February 14, 2017 | Author: bargota13 | Category: N/A
| Astrolabio
Cristología breve Enrique Cases
Cristología breve Hacia una sociedad solidaria
Serie: Religión
ENRIQUE CASES
CRISTOLOGÍA BREVE DE EUGENIO d’ORS Etapa catalana: 1881-1921 Tercera edición corregida
EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A. PAMPLONA
Primera edición: Mayo 2003 © 2003. Enrique Cases Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA) Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España Teléfono: +34 948 25 68 50 - Fax: +34 948 25 68 54 e-mail:
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Ilustración cubierta: Pantocrator, San Clemente de Taüll Tratamiento: PRETEXTO, S.L. Estafeta, 60. 31001 Pamplona Imprime: GRÁFICAS ALZATE, S.L. Pol. Ipertegui II. Orcoyen (Navarra) Printed in Spain - Impreso en España
Índice
INTRODUCCIÓN ..................................................................................
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I JESUCRISTO, VERDADERO HOMBRE 1. 2. 3. 4.
¿QUÉ NOS ENSEÑAN LOS EVANGELIOS ACERCA DE JESÚS?.......... ¿Y SU ALMA? ............................................................................ LA VIDA INTERIOR DE JESÚS ...................................................... EL CORAZÓN DEL VERBO ENCARNADO .......................................
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II JESUCRISTO, VERDADERO DIOS 1. EL TESTIMONIO DE CRISTO EN TORNO A SU MESIANISMO Y FILIACIÓN DIVINA .............................................................................. 2. EL TESTIMONIO DE CRISTO EN TORNO A SU DIVINIDAD .............. 3. LOS MILAGROS Y LAS PROFECÍAS ............................................... 4. LA UNIÓN CON EL PADRE .......................................................... 5. LA DIVINIDAD DE JESUCRISTO ................................................... 6. EL TESTIMONIO DE LA RESURRECCIÓN .......................................
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III VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE DIOS HECHO HOMBRE. LA ENCARNACIÓN .........................................
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IV CÓMO ES HOMBRE EL HIJO DE DIOS 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.
DOCTRINA DE LA IGLESIA SOBRE JESUCRISTO ............................ HEREJÍAS SOBRE CRISTO ........................................................... ENSEÑANZA DE LA IGLESIA ....................................................... LA UNIÓN HIPOSTÁTICA ............................................................. LA SANTIDAD DE CRISTO ........................................................... LAS CIENCIAS DE CRISTO .......................................................... LAS VOLUNTADES DE CRISTO .................................................... LAS TENTACIONES DE CRISTO .................................................... LOS SENTIMIENTOS DE CRISTO ..................................................
50 51 53 56 57 59 62 64 65
V ¿POR QUÉ DIOS SE HIZO HOMBRE? SOTERIOLOGÍA ...................................................................................
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VI NÚCLEO FUNDAMENTAL DE LA PREDICACIÓN DE JESUCRISTO 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
JESUCRISTO MANIFIESTA SU FUNCIÓN MESIÁNICA ....................... EL MESÍAS DE ISRAEL ............................................................... JESUCRISTO ES EL MESÍAS ......................................................... JESUCRISTO ASUME SU FUNCIÓN MESIÁNICA .............................. LAS TENTACIONES DE JESÚS ...................................................... JESUCRISTO REVELA CÓMO ES DIOS ........................................... EL REINO DE LA SALVACIÓN DE DIOS ........................................
73 74 76 77 78 81 84
VII JESÚS, CRUCIFICADO POR LA SALVACIÓN DE LOS HOMBRES 1. LA PASIÓN Y MUERTE DE JESUCRISTO ........................................ 2. LA MUERTE DE CRISTO HABÍA SIDO PROFETIZADA .....................
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Índice
3. 4. 5. 6.
JESÚS ES JUZGADO ..................................................................... CRUCIFIXIÓN ............................................................................. MOTIVOS DE LA MUERTE DE JESUCRISTO ................................... LA MUERTE DE JESÚS ES UN SACRIFICIO ....................................
98 102 115 115
VIII JESUCRISTO ES EL REDENTOR DEL HOMBRE 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
LA RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO ............................................ LAS NARRACIONES EVANGÉLICAS DE LA RESURRECCIÓN ........... SENTIDO DE LA RESURRECCIÓN Y LA ASCENSIÓN ...................... LA EXALTACIÓN DE JESÚS ......................................................... DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS ..................................................... CRISTO ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DEL PADRE ..................... LA SANTIFICACIÓN DE LOS HOMBRES .........................................
118 119 127 132 133 133 136
IX JESÚS ES CRISTO Y SEÑOR DEL UNIVERSO 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS ABRE LA ESPERANZA DEL FUTURO . CRISTO REVELA EL MISTERIO DE DIOS ....................................... EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN .................................................... JESUCRISTO, SEÑOR DEL UNIVERSO ............................................ LA FILIACIÓN DIVINA DEL CRISTIANO ......................................... LA TRINIDAD EN EL ALMA .......................................................... REDENCIÓN OBJETIVA Y SUBJETIVA .............................................
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Introducción
Jesús predicó durante tres años en Israel hace 2000 años. Al principio anuncia que el Reino de Dios tan esperado está cerca, el Reino prometido por los profetas, un Reino de paz, amor, justicia y libertad, no organizado tanto por los hombres que tienen larga experiencia de sus fracasos y limitaciones, sino por el mismo Dios. Luego muestra el camino para pertenecer al nuevo Reino: seguir la senda de las bienaventuranzas y un cumplimiento de los mandamientos en su sentido más profundo y espiritual, es decir, como hijos de Dios. Pero la nueva doctrina queda superada con la declaración de quién es el que la proclama: Jesús se llama a sí mismo el Hijo de Dios, se hace igual a Dios, siendo verdadero hombre, y esto sólo se puede creer con fe. Los que no creen le llaman blasfemo y le atacan, los que creen descubren la misericordia de Dios, que tanto amó al mundo que le dio a su Hijo Unigénito para salvar a los hombres de una manera sorprendente y que puede parecer excesiva. Les costó creer, a pesar de los milagros y las profecías. Una muestra de esto es la conversación de Felipe con Jesús en la Última Cena cuando le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Va al núcleo de la revelación; quiere conocer a Dios, quiere conocer a ese Padre tan amado. Jesús le contestó: «Felipe, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo, no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el
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Padre está en mí; y si no, creed por las obras mismas. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas porque yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pidiereis algo en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14, 8-14). El centro de la Revelación de Jesús es la intimidad de Dios, que es Padre que engendra un Hijo eternamente, de modo que uno es el Amante y el otro es el Amado, y entre los dos existe también un éxtasis de amor que es el Espíritu Santo, a saber, la Persona don que los une con un estrecho vínculo, de modo que la comunión entre los Tres es tan total que son un solo y único Dios. Pues bien, el Hijo se hace hombre en Jesucristo. El Invisible se hace visible en un hombre. El Eterno entra en el tiempo y en la historia en el seno de la Virgen María. En Jesús se expresa la plenitud de la Revelación corporalmente. La salvación será unirse a Él para tener la vida eterna por la fe. Por eso el Cristianismo es seguir, conocer y amar a Jesús, Dios y Hombre verdadero, perfecto Dios y perfecto Hombre. El cuadro de la página siguiente resume todo lo que la Iglesia enseña sobre Jesucristo, pero vamos a verlo un poco más detenidamente.
B) Voluntad humana Libertad y mérito • Pasibilidad • Sacerdote y víctima, rey, profeta y juez • Inmune de pecado
e ess
hipostática
Unión
Homoousios (consubstancial) con los hombres
Persona divina (Hijo)
Homoousios (consubstancial) con el Padre
Cristología
CRISTO
(325) Concilio de Nicea: Verdadero Dios, consubstancial con el Padre. Arrianismo. (431) Concilio de Éfeso: María Madre de Dios. Theotocos. Jesús Dios y Hombre verdadero. Nestorianismo Concilios II y III de Constantinopla (451) Concilio de Caldedonia: una persona, dos naturalezas, dos operaciones: sin confusión, sin separación, sin cambio, sin divisón
NATURALEZA HUMANA
Commnicatio idiomatium
2) Ciencia infusa 3) Visión beatífica (no fe) 4) Ciencia humana adquirida
NATURALEZA DIVINA
e
• Acción teándrica • Impecabilidad
A) Voluntad divina • Valor infinito Redención • Preexistente al mundo
1) Ciencia divina
ess
• Arrianismo (1.ª nat. humana, 1.ª persona humana) – Semiarrianismo: al Padre – Socinianos: hombre elevado, mereció ser llamado Dios – Racionalismo – Docetas: humanidad aparente • Nestorianismo: (2 naturalezas, 2 personas, unión moral [accidental]) – Adopcionismo • Monofisismo (1.ª nat. y 1.ª persona divina), [naturaleza humana asumida, como añadida o absorbida] – Monoteletas: 1.ª voluntad – Monoenergismo: 1.ª operación • Modernos – Neonestorianismo: desfiguración noción persona – Theilardismo – Hombre para los hombres
Capítulo I
Jesucristo, verdadero hombre
Caben diversos modos de ver a Jesús. Una mirada superficial ve en Él a uno más entre los pobladores de Nazaret, un artesano. Cuando inicia su vida pública y comienza a hablar todos se admiran; un sabio reside entre nosotros, pensarían, o un nuevo profeta. Pero al manifestar su interior el mismo Jesús, sólo se puede aceptar su testimonio desde la fe, pues dice de sí mismo que es Dios. Los milagros y las profecías son signos que atestiguan sus palabras. Pero es tan grande el hecho que la fe es la que alcanza el conocimiento profundo de Aquel que es verdadero hombre y verdadero Dios. En los próximos textos vamos a contemplar su humanidad. Veamos primero lo que enseña el Catecismo. 479 En el momento establecido por Dios, el Hijo único del Padre, la Palabra eterna, es decir, el Verbo e Imagen substancial del Padre, se hizo carne: sin perder la naturaleza divina asumió la naturaleza humana. 481 Jesucristo posee dos naturalezas, la divina y la humana, no confundidas, sino unidas en la única Persona del Hijo de Dios. 482 Cristo, siendo verdadero Dios y verdadero hombre, tiene una inteligencia y una voluntad humanas, perfectamente de acuerdo y sometidas a su inteligencia y a su voluntad
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divinas que tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo. 483 La encarnación es, pues, el misterio de la admirable unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única Persona del Verbo. 1. ¿QUÉ NOS ENSEÑAN LOS EVANGELIOS ACERCA DE JESÚS? Contemplarlo como lo vieron los suyos es el camino para esclarecer el misterio y el secreto de su personalidad. La primera precisión sobre los evangelistas es que narran la vida de Jesús sobre el conocimiento de que está resucitado y que vive glorioso, victorioso y celestial. Este trasfondo da más brillo y contraste a su vida humana y pobre. En cuanto a las fechas parece que hay que retrasar el nacimiento al año 7 anterior a nuestra era y que fue crucificado el 7 de abril del año 30 a los 37 años. La vida pública sí que consta de tres pascuas, no de tres años completos. ¿Cuál debió de ser su aspecto exterior? No se distinguiría del de los judíos y rabinos de su época, «... era como cualquier hombre y también sus gestos» (Fil 2, 7), no vestía llamativa y pobremente como el Bautista, que, según la costumbre de los profetas, iba ceñido con una túnica de pelos de camello. Como sus paisanos, llevaría ordinariamente un vestido de lana con un cinturón que servía de bolsa al mismo tiempo, un manto o túnica y sandalias. En la Pasión llevaba una túnica sin costura y toda tejida de arriba abajo (Jn 19, 23). Según las prescripciones de la Ley (Num 15, 38) adornaban la parte superior cuatro borlas de lana con hilos azules. Y siguiendo la costumbre de su tiempo llevaría para la oración matutina filacterias atadas al brazo y alrededor de la frente. No censuraría su uso a los fariseos, sino la motivación de falsa piedad y de ensancharlas. En sus largas caminatas se guardaría de los ardientes rayos del sol mediante un sudario blanco que envolvía cabeza y cuello. Por lo demás, Jesús desdeñaba la «preocupación» por el vestido, lo que no quiere decir descuido y dejadez que son falta de
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virtud. Llevó la barba usual y los cabellos cuidados recogidos en la nuca a diferencia de los nazarenos, que se dejaban hirsutas y largas guedejas. El cuidado del cuerpo lo recomienda superando la vanidad. Así pues, en épocas de ayuno dice: «... unge tu cabeza y lava tu rostro», lava los pies a sus discípulos y se lamenta de que el fariseo que le invita a comer no le dé agua para lavarse las manos, declara su favor por el bálsamo precioso con que la Magdalena le ungió previendo su muerte. Su figura corporal seguramente sería simpática y hasta fascinadora. No poseemos ninguna descripción de su tiempo, sólo que había crecido en su niñez en gracia ante Dios y los hombres. Es trasladable lo que decía sobre la luz interior que se transparenta en lo externo: «... tu ojo es la luz de tu cuerpo y si aquel está sano, todo tu cuerpo estará iluminado». Su presencia debió de tener algo radiante que atraía a toda persona de sentimientos delicados, especialmente los niños. La exclamación admirativa que un día brotó de una mujer del pueblo es muy significativa: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron» (Lc 11, 27). De modo particular debió de impresionar su mirada, capaz de inflamar las almas y de hacer sentir los reproches más emocionantes. Marcos usa mucho la expresión «Y mirándoles, dijo» (Mc 3, 5, 34; 5, 32; 8, 33; 10, 21; 20, 27). En sus ojos había algo dominante y arrollador. A este aspecto se añade el de su salud y energía, en suma, un equilibrio perfecto: capacidad emprendedora, resistencia a la fatiga. El contraste con Mahoma enfermo, aquejado de un sistema nervioso en desequilibrio, o de Buda, psíquicamente deshecho y agotado cuando se retiró del mundo, es notable. En Jesús no hay ni la menor alusión a enfermedad alguna. Su cuerpo parece especialmente resistente a la fatiga. Ora muy de mañana, muy de madrugada, y muchas noches las pasa en vela en oración. Incluso, respecto a la naturaleza, su salud se manifiesta en la radiante alegría especialmente ante montes y lagos. Las caminatas recorren toda Judea, Samaria, Galilea y aun la región de Tiro y Sidón. El hambre y la sed fueron, con seguridad, frecuentes
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compañeros de viaje, recomienda: «... no llevéis nada para el viaje, ni bastón ni alforjas y tampoco pan y dinero». Su última subida de Jericó a Jerusalen debió de ser una proeza. Bajo un sol ardiente, por caminos sin sombra y atravesando montes rocosos y solitarios, realizó el viaje en seis horas, debiendo superar una altura de más de mil metros. Es asombroso que a su llegada no se sintiera fatigado. Aquella misma tarde cenó con Lázaro y sus hermanas (Jn 12, 2). Pasó la mayor parte de su vida al aire libre, en medio de la naturaleza expuesto a la intemperie. Le son familiares los lirios del campo y las aves del cielo. Su vida errante, llena de trabajo y penurias, manifiesta un cuerpo robusto. Marcos advierte que no tenía tiempo para comer (Mc 3, 20; 6, 31). Hasta muy entrada la noche no acudían a él los enfermos (Mc 3, 8) y también los fariseos, saduceos y enemigos llenos de malicia. Debe afrontar largas y penosas discusiones, luchas peligrosas en tensión continua. Las explicaciones a los discípulos eran prolijas, con la pesada carga que le imponían aquellos espíritus poco despiertos y llenos de preocupaciones mezquinas. Un temperamento enfermo o simplemente delicado no hubiera podido resistir. Jamás perdió la serenidad. Continuó durmiendo tranquilamente duramente la tempestad. Catecismo 476 Como el Verbo se hizo carne asumiendo una verdadera humanidad, el cuerpo de Cristo era limitado. 477 Al mismo tiempo, la Iglesia siempre ha admitido que, en el cuerpo de Jesús, Dios «que era invisible en su naturaleza se hace visible» (Prefacio de Navidad). 2. ¿Y SU ALMA? Sus parientes no le entienden y se quedan perplejos ante Él o le llaman loco y afirman que ha perdido el juicio (Mc 3, 21). Los fariseos y sus enemigos pensaban que un espíritu maligno obraba en
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Él (Mt 12, 24). La superioridad que se manifiesta en Jesús no admite otra explicación si no se está dispuesto a aceptar quién es en realidad. Los evangelistas nos hablan con toda claridad. Si algo les llamó la atención en el modo de ser de Jesús, fue la lucidez extraordinaria de su juicio y la inquebrantable firmeza de su voluntad. Advierten un hombre de caracter, apuntando inflexiblemente hacia su fin, para realizar la voluntad de su Padre, hasta el último extremo, hasta derramar su sangre. Las repetidas expresiones «Yo he venido», «Yo no he venido» traducen perfectamente ese sí y ese no conscientes e inquebrantables. «Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra» (Mt 10, 34). «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 13). «El Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y a dar su vida en rescate de muchos» (Mt 30, 28; Mc 10, 45). «No he venido a destruir la ley ni los profetas, sino a completarlos» (Mt 5, 77). «Yo he venido a traer fuego a la tierra. ¿Y qué quiero sino que arda?» (Lc 12, 49). Sabe lo que quiere desde el principio. A los doce años dice a sus padres que le encuentran en el Templo «¿No sabíais que debía emplearme en las cosas de mi Padre» (Lc 2, 49). Las tres tentaciones del desierto son una victoria sobre la posibilidad egoísta de utilizar su poder para la glorificación personal y no cumplir la voluntad del Padre. Sus mismos discípulos intentan alejarle del cumplimiento de su misión. Primero sus parientes, luego su elegido Pedro, que le ama, pero no le entiende, y después de la multiplicación de los panes, muchos le abandonaron criticándole: «Muchos discípulos se separaron definitivamente de Él en esta ocasión» (Jn 6, 66). No por ello dejó Jesús de seguir su camino: «¿Y vosotros, también queréis iros?». Jamás se le ve vacilar, ni en sus palabras ni en su obrar. Pide a sus discípulos una voluntad firme de ese calibre: «Quien pone la mano en el arado y mira atrás no sirve para el Reino de Dios» (Lc 9, 62). Está muy lejos de Él la precipitación y más aún la indecisión, las claudicaciones y las salidas de compromiso. Todo su ser es un sí o un no. Sólo Él puede afirmar con toda verdad que vuestra palabra sea «sí, sí», «no, no». Lo demás es un mal (Mt 5, 37).
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Todo su ser y toda su vida son unidad, firmeza, luz y pura verdad. Producía tal impresión de sinceridad y energía, que sus mismos enemigos no podían sustraerse a ella: «Maestro, sabemos que eres veraz y no temes a nadie» (Mc 12, 14). Lo contrario de la hipocresía de sepulcros blanqueados de los fariseos. Su muerte es fruto de ese contraste de fidelidad al Padre y doblez de sus enemigos. Su carácter es la encarnación del heroísmo, por ello el joven rico que guarda los mandamientos no puede, o no quiere, seguirle; el verdadero discípulo debe odiar a su padre, madre, hermanos y aún a su propia vida si quiere seguirle; aunque odiar signifique poner en segundo término, es muy fuerte el modo de decir mismo. Tiene la fuerza del jefe que al decir a Simón y Andrés que le sigan, éstos dejan todas las cosas y a su padre con los jornaleros. Arroja a los mercaderes del Templo sin que nadie pueda resistirle. Sus mismos discípulos, aún conviviendo con Él y siendo llamados amigos, tienen un respeto que marca una distancia que los separa de Él: «Le seguían con miedo y se espantaban» (Mc 10, 32). No era uno de tantos, ni como los dirigentes, doctores de la ley y fariseos o autoridades políticas. Tenía consigo todo el poder y esta impresión de superioridad, de omnipotencia, que dimanaba su persona era tal, que para explicarla, la multitud buscaba las comparaciones con el Bautista, Elías o Jeremías o alguno de los profetas. Aunque esto se manifestase de un modo habitual humilde y manso.
Catecismo 475 Cristo posee dos voluntades y dos operaciones naturales, divinas y humanas, no opuestas, sino cooperantes, de forma que el Verbo hecho carne, en su obediencia al Padre, ha querido humanamente todo lo que ha decidido divinamente con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación (cf. DS 556-559). La voluntad humana de Cristo «sigue a su voluntad divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario estando subordinada a esta voluntad omnipotente» (DS 556).
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3. LA VIDA INTERIOR DE JESÚS La oración de Jesús se realiza muchas veces ante todo el mundo o ante los suyos en voz alta, pero busca el silencio y el recogimiento, cosa que en su vida pública sólo puede conseguir durante la noche mientras los demás duermen. Se puede decir que necesita la oración más que nosotros, no porque necesite pedir algo que no esté a su alcance, sino porque busca el trato íntimo y sin distracciones con el Padre. Su fuerza interior aparece en ocasiones de una manera fuerte con el ardor de una pasión santa, así dice a Satanás en su tercera tentación: «¡Retírate de mi vista, Satanás!», palabras similares a las que dice a Pedro que intenta disuadirle de la Pasión dolorosa (Mt 4, 10; Mt 14, 23). «Fuera de mi vista inicuos, nunca os he conocido», dirá el día del juicio a los que mueren sin la gracia de Dios. Esta fuerza refulge y retumba en la parábola de la cizaña. «El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles, que reunirán a todos los malvados y seductores del Reino y los echarán al horno del fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mt 13, 41). Análogamente, en la parábola de la red: «... ángeles vendrán y separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno del fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mt 13, 49). Asimismo terminan airadamente las parábolas de las diez vírgenes, de los talentos, de las ovejas y de los cabritos (Mt 25, 1ss.; 25, 14ss.; 25, 33ss.). En la parábola del siervo despiadado, el Señor «lleno de cólera» entrega a la justicia al siervo sin entrañas hasta que pague enteramente su deuda; igualmente, en la parábola del invitado no engalanado en el festín, manda: «Atadlo de pies y manos, tomadle y echadle fuera; allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mt 22, 13); en la parábola de los dos administradores, llega inopinadamente el Señor y manda descuartizar al siervo infiel y darle el merecido de los traidores (Lc 12, 46). En estas expresiones hay una vida fuerte, alejada de un blando sentimentalismo. Similares son las palabras dirigidas a los fariseos: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, porque exprimís las casas de las viudas y por pretexto hacéis larga oración; por eso lle-
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varéis juicio más grave [...] ¡Guías ciegos que coláis el mosquito y os tragáis el camello! [...] ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque limpiáis lo que está fuera de la copa y del plato, más interiormente estáis llenos de robo y de inmundicia» (Mt 23, 14, 24, 25). No es posible figurarse a Jesús en estas ocasiones más que con ojos llameantes y rostro encendido. Igual que cuando arroja a los mercaderes del Templo o cuando maldice la higuera, símbolo del pueblo infiel a las llamadas divinas. La fuerza y la ira de Jesús contrastan más aún con la dulzura habitual y manifiestan el amor a la verdad y la justicia, por encima de cualquier debilidad humana. Es la ira de Dios que se demuestra tantas veces en el Antiguo Testamento, así llamará a los fariseos raza de víboras, y a Herodes, zorro. Cuando se trata de dar testimonio de la verdad, desconoce el miedo y la vacilación. Un carácter luchador que en medio de la lucha no pierde la serenidad. Llama la atención su clarividencia viril, su impresionante lealtad, su sinceridad austera y, en un palabra, el carácter heroico de su personalidad. Esta fuerza y verdad es lo que atrae a los discípulos, su pureza interior, su sinceridad se revelan en su palabra cuando dice: «Si tu ojo te escandaliza, arráncalo» (Mt 18, 9); «... el que pierde su alma, la gana» (Mt 10, 29); «Nadie puede servir a dos señores» (Lc 16, 13). ¿Cómo se condujo Jesús con los hombres y las cosas de su tiempo? No se da en Él una tendencia a ser soñador, sino fuertemente racional, cosa que se hace patente en las discusiones con sus enemigos que le preparan cuestiones difíciles y capciosas. Sus respuestas son tan claras y contundentes que tienen que retirarse confundidos. Desbroza la religión de los añadidos humanos llevándola hasta sus mismas raíces, que están en el interior del corazón humano. Sus parábolas hacen revivir ante nosotros a los labradores, los pescadores, el traficante de perlas preciosas, el mayoral, el mercader, el jornalero, el constructor y el hortelano, abarcando desde la dueña de la casa y la pobre viuda hasta el juez, el general del ejército y el mismo rey. Tienen sus parábolas tal riqueza de matices describiendo la vida ordinaria que llegan tanto al intelectual como al hombre iletra-
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do. Jesús busca ilustrar las mentes de los que le escuchan para renovarlos por dentro apartando las tinieblas del error o de la ignorancia. Junto a esto destaca, en la teoría y en la práctica, su mandato nuevo que manifiesta en la Última Cena y en toda su vida. «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen» (Lc 6, 27; Mt 5, 44). Su amor a los hombres no le impide ver sus defectos, es más, los enuncia, pero ese amor le lleva a que desaparezcan esos pecados. Es lo que llamamos comprensión. Conoce toda la fragilidad y toda la flaqueza y aplica los remedios en su mejor modo: suave o fuerte según la necesidad. La compasión es uno de sus rasgos más incomparables, en su sentido más hondo de padecer con otro. No se contenta con examinar la miseria humana, la toma sobre sí, paga por las deudas de los demás. Llama hermanos a los más insignificantes, se adapta a las costumbres de todos, mientras que no ofendan a Dios. Su unión con los pobres y los oprimidos es patente. Demuestra con obras que no ha venido a ser servido, sino a servir. Quiere ser pobre con los pobres, despreciado con los despreciados, tentado con los tentados, crucificado con los que sufren y mueren. Los evangelistas lo advierten continuamente: «Tenía compasión del pueblo» (Mc 8, 2; Mt 9, 36; 14, 14; 15, 32; Lc 7, 13); «... tenía compasión de ellos porque eran ovejas sin pastor» (Mc 6, 34). Hay ocasiones en que su corazón parece tan sensible y dulce como pueda serlo el de una madre con su hijo enfermo, por ejemplo al salir de sus labios las parábolas del hijo pródigo, de la moneda perdida, del buen pastor y del buen samaritano. La desgracia que le conmueve es la de los enfermos y, sobre todo, la de los pecadores. No puede decir «no» cuando clama el dolor, ni cuando lo pide una mujer pagana, ni aunque parezca que no cumple el precepto del sábado, ni por miedo a que se escandalicen los piadosos por estar con publicanos y pecadores. Ni siquiera las torturas de la agonía le impiden decir al ladrón arrepentido «... hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Su amor a los hombres no tolera excepción alguna, y no tiene el menor matiz de preferencia para una clase determinada. Admite
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a los ricos, aunque les avise que su situación es más difícil que la de los pobres para alcanzar el Reino de los cielos, así ocurre con Simón el fariseo, con Nicodemo, con José de Arimatea, con Juana, mujer de Cusa, Susana y otras muchas «... que le servían de sus haciendas» (Lc 8, 3). Los Apóstoles no parecen pertenecer a las clases más bajas, sino a la clase media, como el mismo Jesús. La pobreza le conmueve por el sufrimiento que experimentan los que se encuentran en esa condición, y por el peligro de que pierdan la paciencia y se rebelen contra Dios. Peligro mayor en los ricos, que en la abundancia pueden olvidarse de Dios. El amor a los desgraciados es una necesidad íntima, un irreprimible movimiento interior, es la manifestación de la misericordia divina. El hecho de estar en contacto con las alturas divinas no le impide hacerse cargo de las necesidades pequeñas y cotidianas. ¿Y la alegría? Jesús se abre al regocijo humano. Incluso le critican por su naturalidad, come en cualquier casa, va a la fiesta de bodas, no deja ayunar a los discípulos mientras el esposo esté con ellos. Manifiesta su amor de predilección con uno de ellos que en la Última Cena recuesta su cabeza sobre su pecho. Su contemplación de la naturaleza es poética: evoca los lirios, los arbustos, la higuera, las viñas, los pájaros y raposas y la tempestad amenazadora. ¿Quién es este Jesús? ¿No parece que su humanidad se mueve en direcciones opuestas, por una parte, hacia lo alto, lo celestial, y por otra, a lo de abajo, a lo humano? La solución no se encuentra sólo en lo humano, se debe buscar también en lo divino. Es perfecto Dios y perfecto hombre, igual en todo a nosotros excepto el pecado. Igual en los sentidos externos e internos, en las emociones, en los sentimientos, en la voluntad, en la inteligencia, pero perfecto y unido a la divinidad de tal modo que sus acciones son humanas y divinas. Éste es Jesús. Cada gesto expresa la plenitud de la divinidad corporalmente, pero también expresa lo que es un hombre sin la deformación del pecado. Cuando los hombres decimos que algo es humano, muchas veces indicamos acciones pecaminosas. Jesús nos muestra lo que es genuinamente humano sin faltas ni recortes.
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Catecismo 471 El Hijo eterno asumió también un alma racional humana. 472 Esta alma humana que el Hijo de Dios asumió está dotada de un verdadero conocimiento humano. Como tal, éste no podía ser de por sí ilimitado: se desenvolvía en las condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo. Por eso el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar «en sabiduría, en estatura y en gracia» (Lc 2, 52) e igualmente adquirir aquello que en la condición humana se adquiere de manera experimental (cf. Mc 6, 38; 8, 27; Jn 11, 34; etc.). Eso correspondía a la realidad de su anonadamiento voluntario «tomando condición de esclavo» (Flp 2, 7). 473 Pero, al mismo tiempo, este conocimiento verdaderamente humano del Hijo de Dios expresaba la vida divina de su persona (cf. San Gregorio Magno, ep. 10,39: DS 475). «La naturaleza humana del Hijo de Dios, no por ella misma sino por su unión con el Verbo, conocía y manifestaba en ella todo lo que conviene a Dios» (San Máximo el Confesor, qu. dub. 66 ). Esto sucede ante todo en lo que se refiere al conocimiento íntimo e inmediato que el Hijo de Dios hecho hombre tiene de su Padre (cf. Mc 14, 36; Mt 11, 27; Jn 1, 18; 8, 55; etc.). El Hijo, en su conocimiento humano, demostraba también la penetración divina que tenía de los pensamientos secretos del corazón de los hombres (cf. Mc 2, 8; Jn 2, 25; 6, 61; etc.). 474 Debido a su unión con la Sabiduría divina en la persona del Verbo encarnado, el conocimiento humano de Cristo gozaba en plenitud de la ciencia de los designios eternos que había venido a revelar (cf. Mc 8, 31; 9, 31; 10, 33-34; 14, 18-20. 26-30). Lo que reconoce ignorar en este campo (cf. Mc 13, 32), declara en otro lugar no tener misión de revelarlo (cf. Hch 1, 7). 470 Puesto que en la unión misteriosa de la Encarnación «la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida» (Gau-
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dium et spes, 22, 2), la Iglesia ha llegado a confesar con el correr de los siglos, la plena realidad del alma humana, con sus operaciones de inteligencia y de voluntad, y del cuerpo humano de Cristo. Pero paralelamente, ha tenido que recordar en cada ocasión que la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella pertenece a «uno de la Trinidad». El Hijo de Dios comunica, pues, a su humanidad su propio modo personal de existir en la Trinidad. Así, en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cf. Jn 14, 9-10): «El Hijo de Dios [...] trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (Gaudium et spes, 22, 2).
Jesús tiene sentimientos como todos los humanos. Llora, ríe, siente alegría y gozo, temor, ira, cansancio, entusiasmo, angustia y amor. Tan es así que nos dice que le imitemos en ser mansos y humildes de corazón como Él, y san Pablo pone la meta del cristiano en tener los mismos sentimientos que Cristo tenía en su Corazón, que viene a ser la intimidad más profunda de su humanidad, como el punto de unión de lo corporal y lo espiritual según el modo de expresarse de los hebreos y de casi todas las culturas. 4. EL CORAZÓN DEL VERBO ENCARNADO Catecismo 478 Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: «El Hijo de Dios me
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amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), «es considerado como el principal indicador y símbolo [...] del amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres» (Pío XII, Enc. Haurietis aquas: DS 3924; cf. DS 3812).
Capítulo II
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Catecismo 469 La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero hombre. Él es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor: «“1. Creo [...] en Jesucristo, su único Hijo (= de Dios Padre), nuestro Señor; que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y nació de Santa María Virgen”. El ciclo de catequesis sobre Jesucristo, que desarrollamos aquí, hace referencia constante a la verdad expresada en las palabras del Símbolo Apostólico que acabamos de citar. Nos presentan a Cristo como verdadero Dios (Hijo del Padre) y, al mismo tiempo, como verdadero Hombre, Hijo de María Virgen. Las catequesis anteriores nos han permitido y acercarnos a esta verdad fundamental de la fe. Ahora, sin embargo, debemos tratar de profundizar su contenido esencial: debemos preguntarnos qué significa “verdadero Dios y verdadero Hombre”. Es esta una realidad que se desvela ante los ojos de nuestra fe mediante la autorrevelación de Dios en Jesucristo. Y dado que ésta (como cualquier otra verdad revelada) sólo se puede acoger rectamente mediante la fe, entra aquí en juego el “rationabile obsequium fidei” el obsequio razonable de la fe. Las próximas catequesis, centradas en el misterio del Dios-Hombre, quieren favorecer una fe así. 2. Ya anteriormente hemos puesto de relieve que Jesucristo hablaba a menudo de sí, utilizando el apelativo de “Hijo del hom-
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bre” (Cf. Mt 16, 28; Mc 2, 28). Dicho título estaba vinculado a la tradición mesiánica del Antiguo Testamento, y al mismo tiempo, respondía a aquella “pedagogía de la fe”, a la que Jesús recurría voluntariamente. En efecto, deseaba que sus discípulos y los que le escuchaban llegasen por sí solos al descubrimiento de que “el Hijo del hombre” era al mismo tiempo el verdadero Hijo de Dios. De ello tenemos una demostración muy significativa en la profesión de Simón Pedro, hecha en los alrededores de Cesarea de Filipo, a la que nos hemos referido en las catequesis anteriores. Jesús provoca a los Apóstoles con preguntas, y cuando Pedro llega al reconocimiento explícito de su identidad divina, confirma su testimonio llamándolo “bienaventurado tú, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado sino mi Padre” (Cf. Mt 16, 17). Es el Padre, el que da testimonio del Hijo, porque sólo Él conoce al Hijo (Cf. Mt 11, 27). 3. Sin embargo, a pesar de la discreción con que Jesús actuaba aplicando ese principio pedagógico de que se ha hablado, la verdad de su filiación divina se iba haciendo cada vez más patente, debido a lo que Él decía y especialmente a lo que hacía. Pero si para unos esto constituía objeto de fe, para otros era causa de contradicción y de acusación. Esto se manifestó de forma definitiva durante el proceso ante el Sanedrín. Narra el Evangelio de Marcos: “El Pontífice le preguntó y dijo: ‘¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?’. Jesús dijo: ‘Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo’” (Mc 14, 61-62). En el Evangelio de Lucas la pregunta se formula así: ‘Luego, ¿eres tú el Hijo de Dios?’. Díjoles: ‘Vosotros lo decís, yo soy’” (Lc 22, 70). 4. La reacción de los presentes es concorde: “Ha blasfemado [...] Acabáis de oír la blasfemia [...] Reo es de muerte” (Mt 26, 6566). Esta exclamación es, por decirlo así, fruto de una interpretación material de la ley antigua. Efectivamente, leemos en el Libro del Levítico: “Quien blasfemare el nombre de Yahvé será castigado con la muerte; toda la asamblea lo lapidará” (Lev 24, 16). Jesús de Nazaret, que ante los representantes oficiales del Antiguo Testamento declara ser el verdadero Hijo de Dios, pronuncia (según la convicción de ellos) una blasfemia. Por eso “reo es de muerte”, y la condena se ejecu-
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ta, si bien no con la lapidación según la disciplina veterotestamentaria, sino con la crucifixión, de acuerdo con la legislación romana. Llamarse a sí mismo “Hijo de Dios” quería decir “hacerse Dios” (Cf. Jn 10, 33), lo que suscitaba una protesta radical por parte de los custodios del monoteísmo del Antiguo Testamento. 5. Lo que al final se llevó a cabo en el proceso intentado contra Jesús, en realidad había sido ya antes objeto de amenaza, como refieren los Evangelios, particularmente el de Juan. Leemos en él repetidas veces que los que lo escuchaban querían apedrear a Jesús, cuando lo que oían de su boca les parecía una blasfemia. Descubrieron una tal blasfemia, por ejemplo, en sus palabras sobre el tema del Buen Pastor (Cf. Jn 10, 27.29), y en la conclusión a la que llegó en esa circunstancia: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30). La narración evangélica prosigue así: “De nuevo los judíos trajeron piedras para apedrearle. Jesús les respondió: ‘Muchas obras os he mostrado de parte de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis?’. Respondiéronle los judíos: ‘Por ninguna obra buena te apedreamos, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios’” (Jn 10, 31-33). 6. Análoga fue la reacción a estas otras palabras de Jesús: “Antes que Abrahán naciese, era yo” (Jn 8, 58). También aquí Jesús se halló ante una pregunta y una acusación idéntica: “¿Quién pretendes ser?” (Jn 8; 53), y la respuesta a tal pregunta tuvo como consecuencia la amenaza de lapidación (Cf. Jn 8, 59). Está, pues, claro que, si bien Jesús hablaba de sí mismo sobre todo como del “Hijo del hombre”, sin embargo todo el conjunto de lo que hacía y enseñaba daba testimonio de que Él era el Hijo de Dios en el sentido literal de la palabra: es decir, que era una sola cosa con el Padre, y por tanto: también Él era Dios, como el Padre. Del contenido unívoco de este testimonio es prueba tanto el hecho de que Él fue reconocido y escuchado por unos: “muchos creyeron en Él”: (Cf. por ejemplo Jn 8, 30); como, todavía más, el hecho de que halló en otros una oposición radical, más aún, la acusación de blasfemia con la disposición a infligirle la pena prevista para los blasfemos en la Ley del Antiguo Testamento. 7. Entre las afirmaciones de Cristo relativas a este tema, resulta especialmente significativa la expresión: ‘YO SOY’. El contexto
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en el que viene pronunciada indica que Jesús recuerda aquí la respuesta dada por Dios mismo a Moisés, cuando le dirige la pregunta sobre su Nombre: “Yo soy el que soy [...] Así responderás a los hijos de Israel: Yo soy me manda a vosotros” (Ex 3, 14). Ahora bien, Cristo se sirve de la misma expresión “Yo soy” en contextos muy significativos. Aquel del que se ha hablado, concerniente a Abrahán: “Antes que Abrahán naciese, ERA YO”; pero no sólo ése. Así, por ejemplo: “Si no creyereis que YO SOY, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8, 24), y también: “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que YO SOY” (Jn 8, 28), y asimismo: “Desde ahora os lo digo, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que YO SOY” (Jn 13, 19). Este “Yo soy” se halla también en otros lugares de los Evangelios sinópticos (por ejemplo, Mt 28, 20; Lc 24, 39); pero en las afirmaciones que hemos citado el uso del Nombre de Dios, propio del Libro del Éxodo, aparece particularmente límpido y firme. Cristo habla de su “elevación” pascual mediante la cruz y la sucesiva resurrección: “Entonces conoceréis que YO SOY”. Lo que quiere decir: entonces se manifestará claramente que yo soy aquel al que compete el Nombre de Dios. Por ello, con dicha expresión Jesús indica que es el verdadero Dios. Y aun antes de su pasión Él ruega al Padre así: “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío” (Jn 17, 10), que es otra manera de afirmar: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30). Ante Cristo, Verbo de Dios encarnado, unámonos también nosotros a Pedro y repitamos con la misma elevación de fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16)» (Juan Pablo II, 26-VIII-1987).
Sobre la divinidad de Jesús vamos a recoger lo que dicen las Escrituras, especialmente desde el punto de vista de Cristo: lo que Él dijo de sí mismo. 1. EL TESTIMONIO DE CRISTO EN TORNO A SU MESIANISMO 1. Y FILIACIÓN DIVINA El nombre de Cristo significa Ungido. En el Antiguo Testamento se ungía a los reyes (2 R 9, 12), a los profetas (1 R 19, 16) y a los sacerdotes (Ex 29, 7).
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Se espera a quien es el Ungido por antonomasia y se le atribuye la triple dignidad de rey, profeta y sacerdote. 1. El testimonio de Jesús La afirmación de que Jesús tuvo conciencia de ser el Mesías. Jesús manifestó publicamente que Él era el Mesías esperado. a) Ante los discípulos del Bautista: Lc 7, 18-23, Mt 11, 1-6, en que se remite a Is 35, 6. b) En el momento solemne de la declaración a Caifás: Mt 26, 64, Mc 14, 61, en que cita el Sal 109, 1 y Dn 7, 13. 2. Jesús acepta títulos mesiánicos a) Ante la samaritana: Jn 4, 25-27: «... Jesús le respondió: “YO SOY”». b) Ante la confesión de Pedro: Mt 16-16, Mc 8-29, Lc 9, 20: «... Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios». 3. Jesús se da a sí mismo el título de Mesías a) Por propia iniciativa: Mt 23-10: «... porque vuestro Maestro es uno solo: Cristo». b) Por contraposición frente a los falsos mesías: Mt 24-23: «Si alguno os dijera que el Cristo está aquí o allí no lo creáis...». c) Desde el comienzo de su vida pública, Jesús actúa como el Mesías. Mc 1, 15: «El tiempo se ha cumplido y está cerca el Reino de Dios; haced penitencia y creed en el evangelio». Jesús actúa aquí como el Mesías prometido. En la manifestación de su divinidad y de su mesianismo siguió la pedagogía de manifestarlo poco a poco para evitar falsas interpretaciones, de modo especial para evitar que le confundieran con un libertador político y nacionalista frente a la dominación del Imperio romano. Este versículo 15 está relaciona-
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do con el versículo 1: «Comienzo del Evangelio de Jeucristo, Hijo de Dios...», en que se nos muestra la Filiación divina del Mesías. El Reino de Dios en Marcos se identifica con el Mesías. 4. Jesús es denominado Mesías por los primeros discípulos: la vocación de éstos es muestra de ello Jn 1, 41: «Hemos encontrado al Mesías»; son las palabras de Andrés a Simón. Jn 1, 45: «Hemos encontrado a Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los Profetas: Jesús de Nazareth, el hijo de José»; son las palabras de Felipe a Natanael. Jn 1, 49: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel»; son las palabras de Natanael a Jesús. Jn 3, 2: «Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro...»; es la charla con Nicodemo y lo dice por los prodigios que ve hacer a Jesús. Jn 4, 25: «Le respondió Jesús y le dijo: “YO SOY”, el que habla contigo»; en el diálogo con la mujer samaritana. 5. Jesús quiso ser reconocido como Mesías en el sentido de los profetas Lc 4, 16-21: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido [...] Hoy se ha cumplido esta escritura»; explicación de la Escritura en la sinagoga de Nazareth y cita a Is 61, 1-2. Jn 5, 46: «Si creyeseis a Moisés, tal vez me creeríais a mí, pues él escribió de mí...»; Jesús afirma que su venida ya está anunciada por Moisés. Mt 11, 3-6: «Id y anunciad a Juan lo que estáis viendo y oyendo...»; Jesús responde a los discípulos del Bautista diciendo que es Él el profeta que ha de venir y cita a Is 35, 6; 61, 1. Mt 26, 64: «Te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios. Jesús le respondió: Tú lo has dicho. Además os digo que en adelante veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo»; son las palabras de Jesús en el interrogatorio ante Caifás y cita a Dn 7, 13.
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Mt 26, 31: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño»; cita a Za 13, 7. Mt 21, 41-46: «La piedra que rechazaron los constructores, ésta ha llegado a ser la piedra angular», dice Jesús, aplicándose a sí mismo la profecía de Is 28, 16. 2. EL TESTIMONIO DE CRISTO EN TORNO A SU DIVINIDAD ¿Cuál es el testimonio que da Jesús de sí mísmo sobre esta realidad tan extraordinaria? 1. Jesús se asigna atributos y poderes divinos Mt 12-42: «... ved que aquí hay algo más que Jonás [...] ved que aquí hay algo más que Salomón...»; Jonás y Salomón son las figuras de Jesús. Ese «algo más» en realidad es infinitamente más, pero Jesús en este lugar prefiere suavizar esa diferencia entre Él y cualquier personaje, por muy importante que fuera, del Antiguo Testamento. Mt 12, 6: «Os digo que aquí está el que es mayor que el Templo...». Mt 12, 1-3: «Porque el Hijo del Hombre es señor del sábado». Jesús se atribuye una potestad legislativa superior a Moisés y los profetas: Mt 5, 22 y ss: «Pero Yo os digo...»; Jesús expresa que su autoridad está por encima de la de Moisés y los profetas: Él tiene autoridad divina. Ningún hombre puede hablar con esa autoridad; Él es el supremo legislador como se ve en todo el sermón del monte. 2. Tiene poder para perdonar los pecados: en ningún momento dice que este poder sea delegado. Mt 9, 6: «Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados —dijo al paralítico—: “Levántate
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toma tu camilla...”»; Jesús al curar al paralítico con sólo su palabra, les hace ver a los judios que tiene la potestad para curar los efectos del pecado —según ellos creían—, y que tiene poder para curar la causa del pecado; por consiguiente, tiene potestad divina. Lc 7, 48-50: «... Tus pecados quedan perdonados». En casa de Simón, el fariseo, nos muestra Jesús su divinidad al perdonar los pecados de la mujer pecadora ya que el poder de perdonar los pecados sólo le compete a Dios. Jn 8, 11: «Dijo Jesús: “Tampoco Yo te condeno; vete y desde ahora no peques más”». En el pasaje joánico de la mujer adúltera se nos muestra la misericordia divina, característica en el Antiguo Testamento: Os 6, 6, Ex 22, 22, Dt 10, 18, Sal 9, 14, que se apropia a sí Nuestro Señor. 3. Comunica ese poder a los discípulos Jn 20, 23: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados...»; Jesús confiere ese poder porque tiene la potestad para ello por ser igual al Padre: Jn 20, 21: «... Como el Padre me envió así os envío yo». 4. Tiene el poder de juzgar a los hombres Mt 13, 41: «El Hijo del hombre enviará a sus ángeles y apartarán de su Reino...»; es la explicación de la parábola de la cizaña en que el Hijo del hombre, Jesucristo, constituido Juez de vivos y muertos separará los buenos de los malos en el Juicio Final. 5. Jesús exije para sí mismo el mayor amor del mundo: se constituye en centro del corazón del hombre Mt 10, 37: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí...». 6. Nunca pone su filiación al Padre en igualdad con la filiación de los demás hombres: así, por ejemplo, nunca utiliza la palabra Nuestro Padre, siempre utiliza Mi Padre y vuestro Padre.
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Jn 20, 17: «Jesús le dijo: “Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”»; es la conversación en la aparición a María Magdalena. 7. Es el único que conoce al Padre Mt 11, 25-30: «... y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo». Es una acción de gracias de Jesús y revela la identidad de conocimiento del Padre y del Hijo; esta identidad de conocimiento implica la unidad de naturaleza, es decir, Jesús es Dios como el Padre: a) el conocimiento del Hijo es tan misterioso como el conocimiento del Padre; b) el conocimiento del Padre está reservado al Hijo: sólo Él penetra en la interioridad del Padre. El conocimiento del Padre y del Hijo necesita ser revelado porque trasciende todo conocimiento; c) el Hijo está en la intimidad del Padre: existe un plano de igualdad entre el Padre y el Hijo. 8. Jesús dice de sí mísmo que es Hijo de Dios Jn 7, 17-25: «... llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios [...] el Hijo no puede hacer nada por sí mísmo sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo». 9. Jesús afirma su preexistencia a la vida terrena Jn 3, 13: «Pues nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre»; es la conversación con Nicodemo en que Jesús muestra su divinidad. Jn 6, 32: «... no os dio Moisés el pan del cielo, sino que mi Padre os da el verdadero pan del Cielo. Pues el pan de Dios es el que ha bajado del Cielo y da la vida al mundo»; es el discurso del Pan de Vida.
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10. Jesús es el que ve al Padre Jn 3, 11: «... damos testimonio de lo que hemos visto»; Jesús ratifica sus palabras, ante la perplejidad de Nicodemo, y explica que habla de las cosas del Cielo porque procede del Cielo. Jn 6, 46: «... aquel que procede de Dios, ése ha visto al Padre»; Jesús es el que nos revela al Padre porque es el único que le ha visto y ha venido para revelárnoslo. Jn 8, 38: «Yo hablo lo que he visto en mi Padre». 11. Jesús afirma su igualdad con Dios Jn 17, 21: «... que todos sean uno; como Tú Padre en mí y yo en Ti»; es la oración sacerdotal de Jesús. 3. LOS MILAGROS Y LAS PROFECÍAS «Él (Cristo) con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros [...] lleva a su plenitud toda la revelación y la confirma con el testimonio divino» (Dei Verbum, 4). 1. Jesús muestra que es Dios por sus palabras (profecías) 1. y obras (milagros) Jn 5, 36: «... las mismas obras que Yo hago, dan testimonio de Mí». 2. Los milagros acreditan la misión divina de Jesús Mt 11, 2-6: «Id y anunciad a Juan lo que estáis viendo y oyendo». Los milagros narrados (cc. 8-9) muestran que Jesús es el Mesías esperado; al tiempo que evidencian su diferencia con los doctores de la Ley: Mc 3, 1-6: curación del hombre de la mano seca. 3. Muestran la soberanía de Jesús respecto a a) La naturaleza: milagro de la tempestad calmada. Mc 4, 39: «Y levantándose increpó al viento y dijo al mar: “¡calla, enmudece!”»; Mt 14, 22-31: Jesús camina sobre las aguas.
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b) La enfermedad: curación de un leproso, Mc 1, 41: «Quiero, quedar limpio»; curación de un paralítico, Mc 2, 11: «A ti te digo: “Levántate, toma tu camilla y vete...”»; curación del ciego Bartimeo, Mc 10, 52: «Anda, tu fe te ha salvado...». c) La muerte: resurrección de Lázaro, Jn 11, 1-45. 4. Las profecías dan testimonio de Jesús Jn 5, 46: «... si creyeseis a Moisés, tal vez me creeríais a mí, pues él escribió de mí»; Lc 4, 16-21: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír»; en que Jesús se apropia de Is 61, 1-2. a) Jesús exhorta a los judíos a investigar las Escrituras: las cuales dan testimonio de Él: Jn 5, 39: «Escudriñad las Escrituras [...] ellas son las que dan testimonio de mí». b) Los Apóstoles toman como punto de partida de su predicación el Antiguo Testamento: Hch 3, 18: «Pero Dios cumplió así lo que anunció de antemano por boca de todos los profetas...»; en Hch 2, 17 se apropian de lo dicho por Joel 2, 28-32. c) Jesús no rechazó ninguno de los atributos que el Antiguo Testamento asignaba al Mesías, antes bien, se apropiaba de las profecías: en Lc 4, 16 se cita a Is 61, 2; en Mt 26, 64 cita a Dn 7, 13, en Mt 26, 31 cita a Za 13, 7. 4. SU UNIÓN CON EL PADRE Jesús de Nazareth afirma poseer una relación singular con su Padre celestial: 1. Es su Hijo amado: Mc 12, 6: «Todavía le quedaba uno, su hijo amado...»: en la parábola de los viñadores homicidas la expresión «hijo amado» es la que el Padre mismo en el Bautismo (1, 11) y en la Transfiguración (9, 7) había designado a Cristo, indicando la divinidad de Jesús. 2. Se muestra igual al Padre en su ser, conocer y obrar; esta característica es muy destacada por el evangelio de Juan: 1, 17-18; 3,
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17-36: «El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos»; 5, 24-36. Esta unión se manifiesta plenamente en la oración sacerdotal de Jesús: Jn 17: «Ahora Padre glorifícame Tú a tu lado con la gloria que tuve junto a Ti antes de que el mundo existiera [...] que todos sean uno, como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado...». 5. LA DIVINIDAD DE JESUCRISTO En los sinópticos se nos muestra con claridad la divinidad de Jesús: 1. Es el Emmanuel-Dios con nosotros: Mt 1, 23: «... darás a luz un hijo, a quien llamarán Emmanuel, que significa Dios con nosotros». Jesús es el Dios con nosotros preanunciado en Is 7, 14. 2. Tiene el poder divino de perdonar los pecados: Mt 9, 6: «Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados...». Los judíos dicen: sólo Dios tiene poder para perdonar los pecados; luego está usurpando a Dios un poder que le es exclusivo. 3. Es reconocido como Hijo de Dios: Mt 14, 33: «Verdaderamente eres Hijo de Dios», por los discípulos; Mt 16, 16: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», por Pedro; Mc 1, 1-24: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios...», por Marcos, por el Padre, por Juan Bautista, por los endemoniados. Mc 15, 39: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios», por el centurión romano que le vio morir. 4. Jesús afirma no sólo que es hijo de David, sino que es Señor y Dios: Lc 20, 41: «¿Cómo dicen que el Cristo es Hijo de David?»; cita las palabras del Salmo 110. La divinidad de Jesucristo se manifiesta, con especial fuerza, en el evangelio según san Juan: 1. En el Prólogo se afirma que el Verbo es Dios, que es consubstancial con el Padre, que es Unigénito de Dios: Jn 1, 1-18. La
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palabra Unigénito expresa apropiadamente la generación eterna y única del Verbo por el Padre. 2. Expresa la identidad de naturaleza entre el Padre y Él: Jn 10, 30: «Yo y el Padre somos uno». Jesús revela su unidad sustancial con el Padre en cuanto a su esencia o naturaleza divina, pero al mismo tiempo manifiesta la distinción personal entre el Padre y el Hijo. 3. Si le conociéramos a Él, conoceríamos al Padre: Jn 8, 19: «¡Si me conociérais a mí conoceríais también al Padre!». Jesús es la manifestación visible del Dios invisible, la revelación máxima y definitiva de Dios a los hombres; Jn 14, 9: «... el que me ha visto a mí ha visto al Padre». 4. El Padre está en Él y Él en el Padre: Jn 10, 34-39: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago creed en las obras para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre». 5. Dios es Padre suyo de manera diferente a como es en los demás hombres: Jn 20, 17: «... pero ve a mis hermanos y diles: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”»; es el diálogo con María Magdalena después de resucitado. 6. Es el enviado del Padre: Jn 5, 31-40; 6, 46-69. Esta misión está atestiguada por cuatro testimonios: el de Juan Bautista (Jn 1, 34); el de las obras de Jesús: milagros (Mc 1, 14-6,6); el del Padre (Jn 1, 31-34; Mt 17, 1-8; Jn 12, 28-30), y el del Antiguo Testamento (Dt 4, 12; 18, 18; Is 7, 14; Jr 23, 5). 7. En su Humanidad Santísima se manifiesta la gloria de Dios: Jn 1, 14: «... y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre». Los Apóstoles vieron la gloria de la divinidad a través de su Humanidad, pues se manifestó en la Transfiguración (Lc 9, 3235), en los milagros (Jn 2, 11) y, especialmente, en la Resurrección (Jn 20, 1). El evangelista habla con solemnidad en primera persona del plural, pues se cuenta entre los testigos que presenciaron la vida de Cristo y, en particular, su Transfiguración y la gloria de la Resurrección. 8. El que le ve a Él ve también al Padre: Jn 14, 8-11: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre [...] El Padre que está en mí, rea-
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liza sus obras». La visión a que se refiere Jesucristo en este pasaje es una visión de fe, puesto que a Dios nadie le ha visto jamás (Jn 1, 18), pero la manifestación suprema de Dios la tenemos en Cristo Jesús, el Hijo de Dios enviado a los hombres. 9. Es el que nos da el Espíritu Santo: Jn 16, 13; 14, 26: «... pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre». El Espíritu es el que lleva a la plena comprensión la verdad revelada por Cristo. 6. EL TESTIMONIO DE LA RESURRECCIÓN La Resurrección de Nuestro Señor atestigua de modo definitivo y permanente que Dios acredita la misión divina de Jesucristo y que Jesús es el enviado del Padre. Profecías de Jesús sobre su resurrección Mt 12, 39: «De la misma manera que Jonás estuvo [...] así también el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el seno de la tierra». En este versículo, Jesucristo muestra que su Resurrección gloriosa es la señal por excelencia, la prueba decisiva del carácter divino de su Persona, de su misión y de su doctrina. Jn 2, 19: «Destruid este Templo y en tres días lo levantaré». Jn 2, 19-22: «Cuando resucitó de entre los muertos, recordaron sus discípulos que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había pronunciado Jesús». Cf. también Lc 24, 6-8, Mt 12, 40.
Capítulo III
Verdadero Dios y verdadero hombre
DIOS HECHO HOMBRE. LA ENCARNACIÓN La explicación teológica del misterio de Cristo duró varios siglos. Es lógico que sea así pues es un caso único: Alguien que es Dios y hombre al mismo tiempo siendo un único yo. Las herejías sirvieron para aguzar el ingenio de los teólogos y del Magisterio, que asistidos por el Espíritu Santo aclararon intelectualmente la realidad de Jesús. Se puede decir que se barajaron todas las posibilidades de explicación. Las controversias cristológicas duraron casi tres siglos y son una fuente de luz en que se coordinan la fe y la razón. Vale la pena observar el desarrollo de las herejías y de la fe viva de la Iglesia para captar mejor los contraluces. 1. Los docetas gnósticos Algunos estaban tan firmemente adheridos a la divinidad de Cristo y al sentido trascendente de la divinidad que les parecía imposible que Cristo fuese verdadero hombre. Negaban la Encarnación. Les costaba aceptar que Cristo tuviese verdadero cuerpo y verdadera alma humana unidos a su divinidad. Y negaron su humanidad diciendo que era aparente. La fe de la Iglesia fue clara en afirmar que el cuerpo de Cristo no fue aparente sino real, pues si no no hubiese sido real la Encarnación. Otros negaron la humanidad de Jesús al aceptar el gnosticismo que es una racionalización religiosa.
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2. Arrianismo Este nombre viene del presbítero Arrio. Al intentar explicar el misterio de Cristo llega a la conclusión opuesta a la de los docetas. Dice que el Verbo es un demiurgo del Padre, es decir, un ser divino, pero creado por el Padre, por tanto, no era Dios. Utilizó la filosofía platónica con poco acierto. Afirma que en lugar de alma humana Cristo tiene la presencia de ese demiurgo que llama Logos. Por una parte, ese Logos lo interpreta en sentido platónico como un ser intermedio entre Dios y el mundo y, por otra, lo coloca como lo fundamental de Jesús. Consecuencia de esta doctrina es que Cristo no es Dios, es sólo un demiurgo —un ser inferior a Dios y superior al mundo— dando vida a un cuerpo. Y tampoco es hombre porque le falta el alma humana. Apolinar matiza más y dice que sí tenía alma humana, pero la mente la ocupaba el demiurgo. El concilio de Nicea declara con claridad que Cristo es consubstancial con el Padre, es decir, es de la misma Naturaleza del Padre, porque el Hijo es la Segunda persona de la Santísima Trinidad y es Él quien se encarna en el hombre Jesús. 3. Nestorianismo Este nombre proviene del Patriarca de Constantinopla que se llamaba Nestorio. Éste afirma la divinidad de Cristo y su humanidad, pero las ve tan separadas que, de hecho, la divinidad está en la humanidad como en un templo. La unión es solamente moral. Se detectó su error, sobre todo, cuando negó que María era Madre de Dios, y decía que era sólo Madre de Cristo. Así se niega la Encarnación y se puede negar más adelante tanto la divinidad como la humanidad. La dificultad le viene de pensar que todo hombre es siempre persona humana y el Verbo es Persona divina. No sabe ver que la unidad de Cristo se da en la Persona divina y no tiene persona humana, aunque sea perfecto hombre. La dificultad viene de captar la radical unidad en Cristo. Más adelante se encontró el concepto de persona o hipóstasis que ayudó a explicar el caso único de Jesús. El Concilio de Éfeso aclaró la cuestión pues llama a la San-
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tísima Virgen Madre de Dios, no de la divinidad, porque la maternidad hace referencia a la persona. 4. Monofisismo El nombre viene de «una sola naturaleza». Los opositores de Nestorio defendieron con tanta fuerza la unidad de Cristo que, sin llegar al avance posterior de la noción de persona distinta de naturaleza, llegaron a afirmar que en Cristo sólo se daba la naturaleza divina que absorbía la humana, que de este modo desaparecía. El Concilio de Calcedonia aclaró la cuestión afirmando que en Cristo existen dos naturalezas, la divina y la humana, y una sola persona, la divina. La noción de naturaleza responde a la pregunta ¿qué es?, y la de persona a la de ¿quién es? Ambas tienen explicaciones filosóficas bien precisas que permiten distinguirlas con precisión. Cristo es también consubstancial con nosotros los hombres 5. Monoteletas Son una derivación de los monofisitas, que no pueden ver en Cristo dos voluntades —la humana y la divina— según la realidad de las dos naturalezas que se dan en el Señor. Por tanto, negaron la humana. El Concilio II de Constantinopla cerró la cuestión en cuanto a las herejías. Aunque la dejó abierta para profundizar en la figura de Nuestro Señor Jesucristo. Catecismo 464 El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Él se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que la falseaban.
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465 Las primeras herejías negaron menos la divinidad de Jesucristo que su humanidad verdadera (docetismo gnóstico). Desde la época apostólica la fe cristiana insistió en la verdadera encarnación del Hijo de Dios, «venido en la carne» (cf. 1 Jn 4, 2-3; 2 Jn 7). Pero desde el siglo III, la Iglesia tuvo que afirmar frente a Pablo de Samosata, en un concilio reunido en Antioquía, que Jesucristo es hijo de Dios por naturaleza y no por adopción. El I Concilio ecuménico de Nicea, en el año 325, confesó en su Credo que el Hijo de Dios es «engendrado, no creado, de la misma substancia [‘homoousios’] que el Padre» y condenó a Arrio que afirmaba que «el Hijo de Dios salió de la nada» (DS 130) y que sería «de una substancia distinta de la del Padre» (DS 126). 466 La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. Frente a ella San Cirilo de Alejandría y el III Concilio ecuménico reunido en Éfeso, en el año 431, confesaron que «el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre» (DS 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el Concilio de Éfeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno: «Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne» (DS 251). 467 Los monofisitas afirmaban que la naturaleza humana había dejado de existir como tal en Cristo al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios. Enfrentado a esta herejía, el IV Concilio ecuménico, en Calcedonia, confesó en el año 451:
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«Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consustancial con el Padre según la divinidad, y consustancial con nosotros según la humanidad, “en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona» (DS 301-302).
468 Después del Concilio de Calcedonia, algunos concibieron la naturaleza humana de Cristo como una especie de sujeto personal. Contra éstos, el V Concilio ecuménico, en Constantinopla el año 553, confesó a propósito de Cristo: «No hay más que una sola hipóstasis [o persona], que es nuestro Señor Jesucristo, uno de la Trinidad» (DS 424). Por tanto, todo en la humanidad de Jesucristo debe ser atribuído a su persona divina como a su propio sujeto (cf. Concilio de Éfeso: DS 255), no solamente los milagros sino también los sufrimientos (cf. DS 424) y la misma muerte: «El que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de la gloria y uno de la santísima Trinidad» (DS 432). 469 La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero hombre. Él es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor: «Id quod fuit remansit et quod non fuit assumpsit» («Permaneció en lo que era y asumió lo que no era»), canta la liturgia ro-
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mana (LH, antífona de laudes del primero de enero; cf. San León Magno, serm. 21, 2-3). Y la liturgia de San Juan Crisóstomo proclama y canta: «¡Oh Hijo Único y Verbo de Dios, siendo inmortal te has dignado por nuestra salvación encarnarte en la santa Madre de Dios, y siempre Virgen María, sin mutación te has hecho hombre, y has sido crucificado. Oh Cristo Dios, que por tu muerte has aplastado la muerte, que eres Uno de la Santa Trinidad, glorificado con el Padre y el Santo Espíritu, sálvanos! (Tropario «O monoghenis»).
Capítulo IV
Cómo es hombre el hijo de Dios
Catecismo 470 Puesto que en la unión misteriosa de la Encarnación «la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida» (Gaudium et spes, 22, 2), la Iglesia ha llegado a confesar con el correr de los siglos, la plena realidad del alma humana, con sus operaciones de inteligencia y de voluntad, y del cuerpo humano de Cristo. Pero paralelamente, ha tenido que recordar en cada ocasión que la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella pertenece a «uno de la Trinidad». El Hijo de Dios comunica, pues, a su humanidad su propio modo personal de existir en la Trinidad. Así, en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cf. Jn 14, 9-10): «El Hijo de Dios [...] trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (Gaudium et spes 22, 2).
Resumen 479 En el momento establecido por Dios, el Hijo único del Padre, la Palabra eterna, es decir, el Verbo e Imagen subs-
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tancial del Padre, se hizo carne: sin perder la naturaleza divina asumió la naturaleza humana. 480 Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre en la unidad de su Persona divina; por esta razón él es el único Mediador entre Dios y los hombres. 481 Jesucristo posee dos naturalezas, la divina y la humana, no confundidas, sino unidas en la única Persona del Hijo de Dios. 482 Cristo, siendo verdadero Dios y verdadero hombre, tiene una inteligencia y una voluntad humanas, perfectamente de acuerdo y sometidas a su inteligencia y a su voluntad divinas que tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo. 483 La encarnación es, pues, el misterio de la admirable unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única Persona del Verbo. 1. DOCTRINA DE LA IGLESIA SOBRE JESUCRISTO Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre [...], por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María Virgen y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad; completamente uno no por confusión de la sustancia, sino por unidad de la persona. (Pablo VI, Credo del pueblo de Dios, 111) En todos los símbolos de la fe, la Iglesia ha manifestado invariablemente su doctrina sobre Jesucristo: verdadero Dios y verdadero Hombre. La fe cristiana encierra esta doble afirmación. Podemos resumir la doctrina de la Iglesia en las siguientes afirmaciones:
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— Se hizo hombre la segunda Persona de la Santísima Trinidad, que es el Hijo, para redimirnos del pecado y darnos la vida eterna; — al hacerse hombre se encarnó, es decir tomó nuestra carne. Además de cuerpo, tiene, como todo hombre, un alma espiritual e inmortal. A este cuerpo y alma se unió la segunda Persona divina para formar a Jesucristo. — Hay, por tanto, en Jesucristo dos naturalezas: una divina porque es Dios y otra humana porque es hombre. — En Jesucristo hay una sola persona, que es divina y es la segunda de la Santísima Trinidad. — Jesucristo, en cuanto hombre, es igual que nosotros, menos en el pecado, que Él no tuvo ni pudo tener. — Jesucristo, durante los últimos años de su vida, enseñó públicamente su doctrina, la practicó con sus obras y la confirmó con sus milagros; — nos salvó o redimió ofreciendo el sacrificio de su vida en la cruz por todos los hombres, para obtener el perdón de nuestros pecados y devolvernos la gracia y la amistad de Dios. — Jesucristo, que murió verdaderamente y fue puesto en un sepulcro, para mostrar su divinidad resucitó por su propio poder al tercer día, como lo había anunciado, saliendo glorioso del sepulcro para no morir ya nunca más; — la resurrección de Cristo es una verdad fundamental de nuestra fe y la garantía de nuestra propia resurrección. 2. HEREJÍAS SOBRE CRISTO Sobre Jesucristo es posible una mala interpretación, que lleve al error y a la herejía. Así sucedió en los primeros siglos de la Iglesia, hasta que se fue precisando en los concilios el contenido del misterio de Dios-hombre. Los errores suelen provenir de dos fuentes, o bien por percibir un aspecto parcial y olvidarse del conjunto, o bien por no poseer una precisión filosófica suficiente que permita distin-
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guir y avanzar en el conocimiento de la verdad. Las principales herejías son las siguientes: 1. Los que niegan su divinidad a) En la Antigüedad, con diversos matices, hubo quienes negaron la divinidad de Cristo. Sobre todos destaca el arrianismo. Éste no admite que Cristo sea consubstancial con el Padre, sino que afirma fue creado como un ser intermedio a través del cual se realiza la creación y la redención. Cristo es, por tanto, inferior al Padre. b) Modernamente han negado la divinidad de Jesucristo aquellos que niegan todo lo sobrenatural. Afirman que Cristo es sólo un hombre. Para unos es un hombre excepcional, con una gran fe, por la que tuvo un singular conocimiento de Dios, debido al cual fue Redentor del mundo. Para otros fue un hombre idealizado por la piedad de los primeros cristianos y divinizado por influencia de ideas paganas. 2. Los que niegan su humanidad A finales del siglo II y comienzos del III hubo algunos que, movidos por las filosofías en boga, negaron la humanidad del Señor. Afirmaban que lo humano de Jesús era pura apariencia. Su cuerpo sería aparente. Su Pasión aparente. Lo único real en Él era lo divino. 3. Los que niegan que Cristo es una sola Persona a) Nestorianismo: afirma que en Cristo hay, además de dos naturalezas, dos personas: una divina (el Verbo) y otra humana (Jesús de Nazaret). Según esto, Cristo es verdadero hombre y verdadero Dios, pero ambas naturalezas tienen sólo una unión moral. La divinidad habita en la humanidad de Jesús como en un templo. En consecuencia, no se puede llamar a María madre de Dios, sino madre de Jesús-hombre.
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Fórmulas modernas de nestorianismo o arrianismo serán las que afirman que Cristo es solamente —el hombre para los otros o, simplemente, un hombre provisto excepcionalmente de gracia, o una manifestación extraordinaria de Dios. Reducen, pues, a Cristo a ser para los hombres sólo un ejemplo, silenciando su divinidad. b) Los que niegan la existencia de dos naturalezas. Hubo algunos que para defender la divinidad de Cristo dijeron que su humanidad desaparece al unirse a la divinidad. En Cristo, por tanto, hay una sola naturaleza y una sola persona, pues lo humano se convierte en divino, o se confunde con ello. Otros, dependiendo de los anteriores, afirmaron que en Cristo solamente había una voluntad: la divina. La humana desaparecía. Según esta doctrina, no se podría explicar que Jesús dijese en el Huerto: «No se haga mi voluntad sino la tuya». Ninguno de estos errores puede explicar bien todo lo que es Jesús, ya que deforman su figura. Pero Dios, que no abandona a los hombres, marca el camino de la verdad por el Magisterio de la Iglesia asistido por el Espíritu Santo. 3. ENSEÑANZA DE LA IGLESIA 1. El Concilio de Calcedonia La Iglesia, con la asistencia del Espíritu Santo, tiene la misión de enseñar la verdadera fe. Aunque ya quedó clara la divinidad de Cristo en el Concilio de Nicea, la declaración del Concilio de Calcedonia dice: «Siguiendo a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre, de alma racional y de cuerpo, consubstancial al Padre en cuanto a la divinidad y consubstancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a nosotros menos en el pecado; engendrado del
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Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad y, él mismo, en los últimos días, por nosotros y nuestra salvación, engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto a la humanidad». Las últimas declaraciones del Magisterio de la Iglesia insisten, ante esos nuevos brotes de nestorianismo, e incluso de arrianismo, y enseñan que Cristo es la revelación plena del Padre y del Amor divino, precisamente porque es Dios (21-XI-1970).
2. Explicación teológica de este misterio En el Concilio de Calcedonia se afirma que en Cristo hay dos naturalezas y una persona, pero no llega a definir filosóficamente esos conceptos, apela a la experiencia humana universal que siempre ha distinguido entre el individuo y su naturaleza. El progreso era grande, pero se hace necesario un avance metafísico para no recaer en antiguos problemas. Santo Tomás definirá a la persona como «sustancia completa que subsiste por sí separadamente de las demás» (III, q. 16. a.12 ad 2). La palabra subsistencia se convertirá así en concepto clave para entender la noción tomista de persona. La persona es tal, porque, siendo sustancia completa, subsiste por sí separadamente de las demás sustancias. Tomás de Aquino situará no en la subsistencia en sí misma, sino en la Persona del Verbo la razón por la que la humanidad de Cristo —que es completa— no se puede decir que sea persona humana. Si se acude a lo más profundo se llega a que la persona es constituida por su acto de ser (esse) que da el ser a su forma (alma) y a su cuerpo en una unidad viva. Este acto de ser (la persona) es diferente a todo otro individuo y se relaciona con los demás en una relación de amor sin la cual queda incompleta en su realización. Si se reduce la persona a alguna de sus manifestaciones se pierde su sentido original y no sólo no se puede explicar el misterio de Cristo, sino que no se puede explicar acabadamente ni a un hombre
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cualquiera. Unos lo reducen al pensamiento (Descartes), otros a la autoconciencia o consciencia de sí (Günther), otros a la apertura al ser (Rosmini), otros a la tendencia al infinito que queda colmada cuando Dios responde a esa tendencia (Rahner). No se distingue la persona de sus manifestaciones y entonces es muy difícil, si no imposible, ver la persona divina en Cristo pues se la confunde con realidades de su humanidad y es fácil llegar a decir que es persona humana, cuando la persona en Cristo es la persona divina del Verbo. Ésta es la explicación, en Cristo el esse es el esse divino, no como en los hombres que es un acto de ser participado del esse divino. El misterio de Cristo es que su persona, su ser divino, que es infinito, sustente y dé vida a una naturaleza humana perfecta, es decir, alma y cuerpo, pero que no tiene un ser (persona) humano, sino divino. Esto es posible por la Omnipotencia divina. La dignidad humana no queda disminuida por no tener un ser (persona) humano, sino que queda dignificado por tener un ser (Persona) divino que le actualiza su existir como verdadero hombre. Un ejemplo puede ser considerar cómo el cuerpo humano es muy semejante al de un animal, pero tiene un alma humana que le hace pensar, ser libre, querer, amar, a un nivel mucho más alto que los animales. Pues en el caso de Cristo se va más al fondo: tiene cuerpo humano, pensar humano, libertad humana, amor humano; pero además tiene un nivel divino (la Persona) y con él un pensar divino, un querer divino, un amor divino, una omnipotencia, una preexistencia al mundo porque es eterno, es decir, todas las características del verdadero Dios, pero unidas personalmente a la humanidad. Si se piensa que la unión se hizo en la naturaleza, se incurre en el error monofisita que niega lo humano en Jesús. Si se afirma que la unión es accidental, se podrán decir cosas muy hermosas de Cristo hombre, cómo ama, cómo reza, cómo eleva lo humano a niveles sublimes, su compasión, su libertad, su ejemplo, su doctrina, pero no es Dios, sino sólo un hombre santo, quizá el más santo, pero nada más que un hombre. Éste es el problema. En los hombres la persona hace ser alguien ante Dios y para siempre. Alguien que libremente debe amar a Dios y a los demás,
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porque tiene un acto de ser. En Cristo al ser la Persona divina su acto de ser que es el acto de ser por esencia, su relación principal es con el Padre y con el Espíritu Santo. Después transparenta esa libertad y ese amor en lo humano de Jesús que refleja esa Luz interior del que es Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, y se relaciona con los hombres de un modo nuevo con una relación de amor divino humana. Jesús es Hijo natural de Dios, no hijo adoptivo. Y la Virgen María es Madre de Dios, no de la divinidad, porque la maternidad se dirige a la Persona, que es divina. 4. LA UNIÓN HIPOSTÁTICA La naturaleza humana de Jesús es perfecta, pero no constituye una persona humana, porque no existe en virtud de su propio acto de ser, sino que está unida a la Persona del Verbo, esto es, existe en virtud del ser divino del Verbo. La unión hipostática, pues, no es otra cosa que la unión de la naturaleza humana de Cristo con la Persona del Verbo en unidad de persona. Dicho de otra forma, la naturaleza humana de Cristo no subsiste con subsistencia propia, sino que subsiste en la Persona del Verbo y, por estar unida a Él sustancialmente, le confiere el que sea hombre. El Verbo es hombre, precisamente porque subsiste en su naturaleza humana, comunicándole el acto de ser. Por esa razón, la Persona del Verbo responde de las acciones y pasiones de su naturaleza humana; el Verbo es el sujeto de esas acciones. La palabra subsistencia se convierte así en concepto clave para entender la noción de persona, La persona es tal, porque, además de ser sustancia completa, subsiste por sí misma separadamente de las demás sustancias completas. La no subsistencia en sí misma, sino en la Persona del Verbo, es la razón por la que la humanidad de Cristo —que es completa— no es persona humana, sino que está hipostasiada, personalizada, en la Persona del Verbo. La unión hipostática es la mayor de las uniones que pueden darse entre Dios y la naturaleza creada. Es una unión personal. Por eso al Verbo (a Dios Hijo) se le pueden atribuir las acciones huma-
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nas de Jesús como nacer, morir, etc. Es una unión estrictamente sobrenatural y no existe nada semejante en el mundo. Es un misterio que se realiza por medio de una gracia divina, llamada gracia de unión, que sobrepasa todo otro género de gracia. La unión hipostática es indisoluble y permanecerá para siempre, por eso se puede decir con San Pablo: «Jesucristo, ayer y hoy, el mismo por los siglos» (Hb 13, 8). Es el don más grande otorgado por Dios a la naturaleza humana. La naturaleza humana es asumida, no absorbida, por el Verbo, sin ningún cambio real en el Verbo, que es infinito, pero sí cambia la naturaleza humana que es atraída a la naturaleza divina. El momento de la Encarnación fue en el mismo momento de la concepción, es decir, no hay momento en que Cristo haya sido simplemente hombre, pues entonces habría tenido una hipóstasis propia. Esto no quiere decir que la naturaleza humana no sea íntegra, sino que tiene todas las características de la naturaleza, pero recibe la vida de la persona divina. El Verbo no tomó el alma y después el cuerpo, sino que en el instante de la concepción fue creada un alma humana que en ese instante recibe el ser de la Persona del Verbo 5. LA SANTIDAD DE CRISTO Durante la Anunciación dice el ángel a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto lo que nacerá de ti será santo, será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Ya se había profetizado que el espíritu de Yahvé reposaría sobre Él (cf. Is 11, 1-5). Esta santidad no es sólo la santidad de Jesús como Dios, sino también la santidad del Verbo, una santidad plena, perfecta y total. Se trata de la santidad de su humanidad, que es divinizada al comunicarse a ella la del Verbo a través de su Persona. Se pueden distinguir en Cristo tres gracias: la gracia de unión —la unión hipostática considerada como gracia o don—, la gracia habitual o santificante, y la gracia capital en cuanto es cabeza de la nueva humanidad redimida.
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1. La gracia de unión. La santidad es unión con Dios, vida íntima divina que se derrama en la humanidad concreta del hombre y le hace hijo de Dios, participante de la naturaleza divina. En Cristo esa unión es la más alta posible, la llamamos unión hipostática o personal, pues la divinidad y la humanidad de Jesús se unen en la Persona del Verbo. La gracia de esa unión es el mayor don que su naturaleza puede recibir. Es una gracia infinita pues lo es el Verbo. Jesús como hombre es persona en y por el Verbo. No es una filiación adoptiva como la de los hombres que viven en gracia, sino que es una filiación natural. De ahí que no se pueda dar una santidad mayor. Es una santidad sustancial. Esta gracia otorga a Cristo la impecabilidad, pues las acciones son de la Persona que es divina. 2. La gracia santificante. Esta unión de la humanidad a la fuente de la gracia que en el Verbo lleva a pensar que también recibe la gracia santificante, de un modo semejante a todo hombre, pero a nivel más perfecto. Por otro lado, Cristo debe tener plenamente la gracia que ha ganado para los hombres, pues es la cabeza de toda la humanidad, y a través de Él llegan todas las gracias a los hombres. La proximidad del alma humana de Jesús al Verbo necesita en su conocimiento y amor a Dios los mayores niveles y esto se consigue sólo por la gracia. Es lógico pensar que también posee los del Espíritu Santo, pues la acción del Espíritu Santo es total en su alma y la santidad más alta de los hombres corresponde a esta actividad. Con la gracia vienen las virtudes infusas. No se puede decir que Cristo tiene fe, pues este don implica conocer lo que no se ve, y Cristo tiene la ciencia de visión de Dios mismo, y tener la fe implica una imperfección. Aunque tiene algún aspecto de la fe como la confianza y la entrega a Dios. Tampoco propiamente tiene esperanza pues posee a Dios mismo. Sí espera cosas futuras que convienen a su misión como la glorificación de su cuerpo y la salvación de los hombres. La caridad la tiene en el grado más alto. Y éste es el testimonio más grande que no da para que le imitemos. Una manifestación constante de ella es la misericordia y la compasión.
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Otras virtudes se ven muy claras en los evangelios: obediencia, fortaleza, paciencia, mansedumbre, sinceridad, sobriedad, castidad, generosidad, justicia, laboriosidad, etc. Sin embargo, no se puede decir que tiene la penitencia, que es dolor de los pecados, porque no tuvo ningún pecado, aunque expió por nuestros pecados y satisfizo por ellos. 3. Las gracias actuales y los carismas. Estas ayudas divinas para el bien de los demás o para la propia perfección, pero que son distintas de las habituales, también las tuvo Jesús. Entre ellas podemos ver la profecía. 4. Cristo tiene la plenitud de gracia, aunque experimentó el crecimiento en las virtudes que al crecer de niño a hombre significan una mayor perfección, como se verá en la ciencia adquirida de Cristo o en la mayor paciencia y amor en el momento de la cruz. No hay equivalencia total con los hombres pues Cristo era también Dios y en este sentido no se da en Él un crecimiento en la santidad. 5. La gracia capital. Cristo es la Cabeza de la Iglesia y Mediador de todos los hombres, es la Cabeza del Cuerpo místico. San Pablo insiste en esta idea, y añade que es el primogénito de toda criatura (cfr. Col 1, 15-18). Esto significa que tiene una gracia especial, llamada capital, para ser el nuevo Adán y Cabeza de la Iglesia y de esta gracia dimana toda gracia en la Iglesia y en el mundo. La unión de la Cabeza y los miembros es tan intensa que se puede hablar de una casi persona mística (cfr. Ga 3, 26-27; Col 2, 19). La gracia capital de Cristo no es distinta de la gracia personal de la Humanidad de Jesús, sino un aspecto de la misma gracia en cuanto es causa de la gracia para los miembros, a su vez es recibida en función de la gracia de unión como su raíz y fundamento y la razón de que es el nuevo Adán de la Humanidad regenerada. 6. LAS CIENCIAS DE CRISTO En Cristo existen dos naturalezas: la divina y la humana. Por lo tanto, existen dos modos de conocer: el divino y el humano. Jesús como Verbo tiene un conocimiento increado. Como hombre tiene una inteligencia humana en la que podemos distinguir tres modos de ciencia o conocimiento.
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1. La visión beatífica. Es la visión intuitiva de la Divinidad o «ver cara a cara» a Dios (cf. 1 Co 13, 12) o conocer a Dios como es en sí mismo (cf. 1 Jn 3, 2). Hay muchos textos de la Escritura que así lo atestiguan: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo». Jesús testifica lo que ha visto y nunca se manifiesta como un creyente que en el claroscuro de la fe camina hacia la luz, sino que ve la intimidad divina, al modo como los santos ven a Dios en el cielo que es el don supremo de Dios a los hombres que no podía faltar a Cristo. Esta ciencia de visión no abarca toda la esencia divina, pues esto resulta imposible para una mente humana por perfecta que sea. Es decir, no abarca todos los infinitos posibles. La opinión más común es que conoce todo lo presente, lo pasado y lo futuro ya que le afecta como Rey del Universo y Redentor del Género humano. Juan Pablo II enseña que Cristo, «en su condición de peregrino (viator) por los caminos de la tierra, estaba ya en posesión de la meta (comprehensor) a la cual había de conducir a los demás» (Discurso, 4-V-1980). No es fácil para nosotros entender cómo es al mismo tiempo viator y comprehensor, es decir, caminar en la tierra y tener la ciencia del cielo. Santo Tomás acepta el dato de la Escritura y enseña que mientras era caminante en esta tierra (viator) tenía la gloria en lo más profundo del alma, pero no redundaba en el alma ni en el cuerpo. El gozo de la visión se hace compatible con el dolor tan patente en otras ocasiones. No tenemos demasiadas experiencias en los humanos, pues Cristo es único, pero sí las hay, como el mismo Juan Pablo reseña: «El grito de Jesús en la cruz, queridos hermanos y hermanas, no delata la angustia de un desesperado, sino la oración del Hijo que ofrece su vida al Padre en el amor para la salvación de todos. Mientras se identifica con nuestro pecado, “abandonado” por el Padre, él se “abandona” en las manos del Padre. Fija sus ojos en el Padre. Precisamente por el conocimiento y la experiencia que sólo él tiene de Dios, incluso en este momento de oscuridad ve límpidamente la gravedad del pecado y sufre por esto. Sólo él, que ve al Padre y lo goza plenamente, valora profundamente qué significa resistir con el peca-
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do a su amor. Antes aun, y mucho más que en el cuerpo, su pasión es sufrimiento atroz del alma. La tradición teológica no ha evitado preguntarse cómo Jesús pudiera vivir a la vez la unión profunda con el Padre, fuente naturalmente de alegría y felicidad, y la agonía hasta el grito de abandono. La copresencia de estas dos dimensiones aparentemente inconciliables está arraigada realmente en la profundidad insondable de la unión hipostática. Ante este misterio, además de la investigación teológica, podemos encontrar una ayuda eficaz en aquel patrimonio que es la “teología vivida” de los Santos. Ellos nos ofrecen unas indicaciones preciosas que permiten acoger más fácilmente la intuición de la fe, y esto gracias a las luces particulares que algunos de ellos han recibido del Espíritu Santo, o incluso a través de la experiencia que ellos mismos han hecho de los terribles estados de prueba que la tradición mística describe como “noche oscura”. Muchas veces los Santos han vivido algo semejante a la experiencia de Jesús en la cruz en la paradójica confluencia de felicidad y dolor. En el Diálogo de la Divina Providencia Dios Padre muestra a Catalina de Siena cómo en las almas santas puede estar presente la alegría junto con el sufrimiento: “Y el alma está feliz y doliente: doliente por los pecados del prójimo, feliz por la unión y por el afecto de la caridad que ha recibido en sí misma. Ellos imitan al Cordero inmaculado, a mi Hijo Unigénito, el cual estando en la cruz estaba feliz y doliente”. Del mismo modo Teresa de Lisieux vive su agonía en comunión con la de Jesús, verificando en sí misma precisamente la misma paradoja de Jesús feliz y angustiado: “Nuestro Señor en el huerto de los Olivos gozaba de todas las alegrías de la Trinidad, sin embargo su agonía no era menos cruel. Es un misterio, pero le aseguro que, de lo que pruebo yo misma, comprendo algo”. Es un testimonio muy claro. Por otra parte, la misma narración de los evangelistas da lugar a esta percepción eclesial de la conciencia de Cristo cuando recuerda que, aun en su profundo dolor, él muere implorando el perdón para sus verdugos (cf. Lc 23, 34) y expresando al Padre su extremo abandono filial: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23, 46)» (Novo Millennio ineunte, 6-I-2001).
2. Ciencia infusa. Es aquella que no se adquiere por el trabajo de la razón, sino que es infundida por Dios en el alma. Jesús sabía lo que había en el corazón de Natanael, la vida anterior de la samaritana, lo que discuten los discípulos a sus espaldas, que Lázaro ha muerto sin que nadie se lo diga, predice la negación de Pedro y la de-
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fección de los discípulos, anuncia su muerte y su resurrección, anuncia el fin del mundo y la destrucción de Jerusalén. Todo son muestras de un conocimiento sobrenatural distinto del humano natural. 3. Ciencia adquirida. Jesús tiene inteligencia humana y adquiere conocimientos como todo hombre: niño, adolescente, hombre, conocer gente nueva, dialogar, ver un terreno nuevo. Este modo de conocer es una perfección humana, por lo tanto, la tenía. Para nosotros resulta difícil saber cuándo conoce con uno o con otro, pero es frecuente que Jesús pregunte, aunque sea sólo para enseñar preguntando, pero es aceptable que su Madre y José le enseñasen cosas como las costumbres del país. Santo Tomás dice que abarca todo aquello cuanto puede ser conocido por la acción del entendimiento agente, es decir, que es limitada en cuanto la adquiría por los sentidos y progresaba como en los demás hombres, pero era ilimitada en cuanto a la capacidad de la inteligencia. A este respecto Jesús está exento de error y de ignorancia. Él mismo dice que es «El Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). Error es considerar falso lo que es verdadero y viceversa; ignorancia es desconocer algo que debe conocerse y es una imperfección. En Jesús no cabe ni uno ni otra pues van contra la dignidad de la Persona divina y contra la misma Providencia divina que no dota a la naturaleza humana de lo conveniente para su misión. Sí se da, en cambio, la nesciencia, pues su alma humana no era omnisciente. La ignorancia del día del juicio parece algo querido deliberadamente por Dios. 7. LAS VOLUNTADES DE CRISTO En Cristo existe la voluntad divina y la voluntad humana porque existen dos naturalezas, la divina y la humana. Algunos negaron la voluntad humana —los monoteletas— al pensar que podrían oponerse las dos voluntades, la voluntad divina movería de tal modo la humana que ésta acabaría desapareciendo. El III Concilio de Constantinopla (años 680-681) explicó más ampliamente lo dicho en Calcedonia de las dos naturalezas que se relacionan sin división, sin cambio, sin separación, sin confusión, afirmando que en Cristo existen dos voluntades no contrarias.
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Un momento donde se ve con gran claridad esta doble voluntad es en la oración en el huerto cundo Jesús dice: «... no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26, 39). Aquí se advierte una voluntad no sólo distinta de la del Padre, sino que tiene una tendencia contraria al cumplimiento del mandato recibido y tiene que vencer una resistencia para obedecer. Al querer humano de Cristo —como a todo hombre— le cuesta el dolor, que es contrario a la tendencia de la naturaleza humana, es la llamada voluntas ut natura. Pero cuando usa la razón para hacer una elección libre elige lo que el Padre quiere, aunque le cuesta, es la voluntas ut ratio. En Jesús la voluntas ut natura está totalmente sometida a la voluntas ut ratio. La primera podía querer algo contrario a la voluntad del Padre (sufrir la Pasión y la muerte). Sin embargo, su libertad guiada por la voluntas ut ratio elige siempre lo mismo que Dios quiere, «no se haga como Yo quiero, sino como quieras Tú» (Mt 26, 39). No hay contrariedad de voluntades, sino una libertad real que obedece también cuando le resulta costoso, por eso la obediencia es verdaderamente meritoria, y el amor que la guía, realmente humano. Cristo tuvo libertad humana y libre albedrío. La auténtica libertad no consiste en el capricho o en la indiferencia, sino en elegir por amor sin importar la coacción externa ni la necesidad interna, por verdadero amor. Sin auténtica libertad es imposible obedecer y merecer. Al mismo tiempo Cristo es impecable, no puede pecar. La Sagrada Escritura es constante en esta afirmación: «¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? (Jn 8, 46); igual en todo a nosotros «excepto en el pecado» (Hb 4, 15), y «a quién no conoció el pecado, [Dios] le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios» (2 Co 5, 21 y también 1 P 2, 22; 1 Jn 3, 5). Es «el Cordero inmaculado» (1 P 1, 19). Esto es así porque las acciones son de las personas y la persona de Cristo es divina y Dios no puede pecar. La santidad de Cristo es incompatible con todo pecado. Esta impecabilidad le viene a Cristo de la unión hipostática y antecede a toda gracia, es decir, no sólo por la Providencia divina
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y la visión beatífica o cualquier otra causa externa a que Él mismo es el Verbo. Esto lleva a comprender mejor la esencia de la libertad, pues la posibilidad de pecar no es esencia de la libertad, sino un defecto contra natura introducido por una semilla del diablo como dice San Juan Damasceno citado por Santo Tomás de Aquino (Summa Teológica, III, q. 15, a.1 in c). Esta perspectiva nos lleva al misterio de la misma libertad de Dios, que es Amor y omnipotente y su libertad es máxima. Pero en Cristo también se da una libertad humana perfecta que por eso ama hasta el extremo y revela como hombre que Dios es Amor. El pecado no corresponde a la naturaleza humana, sino que se ha introducido contra la naturaleza humana y deforma al hombre. La esencia de la libertad es moverse por sí misma, ser causa de su propio acto, y es más algo que conquista que algo que se tiene, la libertad se perfecciona al amar en los seres humanos, el pecado resta libertad y encadena la libertad pecadora, pasa de ser una libertad amante y adquirida a una libertad errante o esclava. 8. LAS TENTACIONES DE CRISTO Fueron tentaciones reales, no algo ficticio como aseguran todos los que no entienden la verdad de su naturaleza humana y piensan que es aparente. No fueron tentaciones interiores producidas por el desorden del pecado, pues no tenía pecado en su interior, sino diabólicas, que no sólo tientan al hombre Jesús, sino que en cierta manera quieren tentar al mismo Dios como indican los textos. No se trata tanto de una tentación a pecar, sino una tentación a que cambie el modo de salvar por la vía de la humildad y el amor, que el diablo no entiende, por la vía del poder. Por otro lado, la sensibilidad del Señor es real y más afinada que la de los demás hombres, por lo que estas tentaciones que vence con inteligencia y fortaleza le cuestan realmente y muestra el modo de vencer al engaño de toda tentación. La cruz será la tentación última y demuestra que el amor es más fuerte que el dolor, que el pecado y que la muerte sin utilizar su poder divino.
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9. LOS SENTIMIENTOS DE CRISTO Cristo tiene una sensibilidad y unos sentimientos como todo hombre. De hecho, pone como ejemplo su corazón para imitarle: «... aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón y tendréis descanso para vuestras almas» (Mt 11.3-5). En los judíos el corazón (leb) indica la intimidad del hombre de donde salen los buenos y malos pensamientos. Jesús tiene una riqueza de sentimientos que manifiesta muchas veces al exterior: llora, se alegra, también siente tristeza y temor, ira santa, y, sobre todo, experimenta el amor de una manera que no es exclusivamente un querer de la voluntad, sino que posee una afectividad llena de riqueza, quiere apasionada y ordenadamente. Lejos está su querer de un modo de ser apático, frío o severo, aunque se indigna justamente ante el pecado o la hipocresía. No hay en Jesús sentimentalismo, pues su querer y sentir contiene toda la riqueza de sentimientos con un orden en el que el amor gratuito está siempre por encima rigiéndolos. Por eso San Pablo invita a los que le siguen a tener los mismos sentimientos que Cristo tenía en su corazón. La comunicación de propiedades consiste en que puede atribuirse a Cristo Dios lo que es propio de la naturaleza humana; y a Cristo hombre lo que es propio de la naturaleza divina. Así se puede decir que Dios murió y resucitó; o que un hombre es inmortal y omnipotente. Debe mantenerse el cuidado de emplear términos concretos, y no abstractos. Así se dice que Dios es hombre, murió, etc., pero sería gravísimo error afirmar que la divinidad es la humanidad, o que la divinidad murió. La razón que fundamenta esta advertencia es que no todo lo que puede aplicarse a la persona de Cristo, puede aplicarse a la divinidad en general. Esta comunicación de propiedades la llaman los teólogos comunicación de idiomas, porque idioma quiere decir en griego propiedad; viene del adjetivo idios, que significa propio, particular.
Capítulo V
¿Por qué Dios se hizo hombre?
SOTERIOLOGÍA Cristo es el Salvador Los evangelios nos narran los hechos de la vida de Jesús y quién es, pero inmediatamente viene la pregunta: ¿por qué Dios se ha hecho hombre? Y la respuesta es «para salvarnos de nuestros pecados». Cristo libera al hombre de la esclavitud del pecado, del diablo y de la muerte y consigue para los hombres una vida nueva, la vida de Jesús resucitado que nos hace hijos de Dios y herederos de la vida eterna. El misterio de la redención es muy rico. El hecho de que Dios decida encarnarse para salvar al hombre en un acto de amor, misericordia y justicia inigualable supera todas las expectativas religiosas de los hombres. Por eso todas las explicaciones que se han dado iluminan aspectos de este misterio, pero no lo agotan del todo. Veamos el desarrollo histórico en la vida de la Iglesia. a) Victoria sobre el demonio. También se llama teoría del rescate. Muy frecuente entre los Padres. Tiene en cuenta una acción real del demonio sobre los hombres después de su victoria al tentar y hacerles caer. Sin embargo, se aparta de lo razonable el pensar que el demonio contaba con unos derechos que Dios tenía que pagar para superarlos. La acción de los ángeles caídos es grande y no conviene despreciarla o no considerarla. En la Sagrada Escritura se insiste en la li-
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beración del diablo y sus poderes. El demonio es vencido en el mismo lugar donde venció: en el corazón del hombre, en este caso Cristo. b) La divinización. También en esta época es muy frecuente señalar que el hombre no sólo es salvado de sus cadenas, sino que, además, es divinizado, endiosado, transformado y elevado a participar en la vida divina. Es el principal argumento de algunos Padres para defender la divinidad de Cristo ante los arrianos. «El Verbo se ha hecho hombre para que nosotros seamos divinizados» (San Atanasio). c) Es un sacrificio. Semejante a los sacrificios judaicos, pero perfecto. El sacrificio es una acción sagrada, en la que se hace una ofrenda a Dios para agradarle, adorarle, pedir perdón y que sea propicio. El sacrificio más perfecto es el de holocausto en que se consume totalmente la víctima. Jesús es Sacerdote y Víctima del sacrificio perfecto realizado en la cruz. d) Satisfacción. San Anselmo en el siglo XI profundiza algo más. En especial, analiza más a fondo la gravedad del pecado. La voluntad debe honor a Dios, por lo tanto, pecar es rehusar ese honor, quita a Dios lo que le pertenece, le deshonra. El motivo de la redención será entonces la satisfacción, es decir, tributar a Dios el honor que se le ha quitado. Esta satisfacción va más allá de lo obligatorio, pero el hombre es incapaz de satisfacer pues no puede hacer nada supererogatorio (más de lo debido en justicia), por ejemplo, si hace penitencias, ayunos, limosnas, obediencia, contrición... eso sólo restituye lo que debe en justicia, es más, ni siquiera puede devolver a Dios lo que se le ha quitado. Ni siquiera puede vencer por sus fuerzas al diablo que le ha vencido. Luego es imposible una satisfacción adecuada tanto por el pecado como por la victoria del diablo. Esa satisfacción sólo es posible si la hace Dios mismo, y dado que es indecente que pereciese la naturaleza humana creada para un fin tan alto, hace un acto de gracia, no necesario, y hace un acto más grande que todo lo que existe fuera de Dios. Y la satis-
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facción la realiza un hombre que al mismo tiempo es Dios. Además muere por libre voluntad a título de satisfacción en un sacrificio perfecto. Si el pecado tuvo un aspecto de placer desordenado, la satisfacción será en la aspereza. Si el diablo venció al hombre, el diablo debe ser vencido. Si el pecado es sustraerse a Dios, la entrega en la muerte es la forma de justicia más plena pues obedece experimentando el máximo dolor e injusticia. La vida del hombre-Dios vale para pagar los pecados del mudo entero. San Anselmo sistematiza la doctrina, intentando buscar razones necesarias y cree encontrarlas todas en algo verdadero que es la satisfacción. Destaca mucho la justicia, el orden y la armonía del universo, pero no tiene tanto en cuenta el amor, la misericordia, y la gratuidad de Dios que excede toda justicia. Pero supera ver la redención sólo como algo cultual, para situarlo en el nivel de las relaciones personales. Santo Tomás añadirá al argumento de la satisfacción la magnitud del amor que inspira los sufrimientos, la dignidad de la vida del hombre-Dios y la intensidad de los dolores experimentados, además de que Cristo es la Cabeza de la Iglesia e) Mérito. Cristo es libre y merece una retribución. Para los hombres individuales los méritos son para uno mismo. Pero Cristo merece para toda la humanidad porque es Cabeza de una nueva humanidad redimida. Esto es posible porque además de hombre es Dios y su naturaleza humana es el instrumento de la divinidad, que le da un valor infinito a las acciones finitas, aunque sean perfectas, que hace como hombre. Los méritos abarcan los pecados individuales de los hombres —todos y cada uno son liberados cuando se arrepienten en virtud de la sangre de Cristo— y sana también a la naturaleza humana, que fue afectada por el pecado original. El hecho de que Cristo libere y redima por amor mueve al agradecimiento y la simpatía, es un estímulo psicológico para acercarse a Dios, una invitación a la caridad. Pero en el mérito de Cristo
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hay más, llega a toda la humanidad, no sólo a los que se dan cuenta, y la redención es universal, aunque subjetivamente llegue por los diversos caminos históricos y por la acción invisible del Espíritu Santo para los hombres de buena voluntad que no le conocen. Cristo realiza mucho más que un buen ejemplo y es más que un excelente maestro religioso y moral pues transforma, recrea a la primera creación. Origina la vida de la gracia siendo la Iglesia la administradora de esa gracia y una caricia de Dios a los hombres. f) Reparación. Esta noción incluye todas las anteriores. Por una parte, tiene un aspecto ascendente: satisface Dios no porque se sienta dolido por una ofensa de un ser tan inferior como es el hombre, sino porque la gloria de Dios es la vida del hombre (San Ireneo) y quiere que el hombre no sufra ni se deteriore, eso es la ofensa a Dios: la rotura de la imagen de Dios en el hijo que afecta íntimamente al Padre. Pero la injusticia debe ser reparada por un hombre libre, pues después de la redención la mayor dignidad del hombre que es la libertad es necesaria. Un perdón sin reparación hubiera sido de poco aprecio a la persona humana. Ahora, por la obediencia de Cristo, toda la humanidad queda ennoblecida. El sacrificio de Cristo hombre como sacerdote y víctima tiene un valor infinito porque también es Dios. Pero ¿por qué la muerte? Para que quede evidente un amor y una evidencia verdaderos y la gravedad del pecado, junto a la realidad importantísima de la libertad humana hecha para amar, pero que puede pecar. Cristo cambia los desastres del dolor y la muerte en medios de expresar un amor inaudito, por eso revela la dignidad humana a un nivel hasta entonces desconocido, y revela la intimidad de Dios en que el Amor está por encima del Poder y la Misericordia abunda sobre la Justicia. El Padre podía haber encargado a un mero hombre la redención, pero quiere en su infinita sabiduría enviar a su divino Hijo para que se haga hombre en Jesús. Así la reparación supera ampliamente el pecado. Por otra parte, tiene el aspecto descendente: la humanidad es enaltecida. La satisfacción divina es total. La reconciliación es perfecta. Se produce una elevación de los que están unidos con Cristo
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por la fe y la caridad hasta ser verdaderos hijos de Dios, divinizados. El amor del Padre se muestra en amar a los no amables. Mueve al amor filial a los que conocen a Jesús y se dan cuenta de lo que ha hecho. La entrega del Hijo por parte del Padre es una entrega de sí mismo. La entrega del Espíritu Santo por el Padre y el Hijo abre el mundo divino a los hombres y a toda la creación. ESQUEMA DE LOS MOTIVOS DE LA REDENCIÓN Cristo Dios y Hombre Cabeza y Cuerpo Místico Su Divinidad Causa eficiente principal
Su Humanidad Causa eficiente instrumental
libertad en su alma mérito
amor
en su carne redención de la pena
para la reconciliación
satisfacción liberación de la culpa
sacrificio
dolor elemento material justicia
El cristianismo es una religión de salvación. Dios tiende la mano al hombre para que si quiere se salve. Las cadenas del pecado, las tinieblas de la muerte y el poder del diablo son vencidos por Cristo el Salvador. Pero Dios es Amor y por ello la Salvación tenía que reflejar la mayor sabiduría amorosa. Dios se hace hombre para salvarnos. Y, además, el modo querido y pensado por Dios para salvar al hombre es el de pasar por las consecuencias del pecado, que son el dolor y la muerte, para vencer la causa, que es el pecado.
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El pecado fue un acto de desobediencia. Cristo será obediente hasta la muerte y muerte de Cruz. El pecado fue un acto de desamor. Cristo amará con un amor que no retrocede ante nada. El pecado tiene su raíz en la soberbia. Cristo se hará humilde y humillado hasta el extremo. De esta manera transformará situaciones dolorosas e infamantes en un auténtico sacrificio. La religiones naturales intentan superar el mal y las desgracias con el esfuerzo humano, a veces heroico y generoso. La historia de la humanidad revela cómo los intentos humanos de autorredención son ineficaces. Sólo Dios puede salvarnos. El cristianismo da la salvación por una acción de Dios mismo. El esfuerzo humano consistirá en aprovechar la gracia que le merece Cristo especialmente en su Muerte y su Resurrección. «... habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros» (1 P 1, 18-20).
Capítulo VI
Núcleo fundamental de la predicación de Jesucristo
Veamos ahora cómo se realizó la salvación para entender el sentido salvador de las principales acciones de Cristo, empezando por la realización de las profecías reveladas por Dios a Israel. 1. JESUCRISTO MANIFIESTA SU FUNCIÓN MESIÁNICA La figura del Mesías aparece en la Revelación del Antiguo Testamento como consecuencia de la necesidad de salvación que tiene Israel y la humanidad en general. El ángel le dice a San José: «... y le pondrás por nombre Jesús: porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 20-21). La palabra «Jesús» significa en hebreo salvador, o Dios salva. El Mesías, por tanto, es el que salva de los pecados. Las ideas que tenían los judíos contemporáneos de Jesús acerca del Mesías y del Reino mesiánico eran variadas. En un extremo estaban los que lo concebían como un gran caudillo político-militar, que vencería a todas las naciones del mundo. En el otro, los pocos israelitas justos y piadosos como Simón, Zacarías, el Bautista..., para los cuales el Mesías sería la luz de las gentes, el «cordero de Dios, que quita los pecados del mundo»; y, en consecuencia, el reino mesiánico traería, sobre todo, el perdón de los pecados. «Mesías» es una palabra hebrea que significa ungido. La unción consistía en derramar aceite sobre la cabeza de uno, que quedaba, por esta acción religiosa, marcado para una misión divina de
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sacerdote o de rey. La misión consistía en salvar al pueblo de las dificultades. En griego, «Mesías» se traduce por jristós, de donde viene la palabra castellana cristo. Posteriormente se llamará también ungidos a los profetas, porque también son salvadores del pueblo. 2. EL MESÍAS DE ISRAEL 1. Hijo de David. Emmanuel A partir de un determinado momento, la salvación se considera depositada en la familia de David y, en concreto, en un descendiente, que será el definitivo Mesías. Al Mesías se le llama Hijo de David. Él cumplirá las promesas de salvación que Dios hizo a su pueblo. Entre las muchas profecías mesiánicas, tiene especial importancia la del Emmanuel, palabra que significa: Dios-con-nosotros. Dice el profeta Isaías: «Por eso, el Señor mismo os dará una señal: he aquí que una virgen está encinta y os dará un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel» (7, 14) En el Mesías reposará el espíritu divino y se caracteriza porque: 1) dominará a los enemigos; 2) obrará en favor de los humildes, y 3) le buscarán también los gentiles, es decir, no será salvador sólo del pueblo de Israel, sino de todos los hombres. El profeta Miqueas precisa que será rey y nacerá en Belén. Zacarías lo muestra como rey justo, que trae la paz y la victoria, aunque será un salvador humilde que vendrá montado sobre un asno. 2. El siervo de Yahvé Al lado de las notas antes expuestas sobre el futuro Mesías, llaman la atención los textos que lo presentan como un siervo humillado y maltratado. Su aparente derrota parece oponerse a la idea del Mesías-rey vencedor, pero no es así, pues estas profecías com-
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pletan y purifican las anteriores, dando otro aspecto de su actividad. El siervo de Yahvé, según Isaías, será humilde, sencillo, fiel a la verdad, firme, con una misión de enseñar, y salvar, que no será un fracaso, sino un sacrificio expiatorio por los pecados: «Recayó el castigo sobre él y por sus llagas nos dio la salud» (53, 5). Según Isaías, el siervo de Yahvé se entrega libremente, y por amor, a la muerte. Por eso su sacrificio tiene una gran eficacia redentora, es decir, como medio para pagar la deuda que los hombres tienen con Dios, por los pecados. Zacarías, por su parte, anuncia que será «traspasado». Varios salmos anuncian también estos sufrimientos, como el 22, citado por el mismo Jesús en la Cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado». 3. El Hijo del hombre El profeta Daniel describe al Mesías desde otra perspectiva. Lo presenta como viniendo de lo alto, sobre las nubes del cielo. «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas te sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás» (7, 13-14). Le presenta luego como vencedor de cuatro bestias, que simbolizan poderes diversos, enemigos de Dios. Le da el título de Hijo del hombre. Este título de Hijo del hombre será el que más frecuentemente usará Jesucristo. Por tanto, en el Antiguo Testamento, la idea central sobre el Mesías es que será una manifestación definitiva de Yahvé para salvar a todos los hombres. Para ello instaurará el reino de Dios, haciendo una nueva alianza entre Yahvé y su pueblo. En él cabrán todas las gentes, que participarán de la salvación concedida a Israel. El Mesías reinará por los siglos.
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3. JESUCRISTO ES EL MESÍAS «Hemos hallado al Mesías, que quiere decir el Cristo» (Jn 1, 41). Así lo dice Andrés a su hermano Simón. Es una de las afirmaciones iniciales del Evangelio. El mismo Jesús lo dice a la samaritana cuando ella comenta: «“Yo sé que está para venir y que cuando venga, nos hará saber todas las cosas”. Dícele Jesús: “Soy yo, el que contigo había”» (Jn 4, 25). 1. Jesús es el descendiente de David Nuestro Señor descendía de la familia de David, como consta en las genealogías que contienen los evangelios. Así le llaman los ciegos que curó en Jericó, la mujer siriofenicia que pide la curación de su hija y las muchedumbres que le aclaman como tal cuando entra triunfalmente en Jerusalén: «Hosanna al hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor» (Mt 21, 9). Los evangelistas recogen las profecías que se cumplen en Jesús: nacimiento en Belén, se sentará en el trono de David... 2. Jesús es el Hijo del hombre Con este título mesiánico se denomina a sí mismo Jesús ochenta y una veces en los Evangelios. Con esta expresión indica su procedencia divina: «Nadie ha subido al cielo, sino aquel que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 13). Cuando Caifás pregunta a Jesús: «“¿Eres tú el Mesías?” Jesús le respondió: [...] “Sí, yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo”» (Mc 14, 61). Cuando anuncia su segunda venida, al final de los tiempos, dice: «Cuando venga el Hijo del hombre en su gloria» (Mt 25, 31). Como se trata del juicio final, aparecen las características divinas de Juez y Señor que posee Jesucristo como verdadero Mesías.
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3. Jesús, Mesías que sufre Los Apóstoles y la Iglesia primitiva han identificado a Jesús como el Siervo de Yahvé de las profecías. Un texto claro es el de la institución de la Eucaristía: «Ésta es mi sangre de la Alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28). San Juan presenta a Jesús como el Cordero que quita los pecados del mundo (cf. 1, 19). Pero lo más elocuente es el cumplimiento, en la Pasión y Muerte de Cruz, de lo que habían anunciado, incluso con detalles, Isaías y los Salmos. 4. JESUCRISTO ASUME SU FUNCIÓN MESIÁNICA En tiempos de Jesús había una tensa y generalizada espera del Mesías. Aunque se resaltan las cualidades espirituales que tendrá el Mesías, se pone el acento en lo que representará de liberador de la opresión de los enemigos. No cabía en sus mentes la idea de un Mesías que sufriera y fuera humillado. Los mismos Apóstoles y discípulos de Jesús participaban de esta idea. 1. Jesús supera el mesianismo político Jesús convoca al nuevo pueblo de Dios, su Iglesia, llamando primeramente a doce israelitas, que iban a ser las columnas del nuevo edificio espiritual o las cabezas de la nueva estirpe, en recuerdo y, a la vez, en contraste con los doce patriarcas antiguos. Los Apóstoles que eligió Jesús pertenecían a diversos grupos de los que existían entonces. El seguir a Jesús les fue llevando a superar sus antiguos horizontes meramente humanos. Jesús, con paciencia, les fue mostrando las nuevas perspectivas más profundas y, sobre todo, religiosas. El Espíritu Santo, que recibieron en Pentecostés, les dará la visión definitiva de su misión.
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2. Carácter divino del Mesías Jesucristo es hombre, pero también es Dios. Su naturaleza humana está unida a la segunda Persona de la Trinidad. Por eso, está por encima de todos los grupos religiosos judíos. Para entender a Jesús, para creer en él, era necesario a todo israelita de su tiempo remontarse por encima de cualquier posición nacionalista, de carácter político. Podemos decir que esto sigue teniendo valor y que, en cualquier época de la historia, para entender a Jesús no hay que confundir su misión con cualquier tarea política o meramente humana. 5. LAS TENTACIONES DE JESÚS Ni el demonio, ni los hombres pecadores están en condiciones de recibir a Jesús como Mesías. De ahí surge que intenten desviarlo de su misión. Tentación significa prueba y, también, seducción. Puede tentar Dios, en el sentido de que prueba al hombre como hizo con Abrahán (cf. Gn 22, l). También puede tentar el diablo u otros hombres. Cuando es el diablo el que tienta, intenta seducir, engañar, hacer pecar al hombre y perderlo. Todos los personajes clave de la historia sagrada son tentados: Adán y Eva, Abrahán, Moisés..., el pueblo de Israel en su conjunto durante la peregrinación por el desierto. Las caídas del pueblo de Israel van a ser rectificadas por la fidelidad de Jesús. También la Iglesia será tentada y cada uno de los fieles. 1. Tentaciones del diablo en el desierto Constituyen el primer intento diabólico de reducir la misión divina de Jesús a un plano humano. Las tentaciones fueron tres. El denominador común de las tres es que Satanás intenta rebajar la misión de Jesús pretendiendo que actúe en beneficio propio. En concreto:
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a) Quiere que ejerza sus poderes para remediar sus propios problemas, como tener hambre después de ayunar cuarenta días, convirtiendo las piedras en panes. b) Induce a Jesús a la vanidad y la soberbia, moviéndole a que pida a Dios un milagro innecesario: que se lance desde el pináculo del Templo para que la espectacular intervención divina le dé un inmenso prestigio. Es una clara tentación contra la humildad propia del Mesías. c) Le ofrece el dominio sobre todos los reinos del mundo para que se convierta así en un rey mesiánico terreno, como el que esperaban la mayoría de los judíos de aquel tiempo. Jesús contesta: «¡Márchate, Satanás!». Estas tentaciones se repetirán durante la vida de Jesús. También se repetirán en la vida de la Iglesia y en la de cada cristiano. Jesús muestra el camino: fidelidad a la misión divina de salvación y no dejar que esta misión se reduzca a una tarea terrena. Ser creyente, ser cristiano, nunca será un modo de conseguir ventajas humanas. Más bien significará sacrificio para cumplir los planes de Dios. 2. Los escribas y fariseos tientan a Jesús Le pedían una señal (un milagro) para tentarle, no para creer en Él. Es la misma tentación del desierto. Jesús la rechaza enérgicamente; les llama «generación malvada y adúltera» (Mt 12, 39). En otra ocasión los fariseos, aliándose con los herodianos, «le tientan»; para ello le preguntan si se debe pagar el tributo al César o no. Esta pregunta equivale a decir si han de rebelarse o no contra el César y, por lo tanto, si él se sitúa como un líder político más, o no. La respuesta de Jesús es coherente con todo lo anterior: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Lc 20, 25). Jesús no sólo da la regla áurea para la relación entre la Iglesia y el Estado, sino que rechaza la idea de que la salvación, que ha venido a traer, sea de orden político, en vez de religiosa.
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3. Otras tentaciones Cuando el Señor multiplicó los panes, el pueblo quiso hacerle rey. Aquí se muestra que entienden el Mesías como portador de milagros y fuente de la felicidad terrena y le quieren dar el poder político; el rey Herodes desea verle obrar algún portento; sus mismos parientes le empujan a que se manifieste abiertamente con alguna de sus obras prodigiosas. A todos rechaza Jesús no sólo por su falta de rectitud de intención, sino porque el camino elegido por Dios no es ése, sino el de la humildad. En otra ocasión, uno de la multitud le dijo: «“Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo”. Él respondió: “¡Hombre! ¿Quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?”» (Lc 12, 13-14). Aquel hombre sólo se preocupa de sus problemas económicos. No ve en Jesús lo que de espiritual le ofrece. Sólo ve un maestro con autoridad, que puede favorecerle. Jesús deja claro que no ha venido a resolver los asuntos materiales, sino a dar los principios y criterios morales que deben inspirar las acciones de los hombres justos. 4. Tentación en la Cruz Todas las tentaciones se concentran en una: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz y creeremos» (Mt 27, 40-43), porque para los judíos era incompatible la cruz y el Mesías. La tentación de huir de la cruz resume las demás, porque en la cruz se dan cita la humillación más total, el dolor más agudo hasta la muerte, y la falta de poder político. La salvación a través de prodigios, felicidad terrena y poder político queda rechazada. 5. Tentación de los discípulos Jesús anunció su Pasión. Entonces Pedro, tomándole aparte se puso a reprenderle diciendo: «“Dios te libre, ¡Señor! ¡De ningún modo te debe ocurrir eso!”. Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro:
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“¡Apártate de mí, Satanás!; eres escándalo para mí porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres”» (Mt 16, 21-23). Jesús muestra a los discípulos claramente que Él no es el Mesías-Rey-nacionalista que tantos judíos esperaban, ni la caricatura de Mesías que Satanás quería, sino el Mesías Hijo de Dios, que sería humillado, pero que salva por otros cauces distintos de los que creían los hombres y el diablo. «Las tentaciones de Cristo son el intento de destruir la confianza incondicional que Jesús tiene en el Padre, a pesar de lo duro de su misión. La Iglesia, enseñada por el Señor, repite a diario en su oración: “no nos dejes caer en la tentación”».
6. JESUCRISTO REVELA CÓMO ES DIOS «A Dios nadie lo ha visto», escribe San Juan para dar mayor relieve a la verdad, según la cual «precisamente el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer» (Juan Pablo II, Dives in misericordia, 2). 1. El Padrenuestro Es una oración específicamente cristiana. El modo de dirigirnos a Dios en ella hubiera parecido un atrevimiento irrespetuoso a un judío anterior a Jesús. La palabra que usa Jesús, «Abba», era la forma familiar y cariñosa de dirigirse los niños a sus padres. Algo semejante a «papá», como se dice en algunos sitios. Y Jesús no sólo la empleó, sino que dijo a sus discípulos que la utilizaran al orar. Por otro lado, Jesús da a esta oración un sentido comunitario, como lo muestran los mismos términos en plural: nuestro, venga a nosotros, perdónanos, etc. Por eso, la Iglesia la hace rezar en las celebraciones litúrgicas, en las que el pueblo cristiano ora en común. Esto no significa que el rezo del Padrenuestro en privado no sea buena oración; Jesús oraba muchas veces en privado.
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Al rezar el Padrenuestro la comunidad cristiana pide que alcance la máxima plenitud esa salvación que ya hemos obtenido con la venida de Jesucristo y que llegue a todos los hombres. 2. Las parábolas de la misericordia San Lucas, en el capítulo 15, relata tres parábolas llamadas de la misericordia: la de la oveja perdida, del hijo perdido («pródigo») y del administrador infiel. Con estas parábolas Jesús explica cómo es la actuación de Dios. San Juan dirá que Dios es amor. Podemos decir que ésta es la principal revelación del Nuevo Testamento. Por esto, Jesús proclamará con su palabra y con sus obras el amor de Dios por los hombres. En efecto, Jesús nos muestra al Padre, es la revelación del Padre: «Mediante esta “revelación” de Cristo conocemos a Dios, sobre todo en su relación de amor hacia el hombre: Es justamente ahí donde “sus perfecciones invisibles” se hacen de modo especial “visibles”, incomparablemente más visibles que a través de todas las demás “obras realizadas por él”: tales perfecciones se hacen visibles en Cristo y por Cristo, a través de sus acciones y palabras y, finalmente, mediante su muerte en la cruz y su resurrección» (Juan Pablo II, Dives in misericordia, 2). Pero como los hombres están dominados por el pecado, este amor de Dios por los hombres se traduce en perdón, en misericordia. «De este modo, en Cristo, y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia, esto es, se pone de relieve el atributo de la divinidad, que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió “misericordia”» (ibíd.).
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Los fariseos se escandalizaban de que Jesús acogiera y comiera con los pecadores. Pero la actitud de Jesús ante los pecadores es la más clara predicación del Reino de Dios: Dios es un Dios que perdona. Los fariseos no pueden entenderlo porque están lejos de sentir de acuerdo con Dios. Habían reducido la religión al estrecho cauce de su propia mezquindad y no son capaces de comprender el amor, que se traduce en perdón. En las parábolas de la misericordia encontrarnos de común la recuperación de lo que estaba perdido. Cuando Jesús acoge a los pecadores, está llevando a la práctica esta recuperación de lo perdido. Especialmente significativa es la parábola del hijo pródigo, en la que se manifiesta con detalles emocionantes el amor de Dios como Padre de los hombres. El amor de Dios hace fácil la vuelta. En estas parábolas se resalta la alegría de Dios por el pecador que cambia de vida. Jesús llega a decir que «en el Cielo hay más alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia» (Lc 15, 7). Otro dato que nos hacen ver claramente estas parábolas es que es Dios quien toma la iniciativa para buscar al hombre extraviado. A la vez, queda claro que el hombre también tiene que poner algo de su parte. El hijo pródigo, antes de encontrar a su padre ha tenido que reconocer su lamentable situación; tener la valentía de proponerse la vuelta y llevarla a la práctica. Hace falta en el hombre una actitud de conversión, de respuesta amorosa al amor de Dios. Es la actitud que se llama sentencia y que no excluye la alegría, fruto de la esperanza de ser perdonado. El pecador arrepentido encuentra siempre el perdón de Dios: «Dios no desprecia un corazón contrito y arrepentido» (Sal 50). Por último, no deja de ser elocuente la actitud del hijo mayor de la parábola, porque, al revés de su padre, no es capaz de perdonar. Desconoce cómo es Dios. No actúa como Dios; no ama. Jesús, por el contrario, nos muestra constantemente en su actuación la actitud de perdón para con los pecadores.
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Jesucristo es la revelación del Padre. Por eso, los Hechos de los Apóstoles dicen que Jesús «pasó haciendo el bien» (Hch 10, 38). «Jesucristo manifiesta la misericordia de Dios. El mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente “visible” como Padre “rico en misericordia”» (Juan Pablo II, Dives in misericordia, 2). «Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios como “Padre de la misericordia”, nos permite “verlo” especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad» (ibíd.). 7. EL REINO DE LA SALVACIÓN DE DIOS Los evangelios sinópticos (San Mateo, San Marcos y San Lucas) concuerdan en que el tema primario de la predicación de Nuestro Señor Jesucristo era «el Reino de Dios»: «Enseñaba en las sinagogas y proclamaba el evangelio del reino» (Mt 4, 23; 9, 35) y lo hace con urgencia: «... también en las otras ciudades tengo que anunciar el reino de Dios, porque para esto he venido» (Lc 4, 43). Este Reino de los Cielos, que es el núcleo de la predicación de Jesús, es un misterio, porque se trata, sobre todo, de una nueva situación que procede de Dios. Surge con Jesucristo y el hombre no puede acelerarla ni provocarla. Aparece cuando Dios quiere, pero como no es un reinado político, como el que esperaban los principales jefes de Israel, sino religioso, tiene su realización primera en el interior de los hombres. Por eso no se impone por la fuerza, como muchas veces lo hacen los reinados meramente humanos, sino que tiene como elemento principal la respuesta libre del hombre. Por eso, el hombre puede cerrarse al Reino de Dios e incluso oponerse a su realización. Es lo que vemos en los evangelios que ocurre con los que se oponen a Jesús. La raíz de esa resistencia que el hombre puede oponer al Reino es el pecado. La indiferencia, el egoísmo, el orgullo, la avaricia, etc. llevarán a muchos a rechazar el Reino de Dios.
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En definitiva, el Reino de Dios es la salvación del hombre, que ha venido a traer Jesucristo. Y la realización definitiva de ese Reino es la «vida eterna», en la que el hombre conseguirá su plenitud definitiva. Esto no significa que ese Reino no tenga incidencia sobre las realidades de este mundo. Precisamente, que el Verbo de Dios se haya hecho hombre para salvar al hombre y que haya querido vivir la vida humana con todas sus consecuencias, significa que ese Reino inaugurado con Cristo ya ha comenzado a actuar aquí. Y si tiene como finalidad principal llevar a los hombres a la gloria, su aceptación será el mayor beneficio para cada hombre en particular y para la vida en sociedad, propia del hombre. En efecto, este Reino es reino de verdad y justicia, su ley más importante es la caridad o amor de los unos por los otros. Es evidente que cuanto mayor sea la aceptación del Reino por parte de los hombres, también mayor será la paz y concordia entre ellos y, por tanto, su felicidad terrena. Podemos decir que lo malo que hay en el mundo depende en gran medida de la resistencia de los hombres al Reino de Dios. No olvidemos que Dios no impone su reinado, sino que sólo lo propone, dejando a salvo la LIBERTAD. Para entrar en este Reino o, para que él entre en nosotros, hace falta quitar obstáculos, vaciarse de todo lo que estorba; hace falta renuncia, abnegación. Jesús dirá que hace falta nacer de nuevo. Para pertenecer y poseer este Reino hay que hacerse como niños en la sencillez e inocencia (cf. Mc 9, 23), y se debe nacer de nuevo a una vida más alta según el espíritu, pues «no consiste el Reino de Dios en el comer y el beber, sino en la justicia, en la paz y en el Reino del Espíritu Santo» (Rom 14, 17). 1. La ley de este Reino es la caridad Todas las normas del nuevo Reino se pueden encerrar en amar a Dios sobre todas las cosas. Jesucristo, al ser interrogado sobre el primer mandamiento de la ley, dijo: «Amarás al Señor, tu Dios, con
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todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos preceptos dependen toda la ley y los profetas» (Mt 22, 37-39). En las leyes humanas basta con el cumplimiento externo, pero en la ley del amor se llega hasta el fondo de la conciencia y del corazón, pues de ahí surgen las buenas o las malas obras. 2. Las parábolas del Reino de los Cielos San Mateo trata de expresarnos, a través de las siete parábolas que recoge el capítulo 13, las líneas maestras de lo que Jesús ha enseñado respecto del Reino. En el fondo vienen a decir que quien no reconoce el misterio del Reino en las palabras de Jesús y lo rechaza, aumenta todavía más su ceguera. [El Reino] Crece ocultamente; sólo al final desplegará todo su esplendor. Es pequeño, pero tiene un valor inapreciable y posee en sí una fuerza de transformación enorme. Exige el sacrificio de todo, pero produce mucho fruto y un gozo incontenible. 3. La plenitud del Reino de Dios no se dará en la tierra, sino en la eternidad Cristo anunció una segunda venida suya al final de los tiempos como Rey y Juez, «entonces dará a cada uno según sus obras», y separará a los buenos de los malos, llevando la creación a la perfección conseguida por él en la Redención. En el final, la creación entera pasará a ser «el cielo nuevo y la nueva tierra» anunciados en el Apocalipsis, donde el mal habrá sido definitivamente vencido: «la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo es ya pasado» (Ap 21, 1-4).
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— Tema principal de la predicación de Jesús: el Reino de los Cielos. — No es un reino político, sino religioso. No se impone por la fuerza, sino que pide una respuesta libre del hombre. — El Reino de Dios es lo mismo que la salvación de los hombres. — La realización definitiva de este reino se da en la vida futura, pero actúa ya en la presente y es la solución de los problemas humanos. — Para entrar en ese reino hace falta «nacer de nuevo». — La ley de este reino es la caridad. En la sinagoga de Nazaret, nuestro Señor se aplica a sí mismo unas palabras del profeta Isaías en las que se ve la relación entre salvación, salud y liberación: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar la libertad a los cautivos, la recuperación de la vista a los ciegos; para poner en libertad a los oprimidos» (Lc 4, 18-19). El Señor sitúa estas palabras en un ámbito universal, que trasciende lo meramente temporal. La salvación que Él trae a los hombres es una salvación total, que les afecta en las mismas raíces de su existencia y, por ello, se extiende a todas los dimensiones de su ser. Se le debe poner el nombre de Jesús —Salvador—, como indica el ángel a José, porque salvará a su pueblo de sus pecados (Mt 1, 21). La palabra salvación recibe en el Nuevo Testamento un sentido decididamente religioso. Comprende, por una parte, la liberación del pecado; y, por otra —como la otra cara de la misma moneda—, las bendiciones de Dios en las que se incluye, en su consumación escatológica, la liberación de todas las esclavitudes. 4. Cristo es el perfecto mediador Mediador es el que puede hacer de puente entre dos partes. Jesús es perfecto Dios y perfecto hombre. Es el único que puede mediar de modo perfecto entre Dios y los hombres. Aunque muchos pidan y merezcan por la salvación de la humanidad Cristo es el único mediador.
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5. Cristo es Sacerdote El sacerdote es el que ofrece a Dios acciones sagradas para dar culto a Dios y conseguir bienes y perdón sobre los hombres. Cristo es el único Sacerdote de la Nueva Alianza. 6. Cristo es Rey Repetidamente se anuncia en la Escritura que el Mesías será rey. Cristo es Rey y reina en los corazones de los hombres a través de su gracia. 7. Cristo es el nuevo Adán Adán es la cabeza del género humano. Al pecar toda la humanidad quedó herida. Cristo es el nuevo Adán, es decir la nueva cabeza, de la humanidad. La unión con el viejo Adán se realiza por el nacimiento. La unión con el nuevo Adán que es Cristo se realiza por la fe y el Bautismo. De este modo se salva y se regenera la humanidad. Catecismo 619 «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras» (1 Co 15, 3). 620 Nuestra salvación procede de la iniciativa del amor de Dios hacia nosotros porque «Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2 Co 5, 19). 621 Jesús se ofreció libremente por nuestra salvación. Este don lo significa y lo realiza por anticipado durante la última cena: «Éste es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros» (Lc 22, 19). 622 La redención de Cristo consiste en que él «ha venido a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28), es decir,
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«a amar a los suyos hasta el extremo» (Jn 13, 1) para que ellos fuesen «rescatados de la conducta necia heredada de sus padres» (1 P 1, 18). 623 Por su obediencia amorosa a su Padre, «hasta la muerte de cruz» (Flp 2, 8) Jesús cumplió la misión expiatoria (cf. Is 53, 10) del Siervo doliente que «justifica a muchos cargando con las culpas de ellos» (Is 53, 11; cf. Rm 5, 19).
«La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5, 8).
8. Concepto adecuado de la redención La redención puede definirse como aquella economía sobrenatural según la cual Cristo, cabeza nuestra, en nuestro lugar, ofrece a Dios por nosotros un sacrificio perfecto y una reparación adecuada a la ofensa inferida por los pecados de la humanidad; nos libra de la cautividad del pecado, del diablo y de la muerte, y nos vuelve y restituye en aquellos bienes perdidos por el pecado. La redención comporta, pues, como perteneciente a su concepto la idea de pagar un precio, es decir, comporta una reparación proporcionada a la gravedad del pecado, y, en consecuencia, comporta una satisfacción. Se trata de una satisfacción que Cristo realiza en lugar nuestro; por eso se le llama satisfacción vicaria, puesto que no sólo padece por nuestros pecados, sino que, en cuanto cabeza nuestra, padece en nuestro lugar. Esta satisfacción tiene lugar mediante la obediencia hasta la muerte, es decir, inmolando la propia vida como acto de culto a Dios, reparando así la desobediencia de Adán (cf. Rom 5, 12-19). Por esta razón se dice que tiene lugar mediante el sacrificio. Este sacrificio expiatorio tiene como efecto la reconciliación de los hombres con Dios y, en consecuencia, la liberación de la esclavitud del demonio, del pecado y de la muerte.
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Catecismo 609 Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, «los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1) porque «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: «Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53). 610 Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los Doce Apóstoles (cf. Mt 26, 20), en «la noche en que fue entregado» (1 Co 11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta Última Cena con sus Apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (cf. 1 Co 5, 7), por la salvación de los hombres: «Éste es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros» (Lc 22, 19). «Ésta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28). 615 «Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que «se dio a sí mismo en expiación», «cuando llevó el pecado de muchos», a quienes «justificará y cuyas culpas soportará» (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Concilio de Trento: DS 1529). 616 El «amor hasta el extremo» (Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y ama-
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do a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Co 5, 14). Ningún hombre, aunque fuese el más santo, estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos. 617 «Sua sanctissima passione in ligno crucis nobis justificationem meruit» («Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación») enseña el Concilio de Trento (DS 1529) subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como «causa de salvación eterna» (Hb 5, 9). Y la Iglesia venera la Cruz cantando: «O crux, ave, spes unica» («Salve, oh cruz, única esperanza», himno Vexilla Regis). 618 La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, «se ha unido en cierto modo con todo hombre» (GS 22, 2), él «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual» (GS 22, 5). Él llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16, 24) porque él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 P 2, 21). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35): «Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo». (Santa Rosa de Lima, vida)
Capítulo VII
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«El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido desde el principio para el hombre y, mediante el hombre en el mundo, Cristo, que sufre, habla sobre todo al hombre y no solamente al creyente» (Juan Pablo II, Dives in misericordia 7).
1. LA PASIÓN Y MUERTE DE JESUCRISTO El relato de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor ocupa un lugar predominante en los cuatro evangelios. Es la parte más extensa. En los comienzos, cuando una persona se acercaba a la Iglesia con el ánimo de conocer la Buena Nueva, se le explicaban, ante todo, los sucesos de nuestra Redención, realizada por Jesucristo con su Pasión y Muerte y, sobre todo, con su Resurrección de entre los muertos. El relato de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo (Misterio Pascual) constituye el núcleo de la predicación cristiana, desde los comienzos. Los restantes datos, que nos narran los evangelios, se fueron incorporando después a esa predicación. Es probable que las dos «confesiones de fe» más antiguas del cristianismo fueran: la narración de la Eucaristía y la de la Resurrección. A partir de esas confesiones, es posible que se formara el relato central. Esas confesiones de fe habrían dado testimonio de una serie de hechos:
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la conspiración para apoderarse del Señor y entregarle; la Cena; el prendimiento; la Muerte y la sepultura; la Resurrección.
Es muy importante destacar que todos estos relatos expresan la fe de la Iglesia en el designio salvador de Dios. Jesús, en la Última Cena, manifestó claramente que su muerte iba a ser un sacrificio por los hombres y que constituiría la Nueva y Eterna Alianza entre Dios y el Nuevo Pueblo, que es la Iglesia. Como en el Sinaí, la sangre de las víctimas selló la alianza de Yahvé con su pueblo, así también, sobre la Cruz, la sangre de la víctima perfecta. Jesús, va a sellar entre Dios y los hombres la Alianza —Nueva—. Con la Nueva Alianza que instituirá la muerte de Cristo, cumplirá Dios su promesa, anunciada por los profetas, de salvar a su pueblo y librarlo de sus pecados. Aunque hay que añadir que Jesús se atribuye la misión de redención universal, es decir, que ha venido a salvar a todos los hombres. Desde la perspectiva de la Resurrección se comprenden los sufrimientos y la muerte de Jesucristo, el Hijo de Dios. No constituyen, en efecto, el fracaso de un hombre, sino que por la aceptación obediente se convierten en fuente de salvación para todos. En la Pasión y Muerte del Señor se cumplieron todas las profecías sobre el Mesías Salvador, pero además se descubre, como no lo había sido hasta entonces, el amor de Dios por los hombres. El relato de la Pasión no se puede separar del de la Resurrección porque Cristo va a triunfar. A los ojos de los que le rodeaban parecía una derrota y un fracaso, pero nunca estuvo tan cerca del triunfo definitivo como entonces. La Pasión es el camino de la Gloria. Pasión y Resurrección son dos fases de un mismo MISTERIO: poner fin a la Alianza Antigua e inaugurar el Reino de Dios. Se hizo por nosotros obediente hasta la muerte y muerte de cruz.
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2. LA MUERTE DE CRISTO HABÍA SIDO PROFETIZADA Muchos son los lugares donde los profetas dicen que el Mesías debía sufrir por los pecados del Pueblo. El mismo Cristo resucitado explica a los de Emaús que era preciso que el Mesías padeciese «y comenzando por Moisés y por todos los profetas les fue declarando cuanto a Él se refería en todas las Escrituras» (Lc 24, 27). Son característicos los textos del profeta Isaías que forman el llamado Poema del Siervo de Yahvé. Así, dirá: «Maltratado y afligido no abrió la boca, como esclavo llevado al matadero y como oveja muda ante los trasquiladores. Fue arrebatado a un juicio inicuo, sin que nadie defendiera su causa cuando era arrancado de la tierra de los vivientes y muerto por las iniquidades de su pueblo, e hicieron su sepultura con el malvado y con el rico su sepulcro, aunque él no había cometido violencia, ni hubo engaño en su boca» (Is 53, 7-9). La claridad de esta profecía es meridiana conociendo lo que después sucedió. 1. Jesús predice su Pasión Jesús anuncia tres veces a los suyos que va a morir, especificando el motivo de su muerte: «Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes, de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar» (Mt 16, 20). Los discípulos no entendieron entonces lo que les quería decir; lo entendieron al ver a Cristo resucitado, cuando se les apareció y les explicó las Escrituras. Nadie ama más que el que da su vida por sus amigos. 2. La conspiración de los judíos San Juan es el evangelista que nos refiere con más detalles este suceso. Jesús acaba de realizar un gran milagro: ha resucitado a Lázaro. Dice San Juan que «Muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en Él. Pe-
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ro algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que habla hecho Jesús. Entonces los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron consejo y decían: “¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos milagros” [...] Pero uno de ellos llamado Caifás, que era el Sumo Sacerdote de aquel año, les dijo: “Vosotros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta de que es mejor que muera uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación”. Esto no lo dijo por sí mismo, sino que siendo Sumo Pontífice aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos. Así, desde aquel día decidieron darle muerte» (11, 45-53). Estas palabras de la Escritura expresan de manera inequívoca cuáles eran los sentimientos de las autoridades religiosas de Jerusalén hacia Jesucristo. 3. La Cena La Cena de Jesús con sus Apóstoles tiene como fondo la celebración de la Pascua judía. En la comida de Pascua de la Antigua Alianza ya se usaban el pan y el vino. El jefe de la familia explicaba el simbolismo: el pan de la Pascua expresa cómo Dios libera, auxilia y fortalece a su pueblo. El vino regocija el corazón, anima el cuerpo, lo mismo que la sangre. Constituye además uno de los elementos fundamentales del banquete mesiánico. Los relatos de la institución de la Eucaristía contienen las palabras con que Jesús explicó el nuevo significado del pan y del vino (cáliz, copa) en la Pascua cristiana. La diferencia radical entre ambas Pascuas es que en la de la Nueva Alianza, ese pan y ese vino se hacen realmente el Cuerpo y la Sangre del Mesías Redentor, que se da en alimento a sus seguidores para comunicarles la nueva vida. En la Cena se encuentran: — Por una parte, el carácter de banquete de comunión, que en el Antiguo Testamento concluyó la Alianza del Sinaí y fundó el Pueblo de Dios (Ex 24). Allí, Moisés derramó sangre
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para el perdón de los pecados de todos y preparó la comprensión del nuevo Moisés, Jesucristo, sacerdote del sacrificio del Nuevo Pueblo de Dios. Jesucristo derrama su sangre por todos, ya que ha bajado del cielo «por nosotros los hombres y por nuestra salvación» (Credo). — Pero también la Cena anuncia y anticipa el Sacrificio de Jesús en la Cruz cuando se dice que su cuerpo es entregado y que su sangre sella una nueva alianza. Se alude a la muerte del Siervo de Yahvé anunciada por los profetas, que es mediador entre Dios y los hombres (pontífice) Y Jesús consiguió la redención no con sangre ajena, sino con la propia. Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía: — Anuncia la muerte redentora de Jesús. Se destacan en los relatos las ideas de expiación, sacrificio, entrega, servicio y amor obediente de Cristo. — Proclama la alianza definitiva entre Dios y su Pueblo. — Anticipa el banquete mesiánico. Por otra parte, el pan partido y el vino repartido, evocan la realidad del cuerpo muerto y de la sangre derramada. Pero no se trata de un puro y simple simbolismo, sino de una realidad. La Palabra de Dios: «esto es mi cuerpo», «esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre», realiza lo que anuncia, ya que esa palabra es siempre eficaz (cf. Biblia para la iniciación cristiana, t. 2, p. 127). LA MISA ES LA RENOVACIÓN DEL SACRIFICIO DEL CALVARIO El Sacrificio de Cristo se completó en la Cruz, pero se continúa en nuestros altares. En la Última Cena Jesús instituyó la Eucaristía para que los hombres pudiesen unirse con Él y renovar su sacrificio de un modo incruento. Por eso dijo: «Haced en memoria mía», añadiendo que de esta manera anunciaban «la
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muerte del Señor hasta que Él venga» (1 Co 11, 26). El Sacerdote en la Santa Misa es «el mismo Cristo» que está glorioso en los cielos, que actúa a través del ministro sagrado que es «otro Cristo» prestando su voz, su cuerpo y su vida misteriosamente al Señor. La Víctima es también Jesús presente por la Consagración en la Sagrada Eucaristía. A través de la Santa Misa se aplican a los cristianos los méritos de Cristo. El Concilio Vaticano II enseña: «Nuestro Salvador en la Última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos hasta su vuelta el sacrificio de la Cruz y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su Muerte y Resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en el cual se recibe como alimento a Cristo». «Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6, 55). 3. JESÚS ES JUZGADO 1. Juicio religioso Jesús fue prendido mientras hacía oración en el Huerto de los Olivos hacia medianoche, aprovechando la traición de uno de sus discípulos: Judas. Sin esperar al día siguiente, aquella misma noche se reunieron muchos de los principales de los judíos para juzgarle. Llama la atención tanto el modo cómo le prendieron, de noche, como la rapidez del falso juicio, como si no quisiesen que nadie le defendiese y así hallar una justificación para matarle, según habían decidido. Después de buscar diversos falsos testigos llegaron a la causa principal de su acusación: «El Sumo Sacerdote le dijo: “Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”. Dícele Jesús: “Tú lo has dicho, y os digo que un día veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Padre y venir sobre las
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nubes del cielo”. Entonces el Pontífice rasgó sus vestiduras, diciendo: “Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos de más testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?”. Ellos respondieron: “Reo es de muerte”» (Mt 26, 63-66). El proceso termina con esta acusación de blasfemia. Pero el verdadero motivo del rechazo de Jesús por los jefes de Israel es que se presenta como el Mesías esperado y el Hijo de Dios. Los judíos que le juzgaban no quisieron aceptar el testimonio de Jesús sobre sí mismo; con una ceguera culpable que les llevará a mentir descaradamente en el juicio ante Pilato y a buscar el asesinato de Jesucristo. De esta manera se hicieron cumplidores de lo anunciado por los profetas. 2. Juicio civil Tras la condena por el Sanedrín, muy de mañana, llevaron a Jesús ante el tribunal romano. Allí intentaron engañar al gobernador romano diciendo que llevaban a Jesús para que le juzgase sobre cuestiones políticas. De esta manera se desembarazaban de Jesucristo y, además, comprometían a Pilato con la muerte de alguien tan famoso ante el pueblo como Jesús. a) Primer interrogatorio Los judíos acusaron a Jesús de que «éste perturba a nuestra nación y prohíbe pagar impuestos al César y que se llama a sí mismo Mesías Rey» (Lc 23, 2). Su secreta intención parece que era conseguir un juicio rápido y sin comprobar demasiado las acusaciones. La mentira es clara en algunos temas como el de no pagar impuestos, pues Jesús sí los pagó y había dicho que se debía dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, con lo que respetaba en su debido ámbito la autoridad de los gobernantes. Pilato interrogó a Jesús, que le responde: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis soldados lucharían para que no fuera entregado a los judíos» (Jn 18, 36). Con ello, adaptándose a la mentalidad romana, le dice que su reinado es un
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reino espiritual y no temporal o político. Luego, ante la insistencia de Pilato, le aclara en qué consiste su reino: «Tú dices que yo soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad, oye mi voz» (Jn 18, 37). Después le insinúa al mismo Pilato que todo el que busca la verdad con sinceridad comprende las palabras de Cristo. Pilato corta el interrogatorio con una frase llena de escepticismo: «¿Qué es la verdad?». Con ello da a entender que tampoco cree en Jesús. Después de esto le declara inocente de las acusaciones de los judíos: «Yo no encuentro en él ninguna culpa» (Jn 18, 38). Lo lógico tras esta sentencia era conceder la libertad a Jesús, pero Pilato es débil y quiere quedar bien ante los judíos que acusaban a Jesús. Para ello utiliza el subterfugio de enviarle a Herodes, que estaba entonces en Jerusalén. La estratagema no dio resultado porque Jesús no habló nada ante Herodes, que sólo quería ver un milagro del Señor. Cuando volvió Jesús ante Pilato, dada la insistencia de los judíos, intentó otro sistema de librar a Jesús contentando a todos: aprovechar que se concedía durante las fiestas la libertad de un preso, para proponer que eligiesen entre Jesús y Barrabás, que era un asesino. La sorpresa de Pilato fue grande cuando prefirieron a Barrabás, y no sólo los acusadores oficiales, sino una multitud que gritaba «Crucifícale». Ante este enfurecimiento, Pilato intenta un tercer modo de calmar a los acusadores de Jesús: someterle al suplicio directamente inferior a la crucifixión, que es la flagelación. Algunos de los que pasaban por este suplicio llegaban a morir o, si no era así, el cuerpo quedaba todo deformado y lleno de sangre, de modo que verlo movía a compasión. Una vez realizada la flagelación, Pilato colocó a Jesús —que además había recibido muchas burlas y llevaba una corona de espinas que se le clavaba en la cabeza— ante el pueblo y dijo: «He aquí al hombre» (Jn 19, 6). El pueblo no se movió a compasión, sino que gritaron: «Crucifícale, crucifícale». Pilato insistía en que no encontraba en Jesús culpa alguna, pero entonces oyó de boca de los judíos el verdadero motivo por el que le querían matar: «Nosotros tenemos una Ley, y según esta Ley debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios» (Jn 19, 7). Cuando Pilato oyó estas palabras temió más.
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b) Segundo interrogatorio Sorprendido por el odio que rodeaba al Señor, por la afirmación que hace Jesús de sí mismo y la paciencia con que lleva los padecimientos, Pilato interroga de nuevo a Jesús diciéndole: «“De dónde eres tú?”. Y Jesús no le dio respuesta. Dícele entonces Pilato: “¿A mí no me respondes?, ¿no sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?”. Jesús respondió: “No tendrías poder sobre mí si no te hubiera sido dado de arriba. Por esto, el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor”» (Jn 19, 9-1 l). La serenidad de Jesús en aquellas circunstancias tiene un valor sobrehumano. Pilato aduce que tiene poder, como si el poder fuese arbitrario, y pudiese hacer con él lo que le viniese en gana. Jesús le corrige diciendo que todo poder viene de Dios y de Él toda su fuerza; por tanto, lo que tiene que hacer es ejercer su autoridad con justicia. Pilato se da cuenta de que allí se está librando una cuestión importante, que debe juzgar según conciencia; entonces «buscaba soltarlo. Pero los judíos gritaron y dijeron: “Si sueltas a ése, no eres amigo del César. Todo el que se hace rey contradice al César”» (Jn 19, 12). Esta acusación era falsa, porque el reino espiritual no se opone al reino temporal, sino que es de otro orden. Pero Pilato fue débil, se asustó ante las acusaciones y presiones de los judíos y cedió, condenando a Jesús, aunque buscó disculparse poniendo a Jesús azotado delante de los judíos, diciendo: «He aquí a vuestro rey» (Jn 19, 15), como queriendo decir: ¿Qué mal os puede hacer un hombre tan pacífico? Pero los judíos llegaron a decir, contradiciendo sus mismos pensamientos: «No tenemos más rey que al César» (Jn 19, 16). Entonces Pilato se lavó las manos delante de todos, y dijo: «Soy inocente de la sangre de este justo; vosotros veréis» (Mt 27, 24). Y lo tomaron para crucificarlo. La culpabilidad de Pilato es distinta de la de los judíos, pero él también fue culpable, porque permitió la muerte de un inocente ante las presiones de que fue objeto.
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4. CRUCIFIXIÓN Tras la condena cargaron a Jesús con su cruz y te condujeron al Calvario, que es un monte que está fuera de la ciudad, junto a las murallas. Es significativo este hecho, porque cuando se debía hacer un sacrificio, según la Ley, por los pecados de todo el pueblo, se hacía fuera de la ciudad. Crucificaron al Señor entre dos ladrones. Entre las palabras que dijo Jesús en la Cruz se pueden destacar algunas que expresan mejor el verdadero motivo de la muerte del Señor: «Y Jesús decía: “Padre perdónalos porque no saben lo que hacen”» (Lc 23, 34). Es la máxima expresión del perdón: perdona no sólo a los ejecutores materiales, sino a todos los culpables. La Cruz es un misterio de perdón. Al ladrón arrepentido que le pide entrar en su reino le dice: «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Luego declaró el sentido mesiánico del Salmo 21 al decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34). Por último dijo: «está cumplido» (Jn 19, 30), con lo que indica que ha cumplido con toda justicia y con todo amor la voluntad del Padre de redimir a los hombres del pecado. Después, «dando una gran voz, expiró» (Mc 15, 37). Una vez muerto no le rompieron los huesos como a los demás crucificados, cumpliéndose incluso en ese detalle las profecías, y le atravesaron el corazón con una lanza, como había profetizado Zacarías. Los evangelistas señalan cómo se cumplen, en la Pasión de Jesucristo, diversas profecías del Antiguo Testamento. A la luz de esos anuncios se comprende mejor el significado de la Pasión y Muerte del Señor. Especial valor tienen los pasajes del profeta Isaías que hablan del Siervo de Yahvé. Nos presenta el profeta la figura de un elegido de Dios, que tiene la misión de señalar a los hombres el camino recto e instruirles respecto a la conducta de su vida. Ello le llevará a declarar con valentía, lo que está bien y lo que está mal. Esta conducta de defensa de la verdad le atraerá ultrajes y desprecios que él acepta sin desfallecer, porque Yahvé le sostiene. La vida intachable del Siervo y su doctrina le acarrearán incompren-
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sión, sufrimiento y persecución, hasta culminar en una muerte ignominiosa. Pero, en realidad, se ha entregado a sí mismo por los pecadores, cuyos pecados llevaba sobre sí, intercediendo por ellos. Dios ha convertido ese sufrimiento expiatorio en la salvación de todos. Algunas de estas palabras de Isaías anticipan, con detalles muy concretos, la Pasión de Jesús: «Yo no me resistí ni me hice atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban [...] Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos [...] Tan desfigurado tenía su rostro que no parecía hombre [...] Despreciado y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias como uno ante quien se oculta e/ rostro [...] ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados [...] Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero era llevado al degüello y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca. Tras arresto y juicio fue arrebatado [...] por nuestras rebeldías fue entregado a la muerte y a su muerte está con malhechores». (Is, 50-53)
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1. El cumplimiento del Salmo 21 Este Salmo fue recitado o cantado por los israelitas durante muchos siglos antes de Cristo. Con él expresaban los sufrimientos del pueblo y la esperanza que tenían en Dios, que hace que todo resulte provechoso para todos los que le aman. Jesús oró en la Cruz al Padre con las palabras de este salmo: «A media tarde, Jesús gritó: “¡Elí, Elí!, ¿Lamá sabaktani?”» (Es decir: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿Por qué me has abandonado?»). (Mt 27, 46. Ver Mc 15, 34) Este grito de Jesús es el comienzo del Salmo 21, oración angustiosa del justo perseguido a muerte, aunque cargada de esperanza. (Sal 21, 5-6-20) Pero Jesús hace en este momento una proclamación abierta y potente: todo lo que está sucediendo a su alrededor es el cumplimiento de la Palabra de Dios, de la profecía contenida en el salmo: «Se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica». (Sal 21, 19) «Me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos». (Sal 21, 17-18) «Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo; al verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: “Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere”». (Sal 21, 7-9) «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». (Sal 21, 2)
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«Mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar». (Sal 21, 16) 2. Evangelios Reparto y sorteo del vestido. (Jn 19, 23s; Mt 27, 35; Mc 15, 24: Lc 23, 34) Crucifixión. (Jn 19, 18; Mt 27, 35; Mc 15, 24: Lc 23, 33) Burla y mofa despiadadas. (Mt 27, 39-44: Mc 15, 29-32; Lc 23, 35-37) Jesús proclama el cumplimiento del salmo. (Mt 27, 46; Mc 15, 34) En esta palabra y este salmo se muestra el abandono que experimenta Jesús en su Pasión. Mas allá del dolor físico y de las humillaciones experimenta como un abandono del Padre, como un ocultamiento de Dios a su alma humana. Aunque en su interior más íntimo se dé la presencia de Dios, siente la separación del Padre que es lo peor del pecado. El infierno es una autoexclusión del amor de Dios por parte de la voluntad libre y rebelde del pecador. Jesús experimenta esa separación en algún modo que le hace clamar con fuerte voz. Pero no cede en su entrega y acepta ese inmenso dolor anímico perseverando en el amor al Padre y a los pecadores. «Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo había llegado a su término, para que se cumpliera la escritura, dijo: “Tengo sed”». (Jn 19, 28; Mt 27, 48; Mc 15, 36; Lc 23, 36)
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3. Tengo sed «Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo: “Tengo sed”» (Jn 19, 28). La cuarta y la quinta palabra hablan de un exceso de sufrimiento. La cuarta, además, habla de congoja interior. La quinta es más humilde y lastimosa todavía; es el grito de la penuria física. Ahora ya no hay más que el grito del suplicio de la sed. Es el gemido extremo, arrancado a Jesús por el dolor físico tomando palabras de un texto mesiánico. En el grito de la sed del Señor vemos un cuerpo que se ha desangrado gota a gota durante la flagelación y en las horas que lleva clavado al madero. Jesús había dicho: «El que beba del agua que yo le daré ya no tendrá sed jamás» (Jn 4, 14). ¿Por qué tiene sed? Es una sed verdadera, física, material; la lengua como piedra seca y la garganta como un camino polvoriento. Es la palabra más radicalmente humana. Es la prueba definitiva de que está muriendo una muerte verdadera, de que en la cruz hay un hombre, no un fantasma. Un soldado tiene piedad, y le ofrece posca, una mezcla de vino, vinagre y agua que apaga la sed. No ha entendido las otras palabras, pero ésta está más a su altura. «Había allí un vaso lleno de vinagre. Sujetaron una esponja empapada en el vinagre a una caña de hisopo y se la acercaron a la boca» (Jn 19, 29). Y se cumple así el salmo 68: «En mi sed me dieron a beber vinagre».Y Jesús toma el vinagre. Es humilde hasta en el dejarse ayudar cuando el dolor es supremo. Jesús ahora es el hijo que pide. Tantas veces socorrió las necesidades de los débiles… Ahora pide que sean misericordiosos con él. No se trata de atender solamente las necesidades espirituales, también lo material nos lleva a ser más humanos. Pero, más allá de la sed corporal, está la sed de almas. El Salmo 21 dice: «Mi garganta está seca como el barro cocido, y la lengua se me pega al paladar». Siente sed del amor de todas las almas.
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4. Todo está consumado «Cuando hubo gustado el vinagre dijo: “Todo está consumado”» (Jn 19, 30). Próxima ya la muerte, vuelve a aparecer el diálogo con el Padre, y su alma se llena de nuevo de paz. Sólo Cristo sabe hasta el fondo que esa voluntad del Padre es amor total, amor fontal, amor que engendra hijos, amor misericordioso. Sabe que, paralelo al amor del Hijo, tan palpable en su humanidad, hay un dolor del Padre. La perfección divina, su inmutabilidad, es tan amorosa que sufre un dolor de amor que es perfección afectiva, no limitación. Jesús ve cómo la sabiduría del Padre respeta la libertad del hombre, y, al verlo hundido por el pecado, incapaz de superar la postración, da al Hijo y se da el Padre mismo. No quiso Dios que Abrahán consumase el sacrificio del hijo de la promesa. Pero Él mismo no se ahorra ese dolor. Y Jesús obedece la voluntad amorosa del Padre. Siempre obedeció Jesús venciendo la desobediencia del pecado, pero ahora su obediencia es más valiosa porque la dificultad es máxima. De ahí la paz honda de quien ha obedecido, de quien sabe que el Padre está satisfecho, de quien consuela al Padre. La paz se entrevé en la sexta palabra: todo está consumado, he obedecido; he vencido al diablo; la desobediencia del diablo y de Adán está superada: el camino de la nueva vida está ya abierto. 5. El gran grito Tras la constatación de la obra acabada llega el final: la muerte. Pero también la muerte es una entrega. «Y Jesús dando un gran grito dijo: “Padre en tus manos entrego mi espíritu”» (Lc 23, 46). La gran voz manifiesta que aún tiene muchas fuerzas físicas, cuando la muerte por crucifixión se producía por agotamiento. Jesús muere porque quiere; entrega su vida cuando él quiere. Pasa por el grado siguiente de anonadamiento: la muerte. Ha dado la misma vida. Y se yergue, estirando manos y pies en un esfuerzo supremo. Llena los pulmones de aire y vuelve a llamar al Padre y se abandona en sus
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manos. Ha dado su luz, su tiempo, sus energías, su afecto, su querer; pero le queda por dar la vida entera y experimentar la muerte. Esa muerte que entró por el pecado en el mundo y azota a los hombres. Cristo la va a hacer suya en acto de humildad total y experimenta lo que es no tener vida, morir con muerte real. Tiene que vencer a ese enemigo de los hombres y va a vencerlo pasando por ella. «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Es una frase llena de sentido, que revela la lucidez y la libertad de la entrega en el sacrificio de Jesucristo. Es fácil suponer que la mirada de Jesús se dirige al cielo, al Padre, con el gozo doloroso de la labor acabada, de la misión cumplida hasta el final. Es lo que más le importa: satisfacer la Justicia y la Misericordia divinas. Excepto la primera palabra, que es «Padre», las demás están sacadas del Salmo 30, y reflejan la oración de Jesús en aquellos momentos: «En tus manos encomiendo mi espíritu. ¡Tú me has redimido, Dios de verdad! Aborrezco los que observan vanidades mentirosas. Me regocijaré y me alegraré en tu misericordia porque has visto mi aflicción, has conocido mi alma en las angustias». Ésta era la oración silenciosa de Jesús en aquellos últimos momentos: las ansias redentoras y misericordiosas del Padre y del Hijo unidos al Espíritu Santo. Y el cuerpo se desploma, despojado ya del alma que lo sostenía con un aliento de vida. Es la ofrenda del sacrificio total, del holocausto. Lo ha dado todo para la salvación de los hombres. Y en la cruz sólo queda el cuerpo colgado de tres clavos y la cabeza caída. Cristo es ya un cadáver entre los hombres. Muchos de los discípulos de Jerusalén están allí en esos momentos. Han ido acudiendo poco a poco; los enemigos se han marchado. La consternación se une a la fe. Ayudan a la Madre y miran casi con incredulidad lo que acaba de acontecer. Los corazones están doloridos.
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6. Entregó el Espíritu En la muerte, Jesús da lo más preciado de sí mismo: «... entregó el Espíritu» (Jn 19, 30). Da el Espíritu Santo al mundo. El Padre escucha la petición del Hijo y envía también al Espíritu Santo, que hará efectiva y pública su presencia en Pentecostés. Una nueva época en la historia de la humanidad ha comenzado. Ya está consumada la reconciliación, satisfecha toda justicia, ahora se da al Dador de vida, al dedo del eterno Padre, al fuego de amor en el mundo. La historia de los hombres es desde ahora la historia de la acción del Espíritu Santo y la de las respuestas libres de los hombres. Ahora que el Espíritu Santo ya ha sido enviado en su misión conjunta con el Hijo, Jesús ya puede marchar. «Y bajó la cabeza y expiró». La Redención se ha consumado y alcanza su plenitud en la Resurrección. 7. El velo del Templo Al morir Jesús «el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo» (Mc 15, 38). Era un velo grueso de gran tamaño. Ha acabado la antigua Alianza para comenzar una nueva en la sangre del cordero inmaculado que es Jesús. El velo del Templo separaba lo más sagrado del Templo de Dios, el Santo de los Santos, del resto de estancias. Allí se veneraba la presencia de Dios. Sólo entraba en aquel recinto el Sumo Sacerdote en los días establecidos. En el lugar santo estaban los panes de la proposición y el altar de los sacrificios. En lo más interno, llamado Santo de los Santos, estaba el incensario de oro, y había estado siglos antes el arca de la Alianza, toda cubierta de oro. En el arca había una urna de oro conteniendo maná con el que Dios había alimentado a los judíos en el desierto, y también la vara de Aarón, la que floreció ante Dios como señal de elección divina. Se conservaban allí las tablas de la Ley que recibió Moisés de parte de Dios. Sobre el arca, dos querubines de oro que se miraban y cubrían con sus alas la mesa de los panes de la proposición.
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El velo rasgado fue la señal para los que estaban en el Templo y guardaban las cosas de Dios. Acababa de empezar un nuevo tiempo, lo antiguo ya estaba acabado. El maná era cambiado por el Pan vivo que es la Eucaristía. La Ley era llevada a su plenitud. La elección era en el Hijo amado que se había entregado por los hombres. El sacrificio era cambiado por el sacrificio perfecto de la cruz en la que el Sacerdote es Cristo —hombre perfecto— que ofrece la víctima perfecta —Él mismo— con un amor y una obediencia perfectos. Sacrificio agradable a Dios. La acción más trascendente y más sagrada que los hombres podían realizar en la tierra. Todo lo anterior eran figuras de lo que acababa de suceder; ése era su valor. Ahora ya no eran necesarios. Dios había abierto una alianza perfecta. 8. La tierra tembló «Y la tierra tembló y las piedras se partieron; se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de los santos, que habían muerto, resucitaron. Y saliendo de los sepulcros después de la resurrección de él, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos» (Mt 27, 52). En medio de las tinieblas la muerte de Jesús tiene como un eco en la tierra que tiembla. Se estremece el infierno y su rechazo de Dios. Se estremecen los diablos que han sido definitivamente vencidos. Se estremece la muerte que ya no tiene poder sobre los hombres. Se estremece la tierra como si la creación no pudiese comprender lo que acababa de ver en su creador que se entrega por los hombres. Así se celebra la victoria sobre la muerte. La muerte absorbida por la vida. Así se cumplió lo profetizado: «¡Muerte! ¡Yo seré tu muerte!» (Os). 9. El centurión se convierte «Al ver el centurión lo sucedido, dio gloria a Dios y dijo: “Este hombre era realmente justo”» (Lc 23, 47). Ha podido ser testigo privilegiado de toda la pasión desde el Pretorio hasta el Calvario. Han sido tres horas llenas de intensidad que le abren los ojos. Juz-
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ga los sucesos desde su hombría de bien. Ve la injusticia de su jefe Pilato, que condena a Jesús inocente ante la presión de los que odiaban al Señor. Ve la ira que como mar en tormenta llena a muchos de los sanedritas. Ve la masa del pueblo que clama contra Jesús cuando poco antes lo alabó como hijo de David. Ve la entereza de Jesús ante tanto dolor y humillación y puede calibrarla. Puede ver hasta qué punto llega la paciencia y la caridad. Ve que perdona y consuela al ladrón arrepentido, ve su desolación y escucha el gran grito al Padre. Observa con estupor las tinieblas que oscurecen el sol. Y cuando la tierra se estremece se le hace la luz en la mente. Hasta entonces sólo ha visto al justo que es perseguido por los enemigos. Ahora ve al Hijo de Dios. «El centurión y los que estaban con él custodiando a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, se llenaron de gran temor y dijeron: En verdad éste era Hijo de Dios» (Mt 27, 54). La fe ilumina a un hombre de bien, y el contacto de la cruz de Cristo le descubre el sentido de lo que está sucediendo. 10. La lanzada «Como era la Parasceve, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, pues aquel sábado era un día grande, los judíos rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los quitasen. Vinieron los soldados y quebraron las piernas al primero y al otro que había sido crucificado con él. Pero cuando llegaron a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y agua» (Jn 19, 31-34). Fue entonces, cuando un soldado abrió la quinta herida en el cuerpo de Jesús. Con un golpe certero, de mano experta, le atravesó el corazón, y de él manó sangre y agua. La quinta herida no es una herida de dolor, no busca matar o hacer sufrir. Jesús ya estaba muerto. Tampoco es solamente el deseo de certificar su muerte. Parece un acto de compasión del soldado hacia el crucificado y hacia su Madre, que estaba al pie de la cruz. La costumbre era certificar la muerte de los condenados, rompiéndoles las piernas. Así se garantizaba la asfixia y se aceleraba la
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muerte. La escena sería terrible para todos. El centurión se compadece de María y querría ahorrarle un último sufrimiento. Cumple sin saberlo las profecías: «No le será quebrado ni uno solo de sus huesos» y «mirarán al que atravesaron». Aquel soldado hace posible, al abrirle el costado, que Jesús muerto diga su última palabra sin palabras: «Lo he dado todo por vosotros, hasta la última gota de la sangre de mi corazón». ¡Ahora ya sabéis lo que es el Amor! Juan añade su testimonio ocular: «El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice la verdad para que también vosotros creáis» (Jn 19, 35). La sangre y agua que brota del costado abierto tienen un gran significado, además de ser el certificado de su muerte y de su donación hasta la última gota. La sangre muestra el perdón divino que se derrama sobre los hombres en la nueva Alianza. El agua es el medio para acceder a esa nueva vida: muestra el bautismo que borra todos los pecados hasta el pecado original y hace hijos de Dios. Hijos en el Hijo, renacidos de la muerte del pecado para ser miembros de Cristo. 11. José de Arimatea, audaz y piadoso, entierra a Jesús Los cuerpos de los crucificados eran arrojados a la fosa común. La infamia continuaba después de la muerte. No sucedió así con Jesús gracias a la audacia y al amor de José de Arimatea. «Y llegada la tarde, puesto que era la Parasceve, que es el día anterior al sábado, vino José de Arimatea, miembro ilustre del Consejo, que también él esperaba el Reino de Dios y, con audacia, llegó hasta Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se sorprendió de que ya hubiera muerto y, llamando al centurión, le preguntó si efectivamente había muerto. Cerciorado por el centurión entregó el cuerpo a José. Entonces éste, habiendo comprado una sábana, lo bajó y lo envolvió en ella, lo depositó en un sepulcro que estaba excavado en una roca e hizo arrimar una piedra a la entrada del sepulcro» (Mc 15, 42-46).
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El sepulcro era de José de Arimatea, era nuevo y lo había mandado excavar en la roca (Mt 27, 60). Este José «era un varón bueno y justo, miembro del Sanedrín, el cual no había consentido a su decisión y a sus acciones» (Lc 23, 50-51). Le acompaña Nicodemo, y ambos junto a Juan ungen el cuerpo de Jesús con aromas, una mezcla de mirra y áloe, como de cien libras (Jn 19, 39). Los acontecimientos han ocurrido con rapidez en aquel viernes santo. José de Arimatea y Nicodemo nada pueden hacer ante Pilato y el griterío de la masa. Y contemplan el cortejo de la cruz. Pueden ver desde cerca la muerte, las tinieblas, el terremoto, el gran grito, los resucitados. Y un pensamiento se hace claro en su mente: ¿qué sucederá con el cadáver? No puede ser que no reciba una sepultura digna y sea arrojado a la fosa común. Y piensa José en su sepulcro cavado en la roca viva, en la sábana para envolver el cuerpo de Jesús, así como en los ungüentos para preparar el cadáver lo mejor posible. Cuando le llega la noticia de la muerte de Jesús acude con su autoridad a pedir a Pilato el cuerpo. Pilato, confuso por los acontecimientos, tiene el acierto de certificar la muerte de aquel inocente crucificado, y llama al centurión. Éste le asegura que está muerto, y Pilato da el permiso. José de Arimatea acude con prisa al Calvario junto a Nicodemo, y ayudados por Juan desclavan el cuerpo de Jesús. Uno de ellos abraza el cuerpo junto a la cruz, los otros dos desclavan la mano derecha que cae sobre el que sujeta el cuerpo; después suben de nuevo la escalera para separar el clavo de la mano izquierda, y el cuerpo entero cae sobre el que lo sujeta por la cintura. Con lienzos sujetan por las axilas el cuerpo de Jesús y lo descienden con cuidado, como si pudiesen lastimarlo después de tanto dolor. Después lo entregan a su Madre, que lo recibe en su seno como cuando era niño. María llora sobre el cuerpo de su Hijo, sus lágrimas se juntan con la sangre que cubre como un manto real al cuerpo de Jesús. Cuesta separarla del hijo tan querido. Por fin lo hacen, y lavan el cuerpo y separan la corona de espinas, que guardan con los clavos y el paño en la cintura que llevaba el crucificado. Le ponen apresuradamente algo de los muchos ungüentos que llevaban, más de treinta kilos, y lo conducen al sepulcro. Allí consuman el acto de piedad del enterramiento. Rodean el rostro de Je-
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sús con un sudario, colocan unas monedas en los ojos, según la costumbre, y lo envuelven en una sábana de lino que rodea todo el cuerpo. Lo depositan sobre una roca en el centro del sepulcro. Salen de la concavidad y, con esfuerzo, colocan la gruesa roca que cierra la sepultura. Se renueva el llanto y el lamento de María. Todos callan y la conducen de nuevo al Cenáculo. Sin nada vino Jesús al mundo, y sin nada marcha de él: hasta el sepulcro es de otro. Cavado en la roca, sin ser usado por nadie, como un nuevo seno virginal. Y al hacerse de noche se retiran para cumplir la legislación del sábado. José de Arimatea fue prudente al actuar con audacia. Quizá también lo fue cuando era discípulo oculto de Jesús. Es muy posible que su fe en Jesús fuese débil al principio y se uniese el deseo de ayudar desde dentro del Sanedrín con un cierto temor a las consecuencias de declararse de un modo manifiesto seguidor de aquel que se llamaba el Cristo. Eso es lo que insinúa Juan en el Evangelio. Lo cierto es que la cruz le quita cualquier tipo de temor o de perplejidad. Sabe descubrir en la cruz el Sacrificio de la Nueva Alianza. Una vez iluminada la fe, ¿de qué sirven las tácticas y cálculos? José de Arimatea y Nicodemo estaban en los centros de poder de Israel y debían ser prudentes. Su prudencia les llevó a decisiones distintas cuando la situación cambió. Ante Cristo muerto en la cruz desaparecen todas las estrategias humanas. El sepulcro vacío se convierte en el primer sagrario material. María Santísima fue el primer sagrario vivo, virginal y lleno de amor. El sepulcro no ha sido usado por nadie. Ahora un sepulcro es el sagrario que contiene por un tiempo el cadáver de Jesús unido a la divinidad, pero separado del alma, que desciende a los infiernos a llevar la salvación a los justos del tiempo anterior, tiempo de la paciencia de Dios. En el momento de la muerte libremente querida, Jesús entrega al mundo su don más preciado: el Espíritu Santo que será el dador de vida divina a los hombres en un acto de amor reconciliado.
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5. MOTIVOS DE LA MUERTE DE JESUCRISTO Jesús muere crucificado por «nosotros los hombres y por nuestra salvación», así lo expresa el Credo. La causa de todos los sufrimientos humanos es el pecado. Con el pecado el hombre se enfrenta a Dios y destruye la armonía de su amistad con Él. Consecuencias de ese pecado son la muerte, el dolor y tener que soportar la tiranía de Satanás. Jesucristo supera todas estas esclavitudes de la manera que expresa mejor el Amor divino: pagando Él mismo por nuestros pecados. Sólo Dios podía redimir al hombre de su esclavitud, porque el hombre había rechazado por el pecado la vida divina, de la que Dios le había hecho partícipe. Jesucristo pagará la deuda en cierto modo infinita, al ser Dios el ofendido. San Pablo resume así la Redención: «Dios probó su amor por nosotros en que siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rom 5, 8). San Juan, a su vez, dice: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito para que no perezca» (Jn 3, 16). Este amor se manifiesta además como obediencia, cosa lógica porque el pecado se produjo por desobediencia: «Así como por la desobediencia de un solo hombre, muchos se constituyeron pecadores, por la obediencia de uno muchos se constituirán en justos» (Rom 5, 19). «En la pasión y muerte de Cristo —en el hecho de que el Padre no perdonó la vida a su Hijo, sino que lo “hizo pecado por nosotros”— se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de los pecados de la humanidad. Esto es incluso una “sobreabundancia” de la justicia, ya que los pecados del hombre son “compensados” por el sacrificio del Hombre-Dios». (Juan Pablo II, Dives in misericordia, 7) 6. LA MUERTE DE JESÚS ES UN SACRIFICIO Sacrificio es: una ofrenda hecha a Dios como señal de adoración, agradecimiento, expiación por los pecados, y petición de
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bendiciones. El sacrificio es completo cuando incluye la inmolación de la víctima ofrecida. Todo sacrificio requiere que haya un sacerdote y una víctima. Esto es común para todas las religiones que realizan, de diversas maneras, estas acciones sagradas. Israel tenía prescritos en la Biblia de una manera muy detallada cómo debían ser sus sacrificios. Entre estos sacrificios era muy importante el del cordero pascual, que recordaba la salvación del pueblo elegido de la opresión de los egipcios; también existía un sacrificio de comunión en que se ofrecía pan a Dios; los sacrificios por los pecados del pueblo se realizaban fuera de la ciudad, y un sacrificio especialmente importante era el sacrificio llamado de holocausto, que consistía en una destrucción total de la víctima ofrecida a Dios. Estos sacrificios tenían una parte exterior que incluía la ofrenda y la inmolacíón. Pero era necesario, para que resultaran agradables a Dios, que fuesen también un sacrificio interior, es decir, que las disposiciones interiores de los que ofrecían el sacrificio fuesen de amor y de sumisión a Dios. Jesucristo en la Cruz realizó un sacrificio perfecto. Como Sacerdote intercedió por los hombres. Como Víctima se entregó por los pecados de los demás. Además, como hubo inmolación, pues llegó hasta la muerte, se puede decir que fue un auténtico holocausto. Según Santo Tomás de Aquino: «... la Pasión, considerada de parte de los que dieron muerte a Cristo es un crimen; pero considerada por parte de Cristo que la sufrió fue un sacrificio» (Suma Teológica, III, 9-48, a. 3 ad 3). «Cristo, en cuanto hombre que sufre realmente y de modo terrible en el Huerto de los Olivos y en el Calvario, se dirige al Padre, a aquel Padre, cuyo amor ha predicado a los hombres, cuya misericordia ha testimoniado con todas sus obras. Pero no le es ahorrado —precisamente a Él— el tremendo sufrimiento de la muerte en cruz: “a quien no conoció el pecado, Dios le hizo pecado por nosotros”, escribía San Pablo resumiendo en pocas palabras toda la profundidad del misterio de la cruz y a la vez la dimensión divina de la realidad de la redención». (Juan Pablo II, Dives in misericordia, 7)
Capítulo VIII
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El Credo del Pueblo de Dios dice: «Creemos que Nuestro Señor Jesucristo nos redimió por el sacrificio de la Cruz del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros de manera que sí, mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: donde abundó el delito, sobreabundó la gracia» (n. 17). Redimir significa volver a comprar, devolver la libertad. Entre los hebreos significaba aún más, pues era tomar la deuda ajena como propia. Jesús realiza una redención perfecta de la esclavitud del pecado, causa de todas las esclavitudes. Por eso Jesús dice: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar la vida para la redención de muchos» (Mc 10, 45). La Redención cristiana consiste en la reconciliación con Dios, y en una liberación de las ataduras del diablo y del pecado. San Pedro exhorta a los cristianos a la santidad diciendo: «No habéis sido rescatados de vuestra vana conducta con oro y plata sino con la preciosa sangre de Cristo, cordero inmaculado e incontaminado» (1 Pe 1, 18). En la Redención actúan tanto la misericordia divina como su justicia. Por la misericordia Dios se vuelca sobre las miserias humanas sanándolas y perdonándolas. Por la justicia satisface y recompone el orden roto por el pecado. Tras la Redención se recupera la armonía entre Dios y el hombre, aunque cada uno debe
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apropiarse de los méritos de Cristo con su correspondencia a la gracia. La conducta de Nuestro Señor contrasta vivamente con la tendencia de los hombres al placer, a la comodidad. Esto es hoy especialmente agudo, como consecuencia del progreso material, tecnológico, que no es disfrutado con un criterio ético. Los cristianos han de imitar a Jesucristo. En primer lugar para hacer penitencia de sus propios pecados y por los demás, haciéndose corredentores. También para dar ejemplo y ser luz y sal del mundo. Por último, porque el uso desmedido de las cosas de la tierra, lejos de dar la felicidad, hace insatisfechos y desgraciados. Se hizo por nosotros obediente hasta la muerte y muerte de cruz. 1. LA RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO Los evangelistas nos han transmitido los hechos de la Resurrección. No pretenden hacer una historia detallada de lo que pasó, sino contar lo que vieron y lo que se convirtió en el fundamento de su fe. San Pablo expresa así esta Tradición: Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os he predicado [...] Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, luego a los Doce; después se apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los cuales muchos permanecen todavía, otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los Apóstoles. Y en último término, se me apareció también a mí. (1 Co 15, 1-8)
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La Resurrección de Jesucristo es, por tanto, el misterio central de la predicación de los Apóstoles y sus colaboradores. Los Apóstoles basarán la veracidad de su predicación en que son testigos de los hechos. Así se ve en los tres discursos de San Pedro que recogen los Hechos de los Apóstoles: «A este Jesús, Dios lo resucitó y todos somos testigos de ello» (Hch 2, 32). 2. LAS NARRACIONES EVANGÉLICAS DE LA RESURRECCIÓN Las narraciones de la Resurrección son de una gran espontaneidad y realismo. En todas ellas se manifiesta la honda impresión que causaron aquellos hechos en los que los narran. El mismo modo de contarlo revela que intentan ser lo más fieles posible a los hechos de los cuales han sido testigos. El fundamento de su predicación posterior será precisamente que son testigos de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Se puede decir con certeza que las narraciones evangélicas corresponden al género narrativo histórico, aunque no pretenden hacer historia como la haría un profesional de esta ciencia, pues sólo narran experiencias directas. El motivo central de todas las descripciones de la Resurrección que contienen los Evangelios es mostrar la propia fe y mover a los que las lean a aceptar la fe en Jesús resucitado. La exposición más acabada de lo dicho la encontramos en la primera carta a los Corintios, que es, probablemente el escrito más antiguo que conservamos acerca de la Resurrección. «Si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos de entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe. Además, seremos falsos testigos de Dios, porque contra Dios testificamos que ha resucitado a Cristo, a quien no resucitó [...] ¡Pero no! Cristo ha resucitado de entre los muertos. (1 Co 15, 12-20)
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Por eso la Iglesia «ha mantenido y sigue manteniendo con firmeza y gran constancia, que los cuatro mentados Evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilación alguna, transmiten fielmente lo que Jesús, Hijo de Dios, hizo y enseñó realmente mientras vivió entre los hombres» (Dei Verbum, 19). Los relatos de la Resurrección, por tanto, no son el resultado de una pura elaboración desde la fe, sino la exposición, con ligeras variantes, de lo que vieron y vivieron y luego contaron los testigos oculares. No es posible que ningún cristiano se atreviera a inventar hechos referentes a la Resurrección del Señor, entre otros motivos porque cuando se escribieron los Evangelios, aún vivían la mayoría de los que habían presenciado esos hechos y se sabían responsables de transmitirlos con fidelidad. «Indudablemente, después de la ascensión del Señor los Apóstoles transmitieron a sus oyentes lo que Él había dicho y hecho, con aquella más plena inteligencia de que gozaban, instruidos que fueron por los acontecimientos gloriosos de Cristo y enseñados por la luz del Espíritu de verdad. Mas los autores sagrados redactaron los cuatro evangelios seleccionando algunas cosas de entre las muchas que ya se habían transmitido oralmente o por escrito, reduciendo otras a síntesis, o explanándolas de acuerdo con el estado de las iglesias, manteniendo, finalmente, la forma de la predicación de manera, en todo caso, que nos comunicaran la verdad sincera acerca de Jesús. Y es así que escribieron, ora apoyados por su propia memoria y recuerdo, ora por el testimonio de “los que desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la Palabra”, con intento de que conozcamos la “firmeza” de las palabras en que hemos sido instruidos» (cf. Lc 1, 2-4; Dei Verbum). «... se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!”» (Lc 24, 33-34). 1. Jesús había predicho su Resurrección Junto al anuncio de su Pasión y Muerte Jesús predijo tres veces su Resurrección. La primera fue en Cesarea de Filipo cuando, tras
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la confesión de Pedro dijo: «Es necesario que el Hijo de Dios sufra mucho, y que los ancianos, los príncipes de los sacerdotes y los escribas lo reprueben y que muera y al tercer día resucite» (Lc 9, 22). La segunda vez fue después de la Transfiguración del Señor ante Pedro, Juan y Santiago en que se manifestó ante ellos con un cuerpo glorioso cuando les dijo: «A ninguno les digáis esta visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos» (Mt 17, 9). La tercera ocurrió subiendo hacia Jerusalén, cuando tomando aparte a los Doce, les dijo: «“Mirad: subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del hombre, que será entregado a los gentiles, y escarnecido, e insultado, y escupido, y después de haberle azotado, le quitarán la vida, y al tercer día resucitaré”. Pero ellos no entendían nada de esto, eran cosas ininteligibles para ellos y no entendían lo que les decía» (Lc 18, 31-34). También se lo había profetizado a los judíos de una manera más velada cuando les dijo: «“Destruid este templo y en tres días lo levantaré”. Dijéronle los judíos: “En cuarenta y seis años se edificó este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?”. Mas Él hablaba del templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos que había dicho esto, y creyeron en la Escritura, y en la palabra que había dicho Jesús» (Jn 2, 19-22). 2. Los relatos sobre la Resurrección a) El sepulcro estaba vacío al tercer día Los Apóstoles y los discípulos se dispersaron y huyeron durante la crucifixión. Estaban llenos de temor y no recordaron las predicciones de Jesús sobre su Muerte y su Resurrección. En cambio, los fariseos y los príncipes de los sacerdotes sí recordaron las palabras del Señor. Por eso dijeron a Pilato: «Señor, nos hemos acordado de que aquel impostor dijo cuando aún vivía: “Resucitaré después de tres días”. Manda, pues, custodiar el sepulcro hasta el día tercero, no sea que vengan los discípulos, lo roben y digan al pueblo: “Ha resucitado de entre los muertos”. Y será la última im-
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postura peor que la primera. Díjoles Pilato: “Ahí tenéis la guardia; id y guardadlo como vosotros sabéis”. Ellos pusieron guardia al sepulcro después de haber sellado la piedra» (Mt 27, 63-66). Sus planes tuvieron un resultado totalmente opuesto a lo que habían previsto, pues así ya no era posible decir que los discípulos habían robado el cadáver. El domingo, muy de mañana, María Magdalena y otras mujeres fueron al sepulcro a embalsamar el cuerpo de Jesús, después de haber guardado el descanso sabático. Cuando caminaban no sabían cómo podrían remover la piedra que cerraba el sepulcro, porque era muy grande. Al llegar vieron la piedra rodada a un lado, pero «al entrar no encontraron el cuerpo del Señor Jesús» (Lc 24, 3). Previamente a su llegada, cuenta San Mateo que «se produjo un gran terremoto, pues un ángel del Señor bajó del cielo, acercándose, apartó la piedra y se sentó en ella. Su rostro era como el relámpago y su vestido blanco como la nieve. Por el miedo a él, los guardias se desplomaron y quedaron como muertos» (Mt 28, 2-4). Cuando fueron a decírselo a los pontífices, éstos dieron bastante dinero a los soldados para que dijesen que se habían dormido, y entonces los discípulos habían robado el cuerpo de Jesús (Mt 28, 1115). Se trataba de una mentira muy burda, porque unos soldados dormidos no pueden saber lo que pasó mientras dormían, y si se enteraron y no defendieron el sepulcro, incumplieron su misión y entonces no tenían por qué darles una fuerte cantidad de dinero. Ante el sepulcro vacío las mujeres tuvieron diversas reacciones. María Magdalena corrió a buscar a Pedro y Juan, para avisarles: «Han robado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto» (Jn 20, 2). Las demás mujeres parece que permanecieron más tiempo en el sepulcro llenas de sorpresa. Entonces se les aparecieron unos ángeles que les dijeron: «No está aquí, resucitó como dijo» (Mt 28, 6). Luego les mandaron que fuesen a los discípulos y se lo dijesen. Se llenaron de temor y alegría, y fueron rápidamente a cumplir este mandato. A los discípulos «les parecieron estas palabras como delirio y no las creyeron» (Lc 24, 11). Pedro y Juan, al ser avisados, corrieron al sepulcro y lo vieron vacío; el sudario y la sábana estaban plegados. San Juan Evange-
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lista llegó primero «vio y creyó» (Jn 20, 9). Pedro llegó después vio y solamente se maravilló. Es de notar en estos hechos iniciales la desconfianza de los discípulos y de las mujeres. Su incredulidad primera da más fuerza a su fe posterior, ya que fortalece la verificación de los hechos, alejando la posible argucia de que fuese una alucinación. b) Apariciones del primer día 1. Aparición a María Magdalena. María Magdalena llegó al sepulcro por segunda vez, cuando ya se habían marchado Pedro y Juan. Estaba fuera del sepulcro y lloraba. Entonces se le aparecieron dos ángeles que intentaron consolarla, pero seguía llorando. Después tras ella se apareció el mismo Jesús resucitado. María le confundió con el jardinero y le dijo que si sabía dónde estaba el cuerpo de Jesús se lo dijese. Jesús le dijo: «“¡María!”. Ella se vuelve y le dice en arameo: “Rabbuní”, que quiere decir “Maestro”» (Jn 20, 16). Después le dice Jesús: «Ve a mis hermanos y diles: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: “He visto al Señor, y las cosas que le dijo”» (Jn 20, 17-18). «¿Qué nos está diciendo pues la cruz de Cristo, que es, en cierto sentido, la última palabra de su mensaje y de su misión mesiánica? Y, sin embargo, ésta no es aún la última palabra del Dios de la Alianza: esa palabra será pronunciada en aquella alborada, cuando las mujeres primero y los Apóstoles después, venidos al sepulcro de Cristo crucificado, verán la tumba vacía y proclamarán por vez primera: “Ha resucitado”. Ellos lo repetirán a los otros y serán testigos de Cristo resucitado». (Juan Pablo II, Dives in misericordia, 8) 2. Aparición a los Apóstoles. Estando reunidos los diez —pues faltaba Tomás— sin abrirse las puertas, se apareció ante ellos en el Cenáculo y les dijo: «“La paz sea con vosotros”. Quedaron sobre-
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cogidos y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Pero Él les dijo: “¿Por qué os turbáis y por qué dudáis en vuestros corazones? Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo. Tocadme y ved. Un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”. Como siguiesen incrédulos por la alegría y admirados, añadió: “¿Tenéis algo que comer?”. Y ellos le dieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de todos» (Lc 24, 36-43). San Marcos precisa que les «reprendió por su incredulidad y dureza de corazón, pues no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre los muertos» (Mc 16, 14). Después Jesús sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonarais los pecados les serán perdonados. A quienes los retuvierais, les serán retenidos» (Jn 20, 22-23). 3. Aparición a los discípulos de Emaús. Al caer la tarde del domingo en que resucitó Jesús, dos de los discípulos se marchaban a su aldea, llamada Emaús. Volvían desesperanzados por los acontecimientos de aquellos días y el triste final de la muerte de Jesús. Jesús se apareció a ellos mientras caminaban, aunque no le reconocieron. Al caminar, Jesús les interrogó por la causa de su tristeza, y ellos al contárselo descubrieron también que su fe en Jesús era insuficiente, pues esperaban un Mesías rey que les librase del yugo de los romanos. Jesús aprovechó sus palabras para explicarles el sentido de las Escrituras, y que convenía que sucediese de aquella manera como lo habían anunciado los profetas. Además se lo explicó de tal modo, que después comentaron que les ardía el corazón mientras les explicaba las Escrituras. Al llegar a la aldea, le invitaron a cenar, y al partir el pan le reconocieron. Entonces desapareció de su presencia. Ellos volvieron a Jerusalén a contar lo sucedido (Lc 24, 13-35). Los demás les dijeron también: «El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón» (Lc 24, 34). Es de notar en todos estos testimonios la insistencia en dejar constancia tanto de la incredulidad que manifestaban inicialmente los discípulos, como del realismo de las apariciones; por ello insisten en que Jesús comió, le tocaron, le oyeron, y no sólo le vieron. La Resurrección es la victoria de Cristo sobre la muerte y sobre sus causas: el pecado y el diablo.
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c) Otras apariciones Durante los cuarenta días que estuvo Jesús en la tierra después de resucitar, se manifestó varias veces a los suyos «dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles en el espacio de cuarenta días, y hablándoles del Reino de Dios» (Hch 1, 3). Las que cuentan los Evangelios son: 1. Segunda aparición a todos los Apóstoles. El domingo siguiente a la Resurrección Jesús se apareció de nuevo a los Apóstoles. En esta ocasión estaba Tomás con los otros y superó la incredulidad que había manifestado ante las manifestaciones de los diez, haciendo un acto de fe explícito en Jesús como Señor y como Dios. Ello dio pie a que Jesús enunciase la última bienaventuranza, que comprendía a todas las demás: «Bienaventurados los que sin haber visto creyeron» (Jn 20, 29). 2. Segunda pesca milagrosa. Los discípulos obedecieron a Jesús y fueron a Galilea. Encontrándose juntos Simón Pedro, Tomás, Natanael, Santiago, Juan y otros dos discípulos, salieron a pescar. Aquella noche no pescaron nada. Al amanecer Jesús se apareció en la orilla —estaban como a cien metros— y les dijo: «“Muchachos, ¿tenéis algo de comer?”. Ellos respondieron: “No”. Entonces él les dijo: “Echad la red hacia la parte derecha y encontraréis”. Los discípulos obedecieron, la echaron y no podían sacarla por la gran cantidad de peces. El discípulo a quien el Señor amaba, dijo entonces a Pedro: “Es el Señor”» (Jn 21, 5-7). 3. Rehabilitación de San Pedro. Después de la pesca los discípulos fueron con Jesús a la orilla, allí «ven puestas brasas y un pez encima y pan» (Jn 21, 9). Cuando comieron, Jesús hizo una triple interrogación a Pedro diciéndole: «¿Me amas?». Ante la triple respuesta afirmativa, Jesús le dice sucesivamente: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn 20, 15-17). Al constituirle como pastor de la nueva grey que será la Iglesia, confirma la promesa de que Pedro será la roca sobre la que construirá su Iglesia. Tanto San Pedro como sus sucesores serán los vicarios de Cristo en la tierra.
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d) La Ascensión: Última aparición Los discípulos se reunieron en un monte de Galilea como les había mandado Jesús. Allí el Señor les dio los últimos consejos, encomendándoles un mandato importante: la obligación de extender por todo el mundo la Buena Noticia que Cristo había traído a la tierra. Sus palabras fueron: «Me ha sido dado todo el poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, enseñad a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos» (Mt 28, 16-20). Después «alzó sus manos y los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo» (Lc 24, 50-51), hasta que «una nube lo cubrió a sus ojos» (Hch 1, 9). San Marcos añade: «Y se sentó a la derecha de Dios Padre» (Mc 16, 19). Con estas palabras indica el cumplimiento de las profecías y la glorificación de Jesús. «El misterio pascual es Cristo en el culmen de la revelación del inescrutable misterio de Dios. Precisamente entonces se cumplen hasta lo último las palabras pronunciadas en el Cenáculo: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Efectivamente, Cristo, a quien el Padre «no perdonó» en bien del hombre y que en su pasión, así como en el suplicio de la cruz, no encontró misericordia humana, en su resurrección ha revelado la plenitud del amor que el Padre nutre por Él y, en Él, por todos los hombres. “No es un Dios de muertos, sino de vivos”. En su resurrección Cristo ha revelado al Dios del amor misericordioso, precisamente porque ha aceptado la cruz como vía hacia la resurrección. Por esto —cuando recordamos la cruz de Cristo, su pasión y su muerte— nuestra fe y nuestra esperanza se centran en el Resucitado: en Cristo que “la tarde de aquel mismo día, el primero después del sábado [...] se presentó en medio de ellos” en el Cenáculo, “donde estaban los discípulos [...] alentó sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados y a quienes los retengáis les serán retenidos”». (Juan Pablo II, Dives in misericordia, 8)
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3. SENTIDO DE LA RESURRECCIÓN Y LA ASCENSIÓN En la Resurrección de Jesús, el Padre le otorga una vida nueva. Su resurrección no consiste solamente en la reunión del alma al cuerpo separadas por la muerte, sino que vive una vida para no morir, una vida con unas características nuevas: la impasibilidad del cuerpo, una relación diversa con el espacio y el tiempo, y, sobre todo, una glorificación que se advierte en el gozo y la alegría presentes en todas sus apariciones a los discípulos. Jesús como Hombre vive una vida humana divinizada. Esa vida es la que transmitirá a largo de los siglos a los hombres, pues es la Cabeza del Cuerpo místico formado por hombres libres y Cristo con el Espíritu Santo y el Padre. Resumiendo podemos sintetizar los efectos de la Resurrección en tres: 1. Glorificación de la Humanidad de Jesús. 2. La filiación divina de los que crean y vivan la caridad. 3. La divinización de la materia, preludio de los nuevos cielos y la nueva tierra, que realizamos aquí en la tierra los hombres con el trabajo. Con la Ascensión se acentúa la glorificación de Jesús y se le da todo el poder junto al Padre como Hombre. Cristo es Rey y Sacerdote eterno. En la tierra se inaugura el tiempo de la Iglesia especialmente con el envío del Espíritu Santo que dará la vida nueva a los hombres y los formará según su docilidad en «otros Cristos», repartiendo además los carismas para hacer efectivo el mandato imperativo de Cristo de ir a todo el mundo predicando y bautizando a todos los pueblos. El final de la historia se realizará cuando se completen el número de los elegidos y Cristo venga por segunda vez a la tierra con todo el poder y toda la gloria a juzgar a los hombres y a restaurar toda la creación en la instauración plena del Reino de Dios, en que reine la paz, la justicia, el amor y la verdad, e, incluso, el último enemigo que es la muerte será vencido definitivamente.
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1. Sentido de la Resurrección de Jesucristo. La realidad de la Resurrección Aunque el suceso mismo de la Resurrección de Jesucristo sólo lo ha presenciado Dios, los hechos que perciben los discípulos son suficientes como para que se pueda decir que la Resurrección del Señor es una realidad. El sepulcro vacío y las apariciones son hechos que la historia no puede ignorar. Dios quiso que los testigos que «Él había designado» pudieran tener una evidencia que les permitiera dar testimonio ante los demás. Los que han negado el gran milagro de la Resurrección se han aferrado a diferentes argumentaciones, que en el fondo coinciden en no admitir nada que no pueda demostrarse con argumentos basados en lo que suele suceder entre los hombres. Tampoco admiten ningún milagro cuando, aún hoy día, existen en gran número muy comprobados. Así, han dicho algunos que la Resurrección era una pura experiencia subjetiva de los discípulos. Otros han afirmado que la Resurrección significaría solamente que Cristo vive en el recuerdo y en el interior de los Apóstoles y que éstos no distinguen fácilmente sus deseos de la realidad. También ha habido quienes han supuesto fraude o mentira en las afirmaciones de los discípulos. Sin embargo, los relatos evangélicos de las apariciones nos presentan a unos hombres que se sorprenden claramente al encontrarse con Aquél con el que convivieron antes de la Pasión. Al principio no reconocen a Jesús; luego pasan a estar ciertos de que es Él. Ésta es una prueba más de que ese reconocimiento del Señor proviene de la realidad y no es una creación de su fantasía. De lo contrario, no tendrían dificultad en reconocerle al punto. En cambio, necesitan un cierto tiempo. 2. El misterio de la Resurrección del Señor La Resurrección de Jesucristo es un misterio de fe. Sólo ayudados por el Espíritu se puede llegar a la fe en la Resurrección. Sólo la fe permite captar el mensaje de salvación que entraña.
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Los discípulos se percatan de que Aquél con el que se encuentran de nuevo es Jesús, aunque no es enteramente el mismo. Jesucristo, al resucitar, ha comenzado a vivir una vida nueva, que es a la que estamos llamados y nos tiene prometida. En efecto, la Resurrección de Cristo no consistió sólo en la reanimación de un cadáver, como en el caso del hijo de la viuda de Naím o de Lázaro. Sino que es una vida de un nivel superior. Al creer este misterio, no se afirma sólo un hecho que le acaeció a Jesús en el pasado, sino también que Jesucristo, por haber resucitado, vive, es decir, continúa viviendo esa nueva vida. Al creer esta verdad, además, no sólo afirmamos que Cristo resucitó de entre los muertos, sino que lo hizo por su propio poder, como había anunciado: «Porque doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10, 17-18).
3. El Señor ha resucitado como había predicho La Resurrección de Cristo es la verdad más trascendental de nuestra fe católica. Por eso decía San Agustín: «No es gran cosa creer que Cristo murió; porque esto también lo creen los paganos y judíos [...] La fe de los cristianos es la Resurrección de Cristo» (Enarrationes in Psalmos, 120). Los Apóstoles, movidos por el Espíritu, creyeron en el Cristo resucitado. Por la fe, pudieron comprender que Jesús es dueño de la vida y de la muerte, es decir, que es Dios. También se percataron poco a poco de que se había abierto una nueva etapa en la realización del Reino de los Cielos. Hasta el momento de la Resurrección, Cristo era el Mesías Siervo de Yahvé, que podía padecer y ser perseguido hasta la muerte en la Cruz, a pesar de sus poderes sobrenaturales y de su doctrina sublime. A partir de ahora, Jesús se ha hecho glorioso. No ha vuelto a la vida terrestre, sino
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que ha inaugurado una nueva vida en la que posee una plenitud que incluye la inmortalidad y la liberación de las limitaciones del tiempo y del espacio. Como consecuencia, el cuerpo de Cristo participa de la gloria que, desde el principio, llevaba el alma del Señor y una gloria añadida por el Padre ante los méritos de Cristo hombre. Los Apóstoles son los testigos de esta nueva realidad, para los hombres de todos los tiempos. La fe de todos los cristianos que vengan después apoya en el testimonio de la fe apostólica. Pero a estos testigos oculares también se les exigía fe: vieron y creyeron. No basta con ver para percibir la nueva creación que significa la Resurrección de Cristo. Los testigos se encontraron con Jesús y le reconocieron por la fe, movidos por el Espíritu Santo. 4. Consecuencias de la Resurrección La Resurrección de Jesucristo no es algo que sólo le afecte o beneficie a Él, en el sentido de que le libera de las consecuencias de la muerte una realidad que nos afecta a todos los hombres de un modo importantísimo. En efecto, la Resurrección fue necesaria para que se completara nuestra Redención. Jesucristo, con su muerte, nos libró de los pecados, pero con su Resurrección, nos devolvió los bienes que habíamos perdido por el pecado, esto es, nos abrió las puertas de la vida eterna. «Nosotros creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom 4, 24-25). El haber resucitado por su propio poder es prueba definitiva de que Cristo es el Hijo de Dios y, por tanto, su Resurrección confirma plenamente nuestra fe en su divinidad. Las apariciones de Jesús muestran una nueva manera de presencia Redentor en la Iglesia y en los cristianos: presencia del que es permanente aunque no se le vea. Al mostrarse a sus discípulos, enseña no sólo que puede «entrar con las puertas cerradas», sino que está siempre presente y cercano.
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En los días posteriores a la Resurrección, el Señor comunica a los discípulos su Espíritu, mediante el gesto de soplar sobre ellos. Por medio de este don, nos será posible unirnos a Él en lo sucesivo. Y lo mismo que los discípulos entraron en esa vida nueva a través de su encuentro con Jesús y la fe en Él, todos los hombres que vivan la vida de Cristo habrán de comenzar por un encuentro con esa Persona concreta que es Jesús resucitado. 5. La alegría de la Pascua Después de narrar con detalle los sucesos de la Pasión y Muerte de Jesucristo, los Evangelios nos transmiten la gran alegría pascual de la Resurrección. Esta alegría no sólo alcanza al hecho de que el Señor haya vuelto a la vida. La Resurrección de Jesús es un suceso ligado a los anteriores. Juntos constituyen lo que se llama el misterio pascual. Así como la Pascua judía o «paso del Señor» rememoraba el momento en que los israelitas fueron liberados tanto de la esclavitud de los egipcios como de la muerte de los primogénitos, que Dios envió como castigo al faraón y su pueblo, la nueva Pascua, la Pascua cristiana, es, ante todo, la liberación del hombre de la esclavitud del pecado. Esta liberación la ha realizado Jesucristo por medio de su Pasión y Muerte en la Cruz y por su Resurrección de entre los muertos. Con ésta, se ha demostrado su poder divino no sólo sobre la muerte, sino también sobre las fuerzas del mal. Por ello, los relatos de los días siguientes a la Resurrección rebosan alegría: «El ángel habló a las mujeres: “Vosotras no temáis, ya sé que buscáis a Jesús crucificado. No está aquí: ha resucitado, como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía e id aprisa a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis’” [...] Ellas se marcharon [...] y llenas de alegría, corrieron a comunicarlo a sus discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: “Alegraos”» (Mt 28, 5-9).
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Cuando Jesús se aparece a sus discípulos después de su Resurrección, siempre les saluda con las palabras: «Paz a vosotros». La fe y la alegría pascual deben llevar a la paz: «Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20, 19-21). Pero no se debe entender que la alegría pascual fue un estado de ánimo propio de un tiempo cercano a la Resurrección, sino que todo el Nuevo Testamento está como atravesado por esta actitud. Los cristianos tienen motivos para la alegría, que no son pasajeros, que no se basan en cosas de este mundo, sino en la participación ya aquí, en la tierra, de la vida nueva de Cristo. San Pablo nos dejará muy diversos testimonios de esta dimensión característica del cristiano. Quizá entre todos ellos destaque el del capítulo tercero de la carta a los Filipenses: «... hermanos míos, manteneos alegres en el Señor [...] juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mí Señor, [...] y conocerle a Él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a Él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos» (1-11). 4. LA EXALTACIÓN DE JESÚS La obra de la Redención humana y la perfecta glorificación de Dios la realizó Cristo el Señor «principalmente por el misterio Pascual de su bienaventurada Pasión, Resurrección de entre los muertos y gloriosa Ascensión» (Sacrosantum Concilium, 5). Por ello conviene que conozcamos en profundidad el significado de la Resurrección de Jesucristo. La predicación de los Apóstoles insiste mucho en este punto: San Pedro dice en su primer discurso: «Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por Él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis. Conforme al designio previsto y sancionado por Dios, os lo entregaron, y vosotros, por mano de los gentiles, lo matasteis en una cruz. Pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte; no era posible que la muerte lo retuviera en su dominio [...]. Pues bien, Dios resucitó a este Jesús y todos nosotros somos testi-
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gos. Ahora, exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, le derramó, según vosotros veis y oís» (Hch 2, 22-24; 32-33). La exaltación de Jesús por su perfecto cumplimiento de la voluntad del Padre será una glorificación de su humanidad y a la vez se presenta como la meta de los que crean en Él y le amen. «Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el —nombre-sobre-todo-nombre— de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble —en el cielo, en la tierra, en el abismo— y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre».
5. DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS En el Credo se proclama esta verdad después de confesar la Resurrección al tercer día. Con estas palabras se quiere decir que después de la Muerte del Señor, tanto el alma como el cuerpo seguían unidos a la divinidad, aunque ambos estuviesen separados; y que durante ese tiempo que estuvieron separados el alma y el cuerpo se aplicaron los frutos de la Redención a todos aquellos que habían sido fieles a la Ley de Dios y a su conciencia, pero no podían gozar de la visión de Dios en los cielos porque aún no habían sido abiertas las puertas del cielo. La palabra infierno no quiere decir aquí lugar de condenación, sino lugar inferior, donde están aquellos que no merecen castigo por haber actuado bien en su vida, pero tampoco poseen la gracia de Cristo porque la Redención estaba pendiente. También se le ha llamado seno de Abrahán. Los que allí estaban fueron los primeros en gozar de la Redención obrada por Cristo. 6. CRISTO ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DEL PADRE Estas palabras también las recitan en el Credo los cristianos. San Marcos dice: «El Señor Jesús, después de haber hablado con
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ellos, fue levantado a los cielos y está sentado a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). Esta expresión está tomada del Antiguo Testamento y significa que Jesucristo como Dios es igual que el Padre, y que en cuanto hombre ha sido constituido Sacerdote, Rey, Señor y Juez de toda la creación. 1. Cristo es Sacerdote por toda la eternidad El sacerdocio de Jesucristo no se redujo al momento culminante del sacrificio de la cruz. Toda su vida en la tierra tiene un valor sacerdotal, porque intercede continuamente por los hombres y actúa de mediador entre éstos y Dios. Pero también se prolonga a toda la eternidad después de la Ascensión a los Cielos. La epístola a los Hebreos precisa: «Tenemos un Pontífice que está sentado a la derecha del trono de la Majestad de los cielos» (Hb 8, l); y más adelante añade: «Habiendo ofrecido un sacrificio por los pecados, para siempre se sentó a la diestra de Dios» (Hb 10, 12). 2. Cristo es Rey Reinar significa tener dominio sobre un territorio y sobre unas personas. El Mesías debía ser rey. Jesús afirmó repetidamente que era rey, pero que su reino no era de este mundo, pues era un reino espiritual de verdad, justicia, amor y libertad. Tras la Resurrección, Cristo alcanza la plenitud de la realeza en cuanto hombre. Como Dios siempre le correspondió el dominio sobre toda la creación. Pero ahora esta realeza se aplica también a su humanidad unida a su divinidad. En el anuncio del ángel a María se le había dicho que «Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32-33). El último libro de la Sagrada Escritura dice: «Tiene sobre su manto y sobre su muslo escrito su nombre: Rey de Reyes y Señor de Señores» (Ap 19, 16). Ya se vio cómo el núcleo de la predicación de Jesús era que había llegado el Reino de Dios. Cristo vence al poder diabólico, y su
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consecuencia primera que es el pecado, estableciendo el Reino de Dios. Los que se convierten y tienen fe se incorporan a este Reino. Si al final de su vida han sido fieles, se incorporan al Reino de Dios definitivo en el cielo. A los que mueren en gracia de Dios se les puede aplicar lo que dice el Apocalipsis: «Al que venciere le haré sentarse conmigo en mi trono, así como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono» (Ap 3, 21). «Porque consagraste Sacerdote eterno y Rey del universo a tu único Hijo, nuestro Señor Jesucristo, ungiéndole con óleo de alegría, para que ofreciéndose a sí mismo, como Víctima perfecta y pacificadora en el altar de la Cruz, consumara el misterio de la Redención humana; y sometiendo a su poder la creación entera, entregara a tu Majestad infinita un Reino eterno y universal: el Reino de la verdad y la vida, el Reino de la santidad y la gracia, el Reino de la justicia, el amor y la paz». (Prefacio de la fiesta de Jesucristo Rey del universo) 3. Cristo es Juez En todos los símbolos de la fe consta que «Jesucristo vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos». El mismo Jesús, cuando describe el juicio final, dice que vendrá como el Hijo del hombre en su gloria con todos los ángeles, se sentará en su trono de gloria y juzgará a todos según sus obras (Cf. Mt 25, 31-46). San Pablo dice también que «en aquel día Dios juzgará los secretos de los hombres por Jesucristo» (Rom 2, 16). Jesucristo, como Juez, juzga del modo más perfecto. En primer lugar, defiende la justicia de Dios sin apartarse ni un ápice de ella; conoce todas las circunstancias que afectan al actuar de los hombres del modo más perfecto y total, tanto las que disculpan los errores como las que agravan la mala conducta. Conoce las omisiones y las buenas obras desconocidas por los hombres. Su justicia está llena de misericordia; por ello nos proporciona abundante gracia en
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esta vida y tiene la máxima comprensión con las debilidades o malicias de los hombres. «Estando nosotros muertos por los pecados nos ha hecho vivir con Cristo —por pura gracia estáis salvados—, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el Cielo con Él». (Ef 2, 5-6) «Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe, no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios». (Ef 2, 8) 4. Cristo es Supremo Legislador y Profeta Una de las afirmaciones más claras de Jesús sobre sí mismo es que Él es «el Camino, la Verdad y la Vida». El cristiano puede alcanzar la verdad y la vida a través de Cristo, que es el Camino. Jesucristo es el Supremo Legislador. Todo legislador promulga leyes para que sus súbditos puedan alcanzar el bien y ser más felices. La ley suprema es la que conduce al bien supremo y a la felicidad suprema. Cristo nos da esa ley, como consta en los Evangelios. Esta ley es superior a toda ley humana, de modo que una ley que se oponga a la ley de Cristo no debe ser obedecida, porque va contra la voluntad de Dios y no conduce al bien supremo. Cristo es Profeta, porque la misión del profeta es declarar la verdad que conduce a Dios. Nuestro Señor Jesucristo es la plenitud de la Revelación; por eso se puede decir que es profeta en el sentido más completo de la palabra. 7. LA SANTIFICACIÓN DE LOS HOMBRES A la luz de la Resurrección y de la Ascensión del Señor a los cielos es posible comprender el plan de Dios para salvar a los hom-
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bres. San Pablo lo describe en la epístola a los Efesios. Se puede resumir así: 1.º Dios eligió a los hombres desde antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia por el amor. 2.º Dios predestinó a todos los hombres a ser hijos suyos por adopción. 3.º El hombre pecó y se separó del plan de amistad de Dios. 4.º Dios decide redimir al hombre a través de Jesucristo, que lo salva con su sangre. 5.º Dado que el pecado alcanzó también a toda la creación, Dios decide recomponer el orden roto en la creación a través de su Hijo Jesucristo. A esto lo llama «recapitulación» (cf. Ef 1, 1-10). 1. Cristo merece la gracia para las almas Los hombres sólo pueden conseguir la salvación por medio de la gracia sobrenatural que Cristo les consiguió con su Muerte y su Resurrección: «Nuestro Señor fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rom 4, 24-25). Para conseguir la gracia hace falta rechazar el pecado por amor a Dios y recibir los sacramentos. San Pablo lo expresa así: « Con Él hemos sido sepultados por el Bautismo para participar de su muerte, para que como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6, 4). 2. Cristo merece la futura resurrección de los cuerpos El pecado afectó también a los cuerpos que deben padecer el dolor y la muerte. Por tanto, es natural que la Redención alcanzase también a los cuerpos. De hecho, el cuerpo de María Santísima no conoció la corrupción, como no había conocido el pecado, pues fue
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concebida inmaculada, y fue elevada a los cielos (Asunción), siguiendo a su divino Hijo, que había subido a los cielos por su propio poder (Ascensión). San Pablo dice que Cristo «transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas» (Flp 3, 21). Jesucristo ha prometido a los que tengan fe y participen en la comunión eucarística que les hará participar en su Resurrección: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día» (Jn 6, 54). Esta resurrección alcanza un doble objetivo: primero, la unión definitiva del alma y del cuerpo, que es aquello a lo que tienden naturalmente y para lo que han sido creados. Después, la felicidad de ambos unidos con Dios. Las propiedades de los cuerpos resucitados serán similares a las de Cristo resucitado y glorioso. 3. La recapitulación de todas las cosas La glorificación de Jesucristo afecta a toda la creación. Jesús había dicho hablando de su muerte: «Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí» (Jn 12, 32). Con esta expresión indica que el triunfo de Cristo en la cruz no excluye de la salvación nada de lo creado, ni ninguna actividad humana. El Concilio Vaticano II enuncia así esta verdad: «Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción se revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas que Dios creó pensando en el hombre» (Gaudium et spes, 39).
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De esta doctrina se puede extraer la consecuencia del valor de toda actividad humana. El cristiano debe preocuparse en primer lugar de su alma, pero no sólo de ella; todos los valores humanos serán perfeccionados. Las realidades terrenas tienen un valor en sí mismas: el arte, la cultura, la ciencia, la técnica, la artesanía, etc. De donde se deduce que las actividades humanas son un campo excelente para que el hombre se pueda santificar, santificando su trabajo, y todas las actividades honradas que hace con sus manos y con su inteligencia.
Capítulo IX
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1. LA RESURRECCIÓN DE JESÚS ABRE LA ESPERANZA DEL FUTURO La Resurrección del Señor no es sólo un hecho que ha afectado a Jesús de Nazaret, sino que abre para el creyente una esperanza del futuro, es decir, del más allá de la muerte personal. San Pablo quiere dejar claro a aquella comunidad (Corinto), en la que han surgido algunos que no creen en la resurrección de los muertos, que la Resurrección de Jesucristo es prenda de la de cada uno de nosotros (cf. 1 Co 15). «Si los corintios (y, por tanto, todo cristiano) no quieren contradecir y vaciar de contenido la fe que aceptaron y que les hace vivir, la resurrección de los muertos no sólo es posible, sino necesaria. Mirando lo que pasó a Jesucristo, sabremos lo que sucederá a quienes estén incorporados a Él: los hombres serán como ya es Cristo en la gloria [...]. En Cristo resucitado se ve bien el destino del hombre. Parece como si San Pablo dijera a los corintios (y a todo cristiano): lo que Dios ha hecho con Jesús, por su Espíritu, resucitándolo de entre los muertos, lo hará también con todos los hombres que le estén unidos. Ésa es la verdad de los cristianos». 2. CRISTO REVELA EL MISTERIO DE DIOS La revelación de Dios llega a su punto culminante con Jesucristo. Ahora ya no es que Dios hable a unos hombres, más o menos excepcionales, sino que Dios mismo se encarna en el hombre
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Jesús. De esta manera toda la vida de Jesucristo es una revelación de Dios, como lo expresa el Apóstol en la carta a los Hebreos: «Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días nos habló por su Hijo» (1, 1-2). Anteriormente la revelación se iba manifestando parcialmente, preparando a los hombres a la gran revelación que es Jesucristo. Como decía San Juan de la Cruz: «... antes se nos daban palabras de Dios pero ahora se nos ha dado “la Palabra”» «Porque en darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta palabra y no tiene más que hablar» (Subida al Monte Carmelo, II, 22, 3). La tarea del cristiano será penetrar en la revelación de Nuestro Señor Jesucristo. Cristo nos revela la intimidad de la vida divina con un objetivo claro: hacernos participar de esa vida divina. Esta revelación se puede resumir en una frase: Dios es Uno y Trino. Dios es único, pero en su vida íntima se distinguen tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Sólo por Cristo ha adquirido el mundo la certeza infalible de que en el cielo existe desde siempre un Padre y que ese Padre, desde la eternidad, engendra un Hijo consustancial con Él, con quien está unido en eterno amor por el Espíritu Santo. El misterio de la Santísima Trinidad es el núcleo central en el mensaje de Cristo. Pero no han llegado los hombres al Hijo partiendo del Padre; no ha sido primero la fe trinitaria y luego la fe en Cristo, sino al revés. Sólo en el Hijo, en Cristo, adquieren los hombres la certeza del misterio de Dios.
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«Los hombres, por mediación de Cristo, Verbo hecho carne, tienen acceso en el Espíritu Santo al Padre y se hacen partícipes de la naturaleza divina» (Dives in misericordia, 2).
3. EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN «“Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”. Felipe le dice: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús le replica: “Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, Él mismo hace sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago y aun mayores. Porque yo me voy al Padre: y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré”» (Jn 14, 614). El Espíritu de la Verdad Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive con vosotros y está con vosotros. Con mi Espíritu en vosotros: Jesús no deja huérfanos a sus discípulos. Cinco veces les promete su Espíritu. Le llama «Paráclito», es decir, abogado, defensor, consolador. El «mundo» no puede recibirle, porque ni siquiera le reconoció cuando actuaba en vida de Jesús. El Espíritu, en cambio, estará «en» los discípulos, obrando desde el interior.
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La misión del Espíritu en la Iglesia es múltiple. Viene para revelar a Cristo, dar a conocer su nombre verdadero, o sea, su calidad de Hijo de Dios. Por eso enseñará y recordará las palabras de Jesús y hará comprender desde dentro toda la riqueza de vida que encierran. El Espíritu no hablará en su propio nombre. Anunciará lo que vaya viniendo y guiará hasta la verdad completa, que es Cristo. Es decir, dará a los discípulos el sentido de su Palabra, su vida, su muerte en la cruz y la inteligencia del «mundo nuevo», de la «nueva humanidad», salida de su Resurrección. San Juan es el único en afirmar que el Espíritu dará testimonio de Cristo. Cuando la persecución arrecie y los discípulos conozcan la tentación del miedo y de la duda, el Espíritu fortalecerá su corazón para confirmar su fe en Jesús. Es un testimonio distinto de la ayuda prometida por Cristo a los discípulos, cuando sean arrastrados a los tribunales. Por fin el Espíritu Santo demostrará que el pecado está en el «mundo»; la justicia, en Jesús, y que el verdadero condenado es el demonio o príncipe de este mundo. En el pasaje, San Juan está pensando en el gran juicio que Dios realizará «en los últimos tiempos». Los discípulos están tristes por la partida de Jesús. Éste les consuela: les conviene que se vaya. Cuando les envíe su Espíritu podrán reconocer, hasta el fin del mundo, la presencia viva de Cristo en medio de su Iglesia. 4. JESUCRISTO, SEÑOR DEL UNIVERSO Cuando Dios se hizo hombre en la Encarnación quiso que su humanidad estuviese revestida de humildad, para así superar el pecado que tuvo su origen en la soberbia. Una vez vencido el pecado, la muerte y el demonio en su gloriosa Resurrección, Cristo fue revestido de gloria en su cuerpo y en su alma y constituido Señor de todo lo creado. Así lo expresa San Pablo: «Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 9-11).
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Tras la Resurrección el Reino de Dios se ha establecido entre los hombres de una manera definitiva. Jesucristo como Dios siempre ha sido Señor, pero después de su humillación voluntaria en la Redención recupera el señorío dejado. El Reino de Dios es un reino espiritual que se realiza consiguiendo que Cristo reine en todas las actividades humanas, «atrayendo a sí todas las cosas». Esto se realizará de modo definitivo cuando en los nuevos cielos y en la nueva tierra sean superados definitivamente todos los males (cf. Ap 21). 5. LA FILIACIÓN DIVINA DEL CRISTIANO Filiación quiere decir que se ha recibido la vida de un padre. En este sentido se puede afirmar que todos los hombres son hijos de Dios. Pero el cristiano —cuando está en gracia— tiene un nivel más alto de filiación, una filiación más perfecta. Cristo eleva a una vida nueva a los que creen en Él. Les hace «participantes de la naturaleza divina», como dice San Pedro, los hace hijos adoptivos de Dios, de Dios nacidos. Jesucristo es el «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29), expresión que quiere decir que el que cree en Jesús y rechaza el pecado, vive una vida nueva semejante a la de Nuestro Señor. 6. LA TRINIDAD EN EL ALMA «Le dijo Judas, no el Iscariote: “Señor, ¿qué ha sucedido para que te muestres a nosotros y no al mundo?”. Respondió Jesús y te dijo: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando lo que os he dicho» (Jn 14, 22-26). Ésta es una de las mayores manifestaciones del amor de Dios para con el hombre. Dios quiere estar en cada uno de sus hijos. Quiere que mientras caminamos todos juntos hacia la casa del Pa-
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dre llevemos en nuestro interior la compañía de las tres divinas Personas. Quiere que, viendo la unidad de la Trinidad, busque el hombre también la unidad con sus semejantes. Quien falta al amor para con el hermano, no puede el amor de Dios morar en él. «A esto estamos llamados, para esto hemos sido creados, para participar del misterio del amor de Dios. Dios está con nosotros en la vida de cada día [...] Si nosotros estamos con los demás, hacemos presente a Dios en nuestro mundo» (Con vosotros está [Catecismo de la Conferencia Episcopal Española], p. 181). Presencia íntima de Dios, Uno y Trino, como Padre y como Amigo. Éste es el hecho asombroso que constituye la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma por la gracia, como Padre, y por la caridad, como Amigo. El cristiano es Templo del Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios y va modelando el alma para asemejarnos a Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, como miembros suyos. Por eso se dice en el Bautismo: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». 7. REDENCIÓN OBJETIVA Y SUBJETIVA La Redención realizada por Cristo es perfecta y completa. Abarca todos los hombres de todos los tiempos y lugares. Tiene un valor infinito, por ello se llama objetiva. Pero la aplicación de esa redención debe hacerse a cada hombre. El gran valor humano es la libertad y nadie cree si no quiere, nadie está obligado por coacción a salvarse y seguir a Cristo. Sigue pendiente el problema de los orígenes: creer o no creer a Dios, obedecerle o no, amarle o despreciarle. Cada uno puede apropiarse de esa redención, que se puede llamar subjetiva. Es más, puede avanzar mucho en la salvación alcanzando la perfecta caridad de los santos o limpiar el pecado mortal y purificarse en el purgatorio. Dios tiende la mano a todos, pero cada uno puede tomarla o no. En cada uno se repite el encuentro con Cristo pudiendo ser otro Cristo, indiferente o rebelde al amor salvador.
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