Barona Becerra. Guido, y Rojas Curieux. Tulio, Falacias Del Pluralismo Jurídico y Cultural en Colombia

January 23, 2018 | Author: Miguel Angel Pech Cen | Category: Legal Personality, Indigenous Peoples, Constitution, Colombia, Democracy
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Guido Barona Becerra — Tulio Rojas Curieux

Falacias del Pluralismo Jurídico y Cultural en Colombia: Ensayo Crítico

Prólogos de: Abelardo Ramos Pacho Rodolfo Arango

Editorial Universidad del Cauca Serie Estudios Sociales

© Universidad del Cauca © Los autores Guido Barona Becerra Tulio Rojas Curieux Primera edición Popayán Colombia, octubre de 2007 ISBN: 978-958-9451-48-9 Corrección de estilo Guido Barona Becerra Diagramación María Fernanda Martínez Paredes Diseño carátula y colección María Fernanda Martínez Paredes Ilustración carátula Dios Romano Janos Reservados todos los derechos Impresión María Fernanda Martínez Paredes DISEÑO GRAFICO E IMPRESIONES Cel. 315 5786204 Impreso en Colombia Printed in Colombia

ÍNDICE

Introducción

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1. El “otro” en la constitución y la justicia en Colombia después de 1991

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2. La composición ontológica de la alteridad

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3. El mundo es todo lo que es el caso

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4. Hilando algunas ideas con el caso del pueblo nasa

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5. Un ejemplo del punto de fuga de la lengua y de sus implicaciones

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6. El caso que se hace mundo en una posible ontología en lengua nasa

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7. La tradición fundadora de la negación del pluralismo jurídico y cultural en Colombia

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8. Los efectos de las representaciones teratológicas del “otro” en el ejercicio de la justicia en Colombia

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9. A guisa de colofón

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Referencias bibliográficas

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PRÓLOGO Con ocasión de la publicación de este trabajo de los profesores Guido Barona Becerra y Tulio Rojas Curieux debo manifestar que valoro en alto grado su contenido. Este trabajo es el resultado de una paciente labor aunada con largas jornadas de conversación y no pocos ratos dedicados al estudio de numerosos textos que contribuyen para el análisis del problema y como es natural significa la puesta en juego de los talentos requeridos para lograr la profundidad y comprensión del mismo, dado que se trata de una delicada y compleja cuestión. Gracias a la gentil invitación de los mismos autores, participé en diversos momentos del debate durante el proceso, como la lectura bibliográfica, recabación y discusión de la traducción contextual de la Constitución Política del 1991, en nasa yuwe, lo que realizó el cabildo indígena de Mosoco, en 1994, examen que se hace con fin de captar en detalle elementos conceptuales de la organización social interna, la cosmovisión, hallar las relaciones y las diferencias del ordenamiento jurídico nacional, volviendo a colación la discusión sobre el origen del derecho romano y la Carta Política. Al plantear la exposición del pensamiento el tema del derecho requiere de un ejercicio organizado y hay quienes quieren hacerlo siguiendo sólo el esquema de la Constitución, pero otros pensamos hablar como nasa y ganar espacio y reconocimiento sin pasar a una postura de reclamación y enfrentamiento; se trata de ir más allá del código para ser respetados por el propio ser, “iguales pero diferentes”, pues hay una historia de pertenencia a cada pueblo indígena y también al pueblo colombiano. Hablar como nasa en el mundo de hoy significa dar miradas afincadas en nuestro territorio y plantear el pensamiento y la interpretación de lo que nos afecta y nos concede de derechos la república; para nosotros es imprescindible partir de que estamos enmarcados en territorios ancestrales y con nuestras miradas locales debemos trascender a miradas nacionales; nuestra voz no es para pocos, la nuestra

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es un habla para todos. Todavía podemos hablar con la fuerza milenaria de nuestras tradiciones porque somos anteriores a la fundación de la república y a su constitución, sabemos que somos parte de un proceso y queremos continuar siendo parte del mismo. Nuestra conciencia como pueblo es fundamentalmente política y guiados por ella debemos construir conjuntamente con el pueblo colombiano caminos de relación y de respeto que nos permitan crecer y fortalecernos conjuntamente. Nunca hemos pensado que nuestro futuro está aislado de la realidad colombiana, por ello valoramos la propuesta contenida en esta obra sobre un cambio en la vida sociopolítica de la república de Colombia. Por respeto a los lectores del libro en lo que sigue, me disculpo por lo que mi tono de reflexión puede sonar a discurso ideológico, quiero evitar en lo posible ese riesgo desde entrada, pero ante todo tomar una postura no solo académica sino política, tal como me lo sugiere una lectura del Vocabulario de las instituciones indoeuropeas de Emile Benveniste. Quiero, por lo tanto, reivindicar mi lugar de enunciación, dirigir la palabra desde mi propio nicho cultural, como en otrora ya lo hiciera el pensador indígena Manuel Quintín Lame Chantre, antes de 1930, actuando sin ambigüedad, denunciando contundentemente las atrocidades por reclamar derechos que nos roban los hombres del Poder. La lectura del texto nos obliga a encontrar la relación articulada al contexto nacional. Es evidente que ello implica conocer los pensamientos de otros pueblos muchas veces desconocidos. Claramente, la práctica social de Quintín tiene un Lugar de Enunciación y razón de ser de su proyecto; él plantó su base epistemológica desde la metáfora de la naturaleza, el conocimiento. En las palabras de Quintín Lame podemos percibir dos elementos: uno la cosmogonía de nuestro pueblo desde donde habla, la cual se materializa en su conocimiento sobre la naturaleza y el otro elemento es su apoyo en las leyes de la república. Y aunque no cifra demasiadas esperanzas en las leyes republicanas la memoria indígena queda firmemente plantada para siempre gracias al primero de los elementos señalados. Por eso nuestra memoria nunca olvida las crueldades ni la negación a la que hemos estado sometidos, pero esto tampoco nos impide elaborar las ideas y llevarlas a la negociación de la misma forma como lo hizo Manuel Quintín Lame en la relación con los mandatarios y los miembros de los sectores dirigentes del país. Y aunque quisieron acallar su voz, ésta siempre se alzó con dignidad por encima de sus detractores.

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Esa misma dignidad reconocemos en las palabras de este libro, esa misma decisión para señalar con exactitud y moderación, pero al mismo tiempo sin conceder tregua en la discusión. Por eso el documento da pruebas de la monstruosidad que construyeron para nuestros pueblos y da cuenta de las formas que ésta asumió en diversos momentos de la vida de la república. Fuimos muchos quienes creímos que con la Constitución proclamada en 1991 había una nueva Colombia y que en ella también cabíamos los pueblos indígenas pues formalmente se había dado un reconocimiento a nuestra existencia y algunos derechos; pero muy pronto nos dimos cuenta de que no era así, bástenos dos hechos (suficientemente distanciados en el tiempo) para mostrar el error en que caímos: 1.- En 1991 se da la masacre del Nilo (municipio de Caloto, departamento del Cauca), en donde veinte indígenas del pueblo Nasa pierden la vida. 2.- En mayo 17 de 2006 el movimiento nacional indígena, campesino y afrodescendiente se encontraba concentrado en el Resguardo Indígena de La María (municipio de Piendamó – Cauca) lugar declarado territorio de Paz, Diálogo y Negociación de La Sociedad Civil, en 1999. Aquí se estaba llevando a cabo una Cumbre Nacional Itinerante con varios fines de análisis en la búsqueda de una reforma agraria integral. La reunión fue fuertemente reprimida con saldo de un nasa muerto, el compañero Pedro Mauricio Pascué. Se nos acusó, como tantas otras veces de estar involucrados con las fuerzas de organizaciones guerrilleras, con el único fin de continuar presentado a los pueblos indígenas como monstruos inhumanos y poder darnos, otras vez, un tratamiento de guerra. Nuevamente se confrontaron visiones diferentes: para nosotros se trataba de encontrar condiciones dignas para nuestra vida como pueblos y para otros sectores se estaba amenazando la vida de la sociedad colombiana. En el fondo se trata de visiones jurídicas distintas, incluso fuera de los pueblos indígenas. Porque de lo que se trata es de asumir las consecuencias del Estado Social de Derecho acordado en el texto constitucional y la legitimidad de las autoridades indígenas que está reconocida por la Constitución Nacional. Son repetidos estos casos que nos permiten identificar un continuum ante la práctica del pensar distinto y en la relación de reivindicar Derechos, pero como en otras épocas lo hicieran otros dirigentes indígenas reiteramos nuestro pensamiento y seguimos su ejemplo. Los pueblos ancestrales vemos viable la perspectiva de una 9

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identidad intercultural avanzando juntos en distintos caminos, pero en procura de alcanzar la pradera para construir la casa grande donde todos quepamos en la Colombia diversa. De esta manera dimensionamos el concepto intercultural en una perspectiva activa, comprometida la dignidad, solidaria con el derecho de las mayorías y no pasiva. Por esta razón, los pueblos ancestrales también investigamos, pensamos; aunque este no es el espacio más adecuado para detenerme en torno a la investigación, sí quiero señalar el concepto desde la cultura nasa y los significados que expresamos a través de esta metáfora: //yuhz pkith akxahnxi// «análisis» // yuhz / pkith / akxah-nxi // // (forma) aguda. Aguja / picar, punzar (en un cuerpo material) / yuxtaponerresultativo // Mi preocupación aquí no es hacer esfuerzo alguno de querer equiparar con los formatos de investigación académica, que nunca debe hacerse esto, sino el desarrollo de la aplicación y en este punto lo hago como forma de referenciar una herramienta y una práctica que hacemos en el contexto cultural para lograr un conocimiento. Por ejemplo, un thë’ wala o pulseador coloca la yema de sus dedos en diversos puntos del cuerpo viviente (humano, animal, tierra, planta, etc) para hallar con precisión el punto o los puntos de la energía fuerte, débil o ausente y así determina las relaciones del problema del individuo-colectivo, sea ente físico, social o espiritual. Así nos cuestionamos, investigando con el cuerpo, con la mente, con el corazón, yuhz pkith akxahna, en cada caso. Todo el cuerpo y nuestros sentidos entran en juego en el acto de pensar, reflexionar, investigar, en un proceso de comprender una realidad. Cuando masticamos la hoja de coca en un proceso investigativo es para la concentración de nuestras energías, nuestros ánimos y afinar nuestros sentidos, como es la fuerza de un ritual, que es para la conexión de nuestra mente con un universo ancestral y el infinito. Eso fue el trabajo que hizo el cabildo de Mosoco, lo que para fines de este libro los profesionales recabaron sus dudas. En mi juicio, eso es un ejercicio interesante en cuanto que generó y generará muchos diálogos y tensiones, unos son y serán de orden epistemológico, principios y también proponen superar verticalidades y prejuicios hegemónicos y ser productivos. En este orden de ideas es que hablar desde un lugar de enunciación cobra importancia. Durante el desarrollo de esta obra no masticamos coca ni hicimos rito, sin embargo, implicó un significativo ejercicio, un trabajo responsable de parte de los investigadores. Es yuhz pkith akxahna. La lectura global de este libro, par10

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ticularmente me conmovió, talvez ¿como a cualquier ciudadano?, ¿pasó algo más allá de lo mero indígena?, me hizo pensar, sospechar muchas cosas de las leyes del Estado, me relacionó con lo que pasa en la realidad actual y lo que seguirá pasando, por ejemplo, la parapolítica, a veces me hizo ver como si se contara con un obsoleto Estado ya sin fuerzas para protegernos ni protegerse a sí mismo, sumido en el escándalo, pero el presidente Uribe para unos se observa quijotesco y para otros se revela “seguro”. El libro suscita francas tensiones, incertidumbres y preguntas a la clase política, preguntas a la ley, a los Derechos Humanos, a la OIT, a la capacidad propia de organizarnos para concretar procesos sociales, los conceptos de paz, la convivencia entre los pueblos, los cuales son ideales que tejemos todos los días. De todos modos, es un trabajo profundamente crítico, que toca con no pocas autoridades sino amigos, nacionales e internacionales, de un lado y de otro, discute con diversas disciplinas pero ante todo con ética y sin ofensas, lo que lo hace valioso. El libro se lee con atención y por eso invito a que se lea, se comente y que se discuta, finalmente que se amplíe la mirada. Los temas relacionados con indígenas van a ser leídos por los propios indígenas, la dinámica del proceso actual cada vez nos pone ante lecturas de diversos textos. Así que espero que la presente obra contribuya para que los nasa y los miembros de los otros pueblos indígenas avancemos en el análisis crítico de la realidad. Abelardo Ramos Pacho Nasa

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PRÓLOGO Los profesores de la Universidad del Cauca, Guido Barona Becerra y Tulio Rojas Curieux, nos presentan un ensayo crítico sobre las falacias del pluralismo jurídico y cultural en Colombia. El extenso y ambicioso ensayo que concluye con un colofón se divide en ocho apartes: 1. El “otro” en la Constitución y la justicia en Colombia después de 1991. 2. La composición ontológica de la alteridad. 3 El mundo es todo lo que es el caso. 4. Hilando algunas ideas con el caso del pueblo nasa. 5. Un ejemplo del punto de fuga de la lengua y de sus implicaciones. 6. El caso que se hace mundo en una posible ontología en lengua nasa. 7. La tradición fundadora de la negación del pluralismo jurídico y cultural en Colombia. 8. Los efectos de las representaciones teratológicas del “otro” en el ejercicio de la justicia en Colombia. Se trata de una obra que aborda con gran solvencia intelectual un tema de primera importancia para la construcción de la nacionalidad en Colombia: el pluralismo jurídico y cultural. La combinación de las perspectivas antropológica, lingüística, histórica y jurídica ofrece al lector un examen sobre la cuestión, rico en matices. Es así como abordan el proceso de apropiación del sentido constitucional del pluralismo jurídico, por parte tanto de los grupos étnicos como de los propios jueces de la República. Los autores no ahorran crítica en su análisis. Invitan con ello a una profunda reflexión sobre el real estado del pluralismo jurídico en Colombia, invitación que académicos, intelectuales, autoridades y personas interesadas en el tema no deben dejar de atender. Se trata de un ensayo que marcará un hito en las discusiones sobre la identidad, el respeto de la diferencia, el diálogo intercultural y la posibilidad de construir a Colombia como un país incluyente y orgulloso de la diferencia. La tesis de que en Colombia el pluralismo jurídico y cultural, pese a la Constitución de 1991 y a la aparente progresista jurisprudencia constitucional, es una falacia, tiene su primer apoyo en el texto de los autores en la propia tensión presente en la actual Carta Política. Si bien ésta reconoce el carácter pluriétnico y multicultural

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del pueblo colombiano, así como la autonomía administrativa y judicial de los pueblos indígenas, subordina el ejercicio de la jurisdicción especial indígena, y los usos y costumbres a partir de los cuales ella se ejerce, al respeto a la Constitución y a la ley. La propia Constitución refleja así las tensiones entre la llamada “cultura nacional” y el ejercicio de la justicia, entre el reconocimiento de la diversidad cultural y el acceso a la justicia según el uso y costumbre de los “pueblos indígenas”, que la Constitución de 1991 determina como derecho fundamental. Los profesores Barona y Rojas reconocen que la Constitución de 1991 –frente a la Constitución de 1886– constituye una ruptura formal con “el ordenamiento político, jurídico e ideológico de la Nación colombiana”. También consideran que el acuerdo de paz entre diversos sectores políticos y sociales de la sociedad, sellado en 1991, es más un punto de partida que de llegada. Pero estiman que en materia de reconocimiento de la diversidad tal punto de partida está todavía lejos. Ello debido a las barreras impuestas por la ignorancia, el pensamiento hegemónico y excluyente de la religión judeo-cristiana, la arrogancia de los funcionarios y la visión recortada de autoridades y particulares sobre lo que significa vivir en un país de diversas culturas. A su juicio, el conjunto de la sociedad requiere “la transformación de contenidos y discursos ideológicos, políticos, educativos, jurídicos y culturales, con el fin de concretar la Carta Constitucional”. De no darse tal transformación la Constitución correría el riesgo de convertirse en “un texto formal carente de la fuerza”. En ese escenario, consideran que “el fortalecimiento de la Jurisdicción Especial Indígena se hace crucial en la concreción futura de la utopía del reconocimiento real y no formal del pluralismo jurídico y cultural. Las dificultades para tomarse en serio el pluralismo se inician, para los dos críticos, en la propia Constitución Política de 1991. En su criterio, ésta “constituyó como única y excluyente una forma humana de ser; desconoció otras formas de ser humano, otras ontologías de mundo y de la vida inherente a esos mundos diferentes. No atendió al descentramiento antropocéntrico de la forma humana de ser-ahí-en-el-mundo, propia de otros sistemas culturales interactuantes en la composición multiétnica y pluricultural de la Nación, y con ello continuó sus prácticas integracionistas, ahora sí más encubiertas si comparamos el texto constitucional de 1991 con el de 1886 y sus reformas posteriores.” Se trata aquí, sin lugar a dudas, de la mayor crítica hecha al acuerdo político de 1991 desde la perspectiva de la defensa de la diversidad étnica y cultural. Por su calado y hondura, esta crítica deberá ser objeto de un cuidadoso examen y una prolongada discusión. Y ello porque lo que proponen los autores no es simplemente una reforma constitucional sino un desafío a la posibilidad de pensarnos en lo político y social de una forma 14

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“descentrada”, no anclada ciegamente a la propia procedencia cultural, sino abierta y sensible a la diferencia en materia de lengua, persona, territorio, autoridad y sentido de vida. La propuesta de Barona y Rojas va más allá de la denuncia de un rapto del pluralismo. Se convierte en un desafío epistemológico que invita a comprender al otro cultural en su diferencia a partir de la lengua como “casa del ser” (en sentido Heideggeriano). Uno puede o no estar de acuerdo con tan ambiciosa concepción de una Carta Política. Lo que no puede es desatender el desafío que representa llamar la atención de cómo otras culturas, con diferentes horizontes de sentido en lo político y lo social, hacen parte igualmente –y afortunadamente de las “culturas colombianas”. En este punto el llamado de atención de los autores sólo puede ser recibido con expectativa y gratitud. Para sustentar la tesis de la falacia del pluralismo jurídico y cultural ya vigente en Colombia, los autores realizan además un análisis cualitativo de sonadas sentencias judiciales que involucran la aplicación de los principios de diversidad étnica y cultural, de autonomía de los pueblos indígenas y de jurisdicción especial indígena. Las sentencias comentadas abarcan diversas culturas y materias que involucran asuntos de tierras, familia, debido proceso y, especialmente, de derecho penal. Aquí el examen del ejercicio de la jurisdicción especial indígena tiene la preponderancia. El análisis de los profesores crítica tanto el abordaje epistemológico y ontológico, de los jueces constitucionales, como los conceptos de los expertos antropólogos consultados en las diferentes ocasiones. Afirman, con razón, que “el principio reduccionista de la realidad de la diversidad cultural en Colombia (…) asume la Jurisdicción Especial Indígena como conjunto integrado por subconjuntos étnicos homogenizados por la metáfora ontológica, cronotópica y diacrítica (…)” de indígena. Además, sostienen que “los ‘sabedores expertos’ de los sistemas culturales —antropólogos (as), que por lo general no hablan las lenguas propias de las cotidianidades de los grupos humanos que interpretan— (…) niegan las interpretaciones propias de quienes ejercen la función de hacer justicia, en estas colectividades humanas, sobre la base de la jerarquía de la axiología-mundo comprometida en la gradación formal de los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución”. No obstante la radical crítica, el ensayo no se queda en un ejercicio de deconstrucción. Señala además un camino para evitar caer en el etnocentrismo y el predominio de la visión hegemónica judeo-cristina que caracteriza la dirigencia e institucionalidad de Colombia a lo largo de su historia. Para ello acuden a la riqueza del pueblo nasa.

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La propuesta de diálogo judicial y político intercultural, barruntada por los autores, tiene como punto de apoyo inicial, como debe ser, el lenguaje. En la diversidad de formas lingüísticas existentes en el país, para referirse al mundo, radica la riqueza epistemológica de la población, hecho intencionalmente negado por algunos y negligentemente inobservado por otros. Barona y Rojas concretan su propuesta cognitiva: “Nuestro pensamiento debe replantear las categorías de conocimiento sobre una nueva base, la de situarse frente al problema epistemológico y no sobre él. Esto implica poner en la luz la experiencia que atraviesa toda otredad y, desde sus propias exigencias ir redefiniendo las categorías del conocimiento y así entrar en su esencia”. A nivel del ejercicio de la administración de justicia, la propuesta presenta dos niveles: “El primer nivel se relaciona con lo epistemológico y el segundo con los performativos lingüísticos que hacen de cada lengua lo que es: una ‘casa del ser’.” Respecto del primer nivel afirman acertadamente que “la diversidad cultural, de la que habla la Constitución, también es diversidad y pluralismo epistemológico”. Para enunciar el alcance del segundo nivel se refieren a la trascendencia de los “usos y costumbres de los pueblos indígenas”, sobre los cuales descansa la importancia de la jurisdicción especial indígena. Sostienen los profesores: “Los ‘usos y costumbres’ de los que tanto hablan los operadores judiciales son, de hecho, resultantes interactivas de prácticas de cotidianidad. Esto significa que para que se encuentren en la consciencia de los sujetos, que es lo que requiere la justicia, no basta su repetición y ritualización, dividiendo esta última expresión en dos niveles de interacción con los mundos que comprometen: de lo sagrado, por un lado, de lo profano, por el otro. En tal sentido, para que los “usos y costumbres” de un pueblo comprometan la justicia y con ella el campo de lo jurídico, deben comprender un ceremonial; configurar la escena del poder; el territorio del combate donde se dirime y se establece, a través de la ritualidad y el ceremonial que la acompaña, de lo sagrado del ritual, la verdad jurídica y con ella, la verdad política de aquel y aquello que es juzgado”. La propuesta cognitiva y axiológica de interpretación constitucional presentada por los dos escritores debe apreciarse desde el espectro más amplio de la crítica histórica. Aquí, al igual que en el docto terreno del conocimiento directo de la lengua nasa, los autores superan los tradicionales análisis del pluralismo jurídico y cultural. Para asombro del lector, muestran la clara existencia de un paralelismo entre la forma de entender y decidir conflictos interculturales por parte del Estado y la iglesia en los siglos XVIII y XIX, a través de funcionarios y misioneros, y la forma como peritos, jueces y magistrados entienden y deciden actualmente los mismos conflictos, mediante la imposición al otro (al “indígena”) del lenguaje, de los usos y costumbres propios de la cultura hegemónica. De esa forma se ejerce 16

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sobre ellos la dominación: “Por ser ‘indígenas’ debían edificar gratuitamente la casa e iglesia de la misión; por ser ‘indígenas’ estaban obligados a guardar respeto a los misioneros y a sostenerlos a su costa, no importando la pobreza en que vivían estrechados por el terraje y los dueños espurios de la tierra. Eran la servidumbre de los ‘siervos de Dios’. Toda esta miseria humana y opresión sobre hombres y mujeres humildes y de buen corazón se impuso con la aquiescencia de los poderes del Estado colombiano (…). El fatigante recorrido de esta historia sin fin, tantas veces narrada y repetida, deja ver que las metáforas teratológicas, que los discursos configurantes de las ontologías de la barbarie, echan mano siempre de las mismas imágenes de la bestialidad humana; es como un himno religioso preñado de fórmulas rituales que se repiten una y otra vez con machacona insistencia. Estos dispositivos mnemotécnicos cortan y recortan los hechos, los resignifican, encubriendo las motivaciones de quienes a la sombra de sus cargos públicos y religiosos establecen el ángulo conservador del incendio y el terror, de la masacre y el ajusticiamiento sin juicio previo alguno, para provocar sentidos de legitimidad y gobierno y para hacer del ‘otro’, el ‘siervo de los siervos de Dios’, la mano vengadora, burda y tosca, que en su embrutecimiento cobra las deudas de otros, los contrarios al Gobierno, como si fueran propias”. La riqueza de elementos de análisis y la agudeza de Barona y Rojas, aquilatada por sus amplios conocimientos y su larga experiencia de compromiso y lucha principalmente junto a los pueblos indígenas del Cauca, hacen del ensayo crítico que ahora reposa en manos del lector un aporte invaluable para el entendimiento de lo que no ha sido, y podría ser, la construcción de un país pluriétnico y multicultural.

Rodolfo Arango Profesor Departamento de Filosofía Universidad de los Andes Julio 2007

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La ironía de un escrito muchas veces es el recurso retórico «civilizado» de la rabia, de la «furia homicida y asesina», de la «ira e intenso dolor», que provocan ciertos hechos y silencios de la historia colombiana (Los autores) Guido Barona Becerra1 Tulio Rojas Curieux2

INTRODUCCIÓN El título de este escrito tiene una intencionalidad: poner de presente ante los lectores la expropiación, con ella la negación, del lugar de adscripción y pertenencia de los descendientes de unos seres humanos que en un momento de la historia del occidente judeocristiano y mediterráneo, fueron violentados y sojuzgados por quienes llegaron con el propósito de expandir por el Atlántico y luego por el resto del planeta, los dominios del primer imperio de la modernidad. La palabra imperio aquí significa conquista militar, luego política e ideológica, de un territorio específico, de sus gentes y recursos de toda especie. Los seres descubiertos y luego conquistados y sometidos, después de muchas disquisiciones y disputas entre los teólogos y juristas de entonces, fueron clasificados a partir de su vecindad con el ser completo de razón (Barona, 1993). Fue así Profesor Titular de los departamentos de historia y antropología, de la Universidad del Cauca. Miembro del grupo de investigación Antropología Jurídica, Historia y Etnología. Coinvestigador en el proyecto financiado por Colciencias y la Universidad del Cauca, «Representaciones jurídicas de la alteridad indígena». 2 Profesor del Departamento de Antropología de la Universidad del Cauca. Miembro del grupo de investigación Antropología Jurídica, Historia y Etnología. Coinvestigador en el proyecto financiado por Colciencias y la Universidad del Cauca, «Representaciones jurídicas de la alteridad indígena». 1

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como surgió, desde entonces y hasta hoy, el «indígena»; éste no existía antes, digan lo que digan arqueólogos, antropólogos e historiadores. Éste fue un ser «inventado», y con este acto taumatúrgico también se «inventó» un mundo nuevo, inicialmente para los europeos mediterráneos y flamencos. Se trató, entre otros, de un acto de procrastinación de mundos. La suspensión creada sólo hasta hoy, con la Constitución política de 1991, tuvo solución de continuidad en Colombia y en la mayoría de países de las Américas, en otras fechas y procesos. El mundo «inventado» configuró una doble ruptura: con sistemas culturales y de organización social existentes antes de la llegada de los europeos, al que una vez fue el cuarto Continente para estos últimos, y con tradiciones culturales a que los recién llegados pertenecían en cada diversidad mediterránea y flamenca de mundos constituida; fue de hecho un problema de diversidades interactuantes de sus múltiples y recíprocas negaciones. De allí surgieron en unos casos y emergieron en otros, configuraciones ontológicas, nuevas unas, renovadas las otras, resignificadas las de más allá, configurando palimpsestos culturales ausentes en otras partes del planeta. La palingenesia fue provocada por las borraduras de mundos y por sus reescrituras. Atendiendo al nominalismo de Guillermo de Occam se «inventaron» metáforas ontológicas para las cosas, los seres y los objetos. Con Oviedo, el cronista alabado por Humboldt cientos de años después, fue la exacerbación del empirismo en el limen de los mundos descubiertos y encubiertos, en el renacer de aquello que desde entonces se llamó Hispanoamérica. Empero, esta regeneración no abandonó las ontologías del ser pertenecientes a las antropologías filosóficas de la esperanza correspondientes a la tradición mundificante judeocristiana; por el contrario las reafirmó. No en balde la gran polémica de la indianidad fue la del restablecimiento del alma para los nativos. Con ella, con el alma, se instauró una metamorfosis en las generaciones humanas por venir: de hombres y mujeres naturales pasaron a ser hijos e hijas de Dios; se había realizado un prodigio. Una vez hecho esto por quienes nunca llegaron a las tierras descubiertas, Francisco de Vitoria y Paulo III, se ingresó definitivamente a las pragmáticas de la lengua castellana y de la traducción. Los teólogos y juristas hallaron que el ser renacido de su metamorfosis, el «indígena», era poseedor del derecho natural y de gentes; no así el nativo, el no invertido, que tuvo múltiples denominaciones como caribe, andakies, simpliciter, secundum quid (Barona, 2004), bárbaro, salvaje, infiel, entre otras muchas más. Con este descubrimiento los ius naturalismos europeos entraron en relación asimétrica con aquellas costumbres, rituales y ceremoniales que los conquistadores y luego

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colonizadores reconocieron e interpretaron como jurídicas y políticas3. La asimetría enunciada no fue otra que el orden propuesto por la gramática de la subordinación. La legislación indiana (pragmáticas reales, ordenanzas y bulas papales), las Leyes de Indias, subordinaron el derecho natural y de gentes no incorporado a estas construcciones jurídicas y todas estas entidades se impusieron sobre todo aquello reconocido y representado por los europeos y sus descendientes en Hispanoamérica, como derecho y costumbres jurídicas propias de los seres metamorfoseados. Las posteriores repúblicas latinoamericanas, Colombia entre ellas, mantuvieron, mal que bien, estas asimetrías, jerarquizaciones y subordinaciones. Finalizando el siglo XIX, en 1886, se promulgó en Colombia la Constitución que regiría la organización política y jurídica de este País, por ciento cinco años. En el preámbulo inicial de esta Carta Magna y en el de su reforma de 1957, se mantuvo incólume la tradición ontológica heredada no de los sistemas filosóficos occidentales sino de la antropología filosófica de la esperanza judeocristiana conocida como religión católica. Esta distinción es importante. Los sistemas filosóficos occidentales, con el sapere aude kantiano, sin necesidad de negar la antropología filosófica enunciada, ya sea en sus vertientes católicas o cristianas, afirmaron la autonomía del sujeto frente a la verdad revelada. Desde Aunque entre los estudiosos del Derecho el ius naturalismo alude a una tradición jurídica específica, de carácter europeo, de los siglos XVII y XVIII, y la codificación decimonónica, aun de América Latina, hay que decir que esta reducción y condensación de procesos históricos en una metáfora unitaria, afirma una falacia: aquella que dice de la unidad de la cultura Occidental, de su Derecho, entendido como corpus de valores reguladores de una sociedad, no de sus códigos. Esta ficción avala, en aras de la fundamentación ideológica que requiere el Estado, todo proyecto de hegemonía cultural y encubre un hecho cierto: que en la Alta y Baja Edad Media, cuya experiencia liminal fue el llamado descubrimiento de América, el Derecho, que los derechos se colocan en el centro de lo social precisamente porque representa la constitución duradera situada más allá del carácter episódico de la política. Por esta razón proponemos el plural de ius naturalismos para estos derechos. No aceptamos la reducción monista de los historiadores y antropólogos americanistas que al hablar de la Legislación Indiana, para la Nueva Granada y en general para toda Hispanoamérica, la asumen como un cuerpo de regulaciones, proveniente del primer Estado nacional de la modernidad-moderna, España, capaz de comprometer a todos (a los españoles, a los nativos transformados en indígenas y a los africanos traídos como esclavos al Nuevo Mundo), sin excepción alguna. Estos historiadores, antropólogos y algunos juristas no comprenden que la forma jurídica y ritual del «se acata pero no se cumple» se anclaba en tradiciones jurídicas medievales, diferentes entre sí, que no fueron recogidas por la Legislación Indiana. Para comprender el orden jurídico medieval y la diversidad de tradiciones jurídicas de este momento histórico europeo, consultar la obra de Paolo Grossi (1996: 50 a 56). 3

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este punto de vista, como fieles hijos de su época, sin renegar la mayoría de ellos de las tradiciones religiosas que heredaron, y haciendo eco de las revoluciones que les correspondió vivir, configuraron sus respectivas ontologías trascendentales laicas. Esto no sucedió en Hispanoamérica y mucho menos en Colombia. Con Kant pasó lo mismo que con Aristóteles: se tradujeron sus respectivos pensamientos al ideario católico, a la verdad revelada; se trató de un ejercicio de caricatura a través del cual ni los «civilizados» colombianos, ni los «semisalvajes» de cabildos y resguardos, ni los «salvajes» de las selvas, adquirieron sus respectivas autonomías éticas, morales, intelectuales y políticas, entre otras más. Con la República las metáforas ontológicas se mantuvieron unas y cambiaron las otras. La Nación, con la reglamentación de la Constitución de 1886, se escindió ideológicamente en conjuntos raciales y con ellos en esferas de subordinación y acción política y económica. Los «indígenas», con sus diacríticos ontológicos, territoriales y cronotópicos correspondientes y los «blancos-mestizos», los «negros», aunque visibilizados negativamente, fueron incorporados en la práctica a estos conjuntos, así las leyes nunca los reconocieran. Por ello se celebró por más de cien años el 12 de octubre, fecha mítica fundacional del nuevo mundo configurado, como el día de la raza. La ley 89 de 1890, junto con el Convenio de Misiones de 1887 y los demás que le siguieron en la «marcha triunfal de la metamorfosis» por vía de adoctrinación, fueron los marcos reguladores para el cumplimiento de lo ordenado por la Constitución de 1886, que concretaron las prácticas y pragmáticas derivadas de los dos campos de subordinación jurídico/política configurados. Si durante la mayoría de los ciento cinco años de vigencia de esta Constitución los colombianos y colombianas fueron gobernados, por vía de excepción, con el Estado de Sitio y los respectivos estatutos de seguridad, los «indígenas» fueron separados del resto de los nacionales, así no fueran insurgentes ni delincuentes, a través de leyes específicas y, obviamente, por medio de los convenios de misiones que le daban la potestad a los curas y misioneros no sólo de adoctrinarlos a la fuerza sino de juzgarlos por la comisión de delitos muchos de los cuales ni siquiera existían en la legislación penal colombiana (Bonilla4, 2007; Gómez, 2006). ¡Qué República liberal y democrática tan extraña! «Siervos de Dios y amos de indios», la obra de Víctor Daniel Bonilla, provocó un intenso debate político e ideológico en algunos sectores de la sociedad colombiana, en particular en los actuales departamentos de Nariño, Cauca, Putumayo y Caquetá, teatro de los acontecimientos narrados por Bonilla, los dos últimos. El sacerdote capuchino Ramón Vidal, miembro de una de las comunidades religiosas señaladas con mayor responsabilidad en la 4

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Todo esto fue posible ya no sólo con el alma; la ficción mítica se mantuvo pero dio paso, con las «traducciones» a la lengua del catolicismo de las ontoteologías occidentales de raigambre europea, principalmente, a la ficción jurídica, filosófica y aun política de la persona. Con este artilugio el individuo específico se hizo centro de imputaciones normativas, éticas y morales. Empero, como dicen aquellos y aquellas que tiene por oficio narrar, describir y conservar lo narrado y descrito en algún dispositivo de memoria, la «fuerza de la historia» en Colombia provocó el cambio, la transformación constitucional del 91. Por esta razón algunos dicen que esta Carta Magna es un «acuerdo de paz». Tal parece que los que afirman esto viven en realidades que al resto de los nacionales no les es dable llegar. Las fuerzas políticas tradicionales no pudieron impedir que los constituyentes del 91 se configuraran como tales no sólo por un proceso de elección fincado en la abstracción política del ciudadano; algunos de ellos fueron constituyentes, además de su ciudadanía, por sus diferencias culturales con el resto de los nacionales. De allí se desprendió el artículo 7º constitucional y los demás que lo complementan relacionados unos con el carácter oficial del castellano en el territorio nacional y de las lenguas «indígenas» en sus territorios étnicos y ancestrales; otros con la educación para llegar finalmente a la Jurisdicción Especial Indígena, diferenciada y separada de la Jurisdicción ordinaria, en lo que tiene que ver con el ejercicio de la justicia en Colombia. El artículo 7º constitucional, de esta manera, se ha entendido como el fundamento del pluralismo jurídico y cultural. Este texto, al interrogar y examinar las ontologías de las alteridades constituidas en cada «casa del ser», cuestiona el sentido afirmado de estos pluralismos. Trata de demostrar que en Colombia, no obstante la Constitución del 91, los operadores judiciales, algunos de ellos, la gran mayoría, vejación de los «indígenas», publicó una separata titulada «Crítica histórica al libro de Víctor D. Bonilla». En este escrito, de muy pobre calidad en lo que se refiere a la escritura y de acuerdo con un criterio muy particular de lo que es la investigación histórica y científica, el Capuchino, citando fuentes históricas religiosas y obras escritas por otros religiosos, así como testimonios de personas creíbles, según él, entre ellos de algunos «indígenas», trató de demostrar que la obra del investigador citado y causante de su diatriba faltaba a la verdad histórica y científica, además de contener intencionalidades proclives a validar las tesis marxistas sobre la explotación económica y social derivada de la existencia de la propiedad privada sobre los medios de producción, entre ellos la tierra. El lector interesado en esta polémica y en sus efectos posteriores, después de una lectura atenta de las dos obras, podrá formarse una opinión razonable sobre el valor histórico de cada una de ellas.

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junto con un gran conjunto del resto de los nacionales, mantienen vigentes las formas, las representaciones teratológicas sobre la alteridad de los «pueblos indígenas»5 para juzgar a sus integrantes y aun, si es del caso, para cuestionar la validez política y jurídica de la Jurisdicción Especial Indígena. Esto significa, en otras palabras, que a pesar de la Constitución del 91 en muchas de las decisiones judiciales y aun de las jurisprudencias de las altas Cortes todavía se manifiestan encubiertos, con todo su poder y elocuencia, los criterios ontológicos en relación con los cuales se constituyó la Constitución de 1886, los convenios de misiones y las leyes reglamentarias sobre «indígenas», entre ellas la ley 89 de 1890.

No obstante que en muchas de las sentencias de la Corte Constitucional se encuentran expresiones tales como «comunidades indígenas», «grupos étnicos», «parcialidades», etcétera, adoptaremos la expresión «pueblos indígenas» con el propósito de participar en la construcción de un consenso internacional en cuanto a la denominación de los grupos humanos caracterizados por su ancestralidad en América y otros lugares del mundo y por sus formas específicas de composición de sus identidades, claramente diferenciadas de la hegemonía cultural definida por cada Estado nacional. En tal sentido nos ajustamos al contenido del «Proyecto de Declaración Sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas» presentado, para su adopción, a la Asamblea de las Naciones Unidas. Las entre comillas, que acompañan esta metáfora en este texto tienen la intencionalidad de hacer ver que la denominación de «indígenas» es problemática si se atiende a sus implicaciones ontológicas e ideológicas. 5

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1 EL «OTRO» EN LA CONSTITUCIÓN Y LA JUSTICIA EN COLOMBIA DESPUÉS DE 1991 La Constitución política de Colombia de 1991 establece, dentro de los derechos sociales, la protección de la diversidad étnica y cultural (arts 7 y 10) como constitutivo de los derechos inalienables de la persona6. En tal sentido, al reconocer A diferencia de lo que establecen los textos de derecho internacional humanitario la Constitución de 1991 no hace referencia al ser humano, sino a la persona en general. El sentido de este precepto está dado por teorías sobre la persona jurídica entre las cuales se pueden referenciar las siguientes: 1) Teoría de la Realidad, que considera a la persona jurídica como una realidad social; como un organismo similar al corpus psicofísico del individuo humano y hasta con una voluntad estructurada de la misma manera que el ser individual. 2)Teoría de la Ficción (Savigny), la cual sostiene que en lo que en derecho es caracterizable como persona jurídica es algo esencialmente distinto de la realidad, algo meramente puesto o prefigurado por el derecho; en este orden de ideas, la persona jurídica es definida como sujeto patrimonial creado artificialmente por la autoridad con el objeto de facilitar las asociaciones de individuos, considerados convenientes al orden público y privado, al ejercicio de los derechos y el cumplimiento de las obligaciones inherentes a su finalidad específica. 3)Teoría de Ferrara, cuyo eje interpretativo se sitúa en la función primordial del derecho de regular las relaciones de los individuos, quienes adquieren el carácter de sujetos de derecho por esta regulación; de esta manera la subjetividad jurídica es un atributo del hombre. 4)Teoría de Hans Kelsen, que parte de la premisa de que el concepto jurídico de persona no significa en sí ninguna realidad, sino sólo el modo de realizarse la imputación normativa con respecto a un centro posible de imputaciones. Para Kelsen sólo hay sujetos de derecho para el reconocimiento jurídico, ya sea éste referido al ser individual y colectivo. De acuerdo con esta tesis, el concepto de persona es sólo un recurso mental artificial, un concepto auxiliar que crea el conocimiento jurídico; la persona es sólo la expresión unitaria especificadora para un haz de deberes y facultades jurídicas. 5) Teoría de Ilva Myriam Hoyos, que parte de la dignidad que se predica de la persona humana, no en su mera cualidad sino en el mismo estatuto de la persona humana, una intensidad de Ser, que se manifiesta en el acto del Ser Personal, incluye el acto del deber ser (dimensión deóntica). Según esta teoría, la primacía de los derechos naturales de la persona no es nada distinto a aceptar la dimensión jurídica natural de la persona, a reconocer que no se es persona por el ordenamiento jurídico positivo, que todo ser humano es persona y que toda persona es titular natural de derechos. De esta manera, admitir que la persona tiene como suya una persona jurídica natural significa, en igual forma, que ella nunca puede ser tratada como objeto y no es ni puede ser considerada como cosa (Olano, 2002: 93 a 95) 6

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la diversidad de los seres humanos en cuanto a raza y cultura, es decir, al registrar la no coincidencia en el origen, en el color de piel, en el lenguaje, en el modo de vida, en las tradiciones, costumbres, conocimientos y concepciones de la vida de todas las mujeres y hombres que habitan el País, la Constitución de 1991 concibe al Estado colombiano como estructura política y jurídica «pluralista». En la sentencia SU-510 de 1998, del Magistrado ponente Eduardo Cifuentes Muñoz, se establece que el reconocimiento de la diversidad cultural de los componentes de la nación colombiana no es un ejercicio meramente retórico; por el contrario considera «que la diversidad e integridad personal [...] es una proyección, en el plano jurídico, del carácter democrático, participativo y pluralista de la república colombiana y obedece a «la aceptación de la alteridad ligada a la aceptación de la multiplicidad de formas de vida y sistemas de comprensión del mundo diferentes de los de la cultura occidental.» La Constitución Política permite al individuo definir su identidad con base en sus diferencias específicas y en valores étnicos y culturales concretos, y no conforme a un concepto abstracto y general de ciudadanía, como el definido por los Estados liberales unitarios y monoculturales». Con este planteamiento la diversidad cultural de los individuos es interpretada también como diversidad de razas, asumida esta última metáfora con un sentido ideológico y no biológico: «Lo anterior traduce un afán válido por adaptar el derecho a las realidades sociales, a fin de satisfacer las necesidades de reconocimiento de aquellos grupos que se caracterizan por ser diferentes en cuestiones de raza, o cultura. En suma, el reconocimiento de la diversidad étnica y cultural obedece al imperativo de construir una democracia cada vez más inclusiva y participativa y de ser consecuentes, de otro lado, en la concepción según la cual la justicia constituye un ideal incompleto si no atienden a las reivindicaciones de reconocimiento de los individuos y comunidades». El reconocimiento anterior implica no sólo que se apliquen y logren efectivamente los derechos fundamentales de que son titulares los integrantes de los «pueblos indígenas», las «negritudes»7 e incluso las comunidades de extranjeros residentes en Colombia, entre otros (Olano, 2002: 61 y 62), sino la aceptación de sus autonomías relativas dentro de sus propios territorios y el respeto a sus normas y reglas de convivencia, a sus prácticas y concepciones jurídicas y de justicia, ajustadas a sus propios usos y costumbres. No obstante la relativa claridad y coherencia del El reconocimiento de las autonomías relativas y de los derechos territoriales a las «negritudes», en la Ley 70 de 1993, no compromete a la totalidad de los afrodescendientes colombianos. Por el contrario este reconocimiento sólo afecta al 10% de esta población, que vive en el territorio conocido como «andén del Pacífico». 7

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texto constitucional, de las interpretaciones jurisprudenciales y de las leyes reglamentarias de la Carta Magna, en los dieciséis años transcurridos desde su aprobación la sociedad colombiana y los operadores de justicia, junto con algunos miembros de los «pueblos indígenas», han tenido que enfrentar situaciones específicas en el ejercicio de la justicia que han puesto en tensión el carácter «pluralista» de la sociedad y del Estado colombiano. Esta tensión es derivada de las diferencias existentes entre el fundamento ontológico de la «persona jurídica», inherente a las interpretaciones jurisprudenciales y a la Constitución, y las concepciones culturales sobre el ser, sujeto y objeto de derechos, propias de cada «pueblo indígena». En esta situación el «pluralismo cultural» de que se habla entra en crisis. Las tensiones8 se han puesto de manifiesto ya sea a través de acciones de tutela o en actuaciones de los operadores encargados de la administración de la justicia estatal y de los entes que administran la «justicia indígena» y la institucionalidad del Estado, cuando comprometen a miembros de los «pueblos indígenas» dentro de los territorios reconocidos como partes constitutivas de su ancestralidad. De hecho, lo que se ha visto afectado no es, únicamente, si se hace o no justicia a quienes, perteneciendo a los «pueblos indígenas», son acusados de alguna violación de la Constitución, de las leyes que la reglamentan y de los convenios y tratados internacionales firmados por los gobiernos de Colombia en sus respectivas oportunidades. En este contexto de tensiones también se han visto afectadas instituciones públicas y privadas, en desarrollo de sus respectivas actividades y competencias, dentro de los territorios de los «pueblos indígenas». Un nivel crítico de tensiones se relaciona con la explotación de los recursos naturales existentes en estos territorios y con las acciones adelantadas para obtener las respectivas licencias ambientales contando para ello con la participación, bajo la modalidad de consulta previa, de miembros de «pueblos indígenas» específicos. Con posterioridad a la Constitución de 1991 las tensiones aludidas por lo general han girado en torno a tres dimensiones problemáticas: a) conflicto de competencias jurisdiccionales sobre quién o quiénes deben juzgar a uno o varios miembros de una o más comunidades indígenas cuando a éstos se les imputan delitos que, por lo general, comprometen el derecho penal estatal; b) conflictos derivados de la violación de los derechos fundamentales, de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario, ante prácticas culturales específicas de determinados «pueblos indígenas»; c) conflictos provenientes de consideraciones sobre el debido proceso cuando algún miembro de las comunidades indígenas es juzgado según el uso y costumbre del grupo comprometido (Borrero, 2003). A las anteriores se agregan las tensiones derivadas de cosmovisiones diferentes a la concepción de mundo judeocristiana occidental expresadas, estas tensiones, en el uso de los recursos naturales de los territorios que habitan los «pueblos indígenas». 8

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En la sentencia SU-039 de 1997, relativa a los derechos fundamentales de los u’wa, a la «comunidad indígena» se le reconoce «singularidad propia» y como tal «sujeto de derechos fundamentales»; es decir, que estos derechos irrenunciables, reconocidos por la Carta constitucional, no sólo son ejercidos por los individuos sino por colectivos que, por su singularidad cultural, se diferencian del resto de los nacionales. Al tenor de este reconocimiento de la Sala Plena de la Corte Constitucional se enmarca la revisión del «proceso de la acción de tutela radicada bajo el número T-84771 instaurada por el señor Defensor del Pueblo, doctor Jaime Córdoba Triviño, en representación de varias personas integrantes del Grupo Étnico Indígena U’WA, contra el Ministerio del Medio Ambiente y la empresa Occidental de Colombia, Inc.». La tutela interpuesta «se originó en el otorgamiento de la licencia ambiental a la sociedad «Occidental de Colombia Inc» para la realización de las actividades de prospección sísmica del bloque Samoré, sin haberse agotado el procedimiento de consulta a la comunidad indígena U’wa, con arreglo a la Constitución, al Convenio 169 de la O.I.T. y a la ley». Este litigio, que comprometió las relaciones de los u’wa con el Ministerio y la Occidental, exigió la intervención del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, del Consejo de Estado, de la Corte Suprema de Justicia (Sala de Casación Penal) y de la Corte Constitucional. No obstante la decisión tomada en esta oportunidad por la máxima instancia judicial en materia constitucional, de hacer respetar el derecho fundamental de participación del pueblo u´wa, el reconocimiento de su singularidad cultural, de su concepción de mundo, fue afectado como consecuencia de la dicotomía naturaleza/cultura imperante en la mayor parte de la población colombiana y en quienes, atendiendo sus funciones y responsabilidades en la administración de justicia, se vieron abocados a tomar una u otra decisión. La Corte Constitucional en su esfuerzo por armonizar los intereses de la OXY y del pueblo u´wa, por hacer respetar el reconocimiento del derecho de participación de este grupo y el derecho de preservación de su integridad cultural, no atendió las particularidades de la cosmovisión u´wa en los fundamentos jurídicos e ideológicos que sustentaron esta decisión. No obstante que en la parte expositiva de la situación concreta, analizada en la sentencia SU-039 del 97, claramente se expone el pensamiento del pueblo u´wa en lo referente al «mundo físico»9, éste no se atendió En el texto de la exposición uwa se manifiesta, que: «La cosmovisión del pueblo U’wa es muy diferente a la del blanco y es nuestro deber conservarla. Los bienes del mundo físico han sido creados por un ser supremo (Sira-Dios) que es su verdadero dueño. Por lo tanto, estos no pertenecen a ningún hombre y deben ser conservados y administrados según las leyes de la naturaleza, conforme a los mandatos de Dios-Sira. Los «U’wa» son los guardianes del ecosistema cuya conservación es de interés de la comunidad, sin que interese el provecho personal. Queremos 9

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por virtud de la dicotomía mencionada en el párrafo precedente. La Corte mantuvo irreductible la concepción de mundo inherente a la tradición judeocristiana occidental, en la cual se expresa la oposición hegemónica «naturaleza/cultura», al reducir esta última a sustento de toda forma de vida humana. Al respecto este alto Tribunal manifestó: «La explotación de los recursos naturales en los territorios indígenas debe hacerse compatible con la protección que el Estado debe dispensar a la integridad social, cultural y económica de las comunidades indígenas, integridad que configura un derecho fundamental para la comunidad por estar ligada a su subsistencia como grupo humano y como cultura. Para asegurar dicha subsistencia se ha previsto, cuando se trate de realizar la explotación de recursos naturales en territorios indígenas, la participación de la comunidad en las decisiones que se adopten para autorizar dicha explotación. De este modo, el derecho fundamental de la comunidad a preservar la integridad se garantiza y efectiviza a través del ejercicio de otro derecho que también tiene el carácter de fundamental, como es el derecho de participación de la comunidad en la adopción de las referidas decisiones. La participación de las comunidades indígenas en las decisiones que pueden afectarlas en relación con la explotación de los recursos naturales ofrece como particularidad el hecho de que la referida participación, a través del mecanismo de la consulta, adquiere la connotación de derecho fundamental, pues se erige en un instrumento que es básico para preservar la integridad étnica, social, económica y cultural de las comunidades de indígenas y para asegurar, por ende, su subsistencia como grupo social. De este modo la participación no se reduce meramente a una intervención en la actuación administrativa dirigida a asegurar el derecho de defensa de quienes van a resultar afectados con la autorización de la licencia ambiental, sino que tiene una significación mayor por los altos intereses que ella busca tutelar, como son los atinentes a la definición del destino y la seguridad de la subsistencia de las referidas comunidades». Este nivel de tensiones sigue vigente hasta hoy con lo cual el alcance del «pluralismo» cultural se limita ostensiblemente al escindir de la integralidad de la cultura el mundo físico en que ésta se territorializa. El supuesto de la Corte, de asegurar la subsistencia que se tenga en cuenta nuestra forma de concebir el mundo y que se respeten los preceptos normativos nacionales e internacionales que tutelan los derechos de los pueblos indígenas».

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del «pueblo u´wa», a través de la garantía de su participación en la decisión final sobre la búsqueda y explotación posterior del petróleo, por medio de la consulta previa, no atendió las implicaciones culturales o por lo menos de significado que la subsistencia tiene. El análisis del texto de la Corte deja ver que su decisión tuvo la intencionalidad de avalar la permanencia y conservación del grupo en el territorio y en el tiempo así como de todos y cada uno de sus integrantes. Esta intencionalidad no comprometió la permanencia y duración de los «recursos naturales» en particular los llamados «no renovables» como el petróleo. Es aquí en este punto donde se aprecia el peso de la dicotomía racionalmente aceptada en la tradición judeocristiana occidental de separar la «naturaleza» de la cultura. Si se analizan las palabras de la argumentación u´wa —«los bienes del mundo físico han sido creados por un ser supremo (Sira-Dios) que es su verdadero dueño. Por lo tanto, estos no pertenecen a ningún hombre y deben ser conservados y administrados según las leyes de la naturaleza, conforme a los mandatos de Dios-Sira. Los «U’wa» son los guardianes del ecosistema cuya conservación es de interés de la comunidad, sin que interese el provecho personal»—, la conservación de los «bienes», desde su cosmovisión, debe no sólo ser garantizada sino administrada según las «leyes de la naturaleza». Para el Estado colombiano así como para la mayoría de la población mundial el petróleo, a pesar de ser un «recurso no renovable» en el tiempo humano más no en el tiempo de los procesos «naturales», se explota y se administra en el marco de un sistema económico internacional y en relación con los niveles de demanda establecidos por un mercado globalizado. La conservación de este recurso es, en esta perspectiva, una función subordinada a la demanda y a los niveles de precios en los mercados. Con estas consideraciones fácilmente se establece que la Corte no incluyó al petróleo en la concepción de la «integridad étnica, social, económica y cultural de las comunidades de indígenas» y que la subsistencia como grupo social se enmarcó, sin decirlo explícitamente, en el horizonte circunscriptor ideológico de este Tribunal y de sus asesores en cuanto a la consideración de las posibilidades técnicas y económicas de los u´wa para explotar y conservar sustentablemente los «recursos naturales renovables». La dicotomía naturaleza/cultura fue el dispositivo ideológico sobre el cual se fundamentó la decisión de la Corte y a la par que límite de determinación, para la interpretación de la Constitución de 1991, de los alcances del sentido y cualidad de ser más que uno; de la forma de entender la pluralidad de lo cultural de la nación10. El resultado final del proceso de Consulta Previa para este caso fue el siguiente: ante el rechazo de los u’wa a la Consulta Previa [ver documento en la página web: http: // www.etniasdecolombia.org, del 5 de enero de 2007, titulado: «Posición oficial U’wa consulta 10

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La sentencia anterior y su análisis ponen de manifiesto una situación a todas luces recurrente en el reconocimiento constitucional del pluralismo, de la diversidad étnica y cultural de la nación: que esta declaración al depender para su concreción, respeto y observancia de interpretaciones jurisprudenciales de diversos operadores de la justicia queda vinculada, a través de quienes en su momento integran los respectivos tribunales, no sólo al corpus jurídico nacional e internacional, a los tratados firmados por el Estado colombiano, sino a los efectos de discursos filosóficos, ideológicos, psicológicos, médicos y antropológicos, pertenecientes a tradiciones académicas e intelectuales del llamado mundo occidental. La sentencia T-030 del año 2000 deja ver en sus diferentes niveles constitutivos no sólo los efectos de las interpretaciones judiciales en las distintas instancias de la justicia en Colombia sino las tensiones provocadas en las interacciones de los «pueblos indígenas», en este caso del pueblo u´wa, con el resto de la sociedad nacional. Los hechos que llevaron a la intervención de diferentes instancias administrativas y judiciales del Estado colombiano fueron los siguientes: «El 11 de febrero de 1999, en el Hospital de Sarare de Saravena, nacieron los gemelos Keila Cristina y Juan Felipe Aguablanca Correa, hijos de Arturo Aguablanca y Marciana Correa, pareja perteneciente a la comunidad indígena de los U´WA asentada en el municipio de Aguablanca. Dos días después los menores fueron trasladados del mencionado hospital al Centro de Salud de Cubará, en donde el padre manifestó que deseaba dejarlos allí, pues le era imposible llevarlos al seno de su comunidad, dado que la misma repudiaba los nacimientos múltiples por considerar que éstos la contaminan, siendo la tradición que una vez se presente el parto, los niños sean dejados en el lugar de nacimiento para que «la madre naturaleza se encargue de ellos». Ante esa situación, y con el objeto de proceder a entregar los menores al I.C.B.F., en el Centro de Salud se le solicitó al padre firmar una previa (2 de mayo de 2005)], el gobierno de Colombia decidió autorizar la exploración petrolera en el territorio de este pueblo. Un fragmento del documento u’wa contiene los argumentos principales que fundamentan el rechazo a la Consulta Previa: «Por todo lo anterior hemos tomado la decisión oficial de no aceptar la consulta previa, porque no garantizará el respeto del derecho a la vida de nuestro Pueblo, tampoco la autoridad jurisdiccional que tenemos sobre el territorio, en consecuencia, exigimos al gobierno nacional que nos respete las leyes preexistentes que amparan nuestros derechos sobre el territorio U’wa conforme lo ordena la Constitución Política de Colombia y las leyes internacionales que regulan la materia, y finalmente solicitamos que no insistan en la ejecución del proyecto de Sirirí y Catleya».

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autorización, fechada el 14 de febrero de 1999, en la cual expresa que «...consciente la adopción de sus menores hijos, dado que por razones culturales ellos no pueden quedarse junto con su familia». El 16 de febrero de 1999, el Centro de Salud de Cubará hizo entrega de los niños al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, Centro Zonal de Saravena, entidad que los recibió tal como consta en auto de esa misma fecha, a través del cual la Defensora de Familia, dada la situación irregular de los menores, ordenó que se les dieran los nombres de Keila Cristina y Juan Felipe, y abrió la correspondiente investigación, decretando la práctica de algunas pruebas y diligencias. El mismo 16 de febrero de 1999, la Defensora de Familia del Centro Zonal de Saravena, practicó la diligencia de colocación familiar provisional y entregó los menores a la señora Ulmery Janeth Peñaranda Novoa, para que ésta les brindara un hogar sustituto especial. El 18 de febrero de 1999, la Defensora de Familia del Centro Zonal de Saravena, dirigió una comunicación a la Directora de la Seccional del I.C.B.F. Agencia Arauca, en la que le informa de la presión que sobre el caso estaban ejerciendo los medios de comunicación y le solicita instrucciones. Tal comunicación fue respondida por la Directora Seccional a través de oficio fechado el mismo día, en el cual le manifiesta, que de acuerdo con la comunicación telefónica que había sostenido con la Secretaria General Técnica del I.C.B.F., le informa «...que por ningún motivo estamos autorizados para brindar información a los medios de comunicación, sobre el caso de los menores gemelos indígenas de la comunidad U´WA, y que se prohibe la toma de videos y fotografías», así mismo, que el manejo de la situación la asumiría directamente la Dirección General de Instituto, para lo cual el doctor Juan Manuel Urrutia Valenzuela haría el pronunciamiento respectivo. El 23 de febrero de 1999, atendiendo la citación que para el efecto hiciera la Defensora de Familia del Centro Zonal de Saravena en desarrollo de la correspondiente investigación, se reunió el Comité de Ubicación, para analizar y decidir sobre la conveniencia de continuar o modificar la medida de protección provisional adoptada por la citada funcionaria, consistente en la ubicación de los menores en un hogar sustituto especial; dicho comité recomendó que se mantuviera la medida, «...dado que los menores necesitan un hogar sustituto que les brinde 32

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todos los cuidados necesarios para su desarrollo integral, pues éstos han sido dejados por sus progenitores en la Unidad Especial de Salud de Cubará (Boyacá), sin que hasta el momento se hayan preocupado por ellos...». Con fecha 25 de febrero de 1999, la Defensora de Familia del Centro Zonal de Saravena, en cumplimiento de lo dispuesto en el artículo 21 del Código del Menor, le solicitó al asesor jurídico de la Asociación de Autoridades Tradicionales U´WA, el correspondiente concepto sobre la situación de los menores. Previa citación de la Defensora de Familia de Saravena, el 3 de marzo de 1999 el padre de los menores rindió declaración dentro del proceso de protección que había iniciado la mencionada funcionaria; en la misma éste manifestó que las autoridades de la comunidad U´WA, a la cual pertenece, no le permitían llevar a sus hijos, dado que los mismos, por ser gemelos, la contaminarían y que por ese motivo consideraba que los mejor era dejarlos, al menos transitoriamente, al cuidado de Bienestar Familiar, decisión con la que estaba de acuerdo su esposa. Igualmente solicitó que se les permitiera ver a los niños. Atendiendo instrucciones de la Dirección General de I.C.B.F., la Defensora de Familia del Centro Zonal de Saravena, ese mismo día, 3 de marzo de 1999, ordenó el inmediato traslado de los menores a la ciudad de Santa Fe de Bogotá, argumentando que los mismos habían sido objeto de persecución y hostigamiento por parte de los medios de comunicación y de la comunidad de la región, lo cual incidía negativamente en su estabilidad emocional y en la tranquilidad que requerían la madre sustituta y su familia para brindarles los cuidados psicoafectivos que ellos necesitaban. En la capital de la República la Dirección General del I.C.B.F. comisionó a la Defensora de Familia del Centro Zonal de Barrios Unidos de la Regional de Santa Fe de Bogotá, doctora Ana Beatriz Argüelles Ramírez, para que se encargara de las diligencias de protección en favor de los menores y del seguimiento del caso; dicha funcionaria, al igual que la Defensora del Centro Zonal de Saravena, en cumplimiento de lo dispuesto en el artículo 21 del Código del Menor, solicitó concepto a la Dirección General de Asuntos Indígenas del Ministerio del Interior y a la Defensoría del Pueblo, sobre la comunidad de los U´WA y sobre la 33

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posibilidad de iniciar los trámites de adopción de los menores. La Dirección General de Asuntos Indígenas, con fecha 5 de mayo de 1999, emitió el concepto No. 1.513, en el cual, previo un breve análisis sobre las características culturales y las condiciones sociales del pueblo de los U´WA, reitera que dicha comunidad considera que los niños nacidos con graves defectos físicos o en partos múltiples, no son hijos del dios Sira (creador del mundo U´WA), y por lo tanto son de una raza diferente que los hace improductivos y portadores de enfermedades, por lo que su presencia los «contamina», motivo por el cual la tradición ordena que éstos se dejen en el lugar de nacimiento para que la naturaleza se encargue de recogerlos. En el mismo documento advierte la Dirección de Asuntos Indígenas del Ministerio del Interior, que no le es posible emitir concepto de fondo sobre la situación de los menores, como lo ordena la ley, dado que la comunidad U´WA, representada por el Presidente del Cabildo Mayor y su asesor jurídico, le comunicó a dicha dependencia, que con base en las normas de la Constitución, del Código del Menor y de los tratados internacionales suscritos por Colombia, ellos habían tomado la decisión de que transitoriamente (al menos por siete meses), los gemelos permanecieran bajo el cuidado del I.C.B.F., tiempo durante el cual adelantarían las consultas pertinentes al interior de la comunidad, con base en las cuales adoptarían una decisión definitiva. Concluye el Director de Asuntos Indígenas, señalando que el concepto que emita debe estar muy bien sustentado, pues debe garantizársele a los niños que de darse el proceso de adopción, éste no implique el desarraigo de su comunidad de origen ni de su cultura; anota, que la cultura U´WA tiene autoridades propias, sistemas de control social y mecanismos para la resolución de sus propios conflictos, que les permiten decidir sobre las situaciones que afecten a los miembros de su comunidad, las cuales deben ser tenidas en cuenta, de conformidad con lo ordenado por la Constitución y la ley. En cuanto al concepto emitido por la Defensoría del Pueblo, éste se produjo el 30 de abril de 1999, en él la Defensora Delegada para Asuntos Indígenas y Minorías Étnicas manifestó, coincidiendo con lo expresado por la Dirección Nacional de Asuntos Indígenas del Ministerio del Interior, que coadyuvaba la solicitud elevada por las autoridades tradicionales del pueblo U´WA al I.C.B.F., en el sentido de que se abstuvieran de entregar en adopción a los menores, hasta tanto esa comunidad no tomara una determinación definitiva y concluyera el 34

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proceso de ayuno y purificación que sus tradiciones ordenaban a los padres de los gemelos; anota igualmente, que no se puede desconocer que las tradiciones culturales y los sistemas normativos de ese pueblo difieren substancialmente del sistema de valores y de las normas que rigen otras culturas. Con base en esos pronunciamientos, a través de los cuales tanto la Dirección de Asuntos Indígenas del Ministerio del Interior como la Defensoría del Pueblo, se abstuvieron de emitir el concepto de fondo que para esos casos ordena el artículo 21 del Código del Menor, manifestando que debía esperarse al resultado de la consulta interna que iba a adelantar la comunidad indígena, la Defensora de Familia encargada del asunto en Bogotá, concluyó, según lo expresa en el informe que remitió al a-quo en el proceso de tutela de la referencia, que no obstante que no existía evidencia que permitiera pensar que la comunidad estuviera siquiera considerando la posibilidad de que los menores retornaran a su seno, y que en su criterio el plazo de siete meses que la misma solicitaba que los menores estuvieran al cuidado de Bienestar Familiar era demasiado largo, ya que implicaba negarles a los niños el derecho a tener una familia que les brindara el afecto y los cuidados que su condición exigía, situación que los hacia propensos a enfermedades, ella también se había abstenido de iniciar los trámites tendientes a la declaratoria de abandono, encaminando en cambio sus esfuerzos, a dictar medidas que les brindaran protección y contribuyeran a su desarrollo normal, de manera tal que pudieran superar la falta de afecto y el abandono a que fueron sometidos por las costumbres que los rodearon al nacer. Una de esas medidas, fue remitir los menores bajo medida de protección a la Casa de la Madre y el Niño, institución autorizada por el I.C.B.F. para desarrollar programas de adopción. Dicha remisión se efectúo el 4 de marzo de 1999, según consta en el oficio cuya copia reposa al folio 149 del expediente. El 5 de mayo de 1999, la directora de la Casa de la Madre y el Niño, señora Bárbara Escobar de Vargas, le remitió al Director General de Asuntos Indígenas del Ministerio del Interior, una comunicación en la que le manifiesta que en su calidad de encargada de la protección de los menores, tenía «...particular interés en conocer la verdadera situación en que se encuentran estos menores frente a la comunidad U´WA a la cual pertenecen, porque sería lo más conveniente para ellos se les pudiera 35

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definir muy pronto su situación para lo cual me interesaría mucho tener la oportunidad de conversar con los padres ... y si es posible con los representantes de la comunidad». Sus inquietudes las transmitió a la comunidad U´WA a través de comunicación fechada el 31 de mayo de 1999, dirigida al Presidente del Cabildo Mayor de la misma, señor Roberto Pérez Gutiérrez, quien inicialmente las respondió el 19 de mayo de 1999, de la siguiente manera:«Frente a su inquietud de definir la situación jurídica de los menores indígenas Keila Cristina Y Juan Felipe Aguablanca, por medio del presente escrito me permito manifestarle lo siguiente: «1. En diálogo con la comunidad indígena de Aguablanca, las autoridades tradicionales y los padres de los menores, acordaron no permitir proceso de adopción. «2. Informo que mediante oficio de fecha 04 de marzo, el Asesor Jurídico de la Asociación previa reunión con los interesados, solicitó a Bienestar Familiar Saravena mantener transitoriamente a los menores por el término de siete meses, tiempo suficiente para adelantar proceso de consulta con la comunidad en general y tomar decisión definitiva. «3. Así mismo, solicitó que los menores regresen a Bienestar Familiar Saravena, ya que el traslado de estos menores a la ciudad de Santa Fe de Bogotá fue una acción inconsulta». Posteriormente, en junio de 1999, el Presidente del Cabildo Mayor le envía a la Directora de la Casa de la Madre y el Niño una nueva comunicación, en la que le manifiesta, en respuesta a los interrogantes por ella planteados, lo siguiente: «1. Los menores deben regresar a Bienestar familiar de Saravena, porque fue una solicitud especial de los padres de los menores, de la comunidad indígena de Aguablanca y el Cabildo Mayor U´WA. Conforme a la Constitución Nacional en especial el artículo 7 y cc; la Ley 21 de 1991 y la Ley 89 de 1990 (sic), toda decisión legislativa o administrativa de las entidades públicas en que se ventilen casos de comuneros indígenas deben ser concertadas, acto administrativo que se omitió en este caso. «2. La comunidad puede decidir que los mismos sean entregados a los padres biológicos y éstos autónomamente tomar la decisión de darlos en custodia y cuidados personales a una familia en particular. «3. Una de las alternativas es buscarle una familia que les pueda garantizar el desarrollo normal a que tiene derecho toda persona en sus diferentes etapas. Así mismo, será responsabilidad de la Asociación U’WA, darle seguimiento a los acuerdos que previamente se adopten con la familia que decida tenerlos en custodia». 36

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Ante esa situación, la directora y representante legal de la Casa de la Madre y el Niño, decidió, en su calidad de agente oficiosa de los menores, interponer acción de tutela ante el Tribunal Superior del Distrito Judicial de Cúcuta, la cual radicó el 8 de junio de 1999. A través de dicha acción la actora solicitó protección inmediata para los derechos fundamentales a la vida, a la salud y para el derecho a tener una familia de los menores indígenas que bajo medida de protección le habían sido encomendados, a los cuales la Constitución Política, de conformidad con lo establecido en su artículo 44, les da el carácter de prevalentes. La demandante le solicitó al Juez constitucional de primera instancia, que impidiera el regreso de los menores a la comunidad U´WA, pues el mismo, según ella, implicaría exponerlos a graves amenazas contra su vida, a torturas y a tratos crueles e inhumanos o degradantes. Así mismo, que se ordenara a Bienestar Familiar declarar el abandono de los menores, con el fin de iniciar el proceso de adopción, y como medida provisional, que se negara la petición de traslado a Saravena, dado el delicado estado de salud de los menores, para lo cual adjuntó varias certificaciones médicas que se refieren a su estado de salud». La descripción precedente, extraída del texto de la sentencia T-030/00, contiene elementos significativos del obrar tanto de Arturo Aguablanca y Marciana Correa, padres de los gemelos u´wa, como de diferentes funcionarios del ICBF, de otros operadores institucionales y de los que tienen a su cargo las acciones judiciales pertinentes. El primer aspecto a destacar es el siguiente: el ICBF conoció del caso de los gemelos porque sus progenitores llevaron los recién nacidos al Centro de Salud de Cubará, para dejarlos allí temporalmente, mientras ellos y los demás integrantes del grupo u’wa decidían qué hacer con los nacidos de parto múltiple. De acuerdo con las declaraciones de los hechos, consignadas en el expediente de la Corte, los u’wa, por razones que no se sustentan con base en investigaciones etnográficas y mitopoéticas específicas, y que por el contrario se las deja dependiendo de supuestos inherentes a su propia tradición cultural, consideran que todos los nacidos de parto múltiple «contaminan la comunidad». Este último argumento no se sustentó adecuadamente en todo el proceso y mucho menos se estableció qué se quería decir con las palabras «contaminación» y que «la madre naturaleza se encargue de ellos»; de hecho, quienes intervinieron en este caso tradujeron, con sus propios sentidos de mundo, aquello que Arturo Aguablanca y Marciana Correa habían dicho en el Centro de Salud de Cubará. El peso de estas traducciones y de las ausencias discursivas sobre la cultura u’wa provocó un efecto de eslabonamiento de interpretaciones prejuiciosas sobre los miembros de este 37

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grupo y sobre sus tradiciones, que fundamentaron a la Corte Constitucional para esgrimir imperativamente la universalidad de uno de los paradigmas éticos, filosóficos y políticos, que sustentan al Estado Social de Derecho y los universales que éste constituye: la defensa de la integridad y protección de la vida humana, como expresión propia de la jerarquía de esta forma de vida, sobre las demás manifestaciones del sistema de lo viviente y de sus interacciones recíprocas. La Corte dijo: «Al analizar el caso específico que ocupa a la Sala a la luz de los presupuestos enunciados, es viable concluir lo siguiente: la imposibilidad absoluta de que la tradición, que durante siglos practicó la comunidad de los U´WA con los niños nacidos en partos múltiples, se asuma como legítima y se acepte en la medida en que se alegue que constituye un uso o costumbre propio de esa cultura, lo cual, valga reiterarlo, no ocurre en la situación objeto de estudio, pues riñe de plano con el fundamento ético que subyace en el paradigma propio del Estado social de derecho, esto es con el ordenamiento constitucional y legal vigente, y sobre ella, desde luego, se impondría la protección a la vida y a la integridad de los menores». ¿La tradición aludida era de siglos, como dice la sentencia T-030/00, o se encontraba relacionada con situaciones que habían puesto, años antes, en peligro al grupo?11 La misma Corte Constitucional menciona dos casos de partos múltiples presentados años antes entre los u’was. Pese a ello, no aparece seguimiento alguno de estas referencias posiblemente apuntadas en el informe de la antropóloga asesora del ICBF, doctora Esther Sánchez, o por el Jefe del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes o por Asuntos Indígenas. En este orden de ideas se puede concluir, interpretando el silencio en referencia a los otros dos casos similares presentados años antes, que los integrantes de las diversas instancias del Estado y de la justicia, que intervinieron en el caso tratado en la sentencia T-030/ 00, no pudieron establecer si la «contaminación» aludía a experiencias históricas Por información verbal del antropólogo Herinaldy Gómez Valencia, con anterioridad a este caso se habían presentado otros: una petrolera había vinculado a su personal de exploración un integrante del grupo uwa, quien a su vez tenía un gemelo en la comunidad. La actividad del uwa vinculado a la petrolera dividió al grupo y produjo graves problemas entre sus integrantes. Una segunda situación tiene que ver con el adoctrinamiento de misioneros cristianos a integrantes de este pueblo; en esta oportunidad un gemelo uwa provocó graves alteraciones en la cosmovisión del grupo que lo afectaron hasta el punto de romper la cohesión entre sus miembros. 11

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concretas en las cuales gemelos u’wa hubieran intervenido (ya fueran éstas misionales o relacionadas con las exploraciones petroleras) afectando las posibilidades de pervivencia del grupo. A esto se sumó el «amarillismo» de algunos medios masivos de comunicación que, con criterios e interpretaciones espurias, fabricaron tendenciosa e irresponsablemente la noticia —a estas actuaciones insensatas de algunos medios se las enmarca dentro de la libertad de prensa y opinión, pervirtiéndose de esta manera uno de los valores más respetados en las democracias modernas puesto que en aras de esa independencia se construyen formas de «realidad» que sólo atienden a los prejuicios de los comunicadores y periodistas, a su ignorancia, a sus intereses e intencionalidades, sin importar, para ellos y para muchos otros consumidores de noticias, cuánto afecten a uno o varios individuos en sus vidas y en el reconocimiento de su propia diversidad cultural y social—. Los efectos de estos discursos ideológicos fueron notables: se desconoció el derecho de los progenitores de los gemelos u’wa hasta el punto tal, que la Defensora de Familia se sintió autorizada para ordenar que se les dieran los nombres de Keila Cristina y Juan Felipe, con pleno desconocimiento de la posible existencia de rituales u’wa en torno al ingreso y recibimiento de los nacidos en el seno de este grupo. No se atendieron las peticiones del «Presidente del Cabildo Mayor de la misma, señor Roberto Pérez Gutiérrez», para que los recién nacidos regresaran al Bienestar Familiar de Saravena así como para que se los devolvieran posteriormente a sus progenitores y que éstos decidieran si los entregaban en adopción; ante estas peticiones la Directora y representante legal de la Casa del Niño, en su calidad de agente oficiosa de los menores, en la acción de Tutela interpuesta ante el Tribunal Superior del Distrito Judicial de Cúcuta solicitó al juez que: «impidiera el regreso de los menores a la comunidad U´WA, pues el mismo, según ella, implicaría exponerlos a graves amenazas contra su vida, a torturas y a tratos crueles e inhumanos o degradantes. Así mismo, que se ordenara a Bienestar Familiar declarar el abandono de los menores, con el fin de iniciar el proceso de adopción, y como medida provisional, que se negara la petición de traslado a Saravena, dado el delicado estado de salud de los menores, para lo cual adjuntó varias certificaciones médicas que se refieren a su estado de salud». Con esta acción la Directora de la Casa del Niño representó a los u’was como torturadores, crueles, inhumanos y degradantes, como bárbaros e incivilizados. La alteridad cultural u´wa nuevamente fue teratologizada por algunos de los representantes del humanismo judeocristiano occidental constituido como verdad de mundo hegemónica. Esta enunciación sirvió de fundamento al Tribunal Superior de Cúcuta para ordenar al ICBF «continuar con la definición de la situación legal de los menores, «...mediante el trámite o proceso administrativo 39

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de protección correspondiente». Así mismo, que ante un eventual traslado de los menores éste no se efectuara sin la anuencia de los peritos médicos que los atendían». Con esta decisión se negó el derecho a los progenitores y al pueblo u´wa de decidir sobre la aceptación de los gemelos en su cultura ya que, originalmente en el inicio de este proceso, ni siquiera se les atendió en la reiterada petición de un plazo de siete meses para tomar una decisión en uno u otro sentido. A lo anterior se agregó el carácter «esencialista» y «discriminatorio», de la mirada de los expertos sabedores de las culturas, en este caso sobre los u’wa. La Dirección de Asuntos Indígenas del Ministerio del Interior al manifestar que «el concepto que emita debe estar muy bien sustentado, pues debe garantizársele a los niños que de darse el proceso de adopción, éste no implique desarraigo de su comunidad de origen ni de su cultura», no atendió, con este argumento, una circunstancia de común ocurrencia en Colombia: que las adopciones de niños y niñas, por parte de nacionales de otros países, autorizadas por el I.C.B.F., no garantizan la protección contra el «desarraigo de su comunidad de origen ni de su cultura». El argumento esgrimido, en el caso de los gemelos u’wa, por parte de los funcionarios de Asuntos Indígenas, mantiene la tradición interpretativa de considerar la cultura como algo con lo cual se nace; en esta exegética pseudo antropológica opera la relación propia de las ontoteologías occidentales, que se desenvuelve entre los particulares culturales y el universal del Hombre afirmado por la tradición judeocristiana, manifestadas como pensamiento de la cotidianidad en las ideologías que así se constituyen. Las ontoteologías afirman que los niños y niñas colombianos nacidos en el seno de la hegemonía cultural nacional, de raigambre hispánica, pueden ser adoptados por extranjeros y llevados a sus respectivos países porque se asume que la tradición cultural judeocristiana es una sola, que la sociedad colombiana pertenece a ésta y que esta cultura es superior a todas las demás tradiciones, con lo cual no hay desarraigo ni extrañamiento cultural así sus vidas, su composición humana, sus cotidianidades se configuren en el interior de otras «casas del ser», de otras lenguas diferentes al castellano, de otras costumbres y cotidianidades; desde esta perspectiva interpretativa la sociedad colombiana es considerada como perteneciente a la totalidad de la tradición occidental. En el caso de los gemelos u´wa, no obstante la influencia de las misiones católicas y cristianas en la cotidianidad del grupo dentro del cual nacieron, la diferencia cultural fue asumida como particular opuesto al universal del ser propio de la «persona natural y jurídica» en el derecho y la ideología dominante en Colombia. Por esta razón los gemelos eran esencialmente u’wa por el hecho de que sus progenitores hacían parte de la comunidad de Aguablanca. Esta consideración implícitamente comprometió o se articuló con otra creencia relativa a la aceptación de una 40

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«naturaleza humana» común a todos los hombres y mujeres, a todos los integrantes de la especie conocida y clasificada como homo sapiens sapiens. Por ello este caso pone en evidencia no sólo los niveles de tensión existentes entre los operadores de justicia y los grupos culturalmente diferentes en el conjunto de la nación colombiana; más allá de esta consideración y no obstante la decisión tomada por la Corte Constitucional como juez de última instancia, de retornar a los menores u’wa al seno de su comunidad, previo el lleno de unos requisitos y cuidados pertinentes, se advierte la existencia de una jerarquía ideológica y ontoteológica, que representa la alteridad y se impone como verdad, que incide en muchas de las decisiones judiciales y en muchos de los integrantes de la sociedad colombiana ya sean estos funcionarios o no de las organizaciones del Estado. Así entonces se puede afirmar que la Constitución de 1991 no ha hecho olvidar el conjunto de representaciones que sobre los «pueblos indígenas» se hicieron desde el periodo colonial, a lo largo del siglo XIX y en gran parte del siglo XX. Representaciones teratológicas fortalecidas a su vez por la Constitución de 1886, por el sistema educativo nacional y por los convenios de misiones que en su momento se firmaron entre el Estado colombiano y la llamada Santa Sede. En este sentido, los niveles tensionales referenciados confrontan y ponen en riesgo, en la cotidianidad de la llamada «cultura nacional» y aun en el ejercicio de la justicia, el reconocimiento de la diversidad cultural y con ella el acceso a la justicia, según el uso y costumbre de los «pueblos indígenas», que la Constitución de 1991 determina como derecho fundamental. Las tensiones entre el derecho y la institucionalidad de la justicia estatal, y demás organizaciones públicas, así como de sectores de la sociedad nacional con los «pueblos indígenas», con sus autonomías y con la jurisdicción especial a estos pueblos reconocida por la Carta constitucional, no sólo comprometen la consulta previa y el reconocimiento de los derechos de estos grupos socioculturales en cuanto a la protección de los menores de edad y el derecho que estos tienen de hacer parte de una cultura específica. También las tensiones se exacerban cuando las relaciones interculturales de los «pueblos indígenas» entre sí, con el resto de la sociedad nacional y con el Estado comprometen las axiologías de los mundos humanos constituidos en cada configuración cultural, que los identifica y diferencia. Estas tensiones emergen a la luz pública cada vez que la justicia estatal, respetando las autoridades propias de los «pueblos indígenas» y el debido proceso12, trasladan el juzgamiento de individuos «indígenas», que transgreden la ley, a las autoridades En un artículo publicado en la revista de antropología, con mayor tradición en Colombia, se afirma que: «Las complejidades del funcionamiento del Estado en los resguardos del Cauca se han ahondado desde la expedición de la Constitución de 1991, que dispuso la sustitución 12

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«indígenas» tradicionales para que adelanten las acciones que les son correspondientes dentro de sus territorios culturales respectivos. También se presentan estas tensiones cuando ciertas «sanciones», tipificadas como «torturas» en la sociedad nacional y por la justicia estatal, son impuestas por autoridades tradicionales «indígenas» a algunos individuos, integrantes de su pueblo. Es decir, no basta que la jurisdicción ordinaria traslade el juzgamiento de «indígenas» a la jurisdicción especial para que desaparezcan las tensiones morales, espirituales y políticas, en sectores del resto de la sociedad nacional o aun dentro de los mismos colectivos integrantes de los «pueblos indígenas»; en algunas oportunidades, como se analizará posteriormente en este texto, las «autoridades indígenas» se niegan a juzgar a quienes han cometido alguna falta sancionada por el código penal colombiano o por sus propias tradiciones y morales culturales. Esta situación de de códigos legales nacionales por la ley consuetudinaria —«de usos y costumbres»— en los resguardos, donde el cabildo sustituye al juez —y, por tanto, al estado— en investigaciones y decisiones legales» (Rappaport, 2003: 111). La enunciación precedente hace evidente, para quienes se dedican a fortalecer la existencia del supuesto o real pluralismo jurídico y para el conjunto de analistas del derecho y la justicia en Colombia, que la autora desconoce las leyes colombianas o no quiere reconocer los efectos jurídicos que, con posterioridad a la Constitución citada por ella misma, se han producido entre las dos jurisdicciones. La doble sustitución afirmada en lo dicho por la antropóloga —«[…] de los códigos legales nacionales por la ley consuetudinaria […] donde el cabildo sustituye al juez»— es, de hecho, una falacia. El poner a una persona o cosa en el lugar de otra es el significado formalmente reconocido y aceptado en lengua castellana para la palabra sustituir. Si la afirmación de Joanne Rappaport fuese fácticamente cierta, es decir si contara con un grado o nivel veridictivo razonable, no se encontrarían casos de sentencias de tutela en los que una instancia de justicia perteneciente a la jurisdicción ordinaria invalide la decisión judicial tomada por un determinado cabildo, en un caso específico de juzgamiento a un sindicado, o viceversa: que la instancia superior invalide decisiones de los jueces para validar a su vez la decisión tomada por un cabildo en circunstancias específicas. El principio de sustitución opera dentro de la misma índole de algo, de alguien, que por este hecho compromete a otro algo u otro alguien diferente; aquí es donde se percibe el fundamento del desconocimiento de J. Rappaport. Un juez sustituye a otro juez, si ambos tienen la misma jerarquía en la jurisdicción ordinaria; se llama remisión a esta acción judicial. Una alta Corte no puede sustituir a otra alta Corte, pues sus jerarquías son diferentes; cuando esto se ha intentado se ha presentado lo que en lenguaje periodístico se conoce como «colisión o choque de trenes» por el hecho de verse afectadas las atribuciones de las Cortes comprometidas. Un cabildo indígena no sustituye a un juez; por esta razón, integrantes de cabildos indígenas han tenido que poner acciones de tutela ante instancias judiciales de superior jerarquía con respecto a la del juez que profirió la sentencia original. Hasta ahora no se ha presentado el caso que un integrante de un «pueblo indígena» interponga acción de tutela ante un cabildo cuando un Juez de la República lo haya encontrado culpable de algo y lo haya condenado. Cuando esto sucede el imputado o los integrantes del cabildo interponen la acción de tutela ante la instancia superior al juez, dentro de la jurisdicción ordinaria. Las leyes estatales nacionales no son sustituidas por el llamado por algunos «derecho propio»; lo mismo sucede con los convenios internacionales; éstos no son sustituidos por

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«ejercicio bifronte de la justicia» es derivada, para la mayoría de los «pueblos indígenas» de Colombia de la interacción cultural multisecular con el resto de la sociedad hispanizada. Desde esta perspectiva analítica hay que decir que las diferencias culturales, constituyentes de sus respectivas identidades, no escinden estos mundos del horizonte cultural circunscriptor y hegemónico de la llamada sociedad nacional; de alguna manera también participan de este horizonte, que está enmarcado en la tradición occidental. Sin embargo, esta coparticipación configurante de la pluralidad de horizontes culturales no niega sus respectivas autonomías; por el contrario las afirma en tanto el juzgamiento de quienes han violado el derecho y las morales respectivas puede darse en una u otra jurisdicción dependiendo de determinaciones propias de las autoridades de los «pueblos otras formas de derecho. Estas leyes, estos convenios siguen vigentes en el territorio del resguardo o en el territorio indígena así se reconozca la existencia de ese otro derecho. De ahí que sea inaceptable lo afirmado por J. Rappaport en su artículo. Ni siquiera podrían aceptarse las afirmaciones e implicaciones de lo dicho por esta antropóloga atendiendo a ciertas interpretaciones de la traducción, por Rappaport citadas, como la que propone Rey Chow (1995), quien afirma que, «la traducción de las ideas al nasa yuwe mejora la terminología original del español, dándole un significado nasa» (Rappaport, 2003: 114); con esta interpretación también podría decirse que la traducción de sus ideas al castellano mejoraría la terminología original del inglés, dándole un significado castellano. Tampoco es aceptable porque como más adelante lo afirma, nuevamente citando a Chow, «el idioma nativo es el punto de referencia original» o «la traducción podría entenderse mejor como un movimiento bidireccional entre o a través de idiomas» (en el caso al que alude el artículo de la antropóloga es el castellano de la Constitución del 91). Ni siquiera lo afirmado en referencia a la sustitución podría aceptarse con el planteamiento de Walter Benjamin quien «propone que la traducción involucra el acto de suplir el «original» y, de esta manera, liberarlo de sus limitaciones originales» (Rappaport). La interpretación de Joanne Rappaport es inaceptable porque, en el mejor de los casos, confundió atribución con sustitución. El título II del Código de Procedimiento Civil, que rige para todos los efectos, en su Capítulo I, artículo 12 dice: «Corresponde a la jurisdicción civil todo asunto que no esté atribuido por la ley a otras jurisdicciones». J. Rappaport no atendió y mucho menos comprendió, que la Constitución de 1991 le reconoció funciones jurisdiccionales a las autoridades «indígenas» para juzgar a los integrantes de estos pueblos de acuerdo con sus formas jurídicas propias (artículo 246); tampoco entendió, tal parece en este punto aunque luego lo reconoce en otra parte de su texto, que las atribuciones dadas quedaban sujetas al ordenamiento jurídico nacional en lo que se refiere a los derechos fundamentales, a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario, como a los convenios internacionales firmados por Colombia, y que por lo tanto la autonomía jurídica de los «pueblos indígenas» y de sus autoridades es un relativo a y no un absoluto. En este orden de ideas, el debido proceso no puede ser entendido dentro de un marco ficticio de sustituciones, como el planteado por Rappaport en el caso de la jurisdicción especial indígena. Es más, lo planteado por ésta en la p. 113 contradice su propio argumento: «[…] la ley del estado abarca los sistemas de usos y costumbres […] porque el artículo de la constitución (sic) que reconoce el pluralismo étnico está subordinado al artículo previo […]. […], las proyecciones legales indígenas no pueden contradecir los preceptos fundamentales de la constitución (sic)».

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indígenas» o de los operadores judiciales ya sean jueces o magistrados de las altas Cortes. Es en este territorio de relaciones jurídicas interculturales donde se expresan los niveles de tensión referenciados. Se puede afirmar que lo que se pone en juego con el reconocimiento constitucional de la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana, no es sólo el respeto a toda forma de diferencia cultural entre los integrantes de la República. Al reconocer el artículo 67 el derecho de las entidades territoriales, entre ellas las «indígenas», de dirigir, financiar y administrar los servicios educativos estatales, el artículo 68 el derecho de los integrantes de los grupos étnicos «a una formación que respete y desarrolle su identidad cultural», la diversidad de los seres humanos deja de ser un reconocimiento retórico para constituirse en un ejercicio de la autonomía propia de los «pueblos indígenas», de otros sectores culturales como los «grupos negros» del Andén del Pacífico y de los extranjeros. En este sentido la Constitución de 1991 va más allá consolidando la autonomía en la espiritualidad y tradiciones «religiosas» de los pueblos y sus efectos en las prácticas de cotidianidad e institucionalidad: el artículo 19 al garantizar la libertad de todos los cultos religiosos reconoce la vigencia de concepciones de mundo diferentes a la judeocristiana occidental, como en el caso hasta ahora analizado de los u’wa, y con el artículo 42 acepta, que los matrimonios religiosos tendrán todos los efectos civiles que el Estado reconoce a este tipo de vínculo; es decir, que ningún integrante de un «pueblo indígena» puede ser obligado a casarse según el rito católico o como lo establece el «matrimonio civil» y que, por lo tanto, las formas propias de estos «pueblos» para establecer este vínculo son reconocidas y aceptadas por la Ley, así como los resultados que de cada una de estas formas se desprendan13. En la legislación colombiana las normas sobre las relaciones de pareja (matrimonio, concubinato, unión libre, etcétera) han tenido diversos momentos, enunciaciones, efectos y consecuencias no sólo en relación con el vínculo entre una mujer y un hombre sino en referencia a los nacidos de estas uniones. El hecho escueto es el siguiente: por casi 500 años sólo se reconoció como válido el matrimonio católico y cristiano; la unión civil tuvo momentos específicos pero en la ideología fue sancionada por las morales de la cotidianidad. Las tradiciones religiosas de los «pueblos indígenas» sólo con la Constitución de 1991 fueron reconocidas por el Estado mas no respetadas por más de un funcionario y por los representantes de la Iglesia Católica y las iglesias cristianas. Cuando en los juzgados y en las altas Cortes de justicia del País llegaba un caso de filiación extramatrimonial el proceso jurídico, la narrativa de lo sucedido ha sido si se quiere novelada a través de la reconstrucción de historias de vida. La sentencia del 10 de marzo de 2000, emanada de la Corte Suprema, plantea categorías narratológicas para establecer mayor verosimilitud sobre la filiación extramatrimonial; «diferencia entre historia y relato, relaciones entre narrador y narratario, personajes, focalización de personajes, énfasis narrativos, elecciones narrativas, puntos de vista, niveles de la enunciación, construcción de palimpsestos, inter y transtextualidad, 13

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Pero también en la Constitución del 91, artículo 63, ocupan lugar especial las «tierras comunales de los grupos étnicos» y las «tierras de resguardo», entre otras, ya que las declara «inalienables, imprescriptibles e inembargables». Este hecho cobra fuerza protagónica en la misma Carta Magna con el artículo 246 que a la letra dice: «Las autoridades de los pueblos indígenas podrán ejercer funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial, de conformidad con sus propias normas y procedimientos, siempre que no sean contrarios a la Constitución y leyes de la República [...]». Todos estos reconocimientos de la diversidad de los componentes de la Nación y sus implicaciones, afectan las cotidianidades de los habitantes del País y las instituciones del Estado en particular las que tienen qué ver con el ejercicio de la justicia. De hecho, insistimos, son tensiones propias de relaciones interculturales política y jurídicamente expresadas, que se vuelven críticas cuando se hacen obligatorias para todas las instituciones y los colombianos, cuando se manifiestan en sus respectivos ámbitos de acción, de autonomía y de concepciones de territorio reguladas por sus propias semánticas culturales14. etc». En este orden de ideas se puede afirmar que «la Corte Suprema está anclada sobre una de las aspiraciones del discurso del derecho: determinar la verdad formal, o encontrarla tras los múltiples discursos que se le presentan y decirla con autoridad para «crear» destino vital. Al determinar la verdad formal elabora una ficción que permite seguir adelante con historias particulares» (Espinosa, 2006). El «destino vital» establecido de esta manera a más de ser ficcional incorpora en las narrativas del derecho, compuestas por las instancias judiciales, los prejuicios morales, políticos y teratológicos y con ellos todas las formas de intolerancia tan caras para la mayoría de los colombianos y colombianas, a pesar de la Constitución de 1991, como lo deja ver el caso de los gemelos u’wa. El problema, presente en más de una oportunidad, es el siguiente: que la mayoría de las decisiones judiciales se toman desde los prejuicios, que estos adquieren forma de verdad jurídica, más cuando se refieren a situaciones en las cuales la diversidad cultural y de género adquieren fuerza protagónica en el caso juzgado. Los dos performativos comprometidos, el lingüístico y el jurídico, en sus pragmáticas, no sólo componen teleológicamente el «destino vital» de los implicados; también les imponen despóticamente una identidad individual, social y cultural, bajo el primado de otra ficción del derecho: aquella referida a la persona jurídica. 14 El territorio de un grupo social y cultural específico no es simplemente espacio. Por el contrario se puede afirmar que las interacciones de los seres humanos, en las dimensiones propias de sus respectivas culturas, simbolizan, significan y resignifican el espacio transformándolo en territorio. En otras palabras, toda territorialización de un grupo cultural específico es una composición de mundo que compromete su identidad. De hecho, el territorio de un grupo es una escritura que tiene una semántica específica que puede ser problemática si se pone en relación con otros grupos culturalmente diferentes. Esta última característica hace que el territorio de todo grupo cultural sea una composición dotada de dos niveles de interacción humana: de positividad, por la cual un grupo puede compartir su territorio con otro culturalmente diferente; de negatividad, que conduce a niveles de exclusión territorial impuestos por un grupo a otro u otros. De hecho, la positividad y negatividad del territorio culturalmente establecido no es sólo producto de relaciones interculturales; también se da dentro de un grupo cultural específico con algunos de sus miembros (García, 1976: 25 a 27).

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Otro horizonte de fricciones interculturales entre el conjunto de la sociedad colombiana y los «pueblos indígenas» así como con diferentes grupos llamados «étnicos» por antropólogos, periodistas, representantes comunitarios y políticos, entre otros más, tiene que ver con la violación de los derechos fundamentales, de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario, ante prácticas culturales específicas de determinados «pueblos indígenas». Este horizonte claramente pone en evidencia el carácter culturalmente autocentrado15 de la Constitución en el reconocimiento de la diversidad cultural en Colombia; de hecho, La afirmación de un autocentramiento cultural en la Constitución se ancla en un hecho ineludible: que todo sistema cultural no sólo se desenvuelve, se reconoce, se identifica, con un horizonte de fusión simbólico, caracterizador de su existencia vital, sino también, que su desenvolvimiento histórico compromete formas de pensamiento que por diversas que sean, dentro del propio sistema, están referidas a una concepción del mundo y de la vida; estas formas de pensamiento configuran antropologías filosóficas y en algunas, humanismos específicos. Este hecho fue reconocido por Martin Heidegger en su intento por construir una filosofía científica. Al respecto este pensador planteó: «En la exposición de la diferencia entre la filosofía científica y la filosofía como concepción del mundo es conveniente comenzar [...], con la expresión «concepción del mundo» (Weltanschauung). [...] Aparece por primera vez en la Crítica del juicio de Kant donde recibe su sentido natural: Concepción del mundo significa contemplación del mundo que se da sensorialmente. [...] Este uso murió [...] por el influjo del nuevo significado que recibió la expresión «Weltanschauung» de los románticos [...] Dice Schelling [...] «La inteligencia es productiva en un doble sentido: o ciega e inconsciente o libre y con consciencia; productiva sin consciencia, en la concepción del mundo, con consciencia en la creación de un mundo ideal». Aquí «concepción del mundo» ya no se aplica a la contemplación sensible, sino a la de la inteligencia, si bien a la inconsciente. Además se hace hincapié en el elemento de la productividad, esto es, el de la construcción espontánea de la intuición [Anschauung]. De esta forma, la expresión se aproxima al significado que conocemos hoy, una manera de comprender e interpretar la totalidad del ente, que es productiva, que se efectúa por sí misma, y que es también consciente. [...] Hegel habló, [...], de una «concepción moral del mundo». Görres usó el giro «concepción poética del mundo». Ranke habló de la «concepción del mundo religiosa y cristiana». [...] Schleiermacher dice: «Es sólo nuestra concepción del mundo la que hace completo nuestro saber sobre Dios». [...] A partir de las formas y posibilidades de las concepciones del mundo enumeradas se hace claro que bajo este término se entiende no sólo la comprensión del conjunto de las cosas de la naturaleza, sino asimismo la interpretación del sentido y del fin del Dasein (el único ser a quien le va su ser en su ser) (Ferrater, 1994: A-D 778) humano y, con ello, de la historia. La concepción del mundo comprende siempre dentro de sí una visión de la vida [Lebensanschauung]. La concepción del mundo surge de una interpretación total del mundo y del Dasein humano y esto ocurre, a su vez, de diferentes maneras: explícita y conscientemente en algunos o mediante la aceptación de la concepción del mundo dominante. Crecemos en una concepción del mundo y nos acostumbramos a ella. La concepción del mundo está determinada por el ambiente: pueblo, raza, posición, grado de desarrollo de la cultura. Toda concepción del mundo construida, pues, individualmente, surge de una concepción natural del mundo, de un ámbito de formas de comprender el mundo y de determinar el Dasein humano, que se 15

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compromete los derechos y deberes propios, según los intérpretes autorizados de la Constitución, de todo individuo perteneciente a la especie humana, mayor de edad, como está expresado en el literal (b) de la sentencia T-254 de 1994 del Magistrado Eduardo Cifuentes Muñoz: «Los derechos fundamentales constitucionales constituyen el mínimo obligatorio de convivencia para todos los particulares». El autocentramiento constitucional en concepciones de mundo reconocidas occidentales no debe resolverse a través de una polaridad dicotómica (occidental, no occidental), como tradicionalmente en el terreno de las ciencias humanas, de las ideologías, del derecho y la política se lo ha tratado. Por el contrario, este autocentramiento compromete también toda forma de alteridad cultural, en el conjunto de la sociedad colombiana, hasta el punto de provocar fricciones entre miembros de los «pueblos indígenas» con otros seres humanos diversos culturalmente, dentro de procesos históricos específicos relacionados en particular con la metáfora ontológica de «indígenas» sin tenerse en cuenta, en la mayoría de las veces, las diferencias existentes entre uno y otro de estos pueblos16. El uso de hallan en cada caso dadas, más o menos expresamente, en todo Dasein humano. [...] La concepción del mundo no es asunto de un saber teorético, ni por lo que respecta a su origen ni por lo tocante a su uso. No se la conserva en la memoria como un conocimiento [Wissensgut), sino que es el objeto de una convicción coherente que determina, más o menos expresamente, la acción y la elección. Por su sentido, la concepción del mundo se refiere al Dasein de cada época. Gracias a esta referencia al Dasein, es orientación y fuerza para éste en sus preocupaciones inmediatas. Que la concepción del mundo esté determinada por supersticiones y prejuicios o que se apoye solamente en conocimientos y experiencias científicas o incluso, [...]. que se mezclen en ella supersticiones y saberes, prejuicios y conocimientos, da igual y no cambia su esencia» (Heidegger, 2000: 25 a 30). 16 Es en este punto donde la contradicción se hace evidente. En Colombia y en América Latina en general no se han tenido en cuenta el peso de una metáfora —indígena— en el conocimiento e interpretación de la realidad social, política, económica y cultural de la diversidad constituida como tal. No obstante a que permanentemente se enuncia la desestructuración por parte de los conquistadores europeos de las sociedades existentes antes de 1492, que se reconoce que la metáfora aludida provino de otros horizontes culturales dentro de un proceso de colonización, de cambio cultural radical por el carácter de su imposición despótica y violenta, no se atiende a los efectos de este dispositivo nominal en el velamiento de los sistemas culturales con los que interactúa y de sus respectivos procesos históricos. El velamiento de la realidad de algunos grupos culturales, provocado con el empleo de la metáfora señalada y presente en la Constitución de 1991, promueve efectos, prácticas en la realidad cultural de estos grupos humanos en por lo menos cuatro niveles específicos: 1) homogeiniza la diversidad cultural de unas sociedades claramente diferentes entre sí por medio del efecto propuesto por metáforas de claro contenido ontológico: «a) Metáforas del ser: se dice que un ser, es igual a otro ser; que un concepto, vida, es igual a otro. Las de concepto pueden hacerse diagramáticas, cuando lo permite la naturaleza del

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esta metáfora en las hablas corrientes, en las pragmáticas de las lenguas pertenecientes a la tradición indoeuropea, que llegaron al continente Americano con la expansión de los peninsulares y los ingleses por el Atlántico, de los siglos XV al XVII, hizo de la palabra «indígenas» un universal que homogeniza y referencia toda forma de alteridad caracterizada por una noción de ancestralidad en un territorio específico; de hecho esta metáfora se articula con la tradición de la epistemología medieval inherente a la Gran Cadena del Ser (Lovejoy, 1983), y con el monismo posterior propio de una de las ontoteologías occidentales, estructurada ésta dentro de una corriente perteneciente a la llamada Ilustración europea, que tiene presencia en el sistema educativo colombiano con la configuración ontológica del tiempo propuesta en la Monadología de Gottfried Leibniz. La fuerza del autocentramiento ideológico y político presente en la Constitución del 91 se manifiesta en algunos casos irreductiblemente, por lo general, en los referente [...]. b) Metáforas diagramáticas: [...] no se refieren al ser o concepto, sino que reproducen el esquema de relaciones que puede tener el término metaforizador en su referencia, con el referente del término metaforizado (indígena = páez = guambiano = wayu). Por lo general, estas metáforas parten de una primera, de tipo ontológico (¿persona?), que se prolonga en el texto siguiendo un paralelismo entre las partes del referente de un término en el otro; por tanto, además de ser metáforas diagramáticas, son metáforas continuadas. La identificación (indígena = kamza = epera siapidara), que sería una metáfora ontológica, se hace diagramática cuando el texto prosigue atribuyendo a indígena las notas significativas que pueden tener kamza, epera siapidara, etcétera. [...] los paralelismos entre las partes pueden multiplicarse. [...], las metáforas del ser establecen las relaciones abiertas entre sus términos, de modo que pueden ofrecer un abanico muy amplio de posibilidades de interpretación [...] No obstante, este proceso de reconocimiento de predicaciones múltiples es diferente del que establece la metáfora diagramática, porque en cada caso, en la metáfora ontológica es la totalidad, no una parte de la referencia, lo que entra en juego. [...] Las metáforas múltiples, [...], no implican un análisis de la manifestación de un ser, sino una reiteración de adjetivos con una nota común, que ni siquiera se expresa, pero que da unidad al conjunto [...]. c) Metáforas cronotópicas: son [...] consideradas por su relación con las coordenadas de espacio y tiempo. [...], en este aspecto no se contradicen con las ontológicas y las diagramáticas [...] Las metáforas espaciales vienen a coincidir con las diagramáticas, pues se refieren a las partes figuradas o reales del ser, es decir, de la referencia, del término metaforizado. [...] La metáfora, diversa en cada caso, se erige en unidad si se considera el «grupo» como conjunto [...] Las metáforas de tiempo se identifican a veces con las de espacio [...], porque las referencias del tiempo se hacen sobre significados inicialmente de espacio [...] El espacio así dibujado se convierte en tiempo [...]» (Bobes, 2004: 185 a 189); 2) reduce su realidad social y grupal, sus sistemas culturales, a un esquema garante de su colonialidad; 3) configura un principio de continuidad ontológica del ser —por medio de su cronotopía— sin atender a sus respectivos procesos históricos; 4) sitúa, dentro de un mismo horizonte circunscriptor, a la sociedad colombiana y a las sociedades, presentes en su interior, reconocidas como diversas.

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conflictos provenientes de consideraciones sobre el debido proceso, cuando algún miembro de los «pueblos indígenas» es juzgado según el uso y costumbre del grupo comprometido. Este hecho proviene de los intentos de «traducción» de prácticas culturales específicas de procesamiento y juzgamiento a inculpados, por parte de los miembros y autoridades de los «pueblos indígenas», que son confrontadas y puestas en relación con el formalismo procedimental del derecho estatal. Esto ha conducido a intentos de regulación positiva de usos y costumbres «jurídicas» por parte de algunos operadores judiciales y de «especialistas» procedentes, casi todos ellos, del ethos cultural reconocido como occidental (Perafán, 1995; Perafán, Azcárate, Zea, 2000). De esta manera, surge una extraña paradoja en el reconocimiento de la diversidad cultural y étnica de la sociedad y del Estado colombiano: el primado del formalismo jurídico estatal y de la ley positiva en prácticas jurídicas que tienen que ver más con la consuetudo, con lo consuetudinario. Este primado tiene su fundamento en la garantía formal constitucional y del derecho en Colombia, así como en el sistema jurídico internacional, de brindar a todos los individuos sin distinciones políticas, sociales, de jerarquía, de edad, sexo, cultura y religión, el acceso a la administración de justicia y de su juzgamiento, si es del caso, sin afectar el legítimo derecho a la defensa. De hecho, el primado del principio garantista e ineludible del debido proceso —sentencia C-574 de 1992 (Olano, 2002; 29 y 30) y Constitución colombiana Título II, capítulo 1, art. 29—, presenta problemas derivados de su estructuración e interpretación en tanto un «principio se irradia a toda la organización político-jurídica y, en consecuencia, está garantizado en la aplicación de todas las reglas de aplicación directa» (Olano, 2002). Así se establece que el debido proceso, al tener históricamente reconocimiento y aceptación en Colombia a lo largo del siglo XX y en la Constitución de 1991, confirma y asegura, dentro del sistema jurídico nacional, el reconocimiento a uno de los derechos fundamentales que diferencian formalmente a las democracias liberales de los Estados totalitarios; por esta razón el art. 29 de la Carta constitucional expresamente define su ámbito de aplicación: compromete «a toda clase de actuaciones judiciales y administrativas». Sin embargo, tal y como está enunciado el texto constitucional referido al acto de juzgamiento en este artículo —Nadie podrá ser juzgado sino conforme a leyes preexistentes al acto que se le imputa, ante juez o tribunal competente y con observancia de la plenitud de las formas propias de cada juicio. En materia penal, la ley permisiva o favorable, aun cuando sea posterior, se aplicará de preferencia a la restrictiva o desfavorable—, se encuentra que éste sólo alude a la forma específica del derecho estatal; que en ningún caso contempla el acto de juzgamiento la posibilidad 49

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de referirse a formas jurídicas diferentes a las estatales porque no atiende a los procedimientos que son de «uso y costumbre» en los «pueblos indígenas», con lo cual el acto de juzgamiento tiene la tendencia de centrarse fundamentalmente en lo establecido por el derecho positivo. Este límite entre el derecho formal y otras configuraciones jurídicas, que se relacionan primordialmente con pragmáticas de la oralidad, que casi nunca atienden la sistemática propia de los procedimientos administrativos de las instituciones de justicia, se hace crítico cuando existe ausencia de normas penales positivas relacionadas con el llamado «derecho propio» de los «pueblos indígenas». Esta demarcación entre el derecho estatal y formas jurídicas no estatales, suscitan la emergencia de interrogantes que se hacen cruciales: ¿cómo se determina la preexistencia de leyes que no son positivas? ¿Cómo se establecen las características de cada juicio cuando en las «formas jurídicas» de los «pueblos indígenas» no existen códigos de procesamiento penal «propios», jurisprudencia «propia» y doctrina «propia», según sus usos y costumbres? De hecho, el problema no consiste en que las formas jurídicas, los usos y costumbres jurídicas de estos pueblos invaliden la presunción de inocencia del posible inculpado; el problema compromete la estructura del proceso penal cuando esta se refiere a la acción de los operadores de la llamada por algunos, a falta de una mejor metáfora, «justicia étnica o indígena». Además de lo anterior, ¿cómo establecer la tutela al debido proceso ante faltas o acciones cometidas por miembros de estos grupos, sancionadas por ellos, que a su vez no están contempladas en los códigos penal y de procedimiento? La definición jurídica del debido proceso, —«como el conjunto de trámites y formas que rigen la instrucción y solución de una causa, teniendo por objeto garantizar la debida realización y protección del derecho sustancial», así como la doctrina al respecto, «como la suma de garantías que protegen al ciudadano sometido a cualquier proceso, aquellas le aseguran a lo largo de la actuación una recta y cumplida administración de justicia, la seguridad jurídica y la emisión de las resoluciones judiciales conforme a derecho», aunadas al entendimiento de que el «debido proceso es el que observa el apego al principio de juridicidad propio del Estado de Derecho y proscribe cualquier acción contraria a la ley misma [...]»— (Olano, 2002: 144 y 145), no atiende las características consuetudinarias de cada «pueblo indígena» para resolver sus litigios relativizándose así el enunciado del pluralismo derivado del reconocimiento de la jurisdicción especial «indígena» en el artículo 246 de la Constitución; consultar: (Devis, 1994: 39, 409, 522, 601 a 610). La sentencia T-048 de 2002 pone de presente los límites y dificultades interpretativas de los jueces cuando se trata de tutelar el derecho al debido proceso de un integrante de un «pueblo indígena». 50

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El 31 de enero de 2002 la Sala Octava de Revisión de la Corte Constitucional, integrada por los magistrados Jaime Araujo Rentería, Alvaro Tafur Galvis y Clara Inés Vargas Hernández, al examinar el expediente T-506.704, profirió sentencia para tutelar el derecho al debido proceso de Vicente Ortiz Trilleras, perteneciente al «Cabildo Indígena Los Ángeles-Las Vegas de Natagaima». En esta oportunidad la Sala sometió a análisis constitucional los fallos adoptados por los Juzgados Segundo Promiscuo Municipal de Natagaima y Primero Civil del Circuito del Guamo, el 23 de julio y 21 de agosto de 2001 respectivamente. El primero se había abstenido de tutelar el derecho al debido proceso argumentando, «que la exclusión del señor Vicente Ortiz Trilleras del Cabildo Indígena Los Angeles Las Vegas debe mantenerse incólume, en cuanto no constituye un atentado contra el derecho al debido proceso, porque el accionado actuó conforme al fuero que le es propio, tal como lo previene el artículo 246». A lo anterior agregó: «[...] se puede concluir que el Cabildo accionado dispuso la citación del accionante para que se presentara a rendir descargos, y que si éste no pudo ser notificado se debió a que se ausentó de la comunidad sin justificar su ausencia y sin informar el lugar donde recibiría notificaciones, puesto que su afirmación, de que había dejado una misiva al respecto, no fue ratificada por el señor Roque Soto Ducuara, su aparente receptor. De ésta manera el Fallador de Primer Grado conceptúa que el actor renunció a su derecho a ejercer su propia defensa, porque no le informó al Cabildo sobre el lugar donde recibiría notificaciones, y como fundador de la comunidad, y primer Gobernador de la misma, debía tener conocimiento de que su ausencia le generaría la sanción que, a la postre, le fue impuesta. Agrega que la destitución del accionante se sujetó en todo al Reglamento que rige al Cabildo accionado. Y que el derecho de defensa del actor no fue quebrantado, porque los cargos de inasistencia a las reuniones y a los trabajos comunitarios se encuentran debidamente probados, como también la acusación referente a que «(..) cogió dineros de la Comunidad procedentes de un bazar efectuado por la misma (..)», no solo porque el actor lo habría confesado, sino porque lo revelan los documentos anexados al proceso y que «(..) si ello fue así perfectamente pudo haber incurrido en las demás irregularidades enumeradas en la resolución aludida. Pero de todas maneras se le cumplió el debido proceso y se le sancionó conforme a las normas del cabildo, por lo menos en lo que tiene que ver con sus ausencias reiteradas e injustificadas. 51

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Para finalizar indica que la sanción impuesta al accionante no puede ser calificada como pena de destierro, porque esta pena, según el Pacto Internacional de Derechos Políticos y Civiles y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, consiste en la «expulsión del territorio del cual se es nacional» y « (..) los cabildos solo pueden administrar justicia dentro de su Jurisdicción.» Y que las pruebas aportadas no permiten colegir que el Cabildo está haciendo extensiva a su grupo familiar la sanción impuesta al accionante». En el fallo de segunda instancia, proferido por el juzgado Primero Civil del Circuito del Guamo, la argumentación jurídica cambió; el aparte sustantivo de esta sentencia, examinado por la Sala constitucional, dijo: «Por manera que, la acción en comento obra como un remedio urgente, rápido ágil, significando de la misma forma, que acudir a la acción de tutela de manera tardía desnaturaliza por completo la verdadera esencia de la acción, pues ya no sería eficiente e inmediata. Bajo ese estado de cosas, la tutela se convertiría en otra acción ordinaria más o en otra instancia, cuando bien sabemos que la tutela no es simultánea con los procesos comunes, no es paralela con otras acciones menos alternativa o acumulativa. Significa de suyo, que si se pretenden derivar los efectos propios de la acción se debe acudir a ella en forma oportuna, por cuanto es la única manera de lograr garantizar la efectiva e inmediata protección de los derechos fundamentales, es por esa razón que la tutela puede entrar a operar aún frente a la existencia de otros medios judiciales cuando éstos no sean idóneos para amparar con esa misma urgencia y efectividad los derechos, a su vez, para evitar un perjuicio irremediable, con lo cual se demuestra que la acción debe ser interpuesta en un plazo razonable. Para el caso en presente, el petente nos dice que los hechos que conculcan sus derechos fundamentales acaecieron en enero de 1998, luego han transcurrido 3 años y 7 meses, lo que impide que la tutelante logre su propósito de garantizar en forma inmediata y efectiva la protección de sus derechos.

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No se pierde de vista, que milita en el paginario (sic) el testimonio de Emperatriz Ibarra Botache y Luis Carlos Barrero, quienes deponen de consuno que citaron a Vicente por intermedio de su señora y otros familiares para enterarlo de las medidas tomadas por la comunidad, luego esto nos lleva a pensar que éste sabía de la decisión tomada, máxime que frente al incumplimiento de sus obligaciones y habiendo sido Gobernador del cabildo sabía la consecuencia de sus actos». La Sala Octava de Revisión de la Corte Constitucional, después de analizar detenidamente el proceso y los fallos judiciales, finalmente conceptuó: «En conclusión la Sala debe revocar las decisiones de instancia porque, contrario a lo afirmado por el Fallador de Primer Grado, la Comunidad Indígena Los Angeles le impuso al actor la sanción de retiro definitivo, sin sujetarse al procedimiento señalado en su propio reglamento, quebrantando el derecho a la defensa del implicado y desconociendo que la presunción de inocencia que lo favorece requería ser debidamente desvirtuada. Porque, aunque quienes ejercieron los cargos de Gobernador suplente, Secretaria y Fiscal del Cabildo accionado durante 1998, insistan en que dos de ellos acudieron a la residencia del actor para hacerle entrega, en tres ocasiones, del llamado comunitario a rendir descargos, la verdad es que todos reconocen i) que ninguna de ellas fue recibida por el requerido, ii) haber sido informados de que éste, a tiempo de las mismas, se encontraba en Bogotá y iii) que la última diligencia ocurrió antes de la comunidad conociera nueve de las once acusaciones por las que el actor debía responder. Y esta claro que la comunidad no adoptó ningún mecanismo para solucionar el problema, antes por el contrario, al ser enterada del impasse en la notificación, siguió adelante con la actuación, admitió en contra del ausente nuevos cargos y, sin ninguna espera, ni intervención a su favor, lo sancionó. Además, la Sala no puede pasar por alto, por ser de extrema gravedad, que el a quo, en su afán por justificar la decisión tomada, contraría la realidad procesal, habida cuenta que afirma que el actor confesó ante su despacho haber sustraído dineros de la comunidad, producto de un bazar, cuando el señor Ortiz Trilleras manifestó precisamente lo contrario, por cuanto dijo que tuvo que utilizar dineros de su propio 53

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peculio para la financiación del aludido bazar. El siguiente es el aparte pertinente de su declaración: «(..) me tocó sacar de mi bolsillo más de 35 mil pesos esto es de un bazar que hicimos.(..).» Así mismo el Fallador en cita realiza un juicio para la Sala inaceptable, por cuanto de una premisa carente de prueba emite un juicio a priori sin ningún fundamento, habida cuenta que afirma «(..) sí cogió dineros de la comunidad (..) perfectamente pudo haber incurrido en las demás irregularidades enumeradas en la resolución aludida». De otro lado, la Sala también debe apartarse de la sentencia de segunda instancia, toda vez que el Juez Primero Civil del Circuito del Guamo revocó la sentencia que se reseña y optó por declarar la acción improcedente, en consideración al tiempo en que se produjo la decisión comunitaria. Lo anterior, porque la intervención del juez constitucional debe considerar cada una de las situaciones que los asociados someten a su consideración, de tal manera que, sin perjuicio de la jurisprudencia constitucional elaborada en torno a la inmediatez de la acción de tutela, el Fallador de Segunda Instancia ha debido considerar que el accionante carece de otro medio de defensa, y que, lo que resulta determinante para la procedibilidad de la protección, no es el daño que la comunidad le puede haber ocasionado al actor con su apresurada decisión, el que ya no puede ser remediado por el juez de tutela, sino que el extrañamiento lo continúa perjudicando y que dada su edad y la de las personas que conforman en la actualidad su grupo familiar, el mismo puede llegar a ser irreparable. En razón de que los Jueces de Instancia deben recordar que el Estado, la sociedad y la familia deben concurrir a la protección y asistencia de las personas de la tercera edad, responsabilidad que también le cabe a la Comunidad Indígena Los Angeles y al Cabildo que la representa – artículo 46 C.P.-. En consecuencia, con el objeto de obtener el restablecimiento inmediato de los derechos del accionado, se ordenará al Cabildo accionado restablecer al accionante como Jefe de su grupo familiar en sus derechos comunitarios, incluyendo el derecho de acceso a la tierra del resguardo, dejando sin efecto la sanción de expulsión de la que fue objeto. 54

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Así mismo se prevendrá a la comunidad indígena Los Angeles de su obligación de sujetar sus actuaciones a los dictados de la Constitución Política, de manera que si insiste en procesar al actor, deberá hacerlo sujetándose a su propio Reglamento, aportando las pruebas necesarias para desvirtuar la presunción de inocencia que lo favorece, y permitiéndole ejercer su derecho a la defensa –artículo 29 C.P-. Y que si considera que debe sancionarlo le imponga una pena que contemple la posibilidad de redención, el tiempo que ha sido pagado, su condición de persona de la tercera edad, y que no puede hacerla extensiva a los demás integrantes de su grupo familiar –artículos 28, 29, 34 y 46 C.P.-.» Independientemente de las decisiones tomadas por las tres instancias judiciales, comprometidas en el caso de Vicente Ortiz Trilleras, los enunciados de los fallos respectivos y en particular el correspondiente al de la Sala Octava Constitucional, dejan ver que el ejercicio concreto de la Jurisdicción Especial «Indígena» está supeditado no sólo a la ontología inherente a la «persona jurídica» y a los derechos fundamentales reconocidos a esta «ficción jurídica», de clara raigambre occidental, sino a los procedimientos administrativos y legales establecidos en el derecho positivo para el juzgamiento de todos los habitantes de Colombia, además de las consideraciones sobre el territorio que analizaremos posteriormente. Estas determinaciones son reforzadas, en otros casos judiciales y en diferentes momentos después de la promulgación de la Constitución de 1991, por las sentencias del Consejo Superior de la Judicatura. El 5 de agosto de 1999, acta No 42, este Consejo «resolvió la colisión positiva de competencias entre la jurisdicción ordinaria, representada por la Fiscalía Delegada ante los Juzgados Penales del Circuito de Inírida (Guainía) y la Jurisdicción Especial Indígena del Pueblo currutaco (sic) del Río Guainía «Alcurigua», para conocer del proceso penal adelantado contra Miguel Angel Santana Pinto, Apolo Camico Pinto, Santiago Camico Pinto, Pablo Camico Pinto, Luis Acosta Camico, Félex Livino, sindicados del delito de Hurto Calificado y Agravado». En las consideraciones del Consejo se establecieron las normas constitucionales, leyes y decretos, bajo los cuales había que resolver este conflicto atendiendo intereses superiores derivados del ejercicio y aplicación de la justicia. Los magistrados en su examen partieron del enunciado del artículo 246 de la Constitución. La no contradicción exigida a las autoridades de los «pueblos indígenas» configura un principio y fundamento de determinación, que subordina los «usos y costumbres» 55

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de una cultura dotada de identidad propia, cualquiera que ésta sea, a la filosofía y lógica del derecho imperante en Colombia, en su Constitución y leyes, como si éstas fueran universales deontológicos, con lo cual el pluralismo derivado del reconocimiento de la diversidad cultural se ve afectado. En la misma sentencia este principio se reitera una y otra vez como performativo, ya no sólo lingüístico sino jurídico, de regulación del ejercicio de la justicia por parte de las «autoridades indígenas»: «El ejercicio de la jurisdicción indígena no está condicionado a la expedición de una ley que la habilite, como podría pensarse a primera vista. La Constitución autoriza a las autoridades de los pueblos indígenas el ejercicio de funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial, de conformidad con sus propias normas y procedimientos, siempre y cuando no sean contrarios a la Constitución y a la Ley. De otra parte, al legislador corresponde la obligación de regular las formas de coordinación de esta jurisdicción con el sistema de justicia nacional (CP art. 246)». El tratamiento dado en el texto del Consejo Superior de la Judicatura a las supuestas «normas y procedimientos», de los «pueblos indígenas», es como si éstas fueran positivas. En otras palabras se trata de una «traducción» de los contenidos y formas propias de hacer justicia, por parte de las autoridades de una diversidad cultural específica, a regulaciones generales del derecho. Esta «traducción» opera en doble vía de una jurisdicción de justicia a otra sin tenerse realmente en cuenta los fundamentos éticos, morales, políticos y de derecho, que se manifiestan en cada una de las dos jurisdicciones. A lo anterior se agrega el principio reduccionista de la realidad de la diversidad cultural en Colombia que asume la Jurisdicción Especial Indígena como conjunto integrado por subconjuntos étnicos homogenizados por la metáfora ontológica, cronotópica y diacrítica, que le da identidad a esta jurisdicción. Esta reducción de lo real de la diversidad cultural de lo «indígena», al simplemente enunciar los «usos y costumbres» de un pueblo y no caracterizarlos dentro del horizonte circunscriptor de una «concepción de mundo» específica, hace de la Jurisdicción Especial un conjunto vacío que sólo se llena con «lugares comunes» dentro de discursos caracterizados por su retórica17 antes que por la fortaleza y solidez fáctica de los contenidos culturales y «jurídicos» —«usos y costumbres»— propios de unos pueblos claramente diferenciados entre sí y con el resto de la sociedad nacional. Estos procedimientos, preñados de formalismo jurídico y cargados de formulismos, son tan comunes que prácticamente se encuentran en todas las sentencias estudiadas. El discurso retórico, como cualquier otra forma de discurso, es configurante ontológico de lo real por virtud de la performatividad propia de todas las lenguas llamadas «naturales». La diferencia del discurso retórico, en su acepción peyorativa, con otras formas discursivas radica en que éste, por lo general, sólo tiene la intención de persuadir y convencer sin prestar debida atención al carácter y contenidos de la argumentación. Desde este punto de vista es un discurso que no atiende exclusivamente los estados de cosas de mundo. 17

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El 22 de marzo de 2001 el Magistrado Ponente Dr. Eduardo Campo Soto, integrante de la Sala de Jurisdicción Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, estableció los «Presupuestos que, —en consideración de esta instancia judicial indicaban—, el reconocimiento de la autoridad indígena —Conflicto de Jurisdicción entre la Sala Penal del Tribunal Superior de Cúcuta y el Cabildo de la Comunidad Indígena Calafitas de la Etnia Uwa del Municipio de Saravena (Arauca)— Delitos de homicidio agravado, en concurso con lesiones personales agravadas y fraude procesal». Dentro de estos principios el Magistrado examinó el vínculo existente entre el acusado y su «etnia», ya que las «autoridades indígenas» habían manifestado un sentimiento de repudio hacia el juzgamiento del sindicado, por parte de ellos, «originado en su mal comportamiento, ya que había sido objeto de castigo por maltrato a su compañera, a quien finalmente eliminó». La negativa de las «autoridades indígenas» fue cuestionada en la sentencia sobre la base de la existencia del «fuero indígena» para todos los integrantes de estos pueblos sin excepción alguna. Al respecto el Magistrado Campo Soto manifestó: «Lo indicado por las pruebas es que se trata de un indígena que venía integrado a la etnia Uwa y, que se repite, está probado testimonialmente que le habían sido impuestas con anterioridad al delito sanciones por su mal comportamiento en la comunidad, pero es a sus autoridades a quienes corresponde juzgarlo de acuerdo a sus normas de comportamiento, costumbres y procedimientos y no a los jueces nacionales de la justicia ordinaria; por lo que le asiste toda razón a la Sala Penal del Tribunal Superior de Cúcuta, cuando arribó a la misma conclusión en su providencia del 2 de junio del año 2000». Luego agregó: «[...] de las declaraciones anteriores y demás referencias probatorias se establece sin equívocos que los hechos delictivos atribuidos al procesado fueron realizados por éste en territorio de la comunidad Calafitas de la Etnia los Uwas, factor importante para determinar la jurisdicción que ha de juzgar legalmente al procesado, en tanto se incorpora además el elemento que tiene que ver con la condición de éste último como miembro de la comunidad indígena de los Uwas, cuyo factor personal resulta de gran influencia en la calificación del fuero, como quiera que es el determinante respecto a la calidad de indígena, su arraigo en una determinada etnia, el respeto a sus normas de cultura 57

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que lo hace diferente del grupo mayoritario a fin de reconocer y hacer permanecer la subsistencia de la identidad cultural y cohesión del grupo, y más aún cuando las conductas realizadas por los miembros de la comunidad indígena se relacionan íntimamente con sus actividades sociales y culturales». «Se alude también en la providencia sobre el vínculo existente entre el indígena y su etnia, el cual debe entenderse como el proceso de cohesión de la cultura a la que pertenece el miembro de la comunidad y éste, que moldea su personalidad adecuada a su medio, a sus ancestros, a sus costumbres y usos, que son comunes y forman un todo unitario que los distingue e individualiza de los demás del grupo mayoritario, «en consecuencia sus comportamientos están ligados a ese medio, a esas costumbres y como tales reglas de conducta son regidas por lo que predomina como cultura en su grupo social indígena, diferenciado sustancialmente de las normas de conducta social diversas a las suyas, y es precisamente esa cohesión cultural la que se protege en la población indígena, conservar íntegra su etnia, tratando de mantener al indígena en su medio natural social como reserva de culturas propias y naturales que precisamente son protegidas por la constitución nacional y las leyes de la República». «Para la Sala Penal de Decisión, en el proceso está demostrado por la prueba testimonial como ya se anotó, que las víctimas pertenecían a la comunidad indígena Uwa y que se mantenían territorialmente en la comunidad Calafitas, lugar a donde llegó el procesado miembro de la misma comunidad, quien había hecho vida marital con Anita Lisarazo de la cual inclusive tenía dos hijos y le causó la muerte, e igualmente lesiones a María Eugenia Sinsigua. Acude a la jurisprudencia de esta Corporación, a fin de reforzar la posición adoptada respecto a la carencia de competencia de la justicia ordinaria para juzgar al procesado Arnulfo Pérez, en razón de que es la Jurisdicción Indígena la encargada de su juzgamiento». En otra parte del texto del proveído en referencia se consigna: «Ahora en relación con las autoridades indígenas a las cuales corresponde el juzgamiento, ya se ha anotado que a la etnia de los Uwas pertenecen tanto las víctimas como el procesado y la comunidad 58

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está ubicada en el Municipio de Saravena donde tiene su asiento territorial, y esa comunidad, se prueba testimonialmente, ya que ni el Fiscal ni el Juez allegaron documentalmente la prueba de la constitución del Cabildo y en consecuencia, por testimonios se establece que existe un Cabildo para la comunidad Calafitas y existe una organización de gobierno de la comunidad, cuando la testigo y lesionada María Eugenia Sinsigua, indígena perteneciente a la comunidad Uwa Calafitas, manifiesta al ser preguntada si habían instaurado alguna queja contra el procesado por su mal comportamiento con Anita dice: ‘Sí, yo y mi marido nos quejamos ante el cabildo indígena que él le pegaba a Anita,...entonces el cabildo le impuso un castigo de no tocar más en las tiendas, rozar una hectárea de tierra y cultivarla de maíz por un lapso de seis meses y no pegarle más a Anita y hacerle casa y vivir con Anita en ella». Notificadas las autoridades indígenas de la decisión adoptada por la Sala Penal del Tribunal Superior de Cúcuta, se pronunciaron a través del escrito de fecha 19 de enero de 2001, en el sentido de rechazar la competencia para conocer del proceso penal seguido contra Arnulfo Pérez, por desconocerle como miembro de sus comunidades; y solicitan por lo tanto que se juzgue y castigue al homicida conforme a la justicia penal colombiana. Al respecto reza el texto: «Las comunidades indígenas de Calafitas I y II, queremos Manifestarles que de acuerdo con las Determinaciones que tomamos en reunión conjunta con las dos comunidades, respecto al caso de homicidio cometido por el indígena Arnulfo Pérez, contra su compañera, nosotros no aceptamos el regreso de ese señor, porque lo desconocemos como miembro de nuestras comunidades. Por tanto solicitamos a las autoridades correspondientes que juzguen y castiguen al homicida conforme a la justicia penal colombiana, ya que nosotros no lo hemos solicitado para someterlo a la jurisdicción especial indígena. Aclaramos que la expulsión del homicida de nuestras comunidades no se puede interpretar como castigo a la falta cometida». Para el Magistrado ponente y demás integrantes de la Sala el juzgamiento del homicida por parte de sus propias autoridades estaba determinado, y así debía ser, no sólo por su carácter de «indígena» sino porque los hechos se sucedieron en el territorio de la «comunidad Calafitas, perteneciente a la etnia de los u’was». 59

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También reconoció la sentencia que la identidad cultural del sindicado se enmarcaba en «el vínculo existente entre el indígena y su etnia», el cual debía entenderse «como el proceso de cohesión de la cultura a la que pertenece el miembro de la comunidad». Este argumento, junto con el del territorio, ocuparon lugar central para la no aceptación, por parte del Consejo Superior de la Judicatura, de la decisión tomada por las «autoridades indígenas» de no juzgar a Arnulfo Pérez. La paradoja de esta última decisión estuvo dada por el implícito que reguló la Sentencia de la Sala: que al igual que cualquier juez de la República tiene la capacidad de juzgar a cualquier colombiano o colombiana, perteneciente a la «cultura mayoritaria», las autoridades de Calafitas estaban en capacidad de hacer lo mismo, con cualquier integrante de su «comunidad», independientemente de los límites de su capacidad de juzgar, de la pertinacia del sujeto inculpado, de los hechos punibles sucedidos y sin considerar la historicidad y condición concreta del vínculo existente entre el sindicado y su cultura. Este implícito, constituyente del fuero «indígena», se hizo manifiesto, con algunas limitaciones y salvedades, en la parte final de la Sentencia, en las consideraciones constitucionales y legales de la Sala: «Ahora bien, del reconocimiento constitucional de las jurisdicciones especiales se deriva el derecho de los miembros de las comunidades indígenas a un fuero. En efecto, se concede el derecho a ser juzgado por sus propias autoridades, conforme a sus normas y procedimientos, dentro de su ámbito territorial, en aras de garantizar el respeto por la particular cosmovisión del individuo. Sin embargo, esto no significa que siempre que esté involucrado un aborigen en una conducta reprochable, la jurisdicción indígena es competente para conocer del hecho. El fuero indígena tiene límites, que se concretarán dependiente de las circunstancias de cada caso. Por ahora, debemos señalar, que en la noción de fuero indígena se conjugan dos elementos: uno de carácter personal, con el que se pretende señalar que el individuo debe ser juzgado de acuerdo con las normas y las autoridades de su propia comunidad, y uno de carácter geográfico, que permite que cada comunidad pueda juzgar las conductas que tengan ocurrencia dentro de su territorio, de acuerdo con sus propias normas. La distinción es importante, porque algunas veces, se atiende al fuero personal, o al fuero territorial, indistintamente, para determinar la competencia. Debe reiterarse, entonces, que la coordinación entre este tipo de fueros corresponde a las circunstancias particulares de cada caso». 60

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Con esta declaración la Sala del Consejo Superior de la Judicatura no sólo mantuvo la tradición multisecular en Colombia del casuismo jurídico para el juzgamiento de «indígenas» y de otros «nacionales» sino, con el fuero, la competencia jurisdiccional de juzgar a un «indígena» y el derecho a ser juzgado por sus propias autoridades. Este derecho, para su ejercicio en una u otra dirección, está supeditado a consideraciones jurídicas emanadas de los altos tribunales de la justicia en Colombia los cuales, como en el caso precitado, imponen sus decisiones sin atender realmente los conflictos morales y políticos internos, que en las autoridades de un «pueblo indígena» puedan suscitar algunas actuaciones punibles de sus propios integrantes. Esta paradójica situación reintroduce hoy en la justicia colombiana el corpus ideológico característico de la fundamentación colonial que se dio en los territorios hispanoamericanos desde el siglo XV en adelante y que fue recogido en la práctica por la Constitución de 1886, por sus leyes reglamentarias y por los convenios de misiones: la apelación al «examen de racionalidad» a un sindicado «indígena» y, si es del caso, a su pueblo. En el texto de la sentencia esta apelación se hace insoslayable: «En efecto, la solución puede variar si la acción típica es cometida por miembros de pueblos indígenas dentro de su territorio, o si un indígena, de manera individual, incurre en ella afectando a quien no es miembro de su comunidad por fuera del ámbito geográfico del resguardo. En el primer caso, en virtud de consideraciones territoriales y personales, las autoridades indígenas son las llamadas a ejercer la función jurisdiccional; pero en el segundo, el juez puede enfrentar múltiples situaciones no solucionables, razonablemente mediante una regla general de territoriedad. Por ejemplo: cuando la conducta del indígena sólo es sancionada por el ordenamiento nacional, en principio, los jueces de la República son los competentes para conocer del caso; pero como se encuentran ante un individuo de otra comunidad cultural, tienen el deber de determinar si el sujeto agresor entendía, al momento de cometer el ilícito, que su conducta era realmente negativa, para efectos de reconocerle, o no, el derecho al fuero. En este orden de ideas, las autoridades nacionales pueden encontrarse ante un indígena que de manera accidental entró en relación con una persona de otra comunidad, y que por su particular cosmovisión, no era dable entender que su conducta en otro ordenamiento era considerada reprochable; o, por el contrario, enfrentar un sujeto que por su especial relación con la comunidad mayoritaria conocía el carácter perjudicial del hecho, sancionado por el ordenamiento jurídico nacional. En el primer caso, el 61

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interprete deberá considerar devolver al individuo a su entorno cultural, en aras de preservar su especial conciencia étnica; en el segundo, la sanción, en principio, estará determinada por el sistema jurídico nacional. En el caso de que la conducta sea sancionada en ambos ordenamientos, es claro que la diferencia de racionalidades no influye en la comprensión de tal actuar como perjudicial. Sin embargo, el intérprete deberá tomar en cuenta la conciencia étnica del sujeto y el grado de aislamiento de la cultura a la que pertenecía, para determinar si es conveniente que el indígena sea juzgado y sancionado de acuerdo con el sistema jurídico nacional, o si debe ser devuelto a su comunidad para que sea juzgado por sus propias autoridades, de acuerdo a sus normas y procedimientos». La reiteración permanente a las normas y procedimientos propios de los «pueblos indígenas», para juzgar a sus integrantes por sus propias autoridades, y la apelación a «la «conciencia étnica» del sujeto y el grado de aislamiento de la cultura» a que pertenece ponen de manifiesto la existencia de un doble esencialismo, en este caso en los integrantes de la Sala de la Judicatura: del carácter positivo de las normas y procedimientos y, a su vez, de la cultura en el individuo; se asume la «conciencia étnica» como un algo dado por el simple hecho de pertenecer a un grupo cultural específico; no se examina el carácter del vínculo existente entre el sujeto sindicado y su grupo; mucho menos se analizan los argumentos y el trasfondo de la decisión tomada muchas veces por las «autoridades indígenas», de no juzgar a un integrante de sus pueblos. En este orden de ideas, se privilegia al individuo, entendido como «persona jurídica», sobre su colectivo, tal y como está contenido y expresado en la fórmula del Estado Social y Democrático de Derecho, que incluye la tutela del individuo y de sus derechos (Olano, 2002: 35). Sin embargo este principio, democrático en su contenido y aplicación, constituye profundas ambigüedades e incertidumbres jurídicas sobre la base del reconocimiento del pluralismo cultural en la manera como se ha hecho y del casuismo jurídico mencionado en párrafos precedentes; es aplicado dependiendo de campos valorativos dentro de los cuales, aunque se reconocen las competencias de juzgamiento a las «autoridades indígenas», sirve para que los jueces y las altas Cortes del Estado colombiano tomen decisiones miradas como contradictorias por quienes tiene la potestad de juzgar, ya sea dentro de la Jurisdicción ordinaria o especial indígena. Como expresión de la situación anotada se establece el conflicto de jurisdicciones suscitado entre el Juzgado Segundo Promiscuo del Circuito de Puerto Asís y el 62

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«cabildo indígena» «Monilfa-Amena con ocasión del proceso seguido a Fernando Saita Tapuyima por el delito de acceso carnal violento agravado en la persona de la menor Alexa Fernanda Martínez Silva». Este conflicto se presentó porque el Juzgado mencionado no aceptó los argumentos de la Gobernadora del Cabildo, que a la letra decían: «Los Cabildos Indígenas son la autoridad propia de cada Comunidad organizada autónoma para efectos de ejercer Gobierno Propio representar a la comunidad y ejercer control a su interior. En el caso que me ocupa, la Comunidad se encuentra asentada en Jurisdicción del Municipio de Puerto Asís, vivimos aquí desde mas de 20 años ejerciendo funciones jurisdiccionales dentro de nuestro ámbito territorial entendiéndose por éste el hábitat urbano y rural en que nos encontramos al respecto, es importante advertir que en Colombia existen Comunidades civiles indígenas que han perdido su territorio o se han desplazado a otras regiones encontrándose en la actualidad sin territorio. Lo anterior no es obstáculo para que las comunidades Indígenas recreen su etnicidad aún cuando no posean tierra porque igual se ejerce dominio, autoridad y control social interno de acuerdo a sus usos y costumbres que nos identifica del resto de la sociedad. Respecto de la Comunidad Indígena MONTILLA AMENA, se ha venido recreando la cultura en un territorio alejado del espacio ancestral pudiendo entonces afirmarse que la jurisdicción de la Comunidad abarca su ámbito territorial, el cual esta circunscrito al Municipio de Puerto Asís. Por otro lado no podríamos decir que no estamos legalizados, toda vez que de conformidad con la ley 89 de 1890, basta la legitimidad que la misma comunidad le reconoce al cabildo, el Acta de Posesión ante el Alcalde Municipal, que en este caso ambos presupuestos se encuentran aprobados. La ausencia de territorio legalmente reconocido a través de la Figura de Resguardo, no es impedimento para que la Comunidad y el Cabildo [...] ejerzan funciones administrativas y jurisdiccionales. De hacerlo estaríamos negando el Principio Constitucional de la diversidad étnica 63

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y cultural de la Nación e impidiendo el desarrollo autónomo de la comunidad, según sus usos y costumbres. También es necesario tener en cuenta que las normas y procedimientos internos de la Comunidad son parte de los Usos y Costumbres los cuales han sido transmitidos por transmisión oral (sic). Por esta razón no es posible que se le exija a la Comunidad reglamentos internos escritos, porque somos nosotros colectivamente los que determinamos las normas y procedimientos y que estos pueden ser de carácter oral». Ante este pedimento de la Gobernadora el Juzgado Manifestó: «Lo cierto es, que las condiciones en que fue cometido el punible de Acceso Carnal Abusivo con Menor de Catorce Años imputado al señor FERNANDO SAITA TAPUYIMA se encuentra fuera del ámbito de protección de la jurisdicción indígena. En principio, se diría que la jurisdicción indígena conoce de los punibles realizados por miembros de su comunidad, dentro de su territorio y siempre que se afecte a un miembro de la misma. Sin embargo, es también cierto que, dicha posición está sujeta a variación dependiendo de los alcances del delito y, si estos afectan derechos fundamentales. ... algunas veces se atiende al fuero personal o al fuero territorial, indistintamente, para determinar la competencia. Debe reiterarse, entonces, que la coordinación entre este tipo de fuero corresponde a las circunstancias particulares de cada caso». Con esta sustentación el Juez, ante el conflicto de jurisdicciones presentado, consideró necesario recurrir a una instancia superior. El 31 de marzo de 2004 este asunto fue dirimido en la Sala Jurisdiccional Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura con la ponencia del Magistrado Temístocles Ortega Narváez. Los argumentos que fundamentaron la decisión del Consejo fueron los siguientes: «Como lo ha dicho la Corte Constitucional, el respeto de la diversidad supone la aceptación de cosmovisiones y de estándares valorativos diversos y hasta contrarios a los valores de una ética universal. Esta 64

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paradoja ha dado lugar a un candente debate filosófico sobre la vigencia de los derechos humanos consagrados en los tratados internacionales. La plena vigencia de los derechos fundamentales constitucionales en los territorios indígenas como límite al principio de diversidad étnica y constitucional es acogido en el plano del derecho internacional, particularmente en lo que tiene que ver con los derechos humanos como código universal de convivencia y diálogo entre las culturas y naciones, presupuesto de la paz, de la justicia, de la libertad y de la prosperidad de todos los pueblos. (T-254 de 1994). La diversidad étnica y cultural tiene obviamente su manifestación en las distintas comunidades indígenas, verdaderas organizaciones, sujetos de derechos y obligaciones, que, por medio de sus autoridades, ejercen poder sobre los miembros que las integran hasta el extremo de adoptar su propia modalidad de gobierno y de ejercer control social. Para su efectiva protección, en materia jurisdiccional el Art. 246 de la C.P. reconoce la existencia de una jurisdicción especial propia facultando a las autoridades indígenas para ejercer funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial, conforme a sus propias normas y procedimientos, siempre que no sean contrarios a la Constitución y a las Leyes de la República. Como puede verse, la autonomía política y jurídica es una facultad amplia y generosa, no por ello omnímoda y absoluta, en tanto sí tiene unos límites perfectamente demarcables que miran a asegurar la unidad nacional y que la Corte Constitucional dio en establecer como reglas de interpretación; son ellas: 1. A mayor conservación de sus usos y costumbres, mayor autonomía. 2. Los derechos fundamentales constitucionales constituyen el mínimo obligatorio de convivencia para todos los particulares. 3. Las normas legales imperativas (de orden público) de la República priman sobre los usos y costumbres de las comunidades indígenas. Siempre y cuando protejan directamente un valor constitucional superior al principio de diversidad étnica y cultural.

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4. Los usos y costumbres de una comunidad indígena priman sobre las normas legales dispositivas. (Ídem) Ello en cuanto hace a las comunidades indígenas como agrupaciones destinatarias de una jurisdicción especial, que las sustraiga del juzgamiento a cargo de la justicia ordinaria que congloba al común de los habitantes del territorio nacional; sin embargo, para los casos particulares y en términos de verificar que cada indígena respecto del cual se predica la posible comisión de un hecho punible goce de la garantía del fuero, es menester auscultar una serie de circunstancias que deben concurrir para que pueda ser sujeto de esa jurisdicción y no de la ordinaria; tal examen ha sido objeto de estudio constitucional, producto del cual se ha establecido: «En la noción de fuero indígena se conjugan tres elementos: uno de carácter personal, con el que se pretende señalar que el individuo debe ser juzgado de acuerdo con las normas y las autoridades de su propia comunidad, otro de carácter geográfico, que permite que cada comunidad pueda juzgar las conductas que tengan ocurrencia dentro de su territorio, de acuerdo con sus propias normas y un elemento relativo a la naturaleza del hecho, según el cuál sólo en la medida en que el delito no desborda la órbita cultural indígena, podrá ser asumido por la jurisdicción especial. Es decir, existen hechos delictivos que no guardan relación alguna con la cultura aborigen, y cuya lesividad y trascendencia tornan imperativo que la competencia se asigne a los Jueces ordinarios. «La Corte Constitucional ha señalado que «si la acción típica es cometida por miembros de pueblos indígenas dentro de su territorio, en virtud de consideraciones territoriales y personales, las autoridades indígenas son las llamadas a ejercer la función jurisdiccional. Si por el contrario, un indígena incurre en conducta delictiva, afectando a quien no es miembro de su comunidad por fuera del ámbito geográfico del resguardo, el juez puede enfrentar múltiples situaciones: cuando la conducta del indígena sólo es sancionada por el ordenamiento nacional, en principio los jueces de la República son los competentes para conocer el caso; pero como se encuentran ante un individuo de otra comunidad cultural, tienen el deber de determinar si el sujeto agresor entendía, al momento de cometer el ilícito, que su conducta era realmente negativa, 66

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para efectos de reconocerle, o no, el derecho al fuero. Si se demuestra que el indígena no comprendía el carácter ilícito de la conducta que realizó, el juez deberá devolver al individuo a su entorno cultural, pues surge una causal de inimputabilidad fundada en la diferencia valorativa. En caso de que la conducta sea sancionada en ambos ordenamientos (nacional e indígena), es claro que la diferencia de racionalidades no influye en la comprensión de tal actuar como perjudicial, y en principio será imputable. Sin embargo, en este evento se debe tomar en cuenta la conciencia étnica del sujeto y el grado de aislamiento de la cultura a la que pertenece para determinar si es conveniente que el indígena sea juzgado por sus propias autoridades, de acuerdo a sus normas y procedimientos». (Sentencia T - 496 de septiembre 26 de 1996. M.P: Dr. Carlos Gavina Díaz). Llegada entonces la hora de establecer si en el caso de ocupación se reúnen los elementos del fuero jurisprudencialmente establecidos, en términos de verificar el elemento personal y geográfico, cabe recordar cómo esta Sala ha señalado al respecto de la prueba necesaria para acreditarlos: «Para la verificación de tales elementos, no existe tarifa legal alguna y de hecho es obvio asumir la libertad probatoria en tanto se trata de conciliar dos tipos muy distintos de derecho: el de la Jurisdicción ordinaria eminentemente reglado, formal y escrito y el de la jurisdicción indígena, regularmente informal, oral y ceñido a sus usos y costumbres» (Rad. 20011431, auto de febrero 12 de 2002, M.P. Temistocles Ortega Narváez). Igualmente la Corte Constitucional en Sentencia T-934 del 19 de noviembre 1999 al revisar fallo de acción de tutela mediante la cual se reclamaba el envió del proceso penal por el delito de homicidio seguido a indígenas de la Comunidad indígena Chenche Amayarco, hablando del tema de los requisitos para que se reconozca la existencia de la jurisdicción especial indicó «en el caso objetivo de revisión, se encuentra cumplido el primero de los requisitos, pues mediante escrito fechado el día 25 de mayo de 1999, el gobernador del Resguardo Indígena Chenche Amayarco hace constar que los señores A. y B.A.C., son miembros activos de dicha comunidad.» Para el caso presente, teniendo en cuenta lo dicho la Sala procede a realizar el análisis requerido así: 67

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Elemento Personal: Se encuentra establecido, cuando el procesado desde el inicio de las diligencias manifestó su condición de indígena, situación que fue corroborada por la Gobernadora del Cabildo Indígena «Monilta - Amena Etnia Huitoto» y el Gobernador suplente al solicitar el envío a la jurisdicción indígena de! inculpado Femando Saita Tapuyima para que se encargue de adelantar el correspondiente proceso e imponer la sanción que amerite. Elemento Geográfico o territorial, se deriva del hecho manifestado en escrito obrante a folios 127-128 en el que la Gobernadora del Cabildo Indígena l’Monilfa - Amena Etnia Huitoto» explica que si bien es cierto su comunidad se encuentra debidamente establecida y reconocida por las autoridades municipales como lo exige la normatividad nacional para los cabildos, no se puede hablar de que posean -un territorio definido como resguardo y viven desde hace más de 20 años asentados en el Municipio de Puerto Asís en el Departamento del Putumayo ejerciendo funciones jurisdiccionales dentro de dicho ámbito. Para el caso en estudio, no existe prueba tendiente a desvirtuar que la comunidad del cabildo colisionante recree su cultura, usos y costumbres hace más de 20 años en Puerto ASÍS; de tal modo, siendo que los mismos son sancionados en ambos ordenamientos (nacional e indígena), esto es, que no desbordan la órbita cultural indígena, no se advierte circunstancia alguna que amerite sustraer el presente juicio de la aplicación de las normas, procedimientos y autoridades indígenas, al cual deberá enviarse el conocimiento del asunto en guarda de su autodeterminación, la preservación de su cultura y el respeto por la diversidad étnica, pues como lo indicó la jurisprudencia Constitucional en la providencia atrás transcrita, si la. acción típica es cometida por miembros de pueblos indígenas dentro de su territorio, en virtud de consideraciones territoriales y personales, las autoridades indígenas son las llamadas a ejercer la función jurisdiccional. Además, porque como igualmente lo ha dicho dijo la Corte Constitucional en proveído de T-496 de 1996, en ningún momento le es dable al Estado interferir en los parámetros culturales del individuo señalando, desde su punto de vista, las pautas que se debe seguir para «corregirlo». Este tipo de interferencia restaría eficacia al reconocimiento constitucional del pluralismo como pilar axiológico de nuestro Estado 68

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Social de Derecho, además de pretender desarrollar un concepto de sujeto referido a características que se creen «naturales» en el grupo que las predica. No quiere decir lo anterior, que el indígena que es juzgado a la luz del derecho penal, deba ser tratado siempre como alguien que conocía y comprendía la ilicitud de un acto. El juez, en cada caso, debe hacer un estudio sobre la situación particular del indígena, observando su nivel de conciencia étnica y el grado de influencia «de los valores occidentales hegemónicos, para tratar de establecer si conforme a sus parámetros culturales, sabía que estaba cometiendo un acto ilícito. De determinarse la falta de comprensión de! contenido y alcance social de su conducta, el juez deberá concluir que ésta es producto de una diferencia valorativa y no de una inferioridad en las capacidades intelectovolitivas; en consecuencia ordenará devolver al indígena a su comunidad para que sea Juzgado por sus propias autoridades. De tal modo, frente a la concurrencia de los elementos del fuero indígena, y a las dificultades que ha enfrentado la comunidad «monilla Armena» en términos de tener que recrear sus tradiciones, usos y costumbre en lugar distinto a sus territorios ancestrales, mal podría el Estado contribuir a la desaparición de su cultura, sustrayéndola del juzgamiento de sus propios pares por hechos ocurridos dentro de su comunidad y allí también previstos como delincuenciales. Todas estas razones confluyen para concluir en la conveniencia que el sindicado sea juzgado por la comunidad indígena de la cual proviene y en consecuencia el conflicto habrá de dirimirse a su favor». Como es evidente, la decisión del Consejo Superior de la Judicatura sólo atendió uno de los polos en conflicto. Ironizando se podría afirmar que, con base en la argumentación de los magistrados de esta instancia judicial, el Consejo «protegió la cultura» que las autoridades de la misma se negaban conservar. Esta arrogancia argumentativa y la superioridad ética, moral y política, que se abrogaron los integrantes del Consejo frente a la negativa de las «autoridades indígenas», es índice e indicio del carácter disminuido del mal llamado pluralismo cultural del Estado colombiano y de la continuidad del proyecto colonial en la actualidad. Empero en este derrotero hay que afirmar que las dificultades en el juzgamiento de integrantes de los «pueblos indígenas», hasta ahora mencionadas, no provienen de la malicia o incompetencia de los operadores judiciales y de sus asesores, así 69

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como de las «autoridades indígenas», dentro del ámbito de sus respectivas jurisdicciones. Surgen de la ruptura formal que la Constitución de 1991 produjo con respecto a la de 1886 en lo que se refiere al ordenamiento político, jurídico e ideológico de la Nación colombiana y en particular con la transformación de los códigos en lo referente a la imputabilidad o inimputabilidad del autor de un hecho caracterizado como delito. Esta ruptura, al ser formal, y al mismo tiempo ser mirada como un «acuerdo de paz» entre diversos sectores sociales y políticos de la sociedad colombiana, hizo de la Constitución del 91 un punto de partida mas no un punto de llegada. Lo anterior significa para el conjunto de la sociedad, para sus instituciones públicas y privadas, y para la organización sociopolítica del País, la emergencia no sólo de nuevas tensiones y conflictos sino la transformación de contenidos y discursos ideológicos, políticos, educativos, jurídicos y culturales, con el fin de concretar la Carta Constitucional en las nuevas leyes que la reglamentan. De no darse y ahondarse esta transformación la Constitución sólo será un texto formal carente de la fuerza requerida por las reformas que la sociedad requiere. En este marco el fortalecimiento de la Jurisdicción Especial Indígena se hace crucial en la concreción futura de la utopía del reconocimiento real y no formal del pluralismo jurídico y cultural. En efecto, situados en relación con el principio constitucional de favorabilidad jurídica para todo implicado en hechos considerados delictivos por una u otra jurisdicción o por las dos en su conjunto, y examinados algunos procesos judiciales, hay que decir que la Jurisdicción Especial Indígena puede comprometerse hasta en casos sucedidos con anterioridad a la vigencia de la Constitución de 1991. En el año de 1998 llegó a la Corte Constitucional el expediente T-160.599, por remisión que hizo la Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, en virtud de lo ordenado por el artículo 31 del decreto 2591 de 1991. Los antecedentes, origen de esta actuación de la Corte Constitucional, se remontaban al 9 de diciembre de 1997 cuando Genaro Capera Sogamoso presentó, ante el Tribunal Superior de Ibagué, Sala Penal, acción de tutela contra la sentencia proferida por el Juzgado Segundo Penal del circuito de Purificación, en el proceso por homicidio seguido en su contra. Según el actor del homicidio, por su calidad de miembro de la comunidad indígena «Totarco Dinde», y en aplicación del art. 246 de la Constitución, según el cual «las autoridades de los pueblos indígenas podrán ejercer funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial», su juzgamiento no podía producirse por autoridad distinta a la constituida en su comunidad. En la demanda de tutela instaurada Genaro Capera Sogamoso argumentó que: «considera que la sentencia condenatoria proferida por el juzgado acusado, desconoce sus derechos fundamentales al debido proceso 70

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(artículo 29 de la Constitución) y a la igualdad (artículo 13 de la Constitución), toda vez que el juez natural llamado a juzgarlo era el cabildo y no un juez de la República». A renglón seguido manifestó que: «considera que la cárcel no es un mecanismo idóneo para imponer correctivos a los miembros de las comunidades indígenas, pues existen costumbres y mecanismos distintos para corregirlos, que tienen como fundamento las costumbres y la especial forma de vida de cada comunidad»; sentencia T-344/98. La Sala Primera de la Corte Constitucional, con ponencia del Magistrado Alfredo Beltrán Sierra, una vez examinada la tutela puesta en relación con el debido proceso, conceptuó que: «[...], la Constitución Nacional, en el artículo 246, de manera expresa, al regular las jurisdicciones especiales, autorizó el ejercicio de funciones jurisdiccionales por las «autoridades de los pueblos indígenas», con dos condiciones, a saber: la primera, que dichas funciones se ejerzan en el ámbito territorial de la respectiva comunidad; y la segunda, que las normas y procedimientos que se utilicen para el efecto, no sean «contrarios a la Constitución y leyes de la república»,». Así mismo planteó, en referencia al ejercicio de la jurisdicción especial «indígena», que: «En cuanto hace relación al ejercicio de esta jurisdicción, la Corte Constitucional, en sentencia T-496 de 1996, precisó que: «Sin embargo, esto no significa que siempre que esté involucrado un aborigen en una conducta reprochable, la jurisdicción indígena es competente para conocer del hecho. El fuero indígena tiene límites, que se concretarán dependiendo de las circunstancias de cada caso. Por ahora, debemos señalar, que en la noción de fuero indígena se conjugan dos elementos: uno de carácter personal, con el que se pretende señalar que el individuo debe ser juzgado de acuerdo con las normas y las autoridades de su propia comunidad, y uno de carácter geográfico, que permite que cada comunidad pueda juzgar las conductas que tengan ocurrencia dentro de su territorio, de acuerdo con sus propias normas. La distinción es importante, porque algunas veces, se atiende al fuero personal, o al fuero territorial, indistintamente, para determinar la competencia. Debe reiterarse, entonces, que la coordinación entre este tipo de fueros corresponde a las circunstancias particulares de cada caso». Las circunstancias particulares aludidas por la Corte Constitucional, las precisó atendiendo a dos situaciones específicas: a) cuando la acción típica es cometida por uno o varios miembros de los «pueblos indígenas» dentro de su territorio; b) 71

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cuando, de manera individual, incurre en ella afectando a quién no es miembro de su comunidad por fuera del ámbito geográfico del resguardo. Para la primera circunstancia particular la Corte manifestó que: «[...] en virtud de consideraciones territoriales y personales, las autoridades indígenas son las llamadas a ejercer la función jurisdiccional». Para la segunda circunstancia la Corte reconoció que: «[...] el juez puede enfrentar múltiples situaciones no solucionables razonablemente mediante una regla general de territorialidad». Las múltiples situaciones que un juez puede enfrentar la Corte las sintetizó así: 1) «Cuando la conducta del indígena sólo es sancionada por el ordenamiento nacional, en principio, los jueces de la República son los competentes para conocer del caso; pero como se encuentran ante un individuo de otra comunidad cultural, tienen el deber de determinar si el sujeto agresor entendía, al momento de cometer el ilícito, que su conducta era realmente negativa, para efectos de reconocerle, o no, el derecho al fuero. En este orden de ideas, las autoridades nacionales pueden encontrarse ante un indígena que de manera accidental entró en relación con una persona de otra comunidad, y que por su particular cosmovisión, no le era dable entender que su conducta en otro ordenamiento era considerada reprochable; o, por el contrario, enfrentar un sujeto que por su especial relación con la comunidad mayoritaria conocía el carácter perjudicial del hecho, sancionado por el ordenamiento jurídico nacional. En el primer caso, el intérprete deberá considerar devolver al individuo a su entorno cultural, en aras de preservar su especial conciencia étnica; en el segundo, la sanción, en principio, estará determinada por el sistema jurídico nacional. 2) En el caso de que la conducta sea sancionada en ambos ordenamientos, es claro que la diferencia de racionalidades no influye en la comprensión de tal actuar como perjudicial. Sin embargo, el intérprete deberá tomar en cuenta la conciencia étnica del sujeto y el grado de aislamiento de la cultura a la que pertenece, para determinar si es conveniente que el indígena sea juzgado y sancionado de acuerdo con el sistema jurídico nacional, o si debe ser devuelto a su comunidad para que sea juzgado por sus propias autoridades, de acuerdo a sus normas y procedimientos. (Corte Constitucional Sentencia T-496 de 1996, Magistrado Ponente, doctor Carlos Gaviria Díaz)». Con estas consideraciones, cuyos contenidos en el texto de la Corte comprometen los efectos derivados de las metáforas ontológicas y las tensiones derivadas de 72

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concepciones implícitas de mundo, puestas en interacción en la tutela aludida, el Magistrado ponente, después de exponer los argumentos precitados, conceptuó que: «Si bien es verdad que a partir de la vigencia de la Constitución de 1991, por expresa disposición del artículo 246 de la Carta Política, los miembros de las comunidades indígenas tienen derecho a ser juzgados por sus autoridades en el ámbito territorial donde éstas ejercen jurisdicción, conforme a las normas y procedimientos propios y con sujeción a las garantías mínimas del debido proceso, no es menos cierto que, en este caso concreto, la jurisdicción del estado juzgó a Genaro Capera Sogamoso por el homicidio de que fue víctima José Tito Llanos el 1º de agosto de 1980, es decir, por un hecho acaecido once años antes de que fuera expedida la Constitución vigente. De igual manera, aparece demostrado en el expediente, con copia de la sentencia pronunciada por el Juzgado Segundo Penal del Circuito de Purificación (Tolima) el 18 de marzo de 1993, que el proceso penal seguido contra Genaro Capera Sogamoso por el delito de homicidio a que se ha hecho alusión, se surtió con sujeción a las normas legales, bajo la consideración de que el procesado es un ciudadano colombiano, cuya pertenencia a una comunidad indígena no fue invocada en ese proceso, razón por la cual no podía, en manera alguna, exigírsele al juez dar aplicación al artículo 246 de la Constitución Nacional, para que el hecho delictivo imputado al sindicado se juzgara por las autoridades indígenas. 3 Así mismo, tampoco se encuentra demostrado que la víctima del delito de homicidio por el cual se condenó al solicitante en tutela, perteneciera a una comunidad indígena. 4 Por otra parte, según afirmación del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Ibagué -Sala Penal-, en la sentencia de 15 de enero de 1998, el solicitante en esta acción de tutela, Genaro Capera Sogamoso, fue capturado el 28 de enero de 1997, es decir, luego de transcurridos ya tres años y diez meses de dictada la sentencia condenatoria por el homicidio a que se ha hecho referencia en los numerales precedentes, y, sólo después de su captura se produjo la solicitud de tutela que aquí se revisa, en virtud de la alegación que entonces se hizo de haber sido vulnerado el derecho del peticionario a ser juzgado por las autoridades indígenas y conforme a las normas y procedimientos por ellas establecidos. 5 En tales condiciones, si Genaro Capera Sogamoso fue juzgado como presunto autor de un hecho delictuoso acaecido el 1º de agosto de 1980, por el juez competente y 73

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si, además, se observaron en ese juzgamiento las formas propias del mismo conforme a la legislación colombiana, resulta absolutamente claro que, no invocada entonces, en el curso del proceso la calidad de indígena del procesado ni de la víctima, ni tampoco que el hecho ocurrió en comprensión territorial de un cabildo indígena, mal puede predicarse que se produjo violación del debido proceso, como lo pretende el actor. 6 Siendo ello así, se reitera por la Corte que conforme al artículo 246 de la Constitución Política, el Estado Colombiano reconoce y respeta la jurisdicción indígena, en virtud de la cual se acepta la existencia de autoridades judiciales propias de los pueblos indígenas, así como la potestad de las comunidades de esta índole para establecer normas y procedimientos propios, adoptar decisiones de carácter imperativo conforme a ellas, siempre y cuando no se quebranten principios mínimos elementales para garantizar el debido proceso, pero sin que ello signifique que pueda aceptarse que se invoque la pertenencia a una comunidad indígena luego de surtido un proceso e impuesta una pena, como subterfugio para eludir el cumplimiento de ésta, o, lo que resulta más grave, para pretender la nulidad de un proceso válidamente adelantado por la jurisdicción del Estado. 7 Corolario obligado de lo dicho, es que la sentencia sometida ahora a la revisión de la Corte Constitucional, tampoco quebrantó el derecho a la igualdad, pues el juzgamiento del peticionario por el presunto delito de homicidio a que se ha hecho alusión, se llevó a cabo dando aplicación a las normas legales pertinentes, comunes e iguales para todos los habitantes del territorio nacional». La sentencia T-344/98 confirmó lo actuado y el fallo del Juzgado Segundo Penal del Circuito de Purificación (Tolima), la sentencia del quince 15 de enero de 1998, del Tribunal Superior de Ibagué, Sala Penal, la sentencia del veinticuatro 24 de febrero de 1998, de la Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, y no tuteló los derechos supuestamente violados por los operadores judiciales, de acuerdo con lo expresado en la petición del demandante Genaro Capera Sogamoso. Sin embargo, independientemente de los fallos y sentencias de las instancias de justicia que intervinieron en el caso precedente, los contenidos metacríticos de la argumentación jurídica expresan, a su manera, los niveles tensionales previamente señalados y reiterados en otros casos, como los ya citados, y en el problema origen de este texto.

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El escrito precitado de la Corte Constitucional, en su parte substantiva, pone de presente cinco argumentos que según el doctor Alfredo Beltrán Sierra, Magistrado ponente y los demás integrantes de la Sala de Casación Penal, impedían aceptar la tutela interpuesta por Genaro Capera Sogamoso. La primera razón para no aceptar el pedimento del homicida fue de carácter temporal: los hechos se habían sucedido once años antes de la expedición de la Constitución del 91. En la exposición de este argumento no se tuvieron en cuenta las particularidades jurídicas expresadas en la ley 89 de 1890, que se mantuvieron incólumes hasta la vigencia de la actual Constitución18 y que obligaban a examinar si Genaro Capera Sogamoso era «salvaje», «semisalvaje» o si ya estaba reducido a la «vida civil», como lo ordenaba el Art 1º de esta ley. El segundo argumento esgrimido tuvo que ver con el hecho de que el «procesado» no había invocado su pertenencia a una «comunidad indígena». En el estudio de los integrantes de la Sala no se analizó el proceso en el cual fue condenado y sin embargo, a pesar de este faltante, se invocó la no enunciación de un criterio de pertenencia cultural como si, con anterioridad a 1991, esta invocación hubiese sido requisito. El mismo criterio se mantuvo con la tercera razón solicitada, ya no en referencia al «procesado» sino a la víctima. Los otros dos argumentos se basaron en presunciones tales como un posible subterfugio del enjuiciado para eludir la condena inicialmente impuesta. La Sala de Casación Penal de la Corte Constitucional al argumentar de esta manera sólo atendió a los supuestos metacríticos sobre el «indígena» que todavía se mantienen vigentes en grandes conjuntos de la sociedad no obstante el reconocimiento de la diversidad cultural que hace la Constitución. Estos contenidos se resuelven en cada composición de la identidad y diferencia cultural, configurantes de la alteridad, que intervienen en los ejercicios de poder político y judicial.

Consultar: Fabián Díaz Aristizábal, «El resguardo indígena (su realidad y su ley)», Ministerio de Gobierno, Dirección General de Integración y Desarrollo de la Comunidad, División Operativa de Asuntos indígenas. A.G.N., caja 199, carpeta 1748, folios 82 – 225. 18

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2 LA COMPOSICIÓN ONTOLÓGICA DE LA ALTERIDAD La relación identidad – diferencia ha sido uno de los problemas más abordados por las ciencias humanas, jurídicas y políticas en los últimos años. Esta afirmación no quiere decir que en el pasado esta relación no hubiera sido percibida19. Hacer una genealogía o una arqueología de esta relación no es propósito del presente escrito; esta intencionalidad será tema de textos posteriores pertenecientes al sueño de un mundo erigido en torno a los efectos polarizantes derivados de su puesta en escena política y jurídica, y de su historia. Mientras tanto, mientras esto ocurre, abordaremos esta relación en el marco de la Carta constitucional de 1991, de su doctrina e interpretación. Las clasificaciones que se hicieron en torno a los integrantes de los «pueblos indígenas» de Hispanoamérica y Colombia se nutrieron en un primer momento, correspondiente a la conquista y colonización de América, eufemísticamente llamada «contacto o encuentro» de dos mundos, de las configuraciones ontológicas del Hombre y de sus jerarquías, atinentes a la Gran Cadena del Ser; corpus ideológico y filosófico constituyente de la episteme medieval. En ésta el criterio clasificatorio de los seres humanos se desenvolvió sobre la base del establecimiento del principio de sus formas de racionalidad: certeza sensible (todos los seres humanos); certeza moral (los seres humanos que hacían parte del mundo cristiano y los infieles dotados de composiciones jurídicas ius naturalistas y del derecho de gentes); certeza sobrenatural (los seres humanos dotados de la razón trascendente emanada de la divinidad judeocristiana). De ahí se llegó a los bárbaros simpliciter y secundum quid; los «pueblos indígenas» fueron llamados así porque constituyeron e integraron el conjunto caracterizado con la segunda forma de nominación; los otros pueblos, que no aceptaron el requerimiento, fueron aniquilados. Esta situación clasificatoria se mantuvo en la práctica dando origen a todo el sistema clasificatorio correspondiente a las llamadas mezclas de «castas» y, en el XIX, a las mezclas «raciales». En este siglo la oposición ideológica barbarie/civilización impregnó el derecho, la religión y en general las cotidianidades de los colombianos y colombianas. De allí surgieron las clasificaciones que la Ley 89 de 1890 recoge: salvajes, semisalvajes y reducidos a la vida civil. El paso para llegar a esta última categoría clasificatoria estaba dado por el abandono de sus culturas y la aceptación del adoctrinamiento religioso católico (Benítez, 1988: 107 – 110). Las leyes y decretos posteriores mantuvieron, unas más y otras menos, la «medición» del grado de barbarie o civilización en cada «indígena» acusado de la comisión de un delito. A la situación anterior se agregó, en la década de los años 70 del siglo XX, la «incapacidad» del «indígena» para comprender la ilicitud de su acto o para determinarse de acuerdo con esa comprensión (Benítez, 1988: 116). 19

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La referencia general a la persona y su sentido, que hace esta Constitución, tiene como fundamento «teorías de la persona jurídica»20 provenientes de tradiciones intelectuales y disciplinarias propias de la modernidad occidental21. Esta referencia parte de dos implícitos que afirman, por un lado, la humanidad del ser sujeto de derecho y por el otro, que estos derechos y obligaciones no son posibles en ausencia de procesos de individuación psicofísicos y culturales. La llamada Teoría de la Es común, entre los abogados y los estudiosos del derecho, afirmar que en el lenguaje jurídico las «personas jurídicas» son las organizaciones, en contraste con la persona natural e individual. Pese a ello, desde el inicio de este texto, venimos planteando que en el Derecho el carácter «natural» de la persona es un artificio jurídico, fundado en una ontología del ser, de carácter formal. Con este dispositivo se niega lo específico y propio de cada ser humano, de cada existente, y aun sus condiciones existenciarias propias, entre ellas las culturales y sociales, para afirmar como substantivo, por lo tanto el carácter objetivo, del formalismo del «universal» ontológico. Para Kelsen, que avala la modernidad-moderna de la relación Estado/ Derecho, «la persona es una substancia que como unidad fusiona unos derechos y unos deberes, pero que no es comprensible de forma independiente, aislada y autónoma de esas cualidades que forman el conjunto que simboliza el concepto de persona». En otras palabras, esta reflexión sobre la «persona jurídica» hace de ésta un abstracto unitario ya que no atiende a ningún concepto de persona proveniente de un campo extrajurídico, cualquiera que éste sea. Esta pretensión en Colombia, con la Constitución de 1991, es contradictoria; el reconocimiento que la Carta Magna hace de la Jurisdicción Especial Indígena, de hecho, con su performativo lingüístico y jurídico, reconoce elementos extrajurídicos de orden cultural, que intervienen en la noción de «persona natural» en cada «pueblo indígena« comprometido; bueno es aclarar que hasta ahora las jurisprudencias constitucionales no se han detenido en examinar esta circunstancia y mucho menos la contradicción que surge cuando los jueces y magistrados exigen un «mínimo axiológico obligatorio», proveniente de la tradición judeocristiana, para todos los «pueblos indígenas» en esta Jurisdicción Especial. En este orden de ideas y no obstante que en las tradiciones jurídicas judeocristianas se ha debatido en muchas oportunidades el concepto de «persona jurídica», la fórmula de diferenciación precedente, que afirma la diferencia entre persona jurídica y persona natural, no es suficiente. Menos, todavía, cuando, que el formalismo jurídico de la tradición colombiana, en la práctica se acepta que: «no es la realidad la que impone la forma», es todo lo contrario si se quiere por sobre todo a una ciencia del derecho absolutamente pura y ajena a la naturaleza o las desentrañables relaciones humanas» (Teleki, 2004: 71 a 77). Por esta razón no podemos dejar de mencionar algunas de las teorías de la persona jurídica operantes en Colombia; en todas ellas, sin excepción, el concepto de «persona jurídica» está relacionado con una ontoteología trascendental judeocristiana; es un artificio, una ficción formal que hoy se impone y aplica en los casos de juzgamiento de integrantes de los «pueblos indígenas»; ¡he aquí la falacia jurídica! 21 Aunque en lenguaje jurídico existen dos tipos de persona (natural y jurídica) en la práctica y en el ejercicio de la justicia la persona natural no puede ser entendida únicamente como tal; de hecho los niños son inimputables, también tienen derechos restringidos. Los integrantes de los pueblos indígenas han sufrido la restricción de sus derechos al ser declarados menores de edad, en tanto carentes de una forma específca de racionalidad que consagra occidente (principio de identidad, no contradicción y tercero excluido). La ficción de la persona natural se configura así como un ser de una específica racionalidad y no otras racionalidades. 20

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Realidad de la «Persona Jurídica» apunta, precisamente, a estos dos implícitos y caracterización universales. A lo anterior se agrega el implícito que considera que la individuación psicofísica y cultural, que la forma humana de componer, estar, vivir y transformar el mundo en que ella se realiza constituye una realidad social ineludible, cualquiera que ella sea, en la tensión existenciaria del Dasein, del único ser a quien le va su ser en su ser, según Heidegger22. En la Teoría de la Ficción de la «Persona Jurídica» los implícitos comúnmente aceptados en la Teoría de la Realidad no están considerados. Al caracterizar la «persona jurídica» como algo esencialmente distinto de la realidad, como algo prefigurado por el derecho, impone despóticamente el performativo jurídico sobre la realidad de los seres, de la vida. Hace de la «persona jurídica» un algo, un sujeto patrimonial creado artificialmente por la autoridad con el objeto de facilitar las asociaciones de individuos, considerados convenientes al orden público, al ejercicio de los derechos y el cumplimiento de las obligaciones inherentes a su finalidad específica. La paradoja de esta teoría no es otra que oponer a la realidad (implícito social) la artificialidad de una composición jurídica y política hecha por una autoridad en su ejercicio de poder. Como quien dice, que la «persona jurídica» es el producto de un poder político, cualquiera sea la forma de su legitimación, y del régimen jurídico que éste imponga. De esta concepción de la «persona jurídica» se desprende que los procesos vividos por los seres humanos quedan sometidos a la artificialidad de la ficción de la personalidad; que el ser humano, el individuo, regula sus condiciones existenciarias, modela su vida, a través de asociaciones con otros como él, en busca de un orden superior, el orden de lo público, establecido por una autoridad que le reconoce derechos y obligaciones. En esta concepción la paradoja del ser es su artificialidad; la «persona jurídica» es el no ser del existente; es el ser existenciariamente regulado, por lo menos en lo considerado público y privado. El término Dasein se ha traducido a la lengua castellana como existencia. Para Heidegger el «único ser a quien le va su ser en su ser», no compromete una existencia en general; no es tampoco un ser [zuhandenes], un ser «amanual», un «ser a la mano», como ocurre con un utensilio, ni un ser [vorhandenes], un ser «presente», un «ser ante los ojos». «No es una realidad que haya que someter a análisis existencial, sino a análisis existenciario. El Dasein se restringe al ser humano [...]. Su esencia radica en la Existenz, porque no puede hacer sino existir. Es el único ser que se pregunta por el ser (Sein) y por el sentido del ser (Sinn des Seins)». Para Jasper, «el Dasein es el ser como algo dado, a diferencia de la Existenz, que es el único ser que se hace a sí mismo libre. La Existenz en Jasper es, en rigor, algo anterior y previo a ciertos caracteres que podrían considerarse superficialmente como ligados al hacerse libremente a sí mismo. Por ejemplo, la conciencia sigue perteneciendo al reino del Dasein y no al de la Existenz», en Jasper (Ferrater, 1994: A-D 778). 22

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La Teoría de la «persona Jurídica» de Ferrara, que asume la función del derecho en su aspecto eminentemente regulador de las relaciones entre los individuos, constituye la subjetividad jurídica como atributo del Hombre; es decir, configura un campo de existencia del ser humano en el cual éste se desenvuelve en sociedad, con efectos jurídicos, sobre el criterio de su propia subjetividad; por esta razón esta subjetividad compromete necesariamente la «persona jurídica», dándole al derecho el poder, el ejercicio funcional de regularla. De hecho, esta teoría compromete la esencialidad del Hombre como un universal; configura una esencia del Hombre, omnitemporal y transcultural. Para ésta la humanidad del Hombre es una forma de realizar su esencia en la sociedad y en la historia; de allí surge la variación y variabilidad de su actuar; de allí surge la necesidad imperiosa de regular su actuar con base en el derecho el cual, también presupone, responde a principios superiores vinculados a una axiología trascendental. La afirmación de ser la persona el modo de realizarse una imputación normativa con respecto a un centro posible de imputaciones, teoría de Hans Kelsen, proviene del intento de eliminar del derecho todos los elementos no jurídicos que en un momento intervienen en esta construcción sociopolítica dada (Bodenheimer, 1997: 328). Esta pretensión, que para nada atiende a los efectos del derecho en su fin último y supremo de regular la sociedad, pues ésta no es sólo construcción jurídica, hace de la persona, del existente autónomo del derecho, un ser vaciado de contenidos extrajurídicos. En este contexto el conocimiento de las normas, que es el derecho, «un orden coactivo exterior», «recibe su unidad del hecho de que todas las múltiples normas de que se compone el sistema jurídico pueden ser referidas a una fuente última. Esta fuente es la norma «básica» o «fundamental», idéntica a la constitución política del país» (Bodenheimer, 1997: 328 y 329). Sin embargo, no obstante las posibles implicaciones totalitaristas que pueden comprometer los sentidos de la «persona jurídica» de Ferrara y Kelsen, debemos manifestar que todas las cinco vertientes teóricas en relación con las cuales se compromete el sentido crítico y la significación de la «persona jurídica» están afectadas por la idea de humanidad correspondiente a Kant y a la tradición de pensamiento inaugurada por éste (Teleki, 1982). En esta idea se encuentra el sentido de «dignidad humana», tan caro a la teoría de la «persona jurídica» de Ilva Myriam Hoyos, así como sus correspondientes de que «todo hombre debe ser considerado como un fin en sí y de que no es lícito utilizar a nadie [...] como un medio al servicio de fines ajenos». En este orden de ideas, la idea de humanidad se proyecta en tres distintos sentidos: a) «como el amor al hombre, 80

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contra todo lo que sea crueldad inhumana»; b) «como la dignidad humana, en contra de toda inhumana humillación»; c) «como la formación del hombre, en contra de toda aniquilación inhumana de la cultura» (Radbruch, 1997: 154). A su vez, de esta concepción de humanidad, se desprenden tres compromisos del derecho presentes en la Constitución de 1991 y en los convenios y tratados internacionales de hoy: 1) «En lo tocante a los Derechos del Hombre, como garantía de la libertad exterior indispensable para el cumplimiento del deber y, por ende, para la salvaguardia de la dignidad humana». 2) En el «capítulo de los «delitos contra la humanidad». «Los delitos contra lo humano son concebidos como delitos contra la humanidad en su conjunto [...] [...], surge un derecho internacional de intervención y, sobre todo, el derecho de sustanciación de estos delitos por medio de tribunales internacionales. La humanidad entera asume una garantía solidaria en cuanto al carácter humano del modo de conducirse el Estado en cada nación». 3) «La idea de humanidad se trasluce e impone en el derecho penal dentro de cada Estado. El hacer hincapié unilateralmente en el criterio del fin atenta contra aquel principio kantiano según el cual todo hombre debe ser considerado y tratado como un fin en sí [...] [...], el derecho penal no persigue solamente la salvaguardia de la sociedad contra los criminales, sino que tiende, al mismo tiempo, a salvaguardar a los individuos contra la imposición de penas arbitrarias. [...], esta idea [...] lleva implícita, evidentemente, el concepto de humanidad [...] [...], en la pena de, por una parte, respetar al delincuente como hombre [...]» (Radbruch, 1997: 154 a 156). En la teoría de la «persona jurídica» de Ilva Myriam Hoyos, mencionada antes, se parte de la dignidad que se predica de la persona humana no como realidad sino como estatuto que compromete una especie de intensidad del Ser. No obstante, que dentro de esta teoría los llamados «derechos naturales» tienen primacía, negando con esto el ser persona dado por el ordenamiento jurídico positivo, en tanto que la inherencia de la persona es un imperativo de todo ser humano, el «Ser Persona» está referenciado a un acto del deber ser situado por fuera de sus dimensiones existenciarias en razón de la primacía de los derechos de la categoría del Ser, entendido como universal. Las cinco teorías de la «persona jurídica», brevemente sintetizadas, se caracterizan en cuanto a las concepciones sobre la persona, cada una a su manera, en dos 81

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niveles de interpretación: a) la persona concebida dentro de una ontología universalizada indiferente a las diferencias culturales existenciarias de los individuos que compromete la sociedad política; b) la persona como una construcción normativa proveniente de un poder político y jurídico, que también se universaliza en el marco de la sociedad política por fuera de las condiciones de existencia propia de cada uno de los individuos. Tanto una concepción como la otra se sitúan en un límite hasta ahora no enfrentado por el derecho y sus teorías: que así como las culturas, las personas son diversas; que hay una diversidad plural de sentidos culturales de persona en el marco de la sociedad colombiana; que, en este orden de ideas, el pluralismo cultural reconocido por la Constitución de 1991 de hecho y en la práctica se niega porque implícitamente se afirma que la diversidad cultural no afecta el sentido de persona23. El caso precitado de Genaro Capera Sogamoso, así lo confirma. En efecto, sobre la base del art. 246 de la Constitución de 1991 el Magistrado ponente, Alfredo Beltrán Sierra, para resolver la tutela solicitada por Genaro Capera Sogamoso, se fundamentó, entre otras sentencias, en la T-496 de 1996. Esta sentencia precisó que la Jurisdicción Especial «Indígena», «no significa que siempre que esté involucrado un aborigen en una conducta reprochable, la jurisdicción indígena es competente para conocer el hecho». Alfredo Beltrán Sierra en el desarrollo conceptual del proceso de tutela instaurado y en su revisión, aceptó, sin explicitarlos, los límites del «fuero indígena» puesto que los hizo depender de cada caso y circunstancia particular. Sin embargo, aceptó la precisión de la sentencia T-496 de 1996 en cuanto al «fuero indígena» se refiere: a) el elemento de carácter personal, «con el que se pretende señalar que el individuo debe ser juzgado de acuerdo con las normas y las autoridades de su propia comunidad»; b) el elemento de carácter geográfico, «que permite que cada comunidad pueda juzgar las conductas que tengan ocurrencia dentro de su territorio, de acuerdo con sus propias normas». El extracto del contenido de la sentencia T-496 de 1996, tomado de la sentencia T-344 de 1998 del Magistrado ponente aludido, extrañamente reduce los usos y La diversidad cultural en la Constitución de 1991 es entendida a través de la dicotomía occidental/no occidental. En este orden de ideas, y excluyendo de este análisis los grupos afrodescendientes, la oposición se establece entre la sociedad occidental colombiana con el «indígena». Esta última metáfora en la práctica obvia la diversidad cultural existente entre cada «pueblo indígena» y a su vez permite integrar dentro del concepto de persona jurídica a cualquier integrante de estos pueblos sin atender claramente a sus propias especificidades culturales. En este orden de ideas el pluralismo se configura como relación de oposiciones duales y dicotómicas. 23

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costumbres de los «pueblos indígenas» a normas; es decir, a sistemas deontológicos y morales a la manera del pensamiento, del derecho y las antropologías filosóficas occidentales. Esta reducción en la sentencia T-496 de 1996 compromete no sólo al individuo sino a la «comunidad»; obvia, en la aceptación de multiplicidad de formas de vida que hace la Constitución, los sistemas de comprensión del mundo, sus cosmovisiones y sus concepciones de mundo. Una cosa son los sistemas de comprensión del mundo y otra las concepciones de mundo. En una sola concepción de mundo, así éste no sea el mundo concebido a la manera de occidente, caben diversas formas de comprensión y entendimiento de ese mundo; este aspecto es más crítico y relevante cuando compromete a sistemas culturales en los cuales no existe el derecho positivo ni los procedimientos establecidos, también positivamente, en cuanto a los procesos de juzgamiento de la conducta de que se trate. De hecho, la reducción de los usos y costumbres a normas, obvia el hecho, expresado en las mitopoéticas de cada grupo culturalmente diferente, de que el límite al «fuero indígena» está dado internamente por un horizonte de fusión simbólica, que es la cultura, y a su vez que éste se comporta como un horizonte circunscriptor24. Es El horizonte, en las filosofías de la modernidad, proviene, con Kant, de la magnitud extensiva o intensiva del conocimiento según se trate, respectivamente, de la amplitud o de la perfección del conocimiento. A «tenor de la extensión del conocimiento o del perfeccionamiento del mismo se puede estimar, según Kant, en qué medida un conocimiento se adecúa a nuestros fines y capacidades. En esta estimación se determina el horizonte de nuestro conocimiento, el cual es definible como «la adecuación de la magnitud de todo el conocimiento con las capacidades y fines del sujeto»». De acuerdo con este pensador el horizonte puede definirse de tres modos: «1) Lógicamente, de acuerdo con las capacidades o las fuerzas cognoscitivas en relación a los intereses del entendimiento; 2) Estéticamente, de acuerdo con el gusto en relación con los intereses del sentimiento; 3) Prácticamente, según la utilidad en relación con los intereses de la voluntad. En general, el horizonte concierne a la determinación de lo que el hombre puede saber, necesita saber y debe saber». El horizonte determinado lógicamente (o teóricamente), puede considerarse, con Kant, desde el punto de vista objetivo o subjetivo. El primero puede ser histórico o racional; el segundo puede ser general y absoluto, o especial y condicionado («horizonte privado»). «El horizonte absoluto es la congruencia de los límites del conocimiento humano con los límites de toda perfección humana; a ello responde la pregunta «¿Qué puede saber el hombre como hombre en general?». El horizonte privado es el horizonte determinado por condiciones empíricas y orientaciones especiales del sujeto». También, con Kant, existe el horizonte del sentido de la ciencia. «Este último determina lo que podemos y no podemos saber». G. Canguilhem califica de «texto magistral» la imagen de horizonte lógico. Éste da cuenta «del carácter regulativo y no constitutivo de los principios racionales de homogeneidad de lo diverso según los géneros, y de la variedad de lo homogéneo según las especies». Este horizonte lógico «es la circunscripción de un territorio mediante un punto de vista conceptual. [...] En el interior de tal horizonte hay una multitud indefinida de puntos de vista (conceptos) a partir de la cual se abre una multitud de horizontes de menor alcance. Un horizonte no se descompone sino en horizontes, del mismo modo que un concepto no se descompone sino en conceptos. Decir que un 24

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dentro de los sistemas culturales, horizontes circunscriptores, que se dan los horizontes diversos de los únicos seres a quienes les va su ser en su ser; la tensión existenciaria del Dasein. Este aspecto compromete radicalmente el sentido de «persona jurídica». Por esta razón la reducción del juzgamiento que pueda hacer una «parcialidad indígena» a sus propias normas, sin incluir explícitamente los usos y costumbres, las cosmovisiones, las concepciones de mundo propias de los seres humanos comprometidos es, por lo menos, arbitraria. Para decirlo en el modo irónico, corresponde a un «horizonte vacío» referido a una incognoscibilidad conocida —«indígena»—, configurada como metáfora ontológica continuada, que se hace cada vez más diagramática. horizonte no se descompone en puntos sin circunscripción es decir que hay especies que pueden dividirse en subespecies, pero nunca en individuos, ya que conocer es conocer mediante conceptos, y el entendimiento no conoce nada mediante la sola intuición». Para Husserl el horizonte es «yo y mi mundo alrededor». ««Mi mundo» no es simplemente el mundo de los hechos en cuanto «están ahí» o están «presentes», sino que incluye, junto al «campo de la percepción» —lo que «me es presente»— un margen «copresente», un mundo de «asuntos», de valoraciones, de bienes, etc. Puede decirse que el horizonte es como un trasfondo al que se incorporan, como constituyéndolo, «márgenes», «franjas marginales» que incluyen co-datos, co-presencias, etc. Husserl indica que «toda vivencia tiene un horizonte, el cual cambia en el curso de su complejo de conciencia, y en el curso de sus propias fases de flujo». Es un «horizonte intencional» que se refiere a posibilidades de conciencia pertenecientes al proceso mismo. Así, los horizontes son como posibilidades pre-delineadas. «Toda experiencia tiene su horizonte experiencial». Puede hablarse de un «horizonte interior» cuando se trata de la experiencia de una cosa singular, pero que hay que agregar a dicho horizonte un «horizonte exterior de co-objetos» u «horizonte de segundo grado». Husserl admite la posibilidad de un «horizonte vacío de una incognoscibilidad conocida», es decir, la posibilidad de que lo no conocido —en cuanto se sabe que es no conocido— tenga también un «horizonte»». Este concepto es tan fundamental en Husserl «que mediante el mismo puede inclusive definirse el «mundo» como «horizonte de todos los posibles sustratos de juicio»». Según Helmut Kuhn, interpretando las referencias de Husserl al horizonte, éstas se reducen a tres: «1) El horizonte como la circunferencia (o esfera) última dentro de la cual aparecen inscriptas todas las cosas reales e imaginarias; 2) El horizonte como el límite de la totalidad de las cosas dadas, y a la vez como lo que las constituye en cuanto todo; 3) El horizonte como algo «abierto por naturaleza». En este punto agrego, el concepto de horizonte como «totalidad relacional»; es decir, como aquella totalidad abierta que se estructura y modifica permanentemente con cada interacción de las cosas y de los seres humanos en su devenir. En Heidegger esta noción es en parte similar a la de Husserl y en parte independiente de lo mismo. Él trata de interpretar «el tiempo como «horizonte posible de cualquier comprensión del ser» (donde ‘horizonte’ equivale a «límites últimos»). Pero más específicamente ese horizonte es «unidad extática» de la temporalidad: «La condición temporal-existenciaria de posibilidad del mundo reside en que la temporalidad tiene en cuanto unidad extática lo que se llama un horizonte». El «adonde» del «arrebato» inherente al éxtasis temporal es llamado por Heidegger «esquema horizontal». Hay, [...], tres esquemas horizontales: el del «advenir»,

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El vacío y a su vez la importancia de lo incognoscible conocido, en la jurisprudencia correspondiente a la sentencia T-496 de 1996, se hace más evidente cuando en el mismo texto de la sentencia, luego de señalar dos elementos, como constitutivos del «fuero indígena» —el individuo y el territorio—, dice taxativamente que esta «distinción es importante porque unas veces se atiende al fuero personal, o al fuero territorial, indistintamente, para determinar la competencia». En este punto la sentencia reitera «que la coordinación de este tipo de fueros corresponde a las circunstancias particulares de cada caso». La insistencia sobre la importancia de la distinción de los dos fueros configura la típica escisión dicotómica positivista de la realidad: una cosa es el individuo y otra el territorio y su geografía25. No tiene en cuenta que el individuo es territorio y que el del «sido» y el del «presente» [...]. Heidegger ha hablado asimismo del horizonte de la trascendencia como algo que nos representamos trascendentalmente, y, con ello, de la «representación trascendental horizontal» [...]». Para Ortega y Gasset el horizonte es, sobre todo, «horizonte vital» y «horizonte histórico». «Según Ortega, al interpretar la circunstancia en la que tenemos que ser, y al interpretarnos a nosotros mismos en cuanto pretendemos ser dentro de tal circunstancia, «definimos el horizonte dentro del cual tenemos que vivir». «Y ese conjunto de seguridades que pensando sobre la circunstancia logramos fabricarnos, construirnos... es el mundo, horizonte vital»». Para Jaspers ««vivimos y pensamos siempre dentro de un horizonte». [...] Pero todo horizonte lleva a la idea de algo que abarca el horizonte y que no es el horizonte mismo. Se trata de lo comprensivo, que es «aquello dentro de lo cual se halla encerrado todo horizonte particular... y que no es ya visible como horizonte»». En general, en la idea de mundo de varios autores (Sartre y Merleau-Ponty, entre otros), hay una referencia explícita o implícita a la idea de horizonte; consultar: (Ferrater, 1994: E-J 1692 a 1694) 25 La escisión positivista —separar los seres humanos de sus condiciones de vida y de sus interacciones con el resto de lo viviente que comprende también lo inerte, sin las cuales la vida en cualquiera de sus formas no se podría dar— es propio de las llamadas ontoteologías y no sólo es producto de una episteme particular. La escisión se funda, en principio, en un antropocentrismo; también en el hecho de la función especular de las «lenguas naturales» y de los performativos lingüísticos a que dan lugar. Ello permite que lo viviente sea diferenciado de lo no viviente y a su vez que surja una jerarquía ideológica y valorativa entre lo viviente cuya cúspide la ocupa el zoon phonanta, dividido a su vez por otras escalas jerárquicas de complejidad cultural y de composición de mundos humanos. En este punto es donde se instalan los dos fueros reconocidos por la Constitución del 91. Mientras en muchos «pueblos indígenas» el territorio no es una positividad separada de la forma humana de ser, de sus propias metáforas ontológicas, en el resto del sistema cultural nacional el territorio es un contenedor de cosas, objetos y formas de vida, y a su vez es el producto y resultado de un ejercicio político de poder que establece límites y fronteras para demarcarlo, constituirlo, y así diferenciarlo de otro u otros territorios. Esta concepción conduce a creer que muchos seres humanos por el hecho de nacer dentro de territorios de los «pueblos indígenas» son necesariamente «indígenas»; es decir, que sólo se es «indígena» si su nacimiento e interacciones sociales se concretan dentro del territorio de una pueblo caracterizado como

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en los llamados «pueblos indígenas» así como en algunos grupos y sectores sociales, que no hacen parte de estos pueblos, el territorio es algo vivo. Es decir, que no es una entidad neutra e indiferente existenciariamente. Llevado por la inercialidad semántica de este dicotomía Carlos Gaviria Díaz, ponente de la sentencia T-496 de 1996, precisó las dos situaciones específicas que, según él, intervienen en una acción típica cometida por uno o varios miembros de las «comunidades indígenas»: a) cuando el hecho se da dentro del territorio del «grupo» reconocido como tal; b) cuando, de manera individual, incurre en el hecho punible afectando a quien no es miembro de su «comunidad» por fuera del ámbito geográfico del resguardo. De esta manera concluye, que en la primera circunstancia «las «autoridades indígenas» son las llamadas a ejercer la función jurisdiccional», mientras que en la segunda, atendiendo a su aparente mayor complejidad, estableció nuevamente dos niveles de diferenciación: 1) «Cuando la conducta del indígena sólo es sancionada por el ordenamiento nacional»; 2) Cuando la conducta sea sancionada en ambos ordenamientos. No incluyó otras posibilidades tales como: cuando la conducta sea sancionada únicamente dentro de la concepción de mundo propia de un grupo específico, culturalmente diferente; cuando la gama de situaciones que puedan presentarse — aproximadamente siete posibilidades de combinación26 — desbordan los criterios territoriales. tal. Extrañamente no se tiene en cuenta que muchos seres humanos en Colombia, a pesar de no haber nacido dentro de uno de estos territorios y no obstante que el conjunto de sus interacciones sociales no se desenvuelvan prioritariamente en su interior, participan activamente de concepciones de mundo, de horizontes de mundo muy próximos a los de estos pueblos. Dentro de estos mundos los otros seres, animados, imaginales o inanimados, también tienen derechos que ejercer y respetar, y no sólo los seres humanos. Debemos decir que aun en algunas sociedades claramente occidentales otros seres vivos, diferentes a los humanos, y algunos objetos cuya valoración ideológica es muy alta, tienen derechos y como tales son protegidos. La diferencia entre las concepciones del territorio de los «pueblos indígenas» con las de estas sociedades occidentales se fundamenta principalmente en la diferencia entre sus concepciones de mundo que son, precisamente, las que caracterizan las diferencias de los existentes y de lo existenciario. 26 Al respecto el antropólogo Herinaldy Gómez Valencia manifiesta en la nota 25 de pie de página: «De acuerdo con la sentencia T-496 de 1996, para determinar los casos que son de competencia de la jurisdicción indígena el factor territorial es insuficiente para manejar casos surgidos entre personas de diferente grupos étnicos, no lo es así cuando las partes involucradas hacen parte del mismo grupo. En el primer caso, un ejercicio de meras probabilidades muestra la gama de situaciones que pueden presentarse: «Caso 1. El sujeto A. Pertenece al pueblo indígena X, tiene un conflicto con un sujeto B, ciudadano colombiano que no pertenece a ningún pueblo indígena. Los hechos ocurren en el territorio X; Caso 2. El sujeto A. Pertenece al pueblo indígena X, tiene un conflicto con un sujeto B, ciudadano colombiano que no pertenece a ningún pueblo indígena. Los hechos ocurren por fuera del territorio indígena; Caso 3. El sujeto A. Pertenece al pueblo indígena X, tiene un conflicto con un sujeto B, ciudadano colombiano que no pertenece a ningún pueblo indígena. Los

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En el primer nivel de diferenciación, además de señalar que «los jueces de la República son los competentes para conocer del caso», introduce, a partir del señalamiento del individuo como perteneciente a otra comunidad cultural, el deber, para los operadores judiciales, de determinar «si el sujeto agresor entendía, al momento de cometer el ilícito, que su conducta era realmente negativa, para efectos de reconocerle, o no, el derecho al fuero»27. Esta interpretación, propia de una hermenéutica jurídica particular, incorpora un límite a la jurisdicción especial «indígena», trazado externamente a la concepción de mundo propia del «indígena» comprometido; de ese límite depende el que se le reconozca, o no, el fuero aludido. Este límite lo corrobora la sentencia T-496 de 1996 por medio del planteamiento de dos situaciones hipotéticas: a) la primera se constituye «ante un «indígena» que de manera accidental entró en relación con una persona de otra comunidad, y que por su particular cosmovisión, no le era dable entender que su conducta en otro ordenamiento era considerada reprochable»; b) la segunda, por el contrario, enfrenta a «un sujeto que por su especial relación con la comunidad mayoritaria conocía el carácter perjudicial del hecho sancionado por el ordenamiento jurídico nacional». Para el primer caso la sentencia determina que el «intérprete» debe devolver al individuo a su entorno cultural, «en aras de preservar su especial conciencia étnica»; para el segundo caso, la sanción, en principio, está determinada por el sistema jurídico nacional. El interrogante que surge inmediatamente es el siguiente: ¿el hecho de interactuar sistemáticamente un «indígena» con la «comunidad mayoritaria» le hace perder su hechos ocurren en el territorio del pueblo indígena Y; Caso 4. El sujeto A. Pertenece al pueblo indígena X, tiene un conflicto con un sujeto C, perteneciente al pueblo indígena Y. Los hechos ocurren en el territorio X; Caso 5. El sujeto A. Pertenece al pueblo indígena X, tiene un conflicto con un sujeto C, perteneciente al pueblo indígena Y. Los hechos ocurren en el territorio Y; Caso 6. El sujeto A. Pertenece al pueblo indígena X, tiene un conflicto con un sujeto C, perteneciente al pueblo indígena Y. Los hechos ocurren en el territorio del pueblo Z; Caso 7. El sujeto A. Pertenece al pueblo indígena X, tiene un conflicto con un sujeto C, perteneciente al pueblo indígena Y. Los hechos ocurren fuera de los territorios de X y de Y o de cualquier otro pueblo indígena» (Gómez, 2000: 129). 27 De esta manera el fuero no se le reconoce a un «indígena» por el hecho de serlo. Para que este reconocimiento opere se requiere ingresar al conocimiento del grado de comprensión que un «indígena» tiene sobre la ilicitud de su falta. Este criterio jurídico divide en dos grandes conjuntos a los integrantes de los «pueblos indígenas»: a) los que atendiendo a sus interacciones con el resto de la sociedad nacional tienen un mayor nivel de integración con ésta, no obstante ser «indígenas»; b) los que por sus condiciones de aislamiento con el resto de la sociedad nacional tienen un menor grado de interacción y por lo tanto no pueden comprender claramente el grado de ilicitud del hecho cometido. Con este criterio se mantiene vigente en la práctica el sistema clasificatorio de la Ley 89 de 1890, que dividía a los «indígenas» en salvajes, semisalvajes y aquellos inscritos en la vida civil o civilizada.

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concepción de mundo, su cosmovisión, su «conciencia étnica»28? Si la respuesta a este interrogante es afirmativa entonces cabe la pregunta de: ¿por qué se considera «indígena» a ese individuo?29 Este problema introduce una mentalidad propia de la relación de colonialidad que asume, con el criterio de la mezcla racial y étnica, una especie de dualidad, un sincretismo, una hibridación y hasta un mimetismo, en los sistemas culturales de Colombia e Hispanoamérica en general. Esta concepción resignifica al ser denotado y connotado «indígena» con la ontología propia de la Gran Cadena del Ser30 (Lovejoy, 1983), que admite la diversidad al tiempo que impone una racionalización totalitaria de los mundos que componen los seres humanos en sus procesos de identificación, transformación, reidentificación y diferenciación. Retornando al análisis de las sentencias de la Corte Constitucional falta por examinar el caso aquel en que la conducta punible sea sancionada en ambos ordenamientos. Para el Magistrado ponente de la sentencia T-496 de 1996, Carlos Gaviria Díaz, «la diferencia de racionalidades no influye en la comprensión de tal actuar como perjudicial». No obstante esta extraña o por lo menos paradójica afirmación, en tanto niega que la diferencia de racionalidades afecte la comprensión del hecho, en tanto propone una diferencia indiferente, considera que el «intérprete» debe tomar en cuenta la «conciencia étnica del sujeto y el grado de aislamiento de la cultura a la que pertenece, para determinar si es conveniente que el indígena sea juzgado y sancionado de acuerdo con el sistema jurídico nacional, o si debe ser devuelto a la comunidad para que sea juzgado por sus propias El texto de la sentencia T-496 de 1996 no aclara qué se entiende por «conciencia étnica». En este orden de ideas, podemos remitirnos al concepto de horizonte circunscriptor, de segundo orden, que compromete al horizonte del individuo o primer orden de horizontes. 29 De hecho, aquí se percibe un sesgo substancialista en la sentencia además de una teleología ontológica que implícitamente afirma lo siguiente: que la mayor interacción del «indígena» con la «comunidad mayoritaria» lo conduce de un estado de «civilización» a otro considerado más elevado. 30 El devenir del evolucionismo volteó al revés el esquema platónico del universo. En este devenir evolucionista «todos los genuinos posibles están, [...], destinados a realizarse grado tras grado, aunque sólo a través de un inmenso y lento desenvolvimiento temporal». De esta manera, «el Mundo de las Ideas, que determina la amplitud de la diversidad de las existencias posibles, se ha transformado definitivamente en el reino de la mera posibilidad que aguarda la actualización, vacío y sin valor mientras no la alcance: [...] Ya no hay «descenso», pero sigue habiendo «ascenso» [...] La insaciable generatividad, la tendencia a producir diversidad, la necesidad de la realización de la mayor «completud» posible del ser [...] siguen siendo atributos del mundo del filósofo romántico. Pero la generatividad es ahora la de una insuficiencia que lucha inconscientemente por una existencia más rica y variada; y la completud no es un carácter permanente, sino la fugitiva meta del conjunto de las cosas»; y agregaria, del conjunto de los seres (Lovejoy, 1983: 421 y 422) 28

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autoridades, de acuerdo con sus normas y procedimientos». Los criterios de aislamiento o el de su opuesto, cercanía, para el Magistrado ponente son susceptibles de medirse por grados como si el horizonte de mundo del «indígena» y su «comunidad» fueran posibles de medirse objetivamente, al tenor de lo pretendido por las ciencias positivistas; por esto, en las dos situaciones, habla un «intérprete» o «interpretante». La forma como ha sido compuesta ontológicamente la alteridad en las sentencias aludidas parte de las implicaciones de la sentencia T-254 de 1994, del Magistrado ponente Eduardo Cifuentes Muñoz (Olano, 2002: 662 y 663). En ésta el problema a determinar es «la jerarquía existente entre la ley y las costumbres y usos indígenas, como fuentes de derecho», lo cual impone una supeditación condicional de que estas costumbres y usos, lo mismo que las leyes positivas nacionales, no sean contrarias a la Constitución y nuevamente a la ley. El supuesto implícito es el de que la Constitución y las leyes que la reglamentan forman un todo, un sistema jurídico y político coherente. De allí se desprenden cuatro reglas de interpretación, que tratan de regular las diferencias conceptuales y los conflictos valorativos que se pueden presentar en la aplicación práctica de órdenes jurídicos diversos: Primera regla: «A mayor conservación de sus usos y costumbres, mayor autonomía». El criterio valorativo (matemático o matematizable) —mayor que, menor que— diferencia, dentro del conjunto general metafóricamente expresado, «indígena», dos subconjuntos también generales: a) «grupos que conservan sus usos y costumbres»; b) grupos «que no los conservan» (Olano, 2002: 663). La ambigüedad de esta regla se hace evidente en el momento en que el interrogante, ¿qué hace «indígena» al grupo que no conserva sus usos y costumbres?, emerge en el campo de análisis que configura el mandado constitucional contenido en el art. 246. En el caso en que se acepte una supuesta tesis de grados de composición de lo «indígena» se llegaría al exabrupto de tenerse que configurar grupos con mayor o menor grado de usos y costumbres indígenas indiferentemente a las diferencias culturales propias, que caracterizan a todos y cada uno de los «pueblos» existentes en Colombia. Con otras palabras, la tesis de la diferencia indiferente vuelve a emerger y con ella la arbitrariedad del Estado colombiano al imponer su criterio, avalado por expertos, de reconocimiento de qué usos y costumbres son «indígenas» y cuales no lo son. De hecho, esta pretensión implícita viola el derecho colectivo a la autonomía y a la identidad cultural, porque coarta el derecho de regular sus relaciones de acuerdo con sus tradiciones. En el orden de la autonomía, le corresponde a las autoridades propias de los «pueblos indígenas» determinar, con base en sus respectivas identidades culturales, su carácter de diferenciación 89

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respecto de la sociedad «nacional»; lo mismo sucede en la determinación de quién es, o no, miembro de un «pueblo indígena» específico. Segunda regla: «Los derechos fundamentales constitucionales constituyen el mínimo obligatorio de convivencia para todos los particulares». Esta regla, de cuya bondad no se duda, al referirse implícitamente a un sistema axiológico contenido en la Carta de derechos y deberes impone «un límite material al principio de diversidad étnica y cultural y a los códigos de valores propios de las diversas comunidades indígenas que habitan el territorio nacional [...]» (Olano, 2002: 663). Aunque la complejidad analítica de esta regla es de envergadura, por lo cual no es susceptible de análisis concienzudo en este texto, no sobra poner de presente que la forma como es interpretada jurídicamente la jerarquía entre la ley y la costumbre tiene, en este punto, un marcado acento integracionista y propone un claro nivel de asimilación. Tercera regla: «Las normas legales imperativas (de orden público) priman sobre los usos y costumbres de las comunidades indígenas, siempre y cuando protejan un valor constitucional superior al principio de diversidad étnica y cultural». Esta regla se fundamenta en la caracterización de Colombia como Estado Social de Derecho, art. 1 de la Constitución. Los valores constitucionales superiores —principios fundamentales—, hacen que sobre la diversidad étnica y cultural de la nación, art. 7, primen los fines esenciales del Estado, art. 2, la soberanía, art. 3, la Constitución como norma de normas, art. 4, los derechos inalienables de la persona y el amparo a la familia como institución básica de la sociedad, art. 5, y, la responsabilidad de los particulares y de los servidores públicos ante las autoridades por infringir la Constitución y las leyes, art. 6. La simple existencia de la norma legal no hace nugatorio el contenido de los usos y costumbres «indígenas». De hecho, «hay un ámbito intangible del pluralismo y de la diversidad étnica y cultural de los pueblos indígenas que no puede ser objeto de disposición por parte de la ley, pues se pondría en peligro su preservación y se socavaría su riqueza, la que justamente reside en el mantenimiento de la diferencia cultural». El límite para la jurisdicción especial «indígena» y para sus autoridades es, básicamente, el establecido por las leyes imperativas que protejan los valores constitucionales superiores (Olano, 2002: 663). Cuarta regla: «Los usos y costumbres de una comunidad indígena priman sobre las normas legales dispositivas». «Esta regla es consecuente con los principios de pluralismo y diversidad étnica y no significa la aceptación de la costumbre contra legem por tratarse de normas dispositivas» (Olano, 2002: 663). 90

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Aunque las cuatro reglas anteriores «significan que el ejercicio de la jurisdicción indígena no está condicionado a la expedición de una ley que la habilite» (Olano, 2002: 664), hay que decir que las dos primeras tienen implicaciones que afectan, de alguna manera contradictoriamente, el contenido del art. 7 de la Constitución. Esta circunstancia es derivada de la forma como la misma Constitución, las leyes que la reglamentan, la jurisprudencia y la doctrina jurídica, componen la ontología de la alteridad.

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3 EL MUNDO ES TODO LO QUE ES EL CASO31 El recorrido, hasta ahora efectuado, pone de presente, tanto en la Constitución política de Colombia, como organización multiétnica y pluricultural, como en las jurisprudencias estudiadas, la contradicción inherente al principio reductor de mundo que la Carta Magna impone. Si se acepta la validez del fundamento heideggariano, que «la lengua es la casa del ser»-ahí-en-el-mundo, se comprende que toda composición de lo humano compromete, por antonomasia, las lenguas en que se dice algo de algo como mundificación existenciaria de cada ser-ahí-enel-mundo fenoménico y en el de la lengua que le es propia. Dicho de manera algo diferente el texto constitucional, pero en particular los textos jurisprudenciales, imponen no sólo una concepción de mundo —y dentro de ella una concepción de persona jurídica y de individuo— sino que recorta las probabilidades de existencia de «mundos posibles» identificables, no monista y unívocamente, en cada lengua hablada, vivida, en el territorio geopolítico de la Nación colombiana. Las implicaciones de este recorte de mundos a favor de una forma específica de mundificación, anclada en la tradición judeo-occidental, son inquietantes no sólo en el terreno de lo jurídico y la justicia en Colombia sino en todos los demás aspectos en que transcurre la vida cotidiana de los miembros de un grupo cultural específico: constituye un campo de incertidumbres referido a las pragmáticas interpretativas de los «sabedores expertos» de los sistemas culturales —antropólogos (as), que por lo general no hablan las lenguas propias de las cotidianidades de los grupos humanos que interpretan— al tiempo que niegan las interpretaciones propias de quienes ejercen la función de hacer justicia, en estas colectividades humanas, sobre la base de la jerarquía de la axiología-mundo comprometida en la gradación formal de los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución. La Carta de 1991 y sus desarrollos legislativos e interpretativos posteriores, no obstante la modernidad-moderna (Zermeño, 2002: 43) que caracteriza a estos 31

Ludwig Wittgenstein, Tractatus Lógico-Philosophicus, 13ª edición. Barcelona: 1994, § 1, p. 15

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corpus políticos y jurídicos, en la práctica y en la performatividad del texto constituyó como única y excluyente una forma humana de ser; desconoció otras formas de ser humano, otras ontologías de mundo y de la vida inherente a esos mundos diferentes. No atendió al descentramiento antropocéntrico de la forma humana de ser-ahí-en-el-mundo, propia de otros sistemas culturales interactuantes en la composición multiétnica y pluricultural de la Nación, y con ello continuó sus prácticas integracionistas, ahora sí más encubiertas si comparamos el texto constitucional de 1991 con el de 1886 y sus reformas posteriores. Este quehacer político y jurídico, no atendió los imperativos epistemológicos de cada caso-mundo. Por ello, no se ha sabido interpretar los encadenamientos de mundo que proponen las metáforas ontológicas de cada lengua en que unos seres humanos mundifican. El análisis lingüístico, que sigue a continuación, referido al pueblo nasa demuestra los grados de complejidad de las «traducciones» que se proponen por los intérpretes de las actuaciones, del mundear (si se nos permite la metáfora) de quienes se inscriben en ese mundo y que muchas veces comprometen la normatividad jurídica colombiana e internacional así como las normas propias situadas en el logocentrismo de la oralidad de estos pueblos.

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4 HILANDO ALGUNAS IDEAS CON EL CASO DEL PUEBLO NASA La existencia en Colombia de lenguas diferentes al castellano no sólo se refiere a aquellas «casas del ser», de tradición indoeuropea, que hoy se habitan y hablan, por parte de su población, ya sea como lenguas maternas o como segundas lenguas. La conquista y colonización del actual territorio geopolítico de la sociedad colombiana así como del resto del conjunto de sociedades de Hispanoamérica, no obstante la violencia y miseria de estos procesos que trajo aparejada, no pudo impedir la pervivencia de muchas lenguas originarias del que otrora fue, en la lista de los descubrimientos geográficos europeos, el cuarto Continente. Esta lucha y resistencia de los descendientes de aquellos que sobrevivieron al aniquilamiento sistemático de sus concepciones de mundo y culturas, todavía se mantiene aunque con otras características. El reconocimiento que hizo la Constitución de 1991, en su artículo 10, del carácter oficial de las «lenguas y dialectos de los grupos étnicos» en sus territorios respectivos no fue, como se cree, aceptación benevolente de quienes tuvieron a su cargo dicha Constitución; por el contrario, fue resultado de las «luchas indígenas» que desde la década de los años 70 del siglo XX se fueron dando en todo el territorio nacional, en particular en el Cauca. La defensa y rescate de sus territorios, de sus historias y de sus lenguas respectivas, junto con otras reivindicaciones más, fue el ideario de unidad de los «pueblos indígenas» frente al avance avasallador de las transformaciones de mundo en pos de la utopía desarrollista propia de la «Guerra Fría». Empero, este ideario de unidad no puso en riesgo la Nación colombiana. Por el contrario, los integrantes de los «pueblos indígenas» y en particular sus autoridades, reconocieron y afirmaron su hacer parte de la Nación republicana sin menoscabo de sus composiciones de identidades culturales y de mundos. Por esta razón los «otros americanos» participaron en la Constituyente del 91 con el convencimiento y conocimiento pleno de las negaciones y exclusiones que debían enfrentar, como efectivamente sucedió.

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«Descubrieron», una vez más entre otros «descubrimientos», que los demás constituyentes no aceptaban la «objeción cultural» como principio fundante del ejercicio del pluralismo cultural de la Nación. De igual manera, en los dieciséis años trascurridos desde la aprobación del texto constitucional, constataron la continuidad de muchas de las falacias de la democracia y justicia colombiana (el carácter formal de la igualdad y equidad política, la negación en la práctica de la vida como derecho fundamental, el mantenimiento de los privilegios sociales, políticos y económicos, para reducidos sectores de la sociedad caracterizados a su vez por su profundo e intenso carácter excluyente, la continuidad de la discriminación social, política y cultural, la minusvalidez de la justicia en Colombia y los privilegios a unos pocos que ésta concede), al tiempo que vieron manifestarse con más fuerza la intemperancia política, la confrontación armada, las masacres y asesinatos colectivos e individuales, y en general todas las formas de violación de los llamados derechos humanos y del derecho internacional humanitario. A lo anterior se agregó un sentido particular del pluralismo cultural reconocido por la Constitución al cual los constituyentes «indígenas» y otros legislativos no tuvieron oportunidad de cuestionar, de aceptar y mucho menos de negar. Este sentido introduce la analogía del mercado en el reconocimiento de la diversidad cultural. Con esta analogía la Nación colombiana se asume como un «supermercado» en el que, al igual que en las grandes cadenas de mercadeo globalizadas, se ofrece todo lo que la humana imaginación pueda concebir para el consumo. De esta manera la diversidad de las culturas ingresa a los «mostradores» del «supermercado» como posibilidad de permanencia en la oferta plural de «usos y costumbres», de patrimonios tangibles e intangibles; las lenguas hacen parte de esta oferta cultural de igual manera que los recursos naturales hacen parte de la oferta ambiental. Este derrotero, trazado por los organismos de cooperación internacional, contando para ello con la complicidad de la mayoría de los integrantes de los partidos políticos tradicionales y de los sectores dirigentes y empresariales de Colombia, pervirtió el carácter democrático y participativo originalmente establecido en la Carta del 91. La estrategia adoptada para lograr y consolidar este efecto se orientó a la adopción de nuevas leyes y decretos y a la reforma de las existentes con el criterio de «reducir el tamaño del Estado» para favorecer a los empresarios privados en áreas estratégicas como la banca, la salud, las pensiones, las reformas educativas, la reforma a la justicia, el sector energético y de hidrocarburos, las telecomunicaciones, carreteras, puertos y aeropuertos, las reformas políticas relativas a la organización y reconocimiento de los partidos, y en general todo aquello que favoreciera la inversión privada así se tuvieran que quebrar intencionalmente las empresas estatales originalmente establecidas. Las otras reformas concernientes con otras esferas no 96

Hilando algunas ideas con el caso del pueblo Nasa

rentables de lo político, de la sociedad, de las culturas y de la educación, así como la ley de ordenamiento territorial, fueron aplazadas y con ellas la integralidad de la Constitución. El objetivo buscado y hasta ahora consolidado fue el de someter a los ciudadanos y ciudadanas de Colombia, sin excepción alguna, a la servidumbre del capital y de los empresarios privados nacionales y extranjeros. Los «pueblos indígenas», contando también con la autonomía reconocida a éstos por la Constitución, con la cooperación internacional y con el sistema general de participación, transformaron progresivamente sus formas de lucha y organización tradicionales por otras más afines a la institucionalidad y las leyes colombianas. Todo esto produjo conflictos entre algunos de los integrantes de estos pueblos y entre sus organizaciones respectivas32, derivados de los marcos de competencias funcionales e intereses puestos en juego, lo cual hizo que se aplazaran nuevamente o se debilitaran algunos programas tendientes a fortalecer los fundamentos ontológicos de sus respectivas ancestralidades en particular aquellos relacionados con las lenguas de sus antepasados. Este proceso de pérdida y olvido de la mayoría de las lenguas de los «pueblos indígenas», todavía no concluido, ha afectado negativamente la validez y pertinencia del ejercicio de las formas de justicia propia y al debido proceso. Los operadores judiciales, ya sea que pertenezcan a la jurisdicción ordinaria o a la jurisdicción especial «indígena», tramitan todos los casos relacionados con los integrantes de los «pueblos indígenas» en lengua castellana. Es decir, traducen las concepciones de vida y mundo pertenecientes a cada «casa del ser» a la lengua oficial de Colombia —el castellano— sin atender al carácter oficial de sus propias lenguas en sus respectivos territorios33. De este ejercicio de traducción se desprenden la mayoría de «casos de conflictos de interpretación y del debido proceso», así como de competencias jurisdiccionales, que hoy afectan a las dos jurisdicciones reconocidas por la Carta constitucional. El problema derivado de la forma como se han llevado a cabo estos procesos es, ¡vaya paradoja!, el de negar los fundamentos ontológicos propios que hacen a Consultar el trabajo de grado en antropología jurídica de: Sara Medina Romero, «Discursos Identitarios de los Nasa de Tierradentro, Departamento del Cauca, 1994 – 2000", Instituto de Postgrados en Ciencias Humanas, Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Maestría en Antropología Jurídica, Universidad del Cauca, Popayán, 2006, inédito. 33 El artículo 10º de la Constitución del 91 determina la cooficialidad de las lenguas «indígenas» en sus respectivos territorios. Pese a ello, no se conoce en el sistema nacional judicial, en la jurisdicción ordinaria, un proceso adelantado íntegramente en una lengua «indígena», y los que pueden haber existido en la jurisdicción especial no han trascendido a otras esferas. 32

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toda cultura lo que es: un sistema simbólico de composición de mundo y con él de la realidad de los respectivos mundos que cada sistema compromete en su propia territorialidad. De lo anterior se desprende que el pluralismo cultural es pluralismo de mundos humanos; esto es precisamente lo que se desconoce en las prácticas judiciales por efecto de las traducciones al castellano de las respectivas lenguas de los «pueblos indígenas». La sentencia de la Corte Constitucional, T-523 de 1997, al reducir el significado de cultura a «usos y costumbres», a «tradiciones» presentes en la «memoria» de un «pueblo indígena», en este caso de los paeces de Jambaló, configura la negación ontológica aludida. La Corte, en un esfuerzo por reconocer y dar vigencia al pluralismo cultural y jurídico derivado del artículo 7º constitucional, parte por cuestionar, en esta Sentencia, la validez del concepto de «persona jurídica» tan apreciado en los sistemas jurídicos adscritos o pertenecientes a las tradiciones jurídica y filosófica occidentales. Con esta intencionalidad dijo: «El reconocimiento constitucional de la diversidad étnica y cultural responde a una nueva visión del Estado, en la que ya no se concibe a la persona humana como un individuo abstracto, sino como un sujeto con características particulares, que reivindica para sí su propia conciencia ética. Valores como la tolerancia y el respeto por lo diferente, se convierten en imperativos dentro de una sociedad que se fortalece en la diversidad, en el reconocimiento de que en su interior cada individuo es un sujeto único y singular, que puede hacer posible su propio proyecto de vida». Este giro interpretativo aparentemente puso en tela de juicio, en los casos que tienen que ver con la Jurisdicción Especial Indígena, el concepto de «persona jurídica» estructurado en cualquiera de las cinco vertientes interpretativas citadas en este escrito. En otras palabras, la Corte niega en la Sentencia T-523/97 la abstracción de la «persona jurídica» reconocida en el derecho colombiano e internacional. De hecho y a pesar de las pretensiones de los magistrados, el enunciado de la Corte previamente citado crea una doble ficción jurídica: a) que «el reconocimiento constitucional de la diversidad étnica y cultural responde a una nueva visión del Estado» y b), que «ya no se concibe a la persona humana como un individuo abstracto». Frente a la primera ficción jurídica relacionada con el Estado hay que decir que la Constitución del 91 se enmarca claramente dentro de las concepciones liberales del Estado. En este orden de ideas la nueva visión, preconizada por la Corte, sólo apunta al reconocimiento 98

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constitucional de la diversidad étnica y cultural sin que esto signifique un cambio o una transformación substancial de la doctrina liberal. El reconocimiento constitucional mencionado se hace desde el derecho positivo a otras formas jurídicas no positivas sin que esto reconozca que estas otras tradiciones entren a operar en el campo de lo jurídico sin paralelismo alguno; en la práctica y no obstante la enunciación permanente que se hace del pluralismo jurídico, son interpretadas como derechos paralelos. La segunda ficción jurídica, que introduce la Sentencia T-523/97, relativa a la negación de la validez dentro de la Jurisdicción Especial Indígena de la abstracción de la «persona jurídica» se enmarca dentro de las propias tradiciones del derecho en occidente y no atiende la configuración ontológica de las cosas y los seres en las tradiciones culturales propias de los «pueblos indígenas» y en este caso del pueblo nasa de Jambaló. La misma Sentencia aludida hace acopio de las tradiciones occidentales cuando cita a Vincent Berger, Jurisprudence de la Cour européenne des droits de l´homme, Paris, Sirey, 2ª edición. 1989, para sustentar el por qué el «perrero y los latigazos» no son tortura, y el Convenio 169 de la O.I.T sobre «pueblos indígenas», que en su artículo 9º señala: «En la medida en que ello sea compatible con el sistema jurídico nacional o con los derechos humanos internacionalmente reconocidos, deberán respetarse los métodos a los que los pueblos interesados recurren tradicionalmente para la represión de los delitos cometidos por sus miembros». La incongruencia de la Corte fue, precisamente, desconocer que toda la argumentación jurídica citada en su propia sentencia se fundamenta, para su «universalización» en los derechos humanos o en los derechos del hombre; esta última categoría al no referirse a un ser humano específico confirma, deja ver el peso de esta ficción en el derecho contemporáneo de los Estados liberales como el colombiano, a pesar de lo que diga el alto Tribunal constitucional. Al respecto Alf Ross manifiesta (2003: 110 – 111, 118, 120, 122 - 124): «El punto de partida es que la ficción es una asunción no verdadera; [...] En este sentido, la ficción difiere del error. Por otra parte, se presupone que la falsedad no se formula con el fin de engañar a los demás. En este sentido la ficción difiere de la mentira. A partir de aquí podemos proceder a definir la ficción como una asunción conscientemente falsa. No es necesario añadir nada al efecto de que no se hace para engañar, es decir, que no es ningún tipo de mentira. Porque ello ya es inherente a la expresión ‘asunción’. El mentiroso no ‘asume’ lo que dice. 99

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Que ésta es la conclusión correcta queda confirmado por las explicaciones de aquellos autores que, como Tourtoulon y Jerome Frank, se han adentrado en el concepto. Dichos autores definen la ficción como ‘una aserción no verdadera que uno enuncia sin engañarse a sí mismo ni desear engañar a los demás’, y la oponen a la mentira y al mito, siendo éste último identificado con la ilusión o la autodecepción. [...] Dicho esto, pasemos ahora a examinar la definición tradicional del concepto de ficción como asunción conscientemente falsa. Esta definición da por sentado que la ficción difiere de la mentira, es decir, de la afirmación conscientemente falsa. ¿Qué debe entenderse por ‘asunción’ en esta definición? Si significa la proposición aceptada, y es por tanto un juicio [...] la definición tradicional del concepto de ficción es una contradictio in adjecto, en la medida en que implica que una persona, en un momento dado, considera que la misma proposición es tanto verdadera como falsa. (En otras palabras, cuando atenta contra la lógica del tercer excluido en tanto viola los principios de identidad y no contradicción. Comentario de los autores de este texto). Lo mismo es cierto si por ‘asunción’ debe entenderse una proposición cuya certeza no se ha comprobado todavía, es decir, una hipótesis. En la ficción es precisamente la falsedad de la proposición lo que está fuera de duda. Si consideramos que ‘asunción’ significa lo mismo que ‘afirmación’, es decir, lo mismo que la proposición afirmada ante otras personas, dicha posibilidad es por lo menos incongruente con la falsedad de la afirmación que se oculta al receptor. Si este fuera el caso estaríamos ante una mentira. La única posibilidad restante parece ser que la definición significa que una ficción es una afirmación falsa cuya falsedad no se mantiene oculta; es decir, una afirmación del tipo ‘Está lloviendo pero no es verdad’. Sin embargo, esto también es una contradicción, ya que equivale a decir que llueve y no llueve a la vez. 100

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De la discusión anterior se desprende que es imposible vincular significado razonable alguno a la actual definición de ficción si la expresión ‘asunción’ se interpreta en el léxico conceptual de ‘juicio’, ‘hipótesis’ y ‘afirmación’. [...] No obstante, creo que puede ofrecerse un concepto de ficción con significado. [...] A tal efecto existe una convención o norma social básica para toda la comunicación, y es que en ausencia de cualquier indicación en sentido contrario, debe entenderse que una locución es una aserción, es decir, que implica una pretensión de verdad. [...] Así, pues, es característico de la ficción que las proposiciones hechas sean sólo formuladas, no afirmadas; lo cual equivale a decir que son presentadas en tales condiciones que hacen que su valor de veracidad sea irrelevante. La ficción puede tener varias funciones. Ya hemos discutido la ficción literaria, con su función narrativa, y la ficción de cortesía, con su función ceremonial. Existen, ciertamente, otros tipos de ficción, como por ejemplo la ficción científica, con su función como técnica de presentar las teorías científicas. [...] Sin embargo, no existe elemento alguno de novedad en el mismo, precisamente porque sólo se formula, no se afirma, y por tanto no se ofrece como una representación de la realidad. Ninguno de los tipos de función mencionados [...] añade en sí mismo nada a la descripción del fenómeno que hemos designado como ficción jurídica teórica. La cuestión es pues si podemos apuntar otros tipos de ficción que sí lo hagan. Llamaré la atención sobre lo que podríamos denominar ficción mítica, con su función de reforzamiento de las creencias. [...] A menudo los mitos son los restos que han sobrevivido de las historias que en otros tiempos fueron aceptadas como verdad literal 101

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[...] Estas historias sobreviven a la creencia en su verdad literal porque desempeñan una función independiente de su valor de verdad. Ya no son afirmadas, sólo formuladas. Su significado radica en lo simbólico [...] Creo que la ficción jurídica teórica puede entenderse a través de la analogía con la ficción mítica. En ella encontramos una manifestación de ideales relativos a la elevada independencia del derecho respecto a todo capricho humano. En ella se glorifica la imagen del derecho como un orden de autoridad divina eterno e inmutable. En ella se inviste a la institución de la autoridad judicial de una santidad que oculta a la persona y la influencia del juez. De este modo se ilumina su responsabilidad: ‘No somos nosotros, sino la ley, quien le juzga’ [...] Éste es el mito y éstos los ritos de culto en los que encuentra expresión. Vincula al juez con la autoridad de la tradición y le confirma su creencia en la ética profesional de su vocación: la independencia de la justicia respecto a cualquier capricho subjetivo. No importa si el juez cree ingenuamente en el mito [...] o si, más críticamente, se lo toma exactamente como un mito y un símbolo; porque la función del mito es independiente de su valor de verdad. E incluso es posible que el propio juez sea apenas consciente de cuál es su opción». El texto precedente de Alf Ross, su ironía, hace evidente que el pasaje de la sentencia constitucional T-523/97 se fundamenta en las dos formulaciones ideológicas y filosóficas extractadas, que carecen del valor de verdad así como de evidencia fáctica. En otras palabras, no es verdad que haya una nueva visión del Estado, derivada del mandato constitucional contenido en el artículo 7º, y mucho menos es verdad que la persona humana, en la Jurisdicción Ordinaria y en la Jurisdicción Especial Indígena, ya no se conciba como un individuo abstracto. La formulación de la Corte Constitucional, en esta Sentencia, así lo deja ver. Las dos ficciones, que en principio hemos destacado, como enunciaciones, se constituyen en fundamentos ideológicos y no jurídicos de los cuales hacen depender la validez del fallo proferido en última instancia. Las funciones de estas dos ficciones son: ceremonial, por un lado, y simbólica, por el otro. Vincula a los magistrados de la Corte Constitucional con la autoridad de la tradición jurídica colombiana y les confirma su creencia en la ética profesional de su vocación: la independencia de la justicia respecto a cualquier capricho subjetivo. No gratuitamente estos enunciados, 102

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formulaciones retóricas ad hominen, se hicieron en esta oportunidad. La interpretación de los hechos sucedidos por parte de los peritos nombrados por la Corte, la antropóloga Esther Sánchez y el investigador Tulio Rojas —el homicidio cometido en la persona de Marden Arnulfo Betancur, alcalde de Jambaló, y la responsabilidad que de éste se desprendió en la persona de Francisco Gembuel Pechene, «indígena» comunero, quien con anterioridad a los hechos, materia de revisión de la Corte, se había desempeñado como Presidente del C.R.I.C.—, partió del reconocimiento y aceptación de las dos ficciones previamente señaladas; estas invenciones condujeron a otras más, que no tuvieron en cuenta el universo simbólico inherente a la concepción de mundo de la cultura del pueblo nasa de Jambaló; se redujo esta cultura a los usos y costumbres reconocidos como tradicionales34. La Sentencia de la Corte Constitucional, objeto de este análisis, inicia el aparte correspondiente al examen de la «tradición de la comunidad páez» así: «Como bien lo afirma la antropóloga Esther Sánchez, la cultura páez debe ser estudiada como parte de un «tejido históricamente configurado». No obstante haber sido sometidos a los procesos de dominación y aculturación, la lucha de varios de sus miembros por mantener la unidad y la preservación de su cosmovisión, evitó que la asimilación de realidades externas borrara su identidad cultural. En especial, cabe destacar el papel de los mayores que conservaron en la memoria las tradiciones de sus antepasados y la aceptación de su palabra por parte de las nuevas generaciones, que superaron la prohibición del uso de su lengua y la imposición de una educación típica de la tradición de los blancos. Ese proceso fue posible entonces, porque los paeces, además de gozar de unos elementos culturales característicos, se ven a sí mismos como parte de una comunidad diferente que debe ser conservada como tal. Esa conciencia que los miembros tienen de su especificidad ha sido el motor que los ha impulsado a recuperar sus instituciones sociales, políticas y jurídicas que, no obstante haber sido influenciadas por la sociedad mayoritaria, no han dejado de ser auténticas. Un ejemplo de ello es su ordenamiento jurídico, claramente impregnado por simbologías y procedimientos propios que, para el caso que ocupa a la Corte, merecen ser estudiados». Hay que precisar que la Corte en el texto de su Sentencia sólo cita apartes del informe de la antropóloga consultada. 34

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La metáfora de la cultura páez como «tejido históricamente configurado» nuevamente impone la emergencia de una doble ficción: la enunciación de la «cultura páez» como algo unitario y homogéneo, primera ficción, se refuerza con la asimilación a un «tejido», segunda ficción. De esta manera la «cultura páez» se hace textura, material hecho tejiendo y una cosa formada al entrelazar varios elementos; es decir, que en cualquiera de sus acepciones es producto resultante de operaciones intencionales orientadas hacia un propósito específico. En este caso podemos sospechar que el propósito es político, en razón del reconocimiento que la Constitución hace de la diversidad étnica y cultural de los componentes de la Nación, y que para nada alude a la cultura como composición de la cotidianidad de un grupo humano específico. Expresado lo anterior con otras palabras, el análisis del texto revela que la homogeneidad de la cultura, inherente a la forma como ésta fue enunciada, hace de la metáfora «cultura páez» un conjunto que contiene, por virtud de pertenencia, otros subconjuntos como Jambaló, Toribío, Quichaya, Togoima, Vitoncó, etcétera. Es decir, que no son sólo nombres de lugares geográficos o toponímicos; que, por el contrario, en estos territorios, con estos nombres llamados, existen particularidades culturales, que diferencian a unos subconjuntos de otros, pero que al mismo tiempo les permiten integrarse en el conjunto denominado «páez». Los magistrados de la Corte Constitucional percibieron claramente el carácter no homogéneo del pueblo nasa. Por esta razón, en la primera nota de pie de página de la sentencia, manifestaron: «Es claro para la Corte que existen diferencias en los procedimientos y sanciones que utiliza cada cabildo páez. Aquí se hará referencia a las notas comunes y al procedimiento que se utiliza en Jambaló, teniendo en cuenta la información suministrada por los intervinientes en este proceso». Sin embargo, pese a esta aclaración relativa a las diferencias de las factualidades comprometidas, el texto de la Sentencia mantuvo las ficciones originalmente establecidas. El enunciado de la homogeneidad cultural páez fue aceptado y validado, con valor de verdad probada, al retomar la Corte, sin crítica alguna, las afirmaciones contenidas en el peritazgo de la experta: mantenimiento de su unidad, preservación de su cosmovisión y conservación de la memoria por parte de los mayores. Es más: se asume que los jóvenes aceptaron sin modificaciones la palabra de viejas «memorias vivientes» conservando de esta manera la identidad cultural que caracteriza a este pueblo. El texto de la Corte no presenta elementos fácticos que permitan sustentar las aseveraciones relativas al examen de la «tradición de la comunidad páez» y con ello el campo ficcional se expande. La Corte, sin atender 104

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a su propia aclaración, dejada como constancia en la nota de pie de página mencionada en el párrafo precedente, borró con la mano derecha lo que escribió con la izquierda. El procedimiento empleado, que compromete la factualidad de la palabra descontextualizada, fue citar una oración en nasa yuwe precisamente para sustentar la homogeneidad y unidad de la palabra y la memoria, y, con ellas, de la cultura páez: «En efecto, para los paeces no hay nada que la comunidad no sepa. Por ello, su procedimiento, que se origina en el «yacska te’ c’indate tenge’a mecue « o «rastro que dejan los mayores», pretende indagar sobre los hechos que rompieron el equilibrio, a través de la palabra de sus miembros». El camino que anduvo la Corte en esta oportunidad fue paradójico. Negó la abstracción de la persona humana, con una argumentación ad hominen, para llegar a otras metáforas ontológicas sin atender a sus correspondientes diacríticos. Las metáforas ontológicas fueron: «páez» y «comunidad». Esta última fue un «conjunto inerte» aplicable como tal a cualquier pueblo o grupo caracterizable por sus cualidades en común. Lo específico de los paeces de Jambaló sólo fue enunciación vaciada de sus contenidos de facticidad. En este orden de ideas, la descripción que la antropóloga hizo del proceso de «averiguación», «indagación» o «investigación» iniciado por la «comunidad» es bien diciente de su carácter ficcional y de cómo, en la práctica, la identidad cultural aludida en el informe pericial es sólo retórica antropológica positiva de carácter general: «Para que pueda iniciarse, los familiares o el segmento social al que pertenece el afectado deben solicitar al cabildo que adelante la investigación y sancione a los culpables. Este, a su vez, deberá nombrar una comisión investigadora, integrada por personas de prestigio en la comunidad, quien se encargará de determinar las faltas y «encontrar la mentira en la palabra de los acusados». Lo primero que deberá hacer esta comisión investigadora, es citar a los presuntos autores para que rindan su versión. Si ellos aceptan la responsabilidad, no habrá lugar a otras etapas, si la niegan, continúa la investigación, recogiendo los testimonios de las personas que dicen haber visto o escuchado algo relacionado con el caso, y realizando las visitas a los lugares donde presuntamente ocurrieron los hechos. 105

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Cumplidos estos procedimientos, el siguiente paso será, entonces, la valoración que hace el cabildo del informe presentado por la comisión investigadora. Si se encontró la mentira, se cita a una Asamblea General, que como máxima autoridad deberá fallar, y si es el caso, imponer las sanciones. En ella se dan a conocer las pruebas, se solicita la confesión pública del acusado y se realizan los careos, es decir, la confrontación de la palabra del sindicado con la de las personas que rindieron testimonios en su contra. Como la Asamblea General es infalible, según sus miembros, pues sus decisiones están basadas en el «us yacni» (la memoria), que se encuentra a través de un ejercicio colectivo que permite hacer público el suceso oscuro, no está contemplada la segunda instancia. Es claro que estos sucesos oscuros no sólo son aquellos que produjeron directamente el daño, sino también los que de alguna manera hayan permitido o facilitado la alteración de la armonía». La descripción precedente, que trata de responder el primer interrogante enunciado por la Corte —¿corresponde a las características del ordenamiento jurídico páez de Jambaló, el procedimiento que adelantaron las autoridades de los Cabildos Indígenas del Norte del Cauca?—, establece las secuencias de una ritualidad que, como lo destaca Alf Ross, define los encadenamientos del ceremonial y a su vez de los actos de habla de las partes comprometidas. De esta manera, de la estructura profunda del texto precitado, emerge, sin decirlo la descripción, el comportamiento expresivo orientado a hacer creer lo dicho o demostrar su mentira y falsedad, sin que, quienes tenían qué juzgar, en este caso la Asamblea, pudieran expresarse verbalmente, sobre las implicaciones de sus propios actos (2003: 124). La Corte Constitucional, situada en la función espejo de su mirada, asintóticamente se aproximó de continuo a la figura del debido proceso, entre los paeces de Jambaló, sin llegar nunca a encontrarla por el peso de la traducción cultural que se hizo. En la descripción positivista referida, elegida por el Magistrado ponente Carlos Gaviria y aceptada por los demás magistrados integrantes de la Sala, no se mencionaron otros rituales, comunes para la mayoría de los paeces no obstante sus diferencias locales, a cargo de otros «actores» conocidos como «médicos tradicionales», en la traducción del nasa yuwe al castellano, o los thë’wala35, quienes tienen a su Es muy posible que atendiendo a la situación de orden público que por estos años se vivía en los territorios de los nasa, que de alguna manera se mantiene hasta hoy, con presencia de grupos armados como el frente Cacique Calarcá, se haya encubierto el papel cumplido por los 35

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cargo, entre otras responsabilidades, restablecer la armonía mediante rituales de refrescamiento. Por esta razón, no obstante la mención que se hace a la «alteración de la armonía», la cual, por lo tanto, debe recuperarse, la Corte no comprendió los sentidos de la ceremonialidad nasa en estos casos reduciendo y traduciendo parte de la ritualidad y del proceso descrito a una cuestión de forma carente de sus propios contenidos culturales. Desde este punto de vista el cuarto mínimo exigido a la jurisdicción especial indígena —«que todo juzgamiento deberá hacerse conforme a las normas y procedimientos de la comunidad indígena, atendiendo a la especificidad de la organización social y política de que se trate, así como a los caracteres de su ordenamiento jurídico»—, en este caso, por efecto de la traducción y la función especular de las miradas de los operadores judiciales de ambas jurisdicciones, fue formal; externalidad de un ritual; velamiento u ocultamiento del peso de lo simbólico y de la concepción de mundo, de los paeces de Jambaló, en el juzgamiento de algunos de sus integrantes. Lo mismo sucedió con el segundo interrogante de la Corte: ¿Las penas impuestas al actor por la Asamblea General rebasan los límites impuestos al ejercicio de las facultades jurisdiccionales, por parte de las autoridades indígenas? Estas penas se referían, en concreto, al fuete y al destierro. En la parte introductoria de la Sentencia T-523 de 1997 el Magistrado ponente manifestó lo siguiente respecto a que la «figura simbólica del fuete no constituye tortura ni pena degradante»; acerca de esta representación dijo: «El fuete consiste en la flagelación con «perrero de arriar ganado», que en este caso se ejecuta en la parte inferior de la pierna. Este castigo, que se considera de menor entidad que el cepo, es una de las sanciones que más utilizan los paeces. Aunque indudablemente produce aflicción, su finalidad no es causar un sufrimiento excesivo, sino representar el elemento que servirá para purificar al individuo, el rayo. Es pues, una figura simbólica o, en otras palabras, un ritual que utiliza la comunidad para sancionar al individuo y devolver la armonía. En este caso, y al margen de su significado simbólico, la Corte estima que el sufrimiento que esta pena podría causar al actor, no reviste los niveles de gravedad requeridos para que pueda considerarse como tortura, pues el daño thë’wala en el esclarecimiento de este caso. Para quienes han investigado y trabajado en los territorios de los nasa es conocida la persecución que todos los actores armados, sin excepción alguna, ejercen sobre los thë’wala. Muchos de ellos han tenido que desplazarse de sus territorios, ocultarse, para no ser asesinados.

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corporal que produce es mínimo. Tampoco podría considerarse como una pena degradante que «humille al individuo groseramente delante de otro o en su mismo fuero interno», porque de acuerdo con los elementos del caso, esta es una práctica que se utiliza normalmente entre los paeces y cuyo fin no es exponer al individuo al «escarmiento» público, sino buscar que recupere su lugar en la comunidad». Independientemente del lugar que ocupe el «fuete» en las tradiciones culturales del pueblo páez, manifestadas en sus diferencias en sus respectivas localidades y territorios, el enunciado precedente muestra a las claras la no existencia del pluralismo cultural en las decisiones judiciales que los distintos operadores tomen en cada caso. Los magistrados de la Corte Constitucional, que resolvieron en última instancia la acción de tutela instaurada por Francisco Gembuel, prevalidos del ejercicio de su poder no sólo aceptaron que el «fuete» es una «figura simbólica» o «un ritual que utiliza la comunidad para sancionar al individuo y devolver la armonía». También manifestaron situarse al margen de su significado simbólico. Es decir, acomodarse con esta acotación para auto brindarse holgura en la interpretación jurídica, política e ideológica, de las sanciones que la Asamblea impuso a F. Gembuel y, a su vez, de la argumentación que este último hizo para interponer el recurso de tutela, como se verá posteriormente en este texto. Con esta acción la Sala, atendiendo la argumentación del Magistrado ponente Carlos Gaviria Díaz y la exposición de la perita antropóloga o negó de hecho el pluralismo jurídico y cultural que reconoce la Constitución del 91, o interpretó, con un sentido muy particular, que nunca explicitó, el pluralismo jurídico y cultural desde el derecho positivo sin tomarse la «molestia» de establecer hasta qué punto la doctrina jurídica instaurada es de hecho excluyente. La Corte, una vez consolidado este hacer con palabras, hizo hacer creer que las tradiciones jurídicas del derecho en Colombia, que el derecho internacional, tienen la capacidad de comprender, y por lo tanto de interpretar, las formas «jurídicas» propias no sólo de los paeces de Jambaló sino de cualquier «pueblo indígena». Esta arrogancia interpretativa introduce todos los contenidos ideológicos y políticos propios de la hegemonía cultural, política y jurídica, impuesta en la sociedad colombiana, a la vez que se reserva para sí el establecimiento de una doctrina jurídica que desconoce arbitrariamente, por lo tanto autoritariamente, los sistemas culturales que dice comprender y hacer respetar. Se puso al margen, en el propio decir de la Corte, que el «fuete» representa «el elemento que servirá para purificar al individuo, el rayo»; que el «fuete» es una figura simbólica en el grupo para devolverles, a todos los implicados en la acción de justicia, la «armonía»; no se interesó, o nunca tuvo en cuenta, el significado en nasa yuwe de esta última metáfora. 108

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La arrogancia interpretativa de la Corte Constitucional, en este caso, se hace inocultable con toda su fuerza cuando afirma, «que el sufrimiento que esta pena podría causar al actor, no reviste los niveles de gravedad requeridos para que pueda considerarse como tortura, pues el daño corporal que produce es mínimo. Tampoco podría considerarse como una pena degradante que «humille al individuo groseramente delante de otro o en su mismo fuero interno», porque de acuerdo con los elementos del caso, esta es una práctica que se utiliza normalmente entre los paeces y cuyo fin no es exponer al individuo al «escarmiento» público, sino buscar que recupere su lugar en la comunidad». Irónicamente se podría decir que la Corte, con esta elucidación, mantuvo vigente la ideología que construye un camino que va de la barbarie a la civilización. Mientras que en Colombia, después de la Constitución del 91, han sido tutelados los derechos de los niños y niñas hasta el punto tal de impedirse los castigos físicos por parte de sus padres y preceptores, mientras que se proscribe el «fuete», los «latigazos» o cualquier otra forma de disciplinar los individuos, por medio de castigos similares, en cualquier otra esfera de actividad humana, la Corte, aludiendo a una supuesta argumentación antropológica, vaciada de los contenidos culturales que dice atender y respetar, afirma que el «fuete» no se puede considerar tortura, en esta oportunidad, y que tampoco podría considerarse como pena degradante puesto que no humilla al individuo delante de otros ni lo afecta en su mismo fuero interno. El fundamento para todas estas afirmaciones de la Corte es el recurso ad hominen, que emplea: «porque de acuerdo con los elementos del caso, esta es una práctica que se utiliza normalmente entre los paeces y cuyo fin no es exponer al individuo al «escarmiento» público, sino buscar que recupere su lugar en la comunidad». El «juego», la relación entre lo «normal y lo patológico» entra en escena en esta Sentencia. En el caso que esta relación sea válida para todos los sistemas culturales interactuantes en Colombia, para el pueblo páez de Jambaló, ¿quién o quiénes definen los grados de normalidad de una sanción en un grupo, en un «pueblo indígena» específico? En el caso que nos ocupa pueden trazarse dos hipótesis: a) la asamblea36 de los paeces en Jambaló decidió qué era «normal» y qué no lo era; b) la Corte Constitucional lo hizo en su defecto. La primera hipótesis, atendiendo estrictamente al contenido de la Sentencia, no es admisible, en primera instancia, si se tiene en cuenta la argumentación de Francisco Gembuel —quien afirma que con anterioridad a estos hechos cada vez que se Aunque la Corte en su Sentencia habla de la «Asamblea» lo cierto es que en este proceso hubo una serie de asambleas que comprometieron no sólo al pueblo de Jambaló sino a cabildos vecinos. 36

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presentaba un caso de juzgamiento de homicidio en Jambaló éste era atendido por la justicia ordinaria, con la aprobación del resto de la «comunidad indígena»—, que niega de hecho la afirmación referida a la «normalidad» de la práctica punitiva. Pero, como la misma Sala de la Corte en la Sentencia pone de presente que el sindicado falta a la verdad en algunas de sus declaraciones, este primer nivel de la hipótesis debe ser negado, aunque el señalamiento de la Corte genere preguntas en cuanto a la rigurosidad analítica con la cual se estableció la duda sobre la verdad de las declaraciones del acusado. En efecto, la Corte manifestó que: «En el caso que ocupa a la Corte, este conflicto de competencias es planteado por el mismo actor, quien niega la autoridad del cabildo y reclama los derechos que se otorgan a cualquier ciudadano dentro de la justicia ordinaria, en especial el ser asistido por un abogado. Para resolverlo, es necesario, entonces, analizar los elementos subjetivos y territoriales de este caso. Respecto del primero, es decir, sobre la pertenencia del actor a la comunidad, él mismo rindió testimonios encontrados. En un primer momento expresó: ‘Si de Jambaló, yo soy nacido allá, claro que en alguna época estuvimos andando, con la familia pero hace más o menos 25 años que estoy radicado allí, pero yo he sido nacido allí, tengo posesiones y derechos allí en el resguardo. El resguardo es el territorio donde funciona toda la comunidad indígena y yo soy parte de esa comunidad, por eso soy miembro y además estoy dentro del censo que anualmente hace el cabildo’ (fl. 45. Testimonio rendido el 20 de diciembre de 1996). Sin embargo, en un segundo interrogatorio ante el Juzgado Primero Penal Municipal de Santander de Quilichao, y al preguntársele si se consideraba miembro activo de la comunidad páez respondió: ‘En la actualidad no, y antes si, o sea más de un año por la razón que yo tenía unas posesiones, en terrenos del resguardo entonces yo probaba esa calidad de ser miembro activo porque el cabildo elabora un censo y yo aparezco en el censo, pero en el momento considero que no tengo interés dentro del resguardo...sólo tengo mi vivienda que en la actualidad habito...’. (fl. 196. Testimonio rendido el 7 de enero de 1997).

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Para la Corte, esta última declaración sugiere una actitud acomodada del demandante para acceder a los supuestos beneficios de la justicia ordinaria. Si se tiene en cuenta que Francisco Gembuel, además de tener posesiones dentro del resguardo (él mismo lo señaló en la audiencia fl.155), habitar en él y estar incluido dentro del censo, ha sido uno de los líderes políticos más importantes de la comunidad páez (fue incluso presidente del CRIC) es fácil concluir su pertenencia a ella. Como lo sugiere la antropóloga que interviene en este proceso ‘la capacidad de metamorfosis del actor es evidente, sabe jugar como indio para la sociedad blanca pero internamente como blanco en la sociedad indígena.’37 (Esta nota de pie de página se conserva del original de la Sentencia) En la primera declaración F. Gembuel reconoce no sólo que es nacido en Jambaló, que tiene posesiones y derechos en el resguardo, sino que es parte de esta comunidad por tres razones: porque ha nacido dentro del territorio; porque su habitación está situada dentro del territorio lo cual también lo hace miembro, y porque su nombre aparece en el censo que el cabildo hace anualmente. Como quien dice reconoce: el derecho de nacimiento, que tiene; el derecho territorial de que goza, y el derecho derivado del reconocimiento, que el cabildo hace, de su carácter de integrante del pueblo páez de Jambaló. En esta declaración F. Gembuel no falta a la verdad, según criterio de los integrantes de la Sala constitucional. De la segunda declaración del sindicado la Corte extrae elementos de juicio para poner en tela de juicio su veracidad. En esta deposición F. Gembuel dice: «En la actualidad no, y antes si, o sea más de un año por la razón que yo tenía unas posesiones, en terrenos del resguardo entonces yo probaba esa calidad de ser miembro activo porque el cabildo elabora un censo y yo aparezco en el censo, pero en el momento considero que no tengo interés dentro del resguardo...sólo tengo mi vivienda que en la actualidad habito...». Desde la perspectiva de un análisis riguroso de lo que dice Gembuel, por la forma específica de decirlo, se establece que niega su pertenencia al resguardo porque en el momento en que rinde su segunda declaración, 7 de enero de 1997, ya no tenía posesiones dentro del territorio del resguardo lo cual, en criterio de este comunero, probaba su no pertenencia y desinterés a hacer parte del resguardo, así tuviera su habitación dentro de este territorio. La Corte no atendió la argumentación de F. Gembuel, pero tampoco la refutó en el texto de la Sentencia; además en ningún momento aclara ni analiza qué significa 37

Esther Sánchez. Concepto rendido a solicitud del Magistrado Ponente.

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ser «miembro activo» y cómo se pasa de esta condición a su contrario en un lapso de 18 días; tampoco analiza comparativamente para establecer si la jurisdicción ordinaria le daba beneficios a Gembuel, que la jurisdicción especial indígena le negaba; simplemente lo afirma. De hecho, este «indígena» nunca dijo no pertenecer a la comunidad sino no ser miembro activo de ella. Por este motivo, en estricto sensu, la Corte no podía concluir que éste faltaba a la verdad de su pertenencia y adscripción a la cultura del pueblo páez de Jambaló. Sin cuestionar el término «metamorfosis» es claro que la Corte, al no demostrar en derecho este nivel de intencionalidad de Gembuel, hizo un análisis prejuiciado. Además de lo anterior, por análisis inferencial se establece que la Sala constitucional aceptó, sin crítica alguna, el señalamiento de «ladino», de «astuto», «sagaz» y «taimado», de «mestizo que sólo habla español», tal y como se hace en América Central, de Francisco Gembuel, que, con la metáfora «metamorfosis» y el juicio derivado de ella, hizo Esther Sánchez. El segundo nivel de la primera hipótesis, la decisión de la «normalidad» del proceso por parte de la asamblea, es inadmisible por varias razones: a) porque en la Sentencia nada de esto se dice; b) porque por inferencia se puede establecer que Francisco Gembuel, en la acción de tutela que interpuso, no se refirió a la «normalidad» o «anormalidad» de las sanciones impuestas ni del proceso de su juzgamiento; afirmó que era tradicional en Jambaló que los casos de homicidio los resolviera la justicia ordinaria; c) porque, sobre la base de esta última argumentación y no sobre la «normalidad» o «anormalidad» del proceso, pidió la intervención de la justicia ordinaria. La segunda hipótesis, en nuestro criterio, es la más admisible. Los magistrados de la Sala en su interpretación del «debido proceso», en las formas jurídicas del pueblo páez no introdujeron, explicativamente, elementos pertinentes del mundo simbólico de los nasa, de su concepción de mundo, de la ontología de los seres y las cosas, de las entidades, en la «casa del ser» de este pueblo, por lo que las metáforas de «armonía» y «rayo» perdieron su significación y fuerza simbólica propia; nunca mencionaron siquiera otras posibilidades interpretativas en este caso. Su criterio de «normalidad» fue resultado de la función especular que proporciona la mirada traductora; fue imposición de la función paradigmática que esta metáfora tiene en lengua castellana. Esta función reguló también la interpretación que se hizo en referencia al «fuete» y la negación que hizo, de la pena impuesta con el «perrero de arriar ganado», como tortura. ¿Cómo hicieron los magistrados de la Sala para determinar que la pena impuesta por la Asamblea no era tortura? Para la Sala, «el sufrimiento que esta pena podría causar al actor, no reviste los niveles 112

Hilando algunas ideas con el caso del pueblo Nasa

de gravedad requeridos para que pueda considerarse como tortura, pues el daño corporal que produce es mínimo». Esta valoración del daño, además de arrogante y autoritaria, sólo atendió a criterios extrajurídicos que, con esta Sentencia, adquirieron fuerza jurisprudencial. La definición que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, en su vigésima primera edición, da de la palabra tortura es indicativa del cómo interpretaron los magistrados de la Sala la decisión de la asamblea del pueblo de Jambaló. En efecto, esta obra dice: tortura es «desviación de lo recto, curvatura, oblicuidad, inclinación»; una segunda acepción más diciente plantea: «grave dolor físico o psicológico infligido a una persona, con métodos y utensilios diversos, con el fin de obtener de ella una confesión, o como medio de castigo»; el tercer significado dice escuetamente: «cuestión de tormento»; finalmente, la cuarta acepción afirma: «dolor o aflicción grandes, o cosa que lo produce». ¿Cómo hicieron los magistrados de la Sala constitucional para determinar que la pena impuesta por la asamblea, de «60 fuetazos (2 por cada cabildo)», no era tortura? Y, si atendemos a las jurisprudencias relacionadas con castigos físicos, que se imponen a menores de edad y a otras personas que atrapadas por su condición de conscriptos deben someterse a una autoridad que, por lo general, nunca se interroga sobre su legitimidad, ¿podemos interpretar que la Corte está diciendo que por tratarse de un «indígena» la severidad del castigo de 60 fuetazos no es tortura? Si la respuesta a este segundo interrogante es afirmativa, ¿no se trata acaso de un prejuicio discriminatorio sobre los integrantes de los «pueblos indígenas» o sobre un «indígena» en particular al que se juzga no por el acto violatorio, de que se trate, sino por su historia en el grupo? Si la respuesta es negativa entonces, ¿cómo interpretó la Corte el concepto de tortura? Más allá de las definiciones de diccionario podemos proponer un significado de tortura, para las tradiciones occidentales del derecho, que escape a los juicios de valor, a los efectos del horror, que pueda causar una acción punitiva sobre el cuerpo o los cuerpos de aquellos encontrados culpables. En este orden de ideas, la tortura es la resultante de la relación económica trazada entre la intensidad del dolor infligido y la duración del sufrimiento. De lo anterior se desprende que la tortura hace parte de un cálculo racional de la variación de la amplitud, frecuencia e intensidad del dolor, donde la duración juega su papel crucial. Por esta razón, de acuerdo con lo manifestado en diferentes investigaciones históricas la infamia de los verdugos, de los torturadores hacia sus víctimas se hace más evidente cuando los atormentadores sienten que han fracasado en su labor, cuando los torturados perecen en sus manos, en los rituales de confesión y punición, o cuando, no obstante 113

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la modulación entre intensidad del dolor y su duración, las personas sometidas a este tratamiento no confiesan, no se desvían de lo que ellas consideran lo recto, no se curvan ni se inclinan a la voluntad de aquel que intenta someterlos por medio del dolor. Para la Sala constitucional los 60 fuetazos a que fue condenado Francisco Gembuel, por parte de la asamblea de cabildos de Jambaló, no constituyeron tortura así como tampoco escarmiento público ni pena degradante. Olvidó la Corte que una de las características del derecho en el «antiguo régimen», en algunos países de Europa y en Hispanoamérica, fue hacer de la pena un acto público para dar paso a un doble juego de restituciones: renovar la pertenencia del individuo penado al grupo y restaurar, por medio del ritual público, el poder sancionatorio de la justicia en la cultura y sociedad. De esta manera se establece que el argumento de la Corte ni siquiera atendió o tuvo en cuenta la determinación de la forma de la sanción punitiva; no le concedió valor alguno al cálculo racional que la asamblea hizo de dos fuetazos por cada cabildo interviniente en la escena del castigo. Si por escarmentar se entiende corregir con rigor, de obra o de palabra, al que ha errado para que se enmiende, que fue ésta exactamente la acción que se hizo en la persona de Francisco Gembuel, con el escarmiento se pretende que el penado se desengañe, que adquiera aviso y cautela para que no repita el modo o hábito sancionado, que tenga experiencia del daño, error o perjuicio causado experimentando en sí mismo o en otros, que ha de guardarse y evitar caer en los mismos peligros. El «fuete», al representar simbólicamente al rayo, purifica y aunado a otras acciones permite restituir la «armonía» y posibilita la enmienda al individuo sancionado. Por todas estas razones son discutibles los argumentos empleados por los magistrados de la Sala constitucional, que decidió en última instancia sobre la validez y pertinencia de la tutela interpuesta por Gembuel. Pese a ello, hay que aceptar que la forma como intervinieron las dos jurisdicciones en este caso garantizaron el respeto a la justicia38 más no el pluralismo jurídico y cultural, reconocido por la Constitución del 91. El límite que impuso este último impedimento estuvo dado por el desconocimiento o no atención de la Corte a los sentidos que la «armonía» tiene en la cultura nasa y que sólo se expresan en la lengua cuyos discursos configuran la ontología de los seres, de las cosas y las entidades en este mundo, que se hace caso. Por ello es necesario, para los propósitos de este texto, situarse en la cultura nasa para retornar al examen del mandato constitucional, a sus sentidos y significados en nasa yuwe, y así tratar de hallar, de encontrar el mundo que se nos escapa por su punto de fuga: la lengua y sus implicaciones. 38

Entendida justicia como el ejercicio del juzgamiento en derecho, mas no como el valor de lo justo.

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5 UN EJEMPLO DEL PUNTO DE FUGA DE LA LENGUA Y DE SUS IMPLICACIONES Desde la perspectiva de algunos analistas, pertenecientes a campos del conocimiento como la antropología y la lingüística, hay que tener en cuenta la forma como se dice algo de algo en nasa yuwe y diferenciarla de cómo se dice lo mismo en castellano. El caso de Francisco Gembuel se ha empleado como marco referencial para estos análisis. Empero, en este aparte, bien vale una aclaración sobre el cómo se ha actuado en el caso de la traducción de la Constitución del 91 a la lengua nasa y de sus implicaciones en la interpretación de los sentidos de la justicia en Colombia. Situados en relación con la participación de algunos «intelectuales culturalistas nasa» en la traducción de la Constitución, que rige actualmente, y de acuerdo con lo manifestado por Rey Chow al respecto, tal y como lo hace ver Joanne Rappaport (2003: 115), la «metodología se desarrolló durante el proceso de traducción de los artículos pertinentes a los asuntos indígenas, incluyendo el nasa yuwe». Como lo afirma Rappaport, repitiendo las palabras de Chow, «no tradujeron la constitución (sic) en sentido estricto, sino que reimaginaron sus preceptos fundamentales desde una posición del sujeto nasa, construyendo así una crítica nasa del estado colombiano. Según esto, no estaban buscando la proporcionalidad sino, más bien, una manera de llegar a sus propios preceptos políticos que, eventualmente, pudieran entrar en diálogo con los del estado. No se trataba de traducción tal y como la conocemos, sino que se convirtió en una metodología subalterna para asumir los nuevos desafíos políticos que enfrentaba el movimiento». La pregunta que inmediatamente surge es la siguiente: ¿los preceptos políticos aludidos y no mencionados en el texto de Rappaport, en la cita que hace de Chow, eran los del pueblo nasa o, por el contrario, provenían de una de sus organizaciones y autoridades políticas como los integrantes del cabildo de Mosoco?39 39 Este interrogante apunta a hacer ver la diferencia existente entre los sentidos y significados de algo en un sistema cultural específico y los sentidos y significados de cuando ese algo hablado se hace político. De hecho, muchas de estas diferencias son valorativas; están

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Hacer interpretar las nociones de «rectitud política» y «autoridad legítima» como expresiones de una oposición política de los «traductores nasa» al Estado colombiano proviene, cuando menos, de un intento enunciativo que desconoce, con una cierta intencionalidad, muchos de los procesos adelantados por el pueblo nasa antes de la Constitución del 91 y posteriormente. En efecto, desde los años iniciales de la década del 70 en el Cauca, momento en el cual surgió el Consejo Regional Indígena del Cauca, CRIC, las autoridades tradicionales de los «pueblos indígenas» iniciaron acciones de recuperación de sus territorios, de sus lenguas y culturas, del derecho a una educación propia, criticando políticamente al Estado, a su institucionalidad, por sus acciones y desatención. Esta crítica condujo al CRIC y luego a otras organizaciones «indígenas», regionales y nacionales, a establecer diversos niveles de interlocución con instituciones del Estado colombiano que iban desde la más abierta crítica y desafío hasta el establecimiento de desiguales grados de interacción y aun colaboración con la institucionalidad política y organizacional del Estado y con otros sectores de la sociedad colombiana. Con la Constitución del 91 los consejos regionales «indígenas», las organizaciones políticas de los inscritas en propósitos e intencionalidades específicas y distintas, en un caso como en el otro. Los sentidos y significados de un algo, en una lengua específica, adquieren así posiciones valorativas de afirmación, incorporación, exclusión, negación, además de otras posibilidades más. En otras palabras, no son absolutas sino que están en un marco de intencionalidades coyunturales, como es el caso, muchas veces presentado, en los debates sobre las identidades culturales en la planetarización contemporánea. ¿Desde dónde los «intelectuales culturalistas nasa» reimaginaron los sentidos y significados de aquello que tradujeron, al nasa yuwe, de la Constitución de 1991? La respuesta que se da a este interrogante es la siguiente: «Las deliberaciones del equipo traductor se basaron en una jerarquía de valores políticos muy diferente a los del texto original de la constitución (sic), valores que en parte son nasa, en el sentido que son culturalmente diferentes, y en parte se definen como contestatarios, ya que los comparte una amplia gama de críticos del sistema político colombiano. Así pues, el proceso de traducción involucró la articulación de posiciones culturalistas dentro de discursos de soberanía. Resulta interesante ver cómo los dos se combinaron para crear valores políticos que podrían, posteriormente, sustentar la creación de usos y costumbres» (Rappaport, 2003: 115). De hecho, si las palabras citadas tienen alguna correspondencia veridictoria, se trató no sólo de traducir el texto constitucional sino de configurar y concretar sentidos, significados y acciones políticas que iban más allá de los contenidos culturales del pueblo nasa, en tanto incorporaron la crítica al Estado y la política colombiana proveniente de ámbitos y discursos políticos no nasa. Esta situación, como se ve en la cita extractada del texto de Rappaport, cambia y transforma el significado gaseoso que dan los jueces y altos magistrados de las Cortes a los llamados «usos y costumbres». Para éstos, de acuerdo con la facticidad de lo enunciado en las sentencias, los «usos y costumbres» aluden a una ancestralidad, a un pasado del sistema cultural específico en interacción con otros sistemas culturales diferentes, que está presente entre los integrantes de un «pueblo indígena», y no aluden, estos «usos y costumbres», a posiciones políticas de crítica al Estado colombiano y mucho menos a una soberanía de los nasa frente al Estado y la Nación colombiana.

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Un ejemplo del punto de fuga de la lengua y de sus implicaciones

«pueblos indígenas» como la Alianza Social Indígena ASI, la Organización Nacional Indígena de Colombia ONIC y las Autoridades Indígenas de Colombia AICO a nivel nacional, las asociaciones de cabildos «indígenas», en el plano de una subregión departamental, junto con ONG’s «indígenas» y diversas juntas de acción comunal conformadas por los integrantes de estos pueblos, conservando sus organizaciones tradicionales de cabildos y extendiendo éstos a áreas urbanas en las que con anterioridad no se habían registrados tales procesos, adquirieron mayor protagonismo político, económico, cultural, social y jurídico, como nunca antes lo habían tenido, resultado del reconocimiento constitucional, de la creación de la circunscripción especial, de la autonomía que la Constitución les daba, de la creación de la jurisdicción especial «indígena», con lo cual Colombia transformó su cartografía política y jurídica hasta el punto de caracterizarse como un nuevo país. Desde estos procesos la soberanía «indígena» de que se habla no compromete el significado de autoridad suprema del poder público sino todos aquellos ejercicios de poder que como pueblos practican sus órganos de autoridad y representativos en el marco de la autonomía que les ha reconocido la Constitución política de 1991. De esta manera su soberanía es constitucional; no adquiere las connotaciones de ruptura y fragmentación de los poderes públicos nacionales como más de una vez se los ha querido presentar por parte de diferentes actores del Estado colombiano, en sus distintos niveles y jerarquías, y extrañamente, poniéndose de acuerdo con los anteriores, por parte de actores políticos que medran en torno a las organizaciones «indígenas» tratando de incorporarlas a sus prácticas de disolución de la sociedad y estatalidad colombiana, sin atender a los propios componentes, culturales y políticos, de estos pueblos. En este orden de ideas, las nociones de «rectitud política» y de «autoridad legítima» adquieren connotaciones en nasa yuwe que en nada remiten a un desconocimiento de la República de la que hacen parte y de su organización política. La traducción al nasa yuwe de la palabra «constitución», que presenta Joanne Rappaport en su escrito (2003: 115), como eç ne’hwe’sx, el «libro principal o fundamental», articula la Constitución de 1991 con su cosmovisión en tanto los seres primordiales del pueblo nasa, Tay y Uma, son los Ne’hwe (Rappaport). Pero según lo manifiesta la citada antropóloga, también «Ne’hwe’sx —el plural de ne’hwe— puede traducirse como ‘autoridad principal’ y se usa también para denominar a los miembros del cabildo moderno» (116). Agrega, en su esfuerzo por seguir la traducción, que este término —ne’hwe— contrasta con el de npiçthê’, que «designa a funcionarios elegidos». Desde este punto de vista la diferenciación de los dos términos en la lengua nasa compromete, por así decirlo en castellano, el carácter y no la legitimidad de la autoridad «indígena». Tanto los funcionarios elegidos 117

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como aquellos cuyos «méritos son intrínsecos» poseen legitimidad, son ciertos. Su diferencia estriba, tratando de interpretar un universo distinto desde el mundo de los autores de este texto, en que en los npiçthê’ su autoridad es transitoria, pero no por ello deja de ser autoridad, mientras que en los ne’hwe su autoridad es, con el significado de la palabra en castellano, esencial; este significado no es exactamente el mismo en la lengua nasa. El juego de implicaciones de significado, de señalamientos y de pragmáticas políticas de los nasa, que Joanne Rappaport establece sobre uno y otro término, no es más que una posibilidad de interpretación entre otras muchas más. Decir que desde la lengua nasa se interpreta que son npiçthê’ los funcionarios del Estado colombiano, por haber sido elegidos electoralmente para ejercer autoridad, y que por este hecho sus acciones son «politiqueras», no es más que privilegiar la voz de unos en detrimento de la de otros, que también son habitantes de la «casa del ser» nasa. El hecho que contrasta la interpretación de Rappaport, según dice ella proveniente del equipo de traductores de la Constitución, es, cuando menos, llamativo: muchos paeces, junto con miembros integrantes de otros «pueblos indígenas», participan tradicionalmente en los procesos electorales inherentes a la organización política del Estado colombiano. Si se mantuviera el carácter absoluto de tal interpretación, estos elegidos electoralmente del pueblo nasa, como de cualquier otro «pueblo indígena», serían necesaria e irrevocablemente «politiqueros». La interpretación aludida y el señalamiento de pertenencia que se hace con ella a los traductores, es equivocada. Textualmente Joanne Rapaport dice: «El equipo traductor se preguntó por las consecuencias de dejar la justicia en manos de npiçthê’, o los funcionarios colombianos elegidos. Eena’ eena’ kafxi’ze’nxi, su neologismo para «justicia», significa «estar permanentemente en la luz» como me lo explicó el lingüista nasa Abelardo Ramos, miembro del equipo traductor» (2003: 116). La equivocación aludida de la interpretación está contenida en vincular a la «justicia colombiana» con los npiçthê’, con «los funcionarios colombianos elegidos». Cualquier colombiano, incluidos los integrantes de los «pueblos indígenas», sabe que los jueces no son elegidos, son nombrados por concurso de méritos por las autoridades competentes del sector judicial, uno de los ejes integrantes del modelo liberal de tripartición de los estados modernos y por ende del Estado colombiano. Los magistrados de las altas Cortes, aunque son elegidos con participación del legislativo y el ejecutivo, no comprometen procesos electorales. En uno u otro caso sus nombramientos se deben a méritos que son intrínsecos de quienes son beneficiados. Obviamente se han dado circunstancias de injerencias espurias en estos procesos de nombramiento, que no atienden a la calificación de méritos de los implicados sino a otras circunstancias enmarcadas, 118

Un ejemplo del punto de fuga de la lengua y de sus implicaciones

por lo general, en procesos de corrupción del sistema jurídico colombiano. Desconocer la manera como funciona el Estado colombiano para avalar únicamente ciertas posiciones políticas, que no obstante su legitimidad sólo comprometen a ciertos sectores de la sociedad nacional incluidos en ella integrantes de los «pueblos indígenas», es tendencioso; más, todavía, cuando, para avalar la interpretación señalada en este escrito como tendenciosa, se da la palabra a uno de los traductores, Abelardo Ramos, sin que éste pueda expresar si transparentemente está de acuerdo con este hacer decir de la antropóloga. El texto al que nos referimos es el siguiente: «Interpretamos que justicia es hacer permanecer en la luz a alguien… Con esto se está pensando que nosotros tenemos un valor cultural que es usual en el consejo de la familia, en el consejo del cabildo, en el discurso del cabildo, en la justicia. Porque el consejo, en el discurso del capitán o del gobernador… es lo que allí comunitariamente se está expresando con [la] categoría de autoridad. Entonces, la autoridad es la que hace viva y permanezca en la luz. Y nosotros, como valor cultural…decimos…que un nasa auténtico, con todo su esfuerzo de identidad nasa, debe ser-es-un nasa eena’. Entonces, por…principio cultural, nosotros…somos llamados a ser transparentes en nuestras actitudes, en nuestras conductas, en nuestro espíritu, …a ser dignos porque somos transparentes. La dignidad expresada por nosotros en estas categorías de luz. Entonces, la transparencia para nosotros no puede ser solamente un eslogan, un discurso, una cosa ideológicapolítica. La luz es vivencial y deben vivirla» (Rappaport: 2003: 116). (Los puntos suspensivos son de la autora del artículo). Con la lectura del texto precedente, construido con las palabras de Abelardo Ramos, es claro fácticamente que no hay señalamiento alguno del carácter npiçthê’ de los funcionarios del Estado colombiano encargados de administrar justicia. La interpretación, escrita y publicada por la antropóloga, no hace justicia a las palabras del lingüista nasa, no es transparente, no permanece en la luz. Las traducciones de una lengua a otra u otras, inevitables en los mundos humanos, parten del planteamiento hermenéutico que afirma que el decir algo de algo, así sea en la propia lengua del que dice algo de algo es traducirse quien dice, a sí mismo. Es hablar desde una cosmovisión, desde una imagen de mundo, que en el momento en que dice no está fragmentada (Landaburu, 2002); se manifiesta como totalidad relacional irreductible en su apertura hacia otros mundos humanos. Por esta razón consideramos, así sea brevemente, que es necesario, para los propósitos 119

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de este texto, hacer un intento de abordar desde la concepción de mundo nasa, en aquello referido al carácter general de sus posibles configuraciones ontológicas.

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6 EL CASO QUE SE HACE MUNDO EN UNA POSIBLE ONTOLOGÍA EN LENGUA NASA El artículo 10 de la Constitución de la República de Colombia dice: «El castellano es el idioma oficial de Colombia. Las lenguas y dialectos de los grupos étnicos son también oficiales en sus territorios. La enseñanza que se imparta en las comunidades con tradiciones lingüísticas propias será bilingüe». Traducido a nasa yuwe40 dice: waas yuwe’ kulubyate nasa jxukaysaji’. Napa nasa kiweka’ kwe’sx yuwe’ kxa’weysaiçxa’. Naa nasasa çxhabsu’ e’z yuwetey kapiya’wa’ja’. Cuadro No. 1 Para el análisis yuxtalineal del texto en las oraciones 1) // waas41 yuwe’ kulubyate nasa jxukaysaji’ // // waas / yuwe -a’ / kulubya - te / nasa / jxuka – y – sa – ji - a’ // //“blanco” (no-indígena) / boca, lengua (idioma) – tópico / Colombia – locativo / gente / todos – corroborativo – verdaderamente (propiamente) – benefactivo – Persona 3 sing + asertivo // En Colombia el idioma de los no indígenas (castellano) (es) el verdaderamente [propiamente]42 para todos. Se ha tomado de Ec Ne’hwe’s’ Constitución Política de Colombia en Nasa yuwe. Ver Bibliografía. 41 waas, wakas y musxka son variantes léxicas. 42 En nasa yuwe el morfema {–sa} se encuentra sufijado a la unidad {jxuka} e incide semánticamente sobre ella y no sobre la unidad {yuwe} «lengua», como podría parecer a partir de la «traducción» al castellano. Es necesario aclarar que hacemos referencias a las nociones vehiculadas por los morfemas de la lengua nasa. Las nociones son sistemas de representaciones complejas de propiedades fisico-culturales. Hablar de noción implica pensar en un constructo productivo que nos remite a representaciones articuladas con el dominio nocional, el cual será diferente si se trabaja sobre un lexema, una lexía u otro tipo de unidad léxica. En general todo dominio nocional implica la problemática de las ocurrencias, del 40

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Continuación Cuadro No. 1 2) Napa nasa kiweka’ kwe’sx yuwe’ kxa’weysaiçxa’ // Napa / nasa / kiwe – ka - a’ / kwe’sx / yuwe - a’ / kxa’we y – sa – i – çxa - a’// // pero / gente / tierra, territorio – locativo – tópico / nuestro / boca, lengua – tópico / así – verdaderamente (propiamente) – corroborativo – restrictivo - P 3 sing + asertivo // Pero en el territorio de la gente, nuestra lengua así mismo verdaderamente43 es. 3) Naa nasasa çxhabsu’ e’z yuwetey kapiya’wa’ja’ // Naa / nasa - sa / çxhab – su - a’ / e’z / yuwe – te – y/ ka – piya- a’ - wa’j -a’ // // pero /gente verdaderamente / pueblo locativo – tópico / dos / boca, idioma – locativo – corroborativo / causativo – aprender – aumentativo – finalidad – P 3 sing + asertivo// Pero en los pueblos de la gente verdadera la enseñanza será en las dos lenguas. Hemos señalado los términos que se relacionan con la denominación de los «pueblos indígenas» y del pueblo colombiano. Encontramos que waas es el término para los «blancos». Importante resaltar que waas denota un conjunto de individuos portador de una cultura y valores sociales particulares y que se comporta en concordancia con ellas, nada tiene que ver con el término para el color «blanco» / /çxihme//; yuwe es el término utilizado para designar «labio», «boca», «palabra»; la lengua castellana se denomina waas yuwe, es decir «palabra de los blancos». Encontramos luego nasa traducido por «gente». atractor sobre el dominio, del gradiente y del complementario. Si se define una noción «p» será preciso la construcción de un complementario de tal manera que se tenga (p, p’), tenemos entonces que trabajar con una relación no saturada, lo cual nos permite aprehender el dominio nocional a partir de las propiedades definidas por él. Esta idea de dominio no es la misma de campo semántico pues estamos ante espacios con propiedades (topológicas) de abierto, de cerrado o aún algo más complejo. Las ocurrencias son de dos tipos: las fenoménicas y las lingüísticas (o metalingüísticas). En cualquier caso el dominio nocional se presenta como un espacio (topológicamente) abierto, el cual se organiza con un atractor que permite construir un gradiente que nos orienta en la construcción de un último punto en el espacio nocional y remite, sea al interior, sea al exterior del dominio nocional. El complementario tiene las propiedades de un espacio cerrado y se establece una relación entre el interior del dominio, es decir del abierto y su exterior que se presenta como el interior de un espacio cerrado. Para ampliar ver Antoine Culioli, “Sur le concept de notion”, 1990. 43 En el texto original la oración dice “nuestra lengua verdaderamente así mismo es”; hemos cambiado de puesto la unidad “verdaderamente” para insistir que en nasa yuwe ella va como sufijo en la unidad que remite a “así mismo es”.

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El caso que se hace mundo en una posible ontología en lengua Nasa

En la segunda oración encontramos nasa kiwe y kwe’sx yuwe; ahora nasa acompaña a kiwe «tierra/territorio» y yuwe está precedida por kwe’sx «nosotros» en función de posesivo. El primer sintagma remite al territorio de la gente que no es waas y el segundo sintagma se refiere a las lenguas diferentes al castellano tratándolas como «nuestra lengua». Tenemos un uso del término nasa un tanto diferente del que se dio en la primera oración, en esta se remitía a todos los habitantes del territorio de la República de Colombia, en aquella se remite a unos habitantes en particular. Y en la tercera oración encontramos nuevamente el término nasa, pero con el sufijo {–sa} que indica una reafirmación del concepto, el cual da un sentido particular de identidad «propiamente nasa» frente al sentido genérico de nasa de la primera oración. Antes de entrar en un análisis del término nasa, veamos la «traducción» que se hizo a la lengua páez (nasa yuwe) del texto de la Declaración Universal de los Derecho Humanos. Cuadro No. 2 Declaración Universal de los Derechos humanos ÇXHAB WALA KIWEPWESX PKHAKHENA USÇXA’ NAWEK YAHKX Artículo 1 Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. Fxi’nxi pe’la 1. Ya’nwe’wewa’te’ maa nasapa ja’daçehk hi’pku upxji’, w½tte u’juwa’ ji’pta’, eena’ eena’ fxi’zewa’ ji’pta’, ius ji’pta’ dxikxthe ji’pta’ naapa’kate. Sa’ jxukaysa ius ji’pçehktha’w sa’ pyakhna’we fxi’ze ji’ptha’w. Artículo 2 Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.

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Continuación Cuadro No. 2 Fxi’nxi pe’la 2. Naa nwe’wenxite pu’kithçxa maa nasapa jxuka yupnxime u’juwa’ ji’pçxa ya’nwe’wewa’pa ji’pa’ dxi’w½nxime: iskiwenxi ma’we ji’psama’kyuu; nasa khiçxma’kyuu, nasa waasma’kyuu, nasa ma’we ikwehkwesama’kyuu; u’yma’kyuu, pihçma’kyuu; nasa kuhsa ipeynxitewe’sx ma’wesate ji’psama’kyuu, khimeçxa’ ipeynxi ma’we iusyaakxsama’kyuu; mayuh nasa kuhtewe’sxma’kyuu; vxuwe’sxma’kyuu; mte upxhsama’kyuu; ma’wete fxiysapa jxuka44. Artículo 3 Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona. Fxi’nxi pe’la 3. Maa nasapa )txi fxi’ze ji’pa’, kimyuhpa ptxhidenxime u’juwa’ ji’pa’, kihytepa ãh kafxi’ze’nxi u’juwa’ ji’pa’. Nótese que el artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos habla de «ser humano»45, el segundo habla de «persona» y el tercero de «individuo» y en todos los casos en nasa yuwe se dice nasa. Vale la pena señalar que en el artículo 2 se aclara que ella vale «sin distinción alguna de raza, color» lo cual se expresa en nasa yuwe mediante la explicitación de nasa khiçxma’kyuu, nasa waasma’kyuu, nasa ma’we ikwehkwesama’kyuu, es decir haciendo la aclaración de distintos tipos de nasa. El término nasa ha sido traducido46 como «gente», «persona», «ser humano», «individuo». A nuestro juicio nasa remite al conjunto en el cual el individuo se encuentra inmerso, que lo identifica como uno de sus miembros y a la vez él mismo co-actúa con el grupo y co-define su identidad. Conjunto que en primer acercamiento es con los miembros de la comunidad con la cual se convive en forma permanente, en una segunda aproximación a todos aquellos que forman parte del mismo pueblo y en una tercera esfera de influencia es el conjunto de los grupos humanos. Los subrayados son nuestros. La forma humana de persona (máscara) es una acción «ser humano»: contiene dos implicaciones a) de carácter ontológico y b) pragmática. 46 Esta forma de «traducción» compromete no sólo la ontología del ser sino su representación. 44

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Los indígenas vecinos de los paeces tienen, en nasa yuwe, un nombre particular: los guambianos son llamados muu, los andaquí y por extensión los indígenas del Putumayo reciben el nombre de daaki y los indígenas del Tolima (descendientes de los pijaos) son pipsxavx. Sin embargo nasa usado como genérico también puede cubrir estos pueblos. Interrogado un nasa sobre su diferencia con los muu respondió: Muupa nasa’, napa muua’ nasasame’ «(el) guambiano también es gente, pero el guambiano no es de los propiamente nasa» lo cual nos recuerda la aseveración de la oración número tres en la «traducción» del artículo 10 de la Constitución nacional47. Para los afrocolombianos el nasa yuwe ha acuñado el término nasa khiçx que se relaciona con el color negro; de ellos también se puede afirmar que son nasa, aunque tampoco son nasasa, y su lengua es el waas yuwe dado que ellos hablan como los waas. Podría pensarse que estas diferencias son asuntos de la época actual, pero ya en 1755 Eujenio del Castillo i Orosco en su Vocabulario Páez-Castellano48 proponía: «Nasa, jente (sic), propiamente significa cosa animada» (p.64)49 lo cual nos ilustra una ampliación en el ámbito referencial de nasa pues ahora se trata de «cualquier cosa animada». En nuestro trabajo de campo hemos encontrado que cuando una señora nasa escoge los huevos para poner en el nido de la gallina con el objeto de ser empollados, mira a través de la luz (del sol o de una fuente tal como una linterna, vela u otra) y separa cuidadosamente aquellos de los que afirma: Naa ziçha’ nasa’ «este huevo es (tiene) nasa», con lo que quiere decir que está fecundado y tiene un principio de vida dentro, de tal forma que en las condiciones adecuadas podrá salir un pollo de él.

Por considerar que nos aparta de nuestro propósito en este artículo, dejamos para otra oportunidad las implicaciones del uso del sufijo {–sa} para referirse a la reafirmación del concepto expresado en la base léxica. 48 Publicado por Ezequiel Uricoechea en la colección Lingüística americana, Tomo II. En el 49 Congreso Internacional de Americanistas presentamos un primer análisis de este vocabulario. Ver Rojas 2001 en Bibliografía. 49 En la página 63 Castillo i Orosco dice que «Móguexs, natural de Guambía o de Guanácas (sic); son ellos de un mismo idioma o lengua diferente de esta del páez» palabra que hoy se escribe muwe’sx y que se puede descomponer en Mó - guexs, no sólo por nuestro análisis sino por que el mismo Castillo i Orosco dice de guexs que es una «desinencia que se pospone para significar pluralidad... también significa el pariente ... así como el que es de una misma nación, compatriota, paisano» (p.53). 47

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En la cosmovisión nasa el relato sobre la creación del mundo habla de sus distintas fases, Manuel Sisco, nasa e investigador, nos habla de las siete fases50. En la primera, los nehwe, Uma y Tay, forman pareja y con ello la vida: Así cuentan nuestros mayores que Uma y Tay nos dieron la vida. Uma es nuestra bisabuela y Tay nuestro bisabuelo, Ellos son marido y mujer que vivían rodeados de sus hijos que ya existíamos pero todos éramos espíritus. En la segunda fase los espíritus toman cuerpo: Cuando éramos Taafxi espíritu (viento), energía y movimiento, nos chocábamos los unos con los otros nos hacíamos daño, fue todo un caos. Entonces era necesario buscar una solución, fue así como sus hijos tuvimos que recurrir a nuestros Nehwe «padres principales los progenitores» Uma y Tay. Inmediatamente ellos atendieron nuestra petición y nos dieron la orden para que se den los cuerpos materiales Çxifxi, así fue como sus espíritus tomaron cada especie su forma y resultó como cuando el grano de fríjol se le saca de la vaina, pues la semilla lleva consigo su centro que es su corazón. Todos los Nasa que son la infinidad de seres y especies que hay en la tierra se emocionaron muchísimo, hubo mucha algarabía y de contentos se volvieron insoportables, cada especie se agruparon los grandes, los chicos, los medianos, los más pequeños y menudos, todos pretendían su espacio pero los grandes le agredían a los pequeños, había egoísmo. En una palabra el desorden continuó. En la tercera fase tenemos la formación de kiwe: Ahora, si quieren tener una casa deben abrazarse, deben quererse. Ahora, van a formar una casa grande y yo estaré pendiente de todo porque la casa es una sola para todos. Por más que se oculten en los más recónditos lugares nosotros los estamos mirando. Inmediatamente todos los seres se abrazaron hasta formar una sola masa, como un solo puño y así se formó kiwe la «tierra», la casa de todos. Kiwe la mujer. Cuando la tierra estuvo lista para ser fecundada, en sus entrañas ella sentía enorme deseo de parir, ya escuchaba hasta el bullicio de sus hijos, pero sola no podía parir porque la tierra joven todavía no tenía marido. Por fin solicitó un parejo a Uma y Tay a sus Nehwe. Y estos eligieron a Sek Taki51 para su parejo y este joven sol les aceptó, al igual él, ya era joven con capacidad no solo de fecundar sino de

Un análisis detallado del relato de la creación escapa a las pretensiones de este documento; tomaremos de él los aspectos más relevantes para acercarnos al concepto nasa. 51 Sek Taki, sol joven, capaz de fecundar . 50

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trabajo en diversos oficios. Definitivamente eso se realizó y la tierra y el sol se sintieron muy felices con el encuentro. Esta es la cuarta fase de la creación, así desde entonces, la tierra se formó con todas sus formas geográficas de hoy, empezó a parir y a parir Nasa (entiéndase a todas las especies como habitantes y hermanos del globo terráqueo). Así de la tierra nacieron infinidad de hijos, cada especie con su cuerpo diferente. Cada quien con su lengua, corazón (sentimiento) y habilidad especial para vivir, cada uno de los hijos tomó un espacio conveniente de acuerdo a sus condiciones de vida, cada especie guardó su relación con los demás y con su madre. Kiwe continuó pariendo toda clase de gente: minerales como de las más diversas piedras, vegetales como los más chicos y gigantes que viven bajo el agua y fuera del agua, en ese mismo entonces ya nacían los más diversos animales grandes y pequeños, bravos y tiernos, ásperos y suaves, negros y blancos, grises y de mil colores más… Así transcurrió la vida por mucho tiempo. Todos crecían y crecían pero sin reproducirse,…Dándose este momento los Nehwe dijeron: su madre kiwe y sek sus padres, están preocupados por ustedes. Mírense entre ustedes, conformen parejas según su especie macho y hembra. Desde ese momento todos consiguieron compañía con el fin de procrear y poblar su especie. En la quinta fase Yu’ la mujer agua, hija de la tierra, andaba en busca de un compañero. ... Y A’ el estrella también andaba atento en busca de una compañera... dicen los que nos cuentan, se fueron a vivir en la cima de la montaña... Después de que el padre estrella insertara una de sus puntas en el cuerpo de la madre agua, ella quedó embarazada. A Yu’, le llegó la hora de parir, en Nasa yuwe se dice Yu’a’ duuk, «parto del agua», ella empezó a pujar durísimo, soltó mucha agua, y en medio de la creciente del agua venía un niño, y este niño era Nasa varoncito. Dicen que luego nació una Nasa, mujer, fue toda una familia bien numerosa. Por eso los Nasa somos yu´ luucx «hijos del agua» y debemos ser numerosos en la familia… En la creación del mundo «creación de la casa grande» tenemos las fases que hemos ilustrado. Veamos el siguiente esquema.

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KHABUWE’SX KWETWE’SX

NASA SEK KIWE TAAFXI ÇXIFI NEHWE - UMA - TAY

Desde la primera hasta la quinta fase de la creación se presentan distintos tipos de nasa, lo mismo sucede con las otras fases. Nasa ahora se ha usado también para referirse a los minerales, los vegetales, los animales, además de los usos ya señalados. Sólo en la quinta fase aparece en nasa que se traduce como «gente». Nuestro pensamiento debe replantear las categorías de conocimiento sobre una nueva base, la de situarse frente al problema epistemológico y no sobre él. Esto implica poner en la luz la experiencia que atraviesa toda otredad y, desde sus propias exigencias ir redefiniendo las categorías del conocimiento y así entrar en su esencia52.

Heidegger llamó la atención sobre esta esencial propiedad del pensamiento «El pensamiento se queda perplejo»....si la interpretación debe moverse ya siempre en lo comprendido y nutrirse de ello, ¿cómo podrá producir resultados científicos sin moverse en un círculo, sobre todo si la comprensión propuesta se basa, por otra parte, en el conocimiento ordinario del hombre y del mundo? (...) Sin embargo, ver en este círculo un circulus vitiosus y buscar cómo evitarlo, o por lo menos ‘sentirlo’ como imperfección inevitable, significa malcomprender radicalmente el comprender. No se trata de adecuar el comprender y la interpretación a un determinado ideal de conocimiento, que no es sino una variedad del comprender que se ha orientado hacia la legítima empresa del aprehender lo que está-ahí en su esencial incomprensibilidad. (..) Lo decisivo no es salir del círculo, sino entrar en él en forma correcta.» En Ser y tiempo, «traducción» de Jorge Eduardo Rivera, Ed. Universitaria, S.A., Santiago de Chile, 1997, pág. 168. 52

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Al recapitular notamos que en castellano nasa remite «persona», «gente», «individuo», «ser humano», «no-indígena», «indígena(s)», «minerales», «vegetales», «animales», «cosa viva», «cosa animada» De lo presentado nos parece plausible proponer que naturaleza y cultura como categorías adquieren en la visión nasa, un estatuto diferente puesto que no remiten a diferencias de ser, sino a configuraciones relacionales diferentes de las que tienen en la denominada cultura occidental53. Pareciera que nasa se caracteriza por una doble tendencia: una centrada sobre sí mismo y otra orientada a la alteridad. Esta alteridad puede entenderse de dos maneras. Por un lado el «ser-otro», por consiguiente la transformación de una realidad en otra distinta de ella. Por otro lado la alteridad de nasa puede ser debida a que tal ser se constituye solamente en la medida en que amplía el ámbito de su realidad por medio de nuevas formas o de nuevas «experiencias». El término nasa, que en primera instancia se asimilaría a «gente», no denota sólo la humanidad como especie natural ni tampoco exclusivamente su condición social y su ámbito referencial involucra además de los humanos a otros seres del mundo. El concepto de nasa está absorbido en todas las entidades y al mismo tiempo por encima de ellas trascendiéndolas. Estamos en la discusión sobre la univocidad, la particularidad o la universalidad del ser (ens, esse), discusión que viene desde los tiempos de Aristóteles y que tal parece no se puede considerar clausurada. Bien vale la pena preguntarse ¿hasta dónde todos los seres o entidades que están en el ámbito referencial de nasa son sujetos de derecho y hasta qué punto la sociedad nacional está dispuesta a aceptar esta realidad tal como lo es para la sociedad nasa? La declaración constitucional de multietnicidad y pluriculturalidad no puede quedarse en letra muerta, debe llevarse a las consecuencias que ella En la tradición occidental la cosa al transformarse en objeto adquiere límite; el objeto es determinado, la cosa es una indeterminación. Por esta razón el primer fundamento de la lógica de occidente es la identidad y la identificación de la cosa en objeto, el objeto es, adquiere así su estatuto ontológico de ser. Pero también al ser el objeto, adquiere un sentido de univocidad ontológica; es en sí mismo, por lo tanto no puede ser otra instancia de ser; no puede contradecirse, ser algo diferente a lo que es. El tercer fundamento está dado porque el objeto es verdadero o es falso, está sometido a esa axiología. En el pensamiento nasa, al igual que en mucho del llamado pensamiento andino, la cosa se transforma en objeto dependiendo del campo relacional en que esté inscrita; desde este punto de vista, variado el campo relacional deja de ser para transformarse, por lo tanto está por fuera este pensamiento de los tres principios antes mencionados. 53

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implica, cuales son aceptar, reconocer y validar las diferencias culturales y legislar en consonancia. Retornando nuestra mirada al examen del caso del pueblo nasa y relacionando esta cuestión con la pretensión pluralista del conjunto de la sociedad colombiana, instituida políticamente en la Constitución del 91, se establece que muchas de las dificultades para que se consolide este pluralismo no provienen, como se ha dicho hasta ahora en repetidas oportunidades, de los «usos y costumbres» diferentes de los «pueblos indígenas», en este caso del pueblo nasa, situados en oposición y negación al derecho, a los «usos y costumbres» de la hegemonía cultural del resto de la sociedad. Este tratamiento, de carácter externalista, ha conducido a creer en la objetividad y pertinencia de enunciados evolucionistas tales como, «a mayor conservación de los usos y costumbres mayor autonomía; a menor conservación de sus usos y costumbres, menor autonomía».Más allá de enunciados, como el precedente, que por lo general encubren prejuicios, ignorancias, intencionalidades políticas y de otros órdenes, para los cuales la vigencia de las descripciones y análisis externalistas es necesaria, existen, por lo menos, dos niveles hasta ahora no abordados por los operadores de la justicia ordinaria cuando de juzgar integrantes de los «pueblos indígenas» se trata o cuando deben revisar los procesos y decisiones que se dan en las dos jurisdicciones. El primer nivel se relaciona con lo epistemológico y el segundo con los performativos lingüísticos que hacen de cada lengua lo que es: una «casa del ser». Si por epistemología, en términos muy simples, podemos entender el cómo se conoce fácil es comprender que la diversidad cultural, de la que habla la Constitución, también es diversidad y pluralismo epistemológico. Es decir, que la respuesta al interrogante sobre el cómo se conoce, por parte de los integrantes de un sistema cultural específico, no es un «universal» ni siquiera en el interior del sistema, a menos que se crea que el conocimiento es una resultante, no mediada por los símbolos, de aquello que reconocemos como los sentidos de la percepción; mucho menos es un «universal» si nos situamos en referencia a sistemas culturales claramente diferenciados entre sí. Los «usos y costumbres» de los que tanto hablan los operadores judiciales son, de hecho, resultantes interactivas de prácticas de cotidianidad. Esto significa que para que se encuentren en la consciencia de los sujetos, que es lo que requiere la justicia, no basta su repetición y ritualización, dividiendo esta última expresión en dos niveles de interacción con los mundos que comprometen: de lo sagrado, por un lado, de lo profano, por el otro. En tal sentido, para que los «usos y costumbres» de un pueblo comprometan la justicia y con ella el campo de lo jurídico, deben comprender un ceremonial; configurar la escena 130

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del poder; el territorio del combate donde se dirime y se establece, a través de la ritualidad y el ceremonial que la acompaña, de lo sagrado del ritual, la verdad jurídica y con ella, la verdad política de aquel y aquello que es juzgado. Los «usos y costumbres» de la cotidianidad son algo estructurado en el acaecer fenomenológico de la vida en común de los seres humanos. Su primado compromete: 1-. la «espontaneidad» como tendencia de toda forma de actividad cotidiana que caracteriza los motivos particulares y las actividades específicas del ser-ahí en el mundo, sus ritmos fijos, sus repeticiones, su rigurosa regularidad, todo lo cual no entra en modo alguno en contradicción con la espontaneidad sino que, por el contrario, la implica; 2-. la «probabilidad, en el plano de la posibilidad», que no da certeza alguna sobre las consecuencias de una acción en las manifestaciones de la vida individual y por ende social; 3-. la relación «imprescindible» entre toda categoría de la acción y del pensamiento en la continuación de la cotidianidad; 4-. la «unidad inmediata del pensamiento y la acción» en la cotidianidad que se manifiesta como práctica si es actividad consciente, si el ser-ahí tiene memoria de las regularidades, actividades y procesos que debe ejecutar para llegar a un fin; 5-. la «inexistencia de la diferencia entre «acierto» y «verdad»» lo que hace que en la cotidianidad lo acertado sea verdadero lo cual hace de esta vida un hacer absolutamente pragmático; 6-. la «realidad social» en la cual la «fe» y la «confianza» son el basamento de las prácticas de la acción la primera, con su mayor intensidad e incondicionalidad, la segunda con su significación más pronunciada emocionalmente en la ética o en la actividad política. «Lo característico del pensamiento cotidiano es la ultrageneralización, o generalización excesiva, ya en formas «tradicionales», ya como consecuencia de la experiencia individual. [...] No hay vida cotidiana sin imitación [...]; es, en todas las esferas de la realidad, la que más se presta a la extrañación» (Heller, 1985: 42). Esta síntesis de lo que compromete la cotidianidad, en el pensamiento filosófico occidental, hace de los «usos y costumbres» en común un campo epistémico muy particular. En otras palabras, dependiendo de las tareas y prácticas de cotidianidad, de sus quehaceres instrumentales, los hombres y mujeres, integrantes de un ethos cultural específico, configuran su realidad en la lengua que hablan y con esta última sus discursos que asumen, de esta manera, su carácter de configurantes ontológicos manteniendo inédita, en cada cultura de que se trate, la episteme del mundo de la vida. Expresadas así las seis esferas que comprometen la vida cotidiana y sus compromisos, y aceptando que esta reflexión, en este aparte del escrito, está situada por fuera de la cultura y diferencias internas del pueblo nasa, hay que decir 131

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que la reiteración de los «usos y costumbres» en los documentos judiciales hace parte de una retórica jurídica, cargada de efectos instrumentales, que se niega en la práctica a determinar y comprender a qué «usos y a qué costumbres» se refieren las sentencias y las decisiones judiciales, a menos que se traduzcan, a partir de la función espejo de la mirada humana, las prácticas y acciones de justicia de un pueblo específico, como recortes, las prácticas del ritual de la justicia propias de los operadores judiciales de la jurisdicción ordinaria. Empero, este hacer de la función especular de la mirada no es nuevo; apelando a las tradiciones jurídicas de Hispanoamérica, que se impusieron desde el siglo XVII, se establece que en las Leyes de Indias de 1680 ya se hablaba de usos y costumbres. La ley IV, de estas leyes, a la letra dicen: «Ordenamos y Mandamos que las leyes y buenas costumbres que antiguamente tenían los indios para su buen gobierno y policía y sus usos y costumbres observados y guardados después que son cristianos y que no se encuentren con nuestra sagrada religión, ni con las leyes de este libro y las que han hecho y ordenado se guarden y ejecuten. […]». (Sivirichi, 1946: 93) Extrañamente la postmodernidad de esta ley se hace inquietante. ¿Cómo no aceptar que las cortes indianas en España ya reconocían las leyes y buenas costumbres de los «indios» antes de la llegada de los peninsulares? ¿Cómo no admitir que esas buenas costumbres antiguas fueron observadas y guardadas después de su conversión al cristianismo así no se encontraran consignadas en la religión judeocristiana? ¿Tendremos que concluir que la colonialidad y su negación —la descolonización— también son postmodernas? El hecho es diciente: las tradiciones jurídicas occidentales positivas reconocieron y todavía lo hacen los ius naturalismos de los pueblos no integrados a sus culturas, a sus sociedades políticas. Estas prácticas de reconocimiento hicieron parte de dispositivos de asimilación e integración de los pueblos diferentes a la hegemonía cultural del cristianismo. La Constitución de 1886 mantuvo esta tradición y, lo que es más diciente, salvaguardó, con la ley 89 de 1890, el sentido de las clasificaciones coloniales de los «indígenas». Desde 1542 Carlos V, con las Leyes Nuevas, reconoció la libertad de los «indios». No obstante este reconocimiento, la legislación indiana los clasificó como rústicos, miserables y menores de edad. El señalamiento de rústicos hacía de éstos, hombres y mujeres del campo; es decir, los situaba por fuera de la civitas, de la sociedad política propia de la congregatio fidelium. Como miserables fueron concebidos como desdichados e infelices, pero también 132

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como abatidos, sin valor ni fuerza. Estos implícitos de las leyes indianas fueron complementados con la mezquindad que se les adjudicó, con la perversión, la abyección y lo canalla de sus estirpes. La ley 89 de 1890 fue más allá: clasificó a los indígenas como salvajes, semisalvajes y civilizados, situando a estos últimos en situación de minoría de edad. Pero en el texto de la Ley IV de la Legislación de Indias hay algo más, que todavía la hace inquietantemente acreciente. Cuando afirma, con su performativo jurídico, que los indios tenían, para su buen gobierno y policía, «sus usos y costumbres observados y guardados después que son cristianos y que no se encuentren con nuestra sagrada religión, ni con las leyes de este libro y las que han hecho y ordenado se guarden y ejecuten», está diciendo que, para que los «usos y costumbres» de los «hombres naturales» encontrados sean vigentes, los «indios» deben respetar valores trascendentes propios de la sagrada religión del imperio español, católica y romana de vertiente postridentina, ya que son considerados por el poder del Monarca y sus Cortes como universales. Lo mismo hace, guardadas las distancias y diferencias históricas, la Constitución del 91, el cuerpo jurisprudencial que hoy se tiene, y las leyes que reglamentan esta Carta Magna. En el diálogo intercultural que propone la Corte Constitucional en la Sentencia T523/97, y en otras muchas más, se supone que es posible alcanzar un mínimo de tolerancia entre los sistemas de valores sin atender a que éstos, los valores, surgen de las prácticas de la cotidianidad y no de un deber ser trascendental y universal. Este mínimo impondría modificaciones a estas prácticas y con ellas se llegaría a la transformación de los sistemas culturales por vía de una decisión considerada «superior». Es decir, lograr un consenso en aquel mínimo necesario para la convivencia entre las distintas culturas, sin que ello implique renunciar a los presupuestos esenciales que marcan la identidad de cada una, conduce a preguntarse sobre ¿quién o quiénes trazan esos estándares mínimos? También cabe interrogarse, ¿qué se entiende por presupuestos esenciales que marcan la identidad de cada cultura y quién o quiénes los establecen? La respuesta a este doble interrogante se encuentra en esta Sentencia y en otras similares: «Los límites mínimos que en materia de derechos humanos deben cumplir las autoridades indígenas en el ejercicio de sus funciones jurisdiccionales responden, a juicio de la Corte, a un consenso intercultural sobre lo que verdaderamente» resulta intolerable por atentar contra los bienes más preciosos del hombre»,[es] decir, el derecho a la vida, la prohibición de la esclavitud, la prohibición de la 133

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tortura y, por expresa exigencia constitucional, la legalidad en el procedimiento, en los delitos y en las penas (entendiendo por ello, que todo juzgamiento deberá hacerse conforme a las normas y procedimientos» de la comunidad indígena, atendiendo a la especificidad de la organización social y política de que se trate, así como a los caracteres de su ordenamiento jurídico»). Estas medidas se justifican porque son «necesarias para proteger intereses de superior jerarquía y son las menores restricciones imaginables a la luz del texto constitucional». Trescientos veintisiete años después de promulgadas las Leyes de Indias y con ellas la Ley IV, previamente citada, la Corte Constitucional mantiene vigente la hegemonía de un orden de «intereses de superior jerarquía» situados ya no, aparentemente, en la religión judeocristiana sino en los derechos humanos y en el derecho internacional humanitario; entendidos todos estos derechos como pertenecientes a una axiología transcultural. Por esta razón la categoría abstracta de Hombre cobra fuerza en la «persona jurídica» así, en determinados momentos, una Sala de la Corte pretenda negarla en un proceso judicial específico como el ya citado de Francisco Gembuel. Con todos estos antecedentes y en ausencia de procesos de cotidianidad en el conjunto de la población colombiana, que permitan romper con estas tradiciones interpretativas de la justicia y el derecho, el pluralismo cultural y jurídico, afirmado hoy por todas las instancias políticas y jurídicas de la sociedad colombiana no es más que ilusión propia de la modernidad-moderna y de su pretendida postmodernidad.

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7 LA TRADICIÓN FUNDADORA DE LA NEGACIÓN DEL PLURALISMO JURÍDICO Y CULTURAL EN COLOMBIA El Preámbulo de la Constitución de 1886 afirmó la dependencia de la Nación y su unidad, a la religión católica, apostólica y romana. También estableció, dogmáticamente, que los poderes públicos, como directos representantes de la fuente suprema de toda autoridad en la República —de Dios—, debían proteger y hacer respetar esta religión «como esencial elemento del orden social y para asegurar los bienes de la justicia, la libertad y la paz» (Zuleta, Londoño, 2004: 9). Setenta y un años después, en 1957, este Preámbulo sufrió algunas transformaciones aunque conservó intacta la dependencia de la Nación, de la autoridad, de la justicia, de la libertad y la paz, a la fuente suprema de toda potestad, soberanía y dominación. Tal parecía que nada había cambiado desde las postrimerías del siglo XIX. Los constituyentes de 1886, a diferencia de los de 1957, por lo menos reconocieron, en la parte final del Preámbulo, al pueblo colombiano. Esta metáfora fue retomada por los constituyentes del 91 para dar un giro substancial a la fuente del poder y al ordenamiento político y social de la Nación. En esta oportunidad dijeron: «El pueblo de Colombia. En ejercicio de su poder soberano, […], invocando la protección de Dios, y con el fin de fortalecer la unidad de la Nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo […] decreta, sanciona y promulga la siguiente Constitución política de Colombia» (Zuleta, Londoño, 2004). Es claro, cuando se comparan los tres preámbulos constitucionales, que, no obstante el reconocimiento que la Constitución del 91 hace en su artículo 7º, de la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana, el País y la sociedad mantuvieron la concepción unitaria y no pluralista de sus componentes, tal y como se puede establecer, en este caso, a partir del significado formal de la metáfora de pueblo: «conjunto de personas de un lugar, región o

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país» o, si es del caso, «país con gobierno independiente». La realidad del carácter unitario y no pluralista de la Nación se dio, a pesar de la participación en el 91 de los constituyentes «indígenas», por la inexistencia de un consenso intercultural, como en contrario pretenden afirmarlo más de una Sentencia judicial, entre pueblos diferentes culturalmente, habitantes todos ellos del territorio geopolítico de Colombia. Además de lo anterior, la Carta Magna del 91 mantuvo a Dios, ya no como fuente suprema de toda autoridad sino como su protector54; es decir, como instancia que «por oficio cuida de los derechos o intereses de una comunidad» dentro de un sistema legal y político específico. De hecho y de alguna manera los constituyentes del 91 continuaron eslabonados a los contenidos ideológicos y políticos que habían dado lugar a la Constitución de 1886 y a sus reformas posteriores como la de 1957. Desde el mismo Preámbulo de la Constitución de 1991 se pone en crisis el carácter multiétnico y pluricultural de la Nación colombiana. Los constituyentes del 91, no obstante la no homogeneidad cultural que los caracterizó, a pesar de su diversidad, no tuvieron en cuenta que la entidad metafísica creadora de mundos humanos, fundadora de las estirpes por venir, no era la misma para todos y menos para el conjunto de la Nación cuya Carta fundamental estaban escribiendo. El significado formal de la palabra Dios, que da el Diccionario de la Lengua Española, de la Real Academia Española, en su vigésima primera edición, a pesar de su desmedida extensión, se concreta en dos acepciones principales: a) «Nombre sagrado del Supremo Ser, Criador del universo, que lo conserva y rige por su providencia»; b) «Cualquiera de las deidades a que dan o han dado culto las diversas religiones; como el Dios Apolo o el Dios Marte, de los latinos; el Dios Brahma, de los indios; el Dios Niord, de los escandinavos; el Dios Tlaloc, de los mejicanos». El primer significado se refiere, básicamente, a la deidad judeocristiana; el segundo significado privilegia, como un hacer común, en las diversas designaciones de los dioses que se mencionan, la misma acción: dar culto. La invocación que hagan integrantes específicos de un pueblo a una entidad supra o infra, cualquiera que ésta sea, no necesariamente compromete un culto. Menos aún cuando el ser invocado está inscrito e integrado en las mitopoéticas de origen de un pueblo o en algunos eventos que anclan y articulan memorias históricas para componer identidades culturales. La desatención que se hizo a las implicaciones del empleo de esta metáfora, en el Preámbulo de la Constitución, excluyó otras configuraciones de seres y entidades protectoras, diferentes a Dios, de los «pueblos indígenas» de Colombia. Lorenzo Muelas Hurtado, «en la plenaria de la asamblea Nacional Constituyente del 19 de febrero de 1991", dijo: «Señores, antes de tomar la palabra permítanme hacer un homenaje de admiración y reconocimiento a los grandes héroes y luchadores de nuestros pueblos indígenas. Para que no se borre de nuestras memorias el sacrificio heroico de mama Manuela que sembró la resistencia en mi gente guambiana. Para que nos continúen iluminando con su sabiduría los grandes caciques Don Juan Chiles y Don Juan Tama de la Estrella, quienes nos condujeron a la nueva organización de los pueblos indios del sur. Para que nos fortalezca continuamente la fuerza inquebrantable de Don Manuel Quintín Lame, a quien noventa (90) años de vida y más de 200 encarcelamientos no pudieron doblegar. Y por fin aspiramos a que desde las cumbres de la Sierra Nevada el taita Serankua nos siga mostrando el camino» (Muelas, 1991: No 19, 11). Para algunas personas estas palabras pueden parecer retóricas; adornos. 54

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La tradición fundadora de la negación del pluralismo jurídico y cultural en Colombia

¿Por qué en los tres preámbulos constitucionales mencionados estuvo presente la idea de Dios, ya sea como fuente suprema de todo poder y autoridad o como protector? Responder este interrogante en estas breves páginas tiene tanto de largo como de ancho. Sin embargo, bien vale la pena hacer un precario intento, sobre el peso de esta metáfora en las dos constituciones, orientado a establecer los fundamentos de la negación del pluralismo jurídico y cultural en Colombia. La República, que tempranamente había iniciado su proceso soberano de independencia de la metrópoli española, no ingresó a la modernidad-moderna positivista a lo largo de todo el siglo XIX y en gran parte del siglo XX; la formación de sus ciudadanos y de muy pocas de sus ciudadanas fue de catecismo y en la mejor de las situaciones, instrumental. No rompió con las tradiciones del conocimiento concernientes con la «fe del carbonero», basadas en la memorización de las grandes verdades eternas del cristianismo y la Iglesia católica, y con otras asentadas en razonamientos ergotistas en los que el silogismo era la fuente nutricia de la argumentación, lo cual favoreció el autoritarismo en la formación de los integrantes de la Nación. Esta situación de alguna manera se mantiene hasta hoy y a ella se debe la forma de instrumentalización de los conocimientos científicos y tecnológicos en diferentes campos de aplicación generados por una sociedad que lucha por parecerse a sus homólogas, plenamente industrializadas y opulentas, y a la vez por ser globalizada, aunque en sus intentos no acepte el reconocimiento de la historicidad de sus hombres y mujeres del común, pero sí la historicidad de quienes considera están llamados, por su cuna o por los designios de una entidad trascendente, a gobernarla. La paradoja de este proceso fue inquietante, con algunas salvedades: mucha fe, mucha creencia y poca formación científica y tecnológica; poca democracia. Para otros, para quienes creen en ellas, lo dicho por Lorenzo Muelas Hurtado tuvo profunda significación. No hay que olvidar que para la mayoría de los «pueblos indígenas», no sólo de Colombia sino de todas las Américas, la metáfora con la que se nomina en esta parte del Planeta al Ser sagrado es ambivalente, por lo menos: a unos les produce paz y sosiego, fe y esperanza, así como bienaventuranzas en ésta y en la otra vida; a otros, que pueden ser los mismos que están cargados de esperanza, muerte, incendio, temor y horror, desintegración de sus culturas e identidades. Si todo esto está en las memorias de los pueblos, no sólo de los «indígenas», ¿cómo fue que los constituyentes del 91 no tuvieron en cuenta las implicaciones de su invocación? ¿Cómo fue que no atendieron la importancia de algunos nombres en las tradiciones de los pueblos de quienes eran culturalmente diferentes? Es preciso tener en cuenta que los nombrados por el Constituyente Muelas, son personajes significativos en la vida y creencias de distintos «pueblos indígenas» de Colombia. Mama Manuela Caramaya es cardinal en la vida del pueblo Guambiano, el cacique Chiles en la vida del pueblo de los Pastos, el cacique Juan Tama de la Estrella en la vida del Pueblo Nasa y Serankua en la vida del Pueblo Arhuaco. Son considerados guías y protectores, quienes han dado las leyes a estos pueblos.

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Expresada así la síntesis de la trayectoria del conocimiento en Colombia hay que aceptar que los dos preámbulos citados, de la Constitución del 86 y de su reforma del 57, reconocieron, así cueste aceptarlo, esta realidad. Los colombianos y colombianas de ayer, como muchos de hoy, estaban convencidos que Dios era la fuente suprema de toda autoridad, tradición propia del Medioevo europeo, y, con este convencimiento, que Dios era la fuente de todo conocimiento en tanto que considerado omnímodo y omnisciente. Sumado a lo anterior, la Constitución del 86, en sus preámbulos respectivos, de hecho reconoció que todos los integrantes de la Nación estaban sometidos a las enseñanzas e influencias de la Iglesia católica y romana, así no lo estuvieran, en la misma forma, respecto a la formación propia de la educación laica. Con estos antecedentes rápidamente se fundieron en una sola dos concepciones teleológicas de la historia y sus procesos que en otras partes del mundo occidental, en particular de Europa y los Estados Unidos, eran antagónicas en cuanto a los efectos del conocimiento en las sociedades modernas se refiere: la primera concepción ceñía la historia humana y de sus sociedades al «plan divino de la creación y salvación»; la segunda concepción, claramente decimonónica, trazaba para todas las sociedades humanas una trayectoria que iba desde la barbarie a la civilización. En Colombia el progreso y luego el desarrollo también fueron y todavía lo son, metáforas de salvación. La no existencia en la Carta Magna del 86 de normas equivalentes a los artículos 7º y 100, de la Constitución del 91, deja ver por lo menos la concepción de mundo imperante en el País a todo lo largo del siglo XIX y en gran parte del XX: que no todos los colombianos eran iguales ante la Constitución, las leyes y la sociedad; que la desigualdad era más notoria en cuanto al grado de lejanía de los individuos, y con ellos de las culturas, del ideario católico y cristiano de sociedad y mundo, de civilización. Con estos criterios se mantuvieron, aparentemente transformadas, las antiguas ideologías propias de bestiarios55. Con este cartabón, ideológico y político, cuatro años después de consagrada la Constitución de 1886 se aprobó la ley 89 de 1890. Este marco legal constituyó el régimen de excepción a partir del cual se regularon las relaciones entre la sociedad y el Estado con los «pueblos indígenas», existentes en toda la geografía nacional. Empero, esta ley tuvo otros antecedentes situados más allá de la institucionalidad colombiana de estos años. El discurso de Laureano Gómez en el Teatro Municipal, hoy Jorge Eliécer Gaitán, en los años veinte y la obra de Eduardo Nieto Arteta, Economía y cultura en la historia de Colombia, son dos ejemplos, entre muchos otros más, de la forma como se miraban a los colombianos y colombianas diferenciados por sus «usos y costumbres» y por sus rasgos fenotípicos: a mayor diferencia cultural de estos individuos con el resto de la sociedad mayor era el grado de su barbarie; a menor distancia cultural con la mayoría de los colombianos, más próximos estaban a la civilización. 55

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Las circunstancias que rodearon la Constitución del 86 y que le dieron el cariz que a la postre tuvo, estuvieron dadas por la mayor injerencia de la Iglesia de Roma en las cuestiones del Estado. Esta intrusión había sido expuesta por Rafael Núñez entre 1865 y 1875, así: «La verdad es que la jerarquía católica es un poder político en su esencia, bajo la forma exterior del poder espiritual. Dejar aquella bajo pretexto de necesidades de conciencia, en libertad absoluta de hacer y deshacer, sería por tanto equivalente, ni más ni menos, a abdicar en su obsequio una parte de la soberanía nacional. Los conflictos religiosos son siempre originados en la tendencia de la jerarquía católica a invadir la órbita de los intereses políticos y hacerse sentir como verdadera entidad gubernativa, so pretexto de la salud de las almas». (Cavelier, 1988: I, 474) Ya para 1878 el que otrora fuera tan certero en caracterizar uno de los problemas políticos que habían afectado la República decimonónica, desde 1853, había cambiado de opinión con el pragmatismo político tan caro, tradicionalmente hasta hoy, a quienes dicen representar los intereses de sus connacionales. En efecto, el programa regenerativo que trazó Núñez pasaba por obtener la paz religiosa del País (Cavelier, 1988: I, 475): los Estados Unidos de Colombia habían vivido una «guerra religiosa» entre 1876 y 1877 por la postura de los «radicales», que no aceptaban la injerencia de la clerecía católica y de Roma en las decisiones del Estado. Este hecho, aunado a la ambigüedad de la situación matrimonial de Núñez56, precipitó la transformación de su postura frente a la Iglesia. Por este motivo, Rafael Núñez se había casado en Panamá, con arreglo al rito católico, con Dolores Gallego, en la población de David. Posteriormente, cuando regresó a Colombia, se casó, años después de su primer matrimonio, por lo civil, con Soledad Román. Esta ceremonia se efectuó en París, por medio de un poder. En 1884 fue elegido, por segunda vez, Presidente. En esta oportunidad llevó al Palacio de San Carlos, en Bogotá, a Soledad Román, a quien públicamente se tildaba de «concubina». Este matrimonio civil le acarreó a Núñez la excomunión mayor. Así las cosas, el Presidente en ejercicio decidió llegar a un acuerdo con la Iglesia para calmar la oposición. Con tal propósito aceptó la petición de la Santa Sede, que exigía la devolución de sus bienes confiscados, años antes, por decreto de «manos muertas», de Tomás Cipriano Mosquera. Como Monseñor Agnozzi, delegado papal, se negara a dar una muestra de respeto hacia Soledad Román, Núñez solicitó la intervención de León XIII, quien, en reconocimiento por el interés del Presidente en devolver los bienes confiscados a la Iglesia, le envió a éste la Orden Piana, la más alta condecoración otorgada por el Vaticano, en estos años. El decreto papal, al respecto dice: «León Papa XIII. Amado hijo, salud y bendición apostólica. Sabemos que han sido en gran parte restablecidos por ti, las cosas que en daño de la religión católica y con sumo dolor de todos los buenos, habían perturbado y destruido en los Estados Unidos de Colombia la desenfrenada licencia y la audacia triunfante de los impíos, lo cual nos 56

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atendiendo a su poder e influencia política, el Concordato de 1887, firmado entre la Santa Sede y el Gobierno de Colombia, desconoció, en buena medida, la postura de los radicales frente a la injerencia de la Iglesia católica en las decisiones del Estado. El Concordato entre la Santa Sede y Colombia, firmado en Roma el 31 de diciembre de 1887, se «contrae a diez temas contenidos en 33 artículos», dispuestos de la siguiente manera: «Primero: Reconocimiento de la Religión Católica y de la independencia de la Iglesia. […]. Segundo: Reconocimiento de la personería de la Iglesia y de sus asociaciones. […]. Tercero: Prerrogativas del clero. […]. Cuarto: La instrucción religiosa. […]. Quinto: El agrado previo del Presidente para el nombramiento de Arzobispos y Obispos. […]. Sexto: Régimen de los bienes eclesiásticos e indemnización por la desamortización de 1861. […]. Séptimo: Régimen del matrimonio. […]. Octavo: Régimen de cementerios. […]. Noveno: Privilegios castrenses y oración por la República. […]. Décimo: Misiones y abrogación» (Cavelier, 1988: I, 620 – 631). Si en la enunciación de una lista de temas el orden de aparición de los mismos significa algo, el «reconocimiento de la Religión Católica y de la independencia de la Iglesia», primer tema del Concordato de 1887, pone de presente la subordinación de los constituyentes del 86, del Estado colombiano y con éste de la Nación, a los designios de la Santa Sede. El parafraseo, que hizo el primer texto del acuerdo concordatario del artículo 38 de la Constitución, impuso al Estado la obligación y garantía de conservar para la Iglesia el pleno goce de sus derechos y prerrogativas (Cavelier). En otras palabras, la Iglesia católica y romana fue independiente del Estado colombiano, más no éste de la Santa Sede. Con el artículo hace esperar que en lo futuro todo ha de ser próspero y feliz para ti y para la Nación que presides. Por el mérito, pues, de estas esclarecidas acciones, te hemos estimado digno de ser condecorado con un brillantísimo título en que tengas, al propio tiempo que un testimonio de nuestra gratitud, un estímulo para hacer mayores cosas aún en beneficio del catolicismo. Por tanto, queriendo con singular benevolencia y honor gratificarte y absolviéndote, para efecto solo de los presentes, de cualquier excomunión y entredicho y otras eclesiásticas sentencias, censuras y penas, si acaso hubieres incurrido en algunas, y juzgando que has de ser absuelto, con autoridad apostólica y en virtud de esas letras te hacemos, instituimos, y nombramos Caballero de primera clase de la Orden Piana y en la Ilustre Asamblea y número de tales caballeros te contamos» (López, ¿1969?: 8 y 9, 16 y 17). Con este acto de opereta se cerró el telón de fondo. El 31 de diciembre de 1887, Núñez entregó la soberanía de Colombia a la Santa Sede, sin contar siquiera con la complicidad del Congreso.

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3º del Concordato, el derecho canónico se hizo independiente del sistema jurídico colombiano, debiendo este último, junto con las autoridades civiles, respetarlo solemnemente57. La instrucción religiosa, el cuarto tema del Concordato, fue obligatoria en los colegios y universidades, con el derecho de ejercer censura por parte de los Ordinarios diocesanos. Con «alto sentido democrático» este acuerdo entre la Santa Sede y el Estado colombiano consagró el derecho del Gobierno de entonces a impedir «que en el desempeño de asignaturas literarias, científicas, y en general, en todos los ramos de instrucción, se [propagaran] ideas contrarias al dogma católico y al respeto y veneración debidos a la Iglesia» (Cavelier, 1988: I, 623). Empero, si fue grave y dañino para los colombianos y colombianas, para el Estado y con él para la República, el Concordato de 1887, para los «pueblos indígenas» fue nefasto. El artículo 31º de la disposición concordataria dispuso lo siguiente: «los convenios que se celebren entre la Santa Sede y el Gobierno de Colombia para el fomento de las misiones católicas entre las tribus bárbaras, no requieren ulterior aprobación del Congreso» (Cavelier, 1988: I, 630). Con este artículo Rafael Núñez no sólo excedió la órbita de sus competencias gubernativas y funcionales, al situar por fuera del control del legislativo todo lo relacionado con las misiones católicas entre las «tribus bárbaras»; los efectos políticos, jurídicos, sociales, económicos y culturales, de lo acordado fueron devastadores para los «pueblos indígenas». Tal y como había sucedido cuatrocientos años antes, con el descubrimiento, conquista y colonización española, en la República nuevamente se condenaba la diferencia cultural; el expediente fue sencillo: recurrir a las representaciones teratológicas de la alteridad cultural y, con este dispositivo discursivo, componer ontológicamente su barbarie. La caracterización que hicieron de sus formas de organización social y cultural, el carácter tribal que se les reconoció, fundió en un solo proyecto de imperialismo De alguna manera este texto del Concordato inaugura para Colombia la tradición de sujeción y subordinación del derecho estatal al derecho y a los convenios internacionales firmados posteriormente por el ejecutivo y ratificados en los últimos años por el Congreso, a diferencia de lo que se hizo a pocos meses de promulgada la Constitución del 86. La diferencia entre lo que se dio en 1887 y lo que hoy sucede es la siguiente: el derecho canónico es un sistema jurídico que la Iglesia tiene para administrar y gobernar a quienes están sujetos a su férula; en ningún momento hace parte del derecho internacional. Se podría afirmar que el derecho canónico tiene pretensión transnacional; como tal, para su observancia por fuera del locus de la Iglesia requirió, a finales del XIX, de la subordinación de la Constitución y las leyes, de la soberanía del Estado al mandato de la Santa Sede y hoy, como acuerdo entre las partes, el Estado Vaticano y Colombia, conserva todavía mucha de su hegemonía religiosa, cultural y educativa, siempre y cuando el Congreso apruebe algún tratado al respecto. 57

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religioso y cultural, las dos proyecciones teleológicas enunciadas en párrafos precedentes: conducir por la fuerza a los «indios bárbaros» al «plan Divino de la Creación y Salvación», si fuere necesario, y articular a estos hombres y mujeres a la servidumbre de lo que se entendía era la civilización como forma de superar su estado insuperable de barbarie. Este proyecto de agresión cultural fue acordado entre las autoridades políticas y religiosas de Bogotá y Roma, entre los dignos representantes de un sentido de civilización, con plena exclusión de los interesados, de aquellos que debían sufrir en sus cuerpos la férula vindicativa que castigaba su supuesta y a su vez impuesta barbarie. Como dice Augusto Gómez, «la Amazonía y la Orinoquía se constituyeron en ‘tierras sin hombres para hombres sin tierra’» (2007: 18). Con espíritu colonizador, depredador de la naturaleza, característico de la economía capitalista y de la cultura occidental judeocristiana, con este acuerdo concordatario las «tribus bárbaras», junto con los territorios que habitaban, fueron consideradas «salvajes» las primeras y «selváticos» los segundos; se trató de un proyecto de domesticación de «hombres y mujeres naturales», considerados sólo aptos para trabajar a destajo y para el servicio doméstico, de igual manera que las plantas y árboles de la selva, sus animales y recursos mineralógicos debían ser «domesticados» para que los empresarios nacionales e internacionales engrosaran unos o hicieran fortuna los otros, para sus faltriqueras financieras. Para lograr este objetivo civilizador las «tribus bárbaras» no fueron estimadas como pertenecientes a la Nación; por esta razón todo lo concerniente a su atención por parte del Estado colombiano fue entregado a la transnacional eclesiástica del catolicismo y situado por fuera del control parlamentario, que servía bien poco, de todas maneras, puesto que la mayoría de sus integrantes pensaban como Núñez y sus ad lateres. Unos meses antes de la firma del acuerdo concordatario se aprobó la Ley 153 de 1887. Por medio de ésta el Gobierno se reservó la potestad para «modificar, por medio de decretos y reglamentos, el derecho común para la resolución y régimen de las tribus bárbaras o salvajes existentes en el territorio de la República atendiendo a sus especiales costumbres y necesidades», tal y como está expresado en el artículo 318 (Roldán, 1990: 45). Para ratificar todavía más el carácter de no nacionales de los integrantes de las «tribus bárbaras» el artículo 319 de la Ley 153, confirmó no sólo la autoridad del Gobierno para firmar convenios con el representante de la Santa Sede sino para no requerir «ulterior aprobación del Congreso» (Roldán). Aunque la Ley 153 nunca dijo que los integrantes de las «tribus bárbaras» no eran nacionales colombianos se infiere, por el hecho de no requerir aprobación del Congreso de la República —los decretos del Gobierno y los reglamentos que éste o los misioneros impusieran—, que todas estas decisiones 142

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emanadas del órgano del poder ejecutivo o delegadas en otras instancias de poder, como los pertenecientes a la Iglesia católica, negaban, en las prácticas de un ejercicio de poder, la nacionalidad colombiana a estas mujeres y hombres señalados como de «naturaleza salvaje», a menos que fueran bautizados. No obstante la afirmación, que todavía se hace en la retórica jurídica y política colombiana, de ser esta República una de las democracias más antiguas de Hispanoamérica, el texto del artículo 320, de la Ley 153 de 1887, pone en tela de juicio todas estas aseveraciones: «Los bárbaros que hayan sido condenados a pena corporal, y que durante la condena hayan sido catequizados y bautizados podrán pedir rebaja de pena, y el gobierno está autorizado para concederla tan amplia como lo juzgue conveniente en cada caso particular sin otra regla que su prudente arbitrio». (Roldán) Tal parece que el sentido oculto de este texto legal es el de afirmar que se es colombiano o colombiana porque se ha recibido el bautismo y las demás enseñanzas propias de la catequesis de la Iglesia católica. No otra cosa se puede pensar cuando una ley de la República dice, sin aspaviento alguno, que basta que los «bárbaros» se bauticen y catequicen para que se les rebaje las condenas que comprometan penas corporales. Esta práctica, que introduce supuestamente un sentido humanista y garantista en las acciones de justicia, se mantiene hasta hoy, aunque ya no se exige a los hombres y mujeres de Colombia, a los extranjeros, que se bauticen y se sometan a la catequesis católica sino que estudien una profesión u oficio, o escriban un libro para que las penas a que fueron condenados se rebajen. En efecto, este artículo es tan autoritario, inicuo e improcedente que establece y valida, para la rebaja de las penas a los «bárbaros», tres arbitrariedades por lo menos: 1) Fuera de los decretos del ejecutivo los misioneros estaban facultados para expedir reglamentos con fuerza de ley; en los procesos que adelantaron estos «pastores de almas», contra integrantes de estas «tribus», nunca se discutió o analizó el llamado «debido proceso», tal y como se puede establecer en el libro de Víctor Daniel Bonilla, ya citado, y en la tesis doctoral de Augusto J. Gómez López, (2006); no obstante este faltante, que atenta contra cualquier principio democrático liberal y afirma el carácter autoritario y despótico de los gobiernos que aprobaron y prohijaron esta Ley, el artículo 320, no sólo no pone en duda la justicia de las sanciones impuestas por los misioneros y sus agentes oficiosos, no sólo niega en la práctica el derecho al «debido proceso», sino que establece un criterio de conveniencia, fundado en el «prudente arbitrio» del gobernante o de sus representantes, para rebajar las penas. 2) La segunda arbitrariedad tiene que ver con la coacción moral, por lo tanto cultural, que el citado artículo impone: los 143

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«bárbaros», por su condición y «naturaleza de salvajes», estaban forzosamente sometidos a los misioneros y no a otras autoridades administrativas del Estado colombiano; en esta condición de sometimiento, podían ser castigados, a juicio de los misioneros, por sus supuestas faltas cometidas y para redimirlas tenían que abandonar sus creencias y concepciones de mundo propias, y aceptar, «mansa y humildemente», la concepción de mundo del catolicismo y de la cultura y moral hegemónicas inherentes a la doctrina postridentina. 3) El sometimiento de estos «hombres y mujeres salvajes», garantizado por la Ley, a la voluntad y arbitrariedad de los misioneros los transformó en siervos, en servidumbre humana sólo apta para ejercer los oficios considerados por el conjunto de la sociedad colombiana, católica y cristiana, más «viles» y «degradantes»; como siervos no estaban sujetos a las leyes laborales, así como tampoco al Derecho Civil; por esta razón podían ser no sólo castigados sino expoliados; sus posesiones materiales, así como las espirituales, podían ser enajenadas por los hombres y mujeres consagrados (as) al servicio de Dios (Bonilla, 2007; Gómez, 2006). Todas estas iniquidades y arbitrariedades, y otras más inimaginables o a duras penas imaginables (Gómez, 2000; Taussig, 2002: 41 -59), registradas también en el informe sobre el Putumayo, por Roger Casement, fueron permitidas por las leyes colombianas a finales del siglo XIX y en gran parte del siglo XX. ¡Y todavía hay quienes aceptan y ven con «buenos ojos» el perdón solicitado por el Papa Juan Pablo II, ante las atrocidades cometidas por los misioneros y demás católicos y cristianos, a lo largo de los últimos 500 años de conquista cultural y espiritual de los «pueblos indígenas» de las Américas! La ley 89 de 1890, cuyos antecedentes y articulado más inmediato, según Antonio García, se encuentran en la legislación expedida por el Estado Soberano del Cauca, especialmente las leyes 90 de 1859 y 41 de 1879 (Roldán, 1990: 46), reprodujo, a través de la clasificación que hizo de las «tribus bárbaras», las representaciones teratológicas de las sociedades humanas propias de los saberes y disciplinas científicas del siglo XIX, que partían de concepciones raciales y prejuicios racistas para explicar ya no sólo la evolución de una humanidad «universalizada», cuyo culmen lo alcanzaba Europa y los Estados Unidos en estos años, sino la falta de civilización de sociedades que, en los sistemas clasificatorios y teleológicos de estas disciplinas, ocupaban los primeros peldaños de acceso de los seres humanos a la vida social y de las culturas. La promulgación de esta Ley en el año de 1890 mantuvo incólumes los fundamentos y prejuicios ideológicos consagrados en el Concordato y en la Ley 153 de 1887. Por esta razón en su artículo 1º se lee: «La legislación general de la República 144

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no regirá entre los salvajes que vayan reduciéndose a la vida civilizada por medio de Misiones. En consecuencia, el Gobierno, de acuerdo con la autoridad eclesiástica, determinará la manera como esas incipientes sociedades deban ser gobernadas» (Roldán, 1990: 46). Este artículo comenzó a ser modificado 77 años después de vigencia de la Ley 89 de 1890, por la Ley 31 de 1967 y luego, siete años más tarde, por la Ley 20 de 1974. Esta disposición se extendió, artículo 2º de la Ley 89, a las «comunidades de indígenas reducidas ya a la vida civil». Es decir, el régimen de excepcionalidad jurídica se conservó para todos los «pueblos indígenas», sin excepción alguna. No obstante lo anterior, esta Ley reconoció la «calidad de ciudadanos» de los «indígenas» en todo «lo relativo al gobierno económico de las parcialidades», artículo 4º. Este reconocimiento marca el carácter discriminatorio del Estado colombiano y de la sociedad de entonces. Los integrantes de los «pueblos indígenas» eran ciudadanos legalmente reconocidos en todo lo atinente al desenvolvimiento económico de las «parcialidades»; no así en lo relativo a la impronta ideológica, religiosa y cultural, que se les impuso. Los artículos 5º y 6º de la Ley 90 mantuvieron sin cambio alguno notable el dispositivo colonial de encubrir la coacción física y moral de los «indígenas», ejercida en sus respectivos momentos históricos, ya sea por los representantes del Monarca y de las autoridades eclesiásticas y en la República, por el Presidente, por los jueces y ministros laicos y por los del clero. Tal y como se hizo desde el siglo XVI, en el territorio actual de Colombia, a los gobernadores de los «cabildos indígenas» se les ordenó castigar las faltas contra la moral, «con penas correccionales que no excedan de uno o dos días de arresto»; al mismo tiempo, estos gobernadores fueron obligados a cumplir, por sí o por interpuesta persona previamente autorizada, las órdenes legales que imponían a los «indígenas» obligaciones de servicios públicos o cualquier otro acto a que estuvieran legal y forzosamente comprometidos. Ochenta y más años después del «grito de Independencia» los «indígenas» seguían sometidos a la impronta de un régimen colonial. La frase emblemática del escudo nacional, «libertad y orden», en la que algunos ingenuos creyeron, se expresó en la práctica así: libertad para los dueños del poder y del Estado; orden para los demás, en particular para aquellos que, en consideración de los anteriores, ocupaban los estratos más bajos de la estructura de clases sociales en Colombia. La paradoja creada con la ley 89 de 1890 fue diciente. Algunos integrantes de las «parcialidades indígenas», no pocos por cierto, la defendieron, y algunos todavía lo hacen, por las supuestas garantías que concedía para la conservación de las tierras de los resguardos y de las parcelas de los comuneros, así consideraran que ella era un «paraguas roto», tal y como lo expresaron en muchas de sus enunciaciones. No tuvieron en cuenta, o no les importó, la coacción política, moral 145

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y cultural, que esta Ley impuso a todos los integrantes de los hoy llamados, por acuerdo internacional, «pueblos indígenas». Esta desatención para algunos fue nefasta; sobre todo para aquellos que no podían demostrar, con los censos de población de «naturales», la tradicionalidad de su pertenencia a un resguardo o parcialidad «indígena»; «pueblos indígenas» enteros perdieron sus territorios sin que pudieran impedirlo. El artículo 14 de este código ordenó, con este propósito, que «cuando no se pueda averiguar o descubrir cuáles son los indígenas o sus descendientes que tienen derecho al Resguardo, el Prefecto de la Provincia respectiva, hechas las indagaciones convenientes declarará que tales resguardos pertenecen como ejidos a la población que en ellos o a sus inmediaciones esté situada» (Roldán, 1990: 51). La Ley 89 de 1890 fue en gran medida un código de despojo de tierras. Los Prefectos de las Provincias pertenecían a las comunidades religiosas o al clero secular, que actuaban como misioneros. A ellos les correspondió, otra vez con un criterio de conveniencia, no se supo para quién específicamente, aunque por los resultados hoy sí se pueda establecer, el declarar como ejidos algunos, no pocos por cierto, territorios de resguardo. El «latifundio» eclesiástico y de los poderes civiles locales y regionales, creció de tal forma que la Santa Sede se sintió plenamente satisfecha no sólo por el pago que el Gobierno debía hacer como «compensación» de la ley de 1861, de «manos muertas», sino por la recuperación que se había hecho de enormes extensiones agrícolas y de bosques, acompañada por la redención del poder político de la Iglesia católica. Los artículos 15, 16, 17 y 18, de esta Ley, aduciendo criterios aparentemente novedosos para la creación de nuevas territorialidades urbanas en los resguardos que carecieran de ellas, prácticamente complementaron la autorización del despojo, contenida en el artículo precedente, de tierras a los «naturales». Ciento y más años antes las reformas de Francisco Antonio Moreno y Escandón, el Protector de Naturales paradigmático en la historiografía colombiana, habían propuesto y llevado a cabo algo parecido en el marco de las reformas borbónicas del siglo XVIII. Ahora, a finales del siglo XIX, con la independencia política y económica de España, con nuevas formas de decir y ordenar sobre los «pueblos indígenas», el despojo de tierras a los resguardos se concretó no sólo con la intervención de los Prefectos de las Provincias respectivas, de las autoridades departamentales y municipales, sino por medio de la legislación de baldíos, para la cual la Ley 89 de 1890 era indispensable; en relación con los «pueblos indígenas» poco había cambiado frente al pasado colonial. Con estos dispositivos jurídicos los integrantes de las «tribus bárbaras», designados así por el Concordato de 1887 y por la Ley 153, del mismo año, fueron tratados como «ciudadanos de segunda y tercera categoría», en lo que se refiere a la 146

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economía y a sus tierras, y diferenciados del resto de los nacionales en lo relativo a la adoctrinación católica y cristiana que, por agrado o por la fuerza, estaban obligados a aceptar. La minusvalidez a que fueron condenados quienes hacían parte de las «tribus bárbaras» o de las «comunidades» ya reducidas a vida civil fue ratificada por el artículo 27 de la Ley 89, que los caracterizó como «pobres de solemnidad» (Roldán, 1990: 53). El «paternalismo» de las autoridades civiles y eclesiásticas, de los tres poderes constituyentes del modelo de Estado liberal y democrático, fue de hecho la continuidad de la regularidad histórica fundadora del colonialismo económico, político y cultural; fue expresión de lo que se dio en el «antiguo régimen» europeo y que Edward Palmer Thompson, en su obra sobre el surgimiento del proletariado inglés denominó, «economía moral» (1989). En la Nueva Granada durante el siglo XVIII esta forma de la «economía» caracterizó la cotidianidad de los pobladores del territorio del Virreinato, en todas y cada una de las localidades (Barona, 1995). El siglo XIX, no obstante las «luces» que supuestamente lo caracterizan en la historia pretendidamente mundial de la modernidad-moderna, mantuvo, en las otroras colonias, esta forma del «paternalismo». Con ella, los grupos de poder local y regional controlaron las poblaciones subordinadas a sus intereses, poder e influencia, puesto que vincularon a estos «hombres y mujeres de todos los colores», de todas las «castas», a sus economías, a su patrimonialismo, configurando redes clientelistas de poder y de adscripción por vía de los padrinazgos consagrados como legítimos ante las pilas bautismales de quienes fueron considerados integrantes de la «plebe». Para lograr los beneficios del concierto de «indígenas» y de los terrajes, no dudaron los poderes locales y regionales en «invertir» algo de sus «riquezas» en el sostenimiento de hospicios y hospitales, en hacer a su costa obras públicas como fuentes de agua, aderezar caminos y construir puentes; todo esto en nombre de la «caridad cristiana» con los «pobres de solemnidad». Esta metáfora, eslabonada con las «ideologías paternalistas», sirvió, en la pragmática de la lengua castellana, para componer una imagen del mundo caracterizada por su «amor a los pobres y a la justicia», y, al mismo tiempo, contenedora de jerarquías sociales, económicas, políticas y morales irreductibles con la supuesta «igualdad política y social» de las organizaciones de Estado de la modernidad-moderna, en donde unos sujetaban y subordinaban a todos aquellos seres que «amaban» por su «pobreza de solemnidad». El artículo 27, de la Ley 89 de 1890, incorporó la metáfora de «pobres de Solemnidad» para que éstos, los integrantes de las «tribus bárbaras» y de las 147

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parcialidades «indígenas», en el tratamiento de sus asuntos de resguardos ante las autoridades civiles, no emplearan papel sellado sino el común. La benevolencia del legislativo y del ejecutivo en esta oportunidad fue ejemplar. Exoneraron a estos hombres y mujeres «bárbaras» y de cabildos de un impuesto menor y a su vez les impusieron nuevamente la servidumbre y el terraje; y con los artículos 24º y 25º, que remiten en la Ley a los artículos 10º y 11º, de la misma, los obligaron a recurrir ante la autoridad judicial para resolver controversias entre una parcialidad y otra, o con individuos o asociaciones que no pertenecieran a la «clase indígena» (sic); los alcaldes de distritos municipales fueron encargados, por el artículo 11º, de resolver las «controversias entre indígenas de una misma comunidad, o de éstos contra los Cabildos, por razón de uso de los resguardos o de los límites de las porciones de que gocen». Las resoluciones de los alcaldes, ordenó este artículo de la Ley, podían ser apeladas «ante los Prefectos de las Provincias, y las de éstos ante los Gobernadores de Departamento»; esta situación se conservó y reforzó con el Decreto 1634, artículo 21, parágrafo, de 1960 (Roldán, 1990: 50). De esta manera la Ley 89, con su articulado, mantuvo no sólo la situación de dependencia y sometimiento de los «indígenas» a los funcionarios políticos del Estado, desconociendo las autoridades de los cabildos a las cuales los alcaldes daban posesión cada año; también los subordinó a la autoridad de los prefectos de las provincias eclesiásticas, ya no sólo para el tratamiento de los asuntos concernientes a la religión católica y a sus jerarquías, sino, también, para el tratamiento de asuntos civiles que comprometieran los resguardos, con lo que obtuvieron competencias administrativas y políticas, que estaban por encima de la autoridad de los alcaldes. Con este hecho el legislativo y el ejecutivo colombiano, en los años finales del siglo XIX y hasta después de 1960 dieron a lugar y mantuvieron, para conservar incólume la jerarquía y preeminencia política, económica y espiritual de la Iglesia Católica, una extraña situación en la estructuración territorial en el País: superpuso dos modelos de división territorial no necesariamente concurrentes (el civil y el eclesiástico) y, sin atender los efectos de esta incongruencia, garantizó la autoridad, como instancia política, de los prefectos apostólicos de las provincias sobre los alcaldes. Con esta acción, consagrada por las leyes de Colombia, la soberanía nacional y el ejercicio del poder político en lo local, quedaron todavía más sometidas, por extensión de competencias, al poder político eclesial. Los juegos de intereses políticos en los resguardos tuvieron pleno apoyo de las autoridades civiles y eclesiásticas. A los «indígenas» de las parcialidades e igualmente a los integrantes de las «tribus bárbaras», atendiendo a la «naturaleza ontológica» 148

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impuesta a éstos por el Estado y la religión, por el sistema educativo y la sociedad, se les dio un plazo mínimo de 50 años para dejar de ser lo que eran, para convertirse en ciudadanos y ciudadanas del común en sus territorios ancestrales, en los resguardos y en aquellos en los cuales la organización política y judicial del Estado ni siquiera tenía presencia, previo su bautizo bajo la férula de la Iglesia. Esta demarcación temporal la estableció el artículo 37 de la precitada Ley: «Se señala el término de cincuenta años, prorrogables por los Gobernadores de los Departamentos respectivos: 1.- Para formar el padrón de cada comunidad […]. 2.- Para que los Prefectos informen sobre tales padrones […]. 3.- Para que éste [el Gobernador respectivo] examine y apruebe tales padrones. 4.Para que se dividan o repartan, por cabezas, entre los indígenas y comuneros, los terrenos de Resguardos en los términos establecidos por esta ley; y, 5.Para que dicha división sea definitivamente aprobada por quien corresponde». Quienes creyeron que las ontologías de los seres y las cosas, que las ontoteologías sólo eran problemas a considerarse por teólogos y filósofos, nunca pudieron siquiera imaginar los efectos de estas construcciones del pensamiento en seres humanos condenados, por otros seres humanos arrogantes e imperiales, como homúnculos, como seres disminuidos en la humanidad, consagrada por la palabra de Dios, de la cultura judeocristiana en sus versiones colonizantes: las misiones religiosas de agustinos recoletos, de dominicos, jesuitas, franciscanos, lauritas, monfortianos (religiosos de la Compañía de María) y capuchinos, entre otros más como, años después desde la década de los 60, los traductores de la Biblia Wayclif, quienes financiaron y trabajaron en el Instituto Lingüístico de Verano, institución ligada a Colombia dentro del programa del Gobierno norteamericano denominado Alianza para el Progreso. Además de ahondar en el conocimiento de las lenguas de los «pueblos indígenas» los integrantes de este Instituto fueron misioneros pertenecientes a una iglesia cristiana y en esta actividad tradujeron la Biblia a varias de las lenguas previamente estudiadas; junto con los misioneros católicos, fueron la «punta de lanza» de la lucha contra el comunismo internacional ya que, supuestamente, los integrantes de los «pueblos indígenas» estaban más expuestos a la influencia y penetración ideológica y guerrillera de los grupos insurgentes por habitar territorios rurales unos y selváticos los otros, que a su vez eran el escenario y teatro de acontecimientos propios de una guerra internacional de «baja intensidad», tratada como «conflicto interno» por el conjunto de la sociedad, que habitaba particularmente zonas urbanas, y por las autoridades civiles y militares de Colombia y los Estados Unidos. El comunismo fue una representación del «mal radical», que reemplazó parcialmente las teratologías de lo caribe, de la malinche, de lo salvaje, de la barbarie, de la mazonería y aun del liberalismo, este último en los primeros 149

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cincuenta años del siglo XX. Como representación del «mal radical» las armas que combatieron al comunismo no sólo fueron las de fuego; las representaciones de la virgen, la intervención de los sacerdotes castrenses en los cuarteles, la intervención de representantes de la Iglesia católica en todos los niveles de la educación en Colombia, la consagración anual del País al «Sagrado Corazón de Jesús» y los sermones dominicales junto con el de las Siete Palabras de la Semana Mayor, a cargo de personajes como Monseñor Builes y otros de igual investidura como él, fueron también armas de lucha anticomunista. En este trasegar ideológico, político y militar del siglo XX, los «pueblos indígenas» sufrieron todos los embates del autoritarismo, del confesionalismo religioso y político, además de los que ellos, por su propia condición de bárbaros y salvajes, de «menores de edad», de «pobres de solemnidad», debían merecer. El «caldo de cultivo» de todas estas acciones que llenaron de sangre, muerte y opresión, a los campos y ciudades colombianas, a sus selvas multiseculares, fue la penetración política e ideológico-religiosa del cristianismo en todas sus vertientes, principalmente aquella denominada catolicismo. Este «caldo» se preparó con el Concordato de 1887, artículo 31, y posteriores acuerdos, y con el convenio de misiones de 1902. ¡En Colombia, para la salvación de todos los mortales, Dios escribió derecho con líneas torcidas la historia del país, que fue tantas veces consagrado al Sagrado Corazón de Jesús! Más allá de la política de evangelización y del manejo de los asuntos de la Iglesia católica en Colombia, el Gobierno nacional en los años iniciales del siglo XX retomó una idea abandonada desde 1849: que las misiones religiosas, fuera de cumplir con su función evangélica y civilizadora entre las «tribus salvajes» que habitaban el territorio colombiano en el Putumayo, Caquetá y Amazonas y sus afluentes, estaban encargadas de «cuidar» las fronteras en estas tierras tan «inhóspitas». Si en algún momento se dudó de la entrega de la soberanía nacional a la Santa Sede, con la Constitución de 1886, esta iniciativa se concretó todavía más con la Ley 103 de 22 de diciembre de 1890, y con la Ley 76 de 1892, que destinó auxilios a los misioneros Redentoristas y Capuchinos en los ríos San Juan y Atrato (Cavelier, 1988: I, 671). Con toda razón el Capuchino, autor de la diatriba contra el libro de Víctor Daniel Bonilla, dijo en 1970 que: «Aun cuando fuera acatólico, no dejaría un historiador patriota de señalar las consecuencias felices que para las fronteras representó la obra misional, y cuando menos por honestidad profesional no dejaría de reconocer en el gobierno esa motivación de altísimo significado político. Habiendo indios por toda la periferia nacional, el Estado colombiano llama sin embargo al Putumayo primero a los jesuitas —con el dinámico P. Laínez— y a fines del siglo a los capuchinos. El historiador menos avezado reconocerá en ello un acucioso interés por la frontera más 150

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desguarnecida […]» (Vidal, 1970: 54). Más adelante, en otro aparte, también dice: «La misión capuchina no se dejó dominar, sino que dominó a las adversas circunstancias, abrió camino y circuló el torrente colonizador, por tal vía penetró el ejército que acampó en la colonia misional y militar de Puerto Asís, y desde entonces un nuevo La pedrera fue imposible: el combate feliz de Güepí frente al Perú lo demostraría en 1933, y los indios fueron integrando sus valores con los de la nación madre que los supo acoger» (Vidal, 1970: 64). La burocracia del alto Gobierno colombiano, residente en Bogotá, no sólo había abandonado sus deberes y obligaciones, para cuyo cumplimiento se había hecho elegir sino que había entregado el cuidado de la soberanía del País a los hombres de sotana para que éstos, con el «látigo civilizador», construyeran caminos y puentes por los cuales transitar los ejércitos y las «riquezas» expoliadas a los territorios y sus gentes, que no interesaban más que como «botín de guerras colonizadoras». La «rueda de la fortuna» nuevamente había girado y con esta rotación sobre su propio eje, e inversión de la temporalidad de la modernidad-moderna, las «tribus salvajes» habían retornado, de improviso, a los casos y cosas del coloniaje58 propias de los siglos XV y XVI, por lo menos, dentro de una situación similar a aquella producida cuatrocientos años antes cuando su destino se fijó entre el Papado y la Corona española. Con el empleo de esta palabra —coloniaje— queremos significar no sólo la acción de dominación de un pueblo sobre otro u otros y la imposición de sus formas de vida, de economía, de política, de lengua y religión, de costumbres, etcétera. El énfasis que queremos hacer con la palabra coloniaje es en todas estas acciones, mantenidas y sostenidas en el tiempo, hasta el punto de «invisibilizarlas» y hacerlas «naturales». Por lo tanto es una acción que afecta a los dos polos en contradicción: a) el colonizador; b) el colonizado. Su grado de afectación es diferencial: por el lado del colonizador éste ya no se siente como tal; éste puede iniciar procesos y acciones tendientes a la «liberación» de estos pueblos, a su no discriminación, a su «visibilización no negativa», a que se le respeten los «derechos humanos» como a él mismo, pero siempre manteniendo una jerarquía moral y política sobre el «otro», que está supuestamente siendo descolonizado, en tanto que diferencia teleológica y no sólo cultural. Por el lado del colonizado también propone e inicia procesos de lucha contra la discriminación y la exclusión, fundado en el carácter desvalorizante de su historia narrada dentro de la oposición víctima/victimario, resignificada. En esta posición interpretativa de mundo el colonizado no es más que la contracara del colonizador lo cual lo conduce a establecer siempre interrogantes sobre su «identidad cultural»; es un «evadido de un sí mismo esencialista» que intenta reencontrar muchas de las huellas de su «ancestralidad», políticamente expresadas frente a un «otro naturalmente espurio», para, de esta manera, llegar a una condición políticamente activa que le brinde un marco relativo de autonomía, dentro del sistema de referencia colonizante de la organización política que lo integra de esta manera. Los conceptos de colonialidad, de colonización, colonialismo, en nuestro criterio no son suficientes porque no dan cuenta de todo aquello que en las líneas precedentes hemos querido destacar. Ver también: (Fanon, 1986: 30 - 87). 58

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En el preámbulo del convenio de misiones de 1902 la inversión de la temporalidad se hace visible y claramente expone la relación intrínseca, el «matrimonio» entre los dos poderes: «Es bien conocido el interés que tanto la Santa Sede como el Gobierno de la República de Colombia tienen por el incremento de las misiones para la reducción y evangelización de las tribus de indios que se hallan diseminadas en el territorio de esta República. Las dos supremas potestades, la Eclesiástica y la Civil, echaron de común acuerdo las bases para ello en los artículos 25 y 31 del Concordato del año de 1887; pusieron mano a la obra en el Convenio de 1888; renovado el 4 de agosto de 1898; comenzaron a traducirlo en hechos, hacia el año de 1893, con la Dirección del Vicariato Apostólico de Casanare. Y hoy día, en que se puede disponer de un número suficiente de misioneros, juzgan llegado el momento de ensanchar y consolidar la obra de la organización de las precitadas misiones, ya que el Gobierno de Colombia se halla investido de facultades bastantes al respecto, como que el Concordato en su referido artículo 31, dice: ‘Los convenios que se celebren entre la Santa Sede y el Gobierno de Colombia para el fomento de las misiones católicas en las tribus bárbaras no requieren ulterior aprobación del Congreso’» (Cavelier, 1988: I, 677 – 678). Con lo dispuesto en este preámbulo y con la libertad de actuar por fuera del control del Congreso de la República, que las dos supremas potestades mutuamente se habían concedido, las órdenes y congregaciones religiosas adquirieron mayor protagonismo no sólo en lo que se refería a su oficio de «salvadores de almas para el cielo» sino en todo lo relacionado con el «personal, el sostenimiento y ensanches» exigidos por las nuevas misiones. Para tal fin se transformaron en Vicariatos Apostólicos las misiones de la Goajira, del Chocó y Caquetá, y en Prefecturas Apostólicas las misiones del Darién, de los Llanos de San Martín y de la entonces llamada Intendencia Oriental. No se escaparon de la acción misional Antioquia, Tierradentro y Pamplona (Cavelier). La cartografía de las misiones, a raíz del convenio de 1902, revela, inquietantemente, una interacción de regularidades históricas que conllevaron al abandono del Estado de sus obligaciones constitutivas y con ello la ausencia de la institucionalidad, que le es propia, en los territorios de misiones. Se puede afirmar sin riesgo alguno de faltar a la «verdad histórica» que la única presencia estatal en estas tierras de «indios bárbaros, bravos, antropófagos y salvajes»—para reproducir aquí la 152

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imaginería que en estos años sobre el «otro» se tenía y se reproducía en los púlpitos, en los informes oficiales, en la prensa, en las conversaciones cotidianas de gentes preñadas de ignorancias sobre las diversidades culturales en el País—, era de las misiones religiosas. La suplantación del Estado por parte de la Iglesia católica fue tan notoria que, por evidente, muy pocos la notaron o muy pocos pudieron hablar de ella, como en Pasto, con la voz del periodista «Fray Candil II» en los periódicos «Juanambú» y «Eco Liberal» (Vidal, 1970: 56). Esta substitución se ratificó todavía más con el artículo 4 del convenio de 1902. En éste se dijo que «el Vicario Apostólico del Caquetá deberá establecer residencias o fundaciones en puntos limítrofes con el Brasil, con el Perú y con el Ecuador, y el Prefecto Apostólico de la Intendencia Oriental establecerá una en un punto limítrofe con Venezuela, en cuanto las comunicaciones y los recursos lo permitan» (Cavelier, 1988: I, 678). La entrega de las funciones del Gobierno a las misiones no se detuvo en cuanto a lo referente a la acción evangelizadora de las «tribus bárbaras» y a su presencia en las fronteras internacionales de Colombia; por el contrario se amplió: confiaron a los jefes de las misiones la dirección de las escuelas públicas para varones, en los territorios de misiones existentes, con la excepción de las escuelas de los maristas en el Chocó; concedieron a estas misiones la cantidad de tierras baldías que requerían, sin exceder de un mil hectáreas cada fundación y residencia; autorizaron el nombramiento de «agentes civiles en personas ‘de todo punto recomendables y reconocidamente favorables a las misiones y religiosos misioneros, oyéndose previamente al Delegado Apostólico’ quedando el dicho agente sujeto a la remoción por queja contra él del jefe de la misión fundada en hechos comprobados» (Cavelier, 1988: I, 679). La renuncia del Gobierno fue ratificada por Marco Fidel Suárez, el 26 de agosto de 1916, en la nota de contestación del memorial que vecinos de Barranquilla le habían enviado solicitando, respetuosamente, se denunciara el Concordato de 1887 porque afectaba la instrucción pública del País y porque el tributo anual que pagaba la Nación a la Santa Sede lo consideraban excesivo. Los dos párrafos finales, antes de la parte resolutiva, de quien en este año era Ministro de Relaciones Exteriores, Marco Fidel Suárez, son elocuentes y hablan muy bien del pensamiento de miembros del ejecutivo de lo que en su concepto debía ser la República refundada en 1886: «Ni por lo que se refiere a la indemnización debida a la Iglesia, ni por lo tocante a las disposiciones sobre educación e instrucción públicas, ni en atención a la naturaleza del Concordato y a las facultades legales para denunciarlo, podría, pues, el Gobierno acceder a lo solicitado en

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el memorial de Barranquilla. Pero todavía hay una consideración final que impediría al Gobierno asentir a tal solicitud. En materia de relaciones político-eclesiásticas lo que la Nación necesita es la concordia social y la posible armonía de los partidos, separados por saludables emulaciones, no por odios inextinguibles. Uno de los medios para llegar a ese fin sería que los partidos fueran agrupaciones verdaderamente políticas y no filosóficas o sectarias. Por eso fue un gran paso hacia la paz y la cultura el que dieron muchos liberales en los años de 1886 y siguientes aceptando el Concordato y la Constitución en su parte religiosa, con todas sus consecuencias, sin segundas intenciones, dejando aparte opiniones privadas y considerando exclusivamente el hecho social, histórico, imprescindible y benéfico de la religión nacional y de los derechos de la Iglesia, sobre todo como institución docente. Si hoy se hiciera los mismo se resolvería, a estilo anglosajón, el problema de una paz verdadera aplicando las actividades políticas sólo a programas verdaderamente tales […]» (Cavelier, 1988: I, 693 – 694). De la paz entre los partidos políticos, anhelada y preconizada por Marco Fidel Suárez, se tuvieron innumerables ejemplos. El ideario liberal del Estado de la modernidad-moderna fue caricatura formal consignada en leyes y decretos que, cuando se cumplieron, sólo avalaron el designio de una República patrimonialista signada por sus discriminación política, social, económica y cultural, y a su vez entregada a los poderes que, como el de la Iglesia católica, afirmaban con santa unción que «matar liberales no era pecado»; años después, a pesar de la Constitución de 1991, los descendientes lejanos de los políticos que asumieron como su norte de acción el ideario democrático-liberal, a principios y mediados del siglo XX, pocos por cierto, y que no fueron asesinados, aceptaron también que no era pecado «matar comunistas, izquierdistas, sindicalistas y otros más que no estaban de acuerdo con el establecimiento»; la ironía de la historia de la República católica nunca se ha dejado de sentir porque desde su fundación en 1821 siempre ha habido quienes dotados de su ideario político y moral, hecho imperialista, han dicho lo que son los «otros», los han representado, los han envilecido, torturado y masacrado. Por lo general, quienes esto hacen son herederos de los políticos perseguidos años antes por las mismas razones que hoy aducen para aniquilar a los otros, a quienes por sus concepciones de mundo son diferentes. Razón tuvo Max Weber cuando afirmó que los discursos y formas de vida hegemónicas de la clase dominante, que la ideología de esta clase, tendían a ser reproducidos 154

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posteriormente por quienes antes los habían tenido que sufrir (Weber, 1974). Esta pedagogía, impuesta por quienes se arrogaban el derecho y hoy todavía se lo atribuyen, de «salvar las almas de quienes nacieron del pecado», se hizo más evidente con los integrantes de las «tribus bárbaras» de Colombia. Fidel de Montclar fue un digno y paradigmático representante de estos pedagogos. Al tomar posesión de su prefectura apostólica, en Pasto dijo en su oración al Altísimo: «Señor… Con la facilidad con que pobláis de árboles y surcáis de ríos estas inmensidades, con la misma podéis hacer surgir de estos bosque habitados por salvajes y de estas soledades, guarida de fieras y antropófagos, pueblos cultos y ciudades opulentas, donde mañana seáis adorado y vuestro nombre bendecido» (Bonilla, 2007: 128). Con este discurso, lanzado al aire desde el púlpito, ¿qué mortal ignorante se atrevía a desobedecer los designios de la deidad judeocristiana, expresados por boca de Montclar, que ordenaba hacer surgir pueblos cultos y ciudades opulentas allí en las guaridas de los antropófagos y salvajes? Creemos que muy pocos. La inversión catóptrica, el juego especular que toda lengua configura para poder ser lo que es la palabra, la oralidad y la escritura, configurantes ontológicos de toda forma de realidad humana, con Montclar adquirió fuerza descomunal. Víctor Daniel Bonilla dice en su obra que sobre los antropófagos no dio ninguna precisión (128). El narrador de las tropelías de los misioneros en el Putumayo y Caquetá no cayó en cuenta que el pedagogo y misionero paradigmático sólo expresaba, refiriéndose al «otro», al salvaje, su propia condición existencial; al fin y al cabo como católico practicante y sacerdote él era un caníbal simbólico, no por ello menos real: todos los días al oficiar el santo sacrificio de la misa consumía el cuerpo y la sangre de Cristo el crucificado; su canibalismo era ritual; es decir, vinculado a una relación intensa con Dios que era a su vez verdad de mundo. El acto caníbal sólo era permitido y todavía lo es, en la cultura y religiosidad judeocristianas, para que los seres humanos bautizados establezcan una relación con la divinidad y se transformen en templos. A los salvajes, que ni siquiera eran bautizados todavía, no se les podía permitir el consumo de restos o cenizas humanas, así fueran éstas también simbólicas en los rituales de las malocas amazónicas y según lo dicho en las etnografías de los antropólogos y antropólogas, en las descripciones de los viajeros europeos y norteamericanos, así tuvieran que ver con los muertos, con el «más allá». La inversión catóptrica, propuesta en su discurso por Montclar, sólo buscaba provocar el horror y el terror, y con ello justificar los reglamentos y el tratamiento dado por los 155

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misioneros a los integrantes de las «tribus bárbaras» de Colombia. Este fue uno de los sentidos de la paz que proponía Marco Fidel Suárez, el Ministro de Relaciones Exteriores, en 1916, en compañía con algunos otros misioneros, no pocos por cierto; este era el sentido de la pedagogía, de la docencia católica y cristiana forjadora de seres humanos «libres», de los ciudadanos que la República católica requería. Rogerio María Becerra, Intendente nacional del Putumayo, en su informe al Ministro de Gobierno de la época, dijo: «Actualmente se está siguiendo un juicio a uno de los misioneros por la flagelación de una india, quien murió después de algunos días de haber sido azotada. Qué espectáculo, Señor Ministro, el que presenta una india puesta de rodillas, las espaldas mal cubiertas, en presencia de su esposo o de sus padres, o de sus hijos, recibiendo azotes con una correa de cuero torcido y tieso, que no debe usarse ni para las bestias. El espectáculo es más patético si es un misionero el que la flagela. La mujer queda enferma física y moralmente, llagada las espaldas y herido el corazón» (Gómez, 2006, 355). Espectáculos y narraciones como ésta son innumerables; reposan en los fondos de archivos del Gobierno y aun en los archivos de las órdenes religiosas que todavía hoy, apropiándose del patrimonio nacional, guardan celosamente estos documentos para impedir que las mujeres y hombres de Colombia y el mundo, conozcan en las fuentes originales sus prácticas miserables envilecedoras de los sentidos humanitarios de la llamada por algunos «religión del amor». Las representaciones teratológicas de los «indios bárbaros» no sólo fueron metafóricas; extrañamente hicieron de este «bárbaro» propietario de la barbarie y de los dispositivos propedéuticos empleados. Un misionero capuchino, residenciado en Mocoa, a principios del siglo XX afirmaba: «[…] en primer lugar, el dolor tiene una eficacia misteriosa que lo defiende. Yo he observado que los indios se quedan muy tranquilos y hasta festivos después de una azotaina; la víctima tiene por esto obligación de decir después de ella, ‘Dios le pague’. Si no dice así, manda el Gobernador que le den tres azotes más, hasta cuando el castigado pierde la ira y se manifiesta agradecido. Los azotes mantienen entre los indios el principio de autoridad, la docilidad de carácter y la 156

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pureza de costumbres; son, pues, la base de las mismas costumbres. En segundo lugar, son los indios, como Gobernadores, y para conservar la constitución social no escrita que ellos obedecen ciegamente en sus prácticas gubernamentales, quienes mantienen en vigor la pena de azotes» (Gómez, 2006: 364). La colusión y malicia del hombre consagrado a predicar la palabra de Dios entre los «salvajes», con este testimonio se hace evidente. Afirma, sin rubor alguno, que la propedéutica de los azotes eran de «uso y costumbre», eran «la base de las mismas costumbres» entre los «indígenas», que les permite «conservar la constitución social no escrita que ellos obedecen»; obvia la confesión del así penado que, con el agradecimiento expresado con las palabras rituales, «Dios le pague», sitúa en la luz el origen de esta práctica, de la propedéutica del autoritarismo hecha verdad de mundo: la religión de Cristo el crucificado entendida y practicada, por estos años, a la manera de los «siervos de Dios» en el país del Sagrado Corazón de Jesús. Estas acciones, que se reproducirían una y mil veces en mil y una regiones en Colombia, no sólo forjó desde la niñez el carácter y la cotidianidad de los integrantes de las «tribus bárbaras»; fraguó la forma de ser, la condición humana de millones de nacionales: «la letra con sangre entra» fue el axioma de la educación y la enseñanza en el País, situación que hoy todavía se da con la llamada «violencia intrafamiliar». Bastaba afirmar la ferocidad, el salvajismo del «otro», su diferencia, para justificar la serie de tropelías que se cometieron y que hoy todavía tienen vigencia en sectores de la sociedad y en algunas instituciones estatales; también su asesinato, su secuestro, su desplazamiento y desaparición forzadas; por esta razón otros sectores de la sociedad de hoy ven con espanto que integrantes de las Fuerzas Armadas y de Policía, al igual que guerrilleros, paramilitares y «delincuencia común», ponen en práctica las propedéuticas del terror con los mismos argumentos empleados ayer en relación con los «pueblos indígenas» de Colombia. Todo esto se hizo, todo esto tiene vigencia, dentro de un sistema cultural nacional que se reconoce occidental y que alienta, retóricamente, el respeto por los derechos fundamentales, por los derechos humanos y por el derecho internacional humanitario. Se puede afirmar que con los convenios de misiones, que con la entrega, por muchos años a la Iglesia católica, de la educación de las mujeres y hombres de Colombia, el Estado renunció a formar ciudadanas y ciudadanos, desistió de fortalecer el ideario democrático liberal de los Estados de la modernidad-moderna, que supuestamente caracteriza hasta hoy la Nación colombiana.

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La paradoja en la historia de este País fue inevitable puesto que con este convenio de misiones, con las leyes precitadas y otras que se aprobaron después, el confesionalismo religioso, de quienes integraron el Gobierno de Colombia en gran parte del siglo XX, creó los fundamentos ideológicos que hicieron del quehacer político un campo de combate religioso, ya no sólo ante las «tribus bárbaras» sino entre los partidos políticos, Liberal y Conservador, y de éstos a su vez con las organizaciones políticas de partido creadas en Colombia y muchos otros países de América Latina al amparo de los efectos de la Revolución Bolchevique. Las reformas constitucionales subsiguientes sirvieron para acentuar aún más el peso de esta hegemonía política, religiosa y cultural, que nunca dudó en declarar el «estado de sitio» para gobernar sin el pleno control del legislativo y para conculcar, si era el caso, derechos constitucionales que se hicieron inanes. La Iglesia católica intervino cada vez con más fuerza ya no sólo en referencia a la educación, a los cementerios, a los días de mercado en las plazas públicas, al matrimonio, a las misiones y otras muchas cosas más, sino en las elecciones políticas, sobre todo en las presidenciales, para designar a quienes debían ocupar el «solio de Bolívar» y coaccionar moralmente a los feligreses el día de la llamada «encuesta electoral». Todo esto conduciría en la sociedad colombiana a la orgía provocada por la pasión religiosa de la política que se expresó, y todavía lo sigue haciendo, con las gramáticas de la impunidad propias del país dotado de ideologías de tinterillos, del formalismo jurídico de jueces y magistrados que sólo miran el esplendor y magnificencia del teatro del poder judicial, sin importarles sus efectos en la sociedad; que sólo atienden a la ley, al inciso y al parágrafo, para configurar sibilinamente la «justicia» de la arrogancia y autoritarismo estatal. El desangre que todo esto produjo, que llenó los camposantos administrados por la Iglesia católica de restos sanguinolentos de mujeres y hombres violados impúdicamente y masacrados miserablemente, fue llamado por unos el «basilisco» (Testis Fidelis, 1953) y por otros, tal vez menos sesgados ideológicamente, la «violencia en Colombia». Extraña forma de nominar la fenomenología de la barbarie de la civilización centrada, como lo dijo José Gaos para la sociedad española de comienzos del siglo XX, en la cristología y el cristocentrismo; en el dolor y la muerte, en el sufrimiento humano, porque la Iglesia católica enseñaba, y creemos que todavía lo hace, que la vida es «un valle de lágrimas». El convenio de misiones fue un eslabón más de la cadena del confesionalismo religioso del Estado colombiano. Así como el resto de los nacionales eran católicos y cristianos los integrantes de las «tribus bárbaras» también tenían que serlo. Este fue el imperativo religioso y cultural que se impuso. Por el juego liminal de la 158

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ipseidad situada frente a la alteridad-idem, el otro fue «bárbaro» como proyección y reflejo de la barbarie de la civilización; fue sometido a la impronta de las dos potestades que acordaron entre sí, autoritariamente, la forma de transformar a seres disminuidos por su «condición de naturaleza». Pero, ¿qué situaciones vivían, a finales del siglo XIX y gran parte del XX, los integrantes de «pueblos indígenas» que desde el coloniaje español ya habían sido convertidos, supuesta o realmente, a la fe de Cristo el crucificado, que ya estaban integrados a la vida «civilizada»? Las voces de los herederos de estos protagonistas miserabilizados por la servidumbre y el terraje hoy por fortuna todavía resuenan; sus escritos hoy todavía hablan al corazón de las mujeres y hombres de Colombia que luchan por construir una sociedad menos excluyente y más democrática, sin el empleo de armas de fuego, no aceptando las gramáticas y propedéuticas del «terror trascendente», propuestas por autonombrados y supuestos «liberadores del pueblo y por demócratas». La memoria/olvido de Lorenzo Muelas Hurtado narra y dice, desde su propia concepción de mundo, parte de este proceso y la respuesta al interrogante precedente: «La abuela recordaba de antes de apoderarse los blancos de esas tierras, cuando las tierras eran libres, cuando la tierra era común, cuando todo el mundo podía cultivar donde quisiera. En ese entonces la tierra estaba en manos de los guambianos, de la Comunidad. Cuando ya empezaron a llegar los blancos a apoderarse de eso, ya fueron estrechando con pastos y ganadería, ya aparecieron dueños, que las tierras son de los blancos no de ustedes, ya no dejaron cultivar, ya los indígenas no pudieron tener ganado, ya no pudieron tener gallinas, ya no pudieron tener ovejos. Entonces se vino la mala situación» (Muelas, 2005: 45). Empero, la mala situación se agravó: «Cuando los blancos se apoderaron de las tierras, cogieron al misak, no porque querían, sino porque los necesitaban para hacer uso de la tierra, para que trabajaran para ellos. Si traían gente de otras partes había que pagarles por el trabajo, pero como había gente en el punto, los cogieron y pusieron a su servicio» (Muelas, 2005: 46).

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«El trabajo se hacía distribuyendo a la gente en cuadrillas. Una cuadrilla de 10 o 20 y un capitán, para tal trabajo; otra cuadrilla de x cantidad de personas y otro capitán, para tal otro trabajo. Cada cuadrilla tenía su capitán, pero éste no tenía poder, sino el que ejercía en el grupo que tenía. En cambio el mayordomo llegaba a caballo, si le daba la gana bajaba del caballo y si no, daba órdenes, a veces venía furioso, gritaba, le echaba el caballo encima a la gente, los jueteaba, insultaba y se iba» (Muelas, 2005: 55). Y la mala situación se fue agravando más cuando algunos guambianos hicieron suyos los intereses del patrón, como una especie de exposición del efecto de demostración en el individuo de lo que pueden hacer las gramáticas del coloniaje. Al respecto, la mayora Encarnación, también dijo: «Hace unos 60 años vinimos del Nuyapalo. Pues nosotros no debíamos de haber venido, pero mi finado vino dizque para Bogotá, a pié, por Inzá, con Pedro José Muelas […] Entonces llegaron allá a la Notaría 1ª […] y hemos encontrado ese buen documento… Chimán era Resguardo, pero nosotros hemos sabido estar pagando terraje. Entonces reunían y hablaban a ver si podían ganar las tierras. Éstas eran de nosotros mismos, pero nosotros ¡cómo sufríamos descontando el terraje! Esto han hablado mucho ellos y decían que iban a seguir luchando. Había otro de Anisrtrapu (Cacique), un Chabaco joven, que también murió. Éste también decía que iba a luchar. Estaban sentados en una mesa escribiendo papeles. Entonces había unos que se fueron a quejar al patrón, a decir que te van a quitar la tierra. Le fueron a decir esto a Eloy Campo. Los mismos terrajeros fueron a ponerle la queja y por eso nos expulsó a nosotros. Dijeron que nosotros estábamos haciendo juntas para quitar las tierras, y a raíz de eso a nosotros nos sacaron con la policía» (Muelas, 2005: 144 – 145). Ni que decir: los documentos notariales, la tradición de ocupación de las tierras por parte de los integrantes de un «pueblo indígena» específico, la imposición por medio del empleo de la fuerza, de argucias legales, la ausencia de una legislación que en el marco del Estado colombiano, liberal y democrático, protegiera del abuso y la coacción a quienes por su «condición de naturaleza» eran explotados y expoliados, eran abusados y fueteados, no se tuvo en cuenta; la Ley 89 de 1890 160

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excluyó del resto de la legislación nacional a estos hombres y mujeres quienes, a pesar de estar bautizados y participar como ciudadanos en las «contiendas electorales», a pesar de participar con sus economías de pancoger en los mercados locales y aun en los regionales, fueron objeto de toda serie de iniquidades. Ni siquiera la ignorancia y la ingenuidad, garantes del actuar de buena fe para la mayoría de los seres humanos, se tuvo en cuenta. La anécdota, que transcribimos a continuación, narrada por Lorenzo Muelas, habla por sí misma de la situación en que fueron puestos y dejados en indigencia por la sociedad, por su estructuración política y educativa, por el sistema capitalista del País, más «salvaje» si se quiere que el internacional, los «hombres y mujeres naturales», en este caso, de Guambía: «Pedro Muelas […] fue uno de los que guardó montones de billete. […] Estaban guardados en una maleta que tenía manija y mantenían cerrada, amarrada. Siempre de vez en cuando la miraban allí, amalayando. Pobres, sin con qué comer, y viendo un paquete de billetes guardado que no servían para nada. Luis mi hermano recordaba que el mayor Pedro recogió esos billetes durante mucho tiempo, «nunca recogió del viaje, de la venta de unas cinco vacas, de un solo negocio, no. Muchos años estuvo vendiendo trigo, cebada, linaza, que cultivaba, y vacas, y así recogió toda esa plata». En ese tiempo no había, como hoy en día, Caja Agraria en Silvia, ¡nada de eso existía pues! Entonces lo único que hizo fue ir acomodando billete, acomodando billete, lo tuvo allí guardado. Cuando hubo el cambio de billetes, no los cambiaron porque no conocían. Echaron de menos mucho tiempo después, y cuando pensaron hacer, ya no tuvieron validez. Se quedaron los billetes. ¡Se perdió tooodo el trabajo! Decían que ya había vencido la fecha, que hubo un decreto del gobierno nacional para que se cambiara toda moneda y que en ese momento el indígena no se enteró, porque no lee, no había radio ni nada» (Muelas, 2005: 39 a 41)59. 59 Los billetes de Pedro Muelas, algunos de ellos todavía en manos de la familia Muelas, «corresponden a una emisión hecha el 1º de octubre de 1900 por el Banco del Estado de Popayán. El 15 de noviembre de 1901, por Decreto 1184, «el gobierno reconoció como emisiones nacionales las que se habían efectuado por el Jefe Civil y Militar del Cauca por virtud del contrato celebrado entre éste y el llamado Banco del Estado existente en aquel Departamento». Se trataba pues de billetes perfectamente legales». Ante el desorden fiduciario del mismo Gobierno colombiano, que permitió un sinnúmero de emisiones a la Banca privada, sólo hasta

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Al sistema político y a la sociedad nada de esto importó. En una República en la que el analfabetismo de sus gentes era y es escandaloso, aunque sabían rezar muy bien, los decretos y medidas del Gobierno eran desconocidos por la mayoría de sus gentes y no sólo por los integrantes de los «pueblos indígenas»; esto lo sabían muy bien quienes detentaban el poder político. Pese a ello, no les importó que cientos de miles de hombres y mujeres, con los juegos fiduciarios, que sólo apuntaban a defender las rentas del Estado, quedaran en la más absoluta miseria; mucho menos les importaba que esa miseria comprometiera a esos seres que les recordaban las simientes de que provenían la mayoría de los gobernantes colombianos, pero que a las cuales no querían pertenecer ya que si las reconocían se sentían como «hijos de mala madre». Por esta razón estos gobernantes, junto con jueces y magistrados de las altas Cortes, siempre han dicho hasta hoy, como monosabios, que el desconocimiento de la ley positiva no exime de responsabilidades a los ciudadanos, ya sea que se trate del derecho penal o de cualquier otra forma de derecho. Con Manuel Quintín Lame Chantre, a pesar de sus luchas en el Tolima, entre 1922 y 1945, la mejora de la situación de los «pueblos indígenas» se tardó, si hoy se puede hablar de avances en la situación actual después de 1991. El viejo luchador murió en 1967, cuatro años antes de que en el Cauca surgiera el CRIC, el Consejo regional de estos pueblos más paradigmático y más activo en la lucha por la defensa de los derechos «indígenas» de Colombia. Según lo establecen sus biógrafos y él mismo en sus escritos, no fue un «indígena» de parcialidad. Su lucha se inició realmente en 1910 tratando de impedir la expropiación de tierras a las parcialidades y la humillación permanente a que estaban sometidos los «indígenas» con el pago de los terrajes (Castillo, 2004:17). El ideario de lucha de Quintín Lame, que fue luego recogido y ampliado por el CRIC, atendió cinco problemas fundamentales: «(1) defensa de las parcialidades y oposición militante a las leyes de división y repartición de las mismas; (2) consolidación del Cabildo indígena como centro de autoridad y base de organización; (3) recuperación de tierras perdidas a manos de los terratenientes y 1916 «se dio comienzo al cambio de todos los billetes de antiguas ediciones que circulaban en la República […] tales billetes debían cambiarse por otros al tipo de cambio del 10.000% […] […] la ley 64 de 1917 prorrogó hasta el 30 de junio de 1918 el plazo fijado y posteriormente lo volvieron a ampliar hasta el 30 de junio de 1919. Así, el pariente de los Muelas tendría que haber entregado 100 de sus billetes de a peso para que le dieran uno de los nuevos billetes de un peso, antes de dichas fechas. Pero ni siquiera ese devaluado valor recibió, ya que guardó sus billetes, confiado en la estabilidad de un sistema que lo defraudó» (Muelas, 2005: 39 a 41), notas de pie de página No 5 y 6.

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desconocimiento de todos los títulos que no se basaran en cédulas reales; (4) liberación de los terrazgueros, mediante la negación a pagar terraje o cualquier otro tributo personal; y (5) afirmación de los valores culturales indígenas y rechazo de la discriminación racial y cultural a que eran sometidos los indios colombianos» (Castillo, 2004: 20). La simple protesta y militancia de este hombre que no aceptaba la situación de sometimiento de su pueblo fue criminalizada. Guillermo Valencia, candidato a la Presidencia en 1918 y uno de los poetas más prestigiosos de la época, trató de desterrarlo de Colombia; su petición fue negada por el Ministro de Gobierno de entonces, Abadía Méndez (23). Su actividad incansable de luchador le acarreó más de 200 detenciones en las cárceles de Popayán, Silvia, Pasto, Neiva, Ortega, El Guamo, Ibagué y Bogotá (25). Su delito fue el de ser un «indígena» que no aceptaba, y luchaba contra esta condición, ser terrazguero, ser representado con las imágenes más envilecedoras del catálogo del bestiario colombiano; era un defensor de su cultura. En su persecución intervinieron los dueños del poder político y las tierras de Colombia, los jueces, los policías, otros «indígenas» de terraje y, extrañamente, tal parece, sacerdotes de la religión del «protector de los pobres y los humillados», Cristo el crucificado. Estos malandrines de uniforme, de sotana, de cuellos entorchados y almidonados, así como armados de bolillo, látigo, revólver, machete y cuchillo al cinto, tal parece, volvemos a repetir, gritaron valientemente en coro, como en la obra teatral española, ¡todos a una como en fuente ovejuna!, para intentar detener al hombre que con su sola palabra y escritura los había puesto a temblar. Cuentan sus biógrafos y las memorias orales de quienes lo recuerdan, una anécdota que expresa como calco fiel el libreto de una obra de teatro bufa: «1914 a 1918: agitación y movilización general de los indígenas del Cauca. El éxito de la campaña provoca en la aristocracia de Popayán, primero, una risa nerviosa y, luego, miedo y rabia. Liberales y conservadores se unieron para perseguir al enemigo común, a quien Guillermo Valencia llamó ‘asno montés’. Las autoridades lo calificaron de ‘sedicioso’, ‘incendiario’60 e instigador de una lucha racial’. Echaron La acusación de «incendiario» desde el periodo colonial español se empleó para perseguir a todos los integrantes de los «grupos subordinados», en su época llamados castas, para capturar a sus líderes y condenarlos a la pena capital. De esta persecución no se salvaron ni siquiera las mujeres «indígenas», las afrodescendientes, y las «mujeres de la montaña». Todos, por igual, eran acusados de «incendio». El motivo de esta acusación fue el pánico. Los pueblos de españoles eran de adobe y las casas de techos pajizos. Era muy fácil prenderles fuego, más todavía, cuando la iluminación nocturna era con velas de cebo, de laurel y con hachones. En los primeros años del siglo XX las casas Popayán estructuralmente tenían los 60

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a correr rumores y consejas, haciendo cundir la alarma. En todos los pueblos de la cordillera, y aún en los del norte del Cauca, se afirmó al mismo tiempo que Quintín ‘esa noche va a incendiar el pueblo. El informe del Secretario de Gobierno al Gobernador del Cauca correspondiente a 1915 dio un ejemplo típico: El viernes 11, a las 9:00 p.m., se recibió un telegrama del Alcalde de Inzá en que avisaba que ese mismo día había entrado Lame a Mosoco con 300 hombres; inmediatamente se puso en movimiento a toda la población; se colocaron avanzadas armadas de machetes, pues no hay armas de fuego, en los puentes y puntos más peligrosos. A las once de la noche hubo una conferencia telegráfica entre el Alcalde de Inzá y Don Gonzalo Caicedo G., Secretario de esta Alcaldía (Belalcázar), la que presenciaron muchos ciudadanos. En la conferencia manifestó Don Benjamín, el Alcalde de Inzá, que sus informes se fundaban en díceres de unos a otros, de manera que no existía una razón poderosa para tanta consternación; pero en esos días no se podía decir nada porque se consideraba traidor a quien no asegurara que Lame entraba esa noche a Belalcázar. En fin, amaneció el día 12 [de febrero]; todos [los guardias voluntarios] amanecidos, trasnochados y mojados porque llovió … Y últimamente, el día 13, el Gobernador del Departamento nos comunicó que Lame se encuentra tranquilamente en la hacienda de San Isidro… y las Comisiones que se habían despachado regresaron informando que los indígenas se encuentran despreocupados y entregados en sus campos a sus labores’. En efecto, no se sabe que durante estos años Quintín Lame incendiara o atacara pueblo alguno. Su campaña era, fundamentalmente, educativa y de organización. Pero la alarma fue parte de la táctica de los terratenientes para lograr la cooperación de la población en la persecución a los indígenas rebeldes y la captura de Quintín» (Castillo, 2004: 21 – 24). Rumores e infundios; esto era lo que había para acusar a los «indígenas» de resguardos y parcialidades, católicos bautizados la mayoría de ellos, electores de los políticos del Cauca otros más, como gentes peligrosas y temibles; de esta actitud de persecución al «indio» no se excluyeron, ni siquiera, algunos integrantes del Partido Comunista colombiano; José Gonzalo Sánchez, «caudillo indígena mismos componentes de construcción del periodo colonial; a esto se sumaba la inexistencia, en la mayoría de ellas, de energía eléctrica. De esta manera la forma más fácil de provocar escándalo y pánico entre los habitantes de los pueblos del Cauca era de acusar a los líderes de los «pueblos indígenas», en este caso a Manuel Quintín Lame Chantre, de «incendiarios».

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de Totoró, Cauca», requirió a Quintín Lame para que éste «caminara por su sendero» a lo cual el luchador paradigmático se negó diciendo: «[…] yo a todos les presenté la flor del desprecio y continué con una fe muy alta buscando el camino del bien […]» (Lame, 2004: 166). El testimonio de Manuel Quintín Lame Chantre, el «indio que bajó de la montaña al valle de la civilización», sobre la forma como fue capturado alguna vez, entre las cientos de detenciones que sobre él se realizaron, dice, habla de la miseria de una justicia y de un comisario de policía, Leonardo Ramírez, apodado «Cacanegra», que lo capturó y que se puso al servicio de los dueños del poder, junto con el juez de la causa; habla claramente del patrimonialismo del Estado colombiano: «[…]; por lo tanto, no ha prevalecido ese mar de calumnias que deseó ahogar al indiecito que escribe estos pensamientos, haciéndole arrastrar una cadena de gruesos eslabones y una barra de grillos de veintiocho libras y un par de esposas que aseguraba mis manos atrás en el exterior del cuerpo, botado en el suelo como un cerdo para sacrificarlo; esto fue en el cuartel de la Policía de Popayán, órdenes que recibía de la Gobernación el valiente Leonardo Ramírez antes de ser llevado al calabozo a encerrarme incomunicado, episodio que fue ejecutado el 12 de mayo de 1915, porque el 9 fui capturado en el puente del río de «El Cofre» por una traición que la pagó el Gobierno Conservador en la suma de cuatrocientos pesos […]» (Lame, 2004: 219). Parece que muy poco ha cambiado hasta hoy en el actuar de la Policía colombiana cuando de detener ciudadanos se trata, ya que muchos de sus integrantes consideran que el maltrato a las personas es la ley no escrita que debe imperar en la Institución guardadora del orden ciudadano. Si esto sucedía con el «indio que bajó de la montaña al valle de la civilización», que sabía leer y escribir, así como de leyes, pues, era un autodidacta, ¿qué no ocurría con aquellos hombres y mujeres «naturales» que, como Pedro Muelas, en su acervo sólo tenían el conocimiento milenario, herencia de sus antepasados, y aquel que se forja en las interacciones de la cotidianidad, que estaba totalmente alejado del conocimiento oculto y misterioso, por la grafía, de leyes, incisos y parágrafos? ¿Por qué tardaron tanto los integrantes de los «pueblos indígenas» para hacer sentir sus voces de protesta, para impedir con sus luchas la continuidad de una relación social de producción que, como «siervos sin tierra», los ataba a la voluntad de vulgares explotadores, de hombres y mujeres sin escrúpulos, de los herederos de un patriciado forjado bajo las lumbres de la traición, de la corrupción 165

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política, del engaño y la mentira, de la doble moral y la falta de ética, de la ignorancia de conocimientos y tecnologías requeridos por el mundo de la modernidadmoderna? Este interrogante muchas veces sugerido de múltiples formas diferentes a la precedente tiene que ver no con las «plantas sagradas» de los «pueblos indígenas» de las Américas sino con el sometimiento del pensamiento, de la voluntad y la acción, a través de discursos y oraciones que religiosamente se pronunciaban en los púlpitos, en las homilías, en las fiestas y en todo procesional, alabando la condición de siervo, de sirvientes, y la mansedumbre de los corazones humanos. David González, cura misionero de Tierradentro, dejó para la posteridad un escrito que en sus líneas habla, narra y describe, sin poderlo evitar, los juegos y dispositivos de las tecnologías de dominación tan caras y de tanto gusto de la Iglesia y de los gobernantes colombianos en la historia republicana. En esta obra los intereses privados, la patrimonialización de las organizaciones del Estado a través de los partidos políticos, se funden, se fusionan con los de la Iglesia católica, que habla en símbolos, entendibles y sugerentes tanto para los más doctos como para los más humildes, asegurando con esto que la pax vaticana llegue y se apropie de las almas de quienes para su salvación requieren todas las formas del sufrimiento, por horrorosas que sean. La Iglesia católica sacralizó, con las palabras sagradas de sus ministros, que nunca fueron desdichas, la jerarquía social, política y económica, de los hombres elegidos para gobernar sobre las mujeres y hombres nacidos para obedecer y ser humillados, según dijo San Anselmo cientos de años atrás. Manuel José, Arzobispo de Popayán, entregó el 3 de agosto de 1909 «la parroquia de Tierradentro al Superior pro tempore de la Misión nombrada por el visitador de los Lazaristas, y subsidiariamente a los otros sacerdotes de la misma Congregación». También determinó que «la residencia del Superior o Cura será en el sitio que se elija entre él y Nos para fundar la Casa Misión» (González, 197?: 110). Una vez dicho todo esto y otras cosas más, en el numeral II del Convenio celebrado entre este Arzobispo y el Visitador de la Misión de los Lazaristas en Colombia, agregó: «El Illimo, Señor Arzobispo y el Visitador de los sacerdotes de la Misión elegirán de común acuerdo la población que mejores ventajas reúna para establecer en ella el centro o cabecera de la Parroquia. Allí se edificará y amoblará por cuenta de la comunidad indígena una casa decente y capaz para habitación de los misioneros en donde estos llevarán vida común en cuanto lo permitan las exigencias de su 166

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ministerio y las necesidades espirituales de sus feligreses […]» (González, 197?: 111). En el Título de Institución, dado en Popayán el 16 de julio de 1905, su Ilustrísima, el Arzobispo de marras, determinó por sí y ante sí, que: «Damos la misma jurisdicción y facultades a los sacerdotes de la misma Congregación que fueron destinados por dicho Visitador a servir de coadjutores al Superior de la Misión y bajo la dependencia de éste. Y mandamos a los fieles estantes y habitantes de la expresada parroquia de la Misión de Tierradentro que vayan y reciban al mencionado Superior pro tempore por tal cura de ella y a sus compañeros sacerdotes como a sus coadjutores, le guarden y hagan guardar todas las honras, derechos y exenciones, inmunidades y prerrogativas que corresponden a los curas por derecho y costumbre legítima y que le contribuyan con primicias, obvenciones, limosnas, estipendios y otros derechos que le corresponden por derecho o por costumbre y erección de la iglesia sin que se le falte en cosa alguna» (González, 197?: 113)61. Noventa y cinco años después del «grito de Independencia» y a ochenta y cuatro años de la Constitución de Cúcuta, que dio nacimiento a la Gran Colombia, los «indígenas» continuaban como en los «viejos tiempos» del coloniaje español. Por ser «indígenas» debían edificar gratuitamente la casa e iglesia de la misión; por ser «indígenas» estaban obligados a guardar respeto a los misioneros y a sostenerlos a su costa, no importando la pobreza en que vivían estrechados por el terraje y los dueños espurios de la tierra. Era la servidumbre de los «siervos de Dios». Toda esta miseria humana y opresión sobre hombres y mujeres humildes y de buen corazón se impuso con la aquiescencia de los poderes del Estado colombiano. Y todo, porque eran «indígenas». El fatigante recorrido de esta historia sin fin, tantas veces narrada y repetida, deja ver que las metáforas teratológicas, que los discursos configurantes de las ontologías de la barbarie, echan mano siempre de las mismas imágenes de la bestialidad humana; es como un himno religioso preñado de fórmulas rituales que se repiten una y otra vez con machacona insistencia. Estos dispositivos mnemotécnicos cortan Aunque parece que hay un problema de fechas entre los dos documentos, hemos respetado el texto original de David González. Lo mismo sucede con el uso de las mayúsculas iniciales para los títulos de los sacerdotes y para la forma como el Arzobispo Manuel José se autonominaba. 61

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y recortan los hechos, los resignifican, encubriendo las motivaciones de quienes a la sombra de sus cargos públicos y religiosos establecen el ángulo conservador del incendio y el terror, de la masacre y el ajusticiamiento sin juicio previo alguno, para provocar sentidos de legitimidad y gobierno y para hacer del «otro», el «siervo de los siervos de Dios», la mano vengadora, burda y tosca, que en su embrutecimiento cobra las deudas de otros, los contrarios al Gobierno, como si fueran propias. Un relato y un razonamiento del misionero de Tierradentro ponen fin a este aparte: «En la revolución llamada de los Mil Días, los Paeces hacían excursiones devastadoras por los pueblos del departamento del Huila. Muchas veces regresaban cargados de botín: ganados, armas, hombres. Un jefe revolucionario llevó su Columna de vitoncoes al municipio de Hobo. La condujo a la finca de Las Vueltas. Ahí estaba su propietario Don Antonio Macías Perdomo con su esposa, sus numerosos hijos pequeños y su anciano y achacado padre. Al sentir la proximidad de los revolucionarios, Don Antonio, de un salto, dio al cacaotal. El jefe de la indiada preguntó al anciano enfermo por el paradero de su hijo. La respuesta nada descubre. Le echan soga al cuello, lo cuelgan de una viga y empiezan el tira y afloja. Un grito de angustia resuena en la sementera, don Antonio aparece ante los verdugos; estos largan la víctima y extienden el arma homicida. La velocidad del fugitivo impide que las descargan den en el blanco; los soldados Paeces se precipitan sobre el que huye, éste llega a las orillas del caudaloso río Magdalena, se lanza a sus ondas, gana la opuesta orilla. Se cree salvado en una casa de campesinos que le brindan albergue, ropas secas y alimentos. Felonía miserable ¡que solo se explica por la ofuscación de los odios políticos! Esa hospitalaria familia pertenecía al bando opuesto y uno de sus miembros corre en busca del batallón revolucionario a dar aviso del paradero del fugitivo y dirige a los encargados de aprehenderlo. Entregado a los Paeces marcha con otros prisioneros a Tierradentro, a Vitoncó, a la roca Tarpeya que los vitoncoes tienen para sus prisioneros. Después de algunos días de penosa marcha, de continuos sobresaltos, se llega a las alturas de la antigua capital del Imperio Páez. Cobijados por las sombras de la noche, escoltados por los bárbaros, en hilera van los prisioneros; uno por uno después de recibir terrible golpe, van cayendo a la profundidad de cincuenta metros. Don Antonio es de los últimos en la fila; recoge toda la fe de su alma, lleno el corazón de amor a la Virgen de las Mercedes la invoca, se sale de la fila de los que van a caer, da la vuelta hacia su lejano hogar y por en medio de la 168

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multitud de verdugos sedientos de sangre y de muerte se aleja, vuela. Eran las ocho de la noche. Al otro día en las horas de la tarde se hallaba al lado de su padre, de su esposa y de sus hijos. No lo conocían. Al partir, lleno de juventud; al regresar, ocho días después, demacrado, con un color de muerto que conservó toda su vida y con la cabeza y la barba convertidas en canas. […] La mayor parte del pueblo colombiano ignora en absoluto qué es Tierradentro; los que algo saben, creen que todavía es una región bárbara y se preguntan atónitos por qué después de más de un siglo y medio de vida republicana, se halla en el corazón de la Patria cerca de Popayán, cerca de Cali y de Neiva, un bloque de bárbaros, casi antropófagos» (González, 197?: 122 y 123). ¿Sucedieron estos hechos? Lo más seguro es que sí. Pese a ello, hay que decir que la trama de esta historia está dotada de una fuerza ilocutiva de tal magnitud, que recuerda narraciones similares de obras publicadas por Testis Fidelis en los años cincuenta en Medellín. ¿Narración o puesta en escena? ¿Qué hay con este relato?: el ocultamiento. El misionero no nombra al jefe político que dirigía a los paeces; calla; los dota de libertad para asesinar, torturar, masacrar, perseguir y violentar a un hombre inerme rodeado por su familia. La trama narrativa escenifica la rudeza del «batallón de paeces» estableciendo una relación de concordancia con lo agreste del paisaje. Todo apunta en la narración a crear un sentimiento de temor e indefensión en los destinatarios del relato. Los nombres de los lugares de los paeces, con sus resonancias castellanizadas, crean ecos sombríos del porvenir que le espera al pobre infeliz atrapado por los «bárbaros», herederos de un «imperio Páez», que nunca fue, que nunca existió. Sólo la intervención milagrosa de la Virgen de las Mercedes salvó a este hombre de ser lanzado por la roca Tarpeya, lugar de sacrificios en la mitología romana, y al mismo tiempo lograr correr y, aún más, volar. El sufrimiento del ser que iba a ser injustamente sacrificado por los «bárbaros» lo dignificó pero a su vez le dio la fisonomía de los que regresan de la otra vida, la palidez de los muertos y las canas de los ancianos que por su edad se supone van a morir muy pronto. Dos párrafos más allá el misionero da la estocada final con su interrogante y con su afirmación de la barbarie y la casi antropofagia de los paeces.

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El discurso, la retórica preñada de imágenes de violencia, con las cuales se recubren hechos que si pudieron suceder, nadie lo sabe, tienen una historia tan larga que traspasa la duración de quinientos años. Con estas imágenes, con estos discursos que se constituyen en dispositivos mnemotécnicos del terror, los españoles aniquilaron a cientos de miles de seres humanos que nunca habían hecho nada para destruir al primer imperio de la modernidad europea. Tiempos después estos discursos se repitieron por parte de los herederos de quienes dejaron la huella de España en América. Con la República y con los viajeros lugareños y del exterior, los discursos sobre el «bárbaro indígena» ya no fueron únicamente de conquista, militares y religiosos; fueron científicos por un lado o simplemente descriptivos por el otro. El habitante originario y «tribal» de las selvas amazónicas y ecuatoriales, el heredero de las sociedades andinas que debían ser civilizadas a la fuerza, fue nativo e hijo de la crueldad, de la fiereza, de la atrocidad, del canibalismo, de la traición y del desagradecimiento, en estos discursos. Hoy, después de 1991, estas historias se repiten ya no por curas misioneros sino por periodistas y consejeros, por defensores de todos los derechos que ni siquiera puede imaginar la razón humana, cada cual atrincherado en su bando, teratologizando al «otro», ya no simplemente al «indígena», haciéndolo monstruo de sí mismo y de los «otros», que como él ya no saben qué son. Y mientras todo esto sucede, mientras estas narraciones, filmes y documentales, se ven y escuchan, los dueños del poder político y económico, apoderados también de la justicia, hacen crecer sus capitales y se inventan una guerra contra el «terrorismo», también contra las «plantas sagradas» de los habitantes de un mundo hecho nuevo por medio del incendio, de las razzias, de la violación de sus mujeres, de la espada y de la cruz; hoy a través de la lucha contra cualquier metáfora satanizada por el gran imperio militar del Norte y sus segundones, que en búsqueda del petróleo y del acrecentamiento del capital financiero, refundan la industria de la muerte y a su vez del turismo, que muestra objetos museificados de quienes ya no están porque mataron a unos y se murieron otros de «desgano vital», o porque se encuentran luchando para que no les sigan robando el espíritu proveniente y recreado de la ancestralidad de sus mayores, estas historias se repiten nuevamente con otros actores y personajes. La paradoja de todo esto es la memoria/olvido intencional, como la del cura misionero David González. Con esta memoria/olvido la mayoría de jueces de Colombia hicieron justicia sobre el ser del «indígena»; pero esta memoria no se refirió solamente a los hechos de estos hombres y mujeres, tipificados como delitos en los códigos penales colombianos. La memoria/olvido hegemónica todavía se compone, con menor fuerza que antes en amplios sectores de la sociedad colombiana, de todas las formas posibles de imágenes y representaciones 170

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teratológicas sobre los integrantes de los «pueblos indígenas». A través del juego de los espejos deformantes, del Teatrum catoptricum, muchos «indígenas» fueron juzgados ayer desde las configuraciones ontológicas de estas memorias discursivas y sobre ellos recayó implacable el peso de la ley o por el contrario, con las mismas imágenes y representaciones, se produjeron muchas dudas sobre la pertinencia de aplicar la legislación penal colombiana a estos hombres y mujeres cuando, en concepto de las autoridades, éstos delinquieran; con anterioridad a la vigencia de la Constitución de 1991 todo esto sucedió. A algunas de estas situaciones nos referiremos en las páginas que siguen a continuación.

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8 LOS EFECTOS DE LAS REPRESENTACIONES TERATOLÓGICAS DEL «OTRO» EN EL EJERCICIO DE LA JUSTICIA EN COLOMBIA Por oficio de agosto 27 de 1926, enviado al Ministro de Gobierno en funciones por el señor Ricardo Jiménez Jaramillo, residenciado en Medellín y funcionario de la Gobernación de Antioquia, hoy conocemos de la enorme confusión existente no sólo en el llamado «alto Gobierno» sino en todas las instancias políticas y judiciales de Colombia sobre el tratamiento jurídico y penal que por estos años se le debía dar a los «indígenas»62. No obstante la proximidad y vecindad del Ministerio a las altas Cortes, por el texto del oficio remisorio se deduce que el Señor Ministro de Gobierno, a la sazón, había solicitado el documento titulado «Los indígenas ante el derecho penal», escrito por el Fiscal 1º Superior, Doctor Rafael H. Duque y publicado en Medellín por la Imprenta Oficial. Lo llamativo de este caso, no es sólo el documento de marras. Lo diciente de la solicitud del Ministro y de la respuesta del funcionario es lo que este último revela que no es más que la repetición, en muy pocas palabras, del problema suscitado por la oscura transparencia metafórica de la Ley 89 de 1890 y por el Concordato y el convenio de misiones de 1903. El claroscuro judicial lo expresó Ricardo Jiménez Jaramillo, el oficioso funcionario de la Gobernación de Antioquia, así: «’Los indígenas ante el derecho penal’, que es lo que conozco más completo en el asunto sobre la materia, y quizá en lo que se ha fundado el Poder judicial para no someter a los naturales a las sanciones comunes»63. El segundo párrafo de su oficio pone en evidencia todavía más la confusión reinante, ya que cita dos resoluciones, de menor jerarquía judicial frente a la legislación nacional, que, según él, resuelven de alguna manera las dudas presentadas en cuanto a las competencias del poder judicial para sancionar a los «naturales» que Archivo General de la Nación, en adelante será citado como AGN, sección república, fondo Ministerio de Gobierno, sección primera, tomo 951, folios 436 y 437 63 AGN., sección república, fondo Ministerio de Gobierno, sección primera, tomo 951, folio 436 62

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cometan delitos. Dice el funcionario: «Las resoluciones publicadas en los Nos. 19.670 y 19.782, de 8 de agosto y 4 de septiembre de 1924, dan a entender que los indígenas sí pueden ser castigados criminalmente, y de esas resoluciones ha tomado pié esta Gobernación para disponer que en los asuntos que son de la competencia de la Policía los naturales sean juzgados de acuerdo con las ordenanzas departamentales»64. Sin quererlo decir el funcionario, por estas fechas ya estaba señalando, con su escrito aclaratorio, el fracaso del proyecto centralista de Estado nacional, refundado con la Constitución de 1886. La Gobernación de Antioquia, imaginamos que también otras gobernaciones hicieron lo mismo por estos años, ante las dificultades para interpretar el claroscuro metafórico de la Ley 89 de 1890, aplicó dos resoluciones dentro del territorio de su jurisdicción para castigar los hechos criminales de los «indígenas». Es decir, afectó la aplicación de leyes nacionales, dentro de su ámbito de jurisdicción y competencias, sin atender lo que pasaba al respecto en el resto del territorio nacional. En el documento enviado al Ministro, que básicamente analiza un caso de juzgamiento a un «indígena», se descubre, a través del seguimiento que su autor hace de algunas leyes de la República, el carácter de la dificultad jurídica. En efecto, al hacer relación de los hechos sucedidos en la noche del 19 de noviembre de 1910, fecha en la cual Feliciano Bailarín mató a Daniel Domicó, en la localidad de Coredó, municipio de Murindó, el Juzgado 1º Superior del Distrito Judicial de Antioquia, al narrar los hechos manifestó: «Refieren los testigos Manuel A. Guaceruca, Diocleciano Domicó, María Josefa Guaceruca, que hallándose todos ellos en la casa de Diocleciano, donde también se hallaba en estado de embriaguez el ofendido, llegó el sindicado Bailarín; y con un cuchillo amenazó a Rosa Majoré, por lo cual le dijo Daniel Domicó que no le tirara a la indiecita. Sin otro motivo Feliciano avanzó sobre Daniel y le dio las tres cuchilladas de que ya se habló. Daniel no irrogó a Feliciano la más leve ofensa, ni trató de defenderse, ni entre ellos había enemistad. El agresor lo mató, pues, por gusto»65. La enunciación final, contenida en la síntesis de los hechos narrados por el Juzgado 1º Superior del Distrito Judicial de Antioquia, es, de hecho, manifestación del performativo jurídico que configura la «naturaleza» del agresor. Decir que éste 64 65

Ibidem AGN., sección república, fondo Ministerio de Gobierno, sección primera, tomo 951, folio 437

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mató «por gusto» a Daniel Domicó es afirmar, ni más ni menos, que Feliciano Bailarín no requirió de ninguna motivación, a menos que el gusto de matar sea entendido como motivación, para agredir con tres cuchilladas a su víctima y causarle la muerte. En otras palabras, la narración dice que Feliciano Bailarín, en este momento, sintió gusto al matar a Daniel Domicó; es decir, que experimentó placer y deleite, por propia voluntad, de matar a alguien, en este caso a quien en el proceso judicial fue señalado como la víctima. No obstante las implicaciones ideológicas y forenses de decir que alguien mata por gusto a otra persona, el interrogante formulado en el escrito, «Los indígenas ante el derecho penal», va más allá de las evidencias. Preguntar, «¿es o no responsable el acusado Feliciano Bailarín, de raza indígena, del delito de homicidio en la persona de Daniel Domicó?», y aclarar en la pregunta que el sindicado es de «raza indígena», es situarse ya no en el hecho escueto del homicidio cometido, que como se verá posteriormente Feliciano Bailarín ni siquiera entendía todo lo que se decía y hacía con él, sino que es desplazarse a los contenidos metacríticos, es decir a todas las configuraciones y creencias, a los conocimientos comunes, a los prejuicios, las certezas y ambigüedades ideológicas, presentes en las leyes, también en los operadores judiciales y en todos aquellos que en sus cotidianidades reproducen, representan, por lo tanto creen en una concepción de mundo específica. Desde este punto de vista, la pregunta, al interrogarse sobre la responsabilidad de Feliciano Bailarín, alude ya no al hecho mismo del homicidio sino a una cualidad inherente a la humanidad reconocida a un ser específico, zoon phonanta, a una deuda que se tiene que reparar y satisfacer, a una obligación moral —respetar la vida humana, en este caso—, a una capacidad de reconocer y aceptar las consecuencias de un hecho realizado libremente, para después, en el transcurso del proceso judicial decidir sobre su imputabilidad o su contrario. El interrogante expuesto con todas sus implicaciones ideológicas liga y vincula, ata y eslabona, la enunciación el «agresor lo mató, pues, por gusto» a la oración es de «raza indígena». Con este dispositivo retórico y causal, propiciado por la facultad de relacionar una cosa con otra, que tiene toda lengua humana, el gusto de matar ya no fue patología específica del agresor; fue una condición de «naturaleza» inherente a su pretendida configuración racial. Se trató, entonces, de juzgar el carácter, las implicaciones de ser «indígena» y no sólo de considerar si era responsable o no del homicidio cometido, como se haría en otras circunstancias con cualquier otro colombiano o colombiana.

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Este interrogante también se propició por todo aquello que, en referencia a los «indígenas, se vivía en los estrados judiciales: «Cuestión ésta bien grave por su trascendencia jurídica, se presentó el año próximo pasado entre nosotros por primera vez, al fallarse la causa seguida contra Teófilo Sapias por el delito de homicidio en la persona de Nicanor Sapias, y fue resuelto negativamente por el Ministerio Público, en la primera instancia; de un modo idéntico, por la misma entidad en segunda instancia, y de manera absolutamente afirmativa por el Tribunal Superior; pues aunque en años anteriores se habían dado casos de juzgamiento de indígenas, a nadie se había ocurrido el problema que hoy es materia de estudio en la presente causa»66. Tal y como lo expresa el documento precedente los operadores judiciales tenían diversas opiniones respecto al juzgamiento de «indígenas» y al tratamiento que a éstos se debía dar. Una de las más comunes se apoyaba en la interpretación de los dos primeros artículos de la Ley 89 de 1890 que excluía de la regulación de las leyes de Colombia a los «salvajes» que se fueran reduciendo a la «vida civilizada», por medio de las misiones religiosas, y a las «comunidades indígenas» en lo referido a los asuntos de resguardos, quienes se gobernarán por disposiciones específicas, emanadas de los órganos competentes. La doctrina legal que se desprendió de estas disposiciones dice: «[…] los indígenas que han salido del estado de salvajismo y van entrando en la vida civilizada, no están sujetos al derecho común y, por consiguiente, no están sujetos a la ley penal de la República. Con mayor razón no están sometidos a las leyes generales de la Nación los indios salvajes, y prueba de ello es que año por año se destinan cuantiosas sumas por el Congreso para la civilización de los indígenas […]»67. La determinación del grado de barbarie y salvajismo, por ende, de civilización, se supeditó primordialmente al establecimiento de las competencias lingüísticas en castellano de los implicados en un proceso judicial: «[…] el Sr. Secretario del Juzgado informa que el ‘procesado no entendió nada de lo que se le leyó’ (el auto de proceder) por no conocer el idioma castellano»68. Idem Idem 68 Ibidem 66 67

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Este criterio de clasificación era tan antiguo que traspasaba la misma tradición judeocristiana: en la Grecia antigua eran considerados barbaroi quienes no hablaban griego; luego, con el cristianismo y su invención de la congregatio fidelium, los bárbaros fueron todos aquellos que no hacían parte de la religión de Cristo el crucificado y que no estaban vinculados a la civitas Dei (Pagden, 1988; Barona, 1993; Barona, 2004); con la reforma y la contrarreforma los cristianos y católicos que hablaban alguna lengua de la familia indoeuropea o que habían sido convertidos en el marco de otras lenguas reconocidas por el poder de las iglesias reformadas y la postridentina, no fueron bárbaros porque aceptaban la fe judeocristiana y porque esas otras lenguas se encontraban en sociedades y sistemas políticos muy próximos o cercanos a las organizaciones sociales, políticas, económicas y comerciales, de los cristianos. En cambio, en lo que fue llamado Hispanoamérica, las lenguas originarias fueron combatidas y con ellas sus hablantes, hasta el punto de provocar el olvido a quienes así decían y hablaban de cosas de sus mundos, en lenguas ininteligibles para los europeos y sus descendientes, cualquiera que éstos fueran. La máxima interpretativa fue, y tal parece que después de 1991 continua siendo, la siguiente: mientras más próximo se encuentre el individuo a una de las lenguas de las sociedades de la modernidad-moderna menos bárbaro y salvaje es; mientras más lejano se encuentre de esas lenguas menos civilizado es; ahora ya no se habla específicamente de lenguas sino de «usos y costumbres» que, por supuesto, involucran las lenguas. El Tribunal Superior de Antioquia, en una sentencia proferida el 15 de noviembre de 1912 manifestaba, en contrario de la doctrina precedente, que: «No es que el Tribunal crea, como el Sr. Fiscal de la primera instancia, que los indígenas no son responsables por los delitos que cometan; no… Cuando el artículo 320 de la ley 153 de 1887 otorga a los bárbaros el derecho de pedir rebaja de la pena que se les hubiere impuesto, parte del principio de que tales indígenas sí pueden ser condenados. Esto indica que no está en lo cierto el Sr. Fiscal cuando sostiene que a ellos no puede exigírseles responsabilidad criminal, por más verdadero que sea que la legislación general de la República no debe regir entre los salvajes que vayan reduciéndose a la vida civilizada por medio de las Misiones, conforme a lo dispuesto en […] la ley 89 de 1890"69. 69

Idem

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Haciendo uso del principio de hermenéutica legal, «el contexto de la ley servirá para ilustrar el sentido de cada una de sus partes, de manera que haya entre todas la debida correspondencia y armonía», el autor del documento, que estamos citando, emprendió en el mismo la titánica tarea de ilustrar al Ministerio Público la debida correspondencia y armonía entre las leyes que, en torno a los «pueblos indígenas», se habían aprobado desde 1821. Con este esfuerzo encontró lo que los muy honorables magistrados del Tribunal Superior no habían visto o no habían querido ver, o que simplemente ignoraban: que la Ley 89 de 1890, en su artículo 42, derogaba todas las leyes y disposiciones contrarias. ¡Solución jurídica para los eternos galimatías jurídicos en Colombia! Empero, no satisfecho con esta salida tan poco elegante, más todavía cuando se trataba de «corregir la plana» a un Tribunal Superior, y queriendo lucir sus dotes de jurista, invocó otro principio de hermenéutica jurídica: «para interpretar una expresión oscura de la ley, [hay que] recurrir a su intención o espíritu claramente manifestados en ella misma o en la historia fidedigna de su establecimiento»70. Con esta invocación al espíritu de la ley se acudió al establecimiento y consolidación de una hegemonía interpretativa que, dependiendo de la jerarquía de quien en su momento hacía la interpretación, se impuso como ley general. ¡Tal parece que estamos encontrando los fundamentos jurídicos, políticos e ideológicos, que hoy cobran fuerza y protagonismo con las jurisprudencias de la Corte Constitucional colombiana enfrentadas muchas veces a decretos y decisiones del ejecutivo, a leyes promulgadas por el legislativo, y a jurisprudencias de las otras altas Cortes! A los efectos de este ejercicio de poder unos los han llamado el «gobierno de los jueces» y otros, los más, «choque de trenes». Retornando al análisis jurídico, del Fiscal Rafael H. Duque, encontramos que después del largo recorrido que hace de leyes y decretos que sobre «indígenas» se promulgaron, desde que la República fue fundada por primera vez, pudo concluir su estudio dándole la razón a la Fiscalía en lo que se refiere a la interpretación general sobre qué leyes aplicar a estos seres humanos que no hacían parte de la Nación colombiana. La solución al interrogante inicial, expuesto en párrafos precedentes en este texto, la encontró con una fórmula muy simple, que ya estaba contemplada en las leyes: dividir a los «indígenas» en dos conjuntos: «Los indígenas salvajes, así como los que van entrando en la vida civilizada, no están sujetos a la ley penal, que forma parte del Derecho común de la legislación general de la República, en fuerza de lo dispuesto por las leyes 72 de 1892, artículo 2, y 89 de 1890 […]». El segundo conjunto fue integrado con los «indígenas 70

Idem

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civilizados». Al respecto dijo: «[…] sí están sujetos a la legislación general de la República o Derecho común, y por consiguiente a la ley penal que forma parte de aquella, menos en lo relativo a Resguardos, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 2 de la Ley de 1890». Al insistir sobre lo mismo, es decir, sobre lo que ya todos los operadores judiciales conocían, aseguró una aparente solidez en su análisis ya que, sin decirlo, la distinción se fundaba, para el primer conjunto, en la «naturaleza salvaje» del «indígena», y, para el segundo conjunto, en un principio de territorialidad, primero política y luego cultural, contenido en la metáfora resguardo; lo que no tuvo en cuenta o no le dio mucha importancia fue lo siguiente: que el criterio de territorialidad política se había fundado desde el siglo XVI en la Nueva Granada con la creación de los «pueblos de indios» y los resguardos; por lo tanto, que este principio territorial tenía como soporte un criterio segregacionista, fundado a su vez en la «racionalidad de los hombres naturales» encontrados, a los cuales la Corona debía proteger y «cuidar paternalmente» puesto que junto con las mujeres, los niños y los esclavos, los consideraban en minoría de edad, tal y como fue establecido por el Decreto 74 de 1898, art. 25, numeral 7; y noventa años después por el Decreto 2001 de 1988, articulo 18. La segunda parte del documento del Señor Fiscal 1º Superior, Doctor Rafael H. Duque, hace la misma pregunta para el caso de Feliciano Bailarín: «¿Estará o no […] sometido a la legislación penal de la República por el delito de que se lo acusa?»71 Para responder este interrogante recurrió al acervo probatorio, no sobre la comisión del delito sino sobre la «naturaleza salvaje» del acusado, que era un menor de edad de 15 años cuando dio muerte a Daniel Domicó. Para ello se sirvió de lo que se había tenido que hacer en el mismo proceso judicial: a) nombrar un intérprete para poder indagar al acusado; b) nombrar un curador «indígena» puesto que en la ciudad (¿Medellín?) no existían intérpretes oficiales «ni persona alguna particular de que se tenga noticia de que entienda el idioma indígena para que pueda desempeñar el cargo en el presente caso»; c) tomó como prueba de la «naturaleza» de Feliciano Bailarín la certificación del Secretario del Juzgado, quien dijo: «Hago constar que el procesado no entendió nada de lo que se le notificó»; d) también constituyó en prueba los exhortos librados para la captura del acusado: «es indígena y no tiene religión». Con estas cuatro pruebas de la barbarie y salvajismo de Bailarín concluyó su accionar de Fiscal con las siguientes palabras:

71

Idem

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«¿Cómo, pues, si ni siquiera conoce el idioma castellano y sólo ha hablado el nativo del indígena, puede estar civilizado? Si la lengua y la religión son quizá los principales factores para mantener la unidad nacional de un país, con mayor razón esos dos elementos son indispensables para civilizar a un bárbaro en armonía con la legislación y costumbres civilizadas del país a que pertenezca»72. Ante la consistencia de la argumentación del Señor Fiscal 1º Superior, Doctor Rafael H. Duque, el Tribunal Superior anuló el juicio contra Feliciano Bailarín, revocó la sentencia que le había llegado en consulta y puso en libertad a este «indígena», que contó con la suerte de tener a su favor la ideología de un Fiscal que estaba convencido de la existencia, de la realidad y condición de salvajes de los hombres y mujeres naturales, y por lo tanto de la injusticia que se cometería al juzgar y condenar a un individuo como el sindicado Feliciano Bailarín, que no sabía hablar castellano y que era ignorante en todo lo referente a la religión católica. Los argumentos esgrimidos por el Señor Fiscal y sus observaciones finales, ponen de presente, por lo menos en la concepción de mundo imperante en estos años, de la cual él era uno de los más fieles exponentes, que la pertenencia a la Nación colombiana no se obtenía por el hecho de haber nacido en el territorio geopolítico de la República de Colombia. Esta situación, inferida de la propia argumentación del Doctor Rafael H. Duque, afectó primordialmente a quienes eran integrantes de los «pueblos indígenas», ya fuera que vivieran en parcialidades y resguardos y mucho más todavía a quienes poblaban la extensas regiones selváticas del País en donde se encontraban las llamadas «tribus bárbaras». Para la mayoría de los colombianos y colombianas los ejes cardinales de pertenencia a la Nación, en estos años, estaban dados por la lengua y la religión católica. El lugar de nacimiento dentro del territorio geopolítico de la República, para quienes tenían como su lugar de origen y nacimiento las «parcialidades y resguardos» o las «tribus bárbaras», fue una función subordinada a las dos variables precedentes. Esta composición de la realidad jurídica y política, insuficientemente investigada hasta ahora, fue a su vez una situación derivada de procesos vividos a través de las dinámicas constituyentes de la larga duración del coloniaje, primero español y luego republicano. Mientras que al resto de la población colombiana agrupada en denominaciones tales como «blancos», «mestizos», «negros», «morenos», «paisas», «antioqueños», «vallunos», «caucanos», etcétera, no se la sometió a un régimen de 72

Ibidem

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misiones, así como tampoco a una legislación nacional especial, que limitara sus derechos políticos constitucionales o la «protegiera» de ciertas formas de intervención de otros sectores sociales, a los «indígenas», ya sea que fueran de cabildos, parcialidades, resguardos o «tribales», estos últimos por lo general considerados nómades, sí se los introdujo dentro del régimen de misiones, sí se los sometió a una legislación especial y excluyente, discriminatoria, como resultado de una herencia cultural de coloniaje en el resto de la sociedad, sí se les impusieron reglamentos coactivos en las misiones religiosas que, con fuerza de ley, por sí mismos sancionaban sus diferencias culturales con el resto de los llamados nacionales manifestadas en sus lenguas y por supuesto en sus creencias, no católicas, que necesariamente no comprometían el campo de lo religioso73. Empero, en las palabras del Fiscal de Medellín había algo más, no considerado y mucho menos explicitado: que los dos principios de hermenéutica jurídica, por él enunciados, con su pretensión de «universales jurídicos», no atendieron a la «disfuncionalidad de la lógica jurídica» del derecho colombiano, perteneciente por propia vocación a las tradiciones occidentales del derecho, por lo cual no tuvieron en la mira el acervo de las concepciones culturales y «religiosas» de quien fuera juzgado y de su adscripción y pertenencia a sus propias formas de organización sociocultural, a sus costumbres y a sus «métodos de control social», todo lo cual hacía parte de su historia grupal y personal (Roldán, 1983: 28 y 29). Desde este punto de vista, la ideología de nuestro Fiscal no difería en nada de la de los misioneros, de la del alto Gobierno, de la de los demás operadores judiciales que con algunas excepciones pensaban en derecho como él y mucho menos del gran conjunto de la sociedad que se consideraba, a sí misma, como la más fiel exponente de las tradiciones culturales, de los sistemas de valores, característicos de una sociedad plenamente civilizada. Prueba de ello fue el comentario de prensa que, con ocasión del asesinato del estudiante de derecho, de la Universidad Nacional de Colombia, señor Gonzalo Bravo Pérez, el 8 de junio de 1929, por parte de la guardia presidencial, el periodista dijo: En este punto debemos señalar que el otro grupo social regulado, «protegido» y limitado, a pesar de su enorme injerencia e importancia en la vida de los naciones, fue el de las mujeres. A ellas se les impusieron toda clase de limitaciones y restricciones, no sólo políticas, provenientes todas ellas de una moral hegemónica y religiosa que les exigía subordinación y obediencia a los hombres ya fueran éstos sus padres, sus esposos, sus hermanos mayores y los curas de cada parroquia y comunidad religiosa. En la situación real de la sociedad colombiana autoritaria y excluyente, fueron consideradas todas ellas, no importando sus jerarquías sociales, como «menores de edad» lo cual, de hecho y en la práctica, las aproximaba a la condición de «indígenas» 73

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«[…] Y funerales como en París. Pero Bogotá no enterraba al primer tribuno de la revolución francesa, ni al primer poeta del romanticismo, ni al primer mariscal de la gran guerra. Bogotá enterraba a un muchacho de veinte años que se iba dejando nada más que un libro abierto… […] Y fue puesto en la tierra de Bogotá, por las manos de la república, el cadáver del estudiante de Nariño, que es la más apartada de todas las tierras de Colombia, después de la selva amazónica. Aquel grandioso homenaje a la muerte, era también el homenaje a la vida, y justifica las palabras de José Vasconcelos: ‘Colombia es una tierra en donde la vida humana se respeta’» (Vallejo, 1989: 258 y 259). Las palabras dichas por el «reproductor fiel de la opinión pública nacional» encubrieron, no sabemos si por ignorancia o malicia, el horror que por estos años vivían las mujeres y los hombres pertenecientes a las «tribus bárbaras», en los territorios que alguna vez fueron llamados nacionales, y otros seres humanos más que proviniendo de los departamentos andinos como el Cauca, Nariño, Huila, Valle, Tolima, Cundinamarca, el viejo Caldas y Antioquia, por lo general, fueron víctimas de su propio «invento», de colonizar los territorios selváticos a través del empleo de dispositivos semantizados por las gramáticas del terror. Los «peruanos» con la Casa Arana y la Casa Israelí, asolaron los «territorios del caucho», del látex, por medio del incendio, la tortura en todas sus formas imaginables, por medio de la coacción física y moral, de la explotación económica, exactamente igual que esos humildes campesinos colombianos pobres quienes, junto con los dueños del poder político y económico en el País, actuaron con su libre albedrío y en la más absoluta impunidad. Fernando Franco y Hernando Valdés, al realizar un estudio socioeconómico de la minería del oro en Mocoa, descubrieron que esta actividad combinaba productivamente la agricultura y la minería de bajo valor agregado, sin permitir acumulación de capital. Por ello dijeron: «No es aventurado afirmar que, en alta proporción, estas familias provienen de otras de campesinos pobres, minifundistas, desarraigados, que no encontraron dentro de la estructura de la tenencia de la tierra 182

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de la zona andina una solución a sus expectativas vitales, y se vieron precisadas a buscar en estas áreas de colonización una perspectiva distinta, incluida la minería dentro de ella (…) Que entre los mineros de Mocoa, la intención de migrar fuera por la posesión de la tierra, se fundamenta en el hecho de que el 70% son propietarios o tenedores de fincas» (Gómez, 2006: 423). Como complemento del análisis anterior Augusto Gómez, refiriéndose al uso del poder político para obtener beneficios económicos y concentrar las tierras de la baja «Bota Caucana» y del Putumayo en pocas manos, dice: «Por la documentación consultada podemos argumentar, entonces, que entre los años de 1888 y 1944 [es decir, por 56 años] no sólo fueron adjudicados muchos de los yacimientos auríferos (antiguos y nuevos) en la llamada «Bota Caucana» y en el Putumayo, sino, además, que la adjudicación y usufructo de éstos se caracterizó en la época por la notable concentración de los mismos en manos de muy pocas personas e instituciones. Queda también la sensación que la injerencia política y administrativa, que por esos mismos años mantuvo el Gobierno de Popayán, sirvió para que se privilegiara a ciertas personas en lo que a adjudicaciones se refiere y, muchas de esas personas adjudicatarias, según parece, nunca visitaron las minas que les fueron adjudicadas» (Gómez, 2006: 419). La gramática de la expropiación y del apoderamiento de tierras, que para el Gobierno y la mayoría de los habitantes de las ciudades y campos colombianos eran «baldías», es tan clara y eficiente que se repite y se reproduce hasta hoy prácticamente sin consecuencias legales, políticas y penales, para sus autores materiales e intelectuales. Esta gramática se fundamenta en dos criterios de realidad innegables para la mayoría de los colombianos y analistas nacionales y extranjeros de la historia de este País. Estos dos criterios de realidad son: socioeconómico uno y cultural el otro. Las tierras agrícolas de la región andina primero (Cundinamarca y Boyacá, de Antioquia y el Quindío, del Valle, Cauca, Nariño, Huila y Tolima, de Santander, entre otras más) y luego, hoy, de las llanuras de la depresión momposina, de Bolívar, Magdalena y Córdoba, de Urabá, del oriente colombiano, de Putumayo y Caquetá, y nuevamente de los Llanos Orientales, fueron y todavía lo son expropiadas y apropiadas en pocas manos, relativamente, por parte de grupos de poder político, 183

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económico y judicial, expulsando a los campesinos por medio de artimañas legales (propiciadas estas expulsiones y «desplazamientos», por la ignorancia que éstos tienen de las leyes, por su analfabetismo funcional, por la extensa legislación de «baldíos», por compraventas fraudulentas y engañosas, por el control de aguas, por la inexistencia de títulos legales en unos casos y por su desconocimiento en otros a través de acciones estatales nugatorias, etcétera), en concurrencia con la «violencia política» y de clase. Logrado este primer escenario los campesinos desalojados emprenden nuevamente la aventura de «descubrir nuevas tierras y riquezas» para conquistar. Este proceso ha sido magnificado y cantado con loas al «espíritu emprendedor» de los campesinos y habitantes de ciertos departamentos y regiones de Colombia por medio de poemas, de narrativas y símbolos, como el del «hacha en el tronco del árbol partido», de descripciones y análisis de investigadores nacionales y extranjeros mostrando la fuerza y el coraje de unos hombres y por desgracia mujeres que no se arredran ante nada; ni ante la naturaleza desbordante de vida y vegetación, y mucho menos ante los «hombres y mujeres naturales», habitantes en las sombras del follaje de sus mundos, para los nacionales, abismales. En estos «nuevos» territorios «descubiertos» se reproducen las lecciones bien aprendidas, por supuesto, que sobre los «campesinos desplazados» algunas veces se dieron. Estos hombres y mujeres dieron y dan muy bien las lecciones de gramática y preceptiva de la «violencia». Cuentan para ello, a su favor, momentáneamente, con la complicidad de políticos, gobernantes, jueces y magistrados, con el interés de «denodados empresarios», con las mismas leyes de Colombia que, con su atafago de contradicciones producto de la «inflación» legislativa, legalizan todos estos hechos o los condenan para, con esta circunstancia, entregar estas tierras a las compañías petroleras, a las que explotan materias primas para el mercado mundial, a los «padres de la patria», a presidentes de Colombia, hoy expresidentes, a sus hijos e hijas, y herederos de todas las ventajas económicas, educativas y políticas. Con los «frentes de colonización» organizados por el Estado para entregar «baldíos» a veteranos de las guerras y a los penados en las colonias fundadas para corregir «desalmados», estas gramáticas hicieron parte de las políticas estatales Y, mientras tanto, el silencio cómplice del resto de los colombianos y colombianas, de sus autoridades de todo tipo, de los organismos encargados del control, de impedir la corrupción, de perseguir los delitos, y, por supuesto, de curitas y jerarcas de la Iglesia católica que con tenacidad y ansiosamente mantienen incólume su misión de «salvar almas para el cielo», de imponer y conservar una moral de doble estándar; y cuando son «descubiertos» o cuando ya no pueden negar sus ocultamientos, sus velamientos y mucha de su participación en estos hechos, piden «perdón», por boca de su más alta jerarquía, el Papa, ante sus

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cómplices tal vez porque sus víctimas sólo son sombras de lo que fueron o simplemente porque ya no están para escucharlos una vez más. Pero estas gramáticas, sintaxis y preceptivas de la «violencia», en todos los órdenes comprometidas, en las «nuevas tierras descubiertas y conquistadas» a sangre y fuego, o por medio de la «dulce tutela» de las misiones religiosas y de la prevaricación de más de uno de quienes tienen la alta misión de impartir justicia en el País, se fundan nuevamente en la teratologización de las diferencias culturales que ellos tienen con los «hombres y mujeres naturales», y no simplemente con la comprobación de la diversidad de lenguas y culturas. Milciades Chávez, en referencia a los métodos que se emplearon in situ para apropiarse de la tierra y de los seres humanos, manifiesta: «Toda esta colonización, desde su primera entrada, encontró al elemento indígena perfectamente adaptado al medio. En la Comisaría del Putumayo estaban asentados los grupos Ingano, Siona y Kofán. En el choque de estas dos culturas y al contacto de los dos tipos de economía, necesariamente tuvo que salir perdiendo el indígena: el colono, siguiendo un proceso lógico de la vida económica, explotó a aquel, lo engañó de mil formas y lo hizo trabajar para sí. Éste, para defenderse, no encontró otro camino que replegarse a las regiones donde el colono no había llegado, cediendo su posesión y buscando otras regiones de menor valor económico» (Gómez, 2006: 427). Y todo esto sucedió en medio de una impunidad total. No otra cosa podía esperarse en un País que, desde su refundación en 1886, había excluido, sobre la base del carácter unitario de la Nación y la República, a los seres humanos que por sus formas de vida, que por sus lenguas y costumbres extrañas para el resto de los nacionales, le recordaban los bestiarios medieval y neogranadino. La memoria hegemónica de la conquista y colonización española dejó una impronta en su larga duración, no sólo en Colombia sino en Hispanoamérica. Desde los años iniciales del siglo XVI surgió una disputa sobre la puerilidad de los «indígenas» recién conversos y la legitimidad de su juzgamiento. Para Juan de Zumárraga, primer arzobispo e inquisidor del Nuevo Mundo en México, entre 1528 y 1548, las tribulaciones a que llegó se refirieron al escándalo suscitado sobre la «naturaleza» de estos infieles. El problema no fue sólo de orden teológico y misionero. El problema consistió en que si aceptaba que su «naturaleza» era inocente, infantil, 185

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no podía condenarlos por herejes, idólatras, por brujos y hechiceros. En otras palabras, la definición de la naturaleza del «indígena» comprometía la posibilidad de imponer el a priori, para ellos, del pecado y del delito a estos seres. En estas circunstancias el primer inquisidor de Hispanoamérica, a pesar de sus tribulaciones, resolvió su dilema de juez y no expresó repugnancia alguna de condenar a estos «hombres y mujeres naturales» por su idolatría y supersticiones, siempre y cuando, como paso previo, fueran convertidos a la fe de Cristo el crucificado (Greenleaf, 1992: 24). En la concepción de mundo de este personaje la conversión de los habitantes encontrados en el Nuevo Mundo al catolicismo postridentino transformaba su naturaleza porque de inocentes, infantiles y pueriles, pasaban a ser hijos de Dios y por lo tanto nacidos, en este caso renacidos, con mancha de pecado original. En otras palabras, su inmersión a la fe de Cristo el crucificado era también su hundimiento en el pecado; lo uno conllevaba a lo otro. Mientras esto no sucediera no podían ser juzgados por el Santo Tribunal de la Inquisición, como sí lo eran el resto de los habitantes del Nuevo Mundo inventado, que no eran más que galeotes de una fe que en su humanismo hacía del Hombre un pecador, un delincuente, un transgresor, y por todas estas razones siempre dichas en mil y una formas diferentes a la vez, le imponía un destino final: la salvación o su condena. Casi cuatrocientos años después en Colombia esta memoria hegemónica todavía estaba allí presente, agazapada, en el trasfondo del Concordato de 1887 y del Convenio de misiones de 1903. De esta manera los integrantes de las «tribus bárbaras» y junto a ellos los «indígenas», que ya estaban vinculados a la civilidad de la República, fueron situados por fuera de la legislación nacional, que sí comprometía al resto de los nacionales; fueron dejados en manos de los misioneros para, con su acción evangélica y pastoral, convertirlos a la fe que hacía y todavía lo predica, de cada hombre y mujer un transgresor, un pecador, un delincuente, cuya inocencia es sólo presunción en el teatro del poder que es cada juzgado. Dentro de este juego de correspondencias del derecho penal y aun civil con una moral hegemónica de carácter religioso se afirmó que los «hombres y mujeres tribales», que los «indígenas» en general eran «menores de edad», «infantiles», «pueriles», «inocentes», a la vez que «groseros», «toscos», «burdos», «salvajes», «semisalvajes», «antropófagos o caníbales»; que eran «ladinos», «maliciosos y perezosos»; «que quien caminaba con ellos andaba solo». Todo esto se dijo y sobre el terreno de este decir se impuso la propedéutica del coloniaje, los reglamentos de misiones, y se facultó a los «siervos de Dios» para juzgar a estos seres disminuidos, situados en una especie de «limbo» de la legislación nacional. La estructura profunda de este discurso ideológico, político y aun jurídico decía: si quieres ser juzgado como los demás, como un nacional, debes primero ser católico; 186

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debes internalizar en tú consciencia la perfidia de tu estirpe, la culpa que arrastra tu simiente; debes mirar con horror tus lugares de proveniencia, tus costumbres, tus lenguas y vestidos, tus creencias; y una vez hecho esto debes aceptar con humildad la palabra de Dios y el designio de su providencia, para poder hacer parte de la Nación católica y hablar en la lengua de los que una vez, para salvarte, fueron tus verdugos. Dicho todo esto se llegó al problema de fondo para el Estado y los jueces penales de la República colombiana. ¿Eran imputables o inimputables los hombres y mujeres de las «tribus bárbaras», los «indígenas»? Su carencia de «civilización», ¿era razón suficiente para, como en el caso de Feliciano Bailarín, no condenarlos a penas por delitos cometidos y sancionados en el código penal? Estos interrogantes llevan quinientos quince años de duración desde que alguien, un juez trasnochado por sus conflictos morales, un inquisidor horrorizado por la infamia de su oficio o un cura aterrado por su siembra de miseria, por la siega de las muertes provocadas por su celo pastoral, los formulara una vez pisado el suelo del que una vez fue llamado el Nuevo Mundo. No gratuitamente los magistrados de la Corte Constitucional examinaron cautelosamente un fragmento de la historia jurídica de la República refundada, con la Constitución del 86. El Magistrado ponente, Carlos Gaviria Díaz, junto con José Gregorio Hernández Galindo y Hernando Herrera Vergara, integrantes también de la Sala cuarta constitucional, reconocieron y sintetizaron en la Sentencia T-496 de 1996 la malhadada historia de la inimputabilidad del «indígena» sin referirse a fondo, claro está, al sustrato ideológico y político desde el cual se la había configurado, sin interrupción, por cientos de años. Libardo Guainas Finscue había interpuesto acción de tutela contra el Juzgado Tercero Penal del Circuito de La Plata, Huila, porque consideraba que éste había vulnerado su «derecho a la protección de la diversidad étnica y cultural, al reconocimiento de su lengua a la igualdad, a la libertad de conciencia, a la libertad de cultos y al derecho que tienen los pueblos indígenas a ejercer funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial, consagrados en los artículos 7, 10, 13, 18, 19 y 246 de la Constitución Política». Intentaba, «a través de este mecanismo judicial poder volver a su comunidad (actualmente se encuentra en la Cárcel del Distrito Judicial de Neiva) y ser juzgado por las normas tradicionales de la etnia Páez». Los hechos juzgados habían sucedido tres años antes de que los tres Magistrados de la Sala cuarta los sometieran a su análisis y posterior decisión: 187

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«El 7 de noviembre de 1993, en la vereda de Bajo Cañada, Huila, el actor asesinó a Gregorio Pumba Gutiérrez, quien era su compañero de trabajo. Cinco días después (el 12 de noviembre de 1993), fue capturado y puesto a disposición de la Fiscalía Seccional 19 de La Plata, Huila, donde se escuchó su versión de los hechos y se le nombró defensor de oficio. El 15 de mayo de 1994, la Fiscalía dictó en su contra resolución de acusación. Posteriormente, y dentro de la etapa probatoria del juicio, que correspondió al Juzgado Tercero Penal del Circuito de La Plata, Huila, fue solicitada una valoración psicológica del Sr. Guainas Finscue, a fin de establecer «una posible INIMPUTABILIDAD por inmadurez psicológica, debido a la calidad de indígena desadaptado al medio social en que se desenvuelve». Igualmente, se aconsejó un estudio antropológico. La Antropóloga Forense, por su parte, en concepto del 24 de enero de 1995, recomendó devolver al actor a su entorno cultural, para que fuera juzgado por las normas tradicionales de la etnia páez. En su opinión, el sindicado es fiel a sus tradiciones y costumbres y su ancestro cultural incide notablemente en su comportamiento. El Psiquiatra Forense, por el contrario, consideró que Libardo Guainas Finscue, a pesar de ser un indígena apegado a su cultura, ha tenido suficiente contacto con la civilización y está en plena capacidad para comprender la ilicitud de su acto y las consecuencias derivadas de él. Basa su concepto en el trabajo que ha realizado el actor por varios años, fuera de su comunidad, en «fincas de personas no indígenas». Por medio de providencia del 26 de abril de 1995, el Juzgado Tercero Penal del Circuito de la Plata, Huila, condenó al actor a la pena principal de 20 años y 10 meses de prisión, por el delito de homicidio. En la parte motiva de la providencia, y frente a la pretensión del actor de ser regresado a su entorno cultural, el juzgado de conocimiento consideró que no podía ser beneficiario de la medida contenida en el articulo 96 del Código Penal, que establece que, «cuando se trate de indígenas inimputables por inmadurez psicológica la medida consistirá en la reintegración de su medio ambiente natural». En su opinión, y recogiendo el concepto del psiquiatra forense, el procesado no puede 188

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ser considerado como inimputable, pues al momento de cometer el delito no padecía de trastorno mental o inmadurez psicológica que le impidiera conocer de la ilicitud de su conducta. Al respecto señalo: «(...). Se reconoce la inimputabilidad al nativo en la medida en que su alejamiento de los llamados centros de civilización colombianos le impiden compenetrarse de los fundamentos axiológicos imperantes en ellos situación que repitámoslo nuevamente, no es la que se adecua al evento sub-examine». Frente a esta decisión, el defensor del actor interpuso recurso de apelación solicitando su revocatoria parcial, pues consideró que su apoderado era «a todas luces inimputable» y debía ser regresado a su medio ambiente natural. Señaló, para el efecto, el concepto de la antropóloga forense, al que, según su opinión, se le restó importancia dentro del estudio de las pruebas. El 5 de julio de 1995, la Sala Penal del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Neiva, rechazó las pretensiones del peticionario y confirmó la sentencia condenatoria. Señaló que por el solo hecho de ser indígena no se está en incapacidad de comprender la ilicitud de la conducta y que por lo tanto, en cada caso, debe analizarse si existió o no inmadurez psicológica al momento de cometer el hecho punible. El actor decidió interponer acción de tutela, reiterando la solicitud de reconocimiento de su raza indígena para poder ser juzgado conforme a las leyes de su comunidad». Estos hechos y este proceso judicial, que con anterioridad a la Constitución de 1991 no hubieran provocado la atención e intervención de tan altos jueces de la República, más allá de otras consideraciones revelan en cuestión, a la luz de las consideraciones hechas hasta el momento en este texto, contenidos de la estructura profunda de los discursos ideológicos y políticos, así como académicos y disciplinarios, con los cuales los peritos nombrados sustentaron sus argumentos «científicos», con los que el abogado defensor intentó impedir que a su defendido lo mantuvieran en la cárcel y con los que el Juez tomó su decisión. Al tenor de lo expresado hay que decir que ante la imposibilidad del defensor de negar la responsabilidad directa del acusado, en el asesinato de Gregorio Pumba 189

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Gutiérrez, optó por solicitar pruebas periciales que demostraran lo que este profesional del derecho ya sabía, en tanto este conocimiento provenía (y parecer ser que todavía proviene) de su formación universitaria de abogado: que por el simple hecho de ser una persona «indígena» es muy probable que sea un «desadaptado», atendiendo a su «inmadurez psicológica» relacionada con sus dificultades para desenvolverse en el medio social en que se inscribe; ante la ley, según el abogado, esta realidad lo hace inimputable. Aunque en la Sentencia de tutela no se incorpora el documento pericial de la antropóloga forense fácil es interpretar que, antes de dar su concepto a los operadores judiciales había tenido entrevistas con el Sr. Guainas Finscue; en este contexto, la forma como aparecen enunciados los resultados de sus indagaciones, si la Corte no tergiversó su informe, es bien diciente: «recomendó devolver al actor a su entorno cultural, para que fuera juzgado por las normas tradicionales de la etnia páez. En su opinión, el sindicado es fiel a sus tradiciones y costumbres y su ancestro cultural incide notablemente en su comportamiento». ¿Qué se quiere decir con la expresión «y su ancestro cultural incide notablemente en su comportamiento»? ¿Qué papel, en la construcción de sentidos y en la interpretación de los hechos juzgados y del sujeto procesado, tiene la valoración sobre la notabilidad de su ancestro cultural en el comportamiento de este individuo? ¿Qué se quiso decir, además de la fórmula ritual de «tradiciones y costumbres», con la expresión es fiel a…? En el entrevero de la mirada de la antropóloga forense, según lo deja ver el extracto que la Sala cuarta de la Corte Constitucional hizo de sus palabras, se percibe, se descubre un prejuicio; éste se refiere ya no a Libardo Guainas Finscue sino a la cultura de la «etnia páez». La recomendación que la citada antropóloga hizo de «devolver al actor a su entorno cultural, para que fuera juzgado por las normas tradicionales» y su eslabonamiento ideológico con un principio de fidelidad a algo, en este caso a sus costumbres y ancestro cultural, hace evidente hoy lo que en esta oportunidad se quiso decir: que en la «etnia páez» es una costumbre ancestral el que uno de sus integrantes asesine a otros como él o diferentes a él; que a esta costumbre el «actor» guardó fidelidad puesto que careció de la fuerza, proveniente de la moral de otra cultura o de su propia cultura, con la cual permanentemente se interactuaba, para no matar a Gregorio Pumba Gutiérrez, su compañero de trabajo. Esta carencia fue notable en su comportamiento. Por esta razón consideró la perita antropóloga que Libardo Guainas Finscue debía ser juzgado por sus autoridades tradicionales. El psiquiatra consultado operó de acuerdo con los mandatos de su profesión. Para este médico de la racionalidad y la locura, de la neurosis, la esquizofrenia y 190

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paranoia, de lo normal y lo patológico, Libardo Guainas Finscue era responsable del acto cometido ya que, «a pesar de ser un indígena apegado a su cultura, ha tenido suficiente contacto con la civilización y está en plena capacidad para comprender la ilicitud de su acto y las consecuencias derivadas de él. Basa su concepto en el trabajo que ha realizado el actor por varios años, fuera de su comunidad, en ‘fincas de personas no indígenas’». Lo interesante de este caso es la unanimidad a que llegaron el abogado defensor, la antropóloga forense y el psiquiatra, también forense. Para los tres profesionales involucrados, en la «cultura páez» estaba la raíz del comportamiento del Sr. Guainas Finscue. También para los tres, en la moral de la cultura del resto de la sociedad nacional, marcadamente judeocristiana, este acto era inaceptable y violatorio de todo principio de «civilización» y convivencia humana. Por esta razón, el sindicado, a través del contacto con la «civilización» estaba en «capacidad para comprender la ilicitud de su acto y las consecuencias derivadas de él». Este argumento fue esgrimido por el certificador médico de la normalidad o patología de una persona, cualquiera que ésta fuere. En este punto el psiquiatra se separó de la opinión autorizada de sus dos colegas profesionales, que intervenían en este teatro del poder judicial. Hay que decir, en honor a la verdad, que del texto de la peritación psiquiátrica, expresamente citada por la Corte, se desprende que este profesional también consideraba, en la estructura profunda de su discurso, que en la «cultura páez» asesinar seres humanos era algo integrante de ella. Por esta creencia y convicción dijo que «a pesar de ser un indígena apegado a su cultura», por la interacción permanente con la «civilización», estaba obligado a comprender, y por supuesto a aceptar, la ilicitud de su acto y las consecuencias que de éste se desprendieron para él. Empero, ¿de dónde provenían todas estas convicciones y creencias, todos estos prejuicios concurrentes en un acto, en una escena, del teatro del poder judicial? Para no incurrir en falsas imputaciones, para no extralimitarnos en excesos, en sobre interpretaciones, escuchemos las voces autorizadas de quienes en alguna época, incluido el hoy y el ahora, tienen por oficio juzgar los actos, las actuaciones de los seres humanos. El 14 de mayo de 1960, hoy hace 47 años, el Doctor José María Velasco Guerrero, Magistrado ponente de la Sala de Casación Penal, de la Corte Suprema de Justicia, en sus consideraciones, que también eran de la Corte, seria y solemnemente dijo: «Reputados tratadistas colombianos comparten igualmente este criterio y afirman que los artículos 4 y 432 del Código Penal vigente son 191

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suficientemente claros, terminantes, y anulan la anterior doctrina sobre la aplicación especial de las leyes de 1890 y 1892, amén de que existen otras razones de índole antropológica y social que impiden la prosecución de las prácticas de los Misioneros, cuyo criterio de paternalismo se opone al rendimiento de la personalidad en los campos del trabajo material y de la llamada «cultura espiritual», puesto que si con el régimen de excepción se pretende respetar la costumbre de los aborígenes, debe darse autoridad al jefe de la tribu para castigar. […] ‘Tampoco existe la posibilidad de que el indígena ostente el sentido del bien y del mal. Su concepto sobre el particular es grosero y se confunde con lo agradable o perjudicial. Su conocimiento del ideal y de lo moral, estimulados por la recompensa o por el temor del castigo, no forman parte de su conducta’ (H. Wermer, Sicología evolutiva). Existencialmente, su tiempo no coincide con el mundo civilizado del cual es cronológicamente contemporáneo. Coexiste con él en tiempos diferentes, a la manera como, paradójicamente, pudieran coincidir dos esferas en periferia y volumen, pero con centro diferente… […] El Código Penal vigente, no tiene categorías jurídicas ni mentales para confrontar la situación de los salvajes. Las tiene sí para las gentes civilizadas normales. Y para los anormales y para los menores que delinquen, a quienes se consideró originariamente como peligrosos por el hecho de ser menores delincuentes. No obstante, esta situación fue corregida posteriormente por la ley 83 de 1946 y concordantes sobre la materia. […] La Sala insiste en que los aborígenes, por el hecho de serlo, no son deficientes ni retrasados mentales, pero tampoco menores de edad sin embargo de la asimilación a estos últimos, por la ficción establecida por el artículo 40 de la Ley 89 de 1890. Ocurre simplemente que la doctrina de los autores concuerda en dicha asimilación, porque, sicológicamente los psicópatas, los retrasados mentales y los menores de edad, ostentan características que les son comunes aparentemente. Los tres poseen, efectivamente, una personalidad peculiar cuyo acento dominante es la evidencia de un «yo» indiferenciado, lábil, carente de notas esenciales, falto de concentración, periférico, no contrapuesto al mundo circundante, con el cual se confunde… 192

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[…] Algunas legislaciones penales latinoamericanas que doctrinariamente se inspiran en los principios que fundamentaron nuestra reforma de 1936, para salvar los escollos creados en su territorio por la existencia de pueblos aborígenes, dictaron normas específicas y adecuadas a la idiosincrasia del hombre primitivo. Este es el caso de Venezuela. En el ante-proyecto del Código de 1967 (sic), artículo 16, se dijo: ‘El Tribunal podrá declarar inimputable al indígena que cometa un hecho calificado de punible, teniendo en cuenta su incapacidad de comprender la ilicitud de su acto o de obrar conforme a las normas de derecho’. No existe en nuestra legislación norma similar a la transcrita, y no es posible, en el caso del indígena, considerarlo imputable, por la comisión de hechos que se catalogan punibles, por interpretación extensiva de las normas generales, de cuyo imperio fueron extraídos expresamente. No es que el indígena se considere o pueda ser considerado como un deficiente mental en el sentido patológico de la expresión. El indígena no es un frenasténico, ni un imbécil, ni un perturbado mental, aquejado de morbosidad, sino la persona a quien el grado incipiente de cultura social le impide comprender, en el momento de la ejecución del hecho, la ilicitud de sus acciones, y arreglarlas conforme a los valores exigentes que gobiernan la vida de los pueblos civilizados». […] […] Finalmente, la Sala comparte el criterio de quienes sostienen que la justicia es un ‘servicio público’ de cargo de la Nación […], a partir de cual no puede existir en Colombia ningún régimen de juzgamiento fuera del que corresponde a las autoridades de la República. Por consiguiente, fueron abolidas las jurisdicciones particulares: la de los Misioneros a que se contrae el artículo 2 de la Ley 72 de 1892. Célimo Miquirucama fue definido por los forenses como ‘semisalvaje analfabeto, con lenguaje limitadísimo para entender preguntas y dar respuestas’. Siendo ello así, el concepto de los médicos legistas indica, con precisión incuestionable, que fue catalogado en la segunda de las tres categorías de indígenas reconocidas por nuestra legislación — 193

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semisalvaje— cuyos actos quedaron excluidos de la legislación ordinaria de la República. No obstante, el juez de conocimiento, primero, y luego el Tribunal Superior de Villavicencio, sometieron su conducta a las normas y procedimientos contemplados por el artículo 29 del C.P., a las medidas de seguridad de que trata el Libro 12, Título 2, Capítulo 2, del mismo Estatuto y le condenaron a 48 meses de reclusión en colonias agrícolas, con el criterio de que la pericia médica […] señala a Miquirucama como débil mental, víctima, en consecuencia, de grave anomalía síquica, habiendo incurrido por este modo en error de hecho manifiesto en la apreciación de dicha prueba, pues uno es definirlo, como dice la pericia médico-legal, ‘semisalvaje analfabeto con lenguaje limitadísimo para entender preguntas y dar respuestas’, y otro, catalogarlo como lo hace el Tribunal ad quem, débil mental, aquejado de grave anomalía síquica» (Roldán, 1983: 279 y 281). Como éste muchos otros casos más en que peritos forenses y citas de autores, de científicos prestigiosos y autorizados, en consideración de quienes los citan, dan sus argumentos probatorios con plena indefensión de los acusados. Tres posibilidades para decidir sobre la inimputabilidad o imputabilidad de un acusado «indígena», por lo general, siempre se trataron: a) o era inimputable por no saber castellano y sí otra lengua tan «primitiva» como el hablante, por imbécil, frenasténico, menor de edad, deficiente mental, por esquizofrénico o psicópata, por lábil, por tener un «yo» indiferenciado, carente de notas esenciales, falto de concentración o periférico, por salvaje, semisalvaje o por anomalía psíquica o, b), no se le podía imputar el hecho por error de apreciación de la prueba por parte de los diferentes operadores judiciales que intervenían en los juzgamientos a «indígenas»; la tercera posibilidad, c), estaba regulada por la interacción de cada uno de los acusados con la cultura y «civilización» de la República; en estas circunstancias, si los atenuantes no eran consistentes, a pesar de ser reconocido «indígena», podía ser condenado. Este es precisamente el caso que Carlos Gaviria Díaz, Magistrado ponente de la Sala cuatro de la Corte Constitucional, muchos años después examinaría con sus otros colegas para decidir si el «fuero indígena» tenía lugar en el caso de Libardo Guainas Finscue o si por el contrario éste debía ser juzgado por un juez ordinario. La pregunta es simple: ¿por qué para hablar sobre los «indígenas» en los estrados judiciales, por qué para decir algo de algo referido a ellos, tuvieron y tienen que traer a la memoria las representaciones de psicópatas, de retrasados mentales, de menores de edad, de frenasténicos, de imbéciles, de deficientes mentales y todas 194

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esas otras representaciones teratológicas del mal, de la enfermedad, de lo anormal, del salvajismo, de la barbarie y no sabemos qué otras formas e imágenes más de lo despreciable e inaceptable, que se emplearon y tal parece todavía se usan? Las palabras consignadas en la Sentencia T-496 de 1996 no dan lugar a dudas. Los Magistrados de la Sala cuarta Constitucional tuvieron que aceptar y no negar, que la justicia en Colombia había hecho amplio uso de todas estas formas y representaciones teratológicas referenciadas, ancladas, eslabonadas, a la ontología del ser que, se supone, alguna vez fue un libre habitante de sus mundos originales y «primitivos», en el territorio actual de la República y del Estado social y democrático de derecho que hoy, se dice, es Colombia: «Tradicionalmente, el indígena era considerado como un menor de edad, un salvaje que por su clara posición de inferioridad ante el hombre blanco debía ser civilizado y sometido a una tutela paternalista. Dentro de esta perspectiva fueron promulgadas normas como la Ley 11 de 1821 que lo exoneraba de los costos que suponía un proceso, asimilándolo «a los demás ciudadanos considerados en la clase de miserables»; o la Ley 153 de 1887 que establecía, entre otras disposiciones, que los «barbaros» que hubieran sido condenados a pena corporal y durante el cumplimiento de esta fueran catequizados y bautizados, podrían pedir rebaja de pena. La ley 89 de 1890, reafirmó la idea de minusvalía de estos pueblos, pero abrió la posibilidad de una legislación especial para los indígenas «que fueran reduciéndose a la vida civilizada». Para ello creó un fuero legislativo especial, cuya titularidad correspondía al gobierno y a la autoridad eclesiástica. Por lo tanto, se entendía que las leyes de la república no serían aplicadas a los indígenas, si no que estas comunidades debían quedar sujetas al régimen de misiones y a los convenios que celebraran el gobierno y la autoridad eclesiástica. Además se otorgó competencia a los cabildos indígenas para sancionar con penas correccionales, las faltas que cometieran sus miembros contra la moral. Posteriormente fue expedida la ley 72 de 1892, que delegó a los misioneros facultades extraordinarias para ejercer autoridad civil, penal o judicial frente a los indígenas que fueran abandonando el estado «salvaje». 195

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Ahora bien, frente a estas dos últimas leyes surgió un conflicto de interpretación, pues como las únicas conductas que podían juzgar las autoridades indígenas (cabildos), eran los actos contra la moral (art. 5 de la Ley 89 de 1890), se entendía que los indígenas responderían por los delitos comunes ante los jueces ordinarios. Sin embargo, de acuerdo con el art. 1 de la Ley 89 de 1890 y art. 2 de la Ley 72 de 1892, en estos casos las conductas no debían ser analizadas a la luz de las leyes penales, pues estas no podían ser aplicadas a los indígenas, sino a través de los regímenes de misiones y convenios del Gobierno con la autoridad eclesiástica. Otro conflicto surgió con la expedición del anterior Código Penal (Ley 95 de 1936), que establecía la aplicación de la ley penal a todos los habitantes del territorio nacional, y dentro de ellos, obviamente se entendían incluidos los indígenas. Las inconsistencias señaladas, llevaron a la Corte Suprema de Justicia a emitir decisiones encontradas. Por ejemplo, en julio de 1948, admitió la competencia de los misioneros para juzgar a los indígenas, argumentando que tanto la ley 89 como la ley 72 se encontraban vigentes; y en fallo de mayo de 1970, señaló que no existía autoridad para juzgarlos y que no cabria la aplicación de la ley penal, ni la de ninguna otra norma. Ahora bien: en los proyectos previos al Código de 1980, era evidente la preocupación del legislador por regular la conducta de quien siendo indígena, cometiera un hecho delictuoso, debido a su particular cosmovisión. Sin embargo, la solución se inclinaba a declarar al indígena como inimputable. Por ejemplo, el anteproyecto de 1974 sostenía la inimputabilidad del indígena, en una norma penal especial, independiente de las categorías de trastorno mental e inmadurez sicológica, pero limitando esta calificación del sujeto a las circunstancias particulares del caso. El proyecto de 1976, en cambio, estableció una presunción general, en el sentido de que todos los indígenas no integrados a la colectividad debían ser considerados como inimputables. Aunque en el texto del actual Código Penal no se establecieron precisiones casuísticas sobre los sujetos que debían ser considerados como inimputables, en el articulo 96 se hizo una única referencia concreta a los indígenas: ... «Cuando se tratare de indígena inimputable por inmadurez sicológica, la medida consistirá en la reintegración a su medio ambiente natural». 196

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La diferencia valorativa como directriz interpretativa en los procesos penales contra indígenas. Dada la vigencia del articulo 96 del Código Penal, y su particular aplicación en los asuntos de los que conoce la jurisdicción penal en relación con miembros de las comunidades indígenas, la Corte considera conveniente hacer algunas precisiones. En primer lugar, debe señalarse que la redacción de la norma es desafortunada pues trata al indígena como un incapaz relativo, por no ser participe de los pretendidos «valores absolutos» de la cultura occidental. No debe olvidarse que el concepto tradicional de inimputable dentro de la dogmatica penal, señala a un individuo carente de capacidad o aptitud para comprender la ilicitud de un acto, o de comprenderlo, para poder determinarse de acuerdo con esa comprensión. Según este criterio, acogido por el código penal, la inimputabilidad del sujeto está dada por la disminución de sus capacidades intelecto-valorativas o volitivas ya sea por inmadurez mental o alteración sicosomática al momento de la ejecución del hecho. Así lo entendió esta Corporacion, que en sentencia C- 176/93 sostuvo: (...) «Aquellas personas que el derecho penal ha denominado «inimputables», en efecto, se encuentran en inferioridad de condiciones síquicas para poder autodeterminarse y gozar a plenitud de la calidad de dignidad. Ello sin embargo no implica que tales personas carezcan de ella. Los inimputables poseen ciertamente dignidad, pero sus especiales condiciones síquicas requieren precisamente que el Estado y la sociedad los rodee de ciertas condiciones para que se rehabiliten y puedan así equilibrarse con los demás». De acuerdo con estas precisiones, es claro que abordar el juzgamiento de un indígena desde la perspectiva de la inimputabilidad no solo es inadecuado, si no que es incompatible con la filosofía de la Carta Política de 1991, que reconoce la existencia de rasgos diferenciales y particulares de las personas, no de manera despectiva o discriminatoria, si no dentro del marco de una sociedad multiétnica y multicultural, donde el reconocimiento de las diferencias contribuye al desarrollo de 197

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los principios de dignidad humana, pluralismo y protección de las minorías. Tampoco seria admisible pretender equiparar al indígena con los demás miembros de la sociedad, como podría derivarse de la actitud paternalista que el Estado esta obligado a brindar a los inimputables, pues en una nación que reconoce constitucionalmente la diversidad cultural, ninguna visión del mundo puede primar sobre otra y menos tratar de imponerse. Los miembros de comunidades indígenas, como sujetos éticos, son y se ven como distintos y esa diferencia genera modos de reflexionar diversos que no pueden ser equiparados con una inferioridad síquica o, en otros términos, con inmadurez sicológica o trastorno mental, factores que utiliza el Código Penal para caracterizar a los inimputables. De acogerse una interpretación en tal sentido, se desconocería la capacidad de autodeterminación de los pueblos indígenas conforme a sus valores, además de enfatizarse una cierta connotación peyorativa: «retraso mental cultural». Ahora bien, el término con que empieza el articulo 96 del Código Penal también es desafortunado, pues las medidas de seguridad persiguen fines de «curación, tutela y rehabilitación», que dentro de un régimen penal de pretendida validez universal, buscan «sanar a la persona, restablecer su juicio y lograr su readaptación al medio social». Decir que se aplicará una medida de seguridad al indígena que en razón de su diferencia cultural no comprende el carácter perjudicial de su conducta, es desconocer que el indígena es un ser normal que no está afectado por ninguna insuficiencia síquica, que requiera ser «curada o rehabilitada». En ningún momento le es dable al Estado interferir en los parámetros culturales del individuo señalando, desde su punto de vista, las pautas que se debe seguir para «corregirlo». Este tipo de interferencia restaría eficacia al reconocimiento constitucional del pluralismo como pilar axiológico de nuestro Estado Social de Derecho, además de pretender desarrollar un concepto de sujeto referido a características que se creen «naturales» en el grupo que las predica. No quiere decir lo anterior, que el indígena que es juzgado a la luz del derecho penal, deba ser tratado siempre como alguien que conocía y comprendía la ilicitud de un acto. Por el contrario, de lo que se trata, es de cambiar la perspectiva del análisis, ya no fundada en un concepto 198

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de inmadurez sicológica, sino en la diferencia de racionalidad y cosmovisión que tienen los pueblos indígenas. El juez, en cada caso, debe hacer un estudio sobre la situación particular del indígena, observando su nivel de conciencia étnica y el grado de influencia de los valores occidentales hegemónicos, para tratar de establecer si conforme a sus parámetros culturales, sabia que estaba cometiendo un acto ilícito. De determinarse la falta de comprensión del contenido y alcance social de su conducta, el juez deberá concluir que ésta es producto de una DIFERENCIA valorativa y no de una INFERIORIDAD en las capacidades intelecto-volitivas; en consecuencia ordenará devolver al indígena a su comunidad para que sea juzgado por sus propias autoridades». Como claramente se puede apreciar, en el texto precedente de la Sentencia T-496 de 1996, los Magistrados de esta Sala hicieron una crítica en derecho a lo que hasta ese año se había hecho, frente al «indígena», desde que Colombia es República, por parte de las leyes y los operadores judiciales. También es evidente que estos Magistrados, tal vez porque no es su oficio, no se refirieron a los fundamentos ideológicos, políticos, morales y religiosos, no hicieron una genealogía de estas configuraciones, que impusieron despóticamente todo el conjunto de las formas teratológicas sobre las diferencias culturales inmersas hasta hoy, como se pueden escuchar en los discursos de los gobernantes nacionales e internacionales y de quienes administran la justicia en Colombia o en cualquier otro país de tradición judeocristiana, en los códigos penales o en los tribunales internacionales, sobre los «pueblos indígenas» del planeta que habitamos. Sobre todo esto se guardó silencio y todavía se guarda, por parte de quienes se desempeñan como operadores judiciales. La solución a la inimputabilidad o imputabilidad del «indígena» que, la Sentencia T-496 de 1996, ofreció es la siguiente: «Valoración de los jueces penales frente a las pruebas presentadas en el proceso contra el actor. Análisis de las posibles vías de hecho. El actor argumenta que dentro del proceso penal adelantado en su contra, se restó importancia a la prueba practicada por el antropólogo forense, quien recomienda devolverlo a su entorno cultural, para ser juzgado por las autoridades y normas tradicionales de etnia páez. Así mismo, en el escrito de apelación el apoderado del demandante señala 199

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que el actor es a todas luces inimputable y debe ser regresado a su entorno natural, como lo recomienda el citado perito. Por lo tanto, corresponde a esta Corte determinar si en las valoraciones que hicieron el Juzgado Tercero Penal del Circuito de la Plata y el Tribunal Superior de Neiva, se incurrió en vías de hecho. En primer lugar, es conveniente señalar que la pretensión del demandante está encaminada a que se le declare inimputable, y así ser beneficiario de la medida de seguridad contenida en el articulo 96 del Código Penal. De acuerdo con las pruebas aportadas al expediente, es claro que el actor no es un menor de edad, ni sufre de trastorno mental, como bien lo señalan los jueces citados. Ahora bien: respecto a la calidad de indígena como factor de inimputabilidad, esta Corte ya expresó que tal designación es incompatible con el espíritu pluralista que informa la Constitución de 1991 y, por lo tanto, siguiendo el parámetro interpretativo señalado en esta providencia, el análisis se hará a la luz de las posibles diferencias valorativas que impidieran al sujeto comprender la ilicitud de su acto y las consecuencias que de él pudieran derivarse. De acuerdo con el criterio del Juez Tercero Penal del Circuito, en la sentencia que condenó al actor a 20 años de prisión por el delito de homicidio, el demandante entendía el «disvalor de matar», como se concluye de todos los elementos probatorios. Esta Corte comparte el criterio del juez penal, en primer lugar porque para la comunidad páez, el homicidio es uno de los comportamientos considerados de mayor gravedad y de los más duramente castigados. En efecto, el antropólogo Carlos Cesar Perafán en el estudio realizado sobre los sistemas jurídicos de algunos pueblos indígenas, señala que en la comunidad páez se tipifican varias clases de homicidios, a saber: «El simple, que incluye los casos de riña, el preterintencional y el no agravado. Aquí se deduce una responsabilidad objetiva «la victima está muerta», que acarrea penas de juetiada, trabajo forzado de 2 años e indemnización. El culposo, «Vih’che uh’uhunas iks’payu’we’men»- el que en una cacería disparó a un animal y le pegó a una persona-. Estos casos se consideran

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«fracasos» que no eximen de responsabilidad por falta de previsión y se castigan con juetiada, trabajo forzado (1 o 2 años) e indemnización. El agravado «Yuwe sena wala neñu» -queda con un problema muy grave-. Cuando la persona ha estado «persiguiendo», se considera un delito con «intenciones». Sucedido el caso la pena de este delito va de 2 a 5 años de trabajo forzoso, previa juetiada e incluyendo pago indemnizatorio. El cabildo intenta aplicar ante estos comportamientos, su propia jurisdicción, para que «no se vaya a la cárcel oficial y salga más corrompido» ... El homicidio, pues, no es una conducta que los miembros de la comunidad páez desconozcan como reprochable. Aun aceptándose la «pureza cultural» del sujeto, este puede comprender la dimensión del ilícito y ser consciente de que su actuación acarrea sanciones. En el caso del actor, es claro que no puede argumentar una diferencia valorativa en razón de su pertenencia a otra comunidad, no sólo porque los paeces sancionan el homicidio, sino además porque el actor ha tenido contacto con la visión externa predominante, tanto por su tradición cultural que se vio expuesta al sometimiento al orden colonial y al intento de integración a la «vida civilizada», como por el interactuar particular e individual que ha tenido el demandante con miembros de la sociedad mayoritaria, como en efecto se señala en el expediente: el peticionario ha laborado por fuera de su comunidad durante tres años aproximadamente, conoce el castellano y ha interactuado con personas que comparten la tradición liberal, entre otros factores, «lo cual permite estar en condiciones de aprender los criterios axiológicos que rigen nuestra sociedad». Además, nótese que el sistema jurídico páez, también utiliza el concepto de inimputabilidad, referido al sujeto que no comprende la ilicitud de la conducta en el hecho que comete, por minoría de edad o trastorno mental, eventos, que como ya mencionamos, no se encontraba el peticionario al momento de cometer el ilícito. Por lo tanto, esta Corporación considera que en la apreciación que hicieron los jueces penales sobre la imputabilidad del sujeto, no se presentaron vías de hecho. Tal valoración se hizo con base en todas las pruebas aportadas en el expediente, y de acuerdo con las reglas de la sana critica, no se encontró una justificación razonable que determinara 201

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que el sujeto, al momento de cometer el homicidio, no comprendía la ilicitud de la conducta o no podía determinarse frente a ella. Sin embargo, y aunque la conclusión a que llegan los jueces penales es compartida por esta Corporación, no es extraña a esta Sala la deficiente interpretación de los hechos frente a los postulados introducidos en la nueva Carta Política sobre el principio de diversidad étnica y cultural. En primer lugar, porque los jueces penales omitieron hacer un análisis sobre un posible conflicto de competencia, olvidando que con el reconocimiento de las jurisdicciones especiales, en virtud de las cuales se reconoce a los individuos miembros un fuero especial, funcionan paralelamente dos sistemas de decisión, que deben ser coordinados. En el caso de las decisiones penales que afectaron al actor, la existencia de la jurisdicción indígena sólo fue planteada en términos del articulo 96 del Código Penal; esto es, que de concluirse la «inimputabilidad del indígena por inmadurez sicológica», deberá ser regresado «a su medio ambiente natural». En segundo lugar, como ya lo señaló esta Corte, porque la valoración de la comprensión y/o determinación de los miembros de comunidades indígenas frente al ilícito, no puede ser abordada desde la perspectiva de la inmadurez sicológica, sino desde la diferencia en la representación del mundo que pueden tener los sujetos de comunidades diversas». El giro que dio la Corte Constitucional frente a la polémica de la imputabilidad o inimputabilidad del «indígena» no fue más que adecuación de la interpretación legal de las leyes penales a la Constitución del 91. Con este giro sería ingenuo afirmar que los operadores judiciales, que los peritos forenses, que las demás gentes de una población desentendida la mayor parte del tiempo en lo que le pasa a sus congéneres, hubieran transformado sus ideologías, sus superioridades de «gente blanca», sus atavismos culturales y prejuicios porque de serlo así estaríamos confirmando que el dictamen jurídico, que no es más que arrogancia de abogados, efectivamente performa una sociedad por el simple hecho de haber sido escrito y pronunciado por alguien con la autoridad de hacerlo. La adecuación legal consistió en decir lo siguiente: por el hecho de que la Constitución que hoy rige reconozca la multietnicidad y la pluriculturalidad de los componentes de la Nación colombiana es inaceptable que un juez de la República reconozca la inimputabilidad de un «indígena» cuando éste incurra en faltas que son sancionadas en uno u otro ordenamiento o en los dos simultáneamente. El reconocimiento de la diversidad cultural impone, no para el «indígena», que los operadores judiciales sitúen en 202

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igualdad de condiciones las leyes penales de Colombia con las formas y procedimientos, que podemos llamar «jurídicos», de cada «pueblo indígena» así como de cada una de sus culturas; desde esta perspectiva, no hay primacía de una cultura sobre otra, dicen los jueces constitucionales que creen que, por el hecho de decirlo, van a transformar las mentalidades, las formas de pensar, del resto de los nacionales a quienes una vez se les enseñó, cuando estaban pequeños y pequeñas, cuando se encontraban indefensos e indefensas ante el amor complaciente e imperativo de sus padres, de sus hermanos y demás familiares y amigos, ante el amor de los curas y misioneros, de las monjas y demás jerarquías religiosas católicas, que la verdad del mundo sólo es una, que quien no crea en esa verdad no tiene salvación, no es civilizado, como efectivamente los «indígenas» lo demuestran con el hecho simple de su existencia. La inimputabilidad quedó para los locos y dementes, hoy para los menores de 14 años, para quienes son obligados por la fuerza, por una coacción que se hace obligatoria cuando de «salvar la patria» se trata, o cuando de obedecer la orden de un delincuente, de un paramilitar, de un guerrillero se trata y, con este obedecimiento, poder salvar la vida. Empero, la teratología que asigna un lugar específico en el sistema de representaciones de una cultura a unos seres humanos y al resto de lo que llamamos naturaleza, actuó y lo continúa haciendo con una metáfora privilegiada por los fundadores en estas tierras, alguna vez desconocidas por ellos. El «indígena» es la concreción substancial de esta metáfora; es una alusión teratológica. Basta pronunciar esta palabra, que en una época fue maldita para quienes la tuvieron que soportar a la fuerza por la coacción y violencia que contra ellos y ellas otros hicieron, para que inmediatamente eslabonemos, con su enunciación, el atraso cultural, la incapacidad de producir como el sistema capitalista lo requiere, la ancestralidad que queremos olvidar, el uso y la costumbre que no reconocemos como propios, la tradición que recuerda que una vez fuimos colonia de otros, la pobreza, la marginalidad, su no pertenencia al humanismo y valores de las culturas judeocristianas occidentales. Además de todo lo anterior, todavía mantenemos para grupos de selva como los nukak maku la caracterización de «pobrecitos, nómades salvajes» o los «últimos nómades sobre la tierra»; por esta razón ellos también reciben el nombre con el cual Colón, la tercera representación del navegante agustiniano, el circunnavegante, una vez los bautizó: «indígenas». Las metáforas teratológicas empleadas en relación con estos «seres naturales», por 500 años representados de la misma manera, después de la Segunda Guerra Mundial y con posterioridad a la postguerra, llamada eufemísticamente «Guerra Fría», no fueron únicamente de raigambre ideológica y política unas, morales y 203

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religiosas las otras. Por extraño que pueda parecer a quienes todavía hoy creen en la asepsia, en la higiene de los conocimientos científicos y disciplinarios, muchas de estas formas de representar a estos hombres y mujeres, que ya no eran tan «naturales», tuvieron que ver con la economía, con la psiquiatría y la psicología, con la pedagogía, con la antropología y sociología, con la medicina y con la historia, entre otras más expresiones socioprofesionales de los conocimientos científicos y tecnológicos. Los «pueblos indígenas» y cada uno de sus integrantes junto con las grandes «masas» de desposeídos de toda fortuna y capital, fueron teratologizados por su «pobreza», a partir de 1948 (Escobar, 1998). Pero, para mal de las «elites» de este País, la metáfora «Tercer Mundo» también las teratologizó; no pudieron escapar a este señalamiento impuesto, como siempre, desde los organismos internacionales y por supuesto, faltaba más que no, por los Estados Unidos de Norteamérica y por la Europa capitalista que acababa de demostrar un profundo respeto por los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario masacrando a más de cien millones de seres humanos, como combatientes o como población civil, para concretar, con este exterminio, los más altos valores humanistas de la tradición judeocristiana occidental: la paz, la concordia, la vida, la libertad, la democracia, la justicia legal y social, la libre autodeterminación de los pueblos, la igualdad de todos y todas frente a todas y todos, el libre mercado, la libertad de prensa, la libertad económica y de empresa, la diversidad cultural, etcétera. La «pobreza», el «subdesarrollo», el «atraso», también fueron metáforas teratológicas que, para superarlas había que provocar el «desarrollo económico y social» del País que, para los años cincuenta y hasta la Constitución de 1991, todavía continuaba siendo consagrado al «Sagrado Corazón de Jesús». Empero, para llegar a este «desarrollo» aquí no hubo Plan Marshall y muchos menos vino un General MacArthur para logarlo por la fuerza de una ocupación armada, si fuere necesario. Muy por el contrario, con la teleología característica de toda tradición judeocristiana occidental, Colombia, para lograr su «desarrollo», debía transitar por los caminos de la vicariación; es decir, para los que todavía no conocen el significado de esta palabra, que tiene un sabor religioso, ácido y astringente, las autoridades políticas de Colombia debían hacer las veces, tener el poder y facultades de otro o sustituirlo. Por esta razón surgió Planeación Nacional y todas sus demás ad lateres. Los burócratas de Bogotá y de las «grandes ciudades» colombianas, que no eran más que sitios de hacinamiento en «barrios de invasión» de toda suerte de «desplazados», decidieron por otros, por sí y ante sí, junto con los burócratas internacionales del Banco Mundial, de la ONU, de la OEA, del 204

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Fondo Monetario Internacional, desde sus oficinas encristaladas y escritorios relucientes, qué era la «pobreza» y quiénes eran los «pobres»; por supuesto, de este designatum no escaparon los «pueblos indígenas» junto con los demás seres que olían a estiércol y cebolla, a sudor, a «jabón de tierra», a «perfume barato» y a todo líquido ferruginoso. Esta sustitución no fue sólo de los «pobres». Las «elites marchitas» también perdieron sus tierras en algunos departamentos de Colombia, como el Valle, por medio de impuestos a la falta de «productividad» de este medio de producción. Por esta razón, quienes reemplazaron a estas «elites» o los herederos de este «patriciado de la tierra», al tener que pagar salarios para que el capital circulara más velozmente y para aumentar la «productividad», dieron origen en algunas regiones o ayudaron a consolidar en otras al «proletariado» rural; pero, los «indios», como siempre, aún en estas circunstancias definidas internacionalmente, fueron excluidos y continuaron pagando terraje muchos años más, como en el Cauca. La estrategia adoptada para lograr esta vicariación tuvo varios niveles: 1) En lo político, consolidar la «paz de los campos colombianos» por medio del pacto miserable, por lo excluyente y por la impunidad y silencio judicial que se creó, ante las masacres y hechos delictivos de la «Violencia en Colombia», ordenada por los «grandes dirigentes nacionales» y del «Frente Nacional», fue una paz vicaria; transformar el conflicto armado, político y religioso, vivido entre los dos partidos hegemónicos, el Liberal y el Conservador, que luchaban, cada uno a su manera para continuar patrimonializando el Estado colombiano, en una expresión de la «Guerra Fría» contra el «comunismo internacional»; distribuirse entre estas dos organizaciones políticas, milimétricamente, los cargos públicos para de esta manera ejercer un control político, autoritario y policivo, por medio del «Estado de sitio», sobre el conjunto de la población; judicializar las luchas por la tierra de grandes sectores de desposeídos, no sólo de los «indígenas», sino de campesinos, obreros y desarraigados; vincular toda la acción gubernamental a los requerimientos de la «Guerra Fría» y hacer depender de ésta la «política de seguridad nacional» para dar legitimidad a las estrategias de guerra llamadas Santafé I y II; todo esto y aún más se hizo sustituyendo vicariamente las voces de miles, de millones de colombianos y colombianas, por la voz monocorde, monótona y repetida, de una sola interpretación expresada en los foros internacionales y nacionales y a través de los grandes rotativos y otros medios masivos de comunicación. 2) En lo económico y social, asegurar el crecimiento económico, para unos pocos, por medio del afianzamiento de un régimen tributario orientado, en lo fundamental, como diría Álvaro Gómez Hurtado, el adalid del «desarrollismo», a subsidiar a los grandes capitales del sector agrícola, agroindustrial y cafetero, y, a la vez, a crear 205

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empresas y bancos del Estado que, unos años después, serían nuevamente vendidos, a muy bajo precio relativo, a los grandes monopolios y oligopodios colombianos y extranjeros; la vicariación en este terreno tuvo que ver, nuevamente, con la retórica de los «grandes intereses nacionales» que delegaba en los gobernantes las facultades de otro, las jurisdicciones de otros, hasta el punto de sustituirlos, para concederlas a uno de los sectores sociales de mayor concentración de la «riqueza» en el mundo, comparado su escaso número con el resto de la población, conocido como la oligarquía colombiana. 3) En la justicia, no sólo en lo ya dicho, referido a la judicialización que se hizo de las luchas por la tierra y otras formas de protesta, sino a través de las reformas al código penal, de llevar la tipificación de algunos delitos a extremos tales que se substituyó vicariamente lo uno por lo otro, las «plantas sagradas» de los «pueblos indígenas» por «narcotráfico», la «insurgencia política», reconocidas en su legitimidad desde la Revolución Norteamericana y la Revolución Francesa, desde la Independencia de Colombia, por «terrorismo», con el fin de aproximar nuevamente y todavía más a Colombia a las «guerras internacionales, que hoy se libran en territorios que una vez fueron del Tercer Mundo; estas vicariaciones de la justicia encubrieron, suplantaron, substituyeron, en la tipificación de algunos delitos, el carácter ritual del consumo de la coca, del peyote, del yagé, entre otras plantas más, por violaciones contra la «moral pública», que no son más que expresiones de consumos impuestos con la globalización de los mercados; el problema, según esta lógica de la «moral pública» no está en el mercado y en sus ideologías; el problema radica, está contenido, según dicen los imperios y los expertos, en los principios activos de estas plantas, «malditas» supuestamente por los poderes económicos. 4) En la administración pública, se substituyó vicariamente el servicio público por la eficiencia a través del empleo de tecnologías militares como la matriz DOFA o civiles como la reingeniería. Todo aquello que se salía y que hoy continúa saliéndose de estos procesos de vicariación fue y es teratologizado. Por todas estas razones y otras más, que su simple enumeración haría más extenso este texto, después de la Segunda Guerra Mundial, en Colombia, con el Convenio de Misiones de 1953 y con el Concordato de 1974, no se limitaron a evangelizar las almas de los descendientes de los «hombres y mujeres naturales» alguna vez descubiertos; ahora, con este nuevo convenio y con este nuevo pacto entre dos Estados, los misioneros ya no sólo debían preocuparse, dedicar su celo apostólico para convertir a los «naturales»74. Poco a poco la primacía de este imperativo Por limitaciones de espacio no nos es dable aquí continuar con nuestro análisis hasta llegar a las sentencia de la Corte Constitucional sobre el Concordato, la cual constituye un paso interesante en la construcción de un estado y sociedad laicas. 74

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religioso cedió paso y transformó a los «humildes» misioneros en «gestores del desarrollo económico y social» de las selvas, de las regiones periféricas de este País. Lo mismo sucedió en 1962 con el convenio hecho por el Estado colombiano con el Instituto Lingüístico de Verano. El conocimiento de las «lenguas de los aborígenes» era requerido no sólo para comunicarse con ellos; también se requirió para que el Dios de los cristianos ingresara «naturalmente» a las diferentes «casas del ser», que son todas y cada una de las lenguas humanas, y, a través de él, las tecnologías de explotación de los recursos naturales del pedazo de planeta que habitaban. Con este empeño los gobernantes colombianos, desde la última postguerra mundial hasta hoy, demostraron la objetividad de las palabras de uno de los «fundadores» de la sociología moderna y contemporánea, Max Weber, quien alguna vez dijo que el protestantismo era la religión del capitalismo; hoy, también lo es el catolicismo; y con este hacer de las palabras, la concepción de mundo de Cristo el crucificado también fue vicariada. Por todas estas razones nos atrevemos a decir que, si todo esto no es resultado de dispositivos teratológicos, tenemos que reconocer los autores de este ensayo que todavía no hemos podido saber qué se quiere decir con la palabra que, con su enunciación, habla de alguna forma de la monstruosidad conducente a la exclusión de unos seres de la humanidad de otros, por lo tanto, que dice de la urgencia y necesidad de modelar sus cuerpos y sus vidas, sus concepciones de mundo, sus subjetividades humanas para que el horizonte de la «civilización» se pueda seguir aproximando a esta Colombia que para poder ser tiene que negar a la mayoría de quienes la han constituido como tal.

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9 A GUISA DE COLOFÓN El recorrido irónico hecho hasta ahora deja ver, más allá de diferencias ideológicas y políticas de última hora e indiferentemente a si se es «indigenista» o no, que la pretensión constitucional de que el Estado reconozca y proteja la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana, no obstante lo logrado en estos dieciséis años de promulgada la Carta Magna, es más ilusión que realidad75. Evidentemente y para que no haya dudas al respecto hay que decir, que, no obstante el contenido Es claro que la Constitución del 91 da paso a la existencia jurídica de los «pueblos indígenas» cerrando un ignominioso capítulo de la historia de la negación con el reconocimiento político, social, lingüístico y jurídico, que hizo de estos pueblos. Los distintos operadores judiciales, las sociedades indígenas y la sociedad nacional empezaron entonces a recorrer un camino no solo tortuoso sino con múltiples ambigüedades. La Corte Constitucional ha fallado en derecho en dintintas ocasiones reconociendo la diferencia y sentando una acertada jurisprudencia. Prueba de ello son muchas sentencias entre las cuales destacamos: Sentencia T-188 (1993) Caso Crispín Loaiza cuyas decisiones fueron: revocar la «sentencia de noviembre 9 de 1992, proferida por el Tribunal Administrativo del Tolima. Conceder la tutela solicitada y, en consecuencia, ordenar al Gerente Regional del Instituto de Reforma Agraria, seccional Tolima, la realización de los estudios socioeconómicos y jurídicos tendientes a la constitución de uno o varios resguardos sobre el predio Chicuambe en la jurisdicción de Ortega, dentro de los estrictos y precisos términos establecidos en la ley, el cual fuera entregado materialmente al Cabildo de la Comunidad de Paso Ancho. Sentencia T-257/93, Caso de la Asociación Evangélica de Nuevas Tribus cuyas decisiones fueron: confirmar la parte resolutiva de la Sentencia proferida por la Sala Plena de lo Contencioso Administrativo del Consejo de Estado, pero por razones diferentes, por cuanto las personas jurídicas, en este caso, la Asociación Evangélica Nuevas Tribus de Colombia, sí son titulares de la acción de tutela con fundamento en los argumentos expuestos en esta Sentencia. [El Tribunal Contencioso Administrativo de Cundinamarca rechazó la tutela impetrada por la Asociación Evangélica Nuevas Tribus de Colombia; el Consejo de Estado también denegó la acción ejercitada]: notificar a través de la Secretaría General de la Corte Constitucional el contenido de la sentencia a la Sala Plena de lo Contencioso Administrativo del Consejo de Estado, a la Sección Primera del Tribunal Administrativo de Cundinamarca, al Director del Departamento Administrativo de la Aeronáutica Civil, al Director General de Asuntos Indígenas del Ministerio de Gobierno, al Presidente de la Organización Nacional Indígena de Colombia, a los representantes de la Organización Indígena CRIVA del Vaupés, para 75

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crítico de este ensayo, es innegable la transformación de la sociedad colombiana y de su régimen político en lo que va de trascurrido desde 1991, comparada con los ciento cinco años de vigencia de la Constitución del 86. A ello tal vez se deba, a la velocidad del cambio y la transformación provocada con esta Constitución, el aparente desorden, caos y anarquía, que hoy, según dicen algunos y algunas, se vive. Al fin y al cabo, toda ruptura o modificación de un orden político y jurídico a otro no está exenta de conflictos, de traumatismos, de acomodamientos y de nostalgias por lo que ya no es. que éstos a su vez informen a las Comunidades Indígenas del Vaupés la decisión adoptada por esta Sala de Revisión de la Corte Constitucional, a la División de Resguardos Indígenas del Instituto Colombiano para la Reforma Agraria, al Defensor del Pueblo y a la Asociación Evangélica Nuevas Tribus de Colombia; Sentencia T-405/93. Caso de la Comunidad indígena de Monochoa con decisiones: revocar parcialmente la providencia proferida por el Juzgado Primero Civil del Circuito de Florencia, Caquetá, el día 29 de marzo de 1993, instaurada por las Comunidades Indígenas del Medio Amazonas, por las razones expuestas en esta sentencia. Conceder la tutela impetrada por la Comunidad Indígena del Medio Amazonas en cuanto a la protección de su derecho al ambiente sano. Para tales efectos, se ordena la creación de un Comité Permanente de Vigilancia para el manejo ambiental del Araracuara, el cual estará integrado por representantes de la Comunidad Indígena del Medio Amazonas, y específicamente del Resguardo Monochoa, de la Fuerza Aérea Colombiana y la Misión Aérea de los Estados Unidos que operan el radar, de la Corporación Araracuara y por la autoridad administrativa y de policía de la misma localidad. Dicho Comité deberá elaborar un plan de manejo ambiental en la zona o ecosistema del Araracuara, el que incluirá un proceso de capacitación de las comunidades indígenas y de los miembros de las Fuerzas Militares colombianas y norteamericanas que operan en el sector para la adecuada utilización de sus recursos naturales. El plan comprenderá un manejo integral del ambiente, en cuanto a los suelos, el agua, la fauna y la vegetación.Así mismo, la Corporación Araracuara deberá ejercer la vigilancia y control de las aguas y demás recursos naturales de la zona de que trata la parte motiva de esta providencia, para lo cual adelantará los estudios y análisis periódicos sobre los vertimientos de agua, la fauna, los suelos y la vegetación, de manera que se puedan adoptar las determinaciones y las medidas necesarias para mantener las condiciones esenciales e inherentes a un ambiente sano y la preservación de los recursos naturales. Para el funcionamiento adecuado de esta Comisión y del Plan de manejo ambiental, el Ministerio de Defensa Nacional, a través de la Fuerza Aérea, deberá suministrarle a la Corporación Araracuara los elementos necesarios y la colaboración que requiera, de manera que se haga efectivo el plan de manejo que aquí se establece. Sentencia T-254/94, caso Narváez vs Cabildo de la Comunidad El Tambo, cuyas decisiones fueron: revocar las sentencias de tutela revisadas, proferidas por la Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, y por el Tribunal Superior del Distrito Judicial del Tolima, Sala Penal, la primera de fecha 14 de diciembre de 1993 y la segunda de fecha noviembre 4 del mismo año. Conceder la tutela del derecho fundamental al debido proceso al solicitante y del derecho a la integridad física a sus hijos, y, en consecuencia, ordenar a las miembros del cabildo indígena de El Tambo acoger nuevamente en la comunidad indígena, bajo la responsabilidad de ésta, al actor y a su familia, mientras se procede

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Sin embargo, la mirada crítica de hoy y de ahora, el hic est nunc latino, obliga a quienes llevados por sus compromisos y convicciones académicas, políticas e intelectuales, a mantener indeclinablemente el cuestionamiento concerniente a lo que se ha hecho y sobre lo que falta por hacer para dar total vigencia y actualidad, concreción, a las utopías constitucionales del 91. La paradoja de la historia republicana colombiana es la de haber encontrado su camino y, una vez haberse dado cuenta de esto, renunciar, emprender otras sendas y recorridos que otras organizaciones políticas, pertenecientes a la modernidadmoderna, ya habían aderezado. Su paradoja fue la de mirarse en un espejo carente de congruencia consigo misma. Toda aquella diversidad, no sólo de hombres y mujeres de todos los colores sino de sistemas culturales, de regiones, se hizo claroscuro. La pretensión de ser Colombia una Nación unitaria fue la resultante de su contraposición pero también, de una lucha denodada por afianzar en el «centro» de la República los intereses de unos pocos en detrimento de las concernencias de otros muchos. De allí provino su fragmentación, situación que conserva hasta hoy. La mirada especular que no supo, que no quiso hallar su propia congruencia, remedó, como caricatura siniestra, otros órdenes políticos autonombrados «civilizados». No se dio cuenta esta mirada siniestrada que la estrategia del autonombramiento fue disculpa, no sólo reconocimiento, constituyente de un orden de mundo que por medio de la fuerza, de las armas, del apartheid, de la discriminación y la asimilación, de la síntesis de la historia narrada por los imperios de la modernidad-moderna, decimonónicos, del siglo XX y de lo que va de transcurrido del XXI, se apoderó de las vidas, de las culturas, de los sistemas políticos y económicos, de los saberes, de las historias de miles de millones de seres humanos.

nuevamente a tomar la decisión a que haya lugar por los hechos que se imputan al señor Ananías Narváez, sin que ésta última pueda involucrar a su familia dentro de un juicio que respete las normas y procedimientos de la comunidad, pero con estricta sujeción a la Constitución. Ordenar a la Sala Penal del Tribunal Superior del Distrito Judicial del Tolima se vigile estrictamente el cumplimiento de la presente providencia, e imponga las sanciones a que haya lugar en caso de incumplimiento. Sentencia C-139/96 – Caso Ley 89 de 1890 cuya decisión es: declarar inexequibles los artículos 1, 5 y 40 de la Ley 89 de 1890; Sentencia SU-039/97, Caso u’wa, ya estudiada en este ensayo; podríamos ampliar esta ennumeración, pero se trata de ilustrar algunos casos. S. James Anaya hace un estudio detallado del impacto de estas providencias en su libro Los pueblos indígenas en el derecho internacional. Por lo tanto, en este ensayo no pretendemos desconocer los avances que en materia jurídica se han dado, lo cual no nos impide hacer un análisis crítico como el que aquí proponemos.

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Las convenciones contra la cultura, que una vez escribiera Germán Colmenares, fue, sin excesos de interpretación y sobreinterpretación, reconocimiento de una falta de congruencia. A diferencia de lo que dice Umberto Eco en su ensayo sobre los espejos, que señala el carácter inhumano del dispositivo catóptrico, de no invertir la imagen reflejada, su principio de congruencia, la incongruencia de Colombia fue no mirar su propia imagen refleja, «mirar por encima del hombro» otras imágenes de mundos y civilización y afirmar que estas otras eran las que le pertenecían. Malhadada idea de unos seres humanos, por lo general hombres, que cautivados como Aquiles por los cantos de sirenas no supieron atarse al mástil, al árbol de sus procedencias; fueron extraños en sus propios mundos y extranjeros de los mundos que anhelaban. Con la Constitución de 1991 se dio comienzo al reconocimiento de la diversidad cultural y étnica de los componentes de la Nación colombiana; esto se logró después de ciento setenta años de fundada la Gran Colombia. Pese a ello, con esta refundación de la Nación, no se obtuvieron las vivencias políticas y sociales, económicas y culturales, que conllevaban los performativos lingüístico y jurídico que dan concreción a esta Constitución. La ilusión de la que hablamos antes fue creer que bastaba enunciar para inmediatamente concretar, por fuera del texto constitucional. El sueño del reconocimiento de toda esta diversidad, que muchos anhelaban y otros renegaban, por la ensoñación que provoca la palabra, no cayó en cuenta de su propia imposibilidad, no atendió al hecho de no ser más que expresión del mundo de lo onírico; por esta razón, por este no darse cuenta, en algunos intencional y en otros no tanto, mantuvo incólume el carácter unitario de la Nación; en otras palabras, se desdijo en un párrafo, en un articulado, de lo que en otros había dicho, y sin embargo no cayó en cuenta. Las metáforas de lugar, de pertenencia a, de poder, por lo general sólo admiten el singular, el particular, de sus sentidos contenidos. Dentro de la concepción unitaria de la Nación y la República afirmar que se es colombiano o colombiana es negar otras pertenencias. Por esta razón la vez, el día que un Presidente colombiano equivocó su camino y por este pasarse de listo llegó al territorio de un pueblo situado en las estribaciones cordilleranas del Cauca, del que originalmente era extraño, se enteró, no sin asombro, de lo que sus oídos siempre se habían negado a escuchar: «somos guambianos, somos cualquier otro pueblo..., pero también somos colombianos»; «somos diferentes... pero también somos colombianos». Con esta enunciación, unos integrantes de una de las Naciones que Colombia en sus orígenes republicanos había mirado «por encima del hombro», reconocieron y 212

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dijeron lo que tanto nos ha costado mirar y aceptar: que Colombia es una Nación, políticamente compuesta y expresada, de Naciones también políticas pero de entrañas culturales, de identidades entrañables. Esto, cuando sucedió, no estaba en ciernes la Constitución del 91. Por todo esto y por lo que falta por decir consideramos que Colombia en su Constitución, en su nueva y próxima Constitución, no puede continuar mirando y afirmando, terca e insistentemente, lo que no es; esto significa, dejar de reconocerse como Nación y Estado unitario. Si quiere conservar su unidad política, abandonar el camino hasta ahora seguido, que lleva a las fragmentaciones, tiene que buscar ser, concretar su carácter de Nación como composición de Naciones federadas. Es este nuevo territorio el lugar, el locus del pluralismo jurídico y cultural, cuya existencia es hoy sólo enunciación discursiva y, en algunos casos, extra textual. Pero mientras esto sucede, cuando las generaciones por venir sientan que sus simientes no están condenadas, hay que continuar bregando para que en los casos y situaciones en que los integrantes de los «pueblos indígenas» sean juzgados por el carácter ilícito de los actos cometidos, la interpelación que hace la justicia ordinaria a la jurisdicción especial indígena consulte a sus propias autoridades, a sus propios sabedores en sus propias «casas del ser», que son sus lenguas y no a peritos, que saben mucho, situados en la externalidad cultural y lingüística del pueblo comprometido. Esto compromete aquello que hasta el momento se ha dado en los estrados judiciales: el incumplimiento del artículo 10º constitucional. La lengua y las cotidianidades vividas en los territorios de cada «pueblo indígena» concretan el orden moral y jurídico específico que hace de cada uno de estos pueblos un mundo y su singularidad en relación con los otros mundos humanos. Por esta razón la Constitución del 91 dice que el castellano es el idioma oficial de Colombia; sin embarazo, agrega que las lenguas y dialectos de los grupos étnicos son también oficiales en sus territorios. Desde este punto de vista, la reiteración, permanentemente repetida, de los «usos y costumbres» del pueblo del «indígena» juzgado por un hecho cometido, no es más que expresión retórica de la insuficiencia de los jueces ordinarios, de los Magistrados de las altas Cortes y de los expertos consultados, que por fuera de las lenguas propias de cada pueblo, que configuran la ontología del hecho y su posible transgresión moral y jurídica, no comprenden en la lengua castellana la licitud o ilicitud de aquello que se juzga; en estas circunstancias liminales el proceso judicial se transforma en «traducción» y con esta metamorfosis en escenario de luces y sombras donde la justicia es evadida de 213

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sí misma; sólo es caricatura y representación. Para que esto no suceda se requiere que todo proceso judicial, que comprometa a un integrante de un «pueblo indígena», ya sea en la jurisdicción ordinaria o en la especial, y más aún cuando accede a las altas Cortes, se desenvuelva en la lengua propia de cada pueblo; y si se requiere la intervención de un traductor que éste sea integrante del mundo comprometido, dotado de competencia en las dos lenguas integrantes de la escena judicial. Por la ausencia en la justicia colombiana de los requerimientos anteriores, y a pesar de lo dicho por la Constitución de 1991, hasta el presente y en la práctica sólo se ha ejercido este derecho y este servicio público, a que está obligado el Estado, bajo la concepción y el primado de la existencia de derechos paralelos. El caos, la ambigüedad de la justicia, que esta forma de ejercicio impone le niega valor a la justicia en sus dos jurisdicciones y, lo que es inaceptable, configura la realidad de un ejercicio discriminatorio en el que la víctima y el victimario se ven enfrentados a «balanzas» diferentes y ni siquiera concordantes. Finalmente, para concluir este extenso ensayo crítico, queremos decir que la metáfora teratológica «indígena» tiene la propiedad de «borrar», por lo menos en los discursos, configurantes ontológicos, las particularidades de todos y cada uno de los pueblos comprometidos, negando así los postulados de la propia Carta constitucional. Consideramos que cada «pueblo indígena», como tal, se identifica y es identificado por sus propios etnónimos sin que tenga necesidad de requerir, como hasta ahora se ha supuesto, de la metáfora que hace más de quinientos años inició la historia de un multíplice de negaciones. Ojalá no nos toque concluir mañana con las palabras que una vez dijera Francisco de Quevedo: «donde hay poca justicia, es grave tener razón».

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