Bechtel, Guy - La Carne, El Diablo y El Confesionario

April 20, 2017 | Author: conejomoteado | Category: N/A
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Guy Bechtel

La carne, el diablo y el confesionario Anaya

Mario Muchnik

Diseño de cubierta: Mario Muchnik En cubierta: © Frédéric Houssin

Foto de contracubierta: © Louis Monier

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informácico, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrico de los titulares del COPYRIGHT: © 1994 by Librairie Plon © de la traducción: Marcelo Cohén © 1 9 9 7 by Grupo Anaya S. A. Anaya &; Mario Muchnik, Juan Ignacio Luca de Tena, 1 5 , 28027 Madrid. ISBN: 84-7979-402-X Depósito legal: B. 1 6 . 0 9 8 - 1 9 9 7

Título original: La chair, le diable et le confesseur

Esta edición de La carne, el diablo y el confesionario al cuidado de Elsa Ocero con la colaboración de José Luis Casares, Margarida Fortuny, José Luis de Hijes y Jaime Roberto Vergara compuesta en tipos Garamond de 12 puntos en el ordenador de la editorial se terminó de imprimir y encuadernar en los talleres de Romanyá/Valls, S. A., Verdaguer, 1, 08786 Capellades (Barcelona) el 17 de abril de 1 9 9 7 Impreso en España — Printed in Spain

Guy Bechtel

La carne, el diablo y el confesionario El Kama Sufra de la Iglesia

Traducido del francés por Marcelo Cohén

Anaya & Mario Muchnik

Introducción

Si un marciano, un persa o un hurón - u n o de esos visitantes extranjeros que inventaban Voltaire o M o n t e s q u i e u para mostrarnos nuestras ridiculeces— recorriera hoy nuestras iglesias, ¿qué vería? A m e n u d o magníficas arquitecturas, vitrales fulgurantes, decorados todavía suntuosos pese a la leve capa de polvo, grandes filas de sillas silenciosas, muros cubiertos de exvotos, signos de una fe acaso envejecida pero en otro tiempo m u y viva. C o n la m i s m a frecuencia, vastas p i n t u ras murales, el glorificado recuerdo del cristianismo pasado, inmenso, bienhechor, indiscutible, una enorme devoción por numerosos santos, una obra caritativa y hospitalaria, el apoyo a las artes y aun a las ciencias más veces de lo que se sabe, la transmisión de la cultura antigua. De vez en cuando, en un rincón, una casilla de madera llamada confesionario. Siempre algo de inmóvil, de petrificado, como si se hubiese entrado en u n a vieja p i r á m i d e egipcia o en el templo de Angkor y el aire estuviera impregnado de desolación y ausencia. En todas partes un aire de soledad y abandono, una gran falta de fieles. Salvo los días de ciertas fiestas, tan vacía la iglesia como el confesionario. La ú l t i m a constatación le parecería al extranjero un poco redundante. Poco al corriente de nuestra historia consideraría natural que estando vacía la iglesia no hubiera nadie en el confesionario. A b a n d o n a d o el todo, ¿por qué iba a haber alguien en la parte? Pero sin duda se equivocaría. Si nuestra tesis es cierta las iglesias fueron abandonadas porque un buen día los fieles se hartaron de la confesión. Las iglesias están vacías porque se ha perdido algo; y, después de años de frecuentación, es probable que la pérdida ocurriera en el confesionario. Allí se colmó el vaso. Esta obra se propone estudiar históricamente cómo, por m e d i o de la confesión obligatoria, periódica y detallada de los pecados del fiel, la Iglesia católica ha intentado durante siglos intervenir en la vida personal y más íntima de los individuos y, m u y especialmente, de las parejas

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La carne, el diablo y el confesionario

casadas, ambición inmensa que ni siquiera se atrevieron a realizar el fascismo o el comunismo, ideologías ambas ridiculamente inquisitoriales y moralizantes. Investigaremos cómo, por qué y a partir de q u é m o mento la tentativa se saldó con la derrota, bien que anteriormente h u biera cosechado ciertos éxitos. Nos detendremos en la cuestión de si, ante el creciente repudio, la Iglesia ha abandonado esa ambición insensata (y sin d u d a la respuesta nos sorprenderá). Es cierto q u e hoy en día es difícil reconocerla. El fiel queda confundido, e incluso el especialista. Se diría que la Iglesia ha arriado las banderas, acabado con la p o m p a y la severidad. Al menos la apariencia es totalmente distinta. La Iglesia utiliza playboys como portavoces y habla abiertamente de amor, en el sentido afectivo, cuando durante diecinueve siglos sólo pronunció esta palabra para referirse a la caridad. Ha retirado numerosos confesionarios de los rincones oscuros de las catedrales. ¿Pero cuál es la realidad? M á s allá de haber arriado sabiamente las banderas, ¿no esconde un puñal en el bolsillo? ¿Abjura de veras del pasado o está esperando la ocasión más propicia para manifestar su eterno odio al sexo? F i n a l m e n t e intentaremos ver si la deserción de los confesionarios no fue el primer hito de u n a descristianización, hoy evidente en toda Europa, pero que se sabe q u e es antigua. Tal vez fue en el siglo XVIII - h a b r á que determinarlo—, con la aparición de penitentes menos iletrados y temerosos del infierno que antes, cuando se empezó a constatar la oposición entre la enseñanza moral cristiana y los católicos. Si es así, lo primero que los fieles habrían rechazado, aquello que los habría distanciado de la Iglesia, no sería la puerilidad de ciertos lenguajes, ni los dogmas menos verosímiles, ni las brutalidades en q u e incurriera en otro tiempo, ni el rechazo de ciertos datos científicos - q u e a partir de esa época le darían una i m a g e n algo anacrónica— y ni siquiera alguno de los crímenes reales o supuestos q u e los "comecuras" le h a n atribuido en las peores épocas del peor anticlericalismo. Se habrían pasado por alto los escándalos de los papas del Renacimiento, las matanzas de indios, de j u d í o s , de presuntas brujas; se habría olvidado la m e d a l l a c o n m e m o r a t i v a de san B a r t o l o m é a c u ñ a d a por Gregorio XIII; se habrían difuminado las carnicerías de la Inquisición. Hasta se habría perdonado el hecho de que la Iglesia —como se ha dicho— diera menos m á r t i r e s q u e v e r d u g o s . S i m p l e m e n t e los fieles h a b r í a n rechazado la obligación de narrar m i n u c i o s a m e n t e sus a m o ríos y secretos de alcoba. 1

M á s exactamente e x a m i n a r e m o s el pecado de la carne, es decir la teoría, la teología del sexo tal como fue categorizada, pensada y vuelta a pensar con mil evoluciones d u r a n t e dos milenios; siempre en su relación con la confesión auricular, de origen un poco más reciente. Del m i s m o m o d o no se estudiará la confesión en su integridad sino en re-

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lación al pecado de la carne. Es en efecto la conjunción de sexo y confesión lo q u e sin d u d a condujo a la explosión. Por penoso q u e fuera los fieles aceptaban confesarse; y lo habrían seguido aceptando si el acto no h u b i e r a concernido cada vez más a una sola parte efe sus vidas - l a más í n t i m a - y a u n a sola parte de sus faltas - l a m á s difícil de admitir. De no ser así, acaso la teoría del pecado de la carne a ú n estaría vigente y sería respetada. A despecho de ciertas rarezas y contradicciones, se la aceptaría a grandes rasgos si no hubiera exigido a los fieles no sólo q u e la aplicaran, sino también que, con infinid a d de detalles, relatasen las infracciones cometidas. Todo esto acabó por volverse insoportable, sobre todo c u a n d o la teoría se modificó en un sentido m u y particular y las preguntas empezaron a girar cada vez más en torno a u n a sola cuestión, d u r a n t e largo tiempo secundaria en teología moral: la anticoncepción.

Una cuestión m u y actual Q u e sepamos n u n c a se ha emprendido un trabajo de síntesis semejante, al menos c o m o lo entendemos nosotros. Existen excelentes historias de la confesión y notables manuales de teología sobre el pecado de la carne. Pero, al parecer, poco h a y sobre la confluencia de ambos elementos en la perspectiva aquí señalada: la búsqueda del m o m e n t o en q u e h a b r í a n formado u n a mezcla explosiva q u e h a socavado m u c h a confianza —y m u c h a fe—, dispersado a las m u c h e d u m b r e s dominicales y perjudicado e n o r m e m e n t e a una Iglesia hasta entonces triunfante. Un trabajo tal, q u e concebimos basado esencialmente en hechos y referencias controlables y por tanto a salvo de toda polémica, no atañe sólo al pasado. Entra de lleno en nuestra actualidad. Es u n a empresa urgente. Nosotros lo creemos necesario y clarificador en un m o m e n t o en que la Iglesia se ha vuelto en gran parte opaca, en buena m e d i d a incomprensible, trátese de sus posiciones respecto a la interrupción voluntaria del embarazo, la homosexualidad, el uso de preservativos para prevenir el sida o la fecundación artificial o in vitro para matrimonios estériles. ¿ Q u é ha sucedido? ¿ D ó n d e ha ido la Iglesia a buscar lo q u e dice ahora? ¿Por q u é desde nace un siglo se n i e g a a evolucionar salvo en asuntos secundarios, a m e n u d o de simple decoro como la nueva liturgia, y se m a n t i e n e inflexible y a veces provocadora ante las insistentes d e m a n d a s de los fieles sobre puntos en los que choca frontalmente - s i d a m o s crédito a los sondeos— con todo lo q u e esos fieles esperan, piensan, quieren e incluso hacen? ¿Ha perdido la cabeza? A menos q u e ten-

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ga razones m u y antiguas y profundas para mantener este r u m b o , y no digamos ya para dejar que quiebre la empresa. Por supuesto la Iglesia no es un comercio y debe defender posiciones morales, lo q u e necesariamente i m p l i c a cierta intransigencia. Sin e m b a r g o en otro tiempo, aparte de no oponerse en exceso a las costumbres d o m i n a n t e s , justificaba hábilmente sus posiciones recurriendo incluso a la ciencia de cada época. H o y parece hacer caso omiso de todas las realidades. ¿Qué se ha hecho de la larga y sutil inteligencia, de la infinita flexibilidad q u e demostró la Iglesia durante tantos siglos? C r e e m o s q u e un poco de historia p e r m i t i r á responder m á s fácilm e n t e a m u c h a s de estas p r e g u n t a s . En particular p e n s a m o s q u e se comprenderá mejor qué pasa en la Iglesia si conseguimos establecer claramente qué se preguntaba y respondía no hace tanto tiempo en los confesionarios, c u a n d o los fieles a ú n acudían en masa. En nuestra opin i ó n allí se abrió la brecha y se dividieron los caminos; allí podemos encontrar o reencontrar la explicación de nuestra historia actual. A u n q u e a veces tenga reacciones asombrosas, a los ojos de la gente corriente la Iglesia está claramente enferma. En verdad se diría que atraviesa un estado más complejo, más indefinible. El cuerpo sigue siendo gigantesco, pero parece m i n a d o por todas partes. H a y un divorcio entre el poder que conserva, q u e no es poco, y sus carencias, el vacío de los lugares de culto, el hecho de que hasta los fieles escuchen sus prescripciones con una simple curiosidad e d u c a d a . . . y en su mayor parte hagan lo que quieren. Después de tantos años de hegemonía, poderío y fragilid a d de la Iglesia católica de nuestra é p o c a . . .

Fuerza y debilidad de la Iglesia Empecemos por la debilidad. Se resume en dos puntos: cada vez m e nos fieles, cada vez m e n o s sacerdotes. A u n q u e cada año se anuncie que termina, la crisis de las vocaciones es evidente. En Francia todavía h a y curas, pero son viejos y el n ú m e r o d i s m i n u y e . En 1 9 8 5 nuestro país tenía aún 2 8 . 0 0 0 (fuera de las congregaciones), mientras q u e en Italia h a b í a 6 2 . 0 0 0 , en Estados U n i d o s 5 8 . 0 0 0 y en Polonia 2 1 . 0 0 0 . En 1 9 9 0 había 2 5 . 2 0 3 curas diocesanos franceses, con un p r o m e d i o de edad por e n c i m a de los sesenta años. No cabe d u d a de que al llegar el próximo milenio habrá menos de 8 . 0 0 0 . A comienzos del siglo había en Francia 15 curas por cada 1 0 . 0 0 0 habitantes; en 1 9 6 7 q u e d a b a n siete y a finales de siglo habrá uno. La tasa de renovación sería de 12,5 seminaristas por 100 curas en actividad. En Polonia, que tiene el m á x i m o m u n d i a l , la proporción era de

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38 por cada 100 en 1 9 8 5 ; las cifras actuales francesas - 4 , 1 por cada 100— son de las más bajas del m u n d o . C o n t i n u a m e n t e es preciso agrupar parroquias, tanto en el campo como en la ciudad. Desde hace diez o veinte años el n ú m e r o de ordenaciones se ha estabilizado a u n q u e es m u y bajo, notoriamente insuficiente. Se ha pasado de 2 . 3 0 0 por año en 1 8 3 0 a alrededor de 1.000 entre las dos g r a n des g u e r r a s . En 1 9 6 0 d i s m i n u y e r o n a 5 9 5 y en 1 9 7 0 a 2 8 5 . Desde 1 9 8 0 oscilan entre 100 y 150 por año. Entre 1 9 7 3 y 1985 nada menos q u e 2 6 8 congregaciones tuvieron q u e cerrar sus noviciados. C o n los fieles es peor. M e n o s del 1 0 % de los católicos asiste todavía a la m i s a d o m i n i c a l . Algo menos de la m i t a d de las parejas se casa por la Iglesia - e n un gesto q u e no suele ir m á s allá de la adhesión esp i r i t u a l - , cuando en 1 9 6 5 lo hacían tres de cada cuatro. Las cifras no son mejores ni s i q u i e r a en Italia, casa m a t e r n a del c a t o l i c i s m o . En 1 9 7 0 , en el Congreso de profesores de moral celebrado en Padua, se dieron a conocer unas cifras q u e causaron pavor: apenas el 1 8 % de los católicos declarados c o m u l g a b a aún en Pascua, frente a un 6 7 % en 1 9 3 9 ; sólo el 4% se confesaba, frente al 4 6 % q u e antes de la guerra aún lo hacía. Sin d u d a desde entonces los promedios no han a u m e n tado; al contrario. C u a n d o se los interroga en encuestas el 6 2 % de los franceses se d e clara católico. Pero también se sabe q u e el 5 2 % sólo asiste a la iglesia m u y excepcionalmente: para ceremonias, bautizos, bodas o funerales . En 1991 sólo seguía confesándose el 6% de los creyentes; el 3 4 % no reza nunca. No obstante esta Iglesia m a n t i e n e un poder considerable. En prim e r lugar por la gran cantidad de individuos que declaran pertenecer a ella. La cristiandad m u n d i a l , m u y dividida, registra 1 6 6 millones de ortodoxos y 3 6 3 millones de protestantes. La Iglesia r o m a n a cuenta con 7 0 0 millones de católicos: un claro d o m i n i o numérico sobre sus r i v a l e s . Es cierto q u e los c a t ó l i c o s i n v e n t a r i a d o s sólo p r a c t i c a n de cuando en cuando. Pero no han abandonado la fe, al menos cierta fe que habría que definir. Su actividad se advierte en m u c h o s ámbitos: la prensa, el m u n d o obrero, las asociaciones. Los católicos siguen estando presentes en n u merosos debates y en los platos de la televisión, y algunos dan la cara sin cesar in situ, a u n q u e dentro de la vida asociativa no confesional. Puede que la caridad y el amor al prójimo, bellas ideas de Cristo, ya no sean pregonadas; pero no han muerto. A u n q u e a m e n u d o a b a n d o n a d a o desoída por la masa de fieles la Iglesia despierta aún una profunda curiosidad, una expectativa quizá decepcionada pero persistente. El 16 de noviembre de 1992, antes que en cualquier otro país, salió a la venta en Francia el Catecismo de la Igle2

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sia católica, aprobado por el Papa en junio del año anterior y promulgado oficialmente en R o m a el 8 de d i c i e m b r e . Lo había elaborado un comité de redacción presidido por el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe. Era un grueso v o l u m e n cargado de arduas referencias a los padres de la Iglesia y los concilios; tenía 5 7 5 páginas y costaba 139 francos (unas 3.000 pesetas). En seis semanas se vendieron no menos de 4 0 0 . 0 0 0 ejemplares. ¿ C ó m o explicar la contradicción de los cristianos, q u e no van a la Iglesia pero no dejan de interesarse por su teología? Ya hemos adelantado nuestra tesis. Se inspira en el más grande especialista francés en cuestiones religiosas: Jean D e l u m e a u , profesor del C o l e g i o de Francia, q u i e n , justamente a raíz de la publicación del catecismo, se expresó de este modo: 3

¿Cómo negar el papel central que han desempeñado en la descristianización de Francia prácticas c o m o la confesión obligatoria y pormenorizada de las faltas, que n u n c a debe confundirse con una confidencia libre y voluntaria? Esta siempre será una necesidad psicológica para la persona que espera consuelo y perdón. Pero la confesión obligatoria, i m puesta una vez al año a partir del IV Concilio de Letrán (siglo Xlll) y recargada en el Concilio de Trento (siglo x v i ) por la relación rigurosa de todos los pecados mortales, ha sido un peso tremendo en la historia del m u n d o católico. El hecho de que después de la Revolución francesa se restableciera el culto motivó la renuncia de muchos fieles a comulgar en Pascua . 4

C i e r t a m e n t e la confesión no es la única causa de q u e Europa se h a y a descristianizado. La m i s m a crisis de ausencia en las iglesias se da entre ortodoxos y protestantes, q u e no la practican. Pero por haber sabido comprender su tiempo y adaptarse algo más rápido a las nuevas costumbres, éstos han evitado las perturbadoras pruebas que ha afrontado y a m e n u d o perdido el catolicismo. H a n realizado mejor el tránsito a la nueva sociedad, sufrido m e n o s tensiones, a b a n d o n o s y rechazos. De modo pues que volvemos a la pregunta: ¿qué ha frenado a la Iglesia católica en la evolución hacia el m u n d o moderno? Nadie lo duda: la brecha se abrió en la teoría del sexo y el amor. De a q u í nuestro deseo de estudiar esta teoría, en relación con un confesionario que, supuestamente, debía ser escuela para balbucientes y tribunal de rebeldes.

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Dificultades de la investigación Respecto a la doctrina de la sexualidad que el catolicismo fue poniendo en su punto a lo largo de los siglos, el historiador no tiene problemas )ara encontrar documentos. Innumerables obras, manuales y sumas teoógicas han retomado y digerido cien veces las prescripciones de los padres de la Iglesia para comentarlas, discutirlas, engrosarlas y acentuarlas. La dificultad concierne más bien a la abundancia y la diversidad de las opiniones emitidas, a la imprevista crudeza de ciertos textos, a la dilucidación del propósito que p u d o haber guiado a la Iglesia en este asunto. ¿Qué necesidad tenían innumerables curas, canónigos, sacerdotes, profesores de seminario, obispos, arzobispos y papas de escudriñar y hurgar infinitamente en este campo, cuando tantas cuestiones teológicas de m a yor importancia permanecían en barbecho?

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¿Qué palabra de Jesús, q u é pasajes de los evangelios llevaron a san C l e m e n t e ( 1 5 0 - 2 1 1 ) o a monseñor Claret (en 1860) a interrogarse sobre el esperma; a san Bernabé, ya en el siglo I, a preocuparse por el aspecto pecaminoso de la fellatio; a monseñor Bouvier ( 1 7 8 3 - 1 8 5 4 ) a describir las consecuencias morales del coito practicado entre los muslos de u n a mujer (Dissertation sur le sixiéme commandement, 3, 2 ) ; o a Pierre de La Palud (muerto en 1 3 4 2 ) a interesarse por la sodomía o buscar sustitutos para el coito demasiado pecaminoso? ¿Qué condujo a tantos autores a comentar con tanto detalle las faltas constituidas por el estupro, las caricias, los besos lascivos, los supositorios de pimienta, los médicos que por su oficio ven demasiadas vulvas, la masturbación que causa sordera o locura, los baños sin traje, los afeites femeninos, las desnudeces de la garganta, el acto amoroso practicado more canino*. ¿Quién autorizó las insensatas exposiciones que ciertos eclesiásticos hacen de todas las formas de acoplamiento, todas las perversiones, conjunto al fin más apto para suscitar ideas salaces que para refrenarlas, para inducir a las personas (y sobre todo a los curas, primeros en leerlo) más a la polución que a la castidad? Sobre estos misteriosos temas, al menos, no nos faltará material. Tendremos que tratar esta doctrina con tacto, tanto en la forma —intentando ser menos pornográficos que nuestros antecesores clericales o anticlericales- como en el fondo. Respecto a éste, no somos ni pretendemos declararnos enemigos de la Iglesia católica de ayer o de hoy, y sería erróneo considerar este libro u n a obra de combate. Históricamente conocemos y reconocemos los méritos pasados de la institución —no menos q u e sus e q u i v o c a c i o n e s - y la contemplamos con la simpatía debida a t o d o h e r i d o h o n o r a b l e . L a m e n t a m o s sobre todo no c o m p r e n d e r su mensaje, que en gran medida se ha vuelto inaudible. Por lo demás, débilmente terrorista, el autor de estas líneas - q u e se siente parte del linaje c r i s t i a n o - n u n c a ha creído que todo estuviera

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permitido. Freud o M a l i n o w s k i han demostrado que los grupos h u m a nos siempre h a n reprimido la sexualidad, hecho incluso indispensable para su constitución. Los judíos de la ley antigua, la República r o m a n a y el alto Imperio (que todavía a d m i r a b a a las castas vestales), el Islam severo, el África a veces mutiladora, el m i s m o Oriente, motivo de tantas leyendas falsas: desde m u y pronto todos enmarcaron el sexo en sist e m a de v i g i l a n c i a estricta. De m o d o q u e no vamos a soñar; en esta obra no se e n c o n t r a r á n i n g u n a e x i g e n c i a u t ó p i c a de l i b e r t a d sexual completa. En vez de acusar a la Iglesia católica de haber elaborado u n a teoría del buen uso del sexo, el historiador estudiará de qué extraña m a n e r a lo ha hecho. No tiene nada de original que ciertos religiosos h a y a n desarrollado u n a doctrina teórica y emprendido investigaciones sobre el bien y el mal; en esto no se diferencian de otros moralistas. Pero ellos quisieron aplicarla, integrarla al m u n d o por un m e d i o m u y poco habitual. Este m e d i o , la confesión, merece pues toda nuestra atención. En cuanto a la doctrina m i s m a subrayaremos todos los aspectos de las costumbres antiguas q u e h a y a n justificado la i m p l a n t a c i ó n de ciertas particularidades, a u n q u e no se pueda o m i t i r su origen i m p u r o : el trabajo de teorización se llevó a cabo extrapolando, m u y lejos del texto original, indicaciones m u y dispersas dadas por Jesús sobre el tema, exprimiéndolas al m á x i m o y sin hacer referencia a fuentes no cristianas. Por ú l t i m o no olvidaremos en n i n g ú n m o m e n t o que en lo esencial nosotros sólo oímos una voz, la del g e n d a r m e , la de la represión, y q u e m i e n t r a s no se d e m u e s t r e lo contrario (lo cual i n t e n t a r e m o s h a c e r ) , n a d a i n d i c a con certeza que los creyentes respetaran todas las prohibiciones q u e se dictaban. Por eso será tan interesante estudiar la confesión en sí. C l a r o q u e por definición es un parlamento personal y secreto. ¿Qué se dice en los confesionarios? Al principio aquí se hará evidente que nuestros datos son unilaterales. Sin embargo no estamos totalmente faltos de inform a c i ó n . H a y escritores, cineastas e intelectuales q u e han evocado su paso por el confesionario y dado testimonio personal. Por lo q u e respecta al siglo XX, a algunos de ellos los hemos interrogado, y más a ú n h e m o s interrogado a personas sencillas, católicos de base q u e son la materia en bruto del confesionario y cuya experiencia nos ha resultado a p a s i o n a n t e . Se trata de testimonios no utilizables d i r e c t a m e n t e , de u n a sinceridad a veces dudosa, malograda - p e s e a la buena v o l u n t a d por la afectación o el pudor; pero testimonios no obstante q u e p u e d e n servir al menos de complemento o ilustración a lo que se comprobará por otras vías. En un plano más oficial, m a n u a l e s publicados en distintas épocas nos p e r m i t i r á n saber q u é estaban obligados a decir los confesores a los

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confesados, qué palabras debían pronunciar, qué preguntas hacer, qué respuestas dar; y en algunos casos sabemos efectivamente q u é dijeron. Así, sin q u e el receptor lo supiera, en 1964 por p r i m e r a vez se grabaron en París algunas confesiones, lo cual causó no poco escándalo. U n a encuesta m u c h o más sistemática fue llevada a cabo en la Italia de la década de 1 9 7 0 por los periodistas Norberto Valentini y C l a r a di M e g l i o . Utilizando cómplices que iban a acusarse de pecados ficticios, pero sobre todo a pedir consejo sobre cómo debía ser u n a vida sexual católica, hicieron un n ú m e r o harto considerable de registros: 6 3 6 confesiones completas del norte al sur de Italia. A q u í la fecha es de gran i m portancia. En la década de 1 9 7 0 están t e r m i n a n d o las batallas por la pildora y el aborto que tanto han sacudido al m u n d o católico; es también la época de la liberalización de las costumbres, del feminismo agresivo. ¿Qué pensaban entonces los confesores, qué aconsejaban? Todo cuanto decían estaba tan desfasado respecto a las costumbres corrientes que acaso explique el divorcio cada vez más completo con la confesión -y hasta con la religión— que se verificaría en adelante. A u n si es preciso ser prudentes y considerar que ciertas preguntas hechas a los confesores eran provocaciones, la encuesta italiana es para el investigador u n a fuente invalorable porque muestra con creces c ó m o era la práctica de la confesión, todavía en la segunda m i t a d del siglo XX, en materia de pecado sexual. Vemos, escuchamos directamente las recomendaciones de los confesores, qué lección les enseñaron a impartir y cómo la interpretan, sus certezas y sus dudas, a veces la lasitud que empieza a asomar y también su curiosidad siempre renovada por un tema que a fin de cuentas su situación les i m p i d e conocer y juzgar: la vida íntima de las parejas, casadas o no. Por eso j u n t o a los numerosos textos oficiales emitidos por la Iglesia a lo largo de los siglos, de vez en cuando recurriremos a la encuesta italiana. En efecto las objeciones que se le han hecho no nos parecen dignas de consideración. No hay forma seria de cuestionar su autenticidad. Los penitentes eran comparsas, no exponían su propia libido. S e g ú n han confirmado nuestros testimonios, las palabras grabadas a los confesores no distan m u c h o de las q u e por entonces se podían oír en todos los confesionarios europeos. De m o d o que no se aprecia q u é "secreto de confesión" habría podido divulgar y traicionar la obra. Por fin, para esclarecer lo esencial —es decir la escisión ocurrida a cierta altura entre la cabeza y el corazón de los fieles—, para saber cómo nació el rechazo a confiar el secreto de sus amores o su miseria sexual a celibatarios, a curas bajo voto de castidad, no hace falta gran sabiduría ni dotes detectivescas. La más formidable penetración de las visceras y los corazones j a m á s e m p r e n d i d a siempre desató innumerables protestas abiertas, especialmente desde hace un siglo. Los curas elevaban sus 5

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inquietudes al obispo; éste las planteaba en instancias más altas, a veces incluso en R o m a . M u c h í s i m a s veces —entre otras en 1 8 4 2 , y lo hizo monseñor Bouvier— se planteó la pregunta: ¿qué hacer si los penitentes se resisten? Para el período reciente recurriremos también a la encuesta del sem a n a r i o católico Témoignage chrétien, publicada como recopilación en 1 9 7 0 , d o n d e se cuentan y hasta analizan fielmente las preocupaciones de los fieles, sus interrogantes y sus dudas frente a u n a práctica a la cual ya han rehusado masivamente s o m e t e r s e . H a s t a a q u í nuestros propósitos y los medios para investigar la conf l u e n c i a c a t ó l i c a entre la confesión y u n a d o c t r i n a tan e x c e p c i o n a l c o m o minuciosa de la sexualidad h u m a n a . Durante al menos diez siglos y hasta 1 9 6 0 más o menos, dentro del cristianismo r o m a n o los dedos de Dios han a p u n t a d o severamente a los hombres, sobre todo por debajo de la cintura. El índice designaba inflexiblemente bajezas y desvergüenzas, detallándolas al infinito con no se sabe q u é beneficio. El m e ñ i q u e escuchaba gravemente las confesiones provocadas, a veces solicitadas hasta la i m p u d i c i a y acorraladas en el fondo de la conciencia. " H á b l e m e de amor", d e m a n d a b a n incansablemente los confesores. U n a ú l t i m a pregunta: ¿pertenecían esos dedos divinos a u n a m a n o compasiva, verdaderamente cristiana? U n a vez que se h a y a respondido a esto c o m p r e n d e r e m o s m e j o r el desarrollo de los a c o n t e c i m i e n t o s hasta hoy. 6

Razones de ser de la confesión

N a d a garantiza q u e Jesús habría estado de acuerdo. Y sin embargo el cristiano ha vivido históricamente con m i e d o , inmerso en un m u n d o de terrores anunciados, descritos y detallados por los teólogos. No es la menor de las paradojas de una religión que en otros aspectos cabe llam a r j u s t a m e n t e la de la esperanza. A menos que terror y esperanza estén vinculados. En el peligro, en la falta i n m i n e n t e , en el terrible juicio prometido, la esperanza es lo único a lo cual q u e d a volverse. En todo caso el cristianismo ha vivido de ese b i n o m i o y girado en torno a él. Veremos que la consecuencia es la confesión. En principio los dos platos de la balanza debían equilibrarse m u tuamente: en uno la infinitud de pecados, peligros y sanciones, el infierno; en el otro la confesión, la i n m e n s i d a d del perdón y el amor de Dios. H a b r á que juzgar si la práctica ha respetado este equilibrio teórico; es decir si con el correr del tiempo la confesión - a d m i s i ó n dolorosa de los pecados, acto exigente, mortificante, generador de escrúpulos y dolores— no ha contribuido a intensificar el m i e d o circundante. El m u n d o del pecado ha o p r i m i d o al cristiano por dentro y por fuera; con frecuencia ha sido la marca distintiva del cristianismo; ha alimentado el temor y la imaginación de los fieles y dado origen a buena parte de la iconografía religiosa: el universo del M a l .

Una angustiosa teoría del pecado Al comienzo n a d a fuera de lo normal. No asombra q u e u n a religión posea u n a teoría del pecado, a u n q u e en m u c h a s no exista. A u n para los no creyentes el mal es un dato objetivo del m u n d o . ¿Quién puede dudar del mal físico q u e todos perciben, del sufrimiento, de la enferm e d a d , de la m u e r t e ? Es la suerte de todo ser vivo, sobre todo del

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hombre. No menos discutible es la existencia de un m a l moral. Para persuadirse basta recordar los crímenes de las guerras religiosas o de A u s c h w i t z , simples ejemplos q u e evocan unos horrores deliberados entre miles de otros. Y h a y q u e agregar la perversidad, la locura, la crueldad, tan a m e n u d o constatables en las sociedades h u m a n a s , comprendidas aquellas que se jactan de ser modernas y civilizadas. Es i m posible negar que, en vez de buscar el bien, muchos hombres procuran a sus semejantes dolores y violencias. Llevan pues el m a l moral dentro de sí. A u n si nos negamos a afirmar que son malos no podremos dejar de aceptar q u e o b r a n p a r a el m a l , q u e lo e n g e n d r a n y lo c a u s a n a los otros. Por lo demás, como bien ha mostrado Jean D e l u m e a u , la teología cristiana es inseparable de la época en la cual fue teorizada, si no concebida en lo esencial. En escasa m e d i d a obra de Jesús - e n todo caso m e nos de lo que se creería en principio—, debe m u c h o a la Edad M e d i a . Dado que, en general, fue fijada entre el siglo V y el XV es comprensible que, al menos momentáneamente, haya traducido los miedos de épocas remotas. Pero a esto se s u m ó sin d u d a el terror verdadero de un período de la Edad M e d i a preciso y particularmente doloroso: el siglo XIV, que fue cuna de innumerables teólogos pero que el pueblo vivió, más que n i n g ú n otro, como tiempo de pestes, guerras, epidemias y hambrunas, tanto que cabe decir que señala el nacimiento de la angustia en Occid e n t e . Por otras razones, en ciertas épocas posteriores, c o m o el siglo XVII, se dio una sobreculpabilización de los fieles, invitados a confesar el carácter odioso de su h u m a n i d a d . M i e n t r a s se detallan los elementos de esta teoría del pecado, m i e n tras se explora el universo cristiano d o n d e la salvación -parece— está continuamente amenazada, uno se pregunta si la Iglesia no ha cargado en exceso uno de los platos de la balanza. En efecto, en la vida corriente, en la i n t e r r o g a c i ó n d i a r i a , la esperanza de la salvación ú l t i m a es poco contrapeso para un pesimismo persistente y fundamental. Sorprendentemente, el cristianismo enseñó no sólo q u e la situación del nombre en la tierra es crítica —que lo amenazan toda clase de peligros—, sino t a m b i é n que la salvación en el otro m u n d o está lejos de ser cierta: a muchos les espera la condena y el infierno. Culpable desde el primer día hasta el último, inclinado sin cesar a la falta, sucio el corazón: tal es el cristiano. El ú l t i m o m i n u t o puede salvarlo, pero el resto del tiempo lleva en la barca una carga agobiante. En principio crimen y perdón alternan; pero, evidentemente, el c r i m e n precede al perdón. Por lo demás el hombre es malo de nacimiento. El cristianismo es u n a religión del pecado, algo que Jesús a n u n c i a con claridad: ha venido no por los justos, sino por los p e c a d o r e s . Y el cristiano está signado antes de haber actuado u n a sola vez: el pecado 7

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original lo a c o m p a ñ a desde que nace. El h o m b r e llega al m u n d o culpable porque A d á n y Eva cometieron u n a falta en el jardín del Edén. Ya conocemos el relato del Génesis. Dios le dice al hombre: "De cualquier árbol del j a r d í n puedes comer, m a s del árbol de la ciencia del bien y del m a l no comerás, porque el d í a q u e comieres de él morirás sin remedio". Pero Eva, aconsejada por la serpiente, vio que el fruto del árbol "era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría". C o m i ó . Le dio de comer a A d á n . Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos. Dios los echó del jardín del Edén. Desde entonces la mujer tuvo que parir con dolor y el hombre ganarse el pan con el sudor de su frente. M á s grave aún, todos los hombres futuros se hicieron herederos de esa infracción y llevaron su marca.

El pecado original Jesús no dijo u n a sola palabra sobre este relato. A m e n u d o insistió en "los pecados del mundo", pero n u n c a habló del Edén, de A d á n y Eva, de la serpiente ni del pecado original que, c o m o la marca de u n a infam i a ancestral, todos los hombres arrastrarían desde la cuna. Fue san Pablo (c. 5 - 6 4 ) quien, en la epístola a los r o m a n o s , recordó el ingreso del p e c a d o e n e l m u n d o por l a falta d e A d á n . P o s t e r i o r m e n t e san A g u s t í n ( 3 5 4 - 4 3 0 ) dramatizaría la teoría de la caída. Para él todos somos culpables en A d á n porque "todos fuimos ese hombre único". La concupiscencia liberada por el primer pecado nos inclina irremediablem e n t e a cometer otros. El hombre nace malo, como un criminal que viniera al m u n d o con la ficha ya repleta. 9

Tal es el peso que soporta el cristiano desde el primer segundo de vida. U n o no puede dejar de asombrarse ante la interpretación p a u l i n a y sobre todo agustiniana, retomada luego, h a y q u e decirlo, por la casi totalidad de los teólogos cristianos. En todo caso el texto del Génesis no da a la transgresión un sentido sexual. A d á n y Eva desobedecen a Dios, a las reglas que Él ha fijado. Pero no asimila el pecado de la desobediencia al de la carne, como hicieron los teólogos y más aún la masa de los fieles. No obstante, se a d m i t i ó casi u n á n i m e m e n t e q u e la falta c o m e t i d a sólo podía ser la fornicación, y q u e por ella castigó Dios a nuestros lejanos ancestros. Rigorista y pesimista, la interpretación agustiniana del pecado original sirvió también para aclarar en sentido dramático la parábola del Banquete de bodas, donde Jesús dice: "Porque muchos son los l l a m a dos, mas pocos los escogidos" . Pasando por alto otros textos de las 1 0

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Escrituras - n o t o r i a m e n t e el Apocalipsis, q u e habla de la i n m e n s a m u l titud de los s a l v a d o s - , las más de las veces los teólogos concluyeron q u e a la mayoría de los hombres les esperaba el infierno. A l g u n a s protestas h u b o , m u y pocas, en n o m b r e del inmenso amor, del i n m e n s o perdón de Dios a su criatura: la de Lacordaire, por ejemplo. Pero se impuso a m p l i a m e n t e la interpretación de A g u s t í n . EÍ h o m b r e partía de la derrota; nueva razón para la inquietud. Esta lectura del episodio de la caída sirvió para preocupar a generaciones de cristianos y hoy constituye un obstáculo, una laguna para la credibilidad del propio cristianismo. Lo mismo ocurre, claro está, con casi todos los pasajes del Génesis si se los toma al pie de la letra, inconciliables c o m o son con los datos científicos modernos, en particular los de la prehistoria. Pero para muchísimos cristianos modernos, especialmente el relato del jardín del Edén, que nada tiene que ver con el progreso científico, es difícilmente justificable desde el punto de vista moral y teológico. Es imposible olvidar por ejemplo que en el libro de Ezequiel, cuando Yahvé increpa al pueblo de Israel del modo más duro, prometiendo cólera y venganza contra los pecadores y culpables de una infinidad de abominaciones, termina no obstante diciendo: "El hijo no llevará la falta del padre, ni el padre la del hijo: al justo será imputada su justicia y al malo su maldad". Este pasaje c o n d e n a radicalmente la doctrina del pecado original, según la cual seríamos responsables generación tras generación de faltas cometidas hace milenios. La Iglesia no cesa de reflexionar sobre este >roblema, tanto m á s cuanto que toda moral m o d e r n a gira en torno a a responsabilidad personal. Por otra parte es fundamento de nuestro derecho que nadie puede ser condenado por faltas de las que no es culpable p e r s o n a l m e n t e . Tarde o t e m p r a n o , pues, la Iglesia deberá dar una interpretación distinta del pecado original. M i e n t r a s tanto, en todo caso, ese pecado planea sobre el cristiano como una m a l d i c i ó n , de la cual cabe decir que el bautismo lo libera de inmediato. No obstante, como veremos, este procedimiento tranquilizador es origen de nuevos terrores. El bautismo salva, borra el pecado original. Pero es preciso recibirlo, y la cuestión llegó a inquietar tremendamente a los fieles y precipitar las ceremonias. El examen de los registros de bautismos en los siglos XVII y XVIII, conservados con frecuencia en las iglesias parroquiales, muestran que de hecho la gente corría a la iglesia lo más pronto posible. Durante los siglos XVII y XVIII, en las aldeas del Languedoc - a c u y a demografía a n t i g u a hemos dedicado un estudio y que son totalmente representativas del sur de F r a n c i a - , el 9 4 % de los bautismos tenían l u gar el día del n a c i m i e n t o o el siguiente. N u n c a h a y un retraso de más de tres días. Cifras casi idénticas se encuentran en casi todas las zonas

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rurales del A n t i g u o R é g i m e n . U n a prisa tal sólo se justifica por la idea de q u e perder t i e m p o p o d í a p o n e r en serio peligro la salvación del niño. Y en efecto h a y textos formales que explican este temor. "Las a l m a s de aquellos que m u e r e n en estado de pecado mortal o con el solo pecado originalbajan al infierno", e n u n c i a en 1 4 3 9 el C o n c i l i o de Florencia. Incluso en el siglo XIX, c u a n d o ya hace tiempo que los protestantes han renunciado a esta culpabilización masiva y a m p l í a n el plazo del bautismo a semanas y aun meses, los católicos siguen apresurándose a acudir a las pilas. En su famosa Théologie morale destinée aux cures et aux confesseurs, monseñor T h o m a s Gousset, arzobispo de Reims ( 1 7 9 2 - 1 8 5 4 ) , dice q u e el bautismo es "absolutamente necesario para la salvación de los niños" y asegura que los padres "están obligados a hacerlos bautizar lo más pronto p o s i b l e " . Excesos semejantes no a s o m b r a n en u n a época en q u e la mortalidad perinatal era m u y frecuente y en condiciones de verdadero chantaj e : bautice usted a su hijo en seguida, q u e podría ir al infierno. De bautizar con rapidez se pasa a bautizar prematura y bárbaramente. Ciertos teólogos italianos como Florentini (siglo XVll) y C a n g i a m i l a (siglo XVIIl), pronto seguidos en Francia por el padre Dinouart, parecen ser los autores de una ciencia nueva: la embriología sagrada. Las prácticas fueron aprobadas por el papa Benito XIV. Se trataba nada menos que de bautizar a los fetos y abortos. A u n q u e el asunto sea escabroso hay que dar aquí algunos detalles afines a nuestra intención: mostrar la inquietud que la idea del pecado original causaba en las familias europeas. C a n g i a m i l a llegó a proponer q u e se aplicara el bautismo a las mujeres muertas en proceso de gestación. Usando un sifón, decía, era posible hacer llegar el a g u a bendita hasta el feto. En caso de que ni siquiera así se pudiese alcanzar al n i ñ o , sugería s i m p l e m e n t e hacer la cesárea: "La apertura de mujeres muertas encintas debe practicarse cualquiera que sea el tiempo del embarazo". T a m b i é n en el caso de un parto difícil se podía intervenir antes del a l u m b r a m i e n t o . Del m i s m o m o d o , todavía en 1 8 4 4 monseñor Gousset dice: "Si h a y temor de q u e el niño m u e r a en el seno materno, la c o m a d r o n a o el cirujano deben bautizarlo, siempre y cuando lo j u z g u e n posible, haciéndole llegar el agua de la mejor m a n e r a (quo meliori modo)". No dejaban de preverse los casos de a l u m b r a m i e n t o falso; había que e x a m i n a r las aguas. Dinouart enseña que "bajo pena de pecado mortal, ha de bautizarse el germen de un hombre a u n q u e no sea más grande que un grano de cebada". El Rituel romain indicaba cómo hacerlo. Si sólo asomaba la cabeza o a l g ú n m i e m b r o del niño se bautizaría la porción de cuerpo visible, sin perjuicio de volver a hacerlo enseguida, esta vez con la condición siguiente: "Si no estás bautizado, yo te bautizo" 11

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(Si non baptisatus es, ego te baptizo). Así, dotado de un viático, el niño podía ser enterrado en tierra santa, es decir el cementerio de los buenos cristianos. El asunto se complicaba c u a n d o el feto, ya por malformación, ya por las manipulaciones destinadas a facilitar la expulsión, tenía a duras penas forma h u m a n a y viviente. A q u í también servía el método condicional. En caso de d u d a se podía decir: "Si estás vivo, yo te bautizo" (Si vivís, ego te baptizo). M o n s e ñ o r Gousset precisa: "En cuanto a las producciones irregulares, pensamos que se debe bautizar a todo m o n s truo q u e salga de mujer, por deforme que sea, por m u c h o q u e parezca u n a bestia. Pero entonces se bautizará con la condición siguiente: Si tu es capax o si tu es homo, ego te baptizo, o sea: «Si eres capaz o eres h o m bre, yo te bautizo». Pero si el feto muere sin que se le h a y a podido bautizar, de n i n g u n a m a n e r a se lo i n h u m a r á en tierra s a n t a " . 12

Ya se ve hasta d ó n d e llegaba la maldición del pecado original. No sólo prometía al feto - a l bebé no b a u t i z a d o - el infierno: i m p e d í a q u e se enterraran d i g n a m e n t e los restos. El influjo de la falta de A d á n llegaba hasta el a l u m b r a m i e n t o y decidía la sepultura en tierra cristiana. Se c o m p r e n d e bien la prisa de los padres. De m o m e n t o el pecado original aparece sin modificaciones en el Catecismo de la Iglesia católica ( 1 9 9 2 ) , que lo describe como u n a suerte de debilidad congénita. " M a r c a d o en su naturaleza por el pecado original, el hombre, en el ejercicio de su libertad, es sujeto de error e inclinación al m a l . " De este m o d o se confirma a los fieles que la Iglesia rom a n a no ha acogido en el menor grado el h u m a n i s m o y su creencia (¿o su i n g e n u a fe?) en la bondad original del hombre. El texto oficial no dice que en ocasiones los hombres son malos —lo cual se justificaría a m p l i a m e n t e - ; afirma que no hay n i n g ú n hombre bueno. Todos llevan la carga fatal de la debilidad y el pecado. 1 3

Los diez mandamientos y los pecados capitales C o n d e n a d o de n a c i m i e n t o a ser débil e imperfecto (lo q u e sin d u d a autoriza las palabras escritas en el siglo XIV por el a n ó n i m o autor de La imitación de Cristo: "Nada le es debido sino azotes y castigo"), el h o m bre cristiano bordeará toda la vida un sistema de pecados e interdicciones resumidos en los diez m a n d a m i e n t o s y los llamados siete pecados capitales. Los mandamientos fueron dados a Moisés por el propio Padre Eterno, rodeado de h u m o y llamas, al impetuoso son de trompetas y truenos, en el monte Sinaí. Un largo pasaje del Éxodo los presenta en forma m u y

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desarrollada y harto a p r e m i a n t e . Moisés por su parte los comenta de este modo: "No temáis, pues Dios ha venido para poneros a prueba, para que su temor esté ante vuestros ojos y no p e q u é i s " . El lugar, el clima, el tono, todo contribuye a privar a los mandamientos de cualquier aire de consejo amistoso; antes bien, tienen el espíritu de una ley de hierro. 15

¿Es menester recordarlos? Sí, porque como reconoce el nuevo catecismo, tanto la división como la n u m e r a c i ó n han variado a lo largo de la historia. El Padre Eterno n u n c a precisó que fueran exactamente diez y, según cómo se cuente, p u e d e n resultar más o menos. Jesús siempre los citó en forma abreviada, limitándolos a cinco o seis. En la cristiandad, las más populares han sido por m u c h o tiempo las formas versificadas ("A un solo Dios has de adorar / y perfectamente has de amar", etcétera), que surgieron en 1 4 9 1 en francés y, por lo demás, no son demasiado fieles a los textos bíblicos. Ateniéndonos al sentido parecería que en su origen, y m u y simplificados, los m a n d a m i e n t o s fueron éstos: I Tu Dios soy yo; I I No harás un Dios a tu i m a g e n ; III No abusarás de su nombre; I V Santificarás el D í a del Señor; V Honrarás a tu padre y a tu madre; V I No matarás; V I I No cometerás adulterio; VIII No robarás; I X No darás falso testim o n i o ; X No codiciarás (comprendida la mujer de tu p r ó j i m o ) . Estas leyes, esenciales en la Iglesia cristiana, desempeñarían cierto papel en la confesión. Llegado el m o m e n t o los teólogos sugerirían q u e la a d m i sión de faltas se hiciera en el m i s m o orden, lo que daría a ciertas listas de pecados u n a forma m u y particular. o

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Los siete pecados capitales h a n c u m p l i d o en el confesionario u n a función m u y semejante y su historia es i g u a l m e n t e confusa. En ocasiones los confesores aconsejan seguirlos uno por uno: orgullo, avaricia, g u l a , envidia, lujuria, cólera, pereza. Pero en principio, diversos ejemplos teológicos d a n prueba de que se p u e d e n e n u m e r a r prácticamente en cualquier orden. En realidad durante mucho tiempo no h u b o seguridad de que fueran siete. Pasaremos de largo la cuestión de estos pecados, m u y alejada de nuestro tema, diciendo q u e san Pablo no aclara su n ú m e r o , q u e Evagro el Póntico (siglo i v ) y Cassiano (siglo v) cuentan ocho y que san J u a n C l i m a c o (siglo V i l ) los reduce a siete. C o n f i r m a d a en el siglo XIII por santo Tomás, esta cifra ya no cambiará, pero en c a m b i o nabrá variaciones de d e n o m i n a c i ó n . A veces avaricia será reemplazada por usura, lujuria por impureza, pereza por "acedía" (término éste oscuro q u e más parece designar descuido o indiferencia). La tradición catequética enseña q u e j u n t o a los pecados capitales h a y otros "que c l a m a n al cielo". S e g ú n el nuevo catecismo, que mezcla un tanto e x t r a ñ a m e n t e pecados históricos y deseo de m o d e r n i d a d , "claman al cielo la sangre de Abel; el pecado de los sodomitas; el llanto

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del pueblo oprimido en Egipto; el lamento del extranjero, la v i u d a y el huérfano; la injusticia con el a s a l a r i a d o " . M á s interesante que estos enunciados teológicos y acaso harto alejado de la masa de los fieles, de la comprensión del cristiano de base, nos parece el c l i m a en que se habla h o y y se ha h a b l a d o siempre de esta cuestión a los cristianos. Por ejemplo, el catecismo reciente enumera estos "pecados que claman al cielo" en un párrafo titulado "Proliferación del pecado". El título muestra a las claras cómo el cristiano se mueve en un universo maligno, preso del pecado y acuciado por él; en resumen, que vive con un constante sentimiento de culpa, lo cual llegado el m o m e n t o justificará la confesión. Estamos tan llenos de m a l d a d q u e es i m prescindible hablar; no se puede guardar en el pecho tanta infamia. 16

"El pecado crea inclinación al pecado", añade aún el nuevo catecism o . Engendra vicio por la repetición de los m i s m o s actos. Fomenta tendencias perversas. Es dado a reproducirse y fortalecerse . El sujeto q u e d a a t r a p a d o en el m u n d o del m a l . Por lo d e m á s san Pablo dijo: "Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos la m i s e r i c o r d i a " . En esta perspectiva (creación, caída, redención) debemos situar los siete pecados capitales, q u e por otra parte son no tanto pecados como fuente de ellos. Precisamente se los l l a m a capitales porque generan otros pecados, otros vicios. En s u m a , no son sino un triste r e s u m e n , . m u y incompleto, del m a l q u e nos acecha. 17

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La Iglesia católica romana (la ortodoxa ha rechazado la distinción) establece una diferencia entre pecados mortales y veniales. Los mortales (crimina lethalia para los teólogos) son evidentemente los más graves. Ponen en peligro la salvación del penitente, lo privan de la gracia santificadora y, para ser más claros, "lo hacen digno de la muerte o la condena e t e r n a " . Los veniales (venialia) son menos penalizables. En efecto, para q u e un pecado sea mortal hacen falta tres condiciones: q u e el asunto sea grave, q u e el culpable tenga conciencia del acto y q u e lo cometa con deliberación. El pecado venial no c u m p l e las tres condiciones a la vez. O bien concierne a algo más benigno, o bien el culpable no comprende qué ha hecho, o bien no lo ha hecho voluntariamente. Es un pecado incompleto, que puede ser condonado con u n a simple oración o una limosna. 19

Tal vez en la existencia de esta categoría de pecados, que no c o m prometen la salvación, se vislumbre una tranquilidad, tanto más c u a n to q u e la Iglesia —como veremos en la historia de la confesión— sólo prevé la confesión completa a un cura en caso de pecado mortal. S i n e m b a r g o todo consiste p r e c i s a m e n t e en saber c u á n d o un p e c a d o es mortal o venial. Sólo un sacerdote puede decirlo. Por eso en casi todos los casos es forzoso consultar y confesarlos todos. U n a vez más encontramos al cristiano bajo sospecha continua.

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La cuestión, según los teólogos, es particularmente ardua. Dirigiéndose a "curas y confesores", monseñor Gousset recuerda q u e a m e n u d o se peca mortalmente sin darse la menor cuenta, incluso en asuntos sencillos sin relación con el sexo. Y da este ejemplo: es mortal, en días de a y u n o , "dar de comer carne a los hijos, los domésticos o los obreros, lo cual desafortunadamente ocurre demasiado a m e n u d o " . Se dirá que esta concepción lleva la marca de su tiempo, el siglo XIX, pero eso la hace a ú n más inquietante. ¿Serán los pecados datos tan variables, tan volátiles que c a m b i a n con las épocas? En tal caso la amenaza es mayor; el pecador tiene m e n o s posibilidades de saber si es culpable o no. Todo lo empuja al confesionario. El cuanto a la gula, pecado q u e sólo parece sencillo a los espíritus desprevenidos, monseñor Gousset debe hacer uso de una página entera para puntualizar en qué casos conlleva la pérdida de la salvación. En el confesionario t a m b i é n habrá que escindir, cortar y diferenciar para responder a preguntas ociosas sólo en apariencia: has pecado, de acuerdo; ¿pero dónde, cuándo, cómo, cuántas veces? Entramos así en otra característica de esta angustiante teoría: la exigencia de detalles, el extremo rigor del e x a m e n de conciencia, la infinita división de los pecados, las precisiones, casos, circunstancias y especificidades de todo tipo que los aligeran o agravan. Después de haber establecido en cinco los casos en que h a y culpabilidad de gula, Gousset desarrolla las condiciones en que otras seis posibilidades entrañarán el infierno. El pecado de gula, nos dice, es mortal: 2 0

1. C u a n d o el h o m b r e se abandona habitualmente a los placeres de la mesa, que en cierto m o d o convierte en fin más allá de beber o comer. 2. C u a n d o bebe o come hasta perjudicar notablemente su salud. 3. C a d a vez que viola las leyes del ayuno o la abstinencia. 4. C a d a vez q u e se vuelve incapaz de c u m p l i r u n a función que está obligado a c u m p l i r so pena de pecado mortal. 5. C u a n d o el exceso en el beber lo lleva a la ebriedad y lo priva del uso de la razón. 6. C u a n d o se excita el vómito para poder seguir bebiendo o c o m i e n d o (Théologie moral, I, p. 1 0 2 ) .

¿Por qué tantos detalles? Porque a veces lo q u e separa el pecado venial del m o r t a l pesa m e n o s q u e u n a brizna de hierba. Es decir q u e casi nada separa la v i d a de la muerte, el paraíso de las llamas diabólicas. No h a y que olvidar la importancia del reto. Encuestas recientes nos indi-

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can que, incluso entre personas que se declaran católicas, la creencia en el j u i c i o final, no digamos ya en el infierno, es cada vez m á s minoritaria. Esto no siempre ha sido así, y la idea de una posible condena eterna (probable, si hay pocos elegidos) no es el menor de los pesos que han soportado las conciencias cristianas.

El juicio final y el infierno La posibilidad de ser juzgado un d í a es dolorosa en sí. Se trata de un m o m e n t o trágico en que cada cual tendrá que decirlo todo, será calado de parte a parte. Pero aquí no podemos acusar sólo a los teólogos de la Edad M e d i a , al m e n o s en p r i n c i p i o . La idea de un d í a del j u i c i o o terrible día de la cólera (dies irae) ya está presente en el A n t i g u o Testamento, donde se dice que, llegado el m o m e n t o , los buenos serán distinguidos de los malos. El Nuevo Testamento ú n i c a m e n t e introdujo precisiones. Resucitarán los muertos, buenos y malos. Cristo vendrá en su gloria escoltado por todos los ángeles. A n t e él se reunirán las naciones y él separará a las gentes como el pastor separa a las ovejas de los cabritos. "Pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda [ . . . ] E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a u n a vida e t e r n a . " Será imposible escapar al tribunal e imposible disimular nada. Los Salmos afirman: "Todo el m a l q u e hacen los viles q u e d a registrado, y ellos lo i g n o r a n " . Sin grandes cambios la Iglesia transmitió este mensaje de siglo en siglo. En los tiempos antiguos se sirvió de imágenes tan fuertes q u e logró inquietar profundamente a los pueblos, al menos si juzgamos por el florecimiento de obras q u e describen los últimos días, ios q u i n c e signos q u e a n u n c i a n el j u i c i o , el terror de la ú l t i m a j o r n a d a . "El temor del j u i c i o —ha dicho H a n n a h Arendt— siempre ha sido más fuerte q u e la confianza en la r e s u r r e c c i ó n . " 21

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Y es q u e se j u g a b a algo capital: ir o no al infierno, eventualmente pasar una temporada en el purgatorio, donde el fuego purificador (ignispurgatorius) obraría su limpieza. Lugares q u e las descripciones imaginarias hacían absolutamente odiosos e insoportables para los espíritus de la época. M u c h o s predicadores se apropiaron del tema, fácil de exponer, ilustrativo y, d a d o su ruido y su furia, de gran persuasión para obtener arrepentimientos. Cientos de pulpitos se hacían eco del sordo rumor de las legiones diabólicas, la crepitación del brasero infernal, los alaridos de los c o n d e n a d o s . S e g ú n el Journal d'un bourgeois de París, en 1 4 2 9 un célebre franciscano predicó ocho días seguidos en el cemente-

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rio de los Inocentes de París, donde por lo demás el hedor era infecto, "desde lo alto de un estrado de a p r o x i m a d a m e n t e u n a toesa y m e d i a de alto, la espalda vuelta al osario, la cara frente a la Danza Macabra". Esta famosa danza, al comienzo pintura, pronto se convirtió en l i bro. Hasta el siglo XVIII h u b o innumerables ediciones (la más bella con ilustraciones de H a n s H o l b e i n ) , agentes eficacísimos de la divulgación de imágenes del infierno, el pecado y los sufrimientos de los condenados. Para el pueblo, para quienes no abordaban la m u e r t e a través de M o n t a i g n e , el infierno a través de Dante o los pecados capitales por las encendidas imágenes de El Bosco y de Brueghel, se puso a p u n t o toda u n a serie de libritos ilustrados que describían y representaban las angustias del tránsito, la ú l t i m a ocasión de arrepentimiento y la tortura infernal de los condenados. Entre los más notables citaremos La danza macabra de las mujeres, La discusión de un cuerpo con su alma, La queja del alma condenada, etc. ¿De dónde venían estas imágenes que se divulgaron sobre todo en torno al Renacimiento? Tal vez menos del cristianismo que de la A n t i g ü e d a d , durante la cual las referencias al infierno habían sido frecuentes y c u y a asidua evocación de la m o r a d a de los muertos —húmeda, fría y siniestra— revivieron los primeros humanistas. Pero la Iglesia añadió su marca. En el infierno de la Divina Comedia, por ejemplo, no h a y llamas; las almas erran penosamente, pero Satán no las q u e m a . Parece ser q u e el infierno de los cristianos, con su fuego y sus abominables diablos, fue descrito por primera vez en el Elucidarium de Honorio, un monje irlandés que hacia 1 1 5 0 se inspiró en ciertas leyendas de su isla, en particular la Visión de Tundal.

Las imágenes del miedo La representación hizo fortuna. El Ars moriendi, una de esas famosas i m p r e s i o n e s en m a d e r a anteriores a Gutenberg, popularizó en todo el O c c i d e n t e cristiano la etapa preparatoria a la condena: el ú l t i m o y terrible c o m b a t e del m o r i b u n d o . Entre 1 4 7 0 y 1 5 0 0 se hicieron de él n u m e r o s a s e d i c i o n e s i n c u n a b l e s . V e i n t i c u a t r o p á g i n a s in quarto, once de ellas xilografías, m u e s t r a n la batalla postrera entre el Bien y el M a l j u n t o a un h o m b r e q u e va a morir. ¿Escuchará el a l m a el ú l t i mo consejo, ascenderá al paraíso o irá a freírse en el infierno? D e m o nios burlones e i n q u i e t a n t e s se a g i t a n en torno al lecho y tiran del a g o n i z a n t e . Infernus factus est, dice u n o ; es decir "Éste es b u e n o para el infierno". Por otro lado h a y ángeles q u e l a n z a n e x h o r t a c i o n e s y aliento. "Firmeza", c l a m a n (Sis firmus). Todos concurren para q u e el

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m o r i b u n d o desespere: unos recordándole sus i n n u m e r a b l e s faltas, los otros e s g r i m i e n d o las ú l t i m a s tentaciones q u e podrían arrastrarlo al horno. Las imágenes del infierno al rojo vivo, especie de asador h u m a n o , son más frecuentes todavía en el Calendrier et compost des bergers (Alm a n a q u e y abono de pastores), otra obra popular c u y a primera edición apareció en Francia a fines del siglo XV. Durante casi tres siglos fue un éxito de ventas. Fue r e e d i t a d a sin cesar con g r a b a d o s nuevos, pero siempre con el m i s m o tema. No era el a l m a n a q u e lo que apasionaba, ni los consejos medicinales de cariz astrológico que ofrecía la primera parte, sino la exposición de la segunda, consagrada al árbol de los vicios (con nada menos que 7 8 3 posibilidades de pecar) y las penas del infierno. C o n s u l t a n d o ediciones elegidas a propósito por su distancia en el tiempo y el espacio —el original de Guyot M a r c h a n d impreso en París en 1 4 9 1 ; la de Nicolás le Rouge, Troyes, 1 5 1 0 ; la de A n t h o i n e Volant, Lyon, 1 5 6 1 , y a l g u n a s populares, en papel basto, q u e los buhoneros del siglo XVlll vendían aún de granja en granja— siempre hemos encontrado idénticas "penas del infierno tal como las contó el Lázaro". Form a n l a m i s m a serie d e grabados d e inspiración sádica - a m e n u d o m u y borrosos, tan grandes eran las tiradas— q u e presentan a los condenados cociéndose en enormes m a r m i t a s hirvientes mientras los diablos los mantienen encadenados o les clavan horquillas en el vientre y a veces en el sexo. ¿ H a y ejemplo más chocante de la voluntad de m u l t i p l i car los miedos? Se dirá que son ejemplos iconográficos que se remontan a m u c h o t i e m p o atrás, al t i e m p o en q u e la Iglesia, entre guerras, m a t a n z a s y h a m b r u n a s , no era la única en difundir temores escatológicos. Bien, pasemos pues al siglo XX. Si en el ú l t i m o cuarto la imagen del infierno se ha deslucido y desacreditado m u c h o , d u r a n t e los tres primeros la Iglesia católica siguió infundiendo m i e d o tanto con la palabra como con la i m a g e n . En la célebre Le cheval d'orgueil, Pierre Jakez Helias narró su infancia bretona en torno a la Primera guerra mundial. M á s de ochenta páginas, bajo el título "Padre nuestro que estás en los cielos", hablan del miedo religioso. Nada tranquilizador en esos primeros años: amor escaso, exig u a caridad, poca comunión de las almas. Se ven, se sienten los inacabables temores. La enfermedad, el nacimiento, la muerte, las ceremonias, los perdones, el paisaje mismo de Bretaña: todo está embebido de una literatura oral que privilegia los miedos, llena de genios, brujas, demonios merodeadores, pero cuyo centro difusor es la iglesia del pueblo. Lo que más oprime el corazón de los habitantes es el dies irae, en el cual los curas no dejan de insistir, no lejos del m a r rumoroso. Es conti-

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n u a la advertencia a tener bien presente el día del juicio. El rector de la parroquia, severo, "los tiene bien en cintura". Nada de bailes o m u y pocos, n a d a de desenfrenos. C a d a d o m i n g o , desde el pulpito, se repite la descripción de los horrores q u e sancionarán la vida descarriada. A h o r a bien, J a k e z Helias no es de familia beata. Al contrario, en su casa son republicanos, casi rojos. Y sin e m b a r g o no escapa a la iglesia, adonde lo envían regularmente, ni a la colección de imágenes pías q u e tapizan las paredes de todas las casas, ni a la oración vespertina q u e hasta 1914 se practicaba en las grandes granjas, ni a n i n g u n a de las ceremonias q u e jalonaban por entonces el calendario católico. Teme la confesión pero agacha la cabeza. Dice sus pecados. Pese a los tufos de hierba de Nicot, demasiado acre para un n i ñ o , "cuando el padre Pelleter abre hacia mí el postigo del confesionario, sofocándome a través de la rejilla con el olor del tabaco, me veo obligado a contarle m i s defectos" . En 1 9 2 3 - i g u a l m e n t e lejos de la Edad Media— asiste a u n a escena memorable. Al pueblo llegan dos o tres monjes de hábito de sayal encordado que durante unos días tronarán contra los pecadores locales, "los q u e desdeñan las vísperas, los jugadores de cartas, los q u e blasfem a n , los tontos reidores de tufo a vino tinto, los disolutos q u e ridiculizan la devoción de sus mujeres y arruinan sin vergüenza el a l m a pura de sus hijitos". La dramatización alcanza el apogeo c u a n d o el padre M a u n o i r saca unos grandes cuadros, cada u n o con u n a pintura edificante. A h í están los pecados capitales, tan frescos c o m o en el siglo XV. S e g ú n la vieja creencia q u e identifica las grandes faltas con ciertos a n i m a l e s y q u e p u e d e rastrearse en b u e n a p a r t e de la iconografía cristiana, el p a d r e muestra el pavo real del orgullo, el m a c h o cabrío de la lujuria, el cerdo de la gula, la tortuga de la pereza, el tigre de la cólera, la serpiente de la envidia y el sapo de la avaricia, las siete bestias rodeando a un diablo con cuernos, barba y garras y u n a h o r q u i l l a por cetro. "Acto seguido - n a r r a J a k e z Helias- el padre e m p u ñ a r á u n a larga vara y, habiéndose r e m a n g a d o como para aplicarse a u n a dura labor, golpeará severamente el p r i m e r cuadro." Podemos i m a g i n a r el efecto de todo esto en el público: " C u a n d o h a y a explicado el último cuadro y salvado definitiv a m e n t e al pecador ejemplar más allá de la muerte, el buen h o m b r e estará sudando a m a r e s . . . La emoción de los niños será tan apabullante q u e permanecerán largo rato en s i l e n c i o . " Encontramos aquí, casi en nuestra época, algo q u e no está m u y lejos —en espíritu si no en talento— del grabado de Brueghel sobre la l u j u r i a (de la serie sobre los pecados capitales), donde, recordemos, u n a mujer se prostituye con una suerte de pez monstruoso. Reconocemos las visiones y la fe q u e tanta vehemencia daban a los predicadores m e 24

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dievales y a otros posteriores, encargados de difundir por d o q u i e r el horror al infierno, lugar de suplicios sin redención, de martirizantes tormentos, de gritos, llanto, rechinar de dientes, pez hirviente, lanzas aceradas, tenazas mortificado ras. Ni siquiera Messier, M é n a r d o Bossuet vacilarían ante las imágenes aterrorizantes. Evocamos a aquel Besse, p e q u e ñ o predicador de los tiempos de Enrique IV que colocaba siete cráneos sobre el pulpito. A m e d i d a q u e avanzaba el sermón se volvía contra cada pecado capital y uno a uno los lanzaba violentamente al suelo. C o n su exiguo material los predicadores de Pierre J a k e z Helias intentaban mantener esta tradición terrorista. ¿Qué se ha hecho hoy de ella? J u a n H u s en su tiempo, o los protestantes poco a poco (pese al rigor a veces perturbador que los ha caracterizado), han denunciado la exagerada escenificación del infierno q u e llevaron a cabo los teólogos católicos. Otros cristianos, más confiados en la b o n d a d de Dios, han condenado el efecto nocivo que obra en las conciencias. ¿Se ha tenido esto en cuenta? En parte sí. Pero el nuevo catecismo, por ejemplo, ¿ha renunciado a las imágenes de un infierno con forma de horno? N a d a menos seguro. Es verdad q u e dice claram e n t e q u e " l a p e n a p r i n c i p a l del infierno consiste en la s e p a r a c i ó n eterna de Dios". Pero en el m i s m o pasaje, unas líneas más abajo, recoge la visión m á s clásica y ardiente de la suerte de los condenados. C i t a a Jesús m e n c i o n a n d o la gehena, "el fuego que no se apaga" . Luego recuerda un texto de M a t e o según el cual "el Hijo del hombre enviará sus ángeles, q u e recogerán de su R e i n o todos los escándalos y a los obradores de i n i q u i d a d y los arrojarán en el horno de f u e g o " . M á s claramente aún el nuevo catecismo indica que la enseñanza de la Iglesia católica afirma la existencia del infierno y su eternidad: "Las a l m a s de aquellos q u e m u e r a n en estado de pecado mortal descienden i n m e d i a t a m e n t e al infierno, d o n d e sufren las penas del infierno, el fuego eterno" . De m o d o que la Iglesia siempre ha utilizado el infierno c o m o acicate de la angustia. Tomaremos un ú l t i m o ejemplo de la encuesta realizada en los confesionarios italianos, no hace m u c h o , por Norberto Valentini y C l a r a di M e g l i o . En la iglesia de San Francisco de Brescia, u n a pseudoconfesada (comparsa de los autores) dice al confesor que m a n tiene relaciones íntimas con el novio y expone su inquietud, el temor de que la Iglesia la rechace. El cura no d u d a sobre el método para devolver al corral a la oveja descarriada. "No en vano tienes m i e d o . ¿Sabes que no te encuentras en estado de gracia y que si mueres irás a las llamas del infierno? ¿Lo s a b e s ? " No estamos en el registro simbólico sino ante u n a clara amenaza, al m e n o s a n t e u n a representación t o t a l m e n t e realista. Por m u c h o s rem o r d i m i e n t o s que sienta, la culpable podría ir directamente a asarse 2 6

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en los d o m i n i o s del diablo. Siempre se ha usado el m i e d o al infierno para refrenar el deseo sexual de los fieles. Q u e d a por saber qué cree el penitente, qué piensa y sobre todo si volverá al confesionario para oír semejante lenguaje. J e a n D e l u m e a u , historiador de las m e n t a l i d a d e s religiosas, ha expuesto varias veces y de distintas formas sus ideas sobre el tema. Las r e s u m i m o s : la insistencia del catolicismo (pero t a m b i é n del protestantismo, durante m u c h o tiempo, pese a negaciones tardías) en el infierno, la c o n d e n a o el pequeño n ú m e r o de los elegidos ha traumatizado e n o r m e m e n t e a los fieles antes de apartar a generaciones enteras del cristianismo.

El hombre, en peligro No obstante no se puede resumir el cristianismo en la visión de lo que amenaza al h o m b r e tras la m u e r t e : j u i c i o final, purgatorio, infierno. Los peligros no son menores en el propio m u n d o , porque en él se viven las etapas que podrían conducir al tormento eterno. Nuestro destino se forja en lo inmediato, entre peligros, tentaciones, falsos amigos, hijos de Belcebú. La vida del hombre en el m u n d o no es más que angustia constante. Todo lo acecha: el diablo, los otros, sobre todo la mujer. Desde su origen el cristianismo ha insistido sin cesar en el hecho de que todo hombre está rodeado de pervertidos y pervertidores, el primero de los cuales, por otra parte, se encuentra en él m i s m o , en sus profundidades, sus deseos secretos, su materialidad. "Tu cuerpo es tu enemigo", decía por ejemplo u n a frase del Boek van den Pelgherym (Libro del peregrino) publicado en H a a r l e m en 1 4 8 6 . No se puede confiar en nadie. El diablo está allí, siempre cerca. Porque para el cristianismo h a y en todo, constantemente, u n a suerte de simetría. Así, por ejemplo, a los siete pecados capitales corresponden las siete virtudes (tres teologales: fe, esperanza, caridad; cuatro cardinales: justicia, prudencia, fortaleza y templanza); y los diablos, ángeles rebeldes, son el contrapeso exacto de los ángeles fieles. Pero el combate entre justos e inicuos, entre elegidos y rechazados, tal como lo narra el Apocalipsis, no ha terminado. El encuentro final está por venir. Entretanto el m u n d o es la liza. Los premios de los vencedores son las almas. Nosotros sólo somos u n a apuesta. Al menos durante cuatro siglos, del XIV al XVIII, el diablo campeó por nuestra sociedad. Lutero lo vio con sus ojos. U n a fuente inagotable de precisiones sobre el t e m a es Dionisio el C a r t u j o ( 1 4 0 2 - 1 4 6 0 ) , el m i s m o que ajustó la primera visión del infierno de Honorio de A u t u n y le dio forma casi definitiva, añadiéndole el personaje del demonio ten-

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tador y perseguidor de buenas conciencias. Las grandes epidemias de caza de brujas no ocurrieron en la Edad M e d i a , como se cree frecuentemente, sino en el Renacimiento, y se prolongaron hasta el siglo XVII. Incontables obras debidas no ya a teólogos sino a jueces, laicos que a veces invocan la razón y la ciencia, afirman que las brujas existen. Parece que el ciclo represivo se desató con la bula Summi desiderantes de Inocencio VIII, de 1 4 8 4 . Antes de finalizar el siglo XV, el Martillo de las brujas, obra variopinta pero llena de información, daba ya toda clase de indicaciones sobre las costumbres de las secuaces del diablo. Una vez comenzadas las matanzas hay un florecimiento de literatura diabólica. M á s adelante establecerían u n a larga autoridad la Démonomanie de Jean Bodin, publicada en 1 5 8 0 , y el Discours des sorciers de Boguet ( 1 5 9 1 ) , obra de tono a ú n más dramático escrita por un gran juez del condado de Borgoña. En 1595 Nicolás Rémy, juez de Lorena y al parecer responsable de más de cuatro mil ejecuciones, confirma la o m n i presencia del diablo y sus acólitos entre los hombres. La lista de t í t u l o s sobre la brujería es i n t e r m i n a b l e . Para s i t u a r mejor las grandes obras de época citaremos a q u í la profesión de los autores; así se verá hasta q u é p u n t o la teología del infierno h a b í a vivido como parásito en las conciencias laicas. Pierre le Loyer, referencia o b l i g a d a de los d e m o n ó l o g o s de su t i e m p o por el Discours et histoire des spectres, visions et apparitions des esprits, anges, démons et ames ( 1 5 8 6 ) , era n a d a m e n o s q u e consejero del rey en el tribunal de A n gers. Pierre de Lancre justificó su Incrédulité et mécréance du sortilege ( 1 6 2 2 ) por su e x p e r i e n c i a de m a g i s t r a d o en el País Vasco. J a c q u e s Fontaine no habría p o d i d o publicar Des marques des sorciers ( 1 6 1 1 ) de no haber sido un m é d i c o q u e a m e n u d o d e b í a e x a m i n a r a posesos. En honor del espíritu h u m a n o citemos t a m b i é n a a l g u n o s c o n t e m poráneos q u e no entraron en el sistema de persecución y expresaron al menos d u d a s sobre las infiltraciones diabólicas: sin d u d a M o n t a i g ne en sus Ensayos ( 1 5 8 0 - 1 5 8 8 ) , pero ya antes el religioso U l r i c h M o lito (De Lamiis, 1 4 8 5 ) y el m é d i c o a l e m á n J u a n W i e r (De praestigiis daemonum, 1 5 6 4 ) . Pocos, en definitiva, frente a la m a s a de escribas q u e i n v a d i e r o n el m e r c a d o del libro con d e s c r i p c i o n e s de las infamias de Satán. En todo caso el pueblo no tenía la menor duda. Boguet afirmaba: "Los brujos a n d a n de a miles por la tierra, multiplicándose c o m o las orugas de nuestro jardín"; y se le creía. Sobre todo se veía una enorme cantidad de hogueras: entre 1 4 8 0 y 1 6 3 0 ardieron en Europa varias decenas de miles. Acaso lo que más aterrorizaba eran los casos de posesión, de personas cualesquiera, normales, de buenos cristianos q u e un día eran "insuflados", infectados por un brujo. La diferencia entre brujos y posesos

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se deduce de u n a frase de Boguet: "El brujo es aquel q u e se esfuerza por conseguir algo por medios diabólicos y a sabiendas." A q u í la expresión esencial es "a sabiendas". ¿Qué es un brujo? Para empezar alguien q u e interrogado, encerrado y torturado, confiesa que es brujo. ¿Qué confiesa? Q u e ha tenido contacto con el diablo, q u e ha hecho un pacto y entablado un intercambio. Él ha aceptado conceder ciertas cosas, por ejemplo su alma, y recibido )oderes maléficos. El acto de subordinación al diablo fue plenamente ibre: actuó "a sabiendas". En cambio el poseso no deja de jurar que es inocente. No cabe d u d a de que es devoto del Dios cristiano, pero el M a l i g n o lo ha penetrado. Establecido su poder lo obliga a cometer tal o cual mala acción, a proferir tales o cuales palabras impías. Pero el poseso lo lamenta y se excusa: él no quería hacerlo. Claro está que el diablo de marras no apareció por su cuenta. Fue enviado por un auténtico brujo; eso afirma al menos el poseso, que acto seguido lo denuncia a la Justicia. Si al fin lo hace, al brujo no le sirve de nada proclamarse inocente: lo encierran, lo interrogan y a m e n u d o lo torturan hasta que confiesa. El círculo sigue pues sin fin. Los posesos no son brujos, pero los brujos hacen posesos que a su vez d e n u n c i a n a los brujos. La atmósfera de comienzos del siglo XVII - c o n los casos Gaufridy en Aix y Urbain Grandier en Ludún— se enturbió particularmente con el h u m o de las hogueras. La incorporación del diablo, voluntaria o no, en individuos que se codeaban con él todos los días multiplicaba copiosamente las causas de i n q u i e t u d de la sociedad. En todo caso se encontraba rápidamente al responsable de c u a l q u i e r desgracia. Todo era c u l p a del d i a b l o y sus conversos o vecinos: los tullidos, los más feos, los mendigos, los herejes y también los j u d í o s , que pagaban a m e n u d o si a una ciudad llegaba u n a enfermedad o al campo la helada, el granizo o la sequía. El otro, el extranjero, el diferente, era un enemigo en potencia; porque todo hombre podía hacer el mal aun si no era diablo. Ésta sigue siendo en el fondo la doctrina del nuevo catecismo, que insiste en presentar la vida como combate constante entre justos y pecadores, entre el Bien y el M a l . El hombre, que ha abusado sin cesar de su libertad, "ha s u c u m b i d o a la tentación y c o m e t i d o el m a l . . . Así pues la v i d a toda de los hombres, individual y colectiva, se manifiesta como una l u cha dramática entre el Bien y el M a l , la luz y las tinieblas" . Podemos sucumbir incesantemente sin casi saberlo: tal fue el mensaje constante del cristianismo entre los siglos XIII y XVIII. Una verdadera fobia contra el mal, la enfermedad y la condena atravesó nuestras sociedades. La expresión variaba según los individuos. En las conciencias se impuso la corriente rigorista y con ella la interiorización de los sentimientos. Para luchar contra el m a l había que fortalecerse, analizar los

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actos más insignificantes, no permitirse ni perdonarse nada. En el siglo XVII abundaba esta conducta. A veces el efecto era inverso. La amenaza de la muerte, la imposibilidad de hacer una vida realmente justa empujaba a algunos al delirio total. Perdidos irremediablemente se soltaban la cabellera. Así, cuando en 1722 cayó la peste sobre Avignon la desesperación fue tal q u e m u c h o s se creyeron autorizados a c u a l q u i e r cosa. H u b o que expulsar a enfermeras sorprendidas en pleno exceso. No sólo se habían entregado a licencias sexuales, sino q u e habían j u g a d o a pídola sobre los cadáveres del hospital. La proximidad de la muerte desquicia. El miedo desquicia. Muchas ciudades cerraron las puertas, como muchos cristianos cerraron el corazón. Sabemos a cuándo se remontan las representaciones de la muerte horrible. A partir de 1 3 5 0 y d u r a n t e varios siglos, cuando sobre Europa se cernieron todas las calamidades - i n c l u i d o un enfriam i e n t o del clima en el siglo X V I I - , una buena parte de los creyentes, influida por las negativas ideas que transmitía el cristianismo, vivió en u n a angustia constante. Se pensaba sin cesar en la muerte, a la cual no escapaba nadie. Lo había dicho san Pablo: "Tal es la condición de los hombres" (Statutum es ómnibus hominibus semel mori). Un breve m a nual para los que acudían a confesarse, La confession coupée, recuerda que debemos preocuparnos por la muerte y prácticamente sólo por la m u e r t e . "¿Lo sabes bien, a l m a mía? ¿Piensas en ello de vez en c u a n d o ? " El tono general de la obra indica que ese de vez en cuando debe interpretarse en realidad como un siempre. La vida no podía ser sino u n a meditación de la muerte. Sabemos a qué condujo la desesperación. Proliferaron ceremonias p e n i t e n c i a l e s d o n d e a veces los hombres se azotaban, se arrastraban )or el suelo, se infligían heridas graves. Histéricas procesiones de flageantes hacia 1 3 5 0 . Predicadores que auguraban por doquier la llegada del A n t i c r i s t o , el fin del m u n d o y, c o m o en 1 5 1 3 dijo el h e r m a n o Francesco en un p u l p i t o de Florencia: " S a n g r e , sangre en las calles, sangre en el río, arroyos de sangre, lagos de sangre, ríos de s a n g r e " . C i u d a d e s q u e se proclamaban nuevas Jerusalén, locos de Dios que pretendían ser príncipes y a la vez fundadores de u n a nueva era, primeros cristianos en vivir ese millenium q u e debía preceder al j u i c i o final. En espera del fin ineluctable se redoblaba la severidad de las persecuciones contra los enemigos de Dios, como para dar al menos pruebas de b u e n a voluntad. C o m o se sabe, fueron malos tiempos para los judíos. Pero t a m b i é n para un sinnúmero de aislados, de h u m i l d e s , de gentes de extramuros. La menor a n o m a l í a reforzaba las sospechas. La terapia del arrepentimiento pasaba por la vigilancia de los demás, de todos los demás. Hasta los pobres —¡en el cristianismo!- pasaron a veces a ser e n e m i g o s públicos. En 1 6 7 6 el jansenista Godofredo Her3 1

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m a n t pidió prácticamente que se los matara: "Los pobres son espectros odiosos q u e inquietan el reposo del particular, i n t e r r u m p e n la alegría de las familias y arruinan la t r a n q u i l i d a d p ú b l i c a . H a y q u e acallar el clamor de esos miserables". Y el abacero, ¿no envenenaba los a l i m e n tos, como el idiota de la aldea los pozos? ¿No se dedicaba la c o m a d r o na a practicar abortos? Se apuntaba sobre todo a ésta; y en el reino de la sospecha q u e el cristianismo instauró en cierta época había u n a razón especial p a r a q u e la desdichada fuese objeto de v i g i l a n c i a c o m o probable cómplice del d e m o n i o : era mujer.

La mujer, causa de todos los males No se puede decir que el cristianismo despreciara a la mujer. Al contrario, la veneraba. Para los católicos, la V i r g e n , madre del Salvador, era objeto de un culto profundo, sincero y u n á n i m e q u e h o y casi no existe. M a r í a era el ideal, mujer concebida sin pecado original, madre sin haber copulado, parangón de dulzura y de perdón i n i g u a l a d o . A las demás mujeres les bastaba simplemente con parecérsele. Debían ser ellas también vírgenes, buenas y generosas. El problema es que no era posible en un sistema religioso que al m i s m o tiempo les exigía garantías para la procreación, y casi sin límites. Nada podía ser más bello, puro y santo que la verdadera mujer cristiana, pero la mujer idealizada según el m o d e l o m a r i a n o era un ser imposible. En cuanto a las otras, las mujeres de la vida diaria, las reales, casi todos los teólogos decían claramente q u e no valían gran cosa. Al contrario, mejor era desconfiar de ellas. Esas mujeres eran una faceta más de la angustia cristiana, un peligro permanente y terrible. Semejante concepción, sostenida por la mayor parte de los teólogos al menos hasta el siglo XVII, resulta harto extraordinaria en una religión cuyo fundador j a m á s expresó h a c i a las mujeres h o s t i l i d a d a l g u n a , y tampoco condescendencia. Al parecer, de hecho, ni siquiera las creía más inclinadas al pecado que los hombres. Los evangelios muestran a Jesús acompañado con frecuencia de mujeres por las q u e muestra respeto. Las acepta en su círculo, recibe sus homenajes. ¿Que u n a de ellas acaba de pecar gravemente? Él perdona a la adúltera y evita que la lapiden. M á s de u n a vez se ha dicho q u e la amistosa disposición de Jesús para con el otro sexo había escandalizado a sus seguidores. C o n san Pablo la condición de la mujer es más tenue. C o n una audacia increíble para la época, sin duda rompiendo con cuanto se pensaba, habla claramente de igualdad entre los sexos. C a d a uno se debe al otro; cada uno es señor del cuerpo del otro. Pero en materia social Pablo no

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puede dejar de obedecer la ley dominante. El hombre m a n d a y la mujer obedece. El argumento se basa en la historia del m u n d o y la voluntad de Dios: el hombre no ha salido de la mujer, sino ésta del h o m b r e . Por tanto él es el jefe, como Cristo es el jefe de todos los hombres. Esta concepción que, pese a la sujeción jerárquica, deja a la mujer un lugar parcialmente d i g n o —san Pablo la l l a m a t a m b i é n "gloria del h o m b r e " - dejará paso rápidamente a otra que la describe como criatura moralmente inferior, odiosa y además incomprensible. M á s adelante examinaremos cuánto debe esta visión a la ciencia de la época, pues si la mujer espanta es sobre todo por sus reglas sangrantes ya d e n u n c i a das por P l i n i o , sus senos lechosos, su vientre capaz de t r a n s m i t i r la vida: en s u m a , por el carácter misterioso de su cuerpo. Limitándonos a la teología, por m u c h o tiempo advertiremos la indignación contra su debilidad, su c u l p a b i l i d a d , su necedad y su sexualidad desvergonzada. Heredera de la Eva j u d í a y la Pandora griega, la mujer cristiana es pecadora por naturaleza. Sin d u d a el hombre está hecho a imagen de Dios, pero ella no, sostendrá Graciano en su Decreto (c. 1 1 3 0 ) ; y uno se pregunta cómo la veía el autor. C o m o a una bestia, quizá. Al final del Imperio romano san A g u s t í n ya ha precisado que el hombre es el a m o y la m u j e r la esclava (sermón 3 2 2 ) . S a n t o T o m á s , en la Suma ( 1 2 6 6 - 1 2 7 3 ) , afirma que, en tanto i n d i v i d u o , la mujer es "un ser endeble y defectuoso". Para otros más tiene todos los defectos. Bajo el título Tout commerce fréquent et assidu entre les deux sexes, un librito moralizante m u y reeditado en el siglo X V I I I e n u n c i a algunos de ellos. Las mujeres son " i m periosas, i n t e r e s a d a s , celosas, i n c o n s t a n t e s , e n e m i g a s i m p l a c a b l e s , amigas infieles, confidentes poco seguras, taimadas, caprichosas, tercas y supersticiosas" . El autor añade que no quieren al marido, a los hijos ni a los padres: se quieren a sí m i s m a s . Benedicto, el teólogo lionés del siglo X V I , hace una deslumbrante demostración de todos los defectos femeninos analizando las letras que c o m p o n e n la palabra mujer en latín ( M V L I E R ) : M significa mal; V , v a n i d a d de vanidades; L , lujuria; I, la ira q u e a l i m e n t a n o la cólera, q u e es su pecado favorito; la E las designa como Erinnias, furias legendarias y deidades de la venganza; finalmente la R indica que no p u e d e n conducir sino a la r u i n a de las ruinas. Evidentemente la mujer es bella, pero esto t a m b i é n puede explicarse. Se trata sólo de una apariencia. Odón, abad de C l u n y en el siglo X, sostiene q u e la belleza de la mujer es superficial, q u e no traspasa la piel: "Si los hombres vieran q u é h a y bajo la piel, la visión de las mujeres les haría zozobrar el corazón". ¿Para qué una a p a r i e n c i a tan fina y d e l i c a d a sobre tanta vileza y fealdad internas? Para seducir mejor, para conducir más fácilmente al hombre al infierno. Pues la mujer es aliada del d e m o n i o . Ya lo gritaba 33

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Tertuliano en el siglo II: ",-Mujer, eres la puerta del diablo!" Y todo el m u n d o sabe todavía q u e "la casa de la mujer licenciosa está en el camino de los muertos". Al m i s m o tiempo se fue desarrollando lo que Jacques Solé ha l l a m a do "mito clerical de la lascivia femenina". En este punto abreviaremos las referencias, tanto más cuanto q u e volveremos a hablar de ello más adelante. P r e g u n t é m o n o s más bien a q u é se deben esas acusaciones. Podríamos pensar q u e se considera a la mujer un caso particular del oprobio q u e el c r i s t i a n i s m o ha a d j u d i c a d o al sexo allí d o n d e se encuentre, incluido el m a t r i m o n i o . Pero a u n q u e se lo acuse de tener el corazón lleno de bajeza, n u n c a se identifica al h o m b r e con un simple falo, un reclamo constante al amor libidinoso. Es deseo y concupiscencia, sí, pero esencialmente víctima. La mujer es lubricidad, sexualidad desatada y tentadora; e n g a ñ a y corrompe. La diferencia de rigor con q u e se juzga en este sentido a hombres y mujeres resalta claramente en la m a n s e d u m b r e q u e a m e n u d o se atribuye a los propios sacerdotes. Un texto del siglo XVI habla de la i n q u i e t u d q u e despertaba un cura q u e había pasado largo tiempo sin concubina. La gente temía que fuera e u n u c o o sodomita. El pueblo no quería saber nada de é l . La mujer entonces constituye un peligro, una amenaza constante a la vez material y espiritual. Participa en la omnipresencia de la angustia. H a y una sola solución: huir de ella, alejarse a cualquier precio. En rigor la mujer sólo será soportable en tanto virgen o religiosa, o bien si es m u y casta, si vive en silencio y sumisión consagrándose a los hijos y saliendo apenas de la casa. Sólo esta discreción puede salvarla: en todos los demás casos, peligro. A este respecto el ya citado Commerce fréquent es formal y rico en recomendaciones. H a y q u e huir de la fornicación, dice; no combatir sino escapar. C o m o el casto José, hay que dejar el m a n t o entre las manos de la egipcia. M e d i a n t e anécdotas de las que no parece d u d a r pese a su carácter legendario, el Commerce fréquent muestra hasta qué punto Dios no quiere a las mujeres. En Bassano, Calabria, existe una iglesia dedicada a la V i r g e n que les tiene prohibida la entrada. Apenas u n a de ella la traspasa "se oyen en el aire truenos espantosos". Es preciso que la mujer se vaya, ese lugar santo no es para ella. No es la única versión q u e da el libro sobre la i n c o m p a t i b i l i d a d entre la s a n t i d a d y la mujer. Otra habla de un santo solitario l l a m a d o Tomás a quien un día enterraron en A n t i o q u í a . Por razones de c o m o d i d a d , a la m a ñ a n a siguiente pusieron en la m i s m a fosa —que aún estaba abierta— el cadáver de u n a mujer. Tres horas después éste salió de la tierra por sí m i s m o . Enterrado u n a vez más volvió a emerger a la superficie: el hombre de Dios no quería de n i n g ú n m o d o que enterraran a la mujer en la m i s m a t u m b a donde él estaba. 3 5

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¿Puede decirse q u e hoy ha desaparecido la maldición que por tantos siglos lanzó la Iglesia católica sobre las mujeres? Sin d u d a , sobre todo porque desde hace tiempo ellas forman el grueso del batallón de fieles; y porque se han sabido defender l e g í t i m a m e n t e hasta conseguir ocupar el lugar que les corresponde, o casi, entre los hijos de Dios. Sin embargo uno se queda pensativo cuando, al consultar el reciente Catecismo de la Iglesia católica, lee un párrafo titulado "El m a t r i m o n i o bajo el signo del pecado". Pues allí están p l a s m a d a s las siguientes líneas: "Todo hombre vive la experiencia del mal, alrededor y en sí m i s m o . Esta experiencia también se hace sentir en las relaciones entre h o m b r e y mujer. Desde el origen de los tiempos la unión entre ambos se ha visto amenazada por la discordia, la voluntad de d o m i n i o , la infidelidad, los celos y conflictos q u e pueden llegar al odio y la ruptura" . La mujer ya no está m a l d i t a , es cierto; los errores parecen compartirse. Pero la c o m p a ñ í a de la mujer siempre será causa de problemas, de peligros diversos. En todo caso m u y a m e n u d o el amor sigue vinculado a la infelicidad. 3 6

El momento de la urgencia El último elemento suscitador de m i e d o que querríamos destacar en el cristianismo tradicional es la urgencia. La podemos resumir en la siguiente fórmula: cristianos, es más tarde de lo que creéis. La dramatización de la existencia h u m a n a que comporta este mensaje no p u e d e atribuirse exclusivamente a la Iglesia; ya la encontramos en los evangelios, donde tanto insiste Cristo en la necesidad de convertirse enseguida. El Padre está al llegar. No obstante, la a n g u s t i a del m o m e n t o final se intensificó desde mediados del siglo XV, sin d u d a motivada por la famosa peste de 1 3 4 8 , q u e llevó a la t u m b a a la cuarta parte de los habitantes de Europa. D u rante al menos un siglo la situación fue tan dramática que parecía i m posible que durase mucho. Todo a n u n c i a b a el fin. H a c i a finales de la Edad M e d i a el s e n t i m i e n t o g e n e r a l i z a d o era, según la expresión de Huizinga, que "se aproximaba la aniquilación". Entre 1450 y 1 5 0 0 , en xilografía o tipografía, apareció un n ú m e r o considerable de ejemplares del Apocalipsis. Parece c o m o si los lectores h u b i e r a n q u e r i d o informarse sobre lo q u e no tardaría en llegar. El tiempo en sí d a b a m i e d o . Del siglo XVIII a comienzos del XX, época dorada del cientificismo optimista, p r e d o m i n ó la fe en el progreso, la confianza en q u e el futuro traería felicidad política y material. En la Edad M e d i a , cuando los teólogos sentaron las bases de ese cris-

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t i a n i s m o severo que no siempre se ha dejado atrás, la m e n t e c o m ú n creía precisamente lo contrario. Se pensaba q u e el t i e m p o conducía en lo personal a la enfermedad y la muerte y en lo universal a las catástrofes y a un terrible j u i c i o de toda la h u m a n i d a d ; y todo esto ocurriría m u y pronto, mientras los pecados no dejaban de m a n c h a r n o s . Era el tiempo de la i n m i n e n c i a . Si cabe la i m a g e n había que enderezarse enseguida, no dejarse pillar con el trébol en la mano. A h o r a bien, tanto para uno c o m o para todo el m u n d o la muerte llegaría de improviso. Esta idea siempre ha sido parte del cristianismo y no es u n a de las menores causas del terror que transmitió por tanto tiempo, si es que no lo sigue haciendo: la muerte no previene al culpable. La noción se expone claramente, por ejemplo, en un texto que se usó m u c h o tiempo y aún se reeditaba en 1 8 3 0 : "Tal como ladrón que i r r u m p e d e n o c h e y a t a c a e n l a p r o f u n d i d a d del s u e ñ o , v e n d r á l a muerte a sorprenderos en el sueño y la noche del p e c a d o " . S o m e t i d o a estas condiciones trágicas el h o m b r e cristiano no ha podido sino vivir en estado de alerta, en i n q u i e t u d permanente. M a l o en sí desde el nacimiento, rodeado de perfidias y tentaciones, destinado a un j u i c i o en el cual no podría ocultar nada, estaba en u n a situación delicadísima, por no decir desesperada. Lo que asombra en el cristianismo, sobre todo cuando se compara con otras religiones, es q u e no deja espacio alguno al hombre justo. El hombre sin pecado no existe ni siquiera entre los santos. Todos cometemos al menos algunos pecados veniales, y eso ya es demasiado. San A g u s t í n muestra cómo la a c u m u l a c i ó n de pequeñas faltas se convierte en falta grave: 37

El hombre no puede evitar los pecados, al menos los leves. Pero estos pecados leves no has de tenerlos por anodinos: si los tienes por anodinos al pesarlos, tiembla cuando lleg u e la hora de contarlos. M u c h o s objetos ligeros hacen u n a gran masa; m u c h a s gotas llenan el cauce de un río; muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? La c o n f e s i ó n . 38

Henos allí. Somos corruptos, vivimos hundidos en la corrupción y por eso nos hace falta confesarnos sin cesar. La angustiosa teoría del pecado, la representación cristiana y especialmente católica de un m u n d o d o m i n a d o por el M a l y sus cómplices, la perspectiva en fin de una salvación dudosa, de u n a "puerta estrecha", demasiado estrecha para salvarse, conducían directamente a la confesión, p r i m e r a etapa del sacram e n t o de la penitencia.

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Frente a la condición trágica del destino h u m a n o —que sin d u d a no h a b í a fabricado ella, p e r o a c u y a d r a m a t i z a c i ó n h a b í a c o n t r i b u i d o g r a n d e m e n t e - , la Iglesia advirtió el peligro con claridad: que pareciéndole casi imposible salvarse, el hombre se descorazonara. Tal vez la atonía de los fieles fuese un riesgo aún mayor. Podía entrañar consecuencias sanitarias y sociales: exceso de escrúpulos en todas las actividades h u m a n a s y aun paralización, neurosis obsesiva del error, renuncia, retiro aterido a los conventos, el ablandamiento de la sociedad entera. Es por eso por lo que todos los cristianos buscaron tranquilizantes. H a c í a ya m u c h o que, junto a la confesión, la Iglesia católica h a b í a puesto a punto una serie de prácticas destinadas a calmar al fiel, atenuarle la angustia y persuadirlo de q u e no todo estaba perdido. Así se explican, al menos en parte, las imágenes piadosas, el culto a los santos protectores, los cirios, los peregrinajes, las oraciones por los muertos: en s u m a , una cantidad de prácticas para serenar, invitar a la acción y el coraje, contrarrestar la inmovilizadora p i e d a d m a n i q u e a en la cual no h a y q u e hacer ni tocar nada porque todo es material y malo. Lutero d e n u n c i ó que semejante arsenal era un desvío hacia la m a gia, los talismanes, los hechizos. Y a u n q u e buscaba alcanzar el m i s m o objetivo, consciente de los terribles miedos q u e e n g e n d r a b a la c a í d a del hombre, creía en una solución teológica: el creyente debía llegar a la certidumbre de no estar perdido mediante la justificación por la fe. M á s a d e l a n t e veremos si esta c e r t i d u m b r e , por c o m p l e t o i n t e r i o r y m u y teórica, bastaría para desbloquear las conciencias protestantes, tan agobiadas como las católicas. En el catolicismo la clave de la salvación sería el confesionario, centro del dispositivo de penitencia y tranquilizamiento. "Ella [la confesión] es el único c a m i n o q u e tenemos para volver a Dios, de q u i e n nos ha separado el pecado", afirma Laurent S c u p o l i . Sólo la confesión p e r m i t e transformar los remordimientos que el cristiano siente por las faltas de ayer en arrepentimiento, que está vuelto hacia el porvenir. El arrepentimiento es salvador y d i n á m i c o . Brinda al h o m b r e —ese vil g u sano lleno de i n m u n d i c i a y suciedad, como dice Dionisio el C a r t u j o , ese ser formado de "esperma inmundo", según palabras de Inocencio I I I el control de su destino, u n a dignidad verdadera y toda la d i m e n s i ó n de la esperanza, al menos en teoría. Perdonado, consciente de sus errores, decidido a no cometer más, el católico vería de nuevo la salvación a su alcance. Esto es lo que hoy sigue diciendo el catecismo. Por la penitencia el pecador se remite al juicio misericordioso de Dios y en cierto modo anticipa el juicio final, "porque es ahora, en esta vida, cuando se nos ofrece la elección entre la vida y la muerte, y sólo por el camino de la conversión podemos entrar en el Reino del cual se excluye el pecado g r a v e " . 3 9

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H a b í a que tranquilizar, porque es el papel de todas las religiones, y h a b í a q u e t r a n q u i l i z a r m u c h o p o r q u e m u c h o se h a b í a asustado. El confesor se volvió un personaje insustituible entre el hombre y Dios, entre el h o m b r e y la m u e r t e , entre el h o m b r e y la m u j e r y entre el hombre y él m i s m o . D e b í a dar al cristiano la posibilidad de h u i r de la angustia, de ese Dios terrible y punitivo suscitador de un m i e d o a b u n dantemente alimentado. ¿Pero podía la absolución pesar tanto c o m o el fardo de pecados y anularlo? ¿Alcanzó la esperanza la m a g n i t u d de la desesperanza? ¿Se disipó la tensión por la válvula del confesionario? ¿O, al contrario, la terapia sólo acentuó el mal q u e debía combatir?

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Porque había dramatizado quizá en exceso la vida de los fieles, la religión cristiana debía ofrecer un exutorio a las tensiones generadas, un procedimiento que permitiera atenuar el efecto de los pecados y aliviar las conciencias. Por eso existen el bautismo y la c o m u n i ó n , dos sacramantos estrechamente relacionados. El bautismo (palabra que significa ablución, inmersión) borra el pecado que el h o m b r e trae al nacer y, cuando se administra a los adultos, los q u e comete después del nacimiento. Definir la c o m u n i ó n es más complejo. Podría decirse que es el alimento del alma porque consiste en comer, en forma de pan y vino, el cuerpo y la sangre de Cristo en la Santa Mesa, esto al menos una vez al año y en todo caso en Semana S a n t a . Dicho de otro modo, mediante la comunión el fiel participa en el sacrificio renovado de la C e n a . "Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre", dijo Jesús a los discípulos, tendiéndoles el pan y la copa, antes de pedirles: "Haced esto en conmemoración m í a " . Pero para participar en el sacramento h a y q u e tener el corazón especialmente puro. Para los católicos - a u n q u e ortodoxos y protestantes no h a y a n aceptado nunca la condición— es preciso haber confesado obligatoriamente los pecados a un sacerdote. 4 1

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A su vez la confesión se define así: una acusación sacramental que hace el pecador, llevado por el arrepentimiento de sus pecados, para obtener perdón "por la virtud de las l l a v e s " . En el vocabulario teológico las llaves significan el poder de atar y desatar las faltas sobre la tierra; un poder de perdón que Jesús habría transmitido a los apóstoles y éstos habrían pasado a los papas ("las llaves de san Pedro"), obispos y confesores. Según san J u a n , las palabras de Jesús fueron éstas: "A q u i e nes les perdonéis los pecados, fes quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedarán r e t e n i d o s " . H a b i e n d o recibido esta absolución, el penitente católico se hace digno de participar en el misterio de la c o m u n i ó n eucarística, donde se supone que el pan y el vino (por 43

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la transustanciación) se transforman en verdaderos cuerpo y sangre del Redentor. ¿De dónde proviene el ritual de la confesión? ¿ C u á n d o empezó? En esta p e q u e ñ a reseña histórica es difícil responder con precisión. No obstante conocemos ciertas etapas. Para empezar digamos q u e si bien es un sacramento católico (uno de los siete) m u y particular, al p u n t o de no tener n i n g ú n equivalente exacto en el amplio abanico de las religiones, el principio de purificación se encuentra frecuentemente ya en la A n t i g ü e d a d .

Ritos de purificación Respecto a los pecadores -y todas las religiones tienen los suyos— sólo hay tres actitudes posibles: excluirlos, indemnizar por ellos a la divinidad o perdonarlos. Platón recomendaba expulsarlos de Atenas. Los romanos privaban "de agua y de fuego" a los grandes culpables —homicidas, por e j e m p l o - , de m o d o que, haciéndoseles imposible la vida en la ciudad, tuvieran que exiliarse. También los judíos, en especial los de la exigente secta de Q u m r a m , apartaban de la c o m u n i d a d a los transgresores por períodos que iban de diez días a dos años. En todas las latitudes, en nombre del principio según el cual el crim e n pide venganza y la sangre l l a m a a la sangre, se aplacaba a las divinidades con sacrificios expiatorios. Los babilonios degollaban animales y los aztecas, a veces, seres h u m a n o s . Entre los primeros judíos, el día de Yom Kippur el gran rabino inmolaba un toro en el templo de Jerusalén. C o n el t i e m p o se introdujeron p r o c e d i m i e n t o s más suaves, entre ellos la remisión de las faltas, pero las fechas son inciertas. Numerosas sociedades adoptaron el rito del agua. En Palestina, uno de los primos de Jesús, J u a n llamado el Bautista, pedía a los fieles que volvieran el corazón hacia Dios mientras él los sumergía. El agua lavaba los pecados a condición de que el corazón lamentara las faltas. El propio Jesús se sometió a este rito que sin duda está en el origen del bautismo cristiano, quizá incluso del segundo y hasta del tercer bautismo que hubo que instaurar porque los hombres, pronto se hizo evidente, nunca paraban totalmente de pecar. Así comenzó la historia de la "comunión frecuente". En su corta vida Jesús perdonó las faltas; al menos dijo a los pecadores que les eran perdonadas. De m o m e n t o no entraremos en la polém i c a sobre la interpretación de los evangelios, q u e enfrenta a católicos y protestantes. No parece q u e Jesús pidiera confesiones particulares, escuchara a los primeros fieles en audiencia privada o arrastrara por los

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c a m i n o s un confesionario, m u e b l e que se empezaría a ver m u c h o más tarde. Pablo no es mucho más claro en esta cuestión. Da, sí, una breve lista de pecados que h a y que evitar —impureza, idolatría, codicia—, pero parece ignorar la c o n f e s i ó n . J u a n Crisóstomo ( 3 4 4 - 4 0 7 ) da la impresión de conocerla (han pasado tres siglos), pero aconseja dirigirse sinceramente a Dios antes que a sus santos, simples hombres sobre la tierra. Por supuesto san Agustín ( 3 4 5 - 4 3 0 ) , acaso el más importante padre de la Iglesia a n t i g u a , " ú l t i m o filósofo a n t i g u o y p r i m e r filósofo cristiano" en palabras de Jean C l a u d e E s l i n , escribió un libro titulado Las confesiones. Sin embargo no menciona ninguna ceremonia durante la cual —ya en la primera y disoluta mitad de su vida, ya en la segunda, tocada por la gracia— haya confesado sus faltas a otro. La confesión debió de establecerse paulatinamente y pasar por diversos modelos. "La forma concreta en que la Iglesia ejerce el poder de las llaves ha variado mucho", reconoce el nuevo catecismo; y por lo común habla de una historia difícil. No es m u c h o decir de un rito que sufrió mutaciones numerosas y fundamentales. Tal como la muestra Juan Crisóstomo, al principio era facultativa; más tarde se volvió obligatoria. Ceremonia pública, paulatinamente se hizo privada. Rito de reconciliación no m u y complicado que reintroducía en el rebaño a los fieles descarriados, con el tiempo cobró forma general de relato secreto seguido de una absolución. Por mucho que ignoremos, metamorfosis tan considerables merecen algún comentario. En los comienzos del cristianismo los niños bautizados eran m u chos menos q u e los conversos adultos. Plenos de entusiasmo, tocados por u n a esperanza inaudita, éstos se sometían de todo corazón. Unas palabras, un poco de agua, u n a fe inmensa: comenzaba la nueva vida. El remedio era radical y l i m p i a b a de todo un pasado. A esto se refería en el siglo II C l e m e n t e de Alejandría cuando dijo que el bautismo nos purifica de todos los pecados: "De pronto ya no somos m a l o s " . Entonces no era i m a g i n a b l e que el perdón, el derecho a entrar en el m u n d o nuevo debiera ser renovado. Pero eran tiempos duros, el entusiasmo podía decaer y los hombres ya eran los hombres. A menos que se hicieran eremitas, q u e se retiraran del m u n d o , con frecuencia los prosélitos recién convertidos s u c u m b í a n otra vez. En el siglo II H e r m a sio señaló la gran cantidad de faltas q u e cometían los cristianos y, seg ú n p a r e c e , c o n c i b i ó l a i d e a d e ofrecer u n a s e g u n d a o p o r t u n i d a d : como diría Tertuliano, una "segunda plataforma de salvación". M e d i a n t e una nueva ceremonia —que aún no se llamaba confesiónel culpable sería perdonado y reingresaría en la c o m u n i d a d . Esta vez, con todo, habría que ofrecer prendas serias. Se establecieron dos condiciones: el pecador sólo sería amnistiado una vez y el perdón no sería gratuito: bajo u n a forma u otra habría una penitencia. 45

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Siempre severo, a veces excesivo, Tertuliano insistió en los ritos de esa penitencia. No bastaría con palabras. El penitente debería prosternarse, humillarse, tenderse en ceniza, cubrirse el cuerpo de harapos, abandonar el alma a la tristeza. "El penitente g i m e , llora, aulla d í a y noche hacia el cielo, se arrastra a los pies de los s a c e r d o t e s . " La seg u n d a entrada en la Iglesia era m e n o s gloriosa, más dolorosa q u e la primera. San Ambrosio ( 3 4 0 - 3 9 7 ) , obispo de M i l á n , puede decir q u e la Iglesia propone agua y lágrimas: el agua del bautismo y las lágrimas de la penitencia. De hecho estas disposiciones tampoco bastaron. El hombre seguía pecando. Para una vida entera, dos perdones era demasiado poco. La práctica no dejó de suscitar dificultades. ¿Qué pensar, por ejemplo, de los q u e m o m e n t á n e a m e n t e habían tenido que abjurar bajo las persecuciones romanas anteriores a la conversión de Constantino? H a b í a n com e t i d o una falta, cierto, pero no de buen grado. Utilizar la única oport u n i d a d p a r a u n a falta i n v o l u n t a r i a —pues el rito de reinserción se consideraba siempre ú n i c o - , ¿no significa condenar al cristiano a u n a vida casi monástica? No podría pecar n u n c a más, so riesgo de ser rechazado definitivamente. Por lo demás las condiciones en que se practicaba el reingreso en la c o m u n i d a d dejaban m u c h o q u e desear. Confesores o pseudoconfesores habían empezado a conceder el derecho a la reconciliación un poco al azar y sin gran discernimiento. H a b í a q u e i m p o n e r cierto orden, organizar. A s í s u r g i ó l a p e n i t e n c i a c a n ó n i c a , m u y oficial, acordada por los obispos después de u n a investigación y sólo por faltas m u y graves; regulaba con gran minuciosidad las condiciones del perdón. Pero la severidad no podía resolver todos los problemas. Puesto q u e la penitencia no era renovable, los cristianos hacían todo lo posible por no pedirla. Algunos esperaban hasta el último m o m e n t o , hasta el final de la vida. Otros, paralizados por el temor al pecado y al infierno, procuraban eludir las tentaciones escapando del m u n d o . "A fines del siglo VI se ha extendido un sistema penitencial, sin d u d a bien organizado, para obtener la reconciliación. Pero aparte de ciertos voluntarios, algunos viejos y los moribundos, no h a y nadie que se sirva de é l . " 48

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Los penitenciales H a b í a pues que orientarse hacia formas de perdón que fueran renovables. Por otra parte, y sin mencionar la confesión, ¿no le había dicho J e s ú s a Pedro q u e se p o d í a p e r d o n a r casi i n d e f i n i d a m e n t e ? "Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi herma-

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no? ¿Hasta siete veces?" Díjole Jesús: "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces s i e t e " . Ahora bien, hacia el siglo VI, primero en Egipto y luego en Irlanda, se desarrollarán formas de penitencia un poco diferentes, de carácter privado y menos excepcional. También en estos casos carecemos de datos precisos, pero parece que los monjes de Oriente adoptaron la costumbre, no para grandes crímenes, sino de forma simple y regular en la vida corriente, de departir con el superior, confiarle las penas, solicitarle consejo y recibir la instrucción de una penitencia que procuraba considerable alivio. M á s exactamente, la penitencia era meritoria en sí m i s m a . C o n ello estamos cerca de lo que más tarde la Iglesia llamaría contrición: un reconocimiento sincero de los pecados, con pesar, dolor, sincero a m o r a Dios, que de por sí vale casi el perdón. Entra así en escena un personaje nuevo: el guía de las almas en pena, el padre espiritual. Volvemos a encontrarlo en el siglo VII en Irlanda, país de pocos obispos. Puede que la gran penitencia pública, el gran rito de reconciliación con la Iglesia se verifique paralelamente para los laicos y los grandes culpables: los renegados, los homicidas, los idólatras. Pero al mismo tiempo se desarrolla la confesión privada, ahora ya con este nombre. Concierne al conjunto de los pecados, tanto capitales como veniales. Se insiste en el relato autoinculpatorio, se habla de absolución y ya nunca de reconciliación. El fiel se confía a un sacerdote cercano y no a un obispo. La medicina es dulce y salvadora. Procura gozo. La práctica pasa de los monasterios al pueblo. De Irlanda al continente. En efecto, en esta época los irlandeses son los grandes viajeros de la fe. Pensemos en san Colombano, monje de Benchor, que funda dos abadías en la Galia, predica el evangelio en Helvecia y en el año 6 1 5 va a morir en Italia, en el monasterio de Bobbio, último que ha fundado. En grandes líneas es esta forma de penitencia secreta y regular la que se perpetúa en la Iglesia hasta el siglo XX con una triple estructura fundamental: la contrición, la confesión y la satisfacción. Desde el siglo X, en todo caso, es habitual en toda Europa que los cristianos, durante la cuaresma, comparezcan para una confesión privada que los prepare para la comunión pascual. Al m i s m o tiempo la nueva penitencia —y en esto evolucionará todavía m á s - se presenta como respuesta a otra dificultad. En un t i e m po en q u e la teología era a ú n una d i s c i p l i n a m u y a p r o x i m a t i v a , en q u e los pecados estaban mal establecidos y variaban tanto c o m o los castigos q u e debían merecer, se busca, si no unificar todo el sistema, al m e n o s fijar haremos locales. Esta forma se designa "penitencia tarifada". Aparece consignada en unas obras llamadas "penitenciales", cuyo estudio es h o y una fuente de informaciones sobre las costumbres de la Edad M e d i a . 50

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Existen decenas de penitenciales cada uno de los cuales es, para una época y una región determinadas, una suerte de código penal que indica las penas que se han de imponer por cada pecado. La mayoría aparecieron en las islas británicas, sobre todo al comienzo. Tenemos así los penitenciales irlandeses de los siglos V y VI (san Vinnian, san C o l o m b a n o ) , los anglosajones de los siglos Vil y VIH (san Beda el Venerable, pseudo Beda, Egb e r t o ) , los francos del siglo IX ( H a l i t g a i r e p s e u d o T e o d o r o , p s e u d o C u m e a n o ) y por último los germánicos de los siglos X y XI, como Las disciplinas eclesiásticas de Reginon de Prüm y el Decretum de Burchard, obispo de Worms. Un poco a la m a n e r a de los posteriores d i c c i o n a r i o s de casos de c o n c i e n c i a - q u e los s u c e d i e r o n e n e l t i e m p o c u m p l i e n d o u n p a p e l m u y parecido—, los penitenciales trataban de todo tipo de cuestiones morales y disciplinarias. Eran una especie de prontuario para pastores; los a y u d a b a n a responder preguntas de lo más diverso y a hacer frente a todos los penitentes. Está claro su carácter práctico. En conjunto eran m u y severos y castigaban d u r a m e n t e . C o m o entre un título y otro se advierten diferencias, da la impresión de q u e al fiel le habría interesado conocerlas para sacar partido. La severidad del contenido no siempre satisfacía a R o m a , cuya doctrina no era siempre respetada al pie de la letra. Por lo demás, ¿podía haber u n a sola pena para cada pecado fueran cuales fuesen las circunstancias? Los penitenciales eran prácticos, sí, pero t a m b i é n un poco rudimentarios. Daremos algunos ejemplos. El penitencial de san C o l o m b a n o dice: "Si un letrado comete h o m i c i d i o y m a t a a uno de sus allegados será castigado con diez años de exilio. Después podrá volver a su patria si ha c u m p l i d o la p e n i t e n c i a de pan y agua". La p e n a por perjurio era más o menos la m i s m a q u e por el crimen de sangre: once años de penitencia en el texto del pseudoTeodoro, diez a quince años en la m a y o r í a de los otros y a y u n o de por vida, con donación de todos los bienes a los pobres, en el de san C o l o m b a n o . H a b í a u n a gran preocupación por los niños. El penitencial de Finnian (artículo 4 7 ) perseguía a los padres que por negligencia los h u b i e ran dejado morir sin bautismo: "Es un gran crimen, pues se pierde un alma. Es posible recuperarla por la penitencia: un año de a y u n o a pan y agua para los padres. Durante este período no d o r m i r á n juntos en el m i s m o lecho". El Decretum de Burchard trata la m i s m a cuestión, y se diría q u e estamos ya ante una historia de vampiros: "¿Has hecho como acostumbran a hacer las mujeres por instigación del demonio? C u a n d o m u e r e un niño sin bautizar, t o m a n el pequeño cadáver y lo llevan a un escondite secreto. Lo traspasan con un palo y dicen q u e de no hacerlo el niño volvería y podría perjudicar gravemente a otro. Si lo has hecho,

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diez años de ayuno". T a m b i é n se encuentran en los penitenciales numerosas indicaciones sobre el aborto y el infanticidio, englobados a m bos bajo la rúbrica "opresión de los niños": madres que los abrazan, los a p r i e t a n . . . ¿por amor o para matarlos? Este tipo de falta solía castigarse d u r a m e n t e , salvo si los padres eran m u y pobres: primer indicio de conciencia social en la r e g u l a c i ó n del t a m a ñ o de las familias. "¿Has puesto a tu hijo cerca de un hogar —pregunta Burchard de W o r m s - y luego otra persona ha volcado sobre el fuego un caldero de agua caliente de suerte que el niño ha m u e r t o escaldado? En ese caso, cumplirás tres años de a y u n o en los días oficiales." En cuanto a la cómplice, la que volcó el caldero, no recibe castigo alguno. El grueso de las prescripciones, más del 5 0 % , aludía ya a materias sexuales: fornicación, adulterio y crímenes contra natura, es decir copulación por vías prohibidas o con pérdida de simiente. Podían tenerse en cuenta ciertas circunstancias, bien atenuantes, bien agravantes: si el culpable era laico o sacerdote (la penitencia a u m e n t a b a con las responsabilidades), si el acto sexual había tenido como resultado un niño (la pena era más pesada en el segundo caso), etc. U n adolescente q u e h u b i e r a pecado con u n a v i r g e n , c o m e t i e n d o bien fornicación, bien estupro, sólo merecía un año de ayuno. Y en todo caso, "si esto fuera en una ocasión y de manera fortuita" (expresión tan vaga q u e preanuncia la casuística futura), la pena se moderaría siendo un año de ayuno la m á x i m a tarifa i m p o n i b l e . En el mismo penitencial la fornicación con una religiosa resultaba evidentemente más cara: "Un laico que se solace con una servidora de Dios hará penitencia durante dos años. Si de ello naciera un niño, la penitencia será de tres años". Inaugurando uno de los grandes temores de la Iglesia, la anticoncepción y el aborto ya causaban gran pavor. Da la impresión de que para Burchard eran prácticas corrientes, y de hecho habla del uso casi diabólico de ciertas hierbas: "¿Has hecho lo que acostumbran a hacer ciertas mujeres cuando han fornicado y quieren matar la progenie: recurrir a sus maleficia [prácticas mágicas] y sus hierbas para m a t a r o expulsar el e m b r i ó n , o, si no han concebido aún, arreglárselas para no concebir? Si has hecho esto, si lo has consentido o enseñado, durante diez años habrás de hacer penitencia los días de fiesta" . Para el hombre hacer el amor con la esposa en cuaresma, y por lo tanto contravenir u n a prohibición m u y importante, valía una penitencia de un año o bien veintiséis s u e l d o s . Prestemos atención a esta e q u i v a l e n c i a p o r q u e en su m o m e n t o , c u a n d o los ricos a p r e n d a n a aprovechar los posibles resquicios, motivará la decadencia de los penitenciales. La masturbación, que tanto ocuparía a los teólogos ulteriores, no entrañaba entonces sino una penitencia de siete a cincuenta días. Curiosa52

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mente, el llamado en la época "crimen de Onán" (derramar el semen fuera de la vagina), que los manuales de confesión posteriores denominarían más a m e n u d o coitus interruptus, no se cita m u c h o . ¿Estaba acaso olvidado, se usaba poco o no se consideraba m u y pecaminoso el m é todo —conocido por los judíos desde el Antiguo Testamento— de que el hombre se retirara antes de eyacular? Lo cierto es que, de los veinte penitenciales estudiados por J. T. Noonan, sólo lo mencionan dos y ninguno es m u y preciso respecto al castigo que entraña: de dos a diez años de penitencia. En cambio el coito bucal (citado en cinco textos) y el anal (citado en nueve) se contemplan con más amplitud, lo que induce a creer que eran frecuentes. Merecen penitencias similares a las del homicidio (de tres a quince años de penitencia), quizá menos en consideración al acto en sí (deshonra de las deshonras) que porque, en el espíritu de la época, equivalían al infanticidio y despertaban esa verdadera obsesión por el asesinato de niños que recorre la historia de la Iglesia hasta nuestros días. En general los penitenciales de los siglos VI a XI, portadores de la "penitencia tarifada", parecen secuelas lógicas de instrucciones precedentes, por ejemplo las de san Agustín. Insisten en el valor del bautismo, predican la castidad fuera del matrimonio y, dentro de éste, la obed i e n c i a e s t r i c t a a los m e c a n i s m o s n a t u r a l e s de la p r o c r e a c i ó n . No obstante rara vez hablan de la masturbación y acaso toleran ciertas conductas estériles, siempre y cuando sean extraconyugales. En todo caso no parecen castigarlas con gran severidad. H a y cierta relación, aunque no reconocida, entre determinadas penas un tanto leves propuestas por estos textos y las recomendaciones de las sectas m a n i q u e a s medievales, para las cuales el sexo era odioso, sí, pero fuera del m a t r i m o n i o poco importaba que no sirviera para fines reproductivos.

Pecados raros y pecados corrientes C o m o testimonios de su época, ¿qué aportan los penitenciales, obras nacidas de opiniones teológicas a veces diversas, no coordinadas, plenas de usos y prohibiciones locales y por tanto de diferencias de "tarifa"? ¿Son representativos de los pecados sexuales corrientes en su época o construcciones abstractas sin gran relación con la realidad? En general se ha impuesto la primera tesis: tendríamos a q u í u n a de las mejores fuentes —y no abundan— sobre las costumbres sexuales de la Edad M e dia. La verdad es q u e la afirmación exige matices y precisiones. Imaginemos el caso de un obispo que se masturba en su iglesia. El caso está efectivamente contemplado en un penitencial del m o d o siguiente:

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Si se trata de un clérigo q u e ha vertido la simiente sin tocarse hará siete días de penitencia. Si se ha tocado con la m a n o , veinte días. Si es d i á c o n o , treinta días. Si es cura, cuatro semanas. Si el cura ha vertido su simiente i n d u c i d o por el pensamiento (per cogitationem = delectación, i m a g i nación) hará siete días de penitencia. Si es monje, lo m i s m o . El que h a y a vertido v o l u n t a r i a m e n t e su simiente en la iglesia, si es clérigo, hará catorce días de penitencia; si m o n je o diácono, treinta días; si cura, cuarenta días; si obispo, cincuenta d í a s . 5 5

En muchos otros penitenciales encontraremos situaciones semejantes, m u y pecaminosas pero altamente inverosímiles. ¿ C ó m o i m a g i n a r q u e un obispo se preste a tal género de profanación en un lugar tan poco excitante? En cualquier caso nosotros no hemos visto citado n i n g ú n e j e m p l o ni s i q u i e r a c u a n d o , a fines del siglo XIX, los e n e m i g o s m á s acerbos de la Iglesia acusaban a los curas de todo tipo de bajezas. El caso contemplado por el texto anterior no es entonces representativo de las costumbres de la época. M á s bien es síntoma de un vértigo que, parece ser, se apoderaba y seguiría apoderándose tanto de los confesores como sobre todo de los m a n u a l e s de confesión. C a b e señalar, por otra parte, cómo se enuncia el pecado inverosímil: no solo, sino en una lista que examina sistemáticamente las poluciones eventuales. No cabe d u d a de que en el curso de los siglos haya podido producirse una emisión seminal en una iglesia, acaso involuntariamente, por ejemplo debido a la provocadora cercanía de una persona complaciente. Pero el redactor del penitencial carece de información precisa, seguramente no conoce el ejemplo. Sólo pretende hacer bien su trabajo, cubrir todas las situaciones del pecado que se juzga: en lugar público o en la iglesia, voluntariamente o no, con o sin la m a n o , siendo el sujeto un laico, un diácono, un monje, un cura o, por qué no, un obispo. La lógica del sistema lo arrastra a examinar a fondo todas las cuestiones, a responder a todos los casos posibles. Dentro de esta línea, para ser riguroso el tarifador habría debido añadir el caso de polución papal en la iglesia y atribuirle una pena aún superior (¿setenta días de penitencia?). Bien se aprecia que estamos ante un simple desenfreno de la m á q u i na lógica, una aberración mecánica, uno de los ejercicios escolares que encontraremos a m e n u d o en este género de casuística. C l a r o q u e la m á q u i n a en sí no deja de inquietar. ¿En q u é m o m e n t o se pasa de la honrada investigación teológica y moral sobre los pecados, que procura ser completa, al desborde sexual, el delirio eclesiástico, la búsqueda en sí lasciva de situaciones escabrosas? Los autores más recientes de tra-

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bajos teológicos y m a n u a l e s de confesión ( S á n c h e z o B i l l u a r t , p o r ejemplo) nos proveerán de numerosos casos rayanos en lo patológico, sin d u d a reflejos de la libido, de los fantasmas, del sufrimiento o la í n dole personal de tal o cual sacerdote, pero siempre dentro de una vía abierta oficialmente por la Iglesia. U n o no puede sino asombrarse ante las series de enunciados a veces casi pornográficos, los inagotables exámenes de eventualidades vergonzosas, de pormenores cuyo interés parece dudoso. M á s aún sorprende que se publicaran obras de análisis complaciente sobre tales situaciones; libros, abundantes en palabras y detalles, q u e sin d u d a no cabía poner en cualquier m a n o y, en más de un caso, ni siquiera tenían la c a u c i ó n o s e m i c a u c i ó n de R o m a , es d e c i r las l e y e n d a s imprimatur ("que se i m p r i m a este libro") o non obstat ("sin objeción"). E, inversamente, no seamos ingenuos. H a y que tener plena conciencia de que, desde los penitenciales hasta nuestros días, la materia esencial de la confesión tenía que ser la sexualidad. La encuesta relativamente reciente organizada por el semanario Témoignage chrétien revela que aún en la ú l t i m a parte del siglo XX el 8 0 % de las confesiones gira sobre ese t e m a . No h a y por q u é ofuscarse. El propio Tertuliano recomendaba no enrojecer ante las circunstancias naturales. No puede acusarse a la Iglesia de q u e la sexualidad esté en el centro de la naturaleza, del hombre y de la confesión. El psicoanálisis nos ha enseñado que, en bruto o sublimada, la pulsión sexual es la energía vital del ser humano. El hecho de que en el confesionario siempre se h a y a hablado más de fornicación y adulterio que de robo de caramelos o derribo de estatuas no necesariamente se debe a la voluntad represiva de la Iglesia, cuestión grave ésta q u e examinaremos más adelante. Sin d u d a las desviaciones sexuales eran tan frecuentes en la Edad M e d i a como hoy. En cuanto a saber si las listas de los penitenciales eran exactas, conformes a las realidades y no complacientes (único punto que nos interesa a q u í ) , no estamos n a d a seguros. Del anterior ejemplo de la masturbación de un obispo (por otra parte débilmente castigada: cincuenta días de penitencia) se desprende que es imposible establecer vínculo directo alguno entre la importancia teológica de u n a falta, la pena e m i t i d a y la frecuencia de dicha falta entre los fieles. La cuestión es mucho más complicada. 5 6

El problema de los pecados reservados C o m o sea, la pintura del m u n d o contemporáneo q u e ofrecen los penitenciales merece serias reservas. Si quizá los textos son completos en lo cualitativo, no forzosamente ocurre lo m i s m o en la cantidad. Enun-

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cian un gran n ú m e r o de faltas posibles, pero —como mostrarán otros ejemplos en distintas ocasiones— menos por observación de la realidad que por locura clasificatoria. De m o d o que deducir de ellos la frecuencia de los pecados en la época sería un ejercicio cuestionable. El mejor c a m i n o para entrar en las costumbres sería no tanto examinar las penas impartidas —a veces puramente formales, ya lo hemos visto—, sino distinguir las absoluciones que podía dar el cura de las que estaban reservadas al obispo. Así es probable que los penitenciales (y por lo demás los posteriores manuales de confesión) sean incapaces de revelarnos qué pecados eran más comunes; no necesariamente las faltas que enumeran eran las más frecuentes. Ya hemos destacado con qué perseverancia penaban el infanticidio; ¿pero qué conclusión cierta puede sacarse? La práctica era m u y corriente en la A n t i g ü e d a d , y con la Edad M e d i a no puede haber habido una ruptura m u y brusca. Acaso la protección de los neonatos —los fetos— se h a y a presentado a los primeros cristianos como tarea urgente e histórica. La hipótesis no carece de lógica. Pero es casi imposible saber si la pena prescrita en los penitenciales para un infanticidio -a m e n u d o seis a ñ o s - era pesada porque la falta se consideraba grave o porque el crimen era frecuente (o raro) o, por último, porque se había decidido reprimirlo especialmente. Por el contrario, los pecados que se l l a m a b a n reservados —aquellos cuya absolución estaba reservada al o b i s p o - nos indicarían con certeza qué conductas eran excepcionales, a tal p u n t o raras que los curas no las conocían bien y podían por ello juzgarlas i n a d e c u a d a m e n t e , por lo que debían remitirse a la autoridad. En s u m a , tanto en los penitenciales como en los manuales posteriores los pecados reservados son para nosotros más ricos en información; no - e s c i e r t o - sobre qué ocurría, pero al menos sobre lo que sólo ocurría poco o raramente. H o y siguen existiendo pecados reservados, de los que únicamente puede absolver el obispo, pero sólo conciernen a casos internos de la Iglesia: la profanación de las Santas Especies o las complacencias entre religiosos; por ejemplo, cuando uno da la absolución a otro que sería su cómplice en u n a falta e s p a n t o s a . Hasta el siglo XIX, sin embargo, los casos reservados eran numerosos y atañían a todo el m u n d o , sobre todo los q u e registraban faltas sexuales. Jean-Louis Flandrin, que ha estudiado muchas listas de pecados reservados hechas en la diócesis de C a m b r a i poco después de 1 3 0 0 , cita esencialmente la homosexualidad masculina, la bestialidad, la sodomía y el incesto. Son prácticamente los mismos que dan los penitenciales, aunque el hecho de ser remitido al obispo debía de parecer entonces una sanción más dura que la misma pero impuesta en una época posterior. Pensemos en efecto q u e la clasificación de u n a falta como pecado reservado conduce a u n a penitencia que no sólo perturba a todos sino 57

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también alerta, informa al entorno. Esto es una pérdida de tiempo, tanto para el penitente c o m o para el obispo. H a y que presentarse en la diócesis; se enteran los vecinos, lo cual en las comunidades aldeanas es harto molesto en una época en que se cree de todo corazón en la culpa colectiva. :No traerá calamidades para todos la presencia de una oveja negra en el rebaño? Para terminar con los penitenciales, observemos que en la mayoría de los casos remiten los pecados de infanticidio al obispo. Esto - m á s q u e la importancia de la pena— permite concluir que la frecuencia de esos pecados h a b r í a t e r m i n a d o por descender. La m a s t u r b a c i ó n y el coito interrumpido (citado rara vez pero fuertemente penalizado) eran remisibles por el propio cura o por penitenciarios itinerantes, signo quizá de que a la hora de juzgarlos d o m i n a b a cierta tolerancia desesperada. En cambio el aborto era pecado reservado y por tanto m u y grave; pero procede preguntarse si la penitencia excepcional correspondía a la infrecuencia del hecho —lo cual es dudoso— o buscaba d i s u a d i r a las mujeres de dedicarse a esa práctica. En conjunto las penas propuestas por los penitenciales, si bien variables de un lugar a otro, eran m u y duras y sin d u d a no son reflejo de u n a sociedad d e c a d e n t e y pecadora. Era tal la severidad q u e con el tiempo hubo q u e moderarla por m e d i o de "compensaciones". A partir del siglo VII en vez de c u m p l i r la penitencia el fiel podía sustituirla por limosnas o donaciones de dinero. T a m b i é n , según Beda, era posible reemplazar u n a s e m a n a de a y u n o a pan y agua por la recitación de trescientos salmos, expediente q u e debía llevar unas dos horas. Egberto autoriza la c o m p r a de u n a misa al cura a c a m b i o de doce días de a y u n o . C o n treinta misas uno redimía un año de penitencia. Vemos c ó m o se a n u n c i a la resbaladiza pendiente de las i n d u l g e n c i a s . C o m o sucedería con el servicio m i l i t a r en el siglo XIX, ciertas iglesias locales, sin autorización de R o m a , terminaron incluso por aceptar el reemplazo de personas: la pena del culpable podía c u m p l i r l a otro. Se cita así el caso, tal vez un poco legendario, de un rico señor que se habría librado de u n a penitencia de siete años reclutando un r e g i m i e n t o de campesinos q u e a y u n a r o n tres días cada u n o . Otros, por ú l t i m o , se sirvieron de la confesión c o m o lavamanos: cometían abusos, identificaban a los curas más laxos de las parroquias cercanas y j u g a b a n con su buena fe. Era preciso reformar el sistema entero. 5 8

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Nuevas formas de confesión Entramos ahora en el período m o d e r n o de la confesión, q u e se abre con el IV C o n c i l i o de Letrán ( 1 2 1 5 ) y llega hasta nuestros días. El can o n XXI, l l a m a d o Omnis utriusque sexus, d e c i d i ó la frecuencia de la >ráctica, el carácter obligatorio, el lugar y la necesidad de decir todos os pecados, comprendidos los veniales. El imperativo texto dice así: "Todo fiel, cualquiera que sea su sexo, desde la edad de discreción [siete a ñ o s ] , deberá, al menos u n a vez por año, confesar fielmente la totalidad de sus pecados a su cura y ejecutará la penitencia indicada para fortalecerse" . C o m o bien se ha señalado, el año 1215 marca una fecha capital en la historia del pensamiento cristiano. La Iglesia griega se negó a seguir las resoluciones de Letrán, tanto en la confesión auricular como en el celibato de los curas. Pero en Occidente el confesor se convirtió en un personaje esencial. Dejó de ser el mero confidente posible y eventual q u e h a b í a sido largo tiempo y se erigió en j u e z regular y obligatorio cuyo terreno de investigación en adelante comprendería la totalidad de las faltas del fiel. "Todos tus pecados confesarás por lo menos una vez al año", repite siempre el c a t e c i s m o . Tal es el segundo m a n d a m i e n t o de la Iglesia, inmediato al primero: "Los domingos irás a misa, e igualmente las fiestas". Se otorgaba así al confesor un poder exorbitante: no sólo era el exam i n a d o r de la conciencia de toda su grey, sino que en adelante podía elegir la p e n a que juzgase necesaria sin tener q u e remitirse ya a la tarifa prefabricada del penitenciario. M i c h e l Foucault escribe: "Imaginemos ué exorbitante debió de parecer, a comienzos del siglo XIII, la orden ada a todos los cristianos de hincarse al menos u n a vez al año para confesar sus faltas sin omitir u n a s o l a " . Poder sin embargo que, según nuestras investigaciones, no fue cuestionado i n m e d i a t a m e n t e en el oeste de Europa. Para eso habría que esperar a la Reforma protestante, es decir al siglo XVI. El paso de los penitenciales a la confesión no dejó de influir en la evolución de los espíritus. Se dejaron de aceptar las penas abruptas, codificadas. Los teólogos empezaron a sentir la necesidad de adecuar m e jor la calidad de la penitencia a la del penitente. C o m o defendería más tarde Carlos Borromeo ( 1 5 3 8 - 1 5 8 4 ) , parecía justo, por ejemplo, infligir limosnas obligatorias no a los pobres sino a los avaros; y ayunos no a los necesitados de fuerzas para trabajar sino a los glotones. Por otra p a r t e , d e s d e e l siglo XII, con A b e l a r d o ( 1 0 7 9 - 1 1 4 2 ) , san A n s e l m o ( 1 0 3 3 - 1 1 0 9 ) y H u g o de Saint-Victor (hacia 1 1 3 0 ) se había ido perfilando la idea de q u e la pena era casi secundaria. Lo que contaba era el arrepentimiento redentor, la contrición. Pero para que los fieles se hi-

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cieran cargo de sus males había que inducirlos al examen de conciencia, instruirlos, dialogar con ellos, verificar sus conocimientos religiosos o morales. El nuevo pensamiento religioso conducía directamente a una confesión más asidua, menos dramática, más profunda, entre un penitente y un cura que se conocían: cosas todas q u e i m p o n d r í a Letrán en 1 2 1 5 . Así el concilio se sitúa dentro de la verdadera renovación teológica que suscitaría u n a m u y a b u n d a n t e literatura, tanto sobre la confesión m i s m a como sobre la cuestión general de los pecados. No entraremos aquí en detalles; diremos tan sólo q u e del siglo XII al XV el pensamiento teológico dio un salto considerable, expresado en dos clases de obras en torno a nuestro tema: las sumas y los manuales de confesión. Las s u m a s , tratados de m o r a l j u r í d i c a a c o m p a ñ a d o s de un sinfín de referencias a los padres de la Iglesia, se d e b e n a los grandes espíritus s i n t e t i z a d o r e s de la é p o c a y t u v i e r o n r e s o n a n c i a i n t e r n a c i o n a l . Tres de e l l a s , c u a n d o m e n o s , parecen capitales en la h i s t o r i a de la Iglesia: Pedro L o m b a r d o , l l a m a d o M a e s t r o de las Sentencias, elaboró l a s u y a h a c i a 1 1 5 5 . H a c i a 1 2 3 0 R a i m u n d o d e Peñafort redactó las Decretales. La Suma de santo Tomás de A q u i n o , más famosa aún por su aristotelismo racionalista y su v o l u n t a d universal, fue escrita entre 1 2 6 6 y 1 2 7 3 . Por cierto, se podrían citar m u c h a s s u m a s m á s , a l g u n a s de las cuales tuvieron su m o m e n t o de fama: la del franciscano i t a l i a no Astesano, l l a m a d a Summa astesana (hacia 1 3 1 7 ) ; la Summa de casibus conscientiae, l l a m a d a La Pisanella, del d o m i n i c o B a r t o l o m é de Pisa ( 1 3 3 8 ) ; o la Summa Angélica de casibus conscientiae, de A n g e l o de C l a v a s i o ( 1 4 8 5 ) , q u e desencadenó u n a p a r t i c u l a r furia en Lutero. Pronto estos textos, en vez de constituir un cuerpo coherente, sirvieron a los nuevos teólogos para combatirse b l a n d i e n d o citas escogidas tomadas de los grandes autores. Nacía la casuística —arte de e x a m i n a r los casos de c o n c i e n c i a a la luz de las autoridades r e c o n o c i d a s - , q u e iba a modificar f u n d a m e n t a l m e n t e la forma de pensar de u n a sociedad a la b ú s q u e d a de bases nuevas. Y ello para bien o desgracia de los confesores. D e n t r o d e l a I g l e s i a u n o s a b o g a r í a n por l a a u s t e r i d a d - c o m o los jansenistas— y otros por la tolerancia, es decir la l a x i t u d , como ciertos j e s u í t a s . A golpes de cita, cuántas hermosas batallas en perspectiva... M i e n t r a s , sobre el terreno, los confesores de los siglos XIII al XV, encargados de una d u r a tarea —todo fiel debía confesarse, a toda comunión debía preceder u n a confesión—, no tenían t i e m p o de consagrarse a las enormes sumas ni a las disputas q u e engendraban. Puede q u e en cierto s e n t i d o e c h a r a n d e m e n o s los p e n i t e n c i a l e s , v e n t a j o s a m e n t e prácticos. Pero ni hablar; la Iglesia no dejaba de tronar contra esos textos. Ya en el año 8 2 9 un concilio celebrado en París los había condena-

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do e incluso pretendido recopilar para quemarlos. Del siglo XII en adelante prácticamente no aparecen penitenciales, a excepción de la i m portante pero ú l t i m a colección canónica de Burchard de W o r m s . ¿Pero entonces con q u é confesar? ¿Qué referente utilizar para infligir las penas? Para uso de los curas se fabricó un segundo género de obras, menos detalladas que las s u m a s , más prácticas, sobre todo m e nos voluminosas, q u e se llamaron "manuales de confesores". No pasó m u c h o antes de que se confeccionaran asimismo "manuales de confesados", q u e a y u d a b a n a prepararse a quienes debían comparecer ante el tribunal de la penitencia. Los grandes m a n u a l e s de confesores de la Edad M e d i a fueron dos. A Andrés Escobar, m u e r t o en 1 4 2 7 (no debemos confundirlo con el flexibilista -o l a x i s t a - Escobar y M e n d o z a , de quien Pascal se burló en las Provinciales), se debe la famosa obra l l a m a d a Modus confjtendi ( M a nera de confesar), q u e antes de 1 5 0 1 tuvo más de ochenta_yeinticuatro ediciones incunables. Pero el d o m i n i c o A n t o n i n o de Florencia, con su Confessionale ( 1 4 5 9 ) , batió la marca: más de cien ediciones hasta fin de siglo. A m b a s obras eran sencillas y claras. Indicaban al cura cómo proceder, c ó m o interrogar al penitente, y no divagaban sobre teología de los pecados. De ahí su éxito. Existieron muchos otros manuales de confesión, quizá más sabios, pero ninguno tuvo semejante éxito. Hacia el año 1400 el gran Gerson, canciller de la universidad de París, precisó también con gran m i n u c i a las condiciones del examen de conciencia. El dominico Passavanti cobró fama en su país porque en pleno siglo XIV, cuando aún dominaba en Europa el latín, dio a conocer una versión de su manual en italiano: Specchio della vera penitenza. Debemos citar también a Gerónimo Savonarola, Jean Nider y M a t e o de Cracovia. Sólo para los indios de América se destinaron más de veinte manuales diferentes. Se podrían nombrar alrededor de seiscientos autores de sumas y manuales publicados, aproximadamente, entre 1560 y 1660. Y es difícil imaginar la amplitud de la resonancia que tuvo la literatura de la confesión, si cabe llamarla así. ¿ Q u i é n sabe si esta a b u n d a n c i a de textos no está en el origen de la invención de la imprenta? No eran unos pocos libros los q u e se publicaban cada año, sino bibliotecas enteras. Ño tardó en hacerse necesario mecanizar la producción. D u r a n t e m u c h o t i e m p o , con u n a visión c ó m o d a para el espíritu pero completamente falsa, se ha pensado que a Johann Gutenberg lo había i m p u l s a d o el h u m a n i s m o naciente. La imprenta habría constituido la primera fase del R e n a c i m i e n t o y habría sido inducida por la v o l u n t a d de difundir a los autores antiguos (Horacio, C i c e r ó n ) o de espíritu nuevo (Dante, Petrarca) que comenzaban a reanimar las formas de pensamiento. Pero el análisis de las obras que publicaron tanto

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el maestro de M a g u n c i a c o m o la m a y o r í a de sus sucesores antes de 1500 desdice por completo esta leyenda y, al contrario, muestra que el descubrimiento propagó sobre todo la palabra religiosa, es decir la palabra oficial. El principal proveedor de textos a la i m p r e n t a y también su principal cliente durante m u c h o tiempo fue la Iglesia. ¿Será n e c e s a r i o recordar la célebre B i b l i a de G u t e n b e r g , p r i m e r gran libro publicado en caracteres metálicos hacia 1 4 5 4 - 1 4 5 5 ? Los primeros impresos occidentales de fecha cierta (octubre de 1 4 5 4 ) fueron dos indulgencias, es decir billetes de confesión que perdonaban los pecados contra u n a donación de dinero. En la época t e m p r a n a del invento aparecieron también un Tratado sobre los artículos de fe y los sacramentos de la Iglesia de Tomás de A q u i n o ( 1 4 5 9 ) , varias i n d u l g e n c i a s más ( 1 4 6 1 , 1 4 6 2 , 1 4 6 3 , 1 4 6 4 ) , una Suma de santo Tomás en 1 4 6 3 , un J e a n Nider en 1 4 6 6 , una obra de Gerson sobre la polución nocturna en 1 4 6 7 y un Diálogo sobre el uso frecuente de la comunión de M a t e o de Cracovia ( 1 4 6 8 ) , todas ellas obras relacionadas con la confesión de los pecados. En 1468 empezaron las innumerables ediciones del Confessionale de san A n t o n i n o . ¿Y los textos humanistas? En los veinte primeros años de existencia de la i m p r e n t a fueron m u y poco frecuentes; en los diez primeros, casi inexistentes. En general tardíos respecto a los religiosos, aparecieron sobre todo en Italia y no en el país donde fue inventada. ¿Qué influencia habrían podido ejercer pues sobre Gutenberg? De los 120 primeros libros impresos antes de 1 4 6 8 , 88 (el 7 3 % ) son de carácter esencialm e n t e religioso. La p r i m e r a obra a n t i g u a , un C i c e r ó n l a t i n o , figura n a d a menos que en el puesto septuagésimo quinto; se diría que publicarlo no era de urgencia extrema. Jules M i c n e l e t ha resumido bien la situación en aquellos años: La imprenta, bien inmenso, sirve en principio para difundir las obras que desde hace trescientos años vienen obstaculizando el Renacimiento. M u l t i p l i c a al infinito a los escolásticos y los m í s t i c o s . . . P u b l i c a y eterniza a los cien g l o s a d o r e s del L o m b a r d o . H a s t a c u a r e n t a o c i n c u e n t a años después del descubrimiento no se concibe la idea de imprimir a Homero, Tácito, Aristóteles. Platón queda para el siglo siguiente. Diez Nider por u n a Ilíada; por un V i r g i l i o , veinte F i c h e t . 62

Se ha señalado la cantidad de indulgencias publicadas en los primeros años de la imprenta, es decir de textos relacionados con la remisión de los pecados. U n a indulgencia, en efecto, no es otra cosa que una absolu-

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ción sin confesión. En razón de circunstancias particulares, y a cambio de u n a pequeña suma, el fiel es dispensado de confesarse pero recibe el perdón. Llegado el siglo XVI esta práctica sería una de las causas de la Reforma. En realidad, bajo formas diversas, la i n d u l g e n c i a v e n í a de m u y lejos. Ya a mediados del siglo XI el Papa había empezado a acordar remisiones generales para grupos de fieles que hubieran participado en la construcción de una iglesia o se hubieran mostrado especialmente generosos en esfuerzo o dinero. Orales o escritas, esas indulgencias significaban que el beneficiario se evitaría cierto número de días de purgatorio. El Papa, en efecto, se consideraba depositario de un capital distribuible. Ya que Cristo y los santos no habían cometido pecados existía un tesoro de méritos y buenas acciones que la Santa Sede consideraba de su propiedad. Tal tesoro era una suerte de crédito sobre el paraíso que, m e d i a n t e un sistema de vasos comunicantes, el Papa podía revertir a su criterio sobre los cristianos que lo merecieran. El asunto era tan fructuoso que en tiempos difíciles la Santa Sede abusó de ello. M u c h o antes de la invención de la imprenta se empezaron a vender paquetes de indulgencias manuscritas para beneficiar al pueblo a bajo precio. A los ricos se les cobraba más caro. A partir del siglo XII se desató una auténtica locura. Ciertos lugares obtuvieron de R o m a el derecho de impartir indulgencias particulares para atraer a los fieles. Oraciones pronunciadas en ciertas iglesias comenzaron a valer perdones considerables. Se firmaron remisiones de veinte o treinta mil años. Un poco más tarde, una oración en el Santo Sepulcro de Nuestro Señor, en Venecia, entrañaba al parecer ochenta mil años de i n d u l g e n c i a . En el siglo XV, un libro de horas francés incluía una plegaria que valía " 8 0 0 . 0 0 0 años de perdón verdadero". Próxima la caída de C o n s t a n t i n o p l a , en 1452 se promulgó una indulgencia plenaria para la defensa de Chipre; Gutenberg apenas ejecutó una parte del encargo y sólo en Alemania se vendieron treinta mil ejemplares. Se habían rebasado los límites. Confesión e indulgencias no tardarían en desencadenar el furor de Lutero. 63

Las objeciones protestantes Sobre la cuestión de las i n d u l g e n c i a s la posición del reformador fue clara y brutal: ni hablar de ellas. Se trataba de prácticas m o r a l m e n t e condenables, de concesiones de paraíso a c a m b i o de dinero. A u n desde el p u n t o de vista teológico la cosa era insostenible. Únicamente Dios podía perdonar a los hombres; no el Papa ni tal o cual obispo. Partiendo de esta postura dogmática su punto de vista sobre la confesión habría p o d i d o ser i g u a l m e n t e claro. Pero no lo fue en absoluto.

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Ciertamente hoy, casi medio milenio después, tendemos a simplificar las cosas. Se sabe que, al contrario que los católicos tradicionales, los protestantes no practican la confesión auricular. De hecho Lutero —como luego C a l v i n o - tuvo m u c h a s d u d a s . Las razones q u e tenía para atacar el principio de la confesión eran complejas. Rechazaba la forma del sacramento de la penitencia sin negar no obstante la realidad del perdón surgido de la cruz. ¿Qué significaba esto? Lutero no quería ni oír hablar de la confesión católica p o r q u e se contradecía con su idea central: sólo considerar verdadera la palabra de Cristo tal como la transmitía el Nuevo Testamento. C o m o se ha visto, Jesús n u n c a había hablado de confesión ni recibido a nadie en particular para q u e le detallara sus pecados: "Tus pecados te son p e r d o n a d o s " , había dicho, y no "Yo te perdono tus pecados". S i n d u d a los protestantes creen que hay q u e arrepentirse: n i n g ú n hombre está falto de pecados y cada falta será castigada el ú l t i m o día. Pero Jesús solam e n t e anunció el perdón divino; ante el paralítico tomó nota de la m i sericordia divina. Ú n i c a m e n t e Dios perdona, porque es infinitamente bueno y porque su Hijo m u r i ó en la cruz para dar fe de ello. Si bien aceptaba el sacramento de la penitencia, Lutero era m u y hostil al poder redentor de los curas. Por nada del m u n d o se avenía a creer en la supuesta "transmisión de las llaves" que Jesús habría hecho a sus sucesores, hasta el más h u m i l d e cura de parroquia, para atar y desatar los pecados del m u n d o . U n a de las famosas tesis expuestas en 1517 decía: "El Papa no quiere ni puede remitir pena alguna, salvo aquellas que haya impuesto por su voluntad". La absolución le parecía fantasmagórica: un milagro de feria, una especie de truco para abusar de la buena gente. Por ú l t i m o veía en la confesión u n a estrategia de la jerarquía romana para subyugar a los fieles, c u a n d o él pensaba que la fe debía liberar al hombre. En La cautividad en Babilonia denunció vigorosamente la dictadura eclesiástica y de hecho arremetió contra todos los sacramentos católicos. En una carta del 30 de m a y o de 1518 ai vicario general Staupitz t a m b i é n condenó el horror de "torturar las conciencias con innumerables e insoportables prescripciones sobre la m a n e r a de confesarse". Un poco más tarde, C a l v i n o criticaría casi en los mismos términos las agotadoras preguntas de los católicos sobre la gravedad de las faltas y c o m p a r a r í a la confesión a u n a g e h e n a "donde se a t o r m e n t a cruelmente las conciencias de quienes han sido tocados por Dios". No sé hasta qué p u n t o se conoce esto: cuando el 10 de diciembre de 1520, en un gesto célebre en W i t t e n b e r g , Lutero echó al fuego la bula papal Exsurge Domine, añadió varios libros de teología, en particular una obra para confesores q u e hemos nombrado aquí: la Summa de casibus conscientiae de Angelo Clavasio. Está claro que se oponía a la confesión romana. 64

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Por otro lado estaba c o m p l e t a m e n t e persuadido de la existencia del M a l . El diablo, el infierno y la m u e r t e lo o b n u b i l a b a n quizá incluso más q u e a nadie. No tenía dudas de que, peligrosamente situado c o m o estaba en el seno del m u n d o , al h o m b r e le hacía falta q u e lo tranquilizaran. Por eso desarrolló las doctrinas de la justificación por la fe y del sacerdocio universal, dos maneras de confortar a los nuevos fieles, de apaciguarles la a n g u s t i a . La salvación no se debía a n a d a en especial sino a la i n e x p l i c a b l e b o n d a d de Dios: a la g r a c i a . En c u a n t o a los sacerdotes, no tenían poderes particulares; en todo caso no el de transm i t i r las voluntades del Señor. "Biblia en m a n o , todo protestante es pastor", se ha p o d i d o decir, a u n q u e la aproximación sea quizá un poco simple (hay t a m b i é n u n a "tradición" e incluso cierta "casuística" protestantes). En todo caso para Lutero las obras, y en especial las compras de ind u l g e n c i a s , no sirven de nada. Sin d u d a las donaciones a y u d a n a los pobres, la c a r i d a d debe ser r e c o m e n d a d a y no h a n de prohibirse las obras, pero creer q u e así se gana la salvación es el primer paso para perder el s e n t i d o de las proporciones. N u e s t r a falta es tan g r a n d e , tan completa nuestra bajeza, que sólo puede borrarlas Dios. Es su dádiva gratuita lo q u e nos salva, su misericordia, la gracia que Él nos otorga. ¿Pero c ó m o estar seguros, cómo tranquilizarnos sin certeza ni bendición exteriores? El único indicio de la salvación probable, dice Lutero, es la fe sinceramente sentida. U n a teoría así, d o n d e cada cual está solo, d o n d e ni misas, ni ceremonias, ni penitencias, ni absoluciones, ni imágenes piadosas ni estatuas —todos objetos o prácticas condenables, productos de supersticiones m e r c a n t i l e s - son aptas para garantizar el perdón divino y la vida futura, una teoría tan exigente y severa para la cual sólo existen la palabra de Dios y la evidencia interior de la fe, sólo podía convenir a ciertas élites capaces de resistir con una fe inquebrantable todas las a n g u s tias de u n a época agitada. En tiempos de m i e d o , Lutero no tenía la menor posibilidad de convencer a muchos. Perdió la partida. En el siglo X V I I Europa, q u e había d u d a d o durante cincuenta años, volvió m a yoritariamente al catolicismo, menos rudo, más caluroso. La victoria del protestantismo, que sólo subsistió entre minorías —y )or lo demás fue objeto de numerosas persecuciones, incluso después de as guerras de religión del siglo X V I - , llegaría más tarde: en el siglo XX, cuando la mayor parte de las prácticas de la Iglesia romana se acercaran sensiblemente a las suyas. Sin abandonarlos, R o m a deja de hacer tanto hincapié en los milagros, las imágenes, las ceremonias, los atuendos sacerdotales que Lutero había denunciado. Se evita el aparato y la Iglesia hace un esfuerzo por regresar a la simplicidad evangélica. En la medida en que subsiste, la propia confesión se acerca a lo que proponía Lutero:

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una entrevista de igual a igual con un pastor, y sólo si el fiel lo desea; no una ceremonia mágica de blanqueo de pecados. Muchos católicos y más de un protestante quedarían perplejos si se les recordara que el propio Lutero mantuvo prácticamente hasta el fin el hábito de confesarse. Claro está que no se trataba de la misma confesión que la practicada por la Iglesia católica, sino de conversaciones con amigos íntimos, sabios a menudo laicos, y sin necesaria relación de pecados. Por lo demás, rechazaba cualquier distinción entre veniales y capitales. Lo esencial de esas entrevistas era para él la creencia en el perdón de Cristo. U n a vez más, simple certidumbre interior. Agreguemos que todavía hoy, en el curso de un culto, los protestantes reciben la afirmación de que se les perdonan los pecados, pero esto sin confesión ni absolución personal. El pastor oficiante se l i m i t a a anunciar que a todo aquel que se arrepiente sinceramente le son remitidas las faltas. Resuenan a q u í las palabras exactas de Cristo, seguidas de un sencillo: "Vete y no peques más". Por la vía de la liturgia, también en esto la Iglesia católica se ha acercado a la protestante. En todo caso, la encuesta de Témoignage ch étien ( 1 9 7 0 ) revela que numerosos católicos actuales desean que, siendo el arrepentimiento asunto interior, la institución se atenga a u n a absolución de este tipo, c o m u n i t a r i a y concedida sin entrevista particular ni confesión de pecados. r

Peripecias de la confesión A u n q u e en su m o m e n t o Lutero no logró que se suprimieran las indulgencias ni la confesión, tal vez su crítica generó ciertas modificaciones. Así en adelante las indulgencias se usarían con alguna moderación: m e nos días de purgatorio condonados y supresión del carácter manifiestamente contractual. Sin embargo en la época moderna no desaparecieron del todo. En su Tbéologie morale a l'usage des cures ou des confesseurs ( 1 8 4 4 ) , monseñor Gousset seguía prometiendo cien días de indulgencia a todos cuantos reciten el ángelus con corazón contrito "al son de la campana, por la m a ñ a n a o a mediodía, o después de la puesta del sol". Si el recitado fuese diario a lo largo de un mes la indulgencia sería incluso plenaria, a condición de que el fiel se confesara, comulgara y rezara "por la concordia entre los príncipes cristianos, la extirpación de las herejías y la exaltación de nuestra madre la Santa I g l e s i a " . Un lenguaje, como se advierte, aún levemente influido por el espíritu reformador. Por su parte el catecismo de 1 9 9 2 contempla todavía la posibilidad de que la Iglesia d i s t r i b u y a i n d u l g e n c i a s en v i r t u d del p r i n c i p i o no modificado en diez siglos: la indulgencia es la remisión ante Dios de 65

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ciertas penas temporales q u e "el fiel bien dispuesto obtiene bajo determ i n a d a s condiciones". En papel de dispensadora de redención, la Iglesia "distribuye y aplica por su autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y los s a n t o s " . El espíritu de Letrán ha regido i g u a l m e n t e hasta hoy respecto a la confesión; siguen vigentes las disposiciones del canon XXI. El católico ha de confesarse una vez al año. La única modificación de importancia se produjo en el C o n c i l i o de Trento ( 1 5 4 5 - 1 5 6 3 ) , c o n o c i d o c o m o C o n c i l i o de la Contrarreforma: ya no se exigiría la confesión de todos los pecados. C o n que expusiera las faltas capitales, el penitente podía guardar las veniales para sí. C a m b i o de lo más modesto, si se considera que con m u c h a frecuencia los fieles eran incapaces de establecer la diferencia. Y además, ¿qué significaba aquello exactamente? ¿Qué era un pecado capital y qué un pecado venial? A n t e el ataque protestante el C o n c i lio de Trento intentó apretar filas e ideas, buscar definiciones precisas. Estableció ritos supuestamente inmutables y puso en m a r c h a esfuerzos por instruir correctamente a la clerecía. Tuvo u n a importancia considerable y causó efectos saludables en m u l t i t u d de esferas. No obstante la investigación teológica quedó esclerosada por un tiempo y las prácticas se volvieron rígidas. S i n d u d a por eso n u n c a e v o l u c i o n a r o n los c o n f e s i o n a r i o s , esos muebles de madera d o n d e tiene lugar la confesión tradicional. El principio se debe a un obispo italiano del siglo XVI, l l a m a d o Giberti, q u e para evitar todo contacto entre el penitente y el cura prescribió expresamente el uso de una plancha divisoria con u n a ventanilla enrejada. La rejilla es el elemento esencial del m u e b l e q u e conocemos, s i m p l e garita de madera en las parroquias pobres, bombonera rococó o a veces neogótica en las más ricas. En una exitosa película cómica de C l a u d e Autant-Lara, L'auberge rouge (El hostal rojo, 1 9 5 1 ) , Fernandel, en el papel de monje, mostraba hasta qué punto había calado en los fieles la idea de la separación indispensable. Obligado a recibir a una penitente en u n a cocina, con sólo una mesa a la cual sentarse, usaba como pantalla u n a parrilla. El público, reconociendo la rejilla del confesionario, aplaudía. La parte había terminado por significar el todo. Si bien el siglo XVII fue escenario de graves altercados entre partidarios de la dureza y defensores de la laxitud en la confesión, no produjo grandes innovaciones teológicas. En todos los sentidos fue "una pequeña era glacial". C o m o los católicos se dedicaban sobre todo a reforzar la organización sacramental y doctrinaria - p a r a enfrentarse mejor con la crisis— las prácticas p e r m a n e c i e r o n fijas, en p a r t i c u l a r las formas de la confesión. Fue, no cabe d u d a , la época en q u e más obsesivamente se condenó la carne. En todo se quería introducir razón y rigor, no tanto 66

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innovando las ideas como apretando cilicios y disciplinas. Venéreos, corruptos, disolutos, blasfemos, alquimistas, libertinos: cualquiera que no respondiese a la n o r m a era denigrado, perseguido y a veces encarcelado. La vida cristiana terminó reduciéndose a la obsesión del pecado y a una feroz ascensión de la castidad. La vida cotidiana toda se embebió de ese espíritu, lo m i s m o q u e las artes y las letras. Los baños que se habían abierto en el siglo anterior fueron cerrados: a veces daban lugar a fornicaciones, cuando menos a pensamientos impuros. Los médicos se hicieron eco: las abluciones frecuentes eran perniciosas para la salud: "He aquí la mugre erigida en rigor moral", ha dicho el historiador M i chel C a r m o n a . C o n el siglo XVIII y la inclinación a los derechos del hombre protegidos por el Estado aparece cierta tolerancia (a despecho de eventuales cortadores de cabezas o sexos): en política con Voltaire y algunos otros, con san Ligorio en el ámbito de la confesión. El XVII había sido restrictivo y represivo en todos los dominios, gran amante de las virtudes estériles, el remordimiento y la decencia; ese siglo de la razón-Dios, que tanto mal hizo al cristianismo identificándolo como religión no del amor sino de la severidad, fue un largo preámbulo - d e m a s i a d o largo, sin duda— para el siguiente, signado por la indulgencia de un Dios-razón. A falta de innovación teológica (pese al considerable esfuerzo vertido, el Tratado del sacramento del matrimonio, 1 6 0 2 , de Sánchez, fue poco menos que letra muerta durante cien años) aparecieron ingentes obras de piedad y, como siempre, manuales de confesión y reflexiones sobre la falta. Algunos se vendían por toneladas: caso del lionés Benedicto, cuya Somme des peches (París, 1584 y 1 6 0 1 ) efectúa la transición con el siglo precedente; o del famoso Pontas, cuyo Dictionnaire des cas de conscience, publicado originalmente en 1 7 1 5 , no dejó de ser objeto de añadidos por parte de Amort, Collet, Vermot y otros para ser finalmente reproducido en 1 8 4 7 , con todas las modificaciones, en la célebre colección de L'Encyclopédie théologique del abate M i g n e . A l l í estaba todo cuanto p o d í a buscar un confesor. Escobar y Antonino tenían por fin sucesor. La obra de Pontas tuvo un éxito enorme. Si no era posible modificar u n a teología en gran parte esclerosada, la época hurgaba, dividía y subdividía las formas de pecado. Las m a nías escolásticas de la categorización, el refinamiento y la complicación no habían muerto. Tal vez, para que esto se advierta mejor, convenga dar a q u í ciertos ejemplos del procedimiento, escogidos entre m u c h o s de los grandes tratados sobre la confesión. Charles Billuart ( 1 6 8 5 - 1 7 5 7 ) , adaptador m u y riguroso de la Suma de santo Tomás a los usos de la época, da en su Traite des diferentes luxures u n a asombrosa prueba de capacidad analítica y subdivisoria. El objeto es el pecado contra natura: 6 7

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H a y cuatro pecados contra natura: En efecto, para que sea posible la generación, el acto sexual exige cuatro condiciones: 1) el acoplamiento de dos individuos; 2) que ambos sean de la m i s m a naturaleza específica; 3) q u e sean de sexos diferentes; 4) que el m o d o de acoplamiento sea natural. H a y pues cuatro clases de pecados contra natura. La primera si, sin acoplamiento alguno, se produce polución a causa del placer sexual; lo cual es llam a d o " i n m u n d i c i a " o, por algunos, "flojera". La segunda, si se produce por acoplamiento con un individuo de otra especie, por ejemplo u n a bestia o un d e m o n i o , lo q u e se llama bestialidad. La tercera es el acoplamiento con un individuo de sexo prohibido, es decir del m i s m o sexo, h o m bre con hombre, mujer con mujer, lo que se l l a m a sodomía. La cuarta cuando, siendo los sexos los que deben ser, no se observa el m o d o natural de acoplamiento, de suerte que se hace imposible la generación; lo cual puede ocurrir de dos formas: a) por deficiencia del instrumento natural, cuando el hombre penetra en el vaso posterior; b) por deficiencia de la posición natural, c u a n d o la mujer se pone encima del hombre, o cuando el hombre toma a la mujer por detrás, aun sirviéndose del vaso n a t u r a l . 69

Abusos de sutileza como éste se encuentran con a b u n d a n c i a en todos los m a n u a l e s del siglo XIX; por ejemplo el Compendium de théologie morale de Gury, q u e apareció en 1 8 5 0 , fue traducido a todas las lenguas europeas y gozó de autoridad hasta no hace m u c h o . Pero el infinito a l a m b i c a m i e n t o de los razonamientos sobre el pecado, a la m a n e r a de Billuart y otros, ¿no justifica a posteriori que a Lutero este tipo de manuales le pareciesen "excogitaciones de charlatanes" y se alzase contra ellos? H a y otro elemento en la forma de los diccionarios de casos de conciencia de los siglos XVIII y XIX digno de destacar: cierto modernismo. Los tiempos habían c a m b i a d o profundamente; estaba n a c i e n d o una cultura nueva: la cultura del dinero. Sin d u d a los pecados básicos eran los mismos, pero alrededor el m u n d o cobraba otro rostro. El capitalismo estaba generando costumbres totalmente nuevas y el confesor o el director de conciencia debían saber casi tanto como un notario. No robar era un m a n d a m i e n t o simple. ¿Pero q u é era ahora el robo? Existían cada vez más formas. Así empezaron a aparecer sutilezas nuevas, debidas ya no a espíritus torturados sino a la modificación de las conductas, los problemas y las ideologías. H a b í a que saber responder tanto al

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nuevo suscriptor de un periódico como al eterno m a r i d o que solicitaba vanamente los favores de su esposa. De allí un sinfín de mescolanzas extrañas, de las cuales intentaremos dar u n a idea con tres ejemplos diversos tomados del Dictionnaire des cas de conscience de Pontas: Suscripción. Caso I: Alis se ha abonado por seis meses a un periódico; el autor ha c u m p l i d o las promesas a n u n c i a d a s en su prospecto; al cabo de tres meses, Alis no quiere más periódico; ¿es obligado pagar la suscripción por seis meses? Absolución. Caso II: Liberius, l l a m a d o para confesar a un enfermo apopléjico, lo encuentra e x h a l a n d o los últimos suspiros y sólo tiene t i e m p o de decir te absolvo sin añadir a peccatis tuis. ¿Es válida esta absolución? Deber c o n y u g a l . Caso XXV: ¿Puede Genevieve rehusar el deber por el solo hecho de sentir u n a m u y grande rep u g n a n c i a a cumplirlo?

Se advierte qué variados eran los casos propuestos por un diccionario de este tipo; el espectro reflejaba fehacientemente un m u n d o en proceso de transformación. Pero si las preguntas tocaban aspectos nuevos, en las respuestas seguían oyéndose ecos del pasado. Eran largas y circunstanciadas, con referencias a las Escrituras, los padres de la Iglesia y los mejores teólogos; de haber posibilidad de controversia, eran auténticas discusiones. Por ejemplo el último caso - e l de la mujer que quiere saber a qué está o b l i g a d a - suscitaba la respuesta siguiente: Esta cuestión fue zanjada por el Apóstol, I Cor., VII, con las palabras siguientes: Uxori vir debitum reddat; similiter autem et uxor viro: mulier sui corporis potestatem non habet, sed vir, etc. [Que el marido dé a su mujer lo q u e debe y la mujer de igual m o d o al marido: no dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido.] De donde san A n t o n i n o y todos los demás concluyen q u e uno de los cónyuges no puede, sin pecar m o r t a l m e n t e contra la justicia y la fe solemnem e n t e dada, rehusar lo que debe al otro, c u a n d o se le p i d e seriamente como cosa debida; pues entonces se hace culpable de las incontinencias y el adulterio de su c ó n y u g e . O t r a cosa s e r í a si el m a r i d o no e x i g i e s e su d e u d a s i n o c o m o p r e n d a de a m i s t a d , y dejando clara c o n s t a n c i a de q u e le importa poco, o que fuera un iracundo q u e no perm i t e reposo; a d e m á s esto débese entender, según Silvio, en el caso de q u e non sit ullum incontinentiae periculum

Formas de la confesión

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[que no h a y a n i n g ú n peligro de i n c o n t i n e n c i a ] : lo q u e es harto raro in marito salci [en un m a r i d o lascivo].

Ya se ve que la respuesta deja siempre alguna salida abierta, incluso en un rigorista c o m o Pontas. Es obligatorio ser severo, porque un pecado es u n a transgresión de la fe. Pero siempre existen casos en que la falta es menos pesada q u e en otros. Asistimos aquí al triunfo pleno del arte de la casuística: h a y casos excepcionales y es i m p o r t a n t í s i m o conocerlos. Ésta es la diferencia con los penitenciales, q u e dictaban u n a sola pena para cada falta. No obstante los fieles no debían estar demasiado advertidos de las posibles escapatorias. Por eso la m a y o r í a de las obras de casuística se redactaban en latín; y cuando a partir del siglo x v m h a y a algunas en idiomas locales, los pasajes de carácter sexual, tanto por pudor c o m o por prudencia, seguirán escribiéndose en la vieja l e n g u a de la Iglesia. En cualquier caso los diccionarios de casos de conciencia o m a n u a les de confesores manifiestan hasta nuestros días (conocemos uno publicado e n 1 9 4 8 ) que l a sociedad d e f i e l e s h a ido planteando problem a s cada vez más complejos. Acaso la deserción comenzó cuando los fieles comprendieron que la cultura teológica de sus curas no alcanzaba para responder a preocupaciones q u e rebasaban con m u c h o la esfera de la teología. La confesión ha sufrido dos grandes crisis: la actual (sobre la cual daremos ciertos datos en nuestra conclusión y q u e ha llevado al abandono casi total de los confesionarios) y la del siglo XVII, época del enérgico debate entre rigoristas y flexibilistas. ¿Podrá resolverse la nueva crisis como la primera, aplicando consignas de moderación como las de san Ligorio, cuyas tesis, por otra parte, no fueron escuchadas en su siglo sino en el siguiente? No es al historiador a quien corresponde responder. No obstante cabe observar que, antes del siglo XIX, fas dificultades con q u e tropezó la confesión nunca causaron la deserción de los fieles, y que a u n después el abandono fue m u y progresivo. Tanto jesuítas como jansenistas se confesaban, de formas diferentes tal vez, pero sin poner en tela de juicio la obligatoriedad del sacramento. Los fieles los seguían en masa. No olvidemos además q u e el temor al castigo, m u y real por entonces, propiciaba la frecuencia de la práctica, sobre todo en el c a m po, donde la presión del cura local y la c o m u n i d a d aldeana era intensa. 7 0

Las visitas pastorales periódicas, q u e desde el siglo XVII alcanzaban a las p a r r o q u i a s m á s remotas de Francia, no sólo servían p a r a q u e el obispo sometiera al párroco a un pequeño examen teológico o juzgara q u é nacía falta reparar en la iglesia y sus aledaños: atraían al redil a las ovejas descarriadas.

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Antes de personarse en las aldeas los obispos se hacían enviar u n a relación de los problemas pendientes con i n d i c a c i ó n del n ú m e r o de "pascualizantes", es decir de aquellos q u e con la llegada de la Pascua se confesaban y recibían la c o m u n i ó n . El porcentaje es m u y bajo, responde hacia 1 6 6 0 el obispo de C h á l o n s , Félix Vialart, a las indicaciones precisas del cura. H a b r á que convocar a quienes faltan a la c o m u n i ó n y dirigirles dos amonestaciones sucesivas en poco tiempo, y si se resisten una advertencia pública. Los nombres de los remisos se citarán entonces desde el pulpito. De mantenerse el rechazo el cura dará noticia al obispado, q u e p o d r á p r o n u n c i a r la e x c o m u n i ó n . Para el a l d e a n o refractario una m e d i d a así implicaba, además de m á x i m o peligro para el alma, una serie de inconvenientes inmediatos. Ya no podía c o m p r o m e terse, casarse, apadrinar ni asistir a ceremonias donde lo hicieran otros. C u a n d o muriera no lo enterrarían en el cementerio parroquial. Resultado: en 1 7 8 9 , mientras la descristianización avanza ya sobre los espíritus, sobre todo los masculinos, en las zonas rurales los "pascualizantes" (y por tanto confesados) siguen siendo el 9 5 % . ¿Pero eran sinceras las confesiones, estaban bien hechas? Y por otra parte, ¿qué es para la Iglesia u n a confesión bien hecha? ¿En qué desemboca toda esta gestación histórica? ¿ C ó m o era la confesión tipo?

La m e c á n i c a de la confesión Unas palabras pues, para terminar el presente capítulo, sobre la forma d e l a c o n f e s i ó n p e r f i l a d a d e f i n i t i v a m e n t e p o r san L i g o r i o ( 1 6 9 7 ¬ 1 7 8 7 ) . ¿ C ó m o se desarrollaba el encuentro? ¿Qué palabras se interc a m b i a b a n y en q u é condiciones? Entiéndase q u e hablamos de la confesión clásica, la "verdadera", la q u e existe h a c e dos siglos y a c u y a agonía asistimos desde hace unas décadas. El precedente resumen histórico ha procurado mostrar q u e el sacram e n t o de la confesión evolucionó constantemente a través de los siglos. En el catecismo reciente encontramos sus últimos avatares, a saber, las formas más o menos comunitarias. Pero, después de enunciar los nuevos modos, este catecismo afirma que el único m o d o correcto es el más tradicional, ese q u e desde hace alrededor de un siglo y m e d i o v i e n e p r a c t i c á n d o s e (o d e b e r í a p r a c t i c a r s e ) sin m o d i f i c a c i o n e s : " L a confesión i n d i v i d u a l e integral s e g u i d a de absolución sigue siendo la única m a n e r a ordinaria por la cual los fieles se reconcilian con Dios y la Iglesia" . Así pues, y pese a q u e todos los católicos occidentales de hoy la hay a n c o n o c i d o más o menos c u a n d o niños, describamos esa ejemplar 71

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confesión tradicional. Conserva u n a "imagen" m u y fuerte; u n a representación que habita todos los espíritus, incluso los no católicos. Intentemos precisarla. De hecho la confesión s i e m p r e ha sido u n a práctica fuertemente codificada y llena de prohibiciones diversas q u e no obstante h a n ido c a m b i a n d o . En el siglo XIX, por ejemplo, monseñor Gousset dice que el confesor debe estar en el cubículo con sotana y "jamás debe confesar a las personas del otro sexo en un lugar diferente de la i g l e s i a " . He aquí la p r i m e r a i m a g e n : un sacerdote vestido de negro, un confesionario, u n a penitente arrodillada. Es de día, a u n q u e h a y cierta p e n u m b r a . En efecto, san Carlos Borromeo había prohibido escuchar a las mujeres "poco antes o después de q u e se ponga el sol". Evidentemente el m u n d o m o d e r n o cambió poco a poco la vestimenta y los horarios. Sin e m b a r g o nosotros no describiremos las formas c o n t e m p o r á n e a s , com u n i t a r i a s , q u e desde la década de 1 9 7 0 y gracias al nuevo r i t u a l pueden oírse en el curso de la misa, sino la confesión clásica, tal como —en términos g e n e r a l e s - existió hasta el C o n c i l i o Vaticano II ( 1 9 6 2 ) . Postura: el p e n i t e n t e se p o n í a de rodillas y se p e r s i g n a b a . Pedía: " B e n d í g a m e padre, porque he pecado". El cura lo bendecía diciendo: " Q u e el Señor sea en tu corazón y en tus labios para q u e hagas u n a b u e n a confesión, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. A m é n " . Se cubría con el birrete y el penitente recitaba la primera parte del "Yo, pecador" (antiguo Confíteor) hasta las palabras "por mi culpa..." Entonces comenzaba la entrevista. Si el penitente callaba, el cura proponía interrogarlo. La primera pregunta siempre concernía al tiempo transcurrido desde la ú l t i m a penitencia: "Y bien, hijo m í o , ¿cuánto nacía que no te confesabas?" Las personas que nosotros hemos interrogado sobre sus confesiones infantiles antes o después de la guerra de 1 9 3 9 - 1 9 4 5 suelen insistir en que preparaban el relato de a n t e m a n o . C o m o las preguntas siempre eran casi las mismas (sobre la mentira, la desobediencia a los padres, las palabrotas, la m a s t u r b a c i ó n ) , m u c h o s iban decididos a reconocer las pequeñas faltas y negar obstinadamente las otras. Sobre cada confesión, sistemáticamente, el cura preguntaba: " ¿ C u á n t a s veces?" A veces seguía a l g ú n reproche, pero más a m e n u d o no había n i n g ú n comentario. Entre los adultos, a juzgar por las entrevistas grabadas en Italia hacia 1 9 7 3 , las cuestiones más abordadas eran la ausencia a misa, el olvido de rezar las oraciones o el hecho de haber c o m i d o carne en viernes. Pero el asunto esencial era el pecado de la carne, y específicamente en nuestro siglo m u y a m e n u d o el uso de anticonceptivos. Al terminar, el penitente pedía perdón a Dios y solicitaba la absolución. La confesión concluía con el enunciado de la penitencia y el acto 72

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de contrición, célebre por la formula antigua mea culpa, mea máxima culpa, o en la época m o d e r n a "por mi culpa, por mi grandísima culpa". En nuestro tiempo la penitencia consistía sobre todo en rezos; antaño, en limosnas, ayunos u otras mortificaciones. S u b r a y e m o s q u e ya hace siglos q u e los teólogos recomiendan al sacerdote q u e sea firme en las palabras y b l a n d o en las penas. En el siglo XVI Valerio R e g n a u l t q u e r í a q u e " l a contrición fuera a g r a d a b l e al pecador"; antes incluso Gerson enseñaba q u e el confesado no c u m p l i r í a la penitencia si no estaba de acuerdo con ella. El último catecismo sigue e n u n c i a n d o penas diversas: ofrendas para obras de misericordia, a y u d a al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificio y, sobre todo, "la aceptación paciente de la cruz q u e debemos l l e v a r " . Las observaciones de los tratados antiguos sobre las cualidades de u n a b u e n a confesión son inagotables. Para Pontas, que los resume todos, debía ser simple, h u m i l d e e íntegra e ir a c o m p a ñ a d a de un dolor sincero y un auténtico deseo de c u m p l i r la penitencia a d j u n t a . En realidad retoma, abreviándolas, las dieciséis características e n u m e r a d a s por los escolásticos, enseñadas largo tiempo en los seminarios y contenidas en este cuarteto en latín: 74

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Sit simplex, humilis confessio, pura, fidelis, Atque frequens, nuda et discreta, libens, verecunda, Integra, secreta et lacrymabilis, accelerata, Fortis et acussans, et sit parere parata.

La confesión tradicional tenía lugar cada vez q u e se c o m u l g a b a y al menos u n a vez al año, generalmente en Pascua según las instrucciones de Letrán. Pero hasta épocas m u y recientes se registran numerosos casos de c o m u n i ó n semanal, todos los domingos. La regla q u e exigía d i rigirse al cura del pueblo y no a otro, establecida t a m b i é n en Letrán, se dejó de lado m u y pronto. En el siglo XIX los fieles ya podían elegir confesor, a u n q u e se condenaba la búsqueda de curas especialmente benévolos y más todavía el uso de dos confesores para reducir las faltas a la mitad. Confesión precisa: siempre se ha recomendado no dejar n a d a oculto, abordar todos los temas. La confesión es esencial y el catecismo vigente sigue h a c i e n d o h i n c a p i é en su aspecto salvador: "Aun desde el >unto de vista s i m p l e m e n t e h u m a n o , la confesión nos libera y facilita a reconciliación con los d e m á s . Por ella el h o m b r e m i r a de frente los pecados de q u e se ha c u l p a b i l i z a d o . . . La confesión al sacerdote const i t u y e p u e s u n a p a r t e e s e n c i a l del s a c r a m e n t o d e p e n i t e n c i a . . . " H a c e m á s de un siglo m o n s e ñ o r Gousset d e n u n c i a b a a q u i e n e s se

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conformaban con confesiones faltas de contenido, por ejemplo e n u n c i a n d o solamente el género del pecado cometido. De n a d a servía, explicaba, decir: " H e pecado g r a v e m e n t e contra la castidad"; en p r i n c i pio era necesario - s i e m p r e lo ha sido— c o m u n i c a r la clase de falta con toda precisión. Confesión detallada: esta c u a l i d a d indispensable de la buena confesión deriva de la anterior. A fin de no dejar n a d a oculto, los m a n u a l e s sugieren hacer la relación en cierto orden, recorriendo todo el arco de pecados posibles. Un texto del siglo XVI p r o p o n e e v o c a r s u c e s i v a m e n t e los c i n c o sentidos y los diferentes órganos del cuerpo, cada uno con sus respectivas faltas: "Los ojos. Las orejas. El olfato. La boca. La l e n g u a . Las m a n o s . Los pies"; tales son las rúbricas f u n d a m e n t a l e s . En d e t a l l e un e s q u e m a de este tipo p r o p o r c i o n a relatos c o m o éste: " M i boca. He puesto excesivo deleite en vinos y v i a n d a s bien preparadas y obten i d o d e ellos d e m a s i a d o placer [ . . . ] M i l e n g u a . H e dicho m u c h a s palabras m a l a s , e t c é t e r a " . Otros p r o p o n í a n seguir el orden de los pecados capitales. La confession coupée, obra del siglo XVIII, i n d i c a b a otro método: seg u i r los diez mandamientos. El autor m i s m o proporciona una lista de pecados de los cuales es posible acusarse y que basta puntear en el libro. Ya q u e no podemos citar con a m p l i t u d esta obra particularmente i m a ginativa y bien escrita, seleccionaremos algunas de las sugerencias que hace al confesante (tres pecados por m a n d a m i e n t o , sobre los centenares q u e ofrece el texto). Primer mandamiento (Tendrás un solo D i o s ) : No me he c u i d a d o de trabajar por la conversión de m i s domésticos. He obtenido y leído libros de m a g i a . He tenido más confianza en el m é d i c o q u e en Dios. Segundo mandamiento ( N o p r o n u n c i a r á s el n o m b r e de D i o s en vano): He empleado cosas santas en usos vergonzosos. He saqueado iglesias. He expresado un pecado mortal de manera m u y poco inteligible. Tercer mandamiento (Guardarás el d o m i n g o ) : He empleado los domingos y las fiestas en j u g a r y beber. He pasados muchos años sin confesarme. He c o m i d o carne en los días prohibidos. Cuarto mandamiento (Honrarás a tu padre y a tu madre): No he honrado a mis padres, superiores o maestros como es debido. Les he puesto motes. Le he oeeado en exceso a mi esoosa. Quinto mandamiento (No matarás): He injuriado a otros, los he atacado y herido. Me he enterado con dolor del encomio de otro. He causado guerra. Sexto y noveno mandamientos (No cometerás adulterio, no desearás la carne sino en el m a t r i m o n i o ) : Me he consentido ilusiones nocturnas. He conservado en mi casa desnudeces i m p ú d i c a s . He pecado con 77

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u n a persona (aquí h a y que explicar de qué sexo y c o n d i c i ó n ) . He proyectado algo espantoso. Me he abandonado por entero a salacidades. Me ha irritado no poder inventar y cometer más. Octavo mandamiento (No darás falso testimonio): He d i c h o m e n t i ras perniciosas y perjudiciales. He leído la confesión de otro. Me he servido de cartas falsas y falsos sellos. Séptimo y décimo mandamientos (No robarás, no desearás los bienes del prójimo): He tomado una cosa a escondidas. He alienado bienes de la Iglesia. He ejercido la piratería. He ejecutado mal un testamento. He hecho trampa en el juego. He defraudado al fisco . El extracto precedente prueba q u e con un poco de i m a g i n a c i ó n se llegaba a albergar bajo unos pocos epígrafes p r á c t i c a m e n t e todos los pecados i m a g i n a b l e s . S i n e m b a r g o el e s q u e m a era m u y teórico y, al m e n o s según los testigos de nuestro siglo, las m á s de las veces el i n terrogatorio carecía de plan lógico. Por lo demás, ya en 1 8 4 4 monseñor Gousset reconocía que no hacía falta recorrer todo el decálogo: "Se fatigará al fiel y la confesión se le hará odiosa", decía. Pero ni un solo pecado ni un solo pecador debían escapar a la pormenorizada indagación. El penitente estaba obligado a c o m u n i c a r con profusión de detalles no sólo q u é pecados había cometido, incluso los secundarios, sino dónde, cuándo, cómo y con q u i é n . El catecismo reciente, menos liberal q u e el C o n c i l i o de Trento, recuerda que, sin ser estrictamente necesaria, "es a l t a m e n t e r e c o m e n d a b l e la confesión de los pecados veniales" . El autor de un m a n u a l relativamente m o d e r n o - p u b l i c a d o después de la S e g u n d a guerra m u n d i a l - insiste, por ejemplo, en las precisiones q u e h a y q u e reclamar c u a n d o un fiel confiesa u n a m i r a d a un poco a la ligera: 78

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El confesor: ¿Fue una m i r a d a francamente obscena? ¿Una m i r a d a s i m p l e m e n t e inconveniente? ¿Indiscreta? ¿Has m i rado d e l i b e r a d a m e n t e , m u c h o t i e m p o , d e pasada? ¿ H a s visto, s i m p l e m e n t e , sin d e l i b e r a c i ó n . . . ? M i r a d a francamente obscena: pecado mortal. M i r a d a sólo inconveniente: no es pecado mortal salvo si fue p r o l o n g a d a . 80

Estaba previsto q u e ni siquiera los sordos escaparan al interrogatorio. M o n s e ñ o r Gousset dice q u e si saben leer h a y q u e plantearles Tas preg u n t a s por escrito; y añade: "En cuanto a los q u e no son del todo sordos, para escuchar su confesión ha de conducírselos a la sacristía o a un l u g a r retirado". El m i s m o arzobispo prevé a s i m i s m o la eventualidad de q u e el sordo sea el confesor. ¿Valdrá la absolución q u e dé sin h a b e r

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comprendido bien? Sí, responde, si al menos ha oído ciertos pecados. No si es sordo c o m o una tapia y en realidad no ha oído nada. Por ú l t i m o se prevé a u n el caso de alguien que, de oído sano pero vergonzoso de sus pecados, no se atreva a confesarlos en voz alta y deslice al confesor un billete. Pontas no lo acepta: "¿Puede el confesor recibir tal confesión? No debe ni p u e d e " . El aparato teórico, la codificación estricta del acto y la escrupulosa aplicación del código q u e se les exige tanto a confesores como a confesados muestra bien hasta qué p u n t o fue general, i n m e n s a y acaso utópica la obra q u e se propuso la Iglesia. Se trataba de un verdadero, grandioso sueño inquisitorial: saberlo todo de los parroquianos, y m u c h o más de sus debilidades que de sus virtudes. A cambio de la confesión la Iglesia prometía dos cosas: remisión y secreto. Siempre se garantizó q u e la remisión era completa. Todavía en la época de los penitenciales, Bartolomeo de Exeter afirmaba: "Por vergonzoso y a b o m i n a b l e que sea, el pecado es remitido por u n a confesión secreta y u n a secreta absolución". Nadie conocería j a m á s los crím e n e s de q u e el p e n i t e n t e se h a b í a a c u s a d o . En p r u e b a de e l l o se citaba el caso de J u a n N e p o m u c e n o , confesor de la princesa J u a n a , esposa del emperador a l e m á n Wenceslao IV y verdadero m á r t i r del secreto. En 1394 N e p o m u c e n o se negó a denunciar las infidelidades de la emperatriz; fue torturado, e m b u t i d o en un saco y arrojado al M o l dava. Pese a los apremios del m a r i d o calló hasta la muerte. Q u e d a por saber si la promesa del secreto tranquilizaba naturalmente a los fieles. Pues, c o m o veremos, la Iglesia interrogaba sobre asuntos particularmente íntimos y personales. 81

Tras haber estudiado la forma de la confesión pasaremos al estudio de sus c o n t e n i d o s . En c o n j u n t o , a lo largo de su historia la Iglesia ha puesto el acento en tres pecados. El primero de ellos, el a m o r al dinero, le preocupó intensamente en los siglos XIV y XV, cuando los católicos tenían prohibido prestar con intereses. O l v i d a n d o sus primeros éxitos en Venecia perdió la oportunidad de entrar en el m u n d o capitalista - e l m u n d o moderno—, dejando el d o m i n i o de las sociedades nacientes a los protestantes y los j u díos. Q u e d ó s i t u a d a así en u n a desventaja q u e no llegaría a reducir nunca, tanto más cuanto q u e el "sucio dinero", el "dinero corruptor" seguiría resultándole altamente sospechoso. C o n el m i s m o rigor ha perseguido los que llamaremos pecados de palabra —la mentira, la maledicencia—, insistiendo con razón en la influencia destructiva que tienen en las relaciones h u m a n a s . Desafortunadamente, después de la ya secular intervención de miles de directo-

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res de conciencia, el estado del amor y la solidaridad en nuestras sociedades no permite afirmar que la Iglesia h a y a c u m p l i d o su proyecto con acierto. Por ú l t i m o , y privilegiadamente —en este caso con é x i t o - , la Iglesia ha atacado la sexualidad. La ha condenado en todas sus formas fuera del m a t r i m o n i o , y a veces incluso dentro de él; no olvidemos que el propio papa Inocencio III, en su De contemptu mundi, llegó a decir: "Nadie ignora q u e el acoplamiento n u n c a se desarrolla sin prurito de la carne, fermentación del deseo y hediondez de la lujuria". A q u í se condensa todo el problema de la teoría cristiana de la carne, i n s e p a r a b l e de la confesión. U n a teoría c o m p l i c a d a , c o n t r a d i c t o r i a , que hasta 1 9 5 1 - y tal vez hasta nuestros d í a s - n u n c a evolucionó sino m u y débilmente, y cuyos cambios de lenguaje, da la impresión, apenas h a n s e r v i d o p a r a e n m a s c a r a r restricciones a n t i g u a s e i n d e c l i n a b l e s ; pues, como el dinero, al cristianismo n u n c a le ha interesado m u c h o n i n g ú n a m o r q u e no fuese el q u e se siente por Dios. El resultado es una teoría que na favorecido al m i s m o tiempo la virginidad y la maternidad; un sistema que ha procurado exigir la m a y o r c a n t i d a d de niños y el m e n o r placer posible. ¿Pero es posible conciliar las dos cosas?

La condena de la carne

H a y q u e tener el valor de decirlo: lo esencial de la teoría cristiana de la carne no proviene de Jesús. En particular la idea central de un vínculo entre el sexo y la procreación, según la cual sólo se puede tener relaciones sexuales para hacer niños, no se encuentra en n i n g u n o de los evangelios. Tampoco en el A n t i g u o Testamento y ni siquiera en san Pablo, padre fundador del pensamiento cristiano. En realidad la teoría de la carne, tal como se ha transmitido hasta nuestros días, se elaboró paulatinamente y a ú n no ha acabado de evolucionar. Fueron sobre todo los "hacedores de s u m a s " de los siglos XII a XV quienes la perfeccionaron m e d i a n t e u n a suerte de sincretismo, utilizando y reorganizando elementos bastante diversos: la Biblia, Cristo, el p e n s a m i e n t o a n t i g u o , ideas científicas medievales y textos de los padres de la Iglesia, en particular de san Agustín ( 3 4 5 - 4 3 0 ) .

Las fuentes del Antiguo Testamento El A n t i g u o Testamento no contiene n i n g u n a m a l d i c i ó n contra la sexualidad. Narra el nacimiento de A d á n y Eva, creados hombre y mujer, y la institución del m a t r i m o n i o : así se hicieron "una sola c a r n e " . La invitación a crecer y multiplicarse parece haber sido para ellos un deber, tal vez incluso un derecho. Según costumbre de los antiguos pueblos están autorizados el concubinato, la p o l i g a m i a y el divorcio. El Cantar de los cantares es un poema al amor y los placeres. No obstante también están presentes las viejas prohibiciones j u d í a s . El Levítico c o n d e n a firmemente el adulterio, es decir el acto sexual con u n a persona casada. Algunos vicios se consideran nefandos, en especial la homosexualidad - p o r la cual son destruidas S o d o m a y Gom o r r a - , el incesto, la bestialidad y la prostitución en los templos. 82

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Sobre todo los cristianos deben al A n t i g u o Testamento la desconfianza de la sangre menstrual y la historia de O n á n . La sangre da miedo, en- especial la sangre femenina. "El que se acueste con mujer dur a n t e e l t i e m p o d e las r e g l a s d e s c u b r i e n d o l a d e s n u d e z d e e l l a h a puesto al desnudo la fuente de su flujo y ella también ha descubierto la fuente de su sangre. A m b o s serán extirpados de entre su pueblo", dice el L e v í t i c o . Es un crimen que el h o m b r e comparta el lecho con una mujer indispuesta; Ezequiel y el Levítico equiparan el acto sexual durante la regla al adulterio. No cabe d u d a de q u e esta prohibición ha contribuido enormemente a forjar la leyenda de que la mujer es i m p u ra, misteriosa y lúbrica, y en parte explica que h a y a sido considerada largo tiempo c i u d a d a n a de segunda en el pueblo de Dios. El texto que narra la condena de O n á n es m u c h o más difícil de i n terpretar, pero ha ejercido considerable influencia en la teoría cristiana de la carne, sobre todo a través de la traducción de san J e r ó n i m o para la Vulgata. S i g u i e n d o la costumbre, a O n á n se le encargó q u e diera descendencia a su h e r m a n o muerto. Pero "como sabía que aquella descendencia no sería suya, cada vez que se unía a la mujer de su h e r m a n o dejaba caer la semilla a tierra para no dar posteridad a su hermano. Pareció mal a Yahvé lo q u e hacía y le hizo morir a él t a m b i é n " . El episodio, que al menos muestra que los j u d í o s conocían el coito i n t e r r u m p i d o —la eyaculación del hombre fuera de la mujer para evitar la procreación—, ha servido a lo largo de los siglos para justificar la condena de la anticoncepción y de la masturbación (que, en un evidente c o n t r a s e n t i d o , d u r a n t e los siglos XVIII y XIX a m e n u d o era l l a m a d a "onanismo"). De hecho hoy los exegetas bíblicos d u d a n de cómo interpretar el "crimen de Onán". ¿Quiso Dios castigar el acto m i s m o de retirada o, en general, la m a l d a d de ese hombre, la falta de sentimiento familiar, el egoísmo sexual, la negativa a obedecer? Dentro de la liberal i d a d de la época en cuestiones sexuales, la severidad del castigo —la m u e r t e - parece incompatible con la estrecha interpretación m a n t e n i d a por la Iglesia católica, que ha llevado a la condena no sólo del coitus interruptus sino de toda pérdida de l í q u i d o seminal. No obstante a u n q u e —interpretada más o menos correctamente— la historia de Onán repercutió considerablemente en la formación de la idea cristiana del "pecado contra natura", en materia de conductas sexuales ordinarias el Antiguo Testamento sólo parece condenar las relaciones con parejas ya casadas. Es el terrible non moechaberis (no cometerás adulterio) del sexto mandamiento. D e s t a q u e m o s t a m b i é n q u e e n n i n g ú n pasaje del A n t i g u o Testam e n t o se prohibe el intercambio sexual durante el embarazo. 83

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El mensaje de Jesús ¿Incrementó Jesús las prescripciones del A n t i g u o Testamento? No lo parece; al m e n o s no en forma de interdicciones sexuales precisas. A m e n u d o se olvida q u e conocemos m u y poco las palabras de Cristo. En los evangelios es difícil distinguir su mensaje auténtico de lo que, m u cho t i e m p o después de que muriera, llegó a los redactores. Pero incluso aceptando todo lo narrado, el conjunto de las frases atribuidas a J e sús forman apenas un discurso de algunas horas. Sin duda lo esencial del mensaje no se refiere a la sexualidad. Las grandes preocupaciones de Jesús eran otras. Dos ideas son particularmente originales. La primera, el amor al prójimo: "Os doy un m a n d a m i e n t o nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, os améis vosotros también ios unos a ios otros" ; idea magnífica, lamentablemente jamás aplicada, que sin embargo daría al cristianismo un rostro particular. La segunda, expresada con frecuencia, es en realidad un sentimiento de urgencia: "Transformaos - d i c e J e s ú s - , que el Reino está cerca". No falta mucho para la catástrofe final; por eso hay que arrepentirse, no especialmente de los pecados sexuales sino de todas las faltas cometidas. H a y que prepararse para comparecer ante Dios para el último juicio. 85

Por lo demás, ¿se encuentran en las palabras de Jesús prohibiciones especiales en materia amorosa? Varias veces repite, siempre de forma breve, los m a n d a m i e n t o s dados por Dios en el S i n a í y por supuesto ue entre ellos está la prohibición del adulterio. Y sin embargo i m p i e que lapiden a la mujer pecadora, desafiando a quien esté sin pecado a que arroje la primera piedra. Nadie lo hace; los asistentes callan. J e sús perdona a la culpable: "Vete, y en adelante no peques m á s " . He a q u í un mensaje de amor y perdón, no de severidad. Ni siquiera repite las suspicacias judías sobre la presunta impureza de las mujeres. Disfruta de la compañía de ellas, les habla, las frecuenta tanto como a los hombres. No habla de la simiente, del crimen de Onán, de la masturbación, de la homosexualidad, del bestialismo ni de otros tópicos de los ulteriores especialistas cristianos en el interdicto. Esto no significa q u e no lo envuelva un aire m u y particular: un aire de pureza. En principio no está casado. En un texto oscuro habla de los eunucos voluntarios y parece q u e los aprueba: "Porque hay eunucos q u e nacieron así del seno materno, y h a y eunucos hechos por ios hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Q u i e n pueda entender, que e n t i e n d a " . En estas p a l a bras fundará la Iglesia católica —la única por cierto entre las confesiones cristianas en nacerlo— el celibato obligatorio de los sacerdotes.

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U n a ruptura radical de Jesús con el A n t i g u o Testamento son las duras palabras q u e aquél pronuncia sobre el divorcio. No concibe q u e se

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disuelva el m a t r i m o n i o , por el cual hombre y mujer se hacen u n a sola carne: "Lo que Dios unió no lo separa el h o m b r e " . Tampoco se puede olvidar —es uno de los grandes mitos c r i s t i a n o s la concepción virginal de Jesús por M a r í a , narrada por M a t e o y L u c a s , a u n q u e los otros evangelios no la mencionen y las epístolas no digan sobre ella una sola palabra. Es indudable que con la figura de J e sús se inicia la glorificación de la castidad y la v i r g i n i d a d ; claro q u e siempre, repitámoslo, en un clima de fin de m u n d o , de i n m i n e n c i a del fin de los tiempos. 88

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En horas tan graves el sexo no tiene gran importancia; en p r i m e r plano está la pureza. Y Jesús condena todo cuanto puede m a n c h a r el corazón del hombre: "Intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones [antes se traducía por impudicias}, robos, falsos testimonios, i n j u r i a s " . El pensamiento se vuelve decisivo, más quizá q u e los actos: "Todo el que m i r a a u n a mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su c o r a z ó n " . Es una actitud totalmente nueva. Se diría q u e a Jesús no le interesa la sexualidad. Por otra parte afirma que después de la resurrección "ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en el c i e l o " . No cabe d u d a de q u e a los elegidos se los representa asexuados. Los santos parecen niños, categoría que lo conmueve particularm e n t e por su simplicidad i n m a c u l a d a . En cambio está claro q u e Jesús nunca legisló sobre el sexo, nunca vinculó el acto sexual a la idea exclusiva de procreación, n u n c a predicó la abstinencia. Un aire de pureza, sí; ciertamente no de ascetismo y retiro. Jesús no desprecia el m u n d o , como harán tantos cristianos de la Edad M e d i a . ¿Acaso no lo vemos en el banquete, copa en mano? J u s t a m e n t e porque su posición en materia sexual carece de precisión y claridad, san Pablo - a r q u i t e c t o impecable del cristianismo, fundador de la teoría represiva de la c a r n e - y sus sucesores tendrán que alimentarse en otros pastos: las tenues indicaciones del A n t i g u o Testamento, de las cuales sólo conservarán los interdictos, y los pensadores paganos más ascéticos de Atenas y R o m a . 90

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San Pablo y la apología de la continencia Considerado el verdadero constructor del cristianismo, Pablo de Tarso, llamado san Pablo (hacia 1 0 - 6 4 ) , organizó las grandes líneas de la doctrina. Sus tesis en materia sexual fueron decisivas. Las desarrolló en torno a tres ideas: la carne es contraria al espíritu; el m a t r i m o n i o es un remedio para la fornicación; el amor es un deber entre cónyuges. Por austeras q u e sean notemos q u e n i n g u n a conlleva a ú n el vínculo sexua-

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lidad-procreación q u e en los siglos siguientes se convertirá en la base del pensamiento cristiano en materia de a m o r carnal. En cambio con san Pablo el a m o r se convierte, prácticamente en todas las ocasiones, en u n a conducta pecaminosa o a lo s u m o en un m a l menor del cual es preferible abstenerse siempre que sea posible. Las epístolas condenan claramente la carne y elogian la abstinencia sexual: "Si no estás ligado a mujer - d i c e san P a b l o - no busques una; y el que la tenga, que haga como si no la tuviese". Dice u n a frase terrible: "Bien le está al hombre abstenerse de m u j e r " . ¿Por qué este rechazo? Porque la carne desvía del espíritu, y por tanto de Dios. La epístola a los gálatas contiene la primera lista de pecados vinculados a la carne, publicada con el correspondiente castigo: la privación del paraíso. En el sentido amplio las obras de la carne cubren un dominio m u y vasto: i m p u d i c i a , impureza, disolución, idolatría, magia, enemistades, querellas, animosidades, disputas, divisiones, sectarismo, envidia, ebriedad, excesos de mesa y cosas semejantes. "Os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios." En el m u n d o de pecado que describe san Pablo el matrimonio es apenas un recurso para limitar los arrebatos del morbo sexual. El amor se tolera a los esposos en la unión matrimonial porque fuera de ella correrían el riesgo de pecar aún más gravemente, de incurrir en la espantosa fornicación. "No obstante, por razón de la impureza, tenga cada hombre su mujer y cada mujer su m a r i d o . " La i d e a está bien expresada en la fórmula: "El que no pueda contenerse, que se case; pues más vale casarse que arder". ¿Qué puede ser entonces el amor físico en el matrimonio? En este punto san Pablo es fuertemente innovador. Hasta que se determinen las restricciones establece en el lecho conyugal u n a igualdad entre sexos sorprendente para la época. Desde luego hay que guardar moderación; advierte que el lecho esté "exento de mancha", pues Dios juzgará a los impúdicos tanto como a los a d ú l t e r o s . Pero dicho esto y siempre con la idea de impedir que el c ó n y u g e insatisfecho busque fortuna en otra parte, el amor aparece menos como una fuente de placer q u e como algo que cada uno debe entregar al otro a la menor señal: 93

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Q u e el m a r i d o dé a su m u j e r lo q u e debe y la mujer de igual m o d o a su marido. No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente el m a r i d o no dispone de su cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro sino de m u t u o a c u e r d o , por cierto t i e m p o , para daros a la oración; luego volved a estar juntos, para que Satanás no os tiente por vuestra i n c o n t i n e n c i a . 97

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Así canaliza san Pablo la pasión amorosa; en verdad la sujeta con un collar jurídico. Fuera del m a t r i m o n i o q u e d a prohibida y se confunde con la fornicación, la i m p u d i c i a y otros crímenes. Dentro del m a t r i m o n i o es tolerable siempre y cuando se la viva con el afán de colmar la concupiscencia del otro. C o n v i e n e recalcar q u e todo c u a n t o no está prohibido es aquí obligatorio. El amor es una obligación absoluta entre esposos. J u n t o a estas ideas, c u y a importancia en el confesionario veremos más adelante -a m e n u d o los curas preguntarán a las mujeres si c u m plen su deber para con los maridos, lo que evitará ligerezas de éstos en el vecindario—, san Pablo repite en lo esencial las interdicciones del A n tiguo Testamento. La mujer es igual al h o m b r e en el lecho pero no en la sociedad. La esposa ha de subordinarse al m a r i d o c o m o el hombre a Dios. H a y q u e guardarse del incesto y la homosexualidad. Ésta, de la cual Jesús no habló nunca, es condenada violentamente en un pasaje de la epístola a los romanos que d e n u n c i a a ciertos paganos: "Pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza; i g u a l m e n t e los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos los unos por los o t r o s . . . " H a y u n a sola idea q u e parece provenir directamente de Jesús: está prohibido el divorcio. "La mujer está ligada a su marido mientras él v i v a . " En suma, san Pablo innova ampliamente; pero dentro del esquema general, trazado por Jesús, que considera superior la v i r g i n i d a d . Precisa el marco y las posibilidades. Si se está ligado a u n a esposa, servirse del m a t r i m o n i o para enfriarse y evitar pecados m á s graves q u e la relación conyugal. La mujer v i u d a puede volver a casarse; no obstante, san Pablo aclara m u y bien: "Será más feliz si permanece como está". Por todas partes encontramos la m i s m a idea: el a m o r está bien cuando no se puede hacer otra cosa y la abstinencia conduciría a desarreglos todavía peores. En los demás casos vale más evitarlo: "No reine pues el pecado en vuestro cuerpo mortal" ° . Desde fines del siglo I, basada en textos de ambos testamentos, será edificada toda u n a teoría cristiana de la sexualidad. Ya h a y m u c h a s piezas colocadas, por diverso que sea su origen. En todo caso los lujuriosos ya tienen un lugar sobresaliente en la lista de los pecadores. Gran clasificador, san Pablo los ha citado en el orden delictivo i n m e d i a t a m e n t e después de los asesinos: sobre todo las prostitutas, los adúlteros, los disolutos y los homosexuales. El a m o r sólo es posible dentro del m a t r i m o n i o . Préstamos tomados a la filosofía a n t i g u a l i m i t a r á n esta l i bertad todavía más hasta reducirla a la procreación. 9 8

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Fuentes d e l a A n t i g ü e d a d Puede que en Atenas y R o m a el a m o r estuviese bastante disociado del m a t r i m o n i o . A decir verdad es poco lo que sabemos; y desde q u e un poco antes de la S e g u n d a guerra D e n i s de R o u g e m o n t p u b l i c a r a su provocador El amor en Occidente la cuestión ha sido objeto de acalorados d e b a t e s . C o m o sea, vale l a p e n a citar u n a b r i l l a n t e f ó r m u l a d e Jean-Louis Flandrin: "Al parecer los atenienses pensaban que la esposa estaba hecha para procrear, las cortesanas para el placer y, tal vez, los efebos para el amor" . Lo cierto es q u e la A n t i g ü e d a d no fue un bloque, ni en el tiempo ni en el espacio, y toda generalización es más que audaz. C o m o ha m o s trado Paul Veyne en un notable artículo de 1982, sólo en d e t e r m i n a dos ambientes estaban los muchachitos a disposición de los amantes; la apreciación de la homosexualidad por los antiguos era m u y diversa. Tolerada entre los ricos y los poderosos, al pie de la escala social sin d u d a se la rechazaba. A C i c e r ó n le encantaban los besos de su esclavo. Virgilio era homosexual y Horacio bisexual. Pero Platón excluyó tajantemente la pederastía de la c i u d a d . M á s vergonzosa q u e a m a r a u n a persona del propio sexo era la pasividad en los hechos, el pecado de molicie (mollities). A los homosexuales pasivos, afirma Veyne, los echaban del ejército. "Lo importante es ser el que esgrime el sable; el sexo de la víctima es lo de m e n o s . " Era horroroso entregarse al esclavo, quien - s i g u e diciendo el h i s t o r i a d o r - "sólo debía servir de cuatro patas". Las locas fellatio públicas a q u e se entregaba Nerón, por ejemplo, le valían el desprecio general. En cuanto a la mujer, por m u c h o q u e Ovidio hiciera su panegírico (Ovidio llamado Nasón, el de la larga nariz, apéndice que era objeto de burla por lo que supuestamente revelaba), parece que desde m u y pronto estuvo vinculada a la m a t e r n i d a d y —salvo la vestal— tuvo u n a i m a g e n de engendradora: la matrona g e n e rosa. La R o m a imperial elaboró u n a idea, jamás enunciada, que gustaría m u c h o a los primeros cristianos: el m a t r i m o n i o concebido c o m o fábrica de bebés. M a s tengamos m u y en cuenta que en R o m a no se veneraba en a b soluto al niño. Era imposible que los cristianos encontraran modelos en u n a s o c i e d a d q u e p r a c t i c a b a a m p l i a m e n t e la a n t i c o n c e p c i ó n , el aborto e incluso el infanticidio. H u b o que esperar hasta el año 3 1 8 para que elpater familias perdiera el derecho de vida y de muerte sobre su descendencia. Pero j u n t o a las costumbres relajadas, a partir del siglo I filósofos más o menos ligados al estoicismo desarrollaron teorías ascéticas que podían seducir a los discípulos de Cristo. Así, Epicteto creía en el m a trimonio como estabilizador de la pareja y sólo consideraba el coito en 1 0 1

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ese m a r c o . Otro estoico del siglo I, M u s o n i o Rufo, v i n c u l a b a claramente el acto sexual al m a t r i m o n i o y éste a la concepción de niños. La m i s m a desconfianza hacia el amor libre encontramos en Plutarco. Lo que en general se proponían estos filósofos era precaver al h o m bre contra la agitación pasional de cualquier tipo, y por tanto contra el amor, a su parecer el sentimiento más desequilibrante. Un tratado neopitagórico atribuido a Lucano e n u n c i a sin a m b i g ü e d a d e s el concepto de una sexualidad destinada ú n i c a m e n t e a la generación de niños: "El hombre está dotado de órganos sexuales no para el placer sino para la conservación de la raza". No estamos lejos de una frase de Sexto que san J e r ó n i m o ( 3 4 7 - 4 2 0 ) y otros autores de los siglos III y IV repetirán hasta la saciedad: "Adúltero es el a m a n t e de su propia mujer". La filosofía estoica del d o m i n i o de sí embebió al c r i s t i a n i s m o . Sin embargo el pensamiento de ciertos cristianos evolucionó de forma particular llevándolos aún más lejos: al gnosticismo y más tarde al m a n i q u e í s m o . Ahora ya no se trataba de l i m i t a r el amor sino de suprimirlo del todo. A los gnósticos cristianos como M a r c i ó n ( 8 5 - 1 6 0 ) , Taciano ( 1 2 0 - 1 7 3 ) o Valentín (muerto hacia el 161) los conmueve que Jesús no se h a y a casado ni haya tenido descendencia. Cierto n ú m e r o de textos más o menos apócrifos los inclinan t a m b i é n a insistir en el papel de la v i r g i n i d a d y la c o n t i n e n c i a en el mensaje cristiano. H a c i a el año 150 una pseudo segunda epístola de Pedro condena todo abandono. Un supuesto evangelio de santo Tomás - m u y pronto rechazado— pone en boca de Jesús estas palabras: "Benditos el vientre que n u n c a ha concebido y los senos que n u n c a han a m a m a n t a d o " . En el siglo II, bajo la influencia de san J u s t i n o , algunos de los nuevos discípulos se castran. Otros piensan q u e al menos h a y q u e abstenerse de cualquier relación sexual. En nombre del d u a l i s m o de la carne y el espíritu rechazan el coito, el m a t r i m o n i o y la procreación. Aquellos que se han puesto del lado de Dios no pueden estar con la carne y la materia. Estas ideas abonarán las teorías de M a n i ( 2 1 6 - 2 7 7 ) , q u e Occidente no llegará a conocer b i e n pero de las cuales surgirá a su tiempo el rechazo de los "perfectos" cataros a la procreación. En el siglo IV la Iglesia se esforzó por organizar su pensamiento y hacer frente a posiciones que empezaba a juzgar excesivamente heréticas. Fue entonces cuando le resultó útil la filosofía estoica. Tomó ideas de fuentes m u y diversas: de los griegos, la del hombre q u e d o m i n a sus pasiones; de los romanos, la de esposa engendradora; de los j u d í o s , la de la mujer i m p u r a por sus reglas e inepta para el sacerdocio. A ñ a d i d o s a los principios de Jesús y san Pablo, todos estos elementos se fundieron en la teoría agustiniana del m a t r i m o n i o , q u e d o m i n a r á el pensam i e n t o cristiano prácticamente hasta mediados del siglo XX. 103

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La s e x u a l i d a d en Isidoro Sin d u d a por el desprecio —por lo demás vergonzoso— con que trató a Galileo y D a r w i n , a m e n u d o tenemos una visión harto engañosa de las relaciones de la Iglesia con la ciencia. La idea recibida dice así: la Iglesia no entendió n u n c a la ciencia y n u n c a siguió sus pasos. Es un enfoque demasiado reductor. Si bien es cierto que la oposición tuvo lugar y condujo a divorcios lamentables, veremos que, en diversas ocasiones, no pocos sabios cristianos intentaron acercamientos entre la teología y el p e n s a m i e n t o científico de sus respectivas épocas. Desafortunadam e n t e para ella, la Iglesia no siempre ha elegido bien sus maestros y en general ha reaccionado m u y tarde. Después de haber denigrado el m é todo O g i n o hacia 1 9 3 0 h o y lo considera excelente, serio, racional y no m u t i l a t o r i o en la regulación de los nacimientos. El p r o b l e m a es q u e hoy estamos en la era de la p i l d o r a . . . La Iglesia está atenta al progreso, se informa, hasta se alinea con él cuando ve la posibilidad de anexárselo; y esto lo ha hecho a lo largo de toda su historia. M u y a m e n u d o , si bien con retraso, se ha esforzado en tener en cuenta hipótesis de sumestos sabios - d e los que le convenían, se entiende— y el saber popu-

Íar que derivaba de ellas. Por supuesto no siempre con provecho.

En la elaboración de la doctrina eclesiástica del sexo tuvo un papel importante el pensamiento científico de la Edad M e d i a . Se trataba más bien de un pensamiento precientífico -o pseudocientífico— en gestación y colmado a ú n de leyendas y pistas falsas. M u c h o s , por ejemplo, creían q u e la etimología era fuente de conocimiento, porque el h o m bre vivía en un m u n d o esencialmente verbal donde poco lugar había para la e x p e r i m e n t a c i ó n y el contacto con la realidad. Estas ideas se vinculaban con la teoría de las correspondencias, que, nacida acaso en Egipto, sería perfeccionada por Paracelso, Della Porta o incluso A m broise Paré en el siglo XVI. S e g ú n la teoría de las correspondencias y los numerosos Tratados de signaturas que aparecieron hasta Descartes (el verdadero destructor de esta forma de p e n s a m i e n t o ) , Dios había rubricado las cosas, es decir impuesto en cada objeto u n a marca de reconocimiento. El m u n d o era entonces un g r a n libro. C o m o bien ha señalado M i c h e l Foucault, ese m u n d o estaba repleto de figuras q u e h a b í a q u e leer (legenda) y descifrar. Todo se correspondía: del macrocosmos al microcosmos, de las estrellas al cuerpo h u m a n o . C o n un poco de atención era posible reconocer estas correspondencias, ver que Dios h a b í a puesto en relación los a n i m a l e s , las p l a n t a s , los planetas y los órganos del cuerpo humano. La forma o el parecido (cuando no la diferencia) eran signos que p e r m i t í a n reencontrar los vínculos, las concordancias, la trama de la naturaleza.

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En un m u n d o así no era azar que los testículos se parecieran a los bulbos de ciertas flores o a las cebollas. Del m i s m o m o d o un buen observador podía encontrar en la naturaleza flores con cabello h u m a n o y plantas con escamas, crestas, p u l m o n e s o espinas (como el cardo). Semejanzas y diferencias hablaban del amor o el odio q u e había entre las cosas. H a b í a familias de cosas. Ponerlas en relación, encontrar vínculos, daba conocimiento y sobre todo era curativo. Dios había querido ponernos en el c a m i n o m e d i a n t e miles de signos. Así se entendía que las habas fueran beneficiosas para los ríñones, las flores rojas para la sangre, los pétalos de j u g o amarillo (como los de la celidonia) para el hígado. El sistema daba un lugar preponderante a la etimología. Las palabras también tenían forma y se parecían unas a otras por la raíz. T a m bién en ellas Dios había escondido su mensaje. Arzobispo y último padre de la Iglesia, Isidoro de Sevilla ( 5 6 0 - 6 3 6 ) se o c u p ó de descifrar estos misterios en una obra que alcanzó enorme celebridad: las Etymologiae. A la mirada moderna, las etimologías —o supuestas e t i m o l o g í a s - de Isidoro, productos de la infancia de una ciencia, se revelan unas veces verdaderas y otras totalmente imaginarias. En ellas bebería Jean-Pierre Brisset, ilustre loco literario de 1 9 0 0 q u e j u g a b a a d m i r a b l e m e n t e con las palabras (y para el cual la teología debía practicarse hacia las cinco de la tarde, hora del té). En todo caso, desde la ambición de e x a m i n a r q u é transmitían las palabras, la obra de Isidoro resume con originalid a d gran parte de los conocimientos del inicio de la Edad M e d i a . A l g u n o s ejemplos mostrarán a q u é resultados llegó ese verdadero poeta aplicando su "método" a las palabras latinas: nombres de cosas, animales, funciones sociales o naciones; en realidad a todos los n o m bres del m u n d o , pues el c a m p o de exploración era ilimitado. La etimología (en latín veriloquium), o supuesta etimología, era demostrativa. Para Isidoro el nieto (nepote) es l l a m a d o así s i m p l e m e n t e porque nació después (natus post) de los otros. Los bretones (britones), a u n q u e no les complazca, t o m a n su nombre de los cretinos (bruti), así como la madre (mater), de materia, lo q u e no deja de tener consecuencia en su pasividad natural (o la pasividad en la cual querrá acantonarla la Iglesia). El ave (avis), como bien se ve cuando revolotea sin sentido, es un a n i m a l d e s e n c a m i n a d o (a-via). El rey (en griego, basileus) sirve de base (basis) a su pueblo. La hormiga (fórmica) debe su nombre al hecho de que a m e n u d o transporta granos (ferat micas), e t c é t e r a . Este método, q u e no carece totalmente de racionalidad (aun c u a n do se deja llevar por la corriente de la i m a g i n a c i ó n ) , era más peligroso si se aplicaba a la fisiología del cuerpo y al léxico de la reproducción. D e s g r a c i a d a m e n t e fue en este c a m p o d o n d e más lo aplicó la Iglesia. 105

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M e d i a n t e u n a etimología más sutil aún q u e las demás, Isidoro encontró, por ejemplo, un vínculo entre la sangre, las reglas (sangre venenosa) y la leche. C o m o luego haría Avicena, sacó la conclusión de q u e haciendo el a m o r la m a d r e podía envenenar al lactante. Otros ejemplos d e d e d u c c i o n e s serán m á s aclaratorios q u e c u a l quier explicación nuestra. Para Isidoro los senos (mamillae) tienen relación con las m a n z a n a s (sunt quasi malae). La vulva no es sino u n a puerta (valva) abierta a la semilla. En el h o m b r e los lomos son asiento de la lujuria, c o m o el o m b l i g o en la mujer; pero ambas partes del cuerpo son lo m i s m o porque la palabra l o m o (lumbus) viene de / + umbilicus. A h o r a bien: en latín, umbo designa la protuberancia central de u n a hebilla, y esto quiere decir lo q u e claramente dice. Estas etimologías a m p l i a m e n t e fantasiosas no sólo fueron juegos de los m u c h o s eruditos que volvieron sobre ellas d u r a n t e siglos. En ciertos d o m i n i o s influyeron efectivamente en la Iglesia, precisamente porue pasaban por racionales y científicas. Las demostraciones de Isidoro e Sevilla fueron usadas por teólogos posteriores c o m o referencias (con la señal ut dixit Isidorus) y a veces como pruebas. C i t a r e m o s a Rábano M a u r o (siglo i x ) y su De laudibus sanctae Crucis, obra casi surrealista a fuerza de delirios gráficos; a V i c e n t e de Beauvais y su Speculum naturale (hacia 1 2 4 4 ) ; y a Bartolomeo de Glanville y su enciclopedia traducida con el título de Le propriétaire des choses (hacia 1 2 5 0 ) . Todos ellos tienen u n a e n o r m e d e u d a con Isidoro. A esta línea de teóricos se debe la idea de q u e en la pareja el hombre es el a m o . En efecto el varón t o m a su nombre (vir) de la fuerza (vis), mientras que la mujer (mulier) está ligada a la molicie y en definitiva a la i m p u d i c i a (mollities). U n a etimología —ésta sí e x a c t a - lleva a Isidoro a subrayar que la palabra "testículos" viene de "testigo" (testis). Ahora bien, para q u e exista testimonio se necesitan al menos dos testigos. El adagio del derecho romano es tajante: testis unus, testis nullus. La analogía entre testículo y testigo explica en principio - a u n q u e sólo sea en p a r t e - por qué en el catolicismo la mujer n u n c a ha podido ser sacerdote. S i n "testigos" no p o d í a dar testimonio de Dios, ni siquiera casi testificar en general. (En la Justicia, a partir del siglo X I V , su papel ante el notario se desvaloriza en todos los países.) Por supuesto la exclusión de la mujer de las funciones sacerdotales no debe atribuirse a Isidoro; la cuestión se remonta a Jesús, o al menos a la interpretación dada al hecho de que todos los apóstoles fueran hombres. Pero Isidoro justificó la idea: también la etimología explicaba el rechazo a las sacerdotisas. C a b e recordar que tanto los anglicanos (la reina de Inglaterra es incluso jefa de la Iglesia) c o m o los protestantes (hace ya décadas que se ordenan pastoras) se niegan a seguir esta interpretación. Por lo demás, hoy la Iglesia católica explica su negativa al sacerdocio de las mujeres

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con otros argumentos: sobre todo el reparto de papeles que hizo Dios entre el h o m b r e y la mujer. Para acabar con la e t i m o l o g í a de testiculus d i g a m o s q u e t a m b i é n implicaba que sólo el "hombre completo" (con dos testículos, no con uno solo) podía ejercer funciones sacerdotales. Ya sabemos c ó m o se ha burlado la sátira popular de la obligación de curas y papas de tener todos los utensilios de la virilidad (et bene pendentes), cuyo uso por otra parte les está prohibido. Si no el origen, al menos la confirmación de esa necesidad se encuentra en Isidoro.

Otras fuentes científicas y m é d i c a s El pensamiento teológico no se conformó con beber en las etimologías de Isidoro. De hecho Ta contribución de éste fue restringida: en general se limitó a ciertas consideraciones anatómicas. De mayor importancia fue el aporte de las grandes autoridades médicas de la A n t i g ü e d a d y la Edad M e d i a , m u c h o m á s "científicas" pese a sus imperfecciones que el imaginativo Isidoro. A b u n d a n t e s préstamos se tomaron en particular de Hipócrates ( 4 6 0 - 3 7 7 a . C ) , supuesto padre de la m e d i c i n a , a quien se debe un "sistema de los humores" q u e tuvo adeptos durante aT m e nos veinte siglos; de Aristóteles ( 3 8 2 - 3 2 2 a . C ) , a quien cabe calificar ya de racionalista, y q u e en todo caso inspiró a los teólogos más avanzados de la Edad Media c o m o Alberto M a g n o o santo Tomás; del m é dico griego de Pérgamo l l a m a d o Galeno ( 1 3 1 - 2 0 1 ) , a q u i e n hasta el Renacimiento se debería lo fundamental del conocimiento anatómico; y por fin, entre los siglos X y XII, de una cantidad de filósofos y m é d i cos llamados "árabes" (de hecho llegados de todo el Cercano Oriente y el M a g r e b ) . C i t e m o s en seguida a los más conocidos de estos últimos, inadvertidos proveedores del cristianismo en materia de scientia sexualis: Ibn S i n a , l l a m a d o Avicena ( 9 8 0 - 1 0 3 7 ) , filósofo y sabio iraní; alRhazi, llamado Rhazes ( 8 5 0 - 9 2 3 ) , médico del hospital de Bagdad que hizo la descripción de numerosas enfermedades; e Ibn R u c h i d , l l a m a do Averroes ( 1 1 2 6 - 1 1 9 8 ) , médico de Córdoba. C ó m o influyeron en la doctrina estos sabios de diferentes épocas, no cristianos pero supuestos maestros del conocimiento, es algo que en los límites de esta obra sólo podemos ilustrar mediante ejemplos relacionados con nuestro tema: la confesión del pecado de la carne. Sólo trataremos algunos puntos concernientes a la i m a g e n médica del h o m bre y la mujer q u e se desprende de informaciones medievales supuestam e n t e científicas; u n a i m a g e n que teólogos ignorantes de la realidad de su tiempo a s i m i l a n de b u e n a gana.

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A m e n u d o la ciencia a n t i g u a y m e d i e v a l c o n s i d e r a b a el e s p e r m a una materia casi divina: éter, pneuma o soplo c u y a pérdida, por pequeña q u e fuese, era un grave pecado. Para algunos pensadores antiguos era verdadero l í q u i d o cerebral (stagon enkephalou). Para Aristóteles presentaba todas las características de la sangre. Vertirlo, pues, era morir un poco; perder m u c h o , morir del todo. En elUglo XIII, Alberto M a g no contó la m u e r t e de un hombre q u e había copulado sesenta y seis veces. La autopsia habría mostrado que el infeliz tenía el cerebro m u y reducido y había perdido parte del sentido de la vista. Es de notar la relación con los numerosos médicos y confesores de los siglos XVIII y XIX que, interrogando al niño sobre la masturbación, creían protegerlo del cretinismo y la ceguera. Galeno pensaba t a m b i é n q u e el coito podía ser fatal, creencia ésta que repitieron m u c h o s pensadores árabes. Varias obras tituladas De coitu, c o m o la de C o n s t a n t i n o el Africano (Ibn Al Yazza) o la de M a i m ó n i d e s , insistían en los peligros del acto sexual recordando la proverbial longevidad de los eunucos. El conjunto de estas afirmaciones vino a confirmar las tesis de la Iglesia a n t i g u a : la superioridad masculina, el riesgo del a m o r físico y en particular los peligros de la masturbación. De m o d o parecido la ciencia a y u d ó a construir las obsesiones del cristiano medieval respecto a la mujer. A partir de Plinio ( 2 3 - 7 9 ) se tuvo la certeza de que la sangre menstrual era venenosa: i m p e d í a que g e r m i n a r a n los cereales, m a t a b a las plantas y los árboles, oxidaba el hierro y volvía a los perros rabiosos. El niño concebido durante las reglas —siempre según el pensamiento a n a l ó g i c o - nacía "oxidado" y por tanto pelirrojo. Se suponía que la mujer estaba i n m u n i z a d a contra su propio veneno. No obstante un ser h u m a n o capaz de producir semejante sustancia varios días al mes era fundamentalmente m a l o , pernicioso, diabólico, y toda conjunción carnal con él entrañaba un desafío. Hacer el a m o r era para el hombre hundirse en el mal. Estas ideas fueron repetidas por los médicos árabes, cuyas obras a su vez se tradujeron o adaptaron en Europa: tal es el caso del Sirr al-asrar, que traducido como Secretum secretorum se convirtió en uno de los m a n u a l e s m á s antifemeninos j a m á s divulgados y marcó profundamente la sensibilidad popular. De Hipócrates, por último, los teólogos tempranos tomaron la idea de que el feto no se a n i m a b a i n m e d i a t a m e n t e . El niño cobraba vida y h u m a n i d a d sólo al cabo de treinta días; la niña al cabo de cuarenta. Esto permitía, si no autorizar, al menos tolerar los abortos cercanos a la concepción; es lo que se desprende de algunos penitenciales. Si la idea se recuperara en la actualidad ayudaría a morigerar la rigidez de la postura que mantiene la Iglesia al respecto. ¿Es posible esto? Todavía en el

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siglo XIX, el Dictionnaire des cas de conscience de Pontas —libro q u e pese a todo se sigue reimprimiendo— repetía la idea de Hipócrates e incluso la ampliaba, afirmando que según la opinión más extendida "el niño está a n i m a d o a p a r t i r de los c u a r e n t a días y la n i ñ a a p a r t i r de los o c h e n t a " . Si bien no se ha fijado el tiempo necesario de la "animación", sino sólo el plazo dentro del cual se permite intervenir, el aborto terapéutico hoy legalizado en la mayoría de los países de Europa parece basarse en el m i s m o razonamiento, que como vemos data del comienzo de la medicina: un embrión de algunas semanas no sería aún u n a persona. 106

El p r o b l e m a d e l e s p e r m a f e m e n i n o M á s considerable todavía fue la contribución que los pensadores antiguos y medievales hicieron al cristianismo a propósito del esperma fem e n i n o . ¿Existía? ¿Era emitido con placer? ¿Para q u é servía? Sobre estas cuestiones, cuyas consecuencias se adivinan con facilidad (¿puede la mujer sentir placer?, ¿debe hacer todo por experimentarlo?, ¿peca al oponerse al placer?), se discutió m u c h o y largamente. Aristóteles era rotundo. Para él la generación era el resultado casi q u í m i c o de la unión del esperma masculino y la sangre menstrual femenina. La mujer sólo era pasividad, frigidez, derrame, espera de la semilla. Su único papel era el de receptáculo. Estos principios fueron seguidos por san J e r ó n i m o y san A g u s t í n . Para que se c u m p l i e r a la concepción no hacía falta q u e la mujer experimentase placer; tesis m e canicista a la q u e Averroes aportó una demostración poderosa. U n a vecina suya habría q u e d a d o embarazada sin darse cuenta, s i m p l e m e n t e bañándose en u n a tina d o n d e se había aliviado un hombre. Existiera o no el esperma femenino, entonces su importancia era n u l a o m u y secundaria. A p u n t e m o s que, grosso modo, todos estos autores tenían razón en negar la existencia o importancia de un eventual esperma femenino. Pero sus tesis contribuyeron a disminuir aún más la importancia de la mujer en la generación, a reducirla a una suerte de materia p r i m a inerte. M u y diferente era la concepción de Hipócrates y Galeno, defensores del carácter fuertemente activo del esperma femenino. El primero afirmó claramente: "La mujer también eyacula". Lo m i s m o sostendría Galeno en el siglo II, convencido de que en el acto amoroso la mujer e m i t í a un semen y esto le daba placer. Avicena se esforzó por i m p o n e r la idea, q u e t a m b i é n podía demostrarse con ejemplos: las prostitutas rara vez q u e d a b a n embarazadas. ¿Por qué? Porque verificaban el acto

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sin gozar y por tanto no e m i t í a n semilla. Conclusión: el semen femenino existía, se e m i t í a con placer y era necesario para la fecundación. Objeción: ¿cómo explicar entonces el caso de las mujeres violadas, q u e a veces quedaban embarazadas a su pesar? En el siglo XII, G u i l l e r m o de C o n c h e s dio u n a explicación q u e es el s u m m u m del m a c h i s m o más odioso. La razón, dijo, era q u e al c o m i e n z o la violación disgustaba, pero al final, "en a y u d a n d o la d e b i l i d a d de la carne, no es sin agrado" i » . 7

La teoría del esperma femenino no es u n a estupidez. C o n s i d e r a d a hoy, hasta tiene un leve aire m o d e r n o y está claro que propició el avance de la reflexión religiosa o no en materia sexual. Por supuesto q u e la mujer aporta algo a la generación; no es p u r a m e n t e pasiva y, aparte del elemento material (el óvulo, en términos de h o y ) , contribuye a la felicidad del acto m e d i a n t e el orgasmo. Durante siglos hubo sostenedores de estas nociones, a veces m a l expresadas o falsas si se las t o m a b a al pie de la letra. C u l m i n a n d o con Ambroise Paré ( 1 5 0 9 - 1 5 9 0 ) , numerosos sabios creyeron en la existencia del esperma femenino; y más fueron los defensores del mítico fluido en el siglo XVII. Pero las posiciones se habían vuelto menos radicales q u e al principio. El debate nabía evolucionado hacia u n a síntesis de las ideas de Aristóteles e Hipócrates. La base de la conciliación fue la siguiente: como casi todo el m u n d o daba en admitir, existía u n a simiente femenina; no era indispensable como afirmara Galeno ni inútil como sostuviera Aristóteles; en realidad era secundaria, siendo esencial la simiente masculina, pero gracias a la femenina los bebés eran más bellos. Los hijos del amor, concebidos con placer de la m a d r e , eran siempre magníficos. Pese a todo, pues, el esperma femenino tenía su utilidad. No crea el lector que está ante un mero resumen de m e d i c i n a m e dieval. Seguimos moviéndonos en la atmósfera del pecado y debemos saber que los confesores siguieron atentamente el debate. Decir q u e la mujer goza, puede gozar o negarse a hacerlo, y al tiempo afirmar que su placer desempeña un papel en la generación significa empezar a distinguir, en materia de coito, los actos m o r a l m e n t e aceptables o lícitos de la licenciosidad y la anticoncepción de hecho, en q u e la mujer retiene el gozo voluntariamente. Sobre este t e m a d e b e m o s a J . - L . F l a n d r i n u n a p á g i n a m a g i s t r a l : condensa en cuatro puntos los interrogantes que la existencia del semen femenino —y su corolario, el placer— planteaba a los c o n f e s o r e s . A continuación la resumimos: Primera pregunta: ¿Está la mujer obligada a emitir su simiente d u rante el acto, lo q u e apareja la posibilidad de negarse o de hacer más difícil la concepción? De los q u i n c e escritos teológicos sobre la cuestión que estudia Flandrin, ocho concluyen que la negativa es pecado 108

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m u y grave y cuatro que es venial. Es decir doce condenas sobre q u i n c e textos. Segunda pregunta: U n a vez que el m a r i d o ha eyaculado, ¿debe proseguir el acto hasta la s e m i n a c i ó n de la mujer? S e g ú n Flandrin sólo cuatro autores sobre v e i n t i c i n c o e x a m i n a d o s responden afirmativamente. Nosotros concluimos: que la simiente femenina signifique orgasmo es algo q u e a los teólogos no les interesa. Tercera pregunta: Si Galeno está en lo cierto al creer que la concepción precisa la emisión simultánea de dos semillas, ¿deben los esposos esforzarse por eyacular al m i s m o tiempo? De los autores consultados por Flandrin pocos tratan la cuestión. Sólo seis; pero todos responden favorablemente. Ya se ha dicho que así los niños serán más guapos. Cuarta pregunta: Si el h o m b r e ha t e r m i n a d o su c o i t o y se ha retirado, ¿qué debe hacer la mujer? ¿Ha de emitir su simiente aun después de la retirada? Tomás Sánchez, un liberal del cual h a b l a r e m o s pronto, discutió el asunto largamente. Sea como sea, dijo, el m a r i d o n u n c a tiene q u e retirarse d e m a s i a d o rápido: en el hueco dejado por el m i e m b r o viril entraría aire y "se corrompería el semen". En c u a n t o a san Ligorio, en pleno siglo XVIII sancionó: " H a y duda". Dicho en térm i n o s m o d e r n o s : siendo probable q u e s e h u b i e r a c o n s u m a d o y a l a concepción, ¿interesaba q u e la mujer llegase al orgasmo? La p r e g u n t a era difícil, sobre todo c u a n d o no se creía en la eficacia del orgasmo fem e n i n o . Pero, por u n a vez, el reducido papel acordado a la mujer en la g e n e r a c i ó n j u g ó en su favor. En general (catorce sobre diecisiete) los teólogos le p e r m i t i r í a n acariciarse sola para alcanzar la e m i s i ó n . B o n a c i n a da la autorización formalmente: " S i , h a b i e n d o e y a c u l a d o , el h o m b r e se retira antes de que lo h a g a su esposa, ésta podrá excitarse por el t a c t o " . Es u n a de las pequeñas libertades q u e se conceden a la mujer, consecuencia de todo lo demás. La masturbación está prohibida para a m bos sexos, pero más terminantemente para el hombre. Esta i n d u l g e n cia reaparecerá en los confesionarios italianos del siglo XX. El varón no debe perder u n a sola gota de su valioso esperma. Pero como el semen femenino es menos noble, si la causa es buena —hacer niños— la mujer puede disponer de cierta cantidad. Del m i s m o m o d o , ya en el siglo XIII Alberto M a g n o sostiene que la masturbación es más natural en la m u jer; considera que va aparejada a la pubertad y no trae grandes consec u e n c i a s . En este punto parece m u y tolerante, n a d a represivo. Sin hablar del placer ni del amor, y menos del orgasmo —nociones demasiado m o d e r n a s - , se ve pues que, basándose en indicaciones provistas expresamente por la m e d i c i n a de su tiempo, numerosos teólogos de los siglos XIV a XVII se ocuparon de las condiciones del coito h u m a no. Tal vez alguien piense que tanto las preguntas c o m o las respuestas 109

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eran descabelladas. No debe olvidarse que estaban trabajando sobre informaciones aportadas por los sabios. Ya hemos visto que a partir de fines del siglo XIX la ciencia se burlaría de los teólogos; pero cabe preguntarse si ella m i s m a no los había inducido a equivocarse.

Fijación de la doctrina Es así como p a u l a t i n a m e n t e se fue elaborando una teología del sexo, de la cual corresponde ahora hacer una breve exposición de conjunto. Durante siglos la Iglesia tratará de imponer u n a moral que debía bastante poco a Cristo, más a san Pablo y el grueso a los filósofos y sabios de la Edad M e d i a . A q u í se advierte c u a n difícil es poner la palabra "Iglesia" como sujeto de ciertas frases. En aquellos tiempos, los tres o cuatro siglos a lo largo de los cuales la doctrina cobró progresivamente forma estructurada, el papado a ú n no había organizado su c o m u n i c a ción. No disponía ni de la Congregación r o m a n a para la doctrina de la fe ni del Osservatore romano, que hoy en d í a —aparte de las encíclicas y otros actos de la S e d e - nos tienen al corriente del pensamiento católico oficial. ¿Qué significan entonces expresiones como "la Iglesia pensaba q u e . . . " , " l a Iglesia s o s t e n í a . . . " ? A m e n u d o , m á s q u e ante u n a doctrina a c a b a d a nos e n c o n t r a m o s ante los escritos dispersos de un grupo de teólogos, voces en ocasiones discordantes y c u y a repercusión en R o m a se conoce mal. En materia sexual, inspirado por san Pablo y sobre todo san A g u s tín, se impuso claramente cierto rigorismo que influyó en los confesores y se tradujo en las posiciones papales, las sumas de los teólogos reconocidos, los catecismos oficiales o aprobados con el imprimatur. No cabe citar aquí a todos aquellos que disintieron, los que durante largo tiempo olvidados, combatidos y a veces condenados prepararon la teología de la pareja que, no sin reserva y lentamente, la Iglesia empezará a admitir desde mediados de nuestro siglo. Hasta este m o m e n t o predominará el rechazo de toda forma de placer. El sexo quedaba bajo la vigilancia de los confesores y sólo se a d m i t í a a condición de que fuera infrecuente, secreto y útil a la familia. Uno de los primeros textos cristianos, la Didaché -recopilación de fines del siglo I- lo dice ya casi todo: "No cometerás adulterio, no cometerás fornicación, no seducirás muchachos". Fuera del m a t r i m o n i o nada, nunca. Incluso en el siglo XX veremos a confesores italianos tolerar a duras penas los besos entre novios, y esto a condición de que no sean d e m a s i a d o fogosos. Tampoco caricias, en absoluto, porque podrían llevar al c r i m e n , a la matanza de ciertas posibilidades de vida.

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R e s u m i e n d o , en el centro del dispositivo cristiano e n c o n t r a m o s —en cualquier é p o c a - desconfianza y abominación de los placeres carnales. Si la sexualidad nos fue dada para tener niños, utilizarla fuera de la pareja sólo puede ser pecaminoso. A m o r sólo en la pareja, pues, y aun dentro de ella con castidad, observando ciertos límites, sin impureza. Es san Agustín, obispo de H i pona, quien a comienzos del siglo V corona esta severa doctrina. Tres cosas justifican el m a t r i m o n i o , que l l a m a sus tres bienes: proles, f des, sacramentum . Proles: tener hijos. Fides: la fidelidad que los esposos se deben entre sí. Sacramentum: el sacramento que vuelve el m a t r i m o n i o indisoluble. Dentro de este marco se pueden tener relaciones carnales; pero la palabra amor no se pronuncia n u n c a ni se alude a la cosa. S i n e m b a r g o san A g u s t í n , uno de los m á s brillantes padres de la Iglesia, h a b í a sido un ser de c a r n e y h u e s o . Las confesiones son en b u e n a parte un relato de su j u v e n t u d t u m u l t u o s a . A n t e s de la conversión, ese h o m b r e h a b í a c o n o c i d o el placer y la v i d a disoluta. H a bía fornicado en c o m p a ñ í a de otros estudiantes r o m a n o s ; h a b í a buscado el placer por el placer. "Yo a m a b a a m a r " (amare amabam), dice. M á s aún: en la m e d i d a en q u e puede hablarse de sentimiento amoroso en el siglo I V , c i e r t a m e n t e él lo h a b í a conocido: "En aquel t i e m p o coh a b i t a b a con u n a m u j e r con la q u e no se h a b í a desposado [ . . . ] sólo la tenía a ella y le g u a r d a b a fidelidad" ( I V , 3 ) ; "prisionero, enfermo de la carne, gozaba de delicias mortales" (vi, 12); "cuando hube a r r a n c a d o de mi flanco, c o m o un obstáculo a mi m a t r i m o n i o , a la m u j e r q u e era mi a m a n t e , el corazón q u e a ella se h a b í a a p e g a d o q u e dó h e r i d o y desgarrado, y arrastró largo t i e m p o su l l a g a s a n g r a n t e " (vi, 1 5 ) . Este hombre sensible es el m i s m o que durante siglos prohibirá a los esposos tener placer y, en el lecho, pensar en otra cosa que hacer niños. C e r c a n a a la de san Pablo pero a ú n más severa, su concepción, basada en las nociones de pecado o r i g i n a l y c o n c u p i s c e n c i a , tiene un cariz fuertemente jurídico. Si bien lo ideal es la continencia, el m a t r i m o n i o otorga derechos y deberes. La fidelidad obliga a c u m p l i r ciertos actos. Los esposos se deben uno al otro para hacer niños. C u a l q u i e r otro proceder sería ilícito y pecaminoso. San A g u s t í n escribe: " C u a n d o tiene como fin la generación, el acto conyugal no es pecado". Pero si ese acto se realiza m e r a m e n t e para satisfacer la concupiscencia es por lo menos pecado venial. El acto de amor en la pareja es una relación j u r í d i c a y social, con contrato de derecho para contribuir al buen funcionamiento de la m á q u i n a general: yo me debo a ti, tú a mí y los dos juntos nos debemos al Estado. La teoría de san Agustín, r á p i d a m e n t e aceptada, se integró perfectamente en las concepciones del agonizante Imperio romano. 111

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No se trataba de a m a r a la mujer (o al marido) sino de brindarle lo debido, estar presente y serle fiel, todo con m u t u a moderación. Tal era el sentimiento habitual de la época. San J e r ó n i m o , contemporáneo de san Agustín, también condenaba el amor c o m o "olvido de la razón, casi una locura, vicio horrible que poco conviene a un espíritu santo". M á s aún, en uno de los textos más opuestos al amor que se h a n escrito nunca, y después de haber probado que el enamorado cae en la condición más baja, precisa: "Nada es más infame que a m a r a una esposa como a una amante". A fines del siglo XII otro a g u s t i n i a n o , H u g u c c i o , avanza u n a nueva técnica para cerciorarse de q u e el acto sexual se llevara a cabo sin placer a l g u n o . Propuso q u e , acoplados los esposos, el m a r i d o se d e t u v i e ra antes de e m i t i r la semilla. Esto se l l a m a b a coitus reservatus y de este modo, ya q u e a u n dentro del m a t r i m o n i o el a y u n t a m i e n t o era pecado venial, H u g u c c i o pensaba evitar la falta. ¿Era consciente de estar s u g i r i e n d o n a d a m e n o s q u e u n a p r e c u r s o r a forma d e a n t i c o n c e p ción, en todo caso un acto carnal q u e no tenía la procreación c o m o f i n ? Sus t e o r í a s , r a r a m e n t e a c e p t a d a s por l a j e r a r q u í a , fueron m u y combatidas. A u n q u e sólo representara una parte de la tradición cristiana —y difiriera notablemente del de san J u a n Crisóstomo—, el pensamiento a g u s tiniano se convirtió en doctrina oficial de R o m a desde el siglo VI hasta el XIX. No obstante, su rigorismo no dejó de despertar oposiciones y en dos m o m e n t o s , el siglo XIII y el XV, la doctrina fue objeto de cambios e inflexiones. En el siglo XIII se empezó a insistir en la frase de san Pablo según la cual "para evitar la i m p u d i c i a cada h o m b r e debe tener su mujer y cada mujer su hombre". Se recordaba que el m a t r i m o n i o era algo más que una institución sagrada, marco para el c u m p l i m i e n t o de los deberes conyugales. Para san Pablo el m a t r i m o n i o t a m b i é n era un r e m e d i o ; permitía vivir mejor, o en todo caso no pecar. Así, en contra de san Agustín, fue reintroducida la idea de que se podía hacer el amor por placer, si se trataba de evitar la fornicación. Desde luego el razonamiento n u n c a se expresó con esta crudeza. Pero p a u l a t i n a m e n t e se llegó a convenir q u e la relación sexual con otro fin que concebir hijos, considerada pecado mortal por san Agustín, era apenas pecado venial. En ocasiones así el sexo era un medicamento, y un medicamento n u n c a es del todo bueno. Sin embargo se justificaba porque permitía evitarle al cónyuge u n a falta peor; ayudarlo a aliviarse era un derecho y un deber. No tenía n a d a de m a l o . Era casi una obra de caridad. Hacia 1 2 4 6 , en su Comentario sobre las sentencias, Alberto M a g n o acabó por escribir: "No h a y pecado en la relación c o n y u g a l " . H a c i a 1270 santo Tomás reconocería que "un h o m b r e a m a a u n a mujer prin-

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cipalmente en razón del encuentro carnal" y que, hasta entre los a n i males, "la cópula crea una dulce sociedad". Se había dado un nuevo paso. Otros teólogos, como M i d d l e t o n (hacia 1 2 7 2 ) , procuraron imponer la idea de que "un placer moderado" no era ilícito. Pierre de La Palud en la m i s m a época, A n t o n i n o de Florencia en el siglo XV y Jean M a i r e , M a r t i n Le Maistre y el cardenal Cajetan en el XVI dijeron casi con claridad que en absoluto era pecado unirse en la carne dentro del m a t r i m o n i o , aun cuando expresamente no se quisieran hijos. Sólo había dos limitaciones: no se podía practicar la anticoncepción, en especial el coitus interruptus; t a m p o c o se podía i m a g i n a r que se tenía en brazos a otro amante; esto habría sido adulterio. Sería imposible e n u m e r a r todos los teólogos que entre los siglos XII y XVI comprendieron hasta qué punto era insostenible la teoría agustiniana de un acto sexual sólo legitimado por la procreación, efectuado casi sin amor ni placer. Dionisio el Cartujo ( 1 4 0 2 - 1 4 7 1 ) , acaso el más célebre, autorizó a m a r i d o y mujer a amarse con un a m o r "múltiple, especial, cordial". C o n todo, el Catecismo romano de 1 5 6 6 mostró que los intentos de liberalización s e g u í a n siendo parciales o m a r g i n a l e s . A u n q u e se c u i d a r a de no repetir las tesis de san A g u s t í n , el progreso q u e realizó sobre su severidad fue más bien débil. Sin establecer vínculo a l g u n o entre a m o r c o n y u g a l y a m o r c a r n a l e x c l u í a f o r m a l m e n t e "toda relación para el placer y la lujuria" y aconsejaba abstenerse de vez en cuando de la cópula para consagrarse a la plegaria. Sobre todo recom e n d a b a a los curas prudencia en Ta materia. No había que decir n a d a que pudiese "herir los espíritus piadosos". De este m o d o la teología del pecado de la carne no podía avanzar m u c h o .

L a revolución del p a d r e S á n c h e z Correspondería a un hombre extraordinario, el padre Sánchez, consumar la ruptura teológica con una obra colosal titulada De sancto matrimonii sacramento ( 1 6 0 2 ) . Es cierto que, por m u y grande que fuera su repercusión, la publicación no acarreó consecuencias directas: R o m a no siguió a Sánchez y, según Pierre de L'Estoile, el libro fue retirado de la venta. Pero dio m u c h o que hablar. Durante un tiempo causó escándalo. Y era una promesa de cambio. Antes que n a d a unas palabras sobre el personaje. Director del noviciado de jesuítas de Granada, Tomás Sánchez ( 1 5 5 0 - 1 6 1 0 ) era a la vez gran casuista y gran asceta. Ese hombre q u e tocó todas las materias, que recopiló la s u m a de licencias sexuales más abarcadora q u e se conoce, q u e redactó la literatura eclesiástica mejor provista sobre todas las

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formas posibles de amor h u m a n o (y a n i m a l ) , era un ser de costumbres irreprochables. "Escribía sus libros al pie del crucifijo", se ha dicho. Dedicaba diez horas diarias al trabajo antes de tomar el menor a l i m e n to, y apenas salía de su celda c o m o no fuera para recibir a quienes venían a verlo desde m u y lejos para someterle casos de conciencia particularmente arduos. Se ha afirmado que para resistirse a las imágenes libidinosas que lo asaltaban sin cesar sólo bebía a g u a y jamás comía pimienta. Sentado el día entero en un banco de m á r m o l , lo más frío posible para prevenir cualquier movimiento espontáneo, reflexionaba serenamente sobre las grandes cuestiones que lo absorbían. C u a n d o el calor de su cuerpo entibiaba la piedra se trasladaba al banco que había al otro lado de la mesa. Así conservaba el espíritu fresco. Y para evitar el contacto con la tierra, en el centro de la cual moraban los d e m o n i o s y sólo podía conducir fluidos viles, escribía con los pies siempre diez centímetros por encima del suelo. En materia sexual lo sabía todo porque todo lo había leído o escuchado. Se esforzó para q u e su excepcional obra - q u e suele designarse con el título abreviado de De matrimonio- no omitiera n i n g u n a especie de pecado sexual, n i n g u n a precisión q u e facilitara la tarea de los confesores; quería informarles de todas las eventualidades, todas las relaciones pecaminosas, hasta las más improbables, que pudieran llegar a su juicio. C o n frecuencia se ha reprochado a Sánchez su excesiva prolijidad, su incidencia en la materia erótica —y hasta pornográfica- y la aplicación de un jesuitismo y u n a casuística francamente laxistas. Es cierto que en el libro se exponen todos los refinamientos de la lujuria, incluso los m á s demenciales, exactamente nombrados, subdivididos, categorizados, analizados, etiquetados y ponderados al detalle en su m a g nitud pecaminosa. Los protestantes —sobre todo Bayle— y los jansenistas - c o n Pascal al frente- atacaron la crudeza de su expresión y los d e m a siado sutiles arabescos de su espíritu, que les parecía tortuoso. En el siglo XVIII, M i r a b e a u , autor de la Erotika biblion, se burló de él a t r i b u y é n d o l e la solución del reto casuístico m á s curioso h a b i d o n u n c a . Se trataba de esos " h o m b r e s con cola" q u e g r a n d e s viajeros como M a r c o Polo, Struys o Carreri habían visto en tierras de Formosa. Se contaba que en la base de la espalda tenían un apéndice caudal de una veintena de centímetros y móvil como la trompa de un elefante. A Sánchez se le habría presentado u n a delegación para pedirle que esclareciera el siguiente enredo: Ocurrió que uno de dichos hombres con cola se acostó entre dos mujeres, una de las cuales, teniendo un clítoris con-

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siderable, se comportó al revés y colocó su clítoris en pederastía, mientras que la cola del insular entraba siete pulgadas en el vaso legítimo. El insular, que era complaciente, se dejó hacer y, para ocupar todas sus facultades, se acercó a la otra mujer y gozó de ella como invita la n a t u r a l e z a . . . 112

El padre Sánchez habría hecho gala de todo su saber calificando a la perfección los pecados cometidos en las fantásticas conjunciones: "En la primera —dijo- sodomía doble, a u n q u e incompleta en sus fines, porque ni la cola ni el clítoris podían vertir libación y no obraban n a d a contra las vías de Dios y el voto de la naturaleza. En la segunda, fornicación simple". Pero dejemos de lado las anécdotas (que, verdaderas o falsas, m u e s tran la idea q u e se tenía de la ciencia sexual del padre) para abordar lo que nos importa: la renovación que este sutil jesuita llevó a cabo en la visión de las relaciones sexuales matrimoniales. A q u í es imposible resum i r la e n o r m e obra en folio, redactada en latín pero n u n c a traducida a i d i o m a vernáculo alguno en razón tanto del tema como de la crudeza expresiva del b u e n p a d r e . Nos l i m i t a r e m o s pues a s u b r a y a r los dos cambios q u e introdujo: una hábil autorización de la búsqueda del placer y el a u d a z permiso de las caricias más alocadas. H a s t a S á n c h e z los teólogos habían tratado el a m o r c o n y u g a l y el >lacer separadamente, lo que disparaba una serie de paradojas. Por un ado afirmaban: el acto carnal sólo puede tener por fin la procreación. Por el otro decían: la búsqueda del placer es ilícita. Toda la astucia de Sánchez se condensó en una sola frase, si no en u n a palabra. Dijo q u e lo condenable no era la búsqueda del placer sino la sola búsqueda del placer. Así pues, los esposos podían conocerse en la cópula tantas veces como desearan, siempre y cuando no practicaran la anticoncepción y procedieran por las vías normales del h o m b r e y la mujer, e m p l e a n d o los recipientes idóneos y los órganos convenientes (in vasis debitis et cum suis instrumentis).

(

Sánchez n u n c a justificó el coito en sí m i s m o ni dijo que no fuera pecado; habría contradicho a demasiadas autoridades antiguas. O p t ó por no hablar de eso, concentrando el razonamiento no en combatir sino en rodear el obstáculo agustiniano. Y sencillamente dijo q u e no había n i n g ú n pecado en q u e Tos cónyuges quisieran "unirse como esposos"; q u e dentro de la relación m a t r i m o n i a l no había necesidad de buscar deliberadamente la procreación o evitar expresamente la fornicación. M a r i d o y mujer podían unirse por la simple razón de que estaban casados; los únicos males eran actuar contra n a t u r a y buscar "el solo placer".

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C o n la m i s m a osadía Sánchez justificó q u e entre esposos h u b i e r a besos atrevidos, hasta entonces tenidos por inútiles y peligrosos. Tenía perfecta conciencia de que, prolongados, esos besos podían llevar a la eyaculación, pero no lo atemorizaba. "Cuántos maestros he conocido -escribió— para quienes tal comportamiento era pecado mortal porque acarreaba riesgo de p o l u c i ó n . " El consideraba q u e , si se p r o d u c í a entre esposos entretenidos en el amor m u t u o , el derrame de semilla era involuntario y por tanto no culpable. De m o d o q u e autorizaba "los abrazos, besos y caricias entre esposos para testimoniar y fortalecer el amor m u t u o " . Suele hacerse hincapié en las últimas palabras: amor mutuo. Si bien Sánchez no inventó el amor conyugal, al menos le confirió derecho de existencia a los ojos de los confesores, con todas las confianzas que la ternura suponía entre esposos. Era un progreso considerable, a u n si esa teología moral no era aplicable de inmediato. Abría el c a m i n o a Alfonso de Ligorio, que en el siglo XVIII, sin tampoco volver a hablar de san Agustín sino basándose en la teología liberal iniciada por el jesuita Büsenbaum ( 1 6 0 0 - 1 6 8 8 ) , propiciará que los confesores formularan a los casados la m e n o r c a n t i d a d de preguntas posibles y pedirá c l e m e n c i a para sus pecados eventuales. Por supuesto que en vida Ligorio no fue más escuchado q u e S á n chez, pero triunfó después de muerto. Beatificado en 1 8 1 6 , canonizado en 1 8 3 9 , doctor de la Iglesia en 1 8 7 1 , Ligorio hizo triunfar sobre los jansenistas el i n d u l g e n t e espíritu de Sánchez. Desde entonces los matrimonios, al menos, tuvieron derecho a amarse y manifestarlo. Testimonio de ello - a u n q u e todavía m u y prudente y tímido— es u n a frase del último catecismo q u e se refiere a la procreación y al mismo tiempo al amor de los esposos: "La alianza matrimonial está encaminada tanto al bien de los c ó n y u g e s c o m o a la g e n e r a c i ó n y la e d u c a c i ó n de los h i j o s " . H a n hecho falta siglos de disputas para que pudieran escribirse estas palabras tan obvias a los ojos modernos. 1 1 3

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Rechazo de la anticoncepción y el aborto Si tácitamente Sánchez reintrodujo el placer en el acto conyugal, n u n ca llegó a autorizar con claridad actos sexuales que excluyeran la procreación. La lucha de la Iglesia contra la anticoncepción y el aborto ha sido constante, al parecer, y apenas ha tenido un puñado de desertores. De sobra es conocido el poblacionismo católico. En el siglo XV, Benedicto aconsejaba a ú n no preocuparse por el número de hijos que pudieran llegar. C o m o a los pájaros, Dios los p r o v e e r í a . Poco a poco, sin 116

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embargo, y sin explícitas autorizaciones oficiales ciertos teólogos empezaron a reconocer el derecho de la pareja a tener en cuenta las dificultades materiales. Ya Huguccio h a b í a tendido a esto con el coitus reservatus, abrazo sin emisión seminal: en caso de necesidad absoluta, y sobre todo para dar a la mujer lo debido sin aumentar la familia, el h o m bre podía hacerle el amor sin engendrar h i j o s . . . pero sin hacer el amor. M á s tarde Pierre de La Palud propuso lo m i s m o , justificándolo entre otras razones por la pobreza. En el siglo XVI, D o m i n g o de Soto y Pedro de Ledesma desarrollaron otra idea. Aceptando q u e para las familias numerosas cada n a c i m i e n t o podía ser un problema proponían rechazar el deber conyugal, hasta entonces considerado imperativo. Sustraerse a ese deber era pecado mortal en todos los casos, dijo De Soto, salvo en la miseria. Por su parte Ledesma, retomando a Sánchez, preveía u n a lista de condiciones que justificaban la negativa: que el acto fuera peligroso para un embrión, ue el n ú m e r o de hijos fuese ya elevado, que la familia fuera demasiao modesta para criar más. En resumen, parte de la Iglesia empezaba a tomar en cuenta el entorno social y, antes de lo que generalmente se cree, surgía la idea de regular los nacimientos. Sin embargo los medios propuestos —todos "naturales"— no eran m u y diferentes de los q u e la institución p r o p u g n a hoy: básicamente la continencia. J u n t o a estos espíritus audaces, que se atrevían a atacar el deber cony u g a l y desafiar así los escritos de san Pablo, desde la corriente central del cristianismo no dejaba de condenarse constantemente la anticoncepción y el aborto. M u y temprano ya la Didaché increpaba a "los asesinos de la descendencia y corruptores del plasma divino". A comienzos del siglo II la Carta a Barnabé enseñaba: "No matarás al feto por aborto; no cometerás infanticidio". En las obras de los médicos árabes a b u n d a n recetas de cariz anticonceptivo o abortivo como el estornudo, los nueve saltos atrás o los supositorios de aceite de cedro, mandragora fresca, pimienta, menta o excremento de elefante. Avicena consagra al tema un capítulo entero del libro III de su Canon de la medicina. Pero, eficaces o no, la Iglesia siempre miró estas recetas con horror; n u n c a quiso siquiera oír hablar de ellas. Si h a y un p u n t o sobre el cual no ha cambiado n u n c a es el aborto. Entre el siglo X y el XII, cuatro g r a n d e s c á n o n e s d e n u n c i a r o n hasta c o m o c r i m i n a l e s a los q u e e m p l e a b a n "venenos de e s t e r i l i d a d " (cánones Si aliquis y Aliquando), a los que se u n í a n a mujer "a condición de q u e evite los h i j o s ' (Si conditiones) y a los q u e cometían con su esposa actos contra natura, por ejemplo usando "uno de los m i e m b r o s de la mujer no hechos para ello" y, por tanto, vertiendo la semilla fuera del recipiente n a t u r a l (canon Adulterii malum de G r a c i a n o y Pedro Lombardo).

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Estas condenas no se revisaron nunca. Santo Tomás las confirmó y dijo q u e la a n t i c o n c e p c i ó n no era sólo d e s t r u c t o r a del m a t r i m o n i o sino f u n d a m e n t a l m e n t e m a l a . Gerson ( 1 3 6 3 - 1 4 2 9 ) será categórico: "¿Puede u n a persona tener relación sexual haciendo imposible el fruto del m a t r i m o n i o ? Yo digo que es un pecado que merece el p a t í b u l o " . En 1 5 8 8 , la bula Effraenatam - c i e r t o que abolida tres años d e s p u é s condenaba a m u e r t e y e x c o m u n i ó n a abortadoras y abortados. Es la m i s m a lección q u e se sigue e n c o n t r a n d o en el catecismo actual: " L a v i d a h u m a n a debe ser respetada y p r o t e g i d a de m a n e r a a b s o l u t a desde el m o m e n t o de la c o n c e p c i ó n " . Y: " C o o p e r a r formalm e n t e con un aborto constituye u n a falta grave. La Iglesia sanciona este delito contra la v i d a h u m a n a con la p e n a c a n ó n i c a de e x c o m u nión" . U n a evolución de R o m a sobre el aborto parece pues improbable. La aparición de métodos anticonceptivos químicos, q u e no m a t a n el e m brión sino que sólo inhiben el ciclo ovárico, tampoco ha modificado hasta ahora el punto de vista de la Iglesia católica en materia de anticoncepción. M á s adelante veremos la reacción de los fieles al respecto, a veces enérgica y acaso anunciadora de u n a evolución a la larga. Por ahora y desde el principio el historiador comprueba que aborto y anticoncepción, no obstante de naturaleza diferente, son condenados con la m i s m a voz y el m i s m o rigor. 117

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El a m o r en m o m e n t o s y l u g a r e s decorosos El amor, ha dicho además la Iglesia desde hace m u c h o , no puede hacerse en cualquier lugar ni en todo m o m e n t o . Respecto a los lugares, no ha hecho otra cosa que repetir m á x i m a s de sentido c o m ú n : conviene no perturbar el orden, no atentar contra el pudor, no provocar escándalos. El amor no es cosa pública. El hombre no es un perro. En el siglo XVIII, la intensificación del sentimiento púdico contribuye a reforzar las prohibiciones al tiempo q u e facilita su aplicación. De todas maneras, a los ojos de los teólogos hacer el amor fuera del domicilio privado n u n c a ha sido más que falta venial. O t r a cosa son las i m p u d i c i a s cometidas en un lugar sagrado, u n a iglesia o un cementerio. La efusión seminal en sitios santos parece haber sido u n a verdadera fuente de angustia o u n a fobia para las autoridades cristianas. H a b í a q u e evitarla a cualquier precio y ya hemos visto las pesadas penas q u e i m p o n í a n los penitenciales ya antes del siglo X a los contraventores, sobre todo si eran religiosos. M á s tarde el d o m i n i c o Billuart ( 1 6 8 5 - 1 7 6 7 ) hablará de auténtico sacrilegio carnal:

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La cópula o cualquier efusión voluntaria de semen h u m a no en un lugar santo constituyen sacrilegio carnal. Digo: de semen h u m a n o , no de semen a n i m a l , ni de humores intermediarios entre el semen y la orina. Y no es necesario, para que h a y a sacrilegio, que este semen se derrame en el suelo de la iglesia. Basta con que sea vertido en el recipiente n a t u r a l . 119

No obstante la casuística, arte de contemplarlo todo, atemperaba estas condenas en ciertas ocasiones. Así se llegó a prever un caso excepcional, como una especie de a t e n u a n t e q u e más tarde volveremos a e n contrar a m e n u d o : el caso en que un cónyuge reclama su débito, sin c u y a satisfacción caería en la tentación de pecados m á s graves, como satisfacerse él m i s m o o buscar otra pareja. En esta contingencia el coito podía ser aceptable. A u n q u e con reticencias, pues estaba con los rigoristas de su época, Billuart terminaría por conceder: "El acto conyugal ejercido en l u g a r santo a causa del peligro de i n c o n t i n e n c i a por parte de uno u otro c ó n y u g e no es sacrilego sino lícito. Por ejemplo, cuando dos esposos se ven detenidos largo tiempo en una iglesia y uno u otro no se puede contener". U n a ú l t i m a escapatoria fue ofrecida a los transgresores por monseñor Bouvier, obispo de M a n s en el siglo XIX. A u n q u e él también condena la cópula c o n s u m a d a en la parte de la iglesia "consagrada al culto", d e j a a l a m o r l a p o s i b i l i d a d d e e x p r e s a r s e e n o t r a s p a r t e s d e l edificio: Lugar consagrado al culto: bajo esta d e n o m i n a c i ó n queda c o m p r e n d i d o todo el interior de las iglesias, c o m o capillas, confesionarios, tribunas, etc., pero no las partes exteriores, c o m o los muros, el techo, los escalones que preceden a las puertas, los c a m p a n a r i o s no pertenecientes a la iglesia ni el c e m e n t e r i o . 120

De modo q u e los m u y apremiados siempre tenían la alternativa de refugiarse en el campanario o la sacristía... C o m o en otros sitios, en éstos cabían ciertos acuerdos con la n o r m a religiosa. M u c h o más n u m e rosas y severas, sin e m b a r g o , h a n sido las reglas q u e la Iglesia dictó sobre m o m e n t o s prohibidos: días de a y u n o , fiestas, solemnidades, períodos de esterilidad, reglas, épocas de embarazo o de lactancia.

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Días prohibidos Ya en el siglo VI Cesáreo de Arles tronaba contra quienes no podían abstenerse en ciertos m o m e n t o s : "¡Reverendos hermanos! Si los a n i m a les sin e n t e n d i m i e n t o sólo se unen en tiempos fijos y legítimos, ¡cuánto m á s no deben observar esta n o r m a los hombres, que están hechos a semejanza de Dios!" Por eso para recibir la c o m u n i ó n aconsejaba practicar castidad con varios días de antelación. Esta prohibición se repite prácticamente en todos los penitenciales q u e conocemos. A u n q u e no prohibido formalmente tampoco se recomienda el amor en los domingos ordinarios. Carlos Borromeo invitaba a las personas casadas a abstenerse de todo contacto carnal en el día del Señor. En ciertas épocas anteriores se habían llegado a descartar otros días de la semana. T a m b i é n se discutió m u c h o si era lícito copular durante los períodos de esterilidad. En efecto m u c h o antes de O g i n o ya se había advertido q u e las mujeres no eran constantemente fecundas. En términos teológicos la cuestión se planteaba así: si el único fin del acto sexual es la procreación - c o m o quiere san A g u s t í n - , ¿está permitido consumarlo en m o m e n t o s en que no puede producir frutos? ¿Tenían los esposos derecho a acoplarse cuando era imposible engendrar? Un coito inútil tenía q u e ser un coito pecaminoso. Parece q u e los maniqueos de los siglos IV y V, hostiles a toda reproducción, esperaban justamente esos días para unirse a sus esposas sin riesgo. San Agustín estigmatizó a estos herejes que no se atrevían a asum i r responsabilidades, recordándoles claramente el fondo de su doctrina: " C o m o proclaman las leyes nupciales, las bodas unen a marido y mujer para procrear h i j o s " . De este m o d o también condenaba por anticipado a O g i n o . Pero la prohibición sobre los períodos estériles no p u d o mantenerse m u c h o tiempo: no resistía el menor examen. Había, por ejemplo, personas que se casaban siendo estériles de por vida, por defecto natural. ¿Se les iba a vedar todo comercio carnal? Al contrario: la teoría eclesiástica del deber conyugal los obligaba a unirse. Pronto se apreció que la doctrina era contradictoria y h u b o que moderarla. Pero las cosas se complicaron al descubrirse que había más períodos estériles de lo q u e se creía. H a b í a que agregar el embarazo y la lactancia. C o n el embarazo se empezó por la severidad. En el siglo II, san C l e mente alegó que "no hay que sembrar el suelo q u e ya ha aceptado la semilla" y, en un discurso a M a r c o A u r e l i o , Atenágoras garantizó que los cristianos sólo se unían para tener hijos y guardaban abstinencia cuando la mujer estaba encinta. Por cierto que, como confirmando que la Iglesia n u n c a ha hablado con una sola voz, Lactancio ( 2 5 0 - 3 2 5 ) m a n t u v o la opinión contraria. No obstante casi todos los teólogos de 121

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la Edad M e d i a reprobaron el amor d u r a n t e la gestación. S i g u i e n d o a san Ambrosio y san J e r ó n i m o , que aconsejaban a los h u m a n o s imitar al menos la contención de las bestias, Graciano (hacia 1 1 4 0 ) y Pedro Lombardo ( 1 2 3 0 ) estimaron que todo acoplamiento durante ese período constituía pecado mortal. De todos m o d o s se i m p o n í a una evolución, sobre todo teniendo en cuenta que las interesadas no siempre sabían cuál era el primer día de embarazo. M u y pronto empezaron las distinciones y con ellas los desacuerdos. Ya los penitenciales irlandeses (severos desde el primer día) divergían de los ingleses (más conciliadores). En el siglo IX, el penitencial del pseudo Teodoro sólo condenaba las relaciones consumadas d u rante los tres últimos meses de e m b a r a z o . A partir del siglo XIII, u n a vez aceptado el acto amoroso con otro fin que la procreación -y sobre todo para atender a la concupiscencia del c ó n y u g e - , se hizo imposible m a n t e n e r tales vetos. Salvo q u e h u b i e r a peligro para el e m b r i ó n los teólogos autorizaron el a m o r d u r a n t e la preñez; sobre todo A l b e r t o M a g n o . H a b í a n comprendido que no era razonable privar al marido de relaciones d u r a n t e nueve meses: era echarlo en brazos de adúlteras o prostitutas. S i n embargo se m a n t u v o la obligación de la mujer de declarar al confesor que estaba grávida, por más que el estado no conllevara interdictos. En 1 7 6 2 C a n g i a m i l a lo confirmó rotundamente: "Es consejo de los teólogos que el confesor rehuse absolver a aquellas q u e no se avengan a confesar su preñez. Así lo recomiendan Sylvius, Pontas, etc." ¿A q u é se debía esta indiscreción? ¿Se proponía la Iglesia algo más profundo que canalizar la sexualidad? ¿Quería tal vez saberlo todo de los fieles, controlarlos día a día? La obligación de declarar la gravidez es un fuerte indicio de que la ambición era gigantesca. También m u y pronto, en nombre de datos supuestamente científicos tomados de Plinio y Galeno, la Iglesia quiso prohibir las relaciones sexuales en los períodos de lactancia. Se creía, en efecto, q u e después del a l u m b r a m i e n t o hacía falta un tiempo de purgación; reanudar dem a s i a d o rápido las relaciones carnales podía envenenar al n i ñ o . Pero t a m p o c o esta prohibición duró m u c h o , salvo para algunos atrasados como A n t o n i o de Butrio, Alejandro de Nevo o Bossio, teólogos todos bastante secundarios; los mejores espíritus se pronunciaron por la autorización, siempre con la reserva de no poner al niño en peligro y dej a n d o a la m a d r e el c u i d a d o de decidir; de esta o p i n i ó n fueron san Buenaventura en el siglo XIII, por supuesto Sánchez en el XVII y Alfon123

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so de Ligorio en el XVIII.

Aparece a q u í otra contradicción de la Iglesia. Al menos durante un período de su historia prohibió la u n i ó n carnal en tiempo de lactancia s u b r a y a n d o el peligro que conllevaba para el bebé. Las madres, q u e sobre todo desde el siglo XVIII empezaron a preocuparse i n t e n s a m e n t e

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por la progenie, no fueron insensibles a la idea. Así pues decidieron pedir a los maridos que, mientras crecía el; e m b r i ó n , si no podían abstenerse vertieran el esperma en otro lugar q u e la frágil matriz. Así, tal vez sin percatarse, la institución m i s m a condujo a los hombres al coito interrumpido, técnica i m a g i n a d a en la A n t i g ü e d a d y que, poco e m p l e a da en la Edad M e d i a , en el siglo XVIII tuvo un verdadero a u g e . La consecuencia fue que R o m a acabó levantando el veto y en 1 8 4 0 monseñor Gousset, in partibus, declaró sin a m b a g e s q u e n i n g u n a ley p r o h i b í a "servirse del m a t r i m o n i o en períodos de l a c t a n c i a " . 125

A m o r y sangre m e n s t r u a l El debate principal se centró en otro tema: la conjunción carnal durante la menstruación femenina. La cópula parecía especialmente odiosa en ese momento porque reunía todos los inconvenientes. Era un contacto con sangre putrefacta, en el fondo diabólica; significaba intervenir en el centro mismo de la concepción, ya que —no lo olvidemos— para los aristotélicos el m e n s t r u o era la "materia" del n i ñ o por nacer; de modo que el coito ponía en peligro la vida de un eventual embrión. Repitiendo a Plinio (ese maestro a n t i g u o del error y la falsedad), san J e r ó n i m o revistió su demostración no de consideraciones morales, sino de u n a apariencia de m e d i c i n a científica. En caso de coito durante la regla, "un vicio de simiente" podía hacer que naciera un leproso o un gigante. Un siglo m á s tarde Cesáreo de Arles h a c í a un retrato igualmente horrible de los productos de esos encuentros escandalosos: "Si alguno conociera a su mujer cuando ella tiene sus derrames, o no q u i siera contenerse el d o m i n g o o en alguna otra solemnidad, el así concebido nacerá leproso, epiléptico o acaso endemoniado". Un a r g u m e n t o todavía m á s tortuoso se basará en las Etimologías de Isidoro. Este h a b í a m o s t r a d o q u e la m e n s t r u a c i ó n estaba v i n c u l a d a con la l u n a (menéen g r i e g o ) . Desde entonces la práctica maldita iba a entrañar idolatría: adoración de la diosa L u n a y en definitiva herejía. Razonamientos de este tipo - f u n d a m e n t a d o s , es cierto, en la prohibición formal del A n t i g u o Testamento— se seguirán oyendo aún en el siglo XVIII. S a n Ligorio, basándose especialmente en la a u t o r i d a d de santo Tomás, condena el coito con mujer i m p u r a calificándolo de pecado mortal. Y a u n q u e después se lo rebaje a venial, el caso es q u e u n a vez más la Iglesia intenta d i s m i n u i r el número de días al año en que es posible la relación conyugal. Es esta determinación lo pasmoso, más que los discursos pseudocientíficos de los autores medievales. Prohibiendo copular los domingos, las

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festividades, durante las reglas, el embarazo y la lactancia, ¿no acabó la Iglesia por retrasar el crecimiento demográfico contradiciendo así la orden divina de crecer y multiplicarse? ¿Cómo no advertir las contradicciones de su poblacionismo, por lo demás variable según las épocas? J . - L . Flandrin ha consagrado a la cuestión un trabajo d e c i s i v o . S u m a n d o los períodos prohibidos o desaconsejados que acabamos de m e n c i o n a r a los pertenecientes al calendario cristiano (días de a y u n o y sobre todo é p o c a d e c u a r e s m a ) l o g r a m o s t r a r l a p o s i b i l i d a d d e u n v í n c u l o entre las interdicciones y el marasmo demográfico de la alta Edad M e d i a . En cambio si después del siglo XI a u m e n t ó la población fue sin d u d a porque lentamente las prohibiciones se fueron reduciendo. Hasta la explosión demográfica del siglo XVIII podría estar relacion a d a con la libertad y u n a mayor a b u n d a n c i a de contactos sexuales. R e m i t i é n d o n o s a la Edad M e d i a las conclusiones de Flandrin tienen fundamentos sólidos. Entonces quedaban a los esposos m u y pocos días para unirse: h a b í a q u e eliminar los domingos, miércoles, viernes y sábados de cada s e m a n a (prohibidos hasta el siglo X l ) , las tres cuaresm a s anuales, la s e m a n a de Navidad, San Esteban, el San J u a n de i n vierno, la fiestas de los Inocentes y de la Circuncisión, los días de Epifanía, la Purificación de la V i r g e n , la Ascensión, el Pentecostés, S a n J u a n Bautista y las fiestas de los apóstoles Pedro y Pablo, de la A s u n ción, de San M i g u e l , de Todos los Santos, de San M a r t í n y de San A n drés. Flandrin concluye: " U n a vez deducidos todos estos días de continencia quedaban de 91 a 93 al año para que los esposos se unieran, a condición de que la esposa no estuviese i m p u r a o encinta". C o n s i d e rando las indisposiciones de la mujer no debían de quedar más de entre 15 y 50 días disponibles. T o m a n d o diferentes pautas Flandrin llega a un promedio de 4 4 , 2 5 días al año (se sitúa en el siglo x ) , es decir apenas 3 , 7 días por mes. Aberrantes como son estos vetos, uno tiende a concluir que los fieles no los respetaban del todo. Si se j u z g a por los débiles resultados demográficos, sin embargo, no debían de ser poco influyentes. Así pues la Iglesia no siempre ha propiciado la a b u n d a n c i a de n a c i m i e n t o s tanto como se cree. O bien la ha propiciado teóricamente, pero no en la práctica. Estar por los hijos pero no por el acto sexual es u n a contradicción cuando menos seria. C u a n d o sabemos q u e la Iglesia logró que A u g u s t o derogara las leyes poblacionistas, q u e san Gregorio de Niza prometía la salvación a las vírgenes, q u e san A m b r o s i o alababa a las estériles, q u e san J e r ó n i m o a n u n c i a b a "El m u n d o ya está lleno y no nos contiene", q u e incluso más tarde J e a n Gerson clamó por l i m i t a r "la m u l t i t u d de niños", concluimos que las teorías de la continencia periódica de la Edad M e d i a , apoyadas por u n a prédica atemorizadora y casi terrorista, no sólo h a n 126

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confiscado la pulsión sexual de la especie h u m a n a de Occidente sino q u e probablemente h a n hecho peligrar su existencia.

U n a cuestión d e p o s t u r a s En toda la doctrina cristiana se encuentra la m i s m a voluntad de encauzar el sexo, regular el comercio carnal en todos sus detalles, en definitiva disuadir el placer. Encontraremos de nuevo estas constantes en la cuestión de las posturas, u n a vez más encubierta por indicaciones pretendidamente científicas o medicinales. ¿Hay una postura buena para hacer el amor? Sí, responde la Iglesia; y sólo una. El razonamiento ha sido siempre el mismo: la oposición a toda conducta sospechosa de entorpecer la concepción. No nos detendremos aquí en el coito anal (coitus viri en vase indebito mulieris, llamado a veces coitus a tergo o in ano), condenado por los teólogos bajo la denominación de sodomía incompleta, crimen de crímenes, a m e n u d o reservado en los penitenciales al juicio del obispo y siempre castigado severamente: se trata - c o m o la h o m o s e x u a l i d a d - de un pecado contra natura que la Iglesia combatió siempre sin concesiones y n a d a tiene q u e ver con el problema de las posturas en el coito normal, in vase debito. Para que el coito se efectuara bien la posición correcta era para los teólogos la del hombre a caballo sobre la mujer. Así lo expresaba Silvestre en la Suma de las sumas (hacia 1 5 1 5 ) : "La m a n e r a natural en cuanto a la posición, es q u e la mujer yazga de espaldas y el hombre se acueste sobre su vientre c u i d a n d o de eyacular en el recipiente destinado a este uso". Sánchez, por su parte, escribirá: "La m a n e r a natural de acoplarse es q u e el h o m b r e se p o n g a e n c i m a y la m u j e r debajo, v u e l t a n a c i a é l " . Zacchias pensaba que esta ú l t i m a definición no era bastante ex1 2 7

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)lícita, ya q u e la m a n e r a verdaderamente "natural" bien podía ser la de os perros. Por eso, al caso en que la mujer yacía de espaldas (supina) añadió otro en q u e y a c í a sobre el vientre (prona). Pero todos los teólogos estaban de acuerdo en que la mujer debía estar bajo el hombre, físicamente d o m i n a d a por él. Para justificar la postura llegaron a esgrimir motivos asombrosos. El más corriente era que en esa situación la mujer recibe mejor el semen, por simple razón de gravedad; era una aplicación de lo dicho por los médicos árabes. Rhazes ( 8 5 0 - 9 2 3 ) había afirmado que esa situación era la m á s fecunda y aconsejado incluso que la mujer alzara las piernas lo más alto posible. Lo m i s m o había sostenido Avicena (980¬ 1 0 3 7 ) : su Canon de la medicina c r i t i c a b a todas las d e m á s posturas, contrarias tanto a la procreación como a la salud del hombre. Particu-

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larmente peligrosa le parecía la de la mujer m o n t a d a sobre el hombre, en la cual éste, p a r a expulsar el semen, debía hacer un esfuerzo que podía lesionarle el pene; al m i s m o tiempo " l a retención de la semilla (por la mujer) se reduce extremadamente". En efecto, durante toda la Edad M e d i a se pensó que la matriz retenía el semen gracias a sus rugosidades; salvo en el caso de las prostitutas, la pared interna de cuyo aparato sexual se volvía lisa por el uso frecuente. En nombre de los mismos principios Alberto M a g n o condenó acoplarse de pie (quando stat mulier) o por detrás (more canino, a retro), que en general parecía bestial. También criticó la posición lateral (in latere), con el hombre y la mujer tendidos de lado y frente a frente; en este caso, dice De animalibus (libro X ) , el semen tendrá problemas para alcanzar la matriz. Igualmente desfavorable a la procreación le parecía la postura d o m i n a n t e de la mujer, pues la m a t r i z q u e d a b a invertida (matrix est revoluta). Poco menos q u e con los mismos argumentos justificó M i g u e l Savonarola —médico del siglo XV— la postura clásica, l l a m a d a h o y del misionero, precisando además la naturaleza del peligro q u e se corría en otros casos: "El hombre se pondrá e n c i m a de la mujer, y no a la inversa, para que no caiga semen femenino sobre el pene y no sobrevenga f a t i g a " . Lo que a q u í está presente es el consabido temor a la sangre menstrual, con su supuesto papel en la generación, y más aún al "semen femenino", dos sustancias (o la m i s m a ) cuyo contacto h a b í a q u e evitar a cualquier precio. Pero aparte de razones médicas o pseudomédicas no es dudoso q u e los teólogos quisieran también condenar el placer. Desde su punto de vista, toda postura extraña a la norma se practicaba por fantasía, por espíritu de indisciplina o para aumentar el goce. De modo que no cabía discusión: imposible aceptar nada que se apartara de lo corriente. Pierre de La Palud transmitirá el consejo de aquellos para los cuales, al alejarse de los senderos trazados, el hombre incurría en falta mortal: "Algunos dicen que el hombre que conoce a su mujer de forma desacostumbrada peca mortalmente, pues lo hace para procurarse mayor v o l u p t u o s i d a d " . También, a veces, el rechazo a la posición d o m i n a n t e de la mujer se e x p l i c a por el t e m o r p o p u l a r a q u e el s e m e n de e l l a c a i g a sobre el hombre y lo deje "encinto". Ya no se trata de un consejo médico, sino de un terror o un fantasma afirmados por un cuento tradicional: un día, un monje pierde la virtud con una mujer experimentada que, ante su ignorancia, t o m a las riendas de la operación y se m o n t a sobre él. Al d í a siguiente el monje interroga a un amigo: " H e oído decir q u e c u a n do un h o m b r e y u n a m u j e r h a n estado j u n t o s n a c e un n i ñ o . Pero d i m e : ¿cuál de los dos lleva el niño?" Y el confidente le responde: "El q u e se pone debajo". El monje enloquece y se extravía ° . 128

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Por supuesto q u e nadie ha creído j a m á s q u e esto fuera posible, ni siquiera en la Edad M e d i a . Es más bien u n a especie de chiste q u e debía de contarse en las tabernas. Pero traduce la creencia de la época según la cual la generación se producía por confluencia del semen masculino con el femenino. Siempre h a b í a que temer la p r o x i m i d a d de la mujer d o m i n a n t e , sobre todo si el h o m b r e podía verse desafortunadamente cubierto de sus humores o de semen descendente. Por último en la postura se j u g a b a la d i g n i d a d viril. Fue el concepto m i s m o q u e tenían cíe la mujer lo que llevó a m u c h o s teólogos a considerar ú n i c a m e n t e lícita la postura en q u e d o m i n a b a el hombre: un ser inferior debía resignarse a su situación. Según S i m o n e de Beauvoir, en el siglo XX las mujeres empezaron a vivir "la postura sexual q u e situaba a la mujer debajo del hombre" c o m o "una h u m i l l a c i ó n m á s " . 1 3 1

S i n d a r a las p a l a b r a s c o n n o t a c i ó n desdeñosa, m u c h o t i e m p o se pensó q u e el h o m b r e era agente (agens) y la mujer pasiva (patiens). Por eso el h o m b r e tenía que estar en la posición activa, la más fuerte, la del labriego ante el arado. "Los esposos no son iguales —dice Viguerio— ni en el m a t r i m o n i o ni en el acto sexual: el hombre tiene el papel más noble." U n a situación en q u e la mujer d o m i n a al hombre (mulier super virum) se antoja adversa a la naturaleza. C o n el tiempo, sin embargo, t a m b i é n en este asunto se encontraron acuerdos, "pese a las monstruosidades q u e se oyen en la confesión", por recoger u n a queja de Alberto M a g n o . Por su parte él no cedió demasiado, salvo en caso de extrema obesidad; entonces recomendaba las siguientes posiciones, en orden pecaminoso creciente: de lado, sentados y por último retrorsum, a la manera de los jumentos. A partir del siglo XIV, cada vez más teólogos concederían ciertas excepciones m é d i cas. Pierre de La Palud aceptó el coito por detrás en tiempo de embarazo, a fin de no lesionar al embrión. Y en 1 6 0 2 el sutil Sánchez, defensor por supuesto de la postura clásica, concluyó q u e de todos modos no había n i n g u n a (fuera, claro, de la sodomía entre maridos o entre maridos y mujeres) cuya práctica fuese más que pecado venial. Por venial q u e fuese, no obstante, un pecado era un pecado. De m o d o q u e no estaba de más entrevistarse con el confesor.

D i s p u t a sobre la cuestión del deber C o n la disección de la vida sexual, con el examen de las infinitas posibilidades y variantes del coito, la teoría eclesiástica de la carne se expuso a incurrir en numerosas contradicciones. He aquí una, entre tantas ya señaladas: si estaba prohibido copular durante las reglas, en ciertos

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días prohibidos o en posturas cuestionables: ¿qué era lo correcto cuando un c ó n y u g e solicitaba alguna de estas cosas y el otro no estaba de acuerdo? ¿ H a b í a que consentir todo, aun contra natura, incluso en un lugar sagrado? Porque además de todo estaba el deber conyugal, esa obligación que san Pablo declarara d e u d a aglutinante entre marido y mujer, acreedor y deudor que bajo n i n g ú n pretexto podían romper el contrato. ¿Había que c u m p l i r el deber en todos los casos o sólo en algunos? ¿A qué dar la primacía: a las prohibiciones de la Iglesia o a las órdenes de san Pablo, al veto de las licencias sexuales o a la obligación de pagar la d e u d a al c ó n y u g e ? El asunto fue d e b a t i d o a b u n d a n t e y ardorosamente. Y también en esto la Iglesia se internó demasiado en los detalles de la v i d a í n t i m a . Resumiendo m u c h o , la discusión pasó por tres épocas, cada una con una tesis dominante: el deber es u n a obligación absoluta; hay ciertas excepciones; casi siempre el deber está por e n c i m a de las excepciones. Recalquemos la fuerza del deber c o n y u g a l enunciado por san Pablo; en tiempos de éste no h a b í a negativa posible. Por oposición a los herejes m a n i q u e o s , todos los padres de la Iglesia incipiente fueron inflexibles defensores de un deber al cual n i n g ú n m a t r i m o n i o podía sustraerse; y la tesis fue sostenida por casi todos los teólogos hasta De Soto y Ledesma, en el siglo XVI. San A n t o n i n o m i s m o , Jean Nider y otros decían que, por poco que fuera su entusiasmo, cada m i e m b r o de la pareja debía ceder al deseo del c ó n y u g e para preservarlo de la polución o el a d u l t e r i o . Y hasta en el Dictionnaire des cas de conscience de Pontas, c u y a primera edición es de 1 7 1 5 , leemos: "Aquel de los esposos al que el otro requiera el c u m p l i m i e n t o del deber conyugal está absolutamente obligado a obedecer so pena de pecado, que por lo corriente es mortal a menos q u e la negativa se funde en u n a causa legítima" . A h o r a bien, en la época de Pontas no existía prácticamente otra causa legítima de rechazo que la sodomía, el acto contra natura por excelencia. Sin embargo desde hacía tiempo ciertos teólogos - a u n sin ser seguid o s - venían proponiendo otros motivos válidos. Antes hemos referido q u e en 1 5 9 2 (unas décadas después de D o m i n g o de Soto) Pedro de Ledesma h a b í a sostenido que si bien el rechazo del deber era pecado mortal, uno de los esposos podía negarse al otro cuando el hogar era pobre y había muchos hijos. Gerson h a b í a puesto la condición de que el c u m p l i m i e n t o del deber no amenazara la v i d a del feto. C o n todo, hasta el m i s m o Sánchez —que al menos registra las tesis de los defensores del rechazo bajo ciertas r a z o n e s - c o m p r o m e t e a la mujer a plegarse a los deseos del c ó n y u g e cualesquiera que fuesen éstos. Le recomienda que ceda siempre y cuando no consienta en su fuero interno. Esta escapatoria se convertirá casi en la doctrina habitual, 1 3 2

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probablemente t a m b i é n fundada en la persistente subordinación de la mujer al hombre. Sánchez dice con claridad q u e la esposa debe avenirse al coitus interruptus, aun si el m a r i d o lo tiene por costumbre, porque "la intención criminal del h o m b r e es por completo exterior a su acto de ella". Casi a la m i s m a conclusión llegaría Alfonso de Ligorio en el siglo XVIII: la esposa de un m a r i d o que practique el coito i n t e r r u m p i d o no debe buscar el contacto, pero tampoco negarse en caso de d e m a n d a . En 1 8 1 6 la cuestión cobró un cariz más oficial. A la Penitenciaría r o m a n a le fue elevada la siguiente pregunta: ¿Podía u n a mujer cooperar con un h o m b r e de los entonces llamados "onanistas", es decir adictos al interruptus? Bajo amenaza, respondió la Penitenciaría, debía dejar hacer. Esto equivalía a decir q u e sí, sobre todo considerando q u é era para la Penitenciaría una amenaza. La esposa podía tener relaciones a u n si sabía por experiencia que "el m a r i d o se retirará y eyaculará fuera del recipiente", dado q u e negándose se arriesgaba "a ser mal vista por el m a r i d o " y a convertirse en objeto "de grandes prejuicios". No obstante el d o c u m e n t o insistía en q u e la mujer siempre intentara hacer desistir al m a r i d o de sus malos hábitos, "aunque con prudencia". En el siglo XIX la respuesta que dice no pero sugiere q u e sí en ciertos casos alcanza la perfección técnica en las obras de monseñor Bouvier. Tras haber establecido q u e ciertos motivos permiten negarse al deber, Bouvier da ejemplos de lo más contradictorio. No, dice, no h a y q u e ceder ante un m a r i d o loco o borracho, que no está en posesión de sí m i s m o ; pero añade: "No obstante, si el d e m a n d a n t e es capaz de consumar el acto conyugal la mujer debe rendirse a sus deseos". No, dice a continuación, no h a y obligación de cumplir con un m a r i d o adúltero; pero a ñ a d e : a m e n o s q u e ella m i s m a sea adúltera, "pues las ofensas quedarían compensadas" No, insiste, no hay por qué dar lo debido al que lo solicita con demasiada frecuencia, por ejemplo varias veces en una sola noche; pero precisa: "No obstante, y mientras esté en su poder, la mujer debe prestarse a las necesidades libidinosas del m a r i d o cuando éste sufre de violentos aguijones en la carne, pues la caridad la obliga a alejarlo todo lo posible del peligro de i n c o n t i n e n c i a " . En suma, la mujer no tiene n i n g u n a autonomía: prácticamente en todos los casos, salvo q u e corra riesgo su salud, se le exige ponerse a disposición del marido. Todavía en nuestro siglo vemos q u e —en un caso t e o l ó g i c a m e n t e m u c h o más grave q u e el coitus interruptus o la ebriedad del marido, a saber el coito a n a l - un abad aconseja a u n a mujer q u e se niegue "con bofetadas", y si no lo consigue q u e se pliegue ante la fuerza. M á s adelante veremos cómo se traducen estos principios al lenguaje del confesionario, pero ya podemos decir que testimonios de confesados actúa133

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les nos han confirmado la tendencia, i g u a l m e n t e obvia en las entrevistas grabadas en iglesias italianas. A m e n u d o , sobre todo si perciben que la penitente concuerda, los curas aconsejan consentir todo, y en especial las c o n d u c t a s a n t i c o n c e p t i v a s . . . pero resistiendo i n t e r i o r m e n t e , rechazando la falta del c ó n y u g e . H a b r á que preguntarse si, paradójicam e n t e , este laxismo no ha acelerado el desapego de los fieles más proclives a la renovación de las prácticas, en la m e d i d a en que, m á s que firmeza de a l m a y de ideas, ven en las palabras de los confesores u n a fuerte hipocresía.

El rechazo del placer En resumidas cuentas, más o m e n o s hasta 1 9 5 0 la teoría cristiana de las relaciones sexuales se m a n t u v o m u y negativa: n a d a de amor fuera del m a t r i m o n i o , y dentro de éste preponderancia del h o m b r e e inferioridad inconfesa pero clara de la mujer, desde a n t i g u o considerada a n i m a l lujurioso c u y a sola p o s i b i l i d a d de regeneración estriba en la m a t e r n i d a d (tota mulier in útero). Desconfianza fundamental h a c i a el placer: n a d a de fantasías, n a d a de ardor, n i n g ú n j u e g o incierto; amor, sí, pero bien d o m i n a d o y ú n i c a m e n t e por la c a u s a j u s t a . No c a b e d u d a de q u e a lo largo de los siglos se h a n hecho esfuerzos teóricos considerables y hasta se ha verificado a l g ú n progreso debido a espíritus generosos o mejor i n f o r m a d o s de la r e a l i d a d de la pareja; pero siempre silenciando uno u otro p u n t o delicado - c o m o hace san L i g o rio, verdadero príncipe de lo e s q u i v o - , o antes rodeando la doctrina con habilidad q u e contrariándola de frente. Por lo demás los espíritus innovadores c o m o S á n c h e z n u n c a fueron seguidos m u c h o t i e m p o y acaso no lo sean nunca. La imposible teoría a g u s t i n i a n a del acto amoroso, q u e lo declara c u l p a b l e sin los bienes del m a t r i m o n i o (proles, fides, sacramentum) y excluye el placer, continúa i m p l a n t a d a firmemente; ni siquiera h o y ha abandonado todos los espíritus. Las relaciones sexuales deben llevar a la procreación; con el paso de los siglos se llegó a añadir: a la procreación y la felicidad de la pareja. Pero oficialmente la Iglesia n u n c a ha podido o querido separar el acto amoroso de la concepción. Por eso aún hoy en día sigue denigrando con tanta firmeza la homosexualidad, q u e sin d u d a i m p l i c a amor entre dos seres pero no generación. Por tanto es i n a d m i s i b l e . El ú l t i m o catecismo tiene a bien acoger a los homosexuales con "respeto, compasión y delicadeza"; pero la condena no es menos pesada:

La condena de la carne

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Basándose en las Santas Escrituras, que los presenta como depravaciones graves, la Tradición siempre ha declarado ue "los actos de h o m o s e x u a l i d a d son i n t r í n s e c a m e n t e esordenados". Son contrarios a la ley natural. C i e r r a n el acto sexual al don de la vida. No proceden de una complem e n t a r i e d a d afectiva y sexual verdadera. En n i n g ú n caso pueden ser a p r o b a d o s .

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A continuación el texto l l a m a a "las personas homosexuales a la castidad". ¿Es realista la exhortación? Lo q u e se reconoce en este gesto es el consabido, claro rechazo del amor que no desemboca en el nacimiento de hijos. Desde hace unos veinte años este constante rechazo viene despertando gran i n q u i e t u d en las conciencias de los homosexuales (de a m bos sexos) s i n c e r a m e n t e cristianos. Si h e m o s n a c i d o así, razonan, si Dios nos ha creado con esta naturaleza peculiar q u e sin d u d a Él ama, ¿por qué la Iglesia nos reprueba? El m o v i m i e n t o estadounidense Dignity ha sido el primero en organizarse y protestar abiertamente. En 1 9 7 2 nació en Francia el grupo David crjonathan, y en 1 9 7 4 el Centre du Christ libérateur, cuyo fundador, el pastor D o u c é , fue asesinado en 1 9 9 1 . H o y existen m o v i mientos en Inglaterra, A l e m a n i a , los Países Bajos, Italia y prácticamente en toda E u r o p a . U n a ú l t i m a palabra sobre las ideas de la Iglesia en materia sexual. H e m o s visto que éstas se construyeron lentamente en el curso de los siglos, forjándose entre o p i n i o n e s contrarias, discusiones y controversias, a u n q u e el asentimiento de las autoridades siempre se h a y a dirigido a una corriente central. Puesto q u e en dos milenios se ha sostenido todo o casi todo, existe un i n m e n s o stock de a r g u m e n t o s y réplicas. C a d a situación ha sido e x a m i n a d a escrupulosamente y ha sido objeto de pareceres más o menos divergentes. A m e n u d o algo que para un teólogo es escándalo y pecado monstruoso, para otro es venial y tolerable. El caso es que los confesores han de elegir entre las diferentes tesis y construirse una religión propia, en el a l m a y la conciencia, a veces sin que los estudios del seminario los h a y a n preparado bien para la tarea. La riqueza de la doctrina ha a u m e n t a d o e n o r m e m e n t e el tamaño de su empresa, al tiempo q u e la libertad de juzgar subrayaba el aspecto discrecional de la labor. Al principio tenían que interrogar a los parroquianos sobre los distintos aspectos de su conducta. C o n el tiempo, gracias a la variedad de las opiniones emitidas, se han ido encontrando con un margen más grande de evaluación, quizá no oficialmente pero sí de hecho. 135

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Veamos c ó m o h a n c u m p l i d o la tarea a lo largo de los siglos; qué instrucciones han recibido y, cuando nos sea posible saberlo, cómo las han aplicado. Después de la teoría y los teólogos pasemos a los pecados cotidianos y la actividad de los confesores. Observemos la práctica del sexo desde el confesionario.

La confesión de las situaciones y los preliminares

El amor empieza m u c h o antes del amor y la Iglesia lo ha sabido s i e m pre. Por eso siempre ha previsto que en la confesión se interrogue no sólo sobre los actos de la carne sino t a m b i é n sobre las anticipaciones del espíritu, los fantasmas previos, las delectaciones precedentes. Es decir, que el confesor debe informarse de las ocasiones y condiciones que pueden conducir al acto carnal si el fiel no sabe evitarlas, y m u c h o m á s si las ha solicitado. Los m a n u a l e s q u e los curas reciben c o m o herramienta consagran capítulos enteros a preguntas relativas a tales "preliminares", a u n para los casos en que no se h a y a consumado nada. ¿ Q u é p o d í a o b t e n e r la Iglesia de la confesión de s i m p l e s p e n s a mientos o situaciones poco pecaminosas en sí mismas? ¿El gobierno de las costumbres en su c o n j u n t o , i n c l u s o en el aspecto no sexual? En todo caso dentro de esta perspectiva el amor culpable empezaba por el gusto del placer, la ropa o los afeites, las miradas, el intercambio de palabras, los libros leídos con excitación. Por otra parte los enamorados s o l í a n e n c o n t r a r s e en l u g a r e s b i e n d e t e r m i n a d o s y p e l i g r o s í s i m o s , como bailes o espectáculos. Es la confesión de estas situaciones previas al amor lo q u e abordaremos aquí; al efecto partiremos de tres m a n u a les para confesores de tres siglos diferentes, todos los cuales fueron verdaderos clásicos. El p r i m e r o , q u e u s a r e m o s a m p l i a m e n t e , fue p u b l i c a d o en el siglo XVIII. Su autor, u n provincial de los dominicos llamado Charles Billuart ( 1 6 8 5 - 1 7 5 7 ) , era partidario del rigorismo agustiniano y quería demostrar que la única intención lícita de las relaciones sexuales era la procreación. El segundo, del siglo X I X , fue escrito por monseñor Bouvier, obispo más tolerante, q u e en la introducción de la obra declara estar a la búsqueda "de un justo m e d i o entre el relajamiento y la severidad". H o m bre de buena voluntad, Bouvier se planteó toda la vida preguntas sobre la l e g i t i m i d a d del coitus interruptus; el hecho de que t a m b i é n las plan-

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teara a R o m a habla de su coraje. La disertación sobre el sexto precepto del decálogo, con un suplemento al tratado del matrimonio, redactada en latín, sólo se vendía previa presentación de un permiso firmado por un superior de seminario o un vicario general de diócesis. No obstante a partir de 1 8 6 0 se multiplicaron las ediciones - f i n a l m e n t e fue traducida al francés—, pues era una ventajosa compilación de formato reducido, m a n e j a b l e pero m u y c o m p l e t a , de los pecados de la carne entre los parroquianos y la manera de juzgarlos. Para el siglo XX emplearemos un m a n u a l que el abate A. Chamson, antiguo vicario de Notre-Dame de Boulogne y profesor del gran seminario de Arras, escribió para sus alumnos. El texto prueba que poco antes de 1950 la curiosidad eclesiástica seguía siendo tan aguda como en otros siglos. Pero a m e d i d a que avancen los capítulos iremos recurriendo cada vez más a las encuestas hechas sobre el particular en la década de 1 9 7 0 , tanto en Francia como en Italia, y que ya hemos mencionado. Ellas nos ayudarán a entender el funcionamiento y los embarazos de la confesión en la época contemporánea. Estos textos básicos y algunos otros, de los mejores autores, nos revelarán la crudeza con que na llegado a hablarse en los confesionarios, y ciertas palabras resultarán chocantes. No hemos buscado la pornografía; al contrario, u n a vez que q u e d ó bien establecido el cariz esencial de las preguntas y las respuestas hemos e l i m i n a d o varios testimonios escabrosos. Pero si por azar la materia de los capítulos siguientes ofende a algún lector - a u n q u e todas las citas son de eclesiásticos a u t o r i z a d o s - , sólo nos q u e d a remitirlo a la suntuosa defensa que al final de su obra hace el d o m i n i c o Charles Billuart. Tras excusarse por sus libertades las atrib u y e al odioso m a l sexual, aduce la necesidad de instruir y, concluyendo con el e x a m e n de las situaciones q u e preceden peligrosamente al amor, invita a los lectores a la pureza y la plegaria: Perdónanos, casto lector, si te hemos colmado los ojos y los oídos de obscenidades. Nos ha obligado a ello la enorme necesidad de instruir tanto a los confesores como a los penitentes sobre un tema que es el más diverso de t o d o s . . . Sólo nos ha guiado el amor a la verdad, el deseo de distinguir la lepra de la lepra. Pero recuerda, y graba profundam e n t e en tu espíritu, que esta vía es lúbrica en todos los sentidos. El que la e m p r e n d e da tantos pasos como tropiezos tiene. Recuerda t a m b i é n q u e el fuego es traicionero, y q u e a m e n u d o la más leve chispa, ¡ay!, es causa de un gran incendio. Evita, pues, tú q u e me eres caro, evita las ocasiones, no digo las cercanas pero sí las distantes, y las m u y

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distantes m á s todavía. En esta cuestión no tengas n a d a por ligero, si es q u e quieres resguardarte bien de lo grave. En este combate evitar es vencer. Evita pues la ebriedad, la pereza, evita el sueño en exceso prolongado, evita los pensam i e n t o s , las m i r a d a s , las conversaciones, las c o m p a ñ í a s que inspiran lujuria. Mortifica tu cuerpo y ofrécelo a Dios en la hostia v i v i e n t e . Rézale ferviente y frecuentemente con el profeta, p a r a q u e Él cree en ti un c u e r p o p u r o . Practica religiosamente los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. Invoca devotamente la protección particular de la Virgen, para que ella te haga inocente, dulce y casto. Amén . 1 3 6

L u j u r i a y delectación Para este capítulo no i m a g i n a m o s u n a introducción m á s adecuada que el precedente texto de Billuart, quien, a d e m á s de u n a c o n d e n a de la carne que sugiere el c l i m a general, introduce la idea de q u e sólo se llega a la lujuria propiamente dicha por m e d i o de m u y particulares "ocasiones" de pecar. S i n duda, para comprender bien el pensamiento de los teólogos al respecto es preciso recordar la distinción entre lujuria c o n s u m a d a y no c o n s u m a d a . No se peca sólo c o m e t i e n d o actos delictivos. Jesús dijo claramente que quien m i r a a una mujer de cierto m o d o comete adulterio en su corazón. La figura de la lujuria no c o n s u m a d a abarca el conjunto de pensamientos por los cuales un individuo se i m a g i n a en situación c u l p a b l e . A los ojos de la Iglesia es de por sí u n a falta, lo cual demuestra c u a n lejos llega en ciertas épocas su a m b i c i ó n de a d m i n i s trarlo todo, incluidos los recovecos más íntimos del corazón del h o m bre. El d e r e c h o p e n a l c a s t i g a el acto - u n robo o un asesinato, por ejemplo— pero no el hecho de i m a g i n a r q u e se roba o se mata. Para la Iglesia son pecaminosos los pensamientos mismos. Por eso siempre les ha prestado u n a atención especial. En el siglo XVII, el abate G o m m a r Huygens, riguroso especialista de la confesión, pidió a los curas que insistieran a los fieles en hablar "de los deseos impuros, los placeres indecentes y a u n su disposición interior al r e s p e c t o " . Hacia 1948 no parece q u e el objetivo de la confesión h a y a c a m b i a d o m u c h o . El abate C h a m s o n solicita a sus alumnos que interroguen no sólo sobre los hechos, sino sobre los pensamientos que los h a n acompañado. A propósito de las "malas acciones" sugiere el diálogo siguiente: 137

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¿Con otros? ¿Solo? ¿Además de malas acciones hubo pensamientos, d e s e o s ? 138

En efecto, un acto puede ir a c o m p a ñ a d o de pensamientos de más alcance y los pensamientos no son menos culpables que los actos m i s m o s . Por otro lado a veces los pensamientos acarrean actos, notoriam e n t e la polución voluntaria o involuntaria. Y es por esto por lo que en cierto m o d o pensar que se copula, por ejemplo, es copular; pensar q u e se viola es violar; pensar q u e se comete adulterio es cometerlo. M o n s e ñ o r Bouvier lo dice c l a r a m e n t e en la Disertación sobre el sexto precepto, d o n d e llega a i m a g i n a r pecados en los cuales n a d i e piensa. Tras haber asegurado que en la i m a g i n a c i ó n del acto con u n a casada, u n a pariente o un a n i m a l h a y respectivamente adulterio, incesto o bestialidad, e x a m i n a la eventualidad del sacrilegio. Pero en vez de plantear la previsible fantasía de coito con u n a monja pasa a un nivel superior: " C o m e t e r í a un sacrilegio espantoso -dice— aquel q u e proyectara sus deseos concupiscentes en la b i e n a v e n t u r a d a V i r g e n , m a s t u r b á n d o s e delante de su e s t a t u a " . En términos m á s generales la teología moral l l a m a delectación al "placer carnal que provoca el pensamiento del mal" (Gousset), o "al acto de voluntad q u e se d e m o r a para complacerse y obtener placer de un objeto o u n a operación del espíritu" ( B i l l u a r t ) . H a y delectación, precisa monseñor Gousset, c u a n d o la persona se figura la c o n s u m a c i ó n real del pecado y se delecta c o m o si lo e j e c u t a s e . Se e n t i e n d e q u e estos pensamientos aparejan m o v i m i e n t o s corporales. Afecto a l l a m a r al p a n pan, el abate C h a m s o n lo dice sin florilegios: "Por lo corriente, esta delectación carnal va a c o m p a ñ a d a de erección de los órganos sexuales" . Al tratar de la delectación morosa todos los manuales se ocupan en a l g ú n m o m e n t o de las viudas, a quienes se supone particularmente l ú bricas. Billuart, Bouvier, Gousset y los demás se preguntan, en efecto, si las mujeres q u e h a y a n perdido a sus esposos tienen permitido "delectarse en la idea de u n a copulación pasada". Parecido interrogante surge a raíz de las novias y las mujeres alejadas de sus maridos. ¿Es lícito pensar calurosamente en un placer pasado o futuro? El j u i c i o que el confesor e m i t a sobre este género de fantasma dependerá m u c n o de q u e la delectación sea "morosa" o no, lo q u e equivale a decir voluntaria o no. La i m a g e n del pecado puede traspasar el espíritu sin que el sujeto sea consciente. En tal caso el acto no es verdad e r a m e n t e voluntario, no h a y q u e preocuparse en exceso, y hasta vemos que, en la década de 1970, un cura italiano de la iglesia de Sant'Agostino de Bozano dice a u n a penitente e m b a r g a d a de deseos 139

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ardorosos q u e "acariciarse, tocarse con refinamiento p e n s a n d o en el m i e m b r o del hombre, o al menos en el contacto con un hombre, no es un pecado m u y g r a v e " . Según la teología moral este sacerdote tiene razón sólo en caso de que la polución —pues la h a y - h a y a venido al espíritu y la m a n o sin pensar, sin detenerse en la evocación. La delectación l l a m a d a morosa, en c a m b i o , es de otro orden. Morosa no significa aquí triste sino indolente, perezosa; un estado por salir del cual no se hace esfuerzo alguno (del latín mora, retraso). Es u n a actitud culpable y debe ser confesada siempre. No se trata ya de dejar que un pensamiento deshonesto caiga sobre uno sino de convocarlo, retenerlo en el espíritu, complacerse en él, revolcarse. San Ligorio, tan indulgente en otros puntos, afirma q u e "toda delectación lujuriosa es pecado mortal". Si la voluntad sólo consiente a medias, el pecado es venial. Y si la v o l u n t a d no consiente de n i n g ú n m o d o (por ejemplo: polución nocturna no deseada), no h a y pecado. La m i s m a diferencia ha establecido a n t e r i o r m e n t e Pontas, observando que en el caso más grave la delectación es del corazón y la vol u n t a d y por tanto morosa y criminal; y en el otro es de los sentidos y la i m a g i n a c i ó n , como a pesar del sujeto, y por e n d e sólo venial. El abate C h a m s o n llega a entrever en la delectación y la impureza de espíritu unas c o n s e c u e n c i a s horrorosas: " O s c u r e c i m i e n t o de la i n t e l i g e n c i a , egoísmo, disgusto de los bienes del a l m a , debilitamiento de la voluntad, a veces odio hacia Dios". H a b l a de los pensamientos como los m é dicos del siglo XIX hablaban de la masturbación; y no cabe d u d a de que en su espíritu las dos cosas están vinculadas. Todos los textos que hemos podido consultar coinciden en que h a y que hablar de estos pensamientos con el confesor dado que, ya lo hemos visto, p u e d e n ser crímenes horrendos. T o m e m o s por ejemplo la invitación de Pontas, p a r t i c u l a r m e n t e categórica: " S i e n d o la delectación morosa de la m i s m a especie que su objeto, debe ser a d m i t i d a durante la c o n f e s i ó n " . Para acabar con este punto daremos dos ejemplos de interrogatorio sobre pensamientos impuros, respectivamente tomados de un cura de pueblo, el abate Lenfant, párroco de Villiers-le-Gambon, y de un profesor de seminario, el abate C h a m s o n . A m b o s opinan que h a y que ir hasta el fondo de las cosas. El abate Lenfant muestra bien hasta qué extremo es preciso indagar. Respecto a la delectación recomienda hacer las siguientes preguntas: 1 4 2

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¿Has deseado en tu corazón ver, tocar, hacer, oír, etc., alg u n a de las cosas que prohibe el sexto m a n d a m i e n t o ? ¿Has tomado las medidas, dado los pasos, hecho los esfuerzos, a u n sin efecto, para ejecutar esos malos deseos?

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¿Cuáles han sido los efectos de los malos deseos en tu cuerpo? ¿Durante cuánto tiempo has cobijado esos deseos impuros? 1 4 4

Por su parte el abate C h a m s o n , que siempre relaciona la delectación morosa con ciertas m a n i p u l a c i o n e s , propone interrogar c o m o sigue: "¿Has pensado en algo verdaderamente obsceno?... ¿Se trata solamente de u n a cosa impropia, pero no impura? ¿Has pensado en ello expresamente? ¿Te has a b a n d o n a d o al mal p l a c e r ? " Estos textos p r u e b a n sobradamente que en esta práctica la Iglesia no sólo buscaba la confesión y el castigo de las faltas. Tal vez con la esperanza de aliviarlo pretendía conocer hasta las intenciones y las p u l siones del fiel. 145

Mirar, atraer la mirada C o m o cada ó r g a n o de los sentidos, el ojo h u m a n o es u n a suerte de grieta por d o n d e p u e d e entrar el pecado. M i r a r , en efecto, es tomar conciencia; y no h a y certeza de que un a l m a pueda librarse a tal aventura sin pecado. Para bien o para m a l mirar es juzgar. La grande confession, un m a n u a l del siglo XVI destinado a preparar a los fieles para la c o m u n i ó n , insistía en el doble aspecto de la falta por la mirada: " C o n mis ojos he m i r a d o las vanidades del m u n d o , hombres y mujeres; a los unos con odio o m a l i c i a , despecho, disgusto, desdén y de soslayo; a las otras con placer y d e s e o " . Encontramos la m i s m a condena en numerosas obras de la Edad M e dia. Sobre todo no había que mirar nada relacionado con el cuerpo. San Bernardino, que predicaba en la plaza mayor de Siena, decía que "el ojo no ha sido hecho para el matrimonio", en el cual no siempre está perm i t i d o considerar aquello que, sin embargo, está a d m i t i d o tocar. Sin decirlo sugería así q u e las familiaridades del amor debían verificarse a oscuras. Llegaba a aconsejar a las viudas que durmieran vestidas porque, en su estado, mirarse a sí mismas era un acto impúdico. En todo caso cualquier m i r a d a insistente debía ser objeto de confesión: "Para saciar tus ojos indecentes has cometido un gran pecado. Y ahora dime, ¿has ido a confesarte? ¡Pues entonces, ve, confiésate!" ¿De q u é naturaleza es esta falta? Venial, se pensará. En absoluto. La severidad respecto a la m i r a d a viene de m u y lejos; se remonta al pasaje de M a t e o según el cual quien m i r a a una mujer con deseo ya ha cometido adulterio. Todos lo han repetido: u n a simple m i r a d a puede cons146

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tituir un crimen. Así el Doctrinal de sapiencia dice q u e este tipo de pecado de i m p u d i c i a comporta siempre u n a p e n a capital: " U n a m i r a d a lúbrica, un pensamiento i m p u r o , son pecados mortales que os c o n d u cen a las llamas eternas" . ¿Pero qué es lo peligroso de m i r a r en el cuerpo? El bravo cura Lenfant inquiere: "¿Has m i r a d o ciertos actos de los animales?" M o n s e ñ o r Gousset d e n u n c i a a quienes "por m e r a curiosidad" se fijan en las partes vergonzosas de un cuadro o u n a escultura. Billuart condena prácticam e n t e la estatuaria, al menos sin hoja de parra. l 4 7

Los q u e hacen estatuas o i m á g e n e s obscenas de grandes personas, como aquellos q u e las exponen a la vista, a causa del escándalo cometen ciertamente pecado mortal. Por eso yo no admiro las q u e se exhiben en los jardines y palacios de personas que por lo demás se muestran piadosas y escrupulosas, y cuyo deber tal vez sea retirarlas t o d a s . 1 4 8

El hecho de haberse m i r a d o a sí m i s m o t a m b i é n debe ser objeto de confesión detallada al tribunal de la penitencia, q u e decidirá la graved a d de la falta. M o n s e ñ o r Bouvier m a r c a u n a interesante diferencia entre la observación complaciente de sí, el vistazo curioso y la m i r a d a que se justifica por u n a necesidad: Peca m o r t a l m e n t e a q u e l q u e s e c o m p l a c e e n m i r a r sus propias partes p u d e n d a s , pues es casi imposible que estas m i r a d a s no h a g a n nacer m o v i m i e n t o s lúbricos. Distinto sería si las mirase por curiosidad, y sobre todo si hubiera lugar a presumir que no ha corrido peligro grave. No habría pecado si, descartado a d e m á s todo peligro de lubricidad, las miradas fueran necesarias o ú t i l e s . l 4 9

En 1 9 4 8 el abate C h a m s o n p r o p o n í a considerar la m i s m a cuestión: "¿Has m i r a d o por curiosidad tus propias partes deshonestas? ¿Las de otros? ¿De diferente sexo? Indica entonces la calidad de esas personas (siempre digo la calidad, pues en confesión no se debe nombrar a nad i e ) " . Así llegamos al punto clave: la gran vergüenza es la desnudez. Son m u y culpables los q u e la m i r a n , pero m u c h o más los q u e la dan a mirar. Desde fines del siglo XVI mostrar partes del propio cuerpo pasa a ser provocación pura o escándalo. Ya hemos visto que en el siglo siguiente esto desembocará en la prohibición de los baños. Nadar en lugares públicos, d o n d e el n a d a d o r p u e d e ser visto por personas del

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otro sexo, entraña males graves y numerosos, declarará el reverendo padre Billuart hacia 1 7 5 0 .

Embellecerse en exceso A fines del siglo XVII hace furor un libro de Jacques Boileau sobre "el abuso de las desnudeces de la garganta". Sylvius y Billuart, relevados más tarde por todos los especialistas del sexto m a n d a m i e n t o —en especial D e b r e y n e - , atacarán a las mujeres q u e se descubren i n m o d e s t a m e n t e el pecho. ¿No es provocadora semejante desnudez?, se preguntan. ¿No tiende más a la lujuria que a la b e l l e z a ? Los autores de las mejores obras hacen del escote un caso de conc i e n c i a teológica. U n o de ellos i m a g i n a q u e la bella A g a p i a lleva el seno a m p l i a m e n t e descubierto con una excusa sólida: es u n a costumbre generalizada entre gentes de calidad. ¿Puede hacerlo - s e pregunta el autor— por complacer a su marido y no diferenciarse de su m u n d o ? La respuesta cae sin la menor indulgencia: no. Pues "por m u c h o q u e a veces la costumbre pueda faltar al derecho h u m a n o , n u n c a puede ella faltar al derecho natural y d i v i n o " . 150

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Se condena incluso a las mujeres q u e para evitar la desnudez se cubren el seno con un velo; y la mayor o m e n o r transparencia de éste no escapa a la discusión. En cuanto al sujetador y el corsé, despiertan clamores de i n d i g n a c i ó n . En vez de reemplazar los senos pequeños, estos horrores atacan el pudor. Es imperativo abstenerse: ¿Qué pensar de las mujeres que se valen de un medio artificial o corsé para acentuar en alto grado las protuberancias de su cuerpo, a u m e n t a r l a s o s i m u l a r l a s de a l g ú n m o d o ? Ciertos confesores exigen que tales prendas sean recubiertas de un pañuelo de cuello, pañoleta o chai. Nos parece que semejante remedio antes que destruir el mal lo favorece. Y, por lo demás, de esta manera las mujeres no consiguen su propósito. Parece preferible usar dichos chales y pañoletas rechazando todo intermediario artificial, que no conviene en m o d o alguno a las mujeres cristianas. De esta suerte la falta cometida no se verá realzada, no se lesionará la castidad y no habrá peligro alguno para la salvación del a l m a . 1 5 2

¡La salvación del a l m a a merced de un corsé! Es indiscutible que, desde el siglo XVII hasta casi nuestros días (pensemos en el pantalón femeni-

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no o la m i n i f a l d a , q u e tan discutidos fueron en círculos cristianos o empresas dirigidas por propietarios creyentes), la Iglesia se ha esforzado no sólo por d e l i m i t a r el sexo, sino t a m b i é n por i n t e r v e n i r en la moda. La prueba más obvia es la acusación de buscar atraer el deseo que ha caído sobre toda joven que mostrase alguna parte de su cuerpo. Pontas condenaba a "las mujeres no casadas que no piensan en el casamiento" por vestirse escandalosamente para despertar el deseo. Las casadas, de todos m o d o s , no h a n merecido mejor trato: si eran buenas cristianas, una vez unidas a un hombre no tenían razón para mostrarse bellas fuera del m a t r i m o n i o . Ya en el siglo XVI Jean Bouchet popularizó la i m a g e n de la cristiana ideal: prácticamente invisible y por a ñ a d i d u r a casi sorda y m u d a : Aparte de la castidad la mujer debe ser p ú d i c a en dichos, m i r a d a s y apariencia, guardarse de las cosas cercanas a la lascivia y ni siquiera oírlas. Su presencia ha de ser h u m i l d e y vergonzosa, su m i r a d a dulce y benigna; debe guardarse de ser descarada y de toda expresión aguda, inconstante, atractiva o cortante. Igualmente se guardará de m a n t e n e r conversación prolongada con otros hombres q u e no sean su m a r i d o . 1 5 3

Así, a m e d i d a q u e aparecían, fueron prohibidos casi todos los accesorios de belleza: los peinados (en 1 8 5 0 Debreyne i m p u g n ó en especial las coletas), las faldas cortas, los afeites. Se convino no recibir n u n c a en confesión a mujeres q u e no exhibieran "un atuendo decente", expresión ésta tan vaga que su contenido cambiaría u n a década tras otra. Identificando sin matices las buenas costumbres con la vestimenta, en la primera m i t a d del siglo XX algunos teóricos crearon la proverbial imagen de la "mujer cristiana" (católica o protestante) de larga falda azul m a r i n o , tacones planos, pelo recogido en moño, calcetines en vez de m e d i a s , n i n g ú n m a q u i l l a j e y m i r a d a gacha. La empresa se parece bastante a u n a desfeminización, una infantilización de la mujer. Y cabe decir q u e este tipo de agresiones contra la persona fue voluntario; así lo testimonia un texto q u e ve grandes cualidades en un personaje de historieta particularmente asexuado y estúpido: Pienso que al revés que las muchachas de hoy, de atuendo negligente y hábitos disolutos, el personaje de Bécassine, pleno de sentido común, de valor y bondad, es un ejemplo notable para las a l m a s jóvenes todavía no c o n t a m i n a d a s por la d e p r a v a c i ó n . 154

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En pleno siglo XX el abate C h a m s o n recomienda preguntar a las penitentes: "¿Te has puesto atuendos indecentes? ¿Mucho? ¿Ligeramente? ¿Lo has hecho para inducir a otros al m a l ? " . Es notable cómo se sigue h u r g a n d o en el detalle y la intención que precede a los actos. En efecto los confesores parecen haber pensado siempre q u e era preciso armarse contra la posibilidad de un pecado doble: el i m p u d o r de la mujer en la vestimenta - f a l t a en s í - y la incitación del m a c h o al coito, por lo menos en pensamiento, q u e i m p l i c a b a n ciertos atuendos. Por eso la Iglesia ha condenado no sólo a las mujeres i m p ú d i c a s o los h o m bres que se delectan, sino incluso a los comerciantes y artistas que ofrecen objetos espoleadores del placer: los "mercaderes de afeites", como dice Pontas, o sea las modernas esthéticiennes y hasta los diseñadores de m o d a , ya tan denostados por el padre Debreyne. Es indiscutible que la Iglesia se ha preocupado en todas las épocas por el atuendo de las mujeres —aunque n u n c a por el de los hombres— y reclamado que la que abandonara el grisáceo tono c o m ú n se confesase para recibir la amonestación merecida y la pena necesaria. 1 5 5

P a l a b r a s y libros Las palabras siempre han sido sospechosas. Hemos interrogado a muchas personas que en su infancia frecuentaron el confesionario y todas cuentan que les preguntaban si habían dicho "palabrotas". Si confesar esto parecía fácil, más difícil era responder la pregunta siguiente: "¿Cuáles?" De hecho al confesor le interesan menos las palabras mismas - c o m o no sea para informarse de la evolución del lenguaje— que las conversaciones, los intercambios entre personas del m i s m o o de diferente sexo. Porque en ellas puede incurrirse en pecados m u c h o más graves que la grosería o la blasfemia. C o m o h e m o s visto, d u r a n t e m u c h o t i e m p o l a c r i s t i a n a perfecta tuvo que presentarse con los ojos bajos, inodora, incolora, insípida, sin n a d a que le realzase la expresión. Tampoco debía hablar m u c h o y ya J e a n Bouchet insistía en el hecho de q u e , en la mujer, la fornicación podía traslucirse aun en "la m i r a d a alta" o "la boca de parla incesante". C a n t i m p r a t o refiere que cierto m u c h a c h o se inició en el m a l simplem e n t e p o r q u e escuchó decir cosas i n d e c e n t e s a la d u e ñ a de la casa d o n d e servía. San Bernardino de Siena, por su parte, cuenta la historia de una mujer que, sabia y virgen hasta los treinta años, cayó de golpe en la disolución después de haber oído u n a conversación obscena que u n a i m p r u d e n t e entabló e n s u presencia. M á s tarde l a d a m a habría causado más estragos que el d i a b l o . 1 5 6

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Nadie se asombrará pues de que se condenara el discurso indecente tanto de hombres c o m o de mujeres, sobre todo si había habido complacencia, pues el placer agravaba el pecado. De m o d o q u e el abate C h a m s o n pedía a sus a l u m n o s que interrogaran al confesante de esta suerte: " ¿ H a n sido esas conversaciones verdaderamente malas? ¿Tenían por t e m a acciones r o t u n d a m e n t e nocivas para la pureza? ¿Te han causado p l a c e r ? " M á s peligrosa aún q u e la palabra dicha es la escrita, sobre todo en libros, eventuales vehículos de pensamientos e incitaciones diabólicas. En efecto, a m e n u d o los libros contagian ateísmo, que como se sabe es una enfermedad; algunos lo consideran incluso u n a peste: 1 5 7

Desde el p u n t o de vista filosófico y científico más riguroso, el hombre laico - e l hombre de los marxistas, de los francmasones, de todos los corruptos y estancados del pensam i e n t o - es un monstruo cuyo desarrollo se ha detenido en un nivel inferior. Es un ser que, si bien realizado en el plano biológico y psíquico, no puede acceder a la existencia superior de u n a personalidad a i m a g e n de Dios; en suma, un simple representante de una especie animal ligeramente superior a la del p a t o . 1 5 8

Un libro es algo q u e p u e d e dar placer y dentro del cristianismo esta noción no está en olor de santidad. Pues, ¿con q u é se obtiene placer? A m e n u d o con cosas i m p u r a s , novelitas de cuatro céntimos d o n d e los príncipes se casan con pastoras - p e r t u r b a n d o así el orden s o c i a l - u obras a ú n m á s atrevidas d o n d e h a y e n c u e n t r o s e x t r a m a t r i m o n i a l e s cuya castidad dura poco. Y además el placer de la lectura, hasta el más simple y puro, ¿no es en sí un m o m e n t o robado a Dios? El Dictionnaire des cas de conscience de Pontas cuenta un caso de lo más benigno, empero sancionado sin contemplaciones. Ingenia (la supuesta confesada) suele recrearse en la lectura de novelas con intrigas de a m o r ingeniosas y humorísticas, pero t a m b i é n con expresiones que atentan contra el pudor. C o m o es m u y casta, no obstante, estas lecturas no le impresionan el corazón. El confesor quiere que q u e m e los libros, a u n q u e ella los tenga por el valor de veinte escudos. Pregunta: ¿está obligada? Respuesta: sí, y en alto g r a d o . Es i n t e r m i n a b l e la lista de textos eclesiásticos que han condenado "los malos libros"; textos claramente oficiales y referentes a obras que hoy en d í a se enseñan en todas las escuelas de Francia, las de enseñanza libre i n c l u s i v e . Para demostrarlo bastarán unos ejemplos, q u e de buena g a n a tomaremos de tiempos no tan lejanos. En 1881 monseñor 1 5 9

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Turinas, obispo de la Tarentaise, publicó una obra titulada Les mauvaises lectures, lapresse et la littérature corruptrice, d o n d e afirmaba: "De los peligros que acechan a las almas de nuestra época, pocos hay tan temibles como los libros". En 1 9 1 2 una carta pastoral del obispo de Autun sostenía q u e m u c h o s grandes crímenes se o r i g i n a b a n en lecturas indebidas. Eran incontables, continuaba, las víctimas de las novelas inmorales, de los libros aniquiladores de la fe y destructores del buen juicio. Si la moral de la juventud descendía en proporciones horripilantes: si crecía la delincuencia, uno de los motivos principales era "la licencia de las lecturas". ¿Sabe el lector que desde antiguo el Vaticano ha ejercido la censura literaria? La práctica se volvería más oprimente con la invención de la imprenta ( 1 4 5 0 - 1 4 5 5 ) . Por m u c h o que casi todas las primeras obras impresas fuesen de i n s p i r a c i ó n religiosa, ya en 1 4 7 9 se p r o m u l g ó una censura episcopal en C o l o n i a . En otro edicto, del 4 de enero de 1486, el arzobispo de M a g u n c i a denunció el uso incorrecto de la nueva técnica y la e m p r e n d i ó contra los hombres "engañados por el invento, conducidos por el deseo de oro y de vanagloria" (quosdam homines inanis gloriae autpecuniae ductos hac arte abuti). A continuación R o m a se dio a publicar una serie de listas de libros prohibidos. La sorpresa no es poca c u a n d o en í n d i c e de fecha tan tardía c o m o 1 9 3 8 e n c o n t r a m o s prohibidas todas las obras de Balzac y Stendhal y hasta Nuestra Señora de París de Víctor H u g o ° . Ni siquiera las obras cómicas se libraron de ello. S e g ú n la frase de Nicole, repetida por Bossuet y R a n e é : "Jesús n u n c a rió". Quizá por eso en los buenos autores de m a n u a l e s de confesión encontramos diluvios de invectivas contra "los libros i m p ú d i c o s " o "peligrosos para la juventud". A m e n u d o se inculpa a esas lecturas por la l i bertad de costumbres del siglo XX y sobre la cual no corresponde al historiador e m i t i r j u i c i o m o r a l . Los libros son siempre los p r i m e r o s sospechosos. H a c i a 1 9 7 0 un cura de la iglesia r o m a n a de San Valentín interroga del m o d o siguiente a u n a mujer q u e confiesa haber tenido deseos en la i m a g i n a c i ó n : "¿De d ó n d e procedía tu excitación? ¿De lecturas, de espectáculos prohibidos, de pensamientos indecentes, de otra cosa?" El cura parece asombrarse cuando la penitente le habla de "un deseo e s p o n t á n e o " . Para él no existe el inconsciente. Desde luego q u e m u c h a s veces se condenó a los libreros por ejercer un comercio i n fame. ¿Acaso no venden libros q u e pervierten sólo a las damas? l 6

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Lugares peligrosos Los confesores quieren que los fieles les hablen de las personas con que se encuentran, sobre todo en grupo. Ni reuniones ni fiestas tienen crédito, salvo las de familia o realizadas en la iglesia. Se bebe y hasta se roza un poco a las mujeres, de las cuales se habla con irreverencia. C o n la a y u d a del calor comunicativo las palabras suelen volverse peligrosas. En cuanto a los carnavales —"ese abuso de mascaradas", como decían en 1773 las constituciones sinodales de la diócesis de Annecy, "ese vergonzoso residuo del paganismo", "ese desorden ofensivo a Dios que propicia el l i b e r t i n a j e " - , bien se sabe q u e fueron severamente reglamentados. Por s u p u e s t o q u e los cabarets, obvios lugares de p e r d i c i ó n del a l m a , h a n estado p r o h i b i d o s p r á c t i c a m e n t e en todas las épocas. En 1 8 7 6 el reverendo padre At pensaba q u e el cabaret resumía "todos los peligros intelectuales, morales y sociales"; después de haber advertido a los obreros franceses que no entraran n u n c a y demostrado que era escuela de error, garito donde se ponía en juego la sangre, teatro de versos obscenos y l u p a n a r cenagoso, lo l l a m a b a "vestíbulo del i n f i e r n o " . Pero lo peor con m u c h o era el baile. En el siglo XVII Jean-Baptiste Thiers dijo q u e , mientras bailaba o miraba bailar a otros, el individuo no podía mantenerse puro porque se veía sometido sin cesar a pensamientos lascivos, miradas impúdicas y posturas i n d e c e n t e s . M o n s e ñ o r Bouvier habló de pecado mortal basándose en las visibles desnudeces, los movimientos, las palabras y los gestos. "No pienso —concluye- q u e sea dado absolver, ni siquiera en Pascua, a quienes se obstinan en frecuentar bailes públicos noche y día." Para cierto misionero la sala de baile era crasamente un burdel, por lo que, en su opinión, lo m i s m o daba que las madres llevaran a sus hijas a lugares de p r o s t i t u c i ó n . Ignoramos por qué el vals, q u e hoy nos parece una danza harto casta en comparación con el tango u otras más modernas y promiscuas, parecía altamente pernicioso en el siglo pasado. La Iglesia le derramó torrentes de vituperios. Según la edición de 1 8 4 7 del Dictionnaire de Pontas es "una danza introducida en Francia por el d e m o n i o de la i m pureza". H a s t a 1 9 4 5 en m u c h a s regiones de Francia los bailes eran acontecimientos si no excepcionales, al menos vigilados. Pierre Jakez Helias cuenta que hacia 1 9 2 0 , en su Bretaña natal, el fiel tenía prohibido asistir so pena de que se le negaran los sacramentos. "Y cuando los curas autorizan ir a uno, no sueltan demasiado la r i e n d a . " Otro texto que encontramos, también del oeste de Francia pero de 1938, contiene la opinión de un cura local sobre los bailes. El nombre llega a negar el cementerio a los que acuden a divertirse: 162

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Los bailes públicos: a Dios gracias, en todo el territorio de la c o m u n a de Guenrouét no los hay. Para mí es una enorme dicha felicitar y agradecer a todos los posaderos de la parroquia por su espíritu cristiano. Pero hay bailes en casas de vecinos y, digámoslo para deshonra de la cabecera del c a n t ó n ( S a i n t - G i l d a s - d e s - B o i s ) , no t i e n e n reposo ni un solo d o m i n g o de c u a r e s m a . La r e g i ó n toda se avergüenza y escandaliza. Pero a dichos bailes no sólo acuden j ó venes y m u c h a c h a s de la cabecera del cantón; también van a l g u n o s de los alrededores e incluso de G u e n r o u é t . Me veo así en la o b l i g a c i ó n de p r o m u l g a r de n u e v o ciertas sanciones emitidas hace ya algunas semanas y que, a falta de objeto, pensaba dejar caer definitivamente en la nada. Espero q u e esta vez la simple enunciación de las sanciones produzca el efecto esperado. Helas aquí: 1. Todo joven varón o mujer que a partir de h o y frecuente u n a sala pública de baile, así sea u n a sola vez, será excluido de nuestras obras religiosas. 2. Todo joven varón o mujer q u e frecuente h a b i t u a l m e n t e dichos bailes será privado de los honores eclesiásticos, t a n t o sea p a r a el c a s a m i e n t o c o m o para la s e p u l tura . 1 6 7

Frente a un texto así se vuelve m u y difícil sostener q u e la confesión sería un simple consuelo para el pecador y no un castigo en sí. A q u í la Iglesia —en la m e d i d a en que el modesto cura de campo la r e p r e s e n t a no muestra la menor generosidad. De lo q u e se trata es de prohibir los contactos entre jóvenes utilizando las amenazas a m a n o . ¿Pero se pueden atribuir las disposiciones a la sola iniciativa del cura? No. Demasiados textos de alrededor de la Segunda guerra m u n d i a l , sin hablar de los libros anteriores para la confesión, confirman que la Iglesia luchó deliberadamente contra los bailes y la danza. No obstante al ver que el movimiento era irreversible empezó a dedicarse a la vigilancia. Las juventudes agrícolas cristianas de Francia llegaron a recibir instrucciones sobre el modo de comportarse en los bailes para reducir todo lo posible el peligro: yendo en grupo, sin beber alcohol, sin bailar siempre con el m i s m o o la misma, llevando la insignia del m o v i m i e n t o . M á s adelante e x a m i n a r e m o s q u é ha perseguido la Iglesia con sus imperativos morales y la práctica regular de la confesión. Tendremos q u e preguntarnos si se ha esforzado o no por reprimir la sexualidad. D i g a m o s , por cierto, que M i c h e l Foucault ha sostenido la tesis harto sorprendente de una Iglesia propiciadora del discurso sexual. Nosotros 168

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pensamos que en los ejemplos precedentes h a y un embrión de respuesta, sin que haga falta remontarse a las condenas de la fornicación insensata o el vicio contra natura. Hasta pleno siglo XX la Iglesia ha puesto constante freno aun a las manifestaciones más simples de la sexualidad: la conversación, la b ú s q u e d a de c o m p a ñ í a . S i e m p r e ha c e n s u r a d o el contacto entre jóvenes; siempre ha procurado retrasar las relaciones. ¿Por qué sino para impedir la experiencia sexual? ¿Se puede dar alguna otra explicación? Acabaremos con una palabra sobre los espectáculos. Reuniones públicas, ocasiones de encuentro y, sobre todo, representaciones escénicas de diálogos y situaciones amorosas también fueron detestadas, incluso en sus formas m á s a n o d i n a s . Ya se sabe q u e d u r a n t e m u c h o t i e m p o se prohibió sepultar cristianamente a los cómicos, que por otra parte poquísimos confesores recibían salvo para pedirles q u e a b a n d o n a r a n su oficio. A comienzos del siglo XVIII H. de M o n t a r g o n decía que "los espectáculos se oponen naturalmente al espíritu del c r i s t i a n i s m o " . Por la m i s m a época —es decir, antes del teatro de Beaumarchais y M a r i v a u x , por lo demás m u y tenuemente pornográfico, nos parece— Pontas reclamó la excomunión de "todos aquellos que subieran a un escenario". En el siglo XIX el rechazo se morigeró; los confesores empezaron a mostrarse cada vez más dispuestos a reintegrar a los cómicos en la sociedad del m u n d o y de la Iglesia. No obstante todavía en 1 9 4 8 oímos al abate C h a m s o n recordar a sus seminaristas q u e ciertas obras teatrales y ciertas películas son perniciosas para la fe y la moral (lo que sin d u d a no es falso). A c o n s e j a p u e s i n t e r r o g a r así a los e s p e c t a d o r e s : "¿Qué pieza era? ¿Qué película? ¿ C ó m o está valorada? [Alusión a u n a clasificación de los filmes que se colgaba por entonces en las iglesias.] ¿Te ha perturbado desde el p u n t o de vista de la fe o de la pureza moral? ¿Has buscado compañías m á s o menos malas?" ° . El pesimismo agustiniano no deja de hacerse sentir. El hombre no vale n a d a y lo más conveniente es apartarlo de cualquier fuente de pecado o pensamiento carnal. El confesor pone barreras al amor antes de que el amor se manifieste. 169

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La confesión de los célibes

A los ojos de la Iglesia, en materia sexual h a y ú n i c a m e n t e dos categorías de personas: unas q u e tienen vagas licencias, bajo c o m p r o m i s o de moderación, y otras a quienes está prohibido todo. Respectivamente, son los casados y los célibes. La división proviene de las tesis de san A g u s t í n —el a m o r sólo es p e r m i s i b l e d e n t r o del matrimonio— y fue c o n f i r m a d a e n todos los s i g l o s . Pedro L o m b a r d o ( 1 1 0 0 - 1 1 6 0 ) , e l maestro de las Sentencias, dijo brutalmente: "El coito es reprensible y m a l i g n o , salvo q u e l o excuse e l bien del m a t r i m o n i o " . Q u i e r e decir q u e los solteros no podían hacer n a d a ni tenían derecho a nada. La idea de q u e la cópula n u n c a está exenta de pecado, ya que siempre la produce un deseo pecaminoso y engendra cierto placer culpable, vuelve a encontrarse en distintas épocas posteriores y nos preguntamos si hoy ha desaparecido realmente. Ciertos actos se perdonan a los casados, pero no dejan de ser pecaminosos y de hecho son inherentes a toda relación sexual. Santo Tomás lo formula de este m o d o : "En la cópula, el h o m b r e se asemeja al a n i m a l en q u e la razón no gobierna la delectación ni la c o n c u p i s c e n c i a " . Tal es la visión q u e por m u c h o tiempo ha impuesto la Iglesia: no existe coito feliz; se tolera q u e los casados se acoplen porque es preciso procrear. 1 7 1

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¿Pero entonces q u é les queda a los célibes, los enamorados, los novios? Examinar la cuestión es el objeto de este capítulo y veremos q u e ni siquiera la Iglesia más m o d e r n a les hace grandes concesiones. El acto amoroso entre personas libres, no unidas en m a t r i m o n i o , se l l a m a fornicación; y la fornicación n u n c a es buena. Para construir la demostración tendremos q u e recuperar ciertas definiciones. N a d i e hace buena casuística sin determinar de qué está hablando. H e m o s visto que existe una lujuria no c o n s u m a d a (pensamientos, deseos, palabras, miradas) y otra c o n s u m a d a (acto carnal propiamente dicho, más o menos grave según las circunstancias). La segunda siem-

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pre fue condenada. M o n s e ñ o r Gousset lle^ó a decir: "Todo pecado de lujuria o delectación en la carne es m o r t a l ' . El catecismo actual no es menos categórico: "La lujuria es un deseo desmedido o un goce descompuesto del placer venéreo. El placer sexual es m o r a l m e n t e desordenado cuando es buscado por sí m i s m o , aparte de las finalidades de la procreación y la u n i ó n " . Si bien la perspectiva varía levemente según los teólogos podemos decir que a m e n u d o la lujuria se ha dividido en cierto n ú m e r o de tipos, considerando la naturaleza de la pareja o el m o d o de practicarla. La distinción es c o m o sigue: fornicación (coito entre personas no casadas), estupro (con u n a virgen), rapto (ídem, pero con violencia), adulterio (con una persona casada), incesto (con un pariente) y sacrilegio (con u n a persona consagrada). Por eso u n a confesión de lujuria no puede hacerse a la ligera: he pecado, he copulado, me arrepiento, padre, perdóneme. Antes del juicio se i m p o n e que el confesor realice u n a indagación minuciosa, un preciso interrogatorio sin el cual p o d r í a n producirse errores graves. Para instrucción de sus a l u m n o s de seminario el abate C h a m s o n resume del siguiente m o d o las preguntas que se han de formular: 1 7 3

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¿Es la p e r s o n a del m i s m o sexo? ¿Del otro sexo? P r i m e r caso: m i s m o sexo. El confesor: "¿Has llegado a la satisfacción completa? ¿Has hecho algo aún peor?" Segundo caso: del otro sexo. "¿Has intentado hacer como hacen los casados? ¿Lo has hecho c o m p l e t a m e n t e ? " 175

Pasaremos aquí por alto interrogatorios más complejos, de los que hablaremos al tratar los pecados contra natura. Savonarola propugnaba que, respecto a los secretos del delito, la indagación fuese somera: "A propósito de este pecado debéis preguntar si fue en órgano adecuado o inadecuado, o bien fuera de cualquier ó r g a n o " . 176

El horror de la fornicación Empecemos por la fornicación. Sólo diremos q u e los teólogos la dividen en tres clases: la fornicación simple (fornicatio simplex), el concubinato y la prostitución. La fornicación simple ("unión í n t i m a y de m u t u o acuerdo entre un hombre libre y una mujer libre que ha perdido la virginidad", en defin i c i ó n de m o n s e ñ o r Bouvier) reúne en la c ó p u l a a dos personas sin

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vínculo alguno ni entre ellas ni con otros. No por esto el pecado es m e nos grave; el catecismo todavía lo declara seriamente contrario a la dign i d a d de las personas y de la sexualidad h u m a n a , la cual sólo está "diri;ida al bien de los esposos así como al e n g e n d r a m i e n t o y educación de os h i j o s " . La investigación italiana de Valentini y Di M e g l i o ha aportado i m portantes elementos sobre el m o d o en que hasta hace m u y poco se seguía juzgando la fornicación en los confesionarios. Entre los casos imaginarios presentados sistemáticamente a confesores verdaderos figura el de una mujer sola, separada o divorciada, en todo caso ya no casada y tampoco joven, con necesidades afectivas que la conducían a encuentros y relaciones breves. Los investigadores recogieron las 96 reacciones que obtuvo al confesarse en diferentes iglesias de Italia, todas las cuales son negativas. No obstante, 36 confesores se manifestaron sensibles a la angustia de la penitente y, benévolos, le aconsejaron dirigirse directamente a Dios e implorarle perdón; ellos mismos no tenían permitido negar ni borrar un pecado semejante. Los otros 60 curas se mostraron más duros y recitaron la ley: lo único conveniente a la mujer soltera o ya no casada era sólo la castidad absoluta. C u a l q u i e r otra conducta merecía condena y exponía a la cristiana, por sincera q u e fuese, a separarse de Dios. De m o d o q u e todavía en la década de 1 9 7 0 la condena era d u r a y casi total. Sin d u d a siempre ha sido así. Tras el breve intento —ya apunt a d o - de algunos p e n i t e n c i a l e s de introducir grados de severidad y excusar parcialmente la fornicación entre solteros si las relaciones eran estériles -insostenible posición q u e paradójicamente impulsaba la ant i c o n c e p c i ó n , i n c l u s o el a b o r t o , no obstante lo cual san F u l g e n c i o ( 4 6 7 - 5 3 3 ) la s u g i r i ó - , se l l e g a r í a a la p r o h i b i c i ó n p u r a y s i m p l e , bajo las penas más graves. A ello se inclinó prontamente la Iglesia, a b a n d o n a n d o las pasajeras atenuantes. "La fornicación n u n c a está permitida", escribió rotundo Tomás Sánchez reservando su habitual tolerancia exclusivamente para los casados. De m o d o que se puso en marcha u n a mecánica indagatoria tendente a despertar conciencia de la gravedad de la falta y distribuir penas severas. Por eso los manuales siempre han pedido que a este respecto se i n q u i e r a en p r o f u n d i d a d sobre los p o r m e n o r e s del acto (que sin embargo suelen estar m u y claros: un encuentro, un coito): el todo debe revelar no sólo el pecado de fornicación sino todas las posibles faltas adjuntas. Si descartamos q u e los confesores a p l i q u e n u n a curiosidad insidiosa, esta voluntad de hurgar, de analizar en detalle un acto particularmente privado sólo se explica por la búsqueda de la sanción suprema. Así, según Debreyne, se deberá preguntar al fornicador si antes de la cópula deseó con delectación: en el m u y probable caso de respuesta

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afirmativa habrá una pena suplementaria. Luego se inquirirá si el culpable "arrastró a su cómplice al crimen"; a lo cual se oirá un sí casi a u t o m á t i c o . Y más p r e g u n t a s : ¿El fornicador p r o m e t i ó casarse? ¿Se lo prometió a varias mujeres? ¿Pecó con escándalo (a la vista o a sabiendas de todos)? Y es posible buscar detalles todavía más pecaminosos, interrogar sobre la condición de la persona o sobre determinadas circunstancias a causa de las cuales el coito sería especialmente delictivo. A u n si la fornicación no se consumó con personas prohibidas (como ya hemos dicho: mujer casada, pariente o religiosa) puede haber concernido a una pagana - u n a judía, por ejemplo, como sugiere Billuart—, sumándose así Tos pecados de herejía y s a c r i l e g i o . BaiTly, pleno de imaginación, e x a m i na incluso la fornicación con un eunuco. El horripilante caso implicaría "una m a l i g n i d a d m u y especial" porque, en ausencia de esperma fecundo, faltaría el verdadero fin y la naturaleza quedaría frustrada. Billuart es uno de los q u e más larga retahila de preguntas i m p o n e a los culpables: "Aparte de esto, el confesor debe acordarse de preguntar al fornicador si el hecho dio niños; si, h a b i e n d o n a c i d o , no fueron abandonados o descuidados; si hubo intento de i m p e d i r la concepción o forzar aborto; si antes de ocurrir la cópula la deseó con frecuencia; si encontró placer en ella; pues muchos penitentes poco delicados y groseros no se preocupan n u n c a de los pecados interiores y sólo consideran faltas los actos exteriores". C o n semejante interrogatorio —y ya q u e por fuerza m u c h a s respuestas serán positivas, a u n q u e sólo sea respecto a la intención, el deseo o el placer que acompañaron al acto— el fornicador, agobiado por u n a falta de por sí pesada, quizá abandone el confesionario con m e d i a docena de pecados q u e purgar. Se puede decir q u e el conjunto de las informaciones q u e hemos reunido prueba u n a constante y obvia voluntad de atemorizar, sin d u d a para disuadir. La fornicación es el pecado p o r antonomasia y, como dice el Doctrinal de sapiencia, "ningún pecado disgusta tanto a Jesucristo como el pecado carnal". Considerada siempre —y aún hoy— falta infame, en ocasiones ha acarreado castigos extremos. Es imposible no citar aquí un texto del padre Claret, arzobispo de C u b a y confesor privado de Isabel II, reina de España. Hacia 1 8 8 0 Claret publicó u n a serie de exhortaciones a los pecadores. En una de ellas h a y una descripción colorida e intensamente dramática de cómo pueden morir los fornicadores: 180

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Te contaré un hecho que acaeció en un pequeño pueblo de C a t a l u ñ a y c u y a autenticidad puedo por tanto garantizar. Un hombre y una mujer que querían fornicar en secreto se dieron cita en la casa de u n a alcahueta, donde habían to-

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m a d o una pieza en la cual se encerraron. C o m o se h u b i e ran demorado u n a hora y más, la alcahueta fue a golpear a la puerta gritándoles además q u e ya era tiempo de irse. No recibiendo respuesta la mujer retiróse, pero luego volvió a la carga u n a s e g u n d a vez, y u n a tercera, sin tener más éxito. Entonces empezó a temer u n a desgracia y fue a prevenir al alcalde del p u e b l o . . . El alcalde se llegó luego a la casa de la alcahueta y, guiado hasta la puerta de la pieza, llamó en voz alta ordenando que abriesen. C o m o no tuviera respuesta m a n d ó que se forzara la cerradura. Abrieron la puerta, se precipitaron en la pieza y un terrible espectáculo se ofreció a los ojos de los asistentes. ¡Dios todopoderoso! ¡Enteramente desnudos, negros como demonios, en estado de cadáver, los desgraciados se hallaban en el lecho en la postura en que habían fornicado! ¡Sus almas estaban ya en el infierno! Ves así, h e r m a n o , cómo castiga Dios a los fornicadores. A h , si te hubiese ocurrido cosa semejante, ¿dónde estarías tú hoy? ¡En el infierno, para arder por toda la eternidad! ¡ O h desatino! ¡Por un m o m e n t o de placer tan breve, u n a eternidad de sufrimiento!

Los novios castos ¿Afectan a los novios los interdictos y penas q u e pesan sobre los fornicadores? Se podría aducir que no son "personas libres" como los a m a n tes a quienes nada une salvo un encuentro, esas personas m u t u a m e n t e "pasajeras" que el azar reúne y a quienes de pronto insufla la pasión. Entre los novios existe un vínculo fuerte y reconocido: aun sin la solidez del m a t r i m o n i o , tiene un valor, es un principio de compromiso y a veces conlleva u n a promesa, al menos privada. ¿No cabrá pues cierta tolerancia para con los pecados q u e los novios p u e d a n confesar al cura? Al contrario: veremos que la Iglesia trata a los "futuros" sin contemplaciones, sin d u d a p o r q u e los considera m á s expuestos al m a l q u e otros. Alfonso de Ligorio ( 1 6 9 7 - 1 7 8 7 ) , poco severo en otros casos, quiere que "los confesores se guarden bien de permitir a los novios ir a las casas de las novias, así c o m o a los padres de éstas recibir a los novios, pues raro es que en tales ocasiones los jóvenes no incurran en palabras o pensamientos d e s v e r g o n z a d o s " . Billuart no es menos exigente. Por mucho que los novios hayan prometido casarse, de m o m e n t o son personas a las que no debe tolerarse una intimidad particular. En el Traite des différentes luxures leemos: 182

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¿Tienen los futuros esposos, en lo tocante a i m p u d i c i a , alg u n a licencia más q u e las personas libres? Probablemente no. Un novio que dé a su futura esposa un beso honesto, pero con sentimiento libidinoso, o la toque en partes secretas, no peca menos q u e un hombre sin c o m p r o m i s o . . . No obstante, siempre que evite los sentimientos l i b i d i n o sos, puede abrazarla y besarla decentemente para alentar ese amor honesto que lleva al c a s a m i e n t o . 183

Un texto como éste no deja de plantear múltiples problemas de interpretación. En principio parece sencillo: los novios carecen de derechos especiales; d e b e n rehusar besos y actos l i b i d i n o s o s , a u n q u e p u e d e n abrazarse y tocarse de m a n e r a honesta. Los i n t e r r o g a n t e s surgen en torno al sentido profundo de las palabras. ¿Cuál es el significado exacto de "besarla decentemente"? ¿Qué será un "amor honesto"? C r e e m o s vislumbrar que es un sentimiento amoroso no a c o m p a ñ a d o de libido, es decir de deseo. ¿Pero q u é son un beso, u n a caricia corporal sin deseo? ¿Atenciones? U n a vez más da la impresión de q u e la Iglesia - a q u í por boca de B i l l u a r t - pretendía dos cosas a un tiempo: permitir m i e n tras no hubiera amor y prohibir en el caso contrario. La doctrina, de hecho, siempre tendió a autorizar el amor-caridad o el de benevolencia (ágape), p r o h i b i e n d o a la vez el a m o r c o n c u p i s c e n t e , el amor-deseo (eros). Pero v o l v e m o s a p r e g u n t a r : ¿ q u é es un a m o r sin d e s e o , sin amor? ¿Se p u e d e decir que existe? ¿No será la Iglesia en esto inconscientemente diabólica? La imprecisión de la doctrina de las "caricias honestas" aparece en un texto de Pontas que, si bien más estricto, no llega a una precisión excesiva. He a q u í un caso de conciencia: Firmin, que realiza frecuentes visitas a su novia, suele acariciarla tocándole el rostro, las manos y los brazos, pero sin n i n g u n a i n t e n c i ó n c r i m i n a l . ¿Se p u e d e d e c i r q u e p e c a m o r t a l m e n t e ? Respuesta: h a y división d e o p i n i o n e s . L a única segura es la más severa; y en este p u n t o el confesor no debe r e l a j a r s e . 184

H a y m u c h o s autores q u e no a d m i t e n n i n g ú n contacto; para ellos estas maneras son peligrosas y entrañan pecado. Así, en el siglo XVI Bouchet d i c e q u e para evitar q u e se m a n c h e la v i r g i n i d a d las jóvenes deben guardarse de numerosas ocasiones malignas: "A saber, de ser besadas y tocadas, pues estas caricias afectan la belleza de la flor de lis que repre-

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senta l a v i r g i n i d a d " . C o n m a y o r autoridad monseñor Gousset dice que la mujer q u e p e r m i t e que la toquen i m p ú d i c a m e n t e comete pecado m o r t a l . De m o d o que entre los diferentes autores h a y cierto desacuerdo. A h o r a bien, toda i n c e r t i d u m b r e de la teología m o r a l a u m e n t a el poder de j u i c i o del confesor, que se ve obligado a interrogar con especial detalle. La investigación de los periodistas italianos enseña hasta dónde p u e d e n llegar las preguntas en nuestra época. En la catedral de C o m o una mujer confiesa q u e el novio la toca. El cura p i d e detalles, relatos de las escenas; c o m o la penitente ofrece respuestas imprecisas, la asalta con p r e g u n t a s : "¿Caricias? ¿Sólo las h a c e él? ¿ C o n afecto o con lascivia? ¿Te toca las partes sensibles? ¿El pecho, el sexo?" Las respuestas de la a v e r g o n z a d a m u j e r p e r m i t e n justificar la c o n d e n a . El cura le explica q u e lo q u e ha hecho no es natural. ¿Por qué? En este punto el razonamiento es curioso: porque esos preliminares carecen de sentido, p o r q u e sólo son p e r m i s i b l e s si c o n d u c e n a un "acto sexual completo", lo q u e no es el caso. A s í pues h a y pecado. En c u a n t o al acto sexual c o m p l e t o , en las condiciones actuales sería otro pecado: "No podéis llevar a cabo el acto sexual mientras no os u n a el vínculo del m a t r i m o n i o " . Un acto sexual ya "más completo" sería, por ejemplo, la polución de a dos, es decir la masturbación conjunta; posibilidad q u e los m a nuales de confesión no dejan de contemplar. Y tampoco en este caso h a y salvación para los novios. Para cualquier masturbación, con el fin de establecer c l a r a m e n t e las c i r c u n s t a n c i a s , se c o m i e n z a por un i n terrogatorio riguroso; por ejemplo, el q u e en 1875 propusiera el abate Lenfant: 1 8 6

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1. ¿Has tocado con la m a n o o de otro modo, por placer y sin necesidad, partes del cuerpo que el pudor exige ocultar? ¿Partes de ti mismo/a? ¿De otros del m i s m o o distinto sexo? ¿Casados, parientes, etc.? ¿De animales? 2. ¿Has consentido, soportado esas vergonzosas libertades? 3. ¿Las has provocado, excitado? ¿Cuántas veces? ¿Las tienes por costumbre? ¿Desde cuándo? ¿Qué desorden o accidente han causado los actos c u l p a b l e s ? 188

La masturbación de a dos es un delito doble; consiste en la de las caricias y la pérdida de un semen que desde la Edad considera sustancia casi divina. Un confesor de la catedral insiste especialmente en este aspecto: después de preguntar a

impureza M e d i a se de C o m o u n a peni-

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tente q u é caricias aceptó, intenta averiguar, sin c i r c u n l o q u i o s , si ella excitó "el m i e m b r o viril" de su novio y si a raíz de ello hubo emisión de s e m e n . 1 8 9

La p e n d i e n t e fatal del beso Si no pueden unirse en la carne, tocarse en lugares sensibles ni darse placer con pérdida de semen, ¿qué les queda a los novios para alentar el "amor honesto" que m e n c i o n a la Iglesia? Tal vez los besos, que sin e m bargo los teólogos tampoco toleran demasiado. T a m b i é n a q u í a b u n d a n los testimonios. C u a n d o se les pregunta por la posibilidad de que los novios se besen, los confesores suelen decir q u e no está p r o h i b i d o . " S í , p u e d e haber expresiones de ternura, de a f e c t o . . . Está p e r m i t i d o besarse", dice u n o . ¿ C ó m o d e b e n ser los besos? Casi todos los curas de la encuesta italiana están de acuerdo: besos castos, oímos en la iglesia de San Carlos del Corso de R o m a ; fraternos, se dice en la Santísima A n u n c i a d a de Genova. En la boca no, precisa el cura de S a n J u a n Bautista de Imperia. ¿Y c u á n d o se pueden dar estos besos tan poco comprometedores? No m u y a m e n u d o : "Sugiero un beso c u a n d o llegas y otro cuando os despedís; un beso así, amistoso, puro, y n a d a de besos sensuales, carnales, etc.", dice un confesor r o m a n o . De m o d o que también en cuestión de besos los novios deben mantenerse a régimen. 1 9 0

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En la severidad de los curas italianos de la década de 1 9 7 0 resuena la doctrina que les impartieron en los seminarios y poco ha variado en muchos siglos. H a y besos puros y besos impuros. Sólo están tolerados los primeros. ¿Pero qué son los otros? Después de estudiar la cuestión, m o n s e ñ o r Bouvier c o n d e n a en particular los besos en lugares i n a d e cuados y los besos profundos; esto al m e n o s creemos colegir cuando describe lo que l l a m a "beso a la m a n e r a de las palomas": A u n si honestos, los besos motivados por la pasión, dados o recibidos, entre personas del mismo o de distinto sexo, son pecados mortales. Pero se presume que los besos en partes inusitadas del cuerpo, por ejemplo en el pecho o los senos, o a la manera de las palomas, introduciendo la lengua en la boca de la otra persona, tienen por móvil la pasión, o al menos ponen en grave riesgo de sucumbir a ella, y por tal razón no se los puede excusar de pecado m o r t a l . 192

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¿Por q u é el beso no a c o m p a ñ a d o de efusión de semen suscita u n a condena tan dura? M o n s e ñ o r Bouvier lo deja bien claro: porque supone pasión, y la pasión está prohibida. Ahora bien, ¿qué serían dos novios no unidos por un sentimiento así? Simples amigos reunidos por la caridad (ágape). ¿Es posible esta relación? La Iglesia esgrime además el arg u m e n t o de que los besos fogosos son nocivos. Un cura italiano los est i g m a t i z a p o r " a n t i h i g i é n i c o s " . Pero a u n q u e s e s i t ú a n e n d i s t i n t o s niveles ambas condenas tienen igual fundamento. Besarse con amor es ponerse en peligro; es dejar de ser persona a la i m a g e n de Dios, m a n i festar que se cobijan envidias, deseos, i n d i g n i d a d . El beso deseoso no está lejos del coito y p o n e al h o m b r e al nivel de la bestia. En u n a fórmula magnífica, un cura italiano d e n u n c i a el beso c o m o "cosa bestial q u e no hacen ni siquiera las bestias"> . Es como si la Iglesia estuviera obnubilada por algo que cabe llamar teoría del d o m i n ó . Aquel que cede al beso -piensa— tarde o temprano cederá al acto carnal mismo; pues el amor no ahorra nada. Un bello texto de un exitoso predicador del siglo XVIII, Jacques Bridaine, muestra la insidiosa progresión del mal: cómo partiendo de pequeñas libertades en apariencia tolerables los novios llegan a los delitos carnales más espantosos. He aquí, uno a uno, los grados del infierno en que se precipitan: 93

So pretexto de que un día se casarán, o acaso de que están ya prometidos, al comienzo se ven, si queréis, con decencia; enseguida hay pequeños encuentros secretos; al fin se dan citas donde, empero, no ocurre nada criminal; comienzan entonces a complacerse y las citas se hacen más frecuentes; a fuerza de ver siempre el objeto cobran inclinación a él, lo ven con placer; piensan en él de noche, hablan de él con gusto, sólo se separan de él con dolor; de a q u í nacen los pensamientos criminales, los deseos sucios; el pensamiento se inflama cada vez más; cuando no pueden hablarse se hacen señales, cambian miradas en todas partes, hasta en la iglesia; y cuando pueden hablar se dicen palabras tiernas y afectuosas; m u y luego pasan a las declaraciones, las proposiciones que hieren el pudor; permanecen juntos hasta las dos, las tres de la m a d r u g a d a ; se p e r m i t e n caricias y bes o s . . . p r o n t o a c a b a n p e r m i t i é n d o s e las ú l t i m a s l i b e r t a d e s . . . ¡ C u á n t a abominación! ¡Qué escándalo! Dios Santo, ¿acaso no tienes un infierno en el centro de la tierra? ¿Y por qué no le ordenas que se abra para tragar a tantos padres desgraciados y madres miserables que dejan caer en la perdición a los hijos que les has d a d o ? 1 9 4

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De m o d o q u e se invitará a los confesores a ejercer sobre los novios una vigilancia estricta, sobre todo si éstos reconocen haber entrado en intimidades aparentemente benignas; besos, por ejemplo. En 1 8 4 6 , el reverendo padre Debreyne insta a "interrogar de forma minuciosa al pen i t e n t e q u e s o l a m e n t e confiesa besos". ¿Por qué? Porque "este acto vergonzoso entraña la malicia del coito, al cual se tiende por naturaleza" . El beso, pues, es infinitamente menos inocente de lo que parece. ¿Qué salida q u e d a entonces a los novios para manifestarse amor? Tan sólo la castidad; y un siglo y m e d i o después del padre Debreyne el catecismo no da n i n g u n a autorización nueva: "Los novios están l l a m a dos a vivir la castidad en la continencia. Por esta prueba descubrirán el amor m u t u o ; realizarán un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de ser recibidos por D i o s " . C o n menor aparato teológico, pero m a y o r claridad y franqueza, la m i s m a interdicción pronunciará un confesor de la Santísima A n u n c i a da de Genova. U n a penitente le pregunta qué puede consentirle al novio. " ¿ Q u é está p e r m i t i d o ? —dice el cura—. La s e n s u a l i d a d n o , p a r a e m p e z a r . " De 100 confesores interrogados por los periodistas italianos, que les preguntaban si novias hasta entonces castas podían entablar relaciones carnales, todos respondieron negativamente. M a y o r firmeza, imposible. 1 9 5

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Novios con relaciones sexuales La hermosa claridad de los interdictos eclesiásticos, no obstante, estaba cada vez más lejos de los hechos. Al no corresponderse con la realidad observable, empezó a redundar en u n a d i s m i n u c i ó n del n ú m e r o de i n terlocutores. U n a moral que no se refleja en las costumbres ni tiene la aprobación de la m a y o r í a es una prédica en el desierto. Y si al menos los rebeldes u opositores no fueran t a n t o s . . . Pero ocurre que en países como Francia, y en el conjunto de la U n i ó n Europea, las conductas sexuales tienden a uniformarse y divergir de la moral tradicional. Incuestionablemente las estadísticas revelan que m u y pocos obedecen las prohibiciones de la Iglesia. De las cifras se deducen dos puntos t e r m i n a n t e s : p r i m e r o , los jóvenes no l l e g a n vírgenes al m a t r i m o n i o (más del 80 por ciento de los varones, por ejemplo, viven al menos u n a relación sexual antes de los dieciocho años); segundo - s e g ú n el Instituto nacional de estudios demográficos—, en 1 9 9 0 los nacimientos extram a t r i m o n i a l e s r e p r e s e n t a r o n e n F r a n c i a m á s d e l a c u a r t a p a r t e del t o t a l . Si agregamos los hijos nacidos de concepciones prenupciales (nacidos durante los siete primeros meses de m a t r i m o n i o ) se puede de1 9 8

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cir que la m i t a d de los primeros hijos son programados antes del paso por el registro civil o el altar. Los "enamorados" o "novios" ya no se conforman con los besos castos. En todos los países se multiplican los "compañeros", enmarcados dentro de un tipo de relación que antaño se llamaba "concubinato" y hoy es "unión libre" o "pareja libre". Nuevo y difícil problema para los confesores. Para los novios que m a n t i e n e n relaciones sexuales la condena sigue siendo casi general, a u n q u e algo inferior al 100 % entre los curas interrogados. En Italia la encuesta de Valentini y Di M e g l i o arroja 104 condenas sobre 1 1 6 confesiones de relación í n t i m a antes del casamiento. Cierto que se suele conceder la absolución si el o la culpable prometen interrumpir el hábito sin demora. Y unos pocos curas toman cierta distancia. Mientras que se comprometen enteramente con los novios que aún no han dado el paso y prohiben con firmeza que inicien relaciones, una vez hecho el "mal" se muestran menos combativos. Sin d u d a estos hombres no representan la t o t a l i d a d de la Iglesia, )ero al menos se alejan del imperativo en pro de u n a m a y o r benevoencia. A u n q u e tal vez no se trate de benevolencia sino de la voluntad de no "desencajar" con los hechos. Desarrollan u n a suerte de "protestantismo": relativizan el problema, aconsejan al penitente que se remita a su conciencia y, a través de ella, directamente a Dios. Un cura ital i a n o arriesga q u e acaso las leyes de la Iglesia, concebidas para otras épocas, h a y a n perdido u t i l i d a d y significado. Se afirma siempre d i s puesto a combatir el amor por mero placer, pero concede que muchos vínculos físicos le parecen la coronación de u n a verdadera promesa, de un compromiso s i n c e r o . Otro confesor, a quien una penitente i n quiere q u é relación debe mantener con el novio, responde sin la menor hipocresía: "La q u e te dicte tu conciencia, hija. C o n lo q u e h a y allí dentro yo no tengo nada q u e v e r " . ¿Abandono o desaliento? En realidad se impone una distinción: hay novios que delinquen con discreción y otros que lo hacen con escándalo. El escándalo consiste en entablar relaciones ilegítimas a la vista y a sabiendas de todos: es la cohabitación o concubinato, práctica que la Iglesia ha condenado a lo largo de toda su historia. Ya en el siglo XVIII Billuart concluía que el concubinato era infinitamente más grave que la fornicación porque añadía "al pecado la estabilidad y la persistencia"; era imprescindible confesarlo. Casi en los mismos términos repetirá la condena monseñor Bouvier, en el XIX, insistiendo también en la necesidad de la c o n f e s i ó n . Al menos hasta 1 9 5 0 la cohabitación merecía las sanciones más graves. De perseverar en la falta y el escándalo, a los concubinos se les negaban la absolución y la eucaristía (y "hasta en articulo mortis", dice P o n t a s ) . Esta inflexibilidad venía del C o n c i l i o de Trento, que había

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previsto todo un procedimiento para tratar a los q u e vivían j u n t o s en v e r g ü e n z a . El cura o r d i n a r i o d e b í a empezar por a m o n e s t a r a los culpables tres veces. En caso de obstinación —si, en particular, el h o m bre no era abandonado por la mujer, o viceversa— el o la culpable serían excomulgados y expulsados de la ciudad. En todos los casos se exigía separación, incluso in extremis, es decir ante la muerte. Según Bouvier no se podía escuchar la confesión última sin esta renuncia y la expulsión del concubino de la casa. En el siglo XIX, época burguesa por excelencia, sólo se a d m i t í a una excepción, significativa por sus implicaciones sociales: la ley no era tan severa para los ricos como para los pobres. Monseñor Bouvier sostuvo que no deb í a exigirse separación " c u a n d o fuera i m p o s i b l e " . ¿ Q u é e n c u b r í a la a l u d i d a imposibilidad? S i m p l e m e n t e la eventualidad de q u e bajo el techo de u n a familia hubiera un hijo del amo en la habitación de la sirvienta. .. D a d o lo cual no era cuestión de privar de la doméstica a la familia entera . Hoy, en un m u n d o más igualitario y democrático, estas franquicias h a n desaparecido y n i n g ú n fiel escapa a las prohibiciones. En m a t e r i a de concubinato o unión libre éstas son inflexibles. He aquí lo q u e dice el nuevo catecismo: 2 0 3

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H a y unión libre c u a n d o el hombre y la mujer se niegan a dar forma j u r í d i c a y pública a un vínculo q u e conlleva int i m i d a d sexual. La expresión es falaz: ¿qué puede significar una unión en la cual las personas no se comprometen y así dan p r u e b a de falta de confianza en el otro, en sí m i s m a s o en el porvenir...? Todas estas situaciones [de unión libre] ofenden la dign i d a d del m a t r i m o n i o ; destruyen la idea m i s m a de la familia; debilitan el sentido de la fidelidad. Son contrarias a la ley moral: el acto sexual debe tener lugar exclusivamente en el m a t r i m o n i o ; fuera de éste, constituye siempre un pecado grave y excluye de la c o m u n i d a d s a c r a m e n t a l . 205

Prohibición de la sexualidad antes del matrimonio De m o d o q u e los novios no tienen derecho ni a los besos no fraternos ni a las caricias ni, por supuesto, al acto sexual. Negándose a la menor evolución la Iglesia se ha m a n t e n i d o rigurosa pese a los datos de! m u n do contemporáneo, que hacen cada vez más evidente la contradicción entre moral teológica y realidad de las costumbres. No obstante expío-

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remos las ú l t i m a s vías q u e podrían q u e d a r abiertas a los novios para gozar sexualmente sin falta o con falta m e n o s pesada: la masturbación solitaria, el recurso a la prostitución y, por último, eso que aquí l l a m a remos ausencia, la entrega de sí sin consentimiento. También sobre estos actos la Iglesia ha tomado posición. Si bien la entrega del cuerpo propio sin consentimiento no se recom e n d ó nunca, algunos textos —cada vez más usados, según se nos i n forma— la autorizan en casos extremos. Así pues, todo se reduce a definir q u é es un caso extremo. ¿En q u é consiste la l l a m a d a ausencia? En dejarse llevar, p e r m i t i r q u e el novio, m a r i d o o violador haga, porque la resistencia entrañaría un mal todavía mayor. Por supuesto se trata de u n a mera estrategia casuística para eludir la condena básica, la prohibición de las relaciones sexuales en el m o m e n t o o con la persona considerados. Tomemos para empezar el caso de la violación, que es el m á s claro y permitirá comprender mejor las situaciones menos críticas. Todos los teólogos proponen el m i s m o razonamiento. La mujer no puede aceptarla. S e g ú n Bouvier, por ejemplo, debe defenderse con todas sus fuerzas: debatirse, gritar, golpear al atacante. Pero pronto la exhortación a luchar se debilita: "Debe rechazar i n t e r i o r m e n t e toda p a r t i c i p a c i ó n en el placer", a ñ a d e Bouvier, pues de lo contrario estaría v e n c i d a de a n t e m a n o . Y luego continúa: "La joven no gritará al p u n t o de poner en peligro vida y reputación, porque ambas son del orden más e l e v a d o " . En suma: ara salvaguardar su reputación la violada puede, en definitiva, dejarse acer siempre y c u a n d o interiormente no consienta. Este razonamiento h u m a n a m e n t e sensato —más vale dejarse violar q u e hacerse matar— pierde toda l e g i t i m i d a d cuando se aplica a peligros menos apremiantes, en particular al simple riesgo de perder la reputación. En un capítulo próximo, sin embargo, veremos que numerosos confesores lo utilizaron para dar vía libre al m a r i d o que requiriera a la esposa p r á c t i c a m e n t e e n c u a l q u i e r c i r c u n s t a n c i a . M i e n t r a s n o h a y a consentido, mientras s i m p l e m e n t e se h a y a abandonado, la penitente será descargada de la falta. La m i s m a dialéctica se ha aplicado en ocasiones a los novios. S i e m pre que p u e d a invocar un peligro más grave que el daño real que se le inflige, la mujer está autorizada a permitirlo o tolerarlo todo. Billuart se hace eco de la opinión teológica según la cual las caricias en partes deshonestas, sin d u d a altamente condenables, pueden soportarse sin p_ecado. Es el caso del peligro de muerte, desde luego, pero también ¡"el peligro de infamia [pérdida de reputación] o de grave mal para los bie_nes_propips si se resiste al hombre q u e la toca". Según Lessius y Loth, entre otros, en situaciones así la mujer no está obligada a oponer resistencia; basta con que no apruebe en su fuero interior. Un interrogante: 206

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¿no es un bien importante la promesa de m a t r i m o n i o del novio? ¿No es la ruptura de esta promesa una eventualidad peligrosísima? A la que corra un riesgo tal quizá le quepa rendirse a un a m a n t e apremiante. Parece cierto q u e en semejante casuística está el origen del distinto trato acordado a los novios castos del acordado a los que han tenido relaciones. De los testimonios que nosotros hemos reunido, orales o escritos, se desprende q u e la teología moral establece grandes diferencias prácticas. Para con los novios castos p r e d o m i n a u n a gran severidad porque ni en caso de ruptura la pérdida es grave: por un novio perdido la penitente casta encontrará otros diez. M i s e s flexible es el trato para los poco castos: el m a l se ha consumado y está latente el escándalo. De m o d o q u e los confesores, al m e n o s a l g u n o s , t i e n d e n a buscar sobre todo la "solución de reparación", consistente no en romper la unión ( a u n q u e sea libre) sino en tratar de reforzarla, excusarla en parte, anim a r a la mujer a no consentir el placer y conservar por todos los m e dios el acuerdo con el compañero. Acaso así se salve la posibilidad de un m a t r i m o n i o legítimo. La Iglesia no sólo es severidad. En casos particulares a veces se muestra más abierta de lo q u e uno c r e e . . . a u n q u e sea al precio de acrobacias ideológicas.

El recurso a la p r o s t i t u c i ó n Si el novio no obtiene de su a m i g a pequeñas satisfacciones sexuales, ¿no se corre el riesgo de q u e busque saciar el apetito en amores venales? En términos más generales: ¿cómo se considera a las prostitutas? ¿Qué relaciones puede o no tener con ellas un novio? C o m o t a n t a s o t r a s , desde el p r i n c i p i o la c u e s t i ó n d i v i d i ó a los teólogos. S a n A g u s t í n era r e l a t i v a m e n t e tolerante con las p r o s t i t u tas. ¿Sería un vestigio de su v i d a disoluta? M á s b i e n parece consec u e n c i a de su c o n c e p c i ó n del Estado, de la visión de u n a sociedad a r m o n i o s a c u y a j e r a r q u i z a c i ó n debía evitar conflictos. S i n d u d a las prostitutas no realizaban el ideal f e m e n i n o de A g u s t í n , pero t e n í a n un l u g a r en el c o n j u n t o social. "Persigue a las prostitutas y pronto las pasiones lo p e r t u r b a r á n t o d o . " H a b l a n d o en t é r m i n o s m o d e r nos, el r e c o n o c i m i e n t o de cierta u t i l i d a d —tal vez la de un mal neces a r i o - , era m á s r e g l a m e n t a r i s t a q u e abolicionista; antes se i n c l i n a b a o r o r g a n i z a r l a p r o s t i t u c i ó n q u e por e r r a d i c a r l a . C o m o m u c h o s ombres de su tiempo tenía convicciones sociales esencialmente p r á c t i c a s , m u y poco i d e o l ó g i c a s . E n s u e s q u e m a e l a m o r tarifado d e s e m p e ñ a b a u n a función; actitud ésta de t o l e r a n c i a q u e se prolongó casi toda la Edad M e d i a . 2 0 7

La confesión de los célibes

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A c o n t i n u a c i ó n vinieron las condenas, sin q u e por lo demás el clima moral de la sociedad mejorase en absoluto. El siglo XIX, por ejemplo, c o n d e n ó sin ambajes la prostitución, desde los á n g u l o s moral y m é d i c o , no obstante lo cual notables y burgueses la usaban con asiduidad. En el XVIII, ni siquiera el moderado Alfonso de Ligorio la había autorizado sino a regañadientes, y sólo en grandes ciudades, pues en su opinión excitaba las pasiones en vez de apaciguarlas y contribuía a aumentar la fornicación y las poluciones. La presencia de las prostitutas, en resumen, no evitaba realmente n i n g ú n m a l . Para Ligorio era preciso "reexaminar la cuestión de la t o l e r a n c i a " . Tampoco monseñor Bouvier era favorable a las cortesanas, c u y a actividad consideraba m u c h o más pecaminosa que la fornicación simple. Por eso aconsejaba que antes de la comunión no sólo confesaran el número de cópulas que habían consumado, sino que declarasen su oficio sin rodeos. Oficio (o actividad) que, desde luego, era un pecado en sí. El amor venal ocasionó tantos debates teológicos que exponerlos excedería el marco de esta obra. Se discutió a b u n d a n t e m e n t e si era legítimo alojar a una prostituta. En el siglo XVI, el lionés Benedicto se opuso, a u n q u e es cierto q u e en aquella época numerosos "burdeles" eran propiedad de eclesiásticos. Tomás Sánchez y otros se dedicaron a poner en claro si el cliente estaba obligado a pagar. Lo que siempre se condenó con firmeza fue el pago "con prodigalidad". En un reflejo i m b u i d o aún de apoyo a las clases privilegiadas intentaba evitarse que la adicción a malas compañías arruinase a los hijos de buenas familias. En cambio casi siempre se admitió que las prostitutas debían ser bien retribuidas. Por otra parte, ¿podía la Iglesia recibir de ellas donaciones, considerando q u e el Deuteronomio enseñaba: "No ofrecerás el salario de la prostitución en la casa del Señor"? Tras copiosas discusiones se terminó por decidir que, en vez de remitirse directamente a la Iglesia, la g a n a n c i a vergonzosa (turpe lucrum) serviría de limosna para los pobres. Pero q u e d a b a pendiente la pregunta esencial: ¿estaba permitido el recurso a las mujeres públicas? La respuesta fue que no, es obvio, y teóricamente no ha c a m b i a d o nunca. El catecismo actual se esfuerza por mostrar severidad hacia una actividad inadmisible y al m i s m o tiempo cierta comprensión —por la prostituta, se entiende, no por el cliente: 208

La prostitución atenta contra la dignidad de la persona que se prostituye, reducida al placer venéreo que se obtiene de ella. El que paga, falta gravemente contra sí m i s m o : rompe la castidad a que lo comprometió el bautismo y se m a n c h a el cuerpo, templo del Espíritu S a n t o . . . Si a m e n u d o prostituirse es pecaminoso, la miseria, el chantaje y la presión social pueden atenuar la imputabilidad de la f a l t a . 209

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La carne, el diablo y el confesionario

Así, c u a n d o un confesor de la iglesia de San Agustín de Salerno, después de ordenar al penitente que no tenga relación sexual alguna con su novia, su "futura mujer", oye la pregunta: "¿Pero entonces con quién?", r e s p o n d e : "No t e h a g a s e l i n o c e n t e . T ú sabes bien con q u i é n " . Otro, en la iglesia de Tos Dominicos de Bolzano, tras mostrarse comprensivo con el fiel agobiado de deseo, se interna balbuciente en una senda peligrosa: "Si realmente no se puede impedir, las malas mujeres de la c a l l e . . . Un h o m b r e . . . Para un hombre, yo c o m p r e n d o . . . la castid a d no es fácil... Pero existe esa escapatoria... No es nada n a t u r a l . . . a u n q u e en circunstancias particulares quizá sea m e j o r . . . q u e arrastrar a u n a novia a relaciones p r e m a t r i m o n i a l e s " . 2 1 0

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H a y curas italianos que, una vez agotada la severidad y para no consentir el sexo entre novios castos, terminan aceptando una falta mayor: la masturbación solitaria. A decir verdad son casi la mitad. De los 82 q u e dan consejo sobre el tema (14 lo eluden), 44 prefieren la relación sexual entre novios, como actividad al fin y al cabo más natural, mientras que 38 admiten el placer individual, que no arrastra al otro a la falta. Todos, sin embargo, empiezan diciendo q u e tan pecaminosa es la fornicación c o m o la polución m a n u a l . La ley sigue siendo la ley: los novios no tienen derecho a nada y si se les concede a l g u n a licencia es, parece, a título individual por parte de curas que d u d a n de su propia misión represiva o, al menos, son conscientes de lo enormemente difícil q u e resulta en esta época. En conjunto, hay que decirlo, todos son hostiles a la s e x u a l i d a d fuera del m a t r i m o n i o . La p r e s e n c i a de san A g u s t í n no se ha atenuado. ¡ C ó m o tranquilizaría a los confesores q u e desapareciera para siempre el gusano de la concupiscencia! Y por otra parte, ¿realmente es tan delicioso fornicar? Un hermoso texto de monseñor A n t o n i o M a r í a Claret, confesor de Isabel II de España, nos recuerda verdades de las cuales los pecadores deberían i m buirse de u n a vez por todas, entre ellas q u e ese amor carnal del q u e tanto se habla está m u y sobrevalorado: Por lo demás la lujuria no es cosa tan deliciosa como el dem o n i o y la pasión quisieran hacer creer a quienes se dedican a ella. Tras un m o m e n t o de gozo q u e pasa con la rapidez del relámpago sobreviene u n a gran tristeza, c o m o h a n s a b i d o los filósofos: omne animal post coitum tristatur, todo a n i m a l se entristece después del c o i t o . 2 1 2

La confesión del pecado contra natura

H a y algo peor q u e copular, y es hacerlo fuera de las vías y usos previstos por Dios. En este capítulo de paréntesis, deliberadamente breve, se examinará el pecado contra natura. Es un pecado que pueden cometer tanto las personas libres como las casadas, pero siempre concierne a maneras de hacer el amor que la Iglesia ha considerado innobles. Existen d i v e r s a s d e f i n i c i o n e s , c o r r e s p o n d i e n t e s a las diferentes obras que se han consagrado a la cuestión. Empecemos por u n a puram e n t e teológica: en el crimen contra natura se s u m a n actos carnales contra Dios y contra la h u m a n i d a d q u e h a y en el hombre; es decir i n c l u y e el bestialismo o en todo caso i m p l i c a conductas bestiales. U n a definición más abstracta, pero más general y aplicada a m e n u d o , abarca los actos cometidos bien con u n a persona de sexo indebido (o sea del m i s m o sexo), bien fuera del recipiente apropiado (o sea fuera de la vagina de la m u j e r ) . Por último podríamos enumerar brutalmente las prácticas más corrientemente inscritas bajo el epígrafe: en especial la homosexualidad (masculina o femenina), la polución voluntaria (masturbación del hombre o la m u j e r ) , la relación anal o bucal, los acoplamientos con animales, etc. Por concreto que sea, el último procedimiento —enumerar los diferentes pecados del g é n e r o - no es forzosamente el mejor. En efecto los teólogos n u n c a se han puesto de acuerdo sobre el contenido de la lista. Unos, por ejemplo, incluían ciertas posturas del acto sexual q u e otros consideraban simplemente veniales. Tampoco hay unanimidad en pensar q u e la masturbación sea un verdadero c r i m e n contra natura. Cierto que contraviene el principio de la emisión seminal en el recipiente adecuado, pero por otro lado es tan corriente —sobre todo entre los jóvenes—, se parece tanto a u n a s i m p l e a c t i t u d de s i m u l a c i ó n o r e e m p l a z o , q u e a l g u n o s d u d a n e n i n c l u i r l a entre los c r í m e n e s m u y graves, v e r d a d e r a m e n t e anormales y m u y alejados de lo natural. En cuanto al coito interrumpido o crimen de O n á n en el sentido estricto,

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La carne, el diablo y el confesionario

q u e algunos creen pecado contra natura y otros no, es u n a de las m u chas prácticas anticonceptivas q u e , para la Iglesia m u y pecaminosas, forman un conjunto especial, m u y variado, consistente tanto en actos antinaturales como en otros q u e no lo son, porque utilizan todos los instrumentos de la generación en el buen recipiente (valiéndose de pildoras, condones, etc.). Por nuestra parte trataremos los procedimientos anticonceptivos en el capítulo sobre las personas casadas; pues ya h e m o s visto q u e , h i s t ó r i c a m e n t e , la a n t i c o n c e p c i ó n y el aborto h a n sido juzgados de diversa m a n e r a según los practicaran solteros o casados; que siempre se consideró m a y o r la falta de los primeros. De m o d o que no existe u n a definición verdaderamente global y reconocida. Sin embargo creemos q u e una caracterización atinada debe basarse en dos elementos q u e la Iglesia ha rechazado con constancia. Para empezar, un c r i m e n contra natura i m p l i c a la b ú s q u e d a resuelta del placer e incluso de un placer intensificado. Es u n a fantasía, u n a h u i d a de lo ordinario destinada a a u m e n t a r el goce. S e g u n d o , no tiene por objeto ni por resultado la concepción de un niño: dado que conllevan la eyaculación extravaginal, la homosexualidad, la polución voluntaria, la fellatio, la relación con un animal, son todas estériles. Establecidas estas características no examinaremos más q u e algunos casos y siempre con un enfoque particular. El problema q u e se plantea al historiador no es la condena de estas prácticas por la Iglesia. Esto se d a por sentado: n o p u e d e ser d e otro m o d o p a r a u n a d o c t r i n a q u e (desde san A g u s t í n ) puso siempre la fecundación c o m o objetivo único de las relaciones sexuales, o al menos, más modernamente, como uno de los dos fundamentales (siendo el otro el b u e n f u n c i o n a m i e n t o de la pareja). Habría sido l e g í t i m o q u e la Iglesia pronunciase unas cuantas condenas m u y simples, un poco al m o d o de los interdictos bíblicos, y se atuviera a ellas: no polucionarás por tu voluntad, no tendrás relaciones con personas del m i s m o sexo, no conocerás a n i m a l e s , no cometerás impurezas fuera del vaso de tu mujer, etc. C o n m a y o r claridad a ú n habría podido afirmar s i m p l e m e n t e que se prohibían la polución voluntaria, la homosexualidad y el bestialismo. Al fin y al cabo todo el m u n do entiende q u é actividades cubren estas nociones. C o n unas palabras habría sido suficiente. Lo q u e desconcierta al estudioso de la confesión es q u e la Iglesia no se h a y a conformado con emitir prohibiciones tajantes, acordes con la doctrina general, q u e habrían bastado para la edificación de los fieles. Es así como resolvieron la cuestión otras religiones, sin q u e para aclararlas hicieran falta dibujos. Pero, justamente, la Iglesia católica ha hecho un sinfín de "dibujos". La pasión por el detalle la ha llevado a examinar, por ejemplo, todas las

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formas de masturbación, todas las caricias corporales posibles dentro de u n a relación homosexual femenina, etc. ¿Cuál era el fin de estos textos casi pornográficos, q u e no podían sino perturbar a los fieles? ¿Exigía el encuadramiento de los fieles en firmes prescripciones morales e higiénicas esa exuberancia de descripciones o disecciones escabrosas? ¿Era entonces la confesión un curso de instrucción sexual? Y en este caso, ¿servía a los confesados o a los seminaristas? La plétora de lo que se escribió sobre el tema, la infinidad de precisiones, no se justificaban ni teológicamente (los pecados en cuestión podían quedar bien caracterizados por d e n o m i n a c i o n e s generales) ni por las confesiones i n d i v i duales (los detalles de la falta no c a m b i a n la índole de la penitencia). ¿No estamos tocando aquí el verdadero objetivo de la confesión - m á s o menos secreto—, que no sería tanto reprimir como erigirse en discurso masivo sobre el sexo, servir de subterfugio verbal para los confesados y los confesores? C o m e n c e m o s por determinar algunos hechos; lo haremos mediante citas largas, precisas e indiscutibles, t o m a d a s de m a n u a l e s de confesión.

La masturbación femenina El reverendo padre Debreyne, trapense, creyó q u e debía distinguir tres formas de masturbación femenina: En la mujer hemos de distinguir tres especies o mejor tres formas de masturbación: 1) la m a s t u r b a c i ó n del clítoris; 2) la masturbación vaginal; 3) la masturbación uterina. 1) La primera forma (o, como se dice, clitorismo) es la o r d i n a r i a . Esta m a s t u r b a c i ó n se lleva a cabo sobre todo con a y u d a del p e q u e ñ o órgano l l a m a d o clítoris, el cual, según los médicos, es sede u órgano principal del goce venéreo o la v o l u p t u o s i d a d c a r n a l . . . Se debe v i n c u l a r a la primera forma de masturbación aquella q u e por lo c o m ú n s e h a c e n o por tacto m a n u a l s i n o por c u a l q u i e r m o v i m i e n t o v o l u n t a r i o del cuerpo, bien m e d i a n t e extensión completa, bien sólo por la de las piernas, bien por la compresión de los muslos uno contra otro. 2) La segunda forma (o masturbación v a g i n a l ) , menos frecuente q u e l a anterior, suele i n d i c a r u n a c o r r u p c i ó n m a y o r de la i m a g i n a c i ó n , pues este género de masturbación se lleva a cabo introduciendo dedos o ciertos instru-

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mentos adaptados que las sugestiones diabólicas no cesan de proveer a la pasión l i b i d i n o s a . . . 3) La tercera y ú l t i m a forma, la uterina, m u c h o más infrecuente que las otras pero más grave y perniciosa para la salud, es sobre todo perturbadora y por tanto la más culpable y pecaminosa, en razón del grado de m a l i c i a de las circunstancias más o menos agravantes. He aquí cómo procede: se produce un cosquilleo o irritación prolongados en el cuello del útero (es decir, la parte inferior de la matriz) con a y u d a de los dedos u otros i n s t r u m e n t o s . 213

¿Hacía falta semejante lujo de detalles para confesar a los fieles? Sin d u d a , ya q u e e n c o n t r a m o s la m i s m a descripción, m á s o m e n o s , en otro texto de la época. Es de monseñor Antonio M a r í a Claret: Primera forma: el clitorismo. Es la más ordinaria: consiste en la caricia del clítoris, q u e según los fisiólogos es la sede o el órgano principal del goce venéreo. S e g u n d a forma. Se practica introduciendo en la vagina los dedos o un instrumento apropiado para la función. Tercera forma, l l a m a d a uterina. Se practica por m e d i o de una frotación ejercida en el cuello del útero. Esta última forma de masturbación es más funesta a la salud q u e las precedentes. Vuelve a las mujeres estériles, causa enfermedades de toda suerte y conduce a la tumba. En particular los males q u e de estas abominables actitudes resultan para las mujeres son: úlceras o llagas, tumores, cánceres de cuello de útero, que las hacen perecer. Sufren además derrames que suelen llamarse "pérdidas blancas". Por último, se altera el carácter moral: se vuelven duras e ingratas para con t o d o s . 214

¿Dirá alguien que estamos ante dos curas enfermos, obnubilados por los problemas sexuales, cuyas obras traducen las incomprensibles pulsiones de su l i b i d o personal? Un tercer ejemplo —de la m i s m a época, h a c i a mediados del siglo p a s a d o - nos confirmará que, de hecho, todos los manuales de confesión contemporáneos exponen meticulosamente las formas de la masturbación femenina. No es casualidad. La malsana insistencia expresa u n a deliberada voluntad no de caracterizar una práctica en especial sino de describir con sobreabundancia todas sus formas, con una intención que todavía no podemos precisar. Pasemos de momento a

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la tercera cita, que no está tomada de un oscuro y mórbido cura de c a m paña, sino de D. R. Louvel, vicario de Evreux y profesor de seminario. M á s específico aún que los anteriores, el texto intenta describir "los pecados que las jóvenes cometen habitualmente en esta materia": I 1) Entregarse a la masturbación, mirarse las partes sexuales y tocarse a sí m i s m a s . 2) Acariciar levemente con la p a l m a de la m a n o la parte superior de la matriz. 3) Tocar el clítoris con el dedo en el interior del vaso, etcétera. 4) Introducirse un dedo en la vagina. 5) Introducir en la vagina un trozo de madera redondeado, etc., u otro objeto cualquiera que represente el m i e m b r o viril. 6) A p o y a r las partes sexuales contra las patas de u n a mesa o la arista de un m u r o para excitar la polución; o frotarlas contra la silla en la q u e la joven está sentada; o sentándose en el suelo y a p l i c a n d o la p u n t a del pie sobre el recipiente; o cruzando los muslos y ejerciendo presión sobre la m a t r i z , y h a c i e n d o m o v i m i e n t o s sobre sí m i s m a para introducir sensaciones venéreas, etc. II Tocar una joven a otra, o varias jóvenes entre ellas. Entregarse a la sodomía entre jóvenes, a veces las hermanas entre ellas, sobre todo si se acuestan en la m i s m a cama y u n a aplica el pie, el m u s l o o la pierna de la otra en sus partes sexuales, etc., para provocar así la polución. III Tocarse u n a m u c h a c h a y un m u c h a c h o en las partes sex u a l e s . A veces, i n t e n t a n d o fornicar a u n q u e de m a n e r a imperfecta. IV 1) B e s t i a l i s m o . A p l i c a r la m a t r i z sobre un a n i m a l c u a l quiera y frotarse contra él para provocar la polución.

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2) Introducir en el vaso el pico de un pollo o u n a gallina. O bien poner saliva o pan en la matriz y atraer a un perro para i n d u c i r l o a lamer las partes p ú d i c a s . O bien masturbar a un perro para envararle la verga e introducirla en el v a s o . 2 1 5

C u e s t a encontrar una justificación teológica a estos textos, q u e más bien parecen literatura médica. ¿Será que una vez más los teólogos intentaban apoyar su discurso moral en consideraciones pretendidamente científicas? No es imposible, y veremos la hipótesis confirmada por las especulaciones sobre la m a s t u r b a c i ó n m a s c u l i n a . No obstante la obsesión por el detalle, voluntaria o i n v o l u n t a r i a m e n t e escabroso, se encuentra ya en textos anteriores al siglo XIX y hasta en los penitenciales. H a y q u e a d m i t i r pues que los confesores siempre se recrearon en describir los pecados sexuales con m á s precisión de la necesaria para juzgarlos y penarlos, en lo posible basándose en el saber o las fantasías médicas de la época.

La masturbación masculina C o n la masturbación m a s c u l i n a tenemos la impresión de pasar a un terreno más teológico. Desde siempre la polución, precisamente defin i d a c o m o "efusión de la s i m i e n t e fuera de toda u n i ó n carnal", fue c o n d e n a d a con razones basadas en los m á s altos padres de la Iglesia y autoridades m u y antiguas. Ya san C l e m e n t e de Alejandría (hacia el 1 5 0 - 2 1 1 ) ordenaba no eyacular el esperma en vano, ni dañarlo, ni derrocharlo, porque Dios lo había destinado a la reproducción del h o m b r e . Diecisiete siglos más tarde, monseñor Claret, en una de sus tronantes exhortaciones, comparaba el esperma a la m u n i c i ó n repartida por un general a los soldados antes de la batalla, con la orden de no desperdiciarla. Y resultaba q u e algunos, por capricho, se servían de ella para divertirse. Semejante irresponsabilidad, ¿no merecía castigo? Del m i s m o m o d o , continuaba Claret, a nuestro Señor le irritaría en grado s u m o q u e el hombre despilfarrara el esperma, sustancia preciosa, en vez de utilizarlo con buen fin. Y concluía: "Así como un general m a n d a r í a al calabozo y castigaría al soldado que derrochase su m u n i c i ó n e m p l e á n d o l a sin utilidad a su capricho, Dios, nuestro Señor, generalísimo, rey de reyes, Señor de los señores, os h u n d i r á en la mazmorra del infierno y os castigará por toda la eternidad" . 2 1 6

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C i e r t a m e n t e la polución o masturbación m a s c u l i n a , vicio i m p u r o de lo más corriente —como lo caracterizó Alfonso de Ligorio— ha aportado durante siglos la materia más abundante de las confesiones; y seg ú n Gousset ha provocado "la pérdida del más grande n ú m e r o de rep r o b o s " . E l c a r d e n a l Tollet d e c í a i g u a l m e n t e q u e era u n p e c a d o universal, tan difícil de corregir que, en su opinión, de él estaba infectada "la m a y o r parte de los condenados". Todos los testimonios personales que nosotros hemos recogido confirman que, al menos en su j u ventud, los penitentes tuvieron que responder en el confesionario a la pregunta: ¿Has tenido pensamientos impuros, deseos impuros, gestos impuros? Interrogatorios de este género habrían c u l m i n a d o en los siglos XIX y XX, a u n q u e tengamos prueba de que se practicaban —aunque con m e nor frecuencia— en siglos anteriores. Quizá esto se deba a u n a razón histórica: de la Edad M e d i a en adelante la masturbación se habría extendido sin cesar. En tiempos de los penitenciales a ú n era preciso dar al confesante explicaciones más precisas. "¿Te has hecho fornicación a ti m i s m o , a saber: te has tomado el m i e m b r o viril con la m a n o , has tirado de tu prepucio, has agitado la m a n o hasta e m i t i r el semen con delectación?", preguntaba Burchard de W o r m s . M á s tarde se pasó a l l a m a r l a "molicie" (mollitia), t é r m i n o q u e en R o m a había designado la homosexualidad pasiva. A partir de los siglos XIV y XV el interrogatorio sobre la masturbación m a s c u l i n a se hizo automático, al p u n t o de convertirse en el punto central de la entrevista en el confesionario. En el siglo XVI hubo un deslizamiento de sentido: la masturbación se asimiló al pecado de Onán, que hasta entonces había concernido al coitus interruptus, emisión anticonceptiva fuera del recipiente y no polución m a n u a l solitaria. Identificada con la falta alud i d a por la Biblia, la g r a v e d a d de la m a s t u r b a c i ó n a u m e n t ó , a u n al precio de un contrasentido evidente. A causa del m a l e n t e n d i d o , sin d u d a voluntario, durante al menos dos siglos la masturbación tomó el inapropiado nombre de onanismo. Bajo esta d e n o m i n a c i ó n , en el siglo XVIII, el problema pasó al ámbito médico. En 1 7 1 0 apareció en Londres una obra titulada Onania o el horrible pecado de La autopolución , seguida, poco después de la m i tad del siglo, por un inmenso éxito de ventas: El onanismo, de T i s s o t . La descripción del doctor Tissot era terrorífica. Si Bossuet sólo h a bía hablado del debilitamiento del corazón por la voluptuosidad, según Tissot la polución m a n u a l era causa de enfermedades gravísimas. Citaba el caso de un joven de Montpellier que, afligido del nefasto hábito, h a b í a m u e r t o entre accesos de locura y desesperación; el de un adolescente de diecisiete años a quien poco a poco se le habían paralizado brazos y piernas; los de legiones de imbéciles y sordos. 2 1 8

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Estos relatos fantasmagóricos se cruzaron con otra obsesión del siglo: la despoblación. Reinaba el temor de que, al extenderse los malos hábitos, Europa y en particular Francia perdieran fuerza y proyección. Estas inquietudes carecían de fundamento. Al contrario, el siglo XVIII se caracteriza en Europa occidental por una explosión demográfica indiscutible. Pese a todo la Iglesia se apoyó en los rumores para luchar sim u l t á n e a m e n t e contra el coito i n t e r r u m p i d o y la masturbación, sirviéndose m u c h o t i e m p o d e los a r g u m e n t o s s u p u e s t a m e n t e m é d i c o s del doctor Tissot. Así monseñor Bouvier, cien años más tarde, describiría a los masturbados como enfermos decrépitos q u e "contraen graves morbos, caen en u n a c a d u c i d a d precoz y a m e n u d o mueren de forma ignominiosa" . H a b í a un solo remedio: la confesión, que a los ojos de los padres no sólo influía en el bienestar moral sino en la salud física del joven. A p a r t i r de e n t o n c e s la p o l u c i ó n m a n u a l corrió la s u e r t e de las otras grandes materias de confesión que hemos e x a m i n a d o . Fue dividida y subdividida. A q u í no desplegaremos u n a demostración c o m o la hecha a propósito de la polución femenina. Baste decir que, acaso sin gran utilidad, de la m i s m a manera fueron analizadas las diversas formas de la m a s c u l i n a . D e b r e y n e , q u e antes de trapense h a b í a sido profesor de m e d i c i n a , aseguró q u e al menos se podía distinguir entre: 221

1. Masturbación simple y calificada, c o m o dicen los teólogos, o más bien compuesta, d a d o q u e encierra u n a doble malicia. 2. M a s t u r b a c i ó n voluntaria o involuntaria. 3. M a s t u r b a c i ó n v o l u n t a r i a directa o en sí, y v o l u n t a r i a indirecta o voluntaria sin c a u s a . 2 2 2

Los debates más intensos giraron en torno a las m a s t u r b a c i o n e s vol u n t a r i a e i n v o l u n t a r i a . Esta ú l t i m a es la p o l u c i ó n n o c t u r n a , q u e se produce sin verdadero consentimiento de la persona, por ejemplo en el curso de un sueño erótico. C o m o el fenómeno se da sobre todo en la j u v e n t u d o en i n d i v i d u o s q u e tengan pocas relaciones sexuales c o m pletas, ¿cabrá i n d u c i r q u e la Iglesia se preocupó especialmente por él p e n s a n d o en las ovejas jóvenes y sus propios curas? La casuística se volvió e n m a r a ñ a d a . Era fácil declarar no c u l p a b l e (o casi no c u l p a ble) a la p o l u c i ó n o c u r r i d a d u r a n t e el sueño y culpables a las d i u r n a s e m p r e n d i d a s con lucidez; ¿pero q u é hacer con las p o l u c i o n e s i n i c i a das por el sujeto i n v o l u n t a r i a m e n t e , m i e n t r a s d o r m í a , y t e r m i n a d a s m a n u a l m e n t e tras el despertar? Las respuestas dadas fueron tantas q u e sería i m p o s i b l e d e t a l l a r l a s . C o m o d e costumbre l a m a n s e d u m b r e d e

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unos hizo de contrapeso a la severidad de otros. En su Théologiepratique V e r n i e r aconsejó frenar c u a l q u i e r e m i s i ó n de s e m e n c u a n d o fuera posible, so riesgo de graves p e n a s en caso contrario. N a d a de terminar voluntariamente lo que había iniciado el sueño. Al igual q u e otras veces, el padre S á n c h e z fue defensor de la c l e m e n c i a : no se p o d í a i n t e r r u m p i r un "flujo n a t u r a l " q u e el sujeto sufría incluso des)ierto, pues no lo d o m i n a b a , y c u y a i n t e r r u p c i ó n acaso perjudicara a salud. Gerson en su t i e m p o y B i l l u a r t y Bouvier en los suyos c o m p a r t i r á n la o p i n i ó n . S e g ú n el ú l t i m o lo esencial era, en el m o m e n t o decisivo, "elevar el espíritu hacia Dios, invocarlo y hacer la señal de la cruz . No menor caudal de reflexiones suscitó otra cuestión harto extravag a n t e . ¿ Q u é hacer c u a n d o se sentía c o m e z ó n en las partes í n t i m a s ? ¿Había derecho a rascarse, con riesgo de poner en marcha la mecánica del pecado? ¿Qué responder al que confesaba u n a polución involuntaria provocada por un rascado? A monseñor Gousset —que, recordemos, era arzobispo de R e i m s , legado de la Santa Sede y p r i m a d o de la Galia b e l g a - no le pareció que el problema fuera i n d i g n o de él y declaró: "A aquel q u e acuse un prurito i n c ó m o d o en las partes vergonzosas le está permitido hacerlo cesar mediante el tacto, aun c u a n d o de ello se siga la p o l u c i ó n " . R o m p í a así con la intransigencia de Billuart, q u e había juzgado preferible "soportar con paciencia esos desgraciados males que curarlos con un remedio s e m e j a n t e " . A lo largo de la historia de la Iglesia todos los enfrentamientos entre represores y tolerantes respecto a un pecado han t e r m i n a d o de la m i s ma forma: con la conclusión de q u e el penitente debe abrirse al confesor, h a b l a r l e del p r o b l e m a sin e s c a t i m a r detalles. Este p u n t o no fue una excepción. Todos convinieron que en caso de polución era preciso llegarse al confesionario. A los afligidos por el fastidioso hábito Billuart les recomendó incluso "una confesión m u y frecuente, con un solo y único confesor, de hasta tres veces por semana". Pero c o m o aceptar semejante i m p u d i c i a era arduo los confesores n u n c a olvidaban interrogar sobre ella sistemáticamente. Salvo casos particulares la masturbación se considera pecado capital y por tanto merecedora del infierno. J e a n Gerson ( 1 3 6 2 - 1 4 2 9 ) , canciller de la universidad de París q u e consagró a la confesión de esta falta un tratado entero, aconseja llevar a cabo, sin vacilaciones, un interrogatorio profundo. Si el penitente no responde a la invitación a sincerarse se le han de formular preguntas precisas: "Amigo, ¿te palpas o frotas la verga como suelen hacer los n i ñ o s ? " Si lo niega, primero se lo felicitará, luego se le dirá que es casi increíble y por ú l t i m o se le representarán los tormentos que el caldero de Satán depara a los mentirosos. Si al fin el desdichado confiesa, Gerson propone inquirirle cuánto

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demoró el juego: " ¿ U n a hora, m e d i a hora? ¿Hasta que tu verga perdió la e r e c c i ó n ? " El pecado es tan grave q u e ciertos curas severos como el reverendo padre G o m m a r H u y g e n s , influido por el jansenismo, propusieron negar la absolución a aquellos "adictos" que no prometieran renunciar al vicio de i n m e d i a t o . Las confesiones sobre el tema se multiplicaron de tal m o d o q u e los m i s m o s curas acabaron cansándose; m o n s e ñ o r Bouvier habló de la impotencia y el desaliento que debía de invadirlos a veces. " C u a n d o es inveterado —escribió-, el execrable hábito de la masturbación s u m e a los confesores en u n a especie de desesperación." 225

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Todavía hoy el catecismo afirma q u e la masturbación es "un acto intrínsecamente grave y desmedido" . M á s pasmoso aún resulta que R o m a se haya creído obligada a tomar posición sobre los casos en que los m é d i c o s solicitan un poco de licor s e m i n a l . S i n d u d a por su veto a toda fecundación artificial, el Santo Oficio declaró que para obtener e s p e r m a no e s t a b a p e r m i t i d o recurrir d i r e c t a m e n t e a la m a s t u r b a c i ó n . Así pues, rige aún la reverencia al esperma mágico, materia infinitamente preciosa, directamente ligada a Dios, para quien la menor dilapidación de ella es un mal. 2 2 7

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U n a i m a g e n de Amarcord ( 1 9 7 3 ) , el filme d o n d e Federico Fellini relata su infancia, revela b r i l l a n t e m e n t e esta obsesión. Vemos a un niño confesándose en la iglesia. El cura levanta la m a n o , señala la estatua de un santo y declara gravemente: " ¡ C a d a vez que te tocas él llora!" A u n q u e la confesión debía ser bálsamo de almas agitadas y pecadoras, ¿no habrá sido usada también para aterrorizar a la infancia?

H o m o s e x u a l i d a d y confesión Si bien la h o m o s e x u a l i d a d es para los teólogos un pecado contra natura, y sin d u d a de los m á s graves, su confesión no se ha solicitado con tanta insistencia c o m o la del "vicio solitario". Se trata, de hecho, de u n a cuestión m u y p e l i a g u d a , q u e el v o c a b u l a r i o de la Iglesia ha c o n f u n d i d o t o d a v í a m á s . No h a r e m o s h i n c a p i é en los dos sentidos de la palabra sodomía, ya señalados y bien resumidos por A. Bonal: " L a s o d o m í a o vicio de los sodomitas es la unión, ya con un sexo i n d e b i d o , ya en el recipiente i n d e b i d o " (concubitus vel ad indebitum sexum, vel ad vas indebitum) '). R e n u n c i a n d o a explorar estas c o m p l e jas definiciones heredadas de santo Tomás, q u e llevan a d i s t i n g u i r la s o d o m í a perfecta ( h o m o s e x u a l i d a d ) de la imperfecta (coito a n a l ) , de a q u í en a d e l a n t e sólo e m p l e a r e m o s el c o r r e s p o n d i e n t e v o c a b u l a r i o moderno. 22

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No cabe d u d a de que el problema de la homosexualidad se le planteó a la Iglesia m u y pronto, en sus propias filas. Si lo pensamos desde un enfoque psicológico, el fenómeno p r o b a b l e m e n t e d e s p u n t a b a en las c o m u n i d a d e s de monjes, q u e vivían aislados y bajo veto de cualquier relación carnal, y constituía un deplorable ejemplo de la castidad que la religión pretendía reverenciar. Los confesores tomaron u n a serie de posiciones. Establecieron claras diferencias entre los niños y los adultos. C o n los primeros (pueri), los penitenciales eran harto indulgentes. Respecto a los adultos, se precisaron grados de seriedad según que el acto pecaminoso se hubiera com e t i d o simplemente entre los muslos {coitus inter femora: un solo año de ayuno) o con penetración anal (in ano, a tergo: de tres a quince años de p e n i t e n c i a ) . C o m o en m u c h a s otras cuestiones los distintos penitenciales divergían notablemente. La homosexualidad femenina no sufrió gran persecución, por más que, teóricamente, se la condenara a m e n u d o a u n q u e sólo fuese para recordar el carácter insaciable, m a l i g n o y lascivo de la mujer. Aparte de esto, la pérdida del semen femenino sin procreación siempre pareció menos grave que el desperdicio del esperma. Respecto a los hombres los m a n u a l e s siempre pidieron al confesor interrogatorios prudentes. El Confessional de Gerson, aun reconociendo el gran número de hombres que "tienen compañía unos con otros por el ano u otro lugar", recomendaba cautela con los penitentes y confianza en la buena dirección del confesor, "no sea que éste se ponga al corriente de tales pecados". Alrededor de la m i s m a época (siglo X V ) , Jacques Despars denunciaba la existencia de "muchos coitos sodomitas", pero juzgaba más seguro para el cura callar durante la confesión. En cambio, una vez desenmascarado el culpable, Despars - e n su comentario sobre Avicena— propone un t r a t a m i e n t o increíble: " . . . l a n z a r l e invectivas y censuras, luego torturarlo con un hambre fuerte y asidua, fatigarlo m u cho con vigilias, echarlo en una prisión horrible y golpearlo a m e n u d o hasta hacerle sangre" ° . Es preciso decir q u e el cristianismo en su conjunto n u n c a dejó de repetir u n a c o n d e n a de la h o m o s e x u a l i d a d q u e se r e m o n t a a la Biblia. H a c i a el año 3 0 0 , Lactancio ya e q u i p a r a b a a los sodomitas con los parricidas. En el 3 9 0 , el e m p e r a d o r V a l e n t i n i a n o los c o n d e n ó al fuego. S a n A g u s t í n , G r a c i a n o , Pedro L o m b a r d o , H u g u c c i o , santo Tomás, Pierre de La Palud, san A n t o n i n o : todos los grandes teólogos consideraron la h o m o s e x u a l i d a d un vicio horrible; vicio q u e los confesores, con lenguaje cauto, debían aplicarse a detectar. La regla constante fue la severidad. 2 3

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La carne, el diablo y el confesionario

Coito anal, bestialismo, necrofília El hecho de que el coito anal sea practicado por un hombre con su m u jer no incide m u c h o en la condena que el sexo fuera de las vías naturales siempre ha despertado en la Iglesia. Tampoco a q u í tendríamos problemas en citar u n a legión de teólogos para los cuales la práctica de marras era símbolo de una alianza diabólica. En el siglo XV san Bernardino de Siena pensaba que al sodomita más le valía cometer incesto con la propia madre y a la víctima unirse con su p a d r e . " C u a n d o una penitente - d e c í a - se queje de que el marido abusa de ella por el vicio de sodomía, curas, id enseguida a buscar al obispo para que los separe." Estas condenas no se inspiraban en el respeto a la persona ni en el c u i d a d o de la salud; obedecían a la lógica de u n a doctrina para la cual el centro de la sexualidad era la procreación. M e n o s legítima parece en c a m b i o , o en todo caso más sorprendente para el historiador lejano a estos hechos y mentalidades, la casuística desarrollada a raíz de las penetraciones anales: son ocupaciones intelectuales q u e se nos antojan particularmente vanas, escolásticas. Se empleaba en ellas u n a enorme c a n t i d a d de t i e m p o e i n t e l i g e n c i a sin q u e los pecadores o b t u v i e r a n consuelo real. Así, a Pontas, en pro de la teología moral, le parece oportuno examinar el caso de un sodomita que habría practicado el coito anal con su mujer (sodomice peccavit) sin saber que la Iglesia lo consideraba pecado capital. Ignorando el detalle el hombre juzga que no tiene por qué m e n cionar el acto en el confesionario. Así pues, ¿es regular la confesión que ha hecho? ¿Es válida la absolución concedida? Grave problema de conciencia. No obstante la respuesta es de recibo. El perdón carece de todo valor, "pues n a d a excusa la ignorancia del derecho n a t u r a l " . La teología tampoco se ahorró discutir sobre la intromisión de un dedo sodomita donde se sabe. Tomás Sánchez analiza la falta de un h o m bre - h a b l a r e m o s a q u í en latín, como é l - qui in actu copula immitteret digitum in vas praeposterum uxoris. La solución del caso se le hace delicada porque —como ya hemos visto— él mismo ha autorizado, so reserva de no buscar sólo el placer, prácticamente todas las privacidades entre esposos. S i n embargo en este asunto se inclina por la condena, pues la m e n c i o n a d a introducción, piensa, no tiene n i n g ú n vínculo con la relación conyugal. Es un pecado de lujuria especial, distinto de otros contactos y sin n a d a de venial. En el siglo siguiente san Ligorio vuelve sobre el a s u n t o del d e d o i n t r o d u c i d o en r e g i o n e s p o s t e r i o r e s y se muestra m u c h o más liberal que Sánchez: concluye que el hecho no entraña sodomía verdadera. C o n todo pide a los confesores que "reprendan severamente" a quienes se entreguen a tal j u e g o . A h o r a bien, ¿añadía algo esta semicondena a la doctrina de Cristo? 2 3 1

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El pecado contra n a t u r a c o m p r e n d e a s i m i s m o c r í m e n e s c o m o el bestialismo y la necrofilia, q u e h a n sido tanto c o m o los otros objeto de la solicitud y el atento e x a m e n de los profesores del confesionario. Pero en vez de dar listas de casos nosotros intentaremos mostrar —una vez más— c ó m o la teología se internó en c a m i n o s p a r t i c u l a r m e n t e inútiles. El término "bestialismo" (o bestialidad) designa todas las formas de relación sexual con animales. La Biblia las condena: "No te unirás con bestia haciéndote i m p u r o por e l l a " , dice. ¿Qué falta h a c í a desarrollar una prohibición tan explícita? Sin embargo monseñor Bouvier, sig u i e n d o las huellas de san Ligorio, Collet, Billuart y otros, se puso a describir las diversas posibilidades de la falta: evidentemente la copulación, pero t a m b i é n el hecho de tocar de forma lasciva los genitales de un animal. "También es pecado mortal manipularlos por curiosidad, por chanza o ligereza, hasta el derrame de semen, no a causa del desperdicio del semen de la bestia sino porque la acción excita fuertemente las pasiones de aquel que se entrega a e l l a . " Sánchez y Ligorio d a n libre curso a su fiebre de categorización. Est i m a n , por ejemplo, q u e la m a n i p u l a c i ó n de las partes sexuales de u n a bestia que no llega a provocar emisión de l í q u i d o no es pecado mortal, sino venial. A m e d i a d o s del siglo XIX, D. R. Louvel cree interesante escrutar la falta cometida por "una mujer que se hacía lamer la vulva por un perro o un g a t o " . La conclusión no tiene n a d a de inesperado. R e t o m a n d o la línea de Vernier aconseja expresamente a los confesores interrogar a las mujeres sobre el asunto. "Ocurre con frecuencia que así se descubren secretos vergonzosos." En los siglos XVI y XVII, la v e i n t e n a de m a n u a l e s redactados para confesar a los indios de A m é r i c a (algunos en n á h u a t l ) se detienen especialmente en los pecados contra natura. Los recién colonizados están bajo constante sospecha de ebriedad, idolatría, sodomía y bestialismo. Lo cierto es que los textos plantean innumerables preguntas sobre el acoplamiento anal o crimen abominable (pecado nefando), como t a m bién sobre las relaciones con gallinas, ovejas, burras y llamas. Sin d u d a existían en estos pueblos tantas perversiones como en todo el m u n d o , pero también sospechamos q u e españoles y portugueses interpretaron mal algunos mitos. Tal vez los interrogatorios traduzcan, sobre todo, las obsesiones y fantasmas de los conquistadores . R e n u n c i a m o s a dar ejemplos de casos de conciencia relativos a la necrofilia, que, por otra parte, las leyes h u m a n a s siempre han remitido al código penal. Pero querríamos subrayar u n a vez más las características del interrogatorio q u e se h a c í a en los confesionarios. C o n el pretexto de serenar y a y u d a r al penitente se intentaba escrutar, analizar y dividir la falta en categorías, con profusión de pormenores q u e acaso 2 3 3

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La carne, el diablo y el confesionario

sean intelectuales, pero que para muchos revelan algo de inconveniente, obsceno y enfermizo. Se sabe que uno de los rasgos centrales de toda confesión, cualquiera q u e sea el pecado que la suscita, es la exigencia de que se declare no sólo la falta sino también con quién se cometió, en la c o m u n i d a d o la familia, indicando la calidad de la persona. Sin d u d a este lado policial ha sido uno de los más desagradables de u n a práctica que, con justicia, m u c h o s consideran tranquilizadora para las conciencias. En el caso de la necrofilia encontramos el género habitual de preguntas, esta vez referidas al cadáver. Así monseñor Bouvier exige que el confesante necrófilo precise q u i é n era la v í c t i m a : " L a c i r c u n s t a n c i a de u n a mujer m u e r t a debe ser declarada necesariamente, así c o m o la calidad q u e ten í a , c u a n d o viva, de p a r i e n t e por c o n s a n g u i n i d a d o por alianza, de mujer casada o de religiosa". Una vez más el teólogo quiere dar prueba d e s u e s p í r i t u d e l i c a d o , d e las d i s t i n c i o n e s m á s sutiles, p a r a s u m a r eventualmente un pecado a otro, como si semejante crimen no bastara para justificar u n a condena absoluta.

¿Por qué? ¿Qué persiguen todos estos confesores en el pecado contra natura, sea el coito sin acoplamiento (polución), con un a n i m a l (bestialismo), u n a persona del m i s m o sexo (homosexualidad) o fuera del recipiente natural (sexo anal entre otros)? Es obvio que no - c o m o induciría a creer la designación— el hecho de q u e se aparte de la "naturaleza". A p u n t e m o s q u e esta noción, tanto en la visión cristiana como en u n a atea, es partic u l a r m e n t e vaga en un m u n d o q u e se ha vuelto esencialmente cultural, un m u n d o por doquier modificado desde que el hombre es hombre. ¿Qué queda de natural en un hombre en el cual todo es construcción, q u e todo lo ha aprendido, hasta la postura erecta, el pensamiento, las formas de hacer el amor; un hombre q u e además no cesa de cambiar de un siglo a otro? Lo que en realidad unifica el pecado contra natura, c o m p r e n d i d a la necrofilia, es el hecho de que i m p i d e la generación, o al menos e m p l e a vías ineficaces: conlleva la pérdida del semen fecundante, c r i m e n no sólo contra la persona, sino contra la especie. Pero entonces, ¿no será s e n c i l l a m e n t e la anticoncepción el primer pecado de este orden? S i n d u d a . Quizá en sus inicios el cristianismo insistiera más en la i m p u g nación del aborto, pues aparte del coitus interruptus, los métodos anticonceptivos de la época eran ineficaces. Lo cierto es q u e u n a teoría rel i g i o s a b a s a d a e n l a p r o c r e a c i ó n c o m o f i n ú l t i m o d e las r e l a c i o n e s

La confesión del pecado contra natura 161

sexuales no podía sino destacar curas vigilantes al interior de la pareja. Durante siglos, en un curioso ménage a trois, el confesor se acostó noche a noche en el lecho de los cónyuges; indiscreción ésta que no ha sido de las menores cometidas por el catolicismo romano.

La confesión de la pareja

En términos generales la confesión de las personas casadas ha atravesado tres épocas: u n a de severidad simple y tranquila, c o m p l e t a m e n t e agustiniana, antes de Sánchez y Ligorio; luego, bajo la influencia de éstos, alrededor de un siglo (de 1 7 5 0 a 1 8 5 0 más o menos) de relativa indulgencia durante el cual se evitó indagar en asuntos demasiado íntimos; por fin, con rigor creciente, un a larga lucha a ultranza contra las prácticas abortivas y anticonceptivas. Es cierto que esta visión sistemática reduce bastante la realidad. H a cia el siglo XII, por ejemplo, hubo un período de incipiente moderación del agustinismo, una tendencia a perdonar más fácilmente ciertas conductas fogosas. Asimismo, a partir de 1 9 5 1 , la autorización oficial del placer en la unión acarreó una especial clemencia. De todos modos, en cada época han coexistido confesores misericordiosos y perseguidores. Y en todas el conjunto de los pecados, entre ellos el aborto y la anticoncepción, suscitó interrogatorios m u y ceñidos. Pero, sin á n i m o de hacer una exposición cronológica del pecado en el m a t r i m o n i o , a q u í nos atendremos a la división en tres etapas. En todo caso la alternancia de dureza y elasticidad expresa las tendencias de la cúpula, algo que se verifica leyendo los textos romanos: paralelamente a la progresiva humanización de las directivas se da un rechazo acentuado a todo lo que pueda contravenir la "naturaleza" o alentar la unión sin fruto.

Bajo estrecha vigilancia M u c h o s se asombrarán quizá de q u e no siempre se haya dejado a los casados tranquilos y las apaciguantes ideas de Ligorio no se h a y a n i m puesto antes. Lejos de la unión frágil y dudosa q u e conocemos hoy, para la Iglesia el m a t r i m o n i o siempre ha sido —sobre todo mientras no

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La carne, el diablo y el confesionario

existió e l d i v o r c i o - u n a i n s t i t u c i ó n d i v i n a , e s p e c i a l m e n t e sagrada. C o m o enseña la demografía histórica, durante mucho tiempo produjo grandes cantidades de niños: c u m p l i ó celosamente la misión que se le había confiado. Por esta razón la Iglesia bien habría podido considerarlo desde el principio un espacio de libertad donde, salvo escándalo mayor, debía abstenerse de intervenir; actitud ésta que, a su vez, habría p o d i d o i n c i t a r a fornicadores y lujuriosos a c o m p r o m e t e r s e en un vínculo que les permitía beneficiarse de ciertas franquicias. Pero en modo alguno fue así. Al contrario: por largo tiempo, considerando el m a t r i m o n i o un ámbito de perdición, ingentes teólogos llamaron a someterlo a estrecha vigilancia. En el siglo XVI san Bernardino declaró q u e novecientos noventa y nueve de cada m i l m a t r i m o n i o s pertenecían al diablo; y esto sin tener en cuenta la anticoncepción, tal vez rara en la época, sino el simple ardor apasionado de los esposos. Para la tradición estoica y a g u s t i n i a n a el amor n u n c a dejó de ser un sentimiento sospechoso. Todavía en el siglo XVIII, el predicador Jacques Bridaine expresaba la m i s m a desconfianza al e x c l a m a r : "¡No todo está p e r m i t i d o ! ¡No todo! ¡Recordadlo bien y no lo olvidéis nunca! En el m a t r i m o n i o se cometen todos los días muchos pecados detestables" . De m o d o que el lecho c o n y u g a l debía ser objeto de investigación. ¿Quién podía encargarse de la tarea? B r i d a i n e h a c í a un l l a m a m i e n t o a la c o n c i e n c i a de cada cual, pero enseguida añadía: "Os remito a vuestros confesores". De la m i s m a manera, en el siglo XIX monseñor Bouvier, director de sem i n a r i o antes de ser obispo de M a n s , preveía u n a acción constante del director de conciencia sobre la pareja. El confesor convocaría a los novios antes de la boda, a u n q u e sin d u d a no obtendría gran provecho: si hablaba m u c h o los escandalizaría y, por otra parte, los preceptos generales apenas p o d í a n servir de algo. Por eso Bouvier o r d e n a b a q u e el confesor renovara la invitación poco después de consumado el matrimonio: 2 3 7

Entonces, de m a n e r a más adecuada, desarrollará las reglas expuestas más arriba sobre la obligación de cumplir el deber, la época en q u e h a y q u e c u m p l i r l o y reclamarlo, la m a n e r a en que se debe practicar el coito durante las m e n s truaciones, los embarazos, e t c é t e r a . 238

Ya entonces ( 1 8 2 7 ) , sin e m b a r g o , Bouvier se percataba del carácter contradictorio de lo que estaba exigiendo y, más que proponer un curso de educación sexual, pedía a los confesores q u e respondieran a todas las preguntas q u e les hicieran sin suscitarlas. Por otra parte los casados

La confesión de la pareja

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tenían deberes, y de esto había q u e informarles con claridad. El deber principal era no cometer adulterio.

Condena del adulterio A u n q u e en la literatura teológica se encuentran discusiones a raíz de todo, hay poquísimos textos indulgentes con el adulterio: la prohibición que pesa sobre él es uno de los grandes preceptos de la tradición cristiana y está expresada en un m a n d a m i e n t o bíblico. C o n todo, hemos llegado a descubrir un pasaje que, si no autoriza al hombre a engañar a su esposa, lo excusa si comete la falta con u n a mujer c a s a d a . . . realmente bella. En 1 8 4 3 , enredado en su casuística, el abate M o u l e t se atrevió a sostener que si alguien m a n t e n í a relaciones culpables con u n a mujer casada, "no porque estuviera casada sino porque fuera hermosa, haciendo abstracción de la circunstancia del casamiento, no incurriría en pecado de adulterio sino s i m p l e m e n t e de i m p u r e z a " . Confesamos que el pasaje está sacado de su contexto, q u e es m u c h o más restrictivo y enredado y no constituye un verdadero permiso de seducir a esposas ajenas. Lo consideraremos un mero ejemplo del grado de sutileza que llegó a alcanzar la teología moral. 239

Desde siempre la Iglesia ha instado a las personas casadas a atenerse a la fidelidad y, m e d i a n t e la confesión, ha actuado en este sentido reprobando a los culpables. La condena figura aún en el catecismo actual, que, sin la menor indulgencia, describe el adulterio como "injusticia". Q u i e n lo comete "lesiona el derecho del otro cónyuge y atenta contra la institución matrimonial. C o m p r o m e t e el bien de la generación h u m a n a y de los hijos, que necesitan que la unión de los padres sea estable" . N o hay n i n g u n a excusa. C o n v e n c i d a cada u n a de que asistía a la otra cuando en realidad la perjudicaba, la ciencia (o cierta ciencia) y la religión cristiana - q u e , ya lo h e m o s d i c h o , más q u e oponerse a m e n u d o se c o m p l e m e n t a r o n coincidieron en la condena del adulterio y en general trabajaron juntas para moderar la sexualidad del matrimonio. En 1 8 8 5 , para gran satisfacción de la Iglesia, el doctor M o n t a l b á n publicó u n a Biblia para jóvenes esposos q u e tuvo notable éxito. Cierto que alentaba los contactos sexuales, pero sólo dentro del matrimonio y con una moderación sobria. El propósito era propiciar la higiene conyugal, favorecer el nacimiento de hijos hermosos. Bajo la cubierta medicinal y profiláctica el libro repetía o justificaba casi todas las tesis católicas: rechazo del coito interrumpido y las caricias buco-genitales; abstención con la esposa estéril o menopáusica; acoplamiento en estricta postura 2 4 0

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clásica, el hombre encima de la mujer; todo en el único lugar apropiado: la cámara nupcial. Curiosamente el autor padecía aún alucinaciones debidas a la concepción medieval del esperma. El doctor M o n t a l b á n - p a r a quien el licor seminal era "vida en estado líquido"— estimaba que una pérdida de 30 gramos de esta sustancia equivalía a "la de 2 . 2 0 0 gramos de sangre", es decir más de dos litros... Obviamente había que condenar todo derroche, no sólo en la masturbación sino también en el adulterio, que no producía bebés primorosos. Razonamientos de este tipo siguen siendo esgrimidos hoy por ciertos movimientos pararreligiosos. Tomemos, por ejemplo, un periódico de los testigos de Jehová: un autor —no puede decirse q u e toda la sect a - sostiene que, según estudios científicos serios, el adulterio es perjudicial para la salud de los participantes: Para u n a persona con deficiencias cardíacas las relaciones sexuales ilícitas pueden ser fatales. Según la doctora Leonore R. Zohman, la relación sexual entre marido y mujer no fatiga más q u e subir dos pisos o bajar r á p i d a m e n t e a la calle. En c a m b i o las relaciones sexuales ilícitas causan gran tensión d e b i d o a la e m o c i ó n e x p e r i m e n t a d a por la conciencia culpable y la i n q u i e t u d de estar a la altura. Un estudio llevado a cabo en Japón ha demostrado q u e de cada diez decesos habidos en el curso de un coito, ocho ocurren en m e d i o de relaciones i l í c i t a s . 2 4 1

Sin negar que el acto sexual siempre exige un esfuerzo cardíaco, sin ignorar que un encuentro ilícito en un hotel impersonal provoca más tensión q u e el acto amoroso periódico en el domicilio conyugal, y sobre todo sin entrar en consideraciones médicas cuyo fundamento escapa por completo al historiador, hemos puesto los ejemplos precedentes para realzar un rasgo permanente de la visión del pecado de la carne que los confesores n u n c a han dejado de explotar: es peligroso. En la Edad M e d i a y el R e n a c i m i e n t o se condenaba incluso cierto m o d o de relación entre esposos: la "impetuosidad", y no otra cosa designaba para la Iglesia la palabra amor. El enamorado estaba por fuerza enamorado en exceso, insuflado de deseo, algo que la Iglesia nunca j u z gó bueno moral ni médicamente. Desde el siglo XII, con Guillermo de Auxerre, fue norma que los confesores se informaran de si los hombres "querrían tener comercio con su mujer a u n q u e no fuera su mujer", al punto de poder acostarse con ella fuera del m a t r i m o n i o . Si alguien contestaba q u e sí era porque amaba a su mujer abusivamente, y el cura debía poner coto al desborde afectivo. En sus instrucciones a los confeso-

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res, A n t o n i o de Butrio recomendaba averiguar si el hombre no se había casado por amor antes que por voluntad de p r o c r e a r . En el siglo XV, Bernardino de Siena estigmatizó al m a r i d o que se sirviera de su mujer más por placer que para tener hijos. El confesor, según él, debía recordar al hombre que "su esposa no era suya sino de Dios" y que las relaciones "demasiado frecuentes y afectuosas" eran p e c a d o . Un autor laico, el poeta y novelista Jean Bouchet ( 1 4 7 6 - 1 5 5 7 ) , m o ralista burgués de su tiempo, también denunció una impetuosidad que veía presente hasta en los amores legítimos. Según él, el ardor se expresaba de tres maneras: buscando la delectación —delectado, el placer— en el matrimonio; copulando para "saciar la lujuria", mediante incitaciones ue llamaba "caricias lúbricas y provocadoras"; por último, consumano "tal acto indebidamente, fuera del vaso acostumbrado o de otra m a nera que la ordenada por la naturaleza" . Bouchet no hacía más que repetir la secular concepción de la Iglesia en materia sexual. U n a tesis al principio oficial, más tarde tácita, cada vez m e n o s d e c l a r a d a y por fin r e p u d i a d a , pero s i e m p r e r e n a c i e n t e , siempre implícita, tal vez a ú n en nuestra época: el amor m a t r i m o n i a l debe carecer de locura, de excesos y en lo posible de amor. 242

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La obligación de cumplir No obstante es obligatorio hacer el amor. Además de prevenir el placer del coito d e m a s i a d o lujurioso, los confesores d e b í a n asegurar q u e el acoplamiento existiera y se repitiese. Siempre en ese marco contradictorio —hijos pero no amor, relaciones pero no sexo— tenían la misión especial de convencer a las mujeres de entregarse al deseo de los h o m bres, se entiende q u e por las vías naturales y en las formas autorizadas. Y es que, al elogiar sin límites la continencia, llamar a la pureza, subrayar el celibato de Cristo, alabar a la V i r g e n y vituperar a los maridos fogosos, el cristianismo siempre corría el riesgo de que sus afirmaciones fueran tomadas al pie de la letra. En nombre de la doctrina las esposas podían llegar a sustraerse a actos de halo tan infamante y rehusar el célebre deber explicitado por san Pablo. Así pues, innumerables textos recuerdan a la esposa que debe someterse al m a r i d o . Un a r g u m e n t o e m p l e a d o con frecuencia es q u e en caso contrario podría perderlo. El hombre se irá a copular a otra parte y ella será a la vez v í c t i m a y responsable de un adulterio. M o n s e ñ o r Claret opta por hacer hincapié en el irreprimible deseo del marido; en una invocación casi inconcebible, se esfuerza por convencer a las esposas de q u e los maridos son así, que los d o m i n a la concupiscencia y no

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h a y n a d a que hacer. Para demostrarlo llega a comparar el ardor carnal con la necesidad de defecar: una obligación irresistible. Es preciso pues q u e las mujeres cedan, porque nadie puede refrenar la urgencia de deponer su mierda: Considera, m i m u y querida hermana, que u n m a r i d o que uiera a su mujer y sienta por ella u n a gran pasión no pora guardar la continencia. Estás obligada, so pena de gran pecado, a abrirle los brazos y dar satisfacción a sus sentidos. Para que me comprendas apoyaré mi razonamiento en una comparación. Si, por ejemplo, os encontraseis presa de u n a fuerte urgencia, y si, h a b i e n d o expresado a tu m a r i d o el deseo de satisfacer las necesidades de la naturaleza, éste te llamase a dejar la cosa para el d í a siguiente o para ocho días después, seguramente pensarías que tu marido es i m p r u d e n t e o imbécil, y q u e te es por completo imposible esperar, e irías a deponer tu mierda en un lugar cualquiera. La situación en que se encuentra tu m a r i d o es en todo semejante a la que se produciría en mi comparación; y si te niegas a recibirlo, él irá a verter su esperma en otro vaso distinto del tuyo, y el pecado de su incontinencia recaerá sobre t i .

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C o m o tantos otros, un texto así prueba cómo la voluntad exagerada de explicar la Palabra, o la supuesta Palabra, llevó a ciertos confesores a caer en la más absoluta sinrazón verbal. De la m i s m a manera otros pretendieron detallar minuciosamente todo cuanto debían hacer los cónyuges para darse lo debido en caso de que el expediente presentase alg u n a dificultad. ¿No h a b r í a bastado e n u n c i a r la o b l i g a c i ó n en unas palabras, como san Pablo, y dejar el resto a los médicos? Al parecer no. A mediados del siglo XIX, por ejemplo, un vicario explica todo lo que se i m p o n e hacer y soportar en la lucha contra la impotencia. El marido debe "reanimar su vigor m e d i a n t e alimentos fortificantes". La mujer "cuya vulva esté d e m a s i a d o cerrada o sea demasiado estrecha se hará practicar u n a incisión o a m p u t a r el clítoris". Por ú l t i m o h a y un permiso de violación pseudoquirúrgica, extraordinario c u a n d o se conoce el gusto de la Iglesia por los métodos naturales y el rechazo a usar cualquier "instrumento" en el terreno sexual: Si por debilidad o exceso de ardor el hombre no pudiera romper el tabique vaginal, a u n q u e sea capaz de acoplarse, la mujer deberá permitirle vencer el obstáculo por medio

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de un consolador o instrumento cualquiera. C o m o en este caso el defecto debe imputarse no a la mujer, sino al marido, parecería más justo que éste tuviera que emplear para consigo los m e d i o s apropiados para e l i m i n a r l o . Sin e m bargo, si esto no le fuera fácil, se admite generalmente que a la operación se someta la mujer, visto que casándose ella le ha dado al marido el derecho a gozar de su cuerpo y facilitarle los medios para que pueda hacerlo sin gran trastorno. El e n s a n c h a m i e n t o p u e d e ser hecho sin inconvenientes y a u n sin herir el pudor, ya por el marido, ya por la mujer m i s m a ; el dolor resultante nada tiene de extraordinario, pues no es otro q u e el q u e sienten todas las vírgenes en el m o m e n t o de la d e s f l o r a c i ó n . 246

Así pues, con tal de no precipitar al c ó n y u g e al adulterio había que hacer lo que fuese. Si de todos modos ocurría lo peor, no obstante, los diccionarios de casos de conciencia tenían todo previsto. En los seminarios del siglo XIX, por ejemplo, se enseñaba q u é podía aconsejarse al penitente engañado por su esposa (casi siempre se contempla el adulterio de la m u j e r ) . ¿Podía el hombre negarle lo debido? Sí: la adúltera había perdido sus derechos. ¿Podía ella negarse? No: seguía siendo esposa de ese hombre y le debía obediencia. Pontas se preguntaba incluso si estaba permitido matarla. Y respondía que no, porque san Agustín lo había prohibido, a u n q u e sí destituirla: Non licet christiano uxorem adulteram occidere, sed tantum dimitiere. ¿Se le podía pegar? En el diccionario de Pontas, bajo la voz PEGAR, sólo figuran dos artículos. El primero examina si un amo puede pegarles a los criados a los que no ha podido corregir con reprimendas. El segundo discute el caso de un marido que para castigar a su mujer llega a golpearla. Pontas concluye que no se puede culpar ni al primero ni al seg u n d o , siempre q u e la aplicación del correctivo no sea producto del arrebato o la pasión. La mujer adúltera casada, reflexiona, se encuentra bajo la disciplina de su marido. "Por tanto hay que corregirla con eficacia, y a u n recurrir a los golpes c u a n d o las p a l a b r a s se v u e l v e n i n ú tiles." 247

Intimidades de la pareja casada En un m a t r i m o n i o q u e funcionara bien, otra tarea del confesor era verificar que se respetaran los principios de la teología moral y se m a n t u -

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viera una conducta apropiada. A partir de Ligorio, y sobre todo desde el siglo XIX, se i m p u s o la costumbre de no interrogar demasiado a los esposos mientras no hubiera sospecha de mal comportamiento: masturbación, pérdidas de semen, a n t i c o n c e p c i ó n , etc. H a b i é n d o s e i m puesto por fin el criterio de Sánchez, se a d m i t í a que los cónyuges se hic i e r a n caricias s i e m p r e y c u a n d o no fuesen contra n a t u r a . A s í , por ejemplo, Debreyne autorizó "todos los besos, contactos, abrazos, miradas y conversaciones obscenas entre esposos, sin caer en riesgo de polución y dentro de los límites de la decencia natural". En esos escarceos sólo podía haber pecados veniales. ¿Pero cómo saber si se m a n t e n í a n "dentro de los límites de la decencia natural"? La libertad que otorgaba el primer párrafo volvía enseguida a m a n o s del confesor. Los esposos podían hacer lo que quisieran, sí, pero a condición de hacer después relatos detallados. No le quedaba a la relación n i n g u n a posibilidad de secreto; unas páginas después del párrafo recién citado, el padre Debreyne afirmaba su derecho a interrogar exhaustivamente: El confesor preguntará a los esposos por la cuestión de las caricias impúdicas u otras infamias q u e cometieran a m e n u d o entre ambos. Puede comenzar así: "¿No has hecho con tu cónyuge n a d a fuera de lo permitido por el matrim o n i o , es d e c i r de las cosas necesarias p a r a la procreación?" Si él responde q u e h a y a l g u n a cosa tal, habrá que preguntarle en qué consiste y al fin llevarlo a declarar si hubo contactos o ejercicios vergonzosos. H a y que preguntar si hubo polución, o peligro de sufrirla o f a v o r e c e r l a . 248

Nos parece que en tiempos más modernos, y en particular más cercanos a nosotros, la n o r m a tendría la enunciación siguiente: los confesores se mostrarán indulgentes con todo comportamiento de los esposos siempre y cuando se satisfagan dos condiciones; a saber, que las posturas amorosas sean seguidas de emisión en el vaso y que no h a y a en el acto n a d a favorable a la anticoncepción y el aborto. Lo cual significa q u e , pese a las muchas declaraciones oficiales sobre su a b a n d o n o , la estricta teoría a g u s t i n i a n a sigue en la u r d i m b r e del pensamiento eclesiástico. Se p e r m i t e prácticamente todo (salvo los actos contra n a t u r a ) , en el e n t e n d i d o de que concluya con un hecho eficaz a la generación. Ya en el siglo XVI, un m a n u a l aconsejaba acusarse del siguiente m o d o : " H e buscado y obtenido placer carnal de forma ilícita y siempre con demasiado ardor. He pensado poco en la procreac i ó n , bien para el cual se ha i n s t i t u i d o p r i n c i p a l m e n t e el m a t r i m o n i o " . La palabra esencial de este texto es principalmente. Todavía 2 4 9

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hoy, después de que en 1951 el Papa hubiese a d m i t i d o la l e g i t i m i d a d del placer entre esposos, el objetivo principal sigue siendo la producción de un niño. Es posible pues permitirse cualquier acto amoroso, en los límites de lo natural, siempre y c u a n d o no se actúe por mero placer sino para procrear. La diferencia con otras épocas no es pequeña; en realidad, tampoco es grande. U n e j e m p l o —largamente d e b a t i d o p o r los t e ó l o g o s - p e r m i t i r á c o m p r e n d e r mejor q u é está v e d a d o y q u é se ha vuelto aceptable en ciertas condiciones. Se trata de las posturas en q u e p u e d e copular la pareja casada. En la visión a n t i g u a , salvo caso de g o r d u r a o enfermedad, h a b í a u n a sola posición tolerable: la l l a m a d a del "misionero", sin variantes gimnásticas de n i n g u n a especie. Todas las demás, se creía, tenían por meta a u m e n t a r el placer. A ú n h o y existen curas, quizá ancianos y form a d o s en u n a teología restrictiva, a g u s t i n i a n a m e n t e convencidos de que el placer debe prohibirse, que el único objetivo de las relaciones m a t r i m o n i a l e s es producir hijos. Así, un confesor italiano pregunta: "¿Sabes tú q u é significa «acto c o n y u g a l » ? Significa q u e ese acto está destinado a procrear. Conducirse por un mero fin erótico no está permitido". Otro cura precisa: "Es la voluntad de Dios, hijo mío. El no nos ha dado testículos y vaginas para que experimentemos placer, sino para que reproduzcamos la e s p e c i e " . M á s directo si cabe, en todo caso inquieto por informarse de la manera teológicamente l l a m a d a more canino o more canum, un confesor de la iglesia de San Lorenzo de Ñapóles le pregunta a u n a penitente casada: "¿Te hace él darte la vuelta para solaces lúbricos?" 250

En realidad h o y un cura menos severo p o d r í a autorizar todas las posiciones mientras sólo fueran prólogos sin eyaculación del acto final, que debe efectuarse de forma clásica y completa. Por cierto, esta ú l t i m a palabra se ha vuelto capital entre los confesores. Es la nueva balanza del Bien y el M a l . El acto tiene que ser completo; debe c u l m i n a r con eyaculación en el lugar correcto. Dado lo cual todo lo precedente, excepto prácticas contra natura como el coito anal, será juzgado venial o benigno. H a y otra práctica largamente combatida que, sin haber logrado autorización expresa, ya no desata tanta cólera. Es el contacto buco-genital, q u e la m e d i c i n a l l a m a fellatio y la teología irrumatio. Antes de 1951 era rechazado tajantemente, incluso cuando no entrañaba pérdida de semen. Era una forma de bestialismo. Severo al respecto en grado s u m o , Bouvier había denunciado los "actos obscenos que repugnan al pudor natural: por ejemplo cuando la mujer toma en su boca el príapo del marido, es decir el m i e m b r o viril, o se lo pone entre los senos". Estaba haciéndose eco de u n a vieja tradición cristiana, la de la epístola

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de san Bernabé, que hacia el año 130 había vituperado a los q u e i m i t a ban a "la comadreja, ese a n i m a l q u e concibe con la boca". Billuart hablaría de u n a "desmesura infecta". A u n q u e titubeara, Ligorio tampoco p u d o ser indulgente: afirmó que era pecado m o r t a l , y tras él lo hicieron todos los grandes redactores de tratados de confesión. Sin e m b a r g o h a c i a 1 8 5 0 , basándose en los testimonios de ciertos teólogos liberales —Sánchez, Sporer, el propio L i g o r i o - , el R. P. Louvel, en un párrafo de t e m p e r a m e n t o harto clásico, podrá incluir u n a frase capital: 2 5 1

Cualesquiera contactos, miradas, etc., q u e se j u z g u e n útiles y necesarios para provocar los deseos y satisfacerlos son p e r f e c t a m e n t e l í c i t o s ; u n a vez c o n c e d i d o e l p r o p ó s i t o , también lo están los medios de alcanzarlo. Dichos medios son el preludio del coito y casi forman parte de él. No se puede exigir a los esposos que se entreguen a copular de inmediato, sin haberse dado testimonios naturales de amor ^ . 2

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Después de esta concesión, que asimila los actos preliminares del coito final siempre y cuando —remarquémoslo- el coito final se efectúe comp l e t a m e n t e y sin a r d i d e s , la fellatio será t á c i t a m e n t e a d m i t i d a en el c a m p o de lo tolerado. Esto no significa que se h a y a aceptado la polución en la boca de la pareja. Semejante despilfarro de e s p e r m a sigue pareciendo a los confesores u n a monstruosidad, y así lo expresa uno en la iglesia r o m a n a de la Santa C r u z de Jerusalén: "¿Te vierte el esperma en la boca? Es un acto bestial y está p r o h i b i d o " . Otros testimonios, con todo, muestran u n a evolución de la Iglesia frente al conjunto de actos preliminares de la cópula. 253

La encuesta realizada alrededor de 1970 por los periodistas italianos Valentini y Di M e g l i o recoge noventa y seis entrevistas sobre la cuestión específica de lo permitido en el matrimonio. La respuesta es u n á n i m e e inequívoca. C o n exclusión de los actos contra natura —esencialmente el coito anal, la pérdida de semen, la anticoncepción y el a b o r t o - , entre esposos está autorizado todo, a condición de que el acto c u l m i n a n t e sea natural y completo. Los juegos de amor físico no suscitan prohibiciones si son previos a un acto propicio a la generación. Todos los curas italianos responden igual, indicio cierto de q u e la jerarquía ha dado instrucciones. Iglesia de San Agustín, en M o n t e p u l c i a n o : "En estos aspectos del acto c o n y u gal h a y q u e hacer u n a distinción. M i r a , la Iglesia los p e r m i t e sólo dentro de la m e t a del acto. Podéis emplear incluso la boca, los ojos y otros órganos, siempre y c u a n d o el objetivo sea correcto". Iglesia de Todos

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los Santos, en R o m a : " M i r a , entre m a r i d o y mujer está permitido besarse, estrecharse, acariciarse, todo lo que sea incitación al acto carnal. Pero h a y que acabar por el acto regular, natural, normal". Iglesia de S a n A n d r é s , O r v i e t o : "Os podéis acariciar las partes sensibles, pero siempre dentro de la m i s m a meta: el acto c o n y u g a l " . D a d a u n a doctrina tan transparente y comprensible, q u e d a un solo misterio: ¿a q u é se debe la insistencia de ciertos confesores por romper la i n t i m i d a d de la pareja, la casi insensata exigencia - m a n i f i e s t a en los confesionarios italianos— de detalles verdaderamente escabrosos sobre la vida í n t i m a de los esposos? Si hoy en día una enorme cantidad de creyentes ha a b a n d o n a d o los confesionarios, ¿no es porque están hartos de u n a inquisición tan contraria a los nuevos principios? A lo q u e se niegan, sin duda, es a exponer su territorio sexual, un jardín privado q u e creen les pertenece en exclusividad, por m u y buenos cristianos que sean. Así responden al ataque contra un derecho de la persona q u e desde hace más de un siglo se considera imprescriptible: el derecho a la intimidad. 2 5 4

Guerra a la anticoncepción Sería un error pensar y una falsedad escribir q u e la lucha de la Iglesia contra el aborto y la anticoncepción es un fenómeno actual. No obstante el problema se ha desplazado. Desde hace cincuenta años ya no se sitúa en el confesionario. A partir de la década de 1 9 5 0 el debate sobre la planificación de la natalidad, sobre los métodos químicos para materializarla, se ha vuelto ideológico: u n a cuestión social. Los fieles ya no se rebelan simplemente contra la confesión, sino contra la Iglesia, acusándola de abusar de su autoridad y reducir a la mujer a una función p u r a m e n t e reproductora. Son problemas graves, relacionados con la deserción general q u e sufre hoy el catolicismo, y de los cuales nos ocuparemos más adelante. D e t e n g á m o n o s un m o m e n t o en las épocas en q u e no existían los anticonceptivos q u í m i c o s . Al confesor le bastaba con preguntar si la penitente no ingería "venenos de esterilidad" o el hombre no vertía el esperma fuera del recipiente. Estas i n t i m i d a d e s no se debatían en la plaza pública, sino en la p e n u m b r a del confesionario. La condena de las malas prácticas empezó m u y pronto. Las primeras indagaciones concernían al aborto y el infanticidio, primeros m e dios q u e inventó el h o m b r e para desembarazarse de la progenie agobiante. Desde el siglo VIII los confesores fueron invitados a formular p r e g u n t a s precisas sobre l a a n t i c o n c e p c i ó n , m e d i o m á s sofisticado

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a u n q u e se r e m o n t a r a a O n á n y s e g u r a m e n t e no m u y e x t e n d i d o por entonces al principio. En el siglo X —mientras a m e n u d o la confesión sigue siendo p ú b l i c a - , el penitencial de Reginon de P r ü m refiere q u e todo obispo que pasaba por una población tenía el deber de lanzar una advertencia a los criminales y las abortadoras. El clérigo i n q u i r í a si entre la asistencia h a b í a personas "que hubieran m a t a d o a un marido o a c u a l q u i e r otro ( i n c l u i d o s los niños recién n a c i d o s o por n a c e r ) con hierbas ponzoñosas y venenos m o r t a l e s " . Todos los grandes teólogos de la Edad M e d i a trataron la anticoncepción y el aborto en términos durísimos e insistieron en que se profundizaran los interrogatorios al respecto. Jean Gerson tronaba contra "la negativa a tener hijos, bien antes de la concepción, desnaturalizando el m a t r i m o n i o , bien después, provocando el aborto m e d i a n t e vestidos demasiado ceñidos, danza, golpes, pociones y otros métodos". Bernardino de Siena prometía el infierno a los que "se acercaran el uno al otro de manera que no permita engendrar". Hasta el siglo X I X , pese a un oscuro texto de Sánchez q u e parece autorizar el interruptus en ciertos casos, las cosas no h a b r á n c a m b i a d o m u c h o , y monseñor Gousset aconsejará: " N i n g u n a razón puede excusar del pecado mortal al m a r i d o q u e se retire more Onan, ne seminet intra vas uxoris (a la m a n e r a de O n á n y no eyacule en el vaso de la espos a ) " . En cuanto a monseñor Claret, sugirió que el hecho de retirarse en el m o m e n t o del acto primero no era un método seguro para evitar n i ñ o s y s e g u n d o p o d í a provocar deformaciones y m o n s t r u o s i d a d e s : "Existe otro peligro, a saber: q u e el niño que introduces en el m u n d o sea estropeado, deforme o e n c l e n q u e , p o r q u e en el m o m e n t o de la concepción habrá faltado una parte del semen necesario". Por ú l t i m o un gran prelado, el cardenal M e r m i l l o d , atribuiría a las prácticas anticonceptivas la gran derrota militar francesa de 1870: "Habéis rechazado a Dios y Dios os ha golpeado. Por un cálculo espantoso habéis cavado tumbas en vez de llenar cunas y luego os han faltado combatientes", exclamaba en Beauvais el 14 de julio de 1 8 7 2 . Parecía como si el futuro, la salud y la salvación de Francia dependieran de la blandura o el rigor de los confesores. Introduzcamos a q u í unas palabras sobre técnicas de control, para señalar la aparición del preservativo, objeto más a n t i g u o de lo que suele pensarse. La p r i m e r a alusión data de comienzos del siglo XVIII. En 1 7 1 2 , durante la conferencia de Utrecht, entre la n u t r i d a concurrencia de diplomáticos y militares se extendió el r u m o r de q u e un hábil artesano de la c i u d a d v e n d í a un p e q u e ñ o artefacto l l a m a d o condom q u e protegía de la sífilis. Estaba hecho con tripa de vaca o cordero. El invento llegó m u y pronto a París, donde se hizo corriente utilizarlo; confeccionado con intestino ciego de cordero, liso y flexible, con forma 255

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natural apropiada, las clases acomodadas lo adoptaron como m é t o d o anticonceptivo. En 1 7 5 0 la Justicia condenó a siete meses de prisión y destierro de París a un buhonero de nombre Jardin, detenido en posesión de "veintiocho c o n d o n e s de v e j i g a festoneados de u n a a n g o s t a cinta roja". Por entonces ya se había olvidado el origen holandés del aparato; los parisinos creían que h a b í a llegado de Inglaterra. D u d a b a n de qué n o m b r e darle. La p r i m e r a p a l a b r a q u e se i m p u s o fue "condón" (sin d u d a del l a t í n condere, esconder, p r o t e g e r ) . En 1 8 1 7 , c u l m i n a d a la obra del olvido, se atribuyó el invento a cierto "doctor Condón" de Londres. En sus Memorias secretas B a c h a u m o n t ( 1 7 6 7 - 1 7 7 1 ) h a b l a de unos "redingotes ingleses". C u a n d o poco antes de 1 8 5 0 se descubrió la v u l c a n i z a c i ó n del c a u c h o fabricar el utensilio se hizo m u y fácil. En 1 8 9 0 algunos periódicos ya aceptaban publicidad de "vestidos impermeables de uso íntimo"; se les empezaba a llamar "preservativos antisépticos". En 1 9 4 0 los Estados Unidos fabricaban cuatro millones de unidades diarias; pronto los incluirían en las raciones cotidianas de los soldados que iban a desembarcar en N o r m a n d í a . Volviendo a nuestro tema, desde la segunda m i t a d del siglo X I X el nuevo procedimiento abrió el abanico de las posibilidades anticonceptivas y complicó la tarea de los confesores. La Iglesia tomó cartas y a comienzos de 1853 fue planteada al Santo Oficio la pregunta siguiente: "¿Puede u n a mujer ofrecerse pasivamente a u n a relación si el h o m bre se sirve de un preservativo?" La respuesta, e m i t i d a el 19 de abril del m i s m o año, fue n e g a t i v a . 257

El arte de lo esquivo Nos parece, sin embargo - s i n entrar en el debate sobre el papel social de la anticoncepción—, que en la confesión se ha abierto lento paso una tendencia nueva consistente en que el confesor busque cuál de los cónyuges es el responsable de la mala conducta. Se encuentran ejemplos ya en el siglo pasado, pero en el nuestro la cosa es más evidente. En 1948 el abate Chamson adoctrinaba así a sus seminaristas: "Gracias al interrogatorio indicado en el capítulo II habéis descubierto que el penitente es onanista [según la t e r m i n o l o g í a a n t i g u a , q u e practica el coito i n t e r r u m p i d o ] . Ahora debéis proseguir la investigación para averiguar de qué tipo es su onanismo. Se trata de saber si el onanista es autor principal o cooperante. Basta con formularle la siguiente pregunta: ¿Eres tú el que toma personalmente las medidas para evitar un nacimiento? ¿Es tu c ó n y u g e ? " De modo que la idea era dividir las responsabilidades. 258

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No cabe d u d a de que en el seno de la Iglesia la cuestión se debatió; pues podríamos citar, inversamente, textos q u e ordenan a la mujer no recurrir a la anticoncepción en n i n g ú n caso, negarse al m a r i d o y en últ i m a instancia mentirle, "fingir alguna dolencia o asuntos serios [la reg l a ] " , c o m o aconsejaba M a r t i n le Maistre en el siglo X V . Pero en los ú l t i m o s tiempos, parece cierto, la j e r a r q u í a ha d a d o a los confesores instrucciones para que inviten a hombres y mujeres por igual a "tener m a n g a ancha' si el otro a s u m e la responsabilidad de la a b o m i n a b l e práctica. Q u e d a una sola advertencia: no h a y que participar. Al segundo c ó n y u g e , la "víctima", le basta con usar la "técnica de la ausencia" que ya hemos visto entre parejas no casadas. El procedimiento vale t a m b i é n para la fellatio con e m i s i ó n de sem e n , en la que, sin embargo, en principio parece indispensable el concurso de la mujer. "Si tu marido insiste en que continúes", dice un cura cuyo testimonio quedó registrado en la encuesta italiana de 1 9 7 3 , "puedes decirle que no estás de acuerdo y conformarte con hacerlo pasiva y obligadamente". Y lo m i s m o para el coito interrumpido. A u n a mujer temerosa de que el esposo la abandone si no se aviene a sus exigencias otro cura italiano le aconseja: "Entre dos males, déjalo que se retire a tiempo, pero no cooperes". Por fin he aquí la excusa ofrecida a un m a r i d o c u y a mujer toma la pildora: "Compórtate c o m o sugiere tu mujer, pero déjale la responsabilidad de la decisión". El principio general q u e d a e n u n c i a d o en estas palabras de un confesor: "Escucha, te diré la regla: no debes empujar a tu marido a hacer cosas anormales, pero tampoco te n i e g u e s " . Pese a todo, el deber sigue siendo el deber. En Francia encontramos los mismos principios. A u n a esposa q u e p r e g u n t a c ó m o debe actuar frente al onanismo de su marido —de quien sabe que llegado el m o m e n t o evitará la fecundación—, el abate C h a m son le sugiere: " S i n d u d a es siempre lamentable empezar un acto que conducirá al pecado de tu marido. No obstante, en el caso en que te encuentras tú no participas directamente en la falta. Es él quien t o m a la i n i c i a t i v a . . . Entonces, para evitar inconvenientes, podrías aceptar la exigencia de tu cónyuge, y la m a y o r í a de las veces deberías h a c e r l o " . La confesión de los cónyuges encaja perfectamente en el marco teológico liberal que acabamos de esbozar. H a c i a mediados del siglo XX si¬ uen en vigencia prohibiciones a m e n u d o absolutas, las indagaciones egan hasta el lecho y las preguntas son apremiantes; pero las penas, m u y variables, de fundamento cada vez más incomprensible, dejan traslucir u n a suerte de malestar, dudas que asaltan incluso a los confesores. 2 5 9

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En el confesionario se ha j u g a d o m u c h o al gato y al ratón. Nos negamos a dar crédito a esos manuales que califican la confesión tradicional con u n a plétora de adjetivos amables, dando a entender q u e fluía con dicha y espontaneidad. Esta visión, idílica pero poco fiel a la realidad constatada por nosotros, se basa en las ocho cualidades que santo Tomás exigía a la penitencia, las dieciséis que enumeraron los escolásticos o las diecisiete enunciadas por J. P. C a m u s . Para todos ellos la confesión no podía ser sino simple, pura, h u m i l d e , fiel, sincera, etc. Eso dictaba el ideal: u n a confesión que m a n a r a voluntariamente del corazón del pecador. Toda dulzura —conforme al C o n c i l i o de Trento—, sin d u d a esta confesión ha existido, pero sólo en relación a ocho de los diez m a n d a mientos. El cura escuchaba lo que los penitentes tenían q u e decir sobre juramentos, mentiras, gula y otros pecadillos. Pero a propósito de las faltas sexuales, contra las cuales la Iglesia libraba un combate, de escuchar s u m a r i a m e n t e pasaba en seguida a interrogar, tal vez más allá de lo decente. Respecto a estas faltas los manuales dan a los confesores u n a serie de instrucciones agresivas. Les explican cómo hacer hablar, cómo estim u l a r la palabra, cómo liberarla, cómo echarla a rodar. No se daba por sentado que el penitente contara. La confesión era una técnica. Si e x a m i n a m o s las instrucciones veremos q u e la estrategia siempre se d e s p l e g a b a en dos t i e m p o s : p r i m e r o el c u r a j u g a b a con u n a sumes ta franqueza, un i n t e r c a m b i o entre dos a m i g o s , uno de los cuaes q u e r í a consolar al otro. A c o n t i n u a c i ó n t o m a b a la iniciativa y dese n t r a ñ a b a el m a l a t a c a n d o el fondo d o n d e se escondía para escapar a la luz del perdón.

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El m o m e n t o de oír Primero el cura debía escuchar las palabras del pecador. Sobre todo no debía ponerles obstáculos. Ser un confidente amistoso y eventualmente el bonachón que no c o m p r e n d í a del todo y en todo caso n u n c a se asombraba. Gerson, por ejemplo, recomendaba que al principio se le pusiera al penitente buena cara. H a b í a que recibirlo con simpatía, acogerlo. S i n d u d a Gerson era consciente de la falsedad, porque sugería m a n t e n e r la actitud "aun si la í n d o l e de los pecados pareciera exigir dureza". Pero lo indispensable al comienzo, decía, era instaurar u n a confianza r e c í p r o c a . Para crear ese clima, insisten todos los manuales, el cura no debía manifestar n i n g ú n sentimiento. " S e comportará apropiadamente —dice Debreyne—, sin q u e su a p a r i e n c i a exprese e m o c i ó n o a s o m b r o por nada." Debía incluso dar la impresión de q u e el relato no le interesaba, ocultar toda curiosidad y conservarse impasible, como si lo q u e estaba oyendo no le concerniera. A fin de no cortar al penitente, lo más sencillo era guardar silencio, no intervenir ni siquiera si la confesión parecía incompleta. A fines del siglo XVII la diócesis de A m i e n s instruía específicamente sobre este silencio: "El confesor no debe interrumpir, ni reprender, ni interrogar al penitente hasta q u e éste h a y a acabado todo lo que se había propuesto decir" . Dicho e n términos modernos, l a p r i m e r a entrevista n o debía ser "directiva". Las mismas instrucciones —como ya hacia 1 3 6 0 hiciera el Manipulis curatorum de G u y de Montrocher— recomendaban t a m b i é n no escupir al suelo, sugerencia q u e hoy nos sorprende, pero que indica que en aquella época se manifestaba fácilmente el desprecio con este tipo de proyecciones. Desde luego el cura debía abstenerse de hacer reproches. Alfonso de Ligorio reprueba que en el confesionario se muestre "el menor disgusto o conmoción" y exige "abstenerse de cualquier reprimenda"; el penitente podría tomar este tipo de manifestaciones tales por signos hostiles y deponer su buena voluntad. Podría dejar de hablar. Pero es fundamental no perder de vista el fin: obtener confesiones lo más completas posibles. Por eso, provisoriamente, se i m p o n e no decir nada, no sobresaltar, no criticar. Pero, ¿cómo? En cierto m o m e n t o , por fuerza, el confesado hará u n a pregunta y esperará una respuesta. Y la pregunta, lejos de ser superflua, concernirá a su caso, a lo que acaba de contar. S i n d u d a irá al fondo de las cosas. Probablemente equivaldrá a una frase m u y c o m ú n en las consultas médicas: "¿Es grave, doctor?" Si la confesión - a l menos la parte espontánea— no hubiera terminado, el confesor deberá mostrarse evasivo. Responderá sesgadamente. 262

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Gerson piensa q u e , sea cual sea el pecado, h a y q u e tratarlo c o m o si fuera m u y c o m ú n , trivial. Así el penitente, en vez de culpable, se sentirá a l e n t a d o a a h o n d a r la e x p l i c a c i ó n . Si la p r e g u n t a gira sobre "el c a l e n t a m i e n t o del m i e m b r o v i r i l " , el m i s m o Gerson p r o p o n e exc l a m a r : " ¿ Q u é h a y e n ello d e vergonzoso? ¿Por q u é esta a c t i t u d ? " U n a vez t r a n q u i l i z a d o así el p e n i t e n t e , la confesión saldrá s o l a . La m i s m a táctica se e n c u e n t r a en u n a carta de Francisco Javier al padre Gaspard Barzé, e n c a r g a d o de la m i s i ó n de O r m u z (y q u e figura en todas las e d i c i o n e s de C a r l o s B o r r o m e o del siglo X V I l ) . Es preciso asegurar al penitente q u e "infinidad de veces h e m o s tratado con alm a s m u c h o m á s c r i m i n a l e s y p e r d i d a s " . En r e s u m e n , t r a n q u i l i z a r , banalizar. S i n embargo: ¿no es un forma de la mentira dejar que el penitente piense que su asunto es banal? Callarse, todavía no; en todo caso sería pecar por omisión. ¿Y hablarle al confesado, asegurarle q u e su falta es benigna? H a y dos respuestas posibles a la objeción, y ambas son rodeos: una es que el cura baje los ojos; la otra, que pase enseguida al contraataque. Todos los especialistas de cierta importancia piden al confesor que baje los ojos. Gerson sugiere que desvíe la mirada y haga como que no escucha: "como si le estuvieran contando un cuento", dice. G u y de Montrocher justifica la mirada baja del confesor por la necesidad de permitir que el confesado "se a n i m e progresivamente". Monseñor Gousset dice que el cura "no debe mirar rijo al penitente, sobre todo si es una persona del otro sexo". De todas maneras el suplicio del confesor será corto. Los pecadores n u n c a h a b l a n m u c h o . L l e g a d o e l caso h a b r á q u e d e s c u b r i r s e e i n terrogarlos. 2 6 5

El a l u m b r a m i e n t o Carlos Borromeo dice que el confesor tiene una doble función: es a un tiempo m é d i c o y juez. Ahora bien, el médico escucha un rato y luego debe dar órdenes. El juez t a m b i é n empieza escuchando, pero es raro que el delincuente le confiese todo. En ambos oficios la acción debe suceder al m o m e n t o pasivo. Lo m i s m o ocurre con la confesión, sobre todo en el terreno sexual. Después de haber escuchado con paciencia e impavidez llega el m o m e n t o de decir: ¡Ahora veremos, pecador! El penitencial de Bartolomeo de Exeter (fines del siglo XIl) presenta el paso a la segunda fase de una manera m u y graciosa: "Queridos bienamados, puesto q u e acaso no todo lo q u e habéis hecho está presente en v u e s t r o espíritu, voy a preguntaros".

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No es seguro que el inquisitorial interrogatorio q u e vemos despuntar aquí h a y a existido desde el comienzo, al menos en materia de pecados sexuales. Sin d u d a las primeras confesiones públicas tenían un carácter m u c h o m á s e s p o n t á n e o . A c a s o c u a n d o las r e g l a s del decoro —que como lo demás son h i s t ó r i c a s - no habían establecido a ú n q u e sobre las i n t i m i d a d e s de la generación había que ser discretos, cuando el pudor reinaba menos y la fe era más intensa, los confesados pudieran hablar más libremente, hasta de cuestiones delicadas, sin que hiciera falta interrogarlos. Tal vez pidieran ellos mismos la p e n a y el alivio, valientes y felices de recibir una y otro. Entonces la confesión debió de ser —como habría tenido q u e ser s i e m p r e - no una obligación sino casi una recompensa. Si esta visión es exacta explicaría que antes del siglo VII no se encuentren instrucciones sobre u n a de las materias que desde hace dos siglos forman el núcleo de la mecánica confesional: la anticoncepción. Es a comienzos del siglo IX cuando Teodolfo, obispo de Orleans, impulsa a sus curas a llevar el interrogatorio al terreno de la fornicación y el coito interrumpido. A f i n e s del siglo XI, el Decretum de Burchard contiene u n a serie de preguntas precisas a que había que someter sistemáticamente a las mujeres. No se trata ya de esperar que abran el corazón, sino de inquirirles detalladamente si practican la homosexualidad, la masturbación, el bestialismo, el incesto, el aborto o la anticoncepción . Es ésta la tradición q u e se impuso en general: más que u n a entrevista tranquilizadora la confesión es un combate con el diablo que habita en cada pecador. Pese a las moderadas instrucciones impartidas por el C o n c i l i o de Trento la confesión acabó por convertirse en una extracción, un a l u m b r a m i e n t o doloroso, en ocasiones con m o m e n t o s de extrema violencia. ¿Por qué? Porque el niño no siempre sale solo y en ese caso h a y q u e recurrir a fórceps m a y é u t i c o s . Porque el pecado sexual está enterrado en el hombre, intuición ésta de la Iglesia que podríamos calificar de prepsicoanalítica. Debreyne sostiene que, más aún q u e las ersonas libres, a m e n u d o los esposos pecan sin saberlo o sin querer saerlo. Es propio del confesor sabio, pues, aplicarse a "descubrir las numerosas y horribles llagas de las almas hundidas en la materia y a m e n u d o hasta en la más infecta corrupción". A este efecto, concluye, las más de las veces será necesario hacer "las preguntas indispensables" . 2 6 6

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¿ C ó m o interrogar? C a d a confesor ha t e n i d o su m é t o d o ; cada m a n u a l , su m o d o de e m pleo. Sin embargo nosotros hemos detectado coincidencias que vale la

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pena señalar, "trucos" prácticos q u e se han venido repitiendo en diferentes lugares y siglos y cuyo supuesto fin es facilitar los relatos. U n a b u e n a forma de entrar en materia es q u e el cura m i s m o se d e clare c u l p a b l e , o al m e n o s sujeto de t e n t a c i ó n . S a n Francisco J a v i e r decía q u e era preciso "confesarle al p e n i t e n t e nuestras propias m i s e rias"; de este m o d o se sentiría menos solo en su flaqueza. Numerosos confesores de los siglos XVII y XVIII elogiaron esta receta: el jesuita V i n cent Houdry, Bertrand de la Tour o Joseph Chevassu, párroco de las Rousses, la consideraban u n a g a r a n t í a de éxito. Lo cierto es q u e en nuestra época volvemos a encontrarla en los confesionarios italianos. En la iglesia r o m a n a de San C a r i o al Corso un confesor dice a su penitente q u e el diablo no deja en paz a nadie; en la de los Dominicos, de Bolzano, otro confía q u e los ministros de Cristo no escapan a n i n g u n a t e n t a c i ó n . Por supuesto q u e a estas declaraciones de principio n u n ca siguen revelaciones. La partida no se j u e g a en condiciones de i g u a l dad. Tanto el confesor como el confesado hablan de la tentación, quizá hasta se declaran culpables, pero sólo uno de ellos tiene q u e entrar en detalles. O t r a h e r r a m i e n t a f u n d a m e n t a l es la p a c i e n c i a . H a y q u e avanzar poco a poco. C i e r t o s confesores p r o p o n e n ir de abajo h a c i a arriba, otros de arriba hacia abajo. De hecho es el m i s m o método: la idea es engatusar al confesado, inducirlo a la confesión plena m e d i a n t e pistas y toques sucesivos, palabra por palabra, pecado por pecado. M o n s e ñ o r Gousset, defensor de la progresión lenta, recomienda i n terrogar sobre el sexto m a n d a m i e n t o e m p e z a n d o por "lo que h a y de menos odioso". En 1 9 4 8 el abate C h a m s o n , fiel al método, muestra cómo pregunta a pregunta acaba por aparecer la verdad: 268

Interrogad progresivamente. Empezad por preguntas m u y generales y, si cabe, pasad luego a cuestiones específicas... Para el niño tras el despertar de la pubertad: si el penitente confiesa haberse tocado, vosotros le decís: "¿Lo has hecho expresamente? ¿Durante cierto tiempo? ¿Y para >rocurarte placer?" Si responde q u e sí, de ordinario habrá legado a la polución. No lo interroguéis m u c h o m á s .

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La otra posibilidad, c o m o hemos dicho, es ir de la falta más pesada a la más leve; la ventaja es que así la angustia va d i s m i n u y e n d o y se puede obtener u n a confesión m á s fácil. En el siglo XVII, el jesuita P h i l i p p e d ' O u t r e m a n aconseja enunciar pecados enormes, que sin d u d a el fiel no ha c o m e t i d o , y l u e g o repasar otros c a d a vez m e n o s graves hasta acertar. "¡Ése es el m a l d i t o pecado que no me atrevo a decir!" A lo q u e

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el buen padre, tranquilizador, podrá responder: " M u c h o más gruesos los hay en mi libro. ¡Yo tengo medios para absolverte de éste y de mil otros más g r a v e s ! " El confesor deberá ser diestro, pues se trata de u n a persecución, un a c o s o . . . o en eso al menos se convierte el encuentro. La ya citada carta de san Francisco Javier llama a "sacar a la tortuosa serpiente de su m a driguera". A l g o así no se puede hacer sin armas, celadas y doble lenguaje. Por eso, san J u a n Eudes se inclina por el uso de palabras dulces: n a d a sino aceite y miel, dice; j a m á s vinagre, porque lo cierto es q u e "se g a n a n más moscas con u n a cucharada de miel que con un tonel de vinagre". El cura no vive esta persecución como una hipocresía sino como una felicidad. En sus Instrucciones a los confesores san Alfonso de Ligorio insta a q u e , cuando un pecador se presente al confesionario, el confesor lo abrace secretamente en el fondo del corazón y se regocije, convencido de que vencerá. Para expresar esta felicidad Ligorio utiliza sin complejos el vocabulario del combate y la caza: "Cobrada la presa, se habrá arrancado un a l m a de las manos de los demonios". Otra justificación del acoso está en la idea de que, en parte, el pecador es inconsciente de sus males. Esto se aprecia b i e n en los manuales de confesión redactados en los siglos XVI y XVII para los indios americanos, que consideran a los nuevos cristianos prácticamente como bestias y q u e , por lo demás, tienen m u c h o de la autoridad soberana y el tono p e r e n t o r i o de los p e n i t e n c i a l e s . El i n t e r r o g a t o r i o q u e r e c o m i e n d a n esos textos es ceñidísimo y brutal. A m e n u d o sigue el orden del decálogo, como h a b í a aconsejado en 1295 el franciscano J u a n de Erfurt. A todo pasan revista; no dejan de lado n a d a . En Europa se intenta ser más cortés sin por ello renunciar a la buena caza. El confesor, por ejemplo, evita pronunciar las palabras o designar c l a r a m e n t e los pecados para no asustar. En vez de detallar los crímenes contra natura, lo q u e sería peligroso, el cardenal Hostiensis (siglo XIIl) proporciona u n a batería de preguntas q u e permite detectarlas. Se dirá: "¿Sabes tú q u é es lo natural? ¿Has tenido alguna emisión de otra forma?" Si la respuesta es no, el confesor se detendrá allí. Si la respuesta es sí, c o n t i n u a r á : " ¿ D o r m i d o o despierto?" Si el p e n i t e n t e dice "despierto" la pregunta siguiente es: " ¿ C o n una mujer?" Ante un nuevo sí, se inquirirá: "¿Dentro o fuera del ó r g a n o ? " De esta suerte, con pocas frases se alcanza el centro de la cuestión sin q u e el confesor h a y a n o m b r a d o los pecados indecibles. El padre Debreyne, sabedor de que las mujeres no confían voluntar i a m e n t e las prácticas a n t i c o n c e p t i v a s , p r o p o n e un subterfugio casi policial: 270

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C o n ciertas mujeres se puede adoptar el procedimiento siguiente: se finge entrar en detalles relativos a los hijos de la paciente, pues con frecuencia son las propias mujeres quienes no quieren el fin del matrimonio. Se la interroga sobre la forma en que los cría, y si lo hace cristianamente...

Lo que viene luego es u n a verdadera emboscada. Debreyne sugiere esta p r e g u n t a zalamera: "¿Te sentirías dichosa si Dios te diera otros para criarlos i g u a l ? " Desgraciada la mujer q u e responda: "¡Ah, Dios m í o , si ya tengo bastantes!" Semejante respuesta, concluye Debreyne, es harto instructiva y dispensa de decir m u c h o más . 2 7 3

¿ C u á n t a s veces? La pregunta más célebre de los confesionarios, la que más risas ha provocado y aquella cuyo objetivo menos se comprende es: " ¿ C u á n t a s veces, hijo mío?" Durante largo tiempo fue formulada a propósito de cualquier pecado, aun de los q u e difícilmente podían reiterarse. M u c h o s llegaron a considerarla un tic. A n d r é M a u r o i s se sirvió del recurso en una divertida página -novelesca, obviamente— de una de sus mejores obras, Los silencios del coronel Bramble. En su triste vagabundeo, un gentleman que acaba de matar a un h o m b r e pasa frente a u n a iglesia anglicana. De pronto, a g o b i a d o como está por la soledad y el peso de su secreto, se le ocurre que acaso allí, en la casa de su religión, encuentre refugio moral. Entra y pide ver al vicario. Éste, antiguo estudiante de Eton y Oxford, se pone a su servicio, declarándose dispuesto a escucharlo todo, y ciertamente al principio presta bondadosa atención. Pero no bien el hombre confiesa su crimen, el vicario lo echa, tratándolo de asesino miserable y urgiéndolo a entregarse a la policía. C o n creciente pesadumbre el personaje divisa una iglesia católica y se dirige a ella desesperado. No lejos del confesionario, en la penumbra, están sentadas unas ancianas. El hombre se les une, en espera de su turno. La escena final con el confesor se desarrolla así: —Padre, no soy católico pero querría confesarme con usted. - T e escucho, hijo. - P a d r e , he asesinado. Esperó el efecto de la espantosa revelación. En el augusto silencio de la iglesia, la voz del cura dijo simplemente: —¿Cuántas veces, h i j o ? 2 7 4

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Evidentemente es en el terreno sexual d o n d e la pregunta siempre ha parecido más chocante. No cabe d u d a de que siempre se formuló con insistencia y de que aún era reiterada hasta hace pocos años. Así, en la iglesia de San Francisco, en Brescia, un confesor le pregunta a u n a penitente si m a n t i e n e relaciones asiduas con su novio. La mujer responde que no sabría decirlo. El confesor pide cuentas más exactas: "¿Cuántas v vecesr En otro confesionario italiano, el de la iglesia r o m a n a de la Santa C r u z del Flaminio, la conversación se vuelve altercado cuando la misma pregunta es infligida a u n a joven que reconoce encuentros con su a m i g o . La m u c h a c h a j u r a que no ha llevado la cuenta y se encuentra con la réplica de q u e habría debido hacerlo. El confesor le explica la i m p o r t a n c i a del asunto; un error único puede comprenderse o perdonarse, pero no fácilmente u n a falta repetida. Luego vuelve a la carga: "¿Lo has hecho u n a vez, dos veces por mes?" Al no obtener respuesta precisa, prueba de otro modo: "¿Cuántas veces desde tu ú l t i m a confesión?" El problema es que la penitente no se confiesa desde hace m u cho. "¿Entonces u n a decena de veces?", insiste el cura. Etcétera. La escena c o n t i n ú a hasta q u e la culpable se irrita, objeta el interés de ese tipo de preguntas y el confesor le niega la a b s o l u c i ó n . C o m o en m u chos otros casos, lo que se ve a q u í es una flagrante incomprensión entre los interlocutores. En realidad la teología tiene una justificación para esta pregunta tan t e m i d a y cuestionada. Se trata - c o m o , por lo demás, indica el último cura que hemos c i t a d o - de distinguir a los pecadores empedernidos de los ocasionales, a los "adictos" de los que faltan por azar. La cuestión se comprende mejor en el marco de los malos usos denunciados por la Iglesia, en particular la masturbación. ¿Pero son las relaciones entre novios u n a m a l a costumbre? Sin d u d a , responderán los teólogos; y pondrán como ejemplo el concubinato. C a b e preguntarse, de todos modos, si el interés por el asunto no ha sido abusivo, si no se ha insistido demasiado en precisiones carentes de interés. No es sólo que a m e n u d o el culpable sea incapaz de proveer la respuesta sino que, de existir, la precisión no puede considerarse u n a base de juicio ecuánime. ¿Realmente es más grave la falta si no se ha cometido nueve veces sino diez? Al parecer, monseñor Gousset pensaba q u e sí y exigía q u e la respuesta fuese rigurosamente exacta: 275

En confesión el penitente no puede dispensarse de decir, si lo recuerda, cuántas veces ha cometido tal o cual pecado. Si cree h a b e r blasfemado diez veces, ni u n a m á s ni u n a m e n o s , debe acusarse de haber blasfemado no n u e v e ni once, sino exactamente diez v e c e s . 2 7 6

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El b u e n obispo, se nos ocurre, exhibe un formalismo por completo inútil: en el ejemplo citado, la cantidad no agrava la falta cometida y no brinda al j u e z n i n g ú n elemento de apreciación nuevo. Por otra parte es c o m o si perdiera de vista las razones teológicas m á s serias para plantear la pregunta: facilitar la declaración, calificar mejor la falta. La p r e g u n t a sobre la cantidad de veces que se cometió un pecado pertenece a la técnica de la confesión y en principio no revela u n a ind i s c r e c i ó n v o l u n t a r i a , por m u c h o q u e así s u e l a n s e n t i r l o los f i e l e s . C u a n d o el p e n i t e n t e v a c i l a , la i n t e r r o g a c i ó n p a r a l e l a sobre el l u g a r d o n d e ocurrió la falta, el tiempo que hacía o cualquier condición a m biental a y u d a al confesor a evitar que el diálogo zozobre. U n a vez sepa dónde ha sucedido el hecho, con quién y cuántas veces, estará cerca de saberlo todo. Por u n a suerte de desencadenamiento lógico la confesión final caerá c o m o u n a fruta m a d u r a . Es lo q u e explica Debreyne a propósito de la masturbación femenina: Para d e s c u b r i r l a m a l a c o s t u m b r e n o h a y q u e m o s t r a r n u n c a q u e se d u d a . No interroguéis pues sobre el punto principal o el fondo de la cosa, sino sobre lo accesorio o sobre a l g u n a de sus circunstancias. En vez de preguntar a las jóvenes sobre algún pecado que temáis que escondan, debéis hacerles decir cuántas veces lo han cometido. ¿Vacilan en responder? Entonces les proponéis un n ú m e r o considerable, inverosímil, por e n c i m a de lo verdadero, para azuzarlas a que confiesen en seguida un n ú m e r o m e n o r . 2 7 7

Otro texto, de monseñor Claret, explica de m a n e r a semejante la i m portancia de la p r e g u n t a para precipitar la confesión. Es un señuelo: i m p i d e que se i n t e r r u m p a el proceso de exposición. En el fondo el conocimiento del "número de veces" no aporta gran cosa; es u n a vía para acceder a lo demás, c o m p r e n d i d a la eventual existencia de cómplices: El confesor no interrogará sobre el hecho principal desde el comienzo, sino sólo sobre los accesorios. En vez de preg u n t a r sobre el pecado que haya cometido la penitente, y q u e ella no se atreve a contar, tendrá q u e decirle: " ¿ C u á n tas veces lo has cometido?" Si la penitente d u d a , y si en m e d i o de la sorpresa que revela deja entender que en efecto ha cometido el pecado, el confesor le preguntará si lo h a c o m e t i d o u n n ú m e r o d e veces m u c h o m a y o r q u e e l ue ella cree. Entonces, comprendiendo que han adivinao su vicio, la penitente dirá cuántas veces ha pecado. Sin

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esperar que ella acabe de explicarse sobre el n ú m e r o de veces y la gravedad de las faltas el confesor le hablará c o m o si quisiera encontrarle u n a excusa, diciéndole: " S i n d u d a no habrías hecho tales cosas si no te las h u b i e r a n solicitado otras personas". La respuesta permitirá saber si la penitente tiene c ó m p l i c e s . A s í el confesor sabrá q u e ha p e c a d o contra la pureza y q u e el pecado fue c o m e t i d o con otra persona. A continuación le será fácil preguntar con qué persona lo ha hecho, y llevar a la penitente a explicarse sobre la naturaleza y el número de los pecados cometidos contra la pureza . 278

La pregunta sobre el "número de veces" pertenece pues al d o m i n i o de la táctica. Para los m a n i p u l a d o r e s del confesionario se trata de acorralar al enemigo diabólico en sus guaridas, cercarlo, sitiarlo. A la larga se rendirá. La pregunta es un ardid para sacar a la bestia infernal a campo abierto. Forma parte de esa exigencia general de detalles, ya encontrada otras veces, q u e p e r m i t e al confesor identificar el pecado o, más exactamente, e x a m i n a r si las circunstancias lo atenúan o agravan.

El entorno del p e c a d o Si bien el n ú m e r o elevado no modifica gran cosa en materia de relaciones sexuales, por d e f i n i c i ó n repetidas en la u n i ó n estable, sin d u d a vuelve más odiosas las faltas cometidas en otros casos: robo, mentiras, etcétera. Así pues, la p r e g u n t a se justifica. No obstante los m a n u a l e s dicen que será instructivo indagar sobre otra serie de condiciones que hayan podido acompañar al pecado y sobre las cuales los confesores han interrogado siempre. A q u í encontramos el origen de las preguntas sobre el sexo y la calidad de la persona cómplice o víctima en el acto en causa. San Francisco de Sales ( 1 5 6 7 - 1 6 2 2 ) se ha ocupado de explicar el interés de dichas preguntas: No basta con q u e el p e n i t e n t e acuse sólo el género de sus pecados, c o m o sería decir q u e ha sido h o m i c i d a , l u j u r i o so o ladrón. Se requiere q u e designe el género, como por ejemplo si ha asesinado a su padre o a su m a d r e ; pues es éste un género de h o m i c i d i o diferente de los demás y se l l a m a p a r r i c i d i o . Si ha m a t a d o en la iglesia, pues en tal caso es sacrilegio. O bien si ha asesinado a un eclesiásti-

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co, lo cual es parricidio espiritual y se castiga con la excomunión . 2 7 9

De m o d o que, para poder juzgar equitativamente, el confesor debía necesariamente indagar sobre unas circunstancias que podían modificar la naturaleza o malicia de las faltas cometidas y aparecían resumidas en un verso latino: quis, quid, ubi, quibus auxiliis, cur, quomodo, quando; es decir: quién, qué, dónde, con qué medios, por qué, cómo, cuándo. Era en cierto m o d o legítimo, por ejemplo, hacer precisar si determinado robo había afectado a un pobre, circunstancia efectivamente agravante y por lo tanto merecedora de una reprimenda más severa que el robo a un rico. C o m o tantas veces, sin embargo, la Iglesia partió de posiciones correctas para embarcarse, por perfeccionismo, en excesos que la llevaron a pervertir su acción o, cuando menos, a volverla incomprensible. Los excesos se observan particularmente en la casuística hiperabundante y en la insistencia en preguntas inútiles. En los diccionarios de casos de conciencia se debaten al infinito situaciones de gran complejidad, sin q u e esto beneficie al progreso del pensamiento teológico ni a la moralización de los fieles. Tomás Sánchez dedica capítulos enteros a analizar q u é contingencias a u m e n t a n o d i s m i n u y e n un pecado. Pontas uiere q u e se precise si en la falta ha habido odio por el prójimo. ¿Ha egado el culpable, por ejemplo, a desear la condena del otro? Si la delectación morosa es objeto de exámenes tan prolijos es porque puede agravar otras faltas, por ejemplo la polución. Pontas i m a g i n a el siguiente caso: " C i p r i a n o se acusa de haber pecado con M a r í a , sin decir q u e ella es p r i m a s u y a . ¿Es v á l i d a la confesión?" Respuesta: evidentemente no, pues se trata de un incesto. Otro caso planteado por el m i s m o autor: " H a b i e n d o C o l ó n pecado con una mujer, ¿estaba obligado a declarar q u e ella era v i u d a ? " Respuesta: no, pero distinto sería si la joven hubiera estado prometida, etc. Semejantes juegos del espíritu, sostenidos por la obligación - d i c t a d a por el Concilio de Trento— de responder íntegramente a todas las preguntas y no eludir ninguna, no siempre fueron comprendidos por los fieles. Intelectualmente parecían estrafalarios. Pero la indignación era mayor cuando la pretendida técnica violaba los dominios más secretos. No h a y d u d a de que también en este punto se cometieron excesos, seguramente individuales, debidos a curas enfermos, neuróticos, guiados por fantasmas propios, que, no interrogando ya sobre la falta concreta, se desviaban con malsana aspereza hacia sus aspectos más licenciosos.

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A q u í cabe aportar ejemplos. Empecemos con la a b u n d a n c i a escabrosa de preguntas que el vicario de Evreux, D. R. Louvel, destinaba a las jóvenes en su Tratado de la castidad:

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He a q u í , poco m á s o menos, y tratándose de impurezas solitarias, las primeras preguntas que hay q u e dirigir con relación a los malos pensamientos: "¿Has tenido pensamientos impuros e indecentes? ¿Desde cuándo? ¿En qué consisten? ¿De dónde provienen? ¿Se refieren a tu cuerpo o a los de otros? ¿Son frases obscenas las q u e los provocan? ¿Han excitado en ti m o v i m i e n tos impuros? ¿Has deseado hacer lo que pensabas? ¿Lo has intentado? ¿Te has masturbado? ¿ H a h a b i d o caricias i m puras? ¿Desde cuándo lo vienes haciendo y con q u é intención? ¿ H a n sido las sensaciones voluptuosas que has sentido m á s intensas al final q u e al c o m i e n z o ? ¿ H a s llevado esas caricias hasta la cesación completa del placer?"

No hace falta decir que no existe razón teológica a l g u n a para formular a un fiel preguntas tales. A q u í la técnica corre por su cuenta; se vuelve m e c a n i s m o , a u t o m a t i s m o , y lleva más allá de su propósito. ¿Qué añade al j u i c i o de la polución el hecho de que h a y a sido más voluptuosa "al fin q u e al comienzo"? E incluso —como se lee más adelante en el interminable, a b r u m a d o r texto de Louvel—, ¿cuál será, fuera de u n a curiosidad malsana, el interés de preguntar a las jóvenes "si a continuación de esas caricias se han sentido mojadas?" En la perspectiva p a u l i n a de lucha contra la impureza, las preguntas generales sobre la polución, el tacto y la masturbación se entienden bien. No es lo m i s m o con las que se e n c a d e n a n de esta suerte: "¿Te has tocado? ¿En qué lugar? ¿Abajo? ¿En partes vergonzosas? ¿Ligeramente o de forma que te procurase placer? ¿Por e n c i m a o por debajo del v e s t i d o ? " 280

Desafortunadamente, parece que estos interrogantes no sólo abarrotan los tratados de circulación confidencial escritos por el padre Louvel y otros, sino que han sido realmente lanzados en los confesionarios aumentando así el malestar y los traumas de los penitentes. Es lo que demuestra sobradamente la encuesta italiana de 1970. U n a vez más corremos aquí el riesgo de ser chocantes; pero no podemos hacer afirmaciones de este tenor sin reproducir al menos uno de los textos que las sostienen. He aquí pues, en resumen, el diálogo que registraron Valentini y Di Meglio en la iglesia de Santa M a r i a delle Grazie de Ñapóles. Digamos, por cierto, que la supuesta penitente ha provocado en cierto modo al cura confesando caricias en u n a sola frase tajante: " M e satisfago a mí misma". A cambio recibe este discurso: " ¿ T i e n e s , hija, a l g u n a a m i s t a d . . . d i g a m o s í n t i m a ? ¿ C o n un h o m b r e ? ¿Eres u n a m u j e r sensual, hija m í a ? ¿Tienes

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deseos r e p r i m i d o s . . . ? Puedes hablar con libertad, hija. ¡En este confesionario se oyen m u c h a s c o s a s . . . ! ¿ C ó m o dices? Vamos, v a m o s . . . ¿Pero exactamente qué haces, hija? - N o s é . . . ¿Qué tendría que decirle? —Todo. ¿ C u á n d o te sientes e s p e c i a l m e n t e " c a l i e n t e " , hija mía? ¿Por la noche, en la cama? ¿En primavera? ¿Después de lecturas atrevidas o películas inmorales? ¿Te acaricias con las manos o usas otros métodos? - ¿ Q u é importa? - C o n las m a n o s es m á s natural, hija m í a . Pero si usas instrumentos c o m o esos de que se habla hoy en d í a . . . llegas al sadismo, que a Dios le da horror. - Y o no uso esas cosas. - T a l vez lo has hecho con una a m i g a . . . Digo si habéis tenido relaciones h o m o s e x u a l e s . . . ¿Y con a n i m a l e s , hija mía? ¿Has hecho cosas vergonzosas con animales? Y c u a n do te acaricias, ¿en qué piensas? - N o lo sé. Siento placer. - Y o sí lo sé, querida hija: p i e n s a s . . . en esos m o m e n t o s tus dedos s o n . . . representan el m i e m b r o del hombre, q u e se mueve entre tus m u s l o s . . . —¿Me da la absolución? —Por esta vez no.

Se notará que, aparte de la evidente excitación del confesor y sus extrañas preguntas (es, que nosotros sepamos, el único caso contemporáneo de pregunta concreta sobre bestialismo), el fin de la entrevista es de lo más severo. A u n q u e la joven habla m u y poco y apenas es culpable de algunos gestos autoeróticos, el cura no le concede el perdón. Se atisba así otra contradicción: si confiesa errores juzgados detestables, el penitente - a l cual en principio se debe socorrer- puede convertirse rápidamente en encarnación del mal y, para decirlo de una vez, hasta en enemigo.

Dos clases de confesión U n a instrucción general y m u y repetida a los confesores, en particular por Ligorio, insta a concluir siempre con palabras de apaciguamiento y, en general, a dar a la entrevista un aire de clemencia. ¿Podía seguir respetándose esta regla una vez que, al menos en lo concerniente a pe-

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cados carnales, la confesión dejó de practicar la escucha respetuosa y se convirtió en combate o, mejor aún, en u n a suerte de ejercicio de obstetricia espiritual? Para este parto, a fin de asegurar la b u e n a expulsión de las faltas, se hacía necesaria una presión casi odiosa. ¿Entre quiénes tenía lugar la confesión, entonces? ¿Era el confesor un m é d i c o , un extractor de dientes cariados, un policía, un torturador? No h a y d u d a de q u e , j u n t o a curas magníficos en comprensión, la doctrina y la técnica —reforzándose u n a a otra, justificándose mutuamente— a l e n t a r o n la "confesión de rendimiento": una confesión que era un logro, que derrotaba al diablo a u n q u e para ello tuviera q u e zurrar también al penitente. Así se llegaba a veces a u n a fastidiosa mezcla de géneros. De hecho siempre existieron dos tipos de confesores, no siendo necesariamente los mejores aquellos j e r á r q u i c a m e n t e m á s elevados. Unos actuaban sobre el terreno c o m o el cura de Ars y tantos otros: poco teólogos, poco técnicos, a m e n u d o a n ó n i m o s trabajadores forzados de la confesión rural, verdaderos santos de lo c o t i d i a n o , siguieron siendo siempre hermanos, rechazaron el papel de padre castigador. Conservaron la idea cristiana del hombre: un ser perdido entre la nada y el todo, sufriente, miserable, c i e r t a m e n t e pecador, pero aspirante al R e i n o y merecedor de a y u d a a u n en sus caídas m á s profundas. Otros fueron m u c h o más doctrinarios, con frecuencia hicieron carrera como profesores de seminario, se convirtieron en - c o m o se dice h o y - "funcionarios de Dios". Partidarios de castigar al hombre más q u e de socorrerlo, escribieron y publicaron astutos manuales de uso de la confesión. En su visión, c o m o en la de los pocos discípulos a los q u e lograron convencer, h a b í a q u e acorralar y abatir al a l m a pecadora —como si fuera u n a presa de caza, u n a bestia salvaje—, para m a y o r gloria de Dios y de la teología moral del sexo. Estos profesionales de la represión florecieron sobre todo a partir del siglo XVII e hicieron fortuna en el XIX. Su responsabilidad en la rebeldía q u e ha ido padeciendo la Iglesia es m u y grave. Fueron prelados como monseñor Bouvier —ni siquiera el peor—, q u e llevó la misión cristiana al extremo de la d e n u n c i a pública. ¿Pero podía confiar alguien, incluso bajo el amparo del secreto, en un nombre cuyas convicciones le llevaban a lanzar auténticas advertencias a la delación? Y sin e m b a r g o esto es lo q u e hace el obispo de M a n s en el sig u i e n t e texto: Todos los teólogos enseñan, al tratar de la corrección fraternal, q u e el c r i m e n secreto debe ser d e n u n c i a d o , bien con el fin de corregir al culpable, bien con el de alejar el m a l q u e a m e n a z a al p ú b l i c o y los particulares. A s í pues, h a y q u e denunciar, sin advertencia previa, a los heréticos

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que propagan el error, los ladrones, los merodeadores, los traidores a la patria, los envenenadores, los boticarios que venden sustancias venenosas, los estafadores, los corruptores de m u c h a c h o s y m u c h a c h a s , los que t r a m a n dar m u e r te a alguien, e t c é t e r a . 281

Al menos a partir de cierta fecha, con la evolución de las ideas, la conc e p c i ó n d e m a s i a d o t é c n i c a - d e m a s i a d o c i n e g é t i c a , diríamos— d e l a confesión acaba por despertar el rechazo de los y las penitentes y llevarlos al repliegue. Los fieles debieron de sentirse cada vez menos asistidos, menos rodeados de caridad y amor, más desnudos en todo sentido y m a n i p u l a d o s por u n a dialéctica clerical y cautelosa en la cual no sentían la presencia de Jesús. Por lo demás, desde hacía m u c h o tiempo -y aun entre los curas— la confesión venía perturbando los espíritus porque revelaba la infamia h u m a n a de forma progresivamente más detallada. El c ú m u l o de pecados q u e las nuevas técnicas p e r m i t í a n extraer día a día, m e d i a n t e interrogatorios cada vez más eficaces, dibujaba una i m a g e n del hombre m u y sombría. El penitente más ordinario aparecía innoble y corrupto hasta la médula. En todos anidaba el mal. Dada la situación sólo cabían dos actitudes: la clemencia sin límites o el rechazo despiadado. A n t e este h o m b r e culpable y sobreculpabilizado h u b o curas que, por b o n d a d o l a s i t u d , intentaron esgrimir el m á x i m o posible de excusas, cerraron los ojos y cayeron en el laxismo, q u e p e r m i t í a conciliar las técnicas de la casuística y la caridad. Otros, sacudidos por la a b u n d a n c i a del m a l , por la expuesta p o d r e d u m b r e del corazón h u m a n o , se vieron tentados a detestar ai penitente y rehusarle el perdón. Los dialécticos de la confesión acabaron oscureciendo el m e n s a je de C r i s t o y los santos. En este proceso la confesión no p o d í a sino e n g e n d r a r nuevas dificultades, tanto en la Iglesia m i s m a c o m o en el pueblo de los creyentes.

Dificultades en la Iglesia

En el fondo la confesión no ha funcionado n u n c a . Este complicadísimo sistema sumarial y penal, tan laboriosamente perfeccionado, n u n c a ha satisfecho del todo a nadie; a lo cual se debe que tampoco haya dejado de evolucionar. No se trata sólo de la resistencia de los fieles; de la cúspide a la base, la jerarquía eclesiástica se ha visto recorrida por d u das, disputas y lasitudes. Primero, confesar era u n a tarea larga y d u d o sa; ¿valía la pena? S e g u n d o , ¿era el hombre tan m a l o , estaba tan repleto de pecado? En caso de que fuera así, ¿no se corría el peligro, m e d i a n t e interrogatorios tan peligrosos, de empeorarlo todavía más? Del siglo XVI al XIX estas cuestiones a g i t a r o n el m u n d o religioso sin excluir a Roma.

U n trabajo sin f i n En diversas ocasiones el papa J u a n Pablo II ha manifestado el deseo de que se restablezca la confesión tradicional en los países d o n d e es débil o ha desaparecido. El cometido es imposible p o r simples razones prácticas. S u p o n i e n d o q u e la gente quisiera volver al confesionario, los obispos no dispondrían de curas suficientes para organizar el servicio necesario. La confesión siempre ha requerido gran n ú m e r o de trabajadores, y a éstos les ha d e m a n d a d o u n a parte considerable de su tiempo sin que, por lo d e m á s , los entusiasmara demasiado. A sus ojos era un incordio; por eso ha hecho falta justificarla cada vez mejor. En 1644, en una obra titulada El buen confesor, san J u a n Eudes decía a los curas: "Lo que hacéis es penoso, pero debéis recordar cuánto le costó redimir las almas a nuestro Redentor". Incluso en épocas en que a b u n d a b a la vocación sacerdotal, la dific u l t a d estribaba en el alto n ú m e r o de p e n i t e n t e s con relación al de

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confesores. Impuesta la confesión anual por el Concilio de Trento, la afluencia m á x i m a se situaba poco antes de Pascua. ¿ C ó m o podría un cura de c a m p o recibir a los trescientos o cuatrocientos fieles "en edad de razón" que administraba? Tomando una semana entera, a seis horas de labor por día, no quedaban más que cinco minutos por confesado: un trabajo de derribo imposible de llevar a cabo en un período en que también había que oficiar misas, rezar las oraciones personales, enseñar el catecismo, preparar las comuniones y, en general, mantener su pequeño m u n d o en marcha. El p r o b l e m a se complicó más a ú n a partir del siglo XVII, al arreciar el efecto de la sobreculpabilización de los fieles y el desarrollo de los escrúpulos. Empezó a crecer n o t a b l e m e n t e el n ú m e r o de comuniones no pascuales, en ocasión de fiestas diversas y hasta todos los d o m i n gos. J e a n J o l l a i n , párroco de Ivry bajo el reinado de Luis XIV, se quej a b a de q u e él y sus dos vicarios no d a b a n abasto para confesar a 5 0 0 habitantes "en todas las fiestas importantes, c o m o son las anuales, las de la V i r g e n y las de los patronos". Por Pascua el desdichado tenía que satisfacer a 8 0 0 c o m u l g a n t e s . En Lille, en 1 6 8 7 , al llegar las grandes fiestas los j e s u í t a s se ven o b l i g a d o s a d i s t r i b u i r no m e n o s de 3 . 0 0 0 hostias, lo que conlleva otras tantas c o n f e s i o n e s . Resultado: dada la falta de tiempo h a y q u e chapucear; de lo cual cierto n ú m e r o de curas no se priva. En R o m a el fenómeno llega a adquirir ribetes de jolgorio. Jean Eck d e n u n c i a a los penitenciarios que, con relación a ciertas cosas, se inclinaban a aprovecharse de la afluencia y apresurar un sacramento de pen i t e n c i a q u e se les p a g a b a p o r u n i d a d : "Es un escándalo —dice— ver c ó m o se precipitan las confesiones de gentes valerosas, que se acusan de cosas enormes, diciéndoles: «Eso no es nada, no es nada, di lo verd a d e r a m e n t e grave». No son las almas lo q u e buscan, sino unos c u a n tos c é n t i m o s " . De m o d o q u e la confesión mal hecha fue generando además una indulgencia excesiva, fuente a su vez de otros debates. En condiciones de m a s i v i d a d los curas aplicados tenían a ú n otro problema que sufrir: se aburrían. Contrariamente a lo que podría creerse, la m a y o r í a de las confesiones s i e m p r e h a n sido m u y semejantes. "Las faltas h u m a n a s —escribe un especialista— son de u n a b a n a l i d a d enervante y r e p e t i t i v a " . Escucharlas en detalle, forzando el interés y m a n t e n i e n d o el espíritu despierto, es una tarea ciertamente ardua, larga y agotadora. ¿A qué se debe esta uniformidad exasperante? Sin duda a que el repertorio de los pecados no es infinito, la naturaleza h u m a n a no ilimitada y la capacidad de m a l no m u y diversa; por eso la falta diabólica es rara. El confesado tiene que dar parte siempre de los mismos errores, repetición de antiguos errores suyos y que se parecen a los murmurados por 282

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los cristianos que lo han precedido el día del caso. En nuestra época, respondiendo a la encuesta sobre la confesión realizada hace unos veinte años por la revista Témoignage chrétien, un hombre casado e intachable describe así su ejercicio trivial y reiterado: " M i confesión consiste en decir a toda velocidad las faltas habituales. Un poco de maledicencia, m u chos pensamientos en el otro sexo, algunos actos impuros: deseos, pero solamente deseos" . Nada de veras apasionante para los jueces de almas. 2 8 5

Absteniéndose de acusar ú n i c a m e n t e a la pizca de i m a g i n a c i ó n h u m a n a - i n d i s c u t i b l e pero en absoluto causa exclusiva del f e n ó m e n o - , uno se pregunta si esa banalidad no se debe a que a m e n u d o la confesión se expresa sin espontaneidad, en un lenguaje convenido y, para decirlo de una vez, con a b u n d a n c i a de mentiras y omisiones. Si prevalece el temor a la pena, si la confesión es apenas un rito formal, mecánico y carente de gran sinceridad, el discurso no puede sino volverse áspero y desabrido. Es probable que, unificando sin quererlo la mayor parte de las confesiones, la Iglesia h a y a causado su propia infelicidad. Un reclamo más de los curas de base: o las declaraciones —siempre las mismas: deseos, masturbación, celos, pequeñas m e z q u i n d a d e s - son demasiado ligeras o francamente pesadas para sus hombros. Pues, si no confesiones verdaderas, en el m u n d o contemporáneo existen verdaderos problemas, acaso peores que nunca. ¿Qué decirles al enfermo o al >arado que no han pecado pero sufren y piden consuelo? ¿Buenas paabras? ¿Y al ladrón, el drogado, el c r i m i n a l q u e h a n cometido faltas pero arrastrados por elementos ambientales? Los curas de hoy no están bien preparados para enfrentarse al aumento de la delincuencia, el terrorismo, la toxicomanía, el sida. La misión del confesor en este m u n d o se ha vuelto demasiado difícil. H a y una novela del cineasta Jean Renoir —de quien suele olvidarse ue fue también un escritor n o t a b l e - que basándose en hechos reales el siglo pasado cuenta la historia de un cura a quien las confesiones de un criminal embarazan en extremo; tanto que termina haciendo lo posible para que el culpable no se confíe a é l . Es u n a novela, cierto, pero traduce bien el dilema del cura moderno: aburrirse con la confesión trivial u horrorizarse con la auténticamente escabrosa. En n i n g u n o de los dos casos la misión se le presenta m u y llevadera.

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Los grandes combates del siglo XVII Las evidencias dicen que los mayores debates eclesiásticos en torno a la confesión fueron de naturaleza teológica. Se desarrollaron sobre todo en el siglo XVII y provocaron contiendas tan furiosas, divorcios tan ex-

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plosivos, q u e hoy todavía se dejan sentir las consecuencias. En el origen de estos combates encontramos las dos divergentes concepciones del h o m b r e q u e alberga el c r i s t i a n i s m o : b i e n un ser m a l i g n o desde siempre, podrido de concupiscencia, bien un pobre pecador q u e un día merecerá la gracia. En teología la teoría que privilegia la imagen más negra se conoce como dolosismo. Ciertos santos la han formulado con fuerza: "No hay en mí más q u e vicio", decía santa C a t a l i n a de Genova; y san Ignacio juraba: " S o y sólo basura". Los protestantes, a m p l i a m e n t e responsables de la fortuna de esta visión —cuyas raíces, en realidad, son más antiguas—, creían al hombre perdido sin remedio, por siempre incapaz de salvarse por las obras o, sobre todo, la confesión, a menos q u e la salvación le fuera garantizada directamente por la gracia de Dios. En oposición a esta teología tenebrosa la Contrarreforma católica intentó devolver a la luz un hombre menos pecador, menos pervertido por la caída, menos s u m i d o en la concupiscencia. Ciertos teólogos se desligaron de aquellas concepciones de san Agustín que habían nutrido el protestantismo y angustiaban el corazón del hombre. Durante el siglo XVI y comienzos del XVII, De Soto, Ledesma o Sánchez participaron más o menos de u n a avanzada antiagustiniana q u e utilizo a fondo la casuística. C o n un moderado liberalismo, con una tolerancia l i m i t a da a los esposos, propusieron no tanto u n a nueva teología ni un nuevo ideal de vida en Cristo, sino algo q u e Noonan ha llamado "la conducta cristiana m í n i m a para uso del confesor q u e juzga los p e c a d o s " . Pero aun esto era demasiado. La reacción provocó u n a reacción y a los a n t i a g u s t i n i a n o s no tardaron en oponerse n e o a g u s t i n i a n o s . Lo q u e tuvo lugar, de hecho, fue un retorno a la tradición cristiana más clásica y severa, la de san J e r ó n i m o , san C l e m e n t e y otros. 287

C o n demasiada frecuencia y rapidez se identifica el combate del siglo XVII entre laxistas y rigoristas —que tantas consecuencias debía tener sobre la confesión— con el q u e enfrentó a jesuítas y j a n s e n i s t a s . Esta visión sólo abarca u n a parte de la verdad. Los primeros grandes laxistas - c o m o los dominicos De Soto ( 1 4 9 5 - 1 5 6 0 ) y M e d i n a (1528¬ 1 5 8 0 ) - no eran jesuítas. M á s cierto a ú n es q u e no todos los jesuítas fueron laxistas, a u n q u e muchos sí. Desde q u e en 1534 un vasco cojo y m e n u d o , í ñ i g o López de Loyola ( 1 4 9 1 - 1 5 5 6 ) , llamado Ignacio de Loy o l a , fundó en París la C o m p a ñ í a de Jesús, la extraordinaria epopeya de los jesuitas no se confunde ni con la invención ni con la defensa permanente del l a x i s m o . Por lo demás difícilmente podría considerarse a Loyola un espíritu m u y tolerante; la C o m p a ñ í a no adoptó ni m u c h o menos todas las tesis innovadoras de un hombre c o m o Tomás Sánchez. Lo cierto, sin embargo, es q u e el pequeño y agresivo g r u p o de los jansenistas - e n t r e otros el gran A r n a u l d ( 1 6 1 2 - 1 6 9 4 ) y Blaise 2 8 8

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Pascal ( 1 6 2 3 - 1 6 6 2 ) , discípulos del famoso Jansen ( 1 5 8 5 - 1 6 3 8 ) , obispo holandés de Ypres y autor postumo de u n a obra titulada Augustinus, donde retomaba las tesis más severas sobre la gracia y la predestin a c i ó n - atacó duramente a los jesuítas, que a m e n u d o se especializaban en la confesión, acusándolos del laxismo más absoluto y vergonzoso. Tanto para evitar la confusión como para no reproducir la historia de esta c o n t i e n d a general (que, desbordando la Iglesia, llegó al gran público durante casi todo el reinado de Luis X I V ) , nos atendremos exclusivamente a los problemas tocantes a la confesión. C o n este fin estudiaremos de cerca tres puntos del debate q u e enfrentó por entonces, con argumentos a veces m u y curiosos, la apertura con el rigor, la benevolencia con la brutalidad y los hombres del compromiso con los de la severidad. A continuación los r e s u m i m o s , con cierta simplicidad, en algunas palabras y tres preguntas: La contrición: ¿era necesario a b o m i n a r del p e c a d o p a r a recibir la confesión? La absolución: ¿había q u e denegarla a los q u e no mostraban suficiente arrepentimiento? Elprobabilismo: en el tribunal de la penitencia, ¿bastaba para no condenar al pecador con q u e se pudiera invocar en su defensa u n a tesis "probable" de algún teólogo?

El debate sobre la atrición y la contrición M u y especialmente en el siglo XVII la confesión fue aireada como la mejor introducción al paraíso. Q u e d a b a por saber a quiénes se otorgaría la plaza garantizada, el billete ganador. Sin d u d a era preciso no haber pecado en exceso. Pero para recibir la absolución hacía falta algo más: cierta buena voluntad, conciencia de las debilidades pasadas, rem o r d i m i e n t o , odio h a c i a el m a l , el c o m p r o m i s o de no recaer en el error. En conjunto todo esto recibía el n o m b r e de contrición. Ahora bien, ¿se aseguraban siempre los confesores de q u e el corazón del pecador estaba i m p r e g n a d o de ese s e n t i m i e n t o ? A n t o i n e A r n a u l d no lo creía así; antes bien, tenía la impresión de que, para desembarazarse de la carga, los curas expedían su tarea con la mayor rapidez posible. Él encendió la pólvora en la cuestión al publicar el tratado De la fréquente communion ( 1 6 4 3 ) , un ataque frontal contra los jesuitas. Para empezar, unas palabras sobre el personaje. Clérigo, doctor en teología, m u y pronto partidario de Jansen, l l a m a d o Jansenius, Antoine A r n a u l d publicó dos apologías de su maestro ( 1 6 4 4 y 1 6 4 5 ) mientras dirigía a las religiosas de Port-Royal. Nuevos escritos del mismo tipo,

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publicados en 1 6 5 5 , le valdrían la censura de la Sorbona y la exclusión de la facultad de teología. A r n a u l d se encerró entonces doce años en Port-Royal, d o n d e escribió en colaboración con Nicole varias obras de enseñanza, la más célebre de ellas su Lógica ( 1 6 6 2 ) . H a s t a el fin de su v i d a seguiría batallando contra los protestantes y contra el propio M a lebranche, a quien juzgaba timorato y peligroso. A r n a u l d desempeñó un papel decisivo en la querella jansenista. S i n embargo no fue él quien inventó el problema de la atrición y la contrición, q u e se venía discutiendo desde tiempo atrás en la sigilosa atmósfera de las facultades de teología. Pues existía la c o n c i e n c i a de q u e la confesión no bastaba para justificar el perdón, de q u e era preciso algo m á s . La atrición (o contrición imperfecta) es lo experimentado por el pecador que, sintiéndose culpable, teme ir al infierno. No es un movim i e n t o hacia Dios sino apenas, como dice monseñor Gousset, "la consideración de la infamia en el pecado, el temor al infierno o al castigo de D i o s " . Según la etimología latina, tener el corazón atrito es tenerlo o p r i m i d o . En el penitente es un buen sentimiento. Está bien; es un primer paso. Pero no es perfecto. La contrición, en cambio, manifiesta algo m á s que el simple m i e d o al castigo. A d e m á s de todo lo ya contenido en la atrición encierra u n a esperanza d i r i g i d a a Dios, la voluntad firme de no recomenzar. Según monseñor Gousset, "la contrición se define como un dolor interior y u n a a b o m i n a c i ó n del pecado q u e se ha cometido, con la d e t e r m i n a ción de no pecar más en el futuro" ° . ¿Eran los fieles en general capaces de penetrar en estas distinciones, c u y a sutileza apenas percibimos hoy nosotros? Sí, seguramente, al m e nos en ciertos ambientes. La historia lo prueba: durante m u c h o s años estos temas se debatieron con furor en los salones parisinos. C o n Arn a u l d a la cabeza —pronto seguido de Pascal— los jansenistas reclamaban u n a confesión q u e no fuera simple formalidad, q u e e x a m i n a r a a fondo no sólo las faltas sino los sentimientos con que el pecador se presentaba al tribunal de la penitencia. ¿Sufría de verdad su corazón, se adhería sinceramente a Dios, o acudía a pedir el perdón por mero m i e do a las llamas de Satán? Lo q u e p r e d o m i n a b a dentro de estas posiciones era un requerimiento de conversión verdadera. M á s q u e nadie, los jansenistas p r o p u g n a b a n un absoluto rigor. En apoyo de sus puntos de vista podían citar numerosas autoridades. La atrición era un viejo motivo teológico. Desde el siglo XII había sido descrita como u n a abominación imperfecta de los pecados, u n a actitud que no implicaba remordimiento alguno y por tanto no daba derecho al perdón. Todos los autores anteriores al siglo XIII, e incluso A l berto M a g n o , consideraban que para obtener perdón pleno y completo 2 8 9

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era necesario el acto de contrición. Quizá santo Tomás, el doctor angélico, fuese el primero en no dar muestras de laxismo, pero sí en escoger u n a teoría i n t e r m e d i a q u e complicaría el problema. Para él la contrición seguía siendo indispensable, pero ocurría automáticamente; pues la atrición era el comienzo, el necesario signo de la buena voluntad del culpable y, si algo faltaba para completar la contrición, la absolución se encargaba de aportarlo. Don absoluto de Dios a los pecadores, la absolución transformaba la perfecta atrición en contrición imperfecta. Abría los ojos, aportaba la gracia y el pecador se salvaba. En el siglo X V I los protestantes se hartaron de burlarse del nuevo milagro católico, esa transustanciación que transformaba el simple m i e do del pecador en conversión a Dios. Aparte de esto los protestantes no q u e r í a n s i q u i e r a oír h a b l a r de a t r i c i ó n , c o n t r i c i ó n ni confesión: eran supercherías. Los remilgos no podían salvar al pecador. O Dios le había dado la gracia —y no necesitaba n a d a más para ir al p a r a í s o - , o se la había negado y n a d a iba a salvarlo. ¿Pero podía Dios abandonar a algunos, Él que h a b í a dado a su Hijo para la salvación de los pecadores? Para esta pregunta, en esta religión de exigencia y soledad no había respuesta. C u a n d o el C o n c i l i o de Trento quiso organizar la resistencia católica a la Reforma se e n c o n t r ó en u n a posición bien i n c ó m o d a . Al final, como no es inhabitual en la Iglesia, optó por no elegir. Fiel a la patrística insistió en el valor perfecto de la contrición, de la cual nadie podía dudar. En cuanto a la atrición, no dijo si era o no suficiente; en términos vagos afirmó que "disponía a obtener la gracia de Dios en los sacramentos". De m o d o que la cuestión q u e d ó pendiente. En definitiva: si un pecador sólo llevaba al confesionario atrición, simple conciencia de la realdad del pecado y la m a g n i t u d del castigo, ¿se le perdonaba o no? Durante treinta años (de 1 6 4 0 a 1 6 7 0 ) h u b o una discusión cuyo sentido h o y resulta m u y difícil transmitir al lector claramente. U n a vez que un culpable reconocía su falta y la confesaba a Dios, ¿qué más se le podía pedir, tanto m á s c u a n t o que acaso no era d u e ñ o de sus sentimientos ni responsable de su i g n o r a n c i a teológica? ¿Importaba realmente si tenía el corazón o p r i m i d o o aplastado? ¿Tan sutil era el m a t i z q u e separaba el cielo del infierno? Sí, respondían los jansenistas y parte de las élites de la época; porque ese matiz implicaba la intervención o no de Dios, su gracia, el perdón divino. El Señor estaba o no estaba. Pero no fueron los jansenistas quienes reavivaron el debate. A comienzos del siglo XVII, debido a la influencia de los laxistas, la teología dominante había convenido que no había que pedir mucho al confesado. Si albergaba u n a contrición sincera, tanto mejor. Pero a ciertos curas, sobre todo los más desbordados, les bastaba la atrición. De m o d o que ésta ya no era un primer paso, c o m o h a b í a dicho santo Tomás, sino

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u n a condición del todo suficiente; lo demás lo hacía Dios con su gracia. Así el jesuíta Gabriel Vázquez ( 1 5 5 1 - 1 6 0 4 ) , profesor de teología en Alcalá y luego en R o m a , gran aligerador de confesiones, gran casuista ante el Eterno y m u y próximo a Escobar (blanco predilecto de los ataques jansenistas), prometía la absolución a todos los que m a n i festaran al menos un comienzo de atrición. M á s claros y generosos aún se mostrarían Jean-Pierre C a m u s ( 1 5 8 2 - 1 6 5 3 ) , obispo de Belley, en sus Instructions catholiques sur le sacrement de pénitence, y Nicolás Turlot, párroco de Namur, en su Vray thresor de la doctrine chrestienne: puesto q u e no había atrito que no se convirtiera en contrito a u t o m á t i c a m e n te, los confesores podían salvar a todo el m u n d o . Se llegó incluso a retomar una vieja idea de D o m i n g o de Soto, casuista del siglo anterior. Si un penitente, creyéndose contrito, en realidad no se adhería a Dios verdaderamente —falsa contrición-, para merecer salvarse bastaba con que experimentase un poco de atrición, cierto miedo al infierno. Todas estas maniobras para aumentar el campo del perdón quedaban reforzadas por un silencio oficial ya largo y pesado. El Catecismo romano de 1 5 6 6 y el Ritual romano de 1614 no habían entrado en la cuestión; ni siquiera la mencionaban. Todavía en 1 6 6 7 el papa Alejandro VII, m u y al tanto de la batalla y adverso a algunas posiciones laxistas, evitaba pronunciarse.

El ataque jansenista En la década de 1 6 4 0 los jansenistas empiezan a hacer fuego nutrido sobre las p o s i c i o n e s p u s i l á n i m e s (o sobre la a u s e n c i a de p o s i c i ó n ) . Q u e r í a n la fe. La fe, el arrepentimiento y la salvación totales; si no, nada. En n i n g ú n caso medias tintas. Según ellos el buen católico rechazaba la confesión laxista, rebajada. A cambio del perdón seguro estaban dispuestos a darlo todo. Ya Francisco de Sales ( 1 5 6 7 - 1 6 2 2 ) , siempre a la b ú s q u e d a de u n a vida espiritual exigente, h a b í a sido formalmente claro: la "atrición por temor" no abría la puerta del reino. Así c o m o el m i e d o al g e n d a r m e era el comienzo de la sabiduría, el m i e d o al infierno era un inicio; pero n a d a más que un inicio. No alcanzaba a borrar los pecados y a garantizar la salvación. Igualmente firme había sido Jansenius, maestro de todos ellos. El temor al castigo ni siquiera alejaba del pecado. Para perdonar al culpable había que obtener de él m u c h o más: q u e abandonase el c a m i n o del mal y volviese al del bien, pero no por terror a las llamas sino por adhesión sincera, por don de sí. La atrición, el temblor por el futuro, decía Jansen, no era m á s q u e egoísmo, defensa personal de intereses pequeños; carecía de valor. Por su parte J e a n

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D u Vergier d e H a u r a n n e ( 1 5 8 1 - 1 6 4 3 ) , abad d e S a i n t - C y r a n , jansenista y director espiritual del monasterio de Port-Royal, había descrito la atrición c o m o sucedáneo insulso, pálida imitación de los sentimientos que era preciso alimentar para ser justamente absuelto. En estos t i e m pos de laxismo no era "sino la ú l t i m a relajación del sacramento de la penitencia". De la firéquente communion, la obra de Arnauld, señala el paso de la teología cortés a una polémica agresiva y despiadada. Dirigido contra los casuistas y en especial los jesuítas -"seductores de a l m a s " - , el libro los fulminaba por haber transformado la confesión en un reparto casi automático del perdón divino; con lo cual se abandonaban las vías del evangelio para encaminarse sin remisión al infierno. Incomprensible actualmente para alguien lego en la materia, en su momento el volumen fue un éxito de ventas. R o m a no lo vituperó, al menos no enseguida, y m u chos altos dignatarios de la Iglesia lo aprobaron. Jean D e l u m e a u registra cinco arzobispos, veintidós obispos y veinticuatro doctores en teología que aplaudieron a A r n a u l d . También entre el público empezó a cobrar fuerza un movimiento de opinión favorable. 2 9 1

Por doquier se reclamaba una confesión verdadera, recta, severa, dura si hacía falta. Se rechazaba aquella que perdonaba todo y, como dice Pascal en la Provincial décima, permitía a cualquiera "ser salvado sin haber amado a Dios en su vida". La costumbre de confesar con demasiada frecuencia era perniciosa. De las mejores cosas había que saber privarse para hacerlas mejor llegado el momento. Al confesionario había que acudir en contadas ocasiones, bien preparado, aportando sentimientos cristianos auténticos, decididos y confiados. Pese a que más tarde el Papa lo condenara, este rigorismo iba a hacer escuela. Todavía a mediados del siglo siguiente Billuart enseñará que la atrición de puro temor no es suficiente. Pero aunque fuera a dejar huellas duraderas, la disciplina jansenista - c o m o la del protestantismo— no se avenía con las realidades. ¿No era acaso demasiado elitista, ideal, irrealizable? ¿Podía el corazón de los valerosos penitentes del campo discernir realmente entre la atrición y la contrición, repudiar una y cultivar la otra antes de ir a confesarse? ¿Y qué debían hacer los curas ante los pecadores simplemente atritos? ¿Renunciar a toda actitud benévola? ¿No corrían el riesgo de negar el perdón a unas gentes cuya mayor falta era de instrucción? ¿Había que permanecer sordo, cerrarse ante quienes no mostraban particular inclinación a las sutilezas teológicas? ¿Qué debía hacer el confesor con los no transportados por la contrición pura y el amor divino, con los temerosos, con los abrumados por el terror santo a un juicio final que la Iglesia siempre había presentado de la forma más cruel? ¿Negar la absolución? M á s de un juez se comportó sin piedad. Extraño destino el de la confesión, que debía aliviar los corazones y acababa negándose a los desdichados.

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¿Dar la absolución o negarla? No cabe d u d a de que a comienzos del siglo XVII se distribuía la absolución con s u m a generosidad. No parece m u y reprochable que fuera así —Jesús h a b í a p r o m e t i d o infinitos p e r d o n e s - , salvo p o r q u e el hecho contradecía algunos de los principios más sagrados de la Iglesia. C o n los laxistas y los jesuítas se había llegado al extremo de encontrar excusas para todo. Utilizando al m á x i m o la tolerancia de Gerson, y más las argucias de los casuistas más hábiles, un buen confesor podía transformar cualquier pecado mortal en venial. Bastaba para ello con j u g a r con las circunstancias, que, c o m o hemos visto, en gran m e d i d a eran la base del pecado. A d e m á s de la restricción mental y la m a n i p u lación de las palabras existía el pretexto del formidable poder de la a b solución, surgida de Dios m i s m o más allá de los errores del confesor y capaz de borrarlo todo. En pro de este a r g u m e n t o , del armario teológico salían los nombres de G u y de Montrocher, Prierias —en la s u m a Sylvestrina— y algunos más. Dos laxistas en particular serán objeto del furor jansenista: Escobar y el padre Bauny. Él primero es de lejos el más importante, pese a q u e su obra es esencialmente compilatoria; y, por cierto, se dice que la cólera q u e había despertado y la celebridad de q u e gozaba le causaron no )oca sorpresa. A este A n t o n i o Escobar y M e n d o z a (nacido en Valladoid en 1 5 8 9 , muerto en 1 6 6 9 ) se debe u n a obra de teología m o r a l en la q u e , sin gran talento, se reúnen las páginas más laxistas de veinticuatro jesuítas especialistas en casuística. El efecto de masas q u e causó la colección fue sorprendente. En virtud de sus referencias y demostraciones, cualquier culpable salía inocente de la acción más m a l i g n a , incluidos los crímenes. Pasmado de que se pudiera ganar el paraíso sin esfuerzo a l g u n o , La Fontaine dedicó a Escobar los siguientes versos:

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¿Quieres subir a Las torres del cielo? Camino de piedra es sueño tortuoso; Escobar te enseñará uno de terciopelo.

M á s d u r a m e n t e a ú n lo atacó Pascal y pronto empezó a usarse contra el v a l l i s o l e t a n o u n a p a l a b r a francesa n u e v a , escobarder ( t o d a v í a se e n cuentra en el diccionario de Littré), con el significado de utilizar finezas extremas, reticencias o palabras ambivalentes con el fin de engañar, de hacer pasar lo blanco por negro. Del grupo restante de laxistas —Antonio Diana, autor de Resoluciones morales ( 1 6 2 9 ) , o Jean de C a r a m u e l , obispo cisterciense al cual se debe u n a Théologie morale de 1 6 4 3 - , el más desdichado, objeto de un

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encarnizamiento jansenista que lo ridiculizará para siempre, fue el padre Bauny, autor de u n a Somme des peches especialmente provocativa, tanto q u e en 1 6 4 0 fue puesta en el Index. ¿Tanta gloria y tanta i n d i g n i d a d m e r e c í a este c o n j u n t o de p e n s a m i e n t o s retorcidos y citas truncadas o desviadas? U n a cosa es cierta: sin Pascal, del padre B a u n y no se acordaría nadie. No obstante no sólo los jansenistas reaccionaban. Ellos llevaron el debate a la plaza pública, le dieron resonancia en toda la Europa cristiana. Lo hicieron inteligible para las gentes honradas m e d i a n t e obras de divulgación. Pero sobre todo, más q u e lanzar el m o v i m i e n t o , aprovecharon la ola creciente de rechazo contra los abusos jesuíticos. Ya a fines del siglo XVI y comienzos del XVII el cardenal Bellarmin se había quejado: "No habría h o y tanta facilidad para pecar si no hubiese tanta facilidad para absolver". Y había pedido que sólo se dispensara la absolución al pecador evidentemente contrito. En Italia Carlos Borromeo ( 1 5 3 8 - 1 5 8 5 ) había publicado unas Instrucciones a los confesores, precisas y formalistas, q u e no incurrían en debilidades y traslucían la emergencia de u n a corriente rigorista. En 1 6 6 5 esa suerte de m a n u a l fue publicado en París c o m o parte de la lucha contra los laxistas. Tras los pasos de Jansenius - c u y o Augustinus apareció en 1641— el futuro gran A r n a u l d publicó en 1643 u n a obra en la que, además de criticar la c o m u n i ó n frecuente, atacaba la indulgencia, q u e consideraba culpable y al parecer reinó en la confesión hasta mediados de ese siglo. El libro de A r n a u l d d e n u n c i a b a a los q u e absolvían fácilmente, "pues así traicionan a los pecadores". Pero sobre todo, cosa n u n c a hecha, dramatizaba la confesión. Su intención era curar las llagas de los pecadores "a sangre y fuego", "arrancar, cortar y desechar" todo cuanto en el a l m a no fuera s a n t o . Empleaba un lenguaje m u y duro. Por supuesto aconsejaba denegar la absolución si no se reunían todas las condiciones necesarias. Pedía h u m i l d a d total; a falta de ella, el cura debía despachar al penitente sin viático hasta la próxima vez. Obra en la que j a m á s asoma u n a sonrisa, la de A r n a u l d fue sin d u d a u n a de las c u m bres del rigorismo. Pascal, q u e no era teólogo, adoptó otra actitud. Encargado de recaudar para los jansenistas algunas risas, sin enredarse en el debate de fondo reservado a los especialistas, se aplicó sobre todo a satirizar a los jesuítas. En las Provinciales ( 1 6 5 6 - 1 6 5 7 ) , publicadas primero por separado y reunidas más tarde en volumen, se atuvo a puntos teóricos m u y sencillos, comprensibles para todos, con el propósito de despertar indignación. Los laxistas, afirmaba, absolvían a pecadores q u e así quedaban autorizados para recaer en el pecado al día siguiente; a concubinos inveterados, por ejemplo, q u e a la salida del confesionario se iban derechos a la casa de su querida. Y es que la absolución se les otorgaba sin 2 9 3

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pedirles que repudiaran "la ocasión cercana del pecado". En el ejemplo citado, la ocasión cercana era la concubina, el abandono de la cual había q u e exigir n o r m a l m e n t e in situ. En otros casos se trataba de "los malos libros c u y a lectura puede ser perniciosa, los retratos o cuadros capaces de suscitar ocasiones de vicio, e t c . " De m o d o más general Pascal atacaba la hipocresía q u e hacía pasar un pecado grave por una bagatela, cuando no por un acto de caridad. Por último se abocaba a personas en particular, jesuítas célebres, satirizándolos y poniéndolos en la picota con fórmulas tan fulgurantes como cáusticas. El libro fue un éxito. D e l u m e a u resume del m o d o siguiente sus sorprendentes argumentos: "Apoyándose en citas, Pascal demuestra q u e los casuistas permiten que un cura cobre varias veces el dinero de u n a misa, un religioso desobedezca a los superiores, un servidor sea cómplice de las bajezas de su a m o , un niño desee la muerte de los padres, un acreedor practique la usura o un deudor se escabulla m e d i a n t e la quiebra fraudulenta" . Pero bajo el humor, la ironía y la palabra hiriente, artificios con q u e el talento busca gustar, está siempre presente el agustinismo sincero y profundo de Pascal, tan reconocible en la insistencia en el pecado original como en la convicción de las temibles "consecuencias y secuelas" de las faltas h u m a n a s . C o n todo, pese a este doloroso pesimismo, gracias a la chispa del estilo y la acidez del tono el libro despierta la risa contra los q u e por entonces p r o m e t í a n "el cielo a bajo precio y u n a v i d a sin constricciones", los q u e h a b í a n e n c o n t r a d o en la confesión "una forma de atraer a todos y no rechazar a nadie". D u r a n t e páginas enteras Pascal se mofa de Escobar, B a u n y o Suárez, que autorizaban a absolver con el a r g u m e n t o de q u e m u c h a s cosas p r o h i b i d a s en otro tiempo estaban ya entonces aceptadas. H o y nos perdemos un poco en el detalle de las razones y sarcasmos de Pascal; no obstante su propósito no se nos escapa nunca: más allá de las palabras y las bufonadas, propugnar la confesión sincera y la absolución sin compromiso. Y es un hecho que, en la época, logró convencer. M u y pronto los jesuitas se encontraron a la defensiva. Hubo más obras q u e predicaban abiertamente negar la absolución c u a n d o la sinceridad del pecador fuera dudosa; entre otras, la de G. Huygens, publicada en 1 6 7 6 . Este belga, doctor en teología, aconsejaba a los curas c u a n d o menos diferir el perdón no solamente a los concubinos, sino a quienes llevaran ornatos indecentes o el seno descubierto, se batieran a duelo, alimentaran supersticiones y usaran amuletos, ignoraran los grandes misterios del catolicismo y no supieran las oraciones de memoria, prestaran dinero con interés, guardaran en su casa un grabado i m p ú d i c o o se masturbaran y no renunciaran a su hábito infame en el acto y definitivamente. Ni siquiera se salvaban los editores q u e no 2 9 4

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acataran las normas: "No se debe acordar la absolución a los que c o m ponen, i m p r i m e n o despachan libros perniciosos" . H u y g e n s fue uno de los m u c h o s partícipes de esa ola de tristeza, i n cluso de d r a m a , q u e se abatió sobre la r e l i g i ó n h a c i a fines del siglo XVII. Respecto a la masturbación, por ejemplo, exigía confesiones c o m pletas y detalladas y penas m u y graves, porque el frecuente silencio de confesores y confesados precipitaba "a la muerte eterna a una infinidad de almas". 2 9 6

La función visible de este tipo de confesión ya no es a y u d a r a los pecadores a aliviar la c o n c i e n c i a , sino m á s bien agravar el r e m o r d i m i e n t o con la amenaza de castigos terribles. H u y g e n s quiere ir más allá de la confesión. Si el penitente niega habrá que i n d a g a r en su entorno, ir en busca del pecado escondido. Es l e g í t i m o , dice, q u e "el sacerdote se informe y quiera penetrar hasta el f o n d o " . Por lo demás, afirma, a m e n u d o el s i m p l e oficio del penitente orienta ya sobre sus crímenes. Los sastres, zapateros y otros artesanos acostumbran a trabajar los d o mingos, lo cual contraviene uno de los diez m a n d a m i e n t o s . Las gentes de palacio suelen participar en procesos injustos. Los ricos n u n c a dan suficientes l i m o s n a s . Estamos pues a n t e un universo staliniano, con crímenes de clase o de grupo q u e nos hacen pensar en los de los k u laks, los j u d í o s o los médicos. Categorías sociales enteras se vuelven automáticamente sospechosas, casi culpables. Y no fue trivial el papel de la sospecha en la superculpabilización q u e marcó el Gran Siglo y transformó la confesión, de remedio, en prueba obligatoria y dolorosa. M á s que n i n g ú n otro, el hombre del siglo XVII vivió un m u n d o fundamentalmente pecador, y lo vivió con pánico a mancharse y casi n u l a perspectiva de salvación. 297

La querella del probabilismo Tras el combate de francotirador que Pascal libraba en la ciudad y los salones se escondían, además de los motivos de la contrición y la absolución, numerosos problemas teológicos de fondo. ¿Qué era verdaderamente pecaminoso? ¿Qué perdonable y q u é no? ¿Basándose en q u é se podía declarar inocente un pecado? ¿Qué creer, dada la m u l t i t u d de opiniones contradictorias de los teólogos? ¿A quién seguir? Las opciones "seguras" se enfrentaban con las m e r a m e n t e "probables" y con "las más probables". Hasta el siglo XV no había habido grandes dudas. La vida recta no requería incomodarse con fantasías teológicas, sino seguir, como había dicho J e a n N i d e r ( 1 3 8 0 - 1 4 3 8 ) , la o p i n i ó n más segura (en latín: tu-

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tior), aquella q u e dentro de la Iglesia nunca había sido objeto de oposición seria. De allí la teoría del tutiorismo, q u e pregonaba la fe para con los textos indiscutibles, perfectamente ciertos. Esta será la opinión de Pascal cuando en la q u i n t a Provincial diga: "No me satisface lo probable; busco lo seguro". N u n c a i m p u g n a d a con brillantez, esta postura tenía un solo defecto: con demasiada frecuencia era imposible determinar q u é era lo seguro. Espíritus excelsos, santos intachables o teólogos perfectamente probados h a b í a n d i c h o cosas c o n t r a d i c t o r i a s . Ya se sabe q u e la Iglesia n u n c a ha sido monolítica y de su existencia bimilenaria se deduce una variada riqueza de pensamiento. Algo parecido le sucedía a la medicina, que en torno a 1 7 0 0 conocería la célebre fórmula: "Hipócrates dice q u e sí, pero Galeno dice que no". En gran n ú m e r o de cuestiones los textos teológicos entraban en d i s o n a n c i a unos con otros, lo cual a l i m e n t a b a discusiones de capilla y debates en la Sorbona. Pero la confesión no era un arte teórico. No consistía en m a n i p u l a r las ideas para ponerlas a prueba y confrontarlas. En el confesionario h a b í a q u e ser claro: castigar o perdonar, absolver o despachar. El confesor tenía que actuar siempre enseguida. De esta necesidad nació el "probabilismo" en el siglo XVI. No debe creerse q u e la corriente aconsejara remitirse a la o p i n i ó n más probable (esto iba a ser el "probabiliorismo", que vendría a c o n t i n u a c i ó n ) . Los iniciadores, el d o m i n i c o M e d i n a ( 1 5 2 8 - 1 5 8 0 ) y el jesuita Suárez ( 1 5 4 8 - 1 6 1 7 ) , partían de u n a idea justa. C u a n d o se debe elegir entre dos autoridades es raro q u e una sea flagrantemente necia y la otra l u m i n o s a ; a m b a s presentan a r g u m e n t o s q u e son probables. M e d i n a y Suárez sostenían que en caso de d u d a - n o v e d a d interesante en el catol i c i s m o - entraba en j u e g o la conciencia del sacerdote. A él le tocaba elegir. Y le era d a d o seguir u n a opinión siempre y c u a n d o fuese probable. N a d a había que reprochar, ni a él ni al penitente q u e recibía la a b solución. La vida moral no tenía por q u é ser u n a tortura permanente. Avanzando un paso más —y sin d u d a demasiado—, Escobar añadía q u e en la elección era preciso dejarse guiar por la m a n s e d u m b r e . Entre dos opiniones, declaraba, él prefería siempre "la más benigna y suave". C o n lo cual a ñ a d í a al p r o b a b i l i s m o u n a fuerte dosis de l a x i s m o . La reacción no se haría esperar. El probabilismo fue m u y combatido, pero a m e n u d o por medio de la caricatura. Se le adjudicó un cinismo capaz de llevarlo detrás de cualquier opinión, en particular la que más conviniese al confesor o al confesado. Podía incluso - s e a f i r m a b a - aceptar u n a o p i n i ó n improbable sostenida una sola vez por un teólogo de oscura memoria. Pero debemos decir q u e n i n g u n o de los teóricos que hemos mencionado enseñó n u n c a algo semejante.

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En realidad los partidarios del probabilismo perseguían varias cosas, todas ellas modernas: tranquilizar a los fieles sacándolos del terror m e dieval; proporcionar principios razonables q u e facilitaran la tarea de los confesores; subrayar la i m p o r t a n c i a de la deliberación y la libertad en la vida moral; poner en primer plano la responsabilidad de todos. No es cierto q u e instaran a seguir cualquier opinión, de preferencia las menos probables; mantenían que, siendo una opinión probable, el sacerdote no se sintiera culpable por seguirla. Por m u c h o s debates religiosos a q u e diera lugar, el siglo XVII careció de i m a g i n a c i ó n teológica. En todo su transcurso no surgió u n a idea r e a l m e n t e n u e v a . Se pasó casi cien años (las bellas i n n o v a c i o n e s de Sánchez son de 1 6 0 2 ) discutiendo sobre lo concebido por el siglo anterior, más i m a g i n a t i v o y constructivo. Sin otra propuesta q u e el estricto retorno a la moral antigua, los tradicional-rigoristas abrieron fuego sobre el probabilismo. Enseguida tendrían el apoyo más brillante a u n q u e innovador de jansenistas c o m o A r n a u l d , Pascal, S a i n t - C y r a n o Nicole. El blanco de la q u i n t a y sexta Provinciales es "la doctrina de las o p i n i o n e s probables", q u e Pascal desfigura por c o m p l e t o en pro del efecto cómico. Por ejemplo, hace decir al provincial que en el marco de la nueva teología está p e r m i t i d o todo: "No h a y sino q u e seguir la o p i n i ó n q u e m á s agrade". Esto, claramente, es malinterpretar ciertos aspectos enriquecedores de la renovación que estaba en curso. Bajo semejantes golpes el probabilismo no podía dejar de hundirse, y finalmente se h u n d i ó . Hecho lamentable porque, pese a ciertos excesos, acarreaba gérmenes de un futuro aggiornamiento eclesiástico; quería m o d u l a r la condena de la usura, dar paso a una sexualidad levemente desculpabilizada, librar a la sociedad de cierta carga de orden y prohibiciones y, en general, identificar la vida moral no con la obediencia a interdicciones categóricas d i g n a s de los viejos penitenciales —de todos modos desaparecidos—, sino con un combate personal. Algunos espíritus se volcaron en el tutiorismo, sentenciando que se debían seguir las opiniones más seguras (contra las cuales, cuando existían, nunca se había rebelado nadie), pero guardándose bien de indicar cuáles eran o qué decidir cuando hubiera varias de igual valor. Otros (en especial Billuart) propusieron, retomando una idea de Domingo de Soto, seguir las opiniones "más probables". No obstante, esta teoría, conocida como "probabiliorismo", no daba criterios de distinción, con lo cual se remitía en el fondo al juicio individual y por ende al probabilismo. En esos años grandes condenas papales terminaron por aplastar las tesis laxistas m á s desconcertantes o, mejor d i c h o , las presentadas de forma más chocante para mejor combatirlas. Así como poco antes se había obtenido u n a condena oficial, no de Jansenius sino de cinco proposiciones q u e se le atribuían (y que, según j u r a m e n t o de los jansenis-

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tas, no figuraban en el Augustinus), en este caso se procedió m e d i a n t e extractos, proposiciones y pseudocitas. Ciertas tesis laxistas fueron resumidas y desplazadas de contexto para neutralizarlas más eficazmente. Luego, bajo los papados de Alejandro VII ( 1 6 5 5 - 1 6 6 7 ) y sobre todo de Inocencio XI ( 1 6 7 6 - 1 6 8 9 ) , llamado "el papa jansenista", los resúmenes fueron condenados por contrarios a la Iglesia. U n a "declaración g a licana" de 1 7 0 0 añadirá a ú n cierto oprobio de carácter nacional a distintos textos juzgados escandalosos. Tal como se los presentaba eran, en efecto, indefendibles. En 1 6 6 5 , por ejemplo, se prohibió la supuesta pretensión de que un marido no pecaba "matando a su mujer si la sorprende en crimen de adulterio". En 1 6 7 9 se censuró la proposición siguiente: "Está permitido desear de m a nera absoluta la muerte de un padre, cuando no sea por mal del padre sino por el bien que de ello resultaría para el heredero". En 1700, por fin, se condenaron diversas opiniones insostenibles, entre ellas el derecho a no pagar impuestos y el de una mujer jugadora a robarle dinero al marido para ir a apostar. De más está decir que ni los peores laxistas habían defendido nunca algo parecido; en todo caso, no lo habían dicho así. En cambio quizá habían propuesto algunas ideas sensatas: el marido q u e sorprende a su mujer en adulterio puede perder el control, lo que tal vez deba considerarse atenuante; un juicio será tanto más claro cuanto más considere el fin que mueve cada acción, y es frecuente que un heredero desee la herencia, mal que le pese, sin por eso querer conscientemente que muera su padre; por fin, para el j u g a d o r o la jugadora el juego term i n a siendo una especie de necesidad vital. No exoneremos del todo a los laxistas; m u c h o s de ellos cometieron necedades e hipocresías. Y dejemos de lado a ciertos probabilistas furibundos que, sitiados sin d u d a por sus propias ideas, se propasaron en la práctica de u n a confesión indolora. Un tiempo después cambiaría la corriente. En 1 6 9 0 , 1 7 1 3 y 1794 sería c o n d e n a d o el jansenismo; pero el espíritu rigorista era m á s a m p l i o q u e este m o v i m i e n t o y estaba en c o n d i c i o n e s de perdurar. No obstante, sobre las soluciones de tolerancia, los temas debatidos - a u n q u e no fueran aplicadas de inmediato— volverían con el siglo XVIII en las tesis de Alfonso de Ligorio.

Las conciliaciones de san Ligorio Entretanto los interminables debates habían terminado por atribular a los curas. Unos no comprendían las argucias empleadas y las juzgaban i n d i g n a s de un Dios q u e i m a g i n a b a n bueno, simple y claro. Otros, ha-

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biéndose i n c l i n a d o por u n a postura, de pronto se veían alcanzados por a l g u n o de los golpes q u e R o m a propinaba a diestra y siniestra. El desconcierto se apoderaba sobre todo de los confesores, laboriosos h o m bres de parroquia que no sabían a qué texto sagrado dirigirse para absolver o no a los fieles. Era el m o m e n t o propicio para un conciliador, alguien que reagrupara los espíritus desbandados. Esta figura fue Alfonso de Ligorio, abogado él m i s m o , luego confesor de pobres, obispo de u n a p e q u e ñ a diócesis italiana, fundador de la O r d e n de los redentoristas y por encima de todo h o m b r e de su tiempo, la época de las Luces. Lejos de agregar una enésima tesis a lo que se h a b í a escrito sobre la confesión durante siglos, e x a m i n ó u n a por una las opiniones controvertidas, las pasó por la criba de la razón y buscó acordarlas en soluciones llenas de sentido c o m ú n y benevolencia. No se i m p u s o enseguida. Los rigoristas se le opusieron durante m u c h o tiempo. Pero, poco a poco, la solidez y mesura que preconizaba acabaron prevaleciendo. En el debate que oponía la atrición a la contrición, Ligorio cortó la m a n z a n a en dos. Señaló que en los tiempos modernos las personas se sentían cada vez menos culpables y si aún acudían al tribunal de la penitencia era m u c h a s veces por m i e d o al castigo, esa atrición que algunos consideraban insuficiente. Si para absolver a los fieles se exigía la contrición plena, u n a entrega total, un absoluto amor a Dios, se corría el riesgo de esperar m u c h o t i e m p o . Todas éstas eran verdades obvias que, en el siglo siguiente, monseñor Gousset expresaría en términos teológicamente m á s escogidos: "Si, como pretenden m u c h o s teólogos, un confesor no pudiera absolver a un pecador mientras no observara en él una caridad perfecta en cierto grado, casi n u n c a se podría absolver a n a d i e " . Ligorio concluía que el pecador debía aportar tres cosas: tem o r al castigo, esperanza de perdón y esperanza del paraíso. Pero aquel que esperaba el paraíso ya a m a b a a Dios, por tanto se lo podía absolver. De este m o d o atemperaba un contricionismo demasiado riguros o . . . y se m a n t e n í a i m p l í c i t a m e n t e atricionista. En cuanto al derecho a negar la absolución hacía gala de una habilidad no inferior. Reconocía el principio. Los pecadores endurecidos no merecían el perdón, sin duda, y en los casos más graves y perversos había q u e diferir por lo menos todo sacramento. Por el contrario nadie podía negarse a absolver a "los verdaderamente penitentes". Ahora bien, ¿qué era un penitente? Un individuo que se presentaba al confesionario. El hecho de acudir al confesionario por decisión propia era señal fuerte de contrición: spontanea confessio est signum contritionis. Y si había contrición, carecía de sentido no perdonar. Quedaban, desde luego, los habituales (aquellos que confesaban por primera vez un mal hábito anclado desde hacía m u c h o tiempo) y los reincidentes (los q u e , habiendo 2 9 8

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sido advertidos recaían en u n a m a l a práctica), casi u n á n i m e m e n t e condenados desde hacía siglos al retraso de la absolución. Ligorio ofreció a a m b o s tipos u n a m a n s e d u m b r e relativa. Al pecador habitual no se le pediría que jurase evitar el pecado en el futuro; sólo se verificaría que estuviera, en el momento del caso, "en disposición de evitarlo". C o n el reincidente h a b r í a q u e ser m á s amenazador, exigirle signos reales de conversión y contrición. Se le reclamaría una contrición, no ordinaria (el mero hecho de presentarse al confesionario), sino extraordinaria. No obstante tampoco aquí Ligorio y sus sucesores iban a pedir lo imposible: lágrimas, suspiros, palabras conmovedoras. Se apreciaría q u e el pecador, a falta de no recaer, h u b i e r a d i s m i n u i d o el n ú m e r o de caídas (minor peccatorum numerus). Q u i e n mostrara q u e estaba trabajando para corregirse sería absuelto, y el resto lo haría el buen Dios por la virtud del sacramento. Por lo demás las cosas han quedado más o menos así hasta hoy. El actual catecismo quiere la contrición pero a d m i t e la atrición, q u e p u e d e ser perfeccionada por la acción de la gracia: "La contrición imperfecta no obtiene de por sí el perdón de los pecados graves, pero dispone para obtenerla en el sacramento de penitencia" " . Respecto al probabilismo, por ú l t i m o , el propio Ligorio tuvo cierta evolución. Empezó siendo probabiliorista. Evidentemente el sentido c o m ú n exigía inclinarse por las opiniones más probables. Pero Ligorio fue t o m a n d o conciencia de que fas realidades con que se enfrentaban los confesores eran m u y complejas. H a b í a abundancia de opiniones, todas defendidas con talento. Los pecados eran innumerables y diversísimos; circunstancias de toda índole modificaban su gravedad según la época, los fines perseguidos, las personas. En el fondo sólo existían casos i n d i v i d u a l e s . Ante semejantes dificultades no cabía la indecisión. Los confesados esperaban; había q u e responderles. Y era la conciencia la que debía decidir y responsabilizarse. ¿Cómo? C o n la única actitud posible, la de Cristo, la benevolencia y la caridad. H a b í a q u e tranquilizar. Tanto en su Teología moral (publicada en 1748 pero mejorada edición tras edición) como en unas instrucciones prácticas a los confesores que tomaron sucesivas formas y títulos (Homo apostólicas, Guía del confesor para las gentes del campo), Ligorio, m u y influido por el jesuita alem á n Büsenbaum, se atiene a un justo m e d i o . . . m u y probabilista. Rechazó la demora de la absolución propugnada por Arnauld, pidiendo al cura q u e juzgara con "una probabilidad prudente". Su rasgo más saliente es la voluntad de apaciguar conciencias, desdramatizar la confesión, no aterrorizar al pecador en n i n g ú n caso. Se pronuncia por penas particularmente dulces, oponiéndose por completo al Concilio de Trento y los jansenistas, que eran partidarios de "sanciones saludables y adecuadas a las faltas del penitente". A esta última idea opone la de pena adecuada a las fuerzas de cada cual. En todo d e m a n d a indulgencia. 2

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Llegado el momento, Ligorio fue acusado de laxismo. Era una acusación injusta porque había rechazado un buen número de proposiciones laxistas. Ni siquiera siguió a Sánchez, defensor de las relaciones improductivas entre esposos que no se entablaran "por mero placer". C o m o a la mayor parte de los cristianos, la idea del placer —con su olor satánico— le seguía dando miedo. Antes bien intentó encontrar u n a vía intermedia entre laxismo y rigorismo; una vía cristiana de amor y comprensión. Es posible q u e si lo hubieran escuchado, la confesión no habría sufrido el abandono progresivo que sufrió. Pero la Iglesia no estaba preparada. Sólo prestó atención a Ligorio cien años más tarde y entonces le concedió todos los honores. Era m u y tarde. Entretanto el rigorismo siguió siendo mayoritario entre el clero del siglo X V I I I y aun en el siguiente, con los perjuicios q u e veremos. D e l u m e a u ha escrito: "El rigorismo en el confesionario, q u e todavía era la regla a comienzos del siglo X I X , c o n s t i t u y ó u n a c a u s a i m p o r t a n t e d e l a d e s e r c i ó n d e los s a c r a m e n tos" ° . Durante m u c h o tiempo, en particular, continuaron los interrogatorios sobre la vida sexual de las parejas, algo q u e Ligorio había desaconsejado y que acabó por apartarlas de la confesión. Pero éste es otro debate, del cual no hemos hablado aún, q u e se remonta casi a los comienzos de la Iglesia. 3 0

El m i e d o a e n s e ñ a r Entre las cuestiones q u e se planteó la Iglesia a lo largo de los siglos hubo un debate de puro carácter práctico en torno a la confesión de lo sexual. Se e n u n c i a b a de este m o d o : ¿hay q u e interrogar siempre a fondo? Pues, cuando se trataba de jóvenes, existía el riesgo de enseñarles lo q u e no se debía hacer y sugerirles así pecados q u e no se les habrían ocurrido por su cuenta. Y con los m á s adultos, sobre todo los casados, ¿era deber del cura intervenir en la i n t i m i d a d del m a t r i m o n i o , o sólo los esposos eran responsables ante Dios de su conducta? Sobre la primera pregunta se p u e d e citar un hermoso párrafo tomado de Las relaciones peligrosas de Choderlos de Lacios, que muestra las angustias de conciencia de una adolescente. En u n a carta a Valmont, la marquesa de M e r t e u i l cuenta cómo, cuando joven, de buena gana se habría informado sobre unas cuestiones de a m o r de las cuales lo ignoraba todo: J u z g á i s bien q u e , c o m o todas las jóvenes, yo p r o c u r a b a adivinar el a m o r y los placeres: mas, no habiendo estado n u n c a en el convento, careciendo de u n a b u e n a a m i g a y

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observada por una madre vigilante, no tenía sino ideas vagas que no lograba asimilar; la propia naturaleza, para la cual más tarde no he tenido más que elogios, a ú n no me había dado indicio alguno. Se ha dicho que trabajaba en silencio para perfeccionar su obra. Sólo fermentaba mi cabeza; yo no deseaba goces, lo q u e quería era saber: el deseo de i n s t r u i r m e me sugirió los m e d i o s . Sentí q u e el ú n i c o hombre con q u i e n podía hablar de este asunto era mi confesor*».

He aquí pues a la joven marquesa ante una persona informada. Ignorante de todo, d e c l a r a n d o falsedades para enterarse de la verdad, se acusa de un crimen que no ha cometido. C o m o no tiene la menor idea se jacta de "haber hecho lo que hacen todas las mujeres". Entonces el buen padre le pinta el mal "tan inmenso" que ella comprende: el placer debe ser extremo. "Y al deseo de conocer —dice- sucedió el de probar." La Iglesia siempre ha sido consciente del papel de iniciadora q u e podía desempeñar sin proponérselo, y en ocasiones esto la incitó a m o d e rar la ambición de su curiosidad. A decir verdad, la cuestión n u n c a dejó de causarle vacilaciones. Desde los penitenciales se encuentran dos escuelas: la que quiere instar a decirlo todo, y por eso está dispuesta a hacer todas las preguntas, y la que, temiendo enseñar lo que no debe conocerse m u c h o , tiende a la discreción. El Decretum de Burchard de W o r m s (muerto en el año 1 0 2 5 ) llam a b a a interrogar claramente sobre los delitos sexuales, pero el de Bartolomeo de Exeter ( h a c i a 1 1 8 0 ) aconsejaba p r u d e n c i a . Para éste, en efecto, " h a y hombres y mujeres q u e caen en pecado por haber o í d o n o m b r a r e x p l í c i t a m e n t e crímenes que desconocían". H u g o de SaintC h e r en el siglo XIII, y más todavía Nider en el XV, indican a la vez la necesidad de indagar y la de no informar, "por m i e d o a revelar algo a los simples que lo ignoran". La progresiva complejidad de los pecados —o más bien la progresiva complejidad de la clasificación de los pecad o s - obligaría a registrar las conciencias, pero con un vocabulario cada vez más particular, u n a jerga propia de la confesión. C o n san Antonino, por ejemplo, ya no se interrogó sobre el coito anal; pero el confesor debía preguntar si el acto se había consumado "en el recipiente, en un recipiente indebido o fuera de todo recipiente". Enfrentándose con esta inquisición, en 1748 Ligorio aconsejó dejar a los casados en paz. Señaló además que el pecador que actuaba i g n o rando que cometía u n a falta no ofendía a Dios verdaderamente. H a ciéndolo consciente del pecado, el confesor se arriesgaba, en vez de correg i r l e las m a l a s c o s t u m b r e s , a v o l v e r l o m á s c u l p a b l e a los ojos del

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Eterno. ¿Y eso de qué servía? Por eso Ligorio daba consignas de contención: En general el confesor no está obligado a interrogar sobre los pecados de los esposos en lo q u e atañe a deber conyugal, y ni s i q u i e r a le conviene, salvo para p r e g u n t a r a las mujeres, con la m a y o r discreción posible, si han c u m p l i d o su deber, p r e o c u p á n d o s e por saber, por ejemplo, si h a n obedecido a su esposo en todo. En otras cuestiones, que se calle, a menos que sea i n t e r r o g a d o . 302

¿Por q u é no se siguieron estas instrucciones de moderación? S i m p l e m e n t e porque al principio Ligorio no ejerció n i n g u n a influencia; sobre todo en Francia, donde hasta el siglo XIX ni siquiera se tradujeron sus obras. Entretanto, continuó d o m i n a n d o la concepción más pesimista del hombre —un cubo de basura— y d u r a n t e m u c h o tiempo se i m p u s i e ron confesiones exigentes y severas. Perduró la influencia jansenista, o al menos la agustiniana. Por ejemplo, Charles Billuart ( 1 6 8 5 - 1 7 5 7 ) , profesor en Douai y provincial de los dominicos, no compartió n i n g u na de las posiciones moderadas de su casi contemporáneo Ligorio. Billuart exigía al confesor q u e ejerciera fuerte presión y consideraba el acto de amor pecaminoso si no desembocaba en la concepción de n i ños. Así, para él, dos esposos estériles podían unirse, por cierto, pero no sin cometer al menos un leve pecado si eran conscientes de su incapacidad. En 1 7 8 2 , un cura n o r m a n d o , el padre Féline, publicó un Cathéchisme des gens mariés d o n d e deploraba q u e no se interrogase suficientemente a los esposos. Según él, privados de una vigilancia estricta por parte de los confesores, los m a t r i m o n i o s solían entregarse a i n n u m e r a bles abominaciones. Púdicas por naturaleza, las mujeres no se atrevían a hacer preguntas en los confesionarios; y los sacerdotes, olvidando su deber de prevenirles contra el m a l , las dejaban pecar. "No es raro —decía F é l i n e - encontrar mujeres que tras m u c h o s años de m a t r i m o n i o y u n a infinidad de faltas, y frente a un confesor que tiene la caridad de interrogarles sobre el artículo de la castidad conyugal, responden fríam e n t e q u e , c o m o los confesores precedentes n u n c a les interrogaron sobre ello, ellas n u n c a se han acusado de las faltas que se les reprocha." Por eso él insistía en la obligación de interrogar a los penitentes más a fondo. El problema suscitado por estos interrogatorios, sobre los cuales había división entre el clero de base, volvió enérgicamente a primer plano cuando en 1 8 4 2 monseñor Bouvier intervino en Roma. Bouvier se ha-

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bía apercibido de que las parejas jóvenes de la diócesis de M a n s practicaban cada vez más el coito interrumpido. M á s aún: cuando los confesores les p r e g u n t a b a n sobre el tema, reprochándoles su conducta, se mostraban "gravemente disgustadas". En otras palabras, ya no obedecían las instrucciones. En m u c h o s lugares, decía Bouvier, "el n ú m e r o de quienes se aproximan al tribunal sagrado desciende de año en año, especialmente por la razón antes d i c h a ' . Hasta esposos de catolicismo probado eran incapaces de refrenar el deseo c u a n d o no querían más hijos. Entonces practicaban "el onanismo" sin sentirse en absoluto culpables. Al parecer eran buenas personas, preocupadas por criar lo mejor posible a sus hijos, restringiendo para ello el t a m a ñ o de la familia. No pretendían sino formar correctas parejas cristianas, y en el acto carnal no procreativo encontraban un remedio para la concupiscencia y un refuerzo del a m o r conyugal. ¿Qué hacer con ellos? Bouvier presentaba a la Penitenciaría de R o m a tres preguntas: 1. ¿ C o m e t e n estos esposos un acto i n t r í n s e c a m e n t e malo? 2. Habiéndose generalizado el o n a n i s m o en la diócesis, ¿puede considerarse q u e quienes no se acusan a c t ú a n de b u e n a fe? 3. ¿ C a b e a p r o b a r a los confesores q u e , p o r t e m o r a ofender a las ovejas, se abstienen de interrogarles sobre el m o d o en q u e ejercen los derechos conyugales?

Bouvier intentará adaptar a su obispado la embarazosa respuesta de la Penitenciaría, descargando a los curas de la obligación de hurgar más en las conciencias de los esposos. Pero este breve respiro no iba a durar. A causa de la práctica cada vez más frecuente de la a n t i c o n c e p c i ó n , R o m a endurecería su posición, y con ella los interrogatorios, provocando en definitiva u n a violenta reacción de los fieles. A partir de entonces las dificultades de la confesión no nacerían sólo de los debates teológicos y las dudas de los curas, sino más aún de la fuerte oposición de los propios confesados.

La resistencia de los fíeles

El 13 de enero de 1 9 6 6 la i n q u i e t a y a m e n u d o v a l i e n t e revista catól i c a Témoignage chrétien hizo entre sus lectores franceses u n a g r a n encuesta. C u a t r o años después el resultado apareció en forma de l i bro con el t í t u l o de La confesión en entredicho. Era a b r u m a d o r . Si b i e n c i e r t o s c r i s t i a n o s , sobre t o d o de e d a d , p e r m a n e c í a n fieles al confesionario de su infancia, la m a y o r í a se m o s t r a b a n desinteresados. El p a n o r a m a era peor entre los adolescentes o los a d u l t o s jóvenes. U n a de las p r e g u n t a s —formulada a cuarenta y dos p a r t i c i p a n t e s de m á s de q u i n c e años del retiro pascual de u n a p a r r o q u i a del distrito XI parisino— era ésta, m u y s e n c i l l a : " ¿ Q u é p i e n s a s de la confes i ó n ? " Se trataba, pues, de u n a muestra no representativa de la j u v e n t u d e n general ( p r o b a b l e m e n t e m u c h o más d e s c r i s t i a n i z a d a ) ; d e hecho, de un m i c r o m u n d o salido del mejor círculo católico p r a c t i c a n t e . En p r i n c i p i o el h e c h o de q u e la respuesta fuera por escrito debía disuadir de singularizarse. No obstante exactamente la m i t a d de los jóvenes respondieron fríamente q u e ya no veían la necesidad de ir al confesionario. Y esto sucedía hace veinticinco a ñ o s . . . Desde entonces, y pese a las m e d i d a s de la Iglesia por reformar el procedimiento —que hoy ya no consta de u n a declaración personal seguida de u n a absolución individual— las cifras de confesados no han subido; al contrario, u n a encuesta actual daría resultados a ú n más enojosos. Y no acusemos exclusivamente a nuestro siglo. La deserción de los confesionarios empezó en el siglo XVIII y el proceso no ha dejado de acelerarse. 303

Sin d u d a el hecho se relaciona con la d e s c r i s t i a n i z a c i ó n general ue se viene produciendo en los países europeos desde hace al menos oscientos años. Era imposible que la acción de, entre otros, Voltaire, Diderot o d'Holbach, todos ellos hostiles a los grandes dogmas cristianos, no dejara huellas. Q u e d a por saber qué ocurrió primero, si la aparición de los filósofos hostiles al d o g m a cristiano o el abandono de los

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La carne, et diablo y el confesionario

fieles. M i c h e l Vovelle ha demostrado q u e en Provenza, donde la masa no debía frecuentar m u c h o las obras de la Ilustración, el declive de la fe empezó a percibirse entre 1 7 1 0 y 1 7 4 0 , y que hacia 1 7 9 0 se asistía ya a u n a debacle de las prácticas s e c u l a r e s . De 1 7 1 5 a 1 7 5 5 , por ejemplo, el 8 0 % de los provenzales cuyos testamentos estudió Vovelle hacían demanda de misa postuma por el reposo de su alma. Tras una caída casi constante, hacia 1 7 9 0 la cifra era del 5 0 % . Acaso la mayoría mantuviese aún la fe - a l menos en un Dios de contornos v a g o s - , pero de los ritos de la Iglesia no se esperaba gran cosa. 304

La confesión no estaba e x c l u i d a del descenso. No h e m o s podido encontrar datos seguros y anuales para toda Francia, pero existen numerosos estudios locales y hasta regionales. Todos i n d i c a n la misma tendencia. La práctica de la confesión pascual en el á m b i t o rural pasó del 9 0 % en 1789 a unos pocos fieles en la actualidad. A la progresiva tibieza sucedió la indiferencia y a u n la hostilidad declarada. Este proceso de desafección pasó por distintas etapas y por pequeñas inversiones de tendencia (por ejemplo, entre 1 9 2 0 y i 9 4 0 en ciertos lugares). Sobre todo es preciso distinguir las cifras concernientes al conjunto de la población —cuya fe se debilita poco a p o c o - de las que sólo t o m a n en cuenta a los católicos ligados a determinada iglesia, los "obligados" a c o m u l g a r por Pascua, cuyas manifestaciones de fe son n a t u r a l m e n t e más visibles y firmes. También hay q u e diferenciar a los hombres de las mujeres, a los adultos de los niños. Tomaremos en préstamo algunas cifras a Gérard Cholvy, q u e ha est u d i a d o de forma excelente la práctica religiosa en el Hérault desde el siglo XVIII hasta alrededor de 1 9 6 0 . En el caso de los hombres adultos la estadística habla a las claras. Ya antes de la guerra de 1 9 1 4 apenas c u m p l e con la confesión pascual entre el 10 y el 1 5 % . Desde 1850 sólo las mujeres y los niños acuden regularmente a confesarse, si bien cada vez menos. Si se t o m a el c o n j u n t o de los obligados, i n c l u i d o s los dos sexos, t a m b i é n se observa un descenso, variable según los lugares: depende de lo seriamente q u e h a g a el cura su trabajo. H a y regiones del Hérault - a q u e l l a s donde d o m i n a n los obreros agrícolas, que se preparan para las revueltas de 1 9 0 7 - más descristianizadas que otras. En cambio, en el norte del departamento, las tierras montañosas llamadas altos cantones, d o n d e se vota más a la derecha, seguirán siendo m u c h o tiempo un bastión c a t ó l i c o . . . hasta que el interés por las prácticas decaiga como en todas partes. En cualquier caso es preciso tener en cuenta las situaciones locales y evitar las generalizaciones fáciles. U n e j e m p l o d e diferencia e n t r e regiones v e c i n a s : poco antes d e 1914, en la diócesis de Albi (Tarn) hay todavía dos tercios de "pascualizantes", pero sólo la m i t a d ( 3 2 % ) en la de M o n t p e l l i e r ( H é r a u l t ) . En

La resistencia de los fieles 217

1 9 6 2 el porcentaje de obligados que se confiesan durante la Pascua en el H é r a u l t es del 2 6 , 9 % (aunque sólo el 1 4 , 7 % de los hombres y los j ó v e n e s ) . En la m i s m a fecha va a m i s a el 2 0 , 2 % de los católicos de la región . Entre 1 9 7 0 y 1 9 9 0 los índices caen a m í n i m o s , del 0 al 7 % , con ciertas particularidades locales. Estas cifras, q u e revelan un abandono masivo de todas las ceremonias religiosas, se repiten en toda Francia ( 6 % de confesiones según un sondeo realizado por la empresa Sofres en 1 9 9 1 ) . Son agudas y dan prueba de u n a descristianización más rot u n d a todavía en las grandes ciudades, d o n d e en ocasiones sólo acude a la iglesia u n a fracción social particular, m a y o r i t a r i a m e n t e burguesa, en la cual por otra parte cuesta distinguir q u i é n se adhiere al cristianismo sinceramente y quién practica un rito social sin contenido religioso. M u c h a s iglesias rurales tienen apenas un cura por cada cuatro o cinco p a r r o q u i a s . Al menos en su forma tradicional, la confesión ya casi no existe. ¿ C ó m o se ha llegado a esto, cuando alrededor de 1 7 8 9 , en tiempos de la Revolución francesa, los índices de frecuentación dominical y de comuniones pascuales en los pueblos rayaban todavía el 9 0 % ? Nos parece que tres fenómenos desempeñaron un papel considerable. Primero, durante el siglo XIX, un ataque en toda la regla contra la confesión en sí. Escritores, periodistas, polemistas, no contentos con sacar a la luz los problemas teológicos que planteaba, lanzaron ataques frontales acusándola de pervertir las almas, a la vez las de los curas y las de los confesados. S e g u n d o - f e n ó m e n o sin d u d a i n d e p e n d i e n t e del a n t e rior—, h a y un divorcio de intereses y entre los fieles arrecian las dudas; ya no creen en la confesión, en su utilidad ni en lo que prescribe. Incide especialmente el problema de la limitación de los nacimientos m e d i a n te el coito i n t e r r u m p i d o -y después por otros métodos—: lo encontram o s en el o r i g e n de esta rebelión y explosión de las m e n t a l i d a d e s . Tercero, el movimiento se verá acelerado por la evolución de las costumbres, el progreso de las nociones de d i g n i d a d h u m a n a e individualismo, los avances científicos y el papel de los Estados, q u e toman a su cargo los problemas planteados por la procreación y dictan leyes específicas. Los cambios en las formas de vida y en el pensamiento alejan p a u l a t i n a m e n t e a los fieles de una confesión q u e los fastidia, les lastima el pudor, no les enseña nada y a veces hasta contraviene las leyes de la República. En las páginas siguientes intentaremos alumbrar este vasto m o v i m i e n t o , q u e reviste tres formas: la polémica contra el lavado espiritual y los curas lascivos, los interrogantes de los cristianos que se sienten en falso y la profunda inactualidad e inoperancia de la confesión en el m u n d o moderno. 3 0 5

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La carne, el diablo y el confesionario

El ataque contra los confesores El primero en atacar la confesión —y en un terreno francamente polémico— fue Paul-Louis Courier (1772-1825). Extraño personaje, m i l i tar durante muchos años, sólido erudito, a m a n t e de la literatura antig u a , g r a n frecuentador de la b i b l i o t e c a del V a t i c a n o , sus acerados panfletos contra la m a y o r í a de las instituciones de su época acabaron por darle u n a suerte de acida celebridad. En 1826, c o m o expresión quizá de sus propios fantasmas, proclamó q u e la confesión era salaz y malsana. Era contradictorio —decía en un panfleto— q u e curas célibes y puros fueran confidentes de jóvenes damas culpables. M á s allá de sobreentendidos, este supuesto defensor de la sociedad familiar tenía el mérito de mostrar q u e a los confesionarios ya casi acudían sólo las m u jeres. De los h o m b r e s , C o u r i e r ni s i q u i e r a se o c u p a b a . . . Lo q u e lo conmovía, lo que lo excitaba, era el frente a frente del cura y la mujer: ¡Qué vida, sí, qué condición la de nuestros curas! ¡Los protegen del amor y sobre todo del matrimonio, y les entregan las mujeres! No p u e d e n tener u n a y viven familiarmente con todas; es poco, pero tienen la confianza, la intimidad, el secreto de sus acciones ocultas, de todos sus pensamientos. La moza inocente, bajo el ala de la madre, escucha antes que nadie al cura que, llamándola m u y pronto, la recibe a solas; que, antes de q u e p u e d a pecar, la instruye sobre el >ecado. U n a vez instruida, la casa; ya casada, la confiesa y a gobierna. En sus afectos precede al esposo y en ese lugar se mantiene siempre. Lo que ella no osaría confesarle a la madre, declararle al m a r i d o , el cura debe saberlo, lo pregunta, lo sabe; y nunca será amante suyo .

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En 1845 el gran historiador anticlerical J u l e s M i c h e l e t (1798-1874) condensó en u n a obra sus ideas sobre el tema. Decía con m á s claridad lo que Courier sólo había sugerido. La i n t i m i d a d entre el cura y la m u jer, razonaba, ponía la suerte de la familia en manos de un director, un maestro. El confesor oía todo y no olvidaba nada. Llegado el m o m e n to sabría aprovechar aquello de lo cual se había enterado: A t e n c i ó n , q u i e n ha e s c u c h a d o no es la m a d e r a , el roble negro del confesionario, sino un hombre de carne y hueso. Y ahora ese h o m b r e sabe de esa mujer lo q u e n u n c a ha sabido su m a r i d o . . . Ese hombre sabe y sabrá. Y no temáis que lo o l v i d e . . . También ella sabe q u e h a y un dueño de su

La resistencia de los fieles 219

ensarmentó íntimo. J a m á s pasará frente a ese h o m b r e sin ajar los o j o s . . . El celibato eclesiástico es u n a institución contra natura q u e necesariamente vuelve al cura m a l h u m o r a d o , envidioso y m a l i g n o . A ese hombre sin familia la confesión le abre las puertas de todas las familias. Le entrega a la madre, por m e d i o de la cual él pone la m a n o sobre los niños. Si no puede alcanzar al padre, lo aisla y lo reemplaza . 307

Sorprende encontrar en los dos textos citados la m i s m a i n q u i e t u d de padre de familia. H a c i a mediados del siglo XIX los hombres se estiman ya fuera de la Iglesia, en todo caso fuera de su alcance; lejos de los golpes directos q u e ella p o d r í a i n t e n t a r asestarles. Entonces el m a r i d o teme q u e el confesor —diablo malicioso q u e se insinúa en el corazón de los s u y o s - lo desposea de autoridad sobre la mujer y los hijos. Pierre Larousse ( 1 8 1 7 - 1 8 7 5 ) , a quien ni siquiera los honores hicieron olvidar las ideas laicas, las preocupaciones republicanas y los odios religiosos del p e q u e ñ o maestro novel q u e había sido bajo la m o n a r q u í a , consagró numerosas páginas de su Grand dictionnaire universel du XlXe siécle a "aplastar al infame". De su i n i m i t a b l e p l u m a salieron, en particular, dos artículos titulados "confesseur" y "confession", q u e no ocupan menos de veinte columnas de la obra y en caracteres minúsculos. C o n t i e n e n de todo: resumen histórico, ejemplos literarios, exposición teológica, u n a discusión de la práctica, anécdotas. U n a de éstas es tan encantadora q u e no vacilamos en citarla. Un día, un confesor, más bien brusco, le pregunta a una penitente cómo se llama: "Pero padre - d i c e ella—, mi nombre no es un pecado". La anécdota no figura en el diccionario de Larousse para divertir. El gran lexicólogo la vincula a los otros cargos - n o p o c o s - que vierte sobre los confesores: siempre han sido brutales, pero t a m b i é n indiscretos, fanáticos, libidinosos, injustos, vasallos de un poder de allende nuestras fronteras, traidores a la realeza q u e los a l i m e n t a b a , etc. En cuanto a la confesión en sí, Larousse la define como "escuela de corrupción e inmoralidad". Y desarrolla el siguiente punto de vista: Es allí [en el confesionario] donde la m u c h a c h a oye hablar por primera vez de actos cuyo nombre hasta ignora; donde la mujer aprende en un cuarto de hora más cosas que en veinte años de m a t r i m o n i o . Leed a Sánchez, leed a Suárez: conoceréis el vocabulario de los casos de conciencia y veréis el sinfín de preguntas i n m u n d a s que los confesores pueden hacer a sus p e n i t e n t e s . 308

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La carne, el diablo y el confesionario

La confesión, "que acaso h a y a sido buena en épocas de ignorancia grosera en q u e era preciso el temor al infierno para alejar de la pendiente del vicio", le parece a Larousse superflua en su época; y en el m o m e n t o de la redacción de los artículos (entre 1864 y 1 8 7 0 , a fines del S e g u n do imperio) constata "un saludable giro en los espíritus". En apoyo de la i d e a d e q u e l a confesión e s m o r a l m e n t e d a ñ i n a cita u n a novela d e George S a n d , Mademoiselle de la Quintinie, cuyo héroe renuncia al casamiento antes que ver interpuesta durante toda su vida en la pareja la sombra del confesor.

La c a r g a de Leo Taxil Pero el gran e n e m i g o decimonónico de la confesión no tenía la cultura literaria ni el estilo pulido de Larousse. Se l l a m a b a (o se hacía llamar) Leo Taxil. Era u n a suerte de polígrafo rencoroso e incierto, insaciable atizador de curas, mercader de escándalos, autor de obras provocadoras, variado de vestimentas, tan pronto converso como en ruptura con la Iglesia, cristiano como anticristiano, francmasón como antimasón, h o m b r e c u y a situación n u n c a se conoció m u y bien. En el marco del m o v i m i e n t o popular laico y republicano surgido del Segundo imperio, q u e poco a poco avanzaba hacia la separación entre la Iglesia y el Estado a finales de siglo, Taxil atacó al clero desde el á n g u l o satírico y m e dieval de la l i v i a n d a d , d e n u n c i a n d o las bajezas de monjes glotones, obispos disipados, curas libertinos y del Vaticano atesorador. A u n q u e las acusaciones tenían un lado a m p l i a m e n t e imaginario y las citas sol í a n ser abusivas, a m e n u d o Taxil tocaba puntos sensibles y sus incendiarias obras, m u y baratas, fueron éxitos de l i b r e r í a . 309

En 1 8 8 4 publicó largos extractos de los manuales de confesión más escabrosos, i n c l u y e n d o sobre todo muchas páginas de monseñor C l a ret (La llave de oro), Debreyne (La moechialogie) y del Compendio de casos de conciencia. Pero en vez de acompañarlos de comentarios q u e los situaran históricamente, a u n q u e fuese para subrayar los defectos, los e d i t ó p r e c e d i d o s d e u n a t a q u e r e a l m e n t e poco m a t i z a d o "contra l a a b o m i n a b l e enseñanza de los seminarios y la horrible i n m o r a l i d a d de la confesión". En el estilo canallesco que lo caracterizaba, Taxil la tomaba primero contra el principio m i s m o de la confesión. Mezclando las responsabilidades ante Dios y ante los hombres, se preguntaba c ó m o era posible q u e la confesión lavara los peores pecados. Negaba el poder de las llaves del R e i n o , el de "atar y desatar los pecados" —es decir, perdonarlos—, q u e Jesús habría confiado a Pedro y los diferentes a p ó s t o l e s . 310

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Para él, la virtud detergente de la confesión era increíble y contraria a cualquier justicia h u m a n a : Se pueden cometer todos los crímenes, asesinar a padre y madre, violar a m u c h a c h i t a s como hacía monseñor M a r e t o sodomizar a jóvenes según la m o d a del señor conde de Germiny; se puede atracar a un recaudador y coserlo a puñaladas; se p u e d e n llevar a cabo las fechorías más execrables, solazarse en las infamias más obscenas y degradantes; al salir del confesionario la Iglesia habrá dejado al criminal más inocente q u e un bebé recién nacido. U n a vez que el confesor da la absolución, D u m o l l a r d se vuelve arcángel y Troppman [célebre asesino] se transforma en q u e r u b í n . 3 1 1

C o n más sutileza y chispa, y t a m b i é n con más fundamento, Taxil carga contra la doctrina del pecado, el afán de clasificación teológica y el exceso de escrúpulos de la religión católica, ridiculizando ciertas formas asombrosas de la práctica pretérita de la confesión. En el siglo XVII —cuenta, por e j e m p l o - los teólogos a g i t a r o n u n a cuestión desde su punto de vista m u y importante: ¿rompía un caldo tomado como lavativa e l a y u n o prescrito, h a c i e n d o i m p o s i b l e u n a c o m u n i ó n p a r a l a cual, sabido era, h a b í a q u e presentarse con el estómago vacío? Se examinó el siguiente caso: a saber, si había posibilidades de que la Santa Trinidad y la lavativa alimenticia se encontraran en el tubo del comulgante. Se apeló a las luces de la Facultad. Se escribieron muchos libros a favor y en contra de la lavativa previa a la c o m u n i ó n . En s u m a , la d i s p u t a , q u e e s a b s o l u t a m e n t e histórica, d u r ó u n b u e n cuarto de siglo hasta q u e por fin la zanjó el Papa, único j u e z soberano y c o m p e t e n t e . 312

La controversia de la cual Taxil se burla acremente tuvo l u g a r en el Gran Siglo, en efecto, e incluso se prolongó m á s allá. Parece broma, pero la cuestión cobró un verdadero cariz teológico. Si el a y u n o era requisito para la confesión había q u e definirlo. A ú n en el siglo XIX, y sin h u m o r a l g u n o , e n c o n t r a m o s el p r o b l e m a expuesto bajo u n a forma apenas diferente en el Dictionnaire de Pontas: "Se pregunta si u n a m u jer devota que, acostándose a las once horas, se ha puesto en la boca un trozo de azúcar cande con el fin de calmarse la tos, y se ha d o r m i d o antes de haberlo c o n s u m i d o , p u e d e c o m u l g a r al d í a siguiente". La res-

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mesta es inflexible: el a y u n o debe ser total. Q u i e n ha de c o m u l g a r por a m a ñ a n a , pasada la m e d i a n o c h e de la víspera no puede consumir ni un trozo de a z ú c a r . El blanco principal de Taxil era la i n m o r a l i d a d de los curas, lugar c o m ú n en los círculos anticlericales de fines del siglo XIX. El confesionario, decía, daba al sacerdote ocasión de excitarse sexualmente y hasta de caer en el p e c a d o de la c a r n e q u e s u p u e s t a m e n t e c o m b a t í a . En cuanto a la penitente, el examen minucioso de las faltas para determinar si eran capitales o mortales propiciaba un desembalaje complaciente que luego utilizaría no sólo para alimentar sus fantasmas, sino también para pasar en lo posible a la conquista:

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El interrogatorio es inacabable, y notamos la "delectación" del confesor, cuando es un joven o un viejo puerco; vemos c ó m o saborea los pormenores c u y a confidencia arranca a una muchacha, con la segunda intención de darse un festín. Es del todo evidente que al hacerse detallar las impresiones intelectuales y carnales de la penitente, con el pretexto de determinar si el pecado es mortal o venial, el cura aprecia m a r a v i l l o s a m e n t e el g r a d o de la dificultad q u e t e n d r á a continuación en ofrecer a la pecadora sus buenos oficios de macho tan caliente como d i s c r e t o . 314

Por vulgares q u e sean los cargos de Taxil, y sobre todo la forma en que los presenta, no podemos dejar de examinar lo q u e plantea: ¿aprovechaban los curas la confesión para entablar relaciones con las confesadas? Es difícil dar pruebas en cualquier sentido; y, si en toda época se h a n d e n u n c i a d o ocasionales relaciones sexuales prohibidas entre religiosos y fieles, parece arduo relacionarlas con el uso directo del confesionario. El cura de Uruffe, protagonista de un famoso asunto criminal a m e d i a d o s de nuestro siglo - e m b a r a z ó a u n a p a r r o q u i a n a antes de asesinarla-, ¿había emprendido las maniobras de seducción en el edículo de la penitencia? N u n c a se ha dicho, y cuesta creer q u e lo esencial p u e d a cumplirse en un lugar tan exiguo. ¿Empezaron las cosas allí, entonces? S i n d u d a el cura p o d í a encontrar a la p a r r o q u i a n a y hacerle proposiciones en el confesionario, pero también en otros sitios. Nosotros hemos señalado m u c h o s excesos de interrogatorio, acaso debidos —como dice T a x i l - a la "delectación" del confesor. Los registros m a g n e tofónicos de la investigación italiana confirman el p u n t o . ¿Pero cabe concluir q u e el confesor pasaba de la excitación a relaciones reales que de otro m o d o no se habrían consumado? ¿Era el confesionario un l u gar peligroso para quienes entraban por cualquiera de los dos lados?

La resistencia de los fieles 223

Podemos formular u n a presunción. Por excepcionales y condenables q u e h a y a n sido, a través de la confesión llegaron a entablarse suficientes relaciones c o m o para q u e la Iglesia se preocupara. Es ella, en efecto, la q u e h a b l a del asunto. Por ejemplo, el Dictionnaire des cas de conscience de Pontas, obra difícilmente tachable de anticlerical, lo m e n ciona con todas las letras: "En confesión, Héctor se entera por J u d i t h q u e el confesor precedente de ésta la solicitó al pecado, y q u e t a m b i é n lo hizo con otras personas". A lo cual Pontas c o m e n t a que es preciso d e n u n c i a r de i n m e d i a t o al mal cura, a despecho del secreto de confesión . 3 1 5

En todo caso a fines del siglo XIX circulaban muchas historias sobre confesores licenciosos. A decir verdad no era n a d a nuevo. En el siglo XVI se había encargado a la Inquisición perseguir a los curas q u e en el m o m e n t o de la confesión incitaran a sus penitentes ad turpia. Se dice incluso que la aparición de la celosía, con reja de separación, tuvo ori;en por entonces en la voluntad de impedir ciertos contactos. Y se señaa q u e R o m a prestó al problema atención constante. Y es que la Reforma h a b í a lanzado acusaciones contra la licencia de los curas; así pues la Contrarreforma, insistente en cuanto al sacramento de la penitencia, se cuidó celosamente de q u e éste permaneciese fuera de sospecha. M o n s e ñ o r Bouvier, en absoluto interesado en que circularan r u m o res, no dejó sin embargo de mencionar a "los clérigos q u e excitan acciones vergonzosas" y les consagró todo un apéndice de su Dissertation sur le sixieme commandement . Por otra parte, los papas no h a n cesad o d e c o n d e n a r tales c o m p o r t a m i e n t o s , y esto y a p a s a d a l a E d a d M e d i a : Pablo I V e n 1 5 6 1 , Pío I V e n 1 5 6 4 , C l e m e n t e VIII e n 1 5 9 2 , Pablo V en 1 6 0 8 , Gregorio XV en 1 6 2 2 , Alejandro VII en 1660 o Benito X I V e n 1 7 4 1 . Es cierto entonces q u e la conducta de curas y confesores no s i e m pre estuvo a la a l t u r a de los votos, y parece razonable s u p o n e r q u e —entre otros lugares— el confesionario fue marco de intercambios verbales q u e llevarían a ciertas faltas. Pero si las c o n d e n a s de la Iglesia p e r m i t e n concluir q u e algo de verdad había en los desaforados cargos de Leo Taxil, otro elemento demuestra que este tipo de faltas era m u y poco habitual. Pues si dejamos de lado los libros anticlericales, ni ayer ni h o y e n c o n t r a r e m o s acusaciones semejantes entre los fieles, ni siquiera entre aquellos q u e h a n i m p u g n a d o la confesión.

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M u y antiguos y m u y numerosos, los reproches de los fieles son de naturaleza distinta de las insinuaciones de Taxil, con lo que subrayan el cariz a m p l i a m e n t e polémico de éstas. M u c h o más que al abuso sexual de las penitentes se refieren a la vergüenza de los confesados, a la dificultad de la confesión, al derecho de conservar ciertos secretos o a las dudas sobre el valor de la remisión acordada. M á s modestas en apa-

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r i e n d a , menos graves q u e las casi difamaciones de Taxil, estas quejas, sin e m b a r g o , e x p l i c a n m u c h o mejor el progresivo a b a n d o n o de los confesionarios que se viene dando desde hace un siglo. Lo que ha habido es un divorcio, no un escándalo. Y divorcio no entre ciertos curas licenciosos y algunas penitentes engañadas, sino entre la m a y o r í a de los fieles y la idea m i s m a de confesión.

El abandono de los penitentes Los católicos no suelen rebelarse. Por eso es i m p o s i b l e detectar u n a ruptura brusca con los confesores; antes bien vemos lo que D e l u m e a u ha descrito como "tenaz y silenciosa reticencia de las p o b l a c i o n e s " . Desde siempre el fiel fue al confesionario arrastrando los pies. Está claro que desde hace m u c h o tiempo se vienen diciendo allí cada vez m e nos cosas, y los testimonios del siglo XX a b u n d a n en confesiones estereotipadas. Poco a poco, por fin, empezaron a surgir críticas dentro del propio círculo católico. Lo que siempre molestó más del proceso fue el día siguiente. U n a vez hecha la confesión, ¿qué pasaba? ¿Era olvidada? No. En adelante había otro que sabía. En muchos sentidos esto podía volverse insoportable. Sobre el secreto de la confesión - g a r a n t i z a d o no obstante por la Iglesia— se instalaba la duda. En 1 8 5 1 , tras el golpe de estado q u e desató una intensa represión, en Francia circuló el rumor de que muchísimos obreros de las sociedades de resistencia a Luis Napoleón h a b í a n sido d e n u n c i a d o s por los confesores de sus mujeres. La sospecha no ha sido demostrada n u n c a y es en sí m i s m a inverosímil; pero la acusación se propaló. Lo llamativo es la c o i n c i d e n c i a casi perfecta con la é p o c a en q u e la m a y o r í a de los hombres empezó a abandonar la confesión. Pero a m p l i e m o s un poco el cuadro. No cabe d u d a de que, al ir cobrando la vida del c i u d a d a n o dimensión política —en términos generales, durante el siglo XIX, si hablamos del campo francés-, las sospechas de delación política frenaron el hábito de la confesión. En la Rusia zarista, en todo caso, la d e n u n c i a existía y hasta era obligatoria. Por juramento, el día de su ordenación, todo cura se comprometía a revelar secretos de la confesión si c o n c e r n í a n a c o m p l o t s contra el zar o a u n "contra el orden público o que amenacen hacer escándalo en la Iglesia". Disposiciones tan generales no podían sino inquietar a los fieles . 317

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Por lo demás, el temor a la indiscreción política de los curas era más antigua. P. de i'Estoile cuenta que el padre C o t t o n , confesor del joven Luis XIII, viéndolo un d í a m e d i t a b u n d o le p r e g u n t ó q u é le pasaba.

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"No se me antoja decíroslo - r e s p o n d i ó el rey— porque en seguida lo escribiríais a España, como todo lo q u e os confieso." T a m b i é n se afirma q u e las confesiones de la emperatriz M a r í a Teresa de Austria (1717¬ 1 7 8 0 ) eran i n m e d i a t a m e n t e pasadas en l i m p i o y expedidas a R o m a . ¿ H a b r á a l g u n a vez ocasión de averiguar la verdad en los archivos del Vaticano? Lo único q u e podemos decir es q u e los penitentes tenían dudas, más relacionadas con la vida personal que con las opiniones políticas. ¿Realmente no iba a saberse en n i n g ú n caso lo q u e habían confesado? Lo intolerable era s i m p l e m e n t e q u e otro supiera; otro no forzosamente discreto, superior, b u e n o ni competente para apreciar las faltas c u a n d o atañían a u n a vida corriente que el fiel conocía m u c h o mejor q u e un célibe. No olvidemos q u e en el siglo XIX Francia todavía era a m p l i a m e n t e rural. El confesor era el cura de la p a r r o q u i a , a q u e l al cual el penitente encontraría una hora más tarde en las calles del p u e blo, el día siguiente y todos los demás, y al q u e habría q u e mirar a los ojos. A q u e l a q u i e n se querrían negar cien francos para reparar el techo de la iglesia. ¿Pero cómo resistírsele después de haberse entregado? San V i c e n t e de Paul observa: "La vergüenza i m p i d e a m u c h a s buenas gentes del campo confesar todos los pecados, y esto los arroja a un estado de condena". El h u m i l l a n t e deber de confesarse fastidia; pero más paraliza la confesión realizada, que, en vez de aliviar, ensombrece de i n q u i e t u d los días siguientes. Seguro que el cura no ha olvidado. A u n q u e guarde el secreto ya es demasiado que sepa. H a y u n a sola manera de evitar esta situación delicada: no confesar o confesar sólo m i n u c i a s , c u y a revelación o persistencia en la larga m e m o r i a del cura no serán inconvenientes graves. A veces mintiendo, más a m e n u d o haciéndose el inocente, el campesino astuto intentará eludir la confesión peligrosa. En sus m e morias, el reverendo padre Sauvageon, prior de Sennely-en-Sologne de 1 6 7 6 a 1 7 1 0 , habla de las evasivas con que se encuentra en el confesionario: " R í e n , cuentan sus desdichas, su pobreza, se e x c u s a n . . . Es seguro q u e confesiones buenas h a y m u y p o c a s " . En tiempos recientes volvemos a encontrar estos sentimientos en boca de muchos de los católicos encuestados por Témoignage chrétien. U n a m u c h a c h a de diecisiete años declara: "Yo estoy a favor y en contra de la confesión. A favor porque nos p e r m i t e recibir a Cristo. En contra porque me parece que con el confesor una no es suficientemente franca, sobre todo cuando lo conoce. Entonces ya no es una confesión, sino una simple charla. Habría que confesarse con Dios mismo, sin intermediario" ° . U n a i m p o t e n c i a parecida expresan numerosos practicantes de esa confesión "a la antigua", q u e a ú n d o m i n a b a en los años de la encuesta 319

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( 1 9 6 6 - 1 9 7 0 ) . U n a profesora de bachillerato declara: "El confesionario es un obstáculo m u y duro. Arrodillarse ante un cura, incluso si u n a respeta infinitamente lo que encarna, es h u m i l l a n t e para el orgullo". Otra añade: "Para mí, la confesión es el acto más penoso que me i m ponen si quiero seguir siendo buena cristiana". Era obvio q u e d e b í a seguir un rechazo y ciertas declaraciones lo anuncian: " H a y ciertas faltas que me alejan de la comunión (en particular las faltas contra la pureza). Ya no me atrevo a comulgar". Extraño método éste, que acaba apartando al creyente de su Iglesia. Lo que querían los católicos de los años setenta —se advierte en todas las páginas de esta colección de testimonios— era u n a confesión silenciosa antes de la misa, que no oiría nadie más que Dios, y u n a absolución c o l e c t i v a . 321

El problema era antiguo y la Iglesia ya había intentado responder. Si confesarse era difícil porque se conocía al cura y siempre se volvía a encontrarlo, había que hacer rotar a los confesores del campo. El desconocimiento facilitaría las confesiones arduas; el trauma sería menor. Repetidas veces los obispos enviaron a los pueblos unas "misiones del interior" compuestas de curas itinerantes. En la misa previa, los penitencieros de paso ponían a disposición de todos su autoridad para escuchar y perdonar, c o m p r e n d i d a la m a y o r parte de las faltas reservadas. Así convidaban a los grandes culpables a aprovechar u n a ocasión única de liberarse. La misión —confesar de pueblo en pueblo, siempre la jornada entera— era agotadora. Un trabajo en cadena, sin cuidado y m u y a m e n u d o sin calidad.

Un nuevo espacio interior Pero las dificultades de la confesión no se limitaban a que los pecadores conocieran demasiado a los curas. Desde fines del siglo XVIII los fieles e m p e z a r o n a desarrollar u n a c o n c e p c i ó n nueva de la i n t i m i d a d . Apareció el rechazo de la sobreculpabilización. Se estableció un nuevo espacio interior, para bien o para mal, más cómodo. M u c h o s creyentes empezaron a considerar que las faltas q u e habían cometido no i n c u m bían a un tercero; y quizá hasta sintiesen que muchas en realidad no eran faltas. Dejaron de sentirse culpables de una serie de actos que j u s tamente la Iglesia perseguía cada vez más. Esta rebeldía fue sin d u d a discreta, sobre todo al principio. Pero no por eso dejó de ser la más grave en la historia de la confesión, ya que ponía en entredicho la institución m i s m a de la práctica. No sólo se estaba d i c i e n d o q u e la confesión era difícil; era un asunto personal, incongruente ante otros, incluidos los curas.

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En el fondo, seguramente, chocaba la desigualdad entre las dos personas q u e se enfrentaban a través de la rejilla. Por m u c h o que el cura se dijese h u m a n o y débil c o m o los demás, n u n c a confesaba nada. U n o de los interlocutores hablaba; el otro j u z g a b a . De dos cristianos iguales ante Dios, uno se arrogaba el derecho de interrogar al otro, informarse de lo más secreto y, por ú l t i m o , blandir el rayo divino sin suavizar la falta. A veces, para colmo, subrayaba la vergüenza para evitar recaídas. Todo esto era penoso y suscitaba preguntas. La falta era tan personal q u e los fieles empezaron a preguntarse si realmente i n c u m b í a al cura. Ya en el siglo XV Bernardino de Siena había percibido la reticencia de los fieles, persuadidos de q u e sus asuntos menores sólo les concern í a n a ellos. Parece q u e a los maridos, en particular, les irritaban las preguntas hechas a sus mujeres. "A m e n u d o sucederá que, para hacerse la mojigata, una mujer necia d i g a a su marido: «El cura me ha preguntado por esa cosa desagradable y ha querido saber q u é hago contigo». Y el necio marido se escandalizará de la pregunta del cura." Ante estas resistencias, muchos confesores habrían empezado a m o derar el interrogatorio de los casados, de lo cual Bernardino se lamentaba. Precisamente trataba a los curas discretos de "perros mudos", que por una suerte de timidez mal dirigida ponían a las ovejas en peligro. M á s tarde, en el siglo XVIII, el padre Féline -confesor normando autor de un Cathécisme desgens mariés— denunció que los casados huían del confesionario so pretexto de que los asuntos internos del matrimonio no incumbían a nadie. "La mayoría de los maridos -escribió en 1 7 8 2 - se i m a g i n a n que todo está permitido y no piensan siquiera en consultar. No se les ocurre que un confesor tenga derecho a entrar en la discusión de este tipo de cuestiones. Si se les llega a hablar de ellas en el tribunal de la penitencia, parecen escandalizarse.' ¿Por qué esta actitud? Féline lo decía con claridad: cada vez se creía más q u e todo estaba permitido. Y era cierto; la noción de pecado les resultaba a los fieles cada vez menos obvia, sobre todo en cuanto a cosas que parecían naturales, carentes de intención criminal. Ya en 1 6 6 6 - e n un período de severidad y glaciación teológica— la población se había opuesto a ciertas prohibiciones eclesiásticas. C u a n d o monseñor Pavillon, obispo jansenista de Alet, exigió a sus confesores que no absolviesen a quienes bailaban en público, la gente se opuso con valentía. Por más que el obispo d e n u n c i a r a "los infames saltos que los jóvenes hacen dar a las m u c h a c h a s " y "las faldas que se apartan y se alzan de m o d o q u e descubren u n a parte del cuerpo", la orden fue rechazada. C i e n t o cincuenta personas formaron un comité de resistencia a las decisiones del obispo. Se impuso la causa de la fiesta. Este sentimiento, si no de inocencia al menos de falta de culpabilidad, no ha dejado de desarrollarse. En 1842 monseñor Bouvier lo nota

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respecto a un asunto (la anticoncepción) sobre el cual no hemos acabado de hablar porque señala u n a gran ruptura en la historia de las relaciones entre Iglesia y fieles. Los parroquianos de Bouvier no se averg o n z a b a n en a b s o l u t o de p r a c t i c a r el coitus interruptus. En 1 9 7 0 veremos las mismas reacciones y las mismas dudas en los católicos encuestados por Témoignage chrétien. "¿Quién ha inventado los pecados contra la pureza?", pregunta una corresponsal. "¿La Iglesia? En la Biblia no hay n i n g u n a referencia. ¿A qué viene hoy tal exigencia de pureza, de santidad? David, Salomón y otros vivían como sátrapas orientales." De forma parecida rechaza la culpabilidad u n a madre originaria del L a n g u e d o c , j u z g á n d o s e única responsable de su familia: " C i e r t o que a los ojos de la Iglesia mi m a r i d o y yo tal vez seamos culpables de haber tenido un solo nijo en casi seis años de m a t r i m o n i o . Pero ni él ni y o nos sentimos culpables" . 3 2 2

Razonamientos así sólo podían desembocar en la sospecha de que la confesión es ineficaz, incluso inútil. Los testimonios de la m i s m a fuente son numerosos y no extraña que pronto h a y a n aparecido formas comunitarias de confesión que en los años siguientes la Iglesia perfeccionó y al cabo ritualizó. C i t e m o s algunos para subrayar qué a g u d o era el divorcio en ese entorno intensamente cristiano. "Para mí la confesión es u n a formalidad absurda", dice un encuestado. Y otro: "Es demasiado fácil. U n o comete pecados, después va a ver al cura, le cuenta algunas historias... y se termina la ronda. Volvemos a empezar de cero. Así d a l o m i s m o e n c o n t r a r s e u n a m á q u i n a a u t o m á t i c a , u n a especie d e juke-box con un sermoncillo y la absolución". Un tercero critica incluso el mueble: "Esa cajita negra me horroriza... No invita para nada a dialogar". Por fin, un cura concluye: "La indiferencia de los jóvenes por la confesión clásica es innegable".

La última ofensiva El rechazo m o d e r n o no se p u e d e explicar por u n a s i m p l e reticencia frente a los curas o el maltrato de la intimidad. La curiosidad eclesiástica viene de m u y lejos y nunca había causado deserción. El caso es que ha intervenido otro divorcio: no ya entre confesores y fieles, sino entre la Iglesia y su tiempo. Desde hace ciento cincuenta años la evolución de las costumbres ya no coincide con el mensaje católico. H a y dos hechos nuevos y obvios: se han hecho frecuentes las relaciones extramatrimoniales; y los matrimonios practican la l i m i t a c i ó n de los n a c i m i e n t o s . No es cierto, como dicen las fáciles acusaciones tradicionales, que esto h a y a comenzado "en la guerra", "en m a y o del

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6 8 " o "con el fin de todo". Son fenómenos q u e datan de por lo menos hace un siglo, probablemente dos en ciertos lugares, y ya estaban en contradicción con las instrucciones de la Iglesia. ¿ C ó m o era posible entonces que hacia 1 9 6 0 o 1970 los fieles fueran a confesar culpablemente cosas que en su m a y o r í a venían practicando, y a plena conciencia, desde hacía cuatro o cinco generaciones? E m p e c e m o s por dar ciertas cifras p a r a m o s t r a r la e x t e n s i ó n del amor extraconyugal. La frecuencia de relaciones sexuales fuera del m a trimonio - a l menos las conducentes a nacimientos— se transluce en el n ú m e r o de hijos ilegítimos; número que no ha cesado de crecer desde fines del siglo XVIII. En la Francia del A n t i g u o R é g i m e n el porcentaje de niños sin padres oficiales es m u y bajo. En vísperas de la Revolución a u m e n t a m u c h o en las ciudades. En ese m o m e n t o ya son ilegítimos el 2 5 % de los nacimientos de Toulouse y el 1 7 % de los de Burdeos. En París, durante el año récord de 1 7 7 2 se encuentran 7.676 niños abandonados, el 4 0 % de los nacidos. En el campo el ascenso es más lento pero lleva a los mismos resultados, ello a pesar de la "moralidad" que en el siglo XIX acarrea el retorno del orden burgués. En nuestra época, según el Instituto nacional de estudios demográficos, los hijos naturales constituyen el 8 , 5 % del total de nacimientos en 1 9 7 5 , el 1 5 , 9 % en 1 9 8 3 , el 2 1 , 9 % en 1 9 8 6 , el 2 6 , 3 % en 1 9 8 8 , el 2 8 , 2 % en 1 9 8 9 y el 3 0 , 1 % en 1 9 9 0 . Las encuestas indican, por otra parte, que la mayoría de los adolescentes varones tienen su primera experiencia sexual hacia los diecisiete años, evidentemente sin estar casados. En muchos países del centro y norte de Europa los nacimientos fuera del m a t r i m o n i o son casi u n a cuarta parte del total: en 1 9 8 5 , el 3 3 % en A l e m a n i a del Este, el 2 2 % e n A u s t r i a y e l 4 1 % e n D i n a m a r c a . Por ú l t i m o , s i e m p r e s e g ú n e l INED, el n ú m e r o de parejas no casadas - l o s antes llamados concubinos— no cesa de crecer: en Francia eran 4 4 6 . 0 0 0 en 1 9 7 5 , 8 1 0 . 0 0 0 en 1 9 8 2 y 1.700.000 en 1990323. Los datos de la demografía histórica muestran con igual claridad el aumento de la anticoncepción en las parejas casadas. El tamaño de las familias - q u e en el siglo XVII podían constar de cinco hijos— no ha cesado de disminuir. Se sabe q u e hoy, s u m a n d o todas las clases de padres, ya no se cubre la tasa de reemplazo; es decir q u e dos adultos ya no "producen" ni siquiera dos hijos en el curso de sus vidas (entre 1,7 y 1,9 en Francia, menos de 1,5 en A l e m a n i a ) . La tasa de natalidad ha bajado en todas partes: del 3 5 % y más en el siglo XVIII, cae al 3 2 % en 1 8 0 0 y al 2 2 % un siglo después. En Francia hoy es del 1 3 % . El hecho de que la natalidad descienda cuando la población es más importante que nunca se debe a u n a limitación voluntaria de los nacimientos, señalada en toda Europa desde fines del siglo XVIII. En 1 7 5 6

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el m a r q u é s de M i r a b e a u h a b l a b a de "los m e d i o s q u e sugiere el lujo para evitar los embarazos en u n a familia numerosa". Casi en el m i s m o m o m e n t o , el abate C o y e r se lamentaba: "Los hombres bastos han descubierto el arte de engañar a la naturaleza en el seno m i s m o del matrim o n i o " . En 1 7 9 8 Robert M a l t h u s p u b l i c a el célebre Ensayo sobre el principio de población; pero, en una línea t a m b i é n m a l t h u s i a n a , ya el año anterior J e r e m y B e n t h a m h a b í a p r o p u g n a d o l a anticoncepción, idea q u e veinte años más tarde J a m e s M i l i repetirá en la Enciclopedia británica. En esa época, q u e ya no practicaba el infanticidio r o m a n o pero todavía no contaba con la pildora, el m e d i o más c o m ú n para l i m i t a r el tamaño de la familia era, desde luego, el coito i n t e r r u m p i d o ; esponjas, pesarios y condones sólo eran usados por las "mujeres de m a l a vida". A h o r a bien, a través de la confesión la Iglesia sabía q u é estaba pasando en las familias. Iba a reprobar el uso del "crimen de Onán" y l u c h a r í a contra él ferozmente.

L a b a t a l l a del o n a n i s m o En Francia el primero en romper el fuego es monseñor Bouvier. Sabemos q u e en 1 8 4 2 e n v í a una serie de preguntas a la Penitenciaría de R o m a porque ve que en M a n s se ha extendido la práctica anticonceptiva. Al principio R o m a responde un tanto elusivamente, aconsejándole no interrogar d e m a s i a d o a las parejas casadas. "En lo tocante a pecados cometidos en el m a t r i m o n i o , preguntad solamente a las mujeres si han c u m p l i d o su deber conyugal. Por lo demás, g u a r d a d silencio a m e nos q u e seáis interrogados." Pero de 1 8 5 0 a 1 9 1 4 la posición oficial se endurecerá cada vez m á s . Ya en marzo de 1 8 5 1 el Santo Oficio, m á s severo q u e la Penitenciaría, c o n d e n a " l a m a n e r a de Onán". En 1 8 5 3 denigra la cooperación de la mujer con el uso del preservativo. Estas severidades son obra de un nuevo papa, Pío IX, el más antiprogresista de los sucesores de san Pedro. La Penitenciaría seguirá su c a m i n o : en 1 8 7 6 califica la anticoncepción de pecado mortal, y en 1878 pide a los confesores q u e nieguen la absolución a quienes no renuncien a practicarla. A lo s u m o autoriza a los esposos a aprovechar los p e r í o d o s estériles tal c o m o Félix A r c h i m é d e Pouchet los ha definido en 1 8 4 5 , por otra parte con marcada fantasía: s e g ú n él, las mujeres sólo serían fecundas d u r a n t e los doce días siguientes a la r e g l a . . . A instancias del j e s u i t a A r t h u r Vermeersch ( 1 8 5 8 - 1 9 3 6 ) , teólogo belga, profesor en Lovaina, luego l l a m a d o a R o m a (el hombre más in-

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fluyente en la moral sexual católica durante el período de entreguerras), todos los obispos envían a los curas cartas pastorales, m u y restrictivas, precisando los deberes de la vida conyugal. En 1 9 0 9 los belgas comienzan con instrucciones sobre el onanismo, seguidos en 1 9 1 3 por los alemanes y en 1 9 1 9 por los franceses y los estadounidenses. El mensaje es claro: n a d a de anticoncepción. Pero esta vez la autoridad superior ordena el método de combate. Ya no se tratará de anatemizar las prácticas vergonzosas desde el pulpito ni discutirlas públicamente. El trabajo se hará en el secreto del confesionario; es decir sobre las mujeres. A los hombres, que por lo demás ya no van, se los considera perdidos. Pero a las esposas se les harán preguntas c o m o la siguiente, recomendada por los obispos belgas: "¿Vuestra vida c o n y u g a l es verdaderamente cristiana? ¿No hay nada en vuestras relaciones que te inquiete la conciencia? ¿Remitís el n ú m e r o de hijos a la voluntad divin a ? " Para Vermeersch la anticoncepción es un ataque y pide q u e la m u jer se resista a ella c o m o a una violación . Tras la terrible sangría de la guerra de 1 9 1 4 - 1 9 1 8 , Francia se cree a m e n a z a d a por la caída de la natalidad y el discurso poblacionista de la Iglesia encuentra ecos en la opinión pública y política. Así, la " C á m a r a azul", representación nacional m u y derechista elegida al final del conflicto, vota la famosa ley de 1 9 2 0 q u e prohibe el aborto y la anticoncepción. El período de entreguerras, de efectiva baja de la natalidad por las secuelas de la guerra, también es marco de u n a profunda crisis económ i c a en todo Occidente, lo cual no incita m u c h o a procrear. Paradójicamente, pareja a la difusión de las ideas natalistas se produce una prim e r a liberalización de las costumbres. En 1894 M a r c e l Prévost describía con complacencia a las "semivírgenes" q u e se entregaban a los coqueteos m á s osados, pero en conclusiones m u y morales a c a b a b a por c o n d e n a r l a s . Pronto l a l i b e r t a d d e costumbres dejará de necesitar pantallas. Se establece y es motivo de j a c tancia. En 1 9 0 7 León B l u m propone generalizar la unión libre antes del m a t r i m o n i o y la práctica empieza a extenderse. La garconne, novela de Víctor M a r g u e r i t t e ( 1 9 2 2 ) , escandaliza por sus descripciones eróticas y su reivindicación del placer. M u c h a s familias a d m i t e n la experiencia prenupcial. Durante los años locos, alrededor de 1 9 2 5 , nuevas c o n d u c t a s y s í m b o l o s a s o m b r o s o s i n q u i e t a n a los t r a d i c i o n a l i s t a s : amour fou, culto al cuerpo, artes africanas, jazz americano, pelo corto y piernas a la vista. U n a cadena de pasmo señala el paso de la mujer nueva: ya la fatal de larga boquilla, ya la deportiva que se desboca bailando el charlestón. Las prostitutas se visten de d a m a s , las d a m a s de chicas l i geras. La atmósfera no es precisamente de confesionario, y el pecado carnal n u n c a ha parecido tan apetecible a unos y tan diabólico a otros. 3 2 4

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Pese al furor de natalistas y moralistas burgueses algo decisivo ha c a m biado. En 1924 el conocimiento fisiológico da un paso importante. El j a ponés Kyusaku Ogino (cuyos cálculos serán perfeccionados en 1929 por los trabajos independientes del a l e m á n H. Knaus) determina el período exacto de la ovulación m e n s u a l femenina. Para las de ciclo regular, la ovulación suele ocurrir entre los días decimosexto y d u o d é c i m o antes de la regla. ¿ Q u é piensa la Iglesia? En principio ya ha deslindado el acto a m o roso de la fecundación. En 1 8 7 4 Ballerini, presentando una edición del Compendium de Gury, ha reconocido el amor como meta legítima de la unión, siempre que no recurra a la anticoncepción para excluir otros fines. En 1 8 8 0 la Penitenciaría ha repetido u n a c o n s i g n a q u e v e n í a d a n d o desde 1 8 5 3 : no inquietéis a los esposos que usan los períodos estériles (falsamente establecidos por P o u c h e t ) . A s í pues, el m é t o d o O g i n o debería permitir al catolicismo institucional mostrar que ha elegido desde hace m u c h o el c a m p o del a m o r en detrimento de las tesis agustinianas. De h e c h o , al menos al p r i n c i p i o , la respuesta será harto confusa. Vermeersch condena el nuevo método. Los aficionados a los juegos de palabras dicen q u e "oginismo equivale a onanismo". Todavía en 1948 un profesor de seminario, el abate C h a m s o n , sólo lo acepta con desgana. Pide a los futuros confesores que "sólo hablen del método O g i n o en el m o m e n t o oportuno, sin presentarlo como infalible; no entren en d e talles técnicos y se aseguren de que, en caso de derrota, los esposos no recurrirán al aborto; les pidan volver lo antes posible a los usos corrientes del m a t r i m o n i o " . Sin d u d a Chamson hace bien en prevenir a los fieles de la escasa fiabilidad del método —que sólo ganará eficacia más tarde, cuando se perfeccione con el control de la temperatura-; pero aquí h a y algo m u y difer e n t e d e l t e m o r a q u e las c r i s t i a n a s q u e d e n e m b a r a z a d a s . S e t r a t a precisamente de lo contrario, de que la fecundidad j u e g u e de lleno en "los usos corrientes del matrimonio". Para la autorización sincera y expresa del método Ogino-Knaus habrá que esperar a Pío XII. Y además será más bien producto de la aparición de nuevos peligros en el horizonte eclesiástico. Citemos al azar: la rebeldía cada vez mayor de los fieles (el método O g i n o tuvo inmediatamente un gran éxito) y la entrada al mercado de métodos anticonceptivos nuevos y m u c h o más eficaces. Al ser natural, al no requerir ni instrumentos materiales como el preservativo ni compuestos químicos como la pildora, el Ogino, que hoy la Iglesia propone e incluso alienta, se impondrá lentamente como mal menor. En diciembre de 1 9 3 0 la encíclica Casti connubii de Pío XI reiteraba por ú l t i m a vez la doctrina m á s clásica de la unión cristiana. Todo 325

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m a t r i m o n i o c u y a relación sexual fuera privada, por artificio h u m a n o , del poder natural de procrear la vida constituía "una ofensa a Dios". Los confesores debían entrar en combate, m a n t e n e r la vigilancia y enseñar buenas conductas. Las mujeres, sólo ceder a los maridos onanistas bajo amenaza; y ayudarlos a abandonar el pecado.

N u e v a d o c t r i n a del m a t r i m o n i o En 1 9 3 5 , no obstante, u n a obra de Herbert Doms, profesor de teología católica en la universidad de Breslau, modifica las p e r s p e c t i v a s . No es que se acepte la anticoncepción artificial, q u e la Iglesia seguirá rechazando hasta hoy, pero D o m s construye un s i s t e m a t o t a l m e n t e nuevo que i n c l u y e ciertos avances de la fisiología. Señala q u e la ovulación no depende del acto sexual; se produce h a y a o no relaciones. Por eso, en caso de continencia, todos los meses los óvulos se pierden de m o d o natural y sin pecado. De m o d o que el objeto esencial de la relación entre cónyuges no es el biológico, la procreación. El amor es de orden ontológico, y él es el objeto del m a t r i m o n i o y del acto sexual. El a m o r es abandono de sí, don de sí, y debe ocupar el primer plano. La procreación es un fin secundario, importante sin duda; pero el amor se vuelve imprescindible. No debería nacerse el a m o r sin experimentar un sentimiento profundo. C u a l q u i e r otra conjunción sexual es escandalosa. 326

La n u e v a d o c t r i n a no será a d m i t i d a sin resistencia. La g u e r r a de 1 9 3 9 - 1 9 4 5 , con el régimen de Vichy, refuerza en Francia la lucha contra el aborto y contra todo cuanto parezca perversión de la naturaleza. El orden moral q u e un estricto catolicismo inspira al mariscal Pétain recibe el aplauso de cierto n ú m e r o de prelados particularmente reaccionarios. Se castiga en todos los campos, sobre todo a los homosexuales. El 6 de agosto de 1 9 4 2 entra en el código penal un párrafo que condena a prisión de entre seis meses y tres años a "quien haya cometido uno o varios actos impúdicos o contra natura con un menor de su sexo de menos de veintiún años de edad". Los mismos actos cometidos sobre el otro sexo sólo se castigan si el menor tiene menos de quince años. U n a hacedora de ángeles —como se decía e n t o n c e s - , M a r i e - L o u i se Giraud, culpable de ese verdadero crimen de Estado en que se ha convertido el aDorto, es condenada a muerte y ejecutada el 30 de j u l i o de 1 9 4 3 . Será la ú l t i m a francesa víctima de la pena capital. No tardará en entrar en j u e g o otro e l e m e n t o . Desde 1 9 4 5 ya no cabe lamentarse de la baja natalidad. H a y u n a explosión general. Primero, en la Europa liberada, con el baby-boom q u e sigue a la guerra, la

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repatriación de los prisioneros y el regreso de la abundancia alimentaria. Luego, en el Tercer M u n d o -o lo que pronto se llamará así—, cuyos pueblos llamados subdesarrollados esconden u n a temible b o m b a demográfica. En tiempos de Jesús la tierra sostenía 2 5 0 millones de h o m bres; en el siglo XVI, 5 0 0 millones; en 1 8 5 0 , 1.000; en 1 9 2 5 , 2 . 0 0 0 ; en 1 9 5 9 , 3 . 0 0 0 ; en 1974, 4 . 0 0 0 ; en 1 9 8 4 , 5 . 0 0 0 . Para 1 9 9 7 se a n u n c i a la cifra de 6 . 0 0 0 millones, si es q u e no se ha alcanzado ya, dudosas como son las estadísticas en países como C h i n a y la India. En 1 9 5 1 , inspirándose en la teoría del m a t r i m o n i o de H. Doms, el papa Pío XII reintegraba oficialmente el placer a la esfera conyugal, est i m a n d o que era natural buscarlo en la u n i ó n de los sexos. "El Creador - d e c í a - ha ordenado q u e al c u m p l i r esta función marido y mujer sientan placer y dicha en su carne y su espíritu. Las parejas, pues, no hacen n i n g ú n mal en buscar ese placer y aprovecharlo. Aceptan lo que el Creador les ha dado." Todos aquellos con razones valederas para temer un nuevo embarazo podían practicar el método de la continencia periódica, también llamado Ogino: "razones médicas, eugenésicas, económicas y s o c i a l e s " . El 26 de noviembre de 1 9 5 1 Pío XII llega a emplear la expresión "regulación de los nacimientos". En adelante sólo se discutirá cómo realizarla. A partir de entonces, el confesionario habría podido dejar de ser un comisariado contra la anticoncepción y recuperar su auténtica vocación de indulgencia; consagrarse a tranquilizar las almas en pena. Pero, pese a su a c t i t u d v a l i e n t e y realista, Pío XII no avanzó d e m a s i a d o . Rehabilitó el placer. Aceptó que se buscara al margen de los hijos. Pero respecto a la anticoncepción no hizo más q u e tolerarla, y ú n i c a m e n t e por medios naturales: el uso de los períodos estériles determinados por O g i n o - K n a u s . C o m o tantas veces ha ocurrido en la Iglesia, se h a b í a dado un paso, pero un tanto oblicuamente. Bien podían seguirlo a l g u nos pasos atrás. Y, una vez más, la sutileza de las distinciones iba a a g o tar a los fieles. Entretanto la vida avanzaba a buen ritmo; a los ojos de la Iglesia, sin d u d a , a un ritmo infernal. Por doquier m e d r a b a n la sociedad de consumo y u n a moral hedonista, divinizadora del goce. A la liberación del nazismo podía y debía suceder la liberación de toda atadura. U n a sociedad de libertades, sí, pero t a m b i é n de licencias, p u g n a b a por establecerse: o b v i a m e n t e libertad de hablar, de votar, de consumir, pero t a m b i é n de vivir sin reglas. Libertad, acaso, al m a r g e n de c u a l q u i e r m o r a l : de costumbres, sexual, erótica. El placer ya no era un suplem e n t o tolerable: para las poblaciones de los continentes ricos pasaba a ser un valor en sí, esencial y consustancial a la civilización nueva. En este clima, ¿seguía teniendo sentido el lenguaje cristiano? ¿Se podía hablar a ú n de pureza, castidad, abstinencia, templanza, caridad? Después 327

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de tanto tiempo perdido, para la Iglesia todo ocurría demasiado rápido. Su mensaje estaba más amenazado q u e nunca.

La encíclica contra la pildora La aparición de la pildora anticonceptiva dio lugar a una batalla memorable. El invento consistía en dosis de progesterona que, a d m i n i s tradas diariamente, i n h i b í a n las secreciones hormonales y por tanto la ovulación. Por medio de él era posible dar a los períodos estériles la d u ración que se quisiera. La Iglesia tuvo que morderse los codos por haber autorizado el uso, a u n condicional, de los lapsos inservibles para la generación. De m o d o q u e volvió sobre sus pasos, revisando la autorización para restringirla. Introdujo u n a distinción entre períodos de esterilidad obtenidos natural o artificialmente. A l g u n o s datos permitirán situar mejor la batalla. 1 9 5 3 : el m é d i c o estadounidense G. Pincus elabora la pildora anticonceptiva o primer anticonceptivo oral. 1 9 5 6 : el invento se pone a prueba entre la población de Puerto Rico. 1 9 6 0 : aparece a la venta en las farmacias de Estados Unidos. Poco después está disponible en Europa occidental. R o m a responde con un nuevo e n d u r e c i m i e n t o . En 1958 Pío XII c o n d e n a el empleo de todo p r o c e d i m i e n t o anticonceptivo q u í m i c o , "incluso para defender el útero y el organismo de las consecuencias de un embarazo q u e no es capaz de soportar") Deplora lo que califica de "esterilización directa", reservando apenas ciertos usos médicos - n o a n t i c o n c e p t i v o s - de las h o r m o n a s . La sociedad civil se mezcla en la batalla. Surgen denuncias de q u e la pildora provoca cáncer. El a r g u m e n t o es peligroso y en un terreno así la Iglesia no puede sino perder la partida. Si, en efecto, los primeros anticonceptivos químicos no carecían de efectos secundarios, algunos graves, mejores dosificaciones y la aparición de nuevas sustancias terminarán por volverlos prácticam e n t e inofensivos. Así, la Iglesia se queda sin un a r g u m e n t o que puso en j u e g o con precipitación. U n a vez m á s ha pasado por alto q u e la ciencia no cesa de avanzar y que no se puede apostar a u n a sola de sus etapas. Al m i s m o tiempo empezaba a discutirse abiertamente la interrupción v o l u n t a r i a del e m b a r a z o bajo control m é d i c o . En Francia los abortos clandestinos —que debían ascender a centenares de miles por a ñ o se realizaban en pésimas condiciones sanitarias y abundaban los accidentes. En este punto la Iglesia tenía que ser firme: abortar voluntariamente equivalía a matar al menos u n a posibilidad de vida. Esta noble

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posición se habría reforzado si la Iglesia hubiera p e r m i t i d o la anticoncepción, es decir, la pildora. Pero no era así. La anticoncepción iba a dividir el m u n d o cristiano. El C o n c i l i o Vaticano II ( 1 9 6 2 - 1 9 6 5 ) , presidido por J u a n XXIII y luego por Pablo VI, no llegó a elaborar una postura u n á n i m e ; las relaciones con los fieles se hicieron más tensas y la asistencia a las iglesias -y a los confesionarios- siguió d i s m i n u y e n d o . De nuevo no podemos ofrecer más que un apretado resumen de los grandes enfrentamientos que se produjeron. En 1 9 6 3 J u a n XXIII encargó a u n a comisión q u e estudiara la eventualidad de reexaminar las prescripciones de la vida conyugal. Corrió el r u m o r de q u e se iban a dar nuevas autorizaciones. Pero en j u n i o de 1964 el nuevo Pontífice, Pablo V I , echó a g u a fría sobre las esperanzas. A ú n no existía razón —hizo saber— para juzgar caducas las prohibiciones tradicionales. En el concilio m i s m o hubo divisiones y, en octubre de 1 9 6 6 , Pablo VI reexpidió el asunto a u n a comisión; pero encargar el estudio a otro círculo de sabios era u n a m a n e r a flagrante de eludirlo. C u a n d o el 29 de j u l i o de 1968 Pablo VI dio a conocer la encíclica Humanae vitae, sobre el m u n d o católico empezó a abatirse un cataclismo cuyas consecuencias no se han agotado. Desdeñando los trabajos de al menos u n a parte de los teólogos del concilio, el Papa se apoyaba en las tesis m á s tradicionalistas, opuestas al menor c a m b i o doctrinario. Repitió pues las prescripciones más clásicas. En el m a t r i m o n i o creado por Dios las relaciones sexuales debían conducir al perfeccionamiento de los cónyuges por el amor m u t u o , que implicaba la procreación. Se m a n t e n í a pues el vínculo entre el acto sexual y la generación de hijos. "Todo acto m a t r i m o n i a l debe estar abierto a la transmisión de la vida." La encíclica condenaba todo cuanto obstaculizara la fecundación; sobre todo "cualquier acción que, en previsión del acto c o n y u g a l , se propusiera hacer la procreación imposible". H a b í a u n a sola apertura, m í n i m a y por lo demás n a d a nueva: los cónyuges p o d í a n usar los períodos estériles, ya que esto no modificaba "el desarrollo de los procesos n a t u r a l e s " . Ni s i q u i e r a la referencia a la n a t u r a l e z a —más q u e al crimen de Onán— era satisfactoria, porque, además de oscuro, el argumento es fuente de contradicciones. En distintos momentos del pasado la Iglesia p e r m i t i ó interrumpir ciertos "ciclos naturales": la enfermedad con m e d i c a m e n t o s , la e y a c u l a c i ó n por el coitus reservatus, etcétera. ¿Por qué no autorizar lo m i s m o con el ciclo ovular de la mujer, c u y a persona no correría riesgo alguno? Era un retroceso, incluso respecto al estricto Pío XII, y J.-L. Flandrin, uno de los mejores especialistas en el tema, ha hablado de "la incomprensible decisión de Pablo V I " . ¿Qué p u d o incitar al Santo Padre a adoptar u n a postura tan cerrada cuando habría ganado m u c h o más

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callándose o usando vagos argumentos laxistas que remitieran las cuestiones más espinosas a la conciencia de los fieles? En primer lugar su carácter, poco abierto a las innovaciones del predecesor. Luego, un odio hacia el placer q u e viene desde el catolicismo medieval. La preocupación de m a n t e n e r u n a Europa demográficamente fuerte. La constatación de q u e la moral tradicional se estaba h u n d i e n d o . ¿Pero era apto el remedio elegido para revertir la situación? En los círculos menos hostiles a la Iglesia la encíclica actuó c o m o un reactivo violento. Los magros progresos que la institución h a b í a hecho en los últimos cincuenta años se debían menos a la digestión cont i n u a de la d o c t r i n a por los teólogos q u e a la intervención c a d a vez más intensa, respetuosa pero firme, de mujeres cristianas de diversas organizaciones y sobre todo de la Acción católica. C a n s a d a s del papel secundario que se les daba desde hacía m u c h o en el e x a m e n de sus propios problemas querían hacerse oír; y en cierto m o d o lo habían conseg u i d o , o eso creían. R e p i t i e n d o la tradición más austera, la encíclica Humanae vitae desató un desaliento profundo, casi desesperado, y algunas rebeliones. A u n q u e sólo contamos con testimonios, no con cifras, m u y probablemente la asistencia a los confesionarios se resintió. U l t i m a s fieles del edículo, las mujeres ya no tenían nada q u e declarar. Si la Iglesia consideraba los nuevos métodos anticonceptivos m o r a l m e n t e ilícitos eran pecados y h a b í a que confesarlos. Pero, como indican las curvas de natalidad, desde fines de los sesenta —y todavía más en los s e t e n t a - numerosas mujeres de Europa y Estados Unidos vivían practicando u n a anticoncepción multiforme y casi permanente. Se j u z g a b a n autorizadas a hacerlo por el bien de sus familias y se consideraban dueñas de sus actos. En general el aborto seguía siendo rechazado, en todo caso mal recibido, aceptado o vivido, y sólo podía ser —según palabras recientes del presidente de Estados U n i d o s , Bill Clinton— un mero procedimiento "legal, sin riesgo, pero excepcional"; ellas m i s m a s no tenían e m p e ñ o en usarlo. En cambio m u c h í s i m a s m u jeres optaban por planificar sabiamente los nacimientos. En todo caso ya no querían ir a u n a caja de madera a discutir con viejos célibes las sutilezas del ciclo menstrual, las razones para retrasar un nacimiento o los métodos q u e usaban los maridos, los compañeros o ellas mismas. Son claras estas reacciones entre las mujeres, todas buenas católicas, q u e respondieron entre 1 9 6 6 y 1 9 7 0 a la encuesta de Témoignage chrétien. U n a resume así su desaliento: "Tomemos una madre q u e na parido cuatro hijos y que por razones de salud debe evitar r o t u n d a m e n t e un q u i n t o parto: pues la privan de c o m u l g a r " . Otra cuenta q u é le respondió el confesor cuando ella le dijo que el m a r i d o tomaba precauciones: " C u a n d o le dije que yo consentía, porque tampoco quería 328

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más niños, después de haber tenido cinco en ocho años de casada, me contestó q u e siendo así no podía d a r m e la a b s o l u c i ó n " . El rechazo a las instrucciones papales no afectó necesariamente a la fe, y aquí radican las posibilidades del catolicismo si, como cabe esperar para él, se muestra capaz de revisar una encíclica condenada de nacimiento, tanto por su inadaptación al m u n d o moderno como por las contradicciones doctrinarias que encierra. En ciertos aspectos las m u jeres católicas a ú n son sensibles a los esfuerzos q u e hace la Iglesia por escucharlas en el c a m p o de la s e x u a l i d a d . Las ú l t i m a s decisiones de J u a n Pablo II - e n la estela de ciertas aperturas de Pío X I I - para promover a la mujer, redefinir su papel en la Iglesia ( a u n q u e se le siga negando la ordenación sacerdotal) e igualarla con el hombre c o m o quería Jesús han sido bien recibidas y fomentan la corriente p o s i t i v a . Pero el retorno al confesionario - c o m o t a m b i é n desea J u a n Pablo I I - parece difícil mientras la Iglesia no modifique su postura frente a la anticonc e p c i ó n . . . e incluso si lo hace. Cierto que es posible confesarse sin decir todo, pero la absolución se extraerá con mentiras y no tendrá validez. ¿Entonces para qué ir? Y además h a n surgido otras costumbres. H o y los problemas se confían al médico o al psicoterapeuta. 329

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La fe persiste, al menos cierta fe. Pero h a y una enorme desconfianza respecto al Papa y los d i g n a t a r i o s eclesiásticos. U n a encuesta de los años ochenta muestra a las claras que el resentimiento no es con la relig i ó n , sino con R o m a . Los encuestadores tuvieron la sorpresa de que unos dos millones de franceses se declaraban "cercanos al protestantism o " o "de s e n s i b i l i d a d protestante", c u a n d o bien se sabe q u e en el país, a u n teniendo en cuenta pequeñas Iglesias como la metodista o la pentecostista, los protestantes no son m á s de 7 5 0 . 0 0 0 , a lo s u m o m e nos de un m i l l ó n . ¿Qué cristianos h a b r í a n hecho tal afirmación? Sin d u d a no ateos, ni ortodoxos, ni judíos ni musulmanes: sólo católicos decepcionados por las posturas de la Santa Sede, que estaban expresando con esta fórmula a un tiempo su apego a la fe cristiana y su distancia para con R o m a .

La i n t e r v e n c i ó n de los Estados Otro elemento i m p o r t a n t e en este proceso es q u e las discusiones sobre el aborto y la anticoncepción han rebasado cada vez más el ámbito religioso. En m u c h o s países el derecho ha tomado posiciones y la ley ha ocupado el l u g a r de l a s autorizaciones o interdicciones religiosas. En Francia el recurso a los métodos anticonceptivos modernos fue legalizado en 1 9 6 7 , a u n q u e el general De Gaulle se negó a q u e la Se-

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g u r i d a d Social absorbiera el coste; pero esto no tardaría en arreglarse. La Iglesia y sus redes de opinión intentaron oponerse a la ley, y de boca de católicos tradicionalistas surgieron argumentos harto extraños. Así, en diciembre de 1 9 6 7 , el senador republicano independiente M. Henriet (próximo a Giscard d'Estaing) describía la anticoncepción como el fin del amor, del placer, del encanto femenino: Es la inhibición completa del ciclo femenino. U n a desnaturalización de la m u j e r . . . La naturaleza se vengará. Sí: ya no más ciclo, ya no más mujer, ya no más libido. Adiós a las fantasías, adiós a las zalamerías que hacen el encanto fem e n i n o . En cambio senos doloridos q u e no se pueden tocar, amenazados quizá de trastornos psíquicos. Y la primera venganza de la naturaleza es que la compañera se a l e j a . 3 3 1

No obstante la pavorosa visión del señor Henriet, la mayoría de los países l e g i s l ó . Después de la a n t i c o n c e p c i ó n los s i g u i e n t e s Estados, en condiciones diversas, autorizaron o facilitaron el aborto, l l a m a d o a h o ra interrupción voluntaria del embarazo: la U R S S ( 1 9 2 0 , prohibido en 1 9 3 6 , restablecido en 1 9 5 5 ) ; Dinamarca (en tres etapas: 1 9 3 9 , 1 9 5 6 , 1 9 7 3 ) , J a p ó n ( 1 9 4 9 ) ; Finlandia ( 1 9 5 0 , con ampliación e n 1 9 7 0 ) ; Polonia ( 1 9 5 6 y 1 9 5 9 ) ; R u m a n i a ( 1 9 5 7 , prohibido en 1 9 6 6 , restablecido en 1 9 8 9 ) ; Gran Bretaña ( 1 9 6 7 ) ; estado de Nueva York ( 1 9 7 0 , si bien numerosos estados norteamericanos siguieron oponiéndose a esta liberalización, q u e figura en el programa de C l i n t o n ) ; R D A ( 1 9 7 2 ) ; RFA ( 1 9 7 6 ) ; Italia ( 1 9 7 8 ) ; y, por último, España ( 1 9 8 5 ) . En Francia n u e v e leyes v o t a d a s por el P a r l a m e n t o entre 1 9 6 7 y 1 9 8 5 fijaron las reglas de la natalidad republicana. M á s concretamente, la interrupción voluntaria del embarazo se organizó m e d i a n t e dos l e y e s , de 1 9 7 5 ( p r i m e r a ley Veil, con un p e r í o d o de p r u e b a de tres años) y 1 9 7 9 (ley Pelletier, q u e prorrogó la anterior). Desde entonces no fue necesario referirse a prescripciones religiosas, las únicas que antes hablaban de la cuestión. La ley daba a la madre autorización expresa para decidir, con el concurso del médico, una eventual intervención antes de la décima semana del embarazo (lapso que no deja de recordar el de la animación del feto, admitido por los teólogos medievales y que un día quizá facilite cierta evolución doctrinaria). Pese a la vigorosa oposición de numerosas asociaciones hostiles a c u a l q u i e r aborto, no parece q u e las autorizaciones v a y a n a revisarse. Ciertos países de Europa m a n t i e n e n leyes represivas, pero son pocos. En marzo de 1 9 9 2 se produjo el grave caso de una joven irlandesa, e m barazada a causa de u n a violación, que debido a las leyes no p u d o ha-

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cerse operar en su país. Finalmente las más altas instancias civiles de la m u y católica Irlanda la autorizaron a . . . ir a abortar a Inglaterra. U n a hipocresía más que no dejó de sorprender. De todos modos cabe decir q u e el problema del aborto —que en o p i n i ó n general no es sencillo, dado el desgarro que implica la operación para la madre— no es para los católicos tan central c o m o el de la anticoncepción, prohibida, entre otras, por la encíclica de Pablo V I . En general se han m a n t e n i d o contrarios al aborto porque lo asimilan a la transgresión del q u i n t o m a n d a m i e n t o , "no matarás", y n i n g u n o piensa que expulsar un feto sano sea un acto m o r a l m e n t e b u e n o . En rigor, dirán los más liberales, es una posibilidad ú l t i m a q u e tiene su precio, como toda ablación q u i rúrgica, que m o r a l m e n t e es siempre condenable y sólo podría concebirse en caso de peligro m u y grave para la madre. La interrupción vol u n t a r i a del embarazo no es n u n c a una forma de la anticoncepción. En cambio cada vez un m a y o r n ú m e r o de católicos son favorables a la regulación de los nacimientos autorizada por R o m a y no comprenden cómo se conjuga con el veto a la anticoncepción. ¿No es un juego de palabras? Les cuesta captar por q u é se les propone realizar lo q u e en cualquier caso equivale a una anticoncepción con métodos dependientes de numerosas variables anticuadas y con numerosos fallos (Ogino, m é t o d o de las temperaturas) y no otros más modernos y eficaces (pildora, o al menos, si la q u í m i c a no es "natural", dispositivos no q u í m i cos como el condón, el diafragma, etc.).

Ú l t i m a s incomprensiones H a y todavía otros ámbitos que recientemente han dado lugar a m a l e n tendidos o enfrentamientos entre la Iglesia y los ciudadanos, católicos o no. M u y rápidamente evoquemos dos: el problema del sida y la prohibición del preservativo, por una parte, y por otra la cuestión de la procreática. El sida es una plaga grave que, a la larga, puede amenazar no sólo a ciertos grupos de riesgo, sino a u n a parte de la h u m a n i d a d . Hasta el 28 de m a y o de 1 9 9 3 en Francia se habían declarado 2 5 . 5 5 5 casos desde q u e e m p e z a r a l a e p i d e m i a (con u n 6 0 % d e d e c e s o s ) . Entre 1 9 9 1 y 1 9 9 2 el n ú m e r o de casos se h a b í a incrementado en un 3 1 % entre las mujeres y un 2 8 % entre los hombres. Se cree que h o y los seropositivos franceses - n o enfermos, pero capaces de transmitir la enfermedad— serían ya más de 1 0 0 . 0 0 0 . Las perspectivas m u n d i a l e s son d r a m á t i c a s , sobre todo en África. Según la Organización M u n d i a l de la S a l u d , hasta el año 2 0 0 0 la cifra de seropositivos se triplicaría y pasaría de alrede-

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dor de 12 millones a casi 35 millones en todo el m u n d o . El secretario general de las N a c i o n e s U n i d a s , Butros Gali, ha dicho q u e la l u c h a contra el sida debe unir a todos los hombres "en una inmensa batalla con m i l f r e n t e s " . Pero en la batalla faltará un combatiente: la Iglesia católica. De m o m e n t o la única prevención eficaz contra el sida sigue siendo el uso del preservativo. Sin e m b a r g o la Iglesia no lo acepta; siempre ha considerado el condón "una violencia". Lo han condenado la encíclica Casti connubii en 1930 y Pío XII en 1951 y 1 9 5 6 . H o y en día, debido a cierta ola de declaraciones contradictorias, ya no se sabe si emplearlo contra el sida es legítimo o no. R o m a sigue prefiriendo la abstinencia. Si h a y sida no hagáis el amor. ¿Pero dar a elegir entre la abstinencia y la muerte es una actitud responsable? 332

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D i s t i n g a m o s dos casos: el riesgo de c o n t a m i n a c i ó n en uniones l i bres y el riesgo en u n a pareja casada. Primer caso: ¿qué hacer cuando se entablan relaciones con un nuevo compañero o compañera? Respuesta de la Iglesia: no h a y respuesta; en expresión del cardenal Decourtray, estamos ante un "vagabundeo sexual". S e g u n d o caso: ¿qué hace u n a pareja c u a n d o uno de los dos cónyuges está afectado? Siendo lícito el acto sexual, ¿no conviene proteger al sano con el único método conocido? En 1988 L'Osservatore romano, diario de la Santa Sede, atacó viol e n t a m e n t e a la Radiodifusión Italiana ( R A Í ) p o r q u e h a b í a e m i t i d o a n u n c i o s sobre el sida q u e aconsejaban usar preservativos. Tanto de esta reacción c o m o de las primeras declaraciones de J u a n Pablo II parece desprenderse q u e el uso de esta protección continúa prohibido incluso entre cónyuges. En Francia, el 4 de noviembre de 1988 el cardenal Decourtray declaraba a Radio-France de Lyon: "Es m u y triste pensar que el preservativo es el remedio". El 1 de octubre de 1 9 9 2 , en R a d i o Montecarlo, el padre J e a n - M i c h e l Di Falco, portavoz del episcopado francés, corroboraba la h o s t i l i d a d de la Iglesia contra el uso del preservativo porque ésta "no es favorable a la anticoncepción". A n t e la conmoción pública q u e causaron estas declaraciones, de otra parte poco claras, hubo un intento de reformular la posición. La Iglesia a n u n c i ó que no aceptaría las c a m p a ñ a s de salud basadas "sólo en el preservativo". Pero, concedió, "jamás se debe correr el riesgo de dar la muerte; en nombre del m a l menor, y si no consigue abstenerse, el seropositivo tiene necesariam e n t e q u e emplear preservativo" . 3 3 4

Parecía q u e el problema había propiciado cierta flexibilización, si no de la doctrina al menos de la forma de aplicarla. Cuatro meses después, sin e m b a r g o , el Papa hizo una intervención más en favor de la castidad como único remedio contra el m a l . El 7 de febrero de 1 9 9 3 , en Kampala, U g a n d a —país de 17 millones de habitantes y un millón

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de seropositivos-, declaró: "No os dejéis aprovechar por los q u e ridiculizan la castidad. Fuera del m a t r i m o n i o todo es m e n t i r a . Los únicos medios virtuosos y seguros para poner fin a la plaga del sida son la castidad y el d o m i n i o de s í " . Sin nombrarlo, el s u m o pontífice condenaba una vez más el uso del preservativo, al menos para los no casados. A fines de 1 9 9 3 la encíclica Veritatis splendor confirmará esta postura. 3 3 5

¿Era posible q u e un l e n g u a j e así fuera e s c u c h a d o , sobre todo en África, d o n d e las relaciones extramatrimoniales son tan frecuentes y c u a n d o se trataba de usar el preservativo no para la a n t i c o n c e p c i ó n sino para la salud? ¿ C ó m o se podía rechazar el preservativo en una circunstancia, a l e g a n d o q u e trabajaba por la m u e r t e , pero t a m b i é n en otra en que protegía la vida? ¿Era una actitud responsable no proponer contra la terrible e p i d e m i a más q u e fidelidad y continencia? En los días siguientes al discurso de Uganda, el profesor León Schwartzenberg - q u e , como se sabe, no siempre m i d e sus p a l a b r a s - propuso incriminar al Papa bajo el cargo de "no asistencia a un individuo en peligro". A u n q u e exagerada, la propuesta traslucía la justa i n d i g n a ción que recorría el m u n d o , y sobre todo una c o m u n i d a d homosexual —violentamente castigada por el sida— cuya fe suele ser más intensa de lo q u e se cree. Los homosexuales empezaban a sentir que, en el m a l q u e los a s o l a b a —bien q u e no de m o d o exclusivo—, sus adversarios veían u n a suerte de castigo divino. Pero m u c h a gente de diversos ambientes tuvo la impresión de que la Iglesia se refugiaba en la teoría, negándose a afrontar la r e a l i d a d : para el m u n d o m é d i c o las relaciones prematrimoniales, la sexualidad múltiple, la homosexualidad y hasta la droga son datos ciertos y cerrar los ojos no sirve de nada. El sida exige posiciones, no virtuosas sino útiles para la h u m a n i d a d . Rechazar el preservativo tiene algo de provocación. Es c l a m a r por un vértigo de muerte: que perezca la h u m a n i d a d antes que los principios. Se dirá q u e la Iglesia tiene la misión de e n u n ciar lo ideal. Sin duda, pero también tiene otros deberes, y h o y debería estar en condiciones de medir los resultados de un alejamiento excesivo de las realidades h u m a n a s : como no se sienten escuchados por ella los cristianos se apartan.

La Iglesia c o n t r a los biólogos También ante los avances de la fecundación artificial y la l l a m a d a procreática la Iglesia se atrincheró en discursos abstractos. En este tema, no obstante, su m e n s a j e era a m p l i a m e n t e esperado. A c t u a l m e n t e es posible hacer m u c h a s cosas en laboratorio m a n i p u l a n d o embriones, y

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todo el m u n d o presiente que algunas son m u y peligrosas. ¿Elegirán los padres del futuro el sexo de los bebés, el color de los ojos? ¿Adonde llegaremos? ¿Tiene un individuo derecho moral a utilizar, para la fecundación in vitro, óvulos o espermatozoides ajenos? ¿Puede servirse de otro vientre c o m o portador? ¿O todo debe pertenecer a la pareja en cuestión? M u l t i p l i c a d a s las técnicas, las cuestiones se h a n vuelto complejas. Los propios investigadores - e n t r e los cuales h a b í a en la década de los ochenta numerosos y notables biólogos católicos— empezaron a requerir l u z , consejos, p u n t o s de referencia é t i c a . Pero las respuestas de R o m a h a n sido casi negativas sobre todo. En principio no a la fecundación artificial, q u e ya en 1 9 4 9 Pío XII había calificado de "inmoral". No al diagnóstico prenatal seguido de acción médica, aun en caso de malformación grave. No a la elección del sexo. No a la m a n i p u l a c i ó n de los embriones. No al simple hecho de recoger esperma en laboratorio —fuera del acto amoroso, por tanto— para examinarlo. No a todo. En cuanto al e m b r i ó n de la pareja, no ha de tocarlo nadie. Desde el m o m e n t o de la concepción es "una persona" y como tal debe ser objeto de respeto i n c o n d i c i o n a l . Si nadie habría disentido con que ciertas intervenciones en el e m brión eran escandalosas, m u c h o s se asombraron del rechazo a la fecundación médica, de u n a mujer casada, con el esperma de un d o n a n t e a n ó n i m o . A u n q u e lo santificara un alegre deseo de maternidad, a u n q u e pudiera consolidar un m a t r i m o n i o , a u n q u e lejos de segar la vida la multiplicara para felicidad de dos buenos esposos, la Iglesia asimiló el gesto a un adulterio. ¿No exhibía así una noción extrañamente biológica de la persona? M á s vivas fueron las reacciones cuando R o m a vetó la fecundación de u n a esposa por el esperma de su marido, en caso de ser imposible la conjunción directa. ¿ C ó m o u n a religión que elogia la vida podía prohibir a un m a t r i m o n i o engendrar con óvulos y espermatozoides propios? Y sin embargo así fue: un no definitivo. Por mucho que comprendiera "las aspiraciones de las parejas estériles", R o m a desaprobó cualquier fecundación fuera del m e d i o natural. A r g u m e n t o : u n a procreación tal estaría disociada del acto amoroso. C o n lo que se consumaba u n a inversión lógica completa. En la Edad M e d i a la generación debía llevarse a cabo sin placer, o con el m e n o r placer posible. A h o r a se prohibía al amor conyugal realizarse en un hijo si la concepción se verificaba sin placer. La Iglesia se opuso a los famosos bebés probeta en términos insólitos: "La fecundación in vitro dentro de una pareja es una técnica moralmente ilícita porque priva a la procreación h u m a n a de la d i g n i d a d que le es propia y connatural" . Dicho de otro modo, continuaba vigente el antiguo precepto: el coito debe practicarse siempre 336

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en los recipientes idóneos y con los instrumentos propios (in vasis debitis et cum instrumentis suis). Por lo demás, acaso todo esto carezca de importancia. En todas partes el Estado toma el relevo de la Iglesia balbuciente. C o m o sucedió con la anticoncepción y el aborto, una cantidad de leyes —a m e n u d o elaboradas por "comisiones de s a b i o s " - definen en muchos países qué es legítimo y qué es ilegítimo en el terreno de la bioética. En 1 9 6 8 , con la encíclica Humanae vitae, R o m a se había opuesto al sexo sin bebé; en 1 9 8 7 , con la Instrucción sobre el respeto a la vida humana naciente prohibió los bebés sin sexo. Y sin embargo —cosa harto grave para la I g l e s i a - la protesta contra las últimas decisiones, asombrosas desde el p u n t o de vista m e r a m e n t e lógico, fue m e n o r q u e en 1 9 6 8 . Parece q u e los fieles van dejando de prestar atención al pensam i e n t o de R o m a . Es lo que señalaba un especialista c u a n d o se dio a conocer la Instrucción: "No obstante cabe el riesgo de que la ola de ind i g n a c i ó n no sea tan grande. Desde hace veinte años todos los sondeos muestran qué poco erecto práctico —incluso entre los matrimonios cristianos— tiene cualquier palabra jerárquica q u e toque la moral privada de las personas y las p a r e j a s " . Desde 1 9 6 8 , cuando la encíclica de Pablo VI desató la gran c o n m o ción, las relaciones entre los fieles y la Iglesia han c a m b i a d o m u c h o y entrado en un período nuevo. La Iglesia habla; los fieles escuchan, quizá, pero ya no responden. Ya casi no acuden a confesarse. ¿ C ó m o se explicará esto? Sin d u d a exhortaciones como la encíclica Humanae vitae o la Instrucción h a n parecido en exceso alejadas del evangelio, único mensaje —simple, claro, i n m e n s o y bueno— que los fieles aún autorizan a la Iglesia a difundir y que parecen dispuestos a escuchar. En 1 9 9 3 Eugen Drewermann, un cura rebelde de la Iglesia católica que con cierta precipitación se ha descrito como "nuevo Lutero", publicó un l i b r o - d e s p u é s de otros cuarenta— en el que respondía punto por punto a la m a y o r í a de los "errores" católicos: el celibato de los curas, el aparato represivo de la Iglesia, "cuyo fin es obtener la sumisión", el sistema clerical en general, la opresión de la libido, la denostación de los divorciados, la virginidad de M a r í a , el d o g m a de la Resurrección y algunos más. M á s allá de su falta de originalidad en ciertos aspectos y la facilidad de sus razonamientos en otros, y de la ausencia de cualquier remedio para la crisis de la fe, el lector no puede dejar de inquietarse con D r e w e r m a n n al ver el papel de la Iglesia católica - d u r a n t e tantos siglos c o l u m n a vertebral de Occidente— reducido, en tiempos de inmensas transformaciones, a la representación rígida de las verdades de la fe y de u n a moral autoritaria. La Iglesia no se ha adaptado. Al menos las tres cuartas partes de los católicos han vuelto la espalda a sus curas; ya ni siquiera van a misa. 38S

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L l e g a un m o m e n t o en q u e un l e n g u a j e a la vez p u e r i l y a u t o r i t a r i o pierde p r e d i c a m e n t o . U n a interpretación d e m a s i a d o literal de textos antiguos deja de tener credibilidad. Parece como si la Iglesia tuviera frío. ¿Podrá todavía reconciliar al h o m b r e moderno con la fe? En u n a conferencia, D r e w e r m a n n ha declarado: "Hace quinientos años la Iglesia rechazó la Reforma; hace doscientos, la Ilustración; hace cien, las ciencias naturales; hace cincuenta, el psicoanálisis. C o n tantas negaciones, ¿cómo se puede vivir en el siglo X X ? " Este teólogo, alcanzado ahora por los rayos de R o m a (fue suspendido a divinis, es decir que ya no puede administrar los sacramentos), ha comprendido al menos que la Iglesia ya no podía ocuparse de todo. La voluntad de universalismo (¿de inoculación misionera y h e g e m o n í a m o r a l ? ) , tan manifiesta en su historia en general y en la de la confesión en particular, la ha conducido al desastroso estado en q u e se encuentra: centenares de m i l l o n e s de cristianos en los cinco continentes y cada vez menos gente en las iglesias. En la desesperación de D r e w e r m a n n (¿por q u é no sincera?) nos ha conmovido una frase: "Los mejores teólogos son aquellos q u e se sientan en silencio al lado de los que sufren". Tal era exactamente el papel de los confesores. Sin e m b a r g o , un día, bajo instrucciones de R o m a , eligieron enseñar más que escuchar. Desde entonces han hablado m u c h o y oído m u y poco. Por eso ya no quedan prácticamente confesores ni confesados. 3 4 0

Conclusión

En la iglesia de S a i n t - L o u i s d ' A n t i n , en París, la confesión m a r c h a bien. A comienzos de 1 9 9 3 un cura d a b a la información a los posibles telespectadores interesados. El 28 de m a y o , un reportaje de J.-P. Lepers para la cadena estatal confirmaba la noticia. En esa iglesia del d i s trito i x , los confesionarios funcionan a ú n todos los días y la afluencia e s s o s t e n i d a : 3 2 confesores p e r m a n e n t e s , 3 0 0 confesiones d i a r i a s , 1 0 0 . 0 0 0 francos de ofrendas por semana. El cura hablaba incluso de u n a leve recuperación de la práctica y del elevado n ú m e r o de penitentes jóvenes. S e g ú n las m i s m a s fuentes la mecánica de la entrevista t a m b i é n ha cambiado m u c h o . Los fieles acuden a encontrarse con Dios, pero t a m bién a mantener u n a conversación esencialmente psicológica. Desean descansar por un m o m e n t o de su carga, contar sus penas y sus a n g u s tias. El pecado se define sobre todo como un vivir dolorosamente consigo m i s m o y con los otros. En resumen, la confesión se parecería cada vez más a u n a breve sesión de psicoterapia, un m o m e n t o de confidencia y alivio m u y requerido por numerosos individuos. ¿Es posible compartir el o p t i m i s m o del cura interrogado? Por cierto que no d u d a m o s de su palabra; a d m i t i m o s que en torno a su c a m p a n a rio se h a y a n reagrupado las últimas ovejas llevadas por el deseo de confesarse. Pero a u n así convendría precisar q u e en otros lugares de París ya no h a y muchos confesores disponibles y q u e el fenómeno de SaintLouis d'Antin no prueba q u e la práctica h a y a a u m e n t a d o en general. La mayoría de los parisinos en busca de auxilio va a esa iglesia, famosa por su b u e n a atención y sus confesionarios ultramodernos con tabiques de vidrio esmerilado. En cuanto a la propia confesión, ;por q u é habría de tener h o y el favor de los fieles c u a n d o en el pasado n u n c a logró conquistarlo y no dejó de entrañar una dificultad tras otra? H a y una sola explicación posible: q u e haya dejado de ser lo q u e era, u n a intrusión indiscreta, pe-

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nosa y obligatoria. Quizá la Iglesia tenga la posibilidad de renovar el rito, por otra parte volviendo a las fuentes. El futuro lo dirá. Pero éste es otro asunto y no concierne al historiador. M á s tarde juzgaremos en qué puede desembocar el intento; por ahora nos limitamos a señalar que necesariamente tendrá q u e competir con todas las formas modernas de psicoterapia que parecen haber destronado a la confesión. La angustia de los hombres es siempre inmensa, la d e m a n d a de sosiego más sostenida que nunca, pero el mercado está bien surtido de astrólogos, psicoanalistas o psicólogos, todos ellos tranquilizadores de profesión - p o r no hablar de los prescriptores de ansiolíticos—, y las posibilidades de una técnica antigua son pocas, por mucho que se maquille al gusto de la época. Q u e d a n m u c h o s recuerdos amargos.

¿Se a p l i c a r o n las prohibiciones? Querríamos hacer aquí un balance rápido de la historia de la confesión desde el C o n c i l i o de Trento. De entrada parece una tarea considerablem e n t e difícil. En efecto, el éxito o el fracaso de u n a empresa sólo se puede juzgar con relación a las metas que se propuso. Ahora bien: definir q u é se ha propuesto la Iglesia con la confesión es s i n g u l a r m e n t e trabajoso. C a s i al final de esta obra todavía nos cuesta m u c h o c o m prender el objetivo, de tan contradictorio e inasible como se nos presenta. ¿Por qué —podríamos preguntarnos i n c l u s o - el catolicismo se ha e m p e ñ a d o t a n t o t i e m p o e n m a n t e n e r u n s a c r a m e n t o q u e los f i e l e s n u n c a aceptaron p l e n a m e n t e y sólo le acarreó afrentas? Partamos de una idea simple. Durante largo tiempo habría querido reprimir la sexualidad, o en todo caso hacerla detestable y rara. En este caso sufrió una derrota h u m i l l a n t e . No sólo porque, según el esquema clásico, la libertad sexual (primero m a n t e n i d a a bajo nivel y luego, en el siglo XVII, r e p r i m i d a ) h a b r í a c o n q u i s t a d o su l u g a r h a s t a l l e g a r a nuestros tiempos de erotismo y hábitos más bien libres, sino t a m b i é n >orque de todos modos la tarea era irrealizable. Se diría q u e en todas as épocas la libido se ha librado de las Iglesias, de las morales e incluso de las sociedades que la perseguían. La libido no es oprimible, o m u y poco. Es indestructible, salvo que m u e r a el sujeto del cual es d i m e n sión profunda y motor. Subsiste siempre, intacta, devoradora, más o menos e n m a s c a r a d a según J o s usos autorizados, y p u e d e adoptar un s i n n ú m e r o de rostros, incluidos los más beatos. Las costumbres sólo pueden moldearle la expresión.

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Por lo demás está claro q u e los confesados n u n c a h a n acatado del todo las restricciones de la Iglesia. H o y nos a s o m b r a n las encíclicas

Conclusión

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lanzadas al desierto. ¿Acaso no ha sido siempre así? ¿No h a n dejado siempre los cristianos q u e la jerarquía emitiera prohibiciones y, u n a vez en casa, obrado a su antojo? Sin d u d a es una afirmación violenta; pero es cierta, al menos en parte. Los curas c u m p l í a n su deber seriamente, a veces con dulzura, a veces con crueldad, pues se les pedía q u e fueran generosos y severos el m i s m o tiempo. Entre una palabra de esperanza y otra de amistad blandían los rayos del infierno. Indagaban, hacían preguntas m u y indiscretas, h u r g a b a n en pudores y avergonzaban a los penitentes; pero pasado el m o m e n t o , éstos volvían a sus asuntos con la conciencia casi tranquila. El confesor volvía al penitente culpable sin suprimirle los malos hábitos. Sin caer en las licencias de la pretendida posmodernidad, los confesados d e b í a n de tener una vida sexual harto completa y constante. C o m o todo el m u n d o , en todos los siglos. Intentaremos dar algunas pruebas. Si en las épocas de prohibiciones más fuertes los fieles hubieran respetado todos los días de veda sexual, la h u m a n i d a d habría desaparecido. En ciertos períodos medievales la línea de crecimiento demográfico es casi plana, y el hecho puede v i n cularse a las interdicciones sobre el sexo; pero con frecuencia se prefiere alegar la miseria, el h a m b r e y la m o r t a l i d a d infantil. Señalemos, por fin, q u e cuando una fracción del cristianismo —los c a t a r o s - quiso aplicar totalmente las ideas hostiles a la carne, la Iglesia se opuso con v i o lencia y hasta organizó u n a cruzada. Así pues, no quería prohibir el sexo sino limitarlo m e d i a n t e la vergüenza. ¿Lo consiguió, con ese extraño mensaje q u e glorificaba el útero mientras deploraba lo que podía fecundarlo? Por m u c h o tiempo se ha tendido a creer q u e el bajo n ú m e r o de nacimientos ilegítimos —muy raros en la Francia del A n t i g u o R é g i m e n confirmaba la tesis de una Iglesia todopoderosa, cuyos vetos se respetaban, y q u e habría i m p e d i d o toda relación sexual a los célibes. Pero si uno reflexiona un poco - c o m o lo ha hecho J.-L. Flandrin— la verdad es q u e la idea no merece m u c h o crédito. C o n s i d e r a n d o q u e la gente se casaba tarde (hacia los v e i n t i c i n c o años en los siglos XVI y XVIl), los jóvenes no habrían tenido actividad sexual a l g u n a en unos diez años: entre el despertar de su sexualidad y el día de su boda. Parece inverosímil. Era imposible q u e el veto a la pérdida extramatrimonial de esperma se respetara de hecho; y, por tanto, no se respetaba. ¿ C ó m o explicar el e n i g m a , cuando sabemos con cierta seguridad que las muchachas llegaban a la boda vírgenes? C a b e concluir q u e los jóvenes de aquellos tiempos vivían cierto tipo de sexualidad sin desflorar a las futuras esposas y evidentemente sin tener hijos. ¿Pero cómo? Sobre los m e d i o s no insistiremos, tanto más c u a n t o q u e en este d o m i n i o no hay nada comprobable. O bien las conductas

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contra natura —y sobre todo la masturbación— estaban m u c h o más desarrolladas de lo que se cree, o bien la j u v e n t u d se entregaba a coqueteos osados pero sin desfloración, o bien, gracias a una práctica anticonceptiva m á s frecuente de lo que se ha dicho, las casadas faltaban a la fidelidad y a y u d a b a n a los jóvenes a tomarse su mal con paciencia. Se piensa, por ejemplo, que el famoso a m o r cortés entre la mujer de un señor y su a m a b l e suspirante implicaba costumbres m u c h o menos castas que las representadas por los libros de caballería. Por otra parte estaba la prostitución. Es imposible demostrar cómo se aparentaba continencia sin practicarla realmente, pero el resultado es obvio: había u n a sexualidad juvenil que no producía descendencia. N i n g u n a sociedad puede infligir a los jóvenes diez años de castidad total durante siglos. No todos los cristianos tenían vocación de monje o de sacerdote, de m o d o que encontraban a l g u n a forma de salvar las prohibiciones. A u n q u e sin reflejarse en las curvas demográficas existía u n a sexualidad subterránea. ¿Ayudaba la confesión no a reforzar los vetos entre los solteros, sino a aliviarles la conciencia por haber desobedecido? Pasemos a los casados. ¿Por qué se introducía la Iglesia en el lecho conyugal? Compleja cuestión. Por sulfurosa que fuera, dentro de ciertos límites, la sexualidad estaba autorizada; los controles eclesiásticos no podían redundar sino en pérdidas de tiempo. Sin embargo, más allá de toda utilidad concebible, se intensificaban los interrogatorios y la vigilancia. Sin d u d a la Iglesia quería evitar el aborto y la anticoncepción. Pero al parecer se excedía: lo espiaba todo, se hacía contar pormenores. ¿Por qué entonces - p r e g u n t a m o s una vez m á s - , cuando no se trataba probablemente de reprimir o disminuir las relaciones mensuales o semanales, se lanzó a u n a empresa tan agotadora? No lo sabemos.

Los objetivos de la Iglesia Si en r e a l i d a d la Iglesia no buscaba prohibir, ¿a q u é clase de control a s p i r a b a ? N o l o g r a m o s c o m p r e n d e r l o , p o r q u e l a confesión s e nos presenta bajo formas diversas, blandas o severas, afectuosas o casi sád i c a s . C u e s t a hacer generalizaciones sobre el proyecto general. Nos e n c o n t r a m o s con confesiones m u y caritativas y con otras m u y perversas, y las figuras resultantes son contradictorias. N a t u r a l m e n t e p o d e m o s a t r i b u i r los excesos a curas neuróticos, pero esto no e x p l i c a todo. Las instrucciones de la j e r a r q u í a para entrometerse en las conc i e n c i a s fueron n u m e r o s a s e i n d i s c u t i b l e s , i n q u i s i t o r i a l e s y crueles. Los propios m a n u a l e s aprobados por los obispos, los cursos de s e m i -

Conclusión

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n a r i o con q u e c o n t a m o s , son b i e n perversos y p r u e b a n q u e la fuente central de la c u r i o s i d a d era la i n s t i t u c i ó n eclesiástica, no un p u ñ a d o de excéntricos. Extraño oprobio lanzado sobre el sexo, q u e —como ha señalado M i chel Foucault en su Historia de la sexualidad— consistía en hablar de él con cualquier motivo. Extraña m a l d i c i ó n , q u e fortalecía el hechizo del fruto prohibido. Extraña condena, q u e adentraba a la Iglesia -a la cual puede acusarse de todo m e n o s de estupidez, en tiempos en q u e reunía a casi todas las élites i n t e l e c t u a l e s - en un c a m i n o cuyas molestas consecuencias no p o d í a ignorar. No sólo se trata de q u e p r o h i b i e n d o el acto normal a los solteros se los h a y a empujado a conductas tal vez más >ecaminosas; está claro que, por deletérea, infernal o pecaminosa q u e a persecución h a y a vuelto la sexualidad, n u n c a la p u d o suprimir. Y esto la Iglesia no p u d o dejar de saberlo; más aún: tuvo q u e constatarlo. ¿Por q u é entonces tanta opresión? A nuestros ojos modernos las ventajas parecen m u y modestas. ¿ Q u e ría observar a los ricos, informarse de su conducta? C l a r o q u e sí. H a b í a una voluntad de introducirse en los secretos de las familias acomodadas. H u b o confesores q u e se convirtieron en auténticos consejeros de negocios; los diccionarios de casos de conciencia lo prueban. El de Pontas, por ejemplo, contiene artículos m u y alejados de los problemas de la fe y aun de la sexualidad. Artículos de información religiosa casi nula reparan al confesor para responder a preguntas de carácter económico; evan por título "Legado", "Letra de cambio", "Alquiler", "Bienes m u e bles", "Mediación", "Monopolio", "Garantía", "Apertura de testamento", "Terreno inculto". Llevados por su función a ocuparse de todo, en ocasiones los confesores l l e g a b a n a conocer la fortuna exacta de sus parroquianos, lo q u e quizá se considerara útil. En niveles más altos, se piensa q u e confesando a los reyes —especial i d a d ésta q u e los jesuítas practicaron hasta casi el monopolio— la Iglesia podía cuidar sus propios intereses. Un estudio de Georges M i n o i s ha hecho añicos la a c u s a c i ó n . Si la Iglesia se propuso tener en cintura a los poderosos el proyecto n u n c a funcionó salvo al comienzo, en los siglos X I V y X V , por ejemplo, cuando ciertos directores de conciencia representaron los intereses del cristianismo en la corte francesa. En el siglo X V I los confesores de los reyes de Francia eran a m e n u d o hombres moderados, erasmianos q u e no i m p u l s a r o n en absoluto las terribles guerras de religión. El p r e d o m i n i o de los j e s u í t a s comenzó con Enrique IV. Pero el padre Cotton no abusó n u n c a de su posición, ni siquiera para perjudicar a los ya numerosos enemigos de la C o m p a ñía. Enrique IV no era h o m b r e q u e se dejase influir por su mentor, y la maledicencia de los protestantes —tenia Cotton (algodón) en los oídos— es a todas luces injusta.

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También eran moderadas las instrucciones a los confesores. Los j e s u í tas detentaron el cargo desde 1604 y (con una sola interrupción de seis años a la muerte de Luis XIV) lo conservaron ciento sesenta años. En 1602 el general Aquaviva les había dado una suerte de carta para confesar a los soberanos; carta, dice M i n o i s , "cuya clave era la prudencia". Bajo Luis XIII los confesores no desempeñaron n i n g ú n papel político. C u a n d o el padre Caussin amonestó al rey por la miseria del pueblo, Richelieu lo despidió; y es que el cardenal quería ser él m i s m o y nadie más el confesor del rey. En cuanto a Luis XIV, sus tres confesores jesuítas sucesivos, los padres A n n a t ( 1 6 5 4 - 1 6 7 0 ) , Ferrier ( 1 6 7 0 - 1 6 7 4 ) y el famoso de La C h a i z e ( 1 6 7 5 - 1 7 0 9 ) , m u y bien pagados, personajes s u m a m e n t e oficiales y reverenciados en la corte, no ejercieron casi ning u n a influencia, ni en su política ni en sus costumbres í n t i m a s . Ni la persecución de los protestantes con las d r a g o n a d a s , ni la revocación del edicto de Nantes ni la guerra de Cévennes fueron obra suya. ¿Les preocupaban m u c h o m á s las a m a n t e s del rey, algunas de las cuales tuvieron verdadero poder? Si fue así, la derrota de los confesores también fue patente frente a ellas, al punto de que ni siquiera lograron evitar el continuo escándalo que eran la vida sentimental del soberano y el n a c i m i e n t o de bastardos. C i e r t o que el padre de La Chaize intentó hacer algo respecto a la relación con la M o n t e s p a n - q u e , siendo ésta casada, constituía adulterio d o b l e - , pero no tuvo éxito. H a y q u e a d m i tir que el padre no brillaba por su coraje. Buscaba pretextos -a veces enfermedades— o se hacía representar para eludir el trance de tener q u e negarle al soberano la absolución. En u n a oportunidad envió en su l u gar al padre Déchamps, quien, más firme o menos temeroso de perder un cargo, se atrevió a rehusar el perdón. Pero de La C h a i z e volvió y sin d u d a hizo lo esperado. Molestaba tan poco a la M o n t e s p a n q u e ella lo apodaba la Chaize de commodité, c u y a traducción aproximada sería "la silla cómoda", j u e g o de palabras basado en la s i m i l i t u d fonética entre " C h a i z e " y "chaise", silla en francés. En el plano político-religioso Tellier se aplicó a denigrar a Port-Royal des C h a m p s con un poco más de eficacia, pero n u n c a obtuvo u n a decisión final. J u n t o a la M a i n t e n o n se lo considera sobre todo una de las causas del descenso de la popularidad del r e y . El absolutismo de Luis X I V era tal que, en palabras de G. M i n o i s , los confesores no eran sino "un adorno de la devoción real". Los únicos q u e tenían i m p o r t a n cia, los únicos directores de c o n c i e n c i a del m o n a r c a —y a ú n c a b r í a n bastantes reservas— eran los ministros. En resumen, tampoco a q u í se explica la confesión. No moralizaba el c o m p o r t a m i e n t o de los reyes y apenas defendía los intereses de la Iglesia. A lo s u m o los confesores podían mantener a la jerarquía inform a d a de lo que pasaba en la corte. 3 4 2

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¿Habrá sido la confesión entonces u n a m a n e r a de controlar no a los poderosos sino a los pobres? Es claro que la sexualidad era un factor de trastorno y la Iglesia ha sido siempre defensora del orden. Quizá haya querido i m p e d i r q u e los príncipes se unieran con pastoras y los burgueses con m u c h a c h a s de la calle. Pero una vez más, si tal era el fin, el resultado fue inverso. Pocos m a t r i m o n i o s había entre clases sociales diferentes. R e y e s y burgueses preferían t o m a r a m a n t e s o recurrir a la prostitución; así caían más r o t u n d a m e n t e en pecado. En cuanto a q u e la represión de la sexualidad p e r m i t i e r a d u r a n t e largo t i e m p o m a n t e n e r a los pobres a raya y desviarlos de la revolución, no nos atrevemos a afirmarlo. ¿Quería además que el trabajador no se fatigase en combates amorosos y reservara su energía para la producción? En este p u n t o Foucault procede con extrema prudencia. "En todo caso —escribe— la hipótesis de que nuestra sociedad reprimiría el sexo por razones económicas parece bien e x i g u a . " Nosotros lo seguimos de b u e n a g a n a . Pero entonces vuelve la p r e g u n t a : ¿para q u é la confesión? 3 4 3

La captura de la energía El objetivo buscado con la confesión, centrada esencialmente en lo sexual, permanece en gran m e d i d a oscuro. No cabe d u d a de que ha ido c a m b i a n d o con el tiempo. Si la confesión es una herramienta fue utilizada para m u c h a s cosas. Porque los hechos sí son evidentes: en lo que p u d o , la Iglesia i m p i d i ó o intentó frenar la conjunción sexual. Por supuesto, siempre ha tratado de construir una sociedad correspondiente al "ideal cristiano". Se ha considerado garante de cierto "orden". Al menos durante la alta Edad M e d i a el claro propósito fue establecer una jerarquía social; no sobre el tríptico indoeuropeo clásico (sacerdote, guerrero, campesino), sino sobre valores morales y en especial la pureza sexual. La Iglesia clasificó a los hombres según su distancia del sexo: monjes, clérigos, laicos y, más detalladamente aún, vírgenes, continentes, cónyuges autorizados y turba de libidinosos o hez del pueblo de Dios. En esta construcción ideal a la confesión le cabía un papel: purgar, ayudar a ser lo que se era, pero también corroborar el organigrama, verificar que cada cual ocupase el lugar asignado y se atuviera a él. C o n el t i e m p o p u e d e que los "proyectos de sociedad" de la Iglesia h a y a n variado, que se h a y a visto "arrastrada por sí misma". Entonces la caza del placer habrá servido para otra cosa, para objetivos particulares de cada época; por ejemplo, la lucha contra la anticoncepción. R o m a regresó en grueso a un esquema de organización más tradicional. Pero

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sin d u d a la idea de construir con sus fuerzas u n a sociedad cristiana continuó siendo d o m i n a n t e . M u y probablemente la Iglesia hizo lo que intentan hacer todos los r e g í m e n e s a u n q u e sean poco a u t o r i t a r i o s . ¿ H a c e falta recordar q u e toda sociedad es represiva? No e n t r a r e m o s en reflexiones filosóficas para desentrañar si esta represión se justifica por la voluntad universal de impedir el incesto o por otras razones de t r a s f o n d o . El historiador ha de limitarse a constatar que la represión sexual existe en todas las sociedades, adoptando formas diversas, y recordar los mecanismos más evidentes para su propósito. Desde Freud se a d m i t e en general que la sexualidad constituye una vasta reserva de acciones. Es s i n ó n i m o de energía h u m a n a y n i n g ú n sistema de e n c u a d r a m i e n t o político, ideológico o religioso ha podido pasar por alto una fuerza que quería derivar nacia fines propios. C o m o se sabe, hasta los r e v o l u c i o n a r i o s - i n c l u i d o s los terroristas— tienen poca vida privada; se consagran por entero a la causa. A u n q u e la fuente de energía es única los cuerpos dirigentes tienen objetivos diversos. Ciertas sociedades h a n tendido a la santidad —como el cristianismo en sus o r í g e n e s - ; otras han p r o p u g n a d o el stajanovism o , y otras, c o m o el Estado nacionalsocialista, la fundación de i m p e rios milenarios. Todas, m e d i a n t e restricciones morales, parecen haber buscado guardar para sus propios fines la energía vital de los militantes varones, d a n d o a los vientres femeninos la función de clonar soldados, productores o santos, en silencio y al infinito. En todas estas sociedades a u t o r i t a r i a s —de Esparta a M o s c ú y de R o m a a P e k í n - , voluntariamente puritanas y moralizantes, la sexualij dad fue maltratada, encuadrada, canalizada o dirigida para que sirviera a fines propios. En general se quiso que el hombre se superara y la m u jer no. S i n e m b a r g o la diferencia en el trato a los dos sexos sólo fue aparente. En realidad se esperaba de ambos algo parecido: el olvido de sí. Quizá la i g u a l d a d en la represión sexual aparezca mejor si empleamos, q u e d e en claro q u e sin valoración alguna, las nociones de bajo y alto, de interior y exterior de la familia. Así, se podría decir q u e todas las sociedades autoritarias han invitado al m a c h o a superarse hacia lo alto y fuera del círculo familiar; y a la mujer, hacia abajo y sin salir de la familia, en un repliegue sobre sí m i s m a , en torno al hogar, la matern i d a d y la producción de futuras hormigas de la causa. En este contexto se sitúa la vigilancia del sexo q u e emprendió la Iglesia: la captura de la sexualidad para la edificación de u n a nueva Jerusalén. Así pues, habría intentado hacerse con la energía sexual para gloria de Dios, para construir una sociedad de acuerdo con sus nociones, y hay q u e decir que durante cierto tiempo lo consiguió. Comprendemos pues por qué reprimió la sexualidad y cómo la usó. Comprendemos incluso su 344

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angustiante teoría del sexo. Pero nos cuesta entender uno de los medios principales que utilizó: la confesión; porque, al menos en parte, le rindió resultados inversos a los que buscaba. En no pocas ocasiones el uso del confesionario ha provocado una introversión de las conciencias, corrido el riesgo de enfermarlas de escrúpulos y —creemos haberlo mostrado—, al propugnar la maternidad denigrando los medios de realizarla, conducido a unos a la esterilidad y a otros a comportamientos contra natura. Este conjunto teórico abarca demasiadas contradicciones para que lo e x p o n g a m o s como si fuese u n a estrategia simple, desarrollada linealmente a lo largo de quince o veinte siglos. Y no es el caso. H u b o avances, retrocesos y arrepentimientos. Desde la alta Edad M e d i a hasta 1 9 5 0 la Iglesia ha errado mucho, ha vuelto a empezar y ha remodelado más de una vez su proyecto inicial, y por eso su c a m i n o nos parece en gran m e d i d a intraducibie o difícil de explicar en términos lógicos. De todos modos la idea de que la vida nace en la vergüenza ya era un punto de partida esquizofrénico —sin salida, queremos d e c i r - para una teoría poblacionista de la procreación: delata una pizca de locura teológica. Y si Stalin se detuvo a la puerta de la alcoba la Iglesia quiso deslizarse entre las sábanas. Esto no sabríamos explicarlo como no sea por el olvido de ciertos mensajes iniciales, la e n m i e n d a del mensaje de Jesús por sucesivos estratos de teólogos, como en un palimpsesto, y una aceleración progresiva de la m á q u i n a que terminó por destruirse a sí misma. La actitud de la Iglesia en la confesión siempre ha tenido algo de suicida. Pero ya que no podemos precisar, dejemos las hipótesis y volvamos a la realidad. Si el fin realmente perseguido permanece en gran parte incognoscible, al m e n o s p o d e m o s definir a q u é ha llegado la confesión, q u é bien y qué perjuicio ha causado en el m u n d o cristiano. Podemos hacer el balance de esa fantástica empresa de radioscopia de la l i b i d o y e n d o s c o p i a del falo y la v a g i n a q u e n i n g ú n otro s i s t e m a ha igualado, pues los peores se contentaron con vigilar las ideas, la esfera cerebral, y obtener la obediencia sin preocuparse por el bajo vientre ni por las segundas intenciones inconscientes.

Aspectos positivos de la confesión Sin d u d a en sus comienzos, y durante bastante tiempo, la confesión le fue al m u n d o occidental s u m a m e n t e útil. Hizo las veces de instrucción sexual, moralizó, serenó e n o r m e m e n t e y luego introdujo la idea del amor como un valor de nuestro universo. M i c h e l Foucault h a insistido m u c h o sobre e l p r i m e r p u n t o . H a mostrado convincentemente que el diálogo con el confesor despertaba

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en el penitente cierta curiosidad sexual y le proporcionaba informaciones. Bayle sostiene, no sin razón, que las obras de aquellos tiempos sobre el pecado de la carne servían tanto para la edificación de los cristianos como para su iniciación sexual. Y sobre el terreno preparado por la Iglesia se habrá podido desarrollar luego la particular scientia sexualis que caracterizará a Occidente, verdadera explosión discursiva sobre el sexo que llega hasta Freud y Lacan. C o n los curas que no cesaban de hablar de ello nos hemos habituado a decirlo todo sobre el sexo, y hoy seguimos haciéndolo en los divanes de los psicoanalistas o los g a b i n e tes de los sexólogos. Poco nos molesta. Son muchos siglos de práctica. Por lo demás el a n a t e m a contra el placer y la verificación de conductas por la confesión sirvieron para pulir la incipiente sociedad medieval, todavía m u y grosera. Eran tiempos duros, de costumbres brutales. Había que dar un aire moral a las conductas, edulcorarlas, civilizarlas y proveerlas de un código. El caso es que la Iglesia siempre estuvo por "el orden". La confesión i m p a r t i ó u n a m í n i m a normativa personal y c o m u n i t a r i a q u e hizo posible la v i d a y, dicho en general, socializó las relaciones h u m a n a s de la época. Se establecieron ciertos derechos del niño y la mujer e incluso del h o m b r e . Pues sin d u d a el cristianismo comportaba u n a idea del respeto a la persona. En la c o l u m n a de lo positivo h a y que incluir t a m b i é n el hecho de que la confesión dio gran consuelo, serenó i n m e n s a m e n t e . C l a r o que la propia Iglesia suscitaba en parte los terrores, sobre todo al fin del m u n d o y al castigo infernal. Pero la vida de otros tiempos era aterrorizadora en sí, i n d e p e n d i e n t e m e n t e del cristianismo. Un ejemplo s i m ple: hasta fines del siglo XIX, y en m u c h í s i m a s zonas rurales hasta comienzos del XX, nuestro m u n d o vivía a oscuras la m i t a d de las jornadas, es decir la m i t a d de los años. Rodeados de neón hoy olvidamos que, a escala secular, el petróleo, el gas y la electricidad son a d q u i siciones m u y recientes. A n t a ñ o , apenas unas bujías titilantes a l u m b r a ban la vida popular después de la caída del sol. De esas sombras nacían muchas angustias. En este sentido el hombre del siglo XVII estaba apenas mejor resguardado que el de las cavernas. Y como con la noche venía el m i e d o , la gente se acostaba temprano. Pero —y éste fue el aporte cristiano—, ¿el diablo no habitaba también en la cama? La confesión nació para ser caritativa, y lo fue. En el Metodus confitendi Erasmo dijo que había "numerosos argumentos contra la institución de la confesión", pero también que no podían negarse sus beneficios. Francisco de Sales h a b l a b a del "gran contento de haberse confesado". Y a ú n Chateaubriand, en las Memorias de ultratumba, escribirá después de haber pasado por el confesionario: "Si me hubiese desembarazado del peso de una montaña no habría sentido más alivio. Sollozaba d e felicidad" . 3 4 5

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Los confesores misericordiosos —y ha habido legiones, c o m o aquel cura de Ars que no d a b a abasto con su m u l t i t u d de p e n i t e n t e s - propagaron la idea consoladora de que el hombre no estaba absolutamente solo y a b a n d o n a d o en el m u n d o . T a m b i é n ayudaron a formar una idea nueva en la Europa del R e n a c i m i e n t o : la idea de padre. Antes sólo se conocía al pater familias, señor de su familia como del universo, que, sin ser tirano, sólo se consagraba a los niños ocasionalmente. El nuevo padre, el padre moderno c u y o modelo eran los confesores más solícitos, era m u c h o m á s afectuoso y propenso a perdonar. Esta i m a g e n arraigó en el siglo XVII y sin d u d a se expandió útilmente a todas las clases de la sociedad del XVIII.

M e d i a n t e la c a l m a la confesión también curaba. ¡ C u á n t a angustia proviene hoy de la soledad y el ensimismamiento! Reconozcamos que más de u n a vez el diálogo paternal ha aliviado conciencias, interrumpido conflictos y d e s a n u d a d o complejos —sin pretender que h a y a sido u n a especie de psicoanálisis. Por lo demás, todas las religiones alivian: para eso están hechas. Según Freud son poco más o menos neurosis generales que apaciguan las individuales. No cabe d u d a de que, atenuando la soledad m e d i a n t e el diálogo, la confesión desempeñó un papel histórico de psicoterapia. En nuestro impreciso recuerdo, una encuesta de la década de 1950 —que lamentablemente no hemos podido rescatar y por tanto no hemos reexaminado— arrojaba un n ú m e r o mucho mayor de infartos de m i o cardio entre los protestantes que entre los católicos. Y, en efecto, es tentador relacionar la enfermedad —a m e n u d o producto de tensiones acum u l a d a s - con la ausencia de confesión. Es una investigación que habría que hacer de nuevo; pero hoy ya no es posible, porque los católicos ya no se confiesan más que los protestantes... En cualquier caso hubo confesados felices. Pascal J a r d í n ha relatado así sus experiencias infantiles: "Guardo un bonito recuerdo de mi primera confesión. La oscuridad, la exigüidad del lugar, la voz susurrante y cómplice del cura, la i m p u n i d a d temporal garantizada, el lujo m e n tal consiguiente, la generosidad del perdón, el alivio de la absolución, un pater por toda penitencia; asombroso" . Pero Jardín era un h o m b r e de su tiempo, y por eso también vivió el divorcio entre la Iglesia y la modernidad. Añade: "Después, entre los clérigos y yo las cosas se estropearon". Pero no por eso dejaba de reconocer el bienestar que le h a b í a procurado la confesión, un alivio que durante siglos h a b í a sentido la h u m a n i d a d sufriente. A ú n hoy hablan de esto los últimos practicantes. Por último h a y que incluir entre los haberes del confesionario la introducción en nuestra sociedad de la idea del amor. Se objetará que el término es m u y a m p l i o . Pero el aporte histórico cierto de Jesús fue ha3 4 6

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blar de amor en el sentido de benevolencia y caridad. En el sentido de concupiscencia (eros), e incluso de vínculo sentimental, amor es un concepto del cual el cristianismo no se ha n u t r i d o ; por eso la Iglesia lo combatió, temiendo que el afecto y el calor entre seres h u m a n o s compitiera con el amor hacia Dios. Todavía en el siglo XVII condenaba a los q u e se casaban por inclinación, por "enamoramiento". En el sentido de relación sexual, con su horrible perfume de placer de la carne, lo hizo objeto de abominación. El rescate del amor entrevisto por los trovadores - a u n q u e raro en la Edad Media— y ensalzado por la literatura del siglo XVI se realizó contra las prescripciones de R o m a y fue obra de la sociedad civil, en especial la del siglo XVIII. De todos modos h a y que matizar. Pues el a m o r h u m a n o concupiscente no penetró en los corazones sin que, paradójicamente, la Iglesia lo invitara.

A favor o en c o n t r a del a m o r Ciertos teólogos, creemos haberlo mostrado, percibieron bien la fuerza del a m o r y el sostén q u e p o d í a dar a la pareja. De J u a n Crisóstomo (siglo IV) a la definición del amor c o m o fin del m a t r i m o n i o realizada por H e r b e r t D o m s ( 1 9 3 5 ) , p a s a n d o por las a n t i c i p a c i o n e s d e H u g o d e Saint-Víctor (xil), Alberto M a g n o (xill), Dionisio el Cartujo (xrv), Tomás Sánchez y B ü s e n b a u m (xvil), se advierte un hilo q u e lleva al d í a de nuestro siglo en q u e la Iglesia reconoció la i m p o r t a n c i a del sentim i e n t o amoroso y hasta del sexo en la vida m a t r i m o n i a l . H a c e q u i n c e siglos san J e r ó n i m o lanzaba u n a c o n d e n a feroz: "El a m o r de la belleza es olvido de la razón, casi locura: vicio odioso que conviene harto poco al espíritu sano. Enturbia los sentimientos, aplasta los espíritus grandes y generosos, los arrastra de los pensamientos altos a los más bajos; los vuelve plañideros, irascibles, temerarios, duramente tiránicos, servilmente halagüeños, inútiles a todos y en definitiva al amor mismo. Pues cuando, insaciable, el hombre se inflama de deseo de goce pierde m u c h o tiempo en sospechas, en lágrimas, en lamentos; se nace odiar y por último alberga el odio en sí ( . . . ) . El hombre sabio amará a su mujer con juicio, no con pasión. Dominará el arrebato de la voluptuosidad y no se dejará arrastrar precipitadamente a la cópula" ' . ¿Se ha visto alguna vez un texto más hostil al amor, al placer, a la conjunción sexual? Luego hemos visto a Pío XII, en 1 9 5 1 , declarar q u e la búsqueda del placer en la pareja no era falta. Era sólo el comienzo. En 1 9 5 6 el cardenal S u e n e n s a b u n d a b a : " L a p r i m e r a d e m a n d a d e Dios e n c u a n t o a l acto de amor es q u e se base en el amor. H o y en día la Iglesia exige el 347

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a m o r en el m a t r i m o n i o , rechazando toda u n i ó n q u e no se funde en é l " . Q u é l a r g o c a m i n o : l a Iglesia c o n t e m p o r á n e a n o sólo e l o g i a e l amor, sino q u e se interroga sobre su sinceridad. En 1 9 8 8 un periodista se dirigió a monseñor Jacques Jullien, arzobispo de Rennes y presidente de la C o m i s i ó n familiar del episcopado francés, para preguntarle q u é pensaba la Iglesia de la cuestión sexual. Varias generaciones de teólogos deben de haberse revuelto en sus t u m bas al oír la respuesta: "La Iglesia da un sí entusiasta a la s e x u a l i d a d " . La fórmula era de impacto. Por supuesto que enseguida el obispo se extendía: "Antes de hacer oír el no al divorcio, la anticoncepción y la homosexualidad, debemos vocear nuestro sí a la vida sexual". Precisiones que limitaban m u c h o el entusiasmo proclamado. El arzobispo sólo aprobaba el amor dentro del matrimonio, y en sus formas tradicionales. De todos modos era un avance considerable. Avance que al menos en parte se debe a la confesión: por los problemas q u e ha suscitado con los fieles, constantemente ha obligado a los teólogos a revisar posiciones. Q u e d a por saber si u n a vez m á s la Iglesia no llega después de la batalla. C u a n d o el amor se propagaba por doquier, incluso en las zonas rurales del siglo XV1I1, ella aún favorecía el m a t r i m o n i o de razón. H o y está contra las u n i o n e s de conveniencia y r e c l a m a el a m o r a voz en cuello. U n o no p u e d e sino s i m p a t i z a r . . . ¿Pero se ha elegido bien el m o m e n t o ? Pues, a veces, Occidente se pregunta si ha tenido la razón en basar (o intentar basar) el m a t r i m o n i o en el amor. H a y q u i e n dice q u e n i n g u n a sociedad fuera de la nuestra ha dado tanta i m p o r t a n c i a a un sentimiento a fin de cuentas tan fugaz. D u r a n te siglos hemos negado el amor, el erotismo y el placer, valores q u e en Persia o en C h i n a se han reconocido siempre, sin situarlos necesariamente a tal altura. ¿Y ahora queremos coronar con el amor la pirámide m a t r i m o n i a l ? S i n volver al m a t r i m o n i o por interés - s e r í a tan odioso como imposible—, ¿es sagaz por parte de la Iglesia alabar el amor como cim i e n t o m á s sólido de las u n i o n e s , sobre todo c u a n d o sabemos q u e , con el actual promedio de vida, éstas deberán durar unos cincuenta o sesenta a ñ o s ? Es imposible obviar q u e la ascendente curva de divorcios coincide bastante con el a u m e n t o de los matrimonios por amor. De m o d o que, para ser de veras favorable al amor, ¿no habría q u e serlo también al divorcio, o al menos aceptar su posibilidad? Pero la Iglesia rechaza el divorcio. Y además j u e g a eternamente con los dos sentidos del amor: eros y ágape, v o l u n t a d de captura y don de sí. U n a vez más ha caído en una contradicción fastidiosa. Está por el m a t r i m o n i o . Pero, c o m o ha dicho Philippe Aries, la d u r a c i ó n no es u n a idea moderna. Por tanto el m a t r i m o n i o no es moderno. En c a m b i o el a m o r e s t á de m o d a y la I g l e s i a a c a b ó por s e g u i r la o l a . El problema es que, por moderno que sea, el amor no suele durar. El m a 348

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trimonio de duración prolongada se aviene mal con las pasiones fuertes, modernas, devoradoras. Un m a t r i m o n i o verdadero es u n a unión que dura, independientemente de si ha pasado o no por la alcaldía. No es o b l i g a d a m e n t e , pues, un m a t r i m o n i o de amor desde el comienzo, sino un m a t r i m o n i o que consolidará el amor, lo alentará, lo hará crecer y fundirá dos seres en u n a sola carne, dúo in una carne ™. Seguramente la a l q u i m i a de las parejas modernas se ha vuelto un tanto complicada. La Iglesia no parece percatarse. Por otra p a r t e , ¿ c o m p a r t e la g e n t e el e n t u s i a s m o de m o n s e ñ o r Jullien? C u a n d o está a punto de acabar este siglo, ¿está realmente convencida de que el amor da base a uniones estables? Las estadísticas dicen que, en el 7 5 % de los casos, los cónyuges provienen de la m i s m a clase social, lo cual indicaría que el m a t r i m o n i o suele basarse más bien en correspondencias económicas y culturales. Desde luego que esto no excluye el a m o r . . . Pero no dejamos de pensar que, en la época del sida y de cierta moderación sexual, la Iglesia vuelve a adoptar posiciones un poco tardías. Declarándose de golpe y casi provocadoramente en favor de la sexualidad y los matrimonios por amor -y sólo de ellos—, ¿no está socavando más una sociedad cuya cohesión ya está en declive? A m e nos q u e sólo se trate de cortinas de h u m o , nuevos ropajes para ideas viejas, como parecía sugerir la ambivalencia de monseñor Jullien. De otro m o d o , conmovedora Iglesia, que u n a vez más intenta adaptarse al gusto del d í a . . . de ayer, y corre con retraso detrás de un siglo pasado. 3

El lado negativo de la confesión Llegamos ahora a la otra vertiente. Después de tantos siglos los aspectos negativos son tan innegables como los positivos. M e d i a n t e la confesión la Iglesia ha causado enormes pérdidas de energía y por largo tiempo ha aterrorizado a su m u n d o . Pero antes de pasar a estos puntos recordaremos lo difícil que es j u z gar con varios siglos de distancia cuestiones tan sutiles como la sensibilidad h u m a n a , las conductas religiosas o los sentimientos secretos de las personas. Se requiere u n a enorme prudencia. Observar desde el siglo XX hechos de otro tiempo, s i m p l e m e n t e leer un texto antiguo, es situarse en perspectivas totalmente desplazadas con relación al tema. En el terreno q u e nos interesa, Jean-Louis Flandrin ha probado q u e ni siquiera entendemos igual las palabras. H o y la palabra enamorado es simpática; hace unos siglos era sinónimo de juerguista, picaro y hasta libidinoso y m a l i g n o . Por eso el m a t r i m o n i o por amor, noy tan ensalzado, no fue defendido ni siquiera por los poetas hasta el siglo XVII.

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T a m b i é n se e n t e n d í a de otro m o d o la p a l a b r a puta. D e s i g n a b a a la mujer lúbrica, la que no podía abstenerse de copular y buscaba incesantemente el placer. H o y señala a la q u e ejerce un oficio y, j u s t a m e n te, no e x p e r i m e n t a placer a l g u n o . Representaciones del todo diferentes, resonancias mentales opuestas. U n a a n é c d o t a nos p e r m i t i r á c o m p r e n d e r mejor la i n c i d e n c i a del tiempo en el lenguaje y en las mentalidades y, esperamos, atenuar la severidad de nuestros juicios sobre la confesión, que se ejerció fundamentalmente en un m u n d o donde el pecado, los crímenes, los valores y el sentido de la vida eran completamente diferentes de los del nuestro. En el presente trabajo, por ejemplo, buscando las razones de la repetida condena del sexo, más o menos constante en la Iglesia de la Edad M e d i a , hemos pensado al comienzo q u e acaso R o m a hubiera querido protejer el linaje, y sobre todo la nobleza de la descendencia feudal. En un m u n d o donde eran esenciales la sangre, la transmisión del nombre y la herencia, la Iglesia habría sido hostil a todo cuanto pudiera producir bastardos, en particular las relaciones extraconyugales. Esta bella hipótesis, q u e se aplica mejor a la burguesía decimonónica que a la época del a m o r cortés, zozobra cuando uno lee un breve episodio de la vida de Guillermo el Mariscal subrayado por Régine P e r n o u d . Un día Guillermo, caballero de la corte de los Plantagenét, iba a caballo por un c a m i n o en compañía de su escudero. Le llamó la atención u n a pareja de a pie q u e parecía s u m i d a en gran desasosiego. El hombre era un monje, y acababa de a b a n d o n a r el monasterio para h u i r con una mujer q u e había raptado. Lejos de despreciarlos, Guillermo los reconfortó de todo corazón, explayándose con ellos en ese m a l de a m o res que propiciaba tantas equivocaciones. Ni una palabra de reproche. Todo era culpa del diablo, mala suerte. En el m o m e n t o de separarse, G u i l l e r m o preguntó a los fugitivos si tenían al menos de qué vivir. - S í - le respondió el ex monje; - t e n g o cuarenta y ocho libras, las prestaré y cobraré los intereses. Entonces, el caballero explotó: —¡Así q u e esperas vivir de la usura! ¡Por el Señor que no lo permitiré! ¡ Q u e no escapen, escudero! D i c i e n d o lo cual se lanzó sobre la pareja y entre golpes le arrebató desvergonzadamente el dinero, que esa m i s m a tarde fue a distribuir entre los pobres. El episodio debe alertarnos contra cualquier interpretación demasiado diacrónica, sólo con los ojos de nuestra época. En los siglos XIV y XV no todo el m u n d o consideraba al amor maldito; simplemente parecía u n a locura, un peligro casi diabólico y doloroso. En cambio la Iglesia enseñaba que la usura era un crimen espantoso. Sería un error, pues, creer que confesión y castigo se dirigían únicamente a la sexualidad. 3 5 1

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No por esto es menos cierto que - e n t r e otros perjuicios— la confesión significó u n a infinita pérdida de tiempo: c u a n d o menos todo el dedicado a categorizar, clasificar y subdividir los pecados de la carne y, más generalmente, a la casuística de los supuestos problemas del alma, cuando estaban pendientes tantas cuestiones materiales e intelectuales. Excelentes teólogos se agotaron formulando interminables definiciones del mal y sus rostros. Un esfuerzo semejante se impuso a veces a los p e n i t e n t e s . D a d a la i n f i n i t a c o m p l e j i d a d del p e c a d o no l l e g a b a n a d i s t i n g u i r el venial del capital y se extraviaban en penosas preguntas i n t e r i o r e s . Pese a sus c o n t r i b u c i o n e s , el p r o b a b i l i s m o a u m e n t ó las complicaciones y por e n d e el cansancio. He aquí un texto de Castro Palao, ejemplo de literatura teológica verdaderamente torturada e incomprensible aun para los especialistas: " C u a n d o se actúa según una opinión probable, se actúa siguiendo la más probable si ha sido sostenida por un buen doctor, pues la opinión más probable es que se puede actuar siguiendo la probable, o m i t i d a la más p r o b a b l e " . El m a nierismo teológico se convertiría en obstáculo de la m i s m a confesión que pretendía facilitar. A la postre, todo aquello se volvió irreal, inútil y vano. Se había perdido demasiado tiempo. La confesión ha provocado m u c h a s lágrimas. Si a veces ha reconfortado, si ha dado pruebas de buena voluntad, t a m b i é n ha frustrado y atormentado las conciencias de los fieles. El C o n c i l i o de Trento h a b í a p e d i d o a los confesores q u e no se c o m p o r t a s e n c o m o verdugos. S i n e m b a r g o , en materia sexual, a q u í hemos reproducido interrogatorios que debían de ser m u y duros de soportar. Abusando del escrúpulo, i n citándolo d e s m e d i d a m e n t e en sus ovejas, la Iglesia dio origen a patéticos terrores. C h a t e a u b r i a n d cuenta q u e un día leyó u n a obra pavorosa titulada Las confesiones mal hechas que, a n u n c i a n d o "suplicios eternos por una sola falta disimulada", hacía que el lector vislumbrase "espectros q u e arrastran cadenas y v o m i t a n llamas" . Es evidente que uno de los objetivos de la confesión era dar al fiel cierto consuelo, proporcionarle paz dentro de una concepción religiosa q u e la constante evocación del mal, la muerte, los demonios y el infierno hacían terrorífica. C o n t r a d i c t o r i a m e n t e , sin e m b a r g o , el remedio también asustaba, porque en vez de desviar al fiel de esos pensamientos lo invitaba a renovarlos. La paradoja es evidente en un texto de monseñor Gousset: 353

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T a m b i é n se le p u e d e dar por p e n i t e n c i a q u e se d e t e n g a unos instantes en el pensamiento de la muerte, el infierno y la e t e r n i d a d . 355

Conclusión

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U n a dramatización tan excesiva de la condición h u m a n a tenía que acabar a b r u m a n d o a los cristianos. J e a n D e l u m e a u está persuadido: "Mis investigaciones históricas me han convencido de que la imagen del Dios punitivo y vengador ha sido un factor decisivo de la descristianización, cuyas raíces son antiguas y p o d e r o s a s " . 356

La declaración de la falta, forma del discurso occidental U n a consecuencia menos conocida de la confesión cristiana es que ha institucionalizado en Occidente el vínculo entre la falta y su declaración. Oralizando, por así decir, la falta, nos ha transformado - e n palabras de Foucault— en "animales de confidencia". Las secuelas son innumerables. En la práctica judicial de los países católicos, a diferencia de los protestantes, la confesión se considera de gran importancia, por lo q u e a veces se pretende arrancarla a los sospechosos por medios brutales. En cambio los tribunales británicos no la juzgan m u y convincente ni se desvelan por obtenerla; siempre prefieren u n a acusación basada en pruebas materiales. Así se respetan más los derechos de los inculpados. La idea de q u e p a r a obtener perdón se debe confesar la falta fue adoptada por el régimen soviético. La prueba fue la asidua práctica de la autocrítica, un ejercicio q u e se exigía al militante comunista al m e nor error táctico o, más generalmente, a la menor divergencia con la línea del partido. Sabemos que, en los casos más graves, los verdugos soviéticos empleaban todos los medios para obtener ese reconocimiento. Por eso no asombra reencontrar el vocabulario de la confesión (subrayado a q u í en cursiva) en boca de u n a d i s i d e n t e . Se trata de Evguenia S. Guinzburg, profesora de la universidad de Kazan y madre de dos hijos, quien, arrestada en 1 9 3 7 , fue enviada al terrible campo siberiano de Kolima y sólo rehabilitada en 1 9 5 3 , tras la muerte de Stalin. Su crim e n era haber sido compañera de trabajo de un profesor acusado de trotskismo. En el relato de su calvario leemos: Es probable que, si hoy tuviese que volver a encontrarme en u n a situación semejante, me arrepentiría... Grandes salas repletas de gente se transformaban en confesionarios. A u n q u e la absolución sólo se concedía con gran parsimonia ( m u y a m e n u d o las declaraciones de arrepentimiento se consideraban insuficientes), el caudal de arrepentidos a u m e n t a b a sin cesar. C a d a reunión tenía su m e n ú del día. U n o s se arrepentían de no haber c o m p r e n d i d o correctam e n t e la teoría de la revolución permanente; otros de ha-

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berse abstenido de v o t a r . . . Unos de haber sido sensibles a residuos del chauvinismo de gran potencia; otros de haber subestimado el segundo plan quinquenal; otro de haber conocido personalmente a cierto pecador, e t c é t e r a ' . 357

No se trata, por supuesto, de responsabilizar al cristianismo —y en particular a la Iglesia católica— de los horrores de Stalin, pero es imposible pasar por alto que el régimen soviético reprodujo aquello que la confesión tenía de totalitario: saberlo todo sobre todo, llegar al fondo de las conciencias. Por ateos que fueran, los interrogatorios comunistas continuaban con la verbalización de la culpa q u e desde hace siglos marca a la civilización occidental. De m o d o s i m i l a r e n c o n t r a m o s antecedentes de la a u t o c r í t i c a com u n i s t a en la Iglesia. Nos referimos a las "culpas" en los claustros, las declaraciones públicas, los "usos violentos que desposeían a los seres de su d i g n i d a d y los a b a n d o n a b a n sin voluntad al poder de otro", según palabras de Geneviéve R e y n e s , q u e ha estudiado escandalosos episodios de la vida de las monjas de clausura en los siglos XVII y X V I I I . En cierto n ú m e r o de órdenes, además de exigirles la confesión prop i a m e n t e dicha de faltas privadas, una o dos veces por s e m a n a se torturaba a las religiosas —muchas de las cuales habían entrado al convento sin gran v o c a c i ó n - con la obligación de declarar las públicas, para luego recibir penitencias severas. Si una culpable no se acusaba, hermanas "celadoras" eran invitadas a denunciarla, a confesar por ella. En este caso la penitencia era a ú n más gravosa. ¿Qué faltas podía cometer u n a pobre religiosa? M u y pocas y leves, obviamente. Sin embargo estaban subdivididas. Las de primera culpabilidad comprendían negligencias y torpezas: olvidar la campana, equivocarse al cantar, hacer ruido, llegar tarde al refectorio. Las de segundo grado concernían, por ejemplo, a la ausencia a un oficio. Las de tercero y cuarto eran supuestamente graves: desobediencia, intento de h u i d a del convento, negativa a ejecutar un castigo. Todas las penas giraban esencialmente en torno a la h u m i l l a c i ó n . La rea debía confesar, hablar, decir, reconocer, repetir, recalcar lo que tenía de pecadora e innoble. D e b í a acusarse diciendo: " M a d r e Reverenda, confieso mi culpa de haber alzado los ojos" (o haber sido curiosa, etcétera). En ocasiones debía prosternarse a los pies de la superiora y esperar a q u e ésta la autorizara a levantarse. Se le podía infligir varios días de a y u n o o darle u n a cantidad de golpes de disciplina. D u r a n t e la cena, a algunas les tocaba comer en el suelo o besar los pies de sus herm a n a s . Por ú l t i m o existía el castigo de doble encierro: reclusión en un inpace, suerte de calabozo dentro del convento. 3 5 8

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La Visitación, especialmente severa, comprendía 22 faltas de primera culpabilidad, otras tantas de segunda y 17 de tercera, pues también en esto había una tarifa. G. Reynes escribe: "Lo desconcertante de este sistema coercitivo es que parece no dar valor alguno a la voluntad propia. Tratados toda la vida como menores irresponsables, en caso de rebelión los religiosos y religiosas eran asimilados a criminales p e l i g r o s í s i m o s " . El tratamiento infligido a las monjas de clausura se relacionaba con la defensa de su v i r g i n i d a d y su i n g e n u i d a d . En p r i n c i p i o el fin era protegerlas de sí mismas —tan débiles—, del m u n d o —tan tentador-, del diablo y la perfidia. "Vuestro sexo - l e s decía Ponchet a sus benedictinas— es e n o r m e m e n t e débil si se le afloja la rienda, y por virtuoso q u e sea el espíritu, si no es regido y d o m a d o , pronto se desvía de su santa empresa" . De m o d o q u e la locura de la confesión, la locura de someter al pecador o la pecadora con el pretexto de mejorarlo, se desplegaba por igual dentro y fuera de la Iglesia. No extraña que, durante el siglo XVIII, en los círculos eclesiásticos empezaran a surgir reservas sobre los procedimientos usados en conventos y monasterios. 359

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O c c i d e n t e , ¿hijo de la confesión? M á s allá del bien y el mal que ha hecho, ¿qué conclusión sacar de esta mecánica que la Iglesia católica ha favorecido siempre? Antes que n a d a h a y que insistir en su especificidad. Todas las religiones tienen una concepción del pecado; algunas tienen incluso ritos de arrepentimiento y perdón. Pero n i n g u n a ha concedido tanta importancia como el catolicismo a la declaración detallada, regular, completa y siempre reiterada de todas las faltas, sin hablar de la curiosa insistencia en las faltas de la carne. C o n esta actitud la Iglesia desbordó el marco teológico para intervenir en todo respecto a la vida corriente de los fieles; paso éste q u e no dejaría de provocar fricciones. Pues un día muchos se darían cuenta de que, en el tratamiento de los conflictos interiores, los psicólogos hacían tanto bien como los confesores - s i no más— y no prohibían nada ni infligían sanciones. Un católico de los años sesenta declaró con franqueza: "Si no me confieso más es porque he encontrado personas que saben guiar el a l m a mejor q u e el c u r a . . . Un psicoanalista elegido por m í m e aporta m á s " . No obstante, las considerables dificultades con q u e se encontró la confesión a lo largo de los siglos -y q u e h o y la vuelven en gran parte caduca— se deben a otras razones, más relacionadas con el objetivo ofi3 6 1

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cial de reconociliar al pecador con Dios. Señalaremos dos: para i m p o ner la pureza cristiana empleó métodos contrarios a su propia ética y así i n t i m i d ó a la gente; y a m e n u d o obtuvo resultados contrarios a sus propósitos y tal vez poco cristianos. En efecto, la confesión utilizó medios del control de la personalidad que cuesta m u c h o conciliar con el mensaje de Cristo. Si miles de confesores se mantuvieron en una actitud comprensiva y calurosa fue sobre todo gracias a la calidad de sus personalidades. Las instrucciones oficiales solían ser coercitivas, irrespetuosas con la persona, brutales, perturbadoras, y no cabe d u d a de que en ciertas épocas y ciertos confesionarios se aplicaron inflexiblemente. De esto creemos haber dado suficientes ejemplos. En materia sexual los interrogatorios se fueron haciendo cada vez más profundos. Para que se obedecieran sus prohibiciones - p o r lo demás p a r c i a l m e n t e - la Iglesia tuvo que blandir un c ú m u l o de imágenes a n g u s t i a n t e s , i n c l u s o p a r a l i z a d o r a s . E n u n a m a n i o b r a tan dolorosa como ilógica, para brindar paz usó el terror. Quiso reconfortar al pecador, comenta Jean Delumeau, pero después de haberlo inquietado ella misma: "Perdonó incansablemente, sí; ¿pero no amplió más allá de lo razonable la lista y las circunstancias del pecado?" Es probable q u e t a m b i é n h a y a fracasado en sus supuestas m e t a s . ¿Debía servir para moralizar las costumbres, para reservar el amor para la concepción de los hijos en el marco de la unión marital y evitar descarríos? Entonces el resultado ha sido demasiadas veces opuesto. No es imposible q u e , c o n d e n a n d o el sexo, d e m o n i z a n d o ciertas conductas —con lo que las hacía conocidas para los ignorantes y más e m b r i a g a d o ras a los adictos—, haya i m p u l s a d o el desarrollo de conductas paralelas. Llevando su lógica al absurdo terminó propiciando esas faltas con el pretexto de evitar otras. Así, por ejemplo, hemos intentado demostrar c ó m o el tan c o m b a t i d o coitus interruptus se c o n v i r t i ó en n e c e s i d a d para quienes querían ocultar sus relaciones extraconyugales. Del m i s mo m o d o , h a b l a n d o sin cesar del sexo a los solteros y prohibiéndoles a la vez su uso m á s habitual la Iglesia puede haberlos incitado a la m a s turbación, c u y a frecuencia, a partir del siglo XVI, parece haber a u m e n tado en Occidente a m e d i d a que se reforzaban los interdictos. Sin e m b a r g o , ¿no significaron el freno puesto al sexo y su interiorización un triunfo para la sociedad, si bien a contrario? Es posible, y no inconciliable con fas tesis de Freud. Queremos decir q u e un grado de neurosis espiritual habría p o d i d o incitar a los occidentales cristianos a volcar la energía vital en otros fines q u e no fuesen el a m o r de la carne. D e b e m o s a la concepción cristiana del pecado y la penitencia un número apreciable de obras de arte, no sólo plásticas y arquitectónicas sino t a m b i é n literarias. La confesión y el perdón obsesionan a V i g n y y a L a m a r t i n e (en Jocelyn); y las m i s m a s nociones ocupan buena parte de 3 6 2

Conclusión

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las reflexiones de H u y s m a n s o C l a u d e l . C h a t e a u b r i a n d y Verlaine parecen modelados por la concepción cristiana de la carne; a título personal, no i m a g i n a n la m u e r t e sin el perdón del cura en n o m b r e de C r i s t o . D e h e c h o , todos los a r t i s t a s o c c i d e n t a l e s , i n c l u i d o s los m á s m o d e r n o s o ateos, deben i n d i r e c t a m e n t e algo al c r i s t i a n i s m o ; hasta R i m b a u d , Dalí, Bretón, B u ñ u e l o Sartre. Bajando unos peldaños, ¿no desempeñó la confesión un papel en la aparición de la literatura erótica del siglo XVIII, y luego en la pornografía? No nos cabe d u d a de que, a u n a su pesar, alentó Ta ensoñación erótica, la polución, la delectación morosa. La literatura surgida de esta situación suele basarse en la prohibición, la transgresión y a veces en la blasfemia. Ya no tiene nada que ver con la sana libertad y la vigorosa buena conciencia de los cuentos lujuriosos de la Edad M e d i a . El paso de éstos a aquélla refleja el a u m e n t o de las p r o h i b i c i o n e s . . . y la creciente voluntad de escarnecerlas por el sacrilegio. En un plano más general cabe preguntarse si la represión cristiana no ha impulsado no ya todas las formas del arte, sino también el deseo de r o m p e r las cadenas, de forjar destinos nuevos, desarrollar pensamientos y emprender viajes y proyectos insólitos. De esta insurrección voluntaria, de esta revuelta provendría el particular despegue económico e industrial de Occidente. Bien se sabe que la angustia es tanto un i m p e d i m e n t o c o m o u n a poderosa levadura. Los instintos reprimidos pueden sublimarse en creación. Asombra q u e culturas más abiertas al sexo —pero también quizá más fatalistas, más apáticas, como el Islam o el m u n d o hinduista—, sin dejar de producir hombres de genio, h a y a n perdido el tren del m u n d o moderno. ¿Es posible q u e el h o m b r e occidental, siempre interiormente insatisfecho, habituado por la confesión al análisis psicológico doloroso, h a y a escapado a la angustia lanzándose hacia fuera? Obligado a inventar para justificarse habría llegado antes que otros a construir —para bien o para mal— la ciencia y la técnica que a la larga le entregarían el resto del m u n d o . Son hipótesis por demostrar. Lo innegable es que la confesión ha m o l d e a d o la conciencia occidental dotándola de características m u y particulares. C o m o todos los animales el hombre siempre ha buscado sustraerse al sufrimiento. En un t i e m p o la confesión le ofreció la p o s i b i l i d a d . Pero cuando el dolor, en gran parte moral e infligido por quienes debían aliviarlo, se volvió absurdo, automutilador, empezaron los movimientos de rechazo. Era irremediable que, al elevarse al fin el nivel de vida, al retroceder las angustias ancestrales ante las luces de la electricidad y la razón, los confesionarios terminaran por vaciarse. Ya no había m i e d o , o había m i e d o a otras cosas (porque el estrés no ha desaparecid o ) . Pero el confesor no era un seguro contra males modernos c o m o el desempleo o la sordidez de las periferias. 3 6 3

: futuro la confesión? Cuesta creerlo, mientras m a n t e n g a 1; r m a y la concepción inquisitorial. La deserción será irrepai ; q u e preste servicio a un sujeto nuevo e inesperado: la ] i. Es ésta la q u e ganaría e n o r m e m e n t e haciendo un exam ncia. Lto a sus méritos - e n t r e ellos haber moldeado durante quii •an parte de nuestro tesoro intelectual y a r t í s t i c o - la Iglesia ^aje histórico de grandes errores; y el hecho de no haberlos ) nunca con claridad la vuelve contra sí m i s m a y paraliza su repasar las d e s d i c h a s de los infieles, j u d í o s , i n d i o s y t ¿quién negará q u e ha causado enormes sufrimientos a los c incluso a los católicos? Las más intensas cruzadas eclesií do "hacia el interior"; la confesión, orden imperativa de r cubrirse y revelarse, ha o p r i m i d o a los propios creyentes, terial no le faltaría. Jesús, que aportó respuestas y no preg Mi y u g o es suave y mi carga leve". En contra de esta solici se ha constituido largo tiempo en tribunal. Ha distribuk las penas, m u y a m e n u d o entre inocentes. En su prontuar demás de las ya mencionadas matanzas de herejes— la persec irregulares sexuales o religiosos, la dramatización de la vid le los fieles y el prolongado desprecio a las mujeres, es decir que a media h u m a n i d a d . "La vocación de las mujeres es h l", decía aún en nuestro siglo Francois M a u r i a c , eco de ui ensión secular. Habría que juntar coraje y romper con todc Iglesia siempre ha enseñado q u e la confesión serenaba y a u n a nueva vía. ¿Por qué no aplica a sí misma un principi salvarla? La desafección de los fieles es cierta y está claro qu tianismo ha muerto. Quizá bajo otras formas, el cuerpo aúi reanimarse. Un m u n d o sin brújula no haría oídos sordoí ¡e de amor. y recientemente se ha producido un gesto. La Iglesia ha ex ar por su pasada incomprensión de Galileo. También ha s palabras respecto a los judíos. Pero sería preciso avanzai :mplo, denunciar los crímenes de la Inquisición. Esto pern mbién otros cristianos reconocieran sus errores. Tanto la I

Conclusión

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do la imagen de un Jesús molesto que, por lo que sabemos, no corresponde al personaje histórico. En el plano teológico tendría que revisar el peso del pecado original y, en general, desdramatizar la religión. Debería reconocer que las ideas no son eternas. Si la Iglesia no revisa algunos e l e m e n t o s doctrinarios, si no m i r a con valor el pasado, podría poner en peligro su supervivencia. En todo caso, negando su historia n u n c a podrá hacerla olvidar. Por el contrario, reconociéndola podría despegarse de ella más fácilmente y así captar mejor los p r o b l e m a s a c t u a l e s , sobre todo si se reconcilia con la ciencia. Si bien quizá no reclutaría millones de fieles, al menos se beneficiaría con el respeto de todos. Pero, ¿aceptará el aggiornamiento o seguirá acercándose al abismo? El historiador trabaja con datos q u e llegan hasta su presente; no prevé el futuro. Bastante difícil le parece ya prever el pasado. A lo sumo puede observar que en los últimos años, pese a ciertas concesiones menores, el catolicismo no parece estar en c a m i n o a la gran confesión liberadora que, según muchos observadores cristianos, es su ú l t i m a oportunidad de ponerse a la altura del siglo. Habrá que darse prisa. Los tiempos son rápidos y breves, aun para una institución que se cree frente a la eternidad. Pero a R o m a parece tentarla sobre todo el fundamentalismo, el repliegue sobre verdades establecidas, la reagrupación de un grupo de intrépidos elegidos en las catacumbas del origen. No sin razón la Iglesia constata q u e la libertad sexual q u e tanto se le pidió q u e admitiera, y hasta bendijera, ha e l i m i n a d o crispaciones, sí, pero no ha hecho a la h u m a n i d a d más feliz. A las ideas políticas q u e desafiaron su a n t i g u a autoridad tampoco les ha ido mejor. El cristianismo está mal, pero las diversas ideologías que quisieron sustituirlo se han h u n d i d o por completo. Lo cual no invita a apostar por el modernismo. Al m i s m o tiempo la Iglesia comprueba con rabia el éxito de sectas militaristas y hasta oprimentes, o de religiones severas como el Islam. Por eso siente la tentación de retroceder a posiciones estrictas, d o n d e no hay espacio para aceptar los errores ni practicar aperturas. C o n todo, reflexionando sobre la historia de la confesión, podría apreciar mejor qué la ha perdido y, con valentía, sacar provecho de la lección.

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Notas

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Capítulo I 7. Jean Delumeau, La peur en Occident, XlVe-XVIIIe siecles, Fayard, 1978. 8. Marcos, 2, 1 7 . 9. Romanos, 5, 1 2 - 2 1 . 1 0 . Mateo, 2 2 , 1 4 .

1 1 . T. G o u s s e t , Théologie morale h l'usage des cures et des confesseurs, París, 1 8 4 4 . Tercera edición, 1 8 4 5 , t. II,p. 4 9 . 1 2 . T. Gousset, ob. cit., t. II, p. 5 1 . Para este párrafo hemos utilizado asimismo las obras de Cangiamila y D i n o u a r t citadas en la b i b l i o grafía. 1 3 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 7 1 4 . 1 4 . Decálogo. Éxodo, 2 0 , 1 - 1 7 . O t r a versión en Deuteronomio, 5, 6 - 2 1 . 1 5 . Éxodo, 2 0 , 2 0 . 16. Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 8 6 7 . 1 7 . / t ó / , n.° 1 8 6 5 . 1 8 . Romanos, 1 1 , 3 2 . 1 9 . T. Gousset, ob. cit., 1 . 1 , p. 9 6 . 2 0 . O b . cit., t. I , p . 1 1 6 . 2 1 . Mateo, 2 5 , 3 1 - 3 3 y 4 6 . 2 2 . Salmos, 5 0 , 3. 2 3 . H. Arendt, La crise de la culture, Gallimard, 1 9 7 2 , p. 1 7 4 . 2 4 . P. J . Helias, Le cheval d'orgueil, Plon/Terre Humaine, 1 9 7 5 , p. 139. 2 5 . Ob. cit., pp. 144-145¬ 2 6 . Mateo, 5, 2 2 - 2 9 y Marcos, 9, 43¬ 48. 2 7 . Mateo, 1 3 , 4 1 - 4 2 . 2 8 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 0 3 5 . 2 9 . N. Valentini y C. di Meglio, Lesexe au confissionnal Flammarion, 1 9 7 3 , p. 6 0 . 3 0 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 7 0 7 . 3 1 . R. P. C. Leuterbreuver, La confession coupée ou la méthode Jadíe pour

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La carne, el diablo y el confesionario

se préparer aux confessions, París, 1 7 5 1 , p. 2 1 1 . 3 2 . Citado por J. Delumeau, Lapeur en Occident..., p. 214. 3 3 . 1 Corintios, 1 1 , 8 . 34. Tout commercefiéquent et assidu entre les deux sexes hors dans le mariage, dangereux pour l'un et pour l'autre. Sin Tugar ni fecha (¿hacia 1730?), p. 164. 3 5 . Citado en nota en C. Fleury, Discours sur les congrégations, 1691. 3 6 . Ob. cit., n.° 1 6 0 6 , p. 3 4 2 . 3 7 . L 'ame penitente ou le Nouveau Pensez-y bien (seguido de Combat spirituel), Tours, Mame, 1 8 3 0 . 3 8 . San Agustín, In epistolam Johannis tractatus, 1, 6. 3 9 . Laurent Scupoli, Le combat spirituel..., edición de 1 8 3 0 , p. 2 2 1 . 4 0 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 7 4 0 .

C a p í t u l o II 4 1 . T. Gousset, Théologie morale..., II, pp. 9 5 - 1 3 6 . 4 2 . Mateo, 2 6 , 1 7 - 2 9 . Lucas, 2 2 , 7 - 2 3 . 4 3 . Pontas, Dictionnaire des cas de conscience, Migne, 1 8 4 7 , 1 , 4 4 6 . 4 4 . Juan, 2 0 , 2 3 . 4 5 . Romanos, 1, 2 3 - 2 5 y 7, 7. 4 6 . Jean-Claude Eslin, Esprit, octubre 1 9 8 8 , p. 1 4 6 . 4 7 . Clemente de Alejandría, Stromates, II, 1 3 . 4 8 . Tratado de la penitencia, citado en Henriette Danet, La confession et son histoire, Mame, 1 9 8 3 (excelente obra de la cual hemos tomado las grandes líneas de la historia de la penitencia en la Iglesia hasta el siglo vi). 4 9 . Henriette Danet, ob. cit., p. 3 2 . 50. Mateo, 1 8 , 2 1 - 2 2 . 5 1 . Sobre la cuestión de los penitenciales, deben leerse las obras fundamentales de J. T. N o o n a n , sobre todo Contraception et mariage, éditions du Cerf, 1 9 6 9 , así como, de Jean Louis Flandrin, Le sexe et I'Occident, Le Seuil, 1 9 8 1 , y Un temps pour embrasser, Le Seuil, 1 9 8 3 .

5 2 . Migne, Patrologie latine, 9 9 , col. 970. 53. Burchard, Decretum, 1 9 . 54. Migne, ob. cit., col. 9 6 6 . 5 5 . Migne, ob. cit., col. 1 9 7 1 - 7 2 . 5 6 . B. Carra de Vaux, ob. cit. 5 7 . Estos casos son citados por el abate A. Chamson, Pour mieux confesser, Arras, 1 9 4 8 . 5 8 . H. Danet, ob. cit., p. 3 5 . 59. Omnis utriusque sexus fidelis, postquam ad annos discretionis pervenerit, omnia sua peccata confiteaturfideliter, saltem semel in anno, proprio sacerdoti, et injunctam sibi poenitentiam studeatpro viribus adimplere. 60. Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 0 4 2 . 6 1 . M. Foucault, Histoire de la sexualité, I. "La v o l o n t é de savoir", G a l l i mard, 1 9 7 6 , p. 8 1 . Hay traducción española: Historia de la sexualidad I. "La v o l u n t a d de saber", Siglo XXI, Barcelona. 6 2 . Véase G. Bechtel, Gutenberg et l'invention de ¿'imprimerie, Fayard, 1 9 9 2 , p. 9 1 . 63. J. Delumeau, Rassurer et proteger, Fayard, 1 9 8 9 , p. 3 7 5 . 6 4 . Marcos, 2, 5. 6 5 . Ob. cit., I, p. 1 7 2 . 6 6 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 4 7 1 . 6 7 . Une affaire d'inceste, Perrin, 1987, 7 7

P- • 6 8 . Migne, Encyclopédie théologique, 1 8 4 7 , t. 1 8 . 6 9 . Summa Sancti Thomae hodiernis academiarum moribus accomodata. Reedición, París, 1 8 2 7 - 1 8 3 1 . Traducción francesa parcial: "Des différentes luxures", París, éditions Montaigne, 1 9 2 9 , pp. 1 1 1 - 1 1 2 . 7 0 . A b a t e A. C h a m s o n , Pour mieux confesser, Arras, 1 9 4 8 . 7 1 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 4 8 4 . 7 2 . T. Gousset, ob. cit., II, p. 4 1 0 . 7 3 . Hoy existe la confesión silenciosa, seguida por las palabras de perdón que el sacerdote pronuncia para todos: "Que Dios nuestro Padre os m u e s t r e su m i s e r i c o r d i a . Por la muerte y la resurrección de su Hijo reconcilió al mundo con Él y envió

Notas

al Espíritu Santo para la remisión de los pecados. Por el ministerio de la Iglesia, que os dé el perdón y la paz. Y en n o m b r e del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo yo os perdono vuestros pecados". 74. Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 4 6 0 . 7 5 . Pontas, Dictionnaire..., t. 1 8 , I, 445. 76. Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 4 5 5 . 7 7 . La grande confession generalle por scavoir cognoistre a tous bons Chreitiens pour soy examiner et confesser tous ses pechez, París, s.f. (hacia 1520). 7 8 . R. P. C. Leuterbreuver, ob. cit. 79. Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 4 5 8 . 8 0 . A b a t e A . C h a m s o n , ob. cit., n.° 631. 8 1 . T. Gousset, ob. cit., II, 2 6 9 , 2 7 7 , y Pontas, ob. cit., I, p. 4 6 0 .

Capítulo 111 8 2 . Génesis, 2, 1 8 - 2 5 . 83. Levítico, 2 0 , 1 8 . 8 4 . Génesis, 3 8 , 8 - 1 0 . 8 5 . Juan, 1 3 , 3 4 . 8 6 . Juan 8 , 1 - 1 1 . 8 7 . Mateo, 1 9 , 1 2 . 8 8 . Mateo 1 9 , 6 y Marcos 1 0 , 6-9. 8 9 . Mateo 1, 18 y Lucas 1, 3 0 - 3 7 . 9 0 . Mateo, 1 5 , 1 9 - 2 0 . 9 1 . Mateo, 5 , 2 7 - 2 8 . 9 2 . Mateo, 2 2 , 3 0 . 9 3 . 1 Corintios, 7, 1. 9 4 . Calatas, 5, 1 6 - 2 1 . 9 5 . 1 Corintios, 7, 2. 9 6 . Hebreos, 1 3 , 4. 9 7 . 1 Corintios, 7, 3-5¬ 9 8 . Romanos, 1, 2 6 - 2 7 . 9 9 . 1 Corintios, 7 , 3 9 . 1 0 0 . Romanos, 6, 1 2 - 1 3 . 1 0 1 . J.-L. Flandrin, L'Eglise et le controle des naissances, Flammaríon, 1 9 7 0 , p. 2 6 . 1 0 2 . P. V e y n e , "L'homosexualité á Rome", en Sexualités occidentales, bajo la dirección de Philippe Aries y A n d r é B é j i n , Le S e u i l , París, 1982.

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1 0 3 . Sobre la relación entre la filosofía antigua y el cristianismo son útiles los trabajos de J . - L Flandrin, sobre todo L 'Église et le controle des naissances, Flammarion, 1 9 7 0 , la obra capital de J . T. Noonan, Contraception et mariage, París, Ed. du Cerf, 1969, y el artículo de Michel Foucault "Le combat de la chasteté", en Sexualités occidentales, Le Seuil, 1 9 8 2 . 1 0 4 . Sobre esta cuestión véase la obra que ú l t i m a m e n t e ha renovado nuestra visión: N. T a j a d o d , Les porteurs de lumiére, Péripéties de L 'Église chrétienne de Perse, Hievmesiécle, Plon, 1 9 9 3 . 1 0 5 . Isidorus Hispalenses, Etymologiae (en fase de traducción), libros IX y XII, París, Les Belles Lettres, 1 9 8 4 y 1986. 1 0 6 . Pontas, Dictionnaire..., ob. cit., I, p. 394. 1 0 7 . Dragmaticon philosophiae, citado en D. Jacquart y C. Thomasset, Sexualité et savoir medical au Moyen Age, PUF, 1 9 8 5 , p. 8 8 . 1 0 8 . J.-L. Flandrin, "fiomme et femme dans le lit conjugal", en Le sexe et ¡'Occident, Évolution des études et des comportements, París, Le Seuil, 1 9 8 1 , collection Points Histoire, pp. 1 3 2 - 1 3 4 . 1 0 9 . "Si autem vir, postquam seminavit, se retrahat ante seminationem uxoris, uxor potest se tactibus excitare. " Bonacina, Summa theologica, De matrimonio, c. 205¬ 1 1 0 . Alberto Magno, De animalibus, IX, tr. l , c . 1 , § 7 . 1 1 1 . San Agustín, De bono conjugali, 2 4 , 32. 1 1 2 . H . G . Riquetti, conde d e M i r a beau, Erotika biblion, Roma (París), 1 7 8 3 , p. 1 3 4 . 1 1 3 . T. Sánchez, De sancto matrimonii sacramento, 9, 4 5 , 3 3 . 114. Ibtd., 9, 4 5 , 3 7 . 1 1 5 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 6 6 0 . 1 1 6 . Benedicti, La somme des peches, livre II, c. 9. 1 1 7 . Sobre la historia de las interdicciones del aborto y la anticoncepción

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La carne,

el diablo y el confesionario

en el cristianismo, véase J.-L. Flandrin, L 'Eglise et le controle des naissances, Flammarion, 1 9 7 0 . 1 1 8 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 2 7 0 - 7 1 . 1 1 9 . F. C. R. Billuart, Des diferentes luxures, 1 7 4 6 - 1 7 5 1 , traducción francesa, París, Montaigne, 1 9 2 9 , art. 8. 1 2 0 . Dissertation in sextum decalogi praeceptum et supplementum aatractatum de matrimonio, Le Mans, 1827, 2 , 4 . 1 2 1 . San Agustín, Costumbres de los maniqueos, 1 8 , 6 5 . 1 2 2 . San Clemente, Pedagogo, 2, 1 0 , 9 3 . 1 2 3 . Véase J . T. Noonan, Contraception et mariage, París, éditions du Cerf, 1 9 6 9 , p. 2 1 1 . 1 2 4 . Cangiamila, canónigo teologal de Palermo, Abrégé d'embryologie saetee, París, 1 7 6 2 . 1 2 5 . T. Gousset, Théologie morale..., 1844: "Tempore lactationis nulla lege prohibitum est uti matrimonio ", II, 5 9 7 . 1 2 6 . J . - L . Flandrin, Un temps por embrasser. Aux origines de La morale sexuelle occidentale (vie-Xle siecle), París, Le Seuil, 1 9 8 3 . 1 2 7 . Silvestre, Summa summarum: "Modus naturalis, quantum adsitum, est ut mulier jaceat in dorso et vir super ventrum ejus incubat, observans ad seminandum vas debitum ". Véase también Sánchez, De matrimonio, libro IX, d. 1 6 , n.° 1. 1 2 8 . Savonarola, Practica major, 6, 20, 2 8 . 1 2 9 . P. de La Palud, Commentaires sur les sentences, d. XXXI, q. 3, art. 2. 5.°. 1 3 0 . Cuento citado por Roberto Zapperi, L'homme enceint, París, PUF, 1 9 8 3 , p . 1 3 1 , y retomado por D . Jacquart y C. Thomasset, Sexualité et savoir medical au Moyen Age, PUF, 1 9 8 5 , p. 1 8 5 . 1 3 1 . Le Deuxibne Sexe, París, 1 9 4 9 , col. Idées/Gallimard, I, p. 5 8 . Hay traducción al español: El segundo sexo, Siglo XX, Buenos Aires. 1 3 2 . Pontas, ob. cit., col. 5 6 3 . 1 3 3 . "Supplément au Traite du mariage , 1.

1 3 4 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 3 5 7 . 1 3 5 . J o h n J . M c N e i l l , Les exclus d e l'Eglise, éditions Filipacchi, París, 1993.

Capítulo IV 1 3 6 . F. C. R. Billuart, Des diferentes luxures, pp. 1 8 5 - 1 8 6 . 1 3 7 . La méthode que Ion doitgarder dans l'usage du sacrement de pénitence, pour donner ou différer l'absolution, París, 1 6 7 9 , p. 1 6 . 1 3 8 . A b a t e A. C h a m s o n , Pour mieux confesser, § 6 4 3 . 1 3 9 . J.-B. Bouvier, Dissertatio..., 3 , 1 . 1 4 0 . T. Gousset, Théologie morale..., I, p. 8 4 . 1 4 1 . Abate A. Chamson, ob. cit., § 6 2 7 . 1 4 2 . N. V a l e n t i n i y C. di Meglio, Le Sexe au confessionnal, Padua, 1 9 7 3 . T r a d . f r a n c , París, F l a m m a r i o n , 1 9 7 3 , p. 1 3 7 . 1 4 3 . Pontas, Dictionnaire..., I, 5 2 7 . 1 4 4 . M . Lenfant, Examen de conscience, suivi d'exercises pour la confession, Namur, 1 8 7 5 , p. 3 7 . 1 4 5 . Abate A. Chamson, ob. cit., § 6 3 1 . 1 4 6 . La grande confession generalle por scavoir cognoistre a tous bons Chrestiens pour soy examiner et confesser tous ses pechez, si y sf (¿París?, hacia 1 5 1 0 ) , p. 3. 1 4 7 . Doctrinalde sapience, Troyes, 1604. 1 4 8 . F. C. R. Billuart, ob. cit., artículo 16. 1 4 9 . J.-B. Bouvier, ob. cit., 4 , 1 . 1 5 0 . R P. P. J. C. Debreyne, Moechialogie..., p. 183. 1 5 1 . Pontas, ob. cit., II, 5 9 9 . 1 5 2 . R P. Debreyne, ob. cit., p. 1 8 3 . 1 5 3 . J . Bouchet, Les triomphes de la noble et amoureuse dame, 1541. 1 5 4 . M l l e . de Saint-Géhan, Directives aux cheftaines de nos patronages, 1913. 1 5 5 . Abate A Chamson, ob. cit., § 6 8 4 . 1 5 6 . Anécdotas citadas por Antonio María Claret, La llave de oro o serie de exhortaciones, Barcelona, 1 8 8 0 , 1 0 . 1 5 7 . Ob.cit., § 6 3 8 .

Notas

1 5 8 . Les voix de la cathédrale, boletín parroquial de Saint-Etienne de SaintBrieuc, 20 de abril de 1 9 5 2 . 1 5 9 . Ob.cit., II, 6 3 . 1 6 0 . "Balzac, Honoré de, Omnes fabulae amatoriae. Hugo, Víctor, Notre-Dame de París. Stendhal, H e n r y Beyle de, Omnes fabulae amatoriae. Index librorum prohibitorum, anno 1 9 3 8 . 1 6 1 . N. Valentini y C. Di Meglio, ob. cit., p. 1 1 8 . 1 6 2 . Saint Joseph ou la question ouvriére d'apres l'Evangile, 1876. 1 6 3 . Traite des jeux et divertissements, París, 1 6 9 6 . 1 6 4 . Bouvier, ob. cit., 3,3. 1 6 5 . Citado en Collin de Plancy, Aneedotes du dix-neuvieme siecle, 1821. 1 6 6 . Le cheval d'orgueil, 1 9 7 5 , p. 1 3 7 . 1 6 7 . L'Indicateur paroissial de Guenrouet ( L o i r e - I n f é r i e u r e ) , 3 de abril de 1938. 1 6 8 . Abate A. Chamson, ob. cit., § 6 7 5 . 1 6 9 . Dictionnaire apostolique. 1 7 0 . O b . cit., § 6 8 9 - 6 9 0 .

Capítulo V 1 7 1 . Pedro Lombardo, Sentencias, 4, 2 6 , 2. 1 7 2 . Santo Tomás, Suma teológica, I, 9 8 , 2, respuesta a la objeción 3. 1 7 3 . T. Gousset, Théologie morale..., I, p. 2 8 5 . 1 7 4 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 3 5 1 . 1 7 5 . A b a t e A. C h a m s o n , Pour mieux confesser, 1 9 4 8 , § 6 4 4 . 1 7 6 . J . Savonarola, Confessionnal, Peches contre le sixieme commandement. MI. O b . cit., n.° 2 3 5 3 . 1 7 8 . Penitencial de Beda, capítulo De fomicatione. 1 7 9 . S a n Fulgencio: "La f o r n i c a c i ó n siempre es gravemente c r i m i n a l , pero sin duda menos para los célibes que para el hombre casado". 1 8 0 . R. P. P. J. C. Debreyne, Moechialogie, 1 8 4 6 , p. 9 4 . 1 8 1 . F. C. R. Billuart, ob. cit., pp. 28¬ 29.

281

1 8 2 . A. de Ligorio, Praxis confessarii, Opera moralia, n.° 6 4 . 1 8 3 . F. C. R. Billuart, ob. cit., art. 1 6 . 1 8 4 . Pontas, Dictionnaire..., I, 1 7 3 . 1 8 5 . Les triomphes de la noble dame, ed. de 1 5 4 1 , p. 2 4 4 . 1 8 6 . "Mulier quae permittit se tangí impudicepeccat mortaliter". Ob. cit., I, p. 2 8 9 . 1 8 7 . N. Valentini y C. di Meglio, ob. cit., p. 3 1 . 1 8 8 . Abate Lenfant, Examen de conscienc e , 1844. 1 8 9 . N. Valentini y C. di Meglio, ob. cit., p. 3 2 . 1 9 0 . Ibid, p. 3 4 . \9\.lbíd.,p. 42. 1 9 2 . J.-B. Bouvier, Dissertatio..., ob. cit., 4,1. 1 9 3 . N. Valentini y C. di Meglio, ob. cit., p. 4 2 . 1 9 4 . J. Bridaine, Sermons, instructions sur le mariage, edición de 1 8 2 5 , p. 1 3 4 . 1 9 5 . R P. P. J. C. Debreyne, ob. cit., p. 173. 1 9 6 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 3 5 0 . 1 9 7 . N. Valentini y C. di Meglio, ob. cit., p. 8 1 . 1 9 8 . Para la progresión de los nacimientos ilegítimos, véanse cifras detalladas en el capítulo IX. 1 9 9 . N. Valentini y C. di Meglio, ob. cit., p. 8 8 . 2 0 0 . Ibíd, ob.cit., p. 4 1 . 2 0 1 . F. C. R. Billuart, ob. cit., art. 2. J . B. Bouvier, ob. cit. 2. 2 0 2 . Ob. cit, I, col. 4 2 5 . 2 0 3 . Ses. 2 4 , cap. 8, de la reforma del matrimonio. 2 0 4 . J.-B. Bouvier, Disertatio. ..,2. 2 0 5 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 3 9 0 . 2 0 6 . O b . cit., 2, 2. 2 0 7 . San Agustín, De ordine, libro II, cap. IV, 6, 1 2 . 2 0 8 . A. de Ligorio, Theologia moralis, Besancon, 1 8 2 8 , p. 2 1 2 ss. 2 0 9 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 3 5 5 . 2 1 0 . N. Valentini y C. di Meglio, ob. cit., p. 7 9 . 2U. fbtd.,p. 65. 2 1 2 . Monseñor Claret, La llave de oro, cap. II.

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La carne, el diablo y el confesionario

Capítulo VI

Capítulo VII

2 1 3 . R. P. P. J. C. Debreyne, Moechialogie..., p. 68. 2 1 4 . Monseñor Claret, La llave de oro. 2 1 5 . R. P. R. Louvel, Traite de la chasteté. Questionnaire a l'usage des confesseurs pour interroger les jeunes filies qui ne savent pos ou n 'osent pasfaire laven de leurspeches d'impureté, París, sin fecha (hacia 1 8 5 0 ) .

2 3 7 . J. Bridaine, Instruction sur le mariage, V , p. 1 6 2 . 2 3 8 . J.-B. Bouvier, Dissertatio..., ob. cit., 2. 2 3 9 . Abate Moulet, Compendium a l'usage des séminaires, 1843. 2 4 0 . Catecismo, 1 9 9 2 , n . ° 2 3 8 1 . 2 4 1 . Réveilkz-vous, periódico francés de los Testigos de Jehová, 22 de agosto de 1 9 7 4 . 2 4 2 . A. de Butrio, Directorium ad confitendum, 1474. 2 4 3 . Bernardino de Siena, Sermones seráficos, 19, 3. 2 4 4 . J. Bouchet, Les triomphes..., ob. cit., p. 1 4 6 . 2 4 5 . Monseñor A. M. Claret, ob. cit., p. 255. 2 4 6 . R. P. R. Louvel, Traite de la chasteté, París, sf. (hacia 1 8 5 0 ) . 2 4 7 . Pontas, Dictionnaire..., I, 1 1 0 , y I, 129. 2 4 8 . R P. P. J. C. Debreyne, Moechialogie..., p. 344. 2 4 9 . G. Rosemondt, Confessionale. 2 5 0 . N. Valentini y C. di Meglio, ob. cit., p. 1 6 7 y 1 8 7 . 2 5 1 . An sit mortak, si vir immitatpudenda in os uxoris. 2 5 2 . R. P. Louvel, ob. cit., p. 2 8 9 . 2 5 3 . N. Valentini y C. di Meglio, ob. cit., p. 1 5 6 . 2 5 4 . N. Valentini y C. di Meglio, ob. cit., pp. 1 4 8 , 1 6 2 y 1 6 8 . 2 5 5 . Les disciplines ecclésiastiques et la religión chrétienne, 2, 5, 8. 2 5 6 . T. Gousset, Théologie morale..., II, 598. 2 5 7 . Decisiones sanctae sedis, 1 8 5 3 , p. 2 1 . 2 5 8 . A b a t e A. C h a m s o n , Pour mieux confesser, 1 9 4 8 , § 7 4 8 . 2 5 9 . M. Le Maistre, Questions morales, II, folio 4 8 . 2 6 0 . N. Valentini y C. di Meglio, ob. cit.,pp. 1 5 8 , 1 9 7 y 1 9 4 . 2 6 1 . Abate A. Chamson, ob. cit., § 7 6 7 ss.

2 1 6 . San Clemente, Pedagogo, 2, 1 0 , 9 1 . 2 1 7 . A. M. Claret, ob. cit., cap. I. 2 1 8 . T. Gousset, Théologie morale..., I, p.285. 2 1 9 . Becker, Onania or the heinous sin of selfpollution. 2 2 0 . De morbis manustupratione, traduc i d o al f r a n c é s c o n el t í t u l o de L 'onanisme, Dissertation sur les maladies produites par la masturbation, París, 1 7 6 0 . 2 2 1 . J . - B . Bouvier, ob. cit., cap. 3, 4. 2 2 2 . R P. Debreyne, ob. cit., p. 9. 2 2 3 . T. Gousset, Théologie morale..., 1, p. 3 0 2 . 2 2 4 . F. C. R. Billuart, ob. cit., artículo 11. 2 2 5 . J. Gerson, Tractatus de confessione molliciei. 2 2 6 . G . Huygens, La méthode que l'on doitgarder dans l'usage du sacrament de pénitence, París, 1 6 7 9 , p. 2 7 . 2 2 7 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 2 3 5 2 . 2 2 8 . Acta apostólica sedis, 2 de agosto de 1 9 2 9 , t. 2 1 , p. 3 9 0 . 2 2 9 . A. Bonal, Tractatus de virtute castitatis ad usum seminariorum, edición de 1 9 0 3 , p. 1 2 9 . 2 3 0 . Expositio supra librum CanonisAvicenne, Lyon, Jean Trechsel, 1 4 9 8 , libro III, 2 0 , 1. 2 3 1 . San Bernardino, La religión cristiana, 17, 1, 1, y Sermones seráficos, 19,1. 2 3 2 . Pontas, ob. cit., I, 4 5 7 . 2 3 3 . Levítico, 1 8 , 2 3 . 2 3 4 . J.-B. Bouvier, ob. cit., 4, 1. 2 3 5 . R. P. D. R Louvel, ob. cit., cap. 1. 2 3 6 . M . Azoulai, Les peches du Nouveau Monde..., Bibliothéque Albin M i chel, 1 9 9 3 , p. 1 2 1 .

Notas

C a p í t u l o VIII 2 6 2 . J . Gerson, De arte audiendi confessiones, col. 4 4 8 . 2 6 3 . R. P. P. J. C. Debreyne, Moechialogie..., pp. 7 3 - 7 4 . 2 6 4 . Conferencias eclesiásticas de la diócesis de Amiens sobre la penitencia, 1695. 2 6 5 . J. Gerson, ob. cit., col. 4 4 9 . 2 6 6 . Sobre esta cuestión histórica, véase J . T. Noonan, Contraception et mariage, p. 2 1 6 ss. 2 6 7 . R. P. Debreyne, ob. cit., p. 3 3 9 . 2 6 8 . N. Valentini y C. di Meglio, ob. cit., pp. 3 8 y 6 3 . 2 6 9 . Abate A. C h a m s o n , Pour mieux confesser, § 6 2 9 . 2 7 0 . Lepédagogue chrétien, 1 6 5 0 , p. 3 6 4 . 2 7 1 . M . Azoulai, Les peches du Nouveau Monde, ob. cit., p. 6 3 . 2 7 2 . Hostiensis, Suma, 5, Penitencia y remisión, 49. 2 7 3 - R. P. Debreyne, ob. cit., p. 3 4 2 . 2 7 4 . Les silences du colonelBramble, París, 1 9 3 5 , p. 7 6 . 2 7 5 . N. Valentini y C. di Meglio, ob. cit., p. 6 8 . 2 7 6 . T. Gousset, Théologie morale..., II, p.261. 2 7 7 . Ob. cit., p. 7 3 - 7 4 . 2 7 8 . O b . cit., "Consejos al confesor sobre la conducta que debe tener respecto a aquellos que se han dado al vicio y particularmente a las mujeres que se entregan a la masturbación". 2 7 9 . Francisco de Sales, Advertencia a los confesores, p. 2 8 5 . 2 8 0 . R. P. R. Louvel, ob. cit. 2 8 1 . Ob. cit., 2, apéndice.

Capítulo IX 2 8 2 . A. Lottin, Vie et mentalité d'un lillois sous Louis XIV, Lille, 1 9 6 8 . 2 8 3 . Citado por J . Delumeau, L 'aveu etle pardon..., Fayard, 1 9 9 0 , p . 1 9 , obra capital a la que debemos buena parte de la información histórica sobre los debates internos de la Iglesia.

283

2 8 4 . B. Bro, Le secretde la confession, éditions du Cerf, 1 9 8 3 , p. 7. 2 8 5 . B. Carra de Vaux, ob. cit., p. 3 1 8 . 2 8 6 . Le crime de lAnglais, Flammarion, 1979. 2 8 7 . J . T. Noonan, Contraception et mariage..., 1969. 2 8 8 . J. Lacouture, LesJésuites, 2 v o l , París, éditions du Seuil, 1 9 9 1 - 1 9 9 2 . 2 8 9 . T. Gousset, Théologie morale..., II, 245. 2 9 0 . Ibíd, II, 2 4 0 . 2 9 1 . Jean Delumeau, L 'aveu et le pardon, Fayard, 1 9 9 0 , p. 84. 2 9 2 . A. de Escobar, Líber theologiae moralis, 1 6 4 4 . 2 9 3 . A. Arnauld, De lafréquente communion, París, 1 6 4 3 , pp. 4 8 0 y 5 3 9 . 2 9 4 . C. Leuterbreuver, ob. cit., 1 7 5 1 , p. 9. 2 9 5 . Le catholicisme entre Luther et Voltaire, París, PUF, 1 9 7 1 y 1 9 7 8 . 2 9 6 . G . Huygens, La méthode..., o b . cit., p. 5 6 . 2 9 7 . O b . cit., p. 1 0 . 2 9 8 . T. Gousset, ob. cit., II, p. 2 4 7 . 2 9 9 . Catecismo, 1 9 9 2 , n.° 1 4 5 3 . 3 0 0 . J. Delumeau, l'aveu et le pardon, Fayard, 1 9 9 0 , p. 1 5 1 . 3 0 1 . C h . de Lacios, Les liaisons dangereuses, carta LXXXI. 3 0 2 . Práctica de los confesores, 4 1 .

Capítulo X 3 0 3 . Usamos la palabra "descristianización" en el sentido más general de "pérdida de la fe cristiana". No entramos en el debate acerca de si, antes de 1 7 8 9 , Francia y Europa estaban verdaderamente cristianizadas, cosa que algunos niegan, disminuyendo así la importancia del fenómeno que nos ocupa. No obstante, por alejado que esté de los problemas de la confesión del pecado carnal, el tema es apasionante. El lector se referirá a Gabriel Le Bras, Cahiers d'Histoire, 1964, IX, pp. 9 2 - 9 7 , y a J. Delumeau, Le catholicisme entre Luther et Voltaire, PUF, 1971.

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La carne, el diablo y el confesionario

304.

Piété baroque et décbristianisation en Provence, París, Plon, 1 9 7 3 . 305- G. Cholvy, Géographie religieuse de l'Hérault, PUF, 1 9 7 8 , p. 4 4 1 y passim. 3 0 6 . P.-L. Courier, Le célibat des prétres et la confession des femmes, 1826. Véase también: Prétres, mariez-vous. 3 0 7 . J. Michelet, Du prétre, de la femme, de la famille, París, 1 8 4 5 . 3 0 8 . P. Larousse, Gran dictionnaire..., art. "Confession", p. 9 0 0 , col. 1. 3 0 9 . Se debe a Leo Taxil —su verdadero n o m b r e era G a b r i e l - A n t o i n e J o gand-Pages— al menos una decena de obras, entre otras La Bible amusante, Le cuite du grand architecte, Le diable et la révolution, La FrancMaconnerie dévoilée et expliquée, Pie LX devant l'Histoire, La vie de Jésus, así como dos trabajos que conciernen más d i r e c t a m e n t e a nuestro tema: Les jocrisses de sacristie (París, 1 8 7 9 ) y Les livres secrets des confesseurs dévoilés aux pires de famille ( 1 8 8 4 , edición aumentada en 1899). 3 1 0 . Mateo, 1 6 , 1 9 . 3 1 1 . L. Taxil, Les livres secrets des confesseurs. .., edición de 1 8 9 9 , p. 99. 3 1 2 . Les livres secrets..., p. 1 4 . 3 1 3 . Pontas, Dictionnaire..., ob. cit. 3 1 4 . Les livres secrets..., p. 129. 3 1 5 - Pontas, ob. cit., I, 4 3 8 . 3 1 6 . J . - B . Bouvier, ob. cit., p. 4 8 - 4 9 . 3 1 7 . Le peché et la peur, La culpabilisation en Occident, Fayard, 1 9 8 3 , p. 518. 3 1 8 . M. Jugié, Pénitence dans l'Eglisegréco-russe, D . T . C . XIII, t. I ( 1 9 3 3 ) , col. 1 1 3 5 . 3 1 9 . Citado en G. Bouchard, Le village inmobile..,, Plon, 1 9 7 2 , p. 2 9 1 . 3 2 0 . B. Carra de Vaux, La confession en contestation, p. 1 3 . 3 2 1 . B. Carra de Vaux, ob. cit., pp. 2 3 , 3 1 9 y passim. 3 2 2 . B. Carra de Vaux, ob. cit., p. 2 5 3 . 3 2 3 . Populations et sociétés, boletín mensual del INED, abril de 1 9 9 3 . Información aparecida en Le Monde del 13 de abril de 1 9 9 3 .

3 2 4 . Véase J.-L. Flandrin, L'Eglise et le controle des naissances, Flammarion, 1970. 3 2 5 . Abate Chamson, ob. cit., § 7 3 0 . 3 2 6 . H. Doms, Vom Sinn undZweck der Ehe, Breslau, 1 9 3 5 - T r a d u c c i ó n francesa: Du sens et de la fin du mariage, París, 1 9 3 7 . 3 2 7 . Acta apostolicae sedis, 4 3 , 8 4 5 . 3 2 8 . B. Carra de Vaux, ob. cit., p. 2 5 0 . 3 2 9 . / t ó ¿ , p . 252. 3 3 0 . Ver la carta apostólica de Juan Pablo II titulada Mulieris dignitatem, Documents des Eglises, éditions du Cerf, 1 9 8 8 , así como los primeros textos de Pío XII (Pacem in tenis, 1963). 3 3 1 . Journal officiel (Diario oficial), Senado francés, 6 de diciembre de 1 9 6 7 , p. 2037. 3 3 2 . Declaración de Butros Gali durante las VI Jornadas Mundiales sobre el sida, Naciones U n i d a s , 1 de diciembre de 1 9 9 2 . 3 3 3 . Encíclica Casti connubii, del 31 de diciembre de 1 9 3 0 : Acta apostolicae sedis, a. 2 2 , 1 9 3 0 , pp. 5 5 9 - 5 6 0 . Pío XII, 8 de enero de 1 9 5 6 : DC 1 9 5 6 , n.° 1 2 1 7 , col. 87¬ 3 3 4 . Declaración de monseñor Jullie y del padre De Dinechin, Le Monde, 31 de octubre de 1 9 9 2 . 335. Le Monde, 9 de febrero de 1 9 9 3 , p. 8. 336. Ver en particular la Instrucción sobre el respeto a la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, hecha pública en Roma el 10 de marzo de 1 9 8 7 . Véanse también las numerosas declaraciones de Pío XII sobre la fecundación artificial, en Biologie, médecine et éthique, textos del Magisterio católico reunidos y presentados por Patrick Verspieren, Le Centurión, 1 9 8 7 . 3 3 7 . Instrucción..., 10 de marzo de 1987. 3 3 8 . H. Tincq, Le Monde, 12 de marzo de 1 9 8 7 , p. 1 1 . 3 3 9 . Les fonctionnaires de Dieu, Albin Michel, 1 9 9 3 . 3 4 0 . Conferencia en la facultad de Medicina de París, el 19 de marzo de

Notas

1 9 9 3 , recogida en Le Monde, 21 de marzo de 1 9 9 3 .

Conclusión 3 4 1 . G. Minois, Le confesseur du roi... 3 4 2 . F. Bluche, LuisXIV, p. 8 5 8 . 3 4 3 . Histoire de la sexua lité. I. "La volóme de savoir", Gallimard, 1 9 7 6 , p. 9 6 . 3 4 4 . Sobre las causas de la represión de la sexualidad se leerán con provecho los trabajos del a n t r o p ó l o g o M. Godelier La production des grands hommes, Fayard, 1982, y L'idéal et le matériel, Fayard, 1984. 3 4 5 . Mémoires d'outre-tombe, Pléiade, I, p.65. 3 4 6 . P. J a r d í n , La guerre a neuf ans, Grasset, 1 9 7 1 , p . 6 1 . 3 4 7 . San Jerónimo, Contra Joviniano, I, 49. 3 4 8 . En L 'événement du Jeudi, 11 de agosto de 1 9 8 8 . 3 4 9 . L. Thoré, "Lenguaje y sexualidad", en Sexualité humaine, París, Aubier, 1 9 7 0 , pp. 6 5 - 9 5 .

285

3 5 0 . P. Aries, "L'amour dans le martage", en Sexualités occidentales, Le Seuil, 1 9 8 2 , colección Points, pp. 146-147. 3 5 1 . Le sexe et l'Occident, Le S e u i l , 1 9 8 1 , colección Points Histoire, p. 1 1 9 . 3 5 2 . Héloise et Abélard, Albin Michel, 1 9 7 0 , pp. 7 5 - 7 6 . 3 5 3 . F. de Castro Palao, Optts morale, p.5. 354. Mémoires d'outre-tombe, II, 3. 3 5 5 . T. Gousset, Théologie morale..., II, p. 2 9 1 . 3 5 6 . Le Monde, 15 de d i c i e m b r e de 1 9 9 2 , p. 2. 3 5 7 . E. S. G u i n z b u r g , Le vertige, Le Seuil, p. 1 8 . 3 5 8 . G. Reynes, Convenís de femmes, la vie des religieuses cloitrées dans la Trance des XVUe etXVMe sudes. 3 5 9 . G. Reynes, ob. cit., p. 1 1 7 . 3 6 0 . Ibíd., p. 1 2 4 . 3 6 1 . B. Carra de Vaux, ob. cit., p. 1 9 2 . 3 6 2 . L'aveu et le pardon... Les difficultés de la confession, Xllle-XVífle siécle, Fayard, 1 9 9 0 , p . 1 1 . 3 6 3 . B. de Margerie, Du confessionnal en littérature, San Pablo, 1 9 8 9 .

índice onomástico

Abel 2 5 Abelardo 5 7 Acción católica 2 3 7 Adán 2 1 , 24, 7 7 África 1 6 , 2 4 0 , 2 4 2 Agustín, san 2 1 - 2 2 , 3 8 , 4 1 4 7 , 5 2 , 9 0 , 93-96, 99, 103, 1 3 1 , 144, 146, 148, 157, 169, 196 Las confesiones 4 7 , 94 Aix 3 5 al-Rhaz¡. Véase Rhazes A l b e r t o M a g n o , san 8 8 - 8 9 , 9 2 , 9 5 , 104, 108-109, 198, 258 Comentario sobre las sentencias 95 De anímalibus 107 Albi 2 1 6 Alcalá 2 0 0 Alejandro de Nevo 1 0 4 Alejandro V I I 2 0 0 , 2 0 8 , 2 2 3 Alemania 6 1 , 1 1 3 , 2 2 9 , 2 3 9 Alet 2 2 7 Ambrosio, san 4 8 , 1 0 4 , 1 0 6 América 5 9 , 1 5 9 Amiens 1 7 8 Amort 66 Angelo de Clavasio 5 8 , 62 Summa Angélica de casibus conscientiae 58, 62 Angers 3 4 Angkor, templo de 9 Annat, padre 2 5 2 Annecy 1 2 7 Anselmo, san 57 Antiguo Testamento 2 8 , 5 2 , 7 7 - 8 0 , 8 2 , 105 Antioquía 3 9

A n t o n i n o de Florencia, san 5 9 - 6 0 , 6 6 , 68,96,110,157,212 Confessionale 59, 60 Antonio d e Butrio 1 0 4 , 1 6 7 Apocalipsis 2 2 , 3 3 , 4 0 Aquaviva, general 2 5 2 A r e n d t , Hannah 2 8 Aries, Philippe 2 5 9 Aristóteles 6 0 , 8 8 - 9 1 Arnauld, Antoine 1 9 6 - 1 9 8 , 2 0 1 , 2 0 3 , 207, 210 De la fréquente communion 197, 201 Lógica 198 Arras 1 1 6 Ars, Jean-Marie Viannay, cura de 1 9 0 , 2 5 7 ArsMoriendi 29 Artesano 5 8 Summa Artesana 58 A t , padre 1 2 7 Atenágoras 1 0 3 Atenas 4 6 , 8 0 , 8 3 Augusto 1 0 6 Auschwitz 2 0 Austria 2 2 9 Autant-Lara, Claude 65 L auberge rouge (El hostal rojo) 65 A u t u n , obispo de 1 2 6 Averroes 8 8 , 9 0 Avicena 8 7 - 8 8 , 9 0 , 1 0 0 , 1 0 7 Canon de la medicina 100,107 Avignon 3 6 Bachaumont 1 7 5 Memorias secretas Bagdad 8 8 Bailly 1 3 4

175

288

La carne, el diablo y el confesionario

Ballerini 2 3 2 Balzac, Honoré de 1 2 6 Bartolomé, san 10 Bartolomé de Pisa 58 La Pisanella 58

Boulogne, Notre-Dame de 1 1 6 Bouvier, monseñor Jean-Baptiste 1 0 2 , 1 1 1 , 1 1 5 - 1 1 6 , 1 2 1 , 1 2 7 , 1 3 2 , 138¬ 1 3 9 , 1 4 1 - 1 4 3 , 1 4 5 , 1 5 4 - 1 5 6 , 159¬ 160, 164, 171, 190, 2 1 3 - 2 1 4 , 223, 227-228, 230 Dissertation sur le sixieme coommandement (La disertación sobre el sexto precepto del decálogo, con un suplem e n t o al t r a t a d o de m a t r i m o n i o ) 15, 1 1 6 - 1 1 7 , 223

Summa de casibus conscientiae 58 Bartolomeo d e Exeter 7 5 , 1 7 9 , 2 1 2 Decretum 212 Bartolomeo de Glanville 87 Lepropriétaire des choses 87 Barzé, Gaspard 1 7 9 Bassano 39 Bauny, padre 2 0 2 - 2 0 4 Somme des peches 203 Bayle 9 7 , 2 5 6 Beaumarchais, P. A. Carón de 1 2 9 Beauvoir, Simone de 1 0 9 Beda (pseudo). Véase Beda el Venerable Beda el Venerable, san 5 0 , 56 Belcebú. Véase Satán Bellarmin, cardenal 2 0 3 Belley 2 0 0 Benchor 4 9 Benedicto 6 6 , 9 9 , 1 4 5 Somme des peches 66 Benito X I V 2 3 , 2 2 3 Bentham, Jeremy 2 3 0 Bernabé, san 1 5 , 1 7 2 B e r n a r d i n o d e Siena 1 2 0 , 1 2 4 , 1 5 8 , 164, 167, 227 Billuart, Charles 6 6 - 6 7 , 1 0 1 - 1 0 2 , 1 1 5 ¬ 118, 121-122, 134-136, 145, 155, 159, 172, 2 0 1 , 2 0 7 , 2 1 3 Traite des diferentes luxures 66, 135 Blum, León 2 3 1 Bobbio, monasterio de 49 Boek, Pelgheryum van den 33 Bodin, Jean 34 Démonomanie 34 Boguet, Henri 3 4 - 3 5 Discours des sorciers 34 Boileau, Jacques 1 2 2 Bolzano 1 4 6 , 1 8 1 Bonacina 92 Bonal.A. 156 Borgoña 34

Cajetan, cardenal 96 Calabria 39 Calendrier et compost des bergers Calvino 6 2 Cambrai 55 Camus, Jean-Pierre 1 7 7 , 2 0 0 Instructions catholiques sur le de pénitence 200 Cangiamila 2 3 , 1 0 4 Cantimprato 1 2 4 Caramuel, Jean de 2 0 2 Théologie morale 202 Carmona, Michel 6 6 Carreri 9 7 Carta a Barnabé 100 Cassiano 25 Castro Palao, F. de 2 6 2 Catalina de Genova, santa 1 9 6 Cataluña 1 3 4

Borromeo, san Carlos 5 7 , 7 1 , 1 0 3 , 1 7 9 , 2 0 3 Instrucciones a los confesores 203 Bosco, El 29 Bossio 1 0 4 Bossuet 3 2 , 1 2 6 , 1 5 3 Bouchet,Jean 1 2 3 - 1 2 4 , 1 3 6 , 1 6 7

Catecismo de la Iglesia católica 24, 40 Catecismo romano 96, 200 Caussin, padre 2 5 2 Centre du Christ libérateur 113 Cesáreo de Arles 1 0 3 , 1 0 5

Bozano 1 1 8 Brescia 32 , 1 8 4 Breslau 2 3 3 Bretaña 3 0 , 1 2 7 Bretón 2 6 7 Bridaine, Jacques 1 3 9 , 1 6 4 Brisset, Jean-Pierre 86 Brueghel 2 9 , 3 1 Buenaventura, san 1 0 4 Buñuel, Luis 2 6 7 Burchard d e W o r m s 5 0 - 5 1 , 5 9 , 1 5 3 , 180,212 Decretum 50, 180, 2 1 2 Burdeos 2 2 9 Büsembaum, Hermann 9 9 , 2 1 0 , 2 5 8

30

sacrement

13-14,

índice onomástico

Cévennes, guerra de 2 5 2 Chamson, abate A . 1 1 6 - 1 2 1 , 1 2 4 - 1 2 5 , 129, 132, 175-176, 1 8 1 , 2 3 2 Chateaubriand, F.-R. d e 2 5 6 , 2 6 2 , 2 6 7 Memorias de ultratumba 256 Chevassu, cura Joseph 1 8 1 China 2 3 4 , 2 5 9 Chipre 6 1 Cholvy, Ge'rard 2 1 6 Cicerón 5 9 - 6 0 , 8 3 1

Claret, Monseñor A n t o n i o M 1 5 , 1 3 4 , 146, 150, 152, 167, 174, 1 8 5 , 2 2 0 La llave de oro 220 Claudel, Paul 2 6 7 C l e m e n t e d e A l e j a n d r í a , san 1 5 , 4 7 , 103, 152, 196 Clemente VIII 2 2 3 Clinton, Bill 2 3 7 , 2 3 9 Colegio de Francia 14 Collet 6 6 , 1 5 9 Colombano, san 4 9 - 5 0 Colonia 1 2 6 Compañía de Jesús 1 9 6 , 2 5 1 Compendio de casos de conciencia 220 Concilio de Florencia ( 1 4 3 9 ) 23 Concilio de Letrán ( 1 2 1 5 ) 1 4 , 5 7 , 6 5 , 72 Concilio de Trento ( 1 5 4 5 - 1 5 6 3 ) 1 4 , 65, 74, 1 4 1 , 177, 1 8 0 - 1 8 1 , 194, 1 9 9 , 2 1 0 , 248, 262 Concilio Vaticano I I ( 1 9 6 2 - 1 9 6 5 ) 7 1 , 236 Congregación r o m a n a para la doctrina de la fe 1 4 , 9 3 Constantino, emperador 4 8 Constantino el Africano 89 Decoitu 89 Constantinopla 6 1 Contrarreforma 6 5 , 1 9 6 , 2 2 3 , 2 6 8 Córdoba 8 8 C o t t o n , padre Pierre 2 2 4 , 2 5 1 Courier, Paul-Louis 2 1 8 Coyer, abate 2 3 0 Cristo. Véase Jesús Cuba 1 3 4 Cumeano (pseudo)

50

Dalí, Salvador 2 6 7 Dante Alighieri 2 9 , 5 9 La Divina Comedia 29 Danza Macabra 29 Darwin, Charles 8 5 David 2 2 8

289

David & Jonathan 1 1 3 Debreyne P . J . C . 1 2 2 - 1 2 4 , 1 3 3 , 1 4 0 , 149, 154, 178, 180, 182-183, 185, 220 La moechialogie 220 Déschamps, padre 2 5 2 Decourtray, cardenal 2 4 1 Delumeau, Jean 1 4 , 2 0 , 3 3 , 2 0 1 , 2 0 4 , 2 1 0 , 224, 263, 2 6 6 Descartes, Rene 85 Despars, Jacques 1 5 7 Deuteronomio 1 4 5 Diana, A n t o n i o 2 0 2 Resoluciones morales 202 Didaché 93, 100 Diderot, Denis 2 1 5 Di Falco, padre Jean-Michel 2 4 1 Dignity 113 Di Meglio, Clara 1 7 , 32, 1 3 3 , 1 4 1 , 172, 188 Dinamarca 2 2 9 , 2 3 9 Dinouart, padre 23 Dionisio e l Cartujo 3 3 , 4 2 , 9 6 , 2 5 8 Doctrinal de sapiencia 121,134 Doms, Herbert 2 3 3 - 2 3 4 , 2 5 8 Douai 2 1 3 Doucé, pastor 1 1 3 Drewermann, Eugen 2 4 4 - 2 4 5 Dumollard 2 2 1 Du Vergier de Hauranne. Véase SaintCyran Eck.Jean 1 9 4 Edén, jardín del 2 1 - 2 2 Effraenatam 101 Egberto 5 0 , 5 6 Egipto 2 6 , 4 9 , 8 5 El Cantar de los cantares 77 Enrique IV 2 5 1 Epicteto 83 Erasmo 2 5 6 Metodus confitendi 256 Erinnias 3 8 Escobar, Andrés 5 9 , 6 6 Modus confitendi 59 Escobar y Mendoza, A n t o n i o 5 9 , 2 0 0 , 204, 206 Eslin, Jean-Claude 4 7 España 1 3 4 , 1 4 6 , 2 2 5 , 2 3 9 Espaxt«i 2 5 4 Estados Unidos 1 2 , 1 7 5 , 2 3 5 , 2 3 7 Eton 1 8 3

290

La carne,

el diablo y el confesionario

Europa 1 4 , 3 6 , 4 0 , 5 7 , 5 9 , 6 3 , 8 9 - 9 0 , 113, 154, 182, 203, 229, 233, 235, 237, 239, 257 Eva 2 1 , 3 8 , 7 7 Evagro el Póntico 25 Évreux 1 5 1 , 1 8 7 Éxodo 2 4 Exsurge Domine 62 Ezequiel 78 Ezequiel, libro de 22 Féline, padre 2 1 3 , 2 2 7 Cathéchisme desgens mariés 213, 227 Fellini, Federico 1 5 6 Amarcord 156 Fernandel 65 Ferrier, padre Jean 2 5 2 Fichet 60 Finlandia 2 3 9 Finnian 50 Flandrin, Jean-Louis 5 5 , 8 3 , 9 1 - 9 2 , 106, 236, 249, 260 Florencia 36 Florentini, J . 2 3 Fontaine, Jacques 34 Des marques des sorciers 34 Formosa 97 Foucault, Michel 5 7 , 8 5 , 1 2 8 , 2 5 1 , 253, 255, 263, Historia de la sexualidad 251 Francesco, hermano 36 Francia 1 2 - 1 4 , 2 2 - 2 3 , 3 0 , 6 9 , 1 1 3 , 116, 125, 127-128, 140, 154, 174, 1 7 6 , 2 1 3 , 2 1 6 - 2 1 7 , 2 2 4 - 2 2 5 , 229¬ 230, 233, 235, 238-241, 249, 251 Francisco de Sales, san 1 8 6 , 2 0 0 , 2 5 6 Francisco Javier, san 1 7 9 , 1 8 1 - 1 8 2 Freud, Sigmund 1 6 , 2 5 4 , 2 5 6 - 2 5 7 , 2 6 6 Fulgencio, san 1 3 3 Galeno 8 8 - 9 2 , 1 0 4 , 2 0 6 Gali, Butros 2 4 1 Galia 4 9 , 1 5 5 Galileo 8 5 , 2 6 8 Gaufridy, Louis 35 Gaulle, Charles de 2 3 8 Génesis 2 1 - 2 2 Genova 1 3 8 , 1 4 0 Germiny, conde de 2 2 1 Gerson, Jean 5 9 - 6 0 , 7 2 , 1 0 1 , 1 0 6 , 1 1 0 , 155, 157, 174, 1 7 8 - 1 7 9 , 2 0 2 Confessional 157

Giberti, monseñor 6 5 Giraud, Marie-Louise 2 3 3 Giscard d'Estaing, Valery 2 3 9 Gomorra 7 7 Gousset, Thomas, arzobispo de Reims 23-24, 27, 64, 71-72, 74, 105, 1 1 8 , 1 2 1 , 132, 136, 153, 155, 174, 179, 1 8 1 , 184, 198, 209, 262 Théologie morale destinée a l'usage des cures et des confesseurs 2 3 , 2 7 , 64 Graciano 3 8 , 1 0 0 , 1 0 4 , 1 5 7 Adulterii malum 100 Decreto 38 Granada 9 6 G r a n Bretaña 2 3 9 Grandier, Urbain 35 Gregorio de Niza 1 0 6 Gregorio XIII 10 Gregorio X V 2 2 3 Guenrouét 1 2 8 Guillermo de Auxerre 1 6 6 Guillermo de Conches 91 Guillermo el Mariscal 2 6 1 Guinzburg, Evgenia S. 2 6 3 G u r y , John 6 7 , 2 3 2 Compendium de théologie morale 67, Gutenberg, Johann 2 9 , 5 9 - 6 1 G u y d e Montrocher 1 7 8 - 1 7 9 , 2 0 2 Manipulis curatorum 178

232

Haarlem 33 Halitgaire (pseudo Teodoro) 5 0 , 1 0 4 Helias, Pierrejakez 3 0 - 3 2 , 1 2 7 Le cheval d'orgueil 30 Helvecia 4 9 Henriet, M . 2 3 8 Hérault 2 1 6 - 2 1 7 Hermant, Godofredo 3 6 - 3 7 Hermasio 4 7 Hipócrates 8 8 - 9 1 , 2 0 6 Hipona 9 4 Holbach, barón d' 2 1 5 Holbein, Hans 29 Homero 6 0 litada 60 Honorio 2 9 Elucidarium 29 Honorio de A u t u n 33 Horacio 5 9 , 8 3 Hostiensis, Henri de Suse, cardenal Houdry, Vincent 1 8 1 Hugo de Saint-Cher 2 1 2

182

índice onomástico

Hugo de Saint-Victor 5 7 , 2 5 8 Huguccio 9 5 , 1 0 0 , 1 5 7 Huizinga, J . 4 0 Hus, J u a n 3 2 Huygens, abate Gommar 1 1 7 , 1 5 6 , 2 0 4 - 2 0 5 Huysmans, J . - K . 2 6 7 Ibn AIYazza. Véase Constantino el Africano Ibn Ruchid. Véase Averroes Ibn Sina, Véase Avicena Ignacio de Loyola, san 1 9 6 Imperia 1 3 8 Index 203 India 2 3 4 Inglaterra 8 7 , 1 1 3 , 1 7 5 , 2 4 0 Inocencio III 4 2 , 76 De contemptu mundi 76 Inocencio VIII 34 Summi desiderantes 34 Inocencio X I 2 0 8 Inquisición 1 0 Instrucción sobre el respeto a la vida humana naciente 244 Irlanda 4 9 , 2 4 0 Isabel II de España 1 3 4 , 1 4 6 Isidoro de Sevilla 8 6 - 8 8 , 1 0 5 Etymologiae (Etimologías) 86,105 Islam 16 Italia 1 2 , 1 7 , 4 9 , 6 0 , 1 1 3 , 1 1 6 , 1 4 1 , 203, 239, Ivry 1 9 4 Jansen. Véase Jansenius Jansenius, Cornelio, llamado 1 9 7 , 2 0 0 , 203, 207 Augustinus 197,203,208 Japón 1 6 6 , 2 3 9 Jardín, Pascal 1 7 5 , 2 5 7 Jerónimo, san 7 8 , 8 4 , 9 0 , 9 5 , 1 0 4 - 1 0 6 , 196, 258 Jerusalén 2 5 4 Jesús 1 5 - 1 6 , 1 9 - 2 1 , 2 5 , 2 8 , 3 7 - 3 8 , 40, 45-46, 49, 61-62, 64-65, 77, 79-80, 82-84, 87, 93, 1 1 7 , 126, 134, 158, 167, 181, 191, 196, 210, 225, 234, 255, 257, 266, 268-269 Jollain, Jean 1 9 4 José 3 9 Journal d'un bourgeois de Paris Juan, san 45 Juan Climaco, san 25

28

291

Juan Crisóstomo 4 7 , 9 5 , 2 5 8 Juan de Erfurt 1 8 2 El buen confesor 193 Juan Pablo II 1 9 3 , 2 3 8 , 2 4 1 Veritatis splendor 242 Juan XXIII 2 3 6 Juana, princesa 75 Jullien, monseñor Jacques 2 5 9 - 2 6 0 Justino, san 84 Kampala 2 4 1 Kazan 2 6 3 Knaus, H . 2 3 2 , 2 3 4 Kolima 2 6 3 Lacan, Jacques 2 5 6 La Chaize, padre Francois de 2 5 2 La confession coupée 73 La confesión en entredicho 215 Lacios, P. Choderlos de 2 1 1 Las relaciones peligrosas 211 Lacordaire, Henri 22 Lactancio 1 0 3 , 1 5 7 La danza macabra de las mujeres 29 La discusión de un cuerpo con su alma 29 L'Estoile, Pierre de 9 6 , 2 2 4 La Fontaine 2 0 2 La grande confession 120 La imitación de Cristo 24 Lamartine, A. de 2 6 6 Jocelyn 266 Lancre, Pierre de 34 Incrédulité et mécréance du sortilége 34 Languedoc 2 2 , 2 2 8 L a Palud, Pierre d e 1 5 , 9 6 , 1 0 0 , 108¬ 109, 157 La queja del alma condenada 29 Larousse, Pierre 2 1 9 - 2 2 0 Grand dictionnaire universel du XlXe siicle 219 Las confesiones mal hechas 262 La Tour, Bertrand de 1 8 1 La visión de Tundal 29 Lázaro 30 Ledesma, Pedro d e 1 0 0 , 1 1 0 , 1 9 6 Le Maistre, Martin 9 6 , 1 7 6 Lenfant, abate 1 1 9 , 1 2 1 Lepers, J . - P . 2 4 7 Lessius, Léonard 1 4 3 Levítico 7 7 - 7 8 Ligorio, san Alfonso d e 6 6 , 6 9 - 7 0 , 9 9 , 104-105, 1 1 1 , 119, 135, 145, 153,

292

La carne,

el diablo y el confesionario

159, 163, 170, 172, 178, 182, 189,208-211,213 Guía del confesor para las gentes del campo 210 Homo apostolicus 210 Instrucciones a los confesores 182 Teología moral 210 Lille 1 9 4 Littré 2 0 2 Londres 1 5 3 , 1 7 5 Lorena 3 4 Loth 1 4 3 Louvel, Rene 1 5 1 , 1 5 9 , 1 7 2 , 1 8 7 - 1 8 8 Tratado de la castidad 187 Lovaina 2 3 0 Lucas 80 Lucano 8 4 Ludún 3 5 Luis Napoleón 2 2 4 Luis XIII 2 2 4 , 2 5 2 Luis X I V 1 9 4 , 1 9 7 , 2 5 2 Lutero, Martín 4 2 , 5 8 , 6 1 - 6 4 , 6 7 , 2 4 4 La cautividad en Lyon 3 0 , 2 4 1

Babilonia

62

Magreb 8 8 Maguncia 6 0 Maguncia, arzobispo de 1 2 6 Maimónides 8 9 Decoitu 89 Maintenon, l a 2 5 2 Maire, Jean 9 6 Malebranche, Nicolás 1 9 8 Malinowski 1 6 Malthus, Robert 2 3 0 Ensayo sobre elprincipio de población Mani 84 Mans 1 0 2 , 1 6 4 , 1 9 0 , 2 1 4 , 2 3 0 Marchand, G u y o t 3 0 Marción 8 4 M a r c o Aurelio 1 0 3 M a r c o Polo 9 7 Maret, monseñor 2 2 1 Margueritte, Victor 2 3 1

230

Lagarconne 231 María Teresa de Austria, emperatriz 2 2 5 Marivaux 1 2 9 Martillo de las brujas 34 Mateo, san 3 2 , 8 0 , 1 2 0 Mateo de Cracovia 5 9 - 6 0 Diálogo sobre el munión 60

uso frecuente

de

la

co-

Maunoir, padre 31 Mauriac, Francois 2 6 8 Maurois, A n d r é 1 8 3 Los silencios del coronel Bramble 183 Medina 1 9 6 , 2 0 6 Ménard 3 2 Mermillod, cardenal Gaspard 1 7 4 Messier 32 Michelet, Jules 6 0 , 2 1 8 Middleton 9 6 Migne, abate J . - P . 6 6 L Encyclopédie théologique 66 Milán 4 8 Mili, James 2 3 0 Minois, Georges 2 5 1 - 2 5 2 MiraKeau, H . G . Riqueti 9 7 , 2 3 0 Erotika biblion 97 Moisés 2 4 - 2 5 Moldava 7 5 Molito, Ulrich 3 4 De Lamiis 34 Montaigne M . d e 2 9 , 3 4 Ensayos 34 Montalbán, doctor 1 6 5 - 1 6 6 Biblia para jóvenes esposos 165 Montargon, H. de 1 2 9 Montepulciano 1 7 2 Montespan, marquesa de 2 5 2 Montesquieu 9 Montpellier 1 5 3 , 2 1 6 Moscú 2 5 4 Moulet, abate 1 6 5 Musonio Rufo 84 Naciones Unidas 2 4 1 Namur 2 0 0 Nantes, edicto de 2 5 2 Ñapóles 1 7 1 , 1 8 8 Nerón 8 3 Nepomuceno, Juan 7 5 Nicolás le Rouge 30 Nicole, Pierre 1 2 6 , 1 9 8 , 2 0 7 , Lógica 198 Nicot 3 1 Nider, Jean 5 9 - 6 0 , 1 1 0 , 2 0 5 , 2 1 2 Noonan, J . T . 5 2 , 1 9 6 Normandía 1 7 5 Nueva York, estado de 2 3 9 Nuevo Testamento 62 Occidente 2 0 , 2 9 , 5 7 , 1 0 7 , 2 3 1 , 2 4 4 , 256, 259, 263, 266-267

índice onomástico

O d ó n de Cluny, abad 38 Ogino, Kyusaku 8 5 , 1 0 3 , 2 3 2 , 2 3 4 , 240 Onán 52, 78-79, 1 4 7 , 1 5 3 , 174, 2 3 0 , 236 Onania o el terrible pecado de la autopolución 153 Oriente 1 6 , 4 9 , 8 8 Orleans 1 8 0 Ormuz 1 7 9 Orvieto 1 7 3 Osservatore romano 93, 241 Outreman, Philippe de 1 8 1 Ovidio 8 3 Oxford 1 8 3 Pablo d e Tarso, san 2 1 , 2 5 - 2 6 , 3 6 , 3 8 , 47, 77, 80-82, 84, 93-95, 100, 1 1 0 , 168 Pablo IV 2 2 3 Pablo V 2 2 3 Pablo V I 2 3 6 , 2 4 0 , 2 4 4 Humanae vitae 2 3 6 - 2 3 7 , 244 Padua 13 País Vasco 34 Países Bajos 1 1 3 Palestina 4 6 Pandora 3 8 Paracelso 85 Paré, Ambroise 8 5 , 91 París 1 7 , 2 9 - 3 0 , 5 8 - 5 9 , 6 6 , 1 1 5 , 1 7 4 ¬ 175, 196, 2 0 3 , 2 2 9 , 2 4 7 Pascal, Blaise 5 9 , 9 7 , 1 9 6 - 1 9 8 , 2 0 1 ¬ 207 Provinciales 59,201,203,206-207 Passavanti 59 Specchio della vera penitenza 59 Pavillon, monseñor 2 2 7 Pedro, san 4 5 , 8 4 , 2 2 0 , 2 3 0 Pedro L o m b a r d o 5 8 , 1 0 0 , 1 0 4 , 1 3 1 , 157 Adulterii malum 100 Sentencias 58, 131 Pekín 2 5 4 Pelleter, padre 31 Pelletier, M o n i q u e 2 3 9 Pérgamo 88 Pernoud, Régine 2 6 1 Persia 2 5 9 Pétain, mariscal Philippe 2 3 3 Petrarca 59 Pierre Le Loyer 34

293

Discours et histoire des spectres, visions et apparitions des esprits, anges, démons et ames 34 Pincus, G. 2 3 5 Pío I V 2 2 3 Pío IX 2 3 0 Pío XI 2 3 2 Casti connubii 232, 241 Pío XII 2 3 2 , 2 3 4 - 2 3 6 , 2 3 8 , 2 4 1 , 2 4 3 , 258 Plantagenét, los 2 6 1 Platón 4 6 , 6 0 , 8 3 Plinio el Viejo 3 9 , 8 9 , 1 0 4 - 1 0 5 Plutarco 84 Polonia 1 2 , 2 3 9 Ponchet 2 6 5 Pontas 6 6 , 6 8 - 6 9 , 7 2 , 7 5 , 9 0 , 1 0 4 , 1 1 0 , 119, 123-125, 127, 129, 136, 1 4 1 , 158,169,187,221,251 Dictionnaire des cas de conscience 6 6 , 68, 90, 1 1 0 , 125, 127, 169, 2 2 1 , 223 Porta, J . B . della 8 5 Port-Royal 1 9 7 - 1 9 8 , 2 0 1 Port-Royal des Champs 2 5 2 Pouchet, Félix Archiméde 2 3 0 , 2 3 2 Prévost, Marcel 2 3 1 Prierias, Silvestre 1 0 7 , 2 0 2 Provenza 2 1 6 Qumram 4 6 Rábano Mauro 8 7 De laudibus sanctae Crucis 87 Raimundo de Peñafort 58 Decretales 58 Raneé, A . J . 1 2 6 Ratzinger, cardenal 14 Reforma 6 1 , 1 9 9 , 2 2 3 , 2 4 5 Reginon de Prüm 5 0 , 1 7 4 Las disciplinas eclesiásticas 50 Regnault, Valerio 72 Reims 1 5 5 Rémy, Nicolás 34 Rennes 2 5 9 Renoir, Jean 1 9 5 Revolución francesa 1 4 , 2 1 7 , 2 2 9 Reynes, Geneviéve 2 6 4 - 2 6 5 Rhazes 8 8 , 1 0 7 Richelieu 2 5 2 Rimbaud, A r t h u r 2 6 7 Ritual romano 200

294

La carne, el diablo y el confesionario

Rituel romain 23 Roma 1 4 , 1 8 , 5 0 , 5 6 , 6 1 , 6 3 , 8 0 , 8 3 , 9 3 , 9 5 - 9 6 , 101, 105, 116, 126, 138, 153, 156, 173, 193-194, 200-201, 209, 213-214, 223, 225, 230, 235, 238, 240-241, 243-245, 253-254, 258, 2 6 1 , 2 6 7 , 269 Rougemont, Denis de 83 El amor en Occidente 83 Rousses 1 8 1 Rumania 2 3 9 Rusia 2 2 4 Saint-Cyran 2 0 1 - 2 0 2 Saint-Gildas-des-Bois 1 2 8 Salerno 1 4 6 Salmos 2 8 Salomón 2 2 8 Sánchez, T o m á s 5 4 , 6 6 , 9 2 , 9 6 - 1 0 0 , 104, 107, 1 0 9 - 1 1 1 , 133, 145, 155, 158-159, 163, 172, 187, 196, 207, 211,219,258 De sancto matrimonii sacramento (Tratado del sacramento del m a t r i m o nio) 6 6 , 9 6 - 9 7 Sand, George 2 2 0 Mademoiselle de la Quintinie 220 Sartre, Jean-Paul 2 6 7 Satán 2 9 , 3 3 , 1 5 5 , 1 9 8 Sauvageon, padre 2 2 5 Savonarola, Gerónimo 5 9 , 1 3 2 Savonarola, Miguel 1 0 7 Schwartzenberg, León 2 4 2 Scupoli, Laurent 4 2 Secretum secretorum 89 Sennely-en-Sologne 225 Sexto 8 4 Siena 1 2 0 Silvestre. Véase Prierias Sinaf, monte 2 4 , 79 Sirr-al-Asrar. Veáse Secretum secretorum Sodoma 7 7 Solé, Jacques 39 Sorbona 1 9 8 , 2 0 6 Soto, Domingo de 1 0 0 , 1 1 0 , 1 9 6 , 2 0 0 , 2 0 7 Sporer 1 7 2 Stalinjosé 263-264 Stendhal 1 2 6 Struys 9 7 Suárez 2 0 4 , 2 0 6 , 2 1 9 Suenens, cardenal 2 5 8 Sylvius 1 0 4 , 1 2 2

Tácito 7 0 Taciano 84 Tarentaise 1 2 6 Tarn 2 1 6 Taxil, Leo 2 2 0 - 2 2 4 Tellier 2 5 2 Témoignage chrétien 18, 54, 64, 195, 215, 225, 228, 237 Teodolfo, monseñor 1 8 0 Teodoro (pseudo). Véase Halítgaire Tercer M u n d o 2 3 4 Tertuliano 3 9 , 4 7 - 4 8 , 5 4 Thiers, Jean-Baptiste 1 2 7 Tissot 1 5 3 - 1 5 4 El onanismo 153 Tollet, cardenal 1 5 3 T o m á s d e A q u i n o , santo 2 5 , 3 8 , 5 8 , 60, 66, 84, 88, 95, 1 0 1 , 105, 131, 156-157,199 Suma 3 8 , 5 8 , 6 0 , 6 6 Tratado sobre los artículos de fe y los sacramentos de la Iglesia 60 Tout commerce fréquent et assidu entre les deux sexes 38-39 Tratados de signaturas 85 Troppman 2 2 1 Troyes 3 0 Turinas, monseñor 1 2 5 - 1 2 6 Les mauvais lectures, lapresse et la littérature corruptrice 126 Turlot, Nicolás 2 0 0 Vray thresor de la droctríne chrestienne 200 Uganda 2 4 1 - 2 4 2 Unión Europea 1 4 0 URSS 2 3 9 Uruffe 2 2 2 Utrecht, conferencia de Valentín

174

84

Valentini, Norberto 1 7 , 3 2 , 1 3 3 , 1 4 1 , 172, 188 Valentiniano, emperador 1 5 7 Valladolid 2 0 2 Vázquez, Gabriel 2 0 0 Veil, Simone 2 3 9 Venecia 6 1 , 7 5 Verlaine, Paul 2 6 7 Vermeersch, A r t h u r 2 3 0 - 2 3 2 Vermont 66 Vernier 1 5 5 , 1 5 9

índice onomástico

Théologie pratique 155 Veyne, Paul 83 Vialart, Félix, obispo de Chálons 70 Vicente de Beauvais 8 7 , 1 7 4 Speculum naturale 87 Vicente de Paul, san 2 2 5 Vichy 2 3 3 Víctor Hugo 1 2 6 Nuestra Señora de París 126 Vigny, A . d e 2 6 6 Viguerio 1 0 9 Villiers-le-Gambon 1 1 9 Vinnian, san 50 Virgen María 3 7 , 3 9 , 8 0 , 1 1 7 - 1 1 8 , 167, 194, 244 Virgilio 6 0 , 8 3

Volant, Antoine 3 0 Voltaire 9 , 6 6 , 2 1 5 Vovelle, Michel 2 1 6 Vulgata 7 8 Wenceslao I V 7 5 Wier,Juan 34 De praestigiis daemonum Wittenberg 6 2

34

Yahvé 2 2 , 7 8 Yom Kippur 4 6 Ypres 1 9 7 Zacchias, Paul 1 0 7 Zohman, doctora Leonore R.

166

295

ÍNDICE

9 11 12 15

Introducción U n a cuestión m u y actual Fuerza y debilidad de la Iglesia Dificultades de la investigación

19 19 21 24 28 29 33 37 40

Razones de ser de la confesión U n a angustiosa teoría del pecado El pecado original Los diez m a n d a m i e n t o s y los pecados capitales El juicio final y el infierno Las imágenes del m i e d o El hombre, en peligro La mujer, causa de todos los males El m o m e n t o de la urgencia

45 46 48 52 54 57 61 64 70

Formas de la confesión Ritos de purificación Los penitenciales Pecados raros y pecados corrientes El problema de los pecados reservados Nuevas formas de confesión Las objeciones protestantes Peripecias de la confesión La mecánica de la confesión

77 77 79 80 83 85 88

La condena de la carne Las fuentes del A n t i g u o Testamento El mensaje de Jesús San Pablo y la apología de la continencia Fuentes de la A n t i g ü e d a d La sexualidad en Isidoro Otras fuentes científicas y médicas

298

La carne, el diablo y el confesionario 90 El problema del esperma femenino 93 Fijación de la doctrina 96 La revolución del padre Sánchez 99 Rechazo de la anticoncepción y el aborto 101 El amor en m o m e n t o s y lugares decorosos 103 Días prohibidos 105 A m o r y sangre menstrual 107 U n a cuestión de posturas 109 Disputa sobre la cuestión del deber 112 El rechazo del placer 115 117 120 122 124 127

La confesión de las situaciones y los preliminares Lujuria y delectación Mirar, atraer la m i r a d a Embellecerse en exceso Palabras y libros Lugares peligrosos

131 132 135 138 140 142 144

La confesión de los célibes El horror de la fornicación Los novios castos La pendiente fatal del beso Novios con relaciones sexuales Prohibición de la sexualidad antes del m a t r i m o n i o El recurso a la prostitución

147 149 152 156 158 160

La confesión del pecado contra natura La masturbación femenina La masturbación masculina Homosexualidad y confesión Coito anal, bestialismo, necrofilia ¿Porqué?

163 163 165 167 169 173 175

La confesión de la pareja Bajo estrecha vigilancia C o n d e n a del adulterio La obligación de c u m p l i r Intimidades de la pareja casada Guerra a la anticoncepción El arte de lo esquivo

1 7 7 Técnicas de la confesión 178 El m o m e n t o de oír

índice 179 180 183 186 189

El a l u m b r a m i e n t o ¿ C ó m o interrogar? ¿Cuántas veces? El entorno del pecado Dos clases de confesión

193 193 195 197 200 202 205 208 211

Dificultades en la Iglesia Un trabajo sin fin Los grandes combates del siglo X V I I El debate sobre la atrición y la contrición El ataque jansenista ¿Dar la absolución o negarla? La querella del probabilismo Las conciliaciones de san Ligorio El m i e d o a enseñar

299

2 1 5 La resistencia de los fíeles 2 1 8 El ataque contra los confesores 2 2 0 La carga de Leo Taxil 2 2 4 El a b a n d o n o de los penitentes 2 2 6 Un nuevo espacio interior 2 2 8 La ú l t i m a ofensiva 2 3 0 La batalla del onanismo 2 3 3 Nueva doctrina del m a t r i m o n i o 2 3 5 La encíclica contra la pildora 2 3 8 La intervención de los Estados 2 4 0 U l t i m a s incomprensiones 2 4 2 La Iglesia contra los biólogos 247 248 250 253 255 258 260 263 265 268

Conclusión ¿Se aplicaron las prohibiciones? Los objetivos de la Iglesia La captura de la energía Aspectos positivos de la confesión A favor o en contra del amor El lado negativo de la confesión La declaración de la falta, forma del discurso occidental Occidente, ¿hijo de la confesión? L a ú l t i m a oportunidad

2 7 1 Bibliografía 2 7 7 Notas 2 8 7 í n d i c e onomástico

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