Aubrey Beardsley - Bajo el monte.pdf

July 12, 2016 | Author: mercurio324326 | Category: N/A
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AUBREY BAJO BEARDSLEY EL MONTE Traducción y prólogo: MIGUEL TOLEDO

ARCA BUENOS AIRES GALERNA MONTEVIDEO DIGITALIZADO POR SRP

CARA TULA: JORGE CARROZZINO © ARCA/GALERNA Colonia 1263, Montevideo Boulogne Sur Mer 580, Buenos Aires Hecho el depósito que marca la ley Impreso en la Argentina – Printed in Argentina

PROLOGO

Para el público de habla española Aubrey Beardsley es casi un desconocido; en todo caso nadie lo conoce como escritor, y ese nadie incluye también, en su mayor parte, al público de habla inglesa. Digamos de entrada que aunque la obra pictórica de Beardsley fue genial e innovadora, su obra escrita no pasa de ser una curiosidad. Pero una curiosidad que tiene el sello de una época a la cual estamos volviéndonos con nostalgia creciente, y que también se vivió en el Río de la Plata. Lugones, Quiroga y sus amigos habían aprendido de Rubén Darío la misma adoración por la literatura francesa que inspiró al fin del siglo inglés. La generación que siguió a los prerrafaelistas leía a Baudelaire, Samain, Verlaine y los novelistas de la decadencia: Huysmans, Sar Péladan, Rachilde, Maurice Barres, Catulle Mendes, Octave Mirbeau, Remy Gourmont, Marcel Schwob. En el mundo utilitario y filisteo del crepúsculo victoriano, los dandies encabezados por Oscar Wilde -como nuestro Roberto de las Carreras- negaban los valores aceptados en materia de arte, costumbres sexuales y decoración de interiores. Nunca el puritanismo inglés se había sentido tan ofendido como lo fue por estos disidentes, y el monto de su cólera se sintió en la brutal reacción que siguió a la condena de Wilde en 1895, y que virtualmente puso fin a la llamada "década amarilla". A la distancia, Wilde nos parece como escritor mucho menos rebelde de lo que pudo suponerse; por debajo de su genio epigramático alentaba un temperamento sentimental, quejoso, que no se distingue mucho del de sus censores vic-

torianos. Beardsley era más joven, más cínico y más genuinamente original. Sus ilustraciones para la famosa edición de Salomé publicada a principios de 1894, han ganado con el paso del tiempo, mientras que la prosa francesa del drama galileo de Wilde ya ha pasado a confundirse con una parodia. Quizá Wilde lo previera cuando rechazó las ilustraciones (en que su caricatura aparece repetidas veces) alegando que eran "garabatos de escolar". Chocaban con el ideal de belleza alentado por el autor del Retrato de Dorian Gray y su estilizada sensualidad debe haberle parecido peligrosa, aunque de hecho las imágenes más anatómicas de Beardsley habían sido omitidas por el editor. La desconfianza entre los dos hombres tuvo un último vuelco irónico: el frágil y atormentado muchacho, luego de la condena y el vía crucis de Wilde, sintió la urgencia de demostrar que él no era homosexual y se entregó a excesos que según parece precipitaron su muerte por tuberculosis en 1898, a los 26 años. Durante mucho tiempo se asoció a Beardsley con un cierto satanismo de salón al que hace referencia Rubén Daría en el artículo que publicamos al final de esta edición. El propio artista fomentó el equívoco, inevitable en una época en que la crítica de arte era todavía una dilucidación de contenidos anecdóticos y "espirituales". Así fue olvidado y negado junto con todo el art nauveau, sus lirios, sus nenúfares, sus cabelleras, sus japanai-series y los motivos serpentinas y acuáticos que ornaron tantos ceniceros y bandejas de nuestras abuelas. La revaloración de los valores plásticos y artesanales del art nouveau que comenzó hace pocos años desplazó la atención de los aspectos patológicos de la fantasía de Beardsley -sus fetos y efebos, su atmósfera maligna- a la calidad extraordinaria de su dibujo. La gran exposición del

museo londinense Victoria and Albert, en 1966, recordó al público joven que Beardsleyen sus originales era un exquisito maestro de la línea, virtud a la cual las reproducciones periodísticas de su obra no siempre hicieron justicia. Este tipo de reproducción -el clisé fotográfico linealtiene exigencias que Beardsley supo comprender mejor que nadie. La insensibilidad absoluta del clisé a los sombreados del dibujo académico, su fidelidad a las calidades extremas del blanco y el negro1 y su infidelidad a los grosores relativos de la línea constituían al mismo tiempo un descubrimiento y un desafío. Al principio de su brevísima carrera, Beardsley tuvo que ilustrar la Morte Darthur y los 350 dibujos que hizo para esa novela de caballería estaban resueltos en un seudo medievalismo de xilografía según el modelo de William Monis; un resto de ese tipo de ornamentación recargada puede apreciarse en los motivos vegetales que sirven corno fondo al "Frontispicio para Venus y Tannhäuser". Pero Beardsley pronto había derivado al ideal del grabado japonés que tanto influyó en la escuela affichista de Chéret, Toulouse-Lautrec y Bonnard, con su falta de naturalismo, su espíritu decorativo y su resolución en superficies planas de color. La misma ilustración que cité muestra cómo Beardsley llegó a dar soluciones personales al problema de la línea expresiva y el espacio plano del grabado: el cuerpo y el vestido de Venus son de una perfecta chatura blanca y la decoración floral está resuelta en líneas punteadas, igual que la corbata de

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Aubrey Beardsley se desliza como un silfo zahareño. Con carbón nieve y ceniza da carne y alma al ensueño, dice Darío en El canto errante (1907) .

Tannhäuser y el camisón de la fantasmal y beatífica Santa Rosa de Lima en otros grabados2. No dejará de llamar la atención el anacronismo deliberado: "dioses terminales" japoneses en un mundo de grotescos de Callot, ambientes y trajes rococó, pelucas de la época de Moliere. El mismo anacronismo campea en el texto de Under the Hill, donde se mezclan la comedia-ballet barroca y El oro del Rhin de Wagner. Ni las ilustraciones ni el texto constituyen obra completa, y quizá ese hecho haga que uno y otras presenten un aspecto más caótico de lo que se proponía Beardsley. ¿Qué es esta "novela romántica" con ilustraciones del autor? Para empezar, es algo más que el texto al que hace referencia Darío, una traducción fragmentaria al francés que se publicó en 1908. Allí Tannhäuser figura como el abate Fanfreluche, nombre que tenía cuando la obra se había publicado, también expurgada, en la revista The Savoy en 1896. Under the Hill fue comenzada en 1894 Y anunciada ese mismo año entre las futuras publicaciones del editor John Lane, como La historia de Venus y Tannhäuser, en que se hace re-

lación exacta de los usos cortesanos de la señora Venus, diosa y meretriz, bajo el famoso Horselberg, y que contiene las aventuras de Tannhäuser en ese lugar, su viaje a Roma y su regreso a la montaña de amor, por Aubrey Beardsley. Con veinte ilustraciones a toda página) numerosos ornamentos y portada de la misma mano.

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Las mejores reproducciones de este artista se pueden encontrar en The Best of Beardsley (Londres, The Bodley Head, 1948). Aparte de varias antologías gráficas (ninguna de la calidad editorial de la que citamos), en 1967 han aparecido dos obras importantes sobre Beardsley: una biografía del norteamericano Stanley Weistraub (editada en Inglaterra por W. H. Allen) y otra del inglés Brian Reade en una lujosa edición ilustrada (Studio Vista).

El manuscrito quedó incompleto a la muerte de Beardsley y fue publicado sin ilustraciones, en 1907, en una edición reservada. El mismo texto, con dibujos mediocres, apareció en otra edición reservada en 1927, esta vez en Nueva York. Ahora la Olympia Press lo ha dado a conocer con todas las ilustraciones del autor, y con el añadido de varios capítulos escritos por un señor John Glassco que intentan terminar la historia del arrepentimiento de Tannhäuser y su peregrinaje. La traducción que aquí se ofrece omite ese agregado (pasticcio de un estilo que no rehúye el pasticcio) y otras dos cosas que sí eran de la mano de Beardsley pero no añadirán nada a su fama: una extensa ofrenda verbal al personaje eclesiástico imaginario que figura en la dedicatoria, y un párrafo de la bacanal donde el ingrediente de pedofilia excedió la capacidad del traductor. Arthur Symons, amigo del dibujante, elogia en su obra sobre Beardsley (1898) "estas páginas brillantes, deshilvanadas, fantásticas, en que cada frase era meditada, escrita con independencia de las demás y abandonada a su suerte en el párrafo. Es una obra que nunca podría haber sido terminada, porque nunca fue realmente empezada, pero ¡qué talento literario singular e indudable es el que pone en evidencia!... Creo que Beardsley", continúa Symons, "habría preferido ser un gran escritor a ser un gran artista. Recuerdo que en cierta oportunidad, cuando lo presenté como socio en una biblioteca y tuvo que llenar un formulario, insistió en clasificarse como 'hombre de letras'. Beardsley deseaba intensamente ser escritor, y aunque sus versos no eran más que poesía de encargo (de encargo propio) y ejecutada sin un defecto, su prosa era de calidad más alta y el fragmento que dejó de una narración inconclusa y sin preparar tiene un sabor muy indi-

vidual. No es la labor de un artesano sino la de un aficionado, y en ese sentido puede compararse a la prosa de Whistler. Beardsley tenía bastante ingenio, y en su prosa se percibe un intelecto firme, afecto a la fantasía y adverso al sentimentalismo. Escribía y veía sin imaginación ni pasión, pero con una precisión feroz y perspicua; prefería ver cosas complicadas y perversas, llenas de detalles fantásticos, cosas improbables e imposibles traídas de los más lejanos rincones del universo". No entiendo por qué la imaginación está excluida de estas cualidades que releva Symons, pero es exacto el paralelo implícito que establece entre la obra pictórica de Beardsley y sus evocaciones verbales. Si el lector comparte mis preferencias, hallará lo más valioso de este fragmento en los párrafos descriptivos, especialmente aquéllos que traen enumeraciones (de máscaras, de nombres, de ornamentos). El modelo de algunas de las descripciones físicas es el tipo de la mujer fatal que tantos estragos hizo en la literatura del Canal de la Mancha a partir de Salammbô de Flaubert. He aquí la Mesalina de Swinburne:

A barren beauty subtle and sleek, Curled carven hair, and cheeks worn wan With fierce false lips of many aman, Large temples where the blood ran weak, A mouth athirst and amorous … 3

La figura del cantante Spiridion parece copiada de otro personaje de Swinburne, "Dolores, Nuestra Señora del Dolor Sensual", que se le adelantaba en la nota sacrílega: 3

Yerma belleza sutil y esbelta, pelo rizado como el de una estatua, mejillas marchitas por la violencia de muchos falsos labios de hombre, anchas sienes donde corría débil la sangre, una boca sedienta y amorosa (de The Masque of Queen Bersabe).

Cold eyelids that hide like a jewel Hard eyes that grow soft for an hour; The heavy white limbs, and the cruel red mouth like a venomous flower.4

Las descripciones de vestuario y decorado revelan otro amor de Beardsley: esa íntima comprensión del teatro que hay en sus caricaturas de actrices, su serie sobre The Rape of the Lock de Pope (concebida como una serie de escenas de comedia barroca) y su conmovedora estampa titulada La muerte de Pierrot. Me gusta también -y me recuerda mucho a Azul ... de Darío- la intromisión del humor en medio de una prosa que califica Mario Praz5 de faisandée. No otra cosa representa el detalle de las medidas corporales de Venus, o el menú del festín con sus colas de cordero al claro de luna... Es un rasgo que redime el carácter adolescente de algunas de las fantasías del autor y su reflejo en el estilo con que las vierte: peligro inevitable cuando un inglés que demora en olvidar la melancólica sensualidad aprendida en las escuelas de varones pupilos quiere imitar las perversidades de la literatura francesa. Miguel Toledo

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Párpados fríos que esconden como una joya ojos duros que son suaves durante una hora; pesados miembros blancos y la cruel boca roja como una flor venenosa (ibid.) 5 La carne, la morte e il diavolo nella letteratura romántica. Esta obra, publicada en inglés como The Romantic Agony, contiene un jugoso retrato humano y literario de los “decadentes” y sus antecesores (Oxford University Press, 1951)

AL EMINENTÍSIMO y REVERENDÍSIMO PRÍNCIPE GIULIO POLDI PEZZOLI CARDENAL DE LA SANTA IGLESIA ROMANA OBISPO TITULAR DE SANTA MARIA IN TRASTEVERE ARZOBISPO DE OSTIA Y VELLETRI NUNCIO DE LA SANTA SEDE EN NICARAGUA Y PATAGONIA PADRE DE LOS POBRES REFORMADOR DE LA DISCIPLINA ECLESIÁSTICA MODELO DE SABER PRUDENCIA Y PIEDAD ESTÁ DEDICADO EL PRESENTE LIBRO CON TODA REVERENCIA POR SU HUMILDE SERVIDOR UN ARTESANO DEL PINCEL Y LA TINTA QUE COMPUSO ESTA OBRA

AUBREY BEARDSLEY

Capítulo I DE CÓMO EL CABALLERO TANNHÄUSER ENTRÓ EN EL MONTE DE VENUS Al apearse del corcel Tannhäuser vaciló un instante bajo el umbrío portal del Monte misterioso, estremecido por la sospecha de que la cabalgata de un día entero hubiese hecho mella en su primoroso atavío. Con mano fina y graciosa como la de la marquesa du Deffand en el dibujo de Carmontelle se acariciaba nerviosamente la cabellera dorada, que caía sobre sus hombros en rizos perfectos; sus dedos escudriñaban punto por punto el preciso tocado, aplacando las insubordinaciones del pañuelo y la gorguera. Era la hora de las bujías... cuando la tierra fatigada se arrebuja en su manto de sombras y neblinas, cuando vibra en el bosque encantado el paso tenue de las hadas y su lejana voz, cuando el aire se puebla de influjos delicados y hasta los galanes sueñan un instante ante el espejo del tocador. "Un momento delicioso para iniciar el exilio", pensó Tannhäuser. El sitio estaba abrumado de flores exóticas; flores de aroma pesado y envolvente, hierbas oscuras que no están nombradas en ningún tratado de botánica. Polillas enormes con aspecto de haberse saciado de tapices y telas reales dormían en los pilares que flanqueaban la entrada; tenían las alas espesas y los ojos abiertos, inyectados en sangre. Los pilares eran de alabastro pálido; se elevaban como himnos al placer, cincelados del pie al capitel con tallas amorosas, tan insólitas que Tannhäuser se demoró en contemplarlas. Sobrepasaban en inventiva los grabados de Utamaro, los mosai-

cos que tenía en sus baños el cardenal La Motte y hasta las asombrosas ilustraciones del "Suplemento Infantil" de Jones. -Bonito portal -murmuró el Caballero, ajustándose el lazo de seda. Un canto débil salió de las profundidades de la montaña: música mínima, extraña, como la leyenda marina que se oye en las caracolas. -Deben ser las Vísperas de Venus -dijo Tannhäuser, y rasgueó apenas unos acordes de acompañamiento en su laúd. La canción flotó en el umbral encantado enroscándose en las columnas, hasta rozar a las polillas y hacer que se estremecieran en el sueño. Una de ellas despertó con las notas más fuertes y penetró volando en la cueva. Tannhäuser lo consideró una señal para entrar también. -Adiós; te dejo, Madona -dijo, haciendo un gesto al frío círculo de la luna recién salida. Había una nota de melancolía en su voz. -¡Pluguiera al cielo concederme antes del debut el apoyo moral de un espejo!- suspiró. -Pero seré huésped de una diosa; sus ojos están saciados de perfección, y no ha de importarle que en la mía haya un defecto. Una rosa silvestre se le había prendido en el encaje de la gorguera, y en su primer arranque de enojo quiso castigar severamente a la intrusa. Pero la agitación sólo le duró un momento: había algo tan delicioso en la invasión del delicado objeto por una flor, que Tannhäuser contuvo la mano y se prometió dejar la rosa en su sitio. Sería un pasaporte del mundo más alto al inferior. -La violencia de la falta –declaró será su disculpa- y, deshaciendo un nudo en la borla del bastón, entró en el fres-

co corredor que llevaba al seno del monte: entró con el aplomo admirable y la elegancia sin arrugas de Don Juan.

Capítulo II DEL TOCADO DE VENUS Y SUS PREPARATIVOS PARA EL FESTÍN Frente a un tocador que relucía como el altar de Notre Dame des Victoires estaba sentada Venus, con un breve peignoir negro y heliotropo. Cosme le marcaba la aromática cabellera; con pinzas de plata tibias, el hábil peluquero le armaba bucles para que le cayeran leves como un soplo sobre la frente y las cejas, y se le arremolinaran en torno al cuello como zarcillos. Las tres favoritas, Pappelarde, Blanchemains y Loreyne, la rodeaban con perfumes y polvos, redomas, cajitas y cuencos de porcelana donde había mezclado el magnífico Chateline un carmín que disimula en las mejillas y los labios la palidez del exilio. Los tres favoritos, Claude, Clair y Sarrasine, aguardaban con una salvilla, un abanico y un pañuelo. Millamant llevaba una bandeja con chinelas, Minette varios guantes de cuero tierno, La Popelinière -ama del vestuario- una bata amarilla y blanca; La Zambinella tenía a su cargo las joyas, Florizel las flores, Amadour una caja de pinchas y Vadius una caja de dulces. Por la sala, de paneles decorados con la pintura galante de Jean-Baptiste Dorat, se paseaban las palomas y había sentados varios enanos y criaturas dudosas que sacaban la lengua, se pellizcaban y se comportaban de extraña manera. Venus les sonreía fugazmente al verlos. La Sra. Marsuple, una mujer obesa que se especializaba en manicurías y afeites, entró sin anunciarse y se sentó junto al tocador, saludando a su ama con gesto familiar. Llevaba un vestido de seda blanca con encajes de oro y una garganti-

lla de terciopelo bermellón. Tenía el pelo dispuesto en bandeaux sobre las orejas y reunido atrás en un moño enorme, y su sombrero, de ala ancha y frondosa muselina rosada, era una erupción de rosas rojas.

Ilustración para “Salomé” de Oscar Wilde, 1893

La Sra. Marsuple hablaba con voz untuosa y salaz; tenía extraños gestos de las manos y movimientos de hombros, una respiración corta que le arrugaba el corpiño, una piel revenida, grandes ojos córneos, nariz de loro, boca chica y blanda, grandes cachetes fláccidos y una serie de papadas. Era una persona criteriosa; Venus la amaba más que a ninguno de sus sirvientes y la llamaba con mil nombres cariñosos: Sapito, Polola, Gallito, Bocacha, Dedalina, Pastillita, Mi Joya, Botoncito, Corazón, Cabecita, César, Tête-à-tête, Lechoncito, Toquetona, Mi Bien y Comodina. Las pláticas entre la Sra. Marsuple y

su ama tenían el tono ideal que suele adoptar la conversación entre viejos amigos: se entendían perfectamente aunque sólo hablaran con medias palabras. Naturalmente algo se comentó sobre Tannhäuser, el recién llegado. Venus aún no lo había visto y planteó averiguaciones muy oportunas a su respecto. La Sra. Marsuple hizo el relato de su llegada, su deambular curioso por los jardines, su calma satisfacción ante todo cuanto veía, su repentino afecto por una jovencita que encontró en la primera terraza, la multitud que se reunió en torno de él y lo anegó de rosas, su graciosa manera de defenderse con la máscara y la reverencia con que se encomendó al dios de todos los jardines, besando a la deidad con devoción de peregrino. Tannhäuser se encontraba en ese momento en los baños, creando una favorable impresión. El informe y el peinado terminaron al mismo tiempo. -Cosme -declaró Venus-, eres un amor; esta noche te has superado. -La señora exagera -replicó el viejo, riendo como una jovencita bajo la máscara de satén negro. -A veces me parece que no tengo ningún talento, pero hoy confieso que siento un poquito de vanidad. Me daría una depresión espantosa contarles cómo fue el maquillaje de Venus; baste decir que la triste labor se cumplió, franca, magnífica y sin sombra de engaño. La diosa dejó caer el peignoir y se paró ante el espejo en un mar de volados. Era alta, esbelta, adorable. Su cuello y sus hombros estaban espléndidamente dibujado, y sus breves senos maliciosos tenían ese rubor de hermosura que nunca puede entenderse ni gozarse plenamente. Tenía los brazos y manos articulados con soltura pero no sin delicadeza, y las piernas divinamente largas. De la cadera a la rodilla, 55 cen-

tímetros; de la rodilla al talón, 55 centímetros. Proporciones de diosa. Me gustaría describirla con más detalle, porque las generalidades no sirven de nada en un retrato. Pero me temo que los silencios forzosos dejarían tantos vacíos que más vale no empezar el retrato para dejarlo inconcluso. Quienes sólo hayan visto a Venus en el Vaticano, en el Louvre, en Uffizi o en el Museo Británico no se imaginan qué hermosa era. Nada que ver con la señora que figura en el Diccionario de Antigüedades. La Sra. Marsuple se enterneció y besuqueó los brazos de la celestial criatura. -¡Comilona! Pórtate bien -advirtió Venus, y pidió a Millamant que le trajera el calzado. La bandeja estaba cargada de pantuflas, de una elegancia y un primor que dejarían chico al museo de Cluny. Las había de gamuza gris, blanca y beige, de seda blanca y satén rosado, de terciopelo y de brocato; las había verde botella bordadas con capullos de cerezo, rojas con ramas de sauce, y grises con pájaros de colores vivos. Había tacos dorados, de plata y de marfil; había hebillas de piedras preciosas montadas en engarces muy extraños; había cintas y lazos anudados en formas imprevistas; botones tan hermosos que los ojales no podían esperar a encerrarlos; suelas de cueros delicados y aromáticos, y forros de tela suave perfumados con zumo de flores de estío. Pero a Venus no le conformaba ninguna, y pidió un par de marroquí rojo sangre recamado de perlas. Le quedaban muy bien con las medias de seda blanca. Al paso de la bandeja cargada, Florizel hizo lo de siempre: atrapó una pantufla, se la calzó en el pene y cumplió los movimientos necesarios.

Era su capricho habitual. La Popelinière se adelantó con el vestido. -Esta noche no uso nada -dijo Venus, y se puso los guantes. Cuando la diosa hubo terminado sus preparativos, todas las palomas se arremolinaron en torno a sus pies frotándole los tobillos con las alas, y los enanos aplaudieron y chiflaron estrepitosamente. Nunca se había mostrado Venus tan radiante. Spiridion, desde su rincón, interrumpió un solitario y tembló. Claude y Clair, pálidos de placer, la acariciaron con sus manitas y le arrugaron las medias con los labios y volvieron a alisarlas con los dedos; Sarrasine le quitó las ligas, las besó del lado interior y se las colocó de nuevo, oprimiéndole los muslos con sus labios. Los enanos se pusieron muy atrevidos. Lo que hicieron ilustra las páginas 72 Y 74 del diccionario de Delvau. En medio de todo, Pranzmungel anunció que estaba servida la cena en la quinta terraza. -¡Ah! -exclamó Venus-. Me muero de hambre.

Capítulo III DEL FESTÍN DE VENUS Y LAS TRAVESURAS DE SUS COMENSALES Ni que decir que Tannhäuser le gustó enormemente, y se sentó a su lado en la cena. La terraza, repleta de mil ornamentos fantásticos, cien mesas y cuatrocientos divanes, ofrecía un aspecto espléndido. En el medio había una inmensa fuente de bronce con tres platos. En el primero se apoyaban un dragón de muchos senos y cuatro cupidos montados en cisnes, cada cupido provisto de arco y flecha. Dos de ellos miraban al monstruo con gesto de temor, y los dos de atrás le apuntaban con flechas. En el borde del segundo plato se levantaba un círculo de finas columnas coronadas por palomas con las alas y las colas desplegadas. El tercero, sostenido por un grupo de sátiras grotescamente atenuados, tenía en su centro un tubo ornado de máscaras y rosas, y coronado por cabezas de infantes. De las bocas del dragón y los amorcillos, de los ojos de los cisnes y los pechos de las palomas, de los cuernos y labios de los sátiras, de muchas máscaras y de los rizos de los infantes saltaba profusa el agua, trazando arabescos y otras figuras. La terraza estaba iluminada por cuatro mil bujías, sin contar las que había en las mesas. Los candelabros eran de una variedad inagotable y alegraban el ambiente con sus tallas atrevidas. Los había de siete metros de altura, con velones que resplandecían sobre el festín como antorchas fragantes, derritiéndose hasta que la cera quedaba formando altas agujas. Otros ofrecían un ejército de bujías dispuestas

en círculos, pirámides, cuadrados, cuneiformes, líneas parejas y medias lunas. Apoyados en pedestales faunescos y plintos mitológicos había fuentes con forma de grandes conchas, rebosantes de frutas y flores. Naranjos y mirtos decorados con cintas rojas crecían en macetas de porcelana, y los rosales se enroscaban con soberbia inventiva en las glorietas y los palios. Sobre un costado de la terraza había un largo escenario dorado cerrado por un telón de tapices pagonios, y delante estaba dispuesto el lugar para los músicos. Las mesas colocadas entre la fuente y la escalinata a la sexta terraza eran todas circulares; estaban tendidas con manteles de damasco blanco y cubiertas de lirios, rosas, ranúnculos, narcisos, claveles y anturios; y en los divanes, sobre la profusión de ricas telas y muelles cojines, había abanicos y sorpresas para todos los gustos. Más abajo se extendían los jardines, trazados con arte tan exquisito que el arquitecto de las fiestas de Armailhacq no les habría encontrado defecto; los estanques con sus barcas repletas de flores y marionetas de cera, las avenidas de altos árboles, las arcadas y cascadas, los kioskos, grutas y dioses tutelares recibían desde la terraza dispuesta para el festín un tinte rojizo y orgiástico. Venus, semidesnuda, Tannhäuser, la Sra. Marsuple, Claude, Clair y Farcy, el cómico principal, estaban juntos en una mesa. Tannhäuser llevaba largas medias de seda negra, un par de bonitas ligas, una elegante camisa plisada, chinelas y un bata exquisita; Claude y Clair -delicioso privilegio de la inmadurez- no tenían nada encima; y Farcy llevaba ropa de noche. La indumentaria y peinados de los demás comensales merecen recordarse. Velos moteados que parecían manchar

la piel con una enfermedad rara y augusta, abanicos con rendijas para espiar; abanicos ornados con escenas curiosas, sonetos de Esporión y cuentos de Scaramouche; abanicos hechos de enormes polillas vivas pinchadas en agujas de plata. Se veían máscaras de terciopelo verde que estucaban espesamente las facciones; máscaras con rostro de pájaros, monos, serpientes, delfines, mujeres, embriones y gatos; máscaras con caras de dioses; máscaras de vidrio coloreado, de talco y de goma. Había pelucas de lana negra y escarlata, de plumas de pavo real, de hebras de oro y plata, de plumón' de cisne, de sarmientos de vid y de pelo humano; grandes cuellos de muselina almidonada más altos que la cabeza; vestidos enteros hechos con plumas de avestruz; túnicas de piel de pantera sobre mallas rosadas; capotes de satén granate con aplicaciones de alas de lechuza; mangas con forma de animales apócrifos, calzas que caían hasta los tobillos recamadas de rosas mimosas; medias ilustradas por fiestas galantes y faldas con forma de flores. Algunas de las invitadas se habían aplicado bigotes color púrpura o verde; otras llevaban grandes barbas blancas, a la manera de San Agustín.

Frontispicio para "Earl Lavender". 1895

Dorat les había pintado en el cuerpo extraordinarios grotescos y viñetas. Sobre una mejilla, un viejo que se rascaba la cabeza cornúpeta; sobre una frente, una vieja perseguida por un amorcillo impúdico; sobre un hombro, una travesura de monos; en torno a un seno, un círculo de sátiros; en una muñeca una guirnalda de angelotes; sobre un codo un ramillete de flores; sobre una espalda, aventuras pastoriles; puntos rojos en la comisura de los labios; y sobre el cuello una bandada de pájaros, un loro enjaulado, una rama con frutas, una mariposa, una araña, un enano ebrio o unas sencillas iniciales. Pero lo mejor eran las siluetas negras pintadas en las piernas, que a través de las medias blancas transparentaban como si fueran suntuosos moretones.

La cena preparada por Rambouillet no admite adjetivos vulgares. El consommé impromptu habría sido suficiente para asegurar la reputación inmortal de cualquier chef. ¿Qué decir, entonces, de la dorade bouillie sauce Maréchale, el ragoûtt aux langues de carpes, los ramereaux à la charnière, la ciboulette de gibier à l'Espagnole, el pâté de cuisses d'oie aux pois de Monsalvie, las queues d'agneau au clair de lune, los artichauts à la Grecque, la charlotte de pommes à la Lucy Waters, las bombes à la marée y los glaces aux rayons d'or? Un verdadero tour de cuisine que superaba hasta las famosas cenas íntimas del marqués de Réchale, en Passy, las que calificó el abate Mirliton de "impecables". ¡Ah, Pierre Antoine Berquin de Rambouillet: eres digno de tu alta dueña! El mero apetito pronto dio paso a los instintos superiores del gourmet; los vinos de rara cepa, refrescados en cubos de nieve, no tardaron en desatar el espíritu descorsetado de la conversación cínica y la carcajada atroz.

Capítulo IV DE LA CORTE DE VENUS Y SU EXTRAÑA CONDUCTA EN EL FESTÍN Al ir sucediéndose los platos, la conversación adquirió vigor y punta. Pulex y Cyril, Marisca y Cathelin abrieron el fuego del escándalo. Las infidelidades de Cerise, las dificultades de Brancas, los caprichos de Sarmean entre los lirios del jardín aquella mañana, la declinación física de Thorilliere, el afecto de Astarté por Roseola, el imposible miembro de Félix, la pasión de Cathelin por el perrillo de Sulpilia, la pasión de Sola por sí misma, el mordisco que Marisca dio a Chloe, las depilaciones de Pulex, las enfermedades de Cyril, la dolencia de Butor, el pequeño comentario de Maryx, la profunda carta IV de Lesbia y mil locuras amatorias del día fueron tema de la plática. Las voces, ásperas y gritonas, se tornaron borrosas y tartajeantes. Para esclarecer la mala gramática se empleaban gestos aun peores, y en cierta mesa Scabius se expresó con términos dignos de Rabelais. Bassalissa intentó pronunciar el nombre de Lysistrata, y viceversa, hasta que dieron con un pasatiempo más entretenido. Tala, el actor trágico, ataviado de amplio manto púrpura, plumas y coturno, se levantó y se puso a declamar con gestos rítmicos uno de sus papeles favoritos. No pasó del primer verso, pero lo repitió una y otra vez cambiando de acentos y entonación, y sólo calló al ver que los sátiras de blanco estaban sirviendo espárragos. Clitor y Sodon se pelearon violentamente por la hermosa Pella, y casi derribaron un candelabro. Sophie tuvo relaciones íntimas con una botella de champaña vacía, juró que

había quedado encinta, y terminó simulando un parto encima de la mesa; Belamour decía que era un perro y saltaba en cuatro patas de diván en diván, mordiendo, ladrando y lamiendo. Mellefont se deslizaba entre los comensales echando filtros de amor en sus copas. Juventus y Ruella se desnudaron e intercambiaron sus ropas. Spelto ofreció un premio al que acabara primero… ¡y lo ganó Spelto! Tannhäuser, apenas un poco alegre, yacía sobre los cojinetes dejando que Julia hiciera su voluntad. Ojalá me fuera permítido contarles lo que pasaba en la mesa 15. Los divertiría mucho, y les daría una buena idea de los hábitos imperantes en el séquito de Venus. Lamentablemente, por razones de fuerza mayor, buena parte de las cosas que se hicieron y dijeron en el festín no pueden ser contadas ni insinuadas. Venus estaba tan absorta en la belleza de Tannhäuser que no probó casi bocado. Muchas veces se reclinó en su bata, besándolo apasionadamente; el caballero tenía una piel firme y flexible que era un pan ideal para sus dientecillos. El labio superior, tembloroso, le dejaba al descubierto las encías. Tannhäuser, por su parte, no escatimaba muestras de devoción. Nada dejó sin mirar y palpar, y hundía la cabeza en los frondosos volados hasta desgarrarlos. Venus lo embelesaba y lo exasperaba; oprimiéndola entre los brazos, sació en su boca la sed de sus labios resecos. Le acariciaba suavemente los párpados, le apartaba los rizos de la frente y le hacía mil festejos, afinándola como afina un violinista su instrumento antes del concierto. La Sra. Marsuple resoplaba como un caballo de combate que huele pólvora y cosquilleaba a Venus y a Tannhäuser, metiéndoles la lengua por la garganta y negándose a quedarse

quieta hasta no haberle sacado el gusto al Caballero. Claude, atento a la oportunidad, se zambulló bajo la mesa, salió del otro lado junto al diván de Venus y antes de que ella pudiera decir "Oh" estaba sorbiendo el café "aux deux colonnes". Clair se puso furioso con el éxito de su amigo, y se quedó de mala cara para el resto de la velada.

Capítulo V DEL BALLET DANZADO POR LOS SIRVIENTES DE VENUS Cuando un tropel de criaturas selváticas vestidas de flores y hojas verdes hubo servido las frutas y los vinos dulces, se encendieron las velas de la orquesta y los músicos ocuparon su lugar. Dirigía el impecable Titurel de Schentefleur. Su batuta era capaz de extraer a la música riqueza ignotas, como si fuera él quien ejecutase cada instrumento. Tenía el poder de volver más sutil a Scarlatti y más entusiasta a Beethoven. Era un hombre negro y delicado, de labios gruesos y nariz respingada, con larga cabellera negra y bigotes estilo Molière. Nadie conocía en Venusberg sus gustos amatorios. Se lo consideraba virgen, y Cathos le había puesto "El Solitario". Esa noche llevaba un traje de etiqueta de seda blanca, resplandeciente de condecoraciones. Los bucles del peinado le temblaban activamente al menor gesto de la batuta, y en las orejas lucía brillantes regalados por Venus. Los músicos vestían la librea habitual: chaleco y calzas rojas con encaje dorado, medias blancas y zapatos rojos. El espectáculo estaba compuesto por un ballet basado en la comedia de Cyrano de Bergerac "Las bacanales de Esporión", con coreografía, dirección y música de nuestro Titurel. 1 El telón se levantaba sobre un remoto valle de Arcadia, un paraje de silvana frescura regado por un arroyuelo. Era la

aurora, y el sol despertaba con un beso a la tierra, como el príncipe a la Bella Durmiente. El abrazo del astro avivaba reflejos dorados en el rocío; los árboles despertaban de su oscuro sueño, los pájaros de su silencio y las flores de su temor a la noche. Los sones de la flauta y el timbal traían de lo hondo del bosque a una multitud de sátiros cargados de nueces, ramas, flores y raíces, como ofrenda al misterioso Pan que había en mitad del escenario; de los montes bajaban entonces los pastores y pastoras precedidos de sus rebaños, con guirnaldas en los cayados. Un sacerdote rústico, venerable y ataviado de un manto blanco, atravesaba lentamente el valle seguido de un coro de niños. La puesta en escena era admirable, y no puede imaginarse nada más complejo y a la vez más armonioso que el grupo arcádico. La coreografía permitía al cuerpo de ballet una exhibición de consumada destreza. La danza de los sátiros fue recibida con aplausos, y cuando el sacerdote hizo un gesto final de bendición los adoradores salieron de escena con un paso tan intrincado y elegante que no habría hecho falta más para consagrar definitivamente a Titurel. La escena quedaba vacía unos segundos y a continuación entraba Esporión con un tropel de damas y elegantes. Esporión era un joven delgado, alto y con aspecto depravado, de cara impasible y ovalada, con huesos prominentes, fuerte boca morada, ojos japoneses y gran tupé dorado. De sus hombros colgaba una capa de satén color salmón con cuello alto y largas cintas negras flotantes. Tenía una chaqueta de muselina verde manchada, recogida en la cintura mediante una faja escarlata de bordes ondulados y abullonada sobre las caderas. Los pantalones le caían blandamente ajustándo se en

Frontispicio para "Venus y Tannhäuser". 1895

los tobillos; las medias eran de nonato blanco con una abertura para los dedos, y estaban ajustadas con finas sandalias rojas. Pero lo más insinuante eran las manos agitándose entre las cintas y encajes: dedos sinuosos y agudos con las uñas sombreadas de rosa, insaciables palmas de lóbulos voluptuosos, dorso blanco que transparentaba venas azules... En la izquierda llevaba un pañuelo de encaje, bordado con una corona. Sus amigos y seguidores formaban un séquito bullanguero e insolente; enumerar sus trajes llevaría mucho espacio,

quizá más del que ocupa el décimo capítulo de la Historia de la ropa interior de Pénilliere. Esporión se adelantó para explicar, con gesto rápido y diestro, que sus amigos y él estaban cansados de diversiones, saturados de los pobres placeres de la civilización, y habían invadido la Arcadia para experimentar un nuevo frisson destruyendo la inocencia de algún pastor o sátiro, inoculando en los moradores del bosque el veneno de la disipación. El coro asintió con movimientos lánguidos. Curiosos y un tanto atemorizados ante la llegada del tropel cortesano, los faunos y pastores acechaban entre los árboles y sólo un par de ellos osaron acercarse. Esporión, las damas y los caballeros hacían lo posible por tentar a las rústicas criaturas, llamándolas con voz alegre y musical. Poco a poco aparecieron todas, atraídas por el aspecto brillante de los desconocidos y los aromas imprevistos que exhalaban; algunos hasta tocaron tímidamente las ricas telas. Entonces Esporión y sus amigos tomaron cada uno de la mano a un fauno o una pastora y ensayaron los pasos de una danza cortesana. La gente silvana nunca había visto movimientos tan delicados ni tan bien concertados, y su esfuerzo por imitarlos resultaba grotesco y encantador. ¡Qué expresivo contraste entre medias de seda y patas peludas, corpiños suntuosos y sencillas blusas, extravagantes pelucas y melenas desgreñadas! Cuando terminó el baile, los sirvientes de Esporión trajeron champaña y entre piruetas fueron llenando las altas copas y ofreciéndolas a los rústicos; nunca se había probado en la Arcadia una bebida tan refinada.

2 Antes de que transcurriera mucho tiempo los invasores estaban gustando ya los primeros frutos de la expedición, recogiéndolos con mano hábil y saboreándolos con labio, lengua y diente; las pastoras y los sátiras lanzaban exclamaciones de asombro, pues en su primigenia inocencia nunca habían imaginado semejantes placeres. Esporión y el resto de la compañía retozaban como corderitos. El vino circulaba sin cesar, y el valle cobró el aspecto animado de un día de mercado. Atraídos por la atmósfera festiva, los niños del coro irrumpieron en el escenario y se dieron a batir palmas, riendo a carcajadas ante lo que veían e imitando con pueril torpeza los movimientos desordenados de la multitud. Dicho sea de paso, no quiero olvidar la actitud independiente de otros espectadores: seis o siete aristócratas parados o sentados con los ojos entreabiertos, narinas dilatadas, dientes apretados y labios separados en un rictus doloroso, haciendo lo que hacía el duque de Broglie al espiar los amores del Regente de Orléans. Esporión y sus amigos, al empezar a cansarse de la orgía, abandonaron la iniciativa y se entregaron a los placeres pasivos, cediendo con cuerpo blando al abrazo ardiente de los sátiras embriagados, que embestían con furia implacable como si su potencia no conociera límites. Practicaban con pasión áspera las novedades aprendidas esa mañana, causando estragos en la carne aristocrática y haciendo jirones el rico vestuario. Duquesas y mariscalas, marquesas y princesas, duques y mariscales, marqueses y príncipes eran violados, forzados, apretados y sobados hasta la exasperación. Los salvajes, de pecho velludo y vigor inagotable, mordían los albas

muslos y olisqueaban frenéticamente las hendijas; se sentaban sobre el pecho de las mujeres consumando enloquecidamente entre sus senos; atrapaban a su presa por las caderas y la revoleaban por el aire, derramando prodigioso caudal. Era el triunfo del valle. En lo alto el sol irradiaba su generoso calor, y las sombras se hacían más cortas. Pequeñas mariposas atravesaban el escenario, las abejas hacían música en las flores, los pájaros cantaban en los árboles, las ovejas balaban en la ladera del monte, y la orquesta seguía ejecutando la música hipnótica de Titurel.

Capítulo VI DE LA LID AMOROSA QUE HUBO ENTRE VENUS Y T ANNHXUSER Venus y Tannhäuser se habían retirado al exquisito pabellón de la primera terraza, construido para la reina por Le Con y situado frente a un panorama de los parques y jardines. Era un boudoir encantador, todo cortinados de seda y mullidos cojines. Las paredes de planta octogonal, con paneles pintados, relucían de espejos y candelabros; el cielorraso en forma de cúpula tenía molduras doradas que brillaban en la penumbra. Un mundo de preciosismo envolvente colmaba las vitrinas del pabellón: estatuillas de cera con vestidos teatrales y cara regordeta y sonriente, budas de mirada cruel, vasos de alabastro y de opalina, relojes que no decían nada, cajas de marfil llenas de secretos, figuras de porcelana que representaban íntegras escenas de ópera. De un lado de la pieza había seis elegantes mesas de juego con sus sillas. Pero nada más hermoso que los cuatro biombos pintados por De la Pine con paisajes al estilo de Claude Lorrain: estampas ideales para reponerse de la visión de un parque que no fuera perfecto. El lugar exhalaba el aroma de varias docenas de rosas rojas y de un sutil perfume amatorio que ascendía de los divanes, destilado en secreto por Chateline y llamado l'Eau Lavante. El complejo peinado de Cosme se había derrumbado durante el festín, y los bucles de pelo negro le caían a Venus en desorden sobre los párpados cansados, mórbidos y somnolientos. Tenía la túnica y los sutilísimos calzones desgarrados y húmedos; su piel estaba excitada y sensible. Sus muslos

cerrados parecían una vasta réplica de la joyita que llevaban en medio; sus nalgas eran firmes como las mejillas de una virgen regordeta y prometían un goce tan profundo como el misterio de la Rue Vendome; la cabellera menor, apenas suficiente, se enroscaba como el pelo de un querubín. Tannhäuser, pálido y mudo de anticipación, recorrió brutalmente los divinos miembros con sus dedos cuajados de alhajas, quitando gasas, encajes y elásticos hasta caer, finalmente desnudo y con la respiración contenida, encima de su señora. Sé que es costumbre de los cronistas presentar héroes capaces de dar a una dama al menos veinte pruebas de su valor en una noche. Tannhäuser no era tan talentoso, y sintió cierto alivio cuando una hora más tarde la Sra. Marsuple, Doricourt y algunos más irrumpieron en el pabellón trayendo un vaho de alcohol y reclamaron a Venus. La pieza pronto se llenó de una multitud ruidosa que apenas podía tenerse en pie. Estaban varios de los actores, entre ellos Lesfesses -el brillante intérprete de Esporión-, que aún no se había quitado el maquillaje y prestó tremenda atención a Tannhäuser. Pero el Caballero no le encontró mucho interés fuera del escenario y prefirió levantarse y cruzar el pabellón hasta donde estaban sentadas Venus y la manicura. -¡Qué cara de cansado tiene este niño! -dijo la Sra. Marsuple. -¿Lo llevo a la cunita? -Si tiene tanto sueño como yo -bostezó Venus- es lo mejor que puede hacerse. La Sra. Marsuple levantó a su ama de los cojines y se la llevó con maternal solicitud. -Vamos, niños -dijo la obesa criatura-, vamos; ya es hora de ir a la cama.

Capítulo VII DEL DESPERTAR DE TANNHÄUSSER Y SUS ABLUCIONES MATINALES Siempre es un deleite despertar en una habitación desconocida. El empapelado, los cuadros, la posición de puertas y ventanas, que hemos visto sin fijarnos mucho la noche anterior, se revelan a nuestra mirada con todo el encanto de la sorpresa. Eran las ocho; Tannhäuser se despertó, se desperezó ampliamente en la gran cama mullida cubierta de palio, murmuró "¡Qué bella pieza!" y se acomodó las almohadas de seda festoneada. Por un resquicio de las grandes cortinas estampadas atisbó la gramilla inundada por el sol, las fuentes, las flores, los jardineros al trabajo; a la sombra de los árboles un grupo de cazadores desayunaba, aprestándose a partir hacia el bosque.

Autorretrato ("Una nota al pie"). 1896

-¡Qué espléndido! -exclamó el Caballero, bostezando con infinito contento. Se quedó en la cama, observando los curiosos dibujos del palio y entregado a sus pensamientos. Pensó en el Roman de la Rose, tan bello y tan breve. En un Claude Lorrain que poseía Lady Delaware. En el hermoso par de pantalones color ocre que le encargaría a Madame Belleville. En Santa Rosa de Lima, su voto de virginidad a los cuatro años y el amor que le demostró María, quien desde el pálido fresco de la iglesia de Santo Domingo le extendía las

manos para abrazarla; cómo se construyó la joven en el fondo de su jardín, para orar y cantar himnos, un oratorio adonde iban a escucharla los escarabajos, las arañas y los caracoles; cómo prometió desposarse con Fernando de Flores y la mañana de la boda se perfumó se pintó los labios, se puso el traje de novia y se prendió rosas blancas en el pelo, fue a una colina cerca de los muros de Lima, se arrodilló llamando tiernamente a Nuestra Señora, y al cabo de un momento descendió Santa María, besó a Rosa en la frente y se la llevó al cielo. Pensó en los primeros versos del Britannicus de Racine. En el folleto que había en la biblioteca de Venus, titulado Domestiquemos al unicornio. En las "Bacanales de Esporión". En el amor, y en una cantidad de cosas más. Luego, con los ojos entreabiertos, paseó la vista por los grabados que colgaban de la pared a rayas rosadas. Entre los marcos rococó vivían las criaturas graciosas y corrompidas de Dorat y su escuela: niños delgados de máscara y dominó, sonriendo horriblemente; libertinos que asomaban la cabeza sobre el hombro de niñas con caras de muñeca, sin hacer nada visible; Pierrots desvencijados que posaban de amantes y señalaban algo fuera del cuadro; galanes tísicos y enormes mujeres con caras de pájaro en un salón dieciochesco, iluminado por las ascuas de un hogar que proyectaba grandes sombras en las paredes y el techo. Uno de los grabados, que mostraba a un viejo marqués practicando el ejercicio para cinco dedos mientras frente a él su querida ofrecía las nalgas a un podenco, hizo que el Caballero se acariciara un ratito. Tannhäuser se había llevado varios libros a la cama. Uno de ellos era la partitura de El oro del Rhin. Apoyando el vo-

lumen en las rodillas pasaba las páginas con mano diestra, exaltado por el hecho de atacar una obra de Wagner con la cabeza despejadaÀ. Una vez más lo fascinaron la belleza y el humor del primer cuadro; el misterio del preludio que parece levantarse del légamo del Rhin, la algazara abominable y primitiva que sigue al canto de las doncellas, la nota de odio y negrura que hay en la música amorosa de Alberich, y la líquida melodía que describe al río. Pero lo que más aplaudió esa mañana fue el tercer cuadro, la escena en que Loge -como una especie de Scapin prehistórico- engaña con su astucia a Alberich. El martilleo febril de la fragua, el staccato de Mime, el ir y venir de los Nibelungos agitados como un rebaño de ovejas infernales, la actividad frenética de Alberich y sus metamorfosis, el rápido llamear de Loge, hacían del cuadro el episodio más confuso e inquietante en toda la historia de la ópera. ¡Cuánto regocijaba a nuestro Caballero su monstruosa poesía melodramática! A las once Tannhäuser se levantó, se quitó el camisón de seda y adoptó una postura elegante ante el espejo. Ora se inclinaba hacia adelante, ora se tendía en el piso, o se paraba descansando en una pierna y luego en la otra hasta. parecerse a un modelo de Rafael. Se sentó luego de espaldas al espejo mirándose codiciosamente por encima del hombro, y con una cinta de seda blanca se envolvió de mil maneras. Estaba absorto en el espejo y no advirtió la entrada de un tropel de jovencitos, que se mantuvieron en actitud de admiración y

Es de lamentar que los conciertos sólo se ofrezcan de tarde, cuando uno está aletargado, o de noche, cuando uno está nervioso. Sería mucho mejor asistir a los recitales como se asiste a misa: de mañana, cuando la mente y el alma no se sienten perturbadas y cansadas por la influencia secular del día. À

respeto prontos a recibir sus órdenes matinales. Al verlos, el Caballero les sonrió y les pidió que le prepararan el baño. El baño era el ambiente más grande y más espléndido del apartamento. Tannhäuser se detuvo un instante contemplando, como Narciso, su reflejo en la lámina de agua perfumada; luego, agitando apenas la tranquila superficie con un pie, entró en la fresca piscina y se dejó deslizar graciosamente junto a los bordes. -¿Nadie se baña conmigo? –preguntó a los bellos adolescentes que lo aguardaban con perfumes y toallas tibias. En un tris los jovenzuelos se despojaron de las túnicas, saltaron al agua y se tomaron de las manos, haciendo un alegre corro en torno del Caballero. -Salpicadme -pidió y los rapaces obedecieron, provocándole una deliciosa conmoción. Persiguió al más bello hasta darle alcance, le mordió el trasero y lo besó en el perineo hasta que el muchacho se puso como un carmelita y su hombría incipiente asomó bajo el agua cual una gran perla rosa. Como el muchacho parecía inclinado a adoptar la posición activa Tannhiiuser descendió graciosamente a la pasiva, rasgo de generosidad que terminó de ganarle el afecto de sus valets de bain... o "pescaditos" como los llamaba al sentirlos nadar entre sus piernas. Con todo, el goce supremo de estas abluciones no está en el baño sino en el secado y las fricciones consiguientes. Venus había designado a sus más diestros servidores para atender a Tannhäuser. La solicitud con que se ocuparon de sus partes amatorias le despertó casi un sentimiento de gratitud; al terminar con los ritos se le habían disipado ya los últimos restos de nostalgia. Luego de descansar un rato. y sorber el chocolate, entró al tocador. Su valet Daucourt, el

peluquero y barbero Chenille y dos jovencitos más lo aguardaban con la ropa dispuesta. Una vez afeitado el Caballero, Daucourt ordenó a sus asistentes que le presentaran una selección de prendas de vestir para esa mañana. La decisión final fue indudablemente feliz: una casaquilla de seda rosa que mostraba a la perfección la curva del asiento; calzas de encaje negro fruncido hasta la rodilla y una delicada camisa de muselina blanca, profusamente plisada y bordada de oro. Los dos asistentes, bajo la dirección de Daucourt, hicieron lo suyo con ritmo magistral, mostrando una exquisita deferencia hacia el desnudo y un indudable aprecio por el torso escultural del Caballero.

Capítulo VIII DEL ÉXTASIS DE ADOLFO Muy satisfecho con su aspecto, el Caballero se fue a dar los buenos días a Venus. Halló a la diosa vestida con una túnica de muselina, paseándose por la gramilla y recogiendo flores para adorno de la mesa de desayuno. La besó en el cuello. -Voy a darle de comer a Adolfo -dijo ella, señalando la bolsita de bollos que llevaba colgada del brazo. Adolfo era el unicornio. -Es un amor -prosiguió-: blanco como la leche, salvo la boca, la nariz y el órgano. Por aquí-. El unicornio vivía en su propio palacio, hecho de follaje verde y rejas doradas, hogar adecuado para una bestia tan rara. Era algo notable observar a la blanca criatura paseando por su jaula, fiero y hermoso, sin pareja y sin respetar otra mano que la de Venus. Al acercarse la reina con Tannhäuser, Adolfo comenzó a saltar y corvetear, pateando el césped con sus cascos de marfil e hinchendo la cola como un gonfalón. Venus levantó la traba y entró a la jaula. -Tú no puedes entrar; Adolfo es muy celoso -dijo al Caballero, que la seguía. -Pero quédate a miramos; le gusta el público-. Con sus dedos finísimos deslió los bollos de especias y dio de comer al níveo animal. Terminadas las últimas migas, Venus se limpió las manos y fingió que se iba sin acordarse más de Adolfo. Cada mañana repetía ese juego, y el unicornio enamorado sufría la tortura de creer que ese día sería el último del amor de Venus. Pero pasado un momento la reina volvía corriendo a él, consolándolo de sus terribles dudas. ¡Pobre Adolfo! Era feliz cuando la reina le permitía acariciar sus senos con la punta de la lengua. Sin duda el agudo olfato de los animales debe atraerlos más que a nosotros

hacia las mujeres: el deleitoso aroma que apenas llena, las narinas de un hombre debe revelarse al bruto en toda su divina plenitud. Adolfo olisqueó a Venus como nunca lo había hecho un ser humano. Terminadas las primeras muestras de mutuo afecto, el unicornio se recostó en la gramilla y, cerrando los ojos, empezó a batirse el vientre con el blasón de virilidad. Venus cogió entre sus manos el ariete e inclinó en él una mejilla; pocas caricias hicieron falta para consumar el placer de la bestia. La Reina desnudó el brazo izquierdo hasta el codo y lo plegó, frotándolo sobre el tenso instrumento. Cuando comenzó a fluir la melodía, el unicornio ensayó un asombroso acompañamiento vocal. A Tannhäuser lo divirtió enterarse de que, según las normas de la etiqueta venusina, todos tenían que esperar la erupción de tales sonidos antes de sentarse a desayunar. Esa mañana Adolfo fue profuso. Venus se hincó en el césped y paladeó su aperitivo.

Capítulo IX DEL DESAYUNO DE VENUS Y TANNHÄUSER Y SU PASEO POR LOS JARDINES DEL PALACIO Los comensales del desayuno estaban dispersos por el jardín en pequeños grupos. Venus y Tannhäuser se sentaron en el césped frente al Casino, y atacaron una mesa cargada de manjares. El Caballero estaba feliz. Todo cuanto lo rodeaba tenía un aspecto luminoso y matinal: las túnicas flotantes, los mancebos de ropa escasa y los sátiros que pasaban balanceando bandejas de carnes, vinos y frutas; los manteles de damasco, la amena conversación y las risas discretas; el color y el aroma de las flores; la sombra del boscaje, la voz fresca del viento y el cielo puro y pastoril como una sexta perfecta. Y Venus, tan hermosa. -¡Amor mío! -murmuró Tannhäuser, estrechándole una mano. Al otro extremo del jardín, medio oculto por un rosal, un joven desayunaba solo. Jugueteaba nerviosamente con la comida y prefería reclinarse en la silla con las manos vacías, mirando a Venus con aire estúpido. -Es Félix -aclaró la Diosa, y procedió a explicar su actitud. Félix siempre acompañaba a Venus en sus viajes al excusado, sosteniéndola, ayudándola y compartiendo los frutos de la operación. Aflojar sus vestiduras, levantarle la falda, aguardar y observar la salida, mojar un labio o un dedo en el sabroso producto real, ensuciarse con él, yacer bajo la Reina mientras caían los favores, llevarse el papel arrugado: tales eran los placeres que colmaban la vida de aquel joven.

Nunca fue tan bienamada una reina por sus súbditos como Venus. Todo lo que usaba tenía su amante. ¡Cielos! ¡Qué manera de robarle pañuelos y medias! ¡Cuántas diarias intrigas, cuánta astucia para poseer cualquier insignificancia suya! Cada centímetro de su cuerpo tenía un adorador. Nunca alcanzaba para Savaral la cera de sus oídos. Nunca podía escupir con la prodigalidad exigida por Pradon... y para Saphius un mes era una espera interminable. Terminado el desayuno y calmado Félix de sus celos de Tannhäuser, Venus invitó al Caballero a recorrer los jardines, parques, pabellones y fuentes. Se pidió el carruaje. Era un frágil vehículo en forma de concha, con cojines y palio, arrastrado por diez sátiros vestidos como los cocheros de la emperatriz Paulina. El paseo fue muy interesante. Ante los ojos de Tannhäuser desfilaban prados cubiertos por jóvenes de miembros blancos y exquisito ropaje; canteros florales donde las damas de la corte se solazaban exhibiendo sus prendas íntimas en grupos armoniosos; boscajes umbríos que revelaban muchachos entrelazados al pie de los árboles o en las ramas. En las fuentes tenía Amor su corte, y el agua insistente llenaba los deleitosos resquicios del cuerpo. La pequeña Rosalía estaba montada como un postillón sobre el dios fálico de todos los jardines. Tenía los ojos entrecerrados, y sonrió al pasar el carruaje. Sobre los hombros ricamente ataviados le caían las trenzas color de lino; tenía las piernas desnudas, y los dedos del pie retorcidos en éxtasis. Al pie de la estatua yacían sus zapatos, medias y otras prendas. Tannhäuser se estremeció ante el espectáculo y volvió a ponerse en ánimo de batalla. Venus deslizó los dedos por en-

tre el encaje de sus calzas, murmurando "¿Es todo para mí?" y ayudando al caballero con caricias hábiles. El coche se habría tumbado de no ser por la feliz intervención de la Sra. Marsuple, que apareció justo a tiempo para restablecer el equilibrio. Los ojos de la obesa señora brillaban al retirar Tannhäuser el sable. Con sincera admiración, perdonó y olvidó el susto que se había llevado al ver caer el carruaje. Venus y Tannhäuser prodigaron disculpas y agradecimientos mientras una multitud de cortesanos se reunía para consolarlos y felicitarlos. El Caballero juró que no subiría más al carruaje y quedó muy nervioso. Pero luego de aspirar un frasco de sales recuperó la serenidad y consintió en continuar el paseo. El paisaje adquirió tintes misteriosos. El parque ya no resonaba con la voz alegre de los cortesanos. Dejaba oír ecos grises y apagados; las hojas susurraban, un manantial interrumpía el silencio como la voz de un oráculo solitario. Tannhäuser se puso melancólico. A lo lejos, por entre los árboles, relucía un lago plateado y tranquilo: un estanque reticente y romántico que prometía los peces más sutiles de la creación. En torno a la orilla dormitaban irremediablemente los árboles, los estandartes y las flores de lis. El Caballero tuvo una sensación extraña al mirar el lago. Le parecía que si le echaba una piedra iba a hablar, decir algo, revelar un secreto. "Pero me daría miedo". Y comenzó a imaginar qué habría del otro lado: ¿más jardines, otros dioses? Mil lánguidas fantasías desfilaron por su mente. El lago adoptaba formas fantásticas, crecía veinte veces de tamaño, se reducía a una mi-

niatura, sin perder nunca su calma mortal. Al crecer el agua el Caballero sentía mucho temor, pues se imaginaba el tamaño inmenso de las ranas, sus grandes ojos y sus monstruosas patas. Pero al decrecer el agua se reía pensando qué diminutas se habrían puesto; imaginaba sus patas, más finas que si fueran arañas, y su croar disminuido que ya no podría oírse. Quizá no fuera más que un lago pintado, como los del teatro. Era un lago maravilloso, y le habría gustado bañarse en él. Pero estaba seguro de que se hubiera ahogado.

Capítulo X EL STABAT MATER, SPIRIDION Y DE LA PINE Cuando despertó de sus ensueños, comprobó que estaban regresando al palacio. El carruaje se detuvo en el Casino para que el cortejo entrara a; jugar a los caballitos. Tannhäuser prefirió observar a los jugadores y se paró detrás de Venus, que había ocupado una silla vacía y colocaba monedas de oro en los números felices. Lo primero que notó Tannhäuser fue el donaire, la alegría y la belleza de los croupiers. Eran un encanto aunque se llevaran todo el dinero. Vestidos de seda negra, con guantes blancos, peluca amarilla y gorro de plumas, rostro ovalado y joven, cuerpo esbelto y ágil, voz argentina y cálida, eran un desquite por la insultante arrogancia, el odioso aplomo y la fealdad vergonzosa de sus colegas. El que proclamaba al ganador era un placer para la vista. Estaba interesado apasionadamente en los petits chevaux y se había lamido toda la pintura de sus petits couillons. Me preguntaréis sin duda "¿Eso es todo lo que hacía?" y yo contestaré "No, no era todo". Bajo la luz de atardecer que entraba por los grandes postigos, todas las molduras del Casino, los candelabros, los espejos, el piso encerado, el techo cubierto de pinturas, los caballitos que galopaban en redondo por su prado verde, las pilas de oro y plata, los rastrillos de marfil, la multitud de elegantes abanicándose y ostentando sus tocados, ofrecía un aspecto cálido, rico. Se estaba sirviendo el té. Algunas señoras lo sorbían nerviosamente y sobre el borde de la taza fijaban la vista en los caballitos y su girar cada vez más lento.

Otros jugadores más indiferentes abandonaban las mesas y tomaban el té en grupos. Tannhäuser encontró en el Casino motivos de diversión. El administrador, Ponchon, era un hombre emprendedor y talentoso. No pasaba un día sin traer algún número nuevo. La colección de programas del Casino da una idea considerable. de sus dotes como empresario. ¡Qué innúmeros ballets, comedias, comedias-ballets, conciertos, mascaradas, charadas, proverbios, pantomimas, cuadros mágicos y kinetoscopios excéntricos; qué troupes de marionetas, qué burlescos! Ponchon tenía olfato para los nuevos talentos, y muchos de los principales actores y cantantes que aparecían en el Teatro y la Opera de la Reina habían hecho su debut y su fama en el Casino. La piece de résistance, aquella tarde, era una interpretación del Stabat Mater de Rossini. Se daba en la Salle des Printemps Parfumés. ¡Qué versión incomparable de la deliciosa y anticuada pièce de décadence! La música tenía una cualidad sutil que era como el rubor malsano de las frutas de cera. Cantaba la parte solista ese contralto sin par que se llama Spiridion. Fue una Virgen milagrosa. Para empezar por su vestuario: las piernas del artista, redondas y femeninas como eran, estaban calzadas hasta la cadera por medias blancas con detalles color melón. Llevaba botas de cuero abotonadas hasta la pantorrilla, y sus muslos de ramera iban ceñidos por finas ligas escarlata. La chaqueta tenía corte de jockey, pero con una nube de volados en el puño; alrededor del cuello, sobre los hombros, llevaba una carita negra. Tenía el pelo teñido de

verde y rizado como el de las madonas de Morales, y lo llevaba sobre la frente abombada y lustrosa y cayéndole sobre las orejas, las mejillas y la espalda. Las facciones del contralto eran temibles y hermosas: una cara como las que se ven en sueños. Sus ojos eran grandes y negros, bordados por ojeras azules y mejillas fláccidas empolvadas, con hoyuelos visibles; su boca, granate y dolorosamente curvada; su barbilla, diminuta y modelada exquisitamente, y su expresión cruel y femenina. ¡Cielos! Qué físico para una voz sin igual. Cada modulación del fraseo iba acompañada por un gesto insinuante, una ondulación del vientre, una contracción del muslo o una elevación del pecho henchido. La interpretación provocó entusiasmo y aplausos atronadores. Claude y Clair hicieron llover flores sobre el cantante y se lo llevaron en triunfo a las mesas. Su traje motivó comentarios admirados. Los hombres hicieron trizas el atavío y echaron diente al vasto trasero de Spiridion. Por el momento nadie parecía acordarse de los caballitos. Sup, el penetrante, perforó la seda y se le hundió hasta la empuñadura, mientras las piernas del contralto se convertían en un festín para Pudex, Cyril, Anquetin y algunos más. Ballice, Corvo, Quadra, Senillé, Mellefont, Théodore Le Vit y Matta, todos ellos del culto egoísta, rodearon parados o agazapados a la pareja, saturándola de tibias duchas. Más tarde Venus y Tannhäuser hicieron una breve visita al estudio de De la Pine, pues el Caballero quería que le pintara un retrato. La fama del artista se alimentaba un poco de su reputación como fouteur, ya que ciertas señoras que tenían buen recuerdo de él también eran admiradoras fervo-

rosas de sus fiestas galantes, sus retratos y sus folies bergeres. Era todo un libertino, y su estudio un burdel. Pero su talento no necesitaba de semejante apoyo, y la fuerza y agilidad de su pincel rivalizaban ventajosamente con las de su instrumento. Cuando Venus y el Caballero entraron al estudio, De la Pine estaba en medio de un grupo de amigos y aficionados que habían ido a ver su última obra. Era un pequeño lienzo que mostraba un balcón italiano con una mujer vestida de blanco, leyendo una carta. La mujer tenía medias de tono castaño, enaguas color paja, zapatos blancos y sombrero de

La Ascensión de Santa Rosa de Lima. 1896

ala amplia con un lazo. Era pelirroja, y llevaba el pelo recogido. A sus pies yacía un perrillo japonés, retrato del favorito de la reina, "Fanny", y sobre la balaustrada había una jaula vacía. Al fondo un paisaje campestre, con colinas bajas, árboles, un río, un castillo y el cielo matutino. De la Pine se apresuró a besar la mano húmeda y perfumada de la reina. Tannhäuser hizo una profunda reverencia y rogó que le permitiera ver algunos cuadros. El pintor lo llevó a conocer su estudio. También se hallaba presente Cosme, pues De la Pine estaba haciéndole un retrato. Prometía ser una obra maestra. Cosme suscitaba la admiración y el afecto de todos, no sólo por sus grandes dotes de peinador sino por su modestia y su afabilidad. Sólo se lo veía cuando era útil: quedaba muy decorativo con su delantal blanco, su máscara negra y su traje plateado, y era discreto. El pintor ofrecía esa noche a Venus y Tannhäuser una cena íntima, e insistió en invitar a Cosme. El peluquero declaró que estaría de más, y Venus tuvo que añadir su invitación antes de que cediera. Fue una reunión muy agradable. El pintor estaba de púrpura, con un traje fastuoso lleno de galones y volados. Con su pelo rizado y sus ojos sombreados, sus gestos amplios y románticos, se parecía un poco a Maurel en Parsifal. Venus lucía un bello conjunto de Camille, y se parecía a K. Tannhäuser estaba vestido de mujer y parecía una Diosa. Cosme relucía de oro, estaba erizado de gorgueras, centelleaba de botones brillantes, estaba pintado, empolvado y majestuosamente empelucado, y parecía un marqués de ópera bufa.

El comedor de De la Pine era el más bonito que imaginarse pueda........................................................................................... .................................................................................................................

TRAS EL ALMA DE AUBREY BEARDSLEY Beauty, truth and rarity... Shakespeare. Vine a ver el mar de Dieppe, que tiene en la otra orilla a Inglaterra. Y al ver desembarcar a los ingleses que llegan de veraneo, he recordado al malogrado artista Aubrey Beardsley, el Puck del dibujo. Y me he imaginado que su alma vaga por estas regiones de cuando en cuando, desde que dejara su envoltorio carnal. Yo no le conocí; pero me han ayudado los recuerdos de dos amigos suyos que le acompañaron hace años en su "villegiature dieppense": Jacques-Emile Blanche y Arthur Symons, este último uno de los espíritus más flexibles y comprensivos de las modernas letras inglesas, y que acaba, según me dicen, de caer súbitamente presa de una violenta locura. Beardsley pasó el verano de 1895 en Dieppe, ya enfermo del mal que lo llevara al sepulcro. En esta temporada realizó muchos bellos dibujos y escribió mucha parte de su precioso, enigmático e incomparable Under the Hill. Para Blanche queda "el artista extraño y fuerte, la inteligencia maravillosa, el niño prodigio que tuve la dicha de conocer durante dos años y que de tal manera me deslumbrara que temería disminuirle a mis propios ojos"; para Symons, el artista amado y admirado, a cuya memoria consagrara uno de sus más bellos libros. Yo he retrocedido en el tiempo para seguir el paso de esos amigos cordiales y mentales, a los cuales con cuánto placer me habría agregado antaño. Aubrey Beardsley, nervioso, agitado, perseguido por sus sueños y por la obsesión

de la muerte, y "cuyo terror de la soledad le daba pretexto para abandonar sus dibujos", iba a buscar a sus amigos, o estos le encontraban ya en la calle, llevando bajo el brazo la vieja pasata de marroquí rojo "a fers dorés", que le servía de cubierta para sus notas escritas"; y lanzando luego en la conversación sus arranques y sus ocurrencias. Gustador de la lengua francesa, la hablaba poco -lo contrario de su amigo Wilde que se complacía en hablarla, con su especial acento- y quería "incorporar a su lengua algunas de nuestras palabras, -dice Blanche-, cuya sonoridad le encantaba, en el curso de sus lecturas cotidianas". Colaboró en el Courrier Français, al lado de los "raros" del tiempo, Nedón, Rops o Mme. Jacquemin. Estudiaba y leía el francés, con su hermana Mabel. Aquel ligero y al par hondamente perverso, se sabía tiradas de Racine de memoria. Adoraba a Gautier, a Baudelaire, a Verlaine. La Dama de las Camelias tomaba, a sus ojos de enfermo, una importancia particular. Blanche le llevó a Puy, a hacer una visita a Dumas hijo. "Inenarrable visita, en que el novelista fue pronto conquistado por el encanto juvenil del dibujante, de quien yo traducía frase por frase, las preguntas y los delicados cumplidos. Miss Mabel debe tener aún en alguna parte de su biblioteca, el volumen de La Dama de las Camelias que Dumas ofreció a su hermano con una bella dedicatoria". Blanche traza un animado retrato del sutil ingenio que fuera su amigo y compañero en la costa normanda, del "elegante y anguloso dandy, aún todo impregnado del acre olor de Londres". Se gustará mejor en su francés original: "Son visage émacié présentait un nez très busqué et tres osseux entre deux petits yeux perçants, couleur noisette, sous des cheveux de ce blondacajou, dit "auburn", que séparait en bandeaux, sur un front

bombé, une raie soigneusement faite. Toujours vêtu, le jour, d'un coutume gris clair, une fleur a la boutonnière, ganté, il tenait verticalement, par le milieu, une grosse canne de jonc, dont il frappait le sol pour scander ses phrases et accompagner ses mots. Il avait infiniment d'esprit, un langage recherché et dès plus gracieuses façons du monde. Un peu voûté, il tachait de redresser sa haute taille, dans un perpétuel effort de ne ras paraître malade. La maladie lui faisait horreur et, dès que le sourire retombait, son expression devenait sauvagement douloureuse. A la moindre brise, il s'enveloppait d'un plaid de voyage ou dans un macferland dont les ailes gonflées par le vent du large, la faisaient ressembler a un enorme chauve-souris". El prologuista de la versión francesa de Under the Hill recuerda los días pasados de aquel veraneo, en que se encontrara también en Dieppe el pintor Fritz Thaalow y su familia. También desembarcaron un buen día Alfred Dawson, el bohemio londinense, el editor Smithers y otros miembros de la redacción del Savoy, el magazine de arte que dirigía Symons, y al cual, como al Yellow Book, diera Beardsley quizá lo mejor de sus singulares y admirables creaciones de blanco y negro. Blanche hace notar que era en tiempo en que BurneJones fue creado baronet; Whistler comenzaba a adquirir gran fama; Wilde estaba de moda e imponía sus girasoles y sus cigarrillos de conferencia; Wagner se esparcía en Londres; Sarah Bernhardt y Réjane trabajaban en la gran capital; William Morris hacía su buena obra, y George Moore presentaba, poniéndolos por las nubes, a Zola, Goncourt, Manet y Degas. Se podía advertir también que era la época de las mejores luchas del simbolismo en Francia. Beardsley aparece en-

tonces; Beardsley "va renouveler la fantaisie anglaise, cruelle et poétique, froide et qui dissimule ses émotions, si elle en a; il est ironique, gouailleur, et poète à la façon du clown shakespearien; sceptique, exubérant tour à tour et retenu; surtout amer, jusque dans ses éclats de gaîté". Y he aquí que me lo imagino dibujando en su cuarto del Hotel des Etrangers, cerca de su madre y de su hermana, o recorriendo la calle Aguado, o yendo al mercado de la pesca, o en la terraza del casino, o en las mesitas en donde escribiera casi todo lo que dejara de su fantasía en prosa. O en las penas de su enfermedad, exclamando: "De lo que tendría necesidad es de una buena nodriza que me arrullara". Hermano de Laforgue, hijo de Shakespeare. En esos días Arthur Symons anota sus impresiones dieppenses, como ésta: "At Dieppe the sea is liberal, and affords you a long sweep from the cliffs on the left to the pier on the right". Apunta del Casino y de la playa; de los príncipes polacos y de los artistas; del príncipe de Sagán: "with his irreproachable buttonhole"; de la condesa de Greffulhe, de Massenet y de Saint-Saens. Y Cléo de Mérode: "the 1880 beauty of the Opera, whose photograph you have seen in every shop window in Paris, is taking her bath, wearing the prettiest little black socks, yellow gloves, and a thin, manytwisted gold chain about her neck". Y las consideraciones sobre las coqueterías del baño, y los encantos del Casino... El juego, -"rien ne va plus!"- y las lindas mujeres, alrededor de los petitschevaux". O es el característico "baile de niños", en el mismo Casino, con todo lo que de imitación de sus mayores tienen los niños, y la como innata indiferencia por su propia puerilidad. Así, niñas de trece o catorce años ("some of them are thirteen and fourteen") -entre las cuales

dibuja su deleitable Moska Aubrey Beardsley- muestran la seducción de las más refinadas hembras de amor y en sus zapatos bajos y medias estiradas, en sus cabelleras sueltas y encintadas, en sus ambiguas sonrisas y ojeras prematuras hay las más inesperadas y extraordinarias insinuaciones de pecado. Y en el mismo hotel en donde Beardsley estuviese y fuese visitado por sus amigos artistas, me he puesto a hojear la colección del Savoy, con su pasta azul historiada de oro; y he ido tras el alma del genio del blanco y negro. Pasa la figura de mujer, vagamente sádica, con su ancho vestido, la cabellera encrespada y espesa que cae por los hombros, el rostro sensual, la diestra armada del látigo; a un lado, en el boscaje, un término; corriendo delante de ella, un amor con sombrero emplumado, abrigo en las espaldas y bastón con borlas, un amor femenino y calipigio que va entre fucsias y otras flores; en el fondo, árboles tupidos, que se reflejan en quietas aguas; más cerca un templo del Amor como el de Versalles. Luego veo suntuosas cortinas recogidas, sembradas de rosas heráldicas. En el fondo, una mesa decorada de encajes; sobre ella un abanico, una careta negra, dos candelabros de tres cirios. Y en primer término los dos personajes de no sé qué fantástica comedia italiana: velos, sedas, plumas, sedas y guirnaldas de rosas. Luego será un especie de John Bull ventripotente, con su pequeño sombrero alado a lo Mercurio, su capa pomposa, sus calzas también aladas, y enfloradas, como su solapa, como su pulsera; en la diestra lleva apoyados sobre el pecho su lápiz y su pluma. Y la ilustración de The three musicians, versos del mismo Beardsley, una pareja fantástica, demodada y artística, cerca de una senda, en un bosque:

Alog the path that skirts the wood The three musicians wend their way Pleased with their thoughtsJ each other's mood, Franz Himmel's latest roundelay, The morning's work, a new-found theme, Their breakfast, and the summer day.

La visión de Beardsley todo lo traspone a su mundo y lo baña con una luz o en una semiclaridad imaginativa y cerebral. Tal esa Cléo de Mérode y sus dos acompañantes, sobre los guijarros de la playa. Y admiro largamente esas ilustraciones al Under the Hill, en donde lo grotesco trascendente y lo sublime artístico alternan o se juntan, y el cual desde la dedicatoria es desconcertante: -"To the most eminent and reverend Prince Giulio Poldo Pezzoli - Cardinal of the Holy Roman Church - Titular bishop of S. María in Trastevere Archbishop of Ostia and Velletri - Nuncio to the holy see In - Nicaragua and Patagonia - A father to the poor - A reformer of ecclesiasticaldiscipline - A pattern of learning Wisdom and holiness of life - This is book is dedicated with due reverence By his Humble servitor - A scrivener and limner of worldly things - Who made this book - Aubrey Beardsley". Mas no trato hoy del contenido de esa creación lírico-barroco-sentimental, sino de las figuras que la decoran. Es el abate Fanfreluche, en un ambiente de sueño-deuna-noche-de-verano, con su gran capa, su manguito, su bastón ligero, su elegancia exagerada y deformada, su corbatón de encaje, su pelucón, sus plumas. Es la dama enigmática en cuya busca ya, y que está en su tocador, como en una decoración de ensueño, de un siglo XVIII fantasmagórico, con detalles de lujo y lujuria, enanos y comparsas que obseden. Y es otro escenario, entre bíblico, pagano y miliunanochesco, por

donde van portando fruteros y flores un gordo sátiro enguirnaldado y empantalonado y un paje bello como una mujer, frente a un balcón de mármol adornado de, rosas, entre las cuales se asienta en su aro colgante un papagayo. En The Rape of the Look surge de nuevo un tocador, que se diría en un Versalles fastuoso, oriental y soñado; y en A Footnote, diríase algo como un fragmento de autobiografía dibujada, el efebo artista y profundamente ,pecador, atado al término de la lujuria. Y ¿qué decir de la Santa Rosa de Lima que sube al cielo en brazos de una virgen extrañísima, y en cuyas faces y en cuyos detalles ornamentados se pensaría encontrar un hondo relente de satanismo? Y de las figuras que están junto al negro dragón en la plancha para el tercer cuadro de Das Rheingold? No pudo dar fin a su Under the Hill ni a las ilustraciones de ella; por lo menos, no se siguieron publicando en The Savoy, y tengo entendido que todo ello quedó inconcluso. Dejó, en cambio, otras obras que le aseguran la admiración y la comprensión de la aristocracia mental presente y por venir. Todo lo que quedó suyo se ha publicado en Londres. La muerte, a quien tanto temía, se lo llevó por fin, en la flor de la vida. Para los que conocemos su labor, Dieppe guarda de él. Por eso he perseguido, he buscado hoy su alma, en esta tarde de verano, hasta que ha venido a sacarme de mi "rêverie" el eco triste, enronquecido y prolongado de la sirena de un barco que va a partir. Rubén Darío. (Este artículo fue publicado originariamente en "La Nación" de Buenos

Aires, Año XLI, número 14.126 (4-X1910) y nunca fue recogido en libro).

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