Bazzana, Kevin - Vida y Arte de Glenn Gould

May 12, 2018 | Author: quandoegoteascipiam | Category: Toronto, Canada, United Kingdom, Johann Sebastian Bach, Piano
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Descripción: Kevin Bazzana - Vida y arte de Glenn Gould Objeto de un culto a la personalidad comparable a los de James ...

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Kevin Bazzana vive en Brentwood Bay, Columbia Británica, Canadá. Es doctor en Musicología por la Universidad de Berkeley (California) y autor de Glenn Gould: The Perform er in the Work (1997). Próximamente publicará la biografía del pianista y compositor húngaro-americano Ervin Nyiregyházi. Vida y arte de Glenn Gould ha sido traducido a seis idiomas y ha recibido los premios Toronto Book Award y ASCAP-Deems Taylor Award a la mejor biografía musical.

O bjeto de un culto a la personalidad comparable a los de James Dean o Elvis Presley, la vida y la obra de Glenn Gould han recibido una atención postuma sin precedentes, fruto en gran parte de los numerosos interrogan­ tes que suscita su excéntrica personalidad, inasequible a los tópicos, rodeada de misterio, hipocondríaca y aparentemente asexuada. Por otro lado, el lugar que ocupa entre los grandes intérpretes de piano parece cada vez más sólido, a medida que las nuevas generaciones descubren su obra sin los estorbos del bagaje crítico que la acompañaba mientras estaba vivo. Interpretaciones únicas e irrepetibles como las suyas siempre sonarán novedosas, nada convencionales, y por eso conservan intacto su poder para atraer a nuevas generaciones de melómanos. Éstas y otras cuestiones se analizan en este libro de éxito internacional y merecedor de varios pre­ mios, que constituye el estudio definitivo sobre el singular pianista cana­ diense. Veinte años de investigación exhaustiva y acceso sin restricciones a los papeles y el entorno de Gould han permitido a Kevin Bazzana revelar datos inéditos sobre su historia familiar, sentimental y sexual, así como sobre la extraña enfermedad que afectó a sus manos en los últimos años de su vida. El resultado es un intenso retrato vital y artístico de uno de los más grandes intérpretes de todos los tiempos.

KEVIN BAZZANA

Vida y arte de

GLENN GOULD Traducción Eugenia Vázquez Nacarino y Miguel Martínez-Lage

TURNER MÚSICA

Primera edición en castellano: enero 2007 Título original: Wondrous Strange. The L ife and A rt o f Glenn Gould Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de la obra ni su tratamiento o transmisión por cualquier medio o método sin la autorización escrita de la editorial. © 2003 Kevin Bazzana © de la traducción: Eugenia Vázquez Nacarino y Miguel Martínez-Lage De esta edición: © Turner Publicaciones S. L. Rafael Calvo, 42 28010 Madrid www.tumerlibros.com ISBN-13: 978-84-7506-736-0 Ilustración de cubierta: © AKG /Album

Depósito legal: M. 3.998-2007 Printed in Spain

A Sharon, Sophie y Blossom, m i familia

ÍNDICE

Postludio (en forma de P re lu d io ).......................................... Una vida postuma ‘ Primera parte.......................................................................... El chico de The Beach El prodigio, 1932-1947 Segunda parte......................................................................... Tesoro nacional El joven profesional, 1947-1954 Tercera parte........................................................................... Actor de vodevil De gira, 1955-1964 Cuarta parte............................................................................ Un hombre del Renacimiento Una vocación más exigente, 1964-1975 Quinta parte........................................................................... Retrato del artista Sexta parte............................................................................. El último puritano Transición, 1975-1982 Notas sobre las fuentes y agradecimientos............................ Notas...... ................................................................................ índice onomástico..................................................................

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97

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255

337 429

513 533 551

POSTLUDIO (E N FORMA D E PR E L U D IO )

UNA VIDA POSTUMA

Página anterior: lafamosa silla plegable de Gould y su Steinway de ensayo en la sala de estar de su apartamento de Toronto poco después de su muerte. (Fotografía de Lome Tulk.)

Murió, es cierto, el 4 de octubre de 1982, poco después de cumplir cincuenta años, si bien son muy pocos los intérpretes de música clásica que han seguido tan vivos después de su fallecimiento. En la aciaga tarde del 15 de octubre, en un servicio ecuménico in memo­ riam que se celebró en la iglesia más grande de Toronto, la iglesia anglicana de St. Paul, resultó ya evidente que el afecto que susci­ taba Glenn Gould era profundo, y que su repentina y prematura muerte había supuesto un gran impacto, una verdadera conmoción para muchas personas. El mismo dijo en cierta ocasión que le agradaría asistir a su funeral sólo por ver quién acudía, en caso de que alguien acudiera. Fueron nada menos que tres mil personas llegadas de todo el mundo: familiares, amigos, colegas, funcionarios del gobierno, admiradores. A la postre, Gould estuvo presente en su funeral y, como tenía por costumbre, fue quien dijo la última palabra. A l terminar el servicio religioso sonó el aria que cerraba su última grabación, enton­ ces muy reciente, de las Variaciones Goldbei'g, de Bach. Tocó su pro­ pio réquiem. Su muerte fue estímulo de una renovada y muy extendida demanda de sus obras, que coincidió de hecho con la irrupción del soporte c d en el mercado discográfico. La serie c b s Masterworks (que pasó a llamarse Sony Classical en 1990) comenzó a reeditar sus graba­ ciones de inmediato. Un Grammy postumo -su primer Grammy como pianista- dio sobrado testimonio de que su reputación estaba en alza. En la década de 1990, Sony Classical puso en circulación todas sus grabaciones de estudio y muchas de sus interpretaciones en con­ cierto, para la radio y la televisión, o bien rodadas en cine, en una impresionante opera omnia difundida en c d y en vídeo, y tanto c b c Records como otros sellos (incluidos no pocos sellos piratas) han puesto en circulación muchos más c d a lo largo de los años. Sus 13

grabaciones alcanzan hoy mejores cifras de ventas que cuando estaba vivo. Para cuando murió, había vendido en tom o a un cuarto de millón de discos, pero a finales del milenio había vendido cerca de dos millo­ nes de copias solamente de aquel nuevo disco de las Variaciones Goldberg. Cuando las dos grabaciones de las Variaciones Goldbei'g volvieron a comercializarse por enésima vez en 2002 con el título de Glenn Gould: A State ofWonde)' [“Un estado de asombro”], la com­ pilación llegó a ser una de las ediciones clásicas que m ejor se ven­ dieron en todo el año. “Morirse -brom eó un alto ejecutivo de Sony Classical- fue una jugada maestra, lo m ejor que pudo haber hecho en su trayectoria.” Sólo después de su muerte muchas personas comprendieron cuántas cosas más, amén de sus interpretaciones, abarcaba su legado. Las películas y los programas de televisión que hizo para prom o­ cionar sus ideas, y sus innovadores documentales radiofónicos para la cbc han gozado de una gran atención internacional. En 1984 se publicó A Glenn Gould Reader [“Una antología”],* y a ésta siguie­ ron otras compilaciones de sus escritos: artículos, guiones, cartas, entrevistas, etc. Un año antes de que se publicara Escritos críticos había salido a la calle un volumen de sus escritos varios en Francia, al cual siguieron ediciones en Alemania, Holanda, Italia, Japón, España, Suecia y Rusia. Sus muy contadas composiciones origina­ les, incluidas las pequeñas piezas para piano que escribió cuando era un adolescente, se han interpretado por el mundo entero, se han grabado y se han consagrado incluso en una edición crítica a cargo de Schott, la prestigiosa editorial alemana de música. Muchos com­ positores de altura mucho mayor harían lo que fuese con tal de reci­ bir semejantes atenciones. Desde su fallecimiento, la literatura secundaria sobre Gould ha tenido un crecimiento exponencial. H oy rivaliza con la de intérpre­ tes de música clásica tan destacados com o Callas y Toscanini, e incluso con la de algunos compositores de contrastada importan­ cia. Ha sido objeto de una vastísima literatura periódica y de doce­ nas de libros publicados en muchos países; a los ya mencionados cabe sumar otros publicados en Polonia, Finlandia, China y Dinamarca. (Y su recepción postuma ha inspirado también obras de literatura de creación.) “Canadá siempre ha tenido un clima frío para los héroes”, escribió Northrop Frye, y si bien Gould es un tesoro

* Es el único libro de Gould, con más de quinientas páginas, que ha merecido una traducción al castellano: Escritos críticos, Turner, 1989. [N. de los T.]

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nacional en su país, también es una especie de héroe -una figura reve­ renciada, estudiada, influyente-fuera del mundo anglófono. En 1980 comentó que las ventas per cápita de sus grabaciones alcanzaron el récord en Japón, seguidas por las conseguidas en Alemania. Hoy tam­ bién tiene una plétora de seguidores apasionados en Francia, Italia, Escandinavia, Rusia, Armenia, Israel, Australia o Brasil. Fue sinto­ mático que una primera Sociedad Glenn Gould se crease en Groninga, Holanda, y que los “Amigos de Glenn Gould”, con sede en Toronto y fundada en 1995, haya atraído a miembros procedentes de una cua­ rentena de países. Por espacio de medio siglo ha sido uno de los grandes atracti­ vos de Canadá para el resto del mundo. Mijail Barishnikov recono­ ció que cuando renunció a la ciudadanía soviética hallándose en Toronto en 1974 sólo sabía “con precisión tres cosas” sobre Canadá: tenía excelentes equipos de hockey sobre hielo, se cultivaba muchí­ simo trigo y era el país donde nació y vivía Glenn Gould. En 1991 me encontré con una musicóloga canadiense que acababa de regre­ sar de Viena y me mostró una fotografía que había tomado en una de las principales tiendas de música que hay en Viena, en cuyos esca­ parates, a uno y otro lado de la puerta de entrada, suelen hacerse grandes despliegues. Estábamos, recuérdese, en el gran año dedi­ cado a Mozart, el bicentenario de su muerte, a pesar de lo cual sólo uno de los escaparates estaba dedicado a él. El otro estaba consa­ grado a Gould. Fuera del mundo anglófono, a Gould a veces se le toma excesi­ vamente en serio. El documental que hizo en 1998 Radio Canadá, titu­ lado Glenn Gould: Éxtasis, es característico de su recepción en Quebec sin ir más lejos: se habla continuamente del alma, del abso­ luto, de lo incorpóreo, de las emanaciones de la luz, de la desapari­ ción de la música en su propia apariencia, etcétera. (Una cita característica es: “L ’âme est emportée, ju sq u ’à la jouissance de Dieu”.') Michel Schneider, escritor francés, también incurrió en una prosa alambicada y grandilocuente cuando escribió su Glenn Gould piano solo: “En su caso, la música es otro estado del silencio, la luz una lección de tinieblas”. Y así sucesivamente. Una vez estuve pre­ sente en una conferencia en la que un erudito parisino se propuso categorizar y analizar las peculiaridades físicas y la gestualidad ampu­ losa de Gould ante el teclado, en principio con la intención de pene­ trar más a fondo en sus interpretaciones. A manera de fértil zona de indagación para futuros estudiosos, propuso con total seriedad que se procediera a una tipología de los movimientos de cejas caracte­ rísticos de Gould. 15

La mayor parte de la literatura existente es menos barroca. Se han publicado tres grandes biografías, una “biografía para jóvenes lectores”, tres libros de fotografías y abundantes recuerdos de per­ sonas que conocieron y trataron a Gould. Existen amplias panorá­ micas de su obra, así como estudios que se centran en aspectos más concretos y libros de referencia para estudiosos de la materia: una discografía completa y un catálogo de sus papeles, adquiridos por la Biblioteca Nacional de Canadá en 1983. Prácticamente todos los aspectos de su vida, de su personalidad, de su obra y de su pensa­ miento han sido colocados en un momento u otro bajo la lente del m icroscopio, incluida su muy llamativa manía de tararear ante el teclado. Peter Ostwald, su biógrafo y psiquiatra de profesión, al tiempo que insiste en que Gould no se corresponde con ninguna categoría psicológica o clínica, reseñó que parte de su comportamiento de niño y de adolescente recordaba el síndrome de Asperger, una variante leve del autismo entre cuyos síntomas se cuentan una deficiencia más o menos acusada en toda la esfera de la socialización, rituales y rutinas obsesivos, una sensibilidad exacerbada ante los estímulos sensoriales y (a veces) una serie de dones extraordinarios en deter­ minados aspectos de la personalidad. Esta es una cuestión que pos­ teriormente ha estudiado Timothy Maloney, que tuvo la amabilidad de compartir conmigo los hallazgos de su detallada investigación, que todavía no ha publicado, aun cuando la desatinada idea de que Gould fuera autista ya ha sido aceptada y difundida, con excesivo celo y escaso fundamento, en la prensa popular. Hasta el momento, nada me ha convencido de que semejante diagnóstico realmente se corresponda con las realidades biográficas de Gould. Y tampoco creo que sea pertinente para entender a Gould en profundidad. Las atenciones postumas que ha recibido han tenido repercusión en acontecimientos públicos tanto de gran calado como en los más o menos reducidos: festivales de cine, conferencias, mesas redon­ das, exposiciones itinerantes, etcétera, por ciudades de todo el mundo. Se han celebrado cinco grandes congresos con un amplio abanico de enfoques: erudición, testimonios, ceremonias, hagiografías... En la c b c , Gould ha sido objeto de toda clase de programas especiales y de retratos tanto en radio como en televisión, sin contar los docu­ mentales sobre sus trabajos para la radio, su gira de actuaciones por Rusia y sus afinidades con “lo japonés”; la pequeña sala de con­ ciertos del Centro de Difusión de la c b c , en pleno centro de Toronto, se llama Glenn Gould Studio. La n p r, la b b c , la n h k y todas las cade­ nas importantes de Europa han emitido programas acerca de Gould 16

y de su personalismo, inconfundible estilo de “radio en contrapunto”, que ha dado lugar a no pocos imitadores. (En 1999, Edmund Morris, escritor estadounidense, reconoció que la “radio en contrapunto” había sido una importante influencia en su empleo de alter egos fic­ ticios en Dutch, su controvertida biografía de Ronald Reagan.) Gould, que tiende a suscitar una gran fascinación entre los jóvenes y los tecnófilos, es una figura de gran popularidad en Internet, donde abun­ dan las páginas de admiradores, los grupos de debate, las bases de datos y muchas cosas más. Ha sido el centro de varios proyectos hipemiediáticos e interactivos y en c d -r o m , y estoy al corriente de que hay un puñado de cursos de doctorado dedicados a su persona. En el primer aniversario de su muerte se creó una Fundación Glenn Gould, que dota y otorga un prem io trienal de Música y Comunicación. (Entre los distinguidos con el premio hasta la fecha se cuentan R. Murray Schafer, Yehudi Menuhin, Oscar Peterson, Toru Takemitsu, Yo-Yo Ma y Pierre Boulez.) Hay un parque Glenn Gould cerca del viejo edificio de viviendas en que residía, y Toronto ha decla­ rado la casa en la que vivió de niño patrimonio histórico de la ciu­ dad. Hay una beca que lleva su nombre en la Universidad de Toronto, y una Escuela Profesional Glenn Gould en el Real Conservatorio de Música. Se dio su nombre al Concurso Internacional de Piano para Piezas de Bach, celebrado en Toronto en 1985, a pesar del desdén manifiesto que tuvo siempre por cualquier modalidad de competi­ ción pianística. Correos de Canadá emitió un sello en su honor en 1999, aunque posteriormente se rechazó su candidatura a figurar en los nuevos billetes de curso legal: según sondeos llevados a cabo por el gobierno, el público lo consideraba una personalidad demasiado excéntrica, “neurótica hasta el extremo de estar seriamente perju­ dicada". Los compositores le han rendido homenajes musicales. Su nom­ bre sigue vendiendo: 0 Magnum Mysterium: In Memoriam Glenn Gould, de Alexina Louie, es una de las piezas de esta compositora que más a menudo se ejecuta en público. Sus grabaciones de las Variaciones Goldbei'g han inspirado varias transcripciones de la pieza, así como obras originales, como son las Gouldberg Variations, de Christos Hatzis. Ha sido inspiración de obras nuevas de pintores y escultores, hasta el punto de capitalizar toda una exposición, la titu­ lada The Idea of North, inaugurada en Nueva York en 1987. Los core­ ógrafos han creado piezas de danza inspiradas en su imagen y en sus grabaciones (por lo común, las Variaciones Goldberg). Poetas del mundo entero han escrito poemas sobre Gould; en 2001 se publicó un libro entero, titulado Northern Music: Poems About and Inspired 17

by Glenn Gould. Ha aparecido en relatos de escritores como Joy Williams, Lydia Davis y Joyce Carol Oates, así como en novelas: Thomas Bernhard en De?· Untei'gehet' (publicada en castellano como El malo­ grado), Richard Powers en The Gold Bug Variations [“Las variacio­ nes del escarabajo dorado”], Joe Fiorito en The Song Beneath the Ice [“La canción bajo el hielo”], Thomas Harris en El silencio de los cor­ deros (Gould era el pianista predilecto del psicópata y asesino Hannibal Lecter). También inspiró The Maestro, novela para jóvenes lectores de Tim Wynne-Jones, y una obra teatral para niños de Anne Chislett titulada Not Quite the Same [“No es exactamente lo mismo”]. La obra teatral de David Young', Glenn, que se estrenó en Toronto en 1992 y se representó en el Festival de Stratford en 1999, comprende a cua­ tro actores que retratan distintas etapas en la vida de Gould y distin­ tos aspectos psíquicos del personaje. François Girard dirigió una película, Thirty Two Short Films About Glenn Gould [“Treinta y dos cortos sobre Glenn Gould”], que se estrenó en 1993, e incluye entre­ vistas con personajes que conocieron bien a Gould, así como algunas viñetas dramatizadas.1La película cosechó una aclamación casi uni­ versal, aun cuando sea más ingenua que penetrante, una especie de macedonia de leyendas y tópicos no sujetos a examen, y estilística­ mente resulte demasiado artística, tanto que ni siquiera le sienta bien. La insistencia de Girard en la elevación más que en la humanización de su personaje - “a r t i s t a , f i l ó s o f o , lo c o , g e n io ”, decíanlos anunciosdio lugar a algunas secuencias que a mí me producen sonrojo. Se empieza a comerciar a ahora con recuerdos y objetos de Gould. Hace medio siglo dedicó una página del manuscrito de su Cuarteto para cuerdas al crítico Eric McLean: “Permítame donarle esta página especialmente emborronada, en la que se hallan los compases 226-241 de la edición crítica y revisada. Confío en que se conserve con esmero y con el debido respeto hacia una generación futura y su clamor en petición de auténticos objetos relacionados con Gould”. Era broma, por supuesto, pero esta clase de objetos hoy se venden por cantida­ des nada despreciables. En Estados Unidos, las cartas (incluso meca­ nografiadas) han alcanzado precios de venta superiores a los tres mil dólares, y una fotografía vieja, firmada, aun se puede vender por más; una composición de adolescencia, recientemente descubierta, se tasó profesionalmente en cerca de quince mil dólares, y quizás se ven­ diera por bastante más. Empieza a darse asimismo el fenómeno del “turismo Gould”. Desde su muerte, es pasmoso el número y la variedad de personas que han hecho el peregrinaje -algunos en repetidas ocasiones- hasta Toronto, y sólo por visitar lugares que guardan alguna relación con Gould. 18

La casa donde vivió en su niñez, las escuelas e institutos en que estudió, las iglesias y las salas en las que tocó, su edificio de aparta­ mentos, el hotel donde tenía un estudio, los restaurantes que fre ­ cuentaba, etcétera, han pasado a ser lugares sagrados. La de Gould es la tumba más visitada en el Cementerio de Mount Pleasant, en el que reposan muchos otros canadienses célebres. Según algunos, la suya es la tumba más visitada de todo Canadá. Los admiradores tam­ bién se han sentido atraídos por “la región de Gould”, en tom o al lago Simcoe, y por la orilla norte del lago Superior, además de visitar la Biblioteca Nacional de Canadá, no tanto para estudiar los papeles del legado Gould, sino sólo por verlos y tocarlos. Hay quienes visi­ tan la biblioteca con la esperanza de tocar su piano o de sentarse en su famosa silla plegable, que hoy se expone en una vitrina acristalada y es objeto de gran veneración. (A los responsables siempre les ha inquietado la situación en que se halla la biblioteca, por ser de hecho un museo dedicado a Gould.) En 1998, un periódico de Ottawa informó que los papeles de Gould, la colección más consul­ tada de toda la biblioteca, se hallaban en peligro de grave deterioro debido a un uso excesivo. Desde entonces se conservan también en microfilm. Gould ha inspirado un culto a la personalidad de un tipo tal como rara vez se ha visto en la música clásica desde los tiempos de Liszt y Paderewski, un tipo del cual otras figuras contemporáneas, com o James Dean y Elvis Presley, ofrecen un equivalente más ajustado. Tuvo sus seguidores incondicionales, mujeres sobre todo, desde sus primeros momentos de concertista profesional. Muchas muje­ res le escribían como si fueran amigos íntimos, y sólo porque habían “oíd o” algo que apelaba directamente a lo más profundo de su sen­ sibilidad en su form a de tocar. La mayoría de estas mujeres eran inofensivas, como aquella que le contó que había ganado competi­ ciones de petit point con copias de las fotografías suyas que apa­ recían en sus álbumes, aunque hubo algunas que buscaron a toda costa un encuentro privado e incluso le propusieron matrimonio, o bien imaginaron estrechas relaciones con él y se mostraron muy amargadas cuando él no dio muestras de reciprocidad. Una admi­ radora rechazada le escribió cartas amenazantes que él a su vez remitió a la Real Policía Montada del Canadá. Otra mujer, que decía “comunicarse con las cubiertas de sus discos”, le escribió prolíficamente ya en sus últimos años de vida para compartir con él las minucias de su vida cotidiana, porque a su decir no tenía ella a quién más escribir cartas. Algunas de hecho localizaron a Gould, con gran alarma por su parte, y su padre recordó haber tenido que echar de 19

la casa familiar a una “fan” particularmente insistente a manguerazo limpio. Nunca he visto un desfile infantil en honor de Arthur Rubinstein, y dudo mucho que nunca llegue a verlo, pero sí lo he visto en honor de Gould, y ha dejado de sorprenderme la variedad de las formas de la adulación que ha suscitado tanto en vida como después de muerto. Un estudiante de piano me envió desde Inglaterra fotografías de su espalda, en la cual se había tatuado el tema principal del Cuarteto para cuerdas de Gould, y una vez se me aseguró que era posible hallar su nombre escrito en clave cifrada en el código de la Biblia. Se ha colado en la cultura popular. ¿Qué otros profesionales de la música clásica han llegado a salir en Los Simpson? Cuando la revista Maclean’s publicó la lista de los cien canadienses más importantes de la historia, Gould quedó en el número uno entre los artistas, ade­ más de ser uno de los primeros del grupo de los siete y el número cinco en el total, por detrás de Samuel de Champlain. Una graba­ ción de Gould que contenía un preludio y una fuga de Bach figuró entre las veintisiete muestras de música de la Tierra que se incluye­ ron en la sentina de los dos Voyager lanzados al espacio en 1977, hecho de gran significación para algunos admiradores, aun cuando una canción femenina de los pigmeos y el “Johnny B. Goode” tam­ bién se incluyan en el disco. Tanto en vida como después de muerto, Gould rompió todas las reglas: una industria de recuerdos prefabricados no es el destino habitual de un intérprete de música clásica, ni viv o ni muerto. (Tam poco era eso, según reconoció él mismo, algo que en m odo alguno deseara.) Para la inmensa mayoría de los intérpretes, las grabaciones y las emisiones radiofónicas o televisivas y las filma­ ciones son elementos concurrentes de una carrera dedicada a los conciertos, y casi siempre se da el caso de que la reputación de un intérprete de primera fila, y sus ventas, y su presencia en la escena musical declinan muchas veces de form a precipitada cuando ya no está presente para generar publicidad fresca En cambio, Gould renun­ ció a la vida del concertista cuando tenía treinta y un años, y se pasó la mitad de su carrera profesional diseminando por el mundo obras nuevas a la vez que permanecía fuera del alcance de la mirada pública, manteniendo su presencia por medio de una llamativa ausen­ cia. Varias generaciones de oyentes lo han conocido sólo gracias a los medios electrónicos de difusión, de modo que no existía un público ante el cual Gould realmente pudiera desaparecer cuando murió. N o es de extrañar que de todos los intérpretes sea él quien ha mantenido un perfil muy relevante durante muchos años después de muerto. A 20

decir verdad, su vida postuma es la m ejor prueba de algunas de sus creencias predilectas sobre la validez de una carrera artística llevada a cabo en los medios electrónicos de difusión. La personalidad de Gould, qué duda cabe, ha dado pie al enorme atractivo postumo que encierra. Su excentricidad le ha otorgado ese punto de fascinación, su aislamiento le ha investido con un aura de misterio, su modestia personal lo ha convertido en un personaje ado­ rable, y su aparente asexualidad le dio un tremendo atractivo sexual entre algunas admiradoras (y no pocos admiradores), aun cuando a la vez suscitase toda suerte de especulaciones sobre su vida pri­ vada. (En un congreso celebrado en Amsterdam en 1988, una mujer escuchó armada de paciencia una sesuda conferencia sobre una de las películas de Gould, al término de la cual se puso de pie para preguntar: “¿Pero es que era gay, o qué?”) Su familia y sus amigos, así com o sus colegas, las personas que apenas lo conocieron, e incluso no pocas personas que apenas han escrito acerca de él, han sido objeto de insistentes peticiones por parte de sus muchos admiradores. ' Obviamente fue un gran pianista, estuvo sin duda entre los m ejor dotados de una manera natural en su época; eso siempre será garan­ tía de que tenga no pocos seguidores. Y fue al mismo tiempo un comunicador poderoso de interpretaciones profundamente personales, a veces sobrecogedoras, sorprendentes, subversivas, pero siempre subyugantes y divertidas, que era capaz de hacer llegar a sus oyen­ tes con una grandísima capacidad de convicción. Interpretaciones tan únicas e irrepetibles como las suyas probablemente siempre sona­ rán novedosas, nada convencionales, y por eso conservarán intacto su poder de atraer a nuevas audiencias. Las controversias que hicie­ ron de Gould un intérprete tan fascinante como enfurecedor en su día no han perdido un ápice de actualidad, aunque ahora resulten menos indignantes que en otros tiempos. Su lugar en el panteón pianístico parece cada vez más sólido, a medida que las nuevas gene­ raciones descubren su obra sin los estorbos del bagaje crítico que concurría con ella mientras estuvo vivo. Ha tenido cierta influencia en las generaciones posteriores de músicos, en especial en lo referente a Bach, aun cuando precisamente esa calidad única e irrepetible, que sigue siendo fuente de atracción para muchos admiradores, comporte que es improbable el hecho de que alguna vez llegue a tener una amplia influencia. También sus interpretaciones de Bach son en cierto modo un artefacto histó­ rico, una muestra del enfoque exacerbadamente modernista sobre una música determinada, tan propio del siglo xx; un enfoque cuyo 21

apogeo ya es cosa del pasado. Los principios de la interpretación informada históricamente son ahora mucho más influyentes que Gould: ya no es tan inevitable como fue en el mundo de Bach, aun­ que algunos pianistas, del orden de Evgeny Kissin, siguen siendo rea­ cios a abordar el repertorio de Bach por el mero hecho de que él sentó las bases del mismo. Su reputación postuma ha crecido más, si cabe, por el aura del explorador, el rebelde, el individuo al margen que sigue rodeándole a pesar de su éxito innegable en la corriente principal de la música clásica. Sus interpretaciones excéntricas, su actitud chocante en escena, su renuncia a la vida de concertista a muy temprana edad, su estilo de vida en la línea del renegado... son realidades que dan a entender una terca resistencia a la autoridad y a las convencio­ nes, todo lo cual lo convierte en una figura de un atractivo inmenso, e incluso en un m odelo a seguir, en especial para los jóvenes músi­ cos que se hallan librando ahora sus propias batallas con sus maes­ tros, con las tradiciones, con los tópicos del mundillo de la música clásica. Gould fue de una irreverencia refrescante en un negocio cuyo conservadurismo y formalismo y pretenciosidad siempre han causado rechazo en muchas personas, en especial los jóvenes. Por si fuera poco, la defensa que hizo de la tecnología de la grabación y de otros medios semejantes le dio realmente un gran relieve en calidad de artista moderno, y sus ideas siguen siendo pertinentes, siguen siendo objeto de discusión al día de hoy. A l igual que Marshall McLuhan, hizo una serie de predicciones sobre la tecnología que en los años sesenta lo llevaron a parecer un iluminado, un chiflado, pero que después de su muerte lo elevaron a la condición del visio­ nario: supo predecir algunas implicaciones de los avances tecno­ lógicos que sólo hoy, cuando ya estamos bien adentrados en la era digital, empiezan a cumplirse con todo su calado en la vida musical más normal y corriente, lo cual es tanto más notable si se piensa que sus primeras grabaciones se hicieron aún con sonido monoaural, pocos años después de terminada la era de los discos de 78 r.p.m., la introducción de la cinta m agnéticay el disco de larga duración. Una de las fuentes principales de las que emana la reputación pos­ tuma de Gould, en particular entre los legos, es la percepción de que fue mucho más que un mero pianista. Ha demostrado incluso después de muerto una sorprendente capacidad para embelesar a la gente, para adueñarse de su imaginación, a veces con la fuerza que sólo poseen las revelaciones, y más aún entre personas que carecen de ideas preconcebidas sobre la música clásica. Muchas personas 22

musicalmente analfabetas son capaces de detectar importantes dis­ cursos intelectuales y críticos en las interpretaciones de Gould, y la literatura al respecto abarca libros y artículos en los que su obra es objeto de valoración desde amplias perspectivas filosóficas, éticas, teológicas, antropológicas, políticas y demás. Gould inspira verdadera devoción entre no pocas personas, como el caso de la señora de Quebec que publicó una carta de amor a él dirigida con la extensión de un libro entero, titulado Glenn Gould: M i bello y tierno amor, repleto de poemas, dibujos y reflexiones inclasificables. En algunos frentes se le sigue recibiendo como a un gurú o un monje, un santo, un ideal platónico: la recepción postuma alcanza cotas abracadabrantes en este sentido. Yo he oído hablar de él con esa clase de “reverencia m oral” que los psicólogos han percibido en la recepción de figuras análogas, como Gandhi, cuya indiferencia por las cosas de este mundo se ha tomado siempre como prueba inequívoca de pureza y nobleza. De hecho, cuando Gould tenía quince años y acababa de dar su primer recital profesional, su padre escribió a un amigo en estos términos: Mi esposa y yo siempre hemos rezado para que la música de Glenn llegue a tocar el corazón de los hombres de tal manera que se consti­ tuya en un punto decisivo en sus vidas. En cierto modo, nuestras ple­ garias han sido atendidas. Una madre nos llamó por teléfono para contamos que su hijo, de diecinueve años de edad, había oído tocar a Glenn en octubre [de 1947], Dijo que su hijo llegó a casa después del concierto y le dy'o: “Mamá, desde hace tiempo me vienes diciendo que existe el más allá y la vida eterna. Es algo que nunca he llegado a creer, nunca, hasta oír esta noche tocar a Glenn Gould. Ahora sé que es cierto”. Seguía diciendo que el muchacho, que era muy dado a las blasfemias, no ha vuelto a blasfemar en los días siguientes al concierto. Así que también la música instrumental puede ejercer un gran poder sobre las vidas de los demás cuando cuenta con la bendición del Señor.

A pesar de toda la idolatría desprovista de la crítica elemental que concurre en la recepción de Gould, quienes profesan oír “algo” en su manera de interpretar no están locos; muy a menudo, a decir verdad, están oyendo precisamente lo que Gould se proponía comunicar. Consideraba sus interpretaciones no sólo lecturas de ciertas piezas musicales, sino documentos de su visión del mundo, e insistía en que incluso las cuestiones aparentemente más mundanas de la práctica interpretativa y de la tecnología de grabación tenían implicaciones más extensas y profundas, implicaciones en especial de orden ético. Creía que todo artista tiene una “misión moral” que cumplir, y que 23

el arte tiene un potencial enorme en la mejora de la vida humana. En calidad de intérprete apuntaba no sólo a tocar bien, sino a hacer el bien. La unidad de teoría y práctica se palpa en sus grabaciones y en el resto de su producción, incluso por parte de los no entendi­ dos, y entre sus admiradores se cuentan muchas personas que se toman en serio las ideas que perciben incrustadas en su arte. Sin embargo, persiste la urgencia de la canonización entre algu­ nos admiradores, instigada en gran medida por malentendidos de la literatura biográfica. A fin de cuentas, es más fácil sostener contra viento y marea una imagen gouldiana de autodidacta, ermitaño y puri­ tano, cuando sus biógrafos prescinden de hacer hincapié en que reci­ bió una influencia fundamental de su único profesor de piano, en que disfrutaba con la compañía de los demás, en que tuvo experiencias sexuales. Uno de los mayores inconvenientes del culto postumo ha sido la reticencia averio dentro de ninguna clase de contexto, como si cualquier estatus que no sea el de iconoclasta heroico fuera lesivo e injusto con sus logros. La ausencia más injustificable y chocante en sus biografías ha sido la de Canadá. Otto Friedrich, en el prefa­ cio de su biografía autorizada, encargada por los responsables del legado de Gould, reconoció que contractualmente estaba obligado a “tener sensibilidad y examinar con esmero, a prestar gran atención en la biografía al impacto que la nación de Canadá y la manera de vivir propia de los canadienses tuvieron en el desarrollo de Glenn Gould, en su vida y en su obra”. No obstante, Canadá terminó pasando más bien inadvertido en su libro: dedica menos del diez por ciento a los primeros veintidós años de la vida de Gould, los años en los que se forja su personalidad y su estilo pianístico, así como sus ideas esté­ ticas. A l igual que muchos, en especial fuera de Canadá, vio en Gould una entidad inclasificable que parecía salida de la pura nada en 1955, año de su debut en Nueva York. Sólo algunos autores posteriores, como el japonés Junichi Miyazawa, han sabido reconocer como es debido la importancia que tiene ese tema, la condición de canadiense que informa a Gould en tanto hombre y artista. Este ha sido, de hecho, el punto de partida en mi propia indagación biográfica, aunque mi motivación no haya sido ni mucho menos el patriotismo, sino, antes bien, la exactitud, la exhaustividad en la medida de lo posible. Cuando uno piensa en Gould, hay un antiguo proverbio, o tal vez varios, que acuden de manera natural a sus mientes: “Lo que se cría en el tuétano de la carne no sale”, o, si se prefiere, “El leopardo nunca perderá las manchas”, e incluso “La bellota jamás cae lejos del roble”. Sus orígenes desempeñaron un papel fundamental en quién era y en cómo era. A pesar de toda su originalidad, es perfectamente 24

identificable como producto del país, de la provincia, de la ciudad, del barrio mismo y de la época en que le tocó nacer y vivir. Muchos de sus admiradores parecen reacios a creer que un medio social tan aparentemente blando y provinciano como es el Toronto anglo-pro­ testante de clase media, en la época de entreguerras, haya podido generar un artista tan extraño y portentoso, a menos que la relación que mantuviera con su propia crianza fuera más bien de resisten­ cia. La verdad es que siguió siendo durante toda su vida, de una manera fundamental, un chico típico del viejo Toronto. Nunca se mar­ chó de la ciudad. Y su obra es una encamación de Canadá de manera tan inconfundible como a veces, justo es decir, poco corriente. He comenzado este libro, para entendernos, por el final, y si lo he hecho así ha sido porque hoy en día nadie llega a la obra de Gould si no atra­ viesa previamente una densa neblina de glorificaciones postumas. No obstante, para hallar los temas y los motivos que le dan pleno sen­ tido, los hilos que enlazan su vida y su obra (aunque no siempre con toda nitidez), es preciso ir más allá del culto y de la industria. Hemos de acudir en primer lugar a una calle soñolienta y de densa vegeta­ ción en el Toronto de los años de la Depresión.

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PRIM ERA PARTE

EL CHICO DE THE BEACH EL PRODIGIO, 1932-1947

Página anterior: el niño prodigio a los trece años, en su casa, en el númeiv 32 de Southwood Drive, Toronto, tocando junto a su querido peiro Nicky y su canario Mozart, el 20 defebrero de 1946. En el atril del piano: laspartitas de Bach y El clave bien temperado. Otra fotografía tomada en la misma sesión encabezaba una reseña sobre Glenn en el Toronto Daily Star del día siguiente. Acei'ca de Mozart le comentó al reportero del Star: ‘Todavía no habla, pero no hay duda de que entiende de música". (Fotografía de Gordon W. Powley. Archivos de Ontario.)

“NACÍ EN TORONTO, Y ÉSE H A SIDO MI HOGAR TODA LA VIDA.” Creció en un país pequeño: físicamente vasto, fértil, imponente, pero pequeño a fin de cuentas. Cuando nació, en 1932, Canadá ape­ nas contaba con diez millones de habitantes diseminados en una extensión de mayor superficie que toda Europa, y aunque no se tra­ tara de un país joven sí era un país inmaduro desde un punto de vista cultural, un lugar todavía en deuda con el venerable imperio que le había dado origen, en tanto que a su vez recibía cada vez mayores presiones por parte del pujante imperio, más reciente y poderoso, con el que compartía una inmensa frontera abierta. N o puede considerarse que la ciudad natal de Gould fuera pequeña -en 1932, la población de Toronto ascendía a algo más de 630.000 habi­ tantes, a los que habría que sumar cerca de 200.000 más en el área m etropolitana-, pero no era la urbe cosm opolita en la que se ha convertido hoy. Se trataba todavía de una ciudad orgullosa de su provincianismo, un pueblo de enormes proporciones, cuyos crite­ rios culturales no iban precisamente a la par de su crecimiento físico y económico. Margaret A tw ood describió en una ocasión el Toronto de los años treinta y cuarenta diciendo que era “la cultura anglófona en su manifestación más soporífera”, y fue precisamente en este contexto donde se forjaron la personalidad y los principios artísticos de Gould. Era, para empezar, un lugar abrumadoramente británico. Cuando nació Gould, la mitad de Canadá, tres cuartas partes de Ontario y más del ochenta por ciento de Toronto eran británicos, y en toda la zona remaba una mentalidad profundamente colonial: lo mejor que podía hacer un habitante de Toronto era esforzarse al máximo por 29

ser británico. Los ingleses habían fundado la ciudad en 1793, al igual que York, capital del Alto Canadá, y en muchos sentidos seguía siendo, metafóricamente, una fortaleza inglesa. En la época en que nació Gould todavía abundaba la propaganda destinada a reivindicar el lugar que Canadá ocupaba en el Im perio Británico; en el colegio, los niños cantaban Rule Britannia! y Theí'e’ü always be an England, y aprendían a dibujar la bandera del Reino Unido. La crisis de la abdi­ cación y la visita de los reyes se convirtieron en los grandes acon­ tecimientos de finales de los años treinta. En ocasiones, cierto es que esta lealtad a la Corona se teñía de resentimiento, y a lo largo de la primera mitad del siglo xx, sobre todo después de cada una de las dos guerras mundiales, se habló de la creciente independencia de Canadá y de la identidad nacional. El país, no obstante, no dispuso de autoridad unilateral sobre su propia Constitución hasta 1982, el año de la muerte de Gould. Convertida ahora en una de las m etrópolis más multicultura­ les del mundo, el Toronto en el que transcurrió la niñez de Gould se contaba entre las ciudades de ese tamaño más homogéneas, y las lealtades -raciales, religiosas, políticas, culturales- se defen­ dían a capa y espada. Tres cuartas partes de la población era pro­ testante, incluida la inmensa m ayoría de la elite que dominaba la política, la judicatura, la cultura y casi cualquier otro aspecto de la ciudad digno de mención. Grupos com o la Orden de Orange, una herm andad de m ilitantes protestantes, ejercían una gran influencia (e l novelista Robertson Davies aludía a Toronto como “la Rom a de la Orden de Orange”). Los valores anglo-protestantes se reflejaban tanto en la vida pública com o en la privada: en el conservadurismo político, el provincianismo cultural, la m oji­ gatería moral. Bien entrado el siglo xx todavía quedaban vesti­ gios de una remilgada tradición victoriana tardía -lo s inmigrantes italianos acuñaron el término mangiacake [“com epasteles”] para describir a las clases privilegiadas anglosajonas de la ciudad- y muchos lugareños consideraban que las añejas costumbres eran símbolo de superioridad moral. Se trataba de una ciudad muy repri­ mida, donde los códigos protestantes regían estrictamente el com­ portamiento social. El movim iento de la templanza en contra del consumo de alcohol cobró allí una enorme fuerza, al igual que ocu­ rriera en todo Ontario, e incluso cuando se legalizaron las salas de fiestas y los clubes de jazz la policía los sometía a una vigilan­ cia de tintes cromwellianos. La ley y la costumbre se aunaban para preservar el descanso dominical. Los domingos nada permanecía abierto, a excepción de las iglesias, y todavía quedaban algunos 30

lugareños para quienes jugar al aire libre o comer dulces, leer una novela o darse un baño, e incluso cantar o reír en domingo, cons­ tituía todo un sacrilegio. La censura era moneda corriente en los medios de comunicación, y allá donde se congregase cierto número de personas la policía siempre andaba cerca para imponer valores m orales y políticos, aun cuando no tuviera el derecho legal de hacerlo (la libertad a menudo se sacrificaba en aras del orden). Davies se refiere a ello com o “la mano huesuda y los dedos azula­ dos del puritanismo”,* que convertía a Toronto en objeto de burla por parte de visitantes con más mundo, entre los que se contaban, por contraste, los perversos hedonistas de Montreal. Todo esto parece repetir sospechosamente hasta el último lugar común el estereotipo del viejo Toronto legendario - e l Toronto de los ciudadanos de bien, el puritano, Ciudad de las Iglesias y Ciudad Reina-, y todavía no hace ni siquiera setenta años que toda la ciu­ dad cumplía con esas características. Siempre hubo cierta m ezcla étnica, una ciudad más oscura y más subida de tono por debajo de la gazmoñería externa. Cierta hipocresía sin duda peligrosa iba inva­ riablemente pareja de la moralidad oficial, cosa que trasparece con precisión en algunas de las primeras novelas de Morley Callaghan y del novelista local Hugo Garner, que en 1949 escribió que los apacibles domingos de Toronto en realidad eran consecuencia de las terribles resacas del sábado. Por si fuera poco, el imperio que se extendía hacia el sur hacía perder la confianza en la influencia de la madre patria en muchos sectores, incluso en el período de entreguerras. Sin embargo, precisamente de ese Toronto de m ez­ cla étnica, del Toronto bullanguero, del Toronto americano, prote­ gieron en la medida de lo posible a Glenn Gould mientras crecía. El Toronto que conoció, que dio form a a su personalidad y a su expresión artística, cuyo halagüeño recuerdo él mismo rescataría en su vida adulta - “Siempre m e pareció que ‘Toronto el Bueno’ era un apodo estupendo para la ciudad”-, era la ciudad puritana y angloprotestante de cuya imagen han deseado despojarse muchos de sus habitantes. Cuando, tal y com o le solía complacer, hablaba de sí mismo afirmando ser “el último puritano”, con orgullo y de manera intencional preservaba el legado de la ciudad de su juventud. Hasta poco antes de cumplir treinta años Gould vivió en The Beach, un barrio apacible y acogedor de avenidas arboladas y calles en form a de media luna al este de Toronto, que linda al sur con el *

El comentario hace referencia a la Ley Azul, una ley aplicada en Estados Unidos

y Canadá que restringía las actividades o las ventas en domingo. [N . de los T.]

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lago Ontario, al oeste con Woodbine Park y al este con Scarborough, el siguiente municipio de la conurbación. Según la versión que se prefiera creer, The Beach se extiende hacia el norte y llega hasta lugares tan lejanos como Danforth Avenue o Kingston Road, o bien no va más allá de Queen Street, la principal zona com ercial del barrio. La familia Gould vivía en una casa modesta, de obra vista, de dos plantas, en el número 2 de Southwood Drive, una pequeña calle que parte de Williamson Road, a dos manzanas de la playa, y se extiende hacia el norte siguiendo una colina empinada hasta des­ embocar en Kingston Road. En su origen, The Beach formaba parte de la campiña y era tierra de labranza, pero a partir de la década de 1870, cuando de los barcos de vapor y los tranvías empezó el desembarco periódico de domingueros y veraneantes, se transformó en una zona vacacional y turística que ofrecía jardines de recreo, parques de atracciones, lugares de picnic, regatas, paseos en bote, deportes de verano y de invierno, música y baile, una pista de carre­ ras y un paseo entarimado junto al lago. Con el cambio de siglo, convertido en hogar de un número de residentes permanentes cada vez más elevado, la zona se consideraba ya parte de la ciudad, y varios pueblos del extrem o este con el tiem po se anexionaron a Toronto, en un proceso que culminaría en 1909. La época en que el barrio era algo así como la Coney Island de Toronto tocó a su fin hacia 1924, aunque no dejó de ser una parte de la ciudad llena de atractivos, con zonas verdes abundantes incluso siendo una ciudad cuyas calles, como observó el humorista Stephen Leacock, “esta­ ban tapizadas de hojas”. Antiguamente, los habitantes de Toronto se habían dejado sedu­ cir por las hermosas vistas de The Beach, la agradable y fresca brisa que corría en verano, así como por sus bosques, sus arroyos y sus quebradas, y quienes residían allí de form a permanente protegían aquel verdor con uñas y dientes. En un ensayo autobiográfico que com enzó a redactar en su último año de vida, Gould confesaba que “las primeras ensoñaciones de mi infancia” eran “ exclusiva­ mente imágenes de árboles: árboles envueltos en la neblina de la mañana; árboles que soportaban el peso de la nieve una tarde de invierno y, sobre todo, árboles por entre cuyas ramas se filtraba la luz crepuscular de un anochecer de verano”. En otros sentidos -desde el punto de vista emocional, intelec­ tual, político, cultural-, The Beach ofrecía un caldo de cultivo menos idílico para un niño sensible y dotado de un temperamento artístico. Muchos de los rasgos de Toronto quedaban allí magnificados, empe­ zando por la com posición racial. Cuando Gould nació, más del 32

noventa por ciento de los residentes de The Beach eran de ascen­ dencia británica; pertenecían al vecindario más británico de la ciu­ dad más británica de la provincia más británica de todas las antiguas colonias británicas. The Beach era una comunidad en la que “los otros”, fuera en calidad de residentes o de m eros visitantes, no eran bien recibidos. En cambio, en el centro de la ciudad, al otro lado del río Don, vivían los inmigrantes, los obreros, los pobres. De esta exclusividad nacen, qué duda cabe, el sentimiento de superio­ ridad, el hecho de que uno se arrogue ciertos derechos adquiridos, la estrechez de miras y la intolerancia. “Por entonces -m e estoy refi­ riendo a la década de 1940- habitábamos una ciudad grande e inte­ resante, pero hablábamos entre nosotros com o aldeanos”, ha afirmado el periodista Robert Fulford, que también creció allí. “N o conocíamos otra cultura que la nuestra, y a duras penas. En la escuela en la que yo estudiaba había un solo judío, y en el instituto un único negro (al que llamábamos, por cierto, ‘Bola de N ieve’) ”. Los católi­ cos eran “papistas”, y por ello susceptibles de prejuicio. El perió­ dico predilecto en el barrio era el Evening Telegram, un diario conservador e influyente que defendía a ultranza las leyes británi­ cas y las costumbres protestantes de sus presuntos enemigos: Estados Unidos, Quebec, el comunismo, los judíos. En aquellos tiempos, The Beach era un vecindario aletargado, insulso, chapado a la antigua y displicente, incluso según los pará­ metros de la propia ciudad de Toronto. La leche y el pan todavía se repartían en carretas tiradas por caballos, y la petanca desper­ taba entusiasmo entre los lugareños. Fulford lo recuerda como un “mundo pequeño y restringido en el que el arte, la imaginación y la verdadera política brillaban por su ausencia”, y uno podría p re­ guntarse cómo pudo albergar durante más de la mitad de su vida a un músico famoso por sus ideas radicales y su excéntrico carác­ ter. Sin embargo, Toronto atesoraba ciertas ventajas mucho antes de que Peter U stinov definiera la ciudad com o una “Nueva York gobernada por los suizos” . La condena del tedio y el embotamiento, del convencionalismo y la opresión reinantes, siempre se ha com ­ pensado con el elogio del orden y la limpieza, la estabilidad y la seguridad, la tranquilidad y la afabilidad que también imperaban allí. Fulford escribió que el Toronto de su juventud “era una ciu­ dad silenciosa, donde se podía preservar la privacidad, donde las mejores comidas se degustaban en casa y donde nadie advertía la ausencia de vida en la calle y en los espacios públicos”. Se trataba de una cultura hogareña en la cual el sentimiento de la manada se traducía en suspicacia. Callaghan consideraba que Toronto era un 33

buen lugar para que un escritor desempeñara su tarea, puesto que no sentía el acecho constante de los demás, y Northrop Frye, el crí­ tico literario, aseguraba no sin ironía que “Toronto es una ciudad m agnífica para que uno pueda ocuparse de sus propios asuntos”. Gould sentía algo muy parecido. “Toronto, por encima de todo, es una ciudad verdaderamente tranquila”, escribió en 1978, una de las pocas ciudades que “no tratan a toda costa de dejar en ti una impronta indeleble”. Por esa razón, a pesar de su provincianismo y de contar con la reputación de lugar algo inhóspito para artistas e intelectuales, Toronto era la ciudad ideal para alimentar las inquie­ tudes de un artista tan iconoclasta com o Gould. Educado sin sobre­ saltos como cualquier otro joven anglosajón blanco de clase media en Toronto, no cortaron las alas a su creatividad, sino que de niño cultivó por su cuenta unas ideas y costumbres sumamente perso­ nales sin que nadie lo alterase, libre de las tradiciones opresivas. Creció protegido, pero se trataba de una protección productiva; por decisión propia, continuó amparándose en ella en su edad adulta. Para un artista del temperamento sensible y nada convencional de Gould, un entorno cultural más efervescente y cosmopolita podría haber acallado su ego creativo, mientras que sumido en el aisla­ m iento reconfortante de Toronto desarrolló una confianza en sí mismo que lo endureció contra las influencias externas y le per­ mitió forjarse un espacio propio. Toronto, escribiría Gould, ha sido “siempre algo similar a un con­ junto de aldeas vecinas”, y una de las razones de que no le impu­ siera una impronta indeleble estribaba en que The Beach era una especie de aldea independiente dentro de la ciudad. Podríam os decir que la infancia de Gould transcurrió en un pequeño pueblo de Toronto. Además, los orígenes de su familia se hallaban en el Ontario de provincias y, aunque fue un chico de la gran ciudad, en el fondo se sentía un muchacho de pueblo. Ambas ramas de su familia habían vivido en el sur de Ontario desde comienzos del siglo xix. Su abuelo paterno, Thomas George Gould, nació en Paisley, Ontario, en 1867, el año en que se instauró la Confederación de Canadá, y su familia se trasladó a Uxbridge cuando él era todavía adolescente. El padre de Gould, Russell Herbert Gould, al que la fam ilia y los amigos apo­ daban Bert, nació en Uxbridge el 22 de noviembre de 1901. Su madre, Florence Emma Greig, nació en Mount Forest el 31 de octubre de 1891, y siempre la llamaron Flora o Florrie. Los Greig se mudaron a Uxbridge, situado a unos sesenta kilómetros al noreste de Toronto, en los años de la Primera Guerra Mundial, y aún hoy residen allí varios descendientes de ambas familias. Thomas Gould tenía nego34

cios en Toronto y disponía de una segunda residencia en la ciu­ dad, pero su hogar y su vid a social se radicaban en Uxbridge, a donde viajaba cada día en tren y a donde se retiró a comienzos de los años treinta. (A llí murió en 1953.) Uxbridge fue fundada en la primera década del siglo xix por obra sobre todo de los cuáqueros de ascendencia alemana procedentes de Pensilvania, además de algunos alemanes y escoceses. Leacock, que durante un breve intervalo impartió clases en el instituto de Uxbridge en 1889, la describió como una ciudad pequeña, “situada en ningún lugar en particular de la zona alta que media entre el lago Ontario y el lago Simcoe, uno de esos centros agrícolas que cre­ cieron alrededor de un m olino y un aserradero cuando los co lo ­ nos se asentaron allí, experimentó cierto crecimiento y al cabo se plantaron árboles en las calles para reemplazar los bosques tala­ dos y poder descabezar una siestecita bajo sus ramas. [... ] Contaba con el típico equipamiento de tabernas e iglesias, pero era un lugar limpio y lleno de vida donde imperaba el orden; sumamente insulso y aburrido, aunque este hecho allí parecía no advertirse”. Seguía siendo una pequeña ciudad cuando los padres de Gould entablaron relaciones, e incluso después de su matrimonio -que se celebró el día del aniversario de Florence en 1925- y de su marcha a Toronto mantuvieron estrechos lazos con Uxbridge. Las respectivas fam i­ lias de la pareja se conocían muy bien y compartían parroquia y vida social. Los padres de Gould también eran propietarios de una casa de campo al norte de Toronto, a la que la familia se retiraba los fines de semana y en verano. Ubicada en el extremo nordeste del lago Simcoe, donde el turismo se había convertido en un pun­ tal cada vez más sólido de la econom ía desde los albores de la era automovilística, desde la casa de campo de los Gould se podía ir a pie al caserío de Uptergrove, una especie de cruce de caminos con pretensiones que contaba con el clásico almacén de pueblo para abastecer la zona, aunque los vecinos de los alrededores realiza­ ban la mayor parte de sus compras a unos diez kilómetros, en Orillia, en el extremo norte del lago. En Uxbridge, Uptergrove y Orillia pudo Gould impregnarse de los mismos valores anglo-protestantes conservadores que asimilaba en casa, Angela Addison, que lo conoció durante sus años de estudiante, afirmó que los habitantes de Uptergrove “solían hablar sin rodeos y con un lenguaje sencillo. Eran gente trabajadora, abstemia y bon­ dadosa”, y lo mismo podría decirse de una ciudad como Uxbridge, donde el centro de la vida social se hallaba en la iglesia. El resi­ dente más célebre de Orillia, Stephen Leacock, “personaje” de dudosa 35

reputación, hedonista en guerra con la religión y bebedor empeder­ nido en una de las ciudades más “secas” de Ontario, despertaba un recelo considerable entre los lugareños. Frye apuntó que estos luga­ res tan aislados física y culturalmente, unidos por la necesidad, des­ arrollaban cierta “mentalidad de fortaleza” en la que “los valores morales y sociales devienen incuestionables”. Sin embargo, de nuevo puede considerarse que desde la perspectiva de Gould se trataba de un entorno en el que, a pesar de la estrechez de miras, contaba con ventajas innegables: la tranquilidad, la seguridad, la sencillez, sin olvi­ dar la belleza natural del entorno. Leacock, aunque hizo una sátira de Orillia y sus habitantes en Sunshine Sketches of a Little Town [“Esbozos soleados de un pueblecito”], un clásico de la literatura canadiense publicado por vez primera en 1912, se extasiaba también ante “la belleza halagüeña de sus aguas, sus orillas, o bahías como la del lago Simcoe y su lago hermano, el Couchiching. Aquí el azul de las aguas profundas compite con el del mar Egeo. La luz del sol adquiere una tonalidad más rutilante al reflejarse en la arena de los bajíos; las nubes pasajeras en verano proyectan un vaivén de som­ bras que hace que las aguas semejen un campo a punto para la cose­ cha, y los vientos que juguetean sobre la superficie las imitan y despeinan rizadas y blanquísimas crestas de espuma, tales como las que rompieran bajo la proa de la galera egea”. Entre esta visión y Toronto sólo mediaba un centenar de kilómetros de lomas ondu­ ladas, bosques oscuros y riscos de granito; pequeños lagos y anchos valles; aire fresco, un cielo abierto y neblina; un paisaje sembrado de aldeas y tierras de labranza, donde se advertían ya ciertas huellas del trasiego turístico. Tal vez todo esto recuerde el típico mito bucólico canadiense que evoca la nostalgia de la vida tranquila, sosegada y segura que trae consigo una niñez en el pueblo; sin embargo, se trata de una realidad en la que transcurre la más tierna infancia de Gould, y de la que él recibió un sinfín de estímulos. Adoraba los placeres que le ofrecía la vida campestre: montar en bicicleta, jugar al aire libre, explorar los bosques. “Nadaba como un pez -recuerda su padre-, y nunca fue más feliz que cuando se echaba al agua con su bote.” En ocasiones, Bert encontraba a su hijo en el lago, a millas de dis­ tancia de la casa, solo, con su perro o con algún amigo, “regresando a toda velocidad en m edio de una intensísima tormenta”, calado hasta los huesos, “gobernando el timón con una mano mientras con la otra dirigía una orquesta invisible y cantaba a pleno pulmón”. (G ould fantaseaba con regentar una flota de taxis acuáticos en el lago cuando fuera mayor, o con vivir en una casa flotante.) Bert 36

podía permitirse el dispendio de contar con calefacción en su casa de campo, y a Gould le encantaban los fines de semana nevados del invierno; ya de niño sentía una enorme atracción por todo lo nór­ dico. “Los héroes y las heroínas que inspiran en buena medida la vida canadiense tienen su origen en estas aguas”, escribió el n ove­ lista Hugh Word a propósito de los lagos del norte de Toronto, y Gould fue uno de ellos. La proxim idad y la frecuencia de su con­ tacto con la vida campestre durante la niñez dieron lugar a un amor por la naturaleza que atesoraría de por vida. Tal vez Toronto fuera su “hogar”, pero era del campo de donde realmente tomaba fuer­ zas; incluso en la ciudad daba largos paseos por Balmy Beach y el resto de las playas de la orilla este. Ya adulto, siguió realizando frecuentes viajes a la casa de campo así como a refugios más dis­ tantes, a fin de renovar sus energías creativas. Como él mismo le comentó a un periodista en 1956, “extraigo mis recursos internos del aire libre”.

“CUANDO ME PREGUNTAN SI SOY JUDÍO, SIEMPRE RESPONDO QUE FUI JUDÍO DURANTE LA GUERRA.” Nació el 25 de septiembre de 1932 en la casa paterna, y en su certificado de nacimiento su nombre completo figura como “Gold, Glenn Herbert”. El nombre de la familia siempre fue Gold, y cuando su abuelo, que había trabajado com o peletero en Toronto desde 1902, fundó el negocio fam iliar en 1913, lo llamó Gold Standard Furs, se supone que para dar pie a un juego de palabras intencio­ nal.* A lo largo de 1938, todos los documentos que sobreviven entre los papeles de Gould mencionan su apellido como “G old”, pero como mínimo a partir de junio de 1939 el nombre de la familia casi siem pre aparecía im preso com o “ Gould” en periódicos, progra­ mas y diversas fuentes; la última fuente fidedigna donde aparece publicado como “Gold” es en el programa para una cena y un con­ cierto que organizaba la parroquia el 27 de octubre de 1940. Toda la fam ilia adoptó el nuevo apellido, y los antepasados fueron bau­ tizados de nuevo con efecto retroactivo.1Cuando le pregunté acerca del cambio de nombre a una vecina de Uxbridge de toda la vida, que incluso había sido niñera de Glenn en la casa de campo en el * “Gold”, que además del apellido de la familia en inglés significa “oro”, crea en el nombre de este negocio una doble lectura, “Pieles de calidad Gold” y “Pieles patrón oro”. [1V. délos T.]

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verano de 1938, mientras Florence se recuperaba de una dolencia, con perfecta reticencia propia del norte de Canadá, me respondió: “Verá, no debería decirle esto, p e ro ...” La xen ofobia se contaba entre las consecuencias menos dig­ nas de admiración de la homogeneidad de Toronto, y la ciudad era fam osa por el antisemitismo que cultivó en el período de entreguerras. Los judíos formaban el grupo de origen no británico más numeroso de Toronto, y por lo común se consideraba que los inmi­ grantes judíos eran “extranjeros” y constituían un natural m otivo de inquietud. Después de la Primera Guerra Mundial se puso freno al número de judíos que entraba en el país por m edio de una nueva política de inmigración que observaba una jerarquía racial suma­ mente estricta, en respuesta a las presiones manifiestas destinadas a “mantener Canadá británico” sin “contaminar” el linaje autóctono. En los años treinta, la inmigración judía había disminuido hasta quedar en un leve goteo. La Gran Depresión brindó un pretexto ideal para convertir a los judíos en chivos expiatorios, y el antise­ mitismo sufrió una escalada alarmante, incluso en los estratos más altos del gobierno canadiense, tal y com o revelan los diarios del propio primer ministro Mackenzie King. La discriminación en forma de cupos y prohibiciones, tanto explícitas com o tácitas, era omni­ presente, y a menudo incluso legal. Una vez que Hitler llegó al poder en enero de 1933, una corriente de Judenhass mucho más maligna pudo detectarse perfectamente en Toronto con el aumento de publi­ caciones antisemitas, grupos partidarios del fascismo y de la hos­ tilidad hacia los judíos. En The Beach, donde según recuerda Robert Fulford los vecinos de su calle realizaron una petición para im pe­ dir que una fam ilia judía adquiriera una casa, la intolerancia con frecu encia se enmascaraba com o m era preocupación por man­ tener el orden y el decoro. Se decía que los judíos celebraban fies­ tas escandalosas y desparramaban la basura y se cambiaban de ropa en sus vehículos cuando iban de picnic a la playa. Los luga­ reños se atrincheraron en sus ansias de mantener aquella reserva anglosajona y aparecieron carteles restrictivos - “s ó l o s e a t i e n d e a g e n t i l e s ”, u otros harto más explícitos, “n o s e a d m it e n j u d í o s n i p e r r o s ”- en las playas de la orilla este. En el verano de 1933, algunas asociaciones juveniles fundadas en torno al sím bolo de la esvástica provocaron en The Beach incidentes antisemitas que culminaron, en la noche del 16 de agosto, en uno de los disturbios más graves que han tenido lugar en Toronto. Por si fuera poco, entre las dem ocracias occidentales Canadá iba a la cola, y a gran dis­ tancia, en el ofrecimiento de asilo a los refugiados judíos que huían 38

de la Alemania nazi. Es bien sabido que a comienzos de 1945, al interrogar a un veterano oficial canadiense sobre cuántos judíos serían admitidos después de la guerra, respondió: “Ninguno ya es demasiado” . El comercio de pieles en Canadá, al igual que sucediera con la industria de la confección, contaba con una gran proporción de mano de obra judía, y en ningún lugar era tan evidente como en Toronto, donde en 1931 el sesenta por ciento de los empleados en el sector peletero y de manufactura de artículos de piel eran judíos, y donde además se contaban por decenas los negocios en manos de judíos y gestionados por ellos. Tanto en el comercio de las pieles como en el de la confección, las pésimas condiciones laborales y el antisemi­ tismo generaron una clase obrera militante, muy politizada, con pro­ pensión a las causas socialistas y sionistas que ejercieron notable influencia en los movimientos sindicales en la época de entreguerras. A medida que la mano de obra judía optaba cada vez más por la protesta y la rebeldía (las huelgas y los altercados eran comu­ nes), y là vida judía en general adquiría un mayor dinamismo, muchos habitantes de Toronto, temerosos, empezaron a asociar a todos los judíos con los revolucionarios y los comunistas, de manera que los judíos eran a menudo objeto de persecución brutal por parte de la policía o de la deportación por motivos raciales. En 1937, el líder comunista del combativo Sindicato de los Obreros del Sector Peletero estadounidense, un agitador dotado de gran carisma, llegó proce­ dente de Nueva York para investigar la situación irregular de la filial de Toronto, y acabó incitando a la lucha armada a los trabajadores de las fábricas peleteras del centro de la ciudad, la cual se prolongó con intermitencias hasta el estallido de la guerra en el otoño de 1939. Este líder comunista se llamaba Ben Gold. En resumidas cuentas, había sobradas razones para que dos veci­ nos de Toronto llamados Thomas y Russell Gold, dedicados a la manufactura y venta de artículos de piel en el centro de la ciudad, hayan podido sentir, en la cúspide de la Segunda Guerra Mundial, que su apellido suponía un verdadero problema. El propio Glenn Gould confesó en una ocasión a un amigo que su familia conside­ raba que portaban un apellido “demasiado ju d ío” , sobre tod o teniendo en cuenta que se dedicaban al com ercio de pieles. Los Gould no eran una excepción: por aquella época, muchos habitan­ tes de Toronto, tanto judíos como gentiles, adaptaron apellidos que sonaran “demasiado judíos” (Grunwald por Greenwood, Levy por Lloyd, etcétera). Los compañeros de estudios de Gould recuerdan ciertos fogonazos de indignación que el asunto despertaba en 39

Thomas, así com o en los padres de Gould, que se afanaban por des­ mentir con firm eza los rumores que corrían entre ciertos individuos de que la familia era judía. Thomas, según el hermano de Bert, Grant, no deseaba trato alguno con el sector judío en sus negocios, y care­ cía de una buena disposición hacia ellos. Parece obvio que la fami­ lia hasta cierto punto se contagió del antisemitismo imperante en el Toronto de entreguerras, o cuando menos el asunto suscitaba demasiados escrúpulos para que decidiera intervenir. Claro que también había judíos en Toronto que atendían por el apellido de Gould, por descontado, pero se trataba además, según la antigua niñera, “de un apellido de renombre en U xbridge”, puesto que su residente más adinerado y distinguido había sido Joseph Gould (1808-1886), empresario, político e hijo predilecto de la ciudad. Resulta irónico que el propio Joseph Gould al nacer se llamara “Gold”, que cambiara su apellido de niño y que sus mayores, a quie­ nes les hizo gracia la ocurrencia, siguieran su ejemplo. Para rizar todavía más el rizo, Thomas, el abuelo de Glenn, se casó en dos ocasiones, la prim era con Josephine E. Gould, nieta del citado Joseph Gould. Murió la señora en 1894, y en 1900 contrajo matri­ m onio en segundas nupcias con Alm a Rosina Horne (1871-1961), la madre de Bert.2 La bibliografía acerca de Gould ha dejado abierta la posibili­ dad de que los Gold fueran de ascendencia judía, y Gould (quien, según Peter Oswald, no estaba circuncidado) a veces bromeaba al respecto, con com entarios com o el que hem os destacado ante­ riormente. Sin embargo, por lo menos desde mediados del siglo xvni no había judíos en este linaje particular de Gold, y en realidad se trataba de un apellido común entre gentiles y ju díos tanto en Inglaterra como en Irlanda. El padre de Thomas, Isaac Gold, nació en Maine, Estados Unidos, en 1833, y murió en Stayner, Ontario, en 1884. Según una breve autobiografía manuscrita que actualmente se halla en el Museo y Archivo Scott del municipio de Uxbridge, Isaac estudió en Inglaterra y “se convirtió a la edad de veintitrés años”; esto es, se convirtió al metodismo. En 1863 se ordenó pas­ tor m etodista en Quebec, y más adelante sirvió en Paisley y Uxbridge, aunque naciera en el seno de la Iglesia anglicana. El padre del propio Isaac, que se llamaba también Isaac Gold (1807-1873) había nacido en Fordingbridge, en el condado de Southampton (actual Hampshire), Inglaterra, aunque también él murió en Stayner. La aldea de Fordingbridge y después la de Basingstoke, también pertenecientes a Hampshire, albergaron a la familia Gold a lo largo del siglo xvni, hasta que emigró a Estados Unidos, se supone que 40

en la década de 1820, y todos los antepasados dieciochescos fue­ ron bautizados en el seno de la Iglesia anglicana. Otros antepasa­ dos por parte de padre vivían en otros lugares de Inglaterra (incluido Yorkshire), y en una entrevista Bert comentó que sus orígenes tam­ bién contaban con colonos leales a la Corona británica y cuáque­ ros de ascendencia alemana. Sus ancestros se habían instalado en diversos lugares del sur de Ontario -U xbridge y ciudades próximas como Greenbank, Epsom, Saintfield y Cobourg- desde los albores del siglo XIX.

“CREO QUE EN TÉRMINOS GENERALES FUI U N NIÑO FELIZ.” El entorno en el que Gould creció giraba alrededor de la reli­ gión: el metodismo por parte de los Gold y el presbiterianismo por parte de los Greig. Am bos eran credos tradicionales de la clase media que, junto con el congregacionalismo, en buena medida se ' incorporaron a la Iglesia Unida de Canadá, fundada en 1925 sólo meses antes de que Bert y Florence contrajeran matrimonio. Para ambas familias la religión constituía un asunto prioritario, y en este sentido no se diferenciaban mucho del resto, pues en Toronto era requisito im prescindible ser devoto, aunque el exceso de d e vo ­ ción se considerara indecoroso. Respecto de la religión, como en relación con todo lo demás, la discreción desempeñaba un papel crucial: las muestras de piedad manifiesta se asociaban con las cre­ encias fundamentalistas, “populacheras” (la Iglesia baptista, los Testigos de Jehová), y se consideraban de pésimo gusto.3Los Gould y los Greig profesaban una sincera devoción. Para ellos, la iglesia era mucho más que un centro de vid a social y cultural. Thomas Gould era una figura destacada y muy querida por la Iglesia Unida así como en la comunidad metodista, que nunca puso en entredi­ cho “la coherencia de una vida cristiana”, tal y como se aseguró en uno de los obituarios publicados a su muerte. Durante sus pri­ meros años en Uxbridge se había dedicado a la catequesis y fue pre­ dicador seglar, y en 1908 fundó la Instrucción B íblica para Empresarios, que mantenía reuniones semanales y celebraba tam­ bién eventos sociales, entre ellos banquetes y concentraciones anua­ les que atraían a gran cantidad de asistentes. Durante treinta y cinco años Thomas se mantuvo al frente de la instrucción, uno de los mayores grupos de Canadá, y tanto los Gould como los Greig se entregaron al proyecto. Tanto la madre como el padre de Glenn pro­ 41

venían de tradiciones que hundían sus raíces en el evangelio social y hacían hincapié en la fe y la moral personal, profesaban un enorme respeto por la autoridad de la Biblia, el servicio a la comunidad y la creencia de que Dios debía manifestarse en todos los aspectos de la existencia. Ray Dudley, compañero de Gould en el conserva­ torio, recuerda haberse cruzarse a menudo con Bert, que iba leyendo la Biblia de viva voz, y el propio Gould, en un elogio a su madre, comentó que “Florence Gould era una mujer con una enorme fe y, allá donde fuera, se esforzaba por infundir esa fe en los demás”, incluido su hijo Glenn, cuya infancia y primera adolescencia estu­ vieron estrechamente vinculadas a la vida parroquial. A l morir toda­ vía conservaba libros que le habían regalado sus padres, con títulos com o La maravillosa historia de Jesús, Proverbios con los que vivir y Un argumento afavor del evangelismo a través de tu voca­ ción. La fam ilia también mantenía una estricta observancia de la festividad dominical: ese día no se podía ir de pesca cuando esta­ ban en la casa de campo. Para Gould, que nació precisamente un domingo, la iglesia repre­ sentaba más un refugio que una fuente de dogma religioso. Como escribió hacia el final de sus días, los vividos recuerdos que ateso­ raba desde la infancia de iglesias pertenecen a los servicios religiosos que se celebraban el domingo por la tarde, a la luz del crepúsculo que se filtraba a través de los vitra­ les de colores, y a los pastores que ponían punto final a su bendición con la frase: “Señor, concédenos la paz que la tierra no puede damos”. Los lunes por la mañana, en cambio, significaban que había que vol­ ver a la escuela y enfrentarse a todo tipo de situaciones aterradoras que ocurrían allá, en la ciudad. Así pues, aquellos momentos de paz del domingo por la tarde se convirtieron en algo muy especial para mí; significaban que uno podía hallar cierta tranquilidad incluso en la ciudad, pero sólo si uno optaba por no formar parte de ella.

Dejó de acudir a la iglesia cuando tenía unos dieciocho años, y rechazó la religión desde un punto de vista confesional y doctri­ nal. A pesar de ello, se impregnó de los valores sociales y morales conservadores de la cultura victoriana protestante de Ontario, que ensom brecieron buena parte del siglo xx. Se trataba de una cul­ tura ufana y segura de sí misma, que veía toda cuestión moral en blanco y negro, que valoraba la razón por encima de la pasión, la gravedad ética y la rectitud por encima de la belleza, y que hacía una virtud del orden en todos los sentidos: cósmico, social e inte­ lectual. Era una cultura que apreciaba el trabajo y consideraba el 42

ocio un pecado. Y era una cultura puritana, mojigata respecto del cuerpo y en especial respecto del sexo, que insistía en la aparien­ cia recatada, el comportamiento casto y el control de los apetitos y los pensamientos, en tanto que tem ía la expresión desatada de instintos y emociones. “La aceptación del espectro pleno de la expe­ riencia humana, desde lo más elevado a lo más bajo, despierta profundos temores en un número considerable de canadienses”, afirmó Robertson Davies con exquisito comedimiento. Gould siem­ pre fue una persona introvertida, aun de niño. Nunca lloraba, recuerda Bert; en vez de ello, tarareaba. A decir de todos, el sexo era tabú en casa de los Gould, y sus padres consideraban que el vocabulario soez era prueba inequívoca de ignorancia. A diferencia de los demás chicos de mi edad, nunca le oí contar un chiste verde, ni especular acerca de la sexualidad de las chicas, y nunca decía ‘joder’ -recuerda Robert Fulford-. No quedaba ahí la cosa. Se molestaba cuando otros muchachos, como mi hermano Wayne y yo, decíamos palabras malsonantes. Nos pedía que no lo volviéramos a hacer e incluso llegaba a amenazarnos ( ‘Ya no vienes más a mi casa del campo’) si no obedecíamos.

Aunque probablemente en tono de chanza, Gould se refería a una pelota, en su acepción común, llamándola “una censurada", para evitar la connotación de los testículos. A pesar de contar con antepasados ingleses, Gould siempre iden­ tificó sus raíces, su educación y su temperamento con los escoce­ ses y los presbiterianos, y el linaje de su madre parece haber ejercido una poderosa influencia en su desarrollo. El árbol genealógico de Florence era rotundamente escocés por ambas partes,4y en él abun­ daban apellidos com o Flett, Webb, Scott, Mackenzie, Ewing y Durwood. A l menos tres de sus abuelos, además de todas las gene­ raciones anteriores de su familia, habían nacido en territorio esco­ cés. Entre sus antepasados, Gould reivindicaba la figura de William Lyon Mackenzie, el polém ico periodista, primer alcalde de Toronto y cabecilla de la Rebelión del Alto Canadá en 1837, así como la del compositor noruego Edgard Grieg, quien, según sus palabras, “era primo de mi bisabuelo materno”. (Ciertamente, los Grieg se remon­ tan hasta un tal Alexander Greig de Escocia, que emigró a Noruega a mediados del siglo xvni y cambió las vocales de su apellido para aproximarlo más a greg, la pronunciación correcta en las lenguas vernáculas). Los Greig descendían del famoso clan de los Gregor, al que pertenecía el mismísimo Rob Roy, el forajido. Cuando el rey 43

Jacobo VI de E scocia (y I de Inglaterra) prohibió el apellido MacGregor a comienzos del siglo xvii, algunos miembros del clan adoptaron Greig a m odo de seudónimo. La rama familiar de la que descendía Florence se había asentado en Ontario, en un principio esencialmente en el condado de Wellington, ya en 1830. Su padre, John Charles Holman Greig (1855-1927), nació en Hamilton y daba clases en diversos colegios de Ontario, mientras que su madre, Mary Catherine Flett (1862-1939), había nacido en Mount Forest; contra­ jeron matrimonio en 1888 y se retiraron a Uxbrigde en 1919. Desde mediados del siglo xvrn los escoceses, aunque nunca cons­ tituyeron la mayoría de la población, habían ejercido una enorme influencia en la sociedad y la cultura canadienses, al igual que en el talante de sus habitantes (ésa es una de las razones que expli­ can nuestra peculiar pronunciación), y en ningún otro lugar se advierte de manera tan patente como en el sur de Ontario. El sen­ tido del decoro, la circunspección y la proverbial ética del trabajo escocesa determinaron en buena m edida el código moral que se forjó en Toronto en aquellos primeros años, el cual prevalecía aun en el seno de la vida de la ciudad en los años de juventud de Gould. (Wyndham Lewis, en 1940, hablaba de Toronto com o “una triste versión escocesa de Am érica”.) A Gould no parece haberle con­ trariado su educación puritana. Si algo hizo de adulto, en todo caso, fue extrem ar los valores que le habían inculcado sus progenito­ res: eran ahorrativos y rehuían de toda ostentación, pero él era de una austeridad espartana, a pesar de que disponía de más fondos; ellos eran discretos, él, dado a la reclusión; sus padres llevaban una vida disciplinada, él era obsesivo; ellos trabajaban con denuedo, él, de manera compulsiva; ellos eran independientes, él, iconoclasta. En muchos sentidos fundamentales nunca dejó de ser el hijo de sus padres. Su lema privado, que se complacía en citar, era una inver­ sión del refrán popular “N o hay mal que por bien no venga”, y a menudo decía que “detrás de todo bien suele haber un mal”, y en una ocasión aseguró: “Mi capacidad de trabajo varía en proporción inversa a la bonanza del tiem po”. Se identificaba como un hombre nórdico, y todo lo sureño y mediterráneo le resultaba odioso: el sol y los cielos azules, la comida muy condimentada, el esfuerzo físico, la sensualidad fácil, la transparencia emocional, la ópera ita­ liana. Odiaba los colores vivos y equiparaba el rojo con la violen­ cia; a la edad de cuatro o cinco años se llevó un berrinche cuando alguien le regaló un coche de bomberos, rojo encendido, de juguete. Sus colores favoritos eran “el gris acorazado y el azul medianoche”, y adoraba el cine en blanco y negro, incluso las películas bélicas, 44

en las que predominaban imágenes frías y oscuras. (Entre los tra­ bajos escolares que de él se han conservado hay diversos garaba­ tos de acorazados y submarinos.) Cuando contaba ocho años, sus padres le llevaron al cine a v e r Fantasía, de Walt Disney, al Shea’s Hippodrome, y le disgustó su “horrible derroche de co lor”, tal y como él mismo recordaría años más tarde. “Regresé a casa abatido, incluso ligeramente mareado, y con el primer dolor de cabeza del que guardo memoria.” Por encima de cualquier otra cosa, en el fondo Gould era una buena persona, al igual que sus padres. A l decir de todos, Bert y Florence eran personas tranquilas y serias, piadosas y de m oral recta, sensatas y dignas, honestas y responsables, pero también cor­ diales y hospitalarias, buenos vecinos y buenos ciudadanos: per­ sonas decentes alas que apenas nadie dedicó jamás una palabra de desprecio o repulsa. A l parecer, sus únicos defectos - la reticencia afectiva, el provincianismo cultural- eran consustanciales a sus orí­ genes. En cualquier caso, fundaron un hogar confortable para su único hijo, al que mimaron y le brindaron todo su apoyo. Casi todo el que conociera a Gould de niño lo recuerda feliz y simpático, y el propio Gould nunca habló de su infancia con otro adjetivo que “feliz”; las primeras fotografías y documentos de su vida lo confirman. “La niñez de Glenn no se diferen ció en nada de la de cualquier otro muchacho normal, sano y amante de la diversión”, insistía Bert; fue un niño “razonablemente robusto”, con un “talante muy risueño y un sentido del humor maravilloso”. Su apariencia, muy pulcra bajo la vigilancia de sus padres, en realidad quedaba a menudo descui­ dada cuando de él dependía, aunque a grandes rasgos puede decirse que era un muchacho que tenía buenos modales y se portaba bien; un chico independiente, pero rara vez rebelde y nunca malhechor. A ojos de sus padres era, como dÿo Bert, “la respuesta a ima ple­ garia”. Florence, diez años m ayor que su esposo, tenía cuarenta cuando dio a luz a Glenn, y previamente había sufrido varios abor­ tos. A pesar de eso, no tuvo un parto difícil. N o resulta sorpren­ dente que mimara al chico, o que se creara un vínculo especialmente íntimo entre Gould y su madre. La relación que mantuvo con su padre, en cambio, al parecer fue algo más distante. En realidad, a finales de los años cincuenta Gould le confesó aun amigo que sen­ tía que había decepcionado a su padre, que no creía ser el tipo de hijo que éste hubiera deseado tener. Semejante afirmación llama un tanto la atención, puesto que el apoyo que Bert brindó a su hijo y el orgullo que suscitaban todos y cada uno de sus logros no fla­ quearon jamás. Sin duda, Gould creía que su padre habría preferido 45

que él siguiera su ejemplo y se casara y tuviera hijos, que se dedi­ cara a un empleo respetable y a pasatiempos propios de hombres. Los tres miembros de la familia se entregaban uno a otro, aunque la relación más intensa de la casa era la que Gould mantenía con su madre. En palabras de Fulford, sólo eran ellos tres y las líneas de los afectos y las tensiones esta­ ban rigurosamente trazadas. Glenn era el típico hijo único, vigilado muy de cerca al tiempo que consentido y un tanto mimado. En una ocasión [cuando teníamos unos doce años] él mismo me explicó que en la casa de campo su padre y él se turnaban cada noche para dormir con su madre, y que habían llegado a ese acuerdo algunos años antes.

He aquí un triángulo edípico tan de manual que roza lo cómico, y con toda razón podríamos preguntarnos qué tipo de conflictos puede haber ocasionado en el hogar de los Gould. Stuart Hamilton, compañero de Gould en el conservatorio, cree que la rivalidad entre Glenn y Bert para atraer la atención de Florence era manifiesta. De los dos progenitores, Florence poseía a todas luces una perso­ nalidad más fuerte; sin duda fue ella quien causó un mayor impacto en la educación de Gould. Un amor desmedido puede provocar también un profundo ren­ cor, y no sorprende que, a medida que Gould crecía y que su per­ sonalidad y sus ideas a veces entraban de un m odo inevitable en con flicto con las de sus padres, su resentim iento se proyectara sobre todo hacia su madre. Su amigo John Roberts comentó en una ocasión que la relación de Gould con su madre, aunque nunca corriera verdadero peligro, con frecuencia era “espinosa”: le dedi­ caba comentarios con los que pretendía enfurecerla, y podía ser sumamente mordaz. En una ocasión relató a A ndrew Kazdin, su productor, un incidente revelador a propósito de su infancia. A l parecer había cometido alguna infracción de las normas fami­ liares y se enzarzó en una discusión con su madre. Me reveló que, cuando llegó al colmo de su rabia, sintió que era totalmente capaz de infligir un gran daño físico a la miyer, tal vez incluso de cometer un asesinato. No pasó de ser una fugaz chispa emocional, pero el mero hecho de haber llegado a albergar aquella idea, aunque sólo por espa­ cio de un segundo, lo asustó profundamente. De súbito se había enfren­ tado con algo que albergaba en su interior y que hasta entonces desconocía.

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La experiencia lo sumió en una honda introspección, y cuando emergió de aquella vivencia se juró a sí mismo que nunca más per­ mitiría que aquella rabia interior volviera a manifestarse. Adoptó la determinación de poner en práctica una vida de autocontrol. Glenn concluyó su relato diciendo que había logrado cumplir este objetivo y que nunca, desde aquel día de tantos años atrás, había vuelto a per­ der los estribos.

Sería el propio Gould quien, en una entrevista concedida en 1959, declarase: No tenía hermanos o hermanas, lo cual significa que me mal­ criaron un poco; de hecho, era bastante malcriado, y eso significa también que tardé un poco en aprender a relacionarme con las personas de mi edad. Creo que no puede cuestionarse el hecho de que, al igual que la mayoría de hijos únicos, hiciera las cosas a mi antojo, tal vez incluso demasiado a mi antojo. Me llevó un buen tiempo superarlo. Recuerdo que en mi adolescencia tenía un tem­ peramento violento [que] me costó horrores dominar. Creo que en buena medida podía atribuirse al hecho de que nunca hube de compartir nada con nadie.

N o hay duda de que la fuerza de sus propios sentimientos lo tur­ baba profundamente, y en el entorno en el que creció aprendió a lidiar con ellos a través de la represión, lo cual se convirtió en un hábito que iba a durar de por vida. Cuando se enfadaba, optaba por callar y recluirse. Reprobaba también que los demás exterio­ rizasen sus emociones, y recomendaba a sus amigos que tratasen de evitarlo. Defendía la represión que se imponía sobre sí mismo con argumentos morales y médicos, aun cuando más adelante se evidenciaría que causaba un impacto negativo en sus relaciones, y en su salud mental, así com o en la física. Puede decirse que Gould fue siempre físicamente frágil, y toda la vida adoptó posturas terriblem ente perjudiciales. “En el salón, año tras año, se arrellanaba a tal punto en el sofá C hesterfield de fe lp a que había ju nto al piano que su cuerpo trazaba p o c o m enos que una línea horizontal” , recuerda Fulford, y aquello sus­ citaba continuas discusiones. “Siéntate, Glenn -le im ploraba su m adre- siéntate erguido, por favor.” Florence, que por su parte tenía una salud algo frá gil y sufría cierta hipocondría - “estaba mal de los nervios”, en palabras de un conocido-, se inquietaba sobremanera por la salud de su hijo. No cesaba de preocuparse por si pasaba frío o calor, p o r si no com ía com o era debido o no 47

dorm ía lo su ficiente, se quejaba de que estu viera dem asiado pálido, le repetía que había de darle más el sol y pasar más tiempo al aire libre y hacer más ejercicio. A veces le daba instrucciones contradictorias, pues al tiem po que quería mandarlo a jugar al aire libre, deseaba protegerlo de los elementos, y esto sólo puede haber contribuido a que él se angustiara todavía más por su salud. En ciertos aspectos, el com portam iento de su madre era com ­ prensible; ella y Bert, por ejemplo, tenían edad para recordar per­ fectam ente la epidem ia de gripe que siguió a la Prim era Guerra Mundial. Los abortos que ella había sufrido fomentaron que p ro­ tegiera a Glenn en exceso, y por añadidura debía saber que el hijo que tuvo Thom as Gould fruto de su prim er m atrim onio había m uerto con apenas un año de vida. En el Toronto de la mocedad de Gould, además, la p o lio causaba estragos cada verano, y en los periódicos aparecían fotografías de niños encerrados en pul­ mones de acero, de manera que Florence no cometía ninguna extra­ vagancia cuando trataba de m antener a Glenn alejado de las m ultitudes que en verano se aglom eraban en lugares com o la Exposición Nacional Canadiense ( c n e ) , la feria anual de estas carac­ terísticas más grande del mundo. Thomas, según decía Bert, tam­ bién era hipocondríaco, y siempre llevaba consigo a su trabajo un maletín lleno de medicamentos. N o pasó mucho tiem po antes de que las tendencias hipocon­ dríacas del propio Gould se pusieran de manifiesto. Cuando tan sólo contaba seis años había desarrollado un pánico terrible a los gérmenes y a contraer alguna enfermedad, y en la escuela ya empe­ zaba a forjarse la personalidad del Glenn Gould legendario; incluso Florence acabó por creer que Glenn se preocupaba en exceso por su salud y que se abrigaba demasiado en los días de calor. Con ocho años, com o explicaría más adelante al periodista Pierre Berton, presenció cóm o sus compañeros de clase contemplaban a un niño que acababa de vom itar en público, y la imagen se grabó indele­ blem ente en su memoria. “Aquella tarde -ex p lica B erton- regresó a la escuela con dos comprimidos de bicarbonato en los bolsillos”, con la firm e determinación de no padecer jamás la humillación de perder el control en público, hecho que a partir de entonces le horrorizaba. Ya de adolescente era objeto de burla por parte de quienes advertían que siempre parecía llevar un frasco de pastillas en el bolsillo. Fulford no cree que Gould estuviera nunca grave­ mente enfermo, aunque Ray Dudley recuerda que “Glenn era bas­ tante propenso a resfriarse”, y Florence le hacía guardar cama al prim er estornudo. Bert se mostraba más brusco, menos indulgente 48

en este sentido. “Haz un pequeño esfuerzo mental y verás com o te encuentras m ejor”, le decía, y a renglón seguido asegura que su hijo “no estuvo verdaderamente enfermo ni un solo día en toda su vida”. Gould fue criado en un entorno seguro y confortable. Los m eto­ distas de clase media de Toronto contaban de antiguo con la repu­ tación de ser sagaces en los negocios, y Thomas y Bert Gould no eran una excepción. Habían establecido su empresa en el Edificio Manchester, en el número 33 de Melinda Street, que desembocaba en Yonge Street, en el lím ite del distrito financiero de la ciudad, justo al lado de la redacción del Telegram. Se anunciaban com o “comerciantes al por mayor de pieles de alta calidad”, y los servi­ cios que ofrecían iban desde el diseño y la confección de abrigos y estolas de piel, reparaciones y cambios de estilo, hasta el alma­ cenaje y los encargos especiales. Cuando nació Glenn, Bert era el subdirector de la empresa, aunque a todos los efectos llevara las riendas del negocio. Trabajaba duro, era un empresario organizado y disciplinado que regentaba el negocio con honestidad y rentabi' lidad, y producía prendas de calidad muy estimable. Los años veinte fueron una década de rápido crecimiento para los peleteros cana­ dienses, y los Gould cosecharon cierta fortuna en comparación con la media de los residentes de clase media baja de The Beach. Gould nació justo en los peores años de la Gran Depresión, cuando resul­ taba difícil no advertir los estragos que tanto en la calle como en los periódicos causaban la extrema pobreza y el hambre que otros padecían, los comedores de beneficencia y los proyectos de obras públicas que emergieron por toda la ciudad, las huelgas y las mar­ chas de protesta de los desafectos. Sin embargo, la prosperidad de la familia, así com o su corta edad, en términos generales p ro ­ tegieron a Glenn de todas esas realidades. Los Gould podían permitirse la adquisición de automóviles, apa­ ratos de radio y otros bienes materiales que requerían cierta hol­ gura económica. Disponían de un ama de llaves que vivía en la casa familiar, Elsie, y cuando las circunstancias lo exigían también de niñeras y profesores particulares. N o obstante, no llevaban una vida ostentosa. En una época en la que ya podía advertirse el derroche y el esplendor de que se hacía gala en ciertas casas del lago Simcoe, los Gould se contentaban con una casita de campo de modestas dimensiones y un diseño anodino, y su residencia de Toronto en nada se diferenciaba de las casas vecinas. En The Beach se consi­ deraba de mal gusto fanfarronear, darse aires de grandeza y, según la tradición de los Gould, una buena posición económ ica no era 49

incompatible con el bienestar espiritual y moral, siempre que uno la alcanzara con honestidad y la destinara a fines más honorables que el alarde personal y el estatus social. A Glenn nunca le faltó nada en toda la vida, y la seguridad que le infundía la prosperidad de sus padres dejó una marcada impronta en su carácter: no pade­ ció ninguno de los temores o neurosis propios de quienes han cono­ cido la pobreza, aunque tampoco el esnobismo típico de quienes se deleitan con el privilegio. Bien mirado, puede decirse que tuvo suerte. Una infancia feliz, segura, y unos padres cariñosos, abnegados y protectores pueden destruir a un artista (nada m ejor que avergonzarse de los propios orígenes o el odio de unos padres para que mane la creatividad), pero Gould, gracias a su peculiar talento y temperamento, necesi­ taba crecer protegido para poder potenciar sus cualidades. O, cuando menos, en caso de haberse criado en diferentes circuns­ tancias podría haberse convertido en un artista muy distinto, tal vez menos interesante del que hoy conocemos.

“CUANDO CUMPLÍ SEIS AÑOS YA H ABÍA DESCUBIERTO ALGO FUNDAMENTAL: ME LLEVO MUCHO MEJOR CON LOS ANIM ALES QUE CON LOS SERES HUMANOS.” Durante toda la vida Gould sintió un gran amor por los anima­ les, y a lo largo de su infancia mantuvo un bestiario siempre cam­ biante. En el periódico que publicaba su clase en el noveno curso, el 9-D Bugle, en una columna que llevaba el altisonante título de “Personajes”, Robert Fulford informaba que “Glenn tiene muchas mascotas, entre las que se cuentan dos perros, dos conejos, cua­ tro peces de colores (que se llaman Bach, Beethoven, Haydn y Chopin), un periquito (Mozart) y, menuda ocurrencia, ¡una mofeta!”, de las que dejan rastro, por más señas. “Trae a casa cualquier animalito callejero que se encuentra por el barrio”, explicó su madre a un reportero cuando su hijo tenía ya dieciséis años. Mantenía una relación especial con los animales, y a su vez ellos confiaban en él. Buscaba su compañía, y llegaba al punto de adentrarse en el campo con su bicicleta para cantarles a las vacas. ( “Puedo asegu­ rar que nunca más vo lv í a actuar ante un público tan atento.”) Cuando tenía unos ocho o nueve años, publicó una única edición, confeccionada a mano, de El ladrido diario -E l periódico de los animales-, en el que daba noticias de mascotas y de la fauna y flora locales; revelaba, por ejemplo, indiscreciones acerca del perro del 50

vecino, o informaba del hurto de una ardilla, de los piojos de Mozart o de la triste muerte de Bach por culpa de los hongos. Por encima de todo le encantaban los perros. Cuando era aún un bebé había un terranova llamado Buddy, y un gran danés negro; después los siguie­ ron Sir Nickolson de Garelocheed -más conocido por Nick o Nicky-, un setter inglés blanco y negro, que fue su fiel compañero en sus años de adolescencia. Cuando Nicky se hizo viejo y su salud ende­ ble, hubo un collie, Banquo, y más tarde un chucho callejero al que Gould rescató y llamó Simbad. Correspondía al cariño que sus perros sentían por él. En mayo de 1957, en mitad de una gira por Rusia llena de anécdotas periodísticas, encontró tiempo para escri­ birle una encantadora postal a Banquo, en la que daba cuenta de la (penosa) situación de los animales domésticos en aquel país. De adulto no podía hacerse cargo de un perro como era debido, y sin embargo continuó rescatando animales heridos o maltratados, a los que por lo general llevaba a un refugio canino o a un veteri­ nario, o, si podía, les buscaba un hogar; en una ocasión llevó a un perro callejero a los estudios de la c b c y le dio una hamburguesa. Su biblioteca incluía, además de las obras imperecederas, libros como Álbum, de cromos del perro y El manual de los perros, algu­ nos de los cuales había conservado desde la niñez, junto con vie ­ jos recortes de prensa ( “Un perro intenta salvar a los pájaros en el incendio de un almacén”). Con las personas daba en evitar el contacto físico, mientras que con los animales, en cambio, podía demostrar abiertamente su cariño; se sentía tan a salvo en su compañía que llegaba incluso a revolcarse con ellos en el suelo. Los animales, le comentó a John Roberts, “no malgastan las palabras y son más dignos de confianza que algunas personas que conozco”. Parecía identificarse de algún m odo con los animales, con su vulnerabilidad, su sentido de la corrección y su necesidad de cariño. Se conservan entre sus pape­ les unas doce postales de felicitación que entregó a sus padres de niño (sobre todo a su madre), y son documentos a un tiempo dul­ ces y curiosamente reveladores. A veces firmaba estas tarjetas en nombre de sus mascotas ( “Vuestro setter, N icky”), pero con mayor frecuencia él mismo se contaba entre ellas (“De vuestros dos cacho­ rros”, “Los d o s p e r r o s ”, “D el cach orrillo”, “Besos y ladridos del Cachorrillo”, “Vuestro Perrito G l e n n ”) . La prima de Gould, Jessie Greig, se acuerda de que cuando era adolescente, exigía el amor y el cariño de sus padres, y le gustaba recibirlos sentado en las rodillas de su madre, donde, tras

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muchas horas de práctica, apoyaba la cabeza y le pedía “palmaditas” como las que uno daría a un perro. Aquellas palmaditas eran la recom­ pensa por un día bien aprovechado, y satisfacían su enorme necesi­ dad de cariño y aprobación.

A su madre la llamaba cariñosamente con el mote “Ratita”, y a su padre “Comadreja”. Su amor por los animales iba unido a su vehem ente pacifism o y al desprecio que sentía por la crueldad y la violencia. “Odiaba” el n e go cio de las pieles, recuerda Bert, porque lo relacionaba con el maltrato a los animales. En el lugar de trabajo de Bert con frecu encia había animales muertos y pieles aún sin curtir, para disgusto de Gould. (¿Acaso conocía el hecho de que su antepa­ sado John G old [1773-1836] se dedicaba a la curtiduría de cue­ ros?) N o soportaba ver, ni siquiera pensar, que se diera muerte a ningún ser vivo. Se subía por las paredes cuando su madre llevaba alguna prenda de piel o cuando su tío Grant, que estudiaba m edi­ cina, diseccionaba una rana. En una ocasión se refirió a los lati­ nos com o “salvajes", porque aceptaban las corridas de toros. A l igual que uno de sus héroes, A lbert Schweitzer, sentía una vene­ ración por la vida que se extendía a las criaturas más aborrecibles del reino del Señor. Sostenía que en cierto punto de su vida cami­ naba con la cabeza gacha para no pisar a los insectos (¿o se tra­ taba de una m era excusa para evitar el contacto visual?), y su amigo Paul Myers lo vio pasarse diez minutos ahuyentando una m osca por la ventana. La caza y la pesca formaban parte de la vida cotidiana en la casa de campo, por supuesto, y cuando Gould no era más que un crío ya iba de pesca con su padre. Sin embargo, en el verano de 1939, cuando tenía seis años, de súbito vio la luz mientras pescaba con la familia de un vecino. Sacó su primer pescado, pero mientras daba coletazos por la cubierta del bote, como él mismo recordaría des­ pués, “de repente lo vi todo desde el punto de vista del pez". Trató de devolver el pez al agua, pero sus acompañantes se limitaron a reírse y el padre lo hizo sentarse de nuevo de un empujón. Entonces tuvo una “pataleta desaforada” que no cesó hasta que el grupo regresó a la orilla, y se negó a dirigirles la palabra a aquellos veci­ nos durante el resto del verano. A l cabo de diez años de ruegos, finalmente convenció a su padre para que dejara la pesca - “pro­ bablemente sea lo más grande que he hecho jamás”-, y ya de adulto le gustaba pasearse en un bote gritando a vo z en cuello, en un des­ cabellado intento por espantar a los peces, a pesar de las repri52

mendas y las maldiciones que le dedicaban los pescadores. Se deno­ minaba a sí mismo “el Azote del lago Sim coe”. Los animales formaban parte incluso de los planes de jubilación que concebía de niño, y que todavía atesoraba al final de su vida. A menudo hablaba de marcharse de la ciudad y retirarse a un entorno rural, donde compraría unas tierras que pudieran servir de refugio a animales abandonados, o para vacas y caballos viejos y otros animales de granja obsoletos; el “Criadero Glenn Gould” era una de las posibles formas del proyecto. Se trata de una perspec­ tiva conmovedora, y para alguien que de veras se sentía más feliz cantándoles a las vacas que tocando ante multitudes voraces en el Carnegie Hall podría haber sido un bonito final.

“IR A LA ESCUELA FUE PARA MÍ U N A EXPERIENCIA DESOLADORA.” El idilio de la primera infancia de Gould tocó a su fin cuando tuvo que ir a la escuela. Como le contó en 1960 a Joseph Roddy en una entrevista con el New Yorker, “cuando tenía seis años me las arreglé para convencer a mis padres de que poseía una personali­ dad extraordinariamente sensible, que no debía exponerse al van­ dalismo zafio que percibía entre los niños de mi edad” . A resultas de ello, durante el año escolar 1938-1939 contó con profesores pri­ vados que le daban clases en casa. ( “Cierta escuela, entre mis bió­ grafos, ve en ello mi perdición.”) En el otoño de 1939 empezó el segundo curso de primaria en el C olegio Público Williamson Road, un edificio de vastas proporciones, lúgubre, que colindaba con la propiedad de los Gould. Pasó segundo con matrícula de honor y le permitieron ingresar directamente en el cuarto curso en el otoño de 1940. “Todo le interesaba-asegura Jessy G reig- Y en sus ansias por aprenderlo todo no conocía límites.” Es cierto, aunque por lo general se aburría con los límites y los programas de estudios de la escuela pública. Sus trabajos escolares destacaban de la m edia de su clase, pero rara vez eran excepcionales; en cambio, a menudo se caracterizaban por cierta dejadez y siempre por su desorden. Su letra descuidada era la pesadilla de los profesores. Desde un punto de vista social, en la escuela se sentía a sus anchas. Su excentricidad era ya notoria, y no se trataba de una impostura. R obert Fulford, que con oció a Gould en William son Road después de que su fam ilia alquilara la casa del 34 de Southwood Drive, recuerda: “Podía comportarse de manera rara, 53

reírse de buena gana de la rareza de su propio comportamiento, y a continuación volver a comportarse de form a extraña,” “Me lle­ vaba fatal con la mayor parte de mis profesores y con todos mis compañeros -aseguraba Gould-. L o que los psicólogos infantiles denominarían el ‘espíritu de grupo’ resultaba ser un elemento de presencia bastante escasa en mi personalidad.” De hecho, odiaba el “esparcimiento organizado” más incluso que las tareas escola­ res, puesto que carecía de todos los intereses deportivos y socia­ les que unen a los jóvenes. Se mostraba reacio a casi todo tipo de ejercicio físico y aborrecía las formas más rudas del deporte. El escondite, deslizarse en trineo, jugar a los aros o a la herradura y el croquet eran sus juegos predilectos (cabe recordar que el hecho de saltarse el tercer curso hacía que fuera menor que sus compa­ ñeros de clase). Era un niño que disfrutaba de la soledad, que en casa se hallaba más a gusto que en ningún otro lugar, pues allí podía dedicarse a las actividades que le interesaban y ejercía un pleno control sobre su entorno. Las inusuales dotes intelectuales y artísticas de Glenn pronto se pusieron de manifiesto, y sus compañeros de colegio sabían que se trataba de un muchacho especial, lo cual no le sirvió de gran ayuda para integrarse. Se supone que Hugh Thomson se basaba en el tes­ timonio del propio Gould cuando informó, en una reseña del Toronto Daily Star de 1956, que los matones y abusones de turno le habían infligido un verdadero “tormento”, y que se lo conocía por irse a casa del colegio llorando en más de una ocasión. El mismo Gould dÿo: “Puesto que yo no trataba de defenderme, los chicos del barrio solían deleitarse pegándome. Sin embargo, sería una exageración decir que me pegaban cada día. Era sólo muy de vez en cuando”. Le contó a John Roberts que un matón le siguió a casa en una ocasión desde la escuela y trató incluso de atizarle con un palo. Y Glenn arremetió contra él. Y le golpeó con tal fuerza que aquel chico se preguntó qué le había ocurrido. Entonces Glenn lo agarró por las solapas y le dÿo: “Si vuelves a acercarte a mí, te mataré”. Y aquel chico quedó totalmente aterrorizado, aunque lo que de veras asustó a Glenn en ese momento fue tomar conciencia plena de que lo decía muy en serio.

N o cuesta imaginar el efecto que un incidente de este tipo pudo provocar en un muchacho de la sensibilidad de Glenn; sirvió para que se preocupara todavía más por mantener sus emociones bajo control. 54

La inquietud que le provoca b a el abandono de la seguridad hogareña y los padecim ientos que sufría en la escuela no tarda­ ron en manifestarse por m edio de síntomas físicos (jaquecas, retor­ tijon es en el estóm ago), que dieron a Glenn una excusa para tomarse tiem po libre y estudiar cómodamente en casa. Sus in for­ mes de segundo curso revelan ya un grado de absentismo nota­ ble: once días y m edio en noviem bre de 1939, once días en marzo de 1940, cinco o seis días en otros meses. Era el comienzo de un hábito que persistiría hasta la edad adulta: utilizar la enfermedad, real o imaginaria, com o excusa para evadirse de una situación incómoda. Cuando Glenn tenía trece años, Jessie Greig, que era siete años mayor y vivía en la aledaña Oshawa, se trasladó a casa de los Gould para cursar un año en la facultad de magisterio. Él no había experimentado nunca el toma y daca inevitable entre hermanos -recuerda- En un principio, mi presencia despertó celos por su parte. Sin embargo, la “prima del campo entrometida”, como acabaron por llamarme, pronto se convirtió en una amiga y cómplice junto a la que él podía distenderse, a la que podía tomar el pelo, pero con la que reía y charlaba, y en la que hallaba apoyo y aliento. En numerosas ocasiones contaba las anécdotas de aquel primer año y aseguraba que fue el más feliz de toda su vida.

Ella se convertiría en la hermana que nunca tuvo y, a pesar de que Jessie regresó a Oshawa a dar clases, se mantuvieron en con­ tacto durante el resto de sus días. Ella llegó a la conclusión de que fue un niño desdichado, y que sin duda sus años de colegio fueron menos idílicos que su primera infancia. “Recuerdo estar en el por­ che mirando hada el colegio de Williamson Road -ex p lica - y ver a Glenn durante el recreo, de pie, apoyado contra la valla, solo. Nunca he olvidado aquella imagen, porque ya en aquella época se sentía muy solo.” Fulford, según ella, era el único verdadero amigo que tenía, o cuando menos era el único al que llevaba a casa, y se acuerda de haber visto a Glenn, con unos ocho años, huir de casa de los Greig y refugiarse en casa de la abuela Gould para librarse de una reunión demasiado numerosa. Bert insistía en que su hijo tenía “muchos amigos”, sobre todo cuando iban a la casa del campo, donde Glenn era el cabecilla de un grupo de chicos a los que les gustaba asustar a los lugareños ocultándose en el bosque y aullando com o si de lobos se tratara. Sin embargo, probablemente aquéllos eran más compañeros de juego pasajeros que verdaderos amigos. El joven Gould era ya, por decisión propia, un solitario. 55

El paso de Gould por la escuela pública transcurrió enteramente en los años de la Segunda Guerra Mundial, en la cual Toronto m ovi­ lizó todo su empeño: ya en 1943 dos tercios de los trabajadores de la ciudad se hallaban involucrados en algún empleo relacionado con la guerra. Incluso un muchacho de The Beach, celosamente prote­ gido del exterior, no podía dejar de advertir las sirenas antiaéreas, los reflectores, las patrullas, los apagones y las caídas de tensión, la escasez de ciertos bienes de consumo, el racionamiento de cier­ tos alimentos básicos y de carburante. Los guardias uniformados permanecían apostados en lugares estratégicos, entre ellos una cen­ tral hidroeléctrica y una planta potabilizadora de agua próximas a Southwood Drive. La c n e se canceló durante cinco años, y sus depen­ dencias se destinaron al ejército; muchos niños británicos se refu­ giaron en Toronto en calidad de “invitados de guerra”. Buena parte del espacio radiofónico y periodístico estaba ocupado por noticias relacionadas con la guerra; la c b c aumentó en gran medida sus noti­ cias de alcance político, e incluso los programas de música clásica contenían un marcado elemento patriótico o propagandístico. Los Gould realizaron sus propias contribuciones a la causa. F loren ce fue una de tantas m ujeres que echaron una mano por mediación de la iglesia (círculos de costura de la Cruz Roja, agui­ naldos navideños, paquetes con bienes de primera necesidad para Gran Bretaña). En Williamson Road, al igual que ocurriera en otros colegios canadienses, los niños estudiaban materias relacionadas con la guerra, participaban en eventos destinados a fom entar el patriotism o y levantar la moral, recogían materiales de desecho reciclables. Los estudiantes recaudaban fondos a través de con­ ciertos, representaciones y subastas, ahorraban dinero para adqui­ rir bonos de guerra y donaban dinero a la Cruz R oja para los huérfanos de la contienda. A los alumnos de Williamson Road les asignaron un rango militar en función de cuántos sellos de ahorro fueran capaces de adquirir. (Glenn se encontraba entre los que alcan­ zaron mayor graduación de su clase.) Más adelante, Gould no habla­ ría mucho acerca de la guerra, y a pesar de ello no cabe duda de que tuvo plena conciencia de ella. Para empezar, vio a su tío Grant, y com o mínimo a uno de sus primos, de uniforme. De hecho, un artículo de El ladrido diario va precedido por la siguiente nota: “Este artículo ha sido dispensado de censura.” A buen seguro que la guerra, incluso en la distancia, causó un impacto considerable en un muchacho con la sensibilidad y el horror a la violencia de Glenn; su posterior pacifismo y su preocupación por los aconteci­ mientos internacionales así lo sugieren. 56

“NO FUI UN NIÑO PRODIGIO.” El joven Glenn Gould era más que un chico raro, educado, sen­ sible e inteligente: con el tiem po se convertiría en uno de los gran­ des músicos del siglo xx, a pesar de que cuando nació la vida musical profesional de Toronto no fuera precisamente un hervidero bulli­ cioso, como tampoco lo era en ningún otro lugar de Canadá. A l pre­ guntarle cómo describiría el clima musical que preponderaba en Canadá en los años treinta, el compositor John Weinzweig repuso: “ ¡Nublado y frío!”. Apenas había orquestas, y solamente en Toronto y Montreal podía cursarse algo semejante a unos estudios musica­ les profesionales. La música en Toronto se había circunscrito his­ tóricamente al ámbito amateur y doméstico; la creación musical pública quedaba confinada a las iglesias y los coros. (Toronto era conocida como la capital de la música coral de Norteamérica.) Se impartía algo de música en las escuelas, y podía hallarse también en bandas y en la escena teatral, pero la ópera o la música sinfó­ nica escaseaban, y ni siquiera proliferaba la música de cámara o la música de piano a gran escala, dada la escasez de oportunidades para interpretarlas o la ausencia de interés por parte del público. La vida musical de Toronto estaba marcada además por el sello de lo colonial. La mayoría de los músicos locales destacados eran británicos de nacimiento, de form ación o por inclinación; la m ayor parte de las organizaciones musicales se basaban en modelos bri­ tánicos; la mayoría de los com positores locales hundían sus raí­ ces en la tradición de la iglesia anglicana y en el lenguaje musical del Rom anticism o inglés tardío. Cabe destacar la presencia de muchos profesores de piano y violín de origen no británico, así como el influjo de los exiliados europeos que empezó a cobrar vigor a partir de los años treinta, aspectos que cambiaron de manera significativa el cariz de la vida musical en Toronto. Sin embargo, incluso bien entrados los años cincuenta, los músicos jóvenes y ambiciosos, como el com positor R. Murray Schaffer, todavía cla­ maban por una mayor amplitud de miras, por una perspectiva más internacionalizada, y se lamentaban de “la cultura afectada y hueca que por entonces lastraba este país, donde detrás de cada mata apa­ recía un organista británico”. En los años de form ación de Gould, los músicos canadienses jóvenes ansiaban el contacto con los hori­ zontes musicales del ancho mundo. Hallaban su inspiración en discos, en la radio y en los músicos de fuera que estaban de paso, y soñaban con estudiar en Europa o Nueva York. El com positor Harry Somers comparó la vida musical del Toronto de aquella época 57

con “un restaurante enorme en el que sólo se sirviera pescado frito con patatas”. N i el m etodism o ni el presbiterianismo habían fomentado tra­ dicionalmente el cultivo de las artes; en el m edio rural de Ontario, com o su abuela Alm a Horne le había dicho en una ocasión, “ser artista no se consideraba una gran baza”, porque “ser artista supo­ nía exponerse innecesariamente a la condenación”. A pesar de ello, en la fam ilia de Gould abundaba el talento m usical por ambas partes. Alm a Horne tocaba el piano y el órgano. Grant Gould, que se doctoró en medicina en 1942 y ejerció en Vancouver, también tocaba el piano, y el otro hermano de Bert, Bruce, que regentaba la sucursal de una aseguradora en U xbridge y además se dedi­ caba a la venta y la reparación de m aterial eléctrico, tocaba el violín, el saxofón y varios instrumentos de metal, además de lide­ rar una orquesta de baile. Bert había tocado el violín de pequeño, hasta que se lesionó la mano, y Florence daba clases de piano y canto; ambos cantaban, y según una crónica de un periódico de 1949 Bert dirigió el Ensign Male Quartette, con el acompañamiento de Florence al piano. Para los Gould la música era inseparable de la iglesia, rasgo en el que Glenn hizo hincapié en el panegírico que dedicó a su madre: “Desde su adolescencia dedicó su vida a la música clásica, en par­ ticular a la música sacra, y se mantuvo activa en la iglesia y en los grupos ju ven iles”. Florence había estudiado piano y canto en Uxbridge y Toronto, donde cantaba con varios coros muy nume­ rosos y era la organista de una iglesia presbiteriana local; más tarde actuó como directora del coro de la Iglesia Unida de Uxbridge, y además daba clases privadas en Uxbridge, Bradford y Toronto. Precisam ente conoció a Bert a raíz de su labor en el coro de Uxbridge. Después de casarse continuó desempeñando tareas cora­ les y solistas en diversas iglesias de Toronto y alrededores, y res­ tituyó la vida musical de una iglesia del extremo oriental de la ciudad que atravesaba un momento difícil. La música también era un ingre­ diente de la Instrucción Bíblica para Empresarios, que contaba con coro y orquesta propios, en la que tocaban Florence y Alma. Tanto el padre como la madre de Gould cantaban, por separado y en dueto, en los acontecimientos que se celebraban en relación con la catequesis. La pareja también organizaba programas musicales para iglesias del área de Toronto, que según Bert incluían esporádica­ mente recitales de Lucy Maud Montgomery, la autora de Ana de las tejas verdes, que vivió en Leaksdale, cerca de Uxbridge, entre 1911 y 1926. 58

En las culturas puritanas, como el propio Gould escribió en una ocasión, se tendía a adoptar “la idea del arte como instrumento de salvación, del artista com o redentor” y tanto en Toronto como en el Ontario rural de la época la música se solía contemplar no ya como una pasión o una vocación, sino como un complemento de la práctica religiosa y la recta moralidad. Es innegable que la música ejerció una especial atracción en la vida de su madre, a pesar de que los Gould, como Robert Fulford recuerda, veían la música como una experiencia educativa que elevaba el espíritu, gozaba aproximadamente del mismo estatus que el bende­ cir la mesa o asistir a los oficios de la Iglesia Unida Una vez, después de un concierto de música atonal que encerraba dificultades tremen­ das, oí a la señora Gould decir que deberían ponerla en las escuelas para que la escuchasen los niños. “Es sumamente instructiva”, ase­ guró. A todas luces no le había gustado, pero le pareció que podía ser beneficiosa para alguien.

Uno de los amigos con los que Gould compartía afinidades musi­ cales compara las ideas que Florence tenía acerca de la música con las de un catequista, y al acordarse de su manera de tocar la cali­ fica de “lamentable”. Gould se elevaría musical e intelectualmente muy por encima de su familia, y más adelante se burlaría cariño­ samente, por ejemplo, del amor que su abuela profesaba por aquellos infatigables compositores de himnos de la tradición inglesa victoriana, cuyas obras conservaba apiladas sobre la consola de su armonio, y a mayor gloria de la eufonía mendelssohniana pulsaba con furia los pedales de fuelle, con la profunda convicción de que con cada elisión de quintas paralelas el diablo se llevaba su merecido.

Sin embargo, él mismo acabaría erigiéndose, a su modo, en fer­ viente defensor de una aproxim ación moral - y sí, a qué negarlo: puritana- a la música, y una parte del repertorio que se tocaba en familia, particularmente los himnos, dejó una profunda huella en él antes de que descubriera a compositores como Bach y Schönberg, y siguieron emocionándole e inspirándole hasta el fin de sus días. De joven, Florence les dijo a sus amigos que un día se casaría y tendría un hijo que se llamaría Glenn y que sería músico. Cuando estaba encinta le tocaba canciones, y lo rodeó de música desde que nació: cantaba y tocaba para él, le ponía la radio y diversas graba­ ciones, y lo exponía a todo evento musical que Toronto pudiera ofrecer. Glenn asistió a su primer recital aproximadamente a la edad 59

de seis años - e l intérprete era el pianista Josef Hofman, y el acon­ tecimiento causó en él una “honda impresión”, según él mismo recor­ daba- y a los siete años comenzó a asistir a conciertos de la Orquesta Sinfónica de Toronto. Florence había rechazado “una oportunidad muy interesante de emprender una carrera operística” por casarse con Bert y, aunque no era la típica madre agresiva de niño artista, la singular devoción que profesaba por la evolución musical de su hijo tal vez naciera de que viera en ello una segunda oportunidad para dedicarse ella misma seriamente a la música. (¿Acaso Gould lo percibía de este modo? ¿Le contrariaba quizás?) El talento de Glenn en seguida se hizo patente. “N o era más que un bebé de pocos días”, asegura Bert, y ya alzaba los brazos y “flexionaba los dedos casi como si tocase una escala”. Poseía una agilidad y una flexibilidad naturales en las manos, e instintivamente se las protegía. Incluso de niño las apartaba o se volvía de espal­ das si alguien le lanzaba una pelota o se la pasaba rodando. En una ocasión, cuando no tenía más de siete u ocho años, Jessie Greig le pidió que jugara con ella a las canicas. El quería jugar, pero cuando deslizó la mano hasta el suelo y lo halló frío, la retiró inmediata­ mente y dijo: “Me temo que no puedo”. Cuando tenía tres años, los padres de Glenn decidieron que su hijo siempre acertaba al nombrar las notas que se entonaban en una grabación. “Tan pronto empezó a hablar, identificaba las notas por su nombre, y muy pronto reconoció todas las notas que se pul­ saban en un acorde de cuatro o cin co notas”, rem em ora Bert. Florence “solía jugar con Glenn a reconocer notas musicales. El ju ego consistía en que Glenn se alejaba hasta un cuarto en la otra punta de la casa y su madre tocaba un acorde difícil en el piano del salón. Invariablemente, Glenn acertaba”. (E l joven Mozart solía asombrar a sus conocidos con ese mismo truco.) Cuando tenía cua­ tro años, Florence empezó a darle clases de piano, y se adaptó al instrumento com o si fuera de manera instintiva. Cuando cumplió cinco años ya tocaba de oído algunas melodías e inventaba otras de su propia cosecha. Otros dones no tardaron en hacerse obvios: un oíd o finísim o, buena coordinación oído-mano, y un especial talento para la improvisación y la im itación musical, la repentización y el transporte. El propio Gould dijo una vez que los tres aspec­ tos más im portantes de su música eran “la capacidad para concentrarse, el tono p erfecto y una excelen te m em oria musi­ cal” . Florence se convirtió en una profesora protectora, y aun así estricta. Nunca permitió que su hijo se diera por vencido ante un pasaje o tocara una nota equivocada, y obtuvo su recompensa: la 60

precisión y la exactitud en el teclado del Gould adulto nunca deja­ ron de asombrar a nadie. Era un pianista que mantenía con el instrumento una relación íntima, física, nada habitual. Tomemos en consideración la típica imagen, de todos conocida, de Gould al piano: sentado a una altura inusualmente baja, encorvado hasta que la cara quedara apenas por encima del teclado, con las rodillas más elevadas que las posade­ ras, acariciando las teclas mientras su cuerpo se m ecía y rotaba. En ocasiones parecía abrazar el instrumento, manteniendo una pos­ tura física que se aproxima a una postura fetal tanto com o es com ­ patible con el hecho mismo de tocar. Y mientras tocaba, cantaba. Desde la más tierna infancia tuvo una predisposición al canto, y de hecho Florence le enseñó a entonar todo lo que tocaba, incul­ cándole un hábito que nunca abandonaría (y que es de todos cono­ cido). El espectáculo físico de Gould al piano y su actitud íntima hacia él tal vez tuvieran mucho que ver con el hecho de que fuera discípulo de su madre, con la asociación de tocar con cantar, y can­ tar con la figura materna. Abrazar el instrumento mientras tocaba puede haberle hecho sentir que recuperaba el refugio uterino que siempre anheló, y aquella seguridad especial que sentía de niño al pulsar las teclas sentado en el regazo de su madre. Aunque parezca paradójico, es muy probable que de esta relación física sumamente intensa con el piano naciera posteriormente su concepción idea­ lista, casi mística, de la música. El piano siempre supuso un refu­ gio para Gould -e ra su “Shangri-la”, decía él-, un vínculo directo con su infancia idílica, y acabó por entender la música como “algo al margen de todo lo demás” , según sus propias palabras, que no guardaba relación con el mundo real. Su foimación comenzó con piezas muy sencillas, canciones popu­ lares e himnos, así como con libros infantiles que hacían de la música un juego. Sin embargo, Glenn fue un alumno aplicado desde el prin­ cipio y realizó progresos asombrosos. (Según Grant Gould, Florence solía comparar a su hijo con Mozart.) Con diez años era capaz de tocar todos los preludios y fugas del primer libro de El clave bien temperado de Bach, así com o sonatas de Mozart, valses de Chopin y Liszt y obras de nivel comparable. Sus padres se entregaron de lleno a su educación musical. Florence se comprometió con menos alumnos tras la incorporación de Glenn a las clases, y a la vez lo excusaron de las tareas domésticas con fin de que dispusiera de más tiempo para practicar. Le encantaba tocar y nunca hacía falta animarle a hacerlo. Podía practicar durante horas y al final sus padres se vieron obligados a imponerle un lím ite de tiempo al día 61

(Fulford recuerda que en cierto momento le impusieron un máximo de cuatro horas). Bert aseguraba que cerrar el piano con llave cons­ tituía un correctivo más eficaz que el castigo físico a la hora de imponer la disciplina. El piano, decía Gould, devino un “medio para aislarme” que le ayudaba a sobrellevar los problemas que surgían en la escuela y con sus compañeros, permitiéndole replegarse en el mundo que forjaba su imaginación. Con cinco o seis años, y con toda seguridad a los nueve o los diez, Glenn había decidido ya convertirse en pianista profesional. Sus padres, no obstante, y a pesar del enorme respeto que ellos mismos sentían ante la maravilla que habían creado, se negaron a presionarlo para que em prendiera la vid a de niño prodigio, de músico estelar. (E l hecho de tener unos padres sobrios, que con­ sideran pecado la ostentación, no carece de ciertas ventajas.) Fulford escribió: La expresión “niño prodigio” estaba prohibida en casa de los Gould. Los niños prodigio estaban dotados de talentos estrafalarios, sufrían la explotación a la que los sometían sus propios padres y se echaban a perder por un exceso de apariciones públicas; Mozart ofre­ cía, en la mitología de la familia Gould, un ejemplo sumamente alec­ cionador.

Los Gould no deseaban poner a prueba la salud física o mental de su hijo, y vivían con tanto desahogo y falta de pretensiones como para no dejarse tentar por el dinero y la fam a que pudiera cose­ char su hijo, de m odo que le permitieron evolucionar a su propio ritm o y de acuerdo con sus preferencias, exponiéndolo tan sólo de manera muy gradual y moderada al contacto con el público. Y aun así surgieron conflictos. A los Gould les complacía que su hijo fuera un músico excepcional, pero también deseaban que cul­ tivase las aficiones de cualquier chico normal y corriente, que tuviese amigos comunes y se atuviera a las convenciones sociales, como cualquier otro muchacho de su edad. Ya de niño, Gould se carac­ terizaba por una form a de hablar “libre, casi salvaje, sumamente irreverente”, según recuerda Fulford; monólogos inacabables, vehe­ mentes, de una sofisticación muy superior a la de los muchachos de su edad, manaban de él siempre que tuviera quien le escuchara. Había en él cierta ampulosidad y algo de impostura, propias de la m ayoría de los superdotados, y no vacilaba en endilgar una pero­ rata sobre cualquier asunto críptico o en ofrecer opiniones pere­ grinas acerca de cuestiones sobre las que apenas tenía conocimiento. 62

Adquirió un compromiso completamente esnob con la música clá­ sica. “La música popular es atroz”, comentó con trece años a un periódico local, a lo que su madre apostilló: “Todavía es muy joven, tal vez cambie de opinión”. (Nunca lo hizo.) Florence “no podía soportar el conflicto, así como tampoco ningún extremismo o excen­ tricidad -escribió Fulford-. En mi recuerdo siempre la veo repren­ diendo a Glenn por algún m otivo, pidiéndole explicaciones p o r alguna transgresión de las reglas impuestas por ella” . Fulford recuerda el reproche que Florence dedicó a Gould por afirmar que Carusso era un impostor y un cantante “horrendo”, a lo que le replicó que él carecía de la perspicacia y la experiencia para emitir tan llanamente ese tipo de juicios. Se trataba de una reprimenda justa, por supuesto, pero lo cierto es que a lo largo de toda su vida Glenn nunca dejó de hacer generalizaciones temerarias sobre la base de un conocim iento deficitario, incluso desde la más pura ignoran­ cia, en especial cuando se trataba de sus bêtes noires. “Florence Gould poseía un don natural para la exasperación, y era una mujer muy crispada, muy victimista”, escribió Fulford, y añadió que podía ser “un poco arpía”. Ella ansiaba un imposible, quería a un genio que también fuese un chico m odosito que se sentase con la espalda erguida y no defendiera ideas indecorosas ni precoces, un niño que destacase y sin embargo no desentonara. La primera aparición pública de Gould de la que queda cons­ tancia se produjo en Uxbridge, la tarde del domingo 5 de junio de 1938, cuando acompañó a sus padres en un dueto vocal en una misa celebrada en conm em oración del trigésim o aniversario de la Instrucción Bíblica para Empresarios. A l día siguiente, cuando tocó en las festividades del quincuagésimo aniversario del edificio de la Iglesia Unida de la Trinidad, el Uxbridge Times-Joumal elogió su actuación: La gran cantidad de asistentes que rodeaba al pequeño de cinco años, hijo del señor y la señora Gould, de nombre Glenn, no tardó en advertir que se hallaba ante algo parecido a un genio musical en cier­ nes. Todos sus números fueron espléndidos, pero las dos composi­ ciones originales del mozalbete destacaron por proceder de una personita de tan corta edad, que lo prefiguran como uno de los com­ positores de talento en un futuro no muy lejano.

Con cinco años se evidenciaba ya que los variados dones que Glenn poseía para la música no se iban a limitar a tocar el piano. Su madre lo animaba a escribir sus “propias obritas maestras”, y todavía se conservan algunas com posiciones notables (aunque 63

no ex cep cion ales) de su niñez. La más tem prana es A M erry Thought [“Un pensamiento fe liz”], una vivaz marcha para piano en veintinueve compases, dispuesta en respetuosa form a ternaria, que está fechada el 18 de diciembre de 1944 y va dedicada “a mi que­ rida profesora, la señorita Trott”. Cuando tenía diez años, Gould contribuyó a la campaña en apoyo a la guerra llevada a cabo en su escuela con una pequeña canción patriótica, también en form a de marcha y revestida de solemnidad eduardiana, que tituló Our Gifts [“Nuestros regalos”], para dos partes vocales (niños y niñas) con acompañamiento de piano. Bert hizo copias de la partitura, fechada el 25 de marzo de 1943, con una dedicatoria a “la Cruz Roja Juvenil de todo Canadá”. La prim era de las dos estremecedoras estrofas de texto (¿obra de Gould?) reza así: Somos los niños, / somos las niñas de todos los colegios públicos. / Tenemos por hacer una labor con la Cruz Roja, / debemos ofrecer todos los recursos posibles. / Tal vez así muchos padres y hermanos tengan la oportunidad de vivir. / Si resultan heridos en el campo de batalla, ellos vivirán porque nosotros damos.

Hasta la adolescencia, la mayor parte de las comparecencias públicas de Glenn tuvieron lugar en iglesias de Toronto, Uxbridge y aledaños. En ocasiones tocaba en solitario, formando parte de un concierto o una misa, mientras que otras veces dirigía o acompa­ ñaba a los cantantes; sólo ocasionalmente ofrecía composiciones propias. Jean Brown, de soltera la “señorita Trott”, recuerda que tam bién tocaba con cierta regularidad en las asambleas de la escuela. Tocaba tanto el órgano com o el piano. A los once años prestó sus servicios como organista en una iglesia anglicana, aun­ que tendía a exasperarse siempre que los feligreses cantaban. Tras com eter un error particularmente embarazoso, lo despidieron con cajas destempladas. Se conservan programas de unas doce actua­ ciones entre 1938 y 1946, y podem os suponer que hubo otras, tal vez muchas más. Los recitales se daban en el m arco de eventos com o la Fiesta Anual de Primavera y el Concierto de la Asociación de Mujeres de Wanstead, y entre los recuerdos que Gould guardaba de ellos no faltaba “el traje de petimetre remilgado: el tipo de atuendo con el que mis amorosos padres solían engalanarme”. Las damas lo adoraban: una lugareña recuerda haberlo visto tocar con un traje de satén blanco de pantalón corto. Todo esto está teñido de un encanto provinciano e inocuo que revela la admirable prudencia con la que sus padres guiaron y exhibieron su talento. 64

< i i i lias

Las dos p rim era s páginas de la ed ición o rig in a l de Our Gifts, que Gould com puso cuando contaba diez años. (Legado de Glenn Gould.)

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“DEBÍ DE SER UN ALUMNO DIFÍCIL DE MANEJAR.” En el otoño de 1945, tras cursar noveno, Gould comenzó la secun­ daria en el Instituto Universitario de Malvem, un gran edificio de ladrillo visto sito en M alvem Avenue, exactam ente al norte de Kingston Road, aun kilómetro de su casa. ( “Instituto Universitario” no era más que un nombre de campanillas para un instituto orien­ tado a los estudios superiores, a diferencia de, pongamos por caso, una escuela técnica o un bachillerato en com ercio.) Malvern, en opinión de Robert Fulford, era “The Beach hecho escuela”, un cen­ tro que concedía gran valor a la conducta decorosa, exaltaba el “espíritu escolar” y preparaba a sus alumnos para afrontar la vida en un mundo materialista. Se conservan documentos de los últimos años de bachillerato de Gould, y en ellos se revelan programas de estudio muy densos, estructurados y convencionales, basados fun­ damentalmente en el aprendizaje memorístico de datos, y nada per­ mite suponer que Gould lo hallara m otivador o inspirador desde un punto de vista intelectual, aunque recordaba a varios de sus pro­ fesores y directores con afecto. En sus primeros años de bachille­ rato solamente cursó cuatro asignaturas -inglés, francés, historia y geografía- y al cuarto año abandonó la geografía. Los trabajos escolares que nos han llegado denotan una considerable falta de aplicación: obtenía las peores notas en las asignaturas para las que poseía menos dones innatos y en las que había de trabajar duro de veras. Donde peor parado salía era en francés, donde sus notas apenas pasaban del aprobado justo. En historia no le iba mucho mejor, mientras que en inglés sus notas rondaban el notable escaso. Rara vez obtenía mejores calificaciones, en tanto que las más bajas (incluso los suspensos) no le eran desconocidas. A pesar de ello, no solía distanciarse mucho de los mejores de su clase, lo cual corro­ bora la idea de Fulford, en cuyo recuerdo Malvern pervivió como una escuela mediocre a decir de todos. Sin embargo, los compañeros de colegio de Gould eran cons­ cientes de su excepcionalidad. “La inteligencia de Glenn iba más allá de la música -escrib ió Fu lford-, En clase de geom etría de décim o curso dominaba el libro de texto para finales de octubre, mientras el resto de nosotros apenas empezábamos a entender algo.” (También en Williamson Road sacaba sus mejores notas en mate­ máticas.) Además, daba muestras de cultivar ciertas aficiones adul­ tas; por ejemplo, emprendió la recopilación de noticias y crónicas de sociedad, así como el análisis de asuntos internacionales, hábi­ 66

tos que conservaría de por vida. Podía hablar de política con una perspectiva propia de un adulto; Fulford recuerda la avidez con que siguió la Convención Nacional Republicana de 1948, tomando notas de los recuentos de los votos que obtenían los delegados del mismo m odo que la mayoría de los muchachos seguirían los resultados del béisbol. Le gustaba lucirse en sus tareas escolares, lo cual revela el desprecio del superdotado por la ramplonería. En una ocasión, Bert interrogó a un profesor acerca de un examen de expresión inglesa escrita que, a pesar de parecer aceptable, le había valido un suspenso, a lo que éste le respondió: “Señor Gould, soy un docente ocupado y tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo que leer exámenes para los que debo consultar en el diccionario la mitad de las palabras que se utilizan” . Cuando al empezar el último curso de secundaria le pidieron que escribiera acerca de “Mis planes para este curso”, Gould comenzó así su redacción: Me considero en cierta desventaja al verme en la tesitura de escri­ bir acerca de este asunto, puesto que mis aventuras en las aulas del aprendizaje concluyen cada mañana al final de la cuarta clase. Dedico el resto de la jom ada al cultivo de la música, con la salvedad de una hora aproximadamente que cada noche consagro a regañadientes a Macbeth, el Tratado de Gante y el modo subjuntivo. No debe suponerse, sin embargo, que hago caso omiso de los estu­ dios superiores; antes bien, los considero estimulantes, esclarecedores, reconfortantes y capaces de ejercer una influencia formidable en mentalidades que de otro modo quedarían estancadas. (En relación con esta frase tan precisa estoy en deuda con el prólogo de un libro de texto de una escuela de Manitoba autorizado y publicado en 1911, que lleva por título Crop, Cricket and T a riff Control [Cosechas, cri­ quet y control de tarifas].)

“Mis planes para el año escolar -conclu ía por fin - son por lo tanto inexistentes.” ( “ ¡Muy agudo!”, anotó su profesor al final.) Aquí pueden verse ya ciertos rasgos de la escritura de Gould en su edad adulta: el tono grandilocuente y pagado de sí mismo, la verbosidad, el intento de infundir al texto un humor y una sofisticación des­ preocupados, el evidente deleite en una escritura que es lisa y lla­ namente espantosa. Sin embargo, no se quedaba en un mero talento aburrido. En la mayoría de las materias carecía de la aptitud innata que poseía para la música, aunque le costara admitirlo. Son muchos los que recuerdan al Gould de aquellos años com o un muchacho gracioso, educado y adorable, aunque sin duda pecu­ liar, lo cual descartaba la intimidad con sus compañeros, normal67

mente de carácter menos complicado. Y su talento, su inteligencia y su temperamento, qué duda cabe, lo distanciaban de los demás, y no realizaba actividades extraescolares al margen de la música. Los vecinos de la casa del campo recordaban “a un niño solitario con opiniones muy firm es”, y el padre Joseph H. O’Neill, un clé­ rigo de Orillia, conservaba en su memoria al Gould de doce años com o “una persona bastante reservada”, con cierto aire de supe­ rioridad y algo antisocial. En el verano de 1945, en un intento por “normalizarlo” un poco, el padre O’Neill lo convenció para que tocara en el contexto de una barbacoa a base de perritos calientes que se celebraba en honor a un grupo de monaguillos de Toronto que estaba de visita. Gould, ya por candidez, ya por orgullo o por insolencia, insistió en tocar Bach. Como apunta el padre O’Neill, “no era tarea fácil mantener a jóvenes inquietos en silencio a lo largo de este tipo de recita les” . Algunos lo veían com o un muchacho estirado, o cuando menos de una timidez impenetrable. Frágil y abrigado en exceso, su mera apariencia echaba para atrás a algunos chicos de su edad. El propio Gould lo admitió: “A los catorce años era un m ocoso consentido, por ser hijo único. Tal vez parte de ello sea necesario para adquirir la suprema arrogancia que se requiere en un concertista”. Llegó a Malvem, a los trece años, con reputación de ser la cele­ bridad local en ciernes, y se convirtió en objeto de rumores y espe­ culaciones entre sus compañeros de clase. Era un bicho raro, sin lugar a dudas, un chico que dirigía cualquier grupo musical y can­ turreaba para sí mientras iba y volvía caminando de la escuela, el tipo de escuela donde las artes no se consideran cosas propias de hombres. Todavía incómodo en un cuerpo adolescente, desgarbado y a menudo despeinado, tam poco contaba con un físico que des­ pertara admiración. Otros chicos eran muy capaces de reírse de él a sus espaldas, aunque no parece que sufriera el acoso y el tormento que le habían infligido en el colegio de primaria. Fulford, cuando menos, no recuerda que nadie lo despreciara por ser un bicho raro, pues sus dones “extraordinarios y misteriosos” bastaban para impo­ ner respeto. A l igual que en Williamson Road, esos dones lo aisla­ ban y forjó muy pocas amistades verdaderas; sin embargo, y a pesar de su edad, estaba tan entregado a la música que sacrificaba la amis­ tad de buen grado, por mucho que la ansiara. Apodado “Los diez dedos más calientes de Malvem ” en una publi­ cación escolar de 1946, The Muse, a Gould se lo conocía ya sobra­ damente com o pianista. Tocaba en las reuniones, en los conciertos de los días festivos y en otras ceremonias escolares. A vec es incluso 68

interpretaba sus propias composiciones. En enero de 1948 lo orga­ nizó todo para que su am igo Ray Dudley tocara el C oncierto Emperador de Beethoven (Gould se ocupó de la parte orquestal con el órgano). En febrero de 1949, a m odo de obertura para una pro­ ducción escolar de Noche de Reyes, interpretó una suite de quince minutos de cosecha propia: cuatro piezas breves de estilos muy diferentes, que pretendían reflejar los variopintos estilos de la escri­ tura de varias escenas de la obra. De esta época se conserva una grabación privada en la que toca la suite,5 precedida de una p re­ sentación hablada que él mismo realizó, donde se pone de mani­ fiesto que a los dieciséis años había desarrollado una verdadera aptitud para la composición, a pesar de que las cuatro piezas incu­ rren en el despliegue de virtuosismo archirromántico que Gould, ya de adulto, tanto iba a repudiar. La primera, Nocturne, es una pieza extraña, rapsódica, a menudo impresionista. Whimsical Nonsense [“Disparate caprichoso”] es un scherzo travieso, vivaz, de estilo romántico (en la línea de Mendelssohn, o quizás de Victor Herbert), plagado de fiorituras veloces y adornadas. Elizabethan Gaiety [“Alegría isabelina”] es una giga abigarrada, alegre y barroca, en definitiva, un ejercicio de pastiche neohandeliano. Y el largo final, Regal Atmosphere [“Am biente de la realeza”], tiene un comienzo triste, pero acaba convertido en una marcha imponente y muy florida. La música sesuda de Gould aburría a algunos de sus com pañeros de clase, y en ocasiones los com placía con alguna que otra cantinela popular, pero de manera intuitiva parecían adver­ tir que aquel muchacho estaba destinado a convertirse en un músico de fama mundial. “Ya sabíamos que era especial -asegura Wayne Fulford-. Él lo sabía también.”

“NO ME GUSTABA MI PROFESOR.” Nacido en el seno de una fam ilia burguesa con raíces purita­ nas, de la que sin embargo tan sólo recibió apoyo para labrarse una carrera artística, el joven Gould era una criatura verdaderamente singular y afortunada. Una vez que su talento se puso de manifiesto se convirtió en el centro de atención de su casa; Florence, en par­ ticular, siempre estaba a su disposición para cualquier cosa que necesitara. Claro que lo malcriaron -m ás adelante él mismo con­ fesaría a sus amigos que el hecho de salirse siempre con la suya de pequeño no había sido necesariamente positivo para su desa­ rrollo-, pero también recibió el aliento de sus padres, y podemos 69

atribuir buena parte de la confianza que posteriormente tuvo siem­ pre en sus recursos, así como de su originalidad como intérprete, al apoyo constante que recibió de niño. La prosperidad de Bert, escribió Robert Fulford, “le permitió gastar unos tres mil dólares anuales en la form ación musical de Glenn, hablando en cifras de los años cuarenta”, y no hay duda de que Fulford no exageraba al añadir que tres mil dólares “eran aproximadamente la cantidad con la que nos manteníamos toda una fam ilia de siete personas en la casa vecina”. A finales de los años treinta, el salario anual medio en Toronto rondaba la mitad de esa cifra, y un profesor de música de la Universidad de Toronto recibía un estipendio de cuatro mil dólares. N i siquiera de niño Gould se conform aba con su piano por mucho tiempo, y Bert recuerda haber tenido que adquirir ins­ trumentos cada vez más nuevos y de m ayor calidad, al principio de pared y después de cola, aunque se mostró reacio a realizar obras en casa para instalar un órgano de tubos que Glenn pidió inocen­ tem ente com o regalo de cumpleaños cuando tenía aproximada­ mente doce años. Ya en su adolescencia empezaba a practicar hasta muy tarde, y en ocasiones lo quería prolongar hasta la madrugada. Finalmente, Bert derribó uno de los tabiques de la casa para cons­ truir un estudio, que Gould llenó enseguida con la gran cantidad de libros y partituras que poseía, su equipo de grabación y un segundo piano de cola, por el que su padre pagó cerca de seis mil dólares. P o r si fuera poco, Bert adquiría po co menos que anualmente un nuevo piano vertical para la casa de campo: el riguroso clima inver­ nal tendía a estropearlos al cabo de uno o dos años. Gould no tardó en superar a su madre com o músico, a lo que ella, a comienzos de 1940, dio el paso siguiente que dictaba la lógica y lo envió al Conservatorio de Música de Toronto, por aquel enton­ ces ubicado en el centro de la ciudad, en la esquina de College Street con University Avenue. Aunque se había fundado en 1886, todavía no ofrecía form ación profesional al más alto nivel; la mayoría de los alumnos eran niños y meros aficionados. Por ello, no resulta sorprendente que la orientación, la estructura y el plan de estu­ dios del conservatorio en esencia fueran británicos, al igual que lo era buena parte del profesorado, así como el hecho de que se lle­ varan a cabo exámenes a escala nacional que tomaban como modelo el sistema británico. Entre febrero de 1940 y junio de 1943 Gould aprobó los exámenes de piano de tercero a noveno con todos los honores, y ya a los siete años elogiaban su digitación, su ritmo y su tono, así como su oído “excepcional”, amén de recibir una meda­ lla de plata por cosechar las notas más altas del Estado de Ontario. 70

Más adelante recibió clases teóricas de uno de los pilares del ámbito musical de Toronto, el violoncelista, compositor y escritor inglés Leo Smith (1881-1952), que se incorporó al conservatorio en 1911. “Tipo dulce y soñador”, según el compositor Murray Adaskin, Smith componía siguiendo los cánones del estilo del Romanticismo inglés finisecular, y adoptaba un enfoque conservador en relación con la teoría. Se conservan documentos que demuestran que Gould aprobó los exámenes teóricos de segundo a quinto entre febrero de 1942 y junio de 1946, en materias que incluyen armonía, contrapunto, form a e historia,6 así como que obtenía resultados impecables en canto y lecciones de solfeo a la vista. (Tenía “una hermosa vo z de soprano -recuerda Bert-, pero a medida que se hizo mayor dege­ neró en un graznido”.) M ayor trascendencia tuvieron las clases que le im partiera el organista y director coral inglés Frederick Silvester (1901-1966), que se convirtió en amigo de la familia. Gould comenzó las clases de órgano en 1942, y sus rápidos progresos le hicieron adquirir una técnica profesional que lo llevó a cosechar matrículas de honor, ' diversas medallas y los elogios de expertos profesores residentes como el organista, compositor y director coral Healey Willan: “Está dotado de un verdadero sentido organístico”, apuntó Willan en 1944. El órgano, observaría Gould con posterioridad, le propició el gusto por Bach y la música antigua, y ejerció una profunda influencia en su estilo pianístico. Le enseñó a “pensar con los pies”, lo cual le llevó también a aficionarse a dar a la mano izquierda un mayor p ro­ tagonismo (era zurdo, por cierto); le enseñó además a “pensar en la música como si se tocara con tres manos, com o si los pies actua­ ran como esa tercera extremidad”, y esto nutrió en él una pasión por el contrapunto poco frecuente entre pianistas; le enseñó asi­ mismo a no aporrear las teclas, sino a desarrollar una técnica basada en “las yemas de los dedos” y a lograr particulares matices expre­ sivos a través de ligeros cambios de tempo y no por medio de la dinámica, y ambos aspectos fomentaron su manera limpia, “recta” y claramente articulada de tocar el piano. Cuando Gould cumplió diez años, Florence supo que había lle­ gado la hora de buscarle otro profesor de piano, que abundaban en el conservatorio, donde la inmensa mayoría de los estudiantes eran pianistas. Tras pedir consejo a Smith, Willan y al organista, compositor y director de orquesta sir Ernest MacMillan, director del conservatorio de 1926 a 1942, los Gould colocaron a su hijo, en otoño de 1943, en la clase de A lberto Guerrero, con quien estu­ diaría los siguientes nueve años. Sólo en muy contadas ocasiones 71

Guerrero aceptaba alumnos de tan corta edad, pero reconoció que había algo especial en aquel muchacho que pronto se convirtió en su alumno predilecto; en realidad, consideraba que Glenn era un genio (a pesar de que el propio Gould siempre juzgó esa palabra “con gran recelo”). Tenían una o dos clases por semana -Guerrero siempre era generoso con el tiem po- en el estudio que el profesor ocupaba en su ático del número 51 de Grosvenor Street, a pocas manzanas del conservatorio. El profesor mantenía cierta distan­ cia tanto artística com o física con la corriente dominante en el ámbito musical de la ciudad: “Guerrero nunca impartió clases en el edificio del conservatorio, y sólo aparecía por allí en rarísimas ocasiones”, asegura el compositor John Beckwith, también antiguo alumno suyo. La familia Gould y la fam ilia Guerrero intimaron, de manera que Gould asistía a fiestas a casa de su profesor y ambas familias se reunían en el lago Simcoe, donde Guerrero poseía una casa de campo que Bert le había ayudado a encontrar. Alberto Antonio García Guerrero nació en 1886 en La Serena, Chile, unos cuatrocientos kilóm etros al norte de Santiago, en el seno de una familia liberal, acomodada y culta, cuyos orígenes se remontan a Cataluña. Disfrutó de una infancia privilegiada que ino­ culó en él las maneras de un aristócrata, y recibió una vasta edu­ cación en su propia casa con p rofesores particulares. Estudió odontología durante un breve período antes de decidir que dedi­ caría su vida a la música. Su madre era una pianista consumada, al igual que sus hermanas, su hermano Daniel (que se dedicó a la m edicina) y su hermano Eduardo (que se dedicó a la docencia en Derecho y estaba versado en literatura, filosofía y música, y acabó por convertirse en un crítico de renombre y experto en música). A l parecer, Guerrero dio sus primeros pasos en la form ación musi­ cal exclusivamente en familia; tenía más derecho a reivindicar su educación autodidacta y su estilo sui generis del que jamás tuvo su discípulo más célebre. En 1912, los Guerrero se trasladaron a Santiago, donde se convirtieron en una fam ilia respetada que en Chile contribuyó notablemente al desarrollo de una cultura moderna en torno de la música clásica. Alberto era ya, antes incluso de cum­ plir treinta años, un pianista y crítico de renombre, al que se cono­ cía com o compositor de piezas para piano, canciones, música de cámara y varios trabajos para la escena, com o autor de una obra didáctica sobre armonía moderna, como profesor y mentor de algu­ nos de los músicos más destacados del país, además de ser preclaro impulsor de ciertas compañías del mundo del espectáculo y de orga­ nizaciones musicales de diverso signo. Otros músicos admiraban 72

sus conocimientos de técnica pianística y análisis musical, su amplí­ simo repertorio, su familiaridad con la bibliografía europea más reciente acerca de teoría y estética musical. Apostaba por la música moderna, y los compositores le pedían su colaboración. Según el compositor Alfonso Leng, “su inteligencia superior y su excepcio­ nal talento cambiaron el curso de la historia musical chilena”. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, Guerrero había actuado por toda Sudamérica y Centroamérica. Se casó en 1915 y aprovechó su luna de m iel para realizar una amplia gira de con­ ciertos que incluyó, en 1916, su debut en Nueva York, donde trabajó como pianista y profesor particular de canto. En agosto de 1918 se mudó a Toronto para impartir clases en el Conservatorio Hambourg, y en 1922 se trasladó al Conservatorio de Toronto, donde se entregó a la docencia ya durante el resto de sus días. (A él también le gus­ taba Toronto porque “allí te dejan en paz”.) Muy pronto su reputa­ ción quedó afianzada a través de conciertos y apariciones destacadas en la radio canadiense y norteamericana, y se convirtió en el intér­ prete más activo y versátil de entre todos los profesores de piano de Toronto. En los años veinte y treinta tocaba con frecuencia -y con éxito notable- en recitales, con orquestas y en conciertos de cámara, aunque era un músico dotado de demasiada modestia y amplitud de conocimientos para contentarse con emprender una carrera de virtuoso, y sus actuaciones se fueron espaciando de manera gradual. Siguió tocando en salas importantes, incluso en el auditorio de Maple Leaf Gardens al menos en una ocasión, pero prefería locales más íntimos, al estilo de Malloney’s Gallery, la Galería de Arte de Toronto y Hart House, un centro cultural de la Universidad de Toronto; además, dio conciertos al menos en una residencia privada de la ciudad. Los escenarios pequeños y un público enten­ dido casaban m ejor con sus preferencias y su temperamento, y nunca animó a sus alumnos a emprender la carrera de concertista convencional. “No es forma de vivir”, le dijo a su alumno Ray Dudley. (Puede que en este punto ejerciera cierta influencia sobre el pos­ terior desarrollo de Gould.) En el período de entreguerras se dedicó cada vez más a la enseñanza, y para cuando los Gould requirieron sus servicios gozaba de una sólida reputación, por la que incluso sus colegas acudían a él en busca de consejo. La última novela de Robertson Davies, The Cunning Man [“El astuto”], que ofrece un pintoresco retrato del Toronto de principios de siglo xx, incluye una alusión a Guerrero, cuya identidad aparece levemente velada por la de “Augusto DaChiesa, un chileno que no pertenece a la camarilla que dirige el conservatorio local, y que toca

a Scarlatti com o los ángeles. Se rumorea que uno de los alumnos de DaChiesa dará mucho que hablar en pocos años. Sin embargo, no hay forma de convencerlo para que asista a una de nuestras sesio­ nes dominicales; padece del estómago y al parecer vive a base dé leche y galletas saladas... y de Scarlatti, por supuesto. Ήβηβ una querida, ¿a que no te lo crees?” La “querida” era Myrtle Rose, una antigua alumna veinte años más joven que él, a la que conoció en 1931 y con la que convivía sin reservas; en 1947 se casó con ella en segundas nupcias. Guerrero poseía una inteligencia y un talento musical asom­ brosos. Relató a uno de sus discípulos, Stuart Hamilton, que des­ pués de escuchar por vez primera la ópera de Saint-Saëns titulada Sansón y Dalila, en Chile, vo lvió a su dom icilio a todo correr y empezó a tocarla de memoria. Dado que Hamilton se mostró escép­ tico, Guerrero, a pesar de no haber posado la vista en la partitura desde hacía décadas, se sentó al piano y tocó todo el primer acto. Otra alumna, Sylvia Hunter, recuerda una clase en la que debía tocar el Concierto para piano de Jachaturián, que entrañaba enormes difi­ cultades y por entonces casi nadie lo abordaba. Guerrero, que la acompañaba con un segundo piano, no pudo hallar su ejemplar de la partitura, de manera que tocó toda la parte orquestal de m em o­ ria, aunque no había interpretado ni había pensado en aquella pieza desde hacía muchos años, pues ni siquiera sentía por ella especial aprecio. De las composiciones que publicó, la más popular fue Tango (1937), que nació fruto de una im provisación en una fiesta. Sin embargo, no era una máquina de hacer música: contaba con una amplísima cultura que lo distinguía de sus colegas. Más allá del piano se interesaba por otras muchas cosas y llegó a tener una gran biblioteca de partituras, entre ellas obras com o las sinfonías de Mahler, de la que por cierto Gould se benefició notablemente. Y cultivaba además muchos otros intereses culturales al mar­ gen de la música. Hablaba varios idiomas, entre ellos el esperanto; era versado en literatura, filosofía y muchos otros campos; era un entendido en pintura y la practicaba com o aficionado y, además de la leche y las galletas saladas, adoraba la buena comida y los buenos vinos. Se trataba de un hombre de mundo, civilizado, “un caballero extremadamente culto y cortés”, en palabras del director B oyd Neel. “Una velada en casa de Guerrero le devolvía a uno al ambiente de los salones proustianos de fin de siglo.” Beckwith lo com paró con un “racionalista dieciochesco francés de nuestros días”, y el compositor R. Murray Schafer, que estudió con él en 1954, escribió que, 74

nuestras clases con frecuencia consistían en charlas sobre filosofía (recuerdo haber hablado con él de Comte, Husserl y Sartre) o acerca de los pintores y poetas modernos, entre los cuales él sentía especial predilección por los franceses. Era uno de los pocos músicos de quien un discípulo podía tomar ideas esenciales al margen de la música.

A su alumna Margaret Privitello le aconsejó: “No te pases todo el día ante el piano”. Dotado de una amplitud de miras incuestionable, Guerrero se mostraba receptivo a las preferencias personales y a las ambicio­ nes de sus alumnos. Entre sus discípulos de Toronto, al igual que ocurriera en Chile, hubo muchos que optaron por carreras musi­ cales que nada tenían que v e r con el piano -m usicólogos, teó ri­ cos, divulgadores-, así como algunos compositores dignos de nota, tales como Beckwith, Schafer, Ruth Watson-Henderson, Edward Läufer, Bruce Mather y Oskar Morawetz. Incluso aquellos de sus discípulos que llegaron a ser pianistas profesionales escogieron derroteros muy diversos: virtuosos com o W illiam Aide, Arthur , Ozolins y Malcolm Troup;7especialistas en música contemporánea como Mather y su esposa, Pierrette LePage; eruditos como el p ro­ pio Ray Dudley, que tocaba un repertorio convencional de piano al tiempo que sentía un vivo interés por la música antigua del pia­ noforte; y los acompañantes Gerald M oore y Stuart Hamilton, este último también p rofesor de canto voca l y fundador de Opera in Concert. Todos sus discípulos recuerdan al parecer al maestro con enorme cariño, y elogian su aptitud para atender sus necesi­ dades particulares. Era un hombre dulce, discreto, dotado de una callada seguridad en sí mismo y un gran sentido del humor, aun­ que reservado desde un punto de vista emocional, y transmitía sus conocimientos por m edio de la sugerencia y la persuasión, sin tra­ tar de imponerlos. Aide lo compara con un “guía virgiliano”, aun­ que añade que podía ser “más duro que el acero”. A pesar de que nunca incurría en la crueldad, sí era realista, y su franqueza, en oca­ siones teñida de un leve sarcasmo, podía resultar hiriente. Su p ro­ pia formación musical, del todo atípica, le hacía mostrarse escéptico acerca de las tradiciones heredadas, lo cual daba a sus clases un aire sumamente innovador. “Como profesor -escribió Beckwith-, disponía de recursos excepcionales, aunque carecía de ‘m étodo’". Adoptaba un enfoque relajado y flexib le de la enseñanza, donde cabía la improvisación. Era, en definitiva, el profesor ideal para el joven Glenn Gould, quien ya se había convertido en un músico obstinado y con ideas 75

propias. “A él no podía enseñarle del mismo m odo que a los demás - le explicó Guerrero a la periodista Gladys Shenner en 1956-. Glenn se contrariaba si le decía ‘Esto no es co rre cto ’. Aun a los once años tenía una idea perfectamente formada de sus capacidades, y no ha cambiado mucho desde entonces.” Glenn, añadió, “no res­ peta la autoridad de nadie porque sí. Y es m ejor así, pues de este m odo él conserva su originalidad” . Gould ansiaba absorber todo lo que le salía al paso, y Guerrero acom etía su tarea brindándole sugerencias y propuestas, pero siempre alentando a Gould para que él hallara su propio camino. Como le dijo a Myrtle: “El secreto para enseñar a Glenn consiste en dejar que descubra las cosas por sí m ism o”, o, cuando menos, en dejar que creyera que las descubría por sí mismo. Bajo los auspicios cosmopolitas de Guerrero, la maestría musi­ cal de Gould evolucionó hacia nuevas sutilezas. Guerrero contaba con un repertorio de una vastedad musitada y notoriamente carente de insustancialidades, al igual que lo sería el del propio Gould, aun­ que el maestro sentía predilección por muchos registros musicales que Gould rechazaría después. Tocaba un amplio abanico de obras clásicas y románticas, y, pese a que abordaba algunas de las piezas del repertorio que exigían mayor virtuosismo -W eber y Liszt, el con­ cierto de Chaikovsky, incluso joyas como las paráfrasis que reali­ zara A d o lf Schulz-Evler sobre el vals del Danubio azul-, Guerrero no perseguía efectos sensacionalistas. Su repertorio romántico se inclinaba p o r obras de peso: las grandes sonatas de Beethoven, Schubert y Chopin, las obras fundamentales de Schumann y Brahms. En sus primeros años de clase Gould realizó rápidos progresos a n ivel técnico, y siendo un jo v e n adolescente ya dominaba un amplio registro del repertorio convencional: sonatas de Mozart y Haydn; conciertos de M ozart y Beethoven; sonatas difíciles del prim er Beethoven (incluidas la op. 2/núm. 3, la op. 10/núm. 3, y La tempestad, op. 31/núm. 2), así com o piezas más breves, pero de la misma altura, de Schubert, Chopin, Mendelssohn, Liszt, Brahms y Paderewski. Sin embargo, sería la inusitada afición de Guerrero por la música antigua y moderna la que dejaría en él una huella más pro­ funda. Bach y Schönberg se convirtieron en los ejes fundamenta­ les del repertorio del Gould adulto y de su estética musical, y fue Guerrero quien lo inició en ambos compositores. “N o me sentí especialmente atraído por cosas multivocales hasta la adolescencia -recordaba Gould en 1970-. Hasta los diez años aproximadamente me incliné categóricamente por la homofonía, y sólo entonces de repente capté la idea. Bach empezó a aparecer 76

en mi mundo en ese momento, y desde entonces nunca lo ha aban­ donado. Fue uno de los momentos más grandes de mi vida.” Bajo la tutela de su madre ya había tocado música de Bach, p ero su “prim era gran tom a de conciencia contrapuntística” en realidad tuvo lugar mientras ejecutaba la fuga en do mayor K. 394 de Mozart, un día en que la ensayaba mientras el ama de llaves, con la que estaba discutiendo en ese preciso momento, pasaba la aspiradora cerca del piano. Incapaz de oír la música como era debido, pero sin­ tiéndola no obstante bajo sus dedos, captó un sentido idealizado de la música que le otorgó una comprensión más profunda de su estructura contrapuntística, y con la orientación de Guerrero desa­ rrolló aquel sentido recién adquirido y lo transformó en una ini­ ciación plena en el mundo del contrapunto en el piano, el de Bach en particular. La música de Bach no constituía un elemento imprescindible del repertorio en el Toronto del joven Gould -d e hecho, muchos músi­ cos y oyentes lo evitaban de plano-, si bien es cierto que contaba con algunos defensores de prestigio en una ciudad donde, a fin de ■cuentas, si algo había era tantos órganos y coros como se pudiera pedir. A comienzos de los años veinte, Em est MacMillan abrió el camino con una serie de recitales de órgano en los que tocaba exclu­ sivamente piezas de Bach, y programó a Bach en su condición de director de la Orquesta Sinfónica de Toronto, encabezando a partir de 1923 legendarias representaciones anuales de La pasión según San Mateo durante más de tres décadas. ( “Nadie ha contribuido más a la formación de los seguidores canadienses de Bach que sir Emest”, apuntaba el Financial Post en 1948.) La Asociación Reginald Stewart de Amigos de Bach ofrecía cada año representaciones de La pasión según San Juan ya en la década de los treinta, y el Coro Mendelssohn de Toronto interpretaba también música de Bach. Guerrero siem­ pre había defendido a Bach; ya en 1917, en Santiago de Chile, junto con sus hermanos fue punta de lanza de una Sociedad Bach, y en Toronto tocaba obras entre las cuales se incluían la segunda y la ter­ cera parte de las Invenciones, el Concierto italiano, las suites y las Variaciones Goldberg·, todo ello ocuparía, por cierto, un lugar destacado en el repertorio de Gould. De hecho, Guerrero gustaba de todo tipo de música antigua que hubieran escrito originalmente para clavicém balo, clavicor­ dio y pianoforte compositores del estilo de Anglés, los hijos de J. S. Bach, Cantallos, Couperin, Durante, Gluck, Soler y, por encima de todos ellos, Scarlatti, así como los compositores ingleses de la época Tudor. (Éstos contaban a su vez con otros defensores loca77

les, entre ellos Healey Willan, que dirigía un coro de madrigales en los años treinta, y Leo Smith, que tocaba la viola da gamba y en 1931 publicó una obra de consulta ya clásica, Music of the Seventeenth and Eighteenth Centuries. En Toronto se conocía la música sacra de la iglesia protestante de Inglaterra, y la ciudad conmemoró el cuarto centenario del nacimiento del compositor William Byrd en 1943.) La apuesta de Guerrero por la música antigua le granjeó adep­ tos leales entre los lugareños entendidos, y causó una profunda impresión en Gould: “Ya desde mi adolescencia -escrib ió- los com­ positores de la escuela inglesa de la época Tudor han suscitado en mí una respuesta muy precisa, si bien imposible de definir. ” En 1949, como regalo de Navidad, Guerrero obsequió a Gould el primer volu­ men de Historical Anthology of Music, de Harvard University Press, donde figuraba la pavana y gallarda de Lord of Salisbury, obra de Orlando Gibbons que nunca faltaba en el repertorio de Gould. Más adelante, Gould descubriría The Fitzwïlliam Virginal Book, que incluía una fantasía de Sweelinck que fue capaz de ejecutar a lo largo de varias décadas, y leyó obras sobre música medieval y del Renacimiento. Guerrero tenía un pianoforte, tocó el clavicémbalo en público al menos en una ocasión y era un admirador declarado de Wanda Landowska, una clavicembalista innovadora con la que mantenía además una estrecha relación personal. Había asistido a algunas de sus clases en Europa a mediados de los años treinta, y les ponía sus grabaciones a sus alumnos, incluido Gould, que no sentía especial devoción por su manera de tocar. Cuando Landowska visitó Canadá en la primavera de 1943 con el fin de realizar una serie de progra­ mas para la c b c , se hospedó en el apartamento de la hija de Guerrero, Mélisande Irvine, y no permitió que nadie, salvo el padre de ésta, asistiera a las sesiones de grabación. “Guerrero estaba totalmente subyugado por ella -asegura Margaret Privitello-. Se comportaba com o un escolar vergonzoso en presencia de su ídolo. ” A l igual que su ídolo, Guerrero erapartidario del estudio de los distintos modos de ejecución a lo largo de la historia, y era un profesional extraor­ dinariamente versado en aspectos tales com o la ornamentación barroca. Introdujo a sus discípulos en el estudio de la obra capital de Arnold Dolmetsch, La interpretación de la música de los siglos XVII y XVIII, además de presentarles tratados dieciochescos sobre interpretación com o los elaborados por C. P. E. Bach, François Couperin, Leopold Mozart y Johann Joachim Quantz, que empeza­ ban a estar disponibles en inglés cuando Gould era adolescente. Gracias a Guerrero, Gould se forjó toda una reputación de intér78

prete no ya versado, sino incluso “docto” en música antigua, cuando menos en los inicios de su carrera. En cuanto a la música moderna, Gould recuerda haber sido “un perfecto reaccionario” hasta los quince años, momento en el que “se trastornó por com pleto” con una grabación en la que Hindemith dirigía su Mathis der Maler.8Con esta obra, aseguró, y el Concierto para violín de Berg, “tom ó conciencia de la música contemporá­ nea” por vez primera. Sin embargo, lo cierto es que en Toronto buena parte de la apreciación de la música m oderna se desarrolló de manera irregular en la primera mitad del siglo xx, y la aceptación de muchos de los avances musicales procedentes tanto de Europa com o de Norteam érica fue muy lenta en la ciudad. En el conser­ vatorio de la Universidad de Toronto apenas se impartían clases de composición de ningún tipo, y los modernistas en ciernes recibie­ ron poco o ningún apoyo, en especial por parte del nutrido con­ tingente británico. En el período de entreguerras tan sólo hubo unos pocos intérpretes que se mostraran receptivos a la música moderna, entre los que se contaban el Hart House Quartet (1924-1946) y la Vogt Society (1936-1945), además de que MacMillan programó cier­ tas obras de música moderna con la Sinfónica de Toronto, en con­ creto las de compositores ingleses. En cambio, la mayoría de los patrocinadores de Toronto consideraban demasiado modernas las sinfonías de Walton, el Concierto para Orquesta de Bartók, obras compuestas ya hacía décadas por Stravinsky y Sibelius, e incluso algunas piezas de un músico tan conservador como Richard Strauss, por no hablar de Shostakovich o Prokófiev, Britten o Hindemith, el Stravinsky de corte más neoclásico o la Segunda Escuela Vienesa. La música de los contemporáneos canadienses no hallaba m ejor acogida; programarla constituía toda una osadía y resultaba tem e­ rario desde un punto de vista económ ico. (Quebec iba muy por delante del Canadá anglófono en lo tocante al modernismo musi­ cal.) Aun así, las preferencias personales de Gould en música moderna gozaban de algunos adeptos en su ciudad natal: la pasión de Ernest MacMillan por las sinfonías de Sibelius, por ejemplo, y la defensa que realizó la soprano Frances James a comienzos de los cuarenta del que sería el ciclo de canciones favorito de Gould, Das Marienleben de Hindemith. Gould amañó la verdad cuando, en una entrevista concedida en 1980, afirmó que en un principio se sintió atraído por la música moderna “porque algunos de mis profesores la detestaban”. Era una afirmación bastante fidedigna en relación con el contingente bri­ tánico, pero no con respecto a Guerrero, cuya trayectoria com o 79

adalid de la música moderna nadie podrá poner en duda. En Chile, el hogar de los Guerrero había constituido un punto de encuentro de los artistas modernistas, y Alberto había pertenecido al Grupo de “Los Diez”, una sociedad de poetas, novelistas, pintores y músi­ cos de vanguardia que fundó incluso su propia revista (1915-1916). Fue un paladín de Debussy y Ravel, de Berg y del Schönberg atonal mucho antes de instalarse en Toronto, en el momento en que aquella música era nueva. En los años treinta introdujo en Toronto grandes obras de estos com positores, así com o de Bartók, Hindemith, Milhaud, Stravinsky y otros. Su repertorio m oderno incluía un buen número de compositores rusos, franceses, espa­ ñoles e italianos, entre los que se contaban figuras prominentes (Albéniz, Casella, Fauré, Granados, Prokófiev, Satie, Villa-Lobos) así com o otras menos conocidas (A llende, Auric, Chávez, Cras, Hahn, Polovinkin, Shebalin, Tailleferre). “El apoyo personal que brindó a la música del siglo xx cobró prácticamente naturaleza de m ovim iento clandestino”, escribió Carie Morey, erudito musical canadiense, y sus interpretaciones ejercieron una enorme influen­ cia en un círculo selecto. Resulta decisivo que fuese Guerrero quien iniciara a Gould en Schönberg. Tal como Beckwith recuerda el curso de los hechos, Guerrero, en una clase que im partió alrededor de 1948, “quedó maravillado ante la reacción de Gould” cuando le mostró las par­ tituras del op. 11 y op. 19 de Schönberg, que había interpretado en diversas ocasiones en Toronto. “La prim era reacción fue de rechazo. Se esgrim ieron argumentos de peso en contra de Schönberg y la atonalidad, ante lo cual Guerrero se puso a la defen­ siva. Sin embargo, unas semanas después Gould se presentó con algunas composiciones de su propia cosecha que seguían el mismo patrón, a las cuales Guerrero dedicó elogios.” Gould hizo suyo este repertorio com o si se tratara de una nueva causa: leyó acerca de Schönberg y su escuela, asimiló música moderna distinta del reper­ torio de Guerrero, realizó importantes progresos en el lenguaje dodecafónico al modo en que lo manejaban Schönberg y sus dis­ cípulos, concretamente Anton Webern y Em st Krenek, y por último investigó parte de la música de los compositores de música serial de posguerra. La maestría musical de Guerrero se fundamentaba en su vasta cultura. Era, en palabras de Beckwith, “no tanto un profesor de piano com o un profesor de música”. Para el joven Gould, que ya expresaba intereses musicales al margen del piano, Guerrero devino un catalizador intelectual de suma importancia, pues junto a él cul­ 80

tivó sus predilecciones y posicionamientos estéticos más caracte­ rísticos, a pesar de que en última instancia sus ideas también se ale­ jaran en muchos sentidos de las de su maestro. Gould asimiló la seriedad y el firme compromiso que Guerrero sentía hacia la música, su insistencia en convertirse en un músico polifacético; de hecho, “pianista” se volvería en una palabra tabú del vocabulario de Gould. Años después, algunas veces Gould descalificó a Guerrero tachán­ dolo de romántico: “Nuestra actitud ante la música era diametral­ mente opuesta -explicó a Joseph Roddy-. Mientras él era un hombre ‘pasional’, yo aspiraba a ser un chico ‘cerebral’” . Sin embargo, fue Guerrero quien contribuyó a alimentar el enfoque cada vez más ide­ alista, intelectual y estructural que el joven Gould adoptaría hacia la música. Cuando el Gould adulto insistía en que la estructura cons­ tituía el criterio más importante para un intérprete, en realidad para­ fraseaba a Guerrero, una de cuyas premisas era que la música “debe concebirse arquitectónicamente”. Y cuando en su última entrevista dictó su premisa fundamental - “el piano no se toca con los dedos, el piano se toca con el cerebro”-, no hacía sino citar, treinta años después de su última clase, una frase muy preciada que Guerrero había tomado prestada de un m édico francés: “Nuestra mano es parte de nuestra mente”. Gould también estaba en deuda con el enfoque analítico de su maestro en la preparación previa de una interpretación. Ray Dudley recuerda que Gould se sentía desolado por culpa de un pequeño lapso de memoria que le había acontecido en uno de los primeros conciertos del conservatorio, de manera que Guerrero le enseñó a aprenderse las partituras lejos del piano, lo que devino un hábito que tendría de por vida, al cual contribuyó su prodigiosa m em o­ ria. (Bert una vez vio a su hijo encerrarse en su habitación con la partitura de un concierto de Beethoven y salir poco después siendo capaz de tocar toda la pieza de memoria.) En 1981 Gould refirió a un entrevistador que desde que tenía unos doce años, me obligaban a realizar un análisis completo y a memorizar cualquier obra que fuera a tocar antes de real­ mente sentarme al piano y ejecutarla. Cuando te ves en la obligación de hacer eso, desarrollas una especie de capacidad para radiografiar la partitura con la mirada, mucho más intensa que cualquier otra ima­ ginería táctil que el piano pueda ofrecerte.

Hacia el fin de la adolescencia, según afirmó, invertía más tiempo en el estudio de las partituras que en ensayarlas. 81

Se han conservado unas pocas grabaciones privadas de Guerrero, que no realizaba grabaciones comerciales, aunque parece que los programas que grabó para la radio se han perdido, y entre las gra­ baciones privadas que Gould realizó por aquellos años Guerrero sólo aparece como acompañante en los conciertos. Sobre la base de las grabaciones conservadas, no obstante, así como de las reseñas y los testimonios de primera mano, no puede cuestionarse la influencia que Guerrero ejerció en el particular estilo pianístico de Gould. N o hay duda de que se trataba de un “hombre pasional”, en cuanto a la calidez y la capacidad expresiva de su interpretación y su tempera­ mento romántico. Empleaba una técnica imponente, si bien no para engrandecimiento propio, y puede afirmarse que sus interpretacio­ nes eran a un tiempo intelectualmente perspicaces y profundamente emotivas. Era célebre la belleza de sus tonalidades, y fue algo que siempre trató de inculcar a sus alumnos. A l igual que los pedago­ gos del siglo XIX, alentaba a sus alumnos a ir más allá de la natura­ leza abstracta, monocromática y percusora del piano por medio de una concepción orquestal, tratando de evocar otros instrumentos ( “en un pasaje en terceras -recuerda B eckw ith- pedía ‘más rele­ vancia del segundo oboe”'), y el Gould adulto a menudo defendía sus elecciones de color y fraseo invocando instrumentos de cuer­ das y de viento de madera, laúdes, clavicémbalos e incluso la voz humana. Guerrero interpretaba con un estilo dinámico y claramente articulado (a diferencia de muchos profesores de piano, él aconse­ jaba a sus estudiantes que no abusaran del fraseo legato); en cuanto al contrapunto, era transparente en todo tipo de repertorio; y alcan­ zaba matices de enorme sutileza, con particular refinamiento en el extrem o más grave del espectro dinámico. (Dudley recuerda que “¡siempre me decía que tocara pianissimo!”.) Era especialmente nota­ ble el enfoque clavicembalista que Guerrero imprimía a Bach. Y no es sorprendente que todo esto recuerde el estilo del propio Gould: como a menudo se ha observado, Gould fue el alumno de Guerrero cuya interpretación más se aproximaba a la del maestro. Se conserva una grabación privada de Guerrero interpretando el Concierto italiano de Bach, que tal vez pertenezca a un recital o a una em isión radiofónica de 1952. Se trata de una actuación que recibió los elogios del propio Gould, y resulta revelador com­ pararla con la grabación de la misma pieza que Gould realizó para la c b c aquel mismo año. Ambas actuaciones guardan entre sí un parecido y un aire de familia inconfundibles en cuanto al estilo en general y las especificidades de la interpretación. Los tempos de Gould son poco menos que idénticos a los de Guerrero, y el tiempo 82

de los tres movimientos sólo difiere en unos segundos. Existe una mayor flexibilidad rítmica en la interpretación de Guerrero; Gould, en cambio, mantiene los tempos con mayor rigor, si bien su ejecu­ ción no resulta menos dinámica a raíz de ello. Pareciera que Gould toca más rápido porque su actuación es sumamente nítida y está articulada con total precisión, aunque uno puede oír que su técnica se fundamenta en la clase de pulsación audible en la grabación de Guerrero, si bien hay un m ayor fraseo cantabile en la del último. Por lo demás, existen detalles concretos en común que apuntan a que Gould quedó convencido con la interpretación de Guerrero: las elecciones en el fraseo, la interpretación de los floreos, los peque­ ños m atices expresivos, etcétera; ambos añaden octavas con la mano izquierda al final del prim er m ovim iento, p o r ejemplo. Técnicamente, el alumno ya había superado al maestro (Guerrero se acercaba por entonces a los setenta años), y ni desde un punto de vista técnico ni en el plano interpretativo se le podía tachar de ser una mera copia de su profesor, aunque en muchos sentidos, como demuestran estas grabaciones, su manera de tocar podía con­ siderarse una extensión de la de Guerrero. De hecho, buena parte de los rasgos que caracterizan la interpretación de Gould pueden entenderse como una intensificación, una mejora, una concentra­ ción de los de Guerrero. Incluso puede que su canturreo también lo sea: Mélisande Irvine dice que su padre solía tararear muy bajito mientras tocaba. A l piano, Gould tam bién llegaba a parecerse físicam ente a Guerrero, e incluso daba la impresión de imitarlo. “De niño, se sen­ taba al piano exactam ente com o lo hacía Guerrero -asegura Margaret Privitello-. Todos nos reíamos mucho con eso.” (En oca­ siones ejecutaba traviesas parodias de su maestro.) La postura baja y encorvada por la que se conocía a Gould surgió del m étodo id io­ sincrásico que Guerrero tenía para tocar de manera relajada con una técnica fundamentada, en la m edida de lo posible, exclusiva­ mente en los dedos. A diferencia de la m ayoría de los pianistas, Guerrero creía que la fuerza y el apoyo para el mecanismo de eje­ cución no debía proceder del tramo superior del brazo y los hom ­ bros, sino de la espalda. (Para tratar de hacerse una idea del efecto que perseguía, vale la pena intentar imaginar que uno apoya la espalda contra una pared al mismo tiem po que intenta empiyar un objeto pesado hacia delante.) El objetivo del apoyo dorsal consis­ tía en conseguir una postura que permitiera que el antebrazo diese la impresión de estar suspendido, de ser un miembro ingrávido, al tiempo que las manos y los dedos estuvieran perfectamente rela­ 83

jados. La relajación y la soltura de movimiento imprimían un sello muy particular a la técnica de Guerrero, y eran elementos crucia­ les de sus clases. N o se trataba de una técnica en la que lo más importante fuese generar el tipo de energía necesaria para tocar conciertos de Liszt y Rachmaninov; el objetivo estribaba más bien en potenciar la fuerza y la independencia de los dedos, haciendo posible una articulación clara incluso en los tempos más rápidos, que posibilitara asimismo un control sobre el tono y el matiz, que permitiera a su vez una perfecta discriminación del color, la diná­ mica y el fraseo. Gould, al igual que le ocurriera a su maestro, no tenía especial interés en los conciertos de Liszt y Rachmaninov, y sacrificaba de buen grado su capacidad para tocar un fortissimo explosivo a cambio del control que él mismo exigía en su reperto­ rio predilecto. El método de Guerrero le ofrecía el m odo de con­ seguirlo. En una silla baja, con los codos colgando por debajo del teclado a un lado y a otro, uno podía acercarse mucho más al teclado y acceder a las teclas desde abajo: para Gould, ésta era la m ejor posición para explorar las sutilezas de la música precisa y estruc­ turalmente compleja.9 Los alumnos de Guerrero, Gould incluido, recordaban cóm o Guerrero les empujaba los hombros hacia abajo cuando tocaban durante las clases, y que ellos se resistían tratando de subirlos de nuevo; la intención era que fortalecieran los múscu­ los de la espalda, y que percibieran qué se siente al reunir la fuerza en la musculatura dorsal en vez de en los tríceps o los hombros, dejando así el brazo y la mano relajados y permitiendo que los dedos realizaran todo el trabajo posible.10 El objetivo en sí mismo no era encorvarse, pero el encorvam iento sí era una consecuencia casi inevitable, en especial para Gould, cuyo torso era desproporcio­ nadamente largo en relación con sus piernas. En una ocasión dijo: “M i profesor es el mayor jorobado de todo Canadá”. Guerrero sentía verdadera fascinación por la “ciencia” de la téc­ nica pianística. Era un estudioso entusiasta de obras como Mecánica de la fisiología en la técnica pianística (1929) de Otto Ortmann y El enigma del dedo del pianista y su relación con una planifi­ cación de la pulsación táctil (1936) de A rn old Schultz, y anali­ zaba asimismo los métodos de los grandes pedagogos del siglo xix y de Landowska; compuso junto con Myrtle Rose un manual en dos volúmenes para principiantes, Nueva manera de abordar el piano (1935-1936). William Aide recuerda el “extraño efecto” que produ­ cían “las ideas excéntricas [de Guerrero] al tratar de explicar el asom broso sistem a de circuitos que unía el cerebro y la mano. Conocía com o nadie todos los trucos del o ficio ”. Evitaba asignar 84

escalas y otros ejercicios genéricos; como ya aseguró Ray Dudley en sus escritos, “Guerrero nunca enseñaba con ningún m étodo en particular, salvo para hacer progresar a cada uno de sus alumnos mediante ejercicios diseñados especialm ente para cada uno de ellos”. Él mismo ideaba la mayor parte de esos ejercicios dejándose guiar por su intuición, y la gran mayoría de ellos tenían el objetivo de fomentar la relajación y fortalecer los dedos (ambos factores esenciales para su aproximación al teclado desde abajo), así com o de mejorar la independencia de los dedos. Las clases de Guerrero a menudo comenzaban con un masaje en los brazos, en ocasiones realizados con vibradores manuales, y recomendaba poner los bra­ zos en rem ojo en agua tibia, práctica que más adelante se conver­ tiría en uno de los legendarios y más acendrados hábitos de Gould. Dudley describe muchos ejercicios que tanto a él como a Gould y otros alumnos les instaba a llevar a cabo: agarrar con fuerza un jarrón que alguien trata de retirar, “tocar las palmas” con fuerza y con una sola mano (imagínese: es como tratar de cazar una mosca con una sola mano); girar la muñeca o el codo dejando la mano muerta; prac­ ticar con una mano mientras se sujeta con la otra; ejecutar escalas con un solo dedo y toda la soltura posible, moviendo solamente la parte superior del brazo; practicar sobre una mesa o empleando teclas hundidas silenciosamente a fin de hallar el peso y el temple correctos de los acordes. Con la intención de mejorar los pasajes rápidos de las octavas, Guerrero ideó un ejercicio por medio del cual uno apoyaba el brazo en una almohada colocada sobre una silla y hacía fuerza hacia abajo. Luego estaba el “dedos arriba, abajo y golpe”: presionar rápidamente y con fuerza, con los dedos extendi­ dos a varios centímetros de las teclas, el brazo relajado. Guerrero llegó incluso a convencer a Gould para que ayudase a su padre a serrar leña en la casa de campo al demostrarle que se trataba de un ejercicio muy saludable para las manos y los brazos. El más curioso de los ejercicios era el “golpeteo”, que ayudaba a desarrollar lo que Ortmann había denominado “técnica de digi­ tación pura”, así como a m ejorar la soltura, la regularidad y la cla­ ridad del tacto. Según la descripción de Beckwith, el golpeteo “consistía en tocar la música de cada mano por separado, muy lentamente, pero realizando el sonido golpeando ligeramente cada dedo con la mano que no tocaba. Con este ejercicio uno aprendía a precisar y economizar los movimientos musculares exactos que verdaderamente requería a la hora de tocar rápido”.11 (Los dedos que se golpean se colocan en la posición correcta del teclado, des­ cansando sobre las teclas pero sin presionarlas, y son golpeados 85

en las puntas.) Esto iría seguido de una práctica lenta en staccato antes de hacer aumentar el tempo de la pieza. A raíz de esto, el cere­ bro aprendía lo necesario para tocar de manera relajada, dejando que los dedos se ocuparan de todo el trabajo. Según Dudley, Gould “lo había golpeteado todo” a las órdenes de Guerrero, y el propio Gould admitió que, cuando llevó a cabo su famosa grabación de las Variaciones Goldberg en 1955, golpeteaba cada variación antes de grabarla; un proceso que en total requería unas treinta y dos horas. Es cierto, com o él corroboraba, que de adulto practicaba poco, pero en su juventud había practicado durante horas sin fin, con paciencia y concentración que parecían no tener límites, y supe­ rando incluso el nivel de perfeccionism o de Guerrero. La técnica sólida, prodigiosamente refinada y casi infalible que tan justa admi­ ración le m ereció, aunque fundada en dones innatos, fue adqui­ rida sobre la base de cometer errores y enmendarlos a las órdenes de su ingenioso profesor. La difundida idea, secundada por el propio Gould, de que sus lec­ ciones de piano se limitaron a ejercicios de discusión - e l indivi­ dualismo y la m odernidad de Gould en confrontación con el conservadurismo y el romanticismo de Guerrero- es a todas luces reductivista, pero también lo es la idea de que en algún momento fuera sim plem ente un clon de Guerrero. Tenaz e idiosincrásico incluso de niño, se alejó progresivamente de las ideas y las prácti­ cas de sus profesores durante la adolescencia, y sin duda se susci­ taron verdaderas discusiones, o cuando menos divergencias de opinión bastante acaloradas en toda clase de asuntos musicales. Las diferencias de formación y de temperamento se hicieron patentes: el Gould puritano carecía de la generosidad y la amplitud de miras que Guerrero poseía como músico. Gould tom ó muchos elementos del repertorio, el estilo y las premisas de Guerrero, pero cada vez de manera más selectiva, desarrollando una estética más limitada, más focalizada y más virulentamente sostenida, al tiempo que recha­ zaba buena parte de lo que Guerrero amaba. Guerrero no veía con buenos ojos los manierismos de Gould al teclado, y es bien sabido que Gould rechazaba la insistencia de su maestro en que se respe­ tasen las indicaciones del compositor en una partitura. A pesar de que nunca llegó a rebelarse de veras, cada vez más hacía lo que le venía en gana, y ya en sus últimos años de adolescencia se tomaba menos en serio las instrucciones de Guerrero, aunque nunca dejó de recomendarlo como profesor a otros estudiantes de piano. En un momento dado, Gould empezó a olvidar que hubiera apren­ dido cualquier cosa de Guerrero, y menos aún que se tratase de algo 86

fundamental. Para cuando se convirtió en un artista de fama inter­ nacional, a mediados de los años cincuenta, animaba a los demás a pensar en sí mismos desde el punto de vista de un autodidacta. (Guerrero siempre decía que era un autodidacta. ¿Acaso Gould imi­ taba a su maestro también en este sentido?) N o llegó a borrar a Guerrero de sus años de formación, pero rara vez le reconocía algo más que “algunas ideas novedosas en el ámbito de la técnica”, y ase­ guraba que todo lo realmente importante lo había aprendido por su cuenta, cuando concluyeron sus clases de piano. En 1980 dijo en una entrevista que “Guerrero era un hombre interesante en muchos sentidos, y tenía algunas ideas interesantes sobre el piano”, lo cual debe tenerse entre los elogios más flojos de la historia. En ocasio­ nes denigraba el estilo Guerrero, ya fuera por el exceso en el uso de los pedales, ya por considerarlo desagradablem ente rom án­ tico, y llegó a protestar por las ideas “extraordinariamente capri­ chosas” acerca del fraseo que según él tenía Guerrero (¡quién fue a hablar!). Con todo, podía comentarle a un entrevistador, al hablar de su propia manera de tocar, que Guerrero era “la única persona que conozco que toca así”, sin darse cuenta de cuán revelador era el hecho mismo de admitirlo. Gould diría que como m ejor aprende uno es a través de la obser­ vación y la contemplación, que el m ejor maestro era el que p er­ manecía al margen y que, a lo sumo, formulaba preguntas. En una sonada ocasión afirmó en presencia de varios profesores de música que “todo lo que hay que saber para tocar el piano puede enseñarse en media hora”; se refería en cualquier caso a lo puramente físico. Esta negación del valor de las enseñanzas recibidas es fruto de que tuviera un profesor que prefería ejercer de guía y que no optaba por las imposiciones. Guerrero era un hombre de natural modesto, al que no le importaba demasiado que se le reconocieran sus m éri­ tos, y por ello su contribución a la vida musical de Toronto, aun­ que relevante, fue queda, a tal punto que después de su muerte cayó en el olvido. N o deseaba cosechar alabanzas con su carrera, ni tan siquiera dejarla documentada. “Carezco de historia”, le dijo a John Beckwith, y no hay duda de que su modestia dañó su reputación postuma, secundada por el empeño de Gould en restar importan­ cia a su influencia. En este sentido, nada resulta sorprendente o nefando: se trata del eterno tópico de “dar muerte al padre”, y para que cobre sentido no es necesario recurrir al complejo de Edipo en términos freudianos ni a la “angustia de las influencias” que pos­ tuló Harold Bloom. Guerrero fue ciertamente una figura paterna para Gould durante sus años de form ación más importantes, y tal 87

vez no solamente desde un punto de vista musical (recordem os la relación distante que mantenía con B ert); de hecho, Margaret Privitello habló de Gould refiriéndose al “hijo que Guerrero nunca tuvo”. Sin embargo, la imagen adulta de Gould como pianista y pen­ sador se fundaba en su singularidad, su independencia y su carác­ ter iconoclasta, y esta imagen habría quedado en entredicho si se hubiera mostrado demasiado entusiasta a la hora de reconocer sus influencias. Absorbía todo cuanto le rodeaba y se lo apropiaba, y al final llegó a creer que él también lo había concebido todo por sí mismo, pues le convenía olvidar la importancia de los cimientos fundados por Guerrero en su manera de tocar y en sus ideas pia­ nísticas. A l parecer, tenía la sensación de que nada dañaba más su imagen que conceder algún mérito a algo tan banal como un pro­ fesor de música que le dio clases de niño en su ciudad natal. Ciertas voces han denunciado, tal vez dándolo por hecho, que a Guerrero le hirió la falta de gratitud de Gould, y no obstante en una ocasión le dijo a Myrtle: “Si Glenn tiene la impresión de que no ha aprendido nada de m í com o profesor, ése es el cumplido más grande que nadie podía dedicarme”. Se refería a que había cum­ plido con su deber al ayudar a Gould a tomar conciencia de su poten­ cial innato y a realzar sus tendencias naturales. ( “ Glenn habría seguido el mismo camino sin importar con quién hubiera estudiado”, dijo a Stuart Hamilton.) Reconoció la independencia de Gould y, lejos de tratar de sofocarla, construyó sus enseñanzas en tom o a ese hecho, aunque implicara precisamente moldear al tipo de alumno con mayores posibilidades de negar la influencia recibida. En este sentido, Guerrero dio muestras de una perspicacia y una elegan­ cia muy superiores a las que nunca evidenciara Gould. N o mucho antes de morir, en 1959, a causa de las complicaciones que siguie­ ron a una operación rutinaria de hernia, su hija Mélisande le mos­ tró un artículo en el que Gould había hecho algunos comentarios reprobatorios acerca de su profesor. Ella estaba furiosa, pero Guerrero se mostró jovial: todo era como debía ser. “A l maestro, cuchillada”, fue su conclusión.

“A LOS QUINCE AÑOS, TOCAR EN PRESENCIA DEL PÚBLICO ME PRODUJO U N A MARAVILLOSA SENSACIÓN DE PODER.” Cuando Gould entró en el Conservatorio de Toronto, sus estu­ dios - y el resto de su vid a - pasaron a ocupar un segundo plano res­ pecto de la música. Ya en enero de 1943, el Conservatorio se puso

en contacto con el instituto donde cursaba estudios para solicitar que se tuviera especial consideración y se diera cabida a sus estu­ dios musicales. A l final Bert llegó a un acuerdo con el director de M alvem y el consejo educativo del centro para que el chico asis­ tiese a la escuela solamente por las mañanas y dedicase las tar­ des a la música, tanto en clases com o practicando en casa, y a última hora trabajase con profesores particulares para no quedarse atrás con las tareas escolares a las que faltaba. Mantuvo este hora­ rio partido hasta acabar la secundaria, y más adelante recordaría “la enorm e buena voluntad y la generosidad del personal” de Malvern, donde, él lo sabía, algunos lo consideraban un estorbo. A pesar de que sus faltas de asistencia en bachillerato eran fre ­ cuentes, nunca abandonó los estudios; se matriculó y estudió hasta la primavera de 1951, esto es, hasta concluir el decimotercer curso, por entonces el último año de bachillerato en Ontario. Sin embargo, no llegó a cumplir todos los requisitos necesarios para graduarse formalmente, porque, según le contó a un amigo más adelante, se negaba en redondo a cursar Educación Física. De hecho, Gould pasó más tiempo en la escuela secundaria que la mayoría de sus compañeros. A pesar de que le hicieron saltarse tercero, no acabó el instituto hasta casi los diecinueve años. Le llevó seis años cur­ sar de noveno a decim otercero, lo cual equivale a decir que nece­ sitó dos años para llevar a buen térm ino uno de esos cursos (probablem ente el undécimo, año en el que com enzó su carrera profesional). En el conservatorio realizaba progresos mucho más rápidos y excepcionales. El 15 de ju n io de 1945, a la edad de doce años, aprobó con notas más altas que cualquier otro candidato el exa­ men de piano para obtener el diploma del Conservatorio de Música de Toronto. Pasó los exámenes teóricos un año después, y le con­ cedieron el diploma de profesor adjunto con matrícula de honor, en una ceremonia celebrada el 28 de octubre de 1946. Aunque en sentido estricto no es cierto que Gould se convirtiera verdadera­ mente en profesor adjunto a los doce años, sí podem os afirmar cuando menos que el conservatorio consideró que a esa edad ya había alcanzado com o pianista la categoría profesional, lo cual no deja de ser asombroso. El 29 de noviem bre de 1945, en un reci­ tal organizado por el conservatorio, tocó el primer movimiento del Cuarto concierto para piano de B eethoven, acompañado por Guerrero, y el 8 de mayo de 1946 vo lvió a interpretar ese mismo m ovim iento en uno de los Conciertos de Clausura del curso que organizaba la institución en el Massey Hall, esta vez con la Orquesta 89

S infónica del C onservatorio dirigida p o r su director, Ettore Mazzoleni, en la que fue su primera actuación con orquesta. “Hizo esperar al director mientras intentaba torpemente abrocharse un m olesto botón de su chaqueta cruzada”, relató Fulford en el 9-D Bugle-, sin embargo, los críticos locales quedaron en su mayoría impresionados. Uno dictaminó que se trataba de un genio y com ­ paró su tono lírico con el de Pachmann; otro advirtió un registro dinámico limitado y un fraseo “un tanto disparejo”, todo lo cual prefigura ya al pianista que conocemos. Gould apareció por vez primera en un concurso musical a los cinco años, el 30 de agosto de 1938, en la c n e , donde por cierto no obtuvo premio alguno; por lo demás, su experiencia en concursos quedó lim itada a apariciones en los tres prim eros Festivales de Música de Kiwanis, que se celebraban anualmente. Acontecimientos de este tipo, en los que participaban miles de niños, habían formado parte de la escena musical anglo-canadiense desde comienzos del siglo xx, y muchas personas los consideraban un plantel saludable para la prosperidad cultural (alentaban a los jóvenes a tocar “el tipo de música apropiado del m odo adecuado” , aseguraba Ernest MacMillan). Nuevamente, se trataba de un modelo importado. “El festival de música es una institución típicamente británica”, escri­ bió G eoffrey Payzant en 1960. “En nuestra época sólo los británi­ cos podían hacer una virtud del hecho de tocar en público en térm inos de concurso atlético. El amor p o r la com petición y la tradición del juego limpio son consustanciales a la imagen que todos tenemos del típico británico.” A l igual que ocurriera con el Dominion Drama Festival, la mayoría del jurado provenía de Inglaterra, y su condescendencia era en ocasiones palmaria. (C om o escribió Payzant: “Existe una clase detestable de juez británico que se ha convertido en un estereotipo en este país”, a saber, el colonialista que “llega con la intención de convertirse en la luz que ilumina a los bárbaros”.) Estos eventos se organizaban con el fin de reforzar no sólo los ideales musicales al más puro estilo británico, sino tam­ bién las costumbres y los valores del Reino Unido. El comporta­ miento se erigía en prioridad absoluta. En el artículo de 1966 titulado “ ¡Los que están a punto de ser descalificados te saludan!”, Gould parodia a los “intelectuales británicos caducos” con los que había coincidido en festivales, con su “aura de caridad y compañerismo”: “Y digo yo, esto es estupendo, número 67: un temple magnífico y todo eso. Aunque tengo que descontarte un puntito de nada por enredarte en el final del compás. Cuatro veces el mismo comienzo es un pelín demasiado, ¿no crees?”. 90

Bert era miembro del Club Kiwanis y colaboraba en la organi­ zación del festival, de manera que la participación de Glenn fue inevitable. En febrero de 1944, en el festival inaugural que atrajo a cerca de siete mil niños, obtuvo tres primeros premios, uno de los cuales lo cosechó en una clase muy concurrida, sobre preludios y fugas de Bach; ganó una copa de plata en una eliminatoria donde com petía con otros ganadores de prim eros premios (la mayoría de ellos de mayor edad), y se hizo con una beca de doscientos dóla­ res para proseguir sus estudios con Guerrero. Un año después obtuvo un tercer prem io y dos prim eros prem ios más en clases sobre Bach y Beethoven, así com o una beca de cien dólares. En 1946 ganó dos primeros premios en clases dedicadas a Bach y el concierto de piano (interpretó el prim er movimiento de la Cuarta de Beethoven, nuevamente con Guerrero), y lo declararon “niño prodigio”. Ray Dudley, que conoció a Gould en el festival de 1945 y se incorporó a las clases de Guerrero pocos años después, recor­ daba “la fluidez, la claridad y la brillantez”, y “la gran profundidad expresiva” que destilaban las interpretaciones de Gould en aque­ lla época. Su técnica y su maestría musical ya llamaban poderosa­ mente la atención, además de evidenciar una sutileza y una sabiduría que iban mucho más allá de lo que su edad daba a entender. Beckwith recuerda “la extraordinaria claridad de las líneas y el tono lírico” al tocar un preludio de Bach, su “perspicacia y poesía” al eje­ cutar el concierto de Beethoven y, en términos más generales, su “elocuencia” y “extrema gravedad”. Sus apariciones en conciertos públicos que se organizaban en este tipo de festivales fueron algu­ nas de las actuaciones con las que no tardó en suscitar el interés de los críticos musicales de Toronto. De adulto Gould nunca participó en concursos, pero los Festivales de Música de Kiwanis, a pesar de lo modestos y provin­ cianos que eran, bastaron para infundirle de por vida una antipa­ tía hacia la competencia en todas las facetas de la vida. Según él mismo recordó en una entrevista de 1978, a los quince años “me horrorizaba la idea de competir, me resistía a ello violentamente y, a pesar de lo mucho que m e insistía mi profesor, no participaba en ningún discurso”. (Le vino muy bien olvidarse de su tenacidad en juegos como el croquet.) “He acabado por creer -d ijo en 1976que es en la competencia, y no en el dinero, donde se halla la raíz de todo mal.” Se trata de un asunto sobre el que escribió y habló con vehemencia en muchas ocasiones, y un eje clave de su ética y su estética. Se oponía a todas las actividades musicales en las que percibiera alguna manifestación de instinto competitivo -la sala de 91

conciertos, la propia form a concertística, las guerras panfletarias de las facciones de vanguardia-, aunque a su juicio los conciertos imponían especialmente niveles de conformidad y compromiso que aplastaban la creatividad individual. Los tribunales, escribió, ten­ dían a condenar los misterios incomprensibles de la personalidad, a denigrar las virtudes de la independencia innata que son indicio de la genuina llama recreativa... La amenaza que encierra la noción misma de com­ petencia estriba en que mediante el énfasis que pone en el consenso hace que aflore la esencia perversa, malvada e irrefutable, de la com­ petencia, y deja a sus ambiciosos y mal aconsejados suplicantes atro­ fiados paira siempre, víctimas de una lobotomía espiritual.

En sus años de adolescencia Gould había adquirido un nivel demasiado avanzado como para quedar confinado a actuaciones amateurs en la iglesia y en la escuela, de m odo que el 12 de diciem­ bre de 1945 realizó su debut profesional como intérprete, que curio­ samente se dio con el órgano: junto con otros dos jóvenes organistas y el Coro del Instituto Malvern, en un concierto navideño que se celebró en el Auditorio Eaton. (Ganó quince dólares.) N o tenía más que trece años, pero parecía aun menor; a duras penas alcanzaba los pedales con los pies, y uno de los cronistas del evento apuntó que Gould anunció su bis (un preludio de Bach) “con una voz que todavía no le ha cambiado”. Tocó varios movimientos de una sonata de Mendelssohn y un concierto de Dupuis, así com o la Pequeña fuga en sol menor de Bach, y todo el mundo quedó maravillado por su destreza, su maestría y su dominio del gran órgano Casavant. Edward W. Wodson lo tildó de genio en el Evening Telegram·. “De principio a fin, así como en cada uno de los detalles de su ejecu­ ción, se percibían la autoridad intrépida y el refinamiento propios de un maestro”. Durante un tiempo Gould imaginó una carrera interpretativa que diera cabida a las dos vertientes, y a mediados de los años cuarenta ofreció unos pocos recitales de órgano en iglesias locales y cele­ braciones del conservatorio. Sin embargo, su actuación en el ofi­ cio religioso que Malvem celebró en 1948 en memoria de los caídos en combate, cuando tenía dieciséis años, fue al parecer su último concierto al órgano. El 14 y 15 de enero de 1947, en los Conciertos de la Escuela Secundaria de la Sinfónica de Toronto, realizó su debut profesional como concertista, de nuevo con la Cuarta de Beethoven, bajo la batuta del director de orquesta australiano Bernard Heinze, 92

visitante en esa temporada. Los críticos se llevaron la grata impre­ sión que correspondía; incluso la orquesta y el director quedaron asombrados ante su actuación. (N o obstante, los recuerdos que el propio Gould conservaba de aquel día no eran de índole musical. Su perro Nicky lo saludó efusivamente antes del concierto y le dejó mechones de pelo enganchados en el traje. A l tratar de asearse en los pasajes orquestales, estuvo a punto de perderse en el final.) El 10 de abril de 1947 ofreció su primer recital en solitario como pia­ nista, en el conservatorio, con un programa donde se incluían algu­ nas de las obras más destacadas de Haydn, Bach, Beethoven, Chopin y Mendelssohn, y empezó a actuar por la ciudad todavía con paso titubeante: en el entresuelo del noveno piso de los grandes alma­ cenes Simpson’s, donde su actuación siguió aun espectáculo musi­ cal de marionetas titulado “Tubby the Tuba”; en una cena organizada por el Empire Club de Canadá en el elegante Royal York Hotel. A través de la Oficina de Conciertos y Colocación del conservatorio, empezó a realizar incursiones en las afueras de Toronto, entre las que se contaron varias veladas musicales que se celebraban los domingos en el Instituto de Pickering, Newmarket, a mediados de los años cuarenta. Por entonces disfrutaba mucho dando concier­ tos; en 1962 se refirió a su debut con la Sinfónica de Toronto com o “tal vez el momento más excitante de toda mi vida”. El 20 de octubre de 1947, en el Eaton Auditorium, Gould debutó oficialm ente en un recital com o pianista profesional, en un p ro ­ grama característico de sus años como estudiante: cinco sonatas de Scarlatti, la sonata de La tempestad de Beethoven, el Pasacalle en si menor de Couperin (que Guerrero arregló a imitación de la grabación que Landowska realizara en 1934), el vals de Chopin en la bem ol mayor, op. 42, y el impromptu en fa sostenido mayor; asi­ mismo, Au bord d’une source, de Liszt, y el Rondó caprichoso de Mendelssohn. El precio de las entradas oscilaba entre un dólar y medio y tres dólares, aunque asistió poca gente al concierto ( “un mero puñado de entendidos acartonados, si bien entusiastas", según un testigo presencial); Gould ganó doscientos cincuenta dólares. En términos artísticos fue todo un triunfo. Dudley recuerda que la actuación de Gould fue “pulida y poética”, y aunque no todos los críticos se m ostraron convencidos de que su manera de tocar hubiese alcanzado la hondura adulta, hubo muchos elogios para su virtuosismo, su fraseo, su tono delicado, su madurez emocional e intelectual, y la autoridad precoz y el refinamiento que destilaban sus interpretaciones. Era, según el término que uno de ellos empleó, “sobrenatural”. 93

Entreveradas con las alabanzas, aparecieron también algunas evidencias tempranas de lo que más adelante se convertiría en una de las leyendas que se forjaron en to m o a Gould. En una eva­ luación del conservatorio se advertía ya en 1941 que aquel mucha­ cho de dieciocho años utilizaba “un m ovim iento de brazo excesivo en los pasajes de dedos”, y después de sus conciertos de Kiwanis y del conservatorio, la discutible autodisciplina que se imponía sus­ citó muchas muestras de desaprobación ( “todos los intérpretes jóvenes y sensibles deben evitar hacer con los brazos gestos que parezcan extraños en público”). Por desgracia, también había empe­ zado ya a tararear de form a audible mientras tocaba, tal y como lo había hecho cómodamente en su casa. En una ocasión afirmó, de hecho, que sus peculiaridades habían surgido de form a natural, en el entorno protector del hogar, y que sólo más tarde había descu­ bierto que a algunos les molestaban. En cualquier caso, las actua­ ciones tempranas de las que surgieron estas prim eras reseñas contradicen a quienes imaginan que los peculiares gestos del Gould adulto eran impostados y que podría haberlos interrumpido sin difi­ cultad alguna. De su debut como concertista profesional en 1947, Augustus Bridle, del Toronto Daily Star, advirtió cierta actividad insistente con el pañuelo y el esmoquin, y Pearl McCarthy observó en el Globe and Mail otro de los hábitos que acabarían siendo con­ sustanciales a su interpretación: la incapacidad de perm anecer quieto mientras estaba sentado durante los pasajes orquestales. “A medida que se aproxime a una edad adulta -escribió-, no hay duda de que aprenderá a eliminar ese inquietante zascandileo mien­ tras sus colaboradores están trabajando.” Aquel mismo otoño, en el recital de debut de Gould, McCarthy aseguró llena de confianza que “sus manierismos desaparecerán con el paso del tiem po” . Los progresos de Gould en el conservatorio, sus triunfos en los Festivales de Kiwanis y sus prim eros conciertos fueron objeto de tanta cobertura periodística que para cuando cumplió los trece años se había convertido en una auténtica celebridad local, sobre la que a menudo se publicaban reseñas ( “B rillante pianista de trece años bautiza a sus peces con nombres de los grandes maes­ tro s”), algunas de las cuales aparecían luego en publicaciones fu era de Toronto. El 16 de noviem bre de 1947 Gould repitió el program a de su recital de debut (a excep ción de La tempestad) en la G alería de A rte de Toronto, y el 3 de diciem bre to c ó el Concierto n° 1 para piano de B eeth oven en Hamilton, con la Sinfónica de Toronto, en esta ocasión dirigida p o r MacMillan. Seguía asombrando al público y a la crítica; en Hamilton tuvo que 94

salir a hacer dos bises (valses de Chopin). Ya no había “excusas” para sus actuaciones: no más debuts ni celebraciones escolares o actos del conservatorio; no más festivales. Simplemente, apa­ recía en el circuito de conciertos, en recitales y acompañado por la orquesta más importante de Canadá como un consumado pia­ nista profesional. Tenía quince años.

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SEGUNDA PARTE

TESORO NACIONAL EL JOVEN PROFESIONAL, 1947-1954

P á g in a a n terior: Gould a p r in c ip io s de los años cincuenta. (Fotografía de Donald McKague.)

“U N A VEZ QUE ME HICE PROFESIONAL, POR ASÍ DECIR, DEJÉ ATRÁS LAS COSAS DE NIÑOS PARA SIEMPRE.” Durante los últimos años que pasó junto a A lberto Guerrero, Gould adquirió rápidamente una gran madurez, reafirm ó la con­ fianza que poseía en sí mismo y reforzó su independencia, tanto en condición de intérprete como de teórico musical. La suya era una curiosidad voraz; ansiaba absorber todo cuanto le rodeaba, y en sus últimos años de adolescencia alimentó y cultivó sus pasio­ nes musicales. Descubría un nuevo repertorio o alguna idea fresca y las apuraba al máximo: Bach y Schönberg son sólo dos ejemplos entre otros muchos. Pasó por su “primer período Haydn” a los once años, cuando estudió muchas de las sonatas para piano, y su “segundo período Haydn” a los diecinueve, cuando descubrió los cuartetos de cuerdas; al parecer, abordó la música para piano de Beethoven en un arrebato de entusiasmo similar. En una carta de 1951 explicaba a John Beckwith que estaba explorando la música para teclado de Purcell ( “un material realmente impresionante”), aunque nunca llegó a tocarla en público. Su amigo del conservato­ rio Peter Yazbeck lo recuerda estudiando, entre un sinfín de cosas, la música coral de Buxtehude. Eso no significa, sin embargo, que diera por bueno todo lo que cayera en sus manos. “De adolescente -recordaba él mismo en 1962- odiaba aproximadamente el noventa y cinco por ciento de todo tipo de música, de todas las épocas. Me forjé entonces opiniones muy contundentes, mucho más sólidas de lo que hoy en día me atrevería a esgrimir. ” Se mostraba sentencioso con sus ideas y siempre a la defensiva, no mundano o ecléctico, y su curiosidad quedaba contrarrestada por un mecanismo de filtrado muy poderoso: se quedaba solamente con lo que se amoldaba a su 99

estética sumamente restringida. La combinación de poderosa curio­ sidad y férreas restricciones apenas sorprende si tenemos en cuenta que procedía de un adolescente excitable, aunque en este sentido el espíritu de Gould conservó un notable punto de adolescencia a lo largo de toda su vida. Las opiniones escandalosas que le dieron fama se gestaron ya en sus años adolescentes, y las defendía apasionadamente ante todo el que deseara escucharlas. Recibía a la corte en la cafetería del conservatorio, donde disertaba y discutía acerca de las últimas ideas que le entusiasmaban y de sus bêtes noires, musicales y de otro ámbito, y Yazbeck recuerda la ocasión en que sobresaltó a toda una mesa al explicar que en realidad Mozart no pudo escribir un con­ cierto para piano. Era un tipo dulce, de veras, el chaval más agradable que te pue­ das imaginar (si bien un chaval que se comportaba ya como todo un caballero), pero con él podías hablar básicamente de música, y desde muy joven ya tenía opiniones muy firmes -dice Yazbeck- No era esnob en ningún sentido. Nunca le oí hablar mal de nadie. Simplemente se aferraba mucho a sus ideas, y no obstante nunca de un modo odioso. Se limitaba a dictar sentencias sobre las cosas, eso era todo.

Robert Fulford advertía en su joven amigo “la confianza en uno mismo más imponente que jamás he visto”: ya en sus primeros años de adolescencia Gould se consideraba parte del gran mundo de la música. Ruth Watson-Henderson, una antigua alumna de Guerrero, recuerda que “siempre parecía encontrarse en el m eollo de cual­ quier discusión”, incluso cuando se hallaba entre adultos. Sus com­ pañeros de estudios se sorprendían, se divertían o se cohibían ante su presencia, pero indefectiblemente les picaba la curiosidad. Gould era ya un cascarrabias, un joven carcamal que se nutría de un reper­ torio sumamente serio de música clásica, compuesto íntegramente por obras maestras, y que tenía muy escasa o ninguna paciencia para cualquier otra cosa. Le gustaba cierta música popular (C ole Porter, Ella Fitzgerald, Porgy and Bessy, más adelante considera­ ría “una obra maestra” la música que Leonard Bernstein compuso para West Side Story, al tiempo que confesó tener bastante “apre­ cio por Gilbert y Sullivan, pero en pequeñas dosis”, e incluso admi­ tió sentir interés por la música dixieland, pero en general sus gustos no se apartaban del consabido canon clásico. Odiaba la música sim­ plista y repetitiva - e l minimalismo ( “aburrido a más no poder”), el rock ( “insultante”), la música fo lk ( “me em belesa la obstinación 100

palurda que encierra”) - y, aparentemente, carecía absolutamente de interés por las músicas no occidentales. Aun dentro de su propio ámbito, su gusto era sumamente selec­ tivo. “A menudo he dicho que tengo algo así com o un punto ciego de un siglo más o menos en relación con la música -com entó en una entrevista en 1980-. A grandes rasgos, está delim itado por El arte de la fuga por un lado y el Tristán por el otro, y casi todo lo que hay en m edio es, com o mucho, objeto de admiración más que de verdadero amor.” Se trata de un acto de sinceridad nota­ ble por parte de un pianista: significa, en efecto, un rechazo del núcleo del repertorio pianístico convencional y, por ende, del enfo­ que tradicional de los recursos tonales del piano. Gould acabó por deplorar la obra de madurez de B eethoven (dem asiado b e lig e ­ rante), la de Schubert (rep etitivo en ex ceso),1casi toda la música virtuosista y “supersensual” para piano de los primeros románti­ cos (Schumann, Mendelssohn, Chopin, Liszt y sus coetáneos), y la música del siglo xx de similares características: Rachmaninov, por ejemplo, le parecía “absolutamente intolerable”, salvo por un par de obras como la Rapsodia sobre un tema de Paganini, que incluso se planteó interpretar en los años cincuenta. La música ajena al canon austro-germánico y sus satélites era sospechosa; despreciaba repertorios enteros de países com o Francia, Italia, España y casi cualquier otro lugar del sur. Su amiga Barbara Little recuerda que ya a los catorce años la reprendía por cantar “basura” com o Fauré. N o le gustaba el ballet, y consideraba que la ópera, en especial la italiana, estaba “bastante por debajo de la música”. “N o v o y mucho a la ópera -confesaba en un artículo en 1959-, y cuando lo hago me interesa más la música en sí que lo que veo en el escenario; de hecho, a menudo me ocurre que, cuando v o y a la ópera, cierro los ojos y me lim ito a escuchar." Con frecuen­ cia, apenas conocía las letras o el argumento de la música op e­ rística que escuchaba. En una entrada de su diario de 1980 admitía, después de escuchar Tanhduser por la radio, que “me avergüenza reconocerlo, pero ni siquiera sabía de qué trataba”; una laguna sorprendente en alguien que se decía wagneriano a ultranza. Le repelían la sensualidad, la m elodiosidad y las em ociones intensas de la ópera italiana; la música de Verdi y Puccini, según él mismo reconocía, le “incomodaba profundamente”, una elección de pala­ bras reveladora. La visión de la música que se forjó Gould, de una estudiada estre­ chez de miras, era consecuencia de su puritanismo. La obsesión por el sexo o la delincuencia no son las únicas reacciones extre­ 101

mas que un chico puede experimentar en la pubertad; no es menos característico el estereotipo del adolescente puritano, en el cual los trastornos físicos y emocionales provocan una fuerte reacción represiva. Precisamente, Gould era el tipo de joven que empleaba la represión y la racionalización para lidiar con lo que él mismo denominaba “el angustioso asunto de ser un adolescente”. A medida que avanzó en su adolescencia, su puritanismo adoptó un enfoque de la música cada vez más racional e idealista. Fulford advirtió el cambio: “En la mente de Glenn la música se tornaba algo refinado e incorpóreo, casi por entero separado de lo físico. En ocasiones hablaba de la música como si existiera en cierta esfera distante y abstracta, más allá de lo puramente material” . Si durante sus años escolares Gould se volcó en el piano como si de un refugio se tra­ tara, no sorprende que se sintiera atraído por la música menos rodea­ da de aspectos mundanos. En una carta dirigida a John Roberts en 1971 hablaba del valor “terapéutico y sanador” del arte: “Para mí, toda la música que carezca de la capacidad de aislar a quienes la escuchan del mundo en el que viven es intrínsecamente menos valiosa que la que logra esa gran proeza”. Le gustaba hablar del “éxtasis” como si fuera la meta más elevada que existe en el hecho de tocar o escuchar música, y no se refería a la exultación, sino al sentido de salirse de uno mismo, de detener el tiempo, de entrar en contacto con un reino de otro mundo. Sus opiniones artísticas se sostenían sobre una base moral. A l igual que sus padres, aunque en un sentido más sofisticado, y al igual que un sinfín de músicos y pensadores desde los antiguos griegos, creía fervientemente en la idea de que la música en última instancia puede, y debería, juzgarse por m otivos morales más que por m otivos estéticos. La música que él admiraba desde un punto de vista estético, desde Byrd a Krenek, era música de la que tam­ bién pensaba que servía de vehículo a la elevación del espíritu por su carácter racional, abstracto, introspectivo, y porque alentaba la contemplación y la paz espiritual. Ésta era, en efecto, la música “terapéutica”, capaz de “aislar a quienes la oyeran del mundo en el que viven”, de ofrecer “la paz que la tierra no puede darnos”. Por el contrario, la música que él criticaba desde un punto de vista esté­ tico, de Scarlatti a Bartók, era aquella a la que consideraba abso­ lutamente pecaminosa por su sensualidad, porque estaba concebida para el propio engrandecimiento y porque alentaba la excitación, la competencia, la histeria... música manchada por la “suciedad mundana”, com o en una ocasión dijo de Scarlatti. Como si se tra­ tase de un metodista de antaño, consideraba sospechosas todas las 102

artes interpretativas -le parecía inmoral poner a prueba a las per­ sonas en presencia del pú blico-, y le turbaban todos los corola­ rios musicales que de un m odo u otro im plicaran la idea de la representación “en v iv o ”: la ópera puesta en escena, la sala de conciertos, los conciertos que atraían al público, la improvisación, la música de ocasión. Nunca asistió a un concierto de jazz, y era, como él mismo reconocía, “un completo fracaso” como intérprete de ese tipo de música. De adolescente trató de tomarle el gusto a Charlie Parker y otros músicos de bebop, “pero fue un capricho del todo pasajero”; a pesar de alguna alabanza ocasional de, pongamos por caso, Lennie Tristano o Bill Evans,2 admitía que el jazz sola­ mente le atraía en muy pequeñas dosis. Con su pedantería habitual, desdeñaba el jazz como “un vástago menor y transitorio del m ovi­ miento romántico”, y además, aseguraba, “nadie ha tenido nunca más swing que Bach”. (Los músicos de jazz, por cierto, siempre han sentido aprecio por Gould, sobre todo por el dinamismo y el “swing” de su ritmo.) El programa del recital con que Gould debutó en 1947 marcó el principio del fin de su etapa como estudiante en su carrera musi­ cal. En sus primeros recitales profesionales, que dio mientras toda­ vía era alumno del conservatorio, to có a Scarlatti y Couperin, a Czerny y Mendelssohn, a Chopin y Liszt, y disfrutó con ello. Sin embargo, ya con diecinueve años, y tras abandonar sus clases, rápi­ damente dejó de lado ese tipo de repertorio y se decantó por sus preferencias adultas, que se centraban cada vez más en la música más antigua y en la más moderna. Conservó algunas sonatas de Haydn y Mozart, así como unas pocas sonatas (sobre todo tardías) y series de variaciones de Beethoven, pero su repertorio de obras solistas de estilo romántico se limitó casi exclusivamente a unos pocos intermezzi de Brahms. La música antigua figuraba rara vez en sus primeros programas, pero en tom o a 1950 empezó a inter­ pretar, tanto en concierto com o en la radio, obras esenciales de Bach, como el Concierto italiano (que añadió a su repertorio público en 1950), la Partita núm. 5 en sol mayor (1951), algunos preludios y fugas (1952), la Sinfonía en tres movimientos (1953) y las Variaciones Goldberg (1954), así com o la pavana de Gibbons titu­ lada Earl of Salisbury (1951) y la fantasía Fitzwilliam en sol de Sw eelinck (1952); todas éstas se convirtieron en piezas funda­ mentales de su repertorio durante sus años de concertista. Su reper­ torio del siglo XX empezaba con la Séptima Sonata de Prokófiev, a quien consideraba el único com positor ruso realmente genial pos103

terior a la revolución. Tocó la sonata por ve z prim era en 1949 y pronto añadió otras obras modernas a sus programas concertísticos y radiofónicos: la tercera sonata de Hindemith (1950); la ter­ cera sonata de Krenek y la Fantasía en re de M orawetz (1951); la Sonata de Berg y las canciones y las piezas para piano opp. 11 y 25 de Schönberg (1952); y las Variaciones de Webern (1953). Cuando tocó en la Hart House el 12 de febrero de 1950, a la edad de diecisiete años, ofreció lo que puede considerarse propiamente el prim er program a verdaderam ente característico de Gould: el Concierto italiano de Bach, las variaciones de la Heroica de Beethoven y la Tercera sonata de Hindemith. Sin embargo, sería el programa que ofreció en el Club Musical Matutino para Damas de Montreal, el 6 de noviem bre de 1952 -G ibbons, Bach, el Beethoven tardío, Brahms, Berg-, el que realmente marcara la pauta. Una breve selección de piezas de los siglos xvi y xvn a m odo de entrante, una ración generosa de Bach y música austro-germánica (en esencia) del siglo xx, así como un puñado sumamente selecto de obras clásicas y una pizca de Brahms: éste, con muy pocas excep­ ciones, sería el repertorio básico de los recitales de Gould durante los doce años siguientes. Su repertorio para concierto no era más variado y abierto: siem­ pre se centraría ampliamente en los conciertos de Beethoven que había tocado desde sus primeros años de adolescencia (su espe­ cialidad era el Segundo, mientras que sentía menor predilección por el popular concierto Emperador). A comienzos de los años cin­ cuenta añadió el concierto de Schönberg y algo de Bach; en 1955, el Burlesque del primer Strauss, que rara vez se tocaba (en una oca­ sión aseguró que “no es una pieza muy buena”), y a finales de los cincuenta un concierto de Mozart y otro de Brahms. Y eso era todo: ni uno solo de los conciertos románticos que gozaban de más acep­ tación entre el público. En 1951 tocó una única vez el brillante y vir­ tuosista Konzertstück en fa m enor de Webern, un monumento tem prano del concierto solista rom ántico, acom pañado p o r la Sinfónica de Toronto, y solamente porque Guerrero había insistido mucho en ello. Gould era tan categórico acerca de no hacer con­ cesiones a los gustos contemporáneos que tocaba fragmentos de Gibbons, Bach o Schönberg, e incluso las obras completas de Berg o Webern, a m odo de bises después de sus desafiantes programas. Sorprendentemente, no halló mucha resistencia. En 1953, por ejem­ plo, un crítico lo elogió por tocar a Sweelinck en los bises y por no traicionar su programa interpretando, pongamos por caso, el “Vals del minuto” de Chopin. 104

“L A CUESTIÓN QUE RIGE TODO EL ARTE ES HASTA QUÉ PUNTO SE CIÑE POR ENTERO A LA LÓGICA.” A Gould siempre se le ha relacionado estrechamente con Bach, si bien fueron la música y el pensamiento de Schönberg y su escuela -e n especial el estilo dodecafónico- los que ejercieron una influen­ cia crucial en su concepción de la música a lo largo de sus años de formación. Reconocía que había cierto componente arbitrario en el planteamiento general de la música dodecafónica, y admitía de buen grado que algunas de las obras de Schönberg le parecían “frías”, “despiadadas” y “austeras”, pero la pasión por la razón y el orden, por la economía y la unidad de esta música, no podía sino atraer a un puritano como Gould. Una pieza dodecafónica está intrínseca­ mente organizada: todo tono tiene su razón de ser, y las melodías, las armonías y las form as p o r lo general derivan con una lógica implacable de la serie tonal de la pieza. La música dodecafónica, en efecto, implica la variación constante en tom o a una única idea, y como tal es un m odelo de música que se despliega orgánicamente: precisamente el aspecto que Gould más elogiaba. En 1952 dijo que admiraba la música de Webern, uno de los discípulos estelares de Schönberg, porque representaba “un enfoque que elimina todo salvo lo que puede apreciarse por ser absolutamente esencial, lo cual exige la mayor economía de medios posible”. Además, en la música de la escuela de Schönberg halló, al igual que hicieran los propios schönbergianos, una estética idealista y moralizadora que conge­ niaba a pedir de boca con su emergente personalidad adulta. En Gould influyó de manera especial el com positor y musicó­ logo francés René Leibowitz, que estudió con Schönberg y Webern y se convirtió en un influyente profesor, director y defensor de la música dodecafónica. Su obra pionera, Schönberg et son école, publicada en 1947, apareció en inglés en 1949; Gould la devoró y discutía apasionadamente sobre ella con amigos com o John Beckwith. El libro se convirtió, como recuerda el compositor Oskar Morawetz, en una especie de Biblia para Gould, que incluso era capaz de citar pasajes de memoria. Sus posteriores trabajos sobre Schönberg, Berg y Webern, incluso los más destacados, deben mucho a Leibow itz en aspectos fundamentales, y están salpicados de términos y expresiones acuñados por éste ( “Spiegelbild", “nuevo mundo de sonido”). Sin embargo, no absorbió todos y cada uno de los aspectos que comprendía la estética de Schönberg. Los schönbergianos propo­ nían, por ejemplo, la noción de progreso musical: insistían en que 105

la revolución de Schönberg era un paso inevitable, necesario en la historia de la música, por comparación con la cual la música de sus contem poráneos no era “genuina” . Gould, en cambio, rechazaba el enfoque teleológico de la historia de la música - lo que él deno­ minaba “la maldición del Zeitgeist"- y el faccionalism o competi­ tivo que comporta. En este sentido, era un posmoderno avant la lettre, que insistía en que era posible amar la música “revoluciona­ ria” de Schönberg sin por ello rechazar, por ejemplo, la música “reac­ cionaria” de Strauss, y lamentaba la publicidad que recibió el joven Pierre Boulez, un serialista fervoroso que insistía en que “la histo­ ria guarda una enorme similitud con la guillotina”, y en que cual­ quier compositor que “no se mueva en la dirección adecuada” -esto es, que compusiera música dodecafónica- “sería asesinado al menos en sentido m etafórico”. Aun así, Gould adoptó muchos de los pre­ juicios de la escuela de Schönberg, principalmente la idea de que su enfoque sumamente racional de la música debía aplicarse a todo tipo de música, de cualquier período u orientación, y que por más que muchos compositores obstinados e infames del pasado y del presente decidieran no compartir dicho racionalismo, éstos no mere­ cían que se los tomase seriamente en consideración. Gould nunca pudo concebir los valores que tom ó de Schönberg como un signo de los tiempos en que se gestaron: insistía en su validez permanente. Adm itía que en la adolescencia le había influido el “tipo de análi­ sis molecular [de Schönberg], en el que cada faceta de una obra ha de demostrar su necesidad estructural”, y luego “apliqué este tipo de análisis también a la música de épocas anteriores”. Como es lógico, se sintió atraído por la música anterior que m ejor se ajus­ taba a este tipo de análisis anacrónicos, lo cual se traducía en la preferencia por las fugas frente a los nocturnos, en la preferencia por Bach. A l igual que los schönbergianos, Gould consideraba a Bach la fuente del canon austro-germánico y un exponente pionero de los valores musicales racionales, modernos. Schönberg describió el arte de Bach en una ocasión como la capacidad de “producirlo todo a partir de una sola cosa”, y pensando en Bach definió la fuga como “una com posición con la máxima autosuficiencia de contenido”. Bach también era para Gould un dechado de orden, lógica e inte­ gridad estructural, y a su conveniencia ignoraba aquellos aspec­ tos de la música del compositor que no confirmaban este punto de vista. Apenas tenía nada que decir acerca del Bach retórico, lute­ rano, retratista del tono, del hombre de teatro, del intérprete de teclado; su Bach era un arquitecto, un “artesano del contrapunto”, 106

un idealista cuya música se apartaba de asuntos mundanos tales com o la ejecución instrumental, y entre las obras de Bach sus pre­ ferencias (las fugas respecto de las tocatas, las suites respecto de las fantasías) estaban cortadas por el mismo patrón. Con Bach y Schönberg - y el Bach de Schönberg- com o modelos, no resulta sor­ prendente que Gould quedara totalmente cautivado por el contra­ punto, en concreto por las formas estrictas de contrapunto tales com o el canon y la fuga, que se prestaban m ejor al análisis rigu­ roso. (E l contrapunto flexible, “p o ético”, pongamos por caso de Chopin o Schumann, al igual que Leibowitz, ni siquiera lo recono­ cía com o tal.) “Siempre me he sentido atraído por la música que de un modo u otro puede calificarse de contrapuntística, mientras que en esencia me aburre la música hom ofónica”, afirmó en 1980. Cualquier compositor al que defendiera, no importa de qué siglo, contaba con una innegable inclinación por el contrapunto, y en el caso de los compositores que le suscitaban sentimientos encon­ trados se inclinaba por sus trabajos más marcadamente contrapuntísticos: la fuga K. 394 de Mozart, la Grosse Fuge de Beethoven. Incluso el Falstaff de Verdi le parecía pasable por la fuga del final. Gould no se limitó a apropiarse de los entusiasmos de los schön­ bergianos, sino también de sus prejuicios. A sí las cosas, nunca se interesó por Handel del mismo m odo que lo hizo por Bach.3 Schönberg despreciaba la música de Handel por estar llena de figu­ ración “vacía, carente de significado”, e incluso llegó a tacharla de “basura”, y resulta significativo que cuando Gould grabó la Suite para clavicordio en la mayor de Handel, en 1972, no improvisó el Preludio anotado de manera muy superficial, como correspondía a la intención de Handel, sino que en lugar de ello compuso un arre­ glo de la pieza y creó una red muy unificada, de carácter schönbergiano, de motivos recurrentes. Gould siempre prefirió a Haydn antes que a Mozart, basándose en el consabido tópico de que la música de Haydn estaba mejor “elaborada”; compartía el malestar de los schön­ bergianos ante la música sensual y heterogénea, aun cuando fuera de Mozart. También com partía su desdén por la música italiana (no sólo la ópera), a la que Schönberg achacaba “pobreza de ideas y de desarrollo”. (En palabras del propio Gould, “los italianos siem­ pre fabrican melodías como rosquillas”.) Y Gould tenía poca pacien­ cia con la música de la mayoría de los contemporáneos de Schönberg. Se burlaba de los “henchidos poem as de tono eslavo” com o la Séptima sinfonía de Shostakovich, y se mostraba escéptico acerca de Ives. Stravinsky, por encima de cualquier otro, encarnaba al ene­ migo, y durante toda su vida Gould repetiría mecánicamente las 107

polémicas que lanzaban Schönberg, Leibowitz, Theodor W. Adorno y otros en contra de Stravinsky. La consagración de la primavera, de Stravinsky, le parecía una “obra profundamente ofensiva”, y su Historia de un soldado “un bodrio”; su desdén por el neoclasicismo de Stravinsky le llevaba a menospreciarlo como mero pastiche frío, mecánico, estéril, superficial y trivial, a considerarlo un ejercicio de alarde técnico por el alarde mismo, y a calificar su obra como la de un “enfant terrible de lo más irreverente”; sus comentarios al res­ pecto rara vez iban envueltos de mayor sutileza. Como era de espe­ rar, sólo dedicaba palabras amables a las obras dodecafónicas del Stravinsky tardío, como el ballet Agón y los Movimientos para piano y orquesta, que en una ocasión se planteó tocar. El estilo característico de Gould al piano, en todo tipo de música, también recibió la influencia decisiva de los valores schönbergianos. Schönberg era partidario de las actuaciones en las que las rela­ ciones arquitectónicas y tem áticas se hacían explícitas para el oyente: El principio más elevado de cualquier reproducción musical debe­ ría consistir en que lo que el compositor ha escrito ha de sonar de tal manera que cada nota se oiga realmente, y en que todos los sonidos, sean sucesivos o simultáneos, guarden relación entre sí de modo que en ningún momento uno oscurezca al otro, sino, por el contrario, contribuya a garantizar que todos ellos se destacan claramente uno del otro.

Éste podría erigirse en el lema de la manera de interpretar, ana­ lítica e inmaculada, del propio Gould. Robert F ulford recuerda que Gould una vez calificó su enfoque de la música de “arquitec­ tó n ico ”, con lo que aludía a la voluntad de ve r una pieza “tridi­ mensionalmente”, en todas sus facetas al mismo tiempo, de manera que no es de extrañar que la transparencia del contrapunto se con­ virtiera, tal vez, en el aspecto más alabado del estilo de Gould. El jo v e n Gould rechazaba deliberadam ente la aproxim ación romántica a Bach que él asociaba con intérpretes venerables (aun­ que todavía v iv o s ) com o Wanda Landowska, el pianista Edwin Fischer, el violoncelista Pau Casals y, más cercano geográficamente, Ernest MacMillan, que adoptaba un enfoque devoto de Bach con tempos lentos que le granjearon el apodo de “Lord Largo”. Gould escuchaba a intérpretes de vanguardia que por entonces defendían lecturas claras y precisas de Bach, y concedían cierta atención a las prácticas históricas de interpretación, en particular la pianista 108

norteamericana Rosalyn Tureck, que se había forjado una reputa­ ción de especialista en Bach desde mediados de los años treinta. Gould tenía quince años cuando asistió al debut que la pianista hizo en Toronto en 1948, y estudió sus grabaciones tempranas, que apa­ recieron afínales de los cuarenta y principios de los cincuenta. “Allá por los años cuarenta, en mi adolescencia, fue la primera persona a la que oí interpretar a Bach de un m odo que me pareció sensato -d ijo en una entrevista de 1974-. Sus discos eran la primera prueba de que uno no luchaba en solitario. Era un m odo de tocar suma­ mente recto, por describirlo en términos morales. Había en ello una sensación de paz que nada tenía que ver con la languidez, sino más bien con la rectitud moral en el sentido litúrgico del término.” El estilo de Tureck -nítidam ente articulado, con escasa presencia del pedal, transparente desde un punto de vista contrapuntístico, a un tiem po analítico y sólidamente fundado en la historia- rea­ firmó sus propias ideas, todavía en desarrollo, acerca de cómo había que interpretar a Bach. A pesar de que discrepaba con ella en cier­ tos sentidos, pues el Bach de Gould era más dinámico y en él pre­ dominaban más los tempos rápidos, no cabe duda de que Tureck supuso una gran inspiración, y que tom ó de ella incluso detalles com o la ornamentación.4 Durante estos años vertiginosos Gould componía, y sus varia­ dos hallazgos musicales indefectiblemente encontraron su cauce en obras originales. En una ocasión escribió: Los manuscritos de obras de juventud ocupan en mi casa varios cajones. Son recuerdos de aquel despliegue de entusiasmos fugaces que constituye la vida de estudiante, y dan fe de diversas tentativas de cualquier estilo que vaya desde Palestrina (que imité para com­ placer a mis profesores) a Schönberg (que imité con la intención de inquietarlos).

Su música no siempre era sólida desde un punto de vista téc­ nico, ni de alta calidad, pero en cualquier caso aprendió a moverse con seguridad en una amplia gama de estilos. Por lo general se tra­ taba de música contrapuntística, llena de cánones y fugas, aunque parece que tan sólo una vez emuló realmente a su amado Bach, en Preludio, cantilena y giga, una pequeña suite para clarinete y fagot en la textura de una invención en dos partes, compuesta en 1951 para dos amigos del conservatorio, el clarinetista Norman Glick y el fago­ tista Nicholas Kilbum, quienes la interpretaron en una ocasión, pro­ 109

bablemente en una velada musical privada Se trata, de una obra ligera, tal vez compuesta con ciertas prisas. Otras dos obras anteriores refle­ jan los estilos tonales dieciochescos y decim onónicos de los que Gould se impregnó a lo largo del repertorio de piano convencional. El locuaz Rondó en re mayor (1948), dispuesto en form a de sonatarondó con todos los requisitos, tiene cierto aire de parodia román­ tica del primer Mozart, en tanto que las Variaciones en sol menor (1949), prologadas con un encabezamiento que permanece sin expli­ car - “Y así, desde la luz de la Fantasía, nos adentramos en las tinie­ blas de la realidad”-, constan de un banal tem a de estilo coral y esbozos para seis variaciones ligeramente virtuosistas. Una vez que se fam iliarizó con la música del siglo xx, Gould abordó estilos tonales más cromáticos en obras com o Tres fugas sobre un mismo tema (1952), de las que tan sólo se conserva la número 2, una obra en tres pentagramas sin indicaciones acerca de la instrumentación (a todas luces no es para órgano). Más ambi­ ciosa era la Sonata para piano, compuesta antes de la primavera de 1950, quizás ya en 1948. N o se conservan más que unos cuatro­ cientos compases, bajo el título “Movimiento I ”, de esta obra angu­ losa y perturbadora en la cual la com binación de la tonalidad posromántica, el contrapunto formal, el desarrollo de los m otivos y las densas texturas de piano propias de un Romanticismo tardío dicen mucho acerca de las diversas obsesiones musicales de Gould en aquel momento. Le explicó a un periodista que la sonata estaba compuesta a la manera de Hindemith, y de hecho uno de los temas alude al tema de la fuga del final de la Tercera sonata de Hindemith. A comienzos de 1950, no mucho después de que Guerrero lo ini­ ciara en la música de Schönberg, Gould compuso la prim era de sus obras de ese estilo que se conserva: Cinco piezas breves para piano, influida por las miniaturas para cuarteto de cuerdas, op. 5, de Webern y las miniaturas para piano, op. 19, de Schönberg (la última de sus piezas rinde homenaje a la op. 19). Se trata de cinco piezas atonales, aunque solamente las dos primeras incluyen cierta escritura dodecafónica. (Gould se sentía tan seguro de sí mismo que llegó a enviar las piezas recién terminadas a la c b c , al parecer sin resultados; no obstante, se conserva la grabación privada que él mismo realizara de ellas, brillante e impetuosa.) En una Sonata para fagot y piano en tres movimientos (1950) trató de plasmar un estilo dodecafónico más riguroso, sin renunciar por ello a sus prio­ ridades habituales: en el segundo movimiento hay una fuga expan­ dida. (También se conserva una grabación privada de esta pieza, con acompañamiento de Nicholas Kilburn.) Pronto le siguieron 110

otras obras dodecafónicas: Dos piezas para órgano (1950), la única de sus composiciones para órgano de la que se tiene conocimiento, de la cual tan sólo se conservan quince compases, concebida para un gran órgano de iglesia de estilo inglés con pedales; un Trío de cuerdas (1950), su primera obra para cuerdas, de la que tan sólo se han presentado unas pocas páginas; y Dos piezas para piano (1951-1952).

“EN REALIDAD, TENGO MUCHO DE ROMÁNTICO.” Entre los pianistas, el ídolo de juventud de Gould fue Arthur Schnabel, a quien, como muchos otros, consideraba el mejor de todos los intérpretes de Beethoven y, de hecho, “el pianista más grande de su generación”. Los discos de Schnabel, decía Gould, fueron “bíbli­ cos” en su juventud. En 1969, para un programa de radio de la c b c , Gould ofreció una entretenida explicación de su culto a Schnabel. Mientras se preparaba para su debut orquestal con el Cuarto con­ cierto para piano de Beethoven, escuchó casi a diario los discos de 78 r.p.m. de la grabación que Schnabel realizó para el sello Victor de r c a en 1942, y copió todos y cada uno de los matices y giros del pia­ nista, a veces llegando al extremo de ensayar mientras el disco sonaba de fondo; aseguraba que incluso había permitido que las pausas nece­ sarias para cambiar los discos influyeran en su concepción de la estructura de la pieza. Finalmente, dijo, Guerrero le obligó a entre­ garle el álbum de Schnabel y a llevar a cabo una interpretación más racionalizada, aunque afirmaba que cuando llegó el momento de la actuación pública recurrió de nuevo a la interpretación de Schnabel. Tal vez no sea más que una leyenda, pero no cabe duda de que Schnabel causó en Gould un impacto inmenso. Schnabel era un músico serio, intelectual, muy íntegro, y un ver­ dadero erudito: compositor, editor, escritor y profesor, además de pianista. (Gould estudió a fondo su edición de 1935 de las sonatas de Beethoven.) Ha pasado a la posteridad el comentario que el pro­ fesor del propio Schnabel, Theodor Leschetizky, le hiciera: “Nunca serás un pianista; eres un músico", una distinción que a Gould siem­ pre le fue muy cara. Como pianista, Schnabel carecía de paciencia para el virtuosismo o la sensualidad que tanto complacían al público; era el suyo un repertorio sobrio y sustancial, centrado en el canon austro-germánico, y su interpretación dejaba entrever unos cono­ cimientos sumamente sólidos de la arquitectura musical, así como un gran dominio del contrapunto. La tarea del intérprete, desde el 111

punto de vista de Schnabel, consistía en servir a la gran música, no en limitarse a exhibirse y congraciarse con el público; como dijo en una ocasión, el aplauso es el recibo, no el precio de la factura. De las grabaciones de Schnabel el joven Gould extrajo la imagen de un compañero con el cual compartía los mismos ideales, un pia­ nista que iba más allá del piano y solamente se preocupaba por “el concepto estructural que subyace detrás de la m úsica”. Sin embargo, la historia no concluye ahí. Schnabel era también un pia­ nista con un elevado sentido de la individualidad y profundamente romántico. Sus famosas grabaciones de las sonatas de Beethoven de los años treinta, a pesar de toda su carga intelectual, son a su vez impulsivas y apasionadas, flexibles desde un punto de vista rítm ico y dinámicas, a menudo extrem istas en rela ción con el tempo, además de tener una gran riqueza tonal y una acusada insis­ tencia en el contrapunto. Además, sus ideas interpretativas eran con frecuencia excéntricas, puesto que se trataba de un músico genuinamente creativo, nunca literal. En las primeras actuacio­ nes desenvueltas y apasionantes en concierto y en la radio en las que Gould interpretó a Beethoven, e incluso en sus grabaciones com erciales ya bien entrados los años sesenta, se puede advertir que casi se trata de una imitación, y en ocasiones una exagera­ ción, de Schnabel. Esto no p rovoca sorpresa alguna. A pesar de muchos de los comentarios que hizo públicos, Gould debía mucho más a la con­ cepción romántica de la música, incluso en sus años de manía dodecafónica, de lo que él mismo estaba dispuesto a reconocer. Era una persona de hondos sentimientos y gran sensibilidad, aun cuando le incomodara la expresión manifiesta de las emociones, y en su música necesitaba racionalizar siempre sus tendencias románticas a tra­ vés de una retórica marcadamente m odernista a propósito de la estructura. Sin embargo, racionalizar las propias pasiones no sig­ nifica eliminarlas: en el fondo era un romántico. En su adolescen­ cia, la asimilación de la estética schönbergiana tuvo compensación gracias al poderoso impacto que en él causó la música romántica tardía. Llegaría a describirse a sí mismo como “un wagneriano total, irremediablemente adicto sobre todo a sus últimas piezas”. En una ocasión escribió: “Adoro Tristán. Tenía quince años cuando la oí por primera vez, y lloré”. Estas palabras a duras penas pueden pro­ venir de un racionalista riguroso. En tom o a esa misma época empezó a atraerle la música de Richard Strauss: el poem a sinfónico E in Heldenleben, la Burlesque y, en especial, aquellas obras tardías (y por entonces difíciles de escuchar) com o Metamorphosen, el 112

Concierto para oboe y el Duett-Concertino, que descubrió p o r la radio. Al final de la adolescencia se había convertido ya en un firme admirador de otras figuras del Romanticismo tardío, como Bruckner, Mahler, Reger e incluso (sorprendentem ente) Saint-Saëns y Chaikovsky, si bien durante los prim eros años de posguerra el Romanticismo manifiesto no estaba ni mucho menos de moda. Pocos meses antes de morir contó a un amigo que su ópera favorita era Hansel und, Gretel, de Humperdinck. Tan sólo rechazaba de plano la música para piano de la primera época del Romanticismo; de hecho, lamentaba que compositores románticos tardíos de la talla de Mahler y Strauss apenas compu­ sieran obras de peso para piano. Incluso había mucha música de la primera época del Romanticismo, sobre todo orquestal y vocal, p or la que sentía gran admiración: Cherubini, B erlioz, Bizet, Mendelssohn. Cuando, com o le gustaba hacer, tocaba transcrip­ ciones al piano, solía escoger las partituras más suntuosas del Romanticismo tardío: óperas de Wagner y Strauss (algunas de las cuales al parecer se sabía íntegramente de memoria), sinfonías de Bruckner y Mahler, poem as sinfónicos de Strauss, Elgar y Schönberg. Por descontado que llevaba a cabo sus racionalizacio­ nes. De Strauss, por ejemplo, podía admirar sin temor a equivocarse su contrapunto denso, su control armónico, cierto grado de “abs­ tracción”. Sin embargo, la verdad es que le encantaba darse un buen baño de exceso romántico: era el Mahler “contrapuntísticamente grandilocuente” de la Segunda y la Octava sinfonías el que de veras admiraba, y no la “ligereza” de Mahler en la Cuarta, por ejemplo, de carácter más neoclásico. Resulta significativo que, entre los prim eros intérpretes por los que sentía admiración, tendiera a haber figuras místicas o extra­ vagantes de generaciones anteriores, en especial directores de orquesta tales com o W ilhelm Furtwängler, W illem Mengelberg, Leopold Stokowski y Felix Weingartner, y él era prácticamente el único entre sus coetáneos que rechazó de plano convertirse al estilo más literal y “objetivo” de Toscanini, a quien en una ocasión tachó de ser “un buen fotocopiador”. Gould no tocaba necesariamente al estilo de sus ídolos; la que él denominaba “tradición Furtwängler del legato a toda costa, y al cuerno con el contrapunto”, no parece casar mucho con él. No obstante, admiraba la tradición de la “reve­ lación romántica de uno mismo”, esto es, “la tradición de la im pli­ cación personal intensa, posiblem ente incluso hasta el ex ceso”. Adm iraba a los intérpretes “extasiados” cuyo comprom iso id io ­ sincrásico con la música daba lugar a interpretaciones “trascen113

dentes” y “espirituales”; una vez más, distan mucho de ser palabras propias de un racionalista riguroso. Tal vez Gould no sonara como un rom ántico con sus interpretaciones transparentes y articula­ das de Sweelinck, Bach y Webern, si bien defendía la idea román­ tica de que el intérprete debería imponer creativamente su propia personalidad sobre la música que toca, una idea que en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial se consideraba desfa­ sada y merecía un descrédito casi universal. Él encamó el caso raro y fascinante de un artista que supo com binar los aspectos más modernistas en su faceta de músico con un enfoque completamente romántico de la interpretación. El Romanticismo dejó, además, una profunda huella en su defensa de la música moderna. Schönberg, a fin de cuentas, era un producto del Romanticismo alemán, y nunca abandonó sus principios. Es cier­ tamente revelador que Gould se sintiera atraído por Schönberg y no por los compositores modernos cuya música puede considerarse de espíritu contrario al Romanticismo, como Stravinsky y Bartók, a quienes ya en 1952 apodó “los compositores modernos más sobrevalorados”. Gould siempre sostuvo que en el fondo Schönberg nunca dejó de ser un romántico, y le gustaba insistir en las fuerzas de “conciliación” que presentaba la evolución de Schönberg, más que en los aspectos revolucionarios de ésta. El primero de sus escritos sobre Schönberg que ha llegado hasta nosotros, una conferencia de 1953, advierte sobre las “influencias contradictorias” en la música de Schönberg -en concreto, formas y procedimientos de la música tonal que persisten en contextos dodecafónicos- e incluye la sor­ prendente teoría de que el espíritu de Schönberg “era, en muchos sentidos, incompatible con la técnica dodecafónica”. Modernistas jóven es com o Pierre Boulez ya en aquella época se quejaban de que el Romanticismo persistente de Schönberg suponía una traición a sus propias innovaciones dodecafónicas, y en cambio Gould daba el visto bueno precisamente a esa contradicción estilística. Aparte de Schönberg, la música moderna del repertorio de Gould a menudo se caracterizaba por el Romanticismo manifiesto de su retórica y sus texturas pianísticas: obras como la sonata de Berg, la Fantasia en re de Morawetz, e incluso piezas dodecafónicas como la Tercera sonata de Krenek y la Fantasía de István Anhalt. Y pre­ fería al Hindemith accesible y neoclásico de los años treinta y cua­ renta antes que al Hindemith más cáustico de los años veinte. Tras las composiciones dodecafónicas del propio Gould ronda una sen­ sibilidad romántica, pues suele estar presente un lirismo vehemente y a menudo adquieren sospechosas resonancias a la música de fin 114

de siglo, todavía anterior al dodecafonismo. Resulta significativo que nunca compusiera según el estilo más prístino de Webern, dado lo mucho que lo admiraba, y que no tocara o compusiera o mani­ festara su admiración por la música según el estilo serial e integral que es posterior a Webern, y que hacía furor en los años siguientes a la Segunda Guerra Mundial. También es revelador que, a pesar de ser un partidario declarado de la lógica musical, albergara reser­ vas acerca de la música más lógica y organizada de todas. N o cabe duda de la influencia que ejercieron sobre Gould algu­ nos pianistas de más edad que estaban en activo durante su juven­ tud, a pesar de los comentarios que él mismo hiciera al respecto. La mayoría de los intérpretes más destacados del momento pasó por Toronto: Clifford Curzon, Walter Gieseking, Myra Hess, William Kapell, Arturo Benedetti Michelangeli, Benno Moiseiwitsch, Arthur Rubinstein y muchos otros, incluido el chileno Claudio Arrau, que visitaba a su amigo Alberto Guerrero siempre que estaba en la ciu­ dad. Gould sentía especial admiración por algunos de estos pia­ nistas, sobre todo por Rudolf Serkin y Robert Casadesus, pero los escuchaba a todos. En aquella época, el pianista que estaba en boca de todos los estudiantes y al que todos trataban de imitar era Vladim ir H orow itz, y el Gould adolescente no quedó libre de su hechizo. Horowitz dio cuatro recitales en Toronto entre 1940 y 1950; por lo general, su actuación se anunciaba como la del “pianista más grande del mundo” , que siem pre atraía a ingentes multitudes y suscitaba reseñas llenas de alabanzas. Gould asistió al menos a dos de dichos recitales, en 1947 y 1949, y escuchaba asiduamente las grabaciones de Horowitz. En muchos sentidos, Horowitz era la antítesis de Gould en cali­ dad de pianista, y para Gould encarnaba todos los problemas que entrañaba el repertorio estándar para piano, el pianismo romántico y la vida del concertista. Rara vez dedicó Gould una mala palabra a un colega (cuando menos en vo z alta), p ero H orow itz fue una excepción. En este sentido, se llegó a mostrar mezquino y petu­ lante; en una ocasión, por ejemplo, dijo a propósito de la célebre técnica de las octavas de Horowitz: “Las amaña”. Sin embargo, se quejaba demasiado. Horowitz lo cautivaba a tal punto que hizo suya una parte de su repertorio. En su recital de debut, seis meses des­ pués de la actuación que Horowitz ofreció en 1947 en Toronto, Gould adoptó la costumbre del veterano pianista de abrir con un grupo de sonatas de Scarlatti, y lo hizo también en otros recitales de aque­ lla primera época. Dicho recital incluyó además otra de; las espeicialidades de Horowitz, A u bord d’une source, de Liszt, que había

grabado en mayo de aquel mismo año. Gould añadió dos piezas más que H orow itz había grabado a mediados de los años cuarenta en sus primeros programas concertísticos: una serie de variaciones de Carl Czerny sobre el aria de Rode titulada La Ricordanza y las virtuosistas Variations sérieuses de Mendelssohn, por las que pro­ fesaba una gran admiración. (Guerrero le sugirió ambas obras.) Se conserva una grabación privada, por momentos sensacional, del jo v e n Gould ensayando la última de ellas, y también una graba­ ción temprana de una sonata de Clementi, música que por aquel entonces no tocaba nadie salvo Horowitz. Ray Dudley recuerda que Gould hizo suya la Séptima sonata de Prokófiev en 1949, tras escu­ char la grabación de Horowitz editada cuatro años antes. Parece que Gould reconoció su deuda con Horow itz solamente en una ocasión, en una entrevista inédita que concedió en 1979,5y se esmeró mucho para minimizar su gratitud. Hubo solamente un periodo en mi vida (muy breve, por cierto) en el que Horowitz me influyó -d ijo-. Un período ligeramente atolon­ drado, cuando yo tenía unos quince años [...] Un año extraño, extra­ vagante y curioso, en el que imité a Horowitz como un poseso [...] y después dejé de hacerlo [...] o al menos eso creo.

Después de sentar cabeza y cumplir los dieciséis años todo quedó atrás, y eliminó la “música completamente banal”, como la de Czemy, de su repertorio. Resulta revelador que no mencionara la sonata de Prokófiev: estaba dispuesto a admitir el impacto de H orow itz sola­ mente en la parte del repertorio que pudiera apuntar a una indis­ creción trivial de juventud, que había enmendado rápidamente. La influencia fue más honda y duradera de lo que Gould estaba dispuesto a admitir. Creo que probablemente me atrajo el sentido del espacio que con tanta frecuencia impregna su manera de tocar -confesó-. El modo en que, a veces de manera totalmente inesperada, aparece una voz de contralto o una voz de tenor que ni siquiera se había advertido antes [...] De repente, daba la sensación de que la interpretación estuviera dotada de un aspecto tridimensional.

Se refiere al contrapunto de Horowitz, a su asombroso domi­ nio de las líneas simultáneas y los colores: eso “tal vez m e haya influido ligeramente” . N i tal vez, ni ligeramente: la interpretación de Gould del contrapunto a menudo opta precisamente por la varie­ dad romántica, la revelación de detalles inesperados, pero llenos 116

de color. A pesar de todos sus razonamientos estructurales, su con­ trapunto no poseía una consistencia analítica, ni era tan premedi­ tado como el de Tureck, por ejemplo, sino que se caracterizaba por una mayor espontaneidad, un mayor dinamismo y más expresivi­ dad. Bien puede haber aprendido también de otros intérpretes de los que abominaba. A veces uno puede apreciar en su Bach, por ejemplo, el ritmo dinámico y el fraseo de Landowska, e incluso algu­ nas de sus peculiaridades (com o pueda serlo la fioritura en stacatto ocasional). Los primeros en calibrar profesionalmente la interpretación de Gould al piano, jueces de festivales y del conservatorio a mediados de los años cuarenta, ya elogiaron su vitalidad rítmica, su fraseo claro y su fluidez con ambas manos, así como su madurez y su domi­ nio de la arquitectura musical. Sin embargo, en ocasiones también criticaban sus excesos románticos: demasiado pedal y demasiado legato (incluso en la música antigua), tempos manifiestamente rápi­ dos y excesiva fluctuación del tempo, un tono que podía estar dema­ siado lleno de brillo y esplendor o violentamente matizado. Un juez del Festival de Kiwanis de 1945 escribió: “Canta bien al piano, el rubato de la mano izquierda un poco exagerado, pero tiene una idea p o ética de la p ieza”, lo cual suena más a una descripción de Paderewski que de Glenn Gould. El juez advirtió también “dema­ siada anticipación de la mano izquierda”, en referencia a la prác­ tica romántica -una de las predilectas de Paderew ski- de no tocar con las dos manos exactamente simultáneas, por lo general con la parte de los graves anticipándose ligeramente a la melodía, para conseguir un efecto expresivo que se parece al portamento de un instrumento de cuerdas o de la voz humana. Se trataba de una prác­ tica que en el siglo xx casi todo el mundo tachaba de sensiblera, y puede decirse que Gould fue el único pianista destacado de su gene­ ración que persistió en su uso. Estas evaluaciones, así como las pri­ meras grabaciones privadas, revelan que com o músico aún en ciernes llevaba muy dentro el viejo estilo romántico. La grabación que realizó, todavía adolescente, del Rondó capriccioso de Mendelssohn, por ejemplo, martiriza hasta tal punto al oyente con sus tiras y aflojas rítmicos que casi podría pasar por una interpre­ tación de fin de siglo, pongamos por caso, de Pachmann, Godowsky u Hofmann. En muchos de sus conciertos profesionales, sobre todo en los primeros, le criticaron por su abuso de la efusividad román­ tica, y de hecho uno puede percibir ese tipo de aspectos en sus últi­ mas grabaciones más de lo que sus teorías al respecto permitirían suponer. 117

Las grabaciones privadas revelan otro hecho sorprendente: Gould nunca fue un prodigio pianístico de prim er orden, incluso dejando de lado casos como Mozart, Mendelssohn, Saint-Saëns y Strauss. N i siquiera era un músico tan adelantado com o algunos niños prod igio del pasado, tales com o Josef Hofmann, Erich Wolfgang Kom gold, Claudio Arrau o Ervin Nyiregyházi. Casi todos los pianistas de su generación que alcanzaron la cima podrían pre­ sumir de haber demostrado en la infancia dotes musicales cuando menos tan impresionantes como las suyas. Van Clibum, por ejem­ plo, no hizo gala de menor precocidad que Gould a la edad de tres años, dio recitales adultos a los diez, a los doce tocó su primera pieza emblemática, el concierto de Chaikovsky, e hizo su debut en el Carnegie Hall a los trece. Daniel Barenboim debutó a los siete años, cosechó un éxito clamoroso en Europa a los diez y grabó todas las sonatas de Mozart a los doce. La lista podría ampliarse perfec­ tamente, y ni siquiera haría falta buscar fuera de Canadá. Los habi­ tantes de Toronto se habían quedado maravillados con la precocidad de Ernest MacMillan, de la generación anterior a la de Gould (a los nueve años compuso un oratorio basado en la Resurrección, y a los diez hizo su debut como organista), y en 1940 André Mathieu, un muchacho de diez años procedente de Montreal, actuó en el Town Hall de Nueva York; entre las piezas que tocó figuraba una serie de estudios que había compuesto a los cuatro años. De hecho, el concierto de debut de Gould en enero de 1947 quedó eclipsado dos meses después por el que ofreció otra pianista local, Patsy Parr, de nueve años, que tocó varias obras breves (algunas de ellas com­ puestas por ella misma) acompañada por la Sinfónica de Toronto, y que al año siguiente realizó su debut concertístico y filarmónico en Nueva York. Hay que reconocer que la Cuarta de Beethoven no era cosa baladí para la mayoría de los muchachos de trece años, pero la información de que disponemos indica que Gould no poseía la destreza técnica propia de los grandes prodigios a edades simi­ lares. Las grabaciones privadas que registró a finales de los años cuarenta revelan, por ejemplo, sus esfuerzos con piezas emblemá­ ticas románticas como el Rondó capriccioso de Mendelssohn y “Las bodas de la abeja”, e incluyen una interpretación seca y desigual del Impromptu en la bemol mayor de Chopin. Con esto no trato de restar valía a Gould, sino que procuro hacer hincapié en que sus tendencias nunca fueron las propias de un niño prodigio típico. El rasgo que más impresionaba a quienes lo escu­ chaban de niño era una sabiduría interpretativa que superaba con mucho su edad, no su técnica virtuosa. Las grabaciones privadas 118

en ocasiones ponen de manifiesto apuestas musicales de gran madu­ rez, incluso en aquellas en las que la técnica resulta más insegura. La grabación del Im promptu en fa sostenido m ayor de Chopin, una de las piezas de su debut de 1947, ofrece una interpretación sutil, poética y plagada de hermosos matices, que logra crear un verdadero hechizo emocional a pesar de algunas notas falsas y de un piano falto de resonancia, y revela un auténtico dominio del estilo romántico. En cualquier caso, Gould llevó a cabo una ev o ­ lución rápida a lo largo de su adolescencia, tanto técnica como inter­ pretativamente, sobre todo cuando empezó a dedicar más tiempo a practicar que a las tareas escolares. Si a los doce o quince años Gould tenía abundantes pianistas que le aventajaban en lo que se refiere a los niños prodigio, a los dieciséis o diecisiete años era un caso totalmente distinto: la grabación que realizó de su suite para Noche de reyes, compuesta supuestamente en 1949, revela una técnica desenvuelta y brillante, un espléndido control del con­ trapunto y el timbre, un registro expresivo amplio y profundo. Y con dieciocho, diecinueve y veinte años, Gould se había conver­ tido en uno de los pianistas más impresionantes y originales del mundo; sus grabaciones en viv o y en la radio a veces son sobrecogedoras. La deslumbrante interpretación en concierto del Konzertstück de Webern en 1951, por ejemplo, no deja lugar a dudas de que, de haberlo querido, habría adquirido un perfecto dominio de ese tipo de repertorio virtuosista. “Fue extraordinariamente bien -le escribió a John Beckwith a propósito del citado concierto-, para sorpresa de todos (incluido yo m ism o).”

“A LO LARGO DE M I ADOLESCENCIA ME RESISTÍ A L A ID EA DE EMPRENDER U N A CARRERA DE PIANISTA.” Entre las dos guerras, el n egocio de la organización de con ­ ciertos a nivel nacional quedó interrumpido, y las organizaciones con sede en N ueva York, com o el Servicio de C onciertos de la Comunidad y el Servicio Cívico de Conciertos, ejercían un m ono­ polio virtual sobre la actividad concertística canadiense, obsta­ culizando los esfuerzos de los músicos autóctonos por hacerse con el control y obtener provecho de sus conciertos. A finales de los años cuarenta, en Canadá todavía no había más que unos pocos agentes profesionales, y el joven Gould tuvo la gran suerte de atraer la atención de uno de ellos: Walter Homburger. “Como manager de Gould -inform aba el Toronto Daily Star enl962-, Homburger se 119

convirtió en la primera persona en gestionar la carrera de un con­ certista canadiense por todo el mundo, algo que los neoyorqui­ nos experim entados en estas lides le habían dicho que era im posible.” N acido en Alem ania en 1924 en una fam ilia de ban­ queros, Homburger marchó a Inglaterra en calidad de extranjero, o “enemigo amistoso”, antes de la Segunda Guerra Mundial, aun­ que en 1940 fue enviado a Canadá, donde pasó cierto tiem po en campos de internamiento; no sería la única figura destacada de la música canadiense que conoció de este m odo su país adoptivo. En 1947, después de haber organizado varios conciertos en Toronto, fundó su prop ia agencia de conciertos, International Artists, a través de la cual presentaría series de conciertos anuales en los que actuaban los m ejores músicos de la escena local e interna­ cional. Inmediatamente se ofreció para administrar la carrera de Gould, que por entonces contaba catorce años, al que había oído tocar el Concierto en sol mayor de Beethoven en el Festival de Kiwanis de 1946 ( “me pareció sencillam ente fenom enal”), y los padres del muchacho accedieron tras haber acordado que nunca sería explotado com o un niño prodigio. El 13 de marzo de 1947, Homburger contrató a Gould para que realizara un único concierto, su debut del 20 de octubre, y parece evidente que la experiencia fue satisfactoria para ambos: durante el resto de su carrera de con­ certista Gould nunca tuvo otro agente. Homburger fue un manager astuto y hábil, además de un guía que respaldó la carrera de Gould con todo su apoyo y compren­ sión. Tenía en sus manos a un inconformista, a un músico que se negaba a tocar el repertorio esperado y aborrecía la m ayor parte de la cerem onia que traen consigo la actividad concertística, la fam a y el mundo de la música. “Walter y yo nunca discrepamos en nada -d ijo Gould en una ocasión-, salvo en cuestiones de dinero, pianos, programación, fechas de conciertos, mis relaciones con la prensa y mi manera de vestir.” En efecto, Homburger a veces trataba de convencer a Gould para que m oderara algunas de sus ideas más radicales y sus conductas más excéntricas, pero “por aquel entonces Glenn ya sabía exactam ente lo que quería”, ase­ guraba. Las más de las veces capeaba las peculiaridades de su cliente estrella con paciencia y buen humor, y contribuía a pro­ teger su frágil constitución; por su parte, a pesar de algún comen­ tario, Gould apreciaba su apoyo. Homburger, en su condición de manager independiente, nada debía a las prom otoras de concier­ tos norteamericanas, y a Gould, hijo de un matrimonio próspero, no le faltaba dinero; a resultas de ello, no se veía obligado, com o 120

muchos músicos clásicos canadienses, a ganarse la vida a duras penas en un país que entonces solam ente contaba con cuatro orquestas importantes y un circuito de conciertos que terminaba p o r ser increíblem ente provinciano. (L a contralto Maureen F orrester recordaba haber cantado cuando aún era una artista joven en sótanos de iglesias y gimnasios de instituto invadidos por “el olor de calcetines excesivam ente apestosos” .) Por otra parte, Gould poseía un talento enorme que se vendía por sí solo. De adolescente, aquel Gould grave y serio ya consideraba que la carrera de concertista era “algo superficial, casi un complemento agradable de un interés académico por la música”, com o comentó en una entrevista en 1962. “Me imaginaba que solamente valía la pena emprender una carrera m otivada musicológicamente, y que todo lo demás era un poco frívolo.” Una carrera concertística era necesaria si pretendía labrarse un nombre propio, por supuesto, pero no estaba dispuesto a exponerse públicam ente más de lo estrictamente necesario. Entre 1947 y 1954 hubo años en los que no dio más que unos pocos conciertos importantes por temporada, y nunca daba más de siete u ocho. Todavía tocaba de vez en cuando en el Malvern, en el conservatorio, en iglesias locales, y aún apa­ recía ocasionalmente como “artista asistente” o acompañante, así com o en conciertos con fines benéficos. Tam bién tocó en la Exposición N acional Canadiense ( c n e ) cuando se reanudó des­ pués de la guerra. Su última actuación se produjo en el verano de 1952, en cuya ocasión acabó con la Séptima Sonata de Prokófiev. Se suponía que debía concluir a las seis en punto de la tarde, pero su actuación se prolongó dos minutos. La c n e , él mismo lo recor­ daba años después, seguía un program a muy apretado, y a las seis y un minuto se había programado un simulacro de bombar­ deos en picado, de m odo que cuando acom etió con toda su furia el final atronador y torrencial de la Séptima -que, muy apropia­ damente, es una de las “sonatas de guerra” de Prok ófiev -, su inter­ pretación quedó ahogada por el rugido de los aviones. Aquella actuación, aseguró, “habría enternecido el corazón de P. T. Bamum” . Sin embargo, en esta época Gould también realizaba aparicio­ nes prominentes en sitios más prestigiosos, entre los que figura­ ban varias universidades de Ontario, la Galería de Arte de Toronto (la actual a g o ) , el Eaton Auditorium y el Massey Hall, que Gould consideraba “uno de los grandes bienes acústicos del continente”; son los mismos lugares en los que actuaban músicos destacados, de Stravinsky a Dizzy Gillespie. A l igual que Guerrero, sentía un 121

cariño especial por el entorno más íntimo de la Hart House, donde entre 1949 y 1952 ofreció tres recitales. También o freció actua­ ciones bajo los auspicios de sociedades musicales de mujeres, que por entonces se contaban entre las que patrocinaban más activa­ mente los recitales de música clásica, tanto en ciudades grandes com o pequeñas. En Toronto tocó para el Heliconian Club en 1948, y para el Club Musical de Mujeres en 1953, y lo patrocinaron algu­ nos grupos de mujeres de Ottawa, Montreal, Winnipeg, Calgary y otras ciudades. En la temporada de 1950-1951 empezó a tocar con regularidad en otras ciudades im portantes de Ontario, y en otoño de 1951 emprendió su gira por el oeste del país, en la que tuvo actuaciones en Vancouver y Calgary. Su madre lo acompañó -am bos visitaban el oeste por primera v e z - a pesar de que ya tenía más de sesenta años, y reconoció que el viaje la dejó agotada. (Según Ray Dudley, quedó muy disgustada porque ya no podía controlar a Glenn, y se negó a ir con él de gira nunca más.) La reputación de Gould iba rápi­ damente en aumento. A l cumplir veinte años había actuado en cinco ocasiones con la Sinfónica de Toronto - “en esos círculos, por lo general me consideran un m ocoso”, dijo una vez-, que solía estar dirigida por Ernest MacMillan, el cual encabezó la orquesta de 1931 a 1956. Actuó en Montreal por vez primera en 1952, en las Provincias Marítimas (Saint John, N ew Brunswick) en 1953, y en Winnipeg en 1954. Aún no ganaba grandes sumas de dinero. Eran habituales cachés de unos pocos cientos de dólares, y por su actuación en la Hart House recibió unos honorarios de 25 dólares en 1950 y de 50 en 1952. Sin embargo, el público a menudo le dispensaba acogidas apoteósicas: por ejemplo, una multitud de dos mil personas le hizo salir a saludar cinco veces en Vancouver. Hacia 1950 Gould se suscribió a un servicio de resúmenes de prensa, pues de hecho lo necesitaba: se había forjado ya una repu­ tación nacional, y algunos críticos lo situaban entre los pianistas más destacados de Canadá y el extranjero. También empezaban a reconocerse su fascinante personalidad musical y sus extravagan­ cias escénicas: la apariencia arrugada de su ropa, la postura simiesca agazapada sobre el teclado, los brazos que se movían como aspas, el torso que giraba de un lado a otro sin cesar y los meneos de la cabeza; el vaso de agua a un lado y la pequeña alfombra oriental bajo sus pies, con los que no cesaba de patalear; y por supuesto, el canturreo, que en ocasiones podía oírse desde el fondo de las salas de conciertos más grandes. Su madre le suplicaba que moderara sus gestos, e incluso el gobernador general de Canadá, Vincent 122

Massey, intervino en el asunto: “ ¡Debes decirle que acabe con todo eso!”, le pidió a Maureen Forrester. También Homburger le sugirió a Gould sin ambages que tratase de mejorar su imagen sobre el esce­ nario, y en una ocasión Gould se esforzó sinceramente por inten­ tarlo durante un par de semanas, pero el mero hecho de hacerlo disminuía su concentración musical. Se rindió. “Soy incapaz de cam­ biar mi manera de tocar el piano -conclu yó al fin-. La gente ten­ drá que aceptarme o rechazarme com o soy.” Por si fuera poco, no podem os olvidar el símbolo más impere­ cedero de la excentricidad de Gould: su silla. Quería una silla inusual­ mente baja, una silla que tuviera la “elasticidad” que él necesitaba, tanto de atrás hacia delante com o en diagonal, a fin de que se aco­ modara a sus movimientos mientras tocaba. Requería un asiento que hiciera pendiente hacia delante ( “Tengo que sentarme en el borde”) y un respaldo inclinado más de noventa grados, que satis­ ficiera el “ángulo ocioso” que le gustaba para sentarse. Ningún banco para tocar el piano satisfacía sus necesidades, de manera que en 1953 su padre adaptó una silla de madera plegable, ligera, de res­ paldo alto. “Tuve que serrar cada pata unos doce centímetros - le contó a Otto Friedrich-, hice una escuadra de latón alrededor de cada pata y la atornillé, y entonces soldé la mitad de un tensor a la escuadra de latón de modo que cada pata pudiese ajustarse indivi­ dualmente." La silla situaba a Gould a unos treinta y cinco centí­ m etros del suelo, lo cual todavía no bastaba, pero dado que las rodillas estaban ya a mayor altura que las posaderas, no resultaba práctico bajar más el asiento. A sí pues, fabricó una serie de bloques de madera que le permitían alzar el piano unos tres centímetros, con lo que él quedaba, en efecto, a p oco más de treinta centímetros del suelo. La silla de Bert era perfecta, y Gould la utilizaría en todos los conciertos y grabaciones, en cada ensayo y sesión práctica que rea­ lizara durante el resto de su vida. Se la llevaba a todas partes o la despachaba, si era necesario, en un embalaje especial, a menudo con costes considerables, y en alguna ocasión se extravió o sufrió daños en el trayecto. A finales de los años cincuenta la silla estaba ya tan gastada que a veces su público tem ió que cediera bajo su peso. Engrasarla se convirtió en uno sus rituales previos a la actua­ ción, aunque seguía chirriando durante los conciertos, y algunos de sus chirridos han quedado registrados permanentemente en sus grabaciones. A l final hubo que sujetar con cinta adhesiva y alam­ bre el armazón, y el asiento se deterioró con e l uso: el relleno se fue saliendo de manera gradual del tapizado de piel sintética, que 123

también acabó por deshacerse. Uno casi puede fechar las fotogra­ fías y las películas de Gould a partir del estado de la silla. A media­ dos de los años setenta se sentaba sobre el armazón pelado, con un soporte de madera que recorría de atrás hacia delante la zona donde descansaban las posaderas, y aun así nunca se lo oyó quejarse al respecto. Con el paso de los años hizo enormes esfuerzos por encon­ trar (e intentó que le construyeran) una silla de madera o de metal nueva y más resistente, pero nunca halló una sustituía adecuada. La silla de Bert devino un talismán para Gould, un amuleto que le transmitía seguridad y del que dependía.

“ME CONSIDERABA UN VALEROSO DEFENSOR DE LA MÚSICA DODECAFÓNICA Y DE SUS EXPONENTES MÁS DESTACADOS.” Gould se convirtió en proselitista de la escuela de Schönberg, y difundió su mensaje entre todo el que estuviera dispuesto a escu­ charle. En un ensayo que compuso en el curso decim otercero para la asignatura de inglés, titulado “Mi aversión favorita”, lanzó un ata­ que contra la resistencia del público general a la música contem­ poránea, y cuando en 1952 le pidieron que dijera unas palabras acerca de sus gustos musicales en un cuestionario personal para la c b c , respondió con una defensa de la escuela de Schönberg y su lugar en la historia de la música que sobrepasó las cuatrocientas palabras. Impartió su primera conferencia pública en el conserva­ torio en 1951, con m otivo de la muerte de Schönberg aquel mismo verano (e l texto no se ha conservado), y el 17 de diciem bre de 1953 ofreció, también en el conservatorio, una exposición larga y densamente analítica acerca del Concierto para piano de Schönberg,6 el cual estrenó para el público canadiense unos días después. Realizó esfuerzos impresionantes por adquirir una form ación sólida en música moderna. Existen cartas de com ienzos de 1952 en las que solicita a.Oskar Morawetz, por entonces en Europa, que le encontrase partituras de música para piano del siglo xx y obras com o la Kammermusik de Hindemith, la Sinfonía de cámara núm. 1 y el Cuarteto para cuerdas op. 10 de Schönberg, las can­ ciones y el concierto op. 24 de Webern: un menú nada habitual para un pianista canadiense y joven a principios de los cincuenta. Leía libros y artículos sobre música del siglo xx y estudiaba muchas par­ tituras, entre las que figuraban obras de los compositores contem­ 124

poráneos canadienses. Uno nunca sabía cuál sería el próximo reper­ torio que cayera en sus manos: óperas de Alban Berg o William Walton, sinfonías de Aulis Sallinen o Wilhelm Furtwängler, sonatas de Charles Ivés, Fartein Valen o Leon Kirchner, conciertos para piano de Ernst Krenek o Wolfgang Fortner, música de Frank Martin (por el que sentía gran admiración) o Alfredo Casella. Con el paso de los años, ciertos compositores (com o Krenek, a quien llegó a conocer personalmente en los años cincuenta, o Vincent Persichetti) trataron de convencerlo de que interpretara sus composiciones, y en los círculos de la música moderna adquirió una reputación de intérprete establecido dentro de la corriente dominante que sim­ patizaba con su causa. Sin embargo, Gould nunca fue un verdadero especialista en las últimas tendencias musicales. La música que de hecho incorporó a su repertorio activo, y a su canon personal, rara vez iba más allá de lo que era novedad en su adolescencia, la mayor parte de p ro­ cedencia austro-germánica. Se mantenía informado de lo que ocu­ rría en el mundo de la música, pero no sentía especial aprecio por la mayoría de las corrientes compositivas de posguerra: la música serial, la electrónica, la musique concrète, la música aleatoria, el minimalismo, la fusión del estilo clásico y el jazzístico en una “ter­ cera vía ”, etc. Y apenas mantenía contacto directo con los com po­ sitores más jóvenes y audaces de Toronto, nombres com o Harry Freedman, Harry Somers y John Weinzweig, quien, en su·Suite para piano num. 1 (1939), había sido el primer compositor canadiense en utilizar los principios dodecafónicos. Aun así, Schönberg, Berg y Webern siguieron siendo perfectamente disonantes para la mayo­ ría de los habitantes de Toronto incluso mucho después de la gue­ rra; en cualquier caso, para el público general, Gould mantuvo su fama de defensor de la música moderna, y en calidad de intérprete se admiraba su capacidad de hacer comprensible la música difícil del siglo XX, de comunicar el lirismo, la belleza tonal y la pasión que encerraba. La primera vez que su faceta modernista llamó la aten­ ción fue cuando organizó un am bicioso R ecital de Música Contemporánea en el conservatorio, el 4 de enero de 1951. El p ro ­ grama -tod a la música estaba compuesta entre 1936 y 1950- era una propuesta asombrosa para la época y el lugar: la Tercera sonata de Hindemith, la Tercera sonata de Krenek, el estreno de la Fantasia en re de Morawetz, y dos obras atonales compuestas por el propio Gould: las Cinco piezas breves para piano y la Sonata para fagot. Toda una hazaña para un estudiante de secundaria de dieciocho años de edad. 125

En la prim avera de 1952, Gould aunó fuerzas con su antiguo compañero de clase, Robert Fulford, por entonces reportero depor­ tivo del Globe and, Mail, para formar una empresa registrada legal­ mente: N ew Music Associates. Oficialmente, la intención no era otra que presentar conciertos de música del siglo xx; la m otiva­ ción más inmediata consistía en conmemorar la muerte de Arnold Schönberg. Gould se ocupaba de todos los asuntos musicales, en tanto que Fulford alquilaba la sala, vendía las entradas, se encar­ gaba de la publicidad, encontraba acom odadores y llevaba la con­ tabilidad. En total, N ew Music Associates patrocinó tres conciertos en el conservatorio, de los cuales los dos primeros estuvieron com­ puestos casi exclusivamente por estrenos de piezas nunca antes oídas en Canadá. El concierto en homenaje a Schönberg, el 4 de octubre de 1952, incluyó seis canciones de la prim era época, con la soprano Elizabeth Benson Guy; dos obras para piano, opp. 11 y 25; y la Oda a Napoleón, op. 41, para cuarteto de cuerda, piano y recitador, bajo la dirección de Victor Feldbrill. En esa época Gould ya les había tom ado afición a los discursos im provisados desde el escenario para presentar la música moderna de sus programas, si bien en el concierto conm em orativo se mostró más reservado, por extraño que parezca. Su ensayo, escrito especialmente para la ocasión, acerca de la evolución de Schönberg, fue leído ante el público por el locutor de la c b c Frank Herbert, quien más tarde adm itió que apenas había entendido nada de su lectura. El 9 de enero de 1954, Gould presentó un program a todavía más ambi­ cioso que exploraba el conjunto de la Segunda Escuela vienesa: el ciclo de canciones de Schönberg El libro de los jardines col­ gantes, con la soprano Roma Butler; los Cinco movimientos para cuarteto de cuerdas de Webern, op. 5; el Cuarteto de saxofón de Webern, op. 22, dirigido por Feldbrill; y dos obras para piano, las Variaciones de Webern y la sonata de Berg. La nota al programa, escrita por Gould, era un texto denso y ampuloso, titulado “Una evaluación de Anton Webern” . En ninguno de los conciertos se agotaron las localidades, y los programas de Gould suponían un verdadero desafío para el público local; él mismo no limaba asperezas cuando insistía en que las opp. 22 y 27 de Webern, dada su dificultad, debían tocarse dos veces. Ciertos críticos no quedaban muy convencidos. “Los ejer­ cicios rítmicos de los bebés suenan m ejor que esto”, rezaba el titu­ lar del conservador Telegram después del segundo de los conciertos. Sin embargo, críticos y oyentes más sofisticados, así com o otros músicos, reconocieron la importancia de los concier­ 126

tos de música m oderna que organizó Gould, y los recordaron durante años. El concierto que organizó N ew Music Associates el 16 de octu­ bre de 1954 estuvo dedicado por entero a Bach. (Fulford: “¿Por qué Bach?”. Gould, con altivez: “Bach siem pre es noved oso” .) Maureen Forrester, en su debut en Toronto, cantó arias, y Gould tom ó parte de la sonata para trío de la Ofrenda musical y de la Sonata para violin en do menor, con Morry Kemerman, y ofreció su primera interpretación en vivo de las Variaciones Goldberg? El concierto contó con escasa asistencia de público debido a la terri­ ble inundación y la devastación provocada la noche anterior por el huracán Hazel, el peor desastre natural de la historia de Toronto. Sin embargo, entre los asistentes hubo críticos e intelectuales de la talla de Ernest MacMillan, y todos quedaron encandilados con la audaz interpretación que Gould realizó de las Variaciones Goldberg, que entonces todavía se consideraban comúnmente una obra aca­ démica, imposible de ejecutar. El musicólogo Harvey Olnick quedó vivamente impresionado, y al mes siguiente, en la primera reseña que le dedicara a Gould la prensa norteamericana, el Musical Courier lo equiparaba a Landowska y Serkin. El concierto causó un gran impacto desde un punto de vista musical, y la pequeña pérdida finan­ ciera se cubrió sin problemas; Forrester ganó la suculenta suma de cincuenta dólares. Sin embargo, ésta fue la última alegría de N ew Music Associates. Gould y Fulford empezaban a tomar rumbos dis­ tintos, y pronto, incluso en el caso de que abordara repertorio barroco y moderno, Gould ya no iba a necesitar la gestión de sus propias oportunidades; las oportunidades llegarían por sí solas.

“EL FESTIVAL DE MÚSICA DE STRATFORD SUPONE TODA U N A AVENTURA PARA NOSOTROS.” Stratford, Ontario, a unos 140 kilómetros al oeste de Toronto, era una pequeña ciudad industrial, un apeadero de tren en medio del campo sin tradición cultural alguna. A sí eran las cosas cuando un empresario local decidió crear un festival de teatro anual cen­ trado en las obras de Shakespeare. En julio de 1953, el Festival de Stratford se fundó oficialmente con una temporada de seis sema­ nas, con dos obras de Shakespeare en cartel, que se llevaba a cabo en un entoldado con cabida para poco más de mil cien personas. El festival, que obtuvo el reconocim iento nacional e internacio­ nal, resultó crucial para el desarrollo del teatro profesional en 127

Canadá, pero desde el principio la música también estuvo presente. El compositor canadiense Louis Applebaum organizó una serie de dieciséis conciertos de una hora de duración para la temporada de 1953, con la ayuda de Walter Homburger, la c b c y otros colabo­ radores. Muy pronto el festival atrajo a algunos de los mejores músi­ cos de Canadá y del mundo entero, y con ellos a visitantes que asistían más motivados por la música que por el teatro. Gould tocó en tres conciertos en 1953; debutó en una formación de música de cámara el 31 de julio, en el primer y único concierto del Festival Trío: acompañó al violinista A lbert Pratz y al violon ­ celista Isaac Mamott en obras de Beethoven y Brahms.8 También dio dos recitales, el 4 y el 14 de agosto, en los que ofreció progra­ mas característicos de obras de Bach, Beethoven, Berg y Morawetz: no cedía un ápice ni siquiera en conciertos destinados a funciones de tarde, llenas de turistas veraniegos, que se celebraban en un recinto relativamente informal. Tuvo que soportar “camerinos con goteras, una humedad reinante a la que incluso yo respondí tocando en mangas de camisa, un mísero instrumento y ningún tipo de orga­ nización”, com o recordaba el propio Gould una década después. Y no mencionó la pobreza acústica del teatro, la publicidad sin pies ni cabeza, la escasa asistencia de público, la tormenta que ahogó su interpretación en uno de los conciertos ni los beneficios netos, de 127 dólares por la temporada. Aun así, disfrutó aquel prim er verano caótico porque vio el festival como un foro que le daría la oportunidad de explorar tanto un repertorio como una serie de ideas y enfoques de la interpretación que no tenían cabida en su activi­ dad concertística habitual. Solamente hubo unas pocas actuaciones informales en el verano de 1954;0 sería la ambiciosa serie de conciertos de 1955 la que se designara oficialm ente “tem porada inaugural de la música” en Stratford. Applebaum disponía de exiguos fondos, pero tentó a músi­ cos com o Gould ofreciéndoles un grado de libertad creativa casi ilimitado. Atrajo a solistas como Maureen Forrester, Lois Marshall, Elisabeth Schwarzkopf e Isaac Stern, y puso en escena una pro­ ducción legendaria de la Historia de un soldado de Stravinsky, en la que el m im o francés M arcel Marceau realizó su debut en Norteamérica. El 12 de julio Gould tocó el Segundo concierto para piano de Beethoven con la Hart House Orchestra, una orquesta de cámara dirigida por Boyd Neel, y el 29 de julio llevó a cabo una interpretación de las Variaciones Goldberg que Jacob Siskind, el crítico del Montreal Star, com paró “con las de Landowska, Kirkpatrick o Tureck”. Sus excentricidades, tanto sobre el escena­ 128

rio como fuera de él, también dieron lugar a ciertos comentarios. En Stratford los veranos son, en el m ejor de los casos, calurosos y húmedos, pero en 1955 las temperaturas alcanzaron los 41°C, y los conciertos program ados para la tarde se trasladaron del entol­ dado abrasador al Casino, un edificio con aspecto de cochera que originalmente servía de sala para jugar al bádminton. Estas cir­ cunstancias no im pidieron que Gould estuviera a la altura de su leyenda y se paseara por la ciudad enfundado en su abrigo, con bufanda, gorra y guantes, y pidiera que cerraran las ventanas antes de sus ensayos. Aquel Gould sumamente abrigado, una figura extraña y sin embargo adorable, formó parte del paisaje de Stratford durante buena parte de la década siguiente. La temporada musical de 1956 fue todavía más ambiciosa, pues contó con la presencia de talentos estelares y con una programa­ ción audaz. La mitad de los conciertos se dedicaron a prominen­ tes intérpretes de jazz, en tanto que los conciertos de música clásica incluyeron recitales de piano de Claudio Arrau y Rudolf Serkin, así como una variedad de música vocal, de cámara y coral, con obras que abarcaban desde el Renacimiento hasta el siglo xx, entre ellas varias obras nuevas encargadas especialm ente para la ocasión, y una producción de la ópera de cámara de Britten, El rapto de Lucrecia. En el año que había transcurrido desde su última visita a Stratford, lleno de compromisos, Gould se había convertido en concertista e intérprete de renombre internacional, y se tomó libre todo el verano, con la sola excepción de un concierto que dio en el festival, el 9 de julio. Fue todo un tour deforce ante una sala llena hasta la bandera. Em belesó al público con su versatilidad, pues mostró su faceta de pianista, director, compositor y escritor con un programa poco corriente: obras para solista de Sweelinck, Krenek y Berg; estrenó su Cuarteto para cuerdas -d e l que hablaré con mayor detalle más adelante- y la Oda a Napoleón Bonaparte de Schönberg, con la soprano Bethany Beardslee. Gould dirigió la orquesta desde el piano y escribió las notas al programa. Los críti­ cos, entre los que había algunos procedentes de Nueva York (Time, Musical America) quedaron impresionados por su virtuosismo y versatilidad. “Sobre el papel parecía horroroso -escrib ió Ross Parmenter en el New York Times-, pero resultó una velada absor­ bente, en gran medida porque el señor Gould posee tantas dotes de pensador musical como de pianista”.

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“CANADÁ SE H A PORTADO CONMIGO A LAS MIL MARAVILLAS.”

Gould no deseaba limitarse a dar conciertos. Quería grabar y hacer programas para radio y televisión, aspiraba a escribir, componer y dirigir, y en sus primeros años de intérprete profesional trabajaría en todos estos ámbitos y se forjaría en su país la reputación de músico dotado de una amplitud de miras fuera de lo común. Sin embargo, el talento y la ambición sirven de poco cuando no se presentan opor­ tunidades, y él tuvo la suerte de hallarse en el lugar adecuado en el momento preciso. El comienzo de su carrera profesional coincidió con un período de gran agitación artística en Canadá, así como con el florecimiento de instituciones culturales en las que halló apoyo y de lugares en los que exhibir su trabajo, cada vez más variopinto. La prosperidad económ ica y el nuevo ímpetu de los sentimientos nacionalistas se combinaron para dar lugar a un optimismo genera­ lizado sobre el futuro de Canadá, entendida como nación indepen­ diente y dotada de un enorme potencial, no como colonia; no hay más que echar un vistazo al aluvión de libros publicados después de la guerra con títulos com o Canadá en marcha, Canadá mira hacia delante, Canadá crece, Canadá mañana, El futuro de Canadá, De colonia a nación... Estas eran unas condiciones fértiles para la cultura canadiense. Los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, hasta aproximadamente 1960, fueron una época em ocio­ nante para los artistas canadienses más jóvenes, deseosos de supe­ rar el provincianismo del pasado y encaminarse hacia un tipo de arte más personal y profesionalizado, que tuviera el inconfundible sello de lo canadiense sin por ello perder el contacto con los movimien­ tos internacionales. Se puso de manifiesto en una próspera corriente literaria y poética, tan sofisticada como audaz -en los cincuenta, en palabras de un poeta, Canadá se convirtió en un auténtico “nido de pájaros cantores”-, que suscitó además un elevado interés público, una atención comercial y académica sin precedentes. Se evidenció también en el crecimiento y las innovaciones de la industria cine­ matográfica canadiense, en sus películas, documentales y cintas de animación. Asimismo en la aceptación de avances radicales moder­ nos en el campo de las artes visuales -expresionismo, surrealismo, abstracción, “pintura automática”- por parte, por ejemplo, de los Plasticiens y los Automatistes de Montreal y, más tarde, en artistas no objetivos de Toronto como “Painters Eleven”. Y se hacía patente en la música, en cuyo ámbito las décadas de los cuarenta y los cincuenta se recuerdan hoy como el momento en 130

que se alcanzó la mayoría de edad. La generación de com posito­ res que entonces concluía su form ación académica estaba en p ro ­ ceso de absorción, con retraso pero con enorme entusiasmo, del lenguaje de la modernidad -im presionismo, expresionismo, n eo­ clasicismo, música dodecafónica y, más adelante, música serial, electrónica, aleatoria, etc.-, a pesar de la hostilidad por parte de colegas de más edad y del público, y trabajaba prolíficamente en géneros como la música orquestal, de cámara y de teclado que había sido relativamente rechazada con anterioridad. “En realidad, somos la primera generación de compositores canadienses” , escribió en 1950 Barbara Pentland, de treinta y ocho años, refiriéndose a la pri­ mera generación que había recibido la mayor parte de su formación sin abandonar Canadá y que empezaba a ganarse seriamente el reco­ nocimiento nacional e internacional. Podría haber incluido también a intérpretes com o Lois Marshall, Maureen F orrester y Gould. Muchos compositores e intérpretes, ciertamente, seguían yendo en aquella época a Europa o Estados Unidos para acabar su formación profesional y saciar sus ambiciones vanguardistas, pero a lo largo del período de posguerra una carrera musical clásica con base en Canadá constituía una opción cada vez más posible. El nuevo apoyo institucional desempeñó un papel crucial en el florecim iento de todo este talento. Cuando Gould era niño, ape­ nas existía el tipo de apoyo sostenido y coordinado que se daba por descontado después de la guerra, y el patrocinio del sector privado o empresarial no estaba generalizado ni era sistemático. La gue­ rra, sin embargo, en sí misma un m otivo que sirvió de inspiración a las artes, parte de ellas financiadas con fondos públicos, contri­ buyó a reforzar la idea de que la cultura desempeñaba un papel social que merecía el apoyo del Estado, y que suscitó el apoyo gene­ ralizado de una especie de N ew Deal para el arte y la cultura, que a su vez se tradujo en la aparición de instituciones culturales patro­ cinadas por el Estado, o incluso de algo semejante a un “ministe­ rio de cultura”. Tras una década de debate encarnizado y de presión vehemente sobre la política cultural, en 1949 se designó una Real Comisión para el Desarrollo Nacional de las Artes, las Letras y las Ciencias (la Comisión Massey), destinada a examinar las institu­ ciones culturales, educativas y científicas, y a proponer sugeren­ cias para su futuro. La com isión se convirtió en una especie de cruzada a favor del nacionalismo cultural. Su informe, entregado en mayo de 1951, documentaba el aumento de la actividad cultu­ ral a partir de la guerra, pero seguía advirtiendo sobre una “falta de sustrato” para el arte y los artistas canadienses, y asimismo puso 131

de relieve la im portancia de la organización financiada por el gobierno en un país vastísimo aunque escasamente poblado que se veía asediado por la “amenaza” de la cultura popular estadou­ nidense y el control económico de las artes por parte del país vecino, así com o de su propio legado colonialista. Tal y com o informaba un extracto de la Comisión: Ningún novelista, poeta, cuentista, historiador, biógrafo o escri­ tor de obras de carácter no técnico puede ganarse la vida, siquiera modestamente, vendiendo su obra en Canadá. Ningún compositor de música puede vivir de lo que Canadá le paga por sus composiciones. Al margen de los seriales radiofónicos, ningún autor teatral, y sola­ mente unos pocos actores y productores, pueden subsistir haciendo teatro en Canadá. Pocos pintores y escultores, fuera del ámbito del arte comercial y de la enseñanza, pueden vivir de las ventas de sus obras en Canadá.

La situación, no obstante, m ejoraba precisam ente porque los grupos de presión cultural de los años cuarenta estimularon un desarrollo extraordinario de las organizaciones culturales. Un núm ero sorprendente de las instituciones artísticas de verd a ­ dera importancia tuvo su origen en los años cuarenta y cincuenta, desde el Canadian Arts Council (1945) hasta el Canada Council (1957), este último verdadero eje de las recom endaciones de la Com isión Massey, o, ya en el ám bito de la música, desde el Canadian Music Council (1944) al Canadian Music Centre (1959). Otras organizaciones generaron nuevas oportunidades para intér­ pretes y compositores en aquellos años: la Asociación Canadiense de C om positores (1951), que organizó sus p rop ios conciertos durante quince años; el Ballet Nacional de Canadá (1951) y otras compañías de danza destacadas; la Orquesta Sinfónica de la c b c (1952); la Escuela de Ópera del Real C onservatorio (1946); la Compañía de Ópera de la c b c (1948); la Asociación del Festival de Ó pera de Toronto (1950), que después se con virtió en la Compañía de Ópera Canadiense. Hugh Le Caine em prendió una iniciativa innovadora en el campo de la música electrónica des­ pués de la guerra, en su propio estudio y más tarde para el Instituto Nacional de Investigación, y en 1959 se estableció en la Universidad de Toronto el prim er estudio de música electrónica de Canadá. En el ámbito académico, los compositores canadienses jóvenes, así com o muchos inmigrantes de la posguerra, empezaron a tomar posiciones de autoridad y a crear foros donde poner en común su 132

trabajo. El nivel de la form ación musical m ejoró en todos los estra­ tos, incluido el profesional. En 1952, en la Universidad de Toronto, la Facultad de Música y el Real Conservatorio se ampliaron y reor­ ganizaron, y entre las consecuencias de la reestructuración se cre­ aron programas de licenciatura y se introdujeron verdaderos cursos de com posición y m usicología. El Prim er Sim posio de Música Canadiense se celebró en Vancouver en 1950, y se organizó una C onferencia Internacional de C om positores en el Festival de Stratford de 1960. El “n egocio” de la música clásica experimentó una expansión considerable después de la guerra, en particular la vertiente editorial. Aparecieron publicaciones periódicas de peso, si bien es cierto que no duraron mucho: Canadian Review of Music and Art (1942-1948), y la más er\jundiosa Canadian Music Journal (1956-1962). Los primeros catálogos relevantes de compositores canadienses y sus obras aparecieron también en esa época, así com o estudios retrospectivos, com o la colección de 1955 Music in Canada, editada por Ernest MacMillan. La primera historia g lo ­ bal de la música canadiense se editó en 1960. Y fue precisamente en aquellos años cuando Glenn Gould pasó de fenómeno local a fenómeno de alcance internacional. De hecho, él protagonizó uno de los grandes éxitos ejemplares de la cultura canadiense de mediados del siglo xx, y aunque su talento le hubiera bastado para triunfar en cualquier lugar en cualquier momento, su carrera podría haber tomado otros derroteros, tal vez menos agra­ dables, si no hubiera contado con las oportunidades que su país le o freció durante sus inicios com o jo v en profesional; sobre todo, oportunidades en la radio y la televisión que contribuyeron mucho a la difusión de su talento.

“MI CARRERA NACIÓ EN UN ESTUDIO RADIOFÓNICO.” Canadá fue un país pionero en el ámbito de las emisiones radio­ fónicas y de otros medios electrónicos. La emisora de la empresa Marconi, la x w a de Montreal (después llamada c f c f ) , se convirtió en 1919 en la primera de toda Norteamérica (y tal vez del mundo) que puso en antena una programación regular; la primera emisora de radio de Toronto, la c f c a , em pezó a em itir en 1922 desde las oficinas del Daily Star. El interés por la radio vivió una auténtica escalada a lo largo de los años veinte, y las cadenas radiofónicas al principio aparecieron en form a de emisoras gestionadas por las 133

principales empresas ferroviarias canadienses, cuya programación incluía una buena dosis de música clásica. Sin embargo, al igual que ocurría con buena parte de la cultura canadiense de la época, la radio no tardó en quedar monopolizada por los intereses com er­ ciales estadounidenses. En muchos sectores se ejercía mucha pre­ sión contra el influjo de la cultura popular estadounidense en las ondas, y se luchaba en favor de un sistema canadiense más unifi­ cado y edificante, inspirado en la b b c británica, fundada en 1922. A resultas de ello, en 1932 se estableció la ambiciosa, aunque con­ trovertida, Com isión Canadiense de Radiodifusión, y en 1936, la Canadian Broadcasting C orporation (C orporación de Radio y Televisión Canadiense). Poco después, la c b c era ya de manera gene­ ralizada la m ejor apuesta cultural de Canadá. Claro que los canadienses ya tenían acceso a los programas musi­ cales británicos y estadounidenses y, según Jessie Greig, Gould escuchaba a la Filarmónica de Nueva York, a Toscanini y la Sinfónica de la n b c , la Metropolitan Opera u otras producciones norteameri­ canas, al igual que muchos canadienses. Sin embargo, también escu­ chaba siempre con avidez la c b c , y resulta difícil exagerar el papel vital de la c b c de los inicios en relación con los músicos canadien­ ses. Contribuyó enormemente a la apreciación de la música seria por parte del público y a la toma de conciencia de la música, los músicos y la vida musical canadienses. Gould extrajo buena parte de sus conocim ientos sobre la música procedente del resto del mundo de la c b c , que brindaba apoyo a iniciativas musicales con escasa demanda. La c b c devino una fuente fundamental de ingre­ sos, prom oción e inspiración artística para los músicos canadien­ ses. La cadena encargaba y estrenaba muchas obras nuevas de compositores canadienses, ofrecía un sinfín de oportunidades a los intérpretes del país e incluso sufragaba sus propias orquestas. Más de una carrera musical canadiense se salvó, literalmente, gracias a la c b c . Además, a través de su Servicio Internacional, estable­ cido en Montreal en 1945, exportó la música canadiense a otros paí­ ses, donde era prácticam ente desconocida. Los recursos, la programación y el espectro artístico de la empresa se ampliaron rápidamente a lo largo de los años treinta y durante la guerra, y des­ pués de ésta dieron un salto espectacular; entre 1944 y 1962 había dos únicas cadenas en inglés, Trans-Canada y Dominion, esta última reservada para contenidos más ligeros, además de una cadena radio­ fónica en lengua francesa, Radio Canadá. En 1948, la mitad de la música que emitía la c b c era clásica, buena parte de ella en directo y canadiense; una década después, el contenido canadiense ocu­ 134

paba aproximadamente el noventa y cinco por ciento de la p ro ­ gramación musical. Además, el departamento de música estaba con­ trolado en gran medida por creativos y no tanto por empresarios; G eoffrey Waddington, violinista y director de orquesta bien dis­ puesto hacia la música canadiense, se convirtió en asesor musical de las cadenas en lengua inglesa en 1947, y fue nombrado director musical en 1952. Gould hizo su debut en la c b c con dieciocho años, y en su artícu­ lo “Música y tecnología”, de 1974, recordaba el acontecimiento: Una mañana de domingo, en diciembre de 1950, entré sin prisas en un estudio de radio del tamaño de una sala de estar, me coloqué frente a un único micrófono perteneciente a la Canadian Broadcasting Corporation y procedí a ejecutar “en directo” -la grabación era ya una realidad en la industria discográñca, pero en aquella época las emi­ siones radiofónicas todavía cumplían con el síndrome de la sala de conciertos, ejecutar “de la primera a la última nota en directo y que sea lo que Dios quiera”- dos sonatas, una de Mozart [K. 281], una de Hindemith [núm. 3]. Era mi primera emisión en la cadena... memo­ rable, por cierto [...] aquél fue el primer momento en mi vida en que tuve una vaga impresión del rumbo que ésta tomaría, cuando me di cuenta de que todas las enseñanzas de mis colegas y mis mayores en relación con que aquella tecnología representaba una intrusión aco­ modaticia, deshumanizadora en el arte, eran una solemne tontería; fue ahí cuando empezó mi pasión por el micrófono.

En sentido estricto no fue éste el debut radiofónico de Gould, por cierto. La tarde del domingo 4 de diciembre de 1938, el “seño­ rito Glen Gold”, de seis años, había actuado en un teatro local que programaba la revista infantil Los niños de hoy, patrocinada por una compañía de juguetes y emitida por la c f r b . T o c ó varias p ie­ zas y le hicieron una prueba de adivinar las notas, que aprobó con lo que un periódico calificó de “todos los honores”. El 20 de marzo de 1945 apareció nuevamente en la c f r b , en un concierto de los ganadores del Festival de Kiwanis, p o r el cual recibió diez dóla­ res, y podem os suponer que hubo otros programas de radio loca­ les durante su infancia. Sin embargo, fue la c b c , más que sus actuaciones en concierto, la que más contribuyó a que se convir­ tiera en una figura nacional, y él mismo reconocía el enorme impacto de la cadena en su desarrollo musical a principios de los cincuenta. P or otra parte, a través de sus primeras experiencias en la c b c se convirtió en un ferviente defensor de los medios electrónicos antes incluso de haber dado un concierto fuera de Canadá, y llegó a con135

siderar que su verdadera carrera se hallaba en la radio y la televi­ sión ( y más tarde en el estudio de grabación). Contem plaba su agenda de conciertos como un complemento de su trabajo mediá­ tico, no a la inversa, y bajo esta luz no parece que su posterior rechazo de la actividad concertística sea tanto una aberración cuanto un hecho inevitable. De 1950 a 1955, Gould apareció en la radio de la c b c casi en treinta ocasiones, tanto en recitales de estudio, que todavía se emi­ tían en directo, com o en retransmisiones de actuaciones en con­ cierto con diversas orquestas, e interpretó su repertorio en ambas cadenas y a menudo en series de prestigio, com o Distinguished Artists y c b c Wednesday Night, un programa innovador que mez­ claba música, teatro, noticias, documentales, debates y mucho más. A l principio, el repertorio que interpretaba en aquellos programas era en gran medida idéntico a su repertorio concertístico, al cual añadía un poco de música de cámara; la cadena no ponía reparos a o frecerle una plataform a para difundir la música antigua y moderna. De hecho, las primeras interpretaciones públicas de algu­ nas de las piezas fundamentales de su rep ertorio - la fantasía Fitzwilliam de Sweelinck, la Partita núm. 5 de Bach, la Sonata de B erg- se emitieron por la radio, y ofreció el estreno en Canadá del Concierto para piano de Schönberg en las ondas, acompañado por la orquesta de la propia c b c . S u primera interpretación pública de las Variaciones Goldberg también tuvo lugar en un estudio de la c b c , el 21 de junio de 1954. La televisión llegó tarde a Canadá. La b b c estableció el primer servicio regular de televisión en 1936, y tuvieron que pasar más de quince años hasta que Canadá se puso al día: para un país inmenso, que abarca seis husos horarios, con poca densidad de población y dos lenguas oficiales, la televisión era un negocio caro y tecnoló­ gicamente complejo. Finalmente, la c b c realizó la primera retrans­ misión en Canadá, desde Montreal, el sábado 6 de septiembre de 1952. Le siguió dos días después la primera emisión desde el canal de Toronto, la c b l t : un programa en directo de tres horas de dura­ ción, en el que se combinaban discursos, noticias, música, teatro y muchos otros ingredientes, y en el que actuaban algunos de los m ejores intérpretes m usicales y actores teatrales de Canadá, incluido Gould, que brindó algunos momentos cómicos no desea­ dos. Después de interpretar una parte de un concierto de Beethoven acompañado de una orquesta, se quedó tan absorto entre bastido­ res contemplando la siguiente actuación, un sexteto de metales, que hizo tambalearse una falsa columna de mármol del decorado, 136

y no tuvo más rem edio que abrazarse a ella para impedir que se derrumbase, mientras los músicos del sexteto pasaban apuros para contener la risa. ( “De una falta de profesionalidad extrema”, gruñó el director de orquesta, G eoffrey Waddington.) La locura por la televisión que siguió en los años cincuenta no tuvo nada que envidiar a la locura por la radio de los años veinte y, al igual que en las ondas, la c b c demostró su entrega, su espíritu innovador y su generosidad financiera en lo tocante a la programa­ ción relacionada con la música Y también su ambición: en su segundo año de andadura, la televisión de la c b c ya emitía en toda su exten­ sión óperas, operetas, ballets, conciertos para orquesta o para grupo instrumental y recitales de solista, incluidas obras modernas (a veces estrenos televisivos norteamericanos o mundiales) y clásicas, junto con documentales sobre música, espectáculos musicales infantiles o divulgativos, etc. A partir de los veinte años, Gould apareció en televisión en diversas series de la c b c -Chrysler Festival, Folio, Ford Startime, Gh'aphic, Scope- y, en varias ocasiones, en la serie de Radio Canadá titulada L ’Heure du concert. Ya contaba con la colaboración de productores innovadores, aunque pasaría casi una década antes de que empezara a experimentar con formatos televisivos distintos al concierto filmado convencional. El primer documento visual de una actuación de Gould data del 16 de diciembre de 1954, su segunda aparición en la temporada inaugural de L ’H eure du concert: ofre­ ció una elegante interpretación del primer movimiento del primer concierto para piano de Beethoven, con la Sinfónica de la c b c , en el que propuso una nueva cadenza de su propia cosecha. Había com ­ puesto cadenzas para el primero y el último movimiento, y las tocó por primera vez dos días antes con la Sinfónica de Montreal. Ambas cadenzas tienen un aire marcadamente anacrónico: la primera, escri­ bió Gould, es “una fuga bastante regeriana”, basada en los temas del primer movimiento; la segunda, una “rapsodia” de un estilo suma­ mente cromático. Ambas, según él, iban destinadas a subvertir “el propósito original de la escritura de cadenzas como exhibición de virtuosismo”. Sin embargo, las cadenzas son tan extravagantes que llaman mucho más la atención que las del propio Beethoven o cual­ quier otro ejemplo más convencional.

“SIEMPRE HE SIDO UN AFICIONADO A LOS DISCOS.” A l igual que muchos niños, Gould y Robert Fulford crearon un sistem a de com unicación con latas y cordel que conectaba sus 137

respectivas casas. Más adelante, cuando tenían unos doce años, recuerda Fulford, Gould organizó un equipo más sofisticado, con micrófonos y pequeños alta­ voces, de manera que podíamos realizar emisiones de radio de mi casa a la suya y viceversa. El equipo funcionaba a las mil maravillas, pero nuestro problema era el contenido. Una vez que él dio un breve con­ cierto y mi hermano Wayne y yo hicimos un noticiario, nos costó mucho decidir en qué consistiría nuestra siguiente emisión.

Además, desde muy temprana edad, Gould se sentía a gusto rodeado de la tecnología mediática más profesional, y así desarro­ lló una verdadera tecnofilia: a su padre le gustaban los aparatos mecánicos. El 15 de junio de 1922, el North Ontario Times de Uxbridge informaba: El pasado jueves, el señor Bert Gold logró ponerse en comunica­ ción con el Star Radio Concert [de Toronto] a las siete de la tarde. Ésta es la primera vez que ha podido escucharse esa radio en la ciudad, y el hecho de que haya llegado ese nuevo espectáculo hasta nosotros se debe a los denodados esfuerzos del señor Gold.

Durante una época, Bert instaló aparatos de radio y altavoces de fonógrafo para la Gold Medal Radio & Phonograph Company a comienzos de los años veinte, y filmaba en ocho milímetros secuen­ cias de la fam ilia en la casa de campo ya en el verano de 1948. La revolución de la cinta magnética se introdujo en el mundo de la radio y la grabación a finales de los cuarenta, y los Gould estu­ vieron entre los primeros habitantes de Toronto que adquirieron una grabadora de uso doméstico a pesar de su elevado coste; los recuerdos de amigos y las grabaciones que se conservan hacen supo­ ner que Glenn ya utilizaba uno de estos aparatos en 1947 o 1948. Reconoció de inmediato el valor de la grabación, no solamente para conservar su repertorio e interpretaciones para la posteridad, sino com o medio de análisis de su propio estilo pianístico. Para él, gra­ bar devino una técnica de ensayo. También documentó algunas de sus composiciones, alguna im provisación ocasional; realizó gra­ baciones con Guerrero, incluidos conciertos a dos pianos; regis­ tró algunos de sus prim eros conciertos e interpretaciones y composiciones de algunos de sus amigos. Entre estas grabaciones privadas se encuentran piezas de las cuales no se conserva ninguna otra interpretación ejectuada por Gould: el concierto K. 488 de Mozart, estudios e impromptus de Chopin, obras breves de Scarlatti, 138

Mendelssohn, Debussy y otros. En algunas aparecen las presenta­ ciones habladas de Gould. El Pasacalle de Couperin-Guerrero, gra­ bado cuando Gould tenía unos quince años, va precedido por un pequeño discurso cómicamente pomposo que dice mucho acerca de su actitud hacia la interpretación romántica con el piano en aque­ lla época, y también hacia su profesor: Glenn Gould: Me gustaría grabar ahora el Pasacalle en si m en or de Couperin. Verán... Son muchas las personas que, cuando oyen que alguien va a tocar una obra de esta época y de este tipo, dirán: “Mira, hijo mío, lo primero que hay que hacer es tocarla con sordina, y por supuesto sin pedales”. Pues verán... Eso entraña dos errores. Porque debemos tener presente que no estamos tratando de sacrifi­ car en el piano aquello de lo que el clavicordio carecía, sino crear el efecto impresionista de lo que sí poseía el clavicordio. Trataré de hacerlo a continuación para ustedes. Aquí está el Pasacalle en si m en or de Couperin. Voz masculina de fondo (¿Bert Gould?): Con los arreglos de... Glenn Gould: Con los arreglos del señor Alberto Guerrero.

Tan pronto empezó a trabajar para la c b c , adquirió en las com ­ pañías locales discos de acetato de sus grabaciones. Algunos de ellos, todavía entre sus pertenencias cuando murió, conservan las únicas grabaciones conocidas de ciertas interpretaciones. Gould em pezó a realizar grabaciones com erciales tan pronto se le presentó la oportunidad, las primeras para la c b c . El Servicio Internacional de la cadena puso en marcha un Servicio de Grabación en 1947, y en tiem pos de Gould ya había registrado grabaciones de jóvenes músicos canadienses de la talla de Lois Marshall y Oscar Peterson en discos de alta calidad, editados en pequeñas cantida­ des, destinadas al uso interno de la c b c y a la distribución por parte de las embajadas canadienses del extranjero y emisoras de otros países. Gould llevó a cabo tres grabaciones para el Servicio Internacional, la primera en 1954, donde ejecutó una lectura vibrante y del todo madura de la Partita núm. 5 de Bach, junto con la Fantasía en re de Morawetz. A pesar de que en Canadá se habían producido discos al menos desde 1900, solamente muy contadas compañías discográficas realizaban grabaciones clásicas cuando Gould era adolescente: Quality Records y Beaver, por ejemplo, ambas fun­ dadas en 1950, y Hallmark Recordings, que presumía de ser “la única discográfica canadiense que producía y grababa sus propios elepés de calidad superior”. En noviembre de 1952, Keith MacMillan, hijo de Ernest MacMillan y productor de programas musicales para la 139

radio de la c b c , se asoció con cuatro amigos para fundar Hallmark y establecer nn estudio y un laboratorio en el centro de Toronto. La compañía quebró en 1959, pero en el ínterin amasó un catálogo reducido, aunque audaz, que incluía a intérpretes y compositores canadienses que acometían un repertorio en ocasiones poco con­ vencional, y contó incluso con cierta distribución en el extranjero a través de Decca. Emest MacMillan ya había puesto a Keith sobre la pista de Gould, de manera que Keith se mostró receptivo cuando Albert Pratz, que durante aquel verano había tocado con Gould en Stratford, en otoño de 1953 se puso en contacto con Hallmark para proponerle una gra­ bación a dúo con él.10El 3 de noviembre, con veintiún años, Gould llevó a cabo su primera grabación comercial, una interpretación m agnífica de la Sonata de Berg en la Iglesia Unida de Bloor Street, en el centro de Toronto; aquella misma semana, él y Pratz grabaron transcripciones de piezas ligeras de Prokofiev, Shostakovich y Taneyev. “N o le entusiasmaba mucho grabar las piezas rusas -recor­ daba Pratz poco después de la muerte de Gould-, pero se mostró muy cortés al respecto, e incluso al hacerlo parecía disfrutar. Por lo demás, realizó un trabajo maravilloso.” Cuando se lanzó el álbum, John Beckw ith escribió que aquellas piezas rusas eran “la única música barata con la que [Gould] jamás se ha relacionado profe­ sionalmente”, y él mismo en 1958 envió el álbum a un amigo con la advertencia: “ ¡Por favor, recuerda tu prom esa de no escuchar nunca la cara B !”. El álbum de Hallmark le reportó a Gould menos de ciento cin­ cuenta dólares en 1953, si bien le supuso la primera oportunidad de publicar sus escritos, en form a de notas de cubierta acerca de la Sonata de Berg. Incluso en la escuela había demostrado, si no un gran talento como escritor, cuando menos ambición literaria y deseos de expresarse. Jessie Greig recordaba que solía escribir pequeñas obras de teatro para representarlas en familia y entre los amigos ( “él siempre era el protagonista, la estrella”). Sus primeros textos pro­ fesionales adoptaron la form a de encendidas defensas de la escuela de Schönberg -las notas sobre Berg, las conferencias y las notas al programa acerca de Schönberg y Webern, de comienzos de los cin­ cuenta-, aunque se diversificó y abordó a Bach en noviem bre de 1955 con un ensayo programático sobre las Variaciones Goldberg para presentar el programa de un concierto en Montreal. Su pri­ mer artículo publicado, una amplia panorámica de la situación del estilo dodecafónico en el momento, con especial énfasis en Boulez y su generación, apareció en otoño de 1956 en el número inaugural 140

del Canadian Music Journal, en sí mismo una evidencia de su posicionam iento de entonces en el ámbito de la música canadiense. Fundamentado, provocativo y profundamente personal, el artículo fue un presagio de sucesos futuros, como lo fue (por desgracia) su título, “El dilema del dodecacofonista”, que no pasa de ser un juego de palabras poco convincente. En sus mejores momentos, los pri­ meros escritos de Gould eran interesantes y frescos, así como sesu­ dos, pero a menudo resultaban torpes, pretenciosos y ampulosos (o, dicho más cortésmente, barrocos); com etió el error del joven prodigio de confundir la pomposidad con la sofisticación, y el hilo de sus ideas a menudo era difícil de seguir, sobre todo cuando impli­ caba un análisis musical intrincado. Con todo y con eso, aquellos primeros textos anunciaban la aparición de un intérprete reflexivo que podía convertirse en algo más que un m ero pianista.

“DECIDÍ QUE HABÍA LLEGADO EL MOMENTO DE USAR MIS PROPIAS RAQUETAS PARA LA NIEVE.” The Beach, escribió Robert Fulford, era el mejor lugar del mundo para pasar la niñez, y el peor lugar del mundo para pasar la adolescencia. Para un niño, The Beach era una suntuosidad de césped y arena y agua, de “cojines” de hockey (como entonces los llamábamos), canchas de tenis y campos de softball. Para un adolescente, la vida de la clase privilegiada blanca, anglosajona y protestante era un mundo estanco, completamente anodino, un pequeño reducto de camarillas suspicaces y estrechas de miras, en el que todos nos esforzábamos por evitar conocemos tanto a nosotros mismos como a nuestros vecinos. Un chico de The Beach quedaba paralizado emocionalmente a los dieciséis años o menos, obligado a adoptar un código de camaradería atlética que no admitía la existen­ cia de ambigüedades sentimentales, espirituales o intelectuales.

Sin embargo, aun cuando se estaba convirtiendo en un artista maduro y alejado de las convenciones, Gould seguía viviendo en su ciudad natal, con sus padres, y no mostraba ningún deseo de mar­ charse de allí. (Ray Dudley recuerda el regocijo de los muchachos de su edad cuando Gould, con unos diecinueve años, apareció en una fiesta en un coche que conducía su madre.) Había superado a sus padres tanto en el sentido artístico como intelectual, y en oca­ siones las limitaciones de ambos le despertaban sarcasmo o rabia. A partir de ese momento, su verdadera vida se iba a desarrollar en 141

su cabeza, en su música, a la cual sus padres ya no disponían de verdadero acceso; era independiente en los asuntos que de veras importaban, y no tenía necesidad de abandonar el nido para demos­ trarlo. N o obstante, mantuvo una relación estrecha con sus padres, y no puede decirse que el ambiente familiar fuera malo. Sus padres siguieron brindándole apoyo económico y emocional, y a él le con­ tentaba dejar que su madre se ocupase de sus necesidades coti­ dianas (en este sentido, nunca sería independiente). En ciertos aspectos, sin embargo, hacía valer su independencia. D ejó de ir a la iglesia en tom o a los dieciocho años, lo cual sin duda debió decep­ cionar a sus devotos padres, y cada vez se mostraba más displicente acerca de sus estudios, como lo demuestran las notas de sus últi­ mos años escolares. Sus padres insistían en que acabara la secun­ daria, pero al cabo de varias discusiones acerca de la universidad optó por lo contrario. En 1952, con diecinueve años, puso fin a sus clases con Alberto Guerrero, y Jessie Greig recuerda las lágrimas de rabia y frustra­ ción en los ojos de Gould cuando sus padres se opusieron. Tenía la sensación de que había superado a su maestro, y el propio Guerrero admitió en una ocasión ante Sylvia Hunter que ya no tenía más enseñanzas que ofrecerle a Gould. En tanto que la idea de que Gould y Guerrero no hacían más que discutir es pura leyenda, es cierto que al final de su adolescencia las ideas de Gould sobre reper­ torio, interpretación, estilo pianístico y muchos otros aspectos diver­ gían cada vez más de las que defendía Guerrero, de lo cual surgieron inevitables conflictos artísticos. A Guerrero lo consternaban algu­ nas ideas de Gould, así como las travesuras en escena que cada vez cobraban mayor peso en sus actuaciones; rehusó asistir al recital triunfal que Gould dio en el Massey Hall en abril de 1956 porque ya no podía soportar verlo sobre un escenario. Sin embargo, Gould mantuvo la cordialidad con Guerrero hasta su muerte en 1959, y sus respectivas familias siguieron compartiendo vida social. De vez en cuando, Gould todavía le pedía consejo acerca de su carrera, sus ideas e interpretaciones (¿acaso buscaba también su aprobación?), incluso después de haber alcanzado celebridad internacional. “Nunca jamás hubo una señal de ruptura entre ellos”, insiste Ray Dudley, a pesar de que los rumores en ese sentido circulaban ya en esa época. N o obstante, tal com o escribió Gould al fotógrafo Yousuf Karsh en 1958, “sentí que en cierto momento estaba provisto de todo salvo del tipo de solidaridad del ego que es, a fin de cuen­ tas, el único elemento de veras importante del bagaje de un artista”. Cuando hubo desarrollado “una confianza en mí mismo en canti­ 142

dades insoportables”, como estimaba necesario para llevar a cabo su tarea, decidió proseguir su form ación por su cuenta. A pesar de que los artículos que le dedicaba la prensa hablaban de él com o “un muchacho sano y fe liz ”, así com o dotado de un talento prodigioso, el Gould del final de la adolescencia era ya un personaje excéntrico, sobre todo según el criterio de sus padres. Estaba claro que nunca iba a sentarse erguido, a vestir como era debido, a comer bien o a guardarse para sí sus estrafalarias y escan­ dalosas opiniones. Su hipocondría, su exceso de ropa, sus procli­ vidades a la nocturnidad... todos eran rasgos evidentes. “En aquellos tiempos -reconoció en una ocasión- era todo un personaje.” Cada vez se sentía más incómodo con la vida social que se considera nor­ mal. Detestaba las fiestas, sobre todo cuando se trataba de reu­ niones de músicos, y sólo en raras ocasiones asistía a alguna. Cuando lo hacía, debido tal vez a su personalidad puritana -n o soportaba que la gente fumase, bebiese, dijera tacos o ni siquiera flirtease-, tendía a coartar a quienes estaban a su alrededor. Si bien era serio, y en cierto modo parecía mucho mayor que los chicos de su edad, también era divertido, siempre educado y por lo general agradable, y escucharle era interesante e instructivo incluso en las ocasiones en que defendía planteamientos poco convencionales, de manera que nunca faltaba gente que quisiera estar con él. Sin embargo, se resistía a trabar amistades íntimas. “A los trece años es ya un sol­ tero empedernido”, aseguraba Fulford en el 9-D Bugle, y no existe ni una mínima prueba que permita sugerir que manifestara un inte­ rés activo por el sexo, precisamente en la época en que los chicos se muestran más curiosos al respecto. Cuando en Calgary un repor­ tero le preguntó a Florence si a su hijo de diecinueve años le “inte­ resaban las chicas”, ella respondió con una sonrisa: “No, todavía no dispone de tiempo que dedicarles, y me alegro de que así sea por el m om ento”. (Sin embargo, tenía amigas.) Ya se había conven­ cido de que la soledad era imprescindible desde un punto de vista creativo. “No soy antisocial -com entó al periodista fotográfico Jock Carroll en 1956-, pero si un artista desea emplear su mente en el trabajo creativo, la autodisciplina, en form a de aislamiento de la sociedad, termina por ser muy necesaria.” Hallaba esa soledad en la casa de campo de la familia, donde dis­ ponía de libertad para llevar una vida apacible, contemplativa. No sentía deseos de abandonar completamente el hogar paterno, pero sus intereses y su agenda cada vez estaban más reñidos con los de Bert y Florence y, si bien disponía de su propio estudio en la parte trasera de la casa, se estaba convirtiendo en una carga para sus abne­ 143

gados padres. Pasaba toda la noche en vela, a veces acompañado, riendo y hablando, tocando el piano o poniendo el equipo de música a todo volumen sin tener en consideración el descanso de los demás. Finalmente, después de dejar la escuela y las clases de piano, se retiró a la casa de campo de manera más o menos permanente. Dudley recuerda que Gould volvía a la casa de Toronto cuando sus padres querían usar la casa de campo, y luego regresaba cuando ellos volvían, aunque seguía viéndose con ellos, y todavía había con­ ciertos, programas y otras actividades que lo sacaban de su retiro de vez en cuando. A l final de su adolescencia se iba convirtiendo en un insomne incurable: perm anecía levantado toda la noche leyendo, practicando o escuchando música, se acostaba a las cua­ tro o las cinco de la mañana y tal vez también a esa hora le resul­ taba difícil dormir; luego se levantaba a mediodía. Una vecina, Doris Milligan, cuyo dormitorio daba a la casa de campo de los Gould, ate­ soraba el grato recuerdo de quedarse dormida con el sonido del piano de Glenn colándose por su ventana abierta. Gould se sentía a gusto en la casa de campo y en los pueblos de los alrededores, alejado de las presiones del estrellato, que ya empezaba a acusar antes incluso de viajar fuera de Canadá, y se sentía arropado física, emocional y creativamente por el estrecho contacto con la naturaleza. Durante años, entre las giras de con­ ciertos y las sesiones de grabación, pasaría el mayor tiempo posi­ ble en la casa de campo, que a todos los efectos sus padres le cedieron. Se convirtió en su santuario. Aparte de sus padres, algún que otro lugareño, el cartero y unos pocos amigos, apenas veía a nadie a excepción de su perro, con el que daba largos paseos y se aventuraba por el lago en sus lanchas motoras, el Arnold, S. y el Alban B. Apreciaba el talante sencillo de la gente del campo, a la que trataba sin condescendencia y con la cual, en sus paseos o sus incursiones en la localidad, conversaba con auténtico interés acerca de cualquier asunto al margen de la música clásica: películas, libros, sucesos de política internacional, naturaleza, noticias locales. Le habló a un reportero sobre la señora Isabel Doolittle, “una gran­ jera que me visita cada día y me cuenta los chismes y me explica que el perro de fulano se ha comido la gallina de mengano”; Charles Amsden, prop ietario del Grill Champlain de Orillia, recordaba que Gould pasaba por allí a menudo nada más que a tomar un café y charlar un poco. Era abierto, cordial e incluso brom eaba con los lugareños; su compañía parecía ejercer en él un efecto tran­ quilizador. Los que veían cierto esnobismo en su soledad, explicó a Jock Carroll, 144

perdieron un poco esa impresión después de que me sentara con el pífano y la banda de percusión locales, tocara el autoarpa e hiciera para ellos algunos arreglos musicales. Más adelante grabamos juntos algunas piezas. Me temo que mi profesor de música, Alberto Guerrero, se horrorizó un poco cuando entró en una de esas sesiones de graba­ ción y me oyó tocando con furia un romance algo subido de tono, “The Hired Man’s Saturday Night”.

Disfrutaba de la compañía de los niños -a sí fue toda la vid a - y permitía que lo acompañaran en sus paseos o en sus experimen­ tos con la grabadora portátil. Todo el mundo en los aledaños cono­ cía su éxito musical y advertía que era “distinto”, pero rehusaba prestarle una atención desmedida; lo trataban como a un amigo, o cuando menos como a un vecino agradable, antes que como a un gran artista. Bill Seto, que regentaba un restaurante chino en Orillia, Los Jardines de Shangri-La, reprendió a Gould en una ocasión por cancelar un concierto. Gould dijo que se había sentido indispuesto en el tren, de manera que decidió cancelarlo y volver a casa, pero Seto creía que la integridad de Gould estaba en ju ego -había pro­ m etido tocar, había dado su palabra- y Gould aceptó la reprimenda con gentileza. Esto da cierta idea de cuánto distaba de comportarse como un divo. Gould no se ocupaba de las tareas domésticas. Toda su vida vivió y trabajó satisfecho en espacios atestados, caóticos. Én la casa de campo, su madre abastecía la nevera; de lo contrario, apenas había comida, a excepción de té. En aquella época parecía demacrado, larguirucho y desgarbado, y ya había adquirido su sempiterno hábito de mordisquear y sorber algún que otro alimento, pero comer sola­ mente cuando estaba hambriento de veras, y sólo a regañadien­ tes. La señora D oolittle a veces le hacía la comida y la limpieza, aunque la mayoría de las veces iba en coche a Orillia. Durante casi veinte años, hasta finales de los sesenta, Bill Seto sirvió a Gould en Los Jardines de Shangri-La. “Llegaba al ‘Shang’ a las cinco, tres o cuatro veces por semana, con el Toronto Star doblado bajo el brazo -recordaba Seto-, Siempre le daba una mesa al fondo de la sala, donde no lo molestaran otros comensales y donde, una vez que acababa de comer, podía relajarse y ver la televisión. Se que­ daba allí hasta las diez y media o algo así, y no era difícil adivinar si tenía ganas de charla o no. ” Seto almacenaba agua mineral Poland embotellada para Gould, que no soportaba el agua de grifo, y ponía los discos de Gould (incluso el de Krenek) en la máquina de dis­ cos como muestra de respeto, si bien los quitaba cuando Gould se

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marchaba. A Gould le disgustaba la comida china, o cualquier cosa elaborada y extravagante. “Era un hombre de filete con patatas”, recordaba Seto, aunque lo cierto es que tan sólo aparentaba ser comilón: lo que Seto veía era la única comida propiamente dicha que Gould ingería en todo el día. Entre 1952 y comienzos de 1955 aproximadamente, Gould no es exactamente que se ocultara: más bien pasaba todo el tiempo que podía solo en la casa de campo, donde estudiaba partituras, prac­ ticaba en su maltratado piano vertical, escuchaba discos y experi­ mentaba con su equipo de grabación. “El m ejor profesor de todos es la grabadora - le dijo a un am igo-. Sin ella estaría perdido.” (A ngela Addison recuerda haber visto cables tendidos peligrosa­ mente por toda la casa.) Estaba rodeado de montones de libros. “Leo a destajo”, decía, y al parecer una de las tareas que él mismo se había propuesto llevar a cabo en sus estancias en la casa de campo era cultivarse en aque­ llos asuntos que le interesaban al margen de la música: literatura, poesía, teatro, historia, filosofía, teología, estética. Leía clásicos de todas las materias, desde Platón hasta Thoreau, con particular afi­ ción por los rusos: Tolstói y Dostoïevski en especial, pero también Gógol, Goncharov, Turgéniev. Era muy leído en literatura moderna. Entre sus favoritos confesos se contaban T. S. Eliot, Christopher Fry y Franz Kafka, si bien también dedicaba tiempo a Borges, Camus, Capek, Gide, Hesse, Ionesco, Joyce, Malraux, Mishima, Santayana, Soseki, Strindberg y muchos otros. Su am igo Ben Sonnenberg, remontándose a sus recuerdos de 1959, dio una lista más razonada de los autores que Gould prefería por entonces: W. H. Hudson, R. B. Cunninghame-Graham y John Cowper Powys. Y a la cabeza de todos estaba Thomas Mann,11en especial Los Buddenbrook, La mon­ taña mágica, Doctor Fausto y un relato de su primera época “Tonio Kroger”, que leyó en tom o a los dieciocho años y con cuyo prota­ gonista, que da título a la historia -un joven esteta apasionado y exci­ table al que se describe diciendo que es “raro y distinto”- se identificó a lo largo de toda la vida. Del mismo m odo que su repertorio no incluía entretenimientos insustanciales y en sus giras de concier­ tos no tenían cabida los éxitos populares, entre las lecturas de Gould no se contaban las novelas de misterio o las de aventuras. Le gus­ taban los libros con un mensaje sólido, obras que versaran sobre ideas éticas, teológicas o estéticas de peso, o bien que propugna­ ran una filosofía de vida que le atrajera intelectualmente. En cam­ bio, estaba en contra de aquellos libros en los cuales las ideas se sacrificaban en aras de la estética o la distancia irónica. Entre los 146

rusos, por ejemplo, no le gustaban C héjov o el deslumbrante Nabokov, a quien consideraba inmoral. Leyó un poco a Truman Capote por recomendación de amigos, pero tan sólo su técnica le pareció admirable, no su ética. Las obras de Henry Miller le pare­ cían “pesadas”, las de Jack Kerouac, “flojas” . El mismo Romanticismo alemán que había nutrido la estética de Wagner, Strauss, la escuela de Schönberg y el resto de la música que Gould amaba, también nutría buena parte de la literatura y la filosofía que leía -a Mann, por ejemplo, de cuyas ideas acerca de la relación del artista con la sociedad solía apropiarse-, y su en fo­ que idealista, moralista, debía mucho a sus lecturas en esta tradi­ ción. Adoraba al parecer tod o lo que tuviera un claro sabor germánico y, a pesar de que nunca aprendió más que unas pocas palabras del idioma, no podía resistirse a impostar el acento siem­ pre que hablaba acerca de un asunto relacionado con Alemania. “El año en que descubrió A sí habló Zaratustra, de Nietzsche -es cri­ bió Fulford-, marcaba tanto el acento que su inglés era casi im pe­ netrable.” Cabe imaginar la atracción que pudo suscitar el individualismo nietzscheano en un artista joven y tenaz que vivía en una ciudad donde se veneraba la tradición, pero parece que tam­ bién Schopenhauer causó en él una honda impresión. John Beckwith recuerda que Gould, a comienzos de los cincuenta, habló (hay que reconocer que en términos muy vagos) de escribir una ópera que de algún m odo se basara en Schopenhauer. Era Schopenhauer, por ejemplo, quien defendía el desapego de los asuntos mundanos y los valores convencionales, así como la sublimación de los ins­ tintos más bajos en favor de una vida dedicada al arte, y quien insis­ tía en que la trascendencia del arte se hallaba fuera del mundo empírico, en una esfera inmaterial distinta. “El compositor -escri­ b ió - revela la naturaleza más recóndita del mundo, y expresa la sabiduría más profunda, en un lenguaje que su capacidad de racio­ cinio no alcanza a comprender.” Probablem ente Gould no com ­ partiera la visión trágica de la vida, el pesimismo y la misantropía de Schopenhauer, pero sin duda comulgaba con el carácter idea­ lista de la estética que proponía el filósofo -Schopenhauer ha ejer­ cido siempre una atracción especial sobre los artistas-, y compartía su visión del poder redentor del arte, del arte como consuelo por un mundo imperfecto. Su concepción romántica del “éxtasis”, de hecho, mantiene sospechosas resonancias de la unión con la esfera inmaterial por la que apostaba Schopenhauer. A esto, por encima de todo, se dedicó Gould en la casa de campo en los años que siguieron a su marcha del estudio de Guerrero: a 147

pensar, lisa y llanamente, acerca de diversas cuestiones teóricas y prácticas, acerca de moral y estética, acerca de música e interpre­ tación, acerca del piano y el m étodo de interpretación, acerca del rumbo futuro de su carrera y su relación adulta con el mundo de la música. Durante estos años de retiro, Gould no atravesó por una crisis; pacientemente preparaba y asentaba los cimientos para emprender una carrera profesional madura. “Solamente se dedi­ caba a ensayar y a prepararse”, decía Bert. Se estaba convirtiendo en Glenn Gould.

“SIEMPRE ME HE CONSIDERADO U N COMPOSITOR.” Cuando no era más que un adolescente, Gould había decidido ya que su objetivo último era componer; no limitarse a escribir algo de música com o actividad complementaria de una carrera de con­ certista, sino ser realmente un compositor, en el sentido más pleno de la palabra. Consideraba su vertiente de concertista y artista discográfico un m edio que le proporcionaba el dinero y la reputa­ ción necesarios para dedicarse a la composición, y atesoraba la idea de abandonar totalmente la interpretación para poder dedicarse a componer de lleno. Su producción musical constante durante sus últimos años de adolescencia hace suponer que pensaba que la com­ posición era algo más que mero pasatiempo, aun cuando ninguna de esas obras diera a entender que poseyera un talento excepcio­ nal para ello. Después de la catarata de piezas dodecafónicas de principios de los cincuenta -más tarde renegaría de todas ellas-, no com puso nada hasta que se adaptó a su retiro campestre, m om ento en el cual tom ó la determinación de asentarse sólida­ mente en su faceta de compositor ya de una vez para siempre. Así pues, entre abril de 1953 y octubre de 1955 dedicó una parte impor­ tante de su tiempo a componer un cuarteto para cuerdas en fa menor. A bordó el proyecto con enorme entusiasmo, a menudo aban­ donando el piano durante largos períodos, aunque su falta de expe­ riencia com o com positor se hacía evidente. Realizaba progresos lentos, a menudo apenas unos compases por día, com o corroboran sus apuntes fechados. Ser pianista, incluso un gran pianista, no con­ vierte a nadie automáticamente en compositor, así com o tampoco ser camarero lo hace a uno chef de cocina. Gould poseía un talento manifiesto y el temperamento adecuado para ser compositor, pero carecía de formación. No se ceñía a la verdad cuando afirmó en una entrevista que había estudiado composición en el Conservatorio de 148

Una p á gin a del Cuarteto p a ra (ruerdas, obra de Gould, en la edición de 1999 de la editorial Schott, casa alemana especializada en música. Este extracto, de una fu g a independiente en s i m en or de la p rim e ra m ita d del cuarteto, m uestra la escritu ra am pulosa y enm arañada que es ca ra cterística del estilo de Gould, pe)'o tam bién su talento al desarrollar ideas en el contra­ punto. E n los compases 247-249, uno de los p rin cip a les temas del cu a r­ teto se in ic ia en stretto (viola, después violoncelo, después p r im e )'v io lín ) y, empezando en el compás 254, una variante de este tema ( segundo v io ­ lín ) acompaña el tema p rin c ip a l de la fu g a (p rim er· v io lín ). Ambos temas, además, in corp ora n el m otivo o 'o m á tico de cuatro notas sobre el que se basa el cuarteto en su totalidad; p o r ejemplo, véanse las prim era s notas del tema de la fu g a (do sostenido, re, sol sostenido, la ), en los compases 254-255. (G len n Gould, Cuarteto p a ra cuerdas © 1999 Schott Musik International. Todos los derechos reservados. Utilizado con el consentimiento de European American Music Distributors l l c , agente exclusivo en Estados Unidos y Canadá de Schott Musik Internacional.)

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Toronto: en su época, “estudiar com posición” allí significaba, en el m ejor de los casos, aprender unas nociones elementales, tan sólo parte de una clase de teoría musical. Y era demasiado orgulloso para solicitar ayuda a quienes estaban más y m ejor cualificados que él. Mientras componía, a menudo hablaba a amigos del mundo de la música acerca de su obra y les tocaba extractos, pero en reali­ dad no buscaba su consejo, sino solamente su aprobación; el con­ sejo que buscaba era, a efectos prácticos, lo más parecido a un aplauso. Lo menos que puede decirse es que el resultado final fue una pieza curiosa. Sorprendió a los colegas que conocían a Gould y que lo tenían por uno de los defensores más fervientes de la escuela de Schönberg que había en todo Canadá. John W einzw eig había compuesto un cuarteto dodecafónico en Toronto ya en 1946, y la m ayoría esperaba lo m ism o de Gould. Sin embargo, se trata de música decididamente tonal, romántica sin reservas. Sus armonías fastuosas, escurridizas, y algunos de sus temas espaciados y sus estrategias de desarrollo, recuerdan a Richard Strauss, y no había un compositor menos en boga a comienzos de los años cincuenta. Gould admitía con franqueza la influencia de Strauss, pero en varias fuentes reconocía también otros m odelos del Romanticismo tar­ dío: Wagner, Mahler, Reger, Franck y el Quinteto para cuerdas en fa mayor de Bruckner, del que había tenido conocim iento no hacía mucho. ( “Es lo más maravilloso que compuso; en m i opinión, la única pieza en la que no puedes tener las tubas atronando en cada clím ax.”) Sin embargo, el Romanticismo tardío es solamente una de las muchas facetas de esta pieza, que se inspira en tres siglos de estilos musicales. Todo lo que interesaba al joven Gould está presente: la armonía tardorromántica; las formas de la sonata clá­ sica y romántica; la fuga y otros registros de contrapunto que van del Renacimiento hasta el siglo xx; y, con frecuencia, el estilo casi atonal de obras de principios del siglo xx com o la sonata de Berg y los cuartetos opp. 7 y 10 de Schönberg (m odelos reconocidos por el propio Gould). “Siempre he tenido debilidad por los personajes fin de siècle -confesó Gould en la radio de la c b c en 1967-, por artistas que se quedan anclados en el final de una era y se las arreglan para conci­ liar en su obra dos tendencias opuestas.” Se consideraba un equi­ valente de esos personajes, y el objetivo principal y manifiesto del cuarteto estriba en aunar el capricho de la armonía tardorromán­ tica con las técnicas constructivas y unificadoras de la escuela dode­ cafónica. Adm itió que la obra era una especie de ejercicio en el que 150

deseaba escoger un m otivo único, sencillo y creciente de cuatro notas (do, re bemol, sol, la bem ol)12y convertirlo en la idea que gene­ rase todas las melodías, armonías y procedimientos formales de la pieza. (Este tipo de economía temática, que Schönberg denominó “variación evolutiva”, era muy preciada por los compositores de su escuela.) El cuarteto se presenta como un movimiento único e inin­ terrumpido de poco más de ochocientos compases, que requieren unos treinta y cinco minutos de ejecución. Se adapta (libremente) a las consabidas divisiones estructurales de la sonata -exposición, desarrollo, recapitulación-, a pesar de que una coda de unos tres­ cientos compases, la sección individual más larga, altera las p ro­ porciones clásicas. Sin duda Gould estuvo influido por las formas que dan cabida a varios movimientos en uno, que adoptaron muchos compositores de los siglo xix y xx, incluido Schönberg en su Sinfonía de cámara núm. 1 y el cuarteto op. 7. En resumen, compuso un cuarteto para cuerdas tan marcadamente ecléctico como él mismo, y como tal la obra se erige en un aldabonazo temprano de la cam­ paña que defendería a lo largo de toda la vida en contra de las ideas de moda y progreso en el ámbito de la música. Como él mismo lo explicaba, “pretendía cuestionar el Zeitgeist, el espíritu de la época”, para demostrar que era posible amar a Strauss a la vez que a Schönberg, e incluso lograr un acercam iento entre ambos. Sin embargo, la obra era también autobiográfica. En aquella época, escri­ bió, sentía “la urgencia de sintetizar en una composición todas las influencias de mi adolescencia [que] más hondamente habían calado en m í”, y en este sentido el cuarteto constituye un documento reve­ lador, un ensayo sobre el estado del artista. Todo ello hace del Cuarteto para cuerdas de Gould una pieza única y fascinante, si bien no necesariamente una obra maestra. Posee méritos indudables -su premisa inicial no es el menor-, como es la relectura de Strauss a la luz de Schönberg, una propuesta de veras provocativa y llena de posibilidades. A pesar de que un crí­ tico identificó (con acierto) “ciertos enredos momentáneos de diso­ nancia, manejados con torpeza”, Gould manipula su estilo complejo, armónico y cromático con una seguridad impresionante, y la ten­ sión entre la cáustica disonancia schönbergiana y la resplandeciente resolución straussiana a menudo resulta verdaderamente conm o­ vedora. Demuestra poseer una auténtica comprensión del contra­ punto en las form as barrocas, románticas y modernas, y cierto ingenio en el desarrollo de ideas contrapuntísticas. Además, el lirismo de la música llega a conmover, aun cuando las melodías a menudo resulten angulosas y torturadas. 151

N o obstante, la pieza también adolece de graves problemas, y lo imponente de la síntesis estilística de Gould en ocasiones queda debilitado por sus deficiencias en el plano técnico. Sus ritmos y su contrapunto con frecuencia aparecen desordenados. Carecía de experiencia en la composición para instrumentos de cuerdas, como él mismo admitió, y no sabía cómo disponer los instrumentos a fin de que su material mostrara su mejor cara. (Se escudaba reivindi­ cando que él pensaba en la música como en algo “abstracto”, indi­ ferente a la instrumentación.) Los cuatro instrumentos tienden a apretujarse en un registro relativamente estrecho, como si incons­ cientemente Gould quisiera que aquella música pudiera tocarse al piano,13 y tan sólo con muchas dificultades puede lograrse que las texturas densas, enmarañadas, resulten claras para el oyente, en especial teniendo en cuenta que Gould exige un fraseo legato casi continuo. Las pocas tentativas de explotar los efectos de los ins­ trumentos de cuerdas - pizzicato, sul ponticello- parecen desga­ nadas, y hay ciertos m om entos propios de un aficionado en los que un instrumento se queda sin notas y otro debe reanudar, por medio de la doble barra, una línea anterior. Y la textura en cuatro partes no alivia mucho el problema: todos parecen estar tocando todo el tiempo. La obra suena como si cada día se le hubieran cosido unos cuantos compases más: posee una estructura aditiva que, dada su complejidad, carece de dirección y de dramatismo, y por esta razón sus desarrollos indudablemente inteligentes del m otivo de cuatro notas al fin pueden resultar tediosos. Resulta en especial menos convincente la segunda mitad, compuesta por maquinacio­ nes del m otivo principal que se suceden página tras página al pare­ cer de manera interminable. Es el Centro Pompidou de los cuartetos para cuerdas: las tripas están en el exterior. El Gould compositor pecaba del mismo defecto que el Gould orador y escritor: renuen­ cia a la tachadura. De ahí la locuacidad y la expansión form al des­ controlada del cuarteto, que carece de una arquitectura a gran escala que lo englobe y que era infalible en cam bio en el Gould intér­ prete. El compositor Otto Joachim, que tocaba la viola en el Cuarteto para cuerdas de Montreal y en 1956 compuso un cuarteto dodecafónico elegante, dotado de un contrapunto rico y de registros maravillosamente trabajados (que Gould conocía), dijo que Gould “com etió todos y cada uno de los errores propios de un composi­ tor joven. N o supo cómo ni cuándo poner fin a su obra”. Y es cierto que la coda descomunal, más que ninguna otra cosa, refleja la inex­ periencia y la inseguridad de Gould. “A fin de cuentas -escribió Ken Winters en el Canadian Music Journal-, la pieza no crea un pano­ 152

rama magnífico, sino solamente extenso; no denota brío, sino sólo laboriosidad; no es rica, sólo densa; tam poco es fascinante, sólo compleja.” En resumen, es una obra de aprendiz con resultados variopin­ tos. Sin embargo, ocurrió que seis meses después de concluir el cuarteto Gould se convirtió de repente en un artista de fama mun­ dial, y de ese m odo logró que la pieza obtuviera un respaldo des­ proporcionado al mérito que encerraba. La obra fue interpretada por primera vez en la emisora de radio francesa de la c b c , a cargo del Cuarteto para cuerdas de Montreal, el 21 de mayo de 1956, en la serie Premières, y pronto tuvo lugar la primera interpretación pública, en Stratford, el 9 de julio. Más adelante, en el mismo año, el Cuarteto de Montreal grabó la pieza para el Servicio Internacional de la c b c , y en octubre Gould firm ó un contrato para publicarla con AM -CA Publishing Co., de Great Neck, Nueva York, una discográfica pequeña y emprendedora, dirigida por William C. Barger, psi­ quiatra, y Robert L. Barclay, un compositor nacido en Canadá. (U n año después, la compañía cam bió su nom bre por Barger and Barclay.) Aparecieron varias ediciones de la partitura ya a comien­ zos del otoño de 1956, y la misma compañía editó también las caden­ zas de Beethoven en versión de Gould en 1958. El Cuarteto se estrenó en Estados Unidos en noviembre de 1959, como parte de un programa del Comité de Mujeres de la Orquesta de Cleveland, interpretado por el Symphonia Quartet (integrado por miembros de la mencionada orquesta). Gould ofreció un recital-conferencia sobre Schönberg en ese mismo programa, y quedó tan vivamente impresionado por la interpretación del Symphonia que convenció a Columbia Records para que les permitiera grabarlo. Estuvo pre­ sente en la sesión de grabación, que se realizó en Cleveland el 13 de marzo de 1960, y declaró estar “encantado” con el álbum.14 Se trata de una trayectoria pública nada desdeñable para un cuarteto de cuerdas canadiense. En aquella época apenas se publi­ caba música de cámara procedente de dicho país, y John Beckwith advirtió en un estudio de 1956 que para entonces solamente había disponibles dos com posiciones canadienses, ambas del sello Hallmark. N o obstante, he ahí que una com posición de un joven pianista y aprendiz de compositor se convirtió de golpe en la pri­ mera com posición canadiense de su extensión y seriedad que se iba a poner a disposición del público, y además a través de un des­ tacado sello estadounidense. Los compositores canadienses debían contentarse con soñar ese tipo de atenciones. Cuando se interpretó por primera vez, el cuarteto cosechó algunas reseñas excelentes en 153

la prensa de Toronto y Nueva York ( “una obra conmovedora e impre­ sionante”, “una obra que destila una gran madurez y una perspica­ cia musical fuera de toda duda”, “una obra potente, m elodiosa”). Sin embargo, los críticos más cualificados para juzgarla, entre los que se incluían otros compositores de Toronto, en su mayoría mos­ traron muy distinta opinión. El cuarteto era “la obra de un alumno aplicado”, escribió el compositor Graham George en el Canadian Music Journal. Un músico de la talla del señor Gould adquiere responsabilidades más importantes que los compositores oscuros, que pueden experi­ mentar cuanto quieran sin que nadie les preste atención; y tal vez sea desafortunado que haya permitido la publicación de una obra tan incon­ gruente con la enorme estatura que ha alcanzado como intérprete.

Otros com positores intervinieron con ju icios similares, y sus opiniones no pueden entenderse com o fruto de una actitud agria, o de la subestimación típicamente canadiense del talento nacio­ nal, o del desdén de los modernistas que creían que Gould había traicionado la vanguardia; era crítica sólida por parte de jueces competentes. Tal vez si Gould hubiera desarrollado sus aptitudes compositivas con calma, en privado, y no se hubiera precipitado en dar a conocer al público su prim er fruto, podría haber cose­ chado un debut más prom etedor en su condición de compositor. Sin embargo, estaba más que satisfecho de su pieza - “ ¡Es el logro que más orgulloso me hace sentir!”, aseguró en 1959-, aunque tam­ bién admitía que la obra “no acababa de despegar completamente” debido a su falta de experiencia con los instrumentos de cuerdas. En 1974 inform ó a sus editores que “llevaba mucho tiem po plane­ ando una edición revisada del cuarteto”, si bien finalmente nunca lo hizo.

“NO VIVIR EN CANADÁ SERÍA ALGO PARECIDO A U N A TRAICIÓN.” Hay un viejo chiste, uno de tantos, acerca del carácter cana­ diense: “¿Por qué no hace falta tapar una nasa para pescar langos­ tas en Canadá? Porque si una de las langostas intenta escapar, las otras se encargan de arrastrarla abajo de nuevo”. Se trata de un vie jo tópico, hoy en día moribundo, pero todavía no extinguido del todo, acerca de que Canadá reconoce a sus talentos tarde, a 154

regañadientes, o no lo hace en absoluto, o solamente después de que vuelven cubiertos de lámeles de Estados Unidos. Cuando Gould era joven, es cierto, por lo general se daba por hecho que los artis­ tas extranjeros eran superiores a los nativos, sin tener en cuenta las evidencias que apuntaran en sentido contrario. “En Canadá -escribió Ernest MacMillan en 1931- existe una tendencia por parte de ciertos sectores de nuestro público a aceptar cualquier cosa que nos llegue estampada con la palabra m ágica ‘Nueva York’” , y Wyndham Lewis, en sus textos escritos durante la guerra, advertía que los canadienses “desconfían de cualquier cosa que proceda de su propio país”. El artista canadiense dotado de un talento de pro­ yección internacional, pero que decide no abandonar su país natal, siem pre ha tropezado con actitudes de suspicacia y sorpresa: si de verdad eres tan bueno, ¿por qué sigues aquí todavía? N o obstante, Gould nunca deseó obtener el visto bueno de su país natal. Su talento se reconoció pronto, se alimentó y cosechó admiración, y contó con muchas oportunidades para demostrarlo incluso en sus momentos más débiles. Hacia finales de 1954, en todo Canadá se le reconocía como un músico brillante y marcada­ mente personal, y ya había llevado a cabo trabajos profesionales en todos los medios disponibles en aquel momento. Muchos críti­ cos, de hecho, lo citaban como un argumento ideal en contra del tópico del canadiense que se desprecia a sí mismo. Hugh Thomson, por ejemplo, escribió: “Un pianista de Toronto de diecinueve años asestó anoche en el Massey Hall un golpe al lugar común [de que] los solistas válidos para los conciertos sinfónicos son solamente aquellos que ostentan nombres extranjeros y que forman parte del circuito internacional”. John Kraglund escribió en 1953 que Gould ofrecía la prueba palpable de que “los pianistas canadienses pue­ den ocupar su lugar entre los artistas más relevantes que solemos escuchar aquí”, y un crítico de Kingston, Ontario, ese mismo año predijo que el nombre de Gould estaría en boca de todos en un plazo de diez años. (En realidad, fueron tres.) N o obstante, las orquestas, los locutores y las discográficas cana­ dienses disponían de poca influencia o escasos m edios de difu­ sión en Estados Unidos y el resto del mundo, y el ámbito internacional, por aquel entonces, no miraba hacia Canadá en espera del último gran éxito. Serían los conciertos internacionales y un gran sello discográfico estadounidense los que garantizaran la repu­ tación de alcance mundial que se iba a forjar Gould. Sin embargo, jamás tuvo intención de establecer su hogar en ningún otro sitio que no fuera Canadá. “N o tengo intención alguna de marcharme 155

de Canadá -ex p licó en una entrevista en 1959-. En prim er lugar, no veo ninguna razón para ello. Canadá me ha tratado de maravilla. Y, en segundo lugar, siento demasiado apego por mi país.” Por des­ contado, a Gould le convenía quedarse en Toronto, la ciudad en la que se habían fraguado su personalidad y sus ideales. “La genera­ ción de canadienses a la que pertenezco creció con el convenci­ miento de que, si éramos muy buenos o muy listos, o ambas cosas, algún día ‘abandonaríamos’ Canadá”, escribió Robert Fulford; sin embargo, Gould demostró que un canadiense ya no tenía por qué abandonar su país natal, sobre todo en la era electrónica, donde el lugar que escogiera un artista para fundar su hogar importaba menos que nunca. Gould, además, no se limitó a seguir viviendo en Canadá; hizo de su país, en múltiples sentidos, la esencia de su arte, pero sin comprometer con ello su atractivo internacional. Y en tanto que abandonar Canadá temporalmente le reportaba fam a y dinero, y con ello poder y libertad, permanecer radicado en Canadá, próximo a instituciones com o la c b c , le perm itía hacer el tipo de trabajo que quería. Eso, para él, era absolutamente prioritario.

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TERCERA PARTE

ACTOR DE VODEVIL DE GIRA, 1955-1964

P á g in a a n terior: Gould y el d irector de orquesta Jean M a rtin o n recibiendo u n aplauso después de una de sus actuaciones con la F ila rm ó n ica de Israel, en Tel A viv, noviem bre-diciem bre de 1958. (Fotografía de Isaac Berez.)

“NUNCA EN MI VIDA HE ESTADO MÁS RELAJADO QUE EN MI DEBUT EN EL TOW N HALL DE NUEVA YORK.” Un intérprete canadiense que a mediados de los años cincuenta no contara con el apoyo de una agencia norteamericana podía con­ siderarse afortunado si alcanzaba a cubrir sus gastos como con­ certista, de manera que era m oneda corriente en aquella época que muchos músicos emigraran al sur para ganarse la vida. Hacia 1955 Gould se había convertido tal vez en el intérprete de música clásica más célebre y reverenciado de todo Canadá, y era uno de los más afortunados: su talento, el patrimonio de su familia y las sabias maniobras de Walter Homburger garantizaban que no nece­ sitara someterse a la gestión norteamericana y que no se viera en la obligación de hacerse cargo de alumnos o preocuparse por afron­ tar abultados gastos. Sin embargo, ni siquiera alguien com o Glenn Gould podía desarrollar una reputación de talla internacional sin abandonar su país. Homburger dio los primeros pasos para organizar una gira nor­ team ericana ya en 1953, y Gould realizó un breve viaje prelim i­ nar a Nueva York en mayo de 1954, aunque no se sintió preparado para acom eter su debut en Estados Unidos hasta enero de 1955. La tarde del 2 de enero, acompañado por Homburger y corriendo él m ism o y sus padres con los gastos, ofreció uno de sus acos­ tumbrados programas en la Phillips Gallery de Washington, D.C.: la pavana y la gallarda de Gibbons en Earl of Salisbury, la fanta­ sía Fitzwilliam de Sweelinck, cinco sinfonías en tres partes y la Partita en sol mayor de Bach, así como las Variaciones de Webern, la Sonata op. 109 de Beethoven y la Sonata de Berg. Incluso tocó la pieza de Webern en dos ocasiones, para insistir, según declaró 159

desde el escenario, en que existen similitudes estructurales entre ésta y la de Beethoven. Destaca la total ausencia del tipo de reper­ torio romántico y virtuosista por el que se acostumbraba juzgar a un pianista, sobre todo cuando se trataba de un intérprete desco­ nocido en su primera actuación, si bien, tal como él mismo reveló años después, “me aparté de lo acostumbrado y escogí el programa más raro que pude”. Logró llamar la atención; Paul Hume, el crítico musical del Washington Post,escribió: Tal vez sea demasiado precipitado hacer predicciones a 2 de enero, pero no parece probable que el año de 1955 nos depare un recital de piano de mayor categoría. Ojalá nos traiga otros de igual belleza y trascendencia. [...] Glenn Gould es un pianista con insólitos dones que obsequiar al mundo. No debería pasar mucho tiempo antes de que volvamos a escucharle y le concedamos los honores y el público que merece. No conocemos a ningún pianista como él, no importa de qué edad.

La noche del 11 de enero repitió el mismo programa en el Town Hall, un espacio íntimo en el centro de Manhattan que constituía un lugar favorable para los recitales de debut. No suscitó muchas expec­ tativas de antemano, y su nombre apenas despuntaba entre todos los que podían escoger aquel mes los amantes de la música: Benny Goodman, el Cuarteto de Cuerdas de Budapest, los violinistas Mischa Elman y Yehudi Menuhin, el organista Albert Schweitzer, el guita­ rrista Andrés Segovia, y una degustación de grandes pianistas, entre ellos Claudio Arrau, GinaBachauer, Alexander Brailowsky, Clifford Curzon, R u dolf Firkun, M yra Hess, M ieczysaw H orszow ski y Solomon. Sólo en su programación de enero, el Tow n Hall contó con la presencia de pianistas como Webster Aitken, Paul BaduraSkoda y Friedrich Gulda. El veterano crítico musical del New York Times, Howard Taubman, asistió aquel mismo día a un recital del violinista Julian Olevsky en el Carnegie Hall, un lugar de mayor pres­ tigio, y asignó a un suplente el concierto de Gould. El público fue escaso -unos aseguran que no pasaba de unas pocas docenas; según Gould, unas doscientas cincuenta personas- y, dado que la entrada más cara costaba dos dólares con ochenta y ocho centavos, no tuvo beneficios, pues había pagado cuatrocientos cincuenta dólares por la reserva del local, además de casi otros mil en concepto de gestiones locales y publicidad. Un ataque de “fib rositis” le aga­ rrotó las manos justo antes del concierto, aunque por fortuna, dijo, “di con un farmacéutico muy cordial que logró acabar con la afec­ ción justo a tiem po”, y al final, según recordaba, “ésta fue una de 160

las pocas ocasiones en las que verdaderamente disfruté tocando”. Tuvo una acogida entusiasta; le pidieron bises y mucha gente trató de visitarlo en el camerino. Gracias a las influencias de su amigo Harvey Olnick, había en la sala pianistas de la talla de Gary Graffman. Paul Badura-Skoda, especialista en Bach, habló maravillas del con­ trapunto de Gould a un reportero canadiense, y las pocas reseñas que se publicaron elogiaron el estilo único y la sensibilidad de Gould, así como que acometiera un programa sumamente estimulante desde un punto de vista intelectual. John Briggs, en el Times, aseguró que aquel concierto había sido “uno de los debuts más prom etedo­ res a los que este cronista ha asistido desde hace tiem po”. B ert Gould, que viajó en automóvil para asistir al concierto, declaró al Toronto Daily Star, con su habitual reserva, que su hijo “los obse­ quió con un buen concierto”. Aunque el debut norteamericano no pudo calificarse de “sensa­ ción” que hubiera “sacudido el mundo concertístico”, como lo des­ cribieron los deslumbrados periódicos de Toronto, bien es cierto que Gould demostró que podía alcanzar el éxito artístico entre audien­ cias sofisticadas sin traicionar por ello sus principios musicales. Regresó cansado, pero feliz, y retomó una agenda modesta de reci­ tales y apariciones en conciertos que lo llevarían por Ottawa, Toronto, Stratford y Montreal. Tardaría más de un año en reaparecer en la escena estadounidense.

“LA CBS DEMUESTRA TENER MUCHA PACIENCIA CONMIGO.” Todas eran piezas con las que me sentía en plena sintonía espiri­ tual, que a mi entender evidenciarían versatilidad de repertorio, pero también un programa que permitiera que la audiencia, con suerte habi­ tada por ejecutivos discográficos, llegara a escuchar recovecos del repertorio que en su mayoría no se habían grabado jamás.

A sí hablaba Gould de sus atípicas piezas de debut, y de hecho resultó que, en efecto, entre el público asistente hubo algunos eje­ cutivos discográficos, aunque contara también con un poco de ayuda por parte de sus amigos. La víspera del concierto en el Town Hall, y seis meses después de haber tocado música de cámara con Gould, el violinista Alexander Schneider se encontraba en Nueva York char­ lando con David Oppenheim, director de artistas y repertorio en el departamento de Masterworks de Columbia Records, y le avisó

de que estuviera atento al recital. Le dijo que Gould “por desgra­ cia estaba un poco loco, pero ejercía un efecto poderoso e hipnó­ tico sobre el piano”. A Oppenheim le picó tanto la curiosidad que asistió al concierto y quedó lisa y llanamente “entusiasmado". Gould “creó una atmósfera religiosa que resultó fascinante”, le dijo a Otto Friedrich. A la mañana siguiente le propuso a Gould un contrato de grabación en exclusiva; “ era la primera vez que contrataban a un artista m ovidos tan sólo por la fuerza de su debut”, explicó Homburger al Toronto Daily Star, y la primera vez que un músico canadiense firmaba para Columbia. En febrero llegó a Toronto un borrador del contrato, Homburger negoció los ténninos durante la primavera y en mayo se firm ó un compromiso por tres años. Se trataba de un contrato que más adelante Gould calificaría de “ridí­ culo”; no empezaría a obtener beneficios de Columbia hasta fina­ les de los cincuenta. Para un artista clásico tan poco convencional e intransigente com o Gould, Columbia era una elección sumamente oportuna, y permanecería con ese sello toda la vida. Columbia había sido una discográfica fundamental desde los inicios de la grabación a fina­ les del siglo XIX (su primera gran estrella fue John Philip Sousa) y había adquirido particular prestigio después de que la adquiriera en 1938 la “cadena Tiffany”, es decir, la c b s , la cadena de Toscanini y la Filarm ónica de N ueva York, de Orson W elles y Edw ard R. Murrow. A la sombra de r c a Victor durante más de cuarenta años, Columbia pasó a dominar el sector discográfico hacia el final de la Segunda Guerra Mundial. En 1955 todavía la dirigían hombres cuyas prioridades no se limitaban al terreno comercial. Oppenheim, por ejemplo, trabajaba como clarinetista profesional (y además era esposo de la actriz Judy Holliday). El espíritu rector de Columbia en aquella época era Goddard Lieb er son (1911-1977), que se incorporó a la firma en 1939, pasó a ser director de Masterworks en 1943 y presidente de la empresa en 1956. Gould se refería a él señalando que “quizás [es] el ejecutivo más vital e inquisitivo de su generación” . N acido en Inglaterra, Lieberson se había diplomado en composición y llevaba a sus espal­ das una variopinta carrera de productor discográfico, locutor, direc­ tor de escena, escritor y profesor. Gould recordaba que la primera conversación que mantuvieron, durante una cena en 1958, versó sobre la serie tonal de Lulu, la ópera de Berg. Lieberson era un hom­ bre sofisticado y culto, un hombre que había visto mucho mundo y estaba bien relacionado. Versado en un sinfín de asuntos más allá de la música, dominaba varios idiomas, y en el entorno social ele162

gante donde se movía era célebre por su encanto y su ingenio picaro, irreverente. Sin embargo, también sabía hacer dinero. En 1948, bajo la dirección de Lieberson, Columbia había introducido el disco irrom­ pible en “microsurco”, de larga duración, a 33 V3 r.p.m., que había supuesto todo un éxito. Más adelante cultivó un tipo de músicapopular con la que Columbia ganó millones de dólares: grabaciones de los musicales de Broadway; los álbumes “Canta con Mitch M iller”; artistas de gran atractivo popular com o Doris Day, Percy Faith y Andy Williams; álbumes recitados y jazz, en cuyo ámbito Columbia destacaba indudablemente por ser el sello más arriesgado e intere­ sante en los comienzos de la era del elepé. En lo tocante a la música clásica era un idealista, y acabó convertido en poco menos que un héroe, porque creía que Columbia obtenía beneficios suficientes de la música popular para arriesgarse a asumir una pérdida en ambi­ ciosos proyectos clásicos de m érito artístico. (Solía decir que el departamento de Masterworks “es nuestra conciencia artística”.) Bajo la dirección de Lieberson, Columbia grabó las obras comple­ tas de Schönberg y Webern, puso en marcha una serie de música norteamericana moderna, logró que Stravinsky dirigiera sus propias composiciones y realizó la proeza musicológica de grabar música antigua y moderna de carácter sumamente minoritario, que dispo­ nía de escaso espacio en el circuito de los conciertos de la época. Las primeras negociaciones con Gould acerca de su contrato demuestran que tenía la determinación de controlar su destino como artista discográfico, y Columbia le dio carta blanca para grabar lo que le viniera en gana, limitándose de vez en cuando a aportar alguna sugerencia y a ejercer de abogado del diablo, pero sin imponerle nunca el repertorio. Se sabe que por lo menos un directivo puso en duda a Gould cuando anunció su propósito de debutar en Columbia con las Variaciones Goldberg, y no resulta difícil ponerse en el lugar de la discográfica: se trataba de una pieza de monumental enver­ gadura, muy minoritaria, por no decir esotérica, que solamente había tocado unas pocas veces en público y, por si fuera poco, una pieza para clavicordio, que a duras penas podía considerarse un elemento consustancial del repertorio pianístico o de los archivos discográ­ ficos. (Sólo Rosalyn Tureck y Jörg Demus la habían grabado al piano, ambos para sellos pequeños.) Sin embargo, Gould insistió y Columbia accedió de inmediato; según recordaría el propio Gould veinticinco años después, “aquello fue lo más cercano a un obstá­ culo con lo que me topé en c b s ”. La elección del repertorio con que debutó demostró su gran astucia: muchas voces elogiaron su valor al abordar una obra de tales características en los inicios de 163

su carrera discográñca. Y no pudo iniciarla en m ejor momento. Como advertía Roland Gelatt en The Fabulous Phonograph, 1955 fue un annus mirabilis para la industria discográfica, que casi de la noche a la mañana inició una enorme expansión. Columbia en seguida sacó partido de su nueva adquisición: entre el 10 y el 16 de junio de 1955, apenas unas semanas después de fir­ mar su contrato, Gould pasó cuatro días en el estudio que Columbia tenía en la calle 30, una antigua iglesia en pleno centro de Manhattan, llevando a cabo la grabación de las Variaciones. A pesar de que se trataba de su primera toma de contacto con las grandes firmas del sector discográfico, ya entonces demostró estar dotado de una pre­ sencia de ánimo extraordinaria. Las tomas finalmente descartadas revelan que aquel muchacho de veintidós años sabía exactamente lo que quería y sabía además cómo lograrlo; demuestran que traba­ jaba con colegas mucho más experimentados que él sin perder un ápice de aplomo, y que ya empezaba a hacerse cargo de sus sesio­ nes de grabación. En Columbia supieron advertir rápidamente que no sólo contaban entre sus filas con un músico de talla mundial, sino también con un excéntrico de marca mayor. El 25 de junio emitie­ ron una nota de prensa que merece una cita completa: El director de grabaciones de la serie Masterworks de Columbia y los ingenieros de sonido que lo acompañan son veteranos com­ prensivos que aceptan con total naturalidad el conjunto de rituales, flaquezas y manías de todos los artistas. Sin embargo, hasta estos espí­ ritus curtidos en mil batallas se sorprendieron con lallegada del joven pianista canadiense Glenn Gould y su “equipo de grabación” para lle­ var a cabo su primera sesión con Columbia. El señor Gould debía pasar una semana grabando una de sus principales especialidades, las Variaciones Goldberg de Bach. Era un cálido día de junio, pero Gould llegó embozado en su abrigo, provisto además de gorra, bufanda y guantes. El mencionado “equipo” consistía en el típico portafolios musical, al que se sumaba un copioso lote de toallas, dos botellas grandes de agua mineral, cinco frasquitos de pastillas (todas de distinto color y correspon­ dientes a distintas prescripciones médicas) y su silla especial para tocar el piano. Como se descubrió en su momento, se necesitaban toallas en abun­ dancia porque Glenn pone en remojo las manos y los brazos, hasta la altura del codo, por espacio de veinte minutos, antes de sentarse al teclado, un procedimiento que muy pronto se convirtió en un ritual de camaradería de grupo; todo el mundo se sentaba a charlar, a hacer bromas, a intercambiar pareceres sobre música, literatura y cualquier otra cuestión mientras el “remojo” seguía su curso.

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El agua embotellada era una necesidad indispensable, puesto que Glenn no soporta el agua del grifo de Nueva York. Las pastillas tenían todo tipo de justificación: jaqueca, alivio de la tensión, una buena cir­ culación. El técnico que se ocupa del aire acondicionado trabajó cuanto fue humanamente posible en el panel de control del estudio de gra­ bación. Glenn es extremadamente sensible al menor cambio de tem­ peratura, de modo que se producían continuos ajustes del enorme sistema de aire acondicionado del estudio. Sin embargo, la silla plegable supuso el mayor “desvarío” de todas las “variaciones” Goldberg. Se trata de una silla de jugar al bridge, en esencia, cuyas patas se ajustan individualmente a la altura deseada, de manera que Glenn puede inclinarse hacia delante, hacia atrás y a ambos lados. Los escépticos del estudio pensaban que era una mera extravagancia de primer orden hasta el momento en que se inició la grabación. Entonces vieron cómo Glenn ^justaba la inclinación de la silla antes de ejecutar los poco menos que increíbles pasajes de manos cruzadas de las V ariaciones, inclinándose todo lo que la posición exigía. Se reconoció unánimemente que la silla era un aparato mag­ nífico, avalado por una lógica aplastante. Al piano, Gould se convertía en otro fenómeno: en ocasiones can­ tando mientras toca, otras cerniéndose sobre el teclado y encorván­ dose a más no poder, otras veces tocando con los ojos cerrados y echando atrás la cabeza. El público reunido en la sala de controles lo contemplaba embelesado, e incluso el técnico del aire acondicio­ nado empezó a experimentar cierta querencia por Bach. Ni siquiera en los previos de la grabación interrumpía Glenn su incesante movi­ miento, ni dejaba de dirigir rapsódicamente, componiendo un verda­ dero ballet para la música. Paira subsistir mascaba galletas de arrurruz y bebía leche desnatada, en tanto que fruncía el ceño ante los sus­ tanciosos sándwiches. Tras una semana de trabajo, Glenn anunció que, por lo que a él con­ cernía, se sentía satisfecho con la grabación. Recogió sus toallas, sus pastillas y su silla plegable. Estrechó la mano a todo el mundo a modo de despedida: el director de grabación, los ingenieros de sonido, el representante del estudio, el técnico del aire acondicionado. Todos coincidieron en que echarían de menos las alegres sesiones de “remojo”, el sentido del humor y el entusiasmo de Gould, las pastillas y el agua mineral. “Bueno -dijo Glenn mientras se embutía en el abrigo, la gorra, la bufanda y los guantes pava hacer frente a los aires de junio-, ya sabéis que en enero es to é de vuelta.” Y así será. El técnico del aire acondicionado se está preparando ya para afrontar tamaña empresa.

Éste es el Antiguo Testamento de la leyenda que envuelve a Gould: repetido hasta la saciedad por reporteros y entrevistadores, a menudo 165

ilustrado con fotografías a todo color, marcó la pauta de buena parte de la atención periodística que merecería, sobre todo en Norteamérica, a lo largo de toda su carrera. Antes incluso de que el disco saliera a la venta, la noticia del talento y las excentricidades de Gould corrieron como lapólvora, y ciertas voces proclamaron que era el debut discográfico más esperado del joven intérprete con mayor proyección de la historia de la música clásica. El álbum se lanzó en enero de 1956, un elepé monoaural catalogado con el número ML 5060, que se puso a la venta por 3,98 dólares (5,15 en Canadá). La funda, ahora famosa, mostraba treinta fotografías -una por cada variación- de Gould al piano y retozando por el estudio; notas de su puño y letra adornan la contracubierta. Se trata de uno de los dis­ cos de música clásica más sensacionales que jamás se hayan editado, y cosechó un éxito popular y crítico que le brindó a Gould instantá­ nea fama internacional. Se convirtió en el álbum de música clásica más vendido de Columbia, y uno de los discos más vendidos en Norteamérica. Hubo un momento, en el prim er año transcurrido desde su aparición, en que superó a un nuevo disco de Louis Armstrong y a la banda sonora de The Pajama Game-, en 1960, en el New Yorker, Joseph Roddy informaba que había vendido ya más de cuarenta mil copias, “una cifra tan sorprendente en el mundo dis­ cográfico como lo sería una fuerte demanda de una nueva edición de las Enéadas de Plotino en el sector editorial”. Nunca dejó de edi­ tarse; a la muerte de Gould había vendido más de cien mil copias. Las publicaciones de la industria discográfica lo nombraron disco del año, de la década y, finalmente, la consideraron una de las m ejo­ res grabaciones del siglo. En el ámbito de la música clásica nunca se había forjado una fama de tal envergadura a partir de una única grabación de una pieza tan relativamente desconocida. Los críticos declararon de forma unánime la genialidad de Gould, al que calificaron de Wunderkind, uno de los pianistas más gran­ des y prom etedores de su generación, e incluso llegaron a afirmar que se trataba del más grande de la historia. Las primeras reseñas, casi sin excepción, iban del entusiasmo a la veneración: “Nos hallamos ante una manera de tocar poco habitual. Gould posee destreza e imaginación, y la música parece significar algo para él. Está dotado además de una técnica precisa y nítida que le permite mane­ jar las complejidades del contrapunto de la escritura sin esfuerzo apa­ rente. Y, por encima de todo, su trabajo destaca por su intensidad. [... ] Obviamente, un joven con gran futuro.” (Harold C. Schonberg, New York Times, 29 de enero, 1956.)

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“Este pianista canadiense de veintitrés años promete más que cual­ quier otro joven teclista norteamericano que haya surgido desde el fin de la guerra. Su Bach es un prodigio de sensibilidad, es soberbio, y con su maestría y su técnica musical podemos esperar nuevas reve­ laciones por su parte.” (Newsweek, 30 de enero, 1956.) “Enseguida se evidencia que nos enfrentamos a un pianista dotado de una sensibilidad poco comente, un joven brillante y versátil desde un punto de vista técnico. No penetra hasta las profundidades del alma de Bach como lo hace la incomparable Landowska en su grabación de esta obra maravillosa, pero le confiere una frescura, una pasión, una honestidad y una inventiva técnica que parecen inagotables. Solamente un músico de notable talento y miras muy altas podría haberlo hecho tan bien. [...] Columbia está de enhorabuena por haberse hecho con un temperamento tan poco corriente, y esperamos con auténtica ansie­ dad nuevas grabaciones de estejoven pianista de extraordinario talento. ” (R. S., M usical A m erica, 1 de febrero, 1956.) “En ésta su primera grabación demuestra enormes dotes técnicas y musicales, hasta un punto que roza la perfección. No acaba ahí la cosa, porque tiene además buen gusto y temperamento. Y por si fuera poco, también tiene coraje... Gould da una impresión general de ser tan sumamente maduro y competente que uno queda un tanto des­ concertado.” (C. J. L., A m e rica n Record Guide, febrero de 1956.) “Todo está maravillosamente fraseado e incluso las partes más contrapuntísticas se articulan con grain pureza y nitidez. Se advierte una presencia del pedal escasa o nula, y en consecuencia no hay emborronamiento alguno. [...] En conjunto, ésta es una interpretación extraordinaria que lo deja a uno con ganas de escuchar qué más puede hacer este músico de talento.” (Nathan Broder, H ig h Fid elity, febrero de 1956.) “La clase de campaña promocional por la que Columbia ha apos­ tado a la hora de impulsar a este artista puede ser extremadamente peligrosa, puesto que corre el riesgo de irritar a oyentes muy exigen­ tes hasta el punto en que sea muy difícil contentarlos. Sin embargo, el caso es que Gould parece ser realmente el músico extraordinario que proclaman los anuncios. Su grabación de las Variaciones Goldberg ha logrado impresionar a casi todos los que la han escuchado; la bri­ llantez, la perspicacia y la originalidad de su interpretación no pueden negarse.” (Roland Gelatt, H ig h F id elity , abril de 1956.)

En aquella época, todo el mundo -cuando menos de la genera­ ción de Gould- tocaba a Bach con un sesgo más escueto, más articu­ 167

lado, más estricto desde un punto de vista rítmico y con mayor fun­ damento histórico que los intérpretes románticos de antaño. En cualquier caso, si bien el Bach de Gould era una pieza que seguía las tendencias contemporáneas, no dejaba de sorprender incluso a los entendidos por su carácter nuevo y excitante. Tureck también ofrecía transparencia y sutileza de matices y refinam iento tonal en su interpretación de Bach, pero no esa especie de dinamismo y energía rítmica, no ese nivel de virtuosismo genial. El Bach de Gould era tan vital y vibrante que atrapaba al instante, aunque también llevaba a la reflexión: nadie había escuchado jamás en Bach un mari­ daje más afortunado de brillo y erudición. P o r si fuera poco, un joven canadiense desconocido exponía nuevos y poderosos argu­ m entos para interpretar a Bach en el piano precisam ente en el momento en que el clavicordio, tras décadas de arrinconamiento, había vuelto a escena y se había puesto de moda en la música anti­ gua. Otros músicos -Leonard Bernstein, Lukas Foss, Herbert von Karajan- quedaron vivamente impresionados por la grabación, y cuando Gould se topó con Leopold Stokowski en una estación de trenes de Frankfurt en junio de 1957, el venerable director de orquesta sabía exactam ente quién era. Incluso la anciana Landowska, que había redescubierto las Variaciones Goldberg para el público m oderno casi sin ayuda de nadie, declaró su admira­ ción por el álbum cuando Roland Gelatt, un conocido de Gould, le hizo escuchar un disco de muestra antes de que estuviera a la venta.1 La aparición de las Variaciones Goldberg desató una tormenta publicitaria en la primavera de 1956 que hizo de Gould el joven intér­ prete clásico más nombrado y fotografiado del momento. Aparecían reseñas sobre él en revistas musicales y de interés general por toda Norteam érica y, poco después, también en el extranjero. Glamour lo nombró uno de los “hombres que nos gustaría que conocieras”, y Vogue lo incluyó en su selección de “Jóvenes artistas”. Un repor­ taje fotográfico de cuatro páginas del número que Life publicó el 12 de marzo, “El joven portento del mundo de la música”, lo pre­ sentó al público estadounidense general. Mostraba a Gould en el sótano de Steinway, en una calle de Nueva York con su silla a cues­ tas, tomando leche con galletas y bromeando con los técnicos de sonido; ante el teclado y sin zapatos, o quitándose los guantes de piel para revelar los mitones de punto que llevaba debajo, o rem o­ jándose los brazos en el servicio de caballeros, o dirigiendo el aire. La mayor parte de la publicidad prom ocional de aquella época lo presentaba como una versión nueva y cool de la imagen tradicio­ 168

nal del músico, una suerte de be-bop cerebral en la línea de los intér­ pretes de jazz de moda en ese momento, com o Chet Baker y Miles Davis. Los críticos no tardaron en apodarlo “el moderno con más éxito de la música” y lo declararon “objeto de una especie de culto a la James Dean”. “Pregunten a los beatniks de The Purple Onion o The Co-Existence Bagel quién es su pianista favorito -escribió un periodista en 1964-, y nombrarán a Glenn Gould.” Algunas de las primeras fotografías promocionales exageraban su apariencia ju ve­ nil y un tanto andrógina, y entre sus admiradores había muchas chi­ cas jóvenes y gays. (A l parecer, las mujeres se sentían tan inclinadas a acostarse con él com o a mimarlo y protegerlo com o madres.) Incluso su actitud distante y puritana demostró no estar exenta de atractivo, pues lo convertía en alguien deseable aunque inalcanza­ ble. Todo esto hizo que Gould, de la noche a la mañana, se v o l­ viera una celebridad internacional, y aunque todo era muy excitante y gratificante, como él mismo reconoció tiempo después, también “me embarcó en el año más difícil que jamás he vivido”. Una de sus primeras iniciativas fue tomarse unas merecidísimas vacaciones en las Bahamas a finales de marzo, acompañado por Jock Carroll, que documentó el viaje en un reportaje con fotos a todo color para la revista Weekend. ( “Por favor, encárgate de que mande su ropa a la lavandería y haz que se compre un poco de ropa decente -le pidió Florence Gould a Carroll-. Trata de que tom e un poco el sol, aunque dudo que lo consigas.”) De regreso en Canadá, Gould cosechó nuevos laureles. El 16 de abril, en un Massey Hall lleno a rebosar, dio un recital que se prolongó durante más de tres horas hasta que concluyeron los bises, y que le reportó un éxito cla­ moroso. A l día siguiente, su fotografía ilustraba la primera página del Globe and Mail, y un día más tarde el alcalde de Toronto le hizo entrega en el ayuntamiento de un reloj de pulsera grabado en reconocimiento a sus éxitos.

“LA MANERA MÁS FÁCIL DE SER FELIZ EN EL MUNDO DE L A MÚSICA ES AFRONTAR CADA CONCIERTO COMO SI SE TRATARA DE UN TRABAJO COTIDIANO QUE EN NAD A SE DIFERENCIA DE CUALQUIER OTRO.” Reclamaban a Gould en todas partes. Durante la temporada 19541955 solamente había dado catorce conciertos, trece en la de 19551956, pero apenas un mes después del lanzam iento del álbum 169

Goldberg, Homburger anunciaba ya que la tem porada 1956-1957 estaba completam ente comprometida: Gould iba a dar cuarenta conciertos por toda Norteamérica y, por vez primera, también en el extranjero; y podía haber dado muchos más si así lo hubiera deseado. H izo su debut en un concierto con orquesta en Estados Unidos en marzo de 1956, en Detroit, com o sustituto de última hora. El director de orquesta, Paul Paray, se sintió tan abrumado que rehusó unirse a su solista para salir al escenario a saludar (nada menos que seis veces). El gerente de la sala le comentó a un periodista: “En todos los años que llevo aquí, ningún artista invitado había recibido una ovación sem ejante... y créame, aquí solamente viene la flor y nata de los circuitos de todo el mundo” . La tem porada 1956-1957 incluyó recitales en solitario desde Watertown hasta Pasadena, entre ellos una aparición en noviembre en el Metropolitan Museum de Nueva York, así com o apariciones orquestales en Montreal, Dallas, Winnipeg, St. Louis, San Francisco y Victoria. Fue el primer solista que tocó bey o la batuta del nuevo director de la Sinfónica de Toronto, Walter Susskind, y el 26 de enero de 1957, en el Carnegie Hall, rea­ lizó su debut con la Filarmónica de Nueva York, en el que recibió una acogida apoteósica por su interpretación de la Segunda de Beethoven. Su director, Leonard Bernstein, dijo: “N o hay nadie como él, y a mí me encanta tocar con él”. En marzo, Gould recaló varias veces en California, y de vuelta a casa realizó su debut con la Orquesta de Cleveland dirigida por George Szell, nuevamente con la Segunda de Beethoven. (O hio se convirtió en una parada habitual en las giras de conciertos de Gould.) Szell admiraba a Gould -fu e él quien le dijo a su ayudante Louis Lane la célebre frase “ese chiflado es un genio”-, si bien no sentía especial devoción por su estilo pianístico, y Gould, en una entre­ vista de 1981, admitió que había una “falta de química total” con el director.2De la colaboración que ambos hicieron en 1957 nació una anécdota muy difundida. Mientras Gould manipulaba su silla dîn ante un ensayo, se dice que Szell comentó: “Señor Gould, quizá si se reba­ nara un par de milímetros el trasero podríamos seguir adelante con el ensayo”. Gould insistió siempre en que Szell no dijo tal cosa, y que si lo hubiera hecho “la Orquesta de Cleveland habría tenido que buscarse a otro solista aquella misma noche”; sin embargo, nunca fue capaz de aclarar el asunto públicamente. En 1984, el crítico musical Robert Finn, de Cleveland, trató de dilucidar la cuestión para el Plain Dealer, y halló recuerdos contradictorios entre los 170

testigos que aún seguían vivos. El testimonio más fiable, en su opi­ nión, provenía de la que era secretaria personal de Szell por aquel entonces, Margaret Glove. Szell, que tenía fama de decir exacta­ mente todo lo que se le pasara por la cabeza, en efecto hizo algún tipo de comentario exasperado, según ella recuerda, y la palabra empleada fue “trasero”, aunque habló en el tono “medio jocoso, casi en falsete” que empleaba para bromear. En aquel momento, añadió Glove, la orquesta estaba calentando y había muchas risas, de manera que Gould, que estaba tratando unas cuestiones con un tra­ moyista, supuestamente referentes a su silla, probablemente no oyó el aparte del director y el ensayo continuó “con buen humor gene­ ralizado”. (Otro testimonio de primera mano confirmó la versión de Glove, aunque recuerda que las palabras exactas de Szell habían sido más mordaces.) En cualquier caso, la falta de química bastó para que al año siguiente Gould le dijera a Homburger que prefe­ ría actuar con la orquesta bajo la batuta de un director invitado. Los siguientes conciertos que se dieron en Cleveland fueron dirigidos en su totalidad por Louis Lane. En la temporada 1957-1958 Gould dio más de treinta conciertos, y en la de 1958-1959, la más apretada que nunca tuvo, más de cin­ cuenta. Siguió actuando por Canadá y siguió sumando ciudades estadounidenses a su gira. Aun cuando su fam a internacional cre­ ció enormemente, mantuvo sus programas con su acostumbrada inflexibilidad; de hecho, dice mucho acerca de su poderosa perso­ nalidad musical el hecho de que pudiera atraer y mantener la aten­ ción del público con un rep ertorio austero y alejado de toda convención, que en manos de la mayoría de pianistas habría ahu­ yentado a sus seguidores. Tenía la firm e determ inación de des­ afiar a su público en lugar de seducirlo u obnubilarlo, y a menudo hacía comentarios desde el escenario, sobre todo cuando se tra­ taba de obras modernas. Hubo quienes consideraron que sus con­ ciertos amenazaban con convertirse en seminarios de teoría de la música, y por lo menos en una ocasión, en el Festival Internacional de Vancouver, una mujer que se hallaba entre el público se puso en pie para decirle que habían pagado mucho dinero para asistir al concierto y que hiciera el favor de callarse y tocar. A pesar de ello, Gould podía hacer que el auditorio llegara al paroxismo con Sweelinck y Krenek, y solían abrumarlo en el camerino tanto pia­ nistas famosos como estudiantes de piano. Sólo ocasionalmente no se llenaba el aforo, como cuando tocaba el concierto de Schönberg, una obra que una vez prom etió tocar siempre y dondequiera que se lo pidiesen, pero las más de las veces se agotaban todas las loca­ 171

lidades en las salas de conciertos más grandes y en los auditorios más prestigiosos, que en ocasiones debían enfrentarse a grandes colas en las taquillas y establecer registros de asistencia. Cuando actuó en Montreal en agosto de 1957, para tocar el Quinteto para piano en fa menor de Brahms con el Cuarteto de Cuerdas de Montreal, algunas entradas de la reventa se vendieron treinta dóla­ res por encima de su precio original, y la sala se llenó tanto como lo había hecho la última vez que Horowitz visitó la ciudad, en aque­ lla ocasión para tocar música de cámara.3 Gould seguía atrayendo mucha atención mediática. Sus apari­ ciones concertísticas iban invariablemente precedidas de reseñas a tod o color, entrevistas y fotografías, donde siem pre se docu­ mentaban sus excentricidades y a menudo se exageraban. Él res­ pondía jovialm ente a preguntas tontas acerca de la gran cantidad de pastillas que tomaba, de su silla y del hecho de que sus manos estuvieran aseguradas por la agencia Lloyd’s de Londres. También causaba una honda impresión en los periodistas gracias a su cor­ tesía y su atractivo, su falta de pedantería, su humor despectivo de sí m ism o y su sencillez en cuanto a la apariencia personal. Después de un concierto, las reseñas a menudo incluían descrip­ ciones detalladas de las travesuras que cometía en escena, empe­ zando por la silla, los blocs, la alfombrilla y el vaso de agua en el piano. (¿Por qué no un sándwich de jamón y una cerveza?, se pre­ guntó Harold Schonberg en el New York Times.') Cuando tocaba acompañado de una orquesta llevaba esmoquin, como si no quisiera dar la nota discordante, pero fue el primer gran intérprete en dar recitales enfundado en un sencillo traje de calle, por lo general sin planchar, bastante deformado y a juego con unos calcetines des­ parejos y unos zapatos con los cordones desatados. Vestido de traje se ponía menos nervioso, decía, y le hacía sentir que un concierto no era nada más que un día en la oficina, pero algunos asistentes del público lo consideraban insultante. Salía al escenario trotando sin gracia, desgarbado, quizá con las manos en los bolsillos, con aspecto de no sentirse a gusto, y a continuación hacía una tímida reverencia mecánica, como por obligación. Después Gould tocaba y hacía de ello todo un espectáculo: sentado a mujeriegas en la silla, meneando la cabeza, se agazapaba, saltaba, se balanceaba y se sacu­ día, y dirigía siempre que le quedara una mano libre. Sudaba copio­ samente. Movía la enmarañada cabellera de un lado a otro, y a veces se la enjugaba hacia atrás con un pañuelo. Para controlar el ince­ sante m ovimiento de los pies, cruzaba las piernas: una opción ape172

nas menos excéntrica. En su boca se dibujaba una sonrisa, frun­ cía los labios o se quedaba boquiabierto; en ocasiones marcaba el ritmo con los labios y, por supuesto, cantaba (y tarareaba y chas­ queaba la lengua y siseaba). N o se calmaba ni un ápice durante los pasajes orquestales de los conciertos. “Se retorcía, brincaba y gesticulaba mientras la orquesta tocaba”, según un testimonio; otras veces marcaba el com­ pás con las manos, agitaba los brazos colgantes, tomaba un sorbo de agua o se limitaba a contemplar el techo. (En el estudio de gra­ bación se ponía en pie y se paseaba gesticulando durante los pasa­ jes orquestales.) Su costumbre de dirigir distraía a algunos músicos. Edward W. Said recordaba haber visto a Paul Paray dirigir “mira­ das asesinas” hacia Gould mientras éste sacudía los brazos durante un concierto que dio en Detroit en 1961. Keith MacMillan recuerda una actuación anterior, en Toronto, con ocasión del Concierto en do menor de Beethoven: En el momento indicado, Gould, con una partitura de bolsillo en la mano, hizo su aparición con total desenfado en el escenario junto a Susskind. Sin apenas prestar atención al público, se hundió en su famosa silla para tocar el piano, se cruzó de piernas y centró toda su atención en la partitura (de la que conocía hasta la última nota, por descontado). Marcó el compás al mismo tiempo que Susskind y a partir de entonces dirigió la célebre introducción orquestal del con­ cierto, en apariencia para sí mismo, pero inevitablemente también para el público. A medida que se aproximaban sus escalas de aper­ tura, mantenía la cabeza enterrada en la partitura y las piernas cru­ zadas, hasta la última fracción de segundo antes de su primera entrada, cuando cerró la partitura de golpe y la lanzó al aire; aterrizó en el atril del piano, que estaba cerrado, simultáneamente a la tónica de su primera intervención. La sincronización fue perfecta, seguía con las piernas cruzadas y las escalas de apertura fueron impecables.

Durante la mayor parte de su carrera com o concertista inter­ nacional Gould utilizó partituras sólo de vez en cuando, tanto en recitales como en conciertos; en ocasiones pegaba páginas de una partitura en miniatura en pedazos de cartón grandes, rígidos; a veces se basaba en notas de su puño y letra garabateadas con sus propias abreviaturas, incluso en el caso de obras que, como la Cuarta de Beethoven, había tocado en público desde la adolescencia. Evidentemente, esto le tranquilizaba y le ofrecía la posibilidad de concentrar su vista en algo que no fuera el público, al que tenaz­ mente se esforzaba por ignorar cuanto le fuera posible. 173

Ciertos críticos compararon a Gould con el más histrionico de los pianistas, Vladimir de Pachmann, aunque en honor a la verdad hay que reconocer que siempre ha habido gruñones y espasmódicos de m arca m ayor entre los intérpretes de música clásica: Bernstein, Casals, Gieseking, Serkin, Toscanini y muchos otros. La reacción del público ante su actitud en escena sorprendió a Gould y, aunque afirmaba que no hería sus sentimientos, contribuyó a cohi­ birlo. “N o son excentricidades personales -insistía-, sino gajes de un oficio tremendamente subjetivo.” En ocasiones motivaba car­ tas al director, así como cartas dirigidas a su propia persona, de seguidores indignados. “Para empezar -escribía un hombre en 1955-, córtese el pelo. N o acrecienta en nada su producción artística y, de hecho, es ‘afeminado’.” Incluso a sus defensores les preocupaba el tono que la prensa empleaba con él. “Debe aprender a no hacerse la toilette musical en público”, dijo uno, y en 1956 el pianista de Toronto Harry Heap escribió cuatro páginas donde le proporcionaba sanos consejos al respecto: “Todo el mundo se siente orgulloso de usted y duele ver que su nombre primero se saluda con una risita de suficiencia y después con el reconocimiento a regañadientes de que usted es un excelente artista”. Sin embargo, las excentricidades de Gould nunca pesaron más que su maestría musical para la mayor parte de los aficionados a su música. Sus apariciones seguían un patrón: su personalidad hacía que no pasara desapercibido, fuera para bien o para mal, pero su virtuosismo pianístico y sus interpretaciones extrañas, cautivado­ ras, zanjaban la cuestión. Su público solía asustarse al principio -se dice que había risitas ahogadas, murmullos y codazos en la sala-, pero indefectiblemente lograba conquistar a la audiencia. A pesar de las leyendas que sostienen lo contrario, leer una muestra amplia de recortes de prensa de la época relativos a sus conciertos se con­ vierte en la lectura de una alabanza casi interminable por parte de los críticos, cuando menos en lo tocante a su ejecución. Muchos han sido los que han acabado por considerar el espectáculo de Gould casi un circo, mientras que se han mantenido leales a él en su con­ dición de músico. En cualquier caso, Gould rara vez fue acusado de dar un concierto insípido, lo cual no es poco. El crítico esta­ dounidense Robert Sabin habló por boca de muchos cuando escri­ bió que Gould es uno de los pianistas de más hondo talento y mayor refinamiento espiritual de su generación (en ciertos sentidos, único), y por consi­ guiente estoy dispuesto a aceptar muchas de sus idiosincrásicas manías

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por ser derecho divino del músico sumamente dotado. [...] Este joven es un mago. Si se le tacha de excéntrico, entonces mi respuesta es que bienvenidos sean los excéntricos.

“FUE COMO HABER SIDO EL PRIMER MÚSICO EN ATERRIZAR EN MARTE O VENUS.” El primer viaje transatlántico de Gould, a comienzos de mayo de 1957, no podría haber sido más sensacional: una gira de dos sema­ nas por la Unión Soviética. Fue el primer músico canadiense y el prim er pianista norteamericano que actuó en la Rusia postestalinista. El primer artista extranjero que visitó Rusia después de la guerra fue Yehudi Menuhin en 1945; varias compañías teatrales fran­ cesas y británicas visitaron el país en 1955, y una compañía ope­ rística estadounidense recaló aquel mismo año durante su tournée para poner en escena Porgy and Bess; Isaac Stem hizo su gira en la prim avera de 1956. Sin embargo, hasta 1958, con el estableci­ miento de un sólido programa de intercambio cultural, los artistas occidentales no actuarían en Rusia con asiduidad. La gira de Gould ha quedado ensombrecida en el archivo público por otras visitas prominentes, en concreto el gran triunfo que Van Cliburn cosechó en Moscú en 1958 cuando ganó el primer Concurso Internacional Chaikovsky. Sin embargo, el impacto que Gould causó el año ante­ rior fue, en ciertos aspectos, más poderoso. 1957 fue un año p rop icio para que un músico visitase Rusia. Stalin había muerto en 1953 y el país se hallaba inmerso en un des­ hielo cultural que se prolongaría durante toda una década. En febrero de 1956, Nikita Kruschov había pronunciado su famoso dis­ curso “secreto” ante el vigésim o Congreso del Partido Comunista, donde denunciaba a Stalin y el “culto a la personalidad” que lo había rodeado, y las repercusiones que tuvo este acontecimiento ines­ perado se dejaron sentir en todos los sectores de la sociedad sovié­ tica, incluidas la literatura y las artes. La xenofobia y el aislacionismo que caracterizaron los últimos años de Stalin en cierto modo comen­ zaron a disiparse, y Rusia empezó lentamente y con paso titubeante a tender lazos hacia otros países que se hallaban más allá de su esfera de influencia. El deshielo no se prolongó mucho tiempo, pero entre tanto Gould supuso una de sus mayores atracciones. En 1999 se descubrió en los Archivos Nacionales de Canadá un conjunto de documentos confidenciales en relación con la gira so viética de Gould, pertenecientes a los archivos del antiguo 175

Departamento de Asuntos Exteriores del gobierno federal. Revelan, en prim er lugar, que quien puso en marcha la gira fue el empren­ dedor Walter Homburger. En diciembre de 1955, en una carta diri­ gida a Lester B. Pearson, por entonces m inistro de Asuntos Exteriores (y más tarde primer ministro), Homburger advertía que músicos rusos com o el pianista Emil Gilels y el violinista David Oistrakh habían actuado recientemente en Estados Unidos, y que otros lo harían en Canadá en la primavera de 1956. Proponía una gira soviética de Gould a modo de contrapartida, si bien en un prin­ cipio no obtuvo una respuesta excesivamente entusiasta de Asuntos Exteriores: Soy de la opinión de que nos convendría contribuir a que el sin­ gular concertista canadiense tocara en la Unión Soviética, si bien debe­ ríamos tratar de aseguramos de que sólo lo más excelso de nuestra cultura visita el país. No llegarán a la altura de músicos como Gilels y Oistrakh, pero si son capaces de llevar a cabo una actuación digna y, sobre todo, si pueden interpretar un poco de música canadiense, creo que sus visitas pueden poseer cierto valor. Me temo que no puedo discernir si Glenn Gould puede contarse entre los músicos canadien­ ses más destacados, aunque por supuesto su representante alude a él como tal. Si le parece que tiene la calidad suficiente, podría sugerirle a Homburger que se ponga en contacto con la embajada rusa direc­ tamente y nos mantenga informados de sus proyectos.

La entusiasta acogida que se dio en general tras el lanzamiento del álbum Goldberg de Gould lo cambió todo. Canadá trataba por entonces de incrementar su presencia internacional a través del intercambio cultural, y Asuntos Exteriores, ya entusiasmado con la valiosa publicidad que podría reportar una gira de Gould, puso a Homburger en contacto con la Asociación de Relaciones Culturales con Países Extranjeros de la u r s s ( v o k s ) , las embajadas canadiense y soviética, y otros organismos. En el verano de 1956, el gobierno soviético había acordado que Gould daría seis conciertos en Moscú y Leningrado en mayo del año siguiente, dos recitales y un concierto en cada ciudad. Tan sólo quedaban por tratar asuntos de carácter eminentemente práctico: viajes, visados, repertorio, así como cier­ tas cuestiones en torno a las habitaciones de hotel y la com ida que preocupaban a Gould. ( “Ya me estoy imaginando los titulares que la prensa canadiense en sus despachos desde Moscú: ¡g o u l d v o m i t a e n p ú b l i c o !”) Sus honorarios, gastos aparte, se fijaron en cua­ tro mil dólares, si bien la mitad se pagaría en rublos, que no podían sacarse de Rusia. 176

En octubre de 1956, cuando los contratos ya se habían firmado en Rusia y estaban en camino, Homburger dio a conocer a la prensa algunos detalles de la gira. Sin embargo, justo en ese momento esta­ lló la crisis de Suez, y en noviembre el ejército soviético sofocó por la fuerza una rebelión en Hungría. Los dirigentes estadounidenses denunciaron la excesiva dureza de Rusia y el Departamento de Estado de su país canceló todos los intercambios culturales pre­ vistos, de manera que la principal preocupación de Gould pasó a ser que una gira por Rusia suscitara el antagonismo de los dirigentes estadounidenses hasta el punto de hacer peligrar su carrera allí. Menos de dos años antes había logrado abrirse un mercado lucra­ tivo en Estados Unidos, y no podía correr el riesgo de que le hos­ tigaran o le negaran la entrada en la frontera. Antes aún, tanto a Gould como a Homburger les habían inquietado las posibles con­ secuencias que una gira soviética pudiera provocar en la opinión pública canadiense, donde la paranoia anticomunista, el acoso y la lista negra a la que iban a parar los individuos “contaminados” eran fenómenos tan extendidos com o en Estados Unidos, aunque tal vez de un m odo algo más comedido. Trataron de obtener una declaración pública de apoyo de Asuntos Exteriores, de manera que en febrero un funcionario de la embajada canadiense en Washington se puso en com unicación con el Departamento de Estado, y desde allí se garantizó que la gira de Gould no sería un m otivo para negarle la admisión en Estados Unidos en el futuro.4 La temporada norteamericana de Gould concluyó a finales de marzo, y llegó a Moscú el 5 de mayo acompañado por Homburger, con cincuenta ejem plares de su álbum Goldberg y un libro titu­ lado Dígalo en ruso. Descontento con su alojamiento en un hotel de lujo -quería una cama doble, no dos individuales juntadas-, durante el resto de su estancia se hospedó en la embajada cana­ diense. Dio su primer concierto el 7 de mayo, un recital de Bach, Beethoven y Berg en el Gran Salón del Conservatorio de Moscú. La publicidad que se le había dado tras su álbum Goldberg no había traspasado el telón de acero y, puesto que nadie había oído hablar de él, la sala, con cabida para mil ochocientas personas, solamente se había llenado en un tercio de su aforo, si bien muchos de los asis­ tentes habían acudido con invitaciones que habían repartido fun­ cionarios canadienses y soviéticos que no tenían muy clara la capacidad de convocatoria de Gould. Salió a recibir una salva de aplausos cordial, pero después de tocar cuatro fugas de El arte de la fuga y la Partita núm. 6, lo recibieron con una atronadora ova­ ción y una gran cesta de crisantemos azules. (Antes de que con­ 177

cluyese la gira, lo inundarían de flores.) Durante un interludio largo, de unos tres cuartos de hora, muy propio de Rusia, muchos de los asistentes corrieron a telefonear para alertar a los amigos de lo que acababan de presenciar, y se produjo un pequeño tumulto cuando ciudadanos de todos los rincones de Moscú acudieron a toda prisa al Gran Salón. Mediada la segunda parte del concierto, el aforo estaba completo y mucha gente se quedó sin poder entrar. Después del concierto Gould fue ovacionado con hurras y lágrimas, ade­ más del tributo supremo, las palmadas rítmicas. Tuvo que tocar una fantasía de Sweelinck y diez Variaciones Goldberg antes de que le permitieran concluir. Seguía haciendo reverencias cuando se encen­ dieron las luces, y a la salida del teatro lo esperaba una turbamulta. Este tipo de reacciones emotivas y entusiastas eran propias del público soviético, muy perspicaz desde un punto de vista musical y propenso a sentir verdadera devoción y amor por la música, que representaba además a un amplio espectro de la población, no sólo a los entendidos. Gould no había actuado nunca antes para un público como aquél, y quedó abrumado y conm ovido ante su res­ puesta, si bien también un poco atemorizado. Las actuaciones con todas las localidades agotadas, las ovacio­ nes y un sinfín de bises se convirtieron en la tónica general del resto de los conciertos que dio en Moscú: el Cuarto concierto para piano de Beethoven el 8 de mayo, y un segundo recital el día 11 (que incluía las Variaciones Goldberg), ambos en el Salón Chaikovsky. Para este último concierto no sólo se habían vendido mil quinientras locali­ dades, sino que se admitió la entrada de otros novecientos espec­ tadores de pie y se instalaron sillas en el mismo escenario. Cuando el recital acabó, los aplausos y los bises se prolongaron por espa­ cio de media hora, y se vio al gran pianista Sviatoslav Richter dar palmadas y vítores mucho después de que el público general estu­ viera ya agotado. En aquella época, la cobertura periodística de even­ tos musicales en Rusia no era un fenómeno habitual, pero no tardaron en aparecer reseñas de Gould en diarios y revistas, y los críticos escogían palabras como “poesía” o “hechicería” para expresar la impresión que en ellos había producido su interpretación pianística, su gran fuerza expresiva y su amplio registro, así como su control intelectual, que dejaba entrever una sabiduría que iba más allá de la que su edad permitía suponer. Incluso sus peculiaridades escé­ nicas se vieron con buenos ojos. La pianista Tatiana Nikolayeva lo elogió como “un músico destacado y original”, aunque la reseña más importante vino de la mano del pianista Heinrich Neuhaus, distin­ guido profesor del Conservatorio de Moscú y maestro, entre otros, 178

de Richter, Gilels y Radu Lupu. Se refirió a Gould como un pianista prodigioso, y advirtió “la seriedad y la hondura de su expresión artís­ tica. Glenn Gould es un músico profundo y de talento, posee unos vastos conocimientos y una enorme comprensión de la cultura musi­ cal del pasado, en particular de Bach. Resulta evidente que ha estu­ diado la obra del gran compositor alemán durante mucho tiempo y m ovido por una verdadera pasión, de modo que su interpretación de Bach cautivó al público por su claridad polifónica, la riqueza de matices dinámicos, timbres, color y libertad rítmica, todo dentro del marco del estilo de Bach”. Las audiencias rusas nunca habían escuchado nada parecido. Aun hoy en día, los rusos que lo vieron actuar en 1957 emplean alguna variante de la imagen del “visitante de otro planeta" para tratar de aprehender los sentimientos que los embargaron enton­ ces. “Me aclamaron como a una estrella de cine”, diría Gould tiempo después, y en verdad lo jaleaban p o r las calles cuando paseaba por la ciudad, lo cual se le permitió con total libertad. Había deci­ dido, contra su costumbre, visitar algunos lugares de interés. “Soy un turista pésimo -reconoció en una ocasión- [pero estar en Rusia] era como estar en la otra cara de la luna”, un lugar demasiado dis­ tante y exótico para desaprovechar la oportunidad. Los ciudada­ nos rusos de aquella época a menudo se cohibían cuando se enfrentaban a norteamericanos excesivamente desenvueltos, pero Gould, con su deferencia y su cortesía canadiense, se granjeó el cariño de los lugareños, aunque siempre se sobresaltase ante la afi­ ción de los rusos por los abrazos vigorosos. En una de sus veladas libres asistió a un recital de Richter y, aun­ que el repertorio apenas podría considerarse de su gusto -la última sonata de Schubert y piezas de Liszt-, declaró a un reportero local que la actuación le había parecido “asombrosa”. Veinte años des­ pués seguía hablando maravillas de la interpretación, marcada­ mente lenta, que Richter hacía del primer movimiento de Schubert, que supuso para él toda una revelación, y tal vez una influencia. Am bos pianistas form aron una sociedad de adm iración mutua durante el resto de sus vidas, y a pesar de que sus respectivos esti­ los y repertorios no podían haber sido más disímiles, se lo perdo­ naban todo. Sin embargo, no todo fue grato para Gould. Soportó salas de conciertos gélidas, algunos pianos precarios y bajos perfiles orques­ tales: en un pasaje del primer movimiento de la Cuarta de Beethoven, un flautista entró con varios compases de antelación, pero siguió adelante a pesar de las recriminaciones y las gesticulaciones del 179

director de orquesta. Gould se sentía incóm odo en los banquetes y las recepciones que la embajada canadiense y el Ministerio de Cultura soviético organizaban en su honor; odiaba los discursos, la conversación sobre asuntos triviales, los brindis con vodka que se negaba a tomar, para incredulidad general (aunque Richter lo respaldaba). Asistía no obstante a todos y cada uno de los even­ tos programados, y conoció a algunos de los músicos rusos más destacados del m om ento: Richter, N ikolayeva, el vio lon celista Mstislav Rostropovich, el violinista Leonid Kogan. La popularidad de Gould alcanzó cotas tan elevadas que acce­ dió a dar un cuarto concierto (gratuito) en la mañana del 12 de mayo: un recital-conferencia en el C onservatorio de Moscú. Lo anunció con el título genérico “Música en Occidente”, pero su pro­ pósito, alentado por Rostropovich y otros, era presentar la música de Schönberg y su escuela. Se trataba de un repertorio que estuvo proscrito en Rusia durante mucho tiempo, pero ya en 1957 el país apostaba cada vez más, si bien con cautela, por una relajación del control burocrático que había estancado la música y las demás artes durante la era de Stalin, así com o por la reconsideración de las famosas denuncias que el Partido Comunista había hecho en 1948 para desacreditar a Jachaturián, Shostakovich y otros com ­ positores “form alistas”. El Segundo Congreso de Com positores Soviéticos, celebrado en Moscú, que acabó un mes antes de que Gould llegase, había alentado las esperanzas de que el C om ité Central del Partido estuviera dispuesto a tolerar un debate y una exploración creativa más amplios de lo que había perm itido en el pasado. Aun así, en 1957 tan sólo unos p ocos intérpretes rusos tocaban música moderna, y la respuesta del público hacia ésta era más bien fría. E l recita l-con feren cia tuvo lugar en el Salón Pequeño del Conservatorio, ante un auditorio form ado por estudiantes y pro­ fesores, con ayuda de un intérprete oficial y varios no oficiales (en presencia, además, de funcionarios soviéticos y jóvenes infor­ m adores comunistas). Se ocuparon las cuatrocientas butacas, y los espectadores que permanecieron en pie llenaban el resto del espacio disponible y rebosaban por las puertas de salida y las esca­ leras. Gould vestía ropa informal, sin corbata, y a medida que el concierto avanzaba em pezó a entrar en calor y se quitó la cha­ queta y el suéter, amontonándolos sobre el escenario; acabó en mangas de camisa, con una parte de los faldones colgando por fuera del pantalón. Gould explicó por escrito al fotógrafo Yousuf Karsh: 180

Cuando anuncié que iba a tocar el tipo de música que no había obte­ nido reconocimiento oficial en la u r s s desde mediados de los años treinta, se oyó un murmullo un tanto alarmante y momentáneamente incontrolable procedente del público. Tengo la seguridad de que muchos de los estudiantes dudaban sin saber si lo mejor para ellos era quedarse o marcharse de allí. Me las arreglé para mantener las cosas bajo control frunciendo el ceño ferozmente.

Varios profesores de edad abandonaron la sala, dijo Gould, es de suponer que a m odo de protesta. Tocó la sonata de Berg, las Variaciones de Webern y dos movimientos de la Tercera sonata de Krenek, trufados con algunas observaciones rudimentarias acerca de la música de la escuela de Schönberg, que ilustró con ejemplos musicales. “Fue el acontecimiento musical más em ocio­ nante en el que haya participado - le dijo a Karsh-. Hubo momen­ tos en que hacían peticiones para que tocara a Bach o Beethoven, pero en general los estudiantes se mostraron extremadamente atentos y receptivos.” A fin de apaciguarlos, como bises tocó una generosa selección de El arte de la fuga y de las Variaciones Goldberg. Las ovaciones fueron atronadoras, y el recorrido entre el camerino de Gould y su limusina estaba atestado de estudian­ tes que no cesaban de vitorearle. En Canadá, el éxito de Gould en la Unión Soviética se difundió ampliamente. Las agencias de noticias Reuters y Tass llevaron la noticia por todo el mundo, y Homburger supo aprovechar la oca­ sión y se las arregló para facilitar al Toronto Daily Star crónicas regulares de la gira. El papel de Gould como embajador cultural fue objeto de comentarios de aprobación tanto en Canadá como en Rusia, aunque el propio Gould no estuvo tan encandilado con su tarea como para olvidarse de escribir a amigos y familiares. Continuó su viaje hasta Leningrado, donde el 14 y el 16 de mayo repitió el programa de sus recitales de Moscú. La primera noche, el Salón Bolshoi no se llenó ni en la mitad de su aforo: todo el mundo había oído hablar del gran éxito de Gould la semana ante­ rior, p ero gracias a una rivalidad de siglos entre Moscú y Leningrado, se puso gran empeño en no dejarse influir por la reac­ ción de la capital. Sin embargo, una vez más, la sala se llenó des­ pués del intermedio. En el segundo recital fue la primera vez en que en el Salón Maly se subieron sillas al escenario, y la policía montada acudió para controlar a la multitud que no había conse­ guido entrada y en el intermedio todavía seguía arremolinada con la esperanza de poder acceder a la sala. Gould recibió una ovación 181

descomunal después de las Variaciones Goldberg y se vio obligado a tocar un bis tras otro, uno de los cuales fue la sonata de Berg completa. P o r fin, tres horas después de haber iniciado el con­ cierto, alzó las manos y utilizó dos de la escasa docena de palabras en ruso que había logrado aprender: “Gracias, buenas noches”. El 18 de mayo, en el Salón Bolshoi, las mil trescientas butacas del recinto estaban ocupadas, y de un modo u otro otros mil cien espec­ tadores se apiñaban en pie en la sala, mientras Gould acompañaba a la Filarm ónica de Leningrado en interpretaciones del Concierto en re menor de Bach y el Concierto en si menor de Beethoven car­ gadas de emoción.5Ya en su camerino, le entregaron una nota donde se le imploraba que tocase algo de Bach sin la orquesta, de manera que hubo otra serie maratoniana de seis bises en total. “Creo que lo m ejor será irme a casa”, comentó el director de orquesta, a quien todavía le restaba un poem a sinfónico de Liszt para concluir su programa. Aun cuando m ovieron el piano a un lado con una inten­ ción harto significativa, el público seguía aplaudiendo; Gould salió a saludar por última vez ya con el abrigo, el sombrero y los guan­ tes puestos. A l igual que sucediera en Moscú, las críticas fueron halagadoras -tam poco esta vez dudaron en proclamarlo uno de los grandes pianistas del mundo- y de nuevo hizo turismo y asistió a varias reuniones sociales, entre ellas un encuentro con jóvenes colegas en la Casa de los Compositores. Asimismo, accedió a repe­ tir su recital-conferencia titulado “Música en Occidente” en el con­ servatorio local, donde nuevamente la sala de actos se llenó de estudiantes entusiastas que le lanzaron flores y programas cuando todo acabó, a pesar de que con frecuencia la música moderna los desconcertó y habían pedido a gritos interpretaciones de Bach y Beethoven.6 El enfoque intelectual con que Gould abordaba la música y su magistral defensa del repertorio moderno supusieron un auténtico desafío a la larga tradición romántica de Rusia, así com o a la tra­ dición más reciente del realismo socialista, y en este sentido Gould devino una fuente de inspiración para muchos músicos rusos, en especial los com positores jóvenes. “Nos descubrió a los com po­ sitores de la [Segunda] Escuela Vienesa”, dijo Rostropovich. Sin embargo, sería Bach el m edio de que dejase una impronta dura­ dera. Considerado un com positor eclesiástico, Bach despertaba recelo entre muchos músicos en una Unión Soviética oficialm ente atea. El Bach de Gould llegó con la fuerza de una revelación. Como admitió más de un músico ruso, incluso décadas después, Gould m arcó un antes y un después en su manera de interpretar y de 182

entender a Bach. Él estaba “poseído por Bach”, según uno de los críticos; el suyo era un Bach estimulante, moderno. En realidad, la m ayoría de los críticos centró su atención en la interpretación que Gould hacía de Bach, hasta casi perder de vista todo lo demás. La opinión general era que había logrado revelar no solamente el intelecto y las estructuras de Bach, sino también la pasión, el lirismo y la humanidad del compositor. Cuando Cliburn propuso inter­ pretar una tocata de Bach en Moscú en 1958, un oficial le recordó: “N i hablar. N o olvide que acabamos de tener aquí al Gould de Canadá”. Gould abandonó Rusia el día después de su segundo recital-con­ ferencia y nunca regresó, pero su reputación en el país no acabó allí. Durante años, a los músicos occidentales (especialm ente a los canadienses) que visitaban Rusia se les importunaba para pedir noticias de Gould. Según Ekatarina ( “Kitty”) Gvozdeva, profesora de música italiana del C onservatorio de Leningrado, su álbum Goldberg cobró categoría de reliquia sagrada, y sus grabaciones y vídeos se devoraban con avidez siempre que fuera posible obte­ nerlos. Los jóvenes rusos adoptaron su repertorio e imitaron su estilo, sobre todo con Bach, y se inspiraban en su postura contra­ ria a la autoridad. Durante años siguió recibiendo cartas y obse­ quios de admiradores rusos, en concreto de Kitty Gvozdeva, que escribía cartas largas y grandilocuentes a su “muchacho de oro” : “ ¡Te necesitamos, te echamos de menos y anhelamos tu presencia como la de ningún otro! -escribió un año después de que Gould se marchara-. Eres algo que va más allá de la comprensión humana, algo muy elevado, que está más allá de lo terrenal: eres eterno, un artista m agnífico, de los que hacen época.” Gould, por su parte, siempre mantuvo un interés por Rusia y la música de aquel país, y se convirtió en una especie de entendido en la materia, como demos­ tró en sucesivas entrevistas, conferencias, artículos y programas de radio y televisión. Después de Rusia, el siguiente destino de Gould fue Berlín, donde ya se le conocía gracias al álbum Goldberg.7Allí, formando parte de una “semana norteamericana” que se celebraba al final de la temporada de la Filarmónica, acompañó a Herbert von Karajan en el Concierto en do menor de Beethoven. La orquesta le dio la bienvenida al ensayo con un aplauso cortés, pero tras tocar la pieza una vez Karajan y los músicos le dedicaron una ovación, y el pri­ mer violoncelista le dijo a Homburger que Gould era un genio, el pianista más grande que había escuchado jamás. Gould y Karajan 183

form aban una pareja de músicos insólita. Karajan era entonces conocido como el Generalmusikdirektor de Europa, y contaba con la clase de poder y ambición mundanos que Gould ni ansiaba ni admiraba: además de dirigir la Filarmónica de Berlín, Karajan ejer­ cía de director artístico del Festival de Salzburgo y de director de la Ópera Estatal de Viena; mantenía una sociedad con La Scala de Milán, grababa con la Orquesta F ilarm ónica de Londres y la Filarmónica de Viena; hacía apariciones estelares tanto en Bayreuth com o por todo el mundo. Como director de orquesta era todo un autócrata, y en ocasiones sacrificaba el interés musical en aras de un sonido lujoso, lo que Gould denom inaba “una preocupa­ ción obsesiva por el fraseo legato”. N o obstante, a Gould le pare­ ció un hombre encantador, junto al cual “trabajar es un sueño” , y Karajan manifestó hallarse en tal sintonía con Gould desde un punto de vista artístico que no podía entender por qué la gente lo consi­ deraba un excéntrico. Después del triunfo que supuso su primera actuación, el 24 de mayo Karajan comentó ante la prensa: “Ésta ha sido una interpre­ tación magistral, que muy pocos lograrán igualar mientras viva­ m os.” Gould discrepó -había batallado con un piano cuyo mecanismo no iba muy fino-, pero una grabación radiofónica del día 26 de mayo pone de m anifiesto una de sus actuaciones más brillantes, a la que cabe sumar un bello acompañamiento. El crítico alemán de mayor renombre, Hans Heinz Stuckenschmidt, escribió en Die Welt que la presentación de Gould había supuesto “una de las raras oportunidades de encontrarse con un genio absoluto” . Gould, continuaba el crítico, ha demostrado que se cuenta entre los músicos vivos de primera cate­ goría. El C oncierto en do m enor, op. 37, ciertamente no es ninguna rareza en nuestros programas de conciertos, pero del modo en que fue ejecutado alcanzó una intensidad incomparable, una soltura técnica y un absoluto dominio intelectual, tales que fue una verdadera reve­ lación. Nunca habíamos oído que sonaran así las pequeñas fluctua­ ciones de tempo en los movimientos rápidos ni la cantilena del Largo. Era como si la propia música, a partir de estos sonidos que se desva­ necían en el aire, nos hablara sin que mediara la intercesión de una mano humana. [...] Sus aptitudes técnicas rozan lo fabuloso; su flui­ dez en ambas manos, su versatilidad dinámica y su riqueza tímbrica representan un grado de maestría que, en mi opinión, no se ha con­ jugado desde los tiempos de Busoni. Una maravilla, una experiencia apasionante, un placer incomparable cuyo éxito excede con mucho los niveles críticos habituales.

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Una vez en casa, Gould repitiría la observación de “desde los tiempos de Busoni” a Robert Fulford, y avergonzado añadiría que había consultado la fecha de la muerte de Busoni: 1924.8 Desde Berlín tomó un tren que lo llevó hacia el sur a través de la campiña alemana, a bordo del cual pudo admirar los paisajes y cantar Die Meistersinger de Wagner a m odo de homenaje mientras pasaba por Nuremberg. En el trayecto se las arregló para pillarse el pulgar izquierdo con una puerta, pero pudo aparecer en el Festival de Viena, el 7 de junio, en un recital de Bach, Webern, Beethoven y Berg. La sala solamente llenó dos terceras partes de su aforo -había muchas cosas que hacer en Viena aquella noche-, pero esta­ ban presentes todos los pianistas de la ciudad, incluido Jörg Demus, a quien se oyó comentar: “N o me pienso quedar aquí sentado mien­ tras mutilan a Bach”. Hubo muchos bises, aplausos atronadores, una reverencia final con el sombrero y el abrigo puestos, y una acla­ mación casi general: “Un pianista orgiástico”, escribió un crítico. “Una perfección técnica que roza lo im posible”, escribió otro. Homburger todavía transmitía noticias de los éxitos de su cliente al Toronto Daily Star, y Eric M cLean desde M ontreal informó: “Ningún canadiense ha cosechado una fama tan sensacional desde que las quintillizas de la familia Dionne ocuparon las primeras pla­ nas de la prensa”. El 11 de junio, exhausto y aun así eufórico, Gould volvió a su país.

“EN LOS CONCIERTOS EN VIVO ME SIENTO DENIGRADO, COMO U N ACTOR DE VODEVIL.” Algunos de los amigos de Gould, después de que se convirtiera en una celebridad internacional, creyeron detectar cambios en su personalidad: perdía su adorable modestia, sus excentricidades estaban fuera de control, su compañía ya no era tan divertida, cos­ taba demasiado mantenerla. Sin embargo, Gould se esforzó por con­ servar los pies en la tierra. Se mantuvo leal a la cadena que lo respaldaba en Canadá, no se buscó a un agente o un publicista de Nueva York, a pesar de que tuvo varias ofertas. Siguió viviendo con sus padres, entre la casa de The Beach y la casa de campo, y no cabía duda de que seguía siendo su hijo. N o hacía alarde ni fanfa­ rroneaba de su nueva holgura económica, y tampoco se deleitaba en la ostentación; a menudo se mostraba sanamente escéptico y crítico a propósito de su fama. ( “Los rusos aplauden así a todo el 185

mundo”, decía.) Todavía le gustaba dejarse caer por la cantina del conservatorio y mantenía el contacto con viejos amigos. N o daba la impresión de haber ascendido a una nueva esfera social, antes al contrario. Más que codearse con la alta sociedad neoyorquina, prefería bromear acerca de ella con sus amigos de siempre. “Por momentos parecía amar el espectáculo del mundo de la música (los chismes, las murmuraciones, los egos escandalosamente alimen­ tados) casi tanto como amaba la música misma -recuerda Robert Fulford-. Incluso parecía sentir un placer inocente al contemplar la envidia que lógicamente su talento despertaba en sus coetáneos.” Continuaba disfrutando del campo, pues era un lugar idóneo para evitar que se le subiera el éxito a la cabeza.9 Los lugareños tenían perfecta conciencia de su éxito, pero no lo trataban com o a una celebridad. A llí seguía siendo “Glenn” a secas, y más que admira­ dores tenía amigos. En realidad, no consideraba que el éxito como concertista fuera un logro particularm ente encom iable. Lo aclamaban con entu­ siasmo, era rico y famoso, y no obstante detestaba la actividad concertística y no hallaba satisfacción personal o artística en las salas de conciertos. En comparación con sus colegas, programaba muy pocos conciertos, cancelaba muchos de ellos y se quejaba de los que finalmente daba. Con tan sólo dieciocho años, trabajar para la c b c le había convencido de que su verdadera vocación discurría por los medios electrónicos. Los conciertos eran un mal necesario para ganar dinero y forjarse una audiencia con la que optar p o r una carrera discográfica y radiofónica. En 1969 recapitulaba sobre la etapa com o concertista en un perfil televisivo de la c b c y en sus palabras no había dobleces: Supongo que realmente nunca deseé dar conciertos. Me lo tomé más bien como algo por lo que había que pasar, como algo que uno debía hacer mientras se esforzaba por establecer cierta reputación que, imagino, pudiera ser de utilidad más adelante. Y no me pare­ cía que encerrara algo muy productivo, ni siquiera en aquella época. Te concedía una sensación de poder que disfruté bastante cuando tenía catorce, quince o dieciséis años. Era una especie de diversión tocar ante un público vivo y apasionado, entregar lo mejor de uno mismo, aquello por lo que uno ha ensayado durante muchos meses. Sin embargo, eso se apaga enseguida, es un barniz muy fino que no tarda en descascarillarse. Y una vez empiezas a hacerlo una noche sí y otra no, y en lugares remotos y en tierras distantes, el encanto y el glamour no tardan en extinguirse. Cuando menos así fue en mi caso, sin duda. Y no sólo me harté completamente de aquello, sino que también empezó

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a parecerme que realmente no conducía a nada en absoluto, pues una vez que había empezado a hacer grabaciones como mucho compe­ tía contra mí mismo. A lo más que podía aspirar era a que mi expo­ sición pública fuera tan buena como la grabación equivalente de la obra, si de hecho la había grabado. Y a menudo así era, porque cuando uno da conciertos incurre en el engaño, deja de explorar repertorio nuevo. Tocas las mismas piezas musicales que has puesto a prueba ante el público presente en la grabación, así como ante el público en general. Uno incurre en el engaño y trata de arreglárselas con el mínimo esfuerzo posible y tocarlas básicamente de la misma manera, supongo. Y existe una increíble y anquilosante falta de imaginación que se impone a todo lo demás; ya no hace falta depender particu­ larmente de la imaginación. Y uno envejece con enorme rapidez. Es una vida espantosa.

Gould podía entonar una letanía de objeciones a la vida de con­ certista. Intérprete de ideas idiosincrásicas con unos niveles de exi­ gencia técnica insólitamente altos y exigencias muy personales en lo tocante a su instrumento, obtenía escasas compensaciones al viajar de una ciudad a otra y tocar con pianos que le eran extra­ ños, trabajar con distintas orquestas y directores sin disponer de tiem po suficiente para ensayar. Apenas sorprende que él, al igual que muchos otros, tocara “las mismas piezas manidas” allá donde fuera, pues de ese modo corría menos riesgos. Tal vez su reperto­ rio fuera poco corriente, pero en su mayor parte estaba fijado: siem­ pre tocaba las mismas obras poco corrientes. Alguna que otra vez salía de esa rutina y ofrecía, aunque por lo común brevemente, algo nuevo: una partita de Bach diferente, una fantasía de Mozart, la Sonata op. 10/núm. 2 de Beethoven, piezas del op. 19 de Schönberg. Durante un tiempo, a principios de los años sesenta, le apetecía tocar las variaciones de la Heroica de Beethoven y la sonata La tempestad. Sin embargo, las más de las veces disponía de p o co tiempo o de escasa energía para incorporar nuevo repertorio mien­ tras estaba de gira, y una vez alcanzado el éxito carecía de alicientes para hacerlo. Insistía además en que las salas de conciertos eran precisamente el lugar menos idóneo para el tipo de música que a él le gustaba tocar, obras estructuralmente complejas que tendían a adoptar un carácter íntimo en escala y retórica. Este posicionamiento viene respaldado por cierta justificación histórica: dejando de lado los conciertos, apenas había pieza alguna en su repertorio que hubiera sido compuesta para interpretarse en una sala de dimensiones vas­ tas y ante una gran concentración de público; ni siquiera las sona­ 187

tas de Beethoven, los intermezzi de Brahms o la música de la escuela de Schönberg. Con frecuencia, Gould daba recitales ente­ ros de música concebida para interpretarse, como mucho, ante una pequeña reunión privada, y buena parte de su repertorio isabelino y barroco estaba concebido para un público compuesto tan sólo por el propio intérprete. Ese tipo de música, pensaba Gould, que­ daba traicionada en su misma esencia cuando se proyectaba en los recovecos distantes de una gran sala. En 1958 tocó las Variaciones Goldberg en un auditorio de la Universidad de Kentucky, en Lexington, frente a siete mil personas, y cuesta imaginar que en ese m arco lograra transmitir las sutilezas del contrapunto bachiano. (Gustaba de tocar música antigua con la tapa del piano bajada, en aras de una mayor intimidad.) Lo curioso del caso es que Gould a menudo lograba llevar a cabo sus planteamientos musica­ les en los conciertos: de otro m odo no hubiera cosechado un éxito de tal magnitud. Se conserva la grabación de un recital que ofre­ ció en 1959 en el Festival de Salzburgo, y en la primera parte de su program a (la fantasía Fitzwilliam de Sweelinck, la suite de Schönberg, la Sonata K. 330 de M ozart) su im pecable técnica, el refinamiento de su tono y la atmósfera de íntima comunión que crea resultan asombrosas, sobre todo por tratarse de un lugar público. Los asistentes, embelesados, apenas sueltan siquiera un suspiro. Sin embargo, aquel mismo concierto incluye una interpretación de las Variaciones Goldberg que, a pesar de todas sus bondades, está plagada del tipo de efectismos interpretativos e intuitivos que Gould siem pre despreció. La pieza parece a menudo a punto de escapársele técnicamente de las manos, y los mismos nervios le lle­ van a em plear la clase de recursos -duplicar octavas, por ejem ­ p lo - a los que nunca recurría cuando pensaba con lucidez. En muchos aspectos, el estilo lúcido y esmeradamente controlado que se ponía por meta en el estudio de grabación resultaba imposible de lograr en una sala de conciertos. Muchas de sus actuaciones eran llamativas, brillantes, y despertaban el entusiasmo a costa de sacri­ ficar los valores musicales que en más alta estima tenía. Lo que muchos oyentes y críticos admiraban de sus actuaciones en vivo éra lo que Gould consideraba fruto de los nervios: superficial, exce­ sivamente marcado, fuera de control. En una entrevista de 1968 se quejaba de haber adquirido “malos hábitos interpretativos” al tocar piezas repetidamente en grandes auditorios. La Partita núm. 5 en sol mayor de Bach, por ejemplo, era una pieza que aparecía con frecuencia en sus primeros conciertos, tanto com o parte del programa como a m odo de bis. Cuando regresó de su gira europea 188

de 1957 dijo: “Decidí grabarla y juro que fue la peor grabación de Bach que he hecho nunca. También fue la más pianística. Tal vez sea la que prefiera un entendido del piano, pero es la que a mí menos me gusta, porque es en la que menos se recoge el espíritu de Bach, y es también la que menos recoge mi propio espíritu (cuando menos en relación con Bach, en todo caso). Está llena de toda clase de obstáculos dinámicos; llena de crescendi y diminuendi que no desempeñan ningún papel en la estructura, en el esqueleto de esa música, y lo desafían a uno a describir el esqueleto como es debido.” Prefería con mucho su grabación de 1954 para la c b c , que “quedó arruinada por el desgaste de los conciertos” y, por consiguiente, estaba m ejor “integrada” y era “menos exhibicionista”. Una de las pocas piezas de vídeo que se conservan de Gould tocando en un auditorio lo muestra en tres movimientos de la Partita en sol mayor, en la serie televisiva que realizó la c b c en 1957 bajo el título Chrysler Festival, y en ella se ponen precisamente de manifiesto las exage­ raciones de tempo y ademán, la interpretación alimentada por la adrenalina, que tanto le disgustaban. A medida que su carrera como concertista se prolongaba, a Gould también le frustraba cada vez más que le pidieran que hiciera el payaso. A l principio hallaba un placer inocente en las controver­ sias que suscitaban sus excentricidades, y sabía lo valiosa que era de cara a la popularidad, pero a medida que pasaba el tiempo le divertía menos y en cambio le hacía tomar conciencia y lo cohibía cada vez más. “Dondequiera que voy, quieren fotografiarme tomando pastillas”, le explicó a un reportero de Dallas ya en otoño de 1956. En un documental de 1959 realizado por el National Film Board de Canadá puede advertirse un destello de ira en su mirada cuando le piden, mientras está sentado al piano, que se ponga bufanda y guantes para hacer las fotografías durante una sesión de grabación: “Ya me han hecho muchas fotografías de esa clase”, dice con fir­ meza. En Europa, los comentarios acerca de sus peculiaridades solían adquirir un tono más elevado. Stuckenschmidt, por ejemplo, escribió en un artículo que “Gould es un músico que siempre parece estar en lucha permanente, obsesionado físicamente, en una bús­ queda vehemente de la expresión tonal perfecta, un joven inmerso en un extraño trance, un artista en el umbral entre el sueño y la rea­ lidad”; una hermosa manera de expresarlo. En Viena, un crítico evo­ caba “las fantásticas figuras oníricas” de E. T. A. Hoffmann, las teorías del loco genial que en cierto momento se pusieron de moda acerca de artistas como Poe y Van Gogh, e incluso la “charlatane­ ría” de Wilde y Liberace, en un intento por contextualizar el “fenó­ 189

meno artístico” que Gould representaba. Otro crítico vio a Gould “en trance, poseído por demonios del bien y del mal”, en otro mundo. Para otro, Gould “estaba más allá del mundo material; uno podría incluso decir que está poseído por la música no en el sentido de fuerza interior faustiana, o de un poder demoníaco, o de la embria­ guez de un virtuoso con el sonido, sino más bien en el sentido de un retom o a lo que es esencial en la música”. En Florencia, sus ges­ ticulaciones se interpretaron como síntoma de su exacerbada sen­ sibilidad ante el teclado, que rayaba incluso en el sufrimiento. El propio Gould observó que los europeos se inclinaban a considerar la música como “una cuestión privada, [y] lo que hagas para alcan­ zar tus fines es asunto tuyo, siempre y cuando dichos fines se cum­ plan”. Sin embargo, ni siquiera los europeos estaban por encima de esa suerte de desaprobación que le dedicaban en Norteamérica: “Su estilo de orangután tal vez complazca a los admiradores de Elvis Presley, pero irrita, o cuando menos fatiga, a un público clásico”, observó Le Soir de Bruselas, y en Salzburgo se informó que algu­ nos de los asistentes huyeron del recital en el intermedio murmu­ rando que Gould estaba loco. Sus objeciones a las salas de conciertos eran, en última instan­ cia, de carácter moral: le parecía inmoral exigir que alguien exhi­ biera sus mercancías de este m odo frente a un público voraz. “Detesto a los espectadores -d ijo -. Me parece que form an parte de las fuerzas del mal.” Incluso le disgustaba asistir a conciertos (u obras teatrales u operísticas), y aseguraba no haberlo hecho des­ pués de 1967. Pensaba que el ámbito de un concierto alimentaba una m anifestación de instintos com petitivos y violen tos donde “im peraba la ley de la calle” , y comparaba la sala de conciertos con una “extensión cómodamente tapizada del Coliseo romano”. En 1968 dijo a un entrevistador: Existe un ansia de sangre próxima al sadismo que invade al que asiste a un concierto. Se espera con ansiedad que algo ocurra, que el trombón se equivoque o que las cuerdas se rompan, que el director de orquesta se olvide de subdividir, ya me entiende. ¡Y es terrible! Quiero decir que én los asistentes a conciertos insensibilizados existe ese mismo instinto que había en los que iban a ver a los gladiadores, y supongo que por esa razón no me gustan los de su especie y no con­ fío en ellos, y tampoco los quiero como amigos.

Gould no veía con buenos ojos la faceta de conquistador del público implícita en el recital en solitario, así com o tam poco la faceta del individuo enfrentado a la masa del concierto solista. 190

Y, por descontado, no sentía sino desprecio por el tipo de música que, tanto musical com o históricam ente, m ejor se adecuaba al m edio conciertístico (grandes obras para solistas y conciertos del siglo xix). “Una interpretación no es una lucha, sino un acto de amor”, dijo en 1962 y, al igual que sucede con los actos de amor, se llevaban a cabo mejor en privado. Por muy válidos que fueran los argumentos de Gould -para él lo eran, en cualquier caso-, también admitía que requería un ver­ dadero andamiaje intelectual el intento de racionalizar lo que en esencia era un profundo malestar personal con los conciertos. Frágil e inquieto, el hecho mismo de trabajar en presencia de público le parecía una experiencia sumamente desagradable. No es un argu­ mento trivial: el miedo escénico y la adrenalina a menudo causa­ ban estragos en las interpretaciones musicales que con tanto esmero preparaba. N o puede decirse que la postura de Gould al respecto sea única. Las objeciones musicales y temperamentales a los con­ ciertos vienen de tan antiguo como los conciertos mismos: dan fe de ello las opiniones de intérpretes que van de Mozart, Chopin y Liszt, a Godowsky, Grainger y Horowitz, por mencionar solamente a pianistas clásicos. Sin embargo, el profundo malestar de Gould sí puede conside­ rarse inusual, y explica muchas de sus extravagancias sobre el esce­ nario, que parecen haberse concebido para sumirlo a tal punto en la música que lograra borrar al público de su mente por completo. Más de un crítico advirtió que rara vez Gould miraba hacia el público mientras tocaba, ni siquiera mientras esperaba su tumo en un pasaje orquestal, y que, cuando en efecto posaba la mirada en la sala, pare­ cía alarmarse de ver que había gente ocupando las butacas. No per­ mitía que nadie entrara en su camerino antes de un concierto -era una cláusula de su contrato- y tocar en público lo ponía tan ner­ vioso que quería que sus espectadores fuesen lo más anónimos posi­ ble. Les pedía a sus fam iliares y amigos que no asistieran a sus conciertos; cuanto más íntimo fuera el amigo, más le inquietaba saber que se encontraba entre el público (a unos pocos elegidos se les permitió escuchar entre bastidores). Gould insistió en que Verna Sandercock, la secretaria de Walter Hom burger de 1958 a 1961, llegase incluso a marcharse de la ciudad (él corría con los gas­ tos) antes de varios conciertos. En una ocasión, el asiento de Vema fue la única butaca vacía en un concierto que dio en el Festival de Stratford; en otra ocasión, le prohibió terminantemente que escu­ chara uno de sus conciertos por la radio. Finalmente, la secretaria le envió el siguiente telegrama: “ y o , v e r n a s a n d e r c o c k , d e l a c i u d a d 191

DE TORONTO, POR LA PRESENTE JURO QUE EN EL FUTURO NO SERÉ UN MIEM­ BRO DEL PÚBLICO VISUAL U OYENTE DE NINGUNA ACTUACIÓN DE GLEN [S/C] g o u l d s i n su c o n s e n t i m ie n t o e x p l í c i t o ”. Firmaba el texto “ c o n a f e c t o , su g a f e ”. Para Gould, el público era un verdadero obstáculo para la música. Una vez, hablando acerca de los bises con algunos com­ pañeros del conservatorio, declaró: “A tu público no le debes nada”; el intérprete, en todo caso, se hallaba en deuda con el compositor, con la música, consigo mismo. Y en una entrevista concedida en 1980 dijo: “Puedo afirmar con total honestidad que jamás recuerdo haber sentido que la presencia del público contribuyera en algo a la m ejor calidad de una interpretación”. Así pues, ¿qué razón había para dar conciertos? La interpretación en vivo era ya bastante nefasta, pero todo lo que rodeaba la actividad concertística era todavía peor. Para una persona hogareña, que se sentía incóm oda en ambientes extraños sobre los que no podía ejercer un control total, la vida del concer­ tista suponía una verdadera tortura. N o soportaba dormir en una cama distinta cada noche, en habitaciones de hotel donde o fre­ cían mala comida y la calefacción nunca estaba en el punto justo, conociendo a gente nueva en cada nuevo lugar, con la obligación de atenerse a una apretada agenda diaria y convencional. “N o me complace esto de ser concertista-dijo en 1955, cuando solamente había salido de Canadá en una ocasión-. En el mundo del piano hay niños con una disposición natural a los que envidio porque enfo­ can el asunto como si fuera una cuestión del día a día.” Detestaba la incesante rutina de aeropuertos, estaciones de tren, hoteles y res­ taurantes, así com o las orquestas y directores desconocidos, las entrevistas de prensa (que siempre trataba de limitar) y, por encima de todo, odiaba las reuniones y las fiestas, con sus charlas trivia­ les, alcohol y cordialidad forzosa. (E l violinista Fritz Kreisler dÿo en una ocasión: “Mi caché es de mil dólares por el concierto; tres mil si incluye una fiesta”.) Ofendió a la formidable Rosalie Leventritt, una gran dama muy influyente de la escena artística neoyorquina, al escapar a la primera ocasión de la fiesta que ésta había organi­ zado en su honor tras su debut en el Town Hall. A pesar de que alegó una indisposición, lo cierto es que se sentía incóm odo en reunio­ nes sociales con gente que no conocía. La señora Leventritt nunca se lo perdonó. Por lo general, Gould viajaba solo, sin séquito que lo acompa­ ñase, y la mayor parte del tiem po se sentía solo. Él mismo descri­ bió su actitud cuando estaba de gira como un “malestar apático”, y normalmente les pedía a los gerentes locales que le dispensasen

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de actividades “fuera del programa”. No tenía gran interés por cono­ cer los lugares que visitaba (una ve z pasó una semana en las Montañas Rocosas, en Colorado, y se las arregló para no visitar ni ver siquiera las montañas); le ponían nervioso las actuaciones inmi­ nentes, y siem pre estaba quejumbroso por su salud, de manera que indefectiblem ente permanecía la m ayor parte del tiempo en su habitación de hotel, de la que no salía ni siquiera para comer, y pasaba el tiempo entre la lectura, el estudio de las partituras, escri­ biendo y componiendo, manteniendo al día su correspondencia y mitigando su soledad con conferencias telefónicas que tenían un coste desorbitado. Prefería el anonimato de los hoteles y rechazaba cualquier ofrecimiento para alojarse en casas particulares. En oca­ siones se encontraba con viejos amigos de su ciudad o con otros intérpretes y, a pesar de que el placer que le producía su compañía podía palparse, rara vez lograban arrancarlo de su habitación de hotel. Morry Kemerman y Victor Feldbrill lo vieron en Bruselas en 1958, y recuerdan su desilusión cuando le propusieron salir del hotel y recorrer un p o co la ciudad; más tarde Kernerman logró, con enorme esfuerzo, que lo acompañara a hacer algunas compras. Los admiradores excesivamente entusiastas también se convirtieron en un problema. “Justo después de un concierto m e tomo una pasti­ lla -d ijo en 1964-, porque tengo el problema de ese contingente de majaretas que me siguen de un sitio a otro, y algunos de ellos real­ mente pueden llevarme al borde del desequilibrio.” Para eludir a los fans firmaba en los registros de hotel como Orlando Gibbons o Johannes Ockeghem. De gira solía sentirse agotado - “ ¡Ya estoy agotado antes de mar­ charme!”, le confesó a un amigo en 1958-, y a menudo también depri­ mido. Como es lógico, su salud se resentía. Durante sus años como concertista, la leyenda del Gould hipocondríaco fue en aumento, pero lo cierto es que lo asediaban males que, psicosomáticos o no, eran perfectam ente reales. Siempre m encionaba resfriados, gri­ pes y sinusitis que, según decía, se agravaban en los aviones, las salas de conciertos y las frías habitaciones de hotel, especialmente habituales en Europa. Para él, 27°C era una temperatura ambiente “justa”, y algunos de sus amigos recuerdan haberlo visto en habi­ taciones de hotel literalmente rodeado de calefactores alquilados. Aseguraba que una vez, al salir apresuradamente de una sala de conciertos, “me dio un golpe de aire tan frío en la cara que no pude masticar por el lado izquierdo durante meses”. Sus quejas podían adquirir tintes aún más barrocos: en una de sus cartas hace refe­ rencia a una época, en 1956, cuando “regresó de Texas y estaba 193

sordo”. Se le había visto dejar de tocar en mitad de una pieza para hallar el origen de una corriente de aire que creía notar. Los dolo­ res de espalda, de brazos y de manos siempre le asediaban; la “infla­ m ación de los músculos de la m ano” era una de sus dolencias recurrentes. Usaba guantes religiosamente, a veces varias capas; utilizaba una almohada de gomaespuma especial en los hoteles, lle­ vaba siempre consigo un calentador de agua portátil, eléctrico, para sus sesiones rápidas de rem ojo de manos, y visitaba a quiroprácticos y terapeutas de varias ciudades. Dondequiera que fuese siem­ pre iba provisto de todo tipo de pastillas: pastillas para acabar con el sudor o mejorar la circulación, anfetaminas y relajantes, pasti­ llas para la jaqueca y somníferos, antihistamínicos y vitaminas. Con frecuencia, esto le causó problemas en los pasos fronterizos; por lo menos en una ocasión le hicieron desnudarse y lo registraron. “Sin embargo, esta manía mía de las pastillas se ha exagerado bur­ damente -le dijo a Jock Carroll-. Vaya, si un reportero llegó a escri­ bir que viajaba con una maleta llena de pastillas, cuando en realidad apenas ocupan un maletín.” A l igual que Horowitz, Michelangeli y otros intérpretes obsesi­ vos y de salud precaria, a Gould se lo conocía por cancelar con­ ciertos, a veces con muy poca antelación. Intérpretes que sentían un profundo aprecio y respeto por el público, com o Arthur Rubinstein, cumplían sus compromisos a menos que se hallaran al borde de la muerte, y Van Clibum quedaba desconsolado siempre que tenía que cancelar una actuación, a pesar de que en su momento de mayor actividad daba más de cien conciertos al año. En cambio, Gould, cuya agenda era de entrada relativamente menos apretada, buscaba todo tipo de excusas para cancelarlos. Bastaba el más ligero resfriado, salvo en circunstancias fuera de lo corriente, y hay constancia de que les pedía a doctores amigos de la familia, como Peter Ostwald, justificantes que lo excusasen de un compromiso. Cancelaba rutinariamente entre un veinte y un treinta por ciento de sus conciertos, aveces el trabajo de semanas o meses de un solo golpe. Puesto que era una persona honrada, solía trasladar los con­ ciertos anulados a nuevas fechas, pero también éstos los cancelaba con frecuencia, y en más de una ocasión su comportamiento pro­ vo có resquemor. Las cancelaciones le costaron una pequeña fo r­ tuna en honorarios, y a menudo tuvo que pagar cientos de dólares a los gerentes de las salas de conciertos en concepto de reem ­ bolso por los gastos de viaje y de la promoción, así com o del alqui­ ler del local. La suma desembolsada a menudo restaba buena parte de su caché si volvía a programar un concierto. Si tenemos en cuenta 194

que Gould entendía los conciertos como un medio de hacer dinero a fin de poder abandonar más adelante las actuaciones en público, el éxito financiero de su empresa debe considerarse tristemente irónico.

“BUENO, EN CUALQUIER CASO, ¿QUIÉN DEMONIOS DIJO QUE SERÍA DIVERTIDO?” Gould pasó la temporada 1957-1958 de gira por Norteamérica, y buena parte del comienzo del verano de 1958 grabando en Nueva York y tocando en el Festival Internacional de Vancouver. A prin­ cipios de agosto, sin ningún paréntesis significativo, emprendió una agotadora gira de cuatro meses por Europa. Tocó el Concierto en sol menor de Bach en un debut triunfal en el Festival de Salzburgo, con la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam dirigida por Dimitri Mitropoulos, y realizó el mismo concierto en la Feria Mundial de Bruselas en un concierto especial para el Día de Canadá, con m otivo del cual el gobierno canadiense había enviado a la Hart House Orchestra de Boyd Neel. A fínales de septiembre ejecutó nue­ vamente el mismo concierto bajo la batuta de Herbert von Karajan. Acerca de esta última actuación, Bruno Monsaingeon relataba una anécdota que le había contado el flautista Auréle Nicholet, enton­ ces miembro de la Filarmónica de Berlín: en el primer ensayo, Gould tan sólo había tocado las primeras notas de la parte para piano cuando Karajan, lisa y llanamente anonadado, dejó de dirigir, tom ó asiento en la platea, y se limitó a escuchar el resto del primer m ovi­ miento. Gould siguió hacia Estocolmo, donde grabó una actuación con acompañamiento orquestal para la Sveriges Radio (con cuatro estu­ fas como único público) y tres sesiones de estudio en solitario; tam­ bién dio un concierto orquestal en público. El 9 de octubre ofreció un concierto en Wiesbaden que cosechó un gran éxito, bajo la direc­ ción de Wolfgang Sawallisch, a pesar de una orquesta que él cali­ ficó de “nicht so gut", y a continuación alquiló un coche y recorrió la región de los castillos remontando el Rin hasta Colonia, donde se hospedó en un hotel con vistas a la gran catedral. Musicalmente se hallaba en plena forma, y aun así había estado enfermo desde su llegada a Europa. Ya el 13 de agosto los periódi­ cos informaban que en Salzburgo había contraído una gripe que él calificaba de “atroz” (más tarde la recordaría como “una leve traqueítis” para la que le prescribieron antibióticos y un estimulante 195

tiro id eo ); le echaba la culpa al frío de los hoteles y al clim a de Europa, por lo general húmedo, y canceló un recital en Salzburgo. El 3 de octubre, en una carta a Homburger, se quejaba de “otra gripe como la de Salzburgo (temperatura actual, 38,7 °C )”, y para cuando llegó a Colonia su enfermedad había avanzado hasta el punto de que tuvo que cancelar un recital que iba a emitir en directo la West­ deutscher Rundfunk. Voló a Hamburgo todavía con fieb re (38,9 °C) y muy dolorido, a pesar de las atenciones de un quiropráctico. Canceló todas las actividades que tenía programadas para finales de octubre -con ciertos orquestales, recitales en solitario y p ro­ gramas de radio y televisión en Colonia, Hamburgo, Berlín y Viena, así como grabaciones con Robert Craft como director de la Orquesta Sinfónica de V ien a- y se refugió en Hamburgo, en el H otel Vier Jahreszeiten. Permanecería allí todo un mes y, a pesar de sus pro­ blemas médicos, más adelante recordaría aquel mes com o el m ejor de su vida, por ser el más solitario, un período en el que llevó “una existencia sumamente idílica y aislada”. N o podía evitar compa­ rarse con el Hans Castorp tuberculoso en su sanatorio alpino que aparece en L a montaña mágica, de Thomas Mann, y hubo al menos un periód ico que m encionó la existencia de rumores acerca de que realmente padecía la enfermedad. El 18 de octubre Gould escribió a Homburger dándole detalles de su dolencia. Las radiografías habían revelado “una bronquitis crónica en el pulmón derecho”, para la que un m édico había pres­ crito “leche con miel, aplicación de paños fríos en el costado dere­ cho, y remedios de ese tipo”, sin resultados aparentes. Por lo general, la fiebre le subía hasta los 37,9 °C, en especial de noche. Advirtió que orinaba sangre por lo menos en una ocasión, y perdió peso, entre cin co y siete kilos después de la estancia en Salzburgo, y diez más después de Estocolm o, que le “devolvieron al peso de mis años delicados: sesenta y ocho kilos”. Unos días después, infor­ maba de una nueva secuela de su enfermedad: nefritis, una infec­ ción de riñón. Según le decía a Homburger en una carta escrita el 24 de octubre, el doctor que la diagnosticó insistió en que debía guardar cama diez días y seguir una dieta sin proteínas, a pesar de que estaba recuperando el apetito. La idea era “darles el mayor des­ canso posible a los riñones. La radiografía muestra que no les ocu­ rre nada a nivel orgánico, pero que de algún m odo habían quedado afectados por este virus”. La familia y los amigos le expresaron su pesar y le ofrecieron consejos. La abuela Gould propuso emplas­ tos de mostaza; la clavicordista Silvia Kind recomendó el masaje; Deborah Ishlon, publicista de Columbia Records, le propuso “ejer196

cicios de yoga”; David Oppenheim se limitó a expresar el orgullo de que Gould pudiera reivindicar “una enferm edad tan p o co corriente”. En la última semana de octubre, el reposo y la dieta exenta de proteínas habían servido para que mejorase su salud, y empezó a tocar de nuevo el piano. Reanudó su gira el 15 de noviembre con un recital en Florencia. Como era habitual, tanto su interpretación com o un programa inte­ lectualmente motivador (Sweelinck, Schönberg, Mozart, Bach) se consideraron excepcionales, pero por primera vez en su carrera escuchó un siseo procedente del público después de la suite de Schönberg. Según la versión de Gould, bastante improbable, sacó partido del combate entre quienes le silbaban y quienes le aclama­ ban saliendo a saludar seis veces, “y partir de entonces, el público agotado se arrellanó en sus asientos sumido en una somnolencia irritable para escuchar las Variaciones Goldberg". Tocó el mismo programa en Turin, y luego actuó con la Accadem ia Nazionale di Santa Cecilia en Roma. Había planeado tocar el Concierto en sol menor de Bach, pero a la orquesta le había parecido que no se tra­ taba de una pieza “relevante pianísticamente” y le habían pedido si en lugar de ello podía programar, por ejem plo, a Schumann, Chopin, Liszt o Mendelssohn. Gould replicó, desde su refugio en Hamburgo, en el tono form al que empleaba cuando se irritaba: Aun cuando desearía hacer todo lo posible por complacer a la Accademia, lamento que no será factible para mí programar ninguno de los conciertos que me sugieren. Mi repertorio gira casi exclusiva­ mente en tomo a la música prerromántica, y creo que programar una obra que me parece poco idónea sería cometer un gran error, tanto para mí como para el público de Roma.

Finalmente acordaron tocar la Segunda de Beethoven, que Gould ejecutó, en palabras de un crítico local “como un ángel, con un tacto hecho de aire y cielo, límpido, cándido, argentino” . En Roma, Gould cayó de nuevo enfermo -un resfriado-, y quedó muy abatido. Canceló varias actuaciones orquestales en Bruselas y Lieja, pero aún se avecinaba una perspectiva más preocupante: una gira de dos semanas y media por Israel, donde debía tocar para formar parte de las celebraciones en conmemoración del décimo aniversario de la fundación del país. P or entonces Israel era un país joven, y todavía su vida musical se caracterizaba por cierta preca­ riedad. Gould había oído historias acerca de pianos pésimos, salas de conciertos gélidas, comida desagradable y otras incomodidades, pero si a ello se le sumaba su nueva enfermedad tenía la sensación, 197

como le dijo a Homburger por carta, de que contaba con “una mag­ nífica excusa, incluso convincente, de librarse de la visita a Israel”. Sin embargo, Homburger se mantuvo firme: la gira israelí era de una envergadura y un nivel excesivos para cancelarla en el último mom ento. A sí pues, desde el 29 de noviem bre, Gould dio once conciertos en dieciocho días: nueve apariciones programadas con la Filarm ónica de Israel dirigida por Jean Martinon en Tel Aviv, Jerusalén y Haifa (tocó conciertos de Bach, Beethoven y Mozart), así com o dos recitales en solitario en Tel A viv que se añadieron en el último instante por requerimiento popular. Gould no andaba errado al inquietarse por las condiciones que iban a encontrar en Israel. En Jerusalén tuvo que salir a escena con abrigo y bufanda, y rodearse de estufas para poder tocar en un audi­ torio frío y todavía inacabado. A pesar de ello, su gira fue un ver­ dadero triunfo: to có en ocho ocasiones en Tel A v iv y, según recordaba, a cada concierto asistieron tres mil personas. A l igual que ocurriera en Rusia, el público enloquecía con la música, y de manera inmediata Gould fue proclamado un genio, uno de los m ejo­ res pianistas del mundo. Las reseñas a propósito de su gira dan a entender que se le recibió como a algo más que un mero intérprete. “Su manera de tocar transporta a quien le escucha a lo más hondo de su alma mediante su expresión, casi religiosa -escribió un crí­ tico en Haaretz-. Nunca hemos escuchado nada similar en nues­ tros conciertos. Gould toca el piano y esas manos fantásticas cautivan automáticamente; uno escucha su interpretación y se siente que esa música proviene de otro planeta. Todos y cada uno de sus sonidos son poéticos, una revelación.” Después de uno de los reci­ tales de Gould, A. A. Boskowicz escribió, también en Haaretz·. Una experiencia y un conocimiento tan profundos como estos no pueden adquirirse, ni siquiera explicarse, desde unaperspectiva racio­ nal. Solamente el vocabulario teológico es capaz de expresar esta mani­ festación espiritual única procedente de una esfera superior. No cabe duda de que es música religiosa; se trata de sonidos religiosos. [...] La interpretación de Gould se acerca cuanto es posible a la idea de la plegaria. No es virtuosismo, pues con su espiritualidad esotérica va más allá del virtuosismo. A través de esta música nos llegan anhelos nostálgicos de un mundo más elevado, que no pueden traducirse al lenguaje de las palabras, y ninguna alabanza, por intensa que sea, podría hacerle justicia.

Gould se sintió abrumado ante semejante acogida, y disfrutó de su visita. El pabellón de la Filarmónica destinado a los huéspe­ 198

des carecía de calefacción central, de m odo que se alojó en un hotel en Herzliya, una colonia norteamericana situada a unos veinticinco kilóm etros de Tel Aviv. A llí ocupó una habitación con vistas al Mediterráneo, que le pareció motivo de inspiración. Alquiló un coche con el que daba paseos alocados por el campo, entre ellos una visita al barrio árabe de Jaffa, donde tuvo una pequeña colisión con un conductor al que él denominó “un camionero árabe ciego”. Fue noti­ cia tras recoger con el coche a un indio y realizar una visita espon­ tánea a la comuna donde vivía el autoestopista, a dos kilómetros de la frontera con Jordania. A llí tom ó té, y cuando pidió un poco de leche el hombre se remangó la camisa y fue al establo por ella. Gould “gozó de un estupendo estado de ánim o” en Israel, “y me sentí muy a gusto entre cabañas de piedra, carros tirados por burros, pastores y rebaños de cabras. ¡Tal vez incluso vu elva allí com o turista!”. De hecho, hizo planes para vo lver al país en 1961, pero nunca regresó. La gira israelí supuso “una de las experiencias más fascinantes de mi vida”, aseguró, pero también admitía que “al final estaba totalmente agotado”. Después del concierto que dio el 17 de diciembre, no programó de nuevo ninguno de los conciertos que había cancelado en Europa, tal y com o con desgana había prom e­ tido hacer. Por el contrario, volvió a casa. En términos generales, la gira europea de 1958 lo había “depri­ mido terriblemente”, y después de vo lver a casa apenas tuvo una semana de respiro. El día siguiente a Navidad inició la temporada de invierno-prim avera más ajetreada que iba a viv ir en toda su carrera: casi treinta conciertos en menos de cuatro meses por toda Norteamérica. Y solamente dos semanas después de concluirla tuvo que vo lver a Europa, donde abrió con un recital en Berlín, el 16 de mayo de 1959. ( “Empiezo la temporada la semana que viene, así que me estoy deprimiendo como siempre”, escribió a un amigo.) Pasó buena parte de mayo y junio en Londres, donde había p ro ­ gramado un ciclo de cinco de los conciertos de Beethoven, parte de la serie que organizaba anualmente el director de orquesta Josef Krips con la Sinfónica de Londres. Gould y Krips habían trabajado juntos el año anterior, en Buffalo, y se admiraban mutuamente: Krips, escribió Gould en una ocasión, era el director “más indebi­ damente subestimado de nuestros tiem pos”. Según la pianista Gina Bachauer, todo pianista destacado de Inglaterra iba en peregrina­ ción a los conciertos de Gould, incluso figuras venerables com o M yra Hess, y Gould iba precedido siem pre de una prensa nada desdeñable. Como es natural, los críticos y el público tenían mucho 199

que decir acerca de sus peculiaridades escénicas. En Inglaterra, hacer gala de un comportamiento correcto en escena se conside­ raba un rasgo muy valioso; los periódicos londinenses no habla­ ron del “umbral entre el sueño y la realidad”, y sólo hubo severas admoniciones para que mantuviera la debida compostura. Uno de los críticos veteranos, Neville Cardus, del Manchester Guardian, se molestó especialmente con el histrionismo de Gould y escribió una reseña condescendiente que apenas se ocupaba de nada más; varios críticos también se negaron tenazmente a dejarse obnubi­ lar. Inglaterra siempre sería el lugar por antonomasia donde reci­ bía reseñas tibias y muchas críticas adversas; de hecho, llama la atención la lentitud con que sus grabaciones se lanzaron allí. Sin embargo, incluso en Londres la respuesta del público fue abru­ madora, y las reseñas que versaban realmente sobre su interpre­ tación musical fueron en su m ayoría entusiastas. A algunos les parecía que sus interpretaciones se alejaban demasiado de las par­ tituras de los compositores, y en opinión de muchos carecía del heroísmo, la pura energía, incluso la violencia que exige Beethoven; pero, de la misma manera, se le admiraba por revelar al Beethoven “po ético” e “interior, a través de una técnica extraordinariamente depurada. Ésta había sido de hecho su intención: com o más tarde escribiría, Krips y él pusieron todo su empeño en ofrecer inter­ pretaciones que “desecharan de plano las absurdeces com petiti­ vas del form ato [concertístico]”. A l final, la prensa halló el mismo equilibrio que en todas partes. Como resaltaba un titular, “e x c é n ­ t r ic o

O NO, ES U N GRAN PIANISTA”.

En Londres, Gould pasó muchos ratos con la periodista Gladys Shenner, que había escrito el prim er gran artículo sobre él en Maclean’s, en 1956, y con la que había forjado una entrañable (y platónica) amistad. Él estaba de excelente humor mientras se alojó en Londres, y se veían muy a menudo, lo que llevó a Krips y a otros a imaginar si estaban prometidos o si se habían casado. Veía tam­ bién a otros amigos, como Van Clibum, a quien apodaba “el trova­ dor de Texas”. (C libum le tenía un gran afecto.) Sin embargo, cayó nuevamente enfermo, y en realidad solamente tocó cuatro de los cinco conciertos de Beethoven: alegó hallarse indispuesto y se retiró en el Emperador, para el cual lo sustituyó Louis Kentner.10 Fue “mi inevitable gripe europea -aseguraba en una carta a sus padresla sensación de que te duele todo, de la cual oímos hablar en los anuncios de Alka-Seltzer”; un doctor le diagnosticó un virus, y la fiebre rozaba los 39 °C. Para entonces, el público, las orquestas y los reporteros, por no mencionar a la familia y los amigos de Gould, 200

se estaban acostumbrando ya a sus dolencias y cancelaciones. Incluso Homburger empezaba a tomarse con buen humor las que­ jas constantes acerca su salud; en cambio, al propio Gould cada vez le parecía menos divertido. Declinó la oferta de Yehudi Menuhin para actuar en el Festival de Bath (e l hotel no estaba provisto de calefacción central), rechazó una oferta para actuar en el Festival de Stratford aquel mismo verano y se marchó de Londres para res­ tablecer su salud en el Lago Simcoe. Gould encontró un entretenimiento agradable: un par de p ro­ gramas de media hora para el National Film Board de Canadá, que ya era célebre por sus documentales. Glenn Gould: O ff the Record y Glenn Gould: On the Record fueron producidos y dirigidos por Roman K roitor y W olf Koenig para la serie de difusión cultural Candid Eye. Rodados a lo largo del verano de 1959 entre la casa de campo de Gould y Nueva York, los documentales tuvieron una notable repercusión cuando se estrenaron en 1960, y no sólo de cara a la reputación de Gould. Se trataba de películas extraordi­ nariamente sofisticadas para la época. Kroitor y Koenig habían reci­ bido la influencia de ciertos documentales británicos de mediados de los años cincuenta, improvisados y muy innovadores, así como de la fotografía al natural de Henri Cartier-Bresson. En sus pelícu­ las trataban de captar la espontaneidad que surgía entre bastido­ res sin sacrificar por ello las sutilezas que permite la posproducción. El productor británico Humphrey Burton recordaba que los docu­ mentales sobre Gould ejercieron una poderosa influencia sobre él y sus colegas de la b b c cuando se em itieron en Gran Bretaña en 1960, y que además todo el mundo quedó sumamente impresionado por el propio Gould. La prim era película, O ff the Record, ofrece un retrato de Gould en su casa de campo, paseando con Banquo, charlando con algunos amigos, dándose una vuelta por el Shang, tocando Bach y Webern, e incluso algo de Schubert en el piano. On the Record muestra la grabación que hizo Gould del Concierto italiano de Bach, y también lo vem os hablando con el productor Howard Scott y los técnicos de Columbia com o cotorras (y en oca­ siones manteniendo diálogos desternillantes), y probando pianos en Steinway and Sons. Le dio por llamar a la segunda película “la historia de How ard Scott” al sentirse un tanto eclipsado p o r el personal de la sala de controles, pero ambas cintas dicen mucho de Gould en su época de concertista. “Estas películas me han levantado la moral y han contribuido más en hacerm e recobrar el entusiasmo p o r la vid a en general 201

que cualquier otra cosa de la que guardo m em oria”, escribió Gould a Gladys. Había disfrutado el verano y tem ía vo lver de gira, del mismo m odo que en otros tiempos había tem ido la vuelta al cole­ gio. Cuando se avecinó una gira de conciertos incluso lo asalta­ ron horribles pesadillas. A finales del verano de 1959 v o lv ió a Europa y, como si se tratara de algo programado, pilló un resfriado muy fuerte. El Festival de Salzburgo contaba con su presencia del 5 al 12 de agosto, pero canceló los dos conciertos que tenía pro­ gramados. Se recuperó a tiempo para grabar dos recitales radio­ fónicos para la b b c en Londres, uno el 17 de agosto (Bach, Haydn, Hindemith), que se emitió al día siguiente, y otro el 21 de agosto (Sweelinck, Bach, Krenek, Berg), que se emitiría el 18 de abril de I960.11 Cuatro días después dio uno de los recitales que había cancelado en el Festival de Salzburgo, y una semana más tarde actuó en el Festival de Lucerna con la Orquesta Philarmonia. Tocó el Concierto en re menor de Bach, su piano rodeado por instru­ m entos de cuerdas, com o prefería en los con ciertos barrocos; Herbert von Karajan dirigía servicial desde el borde del escenario. Gould seguía con fiebre alta y había tratado de cancelarlo, aun­ que a decir de todos, y a pesar de que el sudor llegaba incluso a nublarle la vista, su actuación fue brillante; incluso él mismo la recordaría con cariño. Recibió calurosas ovaciones y críticas elo­ giosas. Un crítico escribió: “Como en trance, este silencioso y extá­ tico intérprete nos transporta a una esfera mágica del sonido, crea tonos que antes parecieran sacados del reino del espíritu que de las cuerdas de un piano de cola de concierto”. Otro se preguntaba: “¿De veras hacía falta que un joven canadiense nos demostrara cóm o tocar a Bach?” Gould canceló una actuación con orquesta en Salzburgo, v o l­ vió a casa y nunca más abandonó Norteamérica. Durante años sor­ tearía ofertas de todos los rincones del mundo y en ocasiones incluso haría planes de visitar otros países, pero al final siempre cambiaba de opinión. Había emprendido su carrera en el extranjero de buena fe, con entusiasmo. En 1957 escribió a casa desde Viena para decir que lo estaba pasando de maravilla en Europa. Aquel mismo año le contó a un corresponsal que algún día contaba con dar algunos conciertos en India, y una vez dijo a Bruno Monsaingeon que alber­ gaba planes de ir de gira por China y Japón, países por los que sen­ tía verdadera fascinación. Sin embargo, las buenas intenciones no duraron mucho. Cuando se embarcaba en su gira europea de 1958 le dÿo a Homburger: “Este tour por Europa es una locura y no vo l­ veré a hacerlo. A fin de cuentas, puedo ganar lo mismo haciendo 202

dos o tres conciertos aquí”. Después de las tribulaciones que pade­ ció en 1958 y 1959, ya no tenía estómago para seguir viajando al extranjero. N i siquiera Hawaii le parecía un destino atractivo: can­ celó una actuación que había programado en Honolulu para diciem­ bre de 1960. Canceló asimismo una larga gira por Australia. Desde que cum­ plió veinte años, Gould había llamado la atención de la Australian Broadcasting Corporation ( a b c ) , la principal cadena de radio y tele­ visión del país, a través del director de orquesta Bernard Heinze, si bien no se interesaron realmente por él hasta la edición de las Variaciones Goldberg, m om ento en el cual iniciaron una larga correspondencia con Homburger. Gould tuvo las inquietudes de costumbre que le provocaba actuar en un lugar tan exótico: avio­ nes, clima, las regulaciones del impuesto sobre la renta, la comida, el estado de las salas de conciertos y las habitaciones de hotel, la calidad de las orquestas locales, los pianos, la crítica. Por añadi­ dura, en la a b c se preferían las giras apretadas, que abarcaran todo el país, en tanto que Gould se oponía a tocar más de tres veces por semana, y les gustaba que los artistas visitantes diesen discursos, asistieran a recepciones y concedieran generosamente su tiempo a la prensa, no que se refugiaran en sus hoteles a la primera opor­ tunidad. A finales de 1958, tras prolongadas negociaciones, Homburger y la a b c habían acordado planes preliminares para una gira comprendida entre el 26 de octubre y el 10 de diciem bre de 1960, y que incluiría un total de diecinueve recitales y actuaciones en conciertos en Sydney, Brisbane, Melbourne y Adelaida. Gould dio su conformidad a los preparativos acordados, pero un mes des­ pués de su regreso de Lucerna a Canadá mandó una carta a Homburger desde Uptergrove: He estado analizando el programa de la gira australiana con cre­ ciente preocupación y ansiedad. Aunque sin duda se ajusta admira­ blemente a las condiciones que de mutuo acuerdo se establecieron para la gira, me pregunto si, en vista de mi reciente y desafortunada experienca en Europa, mi salud será capaz de soportar el esfuerzo que entraña una sucesión de compromisos tan intensa y prolongada. Me preocupa especialmente que me sobrevenga una enfermedad durante mi visita a Australia, como me ocurrió el pasado invierno en Europa, lo cual me imposibilitaría proseguir con la gira y provocaría una situa­ ción muy embarazosa para la a b c .

Dejó abierta la posibilidad de ir a Australia en un futuro próximo para emprender “una serie de com prom isos más breve y menos 203

ardua, que podría form ar parte de unas vacaciones en el Lejano Oriente”, pero no era más que pura cortesía: la gira australiana se había suspendido. La a b c no recibió la noticia con alegría, si bien su representante en Nueva York expresó el alivio que suponía la cancelación: Desde que había corrido la voz en Nueva York de que el señor Gould había programado una girapor Australia en 1960, aquí más de una per­ sona del ámbito de la música nos había advertido de la falta de for­ malidad de Gould, debida solamente a la incesante preocupación que tiene por su salud.

“SUPONGO QUE SIMPLEMENTE SOY DEMASIADO DELICADO PARA ESTE MUNDO.” El 8 de diciem bre de 1959 Gould visitó el Departam ento de Conciertos y Artistas de Steinway and Sons, ubicado en las ofici­ nas de Steinway Hall, en la Calle 57 Oeste de Manhattan. A llí man­ tuvo una charla con el director del departamento, Frederick Steinway, y su ayudante, Winston Fitzgerald. A l cabo de un rato William Hupfer, el legendario je fe técnico de conciertos, se incor­ poró a la reunión. Empleado de Steinway desde 1917, entre los admi­ radores de la labor de Hupfer se contaban nombres de la talla de Paderewski y Rachmaninov. Lo que sucedió a continuación quedó sucintamente explicado en “El caso Glenn Gould”, un documento interno de Steinway and Sons que al parecer se elaboró en la pri­ mavera de 1961: Hupfer entró en el despacho (Gould estaba sentado de espaldas a la puerta) y, al saludar a Gould, Hupfer le puso una mano sobre el hom­ bro. Los tres empleados de Steinway hacen gran hincapié al declarar que no se trató de una “palmada en la espalda” y de que Hupfer no rea­ lizó presión alguna en la espalda o el hombro de Gould. Sin embargo, Gould retrocedió ante el contacto físico y se quejó a Hupfer debido a dicho contacto. Hupfer se disculpó. No hubo indicio alguno de que se hubiera producido un accidente o un daño, tal y como estas pala­ bras se entienden habitualmente; a pesar de que Gould se enfurruñó un poco, permaneció en el despacho y prosiguió su conversación con Fitzgerald al menos durante media hora más.

Aquel mismo día, más tarde, Gould asistió a una proyección de las dos películas de la n f b en Canada House y “parecía de excelente 204

humor”; no hizo comentario alguno acerca de Hupfer y el 10 de diciembre dio un recital en Syracuse. Por aquellos días, no obstante, empezó a asegurar que Hupfer, que era un hombre corpulento, le había lesionado el hom bro izquierdo. Como decía en una carta escrita el 27 de enero, la lesión inicial se produjo en el hombro izquierdo y, cuando me lo radiografiaron, se advirtió que el omóplato izquierdo había sufrido un desplazamiento de algo más de un centímetro. Ese problema ya ha quedado sustancialmente subsanado, pero ha provocado una reac­ ción secundaria mucho más preocupante. El nervio [cubital] que con­ trola el cuarto y el quinto dedos ha sufrido un pinzamiento y se ha inflamado, o algo parecido; a resultas de ello, cualquier movimiento que conlleve una división de la mano izquierda, como en un salto repen­ tino hacia el extremo izquierdo del teclado, se ha convertido, si no en algo del todo imposible, sí en una tarea que sólo logro llevar a cabo con una fuerza de voluntad considerable.

Se quejaba de contractura muscular, dolor, fatiga intensa tras breves sesiones de piano y pérdida de coordinación entre el brazo, la mano y los dedos (en especial el cuarto y el quinto) de la mitad izquierda. Durante los dos primeros meses consultó a cinco médicos que partían de enfoques fisioterapéuticos distintos, y aseguró que todos ellos coincidieron en que las vértebras cervicales le pinzaban un ner­ vio, si bien los médicos de Toronto y Baltimore que examinaron a Gould y compartieron sus diagnósticos con Peter Ostwald negaron que hubiera sufrido ninguna lesión real. Se sometió a tratamientos ortopédicos y quiroprácticos a diario, en ocasiones dos veces al día, tanto en Toronto como en Nueva York. (En los informes médicos que se conservan en la Biblioteca Nacional de Canadá se registra­ ron 117 tratamientos entre el 8 de enero y el 22 de octubre de 1960.) Canceló tres meses de conciertos programados, incluida una gira europea fijada para febrero de 1960, a pesar de que, para evitar a Steinway el bochorno, comunicó a la prensa que tenía “un hombro dislocado a raíz de una caída”. Winston Fitzgerald lo visitó en Toronto en febrero y no advirtió en él discapacidad física alguna, y desde la compañía, consciente desde hacía mucho de que Gould era “un hipo­ condríaco elevado a la enésima potencia”, no se tomaron sus que­ jas muy en serio, ni siquiera cuando, enojado por el escepticismo de Fitzgerald, Gould se presentó en Steinway Hall con las radiografías. Su correspondencia indica que hacia el mes de febrero empezaba a embargarle una creciente desesperación, pero en marzo anunció 205

ciertos progresos debidos a los corticoïdes, si bien éstos le provo­ caban náuseas. El 2 de marzo puso a prueba el hombro en un con­ cierto con la Sinfónica de Baltimore, y siguió haciendo apariciones orquestales hasta bien entrado el mes de abril, aunque canceló los recitales en solitario, que consideraba agotadores en exceso. Después de una interpretación al parecer brillante del concierto Emperador en Montreal, el 19 de abril, Gould canceló el resto de sus compromisos para la primavera de 1960 y partió a Filadelfia, donde por recomendación del director de orquesta Eugene Ormandy se sometió al tratamiento de un reputado cirujano ortopédico, Irwin Stein. Durante seis semanas, desde los últimos días de abril hasta finales de mayo, se escondió en el Drake Hotel. Pasó un mes entero con la parte superior del tronco inmobilizada por una escayola, que debía hacer subir el hombro hacia el cuello y reducir el estiramiento de los nervios en el hombro, y luego pasó aun más tiem po con el brazo izquierdo en cabestrillo; a continuación, durante un período llevó collarín cervical mientras ensayaba. Ya de vuelta a casa, hizo valoraciones contradictorias respecto de las semanas que pasó en Filadelfia; aunque en su mayoría fueron negativas, vo lvió a visitar al doctor Stein en muchas ocasiones. “En honor a la verdad, encuen­ tro un placer mucho mayor en la composición que en el trabajo de concertista -había dicho en el Globe and M a il-, de m odo que si no vuelvo a tocar nunca más no me afligiré terriblemente. ” Una afir­ mación valiente, si bien en privado Gould se desesperaba ante la m era idea de quedar discapacitado de form a permanente, y en Filadelfia se sentía angustiado y deprimido, a tal punto que nunca volvió a tocar allí. Como explicaría más adelante en una carta diri­ gida a la Orquesta de Filadelfia, desarrolló “una fobia totalmente estúpida y carente de toda lógica” a la sola idea de actuar en esa ciudad. N o obstante, a pesar de los continuados problemas con el hombro izquierdo, que recrudecerían ocasionalmente durante años, Gould cumplió con un apretado calendario de grabaciones y actua­ ciones a partir de junio de 1960. Ya en enero de 1960 había considerado la posibilidad de empren­ der acciones legales contra Steinway and Sons, y tal ve z su deci­ sión de hacerlo se hiciera más firme cuando su propia compañía de seguros rechazó una reclam ación de incapacidad porque seguía dando conciertos. El 6 de diciembre, para entonces ya con un calen­ dario cargado de compromisos, presentó una demanda civil ante el tribunal del distrito sur de Nueva York, en la que denunciaba tanto a la compañía com o a Hupfer y reclamaba daños por un importe total de trescientos mil dólares. En su denuncia aseguraba que, 206

Hupfer se aproximó al demandante por detrás y, fuera voluntaria, teme­ raria o negligentemente, colocó ambos antebrazos con fuerza consi­ derable sobre el hombro izquierdo y el cuello del demandante, haciendo que el codo izquierdo del demandante quedara comprimido con el brazo de la silla en la que estaba sentado,

lo que resultó en “una lesión de las raíces nerviosas del cuello y los discos vertebrales de la región cervical”. La prensa encaró el episodio como si se tratara de un nuevo acto de la comedia que pro­ tagonizaba Gould, y magnificó el saludo de Hupfer en “palmadas efusivas”, un “concierto de cachetes entre amigos” o un “mampo­ rro” en la espalda. El proceso se dilató por espacio de casi un año, en el que Steinway no sólo tuvo que litigar con Gould, sino también con su propia aseguradora. En marzo de 1961, después de que tras un encuentro cara a cara entre los representantes de Gould y Steinway no se resolviera nada, al pianista se le prohibió tem po­ ralmente el acceso a Steinway Hall, y se reconsideró su condición de artista Steinway. Todo ello debe entenderse a la luz de las relaciones, siempre quisquillosas, que Gould mantuvo con la compañía. Había soste­ nido tratos profesionales con la oficina de Nueva York desde comien­ zos de 1955, aunque empezó a considerarse un artista Steinway ya cuando se limitaba a tratar con representantes de Steinway en la sucursal que la compañía tenía en los grandes almacenes Eaton’s de Toronto. Desde un principio, a pesar de su juventud, ofrecía a la compañía sugerencias sobre cómo mejorar sus productos, pese a que los técnicos de Steinway, cuyos instrumentos satisfacían a más del noventa por ciento de los concertistas del mundo, lógica­ mente creyeran que ya tenían alguna idea de cómo hacer su trabajo. Gould pretendía incluso que la compañía realizara estudios cientí­ ficos de diferentes mecanismos de piano a fin de comprender m ejor cuáles eran sus necesidades. El problema, sin embargo, estribaba en que no se hallaban frente a un pianista convencional, y nunca satisfarían sus exigencias con un piano convencional, aunque fuera el m ejor que existiera en el mundo entero. Los pianos Steinway se diseñan ante todo para tocar música romántica, que de hecho con­ form a el núcleo del repertorio para piano. Entre las característi­ cas que han hecho de Steinway una marca de renombre, cabe destacar su fuerza de proyección, sus graves potentes, “atronado­ res”, un pedal sostenuto que produce una estela de sonoridad excep­ cionalm ente com pleja y, sobre todo, un tono sostenido, vivaz, melódico. Se dice que Rossini se refirió en una ocasión al sonido 207

de los pianos Steinway como a “un ruiseñor que arrulla en medio de una tormenta”, y Paderewski dijo que cualquiera podía hacer cantar a un Steinway. Huelga decir que éstas no eran cualidades que Gould tratase de conjurar cuando interpretaba a Gibbons o Webern; no tenía ningún interés en llenar grandes salas con sonidos imponentes, no le gustaba que los graves retumbaran, utilizaba el pedal sostenuto con moderación, y en caso de hacerlo casi nunca era con la inten­ ción de crear una bruma tonal, además de no le entusiasmaban “los recursos petulantes, aterciopelados, que favorecían el legato” del piano, si bien, a su modo, su tono también despuntaba. Por el con­ trario, perseguía un mecanismo ágil, así como un perfecto control de la articulación y los matices tonales, sobre todo en el extrem o más reposado del espectro dinámico. N o deseaba ningún tipo de pulsación adicional ni de amortiguación inmediata; dicho sea de otro modo, quería que la pulsación de la tecla acabara una vez que se hubiera lanzado el martillo, y quería que una nota dejara de sonar por completo en el instante mismo en que él levantara el dedo de la tecla. Y teniendo en cuenta su técnica, en la que los dedos cobra­ ban enorme importancia, quería un mecanismo ligero, riguroso, que exigiera el mínimo esfuerzo para presionar la tecla, aun cuando im plicara sacrificar cierto grado de potencia dinámica. En resu­ men, le preocupaba más cómo sentía el instrumento al tacto que cómo sonaba. De hecho, en una ocasión le explicó a un entrevis­ tador: “Resulta que el piano como instrumento no me gusta. Prefiero el clavicordio”. Y el tono que prefería en un piano, dijo, era “un poco como el de un clavicordio castrado”. Gould luchó incansablemente por hallar pianos que se ajusta­ sen a sus necesidades, tanto en Steinway Hall com o cuando estaba de gira, y a lo largo de los años tom ó prestados, alquiló y adquirió varios instrumentos. Ya en diciembre de 1957, Alexander [Sascha] Greiner, que había sido director del Departamento de Conciertos y Artistas de Steinway desde 1934 y se había forjado una reputa­ ción de hombre afable e imperturbable, con un don especial para aplacar el ego de las estrellas, se lamentaba en un informe interno: “Ha sido enormemente difícil satisfacer a Glenn Gould con nues­ tros instrum entos” . El problem a estribaba en que los nuevos Steinway nunca podrían satisfacer las exigencias de Gould sin sufrir una m odificación sustancial. Siempre había algo que no estaba bien: el tono era demasiado engolado o insistente en exceso; el mecanismo era demasiado pesado o demasiado lento; las teclas blancas o las negras eran demasiado largas o demasiado anchas, 208

o incluso demasiado suaves (las teclas ásperas se amoldaban a su afición por un tacto que una vez com paró con acariciar a un perro). Utilizaba mucho el pedal de sordina, eminentemente en la música compuesta a grandes rasgos antes de 1800, incluso cuando tocaba forte. A mediados de los cincuenta se convenció de que necesitaba espacios más anchos que lo normal entre las teclas blan­ cas, a fin de poder moverlas a imitación del vibrato en un instru­ m ento de cuerdas; una idea absurda desde un punto de vista mecánico, aunque muy reveladora a un nivel puramente psicoló­ gico. En ocasiones, proponía insertar el mecanismo de un piano en el cuerpo de otro, incluso en el caso de pianos de diferentes marcas. Gould dio por buenos varios Steinway que indefectiblemente eran m odelos antiguos del período de entreguerras, que muchos consideran la época de esplendor de la compañía. A menudo des­ pachaba pianos de una ciudad norteamericana a otra -lo s gastos corrían de su cuenta- con la intención de conservar instrumentos con los que se sentía a gusto, y a veces tenía la sensación de que Steinway se demoraba en adaptarse a su calendario y de que le cobraba de más. En enero de 1955 descubrió un instrumento que, bajo la denominación c d 174, le pareció poco menos que ideal; se había fabricado en 1928. Lo utilizó para grabar las Variaciones Goldberg, y lo despachó de un lado a otro para una larga serie de conciertos por la costa este de Norteamérica, a pesar de que los portes ascendieron a casi cuatro mil dólares. Sin embargo, en marzo de 1957 el c d 174 sufrió una caída en uno de sus viajes y se ave­ rió, y no quedó más remedio que reconstruirlo del todo, lo que para Gould sign ificó que se había echado a p erder definitivam ente. “Quizá no haya más pianos”, se lamentaba mientras buscaba un sustituto. (U tilizó nada menos que tres pianos para la grabación del Concierto en do mayor de Beethoven que realizó en 1958.) La p o lítica consistente en retirar de circulación los vie jo s pianos Steinway le parecía secillamente deplorable, puesto que en oca­ siones ni uno solo de los pianos nuevos de la fábrica lograba satis­ facerle. “Esto no beneficia en nada a Steinway & Sons -G reiner escribió en un informe de 1958-. N o nos dedicamos a prom ocionar y vender pianos Steinway que fabricamos hace cincuenta años o cien, sino que nos dedicamos aprom ocionar el producto actual.” Los instrumentos que a Gould le parecían apropiados con frecuencia no sólo eran más antiguos, sino también más pequeños que lo nor­ mal, y a veces se trataba de instrumentos que, a ojos de la compa­ ñía, eran poco menos que inservibles; entre ellos, un viejo piano 209

alemán al que habían bautizado con el nombre de “el cacharro”. Tal y como dijo Greiner, “quiere cualquier cosa salvo un piano Steinway”. Que los Steinway flamantes y relucientes no satisficieran sus exigencias no resulta sorprendente si tenemos en cuenta que el piano que Gould siempre tuvo en mente por ser el piano ideal era un piano de medía cola construido en 1895 por la fábrica Chickering, con sede en Boston (antiguamente, una gran rival de Steinway). Aquel extraordinario instrumento, decía, “dista bastante de pare­ cerse a ningún otro del mundo, pues es un piano sumamente solí­ cito, con una inmediatez táctil casi propia de un clavicordio. Me transmite la sensación de estar muy cerca de las cuerdas y de ejer­ cer un control enorm e sobre todos los aspectos” . Dotado de un mecanismo crujiente, ligero com o una pluma, de una sonoridad rigurosamente enfocada en los graves, y un tono inusualmente seco y refinado en los registros más elevados, el Chickering carecía de utilidad com o instrumento para un concierto de Liszt o Rachmaninov, pero por esa misma razón se adaptaba a la perfec­ ción a los dedos de Gould, tanto como a su temperamento y su reper­ torio.12 Le confería, según él mismo aseguraba, “la ilusión de un control y una compenetración totales y premeditados”. Suele decirse que el Chickering era el “piano de infancia” de Gould, si bien en rea­ lidad no tuvo conocim iento del mismo hasta que tuvo poco más de veinte años, cuando un amigo suyo lo alquiló. Ensayó con él mientras se preparaba para su debut en Nueva York, y le cautivó de tal manera que asumió el alquiler e instaló el instrumento en la casa de campo de la familia; finalmente, lo adquirió en noviem bre de 1957 por 555 dólares. Cuando se escapaba a la casa de campo al acabar una gira de conciertos, no sólo buscaba refugio junto al lago, sino que allí restauraba la preciada imagen de lo que debía ser un piano. Siempre aludía al Chickering cuando explicaba sus necesi­ dades al personal de Steinway, a pesar de que algunos de los que pertenecían al mundo de los pianos y conocían el instrumento lo descartaban cordialmente, tachándolo de trasto viejo. Gould admiraba de veras la marca Steinway, y la compañía por su parte se ufanaba de contar con un artista de la talla de Gould entre su clientela, pero sus peculiares exigencias se traducían en un conflicto casi constante. Las sucesivas frustraciones de Gould con los pianos gestaron el resentimiento, manifiesto en una carta de diciembre de 1956 en la que se ponía de relieve un arrebato de ira al referirse a la “increíble negligencia por parte de su empresa, de la que he sido víctim a desde nuestros primeros tratos hace die­ ciocho meses. N o me cabe duda de que aningún artista de la enver210

gadura del abajo firmante se le ha dispensado jamás semejante falta de consideración, ni se le ha negado tan notoriamente el derecho a disfrutar de la consideración personal que, a través de la leyenda popular, ha terminado por ser el sello distintivo de Steinway and Sons”. En ocasiones, con el consentimiento de Steinway, Gould uti­ lizaba un piano de otra marca cuando iba de gira y surgía algún p ro­ blem a con el producto o servicio Steinway de la zona, y a veces amenazaba con romper definitivamente su compromiso con la firma. En otoño de 1958 se enfureció con los representantes de Steinway en Hamburgo y los acusó, por razones que siguen siendo un mis­ terio, de “latrocinio” y de “una explotación de su buen nombre y de mi dependencia respecto de éste” que no conoce precedentes, a tal punto que realizó una escapada fugaz y “secreta” a B erlín para explorar “una posible vinculación” con Bechstein. (También visitó Berlín Este mientras estuvo allí.) N o puede soslayarse que la arrogancia es un rasgo por el que se ha criticado a Steinway and Sons desde hace mucho tiempo. La compañía se ha forjado una reputación de actuar con prepotencia al enfrentarse a ciertos pianistas acerca de lo que es “correcto” en cuanto a la afinación, la regulación y el temple de sus pianos, así como de no admitir de buen grado las im perfecciones de sus p ro ­ ductos. Sin embargo, ni siquiera la compañía más cortés e indul­ gente habría podido estar a la altura en el caso de Gould, cuyas exigencias Steinway a menudo consideraba absurdas, e incluso “pueriles”, además de que, desde luego, no representaban la m ejor imagen para sus instrumentos. Por su parte, Gould también había labrado una historia de conflictos personales con William Hupfer. En su demanda se afirmaba que en el pasado Hupfer había demos­ trado una tendencia a “apretones de mano excesivamente fuertes, así como a otros actos físicos efusivos” hacia Gould, por los cua­ les éste había protestado. En este contexto, resulta tentador supo­ ner que Gould magnificara psicosomáticamente el efecto que tuvo en su hombro el hecho de que Hupfer le tocara con aprecio, pues ¿qué daño real hubiera podido infligirle Hupfer a Gould, a menos que hubiera saltado encima de él, para dejarlo fuera de servicio y tener que someterse a terapia médica durante meses? Claro está que Gould era un hombre débil, y una lesión en la espalda que sufrió en la infancia lo predisponía a dolores musculares y óseos (que se intensificarían más adelante); no obstante, un pianista que requiere terapia durante un año para recuperarse de una palmada en el hom­ bro, por fuerte que ésta fuera, es un pianista cuya debilidad por defi­ nición le im pediría poner los dedos sobre las teclas. (A algunos 211

amigos les contaba que Hupfer lo había zarandeado violentamente.) N o cabe duda de que toda la historia encierra algo más: resenti­ miento acumulado hacia la compañía y en especial hacia Hupfer, y tal vez rabia hacia lo que a Gould le parecía un saludo condes­ cendiente y excesivamente familiar por parte de Hupfer. Y una vez que Gould se hubo convencido de que Hupfer le había “lesionado”, la situación pudo fácilmente agrandarse en su imaginación a medida que masticaba el insulto, y sobre todo al percartarse de que desde Steinway se insinuaba que no se trataba de una verdadera lesión. Como veremos, la hipocondría de Gould bastaba para que incluso un daño trivial, o ni siquiera existente, pudiera empeorar por culpa de su propia ansiedad al respecto. Siempre tenía alguna queja de peso acerca de su sistema muscular y óseo; tal vez Hupfer no le cau­ sara o le agravara un problema, sino que más bien recordó a Gould un problema que padecía. Su tortuosa mentalidad hizo el resto. La fecha del incidente sin duda es significativa. La cancelación de la gira por Australia había supuesto una situación embarazosa, y parece probable que Gould, cuando menos de manera incons­ ciente, buscara una excusa para dar marcha atrás a la gira euro­ pea programada para 1960. Decía pasar días mejores y días peores con respecto a su hombro izquierdo, si bien la disposición de éstos a menudo se ajustaba sospechosamente a su conveniencia. Gould mencionó la lesión del hombro al cancelar su gira por Europa - “el mal fario que me trae Europa todavía debe estar manifestándose”-, y señaló el recrudecimiento de su lesión para justificar varias can­ celaciones de su apretada temporada de 1960-1961, durante la cual viajó a menudo acompañado de un fisioterapeuta. Siguió aduciendo esa lesión mucho después, cuando quiso salir airoso de un com­ promiso distante, aunque la excusa no sirvió para evitar que algu­ nas cancelaciones con orquestas de San Francisco y Seattle provocaran una acritud considerable. El hombro le servía para no estrechar la mano, no asistir a recepciones o, dicho sea con fran­ queza, para evitar hacer todo aquello que no le viniera en gana. En cambio, como por arte de magia, el hombro le permitió lle­ var a cabo un importante debut en la televisión estadounidense el 31 de enero de 1960, en la serie de la c b s Ford Presents, como parte de un programa titulado “El artista creativo”, que entre otros invi­ tados contó con Igor Stravinsky y la soprano Eileen Farell; Gould ejecutó una brillante interpretación del prim er m ovim iento del Concierto en re menor de Bach, con Leonard Bernstein y la Filarmónica de Nueva York. También le complació, com o siempre, tocar en diversos festivales de Vancouver y Stratford a lo largo del 212

verano de 1960, y lo hizo sin quejarse o dar muestra alguna de pade­ cer molestias; de hecho, cuatro miembros de la familia Steinway via­ jaron a Stratford para oírlo tocar. Hubo de interrumpir el trabajo de estudio a comienzos de julio, después de realizar una “sober­ bia” grabación de la sonata La tempestad de Beethoven, pero en septiem bre grabó todo un álbum de intermezzi de Brahms, “tal vez la mejor interpretación al piano que haya hecho”, según él mismo dijo. A principios de diciembre no dejó pasar de largo la oportuni­ dad de interpretar en público por vez primera en Canadá el Concierto para Piano de Schönberg con la Sinfónica de Toronto, actuaciones que llevaron a John Beckwith, en una reseña muy seria, publicada en el Daily Star, a denominarle “la octava maravilla del mundo de la música”. En febrero de 1961 su salud le permitió dar, en tres con­ ciertos, un ciclo completo de Beethoven con la Sinfónica de St. Louis, entre ellos los cinco conciertos para piano (esta vez sin “emperadoritis”) así como el Triple concierto para piano, violín, chelo y orquesta, en la que fue su única interpretación de esta pieza. De lo que no cabe duda, sin embargo, es de que Gould creía muy firme y sinceramente que había sufrido una lesión de gravedad: era hipocondríaco, incluso podía ser paranoico, pero nunca actuó con subterfugios o de manera deshonrosa; ni siquiera en Steinway and Sons se esgrimió ese argumento. A l final, la demanda judicial se resolvió en un acuerdo personal entre Gould y Henry Z. Steinway, por entonces presidente de la compañía. Am bos se reunieron en una habitación de hotel de Nueva York en agosto de 1961 por media­ ción de Schuyler Chapin, que había sustituido a David Oppenheim com o director de la serie M asterw orks de Columbia en 1959. A Gould en realidad solamente le interesaba recuperar los gastos médicos y legales que había desembolsado, que valoraba en 6.522,35 y 2.850 dólares respectivamente. Ni siquiera reclamaba todos los costes de la fisioterapia: restó mil dólares para contemplar aque­ llas situaciones en las que había contratado a un fisioterapeuta de reserva y en última instancia no había requerido sus servicios. Además, y desoyendo las objeciones de su propio abogado, no reclamó los ingresos que había dejado de percibir en los concier­ tos anulados, aun cuando ascendían a más de veinte mil dólares, y no realizó reclamaciones leoninas por perjuicios de otro tipo, como “dolor y sufrimiento” o “aflicción em ocional”. Para alivio mutuo, llegaron a un acuerdo final de 9.372,35 dólares, que Gould cobró el 9 de noviembre de 1961, y se retiró la denuncia. Hasta el día de hoy, lo que Henry Z. Steinway recuerda de todo el incidente no es la preocupación neurótica de Gould, sino su honestidad y elegan213

cia en lo tocante al pago: sólo deseaba el reembolso de los gastos legítimos provocados por lo que él consideraba una lesión real. A l rememorar el procedimiento judicial más de treinta años después de que tuviera lugar, Steinway escribió: “En mi opinión, este acuerdo se debe enteramente a la falta de ningún tipo de naturaleza venga­ tiva en la persona de Glenn, y quizás a cierto aprecio por el hecho de que Steinway & Sons cuando menos tratara de satisfacer sus necesidades respecto del piano”. Una circular de septiembre de 1961 dirigida a todo el personal de Steinway Hall restituyó a Gould su prestigio en la compañía: “Debe ser recibido con toda la gentileza y las atenciones que merece cualquier artista Steinway -ex igía Frederick Steinway-. Es de vital im portancia que no se produzca ningún tipo de contacto físico con él, ni siquiera se estreche la mano a este artista, bajo cual­ quier circunstancia. Las razones de esta disposición son del todo evidentes”.

“SÉ QUE NADIE ME CREE, PERO DECIDIDAMENTE ÉSTA SERÁ MI ÚLTIMA GIRA.” La animadversión de Gould hacia la actividad concertística cre­ ció a principios de los años sesenta. Cada vez aceptaba menos com­ promisos, pero seguía cancelando muchos conciertos. “N o vo y a conciertos. ¡A vec es ni siquiera a los míos!”, bromeaba. Sin contar el Festival de Stratford, su gira de 1961-1962 sólo contó con die­ ciocho escalas (entre ellas Chicago, donde al fin tocó después de tres cancelaciones); sólo hubo nueve actuaciones en la de 19621963; y nada más que tres en la temporada 1963-1964. N o obstante, la presión y el tedio de las complicaciones que para él suponía ir de gira seguían agotándolo; su vida de concertista parecía irritarlo y deprimirlo más cada año que transcurría. Aunque en general detes­ taba viajar, volar en avión le inquietaba especialmente, y no sólo por sus neurosis: había experimentado uno o dos aterrizajes apu­ rados, y tenía plena conciencia de los músicos famosos que habían muerto en accidentes aéreos: William Kapell, Guido Cantelli, Ginette Neveu, Jacques Thibaud, Glenn Miller, Ritchie Valens, Buddy Holly. Un día, en 1962, se dijo lisa y llanamente: “¿Qué demonios estás haciendo?” , y no volvió a volar nunca más. Tam poco puede decirse que disfrutara pasando muchas horas a bordo de un tren: viajar en ferrocarril hasta San Francisco, según sus propias palabras, era “casi tan nefasto como cruzar el Atlántico”. Por otra parte, le moles­ 214

taba más que nunca la publicidad que rodeaba sus excentricidades; incluso sus admiradores empezaban a cansarse de sus números. Cuando solamente habían transcurrido cinco meses desde que se resolviera el episodio con Steinway, tuvo lugar el “incidente Brahms”, con el que la prensa hizo correr nuevamente ríos de tinta. Los días 5, 6 y 8 de abril de 1962 había de interpretar el monumen­ tal Concierto en re menor de Brahms con la Filarmónica de Nueva York dirigida por Leonard Bernstein. Había tocado el concierto en público desde la temporada 1959-1960, aunque a medida que las actuaciones de Nueva York se aproxim aban em pezó a llamar a Bernstein para advertirle que pensaba ofrecer una interpretación sumamente fuera de lo común. Pretendía, una vez más, desechar de plano los absurdos competitivos que encerraba el formato concertístico dándole un rotundo enfoque “nada espectacular” a esta espectacular pieza. Quería reducir al mínimo los contrastes dra­ máticos del piano y la orquesta, así com o los de los temas “mas­ culinos” y “femeninos”, rebajar la retórica elevada, a menudo trágica, de la música y el virtuosismo arrollador del solo. En vez de ello, quería indagar en aquella obra “los puntos de vista analíticos de los tiempos que corren”, o sea, de Schönberg. Deseaba insistir en la continuidad por encima del contraste; deseaba subrayar las cone­ xiones orgánicas entre temas y m otivos dentro de los m ovimien­ tos, y forjar una continuidad de largo alcance que uniera los m ovim ientos entre sí. (Veía la pieza com o si se tratara de “un inmenso fresco”.) Además, había concebido una actuación basada en una ética de la contemplación y no de la competición; una inter­ pretación introspectiva y no meramente apasionante. Para alcan­ zar tales objetivos, optó por tempos inusualmente lentos en los tres movimientos, y trató de mantenerlos sistemáticamente a lo largo de un movimiento, a diferencia de lo que ocurría en la mayoría de las interpretaciones, que ponían de relieve cambios de modo y tema con tempos fluctuantes. También allanó algunas de las marcas diná­ micas de Brahms y echó mano a la estructura contrapuntística de la música a la menor oportunidad. Los tres tempos escogidos, por si fuera poco, debían guardar entre sí una relación proporcional; se trataba, pues, de uno de los primeros ejemplos del uso que hacía Gould de las relaciones de tempo para unir toda una obra compuesta por múltiples movimientos. Bernstein tenía una concepción más convencional de la pieza, y así se lo hizo saber, pero en cualquier caso se mostró dispuesto a tocarla a la manera que Gould proponía, pour le sport, y dio ins215

tracciones a la orquesta en consonancia. La primera actuación, el 5 de abril, fue un “Concierto de preestreno” un jueves por la noche, ocasiones en las cuales Bernstein tenía por costumbre dirigirse al público desde el podio. Había pensado hablar de la Quinta sinfo­ nía de Nielsen, pero con el· consentimiento de Gould prefirió pre­ sentar la interpretación que éste hacía de Brahms ante su auditorio. Habló durante cuatro minutos, con evidente buen humor, y advir­ tió que él y Gould entendían a Brahms de manera distinta y que no obstante deseaba interpretarlo a la manera de Gould, “porque el señor Gould es un artista sumamente válido y serio, y debo tomar seriamente cualquier propuesta que él conciba de buena fe ”, y por­ que la interpretación arrojaba además nueva luz sobre la música. Añadió, para reg od jo general: “Sólo en una ocasión anterior en toda mi vida he debido someterme a la concepción totalmente novedosa e irreconciliable de un solista, y fue la última vez que acompañé al señor Gould”. A l final, la mera aventura que encerraba la interpre­ tación de Gould lo convenció de que m erecía la pena acometerla. A continuación Gould apareció en el escenario luciendo una son­ risa, rozó la mano de Bernstein al pasar, y luego se sentó al piano ante su partitura en miniatura, pegada sobre un tablero de cartón. El público vitoreó al artista, tras lo cual se sumió en un silencio lleno de expectación. (Esa sensación expectante resulta palpable en la grabación de la actuación del 6 de abril, con m otivo de la cual Bernstein repitió su discurso.) Por último, al cabo de cincuenta y tres minutos, los intérpretes recibieron una calurosa ovación, y Bernstein escribiría más adelante: “Nunca sentí por él tanto cariño como en ese mom ento”. Todo el mundo captó la idea y la recibió con el debido talante; todos, claro está, con la excepción de los críticos. En los días siguien­ tes, la prensa condenó casi unánimemente a Gould y Bernstein: a Gould por una interpretación “fúnebre”, que con arrogancia des­ preciaba totalmente las tradiciones venerables; a Bernstein por lo que consideraron la “traición” de un colega. Sus comentarios no se interpretaron correctamente, y por lo general se tergiversaron, y se reimprimieron crónicas sensacionalistas sobre el “duelo” entre el director de orquesta y el solista, incluso en el extranjero. Más per­ judicial fue la crítica que Harold Schonberg publicó en el Times, titu­ lada “Voces interiores de Glenn Gould” . El artículo se formulaba en form a de una carta, en argot, que un pianista le dirigía a otro: “ ¡Qué suceso el del concierto de la Filarmónica de Nueva York de ayer por la tarde! Créeme, Ossip, lo nunca visto...” Bernstein, según Schonberg interpretaba lo sucedido, se había lavado las manos de 216

la actuación de Gould, y violó las reglas del decoro expresando su disconformidad con ella. Empleó palabras muy duras al hablar de la interpretación en sí: “Gould, el muchacho, tocó el Concierto en re menor de Brahms más despacio que lo que solíamos incluso en los ensayos. (Y, entre tú y yo y la farola de la esquina, Ossip, quizás la razón de que lo toque tan despacio es que tal vez su técnica no sea demasiado buena).” Criticaba la interpretación por falta de fuerza ( “de vez en cuando a lo m ejor aparecía un forte"), arremetía contra Gould por dar demasiado bombo avoces interiores soterradas y, por último, lo acusaba de falta de profesionalidad. A los defensores de Gould, así como a muchos críticos del ramo, el tono de la reseña de Schonberg les pareció desagradable y ofensivo para con Gould, tanto desde un punto de vista musical como personal,13 a pesar de que la m ayoría coincidía con su opinión acerca del discurso de Bernstein, y se mostraba de acuerdo en que la aberrante interpre­ tación de Gould había resultado pesada y perturbadora, falta de gran­ deza, fuerza y vitalidad. El musicólogo Paul Henry Lang denunció a Gould en el Herald Tribune por “estar padeciendo en la actuali­ dad alucinaciones musicales que lo trastornan e incapacitan para toda com parecencia en pú blico”, e Irving Kolodin, en Saturday Review, escribió que “Gould no hizo gala de la amplitud de estilo pianístico o de los recursos técnicos necesarios para ejecutar admi­ rablemente esta obra en ningún tempo, ni siquiera el suyo”. N i Gould ni Bernstein pudieron poner jamás las cosas en claro. “Seguimos siendo buenos amigos -le comentó Gould a un repor­ tero en Cincinnati aquel mismo año-. Bernstein me mostró las notas de lo que iba a decir antes de tocar. Le dije: ‘Ningún problema’, así que él hizo su discurso." Dos años después explicó en una entre­ vista que “habíamos llegado a un acuerdo respecto de su discurso. [...] N o sé por qué se metió en el asunto tanta gente malintencio­ nada”. En público no se apartó nunca de esta línea. En privado, en cambio, acabó por creer que tal vez el discurso había sido un error táctico, pero insistía en que se trató de una decisión de mutuo acuerdo. Por otra parte, a más de un amigo le comentó que el dis­ curso le había cautivado -era un discurso de veras encantador- y se tom ó todo el asunto con espíritu deportivo.14Escribió un ensayo para explicar su interpretación titulado “N ’aimez-vous pas Brahms?” cuando tocó el mismo concierto, con tempos más rápidos, ya en B altim ore en octubre de 1962. Lamentablem ente, a causa del revuelo, Schuyler Chapin canceló una grabación del concierto para Columbia que había programado, con el consentimiento de Gould y Bernstein; de esta decisión el propio Chapin acabaría arrepin­ 217

tiéndose. La controversia que suscitó el concierto de Brahms se convirtió en la experiencia profesional más desagradable por la que pasó Gould, y fue un factor clave en su decisión de dejar de dar con­ ciertos para siempre.

“QUEREMOS PROBAR COSAS EXTRAVAGANTES.” En las actuaciones en festivales de verano en su país, Gould se hallaba más a gusto y satisfacía m ejor su creatividad. En julio de 1958 participó en la temporada inaugural del Festival Internacional de Vancouver, que nació con grandes ambiciones y estaba organi­ zado por su amigo Nicholas Goldschmidt. Dio tres conciertos: un recital, un concierto y un programa combinado compuesto exclu­ sivamente por obras de Bach; este último prefiguraba su nuevo inte­ rés por programas unificados temáticamente, que predominaría en sus conciertos en festivales así como en sus programas para radio y televisión. En el verano de 1960 volvió a dar un recital y una velada de dos conciertos, además de lo cual se las arregló para reunir a mil doscientas personas en un recital-conferencia que versó úni­ camente en Schönberg e incluyó El libro de los jardines colgantes, acompañado por la mezzosoprano sueca Kerstin Meyer. Su última temporada de verano en Vancouver, en 1961, incluyó las dos actuaciones más extrañas de su andadura en el festival. El 7 de agosto presentó “Una lección de piano con Glenn Gould”, en la que habló y tocó durante una hora ante casi tres mil niños. Su charla versó acerca de la interpretación de una sonata de Beethoven, op. 31/núm. 3, que tocaba por vez primera en público, y no pudo resistir el impulso de sobreactuar, impostando acentos muy este­ reotipados y graciosos con el objeto de tomarles el pelo a los cole­ gas franceses, alemanes e ingleses que ofrecían sus propios puntos de vista sobre la sonata. Sin embargo, el mensaje de que un intér­ prete debería ser fiel a sí mismo antes incluso de ser fiel ni siquiera a la partitura o al compositor encerraba una intención seria, medi­ tada y de gran importancia para él, si bien cabe preguntarse si podían entenderla niños de seis años, e incluso si les interesaba lo más mínimo. La mayoría de los niños lo encontraron divertido, pero los adultos opinaron que a Gould no le convenía cultivar aquella vertiente. El espectáculo se emitió por la cadena de televisión de la c b c , y David Oppenheim ofreció a Gould repetir la lección para la serie de televisión estadounidense Omnibus, aunque nunca lo hizo. En su última aparición en el festival, el 9 de agosto, actuó como 218

solista, director y conferenciante en un concierto compuesto exclu­ sivamente por obras de Bach, que incluyó dos conciertos y una can­ tata. En aquella velada, Gould dio a conocer su ultimo juguete: “el clavipiano”, un pequeño piano de cola que Steinway and Sons, de Nueva York, había adaptado especialmente para él. Se habían inser­ tado clavos metálicos con form a de T en los macillos del piano, que hacían que el instrumento produjera un tañido metálico que p re­ tendía imitar el sonido del clavicordio, en tanto que conservaba las posibilidades dinámicas del piano. Gould lo describió una vez como “un piano neurótico que encima se cree que es un clavicor­ dio”. Utilizó este curioso instrumento en varios conciertos y p ro ­ gramas que realizó a principios de los años sesenta, y en un momento llegó a contemplar la aterradora posibilidad de grabar todo el El clave bien temperado, de Bach, con un instrumento muy similar del que disponían en Columbia Records para Rosemary Clooney, pero desde Columbia se mostraron reacios y él recobró el sentido común. Para la mayoría, el “clavipiano” no pasó de ser un suculento tema de conversación y una molestia de tom o y lomo. La agenda de actuaciones de Gould en el extranjero le impidió volver al Festival de Stratford hasta 1960. Decía que allí, al igual que le ocurría en Vancouver, podía “atreverse a probar cosas nue­ vas” (en la temporada de 1963, según confesó a un reportero, sólo una de las obras que ejecutó no era nueva en su repertorio). En los años transcurridos desde 1956, el festival se había abierto cada vez más a la experimentación, y había ampliado su temporada musi­ cal para ofrecer obras sinfónicas y corales, música antigua, ópera y opereta, así como también jazz y música folk. En ese momento se respiraba un verdadero sentimiento de comunidad en el festival. El momento del cambio decisivo había llegado en 1959, cuando Louis Applebaum organizó el prim er “Taller anual para orquesta”, con un grupo de dos docenas de instrumentistas profesionales proce­ dentes de toda Norteamérica, que asistían a las clases magistrales y formaban un núcleo de músicos residentes durante toda la tem­ porada. Además, para entonces Stratford contaba ya con un audi­ torio propiamente dicho, con aforo para casi dos mil trescientas personas, al que en 1960 se trasladaron los acontecimientos musi­ cales, y se podían celebrar conciertos los domingos. El retorno de Gould al festival en 1960 causó un gran revuelo. Tocó en dos conciertos de música de cámara junto a dos distingui­ dos colegas estadounidenses, el violinista Oscar Shumsky y el v io ­ loncelista Leonard R ose.15 Los tres fueron nombrados “artistas residentes” aquella temporada, y además de actuar daban clases 219

en el taller para orquesta; Gould hizo gala de un especial entusiasmo en las sesiones dedicadas a la interpretación de música moderna. En su primer concierto acompañó a Shumsky y Rose en un programa integrado exclusivamente por obras de Bach, entre ellas el Concierto en re menor para clave y el Concierto de Brandenburgo núm. 5, en el que Gould desempeñó la triple función de solista, instrumen­ tista y director, todas ellas al “clavipiano”. Después participó en un programa de música de cámara de Beethoven, del cual se conser­ van grabaciones de la Sonata para violoncelo en la mayor, op. 69, y el Trío Fantasma, op. 70/núm. 1. Gracias en buena medida al poder de convocatoria de Gould se agotaron las localidades. De hecho, las entradas para el concierto de Beethoven se vendieron con sema­ nas de antelación, y más de mil personas se quedaron sin poder asis­ tir; Jim Curtis, amigo de Gould, recuerda haber hecho cola durante dos horas y media para al fin conseguir un asiento desde el que sólo podía ver las piernas de Gould. “ ¡Cómo vende entradas el gra­ nuja!”, comentó uno de los colegas de Gould, y lo mismo sucedería a lo largo de toda su estancia en Stratford; cuando él no actuaba, por lo general el teatro sólo se llenaba hasta la mitad de su aforo. La respuesta del público que asistía a los conciertos era enorme­ mente entusiasta, a pesar de que había algunas voces discrepantes que detestaban el “clavipiano”, a quienes el canturreo y otras pecu­ liaridades del artista les parecían molestas, o que consideraban que sus interpretaciones eran raras. En los conciertos en los que Gould participó siempre predominó el influjo de su personalidad, y cada verano había críticos que advertían de su tendencia a abru­ mar a quienes lo acompañaran tocando música de cámara. Applebaum se retiró de sus funciones administrativas después de la temporada de 1960, y Gould, Shumsky y Rose aceptaron regre­ sar al Festival en 1961 bajo un nuevo cargo conjunto, “directores de música”, que desempeñarían hasta 1964. (Sus honorarios en 1961 ascendieron a 7.000 dólares.) Cuesta imaginar a Gould en calidad de administrador, contribuyendo a gestionar asuntos cotidianos, tales como la programación, los comités femeninos y las relacio­ nes con la prensa, pero lo cierto es que se dedicó a esas tareas, y su buena disposición dice mucho acerca de su com prom iso con Stratford. Ayudó a recaudar fondos para restaurar uno de los tea­ tros del Festival, intervenía en cuestiones como la conveniencia de que se tocase God Save the Queen, y buscaba nuevo repertorio y artistas invitados, solicitando la presencia de algunos de los com­ positores más destacados del momento: Britten, Shostakovich, Lukas Foss, Karl Amadeus Hartmann o Hans Werner Henze. Sin 220

embargo, Ezra Señabas consideraba que Gould era “descortés y poco menos que dictatorial” en sus atribuciones administrativas, sobre todo cuando se enfrentaba a alguna diferencia de opinión. De hecho, Schabas abandonó su puesto de director musical al aca­ bar la temporada de 1961 a causa de Gould, y siempre hubo cierta tensión en la relación que éste mantenía con Shumsky y Rose. Gould continuó actuando. Dio tres conciertos en 1961, con Shumsky y Rose, cada uno de los cuales estuvo dedicado a un único com positor: música de cámara de Brahms; conciertos de Bach con el “clavipiano”, así com o la Cantata 51, con Lois Marshall, y un programa ecléctico de obras de Richard Strauss, entre las que se contaba la Sonata para violín en m i bemol mayor, op. 18, así com o un conjunto de canciones y la magnífica escena que cierra la última ópera de Strauss, Capriccio, con la soprano Ellen Faull. (Aseguraba que Capriccio le había “poseído" desde que asistiera a una producción de la misma en Berlín, en 1957.) Gould abrió ambas partes del concierto de Strauss con profusos comentarios desde el escenario que, a juzgar por las reseñas, eran de carácter infor­ mal y relajado, pero a menudo impenetrables (a uno de los cronis­ tas le parecieron “tímidos y forzados”). Tocó muchos aspectos, desde la habilidad de Strauss para la caracterización musical, o su “sutil actualización” de los giros dieciochescos, hasta la unidad general de los m otivos en algunas de sus óperas, y por un instante cantó la respuesta de Elektra a la Chrysothemis de Faull para tra­ tar de explicar cierta cuestión, porque, bromeó, “el presupuesto no daba para contratar a otra cantante”. Este concierto fue una de las primeras tentativas de la campaña, que no abandonaría a lo largo de toda su carrera, a favor de la música de Strauss, que prom ovió en conciertos, grabaciones, programas de radio y televisión, y acerca de la cual habló en artículos y entre­ vistas durante el resto de su vida. En aquella época, en pleno apo­ geo de la música serial, la reputación de Strauss pasaba por una profunda decadencia, sobre todo entre los músicos jóvenes, y supo­ nía una verdadera p rovocación declarar, com o hizo Gould en Stratford, que Strauss era “el hombre de música más grande de este siglo”. Sin embargo, siempre detestó la “cultura esnobista” de la vanguardia, la reñida disputa por ocupar un puesto en el escalafón, y rechazaba las ideas de “progreso” y “moda” en el arte que tanto cundieron entre los “adeptos a los ismos” de su época. (En otro con­ cierto que ofreció en Stratford en 1963, organizó un programa que yuxtaponía, con voluntad polémica, música de Schönberg y Strauss.) El calendario era un tirano, le gustaba decir, y no se le debería obe­ 221

decer: la música era buena, extraordinaria o mala, sin importar si estaba en boga o no, y predijo (con gran acierto) que la reputación musical de Strauss volvería a repuntar cuando pasaran las modas que imperaban en los años de posguerra. En aquel momento, la suya era una voz aislada. John Beckwith habló por muchos colegas jó v e ­ nes cuando en 1962 escribió: “Ver a Glenn Gould pasando por su actual fase de fervor por Richard Strauss es algo similar para el público canadiense a ver a un ñiño complicado pasar las paperas.” A medida que la carrera de Gould como concertista declinaba, más se incrementaba su entusiasmo por Stratford, y lo mismo ocu­ rría con su habilidad para suscitar controversia. En 1962 tocó, dio clases y escribió las notas al programa de una serie de conciertos unificados temáticamente, el primero de los cuales estaba dedicado a Bach. Antes del último número, ciertos arreglos instrumentales de piezas de El arte de la fuga, pronunció un discurso en el que criti­ caba la costumbre del aplauso automático en los conciertos, y la ridiculizó como un acto inmoral y falto de sinceridad - “una reac­ ción en cadena de la masa, sumamente fácil de provocar”-, y admi­ tió que la consideraba particularmente inapropiada tras una pieza tan esotérica. Pidió que el público se contuviera y, para hacer hin­ capié en su idea, hizo que bajaran las luces hasta apagarlas en las frases finales de la última fuga. Su petición no carecía de sentido: el aplauso tras El arte de la fuga resulta tan incongruente como pedir con alegres gritos que los actores salgan a saludar tras inter­ pretar una de las obras tardías de Beckett. Sin embargo, el público se sorprendió ante la petición y, aunque la mayoría accedió a satis­ facerla, el resultado distó mucho de ser el silencio reverencial que Gould hubiera deseado, y se oyeron risitas ahogadas, toses nervio­ sas y un violento rebullir desde las butacas. Con tan sólo dieciséis años había albergado el deseo de fundar su propia compañía de con­ ciertos, en la que se prohibiría toda respuesta por parte del público, y que recuerda a la Asociación de Actuaciones Musicales Privadas que Schönberg regentó justo después de la Primera Guerra Mundial. “Algunos artistas parecen depositar un exceso de confianza en la respuesta sudorosa de la masa del mom ento -d ijo en una entre­ vista al Globe and Mail pocos meses después-. El aplauso no me dice nada. A l igual que cualquier otro artista, siempre puedo sacar de la manga varios trucos musicales al final de una actuación y el cómputo de decibelios subirá automáticamente diez puntos.” (En un artículo de 1962, titulado “ ¡Prohibamos el aplauso!”, reveló el “Plan Gould para la abolición del aplauso y demostraciones de todo tipo”.) Recibió sesenta cartas con m otivo del concierto de Bach, la 222

mitad de las cuales le expresaban apoyo, y entre las que sólo hubo una cuyo tono era verdaderamente insultante; sin embargo, eran muchos los que empezaban a hartarse de sus aparentes bufonadas. El compositor Udo Kasemets escribió en el Toronto Daily Star que una vez “había creído que algún día el niño prodigio consentido crecería y se centraría en hacer música con seriedad y honestidad. El tiempo no me ha dado la razón. No cabe duda de que Glenn Gould ha cambiado, pero ha sido un cambio a peor”. Gould escribió las notas al program a para “La herencia de Schönberg”, un concierto de música compuesta por Schönberg, Webern y Foss que tuvo lugar en 1962, y actuó en otros dos con­ ciertos dedicados a dos de sus compositores predilectos: el titu­ lado “Hindemith, los prim eros años” , en el que acompañó a Lois Marshall en una interpretación triunfal de la versión de 1923 de Das Marienleben, y un concierto integrado exclusivamente por obras de Mendelssohn, entre ellas el Trío para piano en re menor, y en el que derramó su sempiterno vaso de agua sobre el teclado, para regocijo general. Su afinidad hacia este tipo de contenido lastrado por el Romanticismo temprano, a menudo sentimental, supuso para muchos una agradable sorpresa, a pesar de que Kasemets advirtió que “Mendelssohn ocupa un lugar muy especial en los corazones anglosajones”, y criticó un program a integrado únicamente por obras de dicho compositor por su proximidad a “revivir el espíritu del colonialismo artístico que todavía planea com o una aterradora sombra sobre nuestro país y nuestro pueblo”, lo cual demuestra cuán insegura seguía siendo la identidad de un Canadá indepen­ diente en ciertos sectores, incluso pocos años antes de que se con­ memorara el centenario del país. Gould alabó en una ocasión el escenario del Festival Theatre, de tres lados, porque, arropado por la intimidad que le transmitía, “surge el histrionismo que hay en m í”. Sin embargo, para muchos su histrionismo excedió el límite en el último concierto que dio en la tem­ porada de 1962. “Panorama musical de los años veinte” pasaría por ser la actuación pública más extraña de toda su vida. Durante la pri­ mera parte, ni siquiera tocó; en vez de ello, ejerció de maestro de ceremonias y cómico. Irrumpió en escena vestido, según una reseña, “con un pantalón ancho a media pierna color beige, calcetines verde oliva hasta la rodilla y gorra negra de paño. Se sentó a horcajadas en una silla, apoyó la cabeza entre las manos y espetó al público: “N o esperaban oír música, ¿verdad? Me llamo Plummer”. El comentario arrancó una carcajada -aquel verano, Christopher Plummer inter­ pretaba a Cyrano-, pero a continuación Gould emprendió una larga 223

divagación sobre la música de los años veinte, en la que comparó las tendencias más “relevantes” (la escuela de Schönberg) con la música neoclásica que en su opinión era estéril y trivial, en particu­ lar la de Stravinsky. Dejó que fueran otros los que tocaran, “en parte porque soy perezoso, en parte por orgullo”. Muchos de los que ocu­ paban los asientos más allá de las primeras filas no alcanzaban a oír lo que decía, y su frustración iba en aumento, mientras que quienes le oían no podían evitar el rechazo que provocaban sus comenta­ rios ácidos y sus formas grandilocuentes. Todo el mundo se cansó enseguida de su malevolencia. Durante la interpretación del Ragtime de Stravinsky, se sentó con muy poca elegancia sobre la tapa cerrada del piano, sacó una botella del bolsillo y dio un trago, comentando: “¡Puramente medicinal!” Antes de que concluyera la primera parte, el público empezó a abandonar la sala, al principio de uno en uno, luego en masa. Los que permanecieron, según un testimonio, expre­ saron su disconformidad mediante “palmadas rítmicas de verdadera impaciencia”. La desbandada inquietó a Gould, pero las disculpas que dirigió a la cansada multitud cayeron en oídos sordos. Joyce Goodman hizo la crónica en el Montreal Star de este embarazoso intercambio de palabras: De repente una voz masculina tronó desde la platea alta: “Seguimos sin poder oírle”. (Una voz femenina había expresado la misma queja durante la primera parte del programa.) El señor Gould se disculpó y dijo: “Estoy cansado.” “Nosotros también”, respondió la voz.

Aun después de que Gould se retirase por un escotillón del esce­ nario, el público siguió marchándose, y los músicos cada vez se aturullaban más. A l final de la Façade de William Walton reapareció por el escotillón enfundado en un enorme abrigo de piel de mapache, que había pertenecido a su abuelo, y portando un cartel que anunciaba el intermedio. En las terrazas del exterior del teatro, el público -lo que quedaba de é l- rebullía en un murmullo constante acerca de las payasadas que habían presenciado, y muchos no vol­ vieron a entrar. N o obstante, para la segunda parte Gould se puso traje de etiqueta y tocó la suite de Schönberg y el aria del concierto de Berg Der Wein acompañado por la soprano liona Kombrink, y estas interpretaciones, presentadas con sucintos comentarios impro­ visados, tuvieron una acogida entusiasta. La prensa reaccionó sin piedad alguna: el comportamiento de Gould era “pueril”, “falto de toda ética”, “insultantemente desleal”, y se informaba que los codi224

rectores compañeros de Gould se sentían terriblemente molestos. “Estoy de acuerdo en que el episodio en tom o a ‘Panorama musical de los años veinte’ fue un perfecto desastre -admitió más adelante en el Globe and Mail-, Sobre el papel parecía una idea maravillosa pero, lisa y llanamente, no salió bien.” (¿De veras pudo parecerle tan maravillosa?) Seis años después, en la radio de la c b c aludió a aque­ lla “velada loca" como el primer “happening” que había tenido lugar en el sur de Ontario. “Y, a pesar de que nunca pude fomentar la expe­ rimentación por caminos tan estrambóticos, espero que nunca se pierda cierto sentido del entusiamo que alentó experimentos de ese tipo en Stratford.” Gould sólo actuó dos veces en el festival de 1963, la primera en un concierto integrado exclusivamente por piezas de Bach, entre ellas el Concierto para clave núm. 6 enfa mayor (que nunca llegó a grabar) y la Cantata 170; una vez más, dirigió desde el teclado, si bien por fin cambió su “clavipiano” por un verdadero clavicor­ dio. Tres semanas después participó en un programa atípico que abarcaba casi cien años de canciones románticas, modernas y m úsica de cámara de com positores rusos: Glinka, Musorgsky, Prokófiev. También se había previsto que acompañara a la soprano Phyllis Curtin en un recital de canciones de Dowland, Schönberg, Mozart y Strauss, pero contrajo una gripe y lo sustituyeron. Por vez primera se marchó de Stratford sin comprometerse a realizar en el futuro ningún concierto en el festival.

“DISFRUTO LA GRABACIÓN MÁS QUE DE NINGUNA O TRA FASE DEL PROCESO MUSICAL.” La merma de com prom isos que Gould adquiría para dar con­ ciertos en parte fue debida a su insistencia cada vez mayor en explo­ rar su potencial en otros campos -co m o artista de estudio, locutor, escritor, com p ositor- y, a m edida que el número de conciertos caía en picado, su labor en estos ámbitos adquirió una complejidad inusitada. Mientras dedicó buena parte de sus energías a actuar en conciertos, se mantuvo com o un artista bastante convencional en el ámbito de las grabaciones que realizaba, ciñéndose básica­ mente a su repertorio concertístico y a sus interpretaciones en vivo. N o disponía de tiem po ni energía para desarrollar un repertorio nuevo de cara a las grabaciones, y Columbia Records no ponía obs­ táculos a álbumes nacidos de la música con la que había cosechado grandes éxitos en concierto. Los álbumes editados a lo largo de sus 225

primeros ocho años como artista de Columbia, con excepciones menores, documentan al mismo Glenn Gould que el público que asistía a sus conciertos había conocido: • •









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Bach, Variaciones Goldberg (grabadas en 1955, publicadas en 1956). Beethoven, Sonatas para piano, núm. 30 m i mayor, op. 109; 31 en la bemol mayor, op. 110; 32 en do menor, op. 111 (1956/1956). Bach, Concierto para clave núm. 1 en re menor, Beethoven, Concierto para piano núm. 2 en si bemol mayor, op. 19, con Leonard Bernstein, Sinfónica de Columbia (1957/1957). Bach, Partitas núm. 5 en sol mayor y 6 en m i menor, Fugas núm. 14 en fa sostenido menor y 9 en m i mayor del Libro II de El clave bien temperado (1956-1957/1957). Haydn, Sonata núm. 59 en m i bemol mayor, Mozart, Sonata núm. 10 en do mayor, K. 330; Mozart, Fantasía y Fuga en do mayor, K. 394 (1958/1958). Bach, Concierto para clave núm. 5 en fa menor, Beethoven, Concierto para piano núm. 1 en do mayor, op. 15, con Vladimir Golschmann, Sinfónica de Columbia (1958/1958). Berg, Sonata, op. 1; Schönberg, Tres piezas para piano, op. 11; Krenek, Sonata núm. 3, op. 92/núm. 4 (1958/1959). Beethoven, Concierto para piano núm. 3 en do menor, op. 37, con Leonard Bernstein, Sinfónica de Columbia (1959/1960). Bach, Partitas n úm .l en si bemol mayor y 2 en do menor, Concierto italiano (1959/1960). Gould, Cuarteto para cuerdas, op. 1, con el Symphonia Quartet (1960/1960). Brahms, diez Intermezzi (1959-1960/1961). Beethoven, Concierto para piano núm. 4 en sol mayor, op. 58, con Leonard Bernstein, Filarm ónica de N ueva York (1961/1961). Bach, El arte de lafuga, volumen 1: contrapunctus 1-9, al órgano (1962/1962). Mozart, Concierto para piano núm. 24 en do menor, K. 491, con Walter Susskind, Sinfónica de la c b c ; Schönberg, Concierto para piano, op. 42, con Robert Craft, Sinfónica de la c b c (1961/1962). Strauss, Enoch Arden, con Claude Rains, vo z (1961/1962). Bach, Partitas núm. 3 en la menor y 4 en re mayor, Tocata en m i menor (1962-1963/1963).

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En ocho de estos álbumes, el propio Gould había elaborado las notas de cubierta, una afición que en aquellos primeros años culti­ vaba de buen grado. Tanto si hablaba sobre el repertorio que en aquel momento le ocupaba, como si defendía o denigraba alguna causa, abordaba alguna cuestión histórica o estilística, o explicaba las pre­ misas que se encerraban tras su propia interpretación, las notas que Gould componía para sus discos eran indefectiblemente esti­ mulantes y por lo general provocadoras, si bien su estilo barroco no resultaba del todo atractivo. Todos sus álbumes cosecharon un nivel de ventas notable y poco frecuente, aunque no alcanzaran el de las Variaciones Goldberg, y algunos de ellos, como su primer álbum de concierto, se convirtieron en verdaderos éxitos. Sin embargo, a pesar de su éxito comercial, de su brillantez artís­ tica y su originalidad, estas grabaciones no satisfacían enteramente a Gould; al final de su vida consideraba que “muchas de mis prime­ ras grabaciones” -incluso las m ejores- eran “muy molestas de escu­ char” . Se había desilusionado por la naturaleza “orientada a la actuación” de las grabaciones, el modo en que había trasplantado sis­ temáticamente las interpretaciones que hacía en concierto al estu­ dio de grabación, sin tomar en consideración las exigencias propias del medio; dicho sea de otro modo, no eran grabaciones realizadas por un verdadero artista en las que ofreciera interpretaciones con­ cebidas especialmente para el medio discográfico y construidas según los niveles tecnológicos más elevados. Gould estaba más intere­ sado en el proceso de la mecánica de grabación que otros artistas dedicados a la música clásica, incluso de j oven, y se desenvolvía con soltura en ese terreno, pero su agenda de conciertos simplemente no le permitía implicarse de lleno en la posproducción o en el des­ arrollo de una verdadera estética de la grabación. Las primeras sesio­ nes de grabación hubieron de encajarse en los huecos que le dejaba libres su agenda de conciertos. Según los criterios que desarrollaría con posterioridad, aquellas grabaciones se hicieron demasiado deprisa, álbumes enteros registrados en tan sólo tres o cuatro días. Algunas de las grabaciones de aquella primera época incluso conte­ nían errores que nunca hubiera dejado pasar en años posteriores y que no se habían subsanado, prueba inequívoca de la inútil tarea de tratar de hacer correcciones por telegrama internacional.16 En una ocasión recordó haber tenido que restaurar un segmento de cinta de un rondó de Mozart porque había de tomar un tren. A pesar de todo, estos primeros álbumes ponen de relieve todo el alcance del talento pianístico que había adquirido con poco más de veinte años. Su estilo dinámico de interpretar a Bach supuso la 227

verdadera revelación para la m ayoría de quienes lo escucharon desde los comienzos, por supuesto, si bien los otros álbumes de este período incluyen algunas interpretaciones que nunca superó. Pensemos en el despliegue de delicadeza rococó en el K. 330 de Mozart y en su férrea potencia en la fuga K. 394, pensemos en su Haydn vital e ingenioso, en su apasionadamente discutido programa de Berg, Schönberg y Krenek, el cual fue un argumento convincente a favor de la Segunda Escuela Vienesa; la de Krenek, en particular, sería una de las grabaciones más suntuosas y hermosas de todas las que Gould realizara. Su interpretación del concierto de Schönberg, categórica y abiertamente romántica, con el acompa­ ñamiento soberbio de Robert Craft (por el que sentía una gran admi­ ración), resulta a un tiempo poética y dotada de una enorme carga dramática, y su lectura del concierto K. 491 de M ozart,17 de una fuerza sorprendente; a pesar de ciertas fiorituras polém icas que realizó en la partitura, impresionó a un crítico tan conservador como era B. H. Haggin hasta tal punto que habló de ella com o “una de las mejores interpretaciones que he escuchado jamás”. La grabación de la primera parte de El arte de la fuga marcó el regreso público de Gould al órgano tras un lapso de casi quince años. La grabación se realizó principalmente con un órgano Casavant de estilo barroco en la Iglesia de Todos los Santos (Kingsway), en Toronto, aunque por lo menos una de las fugas se grabó con posterioridad, en una capilla de Nueva York. Gould adoraba “el registro deliciosamente extravagante” del Casavant. Su estilo organístico -rápido, vehemente, sumamente articulado, monótono, con el micrófono instalado a muy corta distancia- suponía un reto implícito para el fastuoso órgano romántico y la acústica reverberante que estaba presente en la mayo­ ría de grabaciones de órgano, pero el álbum cosechó tantos admira­ dores como detractores. Gould disfrutó tanto la experiencia que contempló la posibilidad de realizar otros álbumes con órgano, incluso uno por año, de obras tales como las sonatas de Mendelssohn y Krenek, o las Variaciones sobre un recitativo de Schönberg. Finalmente, sin embargo, ni siquiera llegó a grabar el segundo volumen de El arte de la fuga, a pesar de que existían proyectos desde mediados de 1962. Para empezar, dijo que tocar el órgano había agravado “su problema del hombro, siempre latente”, y además el Casavant que tanto ado­ raba quedó destruido en un incendio en 1966. A comienzos de los sesenta, cuando la rutina de los concier­ tos ya le agotaba la paciencia, Gould em pezó a explorar reperto­ rio nuevo en el estudio de grabación. Puesto que había dedicado sus diez primeros álbumes a Bach y a la música clásica y moderna, 228

muchos de sus seguidores se llevaron una sorpresa cuando editó dos álbumes de música romántica tardía, a la que le imprimía un estilo nuevo, aunque marcadamente individual. El álbum en el que registró diez intermezzi de Brahms, una de las joyas de su discografía, ofrecía una visión de conjunto de un repertorio p o r el que sentía gran estima, p ero que sólo había degustado en con ­ ciertos. Gould albergaba sentimientos encontrados acerca de la música para piano de Brahms. Deploraba el virtuosismo “mecanicista” de las grandes series de variaciones, y en cambio admi­ raba la “extraordinaria sutileza y el com edim iento” de las piezas más tardías y breves. En su álbum de Brahms puso especial mimo en los intermezzi más íntimos y los tocó, según confesó a un perio­ dista, “com o si realmente tocara para mí, pero hubiera dejado la puerta abierta”. El álbum ofrecía “la interpretación más erótica de intermezzi de Brahms que usted haya escuchado jamás -añadió-. He captado, o así m e lo parece, un ambiente de im provisa­ ción que no creo que se haya representado nunca en una grabación de Brahms”. El álbum recuerda hasta un grado sorprendente el estilo libre, flexible, prop io de generaciones anteriores de pia ­ nistas. Gould describió su estilo hablando no sólo de lo “ e r ó ­ tic o ” , sino también de lo “aristocrático”, un estilo en el que “el elemento teutónico se deja en suspenso”. Tal vez quería decir “anti­ cuado”, porque, al igual que los pianistas de antaño, él toca en este caso impulsivamente, con gran potencia y libertad rítmicas (y a m enudo em pleando tempos len tos); com prim e y expande la música, tanto dinámica com o rítmicamente, para lograr efectos expresivos; pone gran atención en el timbre y arpegia los acor­ des con obstinación en el proceso de ahondar en el contrapunto de Brahms. Crea, además, una atm ósfera de nostalgia y m elan­ colía, de comunión sumamente personal e íntima con la obra. El álbum cosechó muchos elogios, pero también surgieron detrac­ tores que se burlaron del rom anticism o anticuado y sin tapujos de Gould: John Beckwith, en el Toronto Daily Star, aseguró con desdén que “recuerda empalagosamente a música para reuniones sociales”, y otro crítico comentó con escepticismo: “Quizás Gould crea que Brahms hubiera tocado estas piezas de este m odo”. Sin embargo, Gould estaba en lo cierto. El pianista M oriz Rosenthal, discípulo de Liszt, recordó en una ocasión que Brahms siempre arpegiaba acordes al tocar sus composiciones, y el propio Brahms escribió acerca de su Intermezzo en si menor, op. 119/núm. 1, no sólo que debía tocarse lentamente (lo señaló com o Adagio), sino que “cada compás y cada nota deben sonar com o un ritar229

dando", una petición en buena m edida exagerada, que adolece de cierto talante romántico. Mayor sorpresa si cabe causó la grabación que Gould realizó, junto al actor Claude Rains, de una pieza de salón del primer Strauss titulada Enoch Arden, un melodrama para recitador y piano, que consta del poema de Tennyson con acompañamiento musical. El propio Gould escribió que dicha pieza contiene “la música senti­ mental más inquietante y molesta de Strauss”, pero la tocó con gran emoción y llevando a cabo una honda interpretación del lenguaje romántico tardío que la caracteriza. En realidad, estos álbumes no deberían haber sorprendido en absoluto a cualquiera que estuviera fam iliarizado con las actua­ ciones de Gould en concierto y con otras de sus grabaciones, puesto que el Romanticismo nunca se hallaba lejos de la superficie, incluso en su Bach más modernista (las zarabandas, por ejem plo). Muchos críticos advirtieron su tendencia hacia una expresión efusiva y su método de ejecución romántico en, pongamos por caso, los m ovi­ mientos lentos de los conciertos y las últimas sonatas de Beethoven. En obras como ésas -acuden a la mente el op. 109 y el Concierto en sol mayor- la flexibilidad que Gould aplica a la textura y al íitmo, su impulsividad, y lo que un crítico denominó su “sensualidad arro­ bada”, suponían, según los principios estéticos de la época, un retro­ ceso a otra era, el reto m o a un m elodram a pasado de m oda a mediados del siglo xx. De hecho, el muy esperado álbum tras las Variaciones Goldberg, donde grabó las últimas tres sonatas de Beethoven, en términos generales resultó decepcionante. Harold Schonberg, en el New York Times, llegó a tachar las interpretaciones de “inmaduras” e “inexplicables”, y no fue el único. A muchos oyentes les molesta­ ban los tempos de Gould, a menudo alejados de toda convención -en la variación final del op. 109, o en el prim er m ovim iento del op. 111, que cuenta con un atrevido momento innegablemente estremecedor y lleno de arrojo-,18 y había todo tipo de giros de frases y alejamientos de la partitura sumamente extravagantes y m elo­ dramáticos. (En sus conciertos, el op. 109 a menudo destacaba por­ que no lograba com placer al pú blico.) Muchos se encolerizaron aun más con motivo de las irreverentes notas de cubierta de Gould, en las que sugería que estas preciadas piezas “quizá no den lugar a las revelaciones apocalípticas que tan gráficamente se les han atribuido”. El crítico Abram Chasins, en su libro Speaking of Pianists... [“Hablando de pianistas...”], optó por el sarcasmo.

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Hubo una época -escribió- en que nos llevamos a engaño al creer que estas sonatas estaban llenas de ideas profundas y brillantes. Me sonrojo al recordar lo fáciles de convencer que éramos en nuestra juventud, en especial por un viejo y artero zorro llamado Schnabel, y nunca podremos expresar todo nuestro agradecimiento hacia el señor Gould por habernos advertido de las malas artes del astuto Schnabel.

Sin embargo, incluso este álbum recibió algo más que un pequeño elogio efusivo por parte de los sectores acreditados y, de hecho, las reseñas sobre Gould a lo largo de su primera década como artista de grabación se corresponden estrechamente con las que recibió en calidad de concertista. En este sentido, la idea de que sus evi­ dentes excentricidades socavaron profundamente su atractivo no es más que mera leyenda. La mayoría de sus oyentes seguía de buen grado su trayectoria a m edida que buscaba nuevas sendas inter­ pretativas a través del repertorio familiar, y pocos eran los que con­ cedían m ayor im portancia a sus rarezas que a sus méritos. Los álbumes del último Beethoven, Brahms y Strauss recibieron res­ pectivamente muchas críticas favorables, y su grabación al órgano, con fama de haber sido vapuleada en su día, suscitó muchas rese­ ñas positivas -entre ellas el calificativo de obra prominente-, ela­ boradas por críticos a quienes su estilo parecía jovial, estimulante, brillante, transparente, y que introducía un refrescante cambio res­ pecto de los tópicos románticos. A l igual que hacía en concierto, Gould lograba conquistar a oyentes que estaban en desacuerdo con alguna de sus opciones interpretativas, o incluso con muchas, si acababan convencidos cuando menos de que merecía la pena escu­ char su aproximación a cierta pieza. La mayor parte de su público se convencía gracias a la convicción que él mostraba respecto de sus propios posicionamientos, y disfrutaba de actuaciones en las que nunca podía saber a ciencia cierta qué le aguardaba a la vuelta de la esquina. Su “individualidad” era con frecuencia más notoria que su “excentricidad” y, al menos en sus prim eros tiempos, sus peculiaridades a menudo se interpretaban como prueba inequívoca del serio compromiso que había adquirido con la música, no com o mero capricho.

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“YO MISMO HE ESTADO HACIENDO LO QUE BERNSTEIN EN TODAS DIRECCIONES.” “Desde el instante mismo en que empecé a realizar retransmi­ siones en directo -d ijo Gould en 1980-, ese medio me pareció otro mundo.” Durante los años cincuenta, no obstante, los programas que realizó para la radio y la televisión, al igual que las grabaciones que hiciera, eran en esencia un complemento de su vida como con­ certista. Los trabajos de aquella primera década, tanto para la radio como para la televisión, se limitaron en su mayoría a actuaciones de estudio convencionales o a retransmisiones de conciertos en vivo, y mientras que algunas estaban dedicadas a compositores o reper­ torios individuales, todavía no elaboraba la clase de conciertos temá­ ticos y sofisticados que gustaba organizar en los festivales de verano. Apareció en diversas series musicales que difundieron tanto las cadenas de radio como de televisión anglófona y francófona de la c b c , y se convirtió en una figura popular de entrevistas y perfiles. El primer retrato importante que hicieron de él fue En casa con Glenn Gould, una conversación de una hora de duración sobre temas diversos, con Vincent Novell, que se realizó sin guión previo, aunque editada con posterioridad, y que se emitió por vez primera en diciembre de 1959. Sus trabajos para televisión no se emitieron en vivo hasta comienzos de los sesenta; para mediados de los cin­ cuenta la c b c había grabado algunos de sus programas de música para la radio, aunque aún habrían de pasar unos años hasta que pre­ vieran la edición y corrección de las cintas. El repertorio que interpretaba en los primeros programas se ceñía estrechamente a las obras solistas y a los conciertos de su reperto­ rio concertístico, pero hubo algunos cambios dignos de mención: sonatas de Scarlatti, fugas de El clave bien templado, un abanico más amplio de obras solistas de Beethoven, El libro de los jardines colgantes de Schönberg (con Roma Butler) y música de cámara de Beethoven, Schubert y Brahms. Hasta cierto punto estaba atrapado en los confines de la reputación alcanzada en calidad de concertista -sobre todo, como intérprete de Bach-, y ese hecho le molestaba cada vez más. Para su aparición en el programa de televisión de la c b c Chrysler Festival, en 1957, decidió, como más tarde explicaría a un periodista, “que sería divertido reaparecer como intérprete de Chopin”, pues su propuesta habitual parecía demasiado severa para un pro­ grama popular, de variedades, dirigido a la amplia audiencia televi­ siva. También había preparado un pequeño discurso para la ocasión: “Damas y caballeros, han corrido desagradables rumores acerca de 232

que no toco a Chopin porque no puedo tocar a Chopin, y esta noche, de una vez por todas, me dispongo a demostrar que no sé tocar a Chopin”. Su idea era tocar un “viejo caballo de batalla”, el Vals en la menor, op. 34/núm. 2, “del modo más sensiblero que pudiera”, para cuyo fin desempolvó la grabación clásica de Horowitz de 1945 y “copió todos los rubatos de principio a fin”. El productor estaba dispuesto a asumir el desafío, pero finalmente el agente del patrocinador puso objeciones: querían algo más relacionado con Gould. De manera que dejó de lado a Chopin y to có ... Bach. “Algunas de mis interpretaciones más afortunadas las hago por televisión”, aseguraba, y la televisión de la c b c , que se convirtió en una verdadera cadena nacional en el verano de 1958, contribuyó mucho a afianzar su reputación en Canadá. A principios de los años sesenta empezó a realizar proyectos más ambiciosos para televisión, en los que iba más allá del form ato de concierto filmado y elabo­ raba programas temáticos -tal vez inspirados por sus experimentos en el Festival de Stratford- que incluían un comentario hablado y puesto en escena.19 Por aquel entonces había productores interesa­ dos en realizar programas de música clásica serios e innovadores, y había presupuesto para financiarlos; en realidad, había dinero sufi­ ciente para que el primer ministro se quejara de los “presupuestos derrochadores” de la c b c . También a comienzos de los años sesenta la televisión hizo la transición de las emisiones en directo a las gra­ baciones en diferido. A l principio los programas grabados previa­ mente todavía tenían que rodarse en segmentos de gran duración -to d o un movimiento de una sonata, por ejem plo-, y no existía la opción de realizar una edición minuciosa. Sin embargo, para Gould éste fue un avance crucial: le permitió preparar programas cuya com ­ plejidad misma hacía que fuera un riesgo abordarlos en vivo. Antes de cumplir los treinta años, se reconocería su papel pionero entre los músicos que actuaban en radio y televisión. Marcó una verdadera ruptura con su primer programa especial de entrevista y actuación, El tema es Beethoven, grabado en 1960 y emitido el 6 de febrero de 1961. Habló brevemente acerca Beethoven -trabajó a fondo en la elaboración de su guión-, ofreció una inter­ pretación fascinante de las variaciones de la Hervica y acompañó a Leonard Rose en la Sonata para chelo, op. 69. El productor, Franz Kraemer, les había oído tocar la sonata en Stratford e insistió en que consignaran su interpretación en una grabación. Una gran idea, pues tal vez se trate de la mejor colaboración con músicos de cámara en la que Gould participó nunca. Rose recuerda, más de veinte años des­ pués, que su atril resultó ser un problema para los camarógrafos que 233

acudieron al ensayo. Él había memorizado la sonata, pero le dijo a Kraemer: “Glenn sí utiliza la partitura”. Gould intervino de inmediato: “Leonard, ¿quieres tocarla de memoria? Mañana la tocaré contigo de memoria”. Y así lo hizo. El espectáculo suscitó mucha atención. Algunos críticos consideraron el comentario de Gould ampuloso y pedante, pero la actuación también cosechó algunas reseñas elogiosas, y dio lugar además a muchas cartas entusiastas dirigidas a la c b c y la prensa de Toronto; conquistó tal éxito que la repitieron aquella misma tem­ porada, y fue vista por más de un millón de telespectadores. Impresionados por el éxito de El tema es Beethoven, desde la c b c ofrecieron a Gould un contrato para realizar cuatro programas espe­ ciales, para televisión, de una hora de duración. Le dieron carta blanca en cuanto al tema a tratar, el repertorio, el guión y los colaborado­ res, y la cadena le concedió un presupuesto generoso: el último de los cuatro programas costó cerca de treinta mil dólares. Gould creó dos especiales de domingo por la tarde a comienzos de 1962: Música en la urss y Glenn Gould sobre Bach. En el primer programa habló desde el teclado acerca de la música rusa de los siglos xix y xx, ofre­ ció su primera interpretación de la Séptima sonata de Prokófiev de la que se tiene constancia y, acompañado por el Symphonia Quartet, llevó a cabo lecturas cargadas de sensibilidad de varios movimien­ tos del Quinteto para piano de Shostakovich, la única interpreta­ ción de este compositor que realizó. En el segundo programa, otro de los inspirados en Stratford, abrió tocando el Preludio y Fuga Santa Ana al órgano, y habló largo y tendido acerca del estilo de Bach y del lugar que el compositor ocupa en la historia de la música. Pasando al “clavipiano”, tocó el contrapunctus 4 de El arte de lafuga, y a con­ tinuación dirigió (desde el teclado) una orquesta de cuerdas en una interpretación muy emotiva, si bien excéntrica desde un punto de vista estilístico, de la Cantata 54, Widerstehe doch dei'Sünde, con el contratenor estadounidense Russell Oberlin, y el Concierto de Brandenburgo núm. 5, con Oscar Shumsky en la parte del solo de violín. Su tercer programa, Richard Strauss: una visión personal, emitido en octubre de 1962, constituyó una especie de repetición del concierto compuesto exclusivamente por piezas de Strauss que diera en Stratford el año anterior, y una vez más sus interpretaciones, inclui­ dos el primer movimiento de la Sonata para violín (con Shumsky), canciones con Lois Marshall y música de la Suite Bourgeois gentil­ homme, se erigieron en una controvertida defensa del estilo de Strauss. “Siempre he sido adicto a su música, del mismo modo que alguna gente es adicta a los helados de chocolate -d ijo - La encuen­ tro absolutamente irresistible.” 234

El último programa de su contrato, La anatomía de lafuga, emi­ tido en marzo de 1963, sería el más ambicioso de todos ellos. En una hora trató de dar cabida a una introducción básica y una his­ toria de la fuga, que incluía música de Roland de Lassus, Marenzio, Bach, Mozart, Beethoven y Hindemith. Tocó acompañado de un buen número de colegas y habló largo y tendido desde el teclado, con ejemplos musicales entre los que ofreció una breve muestra de una fuga basada en el tema “Do Re M i” de Sonrisas y lágrimas, así como un maridaje contrapuntístico entre los himnos The StarSpangled Banner y God Save the Queen. El programa supuso un verdadero tour deforce para Gould, aun cuando en última instan­ cia no contara con el final triunfal que había previsto: el estreno de una composición de su propia cosecha, titulada ¿Así que quiere usted escribir una fuga?,20 una fuga ingeniosa de cinco minutos de duración, que en sí misma constituía una introducción e histo­ ria condensadas del género, compuesta para cuarteto vocal y cuar­ teto de cuerdas, y coordinada con un texto cóm ico inventado por el prop io Gould. (C om entario típico: “Nunca te las des de listo sólo por querer ser listo, pues un canon por inversión es una peli­ grosa distracción”.) Estos programas especiales no tenían precedente en Canadá, y muy pocos en otros países. Por descontado, Gould conocía los ambi­ ciosos programas educativos que Leonard Bernstein había realizado para la serie cultural Omnibus de la c b s , el primero de los cuales se emitió en el otoño de 1954, que habían cosechado muchos elo­ gios y suscitado mucha atención, así como sin duda tenía conoci­ miento de las emisiones de los Conciertos para los jóvenes de la Filarmónica de Nueva York, que realizara también la c b s a partir de 1958. Especialmente en el caso de Omnibus, Bernstein cubrió una amplia gama de temas -la Quinta sinfonía de Beethoven, el jazz, la dirección de orquesta, las comedias musicales norteamericanas, la música moderna, Bach-, y también él adoptó un sesgo didáctico que le llevaba a complementar sus interpretaciones con generosos comentarios. (Tom W olfe lo apodó en una ocasión “un charlatán de pueblo”.) Bernstein, no obstante, ponía todo su empeño en atraer al público general, niños inclusive, en tanto que Gould, a pesar de que realizó varias consultas a Bernstein acerca de algunos de sus proyectos televisivos, reconocía que sus programas no iban dirigi­ dos a las masas. Los asuntos que abordaba Gould, para empezar, tendían a úna mayor ampulosidad que los que trataba Bernstein, ya intrínseca­ mente arduos para el telespectador medio. Y, a diferencia del extro­ 235

vertido Bernstein, Gould no se caracterizaba en aquella época por una especial habilidad para hablar con claridad y sencillez sobre música clásica a los telespectadores no profesionales. Era inca­ paz de adaptar su prosa a la medida de la audiencia y, aparte de alguna que otra observación displicente o especializada y abstrusa, sus textos incurrían por lo común en un exceso de tecnicismos y prolijidad, pues estaban escritos en su peculiar y enrevesada jerga personal, que a menudo costaba asimilar a velocidad hablada -sobre todo si se tiene en cuenta que la velocidad hablada de Gould ten­ día a ser bastante vivaz-, y estaban repletos de interminables ora­ ciones subordinadas, digresiones, apartes y extrañas locuciones. He aquí dos titulares publicados tras la emisión de La anatomía de lafuga: “Glenn Gould: Bla, bla, bla” y “La anatomía del inglés puede serle útil a Glenn Gould”. Incluso Eric Till, quien produjo el pro­ grama, aseguró no entender buena parte de lo que Gould decía. Bernstein hablaba tanto o más que Gould, pero de una manera tan accesible que a nadie le importaba. Además, Gould carecía de la soltura de Bernstein, y la cámara no le quería como a éste; era más nervioso, y con frecuencia parecía no saber muy bien qué hacer con los brazos y las piernas. Su inseguridad se hacía palmaria en su ten­ dencia a llevar sus comentarios hacia el terreno de la pedantería, sacando pecho y pavoneándose con trazas de maestro con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta. Parte de su histrionismo parecía afectado -en el programa sobre música rusa, paseándose por un vasto espacio y sirviendo té de un sam ovar- y no lograba sonar natural y espontáneo mientras leía las indicaciones de un teleprompter. En cualquier caso, Gould hacía una televisión innovadora y pro­ vocativa, y sus ambiciones superaban con mucho la programación, a menudo inane, dedicada a la música clásica de su época. Se bur­ laba del tipo de programa en el que, pongamos por caso, la muche­ dumbre que acudía al Festival de Marlboro “se sentaba en corros a explicarse cuánto adoraba la música”. (Es el caso de Live from Lincoln Center, de la p b s .) Sentía verdadera fascinación por el medio televisivo, y realmente creía en él, del mismo modo que creía en la radio y en la grabación, sobre todo porque, en su opinión, menos­ cababa la necesidad de conciertos. Como refirió a un reportero en 1962, “cuando la tía Minnie pueda encender su televisión de cua­ tro pantallas y ver a la Filarmónica de Berlín, habremos alcanzado la interiorización total por parte de la audiencia”. Soñaba en con­ vertirse en director de televisión y, cuando menos en un sentido artístico, ejerció su autoridad incluso en los primeros programas 236

especiales que llevó a cabo. Eric T ill le exp licó a un reportero: “Los productores designados para el programa, como es mi caso, estábamos allí lisa y llanamente a disposición de Gould. No parti­ cipábamos creativamente en el programa”. A pesar de sus limitaciones literarias, Gould deseaba ferviente­ mente hablar, hacer proselitismo, investigar cuestiones diversas, y no limitarse simplemente a tocar. N o hay demasiado espacio para la conversación en El tema es Beethoven, pero en La anatomía de la fuga, por el contrario, la música sirve para ilustrar el comenta­ rio, y no a la inversa. De hecho, Gould quería hacer programas en los que él mismo no tocara en absoluto. En la radio, ese salto se produjo muy pronto, en junio de 1961, cuando recibió el encargo de realizar un programa sobre Schönberg. Su documental de dos horas de duración, Arnold Schönberg: el hombre que cambió la música, una sofisticada mezcla de entrevistas y música grabada, se emitió el 8 de agosto de 1962 y cosechó un éxito considerable. Le sirvió a Gould com o aprendizaje en un género en el que, tras dejar atrás su actividad concertística, llevaría a cabo algunos de sus trabajos más estimulantes a nivel creativo.

“DE VERAS ME GUSTARÍA DEDICAR A MI PERSONA L A ÚLTIMA MITAD DE MI VIDA.” El fin de semana de A cción de Gracias de 1959, Gould dio dos conciertos con la Orquesta de Cleveland, en los interpretó el Concierto para piano de Schönberg y el Concierto de Brandenburgo núm. 5 de Bach, ninguno de los cuales habían formado parte del repertorio de sus conciertos. Escribió una nota al programa -tres mil palabras- acerca de Schönberg, y durante su estancia en la ciudad dictó una conferencia de cuarenta y cinco minutos sobre el compositor, sin notas, para el comité de mujeres de la orquesta, basada en el mismo programa del estreno norteamericano de su Cuarteto para cuerdas. Como era de esperar, todo el mundo quedó impresionado por el alcance de su talento, y sin duda él se hallaba como pez en el agua, pero su habitual temporada de conciertos le dejó poco tiempo para tan estimulantes menesteres. Era predeci­ ble que su entusiasmo por los experimentos creativos en radio y televisión a comienzos de los sesenta le llevara a perder cada vez más la paciencia en su actividad com o concertista, en la que no hallaba satisfacción artística. “Quiero un poco de tiempo para pen­ sar”, diría cuando explicaba su deseo de retirarse de los concier­ 237

tos. Para la época en que realizó El tema es Beethoven y Arnold Schönberg: el hombre que cambió la música, por no mencionar su trabajo cada vez más diverso para Columbia Records, era evi­ dente que el tipo de obra mediática que quería realizar era dema­ siado ambiciosa para tener cabida en el m olde de una agenda de conciertos. Gould anunciaba ya en 1962 su intención de abandonar su carrera de concertista, fechando ese abandono probablemente en tom o a 1964, y sus compromisos cada vez más escasos, así com o sus cada vez más numerosas cancelaciones, deberían haber puesto sobre aviso a todo el mundo; de hecho, había anunciado repetidamente su deseo de retirarse desde que se convirtiera en intérprete profesio­ nal, antes incluso de salir de Canadá. Muy pocos concedían verda­ dero crédito a sus palabras, y la mayoría se sorprendió e incluso se quedó perpleja y desde luego decepcionada cuando finalmente lo hizo. La noche del viernes 10 de abril de 1964, Gould dio un recital en el Wilshire Ebell Theater de Los Ángeles, un concierto reprogramado que había cancelado con anterioridad. Tocó cuatro fugas de El arte de la fuga, la Partita núm. 4 en re mayor, el op. 109 de Beethoven y la Tercera sonata de Hindemith, y tanto su repertorio como su técnica, su sensibilidad poética y su perspicacia musical seguían causando una honda impresión en la crítica. Los asistentes, que prácticamente habían llenado la sala, se mostraron más entu­ siastas que nunca, y tanto el público como los críticos le perdona­ ron sus excentricidades en aras de su excelsa interpretación. Se había com prom etido a realizar una actuación más: el Concierto en do menor de Mozart en Minneapolis, el 17 de abril, pero la canceló y jamás volvió a dar un concierto.

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(1 ) Glenn, de siete meses y medio, con los hijos de la fam ilia Shipman -actualmente, Ruth Morawetz y el doctor William Shipman-, que vivían en la casa de al lado, en el número 34 de Southicood Drive. Esta fotogra­ fía apareció en una tarjeta de Navidad que los Gould enviaron en 1933. (Ruth Morawetz.)

V L E-V/t/Pç,^ (2 ) El pequeño Glenn y la firm a que garabateó en el dorso de esta foto­ grafía. Originalmente deletreaba su apellido “Gold”; con posterioridad alguien - él u otra persona- insertó toscamente una u, para convertirlo en “Gould”. (Museo y Archivo Scott del municipio de Uxbridge.)

(3 ) La casa de lafam ilia Gould en Soutlmood Drive, número 32. (Fo­ tografía de Alex Schultz.)

(4 ) Glenn con su abuela materna, Mary Catherine Greig (de soltera Flett). “Tan pronto pudo sostenerse sobre las rodillas de su abuela frente al piano - recordaba el padre de Gould-, nunca aporreaba el teclado como lo haría la mayoría de los niños, con toda. la mano y golpeando más de una tecla a la vez. Por el contrario, siempre insistía en presionar una sola tecla y mantenerla apretada hasta que el sonido resultante se hubiera extinguido por completo. La vibra­ ción cada vez más débil lo fasci­ naba. (Legado de Glenn Gould.)

(5 ) Glenn a la edad de dos años, con su madre, Florence Emma Gould (de soltera Greig). (Legado de Glenn Gould.)

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(6 ) El reverendo Isaac Gold, bisa­ buelo de Gould. (Museo y Archivo Scott del municipio de Uxbridge.)

(7) Russell Herbert (Bert) y Thomas George Gould, padre y abuelo de Glenn respectivamente. (Museo y Archivo Scott del municipio de Uxbridge.)

(8 ) Glenn adolescente, con su setter inglés, S ir Nicholson de Garelocheed (Nicky), en la casa de campo que lafam ilia Gould tenía en el lago Simcoe. (Legado de Glenn Gould.)

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(10) El chileno Alberto Guerrero, el único profesor depiano que tuvo Gould aparte de su madre. (Fotografía de Margaret Privitello.)

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(11) Glenn con catorce años, sentado al órgano de la sala de conciertos del Conservatorio de Música de Toronto. Esta fotografía apareció en el número de diciembre de 1947 de la publicación Lion News: AMagazine of News and Views of Canadian Lions, ilustrando un artículo titulado “La música y los niños canadienses”. (Fotografía de Page Toles.)

(12) Un piano, cuatro “patas”: Glenn y Nicky a dúo. Estafotografía acom­ pañó un artículo dedicado al joven pianista y compositor de dieciséis años que apareció en el Evening Telegram el 5 de febrero de 1949, y fue apro­ vechada por otros periódicos de Ontario.

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El joven Gould, con veintidós años, alpiano (13) y con los brazos en remojo (14), en el estudio de Columbia Records déla Calle 30, Nueva York, durante las sesiones de grabación de su prim er álbum para, la discográfica, las Variaciones Goldberg de Bach, enjunio de 1955. (Fotografías de Dan Weiner: Sony Classical.)

(15) Gould hacia, 1956, componiendo en la casa de campo, quefue un refu­ gio para él al menos hasta finales de los años sesenta. (Fotografía de Fednews.)

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(16) Gould en el Massey Hall, con la Sinfónica de Toronto dirigida por sir Ernest Macmillan, ensayando probablemente el Concierto en re menor de Bach para el concierto que dieron en Hamilton, Ontario, el21 demarzo de 1956. Apenas dos meses antes, el álbum de las Variaciones Goldberg iMbía convertido a Gould de la noche a la mañana en una estrella, inter­ nacional.

(17) Gould durante su actuación en la serie de televisión de la c b c Chrysler Festival, el 20 de febrero de 1957, tocando en directo ante público en el Uptoivn Theatre de Loew, en Toronto. (Colección fotográfica de la c b c . )

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Gould en un recital (18), en un encuentro con el pianista Sviatoslav Richter tras un concierto en Moscú (19) y dando un recital-conferencia en el Conservatorio de Leningrado (20), durante su triunfal gira por Rusia en mayo de 1957. (Fotografías 18 y 19, de E. I. Ivano.)

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(21) Gould y el director de la Filarmónica de Berlín, Herbert von Karajan, en un ensayo en la sala de conciertos del Hochschule fü r Musik, de Berlin oeste, afínales de mayo de 1957. (Fotografía de Erich Lessing, AKG /Images, Londres.) (22) Goidd saluda a Van Clibum después de una de sus interpretaciones de conciertos de Beethoven en Londres, mayo-junio de 1959. Esta foto­ grafía se publicó el 5 de junio de ese año en el Toronto Daily Star, con un pie que advertía que ambos pianistas teníanfama de no estrecharla, mano. (23) Goidd ensaya el Concierto de Brandenburgo núm. 5 de Bach con miem­ bros de la Sinfónica de Detroit, dirigida por Paul Paray, para un concierto que se celebró el 13 de octubre de 1960. (Fotografía de Lare Wardrop.)

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(24) Gould prueba pianos en Steinway and Sons, Nueva York, en 1958. Detrás de él, a la derecha, está Frederick (F ritz) Steinway, entonces direc­ tor del Departamento de Conciertos y Artistas de la compañía. (Fotografía de Don Hunstein. Sony Classical.)

(25) Gould con la escayola que le inmovilizó la parte superior del tronco por espacio de un mes en Filadelfia, entre abril y mayo de 1960, a modo de tratamiento por la lesión que según él había sufrido unos meses antes por causa de un empleado de Steinway and Sons. (Fotografía de Adrian Siegel.)

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(26) Gould y un cuarteto de cuerdas ensayando para el concierto que dio el 9 dejulio de 1956 en el Festival de Stratford; un tour de force que incluyó obras para piano, la Oda a Napoleón de Schönberg y la primera interpre­ tación pública del Cuarteto para cuerdas compuesto por el propio Gould. (Fotografía de Herbert Nott. Festival de Stratford.)

(27) Gould en Stratford acompañado (de izquierda a derecha) por el com­ positor Louis Applebaum, el violoncelista Leonard Rose y el violinista Oscar Shumsky. Cuando se tomó estafoto, en verano de 1960, Applebaum era el director musical del Festival de Stratford y los demás eran artistas residentes; el verano siguiente, Goidd, Rose y Shumsky se convirtieron en codirectores musicales. (Fotografía de Peter Smith. Festival de Stratford.)

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Gould con algunos colaboradores destacados: (28) Leonard Bernstein (izquierda) e Igor Stravinsky, durante el rodaje de The Creative Performer, un especial televisivo de la CBS que se emitió el 31 de enero de 1960; (29) Leopold Stokowski, durante la grabación del concierto Emperador de Beethoven, con la Sinfónica de Estados Unidos, en el estudio neoyor­ quino de Columbia Records en la Calle 30, en marzo de 1966; y (30) Yehudi Menuhin, en octubre de 1965, ensayando para Dúo, un programa especial para televisión que se emitiría en mayo del año siguiente. (Fotografía 29 de Don Hunstein; Sony Classical. Fotografía 30 de Barry Wilson; Colección fotográfica de la c b c . )

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(31) Gould en su ático del 110 de St. Clair Avenue West, en el centro de Toronto, 1963. (Fotografía de Walter Curtin.)

(32) La silla de Gould en una de las fases más deterioradas de su evo­ lución, probablemente afínales de los años sesenta. (Fotografía de Robert C. Ragsdale. Colección foto­ gráfica de la CBC.)

(33) Gould grabando en el estudio de Columbia Records en la Calle 30 de Nueva York, marzo de 1963. (Fotografía de Don Hunstein. Sony Classical.)

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(34) Gould con Lome Talk en la sala verde del Eaton Auditorium, 1971, escuchando las gra baciones previas de un recital que grabó para, emi­ tir con la European Broadcasting Union, (Fotografía de Walter Curtin.)

(35) Goidd en plena demostración de uno de sus atributos más atrac­ tivos: su risa socarrona y conta­ giosa. (Fotografía de Don Hunstein. Sony Classical.)

(36) Goidd al volante de uno de sus grandes coches estadounidenses por Toronto, en abril de 1974. (Fotografía de Don Hunstein. Sony Classical.)

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Gould, caracterizado de tres de sus alter egos ficticios -(3 7 ) “el decano de los directores de orquesta británicos”, S ir Nigel Twitt-Thomwaite; (38) “el brillante reductivista alemán”, Karlheinz Klopweisser, y (39) “el expresivo actor hoüywoodiense" Myron Chianti-, grabando tres anuncios publicitarios para anunciar la serie radiofónica CBC Tuesday Night, 1974. (Fotografías de Robert C. Ragsdale. Colección fotográfica de la CBC.)

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(40) El estudio que mantuvo Goidd en el hotel Inn on the Park, en el barrio residencial de Don Mills, desde septiembre de 1976 hasta su muerte. (Fotografía de Don Hunstein. Sony Classical.)

(41) Goidd grabando en disco y en vídeo su nueva interpretación de las Variaciones Goldberg, entre abril y mayo de 1981. (Fotografía de Don Hunstein. Sony Classical.)

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CUARTA PARTE

UN HOMBRE DEL RENACIMIENTO

UNA VOCACIÓN MÁS EXIGENTE, 1964-1975

Página anterior: Gould en un estudio de radio de la c b c afínales de los años sesenta, la época de sus primeros “documentales de radio en con­ trapunto", La idea del norte y Los últimos en llegar. (Fotografía de Herb Nott. Colección fotográfica de la cbc.)

Ή Ε ANUNCIADO MI RETIRADA TODOS LOS AÑOS, DESDE QUE TE N ÍA QUINCE. A LO MEJOR ESTA VEZ SÍ ME SALGO CON LA MÍA.” A comienzos de los años sesenta, parece que Gould decidió en un momento determinado poner fin a su carrera de concertista exac­ tamente cuando terminase la temporada de 1963-1964. Vema Post (de soltera Sandercock) recuerda que ya no admitía reservas de nuevos conciertos más allá de 1964 en la época en que ella dejó de trabajar en el despacho de Walter Homburger, todavía en 1961. N i siquiera habría una gira de despedida, y no anunció que su concierto de Los Ángeles en 1964 habría de ser el último que interpretase. En un principio incluso dio a entender que aún daría conciertos de vez en cuando. Walter Homburger -casi con toda seguridad auto­ rizado por el propio Gould- anunció una “disponibilidad muy lim i­ tada” para la temporada de 1964-1965, y de manera muy provisional llegó a reservar algunos conciertos ya para 1966. Gould se refería a 1965 hablando de un simple año “sabático”, y comentó en algu­ nas ocasiones que iba a dar conciertos tras un descanso de unos cinco años más o menos, pero lo cierto es que estaba dejando a sus admiradores en la estacada sin hacer leña del árbol caído: pro­ bablemente en Los Ángeles ya sabía que había terminado su carrera de concertista. No se retiró del circuito porque le faltasen oportunidades, apre­ ciación ni reconocimiento. Se encontraba entonces entre lo más granado, entre los pianistas clásicos más admirados y más comen­ tados del mundo; pocos músicos clásicos han tenido un impacto tan poderoso y tan amplio, a la vez que racionaban con cuentago­ tas, escrupulosamente, sus apariciones en público. Dio menos de 257

trescientos conciertos a lo largo de su carrera profesional, canti­ dad equivalente, en los casos de Van Clibum o de Sviatoslav Richter, a tres años de gira. Y menos de cuarenta fueron lejos del continente americano. Se le consideraba en términos generales un genio, y en no pocos sentidos tuvo sobre los músicos de las generaciones más jóvenes una influencia comparable a la ascendencia que tuvo Vladimir Horowitz (bien que de manera muy distinta) en la gene­ ración anterior. Fuentes perfectamente informadas lo proclamaron el mayor pianista que había existido desde Busoni, desde Backhaus, desde Gieseking. Uno de los críticos neoyorquinos más expertos escribió que Gould “incluso en el peor de los casos es un músico tan por delante de la inmensa m ayoría de sus contem poráneos que no existe legítimamente el menor punto de comparación”; B. H. Haggin escribió que “sobresale por encima de cualquier pianista, tanto los jóvenes como los ya maduros”, y le atribuyó muy a prin­ cipios de los años sesenta “posiblemente la más notoria y apasio­ nante inteligencia musical que opera en el campo de las actuaciones musicales a día de hoy”. Otros pianistas, incluso los más consagrados, com o Arthur Rubinstein, reverenciaban a Gould. Clibum, entre otros, quiso tocar para él y recabar su consejo. Richter, después de oírle tocar las Variaciones Goldberg en Moscú en 1957, decidió sobre la marcha que esa pieza nunca más form aría parte de su repertorio. Gina Bachauer lo clasificó como uno de los cuatro m ejores músicos del mundo, y José Iturbi dijo en 1966 que entre los jóvenes pianistas del momento “Glenn Gould es el más sobresaliente”. Entre sus admi­ radores se contaban Menuhin, Rostropovich e infinidad de instru­ mentistas de primera fila, además de no pocos cantantes: Maureen Forrester escribió que le producía “un inmenso respeto su menta­ lidad”, y que se sentía disminuida e inadecuada en su presencia. Todas las orquestas quería contar con su concurso, y la mayoría de los directores deseaban actuar con él. “Creó un estilo que abrió el camino hacia el futuro”, aseguró Karajan. “Me ha instilado un interés en la música totalmente nuevo”, señaló Bernstein, quien “idolatraba su manera de tocar”. Josef Krips dijo de él que era “uno de los más grandes músicos de nuestro tiempo, si no el más grande de todos”, y Erich Lein sdorf apuntó que era “tal vez uno de los más grandes de todos los tiempos y, en mi opinión, también el más amable, el más atento”. El venerable Bruno Walter lo consideraba un genio... aun cuando no le gustara su manera de tocar. Stokowski se ofreció a grabar con él en 1966, si bien el director rara vez acce­ día a grabar un concierto desde que, con la generación anterior, 258

grabó los conciertos de Rachmaninov con el propio compositor al piano. Entre los más rendidos admiradores de Gould se cuentan los principales compositores contemporáneos, como Samuel Barber, David Diamond y Lukas Foss. “Tocas igual que un compositor -le dijo Aaron Copland en 1957, y añadió-: No se ha oído un legato así desde París en 1849”, refiriéndose al año en que murió Chopin. Más adelante, Copland le comentó a John Roberts que “cuando se escu­ cha su Bach es como si el propio Bach estuviera tocando en reali­ dad”. Gertrud Schönberg reseñó que las interpretaciones que hacía Gould del concierto para piano de su esposo no tenían parangón. También Stravinsky fue su admirador: el mismo Stravinsky que en su Poética musical había despotricado contra el intérprete que antepusiera su visión musical a la del compositor. Stravinsky pro­ fesó su asombro ante los saberes musicales de Gould cuando ambos aparecieron en un especial televisivo de la c b s en 1960, y después de oírle tocar la sonata op. 110 en Los Ángeles, al año siguiente, Stravinsky le envió una nota manuscrita en la que le decía que nunca había entendido las sonatas tardías de Beethoven, nunca, hasta esa misma noche.1Stravinsky realizó numerosas visitas a Toronto entre 1962 y 1967 para dirigir conciertos, realizar grabaciones y em isio­ nes radiofónicas. Además, quería a toda costa grabar su Capriccio para piano y orquesta con Gould. Roberts consiguió que ambos se reuniesen a almorzar, aunque Gould, que nunca había sido admi­ rador de Stravinsky, ni siquiera en presencia del compositor, tuvo la habilidad de cambiar de conversación cada vez que la cuestión del Capriccio se ponía sobre la mesa, y al final se despidió cortésmente antes de que se sirvieran los postres; más adelante se negó incluso a considerar la partitura. Es curioso, pero Stravinsky tam­ bién le dijo a Roberts que Gould era uno de los hombres más gua­ pos que había conocido en toda su vida. Por otra parte, como es natural, estaba su legión de admirado­ res entre el público en general (y no sólo entre los aficionados a la música clásica), así como sus cada vez más nutridos grupos de culto, sus admiradores de perfil alto en todos los terrenos, desde Oscar Peterson y muchos otros músicos de jazz hasta Brian Jones, gui­ tarrista de los Rolling Stones, y desde Roland Barthes hasta Samuel Beckett. Dicho de manera muy sucinta, nadie tenía menos m oti­ vos que Glenn Gould en 1964, en términos puramente prácticos, para retirarse de la vida de concertista. Casi hasta el momento de su fallecimiento siguió recibiendo ofertas para dar conciertos en el mundo entero, aunque ya en 1968, tras “cuatro de los mejores años 259

de mi vida”, tuvo la certeza de que “sería una terrible regresión volver al arrullo del concierto”. Fue literalmente imposible enga­ tusarle para que volviera a tocar en público, ni siquiera mediante ofertas de hasta un millón de dólares por un solo recital.

“NUNCA ME HE SABIDO RESISTIR A LOS FOROS, A LAS TARIMAS DE LOS ORADORES, A LOS LUGARES COMO HYDE PARK CORNER.” Durante un tiempo todavía mantuvo una vida pública. Volvió al Festival de Stratford en el verano de 1964 para participar por última vez en calidad de director de la programación musical, pero no actuó, y el festival acusó en lo más vivo la pérdida de la más brillante de sus estrellas musicales. Tuvo una breve carrera de conferenciante a media­ dos de los años sesenta. En abril de 1963 pronunció una de las con­ ferencias inaugurales de la serie Corbett Music, serie de lecciones de altísimo nivel que se impartía en la Universidad de Cincinnati; feliz producto colateral de esa conferencia fue Arnold, Schönberg: A Perspective, una breve m onografía que publicó en 1964 la University of Cincinnati Press.2 En julio de 1963, avisado con muy escasa antelación, impartió la conferencia inaugural de la serie MacMillan en la Universidad de Toronto a petición del propio Sir Ernest MacMillan, quien tuvo que abstenerse de pronunciar en per­ sona esa conferencia, según su costumbre, por prescripción facul­ tativa. Respondió a la petición con tres comunicaciones de amplio espectro, y a cada cual más provocadora: “Falsificación e imita­ ción en el proceso creativo”, una repetición de su conferencia sobre Schönberg y, por último, “Música en la Unión Soviética”, basada en su especial de televisión para la c b c , de 1962. En 1964 dio sólo dos conciertos, aunque impartió siete confe­ rencias, las más importantes de las cuales fueron dos tituladas “Historia de la sonata para piano”, que pronunció en Hunter College, estado de Nueva York, y que repitió en el Isabella Stewart Gardner Museum de Boston. El 1 de junio aceptó un título de doctor hono­ ris causa, en Derecho, por la Universidad de Toronto, y si bien se dio por supuesto que interpretaría algunas piezas en la ceremonia solemne, optó por pronunciar una breve alocución titulada “Un argumento en defensa de la música en la época de la electrónica”. El 9 de octubre regresó a Cincinnati a presentar “Música en la Unión Soviética” dentro del ciclo de conferencias Corbett, y el 11 de noviembre, en la que había de ser su última conferencia en público, 260

abordó a los alumnos del último curso del Real Conservatorio de Música para apremiarles a que se resistieran a los sistemas con­ vencionales de pensamiento y a que buscaran ideas nuevas fián­ dose de su propia imaginación, mensaje que seguramente no era el que deseaba oír precisamente allí el claustro de profesores. Gould no tuvo nunca complicaciones para atraer a públicos muy nutridos en sus conferencias; en el estrado, daba una imagen atrac­ tiva e incluso agradable. (Es de reseñar el elevado número de muje­ res jóvenes que asistieron a sus conferencias en la serie MacMillan.) Sin embargo, sus conferencias no siempre fueron bien recibidas. En esa clase de situaciones, en público, Gould se mostraba nervioso e inseguro, y parecía por completo ajeno a las expectativas que el público había depositado en sus intervenciones. En Hunter College, por ejemplo, habló en un lenguaje denso, sumamente técnico, y a gran velocidad; tal como señaló el crítico Eric Salzman, “de alguna manera se tenía la inquietante sensación de que tal vez eran cinco o seis las personas del público interesadas en sus palabras, aler­ tas y capaces de seguir sus razonam ientos”. Su presentación en público se había anunciado como “una charla-recital”, pero él insis­ tió con terquedad en limitarse a su discurso. Raymond Ericson escri­ bió en el New York Times: Era más que evidente que algunos de los oyentes habrían preferido oír la música del señor Gould en vez de sus palabras. Tras haber tocado sólo unos cuantos compases a primera hora de la velada, fue reci­ bido con una prolongada ovación. Se limitó a hacer un gesto de asen­ timiento, indicando que su intención inamovible era pronunciar su conferencia.

Habló sin interrupción durante casi dos horas seguidas, o fre­ ciendo a lo sumo unos diez minutos de ejemplos musicales sentado al piano. El público estaba cada vez más inquieto, y hubo algunos que se fueron. Los asistentes a la segunda conferencia fueron mucho más escasos, aunque esta vez los contentó al tocar íntegra la Sonata de Berg al final. A algunos críticos entendidos, las conferencias de Hunter College les resultaron desafiantes, estimulantes, brillantes incluso. Con una reputación cada vez más contrastada en calidad de pensador y escri­ tor, la demanda de sus charlas y conferencias fue en aumento, y se le propuso acudir aquí y allá como profesor invitado, asistir a sim­ posios y congresos, impartir seminarios y clases magistrales. Hasta el final de su vida recibiría constantes ofertas de instituciones tan 261

augustas como Stanford, Berkeley, Dartmouth, Indiana, Juilliard, Oberlin, el conservatorio de Nueva Inglaterra y el M etropolitan Museum neoyorquino. Harvard trató de recabar sus servicios durante años. En un momento determinado incluso se le ofreció la designación de profesor visitante de la cátedra Horatio Appleton Lamb, puesto que anteriormente habían ocupado Enesco, Holst, Bartók, Copland y Boulez. Pero siempre dijo que le disuadía de acep­ tar tales ofertas “la pavorosa responsabilidad de la enseñanza”: fue uno de los poquísimos intérpretes profesionales que jamás tuvo dis­ cípulos, y el éxito más bien controvertido de sus intervenciones no le animó a seguir comunicando en público sus ideas. Con su última conferencia, su vida como figura de proyección pública terminó definitivamente. Rechazó invitaciones a festiva­ les y conferencias, se negó en redondo a asistir a acontecim ien­ tos, a galas a las que estuviera prevista la asistencia del prim er ministro e incluso de la reina de Inglaterra. Se le otorgaron muchos premios de la industria discográfica tanto en Norteam érica como en el extranjero, así como grandes honores, como la Medalla de la Confederación Canadiense (1967), el Prem io Molson del Consejo del Canadá (1968), el Diplome d’honneur de la Conferencia de las A rtes Canadienses (1976) y la Medalla del Consejo de la Música Canadiense (1981); después de 1964 se le ofreció un puñado de títu­ los honoríficos, que aceptó, al igual que los premios, con la única condición de que no tuviera que acudir a recogerlos en una cere­ monia pública.3Lisa y llanamente, había dejado de interesarle apa­ recer en público, salvo si esa aparición se producía con la intercesión de los medios electrónicos.

“EL AISLAM IENTO ES EL ÚNICO CAMINO INFALIBLE PARA ALCANZAR LA FELICIDAD HUMANA.” El abandono del circuito de los conciertos para encerrarse en los estudios de grabación llevó a Gould a una reevaluación de su vida personal, que había terminado por considerar demasiado solí­ cita, con una agenda demasiado llena y apretada. A lo largo de los primeros años de la década de 1960, y sobre todo después de 1964, muchas personas que le conocieron cuando tenía veintitantos años dejaron de verlo, dejaron de tener noticias de él, y él dejó de fo r­ mar parte del panorama musical de la localidad. Con casi treinta años de edad, su casa seguía siendo la casa de sus padres, donde se encontraba a sus anchas, mimado incluso a su gusto. Aunque 262

pasaba mucho tiempo en la casa de campo, sus necesidades y los horarios que cumplía escrupulosamente empezaron a pasar fa c­ tura a sus padres (su madre se acercaba a los setenta años de edad). Los amigos por fin le convencieron de que forzosam ente tenía que encontrar una casa propia. Se mudó en 1959, y se instaló pri­ m ero en dos suites (una exclusivam ente para el piano) en el Windsor Arms, un hotel sin ningún encanto, cuyo ambiente ano­ dino, de un desvaído esplendor eduardiano, le iba a las mil mara­ villas. A llí, una telefon ista capaz de entender cuáles eran sus preferencias escudaba su privacidad. En diciembre de ese mismo año, tras tener conocimiento de que Van Cliburn acababa de adqui­ rir una casa, le entró un caprichoso “anhelo de grandeza” y alquiló una mansión llamada Donchery, a unos veinticinco kilómetros de Toronto. Así la describe en una carta a un amigo: Permíteme que te diga que la mansión tenía veintiséis habitacio­ nes en total, si se cuentan los siete cuartos de baño, el comedor para el desayuno, el anexo a la cocina, la perrera y todas las demás tabicaciones que darían pie a pensar que id otro lado había una habitación. Contaba además con una finca que, por cierto, estaba bellamente arbo­ lada, con un río en medio, una piscina y una cancha de tenis. La pis­ cina estaba rodeada en dos de sus lados por un garaje con cabida para cuatro coches, y con vestuarios separados para chicos y chicas (¡nada de bacanales de ensueño para nosotros!). La casa se encontraba a unos sesenta escalones sobre el nivel del río (que se llama Don), y la vista desde abajo, sobre todo de noche, con los focos encendidos, era como contemplar un castillo de Salzburgo desde el lugar en que crecen los fresales. Pues sí, en efecto: había fresales en la otra orilla del Don.

A Gould le dio vergüenza que se filtrase a la prensa la noticia de los lujos que se había regalado; a pesar de los pesares, con la ayuda de John Roberts, se armó de valor y con buen ánimo deci­ dió seguir amueblando la mansión. Pero cuando llegaron los camio­ nes de la mudanza comprendió que todo el planteamiento era una locura disparatada. “Llegaron las escobas, la aspiradora, las fuen­ tes de pyrex, y me invadió todo el horror del idilio doméstico que como un insensato había cortejado -escribió-. De pronto, ‘Donchery’ pasó a representar una trampa.” Montó de un salto en el Buick y huyó a Toronto; devolvió todo lo que había comprado y a mediados de enero, a pesar de haber incurrido en gastos muy considerables, logró que se cancelara el alquiler. Pasó el primer semestre de 1960 en los Apartamentos Algiers, en Avenue Road, pero la calefacción no era de su agrado; más avan­ 263

zado el año encontró un alojamiento más acogedor, a su entender, en Park Lane Apartments, en el 110 de St. Clair Avenue West. Park Lane es un edificio bastante llamativo y glamuroso, en form a de “U ”, de ladrillo oscuro. Fue construido en 1938 de acuerdo con el llamado estilo moderno de la Depresión, el equivalente arquitec­ tónico del art déco. Gould alquiló el apartamento 902, un ático con seis habitaciones muy amplias y una terraza ajardinada, por entonces descuidada y llena de malas hierbas, que un amigo se animó a cuidar. Park Lane era un edificio tranquilo en un barrio muy tranquilo. Los restantes inquilinos eran sobre todo jubilados; la administración del edificio velaba celosamente por mantener a buen resguardo su privacidad. Para Gould era el lugar perfecto. A llí residió durante el resto de su vida. También tenía en cierto modo un despacho, o varios, en la ciu­ dad. En la c b c su presencia era habitual, y muy apreciada, a tal extremo que Roberts, que fue nombrado supervisor de programas musicales para el canal en lengua inglesa en 1965, le acomodó un despacho improvisado levantando una serie de tabiques en tom o a una mesa apenas utilizada, en un rincón del departamento de música. ( “Nosotros éramos la familia de Glenn”, comentó Lom e Tulk, téc­ nico de la c b c .) Gould siguió conduciendo sus asuntos profesiona­ les a través del despacho de Homburger, y a mediados de los años sesenta, cuando comenzó a implicarse de manera mucho más directa en sus grabaciones y emisiones radiofónicas, alquiló un estudio en el edificio de Film House, en el número 22 de Front Street West. Dice mucho acerca de sus prioridades que el alquiler de Film House fuera bastante más elevado que el de la vivienda en Park Lane. Todo el mundo comentó por entonces a Gould que iba a sufrir un revés financiero tal vez muy serio si se retiraba de la vida de con­ certista. En el campo de la música clásica, el dinero se ganaba por medio de los conciertos, no con las grabaciones, y Gould era cons­ ciente de ello: en 1956, mediante sus propios cálculos, había ganado 13.750 dólares gracias a una veintena de conciertos, y sólo 1.485 dólares con los derechos de autor de su grabación más vendida, las Variaciones Goldberg. Sus emolumentos por concierto se hallaban a la par de los principales pianistas de la época. A l año siguiente de su explosión internacional, en 1956, su caché, que poco antes estaba entre los 500 y los 750 dólares por un recital, ascendió a más de mil, y a dos mil al año siguiente, muy p o co m enos de lo que cobraba Clibum después de ganar el Concurso Chaikovsky en 1958, con el cual se convirtió en el primer nombre entre los concertistas internacionales. A l final de su etapa de concertista, Gould cobraba 264

3.500 e incluso más por una sola actuación. (Su caché era algo infe­ rior cuando se trataba de un concierto con orquesta o de una actua­ ción en el extranjero.) En un documento que data de 1956, reconoce que sus ingresos anuales durante los seis años anteriores estuvie­ ron en torno a los veinte mil dólares (unos 140.000 a día de hoy), y fueron en aumento hasta rozar los cien mil dólares anuales (muy por encima de 600.000 a día de hoy) al menos una vez en sus últi­ mos años de concertista. En una carta enviada a una compañía de seguros, sus abogados cifran sus ingresos brutos entre 1956 y 1966 en 50.000 dólares anuales (cerca de 300.000 a día de hoy). A media­ dos de los años sesenta aún era posible comprar una vivienda con cinco dormitorios en Toronto por 15.000 dólares. Una secretaria ganaba unos cien dólares a la semana. Gould acusó, en efecto, un gran recorte en sus ingresos. En realidad, se retiró del circuito en el momento en que el caché de los concertistas de música clásica estaba apunto de experimentar una notable explosión, con lo cual los artistas de un estatus análogo al suyo se enriquecieron de manera muy considerable. De haber seguido en activo en el circuito de conciertos a los cincuenta años de edad, podría haber llegado a cobrar, como Horowitz, decenas de miles de dólares por concierto. Sus ventas, todo un récord ya enton­ ces, no disminuyeron cuando dejó de dar conciertos, al contrario de lo que se predijo, pero tuvieron que pasar bastantes años hasta que sus ingresos en concepto de derechos de autor pudieron riva­ lizar con los que percibía com o concertista: los datos financieros hallados entre sus papeles revelan unos derechos que le dieron en torno a 23.000 dólares en 1966, 32.000 en 1970, 47.000 en 1973 y 102.000 en 1981. En 1959 cobró 2.500 dólares por los documenta­ les para la n f b y dos mil por sus dos conferencias en Boston en 1964. Sus escritos le dieron muy pocas ganancias, y sus composiciones, una vez publicadas, unos beneficios poco menos que inexistentes: cien dólares en 1962, poco más de dos en 1974, nada de nada en 1975. Alejado de las salas de conciertos, Gould ganaba un jornal decente a tenor de lo que ganaba entonces una persona normal y corriente que trabajase por cuenta ajena, pero ganaba más bien poco por comparación con los intérpretes estelares del momento. Había ahorrado bastante en sus tiem pos de concertista; era responsable en el buen empleo del dinero y vivía con modestia.4 En 1960 creó una sociedad limitada para que representase los intere­ ses de sus empresas artísticas: Glenn Gould Limited, con un capi­ tal inicial de 40.000 dólares (que hoy vendrían a ser un cuarto de m illón). N o era un ingenuo en asuntos de dinero. Estuvo estrecha265

mente involucrado en la negociación de sus contratos, verificaba sus liquidaciones de derechos de autor línea por línea, llevaba al día sus propias cuentas bancarias. A partir de mediados de los años cincuenta, tan pronto empezó a tener dinero de verdad, dinero pro­ pio, supo invertir con criterio y con provecho, y en efecto llegó a ser muy diestro en jugar en bolsa, gracias a lo cual obtendría a partir de entonces una parte sustancial de sus ingresos. Entendía el funcionamiento de los mercados de valores, y disfrutaba inda­ gando qué acciones podían estar al alza, además de llevar al deta­ lle el registro de las ganancias de capital y las previsiones para ahorrar en impuestos, así como los intereses de la deuda del total de su cartera de valores. Contaba con un amplio círculo de con­ tactos bursátiles, con todos los cuales intercambiaba información de primera; entre ellos estaban Homburger, algunos colegas de Columbia Records, otros músicos como Yehudi Menuhin e incluso un camarero je fe muy bien situado, que trabajaba en el Royal York Hotel. A los agentes de bolsa les im presionaba con sus con oci­ mientos. Durante los años de la recesión, a com ienzos de los ochenta, su agente llegó a decirle que era el único de sus clientes que seguía viendo cómo sus activos generaban beneficios. Su albacea testamentario, Stephen Posen, calculó el valor neto de la fortuna de Gould en el momento de su fallecimiento en torno a los tres cuartos de millón de dólares: no es demasiado para un músico de su estatura. A la muerte de Horowitz, en 1989, sus habe­ res se valoraron entre seis y ocho millones de dólares, y a la muerte de Karajan, en ese mismo año, su fortuna se cifró de manera más bien conservadora en unos trescientos millones. Pero a Gould no le interesaba el dinero en tanto fuente de estatus social, o de lujos, y estuvo siempre dispuesto a obtener el m ayor rendimiento de sus ingresos sólo de un modo que fuera totalmente compatible con su estilo de vida y con sus objetivos artísticos. Lo que él le pedía al dinero era libertad, independencia, intimidad, así com o los recur­ sos necesarios para realizar el trabajo que deseaba realizar. Y según ese criterio, su fortuna era más que suficiente.

“PARA MÍ, LA FELICIDAD ES PASAR DOSCIENTOS CINCUENTA DÍAS A L AÑO EN UN ESTUDIO DE GRABACIÓN.” La renuncia y el abandono de las salas de concierto fue un gesto radical, pero en el caso de Gould fue acertado, y la prueba hay que 266

buscarla en su productividad. En la prim era década que siguió a 1964 realizó un número asombroso de grabaciones de grandísima amplitud; sólo en 1973, por ejemplo, puso en circulación seis nue­ vos discos, a pesar de que sus criterios musicales y tecnológicos eran más férreos y rigurosos que nunca. Lo que sigue es un listado de los discos que datan de esa primera década. No se incluyen las reediciones, compilaciones, ediciones para el Columbia R ecord Club y otras semejantes, todas las cuales sirvieron para cimentar la muy elevada visibilidad de que gozaba Gould en el mercado discográfico. • Bach, El clave bien temperado, Libro primero, en tres volúm e­ nes (grabado en 1962-1965/publicado en 1963, 1964 y 1965). • Bach, Invenciones en dos y tres partes (1964/1964).6 • Beethoven, Sonatas para piano, op. 10/núm. 1-3 (1964/1965). • Schönberg, Piezas para piano, opp. 11, 19, 23 y 33, y Suite, op. 25; Canciones, opp. 1 (con Donald Gramm, barítono y bajo) y 2 (con Ellen Faull, soprano ); y El libro de los jardines colgantes, con Helen Vanni, mezosoprano (1958, 1964-1965/1966). • Beethoven, Concierto para piano núm. 5 (Emperador), con Leopold Stokowski y la American Symphony (1966/1966). • Beethoven, Sonatas para piano, opp. 13 (Pathétique) y 14/nùmeros 1 y 2 (1966/1967). • Bach, Conciertos para clave, vol. 1: num. 3, 5 y 7, con Vladimir Golschmann y la Sinfónica de Columbia (1958, 1966/1967). • Schönberg, Oda a Napoleón Bonaparte, con John Horton, narra­ dor, y el Cuarteto Juilliard; Fantasía para violín y piano, con Israel Baker (1964-1965/1967). • Música canadiense del siglo xx: M oraw etz, Fantasía en Re; Anhalt, Fantasía·, Hétu, Variaciones para piano (19661967/1967). • Beethoven-Liszt, Sinfonía núm. 5 (1967-1968/1968). • Mozart, Sonatas para piano, vol. 1: núm. 1-5, K. 279 a 283 (1967/1968).6 • Bach, El clave bien temperado, Libro segundo, en tres volúm e­ nes (1966-1967, 1969, 1971/1968, 1970 y 1971). • Prokófiev, Sonata núm. 7; Scriabin, Sonata núm. 3 (19671968/1969). • Mozart, Sonatas para piano, vol. 2: núm. 6, 7 y 9, K. 284,309 y 311 (1968/1969). • Bach, Conciertos para clave, vol. 2: núm. 2 y 4, con Vladimir Golschmann, Sinfónica de Columbia (1969/1969). 267

• Schumann, Cuarteto para piano en m i bemol m ayor, con el Cuarteto Juilliard (1968/1969). • Beethoven, Sonatas para piano, opp. 13 (Pathétique), 27/núm. 2 ( Claro de luna) y 57 (Appassionato) (1966-1967/1970). • Beethoven, Variaciones, WoO 80 y opp. 34 y 35 (Heroica) (1960, 1966-1967/1970). • Consorte de la música, por William Byrde y Orlando Gibbons (1967-1968, 1971/1971). • Mozart, Sonatas para piano, vol. 3: núm. 8, 10, 12 y 13, K. 310, 330, 332 y 333 (1965-1966, 1969-1970/1972). • Schönberg, Canciones, opp. 3, 6, 12, 14 y 48, y op. postuma, con Donald Gramm, Helen Vanni y Cornells Opthof, barítono (19641965, 1968, 1970-1971/1972). • Handel, Suites, núm. 1-4, al clavicémbalo (1972/1972). • Grieg, Sonata para piano en m i menor-, Bizet, Prim er nocturno y Variaciones cromáticas (1971-1972/1973). • Bach, Suites francesas, núm. 1-4 (1972-1973/1973). • Mozart, Sonatas para piano, vol. 4: núm. 11 y 15, K. 331 y 545; K. 533, con Rondó, K. 494; Fantasía en re menor, K. 397 (1965, 1967, 1970, 1972-1973/1973). • Beethoven, Sonatas para piano, op. 31/núm. 1, 2 (L a tempes­ tad) y 3 (1960, 1967, 1971/1973). • Hindemith, Sonatas para piano, núm. 1-3 (1966-1967, 19721973/1973).7 • Wagner-Gould, Preludio a D ie Meistersinger, Alba y Viaje de Sigfrido por el Rin, del Götterdämmerung-, Siegfried Idyll (1973/1973). • Bach, Suites francesas, núm. 5 y 6; Obertura francesa en si menor (1971, 1973/1974). • Bach, Sonatas para viola da gamba y clavicémbalo, núm. 1-3, con Leonard Rose (1973-1974/1974). • Beethoven, Bagatelas, opp. 33 y 126 (1974/1975). • Mozart, Sonatas para piano, vol. 5: núm. 14, 16 y 17, K. 457, 570 y 576; Fantasía en Cmenor, K. 475 (1966,1970,1973-1974/1975). G ould se sintió plenamente liberado con su nueva vida, y comenzó a explorar un nuevo repertorio con avidez y con placer. Era imposible saber qué podría hacer a continuación. De pronto, el gran pianista experto en Bach, el pianista que se proclam aba modernista, tocaba a Handel al clavicém balo, tocaba música de cámara de Schumann, tocaba música orquestal transcrita, reve­ lándose una especie de wagneriano encubierto hasta entonces, y 268

entrando sin reparos en competición abierta con las grabaciones clásicas que hizo Horowitz de las sonatas de Prókofiev y Scriabin. Defendía sin previo aviso la música escrita por sus compatriotas contemporáneos, como hizo en un álbum en honor del primer cen­ tenario de la fundación del Estado de Canadá. Regresó al reperto­ rio romántico tras haber prescindido de él durante toda una década, como hizo en un disco de piezas poco conocidas de Grieg y de Bizet. Y se sintió dotado de plena libertad para explorar en profundidad la música que sólo había probado en conciertos (Byrd y Gibbons, o Hindemith) y para estudiar a fondo repertorios enteros que de pronto le interesaban (la música para teclado de Bach y Schönberg, las sonatas de Mozart y Beethoven). Columbia, como recordara el productor Paul Myers, “se sintió feliz y contenta de lanzar cualquier disco que él quisiera grabar”. Se mostraba también ansioso de promocionar sus álbumes ahora que había dejado de generar publicidad en el circuito de los con­ ciertos, a veces por medio de ensayos y grabaciones promociona­ les, hechas en especial para Columbia. El más inesperado de todos estos proyectos fue el llamado Glenn Gould über Bach, una gra­ bación de diecisiete minutos que hizo en 1971 para la c b s , en Alemania, con el fin de promocionar el ciclo que acababa de com ­ pletar entonces, El clave bien temperado. Sobre un fondo sin inte­ rrupciones, un “tapiz musical” compuesto por pasajes de obras en fuga de Bach, leyó su propio texto traducido al alemán, una len­ gua que no sabía hablar, con un resultado atroz, insufrible. En abril de 1968, Columbia puso en circulación un álbum titulado Glenn Gould: Concert Dropout [Renegado de los conciertos], una con­ versación de una hora de duración, cuidadosamente planeada y edi­ tada, entre Gould y John McClure, director de la división Masterworks. (Se puso a la venta en forma de disco adicional, de propina, con la Quinta Sinfonía de Beethoven-Liszt.) Hizo referen­ cia a dicha entrevista com o “una tom a de postura” acerca de su nueva vida, y en ella aborda muchos de los temas gouldianos clá­ sicos: las grabaciones frente a los conciertos, las difusiones por radio y televisión, sus preferencias entre distintos pianos, sus m éto­ dos de trabajo en el estudio de grabación, su manera de abordar la interpretación, la vanguardia contemporánea, el norte de Canadá y sus puntos de vista acerca de la obra de músicos que van desde Bach y Beethoven, pasando por Strauss y Schönberg, hasta Petula Clark y los Beatles. La ambición de Gould en tanto artista especializado en graba­ ciones llegó a ser en este período asombrosa. Además de todo lo 269

que alcanzó a completar y dar por bueno, acometió al menos media docena de grandes proyectos de grabación que quedaron incon­ clusos, entre ellos las canciones de Strauss con una soprano a la que adoraba: Elisabeth Schwarzkopf. En la muy apretada agenda de Schwarzkopf fue posible hacer un hueco, estando ella en enero de 1966 en Nueva York, mientras se hallaba muy ocupada con la preparación de Don Giovanni, de Mozart, para la M etropolitan Opera; la primera toma funcionó como ensayo preliminar. A pesar de la mutua admiración que se profesaban, ambos tenían también serias diferencias artísticas. “Schwarzkopf pensó que iba a contar con un distinguidísimo acompañante al piano -recuerda Paul Myers, el productor-. Glenn pensó por su parte que iba a contar con una no menos distinguida colaboradora, cosa que es ligeramente dis­ tinta.” Los Lieder de Ofelia “fueron de ensueño”, según refiere Myers, y las otras tres canciones se grabaron sin el menor incidente. Gould se mostró orgulloso de su capacidad para trasponer a primera vista varias de las canciones, incluida la muy d ifícil “H eim liche Aufforderung”, de manera que se acomodaran a la tesitura vocal de Schwarzkopf. P ero cuando llegaron a la popular “M orgen!”, una canción primeriza que a Gould nunca terminó de gustarle, “Glenn adoptó plenamente su vena de humor experimental, única en el mundo”, y se puso a tocar deprisa, de manera un tanto laxa, la par­ titura de Strauss, cosa que el propio Strauss, por cierto, ya hacía cuando se sentaba como músico de acompañamiento en sus pro­ pias canciones. Schwarzkopf, por su cuenta, se sintió molesta por el punto de improvisación con que Gould acometió la parte pura­ mente pianística - “él empezó a fantasear con Strauss, y eso no se debe hacer jamás”-, y por su insistencia en permanecer sentado al piano y limitarse a tocar, en vez de comentar despacio la canción entre una toma y otra. (Es posible que a él le intimidase la presen­ cia de ella, tal como le sucedió en aquel mismo año, más adelante, al encontrarse con otra soprano a la que adoraba, Barbra Streisand, en Columbia Records.) Concluyó la sesión. Por la noche, el marido de Schwarzkopf, Walter Legge, llamó a Myers para anunciarle que su mujer no podía trabajar “con un hombre com o ése”. Quedó can­ celada la grabación del disco. Gould acom etió y abandonó otros grandes proyectos de gra­ bación a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta: las sonatas de Scarlatti y de C. P. E. Bach, el prim ero de los cua­ les quedó abortado tras una sola sesión porque se aburría sobe­ ranamente ( “un poco de Scarlatti dura muchísimo”); las sonatas experimentales de Beethoven, opp. 78, 79, 81a ( Les Adieux), 90 y 270

101, todas las cuales le entusiasmaban, así como la poderosa sonata “Hammerklavier” (llegó a grabar solamente la op. 78, y registró en magnetofón la Hammerklavier para la emisora c b c en noviembre de 1970); todas las sonatas de Scriabin; todas las sinfonías de Beethoven según las transcripciones de Liszt. Habló en más de una ocasión de grabar todos los conciertos dobles de Bach (es de supo­ ner que mediante remezclas), todas las suites de Handel, las doce­ nas de sonatas de Haydn, música de Carl Nielsen, “una caja de dos, tres e incluso cuatro discos en los que se detallase una historia com pleta de la form a de la variación”, música de cámara de los compositores rusos del siglo xix, com o Glinka y Borodín... pero nunca hubo tiempo suficiente. En 1971 sorprendió a todo el mundo con su decisión de grabar el muy popular concierto para piano de Grieg, una pieza que había asegurado detestar.8 (En cierta ocasión, un revés inesperado en la bolsa le llevó a decir con sarcasmo: “Otra semana igual de mala que ésta y v o y a tener que grabar a Grieg y Chaikovsky para recuperarm e”.) Hizo planes muy en firme para grabar durante aquel otoño el concierto, en concreto con la Orquesta de Cleveland, pero al final canceló la cita, aduciendo una enfermedad. Lejos por fin de la vid a del concertista, Gould dejó de estar agobiado por los caprichos de los pianos con los que no tenía fami­ liaridad. En 1960 encontró su instrumento ideal: el c d 318. ( c d hace referencia a un piano de cola Steinway Modelo D, que se tenía en depósito en la División de Conciertos para su uso por parte de los artistas contratados por Steinway.) El c d 318 se había construido en Nueva York en 1943, y fue transportado en el otoño de 1945 para su consignación en Eaton’s, la sucursal de Steinway en Toronto. Fue precisamente este piano, según señaló el propio Gould, el que “asistió a muchos de los momentos memorables de mi carrera de niño prodigio”. Desde 1960, el c d 318 viajó de manera rutinaria entre Toronto y Nueva York, a pesar de continuas complicaciones y serios quebraderos de cabeza en la aduana, para que Gould lo utilizase en sus conciertos y en sus grabaciones a uno y otro lado de la fron­ tera; se trata del instrumento en el que realizó casi todas sus gra­ baciones para Columbia a lo largo de los veinte años siguientes.9 Gould adoraba el sonido magro, brillante y “traslúcido” del c d 318, así como su pronta capacidad de respuesta, su tensión. Muy al final de su trayectoria de concertista, el piano, aunque seguía siendo propiedad de la casa Steinway, le fue cedido para su uso y disfrute en exclusiva, y se le otorgó el permiso para realizar ajus­ tes mecánicos que eran claramente contrarios a las especificacio271

nes del fabricante, con la finalidad de refinar sus atributos nativos y crear un piano “clavicembalístico”, particularmente adecuado a la música de Bach. “Quería una pulsación mucho más ligera de lo que suele ser norma en los Steinway -d ijo -, con los martillos algo más próximos a las cuerdas, de modo que se tuviera un impacto o mordida más inmediato”; quería también que hubiera muy poca o ninguna propagación del sonido posterior al impacto, que se silen­ ciara de inmediato y por completo, que la bajada de tecla fuera muy poco profunda. (La “bajada de tecla” es la distancia que recorre la tecla desde su posición de descanso hasta la posición de pulsión completa.) Quería un m áxim o de respuesta con un m ínim o de esfuerzo, y en el proceso necesario para tratar de obtener todo esto del c d 318 se convirtió en uno de los clientes más exigentes de la casa Steinway. Mientras se hallase grabando en Nueva York, su afinador prin­ cipal y técnico pianístico era Franz Mohr, que entró en plantilla de la casa Steinway en 1962, llegó a ser ayudante de William Hupfer en 1965 y jefe máximo de los técnicos de concierto cuando se jubiló Hupfer en 1970. Hupfer había dejado de trabajar para Gould a raíz del pleito, y cuando Mohr se ocupó de ese com etido se le indicó expresamente lo siguiente: “Franz, por favor, no te acerques a él. Sobre todo, no lo toques. Tú limítate a afinar el piano”. A l princi­ pio, la acción de gatillo que Gould exigió produjo un perturbador efecto secundario: en los registros medios, a un tempo moderado y lento, un martillo a veces daba en golpear por añadidura la cuerda una segunda vez antes de regresar a su posición de reposo, creando una anomalía tonal que Gould dio en llamar “un hipido”. En el pri­ mer disco que se grabó con el c d 318 recién ajustado, las Invenciones en dos y tres partes, el hipido es evidente desde el primer compás de la primera invención, aunque en una nota aclaratoria que con­ tiene la contraportada del disco Gould afirmó que “ese detalle de la idiosincrasia sonora posee un encanto totalmente digno del muy notable instrumento con que se ha producido”. (P o c o s oyentes pudieron estar de acuerdo.) Tras unos cuantos años de continuos ajustes finos, el “hipido” había desaparecido casi del todo. N o fue la única complicación que tuvo que capear Columbia: además estaban los chirridos de la baqueteada silla plegable que empleaba Gould, el ruido de sus pies contra el suelo, la tendencia a discutir una toma antes de que las reverberaciones de las últi­ mas notas hubieran cesado del todo. Y luego estaba el constante tarareo, tanto más difícil de embozar o de evitar, e incluso de disi­ mular en parte, debido a su afición de poner los m icrófonos muy 272

cerca del piano. Una vez, en 1956, alguien propuso medio en broma que se pusiera una máscara antigás durante las sesiones de gra­ bación, y para seguir la broma llegó a comprarse una en una tienda de suministros militares y apareció con la máscara antigás en la siguiente sesión. Por azar, un fotógrafo de la revista Life se encon­ traba en el estudio, y tal como recordaría el propio Gould “se había dicho tal sarta inacabable de idioteces acerca de las cosas que me em peño en hacer, que decidim os que el gran público de N orteam érica se tomase aquello totalm ente en serio. Y tuvimos unas dificultades inmensas para conseguir que no se llegaran a publicar aquellas fotografías. Fue espantoso”. Sus manías no eran impostaciones; se le oye canturrear incluso en sus grabaciones pri­ vadas. Y él mismo era consciente de que constituían un problema. Sin embargo, acerca de sus tarareos dijo lo siguiente: “No lo puedo evitar. Si pudiera, lo evitaría. Es un incordio terrible. N o me gusta nada... Sólo puedo decir en mi descargo que toco mucho peor si no me permito esas pequeñas elaboraciones vocales”. Teniendo en cuenta la precisión y el grado de pulidez de sus interpretaciones pianísticas, y su m eticulosidad com o artista de grabación -e r a capaz de pedir una segunda y una tercera toma, si le parecía nece­ sario, para corregir defectos que sus productores no sabían detec­ tar-, es revelador que aceptara esos sonidos “intrusos” en sus grabaciones. Pero en tanto y en cuanto el piano sonara bien, a él le daban igual los hipidos, y en tanto y en cuanto la interpreta­ ción y la grabación correspondiente fueran perfectas, sus chirri­ dos, sus ruidos con los pies o sus tarareos no tenían la m enor importancia, o ésta no era mayor que el crujido del envoltorio de un caramelo en un concierto. Por otra parte, hay que tener en cuenta sus interpretaciones. En el estudio, Gould se sentía libre para emprender experimentos crea­ tivos con la música que tocaba, y sus interpretaciones podían lle­ gar a ser, en función del punto de vista de cada cual, o sumamente personales o sumamente condescendientes consigo mismas; esto es, revitalizantes o perversas. En la mayor parte de las piezas que tocaba, y sobre todo en las obras populares, canónicas, incrusta­ das en su propia tradición interpretativa, podía darse por supuesto que forjase una imagen altamente idiosincrásica por medio de tem­ pos extremos, de texturas y dinámicas vueltas del revés, de curio­ sos giros en la fraseología esperada, de extrañas ornamentaciones, de su articulación détaché - e l sello inconfundible de su estilo - e incluso de una cierta reescritura de las tonalidades y ritmos origi­ nales del compositor. Era previsiblemente imprevisible; nunca daba 273

nada por sentado. Cuando tocaba una pieza de una manera más o menos convencional, se tenía la sensación de que era debido a que casualmente estaba de acuerdo con la convención al uso, no sin antes haber barajado muchas otras opciones. Todas las grabaciones de Gould presentan al menos unos cuan­ tos detalles excéntricos: un arpegio estrafalario, una línea de bajo machaconamente marcada, un sorprendente renuncio del pedal sostenuto o alguna otra marca de la casa que le da el aire incon­ fundible de ser suya. Sin embargo, también hay movimientos ente­ ros e incluso obras íntegras que experim entaron una radical reformulación en sus manos, obras en las que inventa una estruc­ tura novedosa, creando en efecto una pieza nueva. En el primer m ovimiento de la popular sonata de Mozart en la mayor, K. 331, da al ciclo convencional del tema y sus variaciones el tratamiento de una estructura acumulativa: el tempo se incrementa con cada nueva variación, a consecuencia de lo cual el tema (que viene definido en la partitura como andante grazioso) se va desgranando a cámara lenta, mientras que la penúltima variación (marcada como Adagio) se ejecuta a m ayor velocidad. En la Appassionata, cuya “pompa egoísta”, cuya retórica “combativa y beligerante” deploraba, recu­ rrió a la parodia, diseccionando las frases y las texturas en un tempo que parece un tanto patoso, con el objeto de sabotear las cualida­ des mismas que dan a la pieza su conocido sobrenombre. N o obs­ tante, en los rápidos movimientos de las tres sonatas de Beethoven en do menor, y en el movimiento final del Claro de luna, todos los cuales bien podrían englobarse bajo el marchamo de lo appassio­ nato, Gould hace una lectura salvaje, sin contención de ninguna clase, a un tempo vertiginoso. Para él, al menos en apariencia, la exageración a uno y otro extremo del espectro era una manera de jugar limpio. El único enemigo estaba en la posible solución de com­ promiso, en la medianía. Su capacidad de poner en práctica inter­ pretaciones tan aberrantes con sem ejante grado de convicción apunta a una facilidad de digitación, unida a una facilidad mental, del más alto nivel, así como al sentimiento de “hasta qué punto se puede ir demasiado lejos”. Gould por lo común era sabedor de las tradiciones que estaba trastocando de manera muy intencionada: después de la primera toma de aquel movimiento de la K. 331, según el productor Andrew Kazdin, exclamó lo siguiente: “ ¡Eso es! ¡Esto sí que les va a poner de los nervios a todos los críticos!” . Una vez, en televisión, tocó parte de la sonata K. 333 de Mozart, y la ejecutó de m odo b ellí­ simo, de una manera absolutamente convencional, con la sola fina­ 274

lidad de demostrar qué diferente era su propia interpretación: robusta, recta, expresiva, vivísim a en el plano del contrapunto. (Su estilo, dijo, “aporta vitaminas a la música”.) A veces, sin embargo, confesaba no tener ni la menor idea del m odo en que se ejecutaba corrientemente una pieza determinada, y era evidente que le daba lo mismo: su finalidad consistía en tocar cualquier pieza com o si no existieran las tradiciones. Intencionalmente proponía interpre­ taciones basadas en prejuicios, de manera que la obra pasara por el prisma de su propia sensibilidad estética, para ver qué resulta­ dos generaba el proceso. Negaba de plano que fuera de hecho posi­ ble una interpretación ideal, exhaustiva, permanentemente válida; negaba incluso que fuera algo deseable, y no le causaba el menor problem a dejar a un lado determinados aspectos o posibilidades de una obra, con la intención de iluminar m ejor otros distintos. A l igual que Marshall McLuhan, Gould lanzaba “globos sonda” con el propósito de trastornar las ideas convencionales. (Y cuanto más atrincherada estuviera la idea, más osada habría de ser la sonda: tendía a ser tanto más creativo, tanto más osado, cuanto más anquilosadas estuvieran las tradiciones interpretativas de las obras en cuestión, como era y es el caso de las sonatas de Mozart y B eethoven .) McLuhan señaló que p refería las preguntas a las respuestas, que deseaba que sus palabras no se creyeran a pie juntillas, sino que dieran que pensar. “Lo que yo hago son exploracio­ nes. Y no sé adonde me podrán llevar”, dijo en su entrevista de 1969 para Playboy. Sus libros, añadió, “constituyen más bien el proceso que el producto completo del descubrimiento; mi propósito con­ siste en emplear los hechos como sondas de prueba, como un medio de conocimiento”. Gould, del mismo modo, y por medio de sus inter­ pretaciones, planteaba distintas tesis, exploraba nuevos terrenos, buscaba nuevos caminos por medio de las partituras. A l igual que McLuhan, empleaba la exageración, la ironía, la chanza y la burla, la sorpresa, la grandilocuencia y la ampulosidad, todo lo que pudiera arrojar una luz nueva sobre una obra conocida. (Es algo que tam­ bién hizo en su condición de escritor.) Para McLuhan, además, una “sonda” también servía para que el medio mismo se hiciera visi­ ble, y en muchas de las interpretaciones de Gould se percibe esa misma insistencia en poner en primer plano, de manera muy cons­ ciente, el propio proceso interpretativo, cual si fuera un “efecto de alienación” al estilo brechtiano. Gould podría haber hecho muchas más grabaciones de las que hizo en efecto, aunque en su condición de artista de grabaciones consideraba que su tarea no se limitaba sencillamente a “ejecutar 275

una pieza”. Para él, una interpretación era un discurso superpuesto a la obra, una oportunidad de analizarla y de decir algo acerca de su forma, de su género, de su autor. Cuando dejó de grabar su pro­ pio repertorio de concertista, Gould iba a grabar no necesariamente la música que mejor conocía, sino la música acerca de la cual sen­ tía con claridad que tenía algo que decir, una cuestión que escla­ recer, un caso que defender, lo que fuera. Su ciclo mozartiano es buen ejem plo. Adm iraba las sonatas de la prim era época, pero despreciaba las de la época final, debido al hedonismo que perci­ bía en ellas, debido a su teatralidad; las sonatas de Haydn le pare­ cían obras mejor construidas, más individuales. N o obstante, dedicó toda una década a grabar las sonatas de Mozart, pues deseaba abor­ dar lo que a su juicio eran errores de concepción que venían de muy antiguo en lo tocante a Mozart, las sonatas y el enfoque de “lavanda y encaje”, “Victoriano”, con que se interpretaba a Mozart al piano, enfoque rayano en el kitsch que a su juicio seguía siendo el preva­ leciente. Por eso, de manera muy llamativa quiso rebajar a fondo los aspectos más líricos y “galantes” del estilo de Mozart haciendo de las sonatas una serie de lecturas dinámicas, limpiamente arti­ culadas, livianas (a menudo incluso hilarantes) y “deliciosamente directas”, aplicándoles a veces tempos asombrosamente rápidos, y volviendo por completo del revés las texturas de Mozart y sus mar­ cas distintivas, dándoles la vuelta por completo, sin dejar de hacer hincapié en sus concepciones “barroquizantes” con una claridad y una convicción sencillamente espectaculares. El proyecto Mozart, según dijo, fue “una tarea gozosa”, no sólo porque las piezas que ejecutó contaran con altísima estima en su panteón personal, sino también porque logró decir con un éxito innegable lo que deseaba decir a propósito de Mozart. Claramente, nunca fue uno de esos intéipretes que se paran a pensar muy a fondo en las intenciones del compositor. Como bien reveló en su día por medio de su bello y muy idiosincrásico álbum de música canadiense, no fue ni mucho menos rem iso a trabajar sobre la obra de compositores vivos. Aún era un adolescente cuando defendió su impertinente lectura de la Fantasía de Oskar Morawetz en presencia del propio compositor. Cuando M orawetz enarcó la ceja al notar el tempo excesivamente veloz con que ejecutaba Gould la pieza, al reparar en su discreción en el empleo del pedal sostenuto, y en la lectura sumamente contrapuntística de lo que pre­ suntamente era una serie de texturas convencionales, de m elodía más acompañamiento, Gould replicó que Morawetz no había enten­ dido en realidad su propia música, y se negó en redondo a modifi276

car la interpretación. No fue mera muestra de arrogancia: fue pro­ ducto de una creencia en que el intérprete era y es una fuerza cre­ adora que no debe estar constreñida por los límites que impongan los deseos del compositor. N o se tom ó la molestia de consultar con Jacques Hétu antes de grabar sus Variations pour piano en 1967. Hétu tuvo conocim iento de la grabación por m edio de una carta de Columbia que le llegó pocas semanas antes de que la grabación se publicara, y si bien le impresionó la capacidad analítica aplicada por Gould a la pieza en las notas que acompañaban la funda del disco, se quedó atónito ante la ejecución (dijo que llegó a pasar tres días sin poder dormir); años más tarde, sin embargo, dio en apre­ ciar que la interpretación de Gould de las Variations, a pesar de sus múltiples y fundamentales alejamientos de la partitura, poseía su propia integridad y ofrecía una alternativa viable a la visión que de la pieza tenía el propio compositor. Gould, como dijera Hétu, era “un creador auténtico”, un “recom ­ positor”: consideraba el acto de la interpretación como algo que iba más allá de la mera ejecución de una serie de instrucciones. En esto tomó por m odelo la música de Bach. Las partituras de Bach, en su m ayor parte, sólo constan de tonos y ritmos; en gran medida se hallan desprovistas de instrucciones relativas al tempo, la dinámica, el fraseo, la expresión. Hay una suerte de abstracción en la música de Bach que la hace a menudo adaptable a interpretaciones amplia­ mente divergentes, cualidad que Gould explotó a fondo. Dejó gra­ badas cinco interpretaciones de la fuga en mi m ayor del Libro Segundo de El clave bien temperado con las siguientes velocida­ des de metrónomo por cada semicorchea: 65 ( c b c Radio, 1954); 38 (Columbia, 1957); 100 (Columbia, 1969); 100 ( c b c Televisión, 1970) y 35 (película, 1980). Más radical aún fue que Gould tratase todas las partituras tal como si las hubiera escrito Bach, com o conjun­ tos de notas cuya realización debía decidir única y exclusivamente el intérprete, y daba igual hasta qué punto de especificidad hubiera querido anotar sus intenciones el compositor. Decir que era un intérprete creativo equivale a decir que, a pesar de sus ideas, sumamente modernas, era un intérprete romántico, mucho más, desde luego, que cualquier otro de los intérpretes de su generación. Los músicos y los directores a los que admiraba en su juventud, incluso en los muchos casos en los que no se p r o ­ puso emular sus estilos, eran invariablemente románticos del “éxta­ sis”, para los cuales una partitura era un vehículo por medio del cual podían expresar sus propias personalidades y sus visiones de la música. Las interpretaciones de Gould que ultrajaron en su día 277

a tantos oyentes, a mediados del siglo xx parecerán menos sor­ prendentes al oyente dotado de buena memoria, o bien provisto de una buena colección de grabaciones históricas, esto es, al oyente fam iliarizado con Busoni y De Pachmann, con Paderew ski y Friedman, y con otros (no sólo pianistas) que datan de los prim e­ ros tiempos de la era de las grabaciones. Sus lecturas contrapuntísticas de las sonatas de M ozart no alarmarán al oyente fam iliarizado con las grabaciones m ozartianas de Gieseking, H orow itz, Landowska, Novaës, Schnabel. Su grabación trucada de la Variación 5 de la K. 331 de Mozart tiene un claro precedente en la grabación de Rachmaninov que hizo Edison en 1919. El paso relajado con que él recorre el prim er m ovim iento de la sinfonía Pastoral de Beethoven tiene precedentes en las ejecuciones orques­ tales dirigidas por Furtwängler y sobre todo por Pfitzner, y algunos de los tempos extremos a que somete las sonatas de Beethoven pro­ vienen directamente de las grabaciones de Schnabel. En Bach, sus tempos lentísimos tenían el precedente de las grabaciones de Tureck, y sus tempos más veloces en las de Gieseking, cuyas grabaciones en 1950 de las seis partitas caben en un único c d (Gould sólo con­ siguió embutir cinco). Preciso es reconocer que algunas veces Gould dejaba atrás incluso a sus predecesores románticos. Sus dos gra­ baciones del Idilio de Sigfrido, de Wagner, en las que quiso subra­ yar la “languidez” que le parecía implícita en la música, se acercan mucho al lím ite de los veinticinco minutos, con lo cual resultan varios minutos más largas que sus com petidores más reñidos en esta carrera perversa, com o puede ser Knappertsbusch. Sin embargo, el propio Wagner dejó escrito que “el adagio puro no podrá tocarse nunca con suficiente lentitud ”. Con todo, después de 1964 fueron cada vez más los oyentes y los críticos, incluidos los más afines, que dieron en desesperar al referirse a Gould. Aún hoy, muchos consideran que el Gould de la sala de conciertos y el de los prim eros álbumes de Columbia es aquel que fue sin duda un gran pianista, traicionado con posterio­ ridad por sus propias excentricidades. Algunos consideran que su manera de abordar la música en sus años posteriores era neurótica, malsana; otros dan por sentado que su única intención era tomar el pelo a todo hijo de vecino; aún hay otros que lo acusan de capri­ chosa perversión, o de seguir cualquier concepción extravagante que se le metía en la cabeza. N o siempre están en un error: Gould era un chiquillo travieso tanto com o era un artista serio, volcado en sondear sus posibilidades. Hay además en algunas de sus inter­ pretaciones un cierto aire que es propio de quien trata de llamar la 278

atención, de que le miren y hablen de él, añadido a su sentido del juego y de la diversion. Antes de grabar el m ovim iento lento del concierto de Bach en sol menor dijo lo siguiente a Andrew Kazdin, su productor: “Voy a tocar con toda suerte de voces interiores y de síncopas, muy en la línea de Wanda Landowska, con un punto al estilo del Modern Jazz Quartet. Lo digo para que no te sorpren­ das con lo que oigas”. Kazdin puso en marcha la grabación y res­ pondió: “Todavía no me he sorprendido nunca”. Con Gould no hubo nunca eso que se considera “consenso”: nin­ guna opinión sobre él era evidente por sí misma, ninguna respuesta era universal. Se le tachaba de criticón, pero también se le situó en la dilatada y orgullosa tradición de los exploradores canadien­ ses. 10Un reseñador del primer volumen de El clave bien temperado se confesó “ocasionalmente irritado, a menudo embelesado, habi­ tualmente impresionado y constantemente fascinado” tras la audi­ ción, con todo lo cual resume francam ente bien la literatura existente sobre Gould. Por cada crítico que se haya reído, por ejem­ plo, de su disco sobre Byrd-Gibbons, hubo otro al cual le pareció una revelación. (Gould lo consideraba “el m ejor de todos los puñeteros discos que he hecho nunca”, y su único rival, a sus oídos, era el disco sobre Prokófiev y Scriabin.) Por cada crítico que deplorase su estilo desarticulado al tocar el clavicémbalo en el disco de Handel, otro admitió hallarse atónito ante el colorido y la animación de su interpretación. En dos críticas extensas y en profundidad de la Quinta sinfonía de Beethoven-Liszt, un crítico elogió el “esplen­ doroso” despliegue de “brillantez de virtuoso, de brillantez de tem ­ peramento” que “nos obliga (literalm ente) a escuchar esta música tan conocida, tan familiar, con lágrimas nuevas”, mientras otro lamentaba “el extravío de uno de los talentos naturales más impre­ sionantes de su generación” en esta “grabación absurda” . A pro­ pósito del disco de Wagner, Joseph H orow itz escribió que “el com prom iso táctil de Gould con la música alienta una enorme riqueza de matices vivos, palpitantes. Su inconfundible estilo inter­ pretativo, su articulación cincelada, no ocluye otro sello igual de distintivo, aunque menos publicitado, a saber, que todas las líneas, incluidas las más largas e improbables, suenan a la perfección ”. Su grabación pianística del Idilio de Sigfñdo -intimista, lírica, tonal­ mente resplandeciente, inmaculadamente desgranada- quizá sea la mayor de sus interpretaciones, aunque Vladimir Horowitz, después de oírla, dijo a Harold Schönberg que “ha tocado como un borrico”. Algunas veces, esa división de opiniones se producía en un mismo crítico: Harris Goldsmith, quien dijo que la grabación de la 279

Κ. 533 de Mozart era “aborrecible”, reconoció que lo habían hecho enloquecer las sonatas de la primera época, la “embriagadora bri­ llantez y el detalle primoroso”, así como la aplastante seguridad en sí mismo que demostraba Gould sólo con tocar. Algunos han considerado su Beethoven entre los mejores de su tiempo. Gould mismo reconoció que su lectura de la Appassionata era “la más perversa de la historia”, a lo cual añadió lo siguiente: “N o creo que haya un solo crítico en todo el mundo que pudiera decir nada fa vo­ rable de ella”, si bien Alien Hughes, en el New York Times, la pro­ clamó “la pieza más extraordinaria y en gran m edida la más refrescante de todo el repertorio beethoveniano que se haya puesto en circulación durante este año, segundo centenario del nacimiento del compositor”. Incluso quienes estaban en franco desacuerdo con sus interpretaciones a menudo las acogían por ser un alivio de la tradición y de los tópicos al uso. Siempre se tiene noticia de los críticos que acusaron a Gould de ignorancia, insensibilidad, impiedad e incluso demencia cuando se trataba de sus interpretaciones de Mozart. “Es muy difícil percatarse de lo que Gould se ha propuesto demostrar -escribió uno de ellos-, a menos que sea cierto ese rumor según el cual resulta que odia la música de Mozart.” Otro dio en comparar a Gould, ejecutando a Mozart, con “un muchacho tremendamente precoz, pero sumamente travieso, empeñado en dársela con queso a su profesor de piano”. (Y no es una apreciación del todo injusta.) La leyenda de Gould, sin embargo, exagera el grado hasta el cual la idiosincrasia de sus últimas grabaciones molestaba e incluso ultrajaba a sus oyentes y sus críticos. El propio Gould lo exageraba, ya que de ese modo refor­ zaba su estatus de iconoclasta orgulloso de serlo. Es en efecto sor­ prendente cuántos de sus álbumes más singulares y estrafalarios, como la grabación al órgano de El arte de la fuga y la grabación al clavicordio de las suites de Handel, o de las sonatas de Mozart y de Beethoven, le valieron críticas entusiastas precisamente por su fres­ cura. De su travesía del territorio privativo de Horowitz, en Prokófiev y Scriabin, el musicólogo ruso Alexei Kashperov, toda una autori­ dad en Scriabin, elogió la “genialidad” de Gould y llegó a decir que nunca había escuchado la Séptima sonata de Prokófiev tan bien eje­ cutada, “ni siquiera cuando la tocaba el propio Prokófiev”. Las grabaciones de Gould siempre llamaban la atención, y con frecuencia se le dedicaba abundante espacio en revistas y periódi­ cos. Cada nueva producción salida de las nieves de Toronto adqui­ ría la condición de gran acontecimiento en el mundo de la música clásica, y era recibida con toda seriedad, masticada, deglutida, 280

rumiada y debatida a fondo. Columbia Records capeaba y en buena parte aprovechaba las controversias que rodeaban las grabacio­ nes de Gould hasta el final, es decir, hasta la cuenta de resultados. Del primer volumen de las sonatas de Mozart, una nota publicita­ ria de Columbia, para circulación interna, bajo el encabezamiento de “ c o n t r o v e r s i a ” rezaba así: “Estas interpretaciones distan mucho de ser convencionales; algunos movimientos se plasman a una ve lo ­ cidad de vértigo, otros se suceden con exquisito cuidado, y lo que emerge de todo ello son unas interpretaciones de un virtuosismo excepcional, que dará lugar a abundantes y apasionados comenta­ rios. Resultado: v e n t a s ”.

“NO CREO QUE TENGA NINGÚN SENTIDO UTILIZAR L A TECNOLOGÍA COMO MEDIO DE TRANSMISIÓN SIN PRESTAR LA ATENCIÓN DEBIDA A LAS IMPLICACIONES QUE ENTRAÑA, MUCHO MÁS IMPORTANTES.” “La principal aportación de Canadá al pensamiento norteame­ ricano es precisamente un discurso sumamente original, exhaus­ tivo y elocuente sobre la tecn ología -escrib ió Arthur Kroker en Technology and the Canadian M ind [La tecnología y la mentali­ dad de los canadienses]-. La mentalidad de los canadienses posi­ blem ente sea uno de los principales espacios de la m odernidad para elaborar el sentido de la experiencia tecnológica. No cabe duda de que está generalizada en este país la fascinación por la cuestión de la tecnología, tanto que se extiende como un arco lumi­ noso sobre la imaginación cultural canadiense, desde el cine y la música hasta la literatura y la filosofía.” La tecnología, y de manera muy especial la tecnología de la comunicación, concluye, es algo que se encuentra radicado en el corazón mismo de la identidad canadiense. Gould era en este sentido canadiense por los cuatro costados. Fue uno de los primeros intérpretes clásicos verdaderamente moder­ nos, para el cual la grabación y la difusión no eran meras aposi­ ciones a la sala de conciertos. Cuando se trataba de la tecnología y los medios de comunicación de masas, a Gould le interesaban incluso las minucias técnicas, tanto o más que las implicaciones filosóficas, y no sólo en la música y la grabación: había leído a fondo aMcLuhan, conocía libros como Technic and Civilization, de Lewis Mumford, crítico de la sociedad norteamericana; estudiaba las refle­ xiones sobre la teología de teólogos como Jean Le Moyne y Pierre 281

Teilhard de Chardin.11 Pertenece de pleno derecho a la llamada “tradición de Toronto”, en la cual se incluyen teóricos de los medios de comunicación como Harold Innis y el propio McLuhan, y tam­ bién otros escritores, como Northrop Frye y George Grant. En su propio campo pronto se ganó una gran reputación de filósofo de las grabaciones: su discurso inaugural de 1964 fue el primer pis­ toletazo en una campaña multimediática de veinte años de dura­ ción, destinada a estimulantes y controvertidas reflexiones sobre la tecnología. En este sentido, su obra maestra fue “Las perspec­ tivas de la grabación”, publicada en el número de abril de 1966 de High Fidelity y basada en un documental rad iofón ico que hizo para la c b c el año anterior. Se trata de un manifiesto sobre las rami­ ficaciones de toda una vida musical dedicada a los medios elec­ trónicos. Los profetas de la tecnología no abundaban en el mundo más bien estancado de la música clásica, aunque tampoco es que fue­ ran del todo desconocidos entre los canadienses que alcanzaron la mayoría de edad poco después de la Segunda Guerra Mundial.12 En Canadá, la historia de las comunicaciones y de los efectos psi­ cológicos, sociales, políticos y culturales de los medios de masas eran temas muy al orden del día en los círculos intelectuales, tema de investigaciones científicas y de especulaciones filosóficas, y Gould absorbió las teorías con el mismo entusiasmo que aplicó a las máquinas en sí mismas. Se sentía cóm odo con la tecnología, pues era algo con lo que se había educado desde niño. En reali­ dad, su aprendizaje de los rudimentos de la música no tuvo lugar en las salas de conciertos, sino por medio de la radio y los discos. N o es de extrañar que ensalzara las virtudes de una audición repo­ sada, doméstica, que fomentaba de hecho “un estado contempla­ tivo”: precisamente de ese modo llegó a conocer en verdad la música durante sus años de formación. Conocía la obra de McLuhan mucho antes de que a McLuhan se le descubriese en Estados Unidos y se convirtiera en toda una sensación de la cultura pop a mediados de los años sesenta. Gould era bastante escéptico a propósito de sus planteamientos de moda, acerca de su terminología, de sus dicotom ías entre lo “fr ío ” y lo “caliente”, etcétera: “Personalmente, sus libros me resultan aveces una combinación un tanto enfurecedora, una m ezcla improbable de brillantez analítica y de chaladura sin freno”, escribió en 1966. (H ay que ver quién habla.) No obstante, reconoció que McLuhan era “una figura intrigante e importante”, que “había puesto el dedo en la llaga de algunas de las cuestiones más candentes de nuestro 282

tiem po”. La influencia de las ideas de McLuhan sobre los medios de comunicación resulta inconfundible en los escritos del propio Gould; por ejem plo, en su preocupación por los efectos de los medios en la psicología y el com portam iento humanos, la cues­ tión encapsulada en el latiguillo más conocido de McLuhan, “el men­ saje es el medio”. Y tampoco fue inmune al vocabulario de McLuhan: véase, por ejemplo, el afecto que tiene en todo momento por tér­ minos como “táctil” y “lineal”. McLuhan escribió que “es sumamente característico que ‘el con­ tenido’ de cualquier medio nos impida ver debidamente el carác­ ter de ese medio”, pero Gould nunca se dejó cegar en este sentido. Reconoció que la grabación no tenía por finalidad la producción de “una postal de un concierto”, sino que constituía una forma artís­ tica completamente autónoma, “con sus propias leyes y sus propias libertades, sus problemas únicos y privativos, sus extraordinarias posibilidades” ... y su propia ética. (A su entender, la grabación de un concierto en directo era, por tanto, lo peor de ambos mundos.) Insistía en que la grabación tenía una analogía exacta en la film a­ ción de una película, y consideraba que los criterios y la ética de la sala de conciertos no eran más relevantes en una grabación que los del teatro en el cine. Ensamblar una interpretación al margen del tiem po real, mediante el corte y el empalme y otras técnicas semejantes, no era a su entender algo deshonesto; de ese modo se llevaba a cabo una grabación, igual que una película, que tanto depende del montaje. Acuñó términos com o “trampa creativa” o “mentira creativa” para hacer hincapié en el aspecto creativo del proceso. En la grabación, como en el cine, “el fin musical justifica los medios de edición que se empleen”, o, dicho con más descaro, “la cinta miente, y casi siempre se sale con la suya”. Éstas no pasa­ ban de ser verdades banales en el campo de la música pop con­ temporánea, que se había plegado a una estética de la grabación que hacía caso omiso de las limitaciones propias de la interpreta­ ción en directo. El radicalismo de Gould consistía en abogar por ese mismo compromiso creativo con las nuevas tecnologías en un métier como el suyo, bastante más reaccionario. Su manera de interpretar la música clásica era completamente nueva: en calidad de intérprete pasó a ser el equivalente musical de un actor cinem atográfico. En efecto, a veces se le comparó con los revolucionarios actores del Método, tan de su tiempo, com o Marlon Brando y James Dean; la comparación se dio en cuanto apa­ reció en la escena internacional. Así como el desarrollo del m icró­ fono y de la am plificación por medios electrónicos en la década 283

de los veinte fomentó un estilo más intimista en los cantantes popu­ lares, como Bing Crosby y, más adelante, Frank Sinatra, también supuso un fo ro perfecto para un artista de la música clásica como Gould, cuyo repertorio y estilo estaban hechos a la escala acús­ tica de “la sala de estar”. A l igual que un actor cinem atográfico, fue consciente del efecto am plificador de los m edios electróni­ cos, que no compensan el gesto teatral grandilocuente. La “defini­ ción extrema”, la “claridad, la inmediatez, y la proximidad casi táctil” que proporcionaba el sonido grabado, mucho más seco, realzaba a la vez la transparencia analítica de una interpretación y la sen­ sación de comunión inmediata con el oyente. Dicho de otro modo, la técnica de la grabación sirvió para resaltar al máximo un estilo que Gould ya intentaba lograr sólo por m edio de sus dedos. Le sorprendían aquellos colegas suyos que se resistían a las implicaciones propias de la grabación. Rubinstein, por ejemplo, llenaba el estudio de grabación de asistentes, para tener un público ante el cual tocar, mientras Richter grababa en público por nece­ sitar el estímulo del público para tocar a su máximo nivel. A Gould le daba igual cuántas personas hubiera en el estudio, con tal de que todas ellas trabajaran en la grabación; en cambio, nunca permitía la entrada de visitas. Con la presencia de una sola persona de más, la sesión de grabación se convertía en un concierto. (L e m ortifi­ caba que alguien casualmente le oyera ensayar en privado.) No obs­ tante, le preocupaba tan poco comunicarse con sus oyentes como a Rubinstein o a Richter o a cualquiera de los grandes pianistas de la época. Tal com o insistiera en 1978, “no existe m ayor comuni­ dad espiritual que la que se da entre el artista y el oyente en su casa, comunicándose ambos con la música”. Cuando Stokowski dejó su puesto al frente de la Filarmónica de Filadelfia y puso su objetivo en las grabaciones y en Hollywood, anunció lo siguiente: “Acudo a cumplir una vocación más exigente”. Bien podía Gould compartir ese punto de vista: comunicarse con las personas individualmente (aunque en una cantidad más elevada) a través de los medios de comunicación era algo artística y éticamente superior a hacer lo propio en la sala de conciertos. Gould deploraba la transitoriedad de los conciertos. “Nunca he sido capaz -escrib ió una v e z - de comprender cóm o puede la gente soportar el abandono de su prole dramática una vez que la ha criado.” En las actuaciones en concierto veía solamente una serie inacabable de experiencias imperfectas y transitorias de una obra, que se quedaba estancada y distorsionada debido a una excesiva exposición. (Sus propias interpretaciones no mejoraban con la repe­ 284

tición propia de los conciertos.) En cambio, en una grabación veía un documento permanente en el que podía dejar una plasmación fija y definitiva de una determinada interpretación, y así aceptaba la responsabilidad de esa posición. Grababa una pieza tal como si ya nunca fuese a encontrársela de nuevo, como de hecho sucedía a menudo. Concentraba todos los recursos mentales, físicos y tec­ nológicos que tenía a su disposición en hacer que esa única expe­ riencia de la obra quedara tan cerca del ideal com o fuera humanamente posible. “La nueva intensidad del papel que hoy de­ sempeña el intérprete le anima a intentar un contacto con la obra que es semejante a la revelación experimentada por el propio com ­ positor -escribió en 1965-. Le permite encontrarse con una deter­ minada pieza musical y analizarla y diseccionarla de la manera más completa, y convertirla en parte vital de su vida durante un período relativamente breve; entonces pasa a otro nuevo desafío y a la satis­ facción de otra nueva curiosidad.” (Se comparaba con los actores de las series televisivas, que aprenden y olvidan sus papeles a dia­ rio.) Esta actitud explica la extraordinaria pulidez y la intensidad de las grabaciones de Gould, en especial después de 1964; por para­ frasear a Shaw, nos obligan a hacer con el oído lo que hacemos con los ojos cuando miramos fijamente. Para Gould, la permanencia de la grabación significaba que podía expandir continualmente su repertorio mucho más allá de los lím i­ tes impuestos por la vida del concertista; esto a su vez supuso que en las muy contadas ocasiones en las que grabó una determinada pieza por segunda vez, a la vuelta de los años -así, las suites y las fugas de Bach, las Variaciones Goldberg, la Sonata núm. 59 de Haydn, la K. 330 de Mozart, la sonata de Berg-, se encontrase con la oportunidad de proponer una toma completamente nueva de la música: la existencia de la primera grabación le absolvía de la nece­ sidad de proponer una interpretación idéntica. La permanencia de la grabación era de hecho parte crucial de su enfoque creativo a la hora de abordar la interpretación. Thomas Edison inventó el fo n ó­ grafo de cilindro de hoja de aluminio en 1877, y la grabación comer­ cial tuvo su comienzo, con los cilindros de cera verticales, en 1890; el catálogo de las grabaciones disponibles ya era inmenso cuando Gould comenzó a acrecentarlo con sus aportaciones. Comprendió que un artista de grabación sumaba algo a una enormidad que se acrecentaba con cada año, de modo que necesitaba hallar una serie de interpretaciones única y personal para justificar su labor. A sí perfiló su enfoque en la entrevista titulada Renegado de los con­ ciertos: 285

Creo que si existe alguna excusa a la hora de hacer una grabación no es otra que hacerla de manera distinta, abordar la obra desde un punto de vista recreativo completamente nuevo, y que uno ejecute esa obra en particular como nunca se haya hecho con anterioridad. Si no es uno capaz de hacerlo, yo diría que es mejor abandonar, olvidarlo, pasar a otra cosa, a algo en lo que se pueda sentir una cierta diferen­ cia a la hora de hacerlo [... ] No quema yo adoptar la línea amable, fácil, escueta, en una interpretación [grabada], y menos aún porque las inter­ pretaciones amables, fáciles y escuetas están disponibles a lo largo y ancho del catálogo de Schwann, además de que yo tendría la tentación de ir a comprarlas si es eso lo que se precisa. No creo que haya disculpa ninguna para hacer otro C oncierto n úm . 5 de Beethoven, a menos que uno plantee un enfoque completamente distinto de lo que es habi­ tual. Ahora bien, sí ese enfoque se basa solamente en la excentrici­ dad, solamente en la idea de que uno desea zarandear al oyente y conseguir imas críticas terribles, debido a ese zarandeo, a ese sobre­ salto que uno trata de obtener, más le vale olvidarlo. Obviamente, ésa no es excusa suficiente para hacer nada. Tiene que haber una razón de veras convincente tras toda esa excentricidad. Pero si de alguna manera logra uno forjar esas dos cosas, y hacer que de veras sea con­ vincente una excentricidad beethoveniana, que de veras sorprenda a todo el mundo y lo pille desprevenido, entonces hay que hacerlo a toda costa. Ésa es la excusa para hacer grabaciones, no me cabe duda.

Para Gould, el estudio era un laboratorio creativo que le ofre­ cía un maridaje p erfecto de libertad y control. En la entrevista titulada Renegado de los conciertos, una vez más, parecerá algo sumamente extraño, pero en muchos casos he llegado al estudio sin tener ni la menor idea de cómo iba a abordar la obra que íbamos a tocar ese mismo día. Llegaba quizás con cinco o seis ideas, o eso me parecía, igualmente válidas, y cuando temamos suerte y el tiempo lo permitía, y si el productor tenía la paciencia necesaria, probábamos las cinco o seis interpretaciones posibles. Y podía darse el caso de que ninguna de las seis funcionara, en cuyo caso volvía­ mos a las dos semanas y probábamos una séptima opción. Si eran dos o tres las que habían salido bien, nos metíamos en una pequeña sala de edición más o menos pasada una semana, y las escuchábamos, y es que esa semana de margen, en serio, es absolutamente necesaria para tener imacierta perspectiva [...] Sabemos con toda exactitud qué es lo que queremos hacer con esa grabación en el momento en que logramos darle el tratamiento de un producto terminado. No la trata­ mos como un producto terminado en el estudio; ni siquiera la consi­ deramos así. Muy a menudo me informan de lo que vale el tiempo de la compañía; por fortuna, c b s es muy paciente conmigo.

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Igual que un cineasta, Gould se sentía libre para asumir toda clase de riesgos “en el plato”, para introducir una “apertura men­ tal en clave improvisatoria” dentro de sus interpretaciones, y para examinar la obra desde diversos ángulos, porque el proceso de pos­ producción le daba tiempo de reflexionar, y hay que tener en cuenta que a veces pasaban meses e incluso años entre la grabación y la edición posterior. Uno de sus ejemplos preferidos era la Fuga en la menor del Libro primero de El clave bien temperado, que grabó en 1965. Se dio el caso de que había dos tomas perfectamente utilizables, las dos con el mismo tempo, una “pomposa, bastante hin­ chada, teutónica”, y la otra más liviana, “veleid osa”; ninguna de las dos funcionaba del todo de principio a fin, aunque montando fragmentos de la una y de la otra creó una interpretación más variada y estructuralmente más transparente, que de ninguna manera había concebido con anterioridad a la grabación. “La mayor parte de las ideas que se me han ocurrido como intér­ prete están de un m odo u otro relacionadas con el m icrófon o”, dijo Gould en 1966, y lo cierto es que sus primeros años de trabajo con Columbia coincidieron con un período de experimentación y de grandes mejoras en los criterios de grabación en todo el sector discográfico. Algunos de los álbumes de sus tiempos de concertista reflejaban una conciencia notable del impacto que el propio pro­ ceso de grabación podría tener en la interpretación. Por ejemplo, en su disco de intermezzi de Brahms, de 1961, el sonido mismo, “discreto y recóndito”, estaba a la par de la intimidad que transmite la música, y en El arte de lafuga, de 1962, no hizo el menor intento por “dar mayor glamour al sonido, por aprisionarlo dentro del halo de la resonancia”; utilizó micrófonos colocados sumamente cerca de la fuente sonora, para que el órgano sonara de un modo ade­ cuado a una escucha doméstica, lejos de imitar la sonoridad del recital en una iglesia. Sin embargo, “los primeros discos que real­ mente reflejan una concentración total, un total respeto p o r el m edio”, dijo, llegaron un par de años después del fin de su vida de concertista, precisamente cuando comenzó a ejercer su autoridad sobre sus propios procesos de edición. A la sazón, según escribió Andrew Kazdin, Gould llegó a entender el montaje sonoro tan bien o mejor que un editor profesional. Son muchas las personas que en su momento dieron por hecho, sobre la base de su muy destacada defensa de la tecnología, que Gould era una especie de científico loco, que montaba las graba­ ciones literalmente nota por nota. Esto es una solemne estupidez. De haberlo hecho así, sin duda lo habría proclamado con jactancia. 287

Una p á gin a de la p a rtitu ra m anejada p o r Gould p a ra el ciclo de cancio­ nes de H in d e m ith Das Marienleben (v e rs ió n o rig in a l de 1923), que grabó con la soprano Roxolana Roslak en 1976-1977. A l ig u a l que la. m a y oría de sus p a rtitu ra s , ésta aparece en gra n m ed id a desprovista de señales interpretativas -sobre el fraseo, la digita ción , etcétera-, aunque presenta abundantes m arcas de edición. E s crib ía esas notas en la p a rtitu ra m ie n ­ tras escuchaba las distintas tomas de la pieza, y tras anotar sus d ecisio­ nes fin a le s sobre la ed ición de la p ieza las tra n sm itía , muchas veces p o r teléfono, al producto!', en este caso Andrew K azdin, quien, en Nueva York, cortaba y m ontaba la grabación m aestra de acuerdo con sus indicaciones. (Legado de Glenn Gould.)

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El uso que dio a la tecnología de grabación fue sumamente con­ servador, con tomas e insertos grabados y editados de una manera bastante convencional. Sus productores han dado testimonio de que troceaba y ensamblaba las grabaciones bastante menos que otros artistas de la música clásica, y com o pulsaba una nota erró­ nea en muy contadas ocasiones, además de tener una sólida com­ prensión arquitectónica de la música que interpretaba, necesitaba trocear y ensamblar mucho menos que otros intérpretes. Algunas de sus grabaciones, de hecho, no contienen un solo inserto. Pero tam poco le inspiraba escrúpulos esta práctica: “N o veo que haya nada malo en confeccionar una interpretación a partir de doscien­ tos segmentos montados, al menos en la medida en que el resul­ tado deseado sea patente”. A l margen del número empleado, Gould era extraordinariamente quisquilloso en cuanto a la calidad de los insertos. Llevó hasta el límite la tecnología de grabación relativa­ mente rudimentaria que había en los años sesenta.13 Gould permitió que las técnicas de grabación influyeran en sus interpretaciones también de otras maneras, a veces convenciona­ les; por ejemplo, la alteración del equilibrio entre piano y orquesta, el em pleo de la reverberación electrónica, la regeneración de un segmento de cinta con el fin de crear una paridad exacta entre los pasajes repetidos. En los extractos del Meistersinger y el Götterdämme?'ung de su álbum dedicado a Wagner probó incluso una opción más radical: remezclarse a sí mismo con objeto de plas­ mar interpretaciones a tres y cuatro manos. (F iel a sus principios, alardeó de haberlo hecho en las notas de la funda.) Era un entu­ siasta confeso en lo tocante a las posibilidades que ofrecía la tec­ nología cuadrafónica a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, y concibió la grabación de fugas compás a compás de cara a un playback cuadrafónico; no llegó a hacer nada más que un experimento rudimentario con esta tecnología, aunque muy pro­ metedor, durante un tiempo sobrante del que dispuso en el estu­ dio en 1969. La moda del sonido cuadrafónico pronto dejó de estar en boga. Influido por el cine, Gould llegó a concebir el sonido grabado de una manera más “dim ensional” después de 1964, al punto de poner en tela de juicio la suposición de que una grabación, al igual que un concierto, debía presentar una imagen aural invariable. En 1970 grabó la Quinta sonata de Scriabin empleando un proceso lla­ mado “orquestación acústica” (y, a veces, “coreografía acústica”), para el cual eran precisos cuatro pares de m icrófonos dispuestos por toda la sala: dos dentro del piano, casi encima de las cuerdas; 289

otros dos en la perspectiva habitual de Gould, a un metro y medio del piano; dos más a casi tres metros del piano; los dos últimos al fondo de la sala, para captar la reverberación ambiente. La inten­ ción no era otra que registrar la interpretación en ocho pistas, y cada una de ellas en las cuatro perspectivas de audio a la vez, para a continuación, durante el proceso de mezcla, oscilar entre esas perspectivas o combinarlas de modo que el sonido del piano cam­ biase bien de manera gradual, bien repentinamente, sutil y llama­ tivamente, muy de vez en cuando o con frecuencia, de manera que queden subrayados los distintos momentos de ánimo, los rasgos estructurales, incluso los menores detalles de la música. Gould com­ paraba este proceso con el uso que hace el cineasta del primerísimo prim er plano, de los planos m edios y más abiertos, de los cortes repentinos, las disoluciones, los zooms y otras técnicas cine­ matográficas. Habló del uso de la orquestación acústica, tal vez en sonido cuadrafónico, aplicado a las últimas sonatas de Scriabin, aun cuando renunció a completar el ciclo de Scriabin antes de remezclar la Quinta sonata.u La única grabación que autorizó de cara a su difusión empleando esta técnica fue el álbum de 1977 dedicado a distintas piezas de Sibelius. Posteriorm ente recon oció que la música sobria y discreta de Sibelius no requería en realidad esta clase de realce sonoro, aunque este álbum tan evocador sí supuso una defensa subyugante del potencial de su enfoque. Muchos oyen­ tes y críticos no se dejaron convencer: “el más estrafalario (ab)uso de las técnicas de micrófono múltiple que nunca se haya llevado a cabo, sin duda por razones espurias”; “los cambios de enfoque y las disrupciones auditivas sólo pueden m erecer nuestra más enérgica condena”, y así sucesivamente. Gould, cuando se ponía el sombrero al estilo de McLuhan, gus­ taba de señalar que “los medios electrónicos han alterado drásti­ camente el efecto que tiene la música en nuestra sociedad”; a su entender, la grabación había puesto a disposición de un amplí­ simo público repertorios enteros de la música clásica (sobre todo música antigua), de modo que en sus tiempos había limitado la rele­ vancia de la sala de conciertos; asimismo, reseñaba que la elec­ trónica había supuesto una influencia capital en los compositores del siglo XX. Sin embargo, a su entender la grabación era, como todo lo demás, algo en definitiva relacionado con la ética. A pesar de su muy poderoso ego en el plano de lo artístico, veía con buenos ojos la naturaleza “democrática” y “anónima” de la grabación, que es un proceso esencialmente colectivo que se desarrolla en un entorno privado, lejos de la mirada del público, lejos de las constricciones 290

que supone el tiempo real, y que no está lastrado por la “persona­ lidad”, tal com o suele forzosam ente estarlo una actuación en público. Como escribió casi al final de su vida, “entiendo que el m ejor de los cumplidos que puede hacérsele a una grabación no es otro que reconocer que se hizo tal com o se hizo con la inten­ ción de borrar todos los signos, todas las huellas, tanto de su hechura como de su hacedor”. Gould señaló que la grabación estaba transformando la relación existente entre el compositor, el intérprete y el oyente, papeles que habían estado cada vez más separados desde finales del siglo xvin, pero que empezaban a verse, a su entender, “feliz e irrenunciablemente m ezclados” ya en la década de los sesenta. Se trata de un concepto que McLuhan, John Cage y muchos más ya comentaban por entonces; efectivamente, su defensa de las fronteras abiertas entre los sucesivos papeles del compositor, el intérprete y el oyente no es sino una muestra más de su decidida vocación de posmodemo avant la lettre. Su enfoque creativo de la interpretación, por ejem ­ plo, ese compromiso libre, subjetivo y consciente de sí mismo con los textos musicales, sin el menor respeto por las tradiciones here­ dadas ni por las intenciones del compositor, recuerda de inmediato conceptos literarios del momento, com o la “obra abierta” de Umberto Eco, la nouvelle critique de Roland Barthes y la totali­ dad del fenómeno de la crítica que se basa en las respuestas del lec­ tor, e incluso, en no pocos aspectos, de la deconstrucción. (No existe ninguna contradicción entre el hecho de denominar romántica a la par que posm oderna a esa clase de libertad; de hecho, según una determinada escuela de pensamiento, el posmodemismo no es nada más que una suerte de Romanticismo tardío.) Su vision atemporal y ahistórica de las obras musicales, su defensa de una m ez­ cla de estilos diversos (com o en su Cuarteto para cuerdas o en sus interpretaciones “barroquizantes” de Mozart), su desafío frente a las facciones vanguardistas y su oposición ante la idea del “p ro ­ greso” en las artes, son rasgos en todos los cuales resuenan las ten­ dencias intelectuales de su tiempo en campos muy diversos, en tal medida que bien podríamos considerar a Gould el primer intérprete posmoderno del canon clásico occidental. Amplió su creencia posmoderna en la libertad creativa hasta sus límites lógicos, abogando por la participación directa del oyente en el proceso creativo, mediante la intercesión de la tecnología. Creía que el oyente moderno tenía el mismo derecho de reajustar la gra­ bación de una obra artística como lo tenía el intéiprete a reajustar la obra del propio compositor. “Accionar los mandos de un equipo 291

de música ya es, de manera sin duda limitada, un acto interpreta­ tivo ”, apuntó, y el oyente dotado de un equipo de alta fidelidad era, a su entender, por su propia naturaleza, una fuerza creadora: el mero hecho de ajustar el volumen, el tono y el balance en uno de los toscos aparatos de estéreo de los años sesenta era un m odo de imponerse creativamente a la obra. En 1968 dijo: Estoy completamente a favor del concepto de equipo. Dicho de otro modo, me encantaría poner en circulación una serie de inter­ pretaciones con variantes y dejar que sea el oyente quien elija cuál es la que más le agrada. Que sea el oyente quien “monte” su propia interpretación. Démosle todos los ingredientes, todos los insertos, registrados en tempos distintos y con inflexiones dinámicas distin­ tas, para que sea él quien ensamble algo que de veras le cause pla­ cer: que sea en cierto modo partícipe.

Semejantes ideas le parecían una auténtica locura a la mayoría del público en los años sesenta, aunque no fuera ése el caso de quie­ nes estaban en la vanguardia del campo en que se m ovía Gould. Un productor inglés que siempre fue un pionero, John Culshaw, atribuyó a Gould “el gran avance en esta línea de pensamiento”.15 Pero es que incluso sin esos “equipos” que concibió, Gould afirmó que la grabación “exige al intérprete la renuncia de un cierto grado de control en favor del oyente, estado de la cuestión que por cierto me resulta tan halagüeño com o desafiante, por no decir que lo encuentro estéticamente apropiado y moralmente correcto”. Es una lástima que Gould no viviera el tiem po suficiente para explorar las tecnologías digitales de finales del siglo xx y com ienzos del XXI, como es el caso de Internet, que han democratizado y descen­ tralizado las instituciones de la cultura hasta un extrem o que él nunca imaginó, creando precisamente la clase de sociedad que para McLuhan era “todo centro, sin m árgenes” . Habría admirado, y mucho, las implicaciones de tales tecnologías, y se lo habría pasado en grande jugando con ellas. Gould era un optimista, un utopista, un transcendentalista en lo tocante a la tecnología, al contrario que algunos teóricos de los medios de comunicación, entre ellos su compatriota George Grant, y lo era en m ayor medida que McLuhan, quien no por fuerza fue un defensor acérrimo de los medios que se propuso entender. Gould creía que la tecnología tenía una capacidad infinita para emancipar a las personas y mejorar la sociedad humana; su experiencia per­ sonal de la tecnología había sido siempre positiva, y de manera muy característica creía que así había de ser la experiencia de cualquiera. 292

Aparentemente, prestó muy poca atención a la faceta potencial­ mente tenebrosa de la tecnología; por ejemplo, a sus efectos deshumanizadores, aspecto sobre el cual sí escribió McLuhan. A l igual que sus padres, aunque de una manera más sofisticada, más moderna, aspiraba a “hacer el bien” y a fomentar una relación íntima con su comunidad por medio de su música, y esto es algo que iba a hacer m ejor desde cierta distancia, por m edio de la tecnología, y no en persona. “El arte, en su misión más elevada -escribió una vez-, apenas es humano en modo alguno.”

“ME CONSIDERABA U N A SUERTE DE HOMBRE RENACENTISTA EN LO MUSICAL, CAPAZ DE HACER MUCHAS COSAS DIFERENTES.” Gould no era una máquina de tocar el piano, esa clase de intér­ prete cuya vida transcurre en la sala de ensayos, cuyo pensamiento está indisolublemente ligado a su instrumento. “Todo el que de veras tenga interés por la música debe de hecho combinarla con tantos otros campos como le sea posible”, dijo a un periodista cuando sólo tenía dieciséis años. “Un escritor canadiense, además de composi­ tor e intérprete musical, que por añadidura toca el piano en su tiempo libre”: así llegó a describirse una vez. Nunca llegó a ser así del todo, aunque es verdad que después de 1964 pasaba cada vez más tiempo alejado del piano, incluso cuando comenzó a ser más p ro lífico que nunca com o artista de grabación. Consideraba su misión algo mucho más amplio que la del m ero intérprete: desea­ ba hacer pronunciamientos sobre la música y la cultura y la vida misma, y con este fin en mente el piano no fue sino uno más entre otros medios. De no haber sido músico, dijo, le habría gustado ser escritor, y lo cierto es que después de 1964 trabajó cada vez más con la pluma. (D e hecho, era una pluma: este profeta de los medios electrónicos detestaba la máquina de escribir, de m odo que escribía borrado­ res a mano y luego dictaba a una mecanógrafa.) Produjo un goteo constante de artículos para revistas y periódicos, notas para la con­ tracubierta y la funda de los discos, conferencias, entrevistas reto­ cadas (y no pocas entrevistas que se hizo a sí m ism o),16 así com o textos para la radio, la televisión y el cine, sin hablar de sus muchas cartas particulares, no pocas veces equivalentes a una disertación. Reciclaba mucho; reimprimía sus artículos hastra tres y cuatro veces en formas distintas, reutilizando piezas para la radio como artícu­ 293

los y viceversa, tomando una frase o un párrafo de tal o cual texto para aprovecharlos en otro, a pesar de todo lo cual su producción escrita es cuantitativamente impresionante: hasta la fecha se han publicado más de mil quinientas páginas de materiales escritos o hablados de Gould. Sin contar siquiera las conferencias y su vastí­ sima producción para la c b c , publicó unas cuarenta piezas en la década que comienza en 1964, notas para las fundas y artículos de prensa publicados en Saturday Night, Saturday Review, el Globe and Mail y el Star, de Toronto, o el New York Times y, sobre todo, High Fidelity/Musical America. En sus tiem pos de concertista escribió sobre todo acerca de compositores y obras concretas, pero a partir de los primeros años sesenta amplió bastante sus intereses; la única cuestión acerca de la cual se negó en redondo a escribir fue de las “penas y tribula­ ciones de la pianística”. Esa cuarentena de piezas abarca un espec­ tro de temas impresionante: com positores que van desde Bach, Beethoven, Bizet, Byrd, Gibbons o Grieg, hasta Hindemith, Ives, Komgold, Krenek, Mahler, Prokofiev, Schönberg, Scriabin y Strauss; Yehudi Menuhin y Petula Clark; rarezas del repertorio romántico y música canadiense del siglo xx; la interpretación de música anti­ gua al piano; naturaleza e historia de la fuga; el papel de la imagi­ nación en la interpretación; el arte de la transcripción pianística; directores; la grabación; el sintetizador Moog; su innovador enfo­ que del documental radiofónico; la música en televisión; los con­ cursos musicales; la Orquesta Nacional de Jóvenes Músicos; los fundamentos éticos de sus posturas estéticas; asuntos musicales efím eros que le llamaban la atención (Rosem ary Brown, médium musical británica; el ficticio P. D. Q. Bach); sus primeros pasos en calidad de humorista al estilo de Leacock. En los años cincuenta, sobre la base de un escaso puñado de notas para las fundas de los discos, ya gozaba de una reputación notable en calidad de pensador erudito y provocador. A lo largo de los años le llovieron las ofertas para escribir una columna regu­ lar en revistas como Piano Quarterly y Contemporain Keyboard, e incluso Opera News, y de continuo se le pidieron colaboracio­ nes en libros colectivos, e incluso en la Encyclopaedia Britannica.17 Ya en una fecha temprana, como es 1959, la editorial Knopf le ofre­ ció publicar un libro con su nombre; a lo largo de los años solici­ taron sus servicios (a veces reiteradamente) más de una docena de grandes editoriales norteamericanas, europeas y japonesas, dis­ puestas a publicar o una colección de ensayos o un libro original. Gould de hecho anunció la publicación de varios libros en distin­ 294

tos momentos de los primeros años sesenta, aunque nunca llegó más allá de las discusiones preliminares con los editores. Su infalible condición de escándalo andante tal vez atrajera a los editores tanto o más que sus escritos tal cual eran. Tenía ver­ dadera pasión en lo referente a la comunicación de sus ideas, y desde el m om ento en que com enzó sus escritos jamás ca recie­ ron de brillantes intuiciones, de tesis provocativas, aunque en cali­ dad de escritor, al menos hasta su madurez, fue en el m ejor de los casos desigual, y en el peor terrible. Tenía una pavorosa inse­ guridad en su condición de escritor, como revela su reticencia (y, ya siendo famoso, su negativa) a permitir que sus escritos se publi­ casen, así como su propio reconocimiento de que era mucho más sensible a las críticas de sus escritos que de cualquier otra de sus facetas. En realidad, no era ni de lejos un escritor, sino, a lo sumo, un relator. En calidad de conversador era animado, apasionante muchas veces, provocador, ingenioso hasta frisar lo irresistible, por lo común dominante, debido a la electricidad de sus ideas y su mani­ fiesta volubilidad.18En octubre de 1963, la revista Holiday encargó a Leonard Cohen que le entrevistara y que escribiera sobre sus im presiones acerca de distintas ciudades. Se encontraron en el Hotel Bonaventure de Ottawa, pero Cohen, según Ira B. Nadel, su biógrafo, “quedó tan embelesado con la conversación de Gould que olvidó tratar las preguntas que había preparado”. Nunca llegó a poner por escrito el resultado del encuentro. Parte de su deslumbrante conversación encontró sitio en sus escritos. Mendelssohn, escribió, “ha sido considerado en no pocos círculos el niño bueno de la música”, mientras que Hindemith, ya al final de su trayectoria, “se investía de coherencia como si la cohe­ rencia fuera su manta de Linus”. Describió el tercer m ovimiento de la Cuarta sinfonía de Ivés como “una fuga del tipo de las que podría haber escrito Taneyev si hubiera tenido ocasión de reescribir la Obertura para un festival académico de Brahms”, y cuando pre­ sentó para la radio un avance de la obra minimalista de Terry Riley, En do, dijo: “¿Y quién creía que Cari O rff lo tuvo fácil para ganarse la vida?”. De todos modos, nunca fue un artesano cuando se tra­ taba de escribir, un Flaubert que dudase y sudase a propósito del ritmo de cada una de sus frases. A menudo era tan sólo un taquí­ grafo de sus propios pensamientos según se le iban ocurriendo, y su volubilidad tendía a darles un viso pomposo, sin ningún encanto, sobre la página. El estudio de sus borradores es revelador: un número altísimo de sus escritos terminaban impresos casi exacta­ mente de la misma form a en que habían salido de su pluma, con 295

mínimas revisiones, a veces dejando intactas las debilidades más flagrantes en una versión tras otra. N o le importaba dedicar muchas horas a escribir, aunque no poseía de manera natural el arte de escri­ bir una prosa bien pulida a partir de los enjambrados productos de su cerebro. Los trabajos de su época de estudiante en el instituto ya reve­ lan una querencia inusitada por la verbosidad pretenciosa, por la metáfora excesivam ente pesada, por una aliteración que da ver­ güenza ajena, por los juegos de palabras más desatinados, por una serie de intentos cargantes y forzados con tal de lograr un golpe de humor. Sus profesores tuvieron que vérselas con momentos como éstos: “Muy lejos, por el canal de cemento, una miríada de detritos derelíquidos derivaban ante la potencia del viento [...] La lluvia caía con fuerza sobre mi empapada ventanilla, y el torrente de reojo rebotaba en tierra para acosar por igual al peatón plutó­ crata y al proletario”. Tenía dieciocho años cuando escribió este pasaje; en ese mismo año quiso dar una charla sobre Schönberg a sus compañeros del conservatorio. Más avanzada su vida, nunca terminó de superar sus pecados literarios de juventud. Se podría perdonar a un escritor una redundancia com o “vacua vacuidad”, o por idear un adverbio precocinado com o “ideadofijam ente”, o por comentar que la tonalidad del Romanticismo tardío “se asfixia en las cagarrutas catarrales de su propia sentimentalidad” , siem­ pre y cuando su empleo básico de la lengua fuera sólido, pero el de Gould rara vez lo era. N i siquiera su ortografía era correcta, y en cuanto a su puntuación, por más vueltas que le diera, resul­ taba patética. Da la impresión de que equiparase las frases larguísimas y tor­ tuosas con la seriedad y la sofisticación de pensamiento, y tendía por igual a la falsa formalidad, a dárselas de profesor sin serlo. No se resiste a emplear dos palabras donde con una sería suficiente: las obras en múltiples movimientos eran obras “en las que se emplea un mecanismo de movimiento múltiple”, pasaje que se mantiene en la misma clave que otro en el que dice que “limita los confines de un área de modulación dentro de su propia estructura”. En su prosa más temprana a menudo se nota el retintín de la palabrería acade­ mizante que algunos lectores (y el mismo Gould) errónea y mani­ fiestam ente tomaban por erudición. He aquí uno de sus típicos párrafos para las notas que redactó para su prim er álbum con Columbia, en el cual tan sólo dice que la ornamentada m elodía en el aria inicial no es el fondo del cual se toman los m otivos poste­ riores de las Variaciones Goldberg·. 296

Sería justificado esperar que, habida cuenta de la invariabilidad del cimiento armónico, el principal objetivo de las variaciones fuera la ilu­ minación de las facetas diversas del motivo dentro del complejo meló­ dico del tema del aria. Sin embargo, no es éste el caso, ya que la sustancia temática, una dócil línea de soprano, bien que ricamente embellecida, posee una homogeneidad intrínseca que no lega nada a la posteridad, y que, por lo que a la representación de motivos se refiere, cae totalmente en el olvido durante las treinta variaciones. En pocas palabras, es una musiquilla singularmente autosuficiente, que parece rehuir toda conducta patriarcal, exhibir una afable indiferencia por sus resultados y permanecer totalmente exenta de curiosidad por su razón de ser.

Cuando escribe sobre la grabación, por ejemplo, o en sus escri­ tos autobiográficos, el tono de Gould es más natural y más cor­ dial con el lector, y su textura más ligera, si bien los excesos de la escritura nunca dejaron de ser una tentación, por más que cuando escribía analíticamente sobre cuestiones musicales no pareciera capaz de evitar una prosa bastante enmarañada. El resultado podría ser de este jaez (y aconsejo al lector que respire hondo antes de empezar): Metamorphosen, por ejemplo, que no hace falta alabar señalando que su compositor tenía entonces ochenta años, es una obra en la que las consecuencias armónicas de unas tríadas que dividen entre ellas la capacidad dodecafónica de la escala cromática -la misma rela­ ción de tríadas que desarrolló Schönberg como base paira la pugna de tonos en su obra, casualmente contemporánea, Oda a Napoleón B on a p a rte- quedan aquí socavadas no por la importancia de sus rela­ ciones interválicas mutuamente complementarias (sobre las que Schönberg desarrolla su estructura), sino más bien por la compara­ ción de esas relaciones con las secuencias casuales, pero nunca negli­ gentes, de cadencia puramente diatónica, alas que de hecho recuerdan y por las que son, en los momentos axiales de la obra, silenciosamente sustituidas.

Esa larguísima frase podría revelar una intuición fantástica a la hora de interpretar la idiosincrasia armónica tanto de Strauss com o Schönberg, aunque ¿cómo saberlo? Si le tentaba la prosa pseudoacadémica era porque aspiraba a la legitimidad del intelectual, cuando por su propio temperamento no era un erudito, sino un entusiasta. Supo conservar sin embargo parte de la excitabilidad del adolescente durante toda su vida, y nunca supo asumir una determinada idea, una causa, sin imaginarse 297

casi de inmediato que era en efecto una autoridad sobre el tema. Defender el amor por los animales domésticos, o bien atacar el odio a los animales domésticos, fue una de las principales m otivacio­ nes de sus escritos. El amor por los animales domésticos se le daba mejor que el ataque al odio de los animales domésticos. Sobre cues­ tiones que suscitaban su pasión, caso de Strauss y Schönberg, la grabación y la radio, es un autor bien informado, original, provo­ cativo. En cambio, cuando da rienda suelta a sus bêtes noires, por lo general pone de manifiesto una sorprendente ignorancia de los recursos más elementales, y una escandalosa voluntad a la hora de aceptar ideas trilladas y espurias. Sus criterios musicales en el desprecio por el Mozart tardío y el Beethoven del período inter­ medio, por no hablar de Schubert, Schumann y Chopin, son suma­ mente enclenques, tal com o lo son sus em peños por dividir las formas musicales en categorías de ovejas y cabras (así, las fugas son buenas, los nocturnos son malos, las sonatas a saber). No le gustaban las fantasías porque eran fantásticas; no le gustaba el jazz, de hecho, porque se iba improvisando sobre la marcha. N o le tenía aprecio al profesor de primaria que hacía cantar a coro a los alum­ nos a modo de metáfora de “los heroicos logros que tenemos a nues­ tro alcance” -son los años de la guerra-, pese a ser propenso a un pensamiento moral y so ciológico de lo más simplista: la sonata era “autócrata”, el concierto era “com petitivo”, etcétera. Semejante manera de pensar tenía su respaldo en un dominio de la historia de la música oportunamente fragmentario y bastante desfasado, así como en la tendencia a las desmedidas generalizaciones, que daban a Gould pie a decir bobadas de estudiante tales como ésta: “La época en que vivió Bach se enorgullecía por considerarse la época de la razón". (Lo cual habría sido toda una noticia para Bach.) Era feliz­ mente ignorante de que algunas de las ideas que tenía por origina­ les y excitantes no pasaban de ser tópicos desacreditados de segunda o tercera mano. Todo lo cual no importa. Gould era un pianista, no un escritor; era un intérprete, no un m usicólogo; era un creador, no un eru­ dito. Pensaba como un compositor. N o le interesaba formarse una imagen objetiva de la música o de la historia de la música, sino refor­ zar por todos los medios la imagen que m ejor respaldara y más vali­ dez diera a sus ideas y objetivos creativos. Su aprendizaje siempre estuvo filtrado y limitado de hecho por sus necesidades de artista. Y si eso implicaba la reformulación e incluso una patente ignoran­ cia de ciertos aspectos de la historia de la música, o de un estilo determinado, no le importaba en absoluto. Es irrelevante que supiera 298

o no que la valoración de Bach, Mozart o Liszt según los criterios de Schönberg es harto cuestionable: hacerlo así formaba parte esen­ cial de su propio proyecto creativo. Lo que cuenta es lo que hizo a partir de tales valoraciones. Así com o una ópera magnífica puede estar basada en un libreto malo con avaricia, una gran interpreta­ ción se puede basar en una musicología más que dudosa. Para escri­ bir y para tocar hacen falta muy distintos tipos de pensamiento, y lo que da potencia a una interpretación, lo que la tom a algo de veras integrado, con su propia lógica interna, tiene poco que ver con la musicología, aun cuando los musicólogos digan lo contrario. Las interpretaciones que hizo Gould de Mozart se despliegan con una convicción que sus comentarios escritos y hablados sobre Mozart jamás alcanzan, aun cuando esos comentarios sigan siendo indis­ pensables para entender m ejor las grabaciones. Así pues, Gould era en efecto un intelectual, pero hizo su obra intelectual más importante sentado ante el piano, no ante el escri­ torio. Lo conm ovedor es que esto sea algo que él jamás aceptó; a pesar de un éxito más bien desigual con la pluma, nunca dejó de anhelar esa particular respetabilidad intelectual que se adquiere por medio de la escritura, por más que él no la necesitara. “Dijo ver­ daderas ridiculeces que a mí me ponían de los nervios -recordaba Rudolf Serkin tras oír una charla de Gould por la radio-. P ero al final se puso a tocar, y fue una maravilla.”

“LO QUE CUENTA ES EL OP. 2.” Nunca iba a darse una op. 2. Luego de terminar su Cuarteto para cuerdas en 1955, Gould jamás finalizaría una composición sustan­ cial y seria. A los dieciocho años, su equipo de prensa señaló que “el señor Gould tiene la esperanza de poder dividir su tiempo siem­ pre de forma equitativa entre la composición y el piano”. Más ade­ lante, cuando ya hablaba de renunciar a la vida de concertista y a disponer “de la segunda mitad de mi vida para mí”, siempre lo dijo con la intención de dedicar una parte importante de su tiempo a la composición, en la cual veía su vocación verdadera. Sabía que ten­ dría que dar conciertos o hacer discos con el fin de ganar dinero; era consciente de que “los compositores de algo tienen que viv ir”, aunque sólo coman caliente una vez al día. “Un planteamiento ideal -d ijo en Stratford en 1956- sería poder tocar un máximo de vein­ ticinco conciertos al año, concentrándolos en dos o tres meses, y dedicar el resto de mi tiem po a componer.” En sus giras concer299

tísticas apenas disponía de tiempo y de energía para la composi­ ción, ni siquiera en los momentos de asueto. Reconoció hablando con John Roberts que pasaba demasiado tiempo libre, cuando estaba de gira, mirando por la ventana del hotel, y entre una gira y otra absorbían su tiempo las sesiones de grabación, las emisiones radio­ fónicas y otros compromisos que lo tenían atareado. Durante esos años todavía se las ingenió para componer algo, aveces aratos sueltos, en papel de los hoteles o las líneas aéreas. En febrero de 1959, en una carta enviada a David Diamond, informa de que “estoy esforzándom e en la sonata para clarinete y piano, que de form a desesperada procuro im pedir que se convierta en un quinteto. Cuando escribo para piano, tiendo a excederm e en la riqueza de la partitura, a dar por sentado que existe una espe­ cie de pedal de órgano para la mano izquierda.”19Describió la música diciendo que era “de tintes ‘straussianos’", “archirromántica”, como la del Cuarteto para cuerdas. Algunos de los esbozos que se han conservado y que datan ya del 14 de julio de 1957 parecen estar des­ tinados a esta misma pieza. Comienza de manera asombrosa, en un puro do mayor, con una catarata de veintisiete compases que com­ pendian la m elodía para el clarinete sin acompañamiento. (Es pro­ bable que a Gould le influyese la obertura del concierto para oboe de Strauss.) N i la parte del clarinete ni la del piano parecen dema­ siado características, salvo en lo que se refiere a la amplitud: el esbozo parece un ejercicio de contrapunto puro en tres partes, como una de las sonatas de Bach, y Gould apenas presta atención a las necesidades respiratorias del clarinetista. A lo largo del verano de 1957 escribió tan sólo seis páginas (menos de setenta compases) de la sonata; en diciembre tan sólo una página más. Sin embargo, es evidente que se había propuesto desarrollar sus temas en imi­ tación del contrapunto, incluida la fuga, y por m edio de la “varia­ ción en desarrollo” al estilo de Schönberg, que ya había ensayado en el Cuarteto para cuerdas. Se conservan más páginas de la sonata para clarinete, casi tres docenas, que datan de uno o dos años des­ pués,20si bien sus esfuerzos por desarrollar todo este material tien­ den a degenerar en un desparrame de verbosidad. Con la disminución de conciertos a com ienzos de los años sesenta, dedicó más tiem po a com poner y planeó algunas obras ambiciosas. Entre 1959 y 1964, más o menos, trabajó en lo que deno­ minaba “un retrato de John Donne”, un ciclo de canciones para mezzosoprano y piano basado en los Sonetos sacros de Donne. Se conservan al menos dos docenas de páginas de esbozos para la par­ titura de al menos cuatro de los diecinueve sonetos: el número 1 300

( “Si eres tú quien me ha hecho, ¿ha de corromperse tu obra?”), el número 6 ( “Ésta es mi última escena”), el fam oso número 10 ( “Muerte, no te enorgullezcas”), y el número 14 ( “Golpea mi cora­ zón, Dios de las tres personas”). Este último parece haberle inte­ resado de una manera especial. Una vez más, el idioma armónico elegido es propio del Romanticismo tardío: tonal, pero sumamente cromático, aunque en algunos momentos resulta casi puramente diatónico, y la querencia de Gould por la m elodía angulosa y expre­ sionista insinúa la influencia de las canciones de Schönberg. En el otoño de 1961 concibió otra ambiciosa obra vocal cuando leyó una serie de cartas escritas por los soldados alemanes en enero de 1943, poco después de su rendición tras el sangriento y fallido cerco de Stalingrado. (Se publicaron en el número de otoño de 1961 de la Hudson Review, y luego en form a de libro, con el título de Últimas cartas desde Stalingrado, en 1962.) Le conmovió de manera especial la séptima carta, que comienza así: “Eres la esposa de un oficial alemán, de modo que has de comprender lo que te digo sin pestañear, tan erguida como estabas en el andén de la estación el día en que marché hacia el este”.21 El oficial expresa su amor por su esposa, com enta la “situación desesperada” del ejército ale­ mán ( “miseria, hambre, frío, renuncia, dudas, desesperación, la muerte espeluznante”), reconoce “mi parte personal de culpa en todo esto” y le implora que sea fuerte, que no se amargue. La carta termina diciendo: “N o me olvides muy deprisa” . El texto, según dijo Gould, es “algo extraordinariamente conmovedor, en lo cual ins­ truye a su esposa cómo ha de comportarse cuando sobrevenga la catástrofe que acabe con su mundo. Muestra la llamativa esquizo­ frenia del carácter militar alemán, emparejando nostalgia senti­ mental con la autocracia más arrogante”. Gould pronto comenzó a esbozar Una carta desde Stalingrado, que describió como “un aria para concierto”, para soprano, de unos diez o quince minutos de duración, con piano, aunque a la sazón sería orquestada. Dijo que la estaba escribiendo para Lois Marshall, aunque ella señaló, después de muerto Gould, que nunca supo nada al respecto. Trabajó en la pieza durante varios años, de manera espe­ cialmente intensa al mismo tiempo que daba sus últimos concier­ tos, y se conservan al menos unas cincuenta páginas de esbozos. (Su caligrafía en la composición puede ser dificilísima de descifrar, tanto como lo era su caligrafía cuando escribía sus propios textos.) “Se trata de una pieza sumamente personal”, declaró al c b c Times en la primavera de 1964. La música consta de “variaciones” sobre un tema tomado en préstamo de una de las piezas que más le entu301

siasmaban, las Metamorphosen de Strauss, que de manera apro­ piada fue concluida en Alemania durante las últimas semanas de la Segunda Guerra Mundial. El tema en cuestión es el pronuncia­ miento meditabundo, armónicamente inestable, que Strauss atri­ buye a los violoncelos y a los contrabajos en los compases iniciales, aunque los esbozos de Gould también aluden a otros motivos pre­ sentes en las Metamorphosen. Los esbozos, entre ellos varios temas vocales y una introducción instrumental, además de interludios, revelan un estilo lírico, sumamente contrapuntístico, tardorromántico, amén de cierto uso estratégico de la ambigüedad tonal y la atonalidad para los propósitos más expresivos y dramáticos; con­ tiene también un momento en que comienza una fuga y ciertos indi­ cios de agitada música “b élica”. (U no de los esbozos abarca un motivo anguloso, de amplio espectro, sobre “el destino”.) Es una música apasionada, a veces expresionista en su retórica, que hace pensar en los inicios de Schönberg y Berg. La ambición de Gould no se detuvo ante la ópera. Cuando tenía doce años esbozó un libreto operístico en el que se ocupaba nada menos que de la destrucción de la raza humana en un holocausto nuclear, tras lo cual era sustituida en la tierra por “una especie de ranas, peces y reptiles moralmente ilustrados”. La llamó, en uno de sus juegos de palabras más grotescos, “un Sapo y Verklärung acuá­ ticos". Sólo iba a existir un papel humano, dijo, para un muchacho con voz de soprano, “y a que no adivinas a quién le toca”. Dijo que también había escrito parte de la música para un coro de ranas, pero no se ha conservado. A comienzos de 1956 comentó a la prensa que estaba planeando una ópera para la cadena televisiva de la c b c basada en ¿ a metamorfosis de Kafka, con un libreto “que acaba de concluir un amigo de Montreal”. Iba a tener una duración de hora y media, con un elenco de siete personajes y una orquesta de cámara; abundaban las “técnicas modernas”. Afirm ó que estaba trabajando en ello, pero no se conserva ninguna música que se pueda identi­ ficar con el proyecto. A comienzos de los años sesenta, cuando más intensamente defendió a Strauss, se le ocurrió la idea de una ópera basada en la figura del compositor. Nos han llegado unas cuarenta páginas de trabajo sobre el libreto y la música, y en ellas se pone de manifiesto que trabajó en el proyecto al menos en dos fases distintas. Los pri­ meros borradores del libreto -cuyos méritos literarios son más bien escasos- datan más o menos de 1960-1962, y hacen pensar en una obra en un solo acto, situada hoy en día, que gira en tom o a un com­ positor de unos sesenta años, al cual se llama, com o a Strauss, 302

B o ira d o r de com ienzos de los años sesenta p a ra el a tranque de la can­ tata pa ra soprano de Gould, inacabada, Cartas desde Stalingrado. Los com ­ pases in ic ia le s son p a ra la in tro d u c c ió n in s tru m e n ta l; la línea vocal com ien za al f in a l del p r im e r pen ta gra m a y co n tin ú a en el 9 ( “E res la esposa de u n o fic ia l alem án"). L a progresión de los acordes anotada de m anera m usical abreviada, en los pentagramas 4-7, corresponde a lo s p rim eros compases de las Metamorphosen, de Strauss, a qu í transpuestas a f a menor, la clave dom inante del Cuarteto para cuerdas de Gould, y segu­ ram ente tam bién de la cantata. (Legado de Glenn Gould.)

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“Doctor". En la escena inicial, dos músicos de inclinación moder­ nista desafían la última de sus óperas, el héroe de la cual ha aban­ donado “el mundo de la acción” y se ha “retirado al mundo de los sueños”. Los dos rechazan la obra, que les parece hinchada, pom­ posa, edulcorada, orquestada en exceso, llena de recursos arcanos, como la obertura, la fuga y la sonata, es decir, por tratarse de una reliquia del Romanticismo que “no concuerda con el espíritu de la época”. La escena termina con la apasionada defensa que hace el compositor del individualismo artístico: “N o es posible cerrar prie­ tas las filas sin asfixiarse”. Se conservan también otros borrado­ res de otra escena inicial distinta, en la cual las hijas del compositor, preocupadas por mejorar su situación, le apremian a congraciarse con las personas más influyentes: “Piénsalo, padre... ¡Tu ópera, diri­ gida por Karajan! ¡Tu sonata, interpretada por Cliburn! ¡Tu sinfo­ nía, en manos de Bernstein!”. Pero el compositor las regaña e insiste en que la satisfacción de la obra en sí cuenta mucho más que toda la aclamación del público. Más adelante, Gould pensó en una ópera en dos actos, centrada en un compositor sereno y alejado del mundo, “con una intensa vida interior”, e incluso hizo otro borrador más (posiblemente posterior), que trata explícitamente sobre Strauss y transcurre en su casa de los Alpes bávaros en 1940, año en que comenzó su última ópera, Capriccio. Sólo se conservan unas líneas y el título: El doctor Strauss escribe una ópera. Muy al final de su etapa de concertista Gould retom ó este pro­ yecto, al principio situándolo hoy en día, con personajes de rango nobiliario y un coro de músicos de orquesta. En su último asalto al proyecto, hacia 1964, optó por una estructura en un solo acto bastante largo, situado en el siglo xvm, con personajes entre los que se hallan un conde, una condesa y otros nobles, y una trama ale­ górica con un libreto de tintes poéticos, y una partitura en la que abundan los pastiches dieciochescos (recitativos, arias, coros, fugas), todo lo cual está tom ado directam ente de Capriccio. El conde y la condesa son mecenas de muchos artistas, uno de los cua­ les es un anciano compositor, condenado al ostracismo por escri­ bir música que no está de moda: “Viejo, ya chocheas / Viejo, ya te mueres /Viejo, tu mundo desaparecerá / Dices que tu arte es refi­ nado /Pero más te vale estar resignado /En esta nuestra corte viviste más de la cuenta”. Gould por fin esbozó parte de la música, al menos unas quince páginas, la mayoría de ellas para una fuga vocal argu­ mentativa que recuerda el octeto de las risas y las trifulcas en Capriccio. Era una idea fascinante abordar una obra com o Capriccio, una ópera autorreferencial, y añadirle una nueva capa 304

de significado; una ópera que trata sobre una ópera que trata sobre una ópera. Gould dijo que era “una ópera cuasiautobiográfica”, y que su objetivo era la exploración, de manera creativa y nueva, de ideas que se centraban en tom o al progreso y la moda en la música, acerca de la integridad del arte frente al éxito mundano. Eran ideas que para él giraban siempre en torno a Strauss. Lo cierto es que ni éste ni otros de sus proyectos compositivos fueron más allá de meros esbozos,22 y los que se conservan ponen de relieve una enorme disparidad entre los planes y la realidad. En algunos momentos de honestidad reconoció que “me he espe­ cializado en obras inacabadas”, y que sus composiciones eran más palabras que hechos, a pesar de lo cual nunca dejó de alardear en público a propósito de las obras maestras que tenía a punto de terminar: música vocal, música de cámara, obras para piano y orquesta. A finales de 1962 dijo a un periodista que “ahora mismo estoy trabajando en una sinfonía, y creo que me gusta bastante”.23 Decía a menudo que tales obras estaban en fase de conclusión, o prácticamente terminadas, cuando sus esbozos ponen de manifiesto que se trata de una fase puramente preliminar. En semejantes oca­ siones, su afán de ser considerado com o un compositor es más que evidente. Ya a los dieciséis años dijo a un periódico local que “quisiera hacer algo de composición, pero en estos momentos no tengo tiempo para ello”, y cuando terminó sus estudios en el instituto la ajetrea­ da vida del concertista le proporcionó la excusa perfecta. Su ambi­ ción com positiva fue en aumento a m edida que se intensificaba su desencanto ante la vida de concertista, pero en el momento en que de hecho dejó de dar conciertos su tarea compositiva cesó por completo.24 Después de la primavera de 1964, frente a frente con la perspectiva de una vida dedicada en gran parte a la com posi­ ción, se echó atrás. Como com positor era un hombre inseguro, hipersensible a las críticas, consciente de que su estilo composi­ tivo predilecto -Strauss pasado por Schönberg- estaba cada vez más pasado de moda. Pero el problema principal era más senci­ llo: com o compositor, abarcaba mucho más de lo que era capaz de apretar. Tenía el temperamento necesario para ser compositor, y tenía talento. El Cuarteto para cuerdas revela un gran dominio en la manipulación de los motivos y en la armonía tardorromántica, mien­ tras que ¿Así que quiere usted escribir una fuga?, a pesar de su chocarrera premisa, revela un dominio completo del contrapunto formal. Sin embargo, carecía de la educación necesaria para ser 305

compositor, y era demasiado orgulloso para pedir consejo a nadie, en especial después de obtener la fama internacional y de haber visto publicadas varias piezas propias. Algunas de sus ideas com­ positivas son sin duda prometedoras, aunque tienden a escapársele allí donde la educación y el conocimiento del propio medio son más necesarios. A menudo se enredaba en ideas colaterales, y la música misma se le escapaba de los dedos. Terminaba perdido en una maraña sobre la que no podía conservar ningún control. Muchos esbozos ponen de m anifiesto esa turgidez, esa densidad contrapuntística, ese ritmo bullicioso, pero prosaico, que son las lacras de su Cuarteto para cuerdas. El punto en el que realmente trope­ zaba, como le dijo a un entrevistador en 1959, es que “carecía abso­ lutamente de un idioma propio”, precisamente el defecto fatal que él veía en el eclecticism o de Stravinsky. “Como compositor, sólo fabrico injertos -reconoció en 1967-, lo cual supongo que es una manera simpática de describir una actitud ante la composición que unos llamarían ecléctica y otros, con no tan buena disposición, pura­ mente derivativa.” Como compositor nunca encontró una voz dis­ tintiva, que es precisam ente lo que poseía, de una manera tan espectacular, en calidad de pianista. Por desgracia, la única música que de hecho terminó de escri­ bir en la segunda mitad de su vida son piezas de ocasión, más bien humorísticas, com o ¿Así que quiere usted escribir una fuga?, que se basan en sus dotes para el pastiche. En la primavera de 1964, por ejemplo, compuso un pequeño madrigal para cuatro voces y piano, para conmemorar las bodas de plata de Goddard Lieberson en Columbia Records, y grabó una hilarante interpretación de la pieza en vez de acudir a la cena de gala en Nueva York. Escribió la letra él mismo y la colm ó de bromas alusivas al com prom iso de Columbia con la música esotérica ( “No somos nada comerciales, nuestras ventas van de cráneo”) y de referencias a los artistas de Columbia, como Szell y Serkin, Stravinsky y Craft. Los cuatro m ovi­ mientos -corales que enmarcan un recitativo y una fu ga- incluyen alguna parodia ingeniosa del madrigal isabelino, y una fuga barroquizante que comienza así: “Lennie Bernstein quiere hacer Boulez, Nono, Stockhausen, Nono, Lennie, no, no puedes, ¿por qué has de ser tan condenadamente avanzado?”, y una breve erupción de atonalidad en la letra: “Pues ya no hay arte, y la empresa está en ban­ carrota”. Su fracaso en calidad de compositor serio tuvo que dolerle: fue el fracaso más significativo de toda su carrera, pues entrañó el aban­ dono de su ambición más querida. Se ha dicho que los esfuerzos 306

compositivos de Gould son reflejo de un anhelo de inmortalidad, y en efecto le frustró su condición de intérprete de conciertos, pues “así no crea uno nada duradero”. Su auténtica aspiración era la de ser un artista realmente creativo, y de hecho lo logró a su manera. Cuando renunció a sus intentos de ser un com positor en el sen­ tido convencional no perdió ni mucho menos su creatividad, sino que más bien la canalizó hacia otras empresas. Cuanto menos ori­ ginal era su música, más ejercitaba su creatividad en sus interpre­ taciones de la música ajena. De manera permanente, y preservando una serie de interpretaciones profundamente personales mediante la grabación, se palpa al fin parte de la creatividad y de la inmor­ talidad que Gould anhelaba desde que era niño. N o en su totalidad, es cierto. El declive de sus esfuerzos com ­ positivos también coincidió precisamente con el comienzo de una nueva trayectoria en la que plasm aría su am bición creativa de una manera pasmosamente original, y además en un m edio tan venerable como es la radio.

“SOY UN DEVOTO DE LA RADIO. LA RADIO PARA MÍ ES COMO ESTAR EN CASA.” La radio, dijo Gould en 1968, “es mi medio preferido”. Era una persona eminentemente aural. Nunca llegó atener demasiado des­ arrollados los sentidos de la vista, del gusto y del olfato, pero lo que asumiera por medio del oído, ya fuera la música, el habla o el ruido, le afectaba de una manera profunda, y lo que transmitía por medio del oído ajeno, ya fuera como pianista, en una conversación tele­ fónica o siendo una voz desencamada en la radio, impresionaba de una manera profunda. Le subyugaban tanto la naturaleza de la radio como su contenido. Siempre he tenido la impresión -d ijo - de que cuando aquellos pri­ meros oyentes se quedaban pegados a los viejos equipos de galena, lo que en realidad reconocían era el fenómeno de que consta otra voz humana. No eran las noticias, los reportajes, la vital información meteorológica, sino el fenómeno mismo de esa voz humana, el sim­ ple misterio, el desafío de otra voz humana que estaba a cinco man­ zanas de distancia y que se hacía oír. No importaba que lo dicho fuera exacto o inexacto, que fuera insensato o serio; eso era lo de menos. Lo crucial es que hubiera una voz, que hubiera un medio de comuna car algo, daba igual qué, entre una persona y otra, pero sin estar en la misma habitación, en la misma zona acústica.

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La radio era el medio perfecto para un solitario introvertido que aspiraba al distanciamiento físico y a la comunicación íntima con su público. Ya de niño consideraba el drama radiofónico como algo “de alguna manera más puro, más abstracto” que el teatro en vivo, ante lo cual su “temperamento puritano” ponía ciertas objeciones. Gerald Nachman, en Raised on Radio [“Criados con la radio”], escri­ bió que la radio es “una experiencia totalmente interior, más cer­ cana a la lectura que ninguna otra, una actividad apacible, contemplativa”, y Northrop Frye la denominó “el m edio del ciego”. Escuchar la radio es oír sin ser visto algo estrictamente privado, y ése es precisam ente el efecto al que aspira en apariencia Gould mediante sus grabaciones. La intimidad de la radio le da un gran poder sobre su oyente. McLuhan señaló “el poder de la radio para implicar a sus oyentes en profundidad (para bien o para m al)”. “Vivo dentro de la radio cuando la escucho”, dijo. La naturaleza de la radio era más evidente cuando el medio era novedoso, cuando aún era algo misterioso, maravilloso; lo que Gould en su día quiso hallar fue un estilo radiofónico que recobrase el sentido original de las emi­ siones radiofónicas. “Gould y sus contemporáneos fueron la primera y última gene­ ración criada con la radio -escribió Robert Fulford- Me refiero a quienes nacieron poco antes o poco después de 1930 [...] Fuimos los primeros en crecer con la presencia de la radio entre nosotros, y los últimos que maduramos sin la televisión. ” A l igual que muchos canadienses, Gould creía en la radio pública, le dio su apoyo, y la radio pública le devolvió el favor con creces. La c b c le prestó un generoso apoyo a lo largo de los años cincuenta, sesenta y los pri­ meros setenta, aun cuando la atención de la cadena estaba cada vez más centrada en la televisión. Gould fue un genuino admirador y adicto de la c b c , que no perdió de vista la política interna de la casa y el desarrollo de la industria radiofónica en general. Margaret Pacsu una vez convocó un concurso en su programa de radio, en el que invitaba a los oyentes a llamar si eran capaces de identifi­ car la música que emitía, una oscura canción de la primera época de Schönberg. Sólo llamó una persona de todo Canadá, que obvia­ mente fue Gould, si bien rehusó amablemente el premio: consistía en uno de sus propios discos. Cuando Gould dejó de dar conciertos, no pocas personas de talante creativo y progresista aún conservaban puestos de autori­ dad en la c b c , donde los presupuestos para la programación cul­ tural aún eran relativamente generosos, y la demanda de contenidos canadienses seguía siendo elevada. Se le dio carta blanca para hacer 308

cualquier programa que le pudiera interesar, dentro de los límites de la propia cadena. A finales de los años sesenta se le contrató para dar cuatro recitales y para hacer dos documentales anuales para la cadena radiofónica, aunque le iba a resultar difícil cumplir sus compromisos. Sus recitales de esta época tendían a ser p ro­ gramas integrados, temáticos, con obras relacionadas entre sí de un m odo u otro (por nacionalidad, compositor, género, clave), y comprendían sus propios comentarios, que a menudo desglosaba en form a de una conversación pactada con un locutor de la c b c . Procuraba que estas conversaciones sonasen espontáneas, pero cuando un locutor se refería por ejem plo a un concierto de Beethoven en sol m ayor y lo tildaba de “pieza de m otivación un tanto arisca”, era evidente quién era el que estaba hablando.25Gould a menudo interpretó obras de gran calado para la radio, y en nin­ guna otra versión: así, la sonata Hammerklavier de Beethoven y la sinfonía Pastoral, por ejemplo, y la sonata núm. 2 del composi­ tor noruego Fartein Valen, que consideraba una obra maestra. Exploró un repertorio que jamás hubiera grabado.26 En 1970 sor­ prendió a todo el mundo con la programación de la Sonata en si menor de Chopin, pues había decidido que era una pieza m ejor de lo que pensaba cuando p o r fin se dignó estudiar la partitura. Animado, a su decir, por “la mezcolanza estética de los sesenta”, típica de un ambiente artístico muy permisivo,27 propuso una lec­ tura rítmicamente sencilla, “sinfónica”, resueltamente “teutónica”, resistiéndose a “la tentación de sucumbir a las atractivas roulades que abundan en esta clase de música”, e imponiendo en cambio una rectitud de corte mendelssohniano. Dijo que había sido “un gran experim ento”, y es evidente que la interpretación no hace justicia a Chopin, como él mismo reconoció. Cuando Columbia le pidió que grabara la sonata, se negó en redondo. Después de 1964, Gould fue más allá del recital radiofónico al estilo convencional. La serie titulada El arte de Glenn Gould, que se emitió durante veinticuatro semanas entre 1966 y 1967, fue otra de sus tomas de posición posteriores a la época de los conciertos: un repaso exhaustivo de sus grabaciones y predilecciones musi­ cales. El interés del público por la serie llegó a ser tan grande que se organizó un segundo pase de toda la serie en 1969, y esta vez los comentarios de Gould fueron mucho más extensos, entrando en cuestiones que iban desde las fugas y las suites de Bach al sintetizador Moog, o desde M ozart y Schnabel hasta “la psicología del virtuoso” , y entrevistó además a una amplia nómina de invita­ dos: István Anhalt, Walter Carlos, John Diefenbaker, Jean Le Moyne, 309

Norman McLaren. Hizo muchos más programas en los que no inter­ pretó nada: así, Anti Alea (1968), en el que entretejió comenta­ rios, música y entrevistas en un documental sobre la música contemporánea “al azar”, que le inquietaba; un documental y entre­ vista para la serie The Scene (1972), en los que emplea el deporte como metáfora de la competitividad en todas las facetas de la vida. Soñó incluso, ya desde su infancia, con leer las noticias en antena algún día, y a punto estuvo de hacerlo una noche. Se encontraba en la sede de la c b c sin nada m ejor que hacer cuando se declaró la ausencia de un locutor. Gould estaba de hecho sentado ante el micró­ fono, listo para comenzar con el noticiario, cuando el locutor llegó en el último instante. Gould no se iba a enriquecer en la c b c . En 1962 ganó mil qui­ nientos dólares por producir su documental sobre Schönberg, de dos horas de duración, y a finales de los años sesenta ganó un total de diez mil dólares por cuatro recitales de una hora de dura­ ción. En 1974 ganó dos mil dólares por producir una serie de diez semanas sobre Schönberg; calculándolo al cambio de hoy, ganó casi el triple con un solo concierto en 1964 que produciendo diez horas de programas radiofónicos diez años después. A l menos en una oca­ sión, sus honorarios en la c b c , en 1961, fueron tan exiguos que le parecieron irrisorios -¿tal vez el pago que anotó en su declaración de hacienda por un total de 11,35 dólares?-, y redactó una nota de agradecimiento en son de burla dirigida a John Roberts: “No podría expresarle, señor, cuánto ha supuesto para mí este encargo y el colosal pago que lleva aparejado, por no hablar de lo que ha repre­ sentado para mi buena esposa, mis hijos mal vestidos, mi p erro... ”. Con un solo concierto de regreso al final de su vida podría haber ganado más que en treinta años de trabajo para la c b c . Lo cierto es que nunca le importó el dinero: amaba la radio, y la c b c en especial, de m odo que voluntariamente se prestó a sufrir un notorio recorte salarial con el fin de trabajar en lo que deseaba. También amaba la televisión, y también en este medio sus tra­ bajos fueron cada vez más ambiciosos después de 1964. A l igual que en la radio, se basó bastante en su repertorio grabado, sobre todo en lo tocante a la música de cámara, y ofreció nuevas y pro­ vocadoras interpretaciones de obras que ya había grabado con ante­ rioridad: la sonata K. 333 de Mozart, las variaciones op. 34 de Beethoven, la Sonata de Berg. El primer programa televisivo en que apareció, ya en su época posterior a la vida de concertista, se emi­ tió en mayo de 1966. Dúo fue un especial de una hora de duración en el que Gould charlaba y tocaba con el violinista Yehudi Menuhin, 310

por el cual tenía una gran admiración como músico y como persona (en una entrevista de 1966 com paró a Menuhin con A lb ert Schweitzer). En Dúo ejecutaron la Sonata en do menor de Bach y la Fantasía de Schönberg, además de dar cuenta maravillosamente de la sonata op. 96 de Beethoven. Entre una y otra obra comenta­ ron la Fantasía (Menuhin, que no era un amante de la música dodecafónica, tuvo que aprenderla especialmente para la ocasión), y la interpretación de la op. 96 la comentaron de manera improvisada, conviene destacar que con más mérito, ya que Menuhin puso pegas al leer el diálogo que Gould había preparado para la ocasión.28 La primera emisión televisiva en color de Gould tuvo lugar en 1967, cuando interpretó el Concierto en sol menor de Bach y la Burlesque de Strauss con la Sinfónica de Toronto, otro proyecto para el cen­ tenario. A finales de los años sesenta Gould consideraba la televisión como otro medio más para difundir sus “tomas de posición”. La pri­ mera fue Conversations with Glenn Gould, una serie de cuatro pro­ gramas, coproducida por la c b c y la b b c , que Gould hizo con Humphrey Burton en 1966. Los programas no se hicieron sobre un guión previo, aunque los temas de conversación se seleccionaron por adelantado, tras muchas horas de discusión entre ambos. Gould tenía preparadas sus ocurrencias, sus salidas de tono y sus ejem ­ plos musicales. (Com o dijo Burton, “la espontaneidad estaba bien ensayada, paradoja que a Glenn le agradó”.) Las conversaciones dan una sensación de tener lugar entre bambalinas, y de hecho se rodaron en un estudio sin decorado, con la pared del fondo y dis­ tintos equipos a la vista. Gould quería poner de relieve los entresi­ jos del medio, en vez de imitar un escenario en un proscenio o una charla junto a la chimenea. Los programas se centran sucesiva­ mente en Bach, Beethoven, Schönberg y Strauss, aunque los dos primeros fueron de mayor espectro, y tratan de las opiniones de Gould sobre la grabación y su enfoque creativo de la interpretación. La serie fascinó e indignó a los espectadores cuando se emitió en septiembre de 1966; el prim er programa en concreto dio lugar a una animada tormenta en Inglaterra. El Times publicó un editorial titulado “¿Por qué ir a los conciertos?”, y en New Statesman, en una reseña que desborda adm iración, señaló las “teorías c o lo ­ nialmente arriesgadas” de Gould. El perfil de media hora titulado Variations on Glenn Gould (1969), en la serie de la c b c titulada Telescope, ofreció la contrapartida televisiva de Renegado de los conciertos: un retrato del artista cuidadosamente preparado. En una serie de entrevistas que alternan con material de documen­ 311

tal, Gould aparece en el estudio de grabación preparando innova­ dores programas radiofónicos, o paseando por el bosque cerca de Wawa, en Ontario, y en todo momento sienta las premisas de la que ha de ser su nueva vida: el desdén por los conciertos y el amor por la grabación, la importancia de la imaginación y los pode­ res salutíferos de la soledad. La devoción de Gould por la c b c nunca fue tan evidente com o en 1970. En otoño de ese año, el pianista italiano Arturo Benedetti Michelangeli, no menos solitario, huidizo y excéntrico que el pro­ pio Gould, se encontraba en Toronto para realizar un programa de televisión para la c b c con motivo del bicentenario de Beethoven, p ero a ultim ísim a hora renunció a hacer la interpretación p ro­ gramada del concierto Emperador con la Sinfónica de Toronto. Casualmente, Gould llamó por teléfono al productor del programa exactam ente en el momento en que el conflicto con Michelangeli se hallaba en punto muerto y sin posibilidad de solución, y cuando tuvo conocim iento del problema, con gran sorpresa por parte de todos los implicados, se ofreció a cubrir la baja. La víspera de la fech a program ada para la grabación, a Gould se le dio el visto bueno. Apareció a la hora prevista en la c b c a la mañana siguiente, tocó el concierto sin com eter casi un solo error, de memoria, y recibió una prolongada ovación en el estudio. Después grabó las variaciones op. 34 de Beethoven y una de las bagatelles de la op. 126 para com pletar un programa de una hora, que se emitió el 2 de diciembre. El programa tuvo una amplia difusión y recibió con­ siderables elogios, aunque la interpretación del Emperador, si bien es testim onio de las dotes mentales y técnicas de Gould, está bastante sobrevalorada. A l trabajar con un aviso previo de muy pocas horas, tan sólo pudo ofrecer una copia al carbón de la inter­ pretación que había grabado con Stokow ski cuatro años antes, esta vez mucho más acoplada a los tempos convencionales y v e lo ­ ces de Karel Ancerl, y esa conjunción no está del todo conseguida. Una interpretación repentizada es algo contrario a todo lo que Gould creía firm em ente en 1970; si lo hizo, fue sólo a m odo de favor a la c b c . También apareció en la televisión estadounidense en los años sesenta y setenta; por ejem plo, en una serie de la n b c titulada Comment en 1971. Solicitaron su presencia presentadores de pro­ gramas de éxito (Johnny Carson y Dick Cavett), aunque siempre rechazó toda invitación para una entrevista no pactada de ante­ mano. ( “Me gustaría hacer una entrevista, desde luego, pero con tal de ser yo el entrevistador.”) En abril de 1968 apareció en p b l, un 312

magazine que se emitía los sábados por la noche, producido por la National Educational Televisión ( n e t ) , cadena pública estadouni­ dense, dentro de un programa breve que llevaba el provocador título de Cómo se convirtió Mozart en un mal compositor. Atacó la “faci­ lidad para la improvisación” que, según dijo, llevó a Mozart a tener una confianza excesiva en las fórmulas convencionales, lo cual salta a la vista en sus composiciones, y en especial en las obras “ero ­ sionadas y hastiadas” de sus últimos años. En el Concierto en do menor para piano, K. 491, una obra cuya estructura ingeniosa, originalísima, y cuyos poder expresivo y retórica protorromántica son motivo de admiración universal, Gould percibía solamente “una abrumadora colección de clichés”, sin mayor potencia que “los infor­ mes internos de una empresa”. El programa indignó a los especta­ dores de Estados Unidos y de Canadá, incluidos no pocos que habían sido sus admiradores y críticos afines. Gould pretendía forjar una nueva clase de televisión que hiciera caso om iso de los criterios prevalecientes en las salas de con ­ ciertos. Su primer gran experimento fue “un ensayo televisivo muy en la órbita de McLuhan”, titulado El oyente bien temperado (1970), una coproducción de la c b c y de n e t en la que se incluye­ ron segmentos de una conversación con Curtis W. Davis, direc­ tor de la n e t para program as culturales, además de ejem plos musicales, y que concluía con la interpretación de cuatro prelu­ dios y fugas de El clave bien temperado (dos al piano, dos al cla­ vecín). Gould definió el programa com o “un montaje de visiones y sonidos que espero pueda transmitir una im presión global de la música de Bach”; el editor del mismo, John McGreevy, recordó que fue “tremendamente difícil de ensamblar en conjunto”, p o r­ que en todo momento Gould insistió en toda clase de minucias tecnológicas. En una secuencia, Gould quiso emplear la pantalla partida para aportar una interpretación a tres manos, remezclada, de una fuga de Bach en tres partes; en otra, introdujo entre dos interpretaciones de la misma fuga, al piano, tomas al clave y al órgano para poner de m anifiesto el idealism o de Bach; en otra, introdujo entre interpretaciones de fugas distintas tomas con ins­ trumentos distintos, con objeto de m anifestar la curiosa evolu ­ ción de la fuga, que parece música “de ascensor”. El oyente bien temperado com prende tam bién Spheres, una pelícu la de siete minutos y medio hecha por los expertos en animación de la n f b , Norman McLaren y René Jodoin, que iluminan los procedim ien­ tos contrapuntísticos mediante un acompañamiento visual, abs­ tracto, de las grabaciones que Gould hizo de Bach. 313

A l final, Gould nunca llegó a cuajar una innovación realmente satisfactoria cuando se trataba de presentar la música en televi­ sión. “Creo que la m ayoría de nosotros tenemos muchísimo que experim entar antes de poder afirmar una cosa así.” Sabía que un programa de esas características tendría que ser mucho más que un con cierto escen ificad o y film ado, y sabía asim ism o que “ el audio y el víd eo deben estar el uno al servicio del otro, en vez de empaquetarlos com o si fueran un to d o ”. E imaginó una época en la que la muy lamentable “disponibilidad” de la televisión dejaría paso al víd eo doméstico, permiténdole entonces crear programas musicales que tuvieran el estatus de las obras duraderas. Pero lo cierto es que nunca llegó a ser en televisión un teórico ni un artista com o lo fue en la radio (y en la grabación). De entrada, no gozó de la misma medida de control creativo y de independencia en la televisión: la tecnología resultaba demasiado compleja, inflexible y cara, y el equipo humano era demasiado numeroso. La c b c no disponía del tiem po ni del presupuesto necesarios para que Gould de veras experimentase, para que jugase con la televisión. Pero él nunca perdió la fe en la televisión como una form a artística o un m edio que podría introducir la música y las ideas ante un público muy amplio.

“EL NORTE ME HA FASCINADO DESDE M I NIÑEZ.” Gould consideraba la radio, com o la grabación, una form a artís­ tica dotada de un potencial vastísimo, y todavía por explorar, para la expresión creativa original, y no pasó mucho tiem po desde que se retiró de la vida pública hasta que comenzó a explorarlo. Tenía un fo ro perfecto al alcance de la mano: Ideas, un programa noc­ turno de la c b c que versaba sobre el pensamiento contemporáneo y que se había creado en 1965. Su primera colaboración, en noviem­ bre de 1966, fue La psicología de la improvisación, una amalgama de charlas y música, de media hora de duración, en la que volvió a indagar en la noción de azar en la música, desde el continuo del barroco y la cadenza clásica hasta la música aleatoria y los mffs del jazz. Más significativo fue La búsqueda de “Pet" Clark, emitido el 11 de diciembre de 1967,29 en el cual em pleó a Petula Clark, can­ tante británica de pop a la que había descubierto por la radio en sus largos viajes en coche por el norte de Ontario, “com o trampolín para lanzar observaciones que me sentí obligado a hacer en torno a las tendencias de la música pop en los años sesenta”. Fue su pri­ 314

mera experiencia material en un tipo de radio “artística” que impli­ caba un uso muy preciso y muy sutil del montaje para amalgamar texto y música. La propia Clark oyó el programa, y se sintió sor­ prendida y adulada por el interés de Gould, aunque le ofendió la observación de que su voz fuese “ferozm ente leal a su única y gran octava”, y ante el comentario de que “tiene que ser de mi misma edad”, cuando era de hecho dos meses más joven. En el programa que realmente lanzó su carrera de artista radio­ fónico, Gould abordó un asunto que le era muy querido: el mítico norte canadiense. “Cuando yo era pequeño, me quedaba em bele­ sado examinando todos los mapas de la región de que pudiera pro­ veerm e -escribió-. La idea misma del país m e intrigaba, pero mi noción de su aspecto quedaba bastante restringida por los cua­ dros romanticoides, con tintes art nouveau, del Grupo de los Siete, que en mis tiempos adornaban prácticam ente todas las aulas de todas las escuelas, y que probablemente sirvieron como introduc­ ción pictórica al norte para muchos de los integrantes de mi gene­ ración. Poco más adelante comencé a examinar fotografías aéreas y a leer estudios de geología, y em pecé a darme cuenta de que el norte poseía ciertas cualidades más elusivas de lo que incluso un mago de la pintura como A. Y. Jackson era capaz de captar y expre­ sar por medio del óleo.” No tenía una experiencia de primera mano del Ártico; su “norte” era la costa rocosa del lago Superior, un pai­ saje que “es absolutamente obsesivo por su vacuidad y su desola­ ción, por su belleza magnífica y despojada”. Le servía de nutriente el aislamiento de ese paisaje; su pensamiento, según dijo, era más claro, más incisivo en el norte. Le inspiraba de manera muy parti­ cular la calidad de la luz del norte; la luz del sur le deprimía. Para él, el norte era mucho más que un sitio: era una manera de vivir, una form a de pensar, y relacionaba estrechamente sus valores per­ sonales y estéticos con el temperamento nórdico. Existe una fo to ­ grafía de Gould sentado en la playa, en las Bahamas, con gorra, gafas de sol, abrigo, pantalón largo, zapatos recios, estudiando una partitura de Bach, que seguramente lo dice todo. En cualquier país existe una relación muy íntima entre geogra­ fía y psicología, entre geografía y cultura. Un 40% de Canadá queda al norte del paralelo 60, y aunque son relativamente pocos los cana­ dienses que alguna vez han tenido experiencia directa del norte, el norte ejerce una profunda influencia en la sensibilidad cana­ diense. Se encarna continuamente en el arte y las letras canadien­ ses, incluida la música, y no sólo en la música programática que pueda inspirar el paisaje canadiense o en las obras que se inspiran 315

en la música folclórica de los indígenas. A. Y. Jackson creía que existía un arte nacional creado por artistas “con los pies en la tie­ rra”, y Gould, aunque rara vez pusiera los pies en nada que no estu­ viera enmoquetado, es uno de esos artistas. Algunos oyentes han detectado algo genuinamente “norteño” en su manera de tocar. David Dubai escribió que “el Bach de Gould es espartano, abstracto, y sin embargo misterioso. Nunca es bonito, jamás resulta sensual. Es un Bach nórdico, que traspasa al oyente como lo traspasa el frío". Y George Steiner supo detectar en el Bach de Gould “una lumino­ sidad nítida y seca, y tan extrañamente embriagadora com o una mañana de invierno en Canadá”. En la manera de tocar de Gould -articulada con toda claridad, contrapuntísticamente transparente, grabada con m icrófonos muy próxim os- se da una insólita sensa­ ción del espacio, de la dimensión, del claroscuro. Siempre se tiene conciencia del silencio preñado que se halla entre las notas y tras ellas, que aparecen en alta definición, como si estuvieran sobreimpuestas a un vasto telón de espacio vacío, como las arboledas ais­ ladas que puntean el paisaje del norte. L o que Northrop Frye denominó “la melancolía de un país apenas poblado, bajo el deso­ lado cielo del norte”, es lo que se oye y casi se palpa en la manera de tocar de Gould, de manera evidente en sus despojadas graba­ ciones de Bach, las del final de su vida. Dejada atrás la vida del concertista, el norte pasó a ser una fuerza cada vez más potente en su pensamiento. Ansiaba verlo en persona. Así las cosas, en junio de 1965 recorrió en tren los mil seiscientos kilómetros que van de Winnipeg a Churchill, estado de Manitoba, en la orilla suroeste de la bahía de Hudson. Churchill no era en realidad el norte; se halla por encima de la línea hasta la que alcanza la vegetación arbórea, pero todavía se encuentra a cientos de kiló­ metros al sur del Círculo Polar Ártico. Pero sí era el punto más al norte al cual se podía llegar en ferrocarril. El viaje le sirvió de ins­ piración. A bordo del tren, denominado cariñosamente el “Muskeg Express”, se encontró con unos cuantos narradores orales, entre ellos Wally Maclean, topógrafo y agrimensor ya jubilado que había trabajado para los ferrocarriles nacionales del Canadá en Dauphin, Manitoba. Maclean era un conversador bien pertrechado de lectu­ ras, abigarrado, imparable, y a veces un filósofo de andar por casa, al que gustaba citar a Shakespeare y a Thoreau, a William James y a Kafka. Gould quedó cautivado por él. Se vieron en el vagón res­ taurante y se enzarzaron en una conversación de ocho horas sobre asuntos entre los cuales estuvo el sentido m etafórico y literario de la topografía. 316

Gould regresó exultante, con la esperanza de realizar posterio­ res viajes al norte. Había planeado pasar un mes en Alaska y en el Yukon a finales de la primavera de 1966, e incluso expresó un deseo más ambicioso, “pasar un invierno a oscuras” en el Ártico. Nunca llegó a hacer otro viaje al norte (¿acaso le pudo el miedo?), pero la visita a Churchill fue suficiente. De vuelta a su casa, comenzó a leer libros y a compilar datos sobre el norte, y a considerar las impli­ caciones artísticas de la experiencia. Ya en agosto de 1965 informó que la c b c le acababa de plantear que escribiera un “falso docu­ mental para la radio, una especie de Bajo el bosque lácteo en el paisaje del Á rtico”, y un año después ya planeaba su debut com o dramaturgo, con The Festival at Tuk, que “trata sobre la insólita fundación de una especie de Bayreuth en el Á rtico”, precisamente en Tuktoyaktuk, estado de los Territorios del Noroeste, en el que algunas figuras destacadas de las artes canadienses se interpreta­ rían cada cual a sí misma. (Seguía hablando de la producción de esta obra, ya en la escena, ya en la radio, incluso en 1970, pero nunca se llegó a concluir.) A comienzos de 1967, Janet Somerville, productora de Ideas, le proporcionó el medio idóneo para concentrar sus pensamientos en tom o al norte: le hizo el encargo de preparar un documental sobre el Ártico que sería un proyecto especial del centenario. Gould pasó casi todo el año pensando en el programa y precisando qué perso­ nas podrían prestarse m ejor a una entrevista. N o era su deseo rea­ lizar un documental convencional, en el que mezclase realidades y opiniones, sino hacer una pieza más impresionista, “anímica”, en la que pudiera coaligar las distintas visiones de las personas cuyas vidas quedaron realmente afectadas por una experiencia del norte vivida de primera mano. Tras sopesar un elenco muy extenso, se centró en cinco personas. Queríamos tener a un entusiasta, a un cínico, a un encargado de presupuestos que trabajase con el gobierno, así como a alguien que pudiera representar las ilimitadas expectativas y la ilimitada capa­ cidad de la desilusión que de manera inevitable afecta al espíritu que emprende la búsqueda y que viaja al norte en busca de su propio futuro -escribió más adelante-. Pensamos, de todos modos, que tam­ bién nos hacía falta alguien cuya experiencia del norte abarcase con eficacia todas estas posturas, alguien que fuera al tiempo un idea­ lista pragmático y un entusiasta desilusionado.

Era evidente qué voz era la que podía abarcar m ejor las cuatro posturas: la de Wally Maclean, cuyos discursos sobre el norte de 317

entrada desataron la capacidad creativa de Gould. Maclean pasó a ser el narrador del programa, el eje sobre el cual giraba, y fue el pri­ m ero al que entrevistó Gould, en Winnipeg, el Día de A cción de Gracias de ese mismo año. Después, en Toronto y en Ottawa, regis­ tró la participación del resto de sus personajes. El entusiasta fue J. R. (James) Lotz, biólogo, geógrafo y antropólogo, profesor de la Universidad de St. Paul, en Ottawa; su perspectiva es idealista, visio­ naria, utópica. El cínico fue Francis G. (Frank) Vallee, profesor de sociología en la Universidad de Carleton, en Ottawa, anteriormente empleado del gobierno federal en el Á rtico central; la realidad del norte se le antojaba fea y desabrida, y era un escéptico en torno a las ilusiones románticas de los demás. El vigilante de los presu­ puestos gubernativos fue R. A. J. (Robert) Phillips, funcionario fede­ ral y miembro del Consejo; era un hombre pragmático en cuanto al norte, convencido de que el gobierno podía desempeñar un papel importante en mejorar la vida de los habitantes de aquellas inhós­ pitas regiones. Los tres habían escrito en abundancia y habían publi­ cado textos sobre el norte. Por último, la vo z de las expectativas desilusionadas fue la de Marianne Schroeder, una enfermera que había trabajado en una m isión en Coral Harbour, en la isla de Southampton, en el rincón noroeste de la bahía del Hudson. Su reac­ ción inicial ante el norte, sentimental y asombrada, captada en el primer discurso del programa, desapareció del todo en cuanto expe­ rimentó la dura realidad. A finales del otoño de 1967, con las cinco entrevistas enlata­ das, Gould seguía sin estar seguro de la form a que habría de tomar su documental. En un momento determinado incluso imaginó una serie de cinco programas, uno por cada personaje, y en un informe que lleva por fecha 15 de noviembre Somerville escribió que Gould estaba produciendo “dos documentales de una hora de duración”. A la sazón, recopiló las transcripciones de las entrevistas y se ence­ rró durante unas semanas en un m otel de Wawa, para regresar con un guión cerrado. Trabajó frenéticamente a lo largo de diciembre, con objeto de tener el programa terminado a finales del año del cen­ tenario, y aún seguía haciendo retoques el día anterior a la emisión. Desarrolló técnicas radiofónicas sumamente innovadoras, y tra­ bajó con arreglo a criterios tan exigentes que llevó al límite la tec­ nología existente entonces; el proyecto requirió cientos de horas de trabajo en estudio, teniendo en cuenta que el programa iba a tener una duración algo inferior a una hora. El técnico de sonido fue Lorne Tulk, con el cual Gould había trabajado ya en La bús­ queda de “P et” Clark. Tulk realizaba tareas para la c b c desde 1959, 318

pero aún no había cumplido treinta años. Iba a ser con el tiempo uno de los colegas en los que más confianza tuvo Gould en sus últimos años, además de ser un amigo íntimo. Recuerda haber dedi­ cado al proyecto hasta dieciséis horas al día, más de cien horas por semana, para llegar a tiempo de completar el programa; a menudo, Gould y él salían del estudio a las tres o a las cuatro de la madru­ gada, y se iban a desayunar temprano a casa de Tulk. El trabajo era agotador, a pesar de lo cual Gould parecía infatigable, impul­ sado en todo momento por el entusiasmo que le suscitaba el p ro­ yecto; además, el respaldo de la c b c no flaqueó en ningún momento, y Tulk mostró una dedicación total a Gould y a su novísima manera de hacer radio. (E l pago pactado por el programa fue, para Gould, de mil quinientos dólares: una miseria, teniendo en cuenta el tra­ bajo que entrañaba. Una vez dijo a Tulk que sus documentales para la radio le habían costado entre el triple y el quintuple de lo que se le pagaba por ellos.) Gould tituló su “documental de ensueño” La idea del norte. Su difusión, el 28 de diciembre de 1967, se había prom ocionado ampliamente, y recibió una gran atención pública por todo Canadá.30 En La idea del norte, Gould revisó su viaje en tren de 1965 a manera de alegoría, y se apoyó en una fuente de inspiración con­ temporánea, la novela de Katherine Anne Porter titulada La nave de los locos, publicada en 1962 y adaptada al cine con dirección de Stanley Kramer en 1965. (La novela aún se contaba entre los efec­ tos personales de Gould cuando murió, y Tulk recuerda haber visto la película con él.) Situada en 1931, la novela traza la crónica de un viaje de M éxico a Alem ania en un barco repleto de pasajeros muy variados, aunque, tal com o Porter explicita, el relato es una alegoría: el barco es el mundo, los pasajeros forman una sociedad, una sección transversal de nacionalidades, clases, ocupaciones, tipos de personalidad, moralidades, prejuicios. En La idea del norte, ese barco se convierte en un tren repleto de pasajeros que repre­ sentan una sección transversal de las perspectivas que se tienen acerca del norte. Gould reconoció haber recibido la influencia de la estructura episódica y contrapuntística de La nave de los locos, en la que los personajes interactúan unos con otros, en una serie de combinaciones cambiantes, en el transcurso de las cuales sur­ gen asuntos de gran magnitud. La novela consta de tres partes des­ iguales, dos secuencias relativamente cortas ( “Embarque” y “Los puertos”) que rodean una larga secuencia de viaje por mar ( “Alta mar”). En La idea del norte, del mismo modo, un breve prólogo y un epílogo enmarcan el viaje central en tren. La idea de dar a Wally 319

Maclean el papel de narrador, un personaje que es primus inter pares, aparentemente fue tomada de la versión cinematográfica de La nave de los locos, en la que el enano Glocken se dirige a cámara al comienzo y al final. La idea del norte no se reduce meramente a ser El tren de los locos-, Gould, además, no trata de hacer un comen­ tario social con tintes de sátira a escala universal, como es el caso de Porter, sino que traza la crónica de su propio viaje alegórico. Porter nos recuerda que semejante alegoría era ya “un plantea­ miento muy antiguo y querido, casi familiar”, cuando se da el caso de que su propio modelo, el poeta alemán Sebastian Brant, publica Das Narrenschiff ( “La nave de los locos”), en 1494, y así resulta que La idea del norte pertenece a una tradición tan antigua casi com o la literatura misma. Una vez que transcurre el prólogo, con sus tres minutos de dura­ ción,31 la presuposición dramática de Gould consiste en que sus cinco personajes han tom ado el “Muskeg Express” con rumbo a Churchill y comentan por el camino distintas cuestiones relacio­ nadas con el norte. El viaje, a lo largo del cual el ruido del tren está siempre presente, comprende cinco actos en los que se tratan dis­ tintos aspectos de la experiencia del norte: los efectos, del aisla­ m iento, el desarrollo del norte, la desilusión que produce, los efectos del asentamiento de los blancos entre la población indí­ gena y el futuro posible del norte.32 El epílogo, de nueve minutos de duración, queda en manos de W ally Maclean: se trata de un m onólogo en el que expone su “vision poética” del norte y resume los demás tem as del program a con el trasfondo m usical de la Quinta sinfonía de Sibelius, la única música que hay en todo el programa. (Gould empleó la grabación de Karajan de 1965, con la Filarm ónica de Berlín, que consideraba “la plasm ación ideal de Sibelius en tanto com positor apasionado, pero antisensual”.) El programa termina con un detalle de optimismo: Maclean rechaza tanto la visión ingenua com o la visión cínica del norte, si bien con­ serva su creencia en la im portancia de la región en tanto expe­ riencia arquetípica, alternativa a la vacuidad espiritual de la moderna vida urbana. La idea del norte aporta muy pocos datos concretos acerca de la historia, la geografía, la población, la sociología, la política o la econom ía del norte; acerca del interés creciente por la región después de la Segunda Guerra Mundial, en especial tras la crea­ ción del Departamento Federal de Asuntos del N orte y Recursos Naturales, que data de 1953; acerca de las exigencias de los abo­ rígenes sobre la propiedad de la tierra, cuestiones que estaban can320

dentes a finales de los años sesenta. En realidad, Gould editó de manera intencional la mayoría de las referencias a estos temas que contenían las entrevistas, con el solo objeto de dar un tratamiento m etafórico y universal a sus temas. De todos modos, jamás p re­ tendió erigirse en portavoz de las perspectivas indígenas en torno al norte y sus habitantes; la sociedad de los inuit, por ejemplo, se examina única y exclusivamente desde el punto de vista del hom ­ bre blanco. La idea del norte trata en realidad sobre los sureños que acuden de visita, que “vienen a medir su propio trabajo, su obra y su vida sobre el trasfondo de unas posibilidades creativas asom­ brosas”, las que posee el norte, y que se ven espiritualmente trans­ formados por la experiencia. “Fue más que nada un programa sobre el norte en el sentido canadiense del término -d ijo Gould un año más tarde-; en realidad, como dijo un amigo m ío con enorme ama­ bilidad, trataba sobre la noche oscura del alma humana. Fue un ensayo muy agrio sobre los efectos que tiene el aislamiento sobre la humanidad.” Gould sabía perfectamente qué era lo que quería cuando inició las entrevistas. Sus cinco entrevistados, dijo, “eran personas que habían tenido experiencia propia del aislamiento de una manera muy especial”, y en sus reportajes las preguntas se centran de manera especial en los efectos de la soledad, un tema que él mismo tenía muy presente por entonces. Se hallaba de hecho en m edio de una experiencia fronteriza, tras haber renunciado a la vida pública con el objeto de cultivar el aislamiento físico e intelectual que con­ sideraba indispensable para dar salida a su creatividad. La dialéc­ tica de la opinión en L a idea del norte refleja de ese m odo sus ideas sobre la soledad tal como se encontraban muy presentes en su ánimo a finales de los años sesenta. De manera muy llamativa, Gould no em pleó los nombres de los personajes fuera de su introducción hablada. De cara a los propósitos que le interesaban, no eran tanto personas cuanto voces desencarnadas que representaban puntos de vista concretos, y por m edio de esta abstracción, al suprimir nombres y personalidades (y los datos concretos, y las referen­ cias temáticas que eran de esperar) y dejarlos fuera de la ecuación, quiso subrayar la carga metafórica y autobiográfica del programa. En este sentido, el viaje en tren de La idea del norte representa el viaje interior que Gould había emprendido a partir de 1964. “En gran medida soy yo mismo -d ijo a propósito del programa-. En cuanto a lo que digo, es lo que más se aproxim a a una afirmación auto­ biográfica, seguramente lo más autobiográfico que pueda hacer en esta etapa de mi vida.” 321

“ER A EN REALIDAD UN DOCUMENTAL QUE SE H ABÍA CREÍDO U NA OBRA DE TEATRO.” La “radio en contrapunto": ése es el término con que designaba Gould a la form a artística que acuñó en La idea del norte. El prin­ cipio operativo era en realidad el montaje en el sentido más cine­ m atográfico del término, la creación de formas, efectos y connotaciones emocionales nuevas por medio de un trabajo de edi­ ción estratégica. (Gould era dueño de dos libros de Sergei Eisenstein, el director ruso que fue uno de los pioneros del montaje cinema­ tográ fico.) Sin embargo, las secuencias que suscitaron mayores comentarios y una notable controversia, las que llevaron a los oyen­ tes a maldecir sus aparatos de radio ante lo que entendieron como una conversación cruzada, fueron aquellas en las que dos o más vo ces hablan al mismo tiem po en una clara concepción contrapuntística. De hecho, el prólogo, que presenta las técnicas y los temas del programa, es una pieza pura de contrapunto a tres voces, minuciosamente editada con el objeto de resaltar la transparencia y la significación temática. Gould lo calificó de “sonata en trío” -en los primeros esbozos se trataba de un cuarteto-, aunque más bien recuerda una fuga: son tres las voces que representan las visiones contrastadas del norte (Schroeder, Vallee, Phillips), y que van entrando una tras otra, para terminar por hablar todas a la vez antes de desvanecerse en el silencio. Sin embargo, el clímax contrapuntístico del progam a se da en el acto 4, lo que Gould llamaba “la escena de los esquimales” : crea dos conversaciones simultáneas (Vallee-Schroeder, Phillips-Lotz) en el vagón restaurante del tren, y coloca al oyente en la situación de un camarero que trata de aten­ der a ambas mesas al mismo tiempo. “Es perfectamente cierto que en la escena del vagón restaurante no todas las palabras son audibles -escribió-, pero esto de ninguna manera significa que, ya puestos, todas las sílabas en la fuga del final del Falstaff de Verdi sean tampoco perfectamente audibles. Ahora bien, pocos compositores de ópera se han abstenido de uti­ lizar tríos, cuartetos o quintetos debido al conocimiento de que sólo una porción limitada de las palabras a las que acompaña la música sean accesibles para el oyente; a la inmensa mayoría de los com­ positores les importa antes que nada la totalidad de la estructura, el ju ego de las consonancias y las disonancias entre las voces. Dejando a un lado el hecho de que realmente creo que la mayoría de los seres humanos son capaces de una absorción de la infor­ mación mucho más sustancial de lo que nos imaginamos, quisiera 322

pensar que estas escenas son audibles de una manera muy similar al m odo en que se oye la fuga de Falstaff." Aspiraba a una clase de radio en la que el oyente se viera “envuelto”, obligado a resolver un rom pecabezas sólo con el oído, com o sucede cuando uno se extravía en la riqueza de las texturas musicales de Bach o de Strauss.33 En La idea del norte todo es cuestión de que la form a quede al servicio del contenido: como él mismo dijo en 1971, en “La radio como música”, una conversación editada con John Jessop, que entonces era un estudiante que preparaba una tesis sobre sus documentales radiofónicos, quiso “crear una estructura dentro de la cual uno pudiera sentirse libre de plantear distintos enfoques y respuestas a los mismos problemas que emergen de manera simul­ tánea” . El contrapunto vocal subraya la naturaleza dialéctica de la cuestión que se aborda. Este contrapunto era en su momento ciertamente innovador, además de ser técnicamente impresionante, sobre todo si se tiene en cuenta que Gould y Talk trabajaban con sonido monoaural, gra­ bación analógica, cuchillas de afeitar y cintas cortadas y empal­ madas para tratar los insertos. N o menos original en La idea del norte fue la síntesis que hace Gould de tres principios dispares: el documental, el drama y la música. A pesar de toda su artificiosa abstracción, se trata realmente de un documental sobre el norte, aunque el material queda dramáticamente cambiado, transmitido por medio de las confrontaciones de los personajes con distintas perspectivas, mezcladas evocadoramente con otros sonidos. (Las confrontaciones se crearon con la cuchilla de afeitar: los cinco inter­ locutores no se conocían unos a otros, y las entrevistas se graba­ ron p o r separado.) Gould se veía claramente inmerso en las tradiciones canadienses de la producción del documental y del drama radiofónico. En Canadá hubo teatro radiofónico práctica­ mente desde el día en que hubo radio, aunque después de 1938, con la creación del Departamento de Drama de la c b c -que fue en efecto el primer teatro profesional de la nación-, el drama radiofónico se desarrolló hasta constituir un género poderoso e influyente, que al joven Gould le supuso una cierta adicción. Le impresionó en par­ ticular el programa Stage [“Escena”], una popular serie que se em i­ tía el domingo por la noche y que difundía piezas teatrales para la radio, fundado en 1944 bajo la dirección del joven supervisor del Departamento de Drama, Andrew Alian, al cual el locutor Knowlton Nash llegó a llamar “el rey sol de la edad de oro de la radio” . Para las personas de la generación a la que pertenecía Gould, Stage fue una auténtica escuela. “En la serie de Stage muchos oímos nues­ 323

tros primeros Shakespeare, nuestros primeros Sófocles, nuestros primeros Ibsen -recuerda Robert Fulford-, y también oímos por vez primera a los escritores canadienses que entonces producían una obra entretenida, y además con compromiso social.” En Stage, Gould encontró un modelo temprano de un estilo radio­ fónico que combinaba los principios del documental y del drama poniéndolos al servicio de am biciones tanto m orales y sociales com o artísticas. Los dramaturgos de Stage, surgidos de los años de la Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, nunca renuncia­ ron a un claro compromiso social, además de abordar temas que eran tabú, como la religión, la política, la guerra, las clases y el sexo, además de otros menos controvertidos, com o el norte canadiense. “Gran parte de aquella radio ostensiblemente teatral era, en un sen­ tido muy cierto, un documental en un m odo otro -d ijo Gould en ‘La radio como música’-. En cualquier caso, las diferencias entre drama y documental eran muy a menudo, o a mí me lo parecía, algo que feliz y fácilmente se dejaba a un lado.” A l joven Gould también le impresionó la naturaleza “radiofónica” de los dramas que se emi­ tían en Stage, así como la destreza técnica que exhibían. Se percató de las innovaciones introducidas por los dramaturgos de Stage, com o Gerald Noxon, que vino a la radio procedente del cine tra­ yéndose una serie de conceptos cinematográficos, com o el mon­ taje, con el solo objeto de arrastrar a los oyentes hacia lo que oían; oyó, por ejemplo, “algunas colocaciones de m icrófono francamente sofisticadas”, que fueron la inspiración de sus empeños posterio­ res por transmitir “el espacio y la proximidad” por medio de la radio. Pero “la radio en contrapunto” era para Gould algo más. La idea del norte, insistió siempre, era una pieza musical. (Janet Somerville llegó a denominarla “unaFinlandia para Canadá”.) Fascinado siem­ pre por la apropiación de los principios musicales por parte de artis­ tas que trabajaban en otros campos (sin ir más lejos, Thomas Mann), Gould llegó a la radio desde esta perspectiva. Su manera de pen­ sar sobre la edición de las voces y los efectos de sonido no podía ser más musical: era todo cuestión de ritmo, de textura, de tono, de dinámica, además del em pleo estratégico de los silencios. Describía las estructuras y los efectos de sus programas radiofó­ nicos en términos musicales: una sonata y un rondó, un canon y una fuga, un crescendo y un decrescendo, y a los guiones los lla­ maba “partituras”. En el estudio “dirigía” las sesiones de playback en un decidido esfuerzo por lograr que el ritmo de la secuencia fuera perfecto; R. A. J. Phillips recuerda que Gould “dirigía” incluso en el transcurso de la entrevista original. Y en el proceso de edición 324

de las entrevistas “en crudo” para darles la calidad de una música “vo ca l” más pulida a menudo partía la grabación palabra a pala­ bra, sílaba a sílaba. A l sonido om nipresente del tren en to d o el programa lo llamaba el basso continuo, y no dejó de enredar en todo lo tocante al ritmo y el tono ese trasfondo musical durante el proceso de edición; los mínimos cambios del basso continuo arti­ culan la estructura del programa y evocan distintos ambientes (el compartimento, el vagón restaurante, el vagón del bar). En su “par­ titura”, Gould no se resistió a la idea de etiquetar los efectos de sonido que separan el acto 5 del epílogo tachándolos de cadenza de tren. Llegó al extremo de referirse a sus documentales radiofó­ nicos llamándolos por medio de una numeración de “opus”. Así, La idea del norte es la “op. 1”. Todo esto resultó en su momento radical en calidad de docu­ mental, pero era el pan nuestro de cada día en lo tocante a la música. El principio rector del collage era capital en el arte, en múltiples vertientes, durante los años sesenta, en particular allí donde entraba en juego la electrónica, pero todavía más relevante era la idea, de la que se apropiaron muchos compositores del momento, de que la propia palabra hablada, la lengua oral, podía ser la materia misma de la música. Un compositor canadiense como István Anhalt se dio cuenta de que las “composiciones orales”, debidas a autores que iban de Schönberg y Milhaud a Berio, Kagel, Ligeti, Lutoslawski y Stockhausen, y que luego abarcarían a muchos más, eran equiva­ lentes de “uno de los desarrollos más significativos de la reciente música occidental” ,34 y McLuhan, en una entrevista de 1965 con Gould, comentó que “la palabra hablada es música, pura música, en cualquier momento. Es una form a del canto”. Y no sólo la pala­ bra hablada, sino toda clase de sonidos, comenzaron a ser la mate­ ria de la música después de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo en la llamada musique concrète y en algunas de las obras aleato­ rias de Cage, y no sólo entre los compositores: Samuel Beckett con­ cibió sus obras teatrales para la radio y la televisión en términos musicales, y la partitura de una película de Hitchcock, Los pája­ ros, consiste en una suerte de música forjada a partir de sonidos de aves electrónicam ente procesados. Es cierto que Gould no tuvo un gusto especial por la música electrónica, aleatoria y concreta de su tiempo, si bien explícitamente puso “la radio en contrapunto” dentro de este contexto. Incluso allí donde no intervienen técnicas musicales identiñcables, el documental “en contrapunto” es tan connotativo com o didáctico, y lo es de una manera que merece ser descrita como musi325

cal. Las form as y las técnicas siem pre son una y la misma cosa que el contenido: por ejemplo, cuando Marianne Schroeder se queja de que las mujeres son relegadas a un segundo plano, su voz poco a poco deja paso al silencio y es relegada por la voz masculina de James Lotz. Gould entendía que el oyente poco a poco estaría tan familiarizado con el punto de vista de cada uno de los personajes que podría tratar sus voces como verdaderos instrumentos, fián­ dose de las connotaciones establecidas. En la segunda parte de La idea del norte, dijo, “se habían convertido en arquetipos tales que ya no se necesita la palabra precisa para identificarlos a ellos y a sus posturas, pues basta solamente con el sonido de sus voces y la textura de sus mezclas con otras voces para lograrlo.” Se trata de una clase de radio poderosamente evocadora, precisamente la clase de “música” a la que se refería Stockhausen cuando escribió que “la música electrónica ha liberado el mundo interior”: algo ínte­ gramente interior, privado, que se experimenta m ejor que en nin­ guna otra parte en el propio domicilio, a ser posible con los ojos cerrados, y con libertad de imaginación para valorar sus patrones e im plicaciones. En cierto modo, Gould quiso vo lver a captar el intenso compromiso con los sonidos desencamados que había expe­ rimentado la primera generación de oyentes de radio.

“EN MAYOR O MENOR GRADO, TODOS LOS TEMAS QUE HE ELEGIDO HAN TENIDO RELACIÓN CON EL AISLAMIENTO, INCLUIDOS LOS PURAMENTE MUSICALES.” La idea del norte supuso una considerable sorpresa, todo un desafío y un m otivo de confusión para muchos oyentes, aunque recibió nutridos elogios por ser una obra ambiciosa, innovadora, poética y técnicamente resuelta a la perfección, tal como habían de ser todos los grandes documentales de Gould para la radio. Se sintió muy orgulloso del programa, y enseguida se mostró ansioso por vo lver a trabajar en esa nueva especie de programa radiofó­ nico. En la primavera de 1968, la c b c le encargó la creación de un programa que sirviera para prom ocional' su nueva cadena de f m estéreo, y de inm ediato se puso manos a la obra para crear una suerte de pieza que acompañase a La idea del norte, sólo que cen­ trada esta vez en un nuevo tem a de claro corte canadiense: Terranova. Entre agosto y septiem bre de 1968 pasó un mes en Terranova recopilando entrevistas, en un viaje del que después diría que fue “una de las experiencias más jubilosas de mi vida”. Esta vez 326

reunió un elenco más amplio, en total trece narradores de gran colo­ rido local y tintes de bardo, aun cuando la totalidad de los perso­ najes aparece sólo dos veces, en un prólogo y un epílogo, “como en una suerte de coro griego”. (Siete de los personajes aparecen sólo en estas dos secciones que si w en de marco a la pieza.) El guión se estuvo gestando durante todo un año; el programa no se editó hasta el otoño de 1969, e hicieron falta más de trescientas horas de estu­ dio (la duración total es casi de una hora). En la fecha de emisión, el 12 de noviembre, se inauguró una nueva emisora de estéreo en Ottawa, una de las tres que existían entonces en Canadá, aunque el programa era demasiado complejo para el sonido monoaural de una radio de a m .35 Gould tituló el documental Los últimos en llegar. Terranova había pasado a ser provincia canadiense sólo en 1949, y veinte años más tarde aún se debatían cuestiones diversas relativas a su iden­ tidad en el seno de la Confederación. El programa, según escribió Gould más adelante, “obviamente iba a versar sobre la condición isleña de la provincia; sobre el mar, que mantiene al resto del país y a sus demás habitantes a la distancia de una travesía en ferry; sobre los problemas implícitos en el mantenimiento de un sistema de vida mínimamente tecnologizado en una época de tecnologización máxima”. Pero también iba a versar sobre la “diferencia”, la “separación”, es decir, el hecho de ser a la vez parte de Canadá y estar aislada del grueso de la vida nacional canadiense, y acerca de “los costes de la disconformidad”. De nuevo la soledad y el aisla­ miento, vistos esta vez desde una perspectiva cultural en la que Terranova sirve como metáfora. El gancho del documental no iba a ser otro que una cause célèbre de aquel momento en Terranova: el abandono de los pueblos pesqueros que se hallaban fuera de los puertos más abrigados. Según Lom e Tulk, Gould se sintió ultrajado cuando leyó en la prensa que el prim er ministro de la provincia, Joey Smallwood, había propuesto una ley en la que se sugería que los habitantes de estos pueblos fueran trasplantados a los centros de población de mayor tamaño por razones puramente económ i­ cas. Ahora bien, no canalizó esta sensación de ultraje hacia el comen­ tario social. A l igual que en La idea del norte, mantuvo su actitud política en el terreno de lo privado, evitó toda referencia al tema y creó una “pieza anímica” en un registro más universal. Su dramá­ tica concepción estriba en que los trece personajes provienen de un mismo pueblo, St. Joseph, en el que entonces muchos levanta­ ban el campamento, de modo que se hallaba en claro y grave riesgo de convertirse en una localidad fantasma (lo cierto es que sólo algu­ 327

nos eran nativos de St. Joseph). Esta vez, el basso continuo es el sonido de las olas del mar que baten la costa rocosa; Gould mani­ puló esas olas de m odo que transmitieran la impresión de que el oyente se acerca a la isla al comienzo del programa y se aleja de ella cuando concluye. Disfrutó al máximo de la posibilidad de trabajar en estéreo. Ya con el sonido monoaural de La idea del norte había jugado con filtros en un esfuerzo por generar la ilusión de profundidad, aun­ que esta vez pudo crear texturas más “esculturales”, multi­ dimensionales. A l documental, al drama y la música, aportó con eficacia una cuarta influencia: el cine. En este momento pudo refor­ zar los puntos más didácticos y dramáticos poniendo a los perso­ najes en movimiento, desplazando las fuentes sonoras dentro del espectro del estéreo, un proceso que com entó por analogía con las técnicas de filmación: primeros planos, zooms, disoluciones, etc. Empleó el espacio para recalcar las relaciones entre los per­ sonajes. En una de las secuencias, por ejemplo, situó a un párroco ya anciano dentro del espectro de tal manera que parece hablar desde un lugar más elevado que el resto de los personajes, como si estuviera en el púlpito. En otra secuencia, creó una relación aparentemente íntima entre un hombre y una mujer que en reali­ dad no se conocían; hablan en distintos extremos del espectro, sepa­ rados por el mar. En el epílogo, de cuatro minutos de duración, cuando el personaje que hace las veces de narrador habla de via­ ja r por el país, la voz, previam ente arrinconada al altavoz dere­ cho, comienza a desplazarse lentamente por el espectro, y a medida que se despliega el epílogo se encuentra, por el camino, con el resto de los personajes, que se desplazan en la dirección contraria. El optimismo del narrador acerca de Terranova entra en conflicto con el punto de vista de los demás personajes, situación para la cual Gould creó una metáfora auditiva: el narrador literalmente “pasa por encima” del resto de los personajes. Muy al final, el narrador parece alejarse a pie de la isla para fundirse con el mar, y Tulk recuerda que en el proceso necesario para lograr este efecto Gould y él sembraron literalmente el estudio de trozos de cinta de un metro de largo, que colgaron sobre los respaldos de las sillas, en los atri­ les y en donde fuera, para sostenerlos a la altura deseada. Gould sostuvo una en alto sujetándola con dos lápices. En 1969, a instancias de John Roberts, Gould comenzó a prepa­ rar un documental radiofónico sobre Leopold Stokowski. Consideró el encargo una suerte de relajamiento de las enormes complejida­ des que había entrañado Los últimos en llegar, pero el tema pro328

Gráfico preparado por Ijmie Tulk del epílogo délas últimos en llegar (1969), “documental de radio en contrapunto” de Gould. Muestra el movimiento del narrador (el doctor Leslie Ham s) a través del espectro del estéreo, de izquierda a derecha, y sus encuentros con el resto de los personajes sobre la marcha, hasta fundirse al fin con el basso continuo, las olas que gol­ pean contra la orilla en Terranova. (Legado de Glenn Gould.) 329

puesto le atraía de una manera auténtica. Era un apasionado admi­ rador de Stokowski desde mucho tiempo atrás, y admiraba sus inter­ pretaciones subjetivas, extáticas, así como su defensa de la música nueva, su “búsqueda de correlatos morales de sus empresas estéti­ cas”, su apertura a la experimentación, y muy en especial su com­ prom iso intenso con la grabación y otros m edios electrónicos. Stokowski fue el Glenn Gould de comienzos de siglo xx, cuando hizo proselitism o a favor de la grabación, de la radiodifusión y del cine, y trabajó con diversos ingenieros en un intento por m ejorar las tecn ologías de grabación y los m étodos m ism os de grabación. En diciem bre de 1969, tres años después de grabar el concierto Emperador con Stokowski, una experiencia de la que disfrutó una enormidad, Gould se entrevistó con el director en su apartamento de Nueva York. (L a entrevista la rodó un equipo de la n e t , que entonces preparaba su prop io docum ental sobre S tokow ski.) Terminado en agosto de 1970, Stokowski: A Portrait fo r Radio [“Un retrato para la radio”] se em itió el 2 de febrero de 1971. (E l program a de la n e t se transmitió por la cadena de televisión de c b c a la noche sigu iente.) En cierto m odo, el docum ental de Stokowski y los posteriores documentales de Gould sobre otros músicos (Casals, Schönberg, Strauss) fueron una continuación de su interés por el tema de la soledad y el aislamiento, ya que siem­ pre se trata de hombres situados bastante al margen de la corriente musical de su tiempo. Una vez más, Gould prescindió del documental al uso basado en los datos concretos, y se m ostró a fa vo r de una “p ieza de ambiente” . Su intención no fue crear una biografía encapsulada, sino, tal com o escribió a Stokowski, revelar “las ideas estéticas que han prevalecido a lo largo de toda su trayectoria”. Tras la intro­ ducción de Gould, de cinco minutos, la única voz que se oye es la de Stokowski, quien era tan locuaz que sustenta sin com plicacio­ nes un programa de una hora de duración. Gould buscaba, según dijo, “lograr un efecto al mismo tiem po de relajamiento y de con­ centración”. Esta vez, el basso continuo fue “una textura musical continua, y espero que inconsútil, que consta de fragmentos toma­ dos de obras que usted ha grabado a lo largo de los años. Ninguna de esas obras, claro está, se llega a oír en su totalidad; reciben un tratamiento, en términos cinematográficos, de fundido ampliado, de m odo que prevalezca un clima armónico coherente a lo largo de todo el trasfondo musical”. Técnicamente, el programa no fue tan complejo como sus anteriores documentales, pero empleó pese a todo el montaje con gran precisión y sutileza; la voz y la música 330

están en complemento y contrapunto la una de la otra de mane­ ras diversas, y se abren espacios distinguidos del resto dentro del espectro del estéreo. En una secuencia asombrosa, en la cual Gould trabajó largo y tendido, Stokowski habla acerca de la música fo l­ clórica sobre un trasfondo en el que suena el primer movimiento de la Undécima sinfonía de Shostakovich, de m odo que Gould entreteje hebras de la música fo lclórica de distintos países. Era lo más obvio, sólo que esa música folclórica encaja a la perfección con las armonías de Shostakovich. Dicho de otro modo, Gould con­ feccion ó un documental musical lim pio a partir de fuentes dis­ cretas, de música grabada, dando sobradas muestras de su agudeza de oído y su finura técnica. A pesar de sus muchos compromisos de grabación, estaba más que deseoso de seguir haciendo arte radiofónico. En la primavera de 1971 comenzó la preparación de un documental en el que iba a examinar el “tenor moral” de los años sesenta por medio de las pala­ bras de Christopher Booker, autor de Los neófitos: estudio de la revolución de la vida anglosajona en los años cincuenta y sesenta (1969). Volvió a planear el uso de las técnicas de la “radio en con­ trapunto”; una entrevista con Booker serviría para trabar el basso continuo. Y el tema del que iba a ocuparse no iba a recibir un tra­ tamiento periodístico, sino metafórico: fenómenos com o los “jó v e ­ nes airados” o el “Swinging London” le iban a dar la oportunidad de plantear uno de sus temas preferidos, los peligros que encierra toda noción de “progreso” y de “m oda”. A medida que pensaba en este programa, dio en considerar que necesitaba “un potente motivo opuesto”, y lo encontró tan lejos como pudo del “Swinging London”, en la comunidad recalcitrantemente conservadora de los menonitas del sur de Manitoba, cuya form a de vida, tradicional al máximo, se hallaba entonces amenazada por las tendencias y tecnologías modernas. En esa misma primavera meditó la sugerencia de crear un documental sobre el oeste de Canadá, y su primera idea fue abor­ dar la cuestión desde la perspectiva de las comunidades menonita, hutterita y de Doukhobor. Pero pronto olvidó los años sesenta,36 y el oeste de Canadá, para concentrarse en los menonitas, con cuyo estilo de vida e ideas tenía una clara afinidad electiva. En julio de 1971 pasó dos semanas en Winnipeg, donde entre­ vistó a los menonitas de la región. (Según informó un periódico, se alojó en cuatro hoteles distintos: en uno le molestó el aire acon­ dicionado, en otro las moquetas.) Editó las pistas vocales sobre todo en su propio estudio a com ienzos de 1972, y en noviembre grabó dos servicios religiosos, uno en inglés y otro en alemán, en 331

la Iglesia Menonita Unida de Waterloo, en Kitchener, Waterloo. El programa estaba destinado en principio a emitirse en 1973, pero sólo reanudó el trabajo a finales de ese mismo año. Según su corres­ pondencia, le retrasó la huelga de ingenieros de sonido de la c b c , y luego una discusión cuyo m eollo estaba en “si el sindicado de técnicos tenía o no jurisdicción sobre los productos salidos de mi propio estudio”. En 1974 hubo nuevas distracciones debidas a los proyectos con que se celebró el centenario de Schönberg, de modo que el documental sobre los menonitas, hoy titulado Los mansos de la tierra (los menonitas desde hace mucho han utilizado esa expresión para describirse con orgullo a sí mismos), no quedó ter­ minado hasta el verano de 1975; con todo y con eso, no se llegó a emitir, debido a “complicaciones burocráticas”, hasta el 25 de marzo de 1977, en el form ato de programa especial dentro del titulado Ideas. Con Los mansos de la tierra, Gould remató una auténtica “tri­ logía de la soledad”: empleó a la comunidad menonita para repre­ sentar a todas las personas que han tratado de vivir al margen de la corriente dominante de la sociedad. La soledad y el aislamiento, una vez más, sólo que vistas ahora desde una perspectiva religiosa, y esta vez con intensas resonancias autobiográficas: el lem a de los menonitas, “en el mundo, pero no del mundo”, podría haber ilus­ trado la puerta del ático en que vivió tanto tiempo Gould. Tuvo la esperanza de ampliar más incluso las técnicas estereofónicas de Los últimos en llegar, para lo cual produjo Los mansos de la tie­ rra en sonido cuadrafónico. Entabló correspondencia con un pro­ ductor de radio y teatro de la c b c que tenía planes para hacer algunos especiales en sonido cuadrafónico, en los cuales deseaba partici­ par, aunque el final la radio en sonido cuadrafónico quedó en nada. Sin embargo, el programa fue aun más com plejo que Los últimos en llegar, por comparación con éste, según dijo, sus documenta­ les anteriores parecían canto gregoriano. El elenco iba a ser de nueve personajes, y habría que confeccionar com plejos efectos sonoros y extractos musicales para el telón de fondo. (E l servicio religioso de los menonitas es aquí el basso continuo.) A l comen­ zar el programa, mientras varios oradores comentan los m otivos que amparan el aislamiento de los menonitas, Gould evoca las fuer­ zas en combate de la espiritualidad y el materialismo por medio del contrapunto de dos extractos musicales: una suite para vio lo n ­ celo de Bach y Janis Joplin cantando “Mercedes-Benz”. A lo largo de todo el programa, la técnica de Gould alcanza un nuevo orden de elegancia y refinamiento, y el em pleo del montaje no sólo es 332

impresionante, sino que a menudo también es hondamente con­ movedor. Mientras el trabajo en Los mansos de la tierna se hallaba en sus­ penso, Gould hizo otro retrato de un músico contemporáneo, y la elección fue sorprendente: el violoncelista Pau Casals. El enfoque de Gould de cara a la interpretación, particularmente en Bach, ape­ nas tenía nada en común con el de éste, aunque en efecto recono­ ció la enorme habilidad musical de Casals, incluidos sus trabajos en la dirección de orquesta, “increíblemente infravalorada”. También admiraba una com posición coral sacra de Casals, El pesebre, y empleó una grabación de Bach hecha por Casais para representar lo espiritual en Los mansos de la tierra. También le impresionó la amplitud de la cultura y los planteamientos de Casals, sus op cio­ nes m orales y políticas ilustradas. (Para ser un artista tan rigu­ roso y puritano, Gould tenía una interesante debilidad por algunos colegas más abiertos, más generosos.) Casals aún estaba en activo, y en agosto de 1972 Gould viajó a Vermont para entrevistarlo a lo largo de una semana con ocasión del Marlboro Festival (le dejó de piedra la potencia con que el anciano le estrechó la mano). También entrevistó a algunos de los discípulos y colegas de Casals. La voz de Casals resultaba demasiado anciana, y tenía un acento muy mar­ cado para sostener por sí sola todo el programa, de modo que de cara a la narración Gould optó por la voz maravillosa y rotunda de Albert Kahn, autor de una biografía de Casals titulada Alegrías y penas. El programa quedó terminado, pero no se había em itido cuando falleció Casals en octubre de 1973 a los noventa y tres años; no obstante, Casals: un retrato para la radio se emitió sin cam­ bios (tiene unos setenta y seis m inutos) el 15 de enero del año siguiente. La “radio en contrapunto” obviamente exigía una nueva clase de público radiofónico, más cercano al de la música contemporá­ nea que al de los noticiarios y los programas de entretenimiento. Los documentales de Gould son demasiado complejos para que se puedan absorber en una primera audición, si bien es evidente que los consideraba obras capaces de durar mucho más allá de su fun­ ción original, la de meros especiales de radio, y de sobrevivir en calidad de grabaciones, para su disfrute y estudio en tanto piezas musicales. Y lo cierto es que compensan con creces un estudio dete­ nido, aun cuando hayan estado muy infravaloradas incluso entre sus admiradores. Con la excepción de sus mejores actuaciones, son la obra más original y acabada que hizo jamás, además de ser pro­ nunciamientos sumamente personales sobre cuestiones que para 333

él revestían una gran importancia. A sí lo reconocen quienes en Am érica del N orte y en Europa se toman la radio en serio, como una posible form a artística. Richard Kostelanetz, por ejemplo, con­ sidera a Gould posiblem ente el m ayor artista rad iofó n ico de Norteamérica, y reconoce la influencia que Gould ha tenido en sus obras para la radio. En Alemania, donde, com o apunta Kostelanetz, “la radio es cultura”, la obra radiofónica de Gould ha sido admirada y es todavía influyente. Klaus Schöning, por ejem plo, fundador del Estudio de Arte Acústico de la Westdeutscher Rundfunk, asume que La idea del norte es uno de los primeros y más importantes especímenes del drama radiofónico experimental que él llama “neue Hörspiel" o “ars acústica". Gould, en cualquier caso, estaba convencido de la validez artís­ tica innegable de la “radio en contrapunto”, y no tenía la menor duda acerca de su maestría en el género, así como tampoco se le nota ninguna de las inseguridades que lo habían acosado en sus facetas de escritor y compositor. “En estos últimos años he pasado prácticamente la mitad de mi tiempo trabajando en programas de radio y televisión que no tienen absolutamente nada que ver con la música”, afirmó en 1970. Es evidente que había muchísimas per­ sonas, incluyendo a los amigos y los admiradores, que deseaban que hiciera más grabaciones, en vez de malgastar el tiempo en la preparación de incomprensibles programas de radio. Pero Gould no pensaba que estuviera echando a perder su energía creadora. Su entusiasmo y su energía parecían inagotables cuando se trataba de la radio, y tan dedicado llegó a estar al m edio que, como revela su correspondencia, sus comprom isos de grabación con la c b s a veces pasaban a ser, para él, no tanto un mal necesario, pero sí al menos m olestos contratiempos en su trabajo radiofónico para la c b c . Gould iba a abundar largo y tendido, con manifiesta satisfac­ ción, acerca de sus intenciones y técnicas artísticas en las entre­ vistas que concedió a prop ósito de su trabajo radiofónico. Era inmenso el deleite que le producía el proceso, y no era menor el orgullo que tenía por su destreza e imaginación. Es fácil entender su entusiasmo: crear obras de arte con éxito en un nuevo género de radio le sirvió para quitarse en gran parte la espina de sus fracasos como compositor. Nunca puso en duda que cuando hacía “radio en contrapunto” en realidad estaba haciendo música. Tal com o dijera en El oyente bien temperado, se me ha ocurrido a lo largo de estos últimos años que es de todo punto falto a la realidad entender esa obra en particular, ese parti­

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cular orden de la frase y esa especial regulación de la cadencia que uno es capaz de hacer digamos que tomando a la persona entrevis­ tada y llevándola a un estudio a p o s te rio ri, para trocearla y fundirla y mezclarla y retocar tal o cual frase, suprimir tal otra, acentuar la que poseía una buena reverberación, añadir un compresor aquí y un filtro allá... Es faltar a la realidad pensar que todo esto no sea otra cosa que una composición.

QUINTA PARTE

RETRATO DEL ARTISTA

P á g in a a n te rio r: Gould en Caledon, O n ta rio, enero de 1970. O tra fo to ­ g ra fía de esta m ism a sesión ilu stró su disco de 1970 con tres sonatas de Beethoven. Gould llegó a considerarla su fo to g ra fía p referid a entre sus m uchos retratos. (Fotografía de Don Hunstein, Sony Classical.)

“NO CREO SER EN ABSOLUTO UN EXCÉNTRICO.” Ése es el sello distintivo del verdadero excéntrico: tener la cer­ teza de que no es ni mucho menos tal excéntrico, aun cuando cada uno de sus pensamientos, palabras y actos parezcan situarlo en una dimensión completamente aparte del resto del mundo. Desde el comienzo mismo de su carrera, a Gould se le colgó el sambenito del “excéntrico”, y por lo común rara vez se lo tomó a mal, pues comprendió que tenía un claro valor publicitario, aun cuando se mostraba un tanto petulante si se prestaba una atención excesiva a su personalidad a expensas de su música. Era evidentem ente cierto: era un bicho raro. Su excentricidad era muy real, e incluso predecible, si se tiene en cuenta su talento extraordinario. (Com o ya dijera sir Francis Bacon, “no existe una belleza que descuelle por su excelencia y no contenga cierta extrañeza en la proporción de que consta.”) Sin embargo, Glenn Gould tal vez nunca fue más excéntrico, por ejemplo, que Vladimir de Pachmann, Percy Grainger, Ervin Nyiregyházi o Vladimir Horowitz, por mencionar sólo a unos cuantos pianistas que han vivido en su mismo siglo. En no pocos aspectos era corriente y moliente, en su excentricidad, por lo que a los artistas excéntricos se refiere; en algunos casos se le puede tomar en este sentido por una persona perfectamente normal. Esto no ha impedido que bastantes autores propongan tenebrosas inter­ pretaciones de su personalidad y su manera de vivir. Newsweek una vez dijo que era “un Howard Hughes de la música” -p o r cierto, a Gould le interesó bastante Hughes-, y la imagen que tenía Gould de misántropo paranoico, de ermitaño recalcitrante, tal vez autista, quizás aquejado de una enfermedad mental, se halla muy llamati­ 339

vamente extendida. Muchos autores lo han juzgado según sus pro­ pios criterios, o de acuerdo con los de una persona putativamente normal; dicho de otro modo, si yo llevase la vida de Gould sería un desdichado. En cambio, Joseph Roddy acertó de pleno al escri­ bir, ya muy al final de la vida de Gould, que “sería un craso error poner a Gould en la categoría de un solitario Fantasma de la Sala de Conciertos. Su mundo es de una gran riqueza, aun cuando se halle oculto”. Los tópicos que han rodeado a Gould siempre se han basado de manera excesiva en la voluminosa y muy variopinta publicidad que se generó mientras era una de las estrellas del circuito inter­ nacional de conciertos, aunque éstos son precisamente los años en los que el estilo de vida que tuvo que respetar se hallaba más abiertamente en guerra con su temperamento. Muchas de las leyen­ das que corren sobre Gould son exageraciones o interpretaciones erradas de hechos más bien mundanos, aun cuando es de rec o ­ nocer que a veces sí dio pie a la fabricación de las leyendas por medio de una presencia excesiva en determinadas situaciones, o por m edio de la supresión de ciertos aspectos de su verdadera personalidad, de cara a su consumo en público. Considérese su negativa a estrechar la mano a prácticam ente cualquiera (pero aceptando que un pianista profesional que está insólitamente pre­ ocupado por sus manos no tiene por qué ser un demente). Es cierto que por lo común rechazaba la mano que se le tendiera a manera de saludo, y que lleg ó a co loca r carteles a este respecto, para evitar malentendidos, en la puerta de su camerino, pero es que la experiencia se puso de su parte: muy al com ienzo de su carrera descubrió que era fácil que uno de cada cinco admiradores le pro­ dujera un dolor considerable al estrecharle la mano; los peores, dijo, eran los hombres de corta estatura y los muchachos. Una vez incluso un m édico “me estrechó la mano com o si la suya fuera una tenaza: por poco me rompe todos los huesos” . Sin embargo, la pre­ ocupación sólo era real cuando se trataba de darle la mano a un desconocido; en privado, estrechaba la mano de sus amistades incluso por su propia iniciativa, siempre y cuando se tratara de personas en cuya amabilidad y tacto pudiera confiar. Kerstin Meyer recuerda cóm o era darle la mano: “Era com o... tocar gelatina”. Los amigos y colegas que m ejor conocieron a Gould, que lo v ie ­ ron en la intimidad, en privado, en un ambiente relajado y cor­ dial, com o p o d ía ser la c b c , el auditorio de Eaton o su prop io apartamento y estudio, vieron de cerca una personalidad menos caricaturizada y más equilibrada. Es evidente, y basta con hablar 340

con ellos, que muchas de sus legendarias excentricidades repre­ sentaban posturas tomadas por defecto, a las que tenía cuidado en remitirse cuando se encontraba en situaciones que escapaban del todo a su control, o bien con personas a las que no conocía demasiado bien. Esta clase de com portam ientos los fue m odu­ lando, o los abandonó, según fueran las circunstancias, lo cual a uno le lleva a preguntarse si realmente debieran ser tenidos por excentricidades. Su comportamiento, aunque no fuera nada con­ vencional, a menudo obedecía a la lógica siempre y cuando así pudiera mantener intactas las condiciones específicas, los ambien­ tes apropiados y la agenda que debía cumplir para funcionar a plena satisfacción y con productividad. A lo largo de sus últimos veinte años de vida fue incrementando su control directo sobre todos y cada uno de los aspectos de su vida, y para ello fue redu­ ciendo la esfera de sus operaciones, exigiendo que fuera el mundo el que acudiera a él: así, dejó de viajar al extranjero, luego dejó de tomar aviones, luego renunció a seguir en el circuito concertístico, luego desplazó sus operaciones de grabación de Nueva York a Toronto, y al final asumió sus trabajos de edición de sus grabaciones en su propio estudio. El estilo de vida que cultivó con­ sistía sencillam ente en elim inar contingencias y distracciones, en optimizar las oportunidades, en relacionarse con el mundo de acuerdo con sus propios términos, escrupulosamente controla­ dos. Para el mundo exterior, tal vez fuera cada vez más excéntrico, cuando lo cierto es que vivió precisamente del modo en que quiso y necesitó vivir, y ésta es la razón de que él no se tuviera por un excéntrico, razón por la cual tal vez tuviera razón. La verdad en tom o a Glenn Gould es a un tiempo más sorprendente y más banal que la leyenda: a pesar de todos los demonios personales con los que tuvo que luchar, era al final de su vida una persona sumamente realizada y plenamente liberada. Si era excéntrico, era un excén­ trico del tipo al que John Stuart Mill ha descrito por proceder de “la fuerza de carácter”, así com o “del genio, el vigor mental y el valor moral” . Gould no tenía ninguna afición: su vida era su trabajo. “No creo que mi estilo de vida se parezca mucho al del resto de las personas, y eso es algo que me alegra bastante -d ijo en una entrevista de 1980-. Esas dos cosas, estilo de vida y trabajo, para mí son una sola. Si eso es una excentricidad, entonces soy un excéntrico." Nunca alegó tener la típica dedicación a un oficio que es propia de la clase media, pues era un adicto al trabajo en la tradición de los presbiterianos escoceses. G eoffrey Payzant está en lo cierto cuando escribe que 341

“su vida privada es de hecho austera, y nada hay en ella que sea digno de mención”,1y en un diario privado que Gould estuvo escribiendo a lo largo de tres meses en 1980 se pone de relieve que su vida era tan homogénea como parecía: escribir y editar, algún ensayo, diver­ sas tareas cotidianas, una cantidad muy m odesta de contacto humano, por razones profesionales y personales. Este apóstol de la edad de la electrónica fue el clásico lugareño de Toronto chapado a la antigua, un chico de barrio convicto y confeso, para el cual pasarlo bien consistía en quedarse en casa, solo o a lo sumo con uno o dos amigos. En calidad de artista tuvo reputación de radical, pero en múltiples aspectos su temperamento era el de un banquero, no el de un bohemio. Su estilo de vida monacal, al igual que su que­ rencia por el estudio de grabación, estuvo indisolublemente atado a su sentido de la ética. Según escribió Pascal, “la única causa de las desdichas del hombre es que no sabe quedarse en paz en su habi­ tación”, si bien Gould sabía cómo hacerlo, y el resultado, en su caso, fue una vida relativamente feliz, una vida de bien. Nunca le tentó llevar la ruidosa vida de los famosos; conside­ raba la fama un molesto inconveniente. Le daba miedo que lo rodea­ ran los admiradores en público, y se las veía y deseaba para evitar semejantes situaciones. Nunca hizo uso de su riqueza sólo por el estatus, por el despliegue ostentoso de su persona, por la mera comodidad. Contrató a las secretarias y a las amas de llaves y a los técnicos tal como los pudo necesitar, y a lo largo de la última década de su vida tuvo un ayudante personal, pero careció siem­ pre de séquito, y vivió con tanta modestia y autosuficiencia como le fue posible. Leía y contestaba en persona su correspondencia; se ocupaba de muchas de sus tareas cotidianas, incluidos los porm e­ nores de su vida profesional. Siempre frágil y quisquilloso, Gould era una persona insólita­ mente vulnerable a las vicisitudes ordinarias de la vida. N o es de extrañar que le atrajera la comodidad de lo familiar y que cualquier cambio le resultara traumático. Pasó prácticamente toda su vida en la ciudad que le vio nacer. Vivió con sus padres casi treinta años, y luego resistió más de veinte en el mismo apartamento de St. Clair Avenue. Trabajó para la misma cadena de radio y televisión durante más de treinta años, para la misma discográfica durante más de veinticinco. Tuvo durante años un mismo contable, un mismo agente de cambio y bolsa, los mismos médicos y quiroprácticos; sus asun­ tos postumos siguen en manos del bufete de abogados que contrató en los años cincuenta. Fue leal, siempre que le fue posible, a los vie­ jos amigos y colegas, y sólo tuvo dos managers en treinta y cinco 342

años. Tenía un piano favorito, una silla favorita. En su diario de 1980 dejó una crónica de un viaje de trabajo a Nueva York, en el cual da cuenta de los inagotables problemas que le supuso encontrar una habitación de hotel que le agradase: problemas con el servicio de habitaciones porque no atendía de noche, con los colchones defec­ tuosos, con el aire acondicionado, con el ruido del tráfico, con el olor a pintura reciente. Fue un viaje breve, pero fue una experien­ cia terrible, pues le resultó prácticamente imposible llegar a nin­ gún acuerdo con nadie. Como confesó a su diario, “no estoy hecho para viajar, para los colchones que me son desconocidos, para cum­ plir un itinerario ajetreado”. Antes de emprender ese viaje ya le inquietaba toda la gente a la que “tendría que ver, reunirme con ellos, pasar un rato”, pues cual­ quier actividad de socialización se le antojaba onerosa. Vivía solo y era un celoso guardián de su intimidad; daba su dirección y su telé­ fono, que no constaban en ningún listín, sólo a muy pocas perso­ nas de total confianza. Era el clásico introvertido, más agotado que lleno de energía debido al contacto prolongado con los demás, en especial las multitudes, y bien pronto descubrió que aislarse de la sociedad era esencial para su felicidad y su seguridad, además de serlo para su dedicación al arte. “La soledad alimenta la creativi­ dad -escribió-, mientras la fraternidad entre colegas tiende a disi­ parla del todo.” El aislamiento le ayudó a proteger el aislamiento intelectual que cultivaba. “Necesito una notable capacidad de recu­ peración cuando me veo frente a opiniones que son distintas de las mías -d ijo-. Me alejo de toda noción en conflicto, en contraste. A mí la reclusión monacal me va de maravilla.” El ego de Gould era tan frágil como resistente; su aislamiento le hacía dar la impresión de ser un provinciano inseguro, uno de los heroicos solitarios que tanto abundan entre los exploradores canadienses de leyenda. “Soy una persona muy particular”, dijo, y era verdad, aunque cuando afirmaba por ejemplo, y lo hizo en varias ocasiones, que era “el ermitaño más experimentado de Canadá”, o que “mi fanta­ sía consiste en desarrollar al máximo una suerte de secretismo al estilo de Howard Hughes”, e incluso que “es que no me gusta ve r a nadie”, sólo estaba dando pábulo a su propia leyenda. No era inmune a la soledad. La aceptaba por ser el precio indispensable del tipo de obra que aspiraba a realizar. Y nunca estuvo solo demasiado tiempo, pues buscaba compañía con frecuencia, no sólo por m oti­ vos profesionales, si bien siempre en los términos que él mismo plan­ tease. Necesitaba el contacto humano, y en privado nunca fingió que fuera de otro modo. Muy a menudo hacía en la c b c el primer alto del 343

día, y no porque forzosamente tuviera trabajo allí, sino sólo por pasar el rato, recoger el correo, ver qué se estaba cociendo, enterarse de los últimos cotilleos. (Le gustaban los cotilleos mientras no fueran m aliciosos.) A l margen de las leyendas, su apartamento y su estu­ dio nunca fueron lugares a los que estaba prohibido el acceso, como lo era la suite del hotel donde vivía Howard Hughes, al menos mien­ tras las visitas y las condiciones fueran “seguras”. Muchos amigos y un buen número de conocidos, además de sus secretarias y otras personas que trabajaron para él, lo visitaban en su domicilio, al igual que los colaboradores musicales con los que era preciso ensayar. “La tecnología -en palabras de Max Frisch- es la habilidad de disponer el mundo de tal manera que no nos veam os obligados a experim entarlo”, y en el caso de Gould ésa era la bendición que comportaba la tecnología, no su maldición. Cuando no veía a alguien en persona, se conectaba con ella por teléfono, y con este instru­ mento también fue un virtuoso. Hacerse amigo de él equivalía a for­ mar parte de un amplio círculo internacional de amigos y conocidos a los que dedicaba mucho tiem po por teléfono, y con los cuales así charlaba más abiertamente que en persona. (Sus cartas son muchas veces amistosas, divertidas, informativas, a veces revela­ doras, pero casi nunca íntimas.) Llamaba cuando a él le venía bien; si uno le llamaba a él, se encontraba con un contestador automá­ tico incluso si estaba en casa. Tenía por costumbre llamar por la tarde, para no quedarse adormilado, pero también llamaba a altas horas de la noche; algunos de sus amigos confiesan haberse que­ dado dormidos mientras él charlaba por los codos. También sus conferencias a larga distancia podían durar varias horas, y pare­ cía desconocer del todo el concepto del huso horario. Se sabe que leía ensayos, libros enteros por teléfono, que cantaba piezas ente­ ras, y varios de sus colaboradores musicales han í'ememorado que incluso le gustaba ensayar por teléfono, cantando él la parte del piano. Llegó a ser habitual que explotase en abundancia la línea de comunicación gratuita de la c b c , que conectaba las emisoras de Toronto, Ottawa y Montreal, y en cuanto estuvo disponible la tecnología puso un teléfono m óvil en el coche. Sus facturas de telé­ fono ascendían a cuatro cifras; de enero a septiembre de 1982, su último año de vida, su factura de teléfono llegó casi a trece mil dóla­ res. Es de justicia que tuviera un buen paquete de acciones de Bell Canada, la compañía telefónica. Gould se burló de su obsesión por el teléfono en una parodia de un anuncio de contactos que garabateó a finales de 1977, pero que seguramente nunca publicó: 344

Se busca: chalado amistoso, un tanto recluido, buen compañero, socialmente inaceptable, alcohólicamente abstemio, incansablemente charlatán, celosamente eyenoalos celos, espiritualmente intenso, míni­ mamente turquesa, máximamente extático, busca polilla o polillas de cualidades similares con intenciones de seducción telefónica, via­ jes de sesgo tristanesco y constante aleteo en tomo a la llama. No hace falta foto, el estatus financiero es lo de menos, se considerará cual­ quier edad y vocación de tipo no competitivo. Los solicitantes deben adjuntar una casete con una conversación de muestra, un certificado notarial de no tener inclinaciones matrimoniales, buenas referencias sobre una consistencia vocal de pocos decibelios, itinerarios y reci­ bos de muestra de cualquier vuelo (de polilla) completado con éxito fuera de la ciudad. Todas las solicitudes se tratarán confidencialmente, zarpas abstenerse [?]. Las audiciones para (todos) los candidatos pro­ metedores tendrán lugar en la península de Avalon, Terranova, y en camino hacia allá.

Gould pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su apar­ tamento o en su estudio, en un entorno artificial que no era preci­ samente saludable, pero que le proporcionaba la crisálida necesitada. “N o me gusta la gente que ve la televisión -d ijo en una entrevista de 1959-, pero yo soy uno de ellos.” Se consideraba “un ‘vidiota’”, y veía mucha televisión sólo por relajarse. (Era un gran aficionado al show de Mary Tyler Moore, y sus vídeos de sucesi­ vos episodios están sobriamente catalogados entre el resto de sus papeles, en la Biblioteca Nacional de Canadá.) Escuchaba graba­ ciones y la c b c al menos durante seis o siete horas al día, según sus propias estimaciones. No era infrecuente que tuviera puesto un televisor y dos emisoras radiofónicas distintas (noticias y música) en diferentes habitaciones de la vivienda, y seguían sonando m ien­ tras trabajaba o hablaba, leía o ensayaba. (Leía varios periódicos al día y un puñado de libros por semana.) Recurría a las cortinas gruesas para que no entrase el sol. Su horario, a la hora de acos­ tarse, no era inamovible; a menudo tenía que ocuparse del mundo exterior durante las horas laborables, pero lo normal era que se acostase a las cinco o las seis de la mañana, más o menos al ama­ necer, aveces tras leer los titulares del Today Show antes de meterse en la cama. Comenzaba el día a primera hora de la tarde; para un habitante de Toronto, en los meses de invierno eso suponía no ver más de una o dos horas de sol, siempre y cuando saliera a la calle. A veces no lo hacía hasta el atardecer, “con los murciélagos y los mapaches”; cuando salía antes, siempre usaba gafas de sol. El apar­ tamento y el estudio estaban siempre caldeados a una temperatura 345

de 33 °C como mínimo, y las ventanas permanentemente selladas para que no entrase el aire fresco. Tenía aversión al aire acondi­ cionado, ya fuera frío o caliente; prefería los radiadores y las pla­ cas eléctricas. Era capaz de entrar en un restaurante y alzar el brazo para percibir sí había o no corrientes de aire; si la encontraba, y no era posible frenarla, se iba a comer o a cenar a otra parte, aun­ que no parece que tuviera el menor problem a en estar a la intem­ perie en pleno invierno. Cambiaba de habitación de hotel e incluso de taxi tantas veces como fuera preciso si el aire no era com o él deseaba, y no concedía entrevistas televisivas en estudios con aire acondicionado. N o le importaba nada el estatus social o la belleza cuando se tra­ taba de su vivienda, que era espartana y utilitaria. Su domicilio le fue suficiente mientras cumplió sus necesidades en cuanto al tamaño, la temperatura, la luz y el silencio. Disponía de un mobi­ liario sumamente vulgar, parte del cual estaba allí cuando alquiló el apartamento, y la verdad es que llegó a estar deteriorado al final de su vida. Si se ocupaba de la decoración era solam ente en la medida en que nada se le impusiera a la vista: no deseaba colores brillantes ni adornos sensuales. Su cerebro era el orden en estado puro, pero su apartamento, su estudio y su coche eran un puro desastre, al igual que su mesa de trabajo en la c b c y en cualquier otro espacio en el que estuviera un tiempo. Describió una de sus habitaciones de hotel, en sus tiempos de concertista, diciendo que era “el cuarto de trabajo del marqués de Sade”. Los amigos no halla­ ban en su apartamento una superficie en la cual sentarse, y su manera de mantener la casa en orden no iba más allá de enderezar un poco las pilas de objetos, cada vez más inestables, si bien ase­ guraba que sabía de sobra dónde estaba cada cosa. Contrató a suce­ sivas amas de llaves que lucharon en vano contra el desorden; algunas, mujeres de mediana edad, inmigrantes, no sabían quién era, y lo tenían por un individuo extraño, que incluso daba miedo. Enviaba la colada fuera, al tinte. En materias dom ésticas podía ser olvidadizo y desorganizado; prestarle un libro o un disco era igual que despedirse de ellos para siempre. Y no era un anfitrión. N i bueno ni malo: no lo era. Los amigos podían pasar la mayor parte del día con él sin que les ofreciera ni siquiera un vaso de agua. Algunas veces se aprovisionaba de alguna bebida que le gustara en especial a una determinada persona, pero la despensa estaba p or lo común vacía. El almuerzo que le ofreció a Harvey Rempel constó de galletas de arruruz y un café instantáneo, hecho con el agua caliente según salía del grifo de la cocina. 346

A menudo se le olvidaba que existía algo llamado vacaciones. Nunca le pareció nada del otro mundo pedir por ejemplo a un téc­ nico de sonido que trabajara con él en el día de Acción de Gracias o en Navidad, cosa que a menudo se ha tomado por afirmación de su poder personal. Es más probable que sencillamente olvidase que tal o cual día era festivo, o que diera por hecho que todo el mundo era tan olvidadizo a este respecto com o él. Cuando recibía la inevi­ table respuesta - “Eh, escucha, Glenn, es que mañana es el día de A cción de Gracias”-, se limitaba a pedir disculpas y a organizar un calendario nuevo. Nunca se acordó de un cumpleaños. Walter Homburger tuvo que enviar flores a Florence Gould por su cum­ pleaños y poner en la tarjeta el nombre de su hijo. A veces o lv i­ daba hacer una lista de tarjetas navideñas hasta que ya había pasado la Navidad, y algunos amigos recuerdan haber recibido estas fe li­ citaciones en febrero. (¿Estaría el inseguro Gould a la espera de ver quién le enviaba una felicitación a él?) Algunos de sus amigos, sin embargo, sí recibieron de vez en cuando algún regalo que demos­ traba su atención. Gould apenas reparó nunca en su apariencia personal. Vistió con cierta elegancia sólo mientras su madre se ocupó de vestirlo; de niño, en las fotografías tomadas en el instituto o en público, ante el piano, por lo común lleva corbata con un jersey o una chaqueta. De adulto insistía en vestir con colores apagados, oscuros. Su ropa podía ser cara, o de muy buena calidad, pero siempre la llevaba deformada, abolsada, mal combinada o decididamente anticuada, y la amontonaba en el suelo. Daba la impresión de que hubiera dor­ m ido sin desvestirse; la ropa estaba arrugada y poco limpia. Las camisas y los calcetines no pocas veces presentaban agujeros, los pantalones, un descosido en las posaderas, los zapatos se sostenían apenas gracias a una banda de gom a elástica.2 N o pocas veces aparecía con los calcetines desparejados y los zapatos sin acordo­ nar. Siempre helado de frío, vestía con capas sucesivas de ropa. Los periodistas a veces lo compararon con un gitano, un clochard, un vagabundo; poco le ayudaba que a veces apareciera sin afeitar y que pareciera transportar sus pertenencias en una bolsa de basura. En 1957, en Florida, fue detenido por la policía en un parque por ser sospechoso de vagabundear, y a veces se le denegaba la entrada en los hoteles, al menos mientras no diese prueba de su identidad. Calvin Trillin observó que los concertistas de piano “son, en tanto grupo, sin duda los más devotos buscadores de restaurantes de cali­ dad”. N o es el caso de Glenn Gould, cuya vida fue la de un asceta y un abstemio, y que además parece haber pensado que había algo 347

pecaminoso en las necesidades corporales, como comer. No fumaba, nunca bebía nada más fuerte que el café. A sus amigos les contaba que una vez probó un poco de alcohol en una fiesta, en casa de Leonard Bernstein; que se sintió indispuesto y que vio que tanto su manera de pensar y su coordinación como su técnica pianística quedaron afectadas. Le bastó para ser abstem io de por vida. Su insistencia en beber sólo agua m ineral (sobre todo de la marca Poland) no tenía nada que ver con un refinam iento del gusto: le daban m iedo los gérmenes que pudiera contener el agua del grifo. Confesó ser “casi totalmente indiferente a la comida”, y conside­ raba que com er y beber eran más bien deberes que m otivos de pla­ cer. N i siquiera de niño le gustaban los dulces, y una vez manifestó su asombro al ver que los demás eran capaces de diferenciar un ali­ mento de otro. Criado a base de la tediosa dieta inglesa que es típica del viejo Toronto, nunca se le ocurrió que hubiera otra cosa, y empa­ paba sus comidas de ketchup, tanto com o si quisiera de hecho acabar con el sabor que pudieran tener. N o cocinaba; dependía de los restaurantes y de los servicios de habitaciones. Reconoció que a duras penas era capaz de abrir una lata, y una vez se declaró un incendio en la casa de campo cuando intentó utilizar la cocina. Cuando salía a conducir en coche, a veces paraba en las cafeterías abiertas durante toda la noche para tomarse un café, comer algo, charlar. Era cliente habitual de Fran’s, una cadena local de restau­ rantes que abren las veinticuatro horas del día; había uno muy cerca de su apartamento, donde tomaba algo en el com edor de la parte de atrás ya de madrugada. “Gould hace una sola comida al día, y confiesa que si come más es habitual que se sienta culpable”, escribió un entrevistador en 1964. A esa única comida, que no pocas veces despachaba al ama­ necer, añadía únicamente a lo largo del día unas galletas de arruruz o unas galletas saladas de marca Ritz, además de té, café, leche, zumos y caldo de pescado. “El día previsto para una grabación no probaba bocado -recordaba A ndrew Kazdin, su productor-. Afirmaba que el ayuno le agilizaba la mente.” En sus últimos años de vida aseguró haberse convertido en vegetariano por puro res­ peto a los animales (sólo de pensar en un matadero tenía sudores fríos), aunque en algunos de los cuadernos de notas de sus últi­ mos años aparecen algunas listas de alimentos que a todas luces parecen hacer referencia a comidas que en efecto hizo, y entre ellos están el rosbif, la ternera, el pollo y el lenguado al estilo de Dover, además de sopa, ensalada, patatas, verduras y a veces unas tosta­ das Melba y un helado. Una de sus comidas típicas en Fran’s cons­ 348

taba de huevos revueltos, ensalada, tostada, zumo, sorbete y un descafeinado; un empleado del hotel Inn on the Park recordaba que la comida que hacía Gould después de la medianoche, en sus últi­ mos años, constaba a lo sumo de unos huevos revueltos y un zumo de naranja, aunque a veces iba al restaurante Vintage Room, del mismo hotel de lujo, a comerse una chuleta. Su dieta, tan exigua y monótona, tal vez tenga mayor relación con los escrúpulos inna­ tos ante la comida que con los derechos de los animales. El pianista Anton Kuerti, que se lo encontraba de vez en cuando en el circuito de conciertos, vio a Gould huir despavorido de un restaurante de Salzburgo después de que el camarero sirviera la delicia regional que había pedido Kuerti: H irn mit Ei, sesos de ternera con hue­ vos revueltos. Gary Graffman fue testigo de una espantada similar ante unos caracoles. El estilo de vida propiam ente pianístico, Gould también fue espartano. A veces dejaba pasar días, semanas incluso, sin tocar, y sostenía que “siempre toco m ejor cuando he pasado un mes sin acercarme al instrumento”. N o era un esclavo del piano, aunque sí empezaba a sentirse inseguro si pasaba demasiado tiempo sin tocar. Siempre ensayó mucho menos que la mayoría de los virtuosos, al menos en sus años de concertista, y después de 1964 su necesidad de tiem po al piano fue incluso menor. No alcanzaba a entender por qué la mayoría de sus colegas ensayaban tanto. En su última entrevista, de 1982, dijo que desconocía las Baladas de Brahms, op. 10, antes de preparar la grabación que haría aquel año. Sus dos m eses de preparación consistieron en un estudio a fondo de la partitura, por espacio de seis semanas, y luego dos semanas de ensayo, justo antes de la grabación, por lo común no más de una hora al día. Para él, lograr una interpretación “clavada”, que suele ser un proceso sobre todo mental, entrañaba una preocupación m ayor que la plasm ación de la música sobre el teclado. “¿Se da usted cuenta de que esto tiene un sonido increíble?”, le preguntó David Dubai en una entrevista. Sin embargo, los cuadernos de notas de Gould nos hacen pensar que era verdad. Desde mediados de los setenta, si es que ensayaba, rara vez dedicaba más de dos horas, y por lo general con una le bastaba. Dedicaba el mismo tiempo a la lectura, al estudio de las partituras, a la escritura, el dictado y a la corrección incluso de su correspondencia. Aunque a mediados de los setenta ya no utilizaba la casa de campo a orillas del lago Simcoe, Gould trataba de huir de la ciu­ dad durante un período más o menos amplio al menos una o dos veces al año, sobre todo en verano, si bien las suyas siempre fu e­ 349

ron vacaciones de trabajo, pues no era precisamente de los que son capaces de irse a la playa a jugar al vóleibol o a tumbarse a tomar el sol. Las vacaciones que pasó en 1962 en las Bahamas fueron pura casualidad: sus destinos predilectos casi siempre estuvieron en el norte, com o la isla de Manitoulin, en Georgian Bay, o Sault Ste. Marie, Wawa, Marathon, Thunder Bay y otras localidades de la soli­ taria y rocosa orilla norte del lago Superior, admiraba la “angus­ tiada desolación del paisaje, tan del Grupo de los Siete” . “Como seguramente sabrá usted -escrib ió a un director de instituto de Terrace Bay en 1965-, tengo un cariño especial por su ciudad, pues me parece que es un lugar ideal donde ponerme a escribir y estu­ diar partituras y sobre todo pensar. Desde luego, a veces me pre­ gunto si aquellos de ustedes que tienen la oportunidad de vivir en lo que a un urbanita del sur sólo puede parecerle un maravilloso aislamiento, de veras aprecian las maravillosas ventajas que ofrece ese aislamiento.” Pasó también algún tiem po en Quebec y en las Provincias Marítimas, y ya en sus últimos años de vida comenzó a visitar algunas islas alejadas de la costa de G eorgia y Carolina, que había descubierto estando de gira en 1959. N o obstante, podía estar muy solo al irse de vacaciones sin compañía de nadie, por más que elogiase la gloria de la soledad. Jessie Greig recordaba que siem­ pre vo lvía de sus vacaciones en Estados Unidos antes de lo ini­ cialmente previsto. Acostumbraba conducir él mismo cuando salía de la ciudad: era uno de tantos norteamericanos que están enamorados de sus auto­ móviles. Para ser una persona a la que le gustaba estar en el mundo, pero sin ser del mundo, el automóvil era una m etáfora perfecta, un apartamento ambulante desde el cual se podía ver el mundo al alcance de la mano. Tras el Plymouth Plaza nuevo, a estrenar, que compró en 1956 por poco más de dos mil dólares, prefirió después coches de gran tamaño, de marcas norteamericanas, y así compró o tuvo en alquiler con opción de compra toda una serie de marcas y modelos; en sus últimos años fueron un Chevrolet Monte Cario al que llam aba Lance y un Lincoln Tow n Car al que llamaba Longfellow. En coches sí fue generoso a la hora de gastar tanto el dinero como la atención de manera incluso desmedida, aunque su conducción, a todas luces, podía ser temible: todos sus amigos cuen­ tan alguna anécdota sobre el m iedo que pasaron al ocupar en su coche lo que uno de ellos dio en llamar “el asiento del suicida” . Había aprendido a conducir sentado en las rodillas de su padre, en la casa de campo, y dio buena idea de cuál iba a ser su futuro de conductor automovilístico cuando metió el coche de la familia 350

en las aguas del lago Simcoe. (Las embarcaciones no se le daban mucho m ejor en cuanto a la seguridad.) Para ser una persona tan angustiada por tantas cosas, Gould al parecer se sentía invulnera­ ble en un coche, si bien es cierto que en casi todas las situaciones se sentía cómodo y seguro mientras fuera él quien tuviese el con­ trol. N i siquiera un largo historial de accidentes y de infracciones de tráfico le quitó de la cabeza la certeza de que todo iba bien si era él quien iba al volante. N o obstante, era incapaz de mantener la concentración en la carretera, y menos cuando alguien viajaba con él. Hablaba por los codos mientras conducía, y tenía la inquie­ tante costumbre de volverse hacia el pasajero cuando le dirigía la palabra. Incluso cuando viajaba solo, le envolvía por completo la música de la radio, o bien su propia costumbre de cantar y dirigir al mismo tiempo; a veces conducía con una partitura abierta en el asiento de al lado. Manejaba muchas veces con las piernas cruza­ das, con el pie izquierdo en los pedales, a menudo sujetando el volante con un solo dedo, y a velocidad elevada, al margen de la visibilidad o las condiciones de la carretera, siempre con las ven­ tanillas y los conductos de ventilación cerrados y la calefacción puesta. Lo único positivo en su manera de conducir era que no se pegaba jamás al coche de delante, pues le daba miedo inhalar el humo de otros vehículos. Estuvo implicado en muchos roces y alcances sin importancia, incluso en su propio aparcamiento; milagrosamente, nunca tuvo una colisión seria. Perdía el control del vehículo en una carretera mojada, se metía por los bancos de nieve, chocaba con los postes de señalización de la autopista y no pocas veces subió el coche a las aceras, poniendo en peligro los árboles y los otros coches apar­ cados. Jessie Greig recordaba una ocasión en la que golpeó a un camión en plena tormenta de nieve y terminó en el río. John Roberts recuerda que una vez se abrió de golpe la puerta del copiloto al per­ der Gould el control del coche en un tramo de lo que llaman en Canadá de “hielo negro”. Sólo los reflejos de Gould y su mano fuerte y veloz impidieron que cayera del coche en marcha. La conducción puso a Gould en constantes aprietos con las auto­ ridades. El exceso de velocidad, saltarse los stops y los semáforos en rojo, doblar en redondo en pleno centro de la ciudad y en hora punta, saltar de un carril a otro, tomar giros prohibidos y entrar por calles en dirección contraria: repetidas veces incurrió en toda suerte de infracciones del código de circulación vial. N o dejó casi nunca de pagar multas, de sufrir la retirada de puntos en su carné de con­ ducir, de recibir cartas de advertencia de la Dirección General de 351

Tráfico de Ontario. Tuvo que comparecer a menudo ante los tribu­ nales, o presentarse en Tráfico para entrevista o un nuevo exa­ men; al menos una vez, en 1963, vio cóm o se le retiraba el carnet de conducir, cosa que estuvo a punto de ocurrirle algunas otras veces. En el verano de 1979, la policía lo sometió a investigación por “huir del escenario de un accidente”. Otra vez tuvo problemas mientras un periodista se encontraba con él en su coche, y su manera de conducir fue de hecho carnaza para los periódicos al menos a par­ tir del verano de 1958, cuando un titular que decía “Gould quedas libre tras su cuarto accidente” apareció en el periódico. Había coli­ sionado contra un camión. Tuvo que acudir ante el juez de Beaverton, estado de Ontario, aunque éste, quien dijo que era un melómano, se limitó a elogiar la honradez y sinceridad de su testimonio, des­ estimó la acusación de conducción imprudente y le aconsejó que acudiera a un centro de educación vial especialidad en seguridad en la conducción. “Un hombre muy amable -declaró Gould-. N o tuve que decir ni imapalabra. Es evidente que nos entendimos muy bien.” (Y no iba a ser la última vez que se beneficiara de la simpatía de los jueces, los abogados o los policías.) “N o parece que llegara a darse cuenta, nunca, de que conducía como un jovencito imbécil”, recordó uno de los que habían viajado con él en coche. Gould era incorre­ gible. “Supongo que sí, que se podría decir que soy un conductor dis­ traído -d ijo una vez-. Es verdad que me he saltado algún que otro semáforo rojo, pero también es cierto que he parado ante muchos semáforos verdes, sin que por eso nadie me alabe.”

“CREO QUE UNO DEBE VIVIR SU VIDA TENIENDO EN MENTE U N A CLARA DIRECCIÓN ESPIRITUAL.” Mientras subía por un sendero de montaña me dio por pensar. Acércate a todo en términos puramente racionales y te volverás insensible. Rema río arriba por las aguas de las emociones y te lle­ vará por delante la corriente. Da rienda suelta a tus deseos y termi­ narás por estar incómodamente reducido a muy poca cosa. No es un lugar muy agradable que se diga este mundo en que vivimos.

Así comienza una novela de Natsume Soseki publicada en 1906 y titulada/?/ mundo de las tres esquinas. Un admirador al que Gould conoció en 1967 a bordo de un tren le recom endó la novela, que llegó a considerar una de las más grandes del siglo xx. El libro trata acerca de un pintor y poeta que, harto de lo mundano, emprende 352

un viaje espiritual en el que intentará “alzarse por encima de las emociones y contemplar las cosas con desapasionamiento”, aun­ que el “sublime desapego del mundo” al que aspira pronto resulta una meta muy difícil de alcanzar, por lo cual ha de esforzarse en hacer las paces con las experiencias sensoriales, que le van supo­ niendo sucesivos desafíos. Como escribió el propio Gould en 1981, El mundo de las tres esquinas “trata, entre otras cosas, acerca de la meditación en contra de la acción, el desapego frente al deber, el sistema de valores de Occidente en contraste con el de Oriente, los peligros del modernism o...” Todas ellas son cuestiones que él también abordó en su día. Las frases con que se abre la novela podrían ser un lema de Gould, pues captan y resumen en efecto un dilema esencial en su vida: cómo hallar el equilibrio justo entre razón y emoción. Desde luego, en su caso no cabe decir que se hallara cómodo remontando las aguas de las emociones. “Hay una vena siciliana en los lugareños de Toronto, siem pre listos en el m om ento menos pensado a hacer trizas su apariencia de calma total”, escribió Robertson Davies, y si bien nadie podría tomar a Gould por un siciliano ( “Yo no soy del sur; no hay en mí ni una gota de lo latino”), sí era un hombre capaz de grandes pasiones, que nunca fue más feliz que al controlar sus emociones bajo una apa­ riencia de calma total. “Veo con buenos ojos la contención”, dijo a un reportero, en 1962, dando muestras de una contención exqui­ sita. Podría haber citado a Pascal otra vez: “Cuando las pasiones se enseñorean de nosotros, se tom an vicios”. Las emociones intensas, manifiestas, fueran suyas o de otra per­ sona, le trastornaban y le llenaban de vergüenza, de m odo que evi­ taba toda clase de situaciones en las que pudieran brotar. En algunos casos extraordinarios, con amigos íntimos, era capaz de ser honesto y abstenerse de huir corriendo de una habitación en la que una amis­ tad suya estuviera llorando, e incluso, al contrario, sabía ser solí­ cito y prestar consuelo. N o obstante, siempre que le fuera posible prefería a toda costa mantener las cosas dentro de un tono de lige­ reza. La perspectiva de perder el control de sus emociones le co l­ maba de angustia, y si se veía en lontananza alguna confrontación emocional inevitable con otra persona, le hacía falta mucho más que mera flexibilidad de la columna vertebral para hacerle frente: necesitaba incluso Valium. También las confrontaciones de menor entidad le alteraban. Otto Joachim, al recordar algunas desave­ nencias puramente musicales que surgieron cuando Gould tocó con el Montreal String Quartet, com entó lo siguiente: “Siempre que Glenn defendía su opinión, cerraba los ojos y se ponía a tartamu353

dear”. En otras ocasiones en las que por ejemplo una situación pro­ fesional estaba a punto de escapársele de las manos -p o r ejemplo, la negativa de Yehudi Menuhin a la hora de plegarse al guión que él había escrito-, le afloraba un tic nervioso en el ojo derecho, que en algunos de sus programas de televisión es muy visible. La soprano Joan M axw ell una vez llamó por teléfono a Gould: disimulando su voz, quiso hacerse pasar por una estudiante de piano y admira­ dora de una pequeña localidad. Le estuvo tomando el pelo hasta el momento en que comprendió que estaba realmente alterado, por pensar que alguien había vulnerado su seguridad personal. Le pidió disculpas abundantes, pero él se sintió enojado, traicionado, si bien él también había gastado esa misma broma a otras personas. Andrew Kazdin lo v io poner en práctica com plejísim as estrategias para evitar un encuentro indeseado con quien fuera, o una llamada tele­ fónica que no quería contestar. Gould trataba de controlar las situa­ ciones sociales antes incluso de que se diesen como tales. Si alguien iba a visitarlo a su apartamento o a su estudio, lo más habitual era que preparase con esmero la visita, que eligiese las grabaciones y vídeos que podría mostrarle, y que estudiase a fondo los propios comentarios que iba a hacer. De hecho, estaba preparando un pro­ grama. Algunas veces elaboraba las conversaciones cara a cara, e incluso por teléfono, mediante notas escritas y un tranquilizante. Sin embargo, una vez iniciada la reunión podía estar abierto a la espontaneidad, según fueran las cosas. Necesitaba el ritual de la preparación para apaciguarse y reforzar su confianza, si bien la angustia, aun siendo muy real, no por fuerza era abrumadora. Gould veía cuestiones de índole moral por todas partes, y las veía siempre en blanco y negro: otro legado de su herencia puri­ tana. En la música y en lo personal tendía a considerar las opcio­ nes en térm inos de extrem os contrapuestos y, por lo común, irreconciliables. Es curioso, pero no parece que tuviera un posicionamiento muy definido en materia de política o de religión. Ya en su juventud estuvo fascinado por la política, tanto canadiense com o estadounidense, y en años posteriores siguió con atención el escándalo del Watergate, la campaña y el referéndum por la inde­ pendencia de Quebec, etc. Los vídeos que grabó y que se han con­ servado demuestran que era un adicto a las noticias, cuyo televisor a menudo estaba encendido y presto a captar cualquier suceso polí­ tico. Protegido, privilegiado durante toda su vida, no tenía expe­ riencia de prim era mano de la pobreza o de la intolerancia, y su natural reticencia no le había predispuesto al activism o público en defensa de cuestiones que tenía por algo vital, como el pacifismo 354

y los derechos de los animales. Aunque algunos de sus músicos pre­ dilectos -Strauss, Furtwängler, Karajan, Schw arzkopf- estaban mancillados por una relación mayor o menor, pero demostrada, con el régimen nazi, Gould nunca quiso tomar este pretexto para dejar de m anifestar su aprecio por ellos; parece que jam ás com entó siquiera la cuestión, salvo una vez en que dijo de Strauss que era una persona “apolítica” e “ingenua” en la década de 1930. En cuanto a su conducta personal, era hondamente conservador, “conven­ cional” a ultranza, y llegó a reírse y a mofarse de los beats, los hip­ pies y demás movimientos, aun cuando en política nunca fue ni reaccionario ni izquierdista. Nunca abogó por un sistema que piso­ teara los derechos del individuo; cuando dijo a uno de sus técni­ cos de la radio, Donald Logan, que la vida sería mucho mejor con una dictadura benévola, en la que él fuese el dictador, lo dijo con un brillo irónico en la mirada. Decía defender posturas vagamente socialistas que no por fuerza se contradicen con su individualismo y con su aprecio por el m ercado de valores, y era capaz de v ili­ pendiar con plena convicción el sistema capitalista aun cuando reconociera que dependía enteramente de él. Parece haberse fo r­ mado una suerte de conciencia social de sesgo liberal, típica de la Iglesia Unida y, anteriormente, del metodismo. Su familia, por medio de la iglesia, había hecho obras de caridad en causas sociales. Como él mismo notó en el elogio de su madre, próxim o ya el final de su vida, ella trabajó estrechamente con un grupo de madres carentes de todo p rivilegio en una iglesia grande de la ciudad, en donde “semanalmente, intentaba por m edio de la música y la inspiración lograr que sus vidas resultaran más llevaderas”. Creía en la justi­ cia social y en la igualdad racial, en la atención a los desfavoreci­ dos, y aprobaba toda política que fuera un refuerzo de “la paz, el orden y el buen gobierno de Canadá”, por citar la famosa frase de la constitución original de la nación. En lo referente apolítica contemporánea, los posicionamientos de Gould tenían más relación con las personalidades implicadas que con la política en sí. Le desagradaban los políticos de más relum­ bre. Le molestaba el glamour, la mística de “Camelot” que rodeaba a John F. Kennedy, y prefería la toipeza y la falta de seguridad de N ixon (aunque una vez aseguró estar “enamorado de Jacqueline Kennedy”); deploraba el culto de la personalidad organizado en torno a Pierre Elliott Trudeau mientras duró la “trudeaumania” de fines de los años sesenta. Ya muy al final de la vida de Gould, cuando Trudeau hizo un gesto ostensible y obsceno, dirigido a unos mani­ festantes que rodeaban el tren en que se encontraba, en algún lugar 355

de la Columbia Británica, Gould se mostró asqueado. En The Beach, según recuerda Robert Fulford, se elegía siempre a cualquier “cero a la izquierda” del partido conservador, y Gould parece haber here­ dado cierta querencia por los políticos adustos y conservadores, a los que admiraba además por su postura ética. Fue admirador de Robert Stanfield, el sobrio je fe del partido conservador y líder de la oposición durante los primeros años de Trudeau en el gobierno; admiró también al joven Joe Clark, que sucedió a Stanfield en 1976. Aquel año, Gould se ofreció a escribir un perfil de Clark para la Canadian Magazine, para lo cual se puso en contacto con el jefe de prensa de Clark para ver si era posible hacer una entrevista. Recopiló recortes, tom ó bastantes notas, pero al final no se llegó a producir esa incursión en el terreno del comentarista experto en política. A sí como nunca tuvo una afiliación política de partido, Gould tam poco tuvo un credo ni una serie de creencias religiosas bien definidas, aun cuando la religión le fascinaba, así como sentía una gran atracción por todo lo relacionado con el más allá. Creía en la percepción extrasensorial y la telepatía, se tomaba en serio cual­ quier presagio, cualquier “coincidencia”, le daban m iedo los fan­ tasmas y lo oculto. Una vez, durante un juego de lectura de lamente, se sintió tan alterado que bruscamente dejó de jugar. Creía también en el sentido oculto de los sueños, y hablaba de sus sueños con sus amigos e incluso con algún entrevistador ocasional.3 Era pro­ fundamente supersticioso. Podía cancelar un concierto o anular un vuelo si tenía la impresión de que le iba a dar “mala suerte”, y fue presa del pánico en más de una ocasión, cuando sus amigos hacían caso omiso de las ominosas advertencias que les hacía a propó­ sito de un vuelo que estaban a punto de tomar. A veces vo lvía a redactar un cheque porque al ver la firma le parecía que había que­ dado “de mal agüero”, aunque sus amigos nunca llegaron a saber cuáles eran los criterios para dictaminar que fuera defectuosa. (Ésta, sin embargo, es una de las razones por las cuales detestaba dar autó­ grafos.) Entre sus cuadernos de notas hay una página que data de 1978, en la cual practicó de manera obsesiva su firm a -siem pre con una “ene” en “Glenn”-; en otros cuadernos em pleó hasta cinco y seis páginas para redactar una nota de una sola frase destinada a su ayudante, o para hacer una lista de “deudas pendientes”, empe­ zando una y otra vez, sin escribir a veces nada más que parte de la primera palabra en una página, porque algo había en la nota que no terminaba de darle buena espina. Todo esto no tendría por qué sorprendernos forzosamente en un hombre que se enorgullecía de 356

su capacidad de raciocinio: en un hombre racional, lo irracional forzosamente ha de ejercer una fascinación mórbida. Los fenóm e­ nos que no podía explicar eran fenómenos que tampoco podía con­ trolar, de manera que tal vez su fascinación por ellos formara parte de un esfuerzo por controlarlos, es decir, de desentrañarlos. Aunque no profesara una teología definida, Gould sí presentaba ciertas tendencias religiosas. Hay distintas personas que recuerdan de distinto modo sus convicciones en materia de religión, y sus pro­ pios comentarios eran un tanto contradictorios. A Donald Logan le dijo que era “un agnóstico camino de ser ateo”, pero otros recuer­ dan que afirm ó creer en Dios, aunque no fuera el suyo un con ­ cepto de la divinidad fijo o convencional. A Elyse Mach, en una entrevista de 1980, le esbozó algunas de sus creencias con una fran­ queza asombrosa: La verdad es que sólo puedo decir que mi educación fue presbi­ teriana. Dejé de ir a la iglesia a los dieciocho años más o menos, pero a lo largo de toda mi vida he tenido una sensación tremenda­ mente fuerte de que existe en efecto un más allá, y de que la trans­ formación del espíritu es un fenómeno con el que uno ha de contar claramente, un fenómeno a la luz del cual, en efecto, uno ha de tra­ tar de vivir su propia vida. A resultas de todo esto, encuentro que las filosofías del aquí y del ahora me resultan repelentes. Por otra parte, no dispongo de ninguna imagen objetiva en torno a la cual me sea posible construir mi concepto del más allá, y reconozco que es una gran tentación formular una teoría reconfortante sobre la vida eterna, de modo que sea posible reconciliar el propio yo con lo ineludible de la muerte. Sin embargo, me gustaría pensar que no es eso lo que estoy haciendo; me gustaría pensar que no lo empleo como un pro­ ceso intencional para reforzar mi confianza. Para mí, es algo que intui­ tivamente me resulta correcto; nunca he tenido que esforzarme para convencerme de la muy elevada probabilidad de que el más allá exista Es sencillamente algo que me atrae y se me presenta de una manera mucho más verosímil que su contrario, es decir, el olvido y la nada.

Creía sin embargo que la vida en el más allá había que ganársela por medio de una existencia hornada y plena de actos positivos. Gould leyó muchos libros de teología, obras de Jacques Maritain, Jean Le Moyne, Pierre Teilhard de Chardin, Paul Tillich y muchos otros, y algunos de los filósofos cuya obra llegó a conocer bien (Kierkegaard, Nietzsche, Schopenhauer) se han ocupado de cues­ tiones religiosas. Jessie Greig recuerda haber tenido con Gould muchas conversaciones sobre la religión ya en sus últimos años, y 357

dijo que “estaba repleto de humildad” cuando abordaba cualquier cuestión relativa a la fe. Conocía bien la Biblia y tenía especial apego por el Nuevo Testamento, en particular el Apocalipsis. Su aprecio por la Biblia parece haber sido algo más ético e incluso estético que doctrinal, si bien también hallaba consuelo en algunos de sus textos. Uno de sus preferidos era el salmo que dice: “Señor, danos la paz que la tierra no puede darnos”. Otro, “Que tu luz brille sobre los hombres, para que vean tus buenas obras”. Tenía un conocimiento íntimo de muchos himnos y de mucha música religiosa tradicional, y le con­ movía de manera genuina la espiritualidad que percibía en compo­ sitores como Gibbons, Bach, Mendelssohn y Bruckner. Una vez dijo: “Creo en D ios... Creo en el Dios de Bach”. A pesar de su aparente estructuralismo, creía que el arte y los artistas en definitiva debían aspirar a las experiencias transcendentes. “El arte no es creación de los animales racionales -escribió de manera harto sorprendente en 1964-, y a la larga es m ejor que así sea.” Dijo que le desagradaba la etiqueta de “intelectual” porque “ante todo me interesa un arte que se comunique espiritualmente”, y que sólo le interesaba la música que estaba a la altura de sus criterios éticos y espirituales. Elaborar pormenorizadamente las propias respuestas a los inte­ rrogantes religiosos sin depender del dogma heredado es algo carac­ terístico del m isticism o, y es cierto que algunas variantes del pensamiento místico habían llegado a penetrar incluso en el rancio y estancado ambiente de Ontario con las generaciones anteriores a la de Gould: la ciencia cristiana, la teosofía, el neoplatonismo, el rosacrucismo, la antroposofía y, tal vez la más significativa de todas, el transcendentalismo relacionado con Conciencia cósmica, el libro publicado por R. M. Bucke en 1901. Las ideas místicas aún esta­ ban muy palpables en el ambiente cuando Gould era joven -fueron m otivo de inspiración para muchos artistas canadienses, por ejem plo-, e incluso en la Iglesia Unida existían algunos vicarios que postulaban un planteamiento liberal en materias com o el misti­ cismo. Una mujer de Uxbridge que trabajó para los Gould en cali­ dad de niñera recuerda (es cierto que su recuerdo es va g o ) que Florence Gould tenía algunas ideas místicas que no eran co m en ­ tes en su entorno. Por ejemplo, creía al parecer que su hijo era la reencarnación de uno de los grandes compositores, seguramente ruso, posiblemente Chaikovsky, y además se lo dijo. N o es ni mucho menos absurdo atribuir un cierto tinte de mis­ ticism o al pensamiento de Gould, ya que el idealismo y el indivi­ dualismo gouldiano, junto con su rechazo de los dogmas, son elementos característicos de la fe mística. El dios de Gould no era 358

el Dios tonante y envuelto en fuego, el dador de leyes del Antiguo Testamento, sino algo más emparentado con el dios del transcendentalismo o del panteísmo, e incluso de Spinoza: un ideal espiri­ tual e intemporal. A igual que en el caso de muchos místicos a los que adoraba, el suyo era un dios afín a la centralidad y al poder restaurador de la naturaleza. Su concepto del “éxtasis” -un arte que transporta a quien lo percibe de tal manera que se halla fuera de sí mismo y fuera del tiempo, atrapado en un territorio ideal- recuerda las nociones místicas acerca del modo en que se trasciende la indi­ vidualidad y se entra en comunión con lo eterno, sumándose uno “al gran alma de la humanidad”. Su lema preferido, “Dios, danos la paz que la tierra no puede darnos”, es prácticamente una definición del concepto teosófico del Nirvana. Northrop Frye consideraba que los pintores del Grupo de los Siete -tod a vía muy influyentes en Canadá cuando Gould era jo v e n - eran de espíritu teosófico, habida cuenta de “su dedicación a pintar com o manera de vivir, o tal vez aun mejor, como actividad sacramental que expresaba una fe, y que era así análoga a la práctica de una religión”. A pesar de todo el romanticismo wordsworthiano que entraña, esta idea parece apli­ cable también a Gould, para el cual prácticamente todo, desde la elección del repertorio hasta la interpretación de un arpegio, era una manifestación de una visión del mundo más amplia y cargada de implicaciones éticas. Su propia manera de ver la tecnología era a la postre espiritual. A l igual que Jean Le Moyne, creía en “la cari­ dad de la máquina” : se apropió de la idea de que la tecnología es benévola, como cuando, por ejemplo, la grabación arranca la música del terreno de los “gladiadores” que es el salón de conciertos. Y al igual que Pierre Teilhard de Chardin, al cual leyó prolijamente, con­ sideraba que la creciente integración de la tecnología con la vida humana era una fuerza positiva en la evolución ética y espiritual de la humanidad. La utópica noción de una “noosfera”, de Teilhard, una especie de envoltorio de pensamiento que circundaría el pla­ neta, nacido de la “conciencia unida” y del saber de toda la huma­ nidad, se apoyaba en su observación de la red cada vez mayor de máquinas interconectadas a nivel mundial. Tales ideas, las de Marshall McLuhan y las de Gould, tienen nuevas resonancias en la época de la tecnología digital e Internet. Gould contemplaba el arte en definitiva com o un instrumento para la salvación, y sin duda tuvo que agradecer el haber leído en El mundo de las tres esquinas la creencia de Soseki, en el sentido de que los artistas “pueden alcanzar la salvación, y verse librados de todos los deseos y pasiones terrenales”, ingresando así “a volun359

tad en un mundo de pureza sin mácula de ninguna clase”. El misti­ cismo occidental de hecho se solapa en múltiples aspectos con la religión y la filosofía orientales. (Emerson, sin ir más lejos, era un gran admirador de la literatura asiática.) Gould a veces se reía de la moda que en los años sesenta y setenta tuvo por objeto el pen­ samiento oriental, y en especial se mofaba de sus manifestaciones musicales, por ejemplo en la obra de John Cage, pero si bien es cierto que nunca fue un “vagabundo del dharma” tampoco fue inmune a esta tendencia en particular: leyó a autores como Jalil Gibran y Alan Watts, y leyó libros sobre Japón y China. De las culturas orientales admiraba un estilo de vida, una ética y una estética dedicadas al orden, a la contención, a la contemplación, la tranquilidad y la bús­ queda del sosiego,4 concepto éste que tiene una gran importancia en la novela de Soseki. “El propósito del arte -escribió Gould en 1962- no es una repentina y liberadora descarga de adrenalina, sino más bien la construcción gradual, a lo largo de toda una vida, de un estado de asombro y de serenidad.” Kobo Abé, escritor japo­ nés cuya novela La mujer de la arena era para Gould m otivo de gran admiración,5 dijo una vez en una entrevista radiofónica de la c b c que Gould podría haber sido un muy buen monje del budismo zen, y sus amigos recuerdan que en sus últimos años tuvo en efecto un gran interés por esta disciplina. Su interpretación de no pocas cuestiones éticas y espirituales a menudo tenía un sabor oriental e incluso antioccidental: por ejemplo, su desagrado ante el egoísmo, lo mundano y el instinto competitivo que son inherentes al capita­ lismo. Por descontado, los místicos de Occidente y los filósofos de Oriente recomendaron también la intuición en vez de la razón como clave de la comprensión misma; pusieron en tela de juicio la validez de la lógica y del análisis; tendían a preferir lo sencillo a lo complejo, todo lo cual era anatema para Gould. “Un artista -escribió Sosekies una persona que vive en el triángulo restante después de que el ángulo que podríamos llamar sentido común se haya retirado de este mundo compuesto por cuatro esquinas.” Por más que aspirase a ser una criatura perfecta en lo espiritual, Gould sabía que no podría tener éxito del todo. N o era capaz de funcionar sin esa cuarta esquina.

“DE TODOS MODOS, Y A SABES QUE SOY UN ROMÁNTICO INCURABLE.” Gould era un hombre sumamente preocupado por su cuerpo. En sus últimos años de vida racionó el contacto físico con los demás 360

de tal modo que pudiera asumirlo. Rehuía el contacto con toda per­ sona desconocida, e incluso con algunos amigos: no son sólo los empleados de Steinway and Sons los que dicen “Tú nunca tocaste a Glenn”. Buena parte de todo esto era debida a una exacerbada preocupación por su salud física, no sólo al temor a la intimidad. No era tan adverso al contacto físico como muchos suponen, y se sabe que abrazaba y daba consuelo físico a las personas que cono­ cía bien. Una vez más, todo dependía de la persona y de la situa­ ción; la regla de la ausencia de contacto fís ico era otra postura adquirida por defecto, a la que de buena gana renunciaba en las cir­ cunstancias idóneas. Casi con toda seguridad deseó siempre tener más contacto físico del que sus angustias le permitieron. Gould no mantuvo en total secreto ningún otro aspecto de su vida privada, o no tan celosamente como el relativo a su sexuali­ dad, acerca de la cual han sido muchos los misterios y las especu­ laciones. Todos, con la excepción de sus amigos más íntimos, se arriesgaban a sufrir una expulsión inmediata y perpetua de su trato con sólo preguntar por su vida amorosa, y cabe reseñar que la inmensa mayoría de sus amigos ha sabido guardar sus secretos. Nunca se casó, nunca se le vinculó públicamente con una mujer; parecía por completo indiferente a la atención de sus admiradoras, y en todas las entrevistas se negó a responder a cualquier p re­ gunta subida de tono sobre su vida amorosa (cuando él decía “subida de tono” era sumamente riguroso: bastaba con que se le formulara esa clase de preguntas). Deploró “las repetitivas e improductivas indagaciones sobre las proclividades sexuales de Boulez, que ade­ más son algo de muy mal gusto”, en la biografía que de este com ­ positor escribió Joan Peyser, y que Gould reseñó en 1976, a la par que admiraba a Liberace por pleitear con éxito contra un periodista inglés que dio a entender que era homosexual. Salta a la vista que Gould creía que una figura de proyección pública tenía derecho a lograr que su vida privada fuera privada de veras. Nada tiene de extrañar que muchas personas hayan supuesto y sigan suponiendo que ocultaba algún vicio secreto que debía escon­ der celosamente, casi con toda seguridad la homosexualidad. Los rumores de que era gay los alimentó la androginia de su presencia física -tan pasmosa en muchas de las fotografías de sus comien­ zos- y su superficial asexualidad, que podía interpretarse en un sen­ tido u otro; probablemente no fue buena idea que en algunas giras de conciertos viajara a veces con un masajista. Nunca se sintió incó­ modo, nunca deploró la inclinación de sus amigos homosexuales, y tuvo una cantidad significativa de seguidores entre la comuni­ 361

dad gay, que lo consideraba “uno de los nuestros”. En un extraño librito de Kevin Kopelson, Beethoven’s Kiss: Pianism, Peroersion, and, the Mastery of Desire [“El beso de Beethoven: la pianística, la perversión y el dominio del deseo”], publicado en 1996, la homo­ sexualidad de Gould es algo que se da por sentado sin necesidad de aducir pruebas, y que se comenta junto con la trayectoria de Horowitz, Cliburn, Pogorélich y otros, por ser un pianista gay que nunca salió del armario; de hecho, se dice que es “la piedra angu­ lar de la pianística gay”. Su estilo al tocar el piano también reforzaba tales suposiciones, al menos a juzgar por las críticas. En una serie de conciertos dedi­ cados a obras de Beethoven y Brahms, por ejemplo, se le elogió por su capacidad de introspección y su estilo poético, pero se le criticó por la falta de potencia y de “virilidad”, y a lo largo de los años algu­ nos de sus detractores recurrieron al empleo de palabras como “frá­ gil”, “dedos blandos”, “que se desmaya”, “afeminado” y “tiquismisquis” para calificar aquellas interpretaciones escasas de bravura, elemento con el que nunca se sintió a sus anchas. ( “Tiquismiquis” es una de las palabras que aparecen en el texto por el cual Liberace fue aju i­ cio.) George Szell criticó a Gould, y además a la cara, por el uso del pedal de sordina de manera casi constante en un concierto de Beethoven, porque “logra un sonido muy fem enino”. Gould dijo así años más tarde: “Tuve la impresión de que quiso dar a toda la cues­ tión una connotación sexual, pero yo preferí hacer como que no me daba cuenta”. Robert Sabin, en una reseña del disco de 1960 en el que se incluía la maravillosa grabación de la Partita en si bemol mayor de Bach, lo comparó en términos favorables con “los jó v e ­ nes atletas del teclado que hoy en día tocan con un exceso de ensayo y de músculo”, y admiró su “exquisito sentido del tacto”, su “ama­ bilidad”, su “gracia” y su “encanto”. Gould, escribió, “es un poeta, un buscador de la belleza en los rincones secretos”, y concluyó que esa “sensibilidad” era la clave dominante de toda su interpre­ tación. Aun cuando la intención de la crítica fuera elogiosa, esta clase de palabras también fue alimento para quienes entendían que la form a de tocar de Gould era insuficientemente viril, y algunos de sus críticos más acérrimos se apropiaron de las ideas de deca­ dencia, exotismo y feminidad que desde tiempo inmemorial se uti­ lizan en clave para designar la homosexualidad. Es de reconocer que Glenn Gould difícilm ente podía consti­ tuir, para nadie, un poderoso argumento en favor de la heterosexualidad o de ninguna clase de sexualidad: no era una persona que rezumase sexo. Y sus pensamientos privados en torno al sexo 362

eran sin duda no menos ambiguos que los del hombre corriente, nominalmente heterosexual. Pero no existe una sola prueba que indique que fuese homosexual en privado o que hubiera tenido, o deseado tener, experiencias homosexuales. N i siquiera sus ami­ gos gay lo aseguran: uno de ellos recuerda que cuando eran estu­ diantes se le insinuó a Gould, y que éste “por poco se cayó por la ventana”. Gould tampoco era ajeno a los rumores que corrían acerca de su persona, y llegó a enojarse mucho cuando se airearon en público, aunque en privado sabía tratar el asunto con bastante buen humor. Ben Sonnenberg le preguntó qué decía cuando alguien le preguntaba si era gay, y le respondió así: “Siempre cito a Horowitz, quien dijo que hay tres clases de pianistas: los pianistas h om o­ sexuales, los pianistas judíos y los malos pianistas. Y suelo añadir que hay también pianistas que tocan m ejor que H orow itz”.6 Ravel, compositor aparentemente asexuado, del cual se supone ampliamente que era homosexual, dijo una vez que “la única his­ toria de amor que he tenido en la vida ha sido con m i música” , y a Gould le gustaba hacer una afirmación similar: “La música es mi éxtasis”, refirió a Nicholas Kilburn. Ésta era la línea que adoptaba con la prensa. En una entrevista de 1959 para el Toronto Daily Star aparece este diálogo impagable: Dennis Braithwaite: ¿Está usted comprometido, o tiene una novia a la que vea a menudo? Glenn Gould: No estoy comprometido. Dennis Braithwaite: Volviendo a su música...

Gould ciertamente tuvo citas con mujeres cuando era adoles­ cente y también en su juventud, aunque a todas luces fueron citas amistosas, castas, trufadas de conversaciones sobre música y libros. A ndrew Kazdin creía que Gould tenía una muy exigua ex p e­ riencia con las mujeres. “En muchos aspectos, Gould hacía gala de una especie de desarrollo detenido en el tiempo -escribió-, y sobre todo en su conducta em ocional. Desde un punto de vista social, a mí me parece que estaba clarísimo que Glenn contemplaba a las mujeres con una cierta ingenuidad prepúber.” Tal com o recuerda Kazdin, Gould una vez llegó a la conclusión de que Stereo Review sólo publicaba críticas adversas sobre él porque el direc­ tor de la sección de música clásica de la revista estaba celoso de que Gould hubiera tenido un trato de amistad e incluso hubiera estado, quizá, enamorado de su mujer, que trabajaba en Columbia Masterworks. “Todo el episodio -escribió Kazdin-m e pareció exac­ 363

tamente lo mismo que se puede desenterrar en un diario de un ado­ lescente.” La ingenuidad de Gould se manifiesta también en su rama­ lazo puritano: expresamente condenó que la mujer de Kazdin leyera el Cosmopolitan, y afirmó estar “absolutamente espantado” de que existiera una cosa tal como la pornografía. Es de suponer la ver­ güenza que le invadiría cuando Leonard Bernstein, en una fiesta celebrada después de su primera actuación juntos, le dijo: “Has tocado tan de maravilla que por poco me corro encima”. N o obs­ tante, a pesar de su mojigatería le fascinaban las hazañas sexuales de sus amigos, y Paul Myers recuerda que a Gould le gustaba ir a ve r películas de cierto contenido erótico, y que contemplaba las escenas de sexo con el pasmo de un chaval. Gould no podía dejar de ser atractivo para las mujeres, las cua­ les respondían ante su belleza física (al menos cuando era joven), ante su talento e inteligencia, su encanto y su ingenio y, cómo no, su fama. A algunos amigos les habló de las muy incómodas situa­ ciones en que se vio a raíz de sus giras de conciertos cuando tenía que librarse de las intentonas de seducción de ciertas mujeres, que él no deseaba, incluida por ejemplo la esposa de un diplomá­ tico en Rusia. No extraña a nadie que el pianista Glenn Gould necesite de veras el Chevrolet que conduce por Tel-Aviv -escribió un periodista israelí en 1958-. Gould, soltero de veinticinco años de edad, es perseguido por las bellas señoras de todo Tel-Aviv, y parece ser que no tiene otra manera de huir que escapar a bordo de su coche. Una fuente digna de toda confianza ha revelado que a Gould le dan igual todas esas gua­ pas admiradoras, y que dedica casi todo su tiempo libre a tocar el piano.

Su aparente distanciamiento sólo parecía hacerlo más deseable. Las admiradoras le atemorizaban en vez de adularlo, aunque no pocas veces tuvo que vérselas con ellas. Una nota manuscrita de Walter Homburger, hallada entre sus papeles, dice así: “Ándate con ojo, que me parece que ésa es veneno. Es profesora de piano, seguro que quiere publicidad para sí misma” . Una joven de la c b c iba a veces a su casa y, con gran consternación por parte de su madre, se sentaba literalmente a los pies de Gould mientras éste ensayaba. En 1961 una mujer le escribió para preguntarle si estaba casado o si tenía un compromiso en firme, y si podía acudir a Toronto para verlo, pues “mi futuro -escribía- depende por completo de lo que usted me responda”. Gould sentía lástima por esta clase de muje­ res, aunque le incordiaban otras admiradoras más insistentes y, 364

quizá, más peligrosas. Ray Roberts, ayudante de Gould en los años setenta, recibió una llamada suya una noche porque una mujer estaba tocando a la puerta. Y de pronto -recuerda Roberts-, allí estaba aquella loca de Texas que le escribía cartas casi a todas horas. A diario. Dijo que iba a subir y que iba a ponerse a disparar a todo el que pasara por el cruce de las calles Bloor y Yonge a menos que él dijera que estaba dispuesto a casarse con ella.

Una mujer sueca insiste en que él le propuso matrimonio, y que visitó Suecia en secreto poco antes de su muerte, para verla y para someterse a un tratamiento médico para el dolor de espalda, pero la evidencia contradice esta historia, que resulta tan verosímil como una grabación supuestamente perdida que hizo Gould del concierto de Chaikovsky.7 Parece que Gould se llevaba m ejor con las mujeres que con los hombres, y tuvo una cálida amistad con bastantes mujeres a lo largo de los años. Estuvo Deborah Ishlon, que trabajaba en el departamento de publicidad de Columbia cuando Gould firm ó su prim er contrato con la compañía; estuvo tam bién la periodista Gladys Shenner, que mantuvo una relación estrecha con él durante sus años de concertista internacional. Estuvo Verna Sandercock, la secretaria de Walter Homburger, y estuvo Susan Koscis, direc­ tora de publicidad de c b s Masterworks durante los últimos años de la vida de Gould. Él disfrutaba con estas relaciones, aunque a veces, quizá de manera intencional, amenazaban con volverse más serias, más íntimas, perspectiva que a todas luces le causaba angus­ tia aun cuando en apariencia él mismo deseara que se obrase ese cambio. Todo indica que hubo algunas relaciones con mujeres que quizá no fueran platónicas, y que a la sazón se complicaron, por lo que fue preciso ponerles fin. A Gould se le antojaba muy difícil soste­ ner una suerte de relación íntima de veras, pues temía que un lazo emocional demasiado estrecho terminara por devorar su vida y sus pensamientos, socavando al final su manera de ser y su arte. Cuando surgían de manera invariable conflictos con las mujeres con las que tenía una cercanía especial, le resultaba muy difícil hacerles frente, y prefería cortar la relación a lo sumo mediante una explicación escrita. Entre sus papeles, por ejemplo, se halla una nota manus­ crita dirigida a una mujer, que data de comienzos de los años sesenta. Empieza diciendo así: 365

Claro que seguiremos siendo amigos. ¿Por qué no íbamos a serlo? Por mucho que pueda haberte lastimado, en el peor de los casos ha sido fruto de una falta de tacto que a veces es muy característica de mí, y que jamás podría ser producto de una malicia intencional. Tienes que creerme si te digo que sólo puedo pensar en ti con cariño.

Otro documento de esa misma época, seguramente el borrador de una carta, implica la existencia de una relación que a su juicio empezaba a tom arse demasiado intensa, demasiado exigente: Deduzco que trataste de llamarme ayer, de modo que esta carta, aunque me sea difícil, es necesaria. Eres tan consciente como el que más de que aveces me veo gober­ nado por esa “sinrazón” en la que mis decisiones a veces se basan. Y esta intuición que me guía en el terreno de las relaciones personales es una fuerza a cuyo servicio me pongo sin dudarlo; cuando parece exigirme el aislamiento de una persona, o de todas, también he de obe­ decerla. Por ilógico e imprevisible que sea, y aunque pueda enfure­ cer a los otros, yo he descubierto que esta obediencia, aunque la haya utilizado con arbitrariedad, es una fuente de una fuerza interior inmensa. Sólo puedo pedirte que seas caritativa y que me perdones, y que me creas si te digo que de ninguna manera eres responsable de esto, salvo en el sentido en que todos somos responsables de lo que va siendo este mundo en que vivimos. Intenta entenderme cuando digo que una cosa que no haré es analizar, explicar mis reacciones, salvo ante mí mismo. Créeme también si te digo que te tengo tanto cariño como siempre.

Esta clase de situaciones verdaderamente le trastornaba, y aun­ que sus explicaciones a veces parecen forzadas -¿qué quiere decir “lo que va siendo este mundo en que vivim os”?- parece haber estado a un tiempo ansioso de no hacer daño a la otra parte y decidido a lograr la ruptura, para él necesaria. Gould tuvo una relación íntima, a comienzos y mediados de los años cincuenta, con una mujer que era algo mayor, y cuyas cartas a él van encabezadas por apelativos que oscilan entre “Fauno” y “Spaniel” ; Gladys Riskind recuerda haber visto a Gould con una amiga en esta misma época -¿quizá la misma mujer?-, ella con la cabeza sobre su regazo, mientras él le acariciaba el cabello de una form a más que amistosa. En uno y otro caso él asume el papel del animalillo amado, como había sido con su madre, y esta estrecha ligazón con la madre sin lugar a dudas influyó en sus posteriores relaciones con las mujeres, con las cuales por lo general fue galante 366

y considerado. En algunas mujeres fue capaz de hacer que a flo­ rase la madre que llevaban dentro, pues necesitaba afecto, elogio, caricias. A veces no está muy claro qué era lo que buscaba en una relación en particular: ¿una amiga, una com pañera intelectual, una amante, una madre? Y hay al parecer ocasiones en que ni él ni la mujer en cuestión estaban seguros. Reverenció a ciertas muje­ res desde la distancia, incluidas aquellas artistas cuya obra le afec­ taba en particular: Elisabeth Schwarzkopf, Barbra Streisand, Petula Clark. (¿Y también Mary Tyier M oore?) Parece haberse enamorado alguna vez de una mujer de ficción, incluida la misteriosa Nami de El mundo de las tres esquinas, tal vez “la mujer de la arena” y, muy al final de su vida, la discapacitada Rowena en la versión cinema­ tográfica de la novela de Timothy Findley titulada Las guerras. En cuanto a que Gould tuviera una vida sexual verdadera, parte de los indicios son ciertamente ambiguos. E l antiguo director del m otel M otor Inn, de Wawa, recuerda por ejem plo que Gould no siempre se registraba solo, sino que a veces estaba con una mujer ( “una mujer de la c b c ”, según su recuerdo no del todo sólido). Por otra parte, alquilaban habitaciones separadas (las dos más alejadas de la oficina de recepción), lo cual meramente plantea un interro­ gante: ¿era una secretaria, una colega, una amiga, una amante? Otros indicios recuperados de sus viajes con compañía femenina son igual­ mente ambiguos. Entre sus papeles queda un texto fragmentario, dirigido a alguien llamado Dell (o a propósito de esta persona), que sus admiradores han comentado por lo menudo, y para más de uno es una pistola todavía humeante, análoga a las misteriosas cartas a la “Amada inmortal” de Beethoven. He aquí el texto en totalidad: ¿Sabes? Estoy profundamente enamorado de cierta muchacha, muy bella. Le he pedido que se case conmigo, pero me ha rechazado, aunque aún la sigo queriendo más que a nada en el mundo y cada minuto que puedo pasar con ella es como estar en el cielo; tampoco quiero ser un pesado, así que si al menos lograse que me dijera cuándo podemos vemos me sentiría mejor. Le he invitado a que me permita llevarla a donde ella quiera, pero parece ser que no tiene tiempo para mí. Si la vieras, por favor, pídele que me diga cuándo puedo verla y cuándo...

Según todos los indicios de que disponemos, nunca hubo nadie llamado Dell en la vida de Gould. La hoja en la que aparece la carta aporta pocas pistas, salvo la relativa a la fecha. En la parte supe­ rior de la hoja aparece una serie de anotaciones en clave relativas a la edición de su álbum de preludios, fugas y fughettas de Bach, 367

publicado a finales de verano de 1980; en el centro de la hoja, una frase enmarcada parece decir: “El bloqueo de Chopin, hinchado y plateado” . En el encabezamiento del texto Gould escribió esto: “ ... cartas de amor a D ell...” (aun cuando la carta está dirigida a una tercera persona, y sólo trata acerca de la mujer en cuestión). De gran significación parece una enmienda aparentemente inofen­ siva ya al final de la hoja, en la frase que dice: “Le he invitado a que me permita llevarla a donde ella quiera”. En vez de “que me per­ m ita”, Gould originalmente escribió “y perm itido” . Después, con otra tinta, tachó el original para cambiarlo por el resultado, con lo cual corrige un error evidente, aunque al mismo tiem po puso un interrogante al margen. Es un detalle revelador, ya que no hay moti­ vos para que pusiera en duda una corrección perfectamente racio­ nal en un texto que estaba escribiendo de su puño y letra; el interrogante sólo tiene sentido si estaba corrigiendo algo que hubiera escrito otra persona. Dicho de otro modo, Gould no escribió la carta de Dell, sino que la copió, tal como a menudo copiaba citas y tex­ tos breves que le llamaban la atención. (E l empleo del plural en el encabezamiento, “cartas de amor”, nos lleva a pensar que la carta form a parte de una colección .) Quedan más m isterios sin resol­ ver: ¿por qué copió esta carta, y de qué fuente? Ahora bien, el texto no se puede interpretar com o una “carta de am or” en el sentido habitual de la expresión, además de que no parece que haga refe­ rencia a personas y situaciones reales en los últimos años de Gould. Es tentador asumir que Gould fuera una persona asexuada, ima­ gen que sin duda encaja con su estética y con la proyección de su persona que quiso transmitir; es posible leer toda la literatura sobre Gould y quedar plenamente convencido de que murió siendo virgen. Tal como le gustaba decir, “el último puritano” era él, y no el pro­ tagonista de la novela de George Santayana, de la cual era, por cierto, un gran admirador. En su familia nunca se habló de sexo durante sus años de crecimiento: su hogar parece haber sido uno de tantos en los que la sensualidad se equiparaba con la carencia de una vir­ tud. Pero si bien es fácil creer que en semejante entorno se inculca el miedo al sexo, o la culpabilidad en tom o al sexo, no se debe supo­ ner que Gould careciera de los sentimientos sexuales normales, que estuviera apesadumbrado por la culpa y la vergüenza en este sen­ tido, que fuera incapaz de disfmtar de un contacto sexual íntimo si se dieran las circunstancias apropiadas. (A fin de cuentas, tam­ bién los puritanos se las ingenian para proci’ear.) Un músico de Toronto bien conocido, que trató a Gould a comienzos de los años cincuenta, tuvo el privilegio de entrar sin avisar por una puerta que 368

no estaba cerrada, en una casa que era de su propiedad, y descu­ brir a Gould in flagrante delicto con una amiga. El propio Gould dijo a Ray Roberts que había vivido “un tórrido romance” cuando tenía veintitantos años, estando de gira por Estados Unidos, y tam­ bién corrieron rumores sobre las novias que podía tener en Montreal, Nueva York, California. Una mujer que lo conoció bien a finales de los cincuenta recuerda que “flirteábamos com o un par de adoles­ centes”, y que él quiso de manera inequívoca iniciar una relación sexual. (Ella lo rechazó, él se mostró respetuoso y caballeroso, la amistad entre ambos no se resintió.) Hay fuentes fidedignas que aportan otros testimonios verosímiles, aunque de segunda mano, en el sentido de que otra de sus relaciones de una época posterior adquirió un cariz sexual, aunque no se tiene la sensación de que hubiera muchos m om entos com o ése, si es que lo fue. En cual­ quier caso, no es de recibo seguir hablando de Saint Glenn, el que jamás fue mancillado por el contacto de mujer ninguna. La relación romántica más seria que vivió Gould fue la que tuvo con una mujer estadounidense, casada y con hijos. Se conocieron no mucho después de la publicación de su primera grabación para Columbia, y es de suponer que su relación floreció y prosperó con el paso de los años. Hacia 1967 ella dejó a su marido y se marchó con sus hijos a Toronto. Se alojó primero en casa de uno de los ami­ gos de Gould, después en un hotel, antes de alquilar su propio apar­ tamento en la zona de Deer Park, no muy lejos de Gould, y allí residió cuatro años. La mujer en cuestión era también artista, de mentali­ dad viva; según todos los indicios, Gould la adoraba. Pasaba mucho tiempo en su apartamento,8y estaban horas hablando por teléfono, a veces hasta quedarse dormidos. Él también tuvo un gran cariño por los hijos de ella. A veces disfrutaban de ocasiones sociales con amigos como John Roberts y Paul Myers, y Gould habló bas­ tante de ella a sus demás amistades. Kazdin los vio juntos en noviem­ bre de 1967, en Nueva York, en un pase privado de uno de los programas televisivos de Gould para la n e t (Herbert von Karajan también se encontraba presente). El que vi aquel día fue un Glenn Gould muy diferente -escribió Kazdin-. En vez de ser el centro de atención, absorto en sí mismo, vi a un atento acompañante de la mujer. ¿Se encontraba bien? ¿Deseaba que le llevase algo de beber, o de comer? La imagen mental que tengo de ellos dos durante el pase de la cinta es que ella estaba sentada en un amplio sillón y Glenn estaba encaramado en el brazo, como si envol­ viese el respaldo. A lo largo de toda esta época no cabía ninguna duda de que ella ocupaba un lugar muy especial en la vida de él.

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Eran una pareja; su relación (según una de las amistades de la m ujer) fue “muy apasionada y muy física”, y la vida que llevaron en común supuso el m áximo acercam iento de Gould a una vida doméstica y conyugal. Según Otto Friedrich, quien entrevistó a la mujer, Gould quiso casarse con ella y fue ella la que se negó. Hacia 1971 volvió con su marido. “Gould la llamó por teléfono todas las noches a lo largo de dos años, dice, hasta que por fin ella pudo con­ vencerle de que se abstuviera. Nunca más se volvieron a ver.” Gould reconocía haber pensado mucho en torno al m atrim o­ nio. A un determinado nivel, anhelaba una vida hogareña. Le inte­ resaba mucho la fam ilia de los demás, y a menudo desarrollaba una sólida amistad con las mujeres y los hijos (y las mascotas) de sus amigos y colegas. Estaba siempre deseoso de saber novedades sobre las familias a las que conocía y trataba, y parecía disfrutar cuando visitaba a los demás en sus casas, como si así experimen­ tase el placer vicario de hallarse en presencia de la armonía domés­ tica. Durante toda su vida se llevó muy bien con los niños. Jessie Greig, que era maestra, señaló que “a Glenn le interesaba muchí­ simo mi trabajo, el m odo en que trataba yo de estimular a los niños. N o pocas veces me daba consejos y sugerencias” . Tenía un trato amistoso con los niños que vivían en los alrededores de la casa de campo familiar, a los que se llevaba a pasear, o jugaba con ellos, y a veces los invitaba junto con sus madres a pasar un rato diver­ tido con su grabadora. Nunca les habló en un tono condescen­ diente. “Todavía lo veo subir de dos en dos las escaleras de nuestra casa en Toronto para contarles un cuento a nuestros hijos antes de que se durmieran, cuentos que fluían de manera espontánea a partir de su propia imaginación”, recordaba John Roberts. (E l único problem a era pararle los pies a su debido tiem po y lograr que los niños durmieran.) Con los hijos de otros amigos jugó al hockey de mesa y a otros juegos, o bien les enseñó a cortar y m ezclar cin­ tas de audio. Lo más cerca que estuvo de dar una clase de piano fue cuando daba ánimos o consejos a alguno de los pequeños pia­ nistas de su círculo. Todo indica que a Gould le habría gustado llevar una vida domés­ tica, si bien sabía que era imposible, en parte por ser la suya una personalidad extraña, difícil, de mantenimiento muy exigente, pero sobre todo porque el matrimonio era incompatible con la soledad que su arte le exigía. A ngela Addison lo recuerda sentado en la sala de ensayos del Real Conservatorio, a comienzos de los años cincuenta, lloroso, explicando su frustración a raíz de una rela­ ción con una mujer. El problema no consistía en que él fuera inca­ 370

paz o en que no quisiera mantener una relación verdadera, e incluso matrimonial, sino en que no era capaz de reconciliar este deseo con sus necesidades artísticas. Es un dilema habitual entre los artistas creativos. Maynard Solomon, biógrafo de Beethoven, lo considera “un conflicto entre un narcisismo a la defensiva y un deseo salvaje y constante de salir de un doloroso aislamiento”. Brahms lo dijo de manera más concisa: “Por desgracia, nunca me he casado, y sigo siendo, ¡a Dios gracias!, soltero”. Si a Gould le preocupaba que una esposa pudiera abrumar y sofocar tanto su personalidad como su arte, probablemente se debe a que él mismo era propenso a la obsesión y a los celos en una rela­ ción romántica. En La dinámica de la creación, Anthony Storr escribió: Quienes han tenido pocas oportunidades de expresar sentimien­ tos sexuales y de compartirlos tienden a alternar entre la supresión y la represión de la sexualidad, y a darle un valor tan desmedido que roza la idiotez. Son quienes han tenido apenas práctica en el manejo de la propia sexualidad quienes tienden a “enamorarse” de una manera devastadora; son ellos los que tratan todo el asunto del amor en tér­ minos de un todo o nada.

Es una observación que parece llamativamente apta al hablar de Gould. En las relaciones, como en el trabajo, invertía una inten­ sidad agotadora, además de una angustia notable. Era en efecto como un adolescente: muchas de sus relaciones parecen enamo­ ramientos intensos y pasajeros. En uno de sus cuadernos de notas hizo sucesivos anagramas con las letras del nombre de una amiga, tal como un adolescente podría grabar las iniciales en el tronco de un árbol. Su entrega era intensísima, aunque siempre tenía que ser en sus términos, de acuerdo con su calendario y su agenda, y sus sentimientos románticos, si bien poderosos, podían ser ambiguos, o no siempre legibles con la debida claridad. Greta Kraus relató a Peter Ostwald una situación en la que Gould “estuvo poseído por unos celos inmensos”, hablando sin cesar de la mujer en cuestión, ansioso de verla, de m odo que al final sólo consiguió abrumarla. Una mujer con la que tuvo una relación íntima cuando él tenía veintipocos años se sintió en parte aliviada cuando por fin perdió todo contacto con él, ya que sus necesidades emocionales y las exigen­ cias que le planteaba sólo en cuanto al tiempo -teniéndola toda la noche al teléfono, etc.- habían terminado por ser excesivas e insu­ fribles. Hay anécdotas similares en las que aparecen otras m uje­ 371

res más avanzada su vida, relaciones sexuales además de las amis­ tades platónicas. Y cuando terminaba de manera inevitable una rela­ ción apasionada, el dolor que padecía era tal que deseaba eliminar a la mujer de su vida, con una crueldad muy propia de ese “todo o nada”. La relación con la mujer casada quizá fuera para Gould todo un hito, la prueba decisiva de que no iba a conseguir jamás disfru­ tar de una unión hogareña y duradera. Todavía tuvo al menos algu­ nas cuantas relaciones románticas en la última década de su vida, incluidas al menos dos que se superpusieron durante una tem po­ rada a finales de los setenta, aunque las dos terminaron (de mala manera) hacia 1980; Susan Koscis dice que se preguntó, basándose en algunos de los comentarios de Gould y en su conducta, si su rela­ ción con él podría haber llegado a desarrollarse, y cómo, en el supuesto de que hubiera vivido más años. Ray Roberts comentó en cambio que Gould “estuvo menos implicado con las mujeres” en sus últimos años, com o demuestran todas las evidencias. Parece ser que ya a sus cuarenta y tantos Gould quiso evitar todos los problemas que habían condenado al fracaso sus intentos anterio­ res por mantener relaciones duraderas. Esta es al menos la con­ clusión evidente a partir de un largo texto manuscrito, de uno de sus cuadernos de notas de 1980, que es el mismo año en que dejó escrita la carta de Dell: ¿Hasta qué punto tenemos una buena amistad? En mi opinión, ha llegado a ser tan buena que se ha creado un ambiente prácticamente sin tensiones de ninguna clase. Esto se debe a que nos conocimos y la des [arrollamos] cuando éra­ mos a todas luces de la misma opinión en todo. Teníamos una única intención; los dos nos enamoramos hablando de la tranquilidad de espíritu y la reforzamos en la determinación de ambos a la hora de hallar esa cualidad e introducirla en nuestras vidas. = Yo hablé de las jerarquías de la amistad, es decir, dije que no creía en tal cosa. Dije que hay momentos de intensidad que nada tienen que ver con la longevidad], la intimidad, la proximidad, etc. En mi opi­ nión, nosotros hemos llegado a esa meseta. Muy deprisa, y hasta ahora, nos hemos mantenido allí de una forma milagrosa. = También hemos llegado a la meseta porque, como todos los bue­ nos clientes del café Navajo, no ha tenido sentido andamos con jue­ gos, emplear estrategias de ninguna clase; nos hemos comportado, creo yo, como si de veras nunca más fuésemos a vemos otra vez, y por eso hemos sido completamente honestos. = Lo cual, sin embargo, no necesariamente] significa que hayamos sido el uno con el otro tan claros como quisiéramos creer.

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La semana [pasada], tuvimos el primer minidesajuste (y espero que sea el último) por falta de claridad. Yo di demasiadas cosas por sen­ tadas; di por hecho que mi interés supremo por un estilo de vida recluido y alejado de todo estaba perfectamente claro. Y no me di cuenta de que tú estabas a favor de interpretar tal hecho como una muestra de rechazo. = Pero creo que ahora llegamos a un problema de más envergadura y más urgentemente necesitado de clarif[icación]. Debido a que nuestra rel[ación] sin lugar a dudas ha ido en aumento, hay una intensidad psíquica que es de veras extraordinaria; es además inm[ensamente] prod[uctiva] y reconfortante y sosegadora. Pero podría parecerse -s i quiere uno dejar que así sea- a una inten­ sidad física; o, si no, fácilmente podría uno convencerse de que su curso natural discurre en dirección a la intensidad física. Y eso no es necesariamente] así, al menos en mi opinión, [al margen:] la mayoría de las personas trata de que así sea: unas lo consiguen, la mayoría fracasa y si se da una confusión de propósito entre nosotros y una nece­ sidad corres[pondiente] de clarificación], es ahí donde surgirá la discrepancia. Y es que nada de lo ocurrido, nada de lo que previsiblemente ocu­ rrirá en nuestra relación, va a cambiar o a empezar [?] a cambiar la forma de vida que decidí llevar muchos años atrás. = Flashback si resulta absolutamente] nec[esario] ABA A l insuficiente] claridad en el examen psíquico. [?] A2 “ “ que resulta de los celos, etc. [tachado:] Por tanto, para aseguramos de que nosotros = Teorías de relaciones físicas = deterioro psíquico. Años de preparación] para esta forma de vida. Un cambio sería destructivo y produciría el tipo de resentimiento que terminaría por causar muy deprisa el desmantelamiento de nuestra relación. Por tanto: no se contempla ningún cambio. ¿Podrías vivir con eso? Es decir: ¿se te hace la energía psíquicaper se [léase, exclusivamente] demasiado dura de afrontar? Te digo todo esto sólo con objeto de evitar la clase de confusión que podría suponer un instante de inquietud innecesario en lo que es una relación realmente notable. Me propongo que, si tu disposición es la de continuar, nos pro­ duzcamos uno a otro la paz “que sobrepuja todo entendimiento”.

Da toda la impresión de que son notas preparatorias para una carta o para una conversación pendiente, y no hay m otivo para tomarlo com o algo diferente de lo que a todas luces es: un borra­ dor para una comunicación con una mujer con la que Gould ha 373

com partido un lazo em ocional rápidamente creciente, que ame­ naza con adquirir un tinte sexual, de lo cual resulta una tensión que él necesitaba aclarar a su manera, con su característico des­ apego y su lógica implacable. El hecho de que la m ayoría de los admiradores de Gould se sorprendan al verlo en un plano tan íntimo y tan confesional demuestra que las leyendas acerca de su persona han terminado por oscurecer las relaciones muy reales que tuvo con personas del sexo opuesto. La expresión “nos enamoramos” no deja lugar a las ambigüedades, y su manera de equiparar las “relaciones físicas” con el “deterioro psíquico” entraña que tenía conocim iento de lo que estaba hablando, de que había pasado por arduas experiencias que no deseaba repetir. Esta comunicación nos lleva a pensar en que, más avanzada su vida, Gould tomó la decisión definitiva de llevar (o de intentar llevar) una vida más lite­ ralmente monacal, aunque también es reveladora de que bajo nin­ gún concepto se proponía vivir sin trabar relaciones íntimas con otras personas. Como dijo su amiga Margaret Pacsu, “Glenn era una de esas per­ sonas que toman los votos”, lo cual parece innegablemente cierto si hablamos de sus últimos años. Lo cierto es que no a la fuerza “tomó los votos” por razones morales, no por perseverar en la pureza dentro de un mundo impuro; más probable es que tratara de aho­ rrarse los problemas que parecía incapaz de evitar en las relacio­ nes sexuales. Habida cuenta de su in flexib ilid ad y su intensa dedicación a sí mismo, pero también de su genuino deseo de no herir a los demás, sin olvidar las exigencias del arte y su única relación duradera y fallida, tuvo que verse tentado, a los cuarenta y tantos años de edad, de dejar atrás todo lo que tuviera algo que ver con el romance. Su amigo Carl Little una vez le preguntó qué consejo daría a un joven artista que aspirase a desarrollar una carrera profesional. Gould contestó: “Que renuncie a todo lo demás”.

“DICEN QUE SOY UN HIPOCONDRÍACO, Y CLARO QUE LO SOY.” Gould habla por teléfono con un amigo cuando éste estornuda, o tose, o dice que cree estar pillándose un resfriado, y Gould, presa de un pánico hipocondríaco, cuelga el teléfono. Es la clásica anéc­ dota de Gould, y hay un número sorprendentemente elevado de per­ sonas que insisten en que la presenciaron de primera mano. Uno de los aspectos de la leyenda de Gould que jamás se ha exagerado 374

es su hipocondría devastadora y corrosiva. Era uno de esos inte­ lectuales para los que el cuerpo es un vehículo inconveniente, aun­ que a fin de cuentas necesario, para transportar la cabeza (y, en su caso, las manos): ansiaba mantener su cuerpo, como sus em ocio­ nes, a una cierta distancia. A l m ism o tiem po, le obsesionaba el cuerpo, vivía pendiente de sus funciones en la misma medida en que controlaba hasta los menores detalles de sus pianos y sus pro­ cesos de edición. Así como aspiraba a controlarlo todo en su vida, aspiraba a controlar su cuerpo com o si fuera más una máquina que un organismo imprevisible. Desde el día en que vio vomitar a un compañero en la escuela, le daba pavor perder el control de su cuerpo. Meditaba a fondo acerca del cuerpo, lo estudiaba, trataba de constreñirlo, pero por más atención que le dedicase nunca llegó a convencerse de que lo tenía bajo control. Más bien al contrario: cuanto más se desvivía y más pendiente estaba de su cuerpo, más desamparado parecía, pues daba la impresión de que sólo acertaba a descubrir los problemas, y nunca las soluciones. Gould no era un hombre pequeño. Medía un metro ochenta, y en su juventud su peso oscilaba entre 75 y 90 kilos, con lo cual era espigado, pero sin caer nunca en la delgadez extrema. (Para que conste: cabello castaño claro, ojos azules.) N o obstante, a muchos les parecía macilento, demacrado, com o si no se cuidara en abso­ luto, y en ningún momento se desprendió de su fragilidad consti­ tutiva y de su sensibilidad exacerbada. A su madre le preocupaba casi a diario que se enfermara, y constantemente le administraba toda clase de cuidados incluso cuando era adulto. Le dejaba notas de ayuda: “Ten limón en el refrigador [sic]. Con una cucharilla de postre te puedes preparar una limonada caliente si te resfrías”. Fue un niño de apariencia bastante angelical, y un adolescente de aspecto desgarbado, además de que nunca llegó a crecer de m odo que cambiase ese cuerpo de adolescente. Durante toda su vid a anduvo encorvado como un adolescente, y caminaba sin ninguna elegancia, con cierta falta de coordinación, medio de costado, ade­ más de padecer una torpeza proverbial: John Roberts ha dicho que Gould era incapaz de llevar una taza de café de un lado a otro de una sala sin que se le derramase. N o cabe duda de que tuvo auténticos problemas médicos. Todo su sistema muscular y óseo fue una constante fuente de intranqui­ lidad, no sólo en sus años de concertista, cuando tocaba muy a menudo y en condiciones estresantes. A los diez años tuvo una grave lesión de espalda estando en la casa de campo: se cayó de una embarcación que era transportada sobre raíles hasta el lago y se 375

dio un fortísim o golpe contra el suelo. “Tuvo intensos dolores”, dijo su padre. A lo largo de los años siguientes lo llevaron a muchos médicos, aunque sólo el quiropráctico de su barrio, el doctor Arthur Bennett, le sirvió de alivio. De adulto, Gould daba todos los indi­ cios de ser la típica persona con crónicos dolores de espalda; Bennett no tenía ninguna duda de que los persistentes dolores mus­ culares y óseos de Gould, ya más adelante, eran consecuencia de esta lesión sufrida en la infancia. El doctor Herbert J. Vear, quiro­ práctico de Toronto que pasó a tratar a Gould cuando se jubiló Bennett, y que le trató en efecto de 1957 a 1977, dice sin tem or al error que “los problemas de columna que se observaban en Gould eran reales y eran clínicos". En opinión de Vear, existía “una dege­ neración p recoz de los discos cervicales observados a través de radiografías”, y “sufrimiento biomecánico funcional en otras regio­ nes, sobre todo en la parte alta de la columna y a la altura media del tórax”. Sus mayores quejas se referían al cuello, los hombros, y los brazos, incluidas las manos -en especial el brazo y la mano izquierdos-, aunque Vear también recuerda que “tenía dolores leves en el tórax y ciertas molestias que a menudo le afectaban la región lumbar”. Su preocupación por el contacto físico era especialmente aguda si alguien le tocaba el hombro. A menudo se quejaba de hin­ chazón, rigidez y dolor de articulaciones, y al parecer sospechaba con gran tem or que tenía una predisposición genética a la artritis. Algunas de sus quejas a propósito de sus dolores musculares y óseos eran un tanto extrañas. Dijo a P eter Ostwald, por ejem plo, que “los huesos de la espalda a menudo se me salen de alineación con las costillas” , y en sus últimos años dejó constancia de algunos síntomas extravagantes en sus cuadernos de notas; por ejemplo, en 1978 comenta insólitos dolores de brazo y presión alta tras “una sustancial ingesta de zumo o de té”, y “extrema tensión en el cue­ llo ” desencadenada por una conversación larga o por la risa. Vear atribuye la culpa de los problemas musculares y óseos de Gould a su postura crónicamente viciada, inestable, empeorada más si cabe al encorvarse sobre el teclado del modo en que aprendió a hacerlo con Alberto Guerrero, aunque Gould nunca dejó de son­ dear un diagnóstico más “científico”, o al menos una terminología más satisfactoria que explicase sus problem as. P o r ejem plo, al menos desde mediados de los cincuenta se quejaba de padecer una rigidez en los dedos causada por la “fibrositis”, afección emparen­ tada con el reumatismo, y creía que esa situación databa de comien­ zos de los cincuenta, cuando cayó a través del hielo en el lago Simcoe y sufrió una congelación seria. Tras su brote de nefritis -la infec­ 376

ción renal- de 1958, a menudo regresaba a ese diagnóstico, incluso al final de su vida, para explicar los dolores de espalda que pare­ cían emanar de la región renal. A finales de los años setenta se refirió a menudo a una “polio subclínica”, una form a leve de la polio que puede provocar varias manifestaciones de malestar, así como rigidez y dolor en los músculos (dijo haberla experimentado por v ez prim era en 1958). Incluso después de 1964, cuando tocaba mucho menos, se quejaba de persistentes dolores musculares, de nervios y de articulaciones en toda la zona superior del cuerpo. En sus cuadernos de notas de la última década de su vida hay abun­ dantes referencias a una tensión grave, a un dolor intenso en toda la región superior, por lo que a veces le era muy difícil enderezarse, además de causarle dificultad para conciliar el sueño. Hay una nota en uno de sus textos privados que alude a “una caída en 1966, y la subsiguiente experiencia ortopédica” (es de suponer que algún apa­ rato corrector para la espalda), además de que sus problemas cró­ nicos le llevaron a padecer inflamaciones en no pocas ocasiones. Era casi imposible encontrar un colchón que se le adaptase bien, y cuando pensaba en adquirir un coche nuevo hacía antes que nada una “prueba del asiento”, en vez de una prueba en carretera, siem­ pre en busca, y por lo común en vano, de un coche que le resultara cóm odo en un largo trayecto. Los quiroprácticos, los fisioterapeutas, los masajistas y los radió­ logos fueron una presencia continua en la vida de Gould. Tuvo una fuerte dependencia de estas terapias durante sus años de con­ certista, sobre todo tras la lesión sufrida en las oficinas de Steinway. Cornelius Dees, masajista holandés, trató a Gould durante muchos años en su apartamento, donde disponía de su propia camilla, e incluso le acompañó en algunas de sus giras de concierto. Del doc­ tor Vear recibió manipulaciones convencionales de quiropráctica y algunas terapias “en los puntos álgidos”, com o las que propug­ naba la pionera doctora Janet Travell. (E l doctor Bennett había avi­ sado a Vear que Gould necesitaba “paciencia y comprensión, además de tratamientos que no fueran dolorosos”.) Después de la lesión de la sede de Steinway, Gould siguió viendo al doctor Irwin Stein, en Filadelfia, para recibir tratamiento ocasional e incluso inyecciones. Su última visita tuvo lugar en diciembre de 1981, cuando se le hicie­ ron radiografías de las manos, la región lumbar y la pelvis, ade­ más de la zona cervical. Probó la terapia mecánica. Cuando sufrió la lesión en la sede de Steinway, adquirió una unidad diatérmica de la marca Siemens, que empleaba una corriente eléctrica de ele­ vada frecuencia para generar calor, además de una unidad de ultra­ 377

sonido, de fabricación local, que emitía ondas sonoras de alta fre­ cuencia con el objeto de poner fin al dolor y la tensión (le costa­ ron unos quinientos dólares cada una); el doctor Vear a veces empleaba esa clase de máquinas en sus tratamientos. A mediados de los setenta comenzó a consultar con el doctor Dale McCarthy, ortopedista, quien no halló otra explicación a sus constantes que­ jas de dolores musculares y óseos que la viciada postura de Gould tanto ante el piano como en la vida ordinaria. Le recetó antiinfla­ matorios sin esferoides, como Indocid, Naprosyn y fenilbutazona, que se suelen administrar a los artríticos; también se le recetaron analgésicos como el Fiorinal, que tiene propiedades sedantes y se suele recetar en caso de fuertes dolores de cabeza. Por decirlo en dos palabras, probó prácticamente todo para hallar alivio a sus dolo­ res: m ejor dicho, lo probó todo salvo el hecho de sentarse erguido y el hacer un poco de ejercicio. Los hábitos de Gould a la hora de dormir nunca fueron buenos, y poco le ayudó que muchas veces tuviera que conciliar un hora­ rio laboral normal con su preferencia por vivir al revés; es de supo­ ner que muy a menudo padeció falta de sueño, en especial durante sus años de concertista. Desde su juventud comenzó a tomar som­ níferos de distintos tipos para remediar su insomnio crónico, entre ellos Placidyl y Dalmane, así como barbitúricos como Nembutal y Luminal. Fue un consumidor de Valium durante muchos años, que unas veces tomaba para dormir y otras para aliviar el estrés y la ansiedad. A mediados de los años sesenta, el doctor Stein al menos una vez le recetó Stelazine, una m edicación antipsicótica que a veces se emplea para tratar los ataques de angustia, y en 1976 John A. Percival, el médico de cabecera de Gould a partir de febrero de 1971 y hasta el final de sus días, le recetó un sedante llamado Librax pues se quejaba de calambres estomacales que presuntamente esta­ ban relacionados con las crisis de ansiedad. Durante casi todo el año de 1978 registró sus horas de sueño con detalle. La media es de seis y media o tal vez siete horas por noche, a veces algo más, a veces mucho menos, lo cual para muchas personas no es un régi­ m en reparador, aunque tam poco sea alarmante, si bien dormía con interrupciones y de manera superficial; dorm ir de un tirón seis o siete horas sin interrupciones era algo tan poco corriente que lo destaca en una nota especial, como las que dedica a un sueño profundo sin necesidad de m edicación. A veces estaba adorm i­ lado en las horas de vigilia, al menos a juzgar por la cantidad de siestas de las que tomó notas: un sueñecito aquí o allá, siempre ves­ tido, en una silla, o en un sillón, e incluso en una bañera. Casi siem­ 378

pre dormía con la televisión encendida; “la televisión -dij o una v e z es uno de los grandes sedantes que hay en el mundo”. A l menos desde 1976 y hasta el final de sus días, Gould estuvo a prueba y recibió tratamiento para paliar los altos niveles de ácido úrico en sangre, lo cual tal vez explicaría en parte las hinchazones y el dolor de articulaciones, como apuntó en alguno de sus pape­ les privados. Le preocupaba tener cálculos renales, y se mostró rea­ cio a creer en las pruebas negativas que le fueron realizadas. Se le recetó una m edicación com o la que se emplea en el tratamiento de la gota y en prevención del ácido úrico y los cálculos renales, com o es el alopurinol. De los auténticos problemas médicos de Gould, el más signifi­ cativo era la alta tensión arterial. El doctor Percival diagnosticó una hipertensión preocupante en marzo de 1976, y aunque su alarma no fuera indebida, Gould se tomó el diagnóstico muy en serio. Tenía un miedo muy particular a la hipeitensión, que era cosa de fam i­ lia, ya que tanto Bert Gould como Jessie Greig eran hipertensos, y su madre falleció de un ataque cardíaco menos de un año antes. Consultó de inmediato con otros médicos como Alexander G. Logan, un especialista en afecciones renales. Logan no halló problemas internos, pero recetó a Gould una dosis baja, y después moderada, de hipotensores como Aldomet; poco después le indicó una dosis también baja de un betabloqueante, Inderal, que se emplea en el tratamiento de la ansiedad, la tensión, los ataques de pánico, las fobias, algunas clases de dolor y otras sintomatologías, así com o en el caso de elevada presión arterial. A lo largo de los años se admi­ nistró otros fármacos -clonidine, HydroDiuril-, pues no es insólito que los pacientes de hipertensión com binen varios fárm acos al tiempo. Gould adquirió distintos equipos para controlarse la tensión, y en sus cuadernos registró con esmero las lecturas (a vec es también la frecuencia cardíaca) a intervalos medidos a lo largo del día, unas veces cada hora, otras aún con mayor frecuencia, sobre todo des­ pués de las comidas, de una visita al cuarto de baño, de ingerir una dosis de medicación e incluso tras una conversación animada. Su presión arterial indica una serie de niveles bajos y moderados de hipertensión en distintas ocasiones, pero también hay muchos índices que son normales. Por lo general, sólo la lectura diastólica (el número que aparece en segundo lugar, a la derecha de la barra) era alta; la lectura sistólica tendía a ser normal. La medicación al parecer había surtido buen efecto, al mantener su presión arterial dentro de unos parámetros aceptables afínales de los años setenta, 379

aunque los amigos han dado testimonio de que podía aumentarle de manera alarmante cuando no tomaba la medicación, como suce­ dió una vez tras un malentendido en una farmacia. Con todo, Gould estaba perpetuamente preocupado por su presión arterial, y es harto probable que su propia angustia al respecto, emparejada con su férreo control de sus emociones, pudiera haber exacerbado el pro­ blema. La lectura más alta que se halla en sus papeles es realmente elevada, de 18/12, que registró en su diario en 1980, tras un consi­ derable enojo por una cuestión familiar, lo cual dice mucho sobre el origen del problema. A sí pues, los dolores musculares y óseos, el insomnio, los nive­ les altos de ácido úrico y la hipertensión eran problemas reales, y para paliarlos Gould recibió el tratamiento m édico indicado. Claro está que sus preocupaciones por la salud no terminaban ahí, al menos en su fuero interno: su miedo a caer enfermo nunca menguó un ápice. A decir verdad, su hipocondría sólo fue a p eor con los años. Nunca dejó de imaginar que su cuerpo se halla sujeto a un perpetuo cerco, y nunca dejó de quejarse de problemas médicos cuyas manifestaciones eran discutibles. Siempre insistió, por ejem­ plo, en que tenía una pésima circulación sanguínea, idea que le había metido en la cabeza el primer médico de fam ilia que lo trató, Colin A. McRae, y que nunca logró espantar: “Pastillas para la circulación -com entó a un periodista en 1955-. Si no las tomo, en fin, es que no circulo”. Parecía tener frío, o al menos simulaba que tenía frío, durante la mayor parte del tiempo.9Algunos de los amigos de Gould han dicho que era frío al tacto, aunque Morris Herman, su médico de cabecera en los cincuenta y a com ienzos de los sesenta, des­ mintió que tuviera ningún problem a circulatorio real, y halló que tenía la piel cálida y húmeda, que de hecho sudaba sin cesar bajo todas las capas de ropa con que se envolvía. En 1956, Gould dijo a Jock Carroll que padecía “espasmos de estómago, diarrea y tensión en la garganta. Me están tratando tres médicos ahora mismo”. Peter Ostwald pensaba que Gould seguramente padecía un trastorno psicosomático, y Gould siempre tuvo una sensibilidad especial en lo tocante a las tripas. “¿Qué has comido que te ha sentado tan mal, Glenn - le pregunto un amigo una vez-, ¿comida?” Desde su infancia, Gould tenía pavor a los gérmenes, y las pre­ ocupaciones que manifestó su madre ante la Exposición Nacional de Canadá al parecer volvieron a aflorar en su ánimo cuando firmó un lucrativo contrato para tocar en el H ollyw ood B ow l en agosto de 1957. Según Peter Yazbeck, Gould no había caído en la cuenta de que el B ow l era un anfiteatro al aire libre, y cuando Yazbeck se 380

lo dijo fue presa del pánico y suspendió el concierto. Le daban miedo los gérmenes que hubiera en el agua del grifo, en los grupos nume­ rosos de personas, en los hospitales; incluso una vez en que estuvo muy preocupado por un amigo enfermo, fue incapaz de ir a visitarlo al hospital, de modo que contactaba con él por teléfono. Había botes de spray desinfectante, de la marca Lysol, por todo su apartamento, y llevaba desinfectantes siempre que viajaba. Rehuía el contacto con todo el que pareciera estar ligeramente enfermo; no entraba de ninguna manera en una habitación, un coche o un ascensor en el que hubiera estado poco antes un enfermo. June Faulkner, mana­ ger de una compañía teatral que trabajó en el programa de televi­ sión titulado El Toronto de Glenn Gould en 1978, recordaba haberlo visto revolcarse por el suelo con su perro de lanas, que resollaba con dificultad. “En cambio, se me escapó un estornudo y salió por la puerta como una flecha para meterse en su coche, donde tenía teléfono. A llí estuvo sentado, delante de mi casa, y resolvimos los asuntos pendientes por teléfono.” Cuando Ray Roberts contrajo un grave resfriado poco antes de que estuviera previsto el viaje de ambos a Nueva York, en 1980, Gould insistió en que tomasen auto­ m óviles distintos, de m odo que Lance y Longfellow realizaron el viaje en convoy. Gould sabía de sobra que era hipocondríaco, y a menudo pare­ cía tomarse la cuestión a la ligera con los amigos, los médicos e incluso los periodistas. Sabía que ese aspecto formaba parte de una proyección pública muy provechosa. En 1958, un periodista lo vio detenerse en mitad de una grabación, gemir sonoramente y anun­ ciar: “Creo que tengo apendicitis”. Resultó sólo un calambre, pues llevaba demasiado tiempo sentado en la misma postura, y se rió con todos los que estaban presentes. “Estoy seguro de que está deseoso de conocer los muy interesantes síntomas que le iré revelando en un futuro”, escribió una vez al doctor Herman. Bruno Monsaingeon, el cineasta francés, recordaba que durante su primera sesión de rodaje, en 1974, Gould “muy, muy suavemente” se golpeó la cabeza con un micrófono, se dejó caer en una silla y exclamó: “ ¡Dios mío, una conmoción cerebral!”. Anotó los síntomas que iba a presentar en las horas siguientes y al final reconoció: “Bueno, bueno, lo sé. Cuando dejo que me arrastre la imaginación, estoy perdido”. El 12 de junio de 1980 señaló en su diario la presencia de “algunas man­ chas raras en el... abdomen, a la derecha del ombligo, en la zona en la que a menudo se produce la hernia de hiato. Esa es la sensa­ ción de los dos últimos días”. A l final de esa entrada hay una pos­ data: “Me he dado un baño, las manchas han desaparecido”. Eran 381

manchas de bolígrafo. Es inevitable acordarse de un diálogo de la película Hannah y sus hermanas·. Julie Kavner: Hace dos meses estabas seguro de tener un mela­ noma maligno. Woody Allen·. Naturalmente. ¡Apareció de pronto una mancha negra en mi espalda! Julie Kavner: Sí, pero la tenías en la camisa.

P ero no deberíam os reírnos: la angustia que se precisa para dar salida a una hipocondría tan maníaca no pudo facilitarle nunca las cosas a Gould. Necesitaba una amplia nómina de médicos para hacer frente a sus necesidades. A l final de su vida vio a un m édico u otro al menos cada dos o tres semanas; era algo que form aba parte de su rutina cotidiana, como quien juega al squash una vez por semana. Es pro­ bable que eligiera al m édico de cabecera por pura conveniencia: la consulta del doctor Percival estaba en el 262 de St. Clair Avenue West, bastante cerca del edifico en que vivía Gould. Vio a docenas de médicos, a menudo a varios a la vez, y sabía ser artero en su trato con ellos: a veces obtenía varias recetas para una misma medica­ ción de otros tantos médicos (no siempre decía a uno que estaba yendo a la consulta de otro). Sus médicos rara vez se mostraron tan impresionados ante los síntomas como lo estaba él, y su insisten­ cia a la hora de visitar a varios médicos a menudo tuvo su origen en su insatisfacción al no lograr las respuestas que deseaba obte­ ner. E xigió que se le practicasen muchas pruebas, que los m édi­ cos a menudo hicieron sólo por tratar de apaciguarle (aunque por desgracia era muy difícil que lo consiguieran). A menudo se hizo radiografías, tanto internas com o del esqueleto; el doctor A. A. Epstein, radiólogo, recordaba que “a Glenn en todo m om ento le preocupaba el pecho, le preocupaba haber contraído una neumo­ nía”, y le inquietaba la posibilidad de tener cáncer. De sus últimos años hay abundantes documentos de sus citas hospitalarias parala valoración de distintas complicaciones musculares y óseas, gas­ trointestinales y neurológicas, y para som eterse a toda clase de pruebas: funcionamiento del hígado, del bazo y los riñones, hema­ tología dinámica, tolerancia a la glucosa, niveles de potasio, colesterol, ácido úrico. También solicitó pruebas de orina, tactos rectales y de próstata, enemas de bario. Se trata de procedimientos suma­ mente íntimos para alguien tan tímido en su relación con su cuerpo, pero estaba tan angustiado por su salud, y tenía tal experiencia con 382

la clase médica, que al parecer superó sin problemas su natural reti­ cencia en un entorno médico, es decir, racional y seguro. Sea como fuere, todas sus pruebas demostraron por lo común que clínica­ mente no había ningún fallo de relieve. Y esto sólo le provocaba una mayor angustia, pues significaba que el verdadero problema aún estaba por descubrirse, de m odo que era preciso iniciar la siguiente ronda de teorías, médicos y pruebas. Gould no era capaz de inter­ pretar la falta de pruebas com o una demostración de que el p ro ­ blema no existía: es una buena definición de un hipocondríaco. Estaba convencido de dominar cualquier cosa a la que se apli­ case con su inteligencia, y tal como daba instrucciones a sus p ro­ ductores discográficos, a sus abogados y a sus contables y a sus agentes de cambio y bolsa sobre el m odo idóneo de que hicieran su trabajo, se las daba también de instruir a sus médicos, quienes sabían en cambio que el conocimiento que tenía de su cuerpo era más bien escaso - lo justo, a lo sumo, para resultarle perjudicial-, y que sus complejas y dilatadas explicaciones médicas eran pura filfa. El doc­ tor Vear recuerda que Gould por lo común describía sus síntomas, proponía un diagnóstico y sugería un tratamiento, cooperando sólo con los tratamientos prescritos si eran coincidentes con sus diag­ nósticos. Imaginaba que era un m édico de salón perfectam ente informado. Tenía en su biblioteca libros de referencia sobre fá r­ macos y diagnósticos, y trataba de estar al día de los desarrollos en medicina y farmacología por medio de los noticieros, pidiendo muy a menudo a sus médicos un fármaco nuevo del que acaba de leer algo. (Se sabe que llegó a tomar la medicación prescrita a otras per­ sonas sólo para estudiar sus efectos.) En sus cuadernos de notas abundan las informaciones médicas de todo tipo, a menudo suge­ rencias que quería corroborar. Más alarmante es que le gustara jugar a dárselas de médico con sus amigos ya en los años cincuenta. En una carta de 1957, con el encabezamiento de “Clínica Gould de tera­ pia psico-pseumática” [s-ic], daba consejo a un amigo a propósito de los barbitúricos, diciendo con toda confianza que eran “perfec­ tamente inocuos". Gladys Riskind recuerda haberse sentido indis­ puesta un día. Vio a Gould abrir una bolsa de cuero negro, repleta de frascos y píldoras, y le oyó preguntarle: “A ver, ¿qué te apetece?” . El de Gould era un enfoque “tecn ológico” del cuerpo y de la medicina. Nunca pensó que sus problemas fueran sintomáticos de un estilo de vida malsano, y a los médicos que adoptaron con él esta estrategia los desestimó enseguida, tachándolos de “amigos de la naturaleza". Él sólo veía problemas que era preciso resolver, a ser posible mediante las máquinas y otras herramientas de la moderna 383

medicina occidental, sobre todo los fármacos. Existe un historial m édico y una serie de prescripciones indicadas a Gould que se remontan a los primeros años cincuenta, y si bien lo que se con­ serva seguramente es sólo la punta del iceberg, y más en sus años de juventud, todo apunta a un patrón de dependencia farm acoló­ gica para la curación de cualquier enfermedad, real o imaginaria. Es probable, aunque no hay certeza, que Gould en algunos momen­ tos fuera adicto a determinados fármacos: los barbitúricos, los som­ níferos en general o el Valium, por ejemplo, son fármacos que crean adicción. A él le preocupaba la adicción, y por eso dejó de tomar Nembutal; en calidad de enem igo de la cultura de las drogas de los años sesenta temía que se conociera su reputación de “drogadicto” , y en efecto era conocida. Llevaba las maletas y los bolsi­ llos llenos a reventar de cápsulas en sus tiempos de concertista, y en el cuarto de baño siempre había pastillas tiradas de cualquier manera. Se le recetaban a menudo antibióticos, pues su natura­ leza era tal que le llevaba a preferir esta vía, y descartar la limonada caliente de su madre, cada vez que tenía un resfriado. En sus cua­ dernos de notas se percibe una confianza notable en toda clase de productos que se vendían sin receta: analgésicos (con o sin codeína), laxantes, pastillas de regaliz, vitaminas, así com o suplementos dietéticos com o el magnesio y el potasio, es de suponer que indis­ pensables para paliar su pésima dieta y los efectos secundarios de otros fármacos. Probó también la belladona, antiguo remedio popu­ lar, en realidad un narcótico que alivia los dolores y un antiespasm ódico que se extrae de las hojas de una planta. Keith MacMillan le vio tomar aspirinas para entrar en calor en un estudio de la c b c mal caldeado antes de tocar las Variaciones Goldberg por primera vez, en 1954. Durante la emisión, el estudio se fue caldeando, y de hecho el calor terminó por ser excesivo; a la altura de la Variación 15 tenía las palmas sudorosas, y al terminar las manos se le resba­ laban sobre las teclas empapadas. ( “Eché a perder del todo una toma entera.”) Más adelante dijo que habría tenido serias compli­ caciones si Bach hubiera escrito más de treinta variaciones. Con los años, Gould aumentó el consumo de fármacos receta­ dos o comprados sin receta, por decisión propia, a menudo en dosis que él mismo elegía, y en una serie de com binaciones que en el m ejor de los casos eran imprevisibles, y que aveces causan, según se sabe, reacciones adversas. También tomaba pastillas para con­ trarrestar los efectos de otras pastillas, creando un círculo de depen­ dencia. A partir de 1963, su farmacia habitual fue la de Bowles, en Kingston Road, cerca de Southwood Drive, en The Beach. Las 384

muchas facturas que se han conservado revelan la vastedad de la ingesta. Sus facturas de la farmacia se hallan entre sus mayores gas­ tos. He aquí, por ejemplo, una lista típica de los gastos de un mes, anotados en un cuaderno el 10 de septiembre de 1979: Alquiler del apartamento: $503,50 Alquiler del estudio: $375,00 Servicio de habitaciones (estudio): $441,71 Teléfonos (apartamento, estudio, coche): $504,44 Farmacia Bowles: $503,56

Algunas de las afecciones menores más recurrentes de Gould, como los mareos y la visión borrosa, la incomodidad gastrointes­ tinal, el sobrepeso, posiblem ente eran efectos secundarios de la medicación. Y a determinados niveles de ingesta pasa a ser im po­ sible precisar qué es un síntoma primario y qué es un efecto secun­ dario, además de que la m ezcla de diversos medicamentos resulta exponencialmente más peligrosa con cada nueva píldora que se añade. Gould alguna vez se dio cuenta de que un síntoma determi­ nado podía relacionarse con su ingesta de fármacos, pero su solu­ ción, por desgracia, no fue otra que considerar ese síntoma com o si fuera una nueva enfermedad que aún le exigiría tomar alguna nueva píldora. Si se considera que Gould, p o r ejem plo, tomaba con asiduidad Valium u otros sedantes antes de un concierto o de una sesión de grabación, es sorprendente que sólo un autor, Richard Kostelanetz, haya planteado la cuestión perfectamente razonable del impacto que la ingesta farmacológica de Gould pudo haber tenido sobre su arte. Es dudoso que sea preciso recurrir a un criterio far­ m acológico para justificar, digamos, sus tempos rápidos o su muy barroco estilo en prosa; además, sería imposible determinar con exactitud qué medicación tomaba Gould en cada momento, aun­ que la idea de una relación entre ambas cuestiones nada tiene de absurda, y bien merece una cierta consideración: ¿qué pudo haber hecho toda esa medicación tanto en su pensamiento como en su manera de tocar? Habida cuenta de sus genuinos problemas médicos, de la pre­ suposición de que era hipocondríaco y de la ingesta farmacológica, no es de extrañar que los cuadernos de notas de Gould que datan de mediados de los setenta incluyan una masa de informaciones m édicas a todas luces inagotable: listas de síntomas y de autodiagnósticos, listas de preguntas preparadas con antelación para formularlas a los m édicos en las consultas, listas de m edicacio385

nes, registros de la presión arterial, del pulso, de los patrones del sueño y mucho más, en su mayor parte envuelto todo ello en un len­ guaje distanciado, pseudocientífico. Podemos también révisai’ todos estos datos de la cabeza a los pies; lo que sigue no comprende algu­ nos problemas que ya hemos comentado, ni tampoco indica los sín­ tomas especificados de manera reiterada a lo largo de unos cuantos años, en combinaciones que iban cambiando con el tiempo. Gould dio cuenta de dos problemas sin explicación en el otoño de 1976: lo que llamaba “el fenómeno de la nuca” y la “conciencia del punto de presión” . Éste último, fuera lo que fuese, consistía en “sensibilidad al lavarse las manos, caminar, conducir”, y en haber “alcanzado el punto de dolor relativam ente agudo estando sen­ tado o caminando; en cualquier caso, es precursor y conc[urrente] de un ligero vértigo”. A mediados de los setenta le dijo a un amigo que una infección del oído interno le había dejado con problemas de equilibrio que le afectaban en especial después de las largas sesiones de trabajo, e incluso después de reírse y de charlar ani­ madamente; asimismo, comenzó a dar cuenta de esto llamándolo “laberintitis”, una inflamación o disfunción de las cavidades y cana­ les del oído interno que se distingue por una aguda sensación de vértigo, por lo común relacionada con el movimiento de la cabeza o el cuerpo, que a veces desemboca en náuseas, vóm itos o males­ tar general. Más adelante informó de “presión en la sien izquierda" y “decidida inestabilidad” al levantarse tras estar sentado, tan grave en su día que “incluso un breve recorrido por la ciudad es un riesgo. Tocar el piano, im posible”. Canceló al menos una sesión de graba­ ción con la c b c debido a sus “problemas de oído interno”. En sus últimos años se le veía trastabillar con frecuencia, y en su diario de 1980 anotó una “caída camino del cuarto de baño en la madru­ gada” . Se hizo daño en la rodilla izquierda. (¿O habría que culpar a su ingesta de fármacos?) Le preocupaba la facultad de la vista. En la primavera de 1976 anotó su inquietud por una infección posible ( “ojo izquierdo ‘pegado’ al despertar”), y en otoño señaló “el ojo izquierdo continuamente enrojecido”. En años posteriores informó de “una sensación como de orzuelo” y de “hinchazón en los ojos”, mientras esta nota es de 1980 más o menos: “Ojo derecho reseco y dolorido (tras frotármelo, etc.) y/o lagrimoso, visión menos nítida, velada, síndrome ‘del grano de arena’ = enrojecimiento, oscurecimiento gen[era]l del tono ocu­ lar, sobre todo en el izquierdo” . En el otoño de 1976 también dio cuenta de que “continúa el zumbido en los oídos”, junto con otra nota más críptica: “Sinc. del pulso en los oídos (los grillos en verano, 386

la lluvia en otoñ o)” . A finales de los setenta anotó en varias oca­ siones “sensación general de hartazgo y, a veces, insuficiencia de inhalación”, además de taponamiento nasal, dolor de garganta, difi­ cultades respiratorias tras mantener una animada conversación, “ronquidos al respirar”. Hay indicios de problemas dentales hacia el otoño de 1978, referencias a la sensibilidad de dientes y muelas y dolores que a veces irradian en toda la cara y en la cabeza, ade­ más de “músculos bloqueados” en la boca y referencias inexplicadas a problemas esofágicos. A finales de diciembre de 1977 señaló: “Cabeza-cuello: mialgia, etc., de fondo [.] Tirones muy incremen­ tados, espasmos, rigidez en la pasada s[emana]. ¿Representa un problema glandular?”. Y en torno a 1980, “señales en la lengua de manchas negras desde hace semanas”. Todo esto referido sólo a la región de la cabeza y el cuello. A m ediados de los setenta señaló “sensación de ardor en la parte superior del pecho y la garganta”, “curiosa mancha dolorida o débil en el lado d. del pecho"; a finales de diciembre de 1977, “Pecho: ligereza periódica, dolor casi muscular, en algunas ocasiones; cos­ tillas doloridas de vez en cuando; no se conoce incidente que le pudiera dar origen”. Asimismo, dio cuenta de episodios de d ifi­ cultad respiratoria y de fatiga. A comienzos de los ochenta tom ó nota de “palpitaciones” y “calor en el brazo”, y sobre el hecho de caminar con un pulso cardíaco rápido e irregular. Los extraños dolores abdominales persistieron durante sus últimos años, lo cual dio pie a anotaciones como ésta: “sensación de tensión, de gas acu­ mulado”; “frecuente hinchazón en la base de la caja torácica”, pro­ visionalmente aliviada mediante “emisiones de gas que suceden con frecuencia, especialm en te] al levantarme, etc.” ; “espasmos en la parte superior izquierda del abdomen”; “dolor en la región in ferior del abdomen después de com er (a v e c e s ) e incluso de beber, de tipo gaseoso, que penetra hasta la espalda sobre todo cuando es severo”; “dolores com o de indigestión que llegan a la garganta”; “el último mes, problemas en la región inferior del abdo­ men; el consumo de líquidos desencadena dolores de tipo ‘u lce­ ro so ’ que llegan a la espalda (sensación de congestión p. ej. al inclinarm e)”. En abril de 1977 hace referencia a un dolor “inso­ portable” en el torso cuando está tumbado o cuando entra en el coche; tuvo mayores problemas para dormir, y notó un “intenso efecto espasmódico al levantarme de la cama”, sobre todo en el costado derecho. Se diagnosticó una “hernia de hiato” ya en la primavera de 1976, y comenzó a tomar antiácidos con frecuencia: “Phillips [leche de magnesio], fija en la dieta”. 387

Más o menos en la época en que se le estaba tratando por el exceso de ácido úrico, Gould se quejaba de frecuentes dolores a la hora de orinar, de presión en la vejiga que le causaba molestias al dormir, y ya en el otoño de 1978 también de despertar a veces y encontrar la ropa húmeda de orina, “hecho sin precedentes desde la infancia” . A finales de los setenta informó de “dolores pulsátiles o palpitantes”, y a veces de un intenso dolor en la zona genital, “típi­ camente en el pene y/o en el lado izquierdo de los testes”, cuando estaba sentado o cruzaba las piernas, dolor que a veces le descen­ día por la pierna hasta causarle “una m olesta palpitación en los dedos de los pies” . H acia 1980 señalaba “nodulos” en la parte izquierda del escroto. Se pregunta: “¿Podría existir una inflamación puramente local, posiblem ente] desencadenada en principio por el exceso de diatermia aplicada a la región inferior de la espalda, y que sea esto lo que ha desatado una reacción en cadena?” . Nótese que ésta es una duda de un pianista que tocaba sentado en una silla sin asiento, cuya única barra de apoyo iba de delante atrás, a lo largo de su entrepierna. Da cuenta de hemorroides, calambres abdominales, gas, “presión rectal” y las concurrentes molestias al sentarse, y de “movimientos de tripas en general irregulares... sobre todo sueltos, por oposición a los m ovimientos peristálticos bien form ados”. El doctor Philip Klotz, urólogo con el que Gould con­ sultó dos veces en 1978, dijo a Ostwald que “Glenn estaba suma­ mente preocupado por la próstata”. Confió estas preocupaciones en sus cuadernos de notas, incluso cuando las pruebas médicas no revelaron nada; en torno a 1980 informó con un gesto triunfal, y cariacontecido, que los médicos habían observado una próstata “hinchada”, que parecía “más agrandada que contraída” . Por último, tuvo problemas de piel y de extremidades ya en sus últimos años, entre ellos un “episodio de psoriasis”, y preocupa­ ciones por “la decoloración de los dedos”, la “circulación de los dedos” y “algunos dolores en los dedos”.10 Le preocupaba la “sen­ sación de hormigueo y adormilamiento del pie izquierdo y de cual­ quiera de las dos manos”, “el fenómeno del tobillo y el pie” y “las sensaciones como de tener pies planos”, así como “la sensación de calor súbito, sobre todo en el pie derecho, pero ayer mismo también en la muñeca de la mano izquierda”, y la “sensación de neuralgia”, como de “hiperactividad que irradia por la pierna (la izquierda sobre todo) hasta los dedos del pie” mientras estaba tumbado. El volumen de estas afecciones médicas es sencillamente pas­ moso, en especial por ser un añadido a los verdaderos problemas que tenía, como la hipertensión, por la cual a Gould se le estaba tra388

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P á gin a característica de los documentos m édicos que se hallaron entre los papeles priva d os de Gould. Fechada poco antes de N avidad de 1977, se trata de u n listado de síntom as que anotó antes de v is ita r la consulta de Alexander G. Logan, un especialista en riñ ó n de Toronto y uno de los m éd i­ cos que lo atendió con regularidad en sus últim os años. In fo rm a de (1 ) presión arteria l en aumento, (1 A ) escalofríos y temblores, (2 ) n a riz tapo­ nada y cierta d ificu lta d pa ra respirar, ( 3 ) problem as gastrointestinales que él asocia con una h ern ia de hiato, y ( 4 ) varios meses en los que sólo dorm ía tres o cuatro horas seguidas. L a lista tam bién hace referencia a una “prueba de p a p illa de b a rio " y, al margen, con cierto m isterio, “sales m arinas". (Legado de Glenn Gould.)

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tando en esa misma época. Y ninguna de ellas aparece jamás de form a aislada. En una “sintom atología” que anotó hacia febrero de 1980 inform a haber padecido los siguientes problem as en un solo día: “Ligero síndrome de la caja torácica”, sobre todo al reírse; “inmensa hartura en la parte superior del abdomen”, junto con emi­ siones de gases; “alguna referencia neurálgica en los dedos del pie derecho”; “síndrome de los pies planos y la parte posterior de las piernas”; “incomodidad en pecho y garganta debida a una indiges­ tión”; “bolsa de aire a la derecha del abdomen”; “molestias meno­ res en el costado derecho”, por último, “sensación de ardor al orinar (flujo restringido) al despertar [a la una de la tarde]... Además, pre­ sión en el recto al volver a la cama”. Poco puede extrañar a nadie que Gould estuviera convencido de hallarse continuamente arra­ sado por las enfermedades. En un cuaderno de notas de algunos años antes ya se había preguntado si alguna vez podría “encontrar a alguien capaz de eva­ luar todas estas evidencias tan dispares y formular una teoría en consonancia”. Lo cierto es que todo el mundo expresaba la misma teoría: era un hipocondríaco que examinaba patológicamente cada trivialidad, cada crujido pasajero del cuerpo, cada dolorcillo, cada molestia que cualquier varón de mediana edad es propenso a sen­ tir, y más en un cuerpo que durante años se ha alimentado pési­ mamente, apenas ha hecho ejercicio, que se ha privado de respirar aíre fresco, que apenas ha visto el sol, que se ha medicado en exceso y que se ha sujeto a un estrés considerable, tanto físico como em o­ cional y tanto en casa como en el trabajo. Gould era sabedor, al menos en teoría, de que la mente es capaz de convertir el cielo en un infierno en todo lo que al cueipo se refiere. Andrew Kazdin le oyó hablar abiertamente de sus temores acerca de que el estrés emocional le produjera secuelas físicas; lo sabía todo acerca de sus años de concertista, en los que tantas enferme­ dades padeció, y era consciente - y estaba tem eroso- del poder hipo­ téticamente destructivo de todas las emociones reprimidas, como la cólera. Con todo, a menudo era incapaz de ver la conexión cuerpomente en su propio caso. John McGreevy, el cineasta, recordó que le llamó antes de una sesión de rodaje para anunciarle que tenía cinco de los seis síntomas claros de polio subclínica, y que volve­ ría a llamarle en el caso de que el sexto síntoma, el decisivo, al final se presentase. Terminó por presentarse a la hora convenida. “Eran puros nervios previos al concierto -concluyó M cGreevy-, sólo que exagerados de una manera barroca a más no poder.” En cualquier caso, las afirmaciones de Gould en el sentido de que “apenas había 390

tenido un solo catarro” después de 1964, y de que “mi hipocondría terminó prácticamente del todo con el último concierto que di en directo”, son lisa y llanamente absurdas. Siguió poniéndose enfermo y siguió convencido de estar enfermo incluso cuando no lo estaba. Es fácil de imaginar el tormento que le hubiera supuesto vivir hasta una edad avanzada; uno casi podría alegrarse de que no tuviera que sufrirlo.

“YA VES CON QUÉ CLASE DE NEURÓTICO HAS DE TRATAR.” Sobre la base de su hipocondría, algunos han puesto en tela de juicio la salud mental de Gould. Según Peter Ostwald, que lo p re­ senció con sus propios ojos, sí vivió al menos un episodio pasa­ jero de desestabilización mental. A finales de diciembre de 1959, Gould llamó a Ostwald para informarle que había gente que le estaba espiando desde el tejado de un edificio adya­ cente, que proyectaban haces de luz sobre sus ventanas, que hacían ruidos extraños, que le enviaban mensajes cifrados. Dijo que incluso les oía y que estaban hablando de él; se preguntaba si aquello formaba parte de una trama relacionada con un asunto ilegal.

Más o menos en la misma época, según recuerda John Roberts, Gould dijo haber oído voces que se dirigían a él, y ordenó que fuera retirado de una habitación un armario, porque, a su decir, “no me gusta nada, me estaba mirando, me miraba fijamente”. Ostwaldllegó a la conclusión de que “probablemente tuvo un breve episodio de alucinación paranoide”, causado quizá por una ingesta excesiva de fármacos o por una combinación inapropiada. (El suceso se p ro­ dujo poco después de la lesión en la sede de Steinway, cuando posi­ blemente se estaba automedicando en exceso.) En cualquier caso, el episodio sobresale porque nada que se asemeje a una enferme­ dad mental, nada en esta categoría, form ó nunca parte habitual de la vida de Gould. Reconocía que era un neurótico, y es innegable que tenía una amplia cuota de demonios interiores, además de poseer la exacer­ bada sensibilidad que cabe esperar en un artista de su talla. Algunos de sus m édicos y amigos le hicieron ver que posiblemente obtu­ viera provecho de una consulta con un psiquiatra, y si bien no le ofendió la idea, también es cierto que nunca llegó a aceptarla de 391

veras. Ostwald descubrió que Gould sí llegó a consultar con un psiquiatra, el doctor A lb ert E. Moll, de la U niversidad M cG ill University de Montreal, parece ser que alrededor de agosto de 1955, poco después de su grabación de las Variaciones Goldberg, en un período de su vida en el que estuvo sujeto a una presión insólita. M oll le recom endó a cuatro psiquiatras de Toronto, y Gould, según ciertos comentarios a la ligera que manifestó a Jock Carroll en 1956, visitó a uno de ellos. El psiquiatra, según recordaba, no descubrió que hubiera nada grave en el plano físico, ni sexual, ni en el medio en que se había educado, “de m odo que todo fue cuestión de utili­ zar tranquilizantes, es decir, píldoras más grandes y m ejores”. Todo esto suena a exageración. Gould jamás com enzó una terapia; lo máximo a que llegó fue a tantear algunas intuiciones psicológicas en las conversaciones con amigos como el doctor Joseph Stephens, psiquiatra y clavicembalista que habló con Gould durante diecisiete años con bastante asiduidad. Algunos de sus m édicos dieron en creer que se habría beneficiado, y mucho, en caso de realizar un tratamiento psiquiátrico centrado en su hipocondría, pero es difí­ cil imaginar que fuese un paciente que alcanzara el éxito, que hablase con franqueza de sus problemas personales y que aceptara algún consejo; lo más probable es que hubiera tratado al psiquiatra como a todos los demás profesionales a los que dictaba sus propios tér­ minos. Más avanzada su vida se m ofó de la psiquiatría y de su jerga mediante personajes de ficción com o el doctor S. E Lemming y el doctor Wolfgang von Krankmeister. Gould vivía permanentemente con un grado muy elevado de ansie­ dad generalizada, y reconoció haber tenido brotes depresivos durante sus años de concertista. Es posible detectar sin m iedo al error no pocos aspectos de las definiciones clásicas del temperamento satur­ nal o m elancólico en su personalidad: la necesidad de la soledad junto con el resentimiento ante el hecho de estar solo; la apasionada insistencia en la vida del intelecto, aun cuando la “interioridad” a veces actuara como lastre en la propia vida; la inmersión total en el trabajo y la necesidad compulsiva de hacer la crónica de ese tra­ bajo, así como la capacidad para jugar según la conveniencia con las minucias de la vida; la conciencia excesiva de uno mismo, hasta el punto de la cohibición, vigilante e implacable en todo momento, preocupada siempre ante las debilidades, reales o imaginarias, de la propia voluntad; las relaciones complejas con otras personas, mar­ cadas por el secretismo, la cautela, la manipulación, el enmascara­ m iento de los sentimientos negativos (de hostilidad o de superioridad) mediante una apariencia de cordialidad; la dificultad 392

en la formación de lazos íntimos en el plano personal y la tenden­ cia a conectar m ejor con las cosas que con las personas, así com o a reverenciar determinados objetos privilegiados; la obsesión por la muerte; la tozudez; una cierta “lentitud” en lo puramente físico, acompañada de torpeza corporal; la evitación del contacto ocular... También la hipocondría: “los melancólicos son los mejores adictos”, como escribiera Susan Sontag. El m iedo de Gould a perder el con­ trol de sus emociones, y su represión de las emociones más pode­ rosas, como la cólera, se podrían ligar también con un temperamento depresivo; una de las definiciones de la depresión que se manejan es “la cólera vuelta hacia el interior” . Y lo mismo sucede con su insomnio, su tensión crónica, sus pésimos hábitos alimentarios. Gould también manifestó una amplia gama de rasgos obsesivos, esquizoides y narcisistas, lo cual no es de extrañar si se piensa en su fragilidad, su sensibilidad y su desarrollado intelecto, y todo ello hay que sumarlo a la hipocondría que padecía. Los rasgos obsesi­ vos son evidentes. Aspiraba a controlar todos los aspectos de su propia mentalidad, de su cuerpo y de su entorno, y era un perfec­ cionista en todos los ámbitos de su trabajo. Padecía serias inhibi­ ciones emocionales y exaltaba el intelecto a expensas del instinto, con una clara tendencia a racionalizar y a intelectualizar en exceso, a ser rígido e inflexible en su manera de pensar. Temeroso de todo lo que fuera inesperado, era cauteloso y puntual, valoraba la p re­ cisión en todas las cosas, lo planeaba y lo preparaba todo con ante­ lación. Le resultaba difícil “soltarse”, rasgo de la personalidad que terminó por ser un verdadero posicionamiento estético: basta ver su desconfianza de la improvisación y de la “música al azar”, sin ir más lejos. Necesitaba la seguridad del ritual y la rutina con objeto de funcionar debida y productivamente. He aquí un ejemplo: su famosa silla, cuya familiaridad con la cual obviamente le dotaba de aplomo y reforzaba su confianza en sí mismo. Se podría incluir la “numeromanía” entre sus rasgos obsesivos; se trata de la tendencia a cuantificar las cosas y a tomar nota de los resultados, en un intento por afrontar el estrés de la multiplicidad y el caos, para tener de ese m odo la ilusión de controlar el mundo mediante un cómputo exacto del mismo. Sus papeles ponen de relieve un instinto catalogador que le duró toda la vida, del cual sus notas de hipocondríaco no son más que un ejem plo entre tantos. En 1959, el periodista Pierre Berton escribió que Gould era capaz de contar literalmente los segundos que faltaban hasta la hora del almuerzo cuando estaba en la escuela pública; también le gustaba llevar la cuenta de las notas más altas y más bajas de la clase en 393

los exámenes y trabajos. En el instituto comenzó a llevar la cuenta de las palabras escritas cuando preparaba un trabajo (e l mismo hábito que tenía al final de su vida), y numeraba y fechaba los com­ pases a medida que fue componiendo la partitura de su Cuarteto para cuerdas. En sus últimos años no sólo llevaba la cuenta exhaus­ tiva de su presión arterial y del pulso y de los patrones del sueño con todo detalle, sino que además calculaba las medias cada tres, cinco y siete días, e incluso trazaba el gráfico correspondiente a sus hallazgos. A veces tomaba nota de los datos m eteorológicos y trazaba el gráfico correspondiente a distintas ciudades de Canadá en un mismo día. Llevar la cuenta del entorno parecía producirle un cierto consuelo. A Gould le encantaba hacer listas. A menudo redactaba listas diarias, semanales y por estaciones en función de sus tareas pen­ dientes, tachándolas a medida que las iba terminando, y en algu­ nas de esas listas incluía incluso las trivialidades cotidianas, concedién dose cinco minutos para afeitarse, otros cin co para lavarse los dientes, quince para llevar la ropa sucia a la lavande­ ría y así sucesivamente. Era capaz incluso de descomponer media hora de ensayo en segmentos de doce, diez u ocho minutos. Hacía listas de personas a las que debía llamar, por orden numérico, a ve ce s indicando la duración de cada llamada antes de hacerla. Hacía listas de cartas por escribir y las tachaba a medida que lo iba haciendo; hacía listas de las cartas escritas y las tachaba una vez enviadas por correo; hacía lo propio con sus facturas. Cuando viajaba, llevaba al día muy detalladas listas de lo que debía incluir en su equipaje (es ju sto recon ocer que necesitaba muchísimas cosas), y verificaba debidamente que cada cosa estuviera en su sitio. Hacía largos listados de su estado de cuentas y del com por­ tamiento de las distintas acciones de su cartera. Cuando en 1980 dejó de llevar su diario, com piló un índice del mismo y lo colocó en las primeras páginas. Gould también manifestó rasgos de naturaleza esquizoid^T Era solitario y era tímido, y cualquier trato de intimidad le resultaba difícil. A muchas personas les parecía distante y lejano en el plano emocional, a veces frío e inaccesible. Temiaxualquiericoni'rontación, porque hacer frente a alguien es poner a la luz las emociones de ambas partes, perspectiva que a menudo le llenaba de vergüenza y de temor; prefería mantener una cierta distancia entre el mundo y él mismo, incluyendo en el mundo a todos los demás. “Para mí, la presencia de las personas es un m otivo de distracción”, dijo para explicar su preferencia a hablar por teléfono. Era reacio a mirar a 394

las personas a los ojos más de un instante, incluso cuando a alguien le relataba una anécdota: hacerlo es, por descontado, confrontar la personalidad y los sentimientos del otro de manera directa. Incluso por televisión, cuando hablaba sin guión previo de alguna cues­ tión puramente personal, no pocas veces le costaba muchísimo mirar a cámara. En un documental de la c b c , Variations on Glenn Gould, mientras habla de los orígenes de la radio llega a mencio­ nar “esa increíble, escalofriante sensación que es otra voz humana, otra persona", y mientras dice estas palabras tan cargadas de em o­ ción aparta la mirada. A l igual que la típica persona esquizoide, Gould tendía a hallar satisfacción y sentido más en su realidad interior que en el inundo extSríOr (aunque rara vez lo hiciera hasta el extremo en el cual cabe Tleímir la esquizofrenia). N o obstante, su preferencia por la sole­ dad se daba emparejada con un deseo apremiante, difícil de con­ tener, de comunicarse unilateralmente. En su tenencia a largar m onólogos torrenciales y centrados en sí mismo, algunos amigos y conocidos detectaron al punto el deseo de expresarse y de erigir al mismo tiempo una barrera de protección, compuesta de palabras en su caso, para mantener al otro a una cierta distancia. P eter Ostwald veía en Gould la combinación de dos impulsos: “sigue a mi lado” y “no te acerques”, bonito resumen de un dilema esencial­ mente esquizoide. Tal com o ya hemos visto, Gould se hallaba en la clásica tesitura que es propia de las personas de su tem pera­ mento, pues tem íael amor y la proximidad no porque no los desea­ ra, sino porque en sí mismos se encerraba el riesgo de verse eiigulHdopor él otro. Gould también presentaba la paradójica com ­ binación de vulnerabilidad y superioridad que es propia del esqui­ zoide en sus relaciones con los demás: un cierto desvalimiento y, a la vez, la sensación de ser el centro del universo. Gould no tenía una relación definida con su propio cuerpo, otro rasgo esquizoide, por más que lo examinara sin cesar; concordaba con Proust en que la posesión de un cuerpo comporta un riesgo mayor que la pose­ sión de una mente. Era reflexivo y tendía al pensamiento abstracto, lo cual requiere un claro desapego de los sentimientos ordinarios, a la par que permite la expresión de las emociones y la comunica­ ción de una manera distante, impersonal, y en esto no es mera coin­ cidencia que Te atrajeran tanto los m edios electrónicos. Los esquizoides también tienen la propensión a crearse imágenes idio­ sincrásicas y rigurosas de cóm o debiera ser el mundo, y la visión del mundo que tenía Gould, formada en su adolescencia y apenas cambiada después, encaja a la perfección en este perfil. 395

No cabe duda de que Gould también presentaba rasgos narcisistas. Era un hombre embebido en sí mismo, y dotado de una inde­ pendencia terca. Aunque no era tan inmune a los sentimientos de los demás como quiere la leyenda, es cierto que anteponía sus necesi­ dades a cualquier cosa las más de las veces, y que podía tener un comportamiento dictatorial: creía que sus necesidades deberían ser también las necesidades de cualquier otro. Su intelecto y su esté­ tica incurren en una autorreferencialidad muy poderosa; le resultaba casi imposible aceptar e incluso entender las opiniones que difirie­ sen de las suyas. “Di por sentado que todo el mundo compartía mi pasión por los cielos nublados -llegó a decir-. Me produjo un sobre­ salto descubrir que había personas, y no eran pocas, que preferían el cielo despejado y los días de sol.” Cuando se le ofrecía un consejo, se encogía de hombros y decía: “Contra el ayuntamiento no hay quien pueda”. Si buscaba la retroalimentación en otras personas era con la necesidad de hallar tan sólo una validación de sus posturas, nunca una corrección; tenía una inmensa necesidad de aprobación y de elo­ gio, de aquellas palmaditas en la cabeza que de pequeño le daba su madre. Si invitaba a un amigo a una grabación o a un rodaje, o a una audición en el estudio de grabación, dirigía la orquesta ficticiamente, hacía muecas, canturreaba y desmenuzaba un comentario al hilo, por lo común trufado de elogios de sus propios logros. “Mientras uno escuchaba, sus ojos no perdían detalle de la cara que uno pusiera -recuerda G eoffrey Payzant- Era capaz de colocarle a uno, con respecto al lugar que él ocupaba, de modo que no perdiera ni el menor detalle de las reacciones espontáneas que uno pudiera tener.” Y sólo aspiraba a recibir una única clase de reacción espontánea: un elogio sin cortapisas, a lo cual tal vez respondía mostrando ruido­ samente su beneplácito. Creía en la adulación, porque la fe que tenía en sus propias producciones era sencillamente absoluta. Gould no pocas veces puso de manifiesto una clara incapacidad de empatia, una dificultad verdadera de apreciar lo que sintiera otra persona, en especial cuando se trataba de un sentimiento que él no compartía. En su condición de conferenciante, por ejemplo, nunca supo juzgar cuál era el estado anímico de su público, y era al parecer incapaz de darse cuenta de cuándo resultaba aburrido, o cuándo confundía a sus oyentes con una prosa densa en exceso, llena de tecnicismos, ni cuándo ponía demasiado aprueba su pacien­ cia con sus desmesurados intentos por resultar gracioso. En pri­ vado, sus chistes y sus anécdotas a veces eran tan largos y tortuosos que perdía a sus oyentes, y cuanto más se enredaba él en su pro­ pia invención más gracia le parecía causar en ellos. Es cierto que 396

sus llamadas telefónicas a horas intempestivas dan a entender que nunca tenía en cuenta el horario de su oyente. A l parecer, sentía total certeza de que la persona que se hallaba al otro lado del hilo no tenía nada mejor que hacer, a medianoche, que escuchar durante una o dos horas mientras él leía un ensayo nuevo o le tocaba tomas alternativas de una nueva sesión de grabación o le daba la lata con algún reciente m otivo de entusiasmo. Mario Prizek, produc­ tor de la c b c , recordaba que Gould le estuvo cantando de viva voz una ópera en un acto, totalmente desconocida, por teléfono. Tenía muy elevadas expectativas respecto de los demás, tenía cierta sen­ sación de derecho sobre ellos, y muchas veces no se abstuvo de sacar ventaja de una amistad, o de una relación de trabajo, con objeto de conseguir ayuda, por ejemplo en uno de esos asuntos coti­ dianos en los que era un absoluto desastre: así, pedía a alguna de sus secretarias que le recogiera la colada de la lavandería, y cier­ tamente algunos de sus amigos se sintieron manipulados. Existía un (leve) componente paranoide en la psicología de Gould, una sensibilidad excesiva ante la influencia potencialmente des­ tructiva que los demás, y sus ideas, pudieran tener en él; de ahí su aspiración a la soledad y a la autosuficiencia. Podía parecer para­ n oico en situaciones en las que no se sentía con pleno control. Cuando se encontraba con un grupo de personas que se estaban riendo, por ejemplo, fácilmente se preguntaba si no se estarían riendo de él, y despidió a una señora de la limpieza de la cual sospechaba que pudiera contar sus interioridades. Le preocupaba, y mucho, su seguridad personal, sobre todo en lo relativo a los admiradores dema­ siado ardientes. Andrew Kazdin comentó el incidente de una joven admiradora que, a finales de los años sesenta, escribió a Gould muchas cartas y m anifestó su deseo de conocerle. Terminó por presentarse en las oficinas de Columbia, en Nueva York, cuando Gould casualmente se encontraba allí, y Kazdin recuerda haberlo visto “acobardarse y esconderse detrás de una puerta, medio acu­ clillado”, en el momento en que se anunció la presencia de dicha mujer. Si alguien tocaba a su puerta cuando no lo esperaba, era casi seguro que llamase con gran preocupación al conserje del edi­ ficio. Una noche de Halloween, cuando unos juerguistas arrojaron leche contra el edificio de la c b c , una broma corriente, Gould se m olestó tanto que canceló una sesión de remezcla. A l igual que tantos esquizoides, era enfático y benévolo en un plano abstracto, como bien se ve en sus posturas políticas y socia­ les. A dolecía de una evidente dificultad a la hora de interpretar los sentimientos de los demás, si bien tenía una clara conciencia 397

social, amaba a los animales, le alteraban profundamente los pro­ blemas del mundo que conocía por medio de los noticieros. Pero esa misma clase de pensamiento abstracto le llevó a hacer algu­ nas afirmaciones inquietantes. Por ejemplo, en una entrevista hecha por él mismo en 1974 escribió que “una guerra que se libre por medio de m isiles dirigidos por ordenador es ligeram ente mejor, o algo menos cuestionable en todo caso, que una guerra que se libre a garrotazos y con lanzas”, porque “la respuesta adrenalínica de los participantes” tiene una implicación menor, y también dijo a Andrew Kazdin que si bien no era capaz de imaginarse esgrimiendo un arma y entrando en un combate cuerpo a cuerpo, sí se imaginaba en un búnker controlando una guerra tras una consola de máquinas elec­ trónicas. Llegó a decir que “el mundo orwelliano a mí no me inspira ningún terror en particular”, y su consideración ética del arte le llevó a tomarse muy en serio la amenaza potencial que determina­ dos tipos de arte presuponen; de ahí su censura puritana de esa clase de estética. “Los soviéticos son de métodos bastante toscos, lo reconozco -esribió-, pero sus preocupaciones están plenamente justificadas.” Sólo un esteta resguardado del mundo, dotado de una visión abstracta y desapegada de la realidad, podría dejar de cap­ tar las aterradoras implicaciones que entrañan tales comentarios. Gould a veces compartimentaba sus relaciones con el solo objeto de controlarlas. Algunos han dado a entender que hacía listas de la información que había compartido con tales o cuales personas sólo por llevar la cuenta exacta de sus relaciones y rastrear cual­ quier filtración, cualquier traición posible. Da la impresión de que mentalmente clasificara a las personas en distintas categorías, según m ejor se adecuasen a sus propios intereses. Aunque trabajó durante una década haciendo películas con Bruno Monsaingeon, que es un violinista profesional, nunca le oyó tocar el violín, salvo una vez por mero accidente, y tampoco se tomó el menor interés por Joseph Stephens y su práctica del clavicordio, si bien Stephens era un ins­ trumentista tan consumado que llegó a dar un ciclo de conciertos en los que interpretó todas las obras de Bach para teclado. Cuando su relación con Paul Myers, productor discográfico, empezó a ser íntima a mediados de los años sesenta, decidió ponerse a trabajar con otro productor con el fin de mantener la amistad lejos del lugar de trabajo. Trabajó a su entero gusto con su siguiente productor, Andrew Kazdin, a lo largo de quince años, y seguramente fue por­ que, según recuerdan sus amigos, lo tenía encasillado com o pro­ ductor. Los recuerdos del propio Kazdin no hacen pensar que nunca tuvieran una verdadera amistad: él no visitó una sola vez el apar398

tamento de Gould, por poner un ejemplo, y (erróneamente) asumió que nadie lo visitaba en su domicilio. Es un lugar común en toda la literatura sobre Gould asegurar que utilizaba a las personas y prescindía de ellas cuando dejaban de serle de alguna utilidad, pero la verdad dista mucho de ser tan brutal. Algunas de sus relaciones terminaron de hecho bruscamente. A veces, algunos amigos íntimos con cierta antigüedad se encon­ traron alejados de súbito de la vida de Gould por razones que nunca estuvo dispuesto a revelar. Gladys Riskind dice que tras seis años de estrecha amistad Gould sencillamente dejó de contactar con ella sin que mediara explicación, escudándose tras el contestador auto­ m ático. Rom pió sus relaciones con M orry Kernerman “de una manera tan extraña como amarga”, recuerda Kernerman, tras toda una década de amistad y de colaboración musical, e incluso tras confrontar a un Gould visiblem ente incóm odo en un ensayo, Kernerman se quedó sin saber qué fue lo que había puesto fin a la relación entre ambos. Su relación con Greta Kraus terminó de una manera semejante, nada clara, y Verna Post, antigua secretaria de Walter Homburger, cree que su propia amistad con Gould terminó tal vez porque ella misma “dijo algo, entró en su territorio perso­ nal, le causó una cierta vergüenza sin saber cóm o”. En algunos casos de este estilo, Gould fue causante de una considerable amargura, aunque era corriente que el dolor producido por la ruptura de la relación fuera recíproco, y él mismo dio a entender que de alguna manera se había sentido traicionado o lastimado. Otras veces, cuando una discusión o un malentendido o una humillación, o algún desdén real o sólo imaginado (y por lo común magnificado por su propia sensibilidad), introducía una cierta ten­ sión, un resquemor en una relación personal, Gould prefería ence­ rrarse en sí mismo y no hacer frente a la situación de manera directa. Los incidentes dé este estilo aparentemente tuvieron mucho que ver en el enfriamiento de su relación con Robert Fulford, su amigo de la infancia, a sus veintitantos años, y aquella molesta broma tele­ fónica al parecer fue el m otivo principal para que pusiera fin a una amistad que había durado décadas, la que tuvo con Joan Maxwell. La m ayoría de quienes lo co n ocieron bien sabía perfectam ente que debía obrar con gran esmero, pues fácilmente se tomaba él algo del todo inocente por todo lo contrario, ya que era sumamente sen­ sible a las críticas vertidas sobre algunos aspectos de su obra. Harvey Olnick, por ejemplo, apenas vio a Gould tras haber criticado sus interpretaciones del Beethoven de la época tardía a mediados de los cincuenta, y John Beckwith le ofendió al publicar ciertas críti399

cas, en especial en torno a Richard Strauss. Anton Kuerti lo visitó en el camerino después del concierto de Brahms que ofreció con Bernstein en 1962, y en son de chanza le dijo: “Después de lo que hemos oído esta noche, a lo mejor ya es hora de retirarse, ¿eh?”, a lo cual Gould le lanzó una mirada como si dijera: "Et tu, Bmlus?", y nunca más volvió a dirigirle la palabra. Dejó de mantener corres­ pondencia con el crítico B. H. Haggin, uno de sus admiradores más incondicionales, cuando Haggin comenzó a criticar sus gra­ baciones de Mozart a mediados de los años sesenta. Dejó de ver a Vincent Tovell, a quien conocía desde 1959, después del recital para la cadena televisiva de la c b c , de 1964, titulado Una antología de la variación, que dirigió el propio Tovell. Éste tuvo que plantarle cara a Gould debido a la excesiva longitud y a la verbosidad de su comentario hablado, y aunque Gould estuvo de acuerdo en intro­ ducir cortes y enmiendas, fue tan sensible a esa crítica de sus escri­ tos que puso fin a la relación. P ocos años después, cuando le comentó algunos de sus escritos más recientes a Keith MacMillan, éste le tom ó el pelo al expresar su esperanza de que “estuvieran escritos en lengua inglesa”. Ofendido, Gould rápidamente puso fin a la conversación, y pocos días más tarde envió a MacMillan una nota tajante para indicarle que en el futuro, si deseaba ponerse en contacto con él, lo hiciera por medio de su manager. Terminó años de contacto continuado con Peter Ostwald y Joseph Stephens en 1977, al parecer por haber detectado la falta de entusiasmo de ambos en sus proyectos más recientes, cuando fueron a visitarlo a Toronto. La presunta actitud despiadada de Gould a propósito de sus rela­ ciones personales se ha exagerado bastante, ya que, como cualquier otra persona, tuvo relaciones que discurrieron según un curso lógico y terminaron de manera natural y amistosa, y tuvo también, como cualquier otra persona, colegas y conocidos y amigos en un mayor o menor grado de proximidad, además de ser una persona que no daba acceso a cualquiera en el círculo de sus amistades íntimas. Hubo muchos casos perfectamente inocuos en los que dejó de ver a una persona luego de que concluyese el proyecto en el que hubie­ ran participado, tras lo cual no existía fundamento para proseguir el contacto: no son éstos los clásicos casos de personas “de las que se prescinde” tras haberlas “u tilizado”. A com ienzos de los sesenta, cuando su carrera de concertista iba aproximándose a su fin, y muy en especial después de 1964, cuando definitivam ente cambió de form a de vida, Gould estrechó de manera muy conside­ rable su círculo de conocidos, y muchas de las personas que lo habían tratado hasta entonces, fuera en el plano personal o fuera 400

en el profesional, descubrieron que habían dejado de tener noticias suyas. A unos les m olestó este enclaustramiento, este rechazo, en especial porque no hubo despedidas formales, pero en muchos otros casos las relaciones terminaron de form a natural cuando dejó de viajar y de comparecer en público. P o r otra parte, sus amigos real­ mente íntimos y sus colegas profesionales más cercanos no fo r­ maron parte de este proceso. En algunos casos, el final de una relación personal con Gould llegó a ser un alivio, pues podía ser tan abrumador y controlador como amigo que como jefe. Como ha dicho Ray Roberts, “tenía una clara tendencia a quemar a las personas” . Su exclusivo y exigentí­ simo compromiso con su trabajo, su intensa y en apariencia ilim i­ tada concentración en la tarea que tuviera entre manos, fácilmente agotaban a sus colegas. Tom Shipton, uno de los editores que tra­ bajaron con él a finales de los setenta, dice que Gould contaba con que los demás fueran capaces de seguir su ritmo enfurecido. Sin embargo, y al igual que tantos otros, Shipton nunca se quejó de sus exigencias; muy por el contrario, llegó a sentirse mal sólo de pensar en la posibilidad de decepcionar a Gould. Shipton, a veces con escrúpulos de conciencia, alguna vez fingió estar enfermo para tomarse un día libre, sabedor de que Gould no querría ver a una per­ sona enferma ni en pintura en las proximidades de su estudio, y justo es decir que no fue el único técnico de sonido sobrepasado por el exceso de trabajo que recurrió a esta estratagema para no decepcionar al jefe, ya que Gould sí se sentía decepcionado sólo de pensar que alguien no estuviera dispuesto a vivir por su arte en la misma medida en que él lo hacía. Teniendo en cuenta que Gould era hipocondríaco, y que tenía rasgos de personalidad claramente melancólicos, obsesivos, esqui­ zoides y narcisistas, ¿nos hallamos ante un diagnóstico de trastorno de la personalidad, de enfermedad mental, o se trata de que había de veras un daño psicológico de cierta gravedad? Algunos, com o es el caso de Peter Ostwald, han terminado por concluir que era una persona atormentada por terribles problemas psicológicos: “A sí como los testigos presenciales de los hechos se han dado por con­ tentos al concluir no sin tolerancia que el estilo de vida de Glenn era sólo otra manera de ser humano, Glenn -h oy lo entendemosa menudo experimentaba la existencia como una pesadilla”. Ahora bien: las neurosis de Gould, por potentes que fueran, no constitu­ yen toda la realidad. Tenía, en efecto, rasgos melancólicos: era introvertido, medita­ bundo. Pero no se le puede considerar una persona crónica y clí­ 401

nicamente deprimida. Cuando se deprimía era en respuesta a una determinada circunstancia que le resultaba deprimente, como la larga inm ovilización a la que se sometió en 1960, con una escayola que le sujetaba buena parte del cuerpo, y la depresión se disipaba en cuanto mejoraban las circunstancias. Sus papeles privados, así como el testimonio de quienes lo conocieron íntimamente, no hacen pensar que tuviera que luchar a diario para mantener a raya la depre­ sión; funcionó siempre a niveles muy exigentes, y fue inmensamente productivo, incluso cuando hubo de hacer frente a sus angustias y a sus problemas físicos. N o era un hombre malhumorado, abatido, amargado o malicioso; no era propenso a sentirse desdichado o desesperanzado; no carecía de autoestima, no vivía con un cons­ tante reproche de sí mismo, no se concedía el lujo del humor negro ni de la ironía cáustica; de hecho, por lo común estaba animado, a menudo contento, alborozado, incluso durante sus períodos de mayor tribulación y estrés. A pesar de todos sus problemas, nunca dejó de ser una persona equilibrada y optimista, que trabajaba con total confianza en sus recursos y que cosechó éxitos considerables en relación con las metas artísticas y personales, y morales, que se había propuesto. Tenía, en efecto, rasgos obsesivos, pero no a tal extrem o que se pueda poner en tela de juicio su cordura. Hay quien considera que su manía de remojarse los brazos era tan sólo un ritual neuró­ tico, obsesivo, pero era una costumbre meramente funcional: se remojaba los brazos porque tenía una tremenda tensión muscular y ósea relacionada con el trabajo, y tampoco ha sido el único músico que haya recurrido a esta terapia. Es difícil compararlo con el obsesivo-compulsivo que se lava las manos cincuenta veces al día sin que m edie una razón que explique esa manía. N o se encontraba necesariamente regulado por sus tendencias obsesivas. Le produ­ cía una clara sensación de comodidad y de control planear con todo detalle por ejemplo las actividades del día, pero no estaba pendiente en todo momento de cumplir a rajatabla un programa. Por si fuera poco, su tendencia obsesiva estuvo canalizada de una manera siem­ pre productiva, artística, y fue en cierto m odo responsable de gran parte de lo que más impresiona y es más característico de su tra­ bajo, a saber, la precisión fantástica, casi sobrehumana, de su téc­ nica pianística, o su insistencia en controlar el funcionamiento de su piano, o su comprensión analítica de la música que interpretaba, o su m eticulosidad com o editor de grabaciones y documentales radiofónicos. En este sentido, sus rasgos obsesivos resultan tan neuróticos como adaptados a sus necesidades objetivas. Gould era 402

un Vermeer, un Stravinsky, un Beckett, un Kubrick: un artista para el cual la capacidad de obsesionarse era una herramienta crucial. Tenía, en efecto, rasgos esquizoides, pero ya hemos visto que si bien le resultaba muy difícil el trato íntimo con las personas, no era ni mucho menos imposible, y se las ingenió para mantener rela­ ciones genuinamente estrechas, aun cuando a menudo fuera preci­ samente con aquellas personas que más reacias son a hablar abiertamente con cualquier biógrafo. Fue un hombre aislado, pero sólo en la medida en que lo estimó oportuno para su tarea creativa; y en las debidas circunstancias, con las personas adecuadas, dis­ frutaba una enormidad con el mero hecho de pasar el rato y hablar de cualquier cosa. A borrecía las congregaciones multitudinarias: “Me siento bastante alarmado cuando no sé qué es lo que va a pasar -d ijo en una entrevista de 1964-, por ejemplo cuando estoy rodeado por una multitud”, a pesar de lo cual salía bien librado, aunque fuera a regañadientes, de toda clase de situaciones públicas. Se trata a fin de cuentas de un hombre que tocaba el piano, daba conferencias y se presentó ante miles de personas a lo largo de quince años. Que renunciase a seguir en el circuito concertístico con el objeto de cultivar una forma de vida que lo mantuviera alejado de las muche­ dumbres no indica forzosamente que fuera agorafóbico o víctima de una “fobia social”, sino que tan sólo apunta a que, al contrario que muchos de nosotros, tenía una voluntad férrea y disponía de los recursos necesarios para vivir sin renunciar a sus predilecciones. Tenía, en efecto, rasgos narcisistas, pero también se le perci­ bía como una persona cálida y considerada; sabía ser de una leal­ tad extraordinaria, sabía ser un amigo capaz de prestar apoyo a los suyos, y fue atento y amable con los demás en incontables oca­ siones. A veces, la timidez le daba el aire de ser un narcisista. Bruno Monsaingeon recuerda que Gould no fue capaz de dar la cara en la fiesta de despedida que su equipo le había preparado tras las sesio­ nes de rodaje de 1974, pero no porque no apreciara el trabajo que habían hecho, sino por exceso de timidez. Prefirió escribir a cada uno una carta personal. Los técnicos, y otras personas que traba­ jaron con él, recuerdan que Gould casi nunca les regaló un elogio ni les dio su agradecimiento, si bien en su diario de 1980 se pone de m anifiesto que tenía un enorme aprecio por sus colegas, aun cuando le avergonzase decírselos a la cara. El 27 de mayo de 1980 escribió que el trabajo de edición de Lorne Tulk “tiene la misma fluidez de siempre”, que es “un editor de una capacidad inmensa”, que desea poder trabajar con él más a menudo. El 7 de junio escri­ bió que “el trabajo [de edición] de [Tom] Shipton es absolutamente 403

maravilloso”, y el 21 de agosto anota que Jean Sarrazin era “sin lugar a dudas uno de los mejores editores de sonido que haya conocido nunca”. Además, lejos de dar por hecho que el trabajo de todos ellos era como era, escribió con admiración, bien que sólo para sí mismo, acerca de la disponibilidad de todos ellos a la hora de llevar a cabo largas jornadas de trabajo con una verdadera dedicación, a pesar de sus restantes compromisos. El diario de 1980 también pone de m anifiesto que cuando sentía la necesidad de sustituir a alguien cuyo desempeño dejaba un tanto que desear, lo hacía muy a su pesar, y nunca de un m odo despiadado. El grado de egoísmo que se quiera atribuir a Gould depende de las personas con que uno hable. Andrew Kazdin y Joseph Stephens, por ejemplo, han recordado que las llamadas telefónicas de Gould a altas horas de la noche nunca comenzaban con la pregunta de si era o no un momento oportuno para hablar, aunque otras perso­ nas han evocado que comenzaba siempre con esa pregunta (¿mera­ mente retórica?). Gran parte de lo que se ha escrito a propósito de Gould se basa de manera excesiva en recuerdos de personas que no se contaban entre sus amigos más íntimos, aun cuando pudie­ ran haber pasado mucho tiempo con él, fuera en persona o fuera por teléfono, a lo largo de muchos años. Algunas de estas fuentes recuerdan sólo a un narcisista cuya conversación constaba única­ mente de largos m onólogos acerca de sí mismo, de sus ideas y acti­ vidades, y que parecía no tener ningún interés de verdad por la persona que estuviera al otro extrem o de la línea, salvo en tanto caja de resonancia. Esa era, qué duda cabe, la realidad aju icio de un determinado tipo de amistades de Gould. P e ro también tuvo otras relaciones, más íntimas por lo común, con personas por las cuales su interés fue auténtico, relaciones que duraron muchos años, con un toma y daca constante por ambas partes: amistades normales, dicho de otro modo, que no por fuerza tuvieron un fin abrupto cuando se presentó algún conflicto, alguna tensión. En la medida en que le resultaba compatible con su timidez y con el nece­ sario grado de soledad a que aspiraba, fue un buen amigo, un autén­ tico amigo, que tenía en muy alta estima los lazos emocionales. Luego de trabajar con él durante diez años en muchos documen­ tales radiofónicos y en infinidad de grabaciones, Lorne Tulk llegó a la conclusión de que necesitaba tomarse un año sabático para des­ cansar de la intensidad de Gould, de su perfeccionismo, de modo que trabajó con él de manera muy esporádica en sus últimos cinco años de vida. Gould lamentó la pérdida, pero no expulsó a Tulk radi­ calmente de su vida, al contrario de lo que cuenta la leyenda. Su 404

estrecha amistad siguió siendo la misma de antes; de hecho, Gould incluso llegó a decir que era el hermano que nunca había tenido. Hablaban casi a diario, y Gould le confió los aspectos más sensi­ bles de su vida privada en sus últimos años de vida. John Roberts reconoce que ser amigo de Gould era “toda una carrera que exigía dedicación profesional”, pero añade que “siempre que le necesité estuvo allí para lo que hiciera falta". Gould no podía escapar de sus neurosis, es evidente, pero al menos tuvo conciencia de que las padecía, y fue también capaz de reírse de ellas, lo cual le otorgó siempre un cierto grado de control sobre éstas, además de lograr compensarlas mediante muchos otros ras­ gos de su personalidad. Son muchos los artistas e intelectuales real­ mente dotados que terminan abocados a la impotencia creativa e incluso gravemente dañados, cuando no destruidos del todo, debido a sus excentricidades y demonios, pero Gould de ninguna manera pertenece a esta categoría, ni puede pasar por una persona de carác­ ter autodestructivo. Incluso cuando se trata de la hipocondría que sin ningún género de dudas fue decisiva en su muerte prematura, es preciso tener en cuenta cuáles eran sus motivaciones: de manera harto significativa, se medicó sólo en respuesta a lo que consideraba que eran problemas médicos reales, por erróneos que pudieran ser sus diagnósticos; nunca, en la medida en que es posible determinarlo, tomó drogas para embriagarse, para embotar sus sentidos, para sol­ tarse o perderse. Su psique no era tan sólo una matriz de tormentos de los que deseaba huir a toda costa; siempre logró hacer tablas con sus enemigos psicológicos. A pesar de todas sus ansiedades y neurosis, sus limitaciones personales y sus defectos y fracasos, Gould logró salir con bien, logró sacar su trabajo y su vida personal ade­ lante, llevó una vida profesional de una productividad asombrosa, cosechó éxitos sin par, y tuvo una vida privada que le grar\jeó más satisfacciones de lo que por lo común se suele reconocer.

“TODOS LOS CANADIENSES DE PRO DEBERÍAN MANIFESTAR UN IRACUNDO DESAGRADO A N TE LA DESPECTIVA SUPOSICIÓN DE QUE YO HAYA SIDO OTRA COSA QUE EL ARQUETIPO DEL VECINO DE A L LADO, LIMPIO, ÍNTEGRO Y CABALLEROSO.” Sus excentricidades han sobresalido en mucho de lo que se ha escrito sobre él, ya que tienen colorido, son dignas de figurar en cual­ quier noticia y valían como perfectos titulares, si bien el Gould que 405

recuerda la mayoría era también en gran medida el hijo de sus padres, la quintaesencia del buen muchacho canadiense, en el fondo un hom­ bre de enorme decencia e integridad. Por cada persona que hubo de padecer las consecuencias de sus neurosis, hubo otra que lo consi­ deraba un hombre cálido de afecto, dulce, amable, que es como lo recuerdan quienes lo trataron de niño. Paul Myers escribió que, en persona, Gould “hablaba sin levantar la voz y era casi anticuado en sus modales exquisitos”, al tiem po que su afinador de pianos en Toronto, Verne Edquist, al cual avisaba con meses de antelación del momento en que iba a necesitar sus servicios, lo tenía por “todo un caballero: cortés, considerado”. Era de una cortesía impecable, y al igual que sus padres cumplía siem pre con las amabilidades más sencillas; por ejemplo, enviaba una donación a la Iglesia de Todos los Santos en Kingsway tras hacer una grabación con el órgano de la iglesia. Teniendo en cuenta su enorme saturación de trabajo y su estatus profesional, era de una generosidad notable con su tiempo cuando se trataba de responder por ejemplo a las cartas de sus admi­ radores, o de hacer algún que otro favor a los amigos e incluso a los desconocidos, y a menudo devolvía los favores que se le habían hecho; así, invitó al doctor Stanley E. Greben, psiquiatra de Toronto, junto con su esposa, a lo que Greben recuerda com o una cena muy agradable en un buen restaurante, y sólo porque había dedicado a Gould cinco minutos por teléfono para aconsejarle un especialista en otorrinolaringología. Una vez concedió una temible entrevista cara a cara sólo porque no pudo negarse y dar un chasco al entre­ vistador, que había viajado desde Londres únicamente para verlo. Era afectuoso y solícito con las mujeres; si salía a cenar con una joven, llegaba puntual a recogerla a su casa; llamaba a la puerta, charlaba con su madre. Para ser un solitario recalcitrante, era sor­ prendentemente amistoso. “Era realmente alegre -recordaba Tim Page-, tenía un compañerismo magnífico.” Gould nunca se las dio de “prima donna”, hecho que reiteran una y mil veces quienes le conocieron. Más bien se presentaba como una persona modesta, sin pretensiones. Era “Glenn” a secas prác­ ticamente para todo el que intercambiara unas cuantas frases con él; nunca se las dio de “Doctor Gould” con nadie. (Muchos de sus adm iradores postumos también lo llaman “Glenn”, da la im pre­ sión que tras haber reflexionado sobre lo oportuno de ese trata­ miento tan llano.) Aunque podía ser “difícil” en las situaciones en que sus necesidades idiosincrásicas resultaran costosas de satis­ facer -caso de Steinway and Sons, por ejem plo-, es en vano bus­ car en él, por ejemplo, la altanería de Stokowski, la crueldad de 406

Bernstein, la arrogancia de Rubinstein o el humor m ordaz de Stravinsky. Le desagradaba que cualquier otra persona se diera ínfu­ las de superioridad, detestaba “los caprichos, las pataletas, los mon­ tajes de op ereta” de un Toscanini, por ejem plo, y parece haber tomado la resuelta determinación de no comportarse jamás como el clásico artista de renombre mundial. Exigía respeto, desde luego, y se mostraba contrariado, o petulante, e incluso colérico, cuando las cosas se torcían, pero no se rebajaba a los numeritos caprichosos sólo por reforzar su envergadura de famoso. En privado, gozaba con la compañía de personas que no eran ni artistas ni intelectua­ les, a las cuales buscaba sólo por gozar de un genuino compañe­ rismo, y no en calidad de público que acudiera a sentarse a sus pies; disfrutaba hablando con todas ellas de cualquier cosa, salvo de su trabajo. Uno de los vecinos de su edificio de apartamentos lo recor­ daba como un hombre divertido, parlanchín y sorprendentemente gregario. En sus últimos años iba con cierta frecuencia a visitar a Jessie a su casa de Oshawa, en donde, recordaba ella, se acomodaba en el sillón tras quitarse los zapatos, y mientras le ser­ vía cinco o seis tazas de té relataba numerosas anécdotas, jugaba a las adivinanzas, se ponía al día en lo tocante a las noticias de la familia, y por medio de sus narraciones me llevaba a un mundo de intelectos que se hallaba mucho más allá de mi capacidad de comprensión. En esas ocasiones me trataba de igual a igual, sin caer nunca en el vicio de achacarme nada, sin dárselas de ser más que nadie.

Lorne Tulk escribió que su prim er encuentro con Gould tuvo mucho de conversación amistosa, de verdadero interés mutuo, pro­ pio de dos personas deseosas de conocerse mejor: “Era una per­ sona con una inmensa reputación internacional y yo era un simple técnico de plantilla; nos acabábamos de encontrar y charlábamos como si nos conociéramos de toda la vida". Gould, según entendió, “tenía una capacidad increíble para lograr que cualquiera se sin­ tiese a gusto estando con él” . Gould sabía que en múltiples sentidos era una persona muy supe­ rior a la media, pero siempre trató no comportarse como tal. Nunca hizo distinciones de raza, ni de clase, ni por economía; no era ni de lejos un esnob en cuanto a riqueza o estatus social, no trataba con ninguna condescendencia a las personas de a pie. Quienes estu­ vieron a su servicio en restaurantes y hoteles, por ejemplo, recuer­ dan a un hombre de trato plácido, que no quería que nadie se tomara ninguna molestia por él y que nunca dio ningún indicio de ser un artista famoso. G eoffrey Payzant relataba una ocasión a finales de 407

los setenta en que un técnico de la c b c con toda inocencia preguntó a Gould - a Glenn Gould, nada m enos- si podría recom endar un buen modelo de piano de pared para un apartamento no muy grande. Y me dye: Dios mío, ¿qué va a contestar Glenn Gould a una cosa así? Bueno, pues le contestó con todo el respeto y toda la amabilidad, con toda la consideración que se pueda imaginar. Se lo tomó totalmente en serio y le dio una información seria, útil y ponderada. Debo decir que me dejó muy impresionado. Me pareció maravilloso por su parte.

A ndrew Kazdin recordaba que cuando el barítono Cornelius Opthof acabó exhausto mientras realizaban la grabación de algu­ nas canciones de Schönberg, y preguntó si podría “descansar un minuto”, Gould de inmediato, y con espléndida cortesía, le dijo que “desde luego, faltaría más”, tras lo cual aguardó exactamente sesenta segundos y anunció que era el momento de reanudar el trabajo. N o obstante, la mayoría de los que trabajaron con Gould, inclui­ dos aquellos a los que el trabajo les resultaba agotador, lo consi­ deraban un je fe afectuoso y acom odaticio, “Era el alma de la paciencia en el estudio y en la sala de edición -d ic e James Kent, productor de la c b c - . Nunca hubo por su parte un solo despliegue de eso que se llama ‘temperamento’”. El propio Kazdin señaló que cuando transmitió a Gould por escrito su sensación de estar tra­ bajando en exceso, durante sus primeros años de grabaciones ya en Toronto, Gould de inmediato contrató un asistente y se quedó “un tanto dolido y entristecido al ver que semejante cuestión había tenido que tomar la form a de una carta”. Muchos de sus técnicos y secretarias recuerdan el tiempo que pasaron con él como un lapso de verdadero disfrute en el trabajo, y rememoran sus manías e idio­ sincrasias como algo mucho más adorable que opresivo. A menudo se generaba un ambiente efusivo, lleno de energía, cuando grababa o rodaba, y en los casos en que el trabajo era tedioso estuvo por lo general atento a la necesidad de relegarse periódicamente con todo el equipo, de tomar descansos, de hacer algún juego, un chiste, o entretener a los demás con sus propias im provisaciones o inter­ pretaciones de musiquillas conocidas al piano. Un ayudante de cámara se animó a escribirle en 1978, después de un rodaje, sólo para decirle que todo el equipo había disfrutado muchísimo con todo el proyecto, y los jefes de personal de la c b c a menudo le escri­ bieron sólo para decirle que había sido un placer trabajar con él. Cuando era joven, Gould ocasionalmente actuó en funciones de beneficencia, y a lo largo de los años donó dinero sin decir nada a 408

nadie a muchas organizaciones musicales y de caridad. En privado, ayudó a muchas personas. El pianista Antonin Kubalek emigró de Checoslovaquia en el verano de 1968, y durante unos cuantos años se le hizo muy difícil asumir su nueva vida en Canadá. Gould lo oyó tocar en la radio de la c b c en 1969, supo de la situación en que se encontraba, y al año siguiente le envió un cheque por una can­ tidad más que notable; después escribió en defensa de Kubalek al Real Conservatorio de Música y le aconsejó sobre cuestiones de gestión de conciertos. Todo esto lo hizo antes de haberlo con o­ cido en persona. Sabía ser abierto y solícito con sus amigos. Jessie Greig lo con­ sideraba una persona “tierna, afectuosa, amable”. Siempre estuvo activamente atento a su vida, interesado por su profesión de maes­ tra. Lo recordaba una vez en que le acarició el brazo y le dijo, des­ pués de haber muerto su amada tía: “Jessie, yo siempre te trataré bien”. A pesar de sus sentimientos contrarios a las situaciones públi­ cas y multitudinarias, fue testigo en la boda de John Roberts en 1962, ocasión en la que insistió en vestir de gala, y fue padrino de varios de los hijos de sus amigos. Fue leal a la hora de seguir y dar apoyo profesional a sus amigos, incluidos aquellos que tocaban a Liszt y a Rachmaninov. Siempre que Ray Dudley hacía un programa en directo en la radio, por ejemplo, Gould, como ha escrito el propio Dudley, “llamaba por teléfono en el instante en que terminaba la actuación”. (Sorprendentemente, nunca escatimó sus elogios a las interpreta­ ciones que otros hacían de un tipo de música que decía detestar.) Gould escribió cálidas cartas de recomendación en favor de amigos músicos, de sus antiguas secretarias y de otras personas que le eran conocidas; nunca se mostró distante y relamido con sus antiguos compañeros de estudio ni con los viejos amigos de la familia, ni con los vecinos de Uptergrove que le escribían de vez en cuando. Fue un gran apoyo para los amigos que pasaban por momentos de tristeza por haber perdido a alguien importante, o por ver zozo­ brar su matrimonio, o por hallarse en dificultades emocionales de cualquier clase. “Nunca olvidaré lo solícito que fue conmigo”, dijo Vincent T ovell al recordar el súbito fallecim iento de su madre. Cuando un amigo muy cercano sufrió una agresión en plena calle, a raíz de la cual fue malherido a finales de los cincuenta, Gould escribió a sus padres, que vivían en el extranjero, para tranquili­ zarlos, y les envió algunos álbumes suyos autografiados. (Siempre fue generoso a la hora de hacer regalos.) Aunque le infundían mucho miedo tanto la enfermedad com o los hospitales, nunca descuidó a los amigos que hubieran enfermado. En 1963, cuando Lois Marshall 409

tuvo una infección de garganta y los médicos le ordenaron que no cantase, que no hablase siquiera durante todo un mes, Gould la llamó a menudo para hacerle compañía, insistiendo con amabili­ dad en que no dijera nada para, a continuación, entretenerla con noticias e historias; también dio muchos ánimos a Joan Maxwell, con una llamada diaria al menos, cuando estuvo hospitalizada tras una intervención quirúrgica en la espalda. Cuando a Barbara Little se le diagnosticó un tumor cerebral en 1978, Gould logró que varios amigos suyos de relieve que habían experim entado un diagnós­ tico similar -entre ellos, Marshall McLuhan- la llamaran y le brin­ daran su apoyo, y tras la operación estuvo entre los primeros amigos que la llamaron con afecto. Algunos gestos personales tal vez le resultaban difíciles, sobre todo por su elevadísima reticencia em o­ cional; sin embargo, por cada anécdota sobre el Gould distanciado y absorto en sí mismo hay al menos otra en la que se muestra a la persona que con ternura enjugaba las lágrimas de los ojos de un amigo que pasara por un mal momento, o que al menos hacía todo lo posible por ayudarle. Gladys Riskind recuerda “una ocasión en particular en que me presenté desconsolada en la puerta de su casa, y la única form a que se le ocurrió para consolarme fue sentarse a tocar para mí". (De niño se le vio improvisar para su madre a manera de pedirle perdón por alguna travesura.) La compasión, uno de los temas cruciales en El mundo de las tres esquinas, era un sen­ timiento que valoraba muchísimo. Hay alguna anécdota sobre los lógicos choques de personalidad habidos cuando Gould tocaba conciertos y música de cámara; por ejemplo, con el cuarteto de cuerdas de Julliard. Parece de hecho haber sido un colaborador mucho menos flexible cuando era joven; podía ser “un dictadorzuelo” en no pocas ocasiones, según ha dicho Otto Joachim. (Recuérdense las frecuentes críticas acerca de lo mucho que “abrumaba” a sus compañeros del grupo de música de cámara en Stratford.) En 1954, Alexander Schneider y Zara Nelsova se sintieron molestos con la precocidad y las extralimitaciones de su jo v e n colega a la hora de acom eter el Trío Fantasma de Beethoven, que entonces tocó por vez primera, aunque a propósito de esta pieza ya se había formado no pocas ideas tan excéntricas como inflexibles. Cuando Schneider dijo que había interpretado ese trio al menos trescientas o cuatrocientas veces, Gould le respon­ dió con altanería: “Mi postura siempre ha sido ésta, a saber, que la calidad importa más que la cantidad”.11A lasazón, según recordaba Nelsova, tanto ella como Schneider lograron convencerle para que desistiera de muchas de sus ideas. 410

Sin embargo, la inmensa m ayoría de sus colegas músicos se maravillaban ante su apertura mental, su sensibilidad, su espíritu de cooperación en las colaboraciones, sobre todo en sus últimos años y muy a pesai’ de su fuerte e idiosincrásica personalidad musi­ cal. La m ayoría de los cantantes con los que trabajó, así com o instrumentistas de la talla de Yehudi Menuhin, Leonard R ose y Jaime Laredo, dieron cuenta de una serie de colaboraciones que fueron como la seda y les resultaron muy agradables, pues Gould siempre estuvo dispuesto a ensayar cosas nuevas, tanto si eran ideas suyas com o si no. Algunos han recordado que terminaron por rendirse de lleno a su interpretación de una pieza, aunque no porque se aprovechara de su estatus, ni porque recurriese a su talento para salirse con la suya, sino porque descubrieron que sus ideas eran musicalmente demasiado atractivas para dejarlas a un lado. Kerstin M eyer dijo a un entrevistador que le pareció “completamente natural”, que fue “una maravilla, puro alborozo”, cantar con el acompañamiento de Gould. Le sorprendió, de hecho, que fuese tan buen acompañante, que estuviera tan dispuesto a subordinar su propio ego; muchos pianistas de prim erísim a fila son incapaces de una cosa así. “Sabía qué era lo que quería, pero yo nunca me sentí bajo presión. La palabra vital fue en todo momento la colaboración -d ijo Roxolana Roslak, soprano cana­ diense que trabajó con Gould a finales de los años setenta-. Su influencia era enonue en lo musical, como es lógico, pero es curioso que nunca ahogase mi propia expresividad. Muy al contrario, tenía la habilidad de crear un ambiente de entusiasmo, de descubri­ miento, tanto que una tenía la im presión de que cualquier cosa era posible y, todavía más importante, alcanzable.” En 1973 pidió a James Campbell, un clarinetista canadiense, que participase en un programa de televisión para la c b c en el que Gould iba a inter­ pretar por primera vez en toda su trayectoria una pieza de Debussy, la Première rapsodie. Campbell recuerda que, con gran sorpresa por su parte, Gould lo trató de igual a igual a lo largo de toda la colaboración, pidiéndole a cada paso sus opiniones y remitiéndose a ellas en muchos momentos, aunque por entonces Campbell tenía veintitantos años y aún era un estudiante. Una anécdota que relata Morry Kernerman dice mucho acerca de la elemental decencia de Gould incluso en sus momentos de máxima fama internacional. La Sociedad Bach de Toronto descu­ brió que se hallaba en una grave complicación financiera durante su prim era temporada, de m odo que Kernerman pidió a Gould, con una mínima antelación, que les echara una mano y participase 411

en el concierto de fin de temporada, en mayo de 1958. Gould estuvo de acuerdo, con lo cual garantizó un lleno absoluto en el Eaton Auditorium, y tocó de manera insuperable las Partitas núm. 1 y 6 de Bach. Se negó a aceptar ningún pago, y al término del concierto su padre hizo a la sociedad entrega de una donación. Las deudas de la sociedad quedaron saldadas, y cuando su presidente envió a Gould una pequeña cantidad para pagar sus honorarios, así fuera a m odo de agradecimiento, les devolvió el cheque. “Dije que no aceptaba ningún pago y lo sostengo -escribió-. Por favor, dedique esta cantidad a comprar unas charreteras para los coristas, o algún encaje que resalte.” Si el sindicato de músicos protestase, se mos­ tró dispuesto, aunque a regañadientes, a aceptar un pago según el prorrateo del sindicato, “pero ni un centavo más”. La sociedad le hizo entrega de un libro dedicado, Iconos rusos antiguos, a manera de obsequio, que seguía en su poder cuando murió. Las anécdotas de este estilo podrían prolongarse al infinito. Son muchas las personas que dicen haberse sentido no sólo entreteni­ das sino también nutridas por su contacto con Gould, a pesar de sus muchos y evidentes defectos. “Estando con él siempre sentí que estaba por encima de lo habitual en mí -d ice Gladys Riskind, que no es música profesional, pero que descubrió que era capaz de hablar con Gould durante horas seguidas, durante un día entero, sin que se le agotasen los temas de conversación-, A l despedirm e de él siempre me sentía mejor. Era capaz de sacar de mí lo m ejor que llevo dentro.”

“BUENO, LA VERDAD ES QUE, COMO SABES, SOY UN COMEDIANTE DE AND AR POR CASA. Los escoceses, según dijera Stephen Leacock, “parecen siempre preferir la adversidad a la bonanza”, y a Gould le gustaba afirmar que su corazón “era adusto, com o los de las Tierras Altas de Escocia”. N o obstante, tenía un hilarante sentido del humor, y no sólo un humor sutil y sofisticado, sino también un ánimo jugue­ tón, inocente e infantil, y un sano sentido del absurdo, así como una clara querencia por las tonterías, los juegos de burlas-veras, los dis­ fraces, etc. Toda su personalidad, sus relaciones humanas e incluso las relaciones laborales, por no decir sus interpretaciones, están siempre recorridas por un hilo de humor constante. Muy pocas per­ sonas, dentro del mundo serio y conservador de la música clásica, han actuado jamás como si fueran meros niños, y muy pocos lo han 412

pasado tan bien en público como Glenn Gould. Tenía un intelecto agudo y un ingenio veloz, aunque su sentido del humor, al contra­ rio que el de muchas personas inteligentes e ingeniosas, carecía de toda crueldad, de rencor; recurría al humor para relajarse, alguna vez para provocar, pero nunca para herir. Y le gustaba el humor en un sentido y en otro: le divertía tanto ser el objeto como la fuente del chiste, al menos mientras la intención no fuera maliciosa. Kazdin escribió que Gould era capaz de “congelar el aire” en una situa­ ción jocosa al manifestar de pronto que no captaba el chiste, o al percibir algún inquietante subtexto. Gastarle alguna broma pesada nunca era buena idea: la pérdida de control que comportan tales situaciones le molestaba. N o obstante, el humor era otra posición alcanzada por defecto en la personalidad de Gould, y para sus ami­ gos y colegas, así como para sus admiradores, era uno de sus ras­ gos más entrañables. En la conversación, en las reuniones y las entrevistas, en el estu­ dio, en la mayoría de las situaciones interpersonales, le gustaba man­ tener un ambiente ligero, del que se adueñaba con su risa inconfundible y contagiosa. Parecía estar en todo momento de buen humor; recibir una llamada telefónica suya equivalía a disponer de un magnífico entretenimiento durante una o dos horas. Todas las personas de su círculo -productores discográficos y colaborado­ res musicales, contables y abogados, ayudantes y secretarias- se veían arrastradas por sus bienhumorados comentarios, y a menudo aprendieron a devolvérselos en el mismo tono. Era muy difícil per­ tenecer a su círculo para una persona que careciera de sentido del humor. En 1958 form ó con algunos amigos la Sociedad de Lectura de Shakespeare de Low er Rosedale, que celebraba sus reuniones en el apartamento de John Roberts y en otros lugares para leer las obras teatrales, participar en juegos, charlar. Gould se sumó con entu­ siasmo a los encuentros, y fue capaz de soltarse y de entrar en toda suerte de charadas y travesuras, a veces durante lapsos muy dila­ tados; le proporcionaban un alivio muy necesario de su dedicación al trabajo y de sus múltiples angustias. Puso delirantes apodos a algunos de sus amigos, y le encantaba desinflar toda pretensión, toda pomposidad. Robert Fulford recordaba el placer que a Gould, de adolescente, le producían las noticias radiofónicas de una empresa local de pompas fúnebres: la lúgubre música de órgano, la serie­ dad del locutor. Se partía de risa en especial cuando decía con toda solemnidad: “Hoy no se han producido noticias de defunciones” . Entre los papeles que se conservan hay muchas muestras, a veces notablemente trabajadas, de humor en el plano de lo p ri­ 413

vado, cosas que preparaba para los amigos en ese tono ligero: inform es en broma, relatos en verso, m onólogos y guiones, cancioncillas. Había, por ejemplo, un borrador de dos páginas para una entrevista con el “ em inente m usicólogo y entusiasta de la ópera, Boris Gouldowsky”; de abril de 1977 datan algunos extra­ ños diálogos entre Roxolana Roslak y James Kent, productor de la c b c , aunque, según el propio Kent, ambos prácticamente no se cono­ cían. (U no de los diálogos termina con esta indicación escénica: “Se oye una respiración jadeante”.) Incluso en las notas que pre­ paraba para su asistente se colaba a veces alguna com pleja lista de asuntos “robertsianos”, en la que las cuestiones más triviales y cotidianas se detallan con un lenguaje ampulosísimo. Le encantaba escribir cartas largas, con abundante verborrea, falsamente pom­ posas. El anuncio de boda de un amigo, en 1957, dio pie a una larga carta en estilo form al de la “a g e n c i a H e r b e r t g o u l d : Servicios de acompañantes, Consejos matrimoniales, Abogado matrimonialista, Divorcios. Nuestro lema: ‘Baja fidelidad y alta frecuencia’”. Otro de sus encabezamientos dice así: “ g o u l d , c a r t e r a s d e v a l o r e s y s e r v i ­ c i o s d e a s e s o r í a f i n a n c i e r a , s d a d . l t d a .” A Paul Myers le escribió una carta de presentación, de tres páginas, para una compañía discográfica ficticia llamada “Discos P o ca Cosa (Compañía de la Ejecusonora de ‘La vo z de la tortuga’) ” , un chiste sobre el sello Nonesuch, de esotérico nombre y funcionamiento. Guando la hija de su secretaria, Jill R. Cobb, le hizo un dibujito en 1975, respon­ dió con una caita formal, de un abogado, firmada como “G. Lenherb”. Escribió también poemas para los hijos de Cobb, y para los hijos y las mascotas de otros amigos, o a propósito de ellos. Joan Maxwell, cuyo apellido de casada era Rempel, recibió un largo poem a que comenzaba con esta quintilla humorística: Había vina cantante llamada Rempel, que consideraba todo el arte un “Tempel”, es decir, que el rock detestaba y por Aída se pirraba y la ópera predicaba como una Aimee Sernple.'

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Mantenemos “Tempel” en el segundo verso de la quintilla para no perder la rima

aunque debiera ser “templo”. En cuanto a Aimee Semple, conocida como “la Hermana Semple” (1890-1944), fue misionera y evangelista por China, Europa y Estados Unidos, y estrella mediática en los años veinte y treinta, además de objeto de una b io p ic televisiva en 1970, en la que la interpretó Faye Dunaway. [N . de los T. ]

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H izo un esbozo de una larga canción dodecafónica, en 1980, acerca de Menuhin (que practicaba el yoga), su esposa Diana y los compositores Bruch y Mahler, que empezaba así: “Haciendo el pino un día, una mañana en Gstaad / dijo Yehudi sin más: ‘Para mí, la obra de Mahler no vale nada’”. Es posible que los dos hubieran hablado de Mahler, y que la canción fuera la réplica de Gould. Sumergido en una obra tan seria com o Carta desde Stalingrado, trazó un esbozo vocal sobre un texto seguramente tomado de un periódico, que empezaba diciendo “Se cita el sexo en los pollos con­ fiscados”, lo cual no es, por cierto, una frase que nadie espere encon­ trar en una biografía de Glenn Gould. Todo esto repercutía en su lugar de trabajo, donde Gould podía ser una fuente de diversión desmesurada. En sus interacciones con sus colegas había un dejo persistente, a menudo contagioso, pero a veces fatigoso, de chanzas y de buen humor, como bien se ve en algunos de los descartes de audio y de vídeo que nunca se hicie­ ron para mostrar en público, y también en algunos documentos de cámara oculta, al estilo de las películas de la n f b . S u s producto­ res, técnicos y colaboradores hablan de algunas sesiones de gra­ bación que fueron una sucesión de carcajadas incluso cuando el trabajo era serio y exigente: “Estábamos todos tirados por el suelo, o a cuatro patas, haciendo ruidos de animales”, dijo Margaret Pacsu en una entrevista con la c b c . Otto Joachim recordaba haber ensa­ yado en Stratford con Oscar Shumsky y Leonard Rose, “cuando de pronto apareció Glenn Gould y dijo: ‘Guten Morgen, H err Doktor!’, que era más o menos todo lo que sabía decir en alemán”, y a partir de ese instante el ensayo degeneró en una sucesión de bromas. “N o volvimos a tocar una sola nota: fin del ensayo.” Cuando estuvo grabando el Quinteto de piano enfa menor, de Brahms, con el Montreal String Quartet en 1957, la sesión de doce horas terminó por ser, dicho con palabras de Joachim, “un circo como la copa de un pino”, con parodias improvisadas de Wagner, incluidas las par­ tes vocales y la escenificación. En una carta a una de sus secreta­ rias, Avril Rustage-Johnston, de 1979, Gould recordó que su trabajo en común “constaba en sus dos terceras partes de material anec­ dótico y sólo un tercio de trabajo real”, todo lo cual, obvio es decirlo, corría de su bolsillo. Una nota de humor, o de ligereza al menos, form ó siempre parte integral de la proyección pública que Gould daba a su persona, ya fuera en sus charlas y conferencias, en sus notas para la cubierta de sus discos, en otros escritos, en sus emisiones y en confeccio­ nes compositivas como ¿Así que quiere usted escribir una fuga? 415

y en el madrigal en honor de Lieberson. Tras retirarse de la vida de concertista, sin embargo, fue liberando cada vez más su faceta humorística. En 1965 escribió tres ingeniosos artículos para High Fidelity/Musical America, firmados con el pseudónimo del direc­ tor D octor H erbert von Hochm eister (m ás o menos basado en Karajan), y en años posteriores publicó más artículos serios, aun­ que en clave ligera, y también reseñas, con títulos como éstos: “Oh, Cynthia, por todos los santos, ¡tiene que haber alguna otra cosa en otro canal!”, “¿El lamento de Liszt? ¿La bagatela de Beethoven? ¿O los bebés de Rosemary?”, “Banco de datos sobre el ascendente Mahler a velocidad de crucero”, “El futuro y Floogie, el de los pies planos”, “Festschrift en honor de ‘¿¿¿Ernst Qué???’”, “La hierba siempre es más verde en los descartes”, “De vuelta a Bach (y barriga con barriga)”, o “Un halcón, una paloma y un conejo llamado Franz Joseph”. Su primera pieza consistente de humor escrito fue “Tras la estela de Breton”, comenzada en 1966 y revisada en innumera­ bles fases. La pieza central del artículo es un informe sobre las con­ troversias surgidas a raíz de la publicación de un libro (fic tic io ) de música, La consonancia del coro, de un tal “Lapierre Breton”. Se trata de una parodia de un libro de Pierre Berton titulado El banco cómodo, una sincera y polém ica crítica de la religión en Canadá que se publicó en 1965, y que proporcionó a Gould un pretexto para echar con gran descaro una mirada sostenida a la música y la crí­ tica de música en Canadá. Se trata de un ejercicio sumamente com­ plicado y demasiado pensado “para entendidos”, probable razón de que jamás la publicara. Siguió en 1967 una parodia radiofónica que sí se publicó después, “Congreso en Port Chillkoot”, parodia de un congreso de críticos musicales, situada en Alaska y repleta de retratos apenas disimulados de auténticos críticos canadienses y norteamericanos. Contenía un número coral cuyo texto ( “Del gélido glaciar de Chillkoot, / al profundo fiordo de C hillkoot...”) parodiaba un famoso himno de los misioneros del siglo xix ( “De las gélidas montañas de Groenlandia, /a la barra de coral de la India... ”). Pronto iba a producir más piezas humorísticas por escrito. Sus notas para la cubierta del álbum de 1967 dedicado a la Quinta sinfonía de Beethoven-Liszt constan de cuatro entrevistas imagi­ narias hechas a críticos ficticios de distintas nacionalidades (un británico, un alemán, un norteamericano, un húngaro) y orienta­ ciones (histórica, analítica, psiquiátrica, sociopolítica). Las notas de cubierta para el disco de 1973 dedicado a Grieg-Bizet se cerra­ ban con un “Aviso confidencial a los críticos”, en el que hacía men­ ción de su conexión genealógica con Grieg, com o si así quisiera 416

guiar a los críticos que de lo contrario podrían pasar por alto la “autoridad incuestionable” y la “incontrovertible autenticidad” de su interpretación de la Sonata para piano de Grieg. Publicó dos divertidas entrevistas consigo mismo, una en torno a su ambiva­ lencia acerca de Beethoven, en 1970, y otra en la que trataba los cimientos morales de su postura estética, ya en 1974. Y escribió crí­ ticas de libros en la década de 1960 que resultan un cúmulo de profundas intuiciones, aunque dotadas de una encantadora ligereza en el tratamiento. Sus escritos humorísticos, como sus escritos en general, mejoraron mucho con el paso del tiempo. De niño, a Gould le gustaban los juegos de impostura, la adop­ ción de voces graciosas, la mímica (nunca m aliciosa) de sus ami­ gos, vecinos y profesores. (Fue un gran fan de Rich Little.) Hacia 1950, junto con John Beckwith y Ray Dudley, hizo una grabación privada de una lectura a tres manos, prestísimo, del Estudio en la menor, op. 10/núm. 2, de Chopin, precedida por una parodia en la que Gould, sin que sirviera de precedente, se hace pasar por un tipo serio y entrevista a Beckwith, el cual, en dialecto, imita a Vladimir Horowitz de manera convincente. (Es una grabación que se ha con­ servado.) Ya de adulto hizo toda clase de grabaciones privadas, unas solo, otras con amigos, en las que documentó la clase de teatrillo que le gustaba hacer en privado, y a comienzos de los años sesenta queda claro que sería incapaz de mantener a raya su querencia por la comedieta en público; recuérdense la “Clase de piano con Glenn Gould” en Vancouver y el “Panorama de la música de los años veinte” en Stratford. A finales de los años sesenta no pocas veces interpretó a personajes ficticios en las grabaciones prom ociona­ les que le pedía Columbia Records, y a comienzos de los setenta tuvo incluso el aplomo de com parecer en la radio y la televisión de la c b c disfrazado, a veces con la intención de pronunciar afir­ maciones serias sobre sus ideas (es de suponer que defendía la teo ­ ría de que cualquier cosa entra m ejor si se endulza con humor). Desarrolló varios personajes que iban a ser recurrentes en estas apariciones escénicas, basados en estereotipos étnicos diversos, y desde mediados de los años sesenta se fueron infiltrando cada vez más en sus emisiones para la c b c . Estaba por una parte un direc­ tor británico, tonto de remate y recalcitrantemente eduardiano, ori­ ginalmente llamado sir Humphrey Price-D avies y reencarnado después como sir Nigel Twitt-Thornwaite, basado en modelos como sir Thomas Beecham y sir Adrian Boult, así como, sin duda, en algu­ nos de los músicos británicos afincados en Canadá que Gould cono­ ció en sus años de adolescencia en Toronto, y en un pom poso 417

musicólogo que una vez había encamado Peter Ustinov. Presentó algunas variaciones sobre esta misma idea a lo largo de los años; por ejemplo, Jonathan Wynan, productor de la b b c y atleta en su tiem po libre. Hubo también una serie de intelectuales germanos y austríacos: el director Hochmeister, el doctor W olfgang von Krankmeister, arrogante psiquiatra; el doctor Karlheinz Iüopweisser, com positor de vanguardia y musicólogo, al cual le interesaba por ejem plo de manera especial “la resonancia del silencio”, en parti­ cular “el silencio alemán, que es, cóm o no, orgánico, por oposi­ ción al silencio francés, que es puramente ornamental”. (El personaje de Klopweisser estaba parcialmente basado en Stockhausen.) Había también un chulo neoyorquino, al estilo del prim er Brando, con un acento imposible, al cual encontró Gould en 1966 para añadirlo de inmediato a su elenco de personajes dramáticos con distintas presentaciones, por lo común con cazadora de cuero y a veces con una tendencia un tanto beatnik: el boxeador Dominico Pastrano, el actor Myron Chianti y Theodore Slutz, crítico neoyorquino con un gusto especial por la música de vanguardia. Y también hubo un escocés cascarrabias, de acento prácticamente indescifrable, que hizo su aparición en calidad de atleta llamado Duncan Haig-Guinness y después com o técnico de sonido con el mismo nombre. El humor de Gould, com o tantas otras características suyas, era manifiestamente canadiense, sobre todo en sus escritos. De pequeño se familiarizó con las obras de Stephen Leacock y de Sarah Binks, la poetisa ficticia creada por Paul Hiebert, “La dulce cantante de Saskatchewan”,12 y tenía la misma familiaridad con Robertson D avies y otros escritores canadienses que cultivaban el humor. Algunos de los rasgos recurrentes de su humor encajan a la per­ fección con esta tradición: la querencia por tratar temas complejos y sofisticados en un entorno rural (a menudo en las regiones del Ártico); su tendencia a transmitir unas circunstancias inocuas en un tono propio casi de la tragedia, hinchando lo mundano y lo banal hasta darle una estatura heroica, pero burlesca; su ingenioso empleo del eufemismo y de la dicción mesurada, un afecto irrenunciable por socavar aquello que presuntamente aspiraba a elevar con toda sobriedad; asimismo, su empleo más o menos flagrante de la paro­ dia; una cursilería sabedora de serlo, como aún se ve con frecuen­ cia en la radio y la televisión canadienses. Incluso los detalles son distintivamente canadienses, incluido su aprecio por los nombres y títulos paródicos y llamativos. Hiebert dispuso del “Claim Jumper [El saltaquejas], órgano oficia l del Departamento Cenagoso de Minas”, y Davies ideó “el Trombone, de una localidad llamada 418

Desdichado Mapache, animado periódico de circulación harto limi­ tada” . Gould contó con “Insight, boletín de la A sociación de Psiquiatras de Dakota del Norte”, “Rhapsodya, revista de la Unión de Trabajadores de la Música de Budapest”, “Campo y tema - Guía del caballeiv campestre en materia de música y jardinería”, el “ The Village (donde la hierba es más verde)” y “El gran olor a esclavo’’, así como el “Port Chillkoot Packet”, obvio gesto de complicidad con el verdadero periódico de Orillia, el Packet and Times. He aquí un pasaje de Leacock en Esbozos soleados de una pequeña localidad. Claro está que a Pupkin nunca se le hubiera pasado por la cabeza la idea de considerarse un intelectual a la altura de Mallory Tompkins. Eso habría sido ridículo. Mallory Tompkins había leído toda clase de cosas, y tenía más o menos en mente el ponerse a escribir una novela, o bien una obra teatral. Todo lo que precisaba, según dijo, era una oca­ sión para recluirse en alguna parte y ponerse a pensar. Cada vez que iba a la ciudad Pupkin contaba casi con que a su regreso se encontrase la novela terminada, pero aunque a menudo volvía con los ojos enro­ jecidos de tanto pensar, la novela por el momento seguía inconclusa.

He aquí a Hiebert, cuando analiza uno de los primeros poemas de Sarah Binks, titulado “El huerto del párroco”: Aquí ya está plasmada la misma Sarah a la que después hemos lle­ gado a amar de manera natural, con su dulzura lírica y su profunda y didáctica moralidad. Pero aún tiene un pulso inseguro. “Una cebolla, una lechuga”, es un verso que flaquea; hay otros que no se cumplen métricamente como debieran, y la rima que hace entre “visible” y “con­ templación” [sic] no es acorde con la mejor tradición de la rica lite­ ratura de Saskatchewan.

Y éste es Gould: Apenas había dado comienzo al espectáculo de la primera velada en mi temporada de gala del Festival de Maude Harbour cuando, como tema por costumbre entonces, miré hacia los cajones. Allí, en uno que llevaba por rótulo “Cebo vivo: no refrigerar”, encontré una visión tan adorable que de inmediato borró de mi memoria las cuatro aventu­ ras amorosas que me habían salido al camino entre la hora del almuerzo y el té de las cinco. Por deleitosa que fuera la compañía de todas aque­ llas damas, comprendí en el acto que mi sino, mi destino, pertenecía a la deslumbrante hechicera que, con gracia y comedimiento, escon­ día el chicle bajo el cajón de lombrices en el que estaba sentada y tra­ taba de hacer las paces con el ardor de mi mirada. Resolví dirigirle a

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ella y sólo a ella todas y cada una de las notas de mi actuación, y enterarme durante el entreacto de las provisiones vigentes en el con­ dado en el supuesto de violación.

Éste es el párrafo con que com ienza “M em orias de Maude Harbour, o variaciones sobre un tema de Arthur Rubinstein”, publi­ cado en 1980, que es una certera parodia sobre la autobiografía de Rubinstein, M is años de juventud, en la que el pianista se muestra a cada paso encantado de haberse conocido. Posiblemente sea la obra maestra de Gould en clave de humor. Gould, como es natural, pensaba que la totalidad de su humor era brillante y divertido, aunque buena parte de sus producciones en esta línea son sencillamente espantosas, en particular lo que podría deno­ minarse “humor étnico”. Los acentos que impostaba en el inglés de Inglaterra, por ejemplo, recuerdan una de las ocurrencias de Robertson Davies sobre los meros aficionados al teatro: “Sus acen­ tos en inglés no estaban muy conseguidos, su argot inglés era mera derivación de haber oído a las personas que por entonces leían a Wodehouse hablar sobre él con su mismo lenguaje”. (Irónicamente, el acento escocés de Gould resultaba todavía menos convincente.) Sus comedias eran cargantes, a menudo trabajadas en exceso, y por eso mismo desvaídas; se dejaba llevar por la risa hasta el punto de no saber cuándo parar. “Glenn nunca fue un actor -d ijo Robert Silverman-. Era un comediante de la variedad colegial.” N o puede decirse con más exactitud. Con todo y con eso, incluso cuando sus escritos o actuaciones cómicas eran peores, e incluso de manera muy especial en tales ocasiones, hay algo de encanto indudable, algo fresco y satisfactorio en el espectáculo que supone que uno de los primerísimos profesionales de la música clásica a nivel mundial se deje lle­ var por una comicidad sin cortapisas ante su público. Es difícil imaginar por ejemplo a Pollini, a Karajan o a Schwarzkopf en escena, con un sombrerito chusco e impostando un acento gracioso, y ésta es sin duda una de las razones por las cuales Gould ha resultado tan atractivo para el público en general. Sabe quitar hierro a la serie­ dad, sabe desinflar las pretensiones de una profesión en la que es al parecer imprescindible poner cara de póquer, sin socavar su emi­ nentísima calificación en ese mismo campo. El humor de Gould podría interpretarse asimismo com o una máscara tras la cual se escondía con el fin de proteger sus verda­ deros sentimientos y evitar una interacción real, una cierta intimi­ dad; en múltiples ocasiones recurría al humor si se ve ía en la 420

obligación de hacer frente a alguien. Cuando Columbia Records le adeudaba una cierta cantidad de dinero en 1965, les escribió con su m ejor inglés fracturado, disfrazándose del personaje de Herbert von Hochmeister: No teniendo el placer de conocerle al tiempo que esperando que tal suceda pronto, hago acopio de valor para alterar sólo un momentito su paz de usted y solicitarle que por favor envíe dinero. En nom­ bre de mi cliente, el señor Glenn Gould, tenga la bondad de hacerlo, ya que dicho cliente no es muy avispado en asuntos dinerarios y ade­ más padece una timidez notable.

Lo cierto, apesar de todo, es que a Gould sencillamente le encan­ taba la comedia. Las bromas ligeras y las actuaciones cómicas le servían de relajamiento y de sosiego, de m odo que las situaciones privadas eran más m otivo de disfrute y las situaciones públicas eran más llevaderas, aunque no por eso descartase toda intimidad con los amigos más cercanos. Ese mismo humor, por si fuera poco, resulta asombrosamente patente en toda la discografía de Gould: ningún otro intérprete ha explorado de ese modo las posibilidades del ingenio y la parodia dentro del repertorio clásico en la medida en que lo hizo Gould. En su muy cóm ico ciclo de las sonatas de Mozart, y en algunas de las primeras piezas de Beethoven para piano, se concede el lujo de introducir toda clase de adornos estrafalarios y giros y frases descarados, en form a de arpegios ascendentes y descendentes que tienen a veces los tintes de una chachara de vodevil. Supo extraer la calidad paródica de obras com o el fam oso Rondó turco de Mozart y de la, Suite op. 25 de Schönberg, neobarroca al máximo, riéndose de paso de todos los tópicos de la interpretación. Su v e lo ­ císima y sincopada lectura del muy popular preludio de El clave bien temperado, de Bach, constituye una muy sopesada negativa a plasmar la lectura “poética” que cualquier oyente espera, y su lec­ tura de la Appassionata de Beethoven es una parodia exquisita de esos mismos aspectos retóricos del período central del Beethoven, que tanto despreciaba. Hay incluso indicios autoparódicos en p ro­ yectos como la grabación de la Quinta sinfonía de Beethoven-Liszt, en su espesa y excesiva grabación del Preludio de Wagner al Meistersinger·, y en su versión para piano solo de La Valse, de Ravel, proyectos en los que parece salirse con perfecto conocimiento, con un guiño, del repertorio característico de él, como si quisiera hacer frente a sus detractores sin rehuir el choque frontal. Gould era un 421

artista tan burlón como serio. Adoptar la actitud contraria a la espe­ rada en lo relativo a los sacrosantos cánones y a las convenciones de la música clásica fue en muchos sentidos un acto de subversión, y no sólo una salida de tono más o menos divertida.

“SIEMPRE SE ME DIERON BIEN LAS FUGHETTAS... ERAN COMO RESOLVER UN ROMPECABEZAS.” A Gould le encantaban los juegos. De niño, competía con verda­ dera pasión; John Roberts recuerda que también de adulto “daba gri­ tos de alegría” cuando iba ganando en una partida de Monopoly. Y lo corriente era que ganase. Disfrutaba mezclando en sus conversa­ ciones y sesiones de trabajo juegos de salón de todo tipo: de aso­ ciación mental (si fueras un perro, ¿qué perro serías?, o ... si fueras una clave musical, ¿qué clave serías?),13de rol (yo hago de Mozart y tú de Beethoven, a ver qué conversación nos sale), de telepatía, jue­ gos musicales, novedades del momento, como el test de los colores de Lüscher, que presuntamente es una valoración de la personalidad según las preferencias cromáticas de cada uno, e incluso juegos de cultura general tomados de las revistas populares. Los juegos de adi­ vinación eran tal vez sus preferidos, sobre todo las “veinte pregun­ tas”: todos los que le conocieron recuerdan que form aba parte inevitable, y a veces agotadora, de la Experiencia Gould. También ideaba sus propios juegos de adivinación. Los cuadernos de notas de su última década incluyen anotaciones relativas a distintos juegos de adivinación musical, que planteaba o respondía indistintamente; uno de ellos contiene una respuesta reveladora: “Por desgracia, no recuerdo una sola nota de Musorgsky”. (Era relativamente fácil pillarlo en un renuncio cuando se trataba de los caballos de batalla más popu­ lares, y románticos, del repertorio al uso.) Le gustaban las adivina­ ciones incluso fuera del marco de un juego. Muchas de sus llamadas telefónicas, incluidas las conferencias, empezaban así: “¿A que no sabes qué me ha pasado hoy?” Y lo decía totalmente en serio. Una amiga recuerda una ocasión en la que estaba sentada en el despachito de Gould en la c b c cuando ambos oyeron los pasos de alguien que se acercaba; Gould no quiso permitir que viera de quién se tra­ taba mientras los dos no hubieran hecho sus respectivas conjetu­ ras. De niño, cuando iba en el tranvía, se ponía a adivinar a qué se dedicaba cada uno de los demás pasajeros. Los juegos están desde hace mucho tiempo considerados una manera inofensiva de librarse de los impulsos agresivos y competitivos, que Gould sin lugar a dudas 422

tenía de una manera acendrada, y algunos, como es el caso de Andrew Kazdin, creían que el cariño de Gould por los juegos de adivinación era un reflejo de su deleite en el ejercicio del poder: yo sé algo que tú desconoces. Sin embargo, su disfrute en esa clase de juegos parece haber sido sobre todo inocente. Además, disfrutaba también siendo el que tenía que adivinar algo, y en esto tenía una paciencia inago­ table. No se daba nunca por vencido. La presencia constante de las adivinanzas y de los juegos de adivinación en la vida de Gould indica que no eran solamente pasa­ tiempos, sino procesos muy incardinados en su manera de pen­ sar y de ver la vida misma. Los juegos también están considerados desde hace mucho tiempo manifestaciones del impulso de poner orden, por lo que resultan perfectam ente coherentes con un tem ­ peram ento obsesivo; la tendencia obsesiva de Gould a menudo encontraba canalización de un m odo muy semejante a un juego. La bolsa de valores y las inversiones en general podrían haber sido para él tanto un ju ego com o una fuente de ingresos y de seguri­ dad financiera: era ante todo algo entretenido. (U no de sus p ri­ meros actos en un día normal y corriente era llamar a su corredor de bolsa.) Disfrutaba con sus intentos de ser más listo que los propios expertos, cosa que a menudo lograba; seguía con todo deta­ lle los progresos de su cartera de acciones. Da la impresión de que disfrutaba con las oportunidades que la vida misma le brindaba para hacer gala de su carácter obsesivo. Repasaba sus contratos y sus liquidaciones de derechos con la precisión de un fanático. Entre sus papeles hay una carta de diecisiete páginas, obra de un auténtico virtuoso, que escribió a Kazdin en 1977, y que incluye treinta y cuatro informes distintos sobre cálculos de derechos más bien cuestionables, referidos a distintos discos y a las ventas en países del mundo entero. Se tomaba los asuntos de negocios con total seriedad, pero cuando comenzó a comparar los porcentajes de derechos con las ventas referidas en Chile y las de Nueva Zelanda, o a debatir su participación en paquetes de “grandes é x i­ tos” en Noruega o Sudáfrica, no cabe la menor duda de que em pe­ zaba a actuar con un deje inequívocam ente burlón. En tales documentos, y son muchos los que existen, trataba de husmear obviamente en las discrepancias que detectara tanto por deporte como por los ingresos que pudieran reportarle, que muchas veces eran mera banalidad, o insignificantes, y le encantaba alardear de sus hallazgos en este sentido en cada una de sus respuestas a Columbia Records, cuyos contables sin duda debían de echarse a temblar antes de enviarle las liquidaciones anuales. 423

Los rasgos obsesivos, como la afición a los juegos, eran sinto­ máticos de un cerebro fantásticamente agitado, que jamás se dete­ nía a descansar. Gould era el “hombre oral-aural” de que hablaba McLuhan, incapaz de estar callado, con una absoluta implicación mental en aquello que estuviera haciendo. N o es de extrañar que le costara tanto tener un sueño reparador. (Aun más: muchos de sus sueños tenían una manifiesta relación con el trabajo, como si su cerebro siguiera aplicado en trabajar m ientras él dorm ía.) Necesitaba estar haciendo algo con su cerebro en todo momento, tal com o una persona dotada de un exceso de energía física a la que si se le obliga a permanecer sentada, casi siempre mueve un pie de form a compulsiva o da golpecitos con un lápiz. Cuando no había un trabajo pendiente de hacer, tenía que encontrar otras vál­ vulas de salida; de ahí sus persistentes garabatos, un hábito que ya data de su infancia,14 la obsesión de confeccionar listas, los ju e­ gos de palabras, los rompecabezas. Cuando probó de escribir ver­ sos siempre compuso pareados humorísticos, quintillas, haikus y otras form as establecidas: encajar una idea nueva en un patrón determinado era el tipo de reto de resolución de problemas que más le gustaba. La música que le entusiasmaba era la basada en el contrapunto: música, como dijo a Tim Page en 1982, “con una explosión de ideas simultáneas”. Dicho de otro modo, música que era com o un rom pecabezas, un acertijo, un enigma. Su cerebro tenía especial facilidad para captar el contrapunto incluso en la vida cotidiana. Le gustaba prestar atención a varias conversacio­ nes al mismo tiempo, ya fuera en los restaurantes o en otros luga­ res públicos, y era capaz de hablar por teléfono a la vez que tomaba notas para un artículo y escuchaba música, y estar perfectamente al tanto de los distintos flu jos de inform ación. En la conversa­ ción normal, el insólito poder organizativo de su mente saltaba a la vista a la primera. Tenía la mente más brillante que haya conocido nunca -escribió Avril Rustage-Johnston- Lo mismo daba qué intrincado pudiera ser el camino que tejía en una conversación, con paréntesis dentro de paréntesis: nunca le vi perderse, ni tener que parar un momento para decir ‘¿Por dónde íbamos?’ Cuando reconducía un relato para aclararlo o ampliarlo, era capaz de volver con toda precisión a la palabra en la que se había desviado del hilo, tal vez tras cinco minu­ tos de hablar por los codos, sin un solo titubeo.

Las fugas y las obras dodecafónicas representaban un objeto de placer para la mentalidad de Gould, para un cerebro como el suyo, 424

precisamente porque era preciso analizarlas, calibrarlas, adivinar­ las, con objeto de apreciarlas en su totalidad, mientras que otra clase de música más intuitiva -las fantasías, las piezas aleatorias, las improvisaciones jazzísticas- le molestaba tal como molesta una cama sin hacer a un fanático del orden. N o es posible improvisar cuando uno resuelve un rompecabezas: es preciso poner cada pieza en su sitio, y en el orden correcto, si uno aspira a salir con bien de la prueba. El amor de Gould por la música más romántica de todas -Wagner, Strauss, Mahler y sus contemporáneos-, aun siendo una aparente paradoja, proviene de la densidad de las texturas que es propia de esta música; es exactamente lo que dijo al ensalzar el con­ trapunto del Romanticismo tardío. Se trataba de una música que, como en las obras mayores de Bach, era de tal riqueza contrapuntística que uno terminaba por perderse en ella: oír todo lo que con­ tiene es una tarea que exige ampliar al máximo la capacidad analítica del oído y del cerebro mismo. ¿Y qué es la querencia de Gould al piano, a la hora de revelar (o inventar) hebras en contrapunto, si no es el puro deleite de descifrar un enigma, de lograr que la solu­ ción sea perceptible con toda claridad para sus oyentes? La trans­ parencia del estilo pianístico no es en el fondo sino un deseo de abrir la música, de mostrar las partes constituyentes de su estruc­ tura para mayor delectación del oyente; un crítico llegó a compa­ rar su manera de tocar con un maestro de ajedrez, que es capaz de ver lo que sucederá con muchos movimientos de antelación. Y en todo momento anduvo en busca de nuevos elementos aglutinan­ tes que añadir al rompecabezas. Por ejemplo, cada vez le producía mayor agrado explorar los tempos proporcionales en la música que tocaba, es decir, crear relaciones rítmicas de absoluta precisión matemática entre los distintos movimientos o partes de una pieza. Su grabación de las Variaciones Goldberg de 1981 es el caso más conocido, aunque se trata de un afán que impregna todas sus gra­ baciones de la última época. Y cuando tocaba un continuo, no se contentaba con pulsar sin más los acordes; muchas veces añadía nuevos contrapuntos, o bien tocaba una especie de reducción al piano de toda la partitura. Este mismo cerebro, aficionado a la resolución de rom pecabe­ zas y enigmas, es el que aplicaba Gould en el terreno de la graba­ ción y la edición. Sus productores han dado testimonio de que tenía una habilidad desconcertante para no perder jamás de vista las características de las distintas tomas, y para saber con antelación qué insertos iban a funcionar m ejor en qué momento. Era el autén­ tico, el ideal del artista de grabación, que no necesitaba la conti425

nuidad del concierto para ensamblar una interpretación unitaria de una obra. En un determinado momento de su vida, el montaje llegó a ser para él tan natural como una segunda piel; separaba de manera instintiva el momento del acto físico (la ejecución) de la toma de decisiones artísticas -escribió Bruno Monsaingeon-. Muy pocas personas son capaces de trabajar por segmentos y de dar sin embargo unidad a todos ellos. Gould era capaz de mantener una visión completa de la obra total y una visión abstracta, muy coherente, de la primera a la última nota, sin dejar de tener presentes los segmentos uno a uno.

En el caso de Gould fue una pena que la moda de la tecnología cuadrafónica de los primeros años setenta desapareciera tan deprisa, pues era un artista atraído de manera natural por sus posibilida­ des y sus complejidades; que le habrían permitido, en efecto, hacer malabarismos con las dimensiones horizontal y vertical al mismo tiempo. Se trata de la misma complejidad que por fin abordó, aun­ que de manera distinta, en las grabaciones que hizo con el empleo de la “orquestación acústica”, un rom pecabezas tridimensional. Admiraba la capacidad sintética que tiene el artista que sabe cons­ truir una sección interpretativa por secciones, por compases o, lite­ ralmente, por notas, y es probable que hubiera disfrutado con ese desafío definitivo, en caso de haber sido capaz de montar una inter­ pretación pianística de este m odo sin caer en resultados musical­ mente inferiores. N o es de extrañar que le gustaran las películas y que hablase de la grabación por analogía con las técnicas cinematográficas: una película es en el fondo un fenom enal rompecabezas, construido de piezas sueltas, de materiales creados fuera de la secuencia tem­ poral lógica. Soñó con dirigir una película, y aunque reconoció no haber tenido nunca un gran sentido visual de las cosas -e n el ins­ tituto, sus notas en historia del arte siempre fueron más bien dis­ cretas, si no malas-, en cierto m odo tenía un talento natural para el medio cinematográfico. Podría haber sido un gran autor de docu­ mentales, y es una lástima que nunca pudiera probar suerte en la contrapartida visual de la “radio en contrapunto”. Trató de apro­ vechar cualquier ocasión que se le presentó de emprender una nueva carrera en este sentido. En 1975 se le pidió que hiciera una apor­ tación a una Semana de la Música del Mundo, y en vez de presen­ tar una ponencia creó un vídeo de media hora sobre el tema de la “radio en contrapunto”, para el cual recicló un título suyo, La radio como música. Parece ser un examen entre bambalinas del propio 426

Gould mientras trabajaba en el estudio sobre Los mansos de la tie­ rra, pero lo cierto es que confeccionó un nuevo guión por entero, incluso las conversaciones sin demasiada chicha. Algunas tomas lo muestran disfrutando una enormidad con todo el proceso, aun cuando las otras “estrellas”, que ni siquiera eran actores, ni menos aún comediantes de andar por casa, obviamente estaban un tanto molestas. El técnico, Donald Logan, fue incapaz incluso de p re­ guntar si alguien quería un café sin verse obligado a realizar varias tomas de la misma frase de acuerdo con las líneas de un guión escrito al detalle. Gran parte de La radio como música parece excesiva­ mente artificiosa, de cartón piedra, aunque Gould lo pasó tan bien haciendo esa película que ni siquiera se percató de este hecho. Su estilo compositivo también tendía a ser análogo a una cons­ tante solución de rompecabezas, y ésa es la razón de que en cali­ dad de compositor serio no tuviera éxito. Lo que sí poseía en tanto com positor era una tremenda capacidad para el desarrollo inge­ nioso de ideas musicales en estado germinal, precisamente la facul­ tad que ejercitó de una manera tan obsesiva en el Cuarteto para ■cuerdas. En esa obra, Gould arma un enorme rompecabezas que él mismo resuelve, pero tuvo mucho menos éxito en la escritura de grandes melodías, en la fabricación de texturas de cuerda con verdadero colorido, realmente idiosincrásicas, o en la construcción de un drama realmente llamativo a gran escala. Lo que le faltaba como compositor, dicho muy sucintamente, era la inspiración, esa chispa tan especial que anima una pieza de música y la convierte en algo sustancialmente distinto de un mero ejercicio técnico; lo que puso fin a su carrera de com positor es que seguramente él mismo se dio cuenta. Las únicas obras que terminó más avanzada su vida fueron pastiches humorísticos: una vez más, meros ejerci­ cios. En su posterior desarrollo de la “radio en contrapunto”, Gould sin embargo creó un nuevo género de “composición musical”, p re­ cisamente del tipo que m ejor se adecuaba a sus condiciones. En su estilo radiofónico el don crucial que se requiere no era la inspi­ ración -es decir, idear por ejemplo una gran melodía a partir de la pura nada-, sino la capacidad de forjar síntesis nuevas, repletas de resonancias, a partir de “un metraje encontrado”. La “radio en contrapunto” no exige tanto un compositor cuanto un editor real­ mente imaginativo, una persona con el don innato de resolver rom ­ pecabezas, y en este medio tan afín a su form a de ser Gould logró sus más grandes composiciones, las más originales. Para el trabajo creativo que exige la difusión y la grabación tenía no sólo d es­ treza, sino una genialidad innegable. 427

SEXTA PARTE

EL ÚLTIMO PURITANO TRANSICIÓN, 1975-1982

Página anterior: Gould en el estudio de la Calle 30, Nueva York, durante su última sesión fotográfica para la serie Masterworks de cb s , el 18 de junio de 1980. (Fotografía de Don Hunstein, Sony Classical.)

“ACÚSTICAMENTE, U N A DE LAS MEJORES SALAS QUE HAN EXISTIDO.” Teniendo en cuenta que sus criterios artísticos y técnicos eran cada vez más exigentes, Gould se encontró cada vez más irritado con las limitaciones de las organizaciones para las cuales trabajaba, al tiempo que aspiraba a tener un control mucho mayor sobre su propia trayectoria. Para él, se trataba ante todo de trabajar tan cerca de su domicilio como fuera posible. Con el tiem po se le hicieron muy molestos los veintitantos viajes al año que debía hacer para gra­ bar en Nueva York, una ciudad que para él era “uno de los lugares más deprimentes de la tierra”, en donde, en caso de tener que verse obligado a residir allí, “sin ninguna duda sufriría una crisis nerviosa”. En 1970, cuando el tren directo Toronto-Nueva York que utilizaba en sus viajes quedó fuera de servicio, decidió llevarse a Toronto la totalidad de sus grabaciones. Tras una prueba en diciembre de 1970, decidió que en lo sucesivo grabaría en el Eaton Auditorium, en la planta séptima de los grandes almacenes Eaton (h oy es College Park), un edificio moderno y situado en pleno centro, en el cruce de las calles College y Yonge. (Los grandes almacenes se inauguraron en 1930; el auditorio, con un aforo de 1.275 espectadores, vivió su primer concierto en la primavera de 1931.) La acústica, mucho más seca que la del estudio de Columbia en la Calle 30, se acoplaba de m aravilla a su repertorio y a su estilo. La fam iliaridad de la sala probablemente también le supuso un gran respaldo psicológico: allí tuvieron lugar sus primeros recitales profesionales, de modo que tocar ahí era como jugar en casa. Celebró la primera sesión el 10 de enero de 1971, fecha en que grabó algunos de los últimos prelu­ dios y fugas de El clave bien temperado, de Bach. 431

Con objeto de proceder a grabar en Toronto se había convertido de hecho en su propio manager. Tuvo que adquirir su propio equipo de grabación, pues por entonces no había en Toronto ninguno de la calidad deseada. En una carta escrita a su compañía de seguros el 1 de febrero de 1971, enumeró las siete partes principales de que constaba el nuevo equipo: magnetófonos, amplificadores, micró­ fonos, altavoces, una mesa de mezclas y una serie de piezas cons­ truidas según sus especificaciones, incluido un sistema de playback, todo ello valorado en unos 14.000 dólares. En años posteriores adquirió más equipamiento, incluido un sistema de sonido Dolby y cuatro unidades de reducción de ruido, también Dolby, además de alquilar una grabadora de ocho pistas y una mesa de mezclas. En 1977, el seguro por el equipo de grabación cubría material por valor de 60.000 dólares, y ya nunca dejó de increm entar la lista. A ndrew Kazdin, quien dudaba de que Gould alguna vez llegase a recuperar el dinero invertido, dijo que “ojalá la c b s tuviera un equipo de grabación tan bueno como el suyo”. Gould también se hizo res­ ponsable de reservar el Eaton Auditorium, de transportar su equipo desde su estudio hasta la sala de conciertos y de regreso al termi­ nar cada sesión; tuvo que contratar a su afinador local de pianos en Toronto, Verne Edquist (al cual conocía desde 1961); tuvo, en suma, que seguir muy de cerca los gastos. Columbia Masterworks pagaba la sala, el afinador y la tarifa de Kazdin como ingeniero de sonido, además de pagar a Gould una tarifa puramente nominal por el alqui­ ler de su equipo y su piano, el c d 318, que se almacenaba en la sala entre una sesión y otra; el propio Gould soportaba los costes del transporte de su equipo y donaba sus servicios de posproducción por la supervisión de su propia edición de la grabación. Con este nuevo convenio todas las partes se dieron por satisfechas: las res­ tricciones sindicales que a veces en Nueva York causaban proble­ mas dejaron de ser un engorro, Masterworks ahorró dinero en gastos directos, y Gould, aunque un poco excedido en sus gastos, pudo hacer sus grabaciones prácticamente sin salir de casa. Siguió concertando una veintena de sesiones al año. Era impres­ cindible proceder a las grabaciones después de la hora de cierre de los grandes almacenes, lo cual para él era perfecto. En sus tiem ­ pos de concertista a menudo se había visto obligado a grabar por la mañana o a primera hora de la tarde; ahora, una típica sesión com enzaba a última hora de la tarde o a prim era de la noche, y terminaba muchas veces a las doce, e incluso a la una o a las dos de la madrugada. A l principio, del equipo se encargaba Lorne Tulk -G ould nunca transportó nada a ninguna parte-, pero pronto quedó 432

claro que se necesitaba más ayuda, de modo que Gould contrató a Ray Roberts, viejo amigo de Tulk, en calidad de asistente de estu­ dio. Hombre de muchos recursos, de toda confianza y verdadero temple, que por entonces trabajaba com o vendedor de Coca-Cola, Roberts asumió la responsabilidad del equipo de grabación, algu­ nas veces con ayuda de su hijo; pasó a ser el enlace de Gould con los fabricantes y suministradores de aparatos electrónicos, y al poco tiempo ayudaba en las sesiones de muchas otras formas. Sabía todo lo que se puede saber sobre automóviles, de m odo que también comenzó a ocuparse de la cambiante escudería de Gould. A la sazón llegó a ser ayudante personal de Gould, dicho en sus propios tér­ minos, un “recadero rutilante”: se ocupaba de los encargos, acom ­ pañaba a Gould en los viajes de negocios y hacía las veces de portavoz suyo allí donde Gould prefería no tener que dar la cara ante determinadas personas o instituciones.1 Una vez instalado el equipo de grabación, sólo estaban presen­ tes Gould, Kazdin y Edquist. Las visitas quedaban terminantemente prohibidas; un vigilante nocturno patrullaba por el interior de los almacenes con cargo a Eaton, ya que a veces se descubría a algún ladronzuelo escondido en el edificio. Las sesiones eran ameniza­ das con cuentos y bromas y rondas de “las veinte preguntas” y otros pasatiempos, por no hablar de las sesiones de rem ojo de manos en el cuarto de baño, para lo cual Gould hizo instalar un calenta­ dor eléctrico. El combustible en las sesiones de trabajo eran los “dobles dobles” (café con dos de azúcar y doble de leche) que se traían de un Fran’s situado al otro lado de la calle, en el cual Gould a veces recalaba para su comida diaria una vez terminada la sesión. El piano se colocaba en el proscenio, entre el escenario y la pri­ mera fila de butacas; los micrófonos se emplazaban más cerca del piano que en Nueva York, y se retiraba también la tapa del piano, de m odo que los m icrófonos prácticamente “se colaban” en la caja de resonancia. El resultado de todo ello, aju icio de Gould, era “un sonido magnífico, muy, muy nítido", aunque esto también realzaba su sempiterna manía de vocalizar las notas, que se palió ligeramente con la introducción de una pantalla absorbente de sonido a su dere­ cha, que parcialm ente ocultaba su rostro de los m icrófonos. Se empleaban cuatro grabadoras durante las sesiones: dos de ellas daban las cintas de alta calidad que se utilizaban después en el pro­ ceso de edición en Nueva York para crear las cintas maestras; una daba una cinta de calidad inferior que Gould conservaba en Toronto para idear el plan de edición; la cuarta daba una cinta sólo provi­ sional, que le permitía escuchar de inmediato la grabación, incluso 433

durante la propia sesión, para ajustar el tempo y el volum en de una toma de manera perfecta cuando se grabase un inserto. A estas alturas era tan quisquilloso como artista de grabación que en una sesión típica era capaz de pasar cincuenta minutos e incluso más de una hora estudiando las tomas in situ, y en sus últi­ mos años, según decía, rara vez daba por buenos más de dos minu­ tos seguidos del producto terminado por cada hora que pasaba grabando. Escuchando en su casa las copias de la sesión, prepa­ raba un muy detallado plan de troceo y montaje, que anotaba en una planilla que transmitía por teléfono a Kazdin, el cual segmen­ taba la grabación maestra, ya definitiva, en su casa de Nueva York; Gould entonces aprobaba o enmendaba el producto resultante, a veces tras oírla entera por teléfono. Aun cuando sus criterios de producción fueran más exigentes a lo largo de los años setenta, la producción en sí misma siguió siendo impresionante: •

Hindemith, Sonatas para como, tuba barítono, trompeta, com o alto y trombón, con el Brass Ensemble de Filadelfia (Mason Jones, Abe Torchinsky, Gilbert Johnson, Mason Jones y Ilenry Charles Smith respectivamente), grabadas entre 1975-1976/publicadas en 1976). • Bach, Seis sonatas para violín y clave, con Jaime Laredo (19751976/1976). • Bach, Seis suites inglesas (1971, 1973-1976/1977). • Sibelius, Tres sonatinas, op. 67; Kyllikki: Tres piezas líricas (1976-1977/1977). • Hindemith, Das Marienleben, versión original de 1923, con Roxolana Roslak, soprano (1976-1977/1978). • Bach, Siete tocatas en dos volúmenes (1963, 1976, 1979/1979, 1980). • Bach, Preludios, Fughettas, Fugas (1979-1980/1980). • Beethoven, Sonatas para piano, opp. 2/núm. 1-3 y 28 (Pastoral) (1974, 1976, 1979/1980). • El disco de las bodas de plata de Glenn Gould (publicado en 1980), que abarca: Scarlatti, Sonatas, L. 463 en re mayor, L. 413 en re menor y L. 486 en sol mayor (grabadas en 1968); C. P. E. Bach, Sonata Wurtemberg num. 1 en la menor (1968); Gould, ¿Así que quiet'e usted escribir una fuga? (1963); Scriabin, Dos piezas, op. 57 (1972); Strauss, Ophelia-Lieder, con Elisabeth Schwarzkopf, soprano (1966);2Beethoven-Liszt, Sinfonía pastoral, primer movi­ miento (1968); Una fantasía de Glenn Gould (1980). 434

Comenzando por las tres sonatas publicadas en 1973, Gould tuvo una especie de ataque o infección de Hindemith en los años setenta. Sus grabaciones de Das Marienleben, un ciclo de quince canciones de ochenta minutos de duración, más las cinco sonatas para ins­ trumentos de metal -que ni de lejos son habituales en cualquier repertorio pianístico-, así com o sus notas para la cubierta y algu­ nas actuaciones en televisión sobre piezas de Hindemith, revelan un nuevo y profundo apego a este compositor. (Llegó a pensar en saltar luego de las sonatas para metal a las de madera y a la de cuer­ das y piano.) Interpretó Das Mamenleben como si se tratara de “una ocasión teatral” ya en Stratford en 1962: cantó Lois Marshall y el actor John Horton (Gould trató de que fuera Christopher Plummer) leyó los poemas originales de Rilke en traducción inglesa antes de cada una de las canciones. En 1971 quiso recrear aquella ocasión para la radio de la c b c , y aunque no pudo acomodarse al calenda­ rio de Marshall no por ello perdió interés en lo que llamaba “el más grande ciclo de canciones jamás escrito”. En 1975, conduciendo en plena noche, oyó a una soprano canadiense nacida en Ucrania, Roxolana Roslak, en la radio de la c b c , y le impresionó tanto que la contrató de inmediato para interpretar los Ophelia-Lieder de Strauss y algunos pasajes de Das Marienleben a lo largo del año y para la televisión, e insistió en que grabase Das Marienleben con él aun cuando c b s quisiera una cantante más conocida, de su pro­ pia cuadra. La tenía, como dejó escrito en uno de sus cuadernos, “entre las artistas vocales m ejor dotadas de su generación”, y entre ambos nació una íntima amistad, com o bien se ve en la a menudo sobrecogedora intensidad de su grabación. El último disco analógico de Gould sirvió para conmemorar sus bodas de plata como artista de grabación con Columbia. Le propi­ ció una perfecta excusa para publicar algunas obras sueltas que seguían en las cámaras acorazadas de Columbia, restos de diver­ sos proyectos de grabación que fueron en su día abandonados, e incluía Una fantasía de Glenn Gould, un documental humorístico, completado en agosto de 1980, que grabó y editó en su propio estu­ dio. En esta pieza resucita a tres de sus alter egos -sir Nigel TwittThornwaite, el doctor Karlheinz K lopw eisser y Theodore Slutzpara crear una conversación a cuatro voces que toca toda clase de temas; un cuarto personaje, Duncan Haig-Guinness, hace las veces de técnico de estudio, y la conversación la modera Margaret Pacsu, que se llevó consigo a las sesiones un personaje propio, una musicóloga húngara y marxista llamada Marta Hortaványi. La Fantasía permitió a Gould abordar algunos de sus temas predilectos y lan­ 435

zar una nueva “toma de postura” en un ambiente ligero y disten­ dido. El humor algunas veces da grima, aunque resultaba atrac­ tivo com o siempre el m odo en que Gould no sólo no se toma en serio, sino que se resta importancia: en una agitada secuencia de diálogos superpuestos, a sir N igel se le oye con toda claridad insis­ tir en lo siguiente: “El señor Gould, cómo no, tiene la absurda idea de que nadie es capaz de concentrarse en la multiplicidad de las impresiones vocales, lo cual es una tontería de remate, así como, a mi juicio, una imperdonable afectación". La Fantasía se cierra con una joya contenida en sí misma, de diez minutos de duración, que Gould había tenido en mente a lo largo de quince años. En 1965, al año siguiente de que Gould diera su último concierto, Vladimir H orow itz dio p o r concluidos doce años de retiro, que se había impuesto a sí mismo, y anunció a bombo y platillo un “regreso histórico” en el Carnegie Hall. Aquél fue un acontecimiento contrario en todos los aspectos a todo aquello en lo que Gould creía, y un año después ya comenzó a hablar de paro­ diar el “regreso histórico”, y poner de paso en solfa toda la insti­ tución de los conciertos públicos, por m edio de un álbum todavía por concretar, que le permitiera el uso de algunas grabaciones inédi­ tas de una manera “estrambótica, bufonesca, deliciosa”. Escribió algunas cartas detalladas a Columbia Records a lo largo de los años, pero algunos de los ejecutivos se mostraron firmemente contrarios a la idea, que les parecía indigna; además, H orow itz era un artista de Columbia. Algunos, según Kazdin, expresaron la opinión de que Gould no era tan gracioso como él creía. Gould por fin se salió con la suya en la Fantasía, que concluye con “El regreso histérico de Glenn Gould”. (A l final, nada más que el título hace alusión a H orow itz, quien había vuelto a grabar para r c a en 1975.) En “El regreso histérico” aparece Gould en una interpretación con la Filarmónica de Aklavik a bordo de una balsa hecha con barriles de petróleo, en medio del océano Ártico, en un “programa carac­ terístico” de las joyas del Romanticismo y el impresionismo; para ello aprovechó la cinta de la c b c con el Konzertstück de Webern, de 1951. Durante el bis, La Valse, de Ravel, se notifica el hallazgo de un nuevo pozo petrolífero, lo cual causa un éxodo en masa del público, que está compuesto sobre todo por ejecutivos de la com­ pañía Geyser Petroleum; el propio Gould interpreta al presidente del comité, con voz de bajo, al cual entrevista una periodista esta­ dounidense llamada Cassie Mackerel,* interpretada por Pacsu. A l * “Mackerel” significa caballa. [N . de los T.]

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final del bis, Gould se queda solo a bordo de la balsa mientras ulula el viento y se escuchan los ladridos de una fo ca solitaria.

“CONFRÓNTESE A U N EXPERTO EN TELEVISIÓN CON AMENAZAS DE DISMINUCIÓN, AUM ENTO Y CANON POR INVERSIÓN, Y SE QUEDARÁ DE PIEDRA A L PENSAR EN MOSTRAR LO QUE NO SE PUEDE MOSTRAR.” Gould tuvo por manager a Walter Homburger durante una vein­ tena de años a plena satisfacción de las partes. Sin embargo, la agen­ cia de Homburger se ocupaba ante todo de los conciertos. En 1962 pasó a ser director gerente de la Sinfónica de Toronto, y Gould, una vez que dejó atrás la vida de concertista, dio en pensar que nece­ sitaba un manager más atento y perceptivo en lo todo relativo a los m edios electrónicos. El 1 de abril de 1968 rom pió lazos con Hom burger y firm ó con la m ayor agencia de música clásica del mundo entero, Columbia Artists Management Inc. ( c a m i ) , de Nueva York, convirtiéndose en cliente personal de Ronald Wilford. Notable por su secretismo y alérgico a las cámaras, W ilford tenía fama de ser un empresario despiadado e incluso maquiavélico; se le apo­ daba “el zorro plateado”, y Horowitz y su esposa en privado lo lla­ maban incluso “la barracuda” . Fue nombrado presidente de c a m i en 1970, y a la sazón llegó a ser casi con toda seguridad el hombre más poderoso del negocio mundial de la música clásica, llegando a detentar, entre muchas otras cosas, poco menos que un m ono­ polio virtual de los directores estelares del mundo entero. Tanto él como g a m i han sido figuras clave en la creciente corporativización de la música clásica a lo largo de los últimos cuarenta años. Carente de credenciales artísticas y totalmente lego en cuanto a experiencia musical, W ilford no era -a l contrario, por ejemplo, que Goddard Lieberson- un ejecutivo dotado de una actitud ilustrada en cuanto a la relación entre arte y comercio, si bien a Gould p re­ sumiblemente le atrajeron sus conexiones internacionales. Sus papeles, no obstante, nada dicen acerca de las circunstancias en las cuales pasó a formar parte de c a m i , al tiempo que callan todo lo relativo a su ruptura con Homburger, con el cual siguió mante­ niendo un trato cordial. En cuanto hubo firmado con c a m i , Gould comenzó con natural excitación a planificar películas de música clásica para las televi­ siones de Europa. Era inevitable que pusiera los ojos en otro de los clientes estelares de Wilford: Herbert von Karajan. Él y Karajan 437

se habían mantenido en contacto desde el último conciei-to que die­ ron juntos, ya en 1959, y estaban más que deseosos de reanudar una colaboración. A l igual que Stokowski, Karajan era un apasionado tecn ófilo que incluso en su vejez abogó por las nuevas tecn olo­ gías, com o el videocasete, la grabación digital, el disco compacto y el disco láser. Gould admiraba sus trabajos para los medios de masas, sobre todo las cinco películas sumamente innovadoras y visualmente asombrosas que hizo a mediados de los años sesenta con el director francés Henri-Georges Clouzot, el cual, influido por la espontaneidad de la nouvelle vague francesa, supo captar los ensayos y las interpretaciones con un estilo cinem atográfico que nada tenía que ver con la sala de conciertos. Gould hizo planes pro­ visionales para viajar a Europa (en efecto, en avión) en la prima­ vera de 1969 y realizar allí películas sobre los conciertos de Bach y Beethoven con Karajan y la Filarmónica de Berlín, y tal vez otra película en la que ambos alternasen los papeles de director y solista en obras de Bach o Mozart, o bien turnándose en dirigir la orquesta desde el teclado. A l final se negó a hacer un viaje tan largo, se quejó de un calendario demasiado ajustado para su gusto (habría sido preciso film ar el concierto Emperador en un solo día), y además contrajo una gripe; Karajan, p o r si fuera poco, insistió en ser el único propietario de las películas, mientras que Gould también aspi­ raba a controlar su obra cinematográfica, negándose a trabajar por un tanto alzado. Los planes para que Karajan acudiera a Toronto a realizar el rodaje no se llegaron a concretar. Después de firmar con c a m i , a Gould le asediaron las ofertas cinematográficas recibidas de compañías de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Australia y Japón. En 1971 propuso tra­ bajar de Nuevo con Humphrey Burton para la b b c , sobre un pro­ grama dedicado a Haydn en el que se incluirían las sonatas para piano, además de algo sinfónico, dirigido desde el clavicémbalo. Ese mismo año hizo planes detallados de cara a un programa con la NBC sobre “el nacimiento, el desarrollo, la decadencia y la muerte del concierto para piano”, en el cual daría charlas, interpretaría y dirigiría desde el clavicém balo una serie de obras de los siglos xviii a XX. Pero ninguno de los dos proyectos llegó a realizarse. En 1972, Felix Schmidt, director de la sección de música de Der Spiegel, le propuso un documental “relajado, una conversación” para la Südwestfunk, en Baden-Baden. Se trataba de proponer un retrato de la personalidad y la imaginación musical de Gould, incluidas interpretaciones, entrevistas y metraje tomado entre bambalinas, sin el menor indicio (Gould insistió en este punto) de la especie 438

de “psicología de proscenio” que “convierte las películas para tele­ visión en conciertos con imágenes” . Se hicieron planes precisos para rodar en Toronto, Wawa y Nueva York durante la primavera de 1973, pero Gould se echó atrás, aduciendo “laberintitis” y otros problemas de tipo médico, aun cuando la razón de fondo fue m one­ taria: Schmidt quiso contratarle por un tanto alzado, mientras Gould aspiraba a obtener remuneración por las reposiciones y la distri­ bución a nivel internacional. Wilford, como era de esperar, le podía abrir muchas puertas en el mundo de los medios de comunicación de masas, si bien Gould, reacio a salir de su casa, atento a plantear sólo exigencias artísti­ cas y financieras, fue dejando que los proyectos de altos vuelos, los más lucrativos, se escapasen uno a uno. Mientras tanto seguía dis­ poniendo de un segundo hogar en la c b c , aunque para eso difícil­ mente le hacía ninguna falta el manager más poderoso del negocio. En el otoño de 1974 creó una serie radiofónica de diez semanas de duración para conmemorar el centenario del nacimiento de Arnold Schönberg, la exploración más exhaustiva que jamás se hizo de la vida y la obra del compositor (sus guiones equivalen a un libro un tanto breve sobre la materia). La serie culminó el 19 de noviembre con el estreno de su último documental, Schönberg: Los primeros cien años (U n a fantasia documental). Insatisfecho desde mucho tiempo atrás con su documental más convencional y “lineal” de 1962 sobre Schönberg, en esta ocasión id eó un mélange de música y entrevistas mucho más sutil y más fluido, de acuerdo con los prin­ cipios de la “radio en contrapunto”. Los documentales sobre Casals y Schönberg fueron los proyectos completados en los términos que estipulaba un nuevo contrato que firm ó con la c b c para reflejar la creciente sofisticación de su trabajo en la radiotelevisión, así com o las ya excesivas exigencias tanto de tiempo com o de equipo que planteaba a la c b c . Había com enzado a realizar grabaciones en Toronto con su propio equipo, y creyó que también se le daría m ejor el hacer programas radiofónicos sin depender de nadie. En 1973, con Los mansos de la tieira todavía en fase de producción, firm ó un acuerdo por el cual se comprometía a crear un gran documen­ tal al año a partir de 1974, y en principio hasta 1978,3 a cambio del cual podría utilizar las instalaciones de la c b c para recopilar m ate­ rial en crudo, si bien el trabajo de posproducción se llevaría cabo en su propio estudio, con sus propios técnicos, antes de hacer entrega del programa terminado a la c b c . Una vez más, su pago esti­ pulado a duras penas iba a servir para cubrir su propio trabajo, pero por fin gozaba de una libertad creativa sin precedentes. 439

También los proyectos de Gould para la televisión de la c b c empe­ zaban a ser más ambiciosos. En 1973 concibió un conjunto de pro­ gramas para la serie Musicamera, cada uno de los cuales recorrería los desarrollos musicales de una década en concreto del siglo xx. Iban a ser siete programas en total, englobados bajo el título colec­ tivo de La música en nuestro tiempo, aunque sólo cuatro llega­ ron a realizarse: “La edad del éxtasis, 1900-1910” (1974); “La huida del orden, 1910-1920” (1975); “Caras nuevas, formas viejas, 19201930” (1975); “El artista como artesano, 1930-1940” (1977). La serie permitió a Gould hacer proselitismo en nombre de algunos de sus compositores predilectos, ofrecer nuevas interpretaciones de obras que ya había grabado, como la Sonata de Berg, y tocar en público toda suerte de música solista, vocal y de cámara por primera vez.4 Una de las exigencias de la serie consistía en que participase en interpretaciones de un repertorio muy poco corriente, incluidas, a pesar de su “francofobia general”, la Première rapsodie de Debussy, con el clarinetista James Campbell; el “concierto coreográfico” de Poulenc titulado Aubade, y lo que él denominaba “mi transcripción de la transcripción de Ravel” de La Valse, impresionante hazaña en la que restauró muchos de los detalles orquestales que Ravel había excluido a propósito de sus arreglos para piano solo. En algu­ nos extractos escenificados de la satírica Façade, de Walton, Gould hizo la com edieta de disfrazarse de inglés chiflado y de escocés ininteligible. En cada programa incluyó sus propios comentarios, que, si bien concisos y accesibles, a veces resultaban frívolos y deslenguados. (D ijo del Cuento de un soldado, de Stravinsky, que era “un Doctor Fausto de la época del jazz” con “una especie de trama secundaria como la de ‘Te llevaré de vuelta a casa, Kathleen’”, y comparó los complejos ritmos de este com positor con “una rea­ daptación de Josquin Des P rez para Barrio Sésamo” .) T écn i­ camente, la serie fue una arriesgada aventura: algunas “esculturas de luz” form aron el trasfondo de la música de Scriabin, por ejem­ plo, y Gould estuvo estrecham ente im plicado en la producción en todas las etapas. Empezaban a quedarle pequeñas las instalaciones de edición que había alquilado ya desde mediados de los años sesenta; ade­ más, estuvo obligado a desalojarlas en 1976, cuando Film House reorganizó por completo el alquiler de sus espacios. Encontró un nuevo lugar de trabajo en el Inn on the Park, un hotel de lujo, enton­ ces de la cadena Four Seasons ( “obviamente, sólo para capitalis­ tas”, como apostilla en broma un personaje de Margaret Atw ood), situado en el 1100 de Eglinton Avenue East, en el cercano y muy 440

pudiente barrio de Don Mills. (Le encantaba el anonimato de los barrios periféricos.) En septiembre de 1976 alquiló una suite de 120 metros cuadrados, la número 215, donde iba a tener instalado su estudio durante el resto de su vida. Situada en la planta baja, lejos de las zonas más ruidosas del hotel y cerca de una entrada lateral adyacente al aparcamiento, la suite era privada; además, el hotel le ofrecía servicio de habitaciones las veinticuatro horas. Estaba cercano a varios parques que bañaba el río Don, por lo que Gould estaba asimismo cerca de un entorno natural muy de su gusto. “N o quise que nadie interfiriese en sus estancias en el h otel -recu erd a Isadore Sharp, fundador, presidente y gerente de la cadena de hoteles Four Seasons-. Disfrutaba de su suite en el Inn porque el personal era muy respetuoso de su privacidad.” En efecto, en recepción nunca se reconoció que estuviera alojado en el hotel. Por su parte, siempre fue considerado y amable con el personal, y aún lo recuerdan con afecto varios empleados veteranos. El hotel pasó a ser su segundo hogar, y a veces dormía allí, en otra habita­ ción, aunque desde mediados de los setenta también se alojaba de vez en cuando en el Hampton Court Hotel, en el 415 de Jarvis Street, cerca de los estudios de la c b c . A llí había hallado algo de valor incal­ culable, por lo difícil de encontrar: un colchón que le sentaba de maravilla para los dolores de espalda.

“LA NACIÓN FRANCESA H A SOBREVIVIDO A CRISIS PEORES QUE LA DE MI AUSENCIA.” En 1965, en una tienda de discos de Moscú, un joven violinista parisino llamado Bruno Monsaingeon descubrió por ve z primera un disco de Glenn Gould, nombre que sólo reconoció entonces muy vagamente. Escuchando aquel disco - la edición para Melodiya de la interpretación que hizo Gould en Viena, en 1957, de las Sinfonías en tres partes de Bach-, tuvo lo que él comparaba con una expe­ riencia religiosa: oyó una voz que le decía: “Déjalo todo y sígueme”. Seis años después -para entonces ya tenía cierta experiencia en hacer programas m usicales para la O ffice de radiodiffusiontélévision française ( o r t f ) , así com o ideas propias sobre cóm o tratar la música en televisión- escribió a Gould para solicitar su co­ operación en una proyectada serie de programas en los que actua­ rían “las grandes personalidades” de la música. Gould accedió a recibirle en Toronto en ju lio de 1972, y después le dijo que “me sentiría muy cóm odo haciendo películas con usted”. Monsaingeon 441

iba a ser uno de sus colegas más cercanos, y uno de los mayores defensores de Gould durante su última década de vida. A finales de 1972 ya estaban negociando distintos detalles para un total de cuatro películas que se emitirían dentro de una serie de la ORTF titulada Chemins de la musique. Monsaingeon pudo ofre­ cerle lo que Gould deseaba: el control de los contenidos, lo cual implicaba un retrato acrítico; la discusión de cuestiones musica­ les serias además de las interpretaciones filmadas; exigentes cri­ terios técnicos y artísticos; rodar en Toronto con un calendario generoso; un acuerdo financiero satisfactorio, con un pago de 12.000 dólares más derechos de emisión y distribución en otros países. Programadas en principio para el otoño de 1973, aunque aplaza­ das por problemas de Gould en los hombros, las películas se fil­ maron en seis semanas entre enero y febrero de 1974, con un equipo francés, en el estudio de Robert Lawrence Productions y en el Eaton Auditorium y la c b c , y luego se editaron en París. La serie se emi­ tió en Francia en noviembre y diciembre de 1974, donde concitó una gran atención. (Seguramente contribuyó que hubiera entonces una huelga de televisión en Francia y que no se pudiera ver otra cosa en la pequeña pantalla.) Gould nunca había dado un concierto en Francia y no era dem asiado conocido, pero las películas de Monsaingeon le granjearon una nueva y duradera reputación; incluso en la c b s hubo una gran sorpresa por el despegue de las ventas de sus discos que se produjo en Francia a raíz de las emisiones, entre ellos un álbum especial para la ocasión, con la música utilizada en las películas. Con una duración de unas dos horas y media en total, las pelícu­ las proponen una meditada síntesis de las ideas de Gould, y lo pre­ sentan bajo una luz sumamente favorable. Para empezar, habla sin atenerse a un guión previo, lo cual le presta una nueva frescura: la amplia temática que trata en los segmentos de la entrevista fue pre­ parada de antemano, pero las conversaciones reales se llevaron a cabo de form a improvisada, y la edición se hizo a partir de múlti­ ples tomas. (Gould había llegado a pensar en la posibilidad de leer algunos trozos en francés, que se le indicarían mediante un teleprompter.) La película resulta visualmente despojada, aunque muy gouldiana: las conversaciones y las interpretaciones se suceden sobre un fondo blanco, y entre las interpretaciones, que van de Byrd y Gibbons a Wagner y Webern, hay algunas lecturas nuevas y suma­ mente subjetivas de la Partita en m i menor de Bach y la Sonata de Berg. El segundo episodio, titulado “L’Alchimiste”, contiene un retrato escénico de Gould durante su trabajo en el estudio. En una secuen442

cia, James Kent, productor de la c b c , que tenía alguna experiencia como actor, interpreta al productor discográfico de Gould durante una falsa grabación de la Suite inglesa en la mayor de Bach, que Gould había grabado y editado en realidad pocos meses antes; en un momento determinado, Gould comete un error intencional para dar lugar a una segunda toma. (Andrew Kazdin se sintió ofendido por el hecho de que no se le pidiera que se interpretase a sí mismo, pero es que a Gould le gustaba mantener su verdadera vida en el trabajo lejos de la mirada del público.) En otra secuencia hace una graba­ ción en múltiples pistas de las Dos piezas de Scriabin, op. 57, y luego “dirige” a Lorne Tulk durante una audición, para transmitirle ins­ trucciones precisas sobre una “orquestación acústica” provisional. Los alemanes no habían perdido el interés por Gould. F e lix Schmidt encontró respaldo financiero para el retrato televisivo que había propuesto a una compañía comprensiva con las exigencias financieras de Gould: Beta Film, subsidiaria del conglom erado Unitel, con sede en Munich. El inicio del rodaje estaba previsto para el otoño de 1975, pero se aplazó al menos en dos ocasiones antes de que se descartase del todo en 1976. En los papeles de Gould hay indicios de su creciente desagrado ante Schmidt y su “en apa­ riencia incurable inclinación hacia el sesgo sensacionalista de todo lo que trate”. Schmidt quiso incluir algunos pasajes sobre la juven­ tud de Gould, su familia, su estilo de vida, e incluso algunas esce­ nas rodadas en su apartamento, pero Gould desdeñó burlón ese planteamiento autobiográfico. A l mismo tiempo, Karajan quiso hacer películas con Gould aprovechando la gira norteamericana de la Filarm ónica de B erlín durante el otoño de 1976. A pesar de las buenas intenciones, las negociaciones no llegaron a buen puerto, y volvieron a frustrarse cuando la orquesta regresó a Norteamérica dos años después. Gould estaba lisa y llanamente remiso a acep­ tar las condiciones económicas de la grabación con una de las gran­ des orquestas: se negaba a registrar en cinta más de diez quince minutos de música a lo sumo cada día.5 Pero aún quedaba Bruno Monsaingeon. Las semanas que dedicó al rodaje para la o r t f , según le dijo Gould, habían sido “de las más felices de mi vida profesional”, y cuando las cuatro películas aún se hallaban en fase de producción ya estaban planeando una nueva colaboración, con la música de Bach como pretexto. Comentaron afondo un proyecto relacionado con El clave bien temperado, pero en 1976 habían optado por hacer una serie de cinco programas que abarcasen interpretaciones ligadas por un comentario histó­ rico y analítico, y que esta vez se rodarían en vídeo, no en pelí443

cula cinematográfica. A finales de ese año, Gould comenzó a dise­ ñar los programas, y a m ediados de 1977 ya tenía decididos los temas: la fuga, la música de cámara, la suite, el concerto y las varia­ ciones. (Consideró un programa sobre el Bach de la primera época y el Bach de las improvisaciones, pero lo descartó por ser las face­ tas de Bach que menos le interesaban.) Monsaingeon encontró esta vez el respaldo de Metronom, una productora de cine y televisión con sede en Munich, y Gould se pudo asegurar un acuerdo finan­ ciero satisfactorio. Con la idea inicial de hacer una película al año, finalmente ideó un calendario sumamente ambicioso, que exigía la com pleción de las cinco películas entre 1978 y 1980. A l final, la serie sobre Bach se retrasó debido a lo que él calificó de “infla­ m ación en el cu ello”, aunque en realidad existiera un problem a de mucha m ayor entidad.

“LOS DEDOS NO TIENEN MUCHO QUE VER CON EL HECHO DE TOCAR EL PIANO.” A Arthur Rubinstein le preguntaron una vez en televisión qué deseo tendría en el supuesto de que pudiera disfrutar de una segunda vida, y respondió así: “Nacer con las manos de Glenn Gould”. Gould había nacido con unas perfectas manos de pianista, es innegable: sus dedos, incluso los más débiles, eran insólitamente largos, fle­ xibles, fuertes. (Los tenía además elegantes, muy bellos.) Pero tal como ya hemos visto antes, sus manos eran una constante fuente de dolores y de angustias. Ya cuando era pequeño las protegía ins­ tintivamente de toda posible lesión; de adulto afirmaba tener unas manos insólitamente sensibles al aire frío y a la humedad; decía que tenía mala circulación en ellas, que era propenso a toda suerte de dolores e hinchazones. A menudo se las vendaba, se las frotaba, se las remojaba, y probó una larga sucesión de píldoras y terapias, incluido el introducirlas en una solución de parafina fundida ( “me da la sensación de tener unas manos nuevas”). Una parte de todo esto es debida a su carácter neurótico: poner las manos en remojo, por ejemplo, había llegado a ser un hábito tan irrenunciable que, como recordaba Margaret Pacsu, las sumergió en agua hasta tener­ las coloradas antes de grabar los segmentos de la entrevista para el disco de las bodas de plata, aun cuando en esa ocasión no iba a tener que tocar un piano. Pero no cabe ninguna duda de que tuvo problemas muy reales y persistentes con sus manos, que fueron de hecho en aumento, incluso en la época en que ensayaba y tocaba 444

menos. Entre sus cuadernos de notas de mediados de los setenta hay referencias a una serie de dolores recurrentes, a la rigidez tanto en las manos com o en las muñecas; a la sensación de adormilamiento en algunos dedos de la mano derecha cuando estaba tum­ bado; a dolores agudos cuando se levantaba de una silla; al dolor en algunas articulaciones de los dedos, sobre todo al despertar o al realizar ciertos movimientos (creía que la culpa era de la medi­ cación para la hipertensión); a ciertos problemas sin explicación, como la hinchazón en los nudillos y el “síndrome de las mentiras” . En la primavera de 1977 había empezado a experimentar lo que con­ sideraba una serie de problemas graves, un potencial impedimento ante el teclado. “Historia: la falta de coordinación se apreció por vez primera en la segunda semana de junio.” A sí comienza un largo diario en dos partes dedicado a todos estos problemas, que Gould com enzó a finales de septiembre de 1977 y que llevó durante casi diez meses sin interrupción.6 En la prim era entrada, comenta una sesión de grabación para la cuarta entrega de La música en nuestro tiempo·. Durante la segunda grabación para televisión (primera semana de junio), falta de coordinación inmediatamente] aparente. El tema inicial de Casella quedó desequilibrado, como si las notas se pegaran y los pasajes a escala fuesen desiguales e incontrolados. Prolc[ófiev] tuvo el mismo padecimiento, aunque en este período el problema se presentó sobre todo en los pasajes din[ámicamente] contenidos. Una experiencia desagradable, y en apariencia inmune a toda solución por medio de una presión ad hoc (en los pulgares), etcétera. Durante las dos semanas siguientes, que separaron la segunda gra­ bación y el comentario, problemas en aumento. Ya no era posible tocar con seguridad siquiera una coral de Bach. Partes desacompasadas, progresión de nota en nota insegura. Todo intento por aplicar pre­ sión en los pulgares como estabilizador fracasó; entre otros síntomas, incapacidad de articular acordes sin arpegiar y de controlar incluso esos acordes, salvo en los niveles más mínimamente dinámicos. De inmediato, tras el comentario, una serie de experimentos de ensayo durante todo el verano. A menudo, sesiones de dos, tres o incluso más horas.

Los “experimentos de ensayo” continuaron al menos durante todo un año, a la vez que Gould trataba en vano de restaurar lo que creía haber perdido: la “extraordinaria naturalidad, facilidad y espontaneidad” de su técnica pianística, que siempre había dado por sentada. El diario, por desgracia, está repleto de terminología 445

tan idiosincrásica que a menudo resulta imposible de entender; ni siquiera los médicos que lo han estudiado, incluidos algunos espe­ cialistas en los problemas propios de los intérpretes, han sacado gran cosa en claro del vocabulario de Gould. (P o r ejemplo, “pre­ sión en los pulgares” ¿significa flexión de los pulgares?) Lo que sí resulta claro, sin embargo, es la creencia de Gould en que la per­ fecta alineación y coordinación de sus mecanismos de intérprete estaba en grave riesgo. El diario documenta, con detalle exhaustivo, las sesiones de ensayo en las que analizó cada una de las partes de su mecanismo interpretativo -e l apoyo en la silla, la parte baja y la parte alta de la espalda, los hombros, la parte superior del brazo, los codos, los antebrazos, las muñecas, las manos, los dedos- así como las par­ tes concomitantes del cuello, la cabeza y el pecho, para tratar enton­ ces, mediante la manipulación prim ero aislada y luego en combinaciones sucesivas de esas partes del cuerpo, de recuperar “el sonido resplandeciente, lustroso”, que él definía como “sonido de control”, sin dejar de registrar en ningún momento en su diario las sensaciones resultantes. Probó todas las soluciones que se le ocurrieron: desplazar el centro de gravedad corporal de una manera y de otra, experimentar con la curvatura de la columna vertebral, “vencerse” sobre el teclado, ensayar nuevas posturas y movimien­ tos del cuello y de los brazos, enderezar los codos, elevar las muñe­ cas, hacer muecas faciales distintas, fruncir y desfruncir el entrecejo, mirar fijamente la partitura. Algunos experimentos eran de una con­ centración elevadísima: el diario incluye referencias al “síndrome del ‘cuello vencido’”, al “ahuecamiento de los om óplatos”, a la “extensión de las axilas” o “el control de la membrana basal de los pulgares”. En todo momento hay anuncios de nuevas intuiciones, de éxitos inminentes; el 8 de abril de 1978, por ejemplo, determinó que “el denominador común de todos estos problemas (¿últimas y famosas palabras?) no era otro que la falta de constancia en la ele­ vación de los hombros”, pero ninguna solución fue satisfactoria durante mucho tiempo. Lo que había perdido, bien se ve en el diario, era tanto físico como psicológico. Tocar el piano había sido siempre, en el caso de Gould, algo tan natural como respirar: el proceso de la traducción de las ideas musicales en actos físicos nunca le había creado el menor pro­ blema. En cambio, no era capaz de explicar cómo hacía lo que hacía cuando estaba sentado ante el piano: su brillantísima técnica era en gran medida un misterio incluso para él. Aunque apreciaba la razón en todas las cosas, se vio en la tesitura de retener una fe casi 446

mística en sus dones, y nunca quiso correr el riesgo de ponerlos en peligro. No le gustaba reflexionar de una manera consciente sobre cuestiones técnicas, razón por la cual hablar del oficio de pianista le causaba ansiedad, y razón también por la cual no practicaba haciendo escalas ni tampoco escribía ejercicios de digitación en las partituras; por eso mismo también buscó siempre de manera obsesiva una acción, en sus pianos, que fuera de la máxima res­ puesta. “N o quiero pensar demasiado en mi manera de tocar -d ijo a Jock Carroll en 1956- De lo contrario, terminaría por ser como un ciempiés al cual se le preguntase qué pata es la que había movido primero, con lo cual acabaría paralizado sólo de tener que pensarlo. ” Una vez en que en efecto habló de su manera de tocar, recor­ daba Andrew Kazdin, dijo que “cuando tocaba, tenía en mente una imagen muy precisa de cada tecla del piano: no sólo dónde estaba cada nota, sino la sensación que le producía el acto mismo de alcan­ zarla y pulsarla. Logrado ese proceso (estrictamente mental), era muy sencillo el acto de pulsar la tecla con la fuerza apetecida. De esa forma, lograba que el concepto de técnica incluyera ambas par­ tes del proceso, la preparación mental y la ejecución física”. Otra de sus imágenes mentales específicas, según dijo, era la produc­ ción de tonos no mediante la pulsación de las teclas hacia abajo, sino tirando de ellas hacia arriba, lo cual es físicam ente imposi­ ble, por descontado, si bien psicológicamente es muy significativo, y más si se tiene en cuenta su reticencia a la hora de tratar el piano como instrumento de percusión. Otra imagen, herencia evidente de Alberto Guerrero, era la de que los antebrazos se estirasen hacia atrás, más allá de la columna vertebral, llegando a sobrepasar los brazos mismos y los hombros. En su diario aún plasma una ima­ gen adicional: la define el lema del “punto inmóvil del mundo que gira”, y la empleó sotto voce en infinidad de ocasiones. Estaba rela­ cionada con la revelación (? ) de que los dedos, en términos idea­ les, no deberían soportar la exigencia de m overse; bastaba, por así decir, con que “estuvieran ahí”, y que todos los demás ajustes “se acomodaran por medio del cuerpo”. Es esta imaginería mental de soporte la que a todas luces se echó a perder en 1977: tal como dijo a John Roberts, era “incapaz de sincronizar” las manos con la mente. Todo ese año de experimentación frente al teclado fue una búsqueda incesante de la imaginería mental que sustentara un meca­ nismo de interpretación plenamente coordinado, y su diario pone de relieve que a menudo iniciaba una sesión de ensayos sólo des­ pués de pasar varios días alejado del piano, pensando a fondo en esa imaginería. (Y es una explicación perfecta de su afirmación, 447

repetida con varios entrevistadores a lo largo de los años, de que tocaba m ejor tras haber pasado un tiempo alejado del piano.) Frank R. Wilson, neurólogo y director médico del Programa de Salud “P eter F. Ostwald” para Intérpretes Musicales, de la Universidad de California en San Francisco, publicó en el año 2000 un artículo en el que defiende la sorprendente tesis de que “en tér­ minos puramente biomecánicos, Gould posiblemente haya sido la persona más absolutamente inadecuada para dedicarse a la carrera de piano”, con lo cual da a entender que la estructura innata de sus manos com portaba un grave riesgo, tam bién biom ecánico, debido a un trastorno repetitivo como es la “distonía focal” (el calam­ bre propio del oficio). Wilson descubrió algunas pruebas de peso en el diario de Gould y en sus fotografías e interpretaciones filma­ das. Observó, por ejemplo, que cuando el corazón y el anular esta­ ban en reposo, uno junto al otro, las yemas de ambos dedos a menudo eran convergentes, e incluso se superponían, y notó que esos dos dedos rara vez se separaban lateralmente en el teclado; ambos rasgos son comunes en los intérpretes con distonía focal. La investigación de Wilson pone de m anifiesto que las predi­ lecciones musicales de Gould podrían estar en relación estrecha con la fisiología de sus manos; por ejem plo, tal vez rehuyese la música romántica porque exige una muy considerable extensión lateral de las manos, de m odo que en su gusto se mezclan las razo­ nes físicas e instintivas con las razones puramente musicales. No conviene ser demasiado reductivista en este sentido: la estética de Gould y su desdén moral, digamos, por la música de Liszt, no era una mera racionalización de su incapacidad para ejecutarla. Hay pruebas más que suficientes de que podría haber tocado cualquier pieza para piano que se propusiera tocar; a fin de cuentas, dejó una grabación perfecta nota a nota, aunque algo tibia, de la Quinta sonata de Scriabin, que Sviatoslav Richter calificó com o la pieza más extremadamente difícil de todo el repertorio pianístico.7Y con­ tamos con el testimonio de colegas como Jaime Laredo, quien recor­ daba que se quedaba con la b o ca abierta al escuchar a Gould interpretar transcripciones entre toma y toma en sus sesiones de grabación; consideraba la técnica de Gould superior a la de cual­ quier otro pianista. “La verdad es que su técnica era espléndida -dijo Charles Rosen-. Podría haber desarrollado una técnica de octavas sensacional si hubiera querido. Lo que pasa es que no quiso.” En un informe interno de 1981, un empleado de Steinway and Sons dijo de Gould que era el único pianista de su generación con un “total dominio tonal”, comparable en esto a Horowitz, y más de un crí­ 448

tico, más de un colega en la música, estimaba que su técnica era sencillamente perfecta, seguramente la m ejor de su tiempo. Con todo y con eso, reconocer que Gould podría haber tocado los estudios de Chopin o la Sonata en si menor de Liszt o la Tercera de Rachmaninov no significa que estuviera físicam ente, por no hablar ya de lo temperamental, preparado para hacer una carrera con la interpretación de esa clase de música. Sus grabaciones demuestran que en ese terreno no se encontraba a gusto. Es signi­ ficativo que siempre que tuvo que interpretar una pieza que exigiera un gran despliegue de bravura, como la Appassionata de Beethoven o la sonata Hammerklavier, el Concierto en re menor de Brahms, o la Quinta de Scriabin, se las ingeniase para hallar un criterio musi­ cal o moral para recortar tal despliegue de virtuosismo. Por ejem­ plo, era capaz de afirmar que buscaba un enfoque “sinfónico”, o “arquitectónico”, en su afán de poner la “continuidad” por delante del “contraste”, pero sea cual fuere el criterio el resultado era siem­ pre un tempo más lento que el de costumbre, así como una amplia­ ción, un ensanchamiento y un alisamiento en general de la música: el uso atípico y excesivo del pedal, p o r ejem plo, en el anguloso prim er m ovim iento del Hammerklavier, e incluso en el final en fuga, o la plasmación moderada, comedida, de los castigadores trinos en octavas en el Concierto de Brahms. En tales casos, las decisiones musicales de Gould tal vez fueran subconscientemente debidas a un instinto que le llevaba a proteger unas manos no id e­ almente adecuadas para las exigencias de esa clase de música. N o desmerece sus ideas musicales ni sus interpretaciones dar a enten­ der que su sistema estético se hallase adecuado a la perfección a su fisiología; de hecho, sólo una simbiosis perfecta de sus propen­ siones físicas y mentales puede en realidad explicar el altísimo, extraordinario, nivel de sus logros pianísticos. Si el análisis biomecánico de Wilson sobre las manos de Gould es correcto, se da el caso de que Gould, de haber tocado obras como la de Brahms en re menor y la Quinta de Scriabin en concierto un centenar de veces en un año, habría terminado muy gravemente debilitado por la distonía focal, afección que dio al traste con la carrera de dos pianistas norteamericanos tan prometedores como Leon Fleisher y Gary Graffman. Cuesta sin embargo mucho trabajo creer que ése fuese el problem a que afectó a Gould en 1977-1978, cuando grababa casi dos veces al mes y ensayaba muy poco, sin someter las manos a un desgaste excesivo. La distonía focal, por si fuera poco, una vez que se detecta tiende por lo normal a empe­ orar si uno sigue tocando, cuando no hay ninguna prueba de que el 449

problem a de Gould fuese a p eor durante el año que queda docu­ mentado en su diario. Wilson ofrece sólo la conclusión, un tanto amañada, de que si Gould padecía de hecho distonía focal “su pos­ terior regreso al estudio de grabación representaría un caso sin pre­ cedentes de la recuperación de un músico, así fuera parcial, de ese trastorno, debida casi con toda certeza a una reeducación a fondo”. A sí pues, ¿por qué empezó de pronto a estar obsesionado por sus manos en 1977? En prim er lugar, habría que preguntarse si Gould, a pesar de la angustia que pone de manifiesto en su diario, padeció realmente un nuevo problema físico de envergadura con­ siderable. ¿A qué se refería exactamente al hablar de “inestabili­ dad” y “falta de control” en su manera de tocar? ¿De veras estaba empezando a tocar mal, como parece dar a entender, o tal vez había detectado problemas tan minúsculos que nadie, salvo él, habría notado jamás? ¿No habría sido su “inseguridad” en la plasmación de esa coral de Bach una interpretación que cualquiera de sus cole­ gas hubiera dado por buena? N o parece que se conserven graba­ ciones de sus sesiones de ensayo en 1977-1978, de m odo que probablem ente nunca podam os saberlo a ciencia cierta. Sin embargo, si se tiene en cuenta su tremenda reticencia a aceptar nada que no fuese realmente perfecto en su manera de tocar, es altamente probable que emprendiera todo este largo año de bús­ quedas y tanteos debido a la percepción de ciertos problemas que habrían sido imposibles de detectar para cualquier oído que no fuera el suyo. Vale la pena hacer hincapié en que en los años anteriores al período que abarca este diario, Gould realizó algunas de las inter­ pretaciones más controladas, sutiles e inspiradas de toda su tra­ yectoria, por ejemplo en las suites inglesas de Bach y en las sonatas de Hindemith, en los álbumes de Wagner y Sibelius, en las sonatas de Bach con Leonard Rose y Jaime Laredo, en el primer bloque de las películas con Bruno Monsaingeon. ( “Jamás pulsaba una nota equivocada”, recordó Laredo de sus sesiones conjuntas.) Y tras rea­ nudar las grabaciones en la prim avera de 1979, continuó dando interpretaciones magníficas: así, en las películas de Monsaingeon sobre Bach, en las sonatas de Haydn y de Beethoven y de Strauss. Hay grabaciones de Bach de sus últimos años en las que su domi­ nio de la acción de las teclas y del tono es tan inmaculado, más que magistral, que casi resulta sobrehumano. Es posible, cóm o no, que los problemas fueran efectos secun­ darios de la medicación, ya que a mediados de los setenta tomaba cantidades cada vez mayores de fármacos y en combinaciones siem­ pre cambiantes. Se puede detectar un ligero tem blor de manos en 450

las películas sobre Bach, y en particular en la dedicada en 1981 a las Variaciones Goldberg, presumible muestra de un exceso de medicación. Es tal vez más probable que los experimentos de 19771978 no fueran sino otra, desde luego extrema, manifestación de la tendencia que tenía Gould a exagerar y a examinar en términos patológicos todas las sensaciones corporales que no podía expli­ car de manera benigna. De ser así, la m otivación de los experi­ m entos podría tener su razón de ser, médicamente, en algo tan sencillo como la mediana edad. Gould estaba a punto de cumplir cuarenta y cinco años cuando comenzó a llevar este diario, edad a la que, por lo general, un pianista profesional alcanza su pelnitud. No cabe ninguna duda de que corporalmente sí había entrado en la mediana edad en muchos otros sentidos: tenía hipertensión; pasaba más incomodidades y disfrutaba de menor resistencia en las sesiones de grabación, en especial cuando se trataba de los hom­ bros, la espalda y los brazos, com o ya señaló Verne Edquist; le habían aconsejado que utilizara gafas para paliar una incipiente presbicia. Pero si Gould reparó un día de 1977 en que su manera de tocar estaba sólo al 99% de lo que había sido, es muy improba­ ble que concluyera (y menos aún que aceptara) que algo tan natu­ ral y rutinario com o la mediana edad, o el principio de la vejez, fuera el culpable de esa merma. Gould estaba convencido de hallarse explorando el problema en términos racionales, objetivos. En el diario da cuenta de sus experimentos empleando la voz pasiva ( “A mediados de verano se hicieron grandes esfuerzos concentrados en los nudillos de ambas manos”; “se probó fortuna con los experimentos de ambas muñe­ cas bien elevadas”) y refiriéndose a sí mismo por medio de la ter­ cera persona: habla de “el autor”, y sólo empieza a usar muy poco a poco la prim era persona del singular. Sin embargo, su conoci­ m iento del cuerpo humano era p o co menos que nulo, tal como han confirmado los médicos que han estudiado a fondo el diario. A pesar de toda su jerga pseudocientífica y de su presunta objeti­ vidad, sus experimentos, condenados al fracaso, sólo sirvieron para que aumentase sustancialmente su ansiedad en torno a sus pro­ blemas. En efecto, es harto probable que los propios experimentos fuesen el m eollo del problema. Fuera cual fuese la fuente de la inse­ guridad física que Gould en un principio percibía -distonía focal, medicación, mediana edad-, se vio obligado a hacer precisamente lo que siempre había tratado de evitar: pensar en la técnica. (Dentro del propio diario hay algunas notas que indican que, a todos los efectos, tenía más éxito cuando estaba concentrado en la música 451

que cuando estaba pendiente de su cuerpo.) “Parte del secreto de tocar el piano estriba en desgajarse del instrumento en todos los sentidos en que sea posible -d ijo en 1981-. Yo he de hallar una manera de permanecer fuera de mí mismo, al tiempo que me com­ prom eto por entero con lo que estoy haciendo.” Quería decir que no podía permitirse el lujo de dejarse atrapar por las minucias físi­ cas del acto de tocar en sí mismo, y que tenía que concentrar toda su atención en un nivel más elevado, en la imaginería subyacente a su manera de abordar el teclado. Enredarse en esas minucias pura­ mente físicas es justamente lo que hizo en su diario, y una vez que comenzó el proceso se convirtió en una bola de nieve. Como siem­ pre había temido, se transformó en el ciempiés. En el diario se incluyen vagas referencias a otros “momentos de crisis” habidos en la trayectoria de Gould: en 1957 (en Rusia), en 1959 (de gira), en 1965, en 1966, en mayo de 1967 y en 1969. Todos éstos fueron presuntamente otros momentos en los que tanto las manos como la mente se hallaban lejos “de estar sincronizadas”, si bien fueron asimismo algunos de sus períodos de máxima agita­ ción en tanto concertista y artista de grabación, y no hay en toda la obra acumulada a lo largo de esos años nada que pueda tomarse por indicio de una crisis en su manera de tocar. A l margen de cuá­ les fueran los problemas que percibía en tales ocasiones, nunca ter­ minaron por hacérsele insuperables, entre otras cosas porque su apretado calendario no le dejaba tiempo para centrarse en una pre­ ocupación y en una experimentación obsesivas. Hay una anécdota muy reveladora del director Boris Brott. Un día, durante la graba­ ción del tercer programa de La música en nuestro tiempo, en 1975, Gould contemplaba la sala mientras estaba sentado en el suelo, apo­ yado en ambas manos. Sin darse cuenta de dónde estaba Gould, Brott dio un paso atrás y notó que el tacón de uno de los pies ate­ rrizaba leve, pero inconfundiblemente, sobre “algo aplastadizo” . Gould soltó un alarido, se puso blanco como el papel y la sala quedó sumida en un silencio absoluto, aunque el pianista que tan preo­ cupado estuvo por sus muy delicadas manos ya desde su niñez se limitó a sacudir la mano dañada y a sonreír, y dijo así: “Estoy bien, no pasa nada, no se preocupen". Si alguien hubiera pisado la mano de Gould por ejemplo en su casa, y en una época en la que no tuviera grabaciones ni emisiones pendientes, el incidente podría haberle provocado días e incluso semanas de verdadero pavor hipocon­ dríaco. En cambio, en m edio de una compleja sesión de grabación para un programa importante, ocupando unas instalaciones cuyo alquiler no era precisamente barato, con muchos artistas y técni452

cos presentes, lisa y llanamente no pudo ni darse ese lujo -n i tam­ poco era tan p rim a donna- ni cultivar a su antojo su hipocondría. En 1977, sin embargo, sí le fue posible. A finales de m arzo el Eaton Auditorium tuvo que cerrar para que se llevasen a cabo unas obras de renovación en profundidad. Gould grabó prolíficamente en enero, febrero y marzo de ese año, a sabiendas de que no ten­ dría acceso a la sala al menos durante doce meses. Precisamente en la prim avera de 1977 cobró conciencia de todos esos proble­ mas en su form a de tocar, lo cual plantea una cuestión evidente: ¿acaso la “pérdida” del Eaton Auditorium y el obligado hiato en sus grabaciones le otorgaron el “permiso” necesario para que sus angus­ tias a propósito de sus manos dieran pie a la alarma? Francamente, una cosa así parece sumamente propia de Gould. Y así com o el arranque de las complicaciones y los problemas no pudo ser más conveniente, también lo fue la misteriosa desaparición de los mis­ mos (e l diario sencillamente se agota sin haber hallado ninguna solución). Cuando volvió a tener acceso al auditorio, ya en mayo de 1979, estaba preparado para reanudar las grabaciones con las tocatas en sol mayor y y do menor de Bach.8 Es posible que, al final, se limitara a cortar el nudo gordiano: entendió que, más que solu­ cionar, estaba creando y alimentando un problema, de m odo que puso fin al diario y a la experimentación, y retom ó su técnica pia­ nística allí donde la había dejado. Según Wilson, las posteriores film aciones de Gould dan clara muestra de algunos cambios en sus manos. En la filmación de las Variaciones Goldberg, sobre todo, Wilson observó una frecuente curvatura de los dedos cuarto y quinto, típica de los pianistas aque­ jados de distonía focal, y percibió también alguna tensión ocasio­ nal en la ejecución. Un ayudante de producción de la c b c también se fijó en que Gould parecía tener problemas de destreza mientras hacía La cuestión del instrumento. N o obstante, Gould no vivió el tiempo suficiente para comenzar ni siquiera de lejos a perder su técnica de fábula. Claro que incluso disponer del 99% de su poten­ cial a él se le quedaba corto, y si acaso percibió un mínimo declive de sus facultades en la mediana edad sería explicación suficiente para poner fin a su carrera de intérprete cuando sólo tenía cincuenta y pocos años de edad. N o era esa clase de intérprete capaz de per­ mitirse el hecho de envejecer con elegancia a ojos (y oídos) del público; estaba deseoso de que se le oyera sólo al máximo de sus posibilidades, y el hallazgo de cualquier declive en su técnica tuvo que resultarle traumático. Gould siempre insistió en que “uno no toca el piano con los dedos, el piano se toca con la mente”, y en que 453

“los dedos no tienen mucho que ver con el hecho de tocar el piano”. El espectro siquiera de un leve declive en su técn ica pianística que dio por supuesto le supuso todo un año de pánico. Los dedos quizá no tengan mucho que ver con el hecho de tocar el piano, aunque, tal como incluso Gould entendía, sirven de ayuda.

“MI PADRE Y VERA HAN IDEADO ALGUNAS NUEVAS TRIQUIÑUELAS.” El 26 de julio de 1975, Florence Gould murió de un ataque al cora­ zón. Tenía ochenta y tres años y llevaba ya algún tiempo con una salud bastante achacosa, incluidos síntomas de hipertensión. Sufrió el ataque en el momento en que Bert llegó a casa una noche, y falle­ ció al cabo de varios días en coma, durante los cuales Gould estuvo desesperado buscando consejo de amigos como Joseph Stephens. Públicamente, su reacción a la muerte de su madre fue contenida, digna; mantuvo el férreo dominio de sus emociones. Hubo un breve hiato en su trabajo, pero a comienzos de septiembre ya había rea­ nudado su correspondencia y había vuelto al estudio de grabación. ( “La reacción al dolor, al sufrimiento, es algo tan personal -escri­ bió una v e z- que no por fuerza entraña la disipación del orden. Puede representarse mediante un intento de invocar el orden artístico para compensar la aflicción.”) Habló sobre la muerte de su madre sólo con los amigos íntimos, quienes pudieron ser testigos del dolor que no quiso exponer en público. “La muerte de su madre realmente lo dejó destrozado -d ijo Jessie G reig- Fue para él una experien­ cia muy traumática.” Y añadió que Gould sólo llegó a apreciar tras la muerte de su madre lo mucho que sus padres habían hecho por él. Lom e Tulk lo vio llorar: “Fue la única vez en que lo vi sumido en un estado en el que sencillamente no era capaz de pensar”. La pena le exacerbó la culpa, pues a pesar del miedo y de la preocu­ pación posteriores a que su madre sufriese el ataque él no pudo, según dijo a Tulk, superar su angustia para ir a visitarla al hospital, fallo que llegó a obsesionarle durante mucho tiempo. Peter Ostwald y algunos otros han dado a entender que los pro­ blemas de Gould con el piano en el período de 1977-1978 posible­ mente fueran una reacción retardada a la pérdida de su madre, su primera profesora de piano, aunque tanto la cronología como las circunstancias de esos problemas no dan mayor convicción a esta hipótesis, que además exagera el grado en el cual estaba Gould psi­ cológicamente unido a su madre. Con todo, Florence fue su primera 454

y principal defensora, y nunca dejó de compartir con ella sus triun­ fo s y desvelos, del mismo m odo que nunca dejó él de buscar su aprobación. Siguió viendo a sus padres con bastante frecuencia en su edad adulta, y hablaba con su madre por teléfono muy a menudo; compartía con ella sus críticas. Esa relación tuvo siempre un tinte intensamente privado, por lo que apenas está documen­ tada, si bien se contó entre las más íntimas e importantes de toda la vida de Gould. Soñó a menudo con su madre después de muerta, y en algunos de sus sueños ella lo contempla benévola desde el más allá. Su muerte fue una línea divisoria en la vida de Gould; lo llevó a ser más introspectivo en sus últimos años, a tener una mayor con­ ciencia de su propia mortalidad. También le supuso un mayor acercamiento a su familia materna, y en especial a Jessie, que en sus últimos años llegó a ser casi un sustituto de su madre. A partir de entonces llamaba a Jessie para leerle por teléfono sus últimas críticas, y siempre le decía: “¿Quién habría disfrutado con esto?”, refiriéndose a su madre. “A lo largo de los años, Glenn y yo fuimos estando más unidos; sus llamadas telefónicas me llegaban casi a diario -escribió Jessie-. Me llamaba incluso cuando yo estaba fuera, de vacaciones de verano.” Gould también dio en visitarla con mayor frecuencia en su casa de Oshawa. Tras la muerte de su madre, dijo Jessie, llegó a entender por vez pri­ mera qué llegan a significar el cariño y el respaldo de una familia. Desarrolló un renovado interés por la genealogía de su madre y por toda la conexión Greig-Grieg, y con ayuda de Jessie com piló un voluminoso archivo sobre este asunto, incluido un librito de 1952 titulado Grieg y sus ancestros escoceses, de J. Russell Greig. Por medio de Jessie estuvo al tanto de las noticias de las distintas ramas de la familia Greig. Gould nunca tuvo un interés semejante por la rama Gold de su familia. Tras la muerte de su madre se mostró atento, preocupado y solícito por la situación de Bert, a quien le resultó muy ardua la muerte de su esposa, si bien la relación de Gould con su padre fue irrevocablemente tensa durante sus últimos años. A sus setenta y tantos años, Bert comenzó a tener una estrecha relación con Vera Dobson (1909-1999), viuda de uno de sus primos y amiga de la fam i­ lia desde tiempo inmemorial. Vera fue claramente algo muy posi­ tivo en la vida de Bert, pero tanto Gould como Jessie se sintieron hondamente trastornados por esa relación, aun cuando el propio Gould hubiera dicho con anterioridad que Bert necesitaba de alguien que le cuidara (Gould sabía que eso no podía estar en sus manos). Cuando la pareja anunció en 1979 que tenían previsto contraer matri­ 455

monio, se produjo un cisma en la familia. Uno de los cuadernos de notas de Gould, de comienzos del verano de 1979, comprende tres páginas en las que quiso poner en orden sus pensamientos, prepa­ rándose para una confrontación con su padre:

(1) - espero no estar hablando fuera de tumo - si así fuera, dímelo y me callo de inmediato - he guardado silencio hasta ahora - p . ej., actividades sociales - [añadido posterior al margen] la verdad es que no se trata de un consejo; lo digo sólo a modo de comentario. - lo cual no quiere decir que no me haya dado cuenta de las cosas

(2) - debo decírtelo si me resulta impropio - lo cual tal vez no represente nada más que mi capacidad de valo­ rar el carácter [¿quiere decir “incapacidad”?] - (p. ej., Vera) - obviam ente] una dama con gran energía, trem[enda] para sus años; (teatros, ñestas y todo lo demás) - y noto una trem[enda] dif [erencia] en ti en ese sentido; el viaje a Grecia por contraste con otros tiempos pasados

(3) - l o que quiero decir es que no estoy seguro de que sea aprop[iado] para una persona de tu edad cambiar de pellejo tan radicalmente, si es eso lo que estás haciendo ahora - (pero) da la impresión de que has adoptado una especie de acti­ vidad desaforada, y creo que, a tu edad, deberías reducir y no acel[erar] el ritmo de la vida.

(4) - todas las relaciones amorosas son adictivas -igual que el alco­ hol o el tabaco. - uno desarrolla lo que cree que es una necesidad intensa de estar con una persona en concreto, de traducir toda su actividad, todo lo que haga en el transcurso de un día, por ej [emplo], y, si bien ése puede ser un fasc[inante] ejercicio de com[municaciónl], es también ago­ tador y presenta otro g[ran] inconveniente, a saber, que le distrae de la contemplación], del examen interior, [añadido posteriormente:] de meditar realmente en tomo a la forma que tiene la propia vida. Eso es algo que no se hace, porque uno realmente cree que está comen­ zando la vida.

(5) - a tu edad, a cualquie)· edad, eso es lo que uno debería hacer, al menos en mi opinión [es decir, “el examen interior”]. - Y por eso mismo los matrimonios a edad avanzada, como el del tío WiUard, por ej [emplo], rara vez salen bien: cuando uno ha estado

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casado durante mucho tiempo, la comunicación es un aspecto que cambia, y surge entonces un patrón más normal, aunque cuando una relación es todavía nueva hay una intensidad mucho mayor, y los mejores [?] motores acusan ese exceso de desgaste. (Volver a tomar el asunto de Grecia si es necesario.)

(6) (?) Bien, la verdad es que espero y deseo que sepas qué es lo que estás haciendo.

Salta a la vista que Gould daba por hecho que cualquier persona forzosamente vivía la intensidad de las nuevas relaciones de manera tan potencialmente inquietante y abrumadora com o era su caso. Mientras Jessie le nutría de los cotilleos familiares, se hizo a la idea de que Bert estaba siendo dominado y transformado por una mujer mucho más extrovertida. En su diario de 1980 da cuenta de una anécdota en la cual Bert se presentó en casa de otra persona con un jersey rojo, y aun habla de otra en la que Bert se ha quitado el dobladillo de unos pantalones, a lo cual añade: “A l parecer, por orden de Vera” . Ésta es la idea que Gould tenía de un comporta­ miento inmodesto y necesitado de corrección. Sus aparentes pre­ ocupaciones por la salud de Bert y su estilo de vida y su decoro obviamente encubren una manifiesta amargura e incluso una espe­ cie de pánico ante la traición que percibe en lo tocante a su difunta madre. A medida que se aproximaba la fecha de la boda, Gould hizo muchos y angustiados intentos por escribir una carta a su padre, incluida ésta, en la que con la debida cortesía le manifiesta su des­ acuerdo, que es del 2 de diciembre de 1979: Querido padre: He tenido oportunidad de pensar despacio en la cuestión de tu boda y, específicamente, en la invitación que me extiendes para que sea “tu padrino”. Estoy seguro de que, siendo como son las circunstan­ cias, preferirás que sea una ceremonia privada, en la cual cualquier gesto convencional sería de seguro inapropiado; en cualquier caso, al tiempo que agradezco tu amabilidad al hacerme la invitación, lamento tener que declinarla. No será preciso decir que te deseo toda la felicidad del mundo, y te pido que comuniques mis mejores deseos a la señora Dobson. Con cariño, Glenn

En otro borrador, de enero de 1980, Gould tachó “con cariño” y lo cambió por “atentamente”. Por último, convencido de que cual457

quier carta de esta índole sería dolorosa, Gould llamó por telé­ fono para comunicar su pesar y excusar su asistencia, y se mostró muy aliviado cuando todo el asunto quedó superado. Gould y su padre nunca habían tenido una relación particular­ mente cálida. Estoy muy orgulloso de ti y del trabajo que estás haciendo -escri­ bió Bert durante el viaje que hizo su hijo a Rusia en 1957-. Cualquier canadiense que tenga dos dedos de frente tiene motivos de sobra para darte las gracias. Tu música posiblemente vaya a tener un papel muy real en el establecimiento de un mejor entendimiento entre el este y el oeste. Tenemos esa esperanza y rezamos para que así sea, y para que traiga esperanza y fe renovada a las personas para las que la música ha sido parte capital de sus vidas a lo largo de muchas generaciones.

Suena más bien a una carta form al del Club de Kiwanis, y no a una nota de aprobación por parte de su progenitor, pero es que las relaciones que Gould tuvo con su padre fueron siempre un tanto distantes y formales. Su clásica y edípica proximidad con la madre a lo largo de su niñez quizá fuera una herida aún abierta, una fuente de tensiones acumuladas, de hostilidad incluso, entre su padre y él; la “traición” de Bert para con Florence después de muerta ésta sin duda parece haber bastado para que aflorase a la superficie un resen­ timiento largo tiem po acallado. De poco o nada pudo servir que Gould, al igual que Jessie, creyera que cuando Bert vendió la muy amada casa del lago Simcoe, a comienzos de 1975, acelerase en gran medida la muerte de Florence. Los cuadernos de notas de Gould correspondientes a 1979 y 1980 incluyen múltiples referencias a las complicaciones familiares. El matrimonio fue objeto de muchas discusiones en el seno de la fami­ lia; Gould y Jessie se consolaban mutuamente (e intercambiaban las lecturas respectivas de su presión arterial) después de que uno de ellos hubiera tenido un altercado. Las relaciones de Jessie con Bert también se tensaron. Ella y Gould estaban preocupados a la par que dolidos por los cambios que percibían en la personalidad de Gould, como bien se ve en las nimias y tal vez mezquinas que­ jas que Gould confió a sus amigos y sus papeles. Un buen día la pareja “muestra un comportamiento exquisito”, y al día siguiente han llevado a cabo “alguna de sus triquiñuelas”. En Uxbridge apa­ recen “tratando de hacerse con el apoyo de la familia” para su causa; en The Beach se “vengan” de Jessie y “expulsan de la casa” a su leal ama de llaves, Elsie, que de alguna manera parece haberles ofen­ 458

dido. Gould empieza a referirse a Bert llamándole con som a “su señoría”; toma nota de que “ha cambiado de chaqueta”, comenta que “está completamente vuelta al aire", se niega a abrir la puerta cuando oye que es Bert quien llama (su “inconfundible tarjeta de visita”), se lamenta incluso -basándose en una sola copa de je re zde que Bert se ha dado a la bebida. Bert y Vera se casaron en Don Mills el 19 de enero de 1980. Gould no asistió a la boda. Después de la ceremonia, Bert vendió la casa de Southwood Drive y se instaló en casa de Vera, en el 61 de Norden Crescent, en Don Mills, al norte del Inn on the Park. Cuando reco­ gía las cosas de la casa vieja, embaló los recuerdos y pertenencias de Gould, que Ray Roberts fue recogiendo poco a poco. En un momento determinado dijo malhumoradamente a su hijo: “Manda mañana a tu recadero a la casa”. Vera hizo lo posible por el man­ tenimiento de la paz en el seno de la familia después de la boda, y dijo a Gould que lo recibirían con los brazos abiertos, pero las cor­ teses cartas sobre la nueva vida de la pareja y las animadas posta­ les de sus vacaciones de invierno en Florida, especialmente si iban firmadas como “Vera B. Gould”, tuvieron que haberle dolido toda­ vía más. (Bert le invitó a visitarlos en Florida, a que disfrutase del hermoso tiempo veraniego. ¿De veras conocía tan poco a su pro­ pio hijo?) Gould, con toda claridad, no sentía el menor aprecio por Vera. Lamentaba su total falta de reserva, sus empeños por con­ vertirse en una segunda madre para él, sus intentos por capitalizar su fama, su opinión de que era en el fondo “un bicho raro”. A l menos, ésa era la imagen que se iba formando de Vera por medio de la infor­ mación que le transmitía Jessie, y de acuerdo con el testimonio de las personas que conocieron a Vera esa imagen era absurda. La relación de Gould con su padre se deterioró tanto que una con­ versación cortés y educada entre los dos, de dos minutos de dura­ ción, contaba como todo un logro. Escribió dos páginas enteras basadas en una conversación telefónica que acababa de tener en ese momento con Jessie, la cual terminaba de hablar con Bert acerca de los sentimientos de Gould; en ella figurapor ejemplo este diálogo: Jessie Greig: Es un hombre realmente serio, amable, hecho y dere­ cho. Y tienes que tratarlo como a un hombre, no como a un niño. Si eres capaz de prestarle atención, es mucho lo que tiene que decir. Bert Gould: Es demasiado lo que tiene que decir.

Entretenido y enojado de form a alterna por Bert y Vera, Gould a la sazón apenas tuvo ningún trato con ellos, si bien nunca llegó 459

a cortar por com pleto el contacto, al tiem po que nunca dejó de importarle, y mucho, el bienestar de su padre.

“AMANECE U N A NUEVA ERA.” De haber vivido Gould más años, el período que coincide con sus cuarenta y muchos seguiría siendo casi con toda probabilidad con­ siderado como un momento de transición, en unos aspectos trau­ mático, en otros liberador. En la última década de su vida recibió el estímulo de nuevas y viejas relaciones, muchas de las cuales le proporcionaron tanto compañía agradable como oportunidades artís­ ticas. Sin embargo, también en su última década de vida experimentó grandes pérdidas, particularmente terribles para alguien que siem­ pre se sintió incómodo ante cualquier cambio. Además de su madre, su casa de la infancia, su casa de campo, y en cierta medida su padre, perdió a amigos y colegas, así como instituciones, lugares y obje­ tos que desde antaño habían tenido una gran importancia para él. P o r ejem plo, la relación mutuamente satisfactoria que había tenido siempre con Columbia Records empezaba a dar muestras de fatiga. La discográfica estaba cambiando. A mediados de los años sesenta atravesó por sucesivos aprietos financieros serios: las ven­ tas de algunos tipos de música popular que anteriormente habían sido de toda confianza - e l jazz, el country, la música más comercial, los álbumes con musicales de Broadway-, empezaban a no ser ren­ tables, sobre todo a medida que el folk, la canción protesta y muy en especial el rock se iban comiendo la mayor parte del mercado. En 1966, Clive Davis, que había entrado en Columbia en condición de abogado en 1960 y carecía, según reconocía él mismo, “de cre­ denciales musicales”, fue nombrado presidente de la empresa y esta­ bleció acto seguido un régimen basado única y exclusivamente en los márgenes de beneficios, de m odo que la música clásica pasó a ser más un deber que una pasión. La cuota de mercado de la música clásica, que se había incrementado durante los primeros años de Gould en Columbia, empezaba a menguar de manera precipitada, y Davis dio en considerar la filosofía ilustrada de Goddard Lieberson con respecto al hecho de aceptar las pérdidas que generaba la música clásica, un lujo tan pasado de m oda com o oneroso. Quiso que Columbia adoptase el mismo papel de liderazgo en el rock que había tenido en otro tiempo dentro de los campos de la música clásica, el jazz y la música popular. A finales de los años sesenta, cuando el rock vendía por sí solo más discos que todos los demás tipos de 460

música juntos, los beneficios de Columbia y su cuota de mercado aumentaron de nuevo gracias a su estelar catálogo de música rock, lo cual no pudo ser m ejor considerado por parte de la empresa madre, la c b s . A lo largo de los últimos años de Gould, el ambiente en Columbia, y en la c b s en general, fue tomándose cada vez más corporativo, tendencia simbolizada por la “Roca negra”, el impre­ sionante ed ificio de oficinas, toda una torre en el centro de Manhattan, que pasó a ser el cuartel general de c b s en 1965. Clive Davis fue despedido de Columbia en 1973 y brevemente sustituido por Lieberson, que estaba ya al borde de la jubilación. “Su regreso fue com o una tragedia griega -record a b a Schuyler Chapin-. Fue el último músico en dirigir un sello discográfico. La industria estaba ya en manos de los contables de habichuelas y los abogados.” N i siquiera Lieberson, a estas alturas, iba a poder combatir contra lo que Norman Lebrecht ha denominado “la cocacolización de la música clásica”. Públicamente, Gould siguió expre­ sando su gratitud por la compañía, aunque en privado se sentía cada vez más alejado de ella. Los viejos amigos como Paul Myers se mar­ chaban en masa, a la par que los nuevos ejecutivos corporativos no le prestaban ni el apoyo ni la camaradería a la que estaba acos­ tumbrado. ( “Por teléfono le tocaba hablar con desconocidos”, dice Myers.) En un borrador de una carta tomado de sus cuadernos de notas, que data de la primavera de 1978, se queja de que se le tra­ taba francamente mal en materia de derechos de autor y de mar­ keting por comparación con otros intérpretes de música clásica, y en su diario de 1980 se quejó a propósito de la “filosofía insular y exclusivamente norteamericana” que primaba en c b s Masterworks, y también debido a los problemas de control de calidad habidos con algunos de sus álbumes más recientes. Cuando le llegó el momento de celebrar su vigésimo quinto aniversario con Columbia, en 1980, reseñó que sólo dos artistas contratados llevaban más tiempo que él en el sello, el pianista Rudolf Serkin y el violinista Isaac Stern, si bien tenía la clara sensación de que su lealtad no era muy apreciada. Poco después de firmar con Ronald Wilford, lo cierto es que contempló la posibilidad de pasarse al sello de Karajan, Deutsche Grammophon, y una década después pensó en seguir los pasos de Paul e irse con él a Decca. P ero dudó que, en tal supuesto, pudiera seguir grabando en su propia casa, con la liber­ tad de m ovim ientos y el control que deseaba tener a toda costa, en caso de fichar por un sello europeo, y según algunos amigos suyos sentía en lo más hondo la lealtad que le unía a la compañía por la cual firmó cuando era un artista desconocido, y que de hecho 461

dio respaldo a sus muy idiosincrásicas demandas a lo largo de los años. Cuando en 1980 llegó el momento de renovar su contrato de grabación, se quejó y puso pegas, pero term inó por firmar, aun cuando confiesa en su diario que estaba decidido a dejar que el con­ trato venciera en 1983 sin la menor intención de renovarlo. Habida cuenta de todas estas circunstancias, Gould consideró la posibilidad de dar el paso lógico, es decir, producir sus propias grabaciones. Desde 1964 había realizado docenas de álbumes con A ndrew Kazdin, por cuya excelencia como productor tuvo siempre una admiración ilimitada, en lo cual coincidía ampliamente con los expertos del sector. (Kazdin es titulado tanto en música como en ingeniería de sonido.) Sin embargo, tal com o dan a entender sus papeles particulares, los recuerdos de sus amigos y las memorias del propio Kazdin, la relación existente entre ambos nunca fue dema­ siado cordial, y pudo ser incluso tensa en muchos momentos, en los inevitables choques de dos egos. Kazdin se mostró dolido cuando una periodista del New York Times que estaba investigando para realizar un perfil de él en 1976 le dijo que había sentido malas “vibra­ ciones” tras hablar con Gould, el músico con quien Kazdin había trabajado más que con ningún otro, si bien Gould para entonces estaba descontento con la relación, y de hecho buscaba alguna forma no dolorosa de ponerle fin. La oportunidad le llegó en diciem­ bre de 1979, cuando Kazdin, por entonces en el momento máximo de lo que él denominaba “mi crisis personal” en la c b s Masterworks, fue por fin despedido. (La respuesta de Gould ante la noticia, cuando el propio Kazdin se la comunicó, fue un escueto: “Pues enhora­ buena”.) Trabajaron juntos por última vez en octubre de 1979, en el álbum que Gould dedicó a los preludios, lasfughettas y las fugas de Bach, y tenían previsto volver a grabar juntos durante la última semana de diciembre. Poco antes de Navidad, Gould llamó por telé­ fono para decir que la c b s se había negado a permitirle que traba­ jase con Kazdin por su cuenta, en calidad de productor free-lance; se vio obligado a aceptar a un nuevo productor de la c b s o a con­ vertirse en su propio productor, y optó por esta solución. (En rea­ lidad, esto no se ajusta del todo a la realidad.) Gould le dijo por teléfono que no se sintiera como alguien ajeno, y puso rápidamente fin a la llamada. “Nunca más volví a saber nada de él -d ijo Kazdin-, A sí terminó una relación de quince años entre los dos. Sin arre­ pentimiento, sin agradecimiento, sin emoción, sin nada.” Gould estaba deseoso, desde tiempo atrás, de hacer las cosas a su manera en el estudio de grabación. En ese momento contaba con el respaldo de Paul Myers dentro de la compañía, aunque desde la 462

perspectiva de Kazdin la ruptura fue tan brusca como inexplicable, y entre ambos existió después una mutua animosidad. En la corres­ pondencia de Gould de años posteriores hay algunas referencias sarcásticas a Kazdin; en 1980, en su diario tomó nota de algunos ten­ sos encontronazos entre Kazdin y el personal de la c b s en las altas instancias, en parte, a su decir, porque Kazdin tardó mucho en devol­ ver una cinta de Gould. (La preocupación acerca de varias cintas que estaban en poder de Kazdin, según Myers, fue la principal de las razones por las cuales Gould no rompió lazos con Kazdin antes del momento en que por fin lo hizo.) Anticipándose a su regreso al Eaton Auditorium en calidad de productor de sus propias grabaciones, Gould redactó varios borradores de un discurso que presuntamente tenía la intención de leer a sus colegas antes de comenzar la primera sesión, el 11 de enero de 1980. En el discurso pretendía “celebrar el advenimiento de una nueva era, un nuevo amanecer, una era que algunos historiadores ya han designado con las iniciales D. K, mien­ tras otros optan por D. A. K.” (obviamente, “después de Kazdin”; también aludía a ello hablando de “una nueva era”, el “Cuarto Reich”). A Kazdin se le trata a lo largo de ese discurso de manera no ya poco amable, sino satírica incluso, dando a entender que desde el punto de vista de Gould su marcha fue un gran alivio. La primera tarea de Gould en tanto productor fue completar su disco de preludios, fughettas y fugas. En ésta y en otras grabacio­ nes posteriores, realizadas en el Eaton Auditorium, trabajó con varios técnicos locales, sobre todo Jean Sarrazin, y sus sesiones empezaron a ser bastante más largas, extendiéndose muy a menudo hasta las cuatro de la madrugada. Responsable ya de todo el tra­ bajo de posproducción, incluida la conclusión de la grabación maes­ tra, trabajó con algunos editores de la c b c y, ocasionalmente, de un estudio local, aunque cargó a la c b s los costes de estas contra­ taciones esporádicas. En sus papeles privados se tiene la impresión de que pagó un precio elevado, al menos en la moneda de la ansie­ dad, por la marcha de Kazdin: los “gremlins” de tipo técnico que importunaron sus sesiones de grabación eran ahora de su entera responsabilidad, tal como lo era el remedio a esa clase de fallos; por si fuera poco, sus diversos editores de Toronto, aun siendo exce­ lentes, no siempre estaban disponibles cuando él precisaba sus ser­ vicios, y tampoco siempre fueron capaces de entender a las claras (cosa que no planteó nunca problemas a Kazdin) su muy idiosin­ crásico sistema de organización. Esta nueva independencia se desbarató con la amenaza de pér­ dida de otro amigo más, el Eaton Auditorium. En 1977, preocupado 463

por la posibilidad de que el cierre de la sala pudiera ser permanente, Gould hizo una prueba de sonido en el Leah Posluns Theatre de North York (al norte de Toronto), recién concluido, y en los años que siguieron hizo algunas pruebas ocasionales en otros lugares: Convocation Hall, en la Universidad de Toronto, o el St. Lawrence Hall, el Teatro de la Ópera de Orillia, el estudio de la Vanguard Recording Society, en Nueva York, y otros. Cuando Kazdin y él obtu­ vieron el permiso para regresar al Eaton Auditorium en la prima­ vera de 1979, encontraron un salón polvorien to, parcialm ente desmantelado, sin calefacción, en el que faltaban algunos tabiques, no había puertas reforzadas, ni sala verde, ni cuarto de baño, y todo aquello lo encontraron así cuando ya habían comenzado las labo­ res de lim pieza tras la reforma. Tuvieron que colgar del techo una bombilla desnuda, rodear el piano de calefactores, ir al cuarto de baño sabe Dios a dónde, y Gould muchas veces tuvo que tocar con el abrigo y la bufanda puestos, a pesar de todo lo cual siguieron gra­ bando allí; tampoco es difícil imaginar que Gould trabajaba encan­ tado de la vida en un entorno tan llamativamente despojado de todo el glamour de la sala de conciertos. En enero de 1980, sin embargo, la empresa que era propietaria del histórico edificio Eaton tuvo el permiso municipal para recon­ vertir la séptima planta en oficinas, después de que un estudio de mercado demostrase que el auditorio difícilm ente iba a resultar financieramente viable. (E l proceso, pese a todo, quedó en el aire gracias a la presión de los Am igos del Eaton Auditorium y otros grupos, incluido el propio Gould.) En enero de 1981 se le dijo que por razones relacionadas con la póliza de seguros ya no podría emplear los calefactores de propano en el salón. (En sus tiempos de concertista, una vez abrasó la moqueta de un hotel con un cale­ factor.) Sus últimas sesiones en el Eaton Auditorium tuvieron lugar en agosto de 1981, cuando grabó la Sonata enfa menor sostenido de Beethoven, op. 27/núm. 1, y el Concierto italiano de Bach, y si bien el auditorio no estaba literalmente cerrado cuando murió, en sus últimos años de vida trabajó con la suposición de que esa pér­ dida iba a ser inminente.9

“MI OBRA M AGNA A Ú N ESTÁ MUY LEJOS.” La serie titulada Música de hoy, de 1974, sobre Schönberg, fue el último proyecto ambicioso de Gould creado para la radio de la 464

c b c ;10 con posterioridad, solamente hizo un puñado de aparicio­ nes relativamente modestas, dos veces para promocionar nuevas grabaciones de la c b s , una para actuar como presentador de la serie Arts National durante una semana, abordando cuestiones que iban desde Gibbons hasta Barbra Streisand.11En diciembre de 1981 hizo su última aparición en la radio de la c b c , en la serie Booktime, leyendo extractos de El mundo de las tres esquinas. En cuanto a la televisión, aún tenía esperanzas de terminar la serie La música en nuestro tiempo hacia 1980, momento en el cual podría haber añadido un octavo programa, sobre la música de los años setenta. Sus papeles de mediados de los años setenta ponen de relieve que en el quinto, sexto y séptimo programas habría incluido canciones, música de cámara y de orquesta, ballets y obras electrónicas de muchos compositores de posguerra con los que nunca había tenido apenas ninguna relación, así como sus únicas interpretaciones de música no canadiense del período de posguerra, quizás la Segunda sonata de Boulez (que consideraba intelectualmente intrigante, aunque fría), las Sonatas y los Interludios para piano preparado, de John Cage, la Sonata para piano de Copland, conciertos para solo y concertantes de Henze, las Evocaciones de Ruggle y los pre­ ludios y fugas de Shostakovich. De todos los pianistas, Gould era el que menos necesidad tenía de las manos para estar ajetreado, de m odo que no se quedó sin cosas que hacer mientras resolvía los problemas de 1977-1978. Su principal ocupación en aquel entonces fue el último y más largo de sus “documentales de radio en contrapunto”: El héroe burgués, un retrato de Richard Strauss. Comenzó a trabajar en esta obra en 1976, y grabó entrevistas a lo largo de los dos años siguientes, con un elenco internacional de ocho personajes, que representaban en conjunto una amplia y muy variada serie de opiniones sobre Strauss, “un auténtico y desvergonzado exceso de materiales”, entre ellos dos directores y cuatro escritores. En el verano de 1978 estaba ya preparando el borrador del guión; en marzo de 1979, tras seis meses y medio de posproducción “febril”, con un total de cinco editores de sonido (aunque el trabajo recayó sobre todo en Tom Shipton), el programa, con dos años de retraso, quedó concluido. Se emitió en dos partes (de cuarenta y cuatro y cincuenta minutos respecti­ vam ente) el 2 y el 9 de abril de 1979. Gould, con un guiño al subtítulo de la última ópera de Strauss, Capriccio, llamó a este programa “conversación en dos actos”, y en ella sigue el rastro de la vida y traza la trayectoria de Strauss, el desarrollo de su lenguaje musical, sus relaciones con sus co le­

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gas famosos y con el régimen nazi, su lugar en el panorama musi­ cal de los siglos xix y xx, sus perspectivas de cara a la posteridad. A lo largo de todo el programa Gould hace hincapié en las dico­ tomías presentes en la personalidad de Strauss y en su obra (resu­ midas en el título, El héroe burgués), a la v e z que exp lora “la relación de Strauss con el Zeitgeist”, que desde mucho tiempo atrás era uno de sus temas predilectos. El resultado de todo ello es una m ezcla soberbia de biografía y de crítica, la form a de la cual cons­ tituye un claro paralelismo con la vida del propio Strauss: el pri­ mer acto es pura exuberancia, el segundo es mucho más contenido. (E n todos los retratos radiofónicos de Gould se da una estrecha relación entre el tema, la form a y el estilo.) Una vez más, Gould arma una serie de montajes que parecen casi conversaciones toma­ das de sus entrevistas, y los coloca sobre un trasfondo musical en apariencia inconsútil. “Es casi como si estuvieran sentados ante la casa de verano a la hora del crepúsculo -d ijo en una nota de prensa-. Cada cual sigue con sus propios pensamientos, y muy p o co a p o co se im plica en la conversación. Luego, cuando han dicho prácticamente todo lo que deseaban decir, cada cual vuelve a su lugar.” El programa resulta menos ostensiblemente contrapuntístico que los documentales anteriores de Gould, aunque sigue siendo téc­ nicamente complejo, y exige del oyente una obsesiva atención al detalle, altísima incluso según sus propios criterios: se jactó ante el crítico William Littler de un discurso que dura dos minutos y cua­ renta y tres segundos, en el cual hizo 131 cortes de edición, es decir, casi uno por segundo. Su intención, sin embargo, no consistía en hacer gala de su virtuosismo como artista radiofónico, sino en alcan­ zar un nuevo nivel de fluidez y de sutileza y finura. (En un pasaje evocador, por ejem plo, em plea un m om ento m ahleriano en la Sinfonía alpina de Strauss para contradecir a uno de los oradores, que afirma que Strauss estuvo siempre divorciado de las tenden­ cias modernistas que representaba Mahler.) Tan elegante y tan bello a su manera como la propia música otoñal de Strauss, El héroe bur­ gués es una de las obras maestras de Gould. Nunca llegó a producir la quinta película que se le exigía según su contrato de 1973. En 1978, John Fraser, entonces corresponsal en Pekín del Globe and, Mail, le escribió para prop on erle que añadiera a su trilogía de la soledad un cuarto programa, en este caso sobre China. A Gould le interesó lo suficiente para form u­ lar una considerada respuesta, proponiéndole la utilización de China com o m edio para explorar “la dimensión política del ais466

¡am iento” . Llegó a pensar en un título: “Los últimos puritanos”. Pero nunca alcanzó a desarrollar la idea, en parte porque el hecho de que tuviera que viajar a China quedaba fuera de toda posible consideración. Tal com o escribió a Fraser, “aun cuando existiera un barco que viajara despacio para llegar a China, no sería yo quien estuviera a bord o”.

“AUNQUE MILAGROSAMENTE HAYA MEJORADO SU SALUD, EL PIANO DISTA MUCHO DE ESTAR RESTABLECIDO POR COMPLETO.” Gould vio también en los años setenta la amenaza de una nueva pérdida, de otro viejo amigo: su muy amado Steinway, c d 318. El instrumento había estado sometido a reparaciones a comienzos de 1971, y quedó, al decir de Gould, “restaurado a su gloria de antaño”. En septiembre de ese mismo año, confirm ado su plan de grabar algunos conciertos en Cleveland, procedió a enviar el piano, y tuvo que vo lver a despacharlo de regreso en cuanto canceló el com ­ prom iso. Llegó al Eaton el 20 de octubre, aunque fue transpor­ tado al auditorio el 26 (retraso que a Gould después le pareció sospechoso). En un momento determinado, seguramente en la des­ carga al llegar a los grandes almacenes -nadie llegó a saberlo con certeza-, el embalaje que contenía el piano debió de sufrir un golpe. Verne Edquist, el prim ero en conocer la noticia, alertó a Gould, quien se personó en el auditorio en el momento en que era des­ embalado el c d 318. Su desesperación fue visible tan pronto resultó evidente que estaba dañado de gravedad. Tal como informó el 12 de diciembre a David Rubin, responsable del departamento de con­ ciertos y artistas de Steinway, “el piano aparentemente cayó con gran fuerza, y el punto del impacto parece estar en la esquina fron ­ tal derecha” . La tapa del instrumento se había rajado y estaba dete­ riorada en otros aspectos; la placa de base se había “fracturado en cuatro puntos críticos”, la caja de resonancia estaba “rajada por el extremo del tono”, algunos macillos estaban doblados, y el marco de las teclas y la acción “habían quedado completamente desali­ neados”. Durante más de un año, el c d 318 estuvo en la fábrica de Steinway, en N ueva York, para proced er a su reparación. Cuando lleg ó el momento, ya en marzo de 1972, de comenzar la grabación de cua­ tro suites de Handel, para las cuales había ensayado en el piano, Gould decidió grabarlas al clave, pues le pareció que resultaría díver467

tido. (Y lo fue, tanto que llegó a sopesar la idea de completar El arte de la fuga al clave.) El c d 318 no regresó a Toronto hasta noviem ­ bre de 1972; las primeras grabaciones de Gould con él fueron las suites francesas de Bach y algunas obras de Mozart. Por entonces se deshizo en lenguas sobre “el milagroso renacer del instrumento” , aunque en realidad ya nunca volvería a ser el amigo fiel y digno de toda confianza que había sido antaño. Para empezar, la acción de las teclas resultaba más pesada, y le costaba más esfuerzo lograr los efectos apetecidos; notó que, a resultas de ello, sus tempos en las primeras grabaciones en el c d 318 restaurado eran más lentos que de costumbre. A l igual que su propietario, el c d 318 pasó a ser bastante hipo­ condríaco. A lo largo de los años setenta fue sucesivas veces a repa­ rar, unas en Toronto, otras en Nueva York, y sus ausencias duraron meses. Tanto Vem e Edquist, en Toronto, como Franz Mohr, en la casa Steinway, se pusieron al trabajo en el piano en distintos momen­ tos. Los papeles privados de Gould correspondientes a este perío­ do incluyen muchas notas acerca de la salud del piano. La cualidad sonora básica que siempre había apreciado por encima de todo no estaba perdida, aunque se quejaba de nuevas anomalías tonales, como un “horrendo zumbido”, que Edquist achacaba a “la manía de Mohr por dar más acidez a los m acillos”. Sin embargo, la acción nunca volvió a quedar bien del todo después del incidente de 1971, y los técnicos de Gould en vano se desvivieron por darle lo que deseaba, lo que no podría volver a tener: el c d 318 tal como era en torno a 1960. Tras cada nueva reparación proclamaba que el piano había renacido, pero volvía a quejarse amargamente al poco tiempo. En junio de 1980, cuando retiró el mecanismo de la acción del piano y lo remitió a la fábrica de Steinway, se quejó así en su diario: “Tiendo a pensar que el 318 es una causa perdida” . Con todo, siguió usán­ dolo siempre que pudo; su última grabación en Toronto, el Concierto italiano de Bach, se realizó con ese instrumento. El c d 318 nunca llegó a ser un resto de un naufragio, pero a la sazón a Gould le resultó tan difícil lograr exactamente lo que deseaba de él que todo esfuerzo terminó por ser contraproducente. Después de 1971, pidió prestado algún Steinway que le resul­ tase amable siempre que pudo encontrarlo, ya fuera en Nueva York o en la c b c , e hizo pruebas grabadas de tal o cual instrumento. Algunas de sus últimas grabaciones, com o la Sonata en do mayor de Beethoven, op. 2/núm. 3, y su segunda película sobre Bach con Bruno Monsaingeon, se realizaron en varios pianos; las piezas de la op. 3 de Strauss las grabó en dos pianos distintos y en dos 468

salas diferentes. (En tales casos, se ecualizaban las grabaciones con objeto de minimizar las diferencias tonales entre un piano y otro.) Aún probaba distintos m odelos de Steinway en mayo de 1981, si bien nunca encontró uno que fuera digno de sustituir a su viejo amigo de manera permanente, ni siquiera tratándose de instrumentos que habían estado al servicio de artistas com o Rachmaninov y Horowitz. Como siempre, los nuevos m odelos de Steinway, y en especial los norteamericanos, oscilaban para su gusto “entre lo terrible y lo patético”, ya fuera por el tono, por la acción o por ambos, y justo es decir que no fue el único artista de Steinway que se quejó en este sentido: los setenta están con­ siderados como una de las épocas de menor calidad en la histo­ ria de la casa. En 1972, tras más de un siglo de propiedad familiar, Steinway fue vendida a la em presa c b s Musical Instruments, y durante los años siguientes la propia compañía, como Columbia Records, fue dirigida como una corporación atenta sólo a los bene­ ficios, plagada de desavenencias internas. Fueron cada vez más los artistas y técnicos de Steinway que se quejaban de la penuria de las prestaciones y de los problemas de control de calidad que presentaban los nuevos pianos, sobre todo una acción excesiva­ mente pesada. De los viejos amigos de Gould en la compañía prác­ ticam ente no quedaba ninguno; D avid Rubin, según Susan Goldenberg, que ha confeccionado una historia de la casa Steinway, tenía una relación con flictiva con muchos pianistas y una acti­ tud altiva ante su propio producto. Fue Rubin quien puso fin a una antiquísima práctica de la casa Steinway, la de prestar pianos a artistas selectos durante dilatados períodos, que fue la razón de que Gould comprase el c d 318 en febrero de 1973 (pagó 5.900 dóla­ res). La c b s vendió Steinway en 1985: demasiado tarde para Gould, que en su última década la consideró una compañía demasiado refractaria, cuando no hostil, y con un producto menos acepta­ ble que antes. Probó otros pianos -algún Steinway de fabricación alemana, algún Bechstein-, y al final se pasó a la casa Yamaha. La hegemo­ nía de Steinway en el sector de los pianos de cola para conciertos empezaba a quedar en entredicho, tanto en calidad com o en pi’ecio, por las innovaciones de los japoneses, Yamaha en particular, y Bill Evans ya había recomendado los pianos Yamaha a Gould a comienzos de los setenta. Probó su primer Yamaha hacia 1981, en la Compañía de Órganos y Pianos Ostrovsky, en el centro de Manhattan, y quedó hondamente impresionado por la acción del piano, que mostraba la misma capacidad de respuesta y la mínima 469

sonoridad adicional que él deseaba. Según señala Daniel Mansolino, que por entonces era técnico de pianos y reconstructor en Ostrovsky, Gould dijo el prim er día en la tienda que “la acción es la m ejor del mundo; no cambien ustedes nada” . También le gustaron “la inti­ midad, la claridad, la brillantez” tonal del Yamaha, y aun cuando el sonido no le parecía enteramente satisfactorio -lo s bajos sonaban un tanto desenfocados, por ejem plo-, confirmó que podría traba­ jar con él. Lo más importante fue que por fin había encontrado un piano cuya acción le recordaba la del c d 318 en sus tiempos más gloriosos. Como escribió en su diario de 1980, “si logro encontrar un Yamaha que no zumbe y que haga lo que yo le pido, me lo quedo sin dudarlo”. En febrero de 1981 comenzó a tocar un Yamaha mientras tra­ bajaba en su primera grabación digital, en Nueva York, de las últi­ mas seis sonatas de Haydn.12A l mes siguiente adquirió un Yamaha c f Concert, de cola, en el establecimiento de Ostrovsky. Construido en Japón en 1975, iba a utilizar este piano en todas las grabacio­ nes digitales que hizo en Nueva York durante sus dos últimos años de vida. Mansolino, que era también un pianista profesional (aun­ que no de música clásica) y un organista de cierto renombre, ade­ más de compositor y productor, fue el técnico pianístico de Gould en Nueva York, y pasó cientos de horas muy cordiales en su com­ pañía. ( “Dan -le dyo-, eres el único que puede estrecharme la mano, fumar y com er carne en mi presencia.”) Sin embargo, y como de costumbre, Gould solicitó aportaciones adicionales siempre que pudo. A veces llamó a Verne Edquist para comentar distintas cues­ tiones de ajuste fino del Yamaha, aunque también hizo que Mansolino viajase a Toronto en avión para pasar una semana en junio de 1981 dedicado a trabajar en el achacoso c d 318. N o existía piano en su estado natural que se adecuase perfec­ tamente a Gould, si bien el Yamaha le pareció particularmente adap­ table a los ajustes personalizados que él exigía. Durante las sesiones de Haydn y la posterior grabación y rodaje de las Variaciones Goldberg, Gould y Mansolino experimentaron con el nuevo piano, cuya acción alcanzó el ideal de Gould hacia febrero de 1982, cuando grabó las Bagatelles de Brahms, op. 10. Ese ideal se alejaba en muchos aspectos de importancia de las especificaciones de fábrica, y todos los ajustes especiales que exigió tenían el mismo efecto de maximizar la capacidad de respuesta y de minimizar el esfuerzo. En los descartes de la película sobre las Variaciones Goldberg, se le v e diciéndole a Mansolino: “Piensa en un clavecín. Lo que yo quiero es un clavecín”, y se queja cuando percibe que la acción no 470

le permite la velocidad precisa para acomodarse a los rápidos pasa­ jes de manos cruzadas, a los trinos “de ametralladora”. Mansolino ha dicho que, en realidad, “la técnica pianística de Gould excedía los lím ites de lo que un piano ‘m oderno’ puede hacer incluso al máximo de sus posibilidades”. La meticulosidad de Gould con la acción de su nuevo piano no fue ni mucho menos una frivolidad, ya que, como observó Mansolino con asombro, tenía un oído y unos dedos “milagrosos”, tan extraor­ dinariamente sensibles que oía y percibía cada uno de los minús­ culos defectos que pudiera presentar la acción del piano, y el tono, de un modo tal como ningún otro pianista profesional sería capaz de detectar, y que llevaba a otros técnicos de piano a sacudir la cabeza con incredulidad cuando se los refería.13Mansolino se mara­ villaba ante el control absoluto que tenía Gould tanto de la pul­ sión com o de la liberación de las teclas, y de su capacidad de “memorizar” en el acto la voz de un piano, de m odo que sabía com ­ pensarla tocando las notas más brillantes de manera amortiguada y las más apagadas de manera más fuerte, cosa que le vio hacer en su primera visita a Ostrovsky, tras pasar las manos de un extremo a otro del teclado un par de veces. Gould reparaba en los pequeñí­ simos problemas que pudiera causar cualquier desajuste, la tem ­ peratura o la humedad, y, tal com o recordaba Mansolino, “tuve que aprender a estar en guardia sobre lo im probable desde el segundo día en que trabajamos juntos”. Glenn Gould pasó a ser de facto artista de Yamaha, y compró un segundo piano en el concesionario de Yamaha en Toronto. Para la casa, orgullosa de sumar a un pianista de su reputación a una nómina relativamente reducida de artistas de primerísima fila, fue una ben­ dición en el terreno del marketing. Con gran cortesía, Gould indicó a Steinway que había decidido utilizar un Yamaha sólo a falta de algo m ejor y de manera provisional -seguram ente una mentira piadosa-, y Steinway nunca dejó de tratar de recuperarlo para la causa, ofreciéndole pianos nuevos e incluso planteándole la posi­ bilidad de construir un piano desde cero según sus especificacio­ nes. Hasta le pidieron permiso para ver por sí mismos qué era lo que tanto le gustaba en ese Yamaha, pero él no perm itió que lo examinaran. Dijo que quiso seguir siendo un artista de Steinway, pero cuando le enviaron una nota de prensa de la sección de Artistas de Steinway, en agosto de 1981, no la devolvió. Sigue estando sin firmar entre sus papeles.

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Έ Ν U N A DE LAS CONTADAS VECES EN QUE HE VUELTO A ESCUCHARLA, SE ME OCURRIÓ QUE AQUELLA GRABACIÓN DE LOS PRIMEROS TIEMPOS ESTABA M UY BIEN, AUNQUE TAL VEZ ERAN TREINTA PIEZAS MUY INTERESANTES, PERO DISPARES. CADA U N A IB A UN POCO A SU AIR E.” Bruno Monsaingeon comenzó el rodaje de Glenn Gould Plays Bach en noviem bre de 1979. Para la primera de las películas, La cuestión del instrumento, Gould optó por un recital de obras de formas diversas (fuga, fantasía, suite), ligadas por un comentario sobre el idealism o de Bach y la “indiferencia instrumental”; se cierra con una interpretación com pleta de la Partita núm. 4 en re mayor, que es una de las más grandes interpretaciones de Gould. En la segunda película, Un arte de la fuga, film ada un año más tarde, ahonda con gran capacidad de comprensión en el desarro­ llo de Bach como artesano de la fuga. En la secuencia que form a la parte central de la película, toca a la vez que analiza la fuga en mi mayor del libro segundo de El clave bien temperado, una hazaña de una extraordinaria agilidad mental y de m aestría pianística, teniendo en cuenta la densidad estructural y el ingenio que des­ tila la pieza. La película se cierra con el último contrapunto incon­ cluso de El arte de la fuga, que Gould consideraba “la pieza más extraordinaria que la mente humana haya concebido jamás” . Nunca la había tocado con anterioridad, y se mostró intimidado: “Es lo más difícil que he abordado nunca”, dijo. Tras sopesar cuatro inter­ pretaciones radicalmente distintas, optó por una lectura elegiaca, hondamente introspectiva, y se sintió, según recuerda Monsaingeon, “transportado” mientras la tocaba, sobre todo al final, cuando Bach introduce un m otivo de cuatro notas basado en las letras de su ape­ llido. Sin embargo, a pesar de las grandiosas interpretaciones y de unos comentarios por lo común penetrantes, estas dos pelícu­ las son menos apasionantes que las de la serie de la o r t f , y la culpa no es de otro que de Gould. Esta vez escribió el guión de los seg­ mentos de conversación hasta la última coma, y en vez de memorizar sus intervenciones se fió de unos tarjetones, al igual que Monsaingeon; a resultas de todo ello, las conversaciones son rígi­ das, los intentos por resultar humorístico son demasiado tensos. A l igual que en La radio como música y en otras producciones de la última etapa, las obsesiones de Gould empezaban a ser contra­ producentes, al menos en aquellas situaciones en las que, como es el caso de la conversación, la espontaneidad siem pre sale a cuenta. 472

Las dos primeras películas sobre Bach fueron coproducciones de Clasart (así se había rebautizado la compañía Metronom ) y la c b c , pero si bien Clasart no mostró el menor reparo a la hora de res­ petar un calendario que perm itiera a Gould la grabación de más de diez minutos de música terminada por día, en la c b c creció la irritación por su uso irracional del tiempo en el estudio, su insis­ tencia por ejem plo en detener la grabación para escuchar tomas previas. Esta situación se exacerbó debido a ciertos problemas téc­ nicos en el estudio 7 de la c b c : fallos de cámara y de grabadora, dis­ torsión en pistas de audio, un suelo desigual y un tanto inclinado. En noviembre de 1979, Mario Prizek, productor de la c b c , llegó a escribir un informe de cuatro páginas en el que detallaba el “deplo­ rable estado” del estudio 7 y “el defectuoso mantenimiento de todo el equipo de producción”, lo cual era causa de “vergonzosos y ver­ gonzantes” retrasos en presencia de los coproductores europeos. El diario que llevó Gould en 1980 constata “desastres” y “caos gene­ ralizado” en la c b c , y en pleno rodaje de Un arte de la fuga Monsaingeon y él decidieron marchar a otro estudio de Toronto. Más adelante, el estudio 7 se cerró debido a los elevados niveles de amianto que presentaba, con lo cual se retrasó aun más la rem ez­ cla de la película. Todo el programa, escribió Gould, “ha sido una comedia de errores desde el primer día”. La c b c empezaba a ser otro viejo amigo que se le iba escapando. John Roberts dejó de ser je fe del departamento de música radio­ fónica en 1975; Gould nunca estuvo cóm odo con los regímenes que se fueron sucediendo tanto en la radio como en la televisión. Tal como revelan algunos papeles de su último año de vida, percibía que la cadena era cada vez menos entusiasta a la hora de hacer y prom ocionar el tipo de programas musicales que a él le interesa­ ban, basándose en la suposición de que eran demasiado cultos para la mayoría de la audiencia. Los problemas técnicos de las pelícu­ las sobre Bach, sin duda un factor de peso en su decisión de no com ­ pletar la serie titulada La música en nuestro tiempo, fueron la gota que colmó el vaso. Es improbable que hubiera vuelto a trabajar para la television de la c b c . Cuando llegó la hora de rodar la siguiente entrega de Glenn Gould Plays Bach, la c b c se exim ió del compro­ miso y la producción corrió a cargo de Clasart. La tercera y la cuarta películas sobre Bach iban a centrarse en la música de cámara y los conciertos, a la par que la serie habría terminado con un programa sobre la form a de la variación, pero el riesgo de perder aun a otro amigo llevó a Gould y a Monsaingeon a pasar a la quinta película de las proyectadas. El estudio de gra­ 473

bación de Columbia Records, en la Calle 30 de Nueva York, donde Gould había hecho sus primeros álbumes para Columbia, estaba a punto de ser demolido. Su viaje a Nueva York en junio de 1980 rea­ vivó en su memoria aquella “sala sensacional”, con su “extraordi­ naria m ezcla de claridad y de fidelidad, además de la calidez que desprendía, y del espacio mismo”, de modo que decidió hacer una grabación y una película allí, antes de que fuera demasiado tarde. En seis sesiones, en abril y mayo de 1981, retom ó el trabajo por m edio del cual alcanzó en su día la fam a internacional: las Variaciones Goldberg. La producción fue técnicamente compleja; los ingenieros de la c b s grabaron las sesiones para el álbum a la vez que el equipo de Monsaingeon rodaba la película, pero Gould en todo momento estuvo muy animado. Anduvo haciendo bromas con ambos equipos entre toma y toma; llegó a tocar “Caravan”, de Duke Ellington, para un técnico que le había preguntado si aceptaba peti­ ciones; comenzó a grabar un canon a partir de la m elodía antes de echarse a reír de manera incontenible. En los descartes salta a la vista su inmenso disfrute durante el proceso de rodaje. Se lo pasaba en grande falseando algunas tomas en las que tenía que hacer una pantomima ante el teclado con el objeto de sincronizar lo visual con una banda sonora preexistente. En el pasaje de las terceras y las sextas superpuestas que se da al final de la Variación 23, por ejemplo, cumple con la truculenta disposición de las manos que exige Bach en la toma visual, pero empleó una digitación más fácil -dicho de otro modo: hizo trampa- para obtener una toma más lim­ pia en la banda sonora. En los descartes también se ven algunos errores de digitación, y se oye al menos una vez, con toda clari­ dad, un “ ¡Ay, jod er!”. Se sintió apasionado con la película una vez terminada, con el m odo en que “la cámara se suelda por completo al piano, y la arqui­ tectura visual crece con cada una de las variaciones que se suce­ den” . La película no hace una sola concesión a la estética de la sala de conciertos. Arranca con Gould en la cabina de control, intro­ duciendo su interpretación con varios minutos de conversación sólo aparentemente casual, pues está preparada a fondo. La inter­ pretación en sí comienza con una alusión a su condición “cinema­ tográfica”: a Gould se le ve a lo lejos, a través del cristal de la cabina, y la cámara lentamente hace un zoom concentrándose en él al comienzo del aria inicial; sólo una vez mediada el aria aparece Gould en una tom a rodada propiam ente en el estudio. Está vestido de manera informal, un tanto desastrado, descalzo, con una camisa de pana azul oscuro y otra camisa debajo; el aleteo de los puños sin 474

abotonar le causa algunos problemas en los pasajes de manos cru­ zadas. Lleva gafas, como ya había hecho por vez primera en público en Un arte de la fuga. El frontal del piano, donde aparece el nom­ bre de Yamaha, se ha retirado, con lo cual sus dedos disponen de mayor espacio de maniobra, además de gozar de un contacto más cercano e inmediato con la acción del piano. Gould era más quisquilloso con una grabación que con la banda sonora de una película, y de cara al disco de las Variaciones Goldberg dejó en suspenso las sesiones de tomas adicionales en abril y mayo,14tras lo cual, a pesar de las muchas manifestaciones de presión pública a las que prestó su apoyo incondicional, el estu­ dio de la Calle 30 fue definitivam ente clausurado. Aún dedicó muchas horas a pulir la grabación, con tres editores de sonido neo­ yorquinos, hasta bien entrado su último verano, mucho después de que la película se hubiera emitido por televisión en Francia el 2 de enero de 1982. (Monsaingeon dijo que la respuesta del público había sido “muy positiva, en ocasiones incluso delirante”.) Sus criterios musicales y técnicos habían alcanzado alturas fantásticas, y tam­ bién se m ovía con seguridad, impulsado por el deseo de mejorar al máximo el disco tan vendido, con el cual se había forjado un nom­ bre en el panorama internacional, y que llevaba ya más de un cuarto de siglo en la calle. En sus papeles hay constancia de que corrigió incluso los más mínimos defectos, cualquier detalle de dicción indeseada, los errores inapreciables de equilibrio contrapuntístico, la figuración más fugazmente desigual. Según uno de sus editores, Kevin Doyle, llegó a lograr cortes en sus copias analógicas de las cintas que los técnicos de Nueva York, a pesar de contar con equipo digital, consideraban sencillamente imposibles. El álbum se publicó en septiembre de 1982, y suscitó muchísima atención mediática. Las críticas, muchas de las cuales se publica­ ron junto con perfiles y retrospectivas de Gould con m otivo de su quincuagésimo cumpleaños, fueron unánimes en el elogio. Gould prom ocionó el disco con entusiasmo. En agosto grabó una entre­ vista con guión previo en torno a su nueva interpretación para c b s , con el objeto de que se empleara con fines promocionales. El entre­ vistador fue Tim Page, a quien había conocido en el otoño de 1980, cuando Page era un joven coordinador de música clásica y de nueva música en el Soho News, una revista neoyorquina de arte. Por enton­ ces, Page había llevado a cabo una deliciosa entrevista telefónica con Gould para el mismo Soho News, sin guión previo, aunque después se editó y se amplió, a raíz de la cual los dos se hicieron amigos. 475

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L a lista del esquema r ítm ic o que elaboró Gould en la. que u n ific a su in te r­ p re ta ció n de 1981 de las Variaciones Goldberg, demostrando relaciones entre las pulsaciones de las sucesivas variaciones, a s í com o la rela ción rítm ic a que cada va ria ción m antiene con el aña, in ic ia l. (Legado de Glenn Gould.)

Comparando sus dos grabaciones de las Variaciones Goldberg en la entrevista de la c b s , Gould reconoció que la versión de 1955 era demasiado pianística, calificativo que para él era condenatorio; sólo entresacó la Variación 25, “que suena de manera muy llama­ tiva com o un nocturno de Chopin”. Y buena parte de esa graba­ ción le resultaba “demasiado veloz, sin descansos”. La versión de 1981 resulta más meditativa, más expansiva, más introspectiva, en particular en las tres variaciones en sol menor y en las arias que enmarcan la obra. Tonalmente, la grabación postrera tiene una m ayor austeridad (lo cual quizá se deba también al piano nuevo de Gould y a sus dedos), y resulta considerablemente más sope­ sada por lo que respecta al fraseo, al equilibrio, a los matices expre­ sivos y a la ornamentación. Existen incontables diferencias de detalle entre las dos interpretaciones, y hay tempos completamente nuevos en algunas variaciones. En 1955, Gould no hizo una sola repetición; en 1981 repitió el arranque de los nueve cánones y de las otras cuatro variaciones en las que aparece el contrapunto fo r­ mal. Más fundamental es que la versión de 1981 represente un esfuerzo por comunicar a la obra una estructura única, unificada, y no la calidad de miscelánea de treinta piezas con relación entre sí, pero en el fondo independientes. Lo más crucial es que cada variación esté trenzada con una relación rítmica proporcional a las variaciones que la preceden y la siguen, a resultas de la cual la continuidad de la “pulsación”, a un determinado nivel rítmico, aglu­ tina la totalidad de la obra. La grabación de 1981 es intelectualmente más impresionante, aunque no está libre de los alardes que ya caracterizaban a la pri­ mera. La mayoría de estas variaciones de virtuoso (comenzando por la núm. 5, sencillamente asombrosa) sigue discurriendo con un tempo aberrantemente veloz, como si Gould quisiera disipar toda duda (¿incluidas las suyas?) de que a los cincuenta aún podía com ­ petir en ese terreno con el Gould de veintidós años. (La continui­ dad rítmica da a la interpretación un aire más expansivo del que tiene en realidad.) A decir verdad, aunque las Variaciones Goldberg llegaron a ser la pieza distintiva de Gould, no eran ni mucho menos su pieza favorita, ni siquiera su pieza favorita entre todas las de Bach. A algunas las calificó de las “más tontas” de Bach: la varia­ ción 14 era “una de las bobadas de neoscarlattismo más ridiculas que se puedan imaginar”, la variación 17 era “un tanto hueca” ; las variaciones 28 y 29 eran “caprichosas”, “para complacer al p alco”. La amplitud enciclopédica de la obra, ante la cual se han maravi­ llado los músicos desde hace siglos, aparentemente molestaba a 477

Gould. “Como pieza, como concepto, la verdad es que dudo mucho que funcione”, dijo a Joseph Roddy en 1981, y su propia interpre­ tación unificada de ese año representa su último esfuerzo por incor­ porar la faceta “tonta” de manera lógica en el conjunto. Sin embargo, a la semana de publicado el disco Gould había muerto, y fue fácil apreciar entonces su calidad “otoñal”, su aire “de testamento”, como ha ocurrido en las décadas transcurridas desde entonces, pues la sentimentalidad que tiñe su muerte pre­ matura ha dado a la grabación de 1981, y a las Variaciones Goldbei'g en general, una prominencia exagerada dentro de la opera omnia de Gould. M ejor candidato para ocupar la cúspide de su discografía de Bach podría ser su disco doble sobre las Suites inglesas, publicado en 1977: nunca fue su Bach más creativo, más sope­ sado, más íntim o ni más fuerte en su caracterización, y nunca alcanzó un equilibrio mejor entre la tendencia al orden del m oder­ nismo y la flexibilidad del romanticismo. Fuera com o fuese, Gould no tenía previsto morir a los cincuenta años de edad, y su segunda grabación de las Variaciones Goldberg pasó a ser su testamento sólo por una triste jugarreta del destino.

“EL MUNDO YA HA TENIDO GLENN GOULD MÁS QUE DE SOBRA.” “Dudo mucho que vaya a hacer discos de piano en estos próxi­ mos años -d ijo Gould a Tim Page en el verano de 1982-. Cuando haya grabado todo lo que quiero tocar, pasaré a ocuparme de otras cuestiones.” Había pasado años diciendo a todo el mundo que deja­ ría de hacer grabaciones de piano cuando cumpliera cincuenta, ame­ naza que parece haber alarmado más incluso a sus admiradores que a él. Nunca quiso estar atado de por vida al piano, nunca tuvo el menor problema en imaginar una carrera lejos del instrumento, aun­ que no podría haber vivido sin tocar, como él mismo reconociera. Dijo que se le había agotado la música, no en vano había grabado en gran medida la música para piano que de veras le interesaba. Por lo común, este comentario resultaría asombroso en un pianista de cincuenta años al que aún le quedaban por abordai· Schubert o Schumann, Chopin o Liszt, Debussy o Ravel, Rachmaninov o Bartók, pero es que Gould (por citar a Kenneth Ttynan) siempre tuvo la valen­ tía de respetar a rajatabla sus propias restricciones. Bruno Monsaingeon afirma haber visto a Gould llevar literal­ mente anteojeras - “ya sabes, lo que se les pone a los caballos”478

cuando conducía al volante de L o n g fello w por el centro de Manhattan, tan decidido estaba a aislarse de Tim es Square y de los cines pom o y del resto de la vida callejera de Nueva York. (Nada de visión periférica: justo lo que necesitaba Gould en su conduc­ ción.) La anécdota reviste una irresistible carga metafórica, pues Gould se cuenta entre los pensadores más estrechos de miras, entre los menos incluyentes. Hay una famosa cita, sujeta a muchas inter­ pretaciones, recogida entre los fragmentos de Arquíloco, el poeta griego: “El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sólo sabe una muy grande”. Para Isaiah Berlin, los erizos son aquellos que “ponen todo en relación con una única idea central, un sistema más o menos coherente y articulado en términos del cual entienden, piensan y sienten”; son los que aceptan o rechazan las cosas sobre la base de “una visión interior unitaria, inmutable, que todo lo abarca, a veces contradictoria e incompleta, a veces fanática”. Gould, con toda claridad, era un erizo, y posiblem ente le hubiera gustado la analogía: su gusto en materia de animales estaba más cercano a los especímenes sin gracia que a las bestias nobles. Nunca renunció a las premisas estrictas, excluyentes, tanto en lo intelectual como en lo estético, que ya formuló en su adolescencia, y desdeñaba a los artistas y a los pensadores como Stravinsky, los zorros, que cele­ braban la variedad de la vida, la multiplicidad, de m odo que, a su juicio, terminaban por incurrir en una clara falta de coherencia. Gould no tuvo un desarrollo como músico y como pensador en el sentido de que pusiera en duda sus propias premisas; su carrera más bien implicó un constante refinamiento y ratificación de un conjunto cerrado de valores y de prácticas. Esa actitud mental, cómo no, era la fuente de la fuerza que demos­ tró Gould como artista, pero también comportó no pocos reveses, cada vez más visibles a medida que iba envejeciendo. Había empe­ zado a repetirse cada vez más en sus escritos, en sus emisiones, pelí­ culas y entrevistas. Cuando ya rondaba los cincuenta, seguía disparando al bien tuntún contra Monteverdi, Beethoven o Stravinsky, contra la presunta vacuidad y el hedonismo y la superficialidad de la música para piano del primer romanticismo, pero sin aportar nin­ guna nueva apreciación de estas cuestiones. “Resulta que no me gus­ tan los conciertos de Mozart -d ijo en una entrevista de 1980-. N o creo que ninguno funcione realmente como estructura.” Consideraba que los solos en especial estaban “muy mal escritos”. Seguía siendo el adolescente precoz en la cafetería del conservatorio, que dice a sus compañeros que Mozart era incapaz de escribir un concierto, y que seguramente sigue riéndose por lo bajo y considerándose dia479

bélicamente listo, osado, aunque con el tiempo esta clase de pos­ turas parezca menos un argumento razonado y más un prejuicio anquilosado y respaldado en una ignorancia voluntaria Monsaingeon recordaba haber tenido que suplicar a Gould que al menos se fami­ liarizase con los cuartetos y quintetos de cuerda de Mozart, a lo cual se negó amablemente. Incluso en asuntos muy queridos, en temas tan predilectos com o el idealism o de Bach, la prim era música moderna para piano, la grabación frente a la vida del concertista o “la radio en contrapunto”, ya no tenía nada nuevo que decir; si acaso, tenía nuevos medios en los cuales decir lo de siempre. Las pelícu­ las con Monsaingeon, las últimas apariciones en la radio de la c b c , la Fantasía Glenn Gould, y otras obras semejantes, contienen por igual noticias y cosas sabidas de antaño, y algunos de los proyec­ tos que no se llegaron a realizar, como el retrato televisivo para los alemanes, habrían incluido arm más. Algunos de los comentarios de Gould en sus últimos años - “Todo eso ya lo he hecho”, “N o quiero volver a hacer ese numerito”- nos llevan a pensar que si bien nunca perdió el entusiasmo por el tra­ bajo, ni tampoco la confianza en lo que hacía, sí fue consciente de encontrarse en un momento decisivo de su trayectoria, necesitado de nuevas cosas que decir y nuevas cosas que hacer. La necesidad de repetir noticias ya sabidas quedó en cierto m odo obviada por la aparición del único libro que sobre él se publicó mientras vivía: Glenn Gould, música y mente. El autor, G eoffrey Payzant, era un profe­ sor de Filosofía en la Universidad de Toronto, además de organista, que había conocido a Gould, aun sin tratarlo demasiado, desde 1956, año en que, en calidad de editor del Canadian Music Journal, había publicado el primer artículo de Gould. En 1974, e interesado desde tiempo atrás en la estética musical, Payzant comenzó a estudiar a fondo las ideas de Gould sobre la música y los medios de comuni­ cación, al principio en una serie de conferencias abiertas al público. Su libro lo publicó Van Nostrand Reinhold, en Toronto, en la pri­ mavera de 1978. Gould aportó ayuda en la bibliografía, y verificó el texto en distintas fases sólo por corregir posibles errores de hecho, aunque por mutuo acuerdo el libro es solam ente de Payzant; se vieron los dos cara a cara sólo muy poco antes de la publicación, para examinar fotografías. Sin embargo, en uno de sus más desca­ rados gestos como escritor, Gould llegó a hacer una reseña posi­ tiva del lobro, en tercera persona, en el Globe and Mail. Glenn Gould, música y mente es una seria, concisa y accesible introducción a la estética de Gould, “ni mucho menos una biografía”, como siempre ha sostenido Payzant; si acaso, es “un estudio de las ideas de un pen480

sador musical tan profundo como innovador”. En gran medida ajeno a todo criterio riguroso, se trata de un libro que el propio Gould podría haber escrito. De hecho, poco antes de morir Gould dijo a Payzant, con agradecimiento, que en los últimos años había escrito menos precisamente por existir ese libro, con lo cual seguramente quiso dar a entender que se trataba de un pronunciamiento defini­ tivo sobre sus posturas estéticas. Los cinco discos digitales que Gould grabó en sus últimos años15 nos hacen pensar en que tenía planeado iniciar una nueva fase de su vida: • • • • •

Haydn, Sonatas núm. 56 y 58-62 (grabadas en 1980-1981/publicadas en 1982). Bach, Variaciones Goldberg (1981/1982). Brahms, Baladas, op. 10; Rapsodias, op. 79 (1982/1983). Beethoven, Sonatas, opp. 26 y 27/núm. 1 (1979, 1981/1983). Strauss, Sonata en si menor, op. 5, Cinco piezas para piano, op. 3 (1979, 1982/1984).

Este repertorio mixto hace pensar en alguien que ata cabos suel­ tos como preparación para su retirada. Gould parcialmente empezó a cumplir su deseo, muy antiguo, de grabar las sonatas de Haydn, a la vez que asimiló parte de la música de Brahms que más cer­ cana le era y que aún no había interpretado, sin olvidar su dedica­ ción a la muy exigua música para piano que compuso su amado Strauss y su vuelta al compromiso de grabar un ciclo completo de sonatas de Beethoven. Ese ciclo lo tuvo en mente durante su última década de vida. A mediados de los setenta consideró la grabación de las sonatas menores de Beethoven, la primeriza op. 49, y toda­ vía en 1980 retom ó la antigua idea de hacer un disco en el que figu­ rasen las sonatas que más apreciaba, opp. 78, 79, 81a (Les Adieux), 90 y 101. Hizo planes de publicar en 1981 un disco con las opp. 7 y 22, las sonatas de Beethoven, ninguna de las cuales parece haberle interesado con anterioridad; de la op. 22 decía que era la única “birria” de sus primeras sonatas, aunque sólo llegó a grabar el segundo y tercer movimientos de la op. 22 en ju lio de 1979 (nunca se han publicado). Es harto dudoso que su ciclo de B eethoven pudiera haber quedado literalmente completo: declinó la grabación del Hammerklavier tras la insatisfactoria experiencia que tuvo en la radio en 1970, y confesó que no era capaz de imaginarse grabando la heroica y muy popular sonata Waldstein. Sin embargo, figura la 481

Waldstein, junto con la sonata op. 54 sonata y el Hammerklavier en una lista de grabaciones proyectadas para el verano de 1979.16 Incluso con su amado Bach se tiene la sensación de que está atando cabos sueltos, por ejemplo en su disco de 1980 dedicado a los preludios, lasfughettas y las fugas breves. Siempre tuvo en mente la grabación de toda la música de Bach para teclado con Columbia, y al final de su vida empezaba a quedarse corto de obras importan­ tes. En 1979 y en 1980, en Toronto, grabó algunas piezas menores de Bach para dos discos, ninguno de los cuales llegó a completar. Uno tendría que haber constado de diversas fantasías y fugas; el otro, provisionalmente titulado Bach al estilo italiano, o El Bach italiano, tendría que haber incluido la mayoría de las primeras obras basadas en temas o modelos italianos. Se trata de piezas que no inte­ resaban demasiado a Gould, que no le suponían un desafío. Reservó el Bach que de veras le gustaba para la cámara de Monsaingeon, y sus últimas grabaciones de Bach, a pesar de su acabado y su belleza, no dejan de ser en su mayor parte sino meros ensayos. En las grabaciones digitales que hizo en Nueva York desde 1980 hasta 1982, Gould comparte los créditos de producción con un pro­ ductor de la c b s Masterworks, Samuel H. Carter, aunque Carter reco­ noce que fue única y exclusivamente Gould quien estuvo al frente de las sesiones y tomó todas las decisiones en el proceso de pos­ producción. Tras buscar otro estudio neoyorquino, los álbumes de Brahms y Strauss se grabaron en el estudio A de r c a , incluida su última sesión como pianista el 3 de septiembre de 1982, cuando grabó la sonata para piano que escribió Strauss a los dieciséis años de edad. Aunque en los primeros años la tecnología digital a menudo fue objeto de críticas, por producir grabaciones planas, secas, enla­ tadas, Gould se entusiasmó con la “claridad e inmediatez” del sonido digital desde el primer momento. En todas las grabaciones de la última época, las que se hicieron bajo su supervisión, prefirió intro­ ducir perspectivas de m icrófonos más secas aún, más cercanas, sobre todo en Bach; la pátina maravillosa de sus primeras graba­ ciones de Bach ha desaparecido, dejando lugar a un sonido más transparente y analítico. Algunos oyentes consideran que sus últi­ mas grabaciones de Bach son clínicas, fruto de un cálculo excesivo, si bien siguen siendo expresivas y profundas. A spiró siem pre a encontrar un sonido grabado que ofreciera al oyente una implica­ ción más estrecha y más íntima con la música, aunque ello también dejara al descubierto de manera cruel la form a de tocar que tenía Gould, sus exigencias casi sobrehumanas sobre el control de todos los aspectos del piano. El hecho de que saliera con bien al afron482

tar tales exigencias, e incluso de una manera espectacular, tiene que obligarnos a pensar de nuevo con recelo en aquellos proble­ mas que aparentemente tuvo en las manos en 1977-1978. N i siquiera cuando comentaba que se había quedado sin música que interpretar y hablaba de su definitiva retirada de la interpreta­ ción a los cincuenta años de edad, dejó Gould de pensar en reali­ zar nuevas grabaciones al piano; claramente, aún no había tomado una decisión definitiva sobre la retirada en el momento en que murió. En conversaciones con amigos y colegas, y en sus anotaciones privadas, consideró toda suerte de futuros proyectos de graba­ ción en sus últimos años de vida.17Si de hecho tenía previsto hacer más grabaciones al piano dejando que venciera en 1983 su contrato con la c b s , obviamente se proponía ejercer un mayor control sobre todas ellas. Había sido en gran medida el manager de sus propias grabaciones en Toronto desde 1970, y en sus últimos años cierta­ mente consideró dar el siguiente paso en pura lógica: hacer gra­ baciones corriendo él con los gastos y vendiendo entonces las grabaciones maestras al m ejor postor. Con Andrew Kazdin, en 1979, dio un giro al plan habitual: dijo que anunciaría su retirada a los cin­ cuenta, pero que seguiría haciendo grabaciones en secreto, acu­ mulándolas hasta que su va lo r hubiera aumentado de manera significativa, para subastarlas a su debido tiempo. También llegó a pensar en hacer películas con sus propios auspicios, como Karajan, contratando al equipo técnico que fuera necesario, dirigiendo la producción personalmente, manteniendo en su mano los dere­ chos de todos los productos acabados. Según Bruno Monsaingeon, su testamento pianístico tendría que haber sido un recital de obras de Haydn, Beethoven, Mendelssohn, Brahms, Sibelius, Strauss y Schönberg, film ado en un Carnegie Hall sin público: el perfecto “regreso histórico” al más puro estilo gouldiano. Llegó a pensar en la posibilidad de pluriemplearse como p ro­ ductor de otros músicos. En agosto de 1973, sólo com o un favor personal, había producido la grabación que hizo su amigo Antonin Kubalek de música de piano de Erich Wolfgang Kom gold -la publicó un pequeño sello discográfico, Genesis Records-, y disfrutó con el proceso: sintió un deleite infantil apretando los botones y anun­ ciando “ ¡Toma 1!” . Más avanzada su vida vo lvió a pensar en Sviatoslav Richter, al cual consideraba un genio, aunque sus gra­ baciones, muchas realizadas en concierto, le parecían de una cali­ dad muy pobre. Mientras rodaba las Variaciones Goldberg, planteó la cuestión de producir grabaciones de Richter con Monsaingeon, quien conocía a Richter, y de hecho le transmitió ese mensaje en 483

verano. Richter, que a su vez consideraba un genio a Gould, se sin­ tió intrigado, pero no estaba dispuesto a viajar a Norteamérica, al tiem po que Gould no estaba deseoso de viajar a Europa. Seguramente con un guiño, Richter por fin accedió a grabar en Toronto bajo la supervisión de Gould a cambio de que éste acce­ diera a dar un recital en el festival que él dirigía en Tours, en Francia, y seguramente así terminó el asunto. Por medio de grabaciones y películas, Gould pudo seguir dis­ frutando de una amplia atención internacional al tiem po que, en lo esencial, se recluía en un tipo de operación profesional pura­ mente privado, contenido en sí mismo: algo así como “El Viejo Taller Musical de Glenn Gould”. Siendo uno de los máximos artistas de su tiempo en el campo de la música clásica, con un manager real­ mente poderoso podría haber tenido a su disposición todos los recursos que quisiera dentro del negocio, pero su deseo no era otro que trabajar en su propia casa, con su equipo, su afinador local y un editor de sonido tomado ocasionalmente de la c b c . Deseaba tra­ bajar y difundir su trabajo en sus propios términos, aun cuando las circunstancias carecieran de glamour o de prestigio. Su empeño en hacer grabaciones domésticas es reflejo de su temperamento, por supuesto, aunque también demuestra una sólida manera de entender las implicaciones estéticas y logísticas de la vida musi­ cal en la edad de la electrónica. P o co importaba dónde viviera o cóm o trabajase, con tal de que le fuera posible producir grabacio­ nes maestras y acabarlas, es decir, mientras pudiera tener comu­ nicación con el resto del mundo. Habría sido feliz en caso de poder trabajar en el mundo digital en que hoy vivimos, con un pleno domi­ nio de una franquicia de música clásica a nivel mundial desde la mesa de su despacho, con un control total sobre su obra. Como dijo Prince, la estrella del rock, a la luz de sus muchas disputas con su compañía discográfica, “si no eres dueño de las cintas maestras, son las cintas maestras las que se adueñan de ti".

“H A SIDO FASCINANTE CONOCER POR FIN TORONTO DESPUÉS DE TODOS ESTOS AÑOS.” Para Gould, hallar nuevas cosas que decir y nuevas cosas que hacer en sus últimos años de vida a menudo le llevó a aprovechar interesantes oportunidades de trabajar lejos del piano y del estu­ dio de grabación. En 1978, un cineasta de Toronto llamado John McGreevy, al cual Gould había tratado desde finales de los años 484

sesenta por m edio de la c b c , le propuso que actuara como guio­ nista y presentador de un recorrido que se iba a realizar para la segunda entrega de Cities, una serie de trece programas de una hora de duración, en los que se presentaban las principales ciu­ dades del mundo por m edio de los ojos de un fam oso de la locali­ dad; así, El Chicago de Studs Terkel, El Londres de Jonathan Mille)', etcétera. Gould no tuvo reparo en designarse “seguramente el peor guía turístico que se pueda encontrar”, y confesó que “no sabía lo que se dice nada de la ciudad”. Ciertamente, nunca había vivido en ninguna otra parte, pero ya en 1978 el Toronto que él conocía y admiraba era más bien el Toronto que recordaba de los años treinta y cuarenta. Desde los años cincuenta había sido una de las ciuda­ des de más rápido crecim iento en el mundo entero, y es posible que ninguna otra ciudad de ese mismo tamaño se haya transfor­ mado con tanta rapidez en una m etrópoli moderna, de tanta diver­ sidad étnica. Para los nacidos en Toronto a comienzos de los años treinta, como escribió Peter Gzowski en 1969, “es nuestra ciudad, y seguramente somos los primeros que vamos a disfrutarla a medida que crece y se acerca a su verdadero potencial urbano” . Gould era una excepción: en gran m edida ignoraba del todo el N uevo Toronto, si es que no llegó de hecho a despotricar de sus “horro­ res”. Le gustaba la ciudad en la medida en que le recordaba la sobrie­ dad apacible y complaciente de su vida en The Beach antes de la guerra. A pesar de todo, aceptó de buena gana la propuesta de McGreevy: sería un desafío, y parecía divertido al menos a priori. (Además, percibió unos honorarios de 20.000 dólares más derechos.) Rodado en agosto y septiembre de 1978, el programa “fue una maravilla”, escribió Gould a un amigo; “de hecho, fueron algunas de las sema­ nas más hilarantes de toda mi vida”. M cGreevy se las ingenió para lograr que Gould saliera a la calle incluso de día, y trató de rodar deprisa y sin demasiadas complicaciones por deferencia a Gould, procurando paliar la angustia que le producían las situaciones públi­ cas. Llegó a pasar verdadero miedo mientras se rodaba una secuen­ cia ante el Viejo Fuerte de York, donde tuvo que plantarse ante unos cuantos granaderos con uniform e de época que disparaban sus cañones y mosquetes; le habían prom etido que no llegarían a dis­ parar, pues se mostró previsiblemente preocupado por la posibili­ dad de que el estrépito le causara problemas auditivos graves. Un amigo dijo a un periodista por entonces:

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Glenn valora el anonimato personal de manera más apasionada que nadie a quien yo conozca. Creo que se lo pasó en grande haciendo ese programa televisivo. Pero también me imagino que durante esas dos semanas vio tantas caras nuevas que le han de durar para toda la vida.

Gould insistió desde el principio en que la película no tuviera tintes biográficos. The Beach queda llamativamente al margen de su gira por la ciudad, al igual que su apartamento y su estudio y sus lugares habituales, mientras que las anécdotas personales que se cuentan con inocuas y están puestas a buen recaudo. Con todo y con eso, el programa sigue siendo revelador, entretenido, precisamente por la tensión que se da entre el temperamento de Gould y el N uevo Toronto: su adm iración por la “ Ciudad de las Iglesias”; su p rofesión de amor por los suburbios anónimos de North York; su cara de póquer ante el Festival F olk “Mariposa” y los hippies de Yorkville; su azoramiento ante el relumbre y los sitios de mal vivir de Yonge Street, en el centro; su incredulidad a medida que pasea, seguramente por vez primera, por el vastísimo centro comercial de Eaton Centre, murmurando: “Es absurdo, ¡es abso­ lutamente absurdo!”. El N uevo Toronto era una ciudad limpia, cómoda, segura, funcional, por comparación por ejem plo con el Nueva York de los años setenta, aunque no terminara de ser todo lo mortecina que hubiera preferido Gould con su gusto por lo anó­ nimo y lo anodino. Buena parte de la película es la clásica película de viajes, que plasma no la visión de un conocedor, sino la de un turista en su propia ciudad (fue preciso que un investigador le facilitase infor­ mación a medida que preparaba el guión). Conduce al espectador por delante de los dos ayuntamientos, de la plaza Nathan Phillips, la Torre CN, el distrito financiero de Bay Street, la Exposición Nacional de Canadá, el Centro de Ciencias de Ontario, el Mercado de Kensington, las Islas de Toronto, etcétera, aunque admite muy al principio que no tiene ninguna familiaridad con todos esos luga­ res. La serie exigía una gran espontaneidad narrativa, pero Gould insistió en escribir un guión, con lo cual le salió un ensayo de unas cuarenta y cinco mil palabras, unas diez veces más largo que el texto que se podía acomodar en un programa de una hora de duración. “N o se puede cortar ni una palabra”, anunció en principio, aunque luego fue comprensivo con la necesidad de editar el texto final. El impresionante ensayo original no se ha conservado; es de suponer que fue troceado y finalmente descartado en el proceso de edición, 486

aunque Gould sí anotó algunas secuencias planeadas y finalmente no rodadas en sus papeles: visitas a Casa Loma, el Estanque de los Granaderos, Massey Hall y McKenzie House; excursiones a la muy pija zona de Rosedale y a Don Mills; una exploración del m etro (¿había viajado alguna vez en metro?); una conversación con Marshall McLuhan; un segmento escenificado en el que aparecería él gra­ bando en el Eaton Auditorium. Estuvo fascinado por el proceso de producción, y mientras preparaba el guión tom ó nota sobre posi­ ciones de cámara, fundidos, etc., aunque McGreevy se mantuvo firme al frente del rodaje y la posproducción. Caritativamente inventó una excusa para suprimir una secuencia por lo visto horrible en la cual Gould se ponía a discutir, en Yonge Street, con su alter ego, el taxista neoyorquino, aunque permitió que Gould disfrutase de una secuen­ cia cómica, con disfraz de época, al piano, donde aparece como una especie de científico loco mientras toca Enoch Arden. Y tuvo la sabi­ duría de conservar una imagen maravillosa, que desde entonces tiene el estatus de icono: el gran pianista, al amanecer, en el Zoo de Toronto, canturrea “El sermón de San A ntonio a los peces” , de Mahler, a unos elefantes que no le hacen ni caso. La película recibió abundantes atenciones en la prensa, parte de ella un tanto hostil ( “Drácula es guía turístico en Toronto”). Algunos dieron en pensar que Gould distaba mucho de ser el anfitrión ideal en su ciudad, otros creyeron que su tono era sarcástico, y hubo algu­ nos que pusieron el grito en el cielo cuando, fiel a su idiosincrasia, rechazó comparecer en una proyección privada de la película antes de que se emitiera por la c b c el 27 de septiembre de 1979. ( “Gould no se presenta en su propia fiesta”, según uno de los titulares de prensa.) Lo cierto es que El Toronto de Glenn Gould, como toda la serie de Cities, tuvo inmensa popularidad incluso mucho después de su estreno en televisión. Gould y McGreevy hablaron de un p ro ­ yecto futuro, una película sobre el Ártico, por lo que Gould habría tenido que viajar a lo más lejano del Norte, pero no iba a hacerse realidad.

“CUALQUIER D ÍA DE ESTOS ESCRIBIRÉ MI AUTOBIOGRAFÍA, QUE SIN LUGAR A DUDAS SERÁ FICCIÓN.” Gould no sólo quería escribir, sino que aspiraba a ser un escri­ tor de verdad. A medida que acertaba a ver el fin de su carrera pia­ nística, sus esfuerzos en el campo de la literatura fueron resultando más ambiciosos, y produjo un impresionante volumen de escritos 487

de diversos géneros: ensayos, memorias, reseñas, piezas humorís­ ticas. A lo largo de los años setenta siguió escribiendo las notas de cubierta de algunos discos, aunque ya sólo cuando deseaba acla­ rar un punto de vista muy especial a su público: la defensa del reper­ torio poco conocido (Byrd y Gibbons, Grieg y Bizet, Sibelius); la explicación de las premisas de su ciclo mozartiano y de sus trans­ cripciones de Wagner; la defensa de la tan vituperada música de Hindemith. Tuvo una provechosa relación con Piano Quarterly, cuyo director, Robert Silverman, le dio carta blanca para colaborar con cualquier artículo, de la extensión que fuera. Su primera cola­ boración, una entrevista consigo mismo a propósito de Beethoven, apareció en el número de otoño de 1972, y publicó una docena de artículos y entrevistas a lo largo de la década siguiente. A l mismo tiempo, ocasionalmente escribía para el Globe and, Mail, el New York, Times, el Canada Music Book, High Fidelity/Musical America, Look, New Republic y otras publicaciones. Siguió escribiendo sobre sus temas predilectos. El último escrito que terminó fue un guión breve, fechado el 26 de julio de 1982, para un proyecto de vídeo ins­ titucional de la c b s Masterworks, en el cual se pedía a varias per­ sonas que respondieran a esta pregunta. ¿Qué significa para usted el proceso de grabación? En un cuaderno de ese m ism o mes comenzó el borrador de lo que parece un ensayo prom ocional para el disco de Brahms que tenía entonces en la mesa de edición; incluye nuevas y fatigosas calumnias acerca de la música de piano, música de “mal gusto”, “mecanicista”, “empalagosa” y “sentimental” , de comienzos del siglo xix, Pero también iba hallando nuevos asuntos de los que ocuparse -a menudo, las reseñas le proporcionaban una buena excusa-, y ya a sus cuarenta y tantos años tuvo un notable florecim iento de lite­ rato, ingeniándoselas casi siempre para evitar, incluso cuando escri­ bía sobre complejas cuestiones musicales, la prosa verborreica y enmarañada que había sido la plaga de sus escritos anteriores. Era ya un escritor más disciplinado, y cuando se permitía una caída en la retórica pomposa, o en los juegos de palabras más desatina­ dos, lo hacía en busca de una risa que lo tuviera a él mismo por objeto. (El único Grammy que ganó en vida fue por el ensayo titu­ lado “Hindemith: ¿Llegará de nuevo su m om ento? ¿Otra ve z? ” , impreso en la contracubierta de su disco de 1973 sobre las sona­ tas de este compositor. Guardó la estatuilla en su archivo como mero pisapapeles.) Desarrolló un estilo de hacer reseñas tan pun­ zante como cautivador; m ejoró mucho su humor escrito, y descu­ brió un cierto don para las memorias. El artículo más largo y tal vez 488

el mejor que escribió nunca fue “Stokowski en seis escenas”, comen­ zado al poco de morir el director en septiembre de 1977.18Aunque los elem entos autobiográficos quedan cuidadosamente dispues­ tos sin llamar la atención, el ensayo tiene colorido, ingenio, pers­ picacia y, en cuanto a la forma, ritmo y tono van magistralmente de la mano: es lo mejor del Gould narrador, en su versión más pulida. Este nuevo interés por escribir unas memorias fue claro síntoma de la introspección que cultivó Gould en sus últimos años. Parece que hubiera sentido la urgencia de documentar su carrera de con­ certista y de pianista de grabación a la vez que se preparaba para dejar atrás esa parte de su vida. Jamás habría escrito una autobio­ grafía íntima y reveladora, pero sus escritos autobiográficos resul­ tan a menudo más reveladores de lo que quizás el mismo se diera cuenta. En uno de sus programas para Arts National, de la radio de la c b c , rindió homenaje a otro de sus directores preferidos, Josef Krips. El guión y el artículo sobre Stokowski le llevaron a pensar en la posibilidad de escribir un ensayo de más sustancia, dedicado a sus relaciones con los directores a lo largo de los años, que iba a titular “Los conjuros de la juventud”.19 Hizo sucesivos borradores para un ensayo en el que habría incluido recuerdos musicales incluso de su niñez, en tom o a su madre y el órgano; retratos de varios direc­ tores a los que llegó a conocer bastante bien; sus encontronazos musicales y temperamentales con determinados directores, inclui­ dos Szell y Bernstein; sus “problemas con Bach” frente a Dimitri Mitropoulos y Malcolm Sargent; su propia manera de dirigir a Bach desde el teclado; un “ensayo contra el concierto”; comentarios sobre el final de su vida de concertista. Hizo varias listas de sus sucesi­ vas interpretaciones en concierto, incluidas las cancelaciones, y de los sesenta y tres directores con los que había trabajado, y de hecho comenzó a esbozar “Los conjuros de la juventud” en mayo de 1978, pero no llegó muy lejos antes de renunciar a terminarlo. Cuando Robert Silverman le propuso a Gould que colaborase con escritos autobiográficos en Piano Quarterly, se le ocurrió la idea de escribir sus memorias por secciones, empezando por una temporada de su carrera de concertista y yendo luego adelante y atrás hasta compilar un diario de su vida. Alrededor de la prima­ vera de 1982 comenzó a trabajar en un ensayo en tres partes titu­ lado “Una tem porada en el cam ino” , que iba a versar sobre su temporada de 1958-1959, incluida la gira por Europa con sus cons­ tantes achaques. N o pasó de un preámbulo meditativo y de la ano­ tación de los momentos culminantes de esa temporada de form a muy resumida, pero el proyecto siguió abierto. De hecho, las pági489

nas finales del último de sus cuadernos de notas que se conser­ van, y tal vez las últimas palabras que pusiera por escrito, es una lista de orquestas estadounidenses con las que había tocado. John Roberts, Tim Page y otros amigos le propusieron a lo largo de los años que recopilase sus escritos en una antología, pero ni siquiera a sus cuarenta y muchos años de edad le pareció que fuera el momento indicado, en parte porque era supersticioso: le pare­ cía que no le daría suerte hacerlo cuando su vida distaba mucho de haber concluido. Sin embargo, de sus notas de diversos perío­ dos datan varias listas de sus propios escritos, organizados por género y con un cómputo de palabras; es posible que, a fin de cuen­ tas, estuviera pensando seriamente en una antología, o al menos que se aprovisionase de toda su producción literaria. Entre estas listas hay planes para ensayos que consideró, pero que nunca llegó a escri­ bir, algunos incluso de diez o doce mil palabras de longitud, otros de modo que incorporasen escritos anteriores. Incluyen textos sobre pianistas que admiraba, como Schnabel, Tureck, Weissenberg, Guida y Richter, quizá con otro ensayo aparte sobre Schnabel; ensayos nuevos y en profundidad sobre Mozart, Beethoven, Strauss, Schönberg y su propia trilogía de la soledad; “el ensayo más largo que se pueda escribir” sobre las Metamoi'phosen; un ensayo ampliado sobre Barbra Streisand; un ensayo sobre la naturaleza de la edición sonora en la música, la radio y el cine ( “Los altos en la sala de cortes”); un ensayo sobre la interpretación y, como dijo a Silverman, una “continuación” del libro de Carol Montparker, de 1981, sobre La anatomía de un recital de debut en Nueva York. Gould aún tenía ambiciones de componer, cómo no. Sus admi­ radores nunca dejaron de referirse a él en calidad de compositor, y él nunca estuvo resuelto a corregir esa impresión, aunque de sus últimos años sobreviven sólo algunos esfuerzos esporádicos e incon­ clusos. Hay algunos esbozos para una música adusta, sumamente cromática y tonal, siempre con el enrevesado contrapunto al que parecía incapaz de resistirse; hay algunas pruebas de música dodecafónica, hay algunas piececillas cómicas y parodias escritas para los amigos. Hay algunas rarezas de las que no se tiene explicación, como un esbozo de una extrañísima música para flauta, contrabajo y violón, así como un manuscrito de los compases iniciales de una de las piezas para piano del op. 3 de Strauss arreglados para orquesta de cámara. Algunos de sus amigos recuerdan que volvió a hablar de componer después de retirarse y dejar su actividad de intérprete. Jessie Greig dijo que “estaba fascinado por el Libro del Apocalipsis, de la Biblia, y que iba a escribir algo en la línea del Mesías de 490

Handel”, mientras John Roberts recuerda su deseo de musicalizar algunos de los Salmos. Pero todo esto no eran más que buenas inten­ ciones en el m ejor de los casos; habían pasado casi veinte años desde que completó una pieza sustancial, siempre y cuando supon­ gamos que ¿Así que quiere usted escribir una fuga? sea una pieza digna de tal nombre.

“SIEMPRE HE SIDO UN ADICTO A L CINE.” En septiembre de 1971, Gould recibió por correo, sin haberlo solicitado, un ejemplar de Matadero 5, la fam osa novela de Kurt Vonnegut, y poco después le llegó una breve carta de explicación de George Roy Hill, director de Dos hombres y un destino, que por entonces estaba terminando una versión cinem atográfica de la novela de Vonnegut para la Universal. Quería que Gould supervi­ sara la música, y de hecho comenzó a utilizar las grabaciones que Gould había hecho de Bach en el montaje previo. Matadero 5 es la historia de Billy Pilgrimun, joven soldado norteamericano que, hecho prisionero casi al final de la Segunda Guerra Mundial, p re­ sencia el bombardeo de Dresde. A lo largo de la catástrofe B illy se encuentra “desasido del tiem po”, y aunque adopta después una vida superficialmente normal, de clase media, en una ciudad del Medio Oeste de los años cincuenta, desarrolla mentalmente una vida fantástica, de viajes en el tiempo y en las dimensiones, yendo y viniendo entre la guerra y un planeta que llama Tralfamadore. “El tem a dominante y recurrente del libro es la propia ciudad de Dresde, y me gustaría que el tem a m usical de la banda sonora tuviera un mismo estilo barroco, com o es la ciudad -escribió Hill el 20 de septiembre-. Llevo un tiempo pensando en utilizar música de Bach y tal vez algunas improvisaciones sobre temas de Bach. Como mi conocim iento de ese com positor guarda una estrecha relación con todas sus grabaciones de Bach, he pensado en usted, y tengo la esperanza de que pueda darme su consejo e incluso deter­ minar con usted en persona si podría interesarle participar de un m odo u otro en este proyecto.” Aunque apreció el mensaje anti­ belicista, a Gould le desagradó la novela. Sin embargo, le encan­ taba el cine, y rara vez dejaba pasar de largo un desafío. Se reunió con Hill una noche en un m otel cercano al aeropuerto de Toronto, y aunque iba a formular su característica crítica -dieciocho pági­ nas- de los criterios por los que se regía el contrato habitual de la Universal con los compositores, firm ó el contrato de ese proyecto 491

por una tarifa de 17.500 dólares, y por un trabajo de diez semanas de duración, comenzando en diciembre, durante las cuales estaría a entera disposición del estudio. En un principio ideó una banda sonora que iba a ser tan com ­ plicada y virtuosista com o la propia pelícu la - “pensé en vastísi­ mos m ontajes” , dijo a W illiam L ittle r-, p ero el m antra de H ill no era otro que el fam oso “hagám oslo sen cillo”; al final, la p elí­ cula contiene menos de quince minutos de música de Bach, buena parte de la cual está tomada sin más de las grabaciones de Gould para Columbia, editada, eso sí, según requería la ocasión. El m ovi­ miento lento del Concierto para clave en m i menor de Bach pasa a ser “Tema de B illy” : al com ienzo de la pelícu la acompaña las imágenes de Billy, traumatizado por la guerra, cuando deambula por el bosque de las Ardenas en pleno invierno, y después se aso­ cia con alguna de sus ensoñaciones. D os de las Variaciones Goldberg también se utilizaron, sorprendentem ente la variación 25 en sol menor, que de fo rm a ob sesiva subraya la quema de Dresde con las bombas incendiarias. En varias escenas, Gould creó “zoom s” de audio para im itar el m ovim iento del encuadre cinem atográfico: de nuevo, la “orquestación acústica” . La única m úsica realm ente sustancial que tuvo que prep a ra r fu e una secuencia de cinco m inutos para acom pañar la llegada de los prision eros n orteam erican os a la esta ció n de fe r ro c a rr il de Dresde y su marcha a través de la ciudad. La banda sonora de la secuencia la constituye el fin al del Concierto en re m ayor para clavicordio, interpretado p o r Gould el piano; el Concierto de Brandenburgo núm. 4 en sol m ayor acompaña la marcha, y para salvar la disparidad musical entre ambas piezas Gould escri­ bió una brillante cadenza para clavicordio. Em pieza justamente cuando los soldados salen de la estación, bajo un rótu lo que indica “Dresde”, y a lo largo de la pelícu la Gould recurre al cla­ vicord io com o m etáfora m usical de la ciudad histórica. Grabó esta secuencia bajo la supervisión de A ndrew Kazdin en Nueva York, dirigiendo desde el teclado, con músicos de la Filarm ónica de Nueva York. Hill dÿ o que le apasionaba la banda sonora ( “excede todo cuanto podía esperar”), y aunque a Gould se le elogió en algunas reseñas resulta que Matadero 5 no fue una experiencia muy feliz para él. Hill tuvo el control definitivo sobre todos los detalles, incluida la música, y Gould no se sintió a sus anchas: la película le supuso “algunas exigencias muy particulares”, dijo discretamente a un periodista cuando se estrenó en marzo de 1972. N o le gustó la película en sí. 492

(La reseñó en la radio de la c b c en agosto de 1972, y la comentó en una autoentrevista de 1974.) Admiró el arte cinematográfico de Hill, pero no la moraleja de la película: “Pesimismo combinado con una evasión hedonista”, según dijo, ni tampoco el sexo y la violencia que contiene. “No es una obra de arte que se pueda amar”, escribió, y al final trató de disociarse del proyecto: “incluso un idealista puede interpretar erróneamente las intenciones del guión”. Sin embargo, tras haber experim entado desde dentro la con­ fección de una película, estuvo deseoso de repetir la experien­ cia.20 Soñó incluso con dirigir una película él mismo. El joven Orson Welles ya había dicho que el rodaje de una película era “el mayor tren eléctrico que jamás haya podido tener un niño”, y es fácil ima­ ginar que Gould habría sido feliz como cineasta. (Sus colegas infor­ man de que se lo pasaba en grande en el plato mientras preparaba los programas musicales; disfrutaba con el ajetreo constante tras las bambalinas, las cámaras, los focos, el maquillaje.) En 1974 sacó de nuevo a relucir a sir N igel Twitt-Thornw alte, Myron Chianti y el doctor Karlheinz Klopweisser para realizar sendos anuncios de tele­ visión de tres minutos de duración en los que se promocionaba la serie radiofónica titulada Tuesday Night, de la c b c , y entre sus pape­ les hay dos páginas mecanografiadas sobre atrezzo y maquillaje, sonido y música, diseño de escenarios, movimientos de cámara: no podía resistirse a la oportunidad de dirigir, tal como iba a hacer un año después en La radio como música, programa durante el cual se lo pasó en grande jugando a ser el director con los amigos de la c b c . A l final de su vida habló de escribir un guión basado en Las confesiones de Félix Krull, de Thomas Mann, y otro basado en El mundo de las tres esquinas, aunque reconoció que tendría dificultades en transportar ese “ambiente de ensueño, tan inasible”, en una acción cinematográfica. John M cG reevy señala que Gould era muy sensible a la rela­ ción de imagen y sonido, y que podría haber llegado a ser un esplén­ dido compositor de bandas sonoras. M cGreevy le planteó a Gould un problem a musical en 1975. Estaba a punto de concluir El tes­ timonio de Mandelstam, un drama para televisión con un solo personaje fem enino, basado en las m em orias de Nadezhda Mandelstam, la viuda del poeta soviético que fue víctim a de las purgas de Stalin. M cGreevy no podía decidir qué música iba a uti­ lizar en el film . Gould estuvo con él en la c b c una noche (e r a Navidad; Gould no tenía nada m ejor que hacer), y tras ver la p e lí­ cula dos veces le hizo una sugerencia: imagínese que hay un estu­ diante de vio lon celo en la habitación de al lado, que ensaya 493

fragmentos del movimiento lento del concierto para violoncelo de Shostakovich a m edida que avanza la película, y al final toca el m ovim iento entero cuando se pasan los créditos. A M cG reevy le pareció una idea inspiradísima, y otorgó a Gould el título, en los créditos, de “asesor musical”. A comienzos de 1982, a Gould se le pidió que escribiera una par­ titura para The Wars [“Las guerras”], una película basada en la novela de Timothy Findley, escritor canadiense, dirigida por un director teatral inglés, Robin Phillips, que había dirigido el Festival de Stratford entre 1975 y 1980. La película iba a ser una coproducción de Nielsen-Ferns, la Com isión N acional de Cine de Canadá y Polyphon, con sede en Alemania Occidental; Gould ya era amigo del productor, Richard Nielsen (Nielsen-Ferns había coproducido El Toronto de Glenn Gould). Las guerras es la historia de un sol­ dado canadiense traumatizado en la Primera Guerra Mundial, lla­ mado Robert Ross, que desafía las órdenes recibidas y rescata a un grupo de caballos en una especie de acto de bondad simbólica. A Gould le gustó mucho el libro, su mensaje antibelicista, sus temas - la compasión y la redención, la sensibilidad con el sufrimiento de los animales-, y quedó muy impresionado por la copia en bruto que le presentó Phillips. Sólo necesitaba tener mayor tranquilidad en un aspecto: que el caballo muerto que aparece en una secuen­ cia de batalla no había sido sacrificado sólo por la película. Desde luego que no, le aseguró Nielsen; lo habían tomado de un matadero. A sí pues, Gould firm ó el contrato y se comprom etió de lleno con el proyecto. Phillips quería una banda sonora íntima, clásica, adecuada a la época, quizás para piano solo, razón por la cual Nielsen propuso a Gould. Ante la oportunidad de escribir lo que quisiera, Gould pre­ firió arreglar música ya existente: fiarse más del oficio, dicho de otro modo, que de la inspiración, lo cual es una decisión reveladora en una persona que aún tenía ambiciones de componer. A l final forjó una red evocadora y sutilmente aglutinada de m otivos recu­ rrentes, de variaciones sobre temas escogidos sobre todo de Brahms y Strauss, con música de época entre la que incluyó temas popula­ res de aquel entonces ( “Tipperary”, “El gran duque York”) e himnos protestantes ( “Padre Eterno, Salvador”, o “Todas las gentes que en la tierra moran”). La partitura incluye interpretaciones al piano, algunas tom a­ das de las grabaciones de Gould para la c b c , así com o otros núme­ ros instrumentales, entre ellos “la primera exposición profesional de Gould a la armónica”, y números vocales para los cuales supe494

visó las grabaciones en la primavera de 1982, trabajando con coros de adultos y de niños y algunos cantantes de St. Martin-in-the-Fields, una iglesia anglicana de las inmediaciones. Esta vez tuvo íntima im plicación en todos los detalles de la edición y rem ezcla de la banda sonora, y Nielsen y Phillips quedaron maravillados ante su habilidad y su fanática precisión en la mesa de edición, ante su capa­ cidad para crear una unión rítmicamente perfecta de acción y de música, casi fotograma a fotograma. Nielsen lo vio mezclar cintas al milímetro, para subrayar con absoluta precisión lo que se veía en pantalla. “Sigo sin saber cómo fue capaz de hacerlo -d ijo -, aun cuando lo hizo delante de m í.” El sombrío tema del Largo de la pieza para piano de Strauss, op. 3/ núm. 3, enmarca toda la película, aunque en tem a clásico de más importancia es el del tierno Intermezzo en m i bemol mayor, op. 117/núm. 1, de Brahms, que Gould llamó “Tema de Rowena”. Cuando aparece por prim era vez en la película se asocia con la amada hemana de Robert, la inválida Rowena, que muere antes de que él vaya a la guerra; según Nielsen y Phillips, Gould tuvo uno de sus obsesivos enamoramientos de adolescente con Rowena, y pasó un tiempo viendo una de sus escenas a diario. (Brahms, por cierto, señaló que su pieza se basa en una canción popular esco­ cesa, “Duerme queda, mi niña”.) El tema se entreteje a lo largo de la película. En su clave original se asocia con imágenes de la des­ pedida, el anhelo, el recuerdo; Gould, en una de sus notas de tra­ bajo, escribió que “si queremos reforzar el significado musical, m ístico y metafórico, mi bem ol m ayor es una clave que los com ­ positores con frecuencia han relacionado con la idea de la resu­ rrección.” (probablemente tenía en mente la Segunda sinfonía de Mahler.) El tema también aparece en mi bem ol menor, en una v e r­ sión por lo general sobrecogedora, para una o dos voces de ado­ lescentes, cuando alguno de los personajes muere: Rowena, Harris, que es amigo de Robert, los soldados en combate, incluso un caba­ llo. El tema pende a lo largo de toda la película como el Ángel de la Muerte. La banda sonora de hecho se unifica armónicamente, con mi bemol, tanto mayor como menor, en form a de clave domi­ nante. El himno más importante de la película, “Permanece a mi lado”, aparece en mi bemol, y cada vez que Gould necesitó un tema nuevo, por ejem plo en la secuencia sobre las cenizas de Harris, escogió el oscuro Intermezzo en m i bemol menor, op. 118/núm. 6, de Brahms. Y el tema de Strauss está en do menor, que es la menor relativa mi bem ol mayor. Toda la música que se halla fuera de este esquema de claves tiende a darse en secuencias parentéticas de la 495

acción principal, como la de la recuperación de Robert en un sana­ torio en el campo, ya en Inglaterra. Gould se encontró como pez en el agua en la creación de esta banda sonora: una vez más estuvo resolviendo un rompecabezas, tomando material “encontrado”, manipulándolo con nuevas finali­ dades creativas. Se lo pasó en grande haciendo gala de su inteligen­ cia, permitiéndose algunas variaciones de sutileza schoenbergiana que sin duda pasaron por alto casi todos los espectadores. En un momento determinado, por ejemplo, “Permanece a mi lado” se entre­ teje hasta formar un canon en clave menor que es una variante del “Tema de Rowena”, en un dueto para violoncelo y contrabajo. Llegó a firmar uno de los esbozos de esta forma: “A. Schönberg, opus pos­ tumus”. Según Otto Friedrich, Jessie Greig oyó a Gould despotricar con auténtico enojo al comentar Las güeras, pero tanto Nielsen como Phillips recuerdan una colaboración que fue com o la seda y que resultó apasionante; a los dos les entusiasmó la música de Gould, que era exactamente lo que habían imaginado cuando lo contrata­ ron. Phillips sostiene que el único punto de discrepancia se dio cuando él insistió en la necesidad de aumentar la “tensión musical” en las secuencias bélicas, a lo cual Gould se negó en redondo, por considerarlo innecesario. Gould disfrutó con este trabajo y se sin­ tió orgulloso del mismo, además de admirar la adusta, poética, elegante construcción de la película. “Creo que es una película real­ mente buena -escribió a un amigo cuando estaba ya casi term i­ nada-, muy matizada, un tanto lenta, interesante sobre todo por lo que deja sin decir y sin mostrar. Es una especie de Luz de invierno canadiense; se trata de la única película de Bergman con la que tengo cierta empatia, aunque no tiene un soporte estructural tan perfecto.” En el verano de 1982 mostró Las gueiTas a muchas per­ sonas en Toronto y en Nueva York, a todo el que de hecho pudo arrastrar a una sala de proyección. Entre sus papeles hay notas en las que organiza unos cuarenta minutos de música de la película de m odo que encaje en las dos caras de un disco, y llegó a pasar la pelí­ cula a los ejecutivos de c b s Masterworks, que manifestaron cierto interés en un disco que recogiese la banda sonora. La película tuvo críticas no del todo buenas, y no se procedió a su distribución en Estados Unidos, de m odo que se cancelaron los planes de publi­ car el disco. Las guerras también dejó de exhibirse pronto en Canadá, y se ha proyectado en muy contadas ocasiones desde enton­ ces. Gould se ahorró esta desilusión, ya que no se estrenó hasta des­ pués de su muerte. 496

“LOS DIRECTORES VIVEN MUCHÍSIMO TIEMPO, NO SÉ SI LO SABE. ESO ME DEJA ALGUNOS AÑOS POR DELANTE TODAVÍA.” Gould desarrollaba una respuesta directa y física a la música: no era capaz de tocar o de escuchar o de imaginar la música sin menearse, sin agitar los brazos, sin canturrear. Tenía un profundo conocim iento del repertorio orquestal; su pensamiento musical nunca estuvo exclusivamente limitado por el piano. M encionó a muchos directores entre sus grandes héroes musicales, y m odeló su enfoque del ritmo, férreamente controlado, basándose en la actua­ ción orquestal; los pianistas, a su entender, eran demasiado indul­ gentes en este respecto. En su día fue un raro exponente de las transcripciones, y de Guerrero, Schnabel y otros heredó la premisa realmente romántica de que uno debe tocar el piano cual si el ins­ trumento fuera una orquesta imaginaria. Era un pianista con clara orientación de director, y habría sido sumamente raro que no hubiera probado suerte en la dirección de orquesta. Lo había hecho, en realidad, en una época muy temprana, nada menos que en 1939, en un concierto para las Clases de Biblia para Empresarios de Uxbridge. “Por petición especial -según reseñó el periódico local-, un breve servicio fue dirigido de manera suma­ mente capaz por el pequeño Glenn Gould, de seis años de edad: sin el m enor rastro de estar cohibido, sin asomo de timidez, de una manera perfectamente natural y con una habilidad pasmosa, com o un curtido veterano, no sólo dirigiendo, sino acompañando también las canciones al piano, de m odo que el público respondió con un gran entusiasmo.” Gould dirigió pequeños conjuntos desde el teclado en algunos conciertos y emisiones de radio y televisión, aunque la verdad es que dirigió por prim era vez en 1957, en un programa televisivo de la c b c titulado Chrysler Festival, donde diri­ gió a una orquesta escogida en el cuarto m ovim iento ( “Urlicht”) de la Segunda sinfonía de Mahler, con Maureen Forrester en la parte vocal. Más avanzado ese mismo año dirigió la Sinfonía núm. 1 de M ozart y la sinfonía Trágica de Schubert (núm. 4) con la Orquesta de la c b c en Vancouver (en un estudio de la radio, no ante el público). Ya acariciaba la posibilidad de emprender una segunda carrera en calidad de director, pero sus esfuerzos de 1957 le pusieron de relieve un problema totalmente inesperado: después de dirigir, “me quedaba prácticamente tullido, incapacitado para tocar el piano -d ijo un año más tarde-. Descubrí que uno emplea una coordinación muscular radicalmente distinta al dirigir, y fue un 497

descubrimiento que se me hizo muy duro de asumir, porque tuve que cancelar un par de conciertos de piano, ya que lo descubrí dema­ siado tarde". Hizo con posterioridad algún plan ocasional para diri­ gir -e n Toronto, en Vancouver, en St. Louis-, p ero siem pre los canceló. “Sin duda tendrá noticia de mi retiro provisional como director -escribió a Vladimir Golschmann, director de la Sinfónica de St. Louis en 1958-. Mi retiro, después de una exitosa carrera compuesta por un solo concierto, que fue al tiempo mi debut y mi despedida, estoy seguro de que resultará una pérdida irreparable para el mundo de la música. La única alternativa lógica que se me ocurre es reti­ rarme del piano en activo y dedicarme tan sólo a la dirección orques­ tal, cosa que estoy muy seriamente considerando.” Nunca llegó a considerar tal hipótesis, o no al menos en 1958. Ahora bien, sí con­ centró seriamente sus pensamientos en la dirección durante sus últimos años de vida, una vez que quedó claro que sus exigencias, en términos de tiem po en el estudio, empezaban a dar la impre­ sión de que la film ación de sus conciertos resultaba económ ica­ mente inviable. En sus últimos años ideó una solución al problema en el plano puramente tecnológico, mediante la rem ezcla en una cinta de pista múltiple: Karajan y él podían grabar los conciertos registrando las partes del piano y de la orquesta por separado, tras haber pactado no pocas cuestiones referentes a la inteipretación. Llegó al extremo de trazar un plan provisional para la grabación del Segundo concierto de Beethoven siguiendo estas pautas, y así resu­ m ió las posibilidades: “Tesis y resolución: que H vK y G.G. cele­ bren un encuentro del intelecto sin encontrarse en realidad. Antítesis y retribución: el resultado podría ser realmente espantoso”. Que llegase a presentar esta propuesta a Karajan es algo que de cierto se desconoce.21 Era inevitable que Gould diese con la idea de hacerlo todo por su cuenta: tocar el piano y dirigir la orquesta en pistas separadas de la misma grabación. Habló durante horas acerca de esta posi­ bilidad (la noche de fin de año; una vez más, no tenía nada m ejor que hacer) con su viejo amigo Victor Di Bello, un director que había trabajado en el Festival de Stratford durante los últimos años en que Gould tuvo presencia en el festival. A la postre, contrató a Di Bello para que hiciera las veces de gerente orquestal de cara a una sesión experimental en la que iba a poner a prueba su capacidad de director. Di Bello contrató a la Filarmónica de Hamilton; Gould, por medio de algunos amigos estadounidenses, contrató a un joven estudiante de la escuela Juilliard, Jon Klibonoff, para que lo repre­ 498

sentase al piano; una tarde de abril de 1982, con gran secretismo, todos se reunieron para repasar el Segundo concierto para piano de Beethoven. La interpretación que hacía Gould del concierto había cambiado desde que lo grabó en 1957. Adoptaba un tempo más lento en el pri­ mer movimiento, y dedicaba el tiempo adicional a animar el con­ trapunto latente de la música y a diseccionar las partes integrantes del tem a y de las frases. A sí las cosas, al com ienzo de la sesión dedicó un buen rato a hablar con los músicos de la articulación de la breve pero importantísima frase de violín en los compases 2-4, probando distintos arqueos détaché aun cuando la frase aparece marcada como “legato” en la partitura. El segundo movimiento, con su tema poderosamente expresivo, con sus texturas pianísticas de estirpe romántica, siempre fue uno de los predilectos de Gould, “ese m agnífico adagio, resplandeciente”. El tempo que imprimía ya era lento en la grabación de 1957, pero esta vez, como indicó a la orquesta, su deseo era “tratarlo casi como un himno wesleyano”, y dirigirlo no en tres marcas por compás, sino con doce marcas moderadas, escandiendo cada una de las cuatro semicorcheas en las que se subdivide cada una de las negras. Sólo quedaba un problema por resolver: Gould no sabía dirigir, la verdad es que no sabía, y la clase de impromptu desmadejado que se había permitido desde el piano no era ni mucho menos pre­ paración adecuada para la tarea de dirigir a un conjunto orques­ tal. En cada una de las tomas del adagio, la orquesta se viene abajo por completo. Gould carecía de la técnica precisa para transmitir sus idiosincrásicas intenciones con la mínima claridad, y tampoco sabía mantener la continuidad del conjunto. De poca ayuda sirvió que jamás utilizara batuta, ni que insistiera en dirigir sobre todo con la mano izquierda, lo cual confundía y contrariaba a los músicos, tanto si dirigía desde el podio como si lo hacía desde el teclado. Su aparición en el Chrysler Festival representa la única graba­ ción en vídeo de un Gould que dirige lejos del piano, y bien se ve que su técnica es más bien rígida y vaga. En Hamilton, uno de los músicos le dijo que a veces veían tres y no cuatro marcas por nota, a lo cual Gould respondió animándoles, en efecto, a no prestarle demasiada atención. Con todo, era un grandísimo músico, que tenía un inmenso entusiasmo por la música que tuviera a mano, que se sabía nota a nota, de modo que gesticulando y canturreando, con adulaciones y explicaciones, logró transmitir sus interpretaciones, y desarrollar tomas decentes del primer movimiento y, a la sazón, también del segundo. 499

N o quedó contento con la sesión de Hamilton. A Victor Di Bello se le quejó de la “mentalidad de músico de sesión” que prevale­ cía en las orquestas profesionales, el cinismo y la complacencia de los músicos, las estrictas normas sindicales, etc. Si iba a con­ tinuar en la dirección de orquesta, tendría que ser con conjuntos orquestales compuestos por músicos dotados de entrega y sim­ patía. Así, en el verano de 1982, cuando decidió dirigir la orques­ tación original, en trece partes, de la versión camerística del Idilio de Sigfrido, de Wagner, Di Bello escogió uno por uno a los m ejo­ res intérpretes de la localidad, entre ellos algunos integrantes de la Sinfónica de Toronto y músicos con los que Gould había tra­ bajado antes. Grabaron del 27 al 29 de ju lio en St. Lawrence Hall. Gould pagó a los músicos y cubrió todos los gastos en persona; esta vez las sesiones las registró debidam ente Kevin Doyle, un ingeniero de sonido que había trabajado en algunos de los pro­ yectos de grabación más recientes de Gould. Éste abordó las sesio­ nes sin tener la m enor certeza de los resultados que podría conseguir, pero ya en la fase de edición tuvo la im presión de que la grabación era apta para su difusión en el mercado, de m odo que program ó una sesión adicional para el 8 de septiem bre, con la intención de m ejorar algunos pasajes. Iba a ser su última sesión de grabación. Se presentó en las sesiones con Ray Roberts en su gran Lincoln. Apareció, al decir de Tim othy Maloney, uno de los clarinetistas, “envuelto en sucesivas capas de chaquetas oscuras y sin forma, camisas de franela y pantalones (plural), a pesar del calor del verano; traía una voluminosa bolsa de basura, verde, en donde llevaba las partituras, los cuadernos y demás parafernalia”. Completamente entregado a la música que en ese m om ento le ocupaba, a Gould no le interesaban, al contrario que a tantos directores, las cuestio­ nes de poder y de personalidad; su aparición no pudo ser menos pretenciosa. Lo que más me impresionó en aquel encuentro con Glenn fue su inquebrantable cortesía, sus palabras de ánimo a los músicos -escri­ bió Maloney-. Se le veía animado, pleno de recursos, inspirado, sim­ pático en todo momento. Hizo todo lo posible para que todos nos sintiéramos como si fuéramos socios en una empresa, y no acompa­ ñantes del maestro. Todos nos tratábamos de tú. De hecho, se había tomado la molestia de aprenderse de memoria el nombre de todos nosotros antes de conocernos, y no dejó de estrecharnos la mano uno por uno al término de la última sesión, cosa que ninguno de nos­ otros esperaba.

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Gould estuvo afable con los músicos (así había sido también en Hamilton), y encontró la manera de tenerlos entretenidos y pletóricos de energía durante las prolongadas sesiones, que se alar­ garon hasta bien entrada la noche. Durante uno de los descansos, todos se sentaron a instancias suyas para idear un nombre para el grupo: “Los espectros de Gould”, “Los idílicos de Sigfrido”, “La Academ ia de St. Lawrence-in-the-Market”. La languidez con que abordaba Gould el Idilio de Sigfñdo no se había m odificado con el paso de los años. Para los músicos de la orquesta fue una cruel interpretación: el lirismo wagneriano de largo alcance, emparejado con la lentitud del tempo impuesto por Gould, suponía una serie de exigencias im posibles tanto en sus manos como en sus labios y pulmones. La interpretación desprende ternura y patetismo, y Gould en ocasiones alcanza una precisión extraordinaria, aunque no sea la portentosa meditación de su gra­ bación pianística; en ocasiones flaquea, y los esfuerzos de los músi­ cos son demasiado palpables. Los problemas de la afinación y el balance y las entradas eran de suponer con un tempo tan lento, y se exacerban debido a la inseguridad de Gould en la dirección. “Sus gestos eran por lo común extravagantes, exagerados -escrib ió Maloney-, a veces más a modo de respuesta a la música que ponién­ dose de veras en la piel del director.” Otros intérpretes recuerdan que tendía a dejarse llevar por la música, con lo cual sus gestos resultaban cada vez más faltos de precisión, a medida que progre­ saba la toma. Según Maloney, los músicos compensaron todas estas carencias entrando en un “espíritu de música de cámara”, comu­ nicándose unos con otros mediante gestos faciales y corporales para no perder pie y mantener una cierta aglutinación. Pero Gould una vez más se las ingenió para ser una fuente de inspiración para sus músicos a pesar de sus carencias técnicas. Estuvo en estado de ebullición durante las sesiones, y los intérpretes salieron de la expe­ riencia con reforzado entusiasmo. Charles Elliott, contrabajista, dice que fue la experiencia más inspiradora que nunca tuvo con un director, y Maloney escribió que Gould era “un comunicador ins­ tintivo, que siempre supo dar vitalidad a la música”. La cuestión de la microfonía, com o la interpretación, resultó cruel. Se colocaron los m icrófonos tan cerca que casi se percibe el sabor de las lengüetas de los oboes. Gould buscaba más la trans­ parencia que una mezcla ponderada; aspiraba a aclarar el contra­ punto, a lograr que cada instrumento se dejase oír con claridad. (Según Kevin Doyle, se emplearon cinco m icrófonos.) Gould en un principio no estuvo muy seguro acerca de la elección del mate501

rial y su colocación, pero al final quedó encantado; le facilita una intimidad sonora que está a la par de su interpretación. A Doyle le describió el efecto logrado como si “uno llevase el corazón en la manga". Cuando por fin se comercializó la grabación en 1990, ese sonido clínico fue una turbación para muchos críticos, por no hablar ya de la interpretación.22 Pero esa grabación era exactamente lo que Gould había querido que fuera. A l final de una de las tomas exclamó: “ ¡Magnífico! ¡Espléndido! ¡Conm ovedor!”. “Ha sido la experiencia más jubilosa de toda mi vida”, dijo de las sesiones de Wagner. Por fin estaba seguro de que, al margen de que su carrera pianística pudiera estar ya próxim a a finalizar, iba a hacer más grabaciones en calidad de director. La perspec­ tiva se le abrió a todo un repertorio nuevo para él en condición de intérprete creativo. A juzgar por sus dos experim entos en la dirección de orquesta, ambos de 1982, y por sus interpretaciones pianísticas de la música orquestal de Beethoven, Wagner y otros, habría llegado a proponer interpretaciones orquestales no menos personales y enriquecedoras -amén de enloquecedoras- que en sus grabaciones pianísticas. En sus últimos meses de vida, en sus cua­ dernos confeccionó listas de algunas de las obras orquestales que estaba considerando de cara a su dirección en grabaciones futuras, y revelan su extraordinario entusiasmo ante la perspectiva de esa nueva carrera profesional, así com o su asom brosa am bición.23 Comenzó a recopilar algunas de las piezas en “programas de mues­ tra” y “programas de sueño”, seguramente con la mirada puesta en futui’os álbumes. P o r si fuera poco, algunos de sus proyectos de dirección orquestal, incluido el Idilio de Sigfrido, iban a empa­ rejarse con películas de Bruno Monsaingeon, quien señaló que Gould había previsto poner punto final a su carrera de intérprete en 1985 con una película y la grabación correspondiente de la monumen­ tal Misa en si menor de Bach. Son listas ante las cuales a cualquiera se le hace la boca agua, por no decir que son una lectura desgarradora. N o hay ningún “podría haber sido” más patético que la carrera de director que pla­ neó Gould. Cuando murió no sólo especulaba acerca de la direc­ ción de orquesta, sino que hizo planes en firm e para iniciar esta nueva fase de su trayectoria con todas las consecuencias. Durante la prim avera y el verano de 1982 com enzó a calcular los gastos previstos de las empresas de dirección orquestal que deseaba aco­ m eter en 1982 y 1983, incluido el Segundo concierto para piano de Beethoven; en el otoño, Victor Di Bello reunió a treinta y ocho músicos de cara a las grabaciones en las que Gould tenía previsto 502

dirigir dos oberturas, Las Hébridas de Mendelssohn y el Coriolano de Beethoven. Di Bello de nuevo reservó el St. Lawrence Hall para el 25 de octubre y el 8 de noviembre de 1982.

“ÉSTOS SON LOS AÑOS MÁS FELICES DE M I VIDA.” Cuando hablaba de renunciar por completo a la interpretación, Gould imaginaba un idílico retiro en el cual viviría solo, lejos de la ciudad, dedicado a escribir y componer, materializando algunas de sus bucólicas ambiciones, com o el criadero de perros de Glenn Gould, tocando única y exclusivam ente “para las moscas de las rocas de Muskoka”. Nunca fue tan feliz como cuando tenía veintipocos años y vivía en la casa de campo de la familia, tocando para un público compuesto por un solo oyente y pergeñando su Cuarteto para cuerdas, y de hecho ansiaba regresar a esa clase de vida. Profesaba una muy consciente querencia por “la form a de vida al estilo neo-Thoreau”, y compartía la visión romántica de que era el cam po y no la ciudad lo que inspiraba y nutría su creatividad. Mientras fuese intérprete no tenía más remedio que vivir en la ciu­ dad, pero dijo aMonsaingeon que después de 1985 dejarían de comu­ nicarse en persona y hablarían solamente por teléfono. Algunos de sus papeles de m ediados de los años setenta nos hacen pensar que tal vez tenía ya la intención de prescindir de su ático y de encontrar otro apartamento, e incluso una casa, en una zona menos populosa de Toronto -d ijo que pensaba m ejor en los suburbios que en el centro de la ciudad-, y de vez en cuando, durante los últimos veinte años de su vida, expresó su interés por comprar una propiedad en un entorno rural que le resultara atractivo: la bahía de Bonavista y Middle Cove, en Terranova; la localidad de Baddeck, en el lago de Bras d’Or, en la isla de Cape Breton; la isla de Grand Manan, en la bahía de Fundy. Tenía un especial cariño por la isla de Manitoulin, que consideraba un lugar casi místico, al igual que los indios que desde hace mucho tiem po habitan en ella. Pero nunca estuvo del todo listo para abandonar la ciudad de manera permanente, al menos hasta finales de los setenta, cuando empezó a pensar más en serio en jubilarse. Tras la muerte de su madre llegó a visitar en efecto y a considerar la adquisición de una propiedad en la isla de Manitoulin, y pensó en comprar tierras en una de las islas que tanto le gustaban, frente a la costa de Carolina. Con la muerte de su madre, sus problemas en las manos, sus com ­ plicaciones familiares, las pérdidas sucesivas que vivió cuando tenía 503

cuarenta y muchos años, su salud aparentemente quebrantada, y seguramente también con la idea clara de que nunca iba a gozar de una relación romántica de larga duración, no es de extrañar que Gould se tornase más introspectivo en sus años posteriores. Pese a todo, nunca disminuyeron su genialidad, su exuberancia, su sentido del humor. Aún desarrollaba una cantidad de trabajo más que con­ siderable, aún expresaba un entusiasmo desbordante por sus ideas y proyectos, aún estaba repleto de planes de cara al futuro, aún gozaba de la compañía de los amigos. También es verdad que seguía estando acosado por no pocas preocupaciones, pero miraba con plena confianza hacia el futuro. “Éstos son los años más felices de mi vida”, dijo a Tim Page semanas antes de su muerte, cuando estaba sumamente animado y ajetreado en sus escritos, en las grabaciones para orquesta, en las películas y en los demás proyectos que iba a acometer en la siguiente fase de su trayectoria. Dijo Ray Roberts que “tenía los próximos diez años perfectamente planificados”. Él mismo reconoció que la muerte le había preocupado durante toda su vida, y cada vez más con el paso del tiempo. Stephen Posen, su abogado a partir de 1972, recordaba que Gould era supersticioso en lo relativo a la redacción de un testamento. Creía que le daría mala suerte, aunque en un momento determi­ nado, unos dos años antes de morir, entendió la necesidad de hacerlo. Se resistía a dedicar demasiado tiempo a esta cuestión, y cuando le señalé que mi obligación era explicarle determinadas cosas, sólo quiso entrar en los detalles necesarios. Cuando le pregunté por el debido uso de sus haberes, por la provisión de aquellas causas que fueran importantes para él, dijo simplemente: “Mire, de momento hagámoslo así. Cuando tengamos ochenta años ya haremos un testamento per­ fecto. Ésas son sus instrucciones, señor”. Y así terminó la cosa.

Mucho se ha especulado sobre la decisión de Gould, en el sen­ tido de dividir todas sus pertenencias e ingresos entre el Ejército de Salvación y la Sociedad Humanitaria de Toronto, habida cuenta de que ambas instituciones han cosechado millones de dólares desde su muerte, pero salta a la vista que ésa fue una decisión im provi­ sada sobre la marcha, que nunca se pretendió que fuera perma­ nente. Ante la obligación de nombrar a los beneficiarios de su testamento, según recuerda Posen, dijo de golpe y porrazo: “De acuerdo. Están las personas desgraciadas y los animales desgra­ ciados”. Y eso fue todo. Dejó una provisión de un fondo de cincuenta mil dólares a nombre de su padre, pero no tuvo en cuenta a ninguna otra de las personas que había tratado en vida. Tam poco había 504

planificado que la muerte le llegase a los cincuenta años, y no creyó que de ese modo hubiera puesto un orden permanente en sus asun­ tos. “H oy he hecho un testamento -d ijo a John Roberts tras salir del bufete de Posen-, pero no es un testamento real. Un día haré un testamento real de verdad.” Gould sí com entó a más de un conocido que no pensaba que fuese a vivir mucho más pasados los cincuenta, aunque difícilmente puede ser ésa una “premonición”. Si acaso, fue un destello intuitivo acerca de su hipocondría destructiva. Roberts dice que Gould fue siempre “un hombre con prisas”, que parecía impelido por la con­ vicción de que no le quedaban muchos años por delante, aunque eso no le impidió decir con plena confianza, a bastantes personas, que tenía previsto vivir hasta los ciento diez años. N i él ni nadie podía pensar que la muerte estuviera tan cerca en el verano de 1982, aunque sí es cierto que había empezado a dar la impresión de estar permanentemente enfermo. Siempre había parecido frágil, pálido, desnutrido, pero a lo largo de la última década su aspecto empeo­ raba visiblemente. Los conocidos que lo vieron por vez primera cuando tenía cuarenta y tantos años se manifestaron alarmados ante su deterioro. Tenía una apariencia enfermiza; perdía pelo, que tenía cada vez más cano; estaba hinchado y arrugado, y más encorvado que de costumbre. Parecía cansado, con los ojos p er­ petuamente enrojecidos; sus movimientos eran más lentos y más torpes que antes, además de que había empezado a tener proble­ mas oculares. Sus últimas fotografías las tom ó en Toronto D on Hunstein en septiembre de 1981, para ilustrar un p erfil que se le hizo en el número de diciembre de la revista Esquire, y si bien parece cansado y tiene los ojos enrojecidos, no se le ve m ortalm ente enferm o.24 Sin embargo, según sus amigos su apariencia se dete­ rioró todavía más a lo largo del año siguiente de que se hiciera esa sesión fotográfica. Jessie Greig se alarmó ante su apariencia física en el verano de 1982. “Estoy muy cansado, Jessie”, le dijo, y comentó que había empezado a tener problemas para recordar algunas cosas, además de que su circulación era más deficiente que nunca. Seguía consignando sus problemas médicos en sus cuadernos de notas: dolores musculares y óseos, hipertensión, molestias gas­ trointestinales, niveles altos de ácido úrico, dificultades para dor­ mir y toda clase de problemas físicos, de la cabeza a los pies. Sin embargo, nunca supo darse cuenta de que hubiera una conexión directa entre su salud y su estilo de vida, que era cada vez más ascé­ tico, más riguroso con el cuerpo. Seguía comprando sus propios fármacos a su antojo, seguía tomando cantidades cada vez más alar505

mantes de medicación. Las facturas de la farmacia que se han con­ servado hasta septiembre de 1982 indican que le fueron recetadas más de dos mil píldoras en este período, lo cual equivale a decir que ingería unas siete u ocho al día, y no eran precisamente m edica­ mentos inocuos: tomaba regularmente Valium, Aldom et, alopurinol y Librax. En las fotografías de Esquire, de hecho, no sólo parece fatigado, sino un tanto dopado. A l menos desde 1976 había ido ganando peso de manera significativa, seguramente a raíz de la medicación: no se le ve grueso ni pesado, sino hinchado. Gould temía que fuese la hipertensión lo que acabara con él, pues por ambas ramas de su familia existía todo un historial de alta ten­ sión arterial y de fallecimientos producidos por fallo cardíaco. Sin embargo, su linaje era, como mínimo, motivo de optimismo. Su madre había vivido hasta los ochenta y tres años; su padre iba a sobrevi­ vir a varios ataques cardíacos, y de hecho viviría más de quince años tras la muerte de Gould: murió en 1996 a los noventa y cuatro años de edad. Y Jessie vivió hasta los setenta. Su abuelo, Thomas Gould, a pesar de su hipocondría, vivió hasta los ochenta y seis, y su abuela paterna casi hasta los noventa. Muchos de sus antepasados de la rama Gold y de la rama Greig vivieron hasta cumplir sesenta, setenta y ochenta años. (Los escoceses, como nos recuerda John Kenneth Galbraith en sus memorias, “están hechos para durar”.) El tatara­ buelo de Gould, Isaac Gold, nacido casi doscientos años antes que él, vivió hasta tener ochenta y muchos. En el árbol genealógico de Gould, en resumidas cuentas, nada podía hacerle suponer que, incluso con su elevada tensión arterial, fuese a m orir pronto. Cumplió cincuenta años el sábado 25 de septiembre de 1982, acontecimiento que quedó conmemorado por no pocos homena­ jes en la prensa, muchos ligados al nuevo disco de las Variaciones Goldberg, aunque no hubo festejos ni celebraciones públicas. Tanto Bert Gould com o c b s Masterworks habían querido celebrar de alguna manera el aniversario, pero Gould echó por tierra todos estos planes. Estaba de buen humor y muy animado el fin de semana del 25 y 26 de septiembre, cuando habló por teléfono con muchos amigos que le llamaron para felicitarle por su cumpleaños, aunque estuvo en cambio cortante durante un breve encuentro que tuvo con Bert y Vera en el aparcamiento de su edificio (ella le había tricotado un jersey y le había preparado unos pasteles caseros). A Gould le em ocionó el artículo de Edward Rothstein en el New York Times, y se lo leyó por teléfono a no pocas personas. Todo el que habló con él durante el fin de semana (y fueron muchas personas) recuerda que estaba desbordante de entusiasmo, sobre todo por 506

Μ, Gould en la sección qite tenia, Steinw ay en los grandes almacenes Eaton, en el centro de Toronto, durante su ú ltim a sesión fo to g rá fica docum en­ tada, en septiembre de 1981. Dos imágenes más de esta sesión se p u b li­ caron en, el núm ero de Esquire de diciem bre de 1981. (Fotografía de Don Hunstein.)

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sus planes como director de orquesta. Su único m otivo de queja era un resfriado persistente que le había fastidiado a lo largo de todo el verano, y del cual sus papeles documentan un flujo constante de productos farmacéuticos: jarabe Vicks para la tos, N eo Citran, Phenogram cv (un expectorante), 222 (un analgésico con algo de codeína que se vendía sin receta), antibióticos y al menos una can­ tidad pequeña de Percodan. La tarde del lunes 27 de septiembre estaba durmiendo en una habitación del Inn on the Park, y despertó sintiéndose “no del todo bien”. Tenía un fuerte dolor de cabeza y sentía entumecida la pierna izquierda. Creyó de inmediato que era un derrame cerebral y llamó a Ray Roberts, el cual a su vez llamó al doctor John Percival. El médico, al cual Gould debía parecerle el chiquillo de Pedro y el lobo, no se mostró preocupado en exceso. Gould continuó sintiéndose p eor y notó que incluso aumentaban las dificultades del habla a medida que iba pasando la tarde. Roberts volvió a llamar al médico varias veces, y Percival, al cual le era imposible acudir al hotel en esos momentos, insistió en que llamaran a una ambulancia. Por fin, Roberts llevó a Gould a su coche en una silla de ruedas y lo tras­ ladó al Hospital General de Toronto, en College Street, en pleno centro. Peter Ostwald estudió los documentos del hospital cuando preparaba su biografía: Examinado a las 8:44 de la tarde en urgencias, se descubrió que Glenn padecía una acusada debilidad muscular en todo el costado izquierdo, incluida la cara, y cierta desigualdad en los reflejos de los tendones. No había disminuido su capacidad de respuesta a la esti­ mulación sensorial, al tacto, al dolor o a los cambios de postura. Estaba mareado, pero no tenía mayor dificultad para hablar. Su presión arte­ rial era de 12,4/9, y el pulso estaba en 104 por minuto. Se hizo un diag­ nóstico preliminar de accidente cerebro-vascular (derrame cerebral), con la consiguiente parálisis del lado izquierdo. Se sospechó que la causa pudiera ser un coágulo en una de las arterias que irrigan el hemisferio derecho del cerebro, y fue ingresado en la planta de neu­ rología para posterior observación... Los especialistas en neurología coincidieron con el diagnóstico de infarto cerebral en el lóbulo fron­ tal derecho, debido a un coágulo, que le causaba la parálisis del lado derecho en todo el cuerpo. No había indicios de hemorragia, aunque se aconsejó un escáner t a c cerebral. En él se mostró que los ven­ trículos estaban ampliados, pero sin síntomas de hemorragia grave.

A l día siguiente em peoró el dolor de cabeza que sufría Gould, al igual que empeoró su visión, y se mantenía la parálisis del cos­ 508

tado izquierdo. Aunque durmió mucho, también pudo hablar y ver la televisión, e incluso comentó algunas cuestiones financieras con Ray Roberts y jugó por teléfono a las “Veinte preguntas”. Para enton­ ces, tanto los amigos como la familia se habían reunido en el hos­ pital, y Gould pudo pasar algún tiempo con su padre y con Jessie Greig entre otros. (Estaba preocupado por el efecto que su derrame cerebral pudiera tener en el bienestar de su padre.) Esa noche, sin embargo, comenzó a dar muestras de confusión y desorientación. A la mañana siguiente, m iércoles 29 de septiem bre, el dolor de cabeza era más agudo, apenas era capaz de moverse y de hablar, y tenía complicaciones para tragar. Recobraba y perdía la concien­ cia a ratos, y se mostraba cada vez más incoherente. Empezó a irse por las ramas, a perder el control del todo -rem e­ mora Ray Robert s - Recuerdo que tuve que marcharme. Estaba cada vez más enojado, empezó a pedirme cosas que yo de ninguna manera podría haber hecho. Me tuve que marchar. Supe de manera instintiva que era mejor que no estuviera allí. Todavía recuerdo cómo insistía en llamarme. Se procedió a otra t a c -escribió Ostwald- Mostró que las estruc­ turas de la línea media estaban marcadamente desviadas hacia la izquierda, confirmando la sospecha clínica de un edema masivo en el hemisferio derecho. En la arteriografía se comprobó la obstrucción de la carótida interna derecha, una de las arterias mayores que irri­ gan el cerebro... En la radiografía de tórax se vio derramé pleural.

E l tratamiento apenas m ejoró la hipertensión craneana. Aquella tarde Gould ingresó en estado de coma en la unidad de cuidados intensivos. El jueves, 30 de septiembre, Gould estaba completamente incons­ ciente, dependiente de respiración asistida; se habían incremen­ tado las com plicaciones físicas y se le había administrado más medicación. Un electroencefalograma reveló una reducción signi­ ficativa de la actividad cerebral. A menudo había manifestado el pavor que le inspiraba la perspectiva de tener que vivir con alguna discapacidad física o mental grave, y empezaba a resultar evidente que, si sobreviviera, iba a quedar seriamente dañado. Su familia y sus amigos quedaron desolados ante el pronóstico; Bert llegó a lamentarse, y exclamó incluso: “¿Por qué él y no yo?”. En los p ri­ meros días de octubre quedó claro que Gould había sufrido daños cerebrales masivos e irreversibles, y que ya no podría respirar sin ayuda de un aparato. Sólo entonces comunicó el hospital pública­ mente los detalles de la enfermedad. 509

El domingo 3 de octubre -escribió Ostwald-, la presión arterial de Glenn había subido a 22/12,5, y tenía una hemorragia nasal casi constante, seguramente reacción a la enorme presión que tenía en la cabeza. No existía ya ninguna esperanza de que se restableciera. Se sugirió la conveniencia de retirar toda ayuda mecánica, porque el paciente en esencia se hallaba en situación de “muerte cerebral”.

Bert estuvo de acuerdo en que se suspendiera la ayuda mecá­ nica, pero com o el 3 de octubre era el cumpleaños de Vera lo apla­ zaron a la mañana siguiente. El lunes, 4 de octubre, se suspendieron los medios artificiales para mantenerlo vivo, y murió a las once de la mañana. Se llevó a cabo una autopsia dos horas después en la que se reveló que un coágulo de sangre llenaba por completo el seno caver­ noso, una vena por la cual sale la sangre del cerebro y junto a la cual se encuentra la arteria carótida interna; el coágulo, posible­ mente causado por una infección, tenía unos diez días de antigüe­ dad: ése fue el “resfriado” , la sensación de presión en los senos nasales de la que Gould se había quejado más o menos el día de su cumpleaños. Se encontró también otro coágulo de menor tamaño en la arteria carótida interna, causa inmediata del derrame que sufrió Gould. La autopsia, según notó Ostwald, también reveló “una arte­ riosclerosis en grado incipiente”, “una ampliación del lado izquierdo del corazón que es concurrente con la hipertensión crón ica”, y “un hígado ligeramente agrandado”, debido casi con toda seguri­ dad a las “insuficiencias dietéticas”. No se hallaron en cambio “anor­ malidades físicas en los riñones, la próstata, los huesos, las articulaciones u otras partes del cuerpo de las que Glenn se había quejado tan a menudo”. Los amigos y colegas de Gould rindieron sus respetos en un tanatorio, aunque el funeral, celebrado en un día lluvioso, triste, suma­ mente gouldiano, fue una ceremonia privada a la que sólo asistieron la fam ilia más inmediata y un puñado de amigos. Fue enterrado no muy lejos del edificio donde tuvo su apartamento, en St. Clair Avenue, en el Cementerio de Mount Pleasant, junto a su madre y, con el tiem po, junto a Bert. Su tumba la distingue una lápida modesta, llana, que sólo ostenta su nombre y los primeros tres com­ pases de las Variaciones Goldberg (e l escultor prescindió de los ornamentos). Cuando se celebró el servicio en su memoria en la catedral de St. Paul el 15 de octubre, la prensa y las televisiones y la radio eran un hervidero de cuentos a propósito de Gould, y el muy extendido asombro y el pesar que causó su muerte prema­ 510

tura ya se habían comenzado a transformar en una revitalización del interés público por su vida y su obra. Con el primer aniversa­ rio de su muerte, sus grabaciones habían vuelto a reeditarse, sus escritos estaban en fase de recopilación, y estaban en marcha distintos planes para confeccionar volúmenes de conmemoración y otros homenajes. Acababa de comenzar la extraordinaria vida postuma de Glenn Gould.

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NOTAS SOBRE LAS FUENTES Y AGRADECIMIENTOS

P á g in a a n terior: el cuarto que Gould utiliza b a com o alm acén en su apar­ tamento del centro de To?'onto, poco después de su muerte. (Fotografía de Lome Tulle.)

FUENTES DE ARCHIVO Y PRIVADAS La fuente de mayor importancia en que me he basado es el Archivo Glenn Gould, fondo archivístico mus 109 de la División de Música de la Biblioteca Nacional de Canadá ( n l c ),1en Ottawa, que abarca la mayoría de los efectos personales que se hallaban en posesión de Gould en el momento de su muerte. A lo largo de más de diez años, he examinado este material in situ y por medio de fotocopias y microfilmes, además de haber utilizado las bases de datos y otros recursos de investigación de la página web de Gould auspiciada por la n lc , . De cara a la preparación de este libro he estudiado todos los papeles manuscritos de Gould (cuadernos de notas, diarios, agendas, etc.), los escritos inéditos, los esbozos de composiciones, la correspondencia recibida y enviada, los papeles genealógicos, los documentos de la escuela y del conservatorio y del Festival Musical de Kiwanis, los programas de conciertos, los recortes de prensa, los registros de las sesiones de grabación, el material de promo­ ción, los premios y distinciones, así como los historiales médicos. También estudié muchos de los papeles relativos a sus asuntos de negocios y finan­ cieros, los registros de viajes, los borradores de los textos publicados, las partituras anotadas, además de los índices de los libros, las grabaciones, los vídeos, las fotografías y todos los demás objetos que se hallaban en su poder cuando murió. Aproveché también la Colección de Manuscritos de la División de Música ( m u s 229), así como los fondos archivísticos relativos a Walter Homburger ( m u s 259), Otto Joachim ( m u s 270), sir Ernest MacMillan ( m u s 7), Keith MacMillan ( m u s 239), Eric McLean ( m u s 173), Oskar Morawetz ( m u s 76), Geoffrey Payzant ( m u s 174) y Steinway and Sons ( m u s 258). 1Una ley por la cual se fundieron la n lc y los Archivos Nacionales de Canadá para formar una nueva institución, la Biblioteca y Archivos de Canadá, se a probó ante el Parlamento de la nación en mayo de 2003, cuando estaba próximo a concluir este libro.

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Dejo constancia de mi agradecimiento por la extraordinaria generosidad del personal de la n l c . Además de examinar los papeles por mí mismo, empleé las indagaciones que emprendió Cheryl Gillard, quien recibió muchos de los papeles médicos, financieros y de viaje relacionados con Gould actuando en mi nombre, y respondió a infinidad de dudas a lo largo de los años. Estoy en deuda con ella, con sus colegas de la División de Música -Jeannine Barriault, Richard Green, Timothy Maloney, Maureen N evins- y con Lise Vézeau, de la Division de Préstamo Interbibliotecario de la n l c . El archivo del gobierno federal de Canadá sobre el viaje de Gould a Rusia se encuentra en los Archivos Nacionales de Canadá, Archivos del Gobierno de Canadá, e g 25 (Asuntos Exteriores), serie g-2, volumen 7271, archivo 10417-S-40. Tuve acceso a copias de estos documentos gracias a Robert Desjardins y Hector Mackenzie, ambos del Departamento de Asuntos Exteriores y de Comercio Internacional. Quiero dejar agradecida constancia de la información recibida gracias a la Ley Canadiense de Acceso a la Información del Servicio de Seguridad e Inteligencia de Canadá (csis), los Archivos Nacionales de Canadá y la Real Policía Montada de Canadá ( r c m p ) y, gracias también a las Leyes de Libertad de Información y de Privacidad del gobierno estadounidense, del Federal Bureau of Investigation ( f b i ), del Departamento de Justicia y del Departamento de Estado, cuyos archivos se encuentran en los Archivos Nacionales de Washington. Gracias a Keith Harrington, en Southampton, Inglaterra, por su indaga­ ción sobre la historia de la familia Gould. También dejo constancia de la ayuda en la investigación genealógica prestada por los Archivos de Ontario, el Centro de Historia de la Familia de la Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día (Victoria), Alian McGillivray (Museo y Archivos Municipales de Uxbridge-Scott), Ellen Millar (Archivos del Condado de Simcoe), la señora G. M. Turner (Oficina de Registro Civil de Hampshire), y la Sociedad Genealógica Victoria. Los registros sobre el cambio de apellido, de Gold a Gould, me fueron proporcionados por la Oficina del Registro General, Ministerio de Servicios del Consumidor y la Empresa, Ontario. Quiero agradecer de todo corazón las aportaciones de personas que repre­ sentan a otros archivos e instituciones: Robert J. Barg (Yamaha Canada Music, Toronto); Tom Beiton (Archivos de Ontario, Toronto); Johanna Blask (Fundación Paul Sacher, Basilea); Lisa Brant, Jane Edmonds y Kathleen Walsh (Archivos del Festival de Stratford); Suzanne Eggleston Lovejoy (Biblioteca Musical Irving S. Gilmore, de la Universidad de Yale); Myra Emsley (Hart House, Universidad de Toronto); Peter B. Goodrich (Steinway and Sons, Nueva York); Barbara Haws y Richard Wandel (Filarmónica de Nueva York); Carol Jacobs (Orquesta de Cleveland); Jane Klain (Museo de la Television y la Radio, Nueva York); Steve Lacoste (Filarmónica de Los Ange­ les); Hilde A. Limondjian (Metropolitan Museum, Nueva York); Richard Lingner (Museo Isabella Stewart Gardner, Boston); Kathleen McMorrow (Biblioteca de la Facultad de Música, Universidad de Toronto); Denise Restout (Centro Landowska, Lakeville, Connecticut); Jonathan Summers (Archivo

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Nacional de Sonido, British Library, Londres); Karen White (Centro de Archivos Escritos, b b c , Londres) y Jan Wilson (Liga de la Orquesta Sinfónica de América, Nueva York). También estoy agradecido a muchas personas particulares que contri­ buyeron en este libro de maneras muy diversas y a lo largo de los años. Además de los que se reconocen en otros momentos, se trata de Jonathan Bellman, Ray Chrunyk, Robert Craft, Jim Curtis, Renate Fleck, Corey Hamm, Marcia Hennessy, Dale Innes, Helmut Kallmann, Sean Malone, Matthew McFarlane, Bruno Monsaingeon, Hele Montagna, Sadako Nguyen, Natalia Novik, John Oswald, Jeffrey Smyth, Michaela Steber, Bob Tren holm, Christopher Weait, Natalie Webster y Reg Whitaker.

ENTREVISTAS Realicé cerca de un centenar de entrevistas en la preparación de este libro, la mayoría entre febrero de 2001 y mayo de 2002, aunque alguna hubo incluso en mayo de 2003. En muchos casos se produjo una conversación adi­ cional y una correspondencia cruzada; algunos de los entrevistados com­ partieron conmigo materiales relacionados con Gould que se hallaban en su poder. Realicé entrevistas en persona con Angela Addison, Hugh Davidson, Peter Heron, Barbara y Carl Little, Harvey Rempel y Robert y Sara Turner. Realicé entrevistas telefónicas con Gordon Bacque, Robert J. Barg, Fran Barrault, Coenraad Bloemendal, Jean Brown (de soltera, Trott), James Campbell, Norman Campbell, Samuel H. Carter, Schuyler Chapin, Mark Childs, Jill R. Cobb, Ann Coulter, Richard Coulter, James Deak, Richard Dorsey, Kevin Doyle, Fran y Ray Dudley, Veme Edquist, Charles Elliott, Susan Englebert, el doctor A. A. Epstein, Ellen Faull, Victor Feldbrill, Patrick Fleck, Lea Foli, Sam Gesser, Norman Glick, el doctor William E. Goodman, el doc­ tor Stanley E. Greben, Stuart Hamilton, Ken Haslam, Sylvia Hunter, Becky Hutchings, Mélisande Irvine (de soltera Guerrero), David Jaeger, Otto Joachim, Gilbert Johnson, Mason Jones, Morry Kemerman, la difunta Karen Kieser, William Knorp, Susan Koscis, Ilona Kombrink, Antonin Kiibalek, Louis Lane, Ronald Laurie, Naomi Lightbourn, Kurt Loebel, Donald Logan, Ian Macdonald, John McGreevy, Edna Meyers, Franz Mohr, Oskar Morawetz, Ruth Morawetz, Marguerite Mousseau, Paul Myers, William Needles, Richard Nielsen, Tim Page, Robin Phillips, Laura Pogson, la difunta Margaret Privitello, Gladys Riskind (de soltera Shenner), John P. L, Roberts, Charles Rosen, David W. Rubin, Jean Sarrazin, Ezra Schabas, Marianne Schroeder, Suzanne Shulman, Howard Scott, Dr. William Shipman, Tom Shipton, Robert Skelton, Janet Somerville, Steven Staiyk, Henry Z. Steinway, el doctor Joseph Stephens, Robert Sunter, Lamont Tilden, Eric Till, Vincent Tovell, Lome Tulk, Helen Vanni y Peter Yazbeck. Por escrito me comuniqué con Edward J. Bond, James Kent, Nicholas Kilburn, Richard Kostelanetz, Daniel Mansolino, Verna Post (de soltera

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Sandercock), Isadore Sharp y el doctor Herbert J. Vear. Algunas personas me facilitaron copias de entrevistas inéditas que habían realizado con ante­ lación: Angela Addison (entrevistas con distintas personas de la vecindad de Uptergrove y Orillia), Rhona Bergman (con Stephen Posen), Jörgen Lundmarlí (con Kerstin Meyer), Junichi Miyazawa (con Daniel Mansolino y Eric McLuhan) y Elke Regehr (con Russell Oberlin). Patricia MacMillan me proporcionó las memorias de su difunto esposo, entonces inéditas, titula­ das “Glenn Gould y yo”, y Harvey Rempel me facilitó notas sobre Gould que había compilado su difunta esposa, Joan Maxwell. También me he basado en entrevistas con los familiares de Gould, con sus amigos y colegas, aparecidas en las anteriores biografías de Gould y en los libros Glenn Gould: Variations y The Idea o f Goidd (citadas más ade­ lante); en G lenn Goidd, un folleto publicado por el Centro Cultural Canadiense de París con ocasión de la exposición dedicada a Gould en 1986; en la mesa redonda titulada “Gould, el comunicador”, celebrada en la n l c el 25 de mayo de 1988 y publicada en el B u lle tin o f the Glenn Goidd Society (octubre de 1989); en el número especial sobre Gould de la revista suiza D u (abril de 1990); en la película titulada Thirty-tw o short f ilm s about Glenn G ould [distribuida en España con el título S in fo n ía en soledad. Un retrato de Glenn Gould] (Rhombus Media, 1993); en los documentales televisivos G lenn Gould: A P o rtra it ( c b c , 1985), G lenn Gould: E xtasis (Radio-Canada, 1998), G lenn Gould: The Shadow Genius [Glenn Gould: el genio en la som­ bra] ( c b c , en la serie “T im e and L ife ", 1998), y Glenn Gould: The R ussian Journey [Glenn Gould: el viaje a Rusia] (DocuTainment Plus Productions, et. al., 2002). La n l c me proporcionó mezclas de entrevistas con Victor Di Bello, Nicholas Goldschmidt, Bert Gould, Jessie Greig, Walter Homburger y Roxolana Roslak, realizadas para G lenn Gould: A P o r tr a it [Glenn Gould: un retrato].

ESCRITOS DE GOULD Aquí enumero tan sólo los libros y las entrevistas publicados, aunque también he estudiado emisiones y películas para las que Gould escribió los guiones, y algunos escritos no recopilados y publicados después de 1995 en la revista de la Fundación Glenn Gould, GlennGould, que dirijo. (Los índi­ ces de los números anteriores se pueden consultar en www.glenngould.ca/ index.nn.html. De cara a una bibliografía exhaustiva de Gould, véase la página web de la n l c dedicada a Gould.) Entre las entrevistas incluyo las conver­ saciones tanto improvisadas como con guión previo, así como los artículos que contienen una entrevista importante o un componente fotográfico de peso. Incluyo tan sólo las piezas principales, y no todos los artículos escri­ tos por periodistas que conversaron con Gould; he leído docenas entre los recortes de prensa; tampoco incluyo las entrevistas recopiladas en Glenn Gould: Variations, The Glenn Gould Reader y The A r t o f Glenn Gould.

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LIBROS Glenn Gould, et. al., Glenn Gould: Variations, editado por John McGreevy (1983). The Glenn Gould Reader, editado por Tim Page (1984). [trad. esp. de Bema Wang: E scritos críticos, Madrid, Tumer, 1989.] Non, je ne suis pas du tout u n excentrique, editado por Bruno Monsaingeon (1986). G lenn Gould: Selected Letters, editado por John P. L. Roberts y Ghyslaine Guertin (1992). L a S érie Schönberg [1974, guiones radiofónicos de la c b c ], editado por Ghyslaine Guertin (1998). The A r t o f Glenn Gould: Reflections o f a M u sica l Genius, editado por John P. L. Roberts (1999). Journal d’une crise, s u iv i de Con'espondance de conceit [diarios, 1977-1978 y cartas de los años de concertista], editado por Bruno Monsaingeon (2002).

ENTREVISTAS Gladys Shenner, “The Genius Who Doesn’t Want to Play” [El genio que no quiere tocar], M aclean’s (28 de abril de 1956). Gordon Parks, “Music World’s Young Wonder” [La joven maravilla del mundo de la música], L ife (12 de marzo de 1956). Jock Carroll, “Ί don’t think I’m at all eccentric,’ says Glenn Gould” [No creo ser en absoluto un excéntrico, dice Glenn Gould], Weekend Magazine (7 de julio de 1956). “Glenn Gould, entrevista con Hugh Thomson”, [radio de la c b c , 1958], en GlennGould (otoño de 2001). A t H om e w ith Glenn Gould [En casa con Glenn Gould, con Vincent Tovell, radio de la cbc , 1959], publicada en cd por la Glenn Gould Foundation (1996). Joseph Roddy, “Apollonian” [Apolíneo], New Yorker (14 de mayo de 1960); reimpresa en Glenn Gould: Variations. Betty Lee, “The Odd, Restless Way of Glenn Gould” [Extraño, incansable Glenn Gould], Globe M agazine (1 de diciembre de 1962). “Ten Minutes with Glenn Gould: A Conversation with Vincent Tovell” [Diez minutos con Glenn Gould; televisión de la c b c , 1962], GlennGould (pri­ mavera de 2003). Entreacto, entrevista radiofónica con la Filarmónica de Nueva York de James Fassett (2 de febrero de 1963), extracto publicado en cd por Sony Classical, en The Glenn Gould S ilv e r Jubilee A lb u m (1998). “Las partitas de Bach para teclado: Una conversación con Glenn Gould” [con David Johnson; notas de cubierta, 1963], GlennGoidd (otoño de 1998). Alfred Bester, “The Zany Genius of Glenn Gould” [El genio estrambótico de Glenn Gould], H olid a y (abril de 1964).

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Pat Moore, “Entrevista con Glenn Gould, pianista” [radio de la c b c , 1964], GlennGould (otoño de 1998). Richard Kostelanetz, “The Glenn Gould Variations”, E s q u ire (noviembre de 1967); reimpresa en Glenn Gould: Variatioris y en Kostelanetz, 77wee Canadian Geniuses: Glenn Gould, M arshall M cLuhan, N orth rop F rye

(2001). G lenn G ould: C oncert D ro p o u t [Renegado de los conciertos, con John McClure, 1968], G lennG ould (otoño de 2001); publicada en LP por Columbia/cBS Masterworks (1968,1984). James Kent, “Glenn Gould & Wolfgang Amadeus Mozart”, C anadian Composer’ (marzo de 1969). “Where Music and Film Meet: Glenn Gould in Conversation with Norman Aclaren” [Donde la música y el cine se encuentran], radio de la c b c , 1969], GlennGould (primavera de 2002). Gladys Houck, “Glenn Gould: Talking about Television - and Beethoven” [Hablando de la televisión y de Beethoven], Canadian Com poser (enero de 1971). Peter Goddard, “Glenn Gould is a Conjurer” [Glenn Gould es un mago], Canadian Com poser (marzo de 1972). “The Scene: Glenn Gould on Competitive Sport” [Sobre el deporte de com­ petición, radio de la c b c , 1972] GlennGould (primavera de 2003). Tony Thomas, “Glenn Gould”, Canadian Stereo G uide (verano de 1973). William Littler, “‘Retired’ pianist Glenn Gould is busier than ever... ” [Retirado, Glenn Gould está más ajetreado que nunca], Toronto S ta r (8 de diciem­ bre, 1973). Jonathan Cott, Conversations w ith Glenn Gould [entrevista para R o llin g Stone, 1974] (1984). Norman Snider, “Glenn Gould at 45” [Glenn Gould a los cuarenta y cinco], Toronto L ife (mayo de 1978). “ c b c Script from 1978” [Guión de la c b c ], GlennGould (primavera de 1996). Entrevista [1978], en Yehudi Menuhin y Curtis W. Davis, Ήιβ M u s ic o f M an (1979), basada en su serie de televisión del mismo título. Elyse Mach, Great P ia n is ts Speak f o r Themselves [Hablan los grandes pia­ nistas] (1980). Andrew Stephen, “A Rare Meeting with the Bobby Fischer of Music” [Extraño encuentro con el Bobby Fischer de la música], Sunday Tim es (16 de marzo de 16, 1980). “M ostly Music·. Glenn Gould in Conversation with Barclay McMillan” [Sobre todo música, radio de la c b c , 1980], GlennGould (primavera de 2002). Martin Meyer, entrevista: “Glenn Gould, el movimiento interior de la música”, en alemán, F on oF oru m (junio de 1981); en inglés, GlennGould (otoño de 1995). Joseph Roddy, “Glenn Gould”, People Weekly (30 noviembre de 1981). Laurence Shames, “Glenn Gould: Music for Piano and a Different Drummer” [Música para piano y un percusionista distinto], E s q u ire (diciembre de 1981).“On Bach’s Goldberg V ariations: Glenn Gould in

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Conversation with Tim Page” [Sobre las Variaciones Goldberg, conver­ sación con Tim Page] (1982), GlennGould (primavera de 2001); publi­ cada en cd por Sony Classical, en Glenn Gould: A State o f Wonder [Estado de asombro] (2002). “Glenn Gould: A Last Interview” [Una última entrevista, 1982], en David Dubai, R eflections fr o m the Keyboard: The World o f the Concert P ia n is t [Reflexiones desde el teclado: el mundo de los pianistas de concierto] (1984). También estudié entrevistas inéditas para radio y televisión que me faci­ litaron la n l c y la c b c , e individuos como John A. Miller, Tim Page y Jörg Scheuvens.

GRABACIONES DE GOULD; PROGRAMAS DE RADIO Y TELEVISION; PELÍCULAS SOBRE GOULD Todas las grabaciones en estudio de Gould para Columbia/cBS, y una amplia selección de sus interpretaciones y conciertos para radio, televisión y cine, së publicaron desde 1992 en Sony Classical, en una Edición Especial Glenn Gould. Ese mismo año, Sony Classical comenzó a publicar una Colección Glenn Gould en vídeo y el disco láser, que comprende la mayoría de sus interpretaciones para televisión y cine. Estas series exhaustivas, ter­ minadas a mediados de los noventa, han sido mis fuentes principales sobre las interpretaciones de Gould. Utilicé otros cd de Sony Classical además de la edición Glenn Gould: Glenn Gould: The Composer (1992); The Glenn Gould S ilv e r Jubilee A lb u m (1998); la interpretación (6 de abril de 1962), en Nueva York, del concierto de Brahms en re menor (1998); y Glenn Gould: A State ofWo7ider (2002), que incluye ambas grabaciones de las Variaciones Goldberg y descartes de la sesión de 1955. Entre 1993 y 1999, c b c Records publicó seis cd individuales de Gould, compilaciones de emisiones (conciertos e interpretaciones en estudio) de 1951 a 1955. c b c Records también ha publicado cajas de c d de los docu­ mentales de radio (Solitude Trilogy, T )'ilogía de la soledad, 1992) y de los retratos radiofónicos de Stokowski y Casals (2001). Las primeras grabacio­ nes de Gould, las sesiones Hallmark de 1953, las ha publicado muy recien­ temente VAI Audio en Glenn Gould: H is fir s t Recordings (1947-1953) (2001), junto con algunas grabaciones privadas que se atribuyen erróneamente a Gould y Alberto Guerrero. Todas ellas las he estudiado. Entre las ediciones no autorizadas me he aprovechado en particular de las siguientes: los diecinueve cd de interpretaciones en directo y emitidas, de Music and Arts Programs of America, entre 1987 y 1991; Glenn Goidd: C on cert de M oscou, 12 de mayo de 1957 (Le Chant du Monde/Harmonia Mundi, 1983); Glenn Goidd in Stockholm, 1958 ( b is , 1986); un CD de 1988, en Melodram, que incluye música de cámara de Beethoven (con Oscar Shumsky y Leonard Rose) y un concierto del Festival de Stratford del 7 de

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agosto de 1960; un cd de 1995, de Artistotipia/M-Classic Records, con los conciertos de Berlín y Viena de mayo-junio de 1957. También estudié grabaciones privadas, grabaciones de conciertos inédi­ tas, programas de radio y televisión para la c b c , grabaciones promociona­ les para Columbia/cBS, descartes y otras fuentes audiovisuales. Por haber tenido acceso a todo ese material estoy en deuda con Ray Roberts y el Legado de Glenn Gould; la c b c , en particular a Ken Puley (archivos radiofónicos) y a Roy Harris (archivos televisivos); Richard Green, de la División de Música de la n l c , e individuos como John Beckwith, Eitan Cornfield, Jed Distier, Yosif Feyginberg, Louis Lane, R. D. (Doug) Lloyd, Jörgen Lundmark, Fred Maroth, John A. Miller, Junichi Miyazawa, Jack Saul, Jörg Scheuvens, Ates Tanin y Vladimir Tropp.

COMPOSICIONES DE GOULD Las cadenzas del concierto de Beethoven en do mayor las publicó Barger and Barclay en 1958, pero es un disco agotado. So you Want to Write a Fugue? [¿Así que quiere usted escribir una fuga?] fue publicado por Schirmer en 1964 y sigue estando disponible. Hasta la fecha se han publicado en B. Schott Söhne, de Mainz: Cinco piezas breves para p ia n o y Dos piezas (1995); Sonata para fa got y piano (1996); Madrigal de Iieberson (1997); Cuarteto de cuerda (1999); Sonata para pia n o (2003); la transcripción del Idilio de Sigfrido, de Wagner (2003). Otras composiciones y arreglos, entre ellos obras incompletas y de juventud, se han publicado en facsímil en GlennGould. En cuanto a laa ban­ das sonoras de películas de Gould: Slaughterhouse-Five [Matadero 5] y The Term inal M an están disponibles en vídeo comercial; de The Wars [Las gue­ rras] , el productor Richard Nielsen tuvo la amabilidad de facilitarme una copia en vídeo por medio de su compañía de producción para televisión, Norflicks.

ESCRITOS SOBRE GOULD Enumero solamente los libros que han tenido un impacto directo en el mío, y sólo los artículos principales y los capítulos de libros en los que se incluyen recuerdos de personas que conocieron a Gould en persona, “b g g s " hace referencia al B u lletin o f the Glenn Gould Society (Groninga, Holanda, 1982-1992).

LIBROS Geoffrey Payzant, Glenn Gould, M u s ic and M in d [Música y mente] (1978, 1984). Glenn Gould: Variations,

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editado por John McGreevy (1983).

Michel Schneider, Glenn Gould p ia n o solo: A r ia et trente variations (1988). [trad. esp. de Joan Riambau en Versal, 1990]. Glenn Gould, p lu rie l, editado por Ghyslaine Guertin (1988). Otto Friedrich, Glenn Gould: A L ife and Variations (1989). Andrew Kazdin, Glenn Gould at Work: Creative L y in g [Glenn Gould en el trabajo: mentiras creativas] (1989). Jens Hagestedt, Wie spielt Glenn Gould? Z u einer Theorie der Inteypretation [¿Cómo toca Glenn Gould? Hacia una teoría de su interpretación] (1991). Elizabeth Angilette, Philosopher at the Keyboard: Glenn Gould [Filósofo al teclado] (1992). Nancy Canning, A Glenn Gould Catalog [discografia] (1992). NLC, G lenn G ould: D e s crip tiv e Catalogue o f the Glenn Gould Papers [Catálogo descriptivo de los papeles de Glenn Gould], editado por Ruth Pincoe y Stephen C. Willis, 2 vols. (1992). Michael Stegemann, Glenn Gould: Leben und Werk [Glenn Gould: vida y obra] (1992). Jock Carroll, Glenn Gould: Som e P o rtra its o f the A rtis t as a Young M an [Algunos retratos de artista joven] (1995). Peter F. Ostwald, Glenn Gould: The Ecstasy and Tragedy o f Genius [Éxta­ sis y tragedia del genio] (1997). Carmelo di Gennaro, Glenn Gould: L ’im m a g in a zio n e al p ia n oforte (1999). Rhona Bergman, The Idea o f Gould (1999). Glenn Goidd: A L ife in Pictures, introducción de Tim Page (2002). Mi libro anterior, Glenn Gould: The P e i fo r m e r in the Work [El intérprete en su trabajo] (Oxford: Clarendon Press, 1997), basado en una tesis docto­ ral que terminé en 1996 en la Universidad de California en Berkeley, es un estudio erudito del estilo pianístico de Gould, así como de sus interpetaciones e ideas estéticas. Aprendí mucho gracias a las biografías y autobiografías de algunos coe­ táneos de Gould en el campo de la música clásica, así como de otros que conocieron a Gould o me ayudaron a comprender su época y su medio, inclui­ dos Louis Applebaum, Leonard Bernstein, Schuyler Chapin, Van Cliburn, Leonard Cohen, Bill Evans, Maureen Forrester, Northrop Frye, Robert Fulford, Gary Graffman, William Kapell, Herbert von Karajan, Josef Krips, Stephen Leacock, sir Ernest MacMillan, Marshall McLuhan, Yehudi Menuhin, Boyd Neel, Elisabeth Schwarzkopf, Leo Smith, Ben Sonnenberg, Steven Staryk, Isaac Stern, Jon Vickers y Healey Willan.

ARTÍCULOS Y CAPÍTULOS DE LIBROS Angela Addison, “The Ultimate Soloist: A Portrait of Glenn Gould” [El solista definitivo: retrato de Glenn Gould], b g g s (octubre de 1988).

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Pierre Berton, “The Boy Who Broke the Rules”, en 1967: The Last Good Year [El chico que se saltó las reglas, en “1967: el ultimo año bueno] (1997) Humphrey Burton, “The Glenn Gould I Knew” [El Glenn Gould que yo conocí], GlennGould (otoño 2000). i Robin Elliott, “Glenn Gould and the Canadian Composer” [Glenn Gould y el compositor canadiense], N otations (septiembre de 1992). Robert Fulford: “Growing up Gould” [Gould maduro], Saturday N ig h t (diciembre de 1982); reimpreso en Glenn Goidd: Variations. Robert Fulford, “The Genius Who Lived Next Door” [El genio que era mi vecino], en Best Seat in the House: M em oirs o f a Lucky M a n [La mejor localidad del teatro: memorias de un hombre afortunado] (1988). Allan M. Gould, “Glenn Gould: The Way He Was” [Tal como era], G u ía de la ra d io de la c b c (enero de 1983). Jacques Hétu, “Variations et variants”, in Glenn Gould, p lu rie l; en ingles, en GlennGould (otoño de 1995). Silvia Kind, “Glenn Gould, the Man” [Glenn Gould, el hombre], b g g s (octu­ bre de 1988). Junichi Miyazawa, “An Entrevista with Jaime Laredo”, b g g s (octubre de 1989). Daniel Kunzi, “Una entrevista con Leonard Rose”, b g g s (octubre de 1990). Gene Lees, “Glenn Gould: A Memory”, Gene Lees Jazzletter (julio de 1998). Kurt Loebel, “Glenn Gould off the Record” [Glenn Gould extraoficial], C lavier (abril de 1984). Keith MacMillan, “Me and Glenn Gould” [1990], GlennGould (otoño de 2002). Bruno Monsaingeon, “Encounters with Glenn Gould”, GlennGould (pri­ mavera de 2000). Tim Page, “Glenn Gould: The Last Months” [Los últimos meses], [1984], GlennGould (primavera de 2001). “Albert Pratz Remembers the Young Glenn Gould” [Recuerdos del joven Glenn Gould] [1982], GlennGould (otoño de 2002). Avril Rustage-Johnson, recuerdos sin título en Peter Gzowski, The M o m in g s id e Papey's (1985). Robert Silverman, “Money and the Pianist”, b g g s (marzo de 1988). James Strecker, “Glenn Gould: Man, Musician, and Legacy - Nine Canadians talk about the legendary pianist” [El hombre, el músico, la heren­ cia: nueve charlas sobre el pianista de leyenda], b g g s (1991). Lome Tulle, “Remembeiing Glenn Gould”, GlennGould (otoño de 2000).

LISTA SELECTA DE OTRAS FUENTES CONSULTADAS Postlu d io (e n fo rm a de P re lu d io ) Peter Foster, “If Glenn Gould Were Alive Today.. [Si Glenn Gould estu­ viera vivo], Toronto L ife (octubre de 1999); Robert Fulford, “Ladies and

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Gentlemen... Glenn Gould Has Left the Building” [Damas y caballeros, Glenn Gould ha salido del edificio], Saturday N ig h t (septiembre de 1992); Carl Sagan, et. a l.,M unnurs o f Earth: The Voyage)'Interstellar Record [Murmullos de la tierra: el viaje interestelar] (1978). Primera parte, E l chico de The Beach Sobre el medio social en el que se crió Gould, he leído las historias habi­ tuales de Toronto, obras de G. P. de T. Glazebrook, William Kilboum, James Lemon, Bruce West y otros, así como libros sobre los barrios de The Beach, Uxbridge, Orillia y la región del lago Simcoe, incluida la de H. Higgins, The L ife and Times o f Joseph Gould, E x-M em ber o f the Canadian P a rlia m en t (1887). De especial utilidad fueron dos artículos de Robert Fulford: “Whose Beach?”, en Accidental C ity: The Transform ation o f Toronto [Ciudad por accidente: la transformación de Toronto ](1995), y “Beach Boy”, en The Toronto B ook: A n A n th olog y o f W ritin g s Pa st and Presen t [El libro de Toronto: antología de escritos pasados y presentes], editado por William Kilboum (1976). Entre mis lecturas sobre estas cuestiones hubo libros sobre la presencia de los escoceses en Canadá; sobre la vida religiosa en Canadá, Ontario y Toronto; sobre el metodismo y el presbiterianismo candienses, la iglesia Unida, el evangelio social; sobre la experiencia canadiense de la Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Aprendí mucho sobre el medio social de Gould leyendo ficción canadiense de mediados y finales del siglo XX. Alian McGillivray, del Museo y Archivos Municipales de Uxbridge-Scott, me proporcionó útiles informaciones, entre ellas recortes de prensa, sobre las familias Gold y Greig en Uxbridge. Sobre el cambio de apellido, de Gold a Gould, leí el artículo de John Beckwil h “Master Glen Gold”, GlennGould (primavera de 1997), y un puñado de libros sobre la vida de los judíos en Canadá y Toronto a comienzos de siglo xx. Sobre la música en Canadá y sobre todo en Toronto durante la primera mitad de la vida de Gould, he empleado copiosamente la segunda edición de Encyclopedia o f M u s ic in Canada (1992); he leído las historias al uso de Clifford Ford, Timothy J. McGee y George A. Proctor, además de basarme en publicaciones periódicas como Cariadian Revieiv o f M usic and A rt (19421948), The Canadian M u s ic J o u rn a l (1956-1962) y Canada M u sic Book (1970-1976). Otras fuentes de gran utilidad han sido el libro de John Beckwith, M u s ic Papers: A rticle s and Talks by a Canadian Composer, 1961-1994 [Papeles musicales: artículos y conferencias de un compositor canadiense] (1997); los capítulos de Beckwith sobre la música incluidos en The Culture o f C ontem porary Canada, editado por Julian Park (1957), y The A rts in Canada: A Stock-Taking at M id -C en tu ry [Las artes en Canadá: inventario a mitad de siglo], editado por Malcolm Ross (1958), así como Canadian M u sic in the 1930s and 1940s, editado por Beverley Cavanagh (1986); Arnold Edinborough, A Personal H istory o f the Toronto Symphony Orchestra (1973 aproximadamente); Robin Elliott, C ounterpoint to a City: The F irs t One H undred Years o f the W omen’s M u sica l Club o f Toronto [Contrapunto de una ciudad: los primeros cien años del Club Musical Femenino de Toronto]

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(1997); Murray Ginsberg, They Loved to Play: M em ories o f the Golden Age in Canadian M u s ic [Les gustaba tocar: recuerdos de la Edad de Oro de la música canadiense] (1998); William Kilbourn, In tim a te G ra n d eu r: One H u n d red Years at Massey H a ll [Grandeza íntima: cien años de Massey Hall] (1993); Eric Koch, The Brothers H am bourg (1997); Gordana Lazarevich, The M usical World o f Frances James and M u rra y Adaskin (1988); Sir Ernest MacMillan, M a cM illa n on M u sic: Essays on M usic, editado por Carl Morey (1997); M u s ic in Canada, editado por Ernest MacMillan (1955); Carl Morey, “The Beginnings of Modernism in Toronto”, en C élébration, editado por Godfrey Ridout y Talivaldis Kenins (1984); R. Murray Schafer, On Canadian M u s ic (1984), y Aspects o f M u s ic in Canada, editado por Arnold Walter (1969). Sobre Alberto Guerrero: John Beckwith llevó a cabo una ingente labor de investigación archivística original en Toronto, Nueva York y Chile mien­ tras yo escribía este libro, y tuvo la generosidad de compartir conmigo los resultados. Dos documentales sobre Guerrero también fueron de utilidad: uno emitido en la serie de Ken Winters para la radio de la c b c titulada C inco grandes maestros m usicales, de finales de la década de los noventa, y E l profesor de m úsica, dirigida por Patricia Fogliato (White Pine Pictures, 2001, para su serie de televisión tituladas! Scattering o f Seeds: The C reation o f Canada [Esparcir las semillas: la creación de Canadá]). Entre las fuentes chilenas se hallan Samuel Claro y Jorge Urrutia Blondel, H is to r ia de la M úsica en Chile (1973), y Daniel Quiroga, “Los Hermanos García Guerrero”, Revista M usical Chilena (mayo de 1946). Leí dos breves artículos que publicó Guerrero en la revista del Conservatorio de Toronto / Royal Conservatory, titulados “Promenade” [Paseo] (invierno de 1932) y “La discrepancia entre técnica e interpretación” (octubre de 1950). Sobre Guerrero y Gould: William Aide, Starting fr o m Porcu pin e [Empezar por el puercoespín] (1996); John Beckwith, “Shattering a Few Myths” [Destrozar algunos mitos], en Glenn Gould: Variations·, John Beckwith, “Glenn Gould, the Early Years: Addenda and Corrigenda”, en GlennGould (otoño de 1996), y Ray Dudley, “Alberto Guerrero y Glenn Gould: mi vision”, en New Jou rn a l f o r M u sic (verano de 1990). Segunda parte, Tesoro nacional Sobre Gould y el Festival de Stratford: Brandon Flowers, “Glenn Gould at the Stratford Festival, 1953-1964”, GlennGould (otoño de 1999), y John Pettigrew y Jamie Portman, Stratford: The F irs t T h irty Years, 2 vols. (1985). Sobre el contexto cultural reinante en los comienzos de la vida profe­ sional de Gould, estudié el In fo rm e de la Comisión Massey (1951) y parte de la literature a que dio pie, además de leer libros acerca de Canadá y las artes y la cultura canadienses en el periodo de posguerra. Tres volúmenes de ensayos de Northrop Frye me resultaron de gran influencia: The Bush Garden [El jardín de los matorrales] (1971), D iv is io n s on a G rou n d [Divisiones sobre el terrenol (1982) y M y th ologizin g Canada [mitificación de Canadá] (1997).

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Sobre la c b c : Karen Kieser, “Glenn Gould and the c b c ”, en Classical M u sic M agazine (marzo de 1995); linowlton Nash, The M icrophone Wars: A H istory o f T riu m p h and Betrayal at the c b c [Guerras de los micrófonos: historia del triunfo y la traición en la c b c ] (1994); Michael Nolan, Foundations: A la n F la u n t and the E a rly Days o f c b c R adio [Alan Plaunt y los primeros tiem­ pos de la radio de la c b c ] (1986), y Mary Vipond, The Mass M ed ia in Canada (1989,1992). Sobre el Cuarteto de cuerda de Gould: Robert William Andrew, The S trin g Quartet in Canada (tesis doctoral, Universidad de Toronto, 1990); Robin Elliott, “So You Want to Write a String Quartet? [¿Asi que quiere usted escri­ bir un cuarteto de cuerda?]: Glenn Gould’s Opus 1”, GlennGould (primavera de 1997) y Robert A. Skelton, Weinzweig, Gould, Schafe)·: Three Canadian S trin g Quartets (tesina de licenciatura, Universidad de Indiana, 1976). Tercera parte, A c to r de vodevil Sobre los primeros años de Gould con Columbia Records: Schuyler Chapin, “Remembering Goddard Lieberson: The Legendary Recording Executive as Artist and Businessman” [El legendario ejecutivo de grabación como artista y empresario], S ym phony (enero/febrero de 1991); John Culshaw, R in g Resounding [Resonancia del círculo] (1967); John Culshaw, “The Mellow Knob, or The Rise of Records and the Decline of the Concert Hall as Foreseen by Glenn Gould” [El botón amable, o auge del disco y declive de la sala de conciertos, tal como predijo Glenn Gould], Records and R ecord ing (noviembre de 1966); Evan Eisenberg, The R ecording Angel: The Experience o f M u s ic fr o m Am stotle to Zappa [El angel de la grabación, de Aristóteles a Frank Zappa] (1987), sobre todo “Glenn Gould”; Roland Gelatt, 77le Fabulous Phonograph (1955,1965,1977); un libro de edición nmo com­ mercial, titulado Essays by Goddard Lieberson (1957), y el homenaje de Robert Offergeld a Columbia y a Lieberson en Hi-Fi/Stereo Review (enero de 1965). Sobre la gira de Gould por Rusia: Traman Capote, The Muses A re H eard [Se oyen las musas] (1956); hay traducción española de Damián Alou en Los perros ladran (Anagrama, 1999); Sofía Moshevich, “Glenn Gould and the Russians”, GlennGould (otoño de 1997); y Boris Schwarz, M u s ic and M u sica l L ife in Soviet Russia (1972, 1983). Sobre el Comité Cinematográfico Nacional de Canadá: D. B. Jones, M ovies and M em oranda: A n In terpreta tive H is to ry o f the N a tio n a l F ilm B oard o f Canada [Películas e informes: historia interpretativa del n f b c ] (1981). Sobre Steinway and Sons: D. W. Fostle, The Steinway Saga: A n A m erican Dynasty (1995); Susan Goldenberg, S teim vay f r o m Glory to Controversy: The Fam ily, the Business, the P ia n o (1996); Franz Mohr, con Edith Schaeffer, M y L ife w ith the Great P ia n ists (1992,1995); y Ronald V. Ratcliffe, Steinway (1989). Los documentos de los archivos de ABC ilativos a la gira planeada por Gould por Australia en 1960 vieron la luz gracias a Brett AUen-Bayes.

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También me he servido de libros sobre la cultura internacional de la música clásica a mediados y finales del siglo xx, en particular dos libros de Joseph Horowitz, Understanding Toscanini [Entender a Toscanini] (1987) y The Iv o ry Trade: M u s ic and the Business o f M u s ic at the Van Clibwrn In te rn a tio n a l P ia n o C om p etition [El comercio del marfil: la música y el negocio de la música en el Concurso internacional de Piano Van Clibum] (1990), y otros dos libros de Norman Lebrecht, T7ie M aestro Myth: Great Conductors in P u rs u it o f Pow er [El mito del maestro: grandes directores en busca del poder] (1991) y When the M u s ic Stops... : Managers, Maestros and the Corporate M u rd er o f Classical M u sic [Cuando cesa la música: mana­ gers, maestros y el asesinato corporativo de la música clásica] (1996). Cuarta parte, H om bre del R ena cim ien to Sobre los medios y la teoría de la comunicación en Canadá, además de los escritos de y sobre Marshall McLuhan, mis fuentes han sido Robert E. Babe, C anadian C o m m u n ic a tio n n o u g h t : Ten F o im d a tio n a l W riters [Pensamiento canadiense sobre la comunciación: diez escritores fundacio­ nales] (2000); Peter Hall, “Innis, McLuhan and the Toronto Tradition”, C ities in C iv iliz a tio n (1998); Mass M ed ia in Canada, editado por John A. Irving (1962); Arthur Krolcer, Technology and the C an a d ia n M in d : Innis/McLuhan/Gñ'ant (1984); S. Timothy Maloney, “Three Canadian Legacies to the World of Ideas: Marshall McLuhan, Northrop Frye, and Glenn Gould”, A u s tra lia n C a n a d ia n Studies (primavera de 2002); Jean Le Moyne, Convergence: Essays fr o m Quebec (1961; edición inglesa de 1966); y Paul Théberge, “Counterpoint: Glenn Gould and Marshall McLuhan”, b g g s (octu­ bre de 1987). Sobre Gould como artista radiofónico y las influencias de su estilo de hacer radio: Andrew A llan: A Self-Portrait, editado por Harry J. Boyle (1974); A ll the B H ght Company: R ad io D ra m a Produced by Andrefiv Allan, editado por Howard Fink y John Jackson (1987); István Anhalt, A ltern a tive Voices: Essays on C ontem porary Vocal and Choral C o m p o s itio n (1984); István Anhalt, “The Making of ‘Cento’”, Canada M u s ic Book (primavera-verano de 1970); Robert Fulford, “Glenn Gould in the Age of Radio”, GlennGould (primavera de 2000); Richard Kostelanetz, “Glenn Gould as a Radio Composer” [1982], Three C anadian G eniuses: G lenn Gould, M a rsh a ll M cLuhan, N orth rop F n je (2001); Gerald Nachman, Raised on R adio (1998); y 77le Road to V ictory: R adio Plays o f Gerald N oxon, editado por Howard Fink y John Jackson (1989). Sobre el concepto del norte en Canadá y L a idea del norte: Howard Fink, “Glenn Gould’s Idea o f North·. The Arctic Archetype and the Creation of a Syncretic Genre” [El arquetipo ártico y la creación de un género sincré­ tico], GlennGoidd (otoño de 1997); Jim Lotz, N orth ern R ealities: CanadaU.S. E x p lo ita tio n o f the Canadian N o rth (1971); R. A. J. Phillips, Canada’s N o rth (1967); asimismo, los tres artírculos sobre L a idea del norte publica­ dos en Essays on Canadian W ritin g (otoño de 1996).

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Sobre Los mansos de la tierra: Matthew McFarlane, “Glenn Gould, Jean Le Moyne, and Pierre Teilhard de Chardin: Common Visionaries”, GlennGould (otoño de 2002). Quinta parte, R etrato del artista Ann Davis, 7h e L o g ic o f Ecstasy: Canadian M ystica l P a in tin g 19201940 [Lógica del éxtasis: pintura mística canadiense](1992); Susan Sontag, B ajo el signo de Saturno (1980); Anthony Storr, The D yn a m ics o f Creation (1972); asimismo, aportaciones a una mesa redonda sobre “Glenn Gould y los médicos”, de Helen Mesaros y Lynne Walter, GlennGould (otoño de 2000). Sexta parte, E l ú ltim o p u rita n o Sobre los problemas que Gould notó en las manos: John P. L. Roberts, “A Pianist’s Hands: The Implications of the Secret Diaries of Glenn Gould” [Las manos de un pianista: implicaciones de los diarios secretos de Glenn Gould], GlennGould (primavera de 2003), y Frank R. Wilson, “Glenn Gould’s Hand” [Las manos de Glenn Gould], en M e d ica l Problem s o f the In stru m en ta list M u sicia n , editado por Raoul Tubiana y Peter C. Amadio

(2000). Sobre las relaciones de Gould con Columbia/CBS en sus años posterio­ res a su carrera de concertista: Clive Davis, con James Willwerth, C live: Inside the Record Business [Dentro del negocio de las discográficas] (1975), y Robert Metz, cb s : Reflections in a Bloodshot Eye [Reflejos en un ojo enro­ jecido] (1975). Otras fuentes: Isaiah Berlin, E l erizo y el zorro: ensayo sobre la v is ió n de la h is to ria en Tólstoi (1953; hay traducción española en El Aleph, 2002); William Blaclc, “A Matter of Ifs” [Cuestión de síes], P ia n o Quarterly (otoño de 1988); Ken Forfia, “Glenn Gould’s Workshop” [Él taller de Glenn Gould], P ia n o & K eyboard (septiembre/octubre de 1995) y la conferencia de S. Timothy Maloney titulada “Glenn Gould as Conductor” [Glenn Gould como director] (1998). Fotografías y facsímiles Estoy en deuda de agradecimiento por haberme proporcionado copias de fotografías y facsímiles, además de concederme el permiso para utili­ zarlas, o bien por su ayuda con las ilustraciones de este libro, con los Archivos de Ontario; Lynda Barnett (Biblioteca de Diseño, c b c , Toronto); el Beacon H erald (Stratford); Lucy Brock, Ute Krebs y Susannah Reid (akg-images, Londres); Ellen Charendoff y Jane Edmonds (Archivos del Festival de Stratford); Walter Curtin; Doubleday Canada (Toronto); Erica-Sommer Dudley (European American Music Distributors, Miami); Cheryl Gillard y el Archivo de Glenn Gould (Division de Música, n l c , Ottawa); el Legado de Glenn Gould (Toronto), en particular Stephen Posen y Malcolm Lester; la Glenn Gould Foundation (Toronto), en particular John A. Miller; V. Tony Hauser; Don Hunstein; Andrea Knight; Allan McGillivray (Museo y Archivos Municipales

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de Uxbridge-Scott); Ruth Morawetz; Carl Morey; Kong Njo (director de arte en McClelland & Stewart); Natalie Pancer (Sony Classical, Toronto); la difunta Margaret Privitello; Karin Rees-Hofem y Elisabeth Schneider (Schott Musik International, Mainz); Marianne Scharwenka; Sean Smith (Archivos de la Universidad de York y Colecciones Especiales, Toronto); Lome Tulk; Wendy Watts ( Toronto Star) y Jay Wilson. Agradecimientos “Cualquier figura notable solo tiene que vaciar sus papeles fotocopiados en el despacho del editor para que su biografía esté lista en cuestión de horas,” escribió en su día McLuhan. Ojalá fuera así. En realidad, he descu­ bierto que escribir la biografía de una gran figura, recientemente desapare­ cida, es una tarea inconcebible sin las aportaciones de decenas de personas deseosas de prestar con generosidad su tiempo y su energía. A pesar de expri­ mir al máximo mis recuerdos y mis archivos, dudo mucho que haya ati­ nado a dar las gracias a todas las personas que me han ayudado en este libro, si bien ésa ha sido mi intención. Sólo puedo pedir de todo corazón discul­ pas a cualquier persona cuya ayuda haya olvidado reseñar en estas pági­ nas. Por el contrario, todo el que me haya ayudado en mi investigación ha de saber que le estoy agradecido: sin todos y cada uno de ellos, este libro habría sido una cosa más bien magra e insípida. Gracias pues a unas cuantas personas además de las antes menciona­ das, empezando por Shelagh Rogers, quien en la mañana del 26 de septiembre de 1999, en el Estudio Glenn Gould de Toronto, con toda inocencia plantó en mí la semüla de la cual ha brotado este libro. Estoy inmensamente agradecido al Legado de Glenn Gould y a su eje­ cutor, Stephen Posen, por haber prestado su apoyo a este proyecto desde el principio, sin exigir ninguna autoridad sobre mi texto, y en especial por haberme proporcionado acceso sin restricciones a todos los materiales de Gould que se conservan en la Biblioteca Nacional de Canadá y en otros luga­ res, así como por permitirme citar los escritos inéditos de Gould, y por per­ mitirme reproducir fotografías y facsímiles. Mi agradecimiento también, entre el personal del Legado, a Malcolm Lester y David T. Ullmann. Tengo contraída una deuda enorme con John A. Miller, director ejecu­ tivo de la Fundación Glenn Gould, que ha apoyado mi investigación sobre Gould de manera muy variada a lo largo de los años, y que me ha propor­ cionado más informaciones útiles de las que ahorapodría recordar; además, por sí solo fue el responsable de que yo encontrase editor para este libro. McClelland & Stewart, la editorial, me ofreció un contrato por este libro antes de haber escrito una sola palabra, a pesar de mi carencia de creden­ ciales como escritor de libros para el gran mercado, y esta generosa mues­ tra de confianza quiero agradecérsela al presidente y editor* Douglas M. Gibson, y al editor asociado del departamento de no ficción y editor ejecu­ tivo, Jonathan Webb. Ver el libro en sus diversas fases de producción, desde la corrección de estilo y las galeradas hasta la promoción y los permisos, fue mucho menos oneroso de lo que supuse, por todo lo cual estoy en deuda con

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la profesionalidad, la amplitud de miras y el buen humor de Alex Schultz, editor del mismo, de Adam Levin, editor de mesa, y de Marilyn Biderman, directora de derechos y contratos. Tengo una deuda de gratitud con las personas que leyeron parte del manuscrito (en algunos casos la totalidad), y cuyos comentarios me sirvie­ ron para evitar muchos errores y malentendidos: William Aide, John Beckwith, Ray Dudley, el doctor David Goldbloom, Stuart Hamilton, Otto Joachim, Nicholas Kilburn, Timothy Maloney, John A. Miller, Carl Morey, Tim Page, Gladys Riskind, John P. L. Roberts, Ezra Schabas, Vincent Tovell y Lorne Tulk. Gracias también a mis amigos, Janet Munsil y Neil Reimer, por sus comen­ tarios sobre el manuscrito; al doctor Arthur J. MacGregor y a Karen Wreggitt por sus expertos consejos; al Saturday Breakfast Club (Linda Hunt, Lois Kelly, Don Miller, Mary Mouat y Gwen Taylor); a Billy, Sandy y todos los del Re-Bar y el Seahorses Café, donde pasé algunas de mis más gratas horas de trabajo. Por ultimo, estoy hondamente en deuda con mi compañera, Sharon Bristow, por haberme apoyado en el trabajo en este libro sin flaquear ni un instante, y por haberme apoyado de infinidad de maneras a lo largo de los últimos cuatro años, tanto en los momentos de desolación y de hundimiento como en las fases de más equilibrio en el gobierno de la nave. Estuvo ahí siempre que la necesité, y me ayudó a aclarar mis brumosos pensamientos acerca de la vida de Gould, además de haber estado ahí siempre que nece­ sité un comentario inteligente, no musical, sobre el texto terminado. A ella y a los leales compañeros que he nombrado con ella en la dedicatoria, mi cariño y mi agradecimiento por su ayuda al hacer de este proyecto, y de todo lo demás, algo que de veras valga la pena. Brentioood Bay, B ritis h Colum bia 6 de agosto de 2003

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POSTLUDIO 1

El productor de la película, Niv Fichman, recuerda que una noche, a horas ya

avanzadas, en 1980, junto con dos amigos -jóvenes estudiantes y enfervorizados admiradores de G ould- vio al pianista salir de un hotel de Toronto con una bolsa de basura y luego entrar en su Lincoln Continental. El trío lo siguió por espacio de una hora, hasta verlo detenerse ante la marquesina de una parada de autobús. Allí arrojó la bolsa de basura y siguió su camino en coche. No se resistieron a la tentación de rescatar la bolsa de basura, que contenía solamente peladuras de pomelo y números atrasados del Globe and M a il.

PRIMERA PARTE 1Las indagaciones sobre cambios de nombre solicitados en la Oficina del Registro revelaron que Bert no realizó un cambio formal de su apellido hasta el 5 de diciembre de 1979, a fin de poder casarse legalmente con su segunda esposa con el apellido Gould. Las indagaciones no aportaron datos sobre Gould, su padre o su abuelo desde el perí­ odo que arranca en tomo a las Segunda Guerra Mundial, con lo que se deduce que el cambio de nombre de la familia tuvo un carácter informal y que de acuerdo con la ley el señor Gould todavía se llamaba Glenn Herbert Gold en el momento de su muerte. 2 Para acabar de enmarañar el asunto, el nombre de pila de Gould con frecuen­ cia aparece escrito como “Glen” en diversos documentos (incluso de carácter oficial) desde sus primeros años de vida, y el propio Gould empleó siempre ambas grafías de manera indistinta. De hecho, resulta difícil hallar una muestra de su firma autografiada en la que se pueda discernir con total claridad una segunda ene. A su pro­ ductor discográfico, Andrew Kazdín, Gould le ofreció una pobre explicación·, no había tardado en advertir que si empezaba a escribir la segunda ene sería incapaz de parar y acabaría por escribir tres. 3El evangelismo agresivo del metodismo decimonónico sin duda marcó al abuelo de Gould -hijo de un pastor, había nacido en el seno de una parroquia metodista- y probablemente también ejerció cierta influencia en Bert. 4También Bert Gould tenía antecedentes escoceses: el padre de su madre, Andrew T. Home (1830-1910, aprox.), un tendero de la zona de Uxbridge, era oriundo de Escocia.

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5Sin embargo, no se conserva ninguna partitura. Según un artículo que por enton­ ces publicó el Weekly M a il al respecto, “la señorita Joan Dobe, de Londres, Inglaterra, crítica y autora teatral, ha pedido la composición de Glen [sic] para su correlación de artes creativas destinadas a los niños”, sea lo que fuere que esto signifique. 6A quienes estén familiarizados con las proclividades adultas de Gould les diver­ tirá saber que obtenía las peores notas -aprobados raspados- en contrapunto y forma. 7“Uno de los alumnos del que Glenn hablaba constantemente era Malcolm Troup -recuerda Ray Dudley, otro discípulo de Guerrero-, Verá usted: Troup tenía una per­ sonalidad muy fuerte. Era unos tres años mayor que Glenn, y creo que ejerció en él una influencia enorme. Troup apostaba por la radicalidad en todo lo que hacía: en su manera de vestir, en su modo de hablar, incluso en cómo escribía. Componía ensa­ yos largos y enrevesados acerca de cualquier asunto peregrino, y luego los leía en clase. Me parece que Glemi lo escuchaba fascinado. Y Troup solía acudir a clase con agujeros en los calcetines o con atuendos que parecían bastante sucios y andrajo­ sos. Siempre trataba de que su aspecto causara sensación.” 8 En enero de 1946, Hindemith realizó su primera y única visita a Toronto y dio una conferencia en el conservatorio. Resulta difícil imaginar que Gould se perdiese un acontecimiento de semejante magnitud, pero no se hace mención del mismo en sus escritos, entrevistas o material inédito. Por entonces sólo tenía trece años, de manera que era todavía un “perfecto reaccionario”; tal vez no logró armarse del entu­ siasmo necesario para asistir. 9 Muchos otros pianistas conocidos por discriminar el matiz y por el desprecio por los artificios virtuosistas también adoptaban una postura inusitadamente baja; entre ellos se cuentan dos de los ídolos pianísticos de Gould: Arthur Schnabel y Rosalyn Tureck. 10 D e adulto, Gould se volcó en la tecnología en un intento p o r mejorar el sis­ tema físico defendido por Guerrero. A menudo empleó una unidad de terapia ultra­ sónica sobre sus hombros y brazos, con el objetivo declarado de “lesionar” o “mermar” el tejido muscular “hipertrofiado” de esas áreas, y contribuyendo así a mantener la espalda como único centro de apoyo y fuerza. El biógrafo de Gould, Peter Oswald, psiquiatra especializado en los problemas físicos y mentales de los músicos, calificó sus teorías acerca del ultrasonido como “altamente improbables, cuando no verda­ deramente peligrosas”. 11Guerrero desarrolló el método en Chile. Como ya escribió William Aicle, “Guerrero asistió a un circo itinerante y vio cómo un niño chino de tres años realizaba una incre­ íble danza llena de complejidades impresionantes. Guerrero fue a los bastidores a conocer al niño y averiguar el secreto de su entrenador. El profesor-entrenador le mos­ tró cómo colocaba sus manos sobre el niño y movía sus miembros, mientras el niño permanecía quieto y relajado. Entonces le pidieron al niño que repitiera él los mismos movimientos”. El niño aprendía de este modo a realizar los movimientos de una manera instintiva y relajada.

SEGUNDA PARTE 1A Gould le parecían deplorables los “ostinatos interminables” de Schubert, si bien admiraba “el uso natural del ostin a to" que hacía Schönberg'; es la clase de con­ tradicción propia de su estética, muy llena de prejuicios. 2Gould y Evans se admiraban mutuamente y eran amigos. (Gould llamaba a Evans “el Scriabin del jazz”.) A comienzos de los sesenta, el músico de jazz y escritor cana­

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diense Gene Lees sugirió que ambos pianistas reseñaran las respectivas grabaciones del otro en H ig h F id elity , a lo que accedieron, aunque finalmente Evans se echó atrás. Lees los presentó (por teléfono) cerca de 1970, y desde entonces hablaron con fre­ cuencia. Según el biógrafo de Evans, Peter Pettinger, éste grabó C onversations w ith M yself, en 1963, con el Steinway del propio Gould. 3A pesar de que a menudo se le consideró defensor de la “músicabarroca", Gould tocó pocas obras de dicho período aparte de las de Bach: solamente algo de Scarlatti y Handel, y el Pasacalle de Couperin-Guerrero. Admiraba a algunos otros composi­ tores barrocos, incluidos Purcell y Rameau, pero nunca interpretó su música, 4 “Tomó muchísimo de mí -aseguró Tureck en una entrevista de 1985-. Al escu­ char sus discos me oigo tocar a mí misma, porque era la única en el mundo que rea­ lizaba esas fiorituras. ” Fulford recuerda haber oído a Gould, en tomo a los veinte años, demostrar por qué su interpretación de una partitura de Bach era superior a la de una grabación realizada por “una de las mejores intérpretes de Bach de la época”. ¿Se trataba de Tureck? ¿Acaso nos hallamos ante un caso de asesinato simbólico de “la madre”? 5 Glenn Plasldn entrevistó a Gould con el fin de recabar información para su bio­ grafía H o ro w itz (1983). La entrevista, realizada por teléfono, y que nunca se hizo con intención de publicarse, acabó ahondando más en Gould que en Horowitz, y al final Plaskin ni siquiera citó a Gould en su libro. 6 “En aquella célebre ocasión -escribió Gould en una carta de 1959- participé en calidad de conferenciante invitado en una serie de charlas que organizaba la Universidad, y me pidieron que preparara una intervención de 50 minutos. No sé muy bien cómo -¿tal vez a causa de los treinta, nada más y nada menos, ejemplos musicales que dio?-, pero se extendió a una hora y treinta y cinco minutos, y el direc­ tor adjunto del Real Conservatorio por fin irrumpió en la tarima y me informó de que estaba infringiendo el horario de la reunión anual de Navidad, y me pidió que tuviera la amabilidad de zanjar de una vez por todas la cuestión de las inversiones del último movimiento, y que hiciera el favor de cerrar la boca y marcharme de una vez.” Sylvia Hunter, antigua alumna de Guerrero, recuerda: “N o creo que ninguno de los presen­ tes en la sala tuviera la más remota idea de lo que estaba hablando”. 7 “Empecé a estudiar las V a riaciones Goldberg mucho antes de grabarlas, tal vez hacia 1950”, dijo Gould en una entrevista de 1959. “Se trataba de una obra que aprendí completamente por mi cuenta. Nunca di una verdadera clase de estas piezas con nadie y, de hecho, fue una de las primeras obras que aprendí exclusivamente sin mi profe­ sor. Es una obra de la que me formé una opinión relativamente pronto, mucho antes y con mayor decisión que en el caso de la mayoría de las obras que por entonces for­ maban parte de mi repertorio. Y por ese motivo creo que es una obra acerca de la cual he cambiado menos de opinión en los últimos años, en comparación con otras muchas.” 8 El Festival Trío apareció con posterioridad al menos en una ocasión en la radio de la cbc, el 15 de junio de 1954, en una interpretación del T tio p a ra p ia n o en si bem ol m a y o r de Schubert, realixada para el programa c b c C oncert H a ll (no se conservan grabaciones de ella). s El 18 de julio, según los archivos de la c b c , Gould acompañó al violinista Alexander Schneider y a la violoncelista Zara Nelsova en el Teatro del Festival interpretando música de cámara de Bach, Beethoven y Brahms. La actuación se emitió (supuesta­ mente en directo) por la cadena de televisión de la c b c en Toronto, Ottawa y Montreal, en la serie S u m m e r F estiva l (¿y acaso también por la radio?); no se conserva ningún documento visual, apesar de que las grabaciones del Trío “Fantasma" y el Allegretto

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en si bemol mayor op. 39 de Beethoven sí se conservan, y el sonido no hace suponer que se realizaran en presencia de público. 10Gould había conocido - o cuando menos visto- a Keith MacMillan cuando tenía siete años y asistió por primera vez a un concierto de la Sinfónica de Toronto. En una remembranza de mediados de los setenta esciibió: “Estaba sentado con mis padres justo detrás de dos jóvenes del Upper Canada College apenas unos años mayores que yo, que según mi madre eran hijos de sir Ernest. No tengo la menor idea de cuá­ les eran sus fuentes, pero mi madre tenía por costumbre recabar ese tipo de infor­ mación, especialmente cuando podía convertirla en un objetivo propagandístico. Iban impecables, de punta en blanco (ése era el objetivo propagandístico, puesto que por aquel entonces yo no era ni mucho menos el referente estilístico de mi círculo social), de manera que mi madre los declaró el modelo mismo del decoro al que yo debía aspi­ rar. Los detesté en el acto”. 11 El 19 de octubre de 1955, Gould actuó en un homenaje que la radio de la

cbc

dedicó a Mann, fallecido poco antes, para el cual ofreció una interpretación a toda máquina de la Sonata op. 111 de Beethoven, de la que tanto se habla en D o ctor Faustus. A comienzos de los sesenta, habló de hacer un documental radiofónico sobre Mann. 12 Tales motivos de cuatro notas han sido utilizados de manera recurrente en la música contrapuntística desde el Renacimiento, y cuando (com o en este caso) se emplean en un tono menor, las formas melódicas resultantes tienden a arrojar sobre la música un tinte “patético”, como en obras fúgales que comprenden desde el coro de “Y con sus franjas”, del M esías de Handel, hasta “Cool”, de West S ide Story. Un motivo de cuatro notas “patético” es común a los cuartetos del Beethoven tardío, op. 131 y 132, y la Grosse Fuge, op. 133; de esta última tuvo conocimiento Gould a través de Morry Kemerman a principios de los años cincuenta. Gould nunca mencionó al Beethoven de la última época entre las influencias de su cuarteto, si bien las permu­ taciones de su motivo a menudo guardan parecidos sorprendentes, sobre todo, con la introducción lenta del op. 132 y la Grosse Fuge. 13“Puedo tocarlo entero al piano -d ÿ o Gould en una ocasión-, salvo en unos pocos momentos en los que necesito que otro pianista se ocupe de la parte del violoncelo. Sin embargo, resulta tan agotador que debo guardar cama dos días después del esfuerzo.” Se le puede oír tocar un pasaje de su cuarteto en la entrevista radiofónica que realizó en 1959 para la

cbc,

A t H om e w ith G lenn Gould.

'

14 Gould aludía al Cuarteto p a ra cuerdas como su “Opus I”, y así fue catalogado en la cubierta del elepé de Columbia, aunque no en la partitura publicada o en la gra­ bación de la

cb c.

TERCERA PARTE 1En 2001, Denise Restout, antigua alumna de Landowska, además de su ayudante y compañera sentimental, directora del Centro Landowska de Lakeville, Connecticut, me escribió así: “Landowska escuchó a Glen Gould en un par de ocasiones y le pare­ ció que albergaba un gran talento para la música, aunque definitivamente no apreció sus excentricidades [sic].” 2 Gould admiraba enormemente a Szell como músico, y lo situaba a la altura de Bernstein, Ormandy, Karajan, e incluso Toscanini, pero al parecer no aprobaba su acti­ tud mordaz y dominante. Admiraba asimismo a la Orquesta de Cleveland, que tam­ bién grababa para Columbia, pero la primera vez que pensó en grabar con ésta fue

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en 1971, el año siguiente a la muerte de Szell. Nunca simpatizó con la estirpe de directores tiránicos. Deploraba el divismo de Toscanini, y se negó a actuar con la Sinfónica de Chicago a las órdenes del intimidatorio Fritz Reiner. 3 Al día siguiente, Gould y el mismo cuarteto grabaron la pieza para el Servicio Internacional de la cbc, a pesar de que años después Gould se referiría a la de Brahms como “una obra por la que no siento extremado cariño” y “una pieza muy difícil de ejecutar”. 4 Un informe interno del Departamento de Estado, fechado el 13 de febrero de 1957, donde se recoge la conversación sobre el asunto, se encuentra ahora en los Archivos Nacionales de Washington. Podría suponerse que una gira tan destacada por Rusia y además en 1957, el momento culminante de la Guerra Fría, debería haber lla­ mado la atención de las agencias que garantizan el cumplimiento de las leyes tanto en Canadá como en Estados Unidos; a fin de cuentas, el Servicio de Seguridad de la Real Policía Montada de Canadá abría por entonces expedientes a cientos de miles de ciudadanos canadienses. Solicité oficialmente información acerca de Gould a los Archivos Nacionales de Canadá, a la rc m p , al Servicio de Inteligencia y Seguridad Canadiense (el csis, descendiente del Servicio de Inteligencia de la rc m p ) y al Ministerio de Justicia estadounidense, pero no se halló ninguno. Cabe la posibilidad de que existieran expedientes sobre Gould en algún momento, pero se eliminasen con el paso de los años (al igual que ocurriera con muchos otros expedientes), pero por el momento tan sólo podemos concluir que la gira soviética de Gould no lo convirtió en objeto de investigación ni por parte de la hcm p ni del fb i. 6 Se conservan grabaciones de ambas actuaciones, que el sello Melodiya editó en Rusia en vida de Gould. No hábía dado su consentimiento para la edición, y cuando las escuchó, casi al final de su vida, su sorpresa fue mayúscula, pues no sabía que el concierto se hubiera grabado. Describió las interpretaciones como “rebosantes de energía” y casi dignas de darse a conocer en forma de disco, a pesar de la flagrante entrada errónea que hizo la orquesta cerca del final del concierto de Bach. 6 Mientras preparaba su documental para televisión G len n Gould: The R u ssia n

Journey (2002), Yosif Feyginberg descubrió un casete con la grabación de esta actua­ ción en posesión del pianista y profesor Vladimir Ίϊορρ, y ambos estuvieron de acuerdo en compartir el hallazgo conmigo. Se trata de una mezcla incompleta que solamente incluye grabaciones de obras de Sweelinck, Webern y Krenek. Aunque se grabó todo el recital-conferencia, con el paso de los años las cintas originales se perdieron o fueron robadas, y actualmente sólo se conservan las fundas etiquetadas de las cin­ tas, vacías, en el archivo del conservatorio. 7 Hasta los años sesenta, Columbia Records no trabajó en Europa, de manera que las grabaciones de Gould se distribuían y se promocionaban por medio del sello Philips, que también ofreció apoyo a sus giras de conciertos por Europa. 8 Gould recibió en una ocasión una carta del hijo de Busoni, que le confesaba que entre todos los intérpretes modernos era Gould quien más le recordaba a su padre. 9 A Stephen Leacock le hizo gracia que en Orillia una vez lo presentaran en mía cena como “mío de los humoristas más destacados al este de Simcoe”, e incluso en 1940 tuvo problemas para cobrar un cheque en un banco local porque el cajero no lo reconocía, a pesar de haber cosechado una fama internacional durante décadas. 10 Ese fue su segundo brote en dos meses de lo que él mismo denominó “emperadoritis”. ¿Se trataba acaso de cancelaciones por conveniencia? A fin de cuentas, nunca sintió mucho aprecio por la pieza. En una carta que escribió a Peter ïazbeck poco después de tocar el concierto en Victoria, en diciembre de 1955, le explicaba que se sentía, “al estudiarla de cerca, cada vez menos satisfecho con la obra en sí. N i el

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segundo ni el tercero [de los movimientos] están bien concebidos en mi opinión. El tercer movimiento es una creación especialmente pedante y carente de inspiración. [...] P.D. Por favor, no muestres la susodicha crítica de Beethoven a nadie que no me conozca de antemano, pues podría llevarse la impresión de que soy un completo maja­ dero. ¡Y tal vez sea cierto!” 11 A l parecer, la BBC no conserva las cintas originales, y el Archivo Nacional de Sonido de la Biblioteca Británica no grabó los programas que se tran^útieron por antena. A menos que algún coleccionista privado grabara estos recitales, debemos suponer que se han perdido. 12 Solamente se puede oír a Gould tocando el Chickering en G lenn G ould: O ff the Record, de la nfb, y en algunas de sus grabaciones privadas. 13Gould y Schonberg habían coincidido tan sólo en una ocasión, a través del depar­ tamento de promociones de Columbia Records, en lo que Schonberg describió como un almuerzo muy incómodo, que fue a peor cuando Gould se burló con som a del interés de Schonberg por las piezas de piano románticas y oscuras. Gould nunca había apreciado el estilo crítico o los gustos musicales de Schonberg. Después de la reseña sobre Brahms, empezó a parodiar a Schonberg bajo el nombre de “Homer Sibelius”, crítico musical del “N ew York Square’’, y le complacía hacer circular el bulo de que la carrera de Schonberg como crítico musical había estado precedida por una plaza en la sección de deportes. En una carta dirigida a Diana Menuhin, en 1966, asegu­ raba que “¡cualquier cosa de la que Homer Sibelius pueda enterarse el lunes, puedo saberla yo el domingo!”. 14 Nunca volvieron a actuar juntos. Gould canceló una aparición junto a la Filarmónica de Nueva York en 1963, por motivos de salud, y lo sustituyó en el último instante André Watts, de dieciséis años, cuya carrera recibió un gran impulso a raíz de ese concierto. Sin embargo, la carrera de Gould como concertista para entonces ya había concluido a todos los efectos, y esto n o demuestra que se hubiera enemis­ tado con Bernstein, como algunos han asegurado. Dos meses después de los con­ ciertos de Brahms, Gould mantuvo conversaciones con Columbia acerca de grabar la Burleske de Strauss con Bernstein, que quizá se podía emparejar con la suite L e bourgeois G en tilh om m e o la Ta n zu ite a la manera de Couperin, en conmemoración del centenario de Strauss en 1964, si bien el proyecto no llegó a materializarse. Con el tiempo dejaron de verse, pero ese hecho refleja tan sólo un estrechamiento del círculo de contactos de Gould tras su retirada de su vida como concertista. 16Una carta escrita en 1959 por Applebaum a Walter Homburger revela que Gould había sugerido dar un concierto en 1960 “a dúo con Van Cliburn”, pero que no llegó a materializarse. Más adelante, le planteó a Clibum una oferta sin fecha de caduci­ dad para dar un concierto en Stratford ( “cuanto más estrambótico, mejor”). 16 Dos ejemplos, ambos de Bach: una entrada de contrabajo (compás 25) en la F u g a en do m e n o r del Libro I de E l clave bien tem perado; y mía nota omitida (melo­ día, compás 178) en el final del C oncierto ita lia n o, en la que es mía de sus grabacio­ nes más brillantes. 17En las notas de cubierta, Gould se refiere al K. 491 como a “un concierto no muy logrado”, y en 1974 explicó en una entrevista que fue “el único concierto de Mozart que he grabado porque es el único del que podría decir que no me disgusta”. En 1959 había mencionado su deseo de hacer un álbum de conciertos de Mozart con una orquesta de cámara y sin director, del mismo modo que lo habían hecho Serkin y Bernstein, otorgándole un enfoque “relajado e informal”, y en cierto momento sugi­ rió a John Roberts que incluso cabía la posibilidad de que grabara todos los concier­ tos de Mozart. Había estudiado a fondo la C oronación, K. 537, y otros de los conciertos

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bajo la tutela de Guerrero. Durante su época de concertista, él y Homburger anun­ ciaron en valias ocasiones que estaban deseando programar el C oncierto en sol m a y o r y el C on cierto en la m a y or, K. 453 y 488 respectivamente. En 1970 habló de tocar el C oncierto en do m ayor, K. 503, en televisión. Sin embargo, finalmente nunca inter­ pretó en público y no grabó ningún otro concierto de Mozart a excepción del K. 491. 18 A propósito de este primer movimiento, Gould comentó en una ocasión a John Beckwith: “Se trata de una pieza pésima; quiero pasar directamente al final”. 13

Por desgracia, nunca llegó a realizarse un programa temático especialmente

prometedor. A finales de los cincuenta, a un productor de la

cbc

se le ocurrió la bri­

llante idea de reunir a Gould con otro de los pianistas de talla mundial de Toronto, Oscar Peterson. A ambos les entusiasmó la idea y se planificó un programa de noventa minutos relacionado con la música clásica y el jazz, en el que cada uno de los pianis­ tas tocara en solitario, acompañado por un pequeño conjunto, y con una orquesta en pleno, y que intercambiaran pareceres en una conversación. Se fijó una fecha para la grabación, el 26 de abril de 1960, pero a causa de los incesantes problemas de calen­ dario que tanto Gould como Peterson teman, el programa nunca se hizo realidad. Cada pocos años -hasta en fechas tan avanzadas como mayo de 1982-, la

cbc

proponía a

Gould nuevos proyectos para un encuentro Gould-Peterson, un programa donde ambos charlaran y tocaran o una entrevista conjunta, pero aunque su interés seguía vivo, nunca se comprometió. Peterson refirió a Timothy Maloney que Gould no se presentó a una reunión que habían concertado para discutir el programa original de 1960, y no ofreció explicación alguna; Peterson se molestó, y después de aquello se mostró menos dispuesto a trabajar con Gould. Curiosamente, aunque los dos pianistas vivían en la misma ciudad y sentían admiración mutua, nunca llegaron a conocerse. 20

Los primeros bosquejos de Gould para ¿ A s í que quiere usted e s c rib ir una fu g a ?

datan de 1958. Aquel año se anunciaba en Globe M agazine·. “Este verano ha traba­ jado febrilmente en un programa de noventa minutos para la

cbc

titulado H is to r ia

de la fu g a desde el siglo x v i hasta la actualidad. El programa se ha grabado poco a poco, [y] probablemente se emitirá a lo largo del próximo año. [... ] El chascarrillo del programa es algo muy tentador, titulado ¿ A s í que q u iere usted e s c rib ir una fu g a ? Gould no puede evitar sonreír al respecto, [y] dice que probablemente sonará un tanto chabacano”. El porqué de la interrupción de su trabajo es un misterio.

CUARTA PARTE 1Se ha perdido esa nota de Stravinsky, aunque la respuesta de Gould, dos líneas fechadas el 9 de mayo de 1961, sí sobrevive en el Archivo Stravinsky de la Fundación Paul Sacher, en Basilea (Suiza). 2 En una carta que data de finales de 1965 sostuvo que esta monografía era “en realidad tan sólo un esbozo preparatorio para im trabajo de dimensiones mayores, que se me ha encargado escribir para el año que viene”. Pero nunca llegó a escribir ese libro. 3 A lo largo de los años, Gould rechazó también muchas propuestas para que se presentase su candidatura al máximo galardón honorífico otorgado en su país, la Orden del Canadá. Le repelían en todo ello las implicaciones competitivas de la “estra­ tificación” en varios niveles jerarquizados con que se concedía la Orden. 4 En un documento de una compañía aseguradora, que data de 1962, Gould cal­ culó que el valor total de sus pertenencias -pianos, mobiliario, cuadros, equipos de

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grabación y equipamiento m édico- rondaba los 19.800 dólares, algo más de lo que serían a día de hoy unos cien mil dólares. 5 La totalidad en las In ven cion es que finalmente se publicaron fueron grabadas en dos sesiones, en marzo de 1964, casi todas en una primera y única toma. Gould señaló en 1966 que previamente había intentado llevar a cabo una grabación integral de las In ve n cion es ya en 1955 y en 1963, “y en ambas ocasiones rechacé los resulta­ dos a la primera”. * 6Éste fue el primer disco de Gould que se publicó solamente eri formato estéreo. Sus discos se editaron en formato monoaural sólo hasta el verano de 1958, y a partir de entonces, y hasta 1967, en ambos formatos. 7 Éste fue el primer disco de Gould que ostentó el nuevo sello, “Obras maestras de

c b s ",

en vez de “Obras maestras de Columbia”, como era habitual hasta entonces.

8 John Roberts se encontraba en el apartamento de Gould cuando éste recibió un paquete que contenía la partitura del concierto, que Gould aseguraba no haber estudiado nunca. Tenía que comunicar a Columbia de una vez por todas si iba a gra­ barlo o no, de modo que decidió leer por encima la partitura allí mismo, según la recibió. Años más tarde, Roberts escribió acerca de lo ocurrido en esos momentos: “Tocó sin previo aviso, como si tal cosa, el primer movimiento íntegro, incluida la cadenza, sin dar una sola nota en falso, sin el menor defecto. El último movimiento lo repentizó también sobre la marcha, a una velocidad endiablada y de nuevo sin tacha. Aquello sonaba como si fuese Horowitz, pero mejorado. A l terminar, Gould va y dice: ‘No sé, tengo la impresión de que esto no está hecho para mí’, y cierra la parti­ tura”. Posteriormente, a la vista está, cambió de opinión, al menos temporalmente. 9En su apartamento tenía dos pianos para ensayar: el viejo Chickering de media cola y un Steinway Modelo B, construido en 1923. Según un comentario publicado en 1979, el Steinway lo recibió en préstamo en enero de 1960, y aseguró que “lo afiné por última vez en enero de 1963; a lo largo de toda clase de vicisitudes climatológi­ cas ha seguido estando perfectamente afinado”. Eso son tonterías, afirma su afinador de Toronto, Verne Edquist: el instrumento estaba desafinado en medio tono. En la Biblioteca Nacional de Canadá, sita en Ottawa, se conserva el c d 318. Los’dos Yamaha de cola que compró en sus últimos años de vida se encuentran en el Roy Thomson Hall de Toronto y en King’s University College, de Edmonton. Los dos pianos que tenía en su apartamento, el Steinway de cola y el Chickering de media cola, se hallan res­ pectivamente en Rideau Hall (residencia del gobernador general, en Ottawa) y en el vestíbulo de entrada al Glenn Gould Studio. Todos ellos han estado en activo y se han restaurado de maneras diversas a lo largo de los años. Ninguno retiene con pre­ cisión las medidas muy idiosioncrásícas de tacto, de pulsación y de tonalidad que tanto apreciaba Gould. 10 Northrop Frye señaló que la idea de la frontera - “lo desconocido, lo no reali­ zado, lo humanamente no procesado aún”- es algo que form a parte del carácter canadiense: “La sensación de sondear en lo más lejano, de fijar la mirada en el hori­ zonte, es algo que la sensibilidad canadiense ha heredado de los voyageurs”. En efecto, añade, “no existiría nada distintivo en la cultura canadiense si no fuera por ese sen­ timiento afín a las distancias inmensas, a la exploración de lo desconocido, a un espa­ cio en el que las líneas de comunicación se extienden hasta un límite absoluto, todo lo cual es una realidad geográfica de primer orden en Canadá, y no tiene una verda­ dera contrapartida en ninguna otra región del mundo”. 11 Gould conoció incluso personalmente a McLuhan y a Le Moyne. A finales de los sesenta, McLuhan y él vivían relativamente cerca y, tal como ha recordado Eric McLuhan, Gould visitaba ocasionalmente el estudio de Marshall McLuhan. Mantuvieron

542

correspondencia, hablaban a menudo por teléfono; Gould entrevistó en dos ocasio­ nes a McLuhan para diversos proyectos radiofónicos de la

cbc,

Gould lo consideraba

“un hombre entrañable, maravilloso”, a pesar de su tendencia al monólogo y de su reticencia a dar respuestas directas a cualquier pregunta que se le hiciera, en lo cual puede que llegara a ser más “gouldiano” que Gould. McLuhan admiraba el trabajo mediático de Gould, y escribió en C oun terb last (1969), “bendito sea Glenn Gould por haber arrojado la sala de conciertos al desguace”. Le Moyne conoció a Gould en 1968, año en el cual ambos recibieron el Premio Molson del Canadá Council, y Gould le entrevistó en 1969 para un programa radiofónico acerca del sintetizador Moog. 12 Robert F. Babe, en C a n a d ia n C o m m u n ic a tio n Thought: Ten F o u n d a tio n a l W riters [“Pensamiento canadiense sobre la comunicación: diez autores fundaciona­ les”], hizo la fascinante observación de que prácticamente todos los escritores que estudió -Innis, McLuhan, Frye, Grant y otros- estaban en gran medida influidos por sus respectivas madres, habían sido voraces lectores ya de niños y tuvieron una intensa educación religiosa siendo niños, además de conservar una honda sensibilidad reli­ giosa en sus vidas de adultos; carecían de una visión del mundo prototípicamente mas­ culina, eran “marginales” por propia disposición, les preocupaban las implicaciones morales de la tecnología... ¿No suena bastante familiar? 13 Andrew Kazdin se dio cuenta de que Gould aceptaba los defectos menores, como algún indeseado desplazamiento del tempo, si tenían origen en su interpreta­ ción, y no, en cambio, cuando eran resultado de un montaje defectuoso. 14Con la excepción de algunos comentarios sobre los compases iniciales, que hizo en su entrevista de 1974 para R o llin g Stone -la grabación iba a comenzar con un “zoom” rapidísimo, pasando luego a un “plano general” y a un “primer plano”-, Gould no dejó instrucciones para la mezcla de la Q u in ta sonata. Cuando Andrew Kazdin la editó de cara a su inclusión en un c d postumo de 1986, renunció a perpetrar una orques­ tación acústica puramente especulativa, de modo que la grabación está sólo dispo­ nible de acuerdo con una perspectiva auditiva convencional, sin variaciones. 16Cuarenta años después, la tecnología digital ha hecho que las profecías de Gould estén por fin al alcance de la mano. Se han editado

cd,

incluidos algunos de música

clásica, en los que la disposición de los contenidos queda abierta; por ejemplo, una grabación del C on cierto p a ra v io lín de Beethoven que propone quince candencias alternas del primer movimiento; el d v d al uso recuerda en muchos sentidos ese “equipo” al que se refiere Gould. En el sector cinematográfico, con gran espanto de las gran­ des productoras, la “versión del director” ahora se halla en competencia con la “ver­ sión del espectador”. Los aficionados a los ordenadores han puesto últimamente en circulación sus propias versiones editadas de determinadas películas disponibles on -lin e. La “edición del fan” también ha empezado a ser popular entre los aficiona­ dos a la música pop, aun cuando los aficionados a la clásica sean bastante más len­ tos cuando se trata de aprovechar estas innovaciones. 16Tras retirarse de la vida de concertista, Gould rara vez concedió entrevistas con­ vencionales. Por lo común, o escribía él tanto las preguntas como las respuestas, a veces sobre la base de una conversación preliminar e improvisada, o bien facilitaba una entrevista sin pactar de antemano, pero con la condición de poder éditai' él en persona la versión que se publicara. 17También le llegaron varias ofertas para supervisar nuevas ediciones de las obras de Bach sobre teclado, todas las cuales rechazó. 18A juzgar por el testimonio de sus amigos, dudo que Gould se inspirase en su experiencia personal cuando escribió que el “silencio sin tensiones” fuera “el sello de la amistad verdadera”.

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19Un mes antes le había dicho a vin periodista que la sonata estaba ya terminada, aunque en una entrevista de 1962 comentó que “tenía en el telar una obra que comen­ zaba por ser un quinteto para instrumentos de madera y luego se transformaba en una sonata para clarinete. En los últimos cuatro años ha adoptado tres formas distintas. Está terminada en un 95 por ciento”. 20 Ninguno de estos esbozos lleva por título “sonata para clarinete”. Hay ciertas claves internas sobre su identidad, sobre todo la abreviatura “el”, que aparece en dis­ tintos momentos. (E l acompañamiento es indudablemente para piano.) 21 Aparentemente también le sorprendió la primera carta, a una línea de la cual - “Monica, ¿qué son nuestras vidas por comparación con los millones de estrellas que brillan en el cielo?”- puso música en varios esbozos. 22 Podría ser que algunas composiciones estuvieran mucho más terminadas en su cabeza que sobre el papel, John Roberts recuerda haberle oído tocar música de U na carta desde S ta lin g ra d o durante unos treinta o cuarenta minutos, aunque qui­ zás fuera una improvisación sobre ideas que sólo tenía muy rudimentariamente esbo­ zadas, o que había elaborado más mentalmente que en el papel. 23 Lo que más se aproxima a una sinfonía, que yo haya podido descubrir, es una curiosa “Sonata” en mi bem ol que data de 1964 aproximadamente, con partitura para oboe, fagot, dos cornos, dos trompetas y cuerdas. Gould no hizo nada más que un esbozo rudimentario del primer y el segundo temas, en un idioma armónico tan resueltamente diatónico que el Mozart prepúber lo hubiera considerado conservador. 24 La ruptura es sorprendentemente obvia en los esbozos que se conservan, a menos que uno quiera dar por hecho que las c^jas repletas de composiciones manus­ critas que datan de la época posterior a 1964 realmente existieran, pero que se hayan volatilizado, lo cual, teniendo en cuenta que Gould guardaba absolutamente todo, parece cuando menos improbable, 26 Gould escribió a un corresponsal, a finales de los años sesenta, que también quiso lanzar discos en los que se incluyera un comentario hablado, pero que Columbia Records rechazó la idea. 26 Además, sus criterios técnicos resultan un tanto más contemporizadores en estas emisiones que hizo solo una vez en la radio. En sus grabaciones radiofónicas se detectan mezclas de baja calidad, que nunca habría tolerado en sus discos. 27 El program a en que se emitió la sonata incluía una historia encapsulada en diez minutos de las recientes tendencias musicales, que según Lorne Tulle se extrajo de un documental mucho más largo sobre la música en los años sesenta, preparado por Gould para la

cbc

y editado de formas diversas, aunque a la sazón nunca se emi­

tió íntegro. Que yo sepa, la versión extensa ni siquiera se ha conservado. 28Después de D ú o, Gould quiso a toda costa grabar algún disco con Menuhin, que tenía contrato con emi, de modo que se sintió amargamente decepcionado cuando ni Menuhin ni él pudieron convencer a emi ni a Columbia para que hicieran las perti­ nentes concesiones contractuales. Los dos músicos grabaron otra conversación sobre el tema de las grabaciones en junio de 1978, para la serie televisiva L a m ú s ica del hom bre, que dirigía Menuhin. Este volvió a negarse a basar la charla en el diálogo preparado por Gould. En la versión definitiva a ambos se les nota bastante tensos. 29E l programa se basó en un artículo que Gould había publicado durante el otoño en H ig h F id e lity . La revista insistió en titular “Petula Ciarle”, pero Gould quiso que fuera “‘Pet’ Clark”, como de hecho tituló la versión radiofónica. (Pet, apócope de Petula, significa “animal doméstico”, “mascota”.) 30El 5 de agosto de 1970 se estrenó una adaptación televisiva de L a idea del norte, coproducción de la

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cbc

con la n e t , producida y dirigida por Judith Perelman. El pro-

grama, la version radiofónica ciel cual, con algunos cortes, funciona como banda sonora, incluye imágenes de las localizaciones originales que a Gould le sirvieron de inspiración, para lo cual Perelman y su equipo viajaron en el “Muskeg Express” a Churchill en noviembre de 1969. Aparecen dos actores, uno de los cuales interpreta a Wally Maclean, y el otro a un personaje nuevo, que no toma la palabra, un joven que realiza en tren su primer viaje al norte. Los otros cuatro personnes aparecen tal cual son. Gould hace una brevísima aparición, en rm vagón de la estación de Toronto, para realizar la introducción del programa. Prestó su apoyo a la producción del mismo de distintas maneras, y le entusiasmó el resultado. Perelman lo hace aparecer en los créditos como “productor asociado”. Lo hizo por elemental gratitud. Sin embargo, no participó de ninguna manera en el rodaje ni en la posproducción, aun cuando al hablar con la prensa a veces dio pie a la errónea interpretación de que el programa había sido una empresa concurrente con su propio programa de radio. 31 Entre el prólogo y el comienzo del viaje en tren Gould interpoló su propia introducción, de dos minutos de duración. Es el único paso en falso que se detecta en L a idea del norte. Los comentarios autobiográficos, la introducción de los perso­ najes, el tono de la prosa saturada de Gould, “ese increíble tapiz de tundra y taiga”, etc., resultan tediosos en este contexto. 32Queda toda una secuencia, parcialmente editada, que trataba sobre “los medios en relación con la experiencia del norte, en relación con la privación sensorial”, que en definitiva quedó fuera de la versión final sólo por razones de extensión. Que yo sepa, ni la cinta ni la transcripción de este segmento han sobrevivido. 33 Incluso en sus programas radiofónicos más convencionales, Gould tendía a plantear claras distinciones entre el primer plano y el telón de fondo allí donde alguien toma la palabra sobre un trasfondo musical. La voz y la música tienden a gozar del mismo volumen, con lo cual se fuerza el oído para percibirlas en contrapunto. Deploraba la venerable tradición de rebajar el volumen de la música de fondo en cuanto alguien tomaba la palabra. 34A Gould le impresionó notablemente una de las obras de Anhalt escritas en esta misma línea, Cento (1967), y llegó a entrevistar a Anhalt a propósito de la pieza en la radio de la cbc en 1969. 35 Con objeto de difundir el documental para un público nacional, Sistemas de Aprendizaje de la cbc lo lanzó como elepé en 1971. Ese mismo año también se hizo el lanzamiento de L a idea del norte. 36 Ciertos aspectos del proyecto sobre Booker persistieron en su ánimo. En sep­ tiembre de 1971 propuso a Helen Whitney, de los noticiarios de la cbc, un programa televisivo que contemplaría “el estilo de vida según Thoreau tal como se evidencia en la Norteamérica de estos momentos”, “una adaptación de mi tema al sur de la fron­ tera... la relación del aislamiento y la soledad con la capacidad productiva de cada mío”. El programa, que nunca se llegó a realizar, podría haber sido un examen de “la revuelta en contra de ciertos aspectos del materialismo” en la cultura juvenil de los sesenta.

QUINTA PARTE 1

Dejo al criterio del lector la decisión de que Payzant también estuviera en lo

cierto cuando añadió que “un libro acerca de su vida y su época sería forzosamente breve y más bien aburrido”.

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2 La mayoría de las prendas de vestir de Gould se donaron a obras de calidad des­ pués de su muerte, aunque se conservaron algunas muestras representativas que hoy se custodian en el Museo Canadiense de la Civilización, en Gatineau, estado de Quebec. En 1966, el Museo Bata del Calzado, en Toronto, anunció la adquisición de unos zapa­ tos y unas botas de agua que habían pertenecido a Gould. 3 Entre los sueños que comentó con otras personas hay algunos de significado ambiguo (por ejemplo, uno en el que dice carecer de forma definida y contemplar la tierra desde lo alto), otros que le producían angustia (uno en el que tenía que susti­ tuir a última hora a un barítono que se hallaba indispuesto, en un dueto de ópera con María Callas, para terminar por cometer una terrible pifia musical; otro en el que lograba sujetarse a algo cuando estaba a punto de precipitarse al vacío en las cata­ ratas del Niágara; uno más, en el que miraba por la ventana del dormitorio en su casa de campo y veía sólo una amplia llanura de rocas yermas), y algunos que lo sitúan a una luz heroica (por ejemplo, cuando pilotaba un avión averiado y lograba aterrizar con bien). “En la vida real soy más bien el antihéroe -d ijo -, pero eso tiene sobrada compensación en mis sueños.” 4Una de las contadas ocasiones en que se permitió un capricho puramente mate­ rial fue la adquisición de un cuadro del artista chino Zao Wou-Ki, que en 1962 valoró en 4.200 dólares. BConsideraba la versión cinematográfica que hizo Hitoshi Teshigahara de la novela, en 1964, “seguramente la mayor de las películas que se hayan hecho en toda la his­ toria del cine”. La dio docenas de veces, y decía haberla estudiado fotograma a foto­ grama. 6 Aún al día de hoy corren los rumores de que tuvo relaciones homosexuales cuando era joven, y si bien no diré que sean forzosamente absurdos, al menos a pri­ mera vista, no conozco ninguna prueba que les dé consistencia. 7La llamé para hablar del asunto, pero me colgó el teléfono. 8 “Estuvo liado y vivió con una tía durante un año más o menos -dijo Patrick J. Sullivan, su contable, a Peter Ostwald-. Lo sé porque vi los gastos.” Yo, en cambio, no he hallado pruebas de que los dos vivieran juntos durante ningún período determinado. 9 En algunos de sus cuadernos de notas de finales de los setenta da cuenta de síntomas como “frío helador”, “una vez, un tembleque incontrolable”, “sensaciones heladoras: temblores, parte superior de la nariz”, que relacionaba con los picos más altos de su presión arterial. 10Gould afirmaba que tenía los dedos tan sensibles que se le quedaban rígidos con el aire acondicionado y al nadar, cosa que, insiste, “me deja las manos hechas polvo durante bastantes días”. 11Schneider, quien dijo que nunca se había encontrado con un pianista que cono­ ciera de memoria el repertorio violinístico, también puso objeciones porque Gould no tocaba con la partitura delante. Según recordaba Nelsova, Gould “se trajo la suya a la sala de conciertos y se plantó ante ella”. Cuando tocó el Q u in teto p a ra p ia n o en f a m e n o r de Brahms con el Montreal String Quartet, los músicos también le pidieron que hiciera uso de la partitura al menos por guardar las apariencias, de modo que la colocó en el atril del piano y pasaba una hoja de vez en cuando, sin ningún miramiento respecto de que fuera el momento adecuado. 12 A finales de los años cincuenta, Gould creó un esbozo de dieciséis compases para (al parecer) un dueto vocal basado en uno de los hilarantes poemas de Binks, que eran pésimos: “El graryero y la mujer del granjero”. 13 Gould, según reconocía, sería un collie, y en cuanto a la clave sería fa menor o si menor (no estaba muy seguro).

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14 En un garabato de sus años de estudiante apila las palabras Gould, G u e rrero y G re ig en vertical, de manera que los tres nombres salen de una misma G mayúscula de gran tamaño. Dejo a quien corresponda el análisis psicoanalítico de este detalle.

SEXTA PARTE 1Roberts ha dicho que tuvo la sensación de que el fin de sus relaciones era inmi­ nente ya en los últimos años de la vida de Gould, y hay algunas notas en los papeles de mediados de 1977, incluido un borrador para una carta de referencia destinada a Roberts, que nos llevan a pensar que tal vez estuviera buscando un nuevo ayudante por entonces. Sin embargo, en el momento de la muerte de Gould Roberts seguía trabajando para él. 2 Schwarzkof dio su visto bueno a la publicación de los O p helia -Lied er, aunque jamás ha permitido que se publicasen las otras cuatro canciones de Strauss que grabó con Gould en enero de 1966. A juzgar por las notas del productor, las canciones del ciclo de Ofelia fueron las únicas para las cuales se grabaron abundantes tomas e insertos. 3 En diciembre de 1975 también dio por terminado un breve documental sobre Emst Krenek para la serie M ú s ica semanal, de la bbc, en la cual leyó un texto basado en su reseña de un libro de Krenek recién publicado, H o riz o n s C ircled. Consideraba que este documental radiofónico era relativamente asequible, aunque siguiera sin ser lo que la BBC esperaba de él: el contrapunto de texto y música les pareció difícil de seguir. Gould les denegó el permiso para emitirlo tras una remezcla, de modo que nunca se llegó a oír en público. 4 A l prepararse a participar en el concierto op. 24 de Webern, Gould estudió y memorizó la totalidad de la partitura: las nueve paites instrumentales, no sólo la del piano, e incluso escribió su propia reducción al piano. Sin embargo, cuando la gra­ bación estaba próxima a concluir se dio cuenta de que necesitaba algún ensayo adi­ cional para aislar la parte del piano: había estudiado la partitura excesivamente bien. Bruno Monsaingeon recordaba haber oído tocar a Gould el concierto entero al menos dos veces, la primera su reducción de toda la partitura, la segunda sólo la parte del piano, cantando el resto de las partes de la mejor manera posible. En ambas ocasio­ nes tocó de memoria, testimonio de la extraordinaria capacidad de su cerebro, prác­ ticamente una computadora. Monsaingeon también oyó a Gould tocar un movimiento de un cuarteto de cuerdas de Mendelssohn de memoria, tras haberlo oído una sola vez por la radio. 5 Como bien revelan sus papeles particulares, sus proyectos de rodaje con pro­ ductoras alemanas podrían haber incluido, además de su repertorio habitual, varios de los Conciertos de Brandenburgo, el C on cierto en re m a y o r de Haydn, la sonata Les A d ie u x de Beethoven, la B allade de Fauré, el C on cierto de cá m a ra de Berg' y la K a m m e rm u s ik núm. 2 de Hindemith. 6 La primera parte del diario tiene noventa páginas, y comienza con ima entrada sin fechar de doce páginas de longitud (seguramente de mediados de septiembre de 1977, según pruebas internas del documento), a la cual siguen entradas fechadas desde el 23 de septiembre de 1977 hasta el 30 de enero de 1978. Esta parte la encabezan sólo las iniciales “p .p .”, que tal vez aluden a “puntos de presión”, término (n o acla­ rado) que Gould empleó en algunos cuadernos de notas de épocas posteriores para hacer referencia a determinados problemas musculares y óseos. La segunda parte del

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diario tiene setenta y dos páginas, e incluye entradas que van del 30 de enero al 12 de ju lio de 1978, y lleva el encabezam iento “lib ro n”. 7 Los pianistas no tienen por qué descorazonarse, ojo: la hoja de incidencias de Andrew Kazdin sobre la grabación de Scriabin recoge nías de una docena de tomas e insertos dedicados a las páginas finales de la sonata, en las cuales hasta el mejor puede ver cómo se le revientan los nudillos. Entre las cintas de audio privadas que de Gould se conservan en la Biblioteca Nacional de Canadá hay una muy curiosa, de comienzos de los años cincuenta, en la que interrumpe el ensayo de uno de los pasa­ jes más difíciles y de mayor bravura de la B urlesque de Strauss, suspira audiblemente, dice “¡Ay de mí” y se aleja del piano. 8 En realidad, reanudó la grabación el 23 de abril, día en el cual grabó dos de las piezas op. 3 de Strauss (núm. 1 y 3) en St Lawrence Hall, en el centro de Toronto. 9Tras años de presión y de batallas legales ante los tribunales, el Eaton Auditorium y el restaurante adyacente, llamado Round Room, así como otras instalaciones, se sal­ varon de la demolición. La totalidad de la séptima planta de College Park (antigua­ mente, los grandes almacenes de Eaton College Street) fue remodelada con grandes gastos, rebautizada con el nombre de “The Carlu”, por el arquitecto que la diseñó ori­ ginalmente, y reabierta al público en mayo de 2003. 10En una entrevista de 1980, Gould dijo que “ahora estoy estudiando una idea que, la verdad, no cuento con que me permita empezar a trabajar de lleno hasta dentro de un año más o menos, aunque para entonces espero hacer un equivalente radiofónico del motete de Tallis para sesenta y cuatro voces [risas]. No quiero decir nada más al respecto, ya que decir una sola cosa más seguramente echaría el proyecto a perder”. No parece que entre sus papeles se haya conservado nada que guarde relación con ese proyecto. 11 En “Streisand como Schwarzkopf’, una perspicaz reseña de un disco de 1976 titulado Classical B arbra , Gould describió la voz de Streisand diciendo que era “una de las maravillas naturales del momento”, y más adelante dÿo de ella que era “pro­ bablemente la mayor cantante y actriz desde Maria Callas”. Terminó la reseña ofre­ ciéndose a trabajar con ella (que era artista de Columbia) en un segundo disco de música clásica, para el cual propuso canciones de Dowland y Mussorgsld, así como la Cantata 54 de Bach. “Comunicaré a Barbra su oferta, que es casi increíble -le escri­ bió Claus Ogerman, arreglista, director y productor de Classical B a rb ra -, de modo que no se sorprenda si recibe un telegrama en el que se le indique que viaje a la costa, en caso de que un segundo disco de estas características se vaya a grabar.” No hay una sola nota más a este respecto en los papeles de Gould; Streisand jamás ha hecho un segundo disco de música clásica. Según varios amigos de Gould, se puso directa­ mente en contacto con los representantes de Streisand, pero sin resultado ninguno. 12Ya había grabado las dos primeras sonatas para este disco, núm. 60 y 61, en un Steinway, en el estudio de la Calle 30, en octubre de 1980. 13Asimismo, Veme Edquist recordaba que Gould era capaz de detectar cualquier problema de afinación antes que él, y los ingenieros de la CBS que trabajaron en sus grabaciones digitales en Nueva York se quedaron boquiabiertos al descubrir que era capaz de distinguir, de oído, entre grabaciones hechas con un sistema de grabación digital Sony o con un Mitsubishi, aun cuando las especificaciones técnicas de ambos equipos fueran las mismas. 14 Los gastos quedaron repartidos entre Clasart y la cbs, aunque la película y el álbum son legalmente dos entidades completamente distintas. Aunque documentan la misma interpretación en lo fundamental, la segunda no es literalmente la banda sonora de la primera. Hay algunas diferencias entre ambas interpretaciones, no sólo

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por los criterios de edición, sino también por ciertos detalles musicales: una frase aquí, un ornamento allá, etcétera. 10

Los álbumes dedicados a Haydn y a Bach se publicaron todavía en vida de Gould,

y el proceso de posproducción en las dos sonatas de Beethoven se completó por más que el álbum sólo se editara postumamente; en cambio, los álbumes de Brahms y Strauss publicados postumamente no estaban al parecer completados a su plena satisfacción cuando murió; sus cuadernos de notas ponen de manifiesto que tenía pla­ nes para realizar una edición más a fondo de ambos discos en septiembre, octubre y a comienzos de noviembre de 1982. Por si fuera poco, su grabación de 1981 del C on cierto ita lia n o de Bach, aunque editada y mezclada en septiembre de 1981, al parecer no le satisfacía, al menos según algunos amigos suyos. El último de los cua­ dernos de notas que se conserva indica un plan para “comprobar el Italiano” preci­ samente el sábado en que falleció. 16Según John Roberts, Gould también dio en considerar de vez en cuando la gra­ bación de las monumentales V a ria cion es D ia b e lli de Beethoven, que nunca había interpretado en concierto. 17 Entre ellos se incluye una nueva grabación de las In ve n cion es en dos y tres partes, la P a r tita en sol m a y o r y otras obras de Bach, tal vez incluida la totalidad de E l clave b ie n tem p era d o; la grabación completa de E l a rte de la fuga al piano, la compleción de su ciclo de conciertos de Bach con el núm. 6 en fa mayor; una nueva grabación de los conciertos (el de Bach en re menor, el Segundo de Beethoven) que sólo existían en sonido monoaural. Consideró la posibilidad de grabar las sonatas de Brahms en do mayor y fa menor, algunas piezas breves de Scriabin, los Seis im p ro m p ­ tus op. 5 de Sibelius, la suite D en Lu ciferisk e, op. 45, de Nielsen; tal vez también más música de Hindemith. Y consideró algunos proyectos de música de cámara, inclui­ das las obras de Beethoven para violoncelo y piano, con Leonard Rose; sonatas para violín de Busoni, Grieg y Strauss, con Jaime Laredo o Gidon Kremer, así como can­ ciones de Strauss y Mahler. 18 El ensayo le fue encargado por la N eto York Tim es M aga zine, que lo publicó en mayo de 1978 y pagó a Gould diez mil dólares, aunque hizo que se enojaran (¿por pura ingenuidad?) al permitir que P ia n o Q u a rterly publicase antes algunas partes del texto. Después, la revista del periódico se negó en redondo a publicar ninguna otra cosa suya. 19 Un borrador del artículo de Stokowski, de hecho, lleva por título “Los conju­ ros de la juventud, 1: en recuerdo de Stokowski”. Incapaz de resistirse a un juego de palabras, ya fuera bueno, ya fuera una chapuza, Gould obviamente tomó el título de Los co n ju ro s de la ju v e n tu d , título que dio Edgar Elgar a dos suites orquestales que compuso en 1907 y 1908, basadas en temas que había pergeñado todavía en su niñez. 20 Sus grabaciones de Bach se emplearon en una película de ciencia ficción que rodó Mike Hodges, director inglés, titulada E l hom bre te rm in a l, distribuida po r la Warner Brothers en 1974. Recibió un pago de quince mil dólares, pero no tuvo nada que ver con la producción. 21Los dos siguieron en contacto y mantuvieron buenas relaciones, honestamente decididos a trabajar juntos. Samuel Carter señala que Gould, en el momento de su muerte, planeaba grabar un disco con Karajan (incluido el concierto Em perador'), y Elliette von Karajan, viuda del director, comunicó a LE spresso, la revista italiana, a finales de 2002, que su marido había planificado un viaje a Toronto para grabar los conciertos de Bach más o menos en la época en que murió Gould. 22 En The Com pleat C ond uctor [“El director consumado”], de 1997, el composi­ tor y director norteamericano Gunther Schuller, deplorando el fenómeno de los pia­

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nistas que se han pasado a la dirección de orquesta, señaló esta grabación por ser “probablemente la más inepta, aficionada y esquinada interpretación de uno de los grandes clásicos que nunca se haya materializado en un vinilo”. 23 Entre las obras que tenía intención de dirigir se cuentan las S u ites orquesta­ les, los C onciertos de Brandenburgo, el C oncierto p a ra clave en re m e n o r y la Cantata 54 de Bach; C on certi g rossi de Handel; tres oberturas de Gluck (incluida Alcestesy, seis sinfonías de los períodos intermedio y final de Haydn; la Segunda y la Octava de Beethoven, los tres primeros conciertos para piano y la Grosse Fugue, además de cua­ tro oberturas (E g m o n t, F id e lio , C oriola n o y la tercera L e on o ra o E l rey Esteban); la Q u in ta s in fo n ía de Schubert; las sinfonías Escocesa, Ita lia n a y R e fo rm a de Mendelssohn, además de cuatro oberturas (Las Hébridas, M a r en calm a y Viaje p ró s ­ pero, D ie schö?ie M e lu sin e y R u y Blas)·, los W esendonk-Lieder de Wagner, así como tres oberturas (E l holandés errante, Fau sto y D ie M eis tersin g er), la Tercera s in fo ­ n ía , el C on cierto p a ra v io lín , las V ariaciones sobre u n tem a de H aydn, la O bertura trágica, R a p sodia y tal vez la C a n ción del destino, todas de Brahms; T ill Eulenspiegel lu stige Strecihe, de Strauss, así como D o n Juan, M etam orphosen, el C oncierto p a ra oboe y las cuatro últimas canciones, además de la suite de E l burgués g en tilh om bre y tal vez una de las suites basadas en música para teclado de Couperin; la Q u in ta , la P r im e r a y la S é p tim a sinfonías de Sibelius, además de L u o n n o ta r, un poema tonal con solo para soprano; las dos sinfonías de cámara de Schönberg, sus arreglos para orquesta de cámara del “Lied des Waldtraube’’, de G u rre lie d e r, Verklärte N a c h t y Pelleas u n d M elisa n d e; los Pascalles y sinfonía de Webern; la E le g ía s in fó n ic a de Krenek para cuerdas a la muerte de Webern. 24 Sus últimas fotografías para la serie Masterworks de la cbs fueron tomadas en el estudio de la Calle 30 por Don Hunstein el 18 de junio de 1980. Algunas se han publi­ cado en las carátulas de sus álbumes. Muestran ya un claro deterioro en la salud de Gould, aunque de acuerdo con su agenda de 1980 las fotos se tomaron después de que llevase varios días durmiendo “fatal”. Las últimas imágenes en vídeo de Gould son de la filmación de abril y mayo de 1981 de las V a ria cion es Goldberg.

NOTAS SOBRE LAS FUENTES Y AGRADECIMIENTOS 1Una ley por la cual se fundieron la n lc y los Archivos Nacionales de Canadá para formar una nueva institución, la Biblioteca y Archivos de Canadá, se ha presentado ante el Parlamento de la nación en mayo de 2003, cuando estaba próximo a concluir este libro.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Un número de página en cursiva (por ejemplo, 51) indica una página facsímil. Cuando el índice recoge comentarios sobre com­ positores y la grabación que Gould hiciera de sus obras, los compo­ sitores aparecen primer con el nombre completo, y luego la grabación de Gould (por ejemplo, “Anhalt, István” aparece antes de “Anhalt, grabación de Gould”).

Accademia Nazionale di Santa Cecilia 197 Adaskin, Murray 71 Addison, Angela 35, 146, 370, 517, 518, 523 Aide, William 75, 84, 526, 531, 536 Alemania 14,15, 39,120,147, 269, 302, 319, 334, 438, 494 Allan, Andrew 323 AM-CA Publishing Co. 153 Amsden, Charles 144 Anhalt, István 114, 309, 325, 528, 545 n. 34 Anhalt, grabación de Gould: Fantasía 267 Applebaum, Louis 128, 219, 220, 249, 523, 540 n. 15 A rn old Schönberg: A Perspective (monografía) 260 A rn old Schönberg: el hombre que cam bió la m úsica (documental) 237, 238 Arrau, Claudio 115, 118, 129, 160 Atwood, Margaret 29, 440 Australia 15, 203, 204, 212, 438, 527 Australian Broadcasting Corporation 203 Babe, Robert E. 528, 543 n. 12 Bachauer, Gina 160,199, 258 Bach, C. P. E. 78, 270, 434

Bach, C. P. E., grabaciones de Gould: Sonata W urtemberg núm. 1 en la m e n o r 434 Bach, Johann Sebastian 13, 17, 20, 21, 22, 28, 50, 51, 59, 61, 68, 71, 76, 77, 82, 91, 92, 93, 99,103, 104,105, 106,107,108,109, 114 117,127, 128,136, 139,140, 159 161,164, 165,167, 168,177, 179 181,182,183,185,187,188,189 195, 197, 198, 201, 202, 212, 218 219, 220, 221, 222, 225, 226, 227 228, 229, 230, 232, 233, 234, 235 237, 244, 245, 247, 259, 267, 268 269, 271, 272, 277, 278, 279, 285 294, 298, 299, 300, 309, 311, 313 315, 316, 323, 332, 333, 358, 362 367, 384, 398, 412, 416, 421, 425 431, 434, 438, 441, 442, 443, 444 445, 450, 451, 453, 462, 464, 468 472, 473, 474, 477, 478, 480, 481 482, 489, 491, 492, 502, 519, 537 n. 3, 537 n. 4, 537 n. 9, 539 n. 5, 540 n. 16, 543 n. 17, 548 n. 11, 549 n. 15, 549 n. 17, 549 n. 20, 549 n. 21, 550 n. 23 Bach, grabaciones de Gould: E l arte de la. fuga: Contrapunctus 226 Concierto p a ra clave núm. 1 en re m e n o r 226

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Concierto pa ra clave núm . 5 en f a m en or 226 Conciertos p a ra clave, vol. 1: núm. 3, 5 y 7 267 Conciertos p a ra clave, vol. 2: núm. 2 y 4 267 Suites francesas, núm. 1-4 268 Suites francesas, núm. 5 y 6 268 Obertura francesa en si m en or 268 Fugas núm. 14 en fa menor sostenido y 9 en mi mayor, del Libro segundo de E l clave bien temperado 226 Variaciones Goldberg, véase entrada correspondiente Concierto ita lia n o 226 Partita núm. 4 en si bemol (en cine) 472 Partita núm. 5 en sol mayor 103,136,139,188 Partitas núm. 1 en si bemol mayor y 2 en do menor 226 Partitas núm. 3 en la menor y 4 en re mayor 227 Partitas núm. 5 en sol mayor y 6 en mi menor 226 Preludios, fughettas y fugas 434 Siete tocatas 434 Seis suites inglesas 434 Seis sonatas para violín y clavicordio 434 Sonatas para viola da gamba y clavicémbalo 268 Sinfonías en tres partes 441 Tocata en do m en or 453 Tocata en m i m en or 227 Tocata en sol m a y or 453 Invenciones en dos y tres partes 267, 272 E l clave bien temperado, Libro primero 267 E l clave bien temperado, Libro segundo 267 E l clave bien temperado, Libro segundo (en cine) 472

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Bach, P. D. Q. 294 Badura-Skoda, Paul 160, 161 Baker, Israel 267 Baltimore, Orquesta Sinfónica de 206 Barber, Samuel 259 Barclay, Robert L. 153 Barenboim, Daniel 118 Barger y Barclay (empresa) 153, 522 Barger, William C. 153 Barthes, Roland 259, 291 Bartólc, Béla 79, 80,102, 114, 262, 478 Barishnikov, Mijail 15 BBC 16, 134,136, 201, 202, 311, 418, 438,517, 540 n. 11,547 n. 3 Beardslee, Bethany 129 Beaver (compañía discográfica) 139 Bechstein, pianos 211, 469 Beckett, Samuel 222, 259, 325, 403 Beckwith, John 72, 74, 75, 80, 82, 85, 87, 91, 99, 105,119, 140, 147, 153, 213, 222, 229, 399, 417, 522, 525, 526, 531, 541 n. 18 Beethoven, Ludwig van 50, 69, 76, 81, 89, 91, 92, 93, 94, 99,101, 103,104, 107, 111, 112, 118, 120, 128,136, 137, 153,159,160, 170, 173,177, 178, 179,181, 182, 183, 185,187, 188, 197,198,199, 200, 209, 213, 218, 220, 226, 230, 231, 232, 233, 235, 238, 247, 250, 259, 267, 268, 269, 270, 271, 274, 275, 278, 279, 280, 286, 294, 298, 309, 310, 311, 312, 338, 362, 367, 371, 399, 410, 416, 417, 421, 422, 438, 449, 450, 464, 468, 479, 481, 483, 488,490, 498, 499, 502, 503, 521, 522, 537 n. 9, 538 n. 11, 538 n. 12, 540 n. 10, 543 n. 15, 547 n. 5, 549 n. 15, 549 n. 16, 549 n. 17, 550 n. 23 Beethoven, grabaciones de Gould: Bagatelas, op. 33 y 126 268

C oncierto para p ia n o núm . 1 Berlin, Isaiah 479, 529 en do m ayor, op. 15 226 Berlín, Filarmónica de 184, 195, C oncierto para, p ia n o núm . 2 236, 247, 320, 438, 443 en s i bemol sostenido, Berlioz, Hector 113 op. 19 226 Bernhard, Thomas 18 Concierto p a ra p ia n o núm . 3 Bernstein, Leonard 100,168,170, en do m enor, op. 37 226 174, 212, 215, 216, 217, 218, 226, C oncierto p a ra p ia n o núm . 4 232, 235, 236, 250, 258, 304, 306, en sol m ayor, op. 58 226 348, 364, 400, 407, 489, 523, 538 Concerto núm. 5 (Em perador) n. 2, 540 n. 14, 540 n. 17 267 Berton, Pierre 48, 393, 416, 524 Sonatas para piano op. 10/núm. Beta Film 443 1-3 267 Biblioteca Nacional de Canadá 16, Sonatas para piano núm. 30, 31, 19, 205, 345, 515, 530, 542 η. 9, 32, op. 109,110 y 111 226 548 η. 7 Sonatas para piano, op. Bizet, Georges 113, 269, 294, 31/núm. 1, 2 (L a tempestad) 416, 488 y 3 268 Bizet, grabaciones de Gould: Sonatas para piano, op. 13 P r im e r nocturno 268 ( Pathétique) y 14/núm. 1 Variaciones crom áticas 268 y 2 267 Booker, Christopher 331, 545 Sonatas para piano, op. 13 η. 36 (Pathétique), 27/núm. 2 (C laro Boskowicz, A. A. 198 de lu n a ) y 57 (A ppassionato) Boulez, Pierre 17,106,114,140, 268 262, 306, 361, 465 Sonatas para piano op. 2/núm. Brahms, Johannes 76,103,104, 1-3 y 28 (P a stora l) 434 128, 172, 188, 213, 215, 216, 217, Sonatas, op. 26 y 27/núm. 1 481 218, 221, 226, 229, 230, 231, 232, Variations, WoO 80 op. 34 y 35 287, 295, 349, 362, 371, 400, 415, (H e ro ica ) 268 449, 470, 481, 482, 483, 488, 494, Beethoven-Liszt, grabaciones de 495, 521, 537 n. 9, 539 n. 3, 540 Gould: n. 13, 540 n. 14, 546 n. 11, 549 S in fo n ía pastoral, primer n. 15, 549 n. 17, 550 n. 23 movimiento 434 Brahms, grabaciones de Gould: S in fo n ía núm. 5 267 Baladas, op. 10 481 Bennett, Arthur 376, 377 Rapsodias, op. 79 481 Benson Guy, Elizabeth 126 Diez In te m ie z z i 226 Berg, Alban 79, 80, 104, 105, 114, Braithwaite, Dennis 363 125, 126, 128,129,136, 140, 150, Bridle, Augustus 94 159, 162, 177, 181, 182, 185, 202, Briggs, John 161 224, 226, 228, 261, 285, 302, 310, Britten, Benjamin 79, 129, 220 440, 442, 547 n. 5 Broder, Nathan 167 Berg, grabaciones de Gould: Brott, Boris 452 Sonata (para Hallmark) 140 Brown (de soltera Trott), Jean Sonata (en cine) 442 64, 517 Sonata, op. 1 (Columbia) 226

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Brown, Rosemary 294 Bruckner, Anton 113, 150, 358 Burton, Humphrey 201, 311, 438, 524 Busoni, Ferruccio 184, 185, 258, 278, 539 n. 8, 549 n. 17 Butler, Roma 126, 232 Byrd, William 78,102, 269, 279, 294, 442, 488 Byrd-Gibbons, grabaciones de Gould: Un consorte de la m úsica, de W illia m B y rd y Orlando Gibbons 268 Cage, John 291, 325, 360, 465 Callaghan, Morley 31, 34 Campbell, James 411, 440, 517 Canadá 14,15,17,19, 24, 25, 29, 30, 31n., 34, 38, 39, 41, 57, 64, 78, 79, 84, 95,118,119,120,122, 123,126, 128,130,131,132,133, 134,135, 136,139,144, 149, 150, 153,154,155,156,159,166, 169, 171,176,181,183,185,189,192, 195, 203, 213, 223, 233, 235, 238, 269, 281, 282, 308, 313, 315, 316, 319, 323, 324, 327, 331, 343, 351, 355, 359, 394, 409, 416, 417, 496, 516, 525, 526, 528, 539 n. 4, 542 n. 10 Canadian Arts Council 132 Canadian Broadcasting Corporation, véase cbc Canadiense, Medalla de la Confederación 262 Canadiense, Consejo de la Múscia, Medalla del 262 Canadienses, Conferencia de las Altes 262 Canadienses, Asociación de Compositores 132 Canadian Music Center 132 Canadian Music Council 132 Canadian M u s ic Journal 133, 141, 152, 154, 480

556

Canadiense, Compañía ^ de la Ópera 132 Canadian Radio Broadcasting Corporation 134, 135 Canadian Revieiv o f M u sic and A r t 133 Cardus, Neville 200 Carlos, Walter 309 Carroll, Jock 143,144,169, 194, 380, 392, 447, 519, 523 Carter, Samuel H. 482, 517, 549 n. 21 Cartier-Bresson, Henri 201 Casadesus, Robert 115 Casals, Pablo 108, 174, 330, 333, 439, 521 Casavant, órganos 92, 228, 229 Casella, Alfredo 80, 125, 445 c b c , véase tam bién Canadian Radio Broadcasting Corporation 14, 16, 51, 56, 78, 82,110, 111, 124, 126,128, 134, 135,136,137, 139, 140,150,153, 156,186,189, 218, 225, 232, 233, 234, 245, 250, 251, 253, 256, 260, 264, 271, 277, 282, 294, 301, 302, 308, 309, 310, 311, 312, 313, 314, 317, 318, 319, 323, 326, 330, 332, 334, 340, 343, 344, 345, 346, 360, 364, 367, 384, 386, 395, 397, 400, 408, 409, 411, 414, 415, 417, 422, 435, 436, 439, 440, 441, 442, 443, 453, 463,465, 468, 473, 480, 484, 485, 487, 489, 493, 494, 497, 521, 522, 526, 527, 537 n. 8, 537 n. 9, 538 n. 11, 538 n. 13, 538 n. 14, 539 n. 3, 541 n. 19, 541 n. 20, 544 n. 27, 544 n. 30, 545 n. 34, 545 n. 35, 545 n. 36 c b c , Compañía de Ópera de la 132 c b c , Orquesta Sinfónica de la 132, 137, 226 c b c , Orquesta en Vancouver 497 cb c Records 13, 521 c b l t , Toronto 136

CBS Masterworks (después, Sony

Columbia Records, véase tam bién Classical), véase tam bién CBS Masterworks 153,161, 162, Columbia Records 13, 161, 162, 163,164, 166,167, 196, 201, 213 163, 212, 235, 250, 259, 269, 286, 217, 219, 226, 238, 244, 250, 251 334, 365, 430, 432, 435, 442, 461, 266, 267, 269, 270, 271, 272, 277 462, 463, 465, 474, 475, 477, 482, 278, 281, 287, 296, 306, 309, 356 483, 488, 496, 506, 520, 521, 522, 363, 365, 369, 397, 417, 421, 423 529, 548 n. 13, 548 n. 14, 550 n. 24 431, 432, 435, 436, 460, 461, 469 CBS Musical Instruments 469 474, 482, 492, 521, 522, 527, 529 c d : véase grabaciones 538 n. 14, 538 n. 2, 539 n. 7, 540 CFCA, Toronto 133 n. 13, 540 n. 14, 542 n. 8, 544 n. CFRB, Toronto 135 25, 544 n. 28, 548 n. 11 Chaikovsky, Piotr Ilyich 76,113, Columbia, Sinfónica de 226, 267 118, 271, 358, 365 Concertgebouw, Orquesta del 195 Chapin, Schuyler 213, 217, 218, Copland, Aaron 259, 262, 465 461, 517, 523, 527 Corbett, conferencias sobre Chasins, Abram 231 música 260 Chem ins de la. m usique (serie Couperin-Guerrero, grabación para televisión) 442 de Gould: Cherubini, Luigi 113 Passacalle 139 Chickering, pianos 210, 540 n. 12, 542 n. 9 Chislett, Anne 18 Chopin, Frédéric 50, 61, 76, 93, 95, 101,103,104, 107,118,119,138, 191, 197, 232, 233, 259, 298, 309, 368, 417, 449, 477, 478 Chrysler Festival (programa de televisión) 137,189, 232, 245, 497, 499 Clark, Joe 356 Clark, Petula 269, 294, 314, 315, 318, 367, 544 n. 29 Clasart (compañía cinematográfica) 473, 548 η. 14 Cleveland, Orquesta de 153, 170, 237, 271, 516, 538 η. 2 Clibum, Van 118,175,183,194, 200, 247, 258, 263, 264, 304, 362, 523, 528, 540 η. 15 Clooney, Rosemary 219 Clouzot, Henri-Georges 438 Cobb, Jill R. 414, 517 Cohen, Leonard 295, 523 Columbia Artists Management Inc. 437

Craft, Robert 196, 226, 228, 306, 517 Culshaw, John 292, 527 Curtin, Phyllis 225 Curtis, Jim 220, 517 Curzon, Clifford 115,160 Davies, Robertson 30, 31, 43, 73, 353, 418, 420 Davis, Clive 460, 461, 529 Davis, Curtis W. 313, 520 Davis, Lydia 18 Debussy, grabaciones de Gould: P re m iè re rapsodie (en cine) 411,440 Dees, Cornelius 377 Demus, Jörg 163,185 D e r Untergeher (E l malogrado, libro) 18 Diamond, David 259, 300 Di Bello, Victor 498, 500, 502, 503, 518 Diefenbaker, John 309 Dobe, Joan 536 n. 5 Dobson, Vera 455, 457 Doolittle, Isabel 144,145

557

Doyle, Kevin 475, 500, 501, 502, 517 Dubai, David 316, 521 Dudley, Ray 42, 48, 69, 73, 75, 81, 82, 85, 86, 91, 93, 116, 122, 141, 142,144, 409, 417, 517, 526, 531, 536 n. 7 Eaton Auditorium, Toronto 92, 93, 121, 252, 340, 412, 431, 432, 442, 453, 463, 464, 467, 487, 548 n. 9 Edquist, Veme 406, 432, 433, 451, 467, 468, 470, 517, 542 n. 9, 548 n. 13 E l silen cio de los cordmvs (libro) 18 E l Toronto de Glenn Gould (programa de televisión) 381 Elgar, Edward 113, 549 n. 19 Elliott, Charles 501, 517 Elsie (ama de llaves de la familia Gould) 49, 458 e m i (compañía discográfica) 544 η. 28 Epstein, A. A. 382, 517 Ericson, Raymond 261 Estados Unidos 18, 31η., 33, 40, 41, 131,149,153,155,159, 170,176, 177, 282, 313, 350, 369, 414η., 438, 496, 539 η. 4 Europa 16, 29, 57, 78, 79,118,124, 131,184,189,193,195,196, 199, 202, 203, 212, 334, 414η., 437, 438, 484, 489, 539 η. 7 Evans, Bill 103, 469, 523, 536 η. 2 Farell, Eileen 212 Faulkner, June 381 Faull, Ellen 221, 267, 517 Feldbrill, Victor 126,193, 517 Festival Trio 128, 537 n. 8 Feyginberg, Yosif 522, 539 n. 6 Fichman, Niv 535 η. 1 Filadelfia, orquesta de 206, 284 Findley, Timothy 367, 494 Finn, Robert 170

558

Fiorito, Joe 18 Fischer, Edwin 108 Fitzgerald, Winston 204, 205 Fleisher, Leon 449 Forrester, Maureen 121, 123, 127, 128, 131, 258, 497, 523 Fortner, Wolfgang 125 Foss, Lukas 168, 221, 223, 259 Francia 14,15,101, 438, 442, 475, 484 Franck, César 150 Fraser, John 466, 467 Freedman, Harry 125 Friedrich, Otto 24,123,162, 370, 496, 523 Frye, Northrop 14, 34, 36, 282, 308, 316, 359, 523, 526, 528, 542 n. 10, 543 n. 12 Fulford, Robert 33, 38, 43, 46, 47, 48, 50, 53, 55, 59, 62, 63, 66, 67, 68, 70, 90,100, 102,108, 126, 127,137,138, 141,143,147,156, 185,186, 308, 324, 356, 399, 413, 523, 524, 525, 528, 537 Fulford, Wayne 69 Furtwängler, Wilhelm 113,125, 278, 355 Galena de Arte de Toronto 73, 94,

121 Gamer, Hugo 31 Gelatt, Roland 164,167,168, 527 Genesis Records 483 George, Graham 154 Gibbons, Orlando 78,103,104, 159, 193, 208, 269, 279, 294, 358, 442, 465, 488 Gieseking, Walter 115, 174, 258, 278 Gilels, Emil 176, 179 Girard, François 18 Glenn Gould Foundation 17, 518, 519, 529, 530 Glenn Gould Limited 265 Glenn Gould, parque, Toronto 17 Glenn Gould, premio de Música y Comunicación, 17

Glenn Gould, Escuela Profesional, Real Conservatorio de Música 17 Glenn Gould Society 15, 518, 522 Glenn Gould Studio, Toronto 16, 530, 542 η. 9 Glick, Norman 109, 517 Glove, Margaret 171 Gold, Ben (no es pariente) 39 Gold, Bert véase Gould, Russell Herbert Gold, Isaac (bisabuelo) 40, 241 Gold, Isaac (tatarabuelo) 40, 506 Gold, John (tatara-tatarabuelo) 52 Gold Medal Radio & Phonograph Company 138 Goldenberg, Susan 469, 527 Goldschmidt, Nicholas 218, 518 Goldsmith, Harris 279 Golschmann, Vladimir 226, 267,498 Goodman, Joyce 160, 224 Gould, Alma véase Home, Alma Rosina Gouldberg Variations (composición de Hatzis) 17 Gould, Bruce (tío carnal) 58 Gould, Florence Emma (Florrie o Flora; madre) 34, 35, 38, 41, 42, 43, 44, 45, 46, 47, 48, 56, 58, 59, 60, 61, 63, 69, 71,143, 169, 240, 347, 358, 454, 458 Gould, Grant (tío carnal) 40, 52, 56, 58, 61 Gould, Josephine E. (primera mujer del abuelo) 40 Gould, Joseph (no es pariente) 40 Gould, Russell Herbert (Bert; padre) 34, 36, 37, 39, 40, 41, 42, 43, 45, 46, 48, 49, 52, 55, 58, 60, 62, 64, 67, 70, 71, 72, 81, 88, 89, 91,123,124,138, 139,143, 148, 161, 241, 379, 454, 455, 457, 458, 459, 506, 509, 510, 518, 535 n. 1, 535 n. 3, 535 n. 4 Gould, Thomas George (abuelo) 34, 35, 39, 40,41, 48, 49, 241, 506

Graffman, Gary 161, 349, 449, 523 Gramm, Donald 267, 268 Grammy, premios 13, 488 Gran Bretaña 56, 201, 438 Grant, George 282, 292, 543 n. 12 Greben, Stanley E. 406, 517 Greig, Alexander 43 Greig, Florence véase Gould, Florence Emma, Greig, Jessie (prima) 51, 53, 55, 60, 134.140.142, 350, 351, 357, 370, 379, 409, 454, 459, 490,496, 505, 509, 518 Greig, John Charles Holman (abuelo de Gould) 44 Greig (de soltera Flett), Mary Catherine (abuela de Gould) 44, 240 Greiner, Alexander (Sascha) 208, 209, 210 Grieg, Edgard 43, 268, 269, 271, 294, 416, 417, 455, 488, 549 n. 17 Guerrero, Alberto 71, 72, 73, 74, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 86, 87, 88, 89, 91, 93, 99, 100, 104, 110, 111, 115,116,122, 138, 139.142, 145,147, 242, 376, 447, 497, 521, 526, 536 n. 7, 536 n. 10, 536 n. 11, 537 n. 3, 537 n. 6, 541 n. 17 Guerrero, Daniel 72 Guerrero, Eduardo 72 Guerrero, Myrtle Rose 74, 76, 84, 88 Gvozdeva, Ekatarina ( “Kitty”) 183 Gzowski, Peter 485, 524 Haggin, B. H. 228, 258, 400 Hallmark, Recordings 139,140, 153, 521 Hamilton, Filarmónica de 498 Hamilton, Stuart 46, 74, 75, 88, 517, 531 Hampton Court Hotel, Toronto 441 Handel, George Friederic 107, 268, 271, 279, 280,467, 491, 537 n. 3, 538 n. 12, 550 n. 23

559

Handel, grabaciones de Gould: Suites ηύιτι. 1-4, al clavicémbalo 268 Harris, Thomas 18 Hart House (orquesta) 128, 195 Hart House (cuarteto) 79 Hart House, Toronto 73, 104, 122, 516

Homburger, Walter 120, 123, 128, 159, 162, 170,171,176, 177, 181, 183, 185, 191, 196, 198, 201, 202, 203, 257, 264, 266, 347, 364, 365, 399, 437, 515, 518, 540 n. 15, 541 n. 17 Horne, Alma Rosina (abuela de Gould) 40, 58 Horne, Andrew T. (bisabuelo Hartmann, Karl Amadeus 221 Hatzis, Christos 17 de Gould) 535 n. 4 Haydn, Franz Joseph 50, 76, 93, 99, Horowitz, Joseph 279, 528 103,107, 202, 226, 228, 271, 276, Horowitz, Vladimir 115,116, 172, 285, 438, 450, 470, 481, 483, 547 191, 194, 233, 258, 265, 266, 269, n. 5, 549 n. 15, 550 n. 23 278, 279, 280, 339, 362, 363, 417, Haydn, grabaciones de Gould: 436, 437, 448, 469, 537 n. 5, 542 Sonata m im . 59 en m i bemol n. 8 m a y or 226 Horton, John 267, 435 Sonatas núm. 56 y 58-62 481 Hughes, Allen 280 Heap, Harry 174 Hume, Paul 160 Heinze, Bernard 92, 203 Humperdinck, Englebert 113 Heliconian Club, Toronto 122 Hunstein, Don 248, 250, 251, 252, Henze, Hans Werner 221, 465 254, 338, 430, 505, 507, 529, 550 Herbert, Frank 126 n. 24 Herman, Morris 380 Hunter College, Nueva York 260, Hess, Dame Myra 115,160,199 261 Hétu, Jacques 267, 277, 524 Hunter, Sylvia 74, 142, 517, Hétu, grabaciones de Gould: 537 n. 6 Variations p o u r p ia n o 267 Hupfer, William 204, 205, 206, 207, Hiebert, Paul 418, 419 211,212, 272 Hill, George Roy 491, 492, 493 Hindemith, Paul 79, 80, 104, 110, Innis, Harold 282, 543 n. 12 114, 124,125,135, 202, 223, 235, Inn on the Park, Toronto 254, 349, 238, 268, 269, 288, 294, 295, 434, 440, 441, 459, 508 435, 450, 488, 536 n. 8, 547 n. 5, International Artists 120 549 n. 17 Irvine, Mélisande 78, 83, 517 Hindemith, grabaciones Isabella Stewart Gardner Museum, de Gould: Boston 260, 516 Das M arienleben 288, 434 Ishlon, Deborah 196, 365 Sonatas para piano, núm. 1-3 Israel 15, 158, 197, 198, 199 268 Italia 14,15,101 Sonatas para como, tuba, Iturbi, José 258 trompeta, como francés Ives, Charles 107, 125, 294, 295 y trombón 434 Hitchcock, Alfred 325 James, Frances 79 Hodges, Mike 549 η. 20 Japón 14, 15, 202, 360, 438, 470 Hofmann, Josef 117,118 Jessop, John 323

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Joachim, Otto 152, 353, 410, 415, 515, 517, 531 Jodoin, René 313 Johnson, Gilbert 434, 517 Jones, Brian 259 Jones, Mason 434, 517 Juilliard (cuarteto de cuerdas) 267, 268

Komgold, Erich Wolfgang 118, 294, 483 Koscis, Susan 365, 372, 517 Kostelanetz, Richard 334, 385, 517, 520, 528 Kraemer, Franz 233, 234 Kraglund, John 155 Kraus, Greta 371, 399 Kreisler, Fritz 192 Kahn, Albert 333 Krenek, Emst 80,102,104,114, Kapell, William 115, 214, 523 125, 129, 145, 171, 181, 202, 226, Karajan, Elliette 549 n. 21 228, 294, 539 n. 6, 547 n. 3, 550 Karajan, Herbert von 168,183,184, n. 23 195, 202, 247, 258, 266, 304, 320, Krenek, grabaciones de Gould: 355, 369, 416, 420, 437, 438, 443, Sonata núm . 3, op. 92/núm. 4 226 461, 483, 498, 523, 538, 549 n. 21 Krips, Josef 199, 200, 258, 489, 523 Karsh, Yousuf 142,180, 181 Kroitor, Roman 201 Kasemets, Udo 223 Kruschov, Nikita 175 Kashperov, Alexei 280 Kubalek, Antonin 409, 483, 517 Kazdin, Andrew 46, 274, 279, 287, Kuerti, Anton 349, 400 288, 348, 354, 363, 364, 369, 390, 397, 398, 404, 408, 413, 423, 432, L a ca n ción bajo el hielo (libro) 18 433, 434, 436, 443, 447, 462, 463, Landowska, Wanda 78, 84, 93, 108, 464, 483, 492, 523, 535 n. 2, 543 117, 127,129,167,168, 278, 279, n. 13, 543 n. 14, 548 n. 7 538 n. 1 Kennedy, Jacqueline 355 Lane, Louis 170,171, 517, 522 Kennedy, John E 355 Lang, Paul Henry 217 Kent, James 408, 414, 443, 517, 520 Laredo, Jaime 411, 434, 448, 450, Kentner, Louis 200 549 n. 17 Kernerman, Morry 127,193, 399, Läufer, Edward 75 411, 517, 538 n. 12 Leacock, Stephen 32, 35, 36, 294, Kilburn, Nicholas 109, 111, 363, 412, 418, 419, 523, 539 n. 9 517, 531 Leah Posluns, teatro, North York Kind, Silvia 196, 524 464 King’s University College, Lebrecht, Norman 461, 528 Edmonton 542 n. 9 Le Caine, Hugh 132 Kirchner, Leon 125 Lees, Gene 524, 537 n. 2 Kiwanis, Festivales de Música de Legge, Walter 270 90, 91, 94, 117,120, 135, 515 Leibowitz, René 105, 107,108 Klibonoff, Jon 498 Leinsdorf, Erich 258 Iüotz, Philip 388 Le Moyne, Jean 281, 309, 357, 359, Koenig, Wolf 201 528, 542 n. 11, 543 n. 11 Kogan, Leonid 180 Leng, Alfonso 73 Kolodin, Irving 217 LePage, Pierrette 75 Kombrink, Ilona 224, 517 Leschetizky, Theodor 111 Kopelson, Kevin 362 Leventritt, Rosalie 192

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Lewis, Wyndham 44, 155 Lieberson, Goddard 162, 163, 306, 416, 437, 460, 461, 527 Liszt, Franz, véase tam bién Beethoven-Liszt, grabaciones de Gould 19, 61, 76, 84, 93, 101, 103,116,179,182,191,197, 210, 230, 271, 299, 409, 416, 448, 449, 478 Little, Barbara 101, 410 Little, Carl 374, 517 Littler, William 466, 492, 520 Logan, Alexandei' G. 379, 389 Logan, Donald 355, 357, 427, 517 Londres, Inglaterra 172,199, 200, 201, 202, 247, 406, 536 Lotz, J. R. (James) 318, 322, 326, 528 Louie, Alexina 17 Lupu, Radu 179 Mach, Elyse 357, 520 Mackenzie, William Lyon 43 Maclean, Wally 316, 317, 318, 320, 545 n. 30 MacMillan, Keith 139, 173, 384, 400, 515, 524, 538 n. 10 MacMillan, conferendas 260, 261 MacMillan, Sir Ernest 71, 77, 79, 90, 94,108,118, 122,127,133,139, 140,155, 245, 260, 515, 523, 526 Mahler, Gustav 74, 113, 150, 294, 415,416,425, 466,487,495,497, 549 n. 17 Maloney, Timothy 16, 500, 501, 516, 528, 529, 531, 541 n. 19 Mamott, Isaac 128 Mann, Thomas 146, 147,196, 324, 493, 538 n. 11 Mansolino, Daniel 470, 471, 517, 518 Marceau, Marcel 128 Marshall, Lois 128,131,139, 221, 223, 234, 301, 409, 435 Martin, Frank 125 Martinon, Jean 158,198

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Massey, Comisión 131, 132, 526 Massey Hall, Toronto 89,121, 142, 155, 169, 245, 487, 526 Massey, Vincent 123 Matadero 5 (película) 491, 492, 522 Mather, Bruce 75 Mathieu, André 118 Maxwell, Joan 354, 399, 410, 414, 518 Ma, Yo-Yo 17 Mazzoleni, Ettore 90 McCarthy, Dale 378 McCarthy, Pearl 94 McClure, John 269, 520 McGreevy, John 313, 390, 485, 487, 493, 494, 517 McLaren, Norman 310, 313 McLean, Eric 18,185, 515 McLuhan, Eric 518 McLuhan, Marshall 22, 275, 281, 282, 283, 290, 291, 292, 293, 308, 313, 325, 359, 410, 424, 487, 523, 528, 530, 542 n. 11, 543 n. 12 McRae, Colin A. 380 Melodiya (compañía discográfica) 441, 539 η. 5 Mendelssohn, Felix 69, 76, 92, 93, 101,103,113,116,117,118,139, 197, 223, 228, 295, 358, 483, 503, 547 n. 4, 550 n. 23 Mengelberg, Willem 113 Menuhin, Diana 540 n. 13 Menuhin, Yehudi 17,160,175, 201, 250, 258, 266, 294, 310, 311, 354, 411, 415, 520, 523, 544 n. 28 Metronom (compañía cinematográfica) 444, 473. Meyer, Kerstin 218, 340, 411, 518 Michelangeli, Alturo Benedetti 115, 194, 312 Milligan, Doris 144 Mitropoulos, Dimitri 195, 489 Miyazawa, Junichi 24, 518, 522, 524 Mohr, Franz 272, 468, 517, 527 Moiseiwitsch, Benno 115 Moll, Albert E. 392

Molson, Premio 262, 543 η. 11 Sonatas pa ra pia n o, vol. 5: Monsaingeon, Bruno 195, 202, 381, núm. 14,16 y 17, Κ. 457, 570 398, 403, 426, 441, 442, 443, 444, y 576, Fantasía en do m enor, 450, 468, 472, 473, 474, 475, 479, Κ. 475 268 480, 482, 483, 484, 502, 503, 517, Sonata núm . 10 en d o m ayor, 524, 547 η. 4 Κ. 330 226 Monteverdi, Claudio 479 Mumford, Lewis 281 Montgomery, Lucy Maud 58 Myers, Paul 52, 269, 270, 364, Montreal String Quartet 353, 415, 369, 398, 406, 414, 461, 462, 546 n. 11 463, 517 Moore, Gerald 75 Morawetz, Oskar 75,104,105,114, Nachman, Gerald 308, 528 124,125,128,139, 276, 515, 517 Nadel, Ira B. 295 Morawetz, grabaciones de Gould: Nash, Knowlton 323, 527 Fantasía en re 267 National Educational Television, Morey, Carl 80, 526, 530, 531 Estados Unidos 313 Morris, Edmund 17 National Film Board 189, 201 Mount Pleasant (cementerio en NBC, cadena de televisión 134, 312, Toronto) 19, 510 438 Mozart, Wolfgang Amadeus 15, 60, Neel, Boyd 74,128,195, 523 61, 62, 76, 77, 78,100,103,104, Nelsova, Zara 410, 537 n. 9, 546 107,110,118,135, 138,187,188, n. 11 191,197,198, 225, 226, 228, 235, Neuhaus, Heinrich 178 238, 269, 270, 274, 275, 276, 278, N ew Music Associates 126,127 280, 281, 285, 291, 298, 299, 309, Nueva York (filarmónica) 134, 162, 310, 313, 400, 421, 422, 438, 468, 170, 212, 215, 216, 226, 235, 492, 479, 480, 488, 490, 497, 540 n. 516, 519, 540 n. 14 17, 544 n. 23 New York Times M agazine 549 Mozart, grabaciones de Gould: n. 18 Fantasía y fu g a en do mayor, NHK (cadena de televisión) 16 K. 394 226 Nicholet, Aurèle 195 Concierto p a ra p ia n o num . 24 Nielsen-Fems (compañía en do m enor, IC. 491 226 cinematográfica) 494 Sonatas p a ra pia n o, vol. 1: Nielsen, Richard 494, 495, 496, num. 1-5, K 279 a 283 267 517, 522 Sonatas p a ra pia n o, vol. 2: Nilcolayeva, Tatiana 178,180 num. 6, 7 y 9, Ii. 284, 309 y 311 Nixon, Richard M. 355 267 Noxon, Gerald 324 Sonatas p a ra p ia n o, vol. 3: núm. 8,10,12 y 13, Κ. 310, 330, Oates, Joyce Carol 18 332 y 333 268 Oberlin, Russell 234, 262, 518 Sonatas pa ra pia n o, vol. 4: Office de radiodiffusion-télévision núm. 11 y 15, K. 331 y 545; française ( o k t f ) 441, 442, K. 533, con Rondó; Κ. 494 268 443, 472 Fantasía en en re m enor, Ogerman, Claus 548 n. 11 Κ. 397 268 Oistrakh, David 176

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Olnick, Harvey 127, 161, 399 Oppenheim, David 161,162,197, 213, 218 Opthof, Cornelius 268, 408 Orden del Canadá 541 n. 3 Orillia, Ontario 35, 36, 68,145, 419, 464, 518, 525, 539 n. 9 Ormandy, Eugene 206, 538 n. 2 Orquesta Nacional de Jóvenes Músicos 294 ORTF véase Office de radiodiffusion-télévision française Ostrovsky, compañía de pianos y órganos 469, 470, 471 Ostwald, Peter 16,194, 205, 371, 376, 380, 388, 391, 392, 395, 400, 401, 454, 508, 509, 510, 523, 546 η. 8 Ozolins, Arthur 75 Pachmann, Vladimir de 90,117, 174, 278, 339 Pacsu, Margaret 308, 374, 415, 435, 436, 444 Page, Tim 406, 424, 475, 478, 490, 504, 517, 521, 524, 531 Paray, Paul 170,173, 247 Parmenter, Ross 129 Parr, Patsy 118 Payzant, Geoffrey 90, 341, 396, 407, 480, 481, 515, 522, 545 η. 1 Pearson, Lester B., Pentland, Barbara, Percival, John A., Perelman, Judith 544 n. 30 Persichetti, Vincent 125 Peterson, Oscar 17,139, 259, 541 n. 19 Pettinger, Peter 537 n. 2 Peyser, Joan 361 Philips (compañía discográfica) 539 η. 7 Phillips, R. A. J. (Robert) 318, 322, 324, 528 Phillips, Robin 494, 495, 496, 517

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P ia n o Q uarterly (revista) 294, 488, 489, 529, 549 η. 18 Pickering College, Newmarket 93 Plaskin, Glenn 537 n. 5 Polyphon (compañía cinematográfica) 494 Posen, Stephen 266, 504, 505, 518, 529, 530 Post (de soltera Sandercock), Verna 257, 399, 517 Poulenc, grabaciones de Gould: Aubade (en cine) 440 Powers, Richard 18 Pratz, Albert 128, 140 Preludio, cantilena y giga 109 Privitello, Margaret 75, 78, 83, 88, 242,517,530 Prizelc, Mario 397, 473 Prokofiev, Sergei 79, 80,103,116, 121, 140, 225, 234, 267, 279, 280, 294 Prokofiev, grabaciones de Gould: para Hallmark 140 Sonata num . 7 267 Puccini, Giacomo 101 Quality Records 139 Rachmaninov, Sergei 84,101, 204, 210, 259, 278, 409, 449, 469, 478 Radio-Canada 518 Rains, Claude 227, 230 Ravel, Maurice 80, 363, 421, 436, 440, 478 Ravel, grabaciones de Gould: . L a Valse (en cine) 436 r c a 111, 162, 436, 482 Reger, Max 113, 150 Reiner, Fritz 539 n. 2 Restout, Denise 516, 538 n. 1 Richter, Sviatoslav 178,179, 180, 246, 258, 284, 448, 483, 484, 490 Rideau Hall, Ottawa 542 n. 9 Riley, Terry 295

Riskind (de soltera Shenner), Gladys 76, 200, 365, 366, 383, 399, 410, 412, 517, 531 Robert Lawrence Productions 442 Roberts, John 46, 51, 54, 102, 259, 263, 264, 300, 310, 328, 351, 369, 370, 375, 391, 405, 409, 413, 422, 447, 473, 490, 491, 505, 517, 529, 531, 540 η. 17, 542 η. 8, 544 η. 22, 547 η. 1, 549 η. 16 Roberts, Ray 365, 369, 372, 381, 401, 433, 459, 500, 504, 508, 509, 522 Roddy, Joseph 53, 81,166, 340, 478, 519, 520 Rondó en re m a y or 110 Rose, Leonard 219, 220, 221, 233, 234, 249, 268, 411, 415, 450, 521, 549 n. 17 Rosen, Charles 448, 517 Rosenthal, Moriz 230 Roslak, Roxolana 288, 411, 414, 434, 435, 518 Rostropovich, Mstislav 180, 182, 258 Rothstein, Edward 506 Real Comisión sobre el Desarrollo Nacional de las Artes, las Letras y las Ciencias 131 Real Conservatorio de Música, véase Conservatorio de Música de Toronto Real Conservatorio, Escuela de Ópera del 132 Roy Thomson Hall, Toronto 542 n. 9 Rubin, David 467, 469, 517 Rubinstein, Arthur 20, 115, 194, 258, 284, 407, 420, 444 Rusia 14, 15, 16, 51, 175, 176, 177, 178,179, 180,181, 182,183, 198, 246, 364, 452, 458, 516, 518, 527, 539 n. 4, 539 n. 5 Rustage-Johnston, Avril 415, 424, 524 Sabin, Robert 174, 362 Said, Edward W. 173

Saint-Saëns, Camille 74, 113, 118 Sallinen, Aulis 125 Salzman, Eric 261 Sandercock, Vema véase Post, Vema Sargent, Malcolm 489 Sarrazin, Jean 404, 463, 517 Sawallisch, Wolfgang 195 Scarlatti, grabaciones de Gould: Sonatas, L. 463 en re mayor, L. 413 en re menor y L. 486 en sol mayor 434 Schabas, Ezra 221, 517, 531 Schafer, R. Murray 17, 74, 75, 526 Schmidt, Felix 438, 439, 443 Schnabel, Artur 111, 112, 231, 278, 309, 490, 497, 536 n. 9 Schneider, Alexander 161, 410, 537 n. 9, 546 n. 11 Schneider, Michel 15, 523 Schönberg, Arnold 59, 76, 80, 99, 104,105,106,107, 108,109,110, 113,114,124,125,126,140, 147, 150, 151, 153, 163, 171, 180, 181, 187, 188, 197, 215, 218, 221, 222, 223, 224, 225, 226, 228, 232, 237, 249, 260, 267, 268, 269, 294, 296, 297, 298, 299, 300, 301, 302, 305, 308, 310, 311, 325, 330, 332, 408, 421, 439, 464, 483, 490, 496, 536 n. 1, 550 n. 23 Schönberg, Arnold, conferencias de Gould sobre 114,124, 126, 218, 237, 260 Schönberg, grabaciones de Gould: E l lib ro de los jard in es colgantes 126, 218, 267 Fantasía, para v io lín y p ia n o 311 Oda a Napoleón Bonaparte 129, 249, 267, 297 Concierto para piano, op. 42 104, 124, 136, 213, 226, 237 Piezas para piano, op. 11, 19, 23 y 33 80, 104,110, 187, 267 Canciones, op. 1 y 2 267, 301

565

Sibelius, grabaciones de Gould: Canciones, op. 3, 6, 12, 14 y 48, Tres sonatinas, op. 67; y op. postuma 268, 301 Kyllikki, Tres piezas lírica s 434 Suite, op. 25 188, 197, 224, Silverman, Robert 420, 488, 489, 267, 421 490, 524 Schönberg, Gertrud 259 Silvester, Frederick 71 Schonberg, Harold C. 279 Simposio de Música Canadiense Schöning, Klaus 334 133 Schott (editorial de música) 14, Siskind, Jacob 129 149, 522 Schroeder, Marianne 318, 322, Smallwood, Joey 327 Smith, Henry Charles 434 326, 517 Schubert, Franz 76, 101, 179, 201, Smith, Leo 71, 78, 523 Solomon, Maynard 160, 371 232, 298, 478, 497, 536 n. 1, 537 n. 8, 550 n. 23 Somers, Harry 57, 125 Somerville, Janet 317, 318, 324, 517 Schuller, Gunther 549 η. 22 Sonata para fa g o t y p ia n o Schumann, Robert 76,101,107, 110, 522 197, 268, 298, 478 Schumann, grabaciones de Gould: Sonata p a ra p ia n o 110, 522 Sonnenberg, Ben 146, 363, 523 , Cuarteto p a ra p ia n o en m i bemol Sony Classical véase cbs m a yor 268 Masterworks Schwarzkopf, Elisabeth 128, 270, Soseki, Natsume 146, 352, 355, 367, 420, 434, 523, 548 η. 11 Scott, Howard 201, 517 359, 360 Stanfield, Robert 356 Scriabin, Alexander 267, 269, 271, 279, 280, 289, 290, 294, 434, 440, Stein, Irwin 206, 377, 378 443, 448, 449, 536 η. 2, 548 η. 7, Steinway, Frederick 204, 214, 248 549 η. 17 Steinway, Henry Z. 213, 517 Scriabin, grabaciones de Gould: Steinway, pianos 12, 207, 208, 209, Sonata núm . 3 267 210, 271, 272, 467, 468, 469, 537 Sonata núm . 5 289, 290, n. 2, 542 n. 9, 548 n. 12 448, 449 Steinway and Sons 201, 204, 205, Dos piezas, op. 57 (Columbia) 206, 207, 208, 209, 210, 211, 212, 434 213, 214, 215, 219, 248, 271, 272, Dos piezas, op. 57 361, 377, 391, 406, 448, 467, 468, (en cine) 443 469, 471, 507, 515, 516, 527 Serkin, Rudolf 115,127, 129, 174, Stephens, Joseph 392, 398, 400, 299, 306, 461, 540 n. 17 404, 454, 517 Seto, Bill 145, 146 Stem, Isaac 128, 175, 461, 523 Sharp, Isadore 441, 518 St. Lawrence Hall, Toronto 464, Shenner, Gladys, véase Riskind, 500, 503, 548 n. 8 Gladys St. Louis, Sinfónica de 213, 498 Shipton, Tom 401, 403, 465, 517 Stockhausen, Karlheinz 306, 325, Shostakovich, Dmitri 79,107, 140, 326, 418 180, 220, 234, 331, 465, 494 Stokowski, Leopold 113, 168, 250, Shumsky, Oscar 219, 220, 221, 234, 258, 267, 284, 312, 328, 330, 331, 249, 415, 521 406, 438, 489, 521, 549 n. 19

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Stratford, Festival de 18,127, 133, 191, 201, 214, 219, 233, 249, 260, 494, 498, 516, 521, 526, 529 Strauss, Richard 79, 104, 106, 112, 113, 118, 147, 150, 151, 221, 222, 225, 230, 231, 234, 235, 269, 270, 294, 297, 298, 300, 302, 303, 304, 305, 311, 323, 330, 355, 400, 425, 434,435, 450, 465, 466,468, 481, 482, 483, 490, 494, 495, 540 n. 14, 547 n. 2, 548 n. 7, 548 n. 8, 549 n. 15, 549 n. 17, 550 n. 23 Strauss, grabaciones de Gould: E noch Arden 227 O phelia-Lieder 434 Sonata en si m enor, op. 4; Cinco piezas para piano, op. 3, 468, 481 Stravinsky, Igor 79, 80, 107,108, 114,122,128,163, 212, 224, 250, 259, 306, 403, 407, 440, 479, 541 η. 1 “Streisand como Schwarzkopf’ (reseña) 548 η. 11 Streisand, Barbra 270, 367, 465, 490, 548 n. 11 Cuarteto pa ra cuerdas en fa m en or 18, 20,129,148, 149, 151, 226, 237, 249, 291, 299, 300, 303, 305, 306, 394, 427, 503, 538 η. 14 T tío de cuerdas 111 Stuckenschmidt, Hans Heinz 184,189 Sullivan, Patrick J. 546 n. 8 Susskind, Walter 170, 173, 226 Sveriges Radio 195 Suecia 14, 365 Suiza 541 n. 1 Symphonia Quartet 153, 226, 234 Szell, George 170,171, 306, 362, 489, 538 n. 2 Takemitsu, Toru 17 Taneyev 140, 295 Taubman, Howard 160

Teilhard de Chardin, Pierre 282, 357, 359, 529 Teshigahara, Hiroshi 546 n. 5 Thomson, Hugh 54,155 Till, Enc 236, 237, 517 Torchinsky, Abe 434 Toronto 12, 13, 15, 16, 17, 18, 25, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 43, 44, 48, 49, 56, 57, 58, 59, 64, 68, 70, 71, 73, 75, 77, 78, 79, 80, 87, 91, 93, 104, 109, 115,118,120,122,125,127, 130,132,133,136,138,140, 144, 150,154,156,161,162,169,173, 174, 192, 205, 207, 228, 234, 245, 251, 259, 263, 265, 271, 280, 282, 294, 312, 318, 341, 342, 344, 345, 348, 353, 364, 368, 369, 370, 376, 389, 392, 400, 406, 408, 417, 431, 432, 433, 438, 439, 441, 442, 463, 464, 468, 470, 471, 473, 480, 482, 483, 484, 485,487, 491, 496, 498, 503, 505, 507, 514, 525, 526, 541 n. 19, 542 n. 9, 545 n. 30, 546 n. 2, 548 n. 8, 549 n. 21 Toronto, Sociedad Bach de 77, 411 Toronto, Conservatorio de Música de (después Real) 70, 73, 88, 89, 150, 243, 526, 529, 530, 535, 536 η. 8, 537 η. 9 Toronto, Coro Mendelssohn de 77 Toronto, Orquesta Sinfónica de 60, 77, 79, 92, 93, 94,104,118, 122, 170, 213, 245, 311, 312, 437, 500, 538 η. 10 Toscanini, Arturo 14, 113,134, 162, 174, 407, 528, 538 n. 2 Tovell, Vincent 400, 409, 517, 519, 531 Travell, Janet 377 Tropp, Vladimir 522, 539 n. 6 Trott, Jean, véase Braun, Jean Troup, Malcolm 75, 536 n. 7 Trudeau, Pierre Elliott 355, 356 Tulk, Lome 12, 252, 264, 318, 319, 323, 327, 328, 329, 403, 404, 407,

567

432, 433, 443, 454, 514, 517, 524, 530, 531, 544 η. 27 Tureck, Rosalyn 109, 117, 128, 163, 168, 278, 490, 536 η. 9, 537 η. 4 Tornan, Kenneth 478 Un arte de la fu g a (cine) 472, 473, 475 Universidad de Toronto, véase tam bién Real Conservatorio de Música 17, 70, 73, 79,132,133, 260, 464, 480, 516 Unión Soviética 175,176, 181, 182, 260 Uptergrove, Ontario 35, 203, 409, 518 Ustinov, Peter 33, 418 Uxbridge, Ontario 34, 35, 37, 40, 41, 58, 63, 64,138, 239, 241, 358, 458, 497, 516, 525, 530, 535 Valen, Fartein 125, 309 Vallee, Francis G. 318, 322 Vancouver, Festival Internacional de 171,195, 218 Vanguard Recording Society, Nueva York 464 Vanni, Helen 267, 268, 517 Variaciones Goldberg 13,14,17, 77, 86, 103, 127,129, 136,140, 163,164,165, 167,168, 178,181, 182,188,197, 203, 209, 226, 227, 230, 244, 245, 254, 258, 264, 285, 296, 384, 392, 425, 451, 453, 470, 474, 475, 476, 477, 478, 481, 483, 492, 506, 510, 521, 537 η. 7, 550 η. 24 Variaciones en sol m en or 110, 477 Vear, Herbert J. 376, 377, 378, 383, 518 Verdi, Giuseppe 101, 107, 322 Viena, Orquesta Sinfónica de 196 Vogt Society, Toronto 79 Waddington, Geoffrey 135, 137 Wagner, grabaciones de Gould:

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“Alba” y “Viîye de Sigfrido por el Rin”, del G ötterdäm m erung 268 Preludio a D ie M eistersinger 268 Id ilio de S igfrid o 278 Wagner, Richard 113,147,150, 185, 268, 278, 279, 289, 415, 421, 425, 442, 450, 488, 500, 502, 522, 550 n. 23 Walter, Bruno 258 Walton, William 79, 125, 224 Walton, grabaciones de Gould: Façade (en cine) 440 Watson-Henderson, Ruth 75,100 Watts, André 540 n. 14 Webern, Anton von 80, 104, 105, 110, 114, 115, 119, 124, 125, 126, 140, 159, 163, 181, 185, 201, 208, 223, 436, 442, 539 n. 6, 547 n. 4, 550 n. 23 Webern, grabaciones de Gould (en cine) 201, 436, 442 Weingartner, Felix 113 Weinzweig, John 57, 125,150 Westdeutscher Rundfunk 196, 334 Whitney, Helen 545 n. 36 Wilford, Ronald 437, 439, 461 Willan, Healey 71, 78, 523 Williams, Joy 18 Wilson, Frank R. 448, 449, 450, 453, 529 Winters, Ken 152, 526 Wodson, Edward W. 92 Wynne-Jones, Tim 18 XWA ( c f c f ), Montreal 133

Yamaha, pianos 469, 470, 471, 475, 516, 542 n. 9 Yazbeck, Peter 99, 100, 380, 517, 539 n. 10 Young, David 18 Zao Wou-Ki 546 n. 4

Colección TURNER MÚSICA

Historia de la Música I.

L a m ú s ic a en la c u ltu ra g rie g a , y rom a n a . G. Comotti.

II. III. IV.

E l m ed ioevo, 1. G. Cattin. E l m e d io e v o , 2. F. A. Gallo. L a ép oca del H u m a n is m o y del R e n a c im ie n to . C. Gallico.

V. VI. VII.

E l s ig lo XVII. L. Bianconi. L a ép oca de B a ch y H a en d el. A. Basso. L a ép oca de M o z a rt y B eethoven.

G. Pestelli. VIII.

E l s ig lo xix, 1. R. Di Benedetto.

IX.

E l s ig lo XIX, 2. C. Casini.

X.

E l s ig lo XX, 1. G. Salvetti.

XI.

E l s ig lo XX, 2. G. Vinay.

XII.

E l s ig lo xx, 3. A. Lanza.

E l a n illo del N ib e lu n g o . Richard Wagner. Isaac A lb é n iz , re tra to de u n ro m á n tic o . Walter

Aaron Clark. W olfgang A m a d e u s M o z a rt. Jean y Brigitte

Massin. L u d w ig v a n B eeth oven . Jean y Brigitte Massin. S hostakovich. E l a rte a m o rd a z a d o p o r la a u to rid a d . Bernd Feuchtner

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