Becker, Raymond de - Las Maquinaciones de La Noche

February 6, 2017 | Author: Panchoff | Category: N/A
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LAS MAQUINACIONES

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Otro «Hay otros mundos, pero están en éste» ELUARD

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Raymond de Becker LAS MAQUINACIONES DE LA NOCHE EL SUEÑO EN LA HISTORIA Y LA HISTORIA DEL SUEÑO

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PLAZA & JANES, S.A. Editores BARCELONA • BUENOS AIRES • MÉXICO D. F. • BOGOTÁ

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Título original: LES MACHINATIONS DE LA NUIT Traducción de J. HERRERO

ÍNDICE 15

Introducción Primera edición: Mayo, 1969

PRIMERA PARTE

INFLUENCIA HISTÓRICA DE LOS SUEÑOS

© by Edltlons Planéte, París © 1969, PLAZA & JANES, S. A., Editores Enrique Granados, 86-88, Barcelona Este libro se ha publicado originalmente en francés con el titulo de LES MACHINATIONS DE LA NUIT Printed in Spain — Impreso en España Depósito Legal : B 20.794-1969

Capítulo Primero. —Los grandes sueños religiosos . . . . -. ¡ Documentos 1 / Sueños de la Biblia A / En el Antiguo Testamento . . . i a / Sueño de Jacob b / Sueño de la lucha de Jacob con Dios c / Los sueños del faraón d / Sueño premonitorio de la locura de Nabucodonosor B / En el Nuevo Testamento a / Sueños de la concepción virginal de Jesús . . . b / Los sueños de los Magos y de la huida a Egipto . 2 / Sueños del Budismo a / El sueño de la madre del Buda b / Sueño del rey Sudhodana, padre del Buda . . . . c / Sueño de Gopa, mujer del Buda . . . ¿ ; ¡ ¡ 3 / Los grandes sueños del Islam a / Sueño relativo a la institución del «Adhán» . . . . b / El viaje nocturno de Mahoma 4 / Sueños de fundadores de Órdenes religiosas a / El sueño de Macario b / Siete sueños de san Francisco de Asís c / Siete sueños de Dom Bosco . . . . ; , . . . .

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5 / Un sueño japonés de nacimiento virginal . . . ; s * 6 / Sueños religiosos en el Occidente contemporáneo . . a / Sueños de luz citados por Éliade b / Sueño de un comerciante de Filadelfia c / Dos sueños de un paciente de C. G. Jung

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Capítulo II. — Los grandes sueños políticos . . . . . . . . . Documentos é . ¿ . . . . . 1 / Sueños de la época grecorromana a / Sueños de Jerjes y de Altaban sobre la guerra contra los griegos b / Sueño de Aníbal c / Sueños de cristianos de África cuando la invasión de los vándalos 2 / Dos sueños musulmanes a / El sueño de Tariq, conquistador de España . . . b / El sueño de Solimán el Magnífico y la campaña de Hungría 3 / Sueños contemporáneos a / Un sueño de Bismarck sobre la guerra de Austria . b / Un sueño de Hitler c / El sueño del doctor Mossadeq . . . . . . . . . Capítulo III. —Los grandes sueños culturales . . ¿ . . . . . Documentos a / Los tres sueños de Descartes . . . . . . . ¡ . . b / El sueño de C. G. Jung . . . . . . . . . . . . .

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SEGUNDA PARTE

Capítulo IV.—El sueño en el arte y en la literatura . í ¡ ; » -. Documentos . . . . 1 / Sueños de La epopeya de Gilgamés . . 2 / Un sueño de la litada: el sueño de Aquiles . . . . . 3 / Un sueño de la Odisea: segundo sueño de Penélope . . 4 / Esquilo: el sueño de la madre de Jerjes 5 / Cicerón: el sueño de Escipión 6 / Tu Fu (712-770): he soñado en Li Po 7 / Un sueño del Konjaku-monogatari (siglo xi japonés) . 8 / El sueño del Pabellón rojo (siglo xvm chino) . . . . 9 / Shakespeare: el sueño de Clarence 10 / Calderón: La vida es sueño 11 / Nietzsche: el sueño, fundamento de todas las artes plásticas

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INCUBACIÓN Y SUEÑOS PROVOCADOS Documentos . . . . . . . . . . . ¡ ¡ ¡ 1 / Los ritos de incubación en los templos de Esculapio . . 2 / La incubación en las iglesias cristianas del siglo vi . . . 3 / Prevención de enfermedades por los sueños, según el seudoHipócrates 4 / Sueños naturales y sueños divinos 5 / Sobre ciertas observaciones y ceremonias para excitar los sueños 6 / Paracelso y la venida en sueños del avisador 7 / El sueño dirigido, según Hervey de Saint-Denis . , , . .

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TERCERA PARTE

INTERPRETACIONES Y TEORÍAS Capítulo Primero. —Las claves de los sueños . . . * - . - . ~. t Documentos 1 / Sueños sexuales femeninos en el antiguo Egipto . . . 2 / Sueños de vuelo en Babilonia 3 / Sueños según los temperamentos entre los indios . . . 4 / Una teoría china del sueño 5 / La Muerte en los sueños, en el siglo u de nuestra Era .

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Capítulo II. —Teorías del sueño en las civilizaciones pre o paracristianas Documentos 1 / La naturaleza del sueño, según Aristóteles 2 / Teorías árabes sobre el sueño y los sueños 3 / Una filosofía budista del sueño

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Capítulo III. —Actitud cristiana frente a los sueños Documentos

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1 / Tertuliano y la opinión de los primeros cristianos sobre los sueños 2 / Sinesio: por qué no hay que desdeñar la adivinación por los sueños (siglo iv) 3 / Alcuino, maestro de la Escuela palatina (735-804) . . 4 / Inocencio III (Papa desde 1198 hasta 1216) y los terrores nocturnos 5 / Santo Tomás de Aquino: ¿está prohibida la adivinación por los sueños? 6 / Cómo distinguir los sueños enviados por Dios de los inspirados por los demonios (siglo xvi) Capítulo IV. — Estudio fisiológico del sueño desde el siglo xrs hasta nuestros días Documentos 1 / Las alucinaciones hipnagógicas y los sueños . . . . . 2 / Nietzsche y el sueño 3 / Bergson: «Me detengo en el umbral del misterio» . . 4 / Experimentos en el laboratorio de los sueños de Moscú. 5 / Bases fisiológicas de la fase onírica del sueño . . . . 6 / El sistema nervioso simpático como soporte fisiológico de ciertos estados conscientes «de remplazo» y lugar de origen de los sueños Capítulo V. — La estructura psíquica del sueño y el debate entre Freud y Jung Documentos 1 / S. Freud: las dos instancias del sueño 2 / S. Freud: el sueño como realización del deseo . . . 3 / S. Freud: la interpretación sexual de los símbolos . . 4 / C. G. Jung: el sueño no es la realización de un deseo: es una representación del inconsciente 5 / C. G. Jung: el sueño no es una fachada ni un disfraz: la imagen manifiesta encubre todo su sentido . . . . 6 / C. G. Jung: la naturaleza del sueño 7 / Un sueño arquetípico de J. B. Priestley 8 / El inconsciente colectivo: un soñador de sueños seculares 9 / G. Bachelard: el sueño verdadero, preludio y no secuela de nuestra vida activa 10 / G. Bachelard: en pro de una psicofísica y de una psicoquímica de los sueños 11 / R. Bastide: en pro de una sociología del sueño . . . .

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Pequeño calidoscopio de las imágenes oníricas . . . . . . . 1 / Imágenes del aire ¿ . -. . . . Aeroplano Águila Ángel Astros Cielo Cuervo Luna Nubes Pájaros . . ¿ Viento Vuelo 2 / Imágenes del fuego Demonio o diablo Infierno Incendio León Sol 3 / Imágenes del agua Baño Ballena Barco Desembarco Espejo Mar Nadar (natación) Nieve Orina J

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Pozo Río Vado 4 / Imágenes de la tierra Arana • • • • • • • • . . . . . . . . . • . . • Árbol (madera) Barro Camino, carretera Campesino Casa Cementerio Cristal Escaleras Excrementos Jardín

303 304 305 305 306 307 307 308 308 309 310 311 311 312 313 314 315 315 316 317 318 319 320 321 321 322 322 323 323 J

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Laboreo Montaña Rata Serpiente Terremoto

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Capítulo VI. —Autoanálisis y psicología del intérprete

335 337 337 338 339 341

CUARTA PARTE

¡Aprendan a soñar, señores!

LA TRASCENDENCIA DEL SUEÑO

W. T. B. BEVERIDGE.

Capítulo Primero. — El sueño y el proceso de individuación . ¿ ¡ 349

(«The Axt of Scientific Investigation», p. 54.)

Capítulo II. — El sueño y las categorías de espacio y tiempo . . . 369 Documentos 384 1 / Un sueño telepático entre médico y paciente 384 2 / Sueño de John W. Dunnes sobre el desastre de la Martinica 385 3 / Tres sueños de Mauricio Maeterlinck 386 4 / Sueños recíprocos: sentimiento de realidad en la China antigua 388 5 / Sueños recíprocos en los Estados Unidos 389 6 / Un sueño de platillos volantes 390 Capítulo III. — El sueño y los grados de realidad Documentos 1 / La problemática de Chuang-Seu (siglo 111 antes de nuestra Era) 2 / Karl-Philippe: los grados de la realidad (1785) . . . . 3 / André Bretón: «Creo en la resolución futura del sueño y de la realidad»

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Conclusión

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.

INTRODUCCIÓN Hace algunos años, la Prensa diaria publicó, a breves intervalos, tres sueños de naturaleza distinta a la de aquellos a los que generalmente solemos prestar atención. En efecto, la opinión popular se ve atraída por los relatos que, con razón o sin ella, atribuyen a los sueños un contenido premonitorio, pro]ético o telepático, mientras que las mentes cultas, sean o no partidarias de las teorías freudianas, se interesan más por aquellos que parecen desvelar algún conflicto sexual o afectivo. Aparentemente, los tres sueños a que nos referimos no podían responder a ninguna de estas dos clases de móviles. Que lo juzgue el propio lector. El primero lo tuvo un modesto empleado de oficina, el cual, desesperado, se presentó un día en la comisaría de Policía de Constantina, Argelia. El desgraciado iba a entregarse, declarando que había matado a su mujer y a sus dos hijos, sin saber por qué. Les adoraba. Pensaba haberlo hecho en un ataque de locura y estaba fuera de sí. Al trasladarse al lugar del suceso, los policías tuvieron la sorpresa de encontrar a la mujer y a los niños en perfecto estado de salud y muy inquietos por la partida matinal del cabeza de familia. Éste había soñado el crimen, y su sueño le había dado tal impresión de realidad, que estaba convencido de haberlo cometido y, llevado de su remordimiento, se había vestido a toda prisa para ir a denunciarse K En cuanto al segundo sueño, tuvo por víctima a un joven fontanero de Bayona, el cual, debido a una pesadilla, se arrojó de un 1 Este suceso fue relatado por Léon Treich en Le Soir del 13 de mayo, bajo el titulo: ¡Traicionados por un sueño!

RAYMOND DE BECKER

LAS MAQUINACIONES DE LA NOCHE

quinto piso y quedó mortalmente herido sobre la acera. Su mujer había observado que, mientras dormía, prorrumpía en violentas amenazas contra los personajes de su sueño. Sus esfuerzos por calmarle habían sido inútiles; su marido se había levantado bruscamente, había saltado al tejado por la buhardilla y se había arrojado al vacío K El tercer sueño fue referido a los psiquiatras de Paderborn, Westfalia, por un muchacho de trece años que acababa de matar a cuchilladas a una vecinita con la que había estado siempre en las mejores relaciones. El joven asesino explicó que, tres días antes del suceso, había tenido una pesadilla espantosa. Su compañera de juegos pasaba por delante de su casa al volver del colegio y él la invitaba a entrar para mirar unos cromos. Al acceder la chica a su deseo, se arrojaba encima de ella y le apretaba el cuello con una venda, y, mientras ella jadeaba en el suelo, la remataba con un cuchillo de cocina; entonces aparecían los padres de él. El muchacho declaró que, tres días después, al pasar frente a la puerta de su amiguita, una fuerza irresistible le había empujado a realizar su sueño. No había podido resistirlo2. Lo que me chocó de estos tres sueños fue la fragilidad de la frontera que separaba el sueño de lo que se ha convenido en llamar realidad. Para el modesto empleado de Constantina, la confusión resultante no tuvo, afortunadamente, consecuencias dramáticas. Pero recuerda la actitud de los seres primitivos que asimilan las escenas que viven en sueños a aquellas que podrían vivir en estado de vigilia. Lévy-Bruhl ha hecho muchas veces hincapié en esta confusión: la historia del jefe negro que, después de soñar que había estado en Gran Bretaña, se hizo felicitar el día siguiente por su viaje y agasajar por su feliz regreso, es ya una anécdota clásica. El fontanero de Bayona y el jovenzuelo de Westfalia no se limitaron, ¡ay!, a creer que su sueño era realidad, sino que lo vivieron, y experimentaron, el primero inmediatamente, el segundo al cabo de tres días, un impulso tal que transformó en realidad el sueño. No encontramos en ninguno de estos sueños el menor contenido telepático o profético, y, así como los espíritus supersticiosos de antaño habrían visto quizás en la pesadilla del joven de Westfalia una premonición de su crimen, nosotros sospechamos hoy que muchas premoniciones no fueron más que impulsos oníricos realizados, sueños motores conducentes al acto. Ya santo Tomás de

Aquino había observado que, «preocupado vuestro espíritu por lo que habéis visto en sueños, os veis inclinados a hacer o a evitar tal cosa». Pero el carácter motor de estos sueños rebate también, sean cuales fueren sus implicaciones efectivas, ciertas teorías del maestro de Viena, según las cuales los sueños son esencialmente los guardianes del sueño y las realizaciones de un deseo. Más bien parece que el sueño físico del fontanero de Bayona, así como el del modesto empleado de Constantina, se vieron más turbados que protegidos por los sueños oníricos, y que, al menos en estos dos casos, el deseo (si lo había), lejos de quedar satisfecho con el sueño, encontró en él una razón complementaria de satisfacerlo en la realidad. Se objetará que estas tres historias son excepcionales y revelan un estado psicopatológico y no una psicología normal. Sería estúpido negarlo. Pero sabemos también que las fronteras entre lo normal y lo patológico no están siempre bien determinadas y que, en todo caso, lo patológico nos muestra con lupa lo que tenemos dificultad en distinguir en condiciones normales de observación. Los sueños de que acabamos de hablar constituyen verdaderas «maquinaciones de la noche», impulsos motores extraños a la conciencia despierta y que escapan en su mayor parte a su control. Si no son más que una imagen ampliada, desmesurada, patológica, de una actividad habitual y normal, nos invitarán a estudiar lo que pudieron ser estas «maquinaciones» a lo largo de la Historia, a fin de comprender mejor su papel en el comportamiento individual y colectivo. Incesantemente podemos comprobar lo cerca que está el sueño del arte, la osmosis que se produce entre ellos, la fuente de inspiración que es el sueño para el artista, y no solamente para los románticos o los surrealistas. Pero, ¿no podrían también ciertos grandes acontecimientos, imposibles de explicar por una psicología de vigilia y por una teoría de los móviles conscientes, ser efecto de impulsos inconscientes, de una especie de inmenso sueño colectivo? El carácter sonambúlico de la personalidad de un hombre como Hitler, el aspecto de epidemia psíquica que pueden presentar los movimientos totalitarios, ¿acaso no confirman esta hipótesis? ¿Será la Historia, con sus guerras, sus revoluciones, sus crímenes y sus locuras, una inmensa maquinación de la noche? Esto nos induce a estudiar de manera más precisa los grandes sueños de la Historia, aquéllos que está probado que ejercieron influencia sobre los acontecimientos. Pues se da el caso de que los que tuvieron estos sueños históricos los consideraron, no ya como realización

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« France-Soir, 22 de julio de 1963. 2 Le Parisién Liberé, 26 de marzo de 1958.

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de un deseo, según habría querido Freud, sino como una llamada, como una orden, como un impulso, a la manera del joven asesino de Paderborn. Esto, al menos, es lo que hemos creído descubrir en los grandes sueños compilados en este libro: religiosos, ya sean de origen bíblico, búdico, islámico o promotores de la vocación de grandes -fundadores de Órdenes monásticas; histórico-políticos, ya pertenezcan a la época grecorromana, al mundo musulmán o a la época contemporánea; culturales, ya sean de filósofos como Descartes, de sabios como Kepler, Burdach o Niels Bohr, o de psicólogos como Jung. Debo precisar, aquí, que me dedico al estudio de los sueños desde hace veinte años y que, durante la mitad de este período, he anotado y analizado diariamente los míos. Y no lo hice cediendo a un interés teórico, sino animado por una necesidad vital. Me encontraba a la sazón en una situación dramática, obligado a revisar ideales y creencias que había profesado hasta aquel momento. Estos ideales y estas creencias me habían llevado a un callejón sin salida, hasta el punto de amenazar mi vida y mi equilibrio vital. Los móviles conscientes que me habían servido de justificación me parecían ahora insuficientes para explicar mi conducta. Quería saber lo que había pasado en mis tinieblas, lo que se había fraguado en mi noche. El análisis de mis sueños, realizado por mí solo durante cinco años, y con la ayuda de un psicólogo de la escuela de Jung, durante otros dos, me ayudó a ver con claridad. Entonces, tuve la impresión de cruzar un río, de descubrir un mundo, de poseer una llave inaccesible al profano, de perforar el velo de las apariencias. En una palabra, como para el discípulo Zen, «las montañas no eran ya montañas, los arroyos no eran ya arroyos, los ríos no eran ya ríos». E incluso hoy he de reconocer que debo al análisis de los sueños, y a sus maestros, Freud y Jung, la recuperación de mi fe en la vida, en un momento en que la había perdido, y el descubrimiento de caminos vitales y profesionales que, sin aquél, no habría sospechado jamás. Estos detalles, que espero me serán perdonados, eran necesarios para comprender la génesis de esta obra. Pues, tras él período de descubrimiento y de entusiasmo, se produce una vuelta de las cosas a su lugar. Y —volviendo al texto Zen al cual acabo de aludir—, llega un momento, en toda iniciación, en el cual «las montañas vuelven a ser montañas, los arroyos vuelven a ser arroyos, y los ríos vuelven a ser ríos». Tal vez no los vemos de la misma manera, tal vez la mirada que posamos en ellos se ha transformado,

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tal vez han adquirido cierta transparencia, tal vez se ha modificado incluso su impacto de realidad; pero son las mismas montañas, los mismos arroyos, los mismos ríos. Podía, pues, a partir de aquel momento, proseguir el estudio de los sueños fuera de toda necesidad vital inmediata, en un clima de distensión y de serenidad que se prestaba a exámenes más teóricos. Ahora bien, como ya he apuntado, mi estudio de los sueños se había desarrollado en un principio bajo el signo del psicoanálisis de Freud y, a continuación, de la psicología analítica de Jung. Sin embargo, las críticas y las ampliaciones realizadas por el maestro de Zurich a las teorías de su ilustre predecesor, así como también, más adelante, los trabajos de Bachelard, me impulsaron a situar lo que algunos siguen llamando «revolución psicoanalítica» en su contexto histórico y universal. Pues se trata de un paso indispensable en nuestro tiempo: la unificación del planeta obliga a cada cual a comparar los puntos de vista occidentales con los de otras civilizaciones, y las ideas de nuestra época con las de las épocas que la precedieron. Negándonos a hacerlo, nos expondríamos a una provincialización dramática de la cultura occidental, o, al menos, a mantenerla en la universalidad ilusoria que resulta de la primacía otorgada a la civilización mecánica y, al mismo tiempo, de nuestra ignorancia de las tradiciones precristianas o, sobre todo, paracristianas. En lo que atañe al sueño, la «revolución psicoanalítica» podía parecer una especie de creación absoluta o de generación espontánea, tanto más cuanto que se produjo al cabo de casi veinte siglos de cristianismo, en el curso de los cuales la ciencia de los sueños fue considerada superstición por la intelectualidad occidental. Sin embargo, también convenía buscar aquí las huellas, por muy borrosas que fuesen, de un interés que no había podido desaparecer en absoluto; no hemos vacilado, pues, en hacernos eco de los pensadores cristianos que se preocuparon de los sueños: Tertuliano, Sinesio, Alcuino, Nicéforo II, santo Tomás de Aquino, Juan de Sálisbury o él padre Benoit Périer. En cuanto a las fuentes orientales, hemos utilizado en gran manera los trabajos del Centro Nacional de Investigación Científica, publicados bajo la dirección de Marcel Leibovici, así como los más antiguos de Vaschide y Piéron y de Louis Massignon. Y, en lo tocante a la fuentes grecorromanas, hemos acudido a los relatos de Herodoto, de Plutarco y de Cicerón, así como a los tratados de Hipócrates, de Aristóteles y de Artemidoro de Éfeso. La vuelta a estas raíces, el contacto con la extraordinaria empresa terapéutica que fue la incubación egipcia y grecorromana, el estu-

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dio de las innumerables claves de los sueños, de los grandes tratados indios y árabes y de la copiosa literatura china, convencerán sin duda al lector, como nos convencieron a nosotros, de que la «revolución psicoanalítica» no es ni ha sido más que una «peripecia» del enorme esfuerzo del hombre, realizado en todos los tiempos y en todas las latitudes, para explorar su noche y, de ser posible, utilizarla en provecho propio; camino adivinatorio, camino terapéutico, camino fisiológico y camino psicológico: he aquí las diversas rutas que hemos querido explorar, descubriendo sus divergencias y convergencias, a fin de contribuir a la ciencia onírica del futuro. Con este mismo propósito, mencionamos las más recientes investigaciones emprendidas en Moscú, en los Estados Unidos y en Francia, por la fisiología del sueño en relación con la actividad onírica. El sueño en la Historia y la historia del sueño: la empresa era ambiciosa, y confiamos en que el lector nos perdonará él haber trazado únicamente un esbozo. Pues nos pasamos durmiendo la tercera parte de nuestra existencia, y los sueños recordados ocupan la tercera parte de nuestras noches; pero ésos son únicamente los puntos sobresalientes, los síntomas visibles de una inmensa actividad nocturna, actividad que prosigue incluso durante él día, paralelamente a las actividades de vigilia y como en segundo término de éstas. Es, pues, una especie de doble de la existencia humana lo que tendríamos que describir, y esto requeriría una enciclopedia. Por esto tratamos, no de escribir una obra completa, sino de abrir caminos y trazar direcciones para investigaciones más profundas. Sin embargo, y para no confundir al lector, hemos separado de nuestro texto ciertos documentos —algunos de los cuales son inéditos, al menos en francés, o sumamente raros— útiles para él conocimiento directo de nuestros autores. Nuestra primera intención era reproducirlos en abundancia, pero las dimensiones de esta obra nos impusieron rigurosas limitaciones. El lector encontrará, empero, entre ellos, no solamente él relato de numerosos sueños históricos y contemporáneos, sino también algunos párrafos teóricos o analíticos de los grandes maestros del arte y de la ciencia oníricos. Con idéntica intención hemos separado del capítulo referente a la psicología contemporánea y al simbolismo, lo que llamamos Pequeño Calidoscopio de las Imágenes Oníricas: a propósito de una cincuentena de símbolos, agrupados alrededor de los cuatro elementos tradicionales —aire, fuego, agua y tierra—, consignamos, no las correspondencias mecánicas sugeridas por las antiguas Claves de los sueños, sino las correspondencias múltiples que se

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presentan en la mente de quienes se interesan en la historia de las religiones comparadas, de la mitología y del folklore. El lector puede, pues, realizar una primera lectura de nuestra obra limitándose al texto en el cual exponemos nuestra opinión, y releerla después, consultando los documentos anexos, el calidoscopio de los símbolos y la bibliografía, siempre que quiera conocer las fuentes que hemos utilizado. Al situar esencialmente nuestro trabajo en la perspectiva del sueño como móvil de acción, afortunada o desgraciada, es decir, en la perspectiva empírica del sueño perjudicial o útil, creemos haber permanecido fieles a la actitud tradicional, la cual consideraba ante todo los sueños como medios de conocer él porvenir o de lograr una curación. Es ésta una perspectiva energética: considera al sueño como exponente de una energía para la acción en las profundidades del individuo y de los pueblos. Esta energía impulsa a menudo a los hombres sin saberlo ellos mismos, e igualmente puede originar tanto las mayores catástrofes como las más sublimes creaciones. Es, pues, sumamente importante saber hasta qué punto es posible captarla y ponerla al servicio del perfeccionamiento y de la libertad del hombre. Naturalmente, no podíamos eludir el problema del determinismo en él sueño, problema relacionado con la antigua adivinación, ni tampoco el de la fatalidad más o menos grande de compulsiones motrices análogas a las de los tres sueños citados al principio de estas páginas. Es imprescindible una metafísica del sueño. Es preciso determinar en qué medida puede modificar el sueño los conceptos de realidad propios del estado de vigilia, en qué medida se manifiesta en aquél una trascendencia. Quien otorga a sus sueños una importancia igual a sus pensamientos diurnos, ve su vida incrementada con una mitad de su existencia, hasta entonces sumergida en la noche. ¿Será que él sueño se desahoga en la realidad, como en él caso de Gérard de Nerval? ¿O será que se produce una osmosis, que se establece un diálogo fecundo entre las dos instancias del ser? El sueño plantea el problema del hombre total, y, a nuestro modo de ver, debemos optar por éste. El sonámbulo, el hombre mutilado, ignora las maquinaciones de su noche, las desvaloriza, se ve arrastrado por ellas a su pesar y se convierte en su víctima. Esta obra cumpliría su propósito si ayudase al lector a conocer él prodigioso depósito de energía cuya señal es él sueño, y a utilizarlo en provecho de sus intentos creadores. Vézelay, Pascua de 1964.

PRIMERA PARTE

INFLUENCIA HISTÓRICA D E LOS S U E Ñ O S

CAPíTULO PRIMERO

LOS GRANDES SUEÑOS RELIGIOSOS Es particularmente interesante para nosotros, los occidentales, estudiar la influencia de los sueños en la religión o, más exactamente, en las religiones. Pues éstas son, con demasiada frecuencia, concebidas como fruto de la conciencia despierta; peor aún, como construcciones más o menos ideológicas y racionales, a menos que no sigan siendo, para sus fieles, revelación de una trascendencia aceptada por el hombre en un acto de fe conforme a su razón. Ahora bien, el sueño se halla situado en las fronteras de la vida consciente y la vida inconsciente, de lo racional y lo irracional, hasta el punto de que la tradición judeo-cristiana pudo, a un mismo tiempo, condenar el arte de su interpretación como cosa de brujería y asimilar algunas de sus formas a la revelación divina. Apresurémonos a declarar que, para nosotros, no es esencial saber si los sueños referidos en la Historia son verídicos o no lo son. En la mayoría de los casos, no puede asegurarse su autenticidad; leyenda y realidad se mezclan a menudo en ellos, y, por otra parte, la Historia suele ofrecernos más sueños arreglados que sueños espontáneos, e incluso los más espontáneos son objeto de alteraciones en el curso de los siglos. Pero basta con que estos sueños hayan tenido una influencia real en la historia de las religiones y hayan sido tenidos por verdaderos. La creencia en la importancia y en el valor del sueño importa tanto, si no más, como su autenticidad. Desde el punto de vista psicológico o del filósofo de la Historia, la existencia de Jesús o de Buda puede ser menos significativa que la creencia de millones de hombres en tal existencia.

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El examen de los sueños del Antiguo y del Nuevo Testamento ofrece un interés tanto más vivo cuanto que la tradición judeocristiana ha sido la única en el mundo que no ha dado estado oficial al arte o a la ciencia de los sueños. La Biblia no puede, pues, revelar la importancia real que pudo tener, por ejemplo, en la vida del pueblo judío, la vida onírica. Cubrió con un velo sus manifestaciones más corrientes, porque los que las experimentaban debían de encontrarlas demasiado parecidas a las de los pueblos vecinos. De suerte que sólo encontramos en la Biblia, y sobre todo en el Antiguo Testamento, sueños que tienden a afirmar la autoridad judaica y cuya exactitud y enjundia debían de impresionar de un modo enorme a la opinión. En resumen, sólo se mencionaban en él los sueños que podían confirmar de algún modo la pretensión del pueblo elegido a su vocación mesiánica y la hegemonía espiritual de su Dios. En realidad, los sueños del Antiguo Testamento apenas si pasan de quince. Pero la mayoría de ellos ofrecen la particularidad de encontrarse en el origen de las etapas capitales de la vocación de Israel. Así sucede con él sueño de Abimelec1, que se produce a tiempo de salvar a Sara y a los descendientes de Abraham; con los sueños de Jacob2, que sellan la alianza del patriarca con su Dios; con los de José3, que organizan la etapa egipcia, y con los de Daniel4, encaminados a preservar al pueblo elegido de la contaminación babilónica. Sólo la aventura de Moisés y del retorno a la Tierra Prometida no viene determinada por sueños, pero sí la vocación de Salomón5 por la sabiduría. Si examinamos estos sueños de más cerca, es imposible no descubrirán ellos una circunstancia común: la necesidad de compensar la inferioridad del que sueña mediante la evocación protectora de un personaje todopoderoso —en este caso, el Dios de Israel—, en el cual no dejarán de ver los psicoanalistas una imagen proyectada del padre terrestre. Pues este Dios que se presenta siempre exclusivamente como el de los «padres» y nunca como el de las «madres», ni siquiera como «el Padre y Madre» que es el Cielo en la tradición china, este Dios que aparta a Abimelec de la mujer y del adulterio, promete, en cambio, descendencia y poderío a Jacob y

permite a José demostrar su superioridad sobre los adivinos egipcios, como a Daniel demostrar la suya sobre los onirocritas babilonios. En José, la voluntad de poder se manifiesta de manera ingenua en el sueño inicial, donde el sol, la luna y once estrellas se inclinan ante él para adorarle. En cambio, en Daniel, se traduce en visiones más barrocas, en las cuales se ciñe más al orden del día y utiliza alegorías frecuentes en su época: estas visiones inauguran y anuncian una literatura apocalíptica en la cual la imaginación despierta utiliza fragmentos oníricos y los incorpora a construcciones alegóricas que se unen para dar forma a una voluntad insaciable de poder, a un imperium mundi al cual no basta el espacio y exige también la eternidad. En todos estos casos se trata de sueños motores, de sueños de vocación, tanto para el individuo como para el pueblo con el cual se identifica aquél, con la única excepción del sueño de Salomón. Orientado hacia la sabiduría, más que hacia el poder, la excepción que representa es, empero, sutil y ambigua: Salomón, hábil pedigüeño, recibirá del Padre omnipotente, con la sabiduría que tuvo el buen acierto de pedir únicamente como tal, las riquezas y la gloria que deseaba pero que no pedía. Más adelante, insistiremos en la interpretación dada a estos sueños de la Biblia. Pero, en la medida de nuestros conocimientos sobre el estado real del arte o de la ciencia onirocríticos en el mundo antiguo, podemos estar seguros de que los intérpretes judíos habían aprendido los rudimentos de su saber de los egipcios o de los babilonios, entre los cuales se inició su educación. Debido precisamente a la superioridad de estos pueblos, los sueños referidos tenían por objeto compensar la inferioridad de aquel otro pueblo reducido al cautiverio o al exilio, mediante la intervención de un Padre omnipotente. Desde José hasta Daniel, desde el Faraón hasta Nabucodonosor, nos hallamos en presencia de relatos encaminados a preservar la originalidad de Israel en medio de otros pueblos más desarrollados y refinados. Estos sueños se caracterizan por la ausencia de la mujer y, prácticamente, de todo elemento femenino. Este aspecto propagandístico de los sueños bíblicos no debe hacernos creer, empero, que carecieron de toda base real. Pues, aunque todo nos induce a pensar que la superioridad de José o de Daniel sobre los onirocritas egipcios o babilonios no es más que una leyenda nacionalista, creemos, también, que los sueños referidos en la Biblia tuvieron un origen onírico auténtico y son testimonio del inconsciente colectivo de un pueblo atormentado por la

» Génesis, XX, 2-7. Véase Documentos I, A, a y b, p. 44. Véase Documentos 1, A, c, p. 45. Véase Documentos I, A, d, p. 46. s Reyes, I, III, 4-15. 1 3 4

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voluntad de poder, el complejo del padre y el afán de dominación universal. En este sentido, los sueños atribuidos a Nabucodonosor tienen un interés especial. El aspecto propagandístico es evidente en el primero, al lograr Daniel, no sólo interpretar el sueño del rey, cosa que habría sido de competencia de los onirocritas babilonios, sino adivinar el propio sueño, cosa que exigía una intervención sobrenatural. Es curioso que el arte de Daniel no dejara rastro entre los babilonios y que, por el contrario, fuese considerado Nabucodonosor, en Mesopotamia, como un experto en la interpretación onírica: en efecto, un documento nos lo presenta explicando un sueño astrológico del rey Nabonides1. Sin embargo, si la estatua vista de noche por Nabucodonosor guarda relación con una imagen tradicional de la época helenística, y si podemos pensar que los cuatro metales que simbolizan los cuatro reinos la guardan con la imagen de Hesíodo, que representa con ellos las cuatro edades del mundo, en cambio, el otro sueño del soberano babilónico posee un alcance más general. Tiene un «tono» que induce a los peritos en experiencias nocturnas a considerarlo «auténtico»; es todo lo contrario de un sueño de personas mezquinas y ansiosas de poder; es el sueño de un soberano en la cumbre de su poderío, que se siente atormentado por su propio orgullo y presiente la caída necesaria para su equilibrio. Según la Biblia, Nabucodonosor enloqueció de veras, y su sueño fue anuncio de su enajenación mental y compensación de su poder absoluto2. Pero no por esto dejaba este sueño de servir, en el contexto del tiempo, a la propaganda de Israel, motivo por el cual hay que colocarlo entre los sueños de poder y de compensación de un pueblo vencido. Estos sueños compensatorios invadirán la vida en estado de vigilia, a medida que la realidad histórica se haga más humillante y más dolorosa, y llegarán a provocar el delirio en que se funden lo consciente y lo inconsciente y que caracteriza la literatura profética y apocalíptica. Naturalmente, terminarán en el sueño mesiánico, el cual remplaza la realidad de la ocupación romana por el sueño de la teofanía y del mesianismo. Daniel se encuentra en el lindero entre el fenómeno onírico real y la composición alegórica. Esta composición se encuentra ya en el sueño de los cuatro reinos y, más aún, en la visión de las Bestias. • Biblioteca de Asurbanipal, K 4103, 1. 9-10. Citado por Marcel Leibovici: Les Songes et leur interprétation á Babylone, p. 82. 2 L'Homme á la découverte de son ame, Ginebra. 1962, p. 215.

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En este momento, la distinción entre sueño y visión, o, al menos, entre sueño y visión nocturna, no parece estar muy clara en la mente de los escritores sagrados. Pero, ya desde ahora, la extravagancia alegórica encubre una voluntad de poder cada vez más contrariada por los hechos y que el arreglo consciente se esfuerza en justificar. Lo cual no impide que la mediocridad de la situación histórica coloque esta voluntad en el único plano donde los hechos no puedan contrariarla y donde se convierte en espiritual, se disfraza o se sublima. En su ruina histórica, el «pueblo elegido» juzgará y dominará el mundo entero: dispondrá de un monarca universal. Para simbolizar la afinidad de la miseria y de la gloria, el Mesías nacerá en un establo, a pesar de ser Dios. En este punto en que la voluntad de poder de Israel se inclina en sentido contrario para encontrarse mejor, los sueños del Nuevo Testamento recobran la sencillez perdida por los del Antiguo desde Daniel. Pero vuelven a ser también, y más que antes, sueños motores, sueños capaces de determinar una nueva Era histórica. Poco importa que María concibiese realmente al Salvador sin intervención de su esposo. Poco importa, incluso, que el sueño de José, relatado en el Evangelio de Mateo, sea auténtico1. No faltan sueños análogos de concepción virginal en otras tradiciones, y, también en ellas, lo esencial es que el sueño fuese tenido por verdadero y que se convirtiese en parte integrante de la dinámica cristiana primitiva. El nacimiento virginal es frecuente y lo encontramos en el origen de muchas leyendas o vidas de «héroes», pero, en Jesús, encontramos la imagen culminante del sueño judío sublimado en sueño universal. Los sueños del Nuevo Testamento poseen una frescura y una sencillez «evangélicas» que hablan en favor de su autenticidad. Y, también aquí, su importancia parece tal que, sin ellos, la aventura cristiana habría sido imposible. No solamente tolera José, gracias a un sueño, el extraordinario embarazo de su esposa que antes provocó sus celos, sino que una serie de advertencias oníricas determinan su huida a Egipto, después de resolver los Magos no volver al palacio de Herodes, y su regreso a Israel. Podría parecer extraño que sólo Mateo, entre los cuatro evangelistas, mencionara estos sueños. Pero, desde el punto de vista de la psicología de la Historia, este hecho carece de importancia, ya que las informaciones propias de cada Evangelio han sido conside1

Mateo, 18-25. Véase Documentos I, B, a, p. 47.

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radas como complementarias unas de otras, tanto por la conciencia cristiana primitiva como por la Iglesia ulterior. Naturalmente, estos sueños son presentados por el escritor sagrado como revelaciones sobrenaturales: el Ángel del Señor aparece en ellos y garantiza su veracidad. En esto no difieren de los sueños del Antiguo Testamento, cuyo origen sobrenatural no era discutido, y que nadie pensaba siquiera en interpretar como sucesos naturales. Incluso los sueños del panetero y del copero del Faraón, incluso los sueños del propio Faraón o de Nabucodonosor, eran enviados por el Dios de Israel para que resplandeciese, a través de sus siervos. Su superioridad sobre los otros dioses, sus rivales. De ahí que sea muy limitada su parte simbólica o alegórica, salvo a partir de Daniel, cuando los arreglos conscientes despejan la confusión de los datos nocturnos; de ahí una limpieza que permite prescindir casi siempre del intérprete y que hace que sus directrices sean seguidas sin vacilar; de ahí, sobre todo, que ningún beneficiario de estos sueños adoptará la actitud que el psicoanálisis habría de inspirar a los soñadores modernos: ninguno de aquéllos se pregunta si el Dios o el Ángel que se les aparecen constituyen proyecciones de una parte inconsciente de su personalidad; mejor aún, la asimilación de un personaje enigmático, y al menos dudoso, a la imagen divina se produce casi espontáneamente, como podemos ver en el sueño de la lucha de Jacob, en el cual el adversario del patriarca no se presenta, empero, con el mismo aspecto que el Dios de Abraham. Pero siempre que la espontaneidad onírica parece dominar sobre los arreglos en estado de vigilia, se manifiesta un fenómeno que a menudo tendremos ocasión de comprobar. Cada vez que se inicia una gran vocación, se produce también una sucesión de sueños cuyo objeto no parece ser únicamente el de obligar al que sueña a obedecer los mandatos de la noche, bajo el efecto de una repetición obsesionante, sino también el de acompañarle a lo largo de una ruta sorprendente para él. El Faraón sueña dos veces en el tema de la oposición entre los años de abundancia y los años de hambre (viendo José en esta repetición una señal de la voluntad de Dios), mientras que los destinos de Jacob y de José se perfilan a lo largo de una serie de sueños que los orientan y los animan en etapas difíciles de su aventura. Lo propio cabe decir del padre adoptivo de Jesús. Todo nos inclina a creer que estos sueños poseen, al menos, una base real, y que incluso se reducen a fragmentos aislados de grandes conjuntos oníricos enterrados durante el curso de los siglos. En efecto, vol-

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vemos a encontrar el mismo fenómeno reiterativo y orientador en la vida de los grandes fundadores de Órdenes religiosas, los cuales revivieron en cierto modo, en el Occidente cristiano, la vocación fundamental del universo judeo-cristiano. Particularmente notables, a este respecto, son los sueños de san Macario de Esceta1, patriarca de los monjes de Egipto; de san Francisco de Asís2, y, sobre todo, de san Juan Bosco3, cuya autobiografía no se remonta a más de un siglo. Pero antes de ver hasta qué punto confirman estos sueños nuestra hipótesis de la autenticidad, al menos parcial, de los sueños del Antiguo y del Nuevo Testamento, conviene observar otra particularidad que también se producirá a menudo. Esta particularidad consiste en cierto paralelismo o en cierta convergencia del mismo tema onírico en personas diferentes, pero todas ellas interesadas en la realización del destino histórico en gestación. No es solamente José quien sueña, sino también Jacob, su padre, el Faraón, y los oficiales de éste, y todos sus sueños convergen hacia el cumplimiento de la vocación de José. En cuanto al esposo de María, no es sólo él quien sueña para salvar a Jesús, sino que también los Magos tienen sueños paralelos. Y en los escritos sagrados del budismo veremos cómo la madre del Buda, el padre del Buda y la esposa del Buda tienen sueños convergentes, si no paralelos, todos los cuales giran alrededor del tema de la vocación del Bienaventurado. Pero no nos anticipemos. En el caso de Macario de Esceta, no podemos hablar de una verdadera serie de sueños, pero su interés radica en otra cuestión: ya se trate del sueño del padre del santo, o del sueño vocacional de éste, nos hallamos en presencia, saltando en cierto modo por encima de los siglos, de una repetición de los sueños de Jacob. No faltarán quienes quieran ver en la analogía de sus temas un arreglo legendario posterior. Pero aunque no podamos excluir esta hipótesis, la misma no es evidente ni necesaria, y podemos concebir muy bien que, en la ardiente imaginación de los primeros cristianos del Desierto, se repitieran espontáneamente los grandes temas del onirismo bíblico que les eran tan conocidos. Esta última hipótesis es, incluso, más fecunda: permite ver cómo se conservan a través de los siglos ciertas es1 Amelineau, Histoire des monastéres de la basse Egypte, París, 1894. Véase Documentos I, 4, a, p. 46. 2 Omer Englebert, Vie de saint Francois d'Assise, París, 1947. Véase Documentos I, 4- t>, p. 46. , „ 3 Jean Bosco, Quarante années d'épreuves, Lyon, 1957. Véase Documentos, I, 4, c, Pág. 49.

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tructuras oníricas y cómo estas estructuras se adaptan a la mentalidad de los tiempos. Pues si los sueños de Jacob y de Macario son todos ellos sueños de vocación, de posteridad y de voluntad de poder, difieren en un punto capital. Y es que, entretanto, se produjo un acontecimiento: la ambición mesiánica de Israel, en contacto con las grandes decepciones políticas, pasó del plano temporal al plano espiritual. La posteridad con que soñaba Jacob era completamente carnal y política; aquella con que sueña Macario, en términos casi idénticos, ha dejado de ser una y otra cosa. Si el primero y su descendencia debían poseer la tierra en que aquél había dormido, si esta descendencia de la carne debía llegar a ser tan numerosa como el polvo del suelo y extenderse a Oriente y Occidente, al Septentrión y al Mediodía, y gozarse en ella todas las naciones, el segundo había de recibir igualmente la tierra sobre la que había dormido, pero sus hijos no serían más que hijos espirituales, y su poder sobre los pueblos, el propio de los higumenos, es decir, de los jefes de monasterios... Si los documentos que poseemos fuesen más numerosos, nos veríamos tentados a descubrir una continuidad en el sueño de los siglos: de Jacob a Macario, prosigue el mismo sueño de poder y se revela idéntico complejo paternal, pero a niveles diferentes. Sin embargo, la repetición, la convergencia o el paralelismo de ciertos temas oníricos se revelan también de modo más manifiesto en épocas más próximas a nosotros: tal el caso de san Hugo, el cual, antes de encontrar a san Bruno, fundador de la Cartuja, y a sus seis compañeros, vio en sueños siete estrellas que le mostraban el lugar de su retiro 1 ; tal el caso de san Francisco de Asís, el cual, poco antes de su entrevista con el terrible Inocencio III, soñó que se alzaba hasta la copa de un árbol muy alto y lograba doblarlo con la mano, mientras el Papa contemplaba, asustado, a un humilde religioso que enderezaba la basílica de Letrán, a punto de derrumbarse; y tal el caso de santo Domingo, quien, temeroso de cierta competencia contra su Orden, se vio presentado a la Virgen María y a Jesús en compañía de su rival, el cual fue también encargado, muy oportunamente, de la conversión del mundo. Volviendo al fenómeno reiterativo y orientador percibido en los sueños de los dos José, la actividad onírica de san Francisco

de Asís y de Dom Bosco ofrece un interés considerable. El lector encontrará más adelante siete sueños del primero, relatados por Celano, su biógrafo, y siete sueños del segundo, relatados los seis primeros por él mismo, en Cuarenta años de pruebas, y contado el séptimo, también por él, a dos de sus hijos espirituales, los padres Barbérys y Lemoyne, en la mañana del 2 de febrero de 1876. Estas dos series abarcan muchos años, puesto que las de san Francisco de Asís va desde 1204 hasta 1224, y la de san Juan Bosco desde 1824 hasta 1876. Veinte años en el primero; cincuenta, en el segundo. Ahora bien, lo que llama la atención en las dos series es una continuidad evidente, un trabajo de búsqueda, de aliento y de puesta en forma de una vocación. En ambos casos, ésta parece dibujarse bajo la influencia directa del sueño y en oposición a una voluntad consciente contraria o, al menos, indecisa. Si Francisco de Asís se propone conscientemente marchar a la guerra en la Apulia, y si el primer sueño parece animarle a ello, sus voces acaban por disuadirlo o, al menos, así lo cree él; sea como fuere, lo vemos soñar y encontrar soluciones en los sueños cada vez que la vida real le plantea dificultades al parecer invencibles: por ejemplo, poco antes de su entrevista decisiva con Inocencio III; en la época de crisis de su Orden, poco después de su regreso de Siria, y, por último, cuando la redacción de la regla definitiva. Si entre los siete «sueños» citados encontramos dos visiones diurnas, a saber, la de la primavera de 1206 en la capilla de San Damián y la famosa visión del Serafín, de setiembre de 1224, ello se debe a que, de momento, es imposible establecer una frontera rigurosa entre el sueño nocturno y la visión diurna. En el caso de Francisco de Asís, «la extensión del sueño a la realidad» es manifiesta, como lo es también la continuidad de la actividad imaginativa. Si las mentes formadas en las disciplinas de la psicoterapia podrían sugerir que la casa cayendo en ruinas a que aludió el Cristo de Spoleto podía o no ser más que la personalidad de Francisco, la visión del Serafín con seis alas sólo podía expresar el término de una vida, el cumplimiento dramático de la «locura» de la Cruz: el hombre crucificado era Francisco más que el Cristo; poco importa. Desde el principio al fin de esta actividad onírica, observamos una continuidad, una especie de lógica; en pocas palabras, un desarrolla inteligente, un proyecto. En el caso de Dom Bosco, la actividad onírica es tanto más extraordinaria cuanto que empieza a los nueve años y la vocación

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» Viderant autem circa id tempus per somnium in eadem solitudine Deum suae dignationi habitaculum construentem, stellas et iam septem ducatum sibi praestantes itineris. Erant vero et hi septem. (Vita S. Hugonis: P. L. 153.769.) Véase, también, a propósito de la discusión entre benedictinos y cartujos sobre la autenticidad de este sueño: Aux sources de la vie cartusienne, p. 153.

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se encuentra ya enteramente en aquélla. Poco importa que estos sueños, como los de Francisco de Asís, puedan ser interpretados «en el plano del sujeto» y que el anciano majestuoso, la dama del manto tachonado de estrellas, los muchachos a convertir, los cabritillos, los gatos, los perros y los osos puedan ofrecernos la imagen simbólica de una parte del fundador de los salesianos y constituir fragmentos psicológicos de su personalidad. En ningún momento pensó Juan Bosco en esta interpretación. A pesar de cierto recelo debido a su educación familiar y al cristianismo estrecho de su época, tomó el sentido de sus sueños de modo casi literal y nunca llevó su interpretación más lejos de la alegoría o el simbolismo transparentes. Francisco de Asís se identificaba con la gallina negra de sus sueños, mientras veía en los polluelos a los religiosos que debía reunir. Juan Bosco asimila los animales de sus sueños a los jóvenes a quienes debe convertir, de la misma manera que ve en la cinta blanca que ciñe a sus frentes el símbolo del voto de obediencia con que pretende ligarlos. Pero cada uno de sus siete sueños indica una etapa de una vocación deliberadamente escogida. Representan, sin duda alguna, un papel impulsor, y dan fe de una actividad inconsciente que perdura a lo largo de toda su existencia, de manera paralela a la actividad consciente. En los sueños bíblicos, observamos una curiosa ausencia de personajes femeninos, debida, sin duda, al complejo paternal y a la voluntad de poder que caracterizan la psicología judía. En los sueños cristianos, los personajes femeninos existen y desempeñan un papel importante. La propia Iglesia puede ser considerada como símbolo femenino, y los aficionados al sicoanálisis conocen la relación existente entre la madre e imágenes tales como la catedral, la iglesia, la casa o la ciudad. El sueño de la concepción virginal de Jesús, que condujo a una exaltación de la mujer, fue el primero en su género en la tradición judaica. Sin embargo, encontramos otros análogos en otras tradiciones, en la India o en el Japón, tradiciones que, ciertamente, parecen menos afectadas por el complejo del padre y la voluntad de poder. Pero lo cierto es que, con el cristianismo, la tradición judeo-cristiana otorga a la mujer un lugar de creciente importancia. En todo caso, la imagen femenina sigue siendo, en los sueños religiosos, una imagen parental, maternal, encarnada en la Madona, en la Virgen-Madre, por la objetivación teológica. Entre los sueños religiosos, el que inaugura la serie de san Francisco de Asís es excepcional: es el

único que pone en escena la imagen de una novia, de una joven. Pero, con la repudiación de la vida profana implícita en esta imagen, la joven desaparece de los sueños franciscanos para ceder su puesto únicamente a la Madona. El estudio de los sueños de Juan Bosco permite una visión más precisa de esta imagen femenina de carácter religioso. Pues si bien en uno de ellos no deja de identificarse la aparición de la majestuosa dama a «la que tu madre te enseñó a honrar tres veces al día», nada en los otros sueños nos permite pensar que la dama en cuestión, transformada incluso en pastora en uno de ellos, pueda corresponder a la imagen teológica de la Virgen María. El hombre de porte igualmente majestuoso, de edad provecta y magníficamente ataviado, corresponde también a una imagen parental, más que a la idea de Jesús, muerto a los treinta y tres años. Pero de la misma manera que Jacob quiso identificar a Yavé con el enigmático personaje contra el cual luchó, Dom Bosco identifica personajes bastante vagos y que parecen, sobre todo, imágenes parentales, a los conceptos teológicos que le ofrecen sus medios familiar y social. Esta identificación es manifiesta en la interpretación dada al sueño, pero aparece ya en el propio sueño o, al menos, en el relato que se hace de él y en el cual nos es dable presumir algunos arreglos. Ya veremos cómo estas imágenes iniciales se identifican, en las diversas civilizaciones, a los personajes objetivos de la tradición teológica local: en los sueños de incubación, las fuerzas psicológicas que, en los templos de Esculapio, se identificaban a los dioses que curaban, fueron interpretadas, en las iglesias cristianas, como santos que remediaban las enfermedades'. Parece que el sueño representó en los orígenes del budismo o del Islam un papel análogo al que descubrimos en la tradición judeo-cristiana. Pero allí aparece en formas más refinadas, más próximas a la realidad onírica tal como nos la imaginamos hoy en día, y dando también lugar a interpretaciones más sutiles, más sorprendentes, más de acuerdo con lo que cabe esperar de una civilización que ha llegado a tener cierto conocimiento profundo del hombre. Cierto que, en el Viaje nocturno de Mahoma2, encontramos alguna herencia judaica. La voluntad de poder, el complejo del padre, el sentimiento de inferioridad compensado con

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1 Este tema será tratado con detalle en nuestro capitulo sobre los sueños terapéuticos y los sueños provocados. 2 Resumen de la vida de Mahoma, por Savary. Véase Documentos I, 3, b, p. 44.

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el delirio de superioridad, adquieren proporciones caricaturescas, cómico-heroicas. Por muy sensibles que seamos a la poesía de las esferas celestes o a la del vuelo nocturno a que le arrastra Elborak, la yegua de plata, no podemos dejar de sonreír al ver al pequeño camellero, rechazado por sus compatriotas, haciéndose conducir por el arcángel Gabriel por mundos extraterrestres, y cumplimentar por Abraham, Moisés, Jesús, Adán, José, Enoc y Aarón. Diríase un marqués de nobleza reciente en busca de antepasados ilustres... Pero dejémonos de bromas. El Viaje nocturno, que, en su versión inicial, no tenía menos de catorce capítulos y sesenta y cinco páginas, provocó, sin duda, amaños fraudulentos. Pero contiene el número suficiente de grandes imágenes «arquetípicas», en el sentido que da C. G. Jung a esta palabra, para dar a lo esencial un tono de autenticidad. Desde el tema de la excursión nocturna (aérea para este hijo del desierto, pero marítima en los pueblos navegantes), hasta los temas del caballo alado, de las siete esferas celestes, del Jardín de las Delicias, del Árbol de la Vida o de los Cuatro Ríos, volvemos a encontrar en este gran sueño imágenes universales que revelan la profundidad de las capas inconscientes en que se sumergió el Profeta. La herencia judaica aparece, empero, matizada en Mahoma por sentimientos debidos al cristianismo. La elección de la taza de leche por el Profeta hace que dejemos a los psicoanalistas el trabajo de especular sobre el regreso al seno materno y sobre la doble aparición de imágenes parentales en un relato que, en la mente de su autor, no tenía más objeto que demostrar el origen sobrenatural de su vocación. Más curiosos, y también más extraños, son los sueños (Bu'yá Sádiqa) que tuvo Mahoma, en forma de toques aislados, luminosos y sonoros, en los meses que precedieron a la revelación coránica1, toques que él no sabía coordinar y que, si hemos de creer a Louis Massignon, constituían un alfabeto del éxtasis que, más tarde, trataría de representar en forma de consonantes aisladas delante de ciertas suras. Pero lo esencial es ver que la actividad onírica fue fundamental en la vocación de Mahoma y en la aventura islámica. Según Abul Feda, Mahoma recibió en visión nocturna su misión de profeta. Y aunque esta visión fuese declarada verdadera por algunos, descartando la idea del sueño, Gjannabi

asegura que, durante seis meses, Dios comunicó en sueños la revelación al Profeta1. Vaschide y Piéron, observando que, en el curso de la visión nocturna, el Corán debió descender entero del Cielo, aunque manifestándose por partes durante los veintitrés años que siguieron, declaran que se trata de un caso de sueño con olvido consecutivo2. Ibn Sa'ad refiere, por su parte, que Mahoma instituyó el ádhán, o sea, la famosa llamada a la oración del almuecín, precisamente después de un sueño de uno de sus seguidores. Las series oníricas observadas en Francisco de Asís y en Juan Bosco las hallamos también en ciertos místicos musulmanes, como Ruzbehan Baqhi (t 606/1209) e Ibn' Arabí (t 638/1240), las etapas decisivas de cuya vida estuvieron jalonadas por sueños. Más recientemente, Tipper, sultán de Misore (t 1799) nos dejó, en un carnet autógrafo, el relato de treinta y ocho sueños, muchos de ellos provocados mediante el rito canónico del istikhara. Más adelante volveremos sobre esto. Los sueños iniciales del budismo contrastan, por su refinada expresión literaria, con el arcaísmo semítico, pero también por su carácter ateo y por la sorprendente originalidad de las interpretaciones propuestas. Así, como hemos ya observado, la vocación del Buda es anunciada, concretada y definida por una serie de sueños convergentes. El de Maya, futura madre del Bienaventurado3, constituye una especie de Anunciación: el mejor de los elefantes, blanco como la nieve, más brillante que la luna y el sol, con seis colmillos duros como el diamante, y que penetra en su seno, es considerado por los brahmanes como anuncio de innumerables gozos. Un hijo nacerá de Maya y será monarca universal, pero su reinado se fundará en el desprendimiento y en la compasión. Se convertirá en monje errante y renunciará a todos los deseos. El sueño del rey Sudhodana, padre del Bienaventurado 4, expresa la angustia de una vocación que presiente y que le separará de su hijo. El de Gopa, esposa del Buda5, refleja una angustia parecida, pero toma la forma de pánico y de catástrofe universal. Raras veces se habrán reunido en un sueño tantos símbolos de caída, de fin, de desastres: la tierra tiembla, los árboles son arrancados de raíz por la tempestad, el sol y la luna caen del

> Véase a este respecto: Louis Massignon, Sociologie et Sociographie musulmanes, en «Annuaire du Collége de France», Paris, 1944, p. 84-86, y Temas arquetípicos en onirocrítica musulmana, en «Éranos Jahrbuch», Band XII, Zurich, 1945, p. 242-251.

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Jean Gagnier, La Vie de Mahomet, Amsterdam, 1722, t. I, p. 105-106. Vaschide y Piéron, Le Réve prophetique dans la croyance et la philosophie des Árabes. 3 Capítulo VI del Lauta Vistora. Véase Documentos I, 2, a, p. 41. 4 Id., capítulo XIV. Véase Documentos I, 2, b, p. 48. 5 Id., capítulo XIV. Véase Documentos I, 2, c, p. 51. 2

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firmamento; la joven reina se ve cortándose los cabellos con la diestra, destrozada su diadema; se ve con las manos y los pies amputados, desnuda, rotas sus perlas y sus joyas. Un meteoro sale de la ciudad, que inmediatamente se ve invadida por las tinieblas; los océanos y las montañas se estremecen, el parasol del príncipe se rompe, su diadema y sus atavíos, arrojados sobre el lecho nupcial, son arrastrados por las aguas. Se comprende que un sueño semejante llenara de angustia a la hija de Sakya, y que todos los onirocritas indios descubrieran en él los más negros presagios. Y es entonces cuando, al confiar este sueño a su esposo, éste le responde «con gran ternura y con voz parecida al canto del cuco y del tambor indio» y le revela la dicha que le espera. Dicha budista, ciertamente, puesto que nace al propio tiempo de la embriaguez del conocimiento y del gozo del desprendimiento. En efecto, estas imágenes sólo eran catastróficas en cierto plano, en el de un mundo en que el deseo y el dolor se corresponden; pero la catástrofe del mundo es también revelación que levanta «el velo de la visión que proviene de las sustancias agregadas». Dejamos la sorprendente interpretación de este sueño, que, ciertamente, podría ser considerada como una «interpretación a la inversa». Pero, sea cual fuere la parte de arreglo que pueda haber en los tres sueños citados, encontramos en ellos una gran diferencia con los sueños bíblicos. Falta en absoluto la voluntad de poder. Si el Buda es anunciado como monarca universal, es más bien para identificarlo con el monje errante, con el Ser clarividente cuya celebridad proviene únicamente de la iluminación y de la liberación suprema. Nada hay en ellos que se proyecte hacia una posteridad carnal o una dominación política; nada que pueda permitir siquiera las ambigüedades y los malentendidos en que cayeron incluso los apóstoles de Cristo, antes de que la Pasión y la Resurrección les abrieran los ojos. Los únicos puntos comunes son la anunciación del nacimiento, de la cual encontramos ilustraciones en todas las latitudes, como el bello ejemplo japonés que citaremos en el anexo y que, por otra parte, es búdico 1, y la convergencia y la repetición de los fenómenos oníricos. Así como los Evangelios no nos refieren ningún sueño de Cristo, las Escrituras palies, sin duda más próximas a la realidad, relatan cinco sueños del Buda, que, a semejanza de los de Francisco

de Asís o de Juan Bosco, marcarán una etapa en el camino de la iluminación. También estos sueños son sueños motores, sueños de vocación. Sería absurdo imaginar que esta clase de sueños no se produce en nuestra época ni volverá a producirse en el futuro. Ya hemos visto cómo un hombre del siglo xix, san Juan Bosco, relata sueños cuyo desarrollo no parece esencialmente distinto del de aquellos que figuran en la historia de las religiones. Pues bien, esta mayor proximidad a nosotros, así como la mayor posibilidad de conocer la personalidad del soñador, su medio familiar y social, deben incluso ayudarnos a comprender mejor lo sucedido. Cuando el acontecimiento se produce bajo el control de médicos o de psicólogos independientes, como ocurre a menudo en la actualidad, aumenta la garantía de obtener fenómenos oníricos espontáneos, cuya modificación diurna podemos considerar como reducida al mínimo. El contenido de estos sueños y su comparación con el contenido de los grandes sueños de la Historia pueden llegar a tener un interés considerable. En el anexo citamos dos sueños, tenido uno de ellos, a mediados del siglo pasado, por un comerciante americano de treinta y dos años, y, el otro, por Mr. Whiteman, profesor de matemáticas de la Universidad de Ciudad del Cabo. Este último es el más sorprendente, ya que se inserta en una serie que, a su vez, jalonó su existencia. Encontramos principalmente en él una experiencia de luz, y por esto lo cita Mircea Eliade en Mefistófeles y el andrógino. Semejante experiencia permite aislar en su estado puro un fenómeno difuso, pero inherente a la mayoría de los sueños religiosos. Pues la aparición de Dios o del Ángel en los sueños del Antiguo o del Nuevo Testamento constituye siempre una aparición luminosa, lo mismo que la visión seráfica de san Francisco de Asís es de fuego y de llamas. Lo propio podemos decir del Viaje nocturno de Mahoma, donde cada una de las esferas celestes corresponde a una calidad diferente de luz, mientras que, como ya sabemos, los sueños que precedieron a la revelación coránica estaban compuestos de manchas coloreadas en las cuales creyó leer el Profeta un alfabeto del éxtasis. El elefante blanco que penetra en el seno de la madre del Buda es brillante y luminoso. También lo es el monje de oro que, en el Japón, entra en la boca del regente Shotoku-Taishi. Siete estrellas brillan en el sueño de san Hugo. En cuanto al hombre majestuoso que se aparece a Dom Bosco, su rostro brilla tanto que el niño no puede soportar su visión; su iniciadora femenina viste también un manto brillante

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Konjaku-monogatari, lib. XI, cuento I. Véase Documentos I, 5, p. 62.

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que parece tachonado de estrellas. Los sueños del Buda son sueños de iluminación. En una palabra, encontramos en la mayoría de estos sueños, y a través de tabulaciones mitológicas o teológicas diferentes, un elemento común, el de la luz. Pero en el sueño del profesor Whiteman este elemento luminoso está despojado de toda fabulación, es más difuso y tiene una pureza tal que podríamos pensar en alcanzar por medio de él algo esencial de la experiencia religiosa, al menos tal como ésta se manifiesta en sueños. Mircea Eliade declara que Mr. Whiteman es, en su vida consciente, buen conocedor de la metafísica y de la teología mística de Oriente y de Occidente, y que incluso ha hecho numerosas observaciones personales relativas a los estados parapsicológicos. Sin duda, una de las razones de que el resplandor luminoso, tan frecuente en los sueños religiosos, no se traduzca en una imagen teológica determinada, es que, en todo aquel que comienza a iniciarse en las religiones o en el simbolismo comparados, las imágenes pierden su carácter absoluto: tienden a cubrirse las unas a las otras, a neutralizarse, a borrarse para dejar únicamente sitio a su substrato común. En este sentido, el sueño del comerciante de Filadelfia, aproximadamente contemporáneo de los sueños de Dom Bosco, es menos original. El fenómeno luminoso —a saber, la «luz brillante como una estrella del tamaño aproximado de la palma de la mano», luz que no deja de aumentar y de acercarse hasta que se divide en doce luces más pequeñas y otra luz mayor en el centro— se asimila inmediatamente al advenimiento de Cristo y de los doce Apóstoles. Pero, si es evidente que Cristo tenía que estar ausente en los sueños del Antiguo Testamento o del budismo, constituye, en cambio, el recuerdo histórico que, desde hace dos mil años, polariza en Occidente las diferentes formas de la experiencia religiosa. De suerte que el sueño del comerciante de Filadelfia se inscribe en el cuadro de una tradición que éste no discute, mientras que el sueño de Mr. Whiteman parece testimoniar una experiencia en la que dicha tradición se ve de algún modo integrada y rebasada. Muy reveladores, a este respecto, son los dos sueños relatados por C. G. Jung en su libro Psicología y religión. Ambos han sido seleccionados de una serie de cuatrocientos, de los cuales el sucesor de Freud analizó y comentó cuarenta y siete1. Aunque en to-

dos éstos pueden descubrirse temas religiosos, sólo los dos a los cuales nos referimos tratan explícitamente de religión. El primero figura al principio de la serie de cuatrocientos sueños; el segundo, al final. La persona que los experimenta, de origen católico, dejó de practicar e incluso se desinteresa de los problemas religiosos; su actitud ante la vida es la del intelectual entregado a las creencias científicas. Sin embargo, se sintió nervioso y amenazado en su moral, y por esta razón fue a consultar a C. G. Jung. El primero de estos sueños se caracteriza por la puesta en duda de la Iglesia católica, en cuyo seno se había criado el paciente. Puede incluso decirse que desprecia a la Iglesia, la desvaloriza, asimilándola a una empresa anticuada y que se vanagloria de su antigüedad. Las inscripciones en inglés y en alemán, la proclama firmada por el Papa, la parte recreativa, son francamente ridiculas. No obstante, se observa que este menosprecio debe corresponder a una preocupación del hombre que sueña, preocupación que le hace experimentar un intenso sentimiento de alivio al despertar, que él llama «tendencia resueltamente antiascética». Pero esta tendencia antiascética sólo llega a un compromiso superficial y más bien vano con la tendencia religiosa: la Iglesia se transforma en una reunión de estudiantes, en el curso de la cual se pasea, se charla, se cambian saludos, se bebe vino, y unos altavoces tocan una charanga para saludar a los recién llegados. La puesta en duda a que nos hemos referido no lleva, pues, a ninguna solución auténtica: permanece en los límites de una americanización formal. Por el contrario, el segundo sueño permite medir el sorprendente periplo interior que debió de producirse a lo largo de toda la serie de cuatrocientos sueños. No nos presenta ya a la Iglesia católica ni a ninguna iglesia cristiana americana, sino una casa particularmente solemne, llamada «la casa del recogimiento». Es evidente que, de un sueño al otro, se han pasado de lo superficial a lo profundo, a la interiorización, y que la forma histórica de la Iglesia ha desaparecido para dar paso a una imagen más original. Esta impresión viene confirmada por las palabras pronunciadas por una «Voz» desconocida y que contrastan vivamente con la ligereza de las frases del primer sueño. La «tendencia antiascética» de éste se expresa, esta vez, no ya en el sentido de una insipidez de la experiencia religiosa, sino como condición previa a esta experiencia. «Desdichados —dice la Voz— aquellos que utilizan la religión como sucedáneo para remplazar el otro lado de

1 Trautnsymbole des Individuationprozesses, en «Psychologie und Alchemie» Zurich, 1944, págs. 65 a 297.

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la vida del alma... La religión no es un impuesto que hay que pagar para poder renunciar a la imagen de la mujer... Debe, como suprema realización, sumarse a todas las demás actividades del alma. De la plenitud de tu vida debes engendrar tu religión.» C. G. Jung dice que el autor de estos sueños pertenecía a la categoría de las personas que subestiman su vida instintiva. En la realidad de la existencia, reprimía tanto sus tendencias sexuales como sus tendencias religiosas. Pero he aquí que sus sueños le afirmaban rotundamente que unas y otras le eran necesarias para la realización de su personalidad, que no podían excluirse ni embotarse en un compromiso «a la americana». Detalle curioso: en cuanto calla la Voz, suena en sordina una música que recuerda el Encantamiento del fuego, de Wagner, y aparece una montaña llameante «cuya visión hace sentir al que sueña que un fuego que no puede ser apagado tiene que ser un fuego sagrado»1. Con toda seguridad, estos sueños discuten y tratan de resolver una cuestión muy angustiosa para el hombre moderno: ¿Cómo alcanzar la totalidad simbolizada por la experiencia religiosa, sin renunciar a las necesidades instintivas del ser y a sus exigencias científicas? El hecho de que la solución propuesta se sitúe aquí fuera de toda dogmática, de toda moral o de todo ritual eclesiástico, demuestra hasta qué punto la actividad onírica, hoy como antaño, trata de abrirse caminos religiosos nuevos y originales. Por otra parte, estos dos sueños hacen resaltar un fenómeno sobre el cual tendremos que insistir más adelante: la Voz. Una vez más, aparecen en ellos el fuego y la luz, pero también la música. Las frases que se pronuncian son de una coherencia extraordinaria, de una comprensión segura. Esta coherencia y esta comprensión del sueño religioso, así como el conjunto de fenómenos tales como la Voz, la luz y la música, caracterizan la mayoría de los sueños religiosos de la Historia. Prescindamos por un momento de la interpretación que se les pueda dar en nombre de una teoría, ya sea freudiana o de otra clase. Lo cierto es que el sueño ha representado un papel decisivo en la experiencia religiosa de la humanidad, que lo encontramos en el origen de las grandes etapas de esta experiencia, ya sea en la tradición judeocristiana, ya en la tradición islámica, ya en la tradición budista. El estudio de los sueños contemporáneos tiende a demostrar que sigue desempeñando esta función. Y no existe ninguna razón para

creer que no pasará lo mismo en el futuro. En la realidad histórica, el sueño religioso ha desempeñado un papel motor, ha abierto los caminos del futuro, contribuyendo a resolver problemas en los cuales se perdía la conciencia despierta. Ha ayudado a franquear el paso del Antiguo al Nuevo Testamento, del brahmanismo indio al budismo, del paganismo árabe al Islam. Y ayudará tal vez a la conciencia contemporánea a rebasar tradiciones fecundas, pero agotadas, y a alcanzar la universalidad que a través de ellas, no ha dejado nunca de buscarse.

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Psychologie el Religión, París, 1958, páas. 44 a 88

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b I SUEÑO DE LA LUCHA DE JACOB CON DIOS.

LOS GRANDES SUEÑOS RELIGIOSOS (Documentos) 1 / SUEÑOS DE LA BIBLIA A / En el Antiguo Testamento a I SUEÑO DE JACOB.

Tuvo un sueño en el que veía una escala que, apoyándose sobre la tierra, tocaba con la cabeza en los cielos, y que por ella subían y bajaban los ángeles de Dios. Junto a él estaba Yavé, que le dijo: «Yo soy Yavé, el Dios de Abraham, tu padre, y el Dios de Isaac; la tierra sobre la cual estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia. Será ésta como el polvo de la tierra, y te ensancharás a Occidente y a Oriente, a Norte y Mediodía, y en ti y en tu descendencia serán bendecidas todas las naciones de la tierra. Yo estoy contigo y te bendeciré adondequiera que vayas, y volveré a traerte a esta tierra, y no te abandonaré hasta cumplir lo que te digo.» Despertó Jacob de su sueño, y se dijo: «Ciertamente está Yavé en este lugar, y yo no lo sabía.» Y atemorizado, añadió: «¡Qué terrible es este lugar! No es sino la casa de Dios y la puerta de los cielos.» {Génesis, XXVIII, 12-17.)

Hasta rayar la aurora estuvo luchando con él un hombre, el cual, viendo que no le podía, le dio un golpe en la articulación del muslo, y se relajó el tendón del muslo de Jacob luchando con él. El hombre dijo a Jacob: «Déjame ya que me vaya, que sale la aurora.» Pero Jacob respondió: «No te dejaré ir si no me bendices.» Él le preguntó: «¿Cuál es tu nombre?» «Jacob», contestó éste. Y él le dijo: «No te llamarás ya en adelante Jacob, sino Israel, pues has luchado con Dios y con hombres, y has vencido.» Rogóle Jacob: «Dame, por favor, a conocer tu nombre»; pero él le contestó «¿Para qué preguntas por mi nombre?», y le bendijo allí. Jacob llamó a aquel lugar Panuel, pues dijo: «He visto a Dios cara a cara y ha quedado a salvo mi vida.» Salía el sol cuando pasó de Panuel, e iba cojeando del muslo. Por eso los hijos de Israel no comen, todavía hoy, el tendón femoral de la articulación del muslo, por haber sido herido en él Jacob. {Id., XXXII, 24-32.) C / LOS SUEÑOS DEL FARAÓN.

Al cabo de dos años soñó el Faraón que estaba a orillas del río, y veía subir de él siete vacas hermosas y muy gordas, que se pusieron a pacer la verdura de la orilla; pero he aquí que después subieron del río otras siete vacas, feas y muy flacas, y se pusieron junto a las siete que estaban a la orilla del río, y las siete vacas feas y flacas se comieron a las siete hermosas y gordas; y el Faraón se despertó. Volvió a dormirse, y por segunda vez soñó que veía siete espigas que salían de una sola caña de trigo muy granadas y hermosas, pero detrás de ellas brotaron siete espigas flacas y quemadas por el viento solano, y las siete espigas flacas y quemadas devoraron a las siete espigas hermosas y granadas, y se despertó el Faraón. José dijo al Faraón: «El sueño del Faraón es uno solo. Dios ha dado a conocer al Faraón lo que va a hacer. Las siete vacas hermosas son siete años, y las siete espigas hermosas, siete años; el sueño es uno solo. Las siete vacas flacas y malas que subían

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detrás de las otras son otros siete años, y las siete espigas secas y quemadas del viento solano son siete años de hambre. Es lo que he dicho al Faraón, que Dios le ha mostrado lo que va a hacer. Vendrán siete años de gran abundancia en toda la tierra de Egipto, y detrás de ellos vendrán siete años de escasez, que harán se olvide toda la abundancia en la tierra de Egipto, y el hambre consumirá la tierra. No se conocerá la abundancia en la tierra a causa de la escasez, porque ésta será muy grande. Cuanto a la repetición del sueño al Faraón por dos veces, es que el suceso está firmemente decretado por Dios y que Dios se apresurará a hacerlo. Ahora, pues, busque el Faraón un hombre inteligente y sabio, y póngale al frente de la tierra de Egipto. Nombre el Faraón intendentes, que visiten la tierra y recojan el quinto de la cosecha de la tierra de Egipto en los años de la abundancia; reúnan el producto de los años buenos que van a venir, y hagan acopio de trigo a disposición del Faraón, para mantenimiento de las ciudades, y consérvenlo para que sirva a la tierra de reserva para los siete años de hambre que vendrán sobre la tierra de Egipto, y no perezca de hambre la tierra.» (Id., XLI, 1-4, 25-36.)

para que sepan los vivientes que el Altísimo es dueño del reino de los hombres y lo da a quien le place, y puede poner sobre él al más bajo de los hombres. (Daniel, IV, 10-18.)

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d I SUEÑO PREMONITORIO DE LA LOCURA DE NABUC0D0N0S0R.

Miraba yo y vi en medio de la tierra un árbol alto sobremanera. El árbol había crecido y se había hecho muy fuerte, y su cima tocaba los cielos, y se le veía desde los confines de toda la tierra. Era de hermosa copa y de abundantes frutos; y había en él mantenimiento para todos. Las bestias del campo se resguardaban a su sombra, y en sus ramas anidaban las aves del cielo, y todos los vivientes se alimentaban de él. En las visiones de mi espíritu, en mi lecho, vi que bajaba del cielo uno de esos que velan y son santos; y gritando fuertemente, dijo: Abatid el árbol y cortad sus ramas, sacudid su follaje y diseminad sus frutos, que huyan de debajo de él las bestias, y las aves del cielo de sus ramas; pero dejad en la tierra el tronco con sus raíces, y atadlo con cadenas de hierro y de bronce, y quédese así entre las hierbas del campo, que le empape el rocío, y tenga por parte suya, como las bestias, la hierba de la tierra. Quítesele su corazón de hombre y désele un corazón de bestia, y pasen sobre él siete tiempos. Esta sentencia es decreto de los que velan, es resolución de los santos,

B / En el Nuevo Testamento. a I SUEÑO DE LA CONCEPCIÓN VIRGINAL DE JESÚS.

José resolvió repudiarla (a María) en secreto. Mientras reflexionaba sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados.» Al despertar José de su sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado. (Mateo, I, 18-25.) b I LOS SUEÑOS DE LOS MAGOS Y DE LA HUIDA A EGIPTO.

Advertidos en sueños de no volver a Herodes, se tornaron a su tierra por otro camino. {Id., II, 12.) Partido que hubieron, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto.» (Id., II, 13.) Muerto ya Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José, en Egipto, y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel, porque están muertos los que atentaban contra la vida del niño.» Levantándose, tomó al niño y a la madre y partió para la tierra de Israel. Mas habiendo oído que en Judea reinaba Arquelao en lugar de su padre Herodes, temió ir allá, y, advertido en sueños, se retiró a la región de Galilea, yendo a habitar en una ciudad llamada Nazaret. (Id., II, 19-22.)

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C I SUEÑO DE G0PA, MUJER DEL BUDA.

2 / SUEÑOS DEL BUDISMO a / EL SUEÑO DE LA MADRE DEL BUDA.

Habiéndose dormido en un bosquecillo, en Lumbiní, cerca de Kapilavastu, Maya, madre del Bienaventurado, tuvo un sueño que refirió en estos términos al rey Sudhodana y a sus adivinos: «Blanco como la nieve o la plata, más brillante que la luna y el sol, el mejor de los elefantes, de hermosas patas, bien plantado, de fuertes articulaciones, con seis colmillos duros como el diamante, hermosísimo, se introdujo en mi seno. Hay que comprender el significado de este sueño.» Al oír sus palabras, respondieron los brahmanes: «Hay que prever una superabundancia de gozo. No es ningún anuncio de desgracia para la dinastía. Un hijo va a nacer de Maya; su cuerpo llevará las marcas características. Nacido de linaje real, el magnánimo será monarca universal. «Abandonará su capital, el reino (todos) los deseos y su propio hogar; desligado (de todo) por compasión a los tres mundos, se hará monje errante. Él actuará para el bien de los tres mundos; con el dulzor de su ambrosía, podrá satisfacer a todos los mundos.» (Cap. VI del Lalita Vistara, en Los sueños y su interpretación, p. 237.) b I SUEÑO DEL REY SUDHODANA, PADRE DEL BUDA.

¡Oh, religiosos! Al ser exhortado el Boddhisattva por el hijo de un dios, envió un sueño al rey Sudhodana. Estando Sudhodana dormido, perdido en su sueño, vio, en la noche apacible, salir al Boddhisattva de la casa, escoltado por un grupo de dioses, y alejarse, como monje errante, envuelto en un hábito rojizo. Después de lo cual, el rey se despertó. Sin perder momento, atosigó a preguntas a un guardián del gineceo para saber si el joven príncipe estaba en el apartamento de las mujeres. El guardián le respondió: «Allí está.» Pero la flecha del pesar había traspasado el corazón del soberano, y, mientras penetraba en el gineceo, pensó: «Ciertamente, mi joven príncipe va a partir, puesto que se me han aparecido estos presagios.» ild., cap. XIV.)

Ambos, Gopa y el príncipe, estaban acostados juntos en su lecho. Gopa, en mitad de la noche, tuvo una serie de sueños. Vio temblar esta tierra, con sus rocas y sus picachos; vio caer al suelo árboles arrancados y desarraigados por el viento. Vio el sol y la luna, nimbados con su claridad, caer del firmamento sobre la tierra. Se vio a ella misma, cortándose los cabellos con la diestra, y sintió dislocarse su diadema. Después, se vio con las dos manos amputadas, con los dos pies amputados, y toda desnuda; vio sus perlas desparramadas por el suelo y rotas todas las joyas de su ceñidor. Vio las cuatro patas de su lecho rotas y tiradas en el suelo; vio el mango brillante y muy adornado del parasol del príncipe, roto también, y todas las vestiduras esparcidas, tiradas al azar y arrastradas por las aguas, y todos los ornamentos de su esposo, comprendida su diadema, revueltos sobre el lecho. Vio un meteoro salir de la ciudad y sumirse ésta en la oscuridad; después, en su sueño, vio las bellísimas cadenas ornadas de perlas colgar y desprenderse, y levantarse el océano y el Merú (el eje del mundo); y el soberano de los montes, conmoverse hasta su base. Vio (todas) estas cosas en sueño, la hija del Sakya; las vio en el más profundo de sus sueños. Despertada por estas visiones, le dijo a su dueño y señor: «Dime, señor, en verdad, ¿qué va a ocurrirme después de tener estos sueños? Mis recuerdos se confunden y ya no veo nada; mi corazón está torturado por la angustia.» Él, oídas estas palabras, murmuró a Gopa tiernamente, con voz que tenía el dulcísimo acento de la de Brahma, parecida al canto del cuco y del tambor indio: «Puedes sentirte dichosa; no has visto nada malo. »Sólo los que son virtuosos, los que tienen actos meritorios en sus existencias pasadas, sólo éstos tienen sueños semejantes. ¿Quién, si no, golpeado por una serie de desdichas, tendría sueños parecidos? «Porque tú has visto temblar la tierra, caer al suelo sus rocas y sus picachos, ¡oh, reina!, los Naga, los Rakshasa y los grupos de Bhuta (demonios), todos, te rendirán los mayores homenajes. »Porque tú has visto los árboles arrancados del suelo, porque has visto tu propia mano cortar tus cabellos, pronto, ¡oh, Gopa!, 4 — 2.717

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rompiendo la red del dolor, levantarás el velo de la visión que proviene de las sustancias agregadas. «Porque has visto caer el sol y la luna, porque has visto caer las estrellas luminosas, pronto, ¡oh, Gopa!, rechazarás esos enemigos que son las penas y serás objeto de respeto y alabanzas... «Porque tú has visto, ¡oh, Gopa!, las perlas de tu collar desparramadas, tu cuerpo entero dislocado y desnudo, dentro de poco abandonarás tu cuerpo de mujer y te convertirás en hombre. «Porque tú has visto tu lecho con las cuatro patas rotas, y quebrado el mango de mi parasol cuajado de joyas, muy pronto, ¡oh, Gopa!, cruzarás los cuatro ríos y me contemplarás, a mí, parasol de los tres mundos. «Porque tú has visto (las aguas) arrastrar a lo lejos tus atavíos, porque has visto mi diadema y mis vestidos (tirados) sobre tu lecho, muy pronto, ¡oh, Gopa!, verás a todos los mundos ensalzando mi cuerpo portador de marcas distintivas. «Porque tú has visto salir de la ciudad centenares de millones de luces y oscurecerse la propia ciudad, a no tardar, ¡oh, Gopa!, yo haré, de todo este universo cegado por el extravío y la ignorancia, un mundo de conocimiento perfecto. «Porque tú has visto desparramado tu collar de perlas, y roto su hilo de oro maravilloso, a no tardar, ¡oh, Gopa!, romperás las redes del dolor y levantarás el velo del conocimiento nacido de los agregados. «Porque tú eres siempre complaciente, ¡oh, Gopa!, y me sirves siempre con suma reverencia, no habrá desdicha ni pena para ti; pronto experimentarás un gozo intenso... »Sé dichosa y no te entristezcas. Ten conciencia de tu dicha y provócala. Pronto será tuyo el contento y la plenitud de la alegría. Duerme, ¡oh, Gopa!, pues los presagios te son favorables.» (Id., cap. XIV.)

3 / LOS GRANDES SUEÑOS DEL ISLAM a I SUEÑO RELATIVO A LA INSTITUCIÓN DEL «ADHÁN».

Hasta entonces, el heraldo del Profeta pasaba por las casas llamando a las gentes a la oración. El Profeta reflexionaba buscando una fórmula mejor. En una reunión, se habló en presencia

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de él de la trompeta (costumbre judía) y de la carraca (costumbre cristiana). Mientras tanto, uno de los asistentes dormitaba: Vio pasar en sueños a un hombre que llevaba dos vestidos verdes y tenía en la mano una carraca. Le preguntó si la vendía; el hombre quiso saber a qué uso quería destinarla. Él le respondió: «Quisiera comprarla para llamar a las gentes a la oración.» El hombre vestido de verde le dijo: «Te propongo algo mejor. Di: "Alá es grande; yo proclamo que no hay más Dios que Él y que Mahoma es su Enviado"...», es decir, la fórmula con que los almuecines, desde lo alto de los minaretes, llaman a los fieles a la oración. Abdallah ben Zayd, que fue quien tuvo este sueño, se lo contó al Profeta; éste le pidió que enseñara a Bilal, primer almuecín del Islam, la fórmula que había oído, a fin de emplearla para llamar a los fieles. (Ibn Sa'ad, citado por Tafy Fahd, en Los sueños y su interpretación, p. 151. «É. du Seuil».) b I EL VIAJE NOCTURNO DE MAHOMA.

Estaba yo acostado entre las colinas Safa y Meeva (situadas cerca de La Meca), cuando Gabriel se acercó a mí y me despertó (Ahmed ben Joseph, Hist. cap. XL). Llevaba consigo a Elborak, yegua de color gris plateado, y tan veloz que los ojos apenas si podían seguirla en su vuelo. Me la confió y me ordenó montar en ella; obedecí. Partimos. En un instante, llegamos a las puertas de Jerusalén. Elborak se detuvo. Me apeé y la sujeté a las anillas donde los profetas solían sujetar a sus monturas. Al entrar en el templo, me encontré con Abraham, con Moisés, con Jesús. Oré con ellos. Terminada la oración, volví a montar sobre Elborak y proseguimos nuestra ruta. Recorrimos con la rapidez del rayo la inmensa extensión de los aires. Llegados al primer cielo, Gabriel llamó a la puerta. «¿Quién va?», preguntaron. «Gabriel. —¿Quién es tu compañero? —Mahoma. —¿Ha recibido su misión? —La ha recibido. —¡Que sea bien venido!» Pronunciadas estas palabras, se abrió la puerta y entramos. «Ése es tu padre Adán —me dijo Gabriel—. Ve a saludarle.» Saludé a Adán, y éste me devolvió el saludo. «Que el cielo —añadió— cumpla tus deseos, ¡oh, mi respetado hijo!, ¡oh, el más grande de los profetas!» Partimos. Yo seguí a mi guía a través de la inmensidad del espacio. Llegamos al segundo cielo y Gabriel llamó a la puerta.

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«¿Quién va?», preguntaron. «Gabriel. —¿Quién es tu compañero? —Mahoma. —¿Ha recibido su misión? —La ha recibido. —Que sea bien venido.» La puerta se abrió, y entramos. Vi a Jesús y a Juan. Les saludé y ellos me devolvieron el saludo. «¡Bendito sea —añadieron— nuestro respetado hermano, el más grande de los profetas!» Mahoma, volando siempre sobre Elborak y guiado por Gabriel, recorrió todas las esferas celestiales con el mismo ceremonial. En el tercer cielo, fue cumplimentado por José; en el cuarto, por Enoc; en el quinto, por Aarón; en el sexto, por Moisés; en el séptimo, saludó a Abraham y fue felicitado por éste. Desde allí, franqueó una vasta extensión de cielos y penetró hasta el Lotás, donde termina el Jardín de las Delicias. Los espíritus celestiales no pueden pasar de allí. Este árbol es tan enorme, que uno solo de sus frutos bastaría para alimentar durante un día a todas las criaturas de la tierra. Del pie de este árbol brotan cuatro ríos, que la imaginación de los orientales se ha complacido en embellecer. Después de haber recorrido todas las bellezas del jardín de las delicias, Mahoma fue a visitar la casa de la adoración, adonde van en peregrinación los espíritus celestiales. Setenta mil ángeles rinden allí su diario homenaje al Eterno. Este templo, construido de jacintos rojos, está rodeado de un gran número de lámparas que arden sin cesar. Cuando Mahoma acabó de orar, le presentaron tres copas, llenas, una, de vino; otra, de leche, y la tercera, de miel. Escogió la que estaba llena de leche; Gabriel le felicitó por su elección y le dijo que esto era un buen presagio para su nación. Después de cruzar una vasta extensión de cielos y océanos de luz, se acercó al trono de Dios, quien le ordenó que todos los días hiciera cincuenta veces la oración. Al volver al cielo de Moisés, dio cuenta a éste la orden que había recibido. «Vuelve al Señor —le dijo el conductor de los hebreos— y pídele que mitigue el precepto, pues tu pueblo no podría cumplirlo.» Mahoma volvió a subir hasta el Altísimo y le pidió que redujera el número de oraciones. Por último, después de reiteradas peticiones por consejo de Moisés, el número de oraciones quedó reducido a cinco. Consolado, el Profeta se despidió del conductor de los israelitas y reemprendió su vuelo hacia la tierra. Elborak lo depositó en el mismo lugar donde lo había recogido unas horas antes. (Narración abreviada, según Elbokar y Abuhreíra [Abul-Feda], en El Corán, «Ed. Garnier», 1960. Resumen de la vida de Mahoma, por Savary.)

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4 / SUEÑOS DE FUNDADORES DE ORDENES RELIGIOSAS a I EL SUEÑO DE MACARIO.

Un hombre estaba erguido encima de él; llevaba un vestido que lanzaba destellos y que era de un color como el del arco iris, y le habló, diciendo: «Levántate y mira...», y le dijo: «He aquí lo que dice el Señor: Te daré esta tierra; morarás en ella, producirás, tu fruto crecerá, tu morada se multiplicará, engendrarás hijos espirituales, y habrá jefes que vivirán de tus pechos; serán nombrados higumenos sobre los pueblos, y tu raíz permanecerá firme sobre la roca... Levántate, pues, del sueño, y sigue tu camino en paz; reflexiona bien en lo que has oído y en lo que te ha sido enseñado, y, después de esto, sabe que me apareceré a ti para hablarte de viva voz —dijo el Señor—. Y ten cuidado de no informar a nadie de lo que has visto hasta pasado cierto tiempo.» Y cuando el joven Macario despertó del sueño y llegó la mañana, parecía estupefacto. (Citado por N. Vaschide y H. Piéron, La Croyance á la valeur prophétique du réve dans VOrient antique, según Amélineau, Histoire des Monastéres de la basse Égypte, París, 1894, p. 50.) b l SIETE SUEÑOS DE SAN FRANCISCO DE ASÍS.

Sueño que tuvo, de joven, cuando se disponía a marchar a la guerra y cedió su equipo a un caballero mal vestido: Vio en sueño su casa natal convertida en un palacio maravilloso y lleno de armas. Las piezas de tela habían desaparecido y dejado su sitio a sillas magníficas, escudos resplandecientes, lanzas y arneses de toda clase. Mientras tanto, en una habitación del palacio, una dulce y bella novia esperaba al joven que debía casarse con ella. Francisco, estupefacto, se preguntaba qué quería decir todo ello, cuando una voz le reveló que las armas eran para sus soldados y que la bella criatura estaba reservada para él. Se despertó en el colmo de la dicha, pues, a su modo de ver, la visión sólo podía simbolizar los éxitos que alcanzaría.

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Sin embargo, no era ésta la verdadera interpretación del extraño sueño; y, sin duda, el ambicioso joven lo advirtió así, pues a su gozo sucedió una profunda melancolía, y tuvo que hacer un esfuerzo para ponerse en camino. (II Celano, 5; I Celano, 5.)

tura de la copa, y, sin ningún esfuerzo, había inclinado el árbol con la mano. Esto era, a su modo de ver, un presagio de la facilidad con que, por la gracia de Dios, se dejaría convencer el terrible Inocencio III. (I Celano, 32-33, en Ibid., p. 116.)

Sueño que tuvo en Spoleto y que le hizo desandar su camino:

Sueño tenido en la época de la crisis de su Orden, poco despues de su regreso de Siria:

«—Francisco —dijo una voz—, ¿adonde vas de esta guisa? »—Voy a lucha en Apulia. »—Dime: ¿de quién puedes esperar más, del amo o del servidor? »—¡Del amo, naturalmente! »—Entonces, ¿por qué seguir al servidor, y no al amo del cual depende? »—Señor, ¿qué queréis que haga? »—Regresa a tu país; es allí donde tendrás que hacer lo que te será revelado y donde comprenderás el sentido de esta visión.» (De Vie de saint Frangois d'Assise, por Omer Englebert, «Éd. Albin Michel», París, 1947, p. 66.)

Visión de la primavera de 1206, en la capilla de san Damián: ... Un día que Francisco pasaba por allí, entró en la capilla, se arrodilló ante el crucifijo de madera y se puso a rezar, y he aquí que el Cristo, abriendo sus labios pintados y llamándole por su nombre, le dijo: «Francisco, ocúpate de reparar mi casa, que se está arruinando.» (II Celano, 10 y 11, en Ibid., p. 75.)

Sueño tenido antes de la entrevista con Inocencio III: Había soñado que, hallando en el camino un árbol muy grande y de inmenso ramaje, se había detenido para admirarlo; de pronto, una fuerza sobrenatural le había hecho crecer hasta la al-

Vio una gallina negra, no mayor que una paloma, y, a su alrededor, muchos más polluelos de los que podía cobijar bajo sus alas. «Esta gallina —dijo al despertar— es sin duda yo mismo, con mi pequeña estatura y mis cabellos negros; la paloma a la cual se parece es símbolo de la sencillez que debo practicar para obedecer al Evangelio; en cuanto a los polluelos, son esos virtuosos hermanos cuyo número es demasiado grande para que yo, infeliz, pueda defenderles en lo sucesivo. Voy, pues, a confiarlos a la Iglesia romana, única capaz de protegerlos.» (II Celano 24, en Ibid., p. 275.) Sueño tenido cuando la redacción de la Regla definitiva: Una noche, vio unos hermanos hambrientos que le pedían de comer. Trató de recoger las migajas que vio desparramadas por el suelo, pero se le escaparon de las manos como si fueran polvo. «Francisco —dijo una voz—, haz un pan con esas migajas, y así podrán tus hermanos alimentarse.» Obedeció. Entre los religiosos que se hallaban presentes, algunos comieron con avidez aquel pan misterioso; otros lo rechazaron e, inmediatamente, quedaron cubiertos de lepra. El santo comprendió que las migajas eran las palabras del Evangelio; que el pan representaba la Regla cuya redacción debía proseguir, y que los rebeldes se perjudicarían ellos mismos e incurrirían en los castigos divinos. Este sueño le animó a terminar su trabajo. (II Celano, 209, en Ibid., p. 319.)

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Visión del serafín, en 14 de setiembre de 1224: En la hora que precede a la salida del sol, arrodillado ante su choza y apoyado en un banco de piedra, Francisco rezaba, vuelto hacia Oriente: «Señor —decía, bañado en lágrimas—, dos gracias te pido antes de morir: la de experimentar en mí, en la medida de lo posible, los dolores de tu cruel Pasión, y la de sentir por Ti el mismo amor que te impulsa a inmolarte por nosotros.» Durante largo rato rezó de esta manera, lleno de ternura y de piedad. Después, «de pronto —escribe san Buenaventura—, un serafín con seis alas de fuego bajó sobre él desde lo alto del cielo». Llevaba la imagen de un hombre clavado en una cruz. Con dos de sus alas cubría la cabeza; otras dos le servían para volar; las dos últimas cubrían el resto de su cuerpo. «Era el propio Cristo, que para mostrarse al bienaventurado había adoptado esta apariencia.» Se colocó sobre el banco de piedra, «miró fijamente a Francisco y se alejó de él, después de haber impreso en su carne los milagrosos estigmas de la crucifixión». (Ibid., págs. 351-352.) C I SIETE SUEÑOS DE DOM BOSCO.

Sueño tenido a los nueve años: Aquel año, tuve un sueño, un sueño que me dejó profunda impresión para toda la vida. Me pareció que me encontraba cerca de nuestra casa, en un espacioso patio. Una cuadrilla de niños se divertía allí. Unos reían, otros jugaban, muchos blasfemaban. Cuando oí estas blasfemias, me lancé en seguida en medio de ellos. Como las palabras no bastaban, empleé los puños para hacerles callar. En este momento se me apareció un hombre de andar majestuoso, en la fuerza de la edad y magníficamente vestido. Iba envuelto en un manto blanco, y su rostro resplandecía tanto que no podía mirarle. Me llamó por mi nombre y me ordenó que me colocase al frente de los niños. Después, añadió: «No es a fuerza de golpes, sino con dulzura y caridad que lograrás su amistad. Empieza, pues, inmediatamente, a instruirlos sobre la fealdad del pecado y las excelencias de la virtud.» Sintiéndome confuso y asustado, le hice observar que yo no era más que un pobre chiquillo ignorante, incapaz de hablar de religión a aquellos muchachos. Entonces, he aquí que aquellos

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chiquillos dejaron de disputar, de gritar y de blasfemar, y se agruparon todos alrededor del hombre que hablaba. Sin reparar en lo que me decía, añadí: «Pero, ¿quién sois vos para ordenarme lo imposible? »—Precisamente porque estas cosas te parecen imposible, debes hacerlas posible mediante la obediencia y la adquisición de la ciencia. »—¿Dónde y por qué medios podré adquirir la ciencia? y¡—Yo te daré la maestra que te hará obtener una sabiduría sin la cual todo saber se convierte en tontería. »—Pero, ¿quién sois vos para hablarme de esta suerte? »—Yo soy el hijo de Aquélla a quien tu madre te ha enseñado a saludar tres veces al día (alusión a la costumbre del Ángelus). »—Mi madre me ha dicho que no hable, sin su permiso, con personas a quienes no conozco; decidme, pues, vuestro nombre. »—Mi nombre, pregúntaselo a mi madre.» En el mismo momento, vi a su lado a una dama de aspecto majestuoso, vestida con un manto que brillaba tanto que uno lo hubiera creído tachonado de estrellas. Advirtiendo que yo estaba cada vez más turbado por el diálogo, me hizo señal de que me acercara a ella y me tomó bondadosamente de la mano. «Mira», me dijo. Miré y me di cuenta de que todos los niños habían huido. En su lugar, vi una multitud de cabritos, de perros, de gatos, de osos y de toda clase de animales. «He aquí tu campo de acción —me dijo—. Aquí es donde debes trabajar; ejercítate en la humildad, en el valor, en la firmeza. Y lo que va a pasar con esas bestias, tú deberás repetirlo con mis hijos.» Desvié entonces la mirada, y hete aquí que, en vez de aquellos animales terribles, vi otros tantos corderinos llenos de dulzura. Triscaban por todos lados, corrían y balaban, como para festejar a aquel hombre y a aquella mujer. En aquel momento, siempre en sueños, me eché a llorar y pedí que me hablasen de manera que pudiese comprenderles, pues no entendía nada de todo aquello. Ella apoyó una mano sobre mi cabeza y me dijo: «Lo comprenderás todo a su debido tiempo.» Dichas estas palabras, hubo un gran ruido, me desperté, y todo desapareció. Quedé como deslumhrado. Me parecía tener las manos doloridas de los puñetazos que había dado, y la cara acardenalada por

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los arañazos recibidos. Además, aquel personaje, aquella dama y las cosas que me habían dicho, me obsesionaron hasta tal punto que no pude ya descansar en toda la noche. Por la mañana, me apresuré a contar mi sueño. Primero, a mis hermanos, que se echaron a reír; después, a mi madre, y, por último a mi abuela. Cada cual me dio su interpretación. Mi hermano José decía que me convertiría en pastor de cabras, de ovejas o de otros animales. Mi madre me dijo: «¡Quién sabe si no serás llamado al sacerdocio!» Antonio la atajó, con tono seco: «Tal vez serás capitán de bandoleros.» Mi abuela, que era muy religiosa, aunque no sabía leer ni escribir, puso término a la discusión, diciendo: «No hay que hacer caso de los sueños.» Yo era de la misma opinión que mi abuela. Sin embargo, me fue imposible quitarme aquel sueño de la cabeza. Lo que voy a referir a continuación dará la clave de esta fuerte impresión. Siempre había guardado silencio sobre esto; mis padres no me habían hecho el menor caso. Pero, cuando, en 1858, fui a Roma para tratar con el Papa de asuntos de la Congregación salesiana, éste me pidió que le contara minuciosamente todas estas cosas, incluso las que no tenían la menor apariencia sobrenatural. Entonces conté por primera vez este sueño que había tenido a los nueve años. Después de escucharlo con interés, el buen Papa (era Pío IX) me ordenó que lo escribiese con todo detalle, para edificación de mis hijos salesianos, la fundación de cuya comunidad religiosa me había llevado a Roma por primera vez. (Juan Bosco, Cuarenta años de pruebas [1815-1853], Lyon, 1951, págs. 11-14.) Los cuatro sueños siguientes: A los dieciséis años, la Madona le promete ayudarle en todo; a los diecinueve, le reitera la orden de ocuparse de la juventud abandonada. Siguieron otros tres sueños: el cuarto le enteró de la clase de jóvenes de que tendría que ocuparse; el quinto, a los veintidós años, le fijó su primer campo de acción: Turín. (Nota de M. A. Aufray, en Ibid., p. 136.)

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El sexto sueño: El segundo domingo de octubre de aquel año (1844), debía comunicar a mis pequeños clientes que el local iba a ser transferido al Valdoccio; encontrar el terreno, los medios y los auxiliares que me harían falta, constituía mi gran preocupación. Me dormí con este peso en el pecho. Durante la noche, tuve un nuevo sueño que me pareció continuación del primero, del que había tenido a los nueve años. ... Me vi, de pronto, en medio de una multitud de animales de todas clases: lobos, cabras, cabritos, corderos, ovejas, carneros, perros y pájaros. Cada cual gritaba a su manera, de modo que hubiera podido creerme en un parque zoológico. El ruido era espantoso. Por consiguiente, resolví huir de allí; pero me detuvo una dama, vestida de pastora, y me hizo señal de seguirla y de acompañar al extraño rebaño. Así recorrimos muchos campos, a la aventura; nos detuvimos tres veces para que descansaran los animales. En cada una de estas paradas, observé que muchos animales se transformaban en corderos y que el número de éstos iba siempre en aumento. Al final de esta peregrinación, me encontré en un prado, donde todos los animales saltaban, retozaban y ramoneaban, sin que ninguno de ellos tratara de hacer daño a los otros. Pero yo estaba rendido de fatiga. Busqué, pues, un lugar al borde del camino, para sentarme. Pero la pastora me invitó a continuar la marcha. Pronto me vi en medio de un patio inmenso rodeado de pórticos1: en el fondo, una iglesia. Entonces advertí que las cuatro quintas partes del rebaño se habían metamorfoseado en corderos, y que el número de éstos aumentaba sin cesar. Además, acudían algunos jóvenes pastores para guardarlos. Pero, ¡ay!, se quedaban poco tiempo y pronto me abandonaban. En cambio, ¡oh, maravilla!, los corderos se convertían ahora en pastorcillos y su número crecía sin cesar, hasta el punto de que se veían obligados a separarse para ir en busca de otras fierecillas y conducirlas a nuevos rediles. En mi sueño, me parecía que iba a sonar la hora de la misa, y por esto quise marcharme de allí. Miré a mi alrededor: un campo se extendía ante mis ojos, todo él lleno de maíz, de patatas, de coles, de zanahorias, de lechugas y de otras hortalizas. «Mira otra vez», me dijo ella. Miré de nuevo y, muy sorprendido, vi levan1 Todos los que han visitado la casa madre de los Salesianos reconocen su enorme patio central. (Nota de Aufray.)

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tarse una iglesia gigantesca delante de mí 1 . Al propio tiempo oí un coro y vi señales que parecían invitarme a entrar y cantar la misa. En el interior de la iglesia había una banderola blanquísima extendida y con esta inscripción: Hic domus mea, inde gloria mea. Quise entonces preguntar a la dama, a la pastora, el lugar en que me hallaba: «¿Qué significa este viaje que me obligáis a hacer? —le dije—. ¿Qué significan las paradas, la casa, la iglesia y, ahora, esta segunda iglesia? »—Un día lo comprenderás todo, cuando, con tus ojos de carne, contemples lo que percibes ahora en sueños.» Yo tenía la seguridad de estar despierto, y por esto le dije: «Lo veo todo con claridad y con mis ojos de carne, y sé adonde voy y lo que hago.» En el mismo momento, la campana de la iglesia de san Francisco se puso a tocar el Ángelus y me arrancó a mi sueño. Este sueño había ocupado mi espíritu toda la noche. He omitido muchos detalles complementarios. En aquella época, no capté su sentido y le presté poca atención. Pero a medida que se fue realizando mi sueño comprendí todo su alcance, y un nuevo sueño vino a completarlo, para orientar definitivamente las grandes decisiones de mi vida. ilbid., p. 137-140.)

«—He aquí el sitio ideal para tu obra. »—¿Dónde? Sólo veo un prado solitario. »—Mi Hijo y sus apóstoles no tenían donde reclinar la cabeza; no lo olvides.» Volví, pues, al trabajo, pero sólo para comprobar una vez más la inutilidad de mis esfuerzos. Tenía que encontrar cuanto antes una casa, para albergar a aquella turbulenta juventud. «Ven y mira» —me dijo la Señora, conduciéndome un poco más lejos. Entonces vi una pequeña iglesia, muy baja; un patio muy exiguo, y una multitud de niños que llegaban de todas partes. Pronto la iglesia resultó insuficiente. La Señora me mostró entonces otra mucho más espaciosa y me dijo: «En este lugar sagrado, donde fueron asesinados los gloriosos mártires de Turín, Solutor, Adventor y Octavio, quiero que se honre a Dios de manera especial.» Y, diciendo esto, puso el pie sobre el punto en que se había realizado el primer martirio, para indicármelo con exactitud. Entonces vi que venía hacia mí un número infinito de niños; se apretujaban en el local, y éste crecía a ojos vistas. Una grande iglesia se elevaba en el lugar preciso señalado por la Señora. Ante esta iglesia se extendía una hermosa plaza, dominada por una sencilla estatua. Varios seglares, clérigos y sacerdotes me ayudaban en mi apostolado; pero al cabo de un tiempo todos se marcharon. En vano trataba yo de atraer a algunos a mi obra. Recurrí de nuevo a la Señora: «¿Quieres saber —me dijo— lo que has de hacer para retenerlos? Toma esa cinta y cíñela a su frente.» Cogí la cinta blanca, en la que estaba escrita la palabra «obediencia» e hice lo que me había indicado la Señora. La ceñí a la cabeza de varios de mis colaboradores, y el efecto fue radical: ninguno de ellos pensó ya en abandonarme.

El sueño del 7 de febrero de 1876: Me parecía hallarme en una inmensa llanura, en medio de unos jóvenes tan numerosos como indisciplinados, que peleaban, blasfemaban y hacían travesuras. Me disponía a alejarme, cuando una señora apareció ante mí y me dijo: «—Introdúcete entre esos jóvenes. »—Pero, ¿qué puedo hacer con esos chicos? »—Ve y trabaja.» Entonces me acerqué a ellos, pero pronto me di cuenta de mi importancia. A pesar de mi deseo de hacerles bien, no conseguía hacerme escuchar, ni tenía sitio donde reunirlos. Dirigí una mirada suplicante a la dama, la cual me dijo: » La basílica de Nuestra Señora Auxiliadora, que bien merece este calificativo ÍNota '* de Aufray.)

(Ibid., p. 145-146.)

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5 / UN SUEÑO JAPONÉS DE NACIMIENTO VIRGINAL La Princesa vio, en sueños, que se acercaba a ella un monje de color de oro y le decía: «He prestado juramento de salvar al mundo. Por breves instantes, tengo intención de cobijarme en vuestro seno.» La Señora respondió: «¿Quién sois vos, que me habláis de esta manera?» El monje declaró: «Soy el Boddhisattva, salvador del mundo. Mi morada está en Occidente.» La Señora dijo: «Mi seno es impuro. ¿Cómo podríais cobijaros en él?» El monje declaró: «No temo la impureza», y le pareció (a la Señora) que aquél penetraba de un salto en su boca, y despertó de su sueño. Creyó sentir algo en la garganta, y quedó encinta. (Nació un hijo, que había de ser el ilustre príncipe Shotoku Taishi (572-621), que dio al budismo el eminente rango que había de ocupar en lo sucesivo en el Imperio del Sol Naciente.) (Konjagu-monogatari, lib. XI, cuento I, citado por Rene Sieffert, en Los sueños y su interpretación, página 332.)

6 / SUEÑOS RELIGIOSOS EN EL OCCIDENTE CONTEMPORÁNEO a I SUEÑOS DE LUZ CITADOS POR ÉLIADE.

En un sueño, separándose del cuerpo y sintiéndose transportado muy lejos, percibió un magnífico palacio o templo, y, en su cima, una luz potente que salía de un gran ventanal. Al cabo de unos instantes, tuvo una comprensión de orden intelectual, y se sintió envuelto en una luz aún más viva. En otro sueño, a la edad de cuarenta y tres años, se vio abandonando el cuerpo y penetrando en un parque: «El brillo de la luz era sorprendente» (p. 252). En una visión, en un estado próximo al sueño, le pareció que atravesaba un túnel, y que salía al otro lado, donde le esperaba un paisaje soleado y lleno de luz (p. 254). En el sueño que tuvo a

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los cuarenta y tres años, tuvo de pronto conciencia de un resplandor luminoso de calidad espiritual (p. 259). En otra ocasión, le pareció que podía distinguir la luz de otro mundo de la luz del mundo físico. (The Process of Separation and Return in experiences fully out of the body, «Proceedings, Society for Psychical Research», mayo 1956, págs. 240-274, citado por Éliade, en Mefistófeles y el andrógino, p. 88.) b I SUEÑO DE UN COMERCIANTE DE FILADELFIA.

A mediados del siglo pasado, un comerciante americano, de treinta y dos años de edad, tuvo este sueño: «Me encontraba —escribe— detrás del mostrador de mi almacén; era una tarde luminosa, soleada; en un abrir y cerrar de ojos, todo quedó más oscuro que la más negra de las noches, más oscuro que una mina. El caballero con quien yo estaba hablando salió corriendo a la calle. Le seguí, y, a pesar de la oscuridad, vi centenares y millares de personas que se echaban a la calle, preguntándose todas lo que pasaba. En aquel momento vi en el cielo, lejos y hacia el Sudoeste, una luz tan resplandeciente como la de una estrella del tamaño aproximado de la palma de mi mano. En un instante, me pareció que la luz aumentaba y se aproximaba, hasta que empezó a iluminar las tinieblas. Cuando hubo alcanzado las dimensiones de un sombrero de hombre, se dividió en doce luces más pequeñas y una luz mayor en el centro, y aumentó con gran rapidez... e inmediatamente supe que era el advenimiento de Cristo. En el mismo instante en que pensaba esto, todo el Sudoeste del cielo se llenó de una multitud luminosa, y, en el centro, estaba Cristo con los doce Apóstoles. Ahora, la claridad era mayor que la del día más luminoso que pueda imaginarse, y, mientras la brillante multitud avanzaba hacia el cénit, el amigo con el cual había estado yo hablando exclamó: "¡Es mi Salvador!" Y en el mismo instante abandonó su cuerpo y subió al cielo, y yo pensé que no era lo bastante bueno para acompañarle. Entonces, me desperté.» (R. M. Bucke, The Cosmic Consciousness, Filadelfia, 1901, citado por Éliade, en Mefistófeles y el andrógino, págs. 17-18.)

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C I DOS SUEÑOS DE UN PACIENTE DE C. G. JUNG.

Primer sueño: Todas las casas tienen aspecto de teatro, de decorados de teatro. Bastidores y decoraciones. Suena el nombre de Bernard Shaw. La obra debe representarse en un futuro lejano. Un bastidor lleva la inscripción siguiente, en inglés y en alemán: «Ésta es la Iglesia católica universal. »Es la Iglesia del Señor. »Todos aquellos que se sientan instrumentos del Señor, pueden entrar.» Debajo, en caracteres más pequeños: «La Iglesia fue fundada por Jesús y Pablo.» Como si quisiera pregonar la antigüedad de una empresa. Le dije a mi amigo: «Ven, vamos a ver un poco eso.» Él me responde: «No comprendo por qué los hombres tienen que reunirse en gran número cuando tienen sentimientos religiosos.» Le replicó: «Como eres protestante, no lo comprenderás jamás.» Una mujer asiente vivamente. Entonces veo una especie de proclama en el muro de la iglesia. Dice: «¡Soldados! «Cuando os sintáis en el poderío del Señor, evitad dirigiros directamente a Él. El Señor es inaccesible a las palabras. Además, os recomendamos encarecidamente que no entabléis discusión, entre vosotros, acerca de los atributos del Señor. Sería infructuoso, porque todo lo valioso e importante es indecible. «(Firmado:) El Papa... (firma ilegible).» Entramos. El interior es parecido a una mezquita; se parece, sobre todo, a la Hagia Sofía. Nada de bancos; hermosa sensación de espacio; nada de imágenes; en el muro, máximas encuadradas a manera de adornos (como, allí, los versículos del Corán). Una de las máximas dice: «No aduléis a vuestro bienhechor.» La mujer que antes había aprobado mis palabras se echa a llorar y exclama: «Entonces, ¡nada queda ya!» Le respondo: «A mí, esto me parece perfectamente bien.»"

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Pero ella desaparece. Al principio, me hallo colocado de manera que una enorme columna se levanta delante de mí y no me deja ver nada. Entonces cambio de posición y veo ante mí una gran multitud. No formo parte de ella y permanezco aislado. Pero están claramente delante de mí, y veo sus rostros. Todos dicen al unísono: «Creemos que estamos en el poderío del Señor. El reino de los Cielos está en nosotros.» Lo repiten tres veces, solemnemente. Entonces suena el órgano, y cantan una fuga de Bach, con coros. Omiten el texto inicial. A veces, no es más que una especie de vocalización y, después, estas palabras repetidas varias veces: «Todo el resto no es más que papeleo» (lo cual significa: no hay nada vivo en esto para mí). Cuando calla el coro, empieza, un poco a la manera de las reuniones estudiantiles, la parte recreativa de la ceremonia. Todos los hombres presentes permanecen serenos y equilibrados. Se pasea, se charla, se cambian saludos y se sirve vino (procedente de un seminario episcopal) y otros refrescos. Se formulan votos por una alegre prosperidad de la Iglesia, y, como para manifestar el gozo producido por el ingreso de nuevos miembros en una sociedad, un altavoz difunde una canción con este estribillo: «Carlos está ahora entre nosotros.» Un sacerdote me explica: «Estas distracciones un poco accesorias han sido oficialmente reconocidas y autorizadas. Debemos adaptarnos un poco a los métodos americanos. En un movimiento de masas como el nuestro, es algo inevitable. Sin embargo, nos distinguimos esencialmente de las Iglesias americanas por una tendencia resueltamente antiascética.» Entonces me despierto. Sentimiento de gran alivio. {Psychologie et Religión, París, 1958, p. 46-49.) Segundo sueño: Penetro en una casa de aspecto particularmente solemne. La llaman «la casa del recogimiento». Al fondo, se perciben numerosos cirios, dispuestos de manera particular, formando cuatro puntas dirigidas hacia lo alto, parecidas a pirámides. Un anciano está de pie ante la puerta de la casa. Entra gente. Todos permanecen silenciosos e inmóviles, para recogerse. El anciano de la puerta, refiriéndose a los visitantes de la casa dice: «Cuando salen, son -2.717

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puros.» Entro, a mi vez, en la casa, y logro concentrarme por completo. Una voz pronuncia estas palabras: «Lo que haces es peligroso. La religión no es un impuesto que hay que pagar para poder renunciar a la imagen de la mujer, pues esta imagen es indispensable. Desgraciados aquellos que emplean la religión como un sucedáneo para remplazar el otro lado de la vida del alma. Están en el error y serán malditos. La religión no es un sucedáneo: debe, como suprema realización, sumarse a todas las otras actividades del alma. Debes engendrar tu religión de la plenitud de tu vida: sólo entonces serás bendito.» Mientras la voz pronuncia la última frase, surge a lo lejos una música en sordina, unos acordes sencillos del órgano que me recuerdan vagamente el Encantamiento del fuego, de Wagner. Al salir de la casa, tengo la visión de una montaña llameante, y pienso que un fuego que no puede apagarse tiene que ser un fuego sagrado. (Ibid., p. 75-76.)

CAPíTULO II

LOS GRANDES SUEÑOS POLÍTICOS La distinción entre sueños «políticos» y sueños «religiosos», al menos en los orígenes de la Historia, resulta un tanto artificiosa. En realidad, muchos sueños «religiosos» son entonces también «políticos», pues no existía la distinción de poderes, tal como ahora la concebimos, ni en la conciencia ni en las estructuras sociales. Ya hemos visto que la mayoría de los sueños del Antiguo Testamento son sueños de poder que afectan a los destinos temporal y espiritual. Además, todo gran sueño antiguo era «religioso», dado que su origen era considerado como divino, independientemente de la calidad, más o menos profana, de las personas que se beneficiaban de ellos. Pero, así como en el capítulo anterior hemos limitado nuestro estudio a los sueños que manifiestamente representaron un papel capital en la dinámica religiosa universal, nos ceñiremos ahora a aquéllos de los que podemos pensar que tuvieron influencia en los acontecimientos políticos. Sin embargo, los sueños de personalidades políticas más divulgados no alteraron el curso de la Historia y habrían podido ser tenidos por individuos desprovistos de importancia histórica. Por ejemplo, el sueño de Ricardo Corazón de León, que vio un perro luchando con otro durante la noche, y apagarse la antorcha que llevaba en la mano: visión que parecía anunciar su encarcelamiento por Leopoldo de Austria y su entrega por éste al emperador Enrique IV; o el de Enrique III, que, tres días antes de morir a manos de Jacques Clément, el I o de agosto de 1589, vio en sueños todos

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los ornamentos reales, camisas, sandalias, túnicas, manto de seda azul y cetro de justicia, ensangrentados y pisoteados por unos monjes l ; o el sueño de Enrique IV, el cual, en la noche anterior a su asesinato por Ravaillac, vio un arco iris encima de su cabeza, cosa que algunos interpretaron como presagio de muerte violenta; o el de Luis XIV, quien, poco antes de su rápida conquista del Franco Condado, vio, en 1668, un león enorme al cual venció; o el de María Antonieta, que, el 21 de diciembre de 1793, en su prisión y pocas horas antes de despertar, vio un sol rojo levantándose encima de una columna que no tardó en derrumbarse: pronóstico, según algunos, de la muerte de un personaje poderoso; o, en fin, el de Napoleón, que, en la víspera de Waterloo, vio en sueños, y por dos veces, a un gato negro que corría de un ejército a otro, y vio también su ejército destrozado. Desde nuestro punto de vista, estos sueños tienen poco interés, salvo por la importancia que dan a la superstición o por la confirmación que podrían aportar a ciertas teorías premonitorias del sueño, si las condiciones en que nos son expuestos se prestasen a comprobación. A falta de ésta, habría podido tenerlos igualmente cualquier persona amenazada; y, auténticos o no, no vemos que cambiaran el destino de aquéllos que los tuvieron. Además, si estos sueños hubiesen podido servirles de aviso, lo cierto es que no los aprovecharon. E incluso muchos de ellos no habrían podido aprovecharlos aunque hubiesen querido. ¿De qué podía servirle a María Antonieta ver un sol rojo encima de una columna en ruinas? Encarcelada, no era ya dueña de su destino; como máximo, pudo tratarse de la imagen simbólica de una intuición explicable y natural en una persona condenada a muerte. Ciertamente, es posible que el corto número de sueños políticos, en relación con el de los sueños religiosos, obedezca a causas que sería prematuro definir: el homo politicus parece, por naturaleza, más volcado al exterior que el espíritu religioso, siempre a la espera de una revolución del más allá e inclinado por temperamento a los más escabrosos experimentos internos; pero puede ser, también, que una especie de pudor impida al político referir experiencias que otros, rivales o espíritus «positivos», podrían tomar por señal de debilidad o de credulidad. La actitud de Bismarck, cuando no vaciló en confiar a su soberano un sueño en el que creyó descubrir la prefiguración de su campaña victo-

riosa contra Austria1, es indudablemente excepcional. Si no han faltado los sueños políticamente importantes, lo cierto es que son muy raros; menos numerosos, quizá, que los sueños religiosos, fueron, sobre todo, menos transmitidos. El tipo más impresionante de estos sueños es el que Artemidoro de Daldia llama él mismo «político» y que tuvieron, en la misma noche, todos los habitantes de una ciudad. Aunque el Talmud de Babilonia alude igualmente a esta clase de sueños, la Historia nos brinda pocos ejemplos de ellos. Entre éstos, el del ejército de Asurbanipal es uno de los más concretos. Hallándose este ejército ante el río Idid'a, de turbulenta corriente, temía cruzarlo. Para darle ánimos, la diosa Ishtar se apareció en sueños a cada uno de sus miembros, diciendo: «¡Marcharé delante de Asurbanipal, el rey que yo he creado!»2. Pero, sin exigir una simultaneidad tan rigurosa, podemos imaginarnos el sueño «político» surgiendo en numerosos miembros de una comunidad más o menos extensa, unidos por un mismo destino: si la historia de los platillos volantes es algo más que una proyección psicológica y debe verse un día confirmada por una amenaza extraterrestre verdadera, entonces, las numerosas apariciones de platillos volantes descubiertas por C. G. Jung en los sueños de sus pacientes3 podrían ser consideradas, a escala de la comunidad universal en vías de gestación, como sueños eminentemente «políticos». Según el mismo autor, habría sido posible prever la aparición del nazismo en Alemania y en Europa, si, en los cien años anteriores, hubiese habido posibilidad de descifrar los símbolos que, en los sueños o en la literatura, se manifestaron una y otra vez4. Cierto que, siguiendo a Freud, C. G. Jung alude al contenido simbólico y latente de una producción inconsciente, mientras que nosotros, de momento, nos atenemos al contenido manifiesto de sueños lo bastante claros para que no necesiten ser interpretados, salvo la sencillísima interpretación alegórica a la que hemos ya aludido. De una interpretación de esta clase son susceptibles los sueños referidos por Victor Vitensis5 y tenidos por numerosos cristianos de

1 Louis Guyon, Remarques sur plusteurs songes de personnes de quaíité, Amsterdam, 1690; véase Grillot de Givry, Le Uusée des Sorciers, Mages et Alchimistes, París, 1929.

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1 Bismarck, Gedanken und Erinnemngen, Volksausgabe, II, p. 222, comunicado por el doctor Hans Sachs a S. Freud, que lo menciona en La Science des Réves, París, 1950, pág. 282. 2 Citado por A.-L. Oppenheim, Le Réve et son interprétation dans le Proche-Orient anden, París, 1969, p. 99. s Un mythe moderne, París, 1961. 4 Aspects du árame contemporain, París, 1948. ' Véase Documentos I, c, p. 81.

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África a raíz de la invasión de los vándalos: sin que se produzca la simultaneidad absoluta del sueño del ejército de Asurbanipal —casi demasiado perfecta para ser verdadera—, nos hallamos ante una multiplicidad, mucho más verosímil, de intuiciones nocturnas, cuyo origen podría encontrarse en la consideración inconsciente de una situación que la despreocupación, la ligereza o el orgullo de la conciencia despierta no querían admitir en su realidad desesperada. Y es también la virtud profética de sueños simultaneados por el destino de una comunidad, la aludida, diez siglos más tarde y en un contexto islámico, por la admirable leyenda de los durmientes de Rodas. Ciertamente, el sueño no se presenta aquí en forma de catástrofe o de revelación cayendo por sorpresa sobre un individuo, sino como fruto deliberado del ascetismo y de la santidad1. Pero los doce derviches que rodean al joven jeque Hudai responden a una tradición ya existente entre los primitivos y los antiguos: para tener los mismos sueños, la congregación entera duerme en una misma y enorme cama. Como si cierta promiscuidad física favoreciese la comunicación espiritual, cosa que podría confirmar, según parece, la psicología moderna, al describir los fenómenos llamados de telepatía como paralelismos de comportamiento entre personas ligadas por afinidades de sangre o afectivas, y cuyas evoluciones paralelas conducen a adivinaciones comunes. Pero el convento de Rodas tiene la particularidad de aparecer en la leyenda como el espíritu inconsciente (o supraconsciente) del Imperio otomano, cuya conciencia despierta sería Solimán el Magnífico. Nada tiene de sorprendente, una vez admitida la posibilidad de reconquistar voluntariamente en el sueño dimensiones extrañas a nuestro universo espacio-temporal, que nuestros derviches se conviertan en ángeles protectores del sultán, le socorran en sueños y, mientras sus generales y ministros le mantienen en un callejón sin salida, le hagan ganar, a fin de cuentas, la campaña de Hungría que estaba a punto de perder. Naturalmente, esta leyenda plantea numerosos problemas, entre los cuales el más próximo a la realidad consiste en saber si es posible a quienquiera que sea «penetrar en el sueño» de otro. Pero esta discusión no viene de momento al caso, como tampoco la de saber si, a pesar de los obstáculos de espacio y tiempo, puede una persona influir en un individuo o en una colectividad. Sin embargo, no debe sorprendernos de-

masiado que Solimán el Magnífico estuviera persuadido de que Hudai, y no sus generales, había ganado la guerra contra los germánicos. En pleno siglo xx, Shri Aurobindo, maestro espiritual de la India contemporánea, estaba convencido de haber ganado, con el pensamiento, la batalla de Stalingrado: pretensión calificada de delirio narcisista por un reportero de Life que visitó, poco después de la guerra, al ashram de Pondichery. Bástenos observar, de momento, que la creencia en el valor del sueño colectivo existía aún en el Islam del siglo xvi y era utilizada con fines políticos. Sin embargo, es poco probable que en el fondo de estas leyendas no existiera algo real. No se comprende qué interés político podía tener el describir a un sultán, cuyo genio no había sido nunca puesto en duda, volviéndose mudo e incapaz después de la muerte del jeque que le había inspirado. No podemos descartar, a priori, la hipótesis de relaciones oníricas que se producirían paralelamente a las relaciones en estado de vigilia. Mas para ver con mayor claridad retrocedamos y volvamos a los sueños políticos que, sin tener el carácter colectivo o profético de que acabamos de hablar, pueden plantear a diversas personas idénticos temas de acción. Y así como hemos considerado el sueño de la mujer del Buda como el más chocante y revelador de todos los sueños religiosos, nos detendremos en los de Jerjes y de su ministro Artabán, como los más curiosos e instructivos de los sueños políticos >, Estos sueños, que transcribimos literalmente en el apéndice, fueron referidos por Herodoto. Lo mismo que Plutarco, constituye una fuente inestimable para el conocimiento de los sueños de la Antigüedad. El primero refiere diecisiete sueños de personajes célebres en su tiempo; el segundo, treinta y cuatro 2 . Observemos, ante todo, que se halla en juego algo muy importante: se trata de decidir si los persas invadirán Grecia. La cuestión ha sido debatida en la Asamblea, y Jerjes ha defendido violentamente la idea de la invasión, no sin antes lanzar la orden de reclutar varios ejércitos. Pero su ministro, Artabán, se ha opuesto a un proyecto que juzga peligroso y disparatado. Jerjes ha empezado insultándole, pero ha acabado por someterse a su consejo: renuncia a la campaña de Grecia. No hay que olvidar un

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» Véase Documentos II, b, p. 82.

Véase Documentos I, a, p. 77. Este estudio fue emprendido en 1918 por Mr. William Stuart Messer en su folleto The Dream in Homer and Greek Tragedy, Nueva York.

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elemento capital: Jerjes es joven e inexperto; Artabán, viejo y lleno de sabiduría. Pero el primero es soberano, y el segundo, ministro. He aquí una fuente de ambivalencia, donde un complejo sublimado del padre y del hijo puede empezar a causar estragos. Una vez aceptado por el soberano al criterio de su ministro, se comprende que su juventud y su violencia instintiva se rebelen y tomen el aspecto de un fantasma para decirle: «¡Cómo! ¿Tú, el señor, te has sometido a ese anciano y renuncias a tus anhelos más profundos?» Y se comprende también al viejo Artabán, que, después de haberse opuesto a su soberano, debe de experimentar cierto temor de su violencia. Lo suficiente para que el fantasma le visite también y le interpele sin muchos miramientos: «¡Cómo! ¿Eres tú, infeliz ministro, quien se opone al Destino?» Si Artabán es padre por la edad, es hijo por la posición social. No tenemos necesidad de recurrir a los dioses para saber lo que pasa: para cada uno de los que sueñan, el sueño es compensación de una situación consciente; el hijo, humillado durante el día, se venga por la noche, gracias a un fantasma oportuno; el padre, que ha triunfado durante el día, se ve humillado a su vez por el mismo espectro, que, además, quiere quemarle los ojos con un hierro ardiente y castrarlo. Pero, cosa curiosa y que nos recuerda a los durmientes de Rodas, el viejo ministro, para soñar, tiene que acostarse en el lecho del soberano y ponerse sus ropas, de manera que la lección que recibe nace de su identificación usurpadora. Además, Jerjes no sueña menos de tres veces, y, como Artabán sueña con él, volvemos a encontrarnos con la repetición y el paralelismo ya observados en nuestro capítulo anterior. Y son esta repetición y este paralelismo los que, por sí mismos, confieren al mensaje onírico su carácter divino; admitamos, con prudencia, que denotan un carácter colectivo, transindividual, sobre el que habremos de volver. En todo caso, se trata de sueños cuyo contexto es abundante y cuyos resultados son importantes: la campaña de Grecia, a la que se había renunciado por motivos racionales, es emprendida fiando en poderes inconscientes; al final, se perfilan el saqueo de Atenas, la batalla de Salamina y el asesinato del soberano en Susa. Cierto que los aficionados al profetismo onírico podrán siempre recordarnos que Jerjes, en su tercer sueño, se vio la cabeza ceñida por un ramo de olivo cuyos brotes cubrían toda la tierra, si bien esta corona desapareció en seguida. Señal, sin duda, de que las victorias anunciadas por el espectro no serían duraderas y ocultaban una catástrofe ulterior: pero ni

los interesados ni los magos interpretaron así esta lisis, que sin duda habría dado a nuestros psicoanalistas la clave de estos procesos oníricos. ' Las implicaciones afectivas, si no sexuales, que podemos discernir en su fondo, pero que sería prematuro entrar a discutir, aparecen sin el menor disfraz en el célebre sueño tenido por César antes de cruzar el Rubicón. Como sabemos, el conquistador de las Galias soñó, en aquella ocasión, que se acostaba con su madre. Y la visión de este incesto le empujó, después de muchas semanas de vacilación, a lanzar sus legiones sobre la ciudad-madre que era Roma para él, y a penetrar en ella a mansalva. Quien no esté familiarizado con el simbolismo experimentará cierta sorpresa al ver que un hombre tan eminente como César pudiese encontrar en la visión nocturna de un incesto el ánimo necesario para una acción política de esta naturaleza. Pero los augures interpretaban entonces el incesto como buen presagio de posesión de la tierra. Bruto había interpretado ya en sentido análogo el oráculo de los Tarquinos, según el cual Roma pertenecería a aquél que primero besara a su madre. Y no es imposible comprender que el sueño pueda asimilar la idea del incesto real al de la violación de la madre-patria por uno de sus hijos: franqueando el Rubicón y apoderándose de Roma, César cometía una especie de incesto político. Sea como fuere, nos enfrentamos aquí con un tipo de sueño simbólico muy diferente de la claridad manifiesta de los sueños de Jerjes y de Artabán. Pero en ambos casos las consecuencias fueron importantísimas, y el sueño suplió la indecisión de la conciencia y representó un papel compensador y, al mismo tiempo, motor. Podríamos encontrar muchas implicaciones afectivas en los otros grandes sueños políticos: sin duda no se vería libre de ellas el sueño que impulsó a Aníbal a la conquista de Italia1, como tampoco el de Bismarck, en el que Freud quiso ver una alusión a la masturbación y a la conquista erótica. El canciller alemán tuvo este sueño en 1863, en una época en que Prusia se enfrentaba con terribles dificultades y en que él preparaba secretamente la guerra de Austria que terminó con la batalla de Sadova. Comunicó este sueño al emperador Guillermo, en una carta de 18 de diciembre de 1881, en la cual confirmaba lo mucho que este sueño le había animado en sus proyectos. Se había visto cabalgando

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Véase Documentos I, b, p. 80.

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por un angosto sendero de los Alpes hasta llegar a un lugar sin salida; al negarse su caballo a avanzar, había golpeado con su látigo el muro de roca; entonces, el látigo se había alargado hasta el infinito, se había abierto la muralla y las tropas prusianas habían penetrado en Bohemia. Más adelante nos referiremos a la interpretación erótica de este sueño, debida al doctor Hans Sachs y avalada personalmente por Freud1. De momento, bástenos observar que las implicaciones afectivas o sexuales de los sueños carecen de importancia histórica, siempre que el que sueña las ignore o no les preste atención, como en el caso de Bismarck, o que les dé deliberadamente otra interpretación, como en el caso de César. Podemos también admitir, desde ahora, que la «reducción» de un sueño político a sus «causas» o a sus «implicaciones» sexuales (debate que, de momento, no hemos de resolver) ofrece únicamente un interés teórico o secundario: para la Historia, la violación de Roma fue mucho más importante que la de la madre de César, y la guerra de Bismarck en Austria, mucho más fecunda que una masturbación solitaria del canciller. Pues estos sueños pueden hacernos sospechar, desde ahora, que la operación de simbolización se encuentra emparentada con el movimiento de la Historia y de la civilización, movimiento que traslada las energías instintivas desde el terreno de la satisfacción primitiva y animal al de los grandes designios y las grandes realizaciones. Entre los otros sueños político-históricos, los de Constantino y de Tariq2 tuvieron gran importancia, ya que animaron al primero a imponer el cristianismo al Imperio, y al segundo a conquistar España. Pero, más que provocar una decisión, lo que hicieron fue confirmar una decisión ya tomada. En cuanto al sueño atribuido a Luis Bonaparte sobre el destino imperial de su hermano, entra en la escabrosa categoría de los sueños premonitorios y de vocación, y lo propio podríamos decir de los que refiere el historiador armenio Hayton a propósito de Gengis Kan: el primero, tenido al principio de su carrera, le dio a entender que el Cielo le destinaba a reinar sobre los mongoles; el segundo, después de la conquista de Mongolia, le informó de que el Cielo quería que partiese a conquistar reinos y tierras 3 . De análogo ca-

rácter es el atribuido a Cromwell \ a quien una mujer gigantesca anunció que se convertiría en el hombre más grande de Inglaterra. Muy importante, por la confianza que pudo infundirle, fue el sueño que tuvo Hitler cuando era simple soldado durante la Primera Guerra Mundial, sueño que se adapta bastante bien a lo que sabemos de la naturaleza sonambúlica del fundador del Tercer Reich2. Pero más chocante fue el del doctor Mossadeq, primer ministro del Irán, que se vio incitado por él en su lucha contra la «Anglo-Iranian Petroleum C.°» para la nacionalización de los petróleos. Este sueño tiene tanto más interés cuanto que creemos que es el único que precede a una acción política contemporánea y que, además, fue obtenido según el rito canónico musulmán del istiqára, del cual hablaremos en su momento oportuno. Pertenece, pues, a la categoría de sueños provocados3. Para terminar, no podemos dejar de citar dos sueños que, cada cual a su manera, ponen en cuarentena algunos de nuestros prejuicios mejor establecidos. Uno de ellos, atribuido al faraón Amenofis4, fue relatado por un filósofo estoico llamado Kaeremon, director del Museo de Alejandría; el otro, me fue referido en 1956 por el conocido astrólogo parisiense Armand Barbault. El sueño de Amenofis es curioso, sobre todo por su versión del Éxodo, de tono completamente opuesto al de la Biblia. En efecto, habiendo reprochado Isis al Faraón la destrucción de su templo, el hierogramático encargado de interpretar los sueños del soberano hizo saber a éste que no podría librarse de sus terrores si no purificaba a Egipto de hombres impuros. Oído lo cual, el rey expulsó de su país a 250.000 personas indeseables, al frente de las cuales se hallaba Moisés. Naturalmente, Josefo rebatió en el siglo I esta versión diferente del relato bíblico, pero, sea cual fuere su autenticidad, expresa una vez más la creencia, a la sazón umversalmente extendida, en el valor del sueño como móvil de acción política5. En cuanto a Barbault, vio en sueños, en 1954, a dos serpientes enormes que pugnaban por enroscarse alrededor de la tierra; cuando lo hubieron logrado, y el planeta parecía

• Freud, La ciencia de los sueños. 2 Véase Documentos II, a, p. 82. » Hayton, La Flore des Estoires de la terre d'Orient, Colee. «Historia de las Cruzadas, Historiadores armenios», vol. II, págs. 148 y 152.

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Brierre de Boismont, Haüucinations, p. 55. Véase Documentos III, b, p. 85. Louis Massignon, Sociologie et Sociographie musulmanes, «Annuaire du Collége de France», 1951, págs. 179-181. 4 V. P. Montet, Le Roi Amenophis et les Impurs, «Revue des Études anciennes», XLII (1940), págs. 263-269, y Les Songes et leur interprétation dans l'Égypte ancienne, por Serge Sauneron, París, 1959, p. 30. 5 Citado por Serge Sauneron, Les Songes et leur interprétation dans l'Égypte ancienne.

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bien sujeto por sus anillos, surgieron por todas partes miles de millones de hormigas, que devoraron a las serpientes. No hace falta decir que Barbault veía en las dos serpientes a los Estados Unidos y la URSS, enzarzados a la sazón en la guerra fría, y reconciliados después. En cuanto a las hormigas devoradoras de las serpientes, dejaré a los aficionados a las profecías el trabajo de identificarlas.

LOS GRANDES SUEÑOS POLÍTICOS (Documentos), 1 / SUEÑOS DE LA ÉPOCA GRECORROMANA a I SUEÑOS DE JERJES Y DE ARTABÁN SOBRE LA GUERRA CONTRA LOS GRIEGOS.

Cuando llegó la noche, Jerjes, a quien empezaban a inquietar los consejos de Artabán, se sumió en graves reflexiones y comprendió, al fin, que no le sería ventajoso lanzar una expedición contra Grecia. Tomada esta nueva resolución, se durmió, y, según dicen los persas, aquella misma noche tuvo una visión en la que creyó ver a un hombre de enorme estatura y bello semblante que se erguía ante él y le decía estas palabras: «Ya veo, rey de los persas, que no quieres hacer la guerra a Grecia, después de haber mandado a tus subditos que formaran un ejército. Haces mal en cambiar de resolución, pues nadie lo aprobará. Si me haces caso, seguirás el camino que te habías propuesto durante el día.» Dicho lo cual, vio Jerjes desaparecer el fantasma. Cuando amaneció, Jerjes, lejos de prestar atención a su sueño, convocó a las mismas personas con quienes se había reunido la víspera y les habló de esta manera: «Si me veis cambiar súbitamente de resolución, os ruego que me perdonéis. No he alcanzado todavía el grado de prudencia que un día habré de tener; por otra parte, me veo continuamente acuciado por los que me exhortan a la empresa de que ayer os hablé. Cuando escuché la opinión de Artabán, me dejé llevar de pronto por la intemperancia de una juventud ardiente, hasta el punto de hablarle con menos respeto

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del que hubiese debido mostrar a un hombre de su edad. Pero ahora reconozco mi falta y quiero seguir su consejo. Permaneced, pues, tranquilos, ya que he mudado de propósito y renuncio a hacer la guerra a Grecia.» Satisfechos con este discurso, los persas se prosternaron ante el rey. La noche siguiente, el mismo fantasma se presentó de nuevo a Jerjes durante su sueño y le dijo así: «Hijo de Darío, has renunciado, ante la asamblea de los persas, a la expedición contra Grecia, y has hecho de mi discurso el mismo caso que si jamás lo hubieras oído. Pero si no te pones inmediatamente en marcha, debes saber cuáles serán las consecuencias de tu obstinación: si en poco tiempo te has hecho grande y poderoso, te volverás pequeño con la misma rapidez.» Asustado por esta visión, Jerjes saltó del lecho y mandó llamar a Artabán. «Artabán —le dijo, en cuanto llegó éste—, no estaba en mi juicio cuando respondí a vuestros consejos con palabras injuriosas. Pero poco después me arrepentí de ello y reconocí que debía seguir vuestra opinión. Sin embargo, me veo ahora imposibilitado de hacerlo, por mucho que pese a mis deseos. Pues desde que cambié de propósito y me arrepentí de éste, se me aparece un fantasma que me lo reprocha; en este mismo instante, acaba de desaparecer después de haberme dirigido graves amenazas. Si es un dios quien me lo envía, y si éste está absolutamente empeñado en que yo haga la guerra a Grecia, se os aparecerá el mismo fantasma y os dará las mismas órdenes que a mí. Y esto, si no me equivoco, podría ocurrir muy bien si os ponéis mis vestiduras reales y, después de haberos sentado en mi trono, os vais en seguida a dormir en mi lecho.» Así habló Jerjes. Artabán no aceptó inmediatamente la invitación, pues no se creía digno de sentarse en el trono real. Pero, al fin, viéndose apremiado por el rey, cumplió sus órdenes, después de decirle estas palabras: «¡Oh, gran rey! A mi modo de ver, es tan glorioso seguir un buen consejo como tener una buena idea propia. Vos destacáis en ambas cosas; pero la compañía de los malos os perjudica, y bien se os puede aplicar lo que dicen de la mar: nada es más útil a los hombres; pero el soplo impetuoso de los vientos no le permite seguir los dictados de su bondad natural. En cuanto a vuestras frases injuriosas, me han afligido menos que ver que, entre dos consejos, uno de los cuales tendía a aumentar la insolencia de los persas, y el otro a reprimirla, mostrándoles lo pernicioso que es enseñar a los hombres a

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no poner límites a sus deseos, habéis seguido el más peligroso, tanto para vos mismo como para la nación. Y he aquí que hoy, después de haber abrazado el mejor partido, renunciando a la expedición contra Grecia, decís que un sueño enviado por un dios os impide licenciar vuestro ejército. Estos sueños, hijo mío, nada tienen de divinos; vagan de un lado a otro y son lo que os voy a decir, yo, que tengo muchos más años que vos. Los sueños provienen ordinariamente de las cosas en que se ha ocupado la mente durante el día. Ahora bien, sabéis que, el día anterior, la expedición contra Grecia fue acaloradamente discutida en el Consejo. »Por lo demás, si este sueño que no es lo que yo afirmo, si tiene algo de divino, vos lo habéis dicho todo en pocas palabras: el fantasma se me aparecerá y me dará las mismas órdenes que a vos. Si quiere mostrarse a mí, lo hará de todos modos, tanto si llevo mis vestiduras como si me pongo las vuestras, y no le veré más si descanso en vuestro lecho que si me tiendo en el mío. Pues, a fin de cuentas, aquél que se os ha aparecido en sueños, sea quien fuere, no será tan tonto como para imaginarse, al verme con vuestros vestidos, que soy el rey. Si no me toma en consideración, si no se digna presentarse a mí, ya lleve mis vestiduras o las vuestras, pero sigue yendo a vuestro encuentro, entonces tendremos que considerar sus advertencias: pues, si sigue presentándose a vos, yo mismo convendré en que hay en él algo divino. En cuanto a vuestra decisión, si persistís en ella y nada puede disuadiros, obedezco y voy inmediatamente a acostarme en vuestro lecho. Que se me aparezca el fantasma; pero, de momento, sigo sosteniendo mi opinión.» Dichas estas palabras, Artabán ejecutó las órdenes del rey, con la esperanza de demostrarle que su sueño no era nada. Se vistió la ropa de Jerjes, se sentó en el trono y se acostó seguidamente en la cama del príncipe. Cuando se hubo dormido, el mismo fantasma que había visto Jerjes se le apareció y le dirigió estas palabras: «¡Así, pues, eres tú quien se atreve a apartar a Jerjes de su expedición contra Grecia, como si fueras el encargado de dirigirla! ¡Eres tú quien se opone al Destino! Serás castigado por ello, en el futuro y en el presente. En cuanto a Jerjes, ya le he hecho saber las desdichas que le esperan si desobedece.» Tales fueron las amenazas que Artabán creyó escuchar; también le pareció que el fantasma quería quemarle los ojos con un hierro candente. Viendo esto, lanzó un fuerte grito, se levantó

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precipitadamente, fue en busca de Jerjes y, después de referirle su visión, le habló en estos términos: «Como he visto, señor, fuerzas considerables destruidas por otras inferiores a ellas, quería disuadiros de ceder a los ardores de vuestra juventud, tanto más cuanto que sabía lo peligroso que es el no poner freno a los deseos. Recordando cuál fue el resultado de la expedición de Ciro contra los masagetas, o de Cambises contra los etíopes, o de Darío contra los escitas, en la cual me encontré yo, pensé que, permaneciendo tranquilo, seríais el más dichoso de los hombres. Pero ya que los dioses os empujan a esta empresa y parecen amenazar a los griegos con alguna terrible desgracia, me rindo y cambio de opinión. Comunicad, pues, a los persas el sueño que el dios os ha enviado; hacedles saber que deben continuar los preparativos necesarios, de acuerdo con vuestras órdenes anteriores. Y vos, señor, obrad con toda la prudencia precisa para que, con la ayuda del dios, nada deje de hacerse de cuanto debéis hacer.» Terminado este discurso, animados ambos por aquel sueño, Jerjes lo comunicó a los persas al despuntar el día, y Artabán, el único que antes había intentado disuadirle de la expedición, lo apoyó abiertamente. Mientras Jerjes hacía los preparativos para la marcha, tuvo aún una tercera visión en sueños. Los magos, a quienes la comunicó, consideraron que se refería a toda la tierra y que todos los hombres se convertirían en sus subditos. Le pareció tener la cabeza ceñida por un ramo de olivo, cuyos brotes cubrían toda la tierra, y que, poco a poco, desaparecía esta corona. Inmediatamente después de esta interpretación de los magos, los persas que habían asistido al Consejo volvieron a sus respectivos gobiernos y ejecutaron, con todo el ardor imaginable, las órdenes del rey, a fin de ganar las recompensas prometidas.

un ángel, que le aseguró que le había enviado el Cielo para conducirle a la invasión de Italia. Aníbal se volvió y vio, además, una serpiente enorme que, violenta y enfurecida, derribaba y rompía cuanto se interponía en su camino. Detrás del reptil, el cielo, oscurecido por nubes de humo, era cruzado por los relámpagos. Asustado ante tal espectáculo, Aníbal preguntó al hermoso joven qué significaba todo aquello. «Ya lo ves —fue la respuesta—: la ruina de Italia y los desastres que le esperan. ¡Ve! Y se cumplirá el destino.» ¿Hace falta recordar los males con que Aníbal sembró la desolación en Italia, después de tener este sueño y obedecer a sus predicciones?

(Herodoto, Historias, VII, 12-19, 47.) b I SUEÑO DE ANÍBAL.

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(Valerio Máximo, De dictis factisque memorabilibus, libro IX.) C I SUEÑOS DE CRISTIANOS DE ÁFRICA CUANDO LA INVASIÓN DE LOS VÁNDALOS.

Dos años antes de que se desencadenase la persecución de Humerico (los vándalos contra las Iglesias de África), un cristiano vio en sueños la iglesia de Faustus decorada con ricos tapices y brillantemente iluminada. De pronto, cuando él se regocijaba con tanta magnificencia, se apagaron las luces, un olor fétido llenó el santuario, y una horda de etíopes echó de allí a la blanca tropa de los fieles. Un sacerdote vio, en la misma basílica, una muchedumbre inmensa que desapareció y fue sustituida por una multitud de cerdos y de cabras. Un obispo soñó que era transportado a la cima de una montaña, desde la cual percibía un gran rebaño de ovejas: en medio de él, había dos calderas hirvientes, donde eran precipitadas aquéllas, después de degolladas, hasta que todo el rebaño quedó exterminado. Otro cristiano dijo: «¡Huid! ¡Huid!» Todos estos sueños anunciaban, según el eminente obispo, los furiosos ataques de los paganos.

Aníbal, general cartaginés, sentía un odio feroz contra el Imperio romano, y por esto halló motivo de regocijo en la horrible visión que tuvo un día, en sueños, y que correspondía exactamente a sus planes y deseos. Mientras dormía, Aníbal vio aparecer un joven, hermoso como

(Víctor Vitensis, Historia persecutionis vandalicce, I, II, c. 6. Véase E. Le Blanc, Les Songes et les visions des Martyrs, Roma, 1892, págs. 5-6.) 6 — 2.717

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2 / DOS SUEÑOS MUSULMANES a I EL SUEÑO DE TARIQ, CONQUISTADOR DE ESPAÑA.

Cuando Tariq ben Zayyad embarcó para la conquista de Andalucía, y mientras cruzaba el estrecho de Gibraltar, el sueño veló sus ojos durante un momento; entonces vio en sueños al Profeta y, con él, a los Emigrados (mequenses que compartieron su destierro en Medina) y a los Ánsar (medinenses que lo apoyaron), armados todos ellos de espadas y lanzas. El Profeta dijo a Tariq: «Sigue adelante», y le recomendó que fuese bueno con los musulmanes y fiel a sus promesas. Después, vio Tariq al Profeta y a sus acompañantes que entraban delante de él en Andalucía. Se despertó, augurando el triunfo que anunció a sus soldados; su valor había sido reforzado, y ya no dudó de la victoria. (Ibn-al-Athir, Cronikon, «Ed. Tornberg», Leyden, 1867, IV, 444, 59; citado por Tufy Fahd, en Les Songas et leur interprétation selon l'Islam, París, 1959.) b I E t SUEÑO DE SOLIMÁN EL MAGNÍFICO Y LA CAMPAÑA DE HUNGRÍA.

En cuanto Solimán el Magnífico, de gloriosa memoria, hubo conquistado la isla de Rodas a los caballeros de San Juan, se fundó allí un insignificante tekké (convento). Este convento dominaba una pequeña colina. Nadie lo frecuentaba, y unos cuantos bloques de piedra obstruían su sendero. El tekké tenía un jeque, todavía joven, muy joven, que presidía una cofradía de doce derviches. El sultán, toda la Corte y, sobre todo, el capitán-bajá de quien dependía la administración de la isla y del archipiélago, protegían el establecimiento. En efecto, aquel santo varón, el jeque, había revelado en otro tiempo a la Corte imperial el secreto estratégico que había permitido la captura del fuerte del Santo Ángel. Asegurada su vida material por la generosidad de Su Alteza, los derviches se pusieron a explorar el mundo de los sueños. El jefe, llamado Hudai, practicaba todas las virtudes, cultivaba

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todas las ciencias y conocía la mayoría de las lenguas clásicas. Obedecido por sus discípulos, temido por sus adversarios y lisonjeado por las autoridades, se dedicó al fomento de los sueños colectivos. De esta manera, maestro y discípulos se purificaban juntos, corporal, mental y espiritualmente; se acostaban juntos en un enorme lecho, lecho que albergaba la congregación entera. Recitaban juntos la misma fórmula secreta y tenían los mismos sueños. Un día, Solimán el Magnífico se halló en un callejón sin salida, en Carintia. El gran visir, hombre bonachón, no lograba resolver los problemas. El cuerpo de los ulema, insignificante, no comprendía siquiera la dificultad de la situación. Sólo el soberano tenía una idea de la gravedad del problema militar. En cuanto al jefe de los eunucos, empezó a hacer brujerías para alejar a los ejércitos germánicos. En medio de su angustia, Solimán tuvo una idea luminosa: el emisario del venerable Hudai se hallaba todavía en el campamento. Fue convocado con urgencia. «Mi querido condiscípulo —le dijo el sultán—, ¿hay alguna manera de invitar a nuestro ilustre Maestro a venir al campamento imperial, y cuántas semanas tardaría Hudai en llegar hasta nosotros? Te ordeno que vayas inmediatamente a Rodas. Mi tesorero te abonará los gastos del viaje. Mi cancillería está preparando las cartas dirigidas al Maestro y los salvoconductos» El derviche sonrió involuntariamente: «Señor —respondió—, te doy las gracias por el viático y los salvoconductos. Pero no los necesito. Ciertamente, la isla de Rodas está muy lejos de aquí para el común de los mortales. Pero el venerable jeque Hudai no está muy alejado del campamento de Vuestra Augusta Alteza. Me comprometo a convocarle esta noche, antes de las oraciones de la mañana.» El sultán, extrañado de la presencia del santo varón en las cercanías del campamento, tuvo una ligera sensación de temor y no se atrevió a prolongar la conversación. El Señor de los Creyentes ofreció al derviche una bolsa repleta de oro y otra repleta de plata, pero éste las rehusó. El derviche, a su vez, ofreció a Solimán el Magnífico una manzana soporífera: éste la mondó y se la comió. Después, el hombre misterioso se echó a dormir. El sultán también se durmió. Previamente, había ordenado a sus hombres que le despertaran cuando llegase Hudai, el santo varón. Pero el santo varón no compareció. El séquito imperial se burlaba del derviche, así como de la credulidad y la senilidad del soberano. El almuecín del Ejército subió

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al minarete improvisado y empezó a cantar el llamamiento a la oración matinal. El gran eunuco despertó suavemente al emperador y, después de darle los buenos días y desearle una rotunda victoria sobre los germánicos, murmuró irónicamente estas palabras: «Señor, no ha habido ninguna noticia del jeque Hudai. Parece que su discípulo no es más que un tramposo.» «Cállate —le respondió el sultán—. Cállate, pues eres imbécil hasta la medula de tus huesos; el ilustre Maestro se ha dignado visitarme: he sostenido una larga conversación con él, y te anuncio que, no hace todavía una hora, mis queridos ejércitos han logrado la más brillante de las victorias. Espera la llegada del mensajero.» Efectivamente, a una señal onírica de su humilde discípulo, el famoso Hudai se había trasladado desde Rodas al campamento imperial. Esta acción modificó instantáneamente lo que había de ocurrir. El generalísimo germánico sufrió un síncope. Sus subordinados no supieron dirigir las operaciones contra los otomanos, a pesar de su aplastante superioridad en armas, en soldados y, sobre todo, en cañones...

más, hasta el punto de que mí caballo se negaba a avanzar y de que la falta de espacio me impedía volver atrás o apearme; entonces golpeé el muro de roca con el látigo que tenía en la mano y pedí a Dios que me ayudara; el látigo se alargó hasta el infinito, el muro de roca se abrió como una puerta corredera y apareció un largo camino, desde el cual se veían colinas y bosques, como los de Bohemia, y tropas prusianas con sus estandartes. Yo me preguntaba, en sueños, cómo podría avisar rápidamente a Vuestra Majestad. El sueño terminó, y me desperté, gozoso y fortalecido.»

(Extracto de un Registro de sueños de la Corte otomana, según N. de Helva, La Science impériale des songes, París, 1935, págs. 100-105.)

3 / SUEÑOS CONTEMPORÁNEOS a I UN SUEÑO DE BISMARCK SOBRE LA GUERRA DE AUSTRIA.

En una carta dirigida en 18 de diciembre de 1881 al emperador Guillermo, Bismarck escribe, entre otras cosas: «Lo que me dice Vuestra Majestad me anima a contarle un sueño que tuve en la primavera de 1863, en los días más difíciles, cuando ningún ojo humano veía una posible salida. Soñé, y así lo conté el día siguiente a mi mujer y a otros testigos, que cabalgaba por un angosto sendero de los Alpes. A mi derecha, el abismo; a mi izquierda, las rocas. El sendero se iba estrechando cada vez

(Bismarck, Gedanken und Erinnerungen, Volksausgabe, II, p. 222.) b I UN SUEÑO DE HITLER.

1917, en el frente francés. El cabo Adolf Hitler, de la infantería bávara, se despierta sobresaltado. Acaba de soñar que quedaba enterrado bajo un alud de tierra y de hierro candente; la sangre tibia corría sobre su pecho; se ahogaba. «¿Es un presentimiento?», se preguntó. El sector del Somme, que defiende con sus camaradas bávaros, está tranquilo. Sin embargo, el cabo Hitler está intranquilo. Le agita una singular inquietud. Se levanta y sale del refugio. Salta el parapeto de la trinchera y avanza a campo descubierto. «Es absurdo —se dice—; es ahora cuando estoy en peligro. Una bala perdida, un schrapnel...» Pero la voz que le dice esto habla con sordina. El cabo Hitler no actúa voluntariamente. Avanza con pasos de autómata, como un sonámbulo. ¿Qué extraño sueño le invade? ¿Piensa ya en la reconstrucción del desolado paisaje? De pronto, una ráfaga le hace echar cuerpo a tierra. Estampido brutal de una explosión cercana. Una pieza enemiga de artillería pesada procede a la implacable destrucción de un lugar sobre el cual debió de hacer puntería por la tarde. Una ráfaga; esto es todo. El cabo Hitler, ahora bien despierto, se apresura a volver junto a sus camaradas. Pero la trinchera ha cambiado de aspecto. ¿Qué son estos cascotes que obstruyen la trinchera? ¿Qué es ese enorme embudo que la perfora? Sin embargo, ¡éste era el refugio de la escuadra! ¡Estaba ahí...! Ya no queda

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nada. Todos los camaradas han desaparecido, están enterrados. Nada... Desde aquel día, Adolf Hitler, actualmente Führer del Reich, está seguro de que le fue confiada una misión divina. {Match, del 22 de setiembre de 1938.) C / EL SUEÑO DEL DOCTOR MOSSADEQ.

En un discurso pronunciado ante el Parlamento, el 22 del mes de Ordibehecht de 1330 (13 de mayo de 1951), el Primer Ministro del Irán declaró: «En el verano anterior al voto de la ley de nacionalización de los petróleos (verano de 1950), mi médico, en vista de mi estado de salud, me prescribió un prolongado reposo. Al mes siguiente, una noche vi en sueños a un personaje envuelto en vivos resplandores, que me decía: "No es momento de descansar; levántate y rompe las cadenas del pueblo del Irán." Respondiendo a esta llamada, y a pesar de mi gran fatiga, reanudé mis trabajos en la Comisión de Petróleos y, dos meses más tarde, cuando esta Comisión acordó la nacionalización, tuve que admitir que la aparición de mi sueño me había inspirado felizmente.» Según el doctor G. H. Mossadeq, hijo del Primer Ministro, que tuvo la bondad de comunicarme este importante texto, no podemos comprender éste sin remontarnos a 1950. En aquella fecha, nadie podía creer que la Comisión de Petróleos y, después, el Parlamento, aprobarían por unanimidad la nacionalización de los petróleos. Era absolutamente inimaginable. (Extracto del periódico Keihan, de Teherán, y carta al autor del doctor G. H. Mossadeq, de fecha 10 de mayo de 1964.)

CAPíTULO III

LOS GRANDES SUEÑOS CULTURALES Entiendo por sueños culturales aquellos que, de alguna manera, han influido o determinado una obra o un movimiento filosófico, artístico, literario o científico. No se trata, pues, de los sueños empleados en la literatura como procedimiento artístico, sin que sepamos hasta qué punto fueron inspirados por el onirismo real. Estos sueños son aún menos numerosos que los mencionados bajo los epígrafes religioso y político, y los correspondientes relatos son a menudo dudosos. Esto es cierto, sobre todo, en los sueños que denominaremos «artísticos», tanto por la falta de objetividad científica de que suelen adolecer los artistas, como por la indefinida frontera que separa la imaginación onírica de la imaginación despierta. Por esta razón, así como escogimos los sueños de Jerjes y de Artabán como particularmente representativos de los sueños políticos de la antigüedad, terminaremos este capítulo con un análisis de los sueños de Descartes, cuya autenticidad no puede ponerse en duda y cuya influencia fue tanto más notable cuanto que se ejerció sobre una filosofía considerada, casi siempre, como un sistema de máxima racionalización. Pero son precisamente los filósofos más racionales y los sabios más rigurosos, a saber, los matemáticos y los físicos, quienes parecen haber sido más influidos en su obra por la actividad onírica. Así, antes de Descartes, la filosofía de Aristóteles alcanzó su máxima difusión bajo los abasidas, gracias a un sueño del califa Al-Ma'mún (813-833),

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durante el cual dijo haber conversado con el príncipe de los peripatéticos l . Pero volvamos a los artistas, entre los cuales podremos citar algunos nombres célebres: Dante, cuya Divina Comedia dícese que fue inspirada por un sueño2; Tartini, que oyó en sueños una sonata maravillosa que le inspiró su famosa Sonata del Diablo y que sirvió, según escribió Havelock Ellis, «de estimulante a sus más bellas energías3»; La Fontaine, del cual se dice que compuso en sueños la fábula de Las dos palomas*; Voltaire, que asegura haber soñado un canto completo de su Henriade, pero diferente de cómo lo escribió5: «Dije, soñando, cosas que apenas hubiera podido decir estando despierto; tuve, pues, ideas reflexivas, a mi pesar y sin tener la menor parte en ellas; no tenía voluntad ni libertad, y combinaba imágenes con sagacidad e incluso con cierto genio»; Coleridge, quien, después de haber compuesto en sueños dos o trescientos versos de su Kubla-Khan, logró transcribir cincuenta y cuatro líneas, al despertar, pero, interrumpido por una visita, se le borró el recuerdo de su visión, restándole únicamente ocho o diez versos sueltos6; Shelley, cuya obra entera fue inspirada por los innumerables sueños y visiones que colma1 2 5

Tufy Fahd, Les Songes et leur interprétation dans l'Islam, París, 1959, p. 128. B. de Boismont, Haüucinations, p. 261. Ibid. Se escribió con excesiva frecuencia que la Sonata del Diablo fue realmente compuesta en sueños. Al rebatirlo Havelock Ellis, se creyó, no menos abusivamente, que nada de aquello se había producido. La realidad es más matizada. Veamos cómo Ellis pone las cosas en su punto, en el Monde des Réves (París, 1912, p. 339): «No hay ninguna razón seria para creer que (la Sonata del Diablo) fuese compuesta en sueños; el propio Tartini no lo pretendió jamás. Compuso la sonata a los veintiún años. Siendo ya viejo, dijo al astrónomo Lalande (según refiere éste en su Voyage d'un Frangais en ¡talie, vol. IX, 1765, p. 65) que había tenido un sueño en el cual vendía su alma al diablo, y que, siempre en sueños, le daba su violín al diablo para ver lo que sacaba de él. Pero dice: "¡Cuál no sería mi asombro cuando oí tocar, con extraordinaria habilidad, una sonata de tan exquisita belleza que superaba los sueños más audaces de mi imaginación! Me sentí entusiasmado, arrebatado, enajenado; me faltaba la respiración, y me desperté. Cogí mi violín y traté de reproducir los sonidos que había escuchado. Pero fue en vano. La pieza que compuse, la Sonata del Diablo, fue lo mejor que escribiera jamás, pero, ¡qué lejos estaba de lo que habla escuchado en sueños!".» * Lombroso, El hombre genial. 5 Doctor Paul Chabaneix, Le Subconscient chez les artistes, les savants et les écrU vains, París, 1897, p. 53. 6 Ibid., p. 54. Havelock Hellis recuerda que Coleridge tomaba mucho láudano, y que el sueño de Kubla-Khan, compuesto en 1788, pudo obedecer a la influencia de esta droga. Añade: «Cuesta creer que Coleridge pudiese recordar todo un poema compuesto en sueños, fuese el sueño normal o anormal. Por regla general, cuando componemos versos en sueños, podemos recordar los dos últimos, o, como máximo, los cuatro últimos... Sin embargo, Sánete de Sanctis (I Sogni) reprodujo un poema, soñado, de doce versos.» (Le Monde des réves.)

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ron su existencia1; Henri Heine, que confiesa en sus Memorias que el estado de sueño ejerció influencia decisiva sobre sus aspiraciones y sus poesías; Goethe, que, en una carta de 17 de marzo de 1832 dirigida a Guillermo de Humboldt, explica, sin aludir a sueños concretos, que su Segundo Fausto se forjó a lo largo de un desarrollo inconsciente de varias décadas; André Theuriet, que reconoce haber utilizado muchos de sus sueños y encontrado en uno de ellos el tema de una narración publicada en Le Journal2. Y aún tendríamos que añadir a Benvenuto Cellini, Mozart, Schumann, Wagner, Tolstoi, Sully Prudhomme, Saint-Saens, Vincent d'Indy, Walter Scott3, Van Gogh, cuya Noche estrellada, pintada en 1889, nos presenta estrellas como grandes discos luminosos, jamás vistas por el ojo humano: tema esencialmente onírico, según C. G. Jung, y en el cual hallaba el pintor «el rastro de una imaginación apocalíptica» y de una embriaguez panteísta4. Entre los sueños de vocación científica, los que refirió Galeno son, sin duda, los más antiguos. Según él, durante el sueño nocturno, Apolo se le apareció en dos ocasiones, ordenándole que se dedicara al estudio de la medicina5; pero Galeno había heredado de su padre la creencia en los sueños: éste había sido curado en sueños de un absceso mortal. Más tarde, Sinesio, primer obispo cristiano que nos legó un Tratado sobre los sueños6, pretendió haber sido auxiliado por sus sueños para la redacción de sus escritos, y haber encontrado en ellos una ordenación de sus ideas diurnas, es decir, una crítica de su estilo y de sus frases más extravagantes; incluso inventó, en tiempos en que iba de caza, una trampa cuya idea le había sido sugerida en sueños7. Cardan asegura haber compuesto una de sus obras mientras dormía8. Y, más tarde, refirió Condorcet que, con frecuencia, después de pasarse muchas horas trabajando en cálculos difíciles, los dejaba sin terminar y se iba a dormir: en varias ocasiones, había terminado el trabajo en sueños9. El neurólogo Cannon hizo una observación análoga: desde su juventud, nos dice, eran raras las veces en que se acostase preocupado por un problema y no hallase la solución Doctor P. Chabaneix, Ibid., p. 54. Ibid., p. 45. Ibid., págs. 1-16. C. G. Jung, Un mythe moderne, París, 1961, p. 201. Doctor P. Chabaneix, ob. cit., p. 55, y Castiglione, Historia de la Medicinen Véase Documentos, p. 235. Havelock Ellis, Le monde des réves, p. 108. Doctor P. Chabaneix, ob. cit., p. 53. Ibid., p. 52.

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inmediatamente al despertar1. Otto Loewi, profesor de farmacología, refirió que, una noche, se había despertado con una idea brillante sobre la posibilidad de un medicamento químico que actuase sobre el influjo nervioso; lo anotó, pero, al levantarse por la mañana, fue incapaz de leerlo; la inspiración volvió a la noche siguiente, y esta vez tomó la precaución de transcribir la fórmula en caracteres legibles2. Los cuatro sueños de Burdach son notables por sus precisiones fisiológicas, precisiones que el propio autor afirma haber estado muy alejadas de su mente en el momento en que escribía su gran tratado sobre el cerebro. En cuanto a Kekule, el sabio alemán que descubrió la fórmula del benceno y revolucionó la química orgánica, refirió que el sueño vino en su ayuda cuando se había atascado en sus investigaciones. «Volví mi silla en dirección a la chimenea y caí en un duermevela. Los átomos bailaron ante mis ojos..., girando y ondulando como serpientes. Pero, ¿qué pasaba? Una de las serpientes se mordía la cola, y la imagen giraba, despectivamente, ante mis ojos. Me desperté, como bajo los efectos de un choque. Pasé el resto de la noche analizando las consecuencias de esta hipótesis3.» Igualmente notable es el sueño que tuvo, en 1913, el sabio danés Niels Bohr, y que le ayudó a descubrir el tipo de átomo que lleva su nombre y que precedió en quince años a la idea de la «nube» atómica. Cierto que estos relatos revelan, a menudo, cosas diferentes: no es lo mismo encontrar al despertar o durante el sueño la solución de un problema, o una inspiración determinada; sin embargo, existe un punto común: el de una continuidad inconsciente que revela cierto carácter de inteligencia y cuyos resultados pueden aparecer, ya en los sueños, ya a la mente despierta, al salir del sueño. Pocas investigaciones se han emprendido, ¡ay!, sobre estos fenómenos tan importantes para el conocimiento de nuestros mecanismos intelectuales y del futuro de la mente 4 . Por consiguiente, merecen particular atención las ochenta respuestas obtenidas por Edmont Maillet de personas que, al menos desde hacía diez años, se dedicaban a las matemáticas, por gusto o por profesión, y algunas de las cuales eran maestros en su ciencia5.

De estas ochenta respuestas, sesenta las proporcionaron matemáticos cuyo promedio de edad era de veintinueve años; dieciséis, por aficionados, y las otras, por profesionales. Maillet se había preocupado de distinguir en su cuestionario las soluciones encontradas en el suelo propiamente dicho, de las obtenidas al despertar o, incluso, después de una «inspiración» acaecida durante el día. Los resultados son dignos de atención, precisamente por su modestia y por su exactitud. Vamos a resumirlos: cuatro respuestas confirmaron un sueño matemático, en el cual había sido efectivamente hallada la solución; tres de estas soluciones se referían a problemas de geometría relativamente elemental, y el tema de la cuarta no aparecía precisado; otras ocho respuestas mencionaban principios de solución o ideas útiles surgidas en sueños y relacionados con cuestiones recientemente estudiadas o en curso de estudio: sus autores señalaban, empero, que el razonamiento funcionaba rara vez en estos sueños matemáticos, o funcionaba sólo por instantes, aunque tenían con frecuencia sueños de tipo profesional; quince matemáticos afirmaron haber encontrado, en el momento de despertar, la solución, completa o parcial, de cuestiones planteadas la víspera o con anterioridad, o, al menos, alguna idea nueva útil; por último, veintidós consultados reconocieron el papel representado en sus trabajos por lo que llamaban «inspiración matemática» y por ciertos fenómenos parecidos. Estos últimos no hacían más que anticiparse a Einstein, que escribió: «Ninguna ley lógica permite descubrir las leyes elementales. Sólo puede lograrlo la intuición1», y afirmó, por otra parte, que las principales generalizaciones de su teoría de la relatividad se le hicieron evidentes cuando estaba enfermo en la cama. Si estos hechos sorprenden todavía a mentalidades más aficionadas a la ciencia que propiamente científicas, hace ya mucho tiempo que son conocidos por los sabios y pensadores que más han contribuido a los grandes descubrimientos científicos y al prestigio de la razón. No basta con citar, como hemos hecho, a Einstein o a Niels Bohr; más reveladores son, aún, los sueños de Descartes, sin los cuales el pensamiento cartesiano no habría llegado a ser lo que es 2 . Sin embargo, ¡cuántas molestias produjeron a muchos! ¡Cuántos gritos de victoria provocaron en los adversarios del filósofo!

1

Hadsfleld, Réves et Cauchemars, p. 128. 2 Ibid., p. 127. « Hadsfleld, p. 127. * Véase, a este respecto, Tannery, Sur l'activité de l'esprit dans le rive («Revua Philosophique», diciembre de 1894) y Sur la mémoire dans le réve (Ibid., XLV, págs. 636-640). 5 Edmond Maillet, Les Réves et l'inspiration mathématique.

1 2

The Art of scientific Investigation, p. 56. Véase Documentos, p. 103.

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Por ejemplo, Malebranche: «La vida de Descartes, por Baillet, sólo sirve para ridiculizar a este filósofo y su filosofía.» O Jacques Maritain, cuando habla de un «diagnóstico neuropatológico muy poco tranquilizador» y se chancea de que la «ciencia admirable» revelada a Descartes no fuese más que «el sueño de una noche de otoño, excitado por un genio maligno en un cerebro de filósofo»1. Pues, para el restaurador de la escolástica, no puede haber más revelación que la definida por los dogmas católicos, y toda filosofía que arranque de lo innato del espíritu humano no puede ser más que idealismo condenable. Lo cierto es que Maritain no se pregunta en momento alguno si lo que considera Revelación Ünica no arranca, hasta cierto punto, de fenómenos inconscientes de la misma naturaleza que los sueños de Descartes. El desprecio que muestra por ellos sólo tiene parangón con la ignorancia de una experiencia original que se identifica con el pánico ante lo que podría turbar la serenidad del espíritu. ¡La «ciencia admirable», objeto de una revelación privada! ¡La filosofía cartesiana toma aires teológicos, y la propia Razón tiene su Pentecostés! Buenos motivos de burla para los escolásticos. El propio Freud, consultado por Máxime Leroy, se mostró prudente. Poco podemos añadir —dijo, y con razón— a las interpretaciones dadas por el que sueña, si no poseemos sus asociaciones de ideas; sólo podemos observar que los sueños de Descartes pertenecen a una categoría (Traüme von oben) cuyo contenido se acerca mucho al pensamiento consciente y a las preocupaciones del estado de vigilia. Y se limita a dar una interpretación sexual a una imagen del sueño (el melón), interpretación que Jacques Maritain calificará de «gratuita», sin darse cuenta de que el propio Descartes la confirma2. Y Adrien Baillet, el biógrafo, sentirá la necesidad de precisar que el filósofo no había bebido antes de acostarse y que, aunque fuese la víspera de san Martín, ocasión de francachelas, aquél se había mantenido sobrio durante todo el día, e incluso llevaba tres meses sin probar el vino. Todo esto para hacernos admitir, criticar y tolerar un acontecimiento del que bien puede decirse que gobernó, durante casi cuatro siglos, el movimiento de la mente. Sólo Georges Poulet3 supo ofrecernos un comentario

simpático, rico y sutil: se trata, de una «experiencia sencilla y profundamente humana», experiencia que ilumina hasta lo más hondo lo que hace una filosofía, «obra no sólo de la parte puramente intelectual del ser, sino del ser entero». ¿En qué consistió, pues, el acontecimiento? El 10 de noviembre de 1619, Descartes, que contaba a la sazón veintitrés años, había sido iluminado por lo que consideró más tarde como el más grande de sus descubrimientos: la unidad de todas las ciencias humanas. Esta iluminación la había sentido en Alemania, al regresar de las fiestas de la coronación del emperador, fiestas que se habían celebrado en Frankfurt y a las que había asistido. «El fuego había prendido en su cerebro» y, en un estado de entusiasmo extraordinario, la luz había descendido sobre él. Ahora bien, los tres sueños a que nos referimos tuvieron lugar en la noche siguiente, interrumpidos apenas por unos momentos de vigilia y prolongados por una interpretación, la primera parte, al menos, de la cual se produjo durante el sueño: como decían ya el Talmud babilónico y la clave asiría de los sueños: «Ha visto un sueño en un sueño» K El primer sueño de Descartes contrasta con el entusiasmo diurno: está lleno de angustia y de pavor. Y, sin querer entrar en un análisis ajeno a nuestro propósito, observamos una cosa chocante: una oposición casi burlesca entre la derecha y la izquierda. En su sueño, Descartes se ve obligado a apoyarse sobre el lado izquierdo para poder avanzar, pues el derecho se ha debilitado de tal modo que no puede sostenerle. Pues bien, no hace falta ser psicoanalista para observar que, en la mayoría de las civilizaciones, la derecha ha expresado siempre lo consciente, lo luminoso, lo voluntario, lo viril, lo encaminado hacia el futuro, mientras que la izquierda corresponde a lo inconsciente, a la sombra, a lo instintivo, al pasado. La circunstancia de que Descartes se viese obligado a apoyarse en su lado izquierdo para avanzar debió de llenar de espanto a una mentalidad acostumbrada a marchar en la vida con la seguridad propia del que sólo cree en la razón. Ahora bien, ésta era precisamente la actitud del joven filósofo en su vida de vigilia. Lanzado a la búsqueda de una verdad exigente, adepto de la duda absoluta, había rechazado todo lo que pudiese imponerse a él por la sola fuerza de la costumbre o del pasado. Por esto, su vida instintiva había sido reprimida igual que la vida religiosa, pues ambas tienen sus raíces en un mun-

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Le Songe des Descartes, París, 1932, p. 27. El propio Descartes interpretó el «melón» de su sueño como «las delicias de la soledad, pero ofrecidas por atractivos puramente humanos». Si tenemos en cuenta el lenguaje de la época, salta a la vista que se trataba de fantasmas femeninos con efecto masturbatorio. > Btudes sur le temps humain, págs. 16 a 47.

• Marcel Leibovici, Les Songes et leur interprétation á Babylone, p. 82.

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do que trasciende la conciencia. Al revalorizar la izquierda en detrimento de la derecha, el sueño recuerda, pues, a Descartes, la necesidad de todo lo que ha reprimido: le muestra el aspecto disociado de su ser, su andadura coja, si no ridicula. Por mucho que Descartes se avergüence de ésta y trate de corregirla, el viento lo arrastra en una especie de torbellino, en el que sólo se sostiene sobre el pie izquierdo. Después, quiere entrar a rezar en la iglesia de un colegio. Pero el viento lo aparta de ella. Dejemos a un lado los comentarios psicoanalíticos que podríamos hacer aquí: bástenos con ver que la iglesia y el colegio constituyen un reflujo hacia la infancia, hacia la religión de la infancia y, podríamos añadir, hacia la madre, hacia la religión de la madre. Pero Georges Poulet acierta al concretar: «Si Descartes sabe ahora que su único refugio está en Dios, no lo encontrará en el Dios de su infancia; es empujado con violencia hacia adelante.» El sueño evoca, pues, realidades religiosas que un estudio estrictamente racional le había incitado a desdeñar. Pero hace más: le invita, en el patio del colegio, a acercarse a una persona que tiene algo que darle, y este algo es un melón traído del extranjero. Descartes interpretó el melón como un símbolo sexual, aunque en términos menos explícitos que Freud. Y, detalle significativo, todos los que se hallan agrupados alrededor de aquella persona se mantienen erguidos y firmes sobre sus pies, lo cual conduce a la doble consideración del pasado religioso y de las exigencias corporales. Sin embargo, no parece que, en las dos horas que siguieron a este sueño, midiera Descartes todo su alcance. Ciertamente, fue llevado a la doble consideración de Dios y de su cuerpo, pero esto fue, sobre todo, para reprocharse pecados secretos, para experimentar un sentimiento de culpa y temer que le alcance el rayo de la ira divina. Y, en realidad, en cuanto vuelve a dormirse, escucha un ruido agudo y enorme, que toma por un trueno. El espanto le despierta, y podemos creer que en aquel instante comprendió la verdad de esta frase: Initium sapientiae timor Domini. Pero, aunque confiesa Descartes que el miedo sentido a la sazón correspondía a los remordimientos de su conciencia por sus pecados secretos, añade que se convirtió en seguida en señal del Espíritu de verdad que descendía sobre él para poseerle. Sin embargo, no nos dejemos engañar más que el propio Descartes por esta interpretación: creyendo ver, al despertar, multitud de chispas flotando en su habitación, empezó a abrir y cerrar los ojos, para asegurarse de que no había nada sobrenatural en los fenó-

menos observados. Después, pudo dormirse de nuevo, y lo hizo con toda tranquilidad. El tercer sueño revela esta tranquilidad y es ejemplo de muchos procesos oníricos. Pues los tres sueños constituyen un proceso único, del cual los intervalos de vigilia son una especie de contrapunto. La primera parte ofrecía una exposición real de la situación: la vida de Descartes está disociada; la derecha diurna es demasiado débil para asegurar una marcha coherente, y se opone a una izquierda nocturna, única que puede resistir el empuje del viento; esta izquierda nocturna viene expresada por la iglesia, el colegio y el melón: la vida religiosa y la vida sexual deben integrarse, y, sin embargo, es imposible el retorno puro y simple al pasado: el viento empuja en otra dirección. Esta primera parte no ofrece, pues, ninguna solución. Sólo describe una situación y plantea problemas cuyo carácter dramático provoca una angustia creciente. Esta angustia tiene que alcanzar su paroxismo, el cual se produce en el trueno del segundo sueño. Pero, al llegar a este punto, el colmo de la incertidumbre se transforma en todo lo contrario: se convierte en el colmo de la certeza, en la revelación del Espíritu de verdad. En la tercera parte, puede ya aparecer una solución, desprenderse una síntesis, dibujarse un futuro. Descartes encuentra unos libros que no conocía, un Diccionario, una colección de poesías titulada Corpus poetarum, y, en fin, unos pequeños retratos, por el procedimiento de grabado en dulce, insertos entre las hojas de la última de estas obras. No quiso la suerte que el filósofo interpretara estos pequeños retratos, aunque no deja de tener interés que fuesen encontrados en el Corpus poetarum: se hallan, pues, en relación con él, y el sueño sugería, sin duda, que su dulce armonía sólo podía encontrarse tomando en cuenta sus enseñanzas. Ahora bien, ¿qué veía Descartes en el Diccionario? ¿Qué veía en el Corpus? El primero representa, indudablemente, «todas las ciencias reunidas». Pero este símbolo difiere poco de su intuición en estado de vigilia: la unidad de todas las ciencias humanas. Por esto es rápidamente sustituido por la colección de poesías, y, cuando reaparece el Diccionario, éste no está ya entero. El libro de poesías se abre en el verso Quod vitae sectabor iter, mientras que un trozo presenta la alternativa: Est et non. Observemos los comentarios de Descartes la Filosofía y la Sabiduría deben unirse. He aquí la idea nueva, la síntesis, la solución. Bien puede decirse que los poetas, incluso cuando tontean, abundan en sentencias más graves y sensatas que

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las de los filósofos. Han sido descubiertos el Entusiasmo y la Imaginación, que hacen brotar las semillas de la sabiduría con mayor facilidad y brillantez que la razón, semillas que, al decir de Descartes, se encuentran en el espíritu de los hombres como las chispas de fuego en los guijarros. Poco importa saber si la interpretación dada por Descartes a sus propios sueños fue correcta y completa. Hoy podemos ver en ellos cosas que él mismo no veía, sin que por ello mengüe su importancia histórica. En conjunto, podemos creer que la interpretación fue justa, aunque subestimó las alusiones sexuales contenidas en los sueños. Tal como puede entreverse en las notas de las Cogitationes, Descartes se apartó, gracias a su experiencia onírica, del camino exclusivamente racional que siguió hasta ei 10 de noviembre de 1619. En lo sucesivo, integró en su ruta valores de prudencia, de intuición y de amor, que contribuyeron a dar al cartesianismo su forma definitiva. Georges Poulet opina que todos los elementos que se encontraban en aquellos sueños vuelven a hallarse en su filosofía de la edad madura•. Y Jacques Maritain, que, naturalmente, se siente indignado, confiesa que se descubren en ellos, con la idea de las verdades innatas en el espíritu humano, las bases del matematismo universal y la doctrina cartesiana de la evidencia, «principios del idealismo moderno». Lo esencial es esto: el Pentecostés de la razón fue también una revelación; el movimiento racionalista encontró sus raíces y su vigor en el mismo universo onírico donde los encontraron las grandes religiones. Los cuatro siglos que han seguido a Descartes no habrían llegado a ser lo que han sido, si, en la noche del 10 de noviembre de 1619, no hubiese sido compensada la unilateralidad de los pasos del filósofo por tres sueños expresivos de su angustia y de su rebelión inconscientes. Comparados con estos sueños, los sueños románticos defraudan. Poco responden a lo que esperamos de ellos. Pues sus autores parecen haber soñado en el sueño, más que haberse inclinado sobre su realidad. Incluso podemos decir, paradójicamente, que esta realidad les disgustaba tanto como la realidad exterior, y que preferían imaginarse, en estado de vigilia, lo que podría o debería > Véase cómo los define, después de un largo análisis que vale la pena considerar: «1.° El mecanicismo determinista de una naturaleza que es movimiento perpetuo. s2.° La realidad trascendental del espíritu, garantizada por la luz natural y el libre arbitrio. »3.° La realidad absoluta de Dios, concebida como actividad simple e instantánea.» (Études sur le temps hutnain, págs. 46-47.)

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ser sueño nocturno. Basta leer la espléndida obra de Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, para convencernos de que la metafísica del sueño o las puras imaginaciones literarias inspiradas en esta metafísica les interesaban mucho más que la observación humilde y concienzuda de los fenómenos oníricos reales. El propio Goethe, que utilizó el sueño como procedimiento literario en el Segundo Fausto o Las elegías romanas, censuraba a algunos amigos suyos, en 1788, «su maldito interés por los sueños»: «Ei mundo de los sueños —escribió a Herder— no es más que una urna de lotería, donde se encuentran, revueltos, innumerables billetes blancos y premios sin valor. Cuando uno se ocupa en serio de estos fantasmas, se convierte a su vez en un billete en blanco»1. Incluso Jean-Paul, que se entregó a observaciones y experimentos oníricos reales, no parece haberlos utilizado para los grandes sueños poéticos que abundan en su obra. Los sueños espontáneos que anotó en sus diarios íntimos eran de una mediocridad y de una vulgaridad que contrastaban con los sueños publicados. Sólo los sueños provocados y en los que trató de introducir imágenes de su elección muestran alguna afinidad con aquéllos. Si sus sueños reales tuvieron alguna relación concreta con su vida y su obra, fue de manera menos directa y, en cierto modo, a posteriori: los dos sueños de vejez de su Diario íntimo evocan recuerdos de sucesos de infancia y de juventud, alrededor de los cuales se organizó su vida: la primera toma de conciencia del Yo, y el miedo provocado por esta conciencia. Tampoco sabemos gran cosa de los sueños de Novalis, aunque el autor de Ofterdingen realizase igualmente algunas observaciones sobre su vida nocturna2. Y si bien es cierto que Ludwig Tieck tuvo un conocimiento muy ligero de los sueños, parece, en cambio, que abordó su propio universo inconsciente a través de sus alucinaciones en estado de vigilia; ni siquiera nos transmitió el relato de sus verdaderos sueños nocturnos; a lo sumo, sabemos que le asustaban, pues en ellos se manifestaba cruel, embustero, vil y lleno de ansias sanguinarias. Cosa que le hacía preguntarse en 1837, en Lo superfluo de la vida, «hasta qué punto nos pertenecen nuestros sueños» y «en qué medida revelan la estructura oculta de nuestra vida profunda»3. El contraste es aún más vivo en Von Arnim: aunque su obra sea una de las más ricas del romanticis1

A. Béguin, L'Ame romantique et le réve, p. 159. ' Ibid., p. 195. Ibid., págs. 218-225.

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mo, la correspondencia del poeta apenas si contiene verdaderos relatos oníricos. Y Bettina llegó a escribir: «Sé qué no te gustan mucho los sueños»1. En Hoffmann y en el francés Nerval, la correspondencia entre la vida onírica real y la obra imaginaria parece más directa, más fecunda. Sobre todo el primero logró, a pesar de su constante miedo a la demencia, salvarse de ésta mediante una observación exacta de los sueños y utilizar estos últimos en sus cuentos y novelas; las extrapolaciones metafísicas son más prudentes en él que en los otros románticos, pero, en todas partes, en Los elixires del diablo, en El vaso de oro o en El magnetizador, se adivinan auténticas inspiraciones nocturnas. Ya en 1795, escribió Hoffmann que, «si fuese más descarado, los productos de noches favorecidas por los sueños se convertirían en verdaderas obras maestras en su género»2. Desgraciadamente, Gérard de Nerval perdió la salud mental que Hoffmann pudo conservar gracias a cierta modestia crítica. Aurelia nos da el motivo de esta derrota: Nerval no quería aprender nada del inconsciente, creía dominarlo y sólo se interesaba en los sueños para buscar en ellos una confirmación a sus apriorismos diurnos: «Resolví fijar el sueño y conocer su secreto —escribió—. ¿Por qué, me dije, no forzar, por fin, esas puertas místicas, armado con toda mi voluntad, y dominar mis sensaciones en vez de soportarlas? ¿No es posible domar esa quimera atractiva y temible, imponer una norma a los espíritus nocturnos que juegan con nuestra razón?3. Pero la voluntad pesa poco frente a las fuerzas inconscientes, y los «espíritus nocturnos» no se dejan «fijar» tan fácilmente como se imaginaba Nerval. Éste logró, ciertamente, captar en sus visiones nocturnas imágenes e intuiciones fulgurantes; pero, desprovisto de sentido crítico, no pudo impedir que lo sumergiesen: «el sueño se extendió a la realidad», la demencia triunfó, y se produjo el suicidio. En otro lugar, expuse la razón de que Gérard de Nerval no consiguiese, en Aurelia, la sublimación realizada por Dante en La Divina Comedia4, de suerte que sólo rozó la perfección, sin llegar a alcanzarla. Sabemos que Aurelia era para él la imagen poética de Jenny Colon, joven con la cual no había logrado establecer una relación duradera y auténtica. El hecho de que no pudiese identificar su Beatriz con el anima mundi, como hizo Dante, expli• Ibid., p. 247. * A. Béguin, ob. cit., p. 302. i Ibid., p. 360. « Véase mi estudio: Aurelia, flotes psychologlques, en «La Tour Saint-Jacques», eneroabril de 1958, págs. 65 a 73. 3

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ca que, en su obra, los materiales oníricos conserven un estado de esplendor en bruto, sin que jamás lograse el poeta dominarlos o penetrar su sentido. Sin embargo, este fracaso era sin duda significativo para nuestra época. Pues el poeta es heraldo de los tiempos futuros, como lo son los locos y los criminales. Vio, en la soledad, las esperanzas y las imposibilidades del mundo futuro, en un momento en que unas y otras eran aún desconocidas para sus contemporáneos. Es un reflejo, no tanto del presente próximo a cada cual como del porvenir en germen en el día de hoy. Dante reflejaba y anunciaba una sociedad cristiana en su apogeo, una sociedad cuyas tendencias llevaban, desde hacía siglos, a la sublimación y a una santidad cuyos heraldos habían sido san Francisco de Asís, santo Domingo y santo Tomás de Aquino. En cambio, Gérard de Nerval vivía en un tiempo en que los que acababan de abandonar el cristianismo no habían medido aún la profundidad y el alcance de su abandono, y en que todo concurría ya para hacer la sublimación difícil, si no imposible. Aurelia muestra al poeta en la encrucijada patética de dos mundos, tratando de volver a encontrar la fe de su infancia y proclamando, alternativamente, en apostrofes tan espeluznantes como los de Nietzsche, la muerte de los dioses cristianos. La influencia del sueño sobre el movimiento romántico se muestra, pues, cierta pero ambigua: de una parte, los románticos se sintieron fascinados por el sueño en sí y lo utilizaron de manera sistemática como procedimiento literario y artístico; de otra, la relación entre sus sueños poéticos y sus sueños nocturnos es sumamente tenue, hasta el punto de que parecen haberse refugiado en una metafísica sublime y prematura del sueño, en vez de enfrentarse con su realidad cotidiana y, a veces, sórdida. El impulso inconsciente que se manifestó a través de ellos fue lo bastante fuerte para quebrantar ciertos modos de pensamiento de la época de las luces, pero chocó con resistencias, también inconscientes, ligadas a estructuras cristianas cristalizadas desde siglos en el alma occidental. Si bien encontramos en ellos la intuición de una experiencia original, que describieron como independiente de las categorías de espacio y de tiempo, raras veces lograron librarla de las creencias tradicionales. Esto sólo se logró más tarde, con el movimiento surrealista. Sin embargo, también aquí es difícil aislar o separar la influencia del sueño de otros procedimientos ensayados por los surrealistas para hacer surgir los fenómenos inconscientes. Aunque en-

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contremos un clima onírico auténtico en obras tales como Nadja, de André Bretón, o en pintores como Salvador Dalí, Marx Ernst, Yves Tangui, Delvaux y muchos otros, cuesta mucho discernir en ellos la respectiva participación de los sueños nocturnos, las alucinaciones en estado de vigilia y la escritura automática1. Por lo demás, el surrealismo parece tender más al conocimiento que a la creación, y el sueño parece, en él, un elemento más entre otros que hay que utilizar para «la resolución de las cuestiones fundamentales de la vida». Si, contrariamente a los románticos, Bretón y sus camaradas niegan a la vida onírica todo carácter sobrenatural y afirman que no implica «el reconocimiento de ninguna realidad nueva o distinta» de la realidad cotidiana, buscan en aquélla una dimensión de esta vida cotidiana capaz de hacer saltar en pedazos los conceptos tradicionales de realidad. Pero se diría que el surrealismo ha carecido de creadores y de pensadores de envergadura, capaces de sacar de sus intenciones las posibilidades en ellas contenidas. Parece como si, al establecer contacto con el sueño, se hubiese detenido, vacilante, el pensamiento occidental. Los surrealistas se han guardado muy mucho de cruzar su propio umbral. En su colección de sueños titulada Noches sin noche2, Michel Leiris se niega a sacar la menor conclusión de los sueños que coleccionó durante años y que inspiraron su obra. Después de ver en ellos una segunda vida, como hiciera Gérard de Nerval, y de atribuirles un valor casi mágico, el análisis freudiano le mostró que las preocupaciones de la vigilia pasaban a los sueños más de lo que él se había imaginado. De suerte que, en lo sucesivo, sólo recogió los sueños como hechos escuetos, sin preocuparse ya de su significado, a la manera de esas piedras de formas extraordinarias a las que se otorga gran valor3. Entre todos estos sueños, que abarcan desde 1923 hasta 1960, Michel Leiris intercaló relatos vividos, pero a los que atribuye carácter onírico. En un sueño de 1943, nos habla del sueño que está haciendo como de un estado de vigilia que va a terminar 4 . No sólo siente sueño, sino también angustia, pues la impresión de cesación del sueño le invita a dejar éste, como si dijéramos, por abajo, y a hundirse en un sopor del que no podría salir y que sería la muerte. Ciertamente, esta intuición de «la nada

de la inconsciencia» se opone a la de los románticos, para quienes una salida del sueño en el interior del sueño no podía ser más que superabundancia de vida e iluminación suprema. Pero lo esencial es observar que a través de todos estos hechos se modifica el concepto de realidad en el pensamiento moderno, lo mismo que se modificó, hace muchos siglos, e igualmente bajo la influencia del sueño, en el pensamiento chino *, Es significativo, a este respecto, que un autor contemporáneo pueda colocar, entre sus sueños nocturnos, el relato de hechos vividos durante el día y atribuirles idéntica calidad onírica. Lo mismo que Leiris se limita a sugerir, de manera que permite interpretaciones diversas, si no contradictorias, lo afirma C. G. Jung con una claridad que algunos pueden considerar chocante2. En efecto, volvemos con él a la noción del sueño motor, del sueño de vocación, del sueño finalista. En su autobiografía, refiere que, en 1926, se vio impulsado por una serie de sueños sorprendentes al estudio de un tema que jamás le había atraído y que se convirtió en una etapa de su obra: las relaciones entre la alquimia y la psicología profunda3. Pero esta fuerza motriz adquiere en su relato una fuerza tanto más excepcional y más insólita cuanto que trastorna la jerarquía de lo real a que estamos acostumbrados. Al descubrir en su sueño que es objeto de la meditación de un yogui y que dejará de vivir el día que el yogui deje de soñar en él, C. G. Jung hace depender la existencia diurna de la existencia nocturna, al contrario de lo que hizo Freud, para el cual los sueños fueron siempre migajas perdidas en el festín de la vida. Así coincide, en cierto modo, con Gastón Bachelard, que describió las imágenes oníricas como anteriores a las imágenes reales. Y también con Giovanni Papini, aunque ignoro si conocía las frases que el autor de La última visita del caballero enfermo pone en boca del protagonista de esta novela: «Existo —dice— porque hay un hombre que sueña en mí; un hombre que duerme y sueña y me ve actuar y vivir y moverme... y que sueña, en este mismo momento, que estoy hablando con vos. Cuando empezó a soñarme, empezó mi existencia; cuando se despierte, dejaré de ser. Soy un juego de su imaginación, una creación de su espíritu, un huésped de sus largas fantasías nocturnas. El sueño de ese alguien tiene tal

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' La posición surrealista en lo tocante al sueño aparece principalmente expuesta en los Manifestes du surréalisme, de André Bretón (1924 y 1930), en Les Vases communi cants (1932) y en Trajectoires du réve (1938), del mismo autor. 23 París, 1961. Un collectionneur de réves: Michel Leiris, en Le Monde de 28 de enero de 1961. * Nuits sans nuit, p. 156.

» Véanse, a este respecto, los tres hermosos sueños chinos referidos por Roger Caillois 2en Puissances du réve y de los cuales volveremos a tratar más adelante. Véase Documentos, p. 107. 3 Memories, Dreams, Reflections, Londres, 1963, p. 194 y sig.

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consistencia y tanta duración que me he hecho visible incluso para aquellos que están despiertos.» Que Papini no haya hecho más que apuntar, por mediación de un personaje literario, una idea que adopta C. G. Jung al final de una larga carrera médica y científica, es harina de otro costal. Pero la cosa sirve una vez más para valorizar el objeto de este capítulo, y revela hasta qué punto el sueño sigue marcando las grandes inquietudes y los grandes avances culturales del hombre.

LOS GRANDES SUEÑOS CULTURALES (Documentos) a I LOS TRES SUEÑOS DE DESCARTES.

Descartes dijo que, el día 10 de noviembre de 1619, después de acostarse lleno de entusiasmo y embargado por la idea de haber encontrado aquel día los fundamentos de la ciencia admirable, tuvo tres sueños consecutivos en una sola noche, los cuales pensó que no podían venirle más que de lo alto. Después de dormirse, su imaginación se vio turbada por la aparición de varios fantasmas que se presentaron a él y que le espantaron de tal modo que, creyendo caminar por unas calles, veíase obligado a inclinarse sobre el lado izquierdo para poder dirigirse al sitio donde quería ir, pues sentía una gran debilidad en el lado derecho, que era impotente para sostenerle. Avergonzado de caminar de esta suerte, hizo un esfuerzo para enderezarse; pero sintió un viento impetuoso que, arrastrándole en una especie de torbellino, le hizo dar tres o cuatro vueltas sobre el pie izquierdo. Pero no fue esto lo que más le espantó. La dificultad que tenía para avanzar hacía que creyese que se iba a caer a cada paso, hasta que, al percibir un colegio abierto en su camino, penetró en él para buscar refugio y remedio a su mal. Trató de llegar a la iglesia del colegio, donde pensaba hacer oración, pero, al advertir que se había cruzado con un conocido y no le había saludado, quiso volver sobre sus pasos para excusarse, y fue rechazado con violencia por el viento que soplaba contra la iglesia. Al mismo tiempo, vio en medio del patio del colegio a otra persona que, en términos

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corteses y amables, le llamó por su nombre y le dijo que, si quería ir al encuentro de M. N..., éste tenía algo que darle. Descartes se imaginó que se trataba de un melón, traído de algún país extranjero. Pero lo que más le sorprendió fue que los que se reunían con aquella persona y la rodeaban para charlar, se mantenían erguidos y firmes sobre sus pies, mientras que él seguía encorvado y vacilando en el mismo terreno, a pesar de que el viento que varias veces estuvo a punto de derribarle había amainado mucho. Se despertó al imaginarse esto, y sintió en el mismo instante un dolor verdadero que le hizo temer que fuese obra de algún genio maligno que había querido seducirle. Inmediatamente se volvió del lado derecho, pues se había dormido y había tenido el sueño estando apoyado sobre el izquierdo. Oró a Dios para pedirle que le librase del mal efecto de su sueño y que le preservase de todas las desgracias que pudiesen amenazarle en castigo de sus pecados, los cuales reconocía que podían ser lo bastante graves para atraer los rayos del cielo sobre su cabeza; aunque, hasta entonces, había llevado una vida irreprochable a los ojos de los hombres. En esta situación, volvió a dormirse, después de un intervalo de casi dos horas y mientras pensaba cosas diversas sobre los bienes y los males de este mundo. En seguida vínole otro sueño, en el cual creyó oír un ruido agudo y enorme, que tomó por un trueno. El espanto que le produjo hizo que volviera a despertar inmediatamente. Y, después de abrir los ojos, percibió numerosas chispas de fuego flotando en su habitación. Esto le había ocurrido con frecuencia en otros tiempos: no era extraordinario que se despertase en mitad de la noche con los ojos tan chispeantes que entreveía las (chispas) más próximas a él. Pero en esta última ocasión quiso recurrir a razones tomadas de la filosofía: y sacó conclusiones favorables para su espíritu, después de observar, abriendo y cerrando alternativamente los ojos, la calidad de las especies que le eran presentadas. Así, pues, se disipó su espanto y volvió a dormirse con gran tranquilidad. Un momento después, tuvo un tercer sueño, que no tuvo nada de turbio como los anteriores. En este último, vio un libro sobre la mesa, sin saber quién lo había puesto allí. Lo abrió y, viendo que era un Diccionario, se sintió satisfecho, pues pensó que podía serle de gran utilidad. Al propio tiempo, encontró, debajo de su mano, otro libro que también era nuevo para él y que ignoraba de dónde procedía. Advirtió que era una colección de poesías de diferentes autores, titulada Corpus poetarum, etcétera. Su curiosidad le empujó a leer algo, y,

al abrir el libro, tropezó con el verso Quod vitce sectabor iter?, etcétera. En el mismo instante, vio a un hombre a quien no conocía, pero que le presentó unos versos que empezaban por Est et non y que el hombre elogió como pieza excelente. Descartes le dijo que sabía lo que era y que aquella pieza formaba parte de los Idilios de Ausonio y figuraba entre la gran Colección de Poetas depositada sobre su mesa. Así quiso mostrarlo a aquel hombre, y se puso a hojear el libro, cuyo orden y contenido alardeaba de conocer perfectamente. Mientras buscaba el punto, el hombre le preguntó dónde había cogido el libro, y Descartes le respondió que no podía decirle cómo había llegado a su poder, pero que momentos antes había manejado otro, que acababa ahora de desaparecer, sin que supiera quién se lo había traído ni quién se lo había llevado. No había terminado de hablar, cuando vio aparecer de nuevo el libro al otro extremo de la mesa. Pero se encontró con que el Diccionario no estaba entero como cuando lo vio por primera vez. Sin embargo, encontró las poesías de Ausonio en la Colección de Poetas que estaba hojeando, y, no pudiendo dar con la que empieza con Est et non, díjole a aquel hombre que conocía otra del mismo poeta, aún más bella que ésta, y que empezaba con Quod vitai sectabor iter? Aquella persona le pidió que se la mostrase, y Descartes empezó a buscarla y tropezó con varios pequeños retratos grabados con buril sobre cobre; lo que le hizo decir que el libro era muy hermoso, pero no de la misma impresión que él conocía. Estaba en éstas, cuando los libros y el hombre desaparecieron y se borraron de su imaginación, sin despertarle siquiera. Lo más notable es que, dudando de si lo que acababa de ver era sueño o visión, no sólo decidió, durmiendo, que era un sueño, sino que también hizo la interpretación del mismo antes de despertar. Resolvió que el Diccionario no podía significar otra cosa que todas las ciencias reunidas, y que la Colección de Poesías titulada Corpus poetarum significaba, en particular y de manera más clara, la Filosofía y la Sabiduría juntas. Pues no creía que fuese motivo de asombro el ver que los poetas, incluso cuando tontean, abundan en sentencias más graves, más sensatas y mejor expresadas que las que encontramos en los escritos de los filósofos. Atribuía esta maravilla a la divinidad del Entusiasmo y a la fuerza de la Imaginación, que hace brotar las semillas de la sabiduría (que se encuentran en el espíritu de todos los hombres como las chispas de fuego) con mayor facilidad y brillantez que la Razón en los escritos de los filósofos. Descartes, siguiendo con la interpretación, en sueños, de su sueño,

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resolvió que la poesía sobre la incertidumbre de la clase de vida que conviene elegir, y que empieza con el verso Quod vitce sectabor iter?, significaba el buen criterio de la persona prudente, o incluso la teología moral. Llegado a este punto, y sin saber si soñaba o meditaba, se despertó sin emoción alguna y continuó, con los ojos abiertos, la interpretación de su sueño, siguiendo la misma línea. Los poetas reunidos en la Colección significaban la Revolución y el Entusiasmo, con los cuales no desesperaba de verse favorecido. La poesía Est et Non, equivalente al Sí y No de Pitágoras, indicaba la verdad y la falsedad que hay en los conocimientos humanos y en las ciencias profanas. Y viendo que todas estas cosas se adaptaban perfectamente a sus deseos, llevó su audacia al extremo de persuadirse de que había sido el Espíritu de Verdad el que había querido, por este sueño, abrirle los tesoros de todas las ciencias. Lo único que quedaba por explicar eran los pequeños retratos al buril encontrados en el segundo libro; pero, al recibir, el día siguiente, la visita de un pintor italiano, dejó de buscar aquella explicación. El último sueño, que había sido dulce y agradable, marcaba, según él, el porvenir, lo que debía ocurrirle durante el resto de su vida. Pero, en cambio, tomó los dos anteriores por advertencias amenazadoras sobre su vida pasada, la cual podía haber sido menos inocente ante Dios que ante los hombres. Y creyó que ésta era la razón del miedo y el espanto que había acompañado a los dos sueños. El melón que habían querido regalarle, en el primer sueño, significaba, según él, las delicias de la soledad, pero presentadas por solicitaciones puramente humanas. El viento que le empujaba hacia la iglesia del colegio, cuando flaqueaba su costado derecho, no era más que el genio maligno que trataba de arrojarle por fuerza a un sitio donde había pretendido ir voluntariamente. Por esto no permitió Dios que llegara más lejos, y por esto se dejó arrastrar, incluso en lugar sagrado, por un espíritu no enviado por él, aunque estaba persuadido de que había sido el Espíritu de Dios el que le había hecho dar el primer paso hacia aquella iglesia. El espanto que sintió en el segundo sueño significaba, a su modo de ver, la síntesis, es decir, los remordimientos de conciencia por los pecados que podía haber cometido durante su vida y hasta aquel momento. El rayo, cuyo estallido oyó, era la señal del Espíritu de Verdad que descendía sobre él para poseerle. Esta última presunción tenía, indudablemente, algo que ver con el Entusiasmo, y fácilmente nos llevaría a creer que Descartes ha-

bía bebido antes de acostarse. En efecto, era la víspera de san Martín, durante la cual la gente solía divertirse, tanto en el lugar donde se hallaba, como en Francia. Pero él nos asegura que había pasado la velada y todo el día en la mayor sobriedad, y que hacía tres meses que no había probado el vino. Añade que el genio, que excitaba en él el entusiasmo que calentaba su cerebro desde hacía algunos días, le había predicho estos sueños antes de acostarse, y que el espíritu humano no representaba allí ningún papel.

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(La Vie de Monsieur Descartes, por Adrien Baillet, París, 1901, págs. 81-85.) b I EL SUEÑO DE C. G. JUNG.

En este sueño, realizaba un viaje. Deambulaba por una pequeña carretera, en un paisaje de colinas; brillaba el sol, y yo percibía un vasto horizonte por todos lados. Después, me acerqué a una capilla. La puerta estaba abierta, y entré. Para gran sorpresa mía, no había ninguna imagen de la Virgen sobre el altar; tampoco había crucifijo, y sí, únicamente, un hermoso conjunto de flores. En cambio, vi en el suelo, delante del altar y frente a mí, un yogui en la posición del loto y en estado de profunda meditación. Al observarle desde más cerca, vi que su rostro era el mío. Partí en un estado de profundo espanto y me desperté con esta idea: «¡Ah! Es él quien medita sobre mí. Ha tenido un sueño, y yo soy este sueño.» Desde aquel momento, supe que, en el momento en que se despertara, yo dejaría de existir. (Memories, Dreams, Reflections, textos recogidos por Aniela Jaffé, Londres, 1963, p. 299.)

CAPíTULO IV

EL SUEÑO EN EL ARTE Y EN LA LITERATURA Sería vana afectación querer tratar aquí del sueño en el arte y en la literatura, pues se trata de un tema que merece ser explorado por sí mismo. Sin embargo, apenas si se empieza a reunir el material necesario para ello, cosa que han hecho concienzudamente autores como William Stuart Messes, para la literatura homérica y la tragedia griega, Albert Béguin, para la literatura romántica, y Roger Caillois, cuya elección de textos chinos tienen un valor inapreciable1. Por lo demás, habría que abordar este tema desde un punto de vista esencialmente estético. Esto no quiere decir que careciese de interés una tentativa de interpretación psicológica en este terreno. Freud, Stekel, Marie Bonaparte, Charles Baudouin y Dracoulides lo han realizado, con más o menos tacto. La obra de arte y, más aún, el sueño en la obra de arte, han sido considerados como confesiones de la personalidad inconsciente del artista, de sus conflictos afectivos y, particularmente, de sus complejos sexuales. Así, ha podido creerse que cierto tipo de crítica era capaz de revelar lo que había en el fondo de la obra de arte, enriqueciendo de este modo su comprensión pro• Véase también, a este respecto, Emil Benezé, Das Traummotiv in der mittel hochdeutschen Dichtung bei 1250 und in alten Deutschen Volksliedern, Halle, 1897; Wilhelm Stekel, Die Traüme der Dichter, Wiesbaden, 1912; Otto Rank, Réve et Poésie, en «La Science des réves», ob. cit., p. 379-405; C. G. Jung, La Poésie et VArt, en «Problémes de rfime moderne», ob. cit., págs. 321-449; doctor Dracoulides, Psychanatyse de l'artiste et de son ceuvre, Ginebra, 1952, y Ch. Baudouin, Psychanatyse de Van y Psychanatyse de Víctor Hugo, VArt et l'occultisme, «Revue Métapsychique», París, 1954.

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funda. La moda ha venido a apoyar este concepto, hasta el punto de que los grandes medios de información, tales como la televisión, abordan únicamente las obras a través de la personalidad del artista, es decir, de la anécdota y, con preferencia, de la anécdota escandalosa. Pero lo que todavía no se ha advertido es que, al querer explicar una obra por su creador, nos privamos de lo que es ésta en su esencia y caemos en la vulgaridad de la vida cotidiana que todos vivimos. Al sacar a relucir el complejo de Edipo, la voluntad de poder, el narcisismo o la homosexualidad del artista, ponemos de manifiesto el camino seguido por la obra para venir al mundo, pero no revelamos nada de la obra en sí. El complejo de Edipo, la voluntad de poder, el narcisismo o la homosexualidad son cosas corrientes en la Humanidad, mientras que el arte es sólo privilegio de algunos individuos. Millones de seres tienen aquellas taras sin haber sido, y sin que nunca puedan ser, artistas, y, en cambio, sabemos de muchos artistas que no han sido afectados por ellas o que se han librado de ellas merced a su labor artística. Y si la psicología individual del creador puede corresponder a una curiosidad legítima, sólo puede ser a condición de saber que ésta no puede remplazar la comprensión y el análisis estéticos. La obra de arte debe ser considerada, ante todo y esencialmente, desde este punto de vista; en otro caso, uno se ve condenado a permanecer en sus fronteras, en sus apariencias, en su superficie. Después de haber examinado el sueño como motivo de inspiración o de acción religiosa, política o cultural, deberíamos, pues, considerarlo como objeto estético. Ciertamente, podemos considerar que, a grandes profundidades, el sueño posee un valor estético en sí. Nietzsche había discernido ya esta naturaleza apolínea del sueño y quiso encontrar en su bella apariencia el fundamento de las artes plásticas y de más de la mitad de la poesía. Jung, por su parte, observó la correspondencia entre la estructura y el desarrollo de los sueños, y la composición que, en el curso de los tiempos, llegó a ser la de la tragedia clásica. Pero parece que Nietzsche, al menos en El nacimiento de la tragedia, subestimó el carácter caótico y propiamente dionisíaco de ciertos aspectos del sueño. Sea cual fuere el dinamismo estético propio del sueño en sí, el problema de la existencia de materiales oníricos en bruto y de su utilización para una obra sigue siendo el principal problema técnico del artista. Si volvemos, por ejemplo, a Aurelia, de Gérard de Nerval, y a Noches sin noche, de Michel Leiris, encontraremos en ellas una

inspiración onírica profunda, indiscutible. Pero permanecerá el problema de saber si la restitución de estos materiales oníricos alcanza el nivel de la obra de arte. En lo que atañe al librito de Michel Leiris, la respuesta parece ser negativa. Si el sueño en bruto contiene a menudo, mejor dicho, casi siempre, un valor poético, éste es igualmente un valor en bruto, no elaborado, que no llega aún al nivel de la obra de arte; pues ésta implica la intervención de lo consciente, la acción apolínea sobre el caos dionisíaco. La ausencia de esta intervención, la insuficiencia de esta acción, impidieron, a mi modo de ver, que Gérard de Nerval consiguiese, con Aurelia, la obra maestra que hubiera podido ser este librito, si el equilibrio de su autor no se hubiese roto por la demencia que le acechaba. Ciertamente, su fracaso sigue siendo turbador. Pero la emoción que produce es provocada por la tragedia personal, de la cual es pródromo la obra, más que por la perfección de la obra. Ésta es una catedral inacabada. Peor aún, una catedral inacabada cuyas bóvedas y columnas, al hundirse, enterraron a su arquitecto. Son estas ruinas y esta catástrofe lo que conmueve. Basta comparar Aurelia, del desdichado Gérard, con La Divina Comedia de Dante, cuya inspiración afirman algunos que fue onírica, para medir toda la distancia que hay entre una obra fallida y una obra lograda. Y es que el florentino consiguió no perder la cabeza ante sus abismos y dar forma a los contenidos más locos que extrajo de aquéllos. La Divina Comedia nos muestra que hay dos maneras de utilizar el sueño en la obra de arte: de manera explícita y como motivo confesado, o de manera implícita y como soporte invisible de la estructura de la obra. Sería absurdo imaginar que la mayoría de las obras de arte poseen una estructura onírica latente. La mayoría de ellas son, pura y simplemente, obras deliberadas cuyo material ha sido tomado de la percepción y de la reflexión conscientes. Pero no puede decirse lo mismo de una minoría de obras que, precisamente, son las más grandes, porque encuentran sus raíces en zonas del alma que rebasan la experiencia individual. En un mismo autor, el primer Fausto y el segundo Fausto nos dan un ejemplo de estos dos tipos de obras, pues el primero pertenece al romanticismo consciente de una época, y el segundo al espíritu visionario de naturaleza, a la vez, intemporal y profética. Sin duda podríamos encontrar en Víctor Hugo una distinción análoga, entre una obra de intenciones sociales que pertenece plenamente al espíritu consciente, y en la cual son Los miserables y Noventa y Tres, léase

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Nuestra Señora de París, los títulos más representativos, y ciertos poemas y bosquejos de su última época, cuya esencia es, también, plenamente visionaria. En cuanto a Julio Verne, es muy posible que la mayoría de sus anticipaciones se fundaran en visiones inconscientes, que nos es permitido creer que tenían para él un alcance simbólico, de orden afectivo y sexual. Pero, una vez más, hemos de insistir en que, aun suponiendo que se confirmara esta hipótesis, importaría poco, para la comprensión de la obra verniana, que su autor fuese un homosexual más o menos reprimido, tal como algunos han sostenido. Lo esencial es que el material inconsciente, emergido a través de estas particularidades, fuese tratado en novelas de una calidad tan perfecta que no han dejado de fascinar a los lectores de casi un siglo; y también que las fantasías imaginarias que constituían su trama fuesen consideradas como anticipaciones científicas, es decir, como profecías. Es éste un campo de investigación que creemos casi inexplorado y que podría reservarnos extrañas sorpresas: descubrir en las grandes obras «visionarias» la infraestructura inconsciente o solamente onírica, el valor anunciador y anticipador. Es muy posible que este último fuese tanto mayor cuanto más perfecta fuese la calidad formal, cuanto más vivo fuese el destello estético. Pues esta perfección contribuye entonces a la actualización de sus contenidos: se convierte en elemento motor. Sin embargo, habría que ver cuáles son las diferencias de este elemento en el artista y el místico, en el político y el sabio. Éstos utilizan el sueño para ellos mismos, como motivo de transformación de su vida. No se preocupan en manera alguna de dar forma al sueño como tal. Lo utilizan a título de materia prima, identificando la forma o la obra de arte (si la hay) con su vida. Para el artista, las cosas discurren de otro modo. No utiliza el sueño en provecho de su propia existencia, sino como medio destinado a los demás y que, precisamente, resulta ser la obra de arte. Ésta fija, en cierto modo, los contenidos inconscientes que el hombre de acción o el místico incorporan inmediatamente a la gran marea de la vida. Pero esta fijación es la del alquimista. Es el tratamiento del herrero, purificación y cristalización, de lo informe y de lo impuro. Cuando la voluntad apolínea ha forjado las lavas dionisíacas, éstas se encuentran condensadas en una especie de espada, de cristal o de diamante. Ya no es carne, ya no son cuerpos que se le resisten. Es una jabalina de fuego que incendia toda fortaleza, un cohete capaz de incendiar los mundos. La fijación del artista es una parada, en vistas a una eficacia más decisiva.

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Para el artista, la manera más sencilla, más fácil en apariencia, de dar forma a lo amorfo del sueño, es utilizar éste como motivo visible. Y también para el crítico de arte es la manera más simple de identificar los contenidos oníricos en la historia de la literatura y del arte. Sin embargo, esta sencillez no debe ilusionarnos en demasía: es preciso que, desde el punto de vista estético, sea siempre la mejor, la más eficaz. Hace falta un grande savoir-faire para que el motivo explícito del sueño dé a la obra de arte el ambiente onírico en que está su justificación: Voltaire, en la Henriade, Víctor Hugo, en su Cromwell, fracasaron en el intento. Y otros muchos autores no pudieron, como ellos, evitar el artificio y la frialdad de la alegoría. Citemos algunos ejemplos de esta utilización explícita del motivo del sueño. El más antiguo es, al parecer, el de la Epopeya de Gügamés. En otra obra 1 , me he referido a la interpretación sexual que podríamos darle. Pero ahora no nos interesa esta interpretación. La Epopeya de Gügamés está sembrada de sueños, debidos ora al protagonista de la historia, ora a su amigo, Enkidú. Al principio del poema, la madre de Gügamés interpreta sus sueños; después, lo hará su amigo; por último, será el propio Gügamés quien interprete los sueños de su amigo moribundo. Los sueños referidos son muy numerosos y ofrecen la particularidad de insertarse en un relato cuyo ambiente onírico no es menos importante. Es decir, que esta obra asiría se caracteriza por una estructura onírica inconsciente y por el empleo consciente del motivo del sueño. Esta coincidencia explica, sin duda, la extraordinaria belleza, el melancólico hechizo de esta obra, que podemos gustar y admirar a pesar de los fragmentos destruidos por el tiempo. Pero si escapa a nuestro objeto el análisis de las estructuras de una obra cuyo tema confesado es la busca de la inmortalidad, podemos, en cambio, observar para qué objeto se utiliza el motivo del sueño. En todo caso, tiende a hacernos admitir y comprender acontecimientos que no pertenecen a la vida cotidiana, o que, al menos, nos negamos a reconocer como tales. Así, el soberano de Uruk, el héroe, el más fuerte de los hombres, no puede normalmente ser vencido por un salvaje, ni, mucho menos, ligarse a él para toda la vida. Semejante humillación posee un significado insólito, y es con el fin de hacerla verosímil que el escritor utiliza el motivo del sueño: varios sueños anunciarán al héroe la llegada del amigo, al que «abrazará 1

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como a una esposa», y su propia madre le revelará el sentido de este encuentro, de esta derrota y de esta relación imperecedera. Pues Enkidú, el hacha del sueño, el amigo demasiado pesado para él, es también su sombra, que le decidirá a realizar las heroicas hazañas indispensables para alcanzar la inmortalidad. Poco importa que, a partir de este momento, entremos en un mundo mítico y susceptible de innumerables interpretaciones. Lo esencial es que los sueños hacen verosímil la relación entre Gilgamés y Enkidú, y heroica su increíble aventura. Representan en la epopeya un papel premonitorio y motor, sin duda más motor que premonitorio. Pero, más tarde, cuando llega el momento en que Gilgamés tiene que escoger entre perder a su amigo o bien quedarse solo en el mundo, los sueños, aun conservando su carácter premonitorio, ascienden claramente a la categoría de reveladores del más allá: no sólo anuncian la muerte, sino que abren también los Infiernos. Las imágenes de la Epopeya de Gilgamés parecen atestiguar una experiencia onírica auténtica: la montaña que se derrumba, el grito en los cielos, el oscurecimiento del día, la muerte que cae como una lluvia, los personajes infernales de brazos cubiertos de plumas y de uñas parecidas a garras de águila, son otras tantas visiones familiares a los aficionados al estudio de los sueños. Pero, cosa capital, tanto para el lirismo onírico anterior como para la comprensión de las mitologías: la montaña aporta sueños y, al propio tiempo, se identifica con los Infiernos. El parentesco, si no la identidad, entre el sueño y la muerte, entre la vida onírica y la vida infernal, se plantea aquí como paradigma. Por su admirable interpretación del tema del sueño y por su estructura onírica, la Epopeya de Gilgamés es una de las grandes obras de la literatura universal. La epopeya parece, por lo demás, uno de los géneros literarios a los que se presta particularmente el motivo del sueño. En la India, aparece con frecuencia en el Mahabarata y en el Ramayana. En la epopeya de Hanumán, el poeta Tulsidas, encerrado en una torre de piedra, logra hacer salir de su sueño al ejército de monos que vendrá a libertarle. Naturalmente, trátase aquí del tema de la omnipotencia del pensamiento, corriente en la tradición india. Pero este tema es también el de la relatividad de lo real, que será a menudo tratado en la metafísica de la India y del Extremo Oriente. En Occidente, los Nibelungen conocen el motivo del sueño, y Homero lo utilizó igualmente, en raras pero significativas ocasiones.

En la litada, el sueño de Aquiles recuerda la Epopeya de Gilgamés. Patroclo asume en aquélla el papel de Enkidú. Se aparece a su amigo, a fin de ser enterrado por él, a fin de que sus cenizas no se separen jamás y pueda él entrar en los Infiernos. ¡Qué gran verdad onírica en la imagen de Aquiles tendiendo los brazos a Patroclo y no pudiendo alcanzarle, mientras la sombra vuelve a la tierra con gritos apagados y lastimeros! Una racionalización menos feliz aparece en las otras personificaciones del sueño de la Odisea y de la Ilíada. Entonces, se manifiesta como personaje autónomo, lo que no está, quizá, tan lejos como pudiera creerse de la realidad psicológica, pero que hace, a pesar de todo, pasar del mundo del símbolo al de la alegoría. Así, el sueño de Agamenón toma la forma de un mensajero enviado por Júpiter y que le engaña. Escepticismo naciente, o, más bien, adivinación de las catástrofes a que puede conducir el sueño, o sea, de la posibilidad destructora del inconsciente. En la Ilíada, el sueño aparece personificado en el de Nausicaa, así como en el primero de Penélope. Atenea, la diosa de los ojos brillantes, es su instigadora. Más que la instigadora, la realidad, pero en formas que la hacen imposible de reconocer: para Nausicaa, una compañera de su edad y muy querida; para Penélope, una mujer llamada Iftima. El sueño se desliza a lo largo del cerrojo introducido en el dintel y se pierde en las ráfagas del viento. En ambos casos, el resultado es favorable, porque Penélope siente reanimado su corazón, y Nausicaa, todavía virgen, se decide por el matrimonio. Pero con el segundo sueño de Penélope volvemos a un simbolismo más vulgar: las veinte ocas representan sus pretendientes, y el águila que las mata, el esposo que regresa al fin. El propio y bravo Ulises expone su interpretación a la fiel esposa. Y es en esta ocasión que formula Penélope la distinción, célebre pero gratuita, entre las dos puertas del sueño: una de cuerno y la otra de marfil. Naturalmente, como prudente matrona que era, deseosa de reservarse algún pretendiente, no quiere creer que su sueño haya entrado por la puerta de cuerno, a la cual atribuye las virtudes de la autenticidad. Desde el punto de vista estético, la utilización del sueño resulta afortunada, porque realiza una mediación entre una situación que se había hecho vulgar y otra cuyo carácter excepcional va a manifestarse. Pero esta mediación es tanto más feliz cuanto menos alegórico es el sueño, cuanto más cerca se encuentra de un dato onírico auténtico: es el caso del sueño de los pretendientes, y lo es menos en el primer sueño de Penélope o en el de Nausicaa: a pesar de la frescura de este último,

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Homero prepara en él un amaneramiento onírico del que volveremos a encontrar huellas en las literaturas ulteriores. La tragedia griega, ya sea la de Sófocles, la de Esquilo o la de Eurípides, otorga al tema del sueño una importancia tanto más notable cuanto que hace de éste una especie de oráculo de la divinidad, en un período en que se vivían aún la creencia religiosa y el sentido doloroso del fatum. En Los persas, el sueño de la reina ofrece, empero, la particularidad de que es inmediatamente cotejado con presagios sacados de la vida real: los antiguos dieron siempre un valor especial al paralelismo de las diversas mandas. Pero, desde un punto de vista estético, Esquilo aborda, de este modo, un tema que Occidente no ha llevado aún a su grado de madurez: el de cierta equivalencia entre los estados de sueño y de vigilia... para quienes saben ver. Los símbolos del sueño son también signos de la vida. Pero no debemos esperar que encontraremos de nuevo en la tragedia francesa, a excepción de Átala, de Racine, la intensidad dramática del teatro griego en la utilización del motivo del sueño. Éste no posee nunca más que un valor alegórico. Y hay que acudir a William Shakespeare para volver a encontrar sueños explícitos, con todo su amplio valor onírico y estético. Cierto que, en el período intermedio, el sueño, como procedimiento cómodo de exposición, había dado lugar a obras maestras, tales como el Sueño de Panfilia, de Platón, o el Sueño de Escipión, de Cicerón. He tenido interés en transcribir éste in extenso, en el anexo: se trata, en efecto, de un admirable trozo literario, y, además, Macrobio lo cita, varios siglos más tarde, como ejemplo perfecto de sueño que se presta a la adivinación: este sueño —decía— era particular de Escipión, en cuanto le revelaba su propio porvenir; le era extraño, en la medida en que presentaba a sus ojos el estado de las almas que habían dejado de ser; se refería a la cosa pública, porque predecía la victoria de Roma sobre Cartago; era común con otros, dado que evocaba, no sólo la mansión que le estaba destinada, sino la de todos aquellos que la hubiesen merecido de la patria; concernía a la generalidad de los seres, por cuanto le mostraba los movimientos del cielo y de los objetos celestes, así como de la tierra en su totalidad. ¿Fue real el Sueño de Escipión? No discutamos esto, pues es imposible hacer comparecer al único testigo que podría declarar sobre ello. Pero algunas de sus imágenes poseen un «aire» de autenticidad onírica, y, aunque no fuese así, Cicerón daría pruebas de un arte que vale tanto como

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aquélla. En todo caso, la correspondencia, deliberada o espontánea, con contenidos oníricos reales, la asombrosa conjunción de los destinos individual y público en el vasto contexto cosmológico del tiempo, tanto como el arte prodigioso de la composición, propio del gran tribuno, explican lo fascinante de un relato del cual sólo es seguro su valor estético. Mil quinientos años más tarde, encontramos el famoso Sueño de Polifilo, del monje Francesco Colonna, y su Hipnerotomaquia o Combate del Sueño y del Amor, el cual, a lo largo de más de mil páginas, nos ofrece una verdadera enciclopedia de los conocimientos del siglo xv, así como proyecciones delirantes y mitológicas. Pero también aquí la obra es demasiado pesada, demasiado farragosa, demasiado confusa, para ser leída como obra de arte: sólo los eruditos o los psicoanalistas pueden entretenerse en ella. El manierismo llega al colmo. La obra de arte está muerta. Indudablemente, el «sueño de arte» sigue abriéndose camino en Oriente. Nunca ha dejado de hacerlo. Quien quiera convencerse de ello, lea la hermosa antología que Roger Caillois reunió en Potencias del sueño1. Dos de los textos extremo-orientales que recogemos en el anexo son ajenos a aquélla. Pero no por ello son menos deliciosos. La poesía escrita por Tu-Fu para su amigo Li-Po es una pequeña obra maestra. Los dos poetas son clásicos del siglo VIII chino. En aquel momento, Li-Po había caído en desgracia y había sido desterrado. Tu-Fu alude a estos acontecimientos. Lo más extraño es que advierte a su amigo que tenga cuidado con los monstruos acuáticos y le atribuye el miedo de ver naufragar su embarcación. Ahora bien, según la leyenda, Li-Po se emborrachó y se ahogó al querer apresar la imagen de la luna en un río. Esta conjunción de los motivos del agua y de la muerte es universal. Volvemos a encontrarla continuamente. En el sueño japonés del Konja-kumonogatari, la alegoría es manifiesta. De intención budista, adquiere un carácter franciscano, evoca nuestras propias leyendas de caza y la historia de san Huberto. Pero el sentido oriental de la relatividad llega aquí a su punto extremo: el cazador se ve en sueños como el faisán al cual da caza; sus hijos y su mujer son muertos por los cazadores, de la misma manera que la hembra y los polluelos del ave lo son en la realidad, y será preciso que el propio autor del sueño se vea acorralado por los perros, los halcones y los criados para que comprenda lo ignominioso de su con1

Dialectiques chinoises, «Club Franjáis du Livre», París, 1962.

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ducta. La intención es, pues, moral; pero va más lejos que una parábola. El sueño revela la relatividad de lo real: yo puedo ser, en sueños, el faisán que cazo en estado de vigilia; el halconero diurno puede ser, en el sueño, la pieza de caza. Esta comprobación lleva al autor del sueño a transformarse en virtuoso monje, pero el apólogo rebasa la condena moral de la caza. El sueño del pabellón rojo expresa, setecientos años más tarde, y de modo particularmente refinado, la permanencia en China de esta tradición literaria de la relatividad de lo real. No se trata ya de Chuang-Tseu soñando que era una mariposa, o de la mariposa soñando que era Chuang-Tseu; tampoco se trata del halconero que sueña que se convierte en faisán. Roger Caillois lo presenta como un sueño infinito, un sueño cíclico, una especie de sueño perpetuo; sin embargo, no es esta repetición lo que me parece más notable: es más bien el tema del doble, el incesante descubrimiento del personaje idéntico a sí mismo, en el que uno sueña y que le sueña a uno, y que es, en el espacio, el equivalente del doble que Jung o Papini sitúan en el tiempo. Una vez más, llegamos aquí a la relatividad absoluta del tiempo y de la realidad, a la imposibilidad de discernir quién sueña y quién es soñado, quién es el modelo y quién es el doble. La intervención consciente, modelando y cincelando datos oníricos en bruto y dispersos, produce una de las obras maestras de la literatura universal. En Occidente, es Shakespeare el heredero ilustre de la epopeya y de la tragedia antiguas. Pero éstas apenas trataron el tema de la ambigüedad de lo real o de la confusión de los estados del ser, propios del arte del Extremo Oriente. Y, aunque habría mucho que decir sobre la estructura onírica latente en las tragedias de Shakespeare, éste utiliza casi siempre el motivo del sueño de manera explícita, a fin de anunciar o de hacer verosímiles acontecimientos insólitos, horribles o sangrientos. Y, sin duda alguna, la premonición de la muerte apela al sueño como medio privilegiado de manifestación. En Enrique VI, la muerte del duque de Gloucester viene precedida de un sueño del cardenal de Winchester. En Romeo y Julieta, Baltasar sueña que su amo se bate con otro caballero y que le mata. El pobre Romeo había soñado, a su vez, que su dama llegaba y le encontraba muerto, y que le infundía tanta vida con sus besos, que resucitaba y llegaba a ser emperador. Y todos recordamos que Calpurnia grita tres veces en sueños: «¡Auxilio! ¡Están matando a César!» En la mayoría de estos casos, la alusión al sueño es fugaz, pero se produce, con naturalidad y

oportunamente, en el momento más adecuado de la tragedia. En Ricardo III, aumenta la utilización del motivo del sueño, adquiriendo un desarrollo y una importancia análogos a los del sueño de la reina en Los persas, de Esquilo, o en Átala, de Racine. En la primera escena, Clarence refiere a Brakenbury el sueño que acaba de tener y que prefigura su asesinato. Este sueño produce una extraordinaria impresión de autenticidad, puesto que utiliza algunas de las grandes imágenes arquetípicas asociadas a la muerte: la travesía del mar, las tablas vacilantes de la cubierta, el paso en falso, el ahogamiento. Cosa admirable: Shakespeare hace ver a Clarence, en el momento de la muerte, los secretos del abismo. Pero los ve en un desorden tal y bajo un aspecto de tan numerosos despojos, que el relato no cae jamás en la alegoría. Incluso cuando evoca el «río melancólico de que hablan los poetas», hace aparecer ante Clarence el alma extraña del padre de su suegro, el famoso Warvick, y una sombra parecida a un ángel y que tiene los cabellos luminosos empapados en sangre, de suerte que en ningún momento nos apartamos de la verdad inconsciente del sueño y de los fantasmas que hace surgir en él todo sentimiento de culpabilidad. La conjunción de los elementos dionisíaco y apolíneo revela aquí un logro tanto más raro cuanto que, en la misma tragedia, pero en el último acto, el motivo del sueño anuncia al rey Ricardo y a Richmond, su rival, el destino que el llano de Bosworth les tiene reservado. El procedimiento, sin perder su valor estético indiscutible, se muestra, sobre todo, como un procedimiento. Pues Shakespeare no se limitó a hacer soñar paralelamente a los dos adversarios que habrán de enfrentarse en el último combate, sino que objetivó a los personajes de su sueño, haciéndoles aparecer entre las tiendas del campamento como espectros de los príncipes asesinados. Sucesivamente, aparecen el espectro de Eduardo, hijo del rey Enrique, el espectro de Enrique VI, el espectro de Clarence, el espectro de Rivers, los de Grey, Vaugan y Hastings, y los de los sobrinos del rey, asfixiados en la Torre de Londres. Y, si estas almas ultrajadas tratan de doblegar a Ricardo bajo el peso del remordimiento, de despertar su conciencia criminal, de desesperarle y de empujarle hacia un final sangriento, también animan a su rival a vivir, a combatir y a vencer. El sueño se utiliza, pues, con fines moralizadores, donde la oposición del bien y el mal se presenta de un modo tan rotundo que incluso desaparece su ambigüedad; el sueño se transforma, casi, en visión objetiva, y sus personajes, en fantasmas palpables. En la célebre escena en que Shakespeare hace aparecer

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el espectro del padre de Hamlet, ni siquiera podemos tomar en consideración la ambigüedad nocturna, puesto que la visión no se produce en sueños, sino en estado de vigilia. Con ella volvemos a un procedimiento estético que roza la facilidad y cuyo evidente artificio desemboca en una simplificación y una objetivación bárbaras de la realidad psicológica. Cierto que la literatura occidental, y Shakespeare en particular, fueron capaces de utilizar el motivo del sueño de maneras distintas a esta forma premonitoria, a menudo de pesadilla u objetivada. El sueño de una noche de verano pone en escena, con mayores gracia y ligereza, las cabriolas del sueño y la realidad, de la ilusión y el amor, de la noche y el día. Pero estas cabriolas sólo son posibles por la intervención mágica de personajes imaginarios, y tienen la misma excusa que los cuentos de hadas. Aunque Lisandro confiese que está «pasmado, medio dormido, medio despierto», y Bottom bromee, diciendo que su sueño no tiene nombre y que quizá podrá cantarlo después de muerto, la realidad no se presenta como sueño, ni el sueño como realidad: la ambigüedad es sólo fruto de un juego de manos, de un truco. La fierecilla domada plantea de nuevo, ciertamente, la problemática del sueño y de lo real, pero lo hace a la manera del Durmiente despierto de Las Mil y Una Noches. Si el cochino Christopher Sly puede, mientras duerme, convertirse de calderero en Lord, no es que su imaginación se haya elevado hasta la altura de este deseo: es, simplemente, que un caballero ha querido divertirse a su costa, situarle en una posición que no es la suya, trasladarle del arroyo a un lecho de finas sábanas, para que, al despertar, se encuentre con los dedos cuajados de sortijas, un banquete delicioso al alcance de su mano, y criados de librea a su servicio. Gracias a una falsificación del mismo género, Calderón introduce la problemática del sueño en su célebre obra La Vida es sueño: pues también Segismundo, ignorando su condición de príncipe, y encerrado secretamente por su padre en una fortaleza perdida en la montaña, se despierta en un palacio suntuoso, rodeado de criados de finos modales y de personas que se desviven por servirle; de esta manera quiere el rey poner a prueba su carácter, conocer su verdadera naturaleza, para cederle el trono, si logra dominar su temperamento, o para devolverlo a la cárcel, si se muestra cruel y tiránico. Mas para evitarle la desesperación de un posible fracaso, ha inventado un subterfugio: haciendo creer a su hijo que todo es un sueño, deja una puerta abierta a la espe-

ranza. Cierto que Calderón nos aleja rápidamente, así como a su personaje, de estas bárbaras maquinaciones: Segismundo llega muy pronto a la conclusión de que, si cree ver la realidad cuando está dormido, también puede creer que sueña cuando está despierto. Sin embargo, esta conclusión no es más que filosófica. Más clara y más insistente que en Shakespeare, sólo es sugerida por procedimientos estéticos relativamente simples. En la literatura o en el arte de Occidente, no vemos jamás realizada la transparencia mutua de los estados de sueño y de vigilia. Tenemos que esperar al romanticismo y al surrealismo para acercarnos a ello. Pero incluso en éstos, cierta afectación o cierta pesadez impiden que las obras tengan la discreción y la naturalidad, pongo por caso, de la pintura zen o de la literatura del Extremo Oriente. Aunque ésta conozca también el motivo popular del espectro, como podemos observar en el No japonés, es más frecuente en ella la transparencia de los dos estados: algunas películas niponas, como Los cuentos de la luna vaga después de la lluvia o El intendente Senshó, la han dado a conocer al público europeo. Esta transparencia nos permite valorar mejor la pesadez de nuestras obras fantásticas tradicionales, siempre aherrojadas por objetivaciones de Grand-Guignol, de las cuales es lamentable arquetipo el célebre contraste entre Mr. Hyde y el doctor Jekyll. En la pintura o en el cine, el motivo del sueño se emplea siempre de manera ingenua, si no «materialista»: objetos y personajes de sueño son representados de manera fantástica, sin alcanzar el arte sutil y alusivo que consistiría en prescindir de lo fantástico y conferir a los objetos y a los personajes reales una calidad onírica y una verdadera transparencia. En La bella y la bestia, Orfeo o El testamento de Orfeo, el propio Cocteau, tan fascinado, empero, por el universo onírico, logra raras veces expresarse sin recurrir al aparato simbólico e ingenuo al que me refiero. Tampoco Buñuel consigue librarse de éste, a pesar de la bella composición de secuencias oníricas como las que vemos en Los olvidados; pero, en realidad, es quien mejor ha sabido expresar la osmosis entre los dos estados: El ángel exterminador es casi una obra maestra en la cual el oropel surrealista queda reducido a su más simple expresión. En conjunto, no podemos dejar de encontrar, en el arte y en la literatura oníricos de Occidente, una ingenuidad que delata nuestras vacilaciones y nuestra ignorancia de la vida interior y de la experiencia original. Incluso éstas tienen tendencia a ser proyectadas al exterior, objetivadas, materializadas, como si corres-

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pondiesen a una realidad de naturaleza distinta a la vida exterior, cuando en verdad no son más que su dimensión más profunda. Releamos los sueños de Balzac, en Louis Lambert, o el de Gottfried Keller, en Enrique el Verde: a pesar de su belleza, no escapan a esta ingenuidad. Sin embargo, faltaría a mi deber si terminase este capítulo sin mencionar la novela de George Du Maurier: Peter Ibbetson. Es, sin duda alguna, la obra literaria de nuestro tiempo que otorga al sueño un papel más importante, más conmovedor, más adecuado para hacernos pensar. No existe ninguna otra novela que nos presente, como ésta, todo lo que la Humanidad puede esperar del sueño. No les basta a los dos protagonistas, separados por las rejas de la cárcel, encontrarse en sueños cada noche» y vivir en ellos un amor tan verdadero como el que vivieron despiertos, sino que el sueño volverá a reunirlos más allá de la muerte. Y, en sus exploraciones nocturnas, les vemos vencer el tiempo y el espacio, remontar siglos, asir el hilo sumergido de la memoria universal, confiarse una postrera revelación sobre nuestros fines últimos. Aquí vemos reunido, en un solo relato, cuanto se encuentra disperso en la literatura onírica universal. Hay que releer el asombroso texto que cierra la obra de George Du Maurier y que, dada su longitud, no podemos reproducir aquí. Tal vez habrá quien diga que la intención excesivamente filosófica perjudica la atmósfera de sueño. Esto sería exacto si este relato formase un conjunto aislado, si no constituyese la culminación, la cima, la conclusión de un largo camino novelístico. Y esto es lo que es. Además, cuando la protagonista trata de hacer presentir lo que puede ser la vida del más allá, de donde surge ella, nos hallamos en presencia de una revelación análoga a la de la extranjera de Mantinea o a la de Beatriz; la revelación que, ¡ay!, no supo hacer Aurelia a Nerval. El personaje de Mary Seraskier, en Peter Ibbetson, se parece ostensiblemente a la extranjera de Mantinea, a Beatriz y a Aurelia. Figura de anima, en el sentido de la psicología jungiana, principio de iniciación femenina en el hombre, se entronca con el sueño del anima mundi. Es conmovedor pensar que el Gran Adivino anunciado por esta figura aparece concebido como un músico ciego y sordo, que, perdido en la calma de su noche, encontrará en ella el tesoro oculto que ha de liberarnos a todos. Ahora bien, cuando George Du Maurier escribía Peter Ibbetson, estaba amenazado por la ceguera. Su alegato en favor del profeta sordo y ciego se convierte entonces en cántico de unas cavidades a las que lleva también el sueño más profundo: todo lo

que se imagina en ellas es lo que todo gran soñador se siente naturalmente inclinado a imaginar. Peter Ibbetson nos demuestra que el sueño puede ser empleado no solamente a título de motivo anecdótico, como hemos visto en los antiguos, léase Racine o Shakespeare, o como estructura latente, como podemos discernir en Dante o Kafka; sino que puede constituir la trama confesada y manifiesta de una obra entera, y plantear en toda su amplitud la problemática de lo real, sin tener que recurrir a los subterfugios de Shakespeare en La fierecilla domada y en El sueño de una noche de verano, o de Calderón en La vida es sueño. Indudablemente, la etapa ingenua y tosca de ,1a objetivación onírica, tal como se encuentra en la literatura y en la pintura fantásticas, de las cuales Jerónimo Bosch, Breughel el Viejo, William Blake, Edgar Poe y Lautréamont nos han dado imperecederas obras maestras, así como la etapa recorrida por Cocteau y los surrealistas con mayor o menor fortuna, han sido ya rebasadas. Yo entiendo que el futuro requiere más bien un arte en que el sueño no se considere como adjunto a lo real, sino como su doble, como su transparencia, como su profundidad. La experiencia onírica debe desembocar, forzosamente, en un arte capaz de expresar la relatividad de la vida cotidiana, y esta relatividad no necesita accesorios fantásticos para ser percibida. Lo real es fantástico en sí mismo: tal es la última visión del que sueña.

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45 y que has acabado por traer ante mí, lo he convertido en tu compañero; como sobre una esposa, te has inclinado sobre él; Columna VI.

LOS SUEÑOS EN EL ARTE Y EN LA LITERATURA (Documentos) 1 / SUEÑOS DE «LA EPOPEYA DE GILGAMÉS»,

Tablilla I, columna V. 25 «Madre —dijo él—, esta noche he tenido un sueño; me sentía lleno de fuerza y me pavoneaba entre los valas estrellas brillaban en los cielos; [Mentes; alguien parecido a un campeón del dios Ann (dios del cielo; las constelaciones y los meteoros son considerados como su ejército) cayó sobre mí; quise levantarlo, pero era demasiado pesado para mí; 30 quise librarme de la opresión de su cuerpo, pero no pude Las gentes de Uruk se agruparon a su alrededor; [moverlo, los artesanos, los valientes, ¡mis compañeros!, le rindieron homenaje y le besaron los pies. Entonces le abracé como se abraza a una esposa, lo levanté y lo deposité a tus pies.» 40 Nin-Sun, la prudente, habló así a su hijo, Nin-Sun, la prudente, que sabe todas las cosas, habló así a [Gilgamés: «Las estrellas del cielo representa a tus compañeros. El que, parecido a un campeón del dios Ann, ha caído [sobre ti y no has podido levantar, porque era demasiado pesado, de cuyo peso has querido librarte, pero no has podido,

es un compañero vigoroso, vendrá en ayuda de su amigo; el peso de su fuerza pesa sobre el país. ¡Su vigor es el de un campeón de Ann! Él, sobre el cual te has inclinado como sobre a una esposa, 5 no te abandonará jamás; he aquí la explicación de tu sueño.» Columna II. (Gilgamés, en la noche que precedió al combate, tuvo un sueño que refirió a Endikú:) 32 «He tenido un nuevo sueño; habíamos subido a la cima de una montaña, y la montaña se derrumbó, 35 y nosotros éramos como moscas de cañaveral, ¡nosotros que nacimos en el llano!» (Enkidú se dirigió a su compañero y le explicó su sueño:) «Es un sueño precioso; 40 la montaña que has visto, amigo mío (es Humbaba);

venceremos a Humbaba y arrojaremos al viento sus despatearemos su cuerpo.» [pojos; 44 Después de veinte dobles horas, tomaron algún alimento; 45 después de treinta dobles horas, descansaron; cavaron una fosa de cara al dios-Sol; Gilgamés se plantó sobre el talud de la fosa, y vertió harina en su interior, diciendo: «Oh, montaña, tráenos sueños!»

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Tablilla VII, columna

I.

Enkidú respondió a Gilgamés: «Escucha el relato del sueño que he tenido esta noche. Estaban reunidos Ann, Enlil, Ea, Shamash, dios del cielo, y Ann se dirigió a Enlil: «Ya que han matado al toro celeste, ya que han herido a Humbaba que moraba en la montaña de los cedros, pues bien, dijo Ann, por esto, ¡deben morir!» Enlil repuso: «Enkidú debe morir, ¡pero Gilgamés no debe morir!» 10 Entonces el dios-Sol, el dios del cielo se dirigió a Enlil, «¿No han matado por mandato tuyo [héroe poderoso: al toro celeste y a Humbaba?» Pero Enlil gritó encolerizado al dios-Sol, al dios del cielo: «Enkidú debe morir...»

Columna IV

(laguna).

10 Enkidú se acuesta, con el corazón atormentado. Por la noche, confía sus preocupaciones a su amigo:' «He visto sueños en mi noche.» (Describe un personaje que tiene las uñas como garras de águila, y que le ha dicho:) «Mira, mis brazos están cubiertos de plumas como los [miembros de un pájaro. Sigúeme a la morada de las tinieblas donde habita el dios Nergal (dios de la peste y de los Infiernos); sigúeme a la casa donde se entra sin esperanza de salir, por la ruta cuyos caminos sirven sólo para la ida y jamás [para el regreso, sigúeme hacia la morada cuyos habitantes carecen de luz. Allí, el polvo es comida, su alimento es el barro. Las gentes de allá abajo están cubiertas de plumas, como [lo están las alas de los pájaros. No ven la luz; permanecen en las tinieblas. En este reino del polvo, donde yo he penetrado,

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, he visto a los portadores de coronas que, desde siempre, [han gobernado el país... (La Epopeya de Gilgamés, traducida al francés por el Dr. G. Contenau, París, 1939.)

2 / UN SUEÑO DE LA «ILÍADA»: EL SUEÑO DE AQUILES.

El sueño, que disipa nuestras penas, se apoderó de él, envolviendo con sus dulces vapores al héroe, abrumado por la fatiga experimentada al volar tras los pasos de Héctor alrededor de Ilion: de pronto, se le aparece la sombra del desdichado Patroclo; era él en persona, con sus facciones, su alta estatura, su mirada, su voz afectuosa y sus vestidos. Inclinándose sobre la cabeza del guerrero: «Duermes, Aquiles —dice— ¡y puedes olvidarme! Cuando vivía, sentía tu cariño; muerto, te veo insensible a mis males. Apresúrate a enterrarme para que pueda llegar a los Infiernos; pálidas sombras y espectros me apartan y no me permiten cruzar el río, y vago impotente alrededor de las puertas inmensas de la morada de Plutón. Dame la mano, pues mi llanto a ello te conjura; ya no volveré de la morada de los muertos, cuando me hayan hecho gozar de la llama de la hoguera. Ya no gustaremos la dicha de comunicarnos nuestros más secretos pensamientos, tan alejados de nuestros compañeros más queridos; el abismo odioso a que estaba destinado desde que nací acaba de engullirme. Y a ti, divino hijo de Peleo, una suerte igual te condena a perecer bajo las famosas murallas de Troya. Sin embargo, voy a hacerte un ruego, y quiero que sea una orden sagrada: que nuestras cenizas, Aquiles, no sean separadas. Nos alimentamos juntos en el palacio de tus padres; yo era un muchacho cuando Menecio me condujo allí desde Lócrida, para librarme del castigo por un crimen involuntario, cometido el día funesto en que, jugando a los dados, propiné, enojado, un golpe imprudente al hijo de Aníidamas. El noble Peleo me recibió en su morada; me educó con el más tierno cuidado y me nombró tu escudero. Ordena, pues, que nuestros huesos sean reunidos en la misma tumba, en la urna de oro que recibiste de tu augusta madre.» Aquiles toma la palabra: «¿Eres tú, respetable amigo, cariñoso hermano, quien me. impone este deber? No lo dudes: dócil a tus

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órdenes, cumpliré tus deseos. Acércate; así, abrazándonos al menos un instante, saborearemos la triste dulzura de derramar nuestras lágrimas.» Le tiende los brazos, pero no puede asirle; la sombra desaparece como una humareda y vuelve a la tierra lanzando gritos apagados y lastimeros. Aquiles, asustado, se despierta y se levanta; golpea una mano contra la otra y hace retumbar el aire, y dice con voz dolorida: «¡Oh, dioses! ¡Es, pues, cierto que nuestra alma, vaga imagen del cuerpo que animó, nos sobrevive en la morada de los Infiernos! Toda la noche se me ha aparecido la sombra plañidera y desolada del desdichado Patroclo; inclinada sobre mí, me ha hecho encargos conmovedores. ¡Cuánto se parecía a él mismo!» (Homero, Ilíada, canto XXIII.)

no hay por qué buscarle otro; es el propio Ulises quien te ha dicho cómo cumplirá este sueño: todos los pretendientes están perdidos sin remedio; ninguno de ellos escapará a la muerte y a las Keres.» La prudente Penélope le respondió: «Extranjero, de seguro que los sueños no son fáciles de comprender y que su sentido no se discierne en seguida; todo lo que anuncian está lejos de ser realidad para los hombres. Pues hay dos puertas para los sueños inconsistentes; una está hecha de cuerno, la otra es de marfil; cuando los sueños entran por el marfil aserrado, no hay en ellos nada verdadero; son palabras que no crean lo real ante nuestros ojos; pero cuando los sueños nos llegan por la puerta de cuerno pulimentado, éstos sí que crean una certidumbre para cualquiera que los ve. Pues bien, ¡yo no creo que mi extraño sueño haya entrado por ahí...!» (Odisea, canto XIX.)

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3 / UN SUEÑO DE LA «ODISEA»! SEGUNDO SUEÑO DE PENÉLOPE.

Ulises acercó su silla al fuego para calentarse, y cubrió su cicatriz con sus harapos. Mientras tanto, la prudente Penélope tomó la palabra: «Quiere interrogarte un poco más, extranjero; pues pronto llegará el momento del agradable reposo, incluso para el afligido que aún puede gozar de un dulce sueño... Escucha, y explícame este sueño: en mi casa, veinte ocas comen trigo mojado con agua, y yo me complazco mirándolas; entonces, un águila enorme baja de la montaña, les rompe el cuello con su pico encorvado, y todas mueren. Yo las veía amontonadas en el suelo, en esta misma casa. Después, el águila se elevó hasta el divino éter. Y yo, en sueños, lloraba y gemía, y agrupábanse a mi alrededor las aqueas de hemosas trenzas, mientras yo lanzaba gritos lastimeros porque el águila había matado mis ocas. Entonces volvió y se posó sobre el alero del tejado; con voz humana, trató de tranquilizarme y me dijo: "Tranquilízate, hija de Icario de ilustre nombre; esto no es un sueño, sino la visión cierta de lo que será una realidad. Las ocas son tus pretendientes; yo, hace un momento, era un águila, un ave; ahora soy tu esposo que ha vuelto, y daré a todos tus pretendientes ignominiosa muerte." Así habló, y el dulce sueño huyó de mí. Me apresuré y fui a ver las ocas de la casa: y estaban allí, comiendo trigo cerca de la artesa, como de costumbre.» El prudente Ulises le respondió: «Mujer, el sentido es claro;

4 / ESQUILO: EL SUEñO DE LA MADRE DE JERJES.

La reina. — Vivo todas las noches rodeada de sueños, desde que mi hijo equipó un ejército y partió a conquistar la tierra de Jonia; pero jamás vi ninguno tan claro como el de la última noche. Escuchad. Dos mujeres, bien ataviadas, parecieron ofrecerse a mis ojos; una de ellas vestía ropa persa, la otra iba ataviada al estilo dórico, y ambas superaban en mucho a las mujeres de hoy, tanto por su estatura como por su belleza sin tacha. Aunque hermanas de la misma sangre, vivían en dos patrias distintas; la una, en Grecia, donde la había enviado la suerte; la otra, en tierra bárbara. Me parecía que sostenían alguna disputa y que mi hijo, al advertirlo, trataba de contenerlas y de calmarlas..., hasta que las engancha a su carro y les pone el arnés sobre la nuca. Y una de ellas parece halagada por esta sujeción y ofrece una boca dócil a las riendas, mientras que la otra empieza a patalear y, de pronto, rompe con las manos el arnés que las unce al carro, lo arrastra a viva fuerza a pesar del bocado, y acaba por quebrar e l yugo en dos. Mi hijo cae; su padre, Darío, aparece a su lado, presto a llorarle; pero, en cuanto le ve, ¡Jerjes desgarra las vestiduras que cubren su cuerpo! Éstas son mis visiones de la noche. Pero me levanto, sumerjo las manos en el curso de agua pura y, cargándolas de ofrendas, me aproximo al altar, para consagrar 9 — 2.717

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a los dioses protectores el pastel ritual que les es debido; y entonces percibo un águila, que huye hacia el altar bajo de Fobos. Muda de espanto, me detengo, amigos. Pero al poco un milano baja del cielo, con grandes y rápidos aletazos, y con sus garras empieza a desgarrar la cabeza del águila, que sólo sabe encogerse, indefensa. Todo esto fue, para mí, tan terrible de contemplar, como debe ser, para vosotros, el comprenderlo. (Los persas, 176-210, traducida al francés por Paul Mazon, París, 1962.)

su encuentro natural, completado para ti una suma fatal, la República entera se volverá hacia ti e invocará el nombre de Escipión; sobre ti caerán las miradas del Senado, de los hombres de bien, de los aliados, de los latinos. Sobre ti descansará la salud del Estado; dictador, en fin, regenerarás la República, si puedes librarte de las manos impías de tus parientes... VIII. »Pero —prosiguió mi padre— para que sientas multiplicarse tu ardor en la defensa del Estado, debes saber que todos los que han salvado, socorrido y engrandecido a su patria tienen preparado de antemano en el cielo un lugar donde gozarán de una felicidad sin límites. Pues el Dios supremo que gobierna el inmenso universo no encuentra en la tierra nada que sea más agradable a sus ojos que esas reuniones de hombres agrupados bajo la garantía de las leyes y que llamamos ciudades. Del cielo descienden los que conducen y conservan las naciones, y al cielo vuelven.» IX. Este discurso del Africano llenó mi alma de terror; lo que yo temía, más que la muerte, era la traición de los míos; sin embargo, tuve valor para preguntarle si vivían aún, él y Pablo Emilio, mi padre, y todos los que considerábamos extintos. «La verdadera vida —me respondió— comienza para aquellos que se liberan de los lazos del cuerpo que los tenían cautivos; en cambio, lo que vosotros llamáis vida es, en realidad, muerte. Mira; he ahí a tu padre que se dirige hacia ti.» Vi a mi padre y me deshice en llanto; pero él, abrazándome y prodigándome caricias, me prohibió llorar. X. En cuanto pude contener mis sollozos, le dije: «Oh, padre mío, modelo de virtud y de santidad, ya que la vida está con vosotros, como me enseña el Africano, ¿por qué he de permanecer más tiempo sobre la tierra? ¿Por qué no apresurarme a ingresar en vuestra sociedad celeste?» «No, no de este modo, hijo mío —me respondió—. Mientras Dios, cuyo templo es todo lo que ves, no te libere de tu prisión corporal, no puedes tener acceso a estas moradas. El destino de los hombres es guardar el globo que ves situado en medio del templo de Dios y que se llama la Tierra; han recibido un alma sacada de esos fuegos eternos que llamáis estrellas y astros, y que, concentrados en globos y en esferas, animados por inteligencias divinas, realizan con increíble rapidez su curso circular. Por esta razón, hijo mío, tú y todos los hombres religiosos debéis conservar vuestra alma en los lazos del cuerpo; ninguno de vosotros puede salir de esta vida mortal, si no es por

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5 / CICERóN: EL SUEñO DE ESCIPIóN.

Abrumado por la fatiga del camino y por lo largo de la velada, caí muy pronto en un sueño más profundo que de costumbre. De pronto, una aparición surgió en mi mente, llena todavía del objeto de nuestras conversaciones... Se me apareció el Africano... Sentí un estremecimiento, pero él: «Tranquilízate, Escipión —me dijo—; destierra el temor y graba en tu memoria lo que voy a decirte. VI. »¿Ves esa ciudad que, obligada por mis armas a someterse al pueblo romano, renueva nuestras antiguas guerras y no puede resignarse al reposo. (Y me mostraba Cartago, desde un lugar elevado, todo brillante de estrellas y resplandeciente de claridad.) Hoy acabas de sitiarla, casi confundido entre las filas de los soldados; dentro de dos años, elevado a la dignidad de cónsul, la destruirás hasta los últimos cimientos y merecerás por tu valor el título de Africano que recibiste de nosotros por herencia. Después de derribar a Cartago, serás llamado a los honores del triunfo y nombrado censor; visitarás, como embajador del pueblo romano, Egipto, Siria, Asia, Grecia; durante tu ausencia, serás nombrado cónsul por segunda vez; pondrás fin a una de las guerras más importantes, destruirás Numancia. Pero después de ascender triunfalmente al Capitolio, encontrarás la República agitada por los manejos de mi nieto. VII. «Entonces, Escipión, tu prudencia, tu genio, tu alma grande, tendrán que iluminar y sostener la patria. Pero yo veo, en esos tiempos, abrirse un doble camino, y vacilar el destino. Cuando, a partir de tu nacimiento, haya realizado el sol ocho veces siete revoluciones, y estos dos números, ambos perfectos, pero cada uno de ellos por razones distintas, hayan, por su curso y

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mandato de aquél que os la ha dado; huyendo de ella, pareceríais abandonar el puesto en que Dios os ha colocado. Piensa más bien, Escipión, como tu abuelo que nos escucha, como yo que te engendré, en vivir con justicia y con piedad; piensa en el culto que debes a tus padres y a tus parientes y, sobre todo, a la patria. Una vida así es el camino que te conducirá al cielo y a la asamblea de los que vivieron, y que ahora, liberados del cuerpo, moran en el lugar que estás viendo.» XI. Mi padre me mostraba el círculo que brilla con resplandeciente blancura en medio de todos los fuegos celestes, y que vosotros designáis con un término tomado de los griegos: la Vía Láctea. Desde lo alto de aquel orbe luminoso, contemplaba yo el universo, y lo vi todo lleno de magnificencia y de maravillas. Aparecieron a mi mirada estrellas que no se divisan desde aquí abajo, y la grandeza de los cuerpos celestes se reveló a mis ojos; supera todo lo que el hombre pudo jamás sospechar. El más pequeño de todos estos cuerpos, que está situado en los últimos confines del cielo y es el más próximo a la Tierra, brillaba con luz tomada de prestado; los globos estrellados eran mucho más grandes que la Tierra. En cuanto a ésta, me pareció tan pequeña, que me avergoncé de nuestro Imperio, que sólo ocupa un punto de ella. XII. Mientras la observaba con atención: «Y bien, hijo mío —me dijo él—, ¿continuará tu espíritu pegado a la tierra? ¿Acaso no ves el templo a que has venido? ¿No ves el mundo entero encerrado en nueve círculos o, mejor dicho, en nueve esferas que se tocan? La primera y más elevada, que abarca a todas las demás, es el propio cielo, el Dios supremo, que lo modera y contiene todo. En el cielo están fijadas las estrellas a las que Él imprime un curso eterno. Más abajo, ruedan siete globos, siguiendo un movimiento contrario al del cielo. A la primera de estas esferas se haya sujeta la estrella Saturno; debajo de ella, brilla el astro propicio al género humano, al que llamamos Júpiter; después, encontramos a Marte, el de luz sangrienta, temido por la Tierra; a continuación, en la región mediana, el Sol, jefe, rey, moderador de los otros astros, almas del mundo, regulador del tiempo, y cuyo globo, de tamaño prodigioso, penetra y llena la inmensidad de su luz. Le siguen las dos esferas de Venus y Mercurio, que parecen servirle de escolta; por último, la órbita inferior es la de la Luna, que rueda inflamada por los rayos del Sol. Debajo de ella, todo es mortal y corruptible, a excepción de las almas dadas a la raza de los hombres como don divino. Todo cuanto ves encima

de la Luna, es eterno. El noveno globo es el de la Tierra, colocada en el centro del mundo y la más alejada del cielo; permanece inmóvil, y todos los cuerpos pesados son arrastrados hacia ella por su propio peso.» XIII. Contemplé todas estas maravillas, perdido en mi admiración. Cuando pude concentrarme: «¿Cuál es, pues —le pregunté a mi padre—, esa armonía, tan poderosa y tan suave, en medio de la cual parecemos sumergidos?» «Es la armonía —me dijo— que, formada por intervalos desiguales pero combinados con rara proporción, resulta del impulso y del movimiento de las esferas, y que, fundiendo los tonos graves y agudos en un común acorde, hace, con tan variadas notas, un melodioso concierto. Unos movimientos tan grandes no pueden realizarse en silencio; y quiso la Naturaleza que, en las dos extremidades de la escala de la armonía, sonasen, de una parte, un tono grave, y, de la otra, una nota aguda. Así, la más alta de las esferas, la del firmamento estrellado, cuyo curso es el más rápido de todos, hace oír un sonido estridente y agudo, mientras que el orbe inferior de la Luna murmura un sonido grave y apagado; en cuanto a la Tierra, permanece inmóvil en el centro del mundo, invariablemente fija en este profundo abismo. Los ocho globos intermedios, de los cuales tienen Mercurio y Venus la misma rapidez, producen siete sonidos, todos de modos diferentes, y este número que los rige es el nudo de casi todas las cosas. Los hombres, que han sabido imitar esta armonía con los sones de la lira y los acordes de la voz, se han abierto camino hacia las regiones celestes, su antigua patria, al igual que todos los nobles genios que han hecho brillar en medio de las tinieblas de la vida humana algún rayo de la luz divina. Pero los oídos de los hombres, llenos de esta armonía, no saben ya escucharlo, y, verdaderamente, vosotros, los mortales, no tenéis sentido más imperfecto que éste. Así se explica que, en los lugares en que el Nilo se precipita desde las altas montañas, cerca de las llamadas cataratas, pueblos enteros, ensordecidos por su terrible estruendo, hayan perdido la facultad de oír. El estruendoso concierto del mundo entero es tan prodigioso, que vuestros oídos se cierran a esta armonía, como bajáis la mirada ante los rayos del Sol, cuya luz penetrante os deslumbra y os ciega.» A pesar del entusiasmo que me producía este lenguaje, yo no dejaba de mirar de vez en cuando a la Tierra. XIV. «Ya veo —dijo el Africano— que sigues contemplando la morada y el lugar de residencia de los hombres. Pero si la Tie-

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rra te parece pequeña, como en efecto lo es, levanta los ojos hacia estas regiones celestes; desprecia todas las cosas humanas. ¿Qué renombre, qué gloria digna de tus deseos puedes encontrar entre los hombres? Ya ves las raras y estrechas regiones que ocupan en el globo terrestre, y cuan vastas soledades separan esas pocas manchas que forman los puntos habitados. Los hombres, dispersos en la Tierra, están de tal modo aislados los unos de los otros que no hay comunicación posible entre los diversos pueblos. Tú los ves, sembrados en todas las partes de esa esfera, perdidos en lejanísimas distancias, en los planos más opuestos: ¿qué gloria cabe esperar de aquellos para quienes uno no existe? XV. »Tú ves esas zonas que parecen envolver y ceñir la Tierra; las dos que están en las extremidades del globo y que, en uno y otro lado, se apoyan en los polos del cielo, las ves cubiertas de hielo; la mayor de todas, la que está en el medio, está quemada por los ardores del Sol. Sólo dos están habitadas: la zona austral, donde se encuentran los pueblos, vuestros antípodas, y de la que sólo cubrís una pequeña parte. Toda esta región que habitáis, parecida a una faja estirada, pero estrecha, forma un islote, bañado por ese mar que llamáis Atlántico, el gran Mar, el Océano; y, a pesar de esos nombres grandilocuentes, ya ves que apenas si es un lago mediano. Pero, dime si, incluso en esas tierras conocidas y frecuentadas por los hombres, tu nombre o el de alguno de los nuestros ha volado más allá del Cáucaso o cruzado la corriente del Ganges. En las extremidades de Oriente y de Poniente, en los últimos confines del Septentrión y del Mediodía, ¿quién ha oído pronunciar alguna vez el nombre de Escipión? Prescinde de los lugares donde nunca penetrará vuestra gloria, y observa cuan estrechos son los límites del universo que cree llenar. E incluso los que hablan de vosotros, ¿seguirán hablando mucho tiempo? XVI. «Aunque las razas futuras no se cansasen de repetir sus alabanzas de cada uno de nosotros, aunque nuestro nombre se transmitiese esplendoroso de generación en generación, los diluvios y los incendios, que han de cambiar la faz de la Tierra en épocas inmutablemente determinadas, obstarían siempre a nuestra gloria, no digo eterna, sino duradera, de existir. Y, además, ¿qué te importa ser célebre en los siglos venideros, si no lo has sido en los tiempos pasados y para hombres tan numerosos e incomparablemente mejores que los actuales? XVII. «Entérate, en fin, de que entre los que pueden tener conocimiento de nuestra gloria no hay uno solo cuya mente sea

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capaz de abarcar los recuerdos de un año. Los hombres miden vulgarmente los años por la revolución del Sol, es decir, de un solo astro. Pero cuando todos los astros vuelvan de consuno al punto de partida, y reproduzcan, después de largos intervalos, la misma disposición de todas las partes del cielo, entonces habrá transcurrido de verdad un año del mundo; y apenas me atrevo a decir cuántos siglos vuestros encierra este año. El Sol desapareció antaño, a los ojos de los hombres, y pareció apagarse, cuando el alma de Rómulo penetró en nuestros templos celestes. Pues bien, cuando el Sol se eclipse de nuevo en el mismo punto del cielo y en las mismas coyunturas, y todos los planetas y todas las estrellas se encuentren de nuevo en la misma posición, entonces habrá pasado un verdadero año. Pero debes saber que aún no ha trancurrido la vigésima parte de este año. XVIII. »Por esto, si desesperas de venir a esta morada donde se encuentran todos los bienes de las almas grandes, sigue esa sombra que llaman gloria humana y que dura apenas unos días de un solo año. Pero si quieres levantar los ojos y fijarlos en tu morada natural y en tu patria eterna, no te dejes dominar por las razones del vulgo; eleva tus aspiraciones por encima de las recompensas humanas; que la virtud te muestre el camino de la verdadera gloria y te atraiga a ella con sus encantos. A los otros concierne lo que dirán de ti: hablarán, sin duda alguna; pero el mejor renombre permanece cautivo en los estrechos límites a que se reduce vuestro mundo; no tiene el don de la inmortalidad; perece con los hombres y se extingue en el olvido de la posteridad.» XIX. Cuando dejó de hablar «¡Oh, Escipión! —le dije—, si es cierto que los servicios prestados a la patria nos abren las puertas del cielo, vuestro hijo, que desde su infancia siguió vuestras pisadas y las de Pablo Emilio, y acaso no se ha visto privado de esta difícil herencia de gloria, redoblará hoy sus esfuerzos, en vista de este premio admirable.» «¡Ánimo! —me dijo él—, y recuerda que si tu cuerpo debe perecer tú no eres mortal; esa forma sensible, no eres tú; lo que hace el hombre es su alma, y no la figura que puede señalarse con el dedo. Sabe, pues, que eres dios; pues ser dios es tener el vigor de sentir, de recordar, de prever, de gobernar, de regir y de mover el cuerpo que llevamos con nosotros, de la misma manera que el Dios supremo gobierna el mundo. A semejanza del Dios eterno que mueve el mundo, en parte corruptible, el alma inmortal mueve el cuerpo perecedero.

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XX. »Lo que se mueve siempre, es eterno; lo que sólo comunica el movimiento cuando lo recibe, cesará infaliblemente de vivir en cuanto deje de moverse. El ser que se mueve por sí mismo es, pues, el único que no cesa nunca de moverse, porque no se abandona jamás a sí mismo. Además, es fuente y principio de movimiento para los otros seres. Ahora bien, un principio no tiene origen; porque todo procede del principio, y éste no puede proceder de nada más; pues si fuese producto no sería principio; pues es necesario que el principio preexista a todo lo que es producto. Así, el principio del movimiento está en el ser que se mueve por sí mismo; ahora bien, este ser no puede tener origen ni fin; pues, si un día pereciese, el cielo se derrumbaría, se detendría la Naturaleza entera, sin poder encontrar una fuerza que le devolviese su primitivo impulso. XXI. »Es, pues, evidente, que el ser que se mueve por sí mismo es eterno; y, ahora, ¿cómo podríamos negar que esta facultad de moverse por sí mismo es atributo del alma? El ser que recibe su impulso de fuera es un ser inanimado; en cambio, el ser animado se mueve por su propia virtud y por un principio interior que pertenece esencialmente al alma. Así, pues, si entre todos los seres es el alma el único que lleva en sí misma el principio de su movimiento, es cierto que no ha tenido origen y que es eterna. «Ejercita esta alma en las funciones más excelentes. No hay nada más excelso que velar por la salud de la patria. El alma habituada a este noble ejercicio se eleva más fácilmente a su morada celestial; será llevada a ésta tanto más rápidamente cuanto más acostumbrada esté, en su prisión corporal, a tomar impulso, a contemplar los objetos sublimes, a librarse de los lazos terrestres. En cambio, cuando la muerte llama a los hombres vendidos a los placeres, que se han hecho esclavos infames de sus pasiones y, ciegamente empujados por éstas, han violado todas las leyes divinas y humanas, sus almas, desprendidas del cuerpo, vagan miserablemente por la Tierra y sólo llegan a esta morada después de una expiación de muchos siglos.» Dichas estas palabras, desapareció, y yo me desperté. (Cicerón, Tratado de la República, libro VI, CEuvres completes, traducción francesa de M. Nisard, París, 1841, págs. 343-348.)

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6 / TU FU (712-770): HE SOÑADO EN LI PO.

Si nos separase la muerte, mi dolor no sería tan grande, pero, separados vivos, ¡cuántas veces se entristece mi coEl clima de Kiang-ngan es húmedo y malsano; [razón! vos, desterrado, no me dais ya noticias vuestras. Os aparecéis en mi sueño, como si respondieseis a la llamada de mi pensamiento; sin embargo, ¡tengo miedo de que sea el alma de un vivo! La incertidumbre y lo largo del camino hacen que subsista [mi duda. Vuestra alma viene del bosque de arces, verdeante y le[jano; regresa, cuando, aquí abajo, todo vuelve a sumirse en las Vos, que estáis sujeto por los lazos, [tinieblas, ¿cómo podéis tener alas para venir a mí? La luna inclinada platea mi habitación, me parece que ilumina de veras vuestro rostro. El agua de los ríos es profunda, inmensas son las olas. ¡Amigo! ¡Tened cuidado con los monstruos acuáticosl Las nubes flotantes vagan durante todo el día; ha pasado mucho tiempo y no ha vuelto el viajero. Hace tres noches que sueño en vos; cada vez, comprendo bien vuestros sentimientos:] no os atrevéis a decirme adiós. Enumeráis los obstáculos del camino; numerosas tempestades se abaten sobre el lago y los ríos, teméis que vuestro barco naufrague. En el umbral de mi puerta, os pasáis la mano por los cabellos blancos, como si una profunda tristeza hiriese vuestro corazón. ¡Ay!, ¡ay!, los ricos y los grandes llenan la capital; sólo este hombre es infortunado. ¿Cómo creer en la equidad del Destino? ¡Envejeceréis, experimentaréis pesares! Dentro de seis mil, de cien mil otoños, ¡la inútil inmortalidad será vuestra compensación! (Traducción, Sung-Nien Hsu, Anthologie de la littérature chinoise, París, 1933.)

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7 / UN SUEÑO DEL RONJAKU-MONOGATARI (SIGLO XI JAPONÉS).

(Érase una vez un hombre que sólo vivía para la caza. Con sus halcones y sus perros, «mataba tantos seres vivos que había perdido la cuenta de ellos».) Sin embargo, un día, se enfrió, se sintió indispuesto y no pudo dormir en toda la noche; pero hacia la mañana se hundió en el sueño; y he aquí que, en sueños, tenía una madriguera (?) espaciosa en la landa de Saga. Le parecía que hacía muchos años que vivía en esta madriguera, y que su mujer y sus hijos estaban allí con él. (En su sueño, el cazador vio a su mujer y a sus hijos, y se vio a sí mismo, en forma de otros tantos faisanes, de esos faisanes que cazaba él con tanto placer. Un día de primavera, toda la familia se encuentra paseando por el bosque, cuando cae sobre ellos un grupo de cazadores, con sus perros y halcones, que les parecen monstruosos. Los tres hijos sucumben uno tras otro bajo sus golpes.) Todos sus hijos habían muerto; que al menos se salve mi mujer, decíase en su dolor, cuando vio que su mujer, justo antes de que los ojeadores y sus perros llegasen junto a ella, se elevaba en los aires con rápido vuelo y huía en dirección a las montañas del Norte. Viendo esto el halconero, soltó su halcón, y, poniendo su caballo al galope, se lanzó en su persecución. Ella aceleró su vuelo y se dejó caer en una maleza, bajo unos pinos. Los perros la siguieron y le cortaron la retirada. Cuando el halcón llegó a los pinos, el cazador recogió su presa; en la espesura donde se había ocultado nuestro hombre, la hierba era alta y espesas las zarzas; él permanecía oculto en lo más profundo, cuando, no uno, sino cinco o seis perros se dirigieron a la espesura donde se encontraba, haciendo sonar sus cascabeles. En el momento en que, no pudiendo aguantar más, levantó el vuelo y huyó en dirección a las montañas del Norte, un gran número de halcones se lanzaron en su persecución, por el cielo, haciendo sonar sus cascabeles. El halconero llegaba al galope. Los ojeadores batían los matorrales con sus bastones. (El durmiente se despierta al fin, en el momento en que los perros iban a alcanzarle. Entonces comprende el significado del sueño: él, que había matado tantos faisanes, ¡se había hecho reo de innumerables e inexcusables crímenes! Suelta, pues, a sus halcones, y echa a sus perros. Después, refiere su sueño a su mujer

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y a sus hijos, y se retira a un monasterio, donde alcanza la santidad.) (Cuento 8, libro XIX, de los Relatos de antaño, ofrecido por Rene Sieffert, en Les Songes et leur inter~ prétation au Japón, págs. 320-321.) 8 / EL SUEÑO DEL PABELLÓN ROJO (SJGLO XVIII CHINO).

(El joven y bello) Pao-Yu (que había desaparecido de la lujosa y aristocrática mansión donde vivía con su familia) soñó que se encontraba en un jardín idéntico al suyo. «¿Será posible —se dijo— que exista un jardín idéntico al mío?» Varias criadas se acercaron a él. Pao-Yu se quedó estupefacto. «¿Cómo puede ser que alguien tenga criadas tan parecidas a Hsi-Yen, a Pin-Erh y a todas las de mi casa?» Una de las criadas exclamó: «Mirad a Pao-Yu. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? Pao-Yu pensó que le habían reconocido. Avanzó, y dijo a las criadas: Estaba paseando y, por casualidad, llegué hasta aquí; paseemos un poco.» Las criadas se echaron a reír: «¡Qué ceguera! Te habíamos confundido con Pao-Yu, nuestro amo, pero tú no eres tan seductor como él.» Eran las criadas de otro Pao-Yu. «Queridas hermanas —les dijo él—, yo soy Pao-Yu. ¿Quién es vuestro amo?» «Es Pao-Yu —respondieron ellas—. Sus padres le dieron este nombre, compuesto de dos caracteres: Pao (precioso) y Yu (jade), para que su vida sea larga y feliz. ¿Quién eres tú para usurpar este nombre?» Se alejaron, riendo. Pao-Yu se quedó aturdido. «Jamás he sido tan maltratado. ¿Por qué razón me detestan esas muchachas? ¿Existe realmente otro Pao-Yu? Tengo que asegurarme de ello.» Atormentado por estos pensamientos, se encontró en un patio que le pareció extrañamente familiar. Subió la escalera y entró en el dormitorio. Vio un joven tumbado en el lecho. Junto a la cama, unas muchachas reían y trajinaban. El joven suspiraba. Una de las criadas dijo: «¿En qué sueñas, Pao-Yu? ¿Eres desgraciado?» «He tenido un sueño de lo más extraño. He soñado que estaba en un jardín y que ninguna de vosotras me reconocía. Me habéis dejado solo. Os he seguido hasta la casa, y allí he descubierto a otro PaoYu que dormía en mi cama.» Al oír este diálogo, Pao-Yu no pudo contenerse y exclamó: «Yo buscaba a un Pao-Yu, y eres tú.» El joven se levantó, le abrazó y gritó: «No era un sueño; tú eres Pao-Yu.» Una voz llamó desde el

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jardín: «¡Pao-Yu!» Los dos Pao-Yu se echaron a temblar. El PaoYu soñado desapareció, mientras el otro le decía: «Vuelve pronto, Pao-Yu.» Pao-Yu se despertó. Su criada Hsi-Yen le preguntó: «¿En qué sueñas, Pao-Yu? ¿Eres desgraciado?» «He tenido un sueño de lo más extraño. He soñado que estaba en un jardín y que ninguna de vosotras me reconocía...» (Tsao-Sieu e-K'in, citado por Roger Caillois, en Puissances du réve, París, 1962, págs. 88-89.)

9 / SHAKESPEARE: EL SUEÑO DE CLARENCE.

Brakenbury. — ¿Por qué tiene hoy Vuestra Gracia ese aspecto abrumado? Ciarerice. — ¡Oh! He pasado una noche malísima, llena de sueños tan espantosos y de visiones tan horribles que, a fe de cristiano, ni para comprar un mundo de felices días quisiera pasar otra semejante, tan espantosos han sido mis terrores. Brakenbury. — ¿Qué habéis soñado, Milord? Decídmelo, os lo ruego. Clarence. — Me parecía que me había escapado de la Torre y embarcado para pasar a Borgoña, en compañía de mi hermano Glocester. Me había obligado a ir a mi camarote, sobre cubierta: desde allí, mirábamos del lado de Inglaterra, y recordábamos un sinfín de momentos malos que habíamos pasado durante las guerras de York y de Lancaster. Mientras caminábamos sobre las tablas vacilantes de la cubierta, me pareció que Glocester daba un paso en falso y caía, y que, al tratar yo de sujetarle, me lanzaba por la borda a las olas encrespadas del Océano. ¡Oh, Dios! ¡Qué dolor al ahogarme! ¡Qué horrible el ruido del agua en mis oídos! ¡Qué odioso espectáculo de muerte ante mis ojos! Me parecía ver mil horribles despojos: millares de hombres roídos por los peces; lingotes de oro, grandes áncoras, montones de perlas, piedras de valor incalculable, joyas sin precio, esparcidas en el fondo del mar. Las había en las cabezas de los muertos, y las cuencas ocupadas antaño por los ojos estaban llenas de piedras resplandecientes que, con mirada burlona, recorrían el fondo cenagoso del abismo y se mofaban de los huesos desparramados cerca de ellas.

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Brakenbury. — ¿Teníais, pues, en el momento de la muerte, tiempo de contemplar esos secretos del abismo? Clarence. — Me parecía tenerlo. Muchas veces, traté de entregar el alma; pero siempre las aguas celosas rechazaban mi espíritu, impidiéndole ganar el espacio vacío y libre del aire, y lo asfixiaban en mi pecho jadeante, que casi se quebraba al tratar de escupirlo. Brakenbury. — ¿Y no os habéis despertado en esta cruel agonía? Clarence. — ¡No! ¡No! Mi sueño se prolongaba más allá de la vida. ¡Oh! Entonces empezó la tempestad para mi alma. Creí cruzar el río melancólico con el siniestro barquero del que hablan los poetas, y entrar en el reino de la eterna noche. El primero que, allí, saludó a mi alma extranjera, fue el padre de mi suegro, el renombrado Warvick. Dijo a grandes voces: «¿Qué castigo tiene esta negra monarquía para el perjurio del traidor Clarence?» Y desapareció... Después llegó una sombra errante, parecida a un ángel, y que tenía una cabellera luminosa y empapada en sangre; exclamó: «Ha llegado Clarence, el trapacero, el prófugo, el perjuro Clarence, que me apuñaló en los campos de Tewksbury. ¡Cogedle y sometedlo a vuestras torturas!» Inmediatamente, me pareció que me rodeaba una legión de horribles demonios, que me gritaban al oído unas voces tan horrendas que me desperté temblando, y, durante algún rato, no pude dejar de creer que me hallaba en el infierno, ¡tan terrible era la impresión que mi sueño me había causado! (Ricardo III, acto I, escena IV, traducción francesa de Fransois Victor-Hugo, París, 1860.)

10 / CALDERóN: «LA VIDA ES SUEñO»;

... estamos en mundo tan singular, que el vivir sólo es soñar; y la experiencia me enseña que el hombre que vive, sueña lo que es, hasta despertar. Sueña el rey que es rey, y vive

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con este engaño mandando, disponiendo y gobernando; y este aplauso que recibe prestado, en el viento escribe; y en cenizas le convierte la muerte (¡desdicha fuerte!): ¿que hay quien intente reinar, viendo que ha de despertar en el sueño de la muerte? Sueña el rico en su riqueza, que más cuidados le ofrece; sueña el pobre que padece su miseria y su pobreza; sueña el que a medrar empieza, sueña el que afana y pretende, sueña el que agravia y ofende, y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende. Yo sueño que estoy aquí destas prisiones cargado, y soñé que en otro estado más lisonjero me vi. ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

11 / NIETZSCHE: EL SUEñO, FUNDAMENTO DE TODAS LAS ARTES PLáSTICAS.

La bella apariencia de los mundos del sueño, que todo hombre sabe crear como consumado artista, es el fundamente de todas las artes plásticas, como también, según veremos, de más de la mitad de la poesía. Experimentamos un goce al comprender directamente las formas; todas nos hablan; no encontramos en ellas nada indiferente ni superfluo. Sin embargo, incluso cuando esta realidad de sueño alcanza su perfección, experimentamos la con-

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fusa impresión de que es apariencia. Tal es al menos mi experiencia, experiencia corriente, léase normal, como lo confirman muchos testimonios y muchas declaraciones de poetas. Una mente filosófica tiene incluso el presentimiento de que, por debajo de la vida en que vivimos, existe otra, oculta, y de que, en consecuencia, nuestra realidad es también apariencia. Schopenhauer no vacila en considerar como característica propia de la mente filosófica esta facultad de ver, en ocasiones, en los seres y en las cosas, otros tantos fantasmas y espejismos. Ahora bien, el hombre dotado de sentido artístico se comporta, con referencia a la realidad del sueño, de la misma manera que el filósofo con respecto a la realidad de la existencia. Se complace en considerarla, y en considerarla con exactitud: estas imágenes le sirven para interpretar la vida; a través de estos acontecimientos se prepara para la vida. No experimenta únicamente la verdad de las imágenes agradables y radiantes; las imágenes graves, turbias, tristes o sombrías, los súbitos obstáculos, las ironías de la suerte, las esperas ansiosas, en una palabra, toda la «divina comedia» de la existencia, con su Infierno, se desarrolla ante sus ojos, no como un juego de sombras —puesto que participa en sus escenas—, pero tampoco sin que se mezcle en ella una fugaz impresión de apariencia. Quizá más de uno, entre mis lectores, recordará haberse dicho, en los peligros y los terrores del sueño, para animarse a mantenerlos: «Es un sueño; sigamos soñando.» Incluso me han hablado de personas capaces de proseguir, durante tres noches consecutivas o más, la trama de un mismo y único sueño. Tales hechos demuestran claramente que nuestro ser más íntimo, este fondo que todos tenemos en común, se presta al sueño como a un placer profundo y a una dichosa necesidad. En cierto modo, los griegos expresaron por medio de su Apolo esta dichosa necesidad del sueño: Apolo, dios de las energías que dan su forma propia a las cosas, es, al propio tiempo, el dios de las profecías. Su nombre significa luminoso, y él reina también sobre la hermosa luz del mundo interior de la imaginación. La verdad superior y la perfección, que se transparentan en este mundo y que se oponen a la realidad del día, de la cual nunca podemos tener más que una comprensión fragmentaria, nuestra profunda confianza en la acción bienhechora y saludable del sueño y de los sueños, constituyen el homólogo simbólico del don de profecía y de las artes en general, que hacen la vida posible y digna de ser vivida. Pero esta delicada frontera, que el sueño no debe franquear, so pena de caer en la patología

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—en cuyo caso la apariencia nos embaucaría como una realidad grosera—, esta frontera es también inseparable de la imagen de Apolo. Corresponde a su espíritu de mesura, a su alejamiento de los impulsos brutales, a su serena sabiduría de dios escultor. (El nacimiento de la tragedia, traducción francesa de Cornélius Heim, París, 1964, págs. 19-20.) SEGUNDA PARTE

INCUBACIÓN Y SUEÑOS PROVOCADOS

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Suele pensarse que la adivinación fue la forma primitiva en que se manifestó, por doquiera, el interés por los sueños. Pero por mucha importancia que tuviera en ellos la afición a prever el futuro, hay que reconocer que, a lo largo de la Historia, encontramos otra trayectoria aún más importante o, al menos, que dio lugar a esfuerzos de naturaleza más colectiva y más orgánica: me refiero a la directriz que indujo al hombre a considerar el sueño, ora como medio de prevenir las enfermedades, ora como procedimiento de curación. Y ha sido también por este camino que el Occidente contemporáneo ha vuelto a fijarse en los sueños: en efecto, el psicoanálisis los estudia desde un punto de vista terapéutico y en modo algún adivinatorio. Sin embargo, no siempre la terapia por el sueño tomó el aspecto científico que le conocemos en la actualidad. En épocas en que aún no existía la noción de ciencia exacta o experimental, forzosamente tenía que integrarse en una medicina sagrada, de tipo teúrgico. E incluso cuando apareció aquella noción, la medicina científica, según atestiguan Hipócrates y Galeno en la tradición occidental, no se distinguió siempre con claridad de la medicina teúrgica que la había precedido. Los iniciadores de la medicina científica se sirvieron siempre de nociones adquiridas en los templos, de la misma manera que, en éstos, los sacerdotes se entregaban a investigaciones de orden experimental. Pero en el mundo antiguo, al igual que en las civilizaciones paracristianas, la medicina onírica se distinguía por una característica cuya analogía no ha encontrado el mundo contemporáneo. El sueño era en ella provocado, y acabó por dar origen a una institución que, al menos en el mundo grecorromano, desde el siglo vi antes

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de nuestra era hasta el siglo vi después de J. C, gozó de gran popularidad: la incubación. La incubación consistía en dirigirse a algún lugar sagrado, a fin de obtener de algún dios un sueño útil. En su origen, este sueño no era necesariamente de curación. Podía ser respuesta a una consulta al oráculo, a cualquier duda sobre la orientación de la vida. También fue en época relativamente tardía que la incubación se hizo exclusivamente en grandes santuarios especializados, junto a los cuales se habían levantado verdaderos sanatorios. Pero Homero, Heródoto y Estrabón nos han contado que, en muchos pueblos primitivos, el interesado bajaba a las grutas y se tendía en el suelo, sobre las tumbas de los antepasados o sobre pieles de animales sacrificados, a fin de recibir el sueño salvador. En las sociedades en etapa etnográfica, y particularmente en Siberia y en Mongolia, la curación de los candidatos chamanes o sacerdotes hechiceros se asimilaba a una cura de iniciación. El enfermo presenciaba en sueños su ascensión al cielo; y en sueños se veía bajar a los infiernos, donde los demonios le cortaban en pedazos y le arrancaban los ojos K Los etnólogos observaron que, en numerosos pueblos primitivos, se provocaba el sueño en todas las ocasiones en que la comunidad debía tomar una decisión o enfrentarse a acontecimientos de importancia: preparación para una cacería o una guerra, ritos de iniciación al llegar la pubertad, elección de una profesión más o menos sagrada, como la de hechicero \ Esta práctica parece universal. En nuestros extractos de La epopeya de Gügamés, habrá encontrado el lector el rastro de una incubación muy antigua en Mesopotamia: antes de atacar al monstruo Humbaba, que mora en el bosque de los cedros, el héroe se dirige a la Montaña para que le envíe un sueño. Y los ritos mediante los cuales pretenden provocarlo Gügamés y su amigo Enkidú, se asemejan a la técnica necromántica empleada a la sazón para «hacer subir» el espíritu de los muertos: cavan la tierra, de cara al sol poniente, y de este agujero sale, como un soplo, el sueño que se apodera del héroe 3 . Tal como observa Leibovici, las dos técnicas adivinatorias se sitúan aquí en un mismo plano: la «salida del sueño» y la ascensión del alma del muerto se producen, ambas, gracias a la apertura de la Tierra. Sin duda conoció » Véase Marcelle Bouteiller, Chamanisme et Guérison magique, París, 1950. * L. Lévy-Bruhl, L'Expérience mystique et les symboles chez íes Primitifs, París, 1928. s Marcel Leibovici, ob. clt., págs. 80-81.

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también Israel la incubación, al menos en sus formas más primitivas, aunque la oficialidad judaica la haya condenado: así, por ejemplo, Isaías estigmatiza a «aquellos que permanecen en las tumbas y pasan la noche en las anfractuosidades de las rocas» (LXV, 4), lo cual, según san Jerónimo, se refería a las personas que tienen por costumbre tenderse en sepulcros o en santuarios, sobre pieles de animales sacrificados, a fin de conocer el porvenir por medio de los sueños1. Lo cual no impide que ciertos salmos aludan a la protección otorgada por Dios a un fiel dormido o en estado de meditación nocturna; un salmo apócrifo sirio llega a decir: «Me he exclamado al Señor, y me ha oído, ha curado el sufrimiento de mi corazón. Me he tumbado, he dormido, he soñado y he sido soco[rrido»2. Como tendremos ocasión de ver, la India, China y el Japón, y no hablemos del Islam, conocieron también las prácticas del sueño provocado y de la incubación. Sin embargo, son Grecia y Egipto quienes les dieron su mayor desarrollo social. El lector encontrará en el anexo un texto de André Taffin, extraído del estudio realizado por él de la incubación en el mundo grecorromano. Este texto nos da todos los detalles deseables sobre los ritos que precedían y organizaban el sueño de incubación en los templos de Esculapio. Con algunas variantes, estos ritos no debían de ser muy diferentes en Egipto, donde, desde el siglo iv antes de J. C, se practicaba, bajo la égida del dios Serapis, un culto análogo al de Asclepio. Sin embargo, es dudoso que los egipcios conocieran la incubación únicamente por efecto de la influencia helenística. Una estela del Nuevo Imperio indica ya que los devotos podían pasar la noche en el recinto de un templo o en una capilla rústica; en verdad, no dice expresamente que el sueño sagrado produjese sueños. Pero, por otra parte, muchos papiros dan testimonio de una práctica consistente en enviar a los lugares santos un delegado que soñase por cuenta de un tercero: costumbre ya en vigor bajo el Nuevo Imperio 3 . Sea de ello lo que fuere, una vez exten1 Commentarius in Isaiam, en Migne, «Patrologia Latina», t. XXIV, citado por André Caquot, en Les Songes et leur représentation selon Canaan et Israel, ob. cit., págs. 116-117. 2 A. Caquot, Semítica, VIH, 1938, p. 25. » Serge Sauneron, Les Songes et leur interprétation dans l'Egypte ancienne.

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dida la incubación, vemos que responde a dos tipos bien definidos de interrogación: el primero, y menos importante, tiene por objeto obtener algún remedio para la esterilidad o instrucciones divinas relativas a una construcción, a la publicación de obras, etcétera; el segundo tiende, por el contrario, a la curación de los enfermos. Las huellas de esta última práctica son muy abundantes. En una capilla del templo de Deir el-Bahari, de los tiempos de Tolomeo VII, se encontraron, en los muros del sanatorium anexo, innumerables inscripciones griegas que pregonaban su popularidad. En Dendera, no lejos del templo de Hator, se ha encontrado el sanatorium donde la diosa realizaba sus curaciones milagrosas; advirtiéndose el papel que en ellas desempeña el agua, papel igualmente observado por André Taffin en los santuarios griegos. El agua resbalaba sobre los cuatro costados de la estatua divina, impregnándose de sus virtudes y deslizándose por el pasillo a cuyos lados se hallaban distribuidas las celdas en que dormían los enfermos. El serápeum de Menfis era célebre por sus revelaciones oníricas, por las vocaciones que se producían en él y por las recetas médicas que se obtenían por este procedimiento; como en otros lugares de esta clase, había intérpretes que vivían de esta industria, y se ha encontrado el rótulo colocado por uno de ellos en la puerta de su oficina: «Interpreto los sueños, estando para ello facultado por el dios; buena suerte; el intérprete aquí presente es cretense.» Estrabón refiere que, en el serápeum de Canope (cerca de Abukir), numerosos enfermos, imposibilitados de desplazarse, se hacían remplazar por terceros que soñaban en su interés, y se llevaba un registro de curaciones y de las diferentes prescripciones médicas dictadas por el oráculo. Cosa curiosa: Antinoo, joven amante del emperador Adriano, se apresuró, una vez deificado, a curar a los indigentes por medio de sueños, como así lo atestiguan los jeroglíficos del obelisco Barberini, en Roma. En Abidos, ciudad de Osiris, el dios Bes siguió transmitiendo oráculos por medio de los sueños, incluso después de caer la ciudad en ruinas: el lector encontrará en el anexo un documento que muestra su técnica. Hasta en Délos, la incubación egipcia se practicó en dos serápeums, uno oficial y otro privado. Los isíacos de la Roma imperial experimentaban igualmente sueños mediante los cuales les hacían Osiris e Isis sus revelaciones. Aún en el siglo v, evoca Claudiano1 el recuerdo de estos aigyptia somnia.

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En el mundo grecorromano, estas prácticas no gozaron de menos favor ías encontramos como modo de consulta a as divinidades ctonianas, debido sin duda a la asimilación del remo de los sueños al reino de los muertos, ya observado en Mesopotamia. Pero fue esencialmente el culto de Asclepio o Esculapio, dios de fn Medicina el que generalizó su uso. En el siglo n, no había m e ^ o f d T S e s c i L o s ^ ^ templos de Esculapio en actividad Seído los más célebres los de Epidauro, Atenas, Cos Pergamo y Roma En Epidauro se han encontrado estelas procedentes de la o e S i i ciudad de Haliké: en ellas se relatan setenta historias de S X con sus enfermedades y el sueño que los curó de ellas. P Para nosottos, los modernos, la incubación plantea dos cuestioc. .r,,ál nodía ser la naturaleza de la imagen aparecida en sueñosv que efentermo identificaba con el dios consultado? ¿Cuáles H í L ^ r la naturaleza y el valor de los medicamentos prescritos lfeV7mJóTlZTdí Subsidiariamente, uno llega a interroL í e sobre S papel que desempeñaban los sacerdotes, tal como g ! l t o tantas veces a propósito de los oráculos de Delfos, de Dodona o deCumas Pero antes de responder a estas preguntas es necesario r e c o X hasta qué punto llegó la incubación a ser S e r s a l ixo No fueron solamente los egipcios y os griegos quienes universal, i dioges &

ieneg

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S S S * T t e Z Z ^ l los indios de América, los babilonios los nuebloímusulmanes, los budistas. Y también los cristianos. La S s t e n c í d é t e incubación cristiana es poco conocida, pero msr l T ™ « nuestro objeto. Se podría pensar que, en una época !n Qu?sPe^trasladaban a las iglesias estatuas de Esculapio, para ^ r t i r i a s en el Cristo barbudo que la Iglesia primitiva había S £ £ k icubadon cristiana fue secuela, si no degradación d ? r i n c u b a d ó n antigua. Pero lo esencial, aquí, es observar los hechosEn el cristianismo, son sobre todo los mártires quienes, P a r t i r del siglo IV, ocupan en los santuarios el lugar de los antiorientales: se consutoa los santos Cosme y ^ & J e a los santos Ciro y » ? \ * J ^ . ^ san Menas, en el desierto san Teodoro en E t ^ t e , e n d P o n t e a san Mem , ^ de Maieotís, en Egipto; a ^ T e r a g n P^ ^ ^ ^ c S S t l I n i p e S R o S n o o e oriente, En el siglo vi, Gre. P. Saint-Yves. En tnarge de la Légende dorée, Songes, Miracles et Surñvances, Pa-

» Claudiano, Contra Eutropio, I, págs. 312-313.

rís, 1930

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gorio de Tours transmite relatos de incubación en las basílicas de Saint-Martin de Tours y de Saint-Julien de Brioude: el lector encontrará sus elementos principales en el anexo a este capítulo1. Y encontraremos la misma costumbre en Saint-Maximin, en Provenza; Saint-Foi, en Agen; Saint-Wandrille, en Normandía, en Boulogne-sur-Mer, en Rocamadour. Se prolongará hasta los siglos XVII y xviii en ciertos santuarios de la Virgen en Italia, en Cerdeña y en Austria. Sobrevivirá al siglo xix en Grecia, en las iglesias de Nuestra Señora, en Teños, en Mitilene, en Chipre, en Roma. Existe todavía en Asia Menor, en el Líbano, en las iglesias de san Miguel o de san Jorge y en los oratorios de la Panagia. En todos estos lugares descubrimos curaciones o tentativas de curación análogas a las que se producían en los templos antiguos: unas, inmediatas y «milagrosas»; otras, a plazo y empleando remedios indicados por el santo. Cuando no bastaba un solo sueño, se volvía a empezar. Según Gregorio de Tours, una mujer permaneció siete días acostada al pie del relicario de san Juan Bautista. Algunos enfermos prosiguieron la incubación durante varios meses; otros, durante un año o más. Se les instalaba en celdas destinadas a este empleo o en dependencias eclesiásticas2. San Paulino de Ñola permaneció durante quince años cerca de la tumba de san Félix: guardaba las puertas del santuario, barría el umbral cada mañana y velaba de noche, atribuyendo a este santo todas las gracias que recibía. Los remedios prescritos, cuando los hay, son imprevisibles: una piedra, un poco de polvo de la tumba, el aceite de la lámpara perpetua. No se sale de un tipo de medicina mágica propia del mundo antiguo, pero que en Grecia y en Egipto parece haber evolucionado hacia una medicina más racional y más experimental. La gran diferencia entre la incubación cristiana y la incubación antigua, al menos la tardía, parece radicar en esto: los sacerdotes cristianos habían perdido los conocimientos médicos de los sacerdotes antiguos, de suerte que la incubación medieval degeneró en prácticas mágicas y en supersticiones. El mundo antiguo se había interesado en los sueños por ellos mismos, y los había estudiado desde el punto de vista médico y desde el punto de vista de una interpretación de la vida cotidiana. El pensamiento cristiano se desinteresó cada vez más de esto y acabó por asimilar su estudio a la brujería. Presa de conceptos teológicos que objetiva-

ban la experiencia interior y la disociación en fenómenos sobrenaturales de carácter divino o demoníaco, tenía que alejarse cada vez más de una concepción de la vida onírica, donde la experiencia médica y psicológica tenían tanta parte como la fe religiosa. No hay que extrañarse, pues, de que, en el siglo xvii, un autor como Célestin de Mirbel se haga eco de prácticas en que la provocación del sueño se realiza por medio de los sesos de un gato, de sangre de murciélagos y de cobre rojo 1 : los conceptos antiguos habían tenido tiempo de degradarse, a lo largo de toda la Edad Media, y de hundirse en la superstición. En una obra publicada por Pierre Le Loyer, consejero del rey de Angers, bajo el título de Discurso de los espectros, visiones y apariciones de espíritu2, persiste la misma mentalidad. Encontramos en ella un «arte de ser feliz por medio de los sueños, es decir, procurándose la clase de sueños que uno desea», pero, según observa atinadamente Hervey de Saint-Denis, no es más que un insípido amasijo de extravagancias vulgares: cómo soñar que se asiste a espectáculos magníficos, que se tiene mucho ingenio, que se va soberbiamente vestido, con mucho lujo y muchos criados, que se reciben los supremos favores de una dama en un prado florido, que se está en el baño con las criaturas más bellas del mundo: he aquí a lo que había llegado, después de un sinfín de anatemas cristianos, lo que los antiguos llamaban incubación. Es indudable que los cristianos estaban convencidos de haber visto en sueños a los santos a quienes evocaban. Antes que ellos, los antiguos habían creído reconocer a sus dioses. Y todavía hoy, en el Japón, los enfermos que van a dormir a los santuarios dedicados a Yakushi, el boddhisattva «maestro de la curación», y creen reconocer en sueños al boddhisattva en persona. Se les aparece en forma de monje venerable3. Sin embargo, aunque nos imaginemos fácilmente que la estatua o la iconografía de un dios o de un santo puedan animarse en sueños, bajo los efectos conjugados del deseo, de la sugestión y de la memoria, no deja de llamarnos la atención que las apariciones relatadas sean de personajes indistintos, poco reales. A semejanza de los sueños de Dom Bosco, donde surgían un majestuoso anciano o una dama resplandeciente. Gregorio de Nysse refiere, por ejemplo, que, al visitar el santuario de los XL Mártires, un capitán que tenía un pie paralizado fue curado 1

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Véase Documentos II, p. 169. Ernest Lucius, Les Origines du cuite des saints dans VÉglise chrétienne, París, 1938, págs. 404-409.

En anexo, Documentos, V, p. 176. * Francfort y Leipzig, 1747. * Rene Sieffert, Les Songes et leur interprétation au Japón, p. 315;

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por «un ser sobrehumano», que se le apareció en sueños y manipuló su pierna enferma hasta dejarla compuesta. En el fondo de las visiones objetivadas por la creencia de la época (la identificación a un dios o a un santo determinado parecen producirse, con frecuencia, a posteriori, como un «reconocimiento» al despertar), vemos, pues, manifestarse una imagen universal, lo que C. G. Jung llama «un arquetipo» y que es, aquí, el arquetipo del Sanador, del Salvador, del Dios-médico. Quienes examinen la universalidad de estos fenómenos verán que no fueron Asclepio, ni Bes, ni el boddhisattva, ni san Miguel o san Jorge, quienes se aparecieron a los enfermos, sino la imagen de un deseo profundísimo del alma: el de encontrar la fuerza omnipotente capaz de socorrerlos y de curarles. Este deseo se limitó a tomar prestado, a las creencias socializadas, el rostro particular de los santos o de los dioses de la época. Sin duda resulta difícil, para una mentalidad moderna, comprender cómo la aparición de semejante imagen arquetípica podía tener una eficacia terapéutica. Y esta mentalidad se ve llevada inmediatamente a imaginar que las curaciones logradas se debían únicamente a los remedios y a la ciencia médica de los sacerdotes encargados de interpretar el sueño. Sin embargo, aunque estos sacerdotes desempeñaran con frecuencia un papel eficaz, no puede decirse que lo hicieran siempre. En Epidauro, durante largo tiempo, el sueño no fue interpretado por los sacerdotes. Debía solamente ser transcrito o dictado por el paciente, cuya única obligación era pagar sus honorarios. El sueño debía, entonces, traer consigo la curación, y correspondía a una verdadera epifanía del dios. Indudablemente, hay que pensar que las curaciones así obtenidas no eran esencialmente distintas de las que se producen en lugares de peregrinación como Lourdes. La eficacia terapéutica se obtenía, en cada caso, por una especie de participación en un arquetipo salvador. Sólo podrán sorprenderse quienes ignoren la eficacia de las grandes imágenes simbólicas sobre el alma humana, eficacia que la psicoterapia moderna ha utilizado con éxito. Por lo demás, incluso cuando los sacerdotes intervinieron para interpretar el sueño u organizar, a continuación, tratamientos en los que utilizaban conocimientos médicos objetivos, no hay que pensar que estos conocimientos fueran del mismo tipo que los de la medicina científica ulterior. Hemos creído conveniente incluir en el anexo amplios extractos del Tratado de los sueños atribuido a Hipócrates. Este tratado es notable porque el fundador de la

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medicina científica, o uno de sus discípulos, presenta en él una interpretación simbólica del diagnóstico médico y de los remedios inherentes. Y es que el propio Hipócrates estaba imbuido del espíritu asclepiano, y sus discípulos de Cos no dejaron, después de la muerte de aquél, de fundar un asklepeion. Más tarde, Galeno alardeará de haber sido curado de un absceso mortal por el dios de la Medicina. Pero Galeno vivió setecientos años después de Hipócrates y fue contemporáneo de Artemidoro de Éfeso, a quien se atribuye la única obra sobre adivinación de los sueños que nos ha dejado la antigüedad grecorromana. El hecho de que el Tratado de Hipócrates sea anterior, en muchos siglos, al de Artemidoro, nos ayuda a comprender las que pudieron ser ideas fundamentales de los sacerdotes asclepianos en materia de medicina onírica. Estas ideas se apoyan en un simbolismo analógico que guarda relación con la medicina mágica practicada en Egipto y en otros lugares desde la más remota Antigüedad: esta medicina curaba por la lectura de himnos o de fórmulas de encantamiento que, de alguna manera, asimilaban el mal del individuo a un acontecimiento mítico; esta asimilación se producía por medio de imágenes simbólicas que trasladaban el sufrimiento individual a un plano universal y cósmico, donde era mitigado y aliviado K Hipócrates racionaliza o sistematiza esta creencia fundamental: el universo entero y el conjunto de los acontecimientos cósmicos se convierten en símbolos del estado de salud o de enfermedad del cuerpo humano. Este simbolismo puede parecer desorientador; pero no es inaccesible a nuestra comprensión. Podemos comprender que la visión del sol, de la luna o de las estrellas corresponda en sueños a una de nuestras situaciones orgánicas, desde el momento en que sabemos hasta qué punto el hombre —y sobre todo el hombre primitivo— ha identificado su destino al del universo. Si los astros brillan normalmente, si no salen de su órbita, el organismo participa también en su funcionamiento armónico. Si se oscurecen, si caen del cielo, si se produce alguna catástrofe cósmica, algún desorden se manifestará en el cuerpo, alguna enfermedad está a punto de presentarse. Léase atentamente aquel librito y se penetrará en el universo analógico de los antiguos, tanto como en el mundo de ideas que, más tarde, dio origen a las más incomprensibles Claves de los sueños. Se trata, en realidad, de la primera y más completa clave médica de los sueños, de la Antigüedad occidental. ¿Cómo 1 Véase, a este respecto, C G. Jung, Problémes de l'áme moderne, París, 1960, páginas 19 a 28.'

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asombrarse de la analogía establecida entre la esterilidad de los árboles y la corrupción del líquido seminal, entre unos árboles frondosos, pero privados de fruto, y un temperamento seco y acalorado, entre el curso de los ríos y el de la sangre, entre las ricas vestiduras de blancura resplandeciente y la buena salud, entre el color negro y la enfermedad, entre la huida y el trastorno mental? Se trata no tanto de una correspondencia racional como de una analogía espontánea que tiene sus raíces en lo más profundo de la participación del hombre en el universo. Pero vemos, también, mediante qué desviación llegaría la medicina mágica o teúrgica a utilizar con fines terapéuticos los símbolos más dinámicos de la salud: si el sol con su fuerza, o las estrellas con su brillo, o las vestiduras de blancura resplandeciente, o los ríos en su majestuoso fluir, revelan un estado salutífero, ¿por qué no sugerirlos y provocarlos como imágenes salvadoras, cuando la enfermedad amenaza? Encontraremos de nuevo una utilización semejante en la psicoterapia moderna; ésta sabe que ciertos símbolos son beneficiosos para los enfermos, cuando aparecen en sus sueños, y, por ello, los fomenta mediante alguna forma de sugestión: así lo hicieron el doctor Graeter1 y el doctor Desoille, que perfeccionó una técnica del sueño en vigilia. En todo caso, percibimos el lazo entre los símbolos de salud descritos por Hipócrates y las imágenes religiosas salvadoras: en una época en que el universo estaba poblado de dioses, en que toda fuerza cósmica era divinizada, debía producirse espontáneamente la constelación en una forma divina individualizada del sol, de la luna, de las estrellas, del agua. Y, si estas constelaciones resultaban eficaces, era porque todo símbolo es expresión psíquica de una realidad orgánica, y por lo tanto, biológica. Podemos observar, ciertamente, que semejantes sugestiones individuales no parecen haberse producido en los templos o en las iglesias donde se realizaba la incubación. Pero los ritos preparatorios, la atmósfera de misterio, las conversaciones entre los fieles, contribuían a provocar una sugestión colectiva propicia a la aparición del dios. Parece, por otra parte, que estos fenómenos se producían principalmente más en un estado intermedio entre la vigilia y el sueño, que en un sueño profundo. Así se deduce, en todo caso, de los relatos de Aelius Aristide y de un texto de Jamblico que encontrará el lector como anexo a este capítulo2. En este > Le Traitement des troubles affectifs et l'art de vivre, Estrasburgo, 1933. z G. Dumas y André Taffin se inclinan firmemente a favor de esta interpretación.

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texto, califícanse los sueños corrientes como propios del que duerme, mientras que los sueños «divinos» son atribuidos al estado intermedio que, saliendo del sueño, se parece a la vigilia, pero sin serlo del todo. Y, cosa curiosa, Jamblico alude a los fenómenos de voz y de luz que se manifiestan en este estado y que son los que nosotros hemos señalado como denominadores comunes de los grandes sueños religiosos. Llegamos, así, a preguntarnos si las revelaciones oníricas se producen en el estado de sueño profundo o en esa encrucijada del sueño y del estado de vigilia. Para los freudianos, esta encrucijada está demasiado cerca de las preocupaciones diurnas para que puedan aflorar en ella los contenidos inconscientes más ocultos. Ya hemos visto, por ejemplo, que Freud consideraba como «Traüme von Oben» los sueños de Descartes, los cuales se vieron, precisamente, interrumpidos por vigilias sucesivas. De la misma manera, parece que ciertos grandes sueños poéticos del romanticismo corresponden no tanto a la noche como a un estado intermedio entre las apariciones sobrevenidas en el curso de la incubación y las imágenes hipnagógicas del semisueño, sigue siendo, empero, discutible: es bastante curioso que Jamblico nos hable de un estado intermedio consecutivo al sueño, y no precediéndole. Ahora bien, cabe presumir que también estos dos estados intermedios deberían distinguirse: en mi experiencia personal, no he comprobado jamás imágenes hipnagógicas al despertar, mientras que han sido frecuentes y numerosas en el período de adormecimiento; por el contrario, los fenómenos de voz y de luz que he podido experimentar, no se han producido nunca antes de dormirme, y sí en el momento antes de despertar. Sea como fuere, un texto tántrico del siglo x hace también alusión a un estado intermedio entre la vigilia y el sueño, único en que es posible dominar los sueños. Pues, naturalmente, el yogui debe ser capaz, no sólo de provocar sus sueños, sino también de dominarlos. Si, gracias a la práctica respiratoria, obtiene ya la satisfacción de sus deseos cuando está despierto, «el Señor le otorga necesariamente los fines que persigue, en el curso del sueño, si está profundamente abstraído y se encuentra en la conjunción de la vigilia y el sueño» (Spandakarika de Vasugupta). Y Anne-Marie Esnoul advierte, comentando este texto1, que tres condiciones parecen necesarias para la evocación del sueño deseado, sueño que se adhiere a lo real, pues el yogui no 1

tes Songes et leva interprétation dans l'Inde, p. 230.

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tiene únicamente poder sobre el sueño, sino sobre los objetos o las personas percibidos en el sueño y sobre los estados espirituales que suscita: «1. Durante el sueño, el yogui no debe estar nunca inconsciente: el Cuarto (estado) ha penetrado la vigilia, el sueño y el sueño profundo; luego, el durmiente está bien despierto a la realidad del Sí. »2. Es preciso que se mantenga en la conjunción de todos los estados, es decir, en un semisueño, articulación entre vigilia y sueño. »Antes de dormirse, debe respirar reiteradas veces, a fin de insertarse en la conjunción de las exhalaciones y las inhalaciones, hasta el punto de entrar en contacto con la energía en estado puro. Es esta energía la que determinará, durante el sueño, la visión deseada.» Esta técnica sólo es comprensible en las perspectivas de la metapsíquica india y sin perder de vista que el Cuarto estado al cual se alude, estado de vigilia a la realidad del Sí, se llama también turiya e implica la identidad con el brahmán, es decir, con el Absoluto. La Maitri Upanishad lo evoca en estos términos': «Aquel que, absortos los sentidos como en sueño profundo, con pensamiento absolutamente purificado, instalado en lo más profundo de los sentidos, contempla al llamado Om, el guía de aspecto luminoso, el sin-sueño, el sin-vejez, el sin-muerte, el sin-dolor, se convierte, él mismo, según dicen, en el llamado Om, el guía de aspecto luminoso, el sin-sueño, el sin-vejez, el sin-muerte, el sindolor» (VI, 25). Por su parte, los chinos querían que los sueños místicos se produjesen en un sueño diurno, que es, también, un sueño antinatural 2 . Para nuestro objeto, el interés de estos puntos de vista radica en su aproximación a lo que dice Jamblico y en que presentan, una vez más, el estado intermedio entre la vigilia y el sueño como el más favorable para la provocación y el dominio de los sueños. Pero abre un fecundo camino a la meditación, camino que podría también prestarse a investigaciones apasionantes: este estado intermedio adquiere, de pronto, nueva significación, en cuanto se revela como punto de unión de todos los estados del ser, como expresión de la totalidad del Sí, noción que veremos reaparecer en la psicología moderna de las profundidades. Novalis lo había evo1 Les Songes et leur interpretaron dans l'lnde, p. 213. * Ibid., p. 300.

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cado ya como una especie de estado ideal y de estado-límite: «Llegará un día en que el hombre dejará de velar y dormir a la vez... Soñar y al mismo tiempo no soñar: esta síntesis es la operación del genio, por la cual una y otra actividades se fortalecen mutuamente» '. Sea lo que fuere de estas posibilidades últimas, la propia existencia de un estado intermedio como punto de unión de todos los estados del ser daría la razón a Freud, cuando afirma que los sueños próximos al despertar no revelan los contenidos inconscientes más ocultos, pues éstos se liberan solam. nte durante el sueño profundo. Pero, por otra parte, estos sueños seguirían siendo los más importantes, los más ricos, los más fecundos para el individuo: destilarían la quintaesencia de los contenidos instintivos expresados por los sueños del sueño profundo, y los situarían en relación con las intuiciones más amplias y más sutiles de la vida despierta; serían sueños de la totalidad, en tanto que los del sueño profundo no serían más que emergencias de los contenidos instintivos del individuo o de la especie. Pero dejemos esta hipótesis, sólo comprobable por investigaciones sistemáticas, pero que, desde ahora, parece muy ilustrativa. En todo caso, está comprobado que, incluso al margen de la incubación, la práctica del sueño provocado se ha extendido por numerosos países. El Islam la heredó de los pueblos a los cuales había convertido y dio a la costumbre un carácter sagrado en el rito llamado del istiqara2. Éste consiste en dormirse, después de recitar una oración especial, presuntamente recomendada por Mahoma, con la esperanza de lograr en sueños una respuesta a algún problema difícil. El viajero recurre a ello antes de ponerse en camino; el autor, antes de escribir3, y ya hemos visto, si hemos de creer al doctor Massignon, que lo hizo el doctor Mossadeq antes de iniciar su acción en favor de la nacionalización del petróleo iraniano. Sin embargo, no dejamos de encontrar en el Islam cierto menosprecio a los sueños dirigidos, al menos por parte de los místicos más exigentes: en el siglo X, Ibn Dawud denuncia la bajeza del amante que compensa la ausencia de la amada con estos sueños dirigidos: «Aquél a quien falta la reunión —escribe— se consuela con un sueño.»4 En el Kurdistán iraniano, el sueño vii Citado por Albert Béguin, ob. cit., p. 210. 2 Tufy Fahd, Les Songes et leur interprétation selon l'Islam, p. 149. Thémes archétypiques en onirocritique musulmane, por Louis Massignon, en «Eranos Jahrbuch», XII, p. 242. Zurich, 1945. 4 Citado por L. Massignon, Sociologie et Sociographie musulmanes, en «Annuaire du Collége de France», París, 1944, págs. 84-86. 3

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sionario era provocado, tanto en los derviches como en otras personas, por un estupefaciente mezclado con vino, el mang1 de Vishtasp, famoso rey del Irán que, según se dice, sólo aceptó el mensaje de Zoroastro después de un sueño provocado por este narcótico. Los Ahl-e-Haqq constituyen una secta musulmana que tiene por esencial creencia las encarnaciones sucesivas de Dios en ciertos iniciados, santos y reformadores, llamados «reyes de la secta». Considerando los sueños visionarios como revelaciones divinas, elaboraron una técnica para mejor conseguirlos. Según Mohamed Mokri, era preciso, para este fin, «formar la intención» del sueño y evocar en su fuero interno el nombre de su «Rey» eterno, de su Maestro eterno y de su Guía eterno. Uno evocaba a continuación el nombre de su «Rey» espiritual y el nombre del Maestro y del Guía de la familia a la cual pertenecía. Después, antes de acostarse, se pronunciaba de nuevo el nombre de todos estos personajes, y uno se refugiaba en ellos. Por último, había que evitar los devaneos de la imaginación y esforzarse en concentrar el pensamiento en la intención pretendida. También se requería una condición espiritual: la intención del sueño sólo podía realizarse en cuanto era proporcionada a la evolución de su autor. Era imposible obtener un conocimiento esotérico prescindiendo del grado de esta evolución. Si el Islam consagró las antiguas prácticas de la incubación y del sueño provocado por el rito canónico del istiqara, no puede decirse lo mismo del cristianismo. Así, aunque algunos sueños demoníacos o eróticos parecen haber sido provocados en la Edad Media en el curso de los aquelarres, esta práctica se perdió en Occidente en las esferas cultas, y sólo prosiguió al nivel de la más baja hechicería. Hay que esperar al siglo xix para ver reaparecer cierta curiosidad por el sueño provocado y asistir a tentativas más o menos experimentales. Entre los románticos, Jean-Paul se dedicó a ello con gran entusiasmo, imaginándose, desde el principio, que era posible provocar cualquier sueño y cualquier imagen mientras uno dormía. Pero tuvo que reconocer que la cosa no era tan sencilla y que, a fin de cuentas, la conciencia despierta sólo puede intervenir de manera limitada en el sueño nocturno. Al menos, no se impuso la disciplina espiritual de los yoguis, de suerte que nunca llegó a la conciencia en el sueño que éstos alardean de alcanzar. En cambio, Hervey de Saint-Denis emprendió, en este

sentido, investigaciones más sistemáticas, que expuso en su libro Los sueños y las maneras de dirigirlos K Estas investigaciones se prolongaron durante veinte años. A los trece, había empezado a llevar un diario de sus sueños, y, cuando publicó sus trabajos, su material estaba compuesto de veintidós cuadernos, llenos de figuras coloreadas, en los cuales relataba sus observaciones durante 1.946 noches, o sea, más de cinco años oníricos enteros. Desde el principio, le interesó menos la significación de las imágenes soñadas que la mecánica del sueño y, sobre todo, los medios de hacer el sueño consciente y de que interviniera en él la voluntad. En esta obra, de más de quinientas páginas, Hervey de Saint-Denis no plantea una sola vez la cuestión del sentido de las imágenes oníricas, ni de la relación que podían tener con sus problemas afectivos. Poco después de sus primeras observaciones, tuvo que interrumpirlas por motivos de salud, cuya naturaleza no nos concreta, limitándose a decir que experimentaba fuertes dolores de cabeza. Espiaba en el sueño —dijo— toda ocasión de descubrir o de analizar, y sabía sacudirse el sueño mediante un violento esfuerzo de voluntad cada vez que creía haber sorprendido alguna operación del espíritu particularmente notable. Entonces cogía un lápiz, siempre colocado cerca de su cama, y se apresuraba a tomar nota, casi al buen tuntún, y con los ojos medio cerrados. No dudo de que este esfuerzo nocturno pudiese alterar su salud y provocar los dolores de cabeza a que alude Hervey de Saint-Denis, y no lo dudo porque yo mismo experimenté idénticas dificultades durante los primeros años, cuando, con el lápiz igualmente al alcance de la mano, anotaba cada noche la serie de sueños interrumpidos por un breve despertar. Dunnes, en su obra El tiempo y el sueño, hace una observación análoga. Y estas molestias son fácilmente comprensibles si recordamos que la atención, habituada a la pasividad del sueño, se hace entonces activa y aprovecha los procesos generalmente más automáticos y más inconscientes para intentar colocarlos en un estado de relación comprensible con las funciones de la conciencia despierta. Era inevitable, pues, que Hervey de Saint-Denis acabase preguntándose si lo que observaba era verdadero sueño, y, aunque él no quisiera darse cuenta, debemos afirmar que un sueño observado es ya un sueño transformado, y que toda intervención del que duerme modifica su naturaleza. De modo que se llega a un estado intermedio, parecido a aquél de

« Mohamet Mokri, Les Songas et leur interprétation chez les Ahl-e-Haqq du Kurdistan bramen, p. 198.

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París, 1867. Véase en el anexo Documentos, VII, p. 178.

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que nos hablan Jamblico y los yoguis, y equidistante de la vigilia y del sueño. Naturalmente, Hervey de Saint-Denis tuvo que preguntarse si esta conciencia en el sueño y la facultad que había adquirido de dirigir sus sueños no serían una peculiaridad de su naturaleza, reveladora de una constitución morbosa o anormal. Pero se respondió negativamente: si existen organismos rebeldes a semejantes hábitos psíquicos, su caso es el mismo de aquellos a quienes resulta imposible realizar ejercicios en el trapecio o en el trampolín. Según él, basta con entrenarse desde joven y de manera sistemática. ¿En qué consiste este dominio, y cómo se puede alcanzar? El punto primordial, según él, es llegar a ser consciente en el sueño, es decir, consciente de la situación de sueño en que uno se encuentra, pues —conviene precisarlo— Hervey de Saint-Denis está convencido de que se sueña siempre: los pretendidos sueños sin sueños no son, según él, más que sueños imposibles de recordar. Esta conciencia puede adquirirse, simplemente, llevando un Diario de los sueños, o sea, dirigiendo sistemáticamente la atención hacia ellos. Conseguido esto, hay que poner en práctica la técnica de la asociación de ideas, utilizar ciertas percepciones sensoriales para introducir en el sueño imágenes que les son solidarias. Todo esto hace pensar en la teoría de los reflejos condicionados, elaborada más tarde por Pavlov y que podría aplicarse al sueño: teoría de la que, precisamente, se declara hoy adepto Robert Desoille, con su técnica del sueño despierto. Sin embargo, no nos hagamos demasiadas ilusiones. El entusiasmo romántico de Jean-Paul encontró pronto sus límites. Tuvo que reconocer que era imposible lograr o impedir, por la fuerza, la aparición de ciertas imágenes, y saber si incluso aquellas cuya aparición se provocaba serían amables o espantosas. Hervey de Saint-Denis llegó a conclusiones muy parecidas. Ciertamente, su punto de vista estaba muy lejos de ser romántico, y, anticipándose a Freud, aseguraba que no existe ninguna imagen de sueño que no haya estado almacenada, a menudo sin saberlo nosotros, en la memoria despierta: Nihil est in visionibus sotnniorum quod non prius fuerit in visu. Pero si pudo creer por un instante que una voluntad suficientemente adiestrada podría extraer de este gran almacén de los recuerdos las únicas imágenes que le convenían, tuvo que admitir también que es imposible ejercitar continuamente la atención y la voluntad sobre las ilusiones del sueño: «Jamás he logra-

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do seguir y dominar todas las fases de un sueño, y ni siquiera lo he intentado.»l Estos límites y estas dificultades planteaban, ciertamente, problemas que no aparecen en los trabajos de SaintDenis: el de la autonomía del inconsciente, el del origen individual o colectivo de las imágenes del sueño. Hubo que esperar a nuestro siglo para que estos problemas fuesen planteados con el vigor y la claridad apetecibles. Quisiera recordar, a este respecto, algunas experiencias personales, a las cuales aludí en mi primer libro sobre Los sueños2. Confirman las dificultades de Jean-Paul y de Hervey de Saint-Denis, así como la idea de la grandísima autonomía del inconsciente en relación con la voluntad. Efectivamente, en diversas ocasiones me concentré, antes de dormirme, en una imagen aparecida en sueños durante la noche anterior, con la intención de hacerla surgir de nuevo mientras dormía. Me decía que, en virtud de la ley de asociación de ideas, igualmente utilizada por Hervey de Saint-Denis, aquella imagen tenía que reaparecer con más facilidad que otras, ya que había sido almacenada en mi saco de recuerdos y había dado lugar a un trabajo de elaboración onírica. Pues bien, aunque en la mayoría de los casos la imagen así utilizada reaparecía en sueños, después de la concentración realizada en período de adormecimiento, o no surgía con su pureza inicial, o se integraba en un contexto nuevo. Así, al deápertarme un día con las palabras: Océanos de beatitud, me esforcé, mediante la concentración, en hacerlas resurgir en el sueño, después de haber tomado conciencia de su relación con lecturas que había hecho recientemente. Este dato onírico me había sido suministrado en una época en que leía las obras de místicos tales como Maitre Eckart, Ruysbroeck él Admirable, san Juan de la Cruz y varios autores indios, como Shri Aurobindo. Grande fue mi sorpresa al volver a encontrar, en mi sueño provocado, las mismas palabras Océanos de beatitud, pero escritas esta vez con todas sus letras en la cubierta del Diario íntimo de cierta persona de la cual estaba yo a la sazón enamorado. Habría mucho que decir sobre el descenso indicado por semejante transformación, y sobre la manera en que me hizo pasar, de los gloriosos horizontes de la mística, a los más modestos de un cariño terrestre. Una vez más, el fenómeno de «la voz», con su significación religiosa, se había manifestado al despertar y provocado éste. En compensa1

Hervey de Saint-Denis, ob. cit., p. 291. * Grasset, 1958, págs. 92-99.

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ción, los contenidos instintivos se habían revelado en un estado de sueño profundo. Al menos, y sin pretender que lo primero fuese determinado por lo segundo, debemos observar el lazo existente entre ambos, y cómo una misma idea, todavía inconsciente o parcialmente inconsciente, puede manifestarse, según la naturaleza y el grado del sueño, en niveles de significación igualmente diferentes. En efecto; si, por lo que aquí nos interesa, la voluntad había logrado introducir en el sueño la idea que había querido imponerle, en cambio, había visto frustrado su esfuerzo por el inconsciente. Éste había cogido la pelota que le había sido lanzada, y la había devuelto de la mejor manera para trastornar la intención inicial. Otros experimentos realizados en el mismo sentido produjeron resultados idénticos, de suerte que, si la voluntad me parece capaz de introducir en el sueño algunos de los temas escogidos por ella (y sin estar segura del resultado de su esfuerzo), estos temas le son generalmente restituidos en un contexto imprevisto que modifica su sentido y atestigua la actividad autónoma del inconsciente. Los experimentos emprendidos por Robert Desoille llegan aproximadamente a las mismas conclusiones'. En efecto, el doctor Desoille realizó experimentos sistemáticos de sueño en vigilia dirigido, al principio sin más finalidad que la de la exploración de la personalidad, y, seguidamente, con fines terapéuticos. Su oposición a los psicoanalistas, sobre todo a los freudianos, tiene poco interés para nuestro objeto. Sin embargo, no podemos dejar de aludir a ella. En efecto, el doctor Desoille opina que el sueño en estado de vigilia puede asimilarse al sueño nocturno, pues sus condiciones psicológicas se parecen a las de éste. Y para demostrarlo efectuó comprobaciones con sujetos muy adiestrados en este estado. Estas comprobaciones registraron una débil disminución de la temperatura rectal después de una sesión de una hora, y una mayor lentitud en la respiración, un descenso del metabolismo respiratorio que podía alcanzar de un 15 a un 20 por ciento. El sueño en estado de vigilia correspondería, pues, a una disminución de la vida vegetativa, semejante a la que puede comprobarse durante el sueño profundo. Por otra parte, el doctor Desoille no cree, contrariamente a Hervey de Saint-Denis, que haya sueños cuando se duerme profundamente; según él, éstos sólo se producen durante el período inicial del adormecimiento y aquél que precede al despertar. Como veremos más adelante, este punto de

vista contradice, no sólo las observaciones de Hervey de SaintDenis y las mías personales', sino también las de los fisiólogos más modernos: si los datos electroencefalográficos obtenidos por éstos indican, efectivamente, un estado de sueño sin sueños en ciertos períodos de la noche, no podemos pretender que se trate de otra cosa que de un estado de sueño sin sueños recordados2. Sea como fuere, el doctor Desoille encuentra, en las sugestiones a que somete a sus pacientes, dificultades y limitaciones análogas a las ya señaladas. Y si, como todo nos induce a creer, y a pesar de las comprobaciones que asimilan el estado de sueño despierto al estado dormido, los sueños nocturnos pertenecen a capas más profundas que el sueño en estado de vigilia, podemos concluir, también, que debe ser más difícil dirigir los primeros que los segundos. Para que sus sujetos puedan sumirse en la ensoñación que él pretende, el doctor Desoille empieza por sustraerlos a todo esfuerzo muscular, así como a toda excitación luminosa o sonora: les recomienda la posición horizontal, en una habitación en penumbra y en silencio. He aquí unas condiciones que recuerdan el ambiente de los templos de Esculapio o de los santuarios cristianos del siglo vi, poco antes de la incubación. Cierto que estas condiciones son individuales, mientras que las otras eran colectivas. Pero es un mismo estado semihipnótico el que preside el experimento. Si la sugestión se producía antaño por la espera religiosa de una intervención divina, hoy es el propio médico quien la produce. Es inútil recalcar la oposición de este método con el psicoanálisis, que, lejos de querer imponer al paciente imágenes escogidas por el médico, deja aflorar espontáneamente las del en-

• Véase, sobre todo, Exploration de l'affectivité subconsciente par le méthode du réve éveitté, París, 1938, y Théorie et Vratiq.ua du réve éveillé dirige, Ginebra, 1961.

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i Véase, a este respecto, mi libro Les Songes, págs. 29 a 32. Hervey de Saint-Denis se hizo despertar bruscamente ciento sesenta veces, a fin de comprobar si soñaba o no, y repitió estos experimentos con un amigo que afirmaba que no soñaba nunca. El resultado fue siempre positivo. Por mi parte, he referido que, desde el momento en que adquirí la costumbre de anotar y analizar mis sueños, no volví a pasar una sola noche en la que no pudiera recordarlos: en muchas ocasiones, anoté, en las horas más dispares y en los períodos más variados de mi sueño, hasta cinco o seis sueños en una noche. También hemos visto cómo, en el caso de Descartes, sus tres sueños se escalonaron en momentos muy diferentes de su sueño. 2 Véase, sobre todo, a Jouvet, Sur l'existence d'un systeme hypnique pronto-limbique. Ses rapports avec l'activité onirique, «Éd. du CNRS», 1962, en Physiologie de Vhippocampe, P- 317, y Les Rythmes théta hippocampiques au cours du sommeil, por P. Passouant y J. Cadillac, p. 347. El doctor Jouvet señala que, habiendo provocado 45 sueños durante el sueño llamado por los fisiólogos «paradójico» u «onírico», obtuvo 31 recuerdos de sueños (68 %), mientras que, de 60 despertamientos provocados durante otras fases del sueño, no obtuvo más que tres recuerdos de sueños (8 %). El profesor Cadillac establece, por otra parte, claramente, que el sueño no está necesariamente ligado al sueño llamado paradójico. Lo único que le está ligado es la fijación duradera del recuerdo del sueño.

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fermo. Cierto que el doctor Desoille quiere respetar la personalidad de este último, pero esto no impide que identifique sus fines terapéuticos con fines de adaptación social, de «sublimación», y, por ejemplo, con ideas de ascensión perpetua que parecen reflejar, sobre todo, sus propias tendencias y sus propios temores. Pero, dicho esto, y a reserva del valor de tratamientos fundados en la acción hipnótica y sugestiva de otro, el doctor Desoille ha tenido buen cuidado en no sugerir una imagen cualquiera en un momento cualquiera. Por el contrario, observa que el psicoterapeuta no debe introducir en el escenario de su paciente imágenes que le resulten extrañas, y que las ideas propuestas deben pertenecer exclusivamente a su experiencia vivida. Hace notar también que, en sujetos que experimentan una resistencia neurótica, choca con «imágenes de detención», que le obligan a desviaciones, a ardides o a interrupciones momentáneas. Pero va todavía más lejos: las únicas imágenes verdaderamente eficaces son las que corresponden a lo que C. G. Jung llamó «arquetipos» y que pertenecen ya a una cadena arquetípica, como, por ejemplo, las de fenómenos naturales que condicionan la vida, el movimiento diurno del sol, el de la izquierda hacia la derecha, el de abajo arriba, el de la oscuridad hacia la luz, etcétera. ¿Acaso no llegamos, así, a los famosos símbolos que, según hemos visto, manejaba ya Hipócrates con fines terapéuticos? ¿Y acaso no nos ayudan estos experimentos, sea cual fuere la opinión que nos merezcan, a comprender la naturaleza de las limitaciones y de las dificultades con que tropieza la práctica del sueño dirigido? Jean-Paul Richter y Hervey de SaintDenis habían observado el hecho simple de estas limitaciones y de estas dificultades. Gracias al doctor Desoille, empezamos a entrever mejor su naturaleza: la dirección del sueño será tanto más fácil cuanto más se empleen imágenes pertenecientes al stock de recuerdos del que sueña y a su experiencia vivida; cuanto más respete esa especie de geografía íntima trazada por los arquetipos y evite el choque con las barreras de un estado neurótico, es decir, de una constitución psicopática. Se nos preguntará, sin duda, si el sueño provocado puede tener, en nuestra época, un interés que no sea puramente teórico. Sin embargo, acabamos de ver que, de manera aislada, se utiliza ya con fines terapéuticos. El hecho de que la incubación tuviera en el mundo antiguo el desarrollo que sabemos, puede sugerir que el nuevo interés de nuestro tiempo por una medicina del alma o una medicina psicosomática puede llevar a nuevas formas de incu-

bación, individuales o colectivas, de carácter más científico que antaño. Pero el sueño, sobre todo en estado de vigilia, seguirá siendo, como en el pasado, la gran fuente de inspiración de la literatura y del arte. El romanticismo y el surrealismo no serán fenómenos sin mañana1. Igualmente podemos presumir que los sabios y los pensadores llegarán a desarrollar sistemáticamente la facultad que tiene el inconsciente de resolver, durante el sueño, problemas con los cuales sigue chocando la mente en estado de vigilia. En fin, frente a las grandes decisiones de la vida o a su incertidumbre metafísica, los investigadores más audaces pueden esperar, gracias a él, un conocimiento más directo de su propia cara nocturna, del interlocutor de sombra que mora dentro de ellos, del «ser anunciador» de que hablaba Paracelso en elocuentes términos2. Si tenemos en cuenta todos estos hechos, creo que la práctica más a nuestro alcance, menos peligrosa y más adecuada para evitar influencias externas enajenantes, es la que he llamado «diálogo con el inconsciente». No se trata, aquí, de una voluntad de «dirigir los propios sueños», voluntad cuyo carácter en parte ilusorio ya hemos visto, sobre todo si no se hacen actuar sugestiones venidas desde fuera. Por el contrario, se encuentra en su base cierta autonomía del inconsciente, como hipótesis verosímil y fecunda. Consiste en una interrogación formulada por la conciencia despierta a los estados nocturnos, sobre cualquier cuestión: problema cultural o artístico, caso de conciencia, decisión a tomar, etcétera. La mejor manera de sacar partido de este diálogo es proceder a una especie de vaciado del contenido mental y hacer de la mente una especie de espejo o de cera virgen. Este estado de denudación es el más favorable para la interrogación, que debe ser formulada y repetida mentalmente o en alta voz. Cuando se cumplen estas condiciones, siempre he comprobado que surge la respuesta. La espera sólo puede quedar defraudada aquellas noches en que no se alcanza a lograr la concentración. Las respuestas obtenidas en este diálogo son casi siempre inesperadas y, en ocasiones, extraordinarias. Un amigo nuestro se interrogó de esta suerte sobre la oportunidad de realizar una acción política comprometida, y le despertó un sueño evocador de un 1 Léon Daudet publicó también un estudio sobre Le réve éveitlé, recalcando su importancia para la creación literaria. Pero como obra polémica antifreudiana aporta pocas observaciones que puedan enriquecer la discusión. 2 En su Livre des réves et des somnambules. Véase Documentos, VI, p. 177,

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castillo que había visitado antaño. Para volver a él, tenía que cruzar terrenos fangosos: sus pies se hundían y el agua corría a ras del suelo. Y el hombre no tenía botas ni zapatos; sólo llevaba zapatillas. De modo que, comprendiendo la imposibilidad de su viaje, desanduvo su camino. Prescindamos, de momento, de toda interpretación analítica de esta respuesta. Bástenos comprobar su originalidad. Nuestro hombre está resuelto a emprender una acción que halagaba sus inclinaciones heroicas y su afición a la aventura. Sin embargo, debía de sentir alguna inquietud sobre las consecuencias de su decisión, y ésta fue la que le indujo a interrogar al sueño. Pues bien, éste aumentó su inquietud, se opuso a la decisión consciente y le mostró que carecía de los medios necesarios para llevarla a buen término: los caminos estaban mojados y fangosos, y el hombre llevaba sólo zapatillas. Hechos como éste nos indican que el diálogo con el «inconsciente» es posible por medio del sueño, aunque no lo sean, o lo sean tan sólo dentro de estrechos límites, el dominio o la dirección de los sueños. Este diálogo puede sostenerse en forma personal o impersonal. Se puede interrogar a los personajes del sueño, o se puede interrogar al sueño en sí. Esto ayuda, incluso, a comprender mejor la incubación antigua o los ritos de sueño provocado, tales como el del istiqara. Pero es probable que si el espíritu moderno ha de volver, en una u otra forma, a técnicas análogas, empleará la interrogación impersonal, y no la personal, cuyo aspecto «mágico» o «religioso» le parecerá sospechoso. Al menos, si utiliza esta última, lo hará teniendo en cuenta la modificación que se opera entonces en el sentido mismo del diálogo: el mero hecho de interrogar a una persona real identifica, al menos, a esta persona con un fragmento psicológico del que interroga, y puede provocar una disociación de la personalidad. Ciñéndose a un diálogo impersonal con el sueño, uno no hace más que acelerar la aparición de los contenidos inconscientes y someterlos a una especie de trabajo forzado. Tanto si la utilización de estos contenidos ha de ser terapéutica, como si ha de ser literaria, artística o científica, moral o religiosa, podemos estar seguros de fomentar con ella la unificación de las caras diurna y nocturna de la personalidad, y de contribuir a su enriquecimiento. Tal nos parece la lección fundamental de la incubación antigua y de las numerosas técnicas de sueños provocados que hemos visto desarrollarse eD las épocas más diversas y en las más variadas civilizaciones.

INCUBACIÓN Y SUEÑOS PROVOCADOS (Documentos) 1 / LOS RITOS DE INCUBACIÓN EN tOS TEMPLOS DE ESCULAPIO.

El acceso a! templo tenía sus tabúes: el propio término dbaton (en griego: prohibido), empleado para designar el dormitorio de los suplicantes, lo indica claramente, aunque estas prescripciones no eran idénticas en todas partes. Por ejemplo, en el santuario de Epidauro estaba prohibido nacer y morir en tierra sagrada, y Pausanias nos refiere que Antonio, senador a la sazón, había, entre otras mejoras, «remediado esta incomodidad, haciendo construir una casa que sirviera de refugio a los moribundos y a las parturientas»; el propio Pausanias nos cuenta, también, que el templo de Titoreo, en Fócida, estaba rodeado de un muro de cerca, en el interior del cual se hallaba una capilla de Isis, y que nadie podía entrar en el templo sin haber sido previamente invitado en sueños por la diosa, de forma que la incubación se practicaba, por decirlo así, en dos tiempos. A estas prohibiciones se añadían las purificaciones, igualmente variables según los santuarios: había que observar abstinencias sexuales, ayunos y abstinencias de determinados alimentos, tales como el vino, la carne, algunos pescados y las habas, considerados desfavorables para la aparición de los sueños. ... Las abluciones completaban esta preparación general, y se hacían, ya en fuentes, ya por medio de baños de mar o de río, y casi siempre con agua fría.

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...Una preparación moral, sobre la cual tenemos poca información, debía acompañar a estos ritos materiales o corporales, a juzgar por la bella inscripción que había a la entrada del templo de Epidauro: «Hay que ser puro para entrar en el templo perfumado de incienso, y la pureza consiste en tener únicamente sentimientos piadosos.» ... Cumplidas estas condiciones previas, la multitud de peregrinos entraba en el santuario, y entonces debían variar las ceremonias, según los templos y según las épocas. Los santuarios de Esculapio estaban adornados con estatuas del dios, a menudo muy bellas, a juzgar por las que han sido descubiertas. Según los medios de cada cual, le eran ofrecidas víctimas y ofrendas: un buey, una oveja, un gallo, pasteles de flor de harina, aceite, incienso. Es probable que los sacerdotes dirigiesen a. la multitud de peregrinos, explicándoles prolijamente, de la manera que describió Plutarco en su De áefectu oracülorum, las virtudes del dios y de su culto, y excitasen su fe y su esperanza, comentando las curaciones milagrosas producidas en el santuario y corroboradas por numerosas inscripciones y exvotos aportados por los enfermos que se habían mostrado agradecidos y estaban curados, para glorificar al dios y para edificación de los suplicantes que habrían de sucederles. Llegada la noche, había lo que Aelius Arístides llama «la hora de las lámparas sagradas», celebrada sin duda delante de los templos iluminados por antorchas: debía de ser una especie de oficio nocturno o de hora santa, pero durante la cual, a diferencia del himno de completas de la liturgia católica —que implora una noche sin sueños—, los devotos de Asclepio debían redoblar su fervor para suplicar al dios que les otorgase el sueño tan buscado y esperado. Por último, iban a acostarse en el ábaton: se instalaban sobre la piel de la víctima inmolada a Esculapio o se envolvían en mantas, y empezaba el sueño sagrado. Un servidor del templo, probablemente un zácoro, pasaba al pórtico, apagaba las luces e invitaba a los peregrinos a dormir. Las grandes serpientes amarillas de la región, inofensivas, naturalmente, y que eran emblema de Esculapio, reptaban libremente entre los durmientes, y su presencia debía contribuir al extraño aspecto de aquel ambiente cargado de misterio... Sólo después de realizadas estas ceremonias preparatorias aparecía el dios para indicar a los consultantes los regímenes a seguir,

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los tratamientos a aplicar, los actos religiosos a cumplir y las ofrendas que tenían que hacerle. En el curso de los siglos durante los cuales fue consultado el dios de la salud, se produjo una evolución en la índole de los sueños. Las inscripciones descubiertas en Epidauro y publicadas en el libro de Defrasse y Lechat son, en efecto, pura y simplemente milagrosas. Su esquema es el siguiente: un enfermo sueña que está curado de su parálisis o de su ceguera, y, al día siguiente, al despertar, se mueve o ve tanto como hubiese podido desear; por ejemplo, un tal Clinatas de Tebas, desdichadamente cubierto de piojos, sueña que el dios lo desnuda, coge una escoba y le libra con ella de sus parásitos, y, efectivamente, se encuentra, por la mañana, libre de los infectos animalitos. El sueño es terapéutico en sí mismo. Las inscripciones que leemos en la isla del Tíber no indican una curación inmediata, sino un principio de consulta médica: Esculapio aporta, ahora, remedios o actos propiciatorios. Así, por ejemplo, aconsejó a un tal Gaius que para recobrar la vista se acercase al altar, orase ante él, cruzase el templo de derecha a izquierda, tocase el altar con la mano y se pasara ésta por los ojos; o bien ordenó a cierto hijo de Lucius que para curarse de la pleuresía que padecía pusiese ceniza sobre el altar, la mezclase con vino y se la aplicase sobre el costado. Sin embargo, también en este caso la curación es inmediata e infalible. Más tarde, nos encontramos con consultas médicas en toda regla. El singular personaje que fue Aelius Arístides, filósofo y retórico del siglo n de nuestra Era, que se complace en enumerar las enfermedades que padecía... y no nos ahorra ninguno de los vomitivos, laxantes, lavativas, emplastos y otros productos o utensilios farmacéuticos que empleó, nos da igualmente abundantes informes sobre los tratamientos y remedios que recibía, en sueños, de Esculapio. Algunos de ellos son anodinos: ejercicios gimnásticos, abluciones con agua fría, absorción de jugos de plantas o de agua de sal: el agua, a la cual da el nombre de «servidora y auxiliar» del dios, desempeña un papel importante. Sin embargo, Esculapio mostrábase también exigente con su fanático devoto y le prescribía medicamentos capaces, al parecer, de enviar ad patres a personas de espléndida salud y, a fortiori, a un museo de dolencias como él. Por ejemplo, hallándose nuestro hombre en Focia, le ordenó que se bañara en el Medis, en pleno invierno y con un frío horrible, cosa que el bueno de Arístides hizo sin vacilar, a la luz

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del día y seguido de un cortejo de amigos y médicos y de una asombrada muchedumbre; y salió de ello con bien. En otra ocasión, y por mediación de un guardián del templo que soñó por él, el dios le prescribió que se hiciera quitar los huesos y los nervios corrompidos, pero, afortunadamente, tranquilizó después a su devoto —muy asustado ante la perspectiva de la más grave operación imaginable— proporcionándole un remedio lo bastante enérgico para producir un cambio en sus nervios y en sus huesos; remedio, por lo demás, bastante benigno, pues consistía únicamente en beber aceite sin sal. Pasamos, pues, de la curación inmediata a la curación por un remedio inmediatamente eficaz, y, por último, a un tratamiento médico con curación a plazo más o menos largo. (André Taffin, Comment on révait dans les temples d'Escülape. Comunicación a la «Assotiation Guillaume Budé», 1961, págs. 327-334.) 2 / LA INCUBACIÓN EN LAS IGLESIAS CRISTIANAS DEL SIGLO VI.

Llegada la noche, se cerraba la iglesia, el guardián hacía su ronda y apagaba las lámparas, dejando únicamente la de la tumba que iluminaba débilmente la celda. La iglesia, iluminada por la luna, que proyectaba grandes sombras sobre los muros y las columnas de mármol, destacando a veces escenas de milagros, pinturas expresivas, permanecía oscura y misteriosa. El olor del incienso y el calor de los cirios acabados de apagar hacían pesada y sofocante la atmósfera. Colocados cerca del altar y del sepulcro, tendidos en el suelo o, a veces, de rodillas y con un cirio en la mano, velaban los enfermos. Fatigados por los ayunos, casi sin fuerzas, llenos de espanto en aquella soledad, muchos se quedaban en éxtasis. Para los que oraban así en mitad de la noche, el menor ruido se convertía en voz. Escuchaban con atención y creían reconocer la voz del santo. Otros dormían. El santo no tardaba en aparecérseles, haciendo la señal de la Cruz sobre la parte enferma. Inmediatamente, el paciente sentía un vivo dolor y que se desentumecían sus miembros. Al despertar, se encontraba curado. A menudo, el sueño era más largo. El enfermo veía iluminarse la basílica, oía voces celestiales cantando salmos. Era el santo, que, bajado del cielo, decía la misa en la basílica. Algunas veces, llegaba con retraso. El enfermo oía entonces las quejas de

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los que le esperaban. El santo llegaba y contaba el motivo de su retraso. Éste se debía a que había tenido que socorrer a unos náufragos: como prueba, mostraba sus vestiduras mojadas. El enfermo le escuchaba con atención. Olvidando su dolor, quería avanzar para recoger las gotas que caían. Se despertaba, e inmediatamente se sentía curado. Al día siguiente, describía el retrato del santo. Era un anciano de barba blanca, de elevada estatura, con vestiduras del color de la nieve. Algunos daban incluso detalles más precisos. Su voz era suave; su rostro, sonriente. Era él: los fieles le reconocían. La visión, la curación, el retrato del santo, circulaban durante todo el día por la basílica, y los fieles deseosos de curarse habían de tener la misma aparición. Gregorio de Tours nos refiere la visión de una joven, enferma desde hacía mucho tiempo. No pudiendo asistir a la vela, se queda en el atrio, tendida en su lecho. En mitad de la noche, se duerme. Al cabo de unos momentos, percibe al santo delante de ella: éste había observado su ausencia y venía a reñirla porque no estaba con los otros fieles. La enferma, toda temblorosa, le indica su parálisis. Entonces, san Martín, compasivo, la levanta dulcemente y la conduce a la iglesia. Felizmente sostenida por el santo, avanza, orgullosa, hasta el altar. En el mismo momento, caen las cadenas que ataban sus miembros. El ruido despierta a la joven, y ésta se siente curada. El sueño podía ser terrible. El enfermo, espantado, pedía socorro al santo; si era mudo, recobraba la voz instantáneamente. Satán utilizaba el sueño de los pacientes para intentar darles malos remedios y quebrantar su fe; pero el santo aparecía a toda prisa, hacía la señal de la Cruz, y el enfermo se salvaba. (Según Gregorio de Tours, en A. Marignan, La Médecine dans l'Église au VIe siécle, París, 1887, págs. 10-12.) 3 / PREVENCIÓN DE ENFERMEDADES POR LOS SUEÑOS, SEGÚN ÉL SEUDOHIPÓCRATES.

... Quien se imagine ver, mientras duerme, el sol o la luna sin ninguna oscuridad, o un cielo puro y sereno, o las estrellas resplandecientes de luz, y, en fin, cada uno de estos astros conservando entre ellos el orden y el movimiento que les son naturales, podrá considerar este sueño como muy favorable, pues es,

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para él, presagio de la salud más perfecta y de los buenos principios que la constituyen, por el orden y la armonía que reinan en las diversas partes de su cuerpo y en la circulación de la sangre; por esto tendrá que conservar su manera de vivir actual y el régimen que sigue en este momento. Pero, en caso de una visión contraria durante el sueño, es decir, en el caso de que el sol o la luna parezcan oscurecidos, o el cielo no aparezca puro y sereno, ni las estrellas brillantes, entonces el cuerpo está amenazado por alguna enfermedad. ... Si uno se imagina ver que alguno de los astros pierde su brillo o su luz, o es oscurecido por manchas o vapores nebulosos, o se eclipsa enteramente, o se desplaza de su sitio o de su órbita corriente, entonces hay que esperar una enfermedad localizada en la parte del cuerpo que corresponde al astro que habrá parecido sufrir el súbito cambio. Si alguno de estos astros parece únicamente oscurecido por los vapores de la atmósfera o por alguna nube, los acontecimientos del sueño serán menos importantes, y la indisposición sólo será ligera; si, por el contrario, el granizo o la lluvia han interceptado la luz, el acontecimiento del sueño será más serio, y el mal, más grave; pues entonces el sueño anuncia un exceso de humores pituitosos en las partes internas del cuerpo. ... Si, en el sueño, la luna parece sufrir algunos de los cambios o accidentes de que acabo de hablar, será prudente ocuparse del interior del cuerpo, es decir, de sus partes internas... Si, durante el sueño, parece que el sol sufre alguno de estos mismos accidentes, el mal será infinitamente más grave y más difícil de curar; y entonces habrá que emplear un tratamiento que sea aplicable por igual a dentro y fuera del cuerpo, es decir, a las partes internas y a las partes externas... Cuando uno se imagina ver, bajo un cielo puro y sereno, a los astros abrumados y languidecientes por exceso de sequedad, hasta el punto de no poder elevarse a la altura de sus respectivas órbitas, es que le amenaza la enfermedad... Si la causa del decaecimiento y la languidez de estos mismos astros parece debida al fuego o al calor, se debe sacar la conclusión de que hay un exceso de bilis amarilla... Si los astros parecieron sucumbir a su opresión y a su decaecimiento, y desaparecer totalmente, hay que temer una enfermedad terrible que llevará infaliblemente a la muerte. Pero si estos astros parecieron tener su brillo, toda su fuerza y toda su vivacidad, y si pareció que su enemigo em-

prendía la fuga, y que esta fuga era rápida, por haber sido provocada por la persecución de estos mismos astros, quien tenga un sueño tal está en peligro de tener alienada la mente o perturbada la cabeza, si no previene esta enfermedad con los siguientes remedios... ... Si las estrellas parecen vagar a un lado y a otro, sin ser impulsadas por una causa extraña, son presagio de que el alma se verá turbada por preocupaciones y pesares... Si los astros, que parecerán escapar de sus órbitas, prosiguen su curso directamente y según su acostumbrada marcha de Occidente a Oriente, con toda su pureza y su claridad, es decir, sin ninguna mancha, son entonces presagio de buena salud; e indican que el cuerpo, durante el sueño, se purga de los pocos humores que pueda tener en sus diversas partes. En efecto, todo lo que se lleva o se deposita en los intestinos, o lo que es excesivo en la carne, se desprende de todas las partes de la circunferencia de la máquina. Pero si estos mismos astros parecieron negros u oscurecidos por algunas manchas, y moverse en sentido contrario de su marcha natural, es decir, de Oriente a Occidente, o precipitarse en el mar o sobre la tierra, o elevarse más allá de sus órbitas, son presagio de una enfermedad seria y grave. Los que se elevan por encima de sus órbitas son presagio de dolores de cabeza ocasionados por la ascensión de los vapores que, destilándose seguidamente, vuelven a caer, condensándose, y producen las fluxiones. Los que se precipitan en el mar anuncian que sobrevendrá alguna erupción de la piel, alguna hinchazón en las carnes u otros tumores contra natura... (Extractos del Traite d'hygiéne d'Hippocrate ou l'Art de prévoir les maladies du corps humain, traducción francesa del griego por M. D..., París 1816.) 4 / SUEÑOS NATURALES Y SUEÑOS DIVINOS.

Con respecto a la mántica durante el sueño, dices tú: a menudo, mientras dormimos, tenemos conocimiento del futuro, sin hallarnos en un estado de éxtasis agitado (pues el cuerpo yace tranquilamente), pero nuestras percepciones no son tan claras como en la vigilia. Lo que tú dices ocurre en los sueños humanos

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que proceden del alma, de nuestros pensamientos y de nuestra razón, o que son provocados por nuestras imaginaciones o nuestras ocupaciones divinas: estos sueños son, ora verdaderos, ora falsos; en ciertos casos, captan la realidad, pero generalmente se apartan de ella. Pero los sueños que decimos enviados por los dioses no se presentan de la manera que tú dices: cuando nos abandona el sueño y empezamos a despertarnos, oímos a veces una voz breve que nos prescribe lo que hemos de hacer; estas voces se oyen entre la vigilia y el sueño, y en algunas ocasiones cuando estamos completamente despiertos. Y, a veces, un soplo invisible y corporal nos envuelve cuando estamos acostados, y no es la vista la que nos advierte su presencia, sino otro sentido y otra secuencia; susurra al llegar y se extiende por todas partes sin ningún contacto; y tiene una acción maravillosa para expulsar las pasiones del alma y del cuerpo. Otras veces, resplandece una luz, clara y tranquila, que atrae la mirada y hace que se cierren los ojos que antes estaban abiertos; pero los otros sentidos permanecen despiertos y perciben, hasta cierto punto, que los dioses se manifiestan en la luz, y oyen todo lo que éstos dicen y saben comprender lo que éstos hacen. La contemplación es todavía más perfecta, y la mente, que se ha hecho más firme, comprende lo que ocurre, mientras los espectadores se sienten agitados. Pero todos estos sueños, tan importantes y que tanto difieren entre sí, no tienen nada de humano, sino que el sueño, la toma de posesión de los ojos, la catalepsia análoga a un pesado sueño, el estado intermedio entre el sueño y la vigilia, el hecho de estar medio despierto, o despierto del todo, es cosa divina y necesaria para recibir a los dioses, y es enviada por los dioses mismos, y así se nos da por anticipado una parte de la epifanía divina.

mirra. Los hay que se aplican a la frente manojos de una hierba llamada verbena. Otros se ponen laurel detrás de la cabeza... Los sesos de gato con sangre de murciélago, envueltos en cobre rojo; o el coral machacado con sangre de paloma y puesto dentro de un higo, son remedios maravillosos para excitar los sueños. Unas muchachas me dijeron que, cuando querían ver a aquel a quien tendrían por marido, ponían las calzas detrás de la cabecera de una cama en la que no habían dormido nunca. Otra veces, a escondidas la una de la otra, ponían un espejo.

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(Jamblico, De Mysteriis Aegyptorum, III, 2; traducción francesa de R. Quillard, París, 1895, p. 73 y sig.) 5 / SOBRE CIERTAS OBSERVACIONES Y CEREMONIAS PARA EXCITAR LOS SUEÑOS.

(Célestin de Mirbel, Le Palais du prince du Sommeil, Bourges, cap. VIII, p. 19.) 6 / PARACELSO Y LA VENIDA EN SUEÑOS DEL AVISADOR.

Supongamos que estás despierto, que te propones diversas actividades y que te asalta un sueño. Este sueño sólo se producirá si tú le das ocasión: es decir, si te lanzas a una empresa para la cual es preciso que recibas un aviso. Y he aquí que el ser avisador está allí, pero solamente si cuentas con él y te prestas a su venida. Entonces te envía el sueño, a fin de que repares en él a cada momento. Y si, durante el día, las ocupaciones del cuerpo, la edad u otros obstáculos análogos te impiden comprender las cosas por debilidad natural, quiero decir, a causa de la tosquedad de tu naturaleza, es en el sueño que te prestarás a la venida del Avisador. Cuando la naturaleza deja de gobernar, cuando duerme y reposa, el Guardián te lanza a la cara una advertencia, más o menos clara según la estima en que le tengas, según el mayor o menor ardor con que desees recibir su mensaje, según que seas puro o no lo seas. Y una parte ofrece a la otra la ocasión esperada: quiero decir que, si tú caminas, obligas con ello a tu ángel a guardarte. Y así es, hagamos lo que hagamos: todo depende del estado en que nos hallemos... Igual ocurre en él sueño. Las cosas se nos aparecen tal como nuestro corazón las considera. (Livre des réves et du somnambulisme, traducción francesa de Albert Béguin, en Trajectoire du revé. Documentos reunidos por André Bretón, París, 1938.)

He leído que el perfume compuesto de semillas de lino y raíces de violeta hacía tener sueños, lo mismo que el que se hace con semilla de adormidera negra y raíces de mandragora y de 13 —2.717

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biar por la sola fuerza de la imaginación. Permanecí unos momentos sin ver nada, exactamente como si la cosa me hubiese ocurrido en la vida real. Entonces apelé de nuevo, enérgicamente, al recuerdo de la famosa irrupción de los monstruos, y, como por ensalmo, este recuerdo, situado ahora claramente en el objetivo de mis pensamientos, se dibujó de pronto, claro, brillante, tumultuoso, sin que yo tuviese siquiera, antes de despertar, una impresión de la manera en que la transición se había efectuado.

7 / EL SUEÑO DIRIGIDO, SEGÚN HERVEY DE SAINT-DENIS.

Una noche en que, mientras dormía, tenía pleno conocimiento de mi verdadero estado, y miraba pasar con bastante indiferencia toda la fantasmagoría, muy clara por cierto, de mi sueño, se me ocurrió la idea de aprovecharlo para hacer algunos experimentos sobre si tendría o no poder para evocar ciertas imágenes por la sola iniciativa de mi voluntad. Al buscar el tema sobre el cual fijar mi pensamiento, recordé las apariciones monstruosas que tanto me habían impresionado (en un sueño anterior), por el espanto que me causaban. Procuré evocarlas, rebuscándolas bien en mi memoria y deseando volver a verlas, con toda la fuerza de que era capaz. Esta primera tentativa no tuvo el menor éxito. En aquel momento, desarrollábase ante mí el cuadro pastoril de una campiña dorada por un hermoso sol, en medio de la cual veía unos segadores y unas carretas cargadas de trigo. Ningún espectro acudía a mi llamada, y la asociación de ideas-imágenes que constituían mi sueño no parecía querer desviarse del camino tranquilo naturalmente emprendido. Entonces, sin dejar de soñar, me hice estas reflexiones: si el sueño es como un reflejo de la vida real, los acontecimientos que nos parece que se producen en él siguen, generalmente, e incluso en su incoherencia, ciertas leyes de sucesión acordes con el encadenamiento ordinario de todos los acontecimientos verdaderos. Quiero decir, por ejemplo, que, si sueño que me he roto un brazo, creeré que lo llevo en cabestrillo o que me sirvo de él con precaución; que si sueño que han cerrado los postigos de una habitación, tendré, como consecuencia inmediata, la idea de que la luz ha sido interceptada y de que se ha hecho la oscuridad a mi alrededor. Partiendo de esta consideración, pensé que, si realizaba, en sueños, la acción de taparme los ojos con la mano, obtendría seguidamente una primera ilusión semejante a la que tendría realmente si, estando despierto, actuase de la misma manera; es decir, que haría desaparecer las imágenes de los objetos que me parecían colocados delante de mí. A continuación, me pregunté si, una vez producida esta interrupción de las imágenes preexistentes, mi imaginación se encontraría mejor dispuesta para evocar nuevos objetos, sobre los cuales trataría de fijar mi pensamiento. La experiencia siguió de cerca al razonamiento. La aparición, en mi sueño, de una mano cubriéndome los ojos, tuvo, efectivamente, por primer resultado, aniquilar aquella visión de un campo en época de siega que inútilmente había tratado de cam-

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(Hervey de Saint-Denis, Les Revés et les tnoyens de les diriger, París, 1867, págs. 283-286.)

II

TERCERA PARTE

INTERPRETACIONES Y TEORÍAS

CAPíTUIO PRIMERO

LAS CLAVES DE LOS SUEÑOS Mucho antes de que Freud volviese a poner de moda un (¿ierto interés por los sueños y de que sus discípulos difundiesen una especie de Clave de los sueños de base sexual, Occidente había abordado este problema de interpretación a través de otras Claves de los sueños más antiguas, a menudo desconcertantes, y muy expuestas a ser rechazadas por las mentalidades científicas. Estas Claves de los sueños aparecen en el siglo xvi, después de más de un milenio de tontas discusiones escolásticas. Las mejores nos llegan a través de los árabes, los cuales, a menudo, no han hecho más que reflejar las de los griegos. Son analogías viejas de muchos siglos, nacidas en civilizaciones diferentes, en lenguas y en estados del intelecto humano también distintos, y presentadas sin orden ni concierto, como verdades reveladas. Los espíritus sencillos las aceptan sin discusión. Los escépticos las reducen a juegos de sociedad. De ahí esos solemnes diccionarios que perduran hasta el día de hoy, y cuyo humor esperamos, al menos, que sea deliberado. Así, ver varios curas juntos significa deshonra inminente. Soñar en academias quiere decir ancianidad imbécil; ser académico, gloria fácil y pequeñas ganancias. Un ayudante anuncia un próximo disgusto. Y soñar bribonadas es garantía de honores, de gran reputación y de aprecio universal. El adul-

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terio, naturalmente, significa gozo y contentamiento. Mujeres flotando en el aire indican que caerán en nuestros brazos, y, si aparecen colgadas, son anuncio de un buen negocio. Es de mal augurio soñar en un embajador: nuestros negocios están en manos de traidores. Un almirante significa fracaso comercial. Si veis con frecuencia volar ángeles, mala señal para vuestro cerebro y prueba de que estáis a punto de chochear. Un apóstol es mala suerte segura; un arzobispo, peligro nocturno. Nadie discute que un barón simboliza una falsa protección que nos engaña; una baronesa, imbecilidad; subir a un pulpito, es señal de vanidad. De la misma manera que la aparición de un bibliotecario es signo de mentalidad confusa y presagio de locura. Las esperanzas divinas anunciadas por un ataúd están muy claras, así como los goces ofrecidos por el diablo. Pero, ¿cómo imaginar que una monja con barba nos procure satisfacciones extáticas y puras, y un choricero, enfermedades vergonzosas? Pase que un cerdo nos asegure beneficios, que una junta de abogados anuncie con certeza la ruina, que una consulta de médicos traiga consigo la muerte, y que la aparición de un general sea de mal augurio. Es agradable saber que soñar en excrementos trae buena suerte, y que limpiando letrinas se experimenta un placer divino. Desde Freud y Jung, no podemos dudar de que, practicando el incesto, se hacen progresar las artes, y de que es peligroso permanecer solo en una cama. En cambio, sus grandes conocimientos no eran necesarios para comprender que soñar en macarrones indica que uno quiere ir a Italia, y que ver a un ministro equivale a perder el tiempo K El hecho de que estas revelaciones sean aceptadas como pronunciadas por un oráculo hace que no sepamos lo que es más admirable: el humor frío de sus autores, o la exquisita ingenuidad de quienes las reciben. Cierto que, cuando France-Dimanche publica su Clef des songes, este periódico la sazona con algunas consideraciones psicoanalíticas, y que un semanario como Noir et Blanc no deja nunca de referirse a Freud. Si una mujer sueña culebras, es que lamenta no ser hombre. Si uno sueña con un telegrama, es que cuenta demasiado con lo imprevisto para cambiar de vida; un buey, significa que uno liquidará sus complejos sexuales en provecho de la comunidad; una rana, que uno siente deseos de relaciones homosexuales; un secante, que alienta en uno el deseo de desflorar a una joven... » Cagliostro, Dictionnaire alphabétique des songes, París, 1957, y Les Songes et les présages, Albin Michel.

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Todas estas Claves de los sueños, se limitan a aislar uno de los elementos del sueño y ofrecer de éste una explicación mecánica. No nos dan nunca la razón de esta explicación. De modo que nos llevan a preguntarnos si estas explicaciones correspondieron nunca a alguna analogía comprensible o a alguna observación experimental. Ya en 1530, un astrólogo francés, Jean Tibault, publicó una Fisonomía de los sueños y visiones fantásticas de personas1, que comprendía más de cuatrocients frases que, más tarde, adquirieron valor de refrán. En 1581, fue publicada, bajo el nombre de Achmet Apomazar, autor árabe del siglo ix, una obra titulada De las significaciones y acontecimientos de los sueños2, libro que era presentado como un diccionario completo, fundado en las tradiciones india, egipcia y persa. En él se comenta tanto la «succión de las ubres» como el «coito de los animales brutos», el gato que significa ladrón, o el dragón que es símbolo de rey. En 1664, Pierre Vattier publica también una traducción de un manuscrito árabe, El onirocrita musulmán, o doctrina e interpretación de los sueños según los árabes, por Gabdorrha-chamán, hijo de Nasar. El interés de esta obra reside en que es una primera tentativa de explicar la explicación, y, además, en que agrupa ciertas imágenes y símbolos. Así, vemos reunidos a los ángeles, los profetas, las gentes de bien, los doctores, la casbah, la llamada a la oración, la purificación y el viaje de La Meca, o las lluvias, las aguas, los pozos, los mares, los arroyos, los ríos, los barcos y los baños. O también, las tierras, la montañas, los desiertos, las colinas, las piedras, las rocas, las casas, las ruinas y los terremotos. Y, en otro pasaje: la boda, el coito, las partes naturales, las mujeres, el parto y la lactancia. O bien las piedras preciosas, las joyas de oro o de plata, las monedas, etcétera. Estas agrupaciones de imágenes hacen presumir que el autor recurrió a analogías explicativas, a afinidades, en una palabra, a asociaciones de ideas. Pero comprendemos mejor su sistema explicativo cuando enumera algunos de sus principios de interpretación. El primero, nos dice, está tomado del Corán. Así, el huevo tiene relación con las mujeres, porque Alá dijo: «Ellas son como un huevo oculto en su nido.» El segundo se funda en las palabras del apóstol: el cuervo simboliza el hombre impío, porque así lo calificó el apóstol. El tercero se refiere a los proverbios: un golpe bien 2 Tomado dé la biblioteca de Juan Sambucus, traducido después del griego al latín por Juan Leunclaius, y vertido al francés por Denys du Val, en París, 1581.

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dado quiere decir un hijo, pues el lenguaje popular dice del hijo que se parece a su padre: c'est un coup bien tiré. El cuarto se apoya en las semejanzas de palabras: un hombre se llama rasid, es decir, el que emplea la derecha; soñar en él equivale a soñar en la rectitud de las costumbres. El quinto se refiere a la naturaleza de los objetos soñados: el narciso y la rosa son de breve duración; soñar en ellos significa, pues, fugacidad de las cosas. El sexto propone una explicación por el contrasentido: el llanto quiere decir alegría, si no va acompañado de gemidos, de gritos o de rasgadura de vestidos. Pues es esta adición la que determina el sentido contrario. Si dos hombres se pelean, el vencido es el vencedor; la boda significa luto, y el luto significa boda. Tales principios de explicación no parecen haber sido muy comprendidos por los autores ulteriores de Claves de sueños occidentales. Éstos se limitaron a transcribir los diccionarios adjuntos a aquellas obras (el sol significa esto, la luna significa aquello, y lo mismo las estrellas, la lluvia, el frío o la nieve, el pozo, el barco, el barro, el hielo, la tierra, el jardín, la leche, etcétera). Con frecuencia, glosaron de la manera más gratuita. Jamás tomaron en consideración esta notable idea expresada por Apomazar: «Los sueños tiene significado diferente en la persona de un Rey y Señor, que en la de un hombre de baja condición; en la de un rico, que en la de un pobre; en la de un hombre, que en la de una mujer; como también son diferentes, según la diferencia del arte y vocación de las personas.» Ni el mismo Freud expresaría nunca de manera tan clara los fundamentos de una sociología del sueño cuyos principios serían adivinados, tres siglos más tarde, por Roger Bastide1. Cuando, en 1667, publica el buen Célestin de Mirbel, abogado en el Parlamento, su Palacio del príncipe del sueño, dedicado a Mademoiselle de La Valliére, no hace más que reflejar, sin comprender palabra, textos más antiguos que cayeron en sus manos. Naturalmene, incluye su diccionario; se da ciertos aires eruditos, señalando que «el humor melancólico conduce a los sueños», cosa que había sugerido ya Aristóteles; añade una pizca de misterio, advirtiendo que «la astrología y la observación de los astros son necesarias para la comprensión de los sueños»; se las da de filósofo, al distinguir entre los sueños especulativos y los alegóricos; se eleva a la dignidad de metafísico, diciendo que los sueños «se componen tanto de cosas pasadas, 1 Roger Bastide, en Sociologie et Psychanalyse, Paris, 1950; Sociologie des réves, páginas 190 a 210.

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como de cosas presentes y futuras»; pero vuelve a caer en el nivel que le corresponde, y que no debía de ser muy alto, al confesar su «intención recreativa»: «Los favores de las damas más severas os serán plenamente otorgados en el momento en que os convirtáis en intérpretes complacientes de sus sueños.» Para no llevar, también nosotros, al lector, al callejón sin salida donde unas Claves de los sueños debidas a simple curiosidad llevaron a toda una época, conviene que volvamos a su origen histórico. Este origen es muy remoto. En Egipto, existe un texto atribuido al rey Merikaré, de la X dinastía (hacia el año 2070), en el que se afirma que el sueño era considerado como la intuición de un futuro posible. Trescientos años más tarde, durante la XIII dinastía, se publicó un tratado relativo a los sueños, del cual nos han llegado varios fragmentos. Dos papiros, los papiros Carlsberg XIII y XIV, así como el papiro Chester Beatty III 1 , mencionan sueños de números, sueños sexuales femeninos, sueños de juego y de bebida, de serpientes, de declaraciones ante el tribunal, de animales, de baños, de cocodrilos, etcétera. A juzgar por estos textos, parece que el incesto y la bestialidad estuvieron muy extendidos en Egipto, durante aquella época, o, al menos el deseo de tales actos. Pues se menciona continuamente la significación de un coito onírico con la madre, con la vaca o con el cerdo. La mayoría de los relatos de sueños van seguidos de un «Esto es bueno» o «Esto es malo», sin que jamás se explique la razón. En Mesopotamia, y concretamente en Kujunjik, en los archivos reales de Asurbanipal, y en Susa, se encontraron tablillas que dan cierta idea de la literatura onírica cuneiforme, tanto asiría como elamita. Según Leivovici, que analizó estos textos, reflejan, sobre todo, actos de la vida cotidiana y, principalmente, el acto de comer y de beber. Sin embargo, se trata de algo más que del simple reflejo de estas acciones. O, al menos, hay que ver en ellos recuerdos de acciones prohibidas o abandonadas: en efecto, comer la carne de la mano, del pie o del pene, o comer el pene de un amigo, no debían ser, en Babilonia o en Nínive, acciones habituales. Que los textos se refieran a hombres que comen carne humana, que matan al hermano o a los hijos y los devoran, que comen las materias fecales de un amigo o de los animales salvajes, cosa que presagia prosperidad y riqueza, equivale más bien a una realidad simbólica que a un recuerdo inmediato. Comer carne de 1 Aksel Volten, Analecta Aegyptíca, vol. III: Demotische Traumdeutung, Copenhague, 1942.

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perro o de castor, significa rebelión. El agua presagia larga vida; el vino, vida breve. En cuanto a la orina (los freudianos no han descubierto nada), se relaciona con la procreación: si se extiende por delante del pene o en la pared, y corre por la calle, es señal de que uno tendrá muchos hijos; en cambio, si cae en un pozo, uno perderá sus bienes. Los oficios dan igualmente pie a presagios determinados. En lo que atañe a los animales, es natural que provoquen muchos comentarios. Encontrar un caballo, es ganar un salvador. El mono, el cerdo, la zorra, el ratón, el gato, el pájaro, la serpiente y el perro, son favorables: indican posteridad o prosperidad. En cambio, el macho cabrío es nefasto, y, en ocasiones, lo es también el morueco. Ya en aquella época, se dedican largos comentarios a los sueños de vuelo. Hay varios que evocan los viajes cósmicos; otros, los viajes infernales. Todos, con pocas excepciones, anuncian un peligro y, a menudo, la muerte. Sin embargo, un texto bastante extraordinario identifica la ascensión al cielo con un acortamiento de la vida, y el descenso a los infiernos, con su prolongación. Tampoco se olvidan los fenómenos de la vida fisiológica: se otorga gran importancia al rechinamiento de dientes, interpretado de manera negativa, así como al hecho de hablar, gemir o roncar en sueños. Entre todas estas explicaciones, las hay que siguen siendo comprensibles para nosotros; otros parecen referirse a relaciones sociales desaparecidas; otras, en fin, parecen aludir a símbolos universales. Que el vino presagie vida corta, y el agua, vida larga, es interpretación que pertenece a la primera categoría. Que comer carne de castor signifique rebelión, corresponde a la segunda. En la tercera, situaremos fácilmente la relación entre la orina y la procreación, entre el caballo y la felicidad, entre los viajes cósmicos y la muerte. Los autores de estas Claves egipcias o babilónicas no exponen en absoluto las razones de aquellas afinidades. Somos nosotros quienes debemos descubrirlas. Tenemos que trasladarnos a la India de la misma época, o esperar a Hipócrates, en Grecia, o, más tarde, a Artemidoro de Daldia, para encontrar tales principios de explicación. Desde la más remota antigüedad, los indios se interesaron por los sueños: así lo atestiguan los Vedas, entre los siglos xv y x antes de nuestra Era, y los Upanishad. Un Tratado de los sueños aparece en la 68a Paracishta del Atharva Veda. Y es muy importante. Este tratado incluye, naturalmente, largas listas de sueños

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favorables y desfavorables, de modo que resultaría muy instructivo un trabajo comparativo entre las significaciones positivas o negativas atribuidas a las diversas civilizaciones. Algunos de estos significados son comprensibles: son particularmente favorables las imágenes de agresividad o de poder, como lanzas, hachas, estandartes, espadas-amuleto: los freudianos dirán más tarde que se trataba de símbolos viriles que tienden a que el que sueñe afirme su personalidad. Pero la agresividad sigue siendo de buen augurio, aún en sus más trágicas imágenes: quien se ve sumergido en un mar de sangre tendrá suerte, como también quien ve su cabeza cortada, su carro destrozado y lleno de sangre; todas las amputaciones físicas son afortunadas: las orejas cortadas, la mano amputada, el pecho o el pie seccionados, el seno o el pene cortados. Pero es la violencia y la presencia de la sangre lo que parece conferir esta significación benéfica, pues, desde el momento en que la separación de una parte del cuerpo se produce de manera pasiva, se vuelve de mal augurio: lo propio ocurre con la caída del cabello, de la barba, de las uñas o de los dientes. Este Tratado de los sueños ofrece interpretaciones basadas en el contrasentido: las referentes a las mutilaciones sangrientas pueden serles asimiladas, pero la intención resulta más chocante cuando se dice que el pesar soñado significa felicidad, y el verse muerto, longevidad. Tampoco se prescinde de cierto simbolismo sexual: unos pájaros que vuelan presagian la conquista de una mujer. Por el contrario, gran número de analogías son incomprensibles para nosotros, quizá porque nos falta un conocimiento profundo de las condiciones sociales de la India de aquel tiempo. ¿Por qué el hecho de jugar en sueños con las flores de loto anuncia la amputación de un brazo? ¿Por qué sufrirá un perjuicio la mujer a cuyo lecho trepa un camaleón? ¿Por qué el hombre atado con cadenas de hierro se casará con una virgen? Habría que saber lo que representaban, para los indios de la época, el loto y el camaleón, y cuáles eran las condiciones en que un hombre podía verse encadenado. Una vez más, parece que pueden distinguirse dos categorías de imágenes en esta Clave de los sueños: las que se refieren a hechos generalmente humanos, universales, de tipo «arquetípico», y cuyas analogías nos son comprensibles, como el peligro anunciado a un soberano por la caída de la luna o del sol, la revolución presagiada por la inestabilidad del océano o de las montañas, etcétera; y aquellas que, por el contrario, se refieren a hechos que dependen de la época o de las condiciones locales, y

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cuyas analogías no podemos comprender o sólo podemos hacerlo a base de considerables conocimientos ya históricos o bien etnológicos. Sin embargo, no son estas correspondencias lo más interesante de esta Paracishta del Atharva Veda. Si, como acabamos de decir, algunas de ellas nos son comprensibles, ofrecen para nosotros, los modernos, el inconveniente de referirse a imágenes aisladas, mientras que los sueños se desarrollan como verdaderos escenarios, donde pueden aparecer sucesivamente imágenes variadas, si no contradictorias. Nada, en nuestro Tratado de los sueños, alude a un análisis del sueño en el sentido moderno de esta expresión, pero vemos, empero, una tentativa notable: la de interpretar las imágenes en relación con la personalidad del que sueña o, al menos, con su temperamento. El lector atento habrá encontrado ya, en el tratado de los sueños de Hipócrates, un eco de este enfoque; pero la obra atribuida al maestro de Cos es posterior al Atharva Veda, y su intención es médica. Además, la correspondencia entre las imágenes y los temperamentos, secos o húmedos, no tiene nada de sistemática. Por el contrario, el tratado hindú le consagra un capítulo entero, situando igualmente los temperamentos en una perspectiva astrológica y en relación con un planeta determinado. En aquella época, la India no conocía más que tres temperamentos: el bilioso, colocado bajo el signo del fuego; el flemático, bajo el del agua, y el aéreo o sanguíneo, bajo el del aire. La empresa es interesante porque elimina toda «magia» de la interpretación onírica y muestra la raíz fisiológica de un gran número de imágenes, incluso de divinidades. También lo es porque permite descubrir un temperamento a través de las imágenes del sueño, así como prever, para un determinado temperamento, el tipo de sueños que es más probable que tenga. Semejantes analogías debieron fundarse, indudablemente, en numerosas observaciones y en una ciencia muy antigua. Abrían un camino original y profundo, siendo de extrañar que no fuese recorrido de nuevo. Ciertamente, encontramos en los árabes tratados que siguen la clasificación de las imágenes del sueño por el temperamento, pero su aportación no parece importante. Al elaborar sus tipos psicológicos, C. G. Jung no alude para nada a la relación que puede existir entre éstos y los sueños. En nuestra época, Gastón Bachelard parece ser el único autor que se ha aproximado a esta línea de ideas. En la citada Paracishta, se hacen otras observaciones muy su-

tiles: se dice, por ejemplo, que los sueños que no son recordados carecen de acción; que, de varios sueños sucesivos, el último es el único que debe ser interpretado; y que los sueños de la primera vigilia producen su fruto durante el año; los de la segunda, a los ocho meses, y los de la tercera, están ya medio cumplidos. Hay en ello un esbozo de una dinámica del sueño. En efecto, el sueño es considerado como una acción en potencia, un germen del futuro, es decir, una fuerza psicomotriz. La intensidad de esta fuerza está en relación con el momento en que nace durante el sueño. De suerte que, según el tiempo y la naturaleza del sueño, varía su fuerza de propulsión y, por ende, el tiempo que le separa del acto. En China, durante la época de los reinos combatientes, entre los siglos v y n i antes de nuestra Era, vemos como un duque de Kuo encarcela al intérprete que ha dado a sus sueños una interpretación nefasta. De esta manera, espera detener la fuerza motriz; pero logró únicamente retrasarla, pues el sueño se cumple seis años más tarde. Parecido es el caso del hombre que, habiéndose guardado de hacer interpretar un sueño nefasto, sigue viviendo sin que le ocurra nada malo; pero, tres años más tarde, cuando cree pasado el peligro, hace interpretar el sueño y muere al cabo de poco1, Estos textos permiten comprender el origen psicológico de los presagios «a plazo», formulados con frecuencia por los antiguos adivinos. También en el Yi-King, el famoso Libro chino de las mutaciones, encontramos estas previsiones a plazo: si se cumple tal condición, se producirá tal acontecimiento dentro de tres años, o de siete, o de diez2. No se trata de profecía ni de videncia, sino de deducción intuitiva. Entre el momento en que se siembra el grano de trigo y aquel en que madura la espiga, existe una duración previsible. Y, precisamente, el sueño es una especie de germen cuyos efectos son psicomotores. No habría nada absurdo en un proceso psicológico sutil que tratase de calcular el tiempo a transcurrir entre una acción posible nacida en sueños y la acción real llegada a la madurez. Cada posibilidad psicológica debe poseer su quantum de tiempo, que, al menos en teoría, debería permitirnos calcular el plazo dentro del cual puede llegar a término. A fin de cuentas, esta manera de ver es común a todos los médicos que han querido ver en los sueños los síntomas anunciadores de ciertas enfermedades. Entre la previsión 1

Michel Soymié, Les Songes et leur interpréíation en Chine, p. 282. Yi-King, traducido del chino por Charles de Harlez, presentado y anotado por Raymond de Becker, París, 1959. 2

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vaga y la previsión matemática, no habría, entonces, más diferencia que el alcance y la calidad de las observaciones. Nada permite pensar que los antiguos adivinos considerasen que sus previsiones tenían que cumplirse de manera infalible y constituyesen una implacable fatalidad. El plazo a transcurrir entre la siembra y la recolección es previsible; pero esto no quiere decir que un germen determinado se transforme en espiga. Pues, en el intermedio, el tallo puede ser arrancado, o puede producirse un huracán o cualquier otro suceso. Por esto el tratado a que venimos refiriéndonos cuida de suspender los efectos de los sueños malos, y, así, establece ritos de purificación o de expiación, sacrificio, ofrendas a los brahmanes, abluciones y baños. Más tarde, un tratado del siglo xn, la Svapnacintamani de Jagaddeva, declara que, si no se habla a nadie de un mal sueño, éste no tendrá consecuencias. Observación que tampoco carece de interés, pues la palabra y el hecho de contar el sueño son considerados ya como un principio de acción, como un principio de realización. En todas las civilizaciones encontramos este afán de protegerse contra los sueños malos: los camboyanos, por ejemplo, «cortan» el sueño desvaforable cortándose los cabellos con tijeras 1 . Los chinos2, para librarse de él, le hacen ofrendas en las cuatro direcciones, manera cortés, para ellos, de expulsar las cosas y los seres nefastos: con esta expulsión de los sueños malos, empiezan las fiestas de fin de año. En cuanto a los japoneses3, poseen una práctica de «desviación» del sueño, yumetagae, capaz de conjurar sus malos efectos. Por lo demás, los chinos parecen haberse interesado por los sueños aún más que los indios. Sus narraciones de sueños, espontáneos, arreglados o literarios, son innumerables. Sin embargo, al contrario de lo que ocurre en otros pueblos, no encontramos únicamente, en aquellas narraciones, analogías parecidas a las que hemos observado en las Claves de los sueños, sino también principios de interpretación. Esto se debe tal vez a la centralización del Imperio chino y a la circunstancia de que pronto hubo en la Corte imperial altos funcionarios encargados de la interpretación de los sueños. Al principio, incumbían también a estos funcionarios las técnicas oraculares y de adivinación. Y, en documentos tan antiguos como el Che-King o el Chu-King, encontra* Les Songes et leur interprétaíton, p. 268. * Ibid., p. 293. » Ibid., p. 310.

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mos alusiones muy claras al paralelismo de estas técnicas. El rey Wu, fundador de la dinastía de los Cheu, dice, en el momento de entablar una batalla: «Mis sueños y la adivinación (por la concha de tortuga) coinciden. Es un doble presagio.» Quienes hayan estudiado el Yi-King, famoso libro oracular de las mutaciones, sabrán que los hexagramas que lo constituyen se fundan en imágenes simbólicas análogas a los de los sueños. Tanto los sueños como los oráculos son manifestaciones del inconsciente, y se comprende que la concordancia en su interpretación puede dar una seguridad bastante apreciable. Claro está que los adivinos de aquella época no se fundaban en una teoría del inconsciente, análoga a la utilizada por los modernos. La creencia en el origen sobrenatural o divino de los sueños y de los oráculos era frecuente, si no general, Pero el paralelismo de las diversas técnicas adivinatorias indica una intuición de la fuente única de estos fenómenos. Por otra parte, es difícil saber si, en la remota antigüedad china, las técnicas adivinatorias eran rudimentarias y estaban pendientes de madurar ulteriormente, o si no eran más que el residuo de conocimientos perdidos. En el Cheu-Li, del siglo IV antes de nuestra Era, y retocado bajo los Han, se habla de factores de orden astrológico y geomántico que hay que tener en cuenta en la interpretación de los sueños; pero, seiscientos años más tarde, un comentarista de la obra confiesa que, en su tiempo, no se sabía ya cómo utilizar estas disciplinas. Sea de ello lo que fuere, encontramos un «conde de Asuntos Religiosos», o ts'ong-po, como ministro en la Corte de los Cheu. Y, a sus órdenes, aparece un «Gran Adivino» (ta-pu) que dirige, a su vez, a los especialistas encargados de la adivinación por la concha de tortuga, los bastoncitos de arcilla, los hexagramas (mencionados en el Yi-King) y, por último, los sueños. Para utilidad del funcionario encargado de estos últimos, o tchan-mong, se elaboraron reglas y ritos llenos de interés. Para interpretar bien el sueño, era necesario anotar el año y la estación en que se había producido, la conjunción del cielo y la tierra, la situación respectiva del Yin y del Yang, que, como es sabido, son las dos grandes fuerzas energéticas, positiva y negativa, masculina y femenina, imaginadas por la filosofía china. Había que tener en cuenta el sol, la luna, las estrellas y las constelaciones, y, después, situar el sueño en una de las seis grandes categorías entonces admitidas: sueños corrientes, sueños de espanto, sueños de ideas, sueños de vigilia, sueños de alegría y sueños de temor. Existían, también, otras clasificaciones, pero 13 — 2.717

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sabemos poco de ellas. El lector encontrará en el anexo un extracto del Lie-seu, obra taoísta que define estas seis clases de sueño y esboza una teoría de su interpretación. Volveremos a referirnos a él, pues se trata de un texto igualmente importante en cuanto a la teoría del sueño. Pero hay que advertir, desde ahora, lo mucho que se aparta de las acostumbradas Claves de los sueños, con sus analogías más o menos comprensibles y mecánicas. Se carga el acento en la causalidad del sueño, y uno tiene la impresión de que, en el fondo, deben de existir muchas observaciones empíricas que anuncian las directrices modernas. Y no me refiero únicamente a los pasajes en que los sueños son presentados como deseos o compensaciones del estado de vigilia («Cuando uno está ahito, sueña en dar; cuando uno tiene hambre, sueña en tomar»), o como efectos físicos («Si uno se acuesta sobre el cinturón, sueña en una serpiente») o patológicos, sino también, y más aún, a la idea de Lie-seu según la cual el conocimiento de las causas destruye el temor e incluso los efectos del sueño. He aquí un punto de vista que el psicoanálisis freudiano no dejará de mantener, que los intérpretes chinos debían de compartir en escaso número, pero que figuraba ya en las perspectivas de la filosofía taoísta, según la cual las agitaciones mentales, fuesen diurnas o nocturnas, podían aminorarse mediante el conocimiento de sus causas. Vemos esbozarse, así, dos actitudes con respecto al sueño, actitudes que no dejarán de contraponerse y que observamos aún en la actualidad: la más tradicional, que acepta el sueño como fuerza motriz y trata de utilizar sus imágenes en un sentido beneficioso, y la más heterodoxa, que desconfía de las imágenes y procura reducir su eficacia mediante el análisis y el conocimiento de sus causas. En el siglo xx, encontraremos a Freud y a sus discípulos en esta segunda escuela; a Jung y a Bachelard, en la primera. De una manera un tanto paradójica, racionalistas y místicos se unen en un mismo deseo de reducir el poder de las imágenes y liberar de ellas el individuo. Por el contrario, serán los filósofos de la imaginación o los empíricos de la medicina quienes confiarán en ellas. No parece que la antigüedad japonesa aportara a nuestra materia más que los chinos. Ya en el siglo v, el Imperio de Levante toma prestados del Celeste sus tratados de adivinación. Un astrólogo del siglo x, Abe no Seimi, escribió, al parecer, una obra original, hoy desaparecida: el Libro de la adivinación por el sueño. Pero sus elementos esenciales se encuentran, según parece, en

el Shotnu kikkyo wago sho, o Tratado en lengua japonesa de los presagios buenos y malos contenidos en los sueños de toda clase. Publicada en 1712, esta obra precede a innumerables manuales populares impresos después en el Japón. Las reglas de interpretación que encontramos en ella se fundan, como en todas partes, en las asociaciones de ideas «directas» o «al revés». Pero los japoneses parecen haber sido más escépticos que los chinos en lo tocante a la interpretación de los sueños. Uno de sus proverbios llega a decir: «El sueño y el halcón son como los hace uno.» La misma idea podemos encontrarla a mil leguas de distancia, en Israel: «Los sueños sólo valen por la interpretación que se les da», escribe el rabí Yohanan1. Y, en el Talmud de Babilonia, un rabino anónimo nos refiere que, habiendo tenido un sueño, fue a consultar a los veinticuatro onirománticos que, en su tiempo, ejercían en Jerusalén: «Cada uno de ellos —explica— me dio una interpretación, y todas (sus predicciones) se cumplieron»2. Sin embargo, los judíos no hicieron ninguna aportación al arte o a la ciencia de interpretar los sueños. André Caquot3 observa, con razón, que las antiguas tradiciones de Israel sólo conocieron un oniromántico, el patriarca José, que la oniromancia era un arte egipcio y que nunca alcanzó allí un nivel muy elevado. Aunque la Biblia considerase muchas veces los sueños como de origen sobrenatural, a condición, empero, de que no contradijesen el oráculo, privilegio de la revelación divina, los «verdaderos» profetas denunciaron a los «falsos» que alardeaban de sus sueños, y utilizaron argumentos nacionalistas para condenar el arte adivinatorio. Esta condena se hace explícita en el Deuteronomio y en los Reyes, que despojan al sueño de su carácter sagrado, en beneficio de los vaticinios proféticos. Sin embargo, las contradicciones siguen menudeando en el texto bíblico, donde, como hemos visto a propósito de Daniel, los intereses del «pueblo elegido» pueden justificar de pronto la adivinación, si ésta se produce en detrimento de los enemigos de Israel. Detrás, empero, de la oficialidad judaica, se adivinan prácticas populares, es decir, discusiones rabínicas fundadas en la idea del valor significativo de los sueños. El tratado Berakot del Talmud de Babilonia utiliza «Claves» que Caquot clasifica de la manera siguiente:

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1 Midrash, Gen., R. LXXXIX, 8; Levitte et Casaril, Les Revés et leurs interprétations postbibliques, «Évidences», n.° 82, marzo de 1960, p. 20. 2 André Caquot, Les Songes et leur interprétation selon Canaan et Israel, p. 103. 3 Ob. cit., p. 114.

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«—Aplicación literal de un versículo bíblico al objeto visto en sueños: "El que sueñe olivos tendrá numerosos hijos, pues está escrito: Tus hijos son como renuevos de olivos alrededor de tu mesa." (Salmos 128, 6). »—Aplicación de un versículo bíblico por juego de palabras: "El que sueñe en cebada {se'Orim), se verá libre de iniquidad, porque está escrito: Tu iniquidad te será quitada (sar awoneká)" (Isaías, III, 7). «—Juego de palabras puro y simple: "El que sueñe en una palma (lülab) no tiene más que un corazón (eyn laella leb ekhad) para su Padre celestial." «—Alegoría transparente: "El que suba en sueño a un tejado ascenderá a las grandezas; el que descienda de un tejado descenderá de las grandezas."» Como hemos ya visto, a propósito del Onirocrita musulmán, publicado en Francia por Pierre Vattier en 1664, los árabes tomaron de los judíos esta manera de aplicar al sueño, literalmente o por juego de palabras, los textos sagrados, si bien sustituyendo la Biblia por el Corán. Afortunadamente, no heredaron la condenación pronunciada por el Deuteronomio, ni su modo limitado de interpretar los sueños. Sería el Occidente cristiano el que respiraría, durante cerca de mil quinientos años, un ambiente igualmente anémico. El Islam tuvo, por el contrario, el acierto de acoger y cultivar las ricas observaciones transmitidas por los indios y por los griegos. Aunque la literatura helenística debió ser particularmente abundante en esta materia, Grecia nos dejó sólo dos tratados relativos a la interpretación de los sueños: el de Hipócrates, del cual hemos ya hablado, y el de Artemidoro de Daldia o de Éfeso, que data del siglo n de nuestra Era. Aristóteles nos dejó también tres obras: Del sueño y de la vigilia, De los sueños y De la adivinación en el sueño1, pero ninguna de ellas puede ser considerada como una Clave de los sueños: se trata, en los tres casos, de comentarios filosóficos sobre el sueño y sobre los sueños, que más bien anuncian el escolasticismo medieval que el camino científico moderno. Aristóteles no aporta ninguna observación nueva, y no debe ilusionarnos demasiado la inclinación que muestra a la interpretación fisiológica del sueño: se trata más de un razonamiento lógico 1 Estas obras forman parte de Parva naturalia y ban sido publicadas en francés, con otros textos, bajo el título: Petits Traites d'histoire naturelle, en traducción de Rene Mugnier, París, 1953.

que de una opinión fundada en experiencias reales. Por lo demás, Aristóteles se preocupa sobre todo de destruir la creencia en el origen divino de los sueños y el uso que se hacía de éstos para anunciar el porvenir. Su posición es, empero, matizada, pues confiesa que no es fácil desdeñar la adivinación, ni creer en ella. «No es increíble —dice— que, en ciertos casos, haya una adivinación en los sueños.» Y aprueba decididamente a los médicos que, valiéndose de estos sueños, tratan de prevenir determinadas enfermedades. Pero es significativo que apenas aluda a las imágenes simbólicas sobre las cuales hemos visto que se fundaba el que podríamos llamar seudo-Hipócrates para diagnosticar el estado de salud de sus pacientes. Parte más bien de la idea de que los mismos pequeños movimientos internos que, durante el día, escapan a la conciencia, debido a los movimientos mucho más considerables del estado de vigilia, se hacen más intensos durante el sueño. Y nos da estos ejemplos: nos creemos fulminados por el rayo cuando suenan pequeños ruidos en nuestros oídos; creemos gustar miel y dulces sabores porque una gota infinitamente pequeña de humor rueda en nuestra boca, y nos imaginamos caminar sobre un brasero y tener muchísimo calor porque ciertas partes de nuestro cuerpo se han calentado un poco. «Como los principios de todas las cosas son poco considerables —añade—, es evidente que los comienzos de las enfermedades y de otros accidentes que deben producirse en el cuerpo, lo son también. Es, pues, evidente que estos síntomas son necesariamente más claros durante el sueño que en estado de vigilia.» Admite, desde luego, que ciertos sueños pueden ser signos o causas; está claro que los movimientos que se producen durante el sueño serán, a menudo, principio de acciones que se realizarán durante el día: y es que la idea de estas acciones habrá sido preparada por las representaciones de la noche. Sin embargo, Aristóteles no profundizó mucho en esta idea, que se asemeja a la noción germinal del sueño motor a que nos hemos ya referido. No concreta en modo alguno qué clase de movimientos producen tal o cual imagen, o indican tal o cual enfermedad. Tampoco parece ver que la misma excitación sensorial (pequeños ruidos en los oídos), si se amplifica en el sueño, traduce esta amplificación en imágenes diferentes, según los individuos, e inserta estas imágenes en escenarios también diferentes (el mismo ruido será percibido, en sueños, por uno, como un trueno; por otro, como el estampido de un cañón; por un tercero, como un acorde musical grandioso o

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trágico; de la misma manera que el rayo matará a uno, sólo amenazará a otro, y no le hará nada a un tercero). En resumidas cuentas, Aristóteles, al no profundizar en sus investigaciones, remite al azar y a la coincidencia todo lo que no comprende. Sin aportar ninguna prueba, trata de hacernos creer que sólo se interesan por los sueños «aquellos cuya naturaleza se presenta como locuaz y melancólica». La propia multiplicidad de los movimientos y de las imágenes que surgen en ellos convertiría la previsión en un efecto de la ley de los grandes números. A pesar de algunas observaciones interesantes sobre el paralelismo afectivo de los fenómenos que hoy llamamos telepáticos, la contribución de Aristóteles al arte o a la ciencia de interpretar los sueños sigue siendo insignificante. Mucho más importantes son las obras de Artemidoro de Éfeso, a cuya probidad científica rindió Freud homenaje1. De una parte, el autor del siglo n nos da una verdadera Clave de los sueños, ya que se establecen correspondencias entre las grandes imágenes soñadas y la significación fasta o nefasta que pueden tener para el que las sueña. De otra parte, estas correspondencias pierden su carácter mecánico, y se nos ofrecen principios de explicación. En efecto, Artemidoro cuida muy bien de precisar que no quiere «fundar sus juicios en la divinidad, como hacían los antiguos». Declara que «nunca ha buscado más que la verdad, apoyándose en testimonios, buscándolos» y con ayuda de la «razón». Considera haber adquirido cierta experiencia en la interpretación de los sueños, pues jamás hizo otra cosa en los días y en las noches de su vida. Por primera vez, vemos aparecer en la literatura onírica algo distinto a una correspondencia con imágenes aisladas. Artemidoro toma en consideración el contexto de estas imágenes y del escenario donde pueden presentarse. Habla de este último como de «sueños de apariciones múltiples» y de «sueños compuestos»: no existen reglas inmutables para interpretarlos, dice, y estas reglas son más difíciles de establecer y están más expuestas al error cuando uno ve a menudo los mismos sueños, los tiene de día y no de noche, y sus significaciones carecen de relación y de conformidad. Para conseguir lo que pretende, propone dividir los sueños según sus diferentes fases, y, juzgando aparte cada una de éstas, conjugarlas seguidamente y deducir la explicación de este conjunto. Pero las conclusiones que pueden • La Clef des songes ou Les Cing Livres de l'interprétation des songes, réves eí visions, traducido del griego y comentado por Henry Vidal, París, 1953.

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sacarse no tienen que ser mecánicas: hay que evitar el concluir siempre en las mismas consecuencias o en consecuencias similares, y la imaginación tiene que buscar explicaciones opuestas pero parecidas. Artemidoro llega a proponer, en ciertos casos, empezar por el final del sueño y remontarse hasta el principio, pues es frecuente, dice, que estas últimas circunstancias expliquen las visiones embrolladas del principio y aclaren la totalidad. Y compara los sueños incompletos y mal recordados a una frase mutilada, para reconstruir la cual hace falta llenar los espacios vacíos con palabras que ocupen las lagunas de la adivinación antigua que no habíamos podido juzgar por las otras Claves de los sueños: la restitución de la imagen aislada al contexto general del sueño. Generalmente, aclara también un segundo aspecto: la imposibilidad de emprender cualquier interpretación del sueño si no se conoce a la persona que lo ha soñado. Es preciso, dice Artemidoro, saber quién es el consultante, su edad, su posición social, su origen, las circunstancias de su nacimiento, las dimensiones de su cuerpo. Igualmente, la exposición del sueño tiene que hacerse con la mayor sinceridad, pues la menor circunstancia basta para modificar sus efectos. He aquí una actitud muy próxima al psicoanálisis: de la misma manera que una imagen onírica aislada no puede ser interpretada independientemente del resto del sueño, el sueño total no puede ser interpretado independientemente de la vida diurna de su autor ni tampoco separado del conjunto de su personalidad. Demostrada de este modo la sutileza del método, Artemidoro plantea ciertas clasificaciones. Distingue los sueños especulativos de los sueños alegóricos: los primeros representan una imagen sencilla y directa del acontecimiento que presagian, los segundos muestran únicamente símbolos cuyo sentido hay que determinar. Y entre estos últimos volveremos a encontrar las grandes imágenes arquetípicas ya comentadas por el seudo-Hipócrates, pero interpretadas, esta vez, no desde el punto de vista médico, sino en función del destino de la psicología total del que sueña. Cuando se producen sueños especulativos, se desarrollan muy de prisa y en breve plazo, mientras que los alegóricos requieren un tiempo más largo y sólo se realizan al cabo de varias semanas o de varios meses. Pues Artemidoro se plantea también el problema de los plazos, del cual hemos hablado ya al referirnos a los chinos. Pero aporta observaciones más curiosas que fecundas: así, hay que prever un plazo de realización sumamente largo para los sueños

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en los que se perciben cosas a gran distancia, como, por ejemplo, estrellas resplandeciendo en el firmamento; o bien, cuando en los sueños figuran animales, cabe calcular que sus consecuencias se manifestarán no inmediatamente, sino hasta cumplirse el tiempo que sus crías necesitan para nacer, es decir, en un plazo exactamente igual al período de gestación. Cierto que nuestro hombre, que vivía de su arte, aconseja también que se tenga en cuenta «el deseo de los clientes»... Hechas estas grandes clasificaciones (los sueños diurnos se distinguen igualmente de los sueños nocturnos), Artemidoro procede a agrupar sus grandes temas oníricos. Las interpretaciones que nos da son, con frecuencia, desiguales y desconcertantes. En cambio, hay algunas muy notables y parecidas a las que formula el psicoanálisis. Artemidoro conoce, por ejemplo, el significado sexual y afectivo de ciertos símbolos: las acciones de sembrar, de plantar y de arar están en relación con el deseo de casarse y de tener hijos, pues, nos dice, el campo significa la mujer, y las semillas, los hijos. El arado tiene, para él, un sentido fálico. Ve en el caballo y en el carruaje otras imágenes de la esposa o de la concubina, lo mismo que en las zanjas, en los silos y en los almacenes donde se depositan los cereales para su conservación: el freudismo no ha descubierto nada. Observa, con agudeza, que «el espejo significa la mujer para el hombre, y el hombre para la mujer». Al igual que en las demás Claves de los sueños, los excrementos tienen para él un valor positivo. Soñar un terremoto presagia un cambio de situación. La muerte y la boda tienen, con frecuencia, significaciones recíprocas. Las apariciones de seres o de objetos monstruosos o sobrenaturales indican esperanzas vanas, deseos irrealizables o empresas insensatas. Las taras e imperfecciones del cuerpo tienen relación con las pasiones o las dolencias del alma. Matar o ver matar a un pariente presagia una solución rápida de los negocios o de las empresas, de la misma manera que la muerte de un hermano, no sólo significa la desaparición de un enemigo, sino que también es señal de alivio y liberación. Observa, además, que las imágenes que se repiten en sueños son una invitación a concentrar nuestra atención en una misma cosa, aunque no debe creerse que los sueños que se reproducen en épocas diferentes, y entre los cuales transcurren varias semanas o varios meses, tengan siempre el mismo sentido. Estas observaciones nos parecen familiares, y encontramos en ellas el esbozo de una psicología del inconsciente. La diferencia entre la actitud de Artemidoro y la de

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los modernos estriba en que, en la primera, el sueño tiene siempre cierto carácter profético o determinista, y no se ve la manera de que el que sueña pueda escapar a su presagio. Por el contrario, la psicoterapia moderna pretende que el que sueña tenga conciencia de lo que significa el sueño, a fin de restituir a su autor los únicos contenidos útiles. Cree en el valor liberador de la toma de conciencia. Esta actitud, como hemos visto, no fue ajena a los indios y a los chinos. En cambio, parece que la Antigüedad grecolatina no sospechó el valor terapéutico de la toma de conciencia de contenidos ocultos, incluso cuando eran «desfavorables». No pasó de la incubación o, en tratados como los de Hipócrates, de la creencia en el exclusivo valor terapéutico de las grandes imágenes «benéficas» de carácter religioso o arquetípico. Por esto, a pesar de la calidad innegable de sus trabajos, no escapó Artemidoro a las extravagancias de los adivinos, que estaban empeñados, sobre todo, en asustar o halagar a su clientela: a lo largo de toda su obra, se muere con tanta facilidad como en las modernas novelas policíacas. Las ulteriores Claves de los sueños se desarrollaron a base de este denominador común. En Europa, sobre todo, no hicieron más que reproducir sus conclusiones más mecánicas, sin comprender nada de los caminos que llevaron hasta ellas. Sólo los árabes consiguieron mantener viva la tradición, pero nada realmente nuevo se descubre en sus tratados. Sin embargo, la onirocrítica musulmana fue abundante y vivaz. Pero sólo se distingue de sus antecedentes grecolatinos o indios por una tentativa, inspirada en la Biblia, de vincular la interpretación de los sueños a la ortodoxia y a la revelación coránicas. Ya en el siglo vin, Sa'íd bal-Musayyab y Muhammad bal-Sirín elaboraron una ciencia onirocrítica cuyos textos no han llegado hasta nosotros. Más tarde, un autor del siglo xi, Hasan bal-Husayn al-Khallal, citado por Dinawari, escribió dos obras, Tabaqat al-Mu'abbirin (Clase de los Onirocritas) y un tratado de Ta'bir, que nos permite calcular la importancia adquirida en aquella época por la ciencia de los sueños. Más de siete mil onirocritas son mencionados en la primera; mientras que Dinawari extrae, de la segunda, 100 autoridades que clasifica en 15 clases: 6 profetas, 13 compañeros de Mahoma, 12 hombres de la generación siguiente, 10 juristas, 9 ascetas, 8 autores de tratados onirocríticos, con Artemidoro de Éfeso entre ellos, 6 filósofos (entre ellos, cuatro griegos), 5 médicos, 3 judíos, 3 cristianos, 6 ma-

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gos, 7 árabes preislámicos, 5 adivinos, 3 magos y 4 fisonomistas1. Poco ha sido editado, y menos traducido, de esta inmensa literatura. Según Tufy Fahd, la mayoría de estas obras adoptan la forma de listas, por orden jerárquico, de seres o de objetos susceptibles de ser vistos en sueños. Se tratan, en ellas, temas generales, análogos a los tratados por Artemidoro; pero parecen tener preferencia por una especie de diccionarios enciclopédicos parecidos a las Claves de los sueños egipcias o babilónicas y que, aislando las imágenes de su contexto, darán origen a las obras popularizadas en nuestros días bajo aquel nombre. Los autores escriben a menudo en verso, a fin de hacer la materia más accesible para la memoria. Por último, se advierte la intervención del islamismo, al elevar al Profeta a la categoría de imagen benéfica: ver a Mahoma en sueños es de buen augurio, como lo era ver a los dioses en la Antigüedad, a Buda en el mundo indio, o a Jesús y los santos en el mundo cristiano. Los onirocritas musulmanes distinguen también los sueños «verdaderos» de los sueños «falsos», según criterios religiosos y sociales que prohiben hacer de ellos cualquier interpretación objetiva y científica: si en él hablan ángeles, reyes o jefes, padres o maestros, niños, ancianos o animales, el sueño es verdadero; y es falso si quienes hablan son demonios, si proviene de deseos del alma o de preocupaciones del momento, si es fruto de artificios de los magos, si expresa los humores o el temperamento, si reproduce una escena ocurrida hace mucho tiempo. En esta perspectiva, el sueño no alcanza nunca la dignidad de revelador del inconsciente, salvo para mejor encadenar a éste a los tabúes religiosos y sociales de la época. Esta primacía de lo social y de lo colectivo objetivado va tan lejos, que el conocimiento de la condición social del que sueña, exigido por los antiguos, sólo se utiliza con fines conservadores: el esclavo soñará por su amo, la mujer por su marido, los hijos por sus padres. Se trata de una puesta en condición, de un «lavado de cerebro», que, por media' Según Tufy Fahd, en Les Songes et leur interpretador! selon l'Islam, págs. 130-131, éstos son los cuatro tratados editados en Oriente, entre toda la literatura onirocrítica árabe: 1. Kitab al-djawami, atribuido a Ibn Sirín, editado en El Cairo en 1892. 2. Muntakhab al-kalam fi tafsir al-manam, del seudo Ibn Sirín, editado en 1868 en Egipto, en 1877 y 1884 en El Cairo (resumido), en 1864 en El Cairo, en Luknov, en Bombay, etcétera. 3. Ta'tir al-anam fi ta'bir al-manam, de Abd al-Ghaní and-Nabulsi, El Cairo, 1858. 4. Al-Isharat fi ilm al-ibarat, de Ibn Shaín (1468). El más antiguo tratado auténtico del género, al. Qadiri fi-t Ta-bir, de Abú Sa'ld Nasr ben ya'Qub ad, Dinawari, compuesto el año 1006 y dedicado al califa al. Qadir bilah (991-1031), permanece Inédito.

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ción de los onirocritas, rebasa la vida diurna y penetra hasta los más recónditos pliegues de la vida inconsciente. Y, como es natural, el onirocrita deberá poner al servicio de esta interpretación los conocimientos más extendidos, las matemáticas, el derecho, la lexicografía, la etimología, la onomástica, la literatura, los proverbios, las leyes religiosas, las prácticas culturales, la ciencia de lo lícito, de la oración y de la ablución, etcétera. Pero esta erudición debe emplearse únicamente para una interpretación de acuerdo con los principios fundamentales del Islam: de la misma manera que los hitlerianos y los soviéticos han podido estudiar y utilizar el psicoanálisis. Se trata, en todo caso, de un antecedente histórico de peso: el conocimiento aportado por el sueño no es juzgado por su propio valor, sino según la jerarquía de valores establecida por la fe y la sociedad. En el nivel superior, esta «dirección de los sueños», si no en el sueño mismo, al menos en su interpretación, se produjo en beneficio de una interpretación de carácter místico. Recordemos que el propio Mahoma había tenido sueños en forma de contactos luminosos y sonoros, a base de los cuales intentó más tarde confeccionar un alfabeto del éxtasis, representándolos en forma de consonantes sueltas al principio de algunas suras. De ahí que, en las cofradías musulmanas, los directores espirituales disponían de una tabla de correspondencia de los colores vistos en sueños con las envolturas sucesivas de que debía despojarse el alma, para alcanzar, ab intra, la visión divina. Los novicios debían contar sus sueños a estos directores, de la misma manera que los pacientes modernos los refieren a su psicoanalista. El aspecto positivo de estos estudios se encuentra, al parecer, en la correspondencia establecida entre ciertos colores, ciertos estados sociales, ciertos modos o ritmos musicales y ciertos perfumes y sabores. El análisis emprendido por Louis Massignon, de sueños shiítas o sufíes, permite entrever, a este respecto, una «paleontología de los sueños», en la cual podríamos discernir la prehistoria cultural de las sociedades, sus tabúes y las correspondencias comunes a todo medio social1. En los pueblos altaicos, y sobre todo en el turco, sus numerosas Claves de los sueños no hacen más que seguir, más o menos torpemente, las interpretaciones islámicas. Según Coxwell, encon1 L. Massignon, Sociologie et Sociographie musulmanes, en «Annuaire du Collége de France», París, 1944, p. 85, y Thémes archétypiques en onirocritique musulmane, en «Éranos Jahrbuch», XII, Zurich, 1945, p. 242.

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tramos incluso entre los tunguses explicaciones de sabor freudiano: así, la ineficacia de un hacha o de un cuchillo significa que el dueño del arma caerá enfermo. En Camboya, existen igualmente Claves de los sueños cuyas interpretaciones no parecen diferenciarse mucho de las aludidas. Relaciones inversas entre los sueños y sus resultados, de manera que el suicidio significa victoria sobre los enemigos, y la muerte, obtención de bienes abundantes; imágenes arquetípicas, como la caída de los dientes o de los cabellos, signos nefastos; acciones realizadas en sueños y relacionadas con la vida cotidiana; nada encontramos aquí que no supiéramos ya. Pero, al examinarlas, Pierre Bitard 1 trazó una especie de sociología y de psicología de sus autores: entre 272 textos examinados, 237 indicaban consecuencias felices, y 73, consecuencias funestas. Esto aparte de la enumeración de los temas oníricos, que, con toda seguridad, permiten hacerse una idea, tanto de la vida social objetiva del que los soñó, como de sus deseos ocultos. Al menos, se trata, si no de una indicación proporcionada por los autores citados, de una utilización de su material por parte de los modernos. Así, pues, la aportación de las Claves de los sueños no ha sido baladí. La ciencia moderna de los sueños se halla contenida en ellas, a título de boceto. Pero las Claves de los sueños que conoció Occidente a partir del siglo xvi no eran más que documentos degradados y mutilados, si se comparan con los tratados onirocríticos utilizados en el mundo antiguo por los indios, por los chinos o por los árabes. Es hora de que veamos qué teorías originaron los sueños en estas civilizaciones. i Les Songes et leur interprétation chez les cambodgiens, p. 264.

LAS CLAVES DE LOS SUEÑOS (Documentos) 1 / SUEÑOS SEXUALES FEMENINOS EN EL ANTIGUO EGIPTO.

Si una mujer besa a su marido, tendrá pesares; Si un caballo se une a ella, se mostrará violenta con su marido; Si un asno se une a ella, será castigada por una falta grave; Si un macho cabrío se une a ella, morirá pronto; Si un morueco se une a ella, el Faraón la hará objeto de sus [bondades; Si un sirio se une a ella, llorará, porque dejará que un esclavo Si pare un gato, tendrá muchos hijos; [se una a ella; Si pare un perro, tendrá un hijo varón; Si pare un asno, tendrá un hijo idiota; Si pare un cocodrilo, tendrá muchos hijos. (Papiros del Museo de El Cairo, núms. 50.138 y 50.139, citados por Serge Saumeron, ob. cit., p. 37.) 2 / SUEÑOS DE VUELO EN BABILONIA.

mentó estable. persona importante, Si un hombre se tama y.roda. ™ ^ P s i e s t a e n l a c á r c e i , suerte. Para un siervo, final de sus aesguiu* . será puesto en libertad. Si está enfermo, se curara.

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Si un hombre vuela varias veces seguidas, perderá cuanto posee. Si un hombre se lanza y vuela: Para el siervo, pérdida de sus bienes; para un pobre, terminación de su pobreza. Este hombre verá realizarse sus deseos. Si un hombre vuela de un lado a otro, desaparece, pero aparece de nuevo: aflicción. Si un hombre vuela de un lado a otro: El rico perderá sus bienes; el pobre verá el final de sus desgracias. Si un hombre vuela desde el lugar donde se encuentra y (sube) al cielo, este hombre encontrará lo que ha perdido. {Livre des songes assyriens, citado por Marcel Leijbovici, ob. cit., p. 74.) 3 / SUEÑOS SEGÚN LOS TEMPERAMENTOS ENTRE tOS INDIOS.

Las personas de temperamento bilioso, incluso si han nacido bajo el signo de la luna, son de naturaleza ardiente; en sueños, ven paisajes amarillos como el oro y, en estos paisajes, templos y multitudes que tienen el resplandor amarillo de la bilis, campos llenos de flores rojas de Khadira, una tierra árida y de agua pura, matorrales, lianas y árboles secos, un gran bosque en llamas. Ven también vestidos hechos jirones y cuerpos ensangrentados, (imágenes de) divinidades ardiendo o sufriendo otros daños, una luna roja, o bien respiran perfumes. Ven, también, flores de Butea Frondosa y bosques de Cassis Tisdula, meteoros y relámpagos fulgurantes (que rasgan) la nube, o estallar un incendio. Y, sobre todo, van engalanados, beben agua en abundancia, en los ríos y estanques, en la orilla de los bosques o en los chorros que brotan de una fuente. Como padecen calor y buscan el fresco, se bañan, beben, disputan y sienten dolor. Las mujeres se burlan de ellos, les agotan, los hostigan. Así pueden identificarse los biliosos, con ayuda de los sueños sintomáticos de su temperamento (I, 13, s.). Las personas de natural flemático están siempre hambrientas y alteradas. En sus sueños, ven un delicioso bosquecillo de sándalos, Butea Frondosa en flor, bosques de lotos, ríos límpidos, de aguas claras, abundantes y frescas, cubiertos a veces de niebla,

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enormes masas de nieve, cuernos de la abundancia que vierten perlas y joyas, pericarpios y tallos de lotos. Ven jabalíes, pájaros, búfalos, gacelas y elefantes de tiro, así como cisnes que surcan una nube sembrada de estrellas. Además, a los rayos inciertos de la luna, que tiene la blancura de la leche de vaca o del jazmín y el brillo de las aguas puras, ven formarse, en el cielo, blancos nenúfares en plena floración. Ven un cisne, el puro resplandor lunar, templos espléndidos y frutos exquisitos, montones de flores para las ofrendas, grandes edificios, brahmanes que pronuncian las palabras del sacrificio, leche cuajada, leche dulce y ambrosía, mujeres ungidas de perfumes, bien vestidas y engalanadas, plantas azucaradas amarillas o blancas; todo esto, a menudo y en gran cantidad. Tales son los sueños que ven los hombres de naturaleza flemática (I, 29 s.). En sueños, los hombres de temperamento sanguíneo ven paisajes donde (las nubes) han sido barridas por el viento, montes, terrenos y bosques donde (soplan) los huracanes, muchas estrellas y planetas oscurecidos, el disco de la luna privado de sus rayos, la bóveda celeste cubierta de espesas nubes de diversos colores, que circulan en líneas continuas, bandadas de pájaros errantes, gacelas y pastores agitados. O bien las nubes, las montañas, los bosques y los bosquecillos se desplazan, chocan, corren o caen desde las alturas. Los hombres de temperamento sanguíneo ven todo esto en sueños (I, 44 s.). (68.a Parigishta del Atharva Veda, citado por AnneMarie Esnoul, en Les Songes et leur interprétation dans l'Inde, págs. 215-216.) 4 / UNA TEORÍA CHINA DEL SUEÑO.

Hav ocho manifestaciones del estado de vigilia. Hay siete aspecto7deÍ7ue?o. ¿A qué llamamos las o c h o < ™ g £ ™ ™ » ^ S t e c i í n e l ó S s o n tes conexiones corporales. ¿A qué llamamos los se a pectos^Son los sueños corrientes {cheng-mong, literalmente ueñSPcor0rectos; aparecen por sí mismos s n emoción previa son, en realidad, los sueños no diagnosticados), los sueños de es

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panto (ngo-mong, sueños causados por el pavor), los sueños de pensamiento (seu-mong, o sueño de lo que se ha pensado en estado de vigilia), los sueños de vigilia (wu-mong, expresión que plantea una dificultad filológica). El comentario oficial dice: se sueña aquello de lo que se ha hablado durante el día. Lo cual difiere muy poco de los sueños precedentes. Y salen del apuro diciendo que este sueño es causado por una acción física (mientras que el anterior tiene una base puramente psicológica), los sueños de gozo (hi-mong, sueños causados por una alegría) y los sueños de miedo (kin-mong, sueños causados por un temor). He aquí los seis aspectos, que son las relaciones espirituales. Si uno no sabe de dónde provienen los sentimientos (que afectan al espíritu) y los cambios (que afectan al cuerpo) cuando surge un asunto, ignora sus causas. Pero si sabe de dónde provienen los sentimientos y los cambios, cuando surge un asunto sabe cuáles son sus causas. Sabiendo cuáles son estas causas, no hay nada que temer. En la estructura y el mecanismo del cuerpo, todo está en unión con el cielo y la tierra, todo responde a los seres y a las especies (éste es el enunciado de la teoría cosmogónica china, común a todas las escuelas de pensamiento, según la cual hay una correspondencia, en todos los niveles, exacta entre el microcosmo y el macrocosmo). Por esto, cuando el Yin es fuerte, uno sueña que atraviesa una gran cantidad de agua, y tiene miedo. Cuando el Yang es fuerte, uno sueña que atraviesa un gran fuego, y se asa. Cuando el Yin y el Yang son igualmente fuertes, uno sueña en la vida y en la muerte (pues el Yin y el Yang deben armonizarse. Si su fuerza es igual, se produce lucha y se dañan recíprocamente). Cuando uno está ahito, sueña en dar. Cuando uno está hambriento, sueña en coger. Por esto mismo, cuando uno está-enfermo por exceso de ligereza y de vacuidad, sueña que se eleva. Cuando uno está enfermo por exceso de pesadez y de plenitud, sueña que se hunde (esto alude a ciertas teorías médicas chinas según las cuales los órganos, visceras, vasos sanguíneos y otras cosas se dividen en llenos y vacíos). Si uno duerme acostado sobre un cinturón, sueña en una serpiente. Ver un pájaro llevado en el pico, hace soñar que uno vuela. Cuando uno está a punto de pasar bajo la influencia del Yin, sueña en fuego. Cuando está a punto de caer enfermo, sueña en comida. Cuando uno sueña que bebe alcohol, es que llevará luto. Cuando uno sueña que canta y baila, llorará. El maestro Lie-seu dice: un encuentro mental produce un sueño. Un contacto corporal produce un suceso. Es porque los pensamientos del

día y los sueños de la noche son lo que encuentran el espíritu y el cuerpo. Es porque, para quien tiene el espíritu coagulado, los pensamientos y los sueños se paran por sí mismos. Éste no habla de las realidades de la vigilia. Éste no trata de comprender los sueños, que son también cosas verdaderas. Pues esto no son más que fases del vaivén de la metamorfosis. Los sabios de la Antigüedad, cuando velaban, se olvidaban de ellos mismos. Cuando dormían, no soñaban. ¿Por qué habían de hablar inútilmente? (Extracto del Lie-seu, presentado por Michel Soymié, en Les Songes et leur interprétation en Chine, páginas 295-297.) 5 / LA MUERTE EN LOS SUEÑOS, EN EL SIGLO I I DE NUESTRA ERA.

La muerte y el matrimonio tienen, en sueños, estrechas relaciones. Por esto, el que sueñe que está muerto tendrá grandes probabilidades de casarse, y por esto, el enfermo que se vea celebrando su propia boda recibirá, con este sueño, el aviso de su muerte inminente. El hombre casado que sueñe que está muerto, se divorciará, repudiará a su esposa o se verá separado de sus amigos y compañeros, pues los muertos no siguen ya a las mujeres ni tienen amigos. El que viva tranquilamente en su tierra natal será impulsado, por este mismo sueño, a las aventuras, y tal vez se expatriará. Estar muerto es un sueño muy apetecible para los padres, los poetas, los escritores, los oradores y los filósofos: los primeros verán crecer a sus hijos en vigor, en belleza y en inteligencia; los otros compondrán obras de éxito. Este sueño ha sido objeto de atento estudio por mi parte: éste me ha demostrado que no sólo era favorable a los que tienen preocupaciones y grandes tristezas, por aquello de que los muertos no tienen ya preocupaciones ni tristeza, sino que también era ventajoso para aquéllos que pleitean por cuestiones de herencia, o para los que desean adquirir bienes rurales. Para el éxito de otros litigios, este sueño será, generalmente, nefasto. El enfermo que sueñe que está muerto o es depositado en tierra y enterrado (cosa que tiene la misma significación), se curará, pues los muertos dejan de estar enfermos. El que se vea depositado 14 — 2.717

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en tierra y enterrado vivo, será arrojado a los calabozos, sin juicio, y allí perecerá. Sea cual fuere el efecto que produzca este sueño, tanto si nos favorece como si nos perjudica, cuando uno se ve muerto por mano de otro, es de la persona que causa nuestra muerte que nos vendrán los beneficios o los males. La muerte infligida después deuna sentencia judicial hará más cruentos los males o más preciadas las gracias que obtengamos de ella. Verse, en sueños, ahorcado o estrangulado por otro o incluso por uno mismo, es predicción de angustias inminentes o de cambio de residencia. Verse crucificado es buen presagio para los que navegan y para los hombres desprovistos de dinero; por el contrario, los que lo tienen en abundancia sufrirán, por este sueño, aflicciones y disgustos; los solteros encontrarán en él una promesa de matrimonio; los siervos, una promesa de libertad. Verse crucificado en un establecimiento o monumento público es señal de que se tendrá el cargo o el oficio inherentes a este establecimiento o monumento; así, por ejemplo, el que en sueños sea crucificado en una escuela se convertirá en profesor, y el que se vea crucificado en una iglesia ingresará en las órdenes. El que, siendo pobre, se vea muerto por animales, adquirirá riquezas suficientes para alimentarse y satisfacer las diversas necesidades de su existencia; pero, si es rico, este sueño sólo le acarreará disgustos, injurias y difamaciones de personas representadas por los animales que le han dado muerte. Este sueño ha sido, para diversos individuos, indicio de enfermedad. Por último, el servidor que se vea despedazado por animales, recobrará la independencia y la libertad. (Artemidoro de Éfeso, ob. cit., lib. II, págs. 153-155).

CAPíTULO II

TEORÍAS DEL SUEÑO EN LAS CIVILIZACIONES PRE O PARACRISTIANAS La confusión de los primitivos entre el sueño y la realidad pudo ser superada, en un principio, gracias a la creencia en un universo sobrenatural y divino. Pues, mucho antes de que pudieran ser distinguidos de manera racional como dos estados del ser, lo fueron por la proyección del estado de sueño fuera del ser y a un universo sobrenatural o trascendente. Y no es que, en aquellos tiempos en que nacía la facultad de distinguir, no se hiciera algo más que atribuir el sueño a los dioses o a los demonios, o cargarles la responsabilidad del mismo. Cosa curiosa: se personalizó el sueño, se hizo de él un personaje autónomo, una cosa en sí. Hemos tenido ya ocasión de observar en Homero esta personificación del sueño. En la Ilíada y la Odisea, el sueño es, en varias ocasiones, una entidad viajera. Esta entidad es como un fantasma: puede tomar los aspectos más diversos. Pero no se confunde con éstos. Existe por sí misma. El sueño viene de fuera, «visita» al durmiente, toma tal o cual figura, pronuncia unas palabras y se va. Puede pasar de un durmiente a otro. Está a las órdenes de los dioses, los cuales lo envían de un lado a otro. Es posible que, entre la confusión primitiva y esta personificación del sueño, se hayan situado creencias análogas al viaje chamánico: en estas creencias, el chamán viajaba en sueños; abandonaba su cuerpo y se marchaba a visitar a los dioses o a los demonios, o sea los cuerpos de sus semejantes. En etapas desarro-

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Hadas de las grandes civilizaciones, encontramos huellas de esta creencia, aunque no sea más que para someterla a debate. Entre los egipcios, el hombre dormido, capaz de tales viajes nocturnos, se convierte en un peligro que los vivos tienen que evitar. Su sueño errante puede realizar malas acciones, y hay que desconfiar de él, sobre todo en el instante en que se reintegra al cuerpo: por esto, incluso en nuestros días, los fellaghs del Alto Egipcio no despiertan nunca bruscamente a un durmiente, por miedo de que su sueño viajero no se reintegre a tiempo en su morada y se vengue del responsable. Los más antiguos Upanishad evocan, también, el estado de sueño como un estado en que el alma puede moverse y explorar terrenos que la están vedados durante la vigilia. Ni siquiera en nuestra época abandonará del todo la India estos conceptos, y Shrí Aurobindo, que conoce perfectamente las obras de Freud y de Jung, seguirá afirmando que es posible, en sueños, «entrar en contacto con otros medios y con otras personas, a los que no conocemos en la vida física o que no pertenecen en absoluto al mundo físico»1. En el texto chino anexo a este capítulo, una frase sorprendente nos lleva a parecidas consideraciones: «Un encuentro mental produce un sueño; un contacto corporal produce un acontecimiento.» Desde luego, este texto está muy lejos de toda personificación del sueño, pero persiste en él la idea de una reparación del cuerpo, de un viaje del huen —el «alma soplo» de la filosofía china—, que, durante el sueño, saldría en busca de encuentros casuales. De ahí una correría en que el huen vagabundo encuentra otros huen igualmente vagabundos de personas dormidas, de hechiceros en funciones, de magos en periplo místico, de personas fallecidas de muerte violenta, de antepasados, de dioses o de demonios. También encontramos este concepto en las descripciones medievales de los aquelarres. Cuando el sueño está personificado, sigue en relación con el concepto del alma-soplo. En Babilonia, uno de los dioses-sueño se llama Zaquiqú, cuya raíz es zaqú: soplar. Pero, en la tradición sumero-acadia, existen varios dioses-sueño, entre los cuales podemos citar a Ma-mon y a An-za-oar, que es también el Enlil de los sueños, es decir, el dios de la atmósfera. Todos ellos son demonios nocturnos que vagan entre el cielo y la tierra. En la Epopeya de Gilgamés, hemos visto ya que el sueño es arrancado de la tierra y sale de ella en forma de un soplo. Y, naturalmente, el mundo sub-

terráneo es también morada de los muertos, de suerte que, una vez más, se presenta la asimilación clásica entre el sueño y la muerte. Pero la naturaleza neumática del sueño da también a la muerte un matiz aéreo. Por otra parte, es en la morada de los muertos donde el sol efectúa su viaje subterráneo. La divagación propia de este viaje simboliza todas las divagaciones, y el recorrido entre sus términos opuestos indica la ambivalencia que le es propia. De ahí que ciertos demonios nocturnos de los babilonios —y que tenían más de daimon en el sentido griego que de diablos medievales— tuviesen la facultad de cambiar un sueño en su contrario, lo fasto en nefasto, y lo nefasto en fasto. Cabe suponer que, en este último caso, también el demonio se transformaba y se convertía en ángel. El folklore judaico heredó estas creencias. En el Talmud, es un arcángel llamado Baal ha halom quien preside los sueños, y, en la Biblia, el mensaje de Dios es transmitido al hombre por medio del ángel: el ángel es, en ella, una personificación del sueño. En el siglo XI islámico, Abu Bakr al-Bayhagi1 se refiere una vez más a esta personificación. Pero esta vez se trata de una mujer de gran belleza, convocada por el Profeta; y cuando esta mujer declara no tener nada que ver con el sueño para el cual la ha llamado el Profeta, vemos cómo éste interpela a los «sueños incoherentes», que, a su vez, se presentan bajo la forma de una mujer opuesta a la primera. Estas encarnaciones femeninas del sueño serán observadas con satisfacción por los psicólogos, los cuales encontrarán en ellas la imagen del anima, tema del inconsciente en nuestra época. Pero cabe imaginar que este tema, que es el de la mujer desconocida de los sueños, corresponde a una determinación sexual a la que habremos de volver a referirnos, mientras que el ángel posee siempre cierto carácter andrógino. Dinawari, autor musulmán del siglo xi, dice, a este respecto, que «el Profeta solía ver el sueño veinte años antes de ver el ángel». Esta observación es muy significativa, pues podría indicar la distancia y el plazo existentes entre la capa relativamente individualizada del sueño cotidiano y la capa androgínica y colectiva simbolizada por el ángel, distancia y plazo que, indudablemente, se encontrarían también en la encrucijada de la vigilia y el sueño que hemos tenido ocasión de mencionar a propósito de la incubación y de los sueños provocados. Cierto que, al salir de la indiferenciación original, el pensa-

> Le Cuide du yoga, París, 1951, p. 140.

1

Al-Mahasin-wa-UMasawi, Giessen, 1902, p. 347.

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miento humano no pareció estar en condiciones de poder elegir entre estos dos aspectos de la individualización del sueño: el movimiento del alma errante que abandona el cuerpo para entregarse a una excursión nocturna, y el movimiento de los dioses y de los demonios que vienen a visitar al hombre dormido y a hacerle sus revelaciones. Y esta duda tratará, a veces, de hallar su solución en teorías que hacen del sueño lugar de participación del hombre y del mundo, lugar en que se encuentran las comunicaciones de los más diversos orígenes. Pero en ambos casos, y cumplida la distinción, la tendencia histórica más antigua parece querer otorgar al sueño un valor significativo superior al del estado de vigilia. Ya en Egipto, el vocablo que designa el sueño es un derivado del verbo que significa «velar» o «despertar». Y un texto demótico llega a decir: «El dios creó el sueño para indicar el camino del durmiente cuyos ojos están en la oscuridad.»l Y, sin duda alguna, el «despertar» que permiten los sueños es, ante todo, el de la advertencia del futuro o del mundo de los dioses. Todavía hoy, los Ahl-e-haqq del Kurdistán iraniano emplean expresiones análogas: el sueño permite una nueva toma de conciencia; uno puede convertirse, por él, en otra persona; «uno despierta él mismo después de un sueño»2. El budismo, por su parte, habla de sueños provocados, que permiten conocer los pliegues más recónditos del alma y conducen a un «despertar» análogo al de psicoanálisis3. Sin embargo, era inevitable que, una vez realizada la distinción fundamental entre el universo onírico y el universo diurno, una vez admitido, también, el valor «revelador» de los sueños, se plantearan problemas más difíciles y hubiera que hacer, dentro de esta primera distinción, otras distinciones secundarias. Según demostraban las Claves de los sueños, muchos contenidos oníricos tenían consecuencias nefastas. Y había otros que debían ser considerados peligrosos por la sociedad religiosa o política de la época. Los primeros onirocritas parecen haberse preocupado muy poco de estos aspectos sociales o políticos, o, al menos, sólo lo hicieron en la medida en que éstos se integraban en la perspectiva, fasta o nefasta, que tenía el sueño para el individuo. Pero, ¿cómo discernir un sueño fasto para el individuo y peligroso para la sociedad? Egipto, Babilonia, Grecia, Roma, India, China y el Japón no pa1 Libro de sabiduría, Papiro Insinger, 32, 13; F. Lexa, Papiro Insinger, Les Enseignements moraux d'un scribe égyptien du premier siécle aprés Jésus-Christ, I, París, 1926, página 103. 2 Mohammad Mokri, ob. cit., p. 192. s Kathasaritsagara, ob., cit., p. 228.

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recen haberse formulado esta pregunta. El sueño posee, en sí, un valor tal que los faraones, o el Senado de Roma, se inclinan ante sus mandatos. Ciertamente, se observa, un poco en todas partes, una utilización política del sueño. Se refiere un sueño, verdadero o falso, para impresionar a los adversarios y llevarlos a una situación que la simple discusión no sería capaz de conseguir. Pero todavía no hay aquí ninguna teoría, ningún esfuerzo para subordinar el contenido del sueño a imperativos sociales o políticos. Correspondía a Israel, y más tarde al Islam y a la cristiandad, intentar esta subordinación, antes de que la URSS emprendiese análogos caminos mediante la utilización del psicoanálisis de grupo. Se intentará, pues, clasificar los sueños, ora según su origen, ora según su valor. Estas clasificaciones las encontramos en todas las civilizaciones, al menos en las más antiguas. Pero, según parece, fueron los indios quienes trataron primero de situar el propio estado de sueño en una jerarquía más compleja y más sutil que la de la simple dualidad de sueño y vigilia. Esta clasificación es la teoría de los cuatro estados del alma, expuesta en los más antiguos Upanishad. Se trata, en cierto modo, de grados de conciencia, los tres primeros de los cuales son inestables, mientras que sólo el último es definitivo y absoluto. La vigilia, el sueño, y el sueño profundo y sin sueños: he aquí los tres primeros. El cuarto es la identificación con el brahmán. Prescindiremos de este último, que corresponde a un estado de absorción y de unificación místicas, sin interés inmediato para nuestro objeto. Más interesante es la distinción entre el estado de sueño y el estado de sueño profundo. ¿Acaso no se sueña todo el tiempo? Hemos abordado ya esta cuestión al hablar de Hervey de Saint-Denis, y tendremos que volver a ella al tratar de las investigaciones fisiológicas más recientes. Pero la teoría india de los cuatro estados no es aún, para nosotros, más que una especulación metafísica: no tenemos ninguna prueba de que pudiese fundarse en experiencias reales. Sólo los yoguis podrían inducirnos a creer que hubo algo más que simples especulaciones. Sea de ello lo que fuere, y admitida la teoría de los cuatro estados, ya hemos visto que la India realizó nuevas clasificaciones, esforzándose principalmente en establecer una correlación entre los sueños y los temperamentos, correlación que volvemos a encontrar en Hipócrates, en el terreno estrictamente médico, y que, a su vez, se funda en una teoría de los humores que tiene su punto de partida en la idea original del soplo. Los Puranas proponen,

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en el siglo v, definir como procedentes de los dioses los sueños independientes del temperamento o que no son simples residuos de la experiencia diurna. En cuanto a los budistas, aceptan, como veremos en el anexo, varias de las clasificaciones propias de la India, aunque esforzándose en describir la naturaleza del sueño, así como «los signos que cruzan los caminos del pensamiento». Y, en lo tocante, sobre todo, a los sueños premonitorios, nos muestran a estos signos como surgiendo espontáneamente delante de la mente, de la misma manera que los objetos se reflejan en un espejo. Se abandona el carácter «mágico» de la premonición, en provecho de una explicación que tiene ya algo de racionalista: si el sueño tiene consecuencias fastas o nefastas, es a la manera de los granos en el cuerpo, o de una erupción cutánea. Pues así como los granos no tienen conciencia de sus efectos, la idea que produce el sueño no conoce su interpretación. Y, una vez más, acaban situando el sueño como estado intermedio entre la vigilia y el sueño profundo: en este último, el pensamiento permanece inactivo, es incapaz de soñar ni de conocer la suerte o la desgracia. Hay en estos puntos de vista una tendencia que se opone al pensamiento tradicional y tiende a la negación budista de toda creencia en la existencia de un alma sustancial. Pues, estando el pensamiento adormecido, es imposible imaginar una actividad autónoma que pueda proseguir en el estado de sueño profundo. Igual oposición entre dos corrientes, una tradicional, y otra, más racionalista, observaremos en Grecia. Hipócrates pertenecía a la corriente tradicional y no rompió jamás con la medicina asclepiana. Cierto que, para él, los sueños no vienen únicamente de Zeus, como pretendía Homero; tampoco los describe, como, más tarde, lo hará Platón, como «genios extendidos por las regiones etéreas, que vienen a posarse cerca de nosotros para imprimir en nuestras almas ideas desasidas de los sentidos y transmitirnos las órdenes de Dios» K Nada induce a pensar que creyese, a la manera de Pitágoras, que los sueños eran enviados por los demonios o por los héroes que llenaban la atmósfera2. Pero sigue su tradición al creer en una actividad autónoma del alma durante el sueño. En el Tratado de higiene que se le atribuye, explica que el alma vela para satisfacer las necesidades del cuerpo, y que en este estado de vigilia está toda entera en cada una de las funciones del cuerpo, tales como el oído, la vista, el tacto, el andar, toda clase de accioi Citado por P. Lacroix, L'Onirocritie, págs. 106-107. i Jamblico, Vita Pythagorae, XV, 65; XXIV, 1Ú6.

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nes y, por último, el pensamiento. No puede, pues, ocuparse de ella misma. En cambio, cuando llega el sueño se entrega a su movimiento natural, se retira de las diversas partes del cuerpo, «vuelve a encerrarse en su verdadero domicilio, para dedicarse con toda libertad a sus propias funciones». Y, como buen observador, no sólo llega Hipócrates a encontrar, como hemos visto, la correspondencia entre las grandes imágenes del sueño y ciertos estados de salud, sino que deduce, de la actividad autónoma del alma durante el sueño, una teoría compensatoria que es anuncio de la de Jung: si las preocupaciones del día son armoniosas y equilibradas, prosiguen durante el sueño; pero si no lo son, el sueño las contradice: entonces compensa la vigilia y se convierte en una especie de señal anunciadora del desorden. Artemidoro de Éfeso y Filón de Alejandría siguen también la misma tradición. Si el primero trata de la práctica adivinatoria y de las teorías que pueden explicarla, posee, en cambio, esta fórmula de mayor alcance: «Soñar ¿ice e s u n movimiento o una conformación del alma, que, bajo los aspectos más diversos, anuncia los bienes o los males futuros.»* Y el segundo, en la encrucijada de las corrientes judía y platónica, como lo estuvo también Plotino, integra el sueño en una concepción general del mundo: existen sueños cuyas imágenes son comunicadas por la Divinidad, principio de su movimiento; hay otros que nacen de una colaboración del alma del Universo con nuestro pensamiento, de suerte que éste llega a ser capaz de predecir el futuro; y otros, en fin, que surgen del propio movimiento del alma, cuyo entusiasmo aumenta la facultad de previsión, haciéndola igualmente capaz de predecir el futuro. Aristóteles, como ya hemos visto, impugna el alcance adivinatorio de los sueños, o, al menos, lo reduce a un efecto de la ley de los grandes números. No cree en el origen divino de los sueños, ni en la participación del alma dormida en la vida del Universo, ni en la actividad autónoma de esta alma dormida. Aunque parezca paradójico, podríamos compararlo con los budistas, cuyo punto de vista hemos expuesto. Pero si la tendencia racionalista es común a éstos y al Estagirita, éste intenta elaborar una teoría psicológica del sueño. Según él, el sueño está en relación con la nutrición- proviene de «la evaporación relativa al alimento», y consiste en «una especie de concentración del calor interior» que se dirige hacia arriba, es decir, hacia el cerebro, que es su sede principal. > Ob cit., lib. I, cap. I, p. 41.

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Mientras el hombre duerme, se producen las imágenes de los sueños. Ellas son estos movimientos. Y si es así, la imaginación y la sensibilidad son idénticas. Pero, para Aristóteles, el sueño es incoherente, y no vemos que se pregunte en ningún momento qué relación exacta puede existir entre tal movimiento y tal imagen, por qué un mismo movimiento puede provocar imágenes diferentes en individuos diferentes, o en el mismo individuo en diferentes circunstancias. Presume que los niños no sueñan y que los melancólicos apenas duermen, «porque el interior de su cuerpo se ha enfriado y no hay en ellos una gran cantidad de evaporación...». Estas consideraciones son preludio de las digresiones escolásticas. Entre los árabes, volvemos a encontrar las teorías helenísticas e indias en un sincretismo vigoroso. En el texto de Mas'adi, citado en el anexo, aparecen claramente expuestas las diversas teorías del sueño profesadas por los pensadores de la época. Desde las teorías médicas, fundadas en la relación entre sueños y temperamentos, hasta las que disocian la facultad de percepción del cuerpo visible, se hallan representadas todas las tendencias. Incluso vemos, esbozada, la teoría freudiana del sueño como expresión del deseo: «Si el durmiente ve cosas que responder a sus deseos, es porque el alma, conocedora de todas las formas, puede, cuando se ha purificado en el sueño de las manchas del cuerpo, cernerse libremente sobre todo lo que anhela poseer... Forma, pues, imágenes, con ayuda de las cuales hace desfilar ante ella las cosas cuya existencia desea...» Pero si este texto se acerca a Freud, por la importancia otorgada al deseo en la génesis del sueño, se aproxima también a Jung, en cuanto presenta el alma como receptáculo de todas las «formas» que existen en el mundo: idea emparentada con la del inconsciente colectivo y de las estructuras arquetípicas heredadas, que, en cada individuo, permiten volver a crear las imágenes. Sin embargo, por muy variadas, abundantes y numerosas que sean las teorías del sueño en el mundo islámico, teorías relacionadas con una observación siempre viva, el Islam sigue dominado por una concepción religiosa del sueño, en la que hemos observado ya ciertas implicaciones morales o sociales. Si, para el Profeta, «el sueño es una conversación entre el hombre y su Dios», esto no quiere decir que todo sueño haya de ser verdadero. De aquí se originan nuevas clasificaciones, cuyos principios han dejado de ser científicos, filosóficos o adivinatorios para convertirse en morales o religiosos. La cuestión es impedir que el sueño traiga consigo la herejía o la mala conducta, desde el punto

de vista del Islam. Así, además de los sueños del despertar, expresados en lenguaje claro y que no necesitan interpretación, Dinawari sitúa, entre los sueños «verdaderos», aquéllos en los que aparecen Dios, el Profeta, los ángeles o los buenos padres musulmanes. Los sueños en que aparecen «demonios» no pueden ser verdaderos, como tampoco aquéllos «que provienen de los deseos del alma y de las preocupaciones del momento», o de los humores fundamentales y del temperamento, o que necesitan de una purificación, o que contienen una provocación o una amenaza por parte del demonio o son resultado de los manejos de los magos. Ver a Dios en una imagen es privativo del sueño falso, puesto que el Islam prohibe toda figuración de la Divinidad. Tampoco es verosímil ver a un ángel jugando o divirtiéndose, pues los ángeles son serios. Y el colmo de la falsedad, en el sueño, sería ver a un imán traicionando la causa del Islam o a un profeta actuar a la manera de Faraón, que encarna, en la tradición musulmana, la tiranía y la oposición a los designios de Dios. También sería falso el sueño en que uno viese derrumbarse el cielo sobre su cabeza: el cielo no puede asimilarse a un techo, no puede caer. Si existen sueños verdaderos y falsos, resulta difícil distinguir unos de otros. De ahí la necesidad del intérprete y, más aún, la necesidad de que el sueño sea interpretado por un buen musulmán. De la misma manera, la Europa cristiana procurará reservar la interpretación de los sueños a los sacerdotes o, al menos, a personas que ex officio donum spiritus sancti, que, «por su función, tengan asegurado el don del Espíritu Santo» K Pero es evidente que un sueño musulmán habría sido considerado «falso» por un cristiano «asistido del don del Espíritu Santo», al igual que un sueño católico habría sido calificado de la misma manera por un buen onirocrita musulmán. No hay, pues, que extrañarse, si, como hemos visto, el sueño del esclavo fue considerado, en el Islam, como tenido por el señor; el de la mujer, por su marido; los de los niños, por sus padres; los de los fieles, por sus maestros religiosos. De suerte que el sueño no es escuchado por sí mismo, sino por su conformidad más o menos grande con el dogma social. A pesar de la seriedad, de la profundidad y de la dignidad del onirocrita musulmán, el Islam elabora, así, un totalitarismo tanto más refinado cuanto que pretende gobernar hasta las manifestaciones más ocultas y más sutiles del alma. Tales puntos de vista, heredados en 1

Benoit Périer, S. J., De Magia, de Observatione Somniorum et de Divinatione Astrológica, libri tres, Colonia, 1598.

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gran parte de Israel, sugieren a los modernos que el sueño no puede ser estudiado únicamente desde los puntos de vista filosófico o metafísico, fisiológico o médico, léase, adivinatorio o analítico; sino que requiere una sociología, cuyo principal objeto sería valorar la utilización del sueño por las diversas sociedades, en función de sus dogmas y de sus tabúes. Sólo esta sociología permitiría separar lo que hay de realmente universal y autónomo en el sueño, y llegar a una nueva metafísica de los grados de la realidad. Esta metafísica sólo ha sido esbozada por el Extremo Oriente.

TEORÍAS DEL SUEÑO EN LAS CIVILIZACIONES PRE O PARACRISTIANAS (Documentos) 1 / LA NATURALEZA DEL SUEÑO, SEGÚN ARISTÓTELES.

Se verá con toda evidencia que decimos la verdad, y que en los órganos sensoriales hay movimientos susceptibles de producir imágenes, si uno se esfuerza, con atención, en recordar lo que siente, cuando está dormido y cuando se despierta: en efecto, se descubrirá, a veces, al despertar, que las imágenes aparecidas durante el sueño son movimientos en los órganos. Y algunas personas demasiado jóvenes y que ven con claridad, perciben, en la oscuridad, muchas imágenes que se mueven en ella, y entonces, por miedo, se esconden. Del conjunto de estos hechos hay que concluir que el sueño es una especie de imagen que se produce cuando uno duerme, pues las apariencias se presentan cuando nuestros sentidos están libres. Pero no es sueño toda imagen que aparece mientras uno duerme: efectivamente, ocurre que ciertas personas perciben de cierta manera, cuando duermen, el ruido y la luz, los sabores y el contacto, pero débilmente y como de lejos: en efecto, personas que durante el sueño contemplaban lo que, entrevisto débilmente, les parecía la luz de una lámpara, comprobaron inmediatamente, al despertar, que era, en efecto, la luz de una lámpara; y personas que escuchaban débilmente el canto de los gallos o los ladridos de los perros, los reconocieron claramente al despertar. También hay personas que, en sueños, responden a las preguntas que les son formuladas. En efecto, es posible, tanto en la vigilia como en el sueño, que uno de estos estados exista de manera absoluta, pero

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que el otro exista también de cierto modo, y de ninguno de estos estados hay que decir que sea un sueño, como tampoco de todos los pensamientos verdaderos que se nos ocurren durante el sueño, independientemente de las imágenes. Pero la imagen que proviene del movimiento de las impresiones sensibles, cuando uno está dormido, y mientras duerme, esto sí que es un sueño.

de los objetos se dibuja en el alma, como si estuvieran todavía sometidos a la percepción de los sentidos, y se presenta al espíritu del hombre, durante el sueño, de la misma manera que las cosas que le son familiares en estado de vigilia, no según un orden prestablecido, sino siguiendo los caprichos del azar. No ve, en realidad, más que la forma del vuelo, abstracción hecha de todo sujeto, tal como la conoce cuando no se ejecuta ante sus ojos; pero su pensamiento, concentrado en esta operación, adquiere fuerza bastante para hacérsela realmente sensible. Si el durmiente ve cosas que responden a sus deseos, es que el alma, conocedora de todas las formas, puede, cuando está purificada en el sueño de las máculas del cuerpo, cernerse libremente sobre todo lo que desea poseer, aunque sepa muy bien que, en estado de vigilia, no le será dable gozar de tal privilegio. Se forma, pues, en sí misma, imágenes con ayuda de las cuales hará desfilar ante ella las cosas cuya existencia desea, hasta el punto de que, cuando termina el sueño, conserva el recuerdo de estos cuadros fantásticos. Aquél cuya alma es pura no es nunca engañado por sus sueños; en cambio, éstos abusan continuamente de aquellos que tienen el alma ensombrecida. Las almas que se hallan en el término medio entre las almas turbias y las puras, constituyen (entes) intermedios, que, según su grado de pureza o de oscuridad, crean imágenes verdaderas o engañosas. 3. Para otros, cuando el alma suspende su acción sobre los sentidos, la operación de estos últimos no queda en suspenso, y tampoco el ejercicio de su facultad, como si estuvieran encadenados al mundo exterior; pues perciben los objetos por la fuerza espiritual que sólo reside en el cuerpo, y no por la fuerza corporal y grosera. En efecto, el poder corporal sólo percibe los objetos mediante la asociación y lo accesorio: ora con la adición, como la del color al objeto coloreado; ora con la separación, como la del cuerpo de los lugares donde se encuentra. Por el contrario, el espíritu tiene una percepción limpia y clara de lo que es añadido y de lo que está separado, sin presencia del cuerpo, que obliga al que percibe a acercarse al espíritu percibido (III, 358 s.). 4. En cuanto a los médicos, creen que los sueños son engendrados por los humores fundamentales del cuerpo humano, y que cada uno sueña según su temperamento (III, 360 s.). 5. Por último, algunos separan netamente la facultad de percepción del cuerpo visible. Según ellos, el hombre, cuando duerme, abandona su envoltura corpórea y puede contemplar el mundo y

(Des Réves, traducción francesa de Rene Mugnier, ob. cit., p. 86.) 2 / TEORÍAS ÁRABES BOBRE EL SUEÑO Y LOS SUEÑOS.

1. Según unos, el sueño es una preocupación del alma que separa a ésta de las cosas exteriores, porque ha encontrado acontecimientos que pasan en su interior. Esta operación se hace de dos maneras: a) Por el sueño accidental: es una especie de inactividad forzosa de los sentidos, que engendra en el alma una transformación y como una manera de ser diferente de ella misma, que la libra de toda preocupación exterior. El interior absorbe entonces, en provecho propio, los cinco sentidos, que dejan de percibir para ponerse en relación con su motor, es decir, con el espíritu, porque éste no les reclama ningún servicio. b) Por el sueño común a los niños y a las personas ancianas, que se encuentran fuera del alcance del gozo o del temor del mal (III, 355 s.). 2. Otros creen que el alma percibe de dos maneras la forma de las cosas: por los sentidos y por el pensamiento. En cuanto a las imágenes sensibles, el alma sólo las percibe bajo su forma; pero cuando tiene de ellas un pleno y entero conocimiento, la percepción de estas mismas formas es, en ella, independiente de su objetivo. El pensamiento del hombre es lo que no se duerme con la facultad de percibir; de donde se deduce que, cuando los sentidos están dormidos y el alma se ve privada de su concurso, estas imágenes, recogidas por aquéllos de la realidad misma de las cosas, subsisten en su presencia, como si todavía fuesen sensibles. La percepción de los objetos en su realidad es incompleta antes de que el alma se apodere completamente de ellos por el pensamiento. Pero en cuanto la percepción externa deja de actuar, el pensamiento se desarrolla con toda su fuerza. Entonces, la forma

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los misterios que éste encierra con una lucidez igual a su pureza. Un versículo coránico {Cor. 39, 42) confirma este aserto: «Dios recibirá a las almas en el momento de su muerte, y, a las que no mueren, durante su sueño; retiene aquéllas cuya muerte está decretada y emplaza a las otras para un término fijado.» (III, 360.)

»—Oh, gran rey, así como los granos, las manchas del cuerpo o una erupción cutánea, son interpretados en el sentido de ganancia o de pérdida, de honor o de vergüenza, de alabanza o de censura, así se realizará el sueño, sea para bien o para mal. ¿Acaso aparecen las manchas con conocimiento de causa? »—No, venerable, sino que, según el sitio en que aparecen, los adivinos, después de observarlas, declaran: se producirá tal o cual efecto. »—Pues igualmente, ¡oh, gran rey!, la misma mente que hace el sueño no conoce su interpretación. Pero, una vez conocido el presagio, informa a otros para que lo interpreten. »—Oh, venerable Nagasena, cuando un hombre sueña, ¿está dormido o despierto? »—Ni dormido, ni despierto, ¡oh, gran rey! Cuando el sueño es ligero, pero no del todo consciente aún, tal es el estado intermedio en el que se producen los sueños. Cuando un hombre está profundamente dormido, ¡oh, rey!, su mente entra dentro de sí misma. Entonces, no actúa, y la mente inactiva no conoce suerte ni desdicha. El que nada sabe, no sueña. Sólo sueña una mente activa. De la misma manera, ¡oh, rey!, que, en la sombra y las tinieblas, cuando no hay nada de luz, ningún reflejo viene a dar en el espejo, así, cuando uno está profundamente dormido, la mente entra dentro de sí misma, no actúa y, en consecuencia, no conoce suerte ni desdicha. Considera, ¡oh, rey!, el cuerpo como un espejo, el sueño como las tinieblas, y la mente como la luz.»

(Mas'adi, citado por Tufy Fahd, ob. cit. págs. 134-136.) 3 / UNA FILOSOFÍA BUDISTA DEL SUEÑO.

«—Oh, venerable Nagasena —dijo el rey Milinda, en el que reconocemos al rey griego Menandro—, en este mundo hombres y mujeres tienen sueños favorables y desfavorables. Sueñan lo que han visto y lo que no han visto, lo que han hecho y lo que no han hecho. Tienen sueños dichosos o terroríficos, sueños de objetos próximos o distantes, de formas múltiples, de colores diversos. ¿A qué se llama sueño? ¿Y quién sueña? »—Oh, gran rey, los signos cruzan los caminos del pensamiento; ésta es la naturaleza del sueño; y los que sueñan son de seis clases: los sanguíneos, los biliosos, los flemáticos, los que están bajo la influencia de una divinidad, los que sueñan por efecto de sus experiencias, y los que tienen sueños premonitorios. Esta última clase de sueños, ¡oh gran rey!, es la única auténtica; todo lo demás es falso. »—Oh, venerable Nagasena, cuando uno tiene un sueño premonitorio, ¿es su propio pensamiento el que parte, por sí mismo, en busca del signo? ¿O es el signo el que, espontáneamente, cruza los caminos del pensamiento? ¿O se lo revela cualquier otro? »—Su propio pensamiento no parte en busca del signo, y nadie le revela su sentido. El signo surge espontáneamente delante del pensamiento. De la misma manera, el espejo no va delante del reflejo, y nadie viene, de parte alguna, a poner el reflejo en él. Sino que es el objeto reflejado el que, por sí mismo, viene de otra parte, hasta el campo del espejo. »—Oh, venerable Nagasena, ¿es, entonces, el propio pensamiento quien hace el sueño y lo interpreta? »—Tampoco es así, ¡oh, rey! Después del presagio, (el que ha soñado) cuenta el sueño a otros, y éstos le explican su significación. »—Entonces, Nagasena, dame un ejemplo.

(Milinda Panha, IV, 8, 33, citado por Anne-Marie Esnoul, ob. cit., págs. 232-233.)

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CAPíTULO III

ACTITUD CRISTIANA FRENTE A LOS SUEÑOS

1

Cuando llega la Edad Media cristiana, se ha constituido ya lo esencial de la ciencia de los sueños, y transcurrirán casi dos milenios, al menos en Europa, sin que se haga ninguna nueva aportación apreciable. Los sueños, que constituyeron un elemento motor del cristianismo, al igual que de las otras religiones o de las otras grandes manifestaciones de la actividad humana, presentan, empero, las particularidades de haberse producido en una época en que el sistema dogmático de la Iglesia no estaba todavía establecido, o de no hallarse en conformidad con éste. Por esto son interpretados, casi siempre, de manera casi literal o por medio de una interpretación simbólica transparente: éste es el caso de los sueños de Inocencio III, de Francisco de Asís o de san Juan Bosco. Las analogías son tomadas de los versículos de las Sagradas Escrituras, y así, por ejemplo, si una mujer que sueña ve salir de su boca un estandarte y, a continuación, un águila de oro, esto sólo puede significar el nacimiento de un sabio que alcanzará la visión de Dios: en efecto, se dice en los Proverbios que «un tesoro apetecible está en la boca del sabio», y, en Mateo, que «allí donde estarán los cuerpos se reunirán las águilas». Ya hemos visto en Israel y en el Islam este procedimiento de interpretación por analogía con los textos sagrados. Pero, así como, al menos en los países árabes, las tradiciones helenística e india seguían próximas y vivas, y se constituía un cuerpo de onirocritas de gran experiencia, la ruptura producida en Occidente por el hundimiento del

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mundo antiguo y por la creciente evolución hacia formas estereotipadas de pensamiento religioso, provocaron una disminución, también creciente, del interés prestado a los sueños, y un abandono de toda práctica experimental. El arte de la adivinación, convertido en arte maldito, fue asimilado a la hechicería, mientras que la oficialidad cristiana, despegada de toda raíz onírica concreta, se limitaba a repetir a los antiguos y a multiplicar glosas estériles. Éstas tendían, ante todo, a evitar que el sueño pudiese poner en peligro al dogma o a la moral definidos por la Iglesia. Esta evolución hacia la esterilidad no se produjo en seguida ni de manera uniforme. La incubación era todavía floreciente en las iglesias cristianas de la Edad Media, según hemos tenido ocasión de ver. Pero era ya condenada, pues los sacerdotes cristianos habían perdido los conocimientos psicológicos y médicos de los sacerdotes antiguos y desconfiaban de toda experiencia onírica contraria al dogma o a la moral establecida. Tertuliano se apasiona todavía por los sueños. Habla de ellos con entusiasmo. Incluso ve, en esta perpetuidad de movimiento del alma, que permanece activa incluso cuando duerme, una prueba de su divinidad y de su inmortalidad. Los compara con el éxtasis. Su movimiento, para él, es saludable. No puede asimilarse a la alienación. Pero es propio del éxtasis el aportar, simultáneamente, imágenes de la sabiduría y del error. De ahí la necesidad de distinguir bien los sueños enviados por el demonio de los enviados por Dios. Los primeros pueden parecer benéficos, pero su finalidad es siempre la mentira y el engaño. Por encima de todo, son impúdicos como los mismos que los envían. En cuanto a los segundos, se los reconoce por su bondad, por su carácter edificante o profetice Esto no es muy claro ni muy preciso, y ya veremos cómo la teología ulterior insistirá en esta primitiva división entre buenos y malos; pero, al menos, el sueño no es aún despreciado como tal. San Cipriano y san Cirilo, en los siglos n i y iv, mantienen idéntica posición. Prudencio, en su Himno para antes de dormir, cree todavía que, en los sueños, brilla en ocasiones un esplendor que permite descubrir el porvenir y conocer las cosas ocultas *. Aproximadamente en la misma época, un obispo de Tolemaica, aunque hay que decir que fue elegido por la multitud y estaba bastante cerca del paganismo, escribió, en una noche, un Tratado sobre los sueños2. En él afirma que la adivinación no es cosa desdeña-

ble, protesta contra aquéllos que quieren relegar la ciencia de los sueños a un nivel inferior, y refuta a la Penélope de Homero, afirmando que, si hubiese conocido mejor la naturaleza de los sueños, los habría hecho salir por la puerta de cuerno. Observa, con agudeza, que el sueño añade nuevos conceptos a nuestras meditaciones de vigilia, y sabemos que así lo experimentó en su propia vida. Será la última obra sobre los sueños de la antigüedad grecolatina, la única obra debida a la pluma de un cristiano antes de La adivinación por los sueños, escrita en el siglo ix por un patriarca de Constantinopla, el beato Nicéforo II. Pero es significativo que estos dos tratados vieran la luz en la cristiandad de Oriente y no en el Occidente medieval. Cierto que, entretanto, la tendencia antisexual del cristianismo se había manifestado, con creciente energía, contra los sueños «impúdicos», aunque Tertuliano, y después san Agustín, no hacen responsable de ellos al durmiente. En cambio, en vísperas del fin del mundo antiguo, san Ambrosio redacta la oración que aún hoy día se canta en el oficio de Completas:

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» Citado por P. Saint-Yves, ob. cit., p. 10. Prudencio vivió desde el año 348 al 405. 2 Sinesio (365-413); véase Documentos, II, p. 221.

Procul recedant somnia Et noctium phantasmata Hostemque nostrum comprime, Ne polluantur corpora. De la misma manera, san Agustín, en una oración que se le atribuye, pide a Dios que le mantenga, durante el sueño, en un «casto deseo» y le evite sueños que, «gracias a imágenes bestiales», le llevarían «hasta la polución». No es sorprendente, pues, que, tras la tormenta de las invasiones bárbaras, y en el corazón de la noche medieval, se conservaran únicamente estos temores de los primeros cristianos. En el siglo vin, Alcuino, maestro de la Escuela palatina de Carlomagno, ve sólo «inepcia y vanidad» en la creencia en los sueños. Hay que temer a Dios y guardarse de los pensamientos perversos1: éste es su único punto de vista. Cierto que, ya en el siglo xi, san Pedro Damián parece poner en duda la idea de la época, según la cual «no hay que dar crédito a los sueños». Transcribe una frase humorística de Aulu-Gelle, quien decía que Alejandro había soñado que no creía en los sueños2... Y, en el siglo xm, Inocen1 Exegetica, comentario sobre el Eclesiastés, cap. V, 6. Véase Documentos, III, página 222. 1 Opusculum tricesimum tertium, cap. I. Patr. lat., CXIV, 561.

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ció III, que, sin embargo, dio crédito al sueño que precedió a su entrevista con san Francisco de Asís, habla únicamente de los «terrores nocturnos» K Pero, entretanto, Aristóteles y los griegos habían vuelto a Occidente por mediación de los árabes. De suerte que correspondió al Doctor Angélico matizar estos puntos de vista. Pues, según él, la «observación» de los sueños permanece íntimamente ligada a la «adivinación». Ahora bien, la adivinación es siempre pecado, ya se produzca por medio de los sueños, o de los oráculos, la nigromancia o la geomancia. Pero el hecho de que sea pecado no significa, en modo alguno, que no haya en ella algo de verdad. Antes al contrario, santo Tomás de Aquino cree, mucho más que Aristóteles, en la posibilidad de conocer el porvenir por el sueño. Pero si es pecado practicar la adivinación, es porque toda forma de adivinación implica la colaboración del demonio. No obstante, el Doctor Angélico tiene que admitir que, en la Biblia, Dios se reveló de esta manera; de ahí que la premonición sea legítima si corresponde a una revelación divina. Debe admitir también que ciertas causas naturales, al actuar sobre el sueño, producen su efecto ulteriormente: en este caso, la adivinación es legítima, «siempre que no pase de los límites» en que dichas causas son eficientes. Naturalmente, este concepto se funda en la distinción entre cuerpo y alma, entre causas naturales y causas sobrenaturales. Nada tiene que ver con la idea moderna de la unidad del ser y de la vida. De modo que se pierde en distinciones estériles y confusas. En efecto, ¿cómo distinguir una causa natural de una causa sobrenatural? El espíritu moderno no reconoce más que causas naturales, de las cuales, unas son conocidas, y otras momentáneamente desconocidas. Es más, ¿cómo distinguir, entre las causas sobrenaturales, las que vienen de Dios y las que proceden del demonio? Santo Tomás habla de la «revelación» como otros hablaron del carácter «púdico» de los sueños obtenidos. No ve que, para algunos, la «revelación» cristiana no es más que un fenómeno natural entre otros muchos; no ve, tampoco, que, para los que admiten las causas sobrenaturales, puede ser también demoníaca: si los cristianos transformaron los dioses antiguos en demonios, nada nos asegura que una nueva religión puede considerar la Trinidad y los santos cristianos como estructuras demoníacas. ¿Dónde se encuentra el criterio? ¿En la fe de

los hombres, que es subjetiva, o en la fuerza social? Así volvemos a la sociología y a una fenomenología de las religiones. No es que el punto de vista de santo Tomás de Aquino carezca de originalidad. Si el Doctor Angélico no hace más que raciocinar y repetir a Hipócrates o a Aristóteles cuando habla de la utilidad de los sueños para el diagnóstico médico, en cambio sugiere ideas nuevas y anunciadoras de la psicología moderna cuando discute sobre la naturaleza de la premonición. Por primera vez, que sepamos, sugiere que el sueño «premonitorio» puede ser causa de lo que ocurra, más que visión o adivinación de ello. «Si uno tiene el espíritu preocupado por lo que ha visto en sueños —escribe—, se ve conducido a hacer o evitar tal cosa.» Con esto comparte la concepción motriz del sueño. Pero propone una idea todavía más importante, en una fórmula breve y chocante: el sueño premonitorio puede no ser más que un signo «cuando una misma causa explica el sueño y el acontecimiento». Esto es anticipar, de manera fulgurante, los descubrimientos de Jung y su teoría del sincronismo. Al menos, así hay que presumirlo, pues lo malo de las discusiones escolásticas es que cuando están en su mejor momento, en su punto culminante, se expresan en forma de afirmación intuitiva, sin aportar en su apoyo la menor observación experimental K Un siglo antes, Juan de Salisbury, obispo de Chartres, había expuesto, con menos rigor pero con más calor, el que podía ser punto de vista, sobre los sueños, de un cristiano que redescubría la Antigüedad. El texto 2 es conmovedor, ingenuo, ambiguo, lírico. Representa la opinión de los cristianos cultos, que, en aquella época, empezaban a salir de la noche de un Occidente bárbaro, aunque permanecían atascados en su teología primitiva. Por lo demás, la vena creadora se había agotado hacía tiempo, al cortar el dogma las raíces de la experiencia real, racionalizándola en sus esquemas conscientes. A finales del siglo xvi, el jesuíta Benoít Peder 3 , volviendo a antiguas clasificaciones, trata de definir mejor lo que hay que entender por inspiración demoníaca y por inspiración divina. Pero aunque emplee continuamente, para esta última, términos imperativos que eviten toda «vacilación» al que sueña, acaba por dudar él mismo de esta capacidad de iluminación

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* De contmptu mundi, lib. I, cap. XXV; De Terrore Somniorum, Patr. lat., XXII, 5-6. Véase Documentos, 4 p. 237.

i Somme théologique, W-ll-, c. 95, art. 6, trad. franc. Mennessier, O. P., París, 1953, p. 225-229. Véase Documentos, V, p. 238. 2 Polycrate, lib. II, cap. XV; Patr. Lat. CXIX, 429. 3 De Magia, de Observatione Somniorum et de Divinatione astrológica llbri tres. Véase Documentos, VI, p. 239.

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y sugiere que, para mayor seguridad, se confíe el discernimiento a las personas que, «por su función, gozan del don del Espíritu Santo». Tal es el círculo vicioso en que se hallaba encerrada, a partir de entonces, toda observación de los sueños: no se puede concebir que la Compañía de Jesús reconociese el don del Espíritu Santo a un sacerdote antiguo, a un budista o un pagano, a un onirocrita musulmán, a un sabio ateo, a un psicoanalista agnóstico. El camino estaba, pues, cerrado para toda nueva investigación, y, si algunos espíritus sencillos, como el excelente Juan Bosco, siguieron prestando atención a sus sueños, apenas quedó un hombre de Iglesia que tratara de ellos. La noche había sido vencida. La luz del dogma y de la teología moral borraba toda sombra. Pero aquel diablo de Descartes había encontrado en sueños los fundamentos de su filosofía racional. Y esto no era más que el principio. Los monstruos de la noche iban a despertar de nuevo. Y los sabios franceses del siglo xix observarían su comportamiento. El paréntesis cristiano estaba a punto de cerrarse.

ACTITUD CRISTIANA FRENTE A LOS SUEÑOS (Documentos) 1 / TERTULIANO Y LA OPINIÓN DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS SOBRE LOS SUEÑOS.

Nos vemos obligados, aquí, a expresar la opinión de los cristianos sobre los sueños, ya que son los accidentes del sueño y los impulsos no menguados de un alma que siempre hemos declarado ocupada y activa por la perpetuidad del movimiento, una prueba de su divinidad y de su inmortalidad. Así, cuando llega el reposo para el cuerpo, del cual es alivio especial, el alma, desdeñando un alivio que le es extraño, no descansa, y, si le falta el ministerio de los miembros corporales, se sirve de los suyos. Imagínese un gladiador sin armas, o un cochero sin carruaje, reproduciendo con sus ademanes los hábitos y los esfuerzos de su arte: ¡qué combate!, ¡qué rivalidad! Toda esta agitación es vana; sin embargo, les parece verdadera, aunque no tenga nada de verdadero. Hay actos, pero no efectos. Designamos con el nombre de éxtasis la fuerza por la cual el alma es llevada a otro lugar, como en una especie de demencia. Así, al principio de la creación, el sueño fue consagrado con el éxtasis. Y Dios envió el éxtasis a Adán, y éste se durmió (Génesis, 2, 21). En efecto, el sueño envió el reposo al cuerpo; por el contrario, el éxtasis invadió el alma para arrancarla al reposo: de ahí el sueño mezclado ordinariamente con el éxtasis, y la natualeza del éxtasis formada sobre la de Adán. Por otra parte, nuestros sueños nos alegran, nos entristecen, nos espantan; ¡con qué dulzura!, ¡con qué ansiedad!, ¡con qué tormento! En cambio, las fantásticas imaginaciones no nos tur-

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barían en absoluto si fuésemos dueños de nosotros mismos mientras soñamos. En fin, las buenas obras son inútiles en el sueño, y la culpas tienen su seguridad, porque no seremos condenados por un fantasma de voluptuosidad, ni coronados por un fantasma de martirio. ¿Y cómo, me diréis, recuerda el alma estos sueños, si no puede tener conciencia de sus operaciones? Esto es propiedad de esta demencia, porque, en vez de provenir de enfermedad, tiene su razón en la naturaleza: pues no destierra el espíritu, sino que lo desvía. Otra cosa es derribar, otra cosa es mover, otra cosa es destruir, otra cosa es agitar. En consecuencia, lo que proporciona la memoria es fruto de un espíritu sano; lo que un espíritu sano persigue en el éxtasis, sin perder su recuerdo, es una especie de demencia. Por eso este estado se llama sueño y no alienación; por eso estamos, entonces, en nuestros sentidos. Pues, aunque nuestra razón esté velada en dicho momento, no está apagada, aunque pueda parecer superflua; ahora bien, es virtud propia del éxtasis que nos aporte imágenes de sabiduría, así como de error (cap. 47). Declaramos, pues, que los sueños, aunque verdaderos y amables en ocasiones, nos son casi siempre enviados por los demonios, y siempre con la finalidad que hemos señalado de mentira y de engaño; y más aún cuando son vanos, engañosos y oscuros, impúdicos y llenos de ilusiones. ¿Hemos de asombrarnos de que las imágenes pertenezcan a los mismos dueños que las cosas? En cambio, hay que atribuir a Dios, que prometió que su espíritu se extendería sobre toda carne y que sus servidores y sus servidoras profetizarían y tendrían visiones (Joel, 3, 1-5), todos los sueños que sean conformes con su gracia, todos los que sean honestos, virtuosos, proféticos, reveladores, edificantes, en forma de llamada, cuya largueza suele beneficiar incluso a los profanos, porque Dios hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos (Mateo, 5, 45). En efecto, ¿no tuvo Nábucodonosor un sueño enviado por Dios? ¿No aprenden la mayoría de los hombres a conocer a Dios por medio de visiones? Así, de la misma manera que la misericordia de Dios se extiende a los paganos, los santos están expuestos a la tentación del espíritu maligno, que no se aparta nunca de ellos y aprovecha su sueño para deslizarse en su interior, si no puede lograrlo mientras están despiertos. La tercera especie de sueños se compone de aquéllos que el alma parece crear por sí misma, por el recuerdo de lo que la ha impresionado. Ahora bien, si el alma no puede soñar a su antojo, como piensa Epicarmo, ¿cómo puede ser causa, por sí misma, de

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alguna visión? ¿Hay que abandonar esta categoría a una acción natural, reservando al alma, incluso en éxtasis, la facultad de reproducir lo que la ha conmovido? Pero los sueños que parezcan no provenir de Dios, ni del demonio, ni del alma, sin poder ser esperados, ni explicados, ni referidos, hay que atribuirlos propiamente al éxtasis y a sus propiedades. (De Anima, cap. XLV, traducción de M. de Genoude, Oeuvres de Tertüllien, París, 1852, U II, págs. 89-90 y 94-95.)

2 / SINESIO: POR QUÉ NO HAY QUE DESDEÑAR LA ADIVINACIÓN POR LOS SUEÑOS ( s i g l o I V ) .

Al estudiar la adivinación por los sueños, hemos querido demostrar que no hay que desdeñar esta ciencia, sino que merece que uno se aplique en ella, por todas las ventajas que pueden obtenerse. Gracias a su facilidad, está al alcance de todos, sencilla y sin artificio: es racional por excelencia; sencilla, pues no emplea medios violentos y puede ejercerse en todas partes; no necesita fuente, ni roca, ni abismo, y por esto es verdaderamente divina. Para practicarla, no hace falta descuidar ninguna de nuestras ocupaciones, ni robar un solo instante a nuestros negocios. El sueño se ofrece a todos, es un oráculo siempre dispuesto, un consejero infalible y silencioso; en estos misterios de nuevo género, uno es, a un mismo tiempo, sacerdote e iniciado. Y así nos anuncia la adivinación los gozos venideros, y nos avisa de las desgracias que nos amenazan. Es una ciencia que persigue la exacta verdad y que inspira bastante confianza para que no la releguemos a un rango inferior. Si la Penélope de Homero nos dice que dos puertas diferentes dan paso a los sueños, y que una de ellas deja sólo pasar sueños engañosos, es que no conocía bien la naturaleza de los sueños; de ser más instruida, habría hecho que todos salieran por la puerta de cuerno. Cada clase de adivinación tiene sus particulares adeptos, pero la adivinación por los sueños se brinda a todos: se ofrece a cada

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uno de nosotros como una divinidad propicia; añade nuevas concepciones a las que encontramos en nuestras meditaciones en estado de vigilia. Nada más sabio que un alma apartada del tumulto de los sentidos, que sólo le traen infinitas preocupaciones desde fuera. Las ideas que posee cuando está recogida en sí misma, las ideas que recibe de la inteligencia, las comunica a los que están vueltos hacia la vida interior: les transmite todo lo que recibe de Dios; pues entre esta alma y la divinidad que anima el mundo existen estrechos lazos, ya que ambas proceden de la misma fuente. Los sueños, pues, no tienen nada de terrestre; son de una claridad, de una evidencia perfecta o casi perfecta; no hace falta interpretarlos. Pero esta dicha está reservada a aquéllos que viven en la práctica de la virtud, adquirida por su esfuerzo de la razón o por costumbre. Es muy raro que los otros hombres tengan sueños tan lúcidos; sin embargo, esto se ve algunas veces, aunque en coyunturas gravísimas: sus sueños, en otros momentos, son vulgares y confusos, llenos de oscuridad, y hay que recurrir al arte para explicarlos.

perversos; témele; sabe que ninguna de tus acciones escapa a su Providencia, no para forzarte a obrar —has sido creado libre—, sino para que quieras obrar.

(Sinesio, obispo de Tolemaica (365-413), Des Songes, 14-19, en Oeuvres, traducción francesa de H. Druon, París, 1878, p. 363-369.)

3 / ALCUINO, MAESTRO DB LA ESCUELA PALATINA (735-804).

Donde hay muchos sueños, hay también muchas preocupaciones vanas. En cuanto a ti, teme a Dios. Los hebreos interpretan así este pasaje: no hagas nada que sea superior a tus fuerzas, ya lo hemos dicho más arriba, no creas fácilmente en los sueños. Si, durante tu sueño nocturno, ves cosas variadas, y tu espíritu se conmueve por temores o se siente atraído por promesas, desprecíalo: son sueños; tú, teme a Dios. Dar crédito a los sueños es entregarse a la inepcia, a la vanidad.* Otra explicación. Te he dicho y ordenado: no consientas que tu boca te haga culpable (Eclesiastés, 5, 5). Pero tú buscas excusas fútiles; yo concluyo: en el sueño de esta vida y en la niebla en que vivimos, podemos encontrar muchas cosas que dan ilusión, y. excusar así nuestras faltas. Te prevengo, pues: mantente alerta. No creas que Dios es indiferente a tus actos, a tus pensamientos,.

(Exegetica, comentario sobre el Eclesiastés, cap. V, 5,6.)

4 / INOCENCIO III (PAPA DESDE 1198 HASTA 1216) Y LOS TERRORES NOCTURNOS.

Si dedicamos un tiempo al reposo, no otorgamos por ello reposo durante todo este tiempo, pues hay muchas cosas que espantan y visiones que turban. Y aunque estas cosas tristes, terribles o penosas que sueñan los que duermen no sean realidad, en realidad entristecen, asustan, fatigan, hasta el punto de que, en ocasiones, ciertos durmientes lloran y están muy turbados al despertar. Si han visto algo agradable, no están menos tristes al despertar..., puesto que han perdido esta cosa agradable. Advierte lo que dice Elifaz de Teman a este respecto: «En la ola de visiones de la noche, en la hora en que un sueño profundo pesa sobre los mortales, se apoderaron de mí el espanto y el temblor, y agitaron todos mis huesos. Un espíritu pasaba por delante de mí..., los pelos de mi cuerpo se erizaron» (Job, 4, 13-15). Escucha estas palabras de Job: «Si me digo: en mi cama hallaré consuelo, y tú me aterras con sueños y me espantas con visiones» (Job, 7, 13-14). Estos sueños engendran muchas preocupaciones: abundancia de sueños, abundancia de preocupaciones vagas. Estos sueños han hecho perder la razón a mucha gente y han hecho caer a los que se apoyaban en ellos. En estos sueños surgen imágenes viles que hacen que, engañadas por la noche, la carne se hunda y el alma se manche. Por esto el Señor declara en el Levitico (22, 5-6): «Si alguno de vosotros derrama el semen durante el sueño, salga del campamento; que, por la tarde, se bañe en agua, y, después de ponerse el sol, regrese al campamento.» (De Contemptu mundi, lib. I, cap. XXV: De terrore somniorum, en Patr. lat., XXII, 5-6.)

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5 / SANTO TOMÁS DE AQUINO: ¿ESTÁ PROHIBIDA LA ADIVINACIÓN POR LOS SUEÑ03?

Dificultades: 1. No lo parece. No está prohibido valerse de las enseñanzas divinas. Ahora bien, Dios instruyó a los hombres en sueños. Leemos en Job: «Por un sueño, en la visión de la noche, cuando el sueño rinde a los hombres y éstos duermen en su lecho, entonces Dios les abre los oídos y, por su enseñanza, les instruye de su ley.» Es, pues, legítimo utilizar la adivinación por los sueños. 2. La interpretación de los sueños no es más que el modo de adivinación de que aquí se trata. Ahora bien, según podemos leer en las Sagradas Escrituras, hubo santos que la practicaron. José interpretó los sueños del escanciador de Faraón, de su panetero mayor y del propio Faraón; Daniel, el sueño del rey de Babilonia. Puede, pues, emplearse esta clase de adivinación. 3. No se puede negar razonablemente un hecho de experiencia común. Ahora bien, según sabe todo el mundo, los sueños tienen una significación relativa al porvenir. Es, pues, inútil negar su eficacia adivinatoria, y uno puede, justamente, prestarles atención. Sin embargo: El Deuteronomio prescribe: «Que nadie de entre vosotros observe los sueños.» Conclusión: La adivinación que se apoya en una opinión falsa es supersticiosa y está prohibida. ¿Qué hay que pensar, pues, con verdad, de las previsiones que pueden obtenerse de los sueños? A veces, son ellos mismos la causa de lo que sucede a continuación preocupado el espíritu por lo que habéis visto en sueños, os sentís inclinados a hacer o a evitar tal cosa. Pero ocurre también que sean su señal, que una misma causa explique el sueño y el acontecimiento. Tal es la razón de la mayoría de las premoniciones tenidas en sueños. Debemos, pues, examinar de qué dependen los sueños, y si esta causa puede producir, al mismo tiempo, los acontecimientos futuros, o conocerlos. Hay que saber, pues, que los sueños pueden depender de dos clases de causas, internas y externas. Las primeras son, a su vez, psíquicas o fisiológicas. — a) Causas psíquicas del sueño: la imaginación nos presenta, mientras dormimos, aquello que, en estado de vigilia, retiene nuestro pensamiento y nuestras aficiones. Semejante causa no puede tener influencia en los acontecimientos posteriores, con los cuales sólo tiene esta clase de sueño una re-

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lación puramente accidental. Si se encuentran, es por pura casualidad.— b) Causas fisiológicas del sueño: las disposiciones internas del cuerpo producen movimientos de la imaginación relacionados con aquéllas: el hombre que tiene abundancia de humores fríos sueña que está en el agua o en la nieve. Por esto dicen los médicos que hay que prestar atención a los sueños del enfermo para diagnosticar su estado interior. En cuanto a las causas externas, distinguimos igualmente una doble división, fundada en la distinción de lo corporal y de lo espiritual. — a) Influencias corporales: la imaginación del hombre dormido puede ser impresionada por el medio ambiente o por la influencia de los cuerpos celestes. Entonces, las imaginaciones que se le aparecen en sueños están en armonía con la disposición de estos últimos. — &) Influencias espirituales: a veces, es Dios quien, por ministerio de los ángeles, hace a los hombres ciertas revelaciones por medio de sueños. «Si hay entre vosotros un profeta del Señor, me apareceré a él en visión, o le hablaré por medio de un sueño» (Números). Pero, otras veces, son los demonios quienes actúan. Hacen aparecer imágenes, durante el sueño, gracias a las cuales revelan ciertos hechos futuros a quienes tienen con ellos pactos prohibidos. Concluyamos. Servirse de los sueños para conocer el futuro es cosa legítima, si se trata: 1.°, de sueños procedentes de revelación divina; 2.°, de sueños que dependen de una causa natural interna o externa, siempre que uno no rebase los límites hasta los que se extiende su influencia. Pero si el sueño adivinatorio tiene por origen una revelación diabólica, consecuencia de un pacto expreso con los demonios invocados, o de un pacto tácito, extendiéndose la adivinación más allá de los límites que pueden corresponderle, hay superstición y pecado. De esta manera quedan resueltas las dificultades. (Somme théologique, IIa-IIae, c. 95, art. 6, traducción francesa, de Menessier, O. P., París, 1953, págs. 225-229.) 6 / CÓMO DISTINGUIR LOS SUEÑOS ENVIADOS POR DIOS DE LOS INSPIRADOS POR LOS DEMONIOS ( s i g l o X V I ) .

Muchos (sueños) son de origen natural; algunos, de origen humano, y algunos, de origen divino.

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Hay cuatro causas de los sueños: 1. Una enfermedad física. 2. Una pasión o una emoción violenta provocada por el amor, la esperanza, el miedo o el odio. 3. El poder o la astucia del demonio, es decir, de un dios pagano o de un diablo cristiano. En efecto, el demonio puede conocer (y enseñar a los hombres por medio de un sueño) los efectos naturales que deben producirse necesariamente en un momento cualquiera por causas bien definidas; puede conocer lo que él mismo hará más tarde; puede conocer cosas presentes y pasadas que permanecen ocultas para el hombre. ... Se puede adivinar cuáles son los sueños enviados por el demonio: principalmente, si uno tiene, con frecuencia, sueños que muestran cosas futuras u ocultas, cuyo conocimiento no tiene ninguna utilidad para el que sueña, ni para los demás, pero que favorecen la vana ostentación de una ciencia, o que incluso ayudan a hacer algún mal. 4. Los sueños enviados por Dios. Se les reconoce por la superioridad de las cosas que son significadas por el sueño, y, con toda certeza, si el sueño da a conocer al hombre objetos cuyo conocimiento cierto puede tenerlo únicamente por condescendencia y un don de Dios. Pertenece a este género lo que, en los estudios de los teólogos, se llama «contingencias futuras, arcanos de los corazones», y que se disimulan en los rincones más profundos del alma, totalmente imperceptibles para la inteligencia de los mortales, y, en fin, los principales misterios de nuestra fe, que nadie puede percibir, a menos que sea Dios quien los enseñe..., seguidos de cierta iluminación y emoción interna del alma, por medio de las cuales ilumina Dios el espíritu, impresiona la voluntad, instruye al hombre sobre la veracidad y la autoridad de este sueño, hasta el punto de que éste reconoce con evidencia y juzga sin vacilación que Dios es su autor, de modo que quiera y deba creerlo sin ninguna vacilación. (Benoit Périer, S. J., De Magia, de Observatione Somniorum et de Divinatione astrológica libri tres, Coloniae Agripp., 1598, págs. 144 y 599; Colonia, 1958, p. 114 y sig.)

CAPíTULO IV

ESTUDIO FISIOLÓGICO DEL SUEÑO DESDE EL SIGLO XIX HASTA NUESTROS DÍAS En el año 1900, publicó Freud su gran obra sobre La ciencia de los sueños1. También en el año 1900 murió Nietzsche2. La coincidencia de estos dos acontecimientos carecería de importancia si el filósofo de la voluntad de poder no hubiese expresado, precisamente en dos fórmulas de fulgurante intuición, todo lo que habrían de demostrar, de manera empírica, si no verdaderamente experimental, el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, y su genial sucesor, C. G. Jung. En una de estas dos fórmulas3, Nietzsche volvió la espalda a la actitud adivinatoria y situó bruscamente la causa de los sueños en el más remoto pasado de la especie, afirmando que ésta reproduce en nuestras noches su trabajo milenario, y que es el hombre arcaico el que se hace oír en ellas. En la otra, repudiaba los himnos románticos en aras a la sublimidad del sueño y ridiculizaba a los que no quieren aceptar la responsabilidad de sus sueños; esto le servía de argumento para afirmar que la mayoría de éstos deben ser detestables e inspirar miedo y vergüenza de uno mismo. He aquí, pues, cómo Nietzsche, profeta de los tiempos modernos, anuncia la visión que tendrán éstos del sueño: contrariamente a los antiguos, que pensaban que 1

Die Traumdeutung, traducción francesa de I. Meyerson, París, 1950. Freud se dio cuenta de su filiación con respecto a Nietzsche, considerándole, en efecto, como «precursor directo del psiconálisis» (Lo Science des Réves, p. 380). 3 Véase Documentos, II, p. 255. 2

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conducía al futuro y a estados superiores de la existencia, creerán que los envía al pasado y que los remite a sus propios bajos fondos. El sueño revela al hombre todo entero: en su comedia, es como se muestra, más y mejor, tal cual es. Todo es propio de aquélla: el tema, la duración, los actores y el espectador. Ni siquiera los románticos podrían, hoy día, convencernos del error de estas grandes intuiciones: desdeñaron demasiado la gris realidad de sus sueños nocturnos, para que no creamos que sus sublimes ensoñaciones diurnas eran un último esfuerzo para escapar a la más desagradable de las realidades. «Se requiere un gran dominio de uno mismo para interpretar y comunicar sus sueños —diría pronto Freud'—. Hay que resignarse a parecer el único ser auténticamente perverso, entre tantas bellas naturalezas que pueblan la tierra.» Cierto que este punto de vista de los modernos no es más que esto: un punto de vista entre muchos otros. Y la riqueza de los sondeos efectuados a lo largo de la Historia, en las civilizaciones pre o paracristianas, hace sospechar que la «ciencia» moderna de los sueños está lejos de haber agotado todas las verdades del sueño. Pero ni Nietzsche, ni Freud, eran herederos de Grecia y de Roma, de la India o de China, ni, por tanto, del mundo árabe. Eran los sucesores de la noche cristiana en que la Luz sobrenatural creía haber triunfado y se veía sólo desmentida por los diablos de san Antonio y los delirios de los aquelarres o de Jerónimo Bosch. Era, pues, natural, que los primeros pensadores, capaces de mirar sin complacencia el universo nocturno rechazado o disfrazado por la teología moral, descubriesen precisamente en él lo que la tradición judeo-cristiana había condenado. Desde este punto de vista, resulta bastante gracioso que el primer explorador de los bajos fondos del hombre moderno, y primer responsable de una teoría sexual de los sueños, fuese un judío que se vio llevado, por el propio impulso de su investigación, a poner en entredicho toda la tradición antisexual nacida de la cautividad de Babilonia. Freud representa, en cierto sentido, el fin de un nacionalismo que tuvo su apogeo en Daniel. Es la conversión de Jerusalén a Babilonia. También es significativo que fuese un sabio como C. G. Jung, de origen alemán —los alemanes nunca sintieron mucho los efectos del bautismo—, quien intentase, por primera vez, apartar la nueva ciencia de los sueños de su orientación ex-

elusivamente sexual: los alemanes jamás padecieron tanto como los judíos los efectos de los tabúes antisexuales. Esto no quiere decir, empero, que el retorno a Babilonia se produjese sin resistencia. Ya hemos visto a qué dramas cornelianos se vieron arrastrados los románticos, desgarrados entre su idealismo cristiano, la atracción de las profundidades y la desazón de sus sueños reales. En Francia, se creyó que podría atacarse al dragón con armas que lo hicieran inofensivo. Se había olvidado que la filosofía cartesiana era, también ella, creación del dragón: la razón aplicada al sueño era, verdaderamnte, el Uroboros mordiéndose la cola. Pero los racionalistas no se imaginaron jamás que alguien pudiera descubrirlos en la cabeza de la Serpiente. Fue, pues, con absoluta ingenuidad, que empezaron a morderse la cola. Esto es lo que hizo, ya en 1815, Maine de Biran, que, en sus Nuevas consideraciones sobre él sueño, los sueños y el sonambulismo, describió el sueño como una forma pasiva de la imaginación y buscó la manera de que las imágenes oníricas se agrupasen alrededor de ciertas sensaciones orgánicas o de excitaciones sensoriales externas. Así encontraba, en Occidente, un procedimiento cuya parte esencial hemos visto ya en las civilizaciones pre o paracristianas y que, principalmente, se halla en el origen de las teorías médicas del sueño. Este procedimiento se propone, consciente o inconscientemente, reducir las imágenes del sueño a una causa orgánica concreta, y es el que, todavía hoy, adoptan con preferencia los especialistas soviéticos. El botín obtenido por este camino sigue siendo escaso. Sin embargo, es el que esperaron recoger Masario1, a mediados del siglo pasado, Alfred Maury, un poco más tarde 2 , Hildebrand y muchos otros. En la historia del retorno de Occidente a una ciencia onírica real, los trabajos de Alfred Maury marcan un hito tan importante como los de Hervey de Saint-Denis. El autor de Sueño y sueños nos dejó útiles observaciones sobre la manera en que el sueño puede prolongar las alucinaciones hipnagógicas, es decir, las imágenes movedizas y coloreadas que aparecen en el curso del adormecimiento. Advirtió ciertas analogías entre el estado de sue-

1

La Science des réves, p. 361.

1 Du sommeil, des réves et du somnambulisme dans l'état de santé et dans Vétat de maladie, Lyon, 1857. 2 Des hallucinations hypnagogiques ou des erreurs des sens dans l'état intermédiaire entre la veille et le sommeil, tomado de los «Annales médico-psychologiques», París, 1848; Nouvelles Observations sur les analogies des phénoménes du réve et de l'aliénation mentale, Id., París, 1853. De certains faits observes dans les réves et dans l'état intermédiaire entre le sommeil et la veille, Id., París, 1857: Le Sommeil et les réves, París, 1861.

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fio y la enajenación mental, pero se preocupó, sobre todo, de descubrir hasta qué punto intervienen en los sueños las impresiones reales de los sentidos. Rogaba a una persona, colocada a su lado, que, cuando empezara a dormirse por la noche, provocara en él ciertas sensaciones no previstas y le despertara cuando hubiese tenido tiempo de tener un sueño. Así un cosquilleo en los labios o en la punta de la nariz le hace soñar en una espantosa tortura facial. Cuando, durante su sueño, agitan unas tijeras y un par de campanillas, oye sonido de campanas y tocar a rebato. Dejan caer una gota de agua sobre su frente, y se ve en Italia, sudando mucho y bebiendo vino de Orvieto. Le hacen oler agua de colonia, y se encuentra en El Cairo, en la tienda de Jean-Marie Fariña. Acercan a su rostro un hierro caliente, y sueña en unos ladrones que, quemando los pies a sus víctimas, les obligaban a entregarles el dinero. Y todo el mundo conoce el famoso sueño provocado por un barrote de la cama que cae sobre su nuca y le hace soñar que comparece ante el Tribunal revolucionario y es condenado y ejecutado. Maury conoce, ciertamente, las asociaciones de ideas que, partiendo de la imagen provocada por la excitación sensorial, se desarrollan en serie. Por ejemplo, la idea de los ladrones que quemaban los pies a sus víctimas, provocada por la proximidad del hierro caliente, hace surgir en su sueño la de la duquesa de Abrantés, a la que se imagina haber tomado como secretaria. Y advierte que, efectivamente, había leído antaño, en las Memorias de esta intelectual, ciertos detalles sobre los ladrones que empleaban aquel procedimiento'. No ignora que las asociaciones de ideas se producen a menudo en torno de las palabras 2 . Llega a decir que corresponden, en el orden de los movimientos encefálicos, al de las ondas sonoras en los cuerpos resonantes3. Y, después de mostrar la semejanza de los estados producidos por el sueño, el sonambulismo natural o artificial, el éxtasis o el hipnotismo, saca una conclusión no desprovista de profundidad: «El genio del sueño es como un niño, pues el hombre que duerme regresa, en parte por las formas de su inteligencia, a los tiempos en que el alma, esclava de las sensaciones, y dirigida exclusivamente por el instinto, al despertar en el seno de la Naturaleza, se distinguía apenas de ésta y la reflejaba toda entera»4. He aquí > 2 a •

Ob. cit., págs. 125-133. Ob cit., p. 111. Ob. cit., p. 308. Ob. cit., p. 378.

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un concepto que recuerda a Freud y evoca las frases de Nietzsche. Pero, a pesar de esta intuición, Maury no se pregunta cuál puede ser la significación del retorno a la infancia producido por el sueño, ni la razón de la aparición de cierta imagen, con preferencia a otra, del gran almacén de los recuerdos. Y ya hemos visto cómo Hervey de Saint-Denis, cuya obra siguió a poca distancia de la suya, tampoco tuvo estas preocupaciones. Al escribir Los sueños y los medios de dirigirlos, Hervey pretende «dominar las ilusiones de los sueños», más que prestar oídos a sus enseñanzas. Lo que le interesa es su mecánica, y lleva su observación hasta el punto de advertir, antes que Freud, que puede producirse una superposición de imágenes en el curso del encadenamiento y la asociación de las ideas. Sin embargo, no se le ocurre pensar que, si el barrote de la cama hubiese caído sobre otro cuello, habría podido producir imágenes distintas a las del Terror. Se da por satisfecho con el enlace mecánico que cree haber descubierto entre la excitación externa y la imagen onírica. Y, naturalmente, esto le dispensa de preguntarse lo que esta imagen tiene que ver con él y lo que significa para él. De la misma manera, pudo Alexander Arnoux contar, en Crapouillot1, que, en 1917 ó 1918, cuando vivía con un camarada en un lugar de reposo, soñó que los alemanes lanzaban un gas terrible con olor a membrillo. Jadeando y ahogándose, fue despertado por su camarada, que acababa de entrar en la habitación mordiendo un membrillo que había cogido en el huerto. Hay que reconocer, sin embargo, que estas observaciones nos llevan demasiado lejos. Ya en 1875, Hildebrand había relatado algunas experiencias más fecundas. En tres ocasiones, había hecho que un despertador interrumpiese su sueño. Tres sueños diferentes habían respondido a esta excitación idéntica. La primera vez, había visto, mientras paseaba por el cementerio de su pueblo y leía unas inscripciones funerarias, que el campanero subía al campanario de la pequeña iglesia y que la campanita tañía con tal fuerza que le había despertado. La segunda vez, había soñado que se disponía a salir de caza en trineo; se ponía el abrigo de pieles y metía los pies en el folgo; los caballos emprendían la marcha, y el sonido de los cascabeles se hacía tan fuerte que interrumpía su sueño. La tercera vez, una cocinera entraba en el comedor con una pila de varias docenas de platos; la muchacha tropezaba, y el ruido de los » Número especial sobre el sueño, París, 1949, p. 52.

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platos rompiéndose en mil pedazos se convertía en un repiqueteo y despertaba al durmiente. Vemos, pues, cómo una misma excitación sensorial provoca tres sueños diferentes, en los cuales el componente auditivo es cada vez más importante. Los tres sueños no tienen en común más que este componente, que, por lo demás, se traduce en imágenes oníricas distintas. Pero hay más: la percepción auditiva se produce, en el sueño, después de una escena a la que parece poner fin. La cosa es tanto más sorprendente cuanto que, en nuestro concepto lineal del tiempo, el sueño debió desarrollarse a partir del repiqueteo del despertador, que constituye la excitación provocadora, y no antes. Hay aquí una inversión temporal que, por lo que yo sé, no ha sido aún tratada por ningún autor. Los experimentos, mucho más rigurosos, realizados recientemente y en este mismo sentido en el Instituto Pavlov de Moscú, no han aportado nada nuevo. Han confirmado lo que la observación empírica nos había enseñado: principalmente, que un mismo estímulo externo provoca, en sujetos diferentes, escenas oníricas distintas. Han aclarado ciertos procedimientos muy antiguos de interpretación, que, hasta el presente, eran difícilmente justificables; mostrando, por ejemplo, cómo se produce la inversión de las sensaciones en lo que Pavlov1 llama la fase «ultraparadójica» del funcionamiento del sistema nervioso (al ser tocado en la mejilla con una probeta de agua tibia, el sujeto se ve en un bosque helado, en invierno, con una hoguera, a lo lejos, que no logra apagar), confirman la explicación «a contrario sensu» ofrecida, en ciertos casos, por los antiguos onirocritas. Al demostrar que no existe diferencia entre el relato de un sueño tenido en estado de hipnosis y el tenido al salir de este estado, confirman que el recuerdo onírico no ha tenido tiempo de ser «arreglado» por la imaginación despierta, y que su transcripción, al menos cuando se produce sin retraso, puede ser legítima: lo cual da una respuesta a la objeción que se hace con frecuencia al psicoanálisis en cuanto a la autenticidad de los sueños transcritos al despertar. Tampoco carecen de interés las observaciones sobre la medida cuantitativa del contenido emocional del sueño, aunque todas estas investigaciones sirven únicamente para analizar el sueño desde el exterior, sin alcanzar su realidad subjetiva, la realidad que tiene para el hombre viviente. « Sobre la teoría pavloviana del sueño, véase Le Problime du Sommeil, en Riflexes conditionnels et inhibitions, de Iván Pavlov, París, 1963, págs. 167-186.

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No puede decirse que se haya llegado a establecer una relación más precisa entre las imágenes oníricas y las excitaciones internas del organismo. Y, en este terreno, apenas si se empieza a sospechar las rutas que emprendieron los antiguos. Nada, en la investigación moderna, nos recuerda las correspondencias que la India o los árabes, léase los griegos, habían tratado de establecer entre los temperamentos y los sueños. Nada, incluso, tan sistemático como el Tratado acadio de diagnósticos y pronósticos médicos, donde Babilonia había pretendido aislar ciertos fenómenos nocturnos como síntomas de diversas enfermedades. (El rechinamiento de dientes había sido definido como tal.) Pero ya en Hipócrates y, más tarde, en las grandes compilaciones médicas indias de comienzos de nuestra Era —la Sushruta Samhita y la Caraka Samhita—> se había podido advertir que se trataba de descubrir, por medio de las imágenes, un cierto tono vital, más que una determinada enfermedad. El problema consistía en discernir los riesgos más o menos grandes de enfermedad, y en aplicar los remedios con conocimiento de causa1. Vistas desde esta perspectiva, las imágenes parecen más susceptibles de caracterizar un estado general que una enfermedad determinada. Cierto que Aristóteles había creído que se podían determinar mejor los síntomas morbosos gracias al sueño, hasta el punto de que muchos autores modernos creyeron que podían seguir sus directrices. Freud cita, a este respecto, a Radestock, Spitta, Simón, Tissié y, naturalmente, a Maury2. Según ellos, las enfermedades del corazón y de los pulmones son causa de numerosas pesadillas. Los cardíacos tienen sueños muy breves, de los que despiertan asustados, y que giran en torno a la muerte en terribles condiciones. Los enfermos de los pulmones sueñan que se ahogan, que pelean y huyen, mientras que, en los casos de dolencias del aparato digestivo, el sueño contiene representaciones gustativas agradables o desagradables. Se conoce también las relaciones entre ciertos sueños y las excitaciones sexuales. Algunos de estos sueños son desconcertantes. Así, por ejemplo, un hombre soñó varias veces que padecía un cáncer de lengua. Él sueño era tan real, que aquel individuo no tardó en sufrir una obsesión caracterizada. Aunque no había presentado ningún síntoma de dicha enfermedad, el cáncer se manifestó al cabo de un año. Otro hombre soñó, en varias ocasiones, que un ataque le paralizaba la boca y un brazo. Unos meses más tarde, 1

Les Songes et leur interprétation, págs. 83 y 223. * La Science des réves, p. 27.

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un ataque de idénticas consecuencias le derribó mientras reparaba su aparato de radio 1 . En el primer caso, podemos preguntarnos si, como sugería santo Tomás de Aquino, sería el sueño causa del cáncer, más que anuncio del mismo. En el segundo, se advirtió que el ataque diurno había sido debido a un espasmo arterial de origen heredosiñlítico, el cual pudo muy bien provocar, durante el sueño, ataques ligeros que prefiguraban el grave. Este último caso ilustraría, sobre todo, la teoría de la relación entre las imágenes oníricas y las sensaciones orgánicas, si no surgiesen, desgraciadamente, otras imágenes idénticas con independencia de tales sensaciones. Muchas veces se tienen sueños de asfixia, de reyerta, de fuga, de cáncer, es decir, de muerte, sin que el organismo presente síntomas ni amenaza de enfermedad cardíaca o pulmonar, de cáncer o de muerte. De ellos se desprende, pues, que la aparición de las imágenes se debe a leyes más complejas, más sutiles, aunque, en ciertos casos, exista la relación de que acabamos de hablar. Basta con ver que esta relación no es necesaria ni automática, y que el médico no puede jamás basar en ella un diagnóstico seguro. C. G. Jung advirtió, por su parte, que la muerte real es anunciada, la mayoría de las veces, por símbolos que, incluso en la vida normal, indican transformaciones de estados psicológicos: símbolos de renacimiento, tales como cambios de lugar, viajes y otros parecidos2. Estos símbolos se suceden, a veces, en series de sueños que llegan a abarcar más de un año, cuando nada, en la situación exterior, permite prever el acontecimiento. Pero el hecho de que los mismos símbolos puedan indicar, no la muerte, sino una transformación de la vida, demuestra, una vez más, que la relación entre las sensaciones internas y las imágenes del sueño no es una relación sencilla, directa o automática. Correspondía, naturalmente, a los soviéticos, el llevar lo más lejos posible esta clase de investigaciones. El profesor Y. N. Kasatkin, de Leningrado, se esforzó en verificar de esta manera las proposiciones de Aristóteles3. Observó que los enfermos aquejados de hipertensión habían visto modificarse sus sueños dos o tres meses antes de que se estableciera un diagnóstico acertado: estos sueños eran, en general, muy desagradables; las escenas visuales se referían a la cabeza y a la región del corazón y provocaban miedo e inquietud. Comprobó, igualmente, que una estudiante en> J. A. Hasfield, Réves et Cauchemars, París, 1954, págs. 17-24. » L'Énergétique psychique, Ginebra, 1956, p. 226. » Diario de neuropatologia y psiquiatría, citado en «Planéte», n.° 12, p. 50.

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ferma del pecho tenía todas las noches, unos meses antes de formularse un diagnóstico acertado, un sueño siempre igual, en el cual era enterrada viva. Sentía el peso y el frío de la tierra húmeda sobre el pecho, su respiración se hacía dificultosa, y se despertaba helada de espanto. Seis enfermos operados de tumores cerebrales le explicaron que, más de un año antes de la aparición de su enfermedad, había cambiado el carácter de sus sueños. Continuamente sufrían heridas en la cabeza, precisamente en la región donde fue localizado el tumor. En fin, varios enfermos aquejados de enfermedades infecciosas refirieron que, durante las dos o tres semanas anteriores al inicio clínido de su dolencia, habían soñado, cada noche, que les desgarraban las entrañas con cuchillos o que eran golpeados en la cabeza con martillos. Estos relatos confirman la creencia de los antiguos en el valor sintomático de los sueños para el diagnóstico de las enfermedades. Pero, repitámoslo una vez más, la presunción que puede sacar el médico de la aparición de estas imágenes oníricas no constituye nunca una certidumbre. Las mismas imágenes pueden presentarse a durmientes que no padezcan hipertensión, ni tuberculosis, ni tumores cerebrales. El problema, pues, radica en otra parte. Los más recientes estudios de los fisiólogos americanos y franceses, sin darnos la clave del enigma, han aportado nueva luz y nos permiten comprender mejor algunas de las intuiciones de los antiguos o ciertas proposiciones de la psicología de las profundidades. En efecto, desde Hans Berger, se han podido observar, gracias a los electroencefalogramas, oscilaciones de potencial eléctrico en el funcionamiento de la corteza cerebral. Estos gráficos (E. E. G.) resultaron diferentes en el estado de sueño y en el estado de vigilia, manifestándose este último en ondas alfa, y, el primero, por ondas delta de mayor amplitud *. Pero investigaciones más profundas permitieron, entre 1937 y 1940, distinguir, en el seno mismo del sueño, fases diferentes que, casi siempre, fueron reducidas a tres: adormecimiento, sueño ligero y sueño profundo. En 1957, los americanos Dement y Kleitman descubrieron una fase del sueño en que éste va acompañado de movimientos oculares y que, según ellos, se encuentran en posible relación con los sueños. Más tarde, Jouvet se especializará en el estudio de esta fase: en el anexo veremos sus conclusiones2. Este estado, llamado también «fase paradójica» del sueño p » Jean Lhermitte, Les Réves, París, 1957, págs. 11-114; ? Véase Documentos, V, p . 259.

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«sueño activado», dependería del sistema reticular póntico (sueño romboencefálico). Éste se pondría en juego, ya directamente, ya por mediación del hipocampo, que haría el papel de modulador. En cuanto el hipocampo o arqueocórtex, se encuentra, por sus relaciones anatómicas, en el centro de las formaciones interesadas en la regulación de los estados de vigilia y de sueño: de una parte, el núcleo mamilar; de otra, el hipotálamo anterior y las formaciones reticuladas del tronco cerebral. Es un centro de correlación de los influjos viscerales, olfativos y somáticos1. Las lesiones que pueden producirse en él provocan hipersexualidad y perversiones sexuales, o, al menos, devuelven al individuo a un estado de indiferenciación que amplía sus apetitos a todo objeto sexual posible, sean cuales fueren su edad, su sexo o incluso su especie 2. Contrariamente a lo que se había creído —al menos en Occidente—, resulta, pues, que no existe un sueño único, sino, al menos, dos sueños de calidad diferente. El primero procede de la corteza cerebral, es decir, de la envoltura externa del cerebro. Pero a medida que la ola de inhibición que «duerme» a las células se extiende hasta la parte baja o tronco cerebral, se entra en el sueño «romboencefálico» o «póntico», que depende de un punto preciso del tronco: el puente. Entre estos dos sueños de calidad diferente, el durmiente pasa por fases sucesivas: la del adormecimiento, en la que no ha desaparecido aún el contacto con el exterior, y en la que aparecen las imágenes hipnagógicas y bruscos sobresaltos; la del sueño ligero, que, desde el punto de vista eléctrico, corresponde a la inscripción de ritmos rápidos y lentos alternos, a la «pérdida de interés» por el mundo exterior, pero conservando cierto grado de conciencia; y, por último, la del sueño profundo, cuyas ondas eléctricas son lentas y sumamente regulares, y en el curso de la cual son nulos o insignificantes los estímulos externos3. Estas fases del sueño no se desarrollan según una cronología implacable. Por el contrario, se pasa de una a otra alternativamente. Las llamadas de «sueño paradójico» tienen una duración de veinte a treinta minutos por término medio, duración que tien-

de a prolongarse al finalizar la noche. En el adulto, su duración total representa de un 20 a un 30 por ciento de la duración total del sueño fisiológico. En el niño, de un 35 a un 40 por ciento. Esta fase de «sueño paradójico» es considerada también como la fase «onírica». Esto no quiere decir de ningún modo que no se sueñe durante las otras fases, sino que en ella se registra el mayor número de sueños recordados. Se trata, pues, de una fase de «memoria» onírica. Los movimientos rápidos de los ojos, que caracterizan el «sueño paradójico», han sido observados en todos los sujetos normales. También lo han sido en niños lactantes y en un niño ciego de tres años. Esto confirma la opinión emitida ya por Saint-Denis: todo el mundo sueña; como máximo, existen seres que no pueden acordarse de sus sueños. Estos movimientos son sincrónicos, bilaterales, horizontales o verticales. Se parecen a los movimientos de fijación que se pueden efectuar al seguir a un figura compleja en el estado de vigilia. Aparecen a ráfagas de algunos segundos y están separados por períodos de reposo total, durante los cuales los ojos permanecen inmóviles. En el curso de esta fase, y aparte de los movimientos discretos y rápidos de las comisuras labiales y de los dedos, el ritmo respiratorio se hace más irregular, más superficial y más rápido, y las variaciones del ritmo cardíaco, menos constantes. Estos datos se han obtenido mediante la comparación de experimentos practicados con felinos y con seres humanos. En primer lugar, se implantaron electrodos corticales y subcorticales en setenta gatos intactos, descorticados, con el cerebelo extirpado o a los que se había practicado la sección total o la coagulación limitada del tronco cerebral. Su actividad E.M.G. fue registrada en un aparato «E. E. G.» durante las diferentes fases del sueño fisiológico y en el tiempo mínimo de una semana. Las investigaciones clínicas en el hombre se efectuaron sobre seis sujetos adultos y tres niños, por medio de electrodos colocados sobre puntos precisos de la cabeza, a ambos lados de los ojos, y sobre el corazón para el electrocardiograma; la respiración fue registrada por medio de una cinta gráfica alrededor del tórax. El umbral del despertar era comprobado por medio de estímulos auditivos practicados con un altavoz. Al despertarse en el curso de las diferentes fases del sueño, se invitaba a los adultos a decir si recordaban algún sueño. Se realizaron observaciones análogas en sujetos afectados de taras patológicas cerebrales, aquejados de perturbaciones prolongadas

1 Participation de l'hippocampe a la régulation des états de veilte et de sommeil, por L. Rimbaud, P, Passouant y J. Cadillac, Revue neurologique, t. 93, n.° 1, 1955, páginas 303-308. 2 P. Passouant y J. Cadalhac, Olfaction et Rhinencéphale, en La France et ses parfums, págs. 417-418. 3 Rosie Maurel, Les Mystéres du sommeil, en L'Express, 8 de febrero de 1962.

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de conciencia, con síndromes de descortización o descerebración I; Todas estas observaciones fueron concordantes. En nuestra opinión, su interés principal reside, de una parte, en la relación establecida entre la fase onírica (que preferimos llamar de «sueños recordados») y las capas más primitivas del cerebro. Se recordará que, hace ya varios milenios, los hindúes habían elaborado una teoría de los diferentes estados de la existencia, entre los cuales se distinguían, además de la vigilia y del estado de identificación con el brahmán, el sueño profundo con sueños y el sueño sin sueños, el cual, como hemos ya observado, debe ser más bien considerado como sueño sin sueños recordados. Esta coincidencia de la más antigua especulación metafísica con las más recientes observaciones fisiológicas no deja de ser conmovedora. Más chocante es aún la relación, sospechada de otra manera por Maury y por Nietzsche, entre el sueño y las etapas más arcaicas del ser. El hecho de que la fase paradójica del sueño no esté ligada a la corteza cerebral, de la cual dependen las funciones conscientes y más recientes de la especie; el hecho de que el sueño sea posible, al menos en teoría, cuando no hay corteza, en seres sumidos en el coma y en individuos ciegos2, abre vertiginosas perspectivas sobre la naturaleza real del sueño. Desde ahora, no es ya posible considerar éste con un simple residuo de la vida consciente, de la vida despierta ligada a la actividad cortical y a sus funciones superiores. El sueño tiene su origen y su fuente más profunda en las formaciones subcorticales del sistema nervioso, es decir, en las formaciones relacionadas con las funciones más antiguas y primitivas. Examinadas bajo esta nueva luz, las consideraciones de filósofos o teóricos tales como Bergson, Claparéde, Delage, y tantos otros, nos parecen superfluas, a pesar de su inteligencia y de su agudeza. Por lo demás, podemos pensar que la investigación fisiológica se halla sólo en sus comienzos. Ciertamente, es difícil imaginar que el sueño pueda existir independientemente de la vida consciente, a la cual parece, a primera vista, restituir sus recuerdos; pero nada nos asegura que la propia conciencia no aparezca, un día, localizada en sitio distinto de los hemisferios cerebrales, • Jouvet, Sur Vexistence d'un systéme hypnique pontolimbique. Ses rapports avec Vactívité onirique, en Physiologie de Vhippocampe, «Ed. du CNRS», n.° 107, París, páginas 2299, 312 y 317. La cuestión del sueño en los ciegos de nacimiento es muy importante para la teoría de los arquetipos. El árabe Saíadi la abordó en el siglo xrv. Véase también Jean Lhermitte. Les Réves, p. 26, y las obras de Helen Keller, que relata su experiencia onírica de ciega.

que no existan en el hombre varios centros de conciencia, que, en ciertas circunstancias análogas al coma, no pueda manifestarse una «conciencia de recambio». Tampoco podemos terminar este capítulo sin recordar que Jung 1 sugirió que el sistema nervioso simpático, que se creyó, hasta ahora, que no tenía más función que los reflejos automáticos, puede dar lugar a una actividad consciente de remplazo. En el anexo, encontrará el lector el asombroso relato de una de las pacientes de aquél, la cual, considerada muerta por su médico y por sus familiares, y presentando todos los signos clínicos de la muerte, permaneció, no sólo consciente de su estado y de lo que pasaba en la habitación donde se había desmayado, sino que vio desarrollarse en su mente un extraordinario espectáculo en colores, muy parecido al de los sueños. Cierto que, en este punto, falla la observación fisiológica, que debe ceder el sitio a la introspección y dar crédito a los relatos de los interesados. Sólo se podría llegar más lejos el día en que, gracias a un inesperado invento, pudiesen filmarse las imágenes soñadas y establecer su relación con las excitaciones exteriores, con los movimientos corporales u orgánicos, o con estados emocionales actualmente mensurables. Mientras no se produzca este milagro, el fisiólogo se verá obligado a estudiar el sueño del hombre de la misma manera que observa el del gato, el del perro o el del ratón, es decir, desde el exterior, deduciendo de éstos las imágenes subjetivas que le caracterizan en el hombre viviente. Escuchando el ladrido de una perra de caza dormida al serle acercada una pina a su nariz, podemos deducir que sueña en bosques, de la misma manera que, si mueve las mandíbulas o hace acción de deglutir, podemos presumir que sueña que está comiendo. Pero estas observaciones son muy limitadas y están muy lejos de abarcar la variedad y, probablemente, la riqueza del escenario onírico del animal. Mientras se limite a su disciplina, el fisiólogo no puede conocer mejor el sueño del hombre que el del animal. Era inevitable que este método, tan de acuerdo con los tabúes de un espíritu siempre temeroso de los fenómenos de la vida interior, acabase por parecer insuficiente. El mérito de Freud fue haber roto las últimas barreras de los prejuicios científicos y morales del Occidente judeo-cristiano y abordado resueltamente la realidad psíquica del sueño, es decir, lo que puede ser el sueño para el que sueña y no para un observador extraño e indiferente. 1 Synchronizitat ais ein Prinzip akausaler Zusammenhange, Zurich, 1952, págs. 95 a 97. Véase Documentos, VI, p. 260.

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cerrar los ojos, pues este sueño, descabezado en una silla, sólo duró diez minutos. Pienso, pues, que tuvieron razón Purkinje y Geuithuiser cuando llamaron, a las imágenes que ve la mente, alucinaciones hipnagógicas, elementos del sueño. Son estas imágenes las que, en mi opinión, entran a menudo en la composición de los sueños. Y la incoherencia de éstos recuerda con frecuencia la de las visiones del hombre a punto de dormirse.

EL ESTUDIO FISIOLÓGICO DEL SUEÑO DESDE EL SIGLO XIX HASTA NUESTROS DÍAS (Documentos)

(Alfred Maury, Des hallucinations hypnagogiques ou des erreurs des sens dans l'état intermediare entre la veille et le sommeil, «Annales médico-psychologiques», París, 1848.) 2 / NIETZSCHE Y EL SUEÑO.

1 I LAS ALUCINACIONES HIPNAGÓGICAS Y LOS SUEÑOS.

He observado que las noches en que experimenté más alucinaciones hipnagógicas fueron precisamente aquellas en que más soñé, o, al menos, aquellas en que los sueños dejaron más recuerdos en mi mente. Es de observar, por el contrario, que mi madre y M..., que no recuerdan haber soñado nunca, no han experimentado jamás estas alucinaciones. Muchas veces, me he acordado de haber visto en sueños algunas de las figuras que habían desfilado ante mis ojos antes de dormirme. Esta observación la he hecho, principalmente, cuando, habiéndome acostado más temprano que de costumbre, me he despertado después del primer sueño. Pues, en este caso, sólo había tenido un sueño, y el recuerdo del último no podía borrar el del primero. Recuerdo, en especial, que, hallándome en Florencia, vi un día en las Galerías, poco antes de ir a acostarme, un cuadro de Miguel Ángel que me impresionó fuertemente, y que en seguida volví a ver en mi sueño. Otra vez, en París, reconocí en sueños dos figuras a caballo que se me habían aparecido en alucinación. En fin, para citar un último ejemplo, vi, hace un mes, al dormirme, un león que me recordó al que me había acompañado, un mes antes, en mi viaje de regreso de Siria a Trieste, y le vi en la misma actitud que tenía cuando le encerraron en la jaula. Me limitaré a estos ejemplos, aunque podría citar muchos más, principalmente el de una figura romboédrica y de color verde que se me apareció en sueños a los pocos momentos de

Cuando dormimos y soñamos, rehacemos, de nuevo, la tarea de la Humanidad anterior... Pienso que, como todavía hoy concluye el hombre al soñar, así concluyó la Humanidad en estado de vigilia durante muchos miles de años: la primera causa que se presentaba a su mente para explicar algo que requería explicación, le bastaba y pasaba por verdadera. En el sueño, sigue actuando en nosotros este tipo antiquísimo de humanidad, porque éste es el fundamento sobre el cual se ha desarrollado, y sigue desarrollándose aún en cada hombre, la razón superior: el sueño nos devuelve a los remotos estadios de la civilización humana y nos facilita un medio de comprenderlos mejor. (Humano, demasiado humano, I, 12 y 13.) 3 / BERGSON: «ME DETENGO EN EL UMBRAL DEL MISTERIO».

Durante el sueño propiamente dicho, durante el sueño que interesa a la totalidad de nuestra persona, son los recuerdos, siempre los recuerdos, los que componen la trama de nuestros sueños. Pero, con frecuencia, no los reconocemos. Pueden ser recuerdos muy antiguos, olvidados durante la vigilia, extraídos de las más oscuras profundidades de nuestro pasado. Pueden ser (y a menudo son) recuerdos de objetos que hemos percibido distraídamente,:

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casi inconscientemente, durante la vigilia; o incluso fragmentos de recuerdos rotos, que la memoria habrá recogido aquí y allá, juntándolos al azar y componiendo, así, un todo irreconocible e incoherente. ... El nacimiento del sueño no tiene, pues, nada de misterioso. Se asemeja al nacimiento de todas nuestras percepciones. El mecanismo del sueño es idéntico, en líneas generales, al de la percepción normal... Durante el sueño, se ejercen las mismas facultades que durante la vigilia; pero éstas se hallan en estado de tensión, en uno de los casos, y de relajamiento, en el otro. El sueño es la vida mental entera, menos la tensión, el esfuerzo y el movimiento corporal. Seguimos percibiendo, seguimos recordando, seguimos razonando; todo esto puede abundar en el sueño, porque, en el campo de la mente, abundancia no significa esfuerzo. Lo que exige esfuerzo es la precisión del ajuste. No hace falta hacer nada para que los ladridos de un perro provoquen el recuerdo de una asamblea que murmura y grita. En cambio, para que ésta sea percibida como el ladrido de un perro, se requiere un esfuerzo positivo. Esta fuerza es lo que falta al que sueña. Por esto, y solamente por esto, se diferencia del hombre despierto. ... Cierto que, en el sueño muy profundo, la ley que rige la reaparición de los recuerdos podría ser muy diferente. Casi nada sabemos de este sueño profundo. Los sueños que lo llenan son, generalmente, sueños que olvidamos. A veces, sin embargo, conservamos algo de ellos. Nos parece que volvemos de muy lejos. Y entonces experimentamos un sentimiento muy especial, extraño, intraducibie. Nos parece que volvemos de muy lejos, de muy lejos en el espacio y de muy lejos en el tiempo. Son, sin duda, escenas extraordinariamente remotas, escenas de la juventud o de la infancia, que revivimos en todos sus detalles, con el matiz afectivo que las colorea, impregnadas de la fresca sensación de infancia y de juventud que en vano pretendíamos resucitar durante la vigilia. ...A este sueño profundo deberá la psicología dirigir sus esfuerzos, no solamente para estudiar en él el mecanismo de la memoria inconsciente, sino también para escrutar los fenómenos más misteriosos que revela la investigación psíquica. No me atrevo a pronunciarme sobre los fenómenos de este orden... Si la telepatía influyese en nuestros sueños, sería sin duda en este sueño profundo donde tendría más posibilidades de manifestarse... Yo me detengo en el umbral del misterio. Explorar las más secretas profundidades del inconsciente, trabajar en el subsuelo de la conciencia:

ésta ha de ser la tarea principal de la psicología en el siglo que empieza. (Le Réve, «Bulletin de l'Inst. Psych. Int.», París, 1901, págs. 110-122.) 4 / EXPERIMENTOS EN EL LABORATORIO DE LOS SUEÑOS DE MOSCÚ.

El paciente está dormido por hipnosis. Le dicen: «Usted duerme y sueña.» Le dan el tema general del sueño; por ejemplo: «Paseo por el bosque», o «Visita a su familia». Seguidamente se introducen en el sueño elementos exteriores, un olor, un sonido, sensación de calor y de frío, variaciones en la iluminación de la estancia. Desde el momento en que el paciente se ha dormido, un electroencefalógrafo registra sin parar las oscilaciones del cerebro. Los estímulos standard son: acercamiento de un tubo de ensayo lleno de esencia de trementina, tocar la mejilla con un tubo de ensayo lleno de hielo, tocar la mejilla con un tubo de ensayo lleno de agua a 60°, tocar el rostro con lana de metal fina, silbidos con frecuencias bien definidas, encendido de una lámpara eléctrica con el haz dirigido a la cara, a la mano, al brazo, a la pierna o a los dedos doblados del sujeto. Cuando despierta, el paciente es interrogado sobre sus sueños. No se le dice en modo alguno que participa en un experimento, y él no sospecha que ha sido dormido por el hipnotizador, ni que ha recibido por sugestión el tema general de su sueño. En ciertos casos, no se hace al paciente ninguna sugerencia verbal, limitándose simplemente a los diversos estímulos. He aquí algunos ejemplos de los resultados obtenidos: Una paciente a la que no se dio ninguna instrucción y cuya mejilla fue tocada durante tres segundos con una probeta de agua tibia, declaró que había soñado en su infancia: volvía a ser pequeña y su madre la bañaba. La misma paciente, bajo el efecto de un débil silbido, soñó que se había cruzado en la calle con el coche de los bomberos. Otro sujeto, con estimulantes rigurosamente idénticos, soñó una complicada serie de desdichas: había sido detenido en la calle por un agente de policía, por infracción de las reglas de tráfico. El agente había insistido en el pago inmediato de la multa. El sujeto no llevaba dinero, ni documentos, etcétera. El mismo sujeto, des17 — 2.717

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pues de serle plegado y desplegados los dedos de la mano derecha, soñó que cosía interminablemente unos vestidos en muy mal estado. Se observó un caso muy claro de «fase ultraparadójíca», en el sentido pavloviano de la expresión. El sujeto, después de ser tocado en la mejilla con una probeta de agua tibia, soñó que caminaba en invierno por un bosque helado. A lo lejos, había un fuego al que no lograba llegar. Es un caso de inversión de sensaciones, tal como se describe en la teoría pavloviana del funcionamiento «ultraparadójico» del sistema nervioso. En varias ocasiones, se pidió al sujeto en estado de hipnosis que contara su sueño. Este relato lo hizo el sujeto sin despertarse. Una vez despierto, volvió a pedírsele que contara su sueño, sin advertirle que ya lo había hecho. Los dos relatos concordaron absolutamente, cosa que parece indicar que el sujeto no tiene tiempo de inventar. El examen de la escala del tiempo de los electroencefalogramas demuestra que varias horas de tiempo pueden desarrollarse en tres o cinco minutos. Otra técnica, actualmente muy perfeccionada, del Instituto de los Sueños es la medición cuantitativa del contenido emocional de un sueño. Se ha podido comprobar que la secreción de sudor es proporcional a la intensidad emocional del sueño. La medición continua de la conductividad eléctrica de la piel nos da, pues, la curva de emoción del sueño. Cuanto mayor es la conductividad, más intensa es la emoción experimentada por el paciente. Estos resultados son confirmados por la medida del potencial eléctrico de la piel en relación con el aire. Con un galvanómetro de alta resistencia, se obtiene sensiblemente la misma curva. Por otra parte, el carácter de los sueños se refleja en los electroencefalogramas. Existen sueños «tranquilos», que no perturban en absoluto el ritmo de las corrientes cerebrales. Por el contrario, los sueños agradables o desagradables producen perturbaciones que se pueden advertir e incluso identificar. Los especialistas del Instituto de los Sueños llegan a detectar fácilmente un sueño «inquieto» por las pulsaciones especiales que aparecen en la curva del electroencefalograma. (Dr. J. Wolpert, Saber y fuerza, n.° 11, Moscú, 1958.)

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5 / BASES FISIOLÓGICAS DE LA FASE ONÍRICA DEL SUEÑO.

Un examen crítico de las diferencias y similitudes entre la F. R. S. (fase romboencefálica del sueño) en el gato y el sueño con M. R. O. (movimientos rápidos de los ojos) en el hombre, nos permite admitir que existe una gran probabilidad de que la actividad onírica sobrevenga en una fase del sueño análoga a la F. R. S. La actividad onírica aparece, así, como el equivalente subjetivo de los fenómenos cerebrales que se producen en el curso de la F. R. S.: constituye un fenómeno periódico estrechamente ligado a las modificaciones del tono muscular y del sistema vegetativo (aunque éstas no le están ligadas de manera recíproca, puesto que aparecen en sujetos y animales descorticados). La actividad onírica dependería, pues, de la periódica puesta en juego, en el curso del sueño, de un grupo de neuronas situadas al nivel de la F. R. póntica, en estrecha relación con el sistema límbico por vías ascendentes distintas del S. R. A. A. Actualmente, resulta difícil un análisis más intenso de los mecanismos y de las funciones del sueño. El misterioso fenómeno del sueño sigue planteando numerosos problemas que permanecen sin respuesta. ¿Por qué la F. R. S., que parece ir acompañada de una actividad unitaria cervical y reticular importante, va asociada a la desaparición total de toda actividad E. M. G.? ¿Cuál es la función de esta fase que asocia el «onirismo cerebral» y el «sueño muscular» y que interrumpe periódicamente la fase de actividad lenta del sueño, desprovista, según parece, de toda actividad subjetiva, y acompañada de cierto estado de vigilancia muscular? ¿Cómo explicar que los movimientos de los ojos, observados en el hombre normal en el curso de la F. R. S., y cuya relación con las imágenes oníricas parece muy estrecha, se produzcan igualmente en los niños lactantes, en los ciegos, en sujetos aquejados de un síndrome de descorticación e «inconscientes» desde hace años? Habría que admitir que estos movimientos de los ojos están bajo la dependencia primaria de centros subcorticales o bajo control límbico. Entonces, tales movimientos de barrido de los ojos podrían ser causa, y no consecuencia, de fenómenos centrales cuya memorización ulterior se traduce a menudo en imágenes irracionales. El sueño, que ocupa un cuarto o un tercio del tiempo en que

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dormimos, ha despertado siempre nuestra curiosidad. Para el neurofisiólogo, la puerta de los sueños ha sido apenas entreabierta, y la clave de los sueños no ha sido descubierta todavía. Aunque ciertos mecanismos de la actividad onírica parecen empezar a desvelarse, las funciones del sueño siguen siéndonos desconocidas. Sin embargo, el conjunto de imágenes oníricas que asombran a nuestro cerebro despierto se integra en la unidad del organismo, ya que está sometida, al igual que las grandes regulaciones vegetativas y hemostáticas, a la actividad de un grupo celular situado en el seno de la F. R. póntica. (Jouvet, del Instituto de Fisiología de la Facultad de Medicina de Lyon, Sur l'existence d'un systéme hypnique ponto-limbique. Ses rapports avec l'activité onirique, «Ed. del C.N.R.S.», en Physiologie de l'hippocampe, n.° 107, París, 1962.) 6 / EL SISTEMA NERVIOSO SIMPÁTICO COMO SOPORTE FISIOLÓGICO DE CIERTOS ESTADOS CONSCIENTES «DE REMPLAZO» Y LUGAR DE ORIGEN DE LOS SUEÑOS.

Una paciente, cuyo equilibrio y buena fe no tengo motivos para poner en duda, me contó lo difícil que había sido su primer parto. Después de trece horas de vanos esfuerzos, el médico se había visto obligado a utilizar el fórceps. Esta intervención había sido realizada bajo narcosis ligera. Se había producido abundante pérdida de sangre y debilitamiento, no considerados como graves. Cuando el médico, la madre de la paciente y su marido se habían marchado ya, la enfermera quiso también marcharse a comer, y la paciente la vio en el umbral de la puerta cuando le preguntaba: «¿Desea usted algo más, antes de que me vaya a comer?» La paciente quiso responderle, pero no pudo. Tenía la sensación de que era aspirada de su lecho por una especie de vacío, y de que perdía todo contacto con el suelo. Observó, empero, que la enfermera corría hacia su cama y le asía la muñeca para tomarle el pulso. El médico, que había regresado y la había explorado con los dedos, llegó a la conclusión de que el pulso se había hecho imperceptible. Como ella se sentía perfectamente, le divirtió observar el susto de la enfermera. Porque la paciente no estaba asustada en absoluto. Éstas fueron las últimas cosas que recordó, en el umbral

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del período indeterminado que había de seguir. Cuando recobró el conocimiento, creyó percibir todo lo que pasaba en la habitación debajo de ella, como si se encontrara suspendida del techo, pero sin tener noción de su cuerpo ni de su posición en el espacio. Se veía a sí misma, acostada en la cama, blanca como una muerta y con los ojos cerrados. Junto a ella estaba la enfermera. El médico iba de un lado a otro de la habitación, como si hubiese perdido la cabeza y no supiese qué hacer. Por último, comparecieron sus familiares. Entraron la madre y el marido, y la contemplaron, aterrados. La paciente pensó, sin embargo, que era una estupidez estar muerta, como pensaban ellos. Quería volver en sí. Por otra parte, sabía que detrás de ella, resplandeciendo con los más vivos colores, se extendía un paisaje parecido a un parque y, en particular, un prado verde esmeralda, de césped recortado, que, formando una especie de cuesta, llegaba a una puerta enrejada que daba entrada al parque. Era primavera, y el prado estaba tapizado de florecillas multicolores que ella no conocía. El sol inundaba el lugar, y los colores tenían un brillo indescriptible. La cuesta estaba flanqueada, por ambos lados, de árboles de color verde oscuro. El prado parecía un claro en medio de un bosque que jamás hubiese sido pisado por el hombre. «Yo sabía que se trataba de la entrada de otro mundo, y que, si penetraba en él, me despediría de la vida al franquear la puerta.» Ella no veía realmente aquel lugar, al que volvía la espalda, sino que sabía que estaba detrás de ella. Tuvo la sensación de que nada podría impedir que cruzase aquella puerta. Pero sabía, también, que quería volver a su cuerpo y no morir. Por esto le parecían estúpidos y superfluos la agitación del médico y los temores de sus parientes. Después volvió a encontrarse en su cama, vuelta en sí de su desvanecimiento, cosa que advirtió la enfermera, inclinada sobre ella. La enfermera le explicó que había estado una media hora sin conocimiento. Al día siguiente, o sea quince horas más tarde, criticó, hablando con la enfermera, la conducta aparentemente incompetente e «histérica» del médico durante su desvanecimiento. Pero la enfermera rebatió enérgicamente su crítica, afirmando, no sin razón, que la paciente había estado completamente inconsciente y no había podido captar nada de la escena que se había desarrollado durante aquel tiempo. Fue necesario que la paciente describiese la escena con todo lujo de detalles para que la enfermera se convenciese de su buena fe y diese testimonio de su exactitud. En este caso, cabría suponer que se trataba de una situación

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psicógena de carácter crepuscular, en la cual una parte disociada de la conciencia había permanecido activa. Sin embargo, la paciente no tenía nada de histérica, y lo que había padecido no había sido más que una crisis cardíaca con síncope consecutivo a la anemia cerebral, como así lo demostraban los signos exteriores más manifiestos y más alarmantes. Se había desvanecido de veras, y tuvo que encontrarse, normalmente, incapacitada de percibir claramente algo y de formular ningún juicio. También era curiosa la circunstancia de que no se tratase únicamente de un fenómeno interno de observación inconsciente, sino que la paciente hubiese visto, desde arriba, la situación en su conjunto, como si «sus ojos hubiesen estado en el techo», según sus propias palabras. ... ¿Cómo explicar la presencia de una conciencia durante la inconsciencia de un desvanecimiento? Habida cuenta de que el sistema nervioso simpático, por lo que de él sabemos, no queda paralizado en el curso de un desvanecimiento, podemos suponer que actúa como transmisor de funciones psíquicas. Si esto es así, debemos preguntarnos si la inconsciencia normal del sueño, cuyos sueños provienen de la conciencia, no debe ser considerada de manera análoga. Esto significaría que los sueños tendrían su origen, más que en el adormecimiento de la actividad de la corteza cerebral, en el sistema nervioso simpático, que no comparte el sueño humano. Esto nos autorizaría a decir que los sueños actúan de manera transcerebral.

CAPíTULO

V

LA ESTRUCTURA PSÍQUICA DEL SUEÑO Y EL DEBATE ENTRE FREUD Y JUNG

(Synchonizitat ais ein Prinzip akausaler Zusammenhcinge, en Naturerklarung und Psyche, Zurich, 1952, págs. 93-97.)

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Será poco cuanto se diga sobre la importancia histórica de Freud y de lo que algunos han llamado revolución psicoanalítica. Pero la búsqueda realizada, a lo largo de esta obra, en las civilizaciones pre o paracristianas, puede hacernos sospechar que esta importancia histórica se manifiesta, sobre todo, en relación con la Edad Media y, más aún, en relación con el puritanismo Victoriano del siglo xix, contra el cual reaccionó el maestro de Viena. Y, si hubo revolución psicoanalítica, será preciso que midamos su alcance exacto, en vista de los trabajos dedicados al sueño después de Freud y sobre la misma pauta de sus descubrimientos (o redescubrimientos): por razones diversas, Jung, Bachelard y Bastide merecen ser oídos por sus críticas, por sus ampliaciones o por las nuevas rutas abiertas en este inmenso campo. Desde nuestro punto de vista, conviene hacer una distinción inicial, en la obra freudiana, entre lo que se refiere a la ciencia de los sueños propiamente dicha y las teorías o hipótesis psicoanalíticas que Freud, y más aún sus discípulos, elaboraron sobre aquella ciencia. Parece que esta distinción no estuvo nunca muy clara en la mente de Freud, y la filosofía implícita o confesada que lleva su nombre no fue jamás situada por él en las zonas de la problemática donde hubiera debido colocarla. Pero, como veremos, el propio Freud no fue psicoanalizado, y permaneció ignorante de los presupuestos de su propio rumbo. La falta de cultura de muchos de sus discípulos contribuyó a reforzar los malentendidos iniciales.

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¿Cuál es, pues, la aportación real de Freud a la ciencia de los sueños? Ante todo, la de haberla creído posible, la de haberla rehabilitado. Después, la de haberla arrancado a la simple investigación fisiológica, necesariamente exterior al alma, y haberla orientado por un camino que podía hacerla fecunda: el de la exploración de los procesos psíquicos. Cierto que, como hemos visto, Freud había tenido precursores en el siglo xix. La actitud frente a los sueños no era ya la de la Edad Media cristiana. La curiosidad de un Alfred Maury o de un Hervey de Saint-Denis tendía ya a la constitución de una ciencia autónoma de los sueños. Pero esta curiosidad había sido, principalmente, académica. No había llegado a constituir un fenómeno histórico. Si llegó a serlo con Freud, fue porque este último fue más médico que sabio. Con independencia de la curiosidad racionalista del maestro de Viena y de su filiación a la época de las Luces, fue una especie de necesidad vital la que le empujó a estudiar los sueños. No anduvo equivocado Freud cuando declaró que Nietzsche era el precursor del psicoanálisis. Precisamente, Nietzsche descubrió por intuición lo que hemos dicho sobre la importancia y la naturaleza arcaica del sueño. Y es que, también él, era empujado por una necesidad vital a restablecer el contacto con las fuerzas originales disimuladas, hasta entonces, por la fachada heredada de la Edad Media cristiana. En el curso de estos siglos oscuros, el estudio de los sueños había podido ser condenado sin excesivo dolor, porque las capas irracionales, de las cuales son los sueños expresión, llegaban a manifestarse en el dogma, en los ritos y en la mística definidos o autorizados por la Iglesia. En pocas palabras, la experiencia psíquica original podía ser evitada de alguna manera, mientras una fe auténtica y unas proyecciones no discutidas pudiesen canalizarla y utilizarla socialmente en la vida espiritual. Pero cuando la Iglesia empezó a desconfiar incluso de las visiones de sus santos y de los fenómenos psíquicos autónomos, mediante los cuales las capas irracionales del ser podían sublimarse, bien o mal, en el marco de las creencias establecidas; cuando la fe se debilitó y recibió los golpes decisivos del Renacimiento, de la Revolución y de los movimientos racionalista y científico, era natural que aquellas capas, a la sazón sin salida, empezaran a ejercer una presión creciente sobre las mentes más sensibles. Esta presión, como hemos visto, fue experimentada por el romanticismo, cuyo fracaso se debió a las contradicciones que lo descuartizaron, entre un mundo cristiano al cual no quería renunciar y la intuición de un universo onírico que había de desmentirlo. Nietzsche acogió

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en su seno las fuerzas del abismo, con gozo mezclado de espanto, y profetizó una liberación que no pudo conocer y cuya visión, demasiado lejana, lo quebrantó. Pero lo mismo que les ocurría a las mentes superiores, a las mentes más sensibles e inteligentes, situadas en vanguardia de los tiempos, sucedía también en otros niveles y, particularmente, en esos seres frágiles y siempre amenazados que son los grandes nerviosos. Era inevitable que, desquiciados por la fe religiosa que los había abandonado, obligados, empero, por las convenciones sociales, a asumir sus apariencias moralizadoras, estos temperamentos, incapaces de soportar la hipocresía y el engaño a los que conducía esta contradicción, sucumbieran a neurosis hasta entonces desconocidas. De ahí la invasión de los consultorios médicos, precisamente por parte de las capas más frágiles, más amenazadas y más ociosas de la sociedad burguesa de principios de siglo. En todas partes se intentaba mantener las fachadas de la Edad Media cristiana, pero sin lograr seguir viviendo en las casas que aquéllas albergaban. Y es natural que el movimiento estallase y adquiriese mayor importancia en los países donde el cristianismo había sido más tardío, donde los cimientos primitivos se habían mantenido más vigorosos y donde la defensa de la moral se había hecho más crispada y más hipócrita, es decir, en los países germánicos y, más tarde, en los anglosajones. Freud se convirtió así, después de Nietzsche, en el más grande oponente de la crisis burguesa en el lindero de los siglos xix y xx, en el estuario donde se vertieron las fangosas ondas de la neurosis del mundo judeo-cristiano agonizante. Pero, al contrario de Nietzsche, que no logró escapar al destino trágico de los profetas y de los visionarios, encontró en su vocación médica y en su formación científica la fuerza necesaria para una acción terapéutica. Ésta le salvó personalmente y, al propio tiempo, empujó vigorosamente a Occidente hacia una nueva forma de salud, hacia una reconciliación con sus profundidades y hacia una redescubierta sinceridad moral. Pues, como se adivina fácilmente, fue la necesidad médica y humana la que llevó a Freud a la interpretación de los sueños, de la cual pudo escribir que constituía «el camino real que conduce al inconsciente en la vida písiquica»l. Cierto que el inconsciente es una palabra, una hipótesis, una teoría, y que, de un autor a otro, ha variado su definición y se ha modificado su contenido2. Y tal * La Science des réves, p. 495. Sobre las teorías prefreudianas del inconsciente, véase, sobre todo, Leibniz, Herder, Caras Hartman, Janet, etcétera. 2

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vez sería, incluso, conveniente renunciar a una palabra que no es del todo adecuada, ya que no sabemos si los contenidos de lo que hoy llamamos inconsciente no fueron plenamente conscientes en otro momento de la vida del individuo o de la especie, o no lo son aún para una mirada lúcida y sincera, o no participan en centros de conciencia desconocidos y distintos de aquél gracias al cual se define el complejo del Yo. Pero Freud no se formuló estas preguntas; seguramente, no tuvo tiempo ni ganas de hacerlo. Para él, el inconsciente era, ante todo, el lugar psicológico de donde brotaba la fangosa corriente de la neurosis con la que tenía que enfrentarse diariamente, y que quería exorcizar y curar. Y como la causa de neurosis burguesa de la sociedad de su tiempo era, ante todo, sexual, y se encontraba esencialmente en el conflicto entre los deseos vividos y la moral pregonada, utilizó los sueños para sacar a luz la sexualidad de sus clientes, cuyo bloqueo destruía su salud. Pero cuando leemos su gran obra La ciencia de los sueños, nos choca su carácter poco «científico», la ausencia de discusiones y comparaciones, su casi ingenuidad en cuanto a la novedad absoluta del psicoanálisis. Fuese por falta de interés o por falta de cultura, Freud apenas menciona los antecedentes históricos de la ciencia de los sueños, no los analiza y, más o menos conscientemente, rechaza o subestima su alcance. Cierto que muchos documentos pre o paracristianos que hoy en día conocemos, no habían sido publicados en su época. Pero lo esencial no es esto. Freud parece haber tenido poca curiosidad por la Historia. Se entregó a lo más apremiante, es decir, a las técnicas y a las teorías que podían proporcionar algún alivio a sus enfermos, y que se justificaban por un resultado más o menos inmediato. De ahí la impresión de prisa y la ingenuidad de los que se imaginan ser fundadores de una ciencia nueva, cuando lo cierto es que ignoran lo que hicieron sus predecesores. Y como Freud se lanzaba al psicoanálisis sin haber sido él mismo psicoanalizado, era inevitable que lo constituyese según las mismas normas psicológicas de las que quería conscientemente librarse, es decir, en forma de dogmatismo y de moral invertidos. Al denunciar la artificialidad de la moral judeo-cristiana, tal como era practicada en la sociedad burguesa de principios de este siglo, no hacía más que invertir los factores, sin salirse realmente de ellos: el espíritu no era sino un residuo más o menos sublimado de la sexualidad, y ésta, después de haber sido, durante más de dos mil años, el universo secreto, si no condenado, del que sólo podía hablarse con la mayor prudencia, se transformaba de pronto en

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principio universal de explicación. Pues bien, hoy nos toca discernir, en la obra freudiana, lo que fue expresión de un momento histórico y lo que resta de ella para la ciencia. Y es al hablar de los sueños cuando hemos de plantear esta cuestión. El alcance histórico de la obra freudiana es indiscutible: no se puede concebir el siglo xx sin Freud, como no puede concebirse sin Marx o sin Nietzsche. Pero la importancia histórica de un hombre o de una obra no debe confundirse con su valor científico. En el umbral de la era planetaria, ¿qué queda de Nietzsche, qué queda de Marx, qué queda de Freud? Esto nos lleva a preguntarnos en qué consiste el método de análisis onírico empleado por el maestro vienes, y si la utilización correcta de este método, suponiendo que fuese el mejor, autorizaba las grandes conclusiones de la escuela freudiana sobre la naturaleza del inconsciente. No nos pararemos a describir con detalle el método analítico de Freud, cosa que, desde hace medio siglo, han realizado numerosos autores. Pero sí nos referiremos a los postulados que le sirven de base. El primero es la creencia en el valor de la interpretación onírica, en la posibilidad de conferir al sueño un sentido definido. Ahora bien, como hemos visto, esta creencia no era en modo alguno compartida por los fisiólogos ni por los autores que, en el siglo xx, abordaron de nuevo, en Occidente, el problema de la vida onírica. Aunque creían que podían llegar a desmontar el mecanismo del sueño y, con ello, descubrir sus fuentes, seguían pensando que esta mecánica era un poco fruto del azar y se hallaba cerca de las alucinaciones, de la locura o del sonambulismo, cuyo absurdo era evidente. Como máximo, el sueño podía ser considerado signo psíquico de fenómenos orgánicos todavía velados. Freud realiza una innovación innegable al afirmar que, contrariamente a aquella creencia, el sueño posee siempre un sentido, y que lo único que importa es desarrollar la técnica que permita descifrarlo. Pero, si hay innovación, es en relación con el siglo xix y, a través de él, con las prohibiciones medievales. En cambio, no hace más que volver al punto de vista de las civilizaciones pre o paracristianas, que creían, precisamente, en el valor significativo de los sueños. Si Freud volvió a esta creencia, fue sobre todo, como hemos visto, por la presión de necesidades médicas e históricas. Había que encontrar, a toda costa, un medio de penetrar en el universo secreto que provocaba las neurosis. Pero la creencia de Freud en el valor significativo del sueño estaba ligada a otro postulado, que las primeras investigaciones de la psiquiatría hacían, ciertamente,

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cada vez más verosímil. Este segundo postulado traslada el valor significativo del conjunto del sueño a la imagen en particular. La imagen se convierte en ser, según ha demostrado Juliette Boutonier en su hermoso libro La angustia. De suerte que, si el sueño presenta un monstruo que me espanta, el postulado que acabamos de citar declara que algo monstruoso existe en mí, o viene de mí, o yo lo juzgo de esta manera, y que, efectivamente, inspira terror a una parte de mí. Es algo que no es un objeto, como lo serían el alud, el gorila o el gángster prestos a lanzarse sobre mi persona. Es una realidad de otro orden, simbolizada generalmente por la imagen y que el análisis debe identificar. No se trata de minimizar la imagen, a pretexto de que es sólo fruto del sueño o de la alucinación. En efecto, sus consecuencias son tan directas como las de la percepción o de un estímulo exterior. El terror que me infundió la aparición del monstruo nocturno era completamente real, y sería huir de la realidad no ver hasta qué punto fue provocado por algo a cuyo encuentro es posible ir. Al atribuir a toda imagen onírica una realidad y un sentido incluidos en la personalidad del durmiente, Freud no hacía más que aplicar al sueño el método de investigación utilizado en psiquiatría para el tratamiento de diversos conflictos y, especialmente, de las angustias, las obsesiones y las ideas delirantes. Había observado que, incorporando las imágenes psicopáticas al conjunto de la vida psíquica, de la cual se encuentran aisladas, se obtiene la curación del síntoma neurótico y la desaparición de la idea morbosa. Esta unión se realiza invitando al enfermo a buscar, en un clima de espontaneidad absoluta, los recuerdos y las imágenes evocados por esta idea. Entonces se advierte que la idea morbosa es expresión de un conjunto de situaciones olvidadas o reprimidas, conjunto que, al manifestarse, permite la reconstitución de la totalidad psíquica que constituye la curación. Habida cuenta de que las imágenes de sueño son tan extrañas a la conciencia despierta como las ideas psicopáticas a una conciencia sana, Freud tuvo la genial intuición de aplicar a las primeras el método de investigación que se había revelado eficaz con las segundas. Es, pues, en la realidad de las imágenes psicopáticas, como signos de un contenido psíquico, donde se encuentra el origen del postulado psicoanalítico que atribuye a todo contenido de sueño una realidad y una significación. El hecho de que se trata de un postulado, es decir, de una creencia, es tanto más indudable cuanto que existe gran cantidad de imágenes oníricas a las que jamás se ha podido hallar la menor significación, sin que, por

otra parte, exista ninguna prueba de una relación cualquiera entre determinada imagen y cierto estado orgánico. Sólo existen presunciones, comprobadas por éxitos empíricos, pero rebeldes a toda prueba experimental y a toda observación propia de una ciencia exacta. Ello no empece a que, adoptando esta creencia, obtuviese Freud notables resultados en los campos de la terapéutica y del conocimiento del hombre. Rehabilitaba la vida psíquica, arrancándola para siempre al monopolio de teólogos y moralistas, y convirtiéndola, al fin, en objeto de una ciencia autónoma. Pero, también en esto, si Freud innova en relación con el siglo xix y con la Edad Media cristiana, no hace más que volver a una creencia en el valor significativo y terapéutico de las imágenes de las que encontramos huellas en Egipto y en Babilonia, en el mundo grecorromano, en la India, en los árabes y en Extremo Oriente. Sólo cuando la psiquiatría moderna trata de curar la neurosis por la integración de las imágenes morbosas en la totalidad psíquica, se borra toda relación con la medicina teúrgica o mágica practicada por los antiguos. Si hacemos abstracción de las teorías explicativas que juntó Freud a sus métodos analíticos, ¿en qué consisten esencialmente éstos? En invitar al que sueña a colocarse en un estado de relajamiento psíquico análogo al estado intermedio entre el sueño y la vigilia, en el curso del cual abandonará toda actividad crítica y dejará que afluyan a él, a propósito de cada imagen, las representaciones involuntarias que han sido provocadas. Sin duda es más difícil de lo que podría creerse alcanzar este «estado de autoobservación crítica», como lo llama Freud, y que no deja de recordarnos el estado meditativo recomendado por ciertas disciplinas religiosas y, en particular, por las técnicas yogas encaminadas a la evocación de las imágenes inconscientes. Freud atribuye esta dificultad a una «resistencia» de los «pensamientos indeseables», que prefieren permanecer reprimidos. Para hacernos comprender su naturaleza, recuerda un notable texto de Schiller, en el cual el poeta atribuye la esterilidad literaria de un amigo suyo a la violencia que ejerce la inteligencia sobre la imaginación. «En un cerebro creador -—decía Schiller—, todo ocurre como si la inteligencia hubiese retirado la guardia que vigila las puertas... Vosotros, críticos, o como quieran llamaros, os avergonzáis o tenéis miedo de los momentos de vértigo que conocen todos los verdaderos creadores y ¡cuya duración, más o menos larga, es lo único que distingue al artista del soñador. Habéis renunciado demasiado pronto y juzga-

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do con excesiva severidad: de ahí vuestra esterilidad.»K Dejemos esta noción de resistencia, que habrá de ser muy empleada por la escuela freudiana, hasta el punto de elaborar con ella una verdadera mitología. De momento, subrayemos que es independiente de la técnica inicial de Freud: no es más que la explicación de la dificultad comprobada en la primera fase del análisis. Eliminadas las preocupaciones del estado de vigilia y obtenida la concentración en el sueño, la segunda fase del análisis consiste en tomar separadamente cada una de las imágenes de sueño y observar lo que éstas provocan. Freud insiste sobre el hecho de que este método atiende no tanto al sueño considerado como un todo, como a las diferentes partes de su contenido. Sin embargo, será esta subestimación del sueño en su conjunto lo que provocará una crítica importante de C. G. Jung. Y también el valor de los materiales obtenidos con las asociaciones libres para la significación propia del sueño. Pero no nos anticipemos. Advirtamos, una vez más, el origen terapéutico del método: la aceptación y la confesión de los materiales asociativos producen, en el que sueña, una liberación y una toma de conciencia. Liberación, porque una multitud de ideas o de sensaciones de las que el sujeto no quería (o no podía) saber nada en estado de vigilia, aparecen, a partir de entonces, en la conciencia y se unen a ella, y porque el bloqueo o la disociación en que consiste la neurosis encuentran, por primera vez, una posibilidad de ser vencidos. Toma de conciencia, porque la revelación de estos fondos secretos del ser exige un enfrentamiento, una representación, una sublimación o una integración. Por primera vez, también, se plantea el problema de la personalidad total. Hay que decidir lo que hay que hacer con la parte del ser que ha salido por fin a la luz. Esto sentado, comprenderemos claramente el error de algunos que asimilan esta técnica a la confesión católica: si voy a confesarme, conozco de antemano el contenido de mi confesión; si visito al psicoanalista, ignoro este contenido. En el primer caso, confieso mi vida consciente; en el segundo, revelo lo que era en mí inconsciente. Si recordamos, además, que el católico hace su confesión en función de una ética definida fuera de él y frente a la cual se siente pecador, mientras que el paciente del psicoanálisis es un hombre colocado fuera de todo juicio moral previo y en busca de su personalidad total, comprenderemos mejor que la confesión católica es una técnica psicológica fragmentaria

y de carácter mágico, en comparación con la confesión psicoanalítica. Pero, también aquí, podemos preguntarnos si la técnica freudiana, que nada ha tomado de la confesión católica y resulta más refinada que ésta, psicológicamente hablando, constituye, desde nuestro punto de vista, una innovación absoluta. Freud opinaba que se diferenciaba de la de los antiguos «por el hecho esencial de que encarga el trabajo de interpretación al mismo que sueña». Según él, tiene en cuenta, no lo que tal elemento del sueño sugiere al intérprete, sino lo que sugiere al que sueña. Esta opinión merece ser aquilatada. Pues si opone, y con razón, la interpretación psicoanalítica a aquella otra, plenamente mecánica, ofrecida por la mayoría de las Claves de los sueños, ya hemos visto, en Artemidoro y, más aún, en los indios y los árabes, que la colaboración del durmiente era en gran manera utilizada. Freud lo reconoce en parte, en lo que afecta al mundo árabe, pero no parece haber tenido, de la onirocrítica musulmana, más que un conocimiento superficial y de segunda mano. Al parecer, conoció más las técnicas del yoga, que no apelan a un intérprete extraño y procuran, por la meditación sobre las imágenes soñadas, hacer surgir a la conciencia los contenidos inconscientes. Además, en la práctica psicoanalítica, el propio médico interviene sin cesar, sugiere o impone asociaciones o explicaciones personales suyas, y el que sueña está muy lejos de tener que confiar en sus únicas fuerzas. De suerte que el papel del psicoanalista se parece, a menudo, al de los antiguos onirocritas musulmanes, consistiendo la diferencia en la técnica empleada y en los presupuestos filosóficos o religiosos determinantes de su empleo. ¿Podríamos decir lo mismo del trabajo de elaboración del sueño descrito por Freud, de los mecanismos de condensación, de desplazamiento, de identificación o de aptitud para la figuración, mediante los cuales se opera el paso del contenido manifiesto (referido, al despertar, por la memoria)? Al menos podríamos decir que Freud sistematizó, concretó y aclaró numerosas observaciones realizadas, de manera más confusa o más desordenada, en las literaturas onirocríticas pre o paracristianas. Ya hemos visto, en diversas ocasiones, la enorme importancia que tuvieron en estas literaturas los juegos de palabras, los equívocos y las asonancias verbales, y cómo debemos buscar en ello la razón de la incomprensibilidad de muchas Claves de los sueños populares, que se limitaron a traducir a una lengua extranjera equivalencias que descansaban sobre las asonancias verbales de otra lengua. En mi

« Carta a Korner, de 1.» de diciembre de 1788, en La Science des réves, p. 78.

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primer libro sobre Los sueños, cité el caso de un diputado que, terminada la redacción de un discurso, vio aparecer a Briand en su sueño. Ciertamente, esta aparición podía corresponder a una identificación: nuestro hombre se sentía atraído por Briand, al cual envidiaba su elocuencia y sus ideas amplias, generosas y adelantadas a su época. Pero el análisis reveló que la palabra «Briand» evocaba también una calidad de su discurso, pues Briand = brillant. Yo mismo, en varias ocasiones, soñé que era detenido y llevado a la cárcel o a un campo de concentración (lo cual corresponde al recuerdo de mi detención y de mi deportación reales), cuando lo cierto era que sólo me hallaba detenido en mi trabajo o en proyectos que me interesaban mucho. Pero salta a la vista que si, fundándome en estas experiencias, hubiese escrito una Clave de los sueños y establecido estas equivalencias: ver a Briand en sueños significa ser brillante, o verse detenido en sueños significa interrupción en el trabajo, tal vez habría tenido razón para los durmientes de habla francesa, pero me habría equivocado para los durmientes chinos, rusos o alemanes. En un sueño francés, la aparición de Jesús puede significar un gigoló, pues, en argot parisiense, llaman un «Jesús» a uno de estos tipos; en cambio, no creo que sea así en Moscú o en Roma. En el sueño de un alemán, el Santo Sacramento puede encubrir un pensamiento grosero o brutal, pues, en alemán, la expresión Heilige Sakrament se emplea como juramento, de la misma manera que Tudieu o Nom de Dieu en francés. Allí donde el lenguaje emplea expresiones tales como sacre pilluelo, hermoso trésor o adorable chou, el sueño es susceptible de presentarnos un objeto o lugar sagrado, un tesoro o una col para aludir a los sentimientos provocados por aquellos vocablos. Un día que había redactado yo, con dificultad, un artículo sobre un tema particularmente complejo, soñé en una hermosa ensalada. El método de las asociaciones libres me llevó a mi artículo, que era, en efecto, «una hermosa ensalada». Pero esta asociación era propia de mi lengua, y por esto pudo decir Ferenczi, con razón, que toda lengua posee su propia lengua de sueño. Mucho antes de Freud, se sabía que una imagen de sueño puede ser sobredeterminada, es decir, compuesta, y resultado, en su apariencia manifiesta, de varios contenidos latentes: por ejemplo, veo a un personaje llamado Jacques, que tiene la cara de Pierre y lleva el traje de Guy y la corbata de Bernard. La aparición de Jacques me lleva, desde luego, a las preocupaciones más o menos inconscientes que siento por Pierre, por Guy y por Bernard, y que el sueño

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relaciona con Jacques o expresa por mediación de éste (disfraza, diría más bien Freud). Sabido es, desde la más remota Antigüedad, que el sueño dramatiza, y ya hemos mencionado, en su lugar correspondiente, las observaciones de Hipócrates, de Aristóteles, de Artemidoro, de los árabes y los indios, relativas a una fiebre que se transforma en incendio, a un cinturón que se convierte en serpiente, o a una gota de agua que provoca un diluvio. Siguiendo a Rank, Freud citó, bajo el título de Sueño de la niñera francesa, un divertido sueño de simbolismo urinario: el estímulo exterior había sido provocado, para la dormida nodriza, por los gritos del niño que quería orinar; la idea de orinar apareció, primeramente, en el sueño, mediante la imagen de la niñera que permitía al niño satisfacer sus necesidades; pero, al hacerlo, empezaba éste por inundar la calle y, después, la calzada; ésta se transformó en arroyo y, luego, en río, por el cual navegaron un bote, una góndola, un velero y, por último, un transatlántico. He aquí un magnífico ejemplo de dramatización del sueño, análogo al que observé en la Aurelia de Nerval *s en efecto, refiere el poeta que, hallándose en París, en el Jardín Botánico, visitó las galerías de osteología. «La vista de los monstruos que se encuentran en ellas —dice— me hizo pensar en el diluvio, y, cuando salí, caía un tremendo aguacero sobre el jardín. Me dije: "¡Qué pena! ¡Todas esas mujeres, todos esos niños, van a mojarse..." Después, me dije: "¡Es mucho peor! Es el verdadero diluvio que empieza".» Es evidente que el diluvio de Gérard de Nerval es fruto de una ampliación y de una dramatización análogas a las del Sueño de la niñera francesa. Falta saber, ciertamente, hasta qué medida es útil el conocimiento de este mecanismo. Nos hemos remontado a las causas y hemos visto cómo se produce el paso de éstas a la imagen manifiesta: los gritos del niño que quiere orinar son causa de la aparición, en el sueño de la niñera, de las imágenes de inundación, de arroyo, de río, de bote, de velero, de transatlántico; de la misma manera que la visita a las galerías de osteología y el aguacero que cayó poco después fueron causa de las alucinaciones de Gérard de Nerval acerca del diluvio. Pero, si sabemos cómo ocurrieron las cosas, seguimos ignorando por qué. ¿Por qué se produjo esta dramatización? ¿Por qué aparecieron las imágenes de un bote, de un velero y de un transatlántico, y no las de una canoa, de una galera, de un junco o de un acorazado? ¿Por qué Gérard de Nerval tuvo la idea de un diluvio 1

La Tour Saint-Jacques, enero-abril, 1958, p. 73.

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futuro, y no del diluvio histórico, o la idea de un diluvio, y no de una marea, de un tifón, de un huracán o de un monzón? Freud no lo dice; ni siquiera se formula la pregunta. Y ésta será una de las críticas que le dirigirá C. G. Jung: Freud se contenta fácilmente con las causas; nunca se interroga sobre los fines. En definitiva, ¿qué quiere el sueño? ¿Por qué son sus imágenes lo que son? Esta pregunta fundamental sigue sin respuesta. Lo propio podría decirse de lo que observa el maestro de Viena a propósito de los fenómenos de identificación. Sabido es que éstos consisten en representar un personaje, y en particular la persona del que sueña, por otra persona *. Pero tampoco esto es un descubrimiento. ¿Cuántas veces no hemos visto, en los antiguos, que los padres pueden estar representados por el sol y la luna, los hermanos por las estrellas, la Iglesia por un árbol, el que sueña por una gallina, sus discípulos por los polluelos, y así sucesivamente? Cierto que parece que el psicoanálisis moderno es capaz de descubrir identificaciones antaño inaccesibles. Pero quizás el espíritu del tiempo ha evolucionado, y proyecciones antaño vivaces se han retirado espontáneamente. Hoy se proclama victoriosamente que el buen Dios no es más que una imagen del padre, y que el diablo es proyección del padre terrible o libidinoso. Pero nada nos asegura que no se mantengan actualmente proyecciones totalmente ignoradas por los psicoanalistas: aunque sólo fuera por el carácter universal de un complejo de Edipo que las más recientes investigaciones etnológicas y sociológicas tienden a demostrar que no existe fuera de cierto ambiente cultural. Pero henos aquí en el punto donde las conclusiones

de Freud van a provocar más discusiones y donde termina su método analítico. Simboliza maravillosamente la prisa con que el fundador del psicoanálisis y, más aún, sus discípulos, sacaron conclusiones prematuras de este método, quebrantadas por las investigaciones ulteriores. Se trata, como habrá adivinado el lector, de símbolos. ¿Qué es un símbolo? Freud no lo explica con claridad. A lo sumo, dice que lo cree de origen genético y lo considera como «un resto y una antigua señal de identidad». Se pregunta, además, si los símbolos no son «análogos a los signos taquigráficos dotados, de una vez para siempre, de un significado concreto», y confiesa que se siente «tentado a esbozar una nueva Clave de los sueños de acuerdo con el método de descifrado». Declara, por otra parte, que la simbología del sueño no corresponde exclusivamente a éste, sino que se la encuentra en toda imagen inconsciente, en todas las representaciones colectivas y, sobre todo, en las populares: el folklore, los mitos, las leyendas, los dichos, los proverbios y los juegos de palabras corrientes. Ahora bien, Freud se dio cuenta de que el método de las asociaciones es, frecuentemente, incapaz de explicar los símbolos. El durmiente sube o baja escaleras, roba, decapita, es decapitado, es devorado por unos monstruos, es engullido por uno de ellos, enciende un fuego, que es apagado por los ángeles, desafía a un dragón, se ve perdido en el océano, pasea ante una hilera de cirios, baila con jóvenes desconocidas: todo esto no le hace evocar nada en particular, y, si se le interroga sobre sus asociaciones de ideas, permanece mudo. A los símbolos aislados, añade Freud los sueños «típicos»: sueños de desnudez, de muerte de personas queridas, de exámenes, de pérdida del tren, de dientes arrancados, de robo, de natación, de incendio, de salvamento, etcétera l , Y, para vencer la imposibilidad en que le sume el simple método de las asociaciones libres, añade, también, el «conocimiento de los símbolos por el intérprete». Es decir, que Freud transforma completamente a su psicoanalista en onirocrita, tal como hacían los antiguos y los árabes. Guardémonos, antes de entrar en lo más vivo de la discusión, de simplificar la posición de Freud en lo que concierne al símbolo. Pues lo hemos dicho ya todo, o poco menos, sobre el método freudiano. Y si Freud nos da, súbitamente, una interpretación casi exclusivamente sexual de los símbolos, tiene buen cuidado en ase-

* Freud calificó la identificación de «factor importantísimo en el mecanismo del histerismo. Gracias a este medio, los enfermos pueden expresar, con sus manifestaciones morbosas, los estados intcviores de gran número de personas, y no solamente los propios; pueden sufrir, en cierto modo, por una multitud de personas, y representar, ellos solos todos los papeles de un drama». Y añade: «La identificación es muy a menudo utilizada, en el histerismo, como expresión de una comunidad sexual.» (La Science des réves, páginas 114-115.) Pero C G. Jung demostró que la identificación no es un fenómeno exclusivamente patológico. Es universal y corresponde a ciertos estados poco desarrollados de la conciencia. Está relacionada con otro fenómeno, el de la «proyección», que consiste en «proyectar» sobre otros cualidades o defectos que nos son propios y permanecen casi siempre inconscientes. Uno se identifica a un dios (la Imitación de Cristo, o san Pablo: «No soy yo quien vive, sino Cristo en mí»), a un jefe (Stalin, Hitler, De Gaulle), a un maestro (Marx, Maurras, Freud), a un ser apasionadamente amado. Uno proyecta sobre otro la parte de la sombra, de criminalidad, que uno se niega a reconocer en sí mismo. Este fenómeno, general en todos los conflictos humanos, se convierte en colectivo en las revoluciones y las guerras; el adversario se ve entonces revestido de todos los defectos, de todos los crímenes, de todas las taras que existen en el otro. El movimiento de la civilización consiste en retirar de los demás las perfecciones que se le atribuyen, en destruir las identificaciones, es decir, a tomarse uno mismo y a tomar a los otros en su realidad desnuda.

1 El lector encontrará, en nuestro Calidoscopio de las imágenes oníricas, la explicación freudiana de algunos de estos símbolos y sueños típicos, comparada con otras explicaciones que se les podría dar.

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gurar su trasfondo teórico: esta interpretación, nos dirá, puede derivar de una «ciencia incompleta»; el sueño permite «varias líneas de interpretación»; y cuando la polémica alcance su punto culminante, llegará a declarar: «La afirmación de que todos los sueños tienen que explicarse sexualmente, contra la cual se ha polemizado infatigablemente, es ajena a mi Ciencia de los sueños» K Y concretará: «Numerosos sueños pueden depender de necesidades distintas de las eróticas, incluso tomando esta palabra en su más amplio sentido. Hay sueños de hambre, de sed, de comodidad, etcétera.» Sin embargo, basta con leer el texto que transcribimos íntegramente en el anexo para darse cuenta de que Freud no da a los símbolos ninguna interpretación que no sea sexual. Según él, todos los objetos huecos y redondeados, botes, cajas, estufas, vasos, botellas, armarios, grutas, conchas o navios, representan el cuerpo de la mujer; mientras que todos los objetos puntiagudos y alargados, fusiles, espadas, bastones, revólveres, arados, martillos, boquillas, etcétera, tienen relación con los órganos sexuales masculinos. Subir, bajar, ver un niño, perder los dientes o los cabellos, elegir vestidos, comprarlos, perderlos, todo esto tiene únicamente un significado sexual. Es comprensible que muchos discípulos, que no poseían la talla ni la honradez del maestro, hicieran su agosto con este material. Y, naturalmente, se llegó a una sistematización y a una Clave de los sueños tan alejadas del camino freudiano inicial, como podían estarlo las obras populares introducidas en Occidente, en el siglo xvi, de sus originales antiguos o árabes. Como se llegó también —dando el propio Freud ejemplo en Tótem y tabú o en El futuro de una ilusión— a trasladar estas primeras conclusiones a la interpretación de la religión, de las estructuras sociales o del arte: todas estas manifestaciones del genio humano no son más que productos reprimidos o sublimados de la sexualidad. Marx había descrito las ideologías religiosas o políticas como reflejos de estructuras económicas momentáneas. Pues hete aquí que Marx y sus estructuras económicas son reducidas, a su vez, al estado de reflejos: no son más que productos culturales y sociales determinados por los niveles de evolución y de madurez de la sexualidad. Uno se preguntará, sin duda, cómo pudo llegar Freud a semejantes conclusiones. ¿Le proporcionaba, realmente, el análisis de los sueños el material necesario para ello? Éste es el momento ¡¡, » Ob. cit., p. 295.

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de citar unas frases del maestro de Viena que no he visto en parte alguna y que considero extraordinariamente elocuentes. Levantándose contra los que ponían en duda sus teorías y preguntándose si era posible que tuviesen razón, exclamó: «(Entonces) tendríamos que admitir un hecho inverosímil: habría dos clases de sueños diferentes; yo habría conocido únicamente una de ellas, y los antiguos, la otra.»1. Y, ciertamente, su alusión se refería a los que querían ver en el sueño «una reacción psíquica inútil y enigmática a excitaciones somáticas». Pero hoy no es tan «inverosímil» pensar que Freud pudiese conocer únicamente una clase de sueños, y no las otras. ¿Cabe imaginar que los sueños de Gilgamés y de Enkidú, de José y de Faraón, de san Francisco de Asís y de Inocencio III, de Descartes, de Bismarck o de Juan Bosco, pueden ser interpretados desde una perspectiva exclusivamente sexual? Es muy dudoso, y, hasta hoy, no se ha aportado de ello ninguna prueba. Por el contrario, es cierto que la clientela que Freud tuvo que tratar padecía, esencialmente, neurosis sexuales, que el propio Freud estaba torturado por un problema sexual al que sólo aludió discretamente, y que, en fin, médico y pacientes se sentían mutuamente atraídos por una dificultad común, que era, también, la dificultad de la época. No olvidemos que Freud es la Viena de 1900, y este factor histórico y social marcó el psicoanálisis con indeleble trazo. Podemos, pues, estar seguros de que, gracias al método de las asociaciones libres y, más aún, bajo la presión de sus propias necesidades inconscientes, Freud encontró realmente, en los sueños de sus pacientes, elementos sexuales de valor explicativo determinante. Y los descubrió porque la presencia de estos elementos era la única que podía aportar una solución terapéutica a los neuróticos que él tenía que tratar, y, también, a su propio problema interior. Pero si Freud hubiese sido psicoanalizado, habría comprendido, sin duda, que las correspondencias sexuales descubiertas por él en las asociaciones de sus pacientes o en el material de las mitologías comparadas, no eran más que unas correspondencias entre varias, y que los símbolos, según pretendía su propia teoría, se prestaban a muchas y diversas interpretaciones. Habría comprendido todo el alcance de esta frase de Kant: «La comprensión no es más que un conocimiento adecuado a nuestras intenciones.» C. G. Jung, príncipe heredero de Freud, cuidaría de someter los descubrimientos del fundador del psicoanálisis a la más severa i Ob. cit., p. 172.

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crítica. Pero también interesa, en lo que a él atañe, considerar el momento histórico al que respondió y la naturaleza de su ecuación personal. Se dio el caso de que Jung fue el primero en reclamar para el psicoanalista lo que Freud siempre ignoró: su propio psicoanálisis. Jung tuvo, pues, sobre Freud, la inmensa ventaja de ser él mismo psicoanalizado, de poder discernir, así, los orígenes afectivos y estructurales de su propio comportamiento como médico y como psicólogo1. Y como su curiosidad histórica era inmensa, y considerable el material comparativo reunido por él, es natural que se viera impulsado a ampliar los descubrimientos freudianos, cuando no a impugnarlos, a buscar, en y por los sueños, algo que no había buscado Freud, y a descubrir, por ende, otras cosas. Si el fundador del psicoanálisis es un hombre del siglo xix o, en todo caso, de 1900, si no puede ser considerado en modo alguno como hombre de la era universal e interplanetaria nacida al terminar la Segunda Guerra Mundial, Jung, en cambio, pertenece plenamente a ésta, por sus angustias, sus esperanzas, su terminología y sus preocupaciones. De ahí que el inconsciente interpretado por Freud en términos de sexualidad, lo sea por Jung en términos de energética2, y que, a través de los símbolos, descubra éste una universalidad innata de las estructuras psíquicas, designadas en lo sucesivo con el nombre de arquetipos. De ahí, también, que intente descubrir, no tanto los orígenes causales del sueño, como su finalidad, su función, su objetivo. Acuciado por el futuro y por la era naciente, plenamente consciente de la necesidad del nombre contemporáneo de redescubrir el sentido de su vida, arrancará al inconsciente las tendencias religiosas reprimidas, no para volver a erigirlas en creencias rechazadas por la razón, sino para permitirles representar el gran papel motor y unificador del alma que muchas veces desempeñó en el curso de la Historia. Y no es que Jung discuta o rechace los descubrimientos de Freud sobre la sexualidad, sino que los acepta plenamente, pero negando su carácter de determinación exclusiva y reduciéndolos al título de factores de los impulsos inconscientes. Tampoco se cansará de repetir que la actitud religiosa sólo puede ser auténtica a partir del momento en que el ser ha satisfecho sus necesidades instintivas y sexuales, • Jung ha demostrado que las filosofías, las teorías científicas y la propia psicología están condicionadas por las estructuras innatas del hombre; primero, en su obra Les Types psychologiques (Ginebra, 1950), y, a continuación, en la obra que escribió en colaboración con el físico W. Pauli: Naturarklanung una Psyche (Zurich, 1952). 2 Véase, sobre todo, a este respecto, su libro L'Energéíique psychique, Ginebra, 1956.

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de las cuales no puede ser sustituto: es, esencialmente, descubrimiento del Sentido, consideración seria de lo que nos supera, ligazón íntima del hombre consigo mismo y con el Cosmos. Pues la neurosis contemporánea ya no es la que Freud tenía que curar en 1900: la sexualidad se ha liberado en gran manera, y lo que padece el hombre moderno es el rechazo o la represión de su sentido metafísico, trascendental, el pánico que experimenta al volver a encontrar las realidades de la vida interior, al adherirse a lo que la razón o la ciencia no pueden demostrar; en una palabra, al abandonarse a las fuerzas creadoras del ser, que siempre son fuerzas irracionales en relación con la corriente universal. En su libro Un mito modernol, C. G. Jung llegará a estudiar esta obsesión de la segunda mitad del siglo xx constituida por los platillos volantes, y nos dirá su significación para los hombres que se encuentran en el umbral de un nuevo «mes platónico» y de lo que la tradición astrológica llama «Era de Acuario». Cierto que, de la misma manera que en el fondo de las teorías de Freud sobre la sexualidad, existe un problema sexual sin resolver del padre del psiconálisis, así, en el fondo de las teorías de Jung sobre la función religiosa del inconsciente, existe un problema religioso sin resolver para el maestro de Zurich. En ambos casos, hubo necesidad vital. Y, en la espera de que la Correspondencia inédita de los dos gigantes de la psicología moderna revele con todo detalle las razones de su ruptura, quisiera exponer una causa fundamental de ésta, que me fue confiada. La causa es la siguiente: llegó un momento en que C. G. Jung pensó que, si seguía admitiéndose las teorías freudianas, la vida perdía todo su sentido y no quedaba más camino que el suicidio; pensó que eran precisamente los discípulos más inteligentes de Freud los que se habían suicidado, es decir, los que mejor habían comprendido las consecuencias de sus teorías; consideró que sólo la cortedad de inteligencia y una inconsciencia total de las consecuencias, dejando aparte la cobardía, podían mantener con vida a sus partidarios; y ésta fue la razón fundamental de la desviación de un hombre que, como médico que era, pensaba que debía proteger la vida y no sumirla en la desesperación. Examinemos de más cerca los puntos en que se unieron y separaron actitudes aparentemente tan contradictorias, y, a fin de ver más claro, volvamos a la técnica elaborada por Freud para anali» París, 1961.

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zar el sueño. En diferentes lugares de su obra, y exponiéndose incluso a aserrar la rama sobre la que se había sentado, Jung llegó a burlarse del término «técnica» utilizado por los freudianos para su análisis de los sueños. ¿Puede tratarse de una «técnica» —exclama—, si cada cual la utiliza como quiere y obtiene de ella lo que quiere? Indudablemente, asistimos a una reacción de sabio, que siente todavía viva la nostalgia de las ciencias exactas y se irrita un poco porque no puede aplicar su método a los sueños. En realidad, Jung emplea los mismos procedimientos que Freud, pero con correcciones importantes. Observa, en efecto, que el método de las asociaciones libres no permite desbrozar el sentido propio del sueño. Conduce, efectivamente, a las arenas movedizas del inconsciente, a todas las zonas acomplejadas del que sueña. Sabido es que Jung inventó la teoría de los complejos, a propósito de los cuales multiplicó los experimentos1. Y no es de los que creen que hay que librarse de los complejos. Sabe que el propio Yo es un complejo, y que todo complejo, formación más o menos autónoma del alma, es indispensable para la vida. La acción terapéutica sólo se hace necesaria en el momento en que su autonomía se transforma en disociación, en que su carácter inconsciente fascina al ser hasta el punto de sumergirlo y de no permitirle ejercitar sus otras funciones. El método de las asociaciones libres permite, precisamente, descubrir los complejos. En cambio, el sueño y las imágenes del sueño no son necesarias para alcanzar el mismo resultado. Yo puedo tomar al azar una frase de un libro (cosa que los creyentes de todas las confesiones hicieron a menudo con el Evangelio, el Corán, el Yi-King, o con obras de poetas como Hafiz) o de un periódico, de un rótulo o de un anuncio luminoso, colocarme, a su respecto, en el «estado de autoobservación sin crítica» deseado por Freud, y abandonarme a las asociaciones libres provocadas por aquel texto inicial, y llegaré, tan bien como por medio de las imágenes del sueño, a los complejos y a los contenidos inconscientes hacia los que éstas nos conducen. Por este «método», no descubrimos, pues, nada que sea exclusivo del sueño; nos limitamos a utilizar éste para conocer mejor nuestros complejos. C. G. Jung propone, pues, en vez de este procedimiento cobarde que conduce a todo sin desbrozar nada, atenerse al sueño tal cual es, o sea: ante todo, al sueño en su conjunto; después, a cada una

de las imágenes del sueño, y, por último, a la serie en la cual puede insertarse un sueño aislado. El sueño constituye un todo, declara Jung, que descubrió en él una estructura, una composición análoga a la de las obras teatrales (y tal vez, digo yo, se encuentra en esta estructura el origen inconsciente de la tragedia clásica): planteamiento, peripecias y desenlace. Cierto que esta estructura no se observa en todos los sueños, y menos en los de los psicópatas o de ciertos tarados, que son absurdos, incoherentes, desprovistos de finalidad. Pero siempre que los cimientos del ser no están lesionados, observamos estructuras análogas, indispensables para su comprensión, y de las cuales, según Maeder, sacará Jung conclusiones capitales. Jung no se limita a insistir en que el sueño debe ser considerado como un todo. Opina que las asociaciones libres deben limitarse al contexto inmediato de cada imagen onírica y no perderse hasta el infinito para llevar a unos complejos que es posible alcanzar por otros medios. Es, pues, el primero en sacar todas las consecuencias del postulado psicoanalítico señalado al comienzo de este capítulo: el de la significación de las imágenes oníricas. Pues Freud no llega hasta el final de su postulado: cuando afirma que la verga puede ser expresada por cualquier objeto puntiagudo, renuncia a explicar lo que signfica el cuchillo más que la flecha, o la espada más que el revólver; y cuando asegura que la vagina puede ser expresada por todos los objetos huecos y redondeados, se abstiene de decirnos por qué el mismo fantasma sexual elige ora una caja, ora una gruta, ora un vaso, para manifestarse a nosotros. Ahora bien, es evidente que, si el postulado psicoanalítico de la significación de las imágenes es exacto, la flecha no puede representar en el sueño lo mismo que el cuchillo; la espada, lo mismo que el revólver; la caja, lo mismo que la gruta o el vaso. Cada una de estas imágenes tiene su vida propia, y Jung quiere saber lo que es cada una de estas imágenes para el que sueña: si las asociaciones libres no se lo revelan, exigirá que el paciente le confíe todo lo que sabe sobre cada objeto. ¿Le recuerda a usted algo la locomotora? Muy bien: dígame lo que sepa de ella, su historia, su función, su construcción, la impresión que le produce. De esta manera, Jung hace soñar al soñador en los objetos de su sueño: las imágenes adquieren vida propia, uno se entera de lo que son en la imaginación creadora, lo que son para el que sueña. Bachelard se apoderará de esta idea y tratará de descubrir, bajo cada imagen, el sueño creador de la Humanidad.

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> Véase, a este respecto, Théorie des complexes, en L'Homme a la découverte de son ame, págs. 181 a 201.

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Cuando la imagen onírica ha revelado lo que significa para el que la ha soñado, cuando la significación de cada una de estas imágenes ha sido situada en la perspectiva del sueño en su conjunto, cuando todas las partes del sueño han sido examinadas en sus relaciones recíprocas, Jung exige que el sueño sea estudiado en función de los que le preceden o lo siguen. Según él, un sueño aislado es raras veces significativo. Así, examinó series de 350 sueños, extraídos de un material de más de mil sueños e impresiones visuales1. En mi libro sobre Los sueños, cité, por mi parte, una serie de quince sueños en los que aparece una sucesión de símbolos distribuidos alrededor del arquetipo del padre 2 . Y, volviendo a los sueños de san Francisco de Asís o de san Juan Bosco, comprendemos lo interesante que puede ser situar dichos sueños en un plano de relaciones mutuas, en el que cada uno de ellos no es más que la aparición momentánea de una actividad inconsciente permanente. Estas correcciones al método freudiano inicial, así como los problemas personales de Jung y los de la época de la que llegó a ser exponente histórico, permitieron al maestro de Zurich nuevos descubrimientos acordes con sus intenciones. Jung llegó, de esta manera, a contradecir algunas conclusiones prematuras sacadas por Freud de sus primeros pasos en el análisis. Así, negó, simultáneamente, que los sueños pudiesen ser realización de un deseo y guardianes del sueño. Por lo demás, huelga entretenerse en una discusión que, dicho sea de paso, tenía muy poca importancia. Que los sueños sirven con frecuencia para turbar el sueño, más que para guardarlo, es una observación tan fútil que parece extraño que Freud se aferrase a la afirmación contraria. Que el sueño satisfaga un deseo (incluso disfrazado, invertido o masoquista), es algo que únicamente tenía validez para los mezquinos caracteres de 1900, los cuales, abrumados por sus tabúes, podían sentirse satisfechos de soñar lo que no se atrevían a vivir. Por el contrario, a lo largo de toda la Historia hemos podido ver que los temperamentos vigorosos y plenos no se conforman en modo alguno con el sueño como realización del deseo. Consideran más bien el sueño como signo de un deseo insatisfecho y como motor de su realización. Pero, aún contradiciendo a Freud, Jung no llega tan lejos. Se limita a describir el sueño como una fotografía del

inconsciente: por el sueño, aprendemos a conocer lo que el Otro —nuestro «doble»— piensa en nosotros y por nosotros. Como se ve, estamos lejos de los «disfraces» del sueño y de la demasiado famosa «censura» freudiana. ¿Podemos hablar, incluso, de un contenido «manifiesto» y de un contenido «latente» del sueño? Sí, si admitimos, por ser evidente, que el sueño sólo puede encontrar su significación al precio de un descifrado, siendo el contenido manifiesto lo que hay que descifrar, y el contenido latente el resultado del descifrado. No, si imaginamos alguna «instancia» inconsciente que se propone maquillar el sueño, cambiarlo, «disfrazarlo». No, si creemos que existe en nosotros una «censura» que trata, valiéndose del sueño, de engañarnos sobre nuestros deseos más profundos. Si hay «censura» y «resistencia», éstas corresponden más bien a la conciencia en estado de vigilia, que no quiere saber nada del sueño o lo desvaloriza. En este sentido, la «censura» freudiana resulta ser un residuo de las actitudes cristiana y racionalista que quitaban valor al sueño. Pero ya Jean Lhermitte1 había observado que, si existía esta censura, tenía que estar provista de una imaginación y de un ingenio superiores a cuanto cabe concebir. Tendría que ser capaz, no sólo de suprimir tal o cual pasión, sino también de transformar un pensamiento, de disfrazar un sentimiento, de transmutar los valores más opuestos, de sustituir una escena por otra. Esta censura conocería nuestra alma mejor que nosotros mismos, y distinguiría, en los mil recovecos de nuestro espíritu, los elementos que pueden ser autorizados a franquear el umbral de la conciencia de aquéllos que deben ser de nuevo sumergidos en la inconsciencia. Es evidente que volvemos a hallarnos en plena mitología y que el único residuo legítimo de la opinión freudiana a este respecto puede concretarse en lo que dijo Schiller: la inteligencia y la conciencia despiertas tienen miedo de la imaginación y de la inconsciencia nocturnas. Pero si C. G. Jung no cree en la «censura» freudiana, es en razón de que los contenidos inconscientes, que en el sueño no logran aparecer como son, adoptan, para manifestarse en él, un lenguaje arcaico, o son todavía demasiado débiles para imponerse de manera directa. Según él, el sueño no disfraza. No es una fachada. Es enteramente lo que es. Esto se aproxima más a la visión fisiológica del sueño, cuyos soportes nos han sido revelados como las partes más arcaicas

» Psychologie una. Alchemie, Zurich, 1952. * Páginas 112-113.

• Les Réves, p. 97.

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del cerebro, si no del sistema nervioso simpático. Si el sueño está ligado a estas estructuras arcaicas del ser, es natural que adopte también el lenguaje del hombre arcaico: lenguaje de imágenes, de símbolos, de comparaciones floridas, de alusiones mitológicas. Nada de la astucia atribuida por Freud a doña Censura. Y si este ídolo de la sociedad puritana se hunde, ¿cómo seguir creyendo que el contenido de los sueños no puede ser más que el residuo de las preocupaciones del estado de vigilia, como pretende Freud? 1 Cierto que Jung no niega éstas. Pero las considera más bien pretexto del sueño que origen de su contenido. Las preocupaciones del estado de vigilia provocan el sueño, no lo determinan. No soñamos solamente lo que hemos olvidado durante el día: con ocasión de este olvido, aparecen en el sueño todas las reflexiones individuales, familiares o ancestrales que puede reunir la situación de que se trata. Es aquí donde las investigaciones jungianas hacen estallar los primeros descubrimientos freudianos. No existe solamente un inconsciente individual. Existe un inconsciente colectivo. ¿De qué puede estar constituido éste? De estructuras innatas, heredadas, que se traducen en el sueño por imágenes «arquetípicas». Lo arquetípico es universal. Es una antiquísima manera de resolver los problemas difíciles. Así, Jesús, Mahoma, Hitler, Stalin, De Gaulle, corresponden al arquetipo del Salvador, del Mesías, del hombre fuerte. Pero, indudablemente, el arquetipo no es más que un hábito. Es aquello hacia lo cual regresamos cuando abdicamos del hombre libre, responsable y creador, que se encuentra en nosotros a título de potencialidad. Ciertamente, estas regresiones son necesarias, si no inevitables, cuando el consciente se descarría, se encuentra en el callejón sin salida y no puede avanzar sin que se produzca la catástrofe. Se ha discutido mucho para saber si las imágenes arquetípicas son o no heredadas. Pero Jung no lo pretendió jamás. Lo heredado, según él, son las estructuras que, en cada individuo, vuelven a crear las imágenes. Es difícil no creer que los esquemas que especificaron nuestra especie, así como los hábitos milenarios definieron nuestro comportamiento, no se repitan en nosotros hasta el punto de marcar de manera indeleble nuestro inconsciente. Pero, ¡cuidado!: Jung no invita en modo alguno a someterse a los arque-

tipos, pues esto sería la peor de las locuras. Propone, ante todo, tomar conciencia de aquéllos que nos condicionan, y, después tenerlos en cuenta, a fin de establecer con ellos una relación reflexiva que nos permita el acceso a nuestra totalidad. Pero es evidente que la libertad humana se mide por la distancia a que cada cual es capaz de mantenerse de los arquetipos, sin dejar de tener en cuenta su existencia. La función del consciente radica, precisamente, en añadir a la experiencia arquetípica algo que es ajeno a ella, que constituye la originalidad hacia la cual hay que tender. Jung considera que se alcanza el arquetipo cuando las asociaciones libres del que sueña no dan resultado, cuando la imagen muda se encuentra en las religiones, en los mitos o en los cuentos del mundo entero. De esta manera, asegura haber encontrado, en los sueños de ciertos negros, algunos de los grandes temas de la mitología griega, sin que pudiera existir ninguna comunicación oral o escrita entre sus respectivos autores. Sin embargo, la existencia de los arquetipos y, más aún, la herencia de las imágenes arquetípicas, siguen siendo una hipótesis. Sólo podrán convertirse en certeza el día en que se haya estudiado convenientemente el sueño de los niños y, sobre todo, el de los ciegos de nacimiento o de los ciegos sordomudos. Según las raras indicaciones que poseemos, parece que en los seres desprovistos de memoria visual o auditiva existen sueños de detención o de propulsión, independientes de toda imagen o de todo sonido. Si esto pudiera comprobarse, nos veríamos inclinados a considerar que la idea, en el sentido platónico de la palabra, es anterior a la imagen y a toda representación sensible, y corresponde al esquema original del hombre. Según Jung, los arquetipos no parecen ser únicamente el residuo de repeticiones inmemoriales, el resumen de las experiencias corrientes de la humanidad, sino que pueden contener también una posibilidad de evolución, una idea sin realizar, un germen. En resumidas cuentas, el sueño no es sólo una fotografía del inconsciente, no más de lo que podrían serlo un grano en la nariz, un alud o un tifón, sino que es un devenir. Quiere algo. Es un «algo» en movimiento. No se trata del sueño que anuncia el futuro, tal como lo concebían los antiguos. Pero, indudablemente, se trata del sueño que hace el futuro. Jung elude las causas; busca la finalidad. Poco importa de dónde venga el sueño: se trata de saber adonde va. De ahí que el método de interpretación no sea ya reductor, sino amplificador. Más que los recuerdos provocados por una imagen, hay que evocar los deseos suscitados por ella. Pues Jung

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1 «Estamos dominados, en el sueño, por nuestras preocupaciones de la vida en estado de vigilia, y únicamente nos tomamos el trabajo de soñar en aquello que absorbió nuestro pensamiento durante el día.» (La Science des revés, p. 133.)

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tiene un concepto de los símbolos muy diferente del de Freud: son los motores de la civilización, las imágenes gracias a las cuales un impulso instintivo y bruto se transforma en impulso utilizable en el plano cultural y, acaso, social, Reducir los símbolos a sus causas, como pretende Freud, es lo mismo que devolver a su corriente natural el agua utilizada en una industria hidroeléctrica. ¿Y qué nos importan, pregunta Jung, las aguas vueltas a su corriente natural? Cierto que un autor llegará hasta el fin de lo que habría podido ser el pensamiento de Freud: en Eros y Tanatos1, sostendrá que la perversidad infantil descubierta por el fundador del psicoanálisis debe ser realizada en la vida real, que todos los símbolos tienen que desaparecer, cediendo el sitio a lo que anunciaron, y que el cuerpo «perverso» de Freud no es más que el «cuerpo glorioso» o el «cuerpo de diamante» imaginado por los teólogos católicos o budistas. Dejemos estas especulaciones. Sin embargo, vemos que, a través de las pacientes y minuciosas investigaciones de Jung, el sueño revela algo más que las determinaciones sexuales entrevistas por Freud. Aparece, en toda su fuerza, lo que el fundador del psicoanálisis había definido teóricamente, sin poder alcanzarlo en la realidad: la significación múltiple de los símbolos y de las imágenes de sueño, sus componentes a un tiempo sexuales y metafísicos, su arraigo individual y colectivo. Y, en esta perspectiva, Jung descubre en el sueño, más que un papel de guardián del descanso nocturno o de cumplidor de deseos reprimidos, una función biológica de orden compensador y preparador. Compensador, porque encontramos en él todo lo que olvida, rechaza o ignora la conciencia despierta. Preparador, porque busca, paralelamente a la conciencia, lo que puede realizarnos, porque se anticipa al futuro y nos hace de él un boceto, un esbozo, un plan por anticipado. De manera que Jung hace suya la teoría de Maeder, según la cual «el sueño es una preparación de la vida)»2 y se asemeja al juego del niño: ensayamos durante la noche lo que nos gustaría hacer durante el día. Pero sería Gastón Bachelard quien, con su filosofía de la imaginación, abriría de par en par las puertas entreabiertas por Jung, pues restituye a la imagen la dignidad de que estaba siendo despojada por la actitud reductora de los freudianos. Cita esta frase admirable de Jacques Bousquet: «Una imagen cuesta tanto tra-

bajo a la Humanidad como una característica nueva a una planta» K Y da vida a los arquetipos descubiertos por la psicología profunda, al opinar que son sublimaciones más que reproducciones de la realidad. Llega a admitir la «hipótesis científica» de los sueños, como antecedentes de las técnicas2. La actividad onírica se convierte, pues, en una invención de vida nueva, en una invención de espíritu nuevo. El futuro se conquista con los sueños antes de conquistarse con los experimentos: éstos se producen siempre como pruebas de los primeros. Pero, si Bachelard ve, ante todo, en el sueño y en las imágenes que lo componen, una necesidad positiva de crear y de imaginar, no niega, por ello, su significación instintiva, es decir, sexual. Y, una vez más, llegamos a la multiplicidad de los sentidos y de los niveles, pudiendo el significado sexual corresponder a la «base» del ser, y la significación cultural a su esfuerzo creador. Si tomamos, por ejemplo, el sueño de Bismarek, podemos interpretar el látigo en el sentido de una fantasía de masturbación y descubrir en él, al mismo tiempo, el fantasma motor que reconoció el propio Bismarck y que le alentó en sus proyectos militares. Pero Bachelard, lo mismo que Jung, se habrían preguntado lo que era el látigo, no sólo para el Canciller de Hierro, sino en sí mismo, de qué material estaba fabricado y cuáles fueron sus usos. De suerte que, mediante este análisis, Bismarck hubiese penetrado sin duda más profundamente en la naturaleza de las acciones militares o políticas simbolizadas por la fusta. Pues si la gran aportación de Jung, en este terreno de los símbolos y de las imágenes, fue extraer el sentido de numerosos arquetipos a través de un inmenso material comparativo, tomado de las religiones, de los mitos y de la literatura de todos los tiempos y de todas las civilizaciones3, la de Bachelard consistió en reunir, igualmente, un material considerable, a propósito de las grandes imágenes arquetípicas que fueron objeto de los sueños humanos. Tanto en El psicoanálisis del fuego, como en El aire y los sueños, en La Tierra o los sueños de descanso o en La Tierra y los sueños de la voluntad, muestra cómo la imaginación onírica se aferró a las materias y a los elementos, soñando en ellos, ejer-

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«Ed. du Seuil», Colee. Les Belles Lettres, París, 1962. Citado por Charles Baudonin, Introduction á l'analyse des réves, p. 40.

• L'Bau et les réves, p. 4. La Terre et les revenes du repos, p. 293. * Gran parte de este material se encuentra reunido en Métamorphoses de l'áme et ses symboles (Ginebra, 1953), Psychologie und Alchemie (Zurich, 1952), Aion, Untersuchungen Zur Symbolgeschichte (Zurich, 1951), Gestaltungen des Unbewussten (Zurich, 1950), Symbolik des Geistes (Zurich, 1953), Mysterium coniunctionis (3 vols., Zurich, 1955), Le Fripon divin (en colaboración con Kereniyi y Radin, Ginebra, 1958). 2

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citándose con sus sueños para una vida nueva y dinamizándose a su contacto. Y, coincidiendo con los antiguos, redescubre las afinidades que agrupan, en el inconsciente, las imágenes materiales alrededor de los cuatro elementos tradicionales: el agua, el fuego, el aire y la tierra. Vemos, pues, que se esbozan una psicofísica y una psicoqulmica de los sueños, susceptibles de añadir a las significaciones del psicoanálisis dimensiones oníricas nuevas: existe una relación entre la estructura afectiva del hombre y la física y la química de las cosas, y el sueño se encuentra en la encrucijada del movimiento dialéctico que, transformándolas, las enfrenta sin cesar. El sueño del hombre es siempre un sueño cósmico, un sueño de la Naturaleza en él, y de él a propósito de la Naturaleza. Es el camino que le conduce al mundo, y mediante el cual se reúnen las grandes pulsaciones secretas del individuo, de la especie y del cosmos. Interpretar una imagen es, por tanto, soñar en ella, soñar en los caminos que abre hacia las cosas, hacia su conocimiento y su dominio, hacia el futuro. Roger Bastide, por su parte, predicaría una sociología de los sueños, asestando así el último golpe a la teoría freudiana de los símbolos. Pues, según él, el contenido de los sueños difiere de una sociedad a otra, o, al menos, los símbolos que aparecen en ellos tienen un componente social que condiciona su significación. El sueño dependería, en cierta medida, del grado de integración del individuo en un grupo determinado: J. S. Lincoln pudo distinguir, de esta manera, entre los indios americanos de América del Norte 1 , cinco clases de sueños, dependientes de que sus autores se hallasen más o menos integrados en las tradiciones culturales de sus tribus, o que viviesen ya en un ambiente de desagregación de esta cultura. De manera semejante, ciertas investigaciones recientes, en los Estados Unidos, sugieren que los sueños y los complejos varían de un grupo étnico de inmigrantes a otro, de una clase social a otra 2 . De manera que tendríamos que buscar una de las razones de la diversidad de las imágenes, mediante las cuales se expresa una misma pulsión instintiva, en la existencia de los objetos que constituyen el depósito cultural de un grupo determinado. Así, por ejemplo, el padre podría estar simbolizado por el emperador, por el tótem o por el sol, según que se tratase de una sociedad política organizada, de clanes totémicos o de pueblos de mitología astral. De la misma manera, el órgano masculino

podría estar representado, entre los indios, por el bastón, mientras que entre los australianos lo estaría por el cuchillo ritual. En fin, los complejos descubiertos gracias a los sueños variarían igualmente según las civilizaciones: por ejemplo, si Seligmann pudo creer, después de una serie de investigaciones insuficientes, en la universalidad del complejo de Edipo, otros estudios más completos han demostrado lo contrario, es decir, que apenas se le puede encontrar entre los primitivos y que parece patrimonio exclusivo de las sociedades de tipo patriarcal y sólidamente estructuradas. La sociología de los sueños propuesta por Roger Bastide no es, en la actualidad, más que un proyecto. Sin embargo, merecería ser creada y desarrollada mediante la colaboración de psicólogos y sociólogos. Sus conclusiones servirían para matizar, enriquecer y precisar los conocimientos que tenemos actualmente sobre el sueño. Vemos, pues, que la ciencia onírica se encuentra en plena evolución. Freud le dio un gran impulso en la civilización occidental. Pero las aportaciones posteriores la alejan cada vez más de su primer pionero.

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The Dreams in Primitive Culture, Londres, 1935. A. W. Green, The Middle Class Child and Neurosis, Amer. Sociol. Rev., 11, 1946. 19 — 2.717

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LA NATURALEZA PSÍQUICA DEL SUEÑO Y EL DEBATE ENTRE FREUD Y JUNG (Documentos) 1 / S. FREUD: LAS DOS INSTANCIAS DEL SUEÑO.

Dos grandes fuerzas concurren en la formación del sueño: las tendencias y el sistema. La primera aporta el deseo; el segundo, la censura y el disfraz. Podemos preguntarnos en qué consiste el poder gracias al cual esta segunda instancia ejerce su censura. Si pensamos que las ideas latentes no son conscientes antes del análisis, pero que recordamos de una manera consciente el contenido manifiesto del sueño, no estaremos lejos de admitir que la segunda instancia tiene por función permitir el acceso a la conciencia. Nada del primer sistema podría llegar a la conciencia sin haber franqueado la segunda instancia, y la segunda instancia no dejaría pasar ninguno de estos futuros estados de conciencia sin ejercitar su derecho e imponerle las modificaciones que creyera convenientes. (La Science des revés, p. 110.) 2 / S. FREUD: EL SUEÑO COMO REALIZACIÓN DEL DESEO.

Los sueños penosos contienen muchos hechos penosos en la segunda instancia, pero estos hechos entrañan el cumplimiento de un deseo, en la medida en que todo sueño brota de la primera instancia, pues la segunda no se comporta de modo creador en cuanto al sueño y ejerce únicamente una acción de secuestro

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(p. 112)... Si reúno bajo el título de sueños contrarios al deseo los muy frecuentes sueños que parecen desmentir mi doctrina, porque contienen, sea la negativa de un deseo, sea unos acontecimientos visiblemente poco deseables, uno se da cuenta de que pueden ser atribuidos a dos motivos, uno de los cuales no he mencionado todavía, aunque desempeña un importante papel tanto en la vida de los hombres como en sus sueños. Uno de los orígenes de estos sueños es el deseo de no tener razón... El segundo... está tan cerca de nosotros que nos exponemos a no verlo, como me ha sucedido a mí durante mucho tiempo. En la constitución sexual de gran número de hombres, hay componentes masoquistas nacidos de la transformación de tendencias agresivas y sádicas en su contrario. Llamamos a esta clase de hombres masoquistas «ideales» cuando no buscan su placer en el dolor corporal, sino en la humillación y en los pesares. Vemos claramente que esta clase de personas pueden tener sueños contrarios al deseo, sueños de sufrimiento, que no son, empero, para ellas, más que realizaciones de deseos, apaciguamiento de tendencias masoquistas. Nos daremos cuenta de todo lo que el análisis de los sueños penosos nos ha enseñado, si transformamos de la manera siguiente nuestra fórmula sobre la esencia del sueño: El sueño es la realización (disfrazada) de un deseo (sofocado, reprimido) (págs., 121-123).

3 / S. FREUD: LA INTERPRETACIÓN SEXUAL DE LOS SÍMBOLOS.

Si tratamos de interpretar los sueños según las ideas que acuden libremente a la mente del que sueña, casi nunca llegaremos a una explicación de los símbolos; no podemos, por motivos de crítica científica, fiar en el capricho del intérprete, como hizo la Antigüedad... Por esto nos veremos inclinados a combinar dos técnicas: nos apoyaremos en las asociaciones de ideas del que sueña, y completaremos lo que falte mediante el conocimiento de los símbolos; un estudio atento de éstos, según los sueños particularmente transparentes, nos permitirá rechazar toda acusación de fantasía y de arbitrariedad en la interpretación. Las incertidumbres que todavía sentimos provienen, en parte, de nuestra ciencia incompleta —y desaparecerán a medida que ahondemos en estos problemas—, y, en parte, de ciertas propiedades de los símbolos del sueño. Éstos tienen, frecuentemente, varios sentidos, y, a veces, muchos sentidos, hasta el punto de que, como en la escritura

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china, sólo el contexto puede darnos una comprensión exacta. Gracias a esto, el sueño permite varias capas de interpretaciones y puede representar, con un solo contenido, diversos pensamientos y diversos deseos, a menudo de muy diferente naturaleza. Sentados estos límites y estas reservas, puedo empezar. El emperador y la emperatriz, el rey y la reina, representan casi siempre los padres del que sueña; éste es, asimismo, príncipe o princesa. La autoridad de los grandes hombres puede parecer tan grande como la del emperador; por esto, en ciertos sueños, Goethe, por ejemplo, puede aparecer como símbolo del padre. Todos los objetos alargados: bastones, troncos de árbol, paraguas (a causa del despliegue, comparable a la erección), y todas las armas largas y afiladas: cuchillo, puñal, lanza, representan el miembro viril. Otro símbolo frecuente y poco comprensible es la lima de uñas (tal vez a causa del frotamiento). Los botes, los cofrecillos, las cajas, los armarios y las estufas, representan el cuerpo de la mujer, lo mismo que las cavernas, los barcos y toda clase de recipientes. Las habitaciones representan generalmente a las mujeres; la descripción de las diferentes entradas y salidas no puede engañar... El sueño de huida a través de habitaciones es un sueño de casa cerrada o de harem. Puede también servir... para simbolizar el matrimonio. Una indicación muy interesante sobre las ideas sexuales infantiles la hallamos en los sueños de dos habitaciones que, antes, eran una sola, o de una habitación conocida que, en el sueño, se ha dividido en dos, o viceversa. En la infancia, se considera el aparato genital femenino como órgano único (teoría infantil de la cloaca), y sólo más tarde se aprende que esta región del cuerpo contiene dos cavidades y dos aberturas distintas. Los senderos escarpados, las escaleras, las escalas de mano, y el hecho de encontrarse allí, subiendo o bajando, son representaciones simbólicas del acto sexual. Las paredes lisas por las que uno trepa, las fachadas a lo largo de las cuales uno se desliza (frecuentemente con gran angustia), representan cuerpos de hombres de pie. Probablemente, evocan recuerdos infantiles de cuando los niños se encaramaban sobre sus padres o sobre las personas que cuidaban de ellos. Cuando los muros son lisos, representan hombres; es frecuente que, en los sueños de angustia, el durmiente se agarre a los salientes de las casas. En cambio, representan mujeres: la mesa, la mesa dispuesta y las tablas, sin duda a causa del contraste con las formas del cuerpo. La madera parece, por otra parte, representar la

especie femenina por semejanzas lingüísticas (materia)... Entre las prendas de vestir, el sombrero de las mujeres puede ser con frecuencia interpretado como el órgano genital masculino. Lo propio cabe decir del abrigo... En los sueños de los hombres, la corbata significa a menudo el pene, no sólo porque pende y es privativa del hombre, sino también porque aquélla se puede elegir a voluntad, cosa que, desgraciadamente, la naturaleza impide al hombre... Todas las máquinas complicadas y los aparatos que figuran en el sueño son, probablemente, órganos genitales, generalmente masculinos. Nadie puede ignorar que todas las armas y todos los útiles son símbolos del miembro viril: arado, martillo, fusil, revólver, puñal, sable, etcétera. De la misma manera, no es difícil advertir que, en el sueño, muchos paisajes, y en particular los que representan puentes o montes boscosos, son descripciones de órganos genitales... Los niños, en el sueño, no son más que órganos genitales (sabido es que los hombres y mujeres tienen por costumbre llamar a su sexo: leur petit). Jugar con un pequeñín, pegarle, etcétera, son, a menudo, representaciones de onanismo. Para representar simbólicamente la castración, el sueño se sirve de la calvicie, del corte de los cabellos, de la caída de un diente, de la decapitación. También hay que ver una manera de preservarse de la castración en la aparición de dos o varios objetos que simbolizan de ordinario el pene. La aparición de un lagarto, animal cuya cola vuelve a crecer, tiene el mismo significado. Un gran número de animales empleados por la mitología y por el folklore como símbolos genitales representan el mismo papel en el sueño: el pez, el caracol, el gato, el ratón (a causa de los pelos) y, sobre todo, el animal que simboliza esencialmente el miembro viril: la serpiente. Los animales pequeños, los parásitos, representan niños, por ejemplo, los hermanos que uno desea no tener; si una mujer está llena de parásitos significa, a menudo, estar encinta. El dirigible es un símbolo reciente del miembro viril, debido tanto al vuelo como a su forma. ... Los órganos genitales pueden estar representados en el sueño por "otras partes del cuerpo: el miembro viril, por la mano o el pie; el sexo femenino, por la boca, la oreja o, incluso, el ojo. Las secreciones, moco, lágrimas, orina y esperma, pueden sustituirse, en sueños, las unas a las otras... Se trata generalmente de secreciones indiferentes sustituyendo a la única importante: la esperma, Quisiera poner en guardia contra la tendencia a subestimar

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la importancia de los símbolos, a reducir el trabajo de traducción del sueño a una traducción de los símbolos, a prescindir, durante el análisis, de la utilización de las ideas que acuden a la mente del que ha soñado. Las dos técnicas de interpretación deben completarse; pero desde un punto de vista teórico y también práctico, la más importante es la que hemos descrito en primer lugar, la que da una importancia decisiva a las explicaciones del que sueña; la traducción en símbolos sólo interviene a título auxiliar (págs. 252-268). 4 / c. G. JUNG: EL SUEñO NO ES LA REALIZACIóN DE UN DESEO: ES UNA REPRESENTACIÓN DEL INCONSCIENTE.

Contrariamente a la conocida opinión freudiana, según la cual el sueño no es, en su esencia, más que la realización de un deseo, yo sostengo... que el sueño es una autorrepresentación, espontánea y simbólica, de la situación actual del inconsciente. ... Nuestra concepción se opone, a primera vista, a la fórmula freudiana, por su renuncia deliberada a expresar cualquier cosa sobre el sentido del sueño. Afirma, únicamente, que el sueño es una representación simbólica de los contenidos inconscientes. No discute la cuestión de saber si estos contenidos son o no son, siempre, deseos realizados. Investigaciones ulteriores... nos han mostrado claramente que el lenguaje sexual de los sueños no puede estar siempre sometido al malentendido de una aceptación concreta; este lenguaje sexual es un lenguaje arcaico, que está naturalmente lleno de las analogías más inmediatas, sin sobreponerse por esto, cada vez, a una alusión sexual activa. Por esto resulta injustificado tomar el lenguaje sexual del sueño en su aceptación concreta, siendo así que otros contenidos son considerados simbólicos. En cuanto las expresiones sexuales del lenguaje onírico se conciben como símbolos de cosas infinitamente más complejas, surge inmediatamente una concepción más profunda de la naturaleza del sueño. ...La escuela freudiana supone la existencia de «símbolos» sexuales fijos (es decir, en este caso, signos) y les atribuye, de una vez para siempre, el contenido, en apariencia claro, de la sexualidad. Pero precisamente el concepto de sexualidad es, en Freud, de una extensibilidad infinita; en consecuencia, resulta tan vago e impreciso que puede comprender cuanto uno quiera. La palabra

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tiene, ciertamente, un son conocido, pero la cosa que designa sigue siendo una x fluctuante e indefinible, que varía entre los extremos de una actividad glandular fisiológica y los destellos de la más alta espiritualidad. Por esto prefiero pararme en la idea de que el símbolo designa una entidad desconocida, difícil de captar y, en último análisis, jamás enteramente definible, más que apoyarme en una concepción dogmática, edificada sobre la ilusión de que un término familiar al oído indica forzosamente una cosa conocida. Tomemos como ejemplo los signos llamados fálicos que, según se pretende, designan únicamente el miembro viril. Sin embargo, desde el punto de vista de la psiquis, la propia verga parece ser símbolo de otro contenido difícil de definir, según parece demostrar el hecho de que los antiguos y los primitivos, que utilizaban los símbolos fálicos con gran liberalidad, no confundieron nunca el falo, símbolo ritual, con la verga o pene. El falo designó, desde la más remota antigüedad, el «mana» creador, «el extraordinariamente eficaz...», la fuerza fecundante y medicinal, expresada también, de manera equivalente, por el toro, el asno, la granada, el yoni, el macho cabrío, el relámpago, la herradura, la danza, la cópula mágica en el campo, la menstruación y, como en el sueño, por otras muchas analogías. En el origen de todas éstas, y también, por ende, de la sexualidad, figura una imagen arquetípica, de carácter difícil de definir, y cuyo símbolo primitivo, el «mana», parece ser el que psicológicamente, la refleja mejor. (L'Homme á la découverte de son ame, págs. 228-229 y 266-267.) 5

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C. G. J U N G : E L SUEÑO NO E S U N A F A C H A D A N I U N D I S F R A Z : LA IMA-!

GEN MANIFIESTA ENCUBRE TODO SU SENTIDO.

En el análisis onírico, prencindo de la teoría todo lo que puedo; no enteramente, claro está, pues siempre necesitamos un poco de teoría para comprender las cosas con claridad. Así, es una e* peranza teórica el pensar que un sueño tiene que tener un sen. tido, cosa que no podría estrictamente probarse con todos los sueños, pues los hay que no son comprendidos por el enfermo ni por el médico. Sin embargo, tengo necesidad de creer en este postulado, que me da valor para pararme a estudiar los sueños. Otro retazo teórico necesariamente postulado es que el sueño

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añade un dato esencial para el conocimiento consciente, y que, por consiguiente, el sueño que no lo logra está insuficientemente interpretado; también esta hipótesis es ineluctable, pues, formulada o implícita, justifica mis esfuerzos analíticos. En cambio, todas las demás hipótesis, relativas, por ejemplo, a la función y a la estructura del sueño, son simples reglas de artesanía, y deben permanecer continuamente susceptibles de ulteriores perfeccionamientos. En presencia de un sueño oscuro, no hay que tratar, desde el primer momento, de comprenderlo y de interpretarlo, sino de establecer con cuidado el contexto. Entiendo por esto, no la práctica de las «asociaciones libres», que, partiendo de las imágenes del sueño, se pierden en el infinito, sino un examen cuidadoso, a tientas, de los lazos de asociación que se forman sin trabas alrededor del sueño... La pretendida fachada... en la mayoría de las construcciones, no es en modo alguno una decoración engañosa o deformante, sino que corresponde al conjunto del edificio, cuyo plano nos revela, muchas veces a primera vista. Igualmente podemos decir que la imagen manifiesta del sueño es el sueño mismo, y encubre todo su sentido. Cuando encontramos azúcar en la orina, es ciertamente azúcar y no una fachada que disimula la albúmina. Lo que Freud llama «fachada del sueño» es su ininteligibilidad, es decir, en realidad, la proyección de nuestra incomprensión; sólo se habla de la fachada de un sueño cuando no se tiene acceso a su significado. Por esto es mejor decir que un sueño es comparable a un texto ininteligible, indescifrable. Entonces sobra la idea de la fachada; ya no hay necesidad de atribuirle significaciones ocultas: hay que aprender, ante todo, a leer. Lo mejor, para este fin, es establecer su contexto. El método llamado de las asociaciones libres sirve tan poco para esto como para descifrar una inscripción hitita. Naturalmente, las asociaciones libres revelarán todos mis complejos, pero para esto no necesito en absoluto el sueño; igual puedo partir de un escrito o de una frase cualquiera de un Diario íntimo. Las asociaciones libres «darán» mis complejos, pero no revelarán, salvo en casos excepcionales, el sentido del sueño. Para comprender éste, debo ceñirme lo más posible a sus imágenes. Cuando uno sueña una «mesa de pino», no basta con asociarle, por ejemplo, su mesa de trabajo, por la sencilla razón de que ésta no es de pino. Sin embargo, el sueño indica expresamente una «mesa de pino». Supongamos que ninguna otra asociación acude a la mente del que la ha soña-

do; esta paralización tiene una significación objetiva: indica la existencia, en la vecindad inmediata de la imagen onírica, de una oscuridad especial que puede dar en qué pensar. Una tercera persona asociaría docenas de cosas a una «mesa de pino». La falta de asociaciones en el paciente es, en sí misma, significativa. En estos casos, suelo decir a mi enfermo: «Supongamos que yo ignoro lo que es una "mesa de pino". Descríbame su naturaleza y su historia, a fin de que yo comprenda de qué se trata.» De esta manera se consigue establecer, aproximadamente, el contexto completo de una imagen onírica. Cuando se ha hecho así con todo el sueño, se puede intentar la aventura de una interpretación. Cada interpretación es una hipótesis, una tentativa de descifrar un texto desconocido. Es raro que un sueño, por aislado y poco oscuro que sea, pueda ser interpretado con un mínimo de certidumbre. Por esto atribuyo poco peso a la interpretación de un solo sueño. La interpretación sólo alcanza una seguridad relativa en el curso de una serie de sueños, sirviendo los ulteriores para corregir los errores que hayan podido producirse en la interpretación de los sueños precedentes (p. 258).

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6 / c. G. JUNG: LA NATURALEZA DEL SUEñO.

El sueño es una puerta estrecha, disimulada en lo que tiene el alma de más oscuro y de más íntimo; se abre sobre la noche original y cósmica que preformaba el alma mucho antes de que existiera la conciencia del Yo, y que la perpetuará hasta mucho más allá de lo que pueda alcanzar la conciencia individual. Pues toda conciencia del Yo está esparcida; distingue los hechos aislados, procediendo por separación, extracción y diferenciación; sólo se percibe lo que puede entrar en relación con el Yo... Toda conciencia especifica. En cambio, con el sueño penetramos en el ser humano más profundo, más general, más verdadero y más duradero, que sigue sumergido en el claroscuro de la noche original, donde era un todo y donde el todo estaba en él, en el seno de una Naturaleza indiferenciada e impersonalizada. Es de sus profundidades, de donde se unifica lo universal, que brota el sueño, aunque revista las apariencias más pueriles, más grotescas, más inmorales. Es de una ingenuidad florida y de una sinceridad que hacen enrojecer de vergüenza a nuestras zalamerías autobiográficas. Nada

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tiene, pues, de asombroso que, en todas las culturas antiguas, se, viera en el sueño impresionante, en el «gran sueño», un mensaje de los dioses. Debía ser privilegio de nuestro racionalismo explicar el sueño y su constitución a base, únicamente, de los restos de la vida diurna, es decir, de las migajas del copioso banquete de la vida consciente, caídas en los bajos fondos. ¡Como si estas profundidades oscuras no fuesen más que un saco vacío, que sólo contuviera lo que le cae de lo alto! ¿Por qué se olvida siempre que no hay nada grande ni hermoso en el vasto campo de la cultura humana que no se deba, originariamente, a una súbita y feliz inspiración? ¿Qué sería de la humanidad si se secase la fuente de las inspiraciones? Muy pronto, el saco sería precisamente la conciencia, que nunca contiene más que lo que acude a la mente (págs. 81-82).

pequeña historia de cada criatura, y mi corazón se angustiaba. Más hubiera valido que ninguno de ellos, ninguno de nosotros, no hubiese nacido, que esta lucha cesase para siempre. Y yo permanecía en la torre, solo y desesperado. Pero de nuevo cambió la velocidad, y el tiempo empezó a pasar más de prisa, siempre más de prisa, con una rapidez tal que ya no podía distinguir ningún movimiento de los pájaros, los cuales no eran más que una inmensa llanura sembrada de plumas. Y he aquí que, a lo largo de toda esta llanura, revoloteando incluso a través de los mismos cuerpos, pasó una especie de llama blanca, temblorosa, danzante, que corría siempre hacia delante, y en cuanto la percibí comprendí que aquella llama blanca era la vida, la quintaesencia misma del ser; y pensé, en un desgarramiento de éxtasis, que nada importaba, que no podría importar jamás, porque nada era verdadero, salvo aquel temblor, aquel rápido flamear de la vida. Pájaros, hombres, seres de todas clases, todavía sin forma y sin color, nada contaba para nada mientras aquella llama de vida no hubiese pasado por ellos. No dejaba, a su espalda, nada que deplorar; lo que yo había tomado por tragedia no era más que un vacío o un espectáculo de sombras chinescas; pues, ahora, todo sentimiento verdadero era captado y purificado por la blanca llama de vida y danzaba con ella en éxtasis... Jamás había experimentado yo una dicha tan profunda como la que conocí al final de este sueño, y si no he sabido guardar esta dicha en mí como una atmósfera interior y un santuario para el corazón, es que soy un hombre débil y tonto, que se deja invadir por un mundo estúpido y pisotea los verdes retoños de la sabiduría. Y, sin embargo, no volví a ser enteramente como antes. Un sueño había cruzado el torbellino de mis actividades. (J. B. Priestley, Rain upon Godshill, Toronto, 1939, págs. 306-307.)

7 / UN SUEÑO ARQUETÍPICO DE J. B. PRIESTLEY.

Poco antes de mí último viaje a América, durante las agotadoras semanas en que me absorbían mis escritos sobre el tiempo, tuve un sueño de este género, que me produjo una impresión más profunda que cualquier experiencia vivida hasta entonces, ya fuese en estado de vigilia o en sueños; y este sueño me enseñó más, sobre la vida, que cualquier libro. El cuadro del sueño era sencillo y debido, en parte, a que, poco tiempo antes, mi esposa había ido al faro de Santa Catalina, cerca de aquí, para poner anillas a unos pájaros. Soñé que estaba en la cima de una torre altísima, solo, contemplando a mis pies miríadas de pájaros que volaban todos en la misma dirección; había pájaros de todas las especies, todos los pájaros del mundo, y aquel río aéreo de pájaros era un espectáculo bellísimo. Pero, de pronto, de manera misteriosa, cambió la velocidad, el tiempo se aceleró, y vi generaciones y más generaciones de pájaros; les veía romper el cascarón, volar a la vida, emparejarse, debilitarse, vacilar y morir. Las alas nacían y se desintegraban en seguida; los cuerpos quedaban lisos; después, en lo que dura un relámpago, sangraban y languidecían; y la muerte descargaba sus golpes por doquier y a cada instante. ¿Para qué esta ciega aspiración a la vida, este ardiente aleteo, estos emparejamientos presurosos, este vuelo, este impulso, todo este gigantesco esfuerzo biológico, desprovisto de significación? Mientras miraba, me parecía que abarcaba de una ojeada la vulgar y

8 / EL INCONSCIENTE COLECTIVO: UN SOÑADOR DE SUEÑOS SECULARES.

Ni concentrado ni intensivo, sino crepuscular hasta la oscuridad..., el inconsciente encierra, juntos, de manera paradójica, los elementos más heterogéneos, porque dispone, además de una masa indeterminable de percepciones subliminales, del tesoro prodigioso de las estratificaciones depositadas en el curso de la vida de los antepasados que, con su sola existencia, contribuyeron a la dife-

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renciación de la especie. Si el inconsciente pudiese personificarse, tomaría los rasgos de un ser humano colectivo, que viviría al margen de la especificación de los sexos, de la juventud y de la vejez, del nacimiento y de la muerte, con la fuerza de la experiencia casi inmortal de uno o dos millones de años. Este ser se encontraría, sin discusión, por encima de las vicisitudes de los tiempos; el tiempo no tendría, para él, más significación que un año cualquiera del centesimo milenio antes de Jesucristo; sería un soñador de sueños seculares y, gracias a su experiencia desmesurada, un oráculo de incomparables pronósticos, pues habría vivido la vida del individuo, de la familia, de las tribus y de los pueblos un número incalculable de veces, y conocería —como un sentimiento vivo— el ritmo del porvenir, del desarrollo y de la decadencia. Desgraciadamente, o, mejor dicho, afortunadamente, sueña; o, al menos y según nos parece, es como si este inconsciente colectivo no tuviese conciencia propia de sus contenidos; no podemos estar seguros de que la tenga, como no lo estamos de que la tengan los insectos. Este ser colectivo no parece, tampoco, ser una persona, sino, más bien, una especie de ola infinita, un océano de imágenes y formas que emergen a la conciencia en ocasión de los sueños o de estados mentales normales. ... El inconsciente preexiste siempre, porque es la disposición funcional heredada de edad en edad. La conciencia es un retoño tardío del alma inconsciente (págs. 60-61). 9 / G. BACHELARD: EL SUEñO VERDADERO, PRELUDIO Y NO SECUELA DE NUESTRA VIDA ACTIVA.

Las más fecundas decisiones son secuela de los sueños nocturnos... El que duerme mal no puede tener confianza en sí mismo. En realidad, el dormir, que se considera interrupción de la conciencia, nos ata a nosotros mismos. El sueño normal, el sueño verdadero, es a menudo preludio, y no secuela, de nuestra vida activa... Los sueños típicos son sueños de primera animación... Los grandes sueños son compartidos por numerosas almas... Pero limitarse, como hace con frecuencia el psicoanálisis, a la traducción humana de los símbolos, es olvidar toda una esfera de examen —la autonomía del simbolismo— sobre la cual queremos, precisamente, llamar la atención. Si en el mundo de los símbolos la

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resistencia es humana, en el mundo de la energía la resistencia es material. El psicoanálisis, como la psicología, no ha sabido encontrar los medios adecuados para calcular las fuerzas. Carece de ese dinamómetro psíquico que representa el trabajo efectivo de la materia. Como la psicología descriptiva, queda reducida a una especie de topología psíquica: determina niveles, capas, asociaciones, complejos, símbolos. Aprecia, sin duda, por sus resultados, las pulsiones dominantes. Pero no se ha procurado los medios de una verdadera dinamología psíquica, de una dinamología detallada, que entre en la individualidad de las imágenes. Dicho de otra manera, el psicoanálisis se contenta con definir las imágenes por su simbolismo. Apenas descubierta una imagen impulsora, apenas puesto al descubierto un recuerdo traumatizante, el psicoanálisis plantea el problema de la interpretación social..., busca la realidad bajo la imagen: olvida la búsqueda a la inversa: buscar lo positivo de la imagen sobre la realidad. Con esta investigación descubrimos esta energía de imagen que es la marca propia del psiquismo activo. (La Terre et les revenes de la volonté, págs. 19-20.) 10 / G. BACHELARD: EN PRO DE UNA PSIC0FÍSICA Y DE UNA PSICOQUÍMICA DE LOS SUEÑOS.

Creemos posible fijar, en el reino de la imaginación, una ley de los cuatro elementos que clasifique las diversas imágenes materiales según se relacionen con el fuego, con el aire, con el agua o con la tierra... En el orden filosófico, sólo se puede persuadir bien sugiriendo sueños fundamentales, dando a los pensamientos sus caminos de sueños. Los sueños están bajo la dependencia de los cuatro elementos fundamentales, más aún de lo que lo están los pensamientos claros y las imágenes conscientes. Han sido numerosas las pruebas que han relacionado la doctrina de los cuatro elementos materiales con los cuatro temperamentos orgánicos... Por consiguiente, los biliosos, los melancólicos, los pituitosos y los sanguíneos estarán caracterizados por el fuego, la tierra, el agua y el aire. Sus sueños giran con preferencia alrededor del elemento material que los caracteriza. Si admitimos que a un error biológico, sin duda manifiesto pero muy general, puede corresponder una verdad oní-

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rica profunda, estaremos en disposición de interpretar los sueños materialmente. Al lado del psicoanálisis de los sueños, tendrá, pues, que figurar una psicojísica y una psicoquímica de los sueños. Este psicoanálisis, muy materialista, se acercará de nuevo a los antiguos preceptos según los cuales las enfermedades elementales tenían que curarse con medicinas elementales. El elemento material es determinante, tanto de la enfermedad como de la curación. Sufrimos por los sueños y nos curamos por los sueños. En la cosmología del sueño, los elementos materiales siguen siendo los elementos fundamentales.

PEQUEÑO CALIDOSCOPIO DE LAS IMÁGENES ONÍRICAS

(JL'Eau et les réves, París, 1942, págs. 4-6.) 11 / R. BASTIDE: EN PRO DE UNA SOCIOLOGíA DEL SUEñO.

El error del freudismo fue sentar, a pretexto de que los objetos sociales son, en el sueño, sustitutos de objetos sexuales, la conclusión de que tales objetos, tomados fuera del sueño, en su realidad social, son ya objetos sexuales, efectos y consecuencias de los complejos nucleares. Sería exactamente como si, a pretexto de que el bastón es el símbolo del falo, dedujésemos que el nacimiento de la rama es fruto de un proceso libidinoso y que el crecimiento vegetal es efecto o producto de la sexualidad. En realidad, el sueño hace de él una imagen del pene, partiendo de la percepción sensible de la longitud y la redondez de la rama. La sexualidad está en el sujeto que duerme, no en la rama. El fenómeno onírico no es diferente para las personas de la sociedad que para aquéllas que vienen de la Naturaleza, y prueba de ello es que no todos los símbolos sociales aparecen en el sueño, sino solamente aquellos que presentan una analogía material con las pulsiones condenadas... Lo sexual se sirve de lo social, pero lo social no nace de lo sexual. (¿Sociologie et Psychannalyse, París, 1950, pág. 207.)

La explicación de las imágenes oníricas que encontrará el lector a continuación no constituye un «Diccionario». No tiene relación con las Claves de los sueños, y menos con aquéllas de las que sólo conoció Occidente versiones degradadas. Lo que hemos dicho en los capítulos anteriores expresa claramente la razón de ello. Imaginamos, pues, un «calidoscopio de las imágenes oníricas», porque es propio del calidoscopio presentarnos las múltiples facetas de un mismo objeto, mostrarnos este objeto en movimiento y, en cierto modo, en su inagotable dinámica. En efecto, el símbolo puede ser comparado a un cristal que refleja la luz de manera diferente según la faceta que la recibe. Y podemos decir también que es un ser vivo, una partícula de nuestro ser en movimiento y en transformación. De suerte que, contemplándolo y tomándolo como objeto de meditación, contemplamos también la propia trayectoria que nos aprestamos a seguir y captamos la dirección del movimiento hacia la cual se ve arrastrado el ser. Hemos intentado,

pues, con estas breves notas, abrir «la amplia avenida de los sueños», en el sentido de la invitación que nos hace Gastón Bachelard, y enseñar también al lector a soñar sobre sus sueños, a descubrir en la multiplicidad de los sueños constelados alrededor de una imagen determinada, el deseo, el temor y la ambición que constituyen el sentido secreto de su destino. Se trata de un procedimiento parecido al método de amplificación preconizado por Jung y que, en contraste con el método reductor utilizado por los freudianos, no se limita a remontar hasta las causas del sueño, sino que se esfuerza en descubrir su objeto, su finalidad, su intención. Al agrupar la mayoría de nuestras imágenes alrededor de los cuatro elementos tradicionales: el agua, el aire, el fuego y la tierra, no hemos hecho más que volver a un punto de vista expresado ya por los antiguos, por Hipócrates y por los árabes o los indios, y que, según ha demostrado Gastón Bachelard, corresponde a una ley de la imaginación onírica. Él atestigua la participación del hombre

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en el mundo de las materias cós- marán partido por él.» (Pap. Ch. micas donde se sume la ensoña- Beatty III.) Por último, no hay que perder de vista que la imagen del ción humana. Una última advertencia: si bien sueño puede también no ser simcada símbolo posee múltiples bólica y no tener más significado sentidos, si bien el sentido corres- que el propio. Un cuchillo puede pondiente al que sueña puede ser ser solamente un cuchillo, y una solamente descubierto por el aná- corbata, una corbata. En otro caso, lisis, es decir, por la integración tendríamos que pensar, siguiendo del símbolo en el conjunto del la lógica freudiana, que los fabrisueño, y del sueño en el conjunto cantes de bastones, de paraguas, de la vida consciente e incons- de boquillas, de tubos de pasta ciente del que sueña, no hay que dentífrica o de brillantina, y los olvidar que, como observó ya Jouf- constructores de minerales, de froy, «todo lo que percibimos es grúas, de cohetes, de dirigibles o simbólico, porque todo lo que per- de agujas de catedral, no hacen cibimos excita en nosotros la idea más que representar, sin saberlo, de otra cosa que no percibimos»1. penes en erección. O que el deseo Es decir, que, fuera de los gran- del cuerpo de la mujer nos imdes símbolos arquetípicos de los pulsa inconscientemente cada vez que es posible realizar una inter- que compramos una caja, un arpretación siempre parcial e in- mario, un tonel, una botella, una completa, cualquier imagen puede casa o un barco, o cada vez que tomar, en determinado momento visitamos una gruta o una iglesia. del sueño, un valor simbólico. Es evidente que semejante delirio Y de la misma manera que una de interpretación rebasaría los imagen no sexual puede adquirir fines de ésta. Las cosas son, tamen él una significación sexual, bién, lo que son. No siempre disicomo el cuchillo que representa mulan. Pero siempre pueden incila verga, una imagen sexual pue- tar al sueño, arrastrarnos a un de igualmente simbolizar un de- camino nunca recorrido. seo que nada tiene que ver con la sexualidad. Ya he señalado, a propósito del sueño incestuoso de 1 / IMÁGENES DEL AIRE César, la interpretación social que le dieron los antiguos: cosa que haEL AIRE, como tal, raras veces bía hecho ya Bruto, cuando el aparece en los sueños, o, si llega oráculo de los Tarquinos declaró a ser visible, es haciéndose gaseoque Roma pertenecería al prime- so: una brisa de luz temblorosa, ro que abrazase a su madre, y, un temblor azul o dorado, un eleantes que él, los egipcios, para mento casi inmaterial. Pero muy los cuales «hacer en sueños el pronto se convertirá en cielo, en amor a la madre» era presagio nubes o en viento. En todos estos excelente: «Sus conciudadanos to- casos, participa del espíritu y de 1

Cours d'Bsthétique, p. 133.

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un movimiento de desmaterialización. Pero el aire del sueño es principio de vida psíquica, como es en la realidad, para el hombre, más indispensable que el agua, la tierra o el fuego. Respirar a pleno pulmón es, a un mismo tiempo, fortificarse, crecer y purificarse. La privación de aire conduce al ahogo y a la asfixia. «El aire imaginario —dice Bachelard— es la hormona que nos hace crecer psíquicamente.» Pero es también, como observó él mismo, un vector de vuelo, una posibilidad de futuro. De donde se deriva la importancia que adquirirán, precisamente, los sueños de vuelo, y el simbolismo de los pájaros, del viento y de las tempestades. El aire del sueño puede ser, también, «el aire que uno tiene» o «el aire del tiempo». En estos casos se tiene una idea, más que una visión, del aire, y, en ambos, se trata de un juego de palabras onírico.

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inmóviles y pasivos, y tiene, pues, un componente femenino. El avión posee un carácter bisexual, andrógino. Además, es un aparato mecánico; luego el instinto que expresa está ya mecanizado. Se cierne en el espacio, y los que se encuentran en él no tocan la tierra con los pies. Se asemeja, pues, al espíritu, a las visiones elevadas y rápidas, o quizás a las ilusiones. El avión permite llegar al punto de destino más rápidamente que el tren o el coche, o que viajando a pie. Pero sólo permite ver las cosas velozmente, desde arriba y en su conjunto. Está, pues, asociado a la idea de un éxito rápido, ajena a los detalles, a una fuerza que se separa de la tierra y está siempre amenazada de caer.

ÁGUILA. — Si todas las aves corresponden a imágenes del aire, el águila es la más importante. Como el león en la estepa, es un animal real. En Egipto y en la Antigüedad, era símbolo de realeza y símAEROPLANO. — Es un buen bolo divino. Las águilas romanas ejemplo de la manera en que una fueron signo de conquista y de domisma pulsión inconsciente puede minación imperial, lo mismo que traducirse, en épocas diferentes, las de los Habsburgo, de Napoen imágenes tomadas de los diver- león o de Hitler. El águila forma sos objetos culturales de las civi- parte de la heráldica de los Estalizaciones. El avión del sueño dos Unidos de América. El lenpuede expresar la misma tenden- guaje corriente dice del hombre cia que el pájaro o la alfombra que destaca: «Es un águila.» El voladora, pero lo hace en el con- águila de sueño corresponde, pues, texto mecánico o científico de la a voluntad de conquista, de poépoca. Se puede ver en él un sen- der y de dominación. Y, como tal, tido fálico, debido a su forma alar- puede ser signo de triunfo y tegada, y un sentido sexual de erec- ner, casi siempre, un sentido poción. Sin embargo, el avión es sitivo. Es masculino. Si una mujer hueco, sus pasajeros permanecen sueña en un águila, ésta será, sin 20 — 2.717

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duda, el hijo que espera (G. de Mirbel). Pero el águila es también un ave rapaz. Entonces, su aparición es signo de angustia, símbolo de lo que causa temor. El sueño será, pues, positivo o no, según que el que sueña se identifique con el águila o sienta miedo de ella. Pero, en este caso, el águila puede ser también la parte del Yo que uno teme y que amenaza destruir en nosotros lo que contradice su visión elevada y dominadora. El águila fue símbolo de Juan Evangelista, el más místico de los Apóstoles: puede, pues, corresponder también al vuelo más exigente del espíritu.

ÁNGEL. —El hombre alado aparece, mucho antes de la Biblia, en Babilonia, en Nínive y en otros pueblos. Yo lo he visto a menudo en sueños. Se le encuentra en los sueños del Antiguo y del Nuevo Testamentos. Si Bizancio discutió durante mucho tiempo sobre su sexo, lo cierto es que no lo tiene, o que, al menos, no es masculino ni femenino. La mujer-ángel es prácticamente desconocida. Pero esto se debe, sin duda, a que la mujer no pudo nunca, según el mito, contener al hombre, mientras que el hombre la contuvo a ella. El primitivo Adán es hermafrodita. Eva no lo fue jamás. El ángel es un hombre que realizó en sí mismo a la mujer de la cual se había separado Adán. Alcanzada semejante plenitud, no tenía nada que hacer en el mundo. Por esto necesita alas, y los cielos son su residencia. Sin embargo, los

hombres siguen interesándole. Se hace mensaje entre ellos y la parte femenina de él mismo, que se ha incorporado, parte que es también el alma inconsciente y divina del mundo. Debido a esta totalidad que han alcanzado, los ángeles tienen siempre una significación colectiva, si no cósmica. Nada tiene de extraño que protegieran a las ciudades y a los pueblos, y que se haya podido mencionar a los ángeles de Persia o de Grecia. Clemente de Alejandría hizo de ellos mensajeros de la filosofía entre los griegos, y de la Ley entre los judíos: el cristianismo los hizo mensajeros de la Revelación. El ángel está próximo a la llama y el fuego. Es más terrible que amable. Expulsa a los moradores del Paraíso Terrenal, anima a todos los seres que no pueden conformarse en ser hombres o mujeres. Ania Heilhard sostuvo que Rafael, Mozart, Rimbaud, Byron y Shelley pudieron ser ángeles encarnados. Los pintores Fra Angélico, Filippo Lippi y Giovanni Bellini los evocaron en su perspectiva cristiana. Botticelli, Miguel Ángel, Lorenzo di Credi, el Sodoma y Leonardo de Vinci atendieron más a su rostro humano y ambiguo. El ángel significa, pues, en sueños, una aspiración a la totalidad y a la androginia, al desprendimiento de la tierra, de la mujer y, a fin de cuentas, de la condición humana. Pero esta medalla tiene también su reverso: hay ángeles «caídos» y ángeles negros. Pascal dijo: «Quien quiere hacer el ángel, hace la bestia.» La homosexualidad, el «tercer sexo», es una estructura

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angélica. El ángel no es un hombre. Tampoco es un dios. Se encuentra en la linde de los mundos, y sufre por ello.

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sentan saliendo de su órbita, ennegrecidos o ensangrentados. En Babilonia, la caída de la dinastía de Agadé fue anunciada por una lluvia de estrellas. En Nínive, la caída de una gran estrella significaba, para el soberano, el fin de ASTROS. — La aparición de los su reinado o de su dinastía, y, para astros en sueños, aunque bastan- el vulgo, calumnias o acusaciones te rara, está relacionada con el falsas que iban a «caer sobre su destino del que sueña, por razón cabeza». En el Tratado de los suede su distancia, de su carácter mis- ños, del Atharva Veda, la caída de terioso y de que parecen dar una la luna, del sol o de un rayo, sigcita secreta. Por esto fue la as- nificaba siempre peligro. Este tetrología, en todos los tiempos, mor es comprensible: ver caer los medio privilegiado de adivinación, astros es ver hundirse el propio con preferencia a la geomancia y destino, es asistir al derrumbaa todas las otras mancias. Expre- miento de las propias esperanzas. sa maravillosamente la idea que La estrella guió a los Magos hacia el hombre se forma de su destino el Salvador; de la misma manera, en sus relaciones con el mundo. la estrella onírica, cuando no cae, Creer en la estrella de uno, es guía hacia el salvador interno, imacreer en el poder de su destino. gen lejana de la excelsa totalidad Y, seguramente, si los astros son que el ser tiene prometida. brillantes y luminosos, podemos creer que existe en nosotros una capacidad o una esperanza de acontecimientos dichosos, de una CIELO. —Morada del Padre y gran creación artística, intelectual de los dioses cuya protección buso mística. Pues los astros, situa- camos, sugiere, en este sentido, redos en el cielo, simbolizan un des- torno al Padre, regresión paternal, tino en el que domina el espíritu. deseo y necesidad de protección. Si el astro brilla solo en el cielo, Pero la visión del cielo es, tammayor será el triunfo esperado. bién, visión sin objeto, sueño sin Decía Artemidoro: «Las intencio- finalidad: entonces corresponde a nes y proyectos ocultos del que un afán estéril de evasión, a una sueña son delatados y revelados sublimación que es, también, huipor el sol y por la luna, pero las da de la tierra hacia el infinito. La estrellas les son favorables y con- fascinación del cielo azul simbolitribuyen a su realización.» Enton- za la evasión sin objeto de un soces podemos imaginar lo muy ñador que espera encontrar en las desfavorable que puede llegar a fuerzas paternas, religiosas, políser la caída de los astros, y las ticas o familiares, la coartada a grandes transformaciones psicoló- su huida de las realidades terresgicas y sociales que implican las tres. Vater Aether!, exclamaba fantasías oníricas que los repre- Hólderlin, juntando en una misma

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salutación su necesidad de evasión «etérea» y su afán de protección paterna. Sin embargo, el aire sigue siendo depósito de energía. Según el Yi-King, el cielo es la creatividad misma, la fuerza y la función creadoras, el impulso creador. Es el Padre fecundante, y, en este sentido, el cielo onírico puede simbolizar una inmensa energía potencial, una fuerza creadora no ejercida y que exige ser llevada a la acción.

CUERVO. — Aparece frecuentemente en sueños y constituye un ejemplo interesante de la manera en que puede invertirse la significación de un símbolo. Pues la evolución no es, aquí, la que va del pájaro al avión, sobre la que ya hemos visto que se trata de una misma tendencia que se expresa, primero, por una imagen natural y, después, por una imagen mecánica. Aquí, el símbolo, en principio favorable, se convierte en desfavorable. En su origen, el cuervo que volaba sobre los campos de los primeros pueblos agrícolas era signo de prosperidad y de civilización; fue erigido, pues, en dios bienhechor, en consejero lleno de sabiduría e, incluso, en conductor de ejércitos y de navios. Pero, con el tiempo, los agricultores miraron con ojos cada vez más hostiles a este devorador de semillas y de cadáveres, que armaba más ruido posado en los cadalsos que volando sobre los campos. De pájaro de la sabiduría, se convirtió en pájaro de muerte. Y, si es asimilado a los curas, no es única-

mente por el color de su plumaje? es, también, porque los sacerdotes, útiles artesanos de las primeras civilizaciones agrícolas, siguieron la misma evolución que el cuervo en la imagen inconsciente que el hombre se forjó de su papel; para muchos, esta imagen corresponde a la de parásitos sociales que viven de los muertos a quienes entierran. Sin embargo, y a este respecto, el cuervo puede recobrar su significación positiva, al menos para los creyentes: es un mensajero del más allá, un consejero de los últimos instantes. Así, pues, aunque el cuervo onírico tenga casi siempre un significado peyorativo, conserva un carácter ambiguo y puede ser asociado a ideas positivas.

LUNA.—En Egipto, ver brillar la luna era considerado signo favorable y tenía un sentido de perdón. Este astro adopta generalmente un aspecto femenino y, más concretamente, maternal. Refiere Suetonio que, cuando Calígula se retorcía en su lecho, llamaba a la luna para que compartiese su cama y sus abrazos. La luna podía tener, pues, cierto sentido incestuoso. Sin embargo, aunque la luna posea un sentido maternal, no es la madre. Sigue siendo un astro, y los antiguos la habían erigido en deidad. Calígula quería, pues, unirse a una diosa-madre, lo cual implicaba un deseo de matrimonio sagrado, de incesto trascendente, de unión religiosa que no habría bastado a satisfacer el incesto con la madre real. Pero

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el misterio que implica va también acompañado de una idea de rapidez en los cambios, en razón de la rapidez de las diferentes fases de la luna. Por último, guarda relación con intuiciones de muerte, pues es un astro muerto, apagado, donde es imposible la vida o, al menos, la vida de los moradores de la tierra viviente. Gérard de Nerval escribió, de manera extraña, en Aurelia: «La luna era, para mí, el refugio de las almas fraternas, que, liberadas de su cuerpo mortal, trabajaban más libremente en la regeneración del universo.» He aquí, ampliada al nivel de la Humanidad y del cosmos, la ensoñación vulgar de los enamorados que, al claro de luna, se refugian en un amor donde esperan encontrar las fuerzas de una Humanidad diferente a la del día.

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tos diferentes de un mismo sueño de evasión o de elevación del espíritu. Las nubes representan también la facilidad, lo irreal. Indudablemente, «estar en las nubes» no es lo mismo que «tocar de pies en el suelo». De ahí que el sueño todopoderoso invente la alfombra mágica. Pero las nubes no transportan únicamente deseos en estado puro, sino que traen también la lluvia, la tormenta, el rayo, es decir, las posibilidades de buena cosecha o de ruina. En el Yi-King, varios hexagramas utilizan las nubes para simbolizar situaciones de espera o de proximidad más o menos grandes. Así, en el Kua Su, las nubes no hacen más que elevarse en el cielo, sin condensarse todavía en lluvia: ahora bien, como ésta es necesaria para el crecimiento de los seres, hay que esperar a que caiga antes de empezar a obrar. Entonces tiene el sentido de necesidad de una paNUBES. —El simbolismo de las ciente espera. En el Kua Siao chu, nubes es el del intermediario, si el viento sopla en el cielo, y la no del velo y del obstáculo. Las nube aparece a lo lejos: es, pues, nubes impiden ver el cielo, o, si únicamente, una promesa de lluviajamos en avión, la tierra. Sepa- via, y, aunque uno puede preparan, pues, el cielo y la tierra, rarse para grandes acciones, no aunque participan del elemento puede aún realizarlas. En cambio, «agua», por su humedad, y del en el Kua Kie,h las nubes se abren elemento «fuego», por el rayo que y cae la lluvia: entonces existe un puede desprenderse de ellas. Son sentido de salvación, de liberación, intermediarios perfectos, «conduc- de fin de la espera y de las difitores» celestes. Pertenecen esen- cultades, de perdón, de amnistía. cialmente al sueño vago e indis- Vemos, pues, cómo pudo ejercitinto, por la misma razón que el tarse el sueño humano sobre las aire propiamente dicho, aunque nubes y simbolizar con ellas sipodemos imaginar sueños diferen- tuaciones psicológicas diferentes, tes según las clases de nubes so- según su posición y su función en ñadas. Goethe lo intentó, descri- el espacio. biendo estratos, cúmulos, cirros y nimbos, como otros tantos aspec-

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PÁJAROS. — El pájaro es el único ser vivo del espacio aéreo, al menos para nuestros sentidos, ya que el ángel sólo constituye un ser imaginario o espiritual. Ambos están dotados de alas (aunque parece que el ángel primitivo no las tuvo). No podemos comprender, empero, la simbología del pájaro sin asociarle la del vuelo. Según Freud, el pájaro no es más que un símbolo fálico, y soñar en pájaros, o soñar que uno vuela, significa únicamente un ardiente deseo de ser apto para los actos sexuales. En alemán vulgar, vogeln (de Vogel, pájaro) designa la actividad sexual del nombre; los italianos dan al miembro viril el nombre de uccello (pájaro), y, cuando se despierta la curiosidad de los niños, se les cuenta la fábula de la cigüeña, del pájaro grande que trae a los hijitos. Sin embargo, Jung considera que el pájaro es, ante todo, una imagen del alma. Las tradiciones de la mayoría de las sociedades primitivas nos dan testimonio de ello, tal como ha demostrado Mircea Eliade en su libro El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis. En Irán, Mautiq-ot-Faír describió, en su Coloquio de los pájaros, un itinerario del alma en busca de lo divino: el guía de los pájaros es, en este viaje espiritual, la abubilla, que, según la leyenda, sirvió de mensajero a Salomón cerca de la reina de Saba. Este simbolismo tiene seguramente su origen en la filogénesis: Bachelard hizo notar que los pájaros provienen de los reptiles y que

muchos vuelos de pájaros siguen la trayectoria reptante de la serpiente, de suerte que las imágenes aéreas deben de parecer al inconsciente como las últimas conquistas de la vida, y el organismo aéreo como la más difícil de las liberaciones. El alma puede entonces ser pájaro, pues el ideal del alma es la libertad, y porque el pájaro es el más libre de todos los seres. Frei wie der Vogel in der Luft, dicen en alemán, «libre como el pájaro en el aire». William Blake veía también en el vuelo la libertad del mundo. De manera que soñar en pájaros es imaginarse que uno puede volar, que es libre. Según Artemidoro, soñar en grandes y hermosos pájaros era de buen augurio para los poderosos de este mundo, y soñar en pájaros pequeños lo era para los humildes. Pues, naturalmente, hay muchas clases de pájaros: están la alondra y el águila, y el cuervo, del que ya hemos hablado. Está, sobre todo, el fénix, que siempre ha significado la salida renovada del sol, el renacimiento del alma, es decir, su inmortalidad. Y las gallinas, cuya actividad consiste en poner huevos, y a las cuales el lenguaje popular ha colocado siempre en el nivel más bajo: aquél al que aludía Miguel de Unamuno al escribir «tienen alas, pero no para volar». El pájaro verdadero pertenece al aire y al cielo, y, por consiguiente, al espíritu: puede, pues, simbolizar nuestros pensamientos, nuestra imaginación más audaz. ¡Qué desgracia, pues, si el sueño nos muestra el pájaro enjaulado, o murién-

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dose de frío, o con las alas rotas! En nuestra imaginación, madre de nuestra libertad, es nuestra alma misma, la que está prisionera, transida, mutilada. Entonces, urge preguntarse a qué pueden ser debidas unas imágenes tan dolorosas.

que lo concibieran como un viento despojado de su fluidez. Pues el Islam conquistó su Imperio gracias al caballo, trayendo con él las conmociones rápidas y efímeras propias del viento y de la tempestad.

VIENTO. — En sueños, el viento tiene casi siempre una significación espiritual, como hemos visto en los sueños de Descartes. También los encontramos como agente energético, motivo de transformación y de conmoción, en Jacob Boehme y en William Blake. En el Yi-King, se atribuyen al viento significaciones análogas. Pero existen numerosas clases de viento: demasiado alto, produce pocos efectos (Kua Siau chu); pero si sopla sobre la tierra y alcanza así todas las cosas, simboliza el gran observador, la mirada penetrante que recorre el horizonte. Y, naturalmente, si el viento se hace furioso, expresa sentimientos de cólera, de rapidez, de despertamiento, de conmoción. Bachelard nos mostró que la cólera puede fundar el ser dinámico. Si es así, el viento furioso, la tempestad, pueden hallarse también en el principio de todas las cosas; si, como los tifones, no se limitan a sacudir, sino que destruyen, obligan, por esto mismo, a una vuelta a empezar. Entonces, su dinamismo no es el de la evolución, sino el de la revolución. Es significativo que los árabes imaginaran que Dios creó el caballo mediante una condensación del viento del Sur,

VUELO. —Los sueños de vuelo son muy frecuentes y, según Freud, su significación es exclusivamente sexual. En cambio, Mircea Eliade declaró que su simbolismo revela ideas de libertad y de trascendencia. Sería, pues, en los planos de la actividad del espíritu donde se harían plenamente inteligibles. Nietzsche escribió en Zaratustra: «El que enseñe a volar a los hombres del futuro desplazará todos los límites; para él, los propios límites volarán por los aires: bautizará de nuevo a la tierra: la llamará la ligera.» En ese sentido, los sueños de vuelo pudieron y pueden aún constituir una anticipación del vuelo real, tal como lo conocemos hoy en día. Todo sueño es intuición del futuro, germen de realidad futura. Del ser volador de los sueños, siempre desprovisto de alas, al ángel y al ícaro alados, al avión y, por último, al cohete, nuevamente privado de alas, hay, quizás, un crecimiento, un paso de la adivinación al invento por fin realizado. Pero es indudable que los sueños de vuelo no pueden limitarse a su significado de anticipación material, como tampoco a su significación de deseo de aptitud sexual. Se encuentra en ellos todo un simbolismo de elevación social, es

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decir, de estabilidad psicológica, que descubrimos ya en Babilonia, en Artemidoro e incluso en el Extremo Oriente. Los babilonios consideraban que, si un hombre volaba de un lado a otro, descendía y no podía elevarse de nuevo, lo que significaba que su fundamento no podía ser estable. En cambio, al que se lanzaba y salía volando, le anunciaban felicidad, si era poderoso, y, si era pobre, el fin de su pobreza; si estaba preso, la libertad; si estaba enfermo, la curación. Artemidoro veía en el sueño de vuelo la seguridad de una elevación por encima de la vulgaridad y de la mediocridad, una promesa de suerte, de dinero y de gloria. Pero era importante, según él, que el que soñaba pudiese volver fácilmente al suelo y despertarse inmediatamente después del aterrizaje. Creía peligroso el sueño en que uno se veía volando cabeza abajo, o aquél en que el durmiente pretendía volar y no lo lograba. Sea de ello lo que fuere, los sueños de vuelo expresan siempre un deseo de escapar de la vida cotidiana, ya sea gracias a la sexualidad, a un vuelo real, a un ascenso social, a un acrecentamiento de fortuna o a una actividad creadora o espiritual. Pero la necesidad de evasión no es nunca absolutamente segura: incluso en la actualidad, el riesgo de volar es grande. El accidente es siempre posible para quienes, como Icaro, quieren alcanzar el sol, y, sabiendo volar únicamente a ras del suelo, tienen forzosamente que estrellarse en la tierra que desdeñaron.

2 / IMÁGENES DEL FUEGO EL FUEGO, contrariamente a lo

que ocurre con el aire, aparece frecuentemente en sueños y bajo las formas más diversas. Considerado como uno de los cuatro elementos, su significación rebasa tanto más al individuo cuanto que ha desempeñado un papel decisivo en la historia de la Humanidad y de la civilización, y le han sido a menudo atribuidos los mitos de renovación y de fin del mundo. El fuego simboliza, pues, una fuerza temible, que el hombre sólo domina con esfuerzo y que en cualquier momento puede destruirle. Es natural que el amor, la pasión y la sexualidad le hayan sido asociados, pero precisamente en su forma devoradora, es decir, enajenadora. La conquista del fuego ha sido la empresa más difícil de la Humanidad, y, según demuestra la historia de Prometeo, ha creado un sentimiento de culpabilidad que encontramos en ocasión de toda conquista del hombre sobre los dioses, es decir, sobre el inconsciente colectivo. Como agente destructor, el fuego es también elemento de purificación. Elimina los olores nauseabundos, separa las materias y aniquila las impurezas materiales. Todas las religiones han celebrado la «llama» del sacrificio, y, todavía hoy, en las iglesias católicas, la lámpara que arde delante del Santo Sacramento expresa la adoración perpetua de los fieles. En su estado de llama casi inmaterial, el fuego puede simbolizar la pasión del espíritu, el

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amor divino, léase la divinidad, cual era el caso en la religión de Zoroastro. Existe una mística «iluminista», fuertemente asociada a las ideas de fuego y de luz. San Juan de la Cruz pudo titular una de sus más bellas obras: Llama de amor viva. El fuego constituye también el atractivo de la muerte más bella: la mariposa no es el único ser que se siente atraído por la llama; también Empédocles, que se arroja al Etna; el santo o el hereje, fascinados por la hoguera; los pueblos que realizan la inhumación por el fuego. No es sólo el incendiario quien comparte esta fascinación; también el niño, que se acerca a la llama hasta quemarse los dedos, y los aventureros del alma, para los cuales el infierno posee más atractivos que el Paraíso. El fuego puede bajar del cielo para destruir una ciudad, como refiere la leyenda de Sodoma y Gomorra, o iluminar el espíritu de los santos, según afirma el relato de Pentecostés. Pero puede también brotar de la tierra, surgir del suelo, como quiso demostrar el Mefistófeles de Goethe en su primer Fausto. Pero el infierno del cual surge, puede ser también, únicamente, el fuego subterráneo, aquél que escupen los volcanes y del cual se apoderó Vulcano para alimentar su forja y fundir los metales y las primeras armas de los héroes. El fuego es, pues, lugar en que se juntan los polos opuestos, algo que expresa, a un mismo tiempo, las pasiones humanas y las divinas, la alienación del hombre y su más grande conquista, la destrucción y

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la purificación, el peligro y el placer, la vida eterna en el Paraíso y en el infierno. Su aparición en sueños corresponde siempre a un afecto extraordinariamente poderoso, del que no es dueño el hombre consciente, y que éste sólo puede dominar al precio de un peligro, de cierto sentimiento de culpabilidad, es decir, de una quemadura definitiva. Pero si lo logra, la conquista del fuego adquiere un sentido de fiesta: sería el día de la Pascua, y, la renovación del fuego, la fiesta de san Juan y sus libertades sin límite.

DEMONIO o DIABLO. —Si el ángel es el único ser imaginario del universo aéreo, el demonio es el único ser imaginario del universo del fuego. Es el único que vive eternamente entre las llamas. El demonio onírico corresponde, pues, siempre, a un sufrimiento, a un sentimiento de culpabilidad o de condenación. Si evoca la idea de una persona conocida, es que existe una incompatibilidad momentánea entre esta persona y el que sueña. Los freudianos ven en el diablo una imagen del padre terrible y libidinoso. Y esto es debido, precisamente, a la incompatibilidad que generalmente existe entre el adolescente y el padre, por representar este último todo lo prohibido y lo que todavía no se puede hacer. Pues, como es sabido, el diablo no es únicamente el Condenado, sino también el Tentador, el Seductor. En este último aspecto, puede ser muy hermoso, y no falta razón cuando se habla

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de un «bello diablo». Desde el «prepara y anuncia los caminos de punto de vista freudiano, se po- Dios», pero otros autores occidendría decir que la seducción del tales llegaron más lejos. Víctor diablo consiste en querer imitar Hugo vio en la caída de Lucifer al padre, remplazarlo, convertirse la condición de la libertad. Péguy en su rival cerca de la madre. Sin y Berdaiev consideran la existenembargo, aunque la imagen del cia del diablo y del infierno como diablo posea alguna relación con una derrota de Dios. Pero, y esto la del padre, aunque constituya es quizás aún más significativo, una imagen negativa del padre, no existen ciertos textos bíblicos que puede reducirse exclusivamente a presentan a Satán como hijo priesto, pues posee un contenido más mogénito de Dios. Jesús sería el vasto, que engloba el problema de hijo menor. El diablo debe, pues, las relaciones con el universo y el corresponder a lo que hay de más destino, con la ética tradicional antiguo y de más arcaico; por del Bien y el Mal. El durmiente esta razón fue rechazado y condeque ve al diablo se ve obligado a nado. Pero uno se pregunta cómo preguntarse qué representa esta unos seres entregados a las llaética para él y qué valor tiene que mas por toda la eternidad pueden darle. Es, en cierto modo, invita- no llegar a la más diáfana de do a pasar de una ética heredada las purificaciones. La aparición a una ética elegida, a averiguar si del diablo en sueños corresponde la incompatibilidad con ciertas pues, siempre, a poner en cuarentena nuestras incompatibilidades personas o ciertos contenidos mo- personales morales, nuestro prorales, revelados por el diablo, me- pio sistemao ético. rece o no ser mantenida. No podemos olvidar, por otra parte, que el diablo cristiano no es más que un ennegrecimiento de los dioses INFIERNO. — A este universo antiguos. En cuanto a los daimones de la Antigüedad, estaban provis- de fuego pueden aplicarse muchas tos de una fuerza creadora consi- de las reflexiones que nos hemos derable. Ni siquiera la Edad Me- hecho con referencia al diablo. dia abandonó del todo este con- Pero la ambivalencia propia del cepto, puesto que abundaron las diablo onírico se manifiesta igualleyendas según las cuales los pro- mente a propósito del infierno. pios santos, los arquitectos, los Pues antes que el infierno cristiaconstructores de catedrales o de no existían los infiernos antiguos. puentes, pedían su ayuda para ter- En el Libro asirlo de los sueños, el minar sus obras. Existía, pues, ya descenso a los infiernos anunciaen aquel entonces, una atenuación ba larga vida. Sin embargo, los infernales podían ser, tamdel sentimiento de incompatibili- viajes bién, premonitorios la muerte. dad, una tentativa de reintegración ¿No equivale esto a dedecir que el del diablo al universo de lo útil. que, habiendo bajado al infierno, Maritain declaró que el diablo logra salir de él, se convierte, a

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semejanza del fuego, en portador de un conocimiento y de una energía que no posee el hombre corriente? El propio Cristo descendió a los infiernos antes de resucitar, y Kant escribió: «En el conocimiento de uno mismo, sólo el descenso a los infiernos puede llevar a la apoteosis» (Elementos metafísicos de la doctrina de la virtud, trad. franc. Bárni, 1885, pág. 107). Cierto que. para la conciencia teológica, el infierno y los infiernos no son lo mismo. Pero para la psicología, la relación existe. El infierno y los infiernos pertenecen, ambos, al mundo subterráneo y al universo de los muertos. Lo cual equivale a decir que simbolizan, también, el inconsciente arcaico y colectivo. El hecho de que el infierno cristiano se distingue de los infiernos antiguos por su carácter de incompatibidad absoluta y definitiva abre, también, grandes horizontes en cuanto a la negativa opuesta por el mundo cristiano a toda manifestación del inconsciente que no haya sido canalizada y estereotipada en el dogma. Como símbolo del inconsciente, el infierno adquiere un significado maternal, contrario a la significación paternal del diablo. En el Apocalipsis, Babilonia se convierte en la ciudad de los condenados, reuniendo todas las incompatibilidades que podía experimentar un judío del siglo i. Pero la ciudad es símbolo de la madre. La ciudad de los condenados evoca, pues, a la madre terrible. La dialéctica del diablo y del infierno es la del padre y la madre terribles, de la pareja an-

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cestral rechazada por la evolución y cuyos valores hay que apropiarse. INCENDIO. — Imagen onírica frecuente y que siempre implica cierto peligro. Pues aquí se trata del fuego destructor, y cuando aparece en sueños interesa descubrir la pasión, el afecto lo bastante poderoso para provocar semejantes destrucciones en nuestra alma. El incendio puede tener, también, un sentido de renovación y de purificación, pero siempre a través de la devastación y partiendo de los escombros. Es esencial descubrir dónde sitúa el sueño el origen del fuego destructor y cuál es el lugar exacto donde arde. Esta averiguación sólo puede hacerse estableciendo el contexto de cada imagen onírica. El sueño de incendio está ligado con ciertos instintos criminales, precisamente los que se atribuyeron a Nerón, acusado de la destrucción de Roma, o que llevaron a no pocos conquistadores a las locuras incendiarias. La patología del incendiario contiene un componente sexual. Está ligada a fantasías masturbatorias. Y sin duda, más profundamente, constituye un drama de la comunicación. LEÓN. — Si el águila es el rey del universo aéreo, el león lo es del mundo del fuego. Pues siempre ha sido interpretado como signo del mayor calor del verano. Su fuerza es enorme, y simboliza, a menudo, el éxito y el triunfo.

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Pero no es sin razón que el león sigue siendo una figura animal, y de animal no doméstico. Su vigor, su fiereza, su belleza, evocados por la astrología clásica, tienen también su reverso. Antaño, el león destrozaba los rebaños en la canícula de agosto, y algunas leyendas inventaron héroes que los mataban, a fin de librar de esta calamidad a la tierra languideciente. La sequedad devoradora del león fue expresada por Mechtilde de Magdeburgo con esta frase. «Mi alma rugió con el grito de un león hambriento.» Entonces se convierte en símbolo de concupiscencia desenfrenada, de deseo irreprimible. El león aparece con frecuencia en los sueños de la mitad de la vida como la energía indomable con la que el hombre tiene que medirse en adelante. La lucha contra el león es la gran tarea de la madurez. Pero matar al león puede ser tan peligroso como ser vencido por él. Lo que hace el héroe es apoderarse de los pelos de su melena, asimilando así la parte útil de esta magnífica energía. En las antiguas Claves de los sueños, el león representaba al rey, al magistrado, al maestro. Aquí volvemos a encontrar el componente paterno observado ya en el diablo. El león surge cuando llega el momento de ser rey, magistrado o maestro, a su vez. Artemidoro consideraba favorables los sueños en que uno acariciaba a un león o era lamido por éste, mientras que un león amenazador o que mordía al durmiente sólo podía presagiar grandes disgustos, causados, sobre todo, por personajes

poderosos. Y predecía un hijo varón al que soñaba tener la frente de un león, pues éste era considerado por él como símbolo de la masculinidad, mientras que la frente tenía un significado fálico.

SOL. — Se ha abusado de representar al sol como símbolo perfecto de una masculinidad exclusiva. En ciertas lenguas europeas, el sol es femenino (el alemán: die Sonne), y también lo es en la simbología china: el Yi-King lo asocia al trigrama Li, que es el de la llama y de la hija segundona cuyas virtudes son la belleza, la elegancia y la claridad de inteligencia. Las Claves árabes de los sueños son igualmente vacilantes, y el sol puede representar tanto al padre como a la madre. Esta feminización del astro rey se remonta, indudablemente, a épocas matriarcales en que el vigor del padre no había sido aún concebido como primera fuente de energía. Por lo demás, el sol es un astro, y algunos cultos solares no vacilaron en dar a su dios un aspecto andrógino. Incluso existen Apolos hermafroditas, y no debemos olvidar que el Apolo original era negro, poseía un componente criminal y participaba de las virtudes del Pitón muerto por él. El «sol negro» cantado por Gérard de Nerval quizás tuvo allí su origen, pues cuando está en su cénit y es contemplado de cara, el sol parece negro al que lo mira sin protegerse los ojos. De ahí que, en el Kua Li, donde la luz del sol está en cierto modo doblada, ésta que-

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ma y produce la muerte; y los tonces es mortal, sino que posee comentaristas del Yi-King ven en un sentido de regeneración: es un esta imagen el símbolo de un ex- signo de renovación del mundo ceso de inteligencia, de una inte- para quien pueda mantenerse inlectualidad tan absoluta que aca- móvil en las tinieblas y conservar ba por quemar y consumir la su fe y sus convicciones secretas. vida. De modo que, en todas las En Occidente, el sol fue más relalatitudes, el carácter positivo o cionado con el logos que con la negativo del sol está relacionado energía, de suerte que la aparición con la mayor o menor normalidad del sol onírico significa, igualmende su recorrido y de su aspecto, te, la aparición de la conciencia, con su posición a lo largo del día mientras que su ocaso anuncia o del año. Ya hemos visto lo que la decadencia de ésta. Pero esta opinaba Hipócrates. En cuanto a identificación del sol con el logos Artemidoro, presenciar la salida constituye ya un encogimiento y del sol, verle derramar sus rayos un empobrecimiento, en comparay seguir, después, su curso hasta ción con el sol original, cuyo componerse en Occidente, sin que nin- ponente femenino hemos observaguna lo cubriera, era de muy buen do. Depósito inagotable de las augurio. Por el contrario, sólo energías creadoras del universo, la dificultades podían esperarse de la androginia solar es símbolo, tamvisión de un sol oscuro, irritado bién, de una libido apenas difereno tinto en sangre. En el Yi-King, ciada, pero siempre ligada al moexisten dos hexagramas que ex- vimiento de la inteligencia y de presan de manera admirable dos la conciencia. aspectos de la actividad solar. El Kua Ts'in —el del sol matinal elevándose sobre la tierra— simbo3 / IMÁGENES DEL AGUA liza el progreso y el crecimiento, y constituye un feliz presagio de EL AGUA, según Bachelard, cograndeza, de esplendor en aumento, de favores derramados sobre rresponde a la vocal a. Ésta rige los inferiores, de inteligencia bri- aqua, apa, Wasser. «Es el fenómellante y dispensadora de sus do- no —dice— de la creación por el nes. Por el contrario, el Kua agua. La a indica una materia priMing-I —el del sol sumergiéndose ma. Es la letra inicial del poema bajo tierra, del sol caído y del universal. Es la letra del reposo alma en la mística tibetana.» oscurecimiento de la luz— tiene del Esto con varias observaun sentido no sólo de decadencia, cionescoincide de la filogénesis y de la psisino también de encarcelamiento, cología profunda. El agua es la de accidente, de herida. Es el sim- matriz original, simboliza el inbolismo de la caída cósmica y se consciente materno. Sin embargo, asemeja al Crepúsculo de los dio- falta un matiz: el Espíritu de Dios ses de las leyendas escandinavas se cernía sobre las aguas. Todo y germánicas; pero, ni siquiera en- sale del agua; esto es verdad. To-

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do se crea en el agua; también es cierto. Pero el agua no crea nada. Necesita la fecundación del sol, del logos, del espermatozoide. Cierto que hay tradiciones populares según las cuales existían fuentes que alumbraban niños. Sí; pero lo hacían a la manera de las mujeres. El niño sale de la fuente como sale del seno materno. Ni la fuente ni el seno materno han creado al niño. Esto no quiere decir que el agua no posea un sentido de nacimiento, cuando está representada por fuentes y manantiales, o de retorno hacia la madre, cuando está representada, precisamente, por ese mar del cual salió toda la vida. Pero también en este caso lleva asociada la idea de muerte, de naufragio, pues el hombre no puede volver al pasado a menos de que renazca. Heraclio consideraba que, en el sueño y en la muerte, el alma se separaba del fuego vivo para sumirse en la humedad. «Convertirse en agua —decía— es muerte para las almas.» La Madre, la Mar y la Muerte forman una inseparable trinidad. A las fantasías de regreso hacia ésta, se suman fantasías de regeneración, de renacimiento, de bautismo. Volvemos a encontrarlas al hablar del baño. Pues el agua, a diferencia del fuego, purifica sin destruir. Ninguna religión ha inventado el bautismo por las llamas. El agua lava sin causar daño: es una regeneración fácil. Lo cual no impide que las aguas puedan destruir tan segura e irremediablemente como el fuego: basta pensar en las mareas y las inundaciones para convencerse. La

mitología del agua posee su apocalipsis, como la del fuego: al Incendio universal responde el Diluvio universal. Fuente de vida, de pureza, de regeneración, el agua es también causa de muerte y de naufragio. La llamada del mar, sentida imperiosamente por todo verdadero marino, es una llamada hacia lo inhumano, es decir, hacia todo lo que escapa al individuo consciente: su causa primera y su último fin. Cruzando las negras aguas de la Estigia, los muertos retornan a los infiernos; de las negras aguas del océano, surgieron los primeros seres vivos en el amanecer del mundo. El agua onírica significa, pues, contacto con el inconsciente materno, con sus ririquezas originales y sus mortales peligros. Esencialmente femeninas, las aguas no pueden virilizarse. Son incapaces de alcanzar la androginia que muestran, a veces, la llama, el sol y el fuego.

BAÑO. — Cada vez que se agita en el alma una necesidad o un deseo inconsciente de purificación, surge en sueños la imagen del baño. Esta imagen no depende de un afán de limpieza física, sino que es anterior a él. Los cafres, por ejemplo, que se lavan para purificarse de sus faltas, no lo hacen jamás en la vida corriente. Lo cual hizo decir a Bachelard: «El cafre sólo se lava el cuerpo cuando tiene el alma sucia.» En todo caso, la aspersión debió preceder a la inmersión. Sea como fuere, el baño, en sueños, expresa una necesidad de purificación, y

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su significado es casi siempre positivo. Artemidoro prometía prosperidad en los negocios y vigor corporal a todos aquellos, e incluso a los enfermos, que se veían sumergiéndose y lavándose en piscinas de agua clara y fresca. Pero el baño onírico tiene también un sentido de esfuerzo, sentido no solamente atestiguado por las promesas inherentes al bautismo, sino también por las expresiones: «Meter en el baño, estar en el baño.» Las ideas de purificación y de esfuerzo se ligan, entonces, con las de serenidad ante la realidad y de enfrentamiento a las dificultades.

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dera aventura, su aparición va asociada a un deseo o a una situación de absoluto extrañamiento. Gracias a la Biblia, el mito del engullimiento va anejo a la ballena. El engullimiento es consecuencia de un fracaso de la travesía marítima. Es engullido quien es arrojado de la nave, por la razón que sea. Entre la ballena y la nave existen rasgos comunes, que son el aspecto maternal de ambos y su capacidad común de cruzar los mares. Pero mientras la nave es una construcción del hombre y permanece en la superficie de las aguas, la ballena es un monstruo de la Naturaleza, capaz de sumergirse en las profundidades. El engullimiento corresponde, pues, a la regresión más profunda, que reBALLENA. —Si el pez posee ge- basa incluso las fases de la prineralmene un sentido fálico, debi- mera infancia para alcanzar el do a su forma alargada, la ballena estado intrauterino prenatal. Jole añade un sentido femenino to- nás, después de trocar la esfedavía más acusado, debido a sus ra de la psicología personal por la enormes cavidades, en las cuales de la psicología colectiva, se enla leyenda introdujo al hombre. cuentra de esta suerte colocado Inseparable del mito de Jonás, la en la necesidad de contemplar las ballena —menos aún que el pez estructuras originales, que son ordinario— no puede desligarse las de la matriz. Pero como se tradel elemento en que se mueve. Ha- ta, no de la matriz de una madre bitante de los mares, e incluso de terrestre, sino de las cavidades de los océanos lejanos, es un mons- un monstruo oceánico, se encuentruo marino y, por consiguiente, tra frente a los misterios de la una manifestación insólita del in- vida y de la especie, inalcanzables consciente colectivo. La caza de la por el hombre y que vuelve a vinballena es peligrosa. El hombre cularlo a las formas de vida más puede naufragar y perecer. Cuan- primitivas. En el mito bíblico, Jodo en sueños aparece la ballena, nás es expulsado del vientre de podemos temer que surjan en el la ballena, y, evidentemente, es lo alma fuerzas arcaicas terribles e mejor que podía ocurrirle. En incluso monstruosas. Y como la cambio, en otros mitos, la ballena ballena se encuentra únicamente se muestra menos complaciente y, en mares lejanos, y hay que co- si expulsa al héroe, es obligada y rrer, para alcanzarla, una verda-

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forzada por él. A decir verdad, Joñas no es un héroe, porque observa una actitud pasiva en el vientre de la ballena, limitándose a contemplar sus misterios y a esperar que su Dios le ponga en libertad. Sigue, pues, marcado por el complejo paternal que caracteriza la psicología judía y la alienación profética. En cambio, el héroe aparece en los mitos en que, por ejemplo, enciende fuego dentro del vientre del monstruo, el cual, inquieto por la quemazón interna, se apresura a vomitar su almuerzo. Si, en sueños, uno se ve engullido por una ballena, es importante saber lo que hace dentro de ella. Según permanezca pasivo o activo, escapará al peligro en muy diferentes condiciones, y su vida quedará marcada de manera diferente. El ser arrojado del vientre de una ballena implica, en todas las hipótesis, un renacimiento. Pero no siempre se renace como un héroe o como un profeta. Hay que prestar atención a esto. En Moby Dick, de Melville, el capitán Achab da caza al monstruo y se enfrenta con él. Le ama con amor inseparable de la muerte. Ante todo, muerte para el monstruo; después, muerte para el capitán. Y es que este amor es también una concupiscentia effrenata. El monstruo contiene riquezas inauditas que el capitán se propone explotar. La más preciada y sorprendente es el espermaceti, con el que se elaboran aceite, jabones, brillantinas. Quien tenga oídos para oír, que entienda.

BARCO. —La expresión «ser llevado en barco» indica claramente la parte de peligro o de ilusión que puede tener, en sueños, toda expedición marítima. El barco se refiere siempre a un viaje por zonas inconscientes del ser, zonas femeninas por excelencia. Y, naturalmente, puede aludir, como tal, a aventuras femeninas, cosa que se mencionaba ya en las Claves de los sueños antiguas o árabes. Artemidoro opinaba que gobernar, durante el sueño, un navio con destreza y evitando los escollos, era de buen augurio, lo mismo que navegar en aguas tranquilas o en una grande y bella embarcación. Le gustaban menos las tempestades y los barcos pequeños y de poca estabilidad. Para el Onirocrita musulmán, el navio significaba liberación. Era considerado como un medio para llegar hasta el rey, y si, en ocasiones, se le asociaban ideas de inquietud o de disgusto, era siempre con referencia a un ser que pronto se vería liberado. Jung y Bachelard recordaron, por su parte, hasta qué punto están ligados el barco y la muerte. A decir verdad, esta asociación es cierta, sobre todo para la barca primitiva, más que para el navio. Pero no por esto son menos los buques fantasmas, cuyas leyendas persisten aún en la actualidad. Pero si la barca está asociada con la muerte, es porque ella fue el primer ataúd. La muerte, dice Bachelard, fue el primer navegante. Y es probable que se confiara el ataúd al mar o a los torrentes mucho antes de que los vivos se aventurasen a surcar las aguas.

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Marie Delcourt recuerda que los primitivos colocaban a los niños débiles sobre esquifes que no tardarían en hundirse, prefiriendo este sistema a matarlos en tierra. De ahí el carácter milagroso del niño «salvado de las aguas», como en el caso de Moisés. Todos los pueblos imaginaron barcos de los muertos, y no fue la barca de Caronte su primera expresión. Procopio refirió las creencias de Bretaña, mucho antes de que los romanos penetraran en ella. Y el Extremo Oriente ha conocido otras semejantes. Es frecuente que el barco legendario o el barco onírico crezcan o engorden como un ser vivo. Sólo el análisis puede descubrir si conduce a la vida o a la muerte. Lo cierto es que siempre hace atravesar una especie de muerte.

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rostro en un espejo, puesto que esto significaba otra mujer. Según Artemidoro, «el espejo significa la mujer, para el hombre, y el hombre, para la mujer». En cambio, predecía la muerte del durmiente o de alguien de su familia, si aquél se miraba en las aguas de un estanque, de un río o de una balsa. Sin duda se hacía eco del mito de Narciso, el cual, fascinado por la belleza de su reflejo, acabó por ahogarse en las aguas donde se miraba. El espejo se convierte, así, en símbolo frecuente de autoerotismo, si no de homosexualidad, pues existe un lazo entre ésta y el narcisismo. Sin embargo, el mito de Narciso no termina con la muerte, sino con una metamorfosis, pues el joven se transforma en flor. Habría mucho que decir sobre esta metamorfosis, que no a todos parece negativa. Bachelard fue el primero, que yo sepa, en DESEMBARCO. — Si la travesía subrayar que el narcisismo no es del océano resulta siempre una siempre neurótico. Existe, dice, un aventura peligrosa y difícil (al narcisismo activo, cuyo espejo es menos en sueños, pues antaño lo el Kriegspiel. ¿Por quién se mira era en realidad), el desembarco uno? ¿Contra quién? ¿Adquiere simboliza necesariamente el fin de conciencia de su belleza, o de su una prueba, el consuelo de un do- fuerza? Platón aconsejaba el uso lor, la terminación de una obra del espejo a los jóvenes, a fin de (G. Vouloir). Presagia aconteci- que viesen, en su reflejo, los promientos dichosos y una nueva eta- gresos que la virtud marcaba en su rostro. Espejo y narcisismo son, pa de la vida. pues, ambivalentes. Y lo son tanto más cuanto que el narcisismo egoísta se engrandece espontáneaESPEJO. —El hombre empezó mente hasta convertirse en narcimirándose en el agua, y por esto sismo cósmico. Dios es un Narciso el espejo, que refleja las imágenes que ejercita en sí mismo el penlo mismo que las aguas, pertenece samiento. Los más grandes creatambién a su universo. Los viejos dores tienen un componente narpapiros egipcios decían que era cisista que es condición de su nefasto ver, en sueños, el propio 21 — 2.717

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las fantasías de retorno al seno materno, para alcanzar las estructuras arcaicas preuterinas, comunes a la especie, si no a todas las formas de vida. Las Claves de los sueños árabes expresaron tal peligro, sobre todo cuando está agitada por las olas, turbia, tenebrosa o llena de barro. La describieron como una «gran propiedad», cuando uno puede navegar por ella MAR. — Artemidoro escribió que en un hermoso barco, pero tamel mar se parece a la mujer, y lo bién vieron en ella las «vanidades que hemos dicho de ello al prin- del mundo», lo que corresponde cipio de este capítulo concreta su perfectamente al aspecto negativo significado. Madame Loeffler-Dela- del inconsciente colectivo. Con chaux observó, en El simbolismo frecuencia, el sueño evoca la lucha de los cuentos de hadas, la rela- contra la mar, la construcción de ción inversa que, en ciertas len- diques o la desecación de tierras, guas, existe entre las iniciales de tal como vemos en el segundo las palabras Mar y Madre: así, la Fausto de Goethe o, en la realiM mayúscula y la W (M invertida) dad, en grandes obras, como las forman, en inglés, el principio de del Zuyderzee en los Países Bajos. las palabras Mother y Water, mien- A veces, vemos un muelle que se tras que, en alemán, la M y la W son las iniciales de Mutter y Was- adentra en el mar, una lengua de ser. En francés, la asonancia Mer tierra conquistada a las olas. Toy Mere es significativa por sí mis- das estas imágenes expresan un ma, pero no lo es menos la cir- fortalecimiento del ser consciente, cunstancia de que empiecen con una victoria sobre las fuerzas osM las palabras mar, marea, mari- curas que le amenazan. no, marisma, madre, maternidad, María, Moisés, muerte. No importa que la mar no puede reducirse NADAR (NATACIÓN). — Hay a la madre, como ya hemos dicho, que saber nadar en la vida: ésta aunque su aparición en sueños nos lleve a los recuerdos de in- es una verdad de Perogrullo, y, sin fancia y al pasado. Pues la mar embargo, siempre existe cierta es un lugar cósmico, anónimo, del repulsión a hacerlo, algún escrúcual ha salido toda vida, y no so- pulo a vencer. Esta repulsión y lamente la vida humana. Por esto, este escrúpulo quedan compensaJung ve en ella el símbolo por dos por la satisfacción cuando se excelencia del inconsciente colec- domina aquel arte. La natación, en tivo,, es decir, de lo que, en nues- sueños, es, pues, siempre ambivatros recuerdos, va más allá del lente, tanto más cuanto que al plamundo de la infancia, e incluso a cer sucede necesariamente la fatiga y que, al sadismo inicial que creación. Uno no puede creer en su obra si no se cree capaz de hacer más y mejor que los demás. El espejo permite hacer comparaciones necesarias. Así, el espejo onírico muestra lo que somos: a nosotros incumbe hacer de esta contemplación el uso conveniente.

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hiende las olas y las vence, sucede el masoquismo del nadador fatigado, que se deja llevar y azotar por ellas. Sin duda por esto, algunas de las Claves de los sueños dan a la natación un sentido complicado. Por otra parte, existe en la natación onírica una nota de ironía: Bachelard observó que el primer intento natatorio es una tragicomedia. De todos modos, si se nada con éxito y sin fatiga, el sueño es positivo. Célestin de Mirbel escribió, en su Palacio del principe del Sueño: «Nadar es llegar a la orilla, es vencer y dominar los riesgos.» La orilla, en efecto, es el objetivo del nadador. NIEVE. — Podríamos clasificar esta imagen onírica entre las del aire o de la tierra, ya que la nieve cae del cielo y recubre la tierra. Sin embargo, pertenece esencialmente al agua, condensada por el frío. Los paisajes nevados son frecuentes en sueños, y uno se imagina que deben de corresponder a algún invierno del alma, al frío de los sentimientos y de la vida. Por esto las Claves de los sueños atribuyen siempre a la nieve un sentido de preocupación y de dolor, salvo cuando aparece en pequeñas cantidades, en la estación y en los lugares en que suele caer; en este caso, simboliza abundancia de bienes. Pues sabido es que la nieve tiene, también, una función positiva, una función de protección. Preserva la tierra de las más duras heladas. Y también en el sueño puede tener este sentido de protección y de preservación, siendo, entonces, más di-

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chosa que el hielo y la tierra helada. Y la dicha de la nieve puede acentuarse si su visión recubre la montaña y va acompañada de deportes de invierno: entonces significa vacaciones del alma, salud en un esfuerzo que no excluye el relajamiento. Pero esto no impide que la nieve onírica corresponda, casi siempre, a un período de introversión del alma, cuyos componentes son el dolor y la soledad. El agua condensada en nieve o hielo pertenece al inconsciente que ha perdido su movilidad y su vida. ORINA. — El simbolismo urinario es, para Freud, un simbolismo sexual. Y en esto está de acuerdo con las más antiguas Claves de los sueños, que parecen asimilar la orina al líquido seminal y sacar de ella presagios concercientes sobre todo, a la procreación. Así, en el Libro asirio de los sueños, si la orina del que sueña se esparce por delante de su pene, en la pared, y corre por la calle, es señal de que aquél tendrá hijos; si la dirige hacia el cielo, su hijo llegará a ser un personaje importante; si cae en un pozo, perderá sus bienes; si entre cañas, no tendrá descendencia, y si se moja él mismo y, después, se seca, es que estará enfermo. Digamos, para simplificar, que el simbolismo urinario alude siempre a la virilidad y a la vitalidad. PEZ. — El misterio acompaña siempre a este habitante de los mares, de los ríos y de los están-

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ques, tan diferente en estructura fin de alimentar con ellos al homde los hombres, como correspon- bre. Además, el pez más favorable, de a un animal mudo y de sangre tanto en sueños como en la vida fría. Por esto las alusiones fálicas real, es el que se come. Entonces que se hacen con frecuencia al significa la asimilación, por el ser referirse a los peces, son superfi- consciente, de una energía psíquiciales y no agotan en manera al- ca muy rica y muy profunda. Meguna su valor simbólico. Éste vie- nos afortunadas son las aparicione más bien determinado por la nes en que el pez amenaza al homextrañeza de que acabamos de bre o se lo traga, como en el mito hablar y por el hecho de que el de Jonás y la ballena. Pero es pez es el único ser vivo que surge indudable que el sueño puede prodel mar y de sus profundidades. ducir entre el pez y el que sueña De ahí las fantasías de pescas mi- una verdadera identificación. Esta lagrosas, de peces arrojados sobre identificación no es descansada y, las orillas, de peces voladores y de sin duda alguna, el mejor papel, pez aumento sagrado. Oaunés, el en sueños, es el de pescador. Ver gran sabio de Babilonia, fue re- peces sobre un diván o en una presentado en forma fálica de pez. cama no es cosa natural: induY sabemos que, en griego, la dablemente, algo en nosotros no misma palabra sirve para designar está en su elemento. Ver peces a Cristo y al pez. Por otra parte, rebullendo en el agua evoca fácillos primeros cristianos adoptaron mente un estado anímico sano y el pez como signo de su agrupa- alegre. Siempre es agradable sención, y Jung vio en el Cristo el tirse «como pez en el agua». espíritu que rige la Era zodiacal de Piscis. Era de dos mil años que, precisamente, está a punto de POZO. — Es indudable que el terminar y debe ser reemplazada por la de Acuario. ¿Qué significa, pozo onírico significa una cosa pues, el pez onírico? Encontrarse profunda. Pero esta cosa profunda con él expresa un contacto con las se encuentra en relación con los capas psíquicas más profundas, elementos más diversos: con el ajenas a la conciencia y que per- aire, porque recoge la lluvia del tenecen al pasado más lejano de cielo; con la tiera, porque llena sus la especie humana. Es significa- huecos. Sólo el fuego permanece tivo que los primeros cristianos, fuera de este hermoso símbolo. que reaccionaron tan violentamen- El Onirocrita musulmán dice que te contra el erotismo del mundo el pozo significa el fondo de la antiguo y contra sus ardientes pa- renta del hombre y su medio de siones, adoptaran como símbolo vida. En el Kua Tsing, el Yi-King confiere el sentido de una neceun animal de sangre fría. El sim- le sidad vital que no puede ser mobolismo de Acuario, que es un dificada. Pues, dice, se puede camsimbolismo humano, vierte, por el biar de sitio una ciudad, pero no contrario, el agua y los peces a un pozo. Éste no se pierde ni se

adquiere. Su utilidad es siempre la misma. Pero si el agua se seca, si la cuerda se rompe o no está en su sitio, si se quiebra el pozal, se pierde el contacto con las profundidades. ¡Cuan triste es el pozo fangoso que ya no puede servir para apagar la sed de nadie! Ni siquiera los pájaros se reúnen y se posan a su alrededor. Y lo propio puede decirse del pozo que tiene el cubo agujereado, roto o que deja escapar el agua. En cambio, canta el Yi-King, ¡qué útil es el pozo bien construido, bien perforado, donde se puede beber agua fresca y pura! Y cuando es descubierto y está lleno de esta agua, se convierte en emblema de la sinceridad, de la rectitud, y en símbolo de dicha. El simbolismo del pozo evoca, de esta suerte, la manera en que el individuo consigue extraer sus más profundas riquezas interiores, y utiliza sus dones y sus aptitudes. RIO. — Aunque pertenezca al universo del agua, el río posee una significación masculina y paternal. La razón radica, sin duda, en el trazado imperioso que sigue en la tierra, semejante al surco del arado, y en la fuerza y majestad que respira. Es el león de las aguas, y las ciudades vienen, naturalmente, a instalarse en sus orillas. Está en el origen de los cambios e irrigación de las tierras, y de la civilización. Son innumerables las leyendas que evocan la paternidad de los ríos. Vater Rhein1 ha representado en » El Padre Rin.

la imaginación alemana un papel semejante al del Nilo, del Tigris o del Eufrates, y del Yang-Tse-Kiang, en la de los antiguos o de los chinos. Pero, cuando el río se enfada, cuando abandona su lecho, son de prever innumerables desgracias. El hambre y la muerte están cerca. Es también imagen del destino que no sigue su curso natural, que sale de sus vías regulares. Pues el río soñado es, ante todo, el río de la vida, y la variedad de sus espectáculos oníricos corresponde a las peripecias de nuestro destino o, al menos, a la idea inconsciente que nos forjamos de él. Los viejos papiros egipcios decían que sumergirse en un río era recibir la absolución de todos los males, probablemente porque el que se sumerge en la gran corriente de la vida deja también a su espalda los escrúpulos o los sentimientos de culpabilidad que podían atormentarle o ponerle trabas. En cuanto a las Claves de los sueños árabes, el río representa a menudo a un hombre, grande o pequeño, en proporción a aquél. La importancia mayor o menor del río onírico puede representar, así, la importancia mayor o menor del destino del que sueña, o de la idea inconsciente que se forja de él en el momento del sueño. VADO. —He aquí una imagen onírica frecuente y que surge en los momentos decisivos de la vida, cuando se trata a pasar de un estado a otro de la existencia. El

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vado significa, pues, un cambio y una posibilidad de cambio. Mas para apreciar su significación real hay que observar con cuidado lo que se encuentra en la orilla que uno abandona y lo que hay en aquella a la que llega, si el vado es más o menos profundo, y cuáles son los medios de que disponemos para franquearlo.

4 / IMÁGENES DE LA TIERRA La TIERRA ha tenido, en todos los tiempos, una significación maternal, significación, empero, diferente de la del agua y, sobre todo, de la de la mar. La tierra es menos lejana, menos misteriosa, más familiar que el océano. Es menos terrible, más próxima al hombre. No engulle con violencia. Enterrar a los muertos es un signo de paz. Así como el cadáver confiado a las olas desaparece para siempre, la tumba del que es enterrado se convierte en lugar de culto para los vivos. La patria nace de este arraigo: es tierra en que descansan los padres, lugar en que reposan los antepasados. El sentido maternal de la tierra es, pues, el de un inconsciente familiar, ancestral, esencialmente humano, mientras que el de la mar se refiere a los orígenes mismos de las especies, a lo que hay en nosotros de más colectivo, de más cósmico, de más inhumano. La tierra es humana o, al menos, se deja humanizar. Si el mar está asociado a ideas de aventura y de viaje, la tierra lo está a ideas de fijación, de arraigo. No son sola-

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Sometida al principio activo del cielo, no le basta dar nacimiento a los seres. Pues, en su amplitud, lleva todas las cosas, las contiene hasta el punto de que todos los seres pueden crecer y desarollarse en ella. Aguantarlo todo, sostenerlo todo: tal es su virtud suprema, análoga a la de la yegua. Su función no es tomar la iniciativa, puesto que nada puede por sí sola, sino recoger el impulso que tiene del exterior y, después de haber permanecido pasiva, volverse activa a su vez. Esta acción toma entonces el sentido de una firmeza apacible y duradera, rasgos esenciales de la tierra y de la madre, opuestos a la cólera efímera que impulsa las acciones masculinas.

mente las plantas, las flores y los árboles los que arraigan en ella; son también los animales, que deslindan sus territorios y adquieren en ella un sentido primario de propiedad; y será también el hombre, que trazará en ella los primeros surcos, sembrará los primeros campos y construirá sus primeras casas y sus primeras ciudades. De ahí una sucesión de imágenes oníricas: el árbol, el jardín, sus flores y sus frutos, el campo, el arado, la labranza, el taller donde se forjan las primeras herramientas, la casa con su bodega y su granero, su puerta y sus ventanas, sus escaleras, sus dormitorios y sus corredores, el horno donde se cuece el pan, la prensa de la que brota el vino, el establo donde se reúnen el asno y el buey, la colmena y sus abejas, el gallinero, el perro fiel y su cajón. Todas estas imágenes son positivas, gráficas. Y son, sobre todo, humanas. De modo que si la mar asume de buen grado un sentido de madre terrible, la tierra adopta con mayor facilidad el de madre amantísima. Las imágenes de la tierra sólo se vuelven negativas en sus límites: donde el desierto o la playa hacen estéril la arena, donde la altura le da la hostilidad de sus rocas y de sus glaciares, donde el fuego subterráneo la sacude para recordarnos que no somos más que parásitos en su lomo, donde los terremotos destruyen, como castillos de naipes, las más soberbias ciudades. Según el Yi-King, el Kua Kwun, que es el de la tierra y de la madre, simboliza el principio pasivo por excelencia.

ARAÑA. — Pertenece al universo de las imágenes terrestres, y su aparición en sueños es frecuente. Para los freudianos, es símbolo de la madre terrible que tiene que aplastar a sus hijos si quiere llegar hasta la joven que le velan sus prejuicios maternales. Existen inumerables mitos, cuentos, películas y dibujos, donde una araña gigante devora al hombre o separa las parejas, impidiendo a todos que realicen sus fines sexuales. Pero Jung amplió el problema. Teniendo en cuenta que la araña es un animal de sangre fría y que carece de sistema nervioso cerebro-espinal, considera que su función, en sueños, es representar un mundo psíquico que nos es extraño en grado sumo. Expresaría, pues, con gran frecuen-

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cia, contenidos psíquicos que, siendo ya activos, son, y serán durante mucho tiempo, incapaces de hacerse conscientes. Estos contenidos no pertenecerían a la esfera del sistema nervioso cerebro-espinal, sino que permanecerían en la zona, mucho más profunda, del simpático y del parasimpático. Un detalle curioso, que confirma la impresión de absoluta extrañeza producida por la araña: muchas personas que pretenden haber presenciado la aparición de platillos volantes, los han descrito en forma de arañas gigantes. Sea como fuere, la araña onírica no es nunca una visión tranquila. El durmiente que se deje enredar en su tela no podrá desatarse y perderá la vida. Nadie podrá ya acercarse a él, ni él podrá acercarse a nadie. Se hundirá en el drama de la soledad y de la incomunicación.

ÁRBOL (MADERA). — En los sueños como en los mitos, el árbol aparece con frecuencia, y su significado es capital. El árbol onírico es bisexuado. Masculino por su forma (sobre todo en ciertos casos en que las hojas, como las del pino, contribuyen a darle este carácter), hace alusión al falo del hijo, sin dejar por ello de tener un carácter femenino y maternal, por la doble circunstancia de que su tronco es, en sueños, siempre hueco, y de que el árbol de la vida es una especie de árbol genealógico que produce frutos, cosa que lo convierte en una especie de madre de las generaciones. El carácter hermafrodita del

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árbol viene confirmado por consideraciones lingüísticas como ésta: en latín, los nombres de los árboles tienen terminación masculina y son, sin embargo del género femenino. Como genealógico que es, el árbol onírico puede aludir al tiempo: existen leyendas de árboles calendarios, y una tradición china nos habla de una planta maravillosa que producía una vaina diaria hasta el 15 de cada mes, y perdía una cada día, hasta el 30. Encontramos árboles en los mitos de todas las religiones. El del Paraíso bíblico, o árbol de la vida, es el más conocido en Occidente. Pero conocemos también el pino de Atis, el árbol de Mitra, el fresno nórdico universal Ygg drasill, etcétera. El tema del colgamiento en el árbol es general, y el referido al árbol de la Cruz es su variante judeo-cristiana. Los antiguos suspendían de un pino la estatua de Atis; el colgamiento de Marsias ha sido objeto de célebres representaciones artísticas; los germanos colgaban igualmente de los árboles sus ofrendas religiosas. La Edad Media representó frecuentemente a Cristo crucificado en un árbol de vida frondoso y cargado de fruto, lo cual tiene cierto parecido con un símbolo cultural conocido ya de los babilonios. La transformación del árbol de muerte en árbol de vida deriva de costumbres muy antiguas. Entre los primitivos, era frecuente la inhumación de los muertos en árboles huecos. Al tratar de la barca, hemos visto que los primeros ataúdes fueron barcas confeccionadas con troncos vacíos.

Estas costumbres dieron origen a la expresión «árbol de muerte» con que se designa al ataúd. Pero el carácter maternal del árbol, al ser asimilado su hueco al vientre de la mujer, la transformación de la idea de muerte en idea de vida, se produjeron, quizás, espontáneamente: el muerto, como observa Jung, es en cierto modo encerrado dentro de la madre, en vistas a su renacimiento. Este sentido existe ya en el mito de Osiris. Cuando el árbol onírico es abatido, como lo fue el pino en la leyenda de Atis, existe un sentido de emasculación: se trata del sacrificio de una libido que busca lo imposible y lo inoportuno. En los sueños, el tema del árbol puede estar latente, por la sola presencia de la madera. Todos los objetos de madera (mesa, silla, armario) participan, con reserva de su carácter específico, en la mitología del árbol. Existen civilizaciones, como la china, que hicieron de la madera el quinto elemento de la Naturaleza, al lado del aire, del fuego, de la tierra y del agua. Pero el árbol tiene, además, un sentido de intermediario cósmico, como ya hemos visto a propósito del árbol cosmológico del Rig Veda. También en la Biblia, Booz, ve, en sueños, salir de su vientre un árbol que asciende hasta el cielo azul. La Fontaine nos habla del roble «cuya cabeza se acercaba al cielo y cuyos pies tocaban el imperio de los muertos». El árbol se convierte entonces en una especie de intermediario entre el cielo y el infierno, entre las aspiraciones más elevadas del hombre y sus

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raíces más profundas. Esta aspiración del árbol a las alturas depende, probablemente, tanto del hecho de que los pájaros anidan en él como de reminiscencias del hombre arborícola. Sea de ello lo que fuere, el árbol acentúa entonces, si podemos expresarnos así, su virilidad, hasta el punto de que el roble ha sido siempre considerado como un símbolo paternal. Lo cual no obsta a que, a pesar del ardiente y vigoroso impulso de la savia, el árbol sea siempre prisionero del sueño sobre el que se levanta. Participa de la inmovilidad de la vida vegetal y no ha conquistado la libertad de los animales o del hombre, que se desplazan a su antojo. Es frecuente que, en los sueños, los árboles tomen figura humana y, a menudo, femenina. Si se produce una evolución en el que sueña, el árbol empieza por animarse en sus alturas, transformándose sus ramas en brazos y en manos; después, es el tronco el que se anima, y, por último, las raíces se liberan del suelo y se convierten en piernas y en pies. Encontramos ilustraciones de este tema en ciertas ediciones del Sueño de Polifilo, y Arda Teilhard, en La magia en mil imágenes, nos ofrece una serie completa tomada de los sueños de una de sus pacientes. El árbol onírico puede tener, pues, múltiples significaciones, según su especie, la estación en que aparece y el uso que se hace de él, pero siempre introduce en escena una libido poderosa, ligada a la imagen maternal y a sus raíces vegetales, por no haber alcanzado su verda-

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dera libertad, amenazada de muerte y de emasculación en la medida en que consiente en semejante enajenación, en la necesidad de «resucitar» si quiere librarse de ellas.

BARRO. —El hundimiento en el barro o la aparición de personajes informes y fangosos son temas oníricos frecuentes. Para los freudianos, los sueños de barro corresponden a una fijación anal y a una regresión hacia las materias sucias que la caracterizan. Ésta podría relacionarse con el interés que prestan los niños pequeños a sus excrementos, con los cuales gustan jugar en ocasiones, y cuya primera sublimación conduce a la manipulación del barro y al modelado. Sin embargo, el barro no puede ser asimilado a los excrementos, aunque ambos sean considerados como materias sucias y sea fácil pasar del uno a los otros. Porque el barro no es producto del cuerpo humano, como lo son los excrementos, sino una materia que existe independientemente del hombre, un producto de la tierra y del agua. Tampoco resulta de una transformación de materias vivas, sino que en él estas materias vivas están en su estado original: de ahí que el barro entraña una idea de principio y de creación. El barro, emparentado con el limo terrestre, sirvió al Dios bíblico para crear a Adán, al Adán hermafrodita. Numerosas leyendas nos hablan de barro que se transforma en oro, mostrando hasta qué punto pudo el inconsciente hu-

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mano insertar en la imagen del barro la idea de una riqueza oculta. Bachelard dijo del barro que era «fuerza y meollo» de la Naturaleza, y recordó las frases del doctor Heinz Graupner, según el cual los baños de barro, cuya virtud curativa es conocida, conservan todavía las hormonas del polen antediluviano. Al barro onírico se le atribuye, también, una idea de curación por pasadas primaveras, un sentido de contacto con materias originales y prehumanas, y con sus posibilidades. Ver, en sueños, personajes de barro en estado de formación, o modelarlos con los propios dedos, equivale a remontarse al acto inicial de la creación y a un nuevo comienzo del mundo. La caída en el barro es, naturalmente, algo mucho menos lisonjero y significa lo que todos sabemos. Pero se trata de un mal que tiene remedio: basta con recoger el barro, modelarlo y forjar con él un nuevo Adán.

CAMINO, CARRETERA. — Corta o larga, ancha o estrecha, desierta o poblada, fácil o difícil, la carretera onírica simboliza el destino, el «camino de nuestra vida». Tan pronto alude al recorrido que se hizo en el día de ayer, como a las direcciones que uno habrá de tomar en el futuro. Nada de extraño tiene que la visión del sueño contradiga, con frecuencia, nuestras opiniones de cuando estamos despiertos. Un negocio que, de día, parece conducir a un éxito maravilloso, se manifiesta en sueños en un callejón sin salida o

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en un camino que desemboca en un desierto, en un pantano o en una casa en ruinas. Una aventura que parecía fácil se convierte, en sueños, en una vía abrupta y sembrada de obstáculos. Por el contrario, una empresa que despreciábamos nos lleva hasta alegres y ricas ciudades. Hay que tener en cuenta todos estos aspectos del camino. Son la fotografía objetiva de la manera en que nuestro inconsciente se imagina nuestro destino, a corto o a largo plazo.

CAMPESINO. — Si la imagen del campesino puede ser evocadora de cierta tosquedad, esta interpretación, demasiado acorde con los sentimientos conscientes del hombre de la ciudad, tiene que ser, forzosamente, superficial. En la realidad, el campesino onírico es más bien una figura de compensación, muy adecuada para recordar el mundo natural, del cual tiende a alejarse el hombre contemporáneo. Aparece en su casa de campo, entre sus animales o en sus campos de labor, y, casi siempre, cuando el ser consciente se ha apartado demasiado de las leyes naturales en cuya proximidad vive el campesino. CASA. — Ya hemos visto que, según Freud, la casa tiene un significado femenino, que las fachadas representan cuerpos masculinos de pie, que los sueños de persecución a través de las habitaciones deben ser considerados como sueños de casas públicas. Resulta di-

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fícil ceñirse a estos puntos de vista. Cierto que existe un simbolismo corporal de la casa, simbolismo observado ya por .Artemidoro. Pero no podemos considerarlo exclusivo. Entre la casa y el hombre, se produjo, en el curso de los años, tal identificación, que, si es comprensible la «casa-cuerpo», no debe serlo menos la «casa-alma». El sueño de la casa contiene el conjunto de sentimientos que, desde tiempo inmemorial, experimenta el hombre, nacidos de sus relaciones con sus semejantes, con su familia y consigo mismo. No es sin razón que quiere tener «casa propia». No es sin razón que se aferra tanto «a la fachada», que no quiere perder la faz. Pues, como sugiere Ania Teilhard, la fachada simboliza con preferencia la parte exterior del hombre, su apariencia social, su máscara, su «persona», según la expresión de Jung. La vida familiar se desenvuelve al abrigo de las fachadas. Por esto, en la casa onírica, cada pieza adopta un sentido que corresponde a su función real. El simbolismo de la bodega es diferente del del granero; el simbolismo de la cocina es diferente del del salón o de los dormitorios. Hay que aprender a meditar sobre cada uno de estos lugares, como lo hacemos sobre la casa en su conjunto. Los diferentes pisos pueden, por otra parte, representar las diferentes partes del cuerpo; el tejado y los pisos superiores representan la cabeza, mientras que las puertas y ventanas aluden a las diferentes aberturas del cuerpo. Pero, a pesar de ello, este simbo-

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lismo se queda cojo, porque sería muy difícil descubrir las partes de la casa que pueden corresponder a los brazos, a las piernas o al pene. Y si podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que existe una correspondencia entre los pisos superiores, la cabeza y las funciones conscientes localizadas en ésta, en cambio, la correlación que se observa entre la bodega y el subconsciente nada tiene de representación corporal: la casa no tiene pies, la bodega no evoca nunca los pies: sólo en los dibujos infantiles se anima la casa, tiene brazos y pies, y adquiere aspecto humano. Pero, al mostrarse en la calle de este modo, la casa pierde, a la vez, su arraigo y sus bodegas. Cuando soñamos en la casa, lo mejor que podemos hacer es decirnos que soñamos en nosotros mismos, y que todo lo que ocurre en ella, ocurre, en realidad, en nosotros. La casa es nuestra existencia social, familiar e íntima, como arraigada que está en el pasado y en el grupo. Es, en sueños, el polo opuesto a cuanto pudiera representarnos como individuos asocíales o antisociales, nómadas o desarraigados. Su carga de intimidad, y también de representación social, es una carga de arraigo. El hombre que quiere verse libre de todo arraigo, siente por ella repulsión e incluso odio. Es la maldición de Gide: «Familias, casas, ¡os odio!» CEMENTERIO. —Como es natural, la aparición del cementerio onírico no corresponde a pensamientos inconscientes muy alegres.

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Y no es sin razón que G. Vouloir afirma que si este sueño se repite demasiado hay que sospechar una neurosis melancólica. Pero esto no son más que palabras. El cementerio simboliza siempre un apego al pasado, una añoranza de los muertos, cuyas razones importa descubrir. Indica que nuestras relaciones con uno de nuestros muertos no quedaron liquidadas como era debido, y, si fue así, es que hubo en ellas algún error. Con frecuencia, el cementerio onírico evocará la idea de la madre viva, pues la madre es precisamente el ser del cual debe primero separarse el hombre para alcanzar su libertad. La afición a los cementerios puede, entonces, corresponder a la ambivalencia de un sentimiento que no logra despegarse de la madre, a pesar de desear su muerte. Pero el sentido del cementerio onírico no se reduce a estas asociaciones: el hombre ha visitado siempre las tumbas de sus antepasados para encontrar en ellas el sentido de una continuidad que la vida cotidiana destruye fácilmente. Pero estos retornos se producen, generalmente, en períodos de duda, de incertidumbre, de trastorno, en el curso de los cuales se busca, precisamente, la manera de vigorizarse. El cementerio es, pues, siempre, símbolo de un desarreglo íntimo, de un trastorno que nos hace volver al pasado y a los muertos, para buscar en ellos nuevas enseñanzas para la vida, pero con el riesgo de quedar atascados para siempre en lo que no ha de volver.

CRISTAL.—-Para los alquimistas, las piedras preciosas eran estrellas elementales, hasta el punto de que los sueños humanos han prestado a los cristales una atención semejante a la prestada a las estrellas. Pues, aunque es esencialmente una piedra terrestre, el cristal participa del fuego, del aire e incluso del agua. Se convierte, pues, fácilmente, en símbolo de totalidad e imagen del Sí. Este sentido de totalidad proviene también de que el cristal, según observó Bachelard, es un centro activo que atrae a la materia cristalina. La cristalización es uno de los fenómenos más grandes de la Naturaleza, y algunos autores han llegado a compararle con la reproducción de los seres orgánicos, de los vegetales y los animales, de las semillas masculina y femenina que producen, al mezclarse, el mismo efecto que la mezcla de dos sales: la cristalización del feto. La mineralogía, por otra parte, ha dado sexo a los cristales, de manera que existen cristales machos y cristales hembras. «Todos —escribe Michelet— están sometidos a la ley del amor.» Se habla de rubíes macho y hembra, e incluso existen relatos sobre diamantes hereditarios. Pero la idea de totalidad es también atribuida al cristal porque éste constituye un medio ideal para la luz, e incluso un asidero sonoro para el universo. Hegel dice de él que es un cuerpo que admite lo externo en su interior. «La luz inmensa del bello espacio es, al principio, rechazada por el cuerpo opaco. El cuerpo opaco no

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quiere revelar nada de su intimidad. Pero parece que la cristalización, al expulsar la ganga, produce un ser que no tiene nada que ocultar.» (Filosofía de la Naturaleza, traducción francesa. Vera, I, II, pág. 17.) Posee, igualmente, dureza y pureza. Debido a esta transparencia que le permite recogerlo todo sin perder nada de sí mismo, ejerce también, sobre los demás, una fascinación que tiene algo de hipnótica. La piedra preciosa es vector de fuerza y de iluminación. Se hace talismán. Cuando aparece en sueños, arde con mil destellos, presto a transformarse en joya voladora, en ave del paraíso. Como escribió Bachelard, el pájaro de fuego se convierte en bloque de pedrería voladora. El fuego íntimo que brota de ésta, en llamas movedizas, simboliza una perfección del ser difícil de superar. Su aparición en sueños constituye siempre un acontecimiento, una de las fiestas más fastuosas que puede conocer el corazón humano.

ESCALERAS. —Los sueños de escaleras son frecuentes, y Freud quiso ver únicamente en ellos un simbolismo sexual, donde la subida significaría la erección, y el descenso la languidez que sigue al orgasmo. Desde este punto de vista, subir o bajar escaleras tendría, también, significado diferente según se tratara del hombre o de la mujer; la subida sería normal en el primero (actividad), y el descenso, en la segunda (pasividad). De modo que, en el momen-

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to en que se invirtiese el movimiento, bajando el hombre y subiendo la mujer, aparecería un sentido de homosexualidad. Pero esto no impide que se puedan subir y bajar escaleras fuera del acto sexual, y que las escaleras tengan una existencia propia, que les da una significación utilitaria y real. Según Artemidoro, soñar una escalera (como en el caso de Jacob) era señal indudable de peregrinación: las escaleras anunciaban al durmiente el ascenso en grado y en autoridad. Mircea Eliade dijo, sintetizando estas observaciones, que la escalera «es símbolo por excelencia del paso de un modo de ser a otro», cosa que parece de evidente buen sentido. Por lo demás, el indicio peyorativo inherente al descenso es fruto de una concepción idealista y pueril de la vida. La bajada es un modo de ser tan natural como la subida, y sólo una obstinación que nada quiere saber de la realidad se empeña en la ascensión perpetua y el ideal absoluto. A partir de los treinta y cinco años, el hombre empieza a bajar la pendiente de la vida, después de haberla subido, y cualquiera que haya practicado un poco el alpinismo sabe que no se puede vivir en las cumbres: el aire está enrarecido, y el hombre se moriría de frío y de soledad. La vida se encuentra en los valles, a la orilla de los ríos y de los mares, es decir, abajo, y hemos de descender de los glaciares para reunimos con los hombres, nuestros hermanos. De igual manera, hay que bajar escaleras para llegar a los sota-

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nos donde se acumulan las provi- tonces como una porquería expesiones, el vino, el carbón, es decir, lida por Dios. No olvidemos que todo el combustible de la vida. fue en las letrinas de Wittemberg Y, más allá de estos prosaicos des- donde tuvo Lutero su suprema ilucensos, está la bajada a los in- minación, y esta obsesión anal que fiernos, de la que hemos hablado descubrimos en el origen del proya, y que es indispensable para el testantismo parece guardar cierta conocimiento de uno mismo. Expe- relación con la explotación capidición, quizá, subencefálica, como talista de la cual fueron principase dice de los sueños del hachís, les artífices los protestantes. Ya y al término de la cual se encuen- en el Libro asirlo de los sueños, tran las potencias infernales, el podemos leer que comer materias diablo, Plutón o Proserpina. Pero fecales era señal de riqueza. Y Arahora ya no consideramos a esos temidoro opina que «verse embapersonajes como malas compa- durnado de excrementos es de exñías. Además, existen una volun- celente augurio para las personas tad, un valor y una energía en el pobres». La Clave de los sueños descenso: bien lo saben los niños, camboyana, así como el Onirocricuando les enviamos a buscar vino ta musulmán, expresan puntos de a la bodega, o los montañeses, que vista parecidos. En el cuento de deben tensar los músculos para Grimm, La mesa, el asno y el basno resbalar o caer al bajar de los tón maravilloso, vemos a un asno glaciares, por no hablar de los es- que evacúa monedas de oro; este peleólogos, ni de los amantes de la tema aparece también en ciertos pesca submarina. La mitología as- cuentos árabes, y no faltan los censorial era una mitología unila- dichos populares según los cuales teral, excesivamente valorada por el hecho de pisar una deyección los ideales conscientes del cristia- con el pie izquierdo significa dinenismo. Tiene que ser completada ro. Pensamos, empero, que el suecon una revalorización de la mito- ño excrementicio puede tener senlogía del descenso y de las profun- tidos diferentes según que las materias fecales sean retenidas o didades. evacuadas. Si hay estreñimiento, voluntario o involuntario, hay también retención, autointoxicaEXCREMENTOS. — El psicoaná- ción, resistencia a dar, avaricia, lisis estableció una corresponden- testarudez y voluntad de dominio. cia entre los excrementos y el di- Por el contrario, la evacuación nero, entre el complejo que de- puede estar asociada a una liberanotan y una actitud antisocial, ción de las inhibiciones, de los compuesta de reivindicación, de sentimientos de culpabilidad o de rebelión y de injusticia para con las represiones; en una palabra, el prójimo. Existe una visión ex- de todo cuanto es perjudicial e crementicia del mundo, pintada inútil al que sueña. Artemidoro espor Jerónimo Bosch y expresada cribió: «El que se alivia en suepor Lutero. El mundo aparece en-

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ños, fácil y copiosamente, en un lugar apartado y secreto, o incluso en un orinal, se verá libre de preocupaciones y agobios.» Toda evacuación onírica en el W. C. es, pues, positiva. Pero el sueño excrementicio presenta otros aspectos: uno de ellos tiene que ver con el uso que se hace de los excrementos. Nadie ignora que en el niño pequeño existe una tendencia que le hace pasar, normalmente, del modelado de sus deyecciones al de las pellas de barro. Este paso puede constituir, incluso, el principio de una vocación plástica, de una vocación de escultor. Si tales pasos se producen en sueños, éstos pueden tener un sentido de modelado de la propia personalidad, o ser, por el contrario, indicio de una vocación escultórica. Pero es evidente que una simple fantasía de juego excrementicio indica, por el contrario, una fijación o un retorno a la fase anal, que nada tiene de positivo. Por último, no hay que olvidar que semejante regresión expresa, con frecuencia, reacciones de huida y de miedo. Estas reacciones se expresan, a menudo, por un lenguaje sucio, por la afición a las palabras gruesas, a las injurias o agresiones escatológicas, que nos hacen pensar en aquellos animales que, para poner en fuga a sus enemigos, les lanzan orina o excrementos de olor nauseabundo. Hay que observar, pues, en cada caso, hasta qué punto se asocia la visión excrementicia a reacciones de sadismo o de miedo, y, cuando el sueño multiplica las palabrotas o las frases escatológicas,

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podemos estar seguros de que, en el fondo, existe aquella clase de reacciones. Una última reflexión: el excremento se convierte en estiércol, y del estiércol puede brotar la flor. Stringer elevó esta dialéctica al nivel cósmico: «Según él —dice Bachelard—, el cielo es una inmensa flor que brota de los abismos fangosos.»

GRUTA. — Símbolo maternal, debido a sus cavidades, la gruta ha despertado siempre curiosidad, porque permite el contacto con las profundidades de la tierra. Como ésta, posee una significación más favorable que nefasta. Es, pues, natural, que en ellas se produjeran los oráculos y que las revelaciones de la Tierra-Madre tuvieran que efectuarse por medio de estas bocas cavernosas, donde resonaban las voces más extrañas. Desde la gruta deifica, donde actuaba la Pitia, hasta la de Lourdes, donde se apareció la Virgen, todas poseen un sentido adivinatorio o terapéutico. Los pintores cristianos situaron, con frecuencia, el lugar del nacimiento del Niño Jesús en una gruta, en vez de un establo. A menudo advertimos un sentido de eliminación de la madre por el hijo, como pudo comprobarse en la propia Delfos, donde Apolo mató a la Pitia ctoniana que allí profetizaba. Pero ésta posee un sentido de madre terrible, como el dragón que, en muchas leyendas, privaba al héroe la entrada a la gruta donde se hallaba la Bella que había de liberar. La Bella es remplazada, con

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frecuencia, por una fuente, un tesoro o una piedra preciosa, y, si la gruta se encuentra sumergida en el mar en vez de estar sobre la tierra, aparece guardada por un pulpo y no por un dragón. La gruta se presenta, así, como un medio de comunicación con el mundo ctoniano, al que permite expresarse por medio del oráculo. A menudo, se encuentran en ella ríos o estanques subterráneos, lo cual acentúa su carácter de revelación. Pero lo más frecuente es que esté ligada a una idea de nacimiento. El sueño muestra en ocasiones, en el fondo de la gruta, en vez de la joven doncella de la fuente, del tesoro o de la piedra preciosa, el destello de una llama ardiente. Éste puede ser un admirable símbolo de la iluminación espiritual que nos espera en el fondo del inconsciente terrestre.

JARDÍN. — Ya entre los antiguos y los árabes, el jardín representaba, para el hombre, las partes sexuales de la mujer. El Onirocrita musulmán dice que, si alguien sueña que come sus frutos, se hará rico gracias a un matrimonio ventajoso. Y son numerosas las poesías profanas o místicas que cantan el jardín como lugar privilegiado del amor. De todos modos, no debemos olvidar que, entre todas las imágenes terrestres, el jardín es una de las más complicadas, de las más humanas, de las más ordenadas. Ya el Paraíso Terrenal pudo ser considerado como un jardín. Pero este jardín no era obra del hom-

bre, sino la obra maestra de Dios, en provecho del hombre. El jardín onírico corresponde, más que a esta creación divina, a la humilde y perseverante acción humana que ha dado origen a los más deliciosos jardines terrestres. Éstos son, generalmente, cerrados, cercados con setos o con muros, y la mayoría de las veces sólo se puede entrar en ellos por una puerta estrecha y difícil de encontrar; o bien forma el jardín un patio interior. Pero en ambos casos resulta un lugar secreto, que expresa lo más íntimo, lo más delicado, ordenado y seductor de la morada interior. A menos que aparezca abandonado, mal cuidado, lleno de matorrales y de espinos, en cuyo caso posee también su significado: el hecho de franquear la puerta estrecha del jardín onírico y de admirar o coger sus flores o sus frutos, constituye uno de los momentos elevados de la vida del alma. Los jardines verdes e iluminados por el sol tienen un sentido de felicidad que cualquiera puede comprender intuitivamente. En el jardín, los valores terrestres, inconscientes, son cultivados para mayor placer del hombre. Es un signo de humanidad refinada y de delicado arraigo, el lugar en que las fuerzas de la Naturaleza y del hombre se encuentran en mayor armonía.

LABOREO. — Artemidoro escribía que el hecho de verse, en sueños, realizando faenas agrícolas, sembrando, plantando o arando, constituía un indicio feliz para

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aquél que proyectaba casarse y invitación a la energía y a la acdeseaba tener hijos, pues, concre- ción. Es el complejo de Atlas. taba, «el campo significa la mujer; las simientes y los árboles, los hijos». El psicoanálisis sólo podía confirmar este punto de vista. RATA.—Las ratas y los ratones Cierto que una Clave de los sue- abundan en los sueños, y la forños camboyana dice, también, que ma misma de su hocico les confi«trabajar en el cultivo de un arro- rió un sentido fálico. Pero la imazal, es señal de que uno se conver- gen de la rata no puede separarse tirá en jefe». Pero estas interpre- del recuerdo de las grandes epitaciones no son contradictorias. El demias que le atribuía la creencia laboreo onírico expresa, siempre, popular. Sabido es que, en la reaun trabajo creador en su fase más lidad, no hace más que transporingrata, pero el fruto de esta la- tar un piojo que le contagia, lo bor puede ser, según la situación mismo que al hombre, el bacilo particular del que la sueña, proge- destructor. Sin embargo, la planie, triunfo social o éxito intelec- ga le fue atribuida como propia, tual. hasta el punto de que, en Egipto y en China, se elevó a este roedor a la categoría de dios de la peste. En Grecia, Apolo Devastador guarMONTAÑA. — La montaña pue- daba relación con la imagen de la de representar una dificultad insu- rata, cosa que podría indicar que perable. «Se hace de esto una algunas devastaciones son condimontaña», es expresión que debe ciones previas para el acceso al proceder de los tiempos en que universo luminoso de las artes y había montañas realmente inase- de la música, sobre las cuales acaquibles, en que no existía el alpi- bó el rey deífico por reinar. Estas nismo, ni éste era deseado. Pero asociaciones confieren a la sexuapuede tener, también, el sentido lidad revelada por la rata onírica, de algo incontestable: la montaña no sólo un aspecto de suciedad reestá ahí, y es imposible trasladar- pugnante, sino también un matiz la a otro lugar. Y si la fe puede morboso, si no mortal. Ama Teilimaginarse lo contrario, la imagi- hard observa, además, que los suenación onírica no ha dado nunca ños de ratas y ratones significan testimonio de ello. Como dificul- también, frecuentemente, que la tad, o como situación inconmovi- vida del que sueña está roída por ble, la montaña onírica puede di- «los dientes del tiempo» y próxinamizar al hombre o abrumarlo, ma a desaparecer. Y, efectivamensegún su temperamento. Las mon- te, en la realidad cotidiana, la rata tañas aplastan como las desgra- no es la propagadora de epidecias, y entonces pueden simbolizar mias, sino un roedor paciente y una desdicha secreta que nos ne- tenaz. Es natural que se le asocie gamos a confesar. Para otro, es la idea del tiempo y, con ella, la una provocación, un desafío, una 22 — 2.717

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de las añoranzas o los remordimientos.

SERPIENTE. —La actitud frente a la serpiente, animal terrestre por excelencia, ha sido siempre ambivalente. Las leyendas bíblicas presentan sus dos aspectos contradictorios, puesto que, en el relato del Paraíso Terrenal, simboliza, a un tiempo, al Seductor, al Diablo y a la Mujer, mientras que, más tarde, Moisés utiliza la serpiente de bronce como signo de curación. La serpiente era el compañero predilecto de Esculapio; ya hemos visto cómo se la hacía reptar de noche entre los enfermos que practicaban la incubación, y, desde entonces, fue siempre emblema de la profesión médica. En los antiguos papiros egipcios, la serpiente onírica significaba «provisiones», y, en Babilonia, una Clave de los sueños afirmaba que, «si un hombre atrapa una serpiente, tendrá un ángel guardián». También en Egipto, la serpiente no tenía únicamente el sentido fálico que le atribuye hoy en día el psicoanálisis, sino que era atributo de la imagen solar, significando, como tal, la libido en su conjunto, es decir, la totalidad de la energía psíquica. En el Nuevo Testamento, vemos al propio Cristo identificándose con la serpiente: en este sentido, será «elevado» hasta la Cruz. Pero el espanto que causa la serpiente, y que no depende únicamente del carácter venenoso que tienen algunas de ellas, nos recuerda una observación que hemos hecho ya a propósito de la

araña y que podría aplicarse a todos los insectos. La serpiente es un animal de sangre fría, y ya los agnósticos la habían convertido en símbolo del bulbo raquídeo y de la médula espinal. Su aspecto rampante y sus contorsiones evovan espontáneamente la espina dorsal. Víctor Hugo escribió, con razón, que «la columna vertebral tiene sus sueños», y Bachelard cita este texto extraordinario de William Blake: «En un sueño horrible y lleno de sueños, una espina dorsal inmensa, parecida a una cadena de anillas, se retorció, torturada, sobre los vientos, haciendo brotar de sí misma unas costillas dolorosas, como una caverna redondeada. Y huesos sólidos se congelaron sobre todos los nervios de sus goces. Y así transcurrió una primera edad, y un estado de desdicha lúgubre.» La serpiente onírica nos conduce siempre a esta primera edad del hombre, a este psiquismo lumbar y totalmente inconsciente que corresponde a la ausencia de corteza. Representa, pues, una fuerza fundamental, muy anterior a la conciencia y a las formaciones más recientes del cerebro y, como tal, peligrosa por lo inesperado de sus intervenciones, pero también susceptible de tener virtudes terapéuticas. La aparición de la serpiente, benéfica o maléfica, produce angustia. Corresponde a una extrañeza absoluta. Jung opina que es, siempre, indicio de una contradicción entre la actitud de la conciencia y la del instinto. La serpiente personifica la amenaza creada por tal conflicto. A esta amenaza se asocian, con

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frecuencia, los motivos de secreto y de traición, pues la acción de la serpiente es siempre disimulada e imprevisible. Si damos calor a una serpiente en nuestro seno, surge inmediatamente el tema del tiempo y de la duración. Para exorcizar los peligros de la serpiente, la imaginación humana ha llegado al extremo de dotarla de alas. Vigor fálico animado, la serpiente alada se convierte entonces en símbolo de paz. Los alquimistas colocaban sobre su cabeza una pequeña corona de oro, queriendo significar con ello que el principio espiritual se oculta a menudo bajo aspectos sexuales. La serpiente onírica puede ser blanca, azul, roja, verde, roja y negra, o amarilla y negra, y, en cada ocasión, su significación será distinta y estará relacionada con el simbolismo de los colores. El verde se inspira en la vegetación y es el más inofensivo; el blanco o el dorado tiene que ver con la prudencia; el rojo o el castaño posee una significación sexual y es señal de inminentes y violentas pasiones; el negro puede significar contenidos psíquicos que han permanecido completamente en la sombra. Y, como la serpiente puede desprenderse de su vieja piel y presentar en cualquier momento un cuerpo renovado, posee un sen-

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tido de resurrección que explica el símbolo médico en el cual se convirtió. Y, naturalmente, la serpiente es susceptible, incluso en sueños, de no tener simbolismo alguno; puede no ser más que una serpiente y expresar el miedo del que sueña por los reptiles de verdad. TERREMOTO.—Artemidoro veía ya en los temblores de tierra oníricos el inicio de un cambio de situación. Pero hay que ir más lejos y pensar que se trata de una verdadera conmoción del ser y de la conciencia, cuyos efectos pueden ser tan destructores como los de un verdadero terremoto, y que, en todas las hipótesis, provocan el mismo sentimiento de impotencia o de extrañeza absoluta. Cuando, en sueños, la tierra tiembla, es que se quiebra el suelo físico sobre el cual estábamos acostumbrados a vivir, es que se deshace el mundo de nuestras certidumbres, de nuestras creencias y de nuestros hábitos. Y, en efecto, el terremoto aparece, en sueños, al principio de muchos análisis o tratamientos psicoterápicos: imagen que pertenece al proceso de individuación, de la cual pronto tendremos ocasión de ver qué símbolos adoptan sus fases principales.

CAPíTULO VI

AUTOANÁLISIS Y PSICOLOGÍA DEL INTÉRPRETE Es imposible terminar el estudio del gran problema de la interpretación de los sueños sin referirnos a la persona del intérprete y sin interrogarnos sobre el alcance de toda interpretación. Estas dos cuestiones están íntimamente ligadas ente sí: toda interpretación vale lo que vale el intérprete; no hay ninguna que no sea a imagen de éste. Sea cual fuere el material mitológico, literario o histórico de que pueda disponerse a propósito de una imagen o de un sueño, cada cual efectúa en este material una elección de acuerdo con sus intenciones y hace hincapié en lo que más se adapta a sus gustos y a sus deseos. Su objetividad no puede ser más que un esfuerzo hacia la objetividad, una toma de conciencia de la falta absoluta de objetividad a la cual se ve el hombre condenado. He citado ya el caso de aquel rabino que fue a consultar a los veinticuatro onirománticos que ejercían, en su época, en Jerusalén, y que obtuvo de cada uno de ellos una interpretación diferente, pero igualmente verosímil, del sueño que les había explicado. Toda interpretación no es más que un sueño sobre un sueño, y no podemos aprender a interpretar sin aceptar esta manera de soñar, en estado de vigilia, sobre nuestro sueño nocturno. El papel principalísimo de la ecuación personal del intérprete en la interpretación del sueño fue, sobre todo, destacado por Jung, que exigió el psicoanálisis del psicoanalista, porque temía que el psicoterapeuta fuese incapaz de descubrir y, sobre todo, de

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tratar, en otros, la enfermedad que le aquejase a él, sin su conocimiento. El hecho de que la comprensión de otro fuese imposible sin el conocimiento de nuestros propios condicionamientos interiores, hacía que el problema desbordara el campo médico. Esto equivalía, también, a decir que, si la psicología individual del intérprete debe ser tomada en consideración en toda interpretación onírica, la psicología del intérprete como tal, o de los intérpretes como cuerpo social, requiere ser también esclarecida. La sociología del sueño, preconizada por Roger Bastide, debería ser, ante todo, una sociología, o mejor, una psicología social, del intérprete. En efecto, es importante observar que, en la mayoría de las civilizaciones, los intérpretes de sueños —onirocritas u onirománticos—, como los psicoanalistas actuales, constituyeron generalmente un cuerpo social determinado, dotado de normas profesionales y morales (si no cívicas) perfectamente definidas. Hemos aludido ya al estatuto social de los adivinos del Imperio Medio y a sus funciones concretas en la Corte imperial. También en el Japón, los om myoshi, que interpretaban los sueños, eran personajes oficiales, citados a menudo en la literatura nipona. En Babilonia, los shailu eran sacerdotes, mientras que, en Egipto, el arte onírico era privativo de los sabios escribas que ejercían en los templos y en las Casas de vida, especie de institutos religiosos donde eran cultivadas la teología, la astrología y la oniromancia. Estos «portadores de rollos de jefe», según eran llamados (pahery-tep), pertenecían, pues, a la organización teocrática y social del antiguo Egipto, y, según parece, fue mucho más tarde cuando aparecieron los intérpretes independientes y desligados del sacerdocio. En el Islam, los onirocritas no debían poseer únicamente vastos y profundos conocimientos sobre todas las ciencias útiles para el ejercicio de su arte, sino que habían de ser, también, buenos musulmanes, y tener la religiosidad, la piedad y la moralidad definidas por el Corán. Por otra parte, el sueño no podía ser nunca confiado a una mujer o a un enemigo, lo cual demuestra el empeño que tenían en mantener su interpretación dentro de los límites de las normas religiosas, sociales y políticas del Islam. En Camboya, la interpretación de los sueños parece haber estado igualmente al servicio de las estructuras patriarcales de la sociedad indochina, puesto que sólo los hombres —los Krus— podían dedicarse a ella, sin que jamás se hable de sueños femeninos en los tratados camboyanos. En Persia, la interpretación de los sueños parece haber estado sujeta a normas sociales menos rigurosas,

pero correspondía exclusivamente a los ancianos, es decir, a los depositarios de las tradiciones más conservadoras. Y si, por las razones indicadas, la Europa cristiana no fundó un cuerpo de onirocritas o onirománticos, sus teólogos no dejaron de reservar la interpretación de los sueños a las personas que, ex officio donum Spiritus Sancti por su función, tenían asegurada la asistencia del Espíritu Santo. En cuanto a los psicoanalistas, la interpretación depende de los criterios de normalidad o de maduración psíquica, así como de consideraciones morales, fundados, en gran parte, en su educación y en las creencias de la sociedad a la que pertenecen. De suerte que, al menos en parte, la interpretación de los sueños depende de la sociedad en que se ejerce, y de la cual puede llegar a ser un sutil y eficaz instrumento de dominio. Como el mismo sueño será interpretado de manera diferente por un musulmán, un católico o un psicoanalista, podemos preguntarnos hasta qué punto la interpretación ofrecida por el representante del cuerpo social al cual pertenecemos soslaya lo que el sueño tiene de más individual, de más nuevo y de más original, y si no contribuye al fortalecimiento de creencias sociales establecidas y no favorece, únicamente, la «adaptación» social tan cara a los psicoanalistas, en detrimento del poder creador del individuo. Pero, ¿puede el que sueña interpretar su sueño sin auxilio exterior, o, dicho en otras palabras, es posible el autoanálisis? Freud llegó a decir que lo que distinguía su interpretación de los sueños de la practicada por los antiguos era, precisamente, que él apelaba a las asociaciones del que soñaba, mientras que, antiguamente, dependía únicamente de las del adivino. Pero esta observación puede aplicarse únicamente a la primera parte del análisis, a la que proporciona el material, y no a la interpretación propiamente dicha. Ésta ha sido considerada siempre, por la inmensa mayoría de los psicoanalistas, como campo reservado y prácticamente inaccesible al profano. En 1919, Abraham llegó a escribir que el autoanálisis constituye una forma de resistencia particularmente insidiosa al tratamiento psicoanalítico. Pero esta declaración demuestra la ignorancia de los psicoanalistas en lo tocante a sus propios presupuestos filosóficos o psicológicos. Pues si el punto de vista de Abraham merece ser considerado en el caso de una enfermedad real, no debemos olvidar que, en el terreno psíquico, las nociones de salud y de enfermedad son difíciles de discernir, y que el médico, según acabamos de ver, está predispuesto a elevar sus propias nociones objetivas al rango de verdades

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universales. Además, al reclamar el monopolio de la interpretación de los sueños, sigue la tendencia de los adivinos chinos, de los escribas egipcios, de los onirocritas musulmanes o de los sacerdotes cristianos, tendencia que consiste en utilizar el conocimiento del inconsciente como medio de dominación social, y en constituir en la sociedad moderna una casta provista de los atributos y de los privilegios de las antiguas clases sacerdotales. Naturalmente, estas disposiciones no son negativas desde todos los puntos de vista, ya que responden a una vocación humana y a esa especie de correspondencia que une, en pareja indisoluble, a pacientes y médicos, de manera que los últimos viven de los primeros y que éstos, para sobrevivir, necesitan de aquéllos. Pero la existencia de esta pareja sólo es fecunda cuando la enfermedad, verdadera o imaginaria, existe también. Ahora bien, el análisis de los sueños no está necesariamente ligado a la medicina, por muy grande que sea el beneficio que la terapéutica puede obtener de aquél. Es también, y por encima de todo, un medio de conocimiento y de realización de uno mismo. Por lo demás, el propio Freud, aludiendo a la manera en que se había visto llevado al estudio de los sueños, escribió: «Se me dirá que estos autoanálisis merecen poca confianza. Sin duda dejan la puerta abierta a la arbitrariedad. Pero yo creo que las condiciones de la autoobservación son más favorables que las de la observación por otros, y, de todas maneras, nada se pierde con tratar de saber hasta dónde podemos llegar en la interpretación de los sueños por medio del autoanálisis.» Psicoanalistas como Rene Allendy y Marie Bonaparte practicaron igualmente su propio análisis. Un antiguo alumno del maestro de Viena, Karen Horney, publicó una obra titulada El autoanálisis, en la cual establece las reglas y los límites del ejercicio de éste, incluso con fines terapéuticos: pero, en este caso, como en los de Rene Allendy o de Marie Bonaparte, el análisis de los sueños no se distingue de las teorías psicoanalíticas a las cuales dio lugar. En cuanto a C. G. Jung, escribe en La curación psicológica: «Aunque creo que un profano inteligente y que disponga de algunos conocimientos psicológicos, de cierta experiencia de la vida y de cierto entrenamiento, está en condiciones de diagnosticar exactamente la compensación incluida en un sueño, pienso que, por el contrario, le es imposible comprender la naturaleza del proceso de individuación, base de la compensación psicológica, sin poseer sólidos conocimientos en los campos de la mitología, del folklore, de la

psicología de los primitivos y de la historia comparada de las religiones.» En mi libro Los sueños, dije por qué esta opinión me parece llena de buen sentido. Responde a la existencia de las dos capas del sueño y de los dos tipos de interpretación que aquéllas exigen: la primera, constituida por residuos de la memoria individual, y cuyo contenido latente es revelado por la técnica de las asociaciones libres, mantenidas en los límites del sueño; la segunda, constituida por símbolos generales o universales, por imágenes arquetípicas cuya comprensión requiere una combinación del método de las asociaciones libres con el estudio comparado de las religiones, de los mitos, del folklore, etcétera. En este terreno, creo, empero, que lo esencial es la necesidad del autoanálisis, más que su posibilidad: en efecto, este método es el único que, por su naturaleza, puede liberar al individuo de la alienación social, de la cual es casi siempre exponente el intérprete exterior. Únicamente él puede garantizarle el establecimiento del diálogo libre con su inconsciente, capaz de conducirle a una unidad sin alteración. Sólo él le permitirá interpretar sus contenidos inconscientes independientemente de toda «dirección de conciencia» (o de inconsciente), incluso en su forma laica. Es condición de la libre elección que puede hacer el hombre por sí mismo. Esta exigencia tiende, en definitiva, a que la interpretación no dependa solamente de la persona que la intenta, de su temperamento, de sus experiencias y de su filosofía, sino que corresponda, como explicó Schultz-Hencke1, a una evaluación, a una fijación de los valores. Yo puedo conocer, por ejemplo, todas las asociaciones que las imágenes del ángel o del diablo, de la ascensión o del descenso, suscitan en mi memoria individual o en la memoria de la especie; mi interpretación dependerá esencialmente del valor que atribuya al ángel o al diablo, a la ascensión o al descenso. Hay que recordar de nuevo el sueño prodigioso de la mujer de Buda, para medir hasta qué punto las mismas imágenes apocalípticas, que hubiesen sido interpretadas por los adivinos de la época como presagios de catástrofe, lo fueron por el Bienaventurado como signos anunciadores de la suprema liberación: la razón de ello está en que los valores de Buda no eran los mismos que los de los adivinos, en que la catástrofe del mundo no era, para él, el fin que era para ellos, sino condición de la Liberación y de la Iluminación. Toda interpretación de los sueños presupone, pues, una fijación de los valores. Es, por sí misma, esta fijación.

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1

H. Schultz-Hencke, L'Analyse des réves, p . 140,

CUARTA PARTE

LA TRASCENDENCIA DEL SUEÑO

CAPíTULO PRIMERO

EL SUEÑO Y EL PROCESO DE INDIVIDUACIÓN

Entiendo por trascendencia del sueño todo aquello que puede, por el motivo que sea, darnos en él una visión de nosotros mismos, de la vida o del universo, superior a la que se funda en las percepciones sensoriales experimentadas habitualmente en estado de vigilia. La manera más sencilla y más nueva de abordar este problema no consiste en buscar lo que, en el sueño, puede tener un contenido telepático o profético. Puede pisarse un terreno más sólido y más vasto considerando lo que C. G. Jung y su psicología profunda llamaron proceso de individuación. Éste se caracteriza por la aparición, en sueños, de diferentes imágenes arquetípicas que jalonan las grandes etapas de la evolución humana hacia esa unidad que ha sido designada con el nombre de Sí. El Sí se distingue del Yo en que no se limita a las funciones conscientes que son patrimonio de este último, sino que expresa la totalidad del ser en sus relaciones con el prójimo y con el mundo. Tampoco se identifica, pues, con el inconsciente, porque resulta, por el contrario, de la confrontación, del diálogo y de la confluencia de los dos polos del ser. Ni siquiera puede decirse que es un producto exclusivo, puesto que, en la mayoría de los casos, es provocado por la interrogación del ser consciente, por su esfuerzo deliberado hacia la totalidad. Pero sigue siendo trascendente para él, en la medida en que es inesperado y parece revelar una dimensión y un ordenamiento que la razón y la voluntad serían incapaces de alcanzar con sus propios

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medios. Las imágenes del proceso de individuación aparecen en el curso de series oníricas que se escalonan a lo largo de muchos años y, en ocasiones, a lo largo de toda la vida. Corresponden a imágenes paralelas descubiertas en numerosas iniciaciones: el Bardo Thodol o Libro tibetano de los muertos1, cuyo objeto es describir la evolución del alma después de la muerte, ofrece también, como símbolos de esta peregrinación, la más sorprendente sucesión de imágenes arquetípicas: pero estas imágenes, parecidas a las que la psicología moderna ha podido descubrir en el curso del proceso de individuación, se presentan como una secuela invertida, como una serie de sueños desarrollada al revés. Al principio de este proceso, aparecen símbolos de transformación psíquica, tales como terremoto, inundación, fantasía sobre él incendio universal. Pero esto no son más que signos de la evolución que se anuncia y que orienta bruscamente al que sueña hacia un sentimiento de lo real hasta entonces desconocido. En la medida en que desee y provoque esta evolución, o sea que se vea empujado a ella por alguna necesidad interior, verá aparecer, en sus noches, una serie de figuras que Jung designó con el término general de sombra. Estas figuras pertenecen aún al inconsciente individual que ignoramos o que hemos rechazado de mala fe. Son del mismo sexo que el que sueña y, muy a menudo, personas de nuestro medio real a las que despreciamos, juzgamos con severidad o envidiamos en secreto. La sombra es siempre complementaria. Y, como ya dije en mi primer libro sobre Los sueños, puede ser elegante o sórdida, simpática o antipática, según el tipo de actitud consciente que tiene que compensar. Si llevo una vida consciente de burgués, lo más probable es que vea aparecer, en sueños, un aventurero o un gángster. El intelectual austero se enfrentará con un libertino; el bohemio, a un dandy; el héroe, a un maestrillo; la «dama» de Schopenhauer, a una cortesana; el ama de casa, a su criada; la mujer de mundo, a su asistenta; la marisabidilla, a su portera. Y, a la inversa, la prima donna soñará tal vez en una carmelita; don Juan, en un cura; el holgazán, en un burro de trabajo. La literatura y el cine han popularizado estas parejas de sombras y de héroes que se contradicen completándose: Eulenspiegel arrastra a Lamme Goedzak, Don Quijote se humaniza en Sancho Panza, Fausto descubre a Mefistófeles, mientras que Laurel y Hardy, o Double-Patte y Patachon, presentan las caricaturas de

una realidad que todos, con un poco de lucidez, podríamos descubrir en nuestra vida. Estas figuras literarias sugieren que el tema de la sombra es, él mismo, arquetípico, y que, más allá de los rostros que lo encarnan y que son tomados de nuestra vida diurna, deben hallarse raíces más profundas, colectivas, heredadas. Pues, si lo pensamos bien, lo propio de estas figuras de sombra es poner al descubierto una parte disociada de nuestra naturaleza y, para decirlo todo, a una parte que no ha alcanzado la auténtica humanidad. Y, de hecho, su aparición va con frecuencia acompañada de figuras no humanas, de figuras de animales. Cuando un cerdo, una gallina, un elefante, un perro o un gato, una serpiente, un león o un águila, una avispa o una mosca, un dragón o una ballena, aparecen en nuestros sueños, nos quedamos generalmente sobrecogidos. Pero si podemos realizar, por cada animal, un trabajo de asociaciones y de amplificaciones semejante al que hemos emprendido en nuestro Calidoscopio de las imágenes oníricas, sabremos que todo animal soñado es el animal que llevamos en nosotros, la parte animal, no humanizada, de nuestro ser, una raíz ancestral, un tótem, una identificación primitiva. Si sueño en un cerdo, es que existe un cerdo en mí. Si en un perro, es que llevo un perro dentro. Si en un águila, es que llevo un águila. Pero, por muy halagadoras que puedan ser ciertas comparaciones, el animal onírico no es por ello menos animal. Águila, león, pavo real, fénix: he aquí unas bellas condiciones animales, pero en las que no hay una sola condición humana. En el decimotercero y en el decimocuarto días de la confrontación de los muertos con la realidad trascendental —que corresponden al principio de la evolución invertida del hombres terrestre—, el Bardo Thodol hace aparecer deidades con cabeza de animales: león, tigre, zorro, lobo, buitre, cuervo, buho, marrana, serpiente, leopardo, oso o mono. Y como el texto no deja de repetir que no hay visión en el «otro mundo» que no sea proyección del pensamiento del muerto, comprendemos que toda imagen debe corresponder al tipo de animalidad que hemos adoptado o quisiéramos adoptar. Es esta fase animal la que conviene dejar atrás, si pretendemos recorrer nuestro camino de hombres. Ahora bien, esto sólo podremos lograrlo después de habernos enfrentado con las figuras de sombra y haberlas asimilado de alguna manera. Mientras no se realiza esta toma de conciencia, el sueño se empeña en repetir las figuras antipáticas, contradictorias o extravagantes que nos obli-

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1 Según la versión inglesa del Lama Kazi Dawa Samdup, editada por el doctor W. Y. Evans-Wentz, traducción francesa de Marguerite La Fuente, París, 1958.

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garán a tomar en consideración nuestra parte sombría, hasta ahora ignorada o rechazada. Pero cuando se ha realizado esta labor surgen nuevas imágenes. Son imágenes de liberación, como la del vado, de la natación, de los viajes por mar y, en ocasiones, de ahorcamiento (cabeza abajo) o de descuartizamiento. Su arquetipo es travesía nocturna. Se trata de un motivo universal, del cual es una variante la historia de Jonás, y que ha sido excelentemente formulado, a mi modo de ver, por el Yi-King: «Es propicio cruzar las grandes aguas.» El héroe sólo puede vencerlas o perecer. Precisamente, los símbolos del héroe o del puer ceternus, o adolescente eterno, aparecen a menudo en esta fase, al menos en el hombre, aunque son aún más frecuentes las imágenes del anima o del Viejo sabio, mientras que, en la mujer, lo son las del animas y de la Magna Mater. A decir verdad, los símbolos del héroe o del puer aiternus pueden aparecer a lo largo del proceso de individuación, pues pueden igualmente representar el Sí. Pero, ¿qué son estas imágenes de anima o de animus? C. G. Jung las relaciona con el número minoritario de genes del otro sexo, que, en cada uno de nosotros, lleva una existencia oculta y generalmente inconsciente. Así, en el hombre, el anima corresponde al indicio femenino puesto en valor por la biología, mientras que, en la mujer, el animus correspondería a su indicio masculino. Se trata de capas inconscientes más profundas que aquellas de las que son síntoma las figuras de sombra. En la primera parte de la vida, esta femineidad del hombre y esta masculinidad de la mujer suelen proyectarse hacia fuera (salvo en los homosexuales y, a veces, en los artistas), sobre seres reales, y dan pie a la multiplicidad de los juegos del amor, a las pasiones y a las ilusiones que sólo son posibles gracias a aquéllos. Es la época de la búsqueda del «alma gemela» y del camino hacia el matrimonio. Pero, en la segunda parte de la vida, cuando estos juegos se han agotado o han alcanzado su objetivo, cuando se ha obtenido cierta estabilidad afectiva y social, las tendencias femeninas del hombre y las tendencias masculinas de la mujer empiezan a manifestarse en la realidad de la existencia y, la mayoría de las veces, de manera inadecuada. El hombre suele volverse más sentimental, caprichoso, voluble, histérico, como una jovencita ridicula. Es, también, la época en que se manifiesta su debilidad en el hogar. La mujer, por el contrario, se vuelve agresiva, ávida de autoridad, y se aficiona a las afirmaciones intelectuales, a la manera de los estudiantes púberes y polemistas. Entonces procura asir

las riendas del hogar, y a menudo lo consigue. Cierto que estas incongruencias sólo son posibles porque el animus y el anima han seguido siendo partes inconscientes de la personalidad. De suerte que, cuando las imágenes que las expresan aparecen en sueños de manera persistente, urge transformarlas en conscientes y asimilarlas. Se trata entonces, para el hombre, de asumir su propia femineidad, que corresponde al arquetipo de la vida, y, para la mujer, su propia masculinidad, que corresponde al arquetipo del espíritu. Así, ambos se vigorizan y adquieren la capacidad de ver a los seres del sexo opuesto, no a través de proyecciones que hacían el amor ilusorio, sino tal como son en ellos mismos. Las proyecciones retiradas del exterior pueden utilizarse, desde entonces, para la elaboración de una especie de guía interior que los madura y los transforma en esos seres «de una sola pieza» que imaginó Platón y que no son más que la imagen de la personalidad que ha desplegado todas sus posibilidades. Las imágenes del anima giran siempre alrededor del tema de la mujer desconocida. No deben confundirse con las figuras de mujeres reales que aparecen en sueños, figuras que desvelan algunas de nuestras relaciones afectivas y sociales. Se trata, más bien, de una mujer imaginaria, que puede aparecer bajo los aspectos más diversos. En su Sueño familiar, Verlaine la evoca en los términos más delicados: Tengo a menudo el sueño extraño y penetrante de una desconocida a la que amo y que me ama, la cual no es cada vez la misma por entero, ni es del todo distinta, y me ama y me comprende. En una serie onírica que se extendía a lo largo de tres meses, Jung registró cincuenta y una veces, en uno de sus pacientes, el tema de la «mujer desconocida». Ésta toma, en ocasiones, el aspecto de la madre del durmiente (en la poesía de Verlaine, el fondo maternal de la «mujer desconocida» se manifiesta con fuerza), de su hermana o de su esposa, y, a veces, de todas ellas juntas. Se ofrece como guía ideal del hombre, o se presenta como sirena mortal. Es amante, bruja, sacerdotisa, prostituta. Puede adoptar la apariencia de una prima donna, de una actriz célebre, de una estrella famosa. En la época del cine mudo, Mary Pickford, la novia del mundo, o Greta Garbo, la divina, fueron sujetos privilegiados para encarnar el tema de la «mujer desconocida» en los sueños 23 — 2.717

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masculinos. Más tarde, Marilyn Monroe o Brigitte Bardot desempeñaron igualmente esta función. Al crear el personaje de Beatriz, Dante presentó la imagen ideal del anima en la Divina Comedia. Goethe, por su parte, continuó este tema en el primero y el segundo Fausto: Margarita, Helena, las lamias y las penitentes fueron sus sucesivas encarnaciones, que acabaron floreciendo en la Mater gloriosa y en «el eterno femenino que nos arrastra hacia lo alto». Pierre Benoit, en su Antinea, o Ridder Haggard, en She, presentaron el tema de la «mujer desconocida» en su aspecto fatal y destructor. Sus equivalentes mitológicos son las ninfas, las ondinas, las sílfides, las dríadas, los súcubos, las vampiresas, las hadas y las brujas. En cuanto al «hombre desconocido», aparece en los sueños femeninos en las mismas formas cambiantes: como padre, como hermano, como amante, o como todos ellos a la vez. Negro, indio, bailarín, campeón olímpico, boxeador, tenor o cantor, predicador famoso o premio Nobel, cosmonauta o actor célebre: tales son las máscaras que puede adoptar. Rodolfo Valentino, al que llamaron el divino Rudy y el amante del mundo, fue, también, en tiempos del cine mudo, tema privilegiado de los sueños femeninos. Tanto para el animus como para el anima, no es indiferente que una imagen aparezca con preferencia a otra. Y, como siempre, el sentido del sueño sólo puede obtenerse por medio de la especialización de los símbolos. Pero lo esencial es comprobar que existe una sucesión en su aparición, sucesión que corresponde a etapas diferentes de la vida y a nuevas tareas que la exigen. Desde las figuras de sombra y los símbolos animales, hasta la figura del «hombre» o la «mujer desconocidos», existe un trayecto, con crecimiento de la personalidad por incorporación o emergencia de contenidos psíquicos que, hasta entonces, habían permanecido inconscientes. La aparición de aquellos símbolos se produce en el momento en que estos contenidos no son aún conscientes ni están integrados, pero que luchan por serlo y estarlo. Son señalizaciones en un camino que hay que recorrer. Pero son algo más que señales estáticas. Cada una de ellas contiene la carga energética que ha de suministrar la fuerza necesaria para la etapa que indica. Las figuras de sombra y las figuras animales se hacen menos frecuentes o desaparecen del todo en el momento en que tomamos conciencia de la parte tenebrosa, animal, todavía no humanizada, de nuestro ser, y somos capaces de enfrentarnos con ella y de asimilarla. De la misma manera, las figuras de animus o de

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anima se hacen menos frecuentes o se transforman, desde el momento en que adquirimos conciencia de la parte masculina o femenina opuesta a nuestro sexo y la acogemos en nuestra vida. Cuando la personalidad se ha apropiado las zonas inconscientes simbolizadas por estas sucesiones de imágenes, el camino está despejado para nuevas apropiaciones. Nuevos símbolos se erigen entonces en el camino de los sueños, como rótulos indicadores y cargas energéticas de la nueva etapa a recorrer. Entre estos nuevos símbolos, particularmente importantes y fascinadores, se encuentran el del Viejo Sabio, en el hombre, y el de la Magna Mater, en la mujer. Cierto que uno y otro están ligados con los arquetipos del padre y de la madre, siendo de ellos uno de los más vastos exponentes; pero sería absurdo querer reducirlos a los recuerdos del padre y de la madre individuales y a los conflictos no resueltos de la infancia. El «viejo sabio» se manifiesta, por el contrario, como el propio arquetipo del hombre anciano, cuya imagen es universal, cuya sabiduría es insondable y cuyo distanciamiento es enorme. En la vida real, el arquetipo del «viejo sabio» se proyecta en un profeta, un Papa, un sabio, un filósofo o un maestro. Pero cuando estas proyecciones se retiran, cosa que suele ocurrir mediada la existencia, su imagen aparece en sueños como el signo de la sabiduría que hemos de poseer personalmente, del maestro en que cada cual tiene que convertirse. Esta aparición se produce cuando la enseñanza exterior proporcionada por los maestros sobre los cuales proyectamos nuestra propia maestría nos resulta inadecuada y nuestra madurez exige la actualización de la sabiduría latente en nosotros. En lo que a mí atañe, las imágenes del «viejo sabio» se me aparecieron, en sueños, en la época en que mi admiración por hombres como C. G. Jung y Shrí Aurobindo había alcanzado el cénit y empezaba a dejar lugar a cierta decepción. Se me apareció, en diversas ocasiones, bajo el aspecto de un viejo barbudo, aureolado de oro, de rojo y de verde. Esta visión se parece a la imagen clásica de «Dios Padre», pero cabe admitir que esta misma imagen no es más que una variante del arquetipo del «viejo sabio», una proyección de la paternidad divina que necesitamos asumir en el mundo. Esta paternidad divina es diferente de la carnal, en el sentido de que corresponde al potencial de prudencia, de sabiduría y de protección, que es posible distribuir en el mundo en forma social y colectivamente utilizable. Este símbolo lleva, pues, implícita cierta función sacerdotal, no en el sentido confesional de un sacerdocio ligado al celi-.

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bato, sino en el sentido original del rey-sacerdote, intermediario entre el Cielo y la Tierra, y también en el de ese sacerdocio universal al que están llamados todos los hombres. Por ello, el «viejo sabio» puede aparecer tanto bajo los rasgos de un yogui como bajo los de uno de aquellos patriarcas de quienes se dijo que eran sacerdotes de> toda eternidad, «según el orden de Melquisedec». Indudablemente, existen muchos individuos en cuyos sueños no aparecen nunca semejantes símbolos, aunque todo hombre esté llamado a verlos aparecer un día. Pero, de uno a otro, los llamamientos son diferentes según el nivel de evolución alcanzado, no solamente por cada uno en su vida individual, sino por esta propia vida individual en la serie de la especie. Es aquí donde, a través de una igualdad de destino, se dibujan las desigualdades en el dinamismo que conduce a él y los fundamentos de una concepción aristocrática de la existencia. La Magna Mater es el equivalente femenino del «viejo sabio». También en ella, se trata de un maternidad divina diferente de la maternidad individual. La función colectiva de la mujer en el universo, o incluso el principio femenino en el universo, encuentra en ella su arquetipo. Resulta inútil recordar sus antecedentes mitológicos, que van desde los cultos de Deméter y de la Gran Madre hasta el de la Virgen María en la Iglesia católica. Este tema está relacionado, no solamente con el simbolismo del agua y de la tierra, sino también con las grandes organizaciones sociales que ofrecen un sustituto maternal al hombre que camina hacia la madurez: la propia Iglesia es una Ecclesia Mater, y la universidad, un Alma Mater, papel representado igualmente por las organizaciones comunistas y fascistas en una fase infantil de la evolución. Pero la mujer sólo puede adquirir toda su estatura en la medida en que extraiga de estas imágenes colectivas la carga maternal que tiene que asumir como individuo en interés de todos los hombres. De la ascensión de la mujer al nivel de «madre iniciadora» dependen, no solamente su pleno desarrollo personal, sino también la liberación de la Humanidad de aquellas formas sociales alienadoras del arquetipo maternal, formas que, vividas en la inconsciencia, conducen inevitablemente al hormiguero. Cuando la carga energética del «viejo sabio» y de la Magna Mater ha sido integrada y utilizada, a su vez, en la vida real, aparecen en sueños nuevos símbolos, menos ligados a los antecedentes individuales o colectivos de la especie, a los antepasados animales o humanos, y más relacionados, al parecer, con estructuras casi

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abstractas del ser. Estas estructuras se manifiestan por medio de formas geométricas, de colores y de números, y sería apasionante investigar sus relaciones con las estructuras objetivas de la materia, de la molécula o del átomo. Cierto que, antes de que surjan estos temas abstractos, o paralelamente a su aparición, pueden incorporarse imágenes más vivas a la unidad en vías de formación. El héroe, el niño, la rosa, el huevo, la estrella, pertenecen a este ciclo por razones fáciles de comprender: en cada una de estas imágenes se encuentra una conjunción de oponentes que han dado nacimiento a un nuevo ser o a formas que evocan las estructuras de la materia viviente (rosa, estrella). En esta fase, pueden aparecer también divinidades, y es natural que la imagen del Cristo impere con frecuencia en el inconsciente de los hombres de Occidente. Claro que el Cristo es también un símbolo del Hijo del Hombre, de suerte que su aparición puede corresponder a la emergencia del modo de comportamiento del hijo. Pero hay más: la imagen del Cristo, tal como la soñó Leonardo de Vinci, es una imagen asexuada, androgínica. También ahora, la reducción infantil de esta imagen carece de interés, pues el Cristo no es más que la forma adecuada a la civilización occidental de una realidad psíquica expresada por Atis o Adonis, Dionisos o Baco, en nuestra propia antigüedad, o por Krishna en la tradición india. Pero, en Occidente, la forma cristiana del Hijo del Hombre presenta una estructura del Sí a la cual es poco probable que podamos escapar. La imagen del Cristo puede surgir en los sueños bajo aspectos diferentes: el Niño-Dios de la Navidad, el Cristo doliente de la Pasión, el Cristo triunfal de la Resurrección. Por mi parte, sólo después de nueve años de análisis vi aparecer el Cristo onírico. Me inclino, pues, a pensar que, a pesar de su carácter histórico, esta imagen debe corresponder a contenidos oníricos muy profundos. Y, de hecho, sólo surgió en ocasión de acontecimientos decisivos y como invitación a una unidad del ser, posible gracias a una situación vivida. Las reflexiones que podemos hacernos sobre el Cristo onírico, como símbolo del Sí, son prácticamente infinitas, debido a la variedad y la amplitud de las ideas que nos han legado dos mil años de cristianismo. Sin embargo, no podemos separar de estas reflexiones el tema de la Redención elaborado por la tradición teológica. Entonces, si interpretamos la imagen de Jesús en el plano del sujeto, tal como nos invita a hacerlo la psicología, es decir, como parte incompleta del Sí, obtenemos una revelación extraor-

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diñaría de nuestro ser íntimo. Pues, desde este punto de vista, el misterio de Jesús es el misterio del Hijo del Hombre que hay en nosotros, de la parte del ser destinada a cargar, en el dolor, con el peso de nuestros errores y de nuestras faltas, y que, por este sufrimiento, redime sus consecuencias. Sin embargo, este aspecto salvador del ser únicamente puede cumplir su misión si lo que llamamos pecado, es decir, el error o la falta, se ha cumplido efectivamente. En este sentido se ha podido decir que los pecados no pueden ser perdonados si no se han cometido. Sólo el cumplimiento de los deseos abre la puerta sobre esta dimensión del ser donde aparece la vanidad de aquéllos. El misterio de Jesús es, pues, un misterio que sólo tiene sentido para el hombre después de la caída, para el hombre que salió del Paraíso Terrenal, universo de la inconsciencia original, en el que la falta de errores y de faltas implica la ausencia de dolor y de gozo, de perdón y de redención. Allí donde una prudente sabiduría rechaza el riesgo y el dolor, no se produce la necesidad del Redentor. Pero esta sabiduría se convierte en mezquindad del ser y en miedo a la vida. El misterio de Jesús se encuentra por entero en la necesidad de cada cual de crucificar su parte más valiosa, de azotarla, de escarnecerla, y de recibir, gracias a esta crucifixión, la gracia salvadora. En ese corazón de hombre destinado por la Naturaleza a acarrear las consecuencias de los actos mediante los cuales renuncia a la inocencia original, desgarra la beatitud de la infancia y cumple, libremente y en la oscuridad, su condición de hombre. Por esto es un corazón constantemente sangrante y luminoso, doliente y glorioso, muerto y resucitado. No creo que exista en Occidente un símbolo del Sí más fascinante que el Cristo. En él se manifiestan las contradicciones del fuerte y el débil, del alto y el bajo, del glorioso y el que sufre: pues, según lo veía Isaías, «era despreciado y abandonado por los hombres... como un objeto ante el cual se cubre uno la cara». Es probable que el Cristo sólo pueda manifestarse como símbolo del Sí en los sueños de los occidentales o de personas influidas de algún modo por el cristianismo. Se trata de la emergencia de una capa histórica que es imposible escamotear. Pero, en otras civilizaciones, imágenes tales como la del Profeta del Islam o la del Buda pueden representar análogo papel. Este hecho nos sugiere que el Cristo onírico corresponde a una imagen de la totalidad del hombre propia, únicamente, de una era histórica localizada y momentánea.

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Parece difícil que esta imagen pueda integrar todas las contradicciones con las que tiene que enfrentarse el hombre moderno, si bien es cierto que el sueño se encarga, con frecuencia, de aportar a la imagen histórica el complemento que parece faltarle. La imagen del Cristo puede asociarse a la del Anticristo, de la misma manera que el dulce san Juan se vio impulsado a desmentir su Evangelio de amor con un Apocalipsis de odio y de fuego. En Los sueños, cité el caso de un durmiente que oyó, al mismo tiempo que una música maravillosa, las palabras: «Jesucristo, Rey del mundo.» Se trataba, sin género de duda, de una expresión del Sí. Pero así como la primera parte de esta expresión correspondía a las imágenes tradicionales del durmiente (ideales abandonados en la realidad, puesto que se había apartado del cristianismo), la segunda las desmentía rotundamente. En efecto, las asociaciones indicaban que, en su espíritu, el rey del mundo no era otro que el diablo. Su tarea consistía, pues, en adquirir conciencia de los términos opuestos que se encontraban en él, en realizar el Cristo y el diablo que eran expresión de su naturaleza más profunda. Suponemos, pues, que, más allá de las imágenes históricas capaces de simbolizar la totalidad del ser a cierto nivel de su evolución, deben aparecer otras imágenes, más universales, como símbolos últimos de sus estructuras fundamentales. Estas imágenes universales son formas geométricas, a las cuales se asocian, generalmente, colores y números. Parece, en efecto, que el proceso de individuación va igualmente acompañado de una evolución de los colores. Sin embargo, no conocemos ningún estudio sistemático sobre esta cuestión. Huxley llegó a escribir que los sueños son incoloros, y las visiones, coloreadas. Sin embargo, cualquiera que posea una mínima experiencia onírica puede observar que numerosos sueños y visiones soñadas tienen, por el contrario, vivísimos colores. Eo primero que haría falta saber es si la aparición de los colores corresponde a una capa del alma distinta de la de los sueños en blanco y negro. Ania Teilhard escribió que los sueños en colores revelan una gran vivacidad del inconsciente, y no faltan médicos que afirman que demuestran una vitalidad particularmente vigorosa. En lo que a mí respecta, he observado que mis sueños en colores incluían un número elevado de imágenes arquetípicas, mientras que los sueños en blanco y negro estaban principalmente compuestos de residuos del estado de vigilia. Me inclino, pues, a pensar que los sueños en colores expresan una capa del inconsciente más profunda que la manifestada por los sueños en blanco

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y negro. En cuanto a la manera en que tal o cual color puede señalar tal o cual fase del proceso de individuación, debemos confesar que sabemos muy poco. En las cofradías musulmanas, donde los novicios deben referir sus sueños en el curso de sus ejercicios espirituales, los maestros poseen una tabla de equivalencias de los colores vistos en sueños con las envolturas sucesivas de que debe despojarse el alma del discípulo para alcanzar, ab intra, la visión divina1. Estos colores se clasificaban atendiendo al contraste y se relacionaban con ciertos modos y ritmos musicales. Por otra parte, existen textos taoístas, jainas y budistas que atribuyen a las castas sociales y a los elementos cósmicos colores determinados. Shri Aurobindo propuso, por su parte, un simbolismo de los colores de acuerdo con las tradiciones indias del yoga: el amarillo designa la mentalidad pensante; el verde, la fuerza vital emotiva; el naranja, el poder oculto; el azul, la mentalidad superior; el violeta, la Gracia o la Divina Compasión; el púrpura, el poder vital; el blanco, la conciencia divina; el oro, la verdad divina; la luz de diamante, la conciencia y la fuerza centrales de lo Divino2. Pero es en el Bardo Thodol donde se expresa con mayor claridad, no un simple simbolismo, sino un orden cronológico de los colores en el sentido que a nosotros nos interesa, es decir, susceptible de ser asociado al proceso de individuación. Y, cosa curiosa, los colores son presentados por parejas contrastantes, lo mismo que en las tablas musulmanas. A la luz azul de la sabiduría se opone, por ejemplo, el reflejo blanco y mate de la ignorancia; a la luz radiante y blanca del saber, parecida a un espejo, el mate y gris color de humo venido del infierno; a la luz amarilla del elemento Tierra, el opaco reflejo verde-amarillento del mundo humano; a la luz roja, primera forma del elemento fuego, un opaco trasluz rojizo; a la luz verde transparente y radiante, un mate trasluz verde oscuro; etcétera. Lo más interesante es que estos colores se asocian, al principio del proceso (el fin, para el muerto tibetano, puesto que todo el Bardo está concebidqi. como un retroceso progresivo de la liberación inicial, expresada por la «clara Luz primordial», hacia fantasmas cada vez más próximos a la vida terrestre), a figuras animales y a imágenes de divinidades que corresponden a nuestras imágenes arquetípicas. Sólo en los últimos días aparecen, en cierto modo, en estado puro, antes de desvane-

cerse en la luz primordial con que se enfrenta inmediatamente el difunto al final de su agonía. Es chocante que, al empezar el proceso, ni el oro ni ningún color claro aparece en relación con los animales; se observa un predominio del negro y del castaño, que pronto desaparecerán completamente, así como de colores mezclados u oscuros: verde oscuro, rojo oscuro, azul oscuro, blanco amarillento, etcétera. Al cabo de ocho días, como mínimo, surgen simultáneamente los cuatro colores del estado primordial de los cuatro elementos, y, más tarde, y en el orden siguiente, la luz verde, la luz roja, la luz amarilla, la luz blanca y, por último, la luz azul; todas estas luces de colores acaban por desvanecerse, primero en la «clara luz secundaria» y, por fin, en la clara Luz primordial, que, para el Bardo Thodol, corresponde a la Realidad absoluta. La luz radiante que anuncia éstas aparece descrita como «un espejismo que pasa sobre un paisaje en primavera, en un continuo fluir de vibraciones». Es extraño que, en el curso de los sueños que jalonan el proceso de individuación, los colores negro, castaño y pizarra son los que también acompañan la aparición de los animales oníricos y corresponden a las fases iniciales de la evolución; en cambio, las luces doradas, centelleantes y primaverales parecen corresponder a las fases terminales del proceso, mientras que el verde, el rojo, el amarillo, el blanco y el azul parecen pertenecer a etapas intermedias, y se hacen más radiantes y más transparentes a medida que se aproximan al fin que iluminan. Naturalmente, cuando describimos semejante evolución en una forma lineal, debemos advertir que nos limitamos a aprehender la realidad bajo el aspecto temporal que nos es más familiar. Pero ya chocamos, desde este momento, con el problema de las relaciones de tiempo y de trascendencia. En ocasiones, las diversas etapas del proceso de individuación pueden estar invertidas en el tiempo, por efecto de choques físicos o mentales, de enfermedades o de drogas. Lo cual demuestra que todo lo que podemos descubrir en el tiempo se encuentra ya en nosotros de alguna manera, aunque es inaccesible en las circunstancias habituales de percepción. Lo que está delante de nosotros es también lo que está en lo más profundo de nosotros. La diferencia entre las apariciones patológicas y prematuras de los símbolos «terminales» y las del proceso normal de individuación, radica en que las primeras son siempre descubrimientos fáciles, si no gratuitos, en las cuales tiene poca o ninguna intervención la voluntad del Yo consciente, mientras que las segundas son resultados sólidos y duraderos de una exigente conquista del Sí y de

1 Louis Massignon, Sociologie et Sociographie musulmanes, en Annuaire áu Collége de franca, París, 1944, p. 85, y París, 1945, p. 94. 2 Le Guide du yoga, París, 1951.

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la conjunción de las diversas partes del ser, mediante un consentimiento deliberado en todas las experiencias concretas de la existencia. En la alquimia, estudiada por C. G. Jung, encontramos un proceso análogo, una sucesión de símbolos y de colores que merecería ser examinada en una perspectiva más ampliamente comparativa '. Cabe preguntarse a qué fin conduce el proceso de individuación. Para comprenderlo, abordemos el problema de los números y de las figuras geométricas, que expresan lo que hay de más estructurado, de más intemporal y de más universal en el sueño. En mi experiencia personal, la primera forma de este género fue un círculo de oro cortado por una cruz. En el interior del círculo, un rombo enlazaba los cuatro brazos de la cruz. El círculo, la cruz, el cuadrilátero o el número 4 se prestan a muchísimas especulaciones: sólo sacamos de éstas atisbos insuficientes, siempre engañosos para la inteligencia y que no hacen más que atestiguar, con más o menos precisión, el carácter inefable de la totalidad de estos símbolos. Éstos se sienten, pues, como una representación de lo que uno es en lo más íntimo de sí mismo. Si prestamos atención a las transformaciones que se operan en ellos, observamos que responden a las transformaciones de la vida. El círculo de oro puede doblarse, triplicarse o cuadriplicarse. Puede multiplicarse en un inmenso resplandor de luz. El rombo gris u oscuro del principio puede convertirse en castaño o rojo. Los triángulos azules pueden adornarse con estrellas. Pueden aparecer seres vivos en el centro del círculo o en sus bordes. El personaje central puede multiplicarse en la periferia, en una sucesión que va de derecha a izquierda o de izquierda a derecha. Cada una de estas transformaciones corresponde a la apertura de una parte del ser, a la aparición o a la orientación de una facultad determinada. La flor de cristal puede abrirse en flor de fuego y desplegar sus pétalos uno a uno. Jung hizo observar la relación de esta clase de imágenes con los «mándalas», de los cuales encontramos, en la India, en China, en el Tibet y en Méjico, reproducciones artísticas que servían de objeto de meditación. Señaló la existencia de dibujos análogos en la Edad Media, principalmente en los rosetones de las catedrales. Los simbolistas saben muy bien que los templos antiguos, y entre ellos el

de Jerusalén, fueron construidos sobre representaciones análogas. El círculo ha poseído siempre el sentido de algo que retiene en circuito cerrado lo que ha logrado penetrar en él. Es un símbolo de unidad poderosa. El centro del círculo, identificado con el centro del mundo, se manifiesta también como el centro del hombre. En su libro Psicología y religión, Jung observó que el centro del círculo, que aparece en los mándalas orientales o cristianos ocupado por la figura de una divinidad, Cristo o el Buda, está vacío en los sueños modernos. «En su lugar —dice— figura un mecanismo.» Pueden figurar, también, una estrella, un sol, una flor, una cruz de brazos iguales, una piedra preciosa, una copa llena de agua o de vino, una serpiente enroscada o un ser humano, pero nunca un dios'; En lo que a mí respecta, mi único mándala onírico con algo más que un punto geométrico en el centro contenía una figura humana ideal, que, en aquella época, correspondía también al valor psíquico más importante de mi vida. Esta figura central estaba rodeada de doce figuras análogas, pero más pequeñas, que caminaban por la periferia del círculo. Parece, pues, que el mándala onírico moderno experimenta una evolución paralela a la del tiempo: las proyecciones milenarias hechas por el hombre sobre imágenes divinas se han retirado de éstas, y, cuando no desaparecen en una abstracción total, son remplazadas por la imagen misma del hombre. Sin embargo, el hombre que aparece de esta suerte es muy diferente del individuo limitado a su Yo consciente, tal como podía imaginarlo la época de las Luces. Es la realidad simbolizada por el dios antiguo, el individuo en sus relaciones con la totalidad de lo real y del mundo, crucificado en la cruz que divide el círculo, rodeado de sus animales familiares, de todas las potencias psíquicas que, después de haberle enajenado, se han convertido en sus interlocutores consentidos. Se trata, pues, de un símbolo donde se suman los datos conscientes e inconscientes de nuestra vida, lo que llamamos el Sí. En esta marcha hacia el Sí, los números representan un papel análogo al de los colores. Es decir, simbolizan estados del ser, algunas de sus etapas o de sus niveles. Primero Stekel2, en un sentido muy próximo al freudismo, y después Paneth3, realizaron estudios sobre ellos. También aquí existe un campo de interpretación ligado a las asociaciones del que sueña, y a sus conflictos

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1 Véanse, a este respecto: en Psychologie und Alchemie, Zurich, 1952, un estudio sobre los temas alquímicos en una serie de 400 sueños de un joven paciente de Jung, y los tres volúmenes de Mysterium Coniunctionis, Zurich, 1955, 1956 y 1957, estudio sobre la separación y la reunión de los contrarios en la alquimia.

i París, 1958, p. 160. 2 Die Sprache des Traumes, Viena, 1911; Zahlenanalyse und Zahlensymboük. 3 La Symbolique des nombres dans l'inconsciente, París, 1953.

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sexuales y afectivos. (Vingt puede remplazar a vain o vin, y cinq, a saint, sain o sein.) Pero no es este campo el que nos interesa de momento, y sí el del número como arquetipo. Sabemos que Jung estudió con gran atención el paso de la Trinidad, que se encuentra en la estructura numeral de la Era cristiana, a la Cuaternidad, que presume será la de la Era futura. La Trinidad, número impar, no sería, en efecto, símbolo de totalidad, ya que el elemento constitutivo de ésta fue siempre rechazado por el mundo cristiano bajo el aspecto de la mujer o del diablo. La Trinidad sólo contiene personajes masculinos y luminosos, a saber, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, mientras que el personaje femenino o el personaje sombrío del universo cristiano permanecen ajenos a la representación divina: la Virgen María no alcanza condición divina, aunque la reciente proclamación del dogma de la Asunción puede constituir un paso en este camino. Tampoco el diablo ha podido ser nunca considerado, por la oficialidad cristiana, como atributo de la Divinidad. Ambos, empero, constituyen aspectos fundamentales de la vida y del hombre, y su integración es indispensable para la totalidad: esto correspondería, precisamente, al paso del arquetipo de la Trinidad al de la Cuaternidad. La fascinación ejercida por este último sobre Jung y sus discípulos corresponde, sin embargo y ante todo, a su propia estructura y a su propio nivel espiritual. Si bien la mayoría de los hombres permanece aún en una estructura trinitaria, si bien la Humanidad se asoma apenas a la estructura cuaternaria, podemos pensar que, en ciertos individuos más adelantados, puede llegar a dominar una estructura fundada en el Cinco, en el Siete o en el Nueve. Pero los estudios numerales apenas si han rebasado la fase de la especulación filosófica y empiezan a ser abordados desde un punto de vista científico. De modo que, si arquetipos tales como el Uno, el Dos, el Cuatro o el Cinco, empiezan a abrirse paso en nuestra comprensión, no tenemos más ilustración, sobre los otros, que la aportada hasta hoy por especulaciones tales como las de los pitagóricos o las de la Cabala. Indudablemente, una de las más curiosas y refinadas es la del Yi-King, que, partiendo de 8 trigramas fundamentales, diversamente combinados, presenta 64 combinaciones arquetípicas, la multiplicidad de cuyos aspectos puede dar lugar a más de 11.000 posibilidades. Cierto que la filosofía china evoca, más que la perspectiva de un desarrollo progresivo y lineal, propio de la mentalidad occidental, una especie de Eterno Retorno, gracias al cual cada cosa llega a pasar a su contrario. Sin em-

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bargo, incluso aquí existe una trascendencia, puesto que el Too, o Camino Intermedio, está destinado a expresar la unión de los contrarios. Nuestra ciencia de los sueños no ha alcanzado el grado de perfección necesario para que puedan discernirse estas multiplicidades numerales. La verdad es que nos sentimos orgullosos de nuestro sentido del análisis cuando logramos descubrir, ya sea por la cantidad de personajes, ya por alguna forma geométrica, números tan fundamentales como el Uno, el Dos, el Tres, el Cuatro, el Cinco, el Seis, el Siete, el Diez, el Once, el Trece o el Diecisiete. Es raro que tengamos algún concepto del carácter arquetípico de otros números. En el Bardo Thodol, el círculo corresponde a las cuatro divisiones del corazón; añadiéndole el centro, indica, pues, cinco direcciones, y aparece hacia la mitad del viaje de los muertos. Le preceden las figuras animales y los colores oscuros o mates de que hemos hablado. Le suceden las luces en estado puro y, en particular, la clara Luz primordial donde se disuelve la individualidad humana. El círculo estaría, pues, situado en la conjunción de los estados prehumanos y sobrehumanos que corresponde a nuestra noción del Sí. Antes del círculo, el hombre total no habría nacido; después de él, se desvanecería. Llegamos, allí, al último límite del universo de las imágenes y de la condición humana, es decir, igualmente, al último límite del sueño, del cual la imagen es expresión fundamental. Las formas geométricas y las estructuras numerales son, pues, los símbolos últimos mediante los cuales el sueño puede representar el cumplimiento de nuestra totalidad. Más allá de estas formas y de estas estructuras, no hay más que luces puras u oscuridades puras, es decir, universos en los que la condición humana se ha disuelto. Se nos preguntará cuál es el origen de las imágenes que encontramos a lo largo del proceso de individuación, de los colores, de las formas geométricas o de las estructuras numerales que lo caracterizan. Sobre esto, sólo tenemos hipótesis, y, en muchos casos, estas hipótesis no han sido siquiera formuladas. Cuanto más se aproximan los símbolos a la materia viviente, más podemos creer que son resultado de un pensamiento analógico acumulado en el curso de los siglos. Los arquetipos del «viejo sabio» o de la Magna Mater pueden, por ejemplo, y de manera muy comprensible, ser resultado de la observación más o menos consciente de las más altas funciones masculina o femenina en el transcurso de las edades. Pero la luz que los acompaña, ¿es sólo reflejo de la gloria solar, o percepción de las vibraciones de una luz interna

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aneja a nuestra propia estructura atómica? ¿De dónde viene el predominio del círculo como símbolo de totalidad, predominio ya comprobado en los animales, cuando delimitan su territorio? ¿Proviene la importancia de la Cuaternidad de la sola consideración de los cuatro puntos cardinales y de otras observaciones análogas, o de la intuición de una estructura interna determinada? ¿Puede creerse que, si los números impares son considerados, en la mayoría de las culturas, como símbolos masculinos, y los pares, como símbolos femeninos, proviene ello de que en los machos de casi todas las especies, incluido el hombre, el número de los cromosomas es impar, mientras que es par en las hembras? La frecuencia del diamante como símbolo del Sí, ¿depende únicamente del brillo de una piedra preciosa que nunca ha dejado de fascinar a los hombres, o de la concurrencia de estructuras vitales análogas a las del diamante? ¿No será porque éste, cristal de carbono caracterizado por sus cuatro valencias, es también el principal elemento químico que entra en la composición de los cuerpos? Ya C. G. Jung, juntamente con el célebre físico W. Pauli, inició una confrontación de la física con la psicología, de lo interno con lo externo, pero que, como se adivina fácilmente, no tiene nada que ver con el famoso «paralelismo psicofísico» que ha nublado la mente occidental en el curso del último siglo. Habiendo descubierto, por su parte, la influencia de las representaciones arquetípicas incluso en las ciencias naturales, Pauli propuso considerar la física y la psicología como dos modos complementarios de acercamiento a una misma y única realidad l ; el primero, de orden cuantitativo, y el segundo, de orden cualitativo. Esta sugerencia se asemeja, aunque en sentido un tanto diferente, a la psicofísica y a la psicoquimica de los sueños propugnadas por Bachelard. De momento, se trata sólo de proyectos; pero, a nuestro entender, debería nacer de ellos la ciencia futura del hombre. La cronología de los símbolos en el curso del proceso de inviduación constituye el aspecto fundamental de la trascendencia del sueño. No hace falta imaginar, para esto, que se oculta en el inconsciente algún interlocutor individualizado o alguna persona divina. Basta observar un desarrollo inteligente más allá de la razón del Yo consciente. No importa que este desarrollo se produzca por una especie de respuesta o de compensación mecánica a las provocaciones, interrogaciones o, simplemente, insuficiencias 1 W. Pauli, Der Einfluss archetypischer Vorstellungen auf die Bildung Naturwissen schaftlicher Theorien bel Kepler, Zurich, 1952, págs. 163-164.

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o errores de la vida consciente. Lo esencial es que se produce en el sentido de una revelación sucesiva de nuestras posibilidades y de la puesta a nuestra disposición de las energías indispensables para su actualización. El proceso de individuación puede entonces concebirse, a un mismo tiempo, como autorregulación psíquica y como emergencia del ser total, emergencia en parte espontánea y autónoma, pero que no puede prescindir de la colaboración del Yo consciente. Es la herencia de la Noche que marcha al encuentro del Día. Es función trascendente, en la misma medida en que- el ser total no es individuo desarraigado y egoísta, sino relación consentida con lo universal que lo condiciona por el pasado, lo solicita por el presente y lo llama por el futuro. Es el nudo apretado, a veces doloroso, mediante el cual el hombre acoge al mundo y se entrega a él, el corazón universal en que las fuerzas opuestas se juntan en una plenitud creadora.

CAPíTULO II

EL SUEÑO Y LAS CATEGORÍAS DE ESPACIO Y TIEMPO Existe una posibilidad general de los fenómenos llamados telepáticos, porque pueden ser igualmente estudiados como productos del estado de vigilia. Entiendo por fenómenos telepáticos los que, con razón o sin ella, son considerados como fenómenos de percepción en los que desaparece el obstáculo constituido generalmente por el espacio: percepción de un acontecimiento que se produce a muchos kilómetros de distancia, en seres conocidos o desconocidos, o percepción de paisajes, de lugares o de objetos jamás encontrados en estado normal. Desde el siglo pasado, las sociedades metapsíquicas reunieron un número considerable de documentos sobre hechos «telepáticos» en estado de vigilia o de sueño. Estos documentos constituían una firme presunción en favor de la autenticidad de fenómenos que, por desgracia, era imposible reproducir experimentalmente. Las primeras tentativas en este sentido estuvieron relacionadas con los experimentos sobre el hipnotismo. Las más notables fueron realizadas por Pierre Janet, profesor de la Sorbona, y por Edmund Gurney, de la universidad de Cambridge. Por su parte, Charles Richet pudo demostrar que hipnotismo y telepatía no estaban necesariamente ligados entre sí y empleó por primera vez las matemáticas del azar para valorar sus resultados. Era un gran progreso. En 1911, Freud se hizo miembro de la «Society for Psychical Research», de Londres, que pretendía reunir el mayor número posible de testimonios relativos a los hechos paranormales. En 1915, ingresó en la «American Society for Psychical 24 — 2.717

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Research», que tenía parecidos fines. En 1921, escribió un ensayo, bajo el título de Psicoanálisis y telepatía, que no salió a la luz hasta veinte años más tarde. «Ya no parece que sea posible dejar de lado el estudio de los hechos llamados ocultos», declara en él. Y refería tres casos en que los videntes percibieron, según él, gracias a la transmisión de pensamiento, lo que sus consultantes habían deseado más o menos conscientemente; desplazaron hacia el porvenir acontecimientos que se habían producido en el pasado, o situaciones de su presente que podían evolucionar en el sentido deseado. El sueño y la telepatía, publicado en 1922, expresó su punto de vista oficial y tuvo importancia histórica. Mencionaba el caso de uno de sus corresponsales, que había visto, en sueños, a su segunda esposa dando a luz un par de mellizos. Al día siguiente se enteró de que la hija de su primera esposa había dado a luz dos gemelos, siendo así que el parto estaba previsto para un mes más tarde. Sin descartar la hipótesis telepática, Freud insistió en la diferencia que había entre el contenido manifiesto del sueño y lo que había ocurrido en la realidad. Fiel a sus teorías de la censura y del disfraz, pensó que el sueño, más que equivocarse, había sustituido intencionalmente la hija por la mujer del durmiente. De modo que, a su entender, este último había reprimido el deseo de ser el padre del hijo que iba nacer. Como la percepción telepática del parto amenaza con revelar el deseo incestuoso, el sueño lo había trasladado de sitio y disfrazado, atribuyendo al durmiente el deseo de tener descendencia, no de su hija, sino de su mujer. Freud se esforzaba, de este modo, en demostrar que, incluso cuando se produce una percepción telepática en el sueño, éste la somete al «trabajo de elaboración», que creía haber descubierto en él, y a una «distorsión» desarrollada según leyes dinámicas y deterministas. Pero, al hacerlo así, no hacía más que obedecer a los presupuestos inconscientes de sus teorías, y, lejos de estudiar la telepatía en sí misma, se limitaba a tomarla como pretexto para abandonarse a sus obsesiones. En efecto, Freud no se preguntaba siquiera si la percepción ordinaria, estar sujeta a cierto coeficiente de error, y si éste no podía ser resultado de la casualidad o de otras causas más desconocidas, aparte de una intención de censura y de disfraz. Estas hipótesis eran de un sentido común tan evidente que el maestro de Viena llegó a preguntarse si existirían sueños telepáticos incompatibles con el menor disfraz. Pero, como esta perspectiva era enfadosa para sus teorías, añadió que, si existían tales

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sueños, no tendrían más que la «forma» de sueños y no su «sustancia». De suerte que un sueño telepático sin deseo y sin Traumarbeit, es decir, sin trabajo de elaboración, sería más bien una «experiencia telepática en un estado de sueño», y su estudio no tendría nada que ver con la que él consideraba ciencia de los sueños. He aquí cómo, por un sesgo inesperado, volvemos a encontrarnos con la distinción que tuvimos que hacer con frecuencia en esta obra, entre las diferentes clases de sueños, en relación con los grados del sueño y su nivel cualitativo. Después de volver, en 1925 y en su artículo La significación oculta de los sueños, sobre la importancia de los factores emocionales inconscientes en las comunicaciones telepáticas, Freud acabó por escribir, en las Nuevas conferencias sobre el psicoanálisis: «La telepatía podría ser el medio arcaico original a través del cual se comprendían los individuos, y que, en el curso del desarrollo filogenético, habría sido rechazado a último término por un método mejor de comunicación, es decir, el de los signos percibidos por los órganos sensoriales. Pero estos métodos más antiguos de comunicación podrían haber sustituido en aquel último término y manifestarse aún, en ciertas condiciones.» Dejemos por un instante los presupuestos filosóficos contenidos en estas frases de Freud. Que el lenguaje telepático deba considerarse regresivo o progresivo, es, hasta nueva orden, cuestión de opinión personal. Lo importante era que Freud acabase por admitir, al mismo tiempo que un contenido telepático en los sueños, un lenguaje telepático universal detrás del lenguaje sensorial. Cierto que, entretanto, en 1923, se habían organizado experimentos de telepatía en masa y por radio, en la emisora «Zenith», de Chicago, y, un poco más tarde, en la B.B.C. de Londres. Upton Sinclair, el gran escritor americano, había logrado establecer una especie de comunicación con su mujer a muchas millas de distancia, hasta el punto de que Einstein, impresionado por este resultado, recomendó al público científico el relato que sobre ello había sido publicado. En Harvard, se emprendieron trabajos colectivos, y, en Francia, el doctor Rene Warcollier publicó estudios que todavía pesan en la actualidad. Estos estudios, que versaron principalmente sobre la transmisión de dibujos, me parecen interesantes por la deformación que señalan entre la imagen transmitida y la imagen percibida. Se trata del mismo coeficiente de error en la percepción al que hemos aludido a propósito de las hipótesis freudianas. Es poco probable que

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este coeficiente de error venga siempre determinado por complejos sexuales y afectivos, y, menos aún, por alguna solapada intención de censura o de disfraz. Hallándome cautivo, tuve ocasión de realizar, durante un mes, experimentos diarios de telepatía con un amigo al que sólo veía una vez por semana, y la naturaleza de la transformación operada me pareció distinta a la imaginada por Freud. Recuerdo, por ejemplo, la imagen de una llave de sol en una partitura musical, que fue captada en forma de una copa y unos hilos telegráficos. Un poco más tarde, la emisión de una llave de fa fue traducida en forma de luna en cuarto creciente. En ambos casos, todo había ocurrido como si la imagen visual hubiese sido transmitida casi correctamente, pero se hubiese separado de la idea que le confería su sentido. Habían sido percibidas las formas, pero no las ideas. En efecto, las mismas formas podían dar idea de una llave de sol o de una copa, de una partitura musical o de un grupo de hilos telegráficos, de una llave de fa o de una media luna. El error sufrido provendría, entonces, del carácter arcaico de las funciones en actividad, que se prestan más a la percepción de imágenes que a la de ideas, las cuales corresponden a los logros más recientes en la evolución de la especie. Esto no impide que la incertidumbre que aún pudiera existir en cuanto a la realidad científica de los fenómenos telepáticos se disipara después de los trabajos emprendidos en 1930 por el profesor Rhine, de la Duke University, en los Estados Unidos1. Estos trabajos tuvieron la ventaja de emplear copiosamente el método estadístico y de haber sido realizados en condiciones que eliminaban tan rigurosamente el fraude, voluntario o involuntario, que desarmaron a sus más resueltos adversarios. Decenas de millares de experimentos, cuyo método fue aprobado por el Congreso de Estadística Matemática de Indianápolis, de 1937, demostraron que existen fenómenos de «telepatía» y de «clarividencia» que, en lo sucesivo, fueron designados por Rhine con el nombre de «percepción extrasensorial». Si el término «telepatía» significa transmisión de pensamiento entre personas que no pueden comunicarse normalmente, y el de «clarividencia», descubrimiento de lugares u objetos externos ocultos o ignorados, la «percepción extrasensorial» deberá abarcar ambas clases de fenómenos. Demostrada la realidad de los hechos E. S. P., es necesario obtener una explicación satisfactoria de ellos. Aunque abandone-

mos la idea de las «ondas» (pues las ondas eléctricas emitidas por el cerebro no pueden explicar, en nigún caso, experimentos realizados a 6.500 kilómetros de distancia), parece que la contribución de la ciencia onírica a los problemas generales de la parapsicología puede ser apreciable. El doctor Rhine cita un sueño tenido en Java por el hijo de un amigo suyo, sueño en el que apareció una procesión que cruzaba el pueblo natal del durmiente, en Carolina del Sur, y que impresionó tan vivamente a ésta que escribió a su casa preguntando si había ocurrido algo malo. Pues bien, el sueño se había producido en el mismo momento en que se estaba celebrando el entierro de su madre, muerta repentinamente. Este sueño invita a hacer varias observaciones: de Java a Carolina del Sur, no hay comunicación sensorial posible: hay, pues, un salto en el espacio; por otra parte, el durmiente vio algo, pero sin saber exactamente qué: lo mismo que en nuestros experimentos telepáticos en estado de vigilia, cuando era percibida una imagen, pero no la idea que le confería su sentido; por último, el acontecimiento se produjo en el marco de una estrecha relación afectiva, como es la que existe entre una madre y su hijo. Estas tres particularidades me parecen propias de la mayoría de los sueños en que se producen percepciones extrasensoriales. C. G. Jung insistió en el hecho de que muchas imágenes que parecen percepciones de esta clase no lo son en realidad, en el sentido de que pueden ser también efecto de asociaciones concordantes o de acciones psíquicas paralelas. Por esto tales acontecimientos se producen, casi siempre, entre miembros de una misma familia, amigos íntimos, etcétera, y, por ende, entre seres que poseen similitudes o semejanzas estrechas en el modo de comportamiento >. Bachelard subrayó, por su parte, que dos psiquismos que vieran juntos una ascensión imaginaria estarían, sin duda, sensibilizados para una transmisión de imágenes y de ideas. Pues si la imaginación es, verdaderamente, el poder formador de los pensamientos humanos, semejante transmisión sólo podría hacerse entre dos imaginaciones concordadas2. De todas maneras, el interés afectivo debe representar un papel considerable en la aparición de tales fenómenos, aunque se trate de algo más que acciones psíquicas paralelas, cuya complejidad, dicho sea de paso, no hay que subestimar: el propio Rhine observó que la curva de los

« Véase, a este respecto, J.-B. Rhine, La Double Puissance de l'esprit, París, 1952.

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1 Véase, a este respecto, L'Homme á la découverte de son dme, p. 226 y sigs. y L'Energétique psychique, págs. 228-229. 2 L'Air et les songes, págs. 139-140.

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éxitos experimentales en materia de E. S. P. bajaba considerablemente desde el momento en que los experimentadores, después del entusiasmo inicial, se acostumbraban a sus experimentos y los convertían en hábito. Esta observación parece confirmar el pensamiento de Platón, según el cual el entusiasmo era una facultad divina que daba espontáneamente origen a la profecía. Indudablemente, en todo sueño telepático conviene tener en cuenta el fenómeno que Flournoy denominó criptomnesia, a saber, el registro inconsciente de una escena, de un paisaje, de una información o de un conocimiento completamente olvidados por la memoria en estado de vigilia. Pero la observación más interesante es la que hizo Jung, al decir que jamás había encontrado un sueño cuyo contenido telepático residiese con certeza en los materiales asociativos espigados en el curso del análisis (es decir, en el contenido latente del sueño), sino que residía siempre en su forma manifiesta. Y añadía que, con frecuencia, el fenómeno telepático se manifestaba en cosas totalmente desprovistas de interés, como, por ejemplo, la cara de una persona conocida e indiferente, un conjunto de muebles en lugar y condiciones anodinos, en la llegada de una carta sin importancia, etcétera. Tales observaciones pueden parecer hallarse en contradicción con el interés y la importancia de los factores afectivos en la determinación de las percepciones extrasensoriales. Significan, únicamente, que también el azar debe ser tomado en consideración, y que no existe ninguna teoría general que, hasta el momento, pueda dar cuenta del conjunto de fenómenos E. S. P. Sin embargo, la noción de interés afectivo es la hipótesis explicativa que permite exploraciones más fecundas y más numerosas. Naturalmente, los psicoanalistas de tendencia freudiana han tratado de dar a los sueños telepáticos las interpretaciones sexuales por ellos preferidas. El sueño citado por Jan Ehrenwald, y que reproducimos en el anexo a este capítulo, es completísimo en este aspecto1. El lector observará el lujo de detalles con que se describe el apartamento soñado. Ahora bien, el sueño lo había tenido una mujer de treinta y ocho años, a la que Ehrenwald da el nombre de Ruth. Ésta era soltera. Hija menor de una familia con

tres hijos, había perdido a su madre al nacer. Poderosamente influida por su padre, personalidad de tipo «Victoriano» que no había vuelto a casarse, había sido criada por una tía y una vieja sirvienta. Había sufrido mucho al verse suplantada por su hermana mayor en el afecto paterno. Asqueada de sus primeras experiencias sexuales, había acabado por renunciar a ellas. Tenía treinta y tres años cuando murió su padre, y sólo tres años más tarde contrajo relaciones amorosas con un sexagenario excéntrico en el que creía encontrar las cualidades de su padre. El hombre era impotente, y ella rompió con él, tras haber sufrido pesadillas, angustia, vómitos, diarreas, etcétera. Después, se lió con un muchacho de su edad, pero que resultó igualmente impotente y con tendencias homosexuales. Después de esta nueva decepción, acudió al consultorio del doctor Ehrenwald, para ponerse en tratamiento. Efectuó una transferencia paternal sobre él y procuró gustarle, como si hubiera sido su padre. Entonces fue cuando tuvo el sueño reproducido en el anexo a este capítulo. Puede suponerse cuál no sería la sorpresa del analista cuando éste reconoció, en el apartamento descrito, el mismo al que se había trasladado ocho días atrás, piso del que la paciente no sabía la dirección ni el número telefónico, y del que ni siquiera había oído hablar. Sin embargo, aunque el apartamento soñado era muy parecido al del médico, había dos detalles que no coincidían: en el piso real, no había sillas de caoba ni chimenea de campana. Ahora bien, el análisis reveló que estos detalles correspondían a la casa donde la joven había vivido, en su infancia, con su padre. Ehrenwald interpretó estos datos complementarios como expresión compuesta del deseo de la joven de vivir con su médico en el piso de éste, como había vivido con su padre en la casa de su infancia. Los materiales exteriores de origen telepático se habrían juntado, pues, a los materiales derivados de recuerdos reunidos por la labor onírica, a fin de expresar la transferencia positiva efectuada por la paciente sobre su analista. Por otra parte, al comprobar Ehrenwald que el personaje de Anne era, en realidad, la hermana del primer hombre (Henry) con quien ella se había liado, opina que hubo una superposición entre ésta y la hermana de Ruth, su rival en el cariño de su padre. Pero, en el sueño, Anne no es más que visitante de un apartamento que se convierte en suyo. En las interpretaciones dadas por Emilio Servadio a otros sueños telepáticos *, los

• Documentos, 1, p. 384, extracto de New Dimensíons of Deep Analysis, Londres, 1954. Véase también, sobre el mismo tema, George Devereux, Psychoanalysis and the Occuít, Nueva York, 1953; Harold Steinour, Exploring the Unseen World, Nueva York, 1959; Nandor Fodor, Encyclopcedia of Psychic Science, Londres, 1933, y Jan Ehrenwald, Telepathy and Medical Psychology, Londres, 1953.

• Emilio Servadio, La Télépathie, étude psychanalityque, en «Bulletin de Parapsychologie», París, 1956, págs. 129-131.

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problemas afectivos parecen representar, como en el relatado por Jan Ehrenwald, el papel de condición determinante de las percepciones extrasensoriales. Estos autores opinan que éstas se producen cuando ciertos mecanismos de defensa, psicológicos o psicofisiológicos, destinados a proteger nuestra vida emocional, funcionan mal y restablecen, así, medios de comunicación más primitivos. Ehrenwald añade que los sueños telepáticos de que ha tenido conocimiento se refieren, casi siempre, a lugares habitables, y que igual pueden producirse entre hombre y mujer que entre nombre y hombre, pero que, en este último caso, constituyen una confesión de homosexualismo por parte del que sueña. Además, el analista puede llegar a soñar telepáticamente en sus pacientes y en los lugares o casas que les conciernen. Estas conclusiones están expuestas a las mismas críticas que el simbolismo sexual de Freud: por ciertas y ricas que sean en cierto nivel, son incapaces de explicar todos los hechos de percepción extrasensorial, así como de llegar al fondo de aquéllos sobre los cuales abren acertadas perspectivas. Éstas son perspectivas médicas cuyos elementos corresponden a las intenciones del médico que desea descubrirlas por motivos terapéuticos. Pero, además de que no explican en absoluto los hechos «casuales» de que hablaba C. G. Jung, podemos calcular, de manera también autorizada, que los estados llamados patológicos o infantiles, ya correspondan al niño o al anciano, al enfermo o al demente, o todos aquéllos que tengan bloqueada de algún modo su afectividad, son, por la desorganización que implican de los sentidos, condición favorable a la aparición de fenómenos que rebasan las categorías de espacio y tiempo. Pero esta desorganización de los sentidos, producida espontáneamente por el bloqueo afectivo y por los diferentes estados patológicos de que acabamos de hablar, puede ser provocada por medios deliberados, como las drogas, la oración, la concentración mental y, en resumen, por toda disciplina encaminada a romper de alguna manera el sistema limitado de percepción sensorial correspondiente a las causas o intenciones sexuales, afectivas, religiosas o metafísicas que podamos descubrir. Incluso hay que comprender que, para muchos fenómenos de este orden, no existe explicación causal posible. Por ejemplo, el caso de una paciente de C. G. Jung, la cual, al final de su análisis, soñó en un escarabajo de oro que, como todo el mundo sabe, es en Egipto símbolo de renacimiento. Mientras el maestro de Zurich, sentado junto a la ventana cerrada de su consultorio, escuchaba el relato de este sueño, oyó de pronto

un ligero roce de alas sobre los cristales. Al volverse, percibió un insecto, abrió la ventana y lo cogió al vuelo. Era un Scarabeide cetonia aurata, la especie de la Suiza alemana que más se parece al escarabajo de oro egipcio, y que, por cierto, no suele tener mucha afición a penetrar en las habitaciones oscuras. Es fácil imaginar la impresión que recibió la paciente al verlo, y cómo se aceleró su curación de la que el escarabajo de oro era el más bello símbolo. ¿Percibiría el sueño, de alguna manera, el escarabajo real? ¿Existiría una relación causal entre éste y el escarabajo onírico? Naturalmente, C. G. Jung lo niega y sólo ve una coincidencia en el suceso. Pero se trata de una coincidencia «sensata», lo que corresponde, en el fondo, a los fenómenos de «sincronicidad», según la teoría elaborada por él, en la cual los fenómenos «sincrónicos» son aquéllos cuya existencia es innegable, pero sin que podamos darles ningún principio de explicación fundado en la causalidad. Los llamados sueños «recíprocos» —tan abundantes en la literatura china como lo fueron, en la antigüedad, los sueños colectivos o paralelos— parecen beneficiarse también de esta hipótesis. Pero, para ver más claro —en la medida de lo posible—, hablemos de los sueños que, con razón o sin ella, parecen independizarse más de la categoría «tiempo» que de la categoría «espacio». Los tres sueños de Maeterlinckl que citamos en el anexo, son, debido a su propia modestia, más significativos para nuestro objeto que las «grandes» revelaciones oníricas. Se observará en ellos una gran confusión, un coeficiente de errores semejantes al descubierto en los sueños relatados por Ehrenwald. Si el tercer sueño parece contener una implicación afectiva, que merecía ser aclarada, los otros dos se refieren a temas «insignificantes» y sin gran importancia para el durmiente. Pero el mismo coeficiente de errores volvemos a encontrarlo en los sueños que fueron objeto de los célebres experimentos de John W. Dunnes2. Ya en el impresionante sueño que provocó sus investigaciones, considerado de momento, por él, como percepción telepática del desastre de la Martinica, había anotado 4.000 víctimas, en vez de las 40.000 que constituyeron la cifra real. Pero, más tarde, en el curso de experimentos sistemáticos emprendidos con unos estudiantes de Oxford, creyó descubrir que los fragmentos oníricos que atribuía al porvenir estaban sujetos a las mismas deformaciones que los rela1 1

Documentos, 2, p. 386. Documentos, 3, p. 383.

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tivos al pasado. Por consiguiente, sacó la conclusión de que todos los sueños estaban compuestos de imágenes de incidentes pasados y de incidentes futuros en proporciones sensiblemente iguales. Cierto por Dunnes no se preguntó jamás si el hecho de fijar la atención en circunstancias vividas que podían confirmar la visión de objetos, de personas o de acontecimientos percibidos anteriormente en sueños, no entrañaría una voluntad inconsciente de discriminación en el océano de las posibilidades, voluntad que debería necesariamente desembocar en la ilusión del reconocimiento'. En fin, no parece haber imaginado nunca que muchos sueños proféticos podrían no haber sido más que sueños motores realizados, como lo eran dos de los sueños aludidos en nuestra Introducción. Pero, ya fuesen fenómeno motor inconsciente, ya percepción real del futuro, Dunnes no se preguntó siquiera por qué se producían tales percepciones. En cuanto al desastre de la Martinica, acabó por convencerse de que no había percibido el desastre en sí, sino la versión dada de él por el Daily Telegraph. Y, como los ejemplares de este periódico llegaron a su poder varios días después de su sueño, pudo trasladar el problema de la percepción extrasensorial del campo del espacio al del tiempo. Pero ni siquiera entonces se preguntó por qué la noticia de aquel desastre le había impresionado más que las demás, por qué había tenido precisamente un sueño sobre aquella noticia y no sobre otra cualquiera. Pues, hay que subrayarlo, no sólo erró el sueño en el cálculo del número de víctimas (4.000 en vez de 40.000) —¡error que Dunnes no advirtió, hasta quince años más tarde!—, sino que nada, salvo la alusión a las «incrédulas autoridades francesas», permitía afirmar que la isla onírica fuese la Martinica. Ahora bien, si es absurdo aplicar, en caso semejante, la hipótesis freudiana de una relación sexual o afectiva entre Dunnes y los habitantes de la Martinica, conviene observar que todo el sueño hubiese podido ser interpretado sobre el plano del sujeto, y que la mayoría de las

imágenes poseían un carácter simbólico que hubiese podido aplicarse a la situación inconsciente del durmiente. Naturalmente, hubiera sido preciso conocer el contexto real de la vida de Dunnes en aquella época, pero todo nos inclina a pensar que la isla que amenazaba con estallar era una imagen de su propia soledad, de sus dificultades de comunicarse con los demás y del riesgo de «explosión» psíquica implícito en una situación semejante. Para que Dunnes hubiese podido realizar, sin discusión posible, una profecía auténtica, habría sido necesario que pudiese anunciar, con su sueño, el desastre de la Martinica; y lo único que hizo fue reconocer, varios días más tarde, gracias a su sueño, un acontecimiento exterior cuyos verdaderos datos geográficos ignoraba, pero que correspondía a las imágenes simbólicas de su propia catástrofe interior. De la misma manera, es probable que Swedenborg no hubiese podido tener la revelación del incendio de Estocolmo, si no hubiese estallado una especie de incendio en sus propias profundidades, acontecimiento que tuvo en la catástrofe sueca la señal de reconocimiento. Sobre la base de sus primeros experimentos, Dunnes se apresuró a elaborar una teoría del «tiempo serial», que interesó a Sir Arthur Eddington y que permitiría hallar una salida al problema del libre arbitrio, el cual parecía ser puesto en tela de juicio por toda precognición. Rhine había observado ya que la libertad de querer y la previsibilidad perfecta son incompatibles. «Si los acontecimientos —escribió— pueden ser dirigidos a la luz del preconocimiento, y puede así impedirse que se produzcan, entonces es que el conocimiento anticipado perfecto no es seguro. Y, a la inversa, si el preconocimiento es susceptible, en el mejor de los casos, de una exactitud limitada, es que existe algún espacio para el libre arbitrio.» Y citaba el caso de un anciano caballero que, siendo niño, había tenido un sueño que, en su opinión, le había salvado la vida. El joven tenía proyectada una excursión a Burlington en tren, y, la víspera de la partida, soñó que el tren descarrilaba y que la estufa —en aquella época, la calefacción de los vagones se obtenía con estufas de carbón— caía encima de él y le hería de gravedad. Este sueño le había espantado tanto que había desistido del viaje y mandado aviso a sus parientes. Pues bien, el tren que había de tomar descarriló, efectivamente, y la estufa cayó sobre un hombre y lo mató. He aquí un magnífico ejemplo de sueño que fue, a un mismo tiempo, profecía y advertencia para librarse de ella. También Schopenhauer se había com-

' Acababa de terminar este capítulo cuando, la noche siguiente, tuve varios fragmentos oníricos que me apresuré a anotar, por la mañana, en mi Libro de sueños. Entre estos fragmentos, había uno en que aparecían unos jóvenes tocados con sombreros de paja, mientras que la «idea» del cinco se imponía al sueño. Había empezado su análisis, asi como el de otros fragmentos, cuando, al comprar Le Fígaro del día (9 de abril de 1964), vi en él, con estupor, una fotografía de la presentación del grupo de los Cinco de la moda masculina, presentación que acababa de tener lugar en el salón «Octave-Callot» de la Escuela de Bellas Artes, y en la que participaron jóvenes que llevaban sombrero de paja. Se trata de un magnífico ejemplo de la manera en que funciona el inconsciente, pues estos fragmentos oníricos pueden ser considerados como compensación al trabajo de vigilia, si no como respuesta a las opiniones emitidas.

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portado de un modo parecido a consecuencia de un sueño que tuvo en la noche del 31 de diciembre de 1830. En efecto, le habían anunciado, en sueños, que había de morir en el curso del año siguiente. «Este sueño —escribe en sus Cogiata— contribuyó mucho a mi salida de Berlín, cuando estalló el cólera en 1831. Apenas hube llegado a Frankfurt del Meno cuando tuve una aparición de espíritus muy clara. Eran, según creo, mis antepasados: me anunciaron que sobreviviría a mi madre, que a la sazón aún vivía. Mi padre, que había muerto, llevaba una luz en la mano»1. En el fondo, tanto el viejo amigo del doctor Rhine, como el filósofo del Mundo como voluntad de representación, consideraron la premonición como una combinación de posibilidades. Y así parecen concebirla también los autores del Yi-King. Según observé en mi presentación de la traducción que de él hizo Charles de Harley, el oráculo chino no planteaba jamás un destino ineluctable. Decía, más bien, lo que iba a pasar si se adoptaba tal actitud o se seguía tal camino. Revelaba el desarrollo probable de una situación que uno era todavía libre de modificar en cierta medida. La misma multiplicidad de las posibilidades que se revelaban en el hexagrama adivinatorio era una invitación a la reflexión y a la elección. No hacía más que añadir, a los datos de los problemas, revelados por un estudio racional y consciente, nuevos datos que procedían, sin duda, de las propias profundidades inconscientes del consultante. Mostraba el germen de un futuro que, todavía invisible y reducido al estado de infinitamente pequeño, podía ser aún aceptado o rechazado, pero que amenazaba en convertirse en compulsivo desde el momento en que el consultante lo dejase crecer dentro de él y producir todos sus efectos en el mundo visible. Si el YiKing hacía previsiones, era sólo en la medida en que las tendencias inconscientes del hombre determinan los acontecimientos exteriores, los provocan o, al menos, concurren con ellos. Su teoría de la adivinación nos induce de nuevo a la idea de una identidad de estructura entre el mundo visible y el mundo invisible, entre el macrocosmo y el microcosmo, entre el alma y el acontecimiento. Es verosímil que el sueño telepático o premonitorio ofrezca, a su vez, la representación dramatizada de una situación presente o futura de la cual el que sueña puede aún librarse. Sería en esta perspectiva donde adquirirían todo su sentido la correspondencia afectiva o sexual descubierta en estos sueños por el psicoanálisis, > Citado por Lombroso, El hombre de genio, p. 127.

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cuando se trata de verdaderos individuos, y la correspondencia arquetípica «sincronística», sugerida por Jung cuando se trata de acontecimientos colectivos aparentemente extraños a la vida real del que sueña. No podemos olvidar que nuestra organización sensorial escoge y limita, más que una ínfima parte de lo que vería todo nuestro cuerpo si estuviese dotado de aptitud visual en toda su superficie; nuestros oídos, como todo el mundo sabe, sólo perciben una ínfima partícula del universo sonoro. Esto es aplicable a cada uno de nuestro sentidos. Éstos sólo transmiten las percepciones útiles para nuestra existencia. Sobre esta utilidad descansan, ante todo, nuestras categorías de tiempo, de espacio y de causalidad. Toda percepción que rebasa esta utilidad contiene una amenaza para nuestra individualidad, un peligro de estallido y de disolución en una especie de embargo general de todo por todo. Por esto este tipo de percepción está siempre ligado a estados infantiles o patológicos, es decir, a estados en que la individualidad no está aún formada o se encuentra ya descompuesta o desorganizada. Pero esta comprobación no implica la menor depreciación de los fenómenos percibidos, ya que estos estados pueden ser igualmente provocados por el ascetismo o por disciplinas rigurosas. Quizás acabaremos por tener una explicación de estos fenómenos gracias a una investigación paralela por parte de los físicos y de los psicólogos, de lo cual fueron Jung y Pauli los primeros en darnos ejemplo. Pues nuestro cuerpo y la materia ponderable que lo constituye no son más que signo algebraico o símbolo de una realidad energética prácticamente infinita. Si es verdad que los corpúsculos constitutivos de toda materia no pueden ya ser descritos según las reglas de la física tradicional, si constituyen, como pretenden los físicos, verdaderas «nubes de probabilidades» que, a pesar de hallarse localizadas en un punto preciso del espacio, se encuentran, en cierto modo, en el universo entero, entonces podemos llegar a concebir que nuestro cuerpo, localizado por su apariencia externa en un lugar determinado del espacio, se encuentra en realidad, por lo infinitamente pequeño que lo constituye, en éste y en otros lugares. Sin duda es en este infinitamente pequeño donde hay que buscar la explicación de los fenómenos psíquicos, de la actividad mental y extrasensorial. De suerte que lo que llamamos nuestra alma, o psiquis, que, sin pertenecer a la materia ponderable, se sitúa en el universo de la energía, podría constituir una nube de probabilidades, en el seno del cual



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tendrían eco, y en cierto modo se producirían, los acontecimientos del universo entero. Los sueños de platillos volantes y de catástrofes planetarias podrían dar lugar, vistos desde esta perspectiva, a interpretaciones en planos muy diferentes. En su libro Un mito moderno, C. G. Jung consideró tales apariciones oníricas como una proyección del alma disociada de nuestro tiempo en busca de una salvación que ha de venir del «más allá», una imagen inconsciente del Sí accesible a los prejuicios seudocientíficos y mecánicos de la época. Pero está lejos de descartarse la hipótesis de una realidad física de los platillos volantes, y coloca el hecho de la proyección psicológica en la perspectiva de una modificación fundamental de las estructuras del inconsciente. Esta modificación sólo se produce en períodos muy alejados entre sí, a la salida de lo que los antiguos llamaban un mes platónico. Una modificación de esta base se produjo cuando el paso del paganismo antiguo al cristianismo y a las otras religiones semejantes. Hoy debemos esperar una modificación análoga. Y, como las transformaciones señaladas y simbolizadas por los platillos volantes no se producen solamente de manera germinal en las profundidades del inconsciente, sino que se actualizan en la realidad del mundo político, social y físico, no sería nada sorprendente que diesen lugar a catástrofes planetarias análogas a las evocadas en los referidos sueños. Éstos contienen una escatología que, como toda escatología, comprende fantasías de fin del mundo, así como de cielos nuevos y tierra nueva. Los cien años venideros permitirán discernir si las anticipaciones oníricas de estos sueños tenían un sentido literal o simbólico. Pero lo que hemos dicho sobre la relatividad de las categorías de tiempo y espacio puede indicar, también, que lo que amenaza con aparecer al término de una serie temporal se encuentra ya, de manera invisible, en dimensiones desconocidas de nuestro eterno presente. Tal vez los platillos volantes están entre nosotros y no los percibimos. Quizás el Apocalipsis de la Era cristiana se está preparando ya, sin que nosotros lo sepamos. Todo lo que se desarolla en una línea horizontal posee también su dimensión vertical. Pero, sean cuales fueran las correspondencias que un día se revelen entre estas visiones oníricas y los acontecimientos reales del futuro (y todo cuanto hemos dicho de los sueños impide poner en duda la realidad de estas corespondencias), sabemos también que han de contener un coeficiente tal de errores, y producirse en tal «nube de probabilidades», que la liber-

tad del hombre encontrará siempre un lugar. No somos moscas que marchan ineluctablemente a descubrir una tela tejida de antemano. Más bien nos parecemos a un zumbador enjambre de insectos que recorren, sin cesar y en todos los sentidos, el espacio de esta tela, segregando de su propia sustancia los hilos que la forman y deshacen. No estamos sobre la tela, porque somos la tela. Rilke tenía sin duda razón al creer que las estrellas se encienden o se apagan en el corazón del hombre.

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2 / SUEÑO DE JOHN W. DUNNES SOBRE EL DESASTRE DE LA MARTINICA.

EL SUEÑO Y LAS CATEGORÍAS DE ESPACIO Y TIEMPQ {Documentos) 1 I UN SUEÑO TELEPÁTICO ENTRE MÉDICO Y PACIENTE.

Fui a casa de mi costurera con Anna, la hermana de Henry. La costurera me mostró el lugar y me dijo que el piso se alquilaba. Había en él un largo y bello cuarto de estar, bien amueblado, espacioso y de alto techo. Daba a una terraza deliciosa, donde brillaba el sol. Ésta era grande y se extendía a lo largo de toda la fachada de la casa... o sea, unos diecisiete metros. Las paredes eran de ladrillo y el suelo estaba hecho de vigas separadas por pequeñas ranuras. Había pocos muebles en la estancia, menos de los que uno habría puesto si lo hubiese amueblado. Quedaba mucho espacio entre las cosas... No había alfombra, sino sólo unas mantas orientales; una grande en el medio, con dibujos parecidos a los que tiene usted en su despacho. A ambos extremos, había otras mantas más pequeñas. Pero sólo cubrían una parte del suelo, de suerte que otra parte quedaba al descubierto. Había también algunas sillas de caoba y una chimenea de campana. Una puerta y dos ventanas cristaleras se abrían sobre la terraza. Un pequeño pasillo conducía al dormitorio y al cuarto de baño. Pensó que era un piso en el que me habría gustado vivir, salvo que no tenía dormitorio para la criada, ni cuarto de baño suplementario. Guardé silencio, asombrada de que la humilde costurera tuviese medios para ocupar un piso tan encantador... (Citado por Jan Ehrenwald, New Dimensions of Deep Analysis, Londres, 1954, p. 39.)

Estábamos en la primavera de 1902. Yo estaba incorporado al 6.° Regimiento de Infantería Montana y acampaba cerca de las ruinas de Lindley, en el que era entonces «Estado libre de Orange». Acabábamos de hacer Teekking, y el correo y los periódicos llegaban de tarde en tarde. Estando allí, tuve, una noche, un sueño bastante malo y de una intensidad extraordinaria. Me hallaba sobre una altura, en las proximidades de la cresta de una colina o de una montaña. El sol tenía una blancura singular. Aquí y allá, pequeñas grietas de las que veía salir chorros de vapor. Reconocí el lugar: era una isla en la que había soñado otras veces, una isla que corría un peligro inminente a causa de un volcán. Al ver aquellos chorros de vapor que salían del suelo, exclamé, lleno de espanto: «¡Pero si es mi isla! ¡Dios mío, va a estallan» Pues recordaba la historia del monte Krakatoa, cuando el mar penetró por una grieta submarina hasta el corazón del volcán y, al convertirse en vapor, hizo volar en pedazos toda la montaña. Me acometió el frenético deseo de salvar a los cuatro mil habitantes de la isla (¡sabía su número!) que no sospechaban nada. Sólo había un medio de lograrlo: evacuarlos por mar. Lo que siguió fue una horrible pesadilla, durante la cual me vi en una isla vecina, esforzándome en hacer que las incrédulas autoridades francesas requisaran todas las embarcaciones llegadas para recoger a los habitantes de la isla amenazada. Enviado de un funcionario a otro, me movía tanto que me desperté... cuando me agarraba aún al coche del alcalde, que se dirigía a comer en la ciudad y me pedía que volviese al día siguiente, a la hora en que se abría su oficina. En este sueño, la cifra de los habitantes amenazados constituyó, para mí, una obsesión constante. La repetía a todo el mundo, y, en el momento de despertar, le estaba gritando al alcalde esta súplica suprema: «Si no me escucha usted, ¡perecerán cuatro mil seres!» No sabría decir cuándo recibimos la siguiente remesa de periódicos. En todo caso, estaba entre ellos el Daily Telegraph y, al abrirlo, leí esto: ¿Gran desastre en la Martinica. Saint-Pierre es arrasado por una erupción volcánica. Un alud de fuego causa más de 40.000 victimas. Un paquebote inglés, presa de las llamas. 25 — 2.717

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Saint-Pierre, capital comercial de la isla francesa de la Martinica (Indias Occidentales), ciudad famosa por su prosperidad, acaba de desaparecer en uno de los mayores desastres de la historia del mundo; el jueves por la mañana, a las ocho, el monte Pelé, volcán dormido desde hacía un siglo...» Pero es inútil recordar aquí todos los detalles de este cataclismo. En otra columna, leí el siguiente titular, en caracteres menos desmesurados:. Estalla una montaña. Seguía la narración del comandante de la goleta Ocean Traveller, que, obligado a salir de Saint-Vincent por la lluvia de arena expulsada por el volcán, había tenido que luchar contra corrientes que le habían impedido llegar a la isla de Sainte-Lucie. El artículo contenía esta frase: «El monte Pelé estalló, mientras bogábamos a cosa de una milla de la costa.» A continuación, el narrador evocaba el espectáculo de esta montaña que se abría, por así decirlo, desde la base hasta la cumbre. La evacuación por mar de los supervivientes hacia las islas próximas duró, naturalmente, cierto tiempo. Aquí se impone una observación. El número de víctimas se elevaba, según los comunicados, no a 4.000, como había mantenido yo constantemente en mi sueño, sino a 40.000. Había «perdido» un cero. Sin embargo, yo había leído 4.000 al recorrer apresuradamente mi periódico, y siempre cité el número 4.000 al referir después mi historia. Sólo quince años más tarde, al copiar el artículo aludido, me di cuenta de que se trataba de 40.000. (Le Temps et le réve, págs. 44-46.) 3 / TRES SUEÑOS DE MAURICIO MAETERLINCK.

1.° Soñé que una botella que contenía agua oxigenada se hallaba sobre una mesita de tres pies, en un rincón del cuarto de aseo. Uno de sus pies descansaba sobre una alfombra de color cre-

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ma; las otras dos, sobre las baldosas provenzales. Un movimiento en falso de mi rodilla hizo tambalear la mesa; la botella se volcó, cayó sobre las baldosas y se rompió. El agua oxigenada se extendió sobre la alfombra, que empezó a echar humo como si se hubiera encendido. Inmóvil, asustado, contemplé la destrucción de mi alfombra, sin hacer nada por impedirlo. Al despertar, anoté el sueño en tres palabras, sin darle la menor importancia; además, comprobé que no había ninguna botella de agua oxigenada sobre la mesita y que uno de los pies de ésta descansaba, no sobre una alfombra crema, sino sobre un felpudo de color rojo vivo. Tres días más tarde, cuando había olvidado completamente mi sueño, compré medio litro de ácido sulfúrico que necesitaba para mis acumuladores y lo deposité sobre la mesita, la cual golpeé al pasar, unas horas más tarde. La botella de medio litro se volcó, cayó y se rompió. La alfombra estaba un poco húmeda y empezó a humear copiosamente, y en aquel instante recordé de pronto el sueño que había tenido tres días antes. Se observarán dos errores de detalle: la alfombra crema, que era la del dormitorio contiguo y que, por transposición, sustituye al felpudo rojo; y el medio litro de ácido sulfúrico, que sustituye al agua oxigenada. Este último error es bastante curioso, puesto que el agua oxigenada no habría producido humo ni vapor al extenderse sobre la alfombra. Y es que, al domir, la realidad química pesó más que la ilusión del sueño. 2.° Otra noche, sueño que se derrumba una parte del muro de mi jardín de Niza y que sus cascotes obstruyen la pista de bolos que se extiende debajo de aquél. Cinco días más tarde, un torbellino local, como los que a veces se producen en la región, derriba otra parte del muro, perpendicular a la que se había derrumbado en mi sueño, y los cascotes obstruyen el camino que lleva a la verja. Reconozco, desde luego, que probablemente se trata de una simple coincidencia y que el hecho no demuestra gran cosa. 3.° Por último, otra noche, sueño que, hallándome en Bélgica y creyendo llegar a Gante por un atajo, me encuentro en una ciudad que no reconozco. Un joven que está de pie junto a la puerta de una iglesia me dice, amablemente, que estoy en Brujas. Quiero entrar en la iglesia, pero, no sé por qué razón, él me prohibe severamente la entrada. Hablamos, y me dice que es hijo de un amigo mío de la infancia. Como hacía veinte años que apenas si veía a este amigo, no conocía a su hijo. Después, sale de la igle-

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sia una especie de autobús, y el joven sube en él. El autobús emprende una marcha de canguro, toma alocadamente un curva en ángulo recto, y vuelca. La mayoría de los viajeros sufren heridas, y percibo entre ellos al hijo de mi amigo. Después, todo se evapora en circunstancias incoherentes y confusas. Cosa de un mes más tarde, tropiezo con el amigo en cuestión. Después de cruzar unas frases, me informa de que su hijo, al que conocí de pequeño, sufrió, tres semanas antes, un accidente de automóvil; su coche, conducido por él mismo, volcó en una curva. Además de una herida en la cabeza y de fuertes contusiones, sufrió fractura del cubito y el radio del brazo derecho. Todavía no está completamente restablecido, pero sanará sin otras consecuencias. De momento, no establezco ninguna relación entre el accidente y el sueño totalmente olvidado. Sólo al volver a mi casa, me asalta la sombra de un recuerdo. Abro mi carnet de notas y, después de escribir a mi amigo, me entero de que el suceso ocurrió dos días después de mi sueño. (La Culture des songes, en La Vie de VEspace, París, 1928, págs. 166-170.) 4 / SUEñOS RECíPROCOS: SENTIMIENTO DE REALIDAD EN LA CHINA ANTIGUA.

Un hombre de Cheng tenía la costumbre de buscar combustible entre la maleza. Encuentra un ciervo que huía. Atrapa al animal, lo golpea y lo mata. Para que no le descubran, lo oculta en una zanja y cubre ésta con ramas, muy contento de su suerte. Ocurrió, empero, que olvidó el lugar donde había escondido su presa. Y diole por pensar que había sido un sueño. Siguió su camino, refirió su historia, y un transeúnte se enteró de ella y, siguiendo sus indicaciones, empezó a la busca, y, por último, encontró el ciervo. Al volver a su casa, el hombre explicó el caso a su mujer: «Un hombre que iba en busca de combustible soñó que capturaba un ciervo, pero olvidó el lugar (donde lo había dejado); yo lo he encontrado. ¿Sería, pues, realidad su sueño?» La mujer replicó: «¿No serás tú quien, en sueños, has visto al que buscaba leña, y has encontrado por ello el ciervo? En cuanto á saber cómo se te ocurrió de golpe (la idea) del buscador de

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leña, ¿quién podría decirlo? En la realidad, has encontrado un ciervo; luego, tu sueño ha resultado verídico.» El hombre dice: «He encontrado un ciervo. ¿Qué importa saber si fue el otro quien soñó, o si fui yo?» Por su parte, el que buscaba leña volvió a su casa muy disgustado por la pérdida de su ciervo. Aquella misma noche, vio en sueños el lugar donde lo había escondido, y también el hombre que lo había encontrado. Al día siguiente, confiando en las indicaciones de su sueño, se fue a ver a aquel individuo y le reclamó su derecho; de modo que surgió una discusión entre los dos hombres, y la querella fue llevada delante del juez. Éste dijo al primero: «¿Encontraste realmente un ciervo, y después, equivocadamente, creíste que no había sido más que un sueño? ¿O soñaste realmente que habías encontrado un ciervo, y estás ahora equivocado, cuando sostienes que lo descubriste de verdad? ¿Hurtó realmente, el otro, el ciervo que ahora le disputas? Por su parte, la mujer (del que buscaba leña) llega a afirmar que su marido vio en sueños al hombre y al ciervo, y que nadie había descubierto al animal. Ahora bien, el ciervo existe de verdad. Propongo que sea partido en dos y que se consulte este problema al príncipe de Cheng.» El príncipe de Cheng dijo: «Mucho temo que el juez no sueñe, a su vez, que ha repartido el ciervo entre esas dos personas.» Y consultó el caso a su ministro. Éste le respondió: «¿Fue un sueño? ¿No fue un sueño? Yo no sabría decirlo. Para distinguir lo que es sueño de lo que es realidad, se necesitaría tener la competencia de Huang-ti o de K'ong-tseu. Pero éstos ya no están aquí. Que se haga según lo dicho por el juez.» (Lie-seu, III, 7 (s. v a. de J. C). Traducción francesa de Benedykt Grynpas, en Puissance du réve, de Roger Caillois, París, 1962, págs. 38-39.) 5 / SUEñOS RECíPROCOS EN LOS ESTADOS UNIDOS.

La noche del martes 26 de enero de 1892 —escribe la doctora Gleason, de Elmira (N. Y.)— soñé, entre las dos y las tres, que me encontraba en un lugar despoblado, en medio de bosques muy sombríos. Me asaltó un gran temor al pensar que podía aparecer un hombre al que conocía mucho, el cual sacudiría un árbol que estaba a mi lado y cuyas hojas se inflamarían.



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El sueño había sido tan sobrecogedor que, cuando, cuatro días después, encontré a aquel hombre, le dije: «El martes último tuve un sueño muy extraño.» Él me respondió inmediatamente: «No me lo cuente. Deje que yo lo reñera, pues sé que soñé lo mismo.» Seguidamente, sin ninguna indicación por mi parte, me explicó el sueño que había tenido en el mismo momento que yo, y que resultó idéntico al mío. La doctora Gleason, al despertar, había establecido la hora exacta de su sueño: «Noche de sueño J. R. J.» Éstas eran las iniciales de su amigo Johan R. Joslyn, abogado, cuyo relato, escrito aproximadamente en el mismo momento, era como sigue: Martes 26 de enero: soñé que caminaba de noche por un paraje perdido donde voy algunas veces a cazar. Pronto vi, a unos diez metros del camino, a una amiga mía, visiblemente paralizada por el miedo a algo que yo no veía, como inmovilizada por la impresión de un peligro inminente. Me acerqué a ella, sacudí el arbusto, y se inflamaron las hojas que caían de él. Al encontrarme con esta amiga, unos días más tarde, me dijo que el martes me había visto en sueños. Yo le dije: «Deje que le cuente primero el mío.» Y, sin que ella me dijera nada, le conté un sueño idéntico al suyo. Me había despertado poco después y observado el peso de un tren nocturno cuyo horario conocía. Así, pues, tengo la seguridad de que nuestros dos sueños se produjeron a la misma hora de la misma noche, en Elmira, a las tres de la madrugada.

sol, que tenía la misma elevación que el primero, pero estaba situado un poco más hacia el Norte. Mientras observábamos el cielo con creciente atención —había muchas personas presentes, dispersas en un gran espacio y contemplando el cielo como yo—, el segundo sol se transformó, contrastando con el disco primeramente aparecido, en una bola clara y limpia. En el momento en que se ponía el sol y empezaba la noche, la bola se acercó a la tierra a gran velocidad. Al empezar la noche, cambió el ambiente del sueño. Así como las palabras «palidez y vacío» dan exactamente una impresión de disminución de vida, de fuerza o de potencia del sol, el suelo presentaba ahora un carácter de poderío y de majestad que, más que temor, inspiraba profundo respeto. No puedo decir que viese estrellas, pero el cielo nocturno daba la impresión de un tenue velo de nubes que de vez en cuando dejaba traslucir una estrella. Ciertamente, este aspecto nocturno tenía un carácter de majestad, de fuerza y de belleza. Al ver que la bola se acercaba a la tierra a gran velocidad, pensé, en el primer momento, que era Júpiter que se había salido de su trayectoria; pero cuando se acercó más comprendí que, a pesar de su gran tamaño, era demasiado pequeña para un planeta como Júpiter. Gracias a su proximidad, podían distinguirse algunos dibujos en su superficie, líneas de meridianos o algo parecido. Dentro de su género, estos dibujos eran más decorativos y simbólicos que geográficos y geométricos. Debo insistir en la belleza de aquella bola de color gris pálido, o blanco opaco, que destacaba sobre el fondo del cielo nocturno. Cuando nos dimos cuenta de que su espantoso choque con la tierra era inevitable, sentimos, naturalmente, miedo. Pero era un miedo en el que predominaba el respeto. Se trataba de un acontecimiento cósmico que provocaba un asombro admirativo y respetuoso. Mientras permanecíamos absortos en la contemplación de este espectáculo, una segunda, una tercera y, después, otras varias bolas hicieron su aparición, acercándose a gran velocidad. Cada una de las bolas se estrelló contra la tierra, con gran estruendo, como una bomba, pero, por lo visto, a una distancia tan considerable que me era imposible precisar la naturaleza de la explosión o de la detonación, o de lo que fuese. En todo caso, al caer una de ellas tuve la impresión de ver un relámpago. Estas bolas caían a intervalos a todo nuestro alrededor, pero siempre a una distancia tal que no podían percibirse sus efectos devastadores. Aparentemente, corríamos cierto peligro,

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(W. A. Salter, Ghosts and Apparitions, Londres, 1938, pág. 20.) 6 / UN SUEÑO DE PLATILLOS VOLANTES.

Era al finalizar la tarde o comenzar la noche. El sol se acercaba al horizonte. Aparecía cubierto con un velo de nubes lo bastante tenue como para dejarlo ver como un disco claro y de limpios contornos. Era de color blanco. De pronto, este blanco se transformó en una palidez homogénea que se extendió, de modo espantoso, a todo el horizonte occidental. La palidez —quisiera subrayar esta palabra— de la luz del día se convirtió en su vacío que producía espanto. Entonces apareció en el Oeste un segundo

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como el inherente a las granadas o a otras cosas del mismo estilo. Después, tuve que entrar en mi casa. Allí me encontré de conversación con una joven sentada en un sillón de mimbre; tenía abierto, ante ella, un carnet de notas, y estaba absorta en su trabajo. Íbamos todos en la misma dirección —creo que era hacia el Sudoeste—, tal vez en busca de una región más segura; y le pregunté a la joven si no sería lo más conveniente que se uniera a nosotros. El peligro parecía inminente, y no podíamos dejar allí a la joven sola. Pero ella respondió firmemente que no; se quedaría allí para continuar su trabajo. Hay que decir que, en realidad, el peligro era el mismo en todas partes, y que ningún lugar era más seguro que otro cualquiera. Comprendí inmediatamente que la razón y la inteligencia práctica estaban del lado de la joven. Hacia el final del sueño, encontré otra joven, o tal vez era la misma que había visto antes, competente y segura de sí misma, sentada en su sillón y absorta en su trabajo. Sin embargo, la segunda era más alta y más hermosa que la primera, y pude verle el rostro. Además, me habló directamente y con toda claridad. Me llamó por mi nombre y apellido, y me dijo, en tono rotundo: «Vivirá hasta las once y ocho.» Dijo estas ocho palabras (son ocho, añadiéndoles el nombre y el apellido) con una precisión y una claridad, es decir, en un tono tan autoritario que parecía una censura por no haber creído yo que «viviría hasta las once y ocho.» (Sueño de un amigo de Jung, extranjero, amante de la astrología e interesado en los problemas de sincronicidad. Fecha: 27 de mayo de 1957.)

CAPíTULO III

EL SUEÑO Y LOS GRADOS DE REALIDAD

Los sueños de muerte son muy numerosos, pero no todos se refieren a la muerte. Freud se ocupó, sobre todo, de los de personas que nos son queridas. Distinguía los sueños en que no experimentamos ningún dolor y aquéllos que nos hacen sentir, mientras dormimos, un profundo pesar. Según él, los primeros disfrazan con frecuencia el deseo de volver a ver a la persona cuya muerte acabamos de soñar, mientras que los segundos deben interpretarse como deseo de librarnos de ella. Advierte, no sin razón, que el niño no distingue entre la separación y la muerte, y que el deseo infantil de librarse de uno de sus padres se manifiesta en el adulto en forma de sueño de muerte. Y, como se refiere sin cesar a su teoría sexual, cree que siempre se sueña en la muerte del progenitor del mismo sexo, en cuyo caso la muerte tiene el sentido de eliminación de un rival: al soñar en su muerte, es como si el hijo castrara a su padre. Estos sueños serían la plena expresión del complejo de Edipo. Sin embargo, Freud reconoce que los sueños que se refieren a personas realmente muertas poseen una ambivalencia que hace difícil su interpretación: ora es el muerto considerado como vivo, ora como realmente muerto, ora como nuevamente vivo. Por esto piensa que, si no se dice en el sueño que el muerto está muerto, es que uno se identifica con él y sueña en su propia muerte, mientras que, si uno piensa bruscamente y con sorpresa: «Está muerto desde hace mucho tiempo», se defiende contra esta identificación K > La Science des réves, págs. 187 a 204 y p. 31S.

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Muchos sueños de muerte no entran en este sistema explicativo. Sobre todo, es poco probable que la percepción telepática de la muerte de una persona amada esté determinada por el deseo infantil de verla desaparecer. En todo caso, no tenemos ninguna prueba de ello. Y como la mayoría de los sueños de muerte no guardan relación con una muerte real, actual o futura, debemos preguntarnos cómo aparece esta muerte real en el sueño, y, en primer lugar, nuestra propia muerte. Los contados psicólogos que se han interesado en esta cuestión se muestran unánimes en subrayar que, aparentemente, no existen símbolos específicos de la muerte. Cierto que Aaeppli alude a imágenes grandiosas, tales como una luz extraordinaria, a grandes siluetas plantadas delante de una puerta, a una multitud de ojos que contemplan al moribundo, a un río o un mar que hay que cruzar, a paisajes magníficos y a montañas resplandecientes, imágenes con frecuencia acompañadas de música o de voces. Si leemos el relato de la paciente de Jung que se había desmayado y a quien sus parientes creían muerta, encontraremos imágenes de este género: el paisaje esplendoroso, el prado inundado de luz, la puerta que había que franquear. Poco tiempo antes de su muerte, Gottfried Keller explicó a un amigo que «dos caballeros, con armaduras de oro magníficamente forjadas, permanecían toda la noche inmóviles delante del aparador, entre las dos ventanas, y no dejaban de mirarle». Pero hay que confesar que todas estas imágenes pueden aparecer en sueños que nada tienen que ver con la muerte, de modo que nos quedamos perplejos en lo tocante a su significación. Lo más seguro es atenerse a la observación de Jung, que siguió la actividad inconsciente de varias personas hasta que se hallaron cerca de la muerte, no descubriendo en ella más que símbolos análogos a los que, en la vida normal, indican las grandes transformaciones de los estados psicológicos. De ahí una preponderancia de los símbolos de liberación, de paso, de renacimiento: cambios de residencia, viajes, etcétera. En lo que a mí concierne, la única observación que, en este aspecto, me chocó profundamente, fue un sueño que tuve estando cautivo. Se trataba de un sueño de partida cuyo término era el parapeto de un puente por debajo del cual discurría un agua negra, mientras que surgía la «idea» de una vaga luz de aurora. En el contenido manifiesto del sueño no había, pues, ninguna imagen de muerte; pero el contexto evocado al despertar se centraba, casi exclusivamente, en ideas de muerte y de suicidio. Pues bien, unas horas más tarde supe que, en el mismo

instante en que yo había tenido este sueño, un recluso al que yo no conocía se había suicidado ahorcándose en su celda. No cito este sueño como ejemplo de telepatía, ni para ilustrar el paralelismo arquetípico a que aludí anteriormente, sino para hacer notar el simbolismo bajo el cual se me apareció la muerte: la partida, el puente, el agua negra, la posibilidad de un amanecer. Es curioso observar que el Bardo Thodol describe el símbolo esencial de la muerte en estos términos: «Ahora llega el momento en que la tierra se hunde en el agua.» Y ya hemos visto que el propio Heráclito imaginaba la muerte como una absorción del alma por la humedad, por el agua. Freud había observado ya esta especie de indiferencia con que el sueño trata de la muerte, pero lo atribuía al infantilismo de los contenidos inconscientes, ya que el niño no puede distinguir entre la separación causada por la muerte y la separación ordinaria. Jung cree, por el contrario, que, si el alma tiene tendencia a considerar la muerte como un acontecimiento más bien anodino, es que no confiere a la vida individual la importancia que le atribuye el Yo consciente. Aquí podemos citar el caso de una mujer de sesenta y dos años, que, padeciendo una enfermedad incurable, no quería saber nada de lo que le decían los sueños y se empeñaba en comportarse frente a sus hijos como siempre lo había hecho. De manera que la disociación entre su realidad despierta y su inconsciente la llevaba a un verdadero estado de delirio y de sonambulismo. Tanto sufrió con esto, que acabó por someterse al análisis y por tomar en consideración los sueños que hasta entonces había menospreciado. Entonces se calmó rápidamente, y murió en paz. Parece, pues, que el sueño se interesa más por la manera de morir que por la muerte misma. Nos enseñaría a morir. La indiferencia del inconsciente con respecto a la muerte se explica desde el momento en que consideramos su naturaleza. Pues si es verdad que aquél no es sólo residuo nocturno de la vida despierta, sino depósito de contenidos heredados, ancestrales y colectivos; si es cierto que pueden producirse en él fenómenos de inversión temporal tan desconcertantes como los que citamos a propósito de los experimentos de Hildebrant; si las percepciones sensoriales pueden poner en tela de juicio nuestras categorías de espacio, de tiempo y de causalidad; en una palabra, si el inconsciente está marcado por una relatividad que, según nos enseña la física, es una dimensión del universo, entonces podemos comprender que, para él, la muerte no es más que una peripecia en el flujo

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de las metamorfosis cuyos fenómenos no ha dejado un momento de registrar. Para él, la noción de «fin» no debe tener más sentido que la de «principio», pues sólo conoce un fluir incesante, en el cual no existe principio absoluto ni fin absoluto, sino una sucesión ininterrumpida de muertes y de nacimientos. El individuo no sería más que una peripecia y una proyección fugaz de su realidad trascendente. En este sentido, el pensamiento occidental debería perder la costumbre de plantear el problema de la muerte independientemente del del nacimiento, pues sólo se trata de las dos caras de un mismo y único problema. Preguntar: «¿Qué hay después de la muerte?» es absurdo, si no preguntamos al mismo tiempo: «¿Qué hay antes del nacimiento?» Y para que estas preguntas tuviesen todo su sentido, tendríamos que añadirles otra: «¿Cuáles son nuestros verdaderos límites en el espacio?» El inconsciente plantea con toda su fuerza el problema de los límites de la individualidad y de su grado de realidad. Los indios, por ejemplo, creyeron siempre que el sueño les daba la posibilidad de conocer sus existencias anteriores; de la misma manera, Pierre Janet terminó sus célebres cursos sobre la personalidad sugiriendo que, si existía la inmortalidad del hombre, ésta podría únicamente revelarse como un fenómeno de la memoria universal, como la toma de conciencia de esta memoria sumergida, de la cual los sueños sólo nos traen fragmentos dispersos. George Du Maurier nos lo mostró en Peter Ibbetson: la reconstitución de la cadena mnemónica que nos ata a nuestros más remotos antepasados, así como a los que todavía tienen que aparecer en este universo espacio-temporal, responde al deseo más profundo que se hayan formulado los hombres a propósito del sueño. Pero huelga decir que, hoy en día, sólo pueden emitirse frágiles hipótesis a este respecto. En todo caso, el sueño pone en tela de juicio la noción de realidad que empleamos en nuestra vida cotidiana. Sin embargo, esta problemática de lo real era conocida por la mentalidad del Extremo Oriente desde la más remota Antigüedad, y encontramos rastro de ella en las especulaciones budistas y en la filosofía y la literatura chinas. No se trata solamente de la vaga conciencia de que también la vida podría ser un sueño, como sugirió Calderón por vez primera en Occidente. Se trata, más profundamente, de llegar, gracias al sentimiento de relatividad de lo real provocado por el sueño, a la conciencia de la necesidad o de la posibilidad de sucesivos despertamientos, cuyo término sería, a un mismo tiempo, el despertar definitivo y la realidad absoluta. Es indudable que la

concepción budista del mundo estuvo poderosamente influida por el sueño y su observación. Si el sentimiento de realidad es tan grande en el sueño como en el estado de vigilia, y si el regreso a éste lo destruye, no existe ninguna razón para que no podamos considerar también la vida como un sueño, del que podríamos igualmente despertar. Podemos ya soñar que soñamos, y despertar del sueño en el interior del sueño: luego, se impone una metafísica de los grados de lo real, paso al cual parece difícil escapar. Cada grado de lo real correspondería, entonces, a las utilidades momentáneas del ser en cierto nivel de experiencia y de evolución, aunque sólo podría ser percibido a través de procesos mentales que son, a un tiempo, producto de lo real y creadores de éste. En este sentido, el sueño sugiere, no sólo grados de realidad y una doctrina de sucesivos despertamientos, sino también una reversibilidad total del concepto de realidad. Es la famosa pregunta que formuló Chuang-seu: «¿Soy una mariposa que sueña que es Chuang-seu, o soy Chuang-seu que se imagina que fue mariposa?»l. Es el caso de Jung al descubrir que era soñado por el yogui en el cual soñaba él, y que es como el símbolo del Sí cuya individualidad no es más que proyección. Pues de este modo volvemos, siguiendo otra dirección, a la anterioridad del inconsciente en nuestro universo temporal, anterioridad cuya conciencia es emergencia y proyección. En Occidente, la problemática del sueño es reciente. No podía nacer mientras el estudio de los sueños siguiera siendo tabú y, más aún, mientras la experiencia del inconsciente siguiera prisionera de creencias dogmáticas y morales, canalizada por la oficialidad eclesiástica y estereotipada por ella. Los románticos fueron los primeros en abordarlo: el extracto de Andreas Hartknopf, de Karl-Philippe Moritz, que insertamos en el anexo, constituye un buen ejemplo de ello2. Pero, en conjunto, estaban demasiado cerca de su formación cristiana para plantearlo en toda su amplitud. André Bretón 3 dio un paso adelante, en sus Manifiestos del surrealismo, al emitir la idea de una resolución futura del sueño y de la realidad en una especie de realidad absoluta o surrealidad. Ya un texto japonés, el Kokinshú4, había respondido a la pregunta de si el mundo es sueño o realidad: «Realidad y sueño todo junto: pues es, y no es.» Así, el sueño se refiere no tanto a una concepción

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i2 Véase Documentos, 1, p. 400. Véase Documentos, 2, p. 400. 8 Véase Documentos, 3, p. 401. * Citado por Rene Sieffert, Les Songes et leur interprétation au Japón, p. 323.

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objetivada de la vida después de la muerte, vida que se desarrollaría en la dirección de una misma duración temporal, como a la relatividad del tiempo y a la existencia, en el propio seno de nuestro universo cotidiano, de otros universos cuyas dimensiones nos son desconocidas. Pero como estos otros universos escapan a nuestras categorías de tiempo, de espacio y de causalidad, pueden describirse, tanto como estados anteriores o posteriores a nuestra vida consciente individualizada, como a la manera de una sucesión de últimos planos de esta propia vida consciente. Es fácil perder pie en este relativismo de lo real a que nos invita el sueño. Además, no hay manera de interesarse en él más que en el instante en que ha sido vivido convenientemente el nivel de realidad correspondiente a las necesidades de nuestra vida en el universo espaciotemporal. C. G. Jung insistió en la necesidad de que, antes de abordar otras experiencias, la individualidad esté perfectamente constituida. El proceso de individuación parece ser el antídoto facilitado por el propio inconsciente contra los riesgos de disolución contenidos en toda consideración prematura o exclusiva de la relatividad de lo real. Según hemos visto, los símbolos geométricos del Sí evocan el témenos antiguo, el cerco protector que rechaza los elementos extraños que no pueden ser asimilados. Corresponden a nuestra tarea en el universo espacio-temporal en el que tenemos que vivir. Lo que los rebasa sólo corresponde a la intuición de estados momentáneamente inaccesibles y que esta tarea sirve sólo para preparar. No quisiera terminar este capítulo sin presentar un ejemplo de la prudencia con que Jung trata de algunos de los fenómenos más frecuentes que podrían poner en peligro el equilibrio y la unidad del individuo. Al considerar el fenómeno de la voz que se hace oír en sueños, invita a no considerarla como expresión de nuestros propios pensamientos. Pues sólo quiere llamar suya a la idea que ha pensado él mismo, de la misma manera que no quiere decir que una cantidad de dinero le pertenece si no la ha ganado o adquirido de manera consciente y legítima. Ahora bien, no conocemos el origen de la voz onírica. No podemos reproducirla a voluntad. Como tampoco podemos anticipar el contenido de su mensaje. Nos proporciona ciertos contenidos mentales, como un amigo nos confiaría sus ideas. Jung considera, pues, que sería presuntuoso identificarla con nuestro inconsciente o nuestro espíritu. El hecho de escuchar la voz en nuestro propio sueño no demuestra que ésta nos pertenezca: no explicamos como procedentes de nosotros mis-

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mos los ruidos de la calle que igualmente podemos percibir en aquél1. Esta actitud es inversa a la del Bardo Thodol, en el cual el sacerdote invita al difunto a reconocer en todos los mundos divinidades, colores, voces o fantasmas que se le manifiestan, simples proyecciones de sus propios pensamientos. Pero el Bardo Thodol propone un itinerario de desprendimiento de la vida terrestre, mientras que Jung, como psicólogo y como médico, se propone dar al hombre viviente toda su estatura, sin que la hinchazón o la disolución lo destruyan como individuo. Pero es así como volvemos a la relatividad de lo real: los dos caminos sólo son contradictorios en apariencia; corresponden, cada uno, a un grado diferente de lo real. En el universo espacio-temporal, la realidad del Sí se plantea más en términos de confrontación y de diálogo que en términos de identificación: tenemos interés en distinguirnos de los contenidos inconscientes aportados por el sueño y cuyo origen no podemos discernir; esta distinción es indispensable para el fortalecimiento de nuestra personalidad literaria. Pero ésta no deja, por ello, de ser nudo y nube de posibilidades: es una coincidentia oppositorum. El problema más difícil planteado por los sueños es, a mi modo de ver, el de la identidad: todavía no sabemos cómo surge de la «inconsciencia» original el principio de identidad, en qué medida el yo por el cual se define cada uno de nosotros resulta proyección espacio-temporal de un yo trascendente, que tendría en la multiplicidad de los Yo oníricos sus manifestaciones en otras dimensiones de lo real, i Psychologie eí Religión, p. 82-83.

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el primero; pero este despertar aparente era, sin embargo, un sueño en relación con el verdadero despertar. Y este despertamiento verdadero, ¿quién me asegura que no se me aparezca un día como un sueño, en relación con una visión todavía más clara del encadenamiento de las cosas? Hay muchas cosas, aquí abajo, que permanecen oscuras y confusas para nosotros: es imposible que sea éste el verdadero estado de vigilia. (Andreas Hartknopf, citado por A. Béguin, L'Ame romantique et le revé, París, 1946.) EL SUEÑO Y LOS GRADOS DE REALIDAD (Documentos)

3 / ANDRÉ BRETÓN: «CREO EN LA RESOLUCIÓN FUTURA DEL SUENO Y DE LA REALIDAD».

1 / LA PROBLEMÁTICA DE CHUANG-SEU (SIGLO I I I ANTES DE NUESTRA ERA).

Antaño, una noche, fui mariposa que revoloteaba, contenta con su suerte. Después, me desperté, y era Chuang-seu. ¿Quién soy en realidad? ¿Una mariposa que sueña que es Chuang-seu, o Chuangseu que se imagina que fue mariposa? (Chuang-seu, k. 1, p. 18.) 2 /

KARL-PHILIPPE: LOS GRADOS DE LA REALIDAD

(1785).

Mira: mientras no hayamos despertado completamente del sueño de esta vida, desearemos siempre renovar el hermoso sueño que interrumpe la muerte; pero en cuanto nos hayamos quitado de los ojos la arena del sueño, nuestra mirada contemplará los espacios libres, y entonces empezaremos por tratar de orientarnos en el mundo de la Verdad, de la misma manera que, al despertar, fijamos los ojos en una ventana o en una puerta, y observamos todos los objetos que nos rodean para persuadirnos de que hemos dejado de soñar... ¿Por qué, amigo mío, no han de existir estos grados sucesivos? Con frecuencia he soñado que despertaba de un sueño, y, en sueños, he reflexionado sobre el sueño anterior: pero, al despertar, no podía reflexionar en mis dos sueños. El segundo era, por su mayor claridad, una especie de despertamiento en relación con

Espero que no se diga del surrealismo que no intentó nada mejor que tender un hilo conductor entre los mundos excesivamente disociados de la vigilia y del sueño, de la realidad externa y de la interna, de la razón y de la locura, de la paz del conocimiento y del amor, de la vida por la vida y de la revolución... Tan lejos va la creencia en la vida, en lo que la vida tiene de más precario —la vida real, se entiende—, que al fin se pierde esta creencia. El hombre, este soñador definitivo, cada día más descontento de su suerte, se desvía penosamente de los objetos que se ha visto conducido a utilizar y que le han sido entregados por su ingenuidad, o por su esfuerzo... Yo creo en la resolución futura de estos dos estados, en apariencia tan contradictorios, que son el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, de surrealidad, si podemos decirlo así. Yo voy a su conquista, seguro de no lograrla, pero demasiado despreocupado de mi propia muerte para no calcular un poco los gozos de semejante posesión... El surrealismo estaría justificado por el completo estado de distracción al que esperamos llegar aquí abajo... Vivir y dejar de vivir son soluciones imaginarias. La existencia está en otra parte. (Manifiesto del surrealismo.)

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CONCLUSIÓN Desde que Freud rehabilitó el estudio de los sueños, se abrieron al hombre contemporáneo caminos de una riqueza insospechada. Gracias a la inmensa literatura onírica que empezamos a descubrir entre los antiguos, entre los árabes, en la India, en China y en Japón, podrá elaborarse la ciencia del porvenir sobre una base universal. Actualmente, empieza a salir del consultorio médico, donde la hizo renacer el psicoanálisis, para convertirse en lo que debe ser: el estudio de la cara nocturna del hombre, una cara que es mucho más normal que patológica. El sueño, como había observado Freud, es el «camino real» que conduce al inconsciente. Pero cuanto más avanzamos en el conocimiento de éste, menos comprendemos su naturaleza. Si el psicoanálisis, debido a necesidades terapéuticas apremiantes, empezó distinguiendo en él los contenidos sexuales cuya represión origina tantísimas neurosis, las investigaciones ulteriores revelaron una variedad tal de contenidos que, como mínimo, hay que considerar al inconsciente como el doble de la vida consciente. Más aún, las imágenes arquetípicas son mucho más que un doble compensatorio: son una matriz de las cosas, la raíz, el fondo germinal de las creaciones humanas, las estructuras del ser partiendo de las cuales se elaboran, se construyen y se delimitan la vida individual y la vida consciente. El sueño podría, pues, definirse como el medio por el cual trata el inconsciente de hacerse oír por el consciente, a fin de enderezar sus yerros y de empujarle hacia su cumplimiento. Posee, pues, una función reguladora y motriz indispensable para la vida. Además, las visiones telescópicas de tiempo y de espacio

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que se producen en él, así como las percepciones sensoriales que afloran en él, dan testimonio de su función trascendente y de la posibilidad que brinda al hombre de aprehender mejor la relatividad de lo real y su propio lugar en el proceso universal. Las cosas han llegado a un punto que parece que el estudio de los sueños habría de desembocar en un callejón sin salida, si permaneciese exclusivamente en manos de los psicólogos o, más aún, de los médicos. Requiere, de hoy en adelante, la colaboración de los filósofos de la imaginación, de los sociólogos, de los fisiólogos, de los físicos y de los químicos. Nos hallamos en el umbral del estudio de la imagen por sí misma, de la imagen específica y concebida como un ser vivo. El simbolismo unilateral de las categorías de imagen, tal como lo imaginó Freud, resulta actualmente anticuado e insuficiente. Debemos saber por qué aparece precisamente una imagen y no otra, cómo se constituyó en la historia, cuáles son su física, su química y sus correspondientes orgánicos. La obra del futuro debería ser una vasta enciclopedia de las imágenes oníricas, de la que Bachelard habría sentado los cimientos y de la cual sería un breve esbozo nuestro Pequeño calidoscopio de las imágenes oníricas. También habría que proseguir las investigaciones fisiológicas emprendidas hace quince años. Pues si es importantísimo saber con certeza que existe, no un sueño único, sino muchos sueños de calidades diferentes, y que la rememoración de los sueños está ligada, al menos, a uno de ellos; si sabemos también que el origen de los sueños no puede explicarse por el letargo de la actividad de la corteza cerebral y se encuentra en relación con los centros más arcaicos del cerebro, ignoramos, en cambio, si su origen está en estos centros o si actúan de manera transcerebral, partiendo más bien del sistema nervioso simpático, que no duerme jamás. De todas maneras, la investigación debería recaer, no sólo sobre la relación de ciertos tipos de sueños con el hecho tosco de la rememoración onírica, sino también sobre la relación de estos estados con diversas clases de sueños. Podemos decir, también, que sólo llegaremos a una justa comprensión de la naturaleza arquetípica de las imágenes el día en que se emprenda una investigación sistemática del sueño de los niños y, más aún, del comportamiento onírico de los ciegos y sordomudos ciegos de nacimiento. Desde el punto de vista histórico, espero haber convencido al lector del papel representado por los sueños en la determinación de la vida humana, de la inteligencia y de la fuerza de los procesos que en ellos se manifiestan. Si he llamado a éstos «maquinaciones

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de la noche», es porque se desarrollan con frecuencia a espaldas de la conciencia despierta y, por esta razón, pueden contribuir a la ruina del individuo y de las ciudades. Sin duda esta ruina puede ser considerada, desde cierto punto de vista metafísico, como una forma de cumplimiento. Pero el hombre tiene que conservar la esperanza de utilizar en provecho propio los fenómenos que se desarrollan en su interior, o, al menos, de llegar a comprenderlos y saber cómo podrá manifestarse su sentido. Entonces, el análisis de los sueños constituirá un medio inapreciable de conocimiento de uno mismo, una fuente de regeneración moral y física, de inspiración y de acción. El aspecto analítico y reductor del estudio de los sueños no me parece ya valioso y adecuado, salvo en los períodos de la vida en que uno se encuentra en un callejón sin salida o en que importa deshacer comportamientos aberrantes o inadaptados. Por el contrario, el examen de sus posibilidades motrices y amplificadoras conviene al hombre normal, que podrá descubrir, por sus sueños, las imágenes de su más alto y vasto destino, y encontrar en ellos la energía necesaria para realizarlas. En este sentido, estoy de acuerdo con el biólogo Treviranus, que veía en el sueño de todas las criaturas vivientes, e incluso en las semillas vegetales, la presciencia de su desarrollo futuro. Treviranus1 pensaba que el grano de trigo, que lleva en su interior el germen de la raíz, del tallo, de la hoja y de la espiga, podía soñar realmente en todo ello. Y yo lo creo también, no sólo porque la inteligencia se manifiesta cada vez más como una propiedad universal de la materia, sino también porque uno de los atributos fundamentales de los contenidos oníricos del hombre es su carácter germinal, su fuerza motriz. Si observamos el sueño desde este ángulo, percibimos los sorprendentes caminos que se abren a la investigación. En el curso de esta obra, y al tratar de la adivinación, he suscitado la idea del quantum de tiempo, que habría de ser valorado para la transformación del sueño en acción real. Pues todo proceso psíquico corresponde a una duración temporal, y, en principio, esta duración debería poder medirse. Este aspecto de las cosas no había escapado a los antiguos. Los chinos aluden a él en el Cheu-li. Siguiendo a Homero, dijo Virgilio, en la Eneida, que los sueños verdaderos, que salían por la puerta de cuerno, visitaban a los mortales después de medianoche, mientras que los sueños falsos, que 1

Véase Albert Béguin, L'Atne romantique et le réve, p. 81.

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salían por la puerta de marfil, lo hacían antes de medianoche. Según los bizantinos y los árabes, el sueño era más vigoroso en la época en que la savia corría por los árboles y, particularmente, en la primavera, cuando las ramas se cubrían de hojas y la tierra de hierba verde. De manera semejante, el sueño tenido a la hora del crepúsculo o durante el primer tercio de la noche no podía tener significación alguna, porque estaba bajo la influencia del alimento consumido y de la digestión en curso. Si se tenía a media noche, y no era consecuencia de la gula, se cumpliría después de transcurridos cinco años. Si se tenía en el último tercio de la noche, debía cumplirse en un plazo comprendido entre un mes y un año. Si antes del alba, el plazo era de una semana a un mes; si en el momento de la aurora, de un día a una semana; si al salir el sol, el mismo día 1 . En Irán, en Camboya y en la India, encontramos análogas observaciones. En el Japón, el primer sueño tenido durante la primera noche del año anunciaba y determinaba la suerte que, en el curso de éste, tendría el durmiente. Sería sorprendente que estas creencias no tuviesen un sedimento psicológico comprobable: desde que los soviéticos han aprendido a medir la fuerza emocional de los sueños, vemos el camino por el cual podrían ser llevadas al terreno científico las intuiciones de los antiguos. Cierto que dar tanta importancia a la función motriz del sueño equivale a una máxima valoración de las imágenes. Sumergiéndonos en las realidades de la vida onírica, medimos el sentido profundo de lo que pudo ser la disputa de los iconoclastas, que, después de León III el Isáurico, renació en los husitas, los valdenses y los albigenses. Confiar en las imágenes es confiar también en el procedimiento por el cual lo invisible se encarna y llega a la acción. La imagen es mediadora entre el germen invisible y la realidad vivida. Todos los que aman las imágenes aman, en realidad, la vida terrestre, carnal y humana. Para ellos, el misterio de la Encarnación sigue siendo el más hermoso y actual de los misterios. El Bardo Thodol mostró, por el contrario, que el desprendimiento terrestre implicaba la repudiación de las imágenes, la denuncia de su carácter ilusorio, la intensidad con que podían constituir un obstáculo a la percepción de la realidad absoluta, de la famosa Clara Luz primordial que es idéntica a aquélla. Pero, hay que insistir en ello, estas dos actitudes no son contradictorias, sino que se

complementan en la medida en que corresponden a niveles y a fases diferentes de la existencia. Sólo se puede pasar al universo de la Clara Luz primordial después de haber agotado toda la significación del mundo de las imágenes. Tal es, sin duda, el sentido último del anatema formulado por la Iglesia contra la herejía de los iconoclastas. El gran privilegio del sueño es hostigarnos con sus imágenes hasta el momento en que hemos comprendido plenamente que nuestra vida en estado de vigilia no lo es todo, y resolvemos utilizarlas para realizar la totalidad a la que estamos destinados. Pero la ambivalencia del sueño es siempre tal que, en el mismo momento en que nos hace creer en las imágenes, nos hace medir sus límites y su relatividad, de suerte que prepara aún a su contrario, a esta dimensión de la existencia donde todas las imágenes se desvanecen, mientras se aprestan a renacer en ella. ¿Llevaría la consideración sistemática del sueño al advenimiento del día deseado por Novalis, «en que el hombre no dejaría de velar y de dormir a la vez», o al estado de surrealidad proclamado por Bretón, o incluso a la conciencia en el sueño, buscada tanto por los yoguis como por Hervey Saint-Denis? Lo ignoro. Pero estoy seguro de que una utilización sistemática del sueño, comprendidas nuevas formas de provocación del sueño, con fines artísticos o culturales, terapéuticos o analíticos, prospectores o motores, traería consigo una modificación profunda de nuestra visión del mundo, una aceleración y un enriquecimiento del movimiento de la Historia. El paso de los contenidos infantiles, arcaicos o germinales, del inconsciente, a la luz de la conciencia, pondría fin al estado de disociación y de desarraigo que caracteriza al mundo moderno. Situando al individuo en la totalidad de las realidades universales que lo condicionan, le arrancaría al absurdo de su existencia y, sin duda alguna, le permitiría redescubrir el Sentido. Uno de los grandes deberes del hombre contemporáneo es volver a aprender a soñar.

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EL TESORO CATARQ por GéRARD DE SEDE

Del oro de Delfos a las ruinas de Montségur; la sangrienta cruzada contra una herejía que subsiste. ¿Por qué cantaban en «lengua secreta» los trovadores medievales?

EL MISTERIO DE LAS CATEDRALES por FULCANELLI

«Un libro extraño y admirable. Manifiesta una sabiduría extraordinaria, y conocemos a más de un hombre de elevado espíritu que venera el nombre legendario de Fulcanelli.» (Pauwels y Bergier: El retorno de los brujos.) «La persona que se ocultó, o se oculta aún, tras el nombre de Fulcanelli, es el más célebre y único alquimista verdadero de este siglo en que el átomo es el rey.» (Jnitiation et Science.)

EN LAS FRONTERAS DE LO IRRACIONAL por JACQUES A. MAUDUIT

Tradiciones milenarias han aportado el eco —deformado y a veces ridículo— de ciertos poderes que la ciencia negó en un momento dado, pero que la ciencia actual, más libre, empieza a considerar sin prevenciones. Telepatía, clarividencia, astrología, sonambulismo, quiromancia y cartomancia, alucinaciones, yoga...

Este libro se imprimió en los talleres de «Gráficas Guada, S. R. C», Virgen de Guadalupe, s/n. Esplugas de Llobregat, B a r c e l o n a .

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