Aventuras Del Aprendiz Lapich

July 9, 2017 | Author: Mire Tapia | Category: Donkey, Fires, Hay, Firefighter, Cats
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IVANA BRLICi-MAZÚRANIC LAS AVENTURAS DEL APRENDIZ LÁPICH

ILUSTRACIONES DE SUSANA GONZÁLEZ EDITORIAL ANDRÉS BELLO Barcelona • Buenos Aires • México D.F. • Santiago de Chile

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EN CASA DEL MAESTRO GRUÑO El aprendiz Lapich Este es el cuento del viaje un aprendiz de zapatero, huerfano de padre y madre, llamado Lápich. Lápich era pequeño como un codo,* alegre como un pajaro , valiente como el Príncipe Marcos,** sabio como un libro y bueno como el sol. Todo el día permanecía sentado, con sus pantalones rotos y su camisa roja, un banquillo de zapatero de tres patas, todo el día claveteaba botas o cosía zapatos. Todo el día silbaba y cantaba mientras hacía su trabajo. El patrón de Lápich, el maestro Gruño duro y temible, era tan alto, que su cabeza llegaba al techo del tallercito. Tenía el pelo desgreñado, como un león, y los bigotes largos hasta los hombros. Su voz tronaba fuerte y poderosa, como la de un oso. El maestro Gruño, cierta vez, sufrió una penosa desgracia y, desde aquel día, corazón se endureció. La causa de su desdicha la conoceremos más adelante. El maestro Gruño era, pues, de corazón duro y sumamente injusto. Cuando dominaba el mal humor, siempre retaba gritoneaba a su aprendiz. La esposa del maestro, en cambio, e muy buena. A ella también le aconteció misma desgracia; pero, desde entonces, fue aún más bondadosa y de buen corazon. Quería mucho a Lápich. Ella también le temía al maestro Gruño. Cada vez que le llevaba al aprendiz un trozo de pan tierno, debía esconderlo bajo su delantal para que el maestro no lo viese, porque le había ordenado que le diera al niño, únicamente, pan duro y añejo; sin embargo, la buena

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mujer sabía que a Lápich le gustaba comer el pan fresco. El aprendiz tenía, solamente, unos pantalones rotos y otros que su patrona le cosió de una tela verde. La tela sobró de un delantal del maestro y este le ordenó que le cosiese unos a Lápich. En estos pantalones, las piernas del niño se veían tan verdes —iguales que ranas verdes— que no le agradaban, porque otros aprendices se reían de él. El maestro le obligaba a ponérselos los días domingo. Pero Lápich, que nunca perdía el buen humor, cuando debía vestirse de pantalón verde, se burlaba de sí mismo. Croaba “cro-cro” como rana. Cuando los demás aprendices vieron cómo se divertía, no le gastaron más bromas. Desde entonces jugaban con él los domingos y lo querían mucho. Lápich debía jugar a escondidas del maestro, porque si este lo sorprendía, lo mandaba a casa inmediatamente. Así, pues, vivía Lápich en casa del maestro Gruño: lo pasaba mal. No obstante, él habría permanecido allí, sepa Dios cuánto tiempo, si no hubiese acontecido un hecho que lo entristeció muchísimo. Las botitas Cierto día, un rico señor encargó al maestro Gruño un par de botitas para su pequeño hijo. Estas quedaron muy hermosas. Sus cañas relucían como oro al sol. El mismo Lápich claveteó las suelas de esas botitas. Cuando vino el señor con su hijo para llevárselas y el niño las calzó, le quedaron, desgraciadamente, muy apretadas. Por tal motivo, el señor se negó a aceptarlas. El maestro discutió con él, pero el cliente no cedió, no quiso llevarse ni pagar las botas.

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Tan pronto se marchó, el maestro Gruño se enfureció y gritó a Lápich: —(tú, bribón, tienes la culpa! ¡Tú, haragán e inútil! ¡Tú eres culpable de la estrechez de las botas! —Gruño vociferaba furioso. Entonces, agarró las botitas y con estas le propinó a Lápich una paliza sobre sus espaldas. Era demasiado injusto, puesto que él mismo midió y cortó las botas y Lápich no era culpable de nada. Cuando el maestro Gruño se enojaba, no distinguía lo justo de lo injusto. Por lo tanto, golpeó a Lápich en sus espaldas con las botitas, las arrojó a un rincón y le rugió a su mujer: —Mañana las echarás al fuego, no quiero ver más esas botas! —Y como un león, vuelto hacia Lápich, lo amenazó con su enorme puño y su voz de trueno: —Las botas serán quemadas pero tú, haragán, todavía me las pagarás. —Le advirtió de este modo que recibiría aún más golpizas por causa de las botas. Cuando Lápich se fue a dormir por la noche, no silbó ni cantó como acostumbraba, sino que permaneció cavilando por largo rato. Lápich dormía en el suelo en un rincón de la cocina. Ocupaba un duro colchón de paja y disponía de una manta rota y de un cabo de vela metido en una papa, en lugar de palmatoria. Se acostó, apagó la vela, que apenas sobresalía de la papa, y comenzó a pensar. Pensaba y pensaba, hasta que resolvió huir aquella misma noche de la casa del maestro Gruño para recorrer el mundo. Aunque esto no era fácil, sino además peligroso, Lápich se decidió. ¡Cualquier cosa que un aprendiz imagine, la puede

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realizar! La huida Cuando todo dormía profundamente, Lápich se levantó. A su alrededor todo era negro como en un baúl cerrado. Sigilosamente, igual que ratón, salió de la cocina y se introdujo en el taller, donde también reinaban las tinieblas. Al encender un fósforo, algo por el suelo empezó a meter ruido en todas las direcciones, a crujir y a escapar. Eran los ratones que de noche mordisqueaban cuero. Pero Lápich no se inquietó por ello, porque tenía bastante que hacer para preparar su viaje. Primero, cogió un pedazo de papel viejo y un gran lápiz de zapatero. Sentado en el banquillo de tres patas, escribió una carta: Usted quiso arrojar las botas al fuego. Yo me apeno po eso y me voy al mundo para suavizarlas. Entonces no quedaran estrechas. Sea mejor. con su nuevo aprendiz. Dele mas sopa y pan mas blando. Le devo!vere las botas. Lapich Demoró en escribir, pues no era diestro en caligrafía. Sus letras, grandes y jorobadas, semejaban peras. Cuando firmó la carta, se levantó cuidadosamente y la prendió en el delantal del maestro, que colgaba en una pared. Después, se sentó y se dedicó a redactar una segunda carta: Querida señora: gracias por su bondad. Me marcho a recorrer el mundo. Pensare en usted y ayudare a. todos, igual como usted m. ayudaba a mi. Se levantó en silencio y prendió la carta en el delantal de la señora, que también colgaba en la pared.

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En seguida, tomó su bolso de cuero rojo e introdujo lo que necesitaba para el camino. Primero, un trozo de pan y un trozo de tocino. Esta era su comida de la noche anterior que no pudo comer por lo triste que se encontraba. Guardó en el bolso un pañuelo azul, una lezna, un poco de hilo zapatero y varios pedacitos de cuero. Lápich era un probado zapaterito, y zapatero sin lezna ni hilos es como un soldado sin fusil. En seguida, metió en el bolso su cuchillito y ya no cupo otra cosa. Al terminar esto, se vistió para el viaje: descolgó sus pantalones verdes y se los puso. Al hacerlo, estuvo a punto de croar, ¡tan acostumbrado se hallaba a esta broma! Pero permaneció mudo, como ratón, para no despertar al maestro Gruño, quien dormía en el cuarto del lado. Luego Lápich zurció un codo de su camisa roja y se la colocó. Del rincón, cogió las lindas botitas causantes de la paliza del día anterior. Faltó poco para que silbara de alegría cuando se calzó las botitas, ¡tan suaves las sentía! Tampoco debía silbar, porque el maestro se despertaría. Quiso, además, llevarse su gorro, pero estaba muy roto y sucio. Por tal razón, cogió un pedazo de cuero brillante, sobrado de las botitas, y con este cosió una ancha cinta alrededor del gorro. ¡Fácil era para él coser cuero, siendo zapatero! El gorro ahora brillaba como el sol y se lo encajó en la cabeza. Lápich, listo para el viaje, llevaba puestos sus pantalones verdes, su camisa roja, las lindas botitas, su

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gorro reluciente y el bolso rojo al hombro. ¡Parecía general de un ejército maravilloso! Entonces, silenciosamente, se escabulló del taller al patio. Allí estaba amarrado el perro Pelusín. Lápich y Pelusín eran grandes amigos y por eso no se acercó a él: comprendía que el perro gemiría al verlo partir. Para Lápich era igualmente triste y doloroso abandonar a Pelusín. Justamente cuando el niño salió al patio, dudando si abrazar o no al perro, el maestro Gruño comenzó a toser en su cuarto; tosía sin despertar. Le picaba la garganta, porque el día anterior le gritó mucho a Lápich. Cuando el niño escuchó la tos se aterró: creyó que el maestro había despertado. —Escápate ya, Lápich, lo más rápido que puedas! —se dijo, y velozmente atravesó el portón de la casa, que por suerte se encontraba sin llave, y salió a la calle. Todavía era noche oscura. Las casas parecían altas, hasta las nubes. Lápich marchaba muy de prisa. No divisó a nadie; la gente aún dormía. PRIMER DÍA DE VIAJE El pequeño lechero Lápich caminó y caminó en la oscuridad por muchas calles, pues la ciudad era grande. Tantas recorrió, que el maestro Gruño no lo sorprendería en ninguna. Continuó caminando hasta que el día comenzó a clarear. En la última calle, vio que avanzaba hacia él un anciano en su carrito tirado por un burro, trayendo muchos cántaros de leche a la ciudad. El carrito y el burro eran lindos, pero el pobre anciano se veía débil y

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encorvado. El anciano se detuvo delante de una casa de tres pisos, tan alta, que todavía la luna miraba sus ventanas superiores. Entonces, tomó un cántaro lleno de leche y pretendió llevarlo. Pero, como era débil, tropezó con el primer peldaño y casi se cae. Empezó a lamentarse y se sentó. En ese momento, se le acercó Lápich, de pantalón verde y camisa roja, con sus lindas botitas y su gorro reluciente. Cuando lo vio el anciano, se sorprendió tanto, que terminó de quejarse. —Permítame, abuelito, que yo le lleve la leche a esa casa. —Y tú, ¿de dónde eres? —preguntó el anciano al multicolor Lápich. Como no le agradaba contar lo del maestro Gruño, el chico le replicó: —Yo soy el aprendiz Lápich. El Rey me envía para que le ablande las botas a su hijo y para que ayude en su reino a cuantos lo necesiten. El anciano entendió que Lápich bromeaba; pero le agradó tanto, que terminó de quejarse y hasta se rió. —A qué piso hay que subir la leche? —Al tercero —le informó el anciano. Lápich era muy fuerte: cogió el pesado cántaro y lo llevó hasta la casa como si fuese una pluma. Las escaleras aún estaban oscuras. Lápich subió con el cántaro al primer piso, luego al segundo y, al fin, al tercero. Este piso era tan alto, que la luna todavía miraba sus ventanas. Allí, entre las sombras y las tinieblas, yacía algo

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sumamente negro. Sólo brillaban dos puntos iguales a dos luces rojas. Ciertamente, se trataba de un gato cuyos ojos centelleaban. —Oh, disculpe! —dijo Lápich al gato—. Ya traje la leche. Indíqueme usted el camino, por favor. El gato levantó alegremente la cola y, corriendo delante de Lápich, se paró ante una puerta. Lápich buscó la campanilla y la hizo sonar. La criada de la casa corrió el cerrojo y abrió la puerta. Al ver a Lápich de tantos colores, la criada se asustó: chilló con toda su fuerza y palmoteó. El gato se asustó de sus chillidos y saltó a la cabeza de Lápich; de esta, a un hombro de la criada y, de ahí, ¡paf!, derecho a una olla repleta de agua. ¡Qué comedia! El gato maúlla, el agua salta, la olla rueda, Lápich brinca para no mojarse las botas y la criada ríe tan fuertemente, que hace vibrar los vidrios de las ventanas. —Ja, Ja! —reía la criada—. ¡Qué muñeco más pintarrajeado eres tú! ¿Eres papagayo o pájaro carpintero? ¿Quién eres tú? —No se engañe usted, señorita —respondió el niño—; yo soy Lápich y le traigo la leche. El anciano está débil y no puede subir las escaleras. Habría sido mejor que usted no hubiese gritado. La criada ya no reía. Le recibió la leche y, cuando Lápich quiso irse con el cántaro vacío, cogió una vela y lo acompañó escaleras abajo, porque el niño le había caído en gracia. —Y por qué, señorita, no baja usted misma a retirar la

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leche cada día? Si hoy me pudo acompañar, bien podría ir sola a buscar la leche, el anciano es débil y no puede subir el cántaro al tercer piso. La criada se avergonzó por no habérsele ocurrido y le prometió que en adelante bajaría todos los días a retirar la leche. Ante esta promesa, Lápich ofreció traerle flores al regreso de su viaje. Cuando bajó a la calle, le rogó al anciano que le permitiese seguir repartiendo la leche, puesto que aún el carro se veía completo. El anciano no esperaba nada mejor y Lápich, cogiendo al burrito de sus riendas, se dispuso a repartir la leche. El inteligente burro se sabía de memoria todas las casas donde debía dejar la leche y se detenía, puntual, frente a sus puertas. El niño, muy sorprendido de la inteligencia del burro, le preguntó al anciano por qué la gente le dice “burro” o “asno” a un animal tan inteligente. El anciano, a pesar de sus años, no halló qué responder. —Cuando yo nací —recordó— los burros ya tenían ese nombre. Esto no le pareció justo a Lápich y se lamentó de no saber escribir mejor. —Si yo supiese escribir mejor, escribiría un libro para que a los animales inteligentes se los llame con nombres más bonitos, y el nombre “burro” o “asno” lo reservaría, únicamente, para los seres que lo merezcan —razonó el aprendiz. En tanto, al inteligente burro no le preocupaba cómo lo llamaban los hombres ni lo que Lápich y el anciano

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conversaban de él: seguía deteniéndose frente a las puertas donde correspondía. Lápich tomaba un cántaro y, rápido como el viento, corría escaleras arriba. De este modo, el carro se vació en un santiamén, quedando un tiesto chico con el desayuno del anciano. El anciano agradeció al buen Lápich y lo convidó a beber sabrosa leche. Después se alejó con su burro y el carro, mientras Lápich reanudó su camino. El día aclaró. Lápich continuó avanzando y pronto salió de la ciudad. Ya no se divisaba ninguna casa, únicamente grandes campos, arbustos, árboles y una larga carretera. La ciudad se perdió de vista. —Gracias a Dios! —se dijo Lápich y se sentó bajo un árbol. Se sentía muy somnoliento, porque había dormido poco la noche anterior. Acomodó el bolso rojo bajo su cabeza y se acostó en la honda hierba. La hierba era blanda, pero bastante dura como para acostarse en ella. Lápich, de todos modos, se durmió dulcemente cual una liebre. ¡Pues, que duerma y duerma! Lo importante es que el maestro Gruño quedó lejos, y más importante aún es que Lápich ignora cuánto bien y cuánto mal le aguardan en el camino. Si lo supiese no dormiría tan plácidamente. Una gran cabeza aparece en la hierba Lápich durmió a pierna suelta y por largo tiempo. Cerca de él, pasaban por la vía muchos carretones, muchos campesinos y campesinas. Los caballos

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traqueteaban por la carretera, la gente conversaba y gritaba, los carretones crujían y los gansos, que las campesinas acarreaban a la ciudad, graznaban. Lápich dormía sin escuchar nada, como si tuviera saúco* metido en los oídos. Hundido en la alta hierba, nadie lo vio. Llegó el mediodía. Por la carretera no transitaba nadie. De pronto, Lápich comenzó a despertar. Oyó que algo se arrastraba y deslizaba en la hierba. Cada vez oía mejor cómo algo pisoteaba el césped y escuchó, ya muy cerca de él, que ese algo respiraba y resoplaba agitadamente. Aquello le pareció extraño. Lápich, adormecido aún, no veía ni escuchaba claro. Por esto quiso levantarse un poco para ver qué era lo que se deslizaba acercándosele cada vez más. Al instante, asomó en la hierba, muy próxima al niño, una gran cabeza enmarañada y amarillenta que le estiró su larga y roja lengua. Esto era verdaderamente muy extraño y bastante alarmante. Quizás cualquier otro se habría asustado, pero Lápich saltó y abrazó la gran cabeza enmarañada. ¡Era la de su querido perro Pelusín! Pelusín huyó del maestro Gruño en busca de Lápich, y después de mucho olfatear, buscar y correr, ¡al fin! encontraba a su amigo. El perro lamía las manos de Lápich con su lengua larga y roja; Lápich lo abrazaba sin cesar. —Qué bien, mi querido Pelusín! —repetía. De pura alegría, saltaban y daban tumbos en la hierba, como dos pelotas. Después de un rato, resolvió Lápich: —Ya está bien, siéntate, por favor, que vamos a almorzar!

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Pelusín, muy feliz, saltaba tras las moscas y los saltamontes. Lápich, sentado en la hierba, sacó del bolso el pan, el tocino y su cuchillito; se persignó, se quitó su gorro y empezó a comer. Una lonja de tocino se echaba a la boca y la siguiente se la tiraba a Pelusín. El perro esperaba cada lonja en el aire y se la zampaba al instante. Lápich cortó un pedazo de pan para él y tiró otro a Pelusín. ¡Chap! hizo Pelusín y el pan desapareció. Y de esta manera, pronto acabaron su almuerzo, se levantaron y prosiguieron camino. Arreciaba el calor; la carretera era extensa, blanca y polvorienta. La casa de la estrella azul Durante bastante tiempo, Lápich y Pelusín marcharon alegremente por la carretera. Pero, al final, las plantas de los pies le comenzaron a arder. En eso, llegaron a una casita de gente pobre. La casita, parchada y chueca, tenía dos ventanucos. Debajo de uno, se veía una gran estrella pintada de azul. La estrella se divisaba de lejos y, por ella, la casa entera semejaba una viejita que ríe. Alguien lloraba en la casa a moco tendido. Esto apenó a Lápich y le recordó lo que había dicho: que recorría el mundo para socorrer a quien necesitase ayuda. Por lo tanto, entró a la casa para averiguar qué sucedía. En la pieza encontró a un niño. El pequeño que se llamaba Marcos, se encontraba llorando, muy solo, sentado en una banca. Era del porte de Lápich y lloraba, porque había perdido dos gansos mientras los

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apacentaba. ¡Por cierto que esto no es desgracia tan grande; pero depende de quién se trate! Marcos era huérfano de padre y, siendo su madre muy pobre, debía cuidar los gansos, pues cada uno valía trescientas coronas. Cuando Lápich, de pantalón verde, camisa roja y relucientes botas, entró a la pieza, Marcos se sorprendió tanto, que abrió su boca lo más que pudo y dejó de llorar. —Por qué llorabas? —Perdí dos gansos mientras los apacentaba — respondió Marcos, rompiendo a llorar con más ganas aún. —Eso no es nada. Nosotros los encontraremos. Vamos. Y Pelusín, Lápich y Marcos partieron a buscarlos. No lejos, se extendían unas grandes aguas en cuyas orillas Marcos solía apacentar los gansos. Lápich nunca había visto tantas aguas, porque siempre había vivido en ciudad. Alrededor de las aguas, se alzaban incontables arbustos, y lejos, en la orilla opuesta, crecían juncos. Cuando llegaron, Marcos empezó a llorar de nuevo. —Ay, ay! Nunca encontraré a mis gansos. —Lloraba tan fuerte que Lápich debió prestarle el pañuelo azul para que enjugase sus lágrimas. A Lápich también le parecía imposible hallar, junto a esas aguas tan grandes, a dos gansos tan pequeños. Pero prefirió callar para no apenar más a Marcos, y ambos empezaron a buscar los gansos entre los arbustos. Entretanto, Pelusín corría, olfateaba y ladraba alrededor de ellos, cada vez más enérgicamente.

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De pronto, el desgreñado Pelusín se lanzó a correr, saltó al agua y nadó, cruzando las extensas aguas. —Pelusín, Pelusín! —llamaba Lápich, mas el perro no le obedecía; sólo sacudía la cabeza y seguía nadando hacia el otro lado del agua, perdiéndose entre los juncos. Lápich temía perder a Pelusín. Si perdía a su perro, seguramente él también lloraría. Pero no podría llorar, porque prestó su pañuelo a Marcos. Ni tiempo tuvo, porque de la lejana orilla, entre el ramaje, se escucharon sacudones y un batir de alas; sonoros graznidos y más sonoros ladridos. Eran los gansos de Marcos, que Pelusín buscó y encontró confundidos en el ramaje del otro lado de las aguas. Allá lejos, por supuesto, ni Marcos ni Lápich jamás habrían alcanzado. Marcos brincaba de alegría cuando Pelusín arreaba los gansos hacia él. Las aves nadaban adelante, abriendo el pico cuanto podían, y graznaban furiosamente. Pelusín nadaba detrás de los gansos y los correteaba, ladrando también con furia. Todo acabó bien; Pelusín condujo a los gansos, sin problemas, hasta los muchachos y muy contento salió del agua. —Qué inteligente eres! Cuando yo sea rico te compraré una salchicha de diez coronas —prometió Lápich a su perro. Marcos agarró un ganso y Lápich el otro y, sujetándolos bajo el brazo, regresaron a casa. Iban tan contentos, que silbaban por el camino igual que mirlos. Mientras marchaban, Marcos le comento a Lápich: —Vaya, qué cabeza tan grande tiene tu Pelusín! —Es por eso que es tan inteligente

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—respondió Lápich—. ¡Si tuvieses tú una cabeza tan grande, habrías encontrado a los gansos sin el perro! Al cabo, llegaron a la casa de Marcos. La madre de este, que ya se encontraba allí, le permitió a Lápich que durmiese con ellos, pues le quedó muy agradecida de que su perro encontrase a los gansos. De este modo, Pelusín obtuvo para su amo su primer alojamiento. Ya anochecía, y Marcos y Lápich se sentaron en un peñasco situado delante de la casa y recibieron, en una fuente jaspeada, polenta con leche y dos cucharones de madera. Mientras cenaban, Lápich preguntó a Marcos: —Dime, ¿quién dibujó la estrella azul en la casita? —Yo! Cuando mi madre pintaba el cuarto, tomé pintura y la dibujé. Creí que mis gansos reconocerían la casa por la estrella; pero ahora veo que fue en vano, porque los gansos cruzan las aguas, tenga o no tenga estrella la casa. Lápich memorizó bien aquella estrella azul. Y quien lea este librito, que la recuerde. Le será útil cuando lleguen los difíciles días que vivirá Lápich. Los niños conversaban mientras cenaban. Pelusín recibió polenta también. Después de comer, todos se fueron a dormir. Lápich no durmió ni en la pieza ni en cama, porque en la casita no había lugar para él. En el patio había un modesto y viejo establo donde se guardaba heno, y allí dorrniría. Lápich debió trepar al desván del establo por una escalera y meterse a través de una pequeña abertura. Al llegar, giró en torno, asomó la cabeza y gritó:

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—Buenas noches! Pero en el patio no quedaba nadie. La noche era negra y el patio semejaba un gran hoyo negro. Arriba, en el cielo, titilaban tantas estrellas como Lápich nunca advirtiera antes. Entonces, se quitó sus hermosas botitas y las limpió, se acostó sobre la paja y se durmió. Frente al establo, dormía Pelusín; arriba, en el altillo, dormía Lápich, y dentro del establo, dormía una bonita y jaspeada vaca. Fue el primer día de viaje de Lápich. Terminó sin problemas. ¡Dios sabrá cómo le irá en el siguiente Ldpích y los picapedreros De mañana, temprano, los gallos iniciaron su cantar y los gansos, su graznar; la vaca campanilleó su cencerro y Pelusín empezó a ladrar y gemir, porque no divisaba a Lápich. Era tanto el alboroto, que el niño despertó e imaginó, en el primer momento, que se hallaba en un zoológico.

Le agradeció a la madre de Marcos, quien le obsequió un trozo grande de pan y tres huevos duros para el camino. Lápich y Pelusín prosiguieron su andar y disfrutaron una sosegada mañana de viaje. Por un tiempo, caminaron alegres y despreocupados y

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llegaron a un lugar de la vía donde varios hombres sentados picaban piedras para la carretera con largos martillos. Algunos usaban grandes anteojos negros, porque temían que les saltasen a los ojos trocitos de piedra. Otros, sin temor, desdeñaban los anteojos y cantaban animadamente. A Lápich le agradaron más estos últimos y, sin pensarlo dos veces, tomó asiento a su lado para cantar con ellos. Lápich conocía bien la canción que entonaban, porque la gente alegre siempre canta lo a, porque siempre permanecen sentados al borde de la vía y miran pasar a todos. Un picapedrero le respondió a Lápich: —Al que tiene zapatos firmes, puño fuerte y cabeza inteligente le va bien en el amino. —Y al que no tiene de eso? —insistió lápich. —Igualmente le va bien, porque sin eso, al llegar a la primera aldea, de todos modos se aburre y regresa a casa —concluyó el picapedrero. Lápich se levantó para proseguir su amino; pero, antes de partir, todos se rieron con ganas por lo que aconteció en seguida: Apareció, desde un lado, un ternerito jaspeado que deambulaba por allí. —Es cierto que somos del mismo por te pero no hacemos pareja —se defendió Lápich y, riendo, se arremangó las mangas y se lanzó a pelear con el ternero jaspeado. Dos o tres veces se escuchó: ¡plaf, plaf!, y luego: ¡bang, bang! Lápich golpeaba con sus fuertes puños, y el ternero, con su cabeza jaspeada.

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El ternero saltó bien hacia atrás, para atacar con mayor impulso a Lápich. —Oh, oh! Agarra vuelo, no más —azuzó Lápich al ternero. Y el animal se disparó con toda su fuerza contra él. Lápich brincó a un lado y el ternero, con su cabeza gacha, pasó corriendo a su lado y, ¡cataplum!, de cabeza rodó, igual que un zapallo, a una acequia que corría a orilllas del camino Después escapó al lugar donde recordó haber dejado a su madre. Lápich y los picapedreros, mirando atras se reían. Lápich se bajó sus rojas manas y les explicó: —Yo leí, hace tiempo, en el Almanaiue del Zapatero: “Si un tonto y un listo combaten, pelea pareja no hacen”. Pronto se dispuso a partir y los picapedreros se despidieron de él afectuosamente. —Feliz viaje! Tus botitas son fuertes y recién comprobamos que posees buena cabeza y firmes puños. A Lápich le agradó este halago y prosiguió su camino. El día se abochornó. En la noche, seguramente, se descargarían rayos, lluvias y truenos. Cruzó una aldea, pero no se detuvo, pues pretendía huir lo más lejos posible de la ciudad del maestro Gruño. Caminaba, pues, Lápich, caminaba por la carretera; pero al atardecer, repentinamente, empezó a soplar un fuerte viento, a relampaguear y a tronar. Primero, tronaba lejos y débilmente. En seguida, cada vez más cerca y con más fuerza. Los truenos retumbaban como si una carreta de fierro cruzara los cielos. Pelusín se atemorizaba de los truenos

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y trotaba apegado a Lápich. —Esto no es nada —le dijo Lápich y continuó adelante. Entonces, relampagueó más fuertemente y se escuchó, remoto, el terrible golpazo de un rayo. Pelusín se estremecía de susto y el viento resop1aba. Aparecieron unas nubes negrísinas, tantas, que el día se oscureció como si fuese noche. Cuando relampagueaba, todo el cielo se veía ardiendo. Principió a caer una lluvia de gruesos goterones. “Ahora debemos guarecernos”, pensó lápich, más preocupado de sus botas que por otra cosa; miraba alrededor y no veía dónde esconderse, porque por todos lados se multiplicaban campos y árboles y no se advertían casas ni gente. Era conveniente que Pelusín y Lápich induviesen juntos. A veces, se mostraba nás inteligente el perro que el amo, y otras, ocurría al revés; de este modo siempre se ayudaban el uno al otro. En esta ocasión, el más inteligente fue el perro que corrio hacia un puente que aparecio Cuando Lápich se deslizó bajo el puente de súbito, se asustó. ¡Y quién no se habría sorprendido y asustado! Allí se hallaba sentado un hombre envuelto en una larga capa negra y cubierto con un sombrero roto. Pelusín le ladró rabiosamente, pero Lápich, en cambio, fue más prudente esta vez y reflexionó con tino: ¡siempre hay que ser amable y cortés! Ordenó al perro que se callase y saludó al hombre: —Buena tardes! —Buenas tardes —contestó el hombre—. ¿De dónde

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llegaste hasta acá? —Afuera llueve y a mí me preocupan mis botas. ¿Permite usted que yo y Pelusín nos quedemos aquí? — preguntó Lápich. El viento seguía soplando, terriblemente huracanado; la lluvia azotaba el puente con granizos, como si lo golpeasen con martillos, y los estampidos de los truenos resonaban tan potentes que no se podía conversar. Lápich, Pelusín y el hombre seguían en cuclillas. El perro gruñía sin parar en contra del hombre, quien en verdad tampoco le gustaba a Lápich. Hubiese preferido estar solo con Pelusín debajo del puente. La lluvia castigaba sin piedad y los truenos proseguían iguales en su furia. —Debemos dormir aquí esta noche —dijo el hombre. Lápich comprendió que el hombre tenía razón, porque afuera llovía a cántaros , se saco las botas que colocó a su lado. Puso el bolso debajo de la cabeza y se tendió sobre la paja. El hombre se acostó, cubriéndose con su capa. Lápich le dijo: —Buenas noches! —y el hombre contestó lo mismo. El niño se persignó en voz alta. Alzó un poco la cabeza para ver si el hombre lo haría a su vez. Pero este no se persignó; se dio vuelta y empezó a roncar como lobo. Aquello no le agradó a Lápich. Por tal motivo, se persignó una vez más y abrazando a Pelusín, porque sentía algo de frío, se durmió tranquilamente.

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Transcurrió el segundo día del viaje del aprendiz. Este no fue muy agradable por cierto: pero en cualquier travesía hay dificultades TERCER DÍA DE VIAJE Una gran tristeza De este modo, bajo el puente, dormían Pelusín, Lápich y el hombre de capa negra. Durante la noche, de pronto, el perro comenzó a gruñir y a ladrar. Lápich, muy dormido, lo abrazó más fuerte aún y le ordenó: —Cállate, Pelusín! El perro obedeció y ambos continuaron durmiendo,a la mañana siguiente, cuando lapich desperto se percato que el hombre se habia marchado sin despedirse por lo que se dispuso a calzar sus botas. Pero, lo que vio fue algo terrible: sus botas habían desaparecido. No estaban ni en la paja ni debajo de ella. No estaban en parte alguna. ¡No estaban y no estaban! El hombre se las llevó. —Ay, Señor, Dios mío! —suspiró el niño y unió sus brazos, desconsolado, y quedó pensativo por algunos momentos. Cualquier niño lloraría si le robasen tan lindas botitas. ¡Por cierto que cualquier niño lloraría al quedar descalzo en su largo viaje! Mas Lápich no lloró. Reflexionó unos instantes, se paró de un salto, llamó a Pelusín y dijo: —Vámonos, Pelusín, vamos a buscar a ese hombre! Nosotros lo hallaremos aunque tardemos diez años, y recuperaremos las botas. Encontrar las botas no era trabajo fácil. El mundo es enorme y existen miles de lugares donde el Hombre

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Negro pudo esconderlas. Una niñita en el camino De tal modo marchaba Lápich; marchaba por la carretera y reflexionaba igual que un niño de último año de escuela primaria. Pero él no asistía a la escuela, sino que cruzaba por el mundo buscando sus botitas, tarea, en verdad, todavía más difícil. Después de caminar media hora, divisó en la carretera a una pequeña y hermosa niña. La niñita, de suelta cabellera, llevaba al hombro un lorito verde. Caminaba con pie ligero. La niña era de un circo y se llamaba Ghita. Ghita es un nombre curioso, pero en los circos suceden muchas cosas curiosas. A Lápich le pareció muy linda, con su vestidito celeste orillado con cinta plateada. El vestidito se hallaba bastante gastado; pero..., qué importaba eso. Ghita calzaba zapatos blancos con hebillas doradas. Los zapatos se veían viejos y remendados, pero, igual..., qué importaba eso. De todas formas, Ghita le parecía bella y apuró el paso para alcanzarla. —Buenos días! —saludó al acercarse a Ghita. Pero imagínense cuánto se sorprendió, cuando en vez de Ghita, le contestó su loro: —Buenos días, buenos días, buenos días! Ella le contó que, por haber enferma do su patrón la dejó en una aldea. Que él continuó en gira con el circo, pasaría por dos aldeas y una ciudad y, luego, se quedaría en una tercera aldea, indicándole que cuando sanara fuese tras él. —Ahora, viajo a pie a esa tercera aldea

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—dijo Ghita—; es bastante lejos y el viaje, aburrido. —Pues, yo también estoy viajando. ¡Vámonos juntos! —Vámonos! —respondió Ghita—. Pero estoy muy triste. Alguien, esta mañana en la carretera, mientras fui a una fuente a beber agua, me robó mi cajita. Ahí guardaba varias cosas y mis aretes de oro. —Y a mí, alguien me robó las botitas —agregó Lápich—. No te pongas triste. Encontraremos nuestras cosas.Al rato la niña se quejo que tenia hambre, que dificiles son las niñitas! Hace un rato se mostraba apenada y ahora, con hambre...” Sin embargo, y a pesar de todo, Ghita e gustaba cada vez más y por esto le respondió en voz alta: —Ya encontraremos trabajo en la aldea no tendremos hambre. Y tú, dime, ¿qué sabes hacer para ofrecer nuestros servicios algún campesino? Ghita, con orgullo, contestó: —Oh, yo sé muchas cosas! Sé montar, sé estar parada arriba de un caballo, sé saltar a través de un aro, sé pelotear doce manzanas al mismo tiempo; puedo morder el vaso más grueso y tragarme el vidrio y sé muchas otras piruetas que se ven en los circos. Lápich comenzó a reír con tal fuerza, que el gorro se le cayó de la cabeza. lo que tu sabes no nos servirá para trabajar con algun campesino, pero continuaron hacia la aldea para hallar ocupación. A un lado iba Lápich, al otro, Ghita y al medio, Pelusín. En el hombro de Ghita se equilibraba el loro. ¡Qué grupo tan llamativo y extravagante avanzaba por la carretera!

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En la siega Lápich silbaba tan bonito mientras caminaba, que todos marchaban marcial y rápidamente como soldados. Por esto, llegaron pronto a la primera aldea. Allí, un granjero segaba su heno y disponía de muchos labriegos. Lápich se acercó al granjero y le preguntó: —Necesita usted buenos labriegos? —Justamente por eso, porque no sabemos nada y deseamos aprenderlo todo —contestó Lápich. Al granjero le agradó la respuesta y, a pesar de que nunca había contado con peones como Ghita y Lápich, los ocupó de todos modos y les ordenó que removiesen el heno ya segado. Él empleaba a muchos trabajadores para secar el heno lo más rápido posible. Los labriegos, precisamente, estaban desayunando y les ofrecieron a Ghita y a Lápich tocino y pan. Cuando acabaron de comer, todos se fueron a trabajar. Ghita colocó su loro y el bolso en una rama. A los niños les pasaron unas grandes horquillas de madera para que removiesen el heno y lo apilaran. Ghita no estaba comoda en aquellas tareas. Se aburría de trabajar, porque en el circo no aprendió ningún oficio serio. Ella, por lo mismo, apenas movió dos o tres veces la horquilla, formó un montoncito disparejo y se sentó arriba de él. —Lápich, tengo calor —se quejó primero. Pero Lápich no escuchaba, seguía trabajando. —Lápich, tengo hambre otra vez —insistió Ghita algo

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más tarde. Lápich tampoco contestó: continuaba trabajando. Ordenaba el heno tan bien, como tabaco en cajas, y había alzado ya tres altos montones, como tres torres. Ghita se enojaba más todavía porque Lápich no le contestaba y el trabajo la aburría cada vez más. Por tal motivo, empezó a sacudir la horquilla con rabia, hasta quebrarla. Luego por rastrillar el pasto con tanta furia, se le quebraron tres dientes al rastrillo por lo que el campesino se puso furioso —Yo no necesito un labriego como este! ¡Quien no trabaja, tampoco debe comer! Levantó del suelo una larga varilla y se dirigió hacia Ghita para echarla del trabajo. Así actúan siempre los campesinos con cada labriego perezoso. Si no fuese de este modo, sería preferible que ni intentaran segar la hierba. Y si la hierba no se siega, crecería tan alta, que todos los perezosos se esconderían en ella y dormirían el día completo. Así, pues, a guascazos, es lo mejor. Ghita, de lejos, divisó que el granjero venía con la varilla. Por supuesto, no quiso esperar que se acercase. Rápidamente tiró el rastrillo, tomó su loro, alcanzó su bolso y hábilmente se escabulló hacia los arbustos como una ardilla. Y Pelusín. al que le encantaba jugar, —Que no te vea más! —vociferó el granjero. De este modo, Ghita se desligó de ese trabajo y sólo Dios sabe qué idea brotó de su circense cabecita. Lápich lo vio todo y no le agradó nada. Él permaneció trabajando y razonó: —Ghita no es culpable de no saber trabajar, porque

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nadie le ha enseñado, y ya que viajamos juntos, debo preocuparme de ella y le convidaré la mitad de mi cena. Así pensó el buen Lápich y trabajó rápida y entusiastamente todo el día, para ganarse su cena y la de Ghita. Ghita, Pelusín y el loro no aparecieron hasta la noche. Seguramente almorzaron moras y frutillas que crecén entre los arbustos,. La función Cuando al caer la noche terminó el trabajo, los labriegos se sentaron a cenar. Había tantos, que ocuparon una mesa que medía cinco metros de largo. La mesa se extendía bajo unas gruesas encinas. La dueña les :trajo cuatro grandes fuentes con frijoles y tres fuentes, más grandes todavía, repletas de papas. Lápich se sentó junto con los Labriegos a cenar. Pensaba, precisamente, cómo encontrar a Ghita para convidarle comida. Y en ese momento, se escuchó en medio de los arbustos un toque de corneta. Los labriegos dirigieron sus miradas al Lugar donde sonaba la corneta y quedaron tan sorprendidos, que sus cucharas se les cayeron de las manos. Al ver a la niña de su cuello, mostraba una guirnalda tejida con flores del campo. Las cuerdas y las riendas de cordel, asimismo, se hallaban totalmente adornadas con flores. Pelusín, además, lucía tres anchas cintas rojas amarradas en su cola. Adelante, en la carreta se cimbraba una alta varilla y en la varilla se apreciaba una estrecha argolla. En la argolla se columpiaba el loro. Pero lo más hermoso era esto: Ghita, sentada en la carreta, pareciendo una reina con

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su vestidito dorado y su cabellera al viento, tocaba una cornetita dorada. El instrumento, el vestido y las cintas las sacó Ghita de su bolso. Pelusín tiraba la adornada carreta directamente hacia los labriegos. El modo como el sabio perro aprendió a tirar la carreta en un solo día Semejaba una golondrina, puesto que extendía sus brazos a todo lo ancho. Lápich, muy asustado, corrió debajo de la cuerda para salvar a Ghita por si caía. Pero ella, sonriendo, caminaba en lo alto por la delgada cuerda tan segura, como quien camina en el suelo. Cuando alcanzó el extremo de la cuerda, se deslizó por una rama hasta abajo con la misma facilidad de un pajarillo. —Oh, oh!, esto no lo había visto todavía —exclamó Lápich. en adelante será fácil encontrar la cajita de Ghita y mis botas —pensó Lápich, esperanzadamente—. Si el Hombre Negro las escondió en un sótano, Ghita, que es tan hábil para atravesar un angosto aro, también lo será para meterse en cualquier sótano, aunque sea a través de un agujero hecho por un ratón. Y si las escondió en algún desván, Ghita, que es tan segura para caminar en alturas, lo será para pasearse por los tejados de todos los desvanes, hasta hallar mis botas y su cajita.” Lápich, por supuesto, se equivocaba al calcular de esta manera. Ghita, de veras, había aprendido a atravesar aros y caminar en la cuerda, precisamente para eso: para deslizarse a través de aros y caminar en la cuerda. Pero de su gran habilidad, ni Lápich ni nadie jamás obtendrían otros provechos.

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Los labriegos, maravillados del arte de Ghita, se olvidaron de sus frijoles y de sus papas. Entonces, Ghita se acercó de nuevo a su carreta y tomó la varilla con el loro y la alzó arriba. Luego, dando golpecitos con el pie en el tamboril, entonó una curiosa canción que únicamente conocen los comediantes y los loros. En ese momento, el loro se puso a girar en su argolla, se colgaba de sus patas, quedando boca abajo; se colgaba de su pico, con los pies en el aire y, luego, se contoneaba y ladeaba la cabeza igual que una señorita paseando. Bailaba en una pata y en la otra, como un oso. Finalmente, Lanzó un silbido, imitando un tren, y empezó a dar más vueltas en la argolla. Se daba vueltas, rápidamente, y tan seguida alrededor de la argolla, que nadie habría adivinado si era en verdad un loro o un mono, lo que al fin de cuentas resulta igual. Y brotó la última sorpresa, que arrancó carcajadas a los presentes, como siempre, al final de una función: Ghita levantó la varilla con el loro arriba, y exclamó: —Buenas noches! Giró la varilla y el loro hacia Lápich. El loro, ni corto ni perezoso, voló y se sentó en su hombro, le quitó el gorro, se lo tiró al suelo y se lanzó a chillar y a gritar: —Me reverencio, me despido, buenas noches, buenas noches! ¡Ay, cómo reían los labriegos y hasta el mismo granjero! También Ghita chillaba de risa, igual que el loro. Lápich, en cambio, se encontraba petrificado de asombro, con el loro en su hombro, porque tal gracia no la imaginaba.

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—Buenas noches, buenas noches! —decían en voz alta los labriegos, y Lápich, por último, repitió lo mismo. —Si esto es una comedia, pues, que sea comedia — resolvió Lápich, y bajó el loro al suelo y lo cubrió con su gorro. —Haz la venia una vez más —le mandó. Es claro que el loro no pudo hacerla, porque un gorro tapa incluso al loro más inteligente, del pico a la cola. Por el contrario, corría con el gorro como gallina ciega, hasta que Ghita lo liberó. Todos rieron más y más y la función concluyó. A Ghita le sirvieron frijoles y papas y el dueño olvidó su enojo, porque cuando alguien ríe con gusto no puede enfadarse de nuevo. —Viste lo excelente que es mi trabajo? —comentó Ghita con orgullo a Lápich. —Tal trabajo puede ser bueno, siempre que no haya otro —replicó Lápich. Y después, todos se fueron a dormir. La conversación de Ldpích con los labriegos Ghita durmió en la casa de la dueña y Lápich, en el heno con los labriegos. Estos se acostaron y reinó el silencio. Lápich, antes de dormirse, suspiró: —Hoy no he encontrado mis botitas! —Qué botas? —indagó un labriego recostado cerca de él. —Esta mañana, alguien me robó mis botas —le explicó Lápich. —A mí, alguien me robó mi chaqueta azul —prosiguió el labriego.

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—A mí, alguien me robó el hacha —dijo otro. —A mí, alguien me robó el jamón de la buhardilla —dijo un tercer labriego. —A mí, alguien me robó el bolso con todo mi dinero — dijo un cuarto labriego. Entonces, comprendieron que en la aldea se ocultaba un ladrón que les robó sus cosas. Cada uno se dedicó a meditar cómo encontrarlas y quién podría ser el Ladrón. Cuando la luna se levantó en el cielo, :todos dormían. CUARTO DÍA DE VIAJE Un incendio en la aldea Lápich nunca en su vida durmió tan suavemente como esa noche recostado en el heno. En verano, en realidad, resulta maravilloso dormir en el heno.” El heno es fragante y a su alrededor hay paz y nadie se desvela. En las aldeas, la gente buena duerme de noche. Sólo las lechuzas y los murciélagos permanecen despiertos. Mas ellos, que vueLan tan delicadamente, no despertaron a Lápich. Pero, ¡qué pena!, cuando uno lo está pasando de lo mejor, suele ocurrir una desgracia. Y ocurrió esa misma noche. De repente, Lápich despertó en medic del heno y oyó que los labriegos voceaban: —Fuego, fuego! Saltó rápidamente del heno. Aún era noche oscura. Sólo en la aldea encandilaba una luz resplandeciente, porque allá ardía un gran fuego, rojo como en lo infiernos.

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Ardía el establo de un aldeano a quien nombraban Gregorio el Malo. En la aldea nadie lo quería, pues no era buena persona. Pero cuando se esta quemando la casa de alguien, no se pregunta quién quiere a quién, sino que se debe correr para apagar el fuego. Los labriegos corrieron a la aldea para ayudar a extinguir el incendio, y Lápich se sumó a ellos. De todas las casas corrían campesinos blandiendo cada uno un palo largo con un gancho para apagar el fuego. Asimismo, corrían muchas mujeres. Cada una llevaba un balde para dominar las llamas. Y corrían muchos niños tomados del delantal de sus madres y llorando. Todos gritaban y se apresuraban en la oscuridad hacia el siniestro. La pequeña aldea no contaba con bomberos. “Dios mío!, cómo acabará esto sin bomberos”, pensó Lápich cuando se acercaron al fuego. Mas, la gente de esa aldea era muy inteligente y sabía cómo apagarlo, incluso sin bomberos. Formaron una fila igual que soldados, y la fila era tan larga, que el primer aldeano se hallaba parado junto a n pozo y el último, cerca del fuego. El primero, junto al pozo, sacaba un balde Lleno de agua y, rápidamente, se lo pasaba al segundo. El segundo le entregaba el jalde a un tercero, el tercero, al cuarto y, así, aceleradamente, se pasaban unos a otros el agua; el último, que permanecía muy cerca del fuego, desde una escalera, arrojaba el agua sobre el establo en llamas. este aldeano era tan fuerte, que lanzaba el agua muy alto, igual que la bomba de los bomberos.

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Todo operaba apresuradamente. Sin embargo, los hombres se exigían a voces: “Apúrate!”, y las mujeres gritaban: “Apúrense!”, porque temían que se incendiara la casa vecina al establo. ¡Mas, todo fue en vano! Cuando apagaron el fuego del establo, empezó a quemarse la casa, pues la cubrían apenas unas tablitas. ¡Dios mío, qué terrible es cuando arde una casa! ¡Cómo gritaban las mujeres y los niños cuando el techo principió a chisporrotear por el fuego! Los hombres, cansados de tanto apagar llamas, comenzaron a discutir: —Hay que subirse al techo para echar el agua desde arriba —clamó uno. —Yo no me subo a ese techo viejo para caerme dentro del fuego —tronó otro. —Tú eres un cobarde —gritó un tercero. Discutían tanto, que la casa y quizás las gorras en sus cabezas se habrían quemado antes de terminar su discusión. Pero, en ese momento, desde el techo se escuchó una VOZ: —Denme, rápido, un balde de agua! Todos miraron hacia arriba y vieron en el techo a alguien sentado, de camisa roja, pantalones verdes y gorro reluciente. Era Lápich, quien se había encaramado al techo mientras los hombres discutían. Los aldeanos le pasaron, rápidamente, balde tras balde, colmados de agua, colgados de los palos. Lápich, montado sobre la parte más alta del techo, apagaba el

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fuego que se acercaba más y más a él. Las llamas crecían y crecían. Las mujeres lloraban a gritos. —Ay, ese pobre niño sucumbirá en el techo! Las llamas casi lamían los pies de Lápich; se debatía sofocado y además cansado, porque había arrojado mucha agua y sus manos temblaban. Los hombres, abajo, también temblaban de miedo por lo que le podía suceder al niño. Lápich comprendió que con el agua solamente no podía apagar el fuego. La llamas le llegaban hasta los pies. Apenas podía respirar por el calor que se levantaba del techo. —Denme un palo! —gimió con voz ahogada, pues no podía hablar más. Los hombres, velozmente, le pasaron un palo largo con un gancho de fierro Lápich, con el palo, golpeó lo más que pudo las tablas que ardían bajo sus pies. Las chispas saltaban como estrellas alrededor de Lápich y las llamas silbaban contra él, como inmensas serpientes. De pronto, se escucharon chirridos y crujidos. Las tablas crepitaban en el fuego toda la ardiente esquina del techo se desplomó al suelo. Los aldeanos, gritando corrieron y apagaron el fuego con lo palos. Arriba, ya no saltaban llamas; la casa se encontraba a salvo. En un instante —qué desgracia!— Lápich desapareció del techo y se esfumó. El madero sobre el que permanecía sentado se hundió y él cayó del techo al desván.

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—Ay, pobre Lápich! —lamentábanse los aldeanos—. ¡Tan bueno que era! Quiso ayudar a todos y ahora nadie sabe si está vivo o muerto. Un gran milagro Lo que le ocurrió a Lápich al caer del techo, fue un verdadero milagro. Ciertamente debía ser muy bueno, puesto que no sólo se salvó de un modo milagroso, sino que, además, se alegró de veras. Cayó, pues, del techo al desván. ¡Milagro de milagros! ¡Cayó derecho a un cajón lleno de harina! Cayó en blando, como sobre plumas y nada le ocurrió. Y lo primero que vio, al recorrer el desván con su mirada, fue un milagro, todavía mayor, que nunca habría imaginado. ¡En el desván, frente a él, colgaban sus bellas y pequeñas botas! Un poco más allá, colgaba la chaqueta azul del primer labriego; algo más distante, el hacha del segundo y, al lado de ella, el jamón del tercero; y muy al rincón, el bolso del cuarto. La blanca cajita de Ghita reposaba en el piso. —Oh, oh! —gritaba Lápich sentado en la harina, igual que un ratón asomando en afrecho—. ¡Eh, eh, todo el mundo venga aquí arriba! ¡Atrapé mis botas en el aire! La gente creyó que Lápich había enloquecido al caerse del techo, pues las botas no se cazan en el aire como mariposas. Sin embargo, todos subieron corriendo al desván. Al llegar, lo encontraron lleno de cosas robadas. El desván repleto parecía un almacén. Ahora se supo por

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qué Gregorio nunca estaba en casa de noche. La gente comprendió que Gregorio y el Hombre Negro eran amigos y que en el desván ocultaban sus robos. Los aldeanos quedaron muy felices. Cada uno tomó lo suyo, y el que recuperó su bolso con el dinero fue el que más se alegró. A Lápich lo celebraron como a una torta de bizcocho, lo subieron en hombros y lo condujeron al patio. El traía sus queridas botitas en la mano y se mostraba dichoso igual que un zar. La madre de Gregorio Ahora todos estaban contentos, salvo la anciana y enferma madre de Gregorio, que lloraba en su cama. Hasta entonces, ignoraba que tenía un hijo tan malvado. Gregorio, por cierto, no se hallaba en casa; de noche acostumbraba andar en malos pasos. Su madre temía que los campesinos lo encontrasen y le diesen una gran paliza, pues escuchó lo que conversaban en el patio: —Si Gregorio estuviese aquí, ¡qué zurra le daríamos! — dijo un campesino. —Le romperíamos la cabeza —dijo otro. —Lo echaríamos al fuego —dijo un tercero. De tal modo amenazaban los campesinos. —Todo esto no sería prudente —pensó Lápich—, pues a fuerza de palos no se corregirá Gregorio. Lápich entró a la pieza y en voz baja, para que los campesinos no oyesen, le habló a la madre de Gregorio: —No llore! Yo conozco a su hijo; los labriegos me lo mostraron ayer cuando pasaba por la pradera. Si lo encuentro en mi camino, le advertiré que no regrese a

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la aldea. Le aconsejaré que abandone al Hombre Negro, que se vaya lejos y sea honrado. —Dios te bendiga, hijo mío! —le contestó la anciana, y el corazón de la pobre mujer, en el acto, quedó aliviado, comprendiendo que al menos Lápich no guardaba enojo contra su Gregorio. Entonces, le pasó a Lápich un pañuelo El pañuelo anudaba una moneda de plata. —Entrégale esto a mi Gregorio, si lo encuentras —le pidió al niño, y se puso a llorar otra vez. Lápich se lo prometió y, tomando el pañuelo, se despidió de la anciana y se encaminó al patio. La gente ya no estaba. Cada uno, contento, se llevó lo suyo a casa. Lápich cogió la cajita de Ghita y se la entregó. Ella, de alegría, lo abrazó tan fuerte, que Pelusín ladró, creyendo que lo estrangularía. Era pleno día. Nadie pensó en dormir más. La cicatriz de Ghita Aquel día no ocurrió ninguna otra novedad. Gracias a Dios, pues todos se encontraban cansados. Por tal motivo, en la aldea tampoco se trabajó mucho, pero sí se habló bastante. Junto a cada cerco, dos mujeres conversaban del incendio. Bajo cada árbol, tres o cuatro hombres, acostados, lo comentaban también. Y en cada acequia, jugaban los niños. Los niños, olvidados del siniestro, cazaban ranas. La gente celebraba a Lápich por la valentía que demostró en el incendio. Lápich se había herido un talón. Por andar descalzo, lo quemó una llama cuando apagaba el fuego en el techo. Mientras Ghita le vendaba la herida él le dijo: —De veras me alegro de que el Hombre Negro me

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hubiese robado las botas. —Y por qué te alegras? —Porque si en el incendio hubiese estado calzado con las botas, ellas tendrían la herida en el talón. Habría sido una pena. A mí no me inquieta la herida, ya que pronto cicatrizará. A Ghita le pareció extraño que Lápich se preocupase tan poco por su herida. Ella habría llorado seguramente tres días si se hubiese herido de aquel modo. Mas, para darse importancia, le mostró el pulgar de su mano derecha —Ves? También yo tuve una herida, aquí! Efectivamente, en el pulgar de Ghita se observaba la cicatriz de una herida, una cicatriz en forma de cruz. —Cuándo te hiciste esa herida? —preguntó Lápich—. ¿Te dolió mucho? —No recuerdo cuándo me la hice. Era yo muy pequeñita todavía. Sucedió antes de llegar al circo. —Y de qué lugar llegaste al circo? —Tampoco lo sé. —Y quién te llevó allá? —Tampoco lo sé. El patrón del circo dice que no tengo ni padre ni madre y yo preferiría no tenerlo ni a él, porque no lo quiero. Sus ojos son muy feos. Cierta vez, en plena noche, lo pude oír cómo cuchicheaba con unos hombres frente al circo. Seguramente es un hombre malvado. Luego, algo pensativa, agregó: —Lo que yo más querría es tener una madre. ¿Qué se siente, Lápich, cuando uno tiene madre? —Tampoco lo sé yo, porque no tengo madre. Pero tuve

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una patrona que a menudo me protegía de mi maestro. Cuando de noche me rendía el sueño, tomaba la escoba de mis manos y barría el taller por mí. Esto, quizás, le debe ocurrir siempre al que tiene madre. —Entonces, lo que más me haría feliz es que tu patrona fuese mi madre —concluyó Ghita. Lápich quiso explicarle que esto, en ningún caso, podría ser, pero no alcanzó, porque los campesinos asaban un cordero al palo en su honor y él fue a darle vueltas. Esa noche todos andaban muy contentos, comían empanadas y asado y a Lápich le pidieron que se quedase con ellos, hasta que su herida cicatrizara más. QUINTO DÍA DE VIAJE Vida pastoril Al día siguiente, a Ghita y a Lápich les fue penoso separarse de los aldeanos, porque se encariñaron con ellos como si hubiesen vivido juntos tres ____ años. Esto, porque apagaron el incendio entre todos. Siempre sucede lo mismo cuando los hombres comparten unidos una gran desgracia. Ghita y Lápich se sentían entristecidos por despedirse, y los aldeanos, cuanto más tristes los veían, tanto más colmaban el bolso de Lápich de asado, pan y empanadas, pues ignoraban cómo consolarlos de otra forma. Finalmente, el bolso de Lápich engordó tanto como un enorme abejorro cuando se sacia de miel. Ghita no pudo contener la risa al ver el bolso así colmado. Finalmente partieron irradiando alegría. La carretera se extendía entre vastas y verdes praderas, igual que una larga paja sobre un verde mar. Ghita y

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Lápich marchaban por la carretera, como dos hormigas por aquella paja. Después de mucho caminar, llegaron a un lugar donde la carretera se dividía en dos direcciones. Una cruzaba una ancha llanura y la otra subía hacia un cerro y a un bosque. Tal lugar se llama encrucijada. Se cuenta que en tiempos remotos se citaban en las encrucijadas hechiceros, brujas y vampiros. Pero hoy no es así. En las encrucijadas, en verano, se sientan los pastorcitos y tallan bastones o recogen moras blancas o negras. Y en invierno, las liebres juegan de noche, cuando hay luna y nieve. Ahora era verano y en aquel prado, cercano a la encrucijada, varios pequeños pastores y pastoras apacentaban vacas y asaban choclos. Había cinco pastorcillos: dos niñitas y tres niñitos. El más chico era tan bajo que cualquier hierba alta le hacía cosquillas en la nariz; vestía, solamente, una camisita que lo cubría hasta el suelo. Tan bajo y tan gordo era, que Lápich adivinó, de lejos, que le apodaban el Meñique. Los pastores se reunieron alrededor de Ghita, Lápich, Pelusín y el loro, sin saber quiénes eran esos multicolores seres bastante curiosos. Les preguntaban cosas, y el Meñique, acordándose de que en la aldea vivió un capitán con uniforme militar, indicó a Lápich con el dedo y comentó: —Este también es capitán. Pero cuando crezca, su gorro le quedará muy estrecho. Eso enfadó a Lápich, porque no le agradaba que le recordasen que era bajito. Por eso le replicó al Meñique,

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indicándole su larga camisa: —Y tú, cuando crezcas, te podrás me te a fraile blanco con tal sotana. Te quedará justa de largo. Se entrometió el hermano mayor del Meñique y respondió a Lápich. —No insultes a mi hermano. —No lo insulto, solo hablo en broma —se defendió Lápich. No satisfecho, el hermano del Meñique se enfrentó a Lápich, lo miró con desdén y le insistió: —Esto no es broma y no te metas con mi hermano. Lápich, quien desde hacía tiempo era aprendiz, sabía que cuando los niños hablan de tal modo es porque desean pelear. Pero Lápich no quería pelear, a pesar de ser más fuerte que cualquiera de los pastorcitos. Por esto le propuso al hermano del Meñique: —No vamos a pelear, pero arrojemos una piedra y veamos quién es más fuerte de los dos. Lápich levantó una gran piedra del camino y la sostuvo, apoyándola en el hombro, como si fuese una pluma. Entonces, ganando impulso con el hombro, la lanzó. La piedra voló alto y lejos, por encima de ramas y arbustos, hasta la pradera. De seguro que así, tan hábilmente, el Príncipe Marcos también lanzaba piedras cuando era chico. Ningún pastor lanzó la piedra a esa distancia. El hermano del Meñique guardó silencio y se alegró de que Lápich no pelease con él. Y las niñitas, a quienes no les agradaba ver pelear a los niños, comentaron: —Este es más fuerte y más juicioso que el hermano del

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Meñique. Entretanto, Ghita con las pastoras bajaron a la pradera a poner choclos en las brasas. —Qué lindo chisporrotean los choclos! —exclamó Ghita—. ¡Quedémonos aquí un poco más! A Lápich le agradó la idea, porque los pastores lo admiraban y esto le complacía. Además, en la pradera uno se siente muy a gusto. ¡Cuánto disfrutan los pastorcitos cuando se sientan en la pradera alrededor de una fogata y ponen choclos a asar en las brasas o papas en el rescoldo! Esto es muy difícil de describir. Es preferible no escribirlo, porque no toda la gente disfruta como los pastorcitos y muchos se apenarían al saber que otros lo pasan mejor. Cuando vieron que Ghita y Lápich se acercaban, los pastores que permanecían junto al fuego debieron buscar más choclos, pues aumentarían los comensales. —Y es permitido cortar choclos? —preguntó Lápich. —Nosotros sí podemos, porque los cuidamos — explicaron los pastores. —Y cómo los cuidan si los cortan? —preguntó Ghita. —Los protegemos de las vacas. Si no fuese por nosotros, no habría choclos —afirmó con orgullo un pastorcito algo más crecido. —No es verdad —dijo Lápich—. A mí me enseñaron en la Escuela de Aprendices que si no existiese Dios, Nuestro Señor, tampoco habría choclos. —Pues, ¿quién no lo sabe? —corearon, riéndose, los pastorcillos.

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—Dios nos da, primero, choclos y después nosotros los debemos cuidar. —Y cómo saben ustedes que Dios da choclos y todo lo demás si no fueron a la escuela? —preguntó Lápich. —Nosotros todos los días recorremos campos y praderas y observamos cómo la hierba crece cada día más y más y cómo los maizales cada vez son más tupidos. Por ello, sabemos que nadie, salvo Dios, puede hacerlo —habló el mayor de los pastores. Sus palabras sorprendieron bastante a Lápich, pues él ignoraba que a partir de la hierba y del maíz, el hombre aprende muchas cosas y que la sabiduría llegó de los campos y de las praderas a los libros escolares de Lápich y a todos los demás libros. Luego corrieron juntos a cortar choclos. Lápich se quitó las botas para no estropearlas, porque la hierba se hallaba muy húmeda. Pero inmediatamente percibió que el Meñique las observaba. Por ello le advirtió: —No toques las botas, Meñique! Son las botas del Rey y site las pones te morderán. Y uno de los pastores agregó: —Por supuesto que morderán —y metió en cada bota algunas ortigas, sin que el Meñique se fijase. Entonces todos, menos él, se fueron a cortar choclos. Cuando el Meñique se halló solo, largo tiempo observó las botas. Le parecían más y más bonitas. Al fin, no pudo convencerse de que mordían. Por esto, paso a paso, se acercó a ellas. Como el Meñique era prudente, lenta y cautelosamente metió la mano dentro de una bota.

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—Ay, ay! —gritó cuando lo quemaron las ortigas escondidas—. ¡Es verdad que muerden! Se detuvo pensativo. El pastorcillo conocía bien las ortigas y pronto adivinó lo que guardaban las botas. Envolviendo una mano en su larga camisa, sacó las ortigas con cuidado, una tras otra. Cuando los pastores, Ghita y Lápich regresaron, el Meñique avanzó a su encuentro calzado con las botas de Lápich. Le llegaban hasta la cintura y era tan cómico verlo con ellas, que ni Lápich se enojó. —Qué pasó, Meñique? ¿Acaso no te muerden? — preguntó Lápich. —Mordían, pero les saqué los dientes... Todos se rieron del Meñique; él, entones, se quitó las botas y se las devolvió a Lápich, quien se las puso. Y ambos quedaron satisfechos. Si la gente fuese tan buena como Lápich, a menudo sería feliz; incluso dos hombres, con un solo par de botas. En seguida se sentaron en torno al fuego. Las niñitas avivaban las brasas con sus delantales y los niños ensartaban choclos en largas varillas para asarlos. Lápich, sentado frente a ellos, le relataba acerca del maestro Gruño, del Hombre Negro y de Gregorio el Malo. —Mi mayor preocupación es encontrar a Gregorio para entregarle el pañuelo y la moneda de su madre —dijo Lápich. —Y dónde lo hallarás? —preguntó Ghita. —No lo sé! Pero le entregaría con tanto agrado y gusto lo que su madre le envió, que a cada momento imagino

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a Gregorio, que de repente, de alguna parte, podría caer delante de mí. —Ello, con toda seguridad, no ocurrirá —anotó, riéndose, el mayor de los pastores—. Si una pera no puede caer delante de ti si no está bajo un peral, menos podrá caer un hombre, de repente, ante ti. De cómo un hombre cayó delante de Lápích Tan pronto el pastor acabó de hablar, se escuchó un gran estruendo en el camino que subía a los cerros. Algo corría y rodaba por él. Se escuchaban gritos y maldiciones. Lápich y los demás fijaron la vista en el camino. Desde el cerro, cuesta abajo, corría un carretón. Los caballos, desbocados, venían a una velocidad tremenda. Levantaban su cabeza y echaban espuma alrededor, como si estuviesen rabiosos. El carretón rodaba y se balanceaba de un lado a otro, igual que un columpio. Parecía que en cualquier momento se estrellaría en la acequia que bordeaba el camino. En el carretón venían sentados dos hombres con caras de pavor. Uno tiraba una de las riendas; la otra, cortada, azotaba a los caballos que galopaban cada vez más furiosos. —Oh! —exclamó Lápich—. Detengamos ese carretón. Y corrió hacia él, se plantó en medio del camino, levantó sus brazos y sin dejar de agitarlos, gritó a voz en cuello. Lápich vio, en varias ocasiones, que de ese modo se detiene a los caballos espantados. El carretón todavía venía lejos. Pero de todas formas

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causaba miedo verlo correr directamente contra Lápich. Pero, antes de que llegase hasta él, el carretón se balanceó y una de sus ruedas chocó contra unas piedras de la orilla y volcó con gran fuerza. Los caballos se encabritaron, enderezándose como dos torres, y los hombres salieron disparados del carretón y rodaron derechamente a la acequia cerca de Lápich. —Ea! —gritaron Ghita y todos los pastorcitos, quienes atravesaron corriendo el camino. Los caballos, resoplando como dos dragones de fuego, al tumbarse el carretón, quedaron tiesos. —Oh, oh! —dijo Ghita, y de un brinco se acercó a los caballos agarrándolos de sus riendas. —Caraco1es! ¡Qué lindo y precioso es este caballito! Vamos a desengancharlo. ¡Yo lo montaría! ¡Oh! ¡Este caballo es casi tan lindo como mi Halcón! Ghita se acordó de su caballito del circo, y tanta fue su alegría, que no pensó en nada más. A las niñitas esto le sucede con frecuencia. Pero Lápich comprendió que ahora había que hacer algo más serio. Por esto, abandonó los caballos en manos de Ghita y los pastores y fue a la acequia para ver qué les ocurría a los dos hombres caídos del carretón. Si Lápich hubiese sabido qué mayúscula sorpresa lo esperaba, en verdad habría pensado algo mejor que hacer. Pero en tal caso, por supuesto, no habría sorpresas. En efecto, en la acequia jadeaban tendidos... —Dios mío! ¡A Lápich se le heló el corazón!—, allí jadeaban tendidos el

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Hombre Negro y Gregorio el Malo, y justamente decidían levantarse cuando Lápich se les acercó. Al no atinar qué hacer, Lápich expresó lo que siempre se puede decir: —Buenos días! —Justo, buen día! ¿Acaso porque nos dimos vuelta? — preguntó el Hombre Negro, aún en la acequia, con voz profunda como de ultratumba. —Es buen día porque han quedado vivos —contestó Lápich en voz alta. Pero inmediatamente pensó: “El día es bueno también porque le podré entregar a Gregorio el pañuelo con la moneda”. Y reflexionó Lápich: “Cómo concluirá esto cuando el Hombre Negro observe que encontré mi botas?”. Pero el Hombre Negro ni siquiera miró a Lápich de tan apurado que se agitaba. En cuanto se levantó, le gritó a Gregorio con rabia: —Y tú, ¿por qué estás sentado? Las piernas y los brazos nos quedaron enteros y no hay tiempo para conversar. Veamos qué les ocurrió a los caballos. Se notaba su gran prisa. Salieron de la acequia y se dirigieron al carretón. Pelusín reconoció al Hombre Negro. Le gruñó rabiosamente, saltó sobre él y le agarró su capa negra. El Hombre Negro rechazó al perro de una patada, lo quedó mirando y dijo: —Oh, a ti en alguna parte te oí gruñir! Junto a Pelusín estaba Lápich. Y el Hombre Negro recién ahora lo vio y reconoció y... ¡sus botas también! Por un momento permaneció como petrificado. Se notaba que en su negra cabeza bullía toda clase de

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negros pensamientos. Miraba a Lápich igual que un pájaro de rapiña a su presa. Lápich, aunque chico, se mantenía erguido como una vela y observaba al Hombre Negro directamente a los ojos, pensando: “Sea como fuere, mientras yo esté con vida no conseguirá mis botas”. Y Pelusín, mostrando sus blancos col millo pensó: “No toques a mi Lápich”. Parecía que se armaría la gorda. Esto duró un instante. Entonces, el Hombre Negro murmuró: —No hay tiempo que perder! —E inmediatamente le gritó a Gregorio, que se encontraba cerca de los caballos: —Engancha los caballos, desgraciado! —Las riendas reventaron —explicó Gregorio de malas ganas—, no podemos continuar. —Debemos continuar! —insistió enojado el Hombre Negro, y agarró las riendas para ver cómo se encontraban. En este trance, sucedió lo que el Hombre Negro menos se esperaba. Lápich se le acercó y le dijo: —Yo le arreglaré a usted las riendas. —Tú, gato con botas! ¿Cómo vas a arreglar las riendas? —rugió con desprecio, midiéndolo desde las botas hasta el gorro. —Con botas estoy ahora, aunque dos días anduve descalzo; pero gato no soy. Si fuese gato no sabría remendar: yo soy el aprendiz Lápich. En mi bolso llevo hilo y lezna y les remendaré las riendas, pues veo que

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ustedes llevan prisa. Este fue, en efecto, un bello gesto de Lápich, porque hay pocos que remendarían las riendas del ladrón de sus propias botas. Descolgó su bolso del hombro y sacó de ahí la lezna, el hilo y un poco de cuero. Se acercó a los caballos y empezó a liberarlos de las riendas y del correaje. Cuando el Hombre Negro observó que Lápich tomaba en serio su trabajo dijo: —Reconozco que tú, pequeñín, eres bueno. Remienda las riendas de prisa y olvidemos lo que ocurrió con las botas. —De todas formas, yo prefiero llevar mis botas en mis pies que en mis recuerdos —contestó Lápich. Luego, se sentó en una piedra a la orilla del camino para hacer su trabajo. ¡Qué maravilloso es el oficio de zapatero! Tan pronto Lápich se dedicó a punzar con la lezna y a estirar el hilo, empezó a cantar y a silbar como acostumbraba en el taller del maestro Gmño. Casi olvidaba que debía conversar seriamente con Gregorio. Gregorio se sentó junto a Lápich para ayudarlo en el trabajo, mientras el Hombre Negro se alejó a reparar los desperfectos del carretón. Ghita y los pastorcitos, en tanto, condujeron los caballos al prado para apacentarlos. Gregorio y Lápich Cuando Gregorio y Lápich quedaron solos, este le dijo a Gregorio en voz baja: —Gregorio, remendaré bien las riendas, pero tú vete lejos, no regreses a la aldea. Allí te esperan los aldeanos

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para matarte. Gregorio callaba y miraba las botas de Lápich. Por ellas, Gregorio supo que los aldeanos comprobaron que él con el Hombre Negro les robaban. —Gregorio —repitió Lápich—, tu madre te envía algo; pero no te lo entregaré si no me prometes lo que voy a rogarte. —Qué quieres que te prometa? —preguntó Gregorio, bajando la voz. —Prométeme que abandonarás al Hombre Negro y que te marcharás lejos. Qué- date solo y sé honrado. Te lo ordenó tu madre enferma, y lloraba cuando me entregó esto para ti. Lápich sacó de su bolso el pañuelo con la moneda anudada y se lo entregó al mocetón. Cuando Gregorio vio el pañuelo de su madre y oyó lo que le mandó decir, se conmovió como un niño. Frecuentemente, cuando los hombres mayores recuerdan a su madre, su corazón se les enternece como a los chicos. Pero Gregorio no alcanzó a conversar mucho con Lápich, porque el Hombre Negro regresaba. Rápidamente metió el pañuelo con la moneda en un bolsillo y le susurró: —Remienda bien las riendas y gracias, mi buen Lápich! Llegó el Hombre Negro. —Todo listo —dijo Lápich, que acababa de remendar las riendas. —Traigan aquí los caballos! ¡Pronto! —gritó el Hombre Negro. Los pastorcitos y Ghita trajeron los caballos.

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Uno de los caballos era negro como cuervo y brillante como el sol. De melena larga y larga cola. El más moro de los caballos moros. —Sepa Dios si algún día volveré a ver este caballito! — suspiró Ghita cuando los caballos fueron enganchados. —Por supuesto que no lo verás, ¡langosta! —contestó el Hombre Negro—. Allá donde va este caballo, tú, seguramente, nunca llegarás. ¡Vámonos, ya! ¡Basta de conversar! Todo estaba dispuesto. El Hombre Negro saltó al carretón y a ;u lado se sentó Gregorio. Lápich miró a Gregorio y lo notó triste. “Esto va bien —pensó—, pues quien puede entristecerse, también puede ser bueno”. El Hombre Negro azotó al moro y los caballos partieron como flechas por el camino. Lápich, Ghita y los pastorcitos los siguieron con sus miradas. Un pastor observó: —Corren tan rápido, como si fuesen :culpables de algo... —Que corran no más —agregó Lápich—. No me gustaría toparme otra vez con el Hombre Negro. —Cómo lo podrías hallar otra vez, si has dicho que este mundo es enorme? —le preguntó Ghita. —Cuando inicié la búsqueda de mis botas, me pareció enorme y ancho como siete reinos, y hoy, cuando temo encontrar al Hombre Negro, me parece chico y angosto como un cuerno. Después, todos se sentaron alrededorde la fogata. Lápich sacó el asado y las empanada y, debido a que en

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torno al fuego se junta.ron siete niños, su bolso se yació en un santiamén. Ya no semejaba un abejorro ahora colgaba delgado y plano igual que un libro de tres hojas. Una noche en el rincón de la cocina Los pastorcitos, Lápich y Ghita conversaron durante bastante tiempo acerca d lo sucedido. Anochecía y era hora d retornar a casa con las vacas. Pero con versaban tan animadamente mirando e fuego, que no se dieron cuenta de que el sol ya se había puesto, ni recordaron que debían volver a casa con los anima les. La vaca blanca, la más grande, que pastaba cerca de ellos, se aproximó al Meñique y le lamió silenciosamente su pie descalzo. “Meñique, vamos a casa!”, quiso indicar la vaca con esta seña. Y, en efecto, el Meñique alzó su cabeza y observó que el sol no brillaba en el cielo. —Eh! ¡Ya está oscuro! —exclamó. Todos levantaron sus cabezas, comprobaron que era hora de partir y agruparon as vacas apresuradamente. Ghita le preguntó a Lápich: —Y nosotros, ¿a dónde iremos? Esto no lo sabía ni el mismo Lápich. era demasiado tarde para proseguir camino, y albergue no tenían. Ahora sí que se hallaba en apuros. Pero Ghita recordaba lo que observó se día. Sabía que el aprendiz llevaba hilo y lezna y que aquello era un gran tesoro. —Ofrécete a los pastores para remendarles sus zapatos y nos darán alojamiento —le propuso.

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Lápich se avergonzó, porque, siendo tan inteligente, no se le ocurrió a él que podía ganarse el sustento con su propio oficio. Los pastores prometieron alojarlos y se encaminaron a la aldea, que no distaba mucho. Las vacas caminaban delante haciendo sonar sus cencerros. Detrás de las vacas corría Pelusín, como si fuese perro pastor, obligándolas a ir en orden. Tras Pelusín seguían los cinco pastores, y al final, Lápich con Ghita. Lápich portaba al hombro el loro de Ghita, con el que se hizo muy amigo. El loro escuchó mencionar ese día tantas veces el nombre Gregorio, que se le quedé grabado en la lengua. Los loros guardan su saber en la lengua y no en la cabeza. Cuando arribaron a la aldea, el loro le gritaba a cada aldeano del camino: —Buenas tardes, Gregorio! ¡Buenas tardes, Gregorio! Todos reían al oírlo, tanto los que se Llamaban Gregorio como los que no se Llamaban así. La misma noche, por tal motivo, la aldea entera supo de la llegada de Lápich y Ghita. Lápich y Ghita, detrás de las vacas, con el Meñique y su hermano, entraron a un corral. Lápich prometió a los padres de el Meñique que, al día siguiente, a todos [os de casa les remendaría sus zapatos, y ellos les alojaron. Pero de todos modos [os habrían recibido porque los campesinos son siempre generosos con los niños pobres. Después de cenar, se dispusieron a dormir. Los niños dormían en un rincón de la cocina. Estos rincones detrás del fogón son anchos y amplios.

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Durante el invierno, calentitos; y por el verano, frescos. Y ahora, aunque ellos eran cuatro, durmieron plácidamente. Sólo al loro de Ghita lo encerraron en un canasto que colgaba del techo del rincón. —Esta lechuza verde tiene nariz ganchuda como bruja —observó el Meñique—. ¡Esta noche nos podría sacar el corazón! Y la abuela, que dormía en su cama. miró al loro de perfil. A ella también le pareció que eso podría suceder. La abuela y el Meñique opinaban siempre del mismo modo. Por tal razón, el loro debió conformarse con el canasto, bajo la viga. Todos se durmieron. Pero Lápich, antes calculó cuán 1ejos se encontraba del maestro Gruño. Consideró que no debía de estar muy distante, pues el maestro, en un solo día, recorrería el camino que él recorrió en cinco. Esta diferencia se debía a que con Ghita no se podía viajar rápidamente. No obstante, a Lápich se le hacía muy duro imaginar siquiera separarse de la niña y continuar su camino otra vez sólo cori Pelusín. Se alegraba de no haber topado todavía con el amo de Ghita ni con su circo, a pesar de que ella viajaba para encontrarlos. Así reflexionaba Lápich en el rincón de .a cocina. Por supuesto que eran preocupaciones. Pero, entonces, concluyó: “Las preocupaciones vienen y se van solas. No vale la pena desvelarse. Gregorio, por sí mismo, cayó frente a

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mí en la acequia. Si yo hubiese empleado diez años, calculando cómo encontrarlo y entregarle el pañuelo, no se me habría ocurrido”. Y Lápich concilió el sueño. En el cuarto, todos dormían dulcemente. Y los que dormían más apacibles era el meñique y la abuela, a pesar de que seguían imaginando que en el canasto colgado de la viga se ocultaba una bruja. SEXTO DÍA DE VIAJE El pequeño zapatero y Yana, la mendiga Con las primeras luces del alba, Lápich saltó del lecho, pues el trabajo lo esperaba. Pero el padre y la madre de el Meñique ya se movían, trabajando en el campo. Nadie madruga antes que los campesinos. Lápich dejó la cocina, batió las palmas de las manos y les gritó a los niños: —Aquí, los zapatos! ¡Arriba, perezosos! Los niños salieron del rincón con el pelo enmarañado, y tibios como pajaritos en su nido.

Un montón de zapatos campesinos se alzó, en un instante, ante Lápich. —Hay que trabajar duro —calculó Lápich. El sol se elevó. Lápich se acomodó frente a la casa, a la sombra, cumpliendo con su tarea. Y en cuanto se puso a trabajar, no pensó en nada más que en su labor. Ghita, a quien ni siquiera le gustaba mirar cuando

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alguien trabajaba en serio, abandonó inmediatamente a Lápich y, junto con niñitas de la aldea, se dirigió al prado a saltar lienzos que ahí las mujeres dejaban blanquear al sol. Ghita saltaba mejor que las demás chicas porque en el circo, ¡qué duda cabe!, no aprendió otra cosa. Saltó tres hileras de lienzos y cayó encima del de una vecina. Por suerte, esa no se hallaba en casa para verlo. Lápich, pues, trabajaba y Ghita jugaba. Una mendiga, llamada Yana, pasaba por la aldea. Al acercarse a Lápich, vio con extrañeza que un niño zapatero, de altas botas, se instalaba con su oficio en la aldea. La mendiga Yana le preguntó: —Y tú, ¿le remendarías los zapatos a una pobre anciana? —Por supuesto que lo haría. Justamente, para esto me envía el Rey a estas comarcas, para que ayude a quien necesite ayuda —replicó Lápich. —Si es así —contestó la mendiga—, sería necesario que muchos más iguales a ti recorriesen este país. —Buscaron a otros como yo, pero nadie aceptó el encargo aparte del aprendiz Lápich y ese soy yo. No era verdad, pero semejaba serlo, y la vieja mendiga se sonrió. Entonces, Lápich se dedicó a remendar los zapatos de la vieja Yana. Y Yana se sentó y le narraba lo ocurrido en tres aldeas, pues transitaba de una a otra.

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—Hijo!, viaja solamente de día —le recomendó cuando Lápich le contó que ese mismo día continuaría su viaje—. Anoche, en el bosque que se encuentra detrás de la aldea, pasó una desgracia. Asaltaron a un hombre que se dirigía a la feria en un carretón con su mercancía. Nadie sabe si el hombre quedó vivo o muerto, los malhechores huyeron en su carretón. A Lápich no le agradó escuchar esto. A quienquiera que esté de viaje no le gusta saber que a los viajeros les ocurren desgracia. Pero la vieja mendiga lo narraba. Y era santa verdad porque ella andaba por todas partes y todo lo averiguaba. En la feria Cuando transcurrió el mediodía, Lápich le dijo a Ghita: —Es hora de irnos. Nos aguarda todavía un largo camino. Deberemos encontrar a tu amo. —Lápich, cambié de idea. Yo no quiero ver más a mi amo. Cuando Lápich oyó esto, se alegró como nunca antes en su recorrido. Comprendió que en adelante soportaría mayores preocupaciones; pero, al menos, no avanzaría solitario en su viaje. Luego, Ghita y Lápich se despidieron del Meñique y de su hermano, agradecieron a los padres de los niños y prosiguieron su camino. Marcharon firme y rápidamente y pronto llegaron a una

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ciudad. La ciudad era enorme. Tenía una gran iglesia de dos campanarios y diez chicas de un campanario. La ciudad contaba con un centenar de calles y en cada una pululaba la gente como hormigas. Cada calle contaba con cuatro esquinas y en cada esquina vigilaban dos guardianes. ¡Tan inmensa era aquella ciudad! Pero Lápich y Ghita no necesitaron comenzar el centenar de calles, sino solamente una, porque en seguida llegaron a una enorme plaza. En la plaza funcionaba una feria. En la feria, en doscientas carpas, pequeñas y grandes, se vendían pañuelos rojos y chaquetas negras, ollas azules y melones amarillos. Redoblaban tambores y sonaban pitos, porque también se vendían juguetes. —Oh, qué bello y alegre es todo esto! —comentó Ghita—. ¡Quedémonos un poco en este lugar! “Válgame el Señor! —pensó Lápich—. Yo sabía que en cuanto viese la feria ella diría esto”. Sin pretender molestar a Ghita, le observó en voz alta: —No sería prudente quedarnos en la feria. —Y por qué no? —Porque podría encontrarse aquí el maestro Gruño. Él, hasta ahora, no asistió nunca a ferias. Pero,

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casualmente, días antes de que yo me alejase de su casa, se prometió: “En cuanto haya feria, iré a ella. No creo que la feria sólo me deba traer desgracias.. .,,. —Y por qué la feria le trae desgracias? —preguntó Ghita. —No lo sé; pero él repetía que todos sus males se originaron en una feria. Y a esto agregó Lápich: —No es prudente que nos quedemos. Aquí se podrían hallar el maestro Gruño y el Hombre Negro. Y quizás esté aquí, además, tu amo con su circo. Ante esto, Ghita se enfadó: —Y por qué han de estar, precisamente aquí, todos ellos? —Porque aquí se reúne mucha gente y, entre tanta gente, cualquiera podría encontrarse —contestó Lápich. —No es verdad —replicó Ghita—; en Viena se aglomera mucha más gente que aquí y, sin embargo, ni el maestro Gruño ni el Hombre Negro están en Viena... Lápich, que no era tan locuaz como Ghita, prefirió no discutir. Así fue. Se quedaron en la feria. ¿Fue prudente o no? Al atardecer lo sabremos. En las ferias se alborota tanto, que a nadie durante el día le sobra tiempo para imaginar lo que le puede ocurrir de

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noche. Dos canasteros Por un tiempo, Ghita y Lápich disfrutaron, realmente de modo estupendo y divertido, la agitación de la feria. Primero, visitaron un puesto donde se voceaba más fuerte que en otros. Allí se habían instalado dos canasteros. Uno ocupaba una carpa grande de color azul y blanco. Debajo de su carpa, se veían hileras de canastos amarillos como de oro. Y arriba, colgados en unos cordeles, se balanceaban hileras de canastos rojos y azules, pequeños y grandes, jaspeados y dorados; y en el centro, entre ellos, un canastón grande y lindo. —Aquí!, ¡aquí! —gritaba el canastero bajo su carpa—. ¡Canastos!, ¡canastos! ¡Tejidos con oro! ¡Bordados con seda! Los compradores acudían a su tienda como abejas, porque los compradores hacia donde más corren es, exactamente, donde hay más griterío y donde la mercancía se ve dorada. No lejos, sentado en el suelo, permanecía el otro canastero. Era pobre y sin tienda. Lo rodeaban unos diez canastos corrientes y grises; carecía de otros. Él callaba, no sabía darse bombo. En su casa lo esperaban muchos niños con hambre, y él se sentía triste, pues nadie le compraba su mercancía. Apenas se acercaba alguna mujer a mirar canastos del

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pobre, el canastero de la carpa gritaba: —Deja esa pacotilla! ¡Ven aquí! ¡Ven aquí! ¡No compres canastos tirados en el suelo, tu vecina se burlará de ti, te dirá que los recogiste en un basural! ¡Aquí los vendo de oro! Y todos abandonaban al pobre y acudían a la tienda a comprar canastos. Ghita y Lápich continuaron largo tiempo observando lo que ocurría. Ghita, de buen corazón y lengua aún mejor, exclamó: —Ojalá que un rayo le parta su tienda y que el canastón lo tape! En ese momento, de nuevo venían más mujeres por sus compras. Y el de la tienda, desde lejos, las empezó a llamar: —Vengan aquí! ¡Vengan! ¡Aquí los canastos relucen como manzanas de oro! —Y agitaba y sacudía con ambas manos los canastos sobre su cabeza. —Lápich! —dijo Ghita de pronto—. ¡Se me ha ocurrido algo! ¡Rápido, dame tu cuchillo! ¡Verás qué cómico será esto! Y ella misma, metiendo la mano en el bolso de Lápich, le sacó el cuchillo. Corrió como una ardilla y se escondió tras la carpa. “Qué ocurrirá?”, pensó Lápich. ¡Era de verlo! Cuando las mujeres se acercaron a la carpa a comprar canastos, sucedió algo que a todos hizo reventar de risa. De repente, comenzaron a caer, como lluvia, los canastos que colgaban arriba de la carpa. Primero, uno;

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luego, cuatro, diez... ¡Brum!, ¡brum!, caían los canastos dorados, blancos, azules y jaspeados. ¡El cordel en que colgaban los canastos se cortó! —Uf!, ¡uf! —clamaba el canastero, defendiéndose con pies y manos, como avispa furiosa. Y en esto, ¡maldición!, el otro cordel también se cortó. De nuevo, se vinieron abajo más canastos. ¡Brum!, ¡brum!, ¡brum!, golpeando al canastero en la cabeza y en la espalda. Y él manoteaba, saltaba y gritaba hasta caerse también. ¡Si lo vieses, ahora! El canastero, sin dejar de bufar y chillar, se revolcaba entre los canastos. —Uf!, ¡uf! —queriendo escabullirse. De pronto: ¡cataplum! El canastón grande se desplomó tapando al canastero. ¡Desapareció! Únicamente sus manos y sus pies asomaban del canastón. Los canastos más pequeños volaban a todas partes porque él se revolcaba bajo el canastón agitando manos y pies. Todos se reían como locos y nadie entendió cómo pudo suceder aquello. Detrás de la carpa, en cuclillas, Ghita miraba a través de un agujero de la tela sin poder contener la risa. Se moría de risa más que los demás, porque fue ella quien, con el cuchillo de Lápich, cortó los extremos de ambos cordeles. Lápich, a su lado en cuclillas, observaba por el agujero. Él comprendió, en cuanto los canastos comenzaron a caer, que esto era obra de Ghita y corrió hacia ella. Lápich, por cierto, nunca habría hecho tal cosa. Pero, mientras miraba a través del portillo cómo se revolcaba

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el canastero, igual que un gran insecto negro entre canastos amarillos, se rió tanto, que su bolso le saltaba en la espalda. Y Ghita se tapaba la boca con la mano para no estallar de risa. —Huyamos! ¡Que no nos sorprenda! —dijo Ghita—. Mientras él se revuelca, nosotros ayudaremos a aquel pobre hombre a vender sus canastos. Ghita, corriendo, se acercó al canastero pobre y le propuso: —Si a usted le parece bien, yo venderé su mercancía. Y al momento, Ghita agarró un plato de latón que el canastero usaba para recibir el dinero. El plato aún estaba vacío. Ghita empezó a golpearlo con un trozo de madera y a gritar: —Canastos!, ¡canastos! Y levantó un canasto arriba del hombro y encima paró al loro. El loro, junto con Ghita, vociferaba: —Canastos!, ¡canastos! —Ghita golpeaba el plato con fuerza. Inmediatamente se acercaron muchos hombres y mujeres. Tan pronto como el loro empezara a alborotar y el plato de latón a redoblar, todos se dieron cuenta de que los canastos grises eran mejores y más firmes que los dorados. Así acontece en las ferias y en otras partes también. Todos compraban al pobre, canasto tras canasto. Aun antes de que el furioso canastero de la carpa asomara su enrojecida cabeza debajo del canastón,

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Ghita y Lápich vendieron los canastos del pobre. El pobre se asombraba, se alegraba y reía de felicidad. Creía que Ghita, con su linda cabellera mbia, había caído del cielo para ayudarlo. Cuando los canastos se vendieron, Ghita juntó las monedas en el plato de latón y se las pasó al canastero pobre. ¡Oh, que agradecido estaba! Por ello, les ofreció su humilde casa para que pernoctasen. Pero como Ghita y Lápich querían visitar la feria entera, le agradecieron y no aceptaron su invitación. Lápich dijo: —Sigamos adelante; que no nos pille el del canastón. Y Lápich y Ghita se despidieron. Nadie los ubicaría entre tanta gente. Y el canastero pobre, sentándose, contó las monedas del plato de latón: ¡justo sesenta coronas! “Porque estos niños son tan buenos, que la suerte los acompañe”, anheló. Si el canastero pobre hubiese presentido cuánto mal aguardaba todavía a Lápich y a Ghita ese mismo día, seguramente los habría llevado a su humilde casa para protegerlos. En el carrusel Finalmente, los vendedores enronquecieron de tanto griterío. En toda feria esto es señal de que la noche se avecina. Lápich y Ghita llegaron a esa hora al sector de la feria donde giraban carruseles y se disparaba con escopetas

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de juguetería. Allí es, precisamente, donde se disfrutan las mayores alegrías: a cualquiera que dé una vuelta en carrusel, su cabeza le comienza a girar y olvida todas sus preocupaciones. Los carruseles giraban; sólo uno permanecía detenido. Y este, curiosamente, era el más bonito, pues lucía mil campanitas y era de un platinado total. Al dueño de ese carrusel se le fugaron sus dos sirvientes. Uno debía vender los boletos y el otro, atraer al público, montar en los caballitos y en los cisnes de madera y mostrar toda suerte de piruetas. Y los dos a la vez, sin parar, debían girar en el carrusel. Por cierto, el dueño, solo, no podía realizarlo todo: era muy gordo y se marearía. —Esto está bien —dijo Ghita—. Nosotros nos ofreceremos para este trabajo y nos ganaremos comida y alojamiento. Se ofrecieron, por lo tanto, al dueño del carrusel, quien cuando vio los pantalones verdes y el brillante gorro de Lápich, y cuando reparó en el loro y en la plateada falda de Ghita, se entusiasmó bastante. Parecían vestidos especialmente para trabajar en el carrusel. Inmediatamente les dio el trabajo. El dueño puso en marcha la máquina. Lápich y Ghita se sentaron cada uno en un caballo. Sonó una trompeta: “Tuturutú. . .!“ y, en un instante, el plateado carrusel giró y sus campanitas, ¡mil campanitas!, empezaron a tintinear. ¡Aquello sí que era alegría! Ghita, parada en un caballo, agitaba sus brazos, se ladeaba a derecha e izquierda y Lápich voceaba: “Sólo dos coronas!”,

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mientras el carrusel giraba en brillante esplendor. La gente abandonó los demás carruseles y acudió a este, ya que niñita tan hermosa y ayudante multicolor con botas, no había en parte alguna. Esto duró hasta avanzada la noche. La algarabía reinaba en el carrusel cada vez con más fuerza, y el más feliz era el dueño, quien logró un gordo saquito de dinero. Lápich, sin cesar, le entregaba platos repletos de coronas. Seguramente ningún aprendiz de zapatero giró tanto en carrusel como Lápich durante aquella ocasión. Quizás tantas vueltas apenas habría podido pagar un oficial.* Oficial: En los oficios, el que tiene grado intermedio entre aprendiz y maestro. Pelusín, sentado, contemplaba el carrusel y se admiraba: “Qué le pasará a Lápich que gira tanto?”. Se hacía muy tarde. Pero mientras un carrusel gira y gira, nadie se preocupa de la hora que es. Por ello, Lápich y Ghita se sorprendieron cuando la máquina se detuvo de improviso y el dueño le gritó a la gente con voz gruesa: —Muchas gracias! ¡Son las once! ¡Mañana continuamos! La gente se dispersó y el dueño del carrusel trajo unas gruesas lonas. Él, Ghita y Lápich cubrieron el carrusel. Bajo estas lonas no se veían las mil campanitas, ni lo plateado, ni los caballos, ni los cisnes. El carrusel semejaba una gran callampa gris. El dueño condujo a Ghita y a Lápich a una tienda donde servían comidas. La feria quedó desierta. Sólo algunos hombres de largos

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bigotes negros permanecían sentados bajo esa tienda. A Ghita y Lápich la feria ya no les parecía tan hermosa como de día. El dueño del carrusel ordenó comida, y Ghita, Lápich y Pelusín cenaron. Todos callaban, cansados y algo desanimados. Cuando terminaron de comer, el dueño se levantó, pagó la cena y regresaron al carrusel. Al llegar, el dueño les dijo: —Ahora, niños, ¡adiós y gracias! Lápich y Ghita se desconcertaron y asustaron: creían que el dueño les brindaría alojamiento. Lápich se lo dijo. El dueño contestó que dentro del carrusel disponía sólo de una cama y no había lugar para ellos. Era verdad, pues el dueño, bastante gordo, apenas podía dormir al lado de la máquina: —Y junto a los caballos y a los cisnes no permito que se duerma —expresó, secamente, agregando: —Afuera no hace frío; la plaza es grande. Pueden dormir donde quieran. ¡Adiós! ¡Buenas noches! Levantó un poco la lona del carrusel, se introdujo y desapareció. Y a Ghita, Lápich, Pelusín y al loro los rodeó la oscuridad. En plena noche, se quedaron totalmente solos en la enorme plaza. No había nadie en parte alguna, sólo tinieblas. De todas las tiendas se escuchaban los ronquidos de comerciantes que dormían junto a sus mercancías. Esto resultaba triste y desagradable. La ciudad era tan grande: ¡cien calles y cien casas en cada calle! Sin embargo, Lápich y Ghita continuaban al aire libre,

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seguros de que a ninguna puerta podrían golpear y que esa noche no tendrían albergue. Sin techo Lápich miró a Ghita. En la oscuridad no la distinguía bien. No obstante, vislumbró que inclinaba su cabeza y alisaba su faldita celeste. Bien sabía que esto era seña de que Ghita lloraría y él no lo soportaba. Por tanto, la alentó: —Nada temas! La noche está tibia y tranquila; dormiremos a la intemperie. Al menos, tendremos bastante aire, aunque no abramos las ventanas. —Así bromeaba y le propuso: —Vamos a buscar algún sitio. Lápich, al recordar que muy cerca del carrusel se amontonaban sacos vacíos y trapos en que los comerciantes traían sus mercancías, llevó a Ghita a ese lugar. Como no se veía casi nada, caminaban a tientas en la oscuridad. —Ay, si al menos nos hubiésemos ido con el canastero a su casita! —suspiró Ghita. —Entonces, no nos habríamos divertido en el carrusel —contestó Lápich y ambos sonrieron, recordando lo lindo que sonaban las campanitas tintineantes al girar el carrusel. Tanteando en la oscuridad, Lápich encontró los sacos y los trapos y los acomodó lo mejor que pudo. —No ves? —le indicó a Ghita—. Ahora dormirás como la princesa de las arvejas. Ghita colocó al loro a su lado y se acostó en su lecho. En cambio, Lápich y Pelusín se tendieron en el duro suelo, uno junto al otro.

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Pelusín gemía suavemente y con pena; mas no por sí mismo, que siempre dormía en el suelo, sino por Lápich. Todo era tan triste, que Ghita y Lápich debían conversar de algo. —Y quién fue aquella princesa de las arvejas? — preguntó Ghita. A ella le encantaban los cuentos de princesas, aun de día, mientras el sol brillaba, y cuánto más cuando todo era bastante desolado a su alrededor. —Había una vez una princesa que, al perderse en un bosque, se topó con un palacio de oro —Lápich inició el cuento—. Todo el palacio era de oro, hasta sus escaleras y umbrales. En el palacio vivía una anciana reina, tan desconfiada, que a nadie le creía palabra. La anciana reina, pues, no creyó que era una verdadera princesa la que, perdida había golpeado a la puerta de su palacio. Para asegurarse, metió una arveja en la cama de la princesa, debajo de tres jergones de paja y de nueve plumones. “Si siente la arveja debajo de los tres jergones y los nueve plumones, sabré si es una princesa verdadera”, resolvió la anciana reina. Al día siguiente, de mañana, la anciana reina le preguntó a la princesa cómo había dormido. “Ah!” —empezó a llorar la princesa—: “Me atormenté la noche entera y estoy llena de moretones. Había en mi cama todo un cerro duro”. Entonces, la anciana reina quedó convencida de que era una princesa de verdad. Únicamente una auténtica princesa puede ser tan delicada para sentir un grano de arveja, duro como un cerro, a través de tres jergones y nueve plumones. Y la reina le entregó a la princesa su manto real y su corona

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de oro, porque debido a los muchos años vividos le dolía la cabeza de tanto reinar. Lo narrado por Lápich fue un bonito y divertido cuento: había tantos plumones y un palacio de oro, que Lápich y Ghita, al concluir el relato, se durmieron mucho más contentos en el duro suelo y bajo cielo abierto. Justamente a medianoche se durmieron. Así terminó el sexto día del viaje de Lápich. En seguida, se inicia la séptima noche de su aventura. Cuanto sucedió durante esa noche parece realmente insólito. Pero casos insólitos ocurren en todas partes y todos los hombres juntos no podrían imaginar los que cada día acontecen en el mundo. Lápich, en esta noche de su viaje, vivió cosas increíbles, episodios extraordinarios y peligrosas aventuras. No obstante, nadie deberá inquietarse demasiado. Lápich es tan chiquito y tan bueno que escapará, quizá, airoso, de cualquier peligro. SÉPTIMA NOCHE DEL VIAJE DE LÁPICH Una voz conocida Apenas se durmieron, Ghita despertó porque en el sueño escuchó algo que le hizo palpitar el corazón de alegría. Se sentó en su lecho escuchando. En algún lugar relinchaba un caballo. Una vez relinchó el caballo. A Ghita le pareció reconocer aquella voz. Otra vez relinchó el caballo. A Ghita le pareció reconocer aún mejor aquella voz. Por tercera vez relinchó el caballo y Ghita, saltando del lecho, exclamó:

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—Lápich, oh, Lápich! ¡Si supieras de quién es el caballo que relincha! ¡Ven conmigo! La luna, encumbrada en el cielo, permitía que todo se notase más claro. Lápich se levantó. Luego, él, Pelusín y Ghita se dirigieron entre las tiendas hacia el lugar donde a ratos se escuchaban los relinchos. Pronto se hallaron en un gran terreno vacío. En medio, se levantaba una enorme carpa cerrada y silenciosa, como si durmiera. En la entrada se veía un largo y negro cartel y en el cartel, unas grandes letras. ¡Era el circo de Ghita! —Oh, Lápich, Lápich! —exclamó Ghita—. El que relincha es mi Halcón. ¡Mi querido, mi pequeño Halcón! En ese momento, se olvidó del miedo que le inspiraba su patrón y de que nc quería regresar al circo. Se preocupó, únicamente, de su caballito, con el que había compartido en el circo tantos años el bien y el mal, y al que amaba más que a nadie en el mundo. Ghita anhelaba tanto acariciar a su caballito, que no pudo reprimir el deseo: —Oh, Lápich! Voy adentro para ver a mi Halcón. —Entonces te descubrirá tu amo y nosotros nos deberemos separar —agregó tristemente Lápich. —Oh, no! ¡Yo no quiero quedarme con él! En el circo todos duermen y nadie escuchará nada, porque están rendidos después de la función —susurraba Ghita—. ¡Oh, te ruego, entremos por favor! Conversaban muy cerca del establo, vecino al circo y armado con lonas igual que este. Por supuesto, Ghita conocía bien por dónde colarse a su

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circo. Por lo tanto, levantó un poco la lona en un lado y susurró de nuevo: —Ves, Lápich, por aquí entraremos! Y al instante, se metió al establo, y tras ella, Lápich y Pelusín. ¡Oh, este paso, de veras, era demasiado peligroso! De noche en el circo Al lado de la entrada, un hombre dormía acostado en la paja. —No tema —musitó Ghita—; este nc despertaría aunque le sonara una trompeta en el oído. Yo sé cómo se duerme despué de una función. De un palo, en el establo, colgaba ur aro: era el sitio que siempre ocupaba el loro de Ghita. Ghita dejó al loro en su aro. Cuando e loro comprobó que retornaba a su puestc de tantos años, pensó: “Ahora todo está en orden”. Metió si cabeza bajo un ala y se durmió. Por supuesto que solamente el loro pensó de esta manera. Para Lápich y Ghita, en cambio, 1o minutos resultaban más y más peligroso cada vez. Pasaron sin tropiezos por el lado de hombre dormido. Una lamparilla alumbraba el establo. Lápich observó que en cada lado del establo había cuatro caballos. Ocho cabalbs para un circo no son muchos, pero para Lápich sí que lo eran. —Oh! —dijo él, a media voz—. ¡Cuántos caballos y qué hermosos son!

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Pero Ghita no lo escuchaba: ya se hallaba junto a su caballito. —Halcón!, ¡mi querido Halcón! —le secreteaba, mientras abrazaba su cuello y acariciaba con las manos su blanco lomo. Y Halcón dio vuelta su bella cabecita y la reclinó sobre el hombro de Ghita con un suave relincho de satisfacción. —Mi Halcón!, ¡querido Halcón! ¿Cómo podré abandonarte?, ¿cómo podré abandonarte? —repetía Ghita. Lápich se adentró más en el establo. —Este moro es el caballo más hermoso de tu circo —le dijo a la niña en voz baja. —No tenemos ningún caballo moro —contestó Ghita, también a media voz. —No ves al que está aquí? —replicó Lápich. Ghita se acercó. ¡Era cierto! Delante de ellos se erguía un hermoso caballo moro, negro como carbón y brillante como el sol. La melena y la cola se las habían recortado y alrededor de las rodillas lo adornaban unas bonitas fundas amarillas. Ghita, extrañada, contempló al caballo largo rato: —Este es un verdadero milagro! Es el moro que conducían el Hombre Negro y Gregorio. Aunque lleve la melena y la cola recortadas y luzca fundas amarillas, sin duda, es el mismo moro. Lápich no podía creerlo. Se aproximaron a la pesebrera para verificarlo. Pero, en eso... ¡cuánto pavor invadió a Ghita y a Lápich! De pronto, escucharon que alguien caminaba a través del circo en dirección al establo. Se oyeron roncas voces

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de hombres, su conversación y pesados pasos sobre la arena del circo. —Ay! ¿qué haremos?, ¿qué haremos? —susurró Ghita, asustada. —Este es mi patrón! ¡Ay, Lápich, querido Lápich, yo no quiero quedarme con él, tengo miedo! ¿Qué podían intentar Lápich y Ghita sino esconderse, cuanto antes, bajo el pesebre, delante del moro? Lápich, Ghita y Pelusín se metieron rápidamente bajo el pesebre. Debajo del moro había paja esparcida y Lápich amontonó la suficiente ante el pesebre, de modo que nadie podría verlos. En esto, entraron los hombres al establo. Un nuevo peligro —Ay, Dios! ¿Quién viene? —balbucearon Lápich y Ghita. Acurrucados bajo el pesebre, espiaban a través de la paja. Callaban como ratones; solo el corazón les latía con fuerza. Y cuando los dos hombres se aproximaron a la lamparilla y Ghita y Lápich los reconocieron, un miedo mucho mayor se apoderó de ellos. Los dos hombres eran el dueño del circo y el Hombre Negro. “Oh! ¿De dónde se conocen ellos y qué hacen tan tarde en el establo?”, pensaron los niños, sintiendo que el corazón les oprimía más. ¿Pero quién podría imaginar qué nuevo peligro les acechaba? El Hombre Negro y el dueño del circo se dirigieron directamente al caballo moro y se detuvieron tan cerca de Lápich y Ghita que apenas un puñado de paja los

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separaba. ¡Cómo enmudecieron Lápich y Ghita! Respiraban silenciosamente. Ni siquiera una brizna de paja crujió a su alrededor. —Pelusín! ¡Mi querido Pelusín!, ¡no ladres! —deslizó Lápich al oído de Pelusín y lo abrazó, firmemente, pues el perro se sobresaltó al reconocer al Hombre Negro. Pero Pelusín, que era bueno como día claro, al advertir que las manos de Lápich temblaban, enmudeció como muerto. El Hombre Negro y el dueño del circo iniciaron su conversación. Dos hombres malvados Si Lápich no hubiese sido un niño tan pobre, quizá nunca habría visto de cerca dos hombres tan malvados, como los que ahora debía mirar y escuchar. En el mundo, por fortuna, existen pocos hombres malvados, como pocas habas agusanadas aparecen en un plato; de suerte que en esta comarca, en tal época, vivían sólo esos dos hombres malvados. Pero Lápich era un niño pobre y los niños pobres conocen a toda la gente. Si Lápich no fuese tan pobre, seguramente no se hallaría acurrucado bajo un pesebre ni estaría escuchando la truculenta conversación del Hombre Negro y el dueño del circo. —Mañana parto con el circo. Cruzaremos siete ciudades y en la octava nos detendremos —explicaba el dueño del circo—. ¡Mira al moro, primero! ¡Mira cómo lo he arreglado! Cuando lo adornemos con sedas,

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correajes y montura, nadie, sin duda, lo reconocerá; no temas. —No tengo temor, porque sé que tú eres más astuto que zorro en la montaña —contestó el Hombre Negro—. Pero antes, págame los ducados de oro por el moro, porque no fue fácil obtenerlo. —Te pagaré —convino el dueño—. Pero, dime, antes: ¿dónde se halla hoy el hombre de quien era el caballo? —Nada debes temer de él! Quedó en lo más profundo del bosque, amarrado con tres cordeles al encino más firme. Ese, seguro, no escapará, pues yo mismo lo amarré y le será difícil alcanzar la feria. Habló el Hombre Negro y rió siniestramente, como ríen los malvados cuando hablan de asuntos malvados. El dueño sacó una pesada bolsa y empezó a contar, en las manos del Hombre Negro, los ducados de oro. Pero las manos de los dos hombres eran tan negras, que incluso los ducados de oro se oscurecieron al llegar a ellas. —Ahora, ¡adiós! Me espera el carretón y debo marcharme esta noche —aclaró el Hombre Negro. —A dónde vas con tanta prisa? —indagó el dueño. —Luego, antes de que madrugue, iremos por una vaca. Anoche envié allá a Gregorio para que me espere. Pero a Gregorio no le creo mucho —dijo el Hombre Negro. —Y dónde van a buscar la vaca? —No conozco el lugar todavía. Me han contado que es una casa solitaria junto a la carretera y que en la casa no hay nadie, salvo una mujer y un niño. Será trabajo fácil. Pero es necesario viajar tres horas en carretón para

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encontrarla, porque se debe bordear el cerro —detalló el Hombre Negro. —Y cómo encontrarás la casa si dices que nunca estuviste allí? —La encontraré fácilmente. Supe que es pequeña, vieja y parchada y que en ella se destaca pintada una gran estrella azul —explicó el Hombre Negro. Salieron del establo. Se oyó, delante del circo: “Adiós”, “feliz viaje”, y nuevamente se extendió la calma. La decisión de Lápich Cuando todo fue silencio, Ghita, Lápich y Pelusín abandonaron el escondrijo bajo el pesebre. ¡Nadie podría imaginar cómo se sentía Lápich en este aprieto! Por la conversación del Hombre Negro, supo que este y Gregorio asaltaron al hombre que iba a la feria, que le arrebataron su mercancía y los dos caballos, y que lo abandonaron amarrado en el bosque. Pero lo que más afligía el corazón de Lápich era que el Hombre Negro y Gregorio se llevarían esa misma noche la vaca que pertenecía a Marcos y a su madre, quienes eran tan pobres. No cabía duda de que el Hombre Negro se refería a la casa de Marcos, puesto que solo su casa, en aquella región, era tan pequeña y vieja y con una estrella azul pintada bajo sus ventanas. Después de repensar la situación, Lápich resolvió: —Adiós, Ghita! Debo darme prisa. Qué- date con tu amo

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y no llores. Pero Ghita comenzó a llorar antes de que Lápich terminara de pronunciar tales palabras. —A dónde vas, Lápich? —susurró. —Debo llegar a esa casa antes que el Hombre Negro para prevenir a la madre de Marcos que cuide su vaca. ¡Ay, qué pena por Lápich, qué gran corazón el suyo! ¡Cuán largo camino le aguarda y cuán cortas eran sus piernas! —Lápich, Lápich! Eso está lejos y el Hombre Negro avanza en carretón —le insinuó Ghita. —Por esto debo darme prisa. ¡Adiós, Ghita! Para ti es mejor quedarte. —Yo iré contigo! —replicó Ghita y dejó de llorar. Lápich no perdería más tiempo conversando. Nada le respondió, sino que se fue hacia la abertura por donde entraron al establo, levantó la lona y salió con Pelusín en plena noche lunada. Tras ellos salió Ghita. Lápich no articulaba palabras. Sus botas taconeaban, aceleradamente, el empedrado de la larga calle. Tras él, también con prisa, golpeaban los zapatitos de Ghita. Las pisadas de Pelusín eran las más presurosas. Pronto salieron de la ciudad, donde les parecía que cada ventana oiría si hablasen algo acerca del Hombre Negro. Enfrente de los caminantes, bajo la luz de la luna, se tendía la interminable carretera. Solamente Dios sabe si la luna logra divisar allá lejos, en la carretera, una casita con estrella azul y si conducirá con fortuna esta noche a Lápich y Ghita hasta su puerta.

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Caminando de noche Mucha gente cuenta que las hierbas y las flores conversan de noche. Si esto es verdad, ahora las praderas habrían susurrado seguramente: “Ay, niñitos! ¿Adónde vais de noche, tan lejos?” Pero Lápich no pensó que el camino era largo ni que lo recorrería más velozmente que el que iba en carretón. Lápich solamente calculó que debía llegar a la casa de Marcos, de cualquier modo, antes del amanecer. Y eso está muy bien, porque al que piensa de este modo sus piernas le avanzan solas. Los trancos de Lápich se adelantaban tan rápidamente, que Ghita, a poco, se cansó. Esto porque no conocía a Marcos ni deseaba socorrerlo tan ardientemente como Lápich. —Lápich, yo descansaría unos segundos! —pidió la niña al rato de caminar. De noche, las personas hablan con voz más baja, pues por la quietud, cada palabra se escucha lejos. —Yo no estoy cansado —señaló Lápich—. No tengo tiempo. Camina un poco más. —E inmediatamente temió que habría dificultades con la chica. Ghita exhaló un suspiro y de nuevo continuaron marchando por la carretera. Ghita pensaba fijamente en el caballo, en Gregorio y en el Hombre Negro. Reflexionaba acerca de cómo pudieron conducir al moro hacia el circo sin ser vistos por ninguno de tantos guardianes de la ciudad. Finalmente le preguntó a Lápich: —Cómo pudo ser, Lápich, que los guardianes no

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atrapasen al Hombre Negro y a Gregorio cuando atravesaron la ciudad en carretón tirado por el moro? —Porque los guardianes, por lo general, vigilan en las esquinas, y los malvados pasan por el medio de la calle. A Ghita le pareció muy divertida la respuesta; pero en seguida recordó que Lápich era aprendiz y que debía ser más inteligente que ella. Por tal razón, guardó silencio. De nada servía hablar porque, a pesar de cualquier conversación, viajar de noche era muy asombroso, y quien no ha viajado nunca de noche, entre praderas, creería estar soñando. Cerca de los niños, a cada momento, revoloteaba alguna gran mariposa nocturna agitando sus alas igual que pájaro. Entre las hierbas que bordeaban el camino, al lado de Ghita, se deslizaba un viejo e hirsuto puerco espín y, más distante en la pradera, asomaban en la hierba, a cada rato, las largas orejas de alguna liebre. Y las que cuchicheaban y corrían en medio de los arbustos, cerca de Lápich y de Ghita, eran codornices. De noche los animales no huyen del hombre como durante el día; no son tan recelosos, pues saben que el hombre se atemoriza de noche, en tanto ellos no. Y en realidad, Lápich y Ghita debían avanzar harto temerosos por el largo camino en plena noche. Pero les acompañaba Pelusín, que correteaba adelante alegremente, meneaba la cola y levantaba la cabeza hacia Lápich como diciéndole: “Vamos, no más! Yo conozco bien todo esto”.

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Después de recorrer un buen trecho del camino, Ghita habló: —Lápich, por piedad, descansemos un poco! ¡No puedo seguir más! Los pies de Ghita eran más pequeños que los de Lápich, y mientras ella calzaba zapatitos de seda, Lápich calzaba botas. —Ay, Ghita! Todavía hay mucho por delante, debemos atravesar varias aldeas y un cruce —advirtió Lápich. Cuando Lápich mencionó ese cruce, Ghita recordó inmediatamente que fue en esa encrucijada donde ayer apareció el carretón con los caballos desbocados que hicieron caer al Hombre Negro. —Lápich, Lápich, ¿y si su carretón se nos aparece ahora y nos encuentra? —suspiró Ghita, y se echó a llorar. Como Ghita lloraba, no fue posible continuar caminando. Ella se sentó en el borde de la carretera y cubrió su cara con ambas manos. Lápich callaba. “jQué hago ahora?”, pensaba. No podía dejarla sola de noche en el camino, y seguramente, juntos no llegarían, de ningún modo, a la casa de Marcos antes del amanecer. Lápich se entristeció, pues le parecía estar viendo y oyendo de lejos como merodeaba el Hombre Negro para apoderarse de la linda y jaspeada vaca de Marcos. “Qué hago?, ¿qué hago?”, reflexionaba Lápich. ¡Oh, Dios! ¡Si alguien viniese a socorrer a este pequeño aprendiz, angustiado y desamparado, a plena noche, en una carretera desolada!

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Un carretón en la niebla Bastante preocupado, Lápich miraba de derecha a izquierda en la carretera, como si aguardase ayuda. Cuando miró hacia atrás, en dirección a la ciudad, vio que, a lo lejos en la carretera, algo se deslizaba. Pero desde una pradera se extendía la neblina al camino impidiéndole distinguir, a pesar de la luna, qué cosa se movía dentro de aquélla. Sólo se entreoía un runrún sordo y lento proveniente de ese algo. De noche nadie supone en el primer instante: “Allí viene un amigo”; más bien supone: “Allí viene un enemigo”. También lo supuso Lápich cuando divisó que se acercaba un carretón. En su pecho sintió una rara sacudida, mientras Ghita, entre lágrimas, susurraba: —Ay, Lápich! ¿Por qué emprendimos este viaje nocturno? Pelusín levantaba su hocico y se contorneaba contento. El carretón se acercaba, como si un gran cerro fuese dando tumbos por la carretera. En la niebla, cualquier cosa parece tres veces mayor de lo que realmente es. El carretón se acercó a los niños. Se distinguía a un hombre sentado que guiaba a un caballo flaco. En eso, la luna bondadosa, con su luz plateada, alumbró al carretón y al cochero. Y Lápich y Ghita lanzaron un grito de alegría. Reconocieron a un amigo: ¡al canastero pobre de la feria!

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El socorro Este encuentro, por cierto, no fue ningún milagro: el canastero no cruzaba por allí, en la alta noche, para hallarse con Ghita y con Lápich en apuros, sino porque transitaba con frecuencia por este lugar. El canastero, en efecto, acudía siempre a un lejano sauzal en busca de buenas varillas para sus canastos, pues en las cercanías de la ciudad no se obtenía buen mimbre. Ningún canastero se aventuraba tan lejos por varillas, como aquel hombre; por esto, nadie fabricaba canastos tan firmes y buenos como los suyos. ¿Por qué, a pesar de aventurarse tan lejos por varillas y de tejer los mejores canastos, era el más pobre de la ciudad? Lápich carecía de tiempo para ocuparse de ello. Los sabios en la ciudad habían escrito voluminosos tomos para intentar explicarlo, pero ni siquiera ellos descifraron el porqué. Lápich, Ghita y Pelusín corrieron hasta el carretón. Cuando el canastero los vio bajo la luz de la luna, imaginó, más convencido que antes, que estos niños venían del cielo, que de noche viajaban amparados por la claridad lunar y que de día ayudaban a los pobres. Pero era Lápich quien ahora necesitaba ayuda y rogó al canastero que los llevase en el carretón un trecho del camino. El canastero se sintió feliz de socorrer a los niños que tan bien se habían portado con él en la feria. Lápich y Ghita subieron al carretón y el canastero arreó su flaco caballo. Lápich, sin tardar, le contó el motivo de su apresurado viaje nocturno. Al final, le indicó: —Antes de que amanezca, debo estar en la solitaria

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casita de la estrella azul. —Yo sé donde se halla esa casita —respondió el cestero—. No está lejos de mi sauzal. Cuando lleguemos allá, les señalaré el camino que lleva a la casita. Arribarán mucho antes de que despunte la aurora. ¡Cuánto le agradó a Lápich oír esto! inmediatamente la carretera le pareció más corta. El caballo flaco del canastero trotaba veloz. Todo buen amo siempre dispone de un buen caballo, y el del canastero entendía que debía existir un motivo importante por el que su amo lo apresuraba. Mientras el carretón traqueteaba, Lápich y el canastero conversaban. Ghita se durmió y Pelusín no cesaba de correr, briosamente, ora junto a la rueda izquierda, ora junto a la derecha, como siempre, desde que en el mundo hay perros y ruedas. Así, arribaron a la encrucijada donde el camino se dividía en dos. —Nosotros vamos por este lado, subiendo el cerro a través del bosque, porque es la ruta más corta —dijo el canastero a Lápich. —Oh no, no vayan por allí! —gritó Ghita, quien despertó en cuanto oyó que se dirigían al bosque—. Es el bosque donde asaltaron a un hombre. Pero el canastero hacía muchos años que transitaba por ese mismo camino y no creyó lo que Ghita y Lápich contaban. —Este es el rumbo más corto para llegar a mi sauzal. Nada teman. Yo todavía no he visto a ningún hombre malo en el bosque.

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El canastero era muy pobre y el hombre pobre rara vez se atemoriza. Entonces, desviaron el carretón al bosque del cerro. Lápich estuvo de acuerdo y se alegró, porque comprendía que era el camino más corto a la casa de Marcos. Y cualquiera que acude en ayuda de alguien nada teme, salvo llegar tarde. Lapich y Gh ita nuevamente solos Avanzaban en el carretón cerro arriba y pronto se internaron en el bosque, el cual, iluminado por la luz de la luna, sugería resplandecientes palacios. La luna aún brillaba. Si en el cielo hubiese habido alguna nubecita, ni Lápich ni el canastero la habrían descubierto puesto que se hallaban rodeados por el bosque. Cuando salieron de allí, Lápich observó que se encontraban en la cumbre del cerro, que no era realmente muy alto. El canastero frenó el carretón, indicando: —Allí está, niños! Este sendero a la izquierda los conducirá a la casita de la estrella azul. Primero, allá abajo, llegarán al matorral. Y cuando lo crucen por el sendero, toparán inmediatamente con la casita. Observando en el cielo un gran nubarrón, agregó: —Estarán en la carretera antes que el nubarrón tape la luna. ¡Cuánto deseó reclamar Ghita entonces! ¡Se moría de miedo, comprendiendo que se quedaban solos otra vez! Pero Lápich saltó del carretón y le dijo al canastero: —Muchas gracias por ayudarnos!

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El canastero bajó a Ghita y respondió: —Felicidades, queridos niños! En seguida, arreó al caballo y se encaminó cuesta abajo por la derecha. —Nuestro camino va cuesta abajo por la izquierda — señaló Lápich a Ghita. Todo sucedió tan rápidamente, que Ghita no alcanzó a decir nada, ni siquiera a protestar. Ella y Lápich se quedaron nuevamente solos con Pelusín, en el camino bajo la luz de la luna, entre el bosque y el matorral. De lejos, se escuchó la voz del canastero: —Niñooos...! —Eh!... —respondió Lápich, porque a través de bosques y cerros nada se escucha mejor que un —Tengan cuidado! Cerca del camino hay una cantera. Y más abajo, justo cerca de los muchachos, se veía, en la claridad de la luna, una elevada cantera de donde se extraían piedras. Era peligroso pasar por ahí en la oscuridad; cualquier caminante podría resbalar, caer al precipicio y matarse. Pero Lápich y Ghita, bordeándolo, bajaron fácilmente el cerro y alcanzaron otra vez la llanura. El corazón de Lápich latía complacido, sabía que un poco más allá, detrás del matorral, estaban la carretera y la casita de la estrella azul. Ahora todo acabará bien, como pronosticó el canastero, si la luna continúa brillando. En el matorral y a oscuras

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Las nubes no viajan como los hombres desean, sino como el viento las mueve. Lápich y Ghita distinguieron su camino claramente hasta el matorral, como si fuese de día. Pero cuando se internaron en ese zarzal y llegaron al centro, la luz de la luna comenzó a debilitarse. Corría el gran nubarrón a oscurecerla. El sendero que cruzaba el matorral era angosto; apenas podía adivinarse. —Avancemos, avancemos, no más! —se decía Lápich a sí mismo—. Veo bien el recorrido. Lápich actuaba sabiamente al repetírse lo Sus ojos, apenas lo dijo, inmediatamente vieron mejor en la oscuridad. Ghita, detrás de Lápich, no avistaba nada en las tinieblas y Pelusín saltaba delante de su amo. Entonces, la densa y cargada nube ocultó la luna por completo. Ahora, en verdad, el matorral quedó tan oscuro que nada era visible. Lápich caminaba a tientas buscando el sendero, mientras espinas y ramas, a derecha e izquierda, enganchaban la faldita azul de Ghita. —No podremos continuar —dijo Lápich—, porque no vemos el sendero y podríamos perdernos. Ciertamente que esto era lamentable, pues les urgía alcanzar la casa de Marcos. Pero Lápich no se entristeció porque, observando el cielo, confiaban que la nube se alejaría pronto, y además la casa de Marcos no se hallaba tan distante. —Ahora, nos sentaremos un rato y esperaremos —dijo Lápich.

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Se sentaron en un tronco tendido en el matorral, rodeados de oscuridad y silencio, y permanecieron mudos. Alrededor, entre los arbustos del matorral, se hallaban, seguramente, muchos pájaros: mirlos, herrerillos y palomas silvestres. Mas, igual que Lápich y Ghita, se mantenían silenciosos, quizás por temor a los zorros. —Ojalá pueda llegar a tiempo a la casita de Marcos! — dijo, finalmente, Lápich. —Oja1á que el Hombre Negro no esté viajando por este mismo camino! —suspiró Ghita. —Él dijo que iría bordeando el cerro y este es un atajo —le explicó Lápich. En ese mismo instante, a él y a Ghita les pareció que en el matorral no reinaba el mismo silencio de antes. Desde un lado, detrás de ellos, se escuchó un crujido. —Ay, Lápich! ¿Qué es esto? —preguntó Ghita, quedamente. —Tal vez una liebre —contestó Lápich. En seguida, se escuchó un resquebrar de ramas secas. —Ay, Lápich, Lápich! ¿Qué es esto? —articulaba Ghita, cada vez en voz más baja, en la oscuridad. —Quizás, un zorro —respondió Lápich y se levantó del tronco sujetando a Pelusín. Pero no pudo descubrir nada porque la nube aún cubría la luna. En esto, los arbustos crujieron cada vez más cerca. Por el ruido de ramas al quebrarse, Lápich presintió que algo grande cruzaba el matorral. —Ay, Lápich, Lápich, no es un zorro!

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—susurró Ghita, suave como en un suspiro. —Entonces es... —titubeaba Lápich. Ghita lanzó un grito a toda voz: —Lápich, Lápich! Muy próximo a Ghita, tosió un hombre. Espanto Cuando Ghita gritó llamando a Lápich, inmediatamente cesó el crujido en los arbustos. ¡Oh! ¡Aquello era más terrorífico aún! ¡En el silencio, en la oscuridad total y en la absoluta quietud, Lápich y Ghita saben, sin embargo, que entre los arbustos, muy cerca de ellos, se encuentra un hombre! ¡Y no sospechan quién es ni lo que pretende! Sólo Pelusín, tembloroso de excitación, tira y arrastra a su amo. Repentinamente, se sacudieron los arbustos detrás de Lápich y Ghita, se quebraron más ramas secas y pudieron observar que en la tiniebla, delante de ellos, salía al sendero, bruscamente, un hombre alto y corpulento. Un instante después, escucharon que el hombre encendía un fósforo. El fósforo ardió... Quien haya leído este libro hasta esta página, y se haya encariñado con Lápich, haría mejor en cerrarlo y proseguir leyendo mañana. Sorpresa El fósforo resplandeció, iluminando el entorno del aparecido. Lápich miró su cara...

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¡Era el maestro, el maestro Gruño! ¡Oh, Dios mío! ¡Justamente, el maestro Gruño! Parado frente a Lápich, con ropas andrajosas y pálido, profirió con su vozarrón: —es posible? ¡Si eres tú, Lápich! —Maestro! —atinó a balbucear Lápich y le tendió sus dos brazos. ¿Por miedo o por alegría? ¿Y qué hizo entonces el maestro Gruño? Se acercó rápidamente a Lápich, lo levantó en brazos y exclamó: —Oh, mi pequeño Lápich! Y, por primera vez en su vida, el maestro Gruño acarició la cara y la cabeza de su aprendiz. ¡Verdad, pura verdad! ¡El maestro acarició a Lápich! Esto extrañó más al aprendiz que todos los asombros vividos esa noche o los que le sucederían en el resto de su vida. No es de admirarse que en tales momentos el maestro Gruño y Lápich llorasen un poco de alegría; aunque llorar no les asiente ni a un maestro ni a un aprendiz verdaderos, porque, siendo hombres, no deben irse en lágrimas. De cómo sucedió todo aquello En la oscuridad del matorral, Lápich, el maestro Gruño y Ghita se sentaron en el mismo tronco. Maravillados por lo acontecido, no atinaban qué hacer ni qué decirse. Les parecía que hasta la luna, que precisamente asomaba de nuevo detrás de la nube, se sorprendería cuando viese quiénes eran los que ocupaban ese tronco. Sólo Pelusín no se mostraba sorprendido. Apoyó sus patas delanteras en las rodillas de Lápich sin dejar de

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mirar, ora a él, ora al maestro. Pelusín se hallaba convencido de que el maestro y el aprendiz se reunían para fabricar botas y zapatos y aguardaba que el maestro sacara sus tijeras y trajera cuero. Los perros nunca en su vida pueden imaginar nada nuevo, sólo lo que han visto otras veces. Entonces, el maestro empezó a relatar cómo llegó hasta allí, y Lápich supo tantas cosas que su cabecita de aprendiz le humeó durante ocho días. Y para que a los lectores de este libro no les ocurra lo mismo, contaremos brevemente lo sucedido al maestro Gruño. Unos bandidos, dos días antes en el bosque, lo asaltaron cuando se dirigía a la feria a vender su mercancía. Había sido él ese comerciante asaltado que contaba Yana, la mendiga. El maestro Gruño, muy de madrugada, atravesaba solo el bosque, camino a la feria en el carretón, pues el carretero dueño de los caballos partió antes en otro carretón. Cuando el maestro llegó al lugar más espeso del bosque, los hombres que le prepararon la emboscada saltaron sobre él. Lo arrojaron del carretón, lo amarraron y condujeron a lo más profundo del bosque y lo ataron a un árbol; lo dejaron sin comida ni agua y partieron. El maestro Gruño soportó dos días completos atado al árbol y, sin ninguna esperanza de salvación, encomendó su alma al Señor. Reflexionó en todo el bien y en todo el mal que en su vida realizara. Se acordó también de Lápich y deseó verlo, al menos, una vez más en su vida.

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Cuando un hombre permanece dos días amarrado a un árbol, sin nada que comer ni beber, le sobra tiempo para recordar su pasado y pensar en su aprendiz de modo muy distinto a cuando lo gritoneaba en su taller. El maestro Gruño, pues, resignado, dejó caer la cabeza y nunca imaginó que lo desatarían con vida del árbol. Eso le relató a Lápich. —Esta noche —siguió narrando— vi, de repente, bajo la luz de la luna, que uno de los hombres que me atracaron se me acercaba. Yo creí llegado mi fin. Pero cuando el hombre se me acercó más, me desató, señalándome: —Vete ahora con Dios, y date prisa en huir de este bosque! Y sacó de su bolsillo un pañuelo ama rrado Había una moneda de plata envuelta en el pañuelo. Me la entregó y me explicó con voz afable: —Toma este dinero. Desde que lo recibí, mi corazón retornó del Mal al Bien. quizás te traiga suerte a ti también. Yo me marcho al mundo a expiar mis pecados. Cuando el maestro Gruño contó esto, Lápich exclamó: —0h! ¡Era Gregorio! Esa es la moneda 1e plata que me entregó su madre para él. Oh! ¡No en vano lloró su anciana madre al confiarme la moneda! —En verdad, no lloró en vano, porque esta es ahora una moneda de plata milagrosa —precisó el maestro Gruño. “Tal vez por esto el maestro es tan bondadoso conmigo —imaginó Lápich—, porque la moneda milagrosa la conserva él”. Lápich se alegró mucho de su ocurrencia, pues quiso creer que el maestro se había vuelto bueno solo por los dos día sin comer ni beber.

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El maestro concluyó su narración. —Y así, a causa de la feria, casi sufro una desgracia por segunda vez. —Y cuándo, a causa de la feria, sufri una desgracia por primera vez? —pregunte Lápich. —Te lo contaré en casa. Porque tú regresarás conmigo, mi pequeño Lápich, y lo pasarás bien, no temas. Hoy no puedo contarte más, me tortura el hambre. Sólo he comido un pedacito de pan duro que me quedó en el bolsillo. En el arroyo, apenas calmé mi sed. En ese momento se alejó la nube y la luna alumbró nuevamente con su claridad. El maestro Gruño miró a Ghita que seguía sentada, silenciosa y tranquila como un pequeñito y lindo pero asustado pajarillo. —Y quién es ella? —preguntó. —Una huérfana de padre y madre igual que yo. Viajamos juntos —señaló Lápich. —Entonces, también a ella la llevare- nos a casa — respondió el maestro, y a .lápich se le figuró que el maestro lanzaba in suspiro de tristeza. En seguida, Lápich exclamó dirigiéndose a Ghita: —Ay, cuánto tiempo he perdido! Hay una clara, apresurémonos para alcanzar la casa de Marcos. —Vámonos juntos! —dijo el maestro gruño—. A mí tampoco me agrada este bosque. Me contarás, mientras caminamos, dónde te diriges con tanta prisa. En casa de Marcos abandonaron el matorral. El maestro Gruño llevaba a Lápich de una mano y a Ghita de la otra. Así, era muy

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hermoso caminar bajo la luna a través de praderas. Lápich le contó al maestro del Hombre Negro y de a vaca de Marcos. No tardaron en dar con la carretera y divisar la casita de Marcos. Pronto arriba ron. Alrededor de la casa imperaba la quietud y se notaba que aún nada malo sucedía Desde el establo, se escuchó un campanilleo. Era la linda vaca jaspeada que adentro mordisqueaba el heno agitando su cencerro. ¡Oh! ¡Qué contento se puso Lápich por llegar a tiempo y comprobar que el Hom bre Negro todavía no se había robado k vaca! Era casi el amanecer. En la casa, completo silencio. Marcos su madre aún dormían. Lápich golpeó la puerta y la madre de Marcos se levantó a averiguar quién llamaba, El aprendiz le contó a qué vino y k aconsejó que cuidara la vaca. Cuando la madre de Marcos oyó d qué se trataba, tres veces levantó los brazos al cielo y le agradeció al Señor por enviarle a Lápich. Si el Hombre Negro le hubiese robado la vaca, a ella y a Marcos les restarían solamente diez gansos. ¡Y una madre con su hijo no pueden vivir de diez gansos! —Cien veces gracias, hijo mío! —repetía, y abrazó a Lápich. Lápich se despidió y prosiguió su camino con el maestro -niño y Ghita, quienes lo esperaban en la carretera. La madre de Marcos, sin perder tiempo, se vistió con su mejor traje y se dirigió al Municipio a solicitar un

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guardián. Desde entonces, dos guardianes del Municipio cuidaron, puntualmente, su casita cada noche. Pero el Hombre Negro no apareció ni aquella, ni a la siguiente, ni a la tercera noche. No apareció nunca. De modo que los guardianes se fumaron treinta pipas —cada noche tres pipas cada uno— y no vinieron más. Unos hombres, después de varios días, descubrieron a un muerto que, al parecer, cayó una noche de lo alto de la cantera que el canastero les señalara, bajo la luz de la luna, a Ghita y a Lápich. El muerto yacía envuelto en una capa negra. Era el Hombre Negro, quien de esta manera terminó con su malvada vida. Cuando la nube cubrió la luna, él pasó, probablemente, por el borde del precipicio, y al caer se mató. La misma nube que arrancó suspiros a Lápich y a Ghita en el matorral, trajo la salvación para ellos, para la madre de Marcos y para el maestro Gruño. Si no es por esa nube, sólo Dios sabe si el Hombre Negro no los hubiera matado a todos aquella noche. De donde se deduce que siempre conviene esperar un poco antes de desahogar- se, suspirando. Acá, terminan los peligros y los males del viaje de Lápich. Lo que se leerá a continuación es relación de alegría y de felicidad tan grandes, que seguramente Lápich no esperaba cuando, apenas ocho días antes, en la oscuridad de la noche, solo y afligido, preparó y determinó su huida de la casa del maestro Gruño.

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EPILOGO Felicidad y alegría No valdría la pena narrar cómo el maestro Gruño, Lápich, Ghita y Pelusín regresaron a la ciudad y hasta la casa. Ni para el mismo Lápich esto fue de interés. La gente que viaja contenta, ni siquiera advierte el trayecto.

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Lápich, en el camino, cortó un lindo ramo de flores silvestres, de rojas amapolas y blancas margaritas; fue todo lo que sucedió. Así llegaron a la ciudad, delante de la casa del maestro y entraron. ¡Oh! ¡Qué exclamación de júbilo lanzó la mujer del maestro cuando vio de improviso a su marido, a Lápich y a Pelusín! Ella, pobrecita, creía que ya no vería nunca más a ninguno de ellos. Se había enterado de que unos malhechores asaltaron a su esposo, de que lo llevaron a un bosque, y lo imaginaba muerto. Por tal razón, se cubría con un pañolón negro y se la veía toda llorosa. Y ahora todos regresaban y le traían a una linda niñita, a quien contemplaba tan amorosamente, que el corazón de Ghita se sentía cada vez más dichoso, como si presintiese una inmensa felicidad. Entraron al taller..., y que permanezcan solos unos momentos para que puedan saludarse y abrazarse con toda el alma y reponerse del hambre y del viaje. Maritsa Un poco más tarde en la habitación, alternaban, sentados a la mesa, el maestro Gruño, su mujer, Lápich y Ghita. Después de recobrarse y descansar, sus rostros reflejaban tranquilidad e inmensa dicha. Sólo la mujer del maestro observaba, fijamente, a Ghita, con mirada melancólica y tierna a la vez. Finalmente, la mujer le comentó a su esposo: —Tan grande como Ghita sería hoy nuestra Máritsa. La evocación hizo suspirar al maestro y a su mujer, y este explicó a Lápich:

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—Prometí contarte la desgracia que nos golpeó, en una mala hora, en la feria. Escucha lo que nos ocurrió: hace ocho años, vivíamos en otra ciudad. Teníamos una hermosa hijita llama Máritsa. Cumplía tres años y era toda nuestra felicidad. Un día hubo allí una feria. Fui a ella con mi mercancía y mi querida Máritsa. Mientras vendía la mercancía, de súbito, se perdió la niña entre el gentío. La buscamos y la rebuscamos, pero desapareció. La buscamos todo el día. Luego, ocho más, y un mes, y un año, la buscamos. Jamás pudimos ubicar a nuestra Máritsa. En la feria circulaba toda clase de gente. ¡Sólo Dios sabe qué hombres malvados se robaron a nuestra hija y sólo Dios sabe cuánto habrá sufrido ella, y nosotros también! Pues todo lo que los padres suponen que sufre un niño, ellos mismos, igual lo sienten. Finalmente, nos fuimos de esa ciudad para no ver más el lugar que nos golpeó con tal desgracia. Y desde ese tiempo, mi pequeño Lápich, mi corazón se endureció y tú debiste sufrir mucho por esto. Pero, en lo futuro, todo será mejor, porque si no hubiese sido por tu bondad, Gregorio no se habría enmendado en su vida ni me hubiera ayudado a escapar. Cuando el maestro Gruño comenzó a elogiar a Lápich, el niño se sintió tan confundido que no atinaba dónde mirar. Empezó a rascarse una oreja, bastante confuso; se agachó y se dedicó a quitar el polvo de sus botas con su roja manga. Al fin, preguntó Lápich, turbado: —Y, ahora, no podrían encontrar y reconocer a su Máritsa? —No la encontraremos jamás! —suspiró la mujer,

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enjugando unas lágrimas que humedecían sus mejillas—. Pero siempre podríamos reconocerla. —Y cómo la reconocerían si entonces era tan pequeñita? —preguntó Ghita, quien por poco no rompía a llorar a causa del dolor de la buena mujer. —La reconoceríamos —contestó la mujer— porque cuando Máritsa era muy chica, cogió un cuchillo y se hirió en un pulgar. Desde entonces le quedó en el pulgar una cicatriz en forma de cruz. ¡Oh, Señor, Dios mío! ¿Ha visto alguien cómo se abrazan una madre y su hija, al encontrarse después de muchos años? ¡Por supuesto que Ghita era la perdida Máritsa!... ¡La misma cicatriz ostentaba en el pulgar! —Oh, madre!, ¡madre mía!, ¡mi buena madre!, ¡mi mamacita! ¡Yo soy tu Máritsa! —exclamó Ghita, corriendo dichosa hacia los brazos de su madre. —Máritsa mía! ¡Corazón mío! —sollozó de júbilo la buena mujer y apretó a su hija. Dos veces, tres y diez veces se abrazaron. En la habitación no se oían más que sollozos de contento. El maestro Gruño se acercó a su hija y le acarició su linda cabecita, mudo de felicidad. Parecía que la habitación resplandecía con doradas luces de pura dicha. Y el pequeño y buen Lápich se figuraba en una iglesia. Se mantenía muy tranquilo; bajó sus ojos e, instintivamente, unió las palmas de sus manos. Largo tiempo permanecieron sentados después de eso y largo tiempo conversaron. Ghita, del regazo de su

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madre, pasó a las rodillas del padre y a ellos cada vez les parecía más hermosa, y a la niña, sus padres, cada vez más buenos. Por supuesto que los padres la llamaron “Máritsa”. Pero nosotros, hasta el final de este libro, la llamaremos Ghita, porque resulta difícil acostumbrarse a un nombre nuevo. Y habló Lápich: —Yo te seguiré llamando “Ghita”. Pues cuando digo “Ghita” me parece ver todas las aventuras que vivimos juntos. Y cuando digo “Máritsa” es como si nada hubiese dicho. —Ya hubo bastantes aventuras, mi pequeño Lápich — señaló el maestro—. Nunca sabremos quién raptó a Máritsa en esa feria, ni quién se la entregó al dueño del circo. Bien pudo ser el Hombre Negro, quien me asaltó y quien, según cuentas, trajo al circo el caballo robado. Si no es por ti, mi Lápich, Máritsa nunca habría regresado a casa. —No me alabe —contestó Lápich—. Si usted no hubiese sido tan severo conmigo, yo no me habría escapado jamás de aquí, ni habría hallado a Ghita. Quizás el mérito haya sido suyo. ¡En la vida se sabrá! Lápich tenía razón al decirlo. Cuando un hombre alaba a otro, nunca sabe si acierta. Por tal motivo, lo más prudente es que ambos den gracias a Dios. Y lo hicieron. Al día siguiente, de mañana, a lo primero que atinaron el maestro Gruño y su mujer fue a comprar ropa nueva para Lápich y para Ghita. Se arreglaron y dirigieron a la iglesia. Cuando entraron, la iglesia resplandeció, porque

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el buen sol alumbró los ventanales del templo en aquel preciso momento, y con esto comprobaron que habían obrado bien, pues el mismo Dios se alegraba por la felicidad que les había concedido. La herencia de Lápich Cuando regresaron de la iglesia, Lápich dijo: —Todavía tengo algo que hacer afuera. Le ruego, maestro, que me permita salir media hora. El maestro accedió porque todo era distinto a lo de antes, cuando Lápich, con sus verdes pantalones, croaba. Lápich cogió su ramo de rojas amapolas y blancas margaritas: —Esto se lo prometí a alguien. Todos pueden ver cuán sabio y cumplidor era Lápich. Después de los peligros y las desventuras de su viaje, no olvidaba su promesa de obsequiarle flores a la criada, si ayudaba al anciano lechero, evitándole subir los cántaros de leche por las escaleras. Cruzó la ciudad luciendo el ramo para la criada. Pronto halló y reconoció la alta casa. Subió al tercer piso e hizo sonar la campanilla. La criada abrió y quedó muy asombrada al ver tan bien vestido al otrora multicolor Lápich. Sin embargo, lo reconoció inmediatamente, porque a las personas no se las identifica por la ropa, sino por sus ojos. —Señorita, le traigo las flores prometidas! —dijo Lápich y le entregó el ramo de amapolas y margaritas. —Oh, qué gentil eres tú, jovencito! —celebró la criada—. Y además, qué suerte tienes. Aquí

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guardamos una carta para ti. Si no llegas con las flores, jamás la hubieses recibido. A Lápich le ocurrieron innumerables cosas en su viaje, pero, todavía, nunca en su vida había recibido una carta. Por tal razón quedó estupefacto cuando la criada entró a su cuarto y retornó con un sobre grande. Al entregárselo, le explicó: —Esta carta la trajo un muchacho. Dijo que el anciano lechero murió de viejo. Y que dictó esta carta antes de morirse, y que si el aprendiz Lápich me traía las flores prometidas, se la entregase. Lápich, pensativo, daba vueltas la carta en sus manos. No sabía qué hacer con ella, y, al fin, creyó que lo mejor era dejársela a la criada junto con las flores. “Pero esto no tendría sentido —reflexionó en seguida—, porque la carta viene dirigida al aprendiz Lápich y ese soy yo, único en todo el mundo.” Entonces, se decidió y rápidamente abrió el sobre. Fue lo más sensato. Cualquiera que sienta temor al recibir una carta que haga lo mismo, porque cualquier carta es más atemorizante cuando está cerrada y no se sabe lo que dice. Pero esta carta traía felices nuevas. En grandes letras se leía: “El anciano lechero ha fallecido sin dejar hijos, ni primos, ni compadres. En su lecho de muerte, recordó al aprendiz Lápich y le dejó su carrito y su burro. Esto se pone en conocimiento del aprendiz Lápich con el aviso de que venga a retirar su herencia en la antigua casa del anciano, ubicada cerca de la Aduana de la ciudad”. Arriba y abajo de la carta algo se veía escrito con letras y

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números. Seguramente, el encabezamiento y la firma. Pero eso ni ahora ni después leyó Lápich. Cuando conoció que heredaba el carrito y el burro ni siquiera se preocupó de averiguar quién le avisaba. Su corazón, en aquel momento, sentía una enorme gratitud. —Oh, qué bueno era aquel anciano! ¡Con qué gusto le agradecería! —exclamó Lápich—. ¡Si al menos pudiese ver cómo Ghita y yo mantendremos limpio y cuidaremos a su burro! —Adiós!, ¡adiós, señorita! Me apresuro a contarle a Ghita la buena noticia. Lápich intentó correr a las escaleras. Pero de la habitación, salió la elegante y anciana dama para quien trabajaba la criada. La dama lucía un negro vestido de seda y en la cabeza, una blanca cofia. Ella se enteró por su criada de lo bondadoso y singular que era el aprendiz llamado Lápich. La dama le ofreció recibirlo como a un hijo propio y enviarlo a estudiar a un colegio para gente distinguida. Pero Lápich, quitándose la gorra, se acercó a la elegante dama, le besó su mano y le replicó: —Yo quedaré zapatero, porque este oficio es el que más me gusta. Luego, agregó: —De todos modos, hay más gente que gasta zapatos que gente que los fabrica. La elegante dama se sonrió y comprendió, inmediatamente, que sería una lástima para Lápich si no fuese zapatero.

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Lápich le besó la mano una vez más, y escapó corriendo escaleras abajo con su carta. Realmente amaba su oficio de zapatero, pero en ese instante pensó más en su burro, que no cabía en la casa de la elegante dama. Lápich corrió ansioso por las calles de la ciudad, y en un santiamén entró a la casa. —L1evaremos zapatos en burro! —le voceó al maestro Gruño desde la puerta, mostrando su carta, y les contó a todos lo sucedido. El mismo día por la tarde, Ghita y Lápich fueron en busca del burro y del carrito. Por cierto que, difícilmente, habrían encontrado la casa del anciano, mas la carta indicaba que él vivía cerca de la Aduana. La Aduana era un edificio alto que sobresalía, de modo que fue fácil ubicarla. Cuando Lápich presentó su carta a unas personas con quienes viviera el anciano, le entregaron el burro y el carrito. Verdaderamente, merecía la pena haber visto a Ghita y a Lápich cómo conducían su carrito por la ciudad tirado por el burro. Era tan gracioso y alegre, que Ghita lamentaba no llevar su dorada trompeta para hacerla sonar. ¡Todavía se notaba que había crecido en un circo! Pero Lápich le señaló que no sería bien visto que la hija del maestro Gruño hiciera sonar una trompeta, yendo en burro por las calles. Iban cantando a media voz y dichosamente durante el trayecto y hacían sonar la guasca sobre el burro que zarandeaba sus largas orejas.

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Al enfrentar la casa del maestro Gruño, Lápich no pudo contener su júbilo; saltó del carrito y tiró su gorra a lo alto. Corrió hasta la puerta de la casa, asomó la cabeza lanzó un grito a toda voz: —Aquí está el burro! —Oh, qué dijiste! —rió Ghita y se burlaba de su amiguito. La gente comprendió, naturalmente, que Lápich no se refería a sí mismo, cuando al asomar la cabeza a través de la puerta dijo: “Aquí está el burro!”; pero Ghita, siempre juguetona, continuó burlándose y ambos se reían con alborozo. Para evitar nueva confusión bautizaron al burro con el nombre de “Cocodan”. Algo más allá, una mujer, observando la hermosa escena de la llegada en burro de Ghita y Lápich y la felicidad que irradiaban, exclamó: —Dio mío! ¡Qué bella sería la vida de los niños si siempre permaneciesen pequeños! —Entonces, durante toda nuestra vida deberíamos estar siempre en el mismo curso —contestó Lápich—; pero los maestros no lo permitirían y habría problemas. Por lo tanto, es mejor que ahora juguemos, y después, que seamos grandes como la demás gente.

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Final Y así fue como sucedió. Lápich y Ghita crecieron y fueron adultos. Lápich se dedicó a zapatero y Ghita olvidó que una vez anduvo en un circo. Únicamente en una ocasión vivió algo que se lo hizo recordar. Al cabo de algunos años, un circo visitó la ciudad y el maestro Gruño con su familia asistieron un domingo a la función. Ghita vio, de pronto, cómo una linda muchachita entró a la pista montada en un caballo blanco: ¡era su antiguo Halcón! La muchachita lucía, igualmente, hermosa y pequeña como lo fue Ghita. Y Halcón seguía siendo bueno y querendón como antes; pero se notaba un poco canoso y, por lo tanto, más blanco todavía. A los caballos, a pesar de no sufrir las preocupaciones de los hombres también les salen canas. Ghita vio además a su loro, y supo que él y Halcón disfrutaban de buena vida con su nuevo patrón. El antiguo dueño del circo, poco después de que Ghita lo dejara, enfermó, se confesó y arrepintió de sus pecados, muriendo en paz, lo que para un pecador como él resultó lo mejor. Después Ghita y Lápich, ya crecidos, se casaron. Más tarde se hicieron cargo del taller del maestro Gruño, quien ya había envejecido bastante.

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Ghita y Lápich tuvieron cuatro hijos y contaron con tres aprendices. Un domingo en la tarde, se reunieron los aprendices y los hijos y ellos les narraron “Las asombrosas aventuras del aprendiz Lápich”. Las botitas fueron guardadas, entonces y para siempre, en una vitrina de cristal arriba de un gran armario, y el que quiso las pudo admirar. Si alguien ha quedado con pena, porque este cuento termina, que revise una vez más este libro y trate de sumar a todas las personas que ayudó en su viaje el aprendiz Lápich: pequeño como un codo, alegre como un pajarillo, valiente como el Príncipe Marcos, sabio como un libro y bueno como el sol.

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NOTA SOBRE LA AUTORA Autora croata nacida en 1874 en Ogulin y fallecida en Brod na Savi, en el año 1938. Su familia gozaba de renombre en el mundo de las letras de su país, y más tarde, su matrimonio con el doctor Vatroslav Brlic la llevó a vivir en un ambiente donde las artes y las letras ocupaban un lugar muy importante. Sin haber realizado ningún tipo de estudio filológico, Ivana presentó una temprana vocación literaria, la cual se volcó en especial en las narraciones infantiles, que obtuvieron gran éxito en su tiempo y también posteriormente, a través de las numerosas traducciones de sus obras. Poseía un impecable dominio del estilo y además una innata inclinación por temas delicados, llenos de ternura y en gran medida pedagógicos. Su obra cuenta, además, con composiciones poéticas en prosa, cuyo refinamiento le permitió a la autora ser la primera mujer admitida en la Academia de Ciencias y Artes de Zagreb. El conjunto de su obra está dedicado a los niños y durante el extenso período que la autora dedicó a la literatura, fue aplaudida tanto por la crítica como por el público. Narraciones como Leyendas de otros tiempos le

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hicieron merecer el apodo de la “Andersen croata”. Su libro Las aventuras del aprendiz Lapich ha tenido innumerables traducciones y ediciones desde su publicación.

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SUGERENCIAS PARA LA LECTURA DE LAS AVENTURAS DEL APRENDIZ LÁPICH 1. Busca un sinónimo para la palabra destacada: — El temible patrón tenía una antigua pena. — El perro tenía un aspecto desgreñado. — Un día el hombre le propinó una paliza muy injusta. — Esa noche el niño estuvo cavilando por mucho rato. — No era una historia truculenta. — Obtuvo muchos provechos de esas amistades. — El ladrón se escabullé ante los ojos de todo el pueblo. Escribe en tu cuaderno una oración breve con cada una de estas palabras. 2. Busca en un diccionario el significado de las siguientes palabras: insólito sigiloso cejear jergones arreciar segar severo polenta siniestro lezna jaspeada 3. ¿Qué relación tienen con la historia los siguientes elementos? Príncipe Marcos El canastero Las botas La estrella azul Una moneda de plata Una cicatriz El Meñique Un gato de ojos centelleantes Un carretón 4. Ordena las palabras para formar una oración con sentido:

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a) este - no - Yo - como - necesito - labriego - un. b) caballos - Ghta - Los - y - trajeron - pastorcitos - los. c) mostraba - Sólo - se - Pelusín - no - sorprendido. d) lechero - Dijo - murió - que - anciano - viejo - de - el. e) conversación - El - dueño - el - circo - Hombre Negro del - iniciaron - y - su. 5. En e/libro aparecen los sonidos que realizan diversos anima/es; por ejemplo, el burro rebuzna, el perro /adra. Averigua cuáles son los sonidos de los siguientes animales: rana oveja ganso león ___________ gato toro ____________ papagayo___________ lobo ___________ cerdo ternero ____________ vaca caballo ____________ 6. Ordena en tu cuaderno las palabras en la columna correspondiente: aventuras-cristal-asombrosas-sil baba-Halcón-persignó dormido-reír-angosto-carcajadas-brillantetristepartieron-reinos-reconocer-vacío-averiguar-f loresrojas-amapolas-escondidas-orgullo-praderas-Marcos sustantivos adjetivos verbos 7. Responde las siguientes preguntas: a) Describe la vida de Lápich antes de escapar del zapatero. b) Menciona dos oportunidades en que Lápich utilizó los conocimientos que había aprendido del maestro Gruño.

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c) ¿Cómo se conocieron Ghita y Lápich? d) ¿Quién era Gregorio? e) ¿Qué trabajos realizó Lápich en sus aventuras? f) ¿Cuál fue la herencia que obtuvo Lápich y qué hizo para merecerla? g) ¿Cómo logró Lápich recuperar las botas? h) ¿Por qué a Ghita no le gustaba trabajar? i) Menciona dos acciones de Lápich en que aparezca como un héroe. j) ¿Quién era Máritsa? 8. Marca las oraciones verdaderas con una V y las falsas con una E Corrige las oraciones falsas. El aprendiz Lápich era huérfano solamente de padre. La esposa del zapatero era muy cruel y egoísta con el aprendiz. Lápich escapó porque quería conocer el mundo. El maestro Gruño culpaba a Lápich por todos los errores que él mismo cometía. Ghita había huido del circo. Los pastores acogieron a Ghita y a Lápich en su hogar. El dueño del carrusel permitió a los niños pasar la noche dentro de su casa. Gregorio y el Hombre Negro, finalmente, escapan juntos. 3. Numera los hechos según el orden que tienen en e/libro. — a) Ghita prepara una función para los labriegos. — b) Marcos lloraba por la pérdida de dos gansos. — c) Gruño fue atado a un árboL — d) Lápich ofreció a la criada traerle flores al regreso de su viaje.

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— e) Pelusín encontró al aprendiz en el prado. — f) El maestro Gruño fabricó unas botas demasiado pequeñas. — g) Un hombre cayó frente a Lápich. 10. Une con una línea el personaje de la columna A con una cualidad que le pertenezca de la columna 8: AB ) Gruño - mendiga ) Madre de Gregorio - leal D) Lápich - hermosa i) Pelusín - gordo ) Yana - enojón ) Dueño del carrusel - alegre ) Ghita - anciano i) Lechero - enferma 11. Expresión personal: a) ¿Por qué el maestro gruño tenía mal carácter’ b) ¿A qué se debió el cambio de Gregorio? c) ¿Por qué la esposa de Gruño protegía a Lápich? d) ¿Es el Hombre Negro un buen ejemplo pan los demás? ¿Por qué? e) ¿A cuál personaje te gustaría imitar y por qué f) ¿Cuál era la misión que decía tener Lápich ¿La realizaba bien? Comenta. 12. Relata brevemente el final de Las aventuras dE aprendiz Lápich. SOLUCIONES 4. a) Yo no necesito un labriego como este.

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b) Los pastorcitos y Ghita trajeron los caballos. c) Sólo Pelusín no se mostraba sorprendido. d) Dijo que el anciano lechero murió de viejo. e) El Hombre Negro y el dueño del circo iniciaron su conversación. 6. sustantivos adjetivos verbos aventuras dormido partieron cristal rojas reír amapolas asombrosas reconocer reinos angosto silbaba carcajadas escondidas averiguar orgullo vacío persignó Halcón brillante praderas triste Marcos flores A a) Gruño b) Madre c) Lápich d) e) Yana B mendiga leal hermosa gordo enojón alegre anciano enferma

a)F b)F

c)F e)F g)F h)F d)V f)V

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a)5

e)2

b)4

f)1

c)7 d)3 g)6

116

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