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Introducción al método iconográfico
Ariel
Ariel Patrimonio Histórico
Manuel Antonio Castiñeiras González
Introducción al método iconográfico
Editorial Ariel, S.A. Barcelona
I.a edición: junio de 1998 3.a impresión: febrero de 2007 1998: Manuel Antonio Castiñeiras González Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo: 1998 y 2007: Editorial Ariel, S. A. Avda. Diagonal, 662-664- 08034 Barcelona ISBN 978-84-344-6602-9 Depósito legal: B. 8846- 2007 Impreso en España por Cargraphics Polígono Pedrosa 08908 L'Hospitalet de Llobregat (Barcelona) Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción totaJ o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprogtafía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
“Man's life is a bubble as light as air, Floating away now here, now there, The bubble looks likely to float all day, But man's life sooner doth fade away.” Afternoon Tea: Rhymes for Children
PRÓLOGO ELOGIO DE LA IMAGEN Estas páginas no se hubieran escrito si no me animase el afán de mostrar la importancia de los temas en la Historia del Arte. A pesar de la existencia de una larga tradición historiográfica volcada hacia el estudio de la iconografía, es decir, del contenido de las obras de arte, el principal protagonista de nuestros estudios universitarios sigue siendo, en la mayoría de los casos, el estilo. Ello no deja de sorprender cuando el análisis de las imágenes ha dejado de ser patrimonio exclusivo de la historia del arte y se ha convertido en objeto de interés por parte de otras disciplinas humanísticas y ciencias sociales, como la historia, la psicología, la sociología, la semiótica, la antropología, etcétera. Este provechoso intercambio interdisciplinar no sólo ha servido para replantear muchos de los esquemas o criterios normalmente utilizados por los historiadores del arte, sino que también ha dado lugar a una renovada visión de la obra artística. En este particular contexto se sitúan los temas iconográficos. Su estudio permite abordar las relaciones entre arte y literatura, entre lenguaje figurativo y lenguaje verbal, entre gesto y significación, así como toda una serie de problemas inherentes a la creación artística: el peso de la tradición, la importancia de los comitentes, la función del arte en un determinado ambiente cultural, etc. Retomando las palabras de Erwin Panofsky, el soporte de toda esa compleja estructura de relaciones sería la obra de arte y, por delimitación, la imagen, los temas representados. Los temas, que son fruto de la experiencia y de la imaginación del hombre, han sido objeto desde las primeras civilizaciones de un fructífero diálogo entre palabra e imagen. En las distintas culturas, la literatura oral, transmitida de generación a generación, ha conformado un complicado sistema de mitos, historias, personajes legendarios y sucesos extraordinarios, es decir, una intrincada estructura de temas y motivos que con el paso a la escritura fueron definitivamente codificados. El arte no fue ajeno a este proceso, ya que además de influir en la ordenación y caracterización de los relatos orales, contribuyó de una manera similar a la escritura a “normalizar” y “tipificar” los temas.
Al igual que el libro y la lectura, objeto de numerosos elogios por parte de escritores y eruditos, la imagen y su contemplación merecen nuestra más profunda admiración y encomio. La pasión por leer es común a todos los grandes escritores desde su adolescencia. De ello da buena fe el genial Mario Vargas Llosa en un pasaje de su reciente novela Los jefes (1993): “Leía en los ómnibus y en las aulas, en las oficinas y en la calle, en medio del ruido de la gente, parando o caminando con tal de que hubiera un mínimo de luz. Mi capacidad de concentración era tal que nada ni nadie podían distraerme de un libro (he perdido esa aptitud). Recuerdo algunas hazañas: Los hermanos Karamazov, leído en un domingo; la noche en blanco, con la versión francesa de los Trópicos de Henry Miller, que un amigo me prestó unas horas; el descubrimiento de las primeras novelas de Faulkner que cayeron en mis manos -Las palmeras salvajes, Mientras agonizo, Luz de agosto-, que leí y releí con papel y lápiz, como los libros de texto.”1 Existe una pasión similar por contemplar imágenes, común tanto al joven espectador de una exposición, de una sala de museo o de una portada de una iglesia medieval, como al cinéfilo amante de las pictóricas películas de Jean Renoir o de Peter Greenaway. Aquí se abre quizá uno de los futuros campos de investigación: el impacto o efecto ejercido por las imágenes en la imaginación histórica, en la reconstrucción del pasado. Francis Haskell ha dedicado un magnífico libro a este problema con sugerentes resultados. Si la visión del feudalismo de Michelet debe mucho al Musée des Monuments Français, la visita a la exposición celebrada en Brujas en 1902 sobre “Los primitivos flamencos y el arte antiguo” impulsó al entonces joven Johan Huizinga a imprimir esa sensación de vida a su ya clásico libro El Otoño de la Edad Media.2 Las imágenes forman y han formado siempre una parte muy importante de nuestra cultura, de nuestro acervo común, de nuestra imaginación. Su influencia abarca muchas épocas: son producto del tiempo que las creó, pero también han sido disfrutadas y recreadas por su posteridad. Han sufrido incluso siglos de olvido, censura, injurias, para volver a la vida en el momento más inesperado. Valga como ejemplo el efecto producido por la publicación, en 1762, en Londres, de los dibujos del Partenón, de James Stuart y Nicholas Revett, o el redescubrimiento de Piero della Francesca en la Italia del Manifiesto Futurista. Uno de los mayores atractivos de la iconografía está en que se sitúa, precisamente, a medio camino entre el gusto por leer y por ver. El conocimiento de los poemas de Hornero, de Hesíodo, de los grandes trágicos griegos es lo que nos permite “leer” correctamente las estatuas de los dioses, las decoraciones de las vasijas, las historias narradas en los grandes frontones de los templos de la Antigüedad. De igual forma es necesario dominar la literatura hebrea y cristiana, con la Biblia y sus apócrifos como principales protagonistas, para acceder al contenido de los relieves y pinturas que decoran los muros de las iglesias medievales. Por último, no menos útil resulta para el medievalista el conocimiento de la épica y la novela 1 2
J. A. Pérez-Rioja, Elogio del libro, Madrid, 1995, p.33.
F. Haskell, La Historia y sus imágenes. El arte y la interpretación del pasado. Madrid, 1944 (1ª ed., Yale University, 1993), pp. 7 y 440-441.
caballeresca a la hora de identificar héroes, caballeros, damas y felones en portadas esculpidas y manuscritos. Las imágenes proporcionan el mismo gusto por la fantasía y por la aventura que produce la lectura. Algunas representaciones ayudan a evadirse, a la visión placentera. De hecho, pocas creaciones del hombre invitan tanto al ensueño como las pinturas romanas encontradas en una casa del Esquilino que ilustran las peripecias de Ulises en el País de los Lestrigones (50 a.C.), o la miniatura de un caballero leyendo la inscripción de la fuente encantada en el Livre du Caur d'Amour épris (c. 1455). En ambos casos los artistas fueron sensibles a la potencialidad “figurativa” de los relatos y supieron expresar esa sugerencia en imágenes. Los mitos, las justas entre héroes o caballeros y otros tantos arquetipos de la imaginación humana han constituido desde siempre una constante fuente de inspiración de artistas y poetas. No debería por ello sorprender que en algunas épocas el paralelo entre arte y literatura resulte muy elocuente y evocador. Paradójicamente, el siglo XIX, la época en la que el arte comenzaba a librarse de las convenciones impuestas por la tradición, dio las mejores muestras de la concomitancia entre arte y literatura. Basta con recordar el sentimiento trascendente de la naturaleza en Wordsworth y los paisajes pintados por Caspar David Friedrich,3 o las emotivas escenas londinenses descritas por Dickens y los cuadros ingleses de costumbres ciudadanas entonces en boga. Si bien es verdad que la obra de arte ha sido hecha para ser percibida a través de los ojos, no es menos cierto que ésta ha sido a menudo disfrutada por un “auditorio” -más o menos erudito-, que se entretenía o educaba a través del relato oral de las historias que en ella se representaba. De ello dan buena muestra el didactismo de la escultura medieval o la llamada a la fe del arte de la Contrarreforma. Este poder de la imagen, que queda fuera de toda duda en los contextos de tipo religioso, se hace también patente en otros muchos campos. Los distintos efectos que la imagen provoca en el espectador a través de la historia han sido estudiados por David Freedberg con sorprendentes resultados. Desde un principio, la respuesta del hombre ante las imágenes ha sido múltiple y ha estado relacionada en la mayoría de las ocasiones con el sentimiento: amor, censura, adoración, rechazo, excitación, etc.4 Decía Virginia Woolf que “es mucho más difícil matar a un fantasma que a una realidad.”5 Y es que las imágenes son los fantasmas que habitan en nuestra mente. Las emociones ligadas a la contemplación de las obras a veces son tan intensas que pasan a formar parte de nuestra propia historia personal. El arte es capaz de igualar a la literatura, aunque su momento sea más fugaz y efímero. La emoción que producen novelas como Madame Bovary, de Flaubert; Guerra y Paz, de Tolstoi, y Por el camino de Swan, de Proust, es similar a la de la contemplación de la Victoria de Samotracia a los pies de las escalinatas del Louvre, a la 3
Ch. Rosen y H. Zener, Romanticismo y Realismo, Madrid, 1988.
4
D. Freedberg, El poder de las imágenes. Estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta, Madrid, 1992, espec. pp. 19-41 (1.a ed., Chicago, 1989). 5
Cit. en Pérez-Rioja, op. cit., p. 69.
calidoscópica visión de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, o al encuentro casual y casi misterioso con el Retrato de un caballero de Lorenzo Lotto en L'Accademia de Venecia.6 Quizá nadie mejor que Arturo Graf (1848-1913), pionero en el estudio de la historia de la imaginación en Occidente, ha sabido definir mejor lo que hace el arte con la realidad: “la realidad es un estallido que el arte sabe transformar en armonía”.7
6
Para una amplia discusión sobre las relaciones entre arte y literatura, véase M. Praz, Mnemosyne. El paralelismo entre la literatura y las artes visuales, Taurus, Madrid, 1979 (1.a ed., Princeton, 1970); H. A. Hatzfeld, Literature through Art. A New Approach to French Literature, Oxford University Press, Nueva York, 1952.
7
Pérez-Rioja, op. cit., p. 70. A propósito de A. Graf cfr. Giosve Bonfant, “Prefazione”, en A. Graf Miti, leggende e superstizione del Medio Evo, Milán, 1984, pp. 3-30
PARTE I EL MÉTODO ICONOGRÁFICO
Este libro surge de la necesidad de explicar al estudiante de Historia del Arte el lenguaje de las imágenes, las bases teóricas del método iconográfico y algunos de los principales temas de las obras de arte. No consiste, pues, ni en un manual, ni en un diccionario de iconografía, sino en una introducción al lenguaje figurativo a la manera en que Warburg y sus continuadores trataron el problema. Para ello, el estudio se divide en dos grandes bloques: en una primera parte se abordan problemas relativos al método iconográfico, sus componentes, su empleo y sus limitaciones, en un intento de aclarar conceptos propios de este tipo de estudios; y en la segunda parte se pretende introducir al lector en algunos de los grandes temas que han inspirado a los artistas a la largo de la historia: la mitología, el cuadro de género y el paisaje. No se intenta con ello construir un exhaustivo repertorio de imágenes, sino más bien aplicar a través de la historia de los temas elegidos algunas de las pautas metodológicas enunciadas en la parte teórica. Un catálogo minucioso de la temática del arte occidental sobrepasaría las intenciones de cualquier autor y su esfuerzo resultaría en vano dada la gran cantidad de corpora, diccionarios y repertorios iconográficos existentes en la actualidad. Por otra parte, un esfuerzo de este tipo resultaría tedioso tanto para el autor como para el lector, puesto que no se trata de “agotar” las posibilidades sino de “jugar” con algunos de los ejemplos más representativos y poder así aprender a trabajar con imágenes. El puesto que ocupa hoy la iconografía en los estudios histórico- artísticos ha sido alcanzado después de haber superado una serie de dificultades. Quizá el escollo más difícil de sobrepasar haya sido el prejuicio todavía presente en el gran público de considerar el arte de manera hedonista, como algo realizado para ser disfrutado y gozado y que, por la tanto, ha de adecuarse a ciertos criterios y juicios estéticos. De hecho, de esta visión placentera y agradable nació la desdeñosa pregunta, cuyas raíces se encuentran en parte en el formalismo, de si la iconografía era realmente importante para la apreciación de las obras, puesto que la que más subyugaba a la visión eran detalles como la composición o la expresividad de las formas. Al gran teórico de la iconografía del siglo XX, E. Panofsky, sus detractores le achacaban precisamente su supuesta incapacidad para analizar y comunicar la emoción de la contemplación de un cuadro a partir de la mera descripción de la distribución de colores y líneas, pues para él el arte no era una aventura sensible, sino intelectual. No obstante, el genial historiador alemán supo abrir nuestros ojos a un mundo hasta entonces poco explorado y fascinante, que resulta igualmente útil para la experiencia estética.
El papel desempeñado por la iconografía en el estudio de la Historia del Arte es, pues, fundamental. Gracias a ella se puede entender mejor la obra de arte en toda su complejidad, ver mucho más allá de lo que en un primer momento se hubiese esperado. Los análisis de los temas representados en monumentos como el Templo de Zeus en Olimpia, el Partenón, el Ara Pacis, Santa María Maggiore, San Vital de Rávena, la catedral de Chartres o la basílica superior de San Francisco en Asís no sólo nos ayudan a comprender mejor esas obras de arte en sí mismas, sino también a redescubrir las posibles motivaciones de sus promotores, así como su entorno político, social y cultural. Bien entendido, el método iconográfico es una eficaz herramienta para la “reconstrucción” de la obra de arte en sus correctas coordenadas de tiempo y espacio. Aunque desde este particular punto de vista la iconografía resulte muy atractiva, para realizar este tipo de estudios se precisa de una gran erudición. La iconografía es o debería ser un trabajo de eruditos. No se trata, simplemente, de una disciplina dedicada a la identificación de temas, sino que se interesa igualmente por multitud de problemas relacionados con éstos: sus posibles fuentes, las leyes que rigen su transmisión, los problemas originados por su percepción y recepción, así como las variaciones tipológicas a las que éstos se ven sometidos a lo largo del tiempo. La aparente facilidad para la identificación esconde, pues, un trabajo muy amplio que abarca campos muy dispares. Para entender las imágenes es preciso, por lo tanto, estar familiarizado no sólo con los textos que las inspiraron, sino también con su propia tradición iconográfica. No se trata de la historia del arte de los sentidos o de la “pura visibilidad”, que a finales del siglo pasado fue formulada de manera magistral por H. Wölfflin y A. Riegl, sino de una historia del arte de los textos y los contextos, en la que la curiosidad intelectual desempeña un importante papel. Para descifrar gran parte de las representaciones medievales sobre la infancia de Cristo, la fuente más conocida y de más fácil manejo la Biblia Vulgata ayuda muy poco. Es necesario acudir a los llamados Evangelios apócrifos, en donde se encuentran un buen número de episodios y anécdotas relativos a la niñez de Jesús. El historiador necesita, pues, conocer los instrumentos con los que cuenta si quiere ejercer esta disciplina. Debe huir, sin embargo, en la medida de lo posible, de los diccionarios de iconografía al uso. Tal y como ha señalado E. H. Gombrich, éstos encierran una falacia, puesto que el que acude a ellos cree encontrar siempre la solución, olvidando que la obra de arte fue creada en un momento y en un lugar concretos que el diccionario no suele reflejar. De hecho, aunque Afrodita fue siempre para los griegos la diosa del amor y del instinto de la reproducción, su iconografía varía mucho desde el período arcaico al helenístico, y esos cambios son paralelos a las transformaciones de la concepción y vivencia del mito en la antigua Grecia.
TEMA 1 EL ESTUDIO DE LA ICONOGRAFÍA EN LA HISTORIA DEL ARTE. IMAGEN, GESTO Y CÓDIGO Para un recién iniciado estudiante de Historia del Arte, resulta obvio que su tarea fundamental como futuro historiador es la de estudiar “obras”. Aunque la complejidad de su análisis no le es entonces ajena, sí lo es el hecho de que éstas pueden ser abordadas desde puntos de vista muy dispares, atendiendo a sus diferentes aspectos. De hecho, se puede decir que la Historia del Arte se compone de distintos géneros y subgéneros según el método, el acercamiento y el enfoque elegidos por el investigador. Cuando se lee un libro o un artículo de nuestra especialidad, el estudiante debería saber discernir el método empleado por el autor, ya que ello le ayudaría a entender mejor no sólo el contenido de la obras, sino también las motivaciones del investigador. Gracias a Erwin Panofsky, en la actualidad los estudios de tipo iconográfico ocupan un lugar destacado en la investigación artística. Panofsky elaboró un método de estudio de las obras de arte a partir del tema que en ellas se representaba. No hay que olvidar que “iconografía” significa “descripción de imágenes” (eikón: “imagen”; gráphein: “describir”).1 Una disciplina que estudie la iconografía se dedicará, pues, a hacer una catalogación de los temas de las obras de arte. Sin embargo, Panofsky no se quedó en la mera descripción y clasificación de los distintos temas (mitología, escenas bíblicas, ciclo artúrico, etc.), sino que quiso averiguar a partir de los episodios elegidos por los artistas o sus comitentes el significado de las obras en su condición de documentos culturales. Al estudio de la interpretación del significado intrínseco de las imágenes se le llama “iconología”, un término en el que Panofsky basó su método. Nada mejor que un ejemplo para aclarar los términos: si tuviésemos que estudiar las portadas de las iglesias románicas, veríamos que uno de sus temas más genuinos es el de las visiones teofánicas, entre las que destaca por su especial significación la representación de Cristo en Majestad en una mandorla rodeado de los ángeles el día del Juicio Final, tal como se ve en la fachada occidental de Santa Fe de Conques, realizada en torno al año 1125. Al identificar el tema con un pasaje del Evangelio de san Mateo (25,31-33) estaríamos haciendo iconografía: 1
Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (Madrid, 1984), iconografía es “la descripción de imágenes, retratos, cuadros, estatuas o monumentos. Tratado descriptivo o colección de imágenes o retratos” y la iconología consiste en “la representación de las virtudes, vicios u otras cosas morales, con la figura y apariencia humana”. Tal y como se verá en el tema 2, se trata, en ambos casos, de definiciones anticuadas propias del concepto que de dichos términos se tenía en el siglo XIX: iconografía como retratística e iconología en el sentido que le dio Ripa.
Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda.
Pero si tuviésemos que aplicar el método de Panofsky no nos bastaría con la mera localización de la fuente textual de la figuración, sino que, como buenos iconólogos, intentaríamos ir más allá preguntándonos: ¿por qué los artistas del siglo XII esculpieron estas severas imágenes de Cristo como juez? Al analizar los documentos y escritos literarios de la época, el investigador obtendría una fácil respuesta: se trataba de una sociedad teocrática, en la que la Iglesia ejercía un control muy estricto sobre los hombres y defendía las rígidas jerarquías del feudalismo. De ahí esa promoción de la imagen de un implacable y gesticulante Dios castigador, que encarnaba así los principios que regían la sociedad cristiana. Por su parte, el cambio que se produjo a finales del siglo XII hacia una religión más intimista, animado por los procesos de reforma de la Iglesia y por el desarrollo de las clases urbanas, terminaría por consagrar una imagen de Cristo más humana, en la que el aspecto compasivo del Señor quedaba subrayado ante sus fieles por una expresión más afable y el cuerpo cubierto de llagas. Un razonamiento de este tipo sería, de una forma simplificada, propio de la iconología. En los últimos treinta años algunas exageraciones y malos usos del método iconológico han puesto en duda la validez de esta orientación. De hecho, algunos autores, olvidando el rigor de Panofsky poseedor de una erudita cultura de filólogo , se han lanzado a formular arriesgadas interpretaciones sobre el significado de los temas representados en las obras de arte. Ello ha hecho que una parte importante de los historiadores del arte hayan comenzado a mirar con recelo a los estudiosos de la iconografía. No obstante, hay que aclarar que se trata de un defecto de personas, que empeñadas en encontrar explicaciones difíciles se han volcado a ver intenciones ocultas en todas las obras. Para criticar esa frivolidad de la iconología reciente, nada mejor que la afirmación de E. H. Gombrich de que la Historia del Arte no es una novela policíaca, sino más bien un libro de recetas de cocina (véase metodología, texto 10). Lo cierto es que muchos historiadores han dudado incluso del valor de la iconografía como modo de estudio de la Historia del Arte. Roberto Longhi (1890-1970), genial heredero de una tradición historiográfica italiana que poco tenía que ver con el estudio de los temas, decía que cuando él estudiaba los cuadros, los ponía boca abajo para no entretenerse con el tema, cuestión que para él era algo banal. Para poder plantear el problema en toda su dimensión nada mejor que ser cautos y devolver las cosas a su justo término. En la actualidad, un requisito indispensable para saber qué se quiere saber de la obra de arte es el de tener un amplio dominio de los distintos métodos a emplear para su estudio. W. E. Kleinbauer ha propuesto, a este
respecto, una interesante clasificación basada en dos puntos de vista que en su opinión resumen las distintas aproximaciones de la historia del arte:2 1. La perspectiva intrínseca, que consiste en el estudio de la obra desde dentro y, por lo tanto, a partir de la descripción y del análisis de sus cualidades inherentes, es decir, de todo lo referente tanto a su forma como a su contenido. Abarca el estudio de las propiedades físicas tamaño, materiales y técnicas (¿cómo?) , problemas de atribución (¿quién?) y datación (¿cuándo?), proveniencia (¿dónde?), características formales (formalismo), temática, simbolismo y función. 2. La perspectiva extrínseca, que considera a las obras desde fuera y tiene de esta manera un marco de actuación mucho más amplio. Permite abordar las circunstancias de tiempo y lugar, la biografía del artista, problemas artísticos relacionados con la psicología y el psicoanálisis, así como los determinantes sociales, culturales e intelectuales propios de una historia social, de una historia de las ideas y de una historia de las mentalidades. La iconografía el estudio de los temas y contenidos pertenece, pues, a las perspectivas intrínsecas. Su contribución es tan fundamental para la comprensión del objeto artístico como lo es la del análisis de los materiales, las técnicas y las formas. No hay que olvidar que toda obra de arte es forma y contenido, significado y significante; elementos éstos que no pueden en modo alguno ser separados sin desvirtuarla. De ahí las palabras de Hegel: “El contenido forma un todo con la forma figurada, y esa unidad constituye su aspecto esencial.”3 *
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Después de esta breve introducción, uno se inclinaría a dar la razón a la generalizada creencia de que la iconografía es sinónimo de un lenguaje rebuscado, difícil, sólo apto para iniciados, y cuyo estudio precisa de mucha erudición. De hecho, para identificar los distintos dioses del panteón griego es necesario conocer la historia de cada uno, sobre qué faceta de la humanidad gobiernan, y qué particularidades representativas los distinguen. Así, por ejemplo, mientras que Ares, el dios de la guerra, adopta la figura de un robusto guerrero, Afrodita, la diosa de la belleza y del amor, aparece como una hermosa dama. A pesar de regir dominios tan dispares, ambos se suelen representar juntos, puesto que son amantes, y como tales los inmortalizó Alessandro Botticelli en su célebre cuadro Venus y Marte (Londres, National Gallery). La erudición es igualmente necesaria para entender gran parte de la iconografía cristiana. De ahí que cuanto más familiarizado se esté con el contenido de La Leyenda Dorada de Santiago de la Vorágine (c.1228-1298), más posibilidades habrá de reconocer el significado de la 2
W. E. Kleinbauer, Modern Perspectives in Western Art History. Nueva York. 1971. p 37.
3
G. W. F. Hegel. Introducción a la estética. Barcelona. 1979. p. 53.
imaginería religiosa que decora los interiores y exteriores de las iglesias bajomedievales. En este contexto, una figura femenina que sostenga una rueda con clavos a modo de atributo podrá ser fácilmente leída como la representación de santa Catalina con el instrumento de su martirio. Sin embargo, la iconografía no sólo trata de dioses y de santos: es algo más. Conforma un método de estudio que abarca cualquier manifestación de tipo figurativo en su acepción más amplia. Si la arquitectura, con su sugerente relación entre forma y contenido, significado e imagen, es susceptible de lecturas de esta índole,4 lo mismo ocurre con todo tipo de representaciones icónicas, aunque no gocen de una base textual. De hecho, la iconografía parte siempre del supuesto de la existencia de un lenguaje figurativo en el que las imágenes adquieren un valor y un significado. Es precisamente en el mundo de la comunicación gestual y publicitaria donde resulta más fácil aprender algunas de las reglas que rigen el fenómeno de la imagen. Si, por una parte, existen gestos que son universales, otros tienen un marcado valor cultural, sólo inteligible en su propio contexto. Así, tal y como subrayó Ch. Darwin, si los signos de afirmación cabeceo vertical con una sonrisa de aprobación y de negación sacudida lateral de la cabeza con el ceño fruncido son prácticamente universales, existen también excepciones, como la que se da en el sur de Italia, Grecia y Turquía, donde el echar la cabeza hacia atrás con un sonido de cloqueo hecho por la lengua se usa para expresar desaprobación.5 Algo similar sucede en la tradición artística, cuyos signos figurativos a veces varían o son entendidos en función del conocimiento de una información muy concreta. De ello son buenos ejemplos las dos formas de bendecir del cristianismo latina o griega , repetidas hasta la saciedad en las representaciones del Pantocrátor, o los para nosotros ininteligibles mensajes de las manos de la imaginería de Buda y de los dioses del hinduismo. La conclusión de que toda imagen o serie de imágenes forman parte de un lenguaje que requiere ser descifrado por el espectador resulta obvia a partir de nuestra propia experiencia. En mayor o menor grado de dificultad, para la correcta lectura de una pintura mitológica, de un anuncio de Coca-Cola o de un cartel de cine se requiere el conocimiento tanto de ciertas convenciones formales como del contenido al que se quiere hacer alusión con su empleo. Quizá uno de los campos más interesantes para aprehender algunas de las reglas básicas de la figuración esté en nuestra propia vida 4
La aplicación del método iconográfico a la arquitectura se basa en la concepción del edificio como una forma simbólica. Desde la publicación del ya clásico estudio de R. Krautheimer, “Introduction to an ‘Iconography of Medieval Architecture’ ” (Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, 1942. pp. 1-33) se han sucedido un buen número de trabajos en esta línea. entre los que cabe destacar: K. Lehmann, “The Dome of Heaven”. The Art Bulletin, XXVI!, 1945. pp. 1-27; A. Grabar. Martyrium, París, 1943-1946; O. von Simson. La catedral gótica, Madrid, 1980; S. Moralejo, “La imagen arquitectónica de la Catedral de Santiago de Compostela”, en Il Pellegrinaggio a Santiago de Compostela e la Letteratura Jacopea, ed. G. Scalia, Perugia. 1985. pp. 37-61; J. A. Ramírez. “La iglesia cristiana imita a un prototipo: el Templo de Salomón como edificio de planta central en algunos ejemplos medievales”, en Edificios y sueños. Estudios sobre arquitectura y utopía, Madrid, 1991, pp. 43-100. 5
Ch. Darwin, La expresi6n de las emociones en los animales y en el hombre, Madrid, 1984. pp. 282-284.
cotidiana, donde encontramos un sinfín de imágenes “representadas” o interpretadas tanto por nosotros mismos como por nuestro entorno , las cuales poseen un significado concreto. Una mirada puede ser de reprobación, de enfado o de ternura, al igual que un gesto expresa dolor, angustia o crispación. Ellos constituyen, sin duda, los elementos más simples y directos de la significación visual. Nadie duda, pues, del marcado valor icónico que posee el cuerpo a través de su expresividad. En efecto, a través de determinados gestos, posturas y movimientos tanto hombres como animales son capaces de componer imágenes visuales repletas de significado. Todas las civilizaciones han alcanzado una elevada semiotización de la gestualidad, la cual se caracteriza en cierta medida por su carácter anafórico, pues en su mayoría sirve para repetir o reiterar lo que se dice con la palabra. Los estudios de Darwin sobre la expresión de las emociones, los trabajos del antropólogo F. Boas sobre el comportamiento corporal de las tribus de los pueblos “primitivos” y la tesis del antropólogo-lingüista E. Sapir de que la gestualidad corporal es un código que debe aprenderse con vistas a una comunicación más lograda fueron la base de la cinésica americana, una metodología centrada en los aspectos comunicativos del comportamiento aprendido y estructurado del cuerpo en movimiento.6 El lenguaje gestual traduce bastante bien las modalidades del discurso (orden, duda, ruego) y se estructura en morfemas gestuales (unidades mínimas portadoras de sentido) compuestos por tres elementos: puntos estructurales de posición, configuración y movimiento.7 Ese expresivo valor de los gestos y de los movimientos como medio de comunicación fue muy explotado por las artes figurativas desde sus orígenes. En la antigua unidad de las artes poesía, música y danza , o choreía de la Grecia arcaica8 estuvo el germen de la creación de un arte figurativo basado en un lenguaje del cuerpo. Con él se desarrolló un amplio y codificado repertorio de gestos que expresaban las distintas emociones del hombre y a cuya memoria acudieron constantemente los artistas y poetas de siglos posteriores. Precisamente, a la recopilación de estos gestos, en una especie de historia de la psicología humana, A. Warburg dedicó su última obra: el álbum denominado Mnemosyne (1924-1929).9 Después de él, muchos historiadores del arte se han sentido atraídos por esta cuestión; un interés que, en mi caso particular, se debe a las clases del profesor S. Moralejo, quien para definir el fenómeno utiliza el sugerente título de “la memoria de la mirada”. Para explicar en qué consiste esa memoria visual y expresiva de la civilización occidental basta con poner tan sólo algunos ejemplos:
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J. Kristeva, Semiótica, 1, Madrid, 1981, pp. 130-131. Ibídem, pp. 136 y 139. W. Tatarkiewicz, Historia de la estética. I. La estética antigua, Madrid, 1987, pp. 20-27.
R. Kanny, Mnemosyne als Programm. Geschichte, Erinnerung und die Andacht zum Unbedeutenden im Werk van Usener, Warburg und Benjamin, Tubinga, 1987, pp. 179-180.
1. Para expresar la victoria, el arte griego eligió la imagen de una mujer a la carrera que eleva sus brazos al cielo, tal como quedó inmortalizada en las célebres Nikai de Peonio de Mende (c.420 a.C.)(fig. 2) y de Samotracia (c.200 a.C.). Se trata de un gesto de significación universal, presente en nuestra vida cotidiana y habitual en las fotos de los periódicos tanto en la sección de política como en la de deportes. Quisiera rescatar, precisamente, una de esas imágenes, aparecida en la portada del diario El País en 1989 con motivo de la tercera victoria socialista en las urnas, en la que una pletórica Carmen Romero, esposa del entonces presidente González, corre con sus manos en alto celebrando así su elección como diputada por Cádiz (fig. 1). Aunque el fotógrafo quizá no supiera nada de historia del arte, no cabe duda de que fue capaz de captar un gesto codificado de una significación icónica universal, y cuyo origen está en la antigua Grecia. 2. Algo similar ocurre con la imagen por antonomasia del vencido en el campo de batalla. Éste suele representarse como un personaje extenuado, caído en el suelo, al que el vencedor inmoviliza hincándole una rodilla. Con esta actitud aparecen algunas figuras vencidas del friso de la Amazonomaquia del Templo de Apolo-Epicurio en BassaeFigalea, del último cuarto del siglo V (fig. 3). Esa misma disposición corporal suele ser común en imágenes de contenido similar en las que el lenguaje clásico recupera toda su fuerza expresiva. Tales son los casos de los grupos de Miguel Ángel, Hércules y Caco (Florencia, Casa Buonarroti, c. 1528) y La victoria (Florencia, Palazzo Vecchio, 15051532) (fig. 4). Una impactante fotografía de un iraquí apresado por soldados americanos, en una actitud semejante a las obras citadas, sirvió esta vez a La Voz de Galicia para ejemplificar los avances del ejército aliado en la reciente guerra del Golfo (fig. 5). 3. Otro tema habitual en el ambiente bélico sería el de la muerte del vencido. Al contemplar algunas de las fotografías con las que El País nos mostró a los iraquíes muertos y abandonados en el campo de batalla durante la guerra del Golfo, vienen a nuestra memoria los famosos galos muertos de la Escuela de Pérgamo. 4. En Grecia, llegó también a codificarse el gesto de la melancolía o del estado reflexivo, en el que la cabeza se ladea ligeramente y se apoya sobre una mano. Quizá su realización más perfecta esté en la estela funeraria de Demóclides, hijo de Demetrio, realizada en Atenas a inicios del siglo IV a.C. (fig. 6). En ella, el protagonista, fallecido probablemente en una campaña naval, aparece pensativo junto a su casco y escudo en la proa de un barco, ante la inmensidad del mar.10 Ese mismo gesto es repetido en relieves y cerámicas para caracterizar a una ausente y apesadumbrada Penélope, que, sedente e inclinada sobre sí misma, espera el deseado retorno de su esposo (fig. 7). Durero sabrá como nadie inmortalizar dicha expresión en el grabado titulado La Melancolía I (fig. 8).11 10 11
M. Robertson, El arte griego. Introducción a su historia, Madrid, 1993, p. 250, fig. 180.
Dentro de las últimas propuestas en el estudio de las imágenes cabe destacar la reciente contribución de J. Baschet, quien, partiendo de presupuestos metodológicos afines al estructuralismo, ha propuesto el concepto de “hipertema” (“Inventivité et sérialité des images médiévales. Pour une approche iconographique élargie”, Annales. Histoire, Sciences Sociales, I, 1996,
Captar la pose más expresiva del estado de ánimo del modelo por parte del artista o del fotógrafo ha sido, pues, una constante en todo arte Que busca en la realidad su fuente de inspiración. Si hay un tema dentro de la historia del arte que está basado precisamente en la pose, éste es el de retrato. El lugar que la persona elige para retratarse, su vestimenta y la postura que adopta constituyen todos ellos datos sobre el carácter, la personalidad y la posición social del retratado, que la obra es capaz de transmitir al espectador. Uno de los más grandes retratistas de todos los tiempos fue el pintor inglés Thomas Gainsborough (1727-1788), que en sus pinturas lograba captar el “encanto” de la nobleza inglesa. Para lograrlo creó un tipo de retrato como el que hizo a Mr. y Mrs. Andrews, entre 1748-1750, cuyo marco era un hermoso paisaje de la campiña británica con el que se querían mostrar las posesiones de los retratados, y en el que la pareja, ricamente vestida, se sentaba en un banco de su jardín ante un árbol (fig. 9). En dicha composición, los motivos representados adquieren un importante valor significativo sobre el protagonista: la gavilla de trigo y el rebaño muestran su riqueza, su atuendo de caza y el hecho de estar acompañado de su hermosa esposa y de un obediente sabueso transmiten su satisfacción, y, finalmente, el robusto y viejo roble, símbolo de la quintaesencia inglesa y, por lo tanto, de su aristocracia rural, funciona a modo de pedigree del retratado.12 En la misma línea, para mostrar el gusto de las clases acomodadas inglesas por los caballos, están las deliciosas obras dieciochescas de J. J. Zoffany, La familia Drummond (c. 1769) (fig. 10),13 y de George Stubbs (1724-1806), Las familias Melbourne y Milbanke (1770). Con esta peculiar tradición no debe, pues, sorprendernos que la realeza británica, en una de las últimas fotos oficiales de los príncipes de Gales antes de su separación, eligiese como retrato de familia una aristocrática pose en el banco de su jardín, a la sombra de un roble, y junto a un caballo (fig. 11). *
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pp. 93- 133). Según dicho autor, el “hipertema” es el resultado de la intersección de varias unidades estructurales (temáticas), en el que un motivo común con una carga significativa muy concreta aparece asociado a figuras diferentes. Baschet analiza el hipertema “en el seno de” (in sinu...) reincidente en una constelación de temas relacionados con la idea de paternidad-matemidad divina: el Seno de Abrahán, el Trono de Gracia, la Virgen con el Niño, la Virgen de la Misericordia, etc. Ibídem, pp. 123-133. Debo el conocimiento de este trabajo a la profesora Rocío Sánchez Ameijeiras. No está de más recordar, tal y como se verá en el capítulo 3, que la propuesta de A. Warburg en el álbum Mnemosyne iba igualmente encaminada a encontrar, partiendo, eso sí, de unos principios metodológicos muy distintos, esquemas o topoi figurativos comunes a series de imágenes. Por otra parte, en la línea de los modelos lingüísticos de la antropología y de la cinésica americana habría que situar el renovado interés hacia los gestos en el estudio de la imagen medieval: F. Garnier, Le langage de l'image au Moyen Age. I. Signification et symbolique. II. Grammaire des gestes, París, 1982-1989; Jean-Claude Schmitt, Il gesto nel medioevo, Bari, 1990 (ed. fr. París, 1990). 12
H. Prince, .Art and Agrarian Change, 1710-1815., en The lconography of Landscape. Essays on the Syrnbolic Representation, Design and Use of the Past Environments, en D. Cosgrove y S. Oaniels (eds.), Cambridge University Press, 1988, pp. 98-118, espec. pp. 102-103. Para el simbolismo del roble en los retratos ingleses del siglo XVIII véase S. Daniels, .The Political Iconography of Woodland in Later Georgian England., en ibídem, pp. 43-82.
13
Ibídem, p. 48, fig. 1.
Para entender mejor todas estas implicaciones de la imagen es necesario recurrir a la semiótica, una ciencia surgida entre finales del siglo pasado e inicios del presente a partir de las investigaciones del filósofo norteamericano Charles Sanders Peirce (18341914) y del lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913).14 La semiótica estudia las diferentes clases de signos, así como las reglas que gobiernan su generación y producción, transmisión e intercambio, recepción e interpretación. Es decir, que la semiótica está vinculada a la comunicación y significación. La semiótica parte de una premisa: que la conducta comunicativa de una sociedad está organizada no sólo en lo que se refiere al lenguaje verbal, sino también al no verbal (expresión facial, corporal, gestual, impostación de la voz). De hecho, uno de sus mayores campos de estudio lo constituyen los medios audiovisuales: la televisión, el cine y la publicidad. A pesar de su actualidad, el término semiótica es muy antiguo y tiene su origen en la medicina griega. Según Hipócrates (469-399 a.C.), lo que primero debe observar el médico del enfermo ha de ser el aspecto de su rostro. Hace falta compararlo con otro sano para detectar las diferencias, que serán los síntomas de la enfermedad. Si el conjunto de síntomas pasa de un límite determinado, no hay nada que hacer para curar al enfermo. Esto era lo que se denominaba como cara de moribundo: ojos y pómulos hundidos, orejas frías, lóbulos salidos, piel seca y tirante, y color entre amarillo y gris. Estas observaciones hipocráticas pertenecen a lo que Galeno (Pérgamo, 129-Roma, 199) denominó siglos después semeiótica (semeíon: “signo”, “nota”): la parte de la medicina que trata los signos de las enfermedades y que actualmente se conoce con el término de sintomatología. Se trataba, pues, de una ciencia que servía para diagnosticar en función de los signos.15 En 1916, con la edición del Curso de lingüística general (1916), del suizo Ferdinand de Saussure, aparece la definición de semiología como una ciencia que estudia la vida de los signos en el seno de la vida social.16 En ella se establecen también las premisas de que los signos están formados por un significante (forma) y un significado (concepto), que aparecen siempre unidos, y que la comunicación consta siempre de un emisor y de un receptor. En el caso concreto del arte, podemos decir que el emisor es el artista y el receptor el que contempla la obra. Para que exista una transmisión de información tiene que existir un mensaje, que, en este caso, es la propia obra de arte, y para que dicho mensaje se produzca es necesario que exista un código conocido por el receptor, que no es otro que el del lenguaje figurativo. En la comunicación artística se parte de un 14
Mientras que “semiótica” es el término utilizado en el ámbito anglosajón a partir de los estudios de Ch. S. Pierce y de sus continuadores, la palabra “semiología”, acuñada por F. de Saussure, es la habitualmente empleada por los autores franceses. Puesto que un análisis minucioso de las teorías de Pierce y de Saussure excedería los objetivos del presente estudio, remito sobre el tema al trabajo de M. Iversen, “Saussure versus Pierce: Models for a Semiotic of Visual Arts”, The New Art History, en A. L. Rees y F. Borzello (eds.), Londres, 1986, pp. 82-96.
15
S. Serrano, La semiótica. Una introducción a la teoría de los signos, Barcelona, 1984, pp. 21-22.
16
F. Saussure, Curso de lingüística general, Buenos Aires, 1968.
mensaje codificado la obra de arte que el receptor tiene que decodificar. El mensaje es transmitido gracias a un medio físico determinado el canal , que en las representaciones artísticas puede ser muy variado: escultura, pintura, plástico, etc. En todo proceso de comunicación hay que tener además en cuenta la existencia de un contexto que puede ser dado por el entorno o por la propia situación de la obra , y el feedback o referente, es decir, la realidad objetiva a la que se refiere el mensaje.17 Lo característico del lenguaje artístico es que la imagen se convierte en signo y el referente es el objeto de la realidad a la que remite. El significante es la sustancia expresiva del signo, y el significado el concepto que el autor quiere expresar con ella.18 Imaginemos a un griego o mejor dicho un habitante de la Hélade clásica ante la estatua de Afrodita Cnidia realizada en tomo al año 350 a.C. El artista (Praxíteles) emite un mensaje a través de un canal el mármol y con un código: se trata de la estatua de una mujer desnuda, muy hermosa, que se cubre al salir del baño. El receptor el espectador tiene que decodificar ese mensaje (sus elementos) y recomponerlos para entenderlo como una representación de la diosa Afrodita. En ese proceso le ayuda el contexto la estatua se encontraba en un templo dedicado a la diosa que facilitaba la visión circular de la estatua en toda su desnudez y su referente: habría visto muchas figuras de Afrodita como mujer bella que encarna el amor y la sensualidad, aunque nunca una estatua cultual de la diosa totalmente desnuda. Esa nueva composición del mensaje mujer sin ropa en un contexto tan poco adecuado como un templo provocó, por ejemplo, que los habitantes de la isla de Cos rechazaran la estatua, que luego sería aceptada en Cnido. Sin embargo, una vez que el mensaje se integra dentro del código del arte griego, el tema de Afrodita totalmente desnuda será repetido hasta la saciedad, e incluso acentuado en su contenido sensual y erótico en contextos más adecuados para este discurso, como eran la decoración interior y los jardines de casas y villas.
17 18
R. Jakobson, El marco del lenguaje, México, 1988, pp. 17-22 y 81-91 (1a. ed. ing., 1980); Serrano, op. cit., pp. 38-45.
Para problemas relacionados con la terminología de la semiótica véase U. Eco, Semiótica y Filosofía del lenguaje, Barcelona, 1990; y W. Noth, Handbook of Semiotics, Indiana Universitv Press. 1990.
TEMA 2 ICONOGRAFÍA E ICONOLOGÍA. DEFINICIÓN, HISTORIA y USOS 1. Iconografía Desde el punto de vista etimológico, la palabra iconografía consta de dos vocablos de origen griego: eikón (imagen) y gráphein (descripción). Se trata, por lo tanto, de una disciplina consistente en la descripción de imágenes. En la historia el término “iconografía” se ha usado, sin embargo, en dos acepciones distintas: 1. Identificando iconografía con retratística antigua. Responde a la vieja acepción de la palabra como “pintura o dibujo de retratos”. Así fue entendida por muchos anticuarios y arqueólogos que le daban a la iconografía un valor documental, puesto que permitía ver cómo eran los hombres del pasado. Con este valor fue considerada una ciencia auxiliar de la historia del arte y de la arqueología. Prueba de ello es una serie de repertorios de retratos de personajes de la Antigüedad editados en el siglo pasado titulados “iconografía griega” o “iconografía romana”.1 En ellos se estudiaban medallas, bustos y estatuas antiguas en los que se identificaban a personajes ilustres de la Antigüedad. Un buen ejemplo de ello estaría en el magnífico catálogo en cinco volúmenes del arqueólogo y filólogo francés Salomon Reinach, Repertoire de statuaire grecque et romaine (1897-1924), verdadero diccionario ilustrado del mundo antiguo. Con ese mismo sentido documental se entiende la existencia en el siglo XIX de una “Junta de Iconografía Nacional”, en Madrid, dedicada a la colección de retratos de reyes y de grandes personajes hispanos.2 El origen de todos estos esfuerzos está evidentemente en los intereses que animaron a los anticuarios de los siglos XVI y XVII. Entre ellos destacó Fulvio Orsini, el primer erudito que hizo un intento serio de preparar un repertorio de retratos antiguos, basado, aunque no de manera exclusiva, en monedas. Fulvio, que nació en Roma en 1529 y era hijo ilegítimo de la familia Orsini, se crió con el cardenal Farnesio, el mecenas más cultivado de la Roma de los años centrales del siglo XVI. Se hizo famoso por su magnífica colección de antigüedades, compuesta por gemas, bustos, bajorrelieves, monedas y una biblioteca que superaba entonces a la del Vaticano. En 1570 editó el 1
Jan Bialostocki. “Iconografía e iconología”, Enciclopedia universale dell'arte, VII, Venecia-Roma, 1958, pp. 163-177, espec. pp. 163-164. 2
I. F. Esteban Lorente, Tratado de Iconografía, Madrid, 1990, p. 6.
libro Imagines et Elogia Virorum Illustrium, un estudio razonado de retratos antiguos con sencillas ilustraciones de una fidelidad arqueológica hasta entonces desconocida, en el que además de dibujarse las piezas en su verdadero estado fragmentario se recogían también las inscripciones. A cada hombre ilustre le acompañaba un estudio epigráfico, numismático y estatuario, e incluso la descripción del retrato de dicho personaje por algún autor de la Antigüedad.3 2. La segunda acepción está más cercana de lo que entendemos en la actualidad por iconografía: un estudio descriptivo y clasificatorio de las imágenes a partir de su aspecto exterior y de sus asociaciones textuales, que busca descifrar el tema de una figuración. Esta acepción se desarrolló a partir del estudio del arte cristiano y de sus temas religiosos. El inicio de la disciplina debe relacionarse con el movimiento de la Contrarreforma, que produjo un renovado interés en la hagiografía con la consiguiente edición de catálogos de representaciones de santos. A su vez, en ese momento se produjo, en 1578, el descubrimiento de las catacumbas por Antonio Bosio, autor de Roma Sotterranea, obra póstuma publicada en 1634,4 que suscitaría un gran interés hacia el estudio y la clasificación de la temática paleocristiana, que es todavía hoy uno de los repertorios mejor trabajados por nuestra disciplina. Dentro de esta línea, a partir del siglo XIX se pueden distinguir dos grandes momentos de los estudios iconográficos: El primero se sitúa en Francia, una de las naciones que más esfuerzos ha dedicado al estudio de la iconografía cristiana. Entre los estudiosos franceses destaca Émile Mâle (1862-1954) con sus dos grandes obras: L'art religieux en France, 3 vols., París, 18981922, y L'art religieux apres le Concile de Trente, París, 1932. El método desarrollado por É. Mâle se basaba en la identificación de temas, motivos y fuentes textuales de las imágenes: Su obras sobre la Edad Media constituyen una especie de gran enciclopedia de la iconografía medieval en la que el contenido se ordena siguiendo el hilo argumental de los cuatro Espejos (Specula) de Vicente de Beauvais (1190-1264): el Espejo de la Naturaleza La Creación , el Espejo de la Ciencia La Caída, los Trabajos de los Meses, las Siete Artes Liberales, Las Artes Mecánicas , el Espejo Moral Vicios y Virtudes y el Espejo Histórico, que incluye el Antiguo y Nuevo Testamento con sus apócrifos, los relatos hagiográficos de la Leyenda Dorada, la historia profana, y el Juicio Final. El segundo momento se sitúa, en cambio, en Estados Unidos, país que, tras la primera guerra mundial, se convirtió en uno de los grandes centros de la cultura occidental. Para facilitar la investigación iconográfica, en 1917 Charles Rufus Morey (1877-1955) fundó en el Department of Art and Archeology de la Universidad de 3
F. Haskell, La historia y sus imágenes, pp. 36-37. Sobre el concepto de iconografía como identificación de retratos, véase G. A. y M. A. Cassini, Iconografía, Roma, 1669.
4
Haskell. op. cit. p. 101.
Princeton el Index of Christian Art, que consiste en un catálogo ordenado según un criterio temático, en que cada ficha se corresponde a una obra y se acompaña de su correspondiente fotografía. En un principio, sólo comprendía los monumentos paleocristianos, pero posteriormente se le incorporaron todos los testigos medievales hasta el año 1400. De dicho índice existen copias en la Dumbarton Oaks Research Library and Collection de Washington (desde 1940), en la Biblioteca Vaticana (desde 1951) y en el Kunsthistorisch lnstitut de la Rijksuniversiteit de Utrecht (desde 1962).5 2. Iconología No todos los estudios iconográficos se limitan a la mera descripción y clasificación de temas, sino que, a menudo, intentan también ofrecer una interpretación de los significados conceptuales, simbólicos y alegóricos subyacentes en las imágenes. A este respecto, el arte paleocristiano, por su fuerte contenido simbólico, constituye un rico campo de estudio. En él, por ejemplo, la representación pagana del Crióforo portador de carneros o arietes o del Buen Pastor se convirtió en una imagen alegórica de Cristo (fig. 60).6 El Señor se exponía así en su papel de salvador del alma cristiana “reutilizando” una figura que había sido leída por el paganismo romano como un símbolo de la filantropía (humanitas). De esta forma, en palabras de A. Grabar, “la imagen alegórica de Cristo más extendida en los siglos II y IV fue una creación cristiana a partir de un símbolo de la filosofía moral”.7 Aunque ya empleado por Platón con el significado de “lenguaje figurado”,8 el término iconología tiene, en realidad, su origen en los manuales de símbolos, alegorías y personificaciones que proliferaron en Europa entre los siglos XVI y XVIII. El más famoso de éstos, y punto de partida obligado, es el de Cesare Ripa, Iconología, publicado por primera vez en Roma en el año 1593. Se trata de una “ciencia de las imágenes” creada con el objeto de transmitir ideas abstractas o morales a través de figuras. Presentada como un tratado de imágenes en las que existía una lección moral, el cometido de la iconología era principalmente el de producir símbolos y personificaciones al servicio de poetas, pintores y escultores, ya que en ella no sólo se representaban las virtudes, los vicios, las emociones y las pasiones humanas, sino
5
Los nombres de É. Mâle y de Ch. R. Morey podrían acompañarse de los de otros muchos investigadores que en los últimos ciento cincuenta años han dedicado sus esfuerzos al estudio de la iconografía: A.N. Didron, X. Babier de Montault, H. Detzel, J. Sauer, R. van Marle, A. Grabar, L. Réau, K. Kunstle, E. Kirschbaum, etc. Los límites del presente estudio no permiten, sin embargo, un análisis pormenorizado de todos ellos, como tampoco resulta posible una relación exhaustiva de la amplia serie de trabajos, diccionarios, archivos e instituciones dedicados a dicha materia. Para el Index of Chrislian Art véase H. Woodruff, The Index of Christian Art al Princeton University, a Handbook, Princeton University Press. 1942. 6
Aunque a veces se utiliza indistintamente como sinónimo de Crióforo, el término griego Moscóforo posee una acepción más extensa pues significa “portador de terneros o de vástagos de animal”.
7
A. Grabar, Las vías de la creación en la iconografía cristiana, Madrid, 1991, p. 21.
8
Esteban Lorente, op. cit., p. 5.
también conceptos filosóficos, morales y estéticos.9 Para encarnar estas ideas se elegía, generalmente, una figura femenina, acompañada de diversos atributos y de un texto explicativo. Para entender el funcionamiento del tratado de Ripa nada mejor que el comentario que sobre La Severidad ofrece E. H. Gombrich en Icones symbolicae, si bien esta representación es un añadido a la obra de la edición veneciana de G. Zaratino Castellini, en 1645 (fig. 12a).10 Para expresar ese concepto una cualidad, por otra parte, muy deseable en aquella época se recurre a la personificación: “una anciana con vestiduras regias, ceñida su frente por una corona de laurel”, a la que se le añade un texto explicativo: Se la retrata anciana porque la severidad es una cualidad de viejos, ya que su objeto no es dejarse llevar por un motivo cualquiera, y su fin es la gravedad, no incurrir en la frivolidad ni en la vanidad sean cuales fueren sus circunstancias. Porta vestiduras regias porque la severidad conviene a los personajes reales y a los grandes hombres.
La personificación lleva también una serie de atributos corona de laurel, cubo con daga clavada, cetro, tigre (?) que amplían y refinan la definición al proporcionar nuevas comparaciones, metáforas o símbolos del concepto central. Todos ellos también son explicados en el texto: [...] se le otorga la corona de laurel para denotar la Virtud y la Gran- deza que a la Severidad corresponden, pues los emperadores y personas ilustres, graves y severas iban coronadas de laurel.
Además: [...] el cubo significa firmeza, se mantiene siempre firme de cualquier lado que se le ponga, ya que como la Severidad es constante, estable, firme, no se inclina a ningún lado; la daga desnuda clavada en mitad del cubo significa que la Severidad es una Virtud, inflexible; por último empuña un cetro, ya que la Severidad es casi siempre verídica, cosa de Jueces y de Reyes. Se le pone un tigre al lado porque es animal feroz y no permitirá que nadie le doblegue.
Esta definición del concepto a partir de una sucesión de distintas metáforas es un recurso típico de la retórica. De hecho, este tipo de imágenes se deriva del didactismo medieval en el que imágenes como ésta se creaban para servir de ayuda a la memoria del predicador. En su interés por la representación de conceptos morales a través de figuras humanas, Ripa utiliza un fácil sistema de caracterización y subdivisión basado en lo que él denomina “accidentes”, que no es otra cosa que las múltiples cualidades y 9
S. Sebastián, Mensaje simbólico del arte medieval. Arquitectura, Iconografía, Liturgia, Madrid, 1994, p. 66. Para una edición de C. Ripa en castellano véase Iconología, I-II, trad. lat. J. e Y. Barja, trad. it. R. M. Mariño Sánchez-Elvira y F. García Romero, Madrid, 1996 (1a. ed., 1987). 10
E. H. Gombrich, Imágenes simbólicas. Madrid. 1990. pp. 230-231. fig. 153
características que encontramos en los seres humanos. Este juego basado en la asociación de imágenes e ideas se remonta a la tradición pedagógica antigua, que asignaba a las cosas aprendidas por la vista un efecto más duradero que cualquier instrucción verbal.11 Se trataba, pues, de persuadir con imágenes. Si en un primer momento el vocablo “iconología” servía tan sólo para denominar la obra de Ripa, a finales del siglo XVII comenzó a utilizarse con la acepción general de “representación alegórica”, que todavía tiene en la actualidad.12 Así la definía Juan Bautista Boudard en su obra Iconologie, Parma, 1759: El arte de personificar las pasiones, virtudes, vicios y todos los diferentes estados de la vida se llama Iconología. Es una especie de recurso poético inventado por la ingeniosa pintura para dar fuerza y expresión a los sujetos que ésta trata y hacer hablar a las imágenes que ella representa.13
Este repertorio de imágenes tuvo mucho éxito en los siglos XVII y XVIII entre los artistas europeos, fundamentalmente en Francia e Italia. Se usaba, además, para obras de arte efímero consistentes en ingeniosos decorados alegóricos que servían bien para celebrar acontecimientos vinculados con la corte coronaciones, bodas reales, apoteósicas recepciones del monarca en una ciudad, etc. , bien para conmemorar eventos de carácter nacional o local, como era la victoria en una batalla o la fiesta patronal. Estos fastos tienen su origen en la tradición medieval de entradas reales, justas y torneos, verdaderos espectáculos en los que se elevaban arcos, carrozas triunfales y teatros de calle compuestos sobre todo a partir del siglo XV de personificaciones que aspiraban a “educar” al príncipe que presidía dichos actos.14 Paralelamente al lenguaje de las personificaciones de Ripa, durante los siglos XVI, XVII y XVIII se desarrolló otro tipo de imágenes de marcado carácter simbólico conocido con el nombre de emblemas. En ellos se utiliza un lenguaje figurativo diferente al empleado por Ripa en la Iconología, que se puede resumir en dos puntos: 1. No se trata de personificaciones rodeadas de atributos, sino de lemas o versos figurados que derivan de la ciencia de los jeroglíficos, de moda a finales del siglo XV.15 11
Ibídem. El arte de la memoria o mnemotecnia, inventada por los griegos, tuvo un gran desarrollo en la retórica latina y posteriormente en la Edad Media, donde conoció una época de gran esplendor bajo la escolástica. En ella el aprendizaje se basaba en una técnica mediante la cual se imprimían en la memoria “lugares” e “imágenes”. Lejos de suponer su declive, con la invención de la imprenta se asistió a un renovado interés por la mnemotecnia en autores pertenecientes a la tradición hermética como Giulio Camillo, Giordano Bruno y Robert Fludd. Sobre el tema remito al estudio clásico de F. A. Yates, El arte de la memoria, Madrid, 1974 (1a. ed., Londres, 1966), y al más reciente de M. J. Carruthers, The Book of Memory. A Study of Memory in Medieval Culture, Cambridge University Press, 1990. 12
Esteban Lorente, op. cit., p. 5.
13
Cit. en Ibídem, p. 8.
14
R. Strong, Arte y poder. Fiestas del Renacimiento 1450-1650, Madrid, 1988, pp. 22-30.
15
Bajo el impacto del neoplatonismo florentino se recopiló la tradición de los significados ocultos o filosofía hermética, basada en la idea de que la verdad podía componerse por medio de imágenes, cuyo lenguaje silencioso era sólo accesible a una mente educada. El hermetismo creía en la existencia de una sabiduría secreta común tanto al paganismo sacerdotes
En ellos se suscribe un texto compuesto por un lema o leyenda en latín a la imagen con el objeto de expresar un concepto moral por medio de un ideograma. A este cuadrito, que puede representar cualquier objeto, ser o composición, se le añade un epigrama de unos pocos versos, de los cuales se extrae un aviso o lección humana de aplicación universal.16 2. El emblema parte de una concepción simbólica de la naturaleza derivada del neoplatonismo: los fenómenos naturales son vistos como símbolos de una idea trascendente con una intención de aviso al que la contempla. Conforman, así, un lenguaje críptico y oscuro, un enigma que precisa de un texto explicativo que aclare su significado.17 A este respecto, no hay que olvidar que, en origen, la palabra griega emblema significaba precisamente “aviso”, y que como tales estos cuadritos aparecen ya en los mosaicos pompeyanos para advertir al visitante del peligro, como el del célebre “CAVE CANE”. Basta con comparar la anciana figura de la Severidad con alguno de los emblemas publicados en 1677 por Filoteo en Symbola christiana para advertir esa diferencia de lenguaje (fig. 12b). El sistema de las personificaciones ha sido sustituido por otro basado en un asociativo simbolismo entre palabras y objetos. De esta manera, bajo el lema “Resistendo frango” (“Al resistir, me quiebro”), una columna reducida a trozos por un rayo simboliza el fin de los soberbios (fig. 3);18 pecado al que Ripa daría, en cambio, un aspecto humano caracterizado a partir de “accidentes”. Pero las posibilidades expresivas a través de imágenes no se agotan aquí. Aunque directamente emparentada con el emblema, existe una variante de éste denominada empresa o divisa, que, compuesta de cuerpo (dibujo) y alma (lema), alude, no siempre de modo evidente, a las cualidades, intenciones o ideales de un personaje o de un grupo (dinastía, familia, institución). Se distingue del emblema por poseer un contenido de carácter más restrictivo. Su imagen, que suele ser más clara y sencilla, prescinde de la personificación o figura humana y prefiere los naturalia (animales, plantas) et artificialia (objetos creados por el hombre). Las empresas pueden hacerse como pasatiempo o burla, pero generalmente constituyen una lección ejemplificante. Su origen egipcios, Zoroastro, Orfeo, Hermes Trimegisto, como a la herencia judeo-cristiana (Moisés, Cábala, Dionisio el Aeropagita). La aparición en 1419 de un libro supuestamente escrito por un sacerdote, Horapolo, Libro de las criaturas egipcias, y la publicación en 1505 de los Hieroglyphica contribuyeron a poner de moda la ciencia de los jeroglíficos durante el Renacimiento, ibídem, pp. 37-38; E. Wind, Los misterios paganos del Renacimiento, Barcelona, 1972 (1a. ed., Londres, 1958), pp. 11-33. 16
Esteban Lorente, op. cit., p. 313.
17
El profesor W. S. Heckscher dirige desde 1977 “The Princeton Emblem Project”, cuyo objetivo es el de crear una serie de herramientas que faciliten los estudios de emblemática. Para servir a este cometido se ha publicado un catálogo Emblems Books in the Princeton University Library: A Short-Title Catalogue, Princeton, 1984 y un glosario latino con su correspondiente traducción al inglés: The Princeton Alciati Companion. A Glossary of Neo-Latin Words and Phrases uses by Andrea Alciati and the Emblem Book Writers of his time, including a Bibliography of Secondary Sources relevant to the Study of Aliciati’s Emblems, Nueva York-Londres, 1989.
18
S. Settis, La “Tempestad” interpretada, Akal, Madrid, 1990, p. 79, fig. 46.
está en las divisas de la caballería, figuras heráldicas que en un principio entendían sólo los caballeros que las llevaban. Ambos, emblemas y empresas, constituyeron todo un género literario que tuvo un gran éxito en los siglos XVI y XVII. Su punto de partida está en el Emblematum Liber del italiano Andrea Alciato (1492- 1552), cuya primera edición de 1531 fue traducida rápidamente al castellano en 1549.19 La propia península produjo a lo largo del siglo XVII obras dedicadas al tema, entre las que destaca el libro de Emblemas morales de Sebastián de Covarrubias, publicado en Madrid en 1610.20 Tal como recuerda Pilar Pedraza, la técnica emblemática influyó no sólo en la literatura hispana, sino también en la pedagogía, la sermonística y en el ornato de la fiesta pública. De manera que si Góngora o Baltasar Gracián deben mucho al juego conceptual del emblema, la combinación entre literatura y artes plásticas que lo caracteriza marcó toda una época en lo que se refiere tanto a portadas e ilustración de libros como a decorados de obras teatrales.21 Por último, la acepción moderna de “iconología”, como método para el estudio de la Historia del Arte, no será objeto del presente capítulo, sino del tema 4.
19
Alciato, Emblemas, ed. y coment. de S. Sebastián, trad. de P. Pedraza, Madrid, 1985.
20
Sebastián de Covarrubias, Emblemas morales, ed. e introd. de C. Bravo-Villasante, Madrid, 1978.
21
A. Egido, prólogo en “Alciato”, Emblemas. pp. 8-9.
TEMA 3 EL LENGUAJE DE LAS IMÁGENES Como modo de expresión capaz de transmitir tanto sentimientos como contenidos de tipo intelectual, las imágenes constituyen un capítulo fundamental de la comunicación humana. De hecho, a través de las distintas épocas han conformado y conforman un lenguaje propio basado en su correspondiente sistema codificado de signos. Dicho lenguaje, que es tan rico y complicado como el lenguaje oral o escrito, se diferencia de éstos por ser mucho más directo y universal, de ahí el tan recurrido, pero por ello no menos cierto, proverbio: “una imagen vale más que mil palabras”. Los medios de comunicación audiovisual como el cine y la televisión han sabido explotar ese potencial de la imagen al someterla a efectivos procesos de sublimación y vulgarización. A este respecto, la publicidad constituye, sin duda, uno de los campos de experimentación más sugerentes. Todo ello, unido al importante papel que en la actualidad la imagen ha alcanzado en aspectos tan fundamentales de la vida del hombre, como el aprendizaje o el ocio, explica en parte el desinterés de nuestra sociedad por la palabra y la lectura.1 Para entender el fenómeno de la comunicación a través de las artes figurativas resulta muy útil echar mano de la semántica, “ciencia” que estudia las relaciones entre signos verbales, visuales o acústicos y su significado. Si se parte de la premisa de que los signos visuales forman parte del contenido iconográfico de las obras de arte no sólo por su valor figurativo, sino también por su valor “semántico”, la contribución de esta disciplina a la investigación iconográfica puede resultar de gran interés. De hecho, el contenido y significación de una obra no se ciñe tan sólo a la representación figurada de un tema, sino que éstos pueden estar también expresados tanto en la elección de un determinado lenguaje simbólico o alegórico como en aspectos de tipo formal (color, trazo, composición, etc.). La semántica analiza así la relación existente entre morfología y función en la obra, entre significación y expresión, y entre significado y valor estético.2 No hay que olvidar que algunos contenidos de la imagen pueden ser expresados de una manera muy significativa a través de la morfología. Así, por ejemplo, el tamaño puede servir para expresar distintas ideas: de jerarquía, en el arte egipcio; de manifestación de lo supraterreno, en el arte medieval; de miedo, en la pintura del Bosco, o, simplemente, de edad, como en el grupo escultórico del Laocoonte.
1
S. Sebastián, op. cit., p. 50. Para una amplia discusión sobre el estatuto del arte como lenguaje, véase O. Calabrese, El lenguaje del arte, Barcelona, 1995 (1a. ed. it. Milán. 1985)
2
R. Assunto, “Semantica”, Enciclopedia Universale dell'Arte, XII, Venecia-Roma, 1964, pp. 386-398, espec. pp. 386-388.
A la hora de analizar el fenómeno del lenguaje de las imágenes conviene distinguir, como en el lenguaje escrito, tres aspectos sobre los que se articula dicho sistema de signos: el léxico, la gramática y el estilo. 1. El léxico: si el lenguaje verbal se compone de palabras suma de signos con un significado concreto, el equivalente de las palabras en arte son las distintas “formas dibujadas o coloreadas” que se disponen de una manera ordenada para obtener un significado. Mientras que un círculo con rayos compone el término “sol”, un cuarto creciente significa “luna”. Sin embargo, tal como veremos, no todas estas unidades se mueven en el mismo nivel de significación. Así, si con la intersección de una línea horizontal y otra vertical se consigue componer la palabra “cruz”, ésta, además de representar al objeto real, es, a la vez, el símbolo por antonomasia del cristiano. Al igual que sucede en una lengua, las palabras pueden llegar a adquirir nuevos significados. Por ejemplo, “ladino” (lat. latinus) en castellano antiguo servía para designar a la lengua romance en oposición a la arábiga o al lenguaje culto y artificioso próximo al latín. De ambas acepciones nacerá una tercera: la de persona “sagaz” y “astuta”.3 Un proceso similar ocurre en el arte con “términos” como el de la figura humana alada, que de Victoria pagana pasaría a convertirse en ángel cristiano. Por último, no hay que olvidar que, a pesar del carácter más universal de su lenguaje, algunas formas figuradas sólo tienen una significación especial en una determinada cultura o civilización. Así, no debe sorprender que un motivo exento de contenido para nosotros, como el de la flor del loto, haya desempeñado un importante papel no sólo en el arte búdico, como símbolo de la pureza, sino también aunque con otras acepciones en el arte griego y egipcio. 2. Gramática: en el arte figurativo los signos líneas y colores que componen la imagen no aparecen de un modo caótico, sino de una manera ordenada y sujetos a una estructura más o menos convencional. Es obvio que para dibujar un rostro o un árbol es necesario dominar las reglas básicas que rigen los problemas de representación: disposición correcta de horizontales y verticales, distancia, luz, etc. 3. Estilo: según las distintas épocas, cada tradición artística, e incluso cada artista, ha sabido imprimir a las formas figuradas un peculiar modo de hacer o estilo. Por lo general, el artista no “inventa” imágenes, sino que recurre al patrimonio artístico de su cultura, en el que a veces introduce ciertos cambios. Esas variaciones suelen ser producto de grandes genios capaces de renovar un repertorio. Éste es, como veremos más adelante, el caso de Fidias con la representación de los dioses del panteón griego. Dado que el objeto inmediato de la iconografía es la imagen, para conocer su 3
J. Corominas, Diccionario etimplógico de la lengua castellana, III, Madrid, 1954, pp. 9-10. En México y América Central, “ladino” se refiere a los pobladores que, por su forma de vida, su lengua y sus costumbres, se consideran distintos de los indios. Se trata, sin embargo, de un término exento de diferenciación racial: un indio puede ser un ladino si adopta las formas de vida de los hispanohablantes.
significado el historiador tiene que dominar las leyes y los elementos que las rigen. A este respecto se pueden establecer cuatro grandes campos en su estudio: a) El estudio de los temas y los motivos. Consiste en el análisis de la obra basado en una distinción de su contenido. b) El estudio de los elementos figurativos que utiliza el autor para describir o expresar una idea: simple figura, personificación y atributo. c) El estudio de los modos de expresar el contenido: símbolo, alegoría y narración. d) Las relaciones entre texto e imagen. 1. Tema y motivo El tema es el asunto en torno al cual se construye la obra de arte. La mayoría de las veces se corresponde con el título que se da a las obras. El motivo, por el contrario, constituye un subtema dentro del cuadro, un asunto menor relacionado con el asunto general y que suele acompañarlo. Frente al carácter global del tema, el motivo supone un matiz restrictivo, y, por lo tanto, está dotado de un valor menor. Entre ambos existe, sin embargo, una evidente relación de dependencia en el contexto del cuadro. Esta definición de tema y motivo no se corresponde con la utilizada por E. Panofsky, para quien el “tema” aludiría a la historia literaria o idea de la representación, mientras que “motivo” sería cada uno de los elementos formales que constituyen dicho tema. Aunque esta división entre elementos formales y de contenido se adecua perfectamente a las investigaciones del autor alemán, para el dominio del lenguaje de las imágenes resulta más útil establecer una división basada en el significado de las figuras representadas. Así, en vez de oponer forma (motivo) y contenido (tema), es más efectivo diferenciar entre el tema principal que conforma el asunto de la obra y los añadidos o amplificaciones que suelen acompañarlo, y que estarían constituidos por los motivos. Para aclarar el problema sirva de ejemplo uno de los grandes temas de la historia del arte: las estaciones del año. En su ilustración, una de las fórmulas más empleada por los artistas fue la de la sucesión de escenas o cuadros, a través de los cuales se iban describiendo los cambios de actividad y las variaciones meteorológicas de los distintos períodos anuales. Sin duda, una de las series más preciosas sobre el tema es la realizada, en 1565, por Pieter Bruegel el Viejo para decorar, como un friso continuo, una de las estancias de la casa de Niclaes Jonghelinck en Amberes.4 4
La serie constaba en origen de seis cuadros, de los cuales se han conservado tan sólo cinco. En un reciente estudio se abandona la teoría tradicional de que se trataba de una representación de los meses del año en favor de su lectura como un ciclo de las estaciones. En él Bruegel siguió una vieja división popular del año agrícola en los Países Bajos que añadía a las cuatro estaciones dos complementarias: la ante-primavera (Kleinlente) y el otoño tardío, K. Demus, Kunsthistorisches Museum Wien. Katalog der Gemäldegalerie. Flämische Malerei von Jan van Eyck bis Pieter Brnegel der Ältere, Viena, 1981, pp. 86 ss., cit. en A. Wied, Bruegel, Milán, 1995, pp. 25-27. La lectura de la serie quedaría, pues, de la siguiente manera: Jornada Oscura (ante-primavera); Primavera (perdida); La recolección (verano); La siega (otoño); La vuelta del rebaño (otoño tardío); Cazadores en la nieve (invierno).
Comencemos por la pintura que finaliza el ciclo, conocida indistintamente con los títulos de Cazadores en la nieve o El invierno (fig. 13). Para Panofsky, el tema de la representación sería el invierno, y los motivos estarían constituidos por la multitud de pequeñas figuras que conforman la representación. Por el contrario, si nos ceñimos a la terminología antes propuesta, el tema, que sigue siendo la estación invernal, se identifica con un escenario concreto: el paisaje nevado que domina toda la composición, y con las dos acciones principales: el regreso de los cazadores y los patinadores en el hielo. Pero al artista no le basta con esto para dotar al cuadro de contenido y recurre a una serie de motivos, muchas veces escondidos, que le permiten subrayar y ampliar la idea general. Uno de los que más llama la atención es el del personaje femenino que lleva un haz de leña a sus espaldas mientras cruza un puente sobre el río helado (fig. 14). Se establece, así, una relación de causa y efecto entre el tema y el motivo: el tema es el frío invernal, el motivo es la necesidad de recoger leña para calentarse junto al fuego. El tema de un cuadro puede, así, abarcar varios temas menores con los que se identifica de ahí que el invierno incluya un paisaje nevado, patinadores y caza , a los que se suman una serie de motivos, normalmente representados por una única figura u objeto, cuya función es ampliar los efectos del tema sobre el cuadro. Para aclarar más los conceptos recurramos a otro cuadro perteneciente a la misma serie, conocido con el título de El otoño o La siega (fig. 15). En esta ocasión, el mes se identifica con la siega otoñal, cuya acción es acometida por un grupo de segadores en un escenario compuesto por los campos de trigo. Uno de los motivos más deliciosos estaría aquí en el personaje que camina con una vasija en sus manos a través de las mieses en busca de vino. Se trataría del motivo de la sed estival, omnipresente en temas relacionados con la estación cálida y la dureza del trabajo agrícola.5 El artista ha sabido
5
El motivo del refrigerio en relación con las faenas de la siega y la maja tiene su origen en el calendario antiguo (Trabajos y Días, de Hesíodo; Agosto del Calendario de Filócalo) y pervive en la Edad Media en las representaciones estivales de las ciclos bizantinos e hispanos (M. A. Castiñeiras González, “Algunas peculiaridades iconográficas del calendario medieval hispano: las escenas de trilla y labranza (ss. XI-XIV)”. Archivo Español de Arte, 261, 1993, pp. 57-70, espec. 64-70, figs. 11-14, 16-18; ídem, El calendario medieval hispano; textos e imágenes (ss. XI-XIV), Salamanca, 1996, pp. 155-157. Dicho motivo resurge con especial fuerza en la iconografía de los calendarios de los Libros de Horas flamencos del siglo XVI en los mismos marcos temáticos: mientras que en el Julio de las Horas Spinola (Gante o Malinas, c. 1515: taller de Gerard Horenbout) (The J. P. Getty Museum, ms. Ludwig IX. 18 f. 4v) y en el Agosto de las Horas Hennessy (Simon Bening, c. 1560) una campesina lleva comida y bebida a los segadores (figs. 101-102), un rústico bebe agua de un recipiente junto a una fuente en el Agosto del Breviario Grimani (1520). Las experiencias de Pieter Bruegel en el campo de la miniatura un arte por otra parte todavía muy activo en Flandes en la década de 1560 (véase A. Domínguez Rodríguez, Diminuto Devocionario del Museo Arqueológico Nacional; estudio del códice y sus miniaturas, Madrid, 1995, pp. 19-20) habrían familiarizado al pintor con toda esta serie de temas y motivos del calendario, que sabrá reelaborar con maestría para su serie de las estaciones de 1565. Algunos autores han sugerido que Pieter Bruegel pudo haber sido introducido en la técnica de la témpera (Caída de Ícaro, 1558) por su suegra, la miniaturista May ken Verhulst, en su época de aprendizaje en Amberes con Pieter Coecke entre 1540-1545, véase G. von der Osten, H. Vey, Painting and Sculpture in Germany and the Netherlands, 1500-1600, The Pelican History of Art, ed. N. Pevsner, Londres, 1969, p. 300. Por otra parte, durante su estancia en Roma, entre 1553 y 1554, colaboró con el miniaturista Giulio Clovio (1498-1578), un artista muy familiarizado con el Breviario Grimani a través de su primer patrón, el cardenal Marino Grimani, que en 1523 lo heredó de su tío Domenico, W. Smith, “Giulio Clovio and the ‘Maniera di fil!ure niccole’". The Art Bulletin, XLVI, 1964, pp. 395-401.
incluir, además, otros motivos, cuyo contenido añade más color a la obra, como el del juego al fondo del cuadro , o los de la siesta y la comida, en primer plano.6 Margaret A. Sullivan ha señalado que P. Bruegel utiliza la figura retórica de la contraposición para disponer temas y motivos de modo satírico. Así, en El invierno, frente a la ociosidad de los campesinos cazadores que intentan emular a sus señores y los patinadores, se percibe la encorvada figura que transporta leña. De la misma manera, en El otoño, pero invirtiendo las relaciones, frente a la esforzada cuadrilla de segadores se dispone un grupo de glotones e indolentes.7 Resultaría imposible dar aquí pormenorizada cuenta de la variedad de temas tratados a lo largo de la historia del arte. Lo cierto es que muchos de ellos pueden agruparse en lo que se denominan grandes repertorios temáticos, compuestos por extensas series de imágenes que, además de compartir una materia común, recurren a un mismo lenguaje figurativo. Entre esos grandes repertorios temáticos estaría: la mitología, la biblia, la hagiografía, el cuadro de género o de costumbres, y los géneros8 propiamente dichos del paisaje, la naturaleza muerta y el retrato. Cada repertorio posee sus propios temas y motivos y goza de mayor o menor protagonismo según los distintos períodos históricoartísticos. La historia del motivo del espejo en los siglos XV al XVII, estudiada por J. Bialostocki, ejemplifica la evolución y variación a la que se ven sometidos los motivos a lo largo del tiempo. El reflejo de una imagen real en un espejo o en una lustrosa y pulida superficie de metal, como puede ser una pieza de armadura, parece haber ejercido una especial fascinación en los artistas y comitentes del primer Renacimiento en un momento en que la pintura se estaba esforzando en ser una imagen verosímil del mundo visible (M. Meiss; E. H. Gombrich). En un principio, fue utilizado con un efecto ilusionista crear espacio que mostraba la maestría del pintor, pero muy pronto se convertirá en una forma con un contenido simbólico:9 a) El efecto ilusionista. Jan van Eyck utiliza el motivo del espejo en Los desposorios de los Arnolfini (1434), que le sirve para reflejar no sólo a Arnolfini y a su esposa de espaldas, sino también a dos figuras que están situadas en el umbral de la estancia, es 6
El motivo del sopor provocado por el calor canicular, que va igualmente unido al de la sed estival en la tradición de los calendarios agrícolas desde la Antigüedad (Hesíodo) a la Edad Media (San Marcos de Venecia, Tarragona) (M. A. Castiñeiras, “Algunas peculiaridades”; El calendario medieval), vuelve a ponerse de actualidad en el rústico durmiente del Agosto del Breviario Grimani. Para esta miniatura, véase F. Ongania, A Glance at the Grimani Brevary preserved in S. Mark's Library, Venice, Venecia, 1903, p. 16. De igual manera habría que señalar el Agosto de las Horas Hennesy (fig. 102) como precedente de la escena de campesinos comiendo del cuadro de Bruegel, W. Stechow, Pieter Bruegel the Elder, Nueva York, 1970, p. 104. 7
M.A. Sullivan, Bruegel's Peasants. Art and Audience in the Northern Renaissance, Cambridge University Press, 1994, pp. 42-44.
8
Los géneros son variedades que se distinguen en las creaciones según el fin que obedecen, la índole del asunto y el modo de tratarlo, así como según los caracteres especiales configurados por la tradición literaria o artística. 9
J. Bialostocki. The Message of Images. Studies in the History of Art. Viena. 1983. p. 93.
decir, fuera del cuadro, justo en el lugar que ocupa el espectador (fig. 16). El espejo no es, pues, sólo un motivo de la decoración de la habitación, sino una forma de mostrar la habilidad técnica del artista, que es capaz de representar un espejo y los efectos que ello crea. La reluciente superficie convexa se convierte, así, en un verdadero cuadro dentro del cuadro, en el que el observante se siente integrado con sorpresa.10 En la pintura flamenca, los reflejos de imágenes en los espejos se convirtieron en el modo más efectivo para simular la realidad tridimensional, puesto que enseñaban puntos situados fuera del cuadro. Existe una buena multitud de ejemplos, entre los que destaca una obra de Juan de Flandes, San Miguel y San Francisco, en el Museo Metropolitano de Nueva York, en el que en el escudo de san Miguel se refleja la ruina de una fortaleza, que no es otra que la Ciudad de Dite, la ciudad de los condenados, el Infierno. Este reflejo supraterrenal es sustituido en el cuadro del pintor, San Miguel de Mafra, c. 1480, por otro más banal: el de la propia imagen del pintor trabajando. b) El contenido simbólico: el motivo del espejo puede también cargarse de contenidos simbólicos ligados con la idea de vanitas. Esta idea de origen medieval se desarrolló sobre todo en Italia, donde la pintura rechazó el efecto ilusorio del espejo circular convexo ya que éste reflejaba una realidad deformada. De ahí que cuando se utiliza no es precisamente por su carácter ilusorio, sino por su contenido simbólico. Éste es el caso de Giovanni Bellini en su Alegoría de la Vanidad-Prudencia (1490-1495) (Venecia, Academia), en la que una desnuda figura que personifica a la Prudencia se alza sobre un pedestal circular decorado con un bucráneo mientras sostiene un espejo redondo convexo en donde se refleja la figura de un diablo (fig. 17). Se trata, pues, de un mensaje moral, que no es producto de la experiencia sensible.11 La sensibilidad de los pintores del Renacimiento veneciano hacia el motivo del espejo se pone de manifiesto en las escenas de tocador de los cuadros de Ticiano, en los que se logra combinar contenido simbólico y efecto visual. Así, en la pintura titulada Joven arreglándose el cabello (1512-1517) el espejo se convierte en un elemento importantísimo. En el primer plano, una mujer se vuelve hacia el espectador, ladeando su cabeza a la izquierda y sosteniendo un recipiente con aceite. Su figura se refleja en un espejo cuadrangular y otro convexo sustentados por un personaje masculino situado en un segundo plano en una perfecta combinación de virtuosismo y vanitas. Conjugar la realidad con la ficción será uno de los ejercicios preferidos del arte barroco, de ahí que en esta época cobre especial relevancia el tema de la vanidad, de lo efímero, de la transitoriedad de las cosas. A este respecto, pocas realizaciones superan la sensación de engaño que producen una serie de espejos holandeses del siglo XVII, que sirven de soporte a una representación en la que figuran objetos relacionados con lo efímero: calaveras, relojes de arena, joyas, etc. Su contemplación no puede ser más 10
Véase L. Seidel. Jan van Eyck’s Arnolfini Portrait. Stories of an Icon. Cambridge University Press. 1993. pp. 171-218.
11
Bialostocki. Message. fig. 22.
inquietante: si uno los ve desde lejos, percibe tan sólo el cuadro de figuras, pero al acercarse se encuentra cara a cara con su propia imagen reflejada en el espejo acompañada de los símbolos de la vanidad. 2. Figura, personificación y atributo La figura es el componente esencial del arte figurativo. Por ella se entiende la forma de un ser animado humano, animal o híbrido. Para su descripción es necesario fijarse en su sexo, edad joven o viejo , posición de pie o sedente , caracterización barba, cabello, etc. e indumentaria. Cuando hay más de una figura se puede hablar de grupo. Si la figura o un grupo de ellas están desarrollando una acción, entonces tenemos una escena. Éstas pueden ser de muchos tipos según su temática: bíblicas, mitológicas, históricas, de género, etc. Se denomina personificación a una figura humana, normalmente femenina, que representa o encarna una idea abstracta o un elemento de la naturaleza. Sirva como ejemplo el cuadro de Durero titulado La Avaricia (1507), en el que una desgreñada y harapienta, atesorando monedas, sirve para personificar el vicio (fig. 18). Este modo de dar contenido a las figuras constituye uno de los recursos más habituales del lenguaje artístico en períodos como el griego o el renacentista. Fue precisamente en Grecia donde la personificación halló los cauces expresivos que la caracterizan, debido al carácter antropomórfico de su panteón y a su afán por dar al mundo una apariencia corpórea. A este respecto, A. Brilliant distingue tres tipos de personificaciones clásicas: 1. Las que son imagen de fenómenos físicos tangibles de la naturaleza: Helios-Sol, Selene-Luna, los Ríos (el Nilo, el Ilso, etc.). 2. Las que son imagen de las divisiones hechas por el hombre en el mundo natural: personificación de ciudades (Antioquía), continentes (Asia), regiones (Arcadia). 3. Las imágenes conceptualizadas de fuerzas físicas que no son tangibles o aparentes: las Hórai del año estacional, Aion como figura del tiempo eterno, emociones (el Póthos de Escopas, el Kairós de Lisipo).12 En relación con la personificación se sitúa el atributo. Éste, según Federico Revilla, consiste en “un objeto real que define o caracteriza la personalidad de una figura, de acuerdo con hechos de su biografía o bien con determinados convencionalismos significativos. Así, por ejemplo, el bote de ungüento es el atributo de María Magdalena, en recuerdo de que fue la primera en acudir al sepulcro de Jesús para ungir el cadáver (o también porque se la identifica con el personaje que ungió en vida a Jesús con un valioso 12
R. Brilliant. “Simboli e attributi. III. Grecia e Roma”. en Enciclopedia dell'arte antica classica e orientale. VII, Roma. 1966, pp. 303-311. espec. 305-306. Véase T. B. L. Webster. “Personification as a Mode of Greek Thought”, Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, 17, 1954, pp. 10-21.
perfume durante el convite en casa de un fariseo)”.13 El mismo sistema de atributos biográficos se utilizan en santa Catalina con la rueda de su martirio , santa Lucía con sus ojos arrancados sobre un plato o en Heracles, cubierto con la piel del león de Nemea (fig. 19). Un atributo fruto de un convencionalismo figurativo sería el aura para indicar la santidad o la palma que simboliza la victoria de los mártires. El atributo es, por lo tanto, un signo cuya vida depende de la figura divina o humana, de la que indica su identidad, su historia, su poder y su papel. Se trata, pues, de un objeto, que es una parte accesoria pero fundamental de la representación, puesto que sin él la figura altera su significado. La asociación entre figura y atributo se puede calificar en muchas ocasiones de sinécdoque, es decir, en la que a partir de una parte se denomina el todo. Tal es el caso, por ejemplo, de la clava con la piel leonina o del caduceo, cuya simple representación sirve para evocar respectivamente a las figuras de Heracles y Hermes. El atributo se desarrolló, sobre todo, en el arte griego, ya que, al tener los dioses una forma humana, era difícil diferenciarlos de los mortales si no se acudía al atributo. Sin embargo, este recurso no sólo se utilizó con dioses Zeus con el águila y el cetro; Poseidón con el tridente y los caballos marinos , sino que también afecta a la caracterización de los mortales. La desnudez y el strigile, por ejemplo, fueron los atributos de los atletas Apoxiómeno de Lisipo ; la cinta, de los vencedores (Diadúmeno de Policleto), y los rollos de los filósofos y hombres de letras (Sófocles del Teatro de Dionisos).14 Un ejemplo de la relación entre atributo y personificación la ofrece la estatua del Verano de Pietro y Gian Lorenzo Bernini. Esta escultura forma parte de un grupo dedicado a las cuatro estaciones, realizado entre 1605 y 1620, y conservado en la Villa Aldobrandini de Frascati. Se trata de una figura femenina que, acompañada de atributos estivales característicos, como la corona de espigas y el signo zodiacal del león, personifica la estación cálida.15 3. Símbolo y alegoría Según F. Revilla, el símbolo “es una realidad aprehensible mediante los sentidos que remite a otra realidad que excede el alcance de los mismos”.16 Un símil normalmente utilizado sería el de una moneda partida cuyas dos partes se complementan. La 13
F. Revilla. Diccionario de iconografía y simbología, Madrid, 1995. P. 52.
14
Esta caracterización de los retratados a través de los objetos sigue vigente en la fotografía de prensa actual. Valga como ejemplo el análisis que Margarita Ledo Andión realiza de una serie de fotos de Xurxo Fernández publicadas en A Nosa Terra, entre enero de 1978 y otoño de 1980, en las que los objetos que acompañan a los personajes modifican lo real, en lo que R. Barthes denominó un proceso de connotación (Documentalismo fotográfico contemporáneo. Da inocencia á lucidez, Xerais, Vigo, 1995, p. 177). Así, Cunqueiro aparece delante de una biblioteca, indicando que es un “intelectual”; Colmeiro, con un lápiz, en su papel de dibujante o pintor; y el escritor Anxel Fole, notable narrador y conversador, es fotografiado sin libros con un elemento de intercomunicación personal: la copita de coñac, ibídem, p. 178, fotos 5, 6, 8. 15
F. Zeri, Detrás de la imagen. Conversaciones sobre el arte de leer el arte, Tusquets, Barcelona, 1987, pp. 271-272.
16
F. Revilla. Diccionario de iconografía y símbolos. Madrid. 1995. p. 372.
simbología tiene mucho que ver con lo trascendente, con la religión, pero no se restringe a ella: la cruz, símbolo de la pasión; la paloma, símbolo de la paz. Se usa mucho en el mundo de la publicidad, donde, por ejemplo, el coche se ha convertido en un símbolo de la sociedad del bienestar. El símbolo consiste en la presentación de un signo o de una imagen (significante), que hace referencia a una realidad (significado), que, a pesar de ser distinta de la imagen, es una parte intrínseca de ella, de manera que acaba por identificarse con ésta. Para O. Ferrari, el símbolo se presenta de este modo como una conexión natural y no deliberada entre significante y significado, y tiene un carácter casi mágico, de valor absoluto y exclusivo, de una unidad de conjunto. De hecho, el símbolo no nace de una experiencia estética, sino más bien de un patrimonio de nociones generales. En la representación simbólica, existe, entre la figura significante y la cosa significada, una relación conceptual, inmediata y directa, que implica su correspondencia automática, reversible, y casi una identificación.17 El lenguaje simbólico fue muy utilizado por el arte egipcio en directa relación con la escritura jeroglífica, que representaba conceptos abstractos a través de ideogramas. Un símbolo puede ser, a la vez, un atributo: se acostumbraba representar a los reyes portando una esfera dorada, un objeto que es atributo de los reyes y a la vez símbolo del poder. Inmensamente rico es el campo de la alegoría, término que proviene del griego állegoría. La palabra, que en su origen fue un término retórico que indicaba una sucesión de metáforas, en el lenguaje artístico se tradujo como la representación simbólica de ideas abstractas por medio de figuras, grupos de éstas o atributos.18 Se trata de una ficción en virtud de la cual una cosa representa o significa otra diferente (állos: “otro”, y ágoreuó: “hablar”): la venda y las alas de Cupido son una alegoría del amor. Un cuadro alegórico se basa, normalmente, en la suma de una serie de personificaciones, en forma generalmente humana y acompañadas de sus atributos característicos, con las que se quiere transmitir una idea sobre la virtud, el vicio, una tendencia o inclinación, etc. Constituye, sin duda, uno de los recursos más frecuentes de la cultura figurativa tradicional. Al contrario que en el símbolo, en la alegoría el significante es siempre distinto del significado. Ambos son diversos y no identificables, y entre ellos no existe una referencia directa y unívoca. Dicha referencia se instituye más bien a través de una intencionada transposición de significados, lo que hizo que desde la Antigüedad la 17
O. Ferrari, “Simbolo e allegoria”, Enciclopedia dell'Arte Universale, XII, Roma-Venecia, 1964, pp. 491-493. La noción de símbolo fue brillantemente enunciada por Friedrich Theodor Vischer, filósofo hegeliano que veía el símbolo como una imagen visual que representa algo distinto, en la que forma y significado se confunden. Buena prueba de ello la tenemos en los pueblos “primitivos”: el toro no sólo representa, sino que es la fuerza y capacidad creadora; la mariposa, la resurrección, etc. E. H. Gombrich, Aby Warburg. Una biografía intelectual, Madrid, 1992, p. 79 (1a. ed., Londres, 1970). 18
R. Hinks, Myth and Allegory in Ancient Art, Nendeln-Liechtenstein, 1976, pp. 4-16 (1a. ed., The Warburg Institute, Londres, 1939).
alegoría estuviese relacionada con la metáfora y perteneciese a la esfera intelectual. De ahí viene esa oposición entre una concepción simbólica del arte, en la que existe una relación intrínseca entre signo y significado, y una concepción alegórica, en la que el significado no es nunca intrínseco al signo, sino sólo asociado, siendo su verdadera expresión no el signo, sino la formulación conceptual.19 Uno de los más hermosos ejemplos de representación alegórica es el cuadro de La Primavera realizado por Sandro Botticelli, en 1477, por encargo de Lorenzo di Pierfrancesco de Médicis para su Villa en Castello (fig. 20). La pintura se compone de un grupo de distintas personificaciones y dioses relacionados con la primavera: Mercurio, protector del mes de mayo; Venus Genetrix, diosa de abril; Flora, deidad romana de las flores; Chloris, protectora griega de las plantas y flores; y, por último, Céfiro, el viento del oeste. Las figuras se relacionan unas con otras con la idea de describir el aspecto de la naturaleza en la estación vernal: tal como lo describe Ovidio, el cálido Céfiro hace transformar a Chloris en la exultante Flora, mientras que Venus reina en su jardín primaveral acompañada de los dones de las Hórai, que el pintor ha sustituido por las Chárites.20 Pero para que en una obra de arte haya alegoría no hace falta que todas sus figuras sean personificaciones. En ocasiones, el artista puede representar una escena compuesta por personajes aparentemente “reales”, aunque el tema central tenga un claro contenido alegórico, como en el caso de la estela funeraria de Iliso, del tercer cuarto del siglo IV a.C. (fig. 21). En ella se representa a un anciano que, apoyado en un bastón, mira absorto la figura de un joven, posiblemente su hijo, que se vuelve hacia el espectador con una mirada llena de pathos. A los pies de este último, un niño acurrucado llora junto a un perro. No cabe duda de que el tema de la representación es la muerte del efebo, cuyos efectos el escultor se ha encargado de enfatizar a través de la caracterización física y emocional de las tres figuras: un débil niño llorando, un hermoso joven angustiado por su lúgubre destino y un encorvado anciano reflexivo. Se trata de una alegoría de las tres edades del hombre, que no deja de traernos a la memoria el enigma que Edipo tuvo que resolver ante la Esfinge: “¿Cuál es el ser que con una sola voz tiene cuatro patas, dos patas y tres patas? [...] el hombre, pues cuando es una criatura es cuadrúpedo, ya que avanza con las cuatro extremidades, en su madurez es bípedo y de anciano utiliza una tercera pierna, el bastón.”21
19
Ferrari, op. cit., pp. 492-493.
20
Aunque polémica, sigo la interpretación propuesta por Ch. Dempsey, “Mercurius Ver: the Sources of Botticelli's Primavera”, Joumal of the Warburg and Courtauld Institutes, XXXI, 1968, pp. 251-273. Para la decoración de la Villa de Castello de Lorenzo di Pierfrancesco de Médicis, edificación de retiro rural, Botticelli pintó también el Nacimiento de Venus (.1485- 1486). Véase A. Warburg, “La Nascita di Venere e la Primavera di Sandro Botticelli. Ricerche sull'imagine dell'Antichita nel primo Rinascimento italiano”, en La rinascita del paganesimo antico, Florencia, 1991, pp. 1-58, espec., 20-46 (1ª. ed. Leipzig-Berlin, 1932); E. H. Gombrich, “Las mitologías de Botticelli: Estudio sobre el simbolismo neoplatónico de su circulo”, en Imágenes simbólicas, Madrid, 1990, pp. 60-130, espec., pp. 69-102.
21
Apolodoro, Biblioteca mitológica, III, 5, 8, ed. J. García Moreno, Madrid, 1993, p. 159.
El paso del lenguaje de la alegoría al lenguaje realista supuso una de las mayores revoluciones del arte moderno. Hasta el siglo XVI, la representación de ideas abstractas estuvo siempre marcada por el uso del sofisticado recurso a las personificaciones y atributos, que daba a la representación un carácter irreal de acuerdo con el elevado contenido que quería transmitir. Uno de los ejemplos más ilustrativos de ese proceso es la evolución del tema del Horno bulla, cuyo origen está en la antigua comparación de la fragilidad de la vida humana con una pompa de jabón. Durante los siglos XV y XVI, el tema fue representado en Holanda a través de una alegórica representación de un putto sentado sobre una calavera haciendo pompas de jabón. Así aparece en un grabado de 1594, de Hendrick Goltzius, acompañado de la leyenda Quis evadel? (“¿Quién puede escapar?”), y de flores y humo, símbolos de la transitoriedad de la vida humana (fig. 22). Esta imagen, sin perder su significado alegórico, en los siglos XVIII y XIX se disfraza de real, es decir, abandona el rebuscado lenguaje de los lemas figurados, y de la adición de personificaciones y atributos, y se convierte en una escena verosímil. Prueba de ello son las obras de J. E. Millais, Burbujas, y de Manet, León Leenhoff haciendo burbujas, en las que el tema se ha reducido a la representación de un banal cuadro de género protagonizado por un niño, en el que no faltan motivos tan alegóricos de la fragilidad, como la maceta con una flor.22 Sorprendente es, a este respecto, la ilustración de la página 36 del libro de rimas infantiles inglesas, Aflernoon Tea: Rhymes for Children, de J. G. Sowerby y H. H. Emmerson, publicado en Londres en 1880 (fig. 23). En ella se representa una simpática escena compuesta por un grupo de niños jugando a hacer pompas de jabón ante un muro, detrás del cual se extiende un inquietante cementerio. Los versos dispuestos debajo de la viñeta sacan al lector de la inocencia y lo devuelven a la cruda moraleja del viejo tema alegórico: Man 's life is a bubble as light as air, Floating away now here, now there, The bubble looks likely to float all day, But mans's life sooner doth fade away.23
La alegoría puede ser también fruto de un juego o “divertimento” y no estar compuesta por figuras humanas, sino por animales y plantas, como en la Alegoría del Agua, de Giuseppe Arcimboldo, de 1566. Este pintor milanés, que constituye una de las personalidades más extrañas de la historia del arte, fue invitado a Praga en 1562 por el emperador Fernando I para nombrarlo Hof-Conterfetter, retratista de corte, y como tal estuvo posteriormente al servicio de los emperadores Maximiliano II y Rodolfo II. Al igual que muchos de los grandes artistas del Renacimiento, no se trataba, simplemente, de un mero pintor, sino que se dedicaba también a inventar artilugios y decorados para torneos, juegos y fiestas. Fruto de su actividad pictórica son sus famosas series alegóricas, entre las que destacan una dedicada a los cuatro elementos fuego, aire, 22
Ch. Brown, Scenes of Everyday Life. Dutch Genre Paintitng of the Seventeenth Century, Londres-Boston. 1984. p. 38.
23
Ibídem. pp. 38-39.
tierra y agua , realizada en 1566 para Maximiliano II, y al menos dos sobre las estaciones: la primera, de 1563, para Fernando I, y la segunda, de 1572, para Maximiliano II. Estas obras, que todavía causan sorpresa en nuestros días, han suscitado las más diversas interpretaciones. Mientras que algunos autores lo hacen heredero de la tradición burlesca y satírica, compuesta por scherzi y cappricci, que caracterizó a algunos de sus contemporáneos, como Rabelais (Geier), otros prefieren ver en sus pinturas un reflejo de la filosofía neoplatónica leída en clave política.24 En este caso, lo que más interesa es subrayar lo revolucionario de su lenguaje pictórico. En sus cuadros inventó una nueva fórmula de alegoría: un tejido homogéneo compuesto por una superposición de elementos que es capaz de expresar una idea abstracta.25 En esta peculiar articulación del cuadro influyó, sin duda, el ambiente de la segunda mitad del siglo XVI. Por un lado, se estaba asistiendo al desarrollo de la emblemática, cuya gramática se basaba precisamente en la adición de signos lingüísticos y figurativos. De hecho, Arcimboldo, para componer sus alegorías, suma signos figurativos animales y plantas marinas en el caso de la Alegoría del Agua con el objeto de conformar un signo distinto: un rostro de perfil. Por otro lado, el ambiente calidoscópico de la Wundernkammer imperial, repleta de animales exóticos disecados, conchas y piedras preciosas, pudo haber supuesto un magnífico campo de inspiración para esas intrincadas y exóticas formas del artista. No hay que olvidar tampoco que este recurso de sumar objetos absurdos para construir otros ya había sido utilizado por Rabelais en Pantagruel, XV. El tratamiento dado por Arcimboldo a su serie sobre las estaciones supuso la revolucionaria innovación de un tema muy codificado en sus motivos. Basta con comparar estas pinturas con las ya analizadas de P. Bruegel el Viejo, que no eran sino una continuación de un proceso iniciado en la tradición medieval de amplificar los cuadros con la suma de distintas escenas y notaciones paisajísticas. Si la descripción de Bruegel es narrativa, la de Arcimboldo es alegórica. No obstante, su alegoría difiere de la comúnmente empleada por el lenguaje tradicional, basada en la exacta delimitación de personificaciones y atributos. En este caso, los atributos flores en la primavera, espigas en verano, frutos en otoño, tronco de árbol en invierno (fig. 24) adquieren una dimensión semántica y se convierten a la vez en significante y significado. De este modo, Arcimboldo lleva hasta el extremo el antiguo lenguaje de las carátulas vegetales, de manera que el atributo no sólo conforma el rostro de la estación, sino que, además, lo dota de un contenido determinado. En esta misma línea se sitúa el cuadro titulado El bibliotecario, realizado en 1566, un busto compuesto a partir de la adición de libros, o los entretenidos juegos visuales de El Asado, 1570, y El Hortelano, 1590: si el primero representa aparentemente un rostro y el segundo una fuente de hortalizas, al darse la vuelta, éstos se convierten respectivamente en los temas que dan título al cuadro. Esta 24
W. Kriegeskorte, Giuseppe Arcimboldo, 1527-1593, Colonia, 1993. espec. pp. 32-36.
25
F. Zeri. op. cit. pp. 86-87.
técnica, cercana a la lógica del absurdo, antecede a los fantásticos pasatiempos de las obras de Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo. 4. Imagen temático-descriptiva e imagen narrativa Prácticamente, todos los ejemplos citados hasta el momento podrían clasificarse dentro de lo que se entiende por imagen temática o descriptiva. Se trata de imágenes que sirven para describir un estado de la naturaleza o del alma humana. Éstas están constituidas por elementos cuyo ensamblaje no hace referencia a un espacio concreto y tienen un valor intemporal, de manera que en ellas suele predominar el punto de vista frontal y la inactividad. Los rasgos y las características más sobresalientes del tema que se quiere representar son mostrados de forma obvia al espectador: si El invierno, de Bruegel, encarna a todos los inviernos, el grupo de La Victoria, de Miguel Ángel, constituye una imagen universal de la juventud sometiendo a la vejez. Por el contrario, la imagen narrativa está constituida por un conjunto de elementos relacionados entre sí, que representan un hecho y se refieren a una historia. Al consistir la narración en un relato de sucesos reales o imaginarios, que se producen en un marco temporal y espacial y en un orden cronológico, en sus imágenes prevalece la acción, cuyos mejores recursos de expresión formal son el punto de vista de perfil y la actividad.26 Descripción y narración son propias de determinados períodos de la historia del arte. Así, frente a un arte griego en el que lo que más abundan son las imágenes del primer tipo, en el arte romano priman las del segundo. Prueba de esto último son el relieve interior del Arco de Tito en Roma (90 d.C.), en el que se muestra al victorioso ejército imperial trayendo los trofeos del destruido Templo de Jerusalén (candelabro de los siete brazos, mesa, etcétera), y las animadas panorámicas de la Columna Trajana (c. 110) sobre la conquista de la Dacia por los ejércitos de Trajano; ambos dignos de un documental bélico.27 El interés de la semiótica hacia el problema de la narración ha dado lugar ala creación de la narratología, una disciplina que estudia las estructuras narrativas, estableciendo tipologías que ayuden a construir eficaces modelos discursivos.28 En opinión de J. García Jiménez, en la actualidad dicho tema interesa tanto a los filólogos como a los historiadores del arte y a los semiólogos, pues no hay que olvidar que vivimos en un siglo en el que la imagen narrativa se ha convertido en un “mito” y en un objeto de continuo consumo a través de medios como el video y la televisión. Así, de 26
M. Schapiro, “Posizione frontale e posizione di profilo come forme simboliche”, en Parole e immagini. La lettera e il simbolo nell'illustrazione di un testo, Parma, 1985, pp. 37-67.
27
Sobre el problema de la narración en el arte antiguo véase Narrative and Event in Ancient Art, ed. P. I. Holiday, Cambridge, 1993 (con amplia bibliografía sobre el tema). 28
J. García Jiménez, La imagen narrativa, Madrid, 1995. Sus precedentes están en uno de los precursores del estructuralismo: V. Propp, Morfología del cuento. Las transformaciones de los cuentos maravillosos, Madrid, 1992 (1a. ed. rusa de 1928). Sobre el problema del análisis estructural del relato véase el estudio de R. Barthes La aventura semiológica, Barcelona, 1990, espec. pp. 163 ss.
una cultura antológica, fundamentada en el saber y en la reflexión, se ha pasado a una cultura comunicacional y “masmediática”, basada en el seudosaber y la provisionalidad, en la alienación y el conformismo, en la que la imagen desempeña un importante papel.29 El ancestral parentesco entre la imagen narrativa y relato literario constituye un rico campo de investigación para la historia del arte. No hay que olvidar que la imagen por antonomasia representa, es decir, se expresa a través de la metáfora y la analogía, siguiendo los esquemas lógicos y persuasivos de la retórica. Al igual que determinados pasajes literarios, la imagen puede ser un monólogo, técnica muy explotada por los pintores del siglo XX en sus autorretratos, lo que hace que la obra adquiera una gran fuerza representacional.30 Según Araceli Rico Cervantes, éste es el caso de la pintura de Frida Kahlo, cuyo tema principal es su propia imagen, continuamente disfrazada y acompañada de un universo muy particular de signos y de símbolos.31 La historia del arte occidental ha jugado siempre con la narración y la descripción. Mientras que la narración es algo vivo y conciso, como el arte romano, la descripción es rica y solemne, al igual que el arte griego. Tal y como señala J. García Jiménez, en la Antigüedad existían ambas y se unían en la diégesis o separación, una técnica descriptivo-narrativa utilizada por Homero y Virgilio. Ésta consistía, por un lado, en el relato de acciones y acontecimientos en el tiempo, y por otro, en la presentación de objetos y personajes con independencia de la acción.32 Sin embargo, para nosotros está perfectamente clara la distinción entre descripción y narración: mientras que la primera muestra, la segunda cuenta. La descripción supone un accidente en el relato, en el que, transitoriamente, tiempo y acción dejan de ser elementos pertinentes del discurso, hasta el punto de que podemos preguntarnos si éste sigue siendo narrativo, e, incluso, si sigue siendo verdadero discurso. La descripción se concentra, sobre todo, en la función ornamental y decorativa, y, en cuanto accidente del discurso, supone un régimen especial en el que la temporalidad de la acción es sustituida por una explicitación de los personajes, objetos y escenarios.33 Pueden establecerse varios tipos de descripción: a) Según el tema: topográfica (paisaje holandés); prosopográfica (retrato verista republicano); carácter (retrato griego), y etopéyica (cuadro de género holandés).
29
García Jiménez, op. cit., p. 18.
30
Ibídem. P. 35.
31
A. Rico Cervantes, Frida Kahlo. Fantasía de un cuerpo herido, México, 1987. espec. pp. 131-157.
32
García Jiménez, op. cit., p. 137.
33
Ibídem. pp. 138-139.
b) Según la estructura: puede ser una descripción directa enunciativa y predicativa , común a los cuadros realistas; o indirecta metonímica, analógica, alegórica , propia de las representaciones de tipo simbólico o conceptual. c) Según el modo empleado: inductiva, cuando su objetivo es dar cuenta fácilmente de la realidad general que describe, como la pintura de paisaje; eufórica, cuando busca una imagen de impacto, como la personificación de la “Señora Mundo” o de la “Lujuria” en el arte medieval. La narración se compone de una sucesión de frases. Hay que distinguir dos tipos de narración: story (ficción: contar historias) y history (historia real: hechos). A la primera se corresponde la mitología y la historia bíblica; y, a la segunda, los sucesos históricos. En ambas se utilizan una serie de estrategias narrativas que los artistas han ido adquiriendo en los distintos períodos para poder expresar en imágenes los contenidos de sus relatos. El inicio y posterior desarrollo de la imagen mitológica en el arte grecorromano constituye, a este respecto, uno de los campos más fascinantes y mejor estudiados en la actualidad. Su interés radica en que es posible asistir a través de su análisis al nacimiento de un lenguaje figurativo que ha marcado las pautas y modelos narrativos del arte occidental. El escritor alemán G. E. Lessing (1729-1781) fue uno de los primeros en plantearse con seriedad el problema de la diferencia de medios expresivos entre las artes literarias y figurativas en su obra Laocoonte o sobre los límites de la pintura y de la poesía (1766-1768). En ella compara la descripción del episodio dada por Virgilio en La Eneida (II, vv. 199-233) con la representación de ese mismo drama en el famoso grupo helenístico del Vaticano (fig. 25), y llega a la conclusión de las limitaciones del artista con respecto al poeta, ya que aquél no puede expresar más que un solo instante de tiempo, un solo punto de vista, y para que éste sea efectivo y fecundo tiene que elegir el momento más favorable, el que mejor sirva ala imaginación.34 Otro alemán, Carl Robert, trató, en 1881, el problema de la relación entre el arte y la literatura griegas en su clásico Bild und Lied (Imagen y canción). Recientemente, H. A. Shapiro ha vuelto sobre el tema con una renovada visión que ayuda a entender las peculiaridades de la representación mítica en el arte desde sus orígenes. Para explicar cómo los griegos desarrollaron una técnica narrativa que hizo a sus historias reconocibles y cada vez más complejas, dicho autor señala la concurrencia de tres factores que parecen fraguarse en el siglo VII a.C.: 1. La elección de temas que, por sus elementos iconográficos o narrativos básicos, podían ser fácilmente inteligibles. Así, combinar en una misma escena a un gigante con un hombre que le introduce una vara en un ojo hacía fácilmente identificable el tema de la representación: el cegamiento de Polifemo (fig. 26). 34
G. E. Lessing, Laocoonte o sobre los límites de la pintura y de la poesía, Madrid, 1934, pp. 34-38.
2. La creación de un lenguaje gestual y facial que enriquecía la narración (fig. 43). 3. La inclusión de los tituli, fruto del desarrollo del sistema alfabético, cuya función no era otra que hacer reconocibles alas figuras.35 Sobre estas bases se produjo el desarrollo ulterior del arte discursivo grecorromano, cuyas técnicas narrativas fueron sistematizadas por A. Snodgrass en cuatro grandes tipos: 1. Monoescénico: describe un momento determinado de una historia en la que se preserva la unidad de tiempo y espacio. Equivale a la instantánea de un momento particular de un relato. Es un modo de narrar característico del arte griego, siendo uno de sus grandes ejemplos el grupo del Laocoonte (fig. 25). 2. Sinóptico: combina distintos momentos o episodios de una historia en una sola representación. No hay ni unidad de tiempo, ni de espacio. La escena corresponde aun momento imposible que no podría captar una cámara. Es una forma de narración peculiar de la época arcaica y de superficies muy limitadas, como las de una vasija: Polifemo bebe vino mientras Ulises lo ciega (fig. 26);36 Perseo recibe sus armas mientras corta el cuello de Gorgona. 3. Cíclico: serie de episodios de una historia separados entre sí, pero que componen una secuencia en la que el protagonista se repite. Es un método característico del arte clásico y helenístico. Su máxima expresión estaría en la decoración de las metopas de los templos, cuyas escenas se unen entre sí por un hilo narrativo: Los Trabajos de Hércules metopas del Templo de Hera en la desembocadura del río Sílaris (fig. 27), y del Templo de Zeus en Olimpia , Amazonomaquia, etc. 4. Continuo: es una variante de la narración cíclica en la que no existen fronteras físicas entre los episodios. Es típico del arte romano: Columna Trajana (fig. 28).37 Tal y como se señaló, uno de los métodos más curiosos de la técnica discursiva griega es el recurso a la diégesis, que combina narración y descripción. Los frontones del Templo de Zeus en Olimpia serían una buena muestra de ello, puesto que, además de captar un instante de la acción, son capaces de presentar los diversos caracteres de los personajes combinando dos niveles de realidad: el nivel visible y el invisible. Mientras que en el frontón oriental, Zeus preside como juez divino el inicio de la tragedia de Pélope y Enomao, en el frontón occidental Apolo alza su brazo en medio de la lucha de 35
H. A. Shapiro, Myth into Art. Poet and Painter in Classical Greece, Londres-Nueva York, 1994, pp. 4-5.
36
El episodio aparece de forma sinóptica en un ánfora protoática de Eleusis realizada hacia el 670 a.C. y conservada en el Museo de Eleusis. Dicha versión contrasta con el carácter monoescénico del Cegamiento de Polifemo de la gruta de Tiberio en Sperlonga (siglo I d.C.), en la que se representa el momento en el que Ulises y sus hombres están a punto de hincar el palo ardiendo en el ojo del Cíclope dormido tras la borrachera, véase J. J. Pollit, El arte helenístico, Madrid, 1989, p. 206, fig. 126 (1ª. ed. inglesa, Cambridge Universitv Press. 1986) 37
García Jiménez, op. cit., pp. 8-9.
lapitas centauros. De este modo, el narrador introduce la pluriperspectiva icónica, que permitirá una rica y variada función en el discurso narrativo de la imagen.38 Por su parte, la narración cíclica ha dado lugar al denominado relato secuencial, cuyo objetivo es contar a través de cuadros sucesivos un desarrollo temporal. Tal como ha señalado García Jiménez,39 sus primeras formulaciones hay que buscarlas en las tumbas egipcias, en las que se ilustraban la sucesión anual de los trabajos del campo o el recorrido del Sol durante la noche. Dos de los ejemplos más reveladores de esta técnica narrativa estarían en los cuadros ilustrativos de la Odisea, habituales en las casas romanas, y en las deliciosas escenas de los ciclos de los meses de los manuscritos y de las portadas de las iglesias en la Edad Media. No deben olvidarse, sin embargo, los recursos ajenos a la figuración destinados a ayudar a la comprensión del discurso de las obras. De hecho, muchas imágenes eran explicadas en público, con el objeto de hacerlas inteligibles a su “auditorio”.40 El didactismo medieval supo entender perfectamente la potencialidad del comentario oral, siendo la glosa de las representaciones de las catedrales uno de los principales recursos de los predicadores, que buscaban con ello mover a la devoción a los fieles. En un registro muy diferente, pero fundamentado también en una estrecha relación entre palabra e imagen, cabe situar la antigua costumbre de recitar pasajes del poema épico de la Odisea durante los banquetes y la de decorar los muros de las casas con escenas tomadas de la obra de Homero. La imagen artística no es nunca un documento de la realidad, sino una representación más o menos elaborada de ésta. De ahí la afirmación de J. García Jiménez de que el arte es, más bien, una narrativa docuficcional,41 a medio camino entre la convención y la realidad. Prueba de ello serían los cuadros de los meses del año, documentos aparentemente veraces de una realidad ergológica pero que en la mayoría de los casos están en función de una tradición marcada por la convención; o las pinturas y grabados sobre las ruinas de la Grecia clásica del siglo XIX, a menudo producto del afán reconstructivo o de la poética de lo sublime. Aunque la acción es característica de la narración, la técnica discursiva visual permite, tal como recuerda J. García Jiménez, presentar los efectos de aquélla a partir de la descripción. Así, cuando quiere subrayarse el efecto producido por el viento sobre una figura se acude a la descripción minuciosa de los paños alborotados por éste, tal y como 38
García Jiménez, op. cit., p. 67.
39
Ibídem, p. 71.
40
Uno de los más antiguos ejemplos de comentario oral de una imagen es el recogido por J. García Jiménez (op. cit., p. 68) en relación con la campaña electoral del pretor L. Hostilio Mancino, que en el año 146 a.C. expuso en el Foro una pintura sobre la conquista de Cartago para narrar los incidentes del asedio con el objeto de divulgar que él había sido el primero en entrar en la ciudad. Véase E. W. Leach, The Rethoric of Space. Literary and Artistic Representations of Landscape in Republican and Augustan Rome, Princeton University Press, 1988, p. 80.
41
García Jiménez, op. cit., p. 101.
sucede en la Nike de Samotracia, o en los Apóstoles del tímpano de La Magdalena de Vézelay.42 Otro de los problemas del discurso narrativo en arte es el de cómo señalar la temporalidad de la representación. Unas veces, en una escena unitaria como la del frontón oriental del Partenón, basta con la cita mitológica, en la que el carro de Helios surge del mar en un extremo mientras que el de Selene se oculta en otro, para señalar el amanecer en que nació Atenea.43 En otras ocasiones, como en la Columna Trajana, se indica el desarrollo cronográfico a través de la dirección espacial de la helicoidal (fig. 28). En lenguajes artísticos más convencionales y simbólicos es posible recurrir a indicadores temporales totalmente arbitrarios, como en las escenas del Génesis del mosaico del atrio de San Marcos de Venecia, en las que el día de la Creación aparece señalado por el número de ángeles con antorchas que acompañan al Señor (fig. 29). La escala de la edad, de mayor a menor, puede servir también como motivo de ordenación dentro de la propia imagen, como es habitual en la representación de los Magos en las Epifanías. Por último, el arte tiene incluso recursos expresivos para captar el momento, la impresión, el carpe diem, algo que tan bien supieron plasmar los impresionistas en sus cuadros a través del empleo de una técnica y de unos temas evocadores de la fugacidad.44 5. Texto e imagen Como bien señala William S. Heckscher, delimitar una tipología de las relaciones entre texto e imagen supone superar la idea de que éstas se basan en la mera identificación de temas. De hecho, existen diversos grados de afinidad entre ambos, que pueden ser clasificados en seis tipos: 1. La ilustración. Ilustrar significa, literalmente, hacer algo más claro, darle luz. Esto es precisamente lo que hace el buen ilustrador con una fuente literaria: elegir una imagen, una escena, un suceso o una persona del texto, y, por medio de una pintura, hacerlo más vívido, más “real”.45 En este caso, la relación palabra-imagen se caracteriza por la subordinación de la pintura al texto que ilustra.46 Esta técnica es habitual en la pintura mitológica e histórica, y en los libros de cuentos (fig. 30). 2. Las imágenes ejemplificadoras. Al contrario de lo que sucede con la ilustración, este tipo de imágenes posee una alta autonomía de información con respecto al mensaje
42
García Jiménez, op. cit. p. 301.
43
Ibídem, p. 315.
44
Ibídem, pp. 317-318.
45
W. S. Heckscher, Art and Literature, Nueva York-Toronto, 1954, p. 6.
46
Nöth, op. cit., p. 454.
verbal que ejemplifica visualmente.47 Éste es el caso de las fotos de un artículo enciclopédico “ilustrando” la definición de una rara especie animal, o de la representación que acompaña a un texto que no describe ninguna imagen en concreto, y que, por lo tanto, es fruto de lo que la lectura evoca en la imaginación del artista. Esto sucede con los Salmos, para cuya “ilustración” se juega con analogías, metáforas y asociaciones, dando así lugar a uno de los repertorios figurativos más interesantes de la historia del arte. 3. Las imágenes mnemotécnicas. Se trata de figuras utilizadas en muchos tratados medievales de tipo científico, que se caracterizan por el empleo de signos lingüísticos y artísticos en su articulación. Así, para representar la constelación de Eridano, el miniaturista de un manuscrito inglés de mediados del siglo IX (Londres, British Library, ms. Harley 647, fol. 10 v) (fig. 31)48 dio forma al cuerpo de la figura a partir del texto que lo comentaba. De esta manera se ayudaba a los estudiantes de la escuela monacal a entender con más facilidad el cielo descrito en los Aratea, pues, mientras se leía el comentario de la representación, se podía memorizar a la vez su imagen. 4. Imágenes con tituli. Consiste en una palabra o frase simple que acompaña a la figuración para identificarla o aclarar su contenido. Fue muy utilizada en el arte medieval en la representación de santos, escenas bíblicas y temas de tipo simbólico. En la actualidad correspondería a la etiqueta que recoge el título de las obras en los museos. 5. La escritura con imágenes. Es el recurso habitual de la Iconología de Ripa y de la emblemática, verdadera síntesis de arte y literatura, en la que las figuras son verdaderos sintagmas nominales a los que también se suman palabras. 6. La mutua determinación entre texto e imagen. Se trata de una técnica muy utilizada en el lenguaje publicitario, donde muchas veces un lema formula una pregunta que es contestada por el objeto representado que lo acompaña.49 En el caso de una reciente campaña publicitaria para promocionar jamón de jabugo (Sánchez Romero Carvajal, Jabugo, S. A.), el receptor recibía un impactante mensaje a través del texto “Desayuno con diamantes”, que era contestado por la imagen de un jamón, con la etiqueta de 5 Jotas, prácticamente cubierto de diamantes (fig. 32). A primera vista, el receptor podía tener dos impresiones: si su afición al cine o a la literatura se lo permitía, el paratexto “Desayuno con diamantes” le evocaría la película del mismo título inspirada en una novela de Truman Capote (Desayuno en Tíffany’s), y, más concretamente, la célebre escena en la joyería de Nueva York; si no poseía estos referentes, hubiera posiblemente pensado que se trataba de un anuncio de joyas, efecto reforzado por el fondo negro de la composición y el intencionado disfraz del jamón, del que sólo se percibe la pata entre sombras. En ambos casos, el mensaje subliminal que se quiere 47
Ibídem.
48
F. Saxl, La fede negli astri dall’antichita al Rinascimento, ed. S. Settis, Turín, 1985, 119.
49
Noth, p. 454.
comunicar al espectador es el mismo: una sensación de glamour, de lujo, directamente relacionada con la calidad del jamón y el estatus de sus posibles consumidores.
TEMA 4 EL MÉTODO ICONOLÓGICO DE ERWIN PANOFSKY: LA INTERPRETACIÓN INTEGRAL DE LA OBRA DE ARTE A menudo nuestras intuiciones, observaciones y percepciones exteriores son ya engañosas y erróneas; con más razón debe ocurrir lo mismo en nuestras representaciones internas, puesto que poseen una gran fuerza hasta el extremo de que nos arrastran irresistiblemente hacia la pasión. G. W. Hegel. Introducción a la estética
En la actualidad no puede entenderse qué es la historia del arte sin hacer referencia a la obra de Erwin Panofsky (1892-1968), puesto que su influencia está presente en la mayoría de los estudios histórico-artísticos de los últimos cincuenta años. Reflexionar y profundizar en el sentido y en el contenido de la obra panofskyana es un requisito que debería cumplir todo estudiante o joven investigador de nuestra disciplina. ¿Y por qué? Entre otras razones, porque su obra ha sido a menudo mal interpretada, lo que ha provocado una reacción negativa por parte de muchos historiadores del arte que no han dudado en desprestigiar el método por él creado. Siguiendo el magistral trabajo de Michael Ann Holly, el objetivo del presente tema será, por lo tanto, tratar de entender la obra de Panofsky en todo su significado y en todas sus limitaciones. En busca de este objetivo nuestro análisis se centrará en dos puntos fundamentales: 1. Las bases conceptuales de su obra: no puede entenderse a Panofsky sin conocer el ambiente intelectual en el que se formó. Como heredero de la tradición cultural alemana. Panofsky estuvo influido por filósofos como Hegel, Dilthey y Cassirer, y en su condición de historiador del arte tuvo como puntos de referencia por similitud o disimilitud los escritos de Wölfflin, Riegl y Warburg. 2. Su trabajo como te6rico: a partir del análisis de sus primeros trabajos y de obras más conocidas, como Estudios sobre Iconología (1939), Arquitectura gótica y pensamiento escolástico (1951), Los primitivos flamencos ( 1953) y El significado de las artes visuales ( 1955), intentará entenderse cómo Panofsky llega a elaborar el método conocido como iconología o historia del arte interpretativa.
Aunque Panofsky no fue el primero en hacer una historia del arte interpretativa, a él se debe la elaboración de un método seguido en la actualidad por muchos investigadores. Su planteamiento de la historia del arte supuso una revolución en los estudios, de manera que sus trabajos contribuyeron a establecer una clara división entre dos maneras de entender el arte: a) La historia del arte formalista: se trata de una historia del arte que se esfuerza en explicar las obras de arte atendiendo a sus propiedades estéticas en toda su inmediatez. Para realizar esta historia de las propiedades formales, el método comúnmente empleado consiste en presentar una lista de obras unidas a través del tiempo, en la que no se cuenta con el contexto humano que las creó. b) La historia del arte contextualista: intenta profundizar en la obra de arte explicándola como un producto de algo más que destreza, colores y formas. En ella se investigan aspectos, como la biografía del artista, las características de la época en la que vivió, su condición social, etc. La primera tendencia ve la historia de forma diacrónica (es decir, de manera horizontal, cronológica); mientras que la segunda es sincrónica (en vertical, estructural, cubriendo todos los aspectos). En sus últimos trabajos, Panofsky reconoció que el enfoque contextualizador que había puesto en marcha podía ser acusado de enmascarar el verdadero arte de una obra, y que la iconografía era incapaz de distinguir entre obras maestras y obras de tercera fila. De hecho, podía darse una misma lectura iconográfica a dos trabajos cuya calidad fuese muy distinta. Panofsky afrontaba, sin embargo, ambos problemas con mucho sentido del humor. Decía que la iconología era un producto de la “distante tierra del norte”. En ella, la iconología había tenido un gran impacto como método de investigación por una simple razón: los paisajes son fríos, hay poca luz solar, no hay obras maestras ni originales que contemplar y todo se hace a partir de la luz artificial y de reproducciones en blanco y negro.1 La iconología es fría: no se entretiene en la sensualidad de las formas algo muy mediterráneo , sino en la mente, en el contenido. ¿Qué es lo más novedoso de Panofsky? Sin duda alguna, el haber sabido ofrecer un método aplicable a distintos campos de la investigación histórica. Panofsky no se deja llevar por la mera visión de la obra de arte, sino que intenta buscar el porqué de ciertas imágenes y actitudes en relación con determinadas situaciones históricas. La obra de arte deja, así, de ser algo intemporal y comienza a tener un tiempo concreto. En ese tiempo concreto, reclamado por W. Dilthey, se unifican la historia del arte y del pensamiento, de manera que las obras se contemplan no sólo como imágenes, sino también como ideas. Para su análisis se hace, pues, necesario recurrir a diversas fuentes y disciplinas
1
M. A. Holly, Panofsky and the Foundations of Art History, Carnell University Press, 1987, (1ª. ed., 1984),p.14.
historia social, psicología, etc. . Todo este esfuerzo como fruto un estudio integral de la obra de arte. 1. Las bases conceptuales Si hubiese que situar el momento del nacimiento de la moderna historia del arte habría que remontarse algo más de cien años, concretamente al período comprendido entre 1874 y 1899. En esa época, los que podemos considerar como fundadores de nuestra disciplina publicaron una serie de trabajos que todavía hoy constituyen para nosotros un importante punto de referencia. De los artículos de Giovanni Morelli, aparecidos entre 1874 y 1876 en la Zeitschrift für bildende Kunst, en los que se proponía un nuevo método para la atribución de los cuadros antiguos, se pasaría, en 1893, a los divergentes, aunque unidos por una similar pasión por la filología, estudios de A. Warburg Sandro Boticellis “Geburt der Venus” und “Frühling” y de A. Riegl Stilfragen . Esta secuencia se corona en 1899 con el libro de H. Wölfflin, Klassische Kunst, obra que convirtió definitivamente a la historia del arte en una “ciencia”. Los principios sistemáticos para la investigación histórico-artística enunciados en estos trabajos han sido ,revisados y ampliados en el presente siglo, de manera que en la actualidad los profesionales de nuestra disciplina tienen una idea bastante clara de cuestiones como la periodización, la proveniencia, el concepto de obra maestra, el mecenazgo, el estilo y el contenido. En la definición de muchas de estas categorías, la contribución de E. Panofsky ha sido inestimable. Tal como señala M. A. Holly, muchas de las preocupaciones intelectuales de Panofsky enlazan con las de un grupo de historiadores del arte alemanes de finales del siglo XIX y principios del XX. La mayor preocupación de estos estudiosos era el encontrar una fórmula que permitiese al enseñante de Historia del Arte combinar la descripción y el análisis de la obra de arte. De hecho, todavía hoy, muchos docentes universitarios se limitan a enseñar unos clichés relativos a la fecha, a la atribución, al comitente y al comentario estilístico e iconográfico de las obras, obviando educar al alumno en el análisis de la naturaleza y significado del arte. Si queremos conocer bien en qué consiste nuestra disciplina deberíamos leer a Panofsky, a Riegl y a Wölfflin, y aprender a ver el arte como una de las formas de conocimiento del hombre.2 1.1. LA ICONOGRAFÍA COMO CIENCIA AUXILIAR Y LA HISTORIA DE LA CULTURA EN EL SIGLO XIX Cuando Panofsky comenzó a escribir sobre arte en la segunda década del siglo XX, la disciplina de Historia del Arte estaba dominada por una preocupación obsesiva por las formas. El formalismo buscaba las propiedades estéticas de la obra de arte y aislaba deliberadamente el objeto de su contexto histórico y cultural. Los formalistas estaban 2
Ibídem, p. 24.
interesados en el genio del artista sólo en la medida en que éste se expresaba en la obra. De hecho, toda la información extrínseca referente a la obra, como los datos biográficos, históricos o sociológicos, quedaba relegada. Se trataba, siguiendo el método de Wölfflin, de una historia de la “pura visibilidad”, en la que el tema de la obra era un pretexto que el artista utilizaba para construir unas formas visuales más o menos sugerentes.3 El formalismo no entendía que el tema de la obra fuese un objetivo per se, o que pudiese verse la obra como el producto de un ambiente cultural, ya que ambos enfoques contenido y contexto se consideraban un impedimento para la apreciación de las complejidades estéticas de la obra. Para entender esta actitud hacia las obras es necesario conocer qué estaba sucediendo en el siglo XIX. En esta época, el desarrollo de la historia del arte estuvo condicionado por la organización de los museos, cuyas necesidades más inmediatas no eran otras que la atribución de las obras con el fin de poder clasificarlas por períodos y autores. A principios del siglo XX, por ejemplo, las galerías de los museos ordenaban frecuentemente sus fondos sólo por los nombres de los artistas y las fechas, obviando cualquier información extrínseca a la experiencia del arte por el arte. Los títulos, en los cuales normalmente estaba recogido el tema, frecuentemente se omitían. Si se enriquecía la ficha de catalogación era para incluir en ella datos tomados de las ciencias naturales, tales como los materiales o la técnica empleada, siguiendo los métodos de G. Semper (1803-1879).4 Las necesidades derivadas del crecimiento de los museos y de la de los coleccionistas hicieron que la figura del connoisseur o experto cobrase especial importancia. Su mayor contribución consistió en crear una taxonomía para la clasificación de las obras por artista, estilos y talleres. En esta empresa destacó la labor del médico italiano Giovanni de Morelli (1816-1891), que, bajo el seudónimo de Iván Lermolieff, elaboró un método conocido por los historiadores del arte como el “método morelliano”. Según Morelli, los museos estaban colmados de cuadros atribuidos inexactamente y la tarea de devolverlos a su autor verdadero era dificultosa, debido a que muy a menudo se trataba de obras no firmadas, repintadas, o en mal estado de conservación. Había, pues, que distinguir entre los originales y las copias, pero, para poder hacerlo, no había que basarse en las características más evidentes, sino en los detalles menos trascendentes y menos influidos por las características de la escuela pictórica a la que el pintor pertenecía: los lóbulos de las orejas, las uñas, la forma de los dedos de manos y pies... Este método le permitió a Morelli proponer nuevas atribuciones, a veces muy sensacionalistas, como la de la Venus de Dresde a Giorgione.5
3
Ibídem.
4
Ibídem, p. 25.
5
C. Ginzburg, “Indicios. Raíces de un paradigma de inferencias indiciales”, Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia, Barcelona, 1994, pp. 138-175, espec. p. 139.
A pesar del descrédito que pronto se cernió sobre su método, acusado de un excesivo positivismo, sus trabajos han despertado el interés de historiadores del arte como E. Wind, E. Castelnuovo y C. Ginzburg. Sus libros, repletos de ilustraciones de dedos y orejas “etiquetadas”, parecen seguir el método del detective, que su contemporáneo Arthur Conan Doyle brillantemente supo encarnar en Sherlock Holmes, quien descubría al autor del delito por medio de indicios que a la mayoría resultaban imperceptibles.6 El valor dado por Morelli al inconsciente en la obra de arte llamó incluso la atención del propio S. Freud, que, en 1914, reconoció el estrecho parentesco entre las técnicas morelliana y psicoanalítica.7 El análisis de la forma, su estética y el oficio de pintar constituían, pues, las preocupaciones principales de los estudios sobre arte en el siglo XIX. De hecho, todo lo referente al contenido, al tema, era relegado a un segundo plano, puesto que la iconografía no tenía mayor valor que el de mera ciencia auxiliar. El interés en ver las obras de arte como un “entramado de ideas”, sobre el que se fundaran los estudios icnográficos en el siglo XX, nunca estuvo presente en los escritos del siglo XIX. A Panofsky le correspondería inaugurar una escuela historiográfica con ese peculiar enfoque, con el que se pretendía recuperar, según sus propias palabras, la unidad de la obra de arte: Un buen estudio del contenido no solo es útil para la comprensión histórica de una obra de arte, sino que también enriquece y clarifica la experiencia estética de una forma peculiar.8
Panofsky justificaba, así, su interés por el contenido histórico de un cuadro. No hay que olvidar que él era un historiador de la cultura que había descubierto en el arte un nuevo campo para la aplicación de sus teorías. Panofsky concebía “las artes visuales como una parte del universo de la cultura, que también comprendía las ciencias, el pensamiento científico y religioso, la literatura y la educación del Mundo Occidental en las diversas fases de su historia”.9 Es precisamente este particular enfoque el que ha permitido a M. A. Holly delimitar el campo epistemológico sobre el que se fraguaron las teorías de Panofsky. La tarea de ofrecer un retrato coherente de un período histórico especifico, en busca de una unidad de la cultura y de sus expresiones, explorando las conexiones entre arte y filosofía, religión y ciencia, había sido ya abordada en el siglo XIX por G. W. F. Hegel (1770-1831), J. Burckhardt (1818-1897) y W. Dilthey (18331911). La revisión de alguna de estas teorías permite comprender mejor algunos de los presupuestos de la obra panofskyana.
6
Ibídem, pp. 139-140.
7
S. Freud, “El Moisés de Miguel Ángel”, Psicoanálisis del arte, Madrid, 1991, pp. 75-104, espec. p. 89.
8
Panofsky, Hercules am Scheidewege and andere antike Bildstoffe in der neueren Kunst, Studien der Bibliothek Warburg, XVIII, Leipzig-Berlin, 1930 (citado en M. A. Holly, op. cit., p. 26).
9
Ibídem, p. 27.
En su Introducción a la estética (1828), Hegel concede un valor inestimable al arte en la historia de la cultura, puesto que el hombre se ha servido de este como “un medio para tener conciencia de las ideas e intereses más sublimes de su espíritu”. De esta manera, los pueblos habrían depositado sus concepciones más elevadas en las producciones del arte, de forma que “la filosofía y la religión estarían concretadas en las formas creadas por este”.10 Para Hegel, cada civilización posee su Zeitgeist, un aspecto del espíritu universal objetivado y definido en un tiempo y en un espacio. Así, un artista que trabaje y piense en un determinado momento y lugar tiene que hacer su obra conforme a la idea o espíritu de su época. Las obras representan, por lo tanto, a los pueblos. La historia del arte se concibe, así, como la expresión de una sucesión de principios históricos del mundo, que se desenvuelven a lo largo del tiempo. Desde esta perspectiva, es lógico pensar que el contenido de una obra de arte debería ser objeto de atención, pero, para Hegel tal como señala M. A. Holly , el contenido está espiritualizado más que historiado.11 El presupuesto hegeliano de la existencia de una unidad cultural, en la que la obra de arte es material de ilustración de ese sistema, hace que los objetos tiendan a perder su existencia individual y estén sumidos bajo el aura de una abstracta construcción metafísica. Tanto su estética como su filosofía de la historia son “formalistas”, puesto que para él el Espíritu se materializa, se hace sensible a través de formas de línea y color, constituyendo un todo. El impacto de Hegel en la Historia del Arte fue muy amplio, y en muchos historiadores del arte quedan huellas de su epistemología. Sus trazas en Panofsky se dejan sentir en su tendencia a pensar en términos de largas secuencias, en su idea de que la comprensión histórica deriva del estudio del contexto12 y en su concepción de la obra de arte como un ente orgánico en el que forma y contenido forman una unidad. Por su curiosidad intelectual, su fascinación por el arte renacentista italiano y su firme creencia en la historia de la cultura, la figura de Jacob Burckhardt anuncia, en cierto modo, muchas de las preocupaciones y actitudes que caracterizaran tanto a Panofsky como a Aby Warburg. Heredero de Hegel, en su libro La cultura del Renacimiento en Italia (Leipzig, 1859), Burckhardt analiza los distintos aspectos del Renacimiento, desde la política a la poesía, con la idea de que existe una entidad temporal y espacial claramente delimitada. En un agudo e ingenioso análisis de su obra, M. A. Holly ha logrado delimitar dos aspectos de ésta especialmente vinculados con los trabajos de E. Panofsky.13 El primero destaca que ambos darían un lugar privilegiado, tanto en sus libros como en su vida personal, a la obra de arte, haciendo del hombre renacentista y de los productos de su imaginación el objeto general de sus estudios 10
G. W. F. Hegel, Introducción a la estética, Barcelona, 1979, p. 10.
11
Holly, op. cit., p. 29; M. Podro, The Critical Historians of Art, New Haven-Londres, 1982, pp. 20 26.
12
Holly, op. cit., p. 30.
13
Ibídem, pp. 31-33.
sincrónicos. El segundo pone de manifiesto que Burckhardt, a pesar de ser un hegeliano, concede una gran importancia a la aportación individual y a la manera en que un hecho particular puede expresar un contexto, idea esta que coincide con uno de los objetivos de la iconología de Panofsky: “delimitar los principios que revelan las actitudes básicas de una nación, un período, una clase social, una creencia religiosa o filosófica inconscientemente asumida por una personalidad y condensada en una obra de arte”. A estos dos aspectos, todavía podría añadirse un tercero, que viene dado por la afirmación de Burckhardt de que “las creencia e ideales más íntimos (de una época) quizá sólo se transmitan a la posteridad por conducto del arte, y tal vez esa transmisión sea precisamente la más digna de confianza por inintencionada”.14 En esas palabras se anuncia ya la importancia que Panofsky dará al “inconsciente” en el tercer nivel de significación de una obra de arte. Igualmente implicado en la construcción de una historia de la cultura estuvo Wilhelm Dilthey. El interés de su propuesta radica en su intento de conciliar el idealismo metafísico, que pretendía llegar a través de las particularidades de la historia a principios generales, con el positivismo, fiel al hecho histórico per se y a su verificación a través de métodos científicos. Dilthey, que se situaba entre esos dos campos, es decir, entre imaginación y realidad, afirmaba que “El hombre tiene que recomponer los hechos de forma imaginativa”. En esa reconstrucción, la fecha, la inserción en la historia, es decir, la propia temporalidad del suceso, condiciona su entendimiento, puesto que éste no es sino un fruto de la acumulación de estratos temporales, un “resultado” histórico, en el que el pasado pervive y que a su vez esta cargado de futuro.15 Según M. A. Holly, sus ideas están muy presentes en Panofsky, para quien realidad e imaginación, y descripción e interpretación son dos procesos que se interpenetran: la síntesis recreadora sirve de base a la investigación arqueológica, y la investigación arqueológica sirve de base al proceso de recreación: uno aporta y rectifica al otro. La investigación arqueológica (el positivismo) esté ciega y vacía sin una recreación estética, y, a su vez, una recreación estética es irracional y, a menudo, errada sin una investigación arqueológica (véase metodología, texto 4). De ahí la idea de que hay que reconstruir el contexto de una obra de arte. Cuando nos enfrentamos a un texto o a una obra de arte nuestro deber es restituirlo en sus coordenadas sociológicas y culturales. Todo hombre histórico tiene lo que Dilthey llama Weltanschauung, una visión del mundo, fundamentada en su propia vivencia espacial y temporal. Redescubrir las actitudes culturales que se esconden tras los objetos históricos (tanto si es un texto como una obra de arte) será uno de los cometidos del esquema metodológico de Panofsky, en el que a través de tres estadios de análisis se procede de las partes al todo, y viceversa, siguiendo un esquema circular.16 14
Haskell, La historia y sus imágenes, p. 314.
15
J. Marías, “Introducción a la filosofía de la vida”, en W. Dilthey, Teoría de las concepciones del mundo, Madrid, 1988, pp. 9-32, espec. p. 27.
16
Holly, op. cit., p. 39.
1.2. LENGUA, SISTEMA Y SIGNO Además de la importancia que tuvieron Hegel, Burckhardt y Dilthey en la formación intelectual de Panofsky, cabe resaltar la influencia que sobre él ejerció la por entonces naciente ciencia de la lingüística. Según M. A. Holly, a finales del siglo XIX existía en Alemania un importante movimiento que veía el lenguaje como un sistema de significación “natural”. El proceso que unía las formas lingüísticas al inconsciente colectivo, y la evolución de las reglas de formación a lo largo de ejes diacrónicos interesaban, entonces, a un selecto grupo de estudiosos entre los que destaca H. Usener, quien ejercería una importante influencia en la personalidad intelectual de A. Warburg. El enfoque sincrónico del problema fue abordado entre 1906 y 1911 por Ferdinand de Saussure, al tratar los principios ocultos que gobernaban el uso lingüístico ordinario y al establecer una diferenciación entre lengua y palabra. Partiendo del presupuesto de que la lengua es el contexto o trama de relaciones que convencionalmente determina que significa una palabra, se llegaba a la conclusión de que la evolución de las palabras y de su significado debería estudiarse en relación con su contexto cultural y sociológico. Esto constituye la base de la semiología, ciencia que estudia los “signos” en una sociedad y las leyes que los gobiernan, y que considera que cada imagen material constituye una convención en su modo de representación. Valga como ejemplo de esto último las reglas de la etiqueta, un verdadero lenguaje que varía según las épocas y las culturas. Los principios de la semiótica fueron estudiados por E. Panofsky, quien los supo aplicar magistralmente a su metodología.17 De hecho, en todos sus trabajos se refleja la tendencia a contemplar la obra de arte no como un simple objeto material, sino como soporte de un complejo significado, a menudo regido por una intrincada red de relaciones internas y externas. 1.3. LA CRÍTICA AL FORMALISMO Los grandes teóricos del formalismo, en el que la historia del arte se entiende como un proceso de cambio estilístico, fueron A. Riegl (1858-1905) y H. Wölfflin (18641945), que, con sus escritos, sentaron las bases de la moderna Historia del Arte. Fundamentándose en la apreciación de los valores formales, entendieron el desarrollo del arte como un proceso gradual y continuo sujeto a ciertas leyes, cuyo conocimiento constituye la meta suprema de la Historia del Arte como “ciencia”. Dichas leyes van unidas a ese inexorable proceso de desarrollo cuyos marcos son el período y la civilización y determinan lo que el artista hace. Por último, establecieron el ya tópico paralelismo entre los periodos estilísticos y los culturales. Como bien ha señalado M. A. Holly, las teorías de ambos autores están en deuda con el neohegelianismo: distintos tiempos generan distintas artes, y los diferentes 17
Ibídem, p. 43.
períodos empujan al artista a ver las cosas de diferente manera. A ello hay que sumar la creencia en la existencia de unas leyes ocultas que operan a través de la historia de manera antitética, y que son las causantes de las transformaciones artísticas, una idea compartida tanto por A. Riegl como por H. Wölfflin, que llevaría a este último a hablar de una “historia del arte anónima” (Kunstgeschichte ohne Namen).18 En el curso de su carrera profesional, H. Wölfflin se liberó de las ataduras del maestro Burckhardt, abandonando la idea del arte como historia de la cultura, al centrarse exclusivamente en problemas de representación. El método formalista alcanzó, de hecho, su máxima formulación en 1915 con la publicación del libro Kunstgeschichtliche Grundbegriffe (Principios fundamentales de historia del arte), que constituye, sin duda alguna, un clásico de nuestra disciplina. En él se formula una historia de las formas en sí mismas, cuyo modelo de investigación se basa en el análisis visual de las obras. Para ello se crean cinco categorías descriptivas, fundamentadas en la visión, que funcionan a la manera de preguntas y que permiten determinar al observador si se trata de una representación barroca o renacentista. Esta rigurosa metodología “científica”, basada en unas leyes formales y que considera al arte como un ente biológico, recuerda, en cierto modo, a las teorías de Darwin sobre la evolución de las especies. Revelar la historia de la visión y las leyes que la rigen fue el objetivo de sus trabajos. Para ello acostumbraba a mostrar el paralelismo entre obras pertenecientes a un mismo periodo pero de tema totalmente diferente. Así, al comparar La Última Cena de Leonardo (1495-1498) y La escuela de Atenas de Rafael (1509), subrayaba el hecho de que ambas compartían una misma sintaxis formal fundamentada en la ordenación simétrica, el carácter plano y los valores lineales. Por su concepción biológica del arte, creía en la autonomía de la visión, lo que le llevaba a explicar el paso de la pintura renacentista a la barroca no como un fruto de transformaciones religiosas o filosóficas, sino de las inexorables leyes de la historia que tienden al desarrollo y al cambio. Como buen neokantiano, la postura de Panofsky ante estas ideas no podía ser más antitética. Dicho autor parte de la premisa de que el ojo no es ni “independiente”, ni “inocente”, puesto que éste es un medio de conexión entre la mente y el mundo. La psicología y los condicionamientos culturales de un artista hacen, pues, que éste perciba las cosas de una manera particular y las exprese también a través de unas “formas” particulares, cargadas en sí mismas de significado y contenido. El arte se convierte, así, en una construcción física de una construcción intelectual. Para Panofsky, las obras de arte eran productos de la mente, que culturalmente cristalizada daba lugar a la forma. De ahí que en su opinión el paso del Renacimiento al Barroco no pudiese ser explicado a
18
Ibídem, p. 47.
partir de las inexorables leyes de la historia, sino como el fruto de una nueva forma de ver el mundo.19 1.4. EL REDESCUBRIMIENTO DEL CONTENIDO: LA OBRA Y LA BIBLIOTECA DE ABY WARBURG Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, olor y el sabor perduran mucho mas, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las minas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo. M. PROUST, En busca del tiempo perdido, 1, Por el camino de Swan
1. Mnemosyne, la personificación de la memoria y madre de las musas, parece haber sido la guía de la obra de A. Warburg (1866-1929). Tal y como recuerda Roland Kany, en un reciente libro titulado Mnemosyne als Programm, la mayor aportación metodológica del genial humanista hamburgués consistió precisamente en proponer una historia del arte de amplias miras basada en tópoi, motivos, ideas, símbolos y formulas lingüísticas. No debe, pues, extrañar que la palabra Mnemosyne marcase dos de sus realizaciones más originales: los dinteles de la puerta de su biblioteca y el álbum de fotos que lo ocupó en los ú1timos años de su vida.20 Warburg comenzó, a coleccionar libros de forma sistemática y con vistas a sentar los cimientos de una biblioteca para las generaciones futuras hacia el año 1901, gracias a la generosa ayuda de su padre que se continuaría en los años venideros. Para la organización de su colección, Warburg ideó un original sistema de disposición bibliotecaria, que el mismo definía como ley de la buena vecindad. Ésta consistía en ordenar los libros de modo que cada uno de ellos contuviese información suficiente para ayudar a comprender el contenido del anterior, de manera que por sus títulos pudieran guiar al estudiante a percibir las fuerzas esenciales que mueven a la mente humana y a su historia. Por ejemplo, los libros sobre teología estaban puestos junto a los de historia del arte religioso, y los estudios antropológicos estaban junto a las memorias de familia y a los manuales de alquimia. Percibir estas relaciones fue una tarea que le ocupó toda 19
Estas ideas fueron publicadas por Panofsky en 1915 (“Das Problem des Stils in de bildendenn Kunst”, Zeitschrift für Ästhetik und allgemeine Kunstwissenschaft, 10, 191, pp. 460-467) como respuesta al entonces reciente libro de Wölfflin, Principios fundamentales de historia del arte, Holly, op. cit. P. 57.
20
E. H. Gombrich, Aby Warburg, 15-16, pp. 263-282.
su vida, de manera que cuando Warburg se daba cuenta de alguna de ellas la anotaba cuidadosamente en su catalogo.21 Por lo que respecta al álbum Mnemosyne (1924-1929), éste consistía en un gran atlas de imágenes que Warburg coleccionó en los últimos años de su vida con el objeto de hacer una historia de la expresión humana. En él, empleando la técnica del collage, se aunaban fotografías de obras artísticas con otras de escenas y sucesos de la vida cotidiana, principalmente tomadas de revistas y periódicos.22 Su hilo conductor era la idea de la existencia de una memoria social, en la que los esquemas de representación, con su particular significación o simbolismo, gozaban de una larga vida que se extendía desde la Antigüedad hasta nuestra época (véase metodología, texto 2). 2. No resulta fácil explicar en unos cuantos párrafos las contribuciones de este genial hamburgués a1 estudio de las humanidades, ya que, en él, vida y obra se funden para adquirir una dimensión única. Nacido en 1866, en una década que dio grandes historiadores del arte, Warburg era el hijo mayor de una familia de banqueros de Hamburgo, que no vio con buenos ojos sus intereses. Desde su juventud manifestó una inquieta curiosidad intelectual y un afán por entender, acudiendo a las ciencias y disciplinas más dispares, la creatividad figurativa de la mente humana a lo largo de la historia. Persiguiendo ese objetivo, se rebeló contra la historia del arte puramente esteticista entonces en boga y reclamó, por medio de la realización de una tesis de licenciatura sobre las pinturas mitológicas de Botticelli, la importancia del estudio de los temas (Sandro Botticellis “Geburt der Venus” und “Frühling”, 1893). Pero para A. Warburg, la historia del arte no era un fin en sí mismo, sino un medio para entender los complicados procesos de la psicología humana. Buena prueba ello es el que, tras su trabajo sobre Botticelli, hubiese iniciado, interesado por los problemas de la mente, los estudios de medicina, o el sugestivo viaje que le llevó en 1896 a Estados Unidos para estudiar los ritos de los indios pueblo en Nuevo México.23 Habiéndose empapado 21
Settis, “Warburg continuatus. Descrizione di una biblioteca”, Quaderni storici, nueva serie, 58, abril 1985, pp. 5-50, espec. 5. En la actualidad, la Biblioteca del Warburg Institute de Londres todavía refleja el esquema original de Warburg, cuyas principales secciones son: “History and Social Forms”, "Religion, Magic and Science, Philosophy”, “Literature” y "Art Archeology”; W. S. Heckscher, "The Genesis of Iconology», Art and Literature. Studies in Relationship, ed. E. Verheyen, Baden-Baden, 1994, pp. 239-280, espec. 271, nota 44 (Saecula SPiritualia, 17).
22 23
Kany, op. cit. pp. 179-180.
Sus conclusiones sobre los indios pueblo fueron publicadas después de su muerte a partir del texto de una conferencia impartida por Warburg en 1923: “A Lecture of Serpent Ritual”, Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, II, 19381939, pp. 277-292. Este viaje de búsqueda del paganismo antiguo se ha puesto en relación con la influencia que sobre A. Warburg ejercieron las teorías de H. Usener (1834-1905), que, precisamente en 1896, publicaba su obra Götternamen (véase ed. Francfort del Main, 1948). Durante su etapa de estudiante en la Universidad de Bonn, Warburg había asistido a un curso de Usener (1886-1887), en el que éste analizaba la mitología desde una perspectiva psicológica, explicando el origen etimológico de los nombres de los dioses como el producto del asombro o reacción del hombre ante los fenómenos naturales: Zeus, “el que truena”, Gombrich, Aby Warburg, pp. 39-41. Sobre éste y otros aspectos de la influencia de Usener sobre Warburg véase M. M. Sassi, “Dalla scienza delle religioni di Usener ad Aby Warburg”, Aspetti di Hermann Usener filologo della religions, ed. A. Momigliano, Pisa, 1982, pp. 65-91 (seminario celebrado en la Scuola Normale Superiore de Pisa, 17-20 de febrero de 1982); Kany, op. cit., pp. 1-8. Por otra parte, Warburg, en la lectura del ritual de los indios, aplica las teorías sobre el símbolo de F. T. Vischer, al ver como para ellos la serpiente es, a la vez, imagen y significado, tormenta y poder creador.
durante ese largo período de conocimientos en psicología, antropología y mitología, cuando decidió instalarse en Florencia con su familia para dedicarse a su labor de rastrear los archivos, sus búsquedas discurrieron, como cabía suponer, por terrenos hasta entonces poco explorados del fenómeno artístico. Tras unos años de largas y fructíferas investigaciones regresó definitivamente a Hamburgo, en donde se dedicó casi exclusivamente a su biblioteca durante veinte años. La capacidad de Aby Warburg para incorporar técnicas y métodos de investigación de otras disciplinas al campo de la historia del arte resulta asombrosa. Tal y como recuerda G. Bing, Warburg supo sacar una aplicación de la critica textual de Ludwig Traube, filólogo y profesor en Munich, al estudio de la iconografía. Si los errores de los copistas eran verdaderos indicios de los períodos y de los países por los cuales habían pasado los textos clásicos antes de llegar hasta nosotros, lo mismo tenía que suceder con la fortuna de los temas mitológicos y sus variaciones en el arte. Bajo esta peculiar perspectiva, en la que la realidad se entiende en dos direcciones, el hoy y el ayer, se propone un renovado estudio de la tradición clásica en Occidente. El interés de Warburg por las relaciones entre arte y literatura tiene su origen, tal y como recuerda E Saxl, en el Laocoonte de Lessing, obra que gozaba en Hamburgo de cierta tradición local. Según Lessing, el artista y el poeta están sujetos a distintas reglas, que impiden al primero representar a Laocoonte gritando, pero que permiten al segundo dar una expresión sin restricciones a los sufrimientos del héroe.24 Al abordar el estudio de las mitologías de Botticelli, el joven Warburg revisó los presupuestos de esta teoría al encontrar que el pintor florentino había tomado prestados, tanto de los escultores como de los poetas, los mismos medios de representar el movimiento exagerado. A partir de ello elaboró una sugerente lectura del lenguaje clásico, en la que los gestos tendrían su origen en las antiguas representaciones rituales de los mitos, en las que se buscaba conmover profundamente las almas. Ese valor expresivo del gesto queda recogido en las Pathosformeln, que los artistas del Quattrocento recuperaron como modo de retrotraerse a un modo de expresión clásico. De su estancia entre las tribus pueblo en Nuevo México trajo una impresión concreta del paganismo vivo, que, unida a la visión de la Antigüedad de Nietzsche, le sirvió para superar el ideal apolíneo de los clasicistas y plantear el renacimiento florentino en términos de resurgencia del elemento dionisíaco del mundo clásico, a través de las formas de expresión del movimiento alborotado.25 Tal como señaló E. Wind, en la configuración de la noción de Pathosformeln, la lectura del libro de Charles Darwin The
24
F. Saxl, “Tres ‘florentinos’: Herbert Horne, Aby Warburg y Jacques Mesnil”, en La Vida de las imágenes. Estudios icnográficos sobre el arte occidental, Madrid, 1989, pp. 296-307 (1a. ed., Londres, 1957). Véase G.-E. Lessing, Laoconte o sobre los límites de la pintura y de la poesía, trad. de J. Merino, Madrid, 1934.
25
Ginzburg, “De A. Warburg a E. H. Gombrich. Notas sobre un problema de método”, en Mitos, emblemas, indicios, pp. 38-93, espec. p. 41.
Expression of Emotions in Men and Animals (1872) desempeñó un importante pape1.26 Dicha obra no sólo le dio a Warburg vocabulario para describir la expresión de las emociones, sino también una teoría sobre su naturaleza y origen. A partir de la idea de Darwin de que la mímica y los gestos eran rastros de violentas pasiones experimentadas por nuestros lejanos antepasados,27 Warburg vio la representación de los mitos antiguos como testimonios de estados de ánimo convertidos en imágenes, en los que “las generaciones posteriores... buscaban las huellas permanentes de las conmociones mas profundas de la existencia humana”.28 Estas “fórmulas de lo patético” (o de la “expresión”) pueden ser consideradas, como escribe Bing, verdaderos tópoi figurativos. Utilizando esquemas diferentes a los del análisis estilístico entonces en boga, Warburg señaló la importancia del estudio de la figura aislada, considerada como una unidad completa de cuerpo, actitud e indumentaria. Con esta aproximación al hecho figurativo se hacía evidente el paralelismo entre los medios de expresión artística y literaria, el cual “no derivaba de un presunto espíritu de la época, sino que significaba que la figura formaba parte de una categoría de expedientes expresivos de la que pueden servirse tanto la literatura como las artes visuales”.29 La validez de un estudio filológico-expresivo de las artes figurativas basado en la existencia de tópoi fue reconocida por el propio E. R. Curtius, quien dedica a Warburg el libro Europaische Literatur und lateinisches Mittelalter, basado precisamente en el tema de la transmisión de los tópoi retóricos clásicos a la literatura medieval.30 Vale la pena a este respecto recordar las palabras de Curtius en la segunda edición de su obra: “Para las ciencias del espíritu, la filología es lo mismo que las matemáticas son para las ciencias físicas”.31 Se trataba, en definitiva, como ha apuntado recientemente S. Settis, de establecer mediante las Pathosformeln una clasificación morfológica y funcional de las imágenes.32 Su origen estaba en la propia Poética de Aristóteles, en la que afirmaba que en la danza el bailarín era capaz de mimetizar mediante ritmos gesticulantes (schemata) caracteres (ethe), pasiones (pathe) y actos (praxeis).33 Con Mnemosyne, Warburg buscaba clasificar esos esquemas expresivos en el vasto repertorio del arte figurativo. 26
Con respecto a la obra de Darwin, E. H. Gombrich (Aby Warburg, p. 79) recoge esta anotación del año 1888 en el diario de A. Warburg: “Por fin, un libro que me ayuda”.
27
Darwin, op. cit., p. 17.
28
Ginzburg, A. Warburg, p. 41.
29
G. Bing, “Introduzione”, en A. Warburg, La rinascita del paganesimo antico: contributti alla storia della cultura, Scandicci (Florencia), 1991, p. XX (traducción italiana de la obra Gesammelte Schriften, Leipzig-Berlín, 1932).
30
E. R. Curtius, Literatura europea y Edad Media Latina, I, Madrid, 1981, 15 (1a. ed., Berna, 1948). Véase Ginzburg, Aby Warburg, p. 41.
31
Curtius, op. cit., p. 12.
32
S. Settis, “Pathos und Ethos, Morphologie und Funktion”, Worträge aus dem Warburg-Haus, 1, pp. 33-73, espec. p. 47.
33
Aristóteles, Poética, ed. Aníbal González, Madrid, 1992, p. 48. Véase Settis, “Pathos”, p. 45.
3. Aunque su obra escrita no es muy extensa y a veces no muestra la importancia de su significación cultural, Warburg tuvo una gran influencia en los posteriores estudios de historia del arte, posteriores, pues inició un nueva forma de estudiar las artes pictóricas. Contrariamente a la Escuela de Viena, que centraba todo su interés en el análisis estilístico-formal dentro de grandes periodos temporales, Warburg buscaba el contexto y el contenido de la obra a partir de los individuos que estuvieron implicados en su génesis. De esta manera supera conceptos historicistas tan generales como el Zeitgeist e iba hacia datos concretos y específicos. Su propuesta era la de hacer una nueva historia de la cultura, una Kulturwissenschaft en la que, según Edgar Wind, se planteaba un nuevo concepto de la imaginería. Warburg recuperó el valor de la imagen en función del contenido en contraposición al mínimo interés que había despertado en Wölfflin y Riegl, y superó de esta manera la rígida contraposición entre el estudio del arte y el de la cultura, que el propio J. Burckhardt había hecho al tratar ambos temas en dos libros distintos: Cicerone y Kultur der Renaissance in Italien. Warburg achacaba, en 1902, a Burckhardt el no haber abordado el problema de la historia de la civilización renacentista en toda su unidad artística, al dividirlo en una serie de partes inconexas, descritas de forma separada.34 En su opinión, la imagen formaba parte de la cultura como un todo, de manera que no se la podía separar de la religión, de la poesía, del culto o del drama, pues era producto de un complejo sistema de ideas. Al seguir este particular enfoque, el historiador se embarcaba en un proceso de investigación que contribuía a mantener viva la experiencia del pasado, a recuperar su memoria. Y es que para Warburg, la imagen formaba parte fundamental de la “memoria social”, de ahí que durante toda su vida estuviese fascinado por la resurrección de la imaginería de la Antigüedad en el Renacimiento.35 El estudio de la tradición clásica, que domina la historia de la civilización europea, le llevó a la preocupación por las imágenes como la expresión recurrente, pero variable, de lo que es fundamental e inmutable en la mente humana.36 Warburg estaba, de hecho, muy sensibilizado ante la idea de que el artista o el comitente “elegía imágenes”, y que estas revelaban la psicología de ese período. Así, en sus estudios sobre el gusto artístico de los patronos florentinos durante la vida de Lorenzo el Magnifico, Warburg desentraña los invisibles hilos que conectaban las obras de arte y la sociedad de la que formaban parte buscando las relaciones entre artistas y comitentes y la finalidad practica para la que se hacían los objetos. Su método intentaba, así, “restaurar a las imágenes aisladas y rotas del pasado el dinamismo del proceso que las había generado”,37 de manera que para él las obras de arte eran “documentos” que 34
A. Warburg, “Arte del ritratto e borghesia fiorentina. Domenico Ghirlandajo in Santa Trinit . I ritratti di Lorenzo de Medici e dei suoi familiari”, op. cit., pp. 109-146, espec. p. 111.
35
Edgar Wind, “Warburg's Concept of Kulturwissenschaft and its Meaning for Aesthetics”, The Eloquence of Symbols. Studies in Humanist Art, ed. J. Anderson, Oxford, 1985 (1a. ed., "83), pp. 21-35, espec. 21-26.
36
Saxl, “Aby Warburg”, p. 305.
37
Holly, op. cit., p. 108.
podían contarnos muchas cosas sobre la psicología humana en todos sus aspectos contradictorios. Pero quizá el trabajo de Warburg que más nos impacta todavía hoy es el que presentó en 1912, en el X Congreso Internacional de Historia del Arte celebrado en Roma, sobre la decoración astrológica del Palazzo Schifanoia de Ferrara. En esa conferencia nació la icnología,38 y se consagró, de algún modo, el estudio de los temas de larga duración, en el que tanto empeño pondrían autores como F. Saxl y E. Panofsky. Para ofrecer una buena lectura icnográfica de los frescos ferrareses del siglo XV, Warburg tuvo que estudiar la tradición ilustrativa astrológica de la Edad Media, en la que vio un ejemplo sorprendente de la transmisión de conceptos y motivos clásicos por medio de imágenes y su relación con determinados contextos culturales. Los viejos dioses paganos habían vuelto al mundo cristiano disfrazados de deidades planetarias, y como tales eran tan poderosos como lo habían sido en los tiempos paganos. No regresaban, pues, como meras figuras estéticas, sino como poderosos regentes del cosmos y del destino del hombre. Se trataba, en definitiva, de analizar e interpretar la obra de arte desde un punto de vista genético, considerando la forma como portadora de significación, como verdadero documento de tradiciones y contextos culturales. Para llegar a este tipo de conclusiones era necesario realizar una historia del arte nueva y ensanchada que incluyera todos los periodos y muchas ramas del saber humano. En esta interesante propuesta metodológica Warburg está sentando las bases de la icnología moderna: Con este intento aislado, no definitivo, que he osado hacer aquí, quería permitirme una arenga a favor de una ampliación metodológica de los confines temáticos y geográficos de nuestra disciplina [...]. Con el método expuesto en mi intento de interpretar los frescos del Palazzo Schifanoia espero haber demostrado que el análisis iconológico no debe dejarse atemorizar por un exagerado respeto a los confines, al considar Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna como épocas relacionadas...39
Pero, según C. Ginzburg, “aunque Warburg recurre a la ‘iconología’ como antídoto contra los peligros opuestos del determinismo fácil y de la exaltación irracionalista del genio, no se puede decir que el método de Warburg se agote en el análisis iconológico”.40 De hecho, tal como hemos visto, sus intereses y obsesiones fueron más amplios, y en ellos se sugieren multitud de caminos posteriormente desarrollados por la investigación histórico-artística: la función del arte en la vida de la civilización, las relaciones entre expresión figurativa y lenguaje hablado, el papel de la memoria, la 38
En ella, A. Warburg habla del “Ikonologische Analyse”, el cual era, además, el título inicial del trabajo (“Arte italiana e astrologia internazionale nel Palazzo Schifanoia di Ferrara., Rinascita, pp. 247-272). Sobre la génesis e implicaciones de este texto, publicado por primera vez en las Atti del X Congresso internazionale di Storia dell'Arte in Roma. L'Italia e l'arte straniera (Roma, 1922, pp. 459-481, figs. 627-644), \tease W. S. Heckscher, “The Genesis of Iconology”, Art and Literature (1994), pp. 253-280.
39
Warburg, “Arte italiana”, p. 268.
40
Ginzburg, “A. Warburg”, p. 42.
importancia de los estudios de antropología para entender los valores de las imágenes, etc. No cabe duda de que una obra fundamentada en una biblioteca estaba destinada a sobrevivir a su creador y convertirse en empresa común de estudiosos de distintos campos de las humanidades. Gran parte de esa labor se debe a Fritz Saxl, su ayudante, que tuvo que hacerse cargo de la biblioteca cuando Warburg tuvo que ser ingresado en una clínica psiquiátrica durante el período 1918-1923. Saxl inició, en 1919, una colaboración con la entonces recién creada Universidad de Hamburgo y durante la Republica de Weimar dio un impulso a la difusión de la institución privada organizando con éxito ciclos de conferencias y publicando muchas de esas charlas en los Vorträger y Studien der Bibliothek Warburg. A pesar de sus divergencias,41 Saxl siguió la senda de la historia de la cultura iniciada por Warburg, comprando, sobre todo, libros que explicasen la relación entre el Renacimiento y la Antigüedad, e investigando temas como el de la imaginería astrológica, en cuyo campo se le considera actualmente un clásico. A Saxl se le debe también el haber sabido elegir un buen equipo de colaboradores: Gertrud Bing y Erwin Panofsky. En 1921, Panofsky había sido contratado como docente en la Universidad de Hamburgo y visitaba regularmente la biblioteca de Warburg para escribir su artículo sobre A. Riegl. Aunque había conocido a Warburg en 1912 tras la conferencia sobre la icnología en Roma, Panofsky había seguido desde entonces su propio camino, y fue precisamente Saxl el que le dio la oportunidad de entrar directamente en contacto con la obra de Warburg, al proponerle completar un trabajo de este sobre la Melancolía, de Durero, puesto que él no se sentía capaz de hacerlo solo. Se inició así una colaboración entre ambos que habría de producir una obra tan sólida y definitoria de los métodos de la investigación icnográfica como la titulada “Classical Mythology in Mediaeval Art”.42 El warburguiano estudio de la historia de los temas, su transformación a través del tiempo y como esos cambios pueden revelar la visión de una época o de un artista en particular, se hace evidente en el trabajo de Panofsky, Hercules am Scheidewege (Hércules en la encrucijada), publicado en 1930 en los Studien der Bibliothek Warburg. 1.5. LA FILOSOFÍA DE LAS FORMAS SIMBÓLICAS: ERNST CASSIRER Aquella ininterrumpida cadena de libros me parecía como circundada del halo de un mago, que estuviese allí suspendido por una ley prodigiosa. Y cuanto más me sumergía en el sentido profundo de aquella biblioteca, tanto más aquella primera impresión se reforzaba y confirmaba. De la serie de libros emergía de forma siempre más clara una serie de imágenes, de determinados motivos y formaciones espirituales originarias, y detrás de su complejidad veía por último
41
Ibídem, p. 44.
42
Metropolitan Museum Studies, IV, 2, 1932-1933, pp. 228 ss.
emerger con claridad la dominante figura del hombre que había construido la biblioteca [...], su personalidad de investigador destinado a ejercitar una profunda influencia.43
Con estas emotivas y conmovedoras palabras, Ernst Cassirer (1874-1945) evocaba la memoria de A. Warburg en un discurso pronunciado, en nombre de la Universidad de Hamburgo, en sus funerales de 1929. Su primer encuentro con la biblioteca se había producido nueve años antes, en 1920, poco tiempo después de ser llamado a ocupar una cátedra de filosofía en la Universidad de Hamburgo. En aquella visita, Saxl le enseñó la colección de libros explicándole la idea de Warburg de colocar los libros de filosofía cercanos a los de astrología, magia y folclore, y de unir las secciones de arte con las de literatura, religión y filosofía. Dicha disposición dejaba traslucir la idea de Warburg de que el estudio de la filosofía era inseparable del conocimiento del pensamiento primitivo, y que el de la imaginería no podía ser aislado del de la religión, la literatura o el arte. Según cuenta su mujer, Toni, esta primera visita al Instituto afectó profundamente al filósofo. En 1920, Cassirer trabajaba en el primer volumen de La filosofía de las formas simbólicas, y le sugirieron que la biblioteca Warburg contenía el material que le hacia falta para sus estudios. Tras su primera estancia en ella, volvió a casa en un estado de excitación, y le contó a su mujer que esa biblioteca era algo absolutamente único y grandioso. Pero, a la vez, le confesó que, después de la guía a través de las largas estanterías, había sentido la necesidad de decirle a Saxl: “no volveré jamás aquí, porque si no terminaría por perderme en este laberinto”. Cassirer había descubierto una mina, donde podía hallar un tesoro tras otro, y Saxl se alegro “de haber encontrado a alguien que había entendido inmediatamente el problema en torno al cual se había construido toda la colección”.44 Las celebres palabras de Cassirer tras su visita “Esta biblioteca es peligrosa. Tendré que evitarla totalmente, o bien encerrarme aquí durante años. Los problemas filosóficos que aquí hay implícitos son muy cercanos a los míos, pero el material histórico que Warburg ha recogido es tal que me supera” dejaron desconcertado al propio Saxl. Éste, sin embargo, pudo más tarde entender la impresión que la biblioteca le causó al filósofo: Cuando Cassirer entró por primera vez en la biblioteca estaba tomando forma en su mente La filosofía de las formas simbólicas: por ello fue para él todo un shock ver que un hombre que apenas conocía hubiese explorado el mismo campo, no con sus escritos, sino en una biblioteca de complejo ordenamiento, que un lector atento y reflexivo podía aferrar de modo espontáneo. De
43
Worte zur Beisetzung von Professor Dr. Aby M. Warburg, Hamburgo, 1929, reeditado en Mnemosyne. Beitrage zum 50. Todestag von Aby M. Warburg, Fussel, Gotinga, 1979, p. 7 ss., citado en Settis, “Warburg”, pp. 10-11.
44
T. Cassirer, Mein Leben mit Ernst Cassirer, Hildesheim, 1981, pp. 125 ss., citado en Settis, “Warburg”. pp. 7-8.
ahí que Cassirer comprendiese rápidamente que no había otra elección: ignorar la biblioteca o someterse a su dictamen.45
Tal y como recuerda S. Settis, superado el shock, Cassirer frecuentó la biblioteca con asiduidad, ya que en ella vio el incentivo y apoyo necesarios para desarrollar su trabajo. Para el, “no se trataba de una mera colección de libros, sino de una colección de problemas”, puesto que allí “la historia del arte, la historia de la religión y del mito, la historia de la lingüística y de la cultura no estaban puestas una junto a otra sino relacionadas una con otra, y relacionadas todas con un común centro ideal: un problema de naturaleza puramente histórico, la pervivencia de la antigüedad”.46 Cassirer fue el máximo exponente de la filosofía neokantiana alemana, en la que la cuestión de las formas era fundamental, ya que la multiplicidad de los fenómenos sólo podía ser inteligible si se presuponía la existencia de formas a priori que no derivaban de la experiencia, aunque formasen parte de ella. Partiendo de estos presupuestos, Cassirer consideraba que la ciencia, la religión, el lenguaje y el arte eran formas simbólicas creadas por la mente humana para entender el mundo. Su postulado fundamental era que la razón humana crea nuestro conocimiento de las cosas, pero no las cosas en si mismas, y que todo intento de conocimiento humano es un símbolo creado por el intelecto. Se hacía, pues, necesario el estudio de las formas simbólicas y su interrelación en el edificio de la cultura humana.47 En su obra La filosofía de las formas simbólicas. I. El lenguaje. II. El pensamiento mítico. III. Fenomenología del conocimiento (1923-1929) afirma que no es verdad que la razón humana abre las puertas que llevan a comprender la realidad, sino más bien toda la mente humana, con sus funciones e impulsos, con todas sus potencias de imaginación, sentimientos, voluntad y pensamiento lógico. La mente constituye el puente entre el alma humana y la realidad, y determina y modela nuestra concepción de la realidad. Tal y como recuerda M. A. Holly, el lenguaje, el arte, el mito, la religión, las ciencias, la historia son el objeto de la investigación filosófica de Cassirer. Estas manifestaciones culturales del hombre constituyen un lenguaje formal-simbólico a través del cual el hombre desentraña el significado e intenta imponer un orden al caos de la experiencia. Para Cassirer, la mente esta constantemente activa en la construcción del universo de la percepción y es creativa en diferentes sentidos. Vemos la realidad, pero la transformamos en nuestra mente no solo con la razón (Kant), sino también con la 45
Saxl, “Ernst Cassirer”, en The Philosophy of Ernst Cassirer, Evanston, Illinois, 1947, pp. 47 ss., citado en Settis, “Warburg”, pp. 8-9.
46
“Der Begriff der symbolischen Form im Aufbau der Geisteswissenschaften" Vottrage der Bibliothek Warburg, I, 19211922, Leipzig-Berlin, 1923, pp. 11 ss., citado en Settis, “Warburg”, pp. 9-10. Cassirer deja constancia de su deuda a la Biblioteca Warburg y a Fritz Saxl en el prefacio de La filosofía de las formas simbólicas. II. El pesamiento mitico, Mexico, 1971, p. 15 (1a. ed. alemana, 1924) y, tres años después, dedica a Warburg en su sesenta cumpleaños su libro Individuum and Kosmos in der Philosophie der Renaissance, publicado como décimo volumen de los Studien der Bibliothek Warburg (1927), Settis, “Warburg”, p. 10. 47
Holly, op. cit., pp. 115-116.
imaginación (Cassirer). Una forma simbólica obra de arte, palabra, proposición matemática un intérprete activo, que lleva un contenido intelectual de una manera sensorial.48 El estudio de las formas simbólicas ayuda, pues, a desentrañar el proceso creativo de la humanidad. El mito, el arte, el lenguaje y la ciencia no son simples copias de la realidad existente, sino que representan la dirección del movimiento espiritual. De ahí la definición de forma simbólica como “aquella mediante la cual un particular contenido espiritual se une a un signo concreto y se identifica íntimamente con él”.49 A este respecto, M. A. Holly recuerda la similitud entre la técnica histórica de Cassirer y la de Warburg. El método de Warburg consistía en seguir un tema o un motivo visual desde la Antigüedad al Renacimiento para poder estudiar sus transformaciones y, a su vez, ofrecer a través de éstas una visión de los cambios filosóficos y culturales. De la misma manera, Cassirer toma con frecuencia una de sus formas simbólicas para estudiar sus transformaciones tanto en el plano histórico como en el filosófico. Ambos intentan entender las cosas no por sí solas, sino como fruto del lugar que ocupan en su contexto, como algo orgánico.50 La presencia de Cassirer en el Hamburgo de los años veinte se hizo sentir en los ambientes intelectuales de la universidad.51 El propio Panofsky asistió a sus clases y asimiló muchos de sus enunciados, tal como se deduce de la publicación, en las Vortrage der Bibliothek Warburg (1924-1925), de su trabajo: Die Perspektive als Symbolische Form.52 Se trata de una obra magistral, en la que los modos de representación espacial se ven como una forma simbólica creada por el hombre para determinar la percepción de la realidad, mostrando como las variaciones de los sistemas de perspectiva están conectados con los cambios filosóficos y científicos, y expresan, por lo tanto, una diversa “visión” del mundo. 2. Los tres niveles de significación de la obra de arte Es de todos sabido que Panofsky ha condicionado en gran parte los enfoques de moderna historia del arte. De hecho, desde hace cincuenta años, ésta busca sobre todo desentrañar los significados de las obras artísticas siguiendo sus principios metodológicos. El estudiante español tiene un fácil acceso a éstos gracias a la traducción 48
Ibídem, pp. 119-121.
49
Ibídem, p. 122.
50
Ibídem, pp. 127-128.
51
Para la reconstrucción del ambiente intelectual del Hamburgo de los años veinte, véase P. Gay, La cultura di Weimar. The Outsider as Insider, Bari, 1978; G. A. de Toni, “Nota introduttiva. Un filosofo tra due guerre”, en E. Cassirer, De Talete a Platone, Roma-Bari, 1972, pp. VII-XX.
52
La perspectiva como forma simbólica, Barcelona, 1985. Véase Holly, pp. 131-133; J. Snyder, “Erwin Panofsky, Perspective as Symbolic Form”, The Art Bulletin, LXXVII, 2, 1995, pp. 337-340. El problema de la representación ha sido también tratado por E. H. Gombrich en Arte e ilusión (Barcelona, 1982) y en El sentido del orden (Barcelona, 1980).
sistemática de que han sido objeto los trabajos del erudito alemán. Cuatro son las obras fundamentales para poder entender en que consiste el método iconológico y todas ellas pertenecen a la etapa americana de E. Panofsky (1935-1968): Sthdies in Iconology, Nueva York, 1939 (Estudios sobre icnología, Madrid, 1972); A Gothic Architecture and Scholasticism, Saint-Vincent-College, Latrobe, Pensilvania, 1951 (Arquitectura gótica y pensamiento escolástico, Madrid, 1986); Early Netherlandish Painting, Harvard University Press, 1953 (Los primitivos flamencos, Madrid, 1998); y Meaning of Visual Arts, Nueva York, 1955 (El significado de las antes visuales, Madrid, 1979). El método iconológico como tal no aparece sistematizado hasta 1939.53 Para su formulación, Panofsky recurre a esquemas de división filosóficos al proponer tres categorías o niveles de significado en la imagen visual: I. Nivel preiconográfico: es el reconocimiento de la obra en su sentido más elemental, en su significado “fáctico” o expresivo. Consiste en una descripción basada en la experiencia práctica o sensible, y, por lo tanto, es una interpretación primaria o natural de lo que se ve. Para explicar este nivel, Panofsky acude a una escena tomada de la vida cotidiana, el saludo, en el que describiríamos la acción de un hombre que levanta su sombrero. En el caso de la pintura de Leonardo da Vinci, La Última Cena, hablaríamos de trece hombres sentados alrededor de una mesa llena de alimentos. Para una correcta lectura de este tipo es necesario dominar los principios del lenguaje artístico de los distintos estilos. 2. Nivel iconográfico: en él se aborda el significado “convencional” o secundario de la obra. Se trata de adivinar los contenidos temáticos: que una figura masculina con un cuchillo es san Bartolomé, que una hermosa dama con una paloma es Venus. No es un estadio sensible, sino inteligible, ya que hay que recurrir a la tradición, cultural al dominio de los tipos iconográficos (personificaciones, alegorías, símbolos) y a las fuentes literarias. En este nivel llegaríamos a interpretar la escena de elevar el sombrero como un gesto de saludo, incomprensible para alguien ajeno a los códigos de urbanidad del mundo occidental, y una pintura con trece figuras masculinas sentadas a una mesa con alimentos como una representación de La Última Cena, un tema propio de la iconografía cristiana cuya fuente textual se encuentra en el Nuevo Testamento. 3. Nivel iconológico o iconografía en sentido profundo: consiste en una interpretación del significado intrínseco o contenido de una obra. Se busca a través de ella el significado inconsciente que se esconde detrás de la intención del creador. Este estadio tiende a familiarizarnos con las “tendencias esenciales de la mente humana” tanto en sus condicionamientos culturales como en los de la psicología personal. El objetivo de la iconología no es otro que desentrañar “los principios de fondo que revelan 53
E. Panofsky, “Introducción”, Estudios sobre iconología, Madrid, 1992, pp. 13-44. Cabe recordar, sin embargo, sus antecedentes: el “análisis iconológico” de Warburg (1912) Y el articulo de G. I. Hoogewerff, “L'iconologie et son importance pour l'Etude systématique de l'Art Chrétien”, Rivista di Archeologia Cristiana, VIII, 1, 1931, pp. 53-82. Véase Heckscher, “The Genesis of Iconology”, p. 261, n. 54.
la actitud básica de una nación, un período, una clase, una creencia religiosa o filosófica, cualificados inconscientemente por una personalidad y condensados en una obra”.54 De esta manera, el saludar elevando el sombrero, un gesto heredado de la caballería medieval, indica una forma de actuar propia del código de valores de la civilización occidental, y la disposición de La Última Cena, de Leonardo, se relaciona con la visión del mundo del alto renacimiento. La obra de arte se convierte, así, en un síntoma cultural, y para su correcta apreciaci6n se necesita tener intuición sintética, familiaridad con las tendencias esenciales de la mente humana. Se trataría, tal como ha señalado M. A. Holly, de un concepto similar a los themata de G. Holton, a los “paradigmas” de Th. S. Kuhn y a los “modelos profundos o hábitos de pensamiento” de M. Foucault.55 El esquema tripartito de la hermenéutica de Panofsky se mueve, pues, de las partes al todo, y del todo a las partes. Se trata, pues, de una interpretación circular y orgánica, de un circulus metodicus (Panofsky), cuyo mayor énfasis está en el contexto y en el contenido (véase metodología, texto 11). Por otra parte, la jerarquización de su esquema recuerda a la utilizada por la exégesis medieval, en la que se podía hacer una lectura literal, centrada en la historia representada y una espiritual o alegórica, que analizaba la intención oculta y trascendente de la misma. Con la lectura iconográfica e iconológica, la historia del arte se convierte en una descodificación de símbolos. Para su definición, Panofsky distingue muy acertadamente en dos tipos de símbolos: los símbolos “en el sentido ordinario”, propios de la iconografía, y “símbolos en el sentido de Cassirer”, constitutivos de la iconología:56 1. Símbolos ordinarios: se trata de imágenes que pueden ser descifradas a la luz del aprendizaje de una tradición visual y textual. Valga como ejemplo el conocimiento de la Biblia, que permite “leer” correctamente símbolos como la Cruz, la Torre de Babel, o la Paloma del Espíritu Santo. 2. Símbolos cassirianos: requieren una inteligencia muy sutil y sintética. No se enseñan, sino que hay que madurarlos. Para interpretar las imágenes como manifestaciones de principios ocultos hay que familiarizarse no sólo con la obra de arte tanto en su forma como en su contenido, sino también en todas las fuerzas que la hicieron posible (condiciones psicológicas, sociales, culturales, políticas, espirituales, filosóficas). Muchas de estas fuerzas actúan de forma inconsciente en el artista y se expresan a través de la obra: esto es lo que llamamos los símbolos en el sentido de Cassirer57 (véase metodología, texto 14). 54
Panofsky, “Introducción”, Estudios sobre iconología, p. 17. Sobre la problemática del empleo de la palabra “inconsciente” en los estudios de Panofsky, véase el magistral comentario de C. Ginzburg, “A. Warburg”, p. 58. 55
Holly, op. cit., pp. 173-187. Véase Th. S. Kuhn, La revolución copernicana. La astronomía planetaria en el desarrollo del pensamiento occidental, Barcelona, 1978 (1a. ed. inglesa, Harvard, 1957), p. 25; ídem, La estructura de las revoluciones científicas (1962); M. Foucault, La arqueología del saber, México, 1979 (1a. ed. francesa, Paris, 1969). 56
Panofsky, “Introducción”, Estudios sobre iconología, pp. 23-24.
57
Holly, op. cit., pp. 159-160.
La omnipresencia de esquemas filosóficos en el método de E. Panofsky condiciona de tal forma su obra investigadora que frecuentemente éstos llegan a primar sobre otro tipo de aproximaciones. Buena prueba de ello es, según M. A. Holly, su ensayo titulado “El movimiento neoplatónico y Miguel Ángel”,58 en el que demuestra que Miguel Ángel asumió la concepción neoplatónica de la vida no como un convincente sistema filosófico entonces de moda, sino como una justificación metafísica de sí mismo. A través de símbolos visuales inspirados en el neoplatonismo el artista expresa en el arte su propia Weltauschauung (cosmovisión), en la que vida y obra forman un todo orgánico. En la línea de las “esencias”, o de las obras como símbolos culturales, estaría su ensayo “Arquitectura gótica y pensamiento escolástico”, en el que Panofsky vuelve a dar primacía al pensamiento filosófico como modo de entender la obra de arte (véase metodología, texto 5). Para él, la escolástica crea una fuerza, un “hábito mental” ordenado y clarificador que, sin intención aparente, hace que los arquitectos góticos trabajen en las catedrales como en las universidades. Evidentemente, detrás de esta afirmación está la idea de un símbolo cassiriano. 3. Limitaciones y posibilidades del método 3.1. Los PRINCIPIOS CORRECTIVOS Las críticas a la iconología como método han sido numerosas. Aunque algunas de ellas están justificadas, muchas son producto de la ignorancia de las verdaderas herramientas y objetivos del método, así como del mal uso que se ha hecho de éste. Las más generales apuntan a decir que el iconólogo no se preocupa de la calidad artística de la obra, sino simplemente del contenido. Para él, una obra de Miguel Ángel sería tan interesante como una torpe xilografía en la que se figurase un tema extraño. Si bien es verdad que la iconología prima la visión de los temas y el contenido de las obras, no es menos cierto que ésta ha demostrado en más de una ocasión que los grandes artistas han sido también grandes innovadores de temas, al haber variado y consagrado ciertos tipos iconográficos. Éste es el caso, por ejemplo, de Fidias con el Zeus Olímpico, que se convirtió en el prototipo de la imagen de la divinidad por excelencia en la Antigüedad y en el cristianismo. Otra de las acusaciones vertidas es la afirmación de que los iconólogos tienden a ver en una obra más simbolismo del que en realidad quiso poner el artista. Esta crítica está perfectamente fundamentada, e incluso el propio Panofsky llegó a decir con temor que “hay que reconocer que existe un cierto peligro en el hecho de que la iconología pueda comportarse no como la etnología en contraposición a la etnografía, sino como la astrología en contraposición a la astrografía”59 (véase metodología, texto 13). 58
Estudios sobre iconología, pp. 239-319.
Es entonces cuando conviene abordar el problema de lo que es intencionado y de lo que es inconsciente en la obra de arte. Bien es verdad que no todos los cuadros del renacimiento son fruto de un elaborado programa o de una intención, y que a la hora de elegir los temas muchos artistas se dejan llevar por el peso de la tradición o por un significado inconsciente. De ahí que sea muy importante que el estudioso sepa discernir qué nivel psíquico determina la imagen, si el consciente o el inconsciente. Su confusión lleva, tal como ha señalado J. Bialostocki, a que en muchas ocasiones se tienda a hacer una iconología del simbolismo consciente que induce normalmente a errores y equívocos , en perjuicio de la iconología del simbolismo inconsciente, que era en realidad la propugnada por Panofsky.60 El problema estriba en que la iconología ha optado en numerosas ocasiones por quedarse en el segundo nivel: en el del simbolismo consciente y convencional, lo que le ha llevado a forzar las interpretaciones, en vez de analizar la obra de arte como un síntoma cultura1.61 Profundizando en muchas de estas críticas, E. H. Gombrich ha señalado ciertas limitaciones de los estudios iconológicos, cuyos principios metodológicos necesitarían una profunda revisión: 1. En primer lugar, previene de la trampa de la interpretación fácil arropada con mucha erudición. Este uso es habitual en los trabajos de iconología, normalmente atestados de notas a pie de página y citas a textos clásicos. En muchas ocasiones, no se trata sino de disfraces con el que el autor intenta abrumar al lector para “convencerle” de una demostración cuyos resultados han sido elaborados a priori. 2. En segundo lugar, retomando la idea de los valores antropológicos de la obra de arte enunciada por A. Warburg, no se puede hacer historia del arte sin tener en cuenta las distintas funciones que las diferentes sociedades y culturas asignaron a la imagen visual. De hecho, la distinta función que el arte cumplía en Egipto y en Grecia constituye uno de los factores fundamentales para explicar el evidente cambio de estilo, de manera que la forma de una representación no puede ser separada de su finalidad y de las necesidades de la sociedad que la demanda62 (véase metodología, texto 7). Al entender el arte como “mensaje” y “comunicación”, Gombrich considera que tanto la forma como la función del arte han tenido continuamente que adaptarse a las transformaciones de la sociedad. Ello explica, por ejemplo, el paso del ilusionismo grecorromano al simbolismo cristiano: las exigencias de la sociedad el polo transmisor eran distintas y el observador el polo receptor tenía otro mental set, otra actitud mental. Por mental set se entienden “las actitudes y las expectativas que influirán 59
E. Panofsky, “Iconografía e iconología: introducción al estudio del arte del Renacimiento”, El significado de las artes visuales, Madrid, 1979, pp. 45-75, espec. p. 51.
60
J. Bialostocki, “Iconografía”, pp. 174-175.
61
Holly, op. cit., p. 163.
62
Ginzburg, “Warburg”, pp. 71-72.
en nuestras percepciones y nos predispondrán a ver u oír una cosa más bien que otra”.63 Este juego entre expectativa y observación funcionó, por ejemplo, de forma muy particular en el arte cristiano durante la Reforma gregoriana o la Contrarreforma. La formulación de estas preguntas sobre el vínculo entre forma y función en el arte abre, pues, nuevos caminos a la investigación histórica y la llevan a discurrir por terrenos propios de la sociología y de la antropología.64 3. En tercer lugar, y dentro de esta visión del arte como mensaje, Gombrich señala la dificultad de determinar el significado de la obra de arte debido al carácter polisémico y abierto de la imagen, cuya comprensión es susceptible de variaciones según las épocas o las personas. De ahí la afirmación de Umberto Eco de que las líneas de significación de una obra de arte están abiertas por el camino de su continua recepción. Las obras de arte tendrían una estructura polisémica en un proceso abierto, en el que el espectador funciona como un activador de la obra.65 4. En cuarto lugar, se señala una vez más el problema del significado intencional: el saber qué pretendió el autor que significase.66 Para ello hay que tener siempre en cuenta, por una parte, lo que es la significación en una obra en sí, y, por la otra, sus posibles implicaciones, siempre más abiertas a la interpretación. Con objeto de ofrecer unas pautas o principios correctivos que ayuden a superar ciertas limitaciones del método iconológico, E. Gombrich da una serie de reglas o caminos que deberían ser seguidos por todo investigador al enfrentarse a un estudio interpretativo:67 1. La primacía de los géneros. En el arte renacentista existían géneros establecidos (el retablo, la pintura mitológica, el retrato) y unos repertorios figurativos (mitología, alegorías, biblia) relacionados con aquéllos. Gracias a esa dependencia es posible identificar correctamente los temas y excluir interpretaciones aberrantes. A este respecto, E. H. Gombrich cuenta la anécdota de un estudiante que identificó la imagen de una figura femenina con una rueda perteneciente a un altar dedicado a la Epifanía como la representación de la Fortuna, con la cual se simbolizaría el papel del Destino en la historia de la salvación (!). Se trataba, evidentemente, de una aberración. El estudiante 63
Ibídem, pp. 72-73.
64
Ibídem, pp. 73-74.
65
U. Eco, Obra abierta, Barcelona, 1965 (1a. ed. it. Milán, 1962). En esta misma línea estaría el concepto de “reacentuación” de M. Bajtin, pues si las obras viven más allá de un creador, no pueden nunca ser limitadas a las intenciones del autor: “cada época reacentúa a su manera las obras de su pasado más inmediato, de manera que su contenido semántico continúa creciendo, creando más allá de sí mismo», D. J. Haynes, Bakhtin and the Visual Arts, Cambridge University Press, Harvard, Mass., 1995, p. 15. 66
U. Eco reivindica la existencia de una intentio operis: el texto (la imagen) es un dispositivo concebido con el fin de producir su lector modelo (“La sobreinterpretación de textos”, Interpretación y sobreinterpretación, Cambridge University Press, 1995, pp. 68-69.
67
Gombrich, “Introducción: objetivos y límites de la iconología”, en Imágenes simbólicas, pp. 13-48.
había obviado el contexto cristiano en el que se encontraba y la regla de los géneros, claves fundamentales para interpretar correctamente aquella imagen como una representación de santa Catalina.68 Para todo análisis interpretativo es necesario tener muy claros los límites entre iconografía e iconología. La iconografía consiste en relacionar textos e imágenes. Es un trabajo detectivesco que requiere un gran bagaje cultural y que en ocasiones alcanza una exactitud sorprendente que no es fruto del azar. Por el contrario, la iconología es muy especulativa, ya que intenta “la reconstrucción de un programa más que la identificación de un texto concreto” (véase metodología, texto 9). Interesa, pero está llena de riesgos, pues en la mayoría de las ocasiones no existe la “prueba”. Muchos ciclos del Renacimiento italiano no tienen un texto exacto detrás, puesto que se hacían a partir de un programa elaborado por una persona culta que no ha dejado constancia escrita. Conviene, sin embargo, señalar que los programas “inventados” por estos sujetos estaban siempre sujetos a unas convenciones, a las reglas de los géneros. El investigador debe tener siempre en cuenta estos marcos y pautas a la hora de “reconstruir” el programa y su significado. 2. La ley del decoro. Decoro significa “lo adecuado” e implica que “hay una conducta determinada en determinadas circunstancias, una manera de hablar adecuada en ciertas ocasiones”, y, por supuesto, también “unos temas adecuados en contextos concretos”.69 Un ejemplo de la aplicación de la ley del decoro es el Trattato dell'arte della pittura, de Giampaolo Lomazzo, publicado en Milán en 1584. En el libro IV, capítulo 23, se dice que a los cementerios les van bien temas lúgubres como la Muerte de la Virgen, la Muerte de Lázaro, el Descendimiento de la Cruz; a las salas de consejo, historias de discusión como “Cicerón hablando sobre Catilina en el Senado o la asamblea de los griegos antes de embarcarse a Troya”; a los jardines, representaciones de amores de los dioses en las que aparezcan “el agua, los árboles y otras cosas alegres y placenteras”.70 Buena prueba de ello es que las fuentes suelen decorarse con episodios en los que el agua es la protagonista: Europa cruzando el mar, Ícaro precipitándose en el agua, dioses fluviales, etc. Esta efectiva y funcional relación de decoro entre lugares, temas y contenido constituye el llamado principio de interacción. 3. La falacia del diccionario. Si cualquiera de las imágenes señaladas se tomaran aisladamente y con independencia de su contexto, ninguna de ellas podría haber sido interpretada correctamente. Esto es lo que sucede precisamente con los diccionarios de iconografía o símbolos: son engañosos porque nos dan una explicación de algo que está “muerto”. Desvirtuando la que fuera la verdadera intención del autor, la Iconología de Cesare Ripa (1593) ha sido utilizada por muchos investigadores como un diccionario en el que es posible encontrar la explicación a cualquier tipo de imagen. La intención del 68
Ibídem, p. 17.
69
Ibídem, p. 19.
70
Ibídem.
libro no era, sin embargo, la de ofrecer un código para reconocer imágenes, sino que se trataba de metáforas ilustradas, de manera que cualquiera de sus motivos, en otro contexto, puede significar algo totalmente diferente (véase metodología, texto 12). Estas tres reglas llevan a E. H. Gombrich a afirmar que: La iconología debe partir de un estudio de las instituciones más que de un estudio de los símbolos. Hay que reconocer que resulta más apasionante leer o escribir historias de detectives que leer libros de cocina, pero son estos últimos los que nos explican la manera en que se hacen corrientemente las comidas y, mutatis mutandi, si es de esperar que alguna vez se sirvan los dulces delante de la sopa.
Y a lanzar una de las más duras diatribas contra el mal uso de la iconología: Deberíamos exigir al iconólogo que después de cada uno de sus vuelos volviera a la base y nos explicara si los programas del tipo de los que ha disfrutado reconstruyendo pueden documentarse con fuentes primarias o sólo con las obras de sus colegas iconólogos. De lo contrario correremos el peligro de estar construyendo un modo mítico de simbolismo, casi igual a como el Renacimiento construyó una ciencia ficticia de los jeroglíficos basada en una falsa idea de partida acerca de la naturaleza de la escritura egipcia.71
3.2. EL CÍRCULO VICIOSO Una de las finalidades subyacentes de la iconología era la comprensión de una situación histórica sobre la base de fuentes figurativas y documentales. ¿En qué medida es eso posible? Muchos análisis iconográficos tienden a convertirse en un instrumento de reconstrucción histórica general, en el que el desciframiento del “programa” oculto permite comprender un problema histórico, religioso o filosófico de carácter general.72 Aunque la aplicación de este tipo de metodología ha alcanzado brillantes resultados, ello no impide que su empleo esté lleno de riesgos. Intentar ver en las obras de arte un “espejo” de la época puede llevar a equívocos, puesto que muchas veces el historiador lee en ellas lo que ya sabe por otros caminos, o lo que cree saber, o lo que le interesa demostrar. En opinión de C. Ginzburg, esta lectura “fisionómica” de los testimonios artísticos contribuye a crear un círculo vicioso, en el que se pasa de los “monumentos” a los “documentos” con demasiada ligereza.73 El método funciona muy bien cuando se trata de grandes programas que son resultado de la vasta erudición de un humanista, pero puede llevar a conclusiones ridículas cuando se trata de obras realizadas por artistas torpes o poco imbuidos en las 71
Ibídem, p. 48.
72
Ginzburg, “Warburg”, p. 49.
73
Ibídem, p. 53.
corrientes intelectuales de su tiempo, o de datos iconográficos indiferentes o marginales. Profundizando en el problema, E. H. Gombrich replantea el sentido que se le debería dar a los paralelismos y a las analogías histórico-culturales. En la mayoría de los casos no se trata de vínculos, relaciones, y paralelismos fruto de un recíproco y documentado intercambio, sino más bien de fenómenos surgidos en un contexto cultural, social, político y económico común, que funciona como término medio de esa relación.74 No cabe duda alguna de que la iconografía constituye un inequívoco elemento de mediación entre un determinado ambiente cultural, religioso y político y la obra de arte. El peligro está, según C. Ginzburg, en caer en argumentaciones circulares como, por ejemplo, la de proyectar inexistentes alegorías platonizantes en cuadros del renacimiento que sólo expresan una tranquila sensualidad. Magistral es a este respecto la crítica que dicho autor hace de la interpretación simbólica de algunos cuadros mitológicos de Ticiano, al proponer una visión placentera y hedonista de dichas pinturas documentada en toda una serie de noticias sobre la escasa “erudición” del pintor y sobre las reacciones eróticas que provocaban en sus contemporáneos sus “poesías”.75 El riesgo del juego circular de la hermenéutica, al que conduce la iconología, puede ejemplificarse en el libro de E. Wind, Misterios paganos del Renacimiento, donde a menudo se pierde la distancia crítica entre la obra de arte y el texto que debería comentarla y explicarla. Al leer en los testimonios figurativos lo que se desea, se cae en interpretaciones arbitrarias, aunque en apariencia coherentes, que no son sino fruto del “círculo vicioso”.76 3.3. FORMA Y CONTENIDO. LA OBRA DE ARTE COMO ORGANISMO No cabe duda alguna de los peligros a los que está expuesto el iconólogo. Su tendencia a ver en todo un significado profundo, a creer que éstos pueden ser clasificados en clichés, y a presuponer siempre la coherencia de su interpretación circular lo han llevado a formular hipótesis erradas o faltas de rigor intelectual. Quizá, tal como ha señalado M. A. Holly, el problema de esta orientación de la iconología estribe en la propia figura de Panofsky, cuya formación humanística se basaba en un profundo conocimiento de las lenguas clásicas, que le llevó a estar más interesado en encontrar textos que explicasen el significado de los símbolos y de las imágenes, que en las cualidades formales del arte.77 74
Ibídem, pp. 60-61.
75
Ídem, “Ticiano, Ovidio y los códigos de la representación erótica en el siglo XVI”, en Mitos, pp. 117-137. Sobre el mismo tema véase Freedberg, op. cit., pp. 33-40. 76
Ginzburg, “Warburg”, pp. 66-67. Véase también el comentario de S. Settis a propósito de los “iconólogos de manga ancha” en La “Tempestad” interpretada: Giorgione, los comitentes, el tema, Madrid, 1990, p. 16 (1a. ed., Turín, 1978).
77
Holly, op. cit., pp. 164-165. Giovanni Agosti ha analizado precisamente la incomprensión que encontró en Italia en la primera mitad de siglo la obra de A. Warburg, si exceptuamos el campo de la filología. La historiografía artística italiana de los años veinte estaba más interesada por Venturi, Longhi y Ranuccio Bianchi Bandinelli. Este último, en 1941, expresaba así su lejanía del trabajo generado por la biblioteca Warburg: “sobre esas bases no se contribuye a la historia del arte; sino
Sin embargo, esa oposición entre historia de la visión e historia de los contenidos no debería ser expresada en esos términos. Aunque es verdad que E. Panofsky primó el estudio del contenido en el arte, no es menos cierto que también supo poner el acento sobre algunas cualidades formales del proceso pictórico. De hecho, en su ensayo titulado “La historia del arte en cuanto disciplina humanística” propone al investigador un equilibrio entre el estudio de la “forma” (estilo) y de la “idea” (tema), ya que ello contribuirá a que se manifieste con mayor elocuencia el verdadero “contenido” de la obra.78 Prueba de esta sensibilidad es la afirmación que él mismo vierte al respecto de la Alegoría de la Prudencia de Ticiano, una pintura cuyo interés reside “tanto en el contenido de la forma como en la forma del contenido”.79 Pero, tal como señala M. A. Holly, el interés potencial de Panofsky hacia la forma va todavía más allá cuando escribe que: En una obra de arte la “forma” no puede separarse del contenido; la distribución del color y de la línea, de la luz y de la sombra, de los volúmenes y de los planos, por grata que pueda ser como espectáculo visual debe también entenderse como vehículo de una significación que trasciende lo meramente visual.80
Para Panofsky, la obra de arte constituye, pues, un todo orgánico compuesto por tres elementos: la forma materializada; la idea (el tema), y el contenido. Estos elementos reflejan el esquema tripartito de los niveles de significado y son vistos como una unidad, pues todos ellos concurren por igual en los que se llama el goce estético del arte.81 Panofsky anunciaba con ello recientes propuestas de la semiótica, una disciplina con la que la iconología comparte el interés común de descubrir la estructura profunda de los productos culturales. Sin embargo, frente a la importancia semántica que adquiere en aquélla el primer nivel color, movimiento, tamaño, estructura y dirección , la aplicación del método de Panofsky ha puesto siempre el énfasis en el segundo nivel: los temas.82
que se toman obras de arte como pretexto o documentación para una especie de esotérica descripción de algunos conceptos y símbolos, descripción que puede tener interés para la demopsicología y, limitada a algunos aspectos, para la historia de la cultura, pero que no tiene nada que ver con la historia del arte”, R. Bianchi Bandinelli, Critica d'Arte, N. S., I, 1941, p. ii (recensión a W. Haftmann, Das italienische Säulenmonument, Leipzig, 1939), en G. Agosti, “Qualche voce italiana della fortuna storica di Aby Warburg”, Quaderni Storici, nueva serie, 58, abril 1985, pp. 39-50, espec. p. 40. 78
Panofsky, El significado de las artes visuales, p. 29.
79
Ídem, Problems in Titian mostly iconographic, Nueva York, 1969, p. 102.
80
Ídem, “La Alegoría de la Prudencia: Post Scriptum”, El significado de las artes visuales, pp. 171-193, espec. p. 187, citado en Holly, op. cit., p. 165.
81 82
Panofsky, “Disciplina humanística”, p. 31.
Holly, op. cit., pp. 183-184. El logocentrismo es para H. Damisch el problema de la iconología de Panofsky, ya que en ella se tiende a buscar la significación de la imagen en referencias externas, obviando en la mayoría de los casos el valor de la representación como signo y significado en sí misma (“Semiotics and Iconography”, en The Tell-tale sign, ed. T. A. Sebeok, Lisse, 1975, p. 29; H. Slager, Archeology of Art Theory, Amsterdam-Atlanta, 1995, p. 142.
TEMA 5 LOS PROCESOS DE CREACIÓN Y DESARROLLO DE LAS IMÁGENES 1. La vida de las imágenes: continuidad y variación de significados Dentro de los estudios directamente relacionados con la labor de A. Warburg destaca el llevado a cabo por su más directo colaborador, Fritz Saxl. Éste, retomando algunas de las preocupaciones que habían obsesionado al erudito de Hamburgo, emprendió una larga y fructífera investigación sobre la vida de las imágenes en la historia del arte. Además de su conocido trabajo sobre la pervivencia de las figuras del personaje con las serpientes, del héroe luchando contra la bestia y de la Victoria alada,1 el autor vienés realizó un interesante y no superado estudio sobre la iconografía de los astros. S. Settis ha estudiado con minuciosidad la carrera intelectual e investigadora de Fritz Saxl.2 Nacido en 1890 en Viena, sus raíces hebreas, centroeuropeas y policulturales condicionaron el desarrollo de su personalidad intelectual. Su formación se realizó en la Viena de Franz Wickhoff y Alois Riegl, y, por un breve período, en el Berlín de Heinrich Wölfflin. Interesado en la relación recíproca entre estilo e iconografía, se volcó hacia un tema en el que la transformación de las representaciones se encontrase encuadrado en la constancia de los temas. Este campo fue para Saxl el de la ilustración astrológica, el cual le llevaría a contactar con Warburg.3 Tal como ha señalado E. H. Gombrich, si algo caracteriza a Saxl con respecto a Warburg es la mayor importancia que aquél le da a la Edad Media. Ese papel del Medievo y de la Antigüedad tardía en la obra de Saxl no se explica sin pensar en la Escuela de Viena (Dvorak, Riegl, Wickhoff). A ello habría que añadir, según S. Settis, su deuda con la idea de la migración de los tipos (“Typenwanderung”) de Emanuel Loewy,4 que le llevaría a desarrollar su idea sobre la vida y continuidad de las imágenes. La tesis fundamental de Saxl es que “las imágenes que tienen un significado especial en un momento y lugar, una vez creadas, ejercen un poder magnético de atracción sobre 1
F. Saxl, “Continuidad y variación en el significado de las imágenes”, La vida de las imágenes, Madrid, 1989, pp. 11-20. (1a. ed., Londres, 1957). 2
S. Settis, “Introduzione”, en La fede negli astri. Dall'antichitá al Rinascimento, Turín, 1985, PP. 7-42.
3
Ibídem, pp. 10-13.
4
Ibídem, p. 14.
otras ideas de su esfera; que pueden olvidarse de repente y recordarse de nuevo pasados siglos de olvido”.5 Para demostrarlo, el autor recurre a tres imágenes que han tenido una constancia en la historia de la civilización: la figura con serpientes, la doma del toro y el personaje alado. A la primera se la encuentra en Mesopotamia, Egipto, Creta, Grecia y en el Románico, pero con cambios de forma y significado. Así, de ser un símbolo de la divinidad que lucha contra el mal (Mesopotamia), pasará a ser una imagen de la diosa de la fertilidad (Egipto y Creta) o una ménade poseída por la locura divina (Grecia), para terminar finalmente en una representación del alma cristiana amenazada o atormentada por sus pecados (Románico). Por lo que respecta a la segunda, la doma del toro, símbolo del poder heroico en Mesopotamia y Grecia, en Persia fue formulada como una escena de sacrificio en la que Mitra daba la fertilidad a la tierra, pero también el mal. Por último, la tercera, la figura alada, que era común en el arte griego en figuras mitológicas que ejercen la función de mensajero (Hermes, Iris, Nike), fue retomada en la iconografía cristiana para representar a los angeloi (“los que anuncian”), o mensajeros del Antiguo Testamento. De ahí que los inmaculados ángeles que acompañan a Dios en las escenas de la Creación de los mosaicos del nártex de San Marcos de Venecia (siglo XIII), pertenecientes a la familia del Génesis de Cotton (siglo V), recuerden tanto a las antiguas Nikai (fig. 33). Gracias a las enseñanzas de Warburg, Saxl y Panofsky, el historiador del arte ha aprendido a apreciar en las imágenes valores vivos, incorporando al lenguaje de la iconografía términos como “metamorfosis”, “seudomorfosis”, “vida”, “pervivencia” y “transformación”.6 Saxl fue precisamente muy sensible al problema de la perennidad de las imágenes, y a él se debe que otros autores hayan podido abordar, desde una renovada perspectiva, algunas imágenes pertenecientes al repertorio de la iconografía cristiana. Éste es el caso del tema de san Miguel con la balanza, cuyo origen está nada menos que en las ilustraciones egipcias del Libro de los Muertos, en las que Anubis pesa el corazón del difunto mientras Osiris lo juzga. Esa imagen del personaje que juzga a través de la balanza aparece también en un vaso griego del siglo VI a.C., en el que Hermes pesa a un soldado griego, Aquiles, y a otro troyano, Héctor, para determinar la victoria (Ilíada, 22, pp. 271-276). La imagen reaparecerá con fuerza en el arte cristiano de la Edad Media, en el que la figura de san Miguel presenta unas atribuciones similares a la de sus antepasados, Hermes Psychopompos, Anubis y Osiris, en sus respectivos papeles de conductor y pesador de almas.7 Otro ejemplo de la interacción entre forma y contenido en la pervivencia de las imágenes lo constituye el mito de Ícaro, el orgulloso e imprudente muchacho que, desoyendo los consejos de su padre Dédalo, se acercó tanto con sus alas artificiales al sol que terminó por precipitarse al mar (fig. 34). Sin entrar en las interpretaciones 5
Saxl, “Continuidad y variación”, p. 12.
6
Ejemplar es a este respecto el trabajo de R. Wittkower, “L'aquila e il serpente”, Allegoria e migrazione dei simboli, Turín, 1987, pp. 13-87. 7
Hall, op. cit., p. 6.
psicoanalíticas de esta historia de deseo de sublimación y de caída,8 vale la pena señalar que esta imagen clásica fue incorporada a la iconografía cristiana en dos de sus temas: el ángel caído y el vuelo de Simón el Mago. Este último, que aparece en los Hechos de los Apóstoles (8, 9-25) pidiendo a Pedro y a Juan que le dé el poder de imponer el Espíritu Santo a cambio de dinero, fue convertido por la leyenda en un arrogante mago que, desafiando a Pedro y a Pablo, en Roma, quiso mostrarles su poder ante Nerón, iniciando un vuelo que finalizaría en una estrepitosa y mortal caída. No es por ello de extrañar que durante el Románico, en una época de reforma especialmente preocupada por la lucha contra la simonía utilización fraudulenta del cargo eclesiástico con objeto de adquirir bienes materiales , dicho tema aparezca frecuentemente como decoración de las iglesias (Saint-Sernin de Toulouse, Santa María de Ripoll, catedral de Sessa Aurunca, etc.),9 y se llegue en ocasiones a representar a Simón, como en el caso de un capitel de Saint-Lazare de Autun, bajo el aspecto de un joven Ícaro antiguo con alas y botas aladas (fig. 35), que termina precipitándose contra el suelo ante la mirada compungida de un diablo cornudo con patas de cabra (fig. 36) que recuerda al antiguo dios Pan (fig. 62). Se trata, una vez más, de un precioso testimonio de la larga fortuna de las imágenes clásicas con sus consiguientes variaciones de forma y contenido. 2. Temas de encuadre e imágenes arquetipo Al estudiar la historia del arte y escoger un tema como el de la mitología, el estudiante puede darse cuenta de que, a pesar de la continua lucha entre conservadurismo e innovación que rige el proceso de creación artística, existe siempre un elemento estático, al que denominamos “la tradición”. En el caso de la mitología, la tradición clásica, conformada en Grecia y Roma, sobrevive en la Edad Media y es recuperada con especial énfasis en el Renacimiento. Los dioses de la mitología grecorromana fueron conservados a través de la memoria, es decir, gracias al estudio y recopilación de sus historias a lo largo de los siglos, de ahí que hayan llegado hasta nosotros. De la misma manera, tal como hemos visto en la pregunta precedente, en todo arte existe una ley de la inercia en lo que a los motivos y tipos iconográficos se refiere, que hace que éstos se comporten como si fueran tópoi literarios. Existe, pues, un repertorio tradicional de imágenes que ante un nuevo contenido puede transformar poco a poco su significado. Un ejemplo de ello es el paso del paganismo al cristianismo, que hizo que la imaginería clásica adquiriese nuevos contenidos, y con ello nuevos significados: de Apolo al Cristo griego, del Zeus Olímpico al Dios-Padre, de Orfeo a David, etc. Por otra parte, cuanto mayor sea la individualidad de un artista en una época histórica, más variadas y numerosas serán las 8 9
P. Diel, El simbolismo en la mitología griega, Barcelona, 1985, pp. 48-55.
M. A. Castiñeiras, “I poden sono venduti, a ció segue l'inganno: per una nuova lettura del programma iconografico del portico della cattedrale di Sessa Aurunca”, Annali della Scuola Normale Superiore di Pisa. Classe di Lettere e Filosofía, XXIV, 1, 1994, pp. 565-585.
transformaciones iconográficas que aparezcan en dicha época. Así, mientras que Fidias desempeñó un importante papel en la transformación del aspecto de los dioses griegos, en artes como el popular o el egipcio, la imaginería siempre estuvo sujeta a unas normas muy estrictas que dejaban poco margen a la creación de nuevos tipos. La existencia de elementos constantes y estables en la composición de la imaginería ha sido brillantemente analizada y tipificada por Bialostocki en dos conceptos: 1. Los “temas de encuadre”, que consisten en temas que tratan de motivos esenciales o recurrentes de la existencia humana, como la lucha entre el héroe y el animal, el hombre ante la destructiva muerte, el nacimiento, la maternidad, el sacrificio, etc. Estos motivos han sido expresados en imágenes a través de unas fórmulas iconográficas que tienen bastante vigencia. Así, cuando un artista tiene que representar a Perseo y la Medusa, o a san Jorge y el Dragón debe recurrir a la fórmula iconográfica del héroe en lucha contra la fiera. Lo mismo sucede cuando el artista debe representar a Isis y a Harpócrates, o a María y Jesús: acude al tema de encuadre de la maternidad. Un antiguo “tema de encuadre”, que transformó su contenido con el tiempo, es el del hombre ante la destructiva muerte o el hombre ante el pelotón de ejecución. Su máxima expresión está en Los fusilamientos del 3 de mayo, pintado por Goya en 1814 (fig. 37). La fila abriendo fuego deriva de un tipo iconográfico de la iconografía religiosa Hans Memling, Martirio de San Sebastián, 1470 (Musées Royaux de Beaux Arts, Bruselas) , que sirvió como punto de partida de las caricaturas políticas: Paul Revere, The Bloody Massacre, Boston, 1770. Este tema de encuadre tendrá un enorme éxito en los siglos XIX y XX, y gracias a Goya se convirtió en un terrible símbolo de nuestra era: Manet, Ejecución del Emperador Maximiliano; Picasso, Masacre de Corea, 1951.10 Otro “tema de encuadre” sería el del vencido aplastado por la máquina de guerra, cuyo punto de partida estaría en la Estela de la victoria de Eannatum de Telloh (Lagash) (3000-2340 a.C.), en la que la infantería avanza sobre los cadáveres de la ciudad de Umma, mientras algunos de ellos son devorados por buitres y leones.11 El mismo tema de encuadre es retomado por Picasso en el Guernica. 2. Imágenes arquetipo: pertenecen al lenguaje de la psicología profunda del suizo Carl Gustav Jung. Los arquetipos son “factores y motivos que los elementos psíquicos ordenan en ciertas imágenes (arquetípicas)”. Éstas están presentes de un modo preconsciente y forman parte dominante de la estructura de la psique, en donde componen el contenido del inconsciente colectivo. Según Jung: “en cada persona hay, además de las reminiscencias personales (inconsciente personal), las grandes imágenes ‘originarias’ (inconsciente suprapersonal)”. Ello explicaría que ciertos materiales y 10
J. Bialostocki, “Los ‘temas de encuadre’ y las imágenes arquetipo”, Estilo e iconografía. Contribución a una ciencia de las artes, Barcelona, 1973, pp. 111-124; ídem, “The Firing Squad from Paul Revere to Goya: the Formation of a New Pictorical Theme in America, Russia and Spain”, en The Message of Images, pp. 211-218.
11
H. Frankfort, Arte y arquitectura del Oriente Antiguo, Madrid, 1992, p. 74, fig. 74.
motivos legendarios aparezcan en todo el mundo por igual. Estas imágenes están en el estado más profundo del inconsciente demonios, dioses, héroes contra bestias y han sido el material sobre el que han trabajado las religiones.12 Con las imágenes arquetípicas se expresan los hechos más importantes de la existencia humana. Lo malo es expresado por medio de un dragón, una serpiente o cualquier animal monstruoso; los conflictos entre potencias humanas e inhumanas por medio de la lucha contra un monstruo (Mitra, Hércules, Perseo, san Jorge), etc. Se trata de imágenes heredadas que son símbolo de la estructura de la psique humana y de sus reacciones frente al mundo. Expresan los miedos, la realidad de una forma simbólica y tienen mucho que ver con el mundo de los sueños, ya que proceden del inconsciente. Ejemplos de imágenes arquetípicas: la bóveda, el círculo, la puerta, el hombre que vuela, etc.13 La puerta o portal, por su carácter de separación entre dos espacios, fue un símbolo utilizado desde antiguo para representar el paso entre la vida y la muerte. Las Puertas del Hades de la mitología griega14 tienen un paralelo visual en las puertas que decoran las urnas etruscas y los sarcófagos romanos. Britt Haarlov ha estudiado la fortuna del motivo en la Antigüedad, estableciendo tres tipos bien definidos: el de la puerta cerrada, símbolo de la muerte, común en las urnas cinerarias etruscas; y los de la puerta entreabierta y abierta, símbolos respectivamente de la esperanza de vida y de la vida eterna.15 En estos dos últimos casos el motivo suele acompañarse de temas relacionados con creencias en la vida de ultratumba, decorándose las hojas de la puerta con los genios de las Estaciones (fig. 38), símbolos de la capacidad de regeneración y renovación de la tierra, o con Victorias. Otras veces aparece Hermes Psycopompos. Por su parte, en la tradición cristiana, el motivo aparece, bien como Puerta del Infierno, que Cristo rompe en su descenso al Limbo encadenando a Satán en el Tártaro (Job, 40-41), tal y como se aprecia en el mosaico del muro oeste de la catedral de Torcello, de 1190; bien como Puertas del Paraíso: pinturas del siglo XIII, de Alberto Sotio, en la Iglesia de San Giovanni e Paolo de Spoleto, o Tríptico del Juicio Final de Hans Memling (Museo Nacional de Gdansk). A partir de la época renacentista, y con especial énfasis durante el Barroco, el motivo será introducido nuevamente en la tumba como símbolo del pasaje hacia la muerte. Éste es el caso del monumento funerario a Alejandro VII, realizado por Gianlorenzo Bernini entre 1671 y 1678, en el que, sobre el marco de una puerta, umbral de la muerte, aparece un esqueleto con un reloj de arena. El motivo todavía está vivo en el siglo XIX, tal como muestra la “Puerta de la Muerte y
12
C. G. Jung, “La psicologia dei processi inconsci”, La psicología dell'inconscio, Roma, 1989, pp. 60-61 y 79-84. Véase M. Eliade, El mito del eterno retorno. Arquetipos y repetición, Madrid, 1972.
13
Bialostocki, “Temas de encuadre”, pp. 115-121.
14
Sobre las Puertas del Hades, véase Ilíada, V, 646; VII, 366; X, 312; XXIII, 71; Odisea, XI, 277, 271; XIV, 156.
15
B. Haarlov, The Half-Open Door: A Common Symbolic Motif within Roman Sepulchral Sculpture, Odense University Press, 1977, pp. 9-12.
Resurrección” (1872), de la tumba de August Cieszkowski († 1894), realizada por Teofil Lenartowicz en la iglesia de Wierzenica (Polonia).16 Las relaciones entre simbolismo y psicoanálisis fueron estudiadas por Mircea Eliade, quien afirmaba que el símbolo precede al lenguaje y a la razón discursiva. A través de él se revelan ciertos aspectos de la realidad (profunda), que se niegan a cualquier otro medio de conocimiento. Nuestro inconsciente es más poético, filosófico y mítico, y se expresa de forma simbólica mediante las denominadas imágenes arquetípicas. Se trata de imágenes perennes que perviven en la mitología y que repiten siempre los mismos temas: el Paraíso Perdido, el Hombre Perfecto, el Misterio de la Mujer, el Amor, etc.17 La imaginación del hombre trabaja fundamentalmente a partir de imágenes representaciones o imitación , que tienen una gran carga psicológica y espiritual. M. Eliade toma ejemplos de las religiones antiguas para ilustrar alguna de estas imágenes simbólicas: el simbolismo del centro como unión entre la Tierra y el Cielo (Babilonia, Roca de Jerusalén, Onfalos de Delfos), o el mito de la ascensión, común en el judaísmo (Enoc y Elías), el cristianismo y el mitraísmo.18 3. Contaminación y reinterpretación de temas y motivos. El principio de disyunción Como los desafortunados enamorados de una película que esperan volver juntos, forma y tema clásico se separaron. F. SAXL y E. PANOFSKY, Classical Mythology in Medieval Art, 1933
El estudio de la transmisión de imágenes y de su modificación es uno de los campos más apasionantes, pero a la vez más difíciles, de la iconografía. Dicha transformación se produce bajo la presión de ideas y significados extraños a su tradición iconográfica originaria, que da lugar a lo que se denomina “contaminación”. Un ejemplo de contaminación estaría en los famosos relieves de la fachada de San Marcos de Venecia, estudiados por E. Panofsky.19 En ambos se representan el mito de Hércules: uno es una obra romana del siglo III d.C.; el otro una pieza realizada en Venecia mil años después. Su tema es tan similar que induce a pensar que el lapicida medieval haya copiado intencionadamente la obra clásica para crear un verdadero y original pendant. Pero 16
J. Bialostocki, “The Door of Death, The Survival of a Classical Motif in Sepulchral Art”, en The Message of Images, pp. 14-41.
17
M. Eliade, Imágenes y símbolos. Ensayos sobre el simbolismo mágico-religioso, Madrid, 1974, pp. 12-20 (1a. ed., 1955).
18
Ibídem, pp. 41-51.
19
Panofsky, “Introducción”, p. 27, figs. 5-6.
mientras que en el relieve romano Hércules arroja sobre el rey Euristeo el jabalí de Erimanto, el maestro medieval sustituye la piel del león por un paño con numerosos pliegues, el rey aterrorizado por un dragón, y el jabalí por el ciervo, convirtiendo así la fábula mitológica en una alegoría de la redención. Según J. Bialostocki,20 en el proceso de contaminación se pueden distinguir dos posibilidades: 1. Que el significado originario se pierda gradualmente a través de disfraces o transformaciones, a veces esenciales, del motivo. Un ejemplo de ello estaría en los manuscritos árabes medievales en los que Perseo aparece con vestiduras orientales, y, en vez de la cabeza de Medusa, sostiene la de un demonio barbudo. A los ojos del copista, la expresión terrorífica del monstruo mitológico fue interpretada como demoníaca y los hilos de sangre convertidos en barba. 2. Que, a medida que se diluyen y olvidan los antiguos significados, la forma asuma otros nuevos. Este segundo caso es el de la “reinterpretación”, que en general tiene lugar con motivo de importantes cambios culturales y espirituales. Ésta fue la suerte de muchos temas clásicos en la época paleocristiana: el Mercurio Crióforo protector de los rebaños , documentado en el arte griego desde la época arcaica, se convierte por asimilación en la alegórica imagen de Cristo como Buen Pastor, tal como se muestra en una estatua de finales del siglo III d.C. hallada en las Catacumbas de San Calixto y conservada en el Museo Vaticano.21 Incluso la representación de Buda nace en la Escuela de Gandhâra de una contaminación análoga: a la imagen clásica de Apolo se le añaden las vestimentas monacales budistas, y se le atribuyen los signos del mahâpurusa. En la contaminación reinterpretativa la subrogación de significado obedece, a menudo, a razones simbólicas y doctrinales: así, Cristo toma el lugar del emperador en su condición de gobernador del mundo. En cuanto al proceso de reinterpretación, éste puede producirse de modos muy diversos: 1. Por un proceso de adición: cuando se funden dos formas análogas tanto en sus motivos como en su contenido. Esto es lo que sucede, por semejanza expresiva, entre la Ménade clásica y la Magdalena llorosa bajo la cruz. 2. Por superposición reinterpretativa: es muy común en el retrato alegórico, en el que se asocia a la imagen del retratado la expresión de un concepto. Buena muestra de ello son la representación del emperador Cómodo como Hércules, o la de Claudio como Júpiter. En este tipo, entraría también la contaminación alusiva, propia de la caricatura, 20
Bialostocki, “Iconografía”, p. 172.
21
J. Hall, A History of Ideas and Images in Italian Art, Londres, 1983, p. 5, fig. I.1.
en la que se emplean esquemas de imágenes de animales tipificados por caracteres humanos. La contaminación aparece especialmente en períodos de cambio cultural, o de intenso intercambio entre distintas civilizaciones, y se opone sustancialmente a cualquier tradicionalismo. Según J. Bialostocki, “los grandes momentos de civilización ‘figurativa’ vienen acompañados de amplios procesos contaminadores, especialmente en las provincias, donde las novedades llegan de golpe, sin una evolución preparatoria”.22 Este fenómeno, que tuvo como grandes épocas el Imperio romano, la expansión del cristianismo durante el Alto Medievo o la conquista española de América, continúa todavía vivo en la actualidad a través del proceso de “americanización” de la sociedad occidental. Dentro del tema de la pervivencia de la tradición clásica en la Edad Media, Panofsky definió un concepto muy interesante al que denominó el principio de disyunción: “cada vez que en la Edad Media plena y tardía una obra de arte toma su forma de un modelo clásico, esa forma es casi siempre investida de una significación no clásica, normalmente cristiana; cada vez que en la Edad Media plena y tardía una obra de arte toma su tema de la poesía, la leyenda, la historia o la mitología clásicas, ese tema es siempre presentado en una forma no clásica, normalmente contemporánea”.23 La disyunción suele ir, normalmente, acompañada de una metamorfosis anacrónica de los personajes, que hace que los dioses antiguos se vistan con ropas medievales. Aunque este principio, basado en una disociación entre forma y contenido, se presenta como si se tratase de una ley física o un teorema, según S. Settis, su marco de referencia más probable fueron las leyes de la tradición textual, concretamente la obra de Paul Maas, Textkritik (1927).24 Ahora bien, Panofsky formula ese principio en función de su propia superación: la reintegración de forma clásica y contenido clásico, lo cual constituye precisamente la característica esencial del renacimiento y lo distingue de otros renacimientos. Para Panofsky, “la Edad Media no estaba ciega en absoluto a los valores visuales del arte clásico, y se interesaba profundamente por los valores poéticos e intelectuales de la literatura clásica. Pero es significativo que, en la misma cumbre del período medieval siglos XIII y XIV , no se usaban los motivos clásicos para la representación de los temas clásicos, al tiempo que, recíprocamente, los temas clásicos no eran expresados a través de motivos clásicos”.25 Señala, para ello, toda una serie de ejemplos del arte bajomedieval en los que se encuentran préstamos directos de motivos clásicos en temas cristianos (Saint-Gilles, la Visitación de la catedral de Reims, la Adoración de los Reyes 22
Bialostocki, “Iconografía”, p. 173.
23
Panofsky, Renacimiento y renacimientos en el arte occidental, Madrid, 1981, pp. 136-137; ídem, Artes visuales, p. 59.
24
Settis, “Introduzione”, p. 38.
25
Panofsky, “Introducción”, Iconología, p. 26.
Magos, de Nicola Pisano), así como otros tantos en los que los temas paganos se tratan de forma totalmente anacrónica: Laocoonte es un viejo calvo; Dido y Eneas son una elegante pareja medieval que juega al ajedrez, etc. La respuesta a esta curiosa separación entre los motivos clásicos y temas clásicos reside, fundamentalmente, según Panofsky, en la diferencia entre la tradición representativa y la textual. Si, por una parte, las imágenes clásicas discurren sobre todo en la Europa meridional ajenas a su antiguo contenido, por la otra, las colecciones mitográficas del erudito norte de Europa se plasman en representaciones anacrónicas y llenas de contaminaciones. Ello explica que cuando al fin un personaje clásico, que había atravesado la Edad Media bajo una apariencia nada clásica, es devuelto por el Renacimiento a su aspecto original, el resultado final muestre a menudo huellas de esos intrincados procesos de transmisión.26 Este fenómeno es lo que Panofsky llama una “seudomorfosis”: “algunas figuras renacentistas fueron revestidas de un significado que no había estado presente en sus prototipos clásicos, aunque sí hubiera sido presagiado en la literatura clásica”.27 Y es que, debido a sus antecedentes medievales, el arte del Renacimiento fue a menudo capaz de traducir en imágenes lo que al arte clásico le hubiera parecido inexpresable. Un buen ejemplo de ello lo constituye la figura de Cupido Ciego (fig. 53), que será tratada más adelante en el capítulo dedicado a la mitología griega. El principio de disyunción de Panofsky se revela, pues, muy útil para explicar los fenómenos iconográficos de la pervivencia y transformación de los temas y motivos antiguos en la Edad Media. Sin embargo, a veces hay que ser cautos. Tal como ha señalado Nikolaus Himmelmann, no todos los Hércules desnudos de la Edad Media deben ser considerados como alegorías cristianas.28 En el caso de la decoración de la Porta della Mandorla, de la catedral de Florencia, realizada entre 1391-1397 por Giovanni d'Ambrogio, la desnudez de las figuras de Hércules, la Abundancia y Venus, entre otras, es plenamente antigua y fruto de un interés humanístico.29 Ese mismo concepto de interpretación cristiana ha sido puesto en duda por S. Settis en el caso de dos relieves de la fachada occidental de la catedral de Módena, en los que se representan dos putti con los atributos de una corona y una antorcha vuelta. Si bien no cabe duda alguna de que su escultor, Wiligelmo, copió el tema de un sarcófago romano, no está nada claro el contenido que se le quiso dar a dichas figuras. Panofsky descarta que sean el Sueño y la Muerte, y prefiere pensar en una moralizante alegoría del Amor Carnalis en un forzado ejemplo de disyunción. La fidelidad iconográfica con respecto a modelos antiguos apunta, sin embargo, a que Wiligelmo no sólo copió el tema, sino que 26
Ídem, “El Padre Tiempo”, Iconología, p. 94.
27
Ibídem, p. 95.
28
N. Himmelmann, “Nuditá ideale”, Memoria dell'antico nell'arte italiana. II. I generi e 1 temi ritrovati, ed. S. Settis, Turín, 1985, pp. 199-278, espec. p. 253. 29
Ibídem, p. 251.
también conocía el significado funerario de dichas representaciones. No se trataría, por lo tanto, de una disyunción, sino de un ejemplo de verdadera continuidad entre forma y significado.30
30
S. Settis, “Continuitá, distanza, conoscenza. Tre usi dell'antico”, Memoria dell'antico nell'arte italiana. III. Dalla tradizione all'archeologia, S. Settis, ed., Turín, 1986, pp. 372-486, espec. pp. 405-407. Para el estudio de la historia de la tradición clásica en Occidente, Settis delimita tres estadios: continuidad, distancia y conocimiento. El primero haría referencia a la actitud medieval de considerar la Antigüedad como auctoritas, lo que produce su reutilización fragmentaria e instrumental; el segundo, propio del Renacimiento, la considera como vetustas, coleccionándola y dándole el valor de monumento y testimonio; el tercero, la convierte en antiquitas, en documento histórico que necesita ser inventariado y trasladado al museo; ibídem, pp. 484-486; idem, «Des ruines au musée. La destinée de la sculpture classique», Annales. Économies. Sociétés. Civilisation, 6, 1993, pp. 1347-1380; ídem, “Continuitá dell'antico”, Enciclopedia dell'arte antica classica e orientale. Secondo Supplemento 1971-1994, II, Roma, 1994. pp. 251-260.
PARTE II ALGUNOS REPERTORIOS TEMÁTICOS
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