Barth John-La Opera Flotante

December 24, 2016 | Author: ROTCEHDIVAD | Category: N/A
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John Barth La ópera flotante Afinando mi piano Para alguien como yo, cuyas actividades literarias desde 1920 se han limitado principalmente a escritos jurídicos y a la redacción de la Investigación, lo más duro de la tarea que me propongo —la explicación de un día de 1937 cuando cambié de opinión—, es llevarla adelante. Nunca he intentado meterme en estas cosas, pero me conozco lo suficiente como para darme cuenta de que una vez roto el hielo, las páginas saldrán una tras otra, pues por naturaleza soy expansivo y el problema será atenerse a la historia y al final callarme la boca. No tengo dudas al respecto: puedo predecirme correctamente casi siempre porque, por más que la opinión generalizada, aquí en Cambridge diga lo contrario, soy una persona con un comportamiento bastante coherente. Si otra gente (por ejemplo, mi amigo Harrison Mack y su mujer Jane) piensan que soy excéntrico e impredecible, ello se debe a que mis acciones y opiniones no son coherentes con sus principios, si es que tienen alguno. Pero aseguro que son coherentes con los míos. Y aunque mis principios pueden cambiar de vez en cuando —este libro, recuerda, se refiere a uno de esos cambios—, siempre los tengo en abundancia, más de lo que preciso en la práctica, y por lo general tienen que ver entre sí, de modo que jamás mi vida es menos lógica por el mero hecho de no ser ortodoxa. Asimismo, como norma, cuando me trazo una meta, la cumplo. Por ejemplo, ahora he empezado este libro y aunque lo más probable es que todavía estemos muy lejos de la historia en cuestión, al menos ya nos encaminamos hacia ella, y el tener esta certeza me alegra. Tal vez cuando haya terminado de describir ese día tan sumamente especial que mencioné antes —creo que se trataba del 21 de junio de 1937—, cuando ya sea de noche y llegue la hora de acostarse de ese día, si es que eso llega a suceder, volveré atrás y destruiré estas páginas de afinar el piano. O quizá no: tengo la intención de presentarme directamente, de advertir sobre ciertas posibles interpretaciones de mi nombre, de explicar la importancia del título del libro y hacer otras varias aclaraciones en atención al lector, como un anfitrión ocupándose de su huésped, para hacerle sentir lo más cómodo posible y partícipe amable de la serpenteante corriente de mi historia. Para llevar un poco más lejos el intento de la «corriente serpenteante», si me permites: en las novelas que he leído de tanto en tanto siempre me ha parecido que piden demasiado a los lectores aquellos autores que empiezan sus narraciones con furia, en el mismo centro de la acción, en vez de acercarse o deslizarse lentamente a la misma. Tal zambullida en la vida y el mundo de un tercero, como la zambullida en el río Choptank a mediados de marzo, me parece que tiene muy poco de agradable. Ven conmigo, lector, y no temas por tu débil corazón; yo también tengo uno y sé muy bien la conveniencia de meter primero un dedo, luego un pie, después una pierna, muy lentamente los muslos y el estómago, y por último, todo tu ser en mi historia y tomándote mucho tiempo para hacerlo. Después de todo, te estoy invitando a una inmersión de placer, no a un bautizo. ¿Dónde estamos? Estaba por comentar la importancia del ejemplo que empleé antes, ¿no es así? ¿O explicar mi metáfora de «afinar mi piano»? ¿O mi débil corazón? ¡Dios santo, cómo se escribe una novela! Quiero decir, ¿cómo se puede uno atener a la historia si tiene alguna sensibilidad sobre las significaciones de las cosas? En lo que a mí respecta, ya veo que la

narrativa no es lo mío: cada nueva oración que escribo está llena de figuras e implicaciones y lo que más me gustaría sería volverlas a meter en su madriguera contigo, pero eso implicaría nuevas figuras y nuevas cacerías, de modo que estoy seguro que nunca daríamos comienzo a la historia, y aún menos le pondríamos fin si doy rienda suelta a mis inclinaciones. No es que normalmente me importe —para mí, un libro es tan bueno como otro—, pero realmente quiero explicar ese día (ya sea el 21 o el 22) de junio de 1937 cuando cambié de opinión por última vez. Por tanto, tendremos que seguir en el canal central, tú y yo, como si estuviéramos en un barco de dragado, y dejar que pasen de largo los ramales y remansos, por más bucólicos que sean. (Esta metáfora no es gratuita, pero prosigamos.) Pues bien. Me llamo Todd Andrews. Lo puedes escribir con una o dos «des». Me llegan cartas en las dos formas. Pero te prevengo contra escribirlo con una sola «d» por miedo a que diga Tod, muerte en alemán; tal vez el nombre es simbólico. Yo uso las dos «des», en parte para evitar ese simbolismo. Pero ya ves, terminé por no advertirte nada y eso debido a que se me ocurrió que el Todd de doble «d» también es simbólico y de forma muy precisa. Tod es muerte y este libro poco tiene que ver con la muerte; Todd es casi Tod, es decir, casi muerte; y este libro, si llega a escribirse, tiene muchísimo que ver con la casi-muerte. Una última observación. ¿Alguna vez te han irritado historias que parecían prometer una revelación y que luego no la han cumplido? Yo me he tropezado más veces de las deseables con historias relacionadas con algún invento maravilloso —un desafío a la gravedad o un telescopio lo suficientemente poderoso para ver hombres en Saturno, o un arma secreta capaz de dislocar el mismísimo sistema solar—, pero jamás se explicó la mecánica del artefacto superior a la gravedad; jamás se aclaró la cuestión de vida en Saturno; no se nos dice cómo construir nuestros propios dislocadores del sistema solar. Esto no es así en este libro. Si te comunico que he inventado algo, te diré qué son esas cosas y las explicaré con la mayor claridad posible. Todd Andrews, entonces. Ahora, observa cómo me puedo mover cuando realmente me importa: tengo cincuenta y cuatro años y un metro ochenta de estatura, pero sólo peso setenta kilos. Tengo el aspecto, pienso, que tendrá Gregory Peck, el actor de cine, cuando tenga cincuenta y cuatro, salvo que yo llevo el pelo bien corto para no tener que peinarme. Y no me afeito cada día. (La comparación con el señor Peck no tiene intención de elogiarme a mí mismo, es sólo una descripción. De ser Dios, y crear la cara de Todd Andrews o de Gregory Peck, haría unos retoques aquí y allí.) Tengo una buena posición desde casi cualquier punto de vista: soy socio en el bufete de abogados Andrews, Bishop & Andrews —soy el segundo Andrews—, y mi profesión me da hasta donde yo quiero, unos diez mil dólares al año, quizá nueve, aunque nunca he hecho lo suficiente para comprobarlo. Vivo y trabajo en Cambridge, la capital del distrito de Dorchester, en la Costa Este de Maryland. Es mi ciudad natal y la de mi padre: Andrews es un antiguo apellido de Dorchester. Nunca he vivido en otra parte, salvo los años que pasé en el Ejército durante la primera guerra mundial y los transcurridos en la universidad John Hopkins y en la Facultad de Derecho de la universidad de Maryland. Soy soltero. Vivo en una habitación del hotel Dorset, en la calle High, frente a los tribunales, y mi despacho está en la «calle de los abogados», Court Lañe, a una manzana de distancia. Aunque el ejercicio de mi profesión me paga la cuenta del hotel, la considero mi profesión tanto como a cien otras cosas: navegar, beber, pasear por la calle, escribir mi Investigación, mirar las paredes, cazar patos y mapaches, leer, jugar a la política. Estoy interesado en muchas cosas, entusiasmado con nada. Uso ropa bastante cara. Fumo puros Robert Burns. Mi bebida es whisky de centeno Sherbrook con gingerale

. Leo a menudo y sin sistema, es decir, tengo mi propio sistema, pero no es ortodoxo. No tengo ninguna prisa. En suma, vivo mi vida, o la he vivido, al menos, desde 1937, casi de la misma manera hasta ahora que escribo este primer capítulo de La ópera flotante. Casi me olvido de mencionar mi enfermedad. El hecho es que no soy un hombre sano. Lo que me hizo acordar ahora fue que mientras fantaseaba sobre el título La ópera flotante, sentado aquí a mi escritorio del hotel Dorset, empecé a golpetear la mesa con los dedos siguiendo el ritmo del letrero de neón que hay afuera. Deberías ver mis dedos. Son la única deformidad en un cuerpo que de otra manera cumple su propósito y que, según me han sugerido, no deja de ser hermoso. Pero estos dedos... unas cosas como porras, uñas inmensas, cetrinas, pesadas. Yo tenía (probablemente aún tengo) una especie de endocarditis bacteriológica subaguda, con una complicación especial. La tuve desde muy joven. Me agarrotó los dedos. De cuando en cuando, me debilito, no con demasiada frecuencia, pero esta complicación es una tendencia al infarto de miocardio. Lo que eso significa es que cualquier día puedo morir de repente, sin previo aviso, quizás antes de que complete esta frase, quizá dentro de veinte años. La sufro desde 1919: treinta y cinco años. Mi otra dolencia es una infección crónica de la glándula de la próstata. Me dio problemas cuando era joven, varios tipos de problemas como sin duda ya explicaré más adelante, pero desde hace muchos años simplemente he tomado una cápsula de hormonas cada día (un miligramo de dietilstilbestrol, un estrógeno), y salvo por una noche de insomnio de vez en cuando, la infección no me molesta. Mis dientes están en buen estado, con la excepción de un empaste en el molar inferior izquierdo y una corona en el canino superior de la derecha (me lo rompí con el pasamano de un ferryboat en 1917, cuando luchaba con un amigo cruzando el Chesapeake). Nunca tengo resfriados y mi visión y digestión son perfectas. Por último, un sargento alemán me bayoneteó levemente en el Argonne durante la primera guerra mundial. Hay un pequeño lugar en la pantorrilla izquierda donde se atrofió un músculo, pero la pequeña cicatriz no duele. Yo maté al sargento alemán. No hay duda que cuando le coja el ritmo a la narración, después de uno o dos capítulos, andaré más rápidamente y haré menos digresiones. Pues entonces, pasemos al título y luego veremos si puedo empezar con esta historia. Cuando hace dieciséis años decidí escribir sobre cómo cambié de opinión una noche de junio de 1937, no tenía previsto ningún título. Ciertamente, hace apenas una hora más o menos, cuando empecé a escribir, me di cuenta de que la historia tendría por lo menos la extensión de una novela y entonces resolví darle un título de novela. En 1938, cuando decidí contar la historia, sólo tenía como propósito que fuera un aspecto del estudio preliminar de un capítulo de mi Investigación, las notas y datos del cual llenan casi toda mi habitación. Soy meticuloso. El primer trabajo, una vez que juré asentar en el papel lo sucedido aquel día de junio, fue intentar recordar y ordenar mis pensamientos y actividades de ese día, asegurarme de que no me olvidaba de nada. Esa pequeña tarea me llevó nueve años —no me apresuré— y las notas llenaban siete cajones de melocotones aquí al lado de la ventana. Luego tuve que hacer algunas lecturas: unas pocas novelas para familiarizarme con el estilo usado para narrar cosas, y algunos libros de medicina, construcción naval, humor, biología marina, jurisprudencia, farmacología, historia de Maryland, la química de los gases y una o dos cosas más para completar mi documentación y asegurarme de que comprendía aproximadamente lo sucedido. Esto me llevó tres años, años más bien desagradables porque tuve que abandonar mi acostumbrado sistema de elegir libros a fin de realizar esas lecturas comparativamente especializadas. Pasé los últimos dos años preparando mis recuerdos de aquel día y los reduje

de siete cajones de melocotones a uno, escribiendo material de interpretación y comentario hasta que volví a tener siete cajones llenos, y finalmente reduciendo los comentarios de los siete cajones hasta quedar dos, de los que pensaba sacar comentarios al azar cada media hora o algo así durante la escritura. ¡Ah, yo y mis cosas! Me temo que todo es significativo y que al final nada es importante. Ahora estoy bastante seguro de que mis dieciséis años de preparación no serán tan útiles como había pensado, o al menos no de la misma manera, pero en cuanto a los comentarios, pienso que lo que haré es tratar de no comentar nada, sino simplemente atenerme a los hechos. De ese modo aún sé que cometeré muchas digresiones —la tentación es siempre grande y se vuelve irresistible cuando sé que la finalidad es ajena al asunto—, pero al menos tengo alguna esperanza de llegar a la meta, y cuando me desasista la gracia, de cualquier modo podré felicitarme por mis intenciones. ¿Por qué La ópera flotante? Podría explicarme hasta el Día del Juicio y aún quedarme corto. Pienso que comprender una cosa totalmente, por más nimia, requiere la comprensión de todas las demás cosas del mundo. Por esa razón a veces me sorprendo de las cosas más simples. Y por eso también no me importa pasarme toda una vida preparándome para empezar mi Investigación. Pues, La ópera flotante, es parte del nombre de un barco de espectáculos que solía viajar por los ríos de Virginia y Maryland: La original e incomparable ópera flotante de Adam: Jacob R. Adam, propietario y capitán; admisión 20, 35 y 50 céntimos. La ópera flotante estaba amarrada en Long Wharf el día que cambié de opinión, en 1937, y parte de este libro se desarrolla a bordo del barco. Ésa es razón suficiente para usarlo como título. Pero hay una razón aún mejor. Siempre me pareció una buena idea construir un barco de espectáculos con nada más que una gran cubierta y hacer que allí se interpretase sin cesar una obra de teatro. El barco no estaría amarrado, sino que flotaría arriba y abajo del río y el público se sentaría en ambas márgenes. Podrían ver cualquier parte de la obra que se interpretase cuando el barco pasase flotando, luego tendrían que esperar a que volviera con la marea para repescar otra parte si todavía estuvieran allí sentados. Para rellenar los vacíos, tendrían que usar la imaginación, o preguntarle a vecinos más atentos, u oír las palabras que se dicen y pasan de una punta a otra del río. La mayor parte del tiempo, no comprenderían nada de lo que sucede, o pensarían que lo saben cuando en realidad no es así. Muchas veces podrían ver a nuestros amigos, los actores, pero no oírlos; ellos pasan flotando; nosotros les prestamos nuestra atención y debemos depender de los rumores o perderles de vista por completo; regresan flotando y nosotros renovamos nuestra amistad —para ponernos al día— o nos damos cuenta de que nosotros y ellos ya no nos comprendemos más. Y estoy seguro de que así será como funcionará este libro. Es una ópera flotante, amigo, cargada de curiosidades, melodrama, espectáculo, instrucción y entretenimiento, pero flota al azar en la corriente de mi prosa vagabunda. Aparecerá ante tu vista, desaparecerá, espíala de nuevo; y puede requerir los mejores esfuerzos de tu atención e imaginación —además de cierta paciencia, si eres una persona corriente— para seguir el argumento a medida que aparece y desaparece de tu vista. El Club de Exploradores de Dorchester Supongo que debo haberme despertado a las seis de la mañana esa mañana de 1937 (la voy a llamar 21 de junio). Había pasado una mala noche; fue el último año de mi problema de próstata. Me había levantado más de una vez a fumar un poco, o caminar por la habitación, o garabatear algunas notas para mi Investigación, o mirar por la ventana el edificio de Correos,

en la calle High, frente a mi hotel. Entonces, me las arreglé para quedarme dormido antes del amanecer, pero la luz o lo que fuera me despertó al filo de las seis, tal como sucede cada mañana. Entonces yo tenía treinta y siete años recién cumplidos y, según mi costumbre, saludé al nuevo día con un trago de Sherbrook de la botella que estaba en el marco de la ventana. Ahora mismo allí tengo una botella, pero no es la misma, qué duda cabe. El hábito de saludar al alba empinando el codo era una rémora de mis tiempos universitarios. Realmente me llegó a gustar, pero lo dejé hace algunos años. Dejé el hábito deliberadamente, tal como suena, simplemente por ejercitarme en romper los hábitos. Abrí los ojos y la botella, pues, y tomé un buen trago, temblé de pies a cabeza y miré alrededor. Era una mañana soleada y aunque mis ventanas daban al oeste, había suficiente luz reflejada para iluminar el cuarto. Una lástima: el hotel Dorset fue construido a principios de 1918, y mi habitación, al igual que muchas damas ancianas, tiene su mejor aspecto en una luz mortecina. Entonces, como ahora, la ventana estaba moteada de pequeños círculos de polvo hechos con gotas de lluvia ya secas; las paredes, de yeso verde claro, tenían filigranas de antiguas grietas como un mapa en relieve de los pantanos de Dorchester; una vieja lata de guiso de carne, mi cenicero, rebosaba de colillas (yo fumaba cigarrillos entonces) sobre mi escritorio —un extraño objeto suministrado por la dirección del hotel; las notas para mi Investigación, entonces en su séptimo año de preparación, sólo llenaban tres cajones de melocotones y una caja deformada con una etiqueta: «maravillosos tomates morton». Una pared estaba parcialmente cubierta, igual que ahora, por un mapa de costas y un plano geodésico del distrito de Dorchester, no tan anotado como ahora. En otra colgaba una pintura al óleo, obra de un aficionado, que parecía ser la concepción de un ciego al imaginar catorce cisnes chillones posándose, al unísono en el Atlántico durante un vendaval. No recuerdo cómo me hice con ella, pero sé que la dejé colgada allí por inercia. De hecho aún está allí en la pared, pero en una ocasión, cuando estaba borracho mi amigo Harrison Mack, el magnate del escabeche, dibujó encima con lápiz una especie de desnudo. Por el suelo (entonces, no ahora) estaban los planos de una barca que yo estaba construyendo en un garaje cerca de la riera; el día anterior había comprado los planos para trabajar un poco en ellos. A mí me parece que cualquier arreglo de cosas representa un orden. Si estás de acuerdo, se desprende de ello que mi habitación estaba tan ordenada como cualquier otra, aun cuando el orden no era común. No tengas la errónea impresión de que mi vida, entonces o ahora, es «bohemia» o de la rive gauche . Si comprendo correctamente esos términos, no lo es. En primer lugar, hacia 1937 a mí no me entusiasmaba ningún tipo de arte, aunque tenía y aún tengo una ligera curiosidad al respecto. Ni tampoco mi cuarto estaba sucio o era incómodo. Simplemente estaba lleno. Lo más probable es que fuera el día antes de que vinieran las criadas a limpiar: arruinan mi orden poniendo las cosas «en su lugar», es decir, fuera de la vista. Por último, vivo demasiado bien para que se me llame bohemio. El whisky Sherbrook cuesta $ 4,49 la botella y yo suelo tenerlo siempre al alcance de la mano. Pues bien. Realmente es un cuarto bastante adecuado y aún estoy aquí. Esa mañana me desperté, entonces, bebí de mi whisky, miré alrededor, me levanté lentamente de la cama y me vestí para ir al despacho. Hasta me acuerdo de mi ropa, aunque la fecha —el 21 o el 22— se me escapa, después de dieciséis años de rememorar: me puse un traje gris y blanco de sirsaca, una camisa marrón de lino, una corbata o corbatín, calcetines marrones y mi sombrero de paja. Estoy seguro de que me arrojé agua fría a la cara, me lavé la boca, limpié

mis gafas de lectura con papel higiénico, me froté la barbilla para convencerme de que no necesitaba afeitarme y me eché el pelo hacia atrás en vez de peinarme; es seguro porque he hecho esas cosas en ese orden casi cada mañana desde quizá 1930, cuando me mudé al hotel. Fue en algún instante durante estas ceremonias —el instante en que el agua fría llegó a mi cara parece ser el más probable— que se me acercaron todas las cosas del cielo y de la tierra y me di cuenta de que este día sería mi último día; en ese día me destruiría a mí mismo. Me erguí y le sonreí a mi cara mojada en el espejo. —¡Por supuesto! ¡Alegría! Se me escapó una risita contenida. —¡Por todos los santos! ¡Día memorable, trascendental! ¡La inspiración, haber abierto los ojos ante el viejo problema, haberlos abierto a la nueva y última y única solución! ¡El suicidio! Salí de puntillas de mi cuarto para reunirme con mis colegas en el vestíbulo, los miembros del Club de Exploradores de Dorchester, y tomar café con ellos. Como los hoteles de muchas ciudades pequeñas, el Dorset es más grande de lo necesario. La mayoría de sus cincuenta y cuatro habitaciones están vacías en invierno, e incluso con la llegada de los veraneantes que aparecen cuando empieza el calor, quedan suficientes habitaciones vacías en una noche normal como para acomodar a cualquier circo itinerante o a una convención de tramperos de ratas almizcleras que puedan llegar de improviso a la ciudad. Los propietarios pueden continuar en el negocio, pensaría uno, sólo porque el edificio fue pagado hace varias generaciones y legado a los actuales propietarios sin deudas ni gravámenes, porque los costes de mantenimiento y los gastos generales son bajos y porque un grupo de damas y caballeros ancianos, lo bastante desafortunados por haber sobrepasado el momento de ser bienvenidos a este mundo, se ven obligados por las circunstancias a hacer del hotel su penúltima parada en el camino a la próxima. Estos supernumerarios, especialmente los hombres, participan en las reuniones del Club de Exploradores de Dorchester cada mañana de 6,15 a 6,45. El CED, fundado y bautizado por mí, aún existe, aunque de los miembros fundadores yo soy el único superviviente. Esa mañana, tal como la recuerdo, sólo otros dos estaban presentes: el capitán Osborn Jones, un ex pescador de ostras de ochenta y tres años, lisiado por la artritis, y el señor Haecker, de setenta y nueve, ex director de la escuela secundaria, entonces pensionado y aunque con buena salud, sin ninguna familia y al final de sus días. Debido a que el capitán Osborn tenía dificultades con las escaleras, nos reuníamos en su habitación, en el mismo piso que la mía. —¡Buen día, capitán Osborn! —dije, y el anciano gruñó, como era su costumbre. Estaba vestido con una capa gris brillante, un suéter indescriptible de lana negra y pantalones azules casi blancos de tan lavados. —¡Buen día, señor Haecker! —dije. El señor Haecker lucía su sarga negra impecable y sin una arruga, una corbata de seda y una camisa limpia pero con unas rayas algo deshilacliadas. —Buenos días, señor Todd —contestó. Recuerdo que encendía su primer cigarro de la mañana con una mano y removía el café con la otra. Hacía unos meses, yo había comprado un quemador de una sola hornalla para el Club, y por consentimiento mutuo, estaba en la habitación del capitán Osborn—. Rico y caliente —dijo pasándome una taza de café. Le di las gracias. El capitán Osborn empezó a maldecir sin pausa, de forma monótona, y a golpearse la pierna derecha con el bastón. El señor Haecker y yo le observamos mientras bebíamos nuestro café. —No la puede despertar, ¿eh? —aventuré a decir yo. Cada mañana, tan pronto como el

capitán Osborn se vestía y se sentaba se le dormía la pierna y él se la golpeaba hasta que le volvía a circular la sangre. Algunas mañanas tardaba más que otras. —Beba su café, capitán —dijo el señor Haecker en su voz muy suave—. Le sentará mucho mejor que todo ese malhumor. El capitán Osborn se sintió mareado por el esfuerzo; le vi aferrarse a los brazos de su sillón para estabilizarse. Suspiró entre dientes y cogió el café que le ofrecía el señor Haecker, gruñendo sus gracias. Entonces, sin decir palabra, deliberadamente, derramó todo el líquido humeante sobre su pierna rebelde. —¡Eh, qué hace! —exclamó el señor Haecker, frunciendo el entrecejo porque esas demostraciones le molestaban. Yo también estaba atónito, con miedo de que el café escaldara al anciano, pero él sonrió y volvió a golpearse la pierna con el bastón. —Dele una buena paliza —dije con admiración. El capitán Osborn abandonó la lucha y se apoyó en el respaldo de su sillón, mientras el café, aún humeante, goteaba en el suelo. —Muy bien —dijo él respirando con dificultad—, muy bien. Me voy a morir. Pero quiero hacerlo todo de golpe, no poco a poco. —Se contempló la pierna, disgustado—. Maldita pierna. —Se pateó el pie derecho con el izquierdo—. Alfileres y agujetas, eso es lo que siento. En un tiempo podía bailar y correr con esta pierna. ¡Hasta timoneé mi barca con ella, de pie sobre la otra y con cabos en las manos! Nunca más, señor. —No estaría tan mal que se muriera a plazos —le dije al señor Haecker, que le estaba sirviendo otra taza de café al capitán—. Quizás el sepulturero lo enterraría por entregas y podríamos pagar un poco cada mes. La senilidad del capitán Osborn era una broma tradicional en el Club de Exploradores y, por lo general, el señor Haecker, pese a su formalismo, participaba en la misma, pero esta mañana parecía preocupado. —Usted va a morir, capitán —dijo solemnemente, pasándole el café al capitán Osborn—, tal como dice Todd. Pero no de inmediato, esperemos. Mientras tanto, usted es un anciano, igual que yo. Nada más que vejez, eso es todo. ¿Por qué protestar? No hay nada en el mundo que se pueda hacer al respecto. —No puedo hacer nada de nada —admitió el capitán Osborn—, pero no por eso me conformo. —¿Por qué no? —presionó el señor Haecker—. Eso es lo que me gustaría saber. —¿Por qué diablos habría de hacerlo? —replicó el capitán Osborn—. No puedo trabajar y no puedo jugar. Nada más que escupir tabaco y morir. Hágalo usted, yo no quiero. —Sacó un pañuelo del bolsillo de su suéter y se sonó la nariz ruidosamente. Los cojines de su silla, los cajones de su mesa, los bolsillos de su suéter y pantalones, todo estaba lleno de pañuelos húmedos o secándose: el capitán, como muchos marinos, sufrían de sinusitis aguda, agravada por el clima húmedo del condado de Dorchester,y no quería ni oír hablar de médicos. Su única terapia era medio vaso de Sherbrook que yo le daba cada mañana antes de salir del hotel. Le mantenía ligeramente ebrio hasta el mediodía, y para entonces, su sinusitis ya no estaba tan congestionada. —Pues bien —dijo el señor Haecker—, los sabios jamás se han rebelado contra la vejez. Déjeme que le lea una cita que ayer copié de un libro, nada más que para leérsela. —Ay, Dios mío, Dios mío. —Le va a convertir, capitán Osborn —le advertí. —¡Je, je! —se rió el anciano. Siempre le parecía tremendamente gracioso cuando yo sugería que era un bellaco.

—No —dijo el señor Haecker abriendo un doblado pedazo de papel y poniéndolo a la luz—, esto es algo que copié de Cicerón y quiero que usted escuche lo que Cicerón decía de ser viejo. Esto es lo que dice Cicerón: «... sí algún dios me concediera renovar mi infancia por mi actual edad y estar de nuevo llorando en la cuna, me negaría firmemente...)» Ahí tiene. Supongo que Cicerón tenía que saber, ¿eh? —Espero que sí —dijo el capitán Osborn sin osar contradecir la palabra escrita. —Pues bien —dijo sonriente el señor Haecker—. Entonces yo digo que lo aprovechemos el máximo posible. ¿Qué le parece? Lo último de la vida, para lo cual se hizo lo primero de la vida. ¿No opina lo mismo? —No me lo pregunte a mí, señor Haecker. Yo aún estoy en lo primero. —Escuche —dijo el capitán Osborn con el tono que emplean los ancianos para sugerir que, habiéndose permitido escuchar los absurdos de los demás durante demasiado tiempo, están a punto de decir la verdad—, ¿ve usted este brazo? —Levantó su huesudo brazo derecho—. Pues, señor mío, en este momento me podrían atar al tronco de un chopo y atar este brazo a una yunta de bueyes y me lo podrían arrancar de la misma raíz lentamente, Dios los maldiga, y yo les dejaría hacer si me vuelven a los cuarenta años, con la paga de una temporada en el bolsillo y todo un verano para vivir. ¡Ahora mismo! Se apoyó exhausto en el respaldo, pero su rostro era triunfal. —¿Piensa que eso está bien? —me rogó el señor Haecker—. ¿Piensa usted lo mismo? —No —dije. El señor Haecker resplandeció considerablemente, pero el capitán Osborn me echó una mirada indignada. —¿Quiere decir que se pasaría el tiempo leyendo tonterías? —me preguntó, incrédulo. —No —dije yo. Ahora el señor Haecker también parecía desilusionado. —Pues, ¿cuál es su opinión sobre esto? —preguntó de mal talante—. ¿O no tiene ninguna opinión? —¡Él! —retrucó el capitán Osborn con una risotada y flemáticamente—. ¡Éste tiene opiniones para todo! —Oh, tengo una —admití—. En realidad, me desperté con ella esta mañana. —¡Se despertó con ella, eh! —chilló el capitán Osborn—. ¡Apuesto a que era bien caliente! El señor Haecker esperó pacientemente, aunque sin mayor curiosidad, para oír mi opinión, pero se libró de ella porque la risa del capitán Osborn se convirtió en toses y ahogos, como a veces sucedía, y los dos tuvimos que palmearle en la espalda hasta que, aún tosiendo, recuperó el aliento. Tan pronto como pudo respirar con normalidad, dejé la reunión del club para buscarle el vaso de whisky en mi habitación ya que me pareció que necesitaba su medicina con urgencia. ¡A paso ligero! ¡Quería bailar en el pasillo! ¿Mi opinión? ¿Mi opinión! ¡Suicidio! ¡Oh, a paso ligero, lector mío! Déjame que te diga: toda mi vida, al menos una gran parte de ella, ha sido dirigida hacia la solución de un problema o el dominio de un hecho. Es una cuestión de actitudes, de posturas, de máscaras, si quieres, aunque el término tiene un acento peyorativo que no acepto. En el curso de mi vida he asumido cuatro o cinco posturas, basadas en ciertas conclusiones, ya que tiendo, me temo, a atribuirle a las ideas abstractas una importancia de vida o muerte. Cada postura me parecía en su momento que representaba la respuesta a mi dilema, el dominio de mi hecho, pero siempre sucedía algo que demostraba su impropiedad, o simplemente la postura perdía su poder de persuasión de forma imperceptible hasta que, de repente, se volvía cambio cualitativo, como decía Marx—, y entonces yo volvía a tener el trabajo de enfrentarme a las máscaras cambiantes. Para mí, era un proceso lento y doloroso, a menudo involuntario. Conténtate, si quieres, con comprender que durante varios años antes

de 1937, había adoptado una postura que, pensaba yo, representaba una solución real y permanente a mi problema, pero durante la primera mitad de 1937, esa postura había perdido su eficacia; que durante la noche del 20 de junio, la noche antes del día de mi historia, tomé conciencia total y obligada de que era inadecuada. De hecho, estaba de vuelta adonde había empezado en 1919; y, por último y milagrosamente, después de no más de una hora de sueño de premadrugada, me desperté, me mojé la cara con agua fría y me di cuenta de que tenía la respuesta real, final, inobjetable, la última palabra posible: la postura de acabar con todas las posturas. De no haber sido necesario andar de puntillas y susurrar, habría bailado un trepak y cantado aleluya. ¿No te dije que no tiro puñetazos al aire? ¿Que mis respuestas son las tuyas? ¡Suicidio! Pobre señor Haecker, tendrá que esperar para enterarse de mi opinión (esperar, pobre alma, hasta el Día del Juicio, me temo), pero no tú, lector. El suicidio era mi respuesta; mi respuesta era el suicidio. No lo apreciarás hasta que te aclare el problema; y aclararé el problema, poco a poco, a mi manera, la cual, recuerda, no carece de sistema, sino que simplemente es coherente en términos de mi propio y tal vez heterodoxo sistema. Entonces, ¡válgame Dios!, ¿qué es mi sistema? Paciencia, amigo. No es mi propósito mistificarte o exasperarte. Recuerda que soy un novato en la narrativa. Y aunque no lo fuera, yo hago las cosas a mi manera. Sugiero que sustituyas esta pregunta por la tuya: ¿por qué no llevé el whisky de centeno conmigo cuando salí de mi cuarto por primera vez de modo que no tuviese que regresar allí? He ahí una pregunta más específica, más razonable y menos entrometida, y su respuesta implica la respuesta a la otra. En primer lugar no llevé el whisky conmigo porque no era mi costumbre hacerlo, y uno de los resultados de mi respuesta asombrosa y que me abrió los ojos, fue que este día —este 21 de junio (estoy casi seguro)—, debido a su trascendencia, debía vivirse lo más exactamente posible como cualquier otro día de mi vida reciente. En consecuencia, aunque sabía muy bien que el capitán Osborn necesitaría mi medicina, la dejé en mi habitación y volví a buscarla después del café, tal como era mi costumbre. ¿Es ésta una respuesta? Más a la primera pregunta que a la segunda. Aún no sabes cómo se originó esa práctica, ni más ni menos que yo, pero sí sabes que mi sistema para vivir ese día extraordinario era vivirlo lo más normalmente posible, aunque necesariamente cada acción estaría cargada de una nueva significación Y del mismo modo, mi método para contar la historia será explicar los acontecimientos de ese día lo más llanamente posible, porque sé que al contar, perderé el sendero lo bastante seguido como para que te enteres o entreveas toda la historia de la pregunta, al igual que el público de mi barco de espectáculos a la deriva junta las piezas del argumento de su melodrama. Y yo te juro por todos los tomates maduros de Dorchester que cuando empiece la diversión, el barco flotará justo delante tuyo y tú no te perderás nada. Así que entonces crucé el pasillo hacia mi habitación, abrí la puerta con cuidado y entré de puntillas a buscar el vaso de whisky de centeno. Mi intención era enjuagar el vaso, llenarlo hasta la mitad e irme lo más rápidamente posible, pero tan pronto abrí el grifo del lavabo y resonó su acostumbrado Do sobre el Mi agudo, Jane Mack abrió sus maravillosos ojos verdes y se sentó en mi cama: su cabello castaño y suave como el de una marta cebellina cayó sobre sus hombros y la sábana se deslizó hasta sus caderas, levantó el brazo derecho para tirarse el pelo hacia atrás; el movimiento aplanó su estómago y levantó uno de sus pechos de un modo que se me flexionaron los muslos al mirar. Aún tenía la botella de Sherbrook en mi mano derecha y el vaso en la izquierda Jane me preguntó con voz soñolienta si ya eran las ocho de la mañana. Le dije que no. Se rascó la cabeza, bostezó, cayó sobre la almohada, suspiró y, pienso, volvió a dormirse al instante. La sábana aún estaba sobre sus caderas y se echó

dándome la espalda. Creo que por la habitación se movía una leve brisa cálida y recuerdo claramente que un pequeño rayo de sol se reflejaba desde alguna parte del exterior y manchaba, brillante, su piel bronceada por el sol, donde la cintura se achicaba sobre el ángulo redondo de la cadera, aplastada contra el duro colchón de mi cama. Me bebí la medicina del capitán Osborn, como no era mi costumbre, serví otra dosis y salí de puntillas. Coito Si aún me acompañas, ni siquiera me molestaré en aclarar por qué no pude explicarte que Jane Mack era mi amante antes de anunciarte que éste era un día trascendental, o conoces el asunto de los climax y los anticlímax, en cuyo caso no es necesaria ninguna explicación, o de otro modo, sabes aún menos que yo acerca de la narrativa, en cuyo caso una explicación resultaría inútil. Ciertamente, ella era mi amante y muy buena. Para hacer un triángulo equilátero, Harrison Mack era un excelente amigo mío, y yo de él. Cada uno de los tres nos amábamos mutuamente el máximo posible, y en el caso de Jane y Harrison, eso era absolutamente cierto. En cuanto a mí... pues, lo explicaré en un futuro capítulo. Y Harrison sabía muy bien que entre 1932 y 1937, su mujer pasaba muchas, pero muchas horas en mi habitación y en mi cama. Si no sabía que yo había hecho el amor con ella exactamente seiscientas setenta y tres veces, ello se debe a que Jane no cuidaba las estadísticas como yo. Lo explicaré ahora: es una buena historia y el capitán Osborn bien puede esperar un capítulo para su whisky de centeno. Conocí a Harrison Mack en 1925, en una fiesta dada por un compañero mío de estudios en la Facultad de Derecho de la Universidad de Maryland. Fue un evento de ebrios celebrado en algún sitio de Guilford, un barrio rico de Baltimore. En aquel tiempo, me explicaré, yo estaba en la antesala de un ataque de ermitaño misantrópico, que duró de 1925 a 1930. Por varias razones, había renunciado al mundo de las pompas y los placeres humanos, y aunque continuaba mis estudios jurídicos (principalmente debido a la inercia), tenía muy poco que ver con mis semejantes y su sistema de valores. En vez de un santo, durante esos cinco o seis años, fui un santo budista de la variedad esotérica. Fue una de mis respuestas provisionales a la peculiar pregunta de mi vida, y mucho tiempo después de haberla dejado aún recordaba aquella postura con placer. En todo caso, me hacía parecer misterioso, distante y solitario ante una ventana salediza, fumando un cigarrillo con un aspecto de tranquila sabiduría mientras a mi alrededor la fiesta aullaba y reía. Unos amigos agradables y serenos, Harrison Mack entre ellos, razonaron que yo debería tener respuestas de las que ellos carecían y buscaron mi compañía; las mujeres pensaron que yo era encantadoramente tímido y a veces no se detenían ante nada para «penetrar en el muro desdeñoso de mi temor», tal como dijo una de ellas. Más a menudo, eran ellas las que resultaban penetradas. En la noche de aquella fiesta concreta, me encontré haciéndome amigo de un inmenso y apuesto individuo que se acercó a mi ventana, se presentó como Harrison Mack, y permaneció a mi lado mirando afuera casi una media hora sin mediar palabra: tiempo después, observé que involuntariamente Harrison adopta, en gran medida, el estado de ánimo y las maneras de quien esté con él —una tendencia que le admiro porque implica que carece de unas maneras o estado de ánimo propio. Charlamos un rato, bruscamente, de varias cosas: la clase obrera, la prohibición, la ley, el caso Sacco-Vanzetti y Maryland. Resultó ser que Harrison era rico. Su padre, Harrison Mack (padre), era presidente de una fábrica de conservas de escabeche. Ya que los pepinos que finalmente eran transformados como por

encanto en Mack's Pickles eran producidos en la Costa Este, de donde eran transportados en unidades a la fábrica de Baltimore para su refinada elaboración, los Mack poseían casas de verano diseminadas por la península, y Harrison no desconocía el territorio fantasmal de mi infancia. Hablamos fríamente de pepinos y de riquezas. Harrison —un aristócrata fino, musculoso, bronceado por el sol, con nariz patricia, alimentado a bistecs, educado en Gilman, de habla tranquila y elegante—, para la comprensible alarma de su familia, era en aquel tiempo un comunista. No un comunista de salón, sino un revolucionario redactor de panfletos que había vendido su lancha, su automóvil Strutz y Dios sabe qué más, para poder vivir cuando su padre le desheredó; que se pasaba diez horas al día escribiendo y distribuyendo artículos que seguían la línea del partido entre los obreros fabriles, incluyendo los trabajadores de las fábricas Mack Pickle; que se aguantaba junto a sus compañeros cuando los rompehuelgas u otras especies de matones — incluyendo ciertos empleados asalariados de las fábricas Mack Pickle— objetaban sus actividades; que en aquel momento estaba comprometido con el más bello y primoroso espécimen del bolcheviquismo intelectual que yo haya visto jamás con mis ojos descreídos, porque ella era ideológicamente pura; y cuya última veta de sentido común, por lo que pude ver aquella noche, era su negativa a convertirse realmente en un miembro oficial del Partido, por miedo a que pudiera resultarle un obstáculo para el logro de sus objetivos. Tal como sucedieron las cosas, Harrison hizo precisa, aunque accidentalmente, lo único que me podía inducir a que esa noche me cayera bien: desde el principio, dejó en claro que yo le caía muy bien. Era un tipo simpático, aún lo es, y no vi nada de malo en que un santo tuviera un amigo. El mero hecho de que le entusiasmaba todo aquello que concebiblemente no me podía entusiasmar para nada en aquel tiempo —aunque había estado bastante interesado en la reforma social no hacía mucho tiempo—, me acercó a él, y, como supe más tarde, a él le atrajo mi «rechazo trascendental» (término suyo) de lo que significaba la vida para él. En suma, pronto fuimos amigos y nos encaminamos, ciegos, a mis habitaciones de madrugada a beber unos tragos, cantando La Internacional en francés por los caminos con mansiones y cedros de Guilford. Le conocí muy bien durante el año siguiente o hasta que me gradué en la Facultad de Derecho. Fui un santo a lo largo de todo ese período —por cierto, esa máscara duró unos cuatro años más—, y aunque a veces discutíamos días enteros, ninguno de los dos fue lo bastante racional como para convencerse de la posición del otro. Lo digo porque sé con toda seguridad que todos los grandes cambios mentales de mi vida han sido el resultado no de un pensamiento deliberado y creativo por mi parte, sino más bien puros accidentes — acontecimientos ajenos a mí que me obligaban a prestarles atención— que yo luego racionalizaba convirtiéndolos en nuevas máscaras. Y sospecho que Harrison simplemente asume, con el tiempo, el color intelectual y también costumbrista de su entorno. Por ejemplo, cuando nos despedimos en 1926 —yo a ejercer mi profesión en Cambridge, él a colaborar con una imprenta del Partido en Detroit— pensé haber detectado en él una actitud ideológicamente impura con respecto a sus colegas redactores de panfletos. De hecho, había llegado a detestarlos y, me pareció, a gustarle más refutar conmigo a los mencheviques que apoyar con ellos a los bolcheviques en alguna sucia fábrica. No le entusiasmaba para nada su tarea y pienso que se habría lavado las manos de todo aquel asunto, pero que esa deserción hubiese dado un eco vacío a sus argumentos en pro de la fraternidad universal. Nuestra separación mortificó más a Harrison que a mí, ya que mi nirvana apenas podía ser sacudido por circunstancias tan mundanas como la pérdida de un amigo. Lo volví a ver en 1932 en circunstancias muy distintas. Yo había sido admitido como socio

en la firma Andrews y Bishop, y a lo largo de 1927 y 1928 me enriquecí a mí mismo y al bufete a un ritmo de quizá cuarenta dólares al mes. Con suma sabiduría la gente de Cambridge desconfía de nuevos médicos o abogados, incluso de nativos de quinta generación. Yo vivía con mi padre, un viudo, en su casa de East Cambridge. En 1929, papá perdió todos sus ahorros y propiedades en el mercado de valores y al año siguiente se colgó con su cinturón de una viga del sótano. Después de eso, yo hice más dinero con el bufete pese a la Depresión porque los clientes de papá me heredaron más o menos como abogado; y cuando se hubo vendido, para pagar las deudas de papá, la casa de la familia y el solar, un cottage de verano en la isla Fenwick y una o dos fincas madereras, me mudé a la habitación 307 del hotel Dorset, donde he vivido desde entonces. Y entonces me convertí en un cómico cínico, aunque no me molesté en comunicárselo a Harrison cuando le volví a ver, como tampoco le había dicho anteriormente y con tantas palabras que era un santo. Entró una tarde en mi despacho de Lawyers' Row, al lado del juzgado, con suma solemnidad, puso una botella de ginebra sobre mi escritorio. Estaba más corpulento y con aspecto más cansado, pero aún estaba bronceado y era apuesto. —He vuelto —dijo señalando el gin. Y el resto de la tarde lo pasamos bebiendo ginebra tibia y caminando por varias calles de Cambridge, renovando nuestra amistad. —¿Qué le pasó a tu Revolución en Detroit? —le pregunté una vez—. He notado que allí siguen fabricando automóviles. —Ah —se encogió de hombros—, me harté de esos pesados. —¿Y la hermandad entre los hombres? —le pregunté más tarde. —¡Al demonio con la hermandad entre los hombres! —me replicó—. No los quisiera ni como jornaleros, ni mucho menos como hermanos. —¿Y Miss Moscú? —le pregunté aún más tarde, refiriéndome a su novia de 1926. —Con el amor libre —dijo con un bufido— yo creí que todos los hombres eran hermanos; ella pensó que todos los hombres eran amantes. Dejé todo ese maldito asunto. Y así lo había hecho, ya que a medida que hablaba resultaba más obvio que en esos días en realidad era un santo del tipo que yo había sido antes. Tenía muy poco que ver con los problemas del mundo. —¿Y la justicia social? —pregunté. —Imposible de lograr, carente de sentido si se logra —contestó, y pasó a explicar que los hombres no merecían que se les salvara de sus explotadores capitalistas. —Serían igual de malos si estuvieran en la cumbre —declaró—. De hecho, peor: nosotros, los actuales capitalistas, somos bestias caballerescas. Y mis camaradas eran bestias bestiales. Lo que importaba, me dijo, era la «armonía interior» del «hombre completo». La verdadera revolución debía darse en el alma y en el espíritu del individuo, y los entusiasmos colectivos materialistas sólo servían para distraer a uno del desorden de su propia alma. —El marxismo —dijo— es el opio del pueblo. Insistió en que fuera a cenar a su casa. —¿A Baltimore? —exclamé—. ¿Esta noche? Se ruborizó. —Estoy viviendo aquí, Toddy. —Explicó que después de rechazar la herejía marxista, su padre le había renovado el favor de la família Mack y las excelentes líneas de crédito, y le puso a cargo de todas las plantaciones de pepinos y de las fábricas de procesamiento de la materia prima en la Shore. —Compramos una casa en East Cambridge —dijo—, sobre el mar. Nos acabamos de

trasladar. Ven a ayudarnos a calentarla. —¿Quiénes sois? —Estoy casado —dijo volviendo a ruborizarse—. Lo más bonito que hayas visto. Janie. De Ruxton y de la isla Gibson, pero sensible, ¿sabes? Os tendréis gran cariño. Pues bien. Fui esa noche a casa de los Harrison cuando estábamos bien ebrios y recuerdo haber exclamado, «¡Válgame Dios!», cuando me di cuenta de que había comprado la vieja casa de papá, donde yo nací y me crié y a la que abandoné con disgusto. —No supe que era la casa de tu familia hasta que la compré y busqué el título —dijo Harrison, radiante. Estaba contento con toda la historia: había oído hablar de las deudas de papá y de que yo había perdido la casa junto con todas las demás propiedades. Y le producía placer haberla rescatado, por así decirlo, de manos impuras, y poder invitarme a que fuera mi casa cuando se me ocurriera. Se lo agradecí y, sin muchas ganas, entré detrás suyo. Jane, de quizá veintiséis años en ese tiempo, nos esperaba en la puerta con una sonrisa indulgente y nos presentaron. Ciertamente, era «de Ruxton y de la isla Gibson», una combinación de belleza y atletismo. Tenía puesto un vestido almidonado y parecía como si acabara de darse una ducha después de haber nadado en la piscina. Su cabello castaño oscuro, casi negro, estaba secado por el sol, al igual que su piel. Esa noche, me hizo acordar una y otra vez de veleros, y lo ha hecho desde entonces. Pienso en ella agachada en la cubierta ventosa de un yate de regatas, un Hampton o un Star, quizás a cargo de la vela de foque, pero ciertamente parpadeando contra el sol en un brillante mundo azul, un sol que calienta la excelente madera bajo sus muslos, y seca el rocío de sus brazos y de su cara y templa el viento de Chesapeake que abanica sus mejillas, esponjea su cabello e hincha las velas fulgurantes. Y de hecho, su piel, en especial sobre el plateau de su estómago, tal como supe luego, realmente huele a sol, y su pelo a sal, y este excitante olor suyo jamás dejó durante cinco años de comunicarme esa vertiginosa exaltación que cuando niño siempre sentía al aproximarme a Ocean City en una excursión familiar, y la primera espuma impetuosa del Atlántico en el aire me hacía vibrar los sentidos. En realidad, ella insistía en que simplemente era el resultado de no lavarse el pelo tan a menudo como debía. Y de hecho era una apasionada marinera. Para la cena, nos sirvieron pechugas de pollo y algunas verduras. Harrison estaba demasiado borracho como para intercambiar cortesías. Comió y dio órdenes amables a la criada. Yo también estaba muy embriagado de gin y de Jane para hacer algo más que contemplar las pechugas de pollo y las de ella. Por suerte, Harrison le había contado que yo era tímido —su impresión de mi anterior santidad—, y por tanto, ella interpretó como una tímida incapacidad de mirarle a la cara, lo que en realidad era una ojeada nerviosa y admirativa, aunque algo borracha, directamente bajo su cara. No tengo ni idea de lo que se dijo esa noche, pero recuerdo claramente que, tal como sucedía frecuentemente cuando mis pasiones sexuales se despertaban y quedaban insatisfechas, me dolió esa noche mi próstata enferma y no pude dormir. Por supuesto, quería hacer el amor con ella. No puedo pensar en ninguna chica atractiva que jamás haya visto en mi juventud a quien no haya querido llevarme a la cama. Y la joven señora Mack era, si bien un poco grave como su marido, mucho más encantadora que la mayoría de las mujeres que yo había conocido en mis treinta y dos años. No se trata de que tuviera escrúpulos acerca del adulterio; yo era un cínico, recuerda. Aun así, sé que de haber dependido de mí jamás hubiera llevado mis atenciones más allá de mirarla amorosamente y de decirle, en presencia de Harrison, medio en broma, que estaba enamorado de ella:

simplemente decidí no perjudicar mi amistad con Harrison, quien realmente me gustaba, o hacer algo que, si tenía éxito, pudiera perturbar lo que parecía ser un matrimonio en paz. Durante las primeras semanas, en las que nació una íntima amistad entre los tres, no tuve la menor duda de que, a su manera sobria, Harrison y Jane estaban enamorados. Pero el asunto escapó de mis manos un fin de semana de agosto. Harrison había adquirido uno de los cottages de verano de su padre en Todd Point, bajando el río desde Cambridge, y a menudo los tres pasábamos los fines de semana allí, navegando, pescando, bebiendo y charlando. La mañana del segundo sábado de agosto, él y Jane me arrancaron de la cama de mi hotel, me cargaron con ellos y dos cajas de cerveza en su coche de dos plazas y partimos para el cottage. Durante el viaje me pareció que estaban inusual y hasta deliberadamente exultantes: Harrison aullaba canciones risqué a todo pulmón; Jane, sentada en el medio, nos pasaba los brazos por detrás; marido y mujer me llamaban «chico Toddy». Suspiré, decidí no preocuparme y vacié tres botellas de cerveza antes de que terminásemos el viaje de quince millas hasta el cottage. Nadamos y bebimos toda la mañana y la alegría y fraternidad exageradas continuaron sin decaer. Se decidió que después del almuerzo cargaríamos el resto de las bebidas en la barca de los Mack, un yate pequeño, macizo y de tingladillo, e iríamos a la isla Sharp's, en la bahía de la desembocadura del Choptank, y de allí volveríamos navegando. Harrison le dio un largo beso de despedida a Jane y se fue a buscar hielo que, según dijo, necesitábamos en cantidad. Jane, en traje de baño, puso su persona a lavar los platos del almuerzo, y yo me fui a dormir a la cama de los Mack en el cottage de una sola habitación. La ausencia de Harrison —la primera vez que nos dejaba solos, tal como me enteré, debido a mi supuesta timidez— era evidente, y cuando me iba a dormir era profundamente consciente de la presencia de Jane en el lado opuesto de la partición de madera contrachapada. Me quedé dormido imaginando sus frescos muslos bronceados —¡tenían que ser frescos!—, frotándose, quizá, mientras ella caminaba por la cocina; el vello dorado de sus antebrazos; su aroma a sal y sol. El sol brillaba a través de una pequeña ventana al pie de la cama; el cottage olía a calor y a resina de pino. Yo estaba cansado de nadar, soñoliento por la cerveza. Mi sueño era lascivo, violento e inconcluso. Daba vergüenza. Porque sentí una mano fresca y real que me acariciaba el estómago. Podría haber sido de hielo por la violencia con que se me contrajeron las entrañas. En verdad, me desperté como con una explosión y me senté. Creo que chillé un «¡Santo cielo!». De cualquier modo algo chillé, y con ambas manos cogí a Jane, quien se sentó desnuda —¡increíble!— en el borde de la cama; hundí mi cara en ella de lo atónito que estaba; la arrastré hacia mí, aquella piel contra la mía, y ¡mirabile dictu! ciertamente exploté de forma tan total que me eché sin sensaciones ni fuerzas. ¡Maldito sueño, despertarme indefenso! Estaba sofocado por el deseo y furioso por mi impotencia. Jane estaba nerviosa. Después de esa primera aproximación, para la que había necesitado todo su coraje, se quedó pensativa y apenas se animó a abrir los ojos. ¡La habitación estaba deslumbradoramente iluminada! Yo estaba tan perplejo de lo inesperado del asunto que por poco me pongo a llorar. ¡Piel increíble, suave, sólida, perfecta! Apreté mi cara contra ella, no podía dejar de tocarla un instante, aún ahora tiemblo, veintidós años después, y no soy capaz siquiera de saber por qué no me estalló el pobre corazón. Pues bien, era inútil. Caí a su lado, enloquecido por mi incapacidad y mortificado por echarlo todo a perder. Resultó que eso era lo que se debía hacer: el castigo a que me sometí renovó el coraje de Jane. —No te acuses de nada, Toddy. —Me besó. ¡Qué dulzura! Y me acarició la cara. —Es inútil —le susurré.

—Ya veremos —dijo ligeramente, ahora de nuevo controlada cuando yo volvía a la timidez: decidí comportarme tímidamente por el resto de mis días—. No te preocupes. Yo lo puedo arreglar. —No, no puedes —gemí. —Sí que puedo —susurró besándome en la oreja y sentándose a mi lado. ¡Cielo santo, lector! Cásate con una de Ruxton y de la isla Gibson, te lo imploro! Una amante imaginativa, atlética, exuberante como jamás tuvo hombre alguno, lo juro: frecuentemente lanzaba una risa espontánea y nerviosa... Suficiente. Yo realmente no creo en la caballerosidad más que en otras cosas, pero no diré nada más. Suficiente con saber que pronto pudimos llevar a cabo un jubiloso adulterio. Más tarde, fumamos y charlamos. —¿Y Harrison? —pregunté. —No hay problema. —¿No hay problema? —No le importa. —¿No le importa o no le importará? —No le importa. —¿Lo sabe? —pregunté incrédulamente, —Lo aprueba. —¿No os amáis? —Por supuesto que sí —dijo ella—. No seas tonto. —¡Qué diablos! —Lo hablamos —explicó ella, nuevamente con vergüenza—. Harrison te quiere muchísimo. Y yo también. No vemos por qué una mujer no puede hacer el amor con alguien que le gusta mucho, nada más que por el placer de hacerlo, sin que haya un cristo de complicaciones. ¿No te parece? —Por supuesto que no —dije rápidamente. —Así es cómo pensamos —dijo ella. A mí me estaba entrando la curiosidad y empezaba a divertirme—. Harrison y yo nos amamos totalmente —continuó diciendo Jane, hablando con suma solemnidad y rascándose una picadura de mosquito en la pierna—. Tanto que no nos es posible tener celos. Si pensaste un segundo que yo no le amaba por lo que hemos hecho, me moriría. —Ridículo —le aseguré con la misma solemnidad—. Lo comprendo todo. —Gracias a Dios. —Suspiró y apoyó su cabeza sobre mí—. Lo hablamos largo tiempo. Yo estaba asustada a muerte. Aún no sé si debiera haberlo hecho, pero Harrison es maravilloso. Es tan objetivo. —Te amo desde la primera vez que te vi —dije, y aunque intenté que sonara convincente, la solemnidad de mis palabras me hizo sonrojar. —Ojalá no dijeras eso —dijo Jane—. Pienso que no tiene que haber nada de amor en todo esto. Tú me gustas mucho como amigo, pero eso es todo, Toddy. —No para mí. —Lo digo en serio —dijo ella—. Disfruté haciendo el amor contigo y espero que también te haya gustado. Eso es más que suficiente, pienso, sin tener que falsificarlo con romances. —Estoy de acuerdo si así es como quieres que sea —dije en tono tranquilizador—. Fuiste la mejor del mundo. Ella entonces se animó mucho. Fue a la nevera por cerveza. Noté que al menos había cincuenta libras de hielo, y cuando me acerqué a ella por detrás, la abracé y le besuqueé la

nuca, se rió y me apretó las manos con las suyas. —No sé cómo voy a mirar a Harrison a los ojos —dije para contentarla. —Oh, no debes sentir vergüenza, Toddy. Él es maravilloso al respecto. Estaba tan ansioso como yo. Realmente piensa que estás muy bien. —Es sorprendente —dije. Ella parecía temer que yo no apreciara lo maravilloso que era su marido—. Es un verdadero santo. —Te admira mucho. —Me daba la espalda cuando destapó la cerveza. —Pero es mejor que yo en todos los aspectos —le declaré al calendario de la pared—. ¿Cómo podré devolverle esto alguna vez? Ahora confieso que esta última fue una pregunta cargada, artillero que soy, sentí curiosidad por saber hasta qué punto Harrison le había sugerido a su mujer que se fuera a la cama con su amigo. —No espera que le pagues nada —me aseguró ella—. Y quiero decir que yo tampoco. No te tienes que sentir obligado a nada, Toddy. El asunto es no darle más importancia de la que tiene; fue nada más que por el placer de hacerlo. Eso es todo. —Sin embargo, no puedo pensar que después de algo así, un hombre va a seguir siendo amigo de otro —dije con tono de duda. —Te juro que sí, Toddy —exclamó ella, demasiado vehementemente para alguien determinado a tomar el asunto a la ligera—. ¿Cómo te puedo convencer? ¡En serio, fue tanto idea suya como mía! Meneé la cabeza para indicar la dificultad que cualquiera puede tener para comprender una situación tan poco ortodoxa, o el temor que cualquier mortal común, irreflexivo y débil como yo, necesariamente sentía ante la santa generosidad de un Harrison Mack. —Anímate —dijo Jane, sonrió y me dio un beso en la nariz cuando me pasó la cerveza. Estaba seguro de que mi actitud había sido la mejor posible. Ella estaba serena, protegiéndome y alentándome. Consciente de ello, y al parecer para mi beneficio, se quitó la bata con que se había cubierto y empezó a ponerse el traje de baño que se había quitado para acercarse a mí un rato antes. El espectáculo, supuse, era parte del regalo de Harrison Mack. Fue un espectáculo extraordinario y le hice un brindis con mi cerveza. Después de haberme calmado un poco del shock de haber sido seducido, tomé asiento en una vieja mecedora en el porche pequeño y cerrado del cottage para contemplar el Choptank entre los árboles. Apareció Jane y me sonrió como para volver a decirme, «Por favor, no te preocupes; te juro que Harrison lo aprueba», y bajó por el jardín hacia el muelle del yate. La observé entonces con placer cuando bombeó el pantoque, limpió con esponja el casco y la cubierta, envergó la vela mayor y viró hacia el mástil. Todo lo que hacía estaba lleno de gracia, era eficiente y lujurioso. Meneé la cabeza, atónito, ante la situación. Oí que se acercaba el coche, y un momento después Harrison entró por la puerta trasera del cottage . Guardó con ostentación el innecesario hielo, y al cabo de unos momentos salió a la galería, me pasó una botella de cerveza y se sentó a mi lado. Por supuesto, estaba avergonzado y, pese a sí mismo, hizo de todo una actuación exagerada: encendiendo su cigarrillo y el mío, bebiendo grandes tragos de cerveza, estirando las piernas, suspirando, bostezando. No cabía duda de que sabía perfectamente que yo había hecho el amor con su mujer. De algún modo, evitábamos mirarnos a la cara o a Jane, cuyo cuerpo ágil estaba tan presente. Sonreí ante la idea de imaginar a Harrison sacando un revólver de su camisa y metiéndome tres balas en el cuerpo. Empecé a recordar todas las violentas consecuencias de adulterios de que había oído hablar como abogado y como lector de periódicos sensacionalistas. ¿Esta hospitalaria

prostitución era algo nuevo o simplemente que uno jamás había tenido la oportunidad de oír hablar de ella? —Pues bien —dijo con un falsete Harrison y con una voz que yo creo que intentó ser cordial y sincera—, nos podemos callar al respecto, como caballeros, o hablar francamente, como me gustaría hacer, para asegurarnos de que nos comprendemos. —Seguro —dije, y empecé a quitarle la etiqueta a mi botella de cerveza. —Hace bien el amor, ¿verdad? —se sonrió Harrison. —¡Oh, por cierto! —dije yo. Se produjo un silencio que Harrison no permitió que durase más que un instante. —Quiero que sepas que a mí me parece muy bien, Toddy .—dijo con voz aún poco natural —. Lo consentí tanto como Janie. Ella te quiere mucho, sabes, y yo también. Pienso que tuvo una idea estupenda. Ahora yo estaba seguro que había sido idea de Harrison. —Janie y yo nos amamos totalmente —continuó diciendo, deseando que yo le ayudara—. No somos tan estúpidos como para que nos afecten cosas como los celos o los convencionalismos. (Pausa.) Uno puede sentir atracciones sexuales aparte del amor. A ambos nos gusta el amor. (Pausa.) Si me atrajera cualquier chica, Janie no sería tan idiota como para objetar que yo me fuera a la cama con ella, porque sabe que no habría nada de amor en todo eso. —Por supuesto que no —dije yo. —Es como jugar al tenis —se rió Harrison—. Nada más que por la diversión y el placer. Algunos tipos se ponen celosos si sus mujeres juegan al tenis con alguien o bailan con otro hombre. En realidad, yo creo que los besos representan una ofensa más seria que hacer el amor porque no son divertidos en sí mismos, sino un símbolo de otra cosa. Meneé la cabeza en aparente repulsa. —No te sientas en deuda —se rió Harrison—. Por todos los santos, no me tienes que agradecer nada. Disfruta. La cuestión es no hacer un mundo de esto. Quedaría fuera de toda proporción. Pues bueno, yo no estaba haciendo ningún mundo de eso. —Cualquiera de nosotros, ¿ha cambiado en algo? —preguntó. —Yo sí —dije solemnemente. Estaba claro que, se diera cuenta o no, Harrison quería sobremanera que se lo agradeciera y que me sintiera en deuda; decidí hacerle sentir muy bien. —Oh, seguro —se sonrió—, pero tú sabes lo que quiero decir. —Pero tú no sabes lo que yo quiero decir —dije—. Fue la primera vez. —¿Qué? —Eso es. —Miré mi botella sin etiqueta—. Era virgen. —¡No! —exclamó, dándose cuenta de que no se podía reír de este sorprendente acontecimiento—. ¿Qué edad tienes? ¿Treinta? —Treinta y dos —dije—. Tuve problemas de próstata durante largo tiempo. Harrison levantó la vista hacia donde Jane caminaba por el muelle en dirección al cottage . —Pues, mira —dijo—, espero que no hayamos hecho algo que no te gustase. —Estaba inmensamente impresionado y halagado. —No —dije—, estuvo muy bien, Harrison. Por supuesto, no tengo con qué pagarlo. —Pues, escucha —dijo rápidamente porque Jane se aproximaba—. Por el amor de Dios, no te sientas en deuda conmigo. Pensé que era una idea estupenda. Lo hice, lo hicimos, porque

te queremos. He oído de tipos así, pero no creas que soy de la clase de hombre que tiene por costumbre entregar su mujer a sus amigos. —Por supuesto que no. —Bueno, aquí viene Janie —dijo, aliviado—. Anímate. Y por Dios, no sientas que me debes algo. —De acuerdo —dije. La brisa de esa tarde era suave y a los tres nos invadió la quietud. Por mi parte, pasé el tiempo mirando a la nada como absorto en mis pensamientos. Harrison y Jane supusieron que estaba meditando sobre el gran acontecimiento que había acaecido y se sentían complacidos e inquietos, y hablaban de naderías con voces risueñas. Yo podía ver que Harrison estaba a punto de estallar de ganas de decirle a Jane que yo había sido virgen. Ambos se comportaban de forma protectora y con una exagerada consideración por mis sentimientos. Permíteme que te asegure que en los Mack había una verdadera y completa generosidad, de la que yo me reía interiormente; no tenía nada de falsa salvo su manifestación, y esa falsificación se debía a la tensa situación que yo agravaba con mi silencio. Pude ver bastante bien a lo que iba a llevar. ¿Puedo explicarme? Realmente, tú ves que Harrison y Jane eran gente bastante normal, sólo un poquitín más inteligentes y mucho más guapos y ricos que la mayoría. Por determinación propia, tenían pocos amigos, prefiriendo estar en relación íntima con nada más que una o dos personas. No había nada de afectado en la simpatía de Jane —estaba naturalmente predispuesta a los afectos—, ni en la inteligencia de Harrison, que si bien era un tanto desorientada y no verdaderamente aguda, podía convencer a ambos que la mayoría de los convencionalismos sociales eran arbitrarios. No obstante, yo conocía lo suficiente a Harrison como para saber que sus emociones a veces no estaban en consonancia con su inteligencia —se daba cuenta de la naturaleza irracional del prejuicio racial, por ejemplo, pero no podía lograr que le gustasen los negros—, y yo suponía que Jane tenía conflictos similares. Sin duda pensaron durante largo tiempo el asunto, ambos aguijoneados por la aventura. Tal vez lo discutieron juntos en la cama, en la oscuridad, donde no sería palpable su vergüenza o ansia. Ninguno querría mostrarse demasiado entusiasta, me imagino, por miedo a que el otro sospechase — que Jane estaba insatisfecha o que Harrison era un pervertido cuando ninguna de las dos sospechas era verdad. Estoy seguro de que elaboraron cada detalle, saboreando el hecho antes de que sucediera, imaginándose mi sorpresa, mi placer y mi gratitud. Realmente Harrison me caía muy bien, y por esa razón lamenté que hubiera iniciado el asunto porque anticipé ciertas consecuencias desagradables. Pero estaba hecho: Jane era oficialmente mi amante por el momento. Y resolví disfrutar de ello mientras durase, ya que ella era todo lo que un hombre, tímido o no, podía desear como compañera de cama. Éstas eran las cosas que yo pensaba cuando dimos la vuelta a Todd Point y. navegamos directamente hacia la isla Sharp. Jane estaba al timón, era una timonel excelente, sin duda; yo me ocupaba del foque, y Harrison estaba echado en la sentina al lado de la cabina, los pies hacia ¡ATRACCIÓN ESPECIAL! Burley Joe Wells, imitador mundialmente famoso, con sus Impresiones de barcos a vapor, aserraderos, Fords-T, perros de presa y la famosa carrera entre el Natchez y Rosent Lee, terminando con la terrible y horrible explosión del barco james B. Taylor, cuya tragedia ocurrió en Natchez-Under-The-Hill, Mississippi, el 19 de febrero de 1892.

¡¡Y PARA TERMINAR UNA PANITIOPLICÓNICA MARAVILLOSA!! ¡NO SE LO PIERDA! ¡PRESTE ATENCIÓN A LA FECHA! Lleve a sus niños Con la aprobación de la Prensa, el Público y la Iglesia. Pues bien, yo no tenía ninguna intención de perderme la Panitioplicónica Maravillosa. —Señora Lake —llamé—, ¿podría telefonear a la señora Mack esta mañana y preguntarle si podría yo llevar a Jeannine a ver el espectáculo del barco que llega esta noche? —Muy bien —dijo la señora Lake—, ¿a qué hora? —Alguna hora de la tarde, supongo. ¿A eso de las cuatro? ¿Tengo algo que hacer después de las cuatro? —Miraré... No. La famosa carrera entre el Natchez y el Rosent Lee no me la perdería por nada del mundo. Pero no miré la fecha, tal como sugería el volante del capitán Adam. Por cierto, había doblado el papel y lo acababa de tirar y jamás me he podido acordar si era el veintiuno o veintidós de junio. Durante los nueve años que pasé recordando los acontecimientos de aquel día, en algún momento podría haber ido al archivo del periódico Banner y buscar el aviso publicitario del barco para ver la fecha. Pero nunca me he molestado en hacerlo. ¿Son los indios navajos los que siempre se acuerdan de dejar una ligera puntada imperfecta en sus alfombras tejidas y en otros artefactos a fin de no competir con los dioses? Pienso que sí. Pues bien, yo no tengo dioses y así no puedo justificar mis fallos del mismo modo que los navajos. Pero debo decir que desde el principio me pareció poco sabio verificar la fecha. Tal vez no pueda explicar el porqué. Ciertamente, no lo intentaré. La ley Esa sutileza de sutilezas, la ley: ¿dónde empezaré a hablar de ella? ¿Es la ley las normas jurídicas o sus interpretaciones por los jueces o por los jurados? ¿Es acaso el precedente o el hecho actual? Me parece que no me interesa lo que es la ley. Sin duda, tengo curiosidad acerca de las cosas que se puede pedir que haga la ley, pero esto de forma desinteresada, sin compromiso de mi parte. Un chico encuentra un tractor de juguete, le da cuerda y le hace trepar encima de un libro. El tractor asciende bien. El chico coloca otro libro allí y en ángulo con el primero. El tractor los sube con dificultades. El niño abre las páginas del primero, pone el segundo oblicuamente contra éste y su zapato detrás de los dos. El tractor hace el intento, se esfuerza, derrapa, zumba y cae de espaldas como una tortuga, las ruedas girando inútilmente. El niño se pone a jugar con sus lápices y el cuaderno de dibujos, sin ninguna expresión en el rostro. No sé lo que quieres decir, señor, cuando hablas de justicia. Puede ser que, al igual que el capitán Osborn, has llegado a creer que tengo opiniones de todo, por más absurdas que sean. Muy bien. Pero de la mayoría de cosas de las que la gente tiene opinión, yo no tengo ninguna, salvo por implicación. Lo que quiero decir es lo siguiente: la ley, por ejemplo, prescribe ciertas cosas que no se deben hacer, o ciertas maneras en que se deben hacer las cosas, pero de los actos humanos más específicos no tiene

nada que decir. No obstante, estos actos extrajurídicos, o la mayoría de ellos, están auténticamente influidos y condicionados por unas leyes que se refieren a otras cosas. Por ejemplo, no se permite que la gente nos mate mientras estamos realizando nuestros actos extrajurídicos. Del mismo modo, aunque no tengo ninguna opinión acerca de si el suicidio es un pecado o no, sí tengo opiniones ciertas sobre otras pocas cosas que me facilitaron contemplar esa posibilidad en 1937 y, finalmente, decidir destruirme a mí mismo. Pues bien, no tengo opiniones generales sobre la ley o la justicia, y si a veces coloco ciertos obstáculos, libros y esperas en el camino de los juzgados, se debe a que simplemente tengo curiosidad por ver lo que pasará. En esas ocasiones, cuando el motor de la ley se cae y ruge impotente, tomo una nota mental de la circunstancia, y sin el menor cambio de expresión prosigo mi camino a mi barca o a mi Investigación. Ganar o perder pleitos no me preocupa y pienso que jamás se lo he ocultado a mis clientes. Ellos vienen a mí, tal como van ante la ley, porque piensan que tienen un caso. La ley y yo no nos metemos. Una cosa más antes de explicar el problema de la sucesión de Harrison Mack, padre: si has seguido este capítulo hasta aquí, podrías preguntarte sensatamente: «¿Acaso su actitud —que, después de todo, es irresponsable— no da pie a la derrota, al castigo del inocente, y a veces a la victoria del culpable? ¿Y esto no le preocupa?» Ciertamente da pie a la persecución del inocente, aunque no con tanta frecuencia como se podría imaginar. Y esta preocupación me preocupa a mí en el sentido de que retiene mi atención, pero no especialmente en el sentido de que me preocupe. Bajo ciertas circunstancias, que serán explicadas más adelante, no me opongo a crucificar al inocente, a arrojar mi piedra con la multitud contra algún pobre mártir. Irresponsabilidad, sí: yo afirmo, insisto en mi básica y definitiva irresponsabilidad. Ciertamente. No me preocupaba seriamente, como dije antes, si Harrison recibía su herencia o no, aunque yo me beneficiaría con cincuenta mil dólares o algo más en caso de ganar el asunto. En cualquier otro mundo, el caso de la sucesión Mack sería fantástico; incluso en el nuestro, recibió bastante publicidad en la prensa de Maryland. El viejo Mack, a quien llegué a admirar inmensamente pese a que jamás le conocí en persona, murió en 1935, después de años de decadencia física y mental. Dejó una gran fortuna: acciones en el Mack Pickle Corporation que amasaban el 58 por ciento del total y que valían unos dos millones de dólares en tiempos de relativa estabilidad; acciones en varios otros negocios comerciales, algunos más prósperos que otros; una gran casa en Ruxton, otra en West Palm Beach y cottages en Nueva Escocia y Maryland (incluyendo aquel en que yo fui seducido); grandes extensiones de tierra de labranza, en especial fincas de pepinos cuyas cosechas eran adquiridas por Mack Pickle Co. Tal vez unos cien mil dólares en efectivo; varios automóviles, barcas, caballos y perros, y por intermedio de la mayoría de las acciones, la presidencia potencial de la compañía de pepinos, cargo con un salario de veinticinco mil dólares al año. Sin la menor duda, se trataba de una fortuna por la que mucha gente consideraba que valía la pena recurrir a los tribunales. Ahora bien, de las características de Harrison pére, había tres que eran importantes para el caso: tenía la costumbre de usar su vigor como porra para mantener a raya a sus parientes; al parecer era un adicto a escribir testamentos; y especialmente en sus últimos años, estaba obsesivamente celoso de los productos de su mente y de su cuerpo y no permitía que se destruyera ninguno de ellos. Quizá recuerdes que cuando dije que había conocido a Harrison hijo en 1925, él entonces estaba sufriendo un ataque de comunismo y que había sido desheredado por esa causa. Parece que desheredar, o amenazar con hacerlo, era la medida disciplinaria favorita del viejo, no sólo

con su hijo, sino también con su mujer. Cuando el joven Harrison ingresó en la Universidad de Dartmouth en vez de en John Hopkins; cuando estudió periodismo en vez de administración de empresas; cuando se convirtió al comunismo en vez de al republicanismo, en cada ocasión fue desheredado hasta que cambió su comportamiento. Cuando la señora Mack fue a Europa en vez de a West Palm Beach; cuando eligió vino de Borgoña espumoso en vez de cócteles, el valle de Dulaney en vez de Ruxton, a Roosevelt y Garner en vez de a Hoover y Curtís, fue desheredada hasta que se arrepintió de sus herejías. Todas estas caídas del estado de gracia, por supuesto, exigieron enmiendas en el testamento del señor Mack, y también una variedad de circunstancias extrafamiliares demandaron revisiones frecuentes del documento. Su club admitía a alguien que a él le caía mal: se debía desheredar al club. Un camionero con carga de pepinos atropellaba a un policía estatal que verificaba el sobrepeso de la carga: se debía defender al camionero ante los tribunales y se le debía nombrar explícitamente en el testamento. Después de la muerte del viejo, cuando se abrió su caja fuerte, se encontraron un total de diecisiete instrumentos sucesorios completos y distintos, ordenados cronológicamente. Cada uno empezaba revocando al anterior. No había podido echar al fuego a ninguna de sus creaciones. Ahora bien, esta situación, aunque ciertamente inusual, en sí misma no habría presentado ningún problema especial de administración porque la ley establece que habiendo varios testamentos, sólo el último será considerado como representativo de las verdaderas intenciones del testador. Y cada uno de los documentos revocaba explícitamente al anterior. Pero, hete aquí que el señor Mack no consideraba que las cosas fueran así. En sus últimos años, no sólo se le deterioró la salud física —pasó de la artritis a la leucemia y a la fosa—, sino que también se le deterioró gradualmente la cordura y pasó de una relativa normalidad a una marcada excentricidad y a una idiotez completa. Al principio, heredaba y desheredaba a sus parientes y su sociedad; en el segundo estadio, dejó de ir a trabajar, exigía entretenimiento, además de cuidados, de sus enfermeras, y no permitía que nada de su creación —incluyendo el pelo, cortes de uña, orina, excrementos y testamentos— fuera desechado; en los últimos estadios, apenas se podía mover o hablar, no tenía el más mínimo control de sus funciones corporales y no reconocía a nadie. Por cierto, los estadios no estuvieron tan dramáticamente delimitados, sino que se superpusieron de forma imperceptible. De los diecisiete testamentos (que de ninguna manera representaban la totalidad de testamentos que había redactado Mack, sino simplemente aquellos escritos desde que cogiera la manía de conservar cosas), únicamente los dos primeros fueron hechos cuando la cordura del viejo era indisputable, es decir, antes de 1933. El primero dejaba la mitad de la fortuna a Harrison hijo y la otra mitad a la señora Mack, siempre y cuando no se pudiera demostrar ante un tribunal que ella había bebido borgoña espumoso desde 1920. El otro, fechado en 1932, dejaba la mitad de la fortuna a la señora Mack de forma incondicional y el resto a Harrison, siempre y cuando no se pudiera demostrar ante un tribunal que durante un período de prueba de cinco años, 1932-1937, Harrison hubiera hecho, escrito o dicho cualquier cosa que pudiera ser considerado razonablemente como prueba de simpatías comunistas, dicho sea de paso, esta cláusula sobrevivió en la mayoría de los siguientes legados. De los otros quince documentos, diez estaban redactados en 1933 y 1934, años en que la cordura del testador quedaba abierta al debate. Los últimos cinco, escritos en los primeros tres meses de 1935, podían probarse sin mayores dificultades ante cualquier tribunal como obra de un lunático: uno dejaba todo a la Universidad John Hopkins con la condición de que se cambiara el nombre de la universidad por Hoover College (la universidad declinó la oferta

amablemente); otros lo cedían todo al océano Atlántico o a la AFL. Afortunadamente para las autoridades competentes de Maryland, sólo había dos contendientes principales y cuatro secundarios. Elizabeth Sweetman Mack, la viuda del testador, estaba interesada en que el Testamento 6, un producto de fines de 1933, se sumara al último testamento: le cedía a ella prácticamente todos los bienes con la condición del borgoña mencionada anteriormente. Harrison, hijo, prefería el 8, fruto de principios de 1934; le otorgaba a él virtualmente toda la fortuna, con la condición política ya citada. Las señoritas Janice Kosko, Shirley Mae Greene y Berenice Silverman, enfermeras registradas todas, quienes habían atendido al viejo Mack durante su primer, segundo y tercer estadios, respectivamente, de invalidez física, apetecían el documento 3, 9 y 12, en ese orden, en los cuales, al parecer, su ex patrón les daba una remuneración por servicios ajenos a sus deberes estipulados. El último contendiente era el pastor de la iglesia parroquial de los Mack: en el testamento 13, el grueso de los bienes era legado a esa iglesia con la expresa esperanza de que cuando la religión organizada fuera más rica y más influyente, más pronto sería rechazada por la gente. Fue un espectáculo edificante. La señora Mack contrató a los señores Duggan, Froebel y Kemp, de Baltimore, para que defendieran sus derechos legales; su hijo optó por Andrews, Bishop y Andrews, de Cambridge; las enfermeras y el clérigo, a distintos abogados individuales. Todos tenían un poco de miedo de iniciar la demanda de inmediato y durante varios meses hubo unas escaramuzas de disparates jurídicos, amenazas y réplicas entre las seis firmas involucradas. Nos unimos cinco para dejar fuera de combate al pastor: bastó que las tres enfermeras declararan que Mack estaba definitivamente loco en el momento del testamento 13. Un mes después, mediante casi la misma técnica, las señoritas Kosko y Greene lograron que se retirara la señorita Silverman con la condición, solemnemente estipulada, de que en caso de que ganara cualquiera de las dos, ella recibiría el veinte por ciento del botín. Entonces, en una maniobra por sorpresa, Bill Froebel, de Duggan, Froebel y Kemp, presentó una declaración jurada de dos criadas negras de la casa de los Mack a efectos de que ellas habían visto a la señorita Greene llevar a cabo prácticas «anormales y bestiales» con el fallecido —las prácticas eran descritas con meticuloso detalle—, y sugirió a la damisela que, en caso de que ella considerara que el legado aún valía la pena, él entregaría los documentos a la prensa. Nunca me enteré con absoluta seguridad si las declaraciones eran auténticas o falsas, pero de cualquier modo resultaron eficaces: la atracción adicional de varios miles de dólares, pagaderos cuando la señora Mack ganara el caso, convencieron a la señorita Greene a buscar su felicidad fuera de los juzgados. Entonces, para 1936, el campo de juego ya había eliminado a la mitad de los contendientes y dieron comienzo las finales. Sólo quedaban la señorita Kosko, Harrison hijo, y la señora Mack. Cada uno de ellos, necesariamente, debía intentar probar dos cosas: que el viejo Mack estaba legalmente cuerdo cuando escribió el testamento de su preferencia, y que para el tiempo que se redactaron los siguientes legados, él ya no comprendía lo que estaba haciendo. Sobre esta base, debo decir que la señorita Kosko tenía el caso más favorable, ya que su testamento (fechado en febrero de 1933) era el más antiguo de los tres. Pero el amor fue su perdición: mantuvo como abogado a su novio, un chico recién salido de la Facultad de Derecho, no muy brillante. Después de nuestras escaramuzas iniciales fuera del juzgado, yo ya tenía la seguridad de que no era adversario para Froebel ni para mí. Y cuando a fines de 1936 rechazó por razones éticas un soborno realmente magnánimo de Froebel, mi opinión quedó confirmada sin sombra de duda. Y así fue que cuando chocaron las espadas ante el tribunal encargado de probar la

autenticidad de los testamentos, en mayo de 1936, Froebel con mínimas dificultades pudo insinuar que el joven leguleyo era un burro; que la enfermera señorita Kosko era una buscona dispuesta a defraudar a pobres viudas en sus honestos legados seduciendo a ancianos a cambio de una dote; que la señora Vlack, con la bondad de su sufriente corazón, ya había ofrecido a la mujer de la calle un pago más generoso del que se merecía (esto fue rechazado como prueba competente, por supuesto); y que el mero hecho de prestar oídos tolerantes a semejante avaricia mal concebida era un tributo a la paciencia e indulgencia de los sufridos jueces. Además, Froebel debió de exponer argumentos muy sólidos ya que los juzgados de testamentarías, incluso en Baltimore, son notoriamente competentes, y el juez dictaminó a su favor. Cuando entonces Froebel ofreció a la señorita Kosko otro arreglo, considerablemente menor que el primero, el joven abogado lo aceptó humildemente en las postrimerías de su derrota y ni siquiera pensó en una apelación hasta que fue demasiado tarde. Luego, en junio de ese mismo año, Froebel interpuso una demanda en nombre de la señora Mack afirmando que el señor Mack había estado fuera de su juicio cuando redactó el testamento 8, el de Harrison, y que jamás recuperó la cordura. Si el tribunal así lo decidía, entonces el testamento de la señora Mack, el 6, se convertiría en el auténtico instrumento testamentario ya que la señorita Kosko estaba fuera de carrera. Si el tribunal se decidía en su contra, entonces nuestro documento, el 8, revocaría de forma automática al 6. No había gran diferencia entre el estado mental de Mack a fines de 1933 y el de principios de 1934. Yo presenté declaraciones de las señoritas Kosko y Greene a efectos de que en ambos años él les exigía conservar los contenidos de sus orinales en frascos de pepinillos sazonados con enebro, que luego eran almacenados en la bodega, y tuve la impresión de que el juez — una persona seria— creía que Mack había estado loco desde el principio. Asimismo, los periódicos expresaron la opinión de que ninguna de las dos partes poseía pruebas contundentes y que, además, era una desgracia que madre e hijo llevaran a cabo una disputa tan egoísta. Todas las presiones apuntaban a que se llegara a un arreglo extra-judicial sobre una base de mitad y mitad, pero tanto Harrison como su madre —quienes jamás se habían tenido una especial simpatía— se negaron a ello aconsejados por sus abogados. Froebel pensaba que podía ganar y quería el dinero; yo pensaba que podía ganar y quería ver qué pasaba. El testamento 6, recuérdese, legaba todos los bienes a la señora Mack siempre y cuando ella no hubiera probado el borgoña espumoso desde 1920. Nuestro documento legaba el dinero y las propiedades a Harrison, si él se había mantenido alejado de Moscú desde 1932, y además dejaba a la señora Mack los varios cientos de frascos de pepinillos que ya he mencionado. Ambos documentos incluían la previsión extraordinaria de que, en caso que no se satisficieran las condiciones separadas, se debían revertir los términos. Esencialmente, los argumentos de Froebel eran dos: 1) Que un hombre no ha perdido necesariamente su sentido de los negocios si en una ocasión hace una revisión completa del legado, del tipo que aparecía en el testamento 6, suponiendo que él está absolutamente en contra del borgoña espumoso; pero que entonces, desdecirse por completo en el espacio de unos pocos meses indica que algo le ha pasado en la cabeza ya que no existía ningún cambio dramático que explicara el nuevo testamento. 2) Que el legado de los frascos de pepinillos no aparecía en ningún testamento antes del 8, y sí a partir del 8 al 16, lo cual representaba un indicio tendente a demostrar que Mack ya no comprendía la naturaleza de su fortuna. —No necesariamente —sugerí yo—. ¿Supongamos que no amaba a su esposa? —Ah —replicó rápidamente Froebel—, pero él legó los frascos de pepinillos cada vez a una persona diferente, no a la señora Mack en todas las ocasiones.

—Pero recuerde —dije— que él guardó las porquerías porque así lo quiso; ¿su legado es entonces un acto de amor? ¿Diría usted que un acto de amor es demencial? —Ciertamente no —contestó Froebel—, pero de haberla amado, él le habría dejado tanto las propiedades como... el excremento. —Por cierto que no —contraataqué—. Usted recuerda que en uno de los testamentos dejaba todo a la iglesia porque estaba en contra de la misma. ¿Acaso el legado a mi cliente no podría ser un acto semejante mientras que el legado a su cliente podría ser un verdadero presente? —Ciertamente podría ser así —dijo Froebel—. ¿Diría usted que ése es el caso? —No, no lo diría —dije—. Simplemente he sugerido esa posibilidad. —Y al hacerlo —declaró Froebel—, usted sugiere la posibilidad de que el testamento 8 es tan demencial como el 13, el de la iglesia que usted mencionó. Cualquiera que lega tres millones de dólares como castigo, está fuera de quicio. Ah, Bill Froebel era todo un abogado. Cuando se trataba de un impromptu de argucias legales, él y yo no teníamos pares en Maryland. Mis argumentos eran: 1) que la inclusión de los frascos de pepinillos no eran prueba suficiente de una súbita pérdida de raciocinio cuando Mack los estaba guardando desde el testamento 3 o 4; 2) que, en consecuencia, el testador estaba cuerdo cuando redactó ambos instrumentos o loco cuando los redactó; 3) que si estaba cuerdo en ambos casos, el testamento 8 era válido; 4) que si estaba loco en ambos casos, algún testamento anterior era el válido y se debía considerar como tal; de otro modo, se debía decidir que Mack había fallecido sin testar (en cuyo caso Harrison recibiría todo el dinero y la señora Mack sólo retendría la legítima). El juez Frank Lasker, del distrito de Baltimore, estuvo de acuerdo. Froebel apeló la decisión a través del Tribunal de Apelaciones hasta el Tribunal Supremo de Maryland, y ambas jurisdicciones confirmaron la sentencia del tribunal de primera instancia. Parecía que Harrison era un hombre rico: lo único que faltaba era esperar a enero de 1937 —el plazo final de su período probatorio—, y luego demostrar que Harrison no había tenido simpatías comunistas desde 1932. Él me aseguró que no había nada que pudiera sugerir siquiera que había sido un compañero de viaje, ni siquiera remotamente. Froebel, en el ínterin, amenazó con presentar una nueva demanda a favor del testamento 2, pero su amenaza no llegó a concretarse. La última prueba fue en una audiencia pública de examen de testigos; Harrison y yo nos presentamos en el juzgado de Baltimore a principios de enero; el juez Lasker leyó los términos del testamento 8 y declaró que si nadie presente en la sala podía ofrecer pruebas de esas simpatías, estaba listo a declarar que se cerraba el caso y que se ejecutara el testamento. Entonces apareció Froebel, para gran sorpresa mía, y anunció que él poseía esas pruebas, suficientes para solicitar el cambio de legados tal como preveía el testamento, y que estaba listo para presentarlas al tribunal. —Me dijiste que no había nada —le recordé a Harrison, que se había puesto blanco. —¡Juro que no hay nada! —me susurró, pero de cualquier modo empezó a sudar y a temblar un poco. Me dispuse a ver lo que había cocinado Froebel. —¿Qué intentará probar? —preguntó el juez. —Que hace menos de un año, Su Señoría, mientras su pobre padre ya estaba en la tumba — muerte quizás acelerada (¿quién sabe?) por la lamentable irresponsabilidad del hijo—, que justo el año pasado, Su Señoría, este hijo, quien ahora se muestra tan ansioso por quitar a su madre lo que a ella merecidamente corresponde, ayudaba y apoyaba activamente con grandes sumas de dinero a aquella doctrina contra la cual toda la vida de su padre fue un argumento

tan elocuente; confiado, no lo dudo, de que podría ocultar su subrepticio bolchevismo hasta cuando estuviera en situación de dedicar todos los bienes de Mack a subvertir aquella misma forma de vida que posibilitó su propia acumulación. Froebel era un maestro de la fría cláusula pronominal: el juez y Jos espectadores estaban conmovidos. —¡Por todos los santos! —susurró Harrison—. ¡No pensarás que se está refiriendo a mis donaciones españolas! —Si fuiste lo suficientemente estúpido de hacerlas, entonces me animaría a decirte que sí — le repliqué, atónito ante la ingenuidad de Harrison. Y por cierto, las «donaciones españolas» eran lo que Froebel tenía precisamente en mente. Ofreció como pruebas fotocopias de cheques, cuatro cheques, de mil dólares cada uno, expedidos a nombre de una agencia norteamericana de suscripciones que representaba al gobierno republicano español. Estaban fechados 10 de marzo, 19 de mayo, 2 de setiembre y 7 de octubre, y todos tenían como firma Harrison A. Mack, jr. El juez examinó las fotocopias y frunció el entrecejo. —¿Escribió usted estos cheques? —le preguntó a Harrison pasándole las fotocopias. —¡Por cierto que sí! —gritó Harrison—. ¡Qué demonios...! —¡Orden! —sugirió el juez—. ¿No sabe usted que el movimiento republicano está dirigido por el Partido Comunista? ¿Dirigido desde el Kremlin? —¡Oh, vamos! —dijo Harrison hasta que le obligué a sentarse. —¿Podría señalar —continuó diciendo Froebel con toda naturalidad— que una donación a los republicanos no sólo es en esencia una donación a Moscú, sino que esta específica agencia de suscripciones es una organización del Partido bajo vigilancia del FBI? Yo me animaría a decir que un hombre puede donar a los republicanos mediante un honrado, aunque vago, idealismo, pero nadie envía cheques a esta organización a menos que simpatice con el Comintern. El joven señor Mack, al igual que tantos aristócratas ociosos, es, me temo, de sangre azul, pero con un corazón rojo. Pienso que esta metáfora final fue la que le hizo ganar el juicio a Froebel. Vi que los de la prensa prácticamente saltaban de sus sillas como tributo de homenaje y garabateaban las palabras inmortales para las próximas ediciones de sus rotativas. Hasta el juez sonrió benignamente ante la figura literaria: pude ver que le daba en el meollo mismo de sus prejuicios y que allí las palabras eran bienvenidas. Hubo un poco más de discusión, pero nadie prestó mucha atención; todo el mundo se repetía con una sonrisa de autosatisfacción que había demasiados jóvenes aristócratas de sangre azul, pero con corazón rojo. ¡Sangre azul con corazón rojo! ¿Cómo podía la mera justicia enfrentarse a la poesía? Pienso que los hombres siempre son atraídos por el bon mot en vez de por el mot juste, y los jueces, no menos que los demás hombres, a menudo se mueven por consideraciones más estéticas que jurídicas. Hasta yo estaba bastante impresionado y sólo lamenté que no tuviéramos un jurado al que hubiera podido abrumar ese fruto maduro de los huertos de la abogacía. ¡Sangre azul con corazón rojo! ¡Cómo blandir la razón contra la música! ¿Podía yo esperar neutralizar las escalas con una lógica ingeniosa cuando Froebel tenía al Parnaso en su sartén? En vano podía yo advertir al juez Lasker que a través de la prensa toda América y toda Europa esperaban su decisión. —Mi cliente, un amante de la libertad y de la dignidad humana —declaré— hizo su donación a los oprimidos republicanos como una obligación moral, propia de cualquier buen norteamericano, para que lucharan contra esos rebeldes que quieren aplastar la independencia

del espíritu humano y pisar la libertad con sus botas bélicas. ¿Cómo puede usted acusarle de apoyar la anarquía y la subversión violentas cuando en un solo año dona cuatro mil dólares para apoyar al gobierno español contra aquellos que lo quieren derrocar? así continué hablando varios minutos, tratando de capitalizar la confusión que existía respecto a España, donde los radicales representaban el statu quo y los reaccionarios eran los rebeldes. Fue una admirable pieza de casuística, pero yo sabía que mi causa estaba perdida. Únicamente Froebel, pienso, tenía oídos para mi retórica; el resto de la sala estaba satisfecho con la sangre azul con corazón rojo. el juez Lasker, como pienso que mencioné, era un conservador famoso. Aunque de ninguna manera era un fascista —probablemente no era neutral en cuanto a la revolución española—, compendiaba el antagonismo irreflexivo de su clase hacia cualquier cosa más rojilla que el extremo azul del espectro: un antagonismo familiar que solía enfurecerme cuando, antes de 1924, me interesé en cosas como la justicia social. Cuando por último dio su sentencia, su decisión estuvo a favor de Froebel. —No importa si existe una diferencia entre las variedades de comunismo de Moscú y de Madrid —declaró—, o si este Tribunal o cualquiera aprueba o desaprueba las donaciones del inculpado a la causa para la que estaban dirigidas. El hecho es que la agencia de suscripciones involucrada es una organización comunista bajo vigilancia del gobierno y una donación a esa agencia es una donación al comunismo. No puede haber dudas sobre la simpatía del donante por lo que esa agencia representa, y lo que representa es el comunismo. El testamento que tengo ante mí prevé que si se puede demostrar tal simpatía, se deben revertir los términos del documento. El Tribunal ordena esa reversión. Pues bien, volvíamos a ser pobres. Harrison se descompuso, y cuando le ofrecí un cigarrillo, casi vomita. —¡Es increíble! —graznó realmente transpirando debido al shock. —¿Te rindes? —pregunté—. ¿O apelo? Se aferró a la esperanza. —¿Podemos apelar? —Por cierto —dije—. ¿No te das cuenta de lo ilógico del pensamiento del juez? —¡Ilógico! ¿Era tan lógico que me abrumó! —De ningún modo. Dijo que la agencia de suscripciones era simpatizante del comunismo. Tú das dinero a la agencia; por tanto, eres simpatizante del comunismo. Es como decir que si das dinero a una chica del Ejército de Salvación que es vegetariana, tú eres simpatizante del vegetarianismo. Los comunistas apoyan a los republicanos; tú apoyas a los republicanos; en consecuencia, tú eres comunista. Harrison se sintió tremendamente aliviado, pero tan débil que apenas se podía aguantar de pie. Lanzó una risa nerviosa. —¡Muy bien! Eso nos vuelve a poner en carrera, ¿verdad? ¡Ah, por un momento pensé... Toddy, me has vuelto a salvar el cuello! ¡Maldito juez! ¡Ahora le tenemos! Meneé la cabeza y volvió a ponerse blanco. —¿Qué diablos está mal? —Apelaré —dije—, pero volveremos a perder, supongo. —¿Cómo puede ser? ¡Volver a perder! —Se rió y contuvo el aliento. —Olvídate de la lógica —dije—. A nadie le importa realmente la lógica. Ellos toman sus

decisiones sobre la base de sus prejuicios con respecto a España. Pienso que aquí hubieras perdido incluso sin la metáfora de Froebel. Yo tendría que convertir a Lasker al liberalismo para ganar el caso. Entonces le expliqué que de los siete jueces del Tribunal de Apelaciones que revisarían la decisión, tres eran republicanos con una pronunciada tendencia antiliberal, dos eran demócratas bastante liberales, uno era un «demócrata sureño» reaccionario, más antiliberal que les republicanos, y el séptimo, un demócrata apático, era relativamente desprejuiciado. —Les conozco a todos —dije—. Abrams, Moore y Stevens, los republicanos, votarán contra ti. Forrester, el demócrata sureño, votaría por ti si se tratase de un asunto partidista, pero no lo es; votará con los republicanos. Stedman y Barnes, los liberales, estarán contigo y pienso que también Haddaway porque me tiene simpatía y porque le disgusta la pésima lógica de Lasker. —¡Pero diablos, eso significa cuatro a tres! —exclamó Harrison—. ¡Eso quiere decir que pierdo! —Como te dije. —¿Y el Tribunal Supremo de Maryland? —No se puede predecir —dije—. No sé cómo se han pronunciado con respecto a España y no les conozco personalmente, pero han ratificado casi todos los veredictos importantes del Tribunal de Apelaciones Harrison estaba destrozado. —¡Es injusto! Le sonreí. —Ya sabes cómo son estas cosas. —Ay, pero qué demonios. —Meneó la cabeza, movió los pies con impaciencia, apretó los labios y suspiró con espasmo. Yo esperaba que se desmayara, pero se aguantó aunque apenas podía hablar. Por supuesto, la verdad era que una cosa —una cosa fácil— es dar lo que el cardenal Newman llama «consentimiento nocional» a una propuesta como «no hay justicia»; otra muy distinta y más difícil es darle un asentimiento «verdadero», aceptarla en carne propia a través del compromiso personal. Recuerdo haber esperado que Harrison tuviera fortaleza suficiente como para al menos recibir una experiencia aleccionadora de su pérdida considerable. Apelé a la sentencia en el Tribunal. —Nada más que para dejar una puerta abierta —dije—. Quizá se me ocurra algo. Esa noche, antes de partir de Baltimore con Harrison, cenamos en el club de Bill Froebel invitados por él. Harrison estaba malhumorado, y aunque bebió mucho, se negó a participar en nuestra conversación. No pudo conducir. En el camino, se aferraba a mi brazo y chillaba: —¡Tres millones de dólares, Toddy! Le miré fríamente. —Diablos, hombre —protestó—, deberías conocerme mejor. No quiero el dinero como haría cualquier otro hombre, simplemente para enloquecerse. ¡Piensa en todo lo que podríamos hacer con tres millones de dólares nosotros tres! Era la primera vez desde que Jane y yo reanudáramos nuestra relación en 1935 que Harrison volvía a hablar de «nosotros tres» del mismo modo que lo había hecho antes. —¿Un millón por barba? —pregunté—. ¿O una cuenta conjunta? Harrison recibió el impacto y se puso rígido y durante todo el viaje de regreso se sintió obligado a asimilar que la pérdida de tres millones de dólares no afectaba en nada su corazón filosófico. Observé su esfuerzo por el rabillo del ojo y me maravillé con tristeza de su

desorientación. Por último se desmoronó cuando cruzábamos el puente del río Choptank a la entrada de Cambridge. El agua estaba blanquecina y con aspecto gélido. Justo delante, al final del bulevar al que daba el puente, Mortan's Marvelous Tomatoes, Inc., extendía su bandera de neón rojo a lo ancho del cielo y yo me sonreí. Las luces de la ciudad se extendían en una chata hilera a lo largo del borde del agua desde el Hambrooks Bar Lighthouse, brillando a la derecha, hasta la casa de los Mack en East Cambridge, sus ventanas de la planta baja aún encendidas, donde nos esperaba Jane. —Me rindo, Toddy —dijo ceñudamente Harrison—. No soy ningún filósofo. No digo que en un tiempo no podría haber sido feliz sin dinero. Conseguí que me desheredaran varias veces, tú lo sabes. Pero cuando estaba tan próximo y parecía tan seguro... —¿Qué pasa? —pregunté. —Ay, Dios... Janie y yo teníamos planes. —Se atragantó con sus planes—. ¿Cómo diablos lo puedo decir? Simplemente no tengo más ganas de vivir. —¿Qué? —le dije con sorna—. ¿Qué harás? ¿Te colgarás en el sótano? Ahora mismo allí hay un clavo fuerte en una viga. Lo encontrarás. Ya ha sido usado. Y conozco un hombre de pompas fúnebres que puede volver a emblanquecer una cara morada. —Muy bien, muy bien —dijo Harrison—. No me importa lo que pienses. Dije que no soy ningún filósofo. —Olvídate de la filosofía —dije—. No te falta filosofía; te faltan cojones. Supongo que luego me pedirás que me case con Jane, de modo que nosotros te podamos recordar, ¿eh? Te estás revolcando, Harrison. Es una marranada. —Soy débil, Toddy —dijo—. No lo puedo evitar. No pienses que no me da vergüenza. —Entonces, acaba ya. —No se puede acabar simplemente —protestó Harrison, y yo, sentí que se estaba recuperando—. Ya no creo que la gente pueda cambiar. —Tú no quieres acabar con el asunto. —Por cierto que sí. No importa si lo hago o no: no lo puedo hacer. Soy débil en algunos aspectos, Toddy. Tú no lo comprendes. Tiré mi cigarrillo, que salió con un rocío de chispas. Entonces ya salíamos del puente yendo por el camino de doble dirección en el automóvil de los Mack. —Sé lo que es la debilidad. Pero tú te creas tus propias dificultades, Harrison. Es duro porque jamás lo has pensado como algo fácil. Escucha. Un acto de voluntad es lo más fácil que hay, tan fácil que es risible la montaña que hace la gente de ello. Para ese momento Harrison había dejado a un lado la idea de la pérdida y seguía mi pensamiento. —Tendrías que pensarlo mejor —dijo—. No puedes ignorar la psicología. —No estoy diciendo nada de psicología —señalé—. La psicología no me interesa. Actuamos como si pudiéramos elegir, y lo podemos hacer de hecho. Lo único que tienes que hacer para ser fuerte es dejar de estar débil. —Imposible. —Jamás lo has intentado. Ni, por Dios, quería hacerlo en aquel momento. Lo vi con claridad meridiana. Fuimos a su casa por una última copa. Por supuesto, Jane había oído las novedades por teléfono y lloró un rato. Le dije tajantemente que no podía sentir simpatía por ninguno de ellos mientras se comportasen de ese modo. —¡Qué harías tú, demonios! —exclamó ella con impaciencia.

Me reí. —¡Yo nunca he perdido tres millones de dólares! —dije—. pero te diré lo que hice una vez después de que papá se colgara p0r unos pocos miles. Y entonces les conté por primera vez la historia de mis aventuras con el coronel Henry Morton —historia, lector, que haré una pausa para contarte, tarde o temprano, pero no en este preciso momento. Había decidido que no quería que Harrison meditara sobre su dinero: aún no estaba preparado para decidir por sí mismo el recuperar su fortaleza, de modo que le abrí el camino para convertirle en un cínico, en una emulación de mí mismo. De cualquier manera, estaba maduro para ello, me parecía, y tal vez esa historia podía hacer el milagro. Hay poca necesidad de debilidad, lector: tú eres más libre de lo que tal vez serías de saberlo. Cuando me iba, Jane me preguntó: —¿No escondes nada en la manga, Toddy? —No me comprometo a nada —dije—, pero lo mejor que puede hacer Harrison es pensar que ha perdido esos tres millones, al menos por un tiempo. —¿Qué hará? —preguntó ella con ansiedad—. ¿Te dijo algo durante el viaje? —O recupera sus fuerzas o se cuelga —predije—. Si se fortalece, no le importará realmente si consigue el dinero o no, y entonces no me importaría ver que lo consigue. Si se mata por esto, francamente me alegraré de verle muerto. Los maricas me incomodan. Lo mismo vale para ti. Aún no estáis preparados para los tres millones. No os los merecéis. Entonces me fui. Supongo que si alguna vez yo pierdo tres millones de dólares, aullaré como un endemoniado. O quizá no: realmente no se puede decir nada hasta que a uno le ha sucedido. Pues bien, el caso sucesorio dejó de ser noticia en los periódicos. El Tribunal de Apelaciones no trataría el caso en al menos seis meses, aunque yo dudé que esperaran mucho más tiempo para hacerlo. Mientras tanto, Lizzie Mack, la madre de Harrison, no podría usar el dinero del viejo (salvo para los gastos de la casa), aunque provisionalmente era suyo. Durante los siguientes meses realicé una investigación bastante meticulosa de la personalidad de los jueces de apelaciones. Mis averiguaciones confirmaron mi estimación original de la situación. Por toda la información que pude sonsacar, la decisión sería de cuatro a tres a favor de Lizzie si la audiencia se celebraba para cuando estaba prevista. ¿Y si eso no sucedía? Consideré la cuestión sentado en mi despacho mirando a la pared frente a mi escritorio. ¿Qué ventaja podría haber si se posponía? ¿Alguna? ¿Y cómo se podía retrasar la apelación? La ventaja era negativa, es decir, yo estaba seguro de la derrota si no había demoras; si había alguna, aún era muy posible que nos derrotaran, pero habría más tiempo para que apareciera algo nuevo. Supongo que de ese modo ve un condenado un solo día de suspensión temporal, aún a la espera de que le salve algún dios en la misma horca, la soga al cuello, y rogando que aparezca la salvación. ¿Quién sabe? Quizás, encapuchado y en el aire, aún espera, en el segundo de agonía, que le toquen las manos de Dios, hasta que la soga rompe el cuello y la esperanza de un solo tirón. Ciertamente, lo nuestro sólo era una cuestión de dinero, pero el principio era el mismo. Para setiembre, los republicanos podían estar ganando en España o aquí se podía volver peligroso simpatizar con el fascismo, tal como se estaba comportando Hitler. Para octubre podía ganar Franco y se tendría lástima por los pobres republicanos derrotados cuando ya no representaran ninguna amenaza. Podía suceder cualquier cosa para cambiar la dirección de un voto a nuestro favor. Noviembre era mes de elecciones: quizás algún asunto partidista podía hacer que el reaccionario Forrester se uniera a sus colegas más liberales. Tal vez...

Sonreí, quité los pies de encima del escritorio y fui al archivo. Estudié a cada uno de los jueces, verificando el tiempo que habían estado en sus cargos y el número de años que aún les quedaban. —Ah, Freddie Barnes, tú viejo putañero —susurré—, así que este año tendrás la reelección, ¿eh? Eso tenía muy poca importancia ya que Roosevelt desplegaba toda su fuerza y Barnes era un personaje popular en Maryland: resultaría reelegido sin dificultades. De los demás demócratas, a Forrester le faltaban dos años, a Haddaway, cuatro, y a Stedman, seis. Verifiqué a los republicanos: Abrams aún tenía dos años; Stevens, seis, Moore... —Bien, bien, bien —me reí—. ¡Tú, Rollo, sinvergüenza! Ya es hora de volver a presentarte, ¿eh? La señora Lake, a petición mía, pasó el resto de la tarde telefoneando en mi nombre a varios ciudadanos de Baltimore, algunos eminentes y otros opacos, algunos honrados y otros flexibles, algunos amistosos y otros utilizables. Para la hora de irnos, yo era uno de quizá siete personas que sabíamos de hecho, sin ninguna especulación artificial, que el juez Rollo Moore, pese al apoyo de los republicanos de Maryland, iba a perder su futura elección por un buen asegurado margen ante Joseph Singer, quien, Dios le bendiga, era un liberal crónico aunque ampuloso, un hombre del mismo corazón de Harrison. ¡Dios santo, ganaríamos casi con seguridad si podíamos retrasar la audiencia hasta noviembre! No, hasta enero de 1938, cuando prestaran juramento los nuevos jueces. ¡Casi un año! Me rompí la cabeza a mi manera meticulosa pero carente de entusiasmo para pensar en alguna maniobra dilatoria, pero las pocas que pude imaginar no eran satisfactorias. Lo que necesitaba era algo que no levantara sospechas, algo tenue y complejo, que yo pudiera seguir complicando indefinidamente en caso de ser necesario. No me servía nada directo: mi maniobra, fuera lo que fuera, debía ser sutil aun cuando sus motivos resultaran claros al ojo profesional; de otra manera, perdería el respeto, y posiblemente el voto de un hombre como el juez Haddaway, por ejemplo, cuyas decisiones a menudo estaban más influidas por argumentos tales como la simetría y la elegancia lógica de un escrito que por consideraciones más mundanas como la política del apelante. Ah, qué absurdo, no había nada. Los meses pasaron; llegó la primavera; en agosto, el juicio estaría sobre nosotros. Harrison sudaba la gota gorda pero guardaba silencio. Jane lloraba un poco y a veces no venía a mi habitación cuando yo la esperaba, pero guardaba silencio. Estaban aprendiendo; se estaban fortaleciendo, o eran lo bastante inocentes como para tener una fe impertérrita en mí. Al menos, guardaban silencio, aunque a veces yo los pescaba mirándome intensamente en la cena o en otras ocasiones. De hecho, me observaban a menudo y a veces ni siquiera se daban cuenta de que yo me percataba de ello. En cuanto a mí, yo miraba la pared. Tenía en mi despacho, frente al escritorio, una buena pared, una pared que yo mantenía escrupulosamente limpia a fin de mirarla. Y la miré a lo largo de febrero, marzo, abril y mayo, y a lo largo de la primera semana de junio sin leer en su superficie vacía una sola idea. Entonces, en el muy caluroso 17 de junio de 1937, nuestra señora Lake, que es un modelo de decoro por lo general, entró en mi despacho sudando decorosamente con una taza de café helado para mí, lo puso decorosamente sobre mi escritorio, aceptó mis gracias, dejó caer un pañuelo en el suelo cuando giró para marcharse, se agachó decorosamente para recogerlo y, muy indelicadamente —oh, muy indecorosamente— se tiró un pedo virtualmente en mi café. —¡Oh, perdónemel —susurró, y se sonrojó y huyó. Pero, ah, el pedo se aferró pesadamente al aire húmedo hasta mucho después de la huida de la dama. Colgó indeciso, se repantigó, se

bamboleó; se entremezcló con el humo de mi cigarro, acarició el aceite perlado de la piel de mi nariz, yació obscenamente sobre la superficie de mi escritorio entre los expedientes y los papeles. Estaba en todas partes, pero aun entonces yo había aprendido a vivir con mis bestiales semejantes. No me conmovió; no me moví. A través de su densa presencia, contemplé mi pared oracular y esta vez fructíferamente. —¡Vaya por Dios! —exclamé. Oí un leve ruido en la sala de al lado. —¡Señora Lake! —Corrí hacia la puerta—. ¿Dónde está toda la mierda? —¡Oh, señor Andrews! —gimió ella, y hundió la cabeza entre los brazos. Harry Bishop y Jimmy Andrews aspiraron con expresión de escepticismo desde sus puertas. —¡No! —dije palmeando furiosamente a la señora Lake en la cabeza—. No. Me refiero a los frascos de pepinillos del viejo Mack. ¿Dónde han estado todo este tiempo? ¿Dónde los guarda Lizzie? —No lo sé —dijo con un suspiro la señora Lake, secándose los ojos—. ¿Cuántos eran? — dije, y volví apresurado a mi archivo; empecé a buscar y finalmente encontré el inventario de la sucesión de Mack—. ¡Ciento veintinueve frascos en la bodega! —Muy bien —señaló el señor Bishop, y volvió a su trabajo. Jimmy Andrews siguió allí para ver lo que pasaba. —Llame a Stacia —le dije a la señora Lake—. No, diablos, no, no lo haga. Iré a Baltimore. —Mire la hora—. ¿Me llevas al autobús, Jimmy? Apuesto a que podemos alcanzar el de las cuatro. .—Desde luego —dijo Jimmy. Condujo como un maniático; cogí el autobús dos minutos antes de la partida y pronto iba de camino a Baltimore. Eustacia Callader era una vieja criada negra de la casa de los Mack a quien yo había conocido en el curso del litigio. Virtualmente había sido ella quien criara a Harrison, hijo, y calladamente estaba de su parte en el juicio de la propiedad, aunque comprendía muy poco de la controversia. Ella era a quien yo ahora buscaba. Al llegar a Baltimore cuatro horas más tarde, me detuve en una tienda a comprar sobres y sellos y luego cogí un taxi hacia Ruxton y me apeé en la puerta de la casa de los Mack. Se acababa de poner el sol y literalmente me escondí en el terreno detrás de la casa —fue bastante teatral—, y esperé, supongo, a que Stacia saliera de la cocina para hacer algo. Un plan improbable, pero toda mi estrategia, mis sospechas eran improbables. Cuando de hecho apareció la criada negra cuarenta y cinco minutos más tarde rumbo a los cubos de basura que estaban al lado del enorme garaje, consideré su presencia como un buen presagio. Siguiéndola hasta un sitio donde no pudieran escucharnos desde la casa, me acerqué a ella. —¡Dios sea loado, señor Andrews! —dijo con una risa ahogada—. ¿Qué hace por aquí? ¿Viene a ver a Lizzie? —Stacia, escucha —le susurré, tajante—, tengo una pregunta de cinco dólares. —Le di el billete y ella se rió, indefensa. —¿Dónde guarda Lizzie el fertilizante del viejo Mack? —le pregunté—. ¿Aún está en la bodega? —¿El fertilizante? —dijo ella resoplando alegremente—. ¿Qué fertilizante? —Se rió tanto que me di cuenta de que no comprendía. —La mierda, Stacia —le exigí—. ¿Qué piensa Lizzie de todas esas botellas llenas de mierda? —¡Oh, eso es lo que usted quiere decir con fertilizante! —Ciento veintinueve frascos de eso —dije—. Estaban en la bodega. ¿Todavía están allí? Cuando Stacia recuperó el control de su risa, admitió que no lo sabía, pero prometió

averiguarlo y decírmelo. Le di un beso resonante en la mejilla y me hospedé en un matorral de forsitias cerca de los cubos de basura. Stacia regresó a la casa a interrogar a los demás criados que allí vivían. En caso de ser necesario, yo estaba preparado para sobornar a quien fuera con bastante dinero como para que se destruyeran esos frascos en secreto, pero no tenía muchas ganas de tener que dar ese paso ya que abría el camino al chantaje. Aún así, me parecía sumamente improbable que la señora Mack hubiera ordenado retirarlos, aunque ésa era exactamente la posibilidad que se me había ocurrido con ocasión del faux pas de la señora Lake. Por tanto, tuve una agradable sorpresa cuando tres horas más tarde —era cerca de medianoche— Stacia regresó a anunciarme que aunque los frascos aún estaban en la bodega, la señora Mack había objetado la semana pasada a R. J. Collier, el viejo polvoriento y vigoroso que cuidaba los jardines, que las tapas de los frascos, al parecer, no estaban herméticamente cerradas, y había mencionado la posibilidad de deshacerse un buen día de la colección. Ciertamente, Stacia verificó que con la llegada del calor las botellas habían empezado a heder de forma considerable, y que el olor subía sensiblemente a la planta baja. Hacía dos días, R. J. Collier se había encargado de mudar todas las pilas al rincón más alejado de la bodega y de cubrirlas con un encerado húmedo con la esperanza de controlar el bouquet , pero su experimento no había dado resultados notables. La señora Mack se empezaba a molestar. Ese mismísimo día, J. R. Collier había sugerido la posibilidad de que los singulares restos de su ex patrón podrían emplearse en los parterres de flores; en especial, los de rascamoños podían hacer uso de esa nutrición, había declarado. Todos los sirvientes consideraron la sugerencia más emotiva que carente de tacto, y yo también sentí una pizca de poesía en el pragmatismo del jardinero. Pero Lizzie no se había comprometido a nada. —Escucha, Stacia —dije—, no debes decir una palabra a nadie acerca de los frascos de pepinos o de que yo estuve aquí. Te voy a dar diez dólares, querida... —¡Oh, señor Andrews! —...Aquí tienes, diez dólares. Ahora quiero que vigiles de cerca esos frascos. Asegúrate de saber todo lo que les hagan Lizzie o R. J. Collier o cualquier otro. Mira. Te doy estos sobres con los sellos puestos. Están dirigidos a mí, de modo que ocúltalos, y adentro tienen papel. Ahora bien, cada vez que saquen un frasco ¿e donde están ahora, tú me escribes y me lo cuentas. ¿Comprendes? Stacia se rió y movió y gruñó, pero yo me quedé bastante seguro de que había comprendido. —Por todos los santos, no digas una sola palabra a nadie —le volví a advertir—. Si todo sale bien, Harrison te dará un coche nuevo. Un convertible amarillo. Te lo comprará, ¿de acuerdo? Stacia apenas pudo dominar su ataque de risa. Pero guardó con cuidado los sobres entre sus pechos infinitos y rumbeó para la casa, meneando la cabeza ante mi locura. Yo salí a la calle e hice autostop tres kilómetros hasta una cabina de teléfono. Al día siguiente, estaba de regreso en mi despacho, fumando cigarros y mirando la pared. No me molesté en contarle a Harrison lo de mi viaje. Quizá no saliera nada de todo ello. Y salvo por los frecuentes quites con Charley Parks, el abogado de la puerta de al lado, acerca de nuestro juicio automovilístico —¿recuerdas que ya te lo mencioné?—, no había hecho nada más desde entonces: casi una semana. Esperaba la carta de Stacia y pensaba sin cesar en posibles alternativas de acción. Había decidido hacer tiempo hasta el primero de julio. Si para entonces no había sucedido nada con los frascos, entonces correría el riesgo de

sobornar a R. J. Collier para que destruyera algunos. Entonces, esa mañana, llegó la carta de Stacia, uno de los sobres en que yo mismo había escrito mis señas. Podía contener desde cualquier disparate hasta la palabra clave para ganar los tres millones de dólares, y pospuse su lectura como un mero ejercicio de disciplina hasta haber leído las demás cartas y el volante y haber llamado a Marvin Rose. Pero no te voy a exigir esa disciplina a ti, lector. He aquí la carta: Señor Andrews. La señora Mack ha puesto los frascos en el invernadero. R. J. Collier los ha puesto en los rascamoños. Eustacia M. Callader. R. J. Collier ha puesto 72 frascos en los rascamoños. Eustacia M. Callader. Guardé la carta en el expediente con los demás documentos referidos al caso testamentario de Mack, volví a guardar el expediente en el archivo y lo cerré con llave. Durante casi dos horas miré la pared, y entonces abandoné el despacho para caminar hacia mi cita con Marvin. Una buena mañana de trabajo, lector: abrí unas pocas cartas y guardé una en el archivo. Una mañana excelente de trabajo para la última mañana de uno sobre la tierra. Debido a ella, mi amigo Harrison Mack es más rico en tres millones de dólares. Una observación instructiva aunque sofisticada El termómetro fuera de las oficinas del periódico Banner daba treinta y ocho grados cuando lo pasé rumbo al centro. Había poca gente por la calle. En la esquina frente a una casa de pompas fúnebres estaba estacionado un furgón, la puerta de cargar cerrada; y varios enlutados, al lado de los empleados vestidos de negro de la agencia, permanecían en silencio. A medida que me acercaba, salió de entre un macizo de hortensias una vieja perra cazadora de Chesapeake Bay seguida de cerca por un setter saltarín, joven y oledor. Vi que la perra Chesapeake Bay se detenía para sacudirse frente a la puerta; el setter se la montó de inmediato con la larga lengua colgando. Justo en ese momento se abrió la puerta y salieron los hombres portando el féretro. Los perros le cerraban el camino. Algunos de los portadores sonrieron con gesto de culpa; un empleado le dio una patada nada funeraria al setter. La perra salió del porche, su amante aún medio montado sobre ella, y tomó posiciones en medio de la calle cerca del coche. La pareja reanudó sus amours bajo el sol refulgente para vergüenza de la comitiva que simuló ignorarlos mientras se abría la puerta del coche y el féretro era colocado suavemente en el interior. Sonreí y proseguí mi caminata. La naturaleza, la coincidencia, puede resultar fuertemente simbólica. A veces parece darle a uno con una porra en la cabeza con significados como este torpe «vida-ante-la-cara-de-la-muerte», tan obvio que avergüenza. Uno está constantemente enfrentado a un sol que estalla detrás de las nubes justo cuando el equipo local coge la pelota; hay ominosos rugidos de trueno cuando uno reflexiona al azar en su casa; amaneceres magníficos en días en que uno ha resuelto enmendar sus errores; huracanes que demolen la casa del hombre malo y dejan intacta la de su buen vecino, o viceversa; calles de nombre Carrera con carteles de aminore la velocidad; avenidas de nombre Cementerio con un cartel de dirección única. El hombre de percepciones no tan rudimentarias, cuyo paladar está a tono con platos más sutiles, sólo puede sonreír, incómodo, y alejarse caminando, recordándose que el buen gusto es un invento humano. Pero no resulta fácil mantener la paciencia frente a la abundante ingenuidad del mundo. Por ejemplo, cuando llegué a la esquina de las calles Higby Poplar y me detuve un momento a charlar con el capitán Osborn y dos de sus amigotes, instalados en su banco de desocupados frente a la tienda de George Melvin, tuve que aguantar un prominente letrero de hombres

trabajando cerca de una zanja en la calle frente a ellos; un reloj senil en la vitrina de la tienda que, al igual que la tienda y los ancianos, había dejado de marcar el paso del tiempo; un cartel de cine directamente detrás de la cabeza del capitán Osborn anunciando un programa doble; La vida comienza a los cuarenta y Capitán Coraje; una paloma posada inquietamente sobre un letrero de no estacionar, y podría seguir una página más. Realmente, resistir la tentación de usar esos símbolos facilones y pesados abruma nuestra integridad, y estoy seguro que si yo estuviera escribiendo historias para ganarme el pan de cada día, se debilitaría mi resistencia. Recuerdo haber leído en una ocasión una historia que terminaba con el héroe muerto en el suelo —¿se trataba de un suicidio o de un homicidio?— bajo una caja registradora que anunciaba: esta máquina registra el valor de su compra. La máquina, como podría haber anticipado cualquiera que sea conocedor de las ironías mastodónticas de la vida, registraba cero; yo al menos tomo como falta de cacumen del autor el hecho de no haber podido ignorar la caja registradora, o de haberla hecho marcar $ 4.37, o alguna otra cifra sin sentido. De otro modo, es demasiado fácil, como usar clichés. De modo, lector, que si alguna vez escribes sobre el mundo, presta cuidado a no picar en los numerosos símbolos que se cruzan en medio del camino, o empezarás a decir cosas que realmente no quieres decir y a ofender a la gente que más quieres entretener. Si puedes, desarrolla la técnica de los que portan el féretro y la mía propia: sonríe, porque sin duda los malditos perros son verdaderamente graciosos, pero sigue tu camino y no digas nada, como si no te hubieras dado cuenta de nada. X II. Un coro de ostras Tanto social como económicamente, el capitán Osborn y sus colegas del banco de desocupados eran consumidores netos. Comían alimentos, usaban ropa y fumaban cigarros, pero no producían nada. Se sentaban inmóviles en su antiguo banco como una hilera de ostras costrosas e ingerían con los ojos cuanto pasaba, pero no participaban. La vida en Cambridge pasaba a su lado y a través de ellos como agua a través de las agallas de una ostra: sonsacaban de ella la nutrición que querían mientras pasaba, digeriendo a gente y acontecimientos con un gruñido o un comentario, pero jamás se movían de su posición. Eran un coro de viejas ostras, contemplando impasibles los peces que nadaban por su territorio. Sus voces infrecuentes eran bajas, nasales, chillonas y seniles. Por ejemplo, pasaba rugiendo un convertible azul brillante. —¡Eh, allí va el joven Mowb Henly! —observaba uno de ellos. —Es un sinvergüenza —añadía otro—. El chico del viejo Mowb. Nunca pudo hacer nada con ese joven. —No, señor —repetía el otro abriendo paso a un cacareo de risas y de expectoraciones. —Es igual al viejo —señalaba el segundo. —Sabéis lo que dice el refrán —intercedía un tercero—. De tal palo, tal astilla. El primero se sofocaba, y entonces sus ojos reumáticos hacían un guiño, su rostro rojo se agrietaba en una sonrisa, la saliva pequeña derramándose sobre los dientes marrones y los finos labios rojos y empezaba todo de vuelta: —¡Eh! ¡Así! —Carraspeo—. ¡Ese viejo! —Carraspeo—. ¡Ese viejo Mowb Henly! ¡Diablos! Yo tenía unos minutos, de modo que tomé asiento en la punta del banco a la sombra —a los viejos les gustaba el sol— y escuché un rato su ronquera musical. Al tiempo, el coche fúnebre pasó proveniente de la sala del funeral con dos coches con los faros encendidos a

continuación. La procesión hizo una pausa en la intersección y luego continuó su camino con la luz roja encaminándose al cementerio Greenlawn, en dirección del country club. —¿El funeral de quién? —pregunté. —Ésa es la mujer de Clarence Wampler, ¿verdad, Osborn? —dijo mi vecino observando el coche que se alejaba. —Así es —asintió el capitán Osborn—. Murió el lunes por la noche. —¿El de la calle Henry viniendo de Golden Hill? —preguntó el tercero. —No, estás pensando en la mujer de Lewis Wampler —declaró el capitán Osborn—. Estás pensando en la vieja Jenny Fairwell. —¿La vieja Jenny? —graznó el primero—. ¿La vieja Jenny? —La vieja Jenny —se sonrió el capitán Osborn estirando su pierna—. Ésa fue una sinvergüenza. —¡La vieja Jenny! —carraspeó el primero alegremente. —Ésta de aquí era la mujer de Clarence Wampler —explicó el capitán Osborn—. Vivía en la calle Ross, cerca del arroyo. —Claro —dijo el primero—. Creo que era una Canlon, ¿no es así? —Veamos —poetizó el capitán Osborn—. Era la mayor de las chicas Canlon. Tiene que haber sido Louise Mae. —Louise Mae Canlon. Diablos, no era tan vieja, ¿verdad? —Louise Mae Canlon —repitió el capitán Osborn—. Era la chica mayor del viejo capitán Will Canlon, de Golden Hill. Louise Mae Canlon debía tener más o menos veinte años cuando Clarence Wampler se casó con ella. Recuerdo que fue el año que el capitán Canlon perdió su schooner en el hielo. Yo estaba empezando a trabajar con barca propia esa temporada, la June Phillips, se la compré al viejo George Phillips, el de Fishing Creek. Eso sería en 1885, sospecho. —¿El schooner del capitán Canlon? —preguntó el tercer viejo que había guardado silencio —. ¿Quieres decir el Samuel T. Brice? —No, ése era su viejo barco —declaró el capitán Osborn—. Creo que el Samuel T. Brice ardió una vez amarrado en el Long Dock de Baltimore. Ésa era la barca nueva del capitán Will. ¿Cómo se llamaba? ¿La Verne Canlon? Por su esposa. Pues, señor, el capitán no hizo más que meterla en el agua, completamente nueva cuando tuvimos esa gran helada y maldito sea si no se heló el agua alrededor de la barca y el hielo la hizo añicos. No había rompehielos en aquellos tiempos. —No, señor —asintieron los otros. —Yo casi perdí la June Phillips aquel invierno, allá en la isla Sharp. La maldita agua se helaba tan rápidamente que podíamos verlo cuando dejaba de soplar el viento. Luego la brisa empezaba de nuevo y avanzábamos un poco. Yo tenía una cadena extra-pesada, gracias a Dios; le dije a Walter Jones que le diera fuerte cuando tratábamos de salir y juro que no sabía si ganaríamos nosotros o el hielo. Gracias a Dios la brisa se mantuvo y nos mantuvo avanzando, porque no había forma de cortar ese hielo, os lo digo. —¡Ah! —graznó el primero—. ¡Ya no hiela como entonces! —El viejo capitán Jamie Snyder, ¿recordáis al capitán Jamie? El capitán Jamie Snyder me dice y ve a Walter Jones con aquel gran barbiquejo en la June Phillips, ya en puerto: «Osborn —me dice—, vas a necesitar a seis negros en tu bote, nada más que para que puedas navegar.» Pues, yo le digo al capitán Jamie: «Capitán Jamie, me parece que tenemos hielo este invierno —le digo—, y prefiero meter seis negros en mi bote que tener que retirarme del negocio e irme a casa.»

—¡Ah! —¡Sí, señor! —Pues entonces, ya no pensé más en eso —continuó diciendo el capitán Osborn—. Y entonces vino la gran helada y la June Phillips apenas llegó de la isla Sharp —nos llevó hasta después del anochecer— con ese gran barbiquejo masticando el hielo como un cerdo hambriento mastica maíz, y un montón de ostras en la proa para que hiciera peso. Al día siguiente lo vi al capitán Jamie en la ría mirando donde el hielo había quitado la pintura a la June Phillips y el barbiquejo, y meneaba la cabeza. «Osborn —me dice cuando me vio mirándole—, no lo pensé en su momento y tengo que admitir que me ganaste.» «¿Cómo es eso?», dije yo. «Pero, ¿no te enteraste de que ayer dejé enterrada en el hielo a la B. John Gore, allá en Horn Point, prendida como una garrapata en una ternera? Tuve que caminar desde el B. John Gore hasta la granja de Sim Riley para conseguir un caballo, como tú dijiste. Estoy de a pie, Osborn», me dijo. Luego que me ahorquen si no lanzó una risotada y me invitó a una copa. ¡Así era el viejo capitán Jamie! —¡El viejo capitán Jamie! —Ah, diablos. La pobre Louise Mae Canlon Wampler: tal vez las viejas ostras le cantarían una canción algún otro día. Me levanté para irme y entonces los mismos perros que habían honrado a la difunta señora Wampler llegaron trotando al banco de los desocupados. La perra se acercó al capitán Osborn en busca de que le rascara la oreja. El setter, las orejas hacia atrás, la lengua colgando, jadeaba y en su ardor intentaba penetrarla por el costado. —¡Eh, muchacho! —chilló uno de los viejos—. ¡Así no se hace! —Diablos —dijo otro, avergonzado—. Miradlos, el perro está encendido como el faro de Cedar Point. ¡Vamos, ahora! —No les agüéis la fiesta —continuó el capitán Osborn con una sonrisa—. Bien pronto envejecerá esa perra o también la puede atropellar un coche. Dejad que disfrute mientras pueda. , —¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! —¡Vamos! ¡Rapaz! ¡Vaya! El capitán Osborn hasta asistió un poco al setter con su pie empujando las ancas del perro hacia donde sus esfuerzos podían ser premiados. El setter se lanzó a su propósito mientras el capitán Osborn acariciaba con cariño la oreja de la perra y los otros se reían. Yo también me reí y me hubiera quedado a mirar, pero ya eran casi las once y cuarto. Me sonreí todo el tiempo rumbo al consultorio de Marvin Rose por la calle Poplar, pensando en los animales in coito y en lo que había ocurrido en mi dormitorio cuando tenía diecisiete años. A mis espaldas, las ostras sorbían laboriosamente la vida de Cambridge: —Ah. —¡Vamos! —¡Dale ya! Un espejo de la vida Como mi madre murió cuando yo tenía siete años, crecí bajo la tutela incoherente de mi padre y de una sucesión de criadas y amas de llaves. Mi padre siempre expresó su preocupación por mi bienestar y porque yo tomara el buen camino, pero ya sea por su trabajo o poca inclinación, rara vez me prestó demasiada atención. En cuanto a las criadas y amas de llave, algunas me querían y otras no, pero todas tenían en qué ocuparse mientras papá

trabajaba, de modo que gran parte del tiempo me dejaban solo. Casi nunca fui un chico de mal comportamiento. Era tranquilo, pero no carente de comunicación; reservado, pero no solitario; lleno de energía a veces, pero nunca entusiasta. Hubo pocas desaprobaciones de mi comportamiento y tampoco se necesitaban muchas. Era (y soy) temperamentalmente inclinado a obedecer las normas, mis deseos pocas veces están fuera de su égida. Y debido a que le di motivos de preocupación en poquísimas ocasiones, mi padre no sentía curiosidad por mis actividades. En consecuencia, cuando realmente quería hacer algo de lo que estaba seguro que él no aprobaría, no me resultaba difícil hacerlo. Mi vida sexual, lector, hasta mi decimoséptimo aniversario, fue tan poco espectacular que no merece la pena mencionarse. Hice todas las cosas que los jóvenes antropoides se deleitan haciendo mientras crecen; mis amours de la escuela secundaria estuvieron limitados a besos calientes y de boca abierta y mucha conversación risqué hasta mi alianza con la señorita Betty June Gunter. Betty June, a los diecisiete años, era una cosa del

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