Beauvoir, Simone (1982) - Las Bellas Imágenes

May 11, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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LAS BELLAS IMAGENES

E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r

LAS BELLAS IMAGENES SIMONE DE BEAUVOIR

edhasa

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er

Título do La edición en francés:

Les be lies imanes

Traducción: José Hunco Revisión: J. Sanjosé-Caibajosa Diseño de la sobrecubierta: Toni Miserachs

Primera edición: octubre de 1981 Primera reimpresión: diciembre de 1982 © 1966, Éditions Gallimard © 1967, Editorial Sudamericana, S.A. © 1981, EDHASA Avda. Diagonal, 519*521. Barcelona 29 Telfs. 239 51 04/05 ISBN: 84-350*0325-6 Depósito legal: B .42.745 - 1 9 8 2 Impreso por Romanyá/Valls Verdaguer, 1. Capelladcs (Barcelona) Impreso en España Printed in Spain

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r

A Claude Lanzmann

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I “ Es un mes de octubre,., excepcional” , dice Giséle Dufréne; asienten, sonríen, un calor de verano cae del cielo gris azulado —¿Qué tendrán los demás que yo no tenga?— y acarician con sus miradas la imagen perfecta que han reproducido Plaisir de France y Votre M aison: la granja comprada por un bocado de pan —en fin, de pan de leche, digamos— y arreglada por Jean-Charles al precio de una tonelada de caviar ( “ ni siquiera he llega­ do al millón ” , ha dicho Gilbert), las rosas contra la pared de piedra, los crisantemos, los ásteres, las dalias, “ las más hermosas de toda la lie de France” , ha dicho Dominique; el biombo y los sillones azules y violeta —¡de una audacia!— resaltan sobre el verde del césped, el hielo tintinea en los vasos; Houdan besa la mano de Dominique, muy delgada dentro de su pantalón blanco y su blusa deslumbrante, el pelo pálido, entre rubio y blanco, de espaldas se le darían treinta años. “ Domini­ que, nadie sabe recibir como usted.” (Justo en ese momento, en otro jardín, completamente diferente, exac­ tamente igual, alguien dice las mismas palabras y la misma sonrisa se posa en otra cara: “ ¡Qué maravilloso domingo!” ¿Por qué pienso en esto?) Todo ha sido perfecto: el sol y la brisa, la barbacoa,

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la carne asada, las ensaladas, las frutas, los vinos. Gilben ha contado historias de viaje y de caza en Kenya. v después se ha dedicado, absorto, a ese rompecabezas japonés, todavía tiene que colocar seis fragmentos, y Laurence ha propuesto el test del barquero, se han apasio­ nado por el juego, adoran sorprenderse a sí mismos y reírse los unos de los otros. Ella ha estado muy amable con todos y por eso ahora se siente deprimida, soy cíclica. Louise juega con sus primos en el fondo del jardín; Catherine lee junto a la chimenea donde arde un fuego ligero: se parece a todas las niñas felices que leen, tendidas sobre la alfombra. Don Quijote; la semana pasada, Quentin Durward; si no es eso lo que la hace llorar, ¿entonces qué? Louise estaba conmovida: Mamá, algo le sucede a Catherine, llora por la noche. Las profesoras le agradan, tiene una nueva amiguita, está bien de salud, la casa es alegre. — ¿Todavía buscando un slogan? —dice Dufréne. —Tengo que persuadir a la gente de que revista de madera sus paredes. Es cómodo; cuando se ausenta, piensan que busca un slogan. A su alrededor hablan del suicidio frustrado de Jeanne Texcier. Un cigarrillo en la mano izquierda, la mano derecha abierta y en alto para prevenir interrup­ ciones, Dominique dice con su voz autoritaria y bien tim­ brada: “ No es tan inteligente, a su marido le debe su carrera, pero con todo, cuando se ha llegado a ser una de las mujeres más conocidas de París, ¡no es posible con­ ducirse como una modistilla!” En otro jardín, completamente diferente, exactamente 10

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igual, alguien dice: “ ¡Dominique Langlois! A Gilbert Mortier le debe su carrera/' Y es injusto. Entró en la radio por la puerta chica, en 1945, y ascendió a pulso, trabajando como un mulo, pisoteando a los que la moles­ taban. ¿Por qué sienten tanto placer en destrozarse unos a otros? También dicen, Giséle Dufréne lo piensa, que mamá le echó el guante a Gilbert por interés: esta casa, sus viajes, sin él no habría podido permitírselos. Enten­ dido. Pero es otra cosa lo que él le ha dado; sea como fuere, ella estaba desamparada desde que dejó a papá (papá erraba por la casa, parecía un alma en pena; y con qué dureza ella se fue tan pronto como se casó Marthe); gracias a Gilbert se ha convertido en esa mujer tan segura de sí misma. (Evidentemente, podrían decir...) Hubert y Marthe vuelven del bosque trayendo en los brazos enormes ramos de hojas. La cabeza echada hacia atrás, con una sonrisa estereotipada en los labios, ella camina con paso alegre: una santa, embriagada por el gozoso amor de Dios, es el papel que desempeña desde que ha recobrado la fe. Ocupan de nuevo su sitio sobre bs cojines azules y violeta, Hubert enciende su pipa, que sólo él en Francia llama aún “ mi vieja cachimba/’ Su sonrisa de paralítico, su gordura. Cuando viaja, usa gafas ahumadas: “ Me encanta viajar de incógnito.” Un exce­ lente dentista que durante sus horas de ocio estudia con­ cienzudamente los pronósticos de las carreras de caballos. Comprendo que Marthe se haya inventado compensacio­ nes. —En Europa, en verano, no se encuentra una sola pla­ ya donde haya sitio para echarse —dice Dominique—. En

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las Bermudas hay playas inmensas, casi desiertas, donde a uno nadie lo conoce. — En fin, el nido ideal —dice Laurence. — ¿V Tahití? ¿Por qué no habéis vuelto a Tahitf? —pregunta Giscle. — Tahití, en 1955, estaba bien. Ahora es peor que Saint-Tropez. De una trivialidad... Hace veinte años. Papá sugería Florencia, Granada; ella decía: “ Allí va todo el mundo, es de una triviali­ dad...” Viajar los cuatro en coche: la familia de “ Hogar, dulce hogar” , decía ella. El se paseaba sin nosotras por Italia, por Grecia, y nosotras veraneábamos en lugares elegantes. Los que Dominique, en aquellos tiempos, consideraba elegantes. Ahora atraviesa el océano para tomar sus baños de sol. Cuando llegue Navidad, Gilbert la llevará a pasar la Nochebuena en Balbeck... — Parece que en Brasil hay playas magníficas que están vacías —dice Giséle—. Y se puede dar un salto hasta Brasilia. ¡Me gustaría tanto ver Brasilia! — ¡A h, no! —dice Laurence— . Ya los alrededores de París son deprimentes. ¡Imaginaos toda una ciudad cons­ truida sobre ese modelo! — Eres como tu padre, una ácrata —dice Dominique. — ¿Quién no lo es? —dice Jean-Charles— . En el tiem­ po de los cohetes y de la automatización, las personas conservan la misma mentalidad que en el siglo X IX . —Y o no —dice Dominique. —Tú eres excepcional en todo —dice Gilbert con un tono muy convencido (o más bien enfático: se mantiene siempre a distancia de sus palabras).

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— En todo caso, los obreros que construyeron la ciudad son de mi opinión: no han querido abandonar sus casas de madera. —No han podido por menos, querida Laurence —dice Gilbert—. Los alquileres de Brasilia están muy por enci­ ma de sus recursos. Una sonrisa leve redondea su boca, como si pidiera excusas por sus conocimientos. — Hoy, Brasilia está muy superada —dice Dufréne— . Es de una arquitectura donde todavía el techo, la puerta, la pared, la chimenea tienen una existencia distinta. Lo que hoy se intenta realizar es la casa sintética en la que cada elemente sea polivalente: el techo se confunde con la pared y desciende en la mitad del patio. Laurence está descontenta de sí; ha dicho una tontería, evidentemente. A eso conduce hablar de lo que uno no sabe. No hable de lo que no sabe, decía la señorita Houchet. Pero entonces nadie abriría jamás la boca. Escucha en silencio a Jean-Charles que describe la ciudad futura. Inexplicablemente, le encantan esas maravillas que sus ojos no verán nunca. Le satisface saber que el hombre de hoy sobrepasa en varios centímetros al de la Edad Media, que era a su vez más alto que el hombre de la prehistoria. Tienen suerte de poder apasionarse así. De nuevo, y con el mismo ardor, Dufréne y Jean-Charles discuten sobre la crisis de la arquitectura. —Hay que encontrar créditos, sí —dice Jean-Char­ les— , pero por otros medios. Renunciar a la fuerza de di­ suasión sería caer fuera de la Historia. Nadie responde; en medio del silencio se alza la voz

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inspirada de M arthe: “ ¡Si todos los pueblos consintieran de común acuerdo en desarmarse! ¿Han leído el ultimo mensaje de Pablo V I? ” Dominique la hace callar con impaciencia: “ Personas verdaderamente autorizadas me han afirmado que si estalla­ ra la guerra, se necesitarían veinte años para que la humani­ dad volviera a encontrarse en la misma etapa que hoy.” Gilbert levanta la cabeza, sólo le quedan por colocar cuatro fragmentos: “ No habrá guerra. La distancia entre los países capitalistas y los países socialistas acabará muy pronto por anularse. Porque ahora, y es la mayor revo­ lución del siglo X X , producir es más importante que poseer.” Entonces, ¿por qué gastar tanto dinero en armamen­ tos? se pregunta Laurence. Pero Gilbert conoce la res­ puesta, y ella no quiere que la pongan de nuevo en su lugar. Por lo demás, Jean-Charles ha contestado: sin la bomba, caeríamos fuera de la Historia. ¿Qué quiere decir eso, exactamente? Sería, qué duda cabe, una catástrofe, todos parecen consternados. Gilbert se vuelve amablemente hacia ella: —La espero el viernes. Quiero hacerle oír mi nuevo equipo de alta fidelidad. —Es el mismo que tienen Karim y Alejandro de Yugoslavia —dice Dominique. — Es realmente una maravilla —dice Gilbert—. Cuan­ do se lo ha oído, ya no se puede escuchar música en un aparato común. —Entonces prefiero no oírlo —dice Laurence—. M e gusta mucho escuchar música. (De hecho, no es cierto.

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Lo digo para hacerme la graciosa.) Jean-Charles parece muy interesado:

— ¿Cuánto se necesita, como mínimo, para un buen equipo de alta fidelidad? —Como mínimo, como mínimo, estrictamente, se puede conseguir un equipo mono por trescientos mil francos viejos. Pero el que yo tengo no es eso, de ninguna manera. — ¿Pero entonces algo realmente bueno cuesta alre­ dedor de un millón? —pregunta Dufréne. — Vea: un buen equipo, en mono, vale de seiscientos a un millón de francos. En estereofónico, calcule unos dos millones. Pero le aconsejo más bien el mono que un estéreo mediocre. Un preamplificador aceptable cuesta unos quinientos mil francos. —Si Vergne obtiene el negocio de Rousillon, nos rega­ lamos eso —dice Jean-Charles a Laurence. Se vuelve hacia Dominique: — Tiene una idea estupenda para una ciudad jardín que se está levantando allí. —Vergne tiene ideas estupendas. Pero a menudo son imposibles de realizar —dice Dufréne. — Las realizará. ¿Usted lo conoce? —pregunta JeanCharles a Gilbert—. Trabajar con él es apasionante; el estudio en pleno vive entusiasmado; allí no se ejecuta: se crea. Es el más grande arquitecto de hoy —dictamina Dominique—. En la extrema vanguardia del urbanis­ mo. Con todo, prefiero trabajar con Monnod —dice

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Dufréne— . Allí no se crea, se ejecuta. Pero se gana bastante más. Hubert se quita la pipa de la boca: —Es algo a tener en cuenta. Laurence se pone de pie, sonríe a su madre: — ¿Puedo robarte algunas dalias? — Por supuesto. Marthe también se pone de pie y se aleja con su hermana. — ¿Viste a papá el miércoles? ¿Cómo se encuentra? — En casa está siempre alegre. Discutió con JeanCharles, como de costumbre. — Tampoco Jean-Charles comprende a papá. —Marthe consulta el cielo con la mirada.— Es tan diferente de los demás. A su manera, papá tiene acceso a lo sobrenatural. La música y la poesía son para él como una plegaria. Laurence se inclina sobre las dalias; ese lenguaje le molesta. Desde luego, tiene algo que los demás no tienen, que yo no tengo (pero ¿qué tienen los demás que yo no tenga?). Rosas, rojas, amarillas, anaranjadas, aprieta en su mano las dalias magníficas. — ¿Pasasteis un buen día, pequeñas? —pregunta Do* minique. — Maravilloso —dice Marthe con fervor. — Maravilloso —repite Laurence. La luz declina. Laurence no está descontenta de volver. Vacila. Ha esperado hasta el último momento; pedirle algo a su madre la intimida como cuando tenía quince años: —Tengo algo que pedirte... — ¿Qué?

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Hay frialdad en la voz de Dominique. _ A propósito de Serge. Quisiera dejar la universidad. Le gustaría trabajar en la radio o en la televisión. —¿Fue tu padre quien te encargó esta comisión? —En casa de papá encontré a Bernard y a Georgette. —¿Cómo están ésos? ¿Siguen representando a Filemón y Baucis? —Oh, apenas los he visto. — Díle a tu padre de una vez por todas que no soy una agencia de colocaciones. Me parece un poco escan­ daloso que traten de explotarme de esta manera. Yo nun­ ca he esperado nada de nadie. —No puedes reprochar a papá que quiera ayudar a su sobrino —dice Marthe. —Le reprocho que no pueda ayudarlo él mismo. Y Dominique rechaza las objeciones con la mano: —Si fuera místico, si hubiera entrado en la Trapa, comprendería. (Tampoco, piensa Laurence.) Pero ha elegido la mediocridad. No le perdona que haya llegado a ser con el tiempo secretario redactor de la Cámara y no el gran abogado con quien creyó casarse. Es una vía muerta, dice. " E s tarde —dice Laurence— . Subo a arreglarme. Imposible dejarla que ataque a su padre, y defenderlo ^ría todavía peor. Siempre, cuando piensa en él, esa punzada en el corazón, esa especie de remordimiento. sin razón alguna: jamás he tomado partido por mamá. "~Yo también subo. Voy a cambiarme —dice Domi­ nique.

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— Yo me ocupo de los niños —dice Marthe. Es cómodo: desde que ha entrado en santidad, acapara todas las fatigas. Y como extrae alegrías tan elevadas de esas fatigas, uno puede abandonárselas sin escrúpulos. Mientras se pasa un peine en el cuarto de su madre —curiosamente bonito, ese rústico español , Laurence hace un último esfuerzo: — ¿Así que no puedes hacer nada por Serge? -N o . Dominique se acerca al espejo. — ¡Qué cara tengo! A mi edad, una mujer que trabaja todo el día y sale todas las noches, está perdida. Tendría que dormir más. Laurence examina a su madre por el espejo. La imagen perfecta, ideal, de una mujer que envejece bien. Que envejece. Dominique rechaza la imagen. Por primera vez flaquea. Lo ha soportado todo: enfermedades, desgracias. Y de pronto hay pánico en sus ojos. — No puedo creer que un día tendré setenta años. —Ninguna mujer se mantiene tan bien como tú —dice Laurence. El cuerpo, bueno, no se lo envidio a nadie. Pero mira esto. Se señala los ojos, el cuello. Evidentemente, no tiene va cuarenta años. Se ve que ya no tienes veinte años —dice Lauren* ■P^ro muchos hombres prefieren a las mujeres que han vivido. La prueba es que Gilbert... Gilbert... Para retenerlo, dejo la vida en juergas. Pe­ ro corro el riesgo de que todo eso se vuelva contra mi. —¡ Vamos!

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Dominique se pone su traje sastre de Balenciaga. Nun­ ca Cbanel. Se gastan fortunas para dar la impresión de haberse vestido en una prendería. Murmura: —Esa inmunda de Marie-Claire. Se niega obstinada­ mente al divorcio: por el placer de fastidiarme. —Quizá termine por ceder. Marie-Claire dice seguramente: esa inmunda de Do­ minique. En los tiempos de Lucile de Saint-Chamont, Gilbert vivía aún con su mujer, la cuestión ni siquiera se planteaba porque Lucile tenía un marido, hijos. Domi­ nique lo había obligado a separarse de M arie-Claire; si él había cedido, era porque le convenía, desde luego, pero a Laurence no dejó de parecerle bastante feroz la conducta de su madre. —Piensa que la vida en común con Gilbert tendría sus inconvenientes. A él le gusta su libertad. —Y a ti la tuya. -S í. Dominique mueve a uno y otro lado la cabeza ante el espejo de tres lunas y sonríe. En verdad, está encantada de ir a comer a casa de los Verdelet; los ministros le infunden respeto. ¡Qué malévola soy!, se dice Laurence. Es su madre, siente afecto por ella. Pero es también una extraña. Detrás de las imágenes que giran en los espejos, ¿quién se enconde? Quizá nadie. —¿Todo va bien en tu casa? —Muy bien. Vuelo de éxito en éxito. — ¿Y las niñas? — Las has visto. Crecen. Dominique hace preguntas, por principio, pero juz-

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gana indiscreto que Lturence le diera respuestas inquie­ tantes o meramente detalladas. En el jardín, Jean Charles se ha inclinado sobre el sillón de Gisele : un pequero flirt que los halaga a los dos (y a Dutréne también, creo); así se dan la mutua impre­ sión de que podrían tener la aventura que no desean ni uno ni otro. (¿Y si por azar la tuvieran? Creo que me sería igual. ¿Puede entonces haber amor sin celos?) — Bueno, cuento con usted el viernes —dice Gilbert— . No es divertido cuando usted no está. — ¡Por Dios! —Se lo aseguro. Estrecha con efusión la mano de Laurence como si hubiera entre ellos una complicidad especial; es por eso que todo el mundo encuentra cierto encanto en él: — Hasta el viernes. Las personas insisten para que Laurence vaya a verlas y la visitan con asiduidad: ella no comprende verdade­ ramente por qué. —Un día maravilloso —dice Giséle. —Con la vida que se lleva en París, tiene uno necesi­ dad absoluta de este descanso —dice Jean-Charles. Laurence instala a las niñas en el asiento trasero del automóvil, echa el seguro a las portezuelas, se sienta al lado de Jean-Charles, y corren por el camino vecinal detrás del Citroen DS de Dufrene. — Lo asombroso es que Gilbert se mantenga tan sen­ cillo —dice Jean-Charles— . Cuando uno piensa en sus responsabilidades, en su poder. Y no se da la menor importancia.

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— Está en condiciones de no dársela. — Tú no le estimas, es normal. Pero no seas injusta. — Pues sí, le tengo afecto. (¿Le tiene afecto o no? Ella tiene afecto a todo el mundo.) Gilbert no perdona, es verdad, se dice. Pero nadie ignora que dirige una de las dos más grandes sociedades de máquinas electrónicas del mundo, ni su papel en el Mercado Común. — Me pregunto a cuánto ascienden sus rentas —dice Jean-Charles— . Prácticamente, son ilimitadas. — Me asustaría tener tanto dinero. —Lo utiliza con inteligencia. -S í. Es extraño: cuando Gilbert cuenta sus viajes es muy divertido. Una hora después no recuerda uno nada de lo que ha contado. — ¡Un fin de semana que ha salido verdaderamente bien! —dice Jean-Charles. —No cabe duda. Y de nuevo Laurence se pregunta: ¿qué tienen ellos que no tenga yo? Bah, no hay que inquietarse; hay días como éstos en los que uno se levanta con el pie izquierdo, en los que no se siente gusto por nada; debería haberse acos­ tumbrado. Y sin embargo siempre se pregunta: ¿qué es lo que no anda bien? De repente, indiferente, distante, como si no fuera uno de ellos. Le explicaron su depresión de hace cinco años; muchas mujeres jóvenes atraviesan esa crisis. Dominique me aconsejó salir de casa, trabajar, y Jean-Charles estuvo de acuerdo cuando vio cuánto dine­ ro ganaba. Ahora no hay razones para que me desaliente. Siempre tengo trabajo por delante, personas que me ro-

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ckran. Estoy contenta con mi vida. N o, ningún peligro. Es apenas una cuestión de humor. Estoy segura de que a íes demas Ies ocurre a menudo lo mismo y no hacen tan­ tas historias por tan poco. Se vuelve hacia las niñas: — ;O s habéis divertido, queridas? —; Mucho! —dice Louise con entusiasmo. Un olor a hojas secas entra por la ventanilla abierta: las estrellas brillan en un cielo infantil y Laurence, súbitamen­ te. se siente completamente bien. El Ferrari los adelanta, Dominique agita la mano, su lige­ ro chal flota al viento. No se puede negar: tiene porte, y GUben lleva magníficamente sus cincuenta v cinco años. En suma, ella tuvo razón al exigir una situación clara. —Quedan bien juntos —dice Jean-Charles— . Para la edad que tienen es una bonita pareja. Una pareja. Laurence examina a Jean-Charles. Le gusta ir en coche con él. Él mira atentamente el camino, y ella ve su perfil, ese perfil que tanto la emocionaba hace diez años, que todavía la conmueve. De frente Jean-Charles no es exactamente el mismo, no lo ve ya de la misma manera. Tiene una cana inteligente y enérgica, pero ¿cómo decir­ lo?. sin más allá, como todas las caras. De perfil, en la penumbra, la boca parece más indecisa, los ojos más soña­ dores. Es así como se le apareció once años antes, como se le aparece en su ausencia y a veces, fugitivamente, cuando va en coche junto a él. Callan. El silencio es como una compli­ cidad; expresa un acuerdo demasiado profundo para las palabras. Ilusión, quizá. Pero mientras el camino se precipi­ ta bajo las ruedas, las niñas dormitan, y Jean-Charles calla, Laurence quiere creérselo.

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Toda ansiedad ha desaparecido cuando poco después Laurence se instala ante su mesa de trabajo: está fatigada, levemente aturdida por el aire del campo, pronta a esas distracciones que Dominiquc interrumpía de golpe: “ No te quedes soñando despierta: haz algo5’ , y que ahora ella se prohíbe a sí misma. “ Tengo que encontrar esa idea” , se dice mientras desenrosca el capuchón de la estilográfica. Alguna bonita imagen publicitaria que prometa —en pro­ vecho de un mueblista, de un camisero, de un florista— la seguridad, la dicha. La pareja que camina por la acera, rozando el muelle entre el suave rumor de los árboles, contempla a su paso el interior ideal: bajo la gran lámpara, el hombre joven y elegante, con un jersey de angora y le­ yendo atentamente una revista; la joven mujer, sentada a su mesa con una estilográfica en la mano, la armonía de los negros, los rojos y los amarillos tan bien entonados (feliz coincidencia) con los rojos y los amarillos de las dalias. Hace un momento, cuando las corté, eran flores vivas. Laurence piensa en ese rey que transformaba en oro todo aquello que tocaba y que había convertido a su hijita en una magnífica muñeca de metal. Todo lo que ella toca se transforma en imagen. Los revestim ientos de madera concilian la elegancia urbana con la poesía de los bosques. A través del follaje percibe el negro chapoteo del río. Pasa una lancha, escrutando la orilla con su mirada blanca. La luz salpica los cristales, ilumina brutalmente a los enamorados abrazados, imagen del pasado, para mí que soy la imagen de su tierno futuro, con niños que se adivinan dormidos en los cuartos del fondo. Niños que resbalan por el interior de un árbol hueco y se encuentran

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en un encantador dorm itorio con revestim ientos de mude ra natural. Una idea que convendría desarrollar. lilla ha sido siempre una imagen. Dominíque ha velado para que lo fuera, fascinada en su infancia por las imágenes tan diferentes de su vida, resuelta toda ella —con toda su inteligencia y su enorme energía— a saltar el cerco. (No sabes lo que es tener las suelas rotas y sentir a través de las medias que se ha pisado un gargajo. No sabes lo que sig niíica ser mirada con desdén por las compañeras que tienen el pelo limpio y se dan codazos. No, no saldrás con esa mancha en la falda, ve a cambiarte.) Niña impecable, adolescente cabal, muchacha perfecta. liras tan nítida, tan fresca, tan perfecta... dice Jean-Charles. Todo era nítido, fresco, perfecto: el agua azul de la pis­ cina, el ruido lujoso de las pelotas de tenis, los blancos ca­ piteles de piedra, las nubes redondas en el cielo liso, el olor de los pinos. Cada mañana, cuando abría las celosías, Laurence contemplaba una soberbia fotografía en papel brillante. En el parque del hotel, los muchachos y las muchachas con sus trajes claros, la piel bronceada, puli­ dos por el sol como hermosos guijarros. Y Laurence y Jean-Charles vestido de blanco, bronceados, pulidos. Una tarde, al regresar de un paseo y estando aún dentro del coche sentí de pronto su boca en mi boca, ese beso, ese vértigo. Entonces, durante días y semanas, no fui ya una imagen, sino carne y sangre, deseo, placer. Y volví a encontrar también esa dulzura más secreta que había conocido antes, sentada a los pies de mi padre o teniendo su mano en la mía... De nuevo, hace dieciocho meses, con Lucien; fuego en mis venas, y esa exquisita delicues-

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cencía en mis huesos. Se muerde el labio. ¡Si Jean-Charles su­ piera! En realidad, nada ha cambiado entre Laurence y él. Lu­ den está al margen. Por otra parte, ya no la conmueve como antes. — ¿Y esa idea? —Ya llegará. Mirada atenta del marido, bonita sonrisa de la mujer. A menudo le han dicho que tenía una bonita sonrisa: la siente sobre los labios. La idea llegará; siempre es difícil al principio, tantos clisés ya usados, tantas celadas que hay que evitar. Pero ella conoce su oficio. No vendo revesti­ mientos de madera: vendo la seguridad, el triunfo, y un toque de poesía por añadidura. Cuando Dominique le pro­ puso fabricar imágenes de papel, triunfó tan rápida y plenamente que se hubiera podido creer en una vocación. Seguridad. La madera no es más inflamable que la piedra o el ladrillo: decirlo sin evocar la idea de incendio. Para eso se requiere destreza. Se pone de pie bruscamente. ¿Es que Catherine también Hora esta noche? Louise dormía. Catherine miraba el techo. “ ¿No duer­ mes, querida? ¿En qué piensas?” “ En nada.” Laurence la besa, intrigada. Esos misterios no son el estilo de Cathe­ rine; es franca y hasta charlatana. “ Siempre pensamos en algo. Trata de decírmelo” . Catherine vacila un instante; la sonrisa de su madre la decide: ‘ ‘M am á, ¿por qué exis­ timos?” Es la clase de preguntas que los niños nos asestan mientras uno sólo piensa en vender revestimientos de madera. Responder en seguida: “ M i amor, estaríamos

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muy tristes tu papá y yo si tu no existieras.'* “ ¿Pero si vosotros tampoco existierais?" Qué ansiedad en los ojos de esa niña que trato aún como s j tuviera dos años. ¿Por qué se hace esa pregunta? Era eso lo que la hacía llorar. — ¿No estabas contenta, esta tarde, de que tu. yo, todo el mundo existiéramos? -S í. Catherine no parece muy convencida. De pronto, Laurence tiene una iluminación: —Existimos para hacernos felices los unos a los otros — dice con ímpetu. Está bastante orgullosa de su respuesta. Con el rostro ensombrecido, Catherine continúa re­ flexionando; o más bien buscando sus palabras: — Pero las personas que no son felices, ¿porqué existen? Acabáramos. Por fin llegamos al punto importante. — ¿Has visto personas desgraciadas? ¿Dónde, querida? Catherine calla, con aire receloso. ¿Dónde? Goya es alega1 y apenas habla francés. El barrio es lujoso: ni vaga­ bundos, ni mendigos; ¿en los libros, entonces? ¿Las compañeras de escuela? — ¿Tienes compañeras que son desgraciadas? — ¡O h, no! Louise se agita en la cama y ya sería hora de que Cathe­ rine durmiera. Visiblemente, no tiene ganas de hablar más: se necesitaría tiempo para decidirla. — Oye, hablaremos de todo eso mañana. Pero si conoces personas desgraciadas, trataremos de hacer algo por ellas. Se puede cuidar de los enfermos, dar dinero a los pobres. Se puede hacer una cantidad de cosas.

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— ¿Tú crees? ¿Para todo el mundo? — Puedes figurarte que yo lloraría el día entero si hubiera personas cuyas desgracias no tuvieran remedio. M e lo contarás todo. Y te prometo que encontraremos remedios. Te lo prometo — repite, acariciando el pelo de Catherine— . Ahora duerme, mi querida pequeña. Catherine se estira dentro de las sábanas; cierra los ojos. La voz, los besos de su madre la han apaciguado. ¿Pero mañana? En general, Laurence se cuida de las promesas imprudentes. Y nunca ha hecho ninguna más inconsidera­ da que ésta. Jean-Charles levanta la nariz: — Catherine me ha contado un sueño — dice Laurence. Mañana le dirá la verdad. Esa noche, no. ¿Para qué? El se interesa por las pequeñas. Laurence se sienta y simula con* centrarse en la busca de su imagen. Esa noche, no. El le daría en seguida cinco o seis explicaciones. Ella quiere intentar comprender antes de que él haya respondido. ¿Qué anda mal? Y o también, a su edad, lloraba: ¡cómo he llorado! Será por eso que ya no lloro nunca. La señorita Houchet decía: * ‘Dependerá de nosotros que esos muertos no hayan sido inútiles.’ ’ La creía. Decía tantas cosas: ¡ser un hombre entre los hombres! M urió de cáncer. Los ex­ terminios, Hiroshima. Había razones, en 1 9 4 5 , para que una niña de once años se sintiera chalada. Laurence había llegado a pensar que era imposible tanto horror porque sí, había intentado creer en D ios, en otra vida donde todo fuera compensado. Dominique estuvo perfecta: le permitió hablar con un sacerdote, y hasta lo escogió inteligente. En 1 9 4 5 , sí, era normal. Pero hoy, si mi hija de

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diez años solloza, yo tengo ia culpa. Dominique y ]eanCharles me echarán la culpa. Ella es capaz de aconsejarme que visite a un psicólogo. Catherine lee muchísimo, demasiado, y no sé exactamente qué: no tengo tiempo de enterarme. De todos modos, las palabras no tendrían para mí el mismo sentido que para ella. — ¡Te das cuenta! ¡En nuestra misma galaxia hay cente­ nares de planetas habitados! — dice Jean-Charles pensati­ vo golpeteando su revista con un dedo— . Nos parecemos a esas gallinas encerradas en un gallinero que lo toman por el mundo entero. — Bah, hasta en la tierra uno vive acorralado en un círculo. — Hoy por hoy, no. Con la prensa, los viajes, la televi­ sión y muy pronto ia mundovisión, se vive planetaria­ mente. El error consiste en tomar el planeta por el uni­ verso. En fin, en 1985 se habrá explorado el sistema solar... ¿Es que eso no te dice nada? — Francamente, no. — No tienes imaginación. Ni siquiera conozco a los que viven en el piso de arriba, piensa Laurence. Harto sabe de los de enfrente, a través del tabique: el agua corre en el baño, las puertas se golpean, la radio desborda canciones y anuncios de Banania, el marido pone como un trapo a la m ujer, y después, cuando se va el marido, la mujer regaña a los hijos. Pero ¿qué sucede en los trescientos cuarenta apartamentos del inmueble? ¿Y en las otras casas de París? En Publinf ella conoce a Lucien, un poco a M ona, y algunas otras caras, algunos otros nombres. Familia, amigos: minúsculo sistema cerrado. Y todos los

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demás sistemas igualmente inabordables. El mundo está siempre más allá, y no hay modo de entrar en él. Sin em ­ bargo, se ha deslizado hasta la vida de Catherine, la aterra, y yo debería protegerla. ¿Cómo hacerle admitir que haya personas desgraciadas?, ¿cómo hacerle creer que dejarán de serlo? — ¿No tienes sueño? — pregunta Jean-Charles. Ninguna idea le vendrá esta noche, inútil obstinarse. Adapta su sonrisa a la de su marido: — Tengo sueño. Ritos nocturnos, ruido alegre del agua en el cuarto de baño, en la cama el pijama que huele a lavanda y a tabaco rubio, y Jean-Charles que fuma un cigarrillo mientras la ducha limpia a Laurence de las preocupaciones del día. Se quita rápidamente el maquillaje, se pone el leve cam isón, está dispuesta. (Excelente invención, la pildora que uno traga por la mañana mientras se lava los dientes: no era agradable tener que estar manipulándose.) En la frescura de las sábanas blancas, el camisón de nuevo resbala sobre su piel, vuela por encima de su cabeza, y ella se abandona a la ternura de un cuerpo desnudo. Dicha de las caricias. Placer violento y alegre. Después de diez años de m atrim onio, entendimiento físico perfecto. Sí, pero que no cambia el color de la vida. El amor también es liso, higiénico, rutinario. — Sí, tus dibujos son encantadores — dice Laurence. Mona tiene en verdad talento; ha inventado un cómico personaje que Laurence utiliza a menudo en sus campañas: demasiado a menudo, dice Lucien, que es el m ejor publicis­ ta de la casa.

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— ¿Pero? —dice Mona. So parece a su criatura: ladina, zumbona y graciosa. — Sabes lo que ha dicho Luden. No hay que abusar del humorismo. Y en este caso (la madera cuesta cara, es algo serio) la foto en cobres rinde más. sus instrucciones: un bosque de inmensos árboles, sus musgos, su misterio, el resplandor sordo y lujoso de los viejos troncos; una mujer con una bata muy tenue, son­ riendo en medio de una alcoba decorada con revesti­ mientos de madera. — Me parecen sin gracia —dice Mona. —Sin gracia, pero llaman la atención. — Vais a terminar diciéndome que me vaya —dice Mona— . El dibujo no interesa ya para nada en esta casa. Vosotros preferís siempre la foto. Recoge sus bocetos y pregunta con curiosidad: — ¿Qué sucede con Luden? ¿Ya no le ves? -S í. —Pero nunca me pides ayuda. — Ya volveré a pedírtela. Mona sale del despacho y Laurence vuelve a corregir el texto que acompañará la imagen. Le falta aliento. “ Conse­ cuencia de la condición desgarrada de la mujer que trabaja” , se dice con ironía. (Se sentía mucho más des­ garrada cuando no trabajaba.) En su casa, busca slogans. En su despacho, piensa en Catherine. Desde hace tres días no piensa en otra cosa. La conversación ha sido larga y confusa. Laurence se preguntaba qué libro, qué encuentro había conmovido a Catherine; ésta quería saber cómo podía suprimirse la

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desgracia. Laurence habló de asistentes sociales que ayudan a los viejos y a los indigentes. De enfermeras, de médicos que curan a los enfermos. — ¿Podría ser médico? — Si continúas estudiando bien, seguramente. El rostro de Catherine se iluminó; ambas imaginaron su futuro: ella cuidaría a los niños; a sus madres también, pero sobre todo a los niños. — Y tú, ¿qué haces por la gente desgraciada? Esa mirada implacable de los niños que no siguen el juego. — Ayudo a tu papá a ganar nuestra vida. Gracias a mí podrás continuar tus estudios y curar a los enfermos. — ¿Y papá? — Construye casas para la gente que no las tiene. Es tam­ bién una manera de hacerles un servicio, ¿comprendes? (Horrible mentira. Pero ¿a qué verdad recurrir?) Ca­ b e rm e ha quedado perpleja. ¿Por qué no dan de comer a todo el mundo? Laurence ha hecho de nuevo preguntas y la pequeña ha terminado por hablar del anuncio. ¿Porque era lo más importante o para ocultar otra cosa? Quizá el anuncio, después de todo, fuera la verdadera explicación. “ Las dos terceras partes del mundo tienen hambre” , y esa cabeza de niño, tan hermosa, con los ojos demasiado grandes y la boca cerrada por un terrible secreto. Para mí es un signo: el signo de que continúa la lucha contra el hambre. Catherine ha visto un niño de su edad que tiene hambre. Bien lo recuerdo: ¡hasta qué punto me parecían insensibles las personas mayores! Hay tantas cosas que no observamos; en fin, las observamos, pero pasamos

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de largo porque sabemos que es inútil detenernos en ellas La mala conciencia — y sobre este punto, por una vez, papá y Jean-C harles están de acuerdo— , ¿para qué sirve? Hace tres años que yo caí enferm a, o c a s i, por ese tópico sobre las torturas: ¿para qué? N ecesariam ente debemos habituarnos a los horrores del m undo; hay dem asiados: los gansos cebados a la fuerza, las escisiones, los lincham ientos, los abortos, los suicidios, los niños m ártires, los campos de exterm inio, las matanzas de los rehenes, las represiones, todo eso se ve en el cin e, en la televisión, y pasamos de largo. Eso desaparecerá, necesariam ente, es una cuestión de tiempo. Sólo que los niños viven en el presente, y no tienen d efen sa.1‘Deberían pensar en los niños, no deberían exponer en las paredes semejantes fotos” , se dice Laurence. Reflexión abyecta. A byecto: una palabra de mis quince años. Pero ¿qué significa? Es la reacción norm al de una madre que quiere proteger a su hija. “ Esta noche, papá te explicará todo” , ha concluido Laurence. Diez años y medio: el momento indicado para una niña de separarse un poco de su madre y apegarse a su padre. Y a él le será más fácil encontrar argumentos satis­ factorios, pensó. Al principio, el tono de Jean-C harles la incomodó. No era exactamente irónico, ni condescendiente: paterna­ lista. Después pronunció un discursito muy claro, muy persuasivo. Hasta ahora, los diferentes puntos de la tierra estaban alejados unos de otros, y los hombres no sabían bien cómo arreglárselas, y eran egoístas. Ese anuncio prueba que queremos que las Oosas cambien. Ahora podemos producir muchos más alimentos que antes y transportarlos rápida-

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mente y fácilmente de los países ricos a los países pobres:

hay organizaciones que se ocupan de ello. Y Jean-Charles empezó a ponerse lírico, como cada vez que evoca el futu­ ro: los desiertos se colman de trigo, de verduras, de frutas, y toda la tierra se convierte en la tierra prometida; cebados de leche, de arroz, de tomates y de naranjas, todos los niños sonríen. Catherine escuchaba, fascinada: veía las huertas y las campiñas de fiesta. — Dentro de diez años, ¿nadie estará triste? — No podemos asegurarlo. Pero todo el mundo come­ rá ; todo el mundo será feliz. Entonces ella dijo, lentamente: — Hubiera preferido nacer dentro de diez años. Jean-Charles se echa a reir, orgulloso de la precocidad de su hija. No toma sus lágrimas en serio, está satisfecho de su éxito en el colegio. Los niños, a menudo, se sienten desorientados cuando entran en el primer año; pero Ca­ therine el latín la divierte; tiene buenas notas en todas las asignaturas. “ Haremos alguien de ella” , me ha dicho Jean-Charles. Sí, pero ¡vaya!, por el momento es una niña acongojada y no sé como consolarla. Suena el teléfono interno. “ ¿Laurence? ¿Estás sola?” “ Sí.” “ Paso a saludarte.” Me hará reproches, piensa Laurence; es verdad que lo ha descuidado desde que terminó el verano; hubo que abrir la casa, enseñar a Goya, Louise tuvo bronquitis. Ya pasaron dieciocho meses desde esa fiesta en Publinf donde, tradicionalmente, ni esposos ni esposas son admitidos. Bailaron mucho juntos —baila muy bien — , se besaron y el milagro se repitió: ese fuego en sus venas, ese vértigo. De allí fueron a su casa, de donde ella

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salió al am anecer, fingiendo estar borracha

aunque no

había bebido una gota: nunca bebe— , sin remordimientos porque Jean-Charles no io sabría nunca y la aventura no habría de repetirse. Después, ¡cuánta agitación! M e perse­ guía, lloraba, yo cedía, él rompía, yo sufría, buscaba por todos lados el pequeño Alfa Romeo rojo, me colgaba del teléfono, él volvía, suplicaba: abandona a tu marido, nunca, nunca, pero te amo, me insultaba, me dejaba de nuevo, yo esperaba, esperaba, me desesperaba, nos encon­ trábamos otra vez, qué felicidad, he sufrido tanto sin ti, y yo sin t i : confiésale todo a tu marido, nunca... Todas esas idas y venidas para terminar siempre en lo mismo... — Precisam ente, necesitaba tu opinión —dice Laurence— . ¿Cuál de los dos provectos prefieres? Lucien se inclina por encima de su hombro. Examina las dos fotos: ella está conmovida por su aire reflexivo. — No es fácil decidir. Se basan en motivaciones comple­ tamente diferentes. — ¿Cuáles son las más eficaces? — No conozco ninguna estadística persuasiva. Confía en tu olfato. Posa una mano en el hombro de Laurence: “ ¿Cuándo cenamos juntos? — Jean-Charles se va a Rousillon con Vergne dentro de ocho días. — ¡Ocho días! — ¡Qué levam os a hacer! Tengo preocupaciones en casa: a causa de mi hija. — No veo la relación. — Y o la veo.

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Discusión demasiado conocida: no quieres verme más, pues sí, quiero, comprende, comprendo demasiado... (¿Es que en este preciso instante, en otro rincón de la galaxia, otro Luden, otra Laurence dicen las mismas palabras? En todo caso, qué duda cabe, en despachos, en alcobas, en cafés de París, Londres, Roma, Nueva Y ork, Tokio, hasta quizá de Moscú.) — Tomemos algo juntos mañana por la tarde, a la salida. ¿Te parece bien? La mira con aire de reproche: — No puedo hacer otra cosa. Se va enfadado; es una pena. El ha hecho un serio es­ fuerzo por aceptar la situación. Sabe que ella no se divor­ ciará nunca y él ya no amenaza con romper. Se adapta a to­ do, o a casi todo. Ella siente apego por él: la descansa de Jean-Charles; tan diferente: el agua y el fuego. A él le gustan las novelas que cuentan historias, los recuerdos de infancia, le gusta hacer preguntas, le gusta caminar sin objeto. Y además, bajo su mirada se siente preciosa. Pre­ ciosa: se deja caer en la trampa. Creemos tener apego a un hombre, piensa Laurence: tenemos apego a cierta idea de nosotros mismos, a una ilusión de libertad, o de imprevis­ to, a espejismos. (¿Será cierto, o será el oficio que me de­ forma?) Termina de redactar su texto. Finalm ente, ha elegido a la mujer joven con la bata muy tenue. Cierra el despacho, sube a su coche; mientras se pone los guantes y se cambia de zapatos, una especie de alegría se apodera de ella. Ya está con el pensamiento en la calle de la Universi­ dad, en el apartamento lleno de libros e impregnado de un fuerte olor a tabaco. Por desgracia, nunca se queda dema-

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sudo tiempo. Es a su padre a quien más quiere —a quien más quiere en el mundo— , pero ve bastante más a menudo a Dominique. Asi es toda mi vida: quería a mi padre, pero mi madre me ha formado. “ ¡C erdo!” Vaciló una fracción de segundo y el gordo le ha birlado el sitio. Dar de nuevo la vuelta por esas callejuelas de una sola dirección donde a un lado y a otro los parachoques se tocan. Estacionamientos subterráneos, centros urbanos de cuatro plantas, ciudad técnica por deba­ jo del lecho del Sena: dentro de diez años. Yo también perferiría vivir dentro de diez años. ¡Por fin un sitio! Cien metros a pie, y el mundo se transforma: la portería a la antigua, con una cortina plisada y olores de cocina, un patio silencioso, una escalera de piedra que hay que subir y que resuena bajo los pasos. — Cada vez es más imposible estacionar. — A quién se lo dices. Con su padre, las mismas trivialidades no son triviales: a causa de ese fulgor cómplice en sus ojos. Ambos tienen el gusto de la complicidad: esos instantes durante los cuales se sienten tan próximos como si vivieran únicamente el uno para el otro. La luz brilla, maliciosa, cuando después de haberla hecho sentar y haberle servido un jugo de naranja, él le pregunta: — ¿Y tu madre? — Muy bien. — ¿A quién imita en este momento? Entre los dos se ha convertido en un estribillo la pre­ gunta que hacia Freud a propósito de una histérica. El hecho es que Dominique imita siempre a alguien. — Ahora creo que a Jacqueline Verdelet. Se peina como

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ella y ha abandonado a Cardin por Balenciaga. —-f Frecuenta a los Verdelet? Esa chusma... Es verdad que nunca ha vacilado en tratar a quien fuere... ¿Le hablaste de Serge? —No quiere hacer nada por él. —Me lo temía. — No parece adorar a mi tío y a mi tía. Los llama Filemón y Baucis... — No es muy exacto. Creo que mi hermana no se hace ya demasiadas ilusiones sobre Bernard. Y a no lo quiere con amor. - ¿ Y él? —Él nunca se ha dado cuenta de su valor verdadero. Querer con amor; valor verdadero. Para él esas palabras tienen un sentido. Ha querido a Dominique con amor. ¿Y a quién más? Ser querida por é l: ¿es que hay una m ujer que haya sabido ser digna de su padre? N o. sin duda. En ese caso, no tendría en las comisuras de los labios esas dos líneas escépticas. —Las personas me sorprenden siempre —continúa— . Bernard es contrario al régimen y le parece natural que su hijo quiera entrar en la O .R.T.F.', que es un feudo del gobierno. Y o debo de ser un viejo idealista impenitente: siempre he tratado de vivir de acuerdo con mis principios. ¡Pues yo no tengo principios! —dice Laurence con pesar. No haces ostentación de ellos, pero eres muy recta, y eso vale más que lo contrario — dice su padre con ardor. Ella ríe, bebe un trago de zumo de naranja, se siente Organísation de la Radio Téiévision Franc^ise.

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bien- Por un elogio de su padre, ¿qué no daría? Incapaz de un compromiso, de una maniobra, indiferente al dinero: único. Hurga en sus discos. No hay equipo de alta fidelidad, pero sí un buen número de discos elegidos con amor. — Te voy a hacer oír algo admirable: una nueva graba* cion de La coron ación de P opca. Laurence trata de concentrarse. Una m ujer se despide de su patria, desús amigos. Es muy hermoso. M ira a su padre: ¡poder recogerse como él! Lo que ha creído encontrar en Jean-Charles, en Lud en, sólo él lo posee: en su rostro, un reflejo de lo infinito. Ser para sí mismo una presencia amiga; ser un hogar que irradia calor. M e doy el lujo de tener remordimientos, me reprocho descuidarlo, pero soy yo quien tiene necesidad de él. Lo m ira, y se pregunta cuál es su secreto y si alguna vez lo descubrirá. No escucha. Desde hace mucho tiempo la música no le dice nada. Lo patético de M onteverdi, lo trágico de Beethoven hacen alusión a dolores que nunca ha padecido: plenos y domina­ dos, ardientes. Ha conocido algunos agrios desgarramien­ tos, cierta irritación, cierta desolación, turbación, vacío, tedio: sobre todo, tedio. No se canta el tedio... — Sí, es magnífico — dice con voz ferviente. (Diga lo que piensa, decía la señorita Houchet. Pero ni siquiera con su padre es posible. Decimos lo que las perso­ nas esperan de nosotros.) — Estaba seguro de que te gustaría. ¿Pongo la con­ tinuación? — Esta tarde, no. Quisiera pedirte un consejo. A propósi­ to de Catherine.

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En seguida atento, acogedor y sin conocer de antem ano la respuesta. Cuando ella ha term inado de hablar, él re­ flexiona. — Entre Jean-Charles y tú, ¿todo sigue bien? Pregunta pertinente. Quizá yo no habría llorado tanto por los niños judíos asesinados si no hubiera habido en casa esos pesados silencios. — Todo va perfectamente.

—Contestas muy pronto. —Es verdad, estamos muy bien. Yo no tengo su dinamismo, pero justamente, para las niñas, eso equilibra la atmósfera de la casa. A menos que yo esté demasiado distraída. — ¿A causa de tu trabajo? — No. Tengo la impresión de ser distraída en general. Pero con las niñas, no lo creo. Su padre calla. Ella pregunta: — ¿Q ué puedo contestarle a Catherine? — No hay nada que contestar. Una vez que la cuestión se ha planteado, no hay nada que contestar. — Pero debo contestarle. ¿Por qué existim os? Bueno, eso es abstracto, es m etafísica; esa pregunta no me inquie­ ta mucho. Pero la desgracia: es algo desgarrador para una niña. — A través de la desgracia misma se puede encontrar la alegría. Pero a una niña de diez años, confieso que no es fácil convencerla de ello. — ¿Entonces? — Entonces trataría de hablar con ella y de comprender lo que la perturba. Después, te diré lo que pienso. Laurence se pone de pie:

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— Hay que irse. \ a es hora.

Quizá papá sea más diestro que Jean-Charles y que yo. se diceLaurence. Sabe hablar a los niños: con todo el mundo encuentra el tono justo. E inventa regalos encantadores. Uega al apartamento, saca del bolsillo un cilindro de cartón, con aros de estrías brillantes, que parece un gi­ gantesco caramelo de manzana. Una tras otra, Louise, Catherine, Laurence pegan el ojo a uno de los extremos: encantamiento de los colores y de las formas que se hacen, se deshacen, pestañean y se multiplican en la fugaz simetría de un octógono. Un calidoscopio sin nada dentro; el mundo le suministra la materia: las dalias, las alfombras, las cortinas, los libros. Jean-Charles mira también. — No poco servicio le haría a un dibujante de telas o de papeles para decorar casas —dice— . Diez ideas en un minuto. Laurence sirve la sopa, que su padre toma sin comenta­ rio ( “ Vosotros no coméis, sólo os alimentáis” , le dijo un día; ella es tan indiferente como Jean-Charles a los placeres de la mesa.) Su padre cuenta a las niñas historias que las divierten y, sin dar la impresión de hacerlo, las interroga. Debe ser bastante extraño pasear por la luna. ¿Os gustaría ir? No, de ningún modo; si uno fuera, por lo que se sabe, no sería más peligroso que tomar un avión. El hombre del espacio no las ha dejado boquiabiertas; en la televisión les pareció más bien torpe; habían leído ya todo lo que hizo, en las historietas, y hasta la de un aterrizaje en la luna; lo que las asombra es que todavía no hayan podido desembarcar allí. Les gustaría mucho conocer a esos

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hombres, a esos superhombres, a esos infrahombres de quienes les ha hablado su padre, que viven en otros planetas. Los describen, se quitan la palabra, excitadas por el ruido de sus propias voces, la presencia del abuelo y el fasto, relativo, de la comida. ¿Estudian astronomía en el liceo? No. Pero se divierten bastante, dice Louise. Catherine habla de su amiga Brigitte, que tiene un año más que ella, que es tan inteligente, de su profesora de francés, que es un poco tonta. ¿Por qué tonta? Dice tonterías. No pueden arrancarle nada más. Mientras se hartan de helado de piña, suplican a su abuelo que las lleve un domingo a pasear en coche, como les ha prometido. Los castillos del Loira, aquellos de los que se habla en la historia de Francia... — ¿No piensa usted que Laurence se inquieta por nada? —pregunta Jean-Charles cuando quedan los tres solos— . A la edad de Catherine, todos los niños inteligentes se plantean problemas. — ¿Pero por qué ese problema? —dice Laurence— . Tiene una vida muy protegida. — ¿Qué vida protegida hay ahora con los diarios, la televisión, el cine? —dice su padre. —Yo no permito que vean sin más ni la televisión — dice Laurence— . Y aquí no dejamos que lean los periódicos. En efecto, le ha prohibido a Catherine que los lea; le ha explicado, con ejemplos, que cuando uno es ignorante, corre el peligro de comprenderlo todo al revés; y que los diarios mienten mucho. — Pero aunque quieras, no puedes fiscalizarlo todo. ¿Conoces a su nueva amiguita? -N o .

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— Dile que la traiga. T rata de saber de qué habla con ella. — En todo caso, Catherine es alegre, sana, y muy estu­ diosa — dice Jean-C harles— . No se debe tomar a lo trágico una pequeña crisis de sensibilidad. Laurence querría pensar que Jean-C harles tiene razón. Cuando va a besarlas en su dorm itorio, las pequeñas saltan en sus camas y dan volteretas, riendo a carcajadas. Laurence ríe con ellas, las arropa. Pero recuerda la expresión ansiosa de Catherine. ¿Quién es Brigitte? Aunque no representara ningún papel en este asunto, hubiera debido preguntár­ melo. Se me escapan demasiadas cosas. Vuelve al estudio. Su padre y Jean-Charles han entablado una de esas discusiones que los enfrentan todos los miércoles. — Pues no, los hombres no han perdido sus raíces —dice Jean-Charles con impaciencia— . Lo nuevo es que se han arraigado en todo el planeta. — No están en ninguna parte estando en todas. Nunca se ha viajado tan mal. — Usted querría que un viaje fuera un exilio. Pero ahora la tierra no es más que un solo país. Hoy nos sorprende que para ir de un lado a otro se necesite tiempo. Jean-Charles mira a Laurence. — ¿T e acuerdas de nuestra última vuelta de Nueva York ? Estamos de tal manera habituados a los jets que siete horas de vuelo nos parecieron una eternidad. — Proust dice lo mismo a propósito del teléfono. ¿No se acuerdan? Cuando llama a su abuela, desde Donciéres. Observa que el milagro de esa voz a distancia se le ha hecho tan familiar que le irrita la espera. — No me acuerdo — dice Jean-Charles.

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— A los jóvenes de esta generación les parece normal que uno se pasee por el espacio. Ya nada sorprende a nadie. Muy pronto la técnica se nos aparecerá como la naturaleza misma y viviremos en un mundo perfec­ tamente inhumano. — ¿Porqué inhumano? El hombre cambiará de manera de ser. No es posible encerrarlo en un concepto inmutable. Pero el ocio le permitirá recobrar esos valores a los que usted se apega tanto: el individuo, el arte. —No va por ese camino. — ¡Pues sí! Mire usted el arte decorativo; mire la arquitectura. Ya lo-funcional no satisface. Volvemos a cierto barroco, es decir, a valores estéticos. ¿Paraqué?, piensa Laurence. De todos modos, el tiempo no transcurrirá ni más rápida ni más lentamente. Jean-Charles vive ya en 1985, papá siente nostalgias de 1925. Al menos, habla de un mundo que ha existido, que ha amado: Jean-Charles habla de un porvenir que tal vez no se realizará nunca. * —Confiese que no se puede encontrar nada más feo que el paisaje ferroviario de antes —dice— . Ahora la S.N .C.F. y la E.D.F! hacen un esfuerzo notable para salvaguardar la belleza de los lugares franceses. — Un esfuerzo poco feliz. — Pues no. Jean-Charles enumera estaciones, centrales eléctricas perfectamente adaptadas a su entorno. En esas dispu­ tas, sale siempre vencedor porque enumera hechos. Laurence sonríe a su padre. Este ha optado por caSociété Nationale des Chemins de Fer FranQiise y Eléctricíté de France.

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liarse, pero el fulgor de sus ojos, el pliegue de su boca indican que consen a sus convicciones. Se va, piensa Laurence. y tampoco esta vez se habrá aprovechado de él como debiera. ¿Qué anda mal en mí? Siempre pienso en otra cosa. — Tu padre es el tipo de hombre que se niega a entrar en el siglo X X — dice Jean-Charles una hora más tarde. — Tú vives en el siglo X X I —dice Laurence, sonriendo. Se instala en su mesa de trabajo. Debe examinar en pro­ fundidad las recientes encuestas que Luden ha encargado; abre el legajo. Es fastidioso, hasta deprimente. Lo liso, lo brillante, lo lustroso, sueño de resbalamiento, de perfecdon helada; valores de erotismo y valores de la infancia (inocencia), velocidad, dominio, calor, seguridad. ¿Es que todos los gustos pueden explicarse por fantasmas tan rudimentarios? ¿O es que los consumidores a quienes se interroga son especialmente retardados? Poco probable. Esos psicólogos hacen un trabajo ingrato: innumerables cuestionarios, refinamientos, astucias, y se vuelve a caer siempre en las mismas respuestas. Las personas quieren novedad, pero sin riesgo; diversión, pero que sea seria; fascinaciones, que no cuesten caro... Para ella, es siempre el mismo problema: aguijonear, sorprender tranquilizando; el producto mágico que trastornará nuestra vida sin moles­ tarla en nada. Ella pregunta: — ¿Te planteabas muchos problemas cuando eras niño? — Supongo que sí. — ;N o recuerdas cuáles? -N o . Vuelve a hundirse en su libro. Pretende haber olvidado 44 E sca ne ad o

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todo respecto de su infancia. Un padre —pequeño indus­ trial de Normandía— , dos hermanos, relaciones normales con su madre: ninguna razón para huir de su pasado. El hecho es que no habla nunca de él. Lee. Puesto que ese informe la aburre, ella también po­ dría leer. ¿Qué? Jean-Charles adora los libros que no ha­ blan de nada. ¿Comprendes? Lo que hay de formidable en estos autores nuevos es que no escriben para contar una historia; escriben por escribir, como si amontonaran pie­ dra sobre piedra por su propio placer. Ella comenzó a leer una descripción, en trescientas páginas, de un puente col­ gante ; no resistió diez minutos. Pero las novelas que le re­ comienda Luden hablan de personas, de acontecimientos tan alejados de su vida como Monteverdi. Sea. La literatura ya no me dice nada. Pero debería tratar de instruirme: ¡he llegado a ser tan ignorante! Papá decía: “ Laurence será como yo, un ratón de biblioteca.5’ Y en vez de eso... Comprende su regresión durante los primeros años de matrimonio, es un caso clásico. El amor, la maternidad, son una conmoción emocional violenta cuando una se casa muy joven y entre la inteligencia y la maternidad no se ha establecido todavía un equilibrio armonioso. M e parecía no tener ya porvenir: Jean-Charles y las pequeñas lo te­ nían, yo, no; entonces ¿para qué cultivarme? Círculo vi­ cioso: me descuidaba, me aburría, y me sentía cada vez más desposeída de mí. (Y , desde luego, su depresión obe­ decía a causas más profundas, pero no'necesitó de un psico­ analista para salir de ella; aprendió un oficio que la intere­ só» y logró recuperarse.) ¿Y ahora? El problema es otro: me falta tiempo; buscar ideas, redactar slogans, todo eso la ¿jota, y parecen extremadamente orgullosos por ello (aunque cada cual habría preferirlo que el otro hubiese fracasado). Llenan las copas. — ¡Feliz año! — Feliz año. Los vasos se entrechocan, besos, risas y bajo las venta ñas estalla el concierto de las bocinas. — ¡Qué ruido tan horrible! —dice Laurence. — Les han concedido cinco minutos, como a chicos que tienen absoluta necesidad de armar barullo entre dos clases — dice su padre— . Y son adultos civilizados. — Y bien, hay que señalar la entrada del año —dice Hubert. Abren las otras dos botellas, van a buscar los paquetes acumulados detrás de un canapé, hacen saltar los hilos dorados, desatan los lazos, despliegan los papeles de colores brillantes, estampados de estrellas y de abetos, espiándose los unos a los otros con el rabillo del ojo para saber quién gana en ese p o tla tc h '. “ Nosotros” , com­ prueba Laurence. Han encontrado para Dufréne un reloj que marca la hora de Francia y de todos los países del Palabra que para los indios norteamericanos noot.ka significa don y que designa la costumbre de hacerse mutuamente regalos entre parientes y amigos.

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mundo; para su padre. un precioso teléfono, copia de uno antiguo. que irá muy bien con los viejos quinqués. Los demás regalos son menos originales, menos refinados. Dufrcne ha buscado por el lado de los ‘ 'chirimbolos’ \ Le ha regalado a Jean-Charles un venusik —corazón perpetuo que emite setenta ylop por minuto— y a Laurence un tranüondra que ella no se atreverá jamás a fijar en el volante de su automóvil si es que en verdad imita el canto de la alondra. Jean-Charles está encantado: los aparatos que no sirven para nada, los aparatos que nada dicen, son su hobby. Ella ha recibido también guantes, perfumes, pañuelos de seda, y cada cual se extasía, lanza exclamaciones de júbilo, agradece. — Tomad los platos y cubiertos, serviros, instalaros —dice Marthe. Voces confusas, ruido de vajilla; es delicioso servirse uno mismo. Laurencc escucha la voz de su padre: — ¿No lo sabíais? Hay que entibiar el vino después de haberlo descorchado, no antes. — Es excelente. —Jean-Charles lo ha elegido. — Sí, conozco un vendedor bastante bueno. A Jcan-Chai les le puede parecer de primer orden un vino cualquiera con marcado gusto a corcho, pero se las da de entendido como todos los demás. Ella vacía una copa de champaña. Ríen, hacen bromas, A juicio de ella, no son bromas graciosas. El año pasado... Pues bien, tampoco se había divertido el año pasado, pero lo había simulado. Este año no tiene ganas de hacer el esfuerzo. A la larga, es cansado. Y el año pasado pensaba en

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Luden: una especie de coartada. Pensaba que había alguien con quien le hubiera gustado estar: echarle de menos era una llamita romántica que la hacía entrar en calor. Ahora ni siquiera una añoranza. ¿Por qué había decidido hacer el vacío en su vida, ahorrar tiempo, fuerzas, aligerarse el corazón, en tanto que no sabía qué hacer de su tiempo, de sus fuerzas, de su corazón? ¿Una vida demasiado llena? ¿Demasiado vacía? Llena de cosas vacías, ¡qué confusión! — A pesar de todo, examinad el perfil de muchas vidas de Capricornio, de muchas vidas de Géminis: en el interior de cada grupo hay analogías perturbadoras —dice Vuillenot. — Científicamente, no está excluido que los astros in­ tuyan en nuestro destino —dice Dufréne. — ¡Vam os! La verdad es que nuestra época es tan prosaicamente positivista que la gente, como compensa­ ción, necesita lo maravilloso. Se construyen máquinas electrónicas y se lee Planéte. La vehemencia de su padre regocija a Laurence; ¡se ha conservado tan joven!, es el más joven de todos. — Es verdad — dice M arthe— . Yo prefiero leer los Evangelios y creer en los misterios de la religión. — Hasta en la religión se pierde el sentido del misterio —dice la señora Vuillenot— . M e parece verdaderamente lamentable que se diga la misa en francés, y por añadidura con música moderna. — A h , en eso no estoy de acuerdo —dice la voz inspirada de M arthe— . La Iglesia debe vivir con su tiempo.

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— Hasta cierto punto. Se alejan y prosiguen a media vuz una discusión que oídos profanos no deben escuchar. Giséle Dufréne pregunta: — ¿Visteis ayer, en televisión, la retrospectiva del año? — Sí — dice Laurence— ; parece que hemos vivido un año terrible, yo no me había dado cuenta de ello. —Son todos así y uno nunca se da cuenta — dice Dufréne. Vemos las A ctu alidades, las fotos de M a tc h , y las olvidamos a medida que las vemos. Cuando se nos apare­ cen todas juntas, nos sorprenden un poco. Cadáveres sangrientos de Blancos, de Negros, autobuses volcados en las zanjas, veinticinco niños muertos, otros despedaza­ dos, incendios, armazones de aviones estrellados, ciento diez pasajeros muertos de golpe, ciclones, inundaciones, países enteros devastados, pueblos en llamas, motines raciales, guerras locales, desfiles de refugiados reducidos a la idiotez. Era algo tan lúgubre que al final daban casi ganas de reír. Es verdad que a todas esas catástrofes asistimos confortablemente instalados en nuestra decora­ ción familiar y no es verdad que el mundo se introduz­ ca en ella: sólo percibimos imágenes, muy bien reflejadas en la pequeña pantalla, pero que carecen de su magni­ tud real. Me pregunto qué pensarán dentro de veinte años de una película sobre Francia en esos veinte años — dice Laurence. Bajo ciertos aspectos, hará sonreír como todas las anticipaciones dice Jean-Charles— . Pero en general, es

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cieno. Contrastando con esos desastres, se les ha mostrado Francia dentro de veinte años. Triunfo del urbanismo: por todas partes ciudades radiantes que se parecen, a ciento veinte metros de altura, a colmenas, a hormigue­ ros, pero chorreando sol. Autopistas, laboratorios, facul­ tades. El único inconveniente, ha explicado el comenta­ rista, es que los franceses, hundidos bajo el peso de tal abundancia, corren el riesgo de perder toda energía. Se les ha mostrado, pasados en cámara lenta, a jóvenes in­ dolentes que no se tomaban ni siquiera la molestia de poner un pie delante de otro. Laurcnce escucha la voz de su padre: — En general, al cabo de cinco años, o hasta de uno, nos damos cuenta deque los planificadores y demás profetas se han equivocado completamente. Jean-Charles lo mira con un aire de superioridad un poco cansada: — ¿Es que usted no sabe que en este momento la previsión del futuro se halla a punto de convertirse en una ciencia exacta? ¿Nunca ha oído hablar de la Rand C orporation ? -N o . — Es un organismo norteamericano dotado de recur­ sos extraordinarios. Interroga a los especialistas de cada disciplina y hace un cálculo de probabilidades. M i­ llares de sabios de todo el mundo participan en ese tra­ bajo. A Laurence la irrita ese aire de superioridad. — En todo caso, cuando nos cuentan que a los franceses no les faltará nada... No se necesita consultar a millares 156

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de especialistas para saber que dentro de veinte años la mayoría no tendrá aún cuartos de baño puesto que en casi todas las H .L .M .1 no han instalado sino un mismo cuarto que sirve de cocina y de baño. Aquel detalle la escandalizó cuando Jean-Charles le expuso su proyecto de viviendas prefabricadas. — ¿Y por qué no habrá cuartos de baño? — pregunta Thérése Vuillenot. — Las tuberías cuestan muy caras y eso haría subir el precio de las viviendas —dice Jean-Charles. — ¿Y si se disminuyeran los beneficios? — Querida, si los beneficios disminuyeran demasiado, a nadie le interesaría construir —dice Vuillenot. Su mujer lo mira sin amabilidad. Cuatro parejas jó ­ venes: ¿y quién ama a quién? ¿Por qué se amará a Hubert, o a Dufréne, por qué se amará a quien sea, pasada la primera llamarada sexual? Laurehce vacía una tras otra dos copas de champaña. Dufréne explica que en los negocios de esa clase es difícil trazar una frontera entre la estafa y la especulación. Uno está acorralado en la ilegalidad. —Pero es muy inquietante lo que usted dice — inter­ viene Hubert. Parece inútilmente consternado. Laurence cambia con su padre una sonrisa divertida. —No puedo creerlo —dice él— . Si uno se propone ser honesto, debe de haber sin duda algún medio para ello. — A condición de ocuparse de otra cosa. Marthe ha vuelto a poner un disco. Bailan de nuevo; Laurence intenta enseñarle el je r k a H ubert; éste se apliHabitúSions a loyer Moderé Viviendas de renta limitada

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ca, pierde el aliento. Los demás los miran con aire burlón. Ella interrumpe bruscamente la lección y se acerca a su padre, que discute con los Dufrene. “ “ Pasado de moda” : no tenéis otra palabra en la boca. El humanismo está pasado de moda. La novela clásica está pasada de moda. Pero cuando yo defiendo a Balzac y al humanismo sigo quizá la moda del mañana. Ahora vosotros escupís sobre lo abstracto. Por lo tanto, yo os adelantaba hace diez años cuando me negaba a tomarlo en serio. No. Hay cosas que son mucho más que las modas: los valores, las verdades. Lo que él dice, ella lo ha pensado a menudo: en fin, no lo pensaba con esas palabras, pero ahora que él las dice ella las reconoce como suyas. Cree en los valores, en las verdades que resisten a las modas. ¿Pero en cuáles, precisamente? Lo abstracto ya no se vende; pero lo figurativo tampo­ co, crisis de la pintura, pero qué quiere usted, ha habido tanta inflación. La machaconería de siempre. Laurence se aburre. Tengo ganas de proponerles un test, piensa. Usted tiene un seguro contra terceros, un ciclista se echa bajo sus ruedad: o bien mata al ciclista o hace trizas el coche. /Quién elegiría sinceramente pagar ochocientos mil francos para salvar la vida de un desconocido? Papá, evidentemente. ¿M arthe? Tengo mis dudas; de todas maneras, ella no es más que un instrumento en las manos de Dios: si Dios ha decidido llamar a Él a ese pobre muchacho... /Los demás? Si tuvieran el reflejo de evitar al infeliz, estoy segura de que inmediatamente lo deplo­ rarían. ‘ ‘Jean-Charles no bromeaba.” ¿Cuántas veces se

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ha repetido esta frase durante la semana? Se la repite toda­ vía. ¿Es que soy una anormal? Una ansiosa, una angustia­ da: ¿qué tendré yo que ellos no tengan? M e importa un bledo ese pelirrojo, y me sería odioso haberlo aplastado. Es la influencia de papá. Para él nada vale tanto como la vida humana, aun considerando a los hombres miserables. Y el dinero no le importa. A mí, sí. Pero menos que a todos ellos. Presta oídos porque su padre es quien habla: esa noche es­ tá mucho menos taciturno que en las fiestas de otros años. — ¡El complejo de castración! Eso no explica nada a fuerza de querer explicarlo todo. Imagino a un psiquiatra que va a asistir a un condenado a muerte la mañana de la ejecución, y al encontrarlo llorando le dice: ¡qué complejo de castración! Se ríen, continúan la discusión. — ¿Buscas una idea? ¿Para qué nuevo producto? Su padre le sonríe. — N o, soñaba despierta. Tantas historias de dinero me aburren. — T e comprendo. Creen sinceramente que el dinero hace la felicidad. — Sin embargo nos ayuda a ser felices. — Ni siquiera estoy seguro de eso. — Se sienta al lado de ella— : Nunca te veo. — M e he ocupado mucho de Dominique. —Está menos vehemente que antes. — Es la depresión. - ¿ Y tú? -¿ Y o ? — ¿Cómo estás tú?

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— El período de las fiestas es muy cansado. Muy pronto será la exposición de ropa blanca. —No sabes lo que he pensado: deberíamos hacer un viajecito los dos. — ¿Los dos? Viejo sueño nunca realizado; antes era demasiado joven, y después se interpusieron Jean-Charles y las niñas. —Tengo vacaciones en febrero y quisiera aprovecharlas para ir de nuevo a Grecia. ¿No podrías arreglártelas para venir conmigo? Una súbita alegría como un fuego artificial. Es fácil, en febrero, obtener quince días de licencia, y tengo dinero propio. ¿Pero es que los sueños se realizan alguna vez? —Si las niñas se encuentran bien, si todo va bien, qui­ zá pueda arreglármelas. Pero me parece demasiado her­ moso... — ¡Tratarás! —Por supuesto. Trataré. Quince días. Por fin tendré tiempo de hacerle esas pre­ guntas, de obtener las respuestas que están en suspenso desde hace tantos años. Conoceré el gusto de su vida. Comprenderé el secreto que lo hace tan diferente de todos y de mí misma, capaz de suscitar ese amor que yo siento por él solamente. —Haré que todo salga bien. Pero tú, ¿no cambiarás de opinión? —Cruz de madera, cruz de hierro, me caiga muerto si no es cierto —dice él con solemnidad, como cuando ella era pequeña.

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IV Recuerdo una película de Buñuel que a ninguno de no­ sotros nos había gustado. Y sin embargo, desde hace algún tiempo me obsesiona. Encerrados en un círculo mágico, las personas repetían por azar un momento de su pasado; reanudaban el hilo del tiempo y evitaban la celada en que, sin saberlo, habían caído. (Es verdad que poco después volvían a caer.) Yo también quisiera volver atrás, eludir las emboscadas, triunfar en lo que fracasé. ¿En qué he fracasado? Ni siquiera lo sé. Me faltan las palabras para quejarme o para lamentar. Pero este nudo en la garganta me impide comer. Recomencemos. M e sobra el tiempo. He cerrado las cortinas. Acostada, con los ojos cerrados, recapitularé ese viaje imagen por imagen, palabra por palabra. Esa explosión de alegría cuando me preguntó: “ ¿Quieres venir a Grecia conmigo?” A pesar de todo vacilaba, Jean-Charles me impulsó a hacerlo. Le parecía deprimida. Y además, yo había acabado por aceptar que Catherine viera a una psicóloga: pensaba que mi ausencia facilitaría las relaciones entre ellas. “ Ir a Atenas en Caravelle es con todo una lástima” , decía papá. A mí me gustan los reactores. El avión salta brutalmente hacia el cielo, lo oigo reventar las paredes de

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mi prisión; mi estrecha vida cernida por millones de de las que todo ignoro. Las grandes urbanizaciones ** las casas pequeñas se borran, sobrevuelo todas las cerca./ librada de la pesantez: por encima de mi cabeza se
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