Baker Miller Jean - Psicologia de La Mujer

March 17, 2019 | Author: Jesus Pari | Category: Conflict (Process), Class & Inequality, Social Inequality, Woman, Psychoanalysis
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psicología de la mujer...

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Jean Baker Miller

Psicología de la mujer

á

III

PAIDÓS Barcelona • Buenos Aires • México

Título original: Toward a nexo psychology of woman Publicado en inglés por Beacon Press, Boston Traducción de Luis Botella García del Cid Cubierta de Diego Feijóo

© 1987 by Jean Baker Miller © 1992 de todas las ediciones en castellano, Ediciones Patdos Ibérica, S.A. Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona http: / / www.paidos.com ISBN: 84-493-1469-0 Depósito legal: B-6.848/1992 Impreso en Novagráfik, S.L., Vivaldi, 5 - 08110 Monteada i Reixac (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain

A Helen Merrell Lynd

Sumario

Prefacio ..............................................................................

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Primera parte: la formación de la mente - hasta el momento 1. Dominio - subordinación ......................................... 2. El conflicto - al viejo estilo ..................................... 3. La importancia de la genteno importante .............

17 29 37

Segunda parte: mirando en ambas direcciones 4. Fuerzas ....................................................................... 5. Actuar bien y sentirse mal ......................................... 6. Al servicio de las necesidades ajenas - la asistencia a los demás ................................................................. 7. Fuerza del «mundo real» .........................................

45 67 81 97

Tercera parte: notas en clave de futuro 8. Vínculos con los demás ............................................. 9. Convertirse en una misma - autenticidad, creatividad ................................................................. 10. Todo esto no basta .................................................... 11. Reivindicación del conflicto .....................................

107 123 141 151

Epílogo: sí, pero................................................................... 161

Prefacio

Entre las mujeres de hoy en día predomina un espíritu nuevo, una nueva forma de dedicación colectiva y cooperativa a las demás y a la búsqueda de conocimiento sobre temas importantes. Las ideas de una mujer despiertan rápidamente el apoyo y la elaboración de otras. Hay muchas dispuestas a desarrollar una idea si resulta de algún valor. Si no, se mostra­ rán agudas en sus críticas. Yo sólo presentaría los temas que aparecen en este libro en el seno de tal comunidad, formada por gente solidaria y des­ pierta, dado que considero mi trabajo como parte de un proce­ so. Es un intento de consolidar un marco de referencia para comprender la psicología de la mujer. Como parte de un proce­ so, pretende ser sugerente; es decir, intenta avanzar un paso hacia una meta final de orden superior. El nuevo elemento que ha aparecido en nuestra vida como mujeres de hoy en día es que podemos plantearnos la posibilidad de compartir más libre y completamente dicho proceso durante el camino. Es un gran placer poder pensar y trabajar de esta forma nueva. Las páginas que siguen constituyen un intento de compren­ der las fuerzas que actúan en y sobre la mujer, qua mujer -la vida tal como ha sido y sigue siendo para la mayoría de noso­ tras. Nuestra esperanza es que al intentar entender a la mujer en cuanto tal podamos encontrar la forma de ayudar a todas las mujeres en sus problemas psicológicos. Por la misma razón, una comprensión sólida de las fuerzas que operan sobre toda mujer debería conducirnos a la comprensión de los puntos clave en cuanto al cambio y al avance. Esto no significa negar

que nos haya afectado el ejemplo de muchas mujeres excep­ cionales y poco corrientes. Algunas de ellas nos han demos­ trado su notoria individualidad o nos han inspirado con las cosas maravillosas, osadas o únicas que han hecho y hacen. Otras han tenido el don de arrojar luz sobre verdades de todas las mujeres; verdades que permanecían ocultas. Son estas verdades sobre todas las mujeres las que debemos conti­ nuar buscando. Aún no las entendemos del todo, y por lo tanto no sabemos cómo ayudarnos o ayudar a otras a cam­ biar. Tampoco sabemos cómo emprender el tipo de cambios que quisiéramos para nosotras mismas. En mi intento de expresar todas estas ideas, he recurrido a citar experiencias de la vida de otras mujeres. Es importante hacer hincapié en que tales descripciones resultan simplificadas y esquemáticas; se emplean únicamente a modo de ejemplo. Para proteger la identidad de las personas aludidas, ésta se ha desfigurado considerablemente. Por lo tanto, dichas viñetas no transmiten del todo la intensidad y complejidad de la experien­ cia real de la persona. No he intentado siquiera ocuparme de los factores raciales y de clase social que marcan una diferencia enorme en la vida de las mujeres. En general me he concentrado en las fuerzas que, en mi opinión, afectan a toda mujer por el hecho de serlo. Muchos autores suelen afirmar que sus libros son el produc­ to de las muchas personas que les han influido o animado, pero éste es producto de los esfuerzos de mucha gente en un sentido mayor y más concreto. Si bien no se inició como proyecto colectivo, a medida que avanzaba llegó a serlo. He comentado partes del material con varios grupos de gente y con personas concretas que han dedicado mucho más tiempo y atención de lo normal a revisarlo y criticarlo. Además, Barbara DuBois, Joan Fried, Anne Bernays y Pearl y Roy Bennett, casi siempre con premura, han leído y comentado partes importantes, o la totali­ dad, de las versiones previas del manuscrito. Todo ello se ha dado en el contexto de apoyo e intercambio continuo del Brookline Women’s Counseling Group, uno de los muchos

grupos femeninos que luchan por crear una teoría y una prácti­ ca de la terapia feminista. El hecho de que este libro exista como tal se debe, sobre todo, a Mary Ann Lash, Directora Asociada de Beacon Press, que me enseñó que un libro puede ser parte de un proceso. (Yo creía que tenía esa idea respecto a otras cosas, pero nunca la había aplicado a un libro.) Y no sólo eso, sino que la misma producción de este libro ha marcado, para nosotras, un nuevo proceso. En cada una de sus etapas el material iba de una a otra, y Mary Ann ha llevado a cabo una contribución funda­ mental a él. Una parte no poco importante de tal contribución ha sido su capacidad de sacar provecho de una prosa impene­ trable que probablemente hubiera desanimado a alguien me­ nos entregado. Tiene esta grande y rara habilidad: la de evocar o mejorar sin entrometerse ni violentar en ningún momento. ¡Ojalá supiéramos hacer esto unas por las otras! Esta capaci­ dad era una prueba en acción de las cosas sobre las que intentábamos escribir. Las decisiones finales fueron siempre mías y, por lo tanto, la responsabilidad final también lo es. También quisiera mostrar mi reconocimiento al American Journal o f Ortopsychiatry por autorizarme a emplear material publicado previamente en dicha revista en versiones diferentes. J ean Ba k er M iller 25 de octubre 1975 B oston, M assachusetts

Primera parte: la formación de la mente - hasta el momento

La humanidad ha estado sujeta a una visión limitada y distorsionada de sí misma -desde su interpretación de las emo­ ciones más íntimas y personales hasta su más ambicioso concep­ to de las posibilidades humanas- precisamente en virtud de la subordinación de la mujer. Hasta hace poco, los conceptos del «hombre» han sido los únicos asequibles en general. A medida que emergen otras for­ mas de percepción -justamente aquellas que los hombres, debido a su posición dominante, no podrían percibir- la visión total de las posibilidades humanas aumenta y se transforma. Lo viejo queda seriamente cuestionado. La mujer ha ocupado una posición subordinada, en gran medida similar a la de una clase o casta de siervos. De aquí que resulte necesario contemplarla en primer lugar como «desigual» o subordinada. Pero también resulta inmediatamente evidente que la posición de la mujer no puede entenderse sólo en lo que se refiere a la desigualdad. De ello se sigue una dinámica aún más compleja. La mujer ha jugado un rol específico en esta sociedad dominada por el hombre, de forma no comparable a la de ningún otro grupo reprimido. Ha entretejido con él relaciones intimas e intensas, creando el medio -la fam ilia- en el que se ha formado la mente humana tal como la conocemos. Así, la situación de la mujer resulta clave para la comprensión del orden psicológico.

Dominio-subordinación

A lo largo de las páginas de este libro batallaremos con el tema de la diferencia: ¿qué hace la gente a los que son diferen­ tes a ellos y por qué? En un plano individual, el niño crece sólo mediante la interacción con gente muy diferente de él. De esta forma, la diferencia más significativa se da entre adulto y niño. En cuanto a la humanidad en general, hemos contemplado problemas enormes en relación con una gran variedad de dife­ rencias. Pero la diferencia más básica es la que se da entre hombre y mujer. En los dos casos resulta apropiado formular dos preguntas. ¿Cuándo resulta estimulado el desarrollo y la mejora de ambas partes por la interacción de las diferencias? Y viceversa, ¿cuán­ do tiene tal confrontación efectos negativos? ¿Cuándo conduce a grandes dificultades, decadencia y desnaturalización, y a algu­ nas de las peores formas de degradación, terror y violencia -tanto individual como grupal- que puede experimentar el ser humano? Está claro que «el hombre» en general, especialmente en nuestra tradición occidental pero también en otras, no tiene un expediente demasiado glorioso a este respecto. No siempre queda claro que en la mayoría de ejemplos de diferencias hay también un factor de desigualdad; desigualdad en cuanto a muchos tipos de recursos, pero sobre todo en cuanto a status y poder. Una forma práctica de examinar los resultados generalmente confusos de estas confrontaciones en­ tre diferencias es preguntarse: ¿qué sucede en las situaciones de desigualdad?, ¿qué fuerzas actúan? Si bien emplearemos los

términos «dominante» y «subordinado» en la discusión, resulta útil recordar que son mujeres y hombres de carne y hueso los que están implicados. Hablar mediante abstracciones nos per­ mite a veces aceptar lo que podríamos no admitir en un plano personal.

Desigualdad temporal Hay dos formas de desigualdad que resultan pertinentes para los propósitos que nos guían. La primera puede denomi­ narse desigualdad temporal. En ella, la parte inferior es defini­ da socialmente como desigual. Algunos ejemplos destacados son la relación entre padres e hijos, maestros y estudiantes, y, posiblemente, terapeutas y clientes. En estas relaciones hay ciertos supuestos que no se suelen hacer explícitos ni, de hecho, llevar a cabo. Pero constituyen la estructura social de la rela­ ción. Se supone que la parte «superior» posee una mayor cantidad de cierta destreza o cualidad valiosa que imparte a la persona «inferior». Si bien tales destrezas varían según la relación con­ creta de que se trate, entre ellas se incluyen la madurez emocio­ nal, la experiencia en el mundo, las habilidades físicas, un cierto cuerpo de conocimiento o las técnicas para adquirir ciertos tipos de saberes. Se supone que la persona superior interactúa con la inferior de un modo que conduce a ésta a una paridad completa; es decir, hay que ayudar al niño para que se convierta en adulto. Tal es la tarea primordial de estas relacio­ nes. El inferior, el niño, debe recibir de la persona que se supone tiene más que dar. Aunque la parte inferior suele dar mucho a la superior, estas relaciones se basan en el servicio a la parte inferior. Esa es su raison d ’étre. Está claro, por lo tanto, que la meta primordial es la de acabar con la relación; es decir, acabar con la relación de desigualdad. El período de disparidad se supone temporal. La gente puede continuar asociada como amigos, colegas, o incluso

competidores, pero no como «superior» e «inferior». Al menos ésa es la meta. La realidad es que estas relaciones nos dan bastantes proble­ mas. Los padres o las instituciones profesionales se inclinan a veces a servir las necesidades del donante en lugar de las de la parte inferior (por ejemplo, las escuelas pueden acabar sirviendo a los profesores o administradores en lugar de a los alumnos). O bien la persona inferior puede aprender a ser un mejor «infe­ rior», en lugar de hacer el viaje desde la inferioridad a la pleni­ tud. En conjunto, no hemos encontrado formas realmente bue­ nas de llevar a cabo la tarea central: fomentar el movimiento de desigual a igual. No tenemos una teoría ni una práctica adecuada de la crianza y educación de los hijos. Tampoco tenemos concep­ tos que funcionen bien en otras relaciones desiguales denomina­ das «de ayuda», tales como la curación, la reinserción de delin­ cuentes y la rehabilitación. Oficialmente decimos que queremos hacer este tipo de cosas, pero solemos fracasar. Nos causa muchos problemas decidir qué derechos «permi­ tirle» a la parte inferior. Nos preocupamos acerca de cuánto poder debe tener. ¿Qué parte de su percepción puede expresar o llevar a la práctica cuando difiere claramente de la de su supe­ rior? Sobre todo, nos causa una gran dificultad mantener el concepto de la persona inferior como alguien con el mismo valor intrínseco que su superior. Un punto crucial es que el poder es un factor fundamental en todas estas relaciones. Pero el poder por sí solo no basta. Existe y ha de ser tenido en cuenta, no negado. Los superiores mantienen todo el poder real, pero éste no realizará la tarea por sí solo. No conducirá la parte desigual a la igualdad. Nuestros problemas con estas relaciones pueden provenir del hecho de que se dan en el seno de un segundo tipo de desigualdad que tiende a aplastar las formas en las que aprende­ mos a operar en el primero. Este segundo tipo moldea la forma en que percibimos y conceptualizamos lo que hacemos en el primer tipo -m ás básico- de relación. El segundo tipo de desigualdad nos enseña cómo imponer­

la, pero no cómo hacer el viaje de ésta a la igualdad. Es más, sus consecuencias se mantienen asombrosamente oscuras, de hecho se suelemiegar. En este libro nos concentraremos en este segun­ do tipo de desigualdad. Sin embargo, el concepto subyacente es que esta segunda forma ha determinado y sigue determinando las únicas formas en que podemos pensar y sentir en la prime­ ra. Desigualdad permanente En estas relaciones ciertas personas o grupos de personas se definen como desiguales en base a lo que los sociólogos llaman adscripción; es decir, tus circunstancias de nacimiento te defi­ nen. El criterio puede ser la raza, el sexo, la nacionalidad, la religión u otras características adscritas al nacer.1 Aquí los términos de la relación son muy diferentes de los de la desi­ gualdad temporal. No hay, por ejemplo, noción de que los superiores deban ayudar a los inferiores impartiéndoles sus ventajas y características «deseables». No se asume que la meta de la relación desigual sea acabar con la desigualdad; de hecho es al contrario. Hay una serie de otras tendencias en vigor, y se dan con gran regularidad. Sugeriré primero algunas de ellas superficialmente; luego volveremos sobre ellas para demostrar cómo operan a un nivel personal mucho más inten­ so, sutil y profundo. Si bien algunos de tales elementos pueden parecer evidentes, de hecho se da gran confusión y desacuerdo sobre las características psicológicas provocadas por tan ob­ vias condiciones. Dominadores. Una vez que un grupo ha sido definido como inferior, los superiores tienden a etiquetarlo como defici­ 1. Ha habido presentaciones diferentes de ideas similares con puntos de interés algo distintos. Véase Gunnar Myrdal, «A Parallel to the Negro Problem», apéndice n. 5 en An American Dilemma (Nueva York, Harper, 1944), págs. 1073-1078; y Helen Mayer Hacker, «Women as a Minority Group», Social Forces 30 (octubre 1951), 60-69.

tario o disminuido en varios sentidos. Estas etiquetas se acumu­ lan rápidamente. Así, los negros son descritos como menos inteligentes que los blancos, se supone que las mujeres se go­ biernan por las emociones, etc. Además, las acciones y palabras del grupo dominante tienden a ser destructivas para los subor­ dinados. Toda la evidencia histórica confirma esta tendencia. Aunque sean mucho menos obvios, también se producen efec­ tos destructivos sobre los dominadores. Estos son de un orden diferente y mucho más difícil de identificar; se discutirán más adelante en este capítulo y los siguientes. Los grupos dominantes suelen definir uno o varios roles aceptables para los subordinados. Los roles aceptables consis­ ten normalmente en la realización de servicios que ningún grupo dominante quiere llevar a cabo por sí mismo (por ejem­ plo, eliminar sus productos de desecho). Las funciones que el grupo dominante gusta de llevar a cabo, por otra parte, se guardan celosamente y se cierran a los subordinados. Del total de posibilidades humanas, las actividades más valoradas en cualquier cultura tienden a permanecer bajo la potestad del grupo dominante; las funciones menos valoradas se relegan a los subordinados. A los subordinados se les suele considerar incapaces de desempeñar los roles superiores. Sus incapacidades son adscri­ tas a defectos o déficit mentales o físicos innatos, y por tanto inmutables e imposibles de cambiar o desarrollar. Incluso llega a ser difícil para los dominadores imaginar que sus subordina­ dos sean capaces de llevar a cabo tales actividades. Más aún, los propios subordinados pueden llegar a encontrar difícil creer en su propia capacidad. El mito de su incapacidad para desempe­ ñar roles superiores o más valorados sólo se cuestiona cuando algún acontecimiento drástico altera el curso normal de los acontecimientos. Tales alteraciones suelen provenir de fuera de la propia relación. Por ejemplo, en la situación de emergencia creada por la segunda guerra mundial, las «incompetentes» mujeres pasaron de repente a hacerse cargo de las fábricas con gran eficacia.

De ello se deduce que a los subordinados se les describe en función de las características psicológicas personales que com­ plazcan al grupo dominante, y se les anima a desarrollar tales características. Dichos rasgos forman un grupo que resulta fami­ liar en cierto sentido: sumisión, pasividad, docilidad, dependen­ cia, falta de iniciativa, incapacidad de emprender acciones, de decidir, de pensar, etc. En general, este grupo incluye cualidades más características de los niños que de los adultos; inmadurez, debilidad e indefensión. Si los subordinados adoptan estas carac­ terísticas se les considera bien adaptados. Sin embargo, cuando los subordinados muestran su poten­ cial o, lo que es más peligroso, desarrollan otras características -por ejemplo la inteligencia, la iniciativa, la asertividad- no suele haber espacio libre en el marco dominante para recono­ cerlas. Gente así será definida, al menos, como poco corriente (cuando no como decididamente anormal). No habrá oportuni­ dades para la aplicación directa de sus capacidades en el entor­ no social. (¡Cuántas mujeres han simulado ser tontas!) Los grupos dominantes suelen impedir el desarrollo de los subordinados y bloquear su libertad de expresión y acción. También tienden a adoptar actitudes militantes contrarias a los brotes de racionalidad o humanidad entre sus propios miem­ bros. No hace mucho tiempo «amante de los negros» era un apelativo común, e incluso hoy en día los hombres que «con­ sienten a sus mujeres» más de lo normal son objeto de burla y ridículo en muchos círculos. Un grupo dominante, inevitablemente, tiene la mayor in­ fluencia en la determinación de los puntos de vista generales de una cultura: su filosofía, moralidad, teoría social e incluso su ciencia. Así, el grupo dominante legitima la relación desigual y la incorpora a los conceptos que guían la sociedad. La mentali­ dad social oscurece la verdadera naturaleza de dicha relación; es decir, la propia existencia de la desigualdad. La cultura explica los hechos que tienen lugar en función de otras premi­ sas, premisas que son invariablemente falsas, tales como la inferioridad racial o sexual. Si bien en los últimos tiempos

hemos aprendido acerca de muchas de tales falsedades en cuan­ to a la sociedad en sentido amplio, aún está por hacerse un análisis completo de sus implicaciones psicológicas. En el caso de las mujeres, por ejemplo, a pesar de la evidencia abrumado­ ra de lo contrario, persiste la noción de que son pasivas, sumi­ sas, dóciles y que adoptan un papel secundario. Desde esta perspectiva, el resultado de la terapia y de los encuentros con la psicología y otras «ciencias» resulta casi siempre predetermi­ nado. Inevitablemente, el grupo dominante es un modelo de «rela­ ciones humanas normales». Así resulta «normal» tratar destruc­ tiva o despectivamente a los demás, ocultar la verdad de lo que se hace creando falsas explicaciones y oponerse a las acciones en favor de la igualdad. Resumiendo, si uno se identifica con el grupo dominante, es «normal» mantener este patrón. A pesar de que a muchos no nos gusta pensar en nosotros mismos como partidarios de -o participantes en- tal dominación, resulta difícil para un miembro del grupo dominante actuar de otro modo. En cambio, para seguir haciendo esas cosas uno sólo tiene que comportarse «normalmente». De ello se deduce que a los grupos dominantes, en general, no les gusta que les recuerden la existencia de la desigualdad ni que les hablen lo más mínimo de ella. «Normalmente» consi­ guen evitar el ser conscientes de ello dado que su explicación de la relación llega a estar muy bien integrada en otros términos; pueden incluso creer que tanto ellos como el grupo subordinado comparten los mismos intereses y, hasta cierto punto, una experiencia común. Si se les presiona un poco ofrecen las típicas racionalizaciones: el hogar es «el sitio natural de la mujer» y sabemos «lo que es mejor para ellas». Los dominadores prefieren evitar el conflicto, pues un con­ flicto abierto podría poner en cuestión la situación entera. Esto es especial y trágicamente cierto en los casos en que muchos miembros del grupo dominante lo están pasando mal. Algunos de ellos, o al menos ciertos segmentos del grupo como por ejemplo los obreros de raza blanca (que también son subordina­

dos), se sienten inseguros en cuanto a sus débiles puntos de apoyo en las bases psicológicas que creen necesitar desesperada­ mente. Lo que los grupos dominantes no suelen ver es que la situación de desigualdad genera una cierta privación, en espe­ cial a un nivel psicológico. Está claro que la desigualdad crea un estado de conflicto. Pero los grupos dominantes tienden a eliminarlo. Ven cualquier cuestionamiento de la situación «normal» como amenazante; las actividades de los subordinados en dicha dirección se perci­ birán con alarma. Los dominadores acostumbran a estar con­ vencidos de que las cosas son correctas y justas tal como están; no sólo para ellos sino también para los subordinados. La moralidad confirma este punto de vista y la estructura social lo mantiene. Quizá resulte innecesario añadir que el grupo dominante suele copar todo el poder y la autoridad, y determinar las formas aceptables en las que aquél puede ser empleado. Subordinados. ¿Qué papel juegan los subordinados en todo esto? Dado que los dominadores determinan lo que es normal en una cultura, resulta mucho más difícil entender a los subor­ dinados. Sus primeras expresiones y acciones indicativas de insatisfacción siempre resultan una sorpresa; casi siempre se rechazan como atípicas. Después de todo, los dominadores saben que lo que las mujeres necesitan y desean es un hombre que les organice la vida. Los miembros del grupo dominante no entienden por qué «ellas/os» -quien primero se manifieste- se muestran tan irritables y fuera de sí. Las características que tipifican a los subordinados son aún más complejas. Un grupo subordinado tiene que concentrarse en su supervivencia básica. Por lo tanto se evita la reacción directa y franca al trato destructivo. Este tipo de acciones pueden causar literalmente (y causan) la muerte de alguno de los grupos subordinados. En nuestra propia sociedad, la acción directa de una mujer puede dar lugar a una combinación de penurias económicas, ostracismo social y aislamiento psicológi­

co; e incluso al diagnóstico de un trastorno de personalidad. Cualquiera de tales consecuencias es indeseable. En los capítu­ los que siguen se expondrán algunos ejemplos de ellas y de cómo se emplean para controlar la conducta de la mujer. No debe pues sorprender que un grupo subordinado recurra a formas de acción y reacción disfrazadas e indirectas. Si bien tales acciones se planean para complacer al grupo dominante, de hecho casi siempre contienen chanzas y desafíos camuflados. Los cuentos populares o los chistes que se cuentan sobre los negros o las mujeres se suelen basar en cómo el astuto labrador o jornalero se burló del terrateniente, jefe o cónyuge rico. La esencia de la historia reside en el hecho de que éste ni siquiera sabe que le han tomado el pelo. Una consecuencia importante de esta forma indirecta de operar es que a los miembros del grupo dominante les es negada una parte esencial de la vida: la oportunidad de adquirir autoconciencia mediante el conocimiento de su impacto sobre los dpmás. Así se les priva de la «validación por consenso», la retroalimentación y la oportunidad de corregir sus acciones y expresiones. En pocas palabras, los subordinados se lo callan. Por los mismos motivos, el grupo dominante se ve privado también de un conocimiento válido sobre los subordinados. (Resulta especialmente irónico que los «expertos» sociales en conocimiento sobre los subordinados sean casi siempre miem­ bros del grupo dominante.) Por lo tanto, los subordinados saben más de los dominado­ res que viceversa. Así ha de ser. Se adaptan cuidadosamente a ellos, se tornan capaces de predecir sus reacciones de placer o displacer. Aquí es donde empieza, en mi opinión, la larga historia de la «intuición femenina». Parece claro que estos «dones» misteriosos son, de hecho, destrezas adquiridas con la práctica, consistentes en leer muchas pequeñas señales de ori­ gen verbal y no verbal. Otra consecuencia importante es que, normalmente, los su­ bordinados saben más sobre los dominadores que sobre sí mismos. Cuando buena parte del destino de uno depende de

agradar y complacer a los dominadores, uno se concentra en ellos. De hecho, sirve de poco conocerse a uno mismo. ¿Para qué, teniendo en cuenta que es el conocimiento de los domina­ dores lo que determina la vida de uno? Esta tendencia se ve reforzada por muchas otras restricciones. Uno sólo se conoce a sí mismo mediante la acción e interacción. Desde el momento que su radio de acción o interacción es limitado, los subordina­ dos carecerán de una evaluación realista de sus capacidades y problemas. Desgraciadamente, esta dificultad para adquirir autoconciencia se complica cada vez más. La trágica confusión emerge porque los subordinados absor­ ben una gran parte de las mentiras creadas por los dominado­ res; hay muchos negros que se consideran inferiores a los blan­ cos, y mujeres que aún se creen menos importantes que los hombres. Es más probable que se dé esta interiorización de las creencias dominantes si hay pocos conceptos alternativos a mano. Por otra parte, también es verdad que los miembros del grupo subordinado comparten ciertas experiencias y percepcio­ nes que reflejan con exactitud la verdad sobre sí mismos y sobre la justicia de su posición. Pero sus propios conceptos, más ciertos, están destinados a entrar en colisión con la mitología que han observado en el grupo dominante. Resulta casi inevita­ ble una tensión interna entre los dos conjuntos de conceptos y sus derivados. Desde una perspectiva histórica, a pesar de todos los obs­ táculos, los grupos subordinados han tendido a avanzar hacia una mayor libertad de expresión y acción, aunque este progreso varía de una circunstancia a otra. Siempre ha habido esclavos que se rebelan y mujeres que han buscado un mayor desarrollo y autodeterminación. Muchos de los detalles de estas acciones no se preservan en la cultura dominante, haciendo difícil para el grupo subordinado encontrar una tradición e historia que les apoye. Entre algunos de los miembros de todo grupo subordinado se da la tendencia a imitar a los dominadores. Esta imitación puede adoptar varias formas. Algunos pueden intentar tratar

a los demás miembros de su grupo tan destructivamente como los dominadores. Unos cuantos pueden desarrollar la cualidad valorada en éstos y ser aceptados parcialmente en el grupo dominante. Normalmente no se los acepta del todo, o sólo si están dispuestos a renunciar a su identificación con los otros miembros de su grupo de dominados. Los «Tíos Tom» y ciertas mujeres profesionales se han visto a menudo en este caso. (Siempre hay unas pocas mujeres que se han ganado la alabanza supuestamente encarnada en la frase «piensa como un hom­ bre».) En la medida en que los subordinados progresen hacia una expresión y acción más libre pondrán en evidencia la desigual­ dad y cuestionarán la base de su existencia. Convertirán el conflicto inherente en explícito. Tendrán entonces que cargar con el peso de ser definidos como «agitadores» y afrontar los riesgos que ello conlleva. Dado que este rol choca con su propia condición, los subordinados (especialmente las mujeres) no lo sobrellevan con facilidad. Lo que resulta inmediatamente evidente a partir del estudio de las características de los dos grupos es que no es probable que se dé una interacción mutuamente enriquecedora entre desiguales. De hecho, el conflicto es inevitable. Las preguntas importantes, entonces, son: ¿quién define el conflicto? ¿Cuándo resulta explícito o encubierto? ¿Respecto a qué cosas se plan­ tea? ¿Puede ganar alguien? ¿Es el conflicto «malo» por defini­ ción? ¿En caso de que no, qué hace que sea productivo o des­ tructivo?

El conflicto - al viejo estilo

Conflicto encubierto - conflicto cerrado El conflicto, en sentido general, no es necesariamente ame­ nazador o destructivo. Al contrario. A medida que avancemos intentaremos desarrollar una perspectiva más amplia de las muchas dimensiones del conflicto; por el momento baste decir que todos crecemos gracias a él. En un plano individual, el niño no crecería nunca si se limitara a interactuar con una imagen especular de sí mismo. El crecimiento implica interacción con las diferencias y con la gente que las encarna. Si tales diferen­ cias se reconocieran más abiertamente podríamos permitir e incluso fomentar una expresión cada vez más fuerte de cada uno de los implicados o de su experiencia. Esto llevaría a una mayor claridad personal, más capacidad de satisfacer las pro­ pias necesidades y más facilidad de responder a los demás. Ello representaría una oportunidad para la satisfacción mutua e individual, el crecimiento e incluso la felicidad. En un marco de desigualdad, se niega la existencia del conflicto, y los medios para llegar abiertamente a él quedan excluidos. Es más, la desigualdad en sí da lugar a factores adicionales que impiden cualquier interacción explícita respec­ to a las diferencias reales. La desigualdad genera conflictos ocultos alrededor de elementos que ella misma ha puesto en marcha. En resumen, a los dos bandos se les desvía de un conflicto abierto respecto a las diferencias reales, gracias al cual podrían crecer, y se les canaliza hacia formas ocultas de conflic­

to que implican falsificaciones. Para este conflicto oculto no hay formas o guías sociales aceptables, dado que se supone que no existe. Por último, hay una cantidad enorme de malentendidos respecto a las cualidades y características de cada una de las partes en conflicto. Uno puede intentar cortar esta complicada situación preguntando: ¿qué pasa realmente con la relación hombre-mujer hoy en día? En una situación de desigualdad hombre-mujer, hay dos escenarios posibles. La naturaleza del conflicto parece depender del grado en que la mujer acepte o no el concepto que el hombre tiene de ella. Si lo acepta, no reconocerá que existe un conflicto de intereses o necesidades. En lugar de ello, asumirá implícitamente que sus necesidades se satisfarán si acepta una postura orientada en general a la primacía del hombre y a la satisfacción de sus necesidades. En ocasiones tal aceptación «funciona», dependiendo de una serie de circunstancias y de un grado de suerte considerable. Paradójicamente, esto parece funcionar mejor cuando la mujer es en buena medida consciente de lo que hace; cuando se está alejando en realidad de este modelo pero finge que no. Se pone al servicio de la imagen de la mayor importancia y de las pretensiones del hombre. Al mismo tiempo ha desarrollado el suficiente sentido de sus derechos y capacidades y la suficien­ te conciencia de sus necesidades como para actuar en base a ello; y se las arregla para que, hasta cierto punto, se satisfagan. Es el estilo de la llamada «mujer lista» que, llevado al absurdo, predominó en tantas series televisivas familiares de la década pasada. La esposa lista se las arregla para conseguir lo que quiere haciendo que parezca que lo quiere su marido. Al final, el pobre marido no sabe exactamente qué está pasando. O, si lo sabe, no lo «reconoce». En esta apreciación de su inteligencia está implícita la crítica de que las mujeres son «retorcidas» por naturaleza. Estas relaciones no se basan en la sinceridad y la reciproci­ dad crecientes; contienen un elemento importante de engaño y

manipulación y a menudo resulta bastante obvia la condescen­ dencia recíproca. Aunque no son la mejor base para el creci­ miento mutuo suelen «funcionar», al menos durante un tiem­ po, y algunas de ellas pueden incluso dejar vías libres para la satisfacción de ciertas necesidades de cada miembro. Las muje­ res suelen ser hábiles; las más eficaces no revelan hasta qué punto lo son. Se produce un problema mucho más profundo cuando los subordinados incorporan los conceptos del grupo dominante sobre ellos como inferiores o secundarios. Las mujeres así son menos capaces de reconocer y clarificar sus propias necesida­ des, tanto ante ellas mismas como ante los hombres. Creen que éstos satisfarán sus necesidades de alguna manera y luego se sienten a menudo tristemente decepcionadas. Esta situación puede llevar a una serie de demandas crecientes en el sentido de que el hombre satisfaga necesidades cada vez menos claras e incluso inadecuadas y excesivas. El ejemplo de una familia puede ilustrar este punto. Presen­ taré las líneas generales de una larga historia, tal como esposa y marido llegaron a verla tras muchos sufrimientos. Es el tipo de situación a la que psiquiatras, novelistas y dramaturgos se refieren con frecuencia porque, curiosamente, parece un retrato de la mujer fuerte. (El material se presenta primero en líneas generales y después mediante un análisis más detallado.) Al principio Sally, la esposa, aceptó su lugar como subordi­ nada. Pero si bien no se quejaba abiertamente, empezó a men­ cionar con cierta frecuencia las cosas que echaba de menos: la falta de tiempo juntos como familia, las limitaciones económi­ cas y las vacaciones que nunca llegaban. Dejaba claros, sin verbalizarlos del todo, sus sentimientos de que su marido, Don, era menos capaz y menos triunfador de lo que ella había creído. Empezó a acentuar la poca importancia relativa de él en el hogar y a indicar que su incapacidad para encontrar tiempo para la familia debía ser resultado de su ineficacia. Mientras tanto ella desplegaba sus habilidades como trabajadora, demos­ trando la velocidad y eficacia con la que podía hacerse cargo de

la casa. Pasaba mucho tiempo con sus dos hijos y creía que esto indicaba su mayor entrega y «amor». A medida que los proble­ mas se agudizaban, iba acentuando las debilidades del marido. Don tendía, por ejemplo, a tomar decisiones impulsivas que a veces lamentaba. El ya no podía discutir este problema en su matrimonio porque Sally magnificaba sus errores y creía que eran una de las causas fundamentales de los problemas familia­ res. Al comparar con sus reflexiones más sobrias, ella estableció su propia superioridad. Don se volvió cada vez menos capaz de defenderse de este sabotaje psicológico, dado que cada acusa­ ción tenía cierta parte de verdad. Sally utilizaba esta debilidad para menospreciarle y tratarle con desdén. Con el tiempo, él llegó a sentirse inútil y fracasado, poco «hombre», humillado y menospreciado. Sus hijos, asimismo, empezaron a considerarlo débil, ignorante, poco hábil y menos atento que su madre. La buscaban a ella para satisfacer sus necesidades. A la vez la odiaban y desconfiaban de ella, acusándola de la destrucción del padre. Sally y Don habían librado una campaña encubierta y de­ vastadoramente engañosa, pero no habían conseguido ninguna victoria. Ella, desde luego, no tenía el marido competente que creyó necesitar. Al mismo tiempo tenía miedo de salir al mun­ do e intentar conseguir algo por sí misma. En realidad estaba mal preparada para hacerlo, pues había renunciado temprana­ mente a las oportunidades de adquirir formación o experiencia laboral para facilitar la de su marido. Durante el curso de la campaña ella había perdido mucho: se la había abandonado y desdeñado. Sally no pedía abiertamente igualdad. No pensaba en tales términos. No luchaba para desarrollar sus capacidades e intere­ ses. Si lo hubiera hecho habría provocado un conflicto con su marido y, previamente, con las instituciones educativas y eco­ nómicas. Su conflicto era de una naturaleza muy diferente. A pesar de que habría sido tildada de buscapleitos si hubiera perseguido y exigido una oportunidad igualitaria de explorar sus necesidades e intereses, se habría encontrado pisando otro

terreno. Sus percepciones de sus propios sentimientos estaban distorsionadas, y sus demandas adoptaban la forma de críticas a la idoneidad de su marido. El mensaje implícito en su con­ ducta era el de que Don «no era lo bastante hombre». Dado que tanto él como ella estaban atrapados en esta dinámica, se producía una serie de ataques crecientes contra su «hombría». Esto, combinado con la rabia y el castigo por las necesidades insatisfechas, convertían el modelo en exactamente aquello que los hombres temen más: ser inferiores a la mujer. No se había invertido la situación de desigualdad sino las posiciones en el modelo. De hecho, el modelo que se intenta que adopten las mujeres ha sido el denominado de «desigualdad temporal», ya descrito antes. Los hombres -superiores- son «más» o tienen «más». Un modelo así resulta claramente inadecuado entre dos adultos, dado que conduce a expectativas y demandas encubiertas que socavan los recursos psicológicos del hombre. Esta postura de dominación y mayor privilegio debería haber sido sometida a un ataque abierto. Ello habría sido beneficioso, en último extremo, tanto para el hombre como para la mujer. Pero a la mujer se la desalienta para que no dé inicio a este tipo de lucha. Es más, la ética dominante le suele inducir a verse a sí misma y a sus intentos de conocer y actuar en base a sus necesidades -o de llevar su vida más allá de los límites prescri­ tos- como si estuviera atacando al hombre o intentando ser como él. En el fondo, la mujer cree que debe ser destructiva si lo intenta. En realidad, los intentos de enriquecer su vida, incluso en la dirección de sus intereses femeninos tradicionales, eran -y son aún- tergiversados como intentos de menospreciar o imitar al hombre. A la mujer le ha sido muy difícil llegar a percibir su autodesarrollo en términos distintos.

Conflicto explícito - conflicto sin límites preestablecidos Si los subordinados no aceptan su lugar como inferiores o

secundarios, darán lugar a un conflicto explícito. Es decir, si la mujer asume que sus propias necesidades tienen la misma vali­ dez y procede a explorarlas más abiertamente, se considerará que está dando lugar a un conflicto y deberá acarrear la cruz psicológica de rechazar las imágenes masculinas de la «verdade­ ra feminidad». Esto puede producir malestar, ansiedad e incluso reacciones más severas por ambas partes. La esperanza, con todo, es que la interacción entre dos adultos competentes y con recursos pueda facilitar la satisfacción de las necesidades mu­ tuas. Hombre y mujer pueden dejar de estar sometidos a exigen­ cias no del todo conocidas o asumidas, destinadas a no ser satisfechas. (Las exigencias específicas a las que se ve sometida la mujer se tratarán con más detalle a lo largo de todo el libro.) Para comprender la situación innecesariamente destructiva que se da en la familia de Sally y Don es necesario describirlos a ellos con un poco más de detalle. Ambos habían alcanzado la edad adulta con gran cantidad de recursos y posibilidades para su desarrollo posterior. Ambos tenían problemas bastante seme­ jantes, pero los manejaban de forma diferente. Tenían fuertes dudas sobre su capacidad para existir y funcionar con seguridad como individuos. Ambos buscaban, en cierta forma, una persona fuerte y protectora que les aportara soluciones a sus problemas; pero también estaban dispuestos a encolerizarse con tal persona. Aun así, los dos tenían capacidades en las que podían haber basado un mayor sentido de poder y seguridad individual. En principio Sally veía en la despreocupación y sentido del humor de Don, en su inconsciencia ligeramente osada y aparen­ te, el ansiado camino para huir de sus propios sentimientos odiosos de desajuste e incapacidad y para actuar libremente y sin embargo con seguridad; admiraba en él las cosas que luego condenó. Don, por su parte, veía en la vivacidad y eficacia de su mujer algunos de los puntos fuertes y la seguridad que buscaba. Los dos podían haber «aprendido» mucho de la forma en la que el otro manejaba estos temas básicos, pero esto no suele pasar cuando una relación no consigue satisfacer las nece­ sidades importantes y responder a ellas.

En una situación de desigualdad no se anima a la mujer a tomarse en serio sus necesidades, a explorarlas, a intentar actuar en base a ellas como individuo. Se le exige que hipote­ que todos sus recursos propios y así se impide que desarrolle un sentimiento válido y fiable de amor propio. Se intenta que se concentre en las necesidades y en el desarrollo del va­ rón. Concentrarse en el propio desarrollo y tomárselo en serio es bastante difícil para cualquier ser humano. Pero, como se ha demostrado recientemente en diferentes áreas, ha sido aún más difícil para las mujeres. A la mujer no se la anima a desarrollar­ se todo lo posible y a experimentar el estímulo, el dolor, la ansiedad y la incertidumbre que implica dicho proceso. Más bien se intenta que evite el autoanálisis y se concentre en formar y mantener una relación con una sola persona. De hecho, se pretende que crea que si pasase por la lucha mental y emocional del autodesarrollo el final sería desastroso; estaría comprometiendo la posibilidad de mantener alguna relación íntima. Este castigo, esta amenaza de aislamiento, resulta into­ lerable para cualquiera. En el caso de la mujer, la realidad lo ha convertido en cierto: no es en absoluto imaginario. Para evitar este resultado, la mujer se ve empujada a hacer dos cosas. Primero, se la aparta de la posibilidad de explorar y expresar sus necesidades (bajo la amenaza de un espantoso aislamiento o conflicto, no sólo con los hombres sino con todas las instituciones establecidas y con su propia imagen interior de lo que significa ser una mujer). Segundo, se la empuja a «trans­ formar» sus propias necesidades. Esto suele implicar una inca­ pacidad automática e imperceptible de reconocer sus propias necesidades como tales. Llegan a verlas como si fueran idénti­ cas a las de los demás; casi siempre varones o niños. Si la mujer puede sobrellevar esta transformación y satisfacer las necesida­ des que percibe en los demás, entonces, según cree ella, se sentirá cómoda y realizada. Las que puedan hacerlo se encon­ trarán aparentemente más a gusto con las estructuras sociales. El problema es que se trata de una transformación precaria;

pende de un hilo muy fino y yo he visto gente que, por así decirlo, ha roto este hilo. Un ejemplo extremo de esta transformación es el que sugie­ ren los estudios sobre familias de personas que padecen formas extremas de problemas psicológicos, los denominados esquizo­ frénicos. En tales familias, los padres, especialmente las ma­ dres, parecen percibir sus propias necesidades conflictivas e irresolutas como si, en cierto sentido, fueran las del niño. Estos estudios nos llevan a suponer que tales familias no representan sucesos idiosincrásicos, sino más bien ejemplos intensificados de una situación que existe en todos los casos. Así, podría no ser accidental el hecho de que en los años anteriores al replanteamiento actual de la posición de la mujer se informara en la literatura psiquiátrica de que casi todos los trastornos psicológicos mayores eran «causados» por una «ma­ dre dominante» y un «padre débil e ineficaz». Esto se afirmó de la esquizofrenia, la homosexualidad, la delincuencia, la aliena­ ción juvenil y casi todos los demás problemas psicológicos o sociales. En la medida en que tales observaciones fueran váli­ das, probablemente reflejaban la presión sobre las necesidades en conflicto entre hombres y mujeres. Posiblemente indicaban de forma especial el hecho de que a la mujer se la anima a buscar la satisfacción de todas sus necesidades en la familia y a la vez a transformarlas, a intentar creer que no le pertenecen a ella sino a alguien más. Todo lo anterior se desvelará y explorará con más detalle en los capítulos siguientes. Primero quisiera enfocar nuestra trági­ ca situación desde otro punto de vista privilegiado.

La importancia de la gente no importante

Hemos visto que a medida que una sociedad enfatiza y valora ciertos aspectos del espectro total de posibilidades hu­ manas más que otros, los aspectos valorados se asocian íntima­ mente con el ámbito del grupo dominante y se limitan a éste. Algunos otros elementos quedan relegados a los subordinados. Si bien puede tratarse de partes necesarias de la experiencia humana, no son las que valora esa sociedad en concreto. Es más, a los subordinados no les resulta fácil llamar la atención sobre esta distribución. Varios escritores de raza negra se han referido a esta expe­ riencia. Han dicho que a medida que la historia americana, siguiendo la tradición de la historia occidental, ha ido valoran­ do el intelecto y las funciones ejecutiva y administrativa, el trabajo físico se ha visto relegado al terreno de los negros y los blancos de clase baja. Al mismo tiempo, a las personas que se dedican a tareas manuales se les suele considerar como los miembros menos integrados de la sociedad. Así nos encontra­ mos con el mito de las proezas sexuales de los negros o la imagen del camionero rudo y encallecido. El mismo proceso actúa en relación a la mujer porque el ámbito de la biología -el cuerpo, el sexo y la maternidad- le pertenece. También le son relegadas las interacciones primarias con los niños y las cosas infantiles en general. Ya mencioné antes que a los subordinados se les suelen asignar las tareas menos valoradas. Es interesante darse cuenta de que éstas casi siempre implican la satisfacción de necesida­

des corporales. Se espera de ellos que hagan placenteras, orde­ nadas o limpias aquellas partes del cuerpo que se perciben como desagradables, desordenadas o sucias. (Un ejemplo super­ ficial es la provisión de ropa limpia; otro menos superficial es la provisión de un necesario desahogo sexual.) Parece posible que Freud tuviera que descubrir la técnica especializada del psicoanálisis porque hay partes cruciales de la experiencia humana que no se satisfacen de forma abierta y socialmente aceptable en el seno de la cultura de un grupo dominante. Es decir, los dominadores no pueden satisfacer a los propios dominadores. Estos ámbitos de la experiencia le han sido relegados consecuentemente a la mujer. ¿De qué se ha estado ocupando en realidad el psicoanálisis? En primer lugar Freud se centró en las experiencias corporales, sexuales e infantiles, y afirmó que resultaban de una importan­ cia crucial pero oculta. La teoría psicoanalítica más reciente tiende a acentuar los temas más profundos referentes a los sentimientos de vulnerabilidad, debilidad, dependencia y las conexiones emocionales básicas entre un individuo y los demás. Es decir, el psicoanálisis se ha comprometido de algún modo a fomentar el reconocimiento de estos aspectos trascendentes de la experiencia humana. Y creo que lo ha hecho sin darse cuenta de que esas áreas de la experiencia podrían haberse mantenido fuera de la conciencia de la gente en virtud de su disociación radical del hombre y su asociación con la mujer. No se trata de que los hombres no tengan experiencia en dichas áreas. Como ha señalado el psicoanálisis, se trata de experiencias humanas significativas. En realidad implican las necesidades de la propia experiencia humana. Se podría incluso decir que llegamos a «necesitan) psicoanálisis justamente porque ciertas partes esen­ ciales de la experiencia masculina han sido muy problemáticas y por lo tanto han permanecido desconocidas, inexploradas y negadas. La mujer, por tanto, se convierte en la «portadora» social de ciertos aspectos de la experiencia humana total: aquellos que permanecen por resolver. (Esta es una de las razones por las

que debe ser maltratada y degradada.) El resultado de tal proce­ so es el de impedir al hombre que integre completamente tales áreas en su propia vida. Estas partes de la experiencia han sido apartadas del terreno del intercambio franco y abierto y relega­ das cada vez más a un terreno fuera de la conciencia completa, en el que adoptan todas clases de atributos aterrorizantes. Dado que la mujer ha sido menos capaz de manifestar su experiencia y sus preocupaciones que el hombre, no ha podido reintroducir esos elementos en el intercambio social normal. Hemos afirmado que nuestra tradición cultural ha acentua­ do ciertas potencialidades humanas, y lo hemos considerado muy importante. Quizás inicialmente estas capacidades relati­ vas a «administrar» y superar los riesgos percibidos en el entor­ no físico parecieron menos valiosas. Sea cual sea su origen, se convirtieron en muy valoradas y fueron elaboradas por las culturas dominantes. Tenían que cultivarse a cualquier precio; las tendencias que interferían con ellas habían de ser apartadas y domesticadas o «dominadas». Los aspectos que parece más necesario dominar son aque­ llos que se perciben como incontrolables o como pruebas de debilidad e indefensión. Aprender a dominar la pasión y la debilidad resulta ser una de las tareas más importantes para hacerse un hombre. Pero la sexualidad, precisamente debido a su prevalencia y al intenso placer que procura, puede convertir­ se en un área amenazadora, en algo que socave los controles cuidadosamente desarrollados. Igual de amenazador resulta el terreno de las «relaciones objetales», es decir, la implicación intensa con personas de ambos sexos. De hecho, los hombres se sienten fuertemente atraídos hacia otras personas, sexualmente y en un sentido emocional más completo; pero han erigido potentes barreras en contra de esta atracción. Y creo que aquí reside la mayor fuente de su miedo: que la atracción les reduzca a una masa o estado indiferenciado gobernado por la debilidad, la vinculación emocional y/o la pasión, y que pierdan así su ansiada y bien merecida condición de hombría. Esta amenaza, creo, es la más intensa de las que plantea la igualdad, pues no se

percibe sólo como tal sino como forma total de despojar a la persona. Gran parte de los ensayos sobre literatura, filosofía y cien­ cias sociales se centran en la falta de conexión entre nuestras instituciones. Existe una preocupación muy extendida sobre nuestra incapacidad para organizar los frutos de la tecnología y dotarlos de una finalidad humana; éste es, quizás, el problema fundamental de la cultura dominante. Pero las finalidades hu­ manas se han asignado tradicionalmente a las mujeres; en reali­ dad las vidas de éstas han estado siempre ocupadas por dichas finalidades. Cuando las mujeres han planteado cuestiones que reflejaban sus preocupaciones, éstas se han dejado de lado y etiquetado como cosas triviales. De hecho, tanto ahora como en el pasado, estos temas son todo menos triviales; más bien se trata de importantes problemas no resueltos por la cultura dominante en su conjunto, cargados de asociaciones temidas. La acusación de trivialidad es, con toda probabilidad, una defensa masiva, dado que estas cuestiones amenazan con la reemergencia de aquello que se ha negado y sellado bajo la etiqueta de «hembra». Planteándolo de otra forma podríamos preguntamos, «en el renacimiento actual del movimiento feminista, ¿qué temas han aparecido?» ¿No son, en muchos casos, manifestaciones del hecho de que la mujer es la portadora de estas necesidades humanas en el grupo social como conjunto? ¿De qué se han quejado las mujeres tras muchos años, recibiendo el mayor número de críticas por hacerlo así? En este punto, las portavo­ ces más radicales de las mujeres han acentuado sus objetivos con la mayor claridad: 1. Franqueza fisica. - Hablar abiertamente respecto al propio cuerpo -para saber cosas acerca de él y de cómo funciona- tiene como meta mantenerse en contacto con él en lugar de controlarlo o pretender que se controla. También se da un firme rechazo de cualquier forma de control externo del cuerpo femenino, desde el control sexual directo a las sanciones legales. 2. Franqueza sexual. - El conocimiento explícito sobre te­

mas sexuales es una necesidad apremiante, igual que lo es la redefinición de la sexualidad femenina en relación a sí misma, en lugar de serlo en la forma percibida por el hombre. Un aspecto importante de este objetivo es la eliminación del rol de objeto sexual, y un mayor énfasis en la conexión entre significa­ dos sexuales, personales y emocionales. 3. Franqueza emocional. - La manifestación abierta de sentimientos de vulnerabilidad y debilidad (especialmente), que en general no resulta bien vista por la cultura dominante, es esencial para la salud mental. Al mismo tiempo, la mujer desea expresar abiertamente su sentido del poder, cosa que, cierta­ mente, no le ha resultado fácil. 4. Desarrollo humano. - La responsabilidad del cuidado y fomento del desarrollo humano se ha abordado tradicionalmen­ te desde el punto de vista de los niños y quién debía cuidarlos. En este momento es más una cuestión de cómo nosotros, en tanto que personas, hemos de responder del debido cuidado y crecimiento de todas las personas, niños y adultos. 5. Función asistendal. - La redistribución de la responsa­ bilidad de la asistencia a los demás es una necesidad imperiosa. Tales servicios asistenciales suelen referirse a necesidades cor­ porales (tales como hacer el café de la oficina), pero se amplían a los temas del servicio a los demás en formas psicológicamente muy básicas y esenciales. 6. Cosificación. - Muchas mujeres se han opuesto encona­ damente a la cosificación, no sólo sexual sino de cualquier tipo. Ya no desean ser tratadas como si fueran «cosas» en ningún aspecto de la vida. 7. Sociedad humanizante. - «Emocionalizar» y, por lo tan­ to, humanizar nuestra forma de vida y nuestras instituciones significa ver y expresar las cualidades emocionales inherentes a toda experiencia. 8. Igualdad privada y pública. - Hay una exigencia crecien­ te de estilos de vida igualitarios, de responsabilidad mutua y más cooperativos, que reemplacen a los que prevalecen actual­ mente en la esfera pública y privada, que se orientan a la domi­

nación y a la competitividad. Los conceptos de jerarquía, con­ trol y «distanciamiento» de la gente se están cuestionando. 9. Creatividad personal. - El derecho a participar en la creación de la propia cualidad de persona es especialmente importante, y se contrapone a aceptar la forma y el contenido que nos es prescrito por el grupo dominante. Esta lista de temas sugiere una propuesta interesante y prome­ tedora: la sociedad regida por el hombre, a medida que proyecta­ ba en el ámbito femenino alguna de sus exigencias más conflicti­ vas y problemáticas, puede haber delegado simultánea e inadvertidamente en la mujer no las «necesidades más bajas» de la humanidad, sino las «más elevadas», es decir, la cooperación y creatividad intensa y emocionalmente integrada necesaria para la vida y el crecimiento humano. Es más, es la mujer la que hoy en día percibe que debe exigirlas consciente y explícitamente si aspi­ ra a alcanzar siquiera los inicios de su integridad personal. La mujer, en muchos sentidos, ha «llenado» estas necesida­ des esenciales todo este tiempo. Precisamente por ello, ha desa­ rrollado los cimientos de ciertas cualidades psicológicas extre­ madamente valiosas, que apenas empezamos a comprender. Espero que el conocimiento adquirido en las diversas áreas de estudio pronto nos ayude a esquematizar tales recursos y su funcionamiento dinámico en términos más ricos y precisos. En la parte que sigue quisiera describir brevemente algunas de estas características psicológicas tal como se encuentran en la experiencia de la psicoterapia. También sugeriré que, si bien el psicoanálisis ha atravesado dos etapas históricas en cuanto a sus contenidos principales, los problemas que aparecen en la lista de las preocupaciones actua­ les de las mujeres podrían estar señalando una «tercera etapa» que el propio psicoanálisis aún no ha definido. Una forma simplista de definirla sería decir que el psicoanálisis ha estado haciendo «trabajo de mujer», pero no lo ha reconocido como tal. Tenía que hacer este «trabajo de mujer», pues la cultura dominante no lo hacía ni lo tomaba en consideración. Ahí residen sus problemas.

Segunda parte: mirando en ambas direcciones

Más allá de la desigualdad, la mujer mantiene una relación más compleja con la sociedad masculina. No sólo se la ha tratado desigualmente -en cierto sentido como a muchos otros grupos de gente definidos socialmente como subordinados- sino que ha mantenido una dinámica especial y más total. Resulta de la mayor importancia acentuar que todas las características psicológicas que se comentarán en esta sección tienen dos aspectos. Se trata de cualidades que, en este momen­ to, se encuentran más desarrolladas en las mujeres como grupo. En una situación de desigualdad e indefensión, estas característi­ cas pueden llevar al sometimiento y a una serie de complejos problemas psicológicos, tal como intentaremos demostrar. Por otra parte, el diálogo se produce siempre con el futuro. Estas mismas características representan potencialidades que pueden aportar un marco nuevo que tendría que ser inevitablemente diferente del de la sociedad masculina dominante. Bernard S. Robbins fue el primero en adelantar la idea de que las caracterís­ ticas psicológicas de la mujer se mantienen más próximas a determinados aspectos esenciales y son, por lo tanto, fuentes de fuerza y la base de una forma de vida más avanzada.1 He etiquetado estas características como «fuerzas» porque éste 1. No he seguido todas las ideas de Robbins sino que presento observaciones de mi propio trabajo. Las ideas de Robbins se vieron en un simpósium psicoanalítico en 1950, período aciago para la mujer. Es interesante observar que el colega al que se le pidió que comentara el artículo respondió ridiculizándolo y menospreciándolo. Sólo se podían conseguir copias de las actas del simpósium y nunca se publicaron. Bernard S. Robbins, «The Nature of Feminity», Proceedings o f Symposium on Feminine Psychology, patrocina­ do por el Comprehensive Course in Psychoanalysis (Nueva York, New York Medical College, 1950).

es un punto que quisiera acentuar. Hasta ahora se han venido denominando «debilidades», e incluso las propias mujeres las han interpretado como tales. Tal designación ha formado parte de la devaluación y el oscurantismo asociados a ellas. Los temas tratados en esta parte guardan un paralelismo sugerente con el tema que más preocupa en el estado actual del pensamiento psicoanalítico. Los psicoanalistas de hoy en día se ocupan de los orígenes y la naturaleza del sentimiento individual más básico de conexión con otros seres humanos. Los temas que más interesan son las denominadas «necesidades de dependen­ cia» (expresión discutible), el desarrollo de la autonomía y/o independencia y el tema de los sentimientos básicos de debilidad y vulnerabilidad. (Otto Kernberg y Harry Guntrip, por ejemplo, son dos de los autores psicoanalíticos que se ocupan de esta área. Entre otros se han contado Harry S. Sullivan, Frieda FrommReichmann y W. D. R. Fairbairn.) No intentaré analizar este paralelismo con detalle, ni discutir estos temas en los términos psicoanalíticos habituales, sino que me limitaré a sugerir que todos ellos están estrechamente vinculados y asociados con el lugar asignado a la mujer según nuestra forma social y psicológi­ ca de estructurar la vida. De hecho, creo que los propios términos en los que conceptualizamos estos temas reflejan que su origen está en una situación en la que la mujer ha desempeñado un papel clave pero sumergido. En el próximo capítulo demostraremos que los intentos femeninos de enfrentarse a estos temas conducen al punto central de lo que podría ser el próximo estadio, aún no definido, del psicoanálisis o de la teoría psicoanalítica. Lo que intentaré es contemplar las complejidades de la teoría psicológica desde lo que es, de hecho, un lugar estratégico total­ mente diferente; que se inicia con la consideración de algunas de las características de la mujer. Empezaremos este análisis por un nivel descriptivo simple y volveremos para recapitular sobre algu­ nas de las complicaciones que le siguen. Cuando lo hayamos conseguido, podremos estar en posición de entender mejor las dinámicas que contribuyen a crear y mantener la situación actual; o, en su caso, a cambiarla.

4 Fuerzas

Vulnerabilidad, debilidad, indefensión En la psicoterapia de hoy en día se adjudica un lugar central a los sentimientos de debilidad, vulnerabilidad e indefensión, así como a su correlato habitual; el sentimiento de necesidad. Se trata de sentimientos que todos conocemos, dado el largo período necesario para el desarrollo madurativo del ser huma­ no en nuestra sociedad y las dificultades y falta de apoyo que la mayoría de nosotros sufrimos durante la infancia y la vida adulta. Estos sentimientos son, por supuesto, de lo más desagra­ dable -llevados al extremo resultan terroríficos- y varias escue­ las de pensamiento psicoanalítico postulan que son las causas profundas de algunas «patologías» mayores. En la sociedad occidental se enseña al hombre a temer, aborrecer o negar que pueda sentirse débil o indefenso, mientras que a la mujer se la anima a cultivar este estado. El primer punto en importancia, sin embargo, es que estos sentimientos son comunes a todos e inevitables, incluso aunque nuestra tradición cultural pretenda de forma poco realista que los hombres los descarten en lugar de reconocerlos. Dos ejemplos breves sirven para mostrar este contraste. A Mary, una joven asistente sanitaria con talento y recursos y dos hijos se le ofreció un puesto nuevo de mayor responsabilidad. Se trataba de dirigir un equipo encargado de poner en práctica un enfoque innovador de atención al paciente. Significaba una mayor competencia para los miembros del equipo, y para Mary

un trabajo más difícil de coordinación y negociación de las ansiedades y dificultades del equipo. Su reacción inmediata fue la de preocuparse por su capacidad de llevar a cabo el proyecto; se sentía débil e indefensa ante una tarea formidable. A veces se convencía de que era totalmente incapaz de hacer el trabajo y quería rechazar la oferta. Sus preocupaciones estaban justificadas hasta cierto punto, pues el puesto de coordinadora del equipo era difícil y exigente, y sólo debía aceptarse tras una rigurosa autoevaluación. Ella, sin embargo, era una mujer sumamente capaz y había demos­ trado la destreza necesaria. Pero mantenía ciertos problemas típicamente femeninos; tenía problemas para admitir sus pun­ tos fuertes y los perdía de vista con facilidad. La aceptación abierta de su propia competencia significaría la pérdida de esa imagen débil de niña pequeña en la que se apoyaba a pesar de su obvia inexactitud. Si bien un cierto miedo respecto a su trabajo parecía justificado, su reticencia a abandonar la vieja imagen exageraba sus temores. Por otra parte, un hombre, Charles, también muy cualifica­ do, tuvo la oportunidad de aceptar un trabajo de mayor nivel, y se sintió muy satisfecho. El trabajo, en cuanto a sus requeri­ mientos administrativos y responsabilidades, era muy similar al de Mary, e igualmente exigente. Justo antes de aceptarlo desarrolló ciertos síntomas físicos bastante graves de los que no hablaba. Sin embargo, su esposa Ruth sospechaba que eran causados por la ansiedad que le provocaba enfrentarse a las tareas que tenía por delante. Conociéndolo bien, no mencionó el problema directamente, pero inició la conversación de la única forma que creía posible. Sugirió que quizá fuera buena idea introducir algunos cambios en su régimen alimentario, horarios y estilo general de vida. La reacción inicial de él fue de ira; la desdeñó diciéndole sarcásticamente que dejara de moles­ tarle. Más adelante admitió ante sí mismo y ante ella que cuando se sentía más inseguro de sus capacidades y más necesi­ tado de ayuda reaccionaba con ira; especialmente si parecía que alguien percibía su estado de necesidad.

Afortunadamente, Charles intenta denodadamente superar las barreras que le impiden reconocer tales sentimientos. Los esfuerzos de su esposa abrieron la posibilidad de enfrentarse a ello. El no podría haber iniciado el proceso por sí mismo. Ni siquiera pudo responder inmediatamente a su inicio excepto en esta ocasión, justo después de haberse sorprendido negándolo. Ruth podría haber permanecido fácilmente rechazada, herida, y resentida, y la situación podría haber escalado hacia la ira y la recriminación mutua justo cuando él se sentía más vulnerable, indefenso y necesitado. También es importante advertir que Ruth no estaba siendo recompensada por su esfuerzo. Más bien se la hacía sufrir por él mediante la ira y el rechazo. Este es un pequeño ejemplo de cómo las cualidades valiosas de la mujer no sólo no se recono­ cen sino que se penalizan. En este caso, Ruth no fue capaz de manifestar abiertamente sus percepciones. Tuvo que emplear «truquitos femeninos». Ciertas cualidades importantes, como la comprensión de las vulnerabilidades humanas y el ofreci­ miento de ayuda, pueden resultar disfuncionales en las relacio­ nes tal como están estructuradas en este momento, y pueden hacer que una mujer sienta que debe estar equivocada. No hay ninguna sociedad en la que la persona -varón o hembra- aparezca en escena en un estado adulto total. Una parte necesaria de toda experiencia es el reconocimiento de las propias debilidades y limitaciones. La más valiosa de las cuali­ dades humanas -la capacidad de crecimiento psicológico- es necesariamente un proceso continuo, que conlleva sentimientos de vulnerabilidad durante toda la vida. Como muestra el ejem­ plo de Charles, los hombres han sido condicionados para temer y odiar la debilidad, para intentar deshacerse de ella inmedia­ ta y, a veces, desesperadamente. Esto, según creo, representa un intento de distorsionar la experiencia humana. Es necesario «aprender», en un sentido emocional, que estos sentimientos no son vergonzosos o aborrecibles sino que el individuo puede avanzar partiendo de ellos, siempre que se experimenten como lo que son. Sólo entonces puede aspirar la persona a encontrar

caminos adecuados que le conduzcan hacia nuevas fuerzas. Junto con estas nuevas fuerzas aparecerán nuevas áreas de vulnerabilidad, pues la invulnerabilidad absoluta no existe. El hecho de que las mujeres son más capaces que los hom­ bres de admitir conscientemente sentimientos de debilidad o vulnerabilidad es obvio, pero no hemos admitido aún la impor­ tancia de esta habilidad. La capacidad, realmente mucho ma­ yor, que tiene la mujer para tolerar tales sentimientos -que la vida en general y nuestra sociedad en particular genera en todos nosotros- es muy positiva. Muchos adolescentes y varones jóvenes parecen estar sufriendo especialmente por la necesidad de escapar de esos sentimientos antes de experimentarlos. En ese sentido la mujer, tanto superficial como profundamente, está mucho más en contacto con esas experiencias vitales bási­ cas; con la realidad. Al mantener un contacto más directo con esta condición humana fundamental, al tener que defender y negar menos, la mujer está en una posición que le permite comprender la debilidad con mayor presteza y aprovecharla productivamente. En resumen, nuestra sociedad, si bien hace que los hombres se sientan débiles en muchos aspectos, hace que las mujeres se sientan aún más débiles. Pero dado que ellas «conocen» la debilidad, pueden ser sus «portadoras» y convertirse en las creadoras de una concepción diferente de ella y de los caminos adecuados para evitarla. Las mujeres, al emprender su propio viaje, pueden despejar el paso a los demás. Hasta ahora, las mujeres, que ya eran fuertes en muchos sentidos, tenían dificultades para admitirlo. Mary, la mujer del ejemplo, demuestra este problema. Pero incluso cuando la debi­ lidad es real, la mujer puede avanzar hacia la fuerza y la destreza una vez que es capaz de convencerse de que es correcto abando­ nar la creencia en lo acertado de la debilidad. Unicamente quien entienda a la mujer puede comprender cómo funciona este ele­ mento psíquico, hasta qué punto el miedo a no ser débil puede extenderse e influir, y cuán persistentemente puede manifestar sus efectos sin que se le reconozca por lo que es. Es muy difícil

para el hombre, con sus temores a la debilidad, entender por qué la mujer persiste en ella y que no puede significar lo mismo que para él. Aquí se plantea otro aspecto social. El hecho de que estos sentimientos se asocien generalmente con ser «femenina» -lo contrario de «viril»- se utiliza para reforzar la humillación sufrida por cualquier hombre que admita tales experiencias. La mujer, mientras tanto, aporta todo tipo de apoyo personal y social para ayudar al hombre a seguir adelante y evitarle a él y a la sociedad entera tener que admitir que se necesitan ciertos cambios. Es decir, toda la interacción hombre-mujer contribuye así a diluir la obligación de enfrentarse con las deficiencias de nuestra sociedad. Todos experimentamos una cantidad excesi­ va de peligros a medida que intentamos crecer y abrimos paso a través de las circunstancias difíciles y amenazadoras en las que vivimos. Al final todos perdemos, pero la derrota se mantiene oculta. Podremos entender mejor la situación de Charles si nos preguntamos «¿qué quería realmente?» Igual que mucha gente quería, al menos, dos cosas. Y no sólo eso, sino que las creía esenciales para su sentido de identidad. Quería, en primer lugar, enfrentarse, a cualquier situación sintiéndose «como un hombre», o sea, fuerte, autosuficiente y totalmente competente. Se exigía a sí mismo sentirse siempre así. Experimentaba cual­ quier cosa que no fuera eso como una amenaza a su virilidad. Una exigencia así es en extremo irrealista, pues todos nos enfrentamos a muchos retos en esta vida y es seguro que experi­ mentaremos dudas. A la vez que quería mantener esta imagen de sí mismo, Charles albergaba el deseo aparentemente contradictorio de que su mujer resolviera las cosas por él de forma tan mágica y disimulada que él nunca fuera consciente de sus debilidades. Tenía que hacerlo sin que se lo pidieran, era esencial que él no tuviera que pensar ni hablar nunca de ello. El hecho de que Ruth no lo consiguiera inmediatamente era la causa profunda de su cólera hacia ella.

Ella era partidaria de intentar resolver el problema y, de esta forma, le traía a la memoria su sentimientos de debilidad y vulnerabilidad. Incluso aunque no hubiera hecho nada, su sola presencia le hubiera forzado a enfrentarse a la frustración de su deseo de cuidado absoluto. Este tipo de deseo predomina en mucha gente y existe, hasta cierto punto, en la mayoría. En la medida en que la mujer viva bajo la prescripción de complacer y servir al hombre será objeto de tal deseo. A la vez, será incapaz de participar en la confrontación y cooperación mutua que puede ayudarla a ella y a los demás a encontrar formas de crecimiento más allá de esta etapa. La esperanza es que estos deseos puedan superarse e integrarse a un nivel más satisfacto­ rio a medida que uno desarrolla un sentido creciente de las propias fuerzas y una fe creciente en los demás. Para esta tarea necesitamos a los demás durante toda la vida; en la edad adulta no menos que en la infancia. Inicialmente Ruth se ofrecía a dar un paso en esta dirección; intenta de corazón ayudar a Charles y luchar a su lado. Pero él no podía aceptarlo. Su rechazo demuestra, a pequeña escala, cómo puede una mujer llegar a pensar que ha fracasado incluso en el papel tradicional de esposa. Dado que gran parte de su sentido de valía se basaba en dicho papel, una experiencia de este tipo podía socavar fácilmente su autoconfíanza. Estaba dispuesta a creer que su marido, en cuanto hombre, tenía razón y ella no. En resumen, si los miembros del grupo dominante -o sea, los hombres- fingen que no tienen sentimientos de insegu­ ridad, las subordinadas (las mujeres) no pueden cuestionar tal pretensión. Es más, es responsabilidad de ellas satisfacer estas necesidades del grupo dominante para que sus miembros pue­ dan continuar negando sus sentimientos. El hecho de que tales emociones estén presentes en todos y se intensifiquen ante los problemas de nuestra sociedad, hace que una situación difícil se convierta en casi imposible. En algunas parejas puede parecer que la mitología «funcio­ na». Ambas partes saben, hasta cierto punto, qué está pasando y se llega a un equilibrio lo bastante satisfactorio como para

mantener el statu quo. La mujer, considerando las alternativas que se le ofrecían hasta ahora fuera del matrimonio, estaba dispuesta a aceptar la situación. Estos matrimonios, sin embar­ go, pueden crear en las mujeres otro tipo de reacción. En tales situaciones la mujer puede ser muy sensata en ciertos sentidos, pero, por muchas destrezas que tuviera, sólo conoce la mitad de la historia, o a veces menos. Suele conocer bien los puntos débiles de su marido, para los que aporta el debido apoyo. Pero incluso si tales mujeres parecen funcionar bien en el contexto del hogar, van desarrollando la sensación de que, igual que conocen sus debilidades, ellos deben tener áreas de fuerza totalmente desconocidas, destrezas importantes que les permiten funcionar en «el mundo real». Este elemento se hace cada vez más ajeno a la mujer; adopta la forma de una capacidad casi mágica que ellos tienen y ellas no. Las mujeres llegan a veces a considerar esta cualidad mascu­ lina como algo en lo que deben creer, les da un sentido básico de apoyo. Muchas mujeres desarrollan una gran necesidad de creer que tienen un hombre fuerte al que poder volverse en busca de seguridad y confianza en el mundo. Si bien puede parecer improbable, esta creencia en la fuerza mágica del hom­ bre se da junto con el conocimiento íntimo de las debilidades de las que ellas los protegen. No se trata sólo de que la mujer quede obviamente excluida de la adquisición de experiencia en el mundo del trabajo, sino que llega a creer realmente que hay alguna destreza o factor especial e innato que se le escapa, y que debe inevitablemente escapársele. El hecho de que a las mujeres se les impida ponerse a prueba a sí mismas fomenta e incrementa la necesidad de que los hombres tengan esa cualidad concreta. La mayoría de muje­ res pasan por un condicionamiento vitalicio que les induce a creer en este mito. Esta creencia es una (y sólo una) de las manifestaciones que psiquiatras y académicos han interpretado como prueba de la «envidia del pene». Esta percepción podría haberse visto fo­ mentada por la forma en que la mujer habla de esta «cuali­

dad masculina» como si fuera mágica o inalcanzable. Algunos hombres (tal vez aquellos con más autoconciencia de la que yo les he presupuesto en estas páginas), sabiendo que no poseen ninguna capacidad extraordinaria que le falte a la mujer, han establecido una explicación basada en la diferencia física más notoria: el pene. La verdad parece mucho más sencilla: la única cosa que le falta a la mujer es práctica en el «mundo real», además de la oportunidad de practicar y la creencia de toda la vida de que una tiene el derecho a hacerlo. Una afirmación tan simple, sin embargo, abarca una gran cantidad de complejas consecuencias psicológicas. Nuevos caminos para alejarse de la debilidad. Este statu quo se trastoca cuando uno admite su debilidad en público. El hecho de reconocer los sentimientos de debilidad y vulnerabili­ dad resulta nuevo y original. El paso siguiente -la idea de que la mujer no ha de seguir siendo débil- es aún más amenazador. La pregunta de qué puede hacer la mujer para escapar de la debili­ dad resulta difícil. En este punto la mujer cae inmediatamente en dicotomías que pueden resultar muy graves. Al reconocer sus debilidades, la mujer emprende, ante todo, una acción arriesgada. En el momento en que añade «ahora me siento débil, pero intento apartarme de ello», demuestra una gran fuerza; una modalidad de fuerza que le resulta especial­ mente difícil al hombre. Eso ya resultaría bastante difícil para él, pero además la mujer amenaza con quitarle ciertos derechos clave. Es difícil soportar que alguien te quite derechos, pero lo es aún más cuando has fingido que no los necesitas. Aunque la verdadera debilidad es un problema para todo ser humano, la mayor dificultad de la mujer radica más bien en admitir las fuerzas que ya tiene y en permitirse emplear tales recursos. A veces ya tiene los recursos necesarios, o una base clara sobre la cual construirlos. En tales casos suele aparecer ansiedad. De hecho, la ansiedad aumenta ante la oposición de las instituciones y las personas cercanas. La mujer se enfrenta a

obstáculos de diferente índole: no sólo intrapsíquicos proceden­ tes de su pasado -que la llevan a temer a sus propias fuerzassino también reales. Cuando la mujer, en lugar de creer que debería tener las cualidades que atribuye al hombre, empieza a percibir formas de fuerza basadas en sus propias experiencias vitales, se suele encontrar con nuevas definiciones de tales fuerzas. Un ejemplo de dichas fuerzas trasladadas a una forma social es el sistema de defensa de la paciente desarrollado en algunos centros de salud femeninos. Casi todo el mundo sabe que ir al médico es una perspectiva temible. Además de los temores respecto a la enfermedad y a sus posibles implicaciones, la visita al médico suele tocar aspec­ tos más profundos de vulnerabilidad, mutilación y muerte. Las mujeres han reconocido que les es muy difícil enfrentarse a tales miedos solas, especialmente cuando hay que tratar con las instituciones médicas tal como se conciben hoy en día. En el sistema de defensa de los pacientes, una asistente sanitaria informada y experimentada acompaña a ésta en la clínica u hospital y permanece a su lado para hablar, preguntar y contes­ tar. Este caso ejemplifica algunos de los elementos que señalo: a las mujeres les es más fácil admitir sus miedos y, por tanto, identificar sus necesidades con precisión. Les es también más fácil volverse hacia los demás en busca de ayuda. Está claro que el hombre también necesita de esta ayuda. Ahora que la mujer ha emprendido este proyecto quizá también el hombre acabe adoptándolo; es de esperar que sólo como medida provisional hasta que la medicina trate a todo el mundo con mayor sensibi­ lidad. La vulnerabilidad en la teoría y en la cultura. Tal como se han presentado hasta el momento los sentimientos de debili­ dad, vulnerabilidad e indefensión pueden sonar a tópico. Nues­ tra forma de tratar algunas de sus implicaciones más obvias ha hecho, quizá, que se oscurezca su importancia para la comuni­ dad psicológica. En realidad, el pensamiento psiquiátrico actual

los coloca en el núcleo de la mayoría de problemas. En la jerga de dicho campo tienen nombres más impresionantes, pero los temas de cómo se hace que una persona se sienta vulnerable o indefensa y qué es lo que intenta hacer entonces son probable­ mente los más básicos en la psiquiatría moderna. En su forma extrema, tal vulnerabilidad puede describirse como la amenaza de la aniquilación psíquica, probablemente la más terrorífica de todas. La gente haría casi cualquier cosa para evitarla. En las teorías psiquiátricas actuales hay diferencias sobre el origen de tales amenazas y la forma de las reacciones que producen. Por ejemplo, ¿se originan todas en la ansiedad de separación del niño tal como postula John Bowlby? 1 ¿O se origina, como proponen la teoría freudiana y otras basadas en los instintos, porque los impulsos instintivos de uno chocan con el «mundo real», haciendo que se sienta débil y vulnerable (además de otras cosas)? Tanto si las teorías pasadas y presentes explican el origen de estos sentimientos adecuadamente como si no, todas ellas surgen de una cultura que ha hecho de un sexo la encarnación de la debilidad y del otro la de la fuerza. El rasgo novedoso es que la mujer está ahora en posición de abrirse a una perspectiva radicalmente diferente respecto a este tema. Las teorías psicoanalíticas, en pocas palabras, afirman que uno intenta desarrollar formas de enfrentarse a estos sentimien­ tos; mecanismos mentales que le permiten superar la vulnerabi­ lidad y la indefensión. Paralelamente, la gente construye un esquema interno de las cosas mediante las que cree que adquiri­ rá satisfacción y seguridad. El esquema se puede hacer muy complejo y rígido. La gente suele estar convencida de que necesita relacionarse con el mundo y los demás en cierta forma fija, y puede reaccionar enérgicamente si no consigue producir la situación o relación deseada. Una forma de describir todos los problemas psicológicos sería decir que la gente cree que puede estar segura y satisfecha sólo si completa una cierta 1. John Bowlby, Attachment and Loss, Vol. I: Attachment (Londres, Hogart Press, 1969, trad. cast., La separación afectiva, Barcelona, Paidós, 1985).

imagen de lo que necesita y consigue forzar a los demás a que también lo hagan. Si no lo consiguen, se sienten débiles y vulnerables. Estos sentimientos son tan terribles que la gente hace aún más esfuerzos para dar lugar a sus esquemas particu­ lares. Estos sentimientos temidos -inherentes a la condición hu­ mana- se han asociado con la mujer y con los bebés. Tanto quienes los experimentan como quienes responden a ellos están sujetos a escarnio. A los varones sólo se les «permite» tenerlos durante un breve período de su infancia; después se espera que se hayan acabado virtualmente para el resto de la vida. Nues­ tras teorías psicológicas reflejan esta situación; de hecho nues­ tro propio modelo básico de mente humana supone que las debilidades emocionales terminan y se fijan rígidamente en los primeros años de la infancia. Este modelo puede tener algo que ver con los esfuerzos de la cultura masculina por liberar al hombre de tales experiencias. El segundo gran tema hace referencia a la relación entre los demás y estas amenazas. En la vida moderna, las amenazas mayores no provienen del mundo físico sino de los demás; son ellos los que nos hacen sentir vulnerables desde la primera infancia y durante toda la vida. Si uno puede volverse con presteza a los demás para intentar enfrentarse a estos senti­ mientos, si puede hacerlo repetidamente con fe y con facilidad, tendrá muchas más oportunidades de encarar productivamente la vida.

Emociones La emotividad, como parte componente de todo estado existencial, es aún más penetrante que los sentimientos de vulnerabilidad y debilidad. En nuestra tradición dominante, sin embargo, no se ha visto como una ayuda para la comprensión y la acción, sino como un impedimento y un mal. Tenemos una larga historia de intentos de aniquilar o, al menos, controlar o

neutralizar la emotividad en lugar de valorarla, aceptarla y cultivar las fuerzas que proporciona. La mayoría de las mujeres tienen una mayor sensibilidad hacia los componentes emocio­ nales de la actividad humana que los hombres. Esto es, en parte, resultado de su formación como subordinadas, pues cual­ quiera en posición de subordinado debe aprender a interpretar las vicisitudes del estado de ánimo, satisfacción e insatisfacción del grupo dominante. Los escritores negros han dejado muy claro este punto. Los grupos subordinados pueden emplear esta habilidad como una de las pocas armas a su alcance en su lucha contra los dominantes, y la mujer lo ha hecho así con frecuen­ cia. La «intuición femenina» y las «tretas femeninas» son algu­ nos ejemplos. Sin embargo, independientemente de cómo se alcancen, estas cualidades denotan una destreza básica muy valiosa. No se puede negar que las emociones son aspectos esenciales de la vida humana. A los varones se les anima desde la primera infancia a que sean activos y racionales; a las mujeres se las forma para que participen de las emociones y sentimientos que se producen en el curso de toda actividad. A partir de ello, la mujer ha llegado a la intuición de que los hechos sólo son importantes y satisfactorios si se dan en un contexto relacionado con la emoti­ vidad. Son más propensas que los hombres a creer que, ideal­ mente, toda actividad debe conducir a un incremento del vínculo emocional con los demás. Sin embargo, de las distorsio­ nes inculcadas en ellas se derivan dificultades psicológicas y sociales. De hecho, a la mujer se la ha llevado a creer que si actúa o piensa eficazmente pondrá en peligro sus oportunidades de satisfacer la experiencia emocional. Tales preceptos han conducido a distorsiones grotescas, de forma que a la mujer se le hace sentir que sus puntos fuertes son en realidad inconve­ nientes. Hay otro aspecto importante. A la mujer se la ha llevado a concentrarse en las emociones y reacciones de los demás hasta tal extremo que se le ha impedido examinar y expresar las suyas propias. Si bien esto es muy comprensible dada la situación

pasada, la mujer aún no ha aprendido a aplicar esta facultad altamente desarrollada a la exploración y conocimiento de si misma. Muchas mujeres están en el proceso de hacer esto de una forma nueva. Algunas de las conclusiones a las que les han llevado sus exploraciones se analizarán más adelante en este capítulo. Pero para entender completamente la situación que existe aún en muchos casos, podemos volver a Ruth. Su expe­ riencia nos da un breve ejemplo de cómo se puede hacer que una fuerza parezca una debilidad. Debido a su bien desarrolla­ da capacidad de prestar atención a las emociones, Ruth era muy capaz de comprender la totalidad de la situación de Char­ les. Pero la oportunidad de dejar que su comprensión se desple­ gara, y actuar en base a ella para encontrar una solución, se veía obstruida por el dictum de su marido. Ruth se retiró, sintiéndo­ se incapaz y fracasada, y segura de que debía estar equivocada en general.

Participación en el desarrollo de los demás Está fuera de toda duda que la sociedad dominante ha determinado que el hombre ha de hacer el trabajo importante mientras la mujer se encarga de la «tarea menor» de ayudar a otros seres humanos a desarrollarse. En un principio, esta dico­ tomía supone que la mayoría de nuestras instituciones no se basan en la pretensión de ayudar a que los demás se desarro­ llen. Todo el mundo necesita ayuda en todas las etapas de su desarrollo, pero parece como si sólo fuera el caso de los niños. Esto coloca a mujeres y niños bajo el mismo epígrafe, cosa que tiene muchas consecuencias psicológicas para los niños de am­ bos sexos. La persona más íntimamente ligada a su desarrollo se concibe como alguien de importancia menor desempeñando una tarea menor, incluso aunque para ellos sea de la máxima importancia. Es más, la mujer ha tenido que emprender esta gran tarea sin el apoyo que la cultura ofrece a lo que valora.

Pero el hecho es que la ha llevado adelante a pesar de todo. Pese a todos los inconvenientes, la mujer tiene un sentido mucho mayor de los placeres del contacto directo con el creci­ miento físico, emocional y mental que el hombre. El crecimien­ to es una de las cualidades más importantes y fascinadoras del ser humano, quizá la primordial. Desgraciadamente, en nuestra sociedad se impide que las mujeres disfruten del todo de tales placeres, al hacerles sentir que fomentarlos en los demás es su único rol válido y mediante la soledad y dureza de condiciones del entorno doméstico aislado y no cooperativo en el que traba­ jan. La participación en el crecimiento ajeno es una de las mayores satisfacciones de la psicoterapia. Ser parte de la experiencia de la lucha de otra persona para alumbrar una forma nueva y satisfactoria de ver las cosas, sentir o actuar es algo sumamente gratificante. Los buenos terapeutas saben que ése es un mérito del cliente, pero también que pueden jugar un rol importante como facilitadores. El terapeuta pue­ de obtener una gran satisfacción en dicha participación. Pero se trata de la misma forma de actividad básica que las muje­ res llevan a cabo cada día. Las mujeres han establecido que colaborar en el crecimiento de los demás sin tener el mismo derecho y oportunidad de crecer es una forma de opresión. De hecho, en nuestra situación de desigualdad, la parte valiosa de la participación de la mujer en el desarrollo de los demás implica el peligro constante de caer en la simple adulación o provisión de apoyo al ego, lo que Jessie Bernard ha descrito como función «de acariciar».2 Una vez más, la desigualdad distorsiona y niega una destreza valio­ sa. Ruth es un ejemplo de mujer que intenta cooperar en el crecimiento, pero se ve postergada a la mera «caricia». En capítulos posteriores comentaremos formas aún más graves de distorsionar esta valiosa cualidad. 2. Jessie Bernard, Women and the Public Interest: An Essay on Policy and Protest (Chicago, Aldine-Atherton, 1971).

Cooperación Otro aspecto importante de la psicología de la mujer es su mayor conciencia de la naturaleza esencialmente cooperativa de la existencia humana. Toda sociedad, a pesar de sus aspectos competitivos, exige una cantidad módica de cooperación para existir. (Defino la conducta cooperativa como aquella que fo­ menta el desarrollo de los demás seres humanos y el de uno mismo.) Está claro que no hemos alcanzado un nivel de vida cooperativa muy elevado. Las mujeres han asumido la respon­ sabilidad de tal conducta. Aunque pueden no etiquetarlo en letras grandes, las mujeres en las familias están intentando continuamente inventar alguna forma de sistema cooperativo que responda a las necesidades de cada persona. Su tarea se ve muy dificultada ante las premisas desiguales en las que se basan nuestras familias, pero son ellas las que han practicado probando. Tomemos el ejemplo de Mary, que estaba preocupada por un trabajo nuevo y exigente. Si lo aceptaba, iba a necesitar una forma nueva de cooperación de su marido Joe. Si él fuera capaz de aportarla, parecería un hombre poco corriente. Mary les había estado brindando a él y a los niños ese tipo de apoyo cooperativo durante años. Podría parecer que Joe ha aparecido de la nada. Su ausencia de los comentarios hasta este punto denota algo interesante. Joe, de hecho, es un «buen chico». El y Mary se quieren y respetan. «No me impide trabajar», dice Mary. «Me ayuda y casi siempre se muestra amable y comprensivo.» Sin embar­ go, él no siente que descubrir formas de conseguir el mayor desarrollo posible para cada miembro de la familia sea su responsabilidad principal. Eso es cosa de Mary. La tendencia cooperativa de las mujeres, incluso ante serios problemas psicológicos, se hacía evidente en la situación de otra pareja. Jim era una persona con graves problemas; se había hecho adicto a las drogas y se deterioraba progresivamente. Su esposa, Helen, también tenía dificultades graves. Tras varios

años de ataques y menosprecios mutuos, Jim sintió que ya no podía enfrentarse a nada más, y desapareció. En parte se fue porque estaba profundamente avergonzado de sí mismo y de sus fracasos repetidos en todas las áreas de su vida. Aunque tenía la carrera de abogado, sentía que ya no le quedaba nada. Helen, si bien estaba igual de avergonzada y destrozada, no se fue, por más que le hubiera gustado hacerlo. Se sentía incapaz de ofrecer nada a nadie, pero se quedó para cuidar de sus tres hijos. A pesar de sentirse desvalida y vacía, se volcó en un esfuerzo por hacer cualquier cosa que pudiera por ellos. Duran­ te un largo período inicial, sintió que sólo su sentido de respon­ sabilidad por las necesidades de los niños la mantenía viva un día tras otro. Al final desarrolló muchos recursos y hoy en día dice: «nunca creí que pudiera llegar a convertirme en quien soy». Dejando al margen la larga batalla inicial, lo que hay que destacar aquí es que Helen luchó para conseguir que algo fun­ cionara, incluso aunque «sólo los niños parecen tener una ver­ dadera razón para vivir». Aún sentía la necesidad de participar en alguna forma de función cooperativa y el deseo de hacerlo, si bien apenas podía conseguirlo. Esta motivación no existía de ninguna manera en Jim. Tengo ejemplos de esto mismo en muchas otras parejas. Si bien los hombres participan en algunas formas de activi­ dad compartida, los valores predominantes en los contextos en los que la mayoría de ellos pasan la vida les hacen sumamente difícil mantenerlas. Es más, en su entorno familiar el hombre adquiere durante las primeras etapas de su vida la sensación de que es miembro de un grupo superior. Se supone que a él le hacen las cosas esas otras personas inferiores que para eso trabajan. De entonces en adelante, a un hombre la idea de cooperar puede parecerle algo degradante. Cooperar y compar­ tir significa perder algo o, cuando menos, dar algo de forma altruista. Todo lo anterior se ve aumentado por la noción del hombre de que debe ser independiente, enfrentarse solo a las cosas y vencer.

Para la mujer, sin esa experiencia, la cooperación no tiene esa connotación de pérdida. En primer lugar, la mayoría de mujeres no ha sido imbuida de un sentido espúreo de superiori­ dad sobre otro grupo de gente. Al afirmar que la mujer tiene más práctica en cooperar y que, actualmente, es más capaz de disfrutar de las situaciones que requieren tal cualidad, no pretendo decir que haya ninguna forma de santidad inherente en ella, sino que la vida, de mo­ mento, la ha conducido a esta posición. Hoy en día, a medida que la mujer intenta avanzar, siente no sólo más necesidad, sino más deseos de luchar deliberadamente para conseguir una mayor cooperación. Todos sabemos que en la mujer hay tam­ bién muchos aspectos competitivos. Ambas tendencias se dan en los dos sexos, pero en proporciones diferentes. En el pasado muchas mujeres competían entre sí por un hombre, por moti­ vos obvios. Hoy en día son muchas las que intentan apartarse de esta especie de competencia mutua, inclinando la balanza cada vez más hacia la cooperación.

Creatividad La creatividad, en combinación con la cooperatividad, lleva a una proposición general y a una vuelta a la vieja discusión sobre el psicoanálisis. He estado subrayando que el psicoanáli­ sis ha señalado ciertos aspectos de absoluta necesidad humana; también he dicho que estas áreas de la vida -la sexualidad y el contacto emocional- son los ámbitos que se suelen dejar a la mujer. Quisiera proponer otra área de absoluta necesidad hu­ mana que el psicoanálisis aún no ha «desenterrado» o esbozado ni siquiera en la forma imperfecta en que ha deñnido los aspectos de la sexualidad y el contacto emocional. No es casual que se trate de un área a la que la cultura dominante le ha negado reconocimiento explícito. Me refiero a la necesidad ineludible, y a la existencia ineludible en los seres humanos, de la capacidad de creatividad y cooperación. Está claro que la

frustración de estas necesidades, su bloqueo, produce tantos o más problemas que cualquiera de las cosas delineadas por la psicología dinámica. Para enfatizarla, la llamaré la tercera eta­ pa del psicoanálisis. No me refiero a la creatividad de las producciones artísticas de unos pocos dotados de talento, sino a la intensa creatividad personal que todos hemos de ejercer durante nuestra vida. Todos, de forma repetida, hemos de crear nuevas perspectivas para seguir viviendo. Esta forma personal de creatividad, esta creación de nuevas perspectivas, esta lucha continua, no se suele producir de forma explícita y bien articulada. Pero sigue adelante. Actualmente se puede contemplar este proceso uni­ versal de forma clara en la mujer. La mujer está luchando para crear por sí misma un nuevo concepto de persona; está inten­ tando reestructurar los pilares básicos de su vida. Este intento alcanza los niveles más profundos. Pero, incluso en el pasado, fue la mujer la que tuvo que innovar sus estructuras psicológicas internas para sobrevivir de alguna forma en la cultura dominante. La sociedad, estructura­ da por y para los hombres, institucionalizó normas y valores sociopsicológicos que no son realmente aplicables a la mujer. (El conocido estudio de Broverman aporta documentación so­ bre este punto.)3 La mujer ha crecido sabiendo que las metas más valoradas del desarrollo individual no eran las suyas. Por otra parte, las mujeres han crecido y se han desarrollado. Han construido una persona interior diferente de la que esta socie­ dad valora. La mujer siempre ha tenido que crear un concepto de valía diferente al fomentado por la cultura dominante. Ha efectuado una serie de cambios y transformaciones internas de valores que le permitieran creer que cuidar de los demás y participar en su desarrollo fomenta la autoestima. En este sentido, incluso las mujeres que viven de acuerdo con los antiguos estereotipos van 3. I. Broverman, D. Broverman, et al., «Sex-Role Stereotypes and Clinical Judgments of Mental Health», Journal o f Consulting and Clinical Psychology 34 (1970), 1-7.

por delante de los valores de esta sociedad. Esto no significa que se les reconozca y valore por su sistema de valores. No es así; muy intencionadamente se les hace sentir que valen poco; «sólo soy ama de casa y madre». Algunas se las han ingeniado para crear otros roles que contribuyeran a su autoestima. Pero la mujer que actúa así viola un sistema de valores que afirma que no es digna de aprecio; de hecho, sugiere que debe de haber algo equivocado en ella por el mero hecho de buscar alternativas. Sin embargo, cualquier mujer que haya ido más allá de las tareas asignadas ya ha creado un concepto interno por el que se guía, que la mantiene, más o menos imperfectamente. Es difícil determi­ nar explícitamente qué concepto interno exacto crea cada mujer. En muchos casos no se manifiestan ni clarifican me­ diante palabras. Hoy en día la mujer lucha por seguir avanzando y crear una nueva forma de persona, con más valor, más de cuerpo entero y más consciente. En los últimos años se ha hecho evidente que, si quiere cambiar el funcionamiento cotidiano de su vida, la mujer ha de crear nuevos conceptos de lo que significa ser persona. Si se resiste a las antiguas prescripciones y demandas internas y externas, tiene que encontrar otras nuevas de acuer­ do con las que vivir. Es la primera interesada en mostrarse imaginativa y aventurada. A medida que cambia, la mujer planteará serios retos. Por sugerir sólo uno; cuando rechace de una vez por todas ser empleada como objeto, comercialmente o en la vida íntima personal, ¿a quién utilizará la sociedad como tal? Si ya no hay nadie a quien emplear, ¿qué clase de cambios revolucionarios tendrá que hacer el grupo dominante por sí mismo? ¿No acabará todo ello por liberar parte del potencial creativo del hombre? Estas son algunas de las preocupaciones con las que la mujer ha tenido que debatir en el pasado, casi siempre de forma solitaria, aislada y temerosa. Actualmente empiezan a enfren­ tarse a ellas cooperativamente, junto con un gran número de otras mujeres. La cooperatividad y la creatividad que creo

existe en toda persona, y que ha sido esencial para la vida humana, está llegando a un nivel más consciente y explícito. En el pasado se había hecho creer a las mujeres que no podían hacer ninguna aportación especial. Si escogían ir más allá del área límite asignada, sentían que debían darse prisa y ponerse a la altura de los intereses del grupo dominante o comprenderlos. Hoy en día está claro que hay grandes áreas en las que nuestra sociedad dominante fracasa. A medida que la mujer reconoce sus fuerzas y plantea sus propias preocupacio­ nes, puede no sólo progresar hacia una nueva síntesis, sino a la vez clarificar y hacer mucho más obvias las cuestiones funda­ mentales de todo ser humano. ¿Y qué papel juega el hombre en todo esto? Aquí quisiera retomar algunas de las últimas palabras de Freud al respecto, que ahora pueden verse bajo una perspectiva diferente.4 Freud dijo que lo primero contra lo que los hombres luchan es la identificación con la hembra, cosa que, como diría cualquier psicoanalista, implica a la vez el deseo de tal identificación. Quisiera sugerir que el varón no lucha contra la identificación con la hembra per se en sentido concreto, sino para reconquis­ tar las partes de su propia experiencia que han delegado en la mujer. El hombre, según creo, disfrutaría de una gran comodi­ dad y crecimiento potencial si fuera capaz de integrar y reinte­ grar esas partes de sí mismo. Desea reconquistar sin dolor la experiencia de sus vicisitudes y luchas, que representan los problemas inevitables de crecer y vivir con el propio ser total en nuestra sociedad imperfecta; desea reconquistar esas partes de sí mismo que poseen propiedades temibles, pero que se han hecho mucho más temibles al ser etiquetadas como «femeni­ nas». A medida que la mujer se niegue a ser la portadora de algunos de los problemas fundamentales no resueltos por nues­ tra sociedad masculina, y a medida que pase a ser la exponente 4. Sigmund Freud, «Analysis Terminable and Interminable» (1937), en la Standard Edition o f the Complete Works o f Sigmund Freud (Londres, Hogarth Press, 1964).

de algunas de las mejores partes del potencial humano, creare­ mos un clima en el que el hombre se enfrente al reto de manejar sus propios problemas a su manera. El hombre se enfrentará a la necesidad de ocuparse de sus experiencias corporales, sexua­ les e infantiles, de sus sentimientos de debilidad, vulnerabilidad e indefensión y de otras áreas similares por resolver. Pero también podrá proceder a ampliar su experiencia emocional y descubrir más plenamente su potencial de cooperación y creati­ vidad. Dado que estas áreas ya no serán «cubiertas» por la mujer ni devaluadas por la sociedad masculina, el hombre se verá forzado a enfrentarse a las formas en que sus mecanismos sociales no se adecúan a tales necesidades. Tendrá que encon­ trar otras nuevas y mejores. Podría ser útil resumir lo que seguirá. Creo que la mujer puede valorar sus cualidades psicológicas de una forma nueva a medida que reconoce sus orígenes y funciones. A lo largo de este libro enfatizo estas fuerzas. Al final podemos esperar ubicarlas en el seno de una teoría más completa del desarrollo femenino. Pero incluso ahora podemos reconocer que el grupo dominante no percibe las fuerzas psicológicas de la mujer como tales. No estoy afirmando que la mujer deba volver a cierto papel de «criadora». Al contrario. Puede avanzar y aumentar su actividad y su esfera de acción sobre una base que ya es valiosa de por sí. Es posible que esto pueda sonar como si estuviera afirman­ do que la mujer es mejor porque ha sufrido más; o que es más virtuosa. No me ocupo de este tema. Lo que sí veo es que nuestra sociedad dominante es muy imperfecta. Es una organi­ zación de bajo nivel y primitiva, construida sobre un concepto sumamente restringido del potencial humano total. Se basa en metas que, a largo plazo, resultan destructivas para el grupo dominante y en intentos de negar amplias áreas de la experien­ cia. La falsedad y el impacto total de estos conceptos limitados se han mantenido ocultos. La mujer ha sacado a la luz una parte fundamental y enorme de este impacto justamente porque ella es quien lo recibe.

Algunas de las áreas de la vida negadas por el grupo domi­ nante se relegan y proyectan en todos los grupos subordinados, no solamente en las mujeres. Esto se fundamenta en el conoci­ do fenómeno del chivo expiatorio. Pero otras partes de la experiencia humana son tan necesarias que no pueden proyec­ tarse muy lejos. Uno debe tenerlas cerca, incluso si aun así puede negar que sean suyas. Estas son las áreas especiales relegadas a la mujer. Ella siente más acuciantemente los proble­ mas de tales áreas basándose en su experiencia con ellas, pero se ven aún más menospreciadas si mencionan lo inmencionable o exponen ciertos problemas clave. Esta proscripción les ha impedido ver que tienen deseos y formas de vida diferentes de aquellos reconocidos y recompensados por la cultura dominan­ te. A este respecto, se puede realmente ver a la mujer como «adelantada» a la teoría y práctica psicológica; y a la cultura que cimenta dicha teoría.

Actuar bien y sentirse mal

La intención de este libro es tratar de llegar a una compren­ sión más exacta de la psicología de la mujer tal como emerge de su experiencia vital, en lugar de tal como la han percibido aquellos que no la tienen. En este sentido, en el capítulo ante­ rior hemos postulado una posible tercera etapa del psicoanálisis o de las concepciones psicodinámicas, una etapa en la que la cooperación y la creatividad asumen su lugar justo y merecido. Hemos postulado que esta tercera etapa podría hacerse explíci­ ta mediante el intento femenino de actuar en base a su situa­ ción; siendo la proposición básica que las dos etapas previas también están ligadas a la situación de la mujer, pero no son reconocidas como tales. Sin embargo, es importante retroceder un paso y sugerir brevemente algunas de las valiosas características que ha desa­ rrollado la mujer. Si bien en ciertos sentidos son comunes a todas las etapas del psicoanálisis, resultan de especial importan­ cia al contemplar esta tercera; es decir, al intentar avanzar en la comprensión psicológica. En segundo lugar, es importante describir las complejidades que implica el proceso por el que estas fuerzas han llegado a parecer debilidades, y cómo ha afectado esto a la mujer (y aún le afecta). La última parte de este capítulo se ocupará, al menos brevemente, del fracaso y la «maldad femenina».

En psicoterapia las mujeres pasan mucho más tiempo que los hombres hablando de dar. Constantemente se enfrentan a interrogantes sobre ello. ¿Estoy dando lo suficiente? ¿Puedo dar lo suficiente? ¿Por qué no doy lo suficiente? Es frecuente que tengan profundos temores sobre lo que esto debe significar respecto a ellas. Se alteran si creen que no dan. Se preguntan qué pasaría si dejaran de dar, si dejaran de tenerlo en cuenta. La idea les asusta, y las consecuencias son demasiado temibles como para considerarlas. Fuera del entorno clínico, la mayoría de mujeres ni siquiera se atreve a plantearse esa posibilidad. Por el contrario, la pregunta de si está dando o no lo suficiente no forma parte de la autoimagen del hombre. Pocos de ellos sienten que dar sea un tema de importancia en su lucha por la identidad. Les preocupa mucho más «hacer». ¿Soy un hombre de acción? ¿Doy la talla de alguien que hace cosas? Si bien el resultado del trabajo puede revertir en la economía familiar, esta forma de dar tiene connotaciones diferentes. No es una parte integrante de la autoimagen por la que lucha un hombre. De hecho, ser visto como dando demasiado es una especie de humillación y significa que uno es demasiado blando. A este respecto, igual que en referencia a la debilidad y a la vulnerabilidad, creo que muchos hombres están deseando po­ der dar más de sí mismos. Es más, conozco a muchos adoles­ centes que estarían encantados de poder hacerlo, pero no en­ cuentran una forma de que contribuya a su sentido de la identidad. Para el hombre, dar es claramente un lujo añadido, que se le permite sólo después de haber satisfecho las exigencias primordiales de la masculinidad. La distribución asimétrica de las posibilidades humanas de dar lleva a muchas complicaciones. Un ejemplo interesante se produce en el área del sexo. Incluso aunque no se pueda admitir en estos tiempos de la llamada «revolución sexual», muchas jóvenes aún sienten que, al tener relaciones sexuales con un

hombre, le están dando algo. Una de estas jóvenes con las que hablé, Nancy -cuya conducta sexual podía parecer muy relaja­ da- tenía esa sensación. Por el contrario, sus parejas masculi­ nas sentían que habían logrado «hacer» algo o que habían «conseguido» algo de ella. Para las jóvenes como Nancy esta interpretación de la se­ xualidad como entrega tiene aspectos complicados. La impor­ tancia que le daba a esa faceta era uno de los muchos factores que oscurecían su capacidad para enfrentarse plenamente a sus deseos sexuales. Como sabemos, existe un desarrollo histórico de tal actitud, y los problemas que conlleva siguen estando entre nosotros. La cuestión es que hay muchas mujeres que aún no pueden tener relaciones sexuales sin sentir que «primordial­ mente» le están dando algo a su pareja. Pero, ¿no es acaso cierto? De hecho, en una relación sexual cada uno de los participantes da al otro, en un sentido muy básico. No podría ser de otra forma. Es obvio que el pensamiento masculino sobre el sexo lo ha oscurecido mucho. Es interesante advertir que las nuevas modalidades de tera­ pia para las disfunciones sexuales se centran a la vez en dar y aceptar la responsabilidad del placer propio. Es decir, cada persona no sólo ha de admitir su papel como alguien que da, sino también como alguien que recibe placer. Los autores del momento atribuyen las disfunciones a una preocupación erró­ nea por el desempeño, en lugar de por el placer del sexo. Esta preocupación ha impedido que los hombres desarrollaran las capacidades de abandonarse a la corriente de placer y de perci­ bir que el procurarlo es una parte esencial de la satisfacción sexual. Desgraciadamente, también muchas mujeres se han vis­ to atrapadas por la idea masculina del sexo como desempeño. Hay muchas otras áreas en las que la asignación a la mujer de la función de dar produce problemas. Como esposas, ma­ dres, hijas, amantes o trabajadoras, las mujeres sienten que los demás les exigen demasiado, y se resienten. Con frecuencia ni siquiera pueden permitirse admitir que se resienten ante estas presiones excesivas. Han llegado a creer que deberían desear

responder en todo momento y situación. En consecuencia, no pueden permitirse pedir un alto en las demandas o dar peque­ ños pasos para limitarlas. La duda a la hora de hacer esto, de resistirse al control de sus vidas en todas las formas posibles, puede derivar en muchas complicaciones psicológicas e incluso en síntomas somáticos. Estos síntomas suelen ser formas indi­ rectas de decir, entre otras cosas, «ya no puedo dar más, pero no me siento autorizada a parar». Una mujer en concreto, Florence, experimentaba episodios recurrentes de dolor abdominal y pélvico para el que no había causa física. Tras una larga exploración descubrió que estos ataques se producían cuando sus hijos la presionaban demasia­ do. Por el contrario, a su marido no le pedían nunca nada. Cuando las demandas se dirigían a él, él no las percibía o, cuando le apetecía, decía «no». La situación de Florence no era sencilla. Se insertaba en un contexto en el que su propia madre parecía una mujer dispuesta a dar sin fin. «Mi madre nunca tuvo un no.» Esta experiencia temprana fue crucial para la noción de Florence de lo que significaba ser una mujer. Está claro que la mujer necesita permitirse aceptar cosas abiertamente, igual que las da. En este momento se encuentra en una posición única de cara a integrar el dar y el recibir de una forma nueva y más mutua. Nuestra cultura, hasta el mo­ mento, ha impedido que los hombres integrasen el dar como rasgo fundamental de su autoimagen. Pero a medida que la mujer busque esta nueva integración trabajará contra una opo­ sición complicada. (¡Puede que incluso la llamen egoísta!) Es importante entender que, en la relación tradicional, los hombres dan algo, de forma circunscrita, a seres inferiores -las mujeres y los niños-. Un hombre raramente puede dar a sus «iguales» -es decir, a otros hombres- directamente. Si lo hace puede ser caracterizado como una criatura menos importante, pues para ser importante -e incluso seguro- hay que luchar por conseguir poder sobre los «iguales». Así, ambos sexos se han visto privados de la posibilidad de desarrollarse como personas que poseen la experiencia de dar a sus iguales y reconocer que

estas formas recíprocas de entrega son posibles y pueden fo­ mentar el desarrollo de todos.

Actividad-Pasividad Existe el viejo tópico de que los hombres son activos y las mujeres pasivas. A eso se ha de añadir el dictum de la psicología moderna según el cual, para no menoscabar la masculinidad de un hombre, la mujer debería ser pasiva. Todo ello ha creado una gran cantidad de confusión y problemas. Helen, esposa del abogado drogadicto mencionado en el capítulo anterior, representa un ejemplo de la forma en la que la actividad femenina se pasa por alto, incluso entre las propias mujeres. Ella no se consideraba especialmente inteligente; creía que no había nada que supiera hacer realmente bien, aunque llevaba adelante de forma competente un hogar de clase media y había colaborado en los progresos profesionales de su marido antes de que la familia se deteriorase. También se hizo cargo de los niños y de las actividades educativas y formativas extra que el abogado en proceso de ascenso social le requería; clases de música y baile, atletismo, clases particulares, etc. Además, de­ sempeñó el rol de secretaria y recepcionista de su marido. A medida que Jim se hacía más adicto y menos capaz de funcio­ nar, ella pasó a hacerse cargo de una gran parte de su trabajo legal. Durante meses amortiguó las consecuencias de citas olvi­ dadas y otros lapsus, y se encargó de los asuntos de muchos clientes mientras daba la cara por él. A pesar de todo ello, Helen reiteraba que no sabía hacer nada. En cierto sentido, por supuesto, se refería a nada de valor en el mercado económico, pero también seguía sufriendo profundamente por su convic­ ción interna de que «en realidad no sé hacer nada». En términos sociales no estaba del todo equivocada, pues, en general, la sociedad masculina reconoce como actividad sólo lo que hace el hombre. Si la mujer consigue hacer lo mismo se la rechaza fuerte y violentamente. He sido testigo de manifesta-

dones de auténtico horror entre cirujanos ante una mujer cole­ ga suya. Este tipo de reacción ha bastado para que la mujer no le dejara saber al hombre que podía hacer ciertas cosas. Gran parte del denominado «trabajo femenino» no se reco­ noce como actividad real. Un motivo para esta actitud puede ser que este trabajo suele ir asociado a la ayuda al desarrollo de otros, más que a la mejora o empleo de uno mismo. Esto se considera no hacer nada. De nuevo vemos cómo las percepcio­ nes influyen en la definición de lo que pasa y en la capacidad para ponerle un nombre que elucide la verdad sobre ello. Ruth, por ejemplo, que intentaba ayudar a su marido con sus sínto­ mas, puede considerarse como si «no hiciera nada». Resulta incuestionable que las mujeres están llevando a cabo actividades todo el tiempo; pero también es cierto que la mayor parte de dicha actividad no persigue directa y abierta­ mente sus propias metas y por lo tanto, según la definición de los hombres, no es tal. Es más, cuando persiguen sus propios intereses, a las mujeres les es difícil permitir que este tipo de actividad sea la base de su sentido de valía. No se supone que haya de proceder de ahí. Por el contrario, cualquier actividad orientada hacia una meta personal puede fácilmente acarrear el riesgo del conflicto y contribuir a rebajar su autoimagen. (¡No es precisamente una actividad así lo que se supone que ha de emplear para fomentar un sentimiento de valía!) De hecho ésta es una de las formas fundamentales en las que la mujer se ha visto seriamente desvalida: no pudiendo emplear su propia actividad vital para erigir una imagen de sí misma basada en un auténtico reflejo de lo que ella realmente es y hace. Por otro lado, la mujer ha basado tradicionalmente su senti­ do de valía en actividades que podía definir como cuidado y entrega a los demás. (Si se pueden convencer de esto pueden hacer cosas insospechadas. Esta dinámica se explorará en el próximo capítulo.) Esta situación es compleja, porque incluso fuera de este contexto tradicional aparece una tendencia valio­ sa. La mujer, más que el hombre, puede creer que cualquier actividad es más satisfactoria si se da en el contexto de la

relación con otros seres humanos, e incluso más si lleva a la mejora de los demás. Ella conoce esta experiencia de una forma que el hombre no. Hay muchas más cosas a elucidar sobre la cualidad de la actividad de la mujer. Por ejemplo, muchas de las actividades que hace mejor se definen incorrectamente como pasivas. De hecho, la palabra «pasividad» se emplea para cubrir una gran variedad de conductas y experiencias que, en realidad, son muy diferentes. Escucharse mutuamente, tomar, recibir o aceptar de otro se suele considerar algo pasivo. Sin embargo, son activida­ des que generan una respuesta, pues uno nunca recibe pasiva­ mente; también reacciona. Esta reacción puede adoptar varias formas. Los hombres se sienten más presionados para cortar su receptividad y precipitarse a manifestar sus propias reacciones. Casi siempre dejan traslucir el hecho de que no han recibido u oído gran parte de lo que se les está comunicando. La mujer, por otro lado, a veces oye mucho más de lo que se dice abierta­ mente, y pasa por un proceso mucho más complejo de procesa­ miento de la información. Una parte de este procesamiento, especialmente la que a los hombres no les es permitido obser­ var, incluye el conocimiento de que es mejor no reaccionar directa y sinceramente a lo que se ha dicho o hecho. Esta evitación de la expresión directa ha sido frecuentemente malinterpretada como evidencia de una pasividad inherente.

Cambio La esencia de toda forma de vida es el crecimiento, que significa cambio. El rasgo adicional que caracteriza el creci­ miento humano es el cambio psicológico. La gente más suscep­ tible al crecimiento psicológico es aquella que está más en contacto con él, la que se ve literalmente forzada a cambiar para responder a las demandas variables de aquellos que están bajo sus cuidados. Para que el niño crezca debe haber alguien que le pueda responder. A medida que crece, las respuestas de

este alguien deben cambiar en consonancia. Lo que hoy es suficiente puede no serlo mañana. El niño ha llegado a un punto diferente, y el cuidador debe seguirle. La que sea la cuidadora, intentará hacer esto continuamente. Así, de forma inmediata y cotidiana, la mujer vive el cam­ bio. A la vista de esto es sorprendente que se las haya tachado de tradicionalistas, de defender el pasado mientras los hombres marchan hacia el «progreso». Esta es una de las mayores tergi­ versaciones de la realidad en que hemos caído, pues en todo caso es la mujer la que está más cerca del cambio, del cambio auténtico. Siempre han estado más próximas a la participación directa en el crecimiento más importante de todos. En el ser humano es una verdad absoluta que la vida no es sólo biológica sino también psicológica e intelectual. La mente empuja constantemente hacia el crecimiento. No puede estar parada ni ir hacia atrás a una etapa anterior de organización. Aunque todos lo sabemos, no lo hemos tenido realmente en cuenta. ¿Qué es entonces lo que no cambia o se resiste al cambio? Está claro que hay una tendencia inherente en las sociedades a perpetuarse, y en aquellos que ocupan posiciones de prestigio y poder a creer en la estabilidad e intentar mantenerla. Es una perogrullada. El liderazgo de una sociedad no se ha abandona­ do nunca voluntariamente. Incluso los líderes más honestos son incapaces de concebir tal cosa. Al hombre, en nuestra sociedad y en muchas otras, se le anima desde etapas tempranas de su vida a incorporar los valores más elevados de su sociedad e intentar alcanzarlos. Estos preceptos le forman internamente mucho más que a la mujer, que está mucho más pendiente de cuestiones relativas al statu quo. El cambio exige aprendizaje. Pero los procesos específicos implicados en el aprendizaje femenino se encuentran sumergi­ dos e ignorados, dado que la cultura dominante describe el aprendizaje sólo según sus propios intereses y conceptos. En nuestra cultura las explicaciones respetables se crean en el área

de la ciencia, muy apartada de la vivencia directa del creci­ miento y el cambio. El siguiente ejemplo de esta diferencia me fue sugerido por Anita Mishler, una intuitiva educadora.1 La mayor parte del aprendizaje, tal como lo estudian y conciben nuestros científicos, es sólo de un tipo general. Uno aprende cómo se hace o cómo funciona algo y lo aplica exactamente tal y como lo ha aprendido, o lo generaliza a otras situaciones. Criar hijos es un ejemplo de una forma de aprendizaje total­ mente distinta. Lo que aprendiste ayer no te sirve hoy. No puedes aplicarlo, ni exactamente ni como analogía, porque la situación ha cambiado ya. Así, lo que hace la mujer cotidiana­ mente implica una forma diferente de aprendizaje. (Es impor­ tante destacar que este aprendizaje más complejo se da también en mujeres sin hijos. Las niñas lo inician en su infancia y lo continúan a medida que crecen.) El reconocimiento de esta idea abre la posibilidad de una forma nueva de estudiar el aprendizaje. Un estudio así podría llevarse a la práctica si entendiéramos qué diferencias hay entre la vida de las mujeres y la de los hombres. Esto indicaría el hecho de que cambio y crecimiento son partes esenciales de la vida de la mujer, de una forma en que no lo son para la de los hombres. Es más, podría dar lugar a un concepto de aprendiza­ je para el cambio en lugar de para la estabilidad, concepto crucial para las sociedades al que aún no se ha llegado. Algunas sociedades, especialmente la nuestra, intentan dis­ traer la necesidad de cambio mediante pasatiempos y rápidas sucesiones de modas pasajeras. Todos estos «circos» pueden causar la ilusión de un cambio, pero de hecho consiguen lo contrario. No satisfacen la necesidad de crecimiento y amplia­ ción de la mente. En lugar de ello nos confunden tanto que pasamos por alto la terrible frustración de esta auténtica necesi­ dad. La impiden en lugar de satisfacerla. Hoy en día, a medida que la mujer se encara al problema de su propio desarrollo y formación, se enfrenta a la sociedad con 1. Anita Mishler, comunicación personal.

un cambio real, un cambio en la base de la existencia de todos y en la forma en que cada persona se define a sí misma. La mujer tiene la necesidad y la motivación de introducir cambios signi­ ficativos en su forma de vida. A medida que inicie los cambios necesarios para satisfacer sus propias necesidades creará el estímulo para una revisión general en la sociedad entera.

Maldad femenina y sentido de fracaso de la mujer Hasta el momento sólo hemos enumerado algunas de las cualidades femeninas que deberían considerarse como fuerzas. Antes de intentar integrarlas en una imagen más ordenada, es importante analizar con más detalle el motivo por el que estas cualidades, que pueden parecer muy obvias, pueden resultar tan confusas y opacas. Es necesario preguntarse: si las mujeres son tan buenas, ¿por qué se sienten tan mal? Tal como hemos sugerido, las mujeres están continuamente haciendo frente a los hombres con sus problemas no resueltos o sus potencialidades no realizadas. Si traspasan los límites asig­ nados, no pueden evitar enfrentarse con ellos. Pero incluso en sus papeles tradicionales, las mujeres, por su misma existencia, se enfrentan al hombre porque se las ha convertido en la encarnación de los problemas no resueltos por la cultura domi­ nante. Es más, aunque la mujer actúe de forma sincera y auténtica en base a su propia experiencia en el único ámbito que se les asigna, aun así incomodará al hombre. Este enfrentamiento podría incluso constituir un encuentro que fomentara el aprendizaje y el crecimiento continuo de ambas partes. Pero tal como se ha estructurado la situación, de momento esta posibilidad es difícil de llevar a cabo. Dado que las mujeres han tenido que vivir intentando complacer al hombre, han sido condicionadas para evitar que no se sienta ni siquiera incómodo. Es más, cuando la mujer sospecha que ha hecho que el hombre se sienta infeliz o enfadado, muestra una marcada tendencia a asumir que la equivocada es ella.

Es diferente producir incomodidad o malestar cuando se tiene la convicción de que hay una razón válida para ello, o si se puede identificar el derecho a hacerlo. Más aún, si uno tiene alguna forma de conceptualizar y comprender los hechos -aun­ que no siempre esté seguro- puede estar psicológicamente pre­ parado para arriesgarse a causar incomodidad. Sin embargo, cuando sólo podemos pensar en función de la cultura dominan­ te, y cuando esa cultura no sólo no presta atención a nuestras propias experiencias sino que las niega y devalúa específica­ mente, no nos deja alternativa para conceptualizar nuestras vidas. Bajo tales circunstancias, una mujer casi siempre se ha de enfrentar al sentimiento global indeterminado de que debe de estar equivocada. Ruth, por ejemplo, cuyo marido empezaba un nuevo trabajo, estaba en esa posición. Todos estos mecanismos, y más, ocultan la situación real de desigualdad que afecta a la mujer. El «y más» se deriva del hecho de que ninguna persona puede experimentar semejante cuestionamiento y negación de su propia experiencia sin reac­ cionar ante él simultáneamente. Uno se siente herido o, peor aún, siente la amenaza de la aniquilación de su ser completo. También se encoleriza, pero no tiene dónde verter esta cólera ni cómo entenderla. La rabia añade más elementos al sentimiento de estar equivocado. Uno levanta una montaña de emociones negativas, y se siente no sólo equivocado sino -lo que resulta más aterrador- malo y malvado. La cultura masculina ha creado una mitología sorprenden­ temente desarrollada alrededor de la idea de la maldad feme­ nina; Eva, la caja de Pandora, etc. Toda esta mitología parece estar claramente ligada a los problemas no resueltos de los hombres, las cosas que ellos temen encontrar si abren la caja de Pandora. Las mujeres, mientras tanto, han estado prepara­ das para mantenerse firmes y dispuestas a aceptar esta mal­ dad. Se encuentran así atrapadas sin ningún poder, en una situación que conduce al fracaso. No sólo se sienten fracasadas sino que llegan a creer que el fracaso confirma su maldad más aún. (En nuestra sociedad, especialmente, tendemos a incor­

porar la noción de que el éxito confirma la bondad.) Es probable que las propias mujeres sientan, a su vez, los efectos directos de los problemas más profundos de nuestra sociedad. Por ejemplo, si hablamos de un área de cierta impor­ tancia, nuestra cultura tiende a «cosificar» a la gente, es decir, a tratar a las personas como si fueran cosas; a las mujeres las trata casi totalmente de esta forma. Ser considerado un objeto puede llevar al sentimiento interno profundo de que debe de haber algo erróneo y malo en uno mismo. Los trabajadores de una línea de montaje sentían esta deshumanización, y los estudian­ tes se han manifestado en su contra durante toda la década de los sesenta. La mujer no sólo lo siente porque es algo omnipre­ sente en la sociedad dominante, sino porque lo traslada a sus relaciones más íntimas. Ser tratado como un objeto es ser amenazado de aniquilación psíquica. Es una experiencia real­ mente terrible. Varios autores han popularizado recientemente el rol que ello desempeña en los problemas psicológicos graves (como R. D. Laing), pero la mayoría no han acentuado que este factor es algo intrínseco en la relación más fundamental, la relación varón-hembra. Lo acentúo aquí porque puede contri­ buir a la creencia de las mujeres de que debe de haber algo terriblemente malvado en ellas. Esto debe de ser cierto dado que los demás, importantes y valiosos como son, parecen pen­ sar que ellas merecen ser tratadas como objetos. La cosificación añade un motivo profundo y directo a la disposición de la mujer a aceptar la maldad que se le asigna. Una de las dimensiones de la cosificación, la experiencia de ser convertido en objeto sexual, resulta especialmente des­ tructiva. Muchas autoras han descrito su profunda humilla­ ción en dicha situación y el hecho de que, al final, se las ha hecho sentir malvadas y equivocadas. Sólo acentuaré una face­ ta: cuando uno es objeto, y no sujeto, se supone que no tiene impulsos ni intereses sexuales independientes. Sólo aparecen por y para otros; controlados, definidos y utilizados. En una chica o mujer adulta, cualquier manifestación de sensualidad o sexualidad no hara más que confirmar su estado malévolo.

Este es uno de los ejemplos más sorprendentes y trágicos de cómo la desigualdad aprovecha algunos de los sentimientos y cualidades más maravillosos de la mujer al servicio de su esclavización y degradación.2 (¡Y luego se acuñan términos tales como «masoquismo inherente»!)

2. Clara Thompson y Frieda Fromm-Reichmann dieron ejemplos de ello hace tiempo. Véase por ejemplo, Clara Thompson, «Some Effects of the Derogatory Attitude Towards Female Sexuality», Psychiatry 13 (1950), 349-354, reimpreso en J. B. Miller, comp., Psychoanalysis and Women (Nueva York, Brunner/Mazel, 1973, y Penguin Books, 1973); y Frieda Fromm-Reichmann y Virginia Gunst, «Discussion of Dr. Thompson’s Paper», reimpreso en ibíd.

Al servicio de las necesidades ajenas - la asistencia a los demás

En nuestra cultura «servir a los demás» se relega a los perdedores, es una cosa de bajo nivel. Y sin embargo el servicio a los demás es un principio básico alrededor del cual se organi­ za la vida de las mujeres; no así la de los hombres. De hecho, hay datos procedentes del psicoanálisis que sugieren que la vida psicológica de los hombres se organiza en contra de tal princi­ pio, que hay una fuerza dinámica muy poderosa que les fuerza a alejarse de dicha meta.1

El elemento integrador Es obvio que la gente ha de atender a sus necesidades mutuas, dado que los seres humanos las tienen. ¿Quién las iba a atender sino otras personas? La organización de la propia vida alrededor del servicio a los demás es un factor tan fundamental para las mujeres que la mayoría de temas mencionados guardan una relación directa con este elemento general. En realidad, puede verse como el más influyente. Al final podremos definirlo mediante una for­ mulación más precisa y dinámica. De momento es de suma importancia acentuar que se ha llevado a la mujer a sentir que puede integrar y emplear todas sus cualidades si las utiliza en 1. Véase por ejemplo, Harriet Lemer, «Early Origins of Envy and Devaluation of Women: Implications for Sex Role Stereotypes», Bulletin o f the Menninger Clinic, 38 (1974), 538-553.

favor de los demás, pero no de sí misma. Ha desarrollado el sentido de que su vida debía guiarse por la necesidad constante de dedicarse a los caprichos, deseos y necesidades de los demás. Ellos son los importantes y los que guían la acción. Si bien a los hombres también les influyen los juicios ajenos, y les afectan de distintas formas, hay una diferencia fundamen­ tal. Los hombres son juzgados y se juzgan a sí mismos en cuanto al punto en que se adecúan ellos a las demandas de su cultura. Esto no es así en el caso de las mujeres. Esta diferencia guarda una estrecha relación con la teoría psicoanalítica del desarrollo del ego. En realidad, el concepto de ego, el «yo» del psicoanálisis, puede no resultar apropiado al referirse a la mujer. La mujer tiene principios rectores diferen­ tes en los que basa su psique. Uno de tales principios es el de que ella existe para satisfacer las necesidades de los demás. La naturaleza fundamental de la diferencia entre este principio rector y la concepción tradicional del ego se destacará aquí para volver a ella más adelante. Igual que con los otros temas que hemos comentado, la experiencia de la mujer respecto al servicio a los demás tiene dos caras y cada una, a su vez, resulta compleja. A la mujer se le enseña que su meta principal en la vida es servir a los demás; primero a los hombres y después a los niños. Esta prescripción conduce a enormes problemas, pues se supone que se ha de llevar a cabo como si ella no tuviera necesidades propias; como si pudiera servir a las necesidades ajenas sin dedicarse a la vez a los intereses y deseos propios. Llevada a su «perfección», produ­ ce el síndrome de mártir, y el de la esposa y madre asfixiante. Pero también ofrece un camino hacia un desarrollo más avanza­ do. La mujer tiene una capacidad mucho mayor y más refinada para hacerse cargo de las necesidades ajenas con naturalidad. Con esto me refiero a que está mejor dotada que el hombre para reconocer las necesidades ajenas y creer firmemente que éstos pueden satisfacerse; que ella puede responder a tales necesidades sin que eso constituya un peijuicio para su sentido de identidad. El problema emerge sólo cuando se la fuerza a servir

a tales necesidades ajenas o cuando se espera que lo haga porque es «lo único para lo que sirven las mujeres». Es más, hasta hace poco han existido escasas oportunidades para simultanear el autodesarrollo y el servicio a los demás; no había prácticamente ninguna forma social mediante la cual poner en práctica esta combinación. Si las hubiera habido, creo que la mujer habría participado de ellas sin los conflictos a los que se enfrenta el hombre. El problema es que no existen. Al hombre, la perspectiva de combinar el autodesarrollo con el servicio a los demás le parece una proposición demasiado com­ pleja. Para la mujer esta complejidad no es tan grande. La posibilidad es más sencilla de contemplar de lo que permitirían las formas de pensamiento del grupo dominante. Era este factor el que afectaba a Mary, la mujer de la que hablamos en el capítulo 4, preocupada por la posibilidad de aceptar o no un trabajo más exigente. Se veía como alguien que quería satisfacer las necesidades de los demás y a quien le gustaba hacerlo. Esta capacidad era una de las fuentes de su excelente desempeño laboral, así como un componente de su sentido de valía interna. El nuevo trabajo le haría más difícil continuar ejerciéndola, tanto en el terreno laboral como en sus relaciones personales. Esta limitación aumentaba su conflicto. Si el horario de trabajo se hubiera reajustado de forma que le permitiera tener espacio para continuar atendiendo a la familia de la forma usual, habría experimentado menos conflicto. Hay formas de hacerlo, tanto para los hombres como para las muje­ res. Pero hacerlo de verdad requeriría un cambio fundamental en nuestra instituciones y puestos de trabajo. En cambio, estas consideraciones no afectaban a la valoración de Charles de su nuevo trabajo. Su mujer se ocupaba de ello, en lugar de él, con sus intentos de aliviar sus síntomas. Afirmar que las mujeres creen que deben servir a los demás puede parecer un tópico. De hecho, tal como se organiza la sociedad, la asignación de este rol ha calado muy hondo y ha creado una serie de complejidades psicológicas. Desgraciada­ mente es una observación tan común en la comunidad psicoló­

gica que mucha gente pasa por alto su importancia como factor de creación de problemas para la mujer. Esto sucede cuando los clínicos to aceptan como «una mera parte del trasfondo habi­ tual», sin darse cuenta de que hay muchas mujeres que no pueden tolerarse o permitirse a sí mismas pensar que sus activi­ dades vitales son para ellas. Una situación así, en sí misma, va en contra de la mayoría de los presupuestos modernos sobre los orígenes de la «salud» psicológica -que fomentan el incremento del interés por uno mismo- pero esta contradicción obvia no se suele percibir. De hecho, la situación es aún más compleja. En principio, una de las razones por la que los clínicos pueden pasar por alto la importancia obvia de este factor es el hecho de que la mujer se sirve a sí misma mediante el servicio a los demás. Pueden enfatizar los intentos por descubrir qué persigue realmente y demostrar que se sirve a sí misma tanto como cualquiera. Es cierto que las mujeres, como todo el mun­ do, se motivan a partir de las fuentes de su propio ser. En ese sentido todos, en el fondo, actuamos en base a lo que nos mueve individualmente. Sin embargo, también es cierto que la mujer se siente obligada a encontrar el modo de traducir sus motivaciones en formas de servicio a los demás, y dedicar a ello toda su vida. Si pueden seguir encontrando cómo hacerlo, se sentirán cómodas y satisfechas; y servirán a los demás. Este proceso de traducir la motivación permite una integración sig­ nificativamente diferente de la que la sociedad fomenta en el hombre. De hecho, nuestra sociedad desalienta específicamente al hombre de que lo intente siquiera. El caso de una mujer puede servir de ejemplo de cómo funciona esta integración. Anne era una artista importante y reconocida. Su arte era de la mayor importancia para ella, y le absorbía profundamente. Estaba casada, tenía dos hijos y los quería a ellos y a su marido. Sin embargo, empezó a pensar que debía pintar sólo después de haber hecho todo lo posible por responder a las necesidades de su marido y de sus hijos. Como resultado de ello, pintaba cada vez menos y sus actividades se iban organizando cada vez más en función del servicio a su

familia, así como la mayor parte del «sentido» de su vida. A pesar de que aún le satisfacía pintar, tenía la sensación de que era una actividad «egoísta», un capricho. Su marido murió joven. Ella quedó desolada, ya que no sólo sufría por la pérdida sino por la sensación de que había desapa­ recido el propósito de su vida. El único motivo que creía que la «mantenía viva» era la preocupación por sus dos hijos y la necesidad ineludible de apoyarlos, económicamente y en todos los demás sentidos. Descubrió que podía ganarse perfec­ tamente la vida pintando y dando clases de arte, y ahora podía trabajar con gran concentración; tenía que hacerlo por sus hijos. Si bien tenía que encontrar cierto equilibrio entre la entrega y atención dedicada directamente a ellos y a su trabajo, podía permitirse ambas cosas. Su satisfacción artística ya no era egoísta. Al final llegó a sentirse más ella misma que cuando su vida estaba organizada alrededor de su marido y sus necesida­ des. Pocos años después se volvió a casar, y de nuevo su trabajo dejó de ser necesario económicamente. Otra vez se sentía inca­ paz de entregarse a su arte. Tenía la sensación de que no podía dedicarse a algo «sólo para mí». Cada hora entregada a su trabajo tenía que ser, casi literalmente, sopesada y contrastada para determinar si se podía emplear en hacer algo por su marido o sus hijos. Por supuesto, casi siempre había algo que hacer para que las vidas de éstos fueran más plenas y mejores.

La partida de una super-esposa Si bien las restricciones internas que sentía Anne no le resultaban fáciles de resolver, eran relativamente más compren­ sibles que las complicaciones que en otros casos puede producir la necesidad de servir a los demás. Anne tenía la gran ventaja de saber al menos cuál era uno de sus deseos y necesidades importantes. Muchas necesidades psicológicas son más difíciles de captar y definir. Hay que tener la oportunidad de llevar a

cabo esta búsqueda en interacción con el mundo y la gente que lo puebla. Cuando a las mujeres no se las anima a emprenderla, cuando de hecho se las aparta de ello, tienen muchas más dificultades para aprender cosas sobre sus necesidades y deseos. Sin embargo para las mujeres hay un cambio aparentemente sencillo. Es posible apartarse casi totalmente de la difícil explo­ ración de las necesidades propias y concentrarse en satisfacer las necesidades de los demás. Pero cuando esto sucede, la mujer suele formarse la creencia -casi nunca explícitamente articula­ da- de que sus propias necesidades, a pesar de permanecer sin examinar, sin contrastar y sin expresar, se satisfarán en cierto sentido como compensación. Para agravar la situación, algunas mujeres llegan a creer que los demás las amarán (y les serán permanentemente fieles) porque ellas les atienden tanto y tan bien. La tragedia es que la gente no suele querer a los demás por ese motivo. Pueden llegar a depender de sus servicios, pero eso es algo diferente del interés y del amor real. De hecho, si los hombres o los niños se hacen demasiado dependientes pueden llegar a sentirse atrapados por dicha dependencia, y acabar odiando a la persona que los cuida tan bien. (Esta es una de las razones por las que algunos hombres abandonan a sus superesposas y algunos niños se vuelven violentamente contra sus super-madres.) Si la mujer siente que no la aman, esto refuerza su creencia de que los demás sólo la aprecian por los servicios que reciben. Pierde así la sensación de que se interesan por ella, por ser quién es. Si bien ésta es una sensación terrible, muchas mujeres creen que deben aceptarla, especialmente tras varios años de casadas. ¿Qué otra alternativa tenían? La experiencia de otra mujer puede servir de ejemplo de estos factores agravantes. Edith creció siendo el modelo de la «hembra perfecta»; su madre la instruyó bien sobre cómo ganar y complacer a los hombres. No sabía cómo complacerse a sí misma, excepto encontrando un hombre atractivo con buenas perspectivas. Atractiva y popular, acabó casándose con Bert, uno de sus pretendientes más prometedores. Se convirtió en una super-esposa y super-madre, y fue haciendo depender su

segundad de la creencia de que podía vincular a toda su familia a sí misma, no porque la quisieran de verdad sino porque la necesitaban. Hacía tanto por ellos y les hacía la vida tan fácil que no podía ser de otro modo. Durante bastante tiempo se enorgulleció de lo indispensable que se había hecho para todos. Esta se convirtió, prácticamente, en la única fuente de su senti­ do de identidad. Tras una serie de años empezó a experimentar una rabia incomprensible, inquietud y depresión. Lo sorprendente era que, sin saber por qué, tenía el deseo irresistible de huir de la comodidad de su hogar. Y así lo hizo. Encontró un trabajo muy mal remunerado, para el cual tuvo que dejar su ciudad natal, y el único apartamento que pudo encontrar era pequeño y de aspecto pobre. En aquel momento tenía la sensación desespe­ rante de que «tenía que hacerlo, sin saber en absoluto por qué». Nadie comprendía su extraña conducta. Con el tiempo, a medida que construía una vida propia, con escasos recursos, llegó a descubrir que había acumulado un resentimiento cre­ ciente contra la posición de servidumbre en la que había vivi­ do. Había ido acumulando gradualmente la sensación de que nadie la conocía o se preocupaba por ella, y había llegado a odiar a la gente que la hacía sentirse así. No había sido capaz de reconocer ese resentimiento o de imaginarse su origen. Esta incapacidad para encontrar un concepto, una forma de expresar sus sentimientos, era la gran trampa. Ahora veía que había creído que su único valor en la vida consistía en servir a los demás; necesitaba desesperadamente tener la sensación de que era una persona por derecho propio. También necesitaba creer que importaba a la gente como tal persona. Estas necesidades eran tan acuciantes que estaba dispuesta a arriesgarse a perder sus relaciones anteriores. La conducta de Edith podría fácilmente diagnosticarse de extraña y autodestructiva. Abandonó un hogar en el que lo «tenía todo» para pasar a una situación en la que no tenía nada. También podría tildársela de mujer encolerizada; lo estaba.

Dado que toda su vida pasada se había guiado por las necesida­ des de los demás, también se la podría calificar como «excesiva­ mente dependiente». Se la podría haber convencido fácilmente de que sufría una combinación de hostilidad y dependencia excesiva, y que debería intentar recuperarse y volver a las ventajas que tenía. Esta forma de acción hubiera negado la esencia de su problema. Muchas mujeres no emprenden la misma acción que Edith. En una situación similar se deprimen cada vez más o desarro­ llan otros síntomas psíquicos o somáticos. Pueden ser víctimas de las denominadas «depresiones involutivas». Esto es especial­ mente probable cuando los hijos, mediante su propio creci­ miento y desarrollo, demuestran que ya no necesitan a su madre. Las mujeres que atraviesan por tales depresiones mues­ tran también una gran cantidad de ira, aunque les suele ser imposible admitirlo. ¿Cómo comprender dicha ira si los hijos están haciendo lo que se supone que han de hacer? De hecho, el marido de Edith estaba sinceramente preocu­ pado. Buscó a su esposa e intentó comprenderla y ser sensible a ella. Con el tiempo pudo convencerla de que la quería por aquello en lo que se estaba convirtiendo, que era algo diferente de lo que había sido. Su nueva relación no se desarrolló rápida o fácilmente; aún quedaban muchos malentendidos que aclarar. Al final siguieron juntos, pero sobre una base totalmente diferente; Bert se mudó a la ciudad de Edith; cambió de trabajo y de vida social. Una serie de factores lo hicieron posible. Bert fue capaz, al menos, de iniciar el proceso de intentar entender un hecho ante el que al principio reaccionó violentamente. Con el tiempo también fue capaz de reducir un poco la búsqueda de fama y fortuna que le había obsesionado durante todos sus años de matrimonio; pero aún tenía la sensación de que, hasta cierto punto, estaba «sacrificando» algunas de sus ambiciones.

El comienzo del cambio Otra mujer, Judy, refleja una forma más contemporánea de reaccionar ante una situación similar. Es más joven que Edith y, en principio, más consciente de sus necesidades. Quiere participar plenamente del desarrollo de sus hijos, pero también quiere sentir que su marido comparte su preocupación y entre­ ga, que se ocupa tanto de ellos y ella como ella de él. Además quiere desarrollar sus propios intereses; es consciente de su necesidad de desarrollar un sentido de sí misma basado en sus propias necesidades y capacidades, no en las de su marido. Reconoce que en su adolescencia todo el mundo la empujaba a concentrarse en establecer una relación con un hombre y casar­ se con él. En la sociedad de hoy en día es mucho más capaz que Edith de comentar las primeras experiencias de su matrimonio. Esta capacidad de articular el problema es una gran ayuda en sí misma. Le evita la necesidad de interrogarse ciegamente sobre qué está pasando, y le impide sentir que «algo debe de ir mal en mí». Pero no basta. Su marido, Will, obrero especializado, comprende intelec­ tualmente parte de la situación. Reconoce que las estrecheces que se le imponen a Judy son injustas, y afirma que en una sociedad más justa le pagarían lo mismo por hacer el mismo trabajo. (Podría añadir que tal vez un día la animasen igual a hacerlo.) Mientras tanto, sin embargo, no puede plantearse dejar la seguridad que ha adquirido en su trabajo o parte del salario que recibe, para dedicarse a compartir la responsabili­ dad de los niños. La cantidad que perdería es mayor que la que Judy podría ganar. Es más, no puede plantearse el cambio que una alteración en su estado laboral significaría para su imagen de sí mismo y su relación con «los chicos de la sección». No hay duda de que está entregado a Judy y los niños, pero se trata de una entrega estrictamente en «horas libres», no una considera­ ción terminante de su vida cotidiana. La idea de perderlos, sin embargo, le llena de temor y desesperación. Esta historia ejemplifica el hecho de que es la mujer la que

está motivada para hacer más justa la sociedad. Es ella la que resulta herida y la que siente profundamente la necesidad de un cambio; para ella no se trata sólo de una teoría intelectual sobre la justicia. Debe encontrar una solución para vivir su vida satisfactoriamente. Will «quisiera poder pasar más tiempo con los niños», pero Judy se ve forzada a hacer los cambios que necesita. Estos cambios, en último extremo, pueden facilitar la participación plena de él en la vida de los niños. Al mismo tiempo es importante apreciar que los deseos de Judy para sí misma incluyen un deseo igual de intenso de fomentar el desa­ rrollo de sus hijos y su marido.

Extrañas teorías sobre la «naturaleza humana» Ni el marido de Judy ni el de Edith pretendía herir o privar a nadie de nada. Esta era, de hecho, una de las razones por las que reaccionaron tan negativamente cuando sus esposas plan­ tearon el tema de la privación. Les hacía sentir crueles si bien nunca habían tenido intención de serlo. El problema, sin em­ bargo, radica en algo más profundo: para intentar satisfacer su identidad masculina habían aprendido a negar grandes áreas de su propia sensibilidad, y un área importante es precisamente la capacidad de responder a las necesidades ajenas. No es que los hombres no sirvan a los demás, de hecho lo hacen de varias formas. Los dos de los ejemplos anteriores así lo hacían. Bert siempre había considerado su trabajo científico como importante para la «humanidad». Will es un activista sindical, muy dedicado a sus compañeros. Sin embargo, el hecho es que la necesidad de servir a los demás no resulta fundamental para la autoimagen del hombre. Es un lujo que puede desear o permitirse sólo después de haber satisfecho las exigencias primarias de la masculinidad. Cuando se ha hecho un hombre según otros criterios, puede escoger servir a los demás. A la mujer no se le permite este tipo de elección. Está claro que ese gran elemento de la actividad humana

que implica ocuparse de los demás se ha aislado y ha sido asigna­ do a las mujeres. Cuando esto se combina con el hecho de que lo que ellas hacen no se suele reconocer, nos encontramos con algunas extrañas teorías sobre la naturaleza humana. Estas teorías son, de hecho, las que predominan en nuestra cultura. Una de ellas es que la «humanidad» es básicamente egocéntrica, competi­ tiva, agresiva y destructiva. Esta teoría ignora el hecho de que millones de personas (la mayoría mujeres) han dedicado millones de horas durante cientos de años a entregarse a otros millones de personas. Si bien este hecho tiene consecuencias importantes para la mujer, en último extremo las tiene igual de importantes para el hombre y para las teorías de la cultura dominante sobre la natura­ leza de los seres humanos. Dado que el hombre es la medida de todas las cosas -literalmente el hombre, no los seres humanos-, todos hemos tendido a medirnos según él. La interpretación masculina del mundo nos define y dirige, nos dice cuál es la naturaleza de la naturaleza humana. Simplificándolo mucho: lo único que tenemos los seres hu­ manos es a nosotros mismos y a los demás, pero es suficiente. Todos nos necesitamos tanto a nosotros mismos como a los demás. Nuestros problemas parecen proceder de un intento de dividirnos a nosotros mismos, de modo que se fuerza a los hombres a centrarse en sí mismos y a las mujeres a centrarse en «los demás». A causa de esta división sufren ambos grupos, pero de forma diferente. Si bien la división en sí parece relati­ vamente sencilla y obvia, de ella se derivan directamente una serie de complicaciones psicológicas. Una de estas complicaciones es que el grupo dominante se ve seriamente privado de conocer lo que significa la integración del vivir para uno y para los demás. La concentración psicológica y la formación del hombre desde temprana edad se centra en lo primero. Debe hacerlo o se sentirá un fracasado, poco masculino. El hombre, o el chico, se ve disuadido de incorporar en su desarrollo psicológico características de servicio por un hecho fácilmente observable: ya hay gente que se dedica clara­ mente a servir: las chicas y las mujeres. Desempeñar las mis­

mas actividades que ellas es arriesgarse a ser, parecer y conside­ rarse una mujer. Esta ha sido una perspectiva horrible que ha constituido una amenaza fundamental para la identidad mascu­ lina. Por lo que sabemos hasta el momento sobre el desarrollo del sentido fundamental de identidad de una persona, ésta se vincu­ la muy pronto con su sentido de pertenecer al género masculino o femenino. Los hallazgos más recientes sugieren que desde la edad aproximada de un año y medio hasta los tres años el niño ya «piensa» en sí mismo como persona sexuada, no de forma genérica.2 Así, la amenaza de no ser masculino -o ser «nomasculino»- enfrenta al niño con la sensación de no ser nadie en absoluto. Vinculamos el sentido de nuestra existencia con la identidad sexual tan pronto que no podemos concebimos como simplemente «una persona». Sólo podemos pensar «soy Fulanito, un hombre» o «soy Menganita, una mujer». «Si no soy John, varón, no soy nadie.» El sentimiento íntimo de no existir, de perder el sentido de la propia existencia, de soltar las amarras psicológicas fundamentales, es una de las amenazas más terribles que se pueden experimentar. Pero el hecho es que no es necesa­ rio atribuir a la feminidad y a la masculinidad todos los significa­ dos que actualmente les damos. No hay razón para que el servir a los demás sea una amenaza a la masculinidad. Esta noción, igual que muchas otras, es algo impuesto culturalmente. En un sentido muy básico hemos creado una situación en la que el hecho de que un hombre se permita vincularse a las necesidades de los demás y servirles le enfrenta a la amenaza de ser como una mujer. Ser como una mujer es casi como no ser nada. Esto no significa que todos los hombres se planteen esta formulación de forma explícita; la mayoría no lo hace. Significa que así es como el hombre llega a sentir y estructurar sus 2. Robert J. Stoller, Sex and Gender (Nueva York, Science House, 1968); «Facts and Fancies; An Examination of Freud’s Concept of Bisexuality», en Jean Strouse, comp., Women and Psychoanalysis (Nueva York, Grossman Publishers, 1974), págs. 343-362, y J. Money y A. Ehrhardt, Man and Woman, Boy and Girl (Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1973).

percepciones de forma interna e inarticulada. Estar en armonía con las necesidades de los demás y respon­ der continuamente a ellas, dejar que se produzca esta respuesta, crear formas para que esto sea así y a la vez expresarse uno mismo y buscar el desarrollo propio, integrar este proceso bidireccional; ninguna de estas cosas se da en el hombre. Ellos se ven privados de este proceso continuo. Se ven forzados a desco­ nectar esas partes de sí mismos. No es que los chicos no estén armonizados con los demás ni que no puedan intuir sus necesi­ dades. Lo que pasa es que se les estimula sistemáticamente a amortiguar sus respuestas. Se ven «des-recompensados» por ello. Hacerlo sería femenino. Sería no ser un hombre. Sería no ser. Pertenece al ámbito de lo inconcebible, de lo temido, de lo que debe ser evitado. Dado que nuestra imagen de las posibilidades humanas se basa en lo que los hombres han hecho y dicho que era posible, no hemos podido esperar nada más del «hombre» tal como se ha definido. Se nos ha hecho creer que si bien muchas personas pueden tener impulsos generosos, amables, y atentos con los demás, en el fondo son egoístas, y sólo piensan en sí mismos. Decimos que el interés por uno mismo es básico. Pero no es el elemento básico. Es sólo una posibilidad. Podríamos decir que uno de los problemas principales a los que nos enfrentamos como comunidad humana es el de crear un modo de vida que permita servir a los demás sin ser sumiso. ¿Cómo incorporar esta necesidad al desarrollo y a las perspecti­ vas de todo el mundo? Como se sugirió al principio, las mujeres de hoy en día tienen una base sólida para conseguir estos avances sociales. Alcanzarlos, sin embargo, requeriría una nue­ va integración de los logros que la mujer ha alcanzado ya. Servir sin ser servil exige que la mujer ponga en práctica algu­ nas otras cualidades. Estos aspectos se comentarán en los capí­ tulos siguientes.

Desarrollo del ego Volviendo sucintamente a la teoría psicoanalítica del desa­ rrollo del ego, hay que destacar que se ha dicho que la mujer tiene una «estructura del ego más permeable» o unas «fronteras del ego menos rígidas» que el hombre. El propio Freud dijo que las mujeres tenían un super-ego menos evolucionado; aparente­ mente a modo de menosprecio. En teoría, el ego y el super-ego se desarrollan en relación a la realidad (o sea, a la realidad tal como la define nuestra cultura) y a las demandas que ésta formula al individuo. La realidad formula tales demandas por­ que toda persona está supuestamente dotada para ser un vivo representante de su cultura y de sus normas. Las teorías psicoanalíticas imperantes sobre el ego o superego más débil de las mujeres reflejan el hecho de que ellas carecen por completo de tal cosa, tal como se emplea hoy en día dicho término. Las mujeres no entran en este cuadro igual que los hombres. No tienen ni el derecho ni el deber de ser represen­ tantes perfectos de la cultura. Tampoco se les ha concedido el derecho a actuar y juzgar sus propias acciones en función del beneficio directo para ellas. Ambos derechos parecen esenciales para el desarrollo del ego y del super-ego. Esto no significa que las mujeres carezcan de principios rectores o que no se relacio­ nen con «una realidad» de forma concreta. Pero la realidad de la mujer está enraizada en el intento de «amoldarse» a la forma de una persona beneficiosa para los demás. Así sólo ven sus propias acciones en la medida en que los otros hagan de media­ dores. Esta experiencia se inicia con el nacimiento y continúa durante toda la vida. A partir de ella la mujer desarrolla una estructura psíquica a la que podría resultar inadecuado aplicar el término ego tal como se emplea corrientemente. Lo que estamos sugiriendo es que el principio rector en la vida de la mujer no es la relación directa con la realidad, dado que ésta es algo definido culturalmente. Tampoco es la media­ ción entre las propias pulsiones y la realidad (fuente del desa­ rrollo del ego). En lugar de eso, la mujer se ha visto implicada

en una mediación más compleja: el intento de transformar sus pulsaciones en un servicio a las de otros; esta mediación no se corresponde directamente con la realidad sino con las intencio­ nes de los demás en dicha realidad. Se suponía que esta forma de identidad recaía, en último término, más sobre las percep­ ciones y evaluaciones de los demás que sobre las de uno mis­ mo. Estas proposiciones son de naturaleza compleja, y un aspec­ to básico a todas es el de la naturaleza del vínculo de uno con la realidad. La mayor parte de éste viene dado por los demás; pero para las mujeres, como ya hemos visto, la propia estructuración de la relación con los otros es básicamente diferente de la del hombre. Servir a los demás es una forma de describir el modo básico en que se estructuran los vínculos de la mujer con los demás. Sin embargo, hay un tema aún más básico a analizar: la importancia y el significado de las relaciones con ellos. Este tema se tratará en el Capítulo 8, pero antes es importante interrumpir brevemente para comentar algo más sobre la natu­ raleza de la realidad o del «mundo real», tal como se presenta a cada sexo por separado.

Fuera del «mundo real»

Puede parecer que lo que estoy diciendo es que las mujeres tienen todas las virtudes y pueden, o deben, salir a salvar el mundo. No se trata de eso, desde luego. Lo que digo es que es obvio que la experiencia humana se ha dividido en dos; y no precisamente por la mitad sino de forma un tanto sesgada. Una de las partes, la correspondiente a las mujeres, se ha devaluado y tratado casi como si no existiera o sólo fuera importante para ellas. Por supuesto, se trata de una parte «esencial» -todo el mundo sabe que alguien ha de criar a los hijos, y todo el mundo quiere que alguien se haga cargo del bienestar corporal y la «necesidad inferior» del sexo-. Todo varón desea que alguien le cuide cuando está enfermo o incapacitado. Todas esas cosas, que son las que se permite hacer a la mujer, están en cierto sentido aisladas de la vida de nuestros tiempos. El lugar de la mujer se halla fuera de la acción en progreso. Cuidar a los ancianos y a los enfermos es ocuparse de los que están temporal o definitivamente retirados; criar a los niños es ocuparse de los que no participan aún de la acción principal. Las mujeres incluso se cuidan de los que participan de la acción principal en las horas del día en que no lo hacen; es decir, aportan cuidados y comodidad al varón fatigado cuando llega a casa por la noche. La otra función de las mujeres -la producción biológica de la próxi­ ma generación- resulta sumamente esencial, pero también las ubica fuera de la acción de su generación. Esta es una de las circunstancias a las que se refieren las mujeres cuando

dicen que han perdido el contacto con «el mundo real». Es verdad que en muchos momentos y lugares las mujeres han desempeñado un papel principal o igualitario en la produc­ ción económica, pero incluso en tales casos casi nunca han ocupado una función equivalente en la dirección de la sociedad. En muchos lugares las mujeres eran las principales encargadas del cultivo de los alimentos y las principales productoras econó­ micas, pero su puesto no se definía por esa actividad.1 Parece que, independientemente de lo que la mujer haya hecho, nunca se ha considerado una actividad valiosa. Aún se las define como productoras y cuidadoras de personas -y eso es algo de importancia menor-. Desde luego, en nuestra sociedad los as­ pectos de la vida que se han asignado a la mujer se han definido culturalmente como inferiores o aislados de la «vida real». Las mujeres trabajan con la continua sensación de que lo que hacen no importa tanto como lo que hacen los hombres. En este aspecto están, por supuesto, en completo contacto con la realidad, tal como la define la sociedad. Al aceptar la definición social se las aparta de otra realidad, la de sus propias vidas y experiencias. El hombre cree que lo que él hace es más impor­ tante, y en este aspecto también está en contacto con la realidad socialmente definida. (Este es otro tipo de experiencia que podría haberse interpretado como envidia femenina del pene. Las mujeres se han sentido como si los hombres tuvieran algo que ellas no tenían, y que desde luego es cierto.) Algunos afirman que este reparto de las responsabilidades es justo y correcto. Dicen que han de ser las mujeres las que se ocupen de esas cosas. Son esenciales, y alguien tiene que hacer­ las. Si alguien tiene que ocuparse de la vida naciente y ello implica estar fuera del «mundo real», que lo hagan las mujeres. Esto parece poco concebible en una democracia. Más aún, de 1. Véase por ejemplo, Michelle Z. Rosaldo, «Women, Culture, and Society: A Theoretical Overview»; Nancy Chodorow, «Family Structure and Feminine Personality»; y Sherry B. Ortner, «Is Female to Male as Nature Is to Culture?» Todos en M. Z. Rosaldo and L. Lamphere, Women, Culture, and Society (Stanford, Stanford University Press, 1974).

esta división de la experiencia se derivan otros dos puntos sumamente importantes. Primero, si la sociedad considera me­ nos valiosas las áreas de las que se ocupa la mujer, no le puede decir simultáneamente que puede, o debe, sentirse una persona completamente valorada; si le negamos a una persona el dere­ cho básico a ser un miembro valorado de la sociedad, limita­ mos el flujo de su expresión psicológica de un millón de formas. El segundo punto importante es que las áreas designadas como femeninas no son secundarias o superfluas. El definirlas así ha causado importantes problemas a hombres y mujeres, y el mantenimiento de esta división obstaculiza su solución para ambos sexos. El psicoanálisis, al intentar sondear las profundidades de la psique humana, entró en el «mundo irreal» de los problemas no resueltos «del hombre»; al aventurarse por sus muchos e intrin­ cados laberintos, no lo reconoció por lo que era: el mundo de la mujer. Lo que la sociedad ha sido incapaz de ver hasta hoy es que vivir en contacto con el mundo irreal no tiene por qué debilitarnos. Puede fortalecemos a todos.

Dentro del «mundo real» Algunas de las cosas que he afirmado pueden sonar como cuando nuestras abuelas nos decían: «Los hombres son como niños. Dejémosles que jueguen unos con los otros. Nosotras sabemos que no son cosas importantes, pero ellos creen que sí. Dejémosles. Les cuidamos para que puedan seguir jugando. Sin nosotras no podrían.» Pero estos juegos ya no resultan diverti­ dos, si es que lo fueron alguna vez. Muchos de ellos acaban en guerras. Lo que no nos dijo la abuelita es que son capaces de algo completamente diferente. (¡Si no lo son, quizá mejor que las mujeres tomaran el poder del todo!) Pero aunque sean pozos sin fondo llenos de potencialidades, no avanzarán si la mujer continúa perpetuando este statu quo. Recientemente ha habido un diluvio de opiniones en mu­

chas áreas de la cultura dominante que lamentan este cautiverio masculino. Estos autores dicen que las metas a las que aspira el varón crean una persona incapaz de alcanzar la satisfacción o un sentido de conexión con lo que está haciendo y con aquellos con los que lo está haciendo. Véase por ejemplo toda la literatu­ ra sobre «alienación» y «fracaso comunicativo». Lo que estos autores pasan por alto es que estas dificultades se relacionan con la subyugación de la mujer. Todas las estructuras que la sociedad masculina ha erigido hasta el momento han incluido en sí mismas la supresión de otros hombres. En cierto sentido, todos los avances de nuestra sociedad son un arma de doble filo. Lo que unos pocos hombres han sido capaces de construir en nuestra sociedad moderna ha sido a costa de los demás. La sociedad tecnológicamente avan­ zada ha acarreado grandes mejoras para un grupo pequeño de hombres y algunas para un grupo un poco mayor, a expensas de la miseria de muchos y de la destrucción de la cultura entera de otros. Una consecuencia concreta de esta destructividad es que tenemos una imagen muy distorsionada de los seres humanos; parece que sólo piensen en sí mismos y en derrotar al otro. Las suposiciones básicas de Freud son similares: el hombre está condenado. Su impulso innato más básico -el impulso hacia el placer (que, según Freud, es la fuente de toda motivación y vida)- lleva sólo a la conquista y a la destrucción. A lo único que puede aspirar la sociedad es a contener esta destructividad y a sublimar tales impulsos. Esta interpretación se deduce fácil­ mente de una sociedad que ha asignado sólo a un sexo la capacidad de acción, decisión y poder. Es verdad que el mundo es cruel. La perspectiva no es muy atrayente. La denominada crisis de identidad de la juventud (masculina, el término no se aplica a la juventud femenina) puede ser resultado de no querer entrar en ese mundo, y no tener ganas de dejar de lado ese otro -el infantil- en el que la gente está dispuesta a ayudarte, cuidarte, fomentar tu desarro­ llo, sentir y actuar para ti más que en tu contra. Los clínicos

consideran esta reticencia como muestra de inmadurez y de­ pendencia. (Así se invierten las cosas en sus mentes.) Pero, ¿por qué debería la juventud de hoy querer dejar el mundo de las atenciones y crecer? ¿Crecer para qué? Por otro lado, ¿cómo puede uno ser una persona eficaz y autodirigida sin participar activamente en la lucha por la vida? No participar con entusias­ mo es arriesgarse a ser menos que un hombre. Para la mujer, como hemos demostrado, esto no tiene por qué ser así. Pero también para ella aparecen con fuerza estos temas cuando se toma en serio la idea de vivir en «el mundo real». A medida que las mujeres intenten emplearse a sí mismas para sí mismas, se enfrentarán a la tarea de poner en juego todas sus características bajo su propia determinación. Esta perspectiva no existía antes a gran escala. Requerirá una nueva transformación de las cualidades valiosas de la mujer. Dicho cambio producirá condiciones muy diferentes de aquellas en las que actuaba a favor del desarrollo de alguien más: el protago­ nista real y quien toma las decisiones. Se hará necesaria una nueva integración basada en nuevos principios rectores. Cuando la mujer empiece a definir estos principios por sí misma, dará importancia a diferentes problemas e interrogan­ tes. Si bien estos principios siempre han estado presentes de algún modo, ahora exigen un nuevo nivel de consideración consciente. La parte siguiente señalará algunos de los proble­ mas que adquieren más importancia cuando la mujer intenta redefinirse a sí misma y actuar en base a tal definición. Puede resultar importante apuntar brevemente la relación entre este tema y el trabajo de otros autores. La descripción que se presenta en este libro deriva de mi experiencia como psicóloga con mujeres de diferentes clases sociales. Es interesante el hecho de que algunos investigadores de otras áreas hayan llega­ do recientemente a conclusiones paralelas o similares a partir de estudios con una mayor base social. Algunos artículos de Rosaldo, Chodorow, Ortner y otros2 han aportado reciente­ 2.

Ibíd.

mente nuevas ideas sobre el lugar de la mujer, ajena a la cultura pero implicada en las necesidades de la vida y el crecimiento. Estas obras aportan un marco prometedor desde el cual iniciar un reexamen de las características y potencialidades de la mujer. Millman y Slater comentan otros aspectos del papel de la mujer como «portadora» de hechos sociales trascendentales que el hombre no puede reconocer abiertamente.3 Johnson y Johnson han unido material sociológico y psicoanalítico en su discusión del origen y las consecuencias de las diferencias entre las respuestas del hombre y la mujer ante las necesidades bási­ cas de los demás.4 En el mismo artículo también revisan las técnicas aportadas hasta ahora por los sociólogos para explicar la asimetría en la organización social actual. Destacan lo inade­ cuado de estos métodos en cuanto a la resolución de los proble­ mas femeninos. Estos y muchos otros estudios están descu­ briendo aspectos desconocidos de la vida de la mujer, y señalan a la necesidad de un nuevo marco teórico que dé sentido a estos datos. También es importante distinguir brevemente conceptos muy antiguos: por ejemplo la idea del Yin y el Yang, la noción de Jung de la mujer oculta en cada hombre y viceversa, y el trabajo de David Bakan sobre la oposición entre organismo y comunidad.5En un tono diferente, Cristopher Lasch ha descrito recientemente un período en el que, en respuesta a una primera oleada feminista, se defendía la idea de que la mujer entrara en los asuntos públicos para hacer de «ama de casa» de la socie­ dad, de cara a llevar su limpieza y moralidad a este mundo co­ rrompido.6 3. Marcia Millman, «Observations on Sex-Role Research», Journal o f Marriage and the Family (noviembre 1971), 772-776; Philip Slater, The Pursuit o f Loneliness (Boston, Beacon Press, 1970; edición revisada, 1976). 4. Frank Johnson y Colleen L. Johnson, «Role Strain in High Commitment Career Women», Journal o f the American Academy o f Psychoanalysis, en prensa. 5. David Bakan, The Dualiíy o f Human Existence (Boston, Beacon Press, 1966). 6. Christopher Lasch, «“Selfish Women”: The Campaign to Save the American Family, 1890-1920», The Columbia University Forum (primavera 1975), 23-31.

Estas ideas no consiguen tomarse en seño la desigualdad de poder y autoridad entre hombres y mujeres. Entrar en la cultura dominante y «limpiarla» de sus problemas no es cosa de la mujer. Sería sólo una repetición de otra forma de «trabajar para los demás» y «hacerles la limpieza»; en este caso limpiando el «cuerpo político». De forma similar, la mujer de Jung «oculta dentro del hombre» no es igual que su inversa. La idea parece interesante a menos que nos preguntemos seriamente quién controla el mundo en realidad y quién «decide» la parte que se suprime de cada sexo. Las ideas de Jung y los demás niegan la desigualdad y asimetría básicas, y son ahistóricas. La cuestión es la de qué se ha suprimido y qué puede empezar a surgir en este momento histórico, y quién será capaz de recuperar las partes suprimidas. Finalmente, estas ideas son en sí mismas un reflejo de la dicotomización de los aspectos esenciales de la experiencia humana. Estas divisiones y separaciones son, según creo, producto de la cultura tal como la conocemos; es decir, basada en la desigualdad primaria. La cuestión es precisamente la naturaleza de la dicotomización.

Tercera parte - notas en clave de futuro

La segunda parte acentuaba ciertas cualidades psicológicas que las mujeres han desarrollado a partir de la vida tal como es. En sí mismas ni siquiera representan una imagen completa del pasado y, desde luego, no bastan de cara al futuro. La tercera parte señalará algunos de los elementos que aparecen a medida que la mujer se adentra en su futuro. Este nuevo énfasis no emerge de novo. Procede también de la experiencia específica de la mujer y de los valores que ésta ha engendrado. A lo largo de las páginas anteriores hemos ido acarreando como subtema la noción de que ciertas áreas clave en la vida de la mujer corren paralelas al material desenterrado por el psico­ análisis. Esta parte también señalará algunos de los temas de los que el psicoanálisis y la psicoterapia se ocupan constantemente, pero que no se han categorizado como necesidades humanas esenciales. Yo creo que sí lo son, a pesar de que requerirían una especificación mayor que la aproximación general que aquí se sugiere. Tienen que ver con la creatividad y la capacidad coope­ rativa, con la autenticidad, la autodeterminación y el poder, así como con la necesidad de participar en los conflictos, incluso a la vez que se coopera. En este momento histórico, éstos son algunos de los factores cruciales para el desarrollo femenino (pero no todos). Antes de comentar estos temas tenemos que considerar un elemento básico: la naturaleza de los vínculos humanos. El psicoanálisis, en su segunda etapa, se ha ocupado constantemen­ te de este tema. Igual que el asunto de «atender a los demás»

-pero de forma más básica- este tema implica un principio rector fundamental en la vida de la mujer. Son dos caras de la misma moneda igual que todo lo comentado hasta aquí, pero es incluso más importante y ha de ser considerado como piedra angular de las posibilidades futuras de la mujer.

Vínculos con los demás

La sociedad masculina, al privar a la mujer del derecho a su «favor» principal -o sea, al desarrollo según el modelo masculi­ no- pasa por alto el hecho de que la mujer se desarrolla, pero según líneas diferentes. Un rasgo central es que la mujer man­ tiene, erige y se desarrolla en un contexto de vínculo y afiliación con los demás. De hecho, el sentido de identidad femenino se organiza alrededor de la capacidad de crear y mantener afilia­ ciones y relaciones. Muchas mujeres perciben la amenaza de la ruptura de una afiliación, no sólo como la pérdida de una relación, sino como algo muy próximo a la pérdida total de la identidad. Esta estructura psíquica puede crear la base de muchos problemas. La depresión, por ejemplo, que se relaciona con el sentido de pérdida de la afiliación con otro(s), es mucho más frecuente entre las mujeres; aunque desde luego también se produce entre los hombres. Lo que no se ha reconocido es que este punto de partida psíquico contiene en sí mismo la posibilidad de un enfoque totalmente diferente (y más avanzado) de la vida, muy distinto del que fomenta la cultura dominante. Según dicho punto de vista, la afiliación sería tanto o más valiosa que la mejora de uno mismo. Es más, permitiría la emergencia de la verdad: para todo el mundo -varones y hembras- el desarrollo indivi­ dual sólo se produce mediante la afiliación. En el momento presente los hombres no están preparados para saber esto. Esta proposición requiere una explicación más detallada. Empezare­

mos por algunas observaciones y ejemplos comunes y luego intentaremos desvelar este tema complejo pero básico. Paula, una mujer casada y con hijos, se parecía en varios aspectos a Edith, descrita en el Capítulo 6. Paula también había sido educada para establecer una relación con un hombre «que la hiciera feliz», y había organizado su vida en función del servicio a las necesidades de éste. Gran parte de su sentido de identidad, y casi todo su amor propio, se basaban en ello. Creía que Bill «la hacía digna» incluso aunque, de hecho, pocas personas podrían superar su capacidad para llevar una familia numerosa y responder a las necesidades de todos. Con el tiem­ po, sintió que la importancia que atribuía a Bill disminuía. A medida que crecía este sentimiento, redobló sus esfuerzos por responderle y servirle a él y a sus intereses, intentando vincular­ le a ella más intensamente. Las cosas que hacía en realidad no eran importantes para ella. (De hecho, conseguía lo que se proponía con gran facilidad y eficacia.) Sólo contaban si le producían el sentimiento interno de que Bill se uniría a ella intensa y permanentemente y que esto, a su vez, la haría digna de estima. Así, el éxito de su actividad vital no la satisfacía en sí mismo; sólo en la medida en que atrajera el interés de Bill. Cuando los esfuerzos de Paula no producían el resultado que buscaba, se deprimía, aunque no sabía por qué. Le invadía la sensación de que no era «buena», que «no contaba» y que «nada importaba». Sentía que Bill no se ocupaba de ella lo suficiente, pero no podía presentar evidencia convincente que apoyara esta sensación. El cumplía su rol como marido y padre según las normas aceptadas; de hecho, era «un marido mejor que la mayoría» según Paula. Este factor, por supuesto, la hacía sentir aún más «loca». Sabía que Bill se ocupaba de ella, pero en cierto sentido no tenía la sensación de que lo hiciera. Se convenció de que debía haber algo en ella que funcionaba espantosamente mal. Al mismo tiempo, ninguna de las cosas de valor que hacía le satisfácíán lo más mínimo. Es importante destacar que Paula no era «dependiente», al menos en el sentido que se suele atribuir al término. De hecho,

ella «cuidaba» de Bill y los niños en muchos aspectos. Más bien se trataba de que su existencia entera «dependía de» que la palabra de Bill diera fe de que existía o de que su existencia importaba algo. Paula, como muchos pacientes deprimidos, era una persona muy activa y eficaz. Pero tras su actividad se ocultaba una meta implícita: que la otra persona -en este caso Bill- la reafirmara y confirmara. Sin tal reafirmación se inmovilizaba, se sentía como si no fuese nadie. ¿Qué importaba lo que pensase de sí misma? Eso no tenía sentido. Incluso algunas mujeres muy realizadas «en el mundo real» llevan consigo una forma similar de estructura subyacente. Una de ellas, Barbara, ocupa una importante posición académica. Piensa de forma rigurosa e independiente. Pero se debate con el sentimiento interno de que sus logros no valen nada a menos que haya otra persona que los haga valer. Para ella, esa otra persona debe ser un hombre. Beatrice, una mujer de negocios de éxito, capaz de «vender» y persuadir a clientes astutos que intimidarían a muchos hom­ bres, se preguntaba: «¿Pero qué valor tiene todo esto si no hay un hombre que se interese por mí?». En realidad, cuando lo había, encontraba que sus actividades resultaban vivas e intere­ santes. Cuando no, se deprimía. Todos sus éxitos perdían su sentido, se volvían carentes de interés. Era aún la misma perso­ na haciendo las mismas cosas, pero no las «sentía» de la misma forma. Se sentía vacía y sin valor. Kate, que trabajaba activamente en pro del desarrollo feme­ nino, tenía un concepto sofisticado de la situación de la mujer. En algunos momentos era muy consciente de su necesidad de otros y se condenaba por ella. «Mira, no soy moderna en absoluto. Soy tan mala como siempre he sido. Sólo una mujer.» Si bien ni Barbara ni Kate se deprimían, sentían que actua­ ba el mismo factor subyacente. La depresión se utiliza aquí como ejemplo de un resultado final de este factor. Pero hay otras muchas consecuencias negativas.

Cómo funciona la afiliación Todas las mujeres mencionadas ejemplifican el papel que juega para ellas la afiliación con los demás. Vemos los tipos de problema que se pueden producir cuando todas estas afiliacio­ nes, tal como las hemos descrito, se basan en el modelo básico dominio-subordinación. De acuerdo con la teoría psicológica, las mujeres descritas antes podrían categorizarse como «dependientes» (con «excesi­ va» necesidad de otros) o inmaduras en varios sentidos (no desarrolladas más allá de una cierta etapa de separación e individuación o carentes de autonomía). Yo sugeriría que, si bien se enfrentan a un problema que les preocupa mucho, éste parte del papel dominante que han jugado las afiliaciones en su vida. De hecho, a la mujer se la «castiga» por haber convertido la afiliación en el tema central de su existencia. Todos iniciamos la vida muy vinculados a las personas que nos rodean. A los hombres, a los niños, se les anima a salir de este estado de su existencia en el que ellos y su destino se encuentran íntimamente entretejidos con las vidas y el destino de otras personas. A las mujeres se las anima a permanecer en él y, a medida que crecen, a transferir su apego a una figura mas­ culina. A los niños se les recompensa por desarrollar otros aspectos de sí mismos. Estos factores -el poder o las destrezas- van desplazando gradualmente en importancia a las afiliaciones, y al final las superan. No hay duda de que la mujer también se desarrolla y cambia. Sin embargo, este desarrollo no desplaza al valor del apego a los demás. Lo que sugiero es que los paráme­ tros del desarrollo femenino no son los mismos que los del masculino, y que no se aplican los mismos términos. La mujer puede estar muy desarrollada y seguir concediendo gran valor a las afiliaciones. Una vez más nos encontramos con que las mujeres han de hipotecar toda su vida para ser las «portadoras» de la necesidad básica de comunión humana. Los hombres pueden permitirse

no reconocer esta necesidad, dado que las mujeres se encargan de «cumplirla» por ellos. Pero hay otro aspecto: ellas están mejor preparadas para avanzar hacia formas de vida más evo­ lucionadas y afiliativas, menos relacionadas con los peligros actuales. Por ejemplo, la agresividad conduce a algo en esta sociedad si uno es un hombre; de hecho puede llevar muy lejos si uno pertenece a un grupo de afortunados. Pero si sigue siendo directamente agresivo, por ejemplo en persecución de lo que considera sus derechos o necesidades como hombre, al cabo de cierto tiempo se encontrará con problemas. (Otras desigualda­ des como las raciales o las sociales desempeñan un papel impor­ tante en este tema.) Sin embargo, esto lo descubrirá probable­ mente más adelante, después de que haya erigido la creencia en la eficacia de la agresividad; uno creerá que es importante para su sentido de identidad. A estas alturas será difícil abandonar el impulso hacia la agresividad y la creencia en su necesidad. Es más, en cierto sentido aún se verá recompensada: uno puede encontrar lugares en los que esto se aplaude y se aprueba, aunque sea sólo con los amigos del bar, al identificarse con los futbolistas del domingo o al tratar a las mujeres sin considera­ ción. Abandonar todo esto puede parecer la degradación y pérdida definitiva, especialmente de la masculinidad y de la identificación sexual. De hecho, puede recurrirse a la agresivi­ dad con la esperanza de forzar las situaciones. Esta tentativa puede convertir la agresividad en violencia, sea individual o grupal. Es la base subyacente a la política nacional, que se convierte en amenaza de guerra y en guerra propiamente dicha. En lugar de esto, uno puede -y debe- tener fe en los demás, en el contexto de un ser social relacionado con los otros seres humanos. Las mujeres aprenden muy pronto que han de repri­ mir esta fe. No pueden depender de su propio desarrollo, logros o poder individual. Si lo intentan están condenadas al fracaso; esto lo descubren pronto. La única esperanza para el varón radica en la afiliación, pero a él le puede parecer un impedimento, una pérdida, un peligro o

al menos algo secundario. Por el contrario, las afiliaciones y las relaciones hacen que la mujer se sienta profundamente satisfe­ cha, realizada, «con éxito», libre para dedicarse a otras cosas. No es que al varón no le preocupen las relaciones, o que no tenga deseos de afiliación. En realidad, la gente del campo de la psicología dinámica está descubriendo constantemente pruebas de esta necesidad en los hombres igual que en las mujeres, ocultas bajo la superficie de las apariencias sociales. Esto se ha dicho de muchas formas diferentes. Una afirmación corriente, por ejemplo, es la de que los hombres pasan toda su vida en busca de una madre. Yo no creo que sea una madre per se lo que buscan. Creo que buscan una forma de vida afiliativa, que no tendría que significar volver a la madre si se pudiera encon­ trar cómo alcanzar una mayor comunión. Los hombres se han privado a sí mismos de esta modalidad, que han dejado a la mujer. Es más, se han hecho incapaces de creer y confiar en la afiliación. En cuanto empiezan a crecer según el molde masculino, se supone que abandonan esta creencia e incluso este deseo. El hombre se ve llevado a dejar esta fe, incluso a condenarla en sí misma, y a basar su vida en algo diferente. Y se les recompensa por ello. Prácticamente todo el mundo se lamenta ahora de la aliena­ ción del hombre occidental, su insolidaridad y su incapacidad para encontrar formas de organizar la sociedad con fines huma­ nos. Hemos llegado al final de un camino trazado según caracte­ rísticas propias de la identidad masculina, avanzar a cualquier precio, pagar lo que haga falta, eliminar a los competidores y, si es necesario, matarlos. La oportunidad de ejercitar del todo estas virtudes masculinas siempre ha estado al alcance de unos pocos, pero servían de metas y guías para todos los varones. A medida que luchaban por definirse de acuerdo con tales ideas, construían , su organización psíquica en base a esa lucha. Puede que tengamos que llegar a cierto grado de «dominio» sobre el entorno físico o a un cierto nivel tecnológico para poder ver no sólo los límites, sino el peligro absoluto que representa esta forma de organización social. Por otro lado, puede que no

hubiera sido necesario hacer un camino tan largo; quizá ha sido un desvío inútil e innecesario. Ahora parece claro que hemos llegado a un punto en el que hemos de dar la vuelta y basar nuestra fe en la afiliación; y no sólo la fe, sino el reconocimiento de que se trata de una necesidad para la existencia del ser humano. Tenemos a nuestro alcance la base de lo que parece ser el paso siguiente en la historia occidental, absolutamente necesa­ rio si pretendemos sobrevivir. A partir de la perspectiva de las mujeres y del hecho de que actúen de acuerdo con sus intereses pueden surgir adelantos sociales básicos. Ya han empezado a hacerlos. No se trata de una cuestión de características biológicas innatas. Es cuestión de la forma de la estructura psicológica que caracteriza a cada sexo por separado en este momento de nuestro desarrollo como sociedad humana, y de quién puede ofrecer la motivación y la dirección para salir de aquí. El aspecto central es que el gran deseo femenino de afilia­ ción es a la vez una fuerza fundamental, esencial para el avance de la sociedad, y la fuente inevitable de muchos de los proble­ mas de la mujer actual. Es decir, si bien las mujeres han alcanzado una base psíquica para una forma más adelantada de existencia social, no son capaces de actuar completa y directa­ mente sobre esta base de forma que les permita desarrollarse. Por lo tanto no han podido apreciar o reconocer esta valiosa capacidad. Por el contrario, cuando las mujeres actúan sobre la base de este motivo psicológico subyacente, acaban conducidas a la servidumbre. Es decir, las únicas formas de afiliación asequibles a la mujer han sido serviles. En muchos casos la búsqueda déla afiliación puede llevar a la mujer a una posición que cree serios problemas emocionales. Muchos de ellos se etiquetan como neurosis o con nombres similares. Pero lo más importante es darse cuenta de que incluso las denominadas neurosis pueden contener en sí mismas (y casi siempre es así) el punto de partida para la búsqueda de formas más avanzadas de existencia. El problema ha sido que la mujer ha buscado afiliaciones imposibles de conseguir en las circuns-

tandas actuales, pero para intentar conseguirlas ha estado dis­ puesta a sacrificar partes enteras de sí misma. Y así ha llegado a la conclusión de que debe de estar equivocada o, en la jerga moderna, «enferma».

La búsqueda del apego - «neurosis» Hemos planteado dos temas relacionados: uno es sociopolítico y el otro más psicológico. Uno es la cuestión de cómo la mujer puede producir formas de afiliación que fomenten el desarrollo femenino y la ayuden a desarrollarse sobre esta capacidad para efectuar cambios reales en el mundo. En segundo lugar, hasta que se cumpla este propósito -y mientras tanto- ¿podemos entender más acerca de los hechos psicológicos que conforman nuestras vidas? ¿Podemos entender mejor por qué sufrimos? Al menos podríamos ser capaces de dejar de socavamos cuando censuramos el uso de nuestra capaddad. Para intentar entender mejor la situación podemos volver a algunas de las mujeres mencionadas al principio de este capítu­ lo. Todas ellas expresan un tema común: la falta de capacidad para valorar y dar crédito real a sus pensamientos, sentimientos y acciones. Es como si hubieran perdido del todo el sentido de satisfacción por el uso de sí mismas y de sus recursos, o mejor dicho, como si nunca hubiesen tenido derecho a ello. Como dijo Beatrice, da la sensación «de que aquí debería estar esa otra persona». Cuando se encuentra sola, su ser y sus acciones no alcanzan su sentido completo; se toma seca, vacía, carente de buenos sentimientos. No es que Beatrice necesite alguien más que le devuelva su imagen reflejada. (Ella sabe que, de hecho, es una excelente juez de sí misma.) Su necesidad parece aún más básica. A menos que haya otra persona presente, el acontecimiento - pensamiento, sentimiento, logro o lo que seacarece de efectos placenteros significativos. No es sólo que se sienta como media persona, insatisfecha y carente de la otra media pero con la capacidad de obtener alguna satisfacción de

su mitad. Es más bien como si no fuera una persona en absoluto -al menos nadie de importancia-. En cuanto es capaz de creer que se está manejando a sí misma con alguien más y para alguien más, su yo entra en acción y parece satisfactorio y valioso. Las mujeres a las que nos referimos en este capítulo no poseen personalidades de las denominadas «simbióticas» o cualquier otro tipo de inmadurez. (Por cierto, esos términos tendrían que reanalizarse en referencia a la mujer.) De hecho, son gente muy desarrollada y capaz, que no se puede categorizar como tal en ningún sentido. Tampoco se pueden aplicar a la situación expresiones como «en busca de aprobación» o «temerosas de la desaprobación», si bien tales factores juegan un cierto papel. Su creencia compartida de que una necesita a otra persona se manifiesta de formas diferentes en personas diferentes. Una de .tales formas conduce rápidamente a la depresión. Las experien­ cias de las mujeres descritas aquí pueden aportar algunos indi­ cios más sobre la depresión, y pueden ayudar a entender algunos de sus aspectos. Si bien Paula y Beatrice sufrían una depresión, en otras mujeres se dan manifestaciones diferentes. Toda la comunidad psicológica reconocería que no entende­ mos del todo la depresión (o que no entendemos casi nada, de hecho). La depresión en general parece relacionada con sentirse bloqueado, incapaz de hacer o conseguir lo que uno quiere. La cuestión es: ¿qué es lo que uno quiere en realidad? Aquí nos encontramos con depresiones difíciles y complicadas que pare­ cen «no tener sentido». Puede incluso parecer que la persona tiene lo que quiere. Sin embargo, a menudo resulta que tiene lo que le han hecho creer que quería. (Para muchas mujeres jóvenes de clase media se trata de una casa en el barrio residen­ cial, un marido agradable, e hijos.) ¿Cómo descubrir entonces qué quiere uno realmente? ¿Y por qué nos sentimos tan inútiles y desesperadas? La experiencia de Beatrice puede facilitar la comprensión de este punto. Al final dijo que intentaba vincular completamente

a sí misma a la persona importante, y que quería una garantía de este vínculo. Era cualquier cosa menos una mujer pasiva, depen­ diente o indefensa; pero toda su actividad se dirigía a esa meta, que creía debía alcanzar. Si bien no necesitaba ese tipo de rela­ ción, no estaba convencida internamente de ello. (Su actividad en busca de dicha meta solía adoptar un carácter forzado y manipulativo. Si bien ella creía que era algo encubierto y disimulado, los que la rodeaban tenían una impresión muy diferente.) Beatrice había desarrollado la creencia interna de que cual­ quier cosa que hiciera era correcta sólo si la hacía para otra persona, no para sí misma. Sobre todo, había perdido el senti­ do de que la realización de sus deseos podía aportarle satisfac­ ción. Era casi como si hubiera perdido el sistema interno que registra los acontecimientos y dice si satisfacen o hacen feliz. El «registro» de cómo es la satisfacción había variado; ahora sólo procedía de su sentido de que podía hacer que la otra persona mantuviera una forma de relación concreta con ella. Sólo así podía sentirse fuerte y buena. (En depresiones más complejas, como la de Beatrice, puede no ser la otra persona per se lo que se desea vincular a uno, sino la imagen del tipo de relación que uno cree necesitar. Por ejemplo, las mujeres cuyos hijos han crecido pueden no querer retenerlos a ellos sino sentir que deben mantener la relación madre-hijo. De hecho, puede que una no necesite realmente este tipo de relación, pero la creencia tiene su peso, y una persona que ha pasado mucho tiempo organizando su psique sobre esa base no abandonará fácilmente la idea. Es más, hace tiempo que habrá abandonado la creencia de que puede tener cualquier otro tipo de relación.) Otra faceta del problema de Beatrice era la gran cantidad de ira que generaba. Para complicar las cosas, igual que otras mujeres, ella tenía grandes dificultades para permitirse recono­ cer su propia ira; y más aún expresarla. Incluso así, era probable que se enfureciera si la otra persona hacía cualquier cosa que pareciera amenazar o alterar el vínculo. Parecía claro que estar en tal posición la llevaba fácilmente a encolerizarse. ¿Cómo

podría no enfadarse con alguien a quien había dado tanto control sobre su vida? Pero Beatrice se deprimía mucho más ante su propia cólera. A pesar de su profunda infelicidad, no creía que hubiese ninguna otra forma posible de vivir. Igual que Beatrice, la gente susceptible a la depresión suele ser muy activa, pero esta actividad se debe concebir como un benefi­ cio a los demás. Es más, se organiza alrededor de un solo objetivo, la afiliación en la única forma posible: «Haré cualquier cosa para que me dejes mantener este tipo de relación contigo». Algunos otros aspectos de la depresión pueden ayudar a explicar estos puntos. Hace tiempo que se admite que hay depresiones denominadas «paradójicas», que se dan casi siem­ pre entre los varones. Se producen después de que un hombre que se ha mostrado competente reciba un ascenso o alguna otra recompensa que se supone debería hacerle más feliz y eficaz. Estas depresiones pueden reflejar el hecho de que el individuo se ve obligado a admitir que es él el responsable de lo que sucede. No lo hace por nadie más ni bajo la dirección de nadie. Las mujeres no padecen la depresión del ascenso con tanta frecuencia porque no se las asciende. Sin embargo, en Beatrice, que podía conseguir logros asombrosos a condición de que tuviera algún superior, operaba una dinámica muy parecida. Nunca en la vida se permitiría alcanzar la cima, aunque se la habían ofrecido varias veces. Un proceso similar puede estar operando en un fenómeno constatado por el psicoánálisis. Hace tiempo que se sabe que algunas personas muestran a veces lo que se ha denominado «reacciones terapéuticas negativas». Esto significa que hacen un avance positivo y luego parecen empeorar. Bonime ha suge­ rido que muchas de esas reacciones son de hecho depresiones, y que se producen cuando la persona ha dado un paso importante hacia la responsabilidad de su propia vida.1 La persona ve que puede salir de la postura de incapacidad y emprender una / 1. Walter Bonime, «The Psychodynamics of Neurotic Depression», en Silvano Arieti, comp., American Handbook of Psychiatry, vol. 3 (Nueva York, Basic Books, 1966).

acción eficaz en beneficio propio, pero entonces se asusta ante las implicaciones de esta nueva perspectiva; esto significaría que no necesita realmente las antiguas relaciones de dependen­ cia. Da un paso atrás y se niega a seguir el nuevo camino. Tales retiradas se dan entre los varones igual que entre las mujeres, pero para ellas se trata de una vieja historia, muy parecida a lo que les sucede en la vida. El significado de estos dos ejemplos para las mujeres puede ser éste: «si puedo llegar a admitir que puedo tomar determina­ ciones y aceptar la dirección de mi propia vida en lugar de dejársela a los demás, ¿podré existir con seguridad? ¿Con satis­ facción? ¿Quién me querrá o tolerará si lo hago?» Sólo después de enfrentarse a estos interrogantes, al menos hasta cierto pun­ to, puede empezar a plantearse la pregunta básica: ¿qué quiero realmente? Esta pregunta no se responde siempre con facilidad. Pensar en estos términos ha llevado muy lejos a muchas muje­ res. Suele requerir un análisis extenuante, pero casi siempre resulta que había necesidades muy profundas ignoradas por completo. Sólo entonces pueden empezar a evaluarse esos anhe­ los y a verse la posibilidad de intentar su consecución, y sólo entonces se da una cuenta de que este proceso puede resultar satisfactorio. Es más, se hace evidente que no es necesario el tipo de vínculo que parecía tan esencial.2 Dado que el proceso descrito en este párrafo suele verse frustrado, parece obvio por qué la mujer es tan propensa a la depresión. Hay muchas complicaciones que pueden empeorar la situa­ ción para la mujer, como en el caso de Beatrice. Si una cree que la seguridad y la satisfacción dependen de relaciones estructura­ das en forma de vínculos concretos, intentará forzar a las personas y las situaciones para que encajen en ellos. Así, Beatri­ ce intentaba continuamente conseguir un hombre que encajara en esta relación. Tenía un programa de acción, el único que era capaz de construir, pero tal programa creaba sus propias atadu­ 2. Jean B. Miller y Stephen M. Sonnenberg, «Depression Following Psychotic Episodes: A Response to the Challenge of Change?», Journal o f the American Academy o f Psychoanalysis 1 (1973), 253-270.

ras. He aquí la causa de que los problemas psicológicos sean la peor forma de esclavitud; uno participa en la creación de su propia esclavitud, utiliza la mayor parte de su energía para derrotarse a sí mismo. Todas las formas de opresión intentan que la gente participe en su propia esclavitud. En el caso de las mujeres, en concreto, esta participación adopta inevitablemente formas psicológicas, y suele acabar en diagnósticos de neurosis y cosas similares. (Los hombres también padecen problemas psicológicos, como todos sabemos, y la dinámica de éstos es similar, pero adopta un camino diferente.) En este sentido, los problemas psicológicos no son causados por el inconsciente sino por la privación de la conciencia com­ pleta. Si tuviéramos rutas de conciencia más válidas en la vida, si tuviéramos términos más exactos en los que conceptualizar lo que sucede (a cualquier edad), si tuviéramos mayor acceso a las emociones y si tuviéramos formas de conocer nuestras opciones reales podríamos establecer mejores programas de acción. Al faltamos una conciencia completa, creamos a partir de lo que está a nuestro alcance. A las mujeres sólo se les han facilitado conceptos distorsionados sobre lo que es y debe ser una perso­ na. (Los conceptos a disposición de los hombres podrían juzgar­ se como más distorsionados. Las posibles programas de acción y la dinámica subsiguiente son, sin embargo, diferentes.) Incluso las palabras, los términos en los que concebimos las cosas, reflejan la conciencia predominante, no necesariamente la verdad sobre lo que sucede. Esto es cierto para la cultura en general y también para la teoría psicológica. Necesitamos una terminología que no se base en trasposiciones inadecuadas de la situación masculina. Incluso una palabra como autonomía, que muchos de nosotros usamos, tendría que ser redefínida en el caso de las mujeres. Lleva consigo la implicación -y, para las mujeres, la amenaza- de que uno debería ser capaz de pagar el precio de prescindir de las añliaciones para convertirse en un individuo independiente y autodirigido. En realidad, cuando las mujeres han luchado para desarrollarse como individuos

fuertes e independientes, han puesto en peligro muchas de sus relaciones en las que la otra persona no estaba dispuesta a tolerar a una mujer autodirigida. Pero cuando el hombre se hace autónomo no hay razón para pensar que sus relaciones puedan correr peligro. Al contrario, parece que el autodesarro11o les hará ganar nuevas relaciones. Los demás -normalmente las mujeres- les apoyarán en sus esfuerzos, y los otros hombres les respetarán y admirarán. Dado que las mujeres han de hacer frente a circunstancias muy diferentes, el término autonomía parece potencialmente peligroso; deriva del desarrollo masculi­ no, no del femenino. Hay otro sentido en el que la transferencia automática de un concepto como el de autonomía tomado como meta para las mujeres puede producir problemas. Las mujeres buscan algo más que la autonomía tal como la definen los hombres, esto es, una mayor capacidad para mantener relaciones con los demás de forma simultánea al desarrollo completo de una misma. Así, muchos de nuestros conceptos necesitan un reexamen. Muchas mujeres han procedido a determinar la naturaleza de sus afiliaciones y a decidir por sí mismas con quién se afiliarán. En cuanto intentan dar este paso se enfrentan a la oposición de las estructuras sociales. De hecho, ellas ya están fuera de esas viejas estructuras, buscando otras nuevas. No se sienten marginadas, sino pioneras. Encontrarse en esta posición poco familiar no siempre resulta cómodo, pero tampoco es del todo incómodo; y de hecho está empezando a producir recom­ pensas nuevas y diferentes. Incluso en el plano más inmediato, las mujeres se encuentran con una comunidad de otras pione­ ras, que participan en esta búsqueda. Nadie puede emprender esta tarea formidable en solitario. (La terapia, incluso aunque supiéramos cómo llevarla a cabo de forma casi perfecta -cosa que no sabemos- no basta.) Es sumamente importante reconocer que el impulso hacia la afiliación que sienten las mujeres en sí mismas no es algo erróneo o retrasado; no hace falta que la mujer se sume a la condena de sí misma. Al contrario, podemos reconocer este

impulso como la fuerza básica que representa. También pode­ mos empezar a escoger relaciones que fomenten el crecimiento mutuo. En el capítulo siguiente se comentarán algunos ejem­ plos de ello. Hay otras preguntas igualmente difíciles. ¿Cómo concebir una sociedad organizada para permitir el desarrollo y la mutua­ lidad de todos? ¿Cómo alcanzarla? ¿Cómo hemos de pasar las mujeres de una posición impotente y devaluada a la eficacia totalmente reconocida? ¿Cómo conseguiremos el poder para ello, a pesar de no necesitarlo para controlar o someter a los demás? Ya sería bastante difícil si partiéramos de cero, pero no es así. Partimos de una posición en la que los demás tienen poder y no dudan en emplearlo. Incluso cuando no lo emplean conscientemente en contra de las mujeres, lo único que han de hacer es mantenerse en una postura de dominio, seguir hacien­ do lo que hacen, y nada cambiará. Las cualidades femeninas que creo valiosas y esenciales no facilitan el poder en el mundo actual. ¿Cómo emplear entonces estas capacidades para fomen­ tar nuestra eficacia en lugar de dejar que nos desvíen de la ac­ ción? Una parte de la respuesta parece estar ya clara. Las mujeres no avanzarán si no se unen en una acción cooperativa. Lo que no está tan claro es que ningún otro grupo, hasta el momento, haya tenido la ventaja del liderazgo femenino, de sus capacida­ des especiales. La mayoría de éstas se han mantenido ocultas en esta cultura, incluso a las propias mujeres. He acentuado una de estas capacidades: la capacidad más importante para la acción grupal organizada. A diferencia de otros grupos, las mujeres no necesitan utilizar la afiliación y la fuerza unas contra otras. Podemos integrar fácilmente las dos, buscar más y mejores formas de emplear la afiliación para fomentar la fuerza, y de emplear la fuerza para fomentar la afiliación. Para la mujer, obtener fuerzas de sus relaciones requiere claramente la transformación y reestructuración de la naturale­ za de éstas. Los ingredientes básicos, nuevos, esenciales en este proceso son las autodeterminación y el poder para convertirla

en realidad. Pero antes de llegar a este punto fundamental, hay una cuestión a la que se enfrentan muchas mujeres: «Si quiero la autodeterminación, ¿qué es lo que quiero realmente determi­ nar? ¿Qué quiero? ¿Quién soy, de hecho?». La dificultad para responder a estas preguntas ha servido a veces para desanimar­ las. Este desánimo se da incluso entre las convencidas de que hay algo básicamente erróneo en el viejo sistema. Dado que su vida se ha centrado totalmente en los demás, es fácil ver que estas cuestiones son especialmente pertinentes y proceden de rincones ocultos. En el próximo capítulo exploraremos esta cuestión bajo el encabezamiento general de la autenticidad. Es importante destacar que esta discusión de las afiliaciones en la mujer no es exhaustiva ni mucho menos. Tampoco es una discusión completa de ninguno de los complejos problemas implícitos, tales como la depresión. Es más bien un intento de desvelar un tema que requiere un nuevo examen. Espero que dé lugar a discusiones más elaboradas.

Convertirse en una misma - autenticidad, creatividad

En el caso de la mujer, como en el de otros grupos de gente, casi no se ha hablado en serio de ser una misma -de la autenti­ cidad- hasta hace poco, aunque se trataba de algo de suma importancia entre los miembros de la cultura dominante. La autenticidad y la subordinación son cosas totalmente incompa­ tibles. Pero la tendenciosa visión masculina de la autenticidad ha oscurecido el hecho de que las relaciones pueden aumentarla en lugar de disminuirla. Podemos ejemplificar este punto me­ diante la experiencia de una mujer, Jane, madre y obrera indus­ trial que antes vivía de la beneficencia. Algunos fragmentos de las vidas de otras mujeres sugerirán también los temas comunes a este problema, que destacan entre la diversidad femenina. Ahora siento que estoy centrada en mí misma. Puedo distinguir cuándo estoy actuando en base a ese sentimiento en lugar del otro [la forma antigua de sentir y actuar]. Aún me es difícil, pero cuando lo hago me siento muy diferente.

Su afirmación resume una larga historia. Empezó cuando dio un nuevo paso muy importante: tratar directamente y con franqueza a la gente del trabajo. Jane había estado acumulando críticas e ira contra sus com­ pañeras de la fábrica. Veía un abismo cada vez mayor entre ella y las demás, y al final reunió el valor para intentar decirle a una de ellas lo que pensaba. Era la primera vez que expresaba unos

sentimientos tan conflictivos a otra persona. Cuando lo recuer­ da, describe así la experiencia: Me di cuenta de que estaba verdaderamente asustada ante la pers­ pectiva de decirle a esa mujer que estaba enfadada con ella. No lo sabía. Nunca me había metido antes con una mujer. Creía que era mejor mezclarse con hombres. Con ellos me llevo bien. Son sencillos. Nunca tienes que tratarles directamente. Siempre puedo recurrir a las «cosas de mujeres» con ellos. Sé cómo jugar a ese juego. Hay una cierta seguridad en él. Bueno, ya sé que a los hombres les gusto por mi físico. Ir con una chica guapa fortalece su ego. Yo siempre supe que era guapa, normal­ mente la más guapa de todas, y casi siempre pude hacerme con el hombre que quería. Yo creía que las mujeres eran unas sentimentaloides. Siempre fui agradable con los hombres, divertida, siempre complaciente. Si se producía alguna diferencia con uno de ellos, yo me retiraba. Y no fingía. Siempre tuve una parte de mí muy asustada que me hacía sentir que me equivocaba hiciera lo que hiciera. Por eso nunca resulté amena­ zante para ningún hombre; nunca tenían que preocuparse por mí. Con las mujeres era diferente, con ellas no puedes disimular ni usar todos esos juegos. Por lo tanto me limitaba a ignorarlas. De todas formas no me importaban. Ahora tengo ese centro que sé que soy yo misma. Pero me hago preguntas. ¿Puede un hombre aceptar a una mujer que actúe en base a ese centro? Joe no. [Su novio en aquel momento.] No un hombre que sea un cobarde oculto tras una fachada de duro y fanfarrón. Quizás alguien con un sentido firme de sí mismo y en buena forma. Ya sabe, no soy muy buena crítica social, pero no veo mucha gente así por el mundo.

En un pequeño incidente de la vida de Doris, en un punto muy diferente al de Jane, se puede ver el inicio de un sentido de autenticidad incrementado. Doris era abogada, igual que su marido. Trabajaban juntos, y muchos observadores hubieran estado de acuerdo en que ambos eran sumamente competen­ tes. En todo caso, Doris era la que parecía «la fuerte». Además de su trabajo, se ocupaba de casi todo en la casa y ayudaba a su marido en los asuntos difíciles. Una gran parte de su fuerza provenía del hecho de que era «emotiva». Cuando algo la preocupaba parecía capaz de mantenerse en contacto con sus sentimientos, expresarlos, y alcanzar una posición francamen­ te buena para comprender la situación y cómo afrontarla. Si

bien no siempre era capaz de enfrentarse a su jefe o a sus colegas de esta forma tan directa, tras «consultarlo con la almohada» podía imaginar la manera de manejar casi cualquier situación. En los últimos tiempos, sin embargo, Doris había empezado a tener la sensación de que su marido toleraba mal su expresividad, que la trataba con condescendencia; si bien él nunca expresaba tales sentimientos en palabras. Esto la molestaba especialmente pues ella creía que lo sostenía a él en varios sentidos. Una noche, después de una jornada particularmente dura con sus colegas, le estaba diciendo a su marido lo trastornada que estaba. El escuchó unos diez minutos. Ese es su límite. Entonces dijo, «Venga, no dejes que esos bastardos te alteren». Ese es el tipo de cosa que sospechaba. Parece positivo, y un apoyo. Pero en realidad significa, «Cierra la boca. Ya he oído bastante». Normalmente lo dejo aquí. Pero esta vez no pude. Me puse a coser un rato y le dije lo que pensaba. Al principio puso excusas, «Se estaba haciendo tarde». Incluso dijo algu­ nas cosas halagüeñas como, «Sólo intentaba decir que, por supuesto, tenías razón». Esa hubiera sido otra ocasión para dejarlo correr. Pero le dije que creía que eran excusas; que creía que lo que quería decir es que no podía soportar que yo expresara mis sentimientos de esa forma. Tras unos diez minutos lo admitió, «Pues sí, ya había oído bastan­ te». Incluso eso era un gran avance, porque no suele desdecirse. Le gusta tener razón siempre, por lo que le es muy difícil admitirlo. Entonces hablamos mucho de ello. Y, de alguna forma, la cosa quedó clara. Me sentí bien y pude dormir un poco. [Uno de los problemas de Doris era el insomnio.] En el pasado, estas cosas siempre me daban una especie de permiso para ir por ahí sintiéndome maltratada. Estaba de mal humor unos cuantos días, sentía que habían abusado de mí, y actuaba como una hipócrita. No ante todo el mundo, sólo ante él. El recibía el mensaje y se mostraba muy agradable conmigo unos días, y todo parecía ir bien. Pero las cosas nunca se destapaban. Esta vez no acabé sintiéndome hipócrita. Fue algo mejor que eso.

[El diálogo siguiente tuvo lugar entre Doris y yo.] «¿Cómo te sentiste al hacer eso?» «Asustada, muy asustada.» «¿De qué?» «De su ira.» «¿Tanto?»

«Ya sé lo que quieres que diga de mi propia ira. Pero creo que no tienes razón. Sé muy bien cuándo estoy enfadada; por eso puedo decirte que sólo me asustaba su ira. La gente siempre piensa que soy tan fuerte que no me asustaré de su ira. Pero lo estaba. Ese era el sentimiento real. La otra cosa, quizás, era algo en lo que pensé después, que no se me ocurrió sobre la marcha: quizá también me asustase al sentir que no soy fuerte y que no mantengo el control. Esa es la imagen que todo el mundo parece querer que dé. Y parece que yo tengo que mantenerla, así lo veo yo. En aquel momento no me sentía en absoluto controlando las cosas. No lo creerás, pero se me aceleró el pulso. Pero sé que no tengo por qué mantener siempre esa falsa premisa.»

Otra mujer, Nora, se refirió a un tema similar. En ciertos sentidos el contexto era especialmente duro para ella, ya que lo hizo en su grupo de mujeres, que había llegado a significar mucho. Era un grupo con un alto grado de unidad y sentimientos positi­ vos. Nora había llegado a darse cuenta de que el grupo la veía como la fuerte. Cuando quería expresar parte de su angustia real, tendían a «no dejarla»; no le hacían caso o la ignoraban con comentarios tales como, «Bueno, lo sabrás manejar» o «Se te da tan bien...». Nora tenía la sensación de que necesitaban verla como fuerte por sus propios motivos, pero cada vez estaba menos dispuesta a aceptar esta visión falsa y unidimensional de sí mis­ ma. Eso duplicaba las dificultades que tenía para exponer sus sentimientos de indefensión. Al final, consiguió hacerlo gritando: «¡No me dejáis hablar! ¡No me escucháis! ¡A mí no me importa lo que vosotras necesitéis! ¡Tenéis que escuchar lo que digo!». Los gritos de Nora revelaban sus dificultades iniciales para sacar el tema, pero pudo explicar de qué tenía miedo. De la ira, de mi propia ira. Nunca en mi vida be actuado así. También tenia miedo de la ira de las demás. Pero era algo más que eso, tenía miedo a que se colapsaran o algo así. Era como si las estuviera traicionando, decepcionándolas. Tenían que tener la imagen de una mujer fuerte. Siempre he sentido que tenía que mantener esta imagen de persona fuerte, incluso aiando era una niña; por mi familia, ya sabe. Y ahora, aquí está otra vez. Pero supongo que la necesidad de ser realmente yo misma y que los demás lo sepan fue más fuerte esta vez. Y creo, también, que estaba sintiendo, «si no lucho por ser yo misma aquí, en este grupo, nunca lo haré». De cualquier forma, lo bueno es que nadie se colapsó. Esa fue la gran lección que aprendí. Y creo que ellas, en el fondo, también.

Autenticidad mediante cooperación Jane, la primera mujer descrita, tenía la sensación arraigada de que nunca podría conseguir que alguien escuchara sus anhelos y de que nunca podría hacer ni llevar nada a la práctica. Creía que nadie le respondería. «Nunca pude disponer de nadie cuando lo deseaba de verdad, y no pude hacer nada al respecto.» Estos sentimientos son terroríficos. Jane procedía de una familia en la que sus intentos de expresarse no sólo resultaban ineficaces sino que desagradaban a sus padres. Su padre tenía un carácter iracun­ do. La forma de ataque de su madre era «la histeria», que casi acababa en lo que a Jane le parecía un colapso total: gritos, llanto, reposo en cama, enfermedad, deseos de muerte, etc. La historia de Jane ejemplifica la fuerza potencial que se suele esconder tras una fachada de debilidad. Parecía ser, y así se describía, una mujer débil dependiente de un hombre fuerte. Paradójicamente, temía profundamente a la debilidad, que para ella significaba la imagen de su madre con sus ataques, su histeria, obviamente desgraciada pero incapaz de hacer algún cambio real en su vida. Jane temía convertirse en una mujer así; esperaba poder evitarlo a cualquier precio. Pero su camino hacia una fuerza mayor que la de su madre no podía ser directo; tenía que trazarse mediante el vínculo con un hombre fuerte que pudiera «hacerlo por ella». No había nada en su pasado o en la sociedad que la animara a actuar en beneficio propio o a construir un sentido de su propia eficacia. Igual que otras mujeres, dijo: «Si al menos hubiera visto a mi madre actuar como una mujer fuerte, al menos una vez. Si hubiera intuido esa posibilidad para mí...». El problema era que Jane sólo veía una alternativa a la perso­ na indefensa y dependiente que temía ser. Dicha alternativa era la persona totalmente fuerte, autosuficiente y liberada definitiva­ mente de la debilidad o las necesidades y, sobre todo, de los efectos de los demás. Era, resumiendo, la imagen de un hombre. Según creía ella, los hombres pueden ser inmunes a esos senti­ mientos temidos. Pero el menor indicio de ser como un hombre le resultaba, por supuesto, totalmente inaceptable.

En lugar de ello, se vinculaba a los hombres pero permanecía asustada y sola con sus sentimientos. En su aislamiento, nada conseguía cambiar sus profundos sentimientos de debilidad y miedo hasta que se acercó a sus compañeras de trabajo. Al final, Jane habló con una de ellas, Blanche. Le dijo que no creía que ella (Blanche) ni algunas de las demás estuvieran haciendo bien su trabajo. Y esto, dijo, se lo ponía difícil a ella y la irritaba. Blanche se enfadó a su vez. Acusó a Jane de ser una snob, y dejó claro que las demás también lo pensaban. A Jane no le importaban, por lo tanto, ¿por qué tenían que preocuparse por ella? Esta acusación sugiere que las otras, probablemente, percibían correctamente el desagrado de Jane hacia ellas, su creencia de que las mujeres eran unas «sentimentaloides» y el distanciamiento que procedía de su miedo a vincularse a ellas. Pero tras este tenso intercambio, Blanche pudo decir, «me alegro de que sacaras el tema. Yo no hubiera podido hacerlo, pero la verdad es que me has estado preocupando mucho». Lo importante aquí es la fuerza genuina de la respuesta de Blanche. Expresaba aprobación hacia el hecho de que Jane hubiera sacado un tema difícil y admitiera sus propias limita­ ciones. Incluso sus cándidas quejas respecto a ella llevan implí­ cito un mensaje de respeto y solidaridad sincera. Las dos se criticaban mutuamente con sinceridad, y si bien las disputas y los sentimientos negativos no se aclararon inmediatamente, la capacidad de conseguir que cada una de ellas se enfrentara a los problemas estaba presente. Algunas de las otras mujeres de la fábrica airearon más tarde su irritación y cólera. Si bien para Jane la situación fue temible y desconcertante en principio, con el tiempo afloró su candor e incluso su sentido del humor. Tras ello, las mujeres del grupo desarrollaron una relación de apoyo sorprendente; conocían sus debilidades mutuas y hablaban directamente de ellas. No gasta­ ban tanta energía en defenderse unas de otras. Es más, se apoya­ ban en ocasiones difíciles no sólo en la fábrica sino también en su vida privada. Jane está sumamente agradecida a sus amigas, y ha recibido

tanta ayuda de sus relaciones que se siente inclinada a ayudar a las demás mujeres siempre que puede. A medida que iba cono­ ciendo a las otras mujeres y las cargas que soportaban, se maravillaba de sus fuerzas. Una de ellas mantiene a varios hijos ella sola; otra tiene un hijo con una enfermedad terminal; una tercera tiene un hijo deficiente mental.

Aislamiento Todo el crecimiento y la comprensión anterior no se logra­ ron fácil ni rápidamente. Jane se vio envuelta en varias luchas importantes, tanto con sus compañeras como con sus propias tendencias. Una de ellas procedió de su descubrimiento de que ella también buscaba el poder y la fuerza, como todo el mundo. Había intentado mantener un sentido del poder sobre las muje­ res que, de esta forma, no podían herirla. Su método era el desprecio y el desdén; le resultaba fácil menospreciarlas e igno­ rarlas. Es más, se aliaba con los «ganadores», es decir, con los hombres. Esta alianza le facilitaba un sentido interno, fraudu­ lento, de poder y «orgullo». No era abiertamente consciente de su propio deseo de poder o de su uso de él hasta que se unió a sus compañeras de trabajo. Hasta ese momento de lo que era más consciente era de sus sentimientos de fracaso y de su necesidad de lo hombres. Jane descubrió que podía admitir sus temibles sentimientos de debilidad sólo después de darse cuenta de que podía hacer algo con ellos, es decir, sólo cuando desarrolló cierta creencia real en sus capacidades. Descubrió que, a medida que seguía admitiéndolos con más honradez, también podía enfrentarse a ellos más eficazmente. Esta secuencia se convirtió desde enton­ ces en un proceso de refuerzo. Esta explicación puede parecer casi un final de novela, pero es cierta. Una gran parte de su resultado se debe a la capacidad de las otras mujeres para responder tan bien y directamente. De hecho, aún hay diferencias. No comparten todas las mismas

perspectivas, pero pueden aceptar tales diferencias y relacionar­ se de forma directa. Jane trabaja mucho en sus dos empleos, obrera industrial y madre. Se encuentra con problemas y con­ flictos reales a los que enfrentarse. Sin embargo, dice que es «como si todo tuviera un aspecto diferente. Soy yo». Creo que a lo que se refiere es a la autenticidad. Los factores importantes son dos: Jane descubrió por sí misma su propio camino hacia la acción eficaz, y lo encontró cuando se volvió hacia los demás. Estos factores se refuerzan mutuamente. Cuando Jane se mostraba dependiente, se sentía profundamente sola y aislada. Aunque parezca paradójico, in­ tentaba superarlo sola, representando la contrapartida femeni­ na al «varón inmune». Al permitirse la relación con las demás, descubrió que podía ser eficaz por sí misma. Evolucionó hacia una fuerza mayor, pero como parte del proceso de volverse hacia ellas. Ahora es a la vez más fuerte y más capaz de basar su fe en los otros. En cierto sentido, perseverar en su anterior situación requería mucha fuerza; pero esta fuerza la socavaba. Ahora está convencida de su necesidad de los demás. De hecho, le gusta descubrir que la gente «puede hacer esto por mí». A la vez tiene un sentido muy elevado de su propia eficacia personal.

Autenticidad sexual ¿Qué pasó con las relaciones de Jane durante este período? Durante cierto tiempo -cuando no estaba segura de si estaba actuando realmente «desde su centro» o igual que antes- sintió que las relaciones con los hombres podían ser confusas. Los momentos más desconcertantes eran los «buenos ratos» en los que le era fácil estar de acuerdo con ellos. Aún no estaba segura de poder confiar en su complacencia. ¿Estaría cayendo en la vieja trampa? Posteriormente encontró un hombre al que parecía que le gustaban de verdad «sus nuevas facetas». Estaba segura de que

nunca más «manipularía su versión de las cosas para que en­ cajase» con lo que creía que buscaba en un hombre; era cues­ tión de él si le gustaba o no. De momento parece que sí le gusta. Jane cree que a ella también, pero aún no está segura. Aún le queda mucho por descubrir y por trabajar respecto a quién tiene que ser ella y quién desea ser. Puede que él no sea el tipo de persona que desea para una relación. También está la cuestión sexual. En el pasado, Jane sentía que «sólo los hombres fuertes me excitan de verdad». A medi­ da que variaba toda su perspectiva psíquica y la idea del hombre fuerte iba perdiendo su importancia anterior, se empe­ zó a preguntar si alguien la atraería sexualmente ahora. Sin embargo, en el momento en que apareció la posibilidad de un contacto sexual, el temido problema desapareció sin ningún conflicto. Quizá sea correcto decir que el sentido de la fuerza adoptó para ella connotaciones diferentes y asumió un lugar distinto en el cuadro completo. Ya no tenía la preocupación obsesiva por el estereotipo de hombre fuerte, sino que le interesan los hombres con sus mismas cualidades. Ha sido capaz de sentirse más libre y sexualmente vinculada con un hombre que la conoce tanto en sus fuerzas como en sus vulnerabilidades y que es capaz de compartir con ella diferentes aspectos de sí mismo Otra mujer, Emily, estaba también desarrollando un cierto sentido de su propio centro mediante un proceso similar al de Jane. A ella también le gustaba actuar «como ella misma», franca y directamente, y encontraba que la experiencia consti­ tuía una nueva fuente de energía. También acabó encontrando algunos hombres que parecían responder a su «nueva identi­ dad». Pero tan pronto como tenía relaciones sexuales con ellos empezaba a perder el sentido de dicha identidad. «Es casi una sensación física. Me deslizo de nuevo hacia un molde pasivo. No tengo nada que decir sobre lo que está pasando. Sólo sé que me está pasando a mí.» Este problema tiene varias dimensiones. Una de ellas es la aceptación de la propia sexualidad y el permitirse experimentar

placer sexual. Esto se ve agravado por la vieja idea de que el sexo es algo inmoral y sucio. (Idea que aún permanece entre nosotros en plena era de la revolución sexual.) Si una mujer, incluso involuntariamente, sigue pensando en el sexo como algo malo, entonces le será más fácil tener contactos sexuales (e incluso disfrutar de ellos) si puede mantener el concepto de que es el hombre quien actúa. Ella sólo cumple, y todo es realmente «para él». Esta actitud es parte de la historia de lo que se supone que hace y siente la mujer. Pero no encaja con lo que quiere Emily, ni con lo que ha conseguido en otros ám­ bitos. Para ella hay una dimensión adicional en la cuestión sexual. Ser ella misma durante el acto sexual es la confirmación final de que su «nuevo yo» existe realmente. «Demostraría», por así decirlo, que puede ser realmente la persona que ahora intuye. Le permitiría liberar todas las energías reprimidas y dirigirlas a sus metas. Sería, en cierto sentido, «el fin de la dependencia», y no está aún preparada para enfrentarse a ello. Le da miedo, pero a la vez es «demasiado bonito para ser cierto». (También significa que sigue pidiéndole a un hombre que le demuestre que existe su nuevo yo, que le dé su sello de validez, la demostración de interés sexual.) Durante cierto tiempo, la sensación de estar encajando otra vez en el viejo molde hizo que Emily se volviera contra el sexo y se desanimara. Al final, cuando fue capaz de resolver esos problemas por sí misma, dejó de necesitar a los hombres o al sexo para demostrar que su «nuevo yo» existía realmente; es más, que tenía pleno derecho a ello. Emily ahora está dispuesta a tomar las riendas de la dirección de sí misma, y puede decidir si es correcto, tanto en las situaciones sexuales como en las demás, dejar que emerja del todo su identidad. Ha dado un gran paso para alejarse de su exigencia de que los hombres lo hicieran por ella; mediante la confirmación sexual. Jane, por otra parte, encara un paso diferente en este mo­ mento. Sabe que su nueva relación puede traer dificultades añadidas. Si llega a querer a este hombre se encontrará tentada

de entregarse y hacer cosas por él. Esto le sería muy fácil. Entonces sería más difícil saber si estoy actuando en base a mí misma o no. El propio sentimiento de querer hacer cosas por él podría contribuir a la confusión. Quiero hacer cosas por él, pero también quiero saber por qué las hago, si es para evitar ser yo misma o porque lo soy.

A veces piensa que podría tener que posponer cualquier relación seria con un hombre hasta que tenga más claros sus propios motivos. Luego hay días en los que se siente más segura de sí misma y dice: Me parece que a veces me confundo, pero enseguida puedo volver a saber si estoy actuando centrada o no. Cuando siento que no, encuentro la forma de volver a hacerlo.

Primeros pasos Muchas se encuentran en una posición parecida a la de Jane al principio. Sabía lo que no quería: caer en la trampa de otra relación como su anterior matrimonio con un «hombre fuerte» que la decepcionó. Al mismo tiempo, pensaba que «tenía que tener a alguien más para vivir». Eso significaba un hombre, uno qué no la desilusionase. Pero ella no sabía lo que quería. Esto no es raro si se tiene en cuenta que todo el condicionamiento por el que pasa una mujer se opone a que descubra qué es lo que quiere. Hoy en día, la falta de un deseo definido es, en sí mismo, algo que desanima a muchas mujeres. En último extremo representa una especie de «excusa», aunque comprensible. Si no sabes lo que quieres puedes evitar arriesgarte a conseguir­ lo; y este riesgo es grande para las mujeres. Pero limitarse a decir esto no es una gran ayuda. Las mujeres creen que han de empezar a explorar sus propios pensamientos y sentimien­ tos, sean los que sean y empiecen por donde empiecen. Al principio de este proceso suelen descubrir sentimientos que no parecen tener mucho sentido. Es muy difícil aceptar

sentimientos y pensamientos que no se pueden integrar en un marco de conceptos aceptables. Esto exige el uso inmediato de la creatividad; crear y recrear formas de pensar y manifestar una multitud de cosas antes impensables e ineficaces -tema que se discutirá hacia el final del capítulo-. Algunas mujeres experimentan «sólo sentimientos negativos»; cólera, resenti­ miento, odio, etc. Es frecuente que se critiquen más aún a sí mismas, porque creen que estos sentimientos son infundados. Es muy importante darse cuenta de que a veces son apropia­ dos y necesarios. La cólera puede ser una de las primeras reacciones auténticas y, si bien no es agradable en un sentido tradicional, puede aportar su propia forma de placer, dada su innegable realidad. Puede ser un factor de movilización y fortalecimiento, aunque a la larga las mujeres pueden añadir otros. (Dada la oposición que encaran no es de ningún modo una experiencia antigua, sino una emoción que se puede pro­ vocar repetidamente.) Todos estos puntos de probable desánimo son importantes como ejemplos del tipo de cosas que encontrará la mujer. Si bien no son, ni mucho menos, una lista exhaustiva, sí son algunos de los sentimientos más normales a los que se enfrenta cuando empieza a recorrer su camino hacia la autenticidad. Riesgos: Todas las mujeres de nuestros ejemplos se enfren­ tan a un riesgo; especialmente difícil para ellas, aunque a los demás no se lo parezca. Este tipo de riesgos tiene algunos componentes comunes para muchas de ellas. Todas se han de arriesgar a centrarse en sus propios deseos y necesidades, inclu­ so si ello significa -como suele pasar- molestar a los demás. Es frecuente que el otro importante sea la persona en la que se ha realizado una mayor inversión emocional. Si se trata de la pareja masculina, también suele estar implicado el status eco­ nómico y social. En cuanto las mujeres se plantean causar molestias a los demás -especialmente a los hombres- lo equiparan con el abandono. El riesgo, en cuanto a su significado e impacto

psíquico, es el del abandono y la condenación. (La mujer será abandonada porque estaba equivocada y era mala.) Pero la abandonen o no, ella ha sido condicionada para creer que sí lo harán. Para la mujer, éste suele ser uno de los riesgos mayores y más terroríficos. En algunos casos el hombre no llega a abando­ narla, en otros es ella quien se va y encuentra, quizás, otras relaciones mejores. Pero el factor crucial es que debe afrontar el riesgo inicial a modo de paso psicológico. Si se niega a ello, en la mayoría de casos no puede empezar el viaje. Sólo cuando puede evitar pensar en complacer a los demás y adaptarse a sus deseos y expectativas puede empezar a conocerse a sí misma. Dada la realidad económica actual, este riesgo sigue siendo grande. La sensación de complacerse a sí misma es algo ajeno a la mayoría de mujeres. Cuando lo consiguen, descubren un pla­ cer desconocido. Es frecuente que intenten establecer relacio­ nes nuevas y mejores, pero si su njeta es la de asegurarlas en primer lugar, no podrán encontrar el inicio del camino. Esto, según creo, es debido a que la relación varón-mujer se ha estructurado de forma que mantenga a la mujer apartada de sus propias reacciones y su realización. En el pasado este aislamiento ha funcionado automáticamente, incluso tras for­ mar una alianza. Además de «complacerme a mí misma», otro placer que experimentan Jane y otras mujeres es el de una mayor libertad para ser ellas mismas y «permitir» que los demás también lo sean, e incluso disfrutar de ello. Cuando una actúa sobre esa base, no necesita explotar a los demás ni formularles demandas excesivas para ser un cierto tipo de persona. Puede ser más libremente ella misma en el contexto de una mayor vinculación con los demás. Doris y su marido son un pequeño ejemplo de esta libertad recíproca. Ahora, cuando él quiere decir «cállate», dice «cálla­ te», y Doris se pelea con él en lugar de «dejar que se sienta grande, fuerte y justo». Los dos han dejado de lado los procedi­ mientos elaborados e indirectos mediante los que antes

se controlaban y restringían meticulosamente. Ahora se apre­ cian más y disfrutan uno del otro, dado que no intentan forzar­ se mutuamente a encajar en ciertos papeles.

Creatividad con un destino La creatividad personal es un factor de suma importancia que seguramente hemos sólo empezado a valorar. Un aspecto prometedor del cambio actual de las mujeres es que, a medida que luchan por la autenticidad, muestran su creatividad perso­ nal. Al hacerlo así, contribuyen a elucidar la creatividad que se esconde en todas las personas. La creatividad personal consiste en el proceso continuo de generar una perspectiva cambiante de uno mismo y de su relación con el mundo. A partir de esta creación, cada uno determina su próximo paso y se ve motivado a emprenderlo. Esta perspectiva debe ser sometida a repetidos cambios y re­ creaciones. A lo largo de la infancia, y también de la edad adulta, se producen cambios físicos inevitables a medida que uno crece. Esto exige cambios en la relación con el mundo. Es más, son estos cambios psicológicos continuos lo que conduce a una mayor experiencia, a más percepciones, emociones y pen­ samientos. Es necesario integrar todo ello en un concepto cohe­ rente y cada vez más amplio de la propia vida. Toda persona crea repetidamente una concepción que no se había creado nunca antes; es decir, uno crea constantemente una visión personal. A pesar de nuestra comunalidad, cada uno de nosotros, día a día, creamos nuestra propia tentativa de «acabar el cuadro», por así decirlo. Nunca es exactamente el mismo cuadro que el otro, ni el mismo que pintamos ayer. Es decir, cada uno de nosotros se enfrenta repetidamente a la necesidad de «componer la gestalt», como lo describió Max Wertheimer.1 En el mejor de los casos, nuestra concepción será un reflejo exacto de lo que he­ 1. M. Wertheimer, Productive Thinking (Nueva York, Harper, 1959).

mos experimentado y de cómo nos sentimos al respecto. Cuan­ to más nos acerquemos a este ideal de autenticidad, mejor estaremos. Y cuanto más podamos actuar en relación a nuestra propia concepción, más completos y auténticos nos sentiremos. Después podremos volver atrás y «corregir» nuestras concep­ ciones sobre el mundo, sobre nosotros y lo que deseamos. Es cierto que las formas en las que concebimos la experien­ cia, en gran medida, nos vienen dadas por la cultura en la que aprendemos qué es «pensar y sentir», o incluso qué son los sentimientos y los pensamientos. Pero la gente está enfrentán­ dose continuamente a los límites de su cultura -a las cortapisas que ésta impone- y buscando la forma de componer y expresar las muchas experiencias para las que no resulta suficiente. Esto se cumple para todos. Para las mujeres de hoy en día es un factor preeminente. Como hemos visto, hay algunos motivos fundamentales por los que ellas no encuentran fácilmente los medios para expresar y conceptualizar su experiencia. Pero luchan para desarrollarlos. De esta forma, sus esfuerzos pueden contribuir a aclarar los acontecimientos mentales ocultos que pueden darse en todo el mundo. Es cierto que, a lo largo de toda la historia, las condiciones económicas han forzado a mucha gente (y siguen forzándola) a llevar una vida de miseria, sin oportunidades de pensar más allá de la tarea inmediata de sobrevivir. También es cierto que, incluso en esta situación, la mente humana se mantiene en funcionamiento constante, atribuyendo sentido a todo, inten­ tando que resulte comprensible. La mente no parece ser, en términos modernos, un «sistema cerrado», sino más bien un sistema capaz de ampliación infinita. Cuanto más íntimamente se pueda vincular a aquello que uno experimenta en realidad, más fácil será que emerja su creatividad inherente. Cuantas más oportunidades tengamos de convertir en acción nuestras creaciones mentales, más ampliamente podremos sentir y pen­ sar. Una cosa se basa en la otra. El impacto de las experiencias de las mujeres que hemos comentado puede apreciarse cuando reconocemos que se en­

cuentran en el filo de una nueva perspectiva más amplia. Su creatividad personal es una necesidad absoluta de cara al inten­ to de encontrar una forma de vivir ahora. Estas mujeres, al ir encontrando modos de enfocar sus vivencias, van creando a la vez una visión nueva y más general de la condición femenina. Para que se manifieste esta visión, ellas y las demás tendrán que crear nuevas estructuras sociales que la apoyen e incrementen. Es justamente en estos puntos en los que se ve que la motiva­ ción real para una nueva forma de vida parte de las intensas vivencias de las mujeres. Los medios para alcanzar estas nuevas formas de vida tendrán que ser también femeninos: para llegar a formas de vida que respondan a las necesidades de todas las mujeres, éstas tendrán que incluir inevitablemente más mutua­ lidad, cooperación y afiliación, tanto en el plano personal como en el social. No nos hemos ocupado de mujeres especialmente avanzadas en cuanto a su sentido de quiénes son y qué quieren. De hecho, hoy en día hay mujeres que destacan por su capacidad para actuar en base a su percepción y evaluación, que están muy avanzadas en la creación de nuevas formas de vida. Estas muje­ res tienen una gran seguridad en su propia valía y en su derecho al autodesarrollo y a la autenticidad. Algunas tienen un pasado lleno de logros; otras una historia de lucha por una causa justa. Lo que hemos intentado ha sido llegar a las fuerzas que afectan a las mujeres como grupo, a los puntos nodales a partir de los cuales se puede producir más movimiento. Los hechos en la vida de las mujeres concretas sirven como ejemplo para el intento de ocuparse de tales fuerzas. Uno de los motivos para ello, sin embargo, es la esperanza de demostrar que la necesidad de autenticidad y creatividad no pertenece sólo a las adelantadas, educadas, o a la elite. Estas fuerzas actúan de forma diferente sobre diferentes mujeres en diferentes circunstancias, pero cons­ tituyen una necesidad para todas nosotras. Hemos oído hablar mucho acerca de la falta de autenticidad de la gente. Lo que no hemos oído decir tantas veces es que, para la mitad de la población, la autenticidad implica un riesgo

claro y directo. Para las mujeres, actuar y reaccionar en base a su propio ser es enfrentarse directamente a su definición de sí mismas y de su forma de actuar. Moverse hacia la autenticidad también implica creación, en un sentido inmediato y personal. Todo el sentido de la vida empieza a cambiar, a verse bajo un nuevo prisma. Como dijo una mujer, «ahora lo veo todo con un sentido diferente. Muchos días siento como si me estuviera inventando nuevos caminos. No sigo el guión que tenía antes». Para esta forma de creación personal, nueva y mucho más intensa, no hay señalizaciones seguras. Suele deparar ansiedad y angustia, pero también satisfacciones y alegrías claras en el camino, incluso mucho antes de haber alcanzado un mínimo sentido de logro.

10 Todo esto no basta

El «poder» es casi una palabra malsonante, en cierto sentido igual que lo había sido el sexo. Especialmente para las mujeres se ha tratado de un tema indecible. Sin embargo, todas las capacidades a las que nos referimos en los capítulos anteriores seguirán siendo algo irreal e irrealizable a menos que ellas consigan el poder para ponerlas en práctica. Para ello tendrán que adquirir poder y autoridad económica, política y social. En estos momentos casi no lo tienen en absoluto. La estrategia y la táctica de la acción eficaz en el frente económico y político requiere un análisis y un debate profundo que se están llevando a la práctica en muchos contextos. Al mismo tiempo hemos de plantearnos la cuestión de la naturale­ za y el significado psicológico del poder y la autodeterminación, a menos que queramos malinterpretar las ventajas y posibilida­ des femeninas en esta lucha. Los términos «poder» y «autode­ terminación» han adquirido ciertas connotaciones, es decir, implican ciertas formas de conducta más típicas de los hombres que de las mujeres. Pero puede que tales formas no sean necesa­ rias o esenciales para su significado. Como todos los conceptos y acciones del grupo dominante, el «poder» puede ser algo distorsionado y sesgado. Ha recaído casi por entero en manos de gente que ha vivido con la necesidad constante de mantener un dominio irracional; y es en sus manos que ha adquirido tintes de tiranía. De la misma forma, la idea de la autodetermi­ nación ha sido construida por los grupos dominantes sobre una base que incluía, parí passu, la restricción de otro grupo. Esto

no es autodeterminación en estado puro, sino un concepto que ha adquirido connotaciones extrínsecas a su naturaleza real, signos de otro proceso oculto. Por lo tanto, es importante analizar algunos de los significa­ dos del poder y la autodeterminación para ver si, a medida que la mujer lucha en el ámbito económico y en otros, puede redefinirlos.

Poder En general, para las mujeres de hoy en día, el poder se puede definir como «la capacidad de llevar a la práctica». Una gran parte de esta tarea consiste en llevar a la práctica las destrezas que ya tienen. También aquellas nuevas que están desarrollando. Este no ha sido el significado del «poder» en el pasado. Normalmente ha significado la capacidad de avanzar y, a la vez, controlar, limitar y, si era posible, destruir el poder de los demás. Es decir, hasta el momento ha tenido al menos dos componentes: el poder para uno mismo y el poder sobre los demás. (Hay una diferencia importante entre la capacidad de influir a los demás y el poder de controlarlos y restringir­ los.) La historia de las luchas por el poder tal como la conoce­ mos se ha basado en ello. El poder de otra persona o grupo de personas se veía como peligroso. Tenías que controlarlos o te controlarían a ti. Pero en el ámbito del desarrollo humano, ésta no es una formulación válida. Más bien es al contrario. En un sentido muy básico, cuanto mayor es el desarrollo de una persona, más capaz, más eficaz y menos necesitada de limitar a los demás será. Esta no es la forma en la que se han querido presentar las cosas. Las mujeres no proceden de un entorno que creía que nece­ sitaba subordinados. Tampoco están acostumbradas a la idea de que el poder es necesario para mantener la autoimagen. Sin embargo tienen sus propios problemas con el poder. Su inexpe­ riencia en emplearlo abiertamente, unida al miedo que les

produce, está adoptando nuevas formas. A medida que partici­ pan en un mayor número de actividades de más amplio alcan­ ce, se enfrentan a nuevas formas de lucha y rivalidad. La mayoría de ellas no tienen práctica con las fórmulas y conven­ cionalismos que los varones han ejercitado desde que eran niños. (Jane, por ejemplo, evitaba las luchas abiertas por el poder con los miembros de ambos sexos.) Los sentimientos femeninos pueden ser especialmente crudos al respecto, y algu­ nas situaciones pueden resultar muy frustrantes. Aun así, estas luchas no pueden evitarse. Son terrenos im­ portantes de interés femenino, y algunas mujeres pueden come­ ter graves errores en el proceso de enfrentarse a ellas. Sin embargo, hay nuevos factores. Ellas han creado formas de examinar más abierta y cooperativamente sus deseos y caren­ cias en estos ámbitos. Muchas mujeres están dispuestas a vol­ verse hacia los demás con la esperanza de enfrentarse a esa área. Pueden emplear sus capacidades para apoyarse mutua­ mente, incluso mientras desarrollan formas más eficaces y ade­ cuadas de tratar con el poder, fomentando su empleo adecuado y reaccionando ante el que no lo es, en sí mismas y en los demás. Hay que enfrentarse con los problemas del poder; incluso entre las propias mujeres hay fuerzas en conflicto. Sobre todo es importante comprender que no es necesario que se menospre­ cien mutuamente; no es necesario adoptar esos atributos des­ tructivos que no son parte del poder eficaz, sino simplemente una forma de mantener el sistema dominante-subordinado. Las mujeres necesitan el poder para fomentar su propio desarrollo, pero no para limitar el de los demás. Parten, sin embargo, de una posición en la que han sido dominadas. Salir de esa posición requiere una base de poder desde la que dar al menos el primer paso, es decir, resistirse a los intentos de ser controlada y limitada. Han de avanzar desde este primer paso hacia un mayor poder; el poder de conseguir el desarrollo pleno. Es importante acentuar esto. Los grupos do­ minantes tienden a caracterizar incluso la menor resistencia

a su control como una demanda de poder excesivo. (Por ejem­ plo, cuando una da el primer paso y se niega a llevar el café a la oficina, puede ser tratada como si tuviera más poder que el jefe.) Hay otra forma en la que el poder, tal como lo hemos visto funcionar hasta ahora, está distorsionado. Ha funcionado sin los valores especiales que las mujeres pueden aportarle. De hecho, estas cualidades femeninas parecen no tener relación con la «realidad» del poder en el mundo. No estoy insinuando que ellas deban suavizar el poder sino que, mediante su partici­ pación, podrían fortalecer su funcionamiento adecuado. La mujer puede aportar más poder al poder, empleándolo cuando se necesita, y no como sustituto de otras cosas como la coopera­ ción. Entonces podremos empezar a despejar suposiciones muy rígidas. La meta es, en último extremo, una nueva integración del poder eficaz y las cualidades femeninas tal como intenta­ mos definirlas.

A utodeterminación Las mujeres parten de una posición en la que su propia naturaleza venía determinada por los demás. Su identidad estaba casi del todo determinada por lo que la cultura domi­ nante creía que necesitaba de ellas, y lo que las inducía a intentar ser. Como se indicó al principio de este libro, estas definiciones del grupo dominante son inevitablemente falsas. Es más, como se indica en todo él, están burdamente distorsio­ nadas por los propios problemas sin resolver de los dominado­ res. Estas definiciones se apartan mucho de la «verdadera naturaleza» de la mujer; desde luego no reflejan lo que buscan ellas como individuos autodeterminados. Empezar a definirse a sí mismo casi «desde cero» y descubrir qué es lo que se quiere es una empresa enorme para cualquiera. Por supuesto, el poder está íntimamente vinculado a tal empresa. Sin el poder de llevar a cabo esas determinaciones, la

vida de la mujer seguirá circunscrita y controlada por los de­ más; los menos indicados para tomar determinaciones válidas. En este punto, igual que en los anteriores, los temas princi­ pales de discusión pueden resultar inadecuados y sesgados. Es más, pueden actuar a modo de trampas. Por ejemplo, está claro que una forma de opresión para la mujer es la dependencia económica, política, social y psicológica. Sin embargo, lo con­ trario, es decir, el ser «independiente» en cuanto al grupo dominante, puede constituir una meta espúrea. Quizá haya metas mejores que la «independencia» tal como se ha definido. O podrían existir mejores condiciones, negadas por el propio término: por ejemplo, sentirse eficaz y libre a la vez que se mantienen vínculos intensos con los demás. La autodeterminación será un concepto significativo sólo si empieza donde empiecen las mujeres. Al mismo tiempo, com­ prender dónde están ellas cambia y aumenta el significado del término, añadiéndole sus perspectivas especiales. Estas pueden ayudar en el intento de alcanzarla, en lugar de distraer a la mujer en direcciones falsas -e incluso atemorizantes, como la independencia del varón- que pueden no ser definiciones válidas en ningún caso. De hecho, el miedo inducido a la mujer ante su propio poder y autodeterminación ha sido tan asumido que requiere examinarse de cerca. Explorar este miedo, a su vez, puede aportar pistas importantes sobre las rutas hacia una mayor autodeterminación y poder. El miedo de las mujeres al poder La sociedad masculina tal como se ha constituido hasta ahora teme a la eficacia autodirigida de la mujer. Un ejemplo de ello se produce cuando ésta se refiere a su poder en lugar de a su eficacia. Dado que los hombres le temían, han induci­ do en ellas este temor. Pero su dinámica es muy diferente en cada sexo. Es importante diferenciarlos. Las mujeres no tie­ nen los mismos motivos que los hombres creen tener, pero se les ha hecho creer que sí.

Todos hemos oído los términos «mujer castradora», «puta», y similares. Han bastado para apartar a muchas mujeres, no sólo de la agresión sino incluso de la conducta asertiva directa. Pero nos hemos de preguntar, ¿quién creó estos términos? ¿A partir de que experiencia se originaron? Los motivos para el miedo masculino a las mujeres son muchos y van desde lo superficial a lo muy profundo, mezcla­ dos constantemente. Como he sugerido, cuando las mujeres empiezan a salir de su lugar restringido, amenazan al hombre, en un sentido muy profundo, con la necesidad de reintegrar muchos de los aspectos esenciales del desarrollo humano; as­ pectos que ellas han acarreado en nombre de la sociedad total. Estas cosas han permanecido ocultas y se han convertido en algo que temer, porque parece que pueden atrapar al hombre en sus «emociones»: debilidad, sexualidad, vulnerabilidad, inde­ fensión, necesidad de atención y otros campos sin resolver. En un plano más obvio, la eficacia autodirigida de la mujer llevaría directamente a la necesidad obvia de reexaminar muchas for­ mas de apoyo, incluida la mano de obra barata, que la mujer ha estado dispuesta a facilitar. Por otra parte, ¿cuál es la razón del temor de las mujeres a su propio poder? En primer lugar, el uso directo de éste en interés propio suele desencadenar una reacción muy negativa en el hombre. Esto, en sí mismo, ha bastado muchas veces para disuadir a un miembro del grupo dependiente de emplear direc­ tamente su poder. Ante las experiencias de este tipo, la mujer ha formulado una ecuación interna exagerada: el empleo eficaz de su poder significa que está equivocada o que es destructiva. Es más, este mensaje se inculca en las niñas desde la infancia, incluso antes de que tengan oportunidad de contrastar su vera­ cidad en su propia vida. ¿Resulta, por lo tanto, sorprendente que hayan llegado a pensar que el empleo eficaz y directo de sí mismas podría ser destructivo para los demás? De hecho, dada la forma en que se organiza la vida femenina y las cosas que se supone que ellas hacen por los demás, es muy probable que la realidad actual confirme este concepto de sí mismas. Actuar

para una misma parece igual que privar a los demás de algo, o herirlos. Así es como pensaba, por ejemplo, Anne (la artista del Capítulo 6) de su pintura. Si bien era consciente de ello, decía que era difícil «sacarse esa idea de la cabeza». La misma reacción adquiría rasgos mucho más complejos en algunas de las otras mujeres comentadas. Jane, de la que hablamos en el primer capítulo, se refería a un miedo que se oponía incluso a la primera precondición del poder. Había tomado la decisión de marcharse de la ciudad, creyendo que eso la llevaría a cosas mejores. Cuando comenta­ ba que tal decisión había dado buenos resultados, dijo: Para. No quiero oír eso. Me da miedo... Me asusta incluso pensar que tomé esa decisión y resultó bien... Me da miedo permitirme pensar eso. Nunca decidí nada por mí misma. Siempre tuve la sensación de que no podía tomar la decisión correcta. Por supuesto, no sabía en realidad qué hacer; todo se me venía encima... Pero incluso si decidía algo, no quería saber cómo iba. Si me permitía pensar que lo había decidido yo, que yo había hecho que sucediera -y que había ido bienme sentía ansiosa como ahora. Eso significa que sé realmente que puedo comprender cosas... O sea que sería bueno para mí saber algo. No sabes cómo me asusta eso. No lo entiendes. Si tengo alguna base para saber lo que me conviene, entonces es mucho más difícil...

El intento de Jane de autoengañarse demuestra la intensa ansiedad que sentía respecto a ese paso inicial en el uso de su propio poder. Es importante recordar que se la había llevado a intentar conseguir el poder casi absoluto de forma indirecta. Nunca resultó eficaz, nunca lo consiguió, pero seguía aferrán­ dose a ese enfoque. Otra mujer, Francés, se encontraba en una etapa diferente del proceso de conseguir más poder y autodeterminación. Si bien era una persona muy activa y capaz, no reconocía sus propias destrezas. Refiriéndose al pasado, dijo: Cuando Sam [su marido] estaba cerca, yo me sentía confiada, y tenía mucho menos miedo de fracasar. Parecía más capaz de moverme y dejar que las cosas pasaran. Las posibilidades estaban abiertas. Cuan­ do se fue, pareció que todo se había cerrado. Parecía que las cosas no

saldrían bien, que las haría mal. Tenía miedo incluso de empezar a hacer nada. Parecía que era él quien hacía que sucediesen. Ahora veo que yo hacía la mayor parte de ellas. Incluso las planea­ ba. Pero entonces no parecía así. Era como si fuera él quien las hiciera. Ahora he cambiado todo eso. Sé que hago cosas. Es divertido. Ahora quiere volver y todo parece al revés. Es como si las cosas estuvieran cabeza abajo. Y lo estarán si yo vuelvo a actuar como antes. El hará todo y yo seré «impotente» otra vez. El sistema viejo tenía que centrarse en que los dos viéramos las cosas así, y actuáramos como si todo viniera de él. Ya no me es necesario verlo así. Ahora veo que a él sí le hacía falta. Y aún es así. Pero por aquella época, para mí también lo era.

Se hizo evidente que parte del sentimiento de desesperanza de Francés partía de su miedo a reconocer que tenía poder; que podía hacer que las cosas sucedieran, y que hacerlo era seguro. Al principio desechaba toda sugerencia de hacer algo por sí misma, para sí misma: «¿Sólo para mí? ¿Si es sólo para mí, de qué sirve? Simplemente no hay ningún motivo». He aquí -en pocas palabras- la fuerza de las mujeres y su problema.

Masoquismo y poder El llamado «masoquismo femenino» se centra en ciertos aspectos del poder. Jane demuestra por qué a veces puede parecer mucho más fácil ser, y seguir siendo, la víctima en lugar de luchar por una misma. Incluso en una situación abiertamen­ te destructiva, la víctima no tiene que enfrentarse a sus propios deseos de cambiar la situación, a su poder de hacerlo, ni a la rabia que ha acumulado en la posición de víctima. Puede parecer más fácil culpar a la otra persona y protegerse una misma que enfrentarse a esos temas difíciles. Dado que la sociedad empuja a la mujer a mantenerse en esa posición, salir de ella significaría tenerlo casi todo en contra. Intentar cambiar la situación representa la amenaza de no tener dónde ir, ningu­ na alternativa, y, aún peor, el aislamiento y la condenación completa. Tales amenazas pueden ser validadas por la realidad,

y recicladas de esta forma para reconfirmar los miedos internos de las mujeres. La cólera es una parte especialmente importante de la impo­ tencia. Mantenerse en una postura de impotencia puede ser un refugio ante la propia cólera. Reconocerla y sentirla produce temor al principio. Si una se ha sentido impotente durante un largo período, casi siempre habrá reaccionado con furia. (La gente no se limita a aceptar tales cosas; siempre reacciona ante ellas.) Incluso las mujeres que desean ser abiertamente asertivas pueden verse atrapadas por el miedo a enfadarse, cosa que no desean hacer casi nunca. Suele ser difícil separar la cólera de la asertividad. A veces las mujeres pueden temer que el grado de su rabia sea excesivo o injustificado. Normalmente aprendemos a separar las dos cosas sólo cuando nos permitimos experimen­ tar y explorar la cólera. Es más, puede que esté justificado un grado mayor de ésta de lo que nos permitimos admitir. A veces, culpar a la persona que nos hiere puede ser más difícil que mantener el círculo masoquista de la autocondena. Esto se cumple especial y trágicamente si uno cree que la otra persona es absolutamente necesaria para la propia existencia. Puede parecer que una «persona masoquista» culpa al opresor, pero se culpa a sí misma mucho más, y la situación no cambia para uno ni para el otro.

Ambitos de la vida con y sin poder Para las mujeres que luchan por construir su vida o traba­ jan en una fábrica o en su hogar, todas las capacidades femeni­ nas mencionadas antes pueden parecer de poca ayuda y nin­ gún consuelo. ¿Cómo pueden ayudarles a mejorar sus vidas? No son las características que ayudan a una a «conseguirlo» en el mundo tal como está constituido. Ese es el verdadero pro­ blema. Todas estas características sólo se pueden ver como valiosas si están en un estado dinámico, en marcha hacia algo más. En realidad, en el caso de muchas mujeres de hoy, parece

que éstas son las tendencias contra las que deben luchar más duramente para actuar como ellas mismas. Hay ocasiones significativas en las que las mujeres sienten que han de hacerse fuertes en contra de estas características para llegar a algún sitio o escapar de algún vínculo personal. Me parece que, en esas ocasiones, no son dichas características las que atrapan a las mujeres o las detienen; es más bien el uso que se hace de ellas y el hecho claro de que en cuanto una actúa en base a ellas se ve llevada a la servidumbre y a la falta de dignidad y libertad. No tendría que ser así, y la suma del poder y la autodeterminación son los dos factores determinantes. Pero aún puede resultar muy difícil sortear las cortapisas personales conflic­ tivas. En ciertas ocasiones en la vida, puede parecer necesario abandonar parte del «equipaje», dado que la dignidad o la necesi­ dad de autoafirmarse están en juego como paso esencial de cara a hacer algo o a huir de un vínculo paralizante. Individualmente, cada mujer debe partir de su lugar concreto en la vida. Sin embargo, una perspectiva más amplia de sus posibilidades puede ayudar a entender las muchas variaciones individuales. Todas las cualidades valiosas antes mencionadas -como la colaboración en el desarrollo de los demás- no te llevarán a la cima de la General Motors, caso de que esto le fuera realmente posible a una mujer. Ni siquiera te aportarán una vida autodeterminada, auténtica y eficaz. De hecho, el problema es que las características más desarrolladas en la mujer, y quizá más esen­ ciales del ser humano, son aquellas que resultan disfuncionales para el éxito en el mundo tal como es. Esto, claro está, no es por accidente. Pueden, sin embargo, ser las importantes para hacer un mundo diferente. La adquisición de poder real no es algo antitético a estas características. Es una necesidad de cara a su desarrollo completo y directo. Está claro que a medida que la mujer busca el poder real, se enfrenta a serios conflictos. El conflicto, en la sociedad y como área de estudio psicológico, ha sido un elemento especialmente difícil. Es importante analizarlo más a fondo, pues no es nece­ sariamente lo que nos han hecho creer.

Reivindicación del conflicto

El conflicto ha sido un tema tabú para la mujer por motivos clave. Se suponía que ellas eran las mediadoras, facilitadoras, adaptadoras y tranquilizadoras por excelencia. Sin embargo el conflicto es necesario para que la mujer construya su futuro. Todos nosotros, pero especialmente las mujeres, aprende­ mos a ver el conflicto como algo malo y atemorizante. Estas connotaciones las ha asignado el grupo dominante y han oscu­ recido su necesidad. Es más, han oscurecido la naturaleza fun­ damental de la realidad; el hecho de que, en su sentido más básico, el conflicto es inevitable, fuente de todo crecimiento y absolutamente necesario para mantenerse vivo. A medida que las mujeres aprendan a emplearlo, realizarán dos tareas fundamentales: primero escaparán de la trampa del conflicto «amañado» -determinado en términos establecidos por los demás, que garantizan que perderá la mujer- y al mismo tiempo aclararán el concepto de que es un hecho inevi­ table de la vida y no es malo en absoluto. Ya he afirmado que el intento del grupo dominante de ignorar y negar la existencia de ciertos conflictos y problemas fundamentales no resueltos le ha llevado a emplear a las muje­ res como depositarías convenientes de esos aspectos de la vida. (Me refiero al plano social, aunque esto también es cierto en un nivel más personal e íntimo.) Al hacerlo así, el grupo dominan­ te tiende a decir que «las cosas son como son» y que «tal como son ya están bien». Lo que encontró el psicoanálisis, en lugar de esto, es que las cosas no son lo que se dice que son. Son

expresiones de conflicto e intentos de resolución. Sean lo que sean, se originan en el conflicto y operan en él. Las preguntas importantes son: ¿qué causa realmente el conflicto? y ¿hemos formulado con exactitud sus términos? El principal descubrimiento inicial del psicoanálisis fue que los síntomas no son lo que parecen, no son algo fijo y estático. Por ejemplo, una parálisis histérica no es como una parálisis física. No es una parálisis en ningún sentido. Es, o expresa, un intento de moverse cuando el movimiento, por motivos impor­ tantes, está bloqueado. Esta «parálisis» es un progreso de con­ flicto, no una «cosa» o algo estático. Está en movimiento y por lo tanto es susceptible de cambio. El hecho de la existencia de conflicto es lo que acentuamos aquí. No sólo los síntomas son encamaciones del conflicto; la vida entera lo es. Dicho en pocas palabras, el gran secreto que descubrió el psicoanálisis -y que resulta básico para todos sus otros secretos- es el secreto del conflicto en sí mismo. A medida que las mujeres busquen la autodefinición y la autodeterminación, aclararán necesariamente la existencia del conflicto como proceso vital básico. Mientras se las empleó en un intento a gran escala de suprimir ciertos conflictos humanos fundamentales, el proceso del propio conflicto permaneció des­ conocido. A medida que salgan de tal situación, el conflicto puede llegar a conocerse y, así, hacerse susceptible de una atención más adecuada, con una mayor esperanza de acabar entendiendo nuestras mentes. Es decir, las mujeres no crean el conflicto; exponen el hecho de que existe. Debemos empezar por intentar redefinir algunos de los términos a los que nos hemos acostumbrado. Aparte de éstos, generales y algo abstractos, hay otros con­ flictos concretos, económicos, sociales y políticos a los que la mujer se enfrenta hoy en día. Esto está muy claro. Precisamente porque se enfrenta a estos conflictos cotidianos en cuanto in­ tenta avanzar, es más capaz de llegar a los niveles abstractos más difíciles. A los miembros del grupo dominante les es más fácil evitar darse por enterados de la existencia del conflicto. La

capacidad de las mujeres para reconocer la necesidad de éste para intentar alcanzar su propio interés puede ser una fuente de fuerza de primer orden -fuerza que la mujer puede tomar en sus manos y emplear. La segunda fuente de fuerza puede ser la posibilidad -menos asequible al grupo dominante- de que la conducción del conflicto no tiene por qué producirse como hasta ahora. Es decir, los métodos para conducir los conflictos no han de ser necesariamente los que siempre hemos conocido. Puede haber otros.

Conflicto reprimido En capítulos anteriores se sugirió que, en cuanto un grupo alcanza una posición dominante, tiende inevitablemente a pro­ ducir una situación de conflicto y que también intenta, a la vez, reprimirlo. Es más, los subordinados que aceptan la concepción de ellos que tienen los dominadores como pasivos y maleables no participan abiertamente en los conflictos. Estos se dan entre dominantes y subordinados, pero provienen de capas más pro­ fundas. Esta forma de conflicto encubierto se encuentra distor­ sionado y saturado de fuerzas destructivas. Si sólo se conoce el dolor y la futilidad del conflicto oculto, uno cree que eso es lo que éste es. Sin embargo, no es útil incitar a los subordinados a que produzcan conflictos abiertos a un nivel personal como si no fueran dependientes e impotentes. Las mujeres como grupo, por lo tanto, sólo pudieron producir conflictos indirectos hasta que empezaron a actuar sobre una base de fuerza «en el mundo real». Es prácticamente imposible plantear conflictos abiertos cuando se depende totalmente de la otra persona o grupo en cuanto a los medios básicos de existencia material y psicológica. Es más, dado que la vida de las mujeres ha estado ligada a su biología y al cuidado de los niños, ha habido otros obstáculos fundamentales en su camino hacia la consecución del poder y la autoridad económica y social. Obviamente, estas definiciones de rol impi­

den a la mujer su plena participación en el mundo; pero cambiar esta situación requeriría una reorganización fundamental de nuestras instituciones y de la forma de conseguir poder en ellas. Es fácil diseñar horarios de trabajo que permitan a mujeres y hombres compartir el cuidado de los niños y participar plena­ mente en la vida de nuestro tiempo si lo desean. Pero poner esto en práctica para cualquier número grande de personas requeriría más cambios en las estructuras económicas y sociales de los que han podido conseguir otros grupos oprimidos. Requeriría que no nos preguntásemos cómo pueden las mujeres encajar en las instituciones tal como las han organizado los hombres, sino cómo deberían reorganizarse estas instituciones para poder in­ cluirlas. Por ejemplo, a muchas mujeres aún se les pregunta: «¿Cómo te propones cuidar a tus hijos?» Se trata de un intento obvio de estructurar el conflicto en los viejos términos. La pregunta es más bien: «Si nosotros, como comunidad humana, queremos tener hijos, ¿cómo se propone cuidarlos la sociedad? ¿Cómo cuidarlos de forma que las mujeres no tengan que sufrir, o renunciar a otras formas de participación y poder? ¿Cómo se propone la sociedad organizarse de forma que los hombres se puedan beneficiar de una participación igualitaria en ello?» Ob­ viamente, ninguno de estos cambios fundamentales se producirá sin oposición. Pero es muy importante definir las metas genera­ les y partir de esta base en lugar de perderse en peleas sobre términos falsos. El hecho de que estos cambios tan necesarios parezcan aún tan lejanos y tan radicalmente diferentes pueden servir como fuente posible de desánimo. Las mujeres también encuentran difícil creer que tienen el derecho a pedir más. Estas demandas no son irracionales ni exageradas. Es importante preguntarse por qué la satisfacción de necesidades tan claras y obvias puede aún parecer pedir mucho. Es necesario reconsiderar algunas de las dimensiones más básicas del conflicto.

El crisol del conflicto El conflicto se inicia en el momento de nacer. El bebé, y luego el niño, genera inmediatamente conflictos respecto a sus deseos. Los participantes mayores en estas interacciones se dirigen al niño llevando consigo un estado de organización psicológica, una historia de conceptos sobre qué quiere hacer él o ella, qué debería hacer, cuáles deberían ser los resultados, etc. Cuando interactúan estas dos personas, con estados muy dife­ rentes de organización psicológica, el resultado es la creación de un estado nuevo en cada una de ellas. Será también algo dife­ rente a lo que cada uno de ellos «pretendía». (Por supuesto, el niño no «pretende» nada conscientemente, pero su conducta tiene propósitos reales e importantes.) Como resultado de esta interacción ambas partes cambiarán, pero cada una de ellas lo hará de forma diferente y a un ritmo distinto. A partir de una miríada de tales interacciones -conflictos que se repiten una y otra vez de forma ligeramente diferente-, cada persona desarro­ lla un nuevo concepto sobre quién es. Esta nueva concepción, a su vez, da lugar a un nuevo deseo, y de este nuevo deseo fluirán nuevas acciones. Esto es el conflicto tal como se emplea aquí el término. Ambas partes se enfrentan a la interacción con inten­ ciones y metas diferentes, y cada una de ellas se verá forzada a cambiar sus intenciones y metas como resultado de la interac­ ción, es decir, del conflicto. En el caso ideal, las pretensiones y metas nuevas serán cada vez más amplias y ricas en lugar de más restringidas y rígidas. Es decir, cada parte debería percibir más y querer más como resultado de cada encuentro, y tener más recursos en base a los que actuar. A menudo se cumple lo contrario, y el resultado del conflicto es un empequeñecimiento de las metas y una disminu­ ción de los recursos. El conflicto productivo puede incluir un sentido de cambio, expansión y alegría. A veces también puede implicar ansiedad y dolor, pero incluso en esos casos se trata de algo diferente a los sentimientos implicados en el conflicto destructivo o bloquean­

te. El conflicto destructivo provoca la convicción de que uno no puede «ganar» de ninguna manera o, para ser más exactos, que nada puede cambiar o ampliarse realmente. Suele implicar la sensación de que uno debe apartarse de sus motivos profundos, de que se está perdiendo el contacto con los deseos y anhelos más importantes. Los niños y jóvenes llegan gradualmente a «saber» que es peligroso iniciar un conflicto. Los adultos tienen experiencia en reprimirlo, pero no en conducirlo constructivamente. No pare­ cen saber cómo participar en él con integridad, respeto y cierto grado de confianza y esperanza. No sorprende, pues, que mu­ chos conflictos acaben mal, dejando en los adultos una sensa­ ción de ansiedad y temor al conflicto que los niños están prontos a sentir. Este problema básico del conflicto, que subyace a los que se encuentran al manejar cualquier conflicto específico, guarda una estrecha relación con la forma en la que cualquier grupo dominante percibe y conduce el conflicto en una situación de desigualdad. Es importante analizar cómo se ha considerado y conducido el conflicto en sentido amplio y por qué ha sido tan difícil darle una base productiva.

Perspectivas e ideas viejas sobre los conflictos Si nos preguntamos cómo podemos empezar a dotar al conflicto de una base productiva, será importante reconocer que esta habilidad no es algo que nadie haya aprendido del todo bien en nuestra sociedad, ni en muchas otras. Acabamos de salir de un estado en el que el conflicto apenas se toleraba. Había leyes severas y fuertes sanciones para quien no obedecie­ ra. Hoy en día, los conflictos entre grupos de la sociedad masculina aún se desarrollan sobre una base peligrosa y que produce temor. En este contexto, el conflicto en sí mismo ha de aparecer necesariamente como muy destructivo. Lo más probable, sin

embargo, es que se vuelva peligroso cuando su necesidad ha sido reprimida. Entonces tiende a estallar en una forma extre­ ma, social o individualmente. Esta tendencia del conflicto a tornarse en violencia cuando se reprime actúa como disuasor masivo para los subordinados. Se presenta como si siempre fuera una forma de extremismo cuando, de hecho, lo que resulta peligroso es no reconocer su necesidad. Esta forma destructiva extrema produce miedo, pero no es un conflicto. Es más bien lo contrario; el resultado final del intento de evitarlo y reprimirlo. Además de esta forma de disuasión psicológica masiva, también está el hecho incuestionado de que en cualquier situa­ ción del mundo real los dominadores tienen la mayor parte del poder real. Esa es también una forma de disuasión potente. Pero incluso con estas dos formas de disuasión, sigue siendo importante preguntarse por qué, en concreto, las mujeres no avanzan tan bien y rápidamente como podrían. Un factor im­ portante es su falta de disposición a iniciar el conflicto.

Inicio del conflicto Para una mujer, incluso sentir que tiene un conflicto con los hombres ha venido significando que algo iba mal en ella «psico­ lógicamente», dado que se supone que han de «llevarse bien» si todo es «correcto». La sensación inicial de conflicto se convier­ te así en una prueba casi inmediata de que está equivocada y es «anormal». Algunos de los impulsos y fuentes de energía más valiosos de las mujeres se quedan en el tintero por eso mismo. Se ven sometidas a una enorme presión que les lleva a creer que están equivocadas: son ellas quienes tienen la culpa, debe de haber algo muy equivocado en ellas. Nosotros afirmamos que cuando las mujeres tienen la sensa­ ción de estar en conflicto, hay buenas razones para pensar que deben de estar en tal conflicto. Esto, al menos, puede ayudar en principio. Las energías y esperanzas femeninas no se verán

frustradas antes de empezar a acumularse. En el pasado las mujeres vivían en un entorno de conceptos y presunciones destructivos para ellas. Intentaban encajar en un modelo de conducta que no se ajustaba a nadie; y se culpaban a sí mismas si no podían deformarse para encajar o si sentían que se produ­ cía un conflicto durante el proceso. (Los hombres también han sentido, a su manera, que estaban intentando «encajar en un encaje inencajable», como dijo Kenneth Burke, pero la forma específica de desajuste es diferente en ambos sexos.) Para pasar de estas generalidades a algunos de los aspectos específicos de las mujeres de hoy, podríamos volver a los casos de Jane, Doris y Nora, cuya búsqueda de autoconocimiento y acción autodirigida comentamos en capítulos anteriores. Cada una de ellas se enfrentaba a algún obstáculo personal en su camino, y para dar el siguiente paso todas tenían que iniciar un conflicto. Para Doris era con su marido, para Nora con las mujeres de su grupo, para Jane con sus compañeras de trabajo. Cada una de ellas demostró una dimensión superior del inicio de un conflicto, pues todas tenían que enfrentarse tam­ bién a su vieja autoimagen, que creían que necesitaban. Esta era una forma de conflicto igual de difícil de manejar que el que las enfrentaba a los demás. Doris y Nora tenían una imagen de sí mismas de mujer siempre «fuerte», que no era ni válido ni necesario. Jane se veía como la mujer débil y dependiente. En cada caso estas imágenes bloqueaban el desarrollo; se interpo­ nían en el proceso de adquirir más fuerza.

Reivindicación del conflicto positivo Hemos sugerido que avanzar hacia lo nuevo, desarrollarse más, suele acarrear conflictos. Será inevitable que haya conflic­ tos con el propio nivel de conciencia anterior, en el sentido más amplio. En medio de tal proceso tenemos una necesidad absoluta de los demás. Nora, por ejemplo, no podría haber

comprendido su nueva imagen ella sola. Necesitaba otras perso­ nas con las que compartir y asumir los riesgos, gente en quien confiar (o con quien empezar a construir una base de confianza, dado que ésta no se crea de la nada). Es más, a medida que uno intenta desarrollarse en oposición al marco imperante de la cultura dominante, es difícil estar seguro de que está percibiendo las cosas claramente. No es fácil creer que se está en lo cierto y que se tienen derechos. Por todo ello, es esencial una comunidad de personas que piensen de forma similar. En el pasado, probablemente la peor amenaza a la que se enfrentaban las mujeres que planteaban conflictos era la de la condena y el aislamiento; sobre todo este último. (Seguramente se trata del arma definitiva contra casi todo el mundo pero, como hemos visto tantas veces, la situación estaba estructurada de forma que para las mujeres parecía inminente.) Ellas ya han construido entornos solidarios que les ayuden a superar tal amenaza. Ciertamente, todos necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir. Es difícil vislumbrar el camino uno solo, tener una visión certera sobre qué aspectos del conflicto son o no adecuados, saber cuándo tenemos el derecho a pedir o a hacer valer nuestros derechos y cuándo estamos planteando demandas exageradas o distorsionadas. No es un camino fácil o directo. Los significados cambian y se ven influidos por el curso del propio conflicto. ¿Quién es capaz de conocer clara y directamente todas sus necesidades en cualquier momento? Casi siempre se plantean de forma poco clara. Especialmente si son importantes pueden estar cargadas de emotividad y ser difíciles de discernir. Plantear estos conflic­ tos requiere valor. La esperanza de éxito radica en el contacto respetuoso con los demás. Hasta ahora se animaba a las muje­ res a detenerse antes de empezar; no hacía falta decirles que tenían pocas posibilidades de ganar, y menos aún de llegar a un acuerdo respetuoso. Todo esto puede ser diferente ahora. Las mujeres han empezado a crear el entorno en el que participar en una interacción respetuosa y en conflictos reales.

Epilogo: sí, pero...

Uno de los problemas del término «insight» tal como se suele emplear en psicología es que empezamos a entender algo -un síntoma, un rasgo de carácter, una forma de vida- sólo después de haber empezado a cambiarlo. Hasta ese momento no se puede ver de verdad. (Igual que los prisioneros en el mito de Platón, encadenados a la pared de una gruta, creemos que las cosas son como parecen a pesar de haber visto sólo sus sombras.) Sólo gracias a que las mujeres han empezado a cambiar su situación podemos percibir nuevas formas de comprenderlas. Sólo gracias a que muchas mujeres valientes han dicho una vez más, en nuestros tiempos, «nos negamos a ser de segunda clase», podemos empezar a ver todos los significados conteni­ dos en tal status; no sólo para ellas sino para la estructura completa de la mente humana y para nuestros intentos de entender cómo funciona. Además de en la teoría psicológica, estos cambios se apre­ cian en los hechos concretos de la vida diaria. En mi propio trabajo terapéutico, por ejemplo, constato que muchas mujeres desean explorar sus propias necesidades y evaluarse en sus propios términos; y parece que es importante hacerlo. Puede parecer sencillo, pero no siempre lo es. En el pasado las mujeres tendían a empezar preguntándose qué había de equivocado en ellas que hacía que no pudieran encajar en las necesidades y planes de los hoAbres. Esta diferencia indica un cambio tre­ mendo. Es un cambio que la terapia no puede alcanzar. Precede a ésta, pero su impacto sobre ella es enorme. Hay otras conse­

cuencias para la terapia que no hemos detallado aquí. Eso queda por hacer. Ya hay un gran número de mujeres y grupos femeninos ocupándose de estas tareas. En muchos casos lo están haciendo de forma nueva, más abierta y más cooperativa. Es evidente que he intentado sugerir en lugar de formular definiciones. Me gustaría pensar en este libro como un paso en un proceso en el que participa mucha gente. Varias personas han oído algunas de estas ideas y me han ayudado con ellas durante todo el camino. La respuesta de cierta mujer me resultó muy recompensadora. Me dijo, «mientras leía hubiera querido decirle, “sí, pero...”, y “no, no explica eso...”». Si podemos hacer esto mutuamente podremos continuar refínando, revisan­ do y finalmente repensando todas nuestras ideas. ¡Lo maravi­ lloso es que hoy en día tenemos una comunidad entera de personas que pueden hacerlo! Una comunidad de mujeres solidaria y con un objetivo, dirigidas a la consecución de sus metas autodeterminadas es algo nuevo. Ha creado una atmósfera y un medio que da una cualidad enteramente nueva a la vida. Adelanta y fomenta los intentos de conocimiento y la convicción personal sobre el contenido y los métodos de adquirir conocimiento. Crea un sentido nuevo de conexión entre el conocimiento, el trabajo y la vida personal. Todo esto ha empezado a sucederles a las mujeres.

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