Arthur Schopenhauer Presentado Desde El Trato Personal - Wilhelm Gwinner

April 27, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Descripción: Arthur Schopenhauer Presentado Desde El Trato Personal - Wilhelm Gwinner...

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WILHELM GWINNER Arthur Schopenhauer presentado desde el trato personal Una mirada a su vida, su carácter y su pensamiento Prefacio, traducción del alemán y notas de LUIS FERNANDO MORENO CLAROS

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Primera edición en marzo de 2017 en Hermida Editores, e impreso en España por Albadalejo Artes Gráficas Hermida Editores SL Calle Antonio Alonso Martín 10, 28860 Paracuellos de Jarama, Madrid Tel. 916584193 e-mail: [email protected] www.hermidaeditores.com Título original: Arthur Schopenhauer aus persönlichem Umgang dargestellt. Ein Blick auf sein Leben, seinen Charakter und siene Lehre. Imagen de la cubierta: El filósofo Arthur Schopenhauer, de Jules Lunteschütz (1855) © De la presente edición, Hermida Editores, 2017 © Del prefacio, la traducción y las notas: Luis Fernando Moreno Claros Asesor literario de la colección: Jaime Fernández Martín ISBN: 978-84-946647-0-0 Visite www.hermidaeditores.com para leer más sobre nuestros libros y para adquirirlos. En la página encontrará toda la información sobre los libros, los autores, entrevistas y eventos de la editorial, y podrá darse de alta en la e-newsletter para estar al tanto de todas nuestras actividades.

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Índice Portada Título Créditos PREFACIO Esta traducción Bibliografía selecta PRÓLOGO Arthur Schopenhauer presentado desde el trato personal I. Cómo creció II. Cómo maduró III. Qué aspecto tenía IV. Cómo hablaba V. Lo que hizo VI. Quién fue VII. Lo que enseñó VIII. Cómo vivió IX. Cómo terminó

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PREFACIO

Arthur Schopenhauer nunca quiso que escribieran su biografía. Aseguraba que quien se ocupa de la vida de un filósofo en lugar de ceñirse al conocimiento de su pensamiento se parece a quien admira sólo el marco de un cuadro en vez de su contenido. Sin embargo, cuando murió en 1860, era una figura reconocida en Europa cuyos libros habían alcanzado gran popularidad; de ahí que fuera entonces pertinente que alguien escribiera el relato de su vida. Tanto Voltaire como Lessing dejaron claro que cuando un escritor cautiva al público, éste siente avidez por conocer en detalle algo más que sus obras y quiere saber también de su persona y de su mundo; así que, un año después del fallecimiento de Schopenhauer, el jurista Wilhelm Gwinner, uno de sus amigos, se hizo cargo de satisfacer esta demanda. En el prólogo a esta biografía, Gwinner comentó que con gusto hubiera dejado a otra persona la tarea de narrar la vida de Schopenhauer, pero que no conocía a nadie que hubiera estado tan unido al filósofo como él mismo lo estuvo en los últimos años, por lo que se consideraba el más idóneo para asumirla. Manifestó también que precisamente él no se contaba entre los seguidores más entusiastas de las enseñanzas metafísicas del gran filósofo. Gwinner fue un buen amigo de Schopenhauer y como tal supo reconocer su singularidad humana y su genialidad intelectual aun cuando no comulgara con muchas de sus ideas. Sentado este precedente, puede afirmarse que el propósito principal de su biografía consistió en mostrar quién fue Schopenhauer, cómo era su carácter y de qué manera discurrió su vida, consagrada por entero al conocimiento. Ello no impidió que Gwinner acometiera en su exposición algo del pensamiento del filósofo, concretamente en el capítulo VII, titulado «Lo que enseñó»; consideramos que tal vez sea ésta la parte más prescindible y confusa del libro. En ella se advertirá que Gwinner no fue un pensador de tanta sutileza y claridad como su admirado amigo. Aquél se sintió fascinado por la personalidad de Schopenhauer, quien le llevaba treinta y siete años de diferencia; sentía simpatía por los aspectos más espirituales de su filosofía, pero rechazaba sus rasgos sensualistas y ateos. Es constatable, además, un segundo propósito de Gwinner al relatar las vicisitudes de su amigo: la idea de mostrar lo dura que es la vida del genio incomprendido, de los hombres singulares de valía cuando no son reconocidos en su época. Él mismo creía a pies juntillas en la teoría romántica que considera al «genio» persona creadora y, por lo general, a la par maldita. Schopenhauer propaló durante toda su vida esta certidumbre referida a su propia persona, pues desde su juventud se consideró un hombre genial proscrito entre sus congéneres, alguien con mayor capacidad intelectual que todos ellos, a quienes solía referirse con el apelativo de «bípedos». Seguidor empedernido de las enseñanzas de los moralistas de diversas épocas —sobre todo las del pesimista español Baltasar Gracián—, Schopenhauer asumió con gallardía su 6

soledad física y su aislamiento intelectual; tenía a ambas circunstancias por indicios de su nobleza de espíritu; sólo en los diez últimos años de su vida le sonrió la fama y dejó de estar aislado. Esa época la disfrutó con pasión, puesto que le dio ocasión de resarcirse de su pasado en la sombra. Gwinner, quien trató con frecuencia al filósofo en esta última época de su vida, oyó de su boca en numerosas ocasiones lo mal que lo había tratado la caterva intelectual alemana, los profesores de universidad y los escritores de rango y sin él; todos ellos ignoraron sus libros. Esto despertó la simpatía de su interlocutor, bien dispuesto a creer en la genialidad del anciano y erudito caballero y hasta a tenerlo por modelo en el sentido de que en él veía encarnada la idea del hombre virtuoso consagrado por entero a una vida intelectual; tal fue el ideal aristotélico de la eudaimonía o vida feliz, que muy pocos alcanzan. Wilhelm Gwinner nació el 17 de octubre de 1825 en Fráncfort del Meno. Su padre, abogado de profesión, fue una persona culta y un apasionado del arte que incluso llegó a publicar un libro de historia de la pintura. Muy bien considerado en Fráncfort, ostentó el cargo de burgomaestre y senador de la entonces denominada Ciudad Libre poco antes de que cayera bajo el dominio de Prusia. Al igual que su progenitor, Wilhelm estudió leyes, y con 22 años se doctoró en derecho; más adelante cursó estudios de teología y filosofía. Llegó a ser juez del Tribunal Supremo y, en su vejez, le otorgaron el título de «consejero privado» de la ciudad de Fráncfort. Su nieta, Charlotte von Gwinner, lo describió como una «naturaleza eminentemente erudita» cuyo interés vital se centró, aparte de en sus obligaciones profesionales, en las denominadas «ciencias del espíritu», con especial predilección por la filosofía y la mística. Poseyó una notable biblioteca con una parte nada despreciable dedicada a los místicos de la Edad Media. «Era de lo más feliz cuando podía enclaustrarse con sus libros y dedicarse a sus estudios filosóficos», confirmó Charlotte. Parece una curiosidad un tanto extravagante que Gwinner fuera un entusiasta de las aves cantoras; según cuenta su nieta, tenía «incontables jaulas llenas de pájaros que lo deleitaban con su canto». Tal habría sido su afición principal aparte de los libros. Este interés suyo lo acerca un tanto a Johann Peter Eckermann, el amigo y confidente de Goethe y autor de las célebres Conversaciones con Goethe, una obra que unió a estos dos nombres para la eternidad. El guiño a Eckermann no es baladí, veremos enseguida por qué. En Fráncfort, Gwinner se relacionaba con escritores y artistas, mientras que él mismo tuvo veleidades de escritor. De joven publicó una novela titulada Diana y Endimión bajo el seudónimo de Natalis Victor; cuenta Charlotte, seguro que exagerando, que la habían equiparado a Las afinidades electivas de Goethe, autor por el que su abuelo sentía una especial predilección. No terminan aquí los ecos goetheanos, pues durante años el erudito amante de los pájaros trabajó, además, en un ensayo muy ambicioso sobre el nacimiento de la idea del primer Fausto; pero nunca llegó a publicarlo porque cuando por fin quiso darlo a la estampa las tesis que presentaba en su estudio habían quedado superadas en el ámbito de la exégesis goetheana debido a nuevos descubrimientos documentales y filológicos. Es muy posible que el hecho de que Schopenhauer hubiera tratado a Goethe en su juventud atrajera a Gwinner. También es posible que, andando el tiempo, él mismo 7

se considerara en cierto modo un émulo de Eckermann y que poco a poco fuera concibiendo la idea de dar al mundo un día su propia imagen de Schopenhauer. Lo cierto es que si el nombre de Wilhelm Gwinner pasó a la posteridad sólo se debe a Schopenhauer. Pero aunque no publicó apenas, la actividad intelectual de Gwinner debió de ser incansable, puesto que cuando murió —a los 90 años, a causa de una congestión pulmonar— dejó «diez tomos de manuscritos inéditos», según apuntó Charlotte. Entre ellos se contaban tratados y ensayos filosóficos sobre temas de mística y religión inspirados en Jakob Böhme y Franz von Baader, dos autores a los que admiró mucho. En su testamento prohibió publicar cualquier escrito suyo hasta pasados treinta años de su muerte, pero ninguno de ellos llegaría a ver la luz porque las bombas y el fuego que asolaron Berlín en 1945, cuando las tropas soviéticas tomaron la ciudad, destruyeron su legado. Gwinner conoció a Schopenhauer en Fráncfort a la edad de 29 años. Hacía tiempo que el joven veía al filósofo —que le llevaba treinta y siete años de diferencia— pasear con su perrito de lanas por las afueras de la ciudad, hasta que un buen día se decidió a visitarlo, animado por el afán de conocer a una gran personalidad con la que tal vez pudiera compartir sus intereses intelectuales. Schopenhauer escribió a Frauendstädt en carta del nueve de abril de 1854 sobre Gwinner: «Un joven doctor Gwinner, hijo del senador, ha venido para verme y conocerme». Es seguro que congeniaron desde el primer encuentro, pues las visitas del joven se repitieron y llegaron a reiterarse casi a diario. El fervor que llegó a sentir Gwinner por Schopenhauer fue tan grande que cuando nacieron sus dos hijos, una niña y un niño, les puso por nombres Johanna y Arthur en recuerdo de la madre de Schopenhauer y del filósofo mismo. Según cuenta Charlotte, la única visita que el autor de Parerga y paralipómena se dignó conceder a una dama mientras residió en Fráncfort (¡veintinueve años!) fue la que hizo a la prometida de su joven amigo Gwinner; sólo eso demuestra la estima en la que lo tenía, puesto que el filósofo era enemigo declarado del matrimonio, en especial cuando aquél concernía a sus amigos; se cuenta que solía darles su más sentido pésame en vez de felicitarlos. En cuanto al plano intelectual, Gwinner mantuvo su independencia con respecto de algunas teorías de Schopenhauer; ni comulgó al cien por cien con sus ideas, como ya dijimos, ni tampoco se contó entre los llamados «apóstoles»; de esta manera gustaban de denominarse a sí mismos los seguidores más «fanáticos» de Schopenhauer, los cuales lo veneraban como a un maestro de sabiduría; algunos de ellos hasta lo conocieron con el apelativo de «el buda de Fráncfort». Gwinner era de convicciones religiosas, practicante, y se mantuvo unido a la iglesia luterana, en la que también ostentó algún cargo honorífico. De ahí que lo intimidase el ateísmo del gran pesimista; sin embargo, sí que estaba en completo acuerdo con la «filosofía mundana», la filosofía práctica o el «arte de vivir mejor» de su amigo. Cuando murió Martin Emder, el abogado de Schopenhauer y uno de sus amigos más cercanos, el filósofo, muy precavido con respecto de su legado futuro, nombró al joven Gwinner albacea y ejecutor de sus últimas voluntades; le legó sus manuscritos y documentos personales y le encargó velar por el destino de su biblioteca. También lo 8

exhortó a permitir el acceso a su legado a otros discípulos y estudiosos que quedaban al cargo de la edición póstuma de sus obras; por ejemplo, Julius Frauendstädt, apodado por Schopenhauer su «protoevangelista»: tras la muerte del filósofo, publicó una de las más acreditadas ediciones de «obras completas de Schopenhauer», la conocida como «edición de Frauendstädt». Schopenhauer murió en septiembre de 1860. Entonces Gwinner se vio dueño de un tesoro: el Handschriftliche Nachlass, es decir: el «legado manuscrito» del filósofo, que constaba de un número considerable de carpetas llenas de hojas sueltas y de cuadernos plagados de notas y apuntes. De todo ello se había servido Schopenhauer para desarrollar y afianzar sus ideas y redactar sus obras. Entre los manuscritos había, además, apuntes de las clases universitarias a las que asistió en su juventud y hasta algún tratado inédito (el de la Dialéctica erística, sin ir más lejos), además de esa joya literaria que es la traducción al alemán del Oráculo manual de Baltasar Gracián. Schopenhauer no quiso publicar esta traducción suya porque un editor con el que trató se negó a pagarle un precio justo; Frauendstädt la publicó en 1862 con enorme éxito de ventas. Gwinner encontró otros documentos inestimables para un biógrafo: abundante correspondencia, el esclarecedor «Curriculum vitae del doctor en filosofía Arthur Schopenhauer» o los puntillosos Diarios de viaje, escritos durante los periplos europeos del adolescente Arthur en compañía de sus padres. Al verse en posesión de tamaña fuente de material inédito, a Gwinner no le cupo ninguna duda de que era él, en efecto, la persona más idónea para asumir la tarea de dar al mundo la biografía de su amigo. Empleó el año de 1861 en redactarla, y en 1862 apareció su Schopenhauer presentado desde el trato personal. Fue un libro escrito con cierta urgencia y desaliño, pero a cambio quedó impregnado del recuerdo todavía muy reciente del protagonista. Quien comience a leer esta biografía en el texto original advertirá, desde las primeras páginas, que Gwinner escribe con una prosa enrevesada y decimonónica, bien distinta a la característica de Schopenhauer, de estilo elevado y clásico, clara y rotunda. Aun así, notables cambios de estilo plagan los nueve capítulos en los que Gwinner dividió su libro, de manera que el lector puede tener la sensación de hallarse ante un texto escrito por más de un autor o por uno solo que sufría alteraciones de personalidad. Por otra parte, quien esté familiarizado con las publicaciones que han ido apareciendo a lo largo de los años de algunos de los escritos inéditos de Schopenhauer —por ejemplo, el mencionado «Curriculum vitae», las conversaciones o los fragmentos autobiográficos— reconocerá fragmentos de algunos de ellos parafraseados o copiados literalmente por Gwinner; y no nos referimos a las numerosas citas entrecomilladas. Sobre todo en lo que respecta al capítulo VI, titulado «Quién fue», algunos de los discípulos del filósofo pesimista estuvieron de acuerdo en denunciar un plagio descarado por parte de Gwinner de fragmentos inéditos de Schopenhauer. Frauendstädt, Ernst Otto Lindner y Eduard Griesebach se empeñaron en denunciar que muchos de los párrafos en los que el biógrafo jurista describió con profusión el carácter de Schopenhauer —pesimista, misógino, retraído, acostumbrado a la soledad, 9

prudente, temeroso de sus congéneres—, partiendo supuestamente de la base de su conocimiento personal del filósofo, serían en realidad paráfrasis literales de escritos de carácter autobiográfico del legado manuscrito. Suponían que Gwinner los extrapoló de un cuaderno que para los estudiosos y seguidores del filósofo ya entonces se tornó en fabuloso y mítico: un cuaderno rubricado en griego como «Eís heautón» (para sí mismo). Es posible que se titulase de este modo por emulación a Marco Aurelio y sus célebres Meditaciones, escritas para provecho de sí mismo (tà eís heautón), el tratado en el que este emperador romano, enamorado de la filosofía y seguidor del estoicismo, dejó constancia de algunas de sus reflexiones y vivencias personales con el objeto de estudiarse y mejorarse como persona. Lo mismo habría pretendido Schopenhauer con su Eís heautón: recopilar pensamientos concernientes a su modo de ser para estudiarse y saber cómo era de verdad. Los mencionados «evangelistas» pidieron a Gwinner en varias ocasiones que les mostrara el cuaderno, del que algunos de ellos habían oído hablar por boca del propio Schopenhauer; pero aquél se negó, en un primer momento con el argumento de que el susodicho cuaderno no existía; sin embargo, más adelante, en contradicción con lo anterior, llegó a admitir que el cuaderno existió, pero que lo había destruido siguiendo la última voluntad de Schopenhauer, sólo a él confiada. Nadie lo creyó y tampoco se explicaban por qué no quería mostrar el manuscrito. ¿Acaso contenía confesiones escabrosas de Schopenhauer? No era ello muy plausible dada su conocida honestidad; Schopenhauer no era hombre que ocultara sus pasiones, en ningún caso era un filisteo o un hipócrita. Además, lo único que había dicho a algunos de sus acólitos, a los que mencionó la existencia de aquel cuaderno, fue que no quería que esas anotaciones vieran la luz pública antes de su muerte; nada dijo sobre una prohibición de publicarlas una vez fallecido. De manera que eso no encajaba bien con la exigencia de que fuera destruido. Nadie supo a ciencia cierta qué pasó con el cuaderno porque cuando Gwinner murió y el legado de Schopenhauer y el suyo propio pasaron a su hijo Arthur, no se halló rastro del Eís heautón. ¿Lo destruyó realmente? ¿Era en realidad un cuaderno tan importante como parecía? ¿No constaría sólo de algunas anotaciones desperdigadas? ¿Por qué iba a destruirlo Gwinner? ¿Acaso porque quería guardarlo para sí y pasar a la historia como el único biógrafo de Schopenhauer? ¿El único que tuviera información de primera mano para continuar explotándola? Tal vez la causa más plausible fuera que, en última instancia, al biógrafo le avergonzaban sus plagios y no quiso que pudieran ser constatados. A vueltas con el anhelado cuaderno autobiográfico, estudiosos como Eduard Griesebach, a finales del siglo XIX, Arthur Hübscher a mediados del XX, y recientemente el italiano Franco Volpi, se esforzaron por reconstruir su contenido; si no todo, al menos en parte. En la actualidad, agrupados bajo el nombre de Eís heautón, han quedado reunidos un grupo de textos de matiz autobiográfico que son aceptados y admitidos por los estudiosos como nacidos de la pluma del filósofo y pertenecientes a aquel supuesto libro perdido. Si realmente existió el Eís heautón y si era como suponían los discípulos y 10

estudiosos de Schopenhauer, nunca lo sabremos. Lo indiscutible es que Gwinner compiló la biografía de su venerado amigo sirviéndose del material que éste le legó y que lo aprovechó a fondo, pues no se contentó con escribirla una vez, la reescribió dos veces más. Cuando en 1862 apareció Schopenhauer presentado desde el trato personal, tuvo muy buena acogida y mereció numerosas reimpresiones; andando el tiempo, Gwinner publicó dos nuevas ediciones —en 1878 y 1910 respectivamente—, cada una de ellas más ampliada que la anterior; las dos perdieron el título primitivo y pasaron a llamarse con más sencillez: Vida de Schopenhauer. La edición de 1910 es sin duda la más completa; su autor volvió a servirse de otros tantos testimonios del filósofo para redactarla. Tres veces más extensa que la primera versión, contenía prácticamente todo cuanto podía saberse y documentarse de la vida de Schopenhauer. En biografías posteriores ningún autor ha desmentido los documentos allí revelados. Gwinner fue sin discusión el primero en establecer las etapas y los hechos conocidos de la vida de su amigo, y a estas etapas se ciñen, sin excepción, las biografías posteriores.1 En 1922 Charlotte von Gwinner reeditó Schopenhauer presentado desde el trato personal con el argumento de que este libro le parecía «mucho más fresco y espontáneo» que las dos reediciones posteriores, alejadas con diferencia de la primera versión. Desde entonces ha vuelto a reeditarse varias veces más en Alemania. La biografía firmada por Gwinner —en una u otra de sus versiones, según fuera la época— constituyó la única vía para conocer la personalidad de Schopenhauer hasta bien entrado el siglo XX. Declarados admiradores suyos, tales como Friedrich Nietzsche, Thomas Mann y hasta Franz Kafka, sólo supieron datos de su vida a través de la visión de Gwinner, al igual que cientos de miles de lectores. ¿Pero qué valor tiene hoy esta biografía? Si hemos de creer a los estudiosos que aseguraron haberlo demostrado —y es posible que tengan razón—, su autor dio voz en ella, de manera casi literal, a Schopenhauer; así que el lector actual podrá congratularse de oír el eco de las palabras del gran filósofo vibrando en las mejores líneas de esta obra. En ello radica su valor. LUIS FERNANDO MORENO CLAROS 1. Una visión general de las biografías de Schopenhauer puede encontrarse en el blog de libros «Ciudad de Azófar» (http://morenoclaros.blogspot.com.es/2014/05/nueva-biografia-de-schopenhauer.html). [Todas las notas son del traductor, salvo las marcadas como N. del A., que pertenecen a Wilhelm Gwinner].

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Es ta traduc c ión

La presente traducción, la primera en castellano de esta obra de Wilhelm Gwinner, se ha basado principalmente en la edición alemana: Arthur Schopenhauer aus persönlichem Umgang dargestellt. Ein Blick auf sein Leben, seinen Charakter und Seine Lehre von Wilhelm Gwinner. Kritisch durchgesehen und mit einem Anhang neu herausgegeben von Charlotte von Gwinner, F. A. Brockhaus, 1922, Leipzig. Se han mantenido las notas al pie originales de Wilhelm Gwinner. El traductor español ha añadido otras tantas notas explicativas allí donde ha creído necesario, sobre todo a fin de situar históricamente nombres de personas poco conocidas en la actualidad. Siguiendo el criterio de Charlotte von Gwinner, las expresiones en otros idiomas insertas por Gwinner en el texto principal se dejan en el respectivo idioma, la traducción castellana se pone entre paréntesis y a renglón seguido.

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Bibliografía s elec ta – MORENO CLAROS, LUIS FERNANDO: Schopenhauer. Una biografía. Trotta, 2014, Madrid. – SCHOPENHAUER, ARTHUR: El mundo como voluntad y representación I y El mundo como voluntad y representación II. Traducción de Rafael José Díaz Fernández y M.ª Montserrat Arias Concepción. Revisada por Joaquín Chamorro Mielke. En Schopenhauer, Obras, tomos I y II. Estudio introductorio de Luis Fernando Moreno Claros. Gredos, 2010, Madrid. El tomo I contiene El mundo como voluntad y representación I y De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente [trad. de Leopoldo Eulogio Palacios]. El tomo II contiene El mundo como voluntad y representación II y Sobre la voluntad en la naturaleza [trad. de Miguel de Unamuno]. – Parerga y paralipómena (Escritos filosóficos sobre diversos temas). Prólogo de José Rafael Hernández Arias; traducciones de José Rafael Hernández Arias, Luis Fernando Moreno Claros (Aforismos sobre el arte de saber vivir) y Agustín Izquierdo (Ensayo sobre las visiones de fantasmas). Valdemar, 2009, Madrid. – Epistolario de Weimar (1806-1819). Selección de cartas de Johanna Schopenhauer, Arthur Schopenhauer y Goethe. Traducción, prólogo y notas de Luis Fernando Moreno Claros. Valdemar, 1999, Madrid. [Incluye también el «Curriculum vitae» de Schopenhauer]. – Diarios de viaje. Traducción, introducción y notas de Luis Fernando Moreno Claros. Trotta, 2012, Madrid. – El arte de conocerse a sí mismo. Edición, introducción y notas de Franco Volpi; traducción de Fabio Morales. Alianza Editorial, 2007, Madrid. – Conversaciones con Arthur Schopenhauer. Introducción, selección, notas y traducción de Luis Fernando Moreno Claros. Acantilado, 2016, Barcelona. – SCHOPENHAUER, JOHANNA: La nieve. Traducción, introducción y postfacio de Luis Fernando Moreno Claros. Periférica, 2007, Cáceres.

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PRÓLOGO

Le he puesto al hombre extraordinario a cuya memoria sirve este escrito —cumpliendo con su última voluntad— una lápida mortuoria en la que nada más se lee aparte de su nombre. Lo demás debería saberlo ya el mundo. También sus obras representan mejor al biógrafo que las de otros célebres eruditos. Sólo como escritor saltó a la arena pública; desde que su espíritu despertó a la plena conciencia, eludió temeroso todo contacto con el quehacer de los hombres y sus propios actos no debían tenerse en consideración en perjuicio de lo que constituyó el contenido más firme de su existencia: su pensamiento; aun así, éste se extiende sobre toda otra parcela de su vida y revela de mil maneras la parte personal del autor. De ahí que él rechazase que sólo se buscaran los rasgos externos de su vida para recordarlo. Con todo, la breve inscripción de su lápida exige a los ojos de su tiempo un comentario que él mismo no pudo escribir sobre su persona. Con gusto habría dejado yo a otro la tarea de proporcionarlo, puesto que ni comulgo con el pensamiento de mi amigo ni es mi oficio escribir sobre otras personas, pero tuve que convencerme de que nadie que pudiera realizar esta tarea se halló tan unido a él ni estuvo tan cercano hasta el último momento como para haber podido sustituirme. Este libro no hará nada por acercar más a Schopenhauer a la multitud, ni tampoco por ensalzarlo entre quienes nunca hayan comido con lágrimas su pan espiritual, y, ni mucho menos, por ganarse el favor de los acólitos que junto al pensador buscan al santo y que ansían la unión de naturaleza y gracia; más bien, ha de ser un nuevo testimonio que refleje la antigua verdad de que este mundo en general, y el alemán en concreto, no está preparado para genios. Igualmente se dirige sólo a lectores que ya estén familiarizados con la materia, al menos con la que extraemos de los escritos de Schopenhauer. Fráncfort del Meno, en noviembre de 1861 WILHELM GWINNER Doctor en Filosofía y Derecho

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Arthur Schopenhauer presentado desde el trato personal

Una mirada a su vida, su carácter y su pensamiento Si non errasset fecerat ille minus Marcial

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I

Cómo creció

La mayor parte, ciertamente, La condiciona el nacimiento, Y el rayo de luz Que encuentra al recién nacido. HÖLDERLIN2

Los grandes pensadores de todos los siglos tienen algo en común —a la vez que se diferencian entre sí, lo mismo que los maestros de obras por la cantidad de carreteros a los que dan trabajo— debido a que sacan a la luz verdades que, una vez reconocidas —y aunque sea cierto que pueden permanecer ocultas temporalmente o modificadas y aprovechadas de diversas maneras a causa del avance de la formación intelectual—, en lo esencial nunca podrán ser extinguidas o dejadas de lado como errores. Dichas verdades establecen los puntos fijos en una región del pensamiento cuya inseguridad y hasta casi impenetrable dificultad inquieta al intelecto humano hace siglos. Cuanto más alto destacan esas verdades en la esfera del entendimiento humano común sin que éste pueda refutarlas, más valiosas serán. Por ejemplo, la teoría de las Ideas de Platón o la de Kant de la idealidad del fenómeno. También a nuestro amigo inmortal es lícito atribuirle algo así, y creo que su teoría de la herencia de los caracteres, en tanto que una aplicación especial de sus tesis principales de los dos factores fundamentales del mundo, pertenece a esta especie. Lamentablemente, no podemos interesarnos por los padres y demás ancestros de las personas célebres hasta que yacen ocultos en la oscuridad del pasado; en cambio, si también ellos hubieran sido conocidos o incluso famosos, aprovecharíamos esa feliz circunstancia para poner a la posteridad en posesión de un material lo más completo posible para el enjuiciamiento de la cuestión de la herencia que concierne a las facultades intelectuales. Este caso es el que aquí se presenta; aun así, con lo poco que a continuación ofrezco en esa línea, me hallo muy lejos de querer cumplir con semejante tarea; más bien este esbozo de la vida debe constituir tan sólo la introducción al retrato del carácter que le sigue. Arthur Schopenhauer descendía por parte de padre de una antigua y respetada familia de Dánzig, aunque él creía que sus antepasados provenían de Holanda y que su bisabuelo había emigrado desde los Países Bajos a Dánzig. Y sí que corría sangre holandesa por sus venas porque su abuela por parte de padre, Anna Renata, nacida Soermans, era la hija del embajador holandés en la Ciudad Libre de Dánzig. La ilusión de ser oriundo de la tierra en la que vivieron sus predecesores espirituales, Descartes y Spinoza, le era simpática. Pero recientes investigaciones han demostrado que la familia 16

llevaba siglos radicada en la región de Dánzig; su árbol genealógico ha sido verificado hasta el siglo XVI. Su bisabuelo Johann obtuvo la carta de ciudadanía de Dánzig en 1695 y tuvo el honor de alojar al zar Pedro el Grande y a su esposa Catalina en la enorme finca estatal de Stutthof, la misma hacienda que en 1789 pertenecía al abuelo materno de Schopenhauer, el consejero Christian Heinrich Trosiener. Cómo supo comportarse aquél en tal ocasión lo cuenta Johanna Schopenhauer por boca de un testigo de más de cien años de edad que todavía llevó en brazos al pequeño Arthur. «El zar y su esposa recorrieron la casa señorial para elegir una habitación donde dormir y su elección recayó en una estancia en la que no había ni estufa ni chimenea. No quedaba más remedio, pues, que calentar esa habitación, dado el frío extremo que arreciaba. Era necesario idear algo, pero el viejo señor Schopenhauer supo qué hacer: mandó traer varios barriles de aguardiente y verterlo en el suelo de la habitación enlosado con baldosas holandesas y cerrarla a cal y canto. El zar miraba entusiasmado de alegría aquel mar de fuego a sus pies mientras los sirvientes tomaban todas las precauciones para que el fuego no saliese de la estancia. En cuanto se hubo consumido todo el aguardiente, los soberanos se retiraron a descansar a la pequeña habitación, en la que reinaba un calor sofocante y rebosaba de humo y vapores; al día siguiente se levantaron sin migrañas, despidiéndose del dueño de la casa con toda clase de elogios por su hospitalidad».3 El hijo de Johann, Andreas Schopenhauer, no menos práctico que su padre, incrementó enormemente la fortuna de la familia y residió de viejo en Ohra, en las cercanías de Dánzig, donde todavía puede verse el panteón familiar renovado en 1861. Era una magnífica casa de campo con un jardín aledaño y una alameda abierta al público que hasta hace poco tiempo llevaba el nombre de la familia, pero que ha sido talada recientemente. La abuela de Schopenhauer, Anna Renata, nacida Soermans, tras la muerte de su marido en 1793, tuvo que ser puesta bajo tutela debido a su debilidad mental, igual que su tercer hijo Michael Andreas, idiota desde su juventud. El mayor de sus hijos, Heinrich Floris Schopenhauer, nacido en 1747, el padre de Arthur, conoció mundo en su juventud y más tarde heredó el bastón de mando de la fortuna y el prestigio de la familia. Heinrich Floris Schopenhauer fue un hombre fuera de lo común. Era robusto de cuerpo, de estatura mayor que la media, de rostro ancho como el de su hijo; también fue duro de oído desde joven, lo que en el hijo fue consecuencia de una enfermedad que padeció hacia la mitad de la treintena. Grandes ojos vivos y saltones, nariz corta y respingona y una boca gruesa le servían tan poco de adorno que cuando el 22 de febrero de 1788 por la tarde entró en su oficina todo sofocado y ante el personal allí reunido proclamó «¡Ha nacido mi hijo!», el contable bromista, confiando en la sordera de su patrón, se levantó solemnemente y lo congratuló con estas palabras: «¡Como se parezca al papá, qué hermoso babuino!».4 Patricio y aristócrata, lo animaba por igual un sentido extraordinario de la justicia y la libertad que le había granjeado la confianza y el aprecio de sus conciudadanos en muy alto grado. Franqueza intrépida era un rasgo principal de su carácter, a cuya peculiaridad se atenía con la misma tenacidad imperturbable y desconsiderada que también 17

caracterizó la vida de su hijo. La prominente voluntad de ambos, violenta sobremanera, y al mismo tiempo firme hasta la testarudez en cosas importantes, contradice la común opinión según la cual esta obstinación sólo la encontramos en las naturalezas tranquilas: el tono general se sobrepone a las efusiones momentáneas en la armonía de un carácter así y no se desmiente por una agitación violenta. El aprecio generalizado de sus conciudadanos se lo ganó con una anécdota que nos pone en medio de la historia de esta ciudad de tan proceloso destino. Desde la primera partición de Polonia, Federico el Grande había elegido la república hanseática como botín de guerra y, a fin de cortar cualquier abastecimiento por el lado de la tierra, la cercó con un cuerpo del ejército. El comandante de esta operación se hallaba acuartelado en la quinta de Schopenhauer en Ohra, donde Andreas Schopenhauer se había retirado a descansar tranquilo después de toda una vida de trabajo. Para demostrarle al anciano señor su agradecimiento por una hospitalidad que, aunque forzosa, era respetuosa y amable, el general mandó decir al hijo de aquél, residente en la ciudad y que mantenía allí unos caballos de extraordinaria belleza y cuyo amor por ellos había llegado a ser casi proverbial en Dánzig, que tenía libertad para abastecerlos de forraje. Pero Heinrich Floris respondió escribiendo que le agradecía al general prusiano su buena voluntad; su establo estaba abastecido de momento, y cuando el forraje se agotase mandaría sacrificar sus caballos. Este ferviente odio a los prusianos, acrecentado durante los años de opresión de su ciudad natal, no sólo lo demostró con palabras, sino que cuando en 1793 se decidió el destino de Dánzig, inmoló patria y fortuna, según una decisión tomada desde hacía tiempo, abandonó la ciudad a las veinticuatro horas de saber con seguridad que había caído bajo el poder prusiano y se trasladó a Hamburgo con considerables pérdidas. Y, sin embargo, hacía ya tiempo que tenía vía libre para seguir acrecentando su fortuna bajo el dominio de aquel monarca al que también él había admirado y en el seno de aquel Estado al que odiaba. Esto era así porque algunos años antes de su matrimonio, después de una larga estancia en el extranjero, en viaje de regreso a la patria, hallándose Heinrich Floris en Potsdam como espectador de un desfile, atrajo la atención del gran Federico —a quien no se le escapaba fácilmente ninguna nueva persona— a causa de la elegancia de su atuendo y el porte y la apostura extranjeros. Aquel mismo día le hicieron saber a Heinrich Floris que a la mañana siguiente, temprano, a las seis, debía presentarse en el gabinete del rey. Encontró a éste solo y la audiencia de casi dos horas de duración —a lo largo de la cual el rey se informó sobre asuntos comerciales— dio como resultado la reiterada sugerencia, por momentos casi exigencia, de que Heinrich Floris se estableciera en Prusia. El penetrante ojo del monarca descubrió de inmediato la importancia de aquel hombre y, siempre dispuesto a llevar a su país nuevas fuerzas, le aseguró a él y a sus descendientes importantes prerrogativas mediante orden del gabinete real del 9 de mayo de 1773. Pero el orgulloso republicano —en cuyo escudo familiar5 se lee el lema: «Point de bonheur sans liberté» («No hay dicha sin libertad»)— no estaba dispuesto a aceptar que su fortuna viniera de manos del opresor de su ciudad natal. Tampoco usó nunca el título de consejero áulico que le otorgara el rey de Polonia. 18

Podría suponerse que un hombre tan excéntrico habría sido inservible para la actividad que él desarrollaba, la cual dicta en todas partes acomodarse a las circunstancias; sin embargo, todavía en la actualidad algunos de sus contemporáneos, que eran jóvenes cuando lo fue él, lo describen como un hábil hombre de negocios. Además, alguna porción de este talento suyo para los negocios fue a parar a su poco práctico hijo, puesto que también éste entendía de números. Los muchos y costosos viajes, largos en parte, entorpecieron el curso del crecimiento de la fortuna de la familia, sobre todo desde el traslado a Hamburgo, pues sólo los impuestos de emigración costaron el diez por ciento del capital. Junto a amplios conocimientos comerciales, gracias a sus viajes por Francia e Inglaterra, Heinrich Floris adquirió una cultura extraordinaria, desacostumbrada incluso entre las personas pertenecientes a su rango social. Leía con especial deleite a los escritores franceses de su siglo, sobre todo a Voltaire. Sentía tal inclinación por el Estado y la vida familiar de los ingleses que durante mucho tiempo estuvo acariciando el plan de irse a vivir entre ellos. Más tarde se limitó a disponer su hogar con el confort inglés, así como a cultivar el arte inglés de la jardinería, para lo que también le sirvió a la perfección su encantadora villa campestre en Oliva. A diario leía un periódico inglés y otro francés, y pronto alentó en su hijo la lectura del Times, ya que en este periódico puede aprenderse todo. Arthur siguió el consejo del padre hasta el final de su vida. En el orden diario de Heinrich Floris y en sus costumbres ejerció una influencia duradera el director de la casa comercial Bethmann en Burdeos, en la que aquél había trabajado como voluntario durante mucho tiempo; de modo que las decisiones que tomaba como padre de familia solía apoyarlas con las palabras «Así es como lo hubiera hecho el señor Bethmann». Apenas acababa de entrar en su trigésimo octavo año de edad cuando el lozano encanto de Johanna Trosiener, de 18 años, lo atrapó en las cadenas del matrimonio. El señor consejero Christian Heinrich Trosiener no se contaba entre los ciudadanos más ricos de Dánzig, pero sí entre los más eminentes. También él era de una rectitud insobornable y de inquebrantable republicanismo, pero de parte del pueblo, puesto que en aquella época, cuando el ser o no ser de la pequeña república estaba en cuestión, no faltaban divisiones internas. Toda vez que cuando las relaciones exteriores que dominan a tales pequeños Estados predican de puertas para adentro una fiel adhesión a los bienes heredados y el dudoso empeño en mantener anticuadas circunstancias públicas, crece con gallardía, un poco antes del final, la pasión política con apetito de reformas. Sin embargo, Cristian Heinrich Trosiener no era ningún «reformista» en el peor sentido de la palabra. El talento innato y el buen uso de las experiencias de la vida suplían en él a los conocimientos eruditos, y su certera mirada bien le permitía reconocer las desventajas de las divisiones burguesas en el instante del peligro. Lo mismo que su cargo, que ostentaba con solemnidad y dignidad, también era imponente el aspecto exterior de su persona. Para aquellos tiempos realizó viajes importantes; estuvo en Rusia y muchos años en Francia, y supo manejarse con fluidez en distintas lenguas, además de ganar mucha soltura en sus maneras personales. Era de talante bondadoso y vivaz; si bien, según el testimonio de su propia hija, de vez en cuando, una irascibilidad indomable de su carácter 19

vertía sus sombras más negras sobre todas sus buenas cualidades, de manera que a quienes no lo conocían más de cerca esto les dificultaba mucho el trato con él. «Justo cuando uno menos se lo esperaba, el motivo más insignificante podía desatar en él un furioso arrebato de cólera, aunque enseguida se le pasaba. Entonces la casa entera temblaba con su voz de trueno, y los demás vecinos, hasta el perro y el gato, se apartaban corriendo de su camino sobrecogidos de temor».6 Así es que la cólera y la irritabilidad de Schopenhauer las vemos precedidas en ambas líneas de la familia. Son unos rasgos del carácter que encontramos muy a menudo en la vida de los grandes hombres, de entre los cuales ya Agustín los refirió de su padre Patricio, igual que Lessing y Goethe de los suyos. Sólo su esposa sabía devolverlo a la calma. «Con pocos trazos —dice Johanna Schopenhauer— puede caracterizarse fielmente el retrato de mi dulce madre, Elisabeth, nacida Lehmann: una figurita pequeña y delicada, con las manitas y los piececitos más encantadores, un par de grandes ojos de un azul luminoso, una piel muy blanca y delicada y un bonito cabello largo de color marrón claro. Así era ella en su apariencia exterior. La naturaleza de mi madre no se correspondía con la de una recia ama de casa, en el sentido de los tiempos antiguos; y en comparación con lo que en nuestros días se exige a las mujeres y las niñas, su educación, desde luego, no fue menos descuidada que aquella que solía recibir la mayoría de sus contemporáneas. Un par de polonesas y mazurcas, un par de canciones para las que sabía acompañarse ella misma al piano, leer y escribir para las necesidades del hogar, eso era más o menos todo lo que había que aprender. Sin embargo, el ingenio materno, el entendimiento natural y esa despierta capacidad de comprensión que de suyo posee la mayoría de las mujeres compensaban con creces la falta de conocimientos adquiridos». Johanna Henriette Trosiener estaba todavía en el último estadio de la pubertad — aunque ya había dejado atrás un primer sufrimiento de amor— cuando le dio el sí a Heinrich Floris Schopenhauer, casi veinte años mayor que ella. Sobre su relación con él, ella misma comentó: «Por libre decisión mía, le di la palabra que me había pedido al momento, en presencia de mis padres y sin esperar siquiera los tres días que, según costumbre de la época, tenía yo de plazo para reflexionar sobre su petición de matrimonio. Este tipo de convencionalismos eran contrarios a mi recto entendimiento y, sin saberlo, a causa de este comportamiento mío anticonvencional, creció la estimación que por mí tenía el hombre más libre de prejuicios que jamás conocí. Sin que mi decimonoveno año de vida hubiera llegado aún a su término, mediante ese enlace se me abría una perspectiva de futuro tan vasta y espléndida como jamás hubiera esperado; ahora bien, confío en que se me crea que a esa edad tan temprana esto no condicionó mi decisión, e incluso que apenas pensé en ello. Creía que mi vida había concluido, una quimera a la que a tan tierna edad solemos entregarnos de grado y con ligereza tras la primera experiencia dolorosa. Me era lícito sentirme orgullosa de pertenecer a un hombre así, y lo estuve. Ni fingí un amor ardiente ni tampoco mi marido aspiraba a que yo se lo mostrara». Constatemos este hecho de suma importancia para nosotros: que el autor de El mundo 20

como voluntad y representación no tiene que agradecer su génesis a un matrimonio por amor; aunque su madre aceptara el fogoso temperamento del esposo con plena conciencia, la avasalladora unidad de los sentimientos que llamamos amor permaneció ajena a esa unión. Johanna Schopenhauer nació el 9 de julio de 1766. Era la hija mayor de sus padres y heredó las formas delicadas, el cabello castaño y los ojos azul claro de la madre. Sus rasgos faciales eran más agradables que bellos. Su pequeña persona, que en la juventud estaba dotada de un atractivo considerable, se volvió corpulenta con la edad y perdió parte de su atractivo debido a un disloque de la cadera izquierda. Aun así, hasta bien entrada la vejez conservó en su persona y en su trato una gracia que le aseguraba el éxito, al que estaba acostumbrada en los más diversos círculos a los que la conducía su nunca colmada inclinación a la vida social. Muy en el papel de ella misma, era harto consciente de sus cualidades y a veces podía llegar a ser incluso arrogante. Su vida juvenil en aquella ciudad —de la que más tarde su hija Adele escribió: «Se halla en un paraíso, es igual que un álbum de recuerdos del mundo que me hiciese recordarlo entero cuando lo recorro: de todos los países encuentras aquí pruebas»— la narró de manera encantadora la propia Johanna. Por desgracia, la muerte la sorprendió el 17 de abril de 1838 en Jena, cuando sus memorias tan sólo habían llegado hasta el año 1789. La educación general que recibió en la limitada esfera pedagógica de la casa paterna supo compensarla con creces el rico talento de Johanna en el tiempo más breve al lado de un hombre de mundo como era Heinrich Floris. Ya sólo la disposición de su nuevo hogar causó a la joven mujer mayores impresiones de las que suele proporcionar una decoración que simplemente sea elegante. Los mejores grabados adornaban las paredes de su cuarto; vaciados de antiguos bustos y estatuas que poblaban la casa la familiarizaron con las artes plásticas. La selecta biblioteca inglesa y francesa de su marido cultivó su gusto y educó su juicio literario; además, mientras esto sucedía, un fiel amigo de su niñez, el predicador de la colonia inglesa de Dánzig, el Dr. Jameson, se mantenía próximo a ella para ayudarla en los extravíos que pudiera conllevar el rápido desarrollo de su vida intelectual y moral, dispensándole tranquilidad y consejo. Su mente abierta al mundo, demasiado pendiente de las cosas externas, y ella la pintó con los versos de Goethe: Yo veía el mundo con miradas llenas de amor Y el mundo y yo disfrutábamos embelesados…7 su marido la secundó más de lo que era conveniente para ella. Pues lo que le ofrecía la patria, tanto como era posible ofrecerle, parece que pronto dejó de satisfacerla. El día de San Juan de 1787, aquella pareja ansiosa de peregrinar emprendió su primer gran viaje. Pasando por Berlín, Hannover y Pyrmont, donde se ganaron la amistad de Möser,8 llegaron a Fráncfort. «Aquí —dice ella— recibí un soplo de aire patrio, todo me recordaba a Dánzig y a la vida de aquella rica ciudad». En aquella época ella llevaba a su hijo debajo del corazón, sin tener ni idea de que en el futuro éste habría de encontrar en 21

esta ciudad su segunda patria y su tumba. Viajaron a través de Bélgica a París y desde allí a Inglaterra, donde Arthur, según el expreso deseo de su padre, debía ser traído a la luz del mundo a fin de que pudiera adquirir los derechos de los nacidos en Inglaterra. Sólo el temor por la salud de la joven madre, surgido de repente, impidió que ello tuviera lugar y, después de un forzado viaje de regreso a la patria en invierno, de cuyas penalidades nuestra generación no puede hacerse una idea en la actualidad, tuvo lugar el ansiado nacimiento el día 22 de febrero de 1788, un viernes, en la casa de la calle de Todos los Santos n.º 12, en Dánzig; casa que todavía está y que destaca en la actualidad por lucir una placa conmemorativa.9 El 3 de marzo se ofició el bautizo. El nombre de Arthur lo eligió el padre con vistas a la futura empresa comercial de la que algún día sería dueño el nuevo ciudadano del mundo —destinado a ser un gran señor comerciante— por la razón de que se pronuncia prácticamente igual en todos los idiomas. El estallido de la Revolución francesa había elevado los sentimientos republicanos de los padres de Schopenhauer hasta el entusiasmo, y cuando, con el bloqueo de Dánzig en marzo de 1793, se quebró la última esperanza de conservar la independencia de la pequeña Ciudad Libre, emigraron con el hijo de cinco años pocas horas antes de que las tropas prusianas ocuparan la ciudad; huyeron con gran premura en dirección a Hamburgo a través de Pomerania, que entonces pertenecía a Suecia. Aquí dio comienzo una nueva vida de la familia, que fue muy bien acogida en los mejores círculos sociales de la liberal ciudad hermana. Parece ser que la pérdida de la patria incrementó el gusto por los viajes del matrimonio de una manera casi enfermiza; puesto que, dejando aparte las visitas periódicas de la joven esposa a los suyos en Dánzig, su estancia de doce años en Hamburgo se vio interrumpida por multitud de viajes grandes y pequeños. El carácter abierto y desenvuelto de Johanna, su virtuosismo para trabar nuevas amistades y relacionarse en sociedad, la fluidez de su conversación en inglés y francés​y, finalmente, una gran liberalidad, acaso demasiado grande, en el empleo y la transmisión de eso que ella poseía, la indujeron junto con su marido, que vivía pendiente de agradarla, a dejarse seducir por una vida viajera. También la circunstancia de que la joven mujer vivía un matrimonio que no la colmaba ni la satisfacía por completo es muy probable que contribuyese a fomentar esa inquietud y búsqueda de distracción. Así, ya durante la adolescencia de Arthur, la familia trabó amistad personal con multitud de personajes famosos de la época. Entre las extraordinarias amistades de sus primeros tiempos se contaban Klopstock, Tischbein, Reimarus, el barón Stäel, el conde Reinhard, Meissner de Praga, el mariscal de campo Kalckreuth, Nelson y lady Hamilton.10 La educación de Arthur como hombre de mundo era la segunda intención de esos viajes, intención que su padre nunca perdía de vista. «Mi hijo debe leer el libro del mundo», estas fueron sus palabras, las cuales habrían de cumplirse de la manera más significativa e inimaginable para el comerciante. Muchas veces recordó y elogió el hijo aquella magnífica educación de la que gozó desde su más tierna infancia, liberal por donde quiera que se la mirase y absolutamente libre de prejuicios si la comparamos con la que tuvieron la mayor parte de los eruditos alemanes de su época. Ya con nueve años, cuando a la madre le fue más fácil la separación de su único hijo a causa de la llegada de 22

una hija, su padre se lo llevó con él a Francia y lo dejó allí en casa de un amigo comerciante, Grégoire, en El Havre, donde el muchacho vivió cerca de dos años y donde recibió clases privadas junto con el vástago de la casa, que era de su misma edad. Entre los años de 1797 y 1799 vivió allí el tiempo más feliz de su época de pubertad y se educó casi enteramente como un francés, tal y como era la intención del padre. Una vez llegado a Hamburgo, después de un viaje por mar que hizo él solo, sin el acompañamiento de ninguna persona mayor, había olvidado por completo su idioma materno y sólo poco a poco pudo volver a acostumbrarse a sus duros sonidos. Después ingresó en la institución pedagógica privada de Runge, donde tenía por compañeros escolares a los hijos de las familias más selectas. Aquí, lo mismo que en El Havre, recibió algunas clases de latín, aunque sólo con vistas a la profesión de comerciante, sin logros ni conocimientos duraderos; así fue, puesto que a menudo él mencionó que su latín sólo lo había aprendido a los 19 años y, además, en sólo seis meses. Ya al verano siguiente volvemos a encontrarlo viajando durante tres meses enteros, puesto que sus padres le permitieron acompañarlos a Hannover, Cassel, Weimar —donde vio a Schiller—, Karlsbad, Praga, Dresde, Berlín y Leipzig.11 Para gran consternación del padre, que con tanto cuidado y tanta antelación se había preocupado por la educación del futuro comerciante, en esa época nació en el corazón del hijo un apasionado amor por el saber y la ciencia. Mucho tiempo se opuso el padre a las súplicas con las que lo asediaba su vástago, hasta que finalmente terminó cediendo ante él, una vez que hubo escuchado los testimonios de los profesores, así que terminó triunfando el plan de un próximo ingreso en un instituto de secundaria. Pero como el padre asociaba de manera inseparable las profesiones que requerían estudios eruditos y científicos con la penuria económica, intentó convertir a Arthur en canónigo de Hamburgo. Sin embargo, al tomar en consideración las carísimas condiciones necesarias para este fin, la decisión se tornó dudosa y entonces el padre recurrió a la astucia. Se sirvió precisamente de la nostalgia que el muchacho sentía de su querido amigo Anthime Grégoire en El Havre, así como de su no menor ansia de ver mundo, al proponerle la siguiente alternativa: ingresar enseguida en el instituto de secundaria o renunciar de una vez por todas a la idea de emprender una carrera universitaria, tras haber disfrutado del placer de realizar un largo viaje de más de un año de duración —cuyo plan ya tenían diseñado ambos cónyuges—, para entregarse después al aprendizaje de la profesión de comerciante. Una tentación semejante no pudo resistirla el joven amante de la musa con apenas quince años cumplidos, de modo que renunció a la amada y partió de viaje junto con sus padres en la primavera de 1803, lleno de esperanza en las magníficas aventuras venideras. De este último y largo viaje de la familia, que duró desde mayo de 1803 hasta diciembre de 1804, por Holanda, Inglaterra, Bélgica, Francia, Suiza, Austria y Alemania, Johanna Schopenhauer publicó más tarde descripciones que cosecharon gran éxito, cuya materia extrajo del diario de viaje que llevó en aquel entonces con suma exactitud, aun cuando cualquier propósito literario le fuera ajeno. También al hijo se le requirió que llevase un diario de viaje.12 Más tarde, el joven tuvo que ser consciente de forma 23

dolorosa del innegable inconveniente que había supuesto para él la entrega a la placentera vida del viajero, al constante vaivén del paso de una impresión pasajera a otra, y por haber sido privado de la instrucción escolar básica justo en los años en que la tensión de las fuerzas juveniles exigía esa actividad reglada y ordenada. Sólo después de que lo perdido en aquellos años fuera recuperado por medio de una extraordinaria aplicación y un enconado esfuerzo, se arraigó en él la convicción de que esa dirección de su vida no había sucedido por mera casualidad, sino que fue necesaria para su tarea vital. Pues precisamente en esa edad en la que despierta la hombría, cuando el alma juvenil está más abierta a toda clase de impresiones y con avidez extiende sus antenas hacia todas las partes del mundo, no fue alimentada —como les pasa a la de los muchachos destinados a ejercer una carrera de estudios superiores— con conceptos muertos ni con fábulas, sino con las cosas mismas; fue fecundada con intuiciones vivas, de manera que aprendió a no darse por satisfecha con los sonidos de las palabras y, menos todavía, a confundir las palabras con las cosas.13 En Inglaterra permanecieron seis meses, y mientras los padres emprendían diversas excursiones por el norte de la isla británica, internaron al hijo desde julio a septiembre de 1803 en el pensionado de un clérigo llamado Lancaster, en Wimbledon, en las cercanías de Londres. Aquí cimentó Arthur la base de su posterior familiaridad con el idioma y la literatura de la nación a la que tan afín se sentía intelectualmente. Pero siendo todavía un muchacho de 15 años, ya arremetió contra la beatería religiosa inglesa. En una carta a sus padres dice: «¡Ojalá pueda la antorcha de la verdad quemar estas tinieblas!». La madre le responde reprochándole un error de expresión gramatical en el dicho del hijo; sin embargo, añade a continuación: «Del cristianismo recibes una gran porción de enseñanza y no puedo dejar de comprenderte si te parece demasiado». Al mismo tiempo, se entregaba con celo a tocar la flauta, actividad que había comenzado a temprana edad, así como a practicar las artes gimnásticas: montar a caballo, esgrima y danza. De manera análoga ponía especial aplicación en hacer una caligrafía legible y fluida, la idónea para un comerciante, algo por lo que su padre lo amonestaba en sus cartas sin razón, puesto que pronto aprendió a escribir mejor de lo que aquél podía esperar. En noviembre de 1803 viajaron a través de Rotterdam, Gorkum —donde visitaron la vieja iglesia gótica en la que habían predicado sus antepasados— y Antwerpen para llegar a París. Aquí permanecieron cerca de dos meses, aprovechando día tras día para ver personas y cosas curiosas, sin dejarse nada, desde el Louvre hasta la fábrica de porcelanas de Sèvres. A finales de enero prosiguieron el viaje por Orléans, Tours, Angulema, Burdeos, atravesando todo el sur de Francia hasta llegar a los huertos de naranjas y palmeras de las Hyères. Esta vez fueron aquí las delicias de la naturaleza las que diariamente ofrecían al muchacho nuevos estímulos para su disfrute. La impresión más profunda que se llevó el joven filósofo se la proporcionaron los Alpes. En Chamonix atormentó a su padre para que le permitiera quedarse atrás, allí, a solas; y todavía en su vejez lo ensombrecía una nostalgia extraordinaria cuando la conversación recaía en el Montblanc. «El humor sombrío que con tanta frecuencia se observa en los espíritus altamente 24

dotados —dice Schopenhauer—14 tiene su símbolo en el Montblanc, cuya cima está casi siempre nublada; pero cuando en ocasiones, sobre todo temprano en la mañana, se rompe el velo de nubes y la montaña enrojecida por la luz del sol domina Chamonix desde su inmensa altura celeste por encima de las nubes, ofrece un espectáculo que conmueve profundamente el corazón de cualquiera que lo ve. De la misma manera, el genio, casi siempre melancólico, de cuando en cuando es capaz de mostrar la serenidad que sólo a él le es posible mostrar —debida a la perfecta objetividad del espíritu de donde nace—, cerniéndose cual un resplandor luminoso sobre su alta frente:

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tristitia hilaris, in hilaritate tristis».15 Cuán lejos queda esa gravedad melancólica del joven de la vulgar afectación por el dolor del mundo lo demuestra su vida entera; ya en 1806 le escribe su madre sobre el saqueo de Weimar: «Podría contarte cosas que te pondrían los pelos de punta; pero no lo haré, pues bien sé cuánto te gusta cavilar sobre la miseria humana».16 Si pensamos en la plenitud de las fuerzas y en la feliz situación externa del muchacho, no podremos elogiar lo suficiente este pesimismo suyo tan precoz, pues bien se observa que era característico de una verdad nacida de su ser más íntimo. Después de recorrer Suiza entera en junio de 1804, el viaje prosiguió por Suabia y Baviera hasta Austria. De lo difícil que les resultó entrar en el país del emperador da cuenta el diario de viaje de Arthur. Después de haber visitado en profundidad la capital imperial y después, asimismo, de una excursión a Preussburg, emprendieron el viaje de regreso por Moravia, Bohemia, Silesia y Sajonia. Gran placer le proporcionó a Arthur una excursión a pie en la comarca de los Montes Gigantes. «Apasionante, grande y exultante», calificó al Schneekoppe a la salida del sol. Más tarde, desde Berlín, Arthur acompañó a su madre hasta Dánzig, donde en la venerable Marienkirche en la que había recibido el bautizo lo confirmó el diácono Blech. En diciembre regresó a Hamburgo y, pasado el Año Nuevo de 1805, entró en casa del senador Jenisch como aprendiz de comercio. Pocos meses después acaeció la repentina muerte de su padre. La manera en que sucedió —cayó al canal desde lo alto de la compuerta de un granero— levantó sospechas y corrió el rumor de que se había quitado la vida voluntariamente en un ataque de depresión causado por imaginaciones suyas sobre pérdidas ficticias o reales de su fortuna. En los últimos años de su vida, aunque no padeció trastornos anímicos propiamente dichos, sí lo acometían morbosos estados de angustia y pérdidas pasajeras de memoria; además, se volvió cada vez más irritable y violento debido a una notable sordera. Reiteradas observaciones de su viuda y de su hijo —que yo supe de manera indirecta, pues a este último nunca le he preguntado nada a propósito de aquel suceso mortal— apenas dejan lugar a dudas de que el rumor del suicidio estaba bien fundado. Esta muerte dio a la viuda y al hijo una libertad que pronto condujo a ambos —cada uno según su carácter— a tomar caminos opuestos. Ya al año siguiente, la primera se trasladó a Weimar acompañada de su hijita de ocho años, Adele. La ciudad en la que se 25

quedó su hijo apenas crecido le había dejado de gustar; cuantas personas tenían aspiraciones intelectuales se mudaban a la denominada «corte de las musas» alemana, puesto que era allí el lugar principal donde podían establecerse todas las relaciones e influencias. Esto aconteció con un éxito que sobrepasó con mucho las expectativas de Johanna. Catorce días antes de la batalla de Jena, sin tener idea de la tormenta que se avecinaba, Johanna llegó a Weimar; y catorce días después, gracias a la firme unión que proporcionan las grandes experiencias sufridas en común, además de su amabilidad y sus talentos, se había ganado ya la amistad de todas las celebridades de la ciudad. El tiempo que siguió a estos hechos fue para ella, como dijo Adele, «una segunda primavera espiritual, pues el cielo le concedió en esa época lo que sólo suele conceder en la frescura de la juventud. Con los sentimientos más cálidos y despreocupados se asomó a un nuevo mundo que hasta entonces había permanecido desconocido para ella, pero un mundo que había ansiado desde hacía mucho; sorprendida por la fuerza repentina de sus facultades, por su talento que hasta entonces estaba dormido, despierto de una vez por todas, gozó del aprecio de los hombres más sobresalientes de la época mientras iba ganando a diario nuevas amistades, en parte procedentes del mismo Weimar, en parte procedentes de otros lugares, pero todos terminaban por visitarla. Ella gustaba y sabía tratar bien a cuantos la rodeaban. Le había quedado la suficiente fortuna como para vivir con comodidad y para permitirse el lujo de agasajar casi a diario en su salón a su amplio círculo de amistades. Su trato sin pretensiones, pero al mismo tiempo interesante, convirtió su casa en el epicentro de una intensa actividad intelectual y de una extraordinaria camaradería del alma; allí todo el mundo se sentía bien acogido, como en familia; sin complejos, cada cual podía dar de sí lo que mejor quisiera. Ella misma nombra en el esquema de sus memorias una parte de las personas importantes que veía en aquel entonces; incontables personas más acabaron viniendo después, y a lo largo de muchos años, a pesar de los avatares exteriores, se mantuvo posado sobre su casa un reflejo de aquellos años felices, a semejanza de un postrero rayo de sol».17 Su salón reunía dos veces por semana a hombres como Goethe, Wieland, Heinrich Meyer, Falk, Fernow, los dos Bertuch, Zacharias Werner, Friedrich Mayer, Froriep, St. Schütze, Riemer, Grimm, el príncipe Pückler, los dos Schlegel y muchos otros. Además, todos los extranjeros importantes que pasaban por Weimar eran presentados en casa de Johanna. También la veían con sumo agrado en la corte —lugar al que se le permitía asistir merced a un permiso especial y de manera excepcional, pues ella era burguesa—. Gozaba de la amistad de la duquesa Amalia, de Carlos Augusto y su mujer, de los duques de Gotha, del entonces gran duque heredero de Mecklenburgo y Schwerin, así como de la duquesa de Hildburghausen. Entre todos, quien se hallaba más cercano a ella fue Karl Ludwig Fernow,18 el cual también ejerció una gran influencia en el hijo. Con la biografía de Fernow, Johanna inauguró más adelante su carrera literaria; en pocos años llegaría a ser una de las escritoras más apreciadas de Alemania. Entretanto, el hijo, profundamente conmocionado por la repentina muerte de su querido padre y por piedad hacia aquél, prosiguió aparentemente con el odiado aprendizaje comercial; si bien con tan constantes reticencias que poco a poco fueron 26

adquiriendo el carácter de una profunda melancolía. En verdad, descuidaba sus trabajos en la contaduría y se las ingeniaba para engañar a su principal de todas las maneras posibles, ya fuera escondiendo bajo su pupitre su trato con las musas, o fuera que, en vez de quedarse en el almacén, asistiera a las lecciones de frenología de Gall. La posibilidad de rechazar entonces la profesión que sabía equivocada, de alcanzar todavía el propósito de su existencia, no se le ocurrió dadas las heterogéneas circunstancias y ocupaciones. Desesperaba de sí mismo, quejándose con amargura de su profundo malestar. Entonces recibió ayuda de lejos. La madre había pedido consejo, le había entregado una de las cartas del hijo a su amigo Fernow y éste le escribió a ella enseguida diciéndole que Arthur podía cambiar la situación, que de ninguna manera era demasiado tarde todavía. Un torrente de lágrimas brotó de los ojos del joven al leer la carta que le mandó la madre y —quizás la única vez en su vida— se decidió sin dudarlo.19 Apenas es necesario mencionar que Johanna Schopenhauer no opuso ningún reparo a aquella decisión; más bien deseó suerte de todo corazón a su hijo por la rápida decisión y lo apoyó maternalmente con toda clase de ayuda y consejos. Por recomendación de Fernow, Arthur se trasladó a Gotha, donde brillaban Friedrich Jacobs, el famoso humanista, y el filólogo Fr. Wilhelm Doering, conocido por sus ediciones de Horacio y Catulo. El último lo inició rápidamente en las lenguas clásicas con clases privadas, y muy pronto tuvo la ocasión de pronosticarle un brillante futuro de erudito a la vista de los rápidos progresos realizados. Jacobs, por su parte, se sorprendió mucho de la madurez de sus redacciones en alemán. Estos éxitos le devolvieron la entera elasticidad de su espíritu y todo el valor juvenil, pero a la vez también le depararon una humillación inesperada. Un profesor del instituto al que él apenas conocía personalmente, un tal Schulze, había dicho algo ofensivo sobre el grupo de alumnos al que Schopenhauer se sumaba en las lecciones de alemán. El nuevo alumno osó mofarse del profesor, aunque fue en privado; pero alguien se lo contó al interesado y Doering se sintió obligado, por deferencia hacia su colega, a suspender las clases particulares con el revolucionario. Schopenhauer no quiso permanecer en el instituto bajo estas circunstancias y tras apenas medio año de estancia allí le dio la espalda a Gotha. Estaba a punto de finalizar 1807 cuando regresó a Weimar. Su madre le había dejado a su libre discreción que eligiera Altenburg o Weimar para proseguir sus estudios, aunque para sí prefería que fuera a Altenburg, donde en aquella época destacaban los profesores Messerschmidt y Matthiä; pero él prefirió quedarse en Weimar —puesto que ésta ya había ejercido también sobre su persona su poderosa fuerza de atracción— a fin de prepararse para ingresar en la universidad estudiando por su cuenta bajo la dirección del todavía joven pero extraordinario grecista Passow. Sin embargo, no se trasladó a casa de su madre y, por cierto, esto ocurrió así según la expresa voluntad de ella; el 13 de diciembre de 1807 escribió a su hijo con estas palabras: «Y ahora voy a hablarte de tu relación aquí conmigo. Me parece que lo mejor es decirte sin ambages lo que deseo, con toda franqueza, a fin de que nos entendamos enseguida. Ni por un solo momento has de dudar de que te quiero de verdad, te lo he demostrado hasta ahora y te lo seguiré demostrando mientras viva. Saber que eres feliz es necesario para mi felicidad, pero no necesito ser testigo de ello. Siempre te he dicho que sería muy difícil convivir contigo, y cuanto más de cerca te observo, más se agudiza, al menos para mí, esa dificultad; no

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voy a ocultártelo, y mientras sigas siendo como eres estaría dispuesta a hacer cualquier sacrificio antes que avenirme a eso. Reconozco tus cosas buenas; no reside en tu alma ni en tu interior lo que me repele de ti, sino en tu manera de ser, en tu conducta, en tus opiniones y tus juicios, en tus costumbres; en definitiva, no puedo estar de acuerdo contigo en nada referente al mundo exterior. También tu mal humor me oprime y contraría mi carácter jovial sin que tú ganes nada a cambio. No hay más que verlo, querido Arthur, sólo has estado unos días de visita en mi casa y no hemos tenido más que escenas violentas, y por nada, sencillamente por nada. Y cada vez que te ibas respiraba tranquila, porque me ahogaba tu presencia, tus quejas sobre cosas inevitables, tus caras largas, esos juicios extravagantes que pronuncias como si fueran sentencias oraculares sin que nadie pueda objetarles nada, y más aún, la eterna lucha que debo sostener en mi interior para reprimir con violencia todo aquello que te respondería gustosa, sólo para no dar ocasión de provocar una nueva pelea. Ahora vivo muy tranquila; desde hace tiempo, los únicos momentos malos que he pasado te los debo únicamente a ti; vivo en paz conmigo misma, nadie me contradice, a nadie contradigo; en mi casa no se oyen gritos, todo sigue su curso uniforme, me preocupo de mis asuntos, nadie nota quién manda y quién obedece, cada cual se dedica tranquilamente a sus deberes y la vida se desliza sin que yo sepa cómo. Esta es mi verdadera existencia y así tiene que seguir siendo si en algo aprecias la paz y la dicha de los años de vida que aún me quedan. Cuando tengas más edad, querido Arthur, y veas las cosas con más claridad, podremos entendernos mejor y quizás hasta llegue yo a pasar mis últimos años en tu casa, con tus hijos, como es lo normal en una vieja abuela. Hasta entonces vamos a procurar que estas mil tonterías no enturbien nuestro ánimo y acaben por expulsar de él al cariño. Para eso es necesario que no estemos mucho tiempo juntos, pues aunque en las ocasiones importantes pronto nos ponemos de acuerdo, sucede todo lo contrario en todas las demás. Escucha, pues, cómo quiero proceder contigo. En tu alojamiento estarás en tu casa, pero en la mía serás sólo un huésped, algo así como lo fui yo en casa de mis padres después de casarme, un huésped querido al que siempre se recibirá con cariño pero que no se mezcla para nada en los asuntos domésticos; tú no tienes que preocuparte de ellos para nada […], no acepto ninguna objeción, cosa que no te ayudaría en lo más mínimo y que lo único que haría sería empeorarlo todo […]. Puedes asistir cuando quieras a las veladas en mi casa, dos días por semana, y quedarte luego a cenar conmigo siempre que dejes aparte ese enojoso gusto tuyo por la disputa que tanto me crispa, lo mismo que todas esas lamentaciones sobre el necio mundo y la miseria humana que siempre me hacen pasar luego mala noche y tener sueños desagradables, y ya sabes que a mí me gusta dormir bien». 20

Entretanto, aquel jovencito que tan perdido estaba ya para las relaciones humanas, había fijado con firmeza ante los ojos la meta a la que, pletórico de energía, quería llegar en esa solitaria profesión, una meta que fue elegida siguiendo la voluntad de su naturaleza. Lo mismo que, recién llegado de Hamburgo, aquel joven hombre de mundo, siendo estudiante en el instituto de Gotha, prescribía con pasión las bondades de un nuevo sombrero de copa a la última moda e infomaba acerca de su trato con «barones y condesas» de una forma en la que la madre, que tampoco es que fuera muy ahorradora, tuvo que llamarle la atención para que se moderara en sus gastos —¡a aquel hijo que tan económico habría de ser en el futuro!—, pues de esa misma forma dirigía ahora cada vez más todo su afán a la extracción del tesoro intelectual que sabía escondido en las profundidades de su ser. Las clases que le daban los extraordinarios filólogos y su propio talento para los idiomas compensaron en corto tiempo la educación básica perdida. Bajo la constante supervisión de Passow —Arthur vivía en su casa— iba familiarizándose más y más con la Antigüedad clásica, tan afín a su espíritu. Al mismo tiempo, recibía clases de conversación en latín del extraordinario latinista Lenz, el director del instituto de secundaria de Weimar. Estudiando directamente en los libros, completó los conocimientos de matemáticas y de historia que le faltaban. Con una aplicación incansable, igual que si hubiera tenido que trabajar para ganarse su pan de cada día, ocupaba en estudiar y aprender no sólo las horas del día, sino también la mitad de las noches. Aun así, aquellas vigilias nocturnas no lo apartaban de ninguna manera de las 28

diversiones. Montaba a caballo, practicaba la esgrima e interpretaba música, iba al teatro y a conciertos, participó de buena gana en un baile, en una mascarada y en un paseo en trineo; y en la buena estación del año no faltaron las pequeñas y las grandes excursiones, la mayor parte de ellas a caballo, hasta Jena, Rudolstadt, Lauchstädt, Halle y otros lugares. En el verano de 1808 se ausentó de Weimar durante una larga temporada a causa de un viaje a Wiesbaden, donde su madre hacía una cura en el balneario; y en septiembre del mismo año lo encontramos en compañía de Johann Daniel Falk21 durante el Congreso de los Príncipes en Erfurt,22 en donde halló alojamiento en la casa de la corte de Gotha y se escandalizó de unas damas que antes de asistir a la comedia tenían al opresor de los pueblos por un monstruo y cuando salieron de ella declaraban que era un hombre encantador.23 Cuando ya en octubre de 1809, a sus 21 años y atraído por el resplandor académico que en aquel tiempo despedía aún la Universidad Georgia Augusta, Schopenhauer se mudó a Gotinga, bien pocos de sus compañeros de estudio podían equipararse a él en cuanto a la profundidad y vastedad de sus conocimientos escolares. Como el estudio de las ciencias naturales le parecía imprescindible sobre todas las demás disciplinas, se matriculó en la facultad de medicina y asistió en primer lugar a las lecciones de ciencias naturales e historia impartidas por Thibaut, Blumenbach, Hempel, Tobias Mayer, Stromeyer, Schrader, Heeren y Lüder; pero pronto, bajo la dirección de G. E. Schulze24 —quien «lo despertó a la filosofía»—, cambió sus estudios iniciales por los de filosofía, donde encontró su patria intelectual. El autor del Enesidemo ejerció una influencia decisiva en los primeros tiempos de su aprendizaje filosófico al darle el consejo de que empleara «toda su dedicación, lo primero, en el estudio de Platón y Kant y hasta que no los hubiera dominado del todo no estudiara a ningún otro, por ejemplo Aristóteles o Spinoza». Así lo contó Schopenhauer mismo en sus dos esbozos biográficos destinados a las enciclopedias. Junto con las obras de Platón y de Kant, con el busto de Sócrates y el retrato de Goethe, igualmente se trasladaron al cuarto del estudiante el perrito faldero25 y su cobijo, la piel de oso. Dada su edad, la educación y aun habiendo dejado atrás las estrechas costumbres de la vida estudiantil, sin embargo, Schopenhauer no vivía sin trato social. Junto a sus compañeros de mesa, a los que pertenecían un barón Edgar von Schwerdtner, un Garlieb y un Siemerling de Neustrelitz, le eran muy cercanos sus amigos de la época del instituto, E. A. Lewald y Friedrich Ossan,26 con los cuales también más tarde siguió manteniendo correspondencia. Como joven camarada de estudios de cuyo genio él esperaba algo grande, trató especialmente con Christian Karl Josias Bunsen.27 Aparte de con Bunsen, congenió de manera especialmente íntima con el hijo de Johann Jakob Astor, barón nacido en Heidelberg en 1763 y emigrado a América: William Backhouse Astor;28 éste se le acercó por el idioma y años después, curiosamente, llegó a ser inmensamente rico. Riendo se acordaba el filósofo, cuando después de mucho tiempo de separación volvió a ver a Bunsen, de los caminos tan diferentes que habían seguido 29

los tres amigos: uno adquirió rango, el otro riqueza, y el tercero (o sea, él mismo) sabiduría. En Bunsen sólo veía al diplomático; la actividad literaria de éste no quería verla: para la traducción de la Biblia era el mejor hebraísta; e igual que «Dios en la historia» era único, el único que reinaba en la historiografía sagrada era Bunsen. También con los gotingueanos de aquel tiempo que adquirirían celebridad años después trabó un trato cordial, sobre todo, con el círculo teológico y filológico al que pertenecían el poeta Ernst Schulze29 y el teólogo Gottfried Chr. Fr. Lücke.30 Las vacaciones las empleó en hacer excursiones al Harz e ir a Weimar, donde visitó a Wieland,31 de 78 años de edad; éste, aunque por encargo de su madre, lo invitó a su casa, y recayendo la conversación sobre la elección de sus estudios, le desaconsejó que estudiara filosofía pura porque no era una disciplina sólida. «La vida —le contestó Schopenhauer— es una cosa miserable: me he propuesto consagrar la mía a reflexionar sobre ello». En el curso de la conversación Wieland dijo con ardor: «Sí, ahora me parece que ha elegido bien, joven, ahora comprendo su naturaleza; permanezca usted en la filosofía». Poco después hubo una gran recepción en el palacio del Gran Duque: estaban presentes Goethe, Wieland y la señora Schopenhauer. En el momento en que Goethe intercambiaba algunas palabras con ella, apareció Wieland y comentó con juvenil alegría: «Señora Schopenhauer, hace poco que he hecho una amistad muy interesante. ¿Y sabe usted con quién? ¡Con el hijo de usted! Ah, fue muy grato para mí conocer a este joven, de él saldrá algo grande en el futuro».32 Schopenhauer no tuvo ocasión de enviarle su primera obra a aquel admirador que no tenía envidia de la grandeza ajena, porque cuando en 1813 regresó a Weimar, hacía poco tiempo que Wieland había fallecido. En otoño de 1811 se fue a Berlín. Atraído allí por la fama de Fichte,33 llevaba ya entonces demasiado conocimiento de sí mismo y demasiada firmeza de juicio como para seguir con credulidad el filosofar degenerado en sofística de aquel hombre peculiar. Durante cierto tiempo se ocupó de entender las abstrusas lecciones sobre «los hechos de la conciencia» y la «doctrina de la ciencia» con verdadero empeño y disputó igualmente con Fichte en sus seminarios con la mayor diligencia; pero pronto mudó «la veneración a priori» —dice en el mencionado apunte biográfico de su Curriculum vitae— «por el desprecio y la burla». Como prueba de peso de la ignorancia de Fichte le llamó la atención desde la primera hora la afirmación «genio y locura están tan poco emparentados que en realidad se sitúan en polos opuestos»; al «divino genio» opuso Fichte la locura como un estado de animalidad. Además, la apariencia personal de Fichte, la manera que tenía de dar las clases, le parecían de lo más repugnante. En sus años de vejez, Schopenhauer imitaba muy bien y con mucho efecto al pequeño hombrecillo de pelo hirsuto, de rostro colorado y mirada penetrante, cómo se imponía a los estudiantes desde la cátedra proclamando con cavernoso patetismo frases como esta: «El yo es porque se sienta, y se sienta porque es».34 Por lo demás, cuán insistente fue el joven en su aplicación al estudio, con qué honradez se esforzó por adquirir un verdadero saber filosófico se desprende de los cuadernos de lecciones de 1810 y 1811 que han quedado entre los legajos manuscritos de 30

su legado.35 Y asimismo prosiguió con afán y meticulosidad los estudios de ciencias naturales. Entre otras, asistió a las lecciones de física de Fischer, química experimental de Klaproth, magnetismo y teoría de la electricidad de Erman, astronomía de Bode, geognóstica de Weiß, fisiología general de Horkel, anatomía del cerebro de Rosenthal, ornitología, anfibiología, ictiología y entomología de Lichtenstein. Tenazmente prosiguió sus estudios lingüísticos con profesores como Fr. August Wolf, Boeckh, Bernhardi y Rühs; sólo descuidó las disciplinas jurídicas y teológicas, y no hay que ignorar que, en proporción con las demás, su pensamiento acusa deficiencias de formación en esas direcciones. También asistió a las lecciones de Schleiermacher36 sobre «Historia de la filosofía en tiempo del cristianismo», pero cuando en la lección preliminar aquél dijo que filosofía y religión no pueden subsistir separadas, que nadie puede ser filósofo sin ser religioso, Schopenhauer escribió enfadado al margen del cuaderno de apuntes: «Nadie que sea religioso llega a la filosofía: no la necesita; nadie que realmente filosofe es religioso; camina sin andaderas, peligrosamente, pero ¡libre!». Y reprobó a Schleiermacher como a un cura. Fr. August Wolf,37 cuyas lecciones Schopenhauer oyó casi todas y al que tenía en muy alta estima como académico y también como persona de la que aclamaba sus glosas críticas, fue quien le hizo desconfiar del todo de la exposición que Schleiermacher hacía de la escolástica al asegurarle Wolf que aquél ni siquiera había leído a los escolásticos. Desde luego, en el sentido de Wolf seguro que no; pues éste opinaba que sólo había un único autor entre los modernos que hubiera llevado a cabo semejante tarea, a saber: Dietrich Tiedemann.38 Considerando la enorme diferencia entre el carácter ético y científico de Schleiermacher y Schopenhauer, añadiéndole la disparidad de los puntos de vista adquiridos de ambos, no puede sorprender que el alumno se distanciara del profesor. También desaprovechó Schopenhauer la oportunidad de rectificar su juicio sobre el denominado «gran virtuoso de la dialéctica de nuestro siglo» —pues este honor le corresponde a él, no a Hegel—, al negarse a tratar con éste, espantado para siempre a causa del primer choque que tuvieron. Por cierto, que sabía contar sustanciosas anécdotas sobre Schleiermacher, y nunca se cansaba de elogiar esa tesis suya que reza: «en las universidades sólo aprende uno lo que habrá de aprender más adelante». A Solger,39 en cambio, le negaba el espíritu, como a Hegel, y lo llamaba «melifluo señor en cuyos diálogos sólo habla una misma persona dividida artificialmente».

Notas

2.

«Das meiste nämlich/ vermag die Geburt, / und der Lichtstrahl, der / dem neugebornen begegnet». Friedrich Hölderlin, «El Rin», versos 50 y ss. 3. Las memorias que Johanna Schopenhauer dejó inacabadas al morir fueron publicadas posteriormente por su hija Adele. El título que les puso Johanna, aludiendo a Poesía y verdad de Goethe, rezaba: Verdad sin poesía. 4. N. del A. Se ha puesto en duda la veracidad de esta anécdota. A mí me la contó un testigo auténtico, un señor muy respetable de Dánzig; él mismo había trabajado en la oficina de Heinrich Floris Schopenhauer.

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5. N. del A. Una barra dorada entre dos estrellas de plata sobre campo azul. 6. Cita de Johanna Schopenhauer extraída de sus recuerdos de juventud,

al igual que las citas que siguen. Gwinner transcribió párrafos incompletos de las memorias de Johanna. Para todas las citas vid. Johanna Schopenhauer: Jugenderinnerung (Recuerdos de juventud), Verlag der Nation, 1979, Berlín, pp. 35 y ss; pp. 175 y ss. 7. «Ich sah die Welt mit liebevollen Blicken, / Und Welt und Ich wir schwelgten in Entzücken», Johann Wolfgang von Goethe, del poema «Einsamste Wildnis» [«La selva más solitaria»], que inicia el ciclo rubricado como «Zu meinen Handzeichnungen» [«Para mis dibujos a mano»]. 8. Justus Möser (1720-1794), jurista, literato, historiador alemán, decidido mentor de la Ilustración. 9. Esta casa a la que se refiere Gwinner fue destruida en los bombardeos de la II Guerra Mundial, la reconstruyeron después de la guerra y sigue en pie en la actualidad. 10. Las personas mencionadas son: Friedrich Gottlieb Klopstock (1724-1803), poeta, autor del célebre y extenso poema El mesías. Johann Heinrich Wilhelm Tischbein (1751-1829), el famoso pintor amigo de Goethe. Johann Albert Heinrich Reimarus (1729-1814), físico y economista. El barón Erik Magnus Staël (1786-1802), diplomático, cónyuge de la escritora francesa Madame de Staël. Karl Friedrich Reinhard (1761-1837), diplomático francés de origen alemán, escritor. August Gottlieb Meissner (1753-1807), filósofo, catedrático en Praga. El mariscal de campo prusiano Friedrich Adolf Kalckreuth (1737- 1818). El almirante inglés lord Nelson (1758-1805) y su amante, lady Hamilton (1765-1815). 11. Schopenhauer llevó un diario de este viaje que rubricó como «Diario de un viaje. Desde Hamburgo a Carlsbad, y desde allí a Praga; viaje de regreso a Hamburgo. Año de 1800». En castellano está recogido en el volumen: Arthur Schopenhauer, Diarios de viaje. Los diarios de los años 1800 y 1803-1804. Traducción, introducción y notas de Luis Fernando Moreno Claros. Editorial Trotta, 2012, Madrid. 12. Este segundo diario de viaje del joven Arthur se recoge bajo el título «Diarios de viaje de los años 18031804» en el volumen citado en la nota precedente. 13. Gwinner parafrasea palabras del propio Schopenhauer; véase «Curriculum vitae de Arthur Schopenhauer» en Arthur Schopenhauer: Epistolario de Weimar (1806-1819). Selección de cartas de Johanna y Arthur Schopenhauer y de Schopenhauer y Goethe, traducción, prólogo y notas de Luis Fernando Moreno Claros. Valdemar, 1999, Madrid. 14. N. del A. El mundo como voluntad y representación II, 3.ª ed., p. 439. 15. N. del A. «En la tristeza, sereno; en la serenidad, triste». Giordano Bruno, op. da Wagner, I, XXXVII. 16. Véase la carta de Johanna Schopenhauer a Arthur del 19 de octubre de 1806 en Epistolario de Weimar, op. cit., p. 67. 17. En Jugendleben und Wanderbilder [Juventud y estampas de viaje], de Johanna Schopenhauer, editado por su hija Adele, 2 vols., Verlag von George Westermann, 1839, Braunschweig. El texto citado por Gwinner se encuentra en el segundo volumen, p. 257. 18. Karl Ludwig Fernow (1763-1808), historiador del arte y erudito, bibliotecario en Weimar, muy amigo de Johanna, hasta el punto de que tal amistad causó rumores que los acusaban de ser amantes. 19. Gwinner parafrasea de nuevo palabras del propio Schopenhauer en «Curriculum vitae del doctor en filosofía Arthur Schopenhauer», op. cit., pp. 253 y ss. 20. Véase Epistolario de Weimar, op. cit., pp. 147-148. 21. Johann Daniel Falk (1768-1826). Nacido en Dánzig y afincado en Weimar, donde perteneció al círculo de Goethe; pastor evangélico dedicado a obras sociales, fue también escritor y poeta. 22. Congreso celebrado del 27 de septiembre al 14 de octubre de 1808 en Erfurt (Turingia); allí tuvo lugar la primera y famosa entrevista entre Napoleón y Goethe el día 2 de octubre de 1808. 23. Referencia a Napoleón Bonaparte. Véase Conversaciones con Arthur Schopenhauer. Introducción, selección y notas de Luis Fernando Moreno Claros. Acantilado, 2016, Barcelona, pp. 191-192. 24. El filósofo y profesor alemán Gottlob Ernst Schulze (1761–1833) adquirió fama por su obra Aenesidemus

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(1792), en la que criticaba la Crítica de la razón pura de Kant desde un punto de vista escéptico. Ejerció una gran influencia en el idealismo de Schopenhauer y en su visión entre entusiasta y crítica de las teorías del célebre filósofo de Königsberg. 25. Ya en esta época tan temprana empezó Schopenhauer con su afición a las mascotas caninas: tuvo varios falderos a lo largo de su vida. 26. Friedrich Gotthilf Ossan (1794-1858), filólogo, profesor en Berlín. 27. Christian Karl Josias, barón de Bunsen (1791-1860), el amigo más antiguo de Schopenhauer. Diplomático y erudito. 28. William Backhouse Astor (1792-1875), nacido en Nueva York, estudiante en Gotinga, heredó la fortuna de su padre y llegó a ser uno de los hombres más ricos de Norteamérica. 29. Ernst Conrad Friedrich Schulze (1789-1817), poeta romántico alemán. 30. Gottfried Christian Friedrich Lücke (1791-1855) fue uno de los teólogos más influyentes de la época de estudios universitarios de Schopenhauer. 31. El poeta y escritor suabo Cristoph Martin Wieland (1733-1813). 32. «De boca del propio Schopenhauer, según noticia del doctor H. C. G. Bähr en Dresde». (N. del A.). Este diálogo está recogido en Conversaciones con Arthur Schopenhauer, op. cit., pp. 83-84. 33. El filósofo idealista alemán Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), junto con los filósofos Friedrich Wilhelm Joseph Schelling (1775-1854) y Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) —los otros dos conspicuos representantes del denominado «idealismo alemán»—, fue despreciado por parte de Schopenhauer como «sofista» y «filósofo de pega»; apelativos que también dedicó a los otros dos. 34. Es conocida la tesis de Fichte que reza: «Das Ich ist, weil er sich setzt, und setzt sich, weil es ist». Schopenhauer se burlaba de él entendiendo literalmente el verbo setzen (sentar, asentar, poner). 35. Estos cuadernos de lecciones académicas, que contienen apuntes y comentarios de Schopenhauer a raíz de sus clases en la universidad de Berlín, pueden consultarse en Der Handschriftliche Nachlass, dtv, Múnich, 1985, 5 tomos. Los apuntes de las lecciones berlinesas se encuentran en el tomo 2: «Kritische Auseinandersetzung» [«Controversias críticas»]. 36. Friedrich Daniel Ernst Schleiermacher (1768-1834), otro de los teólogos protestantes —también filósofo— con mayor influencia en Alemania en esta época, autor de un diálogo muy leído: Fedón o de la inmortalidad del alma. 37. Friedrich August Wolf (1759-1824), filólogo y helenista alemán, famoso por haber cuestionado la unidad de composición de los poemas homéricos y por su colaboración con Goethe y Schiller para devolver los estudios clásicos y el espíritu de la Antigüedad clásica a la universidad y la educación de la juventud. Schopenhauer lo apreciaba mucho como profesor y como persona. 38. Dietrich Tiedemann (1748-1803). Célebre filósofo ilustrado alemán e historiador de la filosofía, su obra magna fue El espíritu de la filosofía especulativa desde Tales a Berkeley, publicada entre 1791 y 1797. 39. Karl Wilhelm Ferdinand Solger (1780–1819), filósofo romántico alemán, teórico del arte. Autor de Erwin. Cuatro diálogos sobre lo bello y sobre el arte (1815), Diálogos filosóficos (1817) y Lecciones de estética (1829).

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II

Cómo maduró

En el apacible curso de sus estudios se entrometió inoportunamente el tráfago del mundo. El entusiasmo político le era ajeno, y cuando el dudoso resultado de la batalla de Lützen hizo imposible pensar ya en un pacífico doctorado en Berlín, en mayo de 1813 Schopenhauer se retiró a Sajonia para trabajar en la tesis doctoral que había comenzado. Tras doce días de huida a Dresde terminó por encontrarse en medio de la vorágine bélica, y ante la llegada de tropas francesas, el alcalde de una pequeña ciudad lo tomó como traductor; gracias a su consumada destreza en el dominio del idioma francés pudo superar felizmente el trance. A comienzos de junio llegó a Weimar, donde se concentró en el estudio de Spinoza. El veintitrés de julio se trasladó a Rudolstadt. En aquel apartado retiro del pacífico y silencioso valle de Rudolstadt, durante aquel verano tan rico en acontecimientos, terminó de escribir La cuádruple raíz del principio de razón suficiente. El huraño pensador se limitó a tratar con la naturaleza, dado que la época exigía otras dotes distintas a las que él poseía. Se alojó en la posada Zum Ritter, donde se inscribió tallando unos versos de Horacio en el cristal de una ventana; cuarenta años más tarde, allí los encontró todavía un admirador y éste se lo recordó a Schopenhauer.40 Después de que a comienzos de octubre se doctorara in absentia [en ausencia] en la Facultad de Filosofía de Jena, dado que había enviado allí por correo la tesis doctoral, pasó todo el invierno siguiente en Weimar. Pero aquí, en casa de la madre, ya no habría de hallar un hogar, y es que cuando, huyendo de Berlín, buscó refugio en casa de Johanna, se encontró con ciertas circunstancias que le disgustaron en demasía, tanto que éstas fueron las que abonaron la tierra en la que echó raíces la larga y siniestra sombra que el distanciamiento de la madre iba a proyectar sobre su vida posterior. Él le reprochó a ella no haber honrado la memoria de su padre, por quien Schopenhauer sentiría piedad durante toda su vida; y puesto que ella no había amado a su padre, tampoco creyó el hijo que su amor de madre hubiera ido más allá de lo meramente instintivo en esos primeros años hasta que él pudo ser independiente. Si estas acusaciones son fundadas o infundadas, no nos compete a nosotros investigarlo. Pero ya la mera consideración de los caracteres de ambas partes y sus situaciones vitales conduce al convencimiento de que estas dos personas no estaban hechas para armonizar. Había demasiadas cosas entre ambos, sobre todo el orgullo de cada uno de ellos, apoyado en valores de lo más heterogéneo. «¡Yo y tú somos dos!», acostumbraba él a decirle en ocasiones a ella desde la más profunda desafección. Rica en fantasía y juicio, pero consentida y volcada en lo exterior, demasiado entregada al lujo como mujer e inclinada al gasto, no supo mostrar ni adecuada comprensión con el violento carácter del jovencito, rígido, desconfiado, lleno de autosuficiencia, ni tampoco supo ganárselo de alguna manera para que participara en 34

sus relaciones sociales. Cuando Arthur le entregó a su madre La cuádruple raíz, ella se burló diciendo que si era algo para boticarios. «¡Lo leerán todavía —repuso él— cuando de tus escritos apenas quede ya ni uno solo metido en un sótano oscuro!». Ella le devolvió la burla: «De los tuyos se podrá encontrar todavía la edición entera». En lo primero habría de tener razón: las primeras ediciones de La cuádruple raíz del principio de razón suficiente y de El mundo como voluntad y representación fueron convertidas en su mayor parte en maculatura, mientras que los escritos de Johanna tuvieron muy buena venta. Pero al hijo lo enojó este frívolo pasar de largo sobre su solemne comienzo. Ya entonces expresó la intención de llegar a ser el filósofo del siglo XIX; en su septuagésimo tercer año se lo recordó Ottilie von Goethe en una carta en la que lo felicitaba por la tercera edición de su obra capital. Él le aseguró a ella que era algo más que fuerza de voluntad, era algo demoníaco lo que había obrado en él, tal y como lo expresó Goethe cuando quiso indicar el efecto del individuo sobre la especie entera.41 La preocupación no infundada del hijo de que la fortuna del padre estaba esfumándose en manos de la madre y que esto habría de ser causa de que él no iba a tener ni dónde caerse muerto —puesto que para adquirir semejantes bienes con su trabajo se sentía completamente incapaz— aumentó su desconfianza, y eso dio lugar a tan violentas discusiones entre ambos que la madre, siempre tan preocupada por la paz de su ánimo, a los pocos meses puso fin para siempre a la vida en común. Desde entonces ambos caminos no volvieron a encontrarse; no obstante, andando el tiempo, la estricta condena se relajó un poco y trajo como consecuencia un mejor entendimiento que propició que el amor materno reprimido brotara en algunas ocasiones. Pero verse otra vez los dos, hasta donde yo sé, desde aquel mayo de 1814 hasta la muerte de Johanna nunca volvieron a verse. La desavenencia con la madre perturbó también, por desgracia, su relación con la pequeña hermana Adele (Louise Adelaide), diez años menor que el hermano; aun así, Schopenhauer se sentía mucho más cercano a ésta anímicamente y mantuvieron trato epistolar hasta que Adele murió, justo el año en que se cumplían cien años del nacimiento de Goethe. En lo exterior, Adele se parecía poco a la madre y al hermano; era alta y estrecha de hombros, tenía ojos azules muy saltones, abundante y lacio cabello castaño y brillantes dientes blancos, visibles un poco tras el corto labio superior. Poseía una voz poco común, muy suave y expresiva, y que en su juventud embelesaba interpretando Lieder. Era una de las amigas favoritas de Goethe y la unía una estrecha amistad con la nuera de éste. Sus múltiples talentos hallaron el mejor alimento desde la infancia. Era ingeniosa, escribía y contaba historias de viva voz maravillosamente, dibujaba, pintaba y recortaba siluetas. Cultivó su sentido estético, innato en ella, hasta cimas muy altas gracias a la diligente guía de Goethe y gracias, además, al trato con los corifeos del nuevo arte alemán. Goethe apreciaba tanto su capacidad crítica que le pedía informes sobre los libros de toda clase que a él le enviaban. Pero al conjunto de estas cualidades espirituales suyas las eclipsaba por entero esa belleza inmarcesible de un carácter verdaderamente noble que transfigura en paz celestial las alegrías y las penas de 35

una vida ajetreada. En los días de dicha su noble orgullo rechazó contraer uno u otro matrimonio que no la satisfacía, para lo cual se le brindó más de una ocasión; pero también, después de que ella hubiera perdido fortuna y salud, siguieron queriéndola todas las personas que la conocían y llevó el dolor de una vida insatisfecha con el callado heroísmo del que sólo es capaz la más noble feminidad. Lo mismo que la atmósfera espiritual en la que creció, también su educación fue clásica, humanística, tan libre de todos los prejuicios nacionales, religiosos y sociales como pura y ennoblecida por la más bella de las honestidades. Sobre todo en su niñez, la unía a su hermano un amor confiado y abierto, y no fue culpa suya que la misantropía de aquél ni siquiera fuera capaz de respetarla a ella. Con todo, si una vez la maldijo, más adelante la elevó otra vez hasta los cielos, pues un verdadero distanciamiento, en realidad, no pudieron propiciarlo las nobles naturalezas de ambos. Ante este innegable vuelco que da la relación del hijo con la madre, nosotros no debemos olvidar, dejando aparte el carácter de aquél —que requeriría un examen más profundo—, cómo la existencia estética unilateral que había alcanzado su clímax en ese círculo en el que Johanna Schopenhauer se movía, se atrevió a ofrecer al espíritu del hijo una concurrencia de su misma clase en la mesa de té en la que él se tenía por demasiado bueno para introducirse. Que una mujer del conocimiento de Johanna Schopenhauer en contacto con el falso brillo del espíritu de almanaque minusvalorase tanto la extraordinaria valía de su hijo y con ello hiriese su sensible pundonor se aclara, exceptuando aquello que a ella pudiera faltarle en el corazón y el alma, precisamente desde ese círculo sobresaturado de cultura literaria. Aun así, sólo otra persona brillaba junto al joven genio, alguien a quien le era lícito actuar como el sol que declina cuando oscurece con los efectos luminosos de colores de toda especie a la naciente estrella de la mañana, alguien a quien él se entregó sin resistencia, sí, y hasta de quien reconoció que lo había educado por segunda vez. Cuando Goethe entraba en el salón de su madre, el hijo no tenía ya ni ojos ni oídos para nadie más. El poeta estaba entonces en su periodo más cerrado; sólo la teoría de los colores, por cuya falta de reconocimiento rezongaba bastante, le ofreció a Schopenhauer, que era cuarenta años menor que Goethe y, según escribió éste en los «Cuadernos de día y año», asimismo un joven hombre «difícil de conocer», la posibilidad de acercársele. Goethe había leído La cuádruple raíz del principio de razón suficiente y, sorprendido y dichoso de encontrarse con un pensador independiente y libre de prejuicios, lo tomó bajo su protección con toda libertad y sin intereses concretos, igual que a un niño abandonado. Le envió sus aparatos de óptica y sus instrumentos a casa, y Schopenhauer no escatimó ninguna molestia, se quedó más tiempo en Weimar del que era su intención y estudió óptica bajo la permanente dirección de Goethe. Nunca antes había tenido un maestro tanto valor para el alumno. Al principio, el genio que despuntaba en el filósofo se sometió con docilidad. Desde el primer encuentro con Goethe, el alumno supo entender que el mandamiento más serio de aquel gran hombre rezaba: «¡No pondrás a ningún otro dios junto a mí!». Pero la verdad —ésta única y sola, a la que él aspiraba y de la que estaba convencido de que podía encontrarse desde cualquier punto— valía demasiado 36

para él como para que incluso un espíritu tan poderoso pudiera apartarlo de la vía que le había prescrito la naturaleza. En silencio se dejó fructificar por Goethe y probó los embriones vivos de las ideas posteriores en la primera lucha con una materia que para él era aparentemente impensable. Que Goethe había aclarado correctamente la formación de los llamados colores físicos fue algo que pronto se convirtió en certeza para él, pero también comprendió que no podía defender la posición de una teoría óptica general que, en vez de ser comprendida desde la física y desde la química, tal y como lo hacía Goethe, debía ser comprendida desde la fisiología. Con qué esplendor tuvieron que llevar a cabo su ruptura estos dos grandes espíritus esencialmente distintos podemos suponerlo al oír de boca de Schopenhauer lo siguiente: «Pero este Goethe era tan realista que no le entraba en la cabeza que los objetos en cuanto tales sólo están aquí en tanto que son representados por el sujeto que conoce. “¿Cómo? —me dijo en una ocasión fulminándome con sus ojos de Júpiter— ¿Que la luz sólo estaría aquí porque usted la ve? No. Más bien usted no estaría aquí si la luz no lo viera”».42 Aparte de Schiller yo no sabría nombrar a otro en quien el genio de Goethe hubiera llegado a fructificar en grado semejante. En medio de los juegos del humor y las bromas que aquel círculo de diletantes con sentimientos y almas artísticas trenzaba en torno al atardecer de la profusa vida del poeta cual ligeras coronas de flores, el jovencito perseguía su gran meta. En aquella velada en la que Goethe «fue el primero en concederle su gracia», se representaba un teatro de aficionados de jóvenes muchachas en la casa de su madre y Adele lució la casaca de brocado blanco de Goethe, la que él llevó antaño durante su doctorado en Estrasburgo. En aquella ocasión fue cuando nació un íntimo entendimiento entre los dos hombres y Goethe lo invitó a pasar la velada del día siguiente a solas con él, puesto que no le apetecía asistir a la representación de Los ladrones, que estaba programada para esa fecha. Fue entonces cuando Schopenhauer recibió de lleno la impresión de la grandeza de Goethe, de quien quedó fuertemente prendido para el resto de su vida, rindiéndole la mayor de las admiraciones. Asimismo, la ganancia quedó esencialmente de su parte; Goethe, moderado en especulación desde joven, era demasiado mayor, estaba demasiado seguro de su saber como para asimilar nuevos círculos filosóficos, y cuando seis años más tarde su joven amigo le envió lleno de esperanza su respuesta a esa frase suya de tan difícil significado —«¿Y no será que finalmente la naturaleza sí se deja sondear?»—,43 es cierto que se interesó vivamente, pero después, aunque al principio tomó con mucho interés la obra, parece ser que no siguió estudiándola; al menos eso sospechó Schopenhauer. Modestia no pudo aprender el joven genio del viejo, y así sobrellevó aquel desprecio durante toda su vida sin mencionarlo nunca. Él vio en Goethe el hombre perfecto y no quiso enterarse de que también éste tenía cuerdas que no sonaban afinadas. Goethe fue muy consciente de su postura con respecto a su joven amigo y a la filosofía. Así, el día que tuvo ante sus ojos la teoría de los colores de Schopenhauer recién publicada, emitió este juicio: «El Dr. Schopenhauer es una cabeza importante, yo mismo lo induje —puesto que se afincó en Weimar durante una larga temporada— a ocuparse de mi teoría de los colores a 37

fin de que en nuestras entrevistas tuviéramos algún fundamento cuasirreal y un objeto sobre el cual pudiésemos hablar; como yo no puedo transferirme sin una mediación semejante al mundo intelectual, tiene que ser por caminos poéticos como acontezca. Pero ahora, desde mi punto de vista, este joven se ha convertido en mi enemigo. Para el tono medio de esta diferencia tengo yo la fórmula; aun así, cosas de este tipo siguen siendo muy difíciles de desarrollar».44 De modo que también tuvo que ser difícil para él extraer el tono medio de El mundo como voluntad y representación de su tesoro de fórmula poética. Con todo, sí que Adele pudo informar al hermano, que estaba en Nápoles, de este modo: «Goethe saludó tu obra con gran alborozo; al punto partió en dos el grueso libro y comenzó a leerlo al instante. Una hora después me envió el papelito que te adjunto45 y mandó me dijeran que te lo agradecía mucho y que creía que el libro era bueno. Porque él siempre tenía la virtud de hallar los pasajes más interesantes cuando hojeaba los libros y había leído las hojas cuya referencia indicaba y le habían proporcionado sumo placer. Por eso te las había anotado, para que supieras a cuáles se refiere. Que pronto te escribiría él mismo para comunicarte su impresión; hasta entonces debía yo referirte esto. Pocos días después, Ottilie46 me dijo que el padre se sentaba ante el libro y lo leía con un afán e interés nunca vistos antes en él. Por lo demás le había dicho que hacía un año entero que no tenía una alegría semejante, que leería el libro de cabo a rabo y que intentaba dedicarle el mayor tiempo posible. Otro día, además, habló Goethe conmigo y me dijo que le alegraba mucho ver que todavía dependieras tanto de él a pesar de que en lo referente a la teoría de los colores hubierais terminado por separaros, ya que tu camino había seguido otros derroteros distintos a los del suyo. Lo que le gustaba extraordinariamente del libro era la claridad de la exposición y la manera de escribir, aunque tu lenguaje difiere un tanto del de los demás y uno tiene que acostumbrarse primero a llamar las cosas tal y como tú lo exiges. Mas cuando se ha conseguido esa ventaja y se sabe que caballo no es ya caballo sino cavallo, y Dios algo así como dio, entonces se lee con facilidad y rapidez. También le ha gustado la división del conjunto, lo único que le inquieta es ese formato tan poco gracioso y prefiere imaginarse que la obra consta de dos volúmenes. Dentro de poco espero poder hablar otra vez a solas con él, quizá me comente algo satisfactorio. Por lo menos eres tú el único autor que Goethe lee de esa manera, con tanto interés; esto, me parece a mí, tiene que alegrarte». 47

Solo que, como se ha dicho, finalmente el libro le pareció demasiado grueso; su interés filosófico había vuelto a despertarse con ímpetu, pero ya no fue capaz de una repetición similar a la de aquella época en la que se torturó con Spinoza. Por lo demás, cómo pensaba Goethe de Schopenhauer lo muestra una anécdota en casa de los Frommann, familia amiga de ambos en Jena, según la cual Goethe habría dicho a unas muchachas que, sentadas a la mesa del té, murmuraban sobre Schopenhauer, el cual se hallaba de pie mirando por la ventana en actitud absorta y cariacontecida: «Niñas, dejadme en paz a aquel de allí, porque un día será más grande que todos nosotros».48 Después de Goethe, para Schopenhauer supuso una ganancia perdurable Friedrich Majer,49 quien lo introdujo en el conocimiento de la filosofía de la India; pero personalmente sólo se sintió atraído por otra persona aparte de Goethe, la actriz Karoline Jagemann.50 «A esta mujer —le confesó una vez a su madre, en cuyo círculo no podía faltar el festejado y querido Carlos Augusto— me la traería yo a casa aunque me la encontrara picando piedras en la carretera». Y eso que ella no estaba hecha según el patrón de las que lo hacían estallar en llamas: ésta era, lo mismo que él, de baja estatura y rubia; mientras que para él, en cambio —por eso de la atracción de los opuestos— sólo 38

suponían un peligro las morenas y delgadas; pero su magnífico perfil y la gracia antigua de toda su persona lo atrajeron de manera irresistible. El único poema de amor de Schopenhauer que se ha conservado, del invierno 1808-1809, se lo inspiró ella.51 Todo aquello que lo atraía de verdad, él lo perseguía con una pasión intensa. Así, después de asistir a la escenificación de El príncipe constante de Calderón, en 1809, quedó tan fuertemente conmovido que tuvo que abandonar a toda prisa la acostumbrada sociedad en casa de su madre para buscar la soledad. Tanto como lo excitaba la variada vida en Weimar tanto más lo confundía y lo desviaba involuntariamente de su camino. De que habría de seguirlo y alcanzar una meta era consciente desde hacía mucho tiempo. «La filosofía —decía en una carta escrita desde Ellrich en 1811— es un elevado puerto alpino; a él conduce únicamente un sendero abrupto que transcurre entre piedras agudas y espinas punzantes; es solitario, y cuanto más se asciende, más desierto se torna. Quien por él transita no conocerá el miedo, abandonará todo tras de sí y, con perseverancia, tendrá que abrirse paso a través de la fría nieve. A menudo se detendrá de súbito ante el abismo y observará el verde valle allá en lo profundo: entonces el vértigo se apoderará de él amenazándole con arrastrarle hacia abajo, pero deberá dominarlo, si es necesario, incluso clavando a las rocas con su propia sangre las plantas de los pies. A cambio, pronto verá el mundo debajo de sí: ante su vista se esfumarán los desiertos y los pantanos, las desigualdades parecerán igualarse y las notas disonantes no le estorbarán más allá arriba; el orbe entero se extenderá ante su mirada. Él mismo se mantendrá siempre inmerso en el puro y frío aire alpino y podrá saludar al sol cuando a sus pies aún se extienda la noche oscura».52 Y cuál sea el firme núcleo de esa luz celestial, por el que abandonaría el mundo de buena voluntad, ya lo supo desde muy joven: «Existe un consuelo, una esperanza segura, y ésta la experimentamos por medio del sentimiento moral. Si nos habla claramente, si surge en nuestro interior con tanta fuerza un móvil que nos anima a la acción dirigida hacia lo más grande; si a ese sentimiento estamos dispuestos a sacrificar incluso nuestro bienestar aparente y externo, entonces intuimos con facilidad que nuestro bien es de otra especie, un bien con respecto al cual de nada sirven todas las razones mundanas; advertimos que nuestro severo deber apunta a una felicidad más elevada de la que él es mensajero, que la voz que oímos en tinieblas proviene de un lugar iluminado».53 En la primavera de 1814 se mudó a Dresde, ciudad de la que guardaba un recuerdo especial por haberla visitado varias veces con sus padres. Ya entonces portaba consigo los cimientos de su sistema. De su primer escrito se emitieron juicios laudatorios que testimonian una atención como la que raramente solía prestarse a las tesis doctorales. G. E. Schulze la reseñó con elogio en el Göttinger gelehrten Anzeigen del 30 de abril de 1814; más reseñas apalabradas trajeron los Theologischen Annalen de Marburgo en junio y el Jenischen Literaturzeitung en julio del mismo año. Si cuando vieron la luz sus siguientes escritos hubieran despertado el mismo interés, sin duda Schopenhauer habría causado efecto mucho antes. En los cuatro años de su primera estancia en Dresde se sucedieron rápidamente el 39

esbozo y la redacción de El mundo como voluntad y representación y, con ello, el contenido principal de su vida. A pesar de que la aristocracia innata de su carácter también en esta ciudad limitaba mucho su trato con las personas, no vivió aislado, sino que frecuentó a los camaradas del lugar y supo disfrutar como hombre de mundo del derecho que le exigía su pujante juventud siempre que lo permitió el gran propósito, el soberano poder de su destino. No es mi intención seguir con detalle el curso exterior de las peripecias vitales de Schopenhauer; tampoco proporciona la vida privada de un hombre como él, que era transparente como el agua y que evitaba tocar siquiera con la punta del pie el carril de la vida social, ninguna materia suficiente para eso, además de que cualquier saqueo de su vida con este fin le habría parecido repugnante. Durante sus años finales recibió ofertas tentadoras para escribir sus memorias, pero él las rechazó con rotundidad porque no quería exhibirse ni tampoco proporcionar un punto de apoyo que hubiera sido muy bien recibido por la envidia y la malignidad. Nunca encontró dignas de imitación las Confesiones de Rousseau. Hasta su final lo libró de la tentación el intimidatorio escándalo de la crasa indiscreción rayana en el desenfreno que es tan común en la literatura democrática de nuestros días. Por eso siempre se arrepintió de que en cierta ocasión hubiera hablado más de la cuenta de su pasado con un literato y se explayaba con dureza sobre la cada vez más extendida mala costumbre de los alemanes de sacar a la luz la vida privada, dada la carencia de una verdadera vida pública. Su manera de participar en el mundillo literario de Dresde en aquella época era muy peculiar. Sin tener en cuenta los mordaces comentarios y el orgulloso engreimiento a que muy a menudo lo arrastraba su superioridad intelectual, era querido y respetado. La profunda integridad de toda su persona, en la que no cabía ninguna mala intención ni tampoco sacar provecho de nadie, conducía fácilmente a pasar por alto y perdonar su parte más mordaz. En cambio rompía enseguida su trato con las naturalezas limitadas y duras de mollera, que por desgracia suelen hallarse en abundancia. Próximo a él se hallaba el inteligente experto en arte Johann Gottlob von Quandt,54 quien siguió siendo amigo fiel de Schopenhauer hasta su muerte, aunque los sarcasmos del segundo no lo perdonaban tampoco a él, ni mucho menos; así, el amable diletante filosófico, hablando del sistema de su amigo después de muchos años, le trajo a la memoria bromeando cómo desde siempre él, Schopenhauer, había tenido en poca estima su opinión y cada vez que tenía una ocurrencia medianamente sensata le preguntaba dónde la había leído, «como si yo cogiera mis pensamientos de entre los restos barridos de la literatura». La misma experiencia la tuvo otro amigo, asimismo de buen carácter, inteligente y fiel, el fantasioso dibujante, pintor y escritor Ludwig Sigismund Ruhl.55 Con Tieck56 Schopenhauer mantuvo durante mucho tiempo un trato amigable, pero un ataque del segundo a Schlegel ofendió tanto a su amigo que se enemistaron. Una sorprendente jugada de la fortuna quiso que nuestro filósofo conociera personalmente a los tres novelistas alemanes más importantes de aquella época: eran éstos Karl Heun (H. Clauren),57 que en aquel tiempo ostentaba el cargo de comisario del Gobierno prusiano en la Comisión de Compensación de los Asuntos de Sajonia; Friedrich 40

August Schulze (Fr. Laun) y Gustav Schilling. Los tres eran mucho mayores que Schopenhauer, buenas personas y extraordinarios conversadores; por eso, para aclarar esta amistad no debemos acogernos al sublime descubrimiento de que un laureado crítico como Schopenhauer tenía que haber sido también él mismo un literato. Según Laun, en aquel círculo de escritores Schopenhauer llevaba el nombre de Júpiter tonante. Laun lo ayudó en un affaire galante, el cual éste más adelante lo recordó como un raro ejemplo de que en una sola circunstancia concurrieron cuatro personas de absoluta honestidad. A los relatos de Schilling, dado su humor inagotable, Schopenhauer los encontraba tan insuperables que lamentaba verlos caer en el olvido aventajados por malas producciones de años posteriores que en nada podían comparárseles. Que Schopenhauer empleaba de mil maneras los tesoros de la galería de pintura y la biblioteca de Dresde para sus ambiciosos propósitos, que los encantadores alrededores de la «Florencia alemana» lo animaban a menudo a salir al campo no merece la pena mencionarlo. Desde su más tierna juventud se entregó con deleite al trato solitario con la naturaleza y cuando se hizo mayor lo consideró imprescindible. Paseando por las orillas del Elba reunió sus mejores pensamientos, que a menudo fijaba con una sola palabra clave en su cuaderno de bolsillo para marchar enseguida, con ese paso elástico que conservó hasta la vejez y que lo hacía reconocible desde lejos, a su tranquilo lugar de trabajo. Las grandes excursiones escasearon cada vez más conforme su trabajo lo iba manteniendo cada vez más ocupado. Tan sólo en el verano de 1816 emprendió una excursión a caballo de nueve días de duración a Teplitz, y, en el verano de 1817, otra de cinco días a la Suiza sajona. Después de haber correspondido a Goethe con el resultado de sus estudios ópticos,58 Schopenhauer se volcó por entero, con una inspiración que iba en aumento cada día, en el desarrollo de su sistema, cuyos elementos en ese tiempo «en cierta manera sin su intervención, y a semejanza de los rayos luminosos de un prisma cristalino, convergían chocando en un centro». Para entender el nacimiento de El mundo como voluntad y representación es importante una manifestación de boca de Schopenhauer, que aparte de Kant, cuya filosofía se imaginaba haber aclarado, en su desarrollo intelectual hicieron época sobre todo Helvetius y Cabanis. De los dos elogiaba que le hubieran abierto los ojos en lo referente a la naturaleza secundaria del intelecto, cuya fundamentación especulativa le correspondía a él mismo como un mérito imperecedero, pues la había destacado como núcleo y esencia de su doctrina; y ello, además, en contradicción con la filosofía de moda de su tiempo. Desde luego que este pensamiento adquirió en la cabeza del pensador alemán una forma distinta que entre las manos de los dos célebres sensualistas; por eso es seguro que la posteridad tendrá que considerar a Schopenhauer con razón como su genuino descubridor. Que también Chateaubriand, cuya fama había alcanzado la cumbre a comienzos del siglo XIX, cuando Schopenhauer viajó a Francia con sus padres, ejerció una temprana influencia en la dirección de su espíritu es algo de lo que casi no cabe dudar, a pesar de que yo no pueda aportar aquí ningún testimonio directo. El pesimismo poético de lord Byron y Chateaubriand, puesto en relación con el del filosófico Schopenhauer, constituye, de hecho, una rara obertura para la ópera de 41

nuestro siglo, ¡tan abundante en actos! Schopenhauer fue consciente ya desde estudiante del déficit más grande en el espíritu de Kant y creyó haber dado con la explicación correcta de ello al achacarlo a una total carencia de contemplación. «Si Goethe —dijo él entonces— no hubiese sido enviado al mundo al mismo tiempo que Kant, para constituir, por así decirlo, su contrapeso en el espíritu de estos tiempos, este último habría caído sobre muchos de los esfuerzos de nuestro ánimo como una pesadilla que, en terrible tortura, apenas le hubiese dejado respirar; pero ahora ambos, Goethe y Kant, influyen por igual, infinita y beneficiosamente en direcciones contrarias, y tal vez llevarán al espíritu alemán a una altura sin parangón que superará incluso a la de la Antigüedad».59 Aquí tenemos el punto en el que su propio sistema enlazará con estos dos hilos: no sólo el complemento del realismo ético de Kant con el físico de los sensualistas, sino también con el estético de Goethe, mediante la encarnación del imperativo categórico y de las ideas platónicas en la voluntad, cuya esencia igualmente encierra en sí misma lo fundamental de la visión idealista de ambos. Ésta fue su tarea. Desde el principio, él depositó dentro de ese libro extraordinario toda la clara conciencia de su fuerza genial. Algo así —dijo en su vejez— sólo podemos escribirlo en la juventud y con inspiración; añadía, además, que ahora su obra lo sorprendía tanto, sobre todo el libro cuarto, que le parecía que la hubiera compuesto una persona muy distinta de él. Fue en la primavera de 1818 cuando Schopenhauer, ocupado entonces precisamente con este cuarto libro, regresando embriagado de los jardines de la fortaleza, que resplandecían en un mar de flores, recibió el saludo de su patrona, que había observado que el filósofo traía una flor prendida en el ojal de la chaqueta, y ella le dijo: «¡Florece usted, señor doctor!». «Sí —repuso él—, pues si los árboles no florecen ¿cómo podrán dar el fruto?». En marzo de 1818 Schopenhauer negoció con el editor F. A. Brockhaus de Leipzig — el cual acogió la obra que se le ofrecía de buena voluntad— el pago de un ducado por cada pliego impreso. Mientras se imprimía el libro, se enemistaron autor y editor, lo que causó un gran perjuicio principalmente a Schopenhauer. Como la impresión del libro iba más lenta de lo acordado y esperado, en agosto Schopenhauer envió varias cartas intimidatorias a su editor en las que, a su manera impetuosa y brusca, tan malévola como desconfiada e intimidatoria, se mostraba más ofensivo cada vez cuanto más duraba el retraso.60 Finalmente, sin esperar a que terminara la impresión, a finales de septiembre se marchó apresuradamente, a través de Viena, a Italia, adonde le enviaron las últimas galeradas para que pudiera revisarlas. El orgulloso sentimiento de haber saldado su deuda con el mundo lo acompañó a través de los Alpes. Igual que hiciera Goethe, su gran modelo, también Schopenhauer llevaba consigo la mejor preparación para disfrutar del suelo clásico. En aquella época la gente se avergonzaba de pisarlo sin el saber correspondiente, una inseguridad que hace mucho ha quedado superada en nuestros días por la fuerza del vapor. Sabía bastante italiano, tanto como para que pudieran entenderle. Más tarde aprendió a hablar incluso 42

los dialectos. De todos es sabido que el dominio de su especial manera de hablar es la llave que abre el corazón de los italianos; a él se le abrieron allí, además, los mejores círculos de extranjeros, en los que con sus conocimientos lingüísticos se hizo del todo imprescindible en muchas situaciones. La primera estancia más duradera la efectuó en Venecia. Al mismo tiempo que él, también se hallaba allí otro famoso pesimista: lord Byron. Los dos vivían por aquel entonces sus respectivas «historias venecianas». Byron no se dejaba ver en lugares públicos y evitaba hacer nuevas amistades hasta el punto de rayar en la descortesía. Pero tenía la costumbre, cuando el tiempo lo permitía, de ir al Lido, donde tenía alojados sus caballos, para dar su cabalgata diaria a lo largo de la playa. En una de estas ocasiones se encontró con él Schopenhauer; un encuentro que este último recordaba demasiado bien debido a que su amiga veneciana —se llamaba Teresa,61 igual que la amante de Byron— despertó sus celos al manifestar vivamente su entusiasmo por la extraordinaria apariencia de Byron. Por esta razón, Schopenhauer se negó a utilizar la carta de recomendación de Goethe, algo de lo que más tarde se arrepintió con amargura. Tampoco conoció al conde Leopardi, poeta diez años más joven que él y cuyos escritos llegarían a ser posteriormente una de las lecturas favoritas de Schopenhauer, aunque ambos estaban en Roma en 1823. De manera que en aquel entonces cada uno de estos tres espíritus de igual genio siguió su camino sin cruzarse con el de los demás. Aquí en Italia vemos al «sabio misántropo» en otra forma distinta a la del típico erudito alemán de biblioteca. ¡Qué diferencia con el joven Hegel y tantos otros del «pueblo de los pensadores»! A cuál de ellos no le gustaría que pudiera extraerse de sus libros lo que la Revue Contemporaine dijo de él: «Il n’est pas un philosophe comme les autres; c’est un philosophe que a vu le monde!» («No es un filósofo como los otros; ¡es un filósofo que ha visto el mundo!»). De sus andanzas en la tierra de la belleza podría haber dicho con su camarada de estudios en Gotinga, Ernst Schulze: «Verdaderamente, ¡he vivido! No me arrepiento de la silvestre alegría; / ¡Con fuerza apreté contra el cálido pecho el floreciente ser!». Siempre recordó Italia con gran satisfacción, puesto que no le cabía pensar en otro país que más tuviera que ver con la afirmación de la voluntad de vivir. Todavía a edad avanzada lo acometía una tierna emoción cuando hablaba de Venecia, en donde los mágicos brazos del amor lo retuvieron largo tiempo hasta que, con despiadada energía, supo resistirse a los deseos de su corazón porque amenazaban con apartarlo de la persecución de la meta de su vida. Tras ardua lucha entre las inclinaciones del corazón y la vocación reconocida se deshizo de las ataduras para proseguir su camino a solas. Puso mucho empeño en el estudio de la literatura italiana. Su poeta favorito —Fernow fue el primero en descubrírselo a su espíritu— fue, curiosamente, Petrarca. El adoctrinamiento de Dante no era de su gusto poético. Ariosto y Boccaccio sólo los encontraba entretenidos, y la fama histórica del último constituyó siempre para él un escándalo. A Tasso y Alfieri sólo les concedía un valor secundario. En el terreno del arte prestaba su atención con preferencia a la arquitectura y la escultura antiguas. Para la 43

pintura poseía menos sentido crítico de lo que acaso pudieran hacer creer sus investigaciones de gran calado sobre los colores. Su sentimiento estético en lo referente a los aspectos técnicos no era en absoluto tan aventajado como podrían suponer muchos de sus lectores. El punto fuerte de su espíritu se concentraba entero en otra parte, de modo que es todavía más admirable que en algún terreno particular de las artes — descontando las poéticas, cercanas a la filosofía— revelara sentido técnico. Las múltiples experiencias que le ofreció su vida no es lícito traerlas a colación aquí, porque lo que no está ya en el hombre tampoco llega a su interior a través de la experiencia. ¿Acaso no viven incontables personas entre grandes obras de arte y siguen siendo unos tarugos, tal y como nacieron? El talento, en cambio, incluso en la más miserable de las aldeas, porta en su interior, aunque todavía sin despertar, el mundo de la belleza que lo colma. Sin embargo, Schopenhauer no perdía oportunidad de conocer él mismo, por propia experiencia, cualquier clase de producción humana. El teatro y la ópera las visitaba casi a diario. Su amor por Rossini proviene igualmente de Italia, en donde entró en contacto con la ópera italiana de esa manera tan fácil, a través de las eternas repeticiones del espectáculo, gracias a las cuales incluso los legos terminan por formarse poco a poco una opinión. En Roma y más tarde en Nápoles frecuentó mucho sobre todo a jóvenes ingleses, y este trato contribuyó ampliamente a que su vida en Italia fuera más desordenada de lo que era típico de él. Como centro impulsor de un círculo que a veces era más grande y otras veces más pequeño, también él participaba como uno más de sus excentricidades. En marzo de 1819 viajó a Nápoles, en donde recibió el primer saludo cariñoso desde la patria de parte de su hermana Adele, que entonces contaba con 20 años de edad. En los meses siguientes regresó a Venecia pasando por Roma y Florencia. En la primavera de 1819 cayó en medio de esta despreocupada serenidad de su primer viaje italiano la desgraciada noticia de la quiebra de la casa comercial de Dánzig A. L. Muhl & Co., a la que su madre había confiado sin garantía el resto de su fortuna y casi la totalidad de la fortuna de su hija. También el hijo se había dejado convencer para invertir unos 8.000 táleros en esta empresa, amiga de la familia, con enorme respeto y confianza en casa tan reputada. Madre e hija casi quedaron en la pobreza a causa de esta quiebra; a él mismo lo protegieron de semejante infortunio una oportuna suspicacia y un proceder enérgico. Pero este accidente lo obligó a regresar a la patria antes de lo previsto en sus planes y la posibilidad de verse en una situación de precariedad impulsó a este hombre, que siempre temía lo peor, a lanzarse a la vida práctica. Su vocación íntima y su interés lo inclinaban a la docencia; ¿a qué otra cosa podía dedicarse una persona tan capacitada por naturaleza para el pensamiento y todo lo que fuera teórico? Con tal propósito puso los ojos en tres universidades: Heidelberg, Gotinga y Berlín; y por eso escribió a sus amigos, los profesores F. A. Lewald, Blumenbach y Lichtenstein, garantizándoles algo que en aquella época era corriente, que él se limitaría exclusivamente a explicar sus lecciones de filosofía especulativa y que nada quedaba más lejos de su intención que granjearse cualquier tipo de influencia en las opiniones políticas del tiempo. Lo que hasta entonces lo había ocupado y lo que, tal y como él era por 44

naturaleza, únicamente seguiría ocupándolo en el futuro, les decía, pertenece al tipo de asuntos que importan a la humanidad de todos los tiempos y lugares, y a él le parecería una profanación de sí mismo dirigir el severo empleo de sus fuerzas espirituales a una esfera que le parecía tan pequeña y limitada como era la relacionada con circunstancias concretas de un tiempo o una región determinados; y sí, él opinaba, además, que cualquier docto, en el mejor sentido de la palabra, debería atenerse a esta idea y que debía dejar la optimización de la máquina estatal a los hombres de Estado, igual que ellos lo dejarían a él al cuidado de la más elevada sabiduría. Con sumo desprecio pensaba en esos llamados «filósofos» que se habían convertido en publicistas políticos y que, a causa de que buscan una esfera de influencia en y sobre sus contemporáneos, aportan la prueba más clara de ser incapaces de escribir ni una sola línea que sea digna de que alguna vez puedan leerla las generaciones venideras. Sobre la elección de Heidelberg, adonde él llegó a principios de julio y se quedó un mes, le desaconsejó su hermana a causa de las poco agradables relaciones sociales de allí. En Gotinga, su célebre profesor y paternal amigo podía aceptarle de corazón algunas clases, pero no podía prometerle alumnos. Finalmente, en la primavera de 1820 se decidió por Berlín. Allí, mejor que en otro sitio, esperaba contar con un público académico apropiado para lo que merecían sus lecciones, es decir, serio y culto como el que acostumbra a terminar allí su carrera académica toda vez que ha adquirido los conocimientos fundamentales necesarios en otras universidades de menor importancia. Allí, dada la interesante materia de carácter general que iba a enseñar y las exposiciones orales tan vivas y profundas que pensaba impartir, se prometía para sí alumnos y oyentes incluso procedentes de fuera de los cuerpos académicos. En su fuero interno abrigaba la esperanza de ocupar una cátedra de filosofía que por aquel entonces había quedado vacante como consecuencia de la muerte de Solger. El tiempo en el que El mundo como voluntad y representación pudo haber despertado interés en su patria había quedado atrás cuando Schopenhauer ascendió a la cátedra pública en la Universidad de Berlín. No puede decirse que en sus tiempos la obra pasara sin ningún reconocimiento. Descontando un anuncio superficial en la Neuen Literarischen Wochenblatt de Kotzebue62 (1819) y una reseña de Fr. Ed. Benekes63 en el Jenaischen Allgemeinen Literaturzeitung (1820), rechazada por Schopenhauer con desprecio como «infundiosa citación», le rindieron su tributo conocidos expertos del ramo: Fr. Ast64 en el Jahrbuchern für Literatur (1819, t. 6) y Wilh. Traugot Krug65 en el Leipziger Literaturzeitung (1821), así como dos escritores alemanes de primer rango, cada uno a su manera. En la tercera entrega de Hermes (1820) apareció la extensa crítica de Herbart,66 que situaba a nuestro autor en la misma línea de Fichte y Schelling, y que, a pesar de la diametral divergencia de su propia doctrina y de la rauda e incisiva contradicción que de ella extrae, de ninguna manera se mostró ciego para captar la eminencia de la obra. Y más tarde, Jean Paul,67 quien le dedicó este breve pero empático ditirambo: «Una obra filosófica genial, audaz, polifacética, llena de perspicacia y profundidad; 45

pero con una profundidad a menudo insondable y desconsoladora, comparable al melancólico lago en Noruega, rodeado por tenebrosas murallas de escarpados acantilados, desde el que nunca se divisa el sol, sino tan sólo el cielo nocturno estrellado reflejado en sus profundidades, y sobre el que no vuela ningún pájaro ni pasa ninguna ola». ¿Pero era Schopenhauer la clase de hombre que desde la cátedra filosófica de una universidad alemana de su tiempo podía albergar esperanzas de éxito? Él mismo elogiaba la excelencia de su discurso docente y en verdad que no tenemos ningún motivo para dudarlo, puesto que hasta en la vejez su palabra fue fluida, clara y agradable de oír; por lo demás, encarnaba el concepto de lo que debería ser un docente académico, y ciertamente su persona transmitía esa vocación íntima. Siendo anciano se denominaba a sí mismo en broma «decano» de las universidades alemanas, y en el mismo aliento, ¡el hombre que había arrojado a los «profesores de filosofía» el vitriolo de su burla! Pero si consideramos el contenido de sus enseñanzas, hemos de decir que él podía ejercer la docencia pública tan poco como pudo ejercerla Spinoza. A eso hay que añadir el evidente descenso del grado de entusiasmo filosófico en Berlín, característico de los comienzos de los años veinte, y lo difícil que era para los principiantes superar la adversa concurrencia de Hegel y Schleiermacher; ambos, partiendo de cabos opuestos, habían conquistado el gran terreno de los más elevados intereses científicos de sus días. A la vez influía la pertinaz mediocridad de los colegas del gremio, ayunos de genialidad, que no sólo lo ignoraban, sino que de manera instintiva también lo consideraban un enemigo e intentaban herirlo con venenosas puyas. Ya en el acto académico de la «Disputatio pro venia legendi» (la prueba oral necesaria para obtener el permiso de impartir lecciones), presidido por Boeckh y ante la facultad entera allí reunida, Schopenhauer puso en evidencia a Hegel quien, como profesor «oponente», pretendió arrinconarlo con el brillo de su superioridad; y en la lección inaugural que impartió sobre el valor y el significado de la filosofía, después de haber recordado los extraordinarios méritos de Kant, tampoco tuvo reparos en decir: «Enseguida después de Kant y del genuino celo por la filosofía que con él se despertó, aparecieron sofistas en escena; éstos, invita Minerva (tanto como: contra la voluntad de Minerva, diosa de la sabiduría, sin genialidad), con gran barullo y disputa y con oscuro y bárbaro discurso, en primer lugar, aburrieron a la fuerza pensante de su tiempo, para después, en segundo lugar, espantarla del estudio de la filosofía mientras hacían de esta disciplina objeto de descrédito. Pero, entretanto, no es de temer que surja un vengador que, armado de mejores energías, restituya todo su honor a la filosofía». El tiempo de este vengador hacía ya mucho que se estaba haciendo esperar; más bien, después de la muerte de Hegel advino la época propiamente dicha de nuestra sofística moderna, en la que ésta creció hasta convertirse en ocasión de Estado y de la nación entera y, con ello, maduró tanto que se ganó las aplastantes filípicas con que la vapuleó Schopenhauer en sus escritos de madurez, sobre todo en 1840, en el prólogo a Los problemas fundamentales de la ética; después, en el año 1850, en los Parerga, en el capítulo «Sobre la filosofía universitaria»; y posteriormente en 1854, en el prólogo a la segunda 46

edición del escrito Sobre la voluntad en la naturaleza. Pero hasta qué extremo se tomó él en serio su actividad docente lo demuestran los voluminosos manuscritos que nos han quedado en su legado y que contienen el desarrollo íntegro de sus lecciones sobre las líneas fundamentales de la filosofía exhaustiva, sobre todo en lo referente a la teoría del conocimiento y la dialéctica.68 El curso que anunció para el semestre del verano de 1820 fue seguido por un puñado de oyentes que también parecían mantenerse fieles a él. Este primer curso fue, a la par, el último que se celebró. Para el invierno de 1820 y 1821 y para el verano de 1821 anunció de nuevo un curso sobre su sistema y, por cierto, lo colocó ostentosamente a las mismas horas en las que enseñaba Hegel. No encontró oyentes, puesto que un curso sobre filosofía especulativa, además en concurrencia con Hegel, era pedir un gran sacrificio de tiempo y dinero a la mayor parte de los alumnos que sólo estudiaban con la intención de ganarse el pan en el futuro. Así pasaron dos años durante los que continuó trabajando para sí mismo y en los que se esforzó sin descanso por ampliar y profundizar sus conocimientos de ciencias naturales. En 1821 brindó en reiteradas ocasiones la más aguda atención a las lecciones de Erman69 sobre electromagnetismo; en 1822 el descubrimiento de las funciones del cerebro grande y el pequeño de Flourens70 le dio ocasión para reanudar sus estudios de fisiología. En la primavera de 1822 voló de nuevo a su querido sur. Después de disfrutar del magnífico verano en los Alpes, en agosto se marchó a Italia estableciéndose al principio en Milán y Venecia. Posteriormente se trasladó a Florencia. La segunda entrada en Italia, escribió el 29 de octubre de 1822 desde allí a su amigo Fr. Ossan en Jena, fue todavía más dichosa que la primera. Encontraba que todo lo que proviene directamente de las manos de la naturaleza, cielo, tierra, plantas, árboles, animales, los rostros humanos, es en Italia tal y como debe ser verdaderamente; mientras que en Alemania es sólo tal y como ha podido ser, empujado por la necesidad. En la primavera de 1823, Schopenhauer bajó aún más al sur. A primeros de mayo, emprendió el viaje de regreso a la patria desde Roma, y se dirigió por Venecia y el Tirol a Múnich, donde desde el mes de junio permaneció casi un año. Se vio obligado a pasar el invierno entero padeciendo «una cadena de enfermedades». A finales de mayo, todavía muy debilitado y sordo del oído derecho, fue a curarse al balneario de Gastein, regresó por breve tiempo a Múnich y luego viajó a Mannheim a través de Stuttgart y Heidelberg. En agosto volvió otra vez a Dresde. Pero las circunstancias de allí habían cambiado mucho para él. Faltaba el gran trabajo diario de antes, al que se entregaba con la mirada puesta en un futuro prometedor. Temporalmente se ilusionó con el plan de una traducción alemana de los escritos filosóficos más divulgativos de David Hume, pero el proyecto quedó tan sólo en la propuesta hecha a un editor. Casi contra su voluntad, regresó a Berlín en mayo de 1825. El clima y la vida de allí no lo convencían. Todavía en 1854 llamaba a esa ciudad un «nido maldito en lo físico y lo moral». Decía que uno vive allí como en un barco: todo es escaso, caro, difícil de obtener; los comestibles, resecos y escuálidos; la picaresca y las estafas de todo tipo, en cambio, son más odiosas aún que en la tierra donde florecen los limoneros.71 No sólo 47

hacen que carguemos con la más pesada de las precauciones, sino que, a menudo, ocasionan que aquellos que no nos conocen sospechen de nosotros de una manera jamás imaginada y que se nos trate en verdad como a filous (pillos), hasta que llega la fatal explosión. Su trato social se había movido poco en la esfera académica. A los competidores los eludía intencionadamente y la pedantería del gremio docente alemán le daba asco. Se entendía mejor con los hombres de mundo, cuya amistad elegía en todas partes guiándose por máximas aristocráticas. Su vida adoptó ya entonces, y todavía más después del regreso de su segundo viaje a Italia, la forma que iba a conservar hasta los últimos años. Menos accesible, persiguió los hilos de sus grandes ideas y buscó su consistencia a través de continuos estudios probándolos en todas direcciones y robusteciéndolos. La desconsiderada vehemencia con la que trataba de lograr que en cualquier lugar y situación prevaleciera lo que a él le parecía correcto, la absoluta incapacidad de acomodar su naturaleza a personas que no le gustaban ni a circunstancias adversas ocasionaban no pocas veces que se enredara en infortunios. Así, una conocida de su patrona, una costurera de 47 años, soltera, en 1821 —hasta 1840 Schopenhauer sólo vivió en chambres garnies (habitaciones alquiladas)—, tenía la costumbre de recibir visitas para tomar café en la antesala de las habitaciones contratadas por Schopenhauer. A esta persona la sacó en cierta ocasión por la puerta con violencia agarrándola por el brazo derecho, se cayó y, al parecer, después se quejó de haber quedado incapacitada para trabajar con el mencionado brazo derecho. Comenzó un proceso penal que duró casi seis años y que tuvo malas consecuencias para Schopenhauer porque tuvo que pagarle a la mujer una pensión vitalicia. Ésta gozaba de muy buena salud, incluso el ángel exterminador del cólera luchó en vano con ella, y el filósofo tuvo que llevar esa carga durante veinte años hasta que por fin pudo escribir en el certificado de defunción de la susodicha: Obit anus abit onus! (¡murió la vieja, se acabó la carga para mí!). Tan desafortunado suceso contribuyó a amargarle la vida en Berlín. En 1825 hizo un nuevo intento de dar clases en la universidad. Es cierto que las actas de inscritos en esas lecciones contienen una lista de nombres, pero no son verdaderos estudiantes, es seguro que ni uno solo de ellos le habría servido para algo; más bien se trataba de personas pertenecientes a ese conocido mundillo académico que come con los profesores y que sólo por aburrimiento o vanidad entra de vez en cuando al aula sin que jamás haga un curso hasta el final. A comienzos de 1828 Schopenhauer empezó a darle vueltas a la idea de abandonar Berlín para siempre; con este objeto dirigió sus miradas reiteradamente al sur universitario. En marzo de 1828 se dirigió al decano de la Facultad de Filosofía en la Universidad de Heidelberg, pero recibió una respuesta desalentadora, de manera que empezó a convencerse de que debía renunciar a profesar la enseñanza pública. En este último período de su estancia en Berlín se entregó con empeño al estudio del español y comenzó la traducción del Oráculo manual y arte de prudencia, las trescientas 48

reglas de sabiduría de la vida recopiladas por Lastanosa de las obras de Baltasar Gracián. La publicación de esta traducción fracasó entonces. Sólo después de veintiún años fue publicado este librito —espíritu y estilo del original traducidos de manera brillante y genial— por el curador del legado literario de Schopenhauer.72 En la misma época conoció personalmente a Alexander von Humboldt, a quien al principio, como sucedió con Fichte, se acercó con devoción, pero con respecto a quien pronto se sintió extraño. En él sólo encontró un gran talento allí donde suponía genio; sólo scientia donde había buscado sapientia («saber» en lugar de «sabiduría»). El despiadado ataque contra la reconocida doctrina de la óptica no pudo procurarle el favor de los newtonianos. Al menos vivió Schopenhauer en la creencia de que Humboldt no pudo sobreponerse al choque personal de esta diferencia. Nunca podría haber conseguido algo de ese «ídolo de su tiempo». Con Hegel, en cambio, la doctrina de los colores le hubiera valido de recomendación si es que hubiera querido servir bajo su bandera; pues aquél tomó tan vehemente partido por la teoría de los colores de Goethe que copió del curriculum vitae que Schopenhauer dirigió a la Facultad de Filosofía para su habilitación la descripción de su relación con Goethe en atención a sus propias investigaciones.73 Por último, aún en Berlín, Schopenhauer conoció personalmente a Chamisso.74 El noble poeta lo conminó, como me contó Schopenhauer, a que no pintase tan negro al diablo; un buen gris bastaría. Pero no pudo convencerlo. El empuje externo que todavía le hacía falta para separarse para siempre de Berlín se lo dio finalmente el cólera, que en el verano de 1831 desvió hacia allí su procesión de horrores y el 14 de noviembre se llevó consigo a su gran enemigo Hegel. Al principio sólo decidió huir de la epidemia, pero enseguida pensó en mudarse al sur de Alemania y establecerse allí como erudito, consagrado a sus estudios en privado, y en 1831 eligió Fráncfort, no a causa de los francforteses, cuya solidaridad encontraba adulterada por la rigidez y la suficiencia; y también contra el consejo de su madre, a quien esa ciudad le parecía «demasiado pequeña para ser grande, demasiado grande para ser pequeña, pero, en suma, un nido de habladurías»; la eligió exclusivamente por el confort y el lugar, que era un firme baluarte que estaba libre de cólera. Encontró acertada la observación de Humboldt: «El clima de Fráncfort se comporta con respecto al de Berlín como el de Milán con respecto al de Fráncfort». Su constitución necesitaba este clima cuanto más tiempo mejor. No obstante, cayó enfermo después de la mudanza; tan negra fue su depresión que durante semanas no habló con nadie. Ninguna sorpresa después de la pérdida de la riqueza de oportunidades y entretenimientos de los que había disfrutado hasta entonces en su vida social e intelectual. A esto hubo que añadir el oscurecimiento ya del todo evidente de la obra que él había ofrecido en vano a sus contemporáneos; y, además, ¡el fracaso de su carrera docente! Un abandono ocasional de su lugar de residencia parecía de nuevo lo más apropiado, así que, a mediados de julio de 1832 se trasladó a modo de prueba a Mannheim, en donde permaneció un año entero. Pero tampoco aquí encontró la anhelada paz interior. Al igual que la mayoría de las decisiones de su vida, también le resultaba difícil decidir en qué lugar debería establecerse definitivamente. En la cubierta de su libro de cuentas de aquella época se encontraron 49

escritas en inglés dos columnas enfrentadas en las que consignaba las ventajas y las desventajas de Fráncfort y Mannheim. En junio de 1833, finalmente, regresó a Fráncfort para no volver a abandonarla nunca más. Casi lo que dura una generación vivió Schopenhauer entre tenderos y gentes que buscaban enriquecerse —¡pero qué digo!—, entre los doctores de esa magnífica ciudad, sin que nadie lo molestara y siendo un completo desconocido. Aquí y allá, cuando en la mesa común del hotel lo empujaba el deseo de conversar o bien lo miraba con sorpresa un aburrido diplomático o un probo banquero o un inglés de paso, también podía alzar una jarra de cerveza, pero que dejaba caer enseguida, pues tan pronto como él se envolvía en el abrigo filosófico, los posibles interlocutores se retiraban espantados intentando escapar de allí de la mejor manera, ya que fácilmente iniciaba un sumarísimo proceso incivil cuyo veredicto final podía leerse claramente en sus gestos. Por cierto, que si no podía librarse de una persona de la que se sintiera hastiado de otra forma, aprovechaba la primera pequeñez para reñir con ella, porque pensaba que era mejor exponerse a que lo tuvieran por grosero que «al final, además, acabar pagando el pato». Muy a menudo, en los primeros tiempos, solían acercársele a él con la fórmula: «¿Es usted hijo de la famosa Johanna Schopenhauer?».Esto y su perrito faldero era todo cuanto se conocía de él; para Schopenhauer, lo suficiente como para dar la espalda enseguida al interrogador. Finalmente, palideció la estrella de su madre frente al sol naciente de su fama, y entonces, cuando el anciano pasaba raudo por las calles —pues nunca caminaba despacio—, o cuando se sentaba a la mesa común del hotel, lo señalaban como si fuera una más de las curiosidades de la ciudad por las que se interesaban los viajeros de todo el mundo; y su casero, cuando le preguntaban si albergaba a alguna persona principal en su casa, decía: «Sí, el doctor Schopenhauer».

Notas

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La inscripción rezaba: «Arth. Schopenhauer majorem anni 1813 partem in hoc conclave degit. Laudaturque domus, longos quae prospicit agros» (Horacio. Epíst. I, 10). «Arthur Schopenhauer pasó la mayor parte del año 1813 en esta habitación. [Loada sea una casa que mira a vastos campos]». 41. N. del A. En conversación con Eckermann el 11 de marzo de 1828: «Toda productividad del más alto rango, todo aperçu importante, todo descubrimiento, todo gran pensamiento que da fruto y tiene consecuencias no depende del poder de alguien concreto y se sitúa por encima de cualquier fuerza terrenal. Cosas semejantes debe contemplarlas el hombre como regalos recibidos del cielo, en tanto que puro hijo de Dios; dones que debe acoger con suma alegría y veneración. Es algo emparentado con lo demoniaco que se apodera del hombre con una fuerza sobrehumana y que hace con él lo que quiere mientras que el propio hombre cree actuar por voluntad propia. En tales casos tenemos que contemplar al ser humano como si fuera un mero instrumento en poder de un gobierno de un mundo más excelso; hay que verlo como un recipiente elegido por un dios para escanciar su divino influjo. Digo esto considerando cuán a menudo un único pensamiento proporcionó otra forma a siglos enteros y cómo hombres singulares, gracias a lo que de ellos provino, dejaron una impronta en su época que todavía permanecía activa en generaciones posteriores y proseguía obrando su efecto». 42. Lindner/Frauenstädt: Arthur Schopenhauer. Von ihm. Über ihn [Arthur Schopenhauer. De él. Sobre él], 1863, Berlín, p. 221. También en Conversaciones con Arthur Schopenhauer, op. cit., pp. 90-91.

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43.

Del poema de Goethe para el jubileo del consejero secreto Voigt, impreso primero en el Jenaischen Literaturzeitung aparecido en 1816 (N. del A.). Schopenhauer eligió este verso de Goethe como lema para la primera edición de El mundo como voluntad y representación. El libro fue su «respuesta» a la frase. En ninguna de las ediciones en castellano de esta obra se traduce el verso como es debido, sino invirtiendo su sentido. 44. N. del A. Düntzer, correspondencia de Goethe con el consejero de Estado Schulz, 1853, p. 149. 45. Contenía la anotación: «Pp. 320, 321, 440, 441, Goethe» (N. del A.). En ediciones modernas basadas en la tercera edición de El mundo como voluntad y representación corresponden a las pp. 261 y ss. y 361 y ss. 46. Ottilie von Pogwisch (1796-1872), nuera de Goethe, casada con August, hijo único del gran poeta. 47. Carta de Adele Schopenhauer a Arthur con fecha de 5 de febrero de 1819. Véase Epistolario de Weimar, p. 238. 48.N. del A. Hermann Frommann: Arthur Schopenhauer. Tres lecciones (Jena, 1872). 49. Friedrich Majer (1772-1818), orientalista afincado en Weimar, autor entre otras obras del celebrado Brahma oder die Religion der Indier als Brahmaismus [Brahma o la religión de los indios como brahmaismo], Leipzig, Reclam, 1818. 50. La actriz Carolina Jagemann von Heygendorff (1777-1848) era la amante del duque Carlos Augusto de Weimar en la época de Goethe. Fue una de las actrices y cantantes más famosas de su tiempo. 51. Charlotte von Gwinner, la hija del autor de la presente biografía, publicó este poema en 1922, en Arthur Schopenhauer aus persönlichen Umgang dargestellt de Wilhelm von Gwinner, Kritisch durchgesehen und mit einem Anhang neu herausgegeben von Charlotte von Gwinner, p. 208. Más tarde lo publicó Hübscher en Der Hanschriftliche Nachlass, op. cit., pp. 6-7. El poema es el siguiente: «Der Chor zieht durch die Gassen,/ Wir Stehen vor Deinem Haus:/ Mein Lied würd’ mir zu Freuden,/ Sähst Du zum Fenster aus. // Der Chor singt auf der Gasse/ Im Wasser und im Schnee:/ Gehüllt im blauen Mantel/ Zum Fenster auf ich seh. // Die Sonne hüllen Wolken:/ Doch Deiner Augen Schein,/ Er flösst am kalten Morgen/ Mir Himmelswärme ein. // Dein Fenster hüllt der Vorhang:/ Du traümst auf seidnem Pfühl/ Vom Glücke künftiger Liebe,/ Kennst Du des Schiksals Spiel? // Der Chor zieht durch die Gassen:/ Vergebens weilt mein Blick;/ Die Sonne hüllt der Vorhang:/ Bewölkt ist mein Geschick» [«El coro recorre las callejuelas,/ Estamos ya delante de tu casa:/ Mi pena se trocaría en alegría/ Si te asomases a la ventana. // El coro canta en la callejuela,/ En el agua y en la nieve:/ Envuelto en un abrigo azul/ Miro a la ventana. // Nubes ocultan el sol:/ Pero el brillo de tus ojos/ Me daría calor celestial/ En esta fría mañana. // La ventana oculta la cortina./ Tú sueñas en almohadones de seda/ Con la felicidad del amor futuro./ ¿Conoces el juego del destino? // El coro recorre las callejuelas,/En vano otea mi mirada;/ El sol baña la cortina:/ Nublado está mi sino»]. 52. Carta de Schopenhauer a Johanna, fechada el 8 de septiembre de 1811, en Epistolario de Weimar, op. cit., p. 156. 53. Ibidem, pp. 156-157. 54. Johann Gottlob von Quandt (1787-1859). Elevado a la aristocracia en 1820, primero se consagró al comercio y luego se dedicó al estudio del arte. Más tarde se convirtió en coleccionista y mecenas. Donó muchas obras valiosas de maestros antiguos al museo de Leipzig. En Dresde se ganó la amistad de Schopenhauer. Fue Quandt quien de todos sus amigos comprendió mejor el carácter del filósofo. Permanecieron en contacto hasta muy avanzada edad. 55. Ludwig Sigismund Ruhl (1794-1887). Schopenhauer y él se conocieron en 1811, en Gotinga, como estudiantes. Y volvieron a encontrarse en Dresde. En 1815, Ruhl pintó el célebre retrato que representa a Schopenhauer con 27 años de edad. 56. Ludwig Tieck (1773-1853), traductor de Don Quijote al alemán, también de algunas obras de Shakespeare. Fue asimismo escritor y poeta, encuadrado en el movimiento del romanticismo alemán. 57. Carl Gottlieb Samuel Heun (1771-1854) publicó novelas de ficción bajo el seudónimo de H. Clauren, predilectas de la burguesía acomodada de su tiempo. Friedrich August Schulze (1770-1849) escribió narraciones fantásticas y de fantasmas bajo el seudónimo de Friedrich Laun. Uno de sus relatos inspiró la ópera El cazador furtivo, de Carl Maria von Weber. Gustav Schilling

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(1766-1839) era uno de los escritores más célebres de la época; sus obras completas comprendían unos ochenta tomos entre novelas, relatos y sátiras. A menudo usó el seudónimo de Zebedeo Kukuk. 58. N. del A. Sobre la visión y los colores, Leipzig, 1816; segunda edición, 1854. 59. Este texto pertenece a los manuscritos de Schopenhauer en Der Handschriftliche Nachlass I («Frühe Manuskripte», 1804-1818), dtv, 1985, Múnich, p. 13. 60. La correspondencia completa entre Schopenhauer y los sucesivos editores de la casa Brockhaus —el primero de ellos con el que trató el filósofo fue Friedrich Arnold Brockhaus— se recoge en Das Buch als Wille und Vorstellung. Arthur Schopenhauers Briefwechsel mit Friedrich Arnold Brockhaus. Edición de Ludger Lütkehaus; C. H. Beck, 1996, Múnich [El libro como voluntad y representación. Correspondencia de A. Schopenhauer con F. A. B.]. 61. Ha quedado constancia de una joven amante italiana de Schopenhauer, Teresa Fuga de nombre. Era una muchacha humilde que también tenía otros amantes además del filósofo. La carta de recomendación que le dio Goethe a Schopenhauer para Byron no se atrevió a utilizarla, según sus propias palabras, «por miedo a los cuernos». 62. August von Kotzebue (1761-1819), dramaturgo y literato alemán, enemigo de Goethe, embajador de Rusia, autor del drama, entre otros, Misantropía y arrepentimiento, que le dio fama. 63. Friedrich Eduard Beneke (1798-1854), filósofo y teólogo. 64. Georg Anton Friedrich Ast (1778-1841), filósofo y filólogo, traductor de Sófocles al alemán. Miembro de la Academia de las Ciencias de Baviera en 1827. 65. Wilhelm Traugott Krug (1770-1842), filósofo alemán. 66. Johann Friedrich Herbart (1776-1841), filólogo y pedagogo. Filósofo proclive a Kant y crítico del idealismo. 67. El escritor alemán Jean Paul —seudónimo literario de Johann Paul Richter (1763-1835)— publicó en 1825 una nota sobre la obra capital de Schopenhauer que reza así completa: «El mundo como representación y voluntad [sic] de Schopenhauer es una obra filosófica genial, audaz, polifacética, llena de perspicacia y profundidad; pero con una profundidad a menudo insondable y desconsoladora, comparable al melancólico lago en Noruega, rodeado por tenebrosas murallas de escarpados acantilados, desde el que nunca se divisa el sol, sino tan sólo el cielo nocturno estrellado reflejado en sus profundidades, y sobre el que no vuela ningún pájaro ni pasa ninguna ola. Por suerte sólo puedo elogiar el libro, no suscribirlo». 68. Recogidas en Vorlesungen, edición de Volker Spierling, Pieper, Múnich, 1986. El fragmento citado por Gwinner más arriba pertenece al vol. I, p. 58. 69. Paul Erman (1764-1851). Catedrático de física en la Universidad de Berlín, sus trabajos se centraron en electricidad y magnetismo. 70. Marie Jean Pierre Flourens (1794-1864), biólogo y médico francés, uno de los pioneros de la neurobiología experimental. 71. Italia, según el célebre verso de Goethe: «¿Conoces el país donde florecen los limoneros?». 72. La traducción del Oráculo manual y arte de prudencia —titulada por Schopenhauer Hand-Orakel und Kunst der Weltklugkeit— permaneció inédita en vida del filósofo y fue editada por Julius Frauenstädt en 1862 (Brockhaus, Leipzig). Enseguida se convirtió en éxito de ventas y actualmente continúa vigente en Alemania. Hoy se la considera un clásico de la traducción. 73. N. del A. Hegel Leben (Vida de Hegel), de Rosenkranz, p. 340. Erróneamente se habla aquí de un relato detallado de Schopenhauer. 74. Adalbert von Chamisso (1781-1838). En su célebre novela La extraordinaria historia de Peter Schlemihl (1814), Chamisso hizo aparecer al diablo vestido de gris.

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III

Qué aspecto tenía

La estatura de Schopenhauer quedada por debajo de la media, su estructura ósea era rechoncha y fuerte; la figura, sin embargo, en sus años mozos, esbelta; el pecho se erguía enérgico entre los anchos hombros y su voz conservó hasta su muerte una potencia inusual. Las manos eran pequeñas y expresivas. El pelo, de color rubio pajizo, de joven le caía encaracolado sobre la frente, según la moda de entonces. Siendo estudiante lucía un corto bigotito sobre el labio superior. Las patillas largas rojizas de su época adulta armonizaban con las gafas de oro que, sin embargo, nunca llevaba puestas de continuo, y de las que prescindió del todo después de cumplir los cincuenta años. La boca era en su juventud llena y bella; pero más tarde, con la pérdida de los dientes, se le ensanchó. La nariz era de corte especialmente regular y fino, amplia en las aletas, aristada en la raíz, descendiendo recta del hueso frontal en suave ángulo. Las cuencas de los ojos eran grandes y llamativamente separadas una de otra, de forma que él apenas si podía usar unas gafas normales. Ojos azules muy brillantes transfiguraban la impresionante cabeza. La medida de ésta no guardaba ninguna proporción con la del esqueleto. Junto al cráneo de Schopenhauer un cráneo normal casi parece el de un muchacho. Su mirada era de tal fuego, de tamaña belleza espiritual que, sobre todo en sus años jóvenes, llamaba la atención involuntariamente. Cuando tenía 29 años de edad se le acercó un señor mayor al que él no conocía sólo para decirle que llegaría a ser alguien importante. Un italiano, completamente desconocido, le dijo estas palabras: «Signore, lei debe avere fatto qualche grande opera: non so cosa sia, ma lo vedo al suo viso» («Señor, seguro que usted ha hecho una gran obra; no sé cuál será, pero lo veo en su rostro»). Un inglés, habiéndolo mirado apenas, expresó que él debía de tener un espíritu extraordinario. Un francés dijo de repente de él: «Je voudrais savoir ce qu’il pense de nous autres; nous devons paraître bien petits à ses yeux, c’est qu’il est un être supérieur» («Me gustaría saber qué piensa él de todos nosotros; a sus ojos debemos parecer muy pequeños, puesto que es un ser superior»). El hijo de una familia inglesa de paso por Alemania y sentada en el mismo comedor que Schopenhauer, exclamó en voz alta: «No, I’ll sit here, I like to see his intellectual face!» («No, yo quiero sentarme aquí, me gusta ver su rostro intelectual»). Tales cosas le pasaban a menudo, pues su rostro resplandecía de espíritu. Callaba él, se parecía a Beethoven; si, en cambio, se entregaba a la conversación, entonces teníamos delante a Voltaire. Su porte era enteramente aristocrático. Siempre aparecía perfectamente vestido y atildado: frac negro, que él prefería porque hacía más estilizada su pequeña estatura, fular blanco al cuello y zapatos. A pesar de los cambios de la moda, hasta su muerte se vistió siempre con el mismo corte de ropa que se llevaba en su juventud. El sobretodo con el cuello alto y vuelto cortado por delante en picos se renovaba rigurosamente 53

siguiendo siempre el viejo patrón. Usaba, además, un sombrero de copa, y en verano, un sombrero de paja de alas anchas. Con todo, que con semejante atuendo de la época Biedermeier no resultara excesivamente llamativo se debía a que lo había adoptado y subordinado por entero a su personalidad. En los últimos diez años de su vida lo retrataron muchas veces. El busto modelado en 1859 por Elizabeth Ney75 directamente del natural, dejando aparte el acabado algo inseguro, transmite mucho de la espléndida fuerza intelectual del original. De verdad que uno no cree tener delante a un anciano de más de setenta años. En cambio, la forma del rostro no es del todo exacta porque Schopenhauer no quiso someterse a la mecánica del vaciado. Él mismo expresó su juicio sobre el busto en una carta al doctor Lindner76 fechada el 21 de noviembre de 1859: era «de tan gran parecido y estaba bellamente modelado que aquí ha maravillado a todos». El retrato más antiguo que se conserva de él, una descolorida acuarela, lo representa con 21 años de edad y ofrece pocos indicios para la comparación.77 La litografía publicada en Berlín por Sachse & Co., realizada según el óleo a tamaño natural pintado por el extraordinario artista francés y amigo del filósofo durante muchos años, Julius Lunteschütz,78 tiene el mérito de haber duplicado en primer lugar los rasgos del gran pensador; el contenido intelectual de su cabeza, sin embargo, no podrá reproducirlo jamás. El cuadro original, que es mucho mejor, se halla en manos del hacendado C. F. Wiesike de Plauerhof, uno de los incontables «fanáticos» seguidores de nuestro filósofo; tal y como Schopenhauer le contó a Frauenstädt el 17 de agosto de 1855 y a Adam von Doß el 27 de febrero de 1856, «este señor quiere mandar edificar una casa sólo para ese cuadro (“mi primera capilla”)»;79 además, le regaló al maestro por su septuagésimo cumpleaños un gran cáliz de plata.80 Otro retrato al óleo lo pintó Julius Hamel,81 acerca del cual, sin embargo, Schopenhauer le escribió a Frauenstädt el 14 de agosto de 1856 que era una «caricatura». Un retrato al óleo lleno de espíritu y que técnicamente es una obra de arte, el último pintado del natural, lo concluyó Angilbert Goebel82 en 1859; él mismo preparó el grabado, luego distribuido en láminas de pequeño tamaño. En lo que respecta al parecido, se explica que una cabeza así, su entero y verdadero saber no puede ser trasladado a un lienzo, y que el artista ya agota su trabajo sólo con que logre representar una parte de lo que hay en aquélla convirtiéndola en vivencia intuitiva. De ahí que sea bueno que también tengamos imágenes de él conseguidas por vía mecánica. El bello invento de Daguerre dio al sabio solitario la primera oportunidad de brindar a la posteridad sus rasgos. Los muchos daguerrotipos, más o menos conseguidos, que fue haciéndose a lo largo de varios años, los legó Schopenhauer a la Biblioteca Estatal de Fráncfort; en la escalera principal de esta institución, como regalo de su heredera testamentaria, la Fundación para el Fondo Popular de Asistencia a los Soldados Prusianos en Berlín», ha encontrado también un lugar muy apropiado el busto que le hiciera la escultora Ney. La fotografía realizada por J. Schäfer cuando Schopenhauer tenía 70 años, esta imagen tomada del natural y reproducida más tarde en grabado sólo del busto, consigue en lo que atañe a fidelidad y claridad lo máximo a lo que podía llegar este arte en aquella 54

época (1860).83

Notas

75. La escultora Elisabeth Ney (1833-1907) era sobrina del célebre mariscal francés Michel Ney, leal a Napoleón Bonaparte y fusilado por ello en 1815. La joven escultora conoció el pensamiento de Schopenhauer a causa de su interés por la filosofía de la India. Las sesiones de posado para el busto duraron cerca de cuatro semanas. Algunos años después de modelar el busto de Schopenhauer, la Ney modeló también los de Bismarck y Garibaldi, entre otros muchos. Fue una aventajada alumna del escultor Christian Daniel Rauch (1777-1857). 76. Ernst Otto Lindner escribió junto con Julius Frauenstädt uno de los primeros libros testimoniales sobre Schopenhauer: Arthur Schopenhauer. Von Ihm. Ueber Ihm [«De él. Sobre él»], Berlín, 1863. 77. Gwinner se refiere sin duda a un retrato en miniatura de Schopenhauer con 21 años que el pintor Carl Friedrich Kaaz pintó en 1809, en Weimar, en casa de Johanna Schopenhauer. 78. Jules (primeramente Isaac) Lunteschütz (1822-1893), hijo de un rabino francés, pintor nacido en Besançon que retrató varias veces a Schopenhauer, con quien mantuvo una buena relación de amistad. 79. N. del A. Wiesike ha cumplido su propósito si consideramos que colgó el cuadro en la biblioteca de su nueva casa, Margaretenhof, en el lago de Plauer. 80. N. del A. El cuadro y el cáliz, devueltos a Wiesike al morir Schopenhauer, fueron cedidos según determinación testamentaria al Museo Germánico de Nuremberg. 81. Julius Hamel (1834-1907), retratista y pintor de cuadros con motivos históricos. Con 22 años pintó un primer retrato de Schopenhauer que no gustó al filósofo: «Parezco un alcalde de pueblo», afirmó al respecto. Pero Hamel lo retrataría más veces, incluso llegó a pintarlo desde el recuerdo, una vez muerto Schopenhauer. 82. Angilbert Goebel (1821-1882), pintor y grabador. Retrató a Schopenhauer en varias ocasiones. Este retrato de 1857-1859 al que se refiere Gwinner con tanto afán no gustó al filósofo, que dijo: «El retrato de Goebel es ciertamente idéntico y muy bueno, pero sin ninguna idealidad. Parezco un viejo sapo». 83. Se conservan dos fotografías tomadas por J. Schäfer en abril de 1859, así como algunos negativos más que no gustaron a Schopenhauer y nunca se publicaron.

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IV

Cómo hablaba

Heráclito dice en un fragmento de los conservados por Estobeo (Flor. ed. Gaisf. III, 48): «Todavía no ha habido ningún sabio que haya conseguido vivir en completa soledad; sólo puede proceder así un dios o un animal». Cuando menos, nuestro amigo se las arregló para corroborar la oscura reliquia del oscuro filósofo efesio: su propia vida podría ser tomada como una apropiadísima nota al pie de esta cita, puesto que el mayor grado de aislamiento que es posible para el temperamento sanguíneo Schopenhauer no llegó a alcanzarlo como otros, en la vejez, sino en la denominada «mejor edad» del hombre adulto, durante la primera mitad de su residencia en Fráncfort. El tercer lustro desde la aparición de El mundo como voluntad y representación se había esfumado ya, así que no tuvo más remedio que olvidar la esperanza de hallar reconocimiento por parte de la especie con la que convivía. El tiempo en que esperó hallarlo pasó más o menos raudo para él bajo la influencia de las grandes y variadas impresiones de sus largos viajes y, desde el regreso a Berlín, también en el torbellino de la vida en la gran ciudad. Pero mientras que en Berlín la estrella de Hegel estaba en lo más alto y Schleiermacher dominaba el resto de los intereses filosóficos no absorbidos por aquél, Schopenhauer se veía aquí, en el centro de Alemania, en un entorno que le era totalmente heterogéneo, dejado por entero a su propio cuidado. Más que en las estaciones anteriores, en Fráncfort vivió como un extranjero y evitó cualquier contacto con los intereses locales. De ahí que su trato con las personas se mantuviera en una esfera fría y formal y un ancho abismo lo separase de las grandes multitudes que, año tras año, iban poblando su entorno más cercano. Para todas esas pequeñas cuestiones cotidianas que se muelen en el molino de las conversaciones colectivas, para ese variopinto intercambio de noticias, para lo que, en definitiva, suele denominarse «habladurías» o «cotilleos», él no tenía ningún sentido. Su vida social, limitada casi exclusivamente al diálogo, se circunscribía, también en este caso, gustosamente a lo más excelso, a eso que se mantiene incólume frente al cambio constante de las cosas. Como filósofo nato que era, filosofaba siempre en cualquier lugar, de manera instintiva. Formar pensamientos constituía su elemento vital, en esta actividad era en la que más seguro y complacido se sentía. Sin embargo, nunca hablaba con frases abstractas, su discurso era intuitivo, sencillo, preciso, ligero y vivaz; igual que su estilo. Sin participar de la cantidad de intereses, cuidados, penas y alegrías de la vida de familia, y sólo siguiendo en parte los acontecimientos generales de la vida pública, la fuerza entera de su conversación se concentraba en eso que los antiguos llamaban dialéctica, es decir, el arte de conducir el discurso en el territorio del pensamiento puro, una definición que, en contra de la vergonzosa perversión que efectúan los filósofos modernos con las palabras, sólo la ha mantenido Schopenhauer junto a Schleiermacher. 56

Su manera de dialogar se inclinaba fuertemente a lo que Schleiermacher denomina «pensamiento artístico», es decir, durante la comunicación colocaba sus pensamientos de manera espontánea bajo puntos de vista estéticos, una característica que naturalmente ni lo más mínimo tiene que ver con el discurso meramente retórico. Para poner en juego los afinados registros de su intelecto, él no necesitaba el servicio de las categorías, y tampoco, por supuesto, la abstracta jerga de una escuela; hablaba libremente, animado por la oculta fecundidad de una construcción de ideas armónica, igual que supieron hacerlo los antiguos pensadores. No desconocía que la verdad, cuando pasa de la boca al oído, se inclina ante su postrer criterio, la belleza: tiene que gustar; por supuesto que también ha de tener en consideración el mayor de los grados, el ético. Pues cuando nos preguntamos dónde tiene su raíz en primer y último término ese placer en el discurso, tendremos que decir: es la vida íntima del alma tal y como entra en la esfera de la palabra la que nos embelesa y satisface. La seriedad más honda y la belleza más excelsa del discurso convergen ambas en el punto álgido del sentimiento, donde habla el hombre entero y no sólo su boca o su cabeza o cualquier otro estado de ánimo o excitación transitoria y circunstancial. Así, la manera de hablar de Schopenhauer, tal y como la vivían todos —si exceptuamos la validez objetiva de sus singulares juicios a menudo tan unilaterales—, poseía una íntima y anormal fuerza de convicción cuyo encanto no era raro que gustase a la mayoría de los interlocutores a poco que se entregasen a él. Cuando hablaba, él mismo aportaba una brillante objeción contra su propia doctrina de la nulidad de la vida individual, puesto que hablando demostraba ser enteramente persona y cuanto más profundamente pensaba, más individual parecía a quien lo escuchaba. Era yo todavía muy joven cuando en el año 1847 lo oí hablar por primera vez. Me sentaba cerca de él en la mesa del restaurante; no lo conocía ni tampoco sabía quién era. Demostraba a alguien el principio de la lógica, la ley de la identidad y de la contradicción; y aún tengo muy viva en el alma la extraña sensación de haber oído hablar a alguien de la proposición «A = A» y mientras tanto haberle visto poner una cara como si estuviera hablando del amor con su amante. En todo momento se entregaba por entero a lo que decía, sin prestar atención a lo que al mismo tiempo sucedía a su alrededor. Filisteos que se sentaban allí, mirando cómo se evaporaba el humo de sus cigarros, sentían en general gran incomodidad por tener a una persona junto a ellos para quien hablar no parecía un entretenimiento, sino más bien una profesión, una persona que incluso hasta podía acalorarse por las cosas más indiferentes como si le fuera una fortuna en ello. Pero aun siendo tan subjetivo y apasionado su trato, si sucedía algo que fuera capaz de atrapar su atención, se lo veía enmudecer de repente y volverse objetivo y abstraído en un grado tal que es completamente ajeno a la dispersión dominante en la mayoría de las personas. Así me acuerdo de que en cierta ocasión estaba yo sentado junto a él y le hablaba cuando, de pronto, cambió su rostro al ver a su perrito faldero que en aquel momento entraba en la habitación y me miraba fijamente y con toda atención, igual que a una persona a la que todavía no conocía bien. Yo guardé silencio y él, sólo después de una larga pausa, tomó la palabra de nuevo con la pregunta: «¿Ha 57

visto usted la mirada del animalito?». Con los objetos del diálogo se mostraba menos escrupuloso, puesto que lo más pequeño y común sabía ponerlo en conexión directa con lo más importante y significativo. Sólo evitaba las conversaciones eróticas, y si por un casual se veía arrastrado alguna vez a este asunto, procuraba pasar página cuanto antes, puesto que esto contrariaba el primer principio de su arte de saber vivir: no entrar en un terreno en el que el peligro de encanallarse es demasiado grande. Sobre todo constituía una marca apreciable y una ventaja, en modo alguno pequeña, de su comunicación el hecho de que nunca ocultara la aristocracia innata de su espíritu; antes bien, avergonzaba a cualquiera que tuviera la más secreta merma en esta dirección, como si el trato con este interlocutor fuera un descenso de su mejor naturaleza. Pero, precisamente, este desconsiderado desabrimiento con el que en toda ocasión hacía ver a aquél con quien hablaba el vasto abismo existente entre su manera de pensar y de sentir y las maneras vulgares, lo aislaba de nuevo; así que su relación con la gente era, por lo general, de corta duración y de final violento. Su dureza aumentaba en la medida en que se topase con ese intellectus vulgaris, rutinario y respondón que, en el servicio del frente de la voluntad, se siente tan seguro como el siervo impertinente de un amo acaudalado. A esta suficiencia práctica, típica del entendimiento vulgar humano, Schopenhauer le oponía el crudo corte de la grosería, puesto que, dada la completa desigualdad de las armas desde el comienzo, una batalla honesta le parecía imposible. Como consecuencia de ello, a menudo se enzarzaba con algunos compañeros de mesa muy inteligentes e instruidos. No raras veces lamentaba vivamente esta gente inteligente que un hombre de su talento estuviera tan perdido para la vida; él, en cambio, no tenía esta pérdida por mala ganancia, puesto que pensaba con Tomás de Kempis (según Séneca, Epístola VII): «quoties inter homines fui, minor homo redii».84 Cierto es que Goethe dijo que el diálogo es aún más confortante que la luz; sin embargo, es mejor no hablar en absoluto que mantener una conversación tan ramplona y ruda como las que son habituales por lo común, conversaciones en las que las tres cuartas partes de lo que a uno se le ocurre no es lícito decirlo a causa de miramientos tan ridículos como necesarios; así que la conversación, en realidad, no termina siendo otra cosa que un tortuoso saltar la cuerda sobre la pequeña línea de lo poco que está permitido decir. Por lo general toda conversación deja tras de sí —excluyendo la conversación con los amigos o con la amada— un regusto desagradable, una leve molestia de la paz interior. En cambio, el intelecto que se ocupa consigo mismo deja detrás de él un eco agradable. Si trataba con las personas, Schopenhauer solía encontrar sus opiniones falsas en su mayoría, débiles o inertes, al igual que el mísero lenguaje de sus espíritus. Si se relacionaba con la naturaleza, en cambio, ésta, verdadera y clara, le entregaba el ser entero de cada cosa de la que habla, perceptible e inagotable; y con él habla el lenguaje de su espíritu. En todo momento, a Schopenhauer lo ocupaban sus pensamientos y cómo transmitirlos de manera correcta y vivaz; pero la mayoría de las personas no se halla en el mismo caso: carecen de un franco interés para pensar y hablar en libertad, de ahí que sean incapaces de dotar a lo que dicen de viveza y de verdadera unidad. Les sobra mucha atención para lo inmediato y cercano, tanta como a 58

aquél no le cabía ni imaginar. Mientras que la vista de este último se fijaba en un solo punto, la de los otros titubea yendo de acá para allá y cualquier ruido que los distrae les parece bienvenido. Así que, por ejemplo, en ninguna otra ocasión tenía a las personas por menos iguales que él que cuando las veía tamborilear con los dedos sin ningún sentido o cuando las veía tolerar el ladrido de los perros o soportando a canarios en casa. Para Schopenhauer no había cosa más excelente que el recogimiento contemplativo del intelecto y lo que más rechazo le causaba del bullicioso mercado de la vida era, precisamente, la dispersión ilimitada de la conciencia hacia el exterior, el duro servicio de esclavo de nuestro mejor yo bajo la voluntad imbuida entera de propósitos banales o malvados. Con reflexiones parecidas a las que hemos citado más arriba zanjaba con frecuencia su trato social; entonces era cuando más alegre se sentía, en cuanto tenía ocasión de estar a solas con la naturaleza o al regresar otra vez a su cuarto de estudio.

Notas

84. «Tantas veces como estuve entre los hombres, regresaba siendo menos humano».

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V

Lo que hizo

Non multa (‘no demasiadas cosas’) Séneca

Este lema elegido por él para la proyectada edición de sus obras completas caracteriza igualmente a la perfección su sabiduría de erudito. Schopenhauer leía mucho y sabía mucho, pero no demasiadas cosas. Ni su erudición ni su saber eran de tan extraordinaria y excepcional proporción como cree encontrar en sus obras el grueso del ejército de sus lectores menos cultivados, o como también lo creen eruditos muy especializados. Casi todos sus reseñadores elogian su «asombrosa erudición», pero Herbart pone de relieve acertadamente que esta rara condecoración en este aspecto tiene su base en el uso variado y certero de unas lecturas abundantes muy bien empleadas en la explicación luminosa de objetos especulativos. Esta virtuosidad suya en la explotación del material erudito al que ha tenido acceso no tiene que confundirnos a nosotros acerca de su cantidad. Con la más fina sagacidad, Schopenhauer supo encontrar entre los inabarcables campos de la literatura la materia que mejor podía asimilar, pero igualmente, con el mismo instinto sagaz, supo también apartar de sí todo aquello que le resultaba extraño. Con ello su carácter científico recibe una fuerza tan plena y una unidad tan inquebrantable que no hay ningún escritor moderno que en el mismo grado las tenga en común con él. Desde su juventud, su estudio propiamente dicho se concentró en unas cuantas obras capitales. Es sabido que apenas siguió con atención la literatura filosófica de su tiempo en todas sus ramificaciones, y me atrevo a afirmar que, en general, hizo bien. Pero lo que él leía lo leía con precisión, y enseguida después dominaba al completo la materia. Ya el hecho de que leía despacio habla en contra de que hubiera leído muchísimo. Schopenhauer se justificaba asegurando que nunca dejaba de ser productivo mientras leía; sólo que no hay que ignorar que su comprensión y reelaboración de los pensamientos ajenos no siempre ha sido igual de hábil y articulada; más bien, su juicio acostumbra a excavar en lo profundo con cierta áspera dureza allí donde es plano. También él, ya en su juventud, percibió en sí mismo que no poseía el talento característico del investigador inductivo de abarcar con la mirada muchas cosas a la vez, y uno habrá de encontrar siempre que esto es cosa del talento más que del genio. En este sentido Schopenhauer afirmaba, en una caracterización suficiente de sí mismo, que un verdadero genio nunca hablará y escribirá por igual, o nunca presidirá bien una asamblea, o no jugará bien a las cartas ni tampoco se moverá con esa soltura que maravilla a la gran multitud. Su armadura es demasiado pesada para eso. Mientras leía, subrayaba los pasajes decisivos, escribía sus anotaciones al margen y encontraba después el auténtico placer de leer en la posibilidad de extraer para sí la 60

quintaesencia de un libro al leerlo de corrido en la segunda lectura. Su biblioteca adquirió con ello un valor especial. Se abstenía rigurosamente de leer libros malos —y ello aunque reconociera que incluso de los peores se aprende algo—, puesto que le robaban su bien más precioso: el tiempo, aunque tal veredicto lo extendía aún más si cabe a la gran masa de los libros mediocres, en el sentido de la verdad de los brahmanes: Malo no es lo malo, puesto que raro es que no se lo reconozca; Es lo mediocre, porque fácilmente pasa por bueno.

Leía más en idiomas extranjeros que en alemán; durante toda su vida tuvo un trato muy familiar principalmente con los clásicos griegos y romanos. Ya cuando aprendía las lenguas clásicas había leído a la mayoría de los autores y, poco a poco, fue esforzándose por conocer a los que le faltaban; a los más importantes, tales como Platón y Aristóteles, regresaba una y otra vez. En los últimos años de su vida todavía volvió a leer a Aristóteles entero repetidas veces. Sus autores latinos favoritos eran Horacio y Séneca. Y hasta el propio latín de Schopenhauer habría tomado el color del estilo de este último, según le habían asegurado filólogos entendidos. El estilo de estos filósofos los comparaba a la ipecacuana oculta en pastillas pectorales, mientras que la vulgar y más ligera especie de ocurrencias picantes, las indecencias, las igualaba a los diavolini de Nápoles (tentadoras galletas napolitanas muy especiadas). Desde la juventud tuvo siempre a la vista el consejo de A. W. Schlegel: Leed con aplicación a los clásicos, los verdaderos y genuinos clásicos; lo que digan los modernos no significa mucho. 85

Sobre todo evitaba absolutamente esta gran clase de libros modernos que sólo tratan de libros, toda la denominada historia de la literatura y demás cosas por el estilo que sólo se extraen de fuentes secundarias. No concedía suficiente seriedad a esa mala costumbre, hoy día cada vez más radicada incluso en círculos eruditos, de tomar el saber de segunda mano mientras se rechaza acudir a las fuentes que están abiertas; concretamente, le parecía una perfecta pérdida de tiempo estudiar la historia de la filosofía en los manuales escritos por los filósofos de profesión actuales. Sólo los autores de historias de la filosofía antiguos, que estaban libres de prejuicios, y cuya clara información expuesta con fragmentos literales y citas verdaderas que a menudo pueden suplir el trabajoso estudio de un autor de menor importancia, un Brucker, Tiedemann y otros semejantes, los usaba él de vez en cuando sin inquirir demasiado sobre las fuentes de sus estudios, y ello aunque dichas fuentes fueran los escolásticos. Como la palabrería y la impostura le parecían de lo más odioso tanto en la literatura como en la vida, lo que más le repugnaba era la profusión literaria filosófica alemana de la primera parte del siglo XIX; en cambio, regresaba con agrado a los escritores de nuestra época clásica de la literatura, incluso cuando se trataba de un escritor de segundo o tercer rango. Es más, sostenía que cada quien debería probar sin prejuicios si hoy día no aprende más de los escritos sin pretensiones y envejecidos, de un Reimarus, Garve,86 Sulzer,87 Platner,88 Feder,89 Meiners,90 incluso de los de un Krug,91 que de los de estos tres famosos sofistas postkantianos,92 por no hablar ya de los escritos de sus contemporáneos y epígonos. En 61

los primeros, incluso en los de poco talento, uno encuentra en todas partes esa castidad del pensamiento filosófico enraizada en el amor puro por la verdad y la claridad que fluye de él; en los segundos, en cambio, profusos entramados de palabras, vacíos y oscuros, pretenciosos, llenos de hipérboles y contradicciones que, con razón, han atraído el desprecio generalizado por la filosofía alemana de nuestro siglo, primero en el extranjero y después también en el interior. Lamentablemente la posteridad tendrá que dar la razón a Schopenhauer en que esta falsa manera de filosofar se introdujo entre nosotros mediante los escritos de Fichte, Schelling y Hegel. Pero él no es de ningún modo el primero que ha afirmado esto; más bien, al comienzo de este siglo hubo ya otras voces dignas de crédito que demostraron que el «tono agrio» que sólo a él se le quiere colgar ahora como un pesado lastre lleva fecha de mucho antes. Si en su mayoría tales voces no fueron escuchadas, la causa está, sin duda, en que los escritos de los tres autores mencionados sobornan continuamente la bien conocida genialidad de sus contemporáneos, pudiendo compensarlos en parte del burdo engaño a que los someten; en cambio, tal compensación queda suprimida por entero en lo que respecta a la multitud de sus sucesores —sobre todo los hegelianos— que carecen por completo de talento. Pero si la causticidad y arrogancia de Schopenhauer suelen molestar, comiéncese por mirar primero a sus célebres antagonistas y recuérdese el enojo que, según el testimonio del honrado Christoph Meiners, sentían «todos los verdaderos admiradores del nombre de Kant a causa de la infinita arrogancia y el infantil malhumor» de los sucesores del gran reformador.93 Recuérdese el soberano engreimiento con el que Schelling miraba por encima del hombro a todos sus antecesores y ese altanero endiosamiento con el que Hegel hace el ridículo; éste, en el semestre del verano de 1820, precisamente la misma época en la que Schopenhauer pisó la cátedra, comenzó sus lecciones sobre la lógica con estas palabras: «Quiero decir con Cristo: yo enseño la verdad y soy la verdad». Para trabajar tan dura madera, desde luego, nuestro amigo necesitó una cuña bien dura. El mencionado temor de adquirir su saber de segunda mano también causaba que Schopenhauer rechazara servirse de las traducciones. Esperaba de todo erudito que cumpliese con la insoslayable exigencia de comprender los principales idiomas literarios. A quien ignoraba el latín lo incluía directamente entre el «vulgo». En sus horas de ocio también él mismo se dedicaba con agrado al ejercicio de la traducción; como ya hemos visto anteriormente, alguna vez pensó alcanzar en este arte la más consumada maestría. Sin embargo, esto sólo fue una veleidad pasajera que lo acometió durante el periodo de su vida más menesteroso en confianza en sí mismo y en esperanza, pues traducir era una actividad ajena a su ocupación vital. No era raro que de cuando en cuando también tradujera al inglés fragmentos de poetas alemanes. Con qué excelencia se manejaba en este asunto lo demuestran las anotaciones marginales de sus libros particulares. Como un ejemplo quiero citar aquí tan sólo este pasaje del «Prólogo en el cielo» de Fausto: I like to see the old one now and then, And do, t’avoid a rupture all I can: In a great Lord forsooth it’s very civil

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To speak humanely even to the Devil. 94

En él aventaja al original, en tanto que la palabra clave del verso lo cierra con eficacia poco común. Un libro que, como excepción, él leía de buena gana en su traducción era el Viejo Testamento en la versión de la Septuaginta griega, porque en ella creía reconocer todavía el carácter natural de estos escritos, perjudicado en las traducciones posteriores, realizadas bajo las tendencias eclesiásticas. De las literaturas modernas cultivaba mayormente la inglesa. Para ello estaba preparado con mucha ventaja debido a su familiaridad con las formas coloquiales del idioma. Con especial interés seguía los avances en el conocimiento del Oriente en tanto que, poco a poco, iban tornándose cada vez más accesibles a cuantos desconocían el sánscrito. Sobre todo lo ocupó hasta el final de su vida la literatura ascética y mística. A los místicos alemanes los estudió con aplicación, aunque sólo llegó a conocerlos en parte. Ponía por lo más alto al maestro Eckhart, del que sólo lamentaba que hubiera estado tan atado a los círculos dogmáticos cristianos, lo que impidió que dejara brotar en libertad sus más que intrépidas intuiciones, tan maravillosas y profundas. También eran sus favoritos Angelus Silesius y, aún más, el autor de la Teología alemana.95 De este último decía Schopenhauer que cuando desde su ventana miraba al muelle del Meno y veía enfrente la Casa Teutona, se alegraba de estrechar la mano del hermano de la orden que vivió allí pasando por alto los casi quinientos años que los separaban; ¡que tan distantes tuvieran que estar en la historia gentes como ellos, de afinidades tan parecidas! Opinaba, además, que junto a Goethe, sólo este otro «francfortés» merecía tener un monumento en Fráncfort. Todo lo que en suelo europeo estuviera emparentado con el budismo atrapaba de manera muy especial el interés de Schopenhauer. Por ejemplo, los trapenses, a los que denominaba los monjes más respetables. Casi a diario dedicaba unos instantes a la parte parenética y edificadora del carácter de sus lecturas. Fragmentos de escritos en los que siempre encontraba algo nuevo que lo instruyese eran la epístola número 105 de Séneca, el principio de De cive de Hobbes, El príncipe de Maquiavelo, el discurso de Polonio a Laertes en Hamlet, ciertas máximas de Gracián, los moralistas franceses, Shenstone96 y Klinger.97 Su libro de oraciones era el Oupnek’hat,98 una obra de la que Max Müller99 afirmó: «es necesario tener un ingenio casi sobrehumano para extraer de la lectura de esa mala traducción la sabiduría de la Upanisad tal y como lo hizo Schopenhauer». Para los grandes poetas de todos los tiempos conservó a lo largo de su vida un lúcido sentido: a los que más leía eran Shakespeare y Goethe; en segunda fila, a Calderón y lord Byron, cuyo pesimista Caín, como es natural, le gustaba más que todo lo demás. Entre los líricos tenía en muy alta estima, junto a Petrarca, a Burns100 y Bürger.101 Al último, a causa de su inmediatez y alta fuerza expresiva, se mostraba inclinado a concederle el puesto más próximo a Goethe, a pesar de que de ninguna manera tenía en menor consideración a Schiller, tal y como estuvo de moda en su juventud entre los espíritus fuertes y románticos. Con todo, vio en las exageraciones de la fiesta de Schiller «una fuerte tentación a la injusticia» contra el gran poeta. A los poetas de segunda y tercera 63

fila, en cambio, no los leía en absoluto: no compensaban el esfuerzo. Igual que los italianos sobre sus cuatro poetas, él hablaba gustoso sobre cuatro novelas: Don Quijote, Tristram Shandy, La nueva Eloísa y Wilhelm Meister; así que a cada nación le asignaba la suya, a excepción de la italiana, puesto que Boccaccio sólo contó historias escandalosas. Sus estudios fueron favorecidos por una memoria firme y fiel, por un eminente sentido de la orientación y el objeto. Quien conozca sus escritos, aunque sólo sea de manera superficial, apreciará una gran diferencia entre los que aparecieron antes de la primera edición de la obra principal de 1819 y aquellos otros que vieron la luz más tarde. En los primeros está la concepción primordial de un todo coherente, surgieron de un fondo de pensamientos presente sólo en la cabeza del autor y éste los tomó directamente de ella; los escritos posteriores, en cambio, toman su material de sus libros de estudios y muestran —con excepción de los dos escritos de circunstancias sobre Los problemas fundamentales de la ética— más bien el carácter de simples colecciones de fragmentos escogidos, tal y como suele corresponder al amplio y trabajado saber de la edad madura. Esto indican ya los títulos de los manuscritos inéditos que nos han quedado, nacidos sólo en esta segunda parte de su vida: «Cogitata», «Pandectae», «Spicilegia», «Senilia»;102 pero aún más su contenido mismo, que consiste en pensamientos aislados de las más variadas clases y que él iba anotando uno tras otro según se le ocurrían. Mediante un índice analítico en el que ordenó alfabéticamente todos los conceptos importantes sobre los que había pensado y numerados según el lugar del manuscrito en el que habían sido escritos, controlaba por completo la gran cantidad de pensamientos que había ido aumentando en tamaño, a pesar de la gran dispersión de éstos. En papeles sueltos que guardaba en una carpeta anotaba brevemente dichos y datos ajenos que proyectaba usar, aunque no los conservaba más tiempo del que fuera absolutamente necesario, sólo hasta que le fuera posible incluirlos en el contexto de sus propios pensamientos. Para todo erudito que en esencia tenga algo propio que ofrecer y en forma propia, y no se ocupe sólo con lo recibido —como es el negocio de la mayoría—, para éste que quiera ordenar con coherencia los datos y los hechos científicos tomados de la experiencia, para quien proyecta más por sapiencia (sabiduría) que por scientia (saber), este método de Schopenhauer es mucho más recomendable que el célebre registro de Locke y las cajas de papelitos, extraordinario para los propósitos estadísticos del polígrafo Johann Jakob Moser,103 pero que para un erudito de la clase a la que me refiero parece menos provechoso en relación a la cantidad de tiempo invertida. Pero no sólo de los libros recopilaba Schopenhauer su saber; más bien, entregado y acostumbrado desde la niñez a ver el mundo y a verse en el mundo, nunca se cansó de fecundar el mar muerto de los conceptos con intuiciones vivas y, aunque infinitamente solo, siempre continuó viviendo en su recogimiento con las personas y sin escatimar ningún esfuerzo para agrandar su horizonte intelectual, puesto que buscó la verdad indivisible tanto en lo más cercano como en lo lejano. Por eso siguió con atención cualquier nuevo fenómeno del cielo o de la tierra, aunque por regla general lo hacía contrariando la opinión común, puesto que a él lo dejaba frío lo que suele atraer a la 64

mayoría de la gente y lo tiene por importante; a él, en cambio, le parecía de la mayor importancia aquello que los otros no tenían en cuenta o les parecía risible. Así, por ejemplo, cuando el mundo se hizo eco del descubrimiento de Leverrier,104 Schopenhauer se alegró por ese nuevo triunfo de la ciencia humana, pero al mismo tiempo protestó con vehemencia contra la sobrevaloración del mérito personal que se otorgaba a un simple ejemplo de cálculo, un hecho que en sí no aportaba más que la lengua de aquel catador de vinos que captó el sabor de la anilla de cuero de una llave que había caído dentro del tonel. En aquella ocasión se tomó el trabajo de preocuparse por la denominación correcta del nuevo planeta, por lo que envió un escrito a Encke105 en el que demostraba que dicho planeta sólo podía llevar el nombre del padre de todos los dioses: Eros. Pero la ausencia de pensamiento, como él dijo, causó que lo llamasen Neptuno. En el año 1837 se creó un comité en la ciudad natal de Goethe para erigirle un monumento al poeta más grande de la nación. Schopenhauer quiso participar en este asunto con el propósito de que se tomase la resolución más acertada, e hizo llegar a la comisión un informe privado en el que exponía que todas las figuras —estatuae equestres et pedestres— de los monumentos públicos que busquen causar efecto mediante su nobleza y sencillez sólo son adecuados exclusivamente para aquellas personas que con su personalidad entera, con cabeza y corazón e incluso muy a menudo con brazos y piernas, hicieron algo por la humanidad; es decir, son adecuados para los héroes, generales, conquistadores, estadistas, oradores, religiosos, reformadores y santos; y que, por el contrario, a los hombres de genio, es decir, poetas, filósofos, artitas y eruditos, todos aquellos que sólo hayan servido a la humanidad con el intelecto, les conviene sencillamente un busto, la representación de la cabeza, porque ellos no se avienen con ninguna postura heroica; cualquier otra manera de representarlos servirá de blanco a la chufla por alguna parte. Schopenhauer se remitía en esto al ejemplo de los antiguos, de preclara inteligencia, los cuales siguieron esta misma regla; las escasas excepciones, tales como las figuras enteras sentadas de Menandro y Filemón en el Vaticano, y, aparte de éstos, el dudoso Aristóteles en el palacio Spada, difícilmente hubieran podido oficiar como monumentos públicos. En cambio, las diversas extravagancias de los escultores modernos no entraban en consideración. Aparte de esto, Schopenhauer también trazó el esbozo del monumento, que en cierta manera coincidía con un antiguo esbozo diseñado todavía en tiempos del poeta y cuya realización había sido pensada para Dannecker.106 Sería un busto colosal según el modelo de Tieck y de Weisser y las proporciones de la estatua de san Carlo en Arona, junto al lago Mayor; al pie del busto iría la inscripción en latín y en alemán: «Al poeta de los alemanes, su ciudad, 1838». «¡Y ni una sílaba más! Dado que esa inscripción no menciona el nombre de Goethe, sino que lo presupone, es la más elocuente para su gloria infinita; el encomio más rico en palabras de los posibles porque expresa que él es el único, el inolvidable al que todos deben conocer, al que ningún tiempo olvidará y al que ningún sucesor hará sombra. Por ello, tal inscripción en su lacónica brevedad es sublime; inspira respeto en el espectador, y su soledad se corresponde con la grave sencillez del monumento mismo, que sólo consta de un simple busto, no recuerda con brazos y piernas ni con sus posturas o gestos a la persona de Goethe, sino sólo a su espíritu

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imperecedero por medio de su sublime rostro. Puesto que quizá nunca antes un monumento haya omitido el nombre del homenajeado, en esta ocasión se honra precisamente así a este hombre único de una manera única. Me atrevo a asegurar que cualquier otra inscripción, diga lo que quiera que sea, en comparación con esta parecerá débil, plana y trivial. Si se pone su nombre, entonces está todo perdido: en ese caso pensarán todos cuantos lo vean: “usted es un hombre como otro cualquiera”».

Como lugar para la ubicación del monumento, Schopenhauer desestimó el ruidoso centro de la ciudad y propuso ubicaciones más apacibles. Después de variadas dilaciones, la resolución se tomó, en todos los aspectos, en contra de su informe; y él pudo contemplar el monumento —al que Frz. Kugler107 en su Kleinen Schriften calificó de «casi una desgracia nacional»— sólo como un verdadero desatino. En cambio, sí que se materializó otra propuesta suya: la instalación de una placa conmemorativa en la casa donde nació Goethe en Fráncfort. En esta ocasión todavía reprochó a la inteligencia artística de los francforteses un par de infracciones contra el gusto clásico: las paredes anaranjadas en el gabinete de los antiguos, en el museo artístico de Städel, las cuales no sólo son de mal gusto sino bárbaras, y estorban a los estudiantes que van allí a pintar, son además un martirio para todas las personas con sensibilidad, «y esto sucede en la ciudad natal de Goethe, quien se expresó claramente acerca del color naranja: Teoría de los colores, § 776». Además reprobó la inscripción bajo el frontispicio de la biblioteca pública, que reza: «Studiis libertati reddita civitas» («Estudios [científicos bendicen esta obra], los cuales han devuelto la libertad a la ciudad»), que en cuatro palabras contiene tres errores, de manera que el sentido de Cicerón: «Litteris recuperata libertate civitas» («la ciencia [bendice esta obra] tras la devolución de la libertad a la ciudad») sería muy difícil de entresacar. El edificio mismo, a poco que pueda ignorarse el propósito que contradice su disposición interior, tuvo también su aplauso estético, al igual que todo lo que se toma prestado de la Antigüedad, puesto que para la ciega sumisión al gusto de los antiguos somos únicos en tanto que bárbaros. Schopenhauer emitió un voto de desconfianza contra las columnas frontales del nuevo Ariadneum de Bethmann,108 pero se retractó al asegurarle el arquitecto que estaban copiadas exactamente según las antiguas. Cuando en 1854 el magnetizador Ragazzoni ofreció unas sesiones en Fráncfort, unos cuantos médicos a los que a todas luces los misterios del magnetismo no les habían causado hasta entonces ni una sola noche de insomnio, una vez más, con la misma innegable e imprescindible palabrería exagerada con que en las novelas se presenta lo extraordinario, suscribieron una declaración pública en la cual no sólo denunciaban como farsante al hombre, sino que también se aseguraba, además, que las producciones del susodicho no tenían «ninguna relación con la existencia o no existencia del magnetismo animal». Se añadían a la declaración los experimentos burdos y desencaminados de un conocido vivisector que debían servir para «desenmascarar a Ragazzoni como charlatán», pero que en realidad sólo ponían en peligro la vida y la salud de los maltratados sonámbulos. Contra este modo de proceder de la ciencia francfortesa Schopenhauer arremetió sin compasión con toda suerte de epítetos, dio un voto de confianza a la víctima —la cual, poco después en París, ante las más altas autoridades del gremio y en presencia de la familia imperial, fue reconocida como magnetizador de 66

fuerza extraordinaria— y declaró que gentes que en mitad del siglo XIX efectúan gestos inequívocos asegurando la no existencia del magnetismo animal, en lugar de al magnetizador —y aunque éste fuera un charlatán— lo único que desenmascaran es su propia ignorancia. En la feria de otoño de 1856 se exhibió en Fráncfort una gran rareza en Europa: un joven orangután vivo (Pithecus satyrus). Schopenhauer visitó casi a diario a este «presunto progenitor de nuestra especie», a cuyo conocimiento personal llevaba esperando en vano casi hasta su septuagésimo año, y exhortaba a sus conocidos a no dejar pasar aquella ocasión sin aprovecharla, e incluso mejor ir a verlo hoy que mañana, porque mañana podía estar muerto. Sobre todo, le llamó la atención la mirada del animal, que no delataba ningún rasgo de malicia simiesca, y cuya cabeza, en la frente y en el hueso parietal, estaba decididamente mejor formada que la de la raza más baja de nuestra propia especie y tampoco manifestaba ningún gesto animalesco. Encontró personificada en este ser, melancólico desde su juventud, la sed de conocimiento de la voluntad —que es creadora por naturaleza—, como si hubiera querido equiparar su mirada a la del profeta en la tierra prometida. Estos y otros pequeños intereses fueron como es natural superados con largueza por los literarios. Para entender la parte de Schopenhauer en la literatura alemana de su tiempo y su irritable postura con respecto a ella debemos tener presente el destino que corrieron sus obras. En el breve escrito Sobre la voluntad en la naturaleza (Fráncfort, 1836) expresó por primera vez públicamente su profundo desagrado sobre la deshonestidad de nuestro mundo literario recurriendo a la mención de una sorprendente declaración de Goethe en la reseña del libro de Madame de Staël sobre la «noble» Alemania.109 Schopenhauer creyó hallar la razón de este fenómeno, aparte de en la innegable incapacidad de la mayoría de los así llamados pensadores para fomentar verdaderamente la alta cultura y las ciencias con su escritura, principalmente en lo que él denominó «la servidumbre al tiempo»,110 expresión que acuñó según la inglesa «timeserver». Y de hecho parece estar permitido entre nosotros ofrecer al público literario en cualquier género todo lo que sea adecuado al tiempo, es decir, lisonjear la ilusión del día. El crecimiento de la sémola libresca encuentra sin duda aquí su explicación suficiente. Pero a mí me parece que la dificultad que los talentos realmente grandes encuentran para mantenerse y penetrar en la república alemana de los sabios tiene su causa, junto a la circunstancia de que el carácter de éstos les impide participar111 de las ventajas de la claque literaria y de cuantos hacen carrera en el reino de las letras, en que nosotros, alemanes, que gozamos de la libertad que desde nuestros ancestros se nos concedió en el campo de las teorías y las ideas, hemos abusado de ella fecundándola al máximo y procreando sin ton ni son tal cantidad de ideas descabelladas y engendros intelectuales que han terminado por desorientar y embotar el juicio y el gusto de la parte lectora de la nación. Incluso la autoridad de nuestros más grandes pensadores tiene que servir de esta manera a una multitud de cabezas huecas, charlatanes y lunáticos para la realización de sus locuras. No hay aquí nadie que con un enérgico quos ego!112 salte a la palestra de nuestra literatura para dar dirección y sentido, sino que cada cual hace lo que quiere y tan 67

bien o tan mal como le parece. En Inglaterra y Francia esto es de otra manera: allí cualquier autor sabe exactamente qué le está permitido ofrecer a su público y el público sabe con igual exactitud qué puede esperar de tal y cual autor. Allí existe un criterio medio para la forma y el contenido de cualquier producción literaria que es usado y respetado en igual medida por el productor y el consumidor. De ahí que encontremos que ingleses y franceses, en general, con diferencia, tengan menos libros inútiles y que, con diferencia también, pierdan menos tiempo con estudios absolutamente estériles y confusos en comparación con los alemanes, tan orgullosos de su cultura. Cuando en 1844 apareció el segundo tomo de El mundo como voluntad y representación, esta obra inmortal fue poco menos que desconocida para el mundo intelectual alemán, igual que para el gran público. La primera edición no se había vendido después de 25 años de su publicación, sino que, como ya hemos mencionado, fue hecha maculatura. Un destino similar le tocó en suerte a la Cuádruple raíz del principio de razón suficiente. El desprecio de este extraordinario pensador y escritor fue tan lejos que escritos que sin ninguna duda el mundo leerá todavía después de cien años, Sobre la voluntad en la naturaleza y Los dos problemas fundamentales de la ética (Fráncfort, 1841) —sin contar con la excepción de una aburrida nota en el Leipziger Repertorium— no merecieron ni una sola reseña en ninguna de las publicaciones eruditas, mientras que, al mismo tiempo, durante una larga hilera de años, se tuvo entretenido al público filosófico hasta el hastío con los productos efímeros del gremio. Schopenhauer veía en este silencio de los filósofos profesionales sólo intención y mala voluntad; yo veo en ello la dificultad alumbrada anteriormente de entresacar lo verdadero, permanente y grande del fárrago de lo falso, perecedero e insignificante. Este defecto de la capacidad de discernir, agrandado hasta la afectación en Alemania, es, por lo demás, juris gentium (propio de todos los pueblos); su contrario, la facultad de juzgar en las asuntos elevados, es siempre cosa de pocos, e incluso podría decirse que sólo de aquellos que particularmente son capaces de tener pensamientos propios y originarios sobre tales asuntos, mientras que la gran masa de los imitadores está dispuesta sin cesar a adornar y enmascarar su vacío interior y su insignificancia exterior a costa de lo que rebosa de valor y de importancia. De manera que escriben y escriben, reseñan a sus iguales con la alharaca que se debe a lo más importante, se designan unos a otros con calificativos como «famoso», o donde esto no pega en absoluto, «renombrado y conocido autor», e incluso también «autorizado pensador del presente»,113 etcétera; y, por otra parte, desgreñan las cualidades del genio con tal habilidad que pronto éstas no pueden ser diferenciadas ya nunca más de sus propias chapuzas. Llegados a este punto, desde luego, es cuando alcanzan su meta y entonces pueden vender su mercancía durante un tiempo sin que nadie les espante al público; hasta que finalmente llegue alguien que con su mera presencia expulse del templo de la ciencia a los mercaderes. Pero apenas muere este último, se vuelve al negocio de antes, que ahora se torna incluso más lucrativo, en tanto que se ofrece a la confundida clientela la pura doctrina de aquel que por última vez esgrimió el látigo y bajo este cartel vuelve a colocarse la vieja mercancía. 68

La mala fortuna que tuvo su escrito Sobre el fundamento de la moral, que envió para participar en un concurso en Copenhague, frente al ensayo que escribió para un concurso anterior en Trondhein, Sobre la libertad de la voluntad, al cual coronaron allí como ganador mientras que al primero lo descartaron con un veredicto bien burdo, se explica porque quien no tiene mercancía corriente que ofrecer en el mercado del mundo erudito no debe participar en tales empeños de y para la mediocridad. Schopenhauer tuvo que haber pensado que no todas las academias saben extraer la verdad con tanta finura ni tanto acierto como los señores de Trondhein.114 Entretanto, un escrito cuyo contenido es tan importante que sin duda alguna ha de tener un puesto duradero en la historia de la ética lo mandan a casa sin siquiera hacerle una mínima crítica. La Real Sociedad Danesa de las Ciencias de Copenhague no ha erigido ningún monumento al honor con su veredicto. Para mí seguirá siendo inexplicable del todo cómo incluso la obra maestra de Schopenhauer —completada con el segundo tomo—, que además está escrita en un estilo verdaderamente clásico, en los primeros años en que volvió a aparecer, cómo es que pudo pasar casi completamente desapercibida.115 Sólo en 1849, gracias al artículo de Frauenstädt aparecido en la revista Blättern für literarische Unterhaltung, con el título «Voces sobre Arthur Schopenhauer», y, después de la publicación de Parerga y paralipómena (Berlín 1851), gracias también a la conocida reseña en la Westminster and Foreign Quarterly Review (número de abril de 1853), «Iconoclasia en la filosofía alemana» 116 —reseña a la que precisamente uno de nuestros «autorizados pensadores del presente» mencionados más arriba quiso neutralizar enseguida sacándose de la manga la insinuación de que «probablemente había sido escrita en Alemania»—, lograron que el público fijara sus ojos en Schopenhauer. ¡Y aquí que venga ahora alguien a negar la miseria de nuestro panorama literario! Schopenhauer fue conocido para no ser olvidado jamás. De golpe, en todos los estratos del mundo lector ávido de cultura, encontró seguidores entusiastas y —tal y como él solía decir riendo— incluso «fanáticos»; y no sólo alemanes, sino también ingleses, franceses, holandeses, escandinavos, curlandeses, rusos, polacos, húngaros e italianos querían ir a conocerlo; así que en los últimos diez años de su solitaria vida tuvo la satisfacción de llegar a ver cómo despuntaba frente a él, claro y verdadero, el día de su fama; había estado esperando este amanecer más de cuarenta años con la indomeñable confianza del genio, aplazándolo incluso al tiempo de después de su muerte. Pero esa fama tardía fue también lo único que le era lícito esperar siendo un escritor alemán. Nunca trabajó por dinero y honores, y cuando le ofrecieron nombrarlo miembro de la Academia de Berlín, rechazó el nombramiento con orgullo: lo habían despreciado durante toda su vida y ahora pretendían adornarse con su nombre cuando muriera. Si había vivido sin ellos también podía morir sin ellos. Que siguieran entonando cánticos anualmente en loor del descubridor de las mónadas y la armonía preestablecida.117 Incluso sin el diploma de la Academia, Schopenhauer tuvo el honor de seguir siendo el que era.

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Notas

85. N. del A. Publicado por primera vez en el Almanaque de las Musas de 1802 por Schlegel y Tieck, p. 62. 86. Christian Garve (1742-1798), filósofo prusiano; junto con Kant y Moses Mendelssohn, uno de los

más importantes en su época. 87. Johann Georg Sulzer (1720-1779). Teólogo suizo, estudioso del arte e ilustrado. Schopenhauer leyó desde muy joven su monumental Teoría general de las bellas artes (1771-1774), una enciclopedia en cuatro tomos, la primera de este tipo y envergadura en alemán. 88. Ernst Platner (1744-1818), médico y filósofo alemán. Schopenhauer poseía en su biblioteca varias de sus obras más conocidas. 89. Johann Georg Heinrich Feder (1740-1821), filósofo alemán, catedrático en Gotinga. 90. Christoph Meiners (1747-1810), filósofo e historiador alemán, profesor en Gotinga, antikantiano y enemigo de la Ilustración. 91. Wilhelm Traugott Krug (1770-1842), filósofo, profesor en Jena y Gotinga. 92. Para Schopenhauer los «tres famosos sofistas» eran Hegel, Fichte y Schelling, nombrados unas líneas más adelante. 93. N. del A. Allgemeine kritische Geschiche der Ethik [Historia crítica universal de la ética], t. I, p. XI, 1800, Gotinga. Véase también Grundriß der Ethik [Compendio de ética], Hannover, p. XXX, en donde sobre todo se muestra en Fichte una «arrogancia apenas perdonable», una «no menos perdonable dureza y desprecio contra sus oponentes» y, además, la «forzada tergiversación de las opiniones ajenas» y la «atribución forzada de conclusiones odiosas». 94. Habla Mefistófeles. Los versos del original alemán rezan: «Von Zeit zu Zeit seh ich den Altern gern,/ Und hüte mich mit ihm zu brechen./ Es ist gar hübsch von einem großen Herrn,/ So menschlich mit dem Teufel selbst zu sprechen». Fausto, vers. 350-353 [«De cuando en cuando me agrada ver al viejo,/ y líbreme yo de romper con él./ Es bonito que un señor tan grande como él/ hable tan humanamente con el diablo»]. 95. Theologia deutsch. Finales del siglo XV, obra de un monje desconocido de la Deutschherrenhaus (el convento denominado la Casa Teutona), en Fráncfort del Meno, Sachsenhausen. 96. William Shenstone (1714-1763). Poeta inglés de variada obra elegíaca y uno de los primeros jardineros paisajistas. Schopenhauer admiraba mucho su obra ensayística Essays on Men and Manners, Londres, 1802. 97. Friedrich Maximilian von Klinger (1752-1831), nacido en Fráncfort del Meno, escritor prerromántico, publicó varias obras que eran del aprecio de Schopenhauer, como la novela El hombre de mundo y el poeta, de 1798. Su drama Sturm und Drang (1776) dio nombre a este célebre movimiento prerromántico. 98. Oupnek’hat fue el título que le dio el orientalista francés Abraham Hyacinthe Anquetil-Duperron (1731-1805) a su traducción latina de la Upanisad; apareció en Estrasburgo en dos tomos publicados en 1801 y 1802 respectivamente. Esta traducción no era directa del sánscrito, lengua original de las Upanisad, sino del persa. Schopenhauer la consideraba «excelente», muy clara y legible. Al Oupnek’hat lo llamaba su «evangelio»; en Parerga y paralipómena dijo de él: «este libro ha sido la consolación de mi vida y será la de mi muerte». 99. Friedrich Max Müller (1823-1900), filólogo y orientalista e indólogo alemán, desde 1850 impartió clases en Oxford. Para la cita véase Conversaciones con Arthur Schopenhauer, op. cit., p. 117. 100. Robert Burns (1759-1796). Poeta escocés, autor del célebre poema «Auld Lang Syne», el cual se canta en los países de habla inglesa como himno de despedida. Schopenhauer apreciaba mucho su obra poética. 101. Gottfried August Bürger (1747-1794). Poeta alemán, conocido principalmente por traducir del inglés al alemán Los maravillosos viajes por tierra y por mar, guerra y divertidas aventuras del barón de Münchhausen de

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Rudolf Erich Raspe. Schopenhauer tenía en gran estima este disparatado libro de las aventuras del barón de Münchhausen, pero asimismo la obra del propio Bürger, de quien poseía todos sus escritos completos. 102. Arthur Hübscher reunió una selección de todos estos manuscritos de Schopenhauer y los editó en cinco tomos bajo el título Der handschriftliche Nachlass, dtv, 1985, Múnich. En la actualidad, la editorial alemana C. H. Beck ha iniciado la edición de todos los manuscritos inéditos mencionados por Gwinner en trascripción directa del original y sin omitir nada de su contenido: las notas y apuntes que Schopenhauer reunió con intención de incluirlas o desarrollarlas en sus obras. 103. Johann Jakob Moser (1701-1785), jurista y literato alemán, el más productivo de los eruditos alemanes de su tiempo. 104. Urbain Jean Joseph Le Verrier (1811 – 1877), matemático francés especializado en mecánica celeste. Colaboró en el descubrimiento de Neptuno; usó para ello sólo matemáticas y datos de observaciones astronómicas. 105. Johann Franz Encke (1791-1865) fue uno de los astrónomos alemanes más importantes del siglo XIX, cuyo nombre está unido, sobre todo, al cometa con más corto período que se conoce. 106. Johann Heinrich von Dannecker (1758-1841), célebre escultor de los tiempos de Goethe, muy apreciado por el autor de Werther. Entre sus obras destaca la escultura en mármol Ariadna sentada sobre una pantera (1816). 107. Franz Theodor Kugler (1808-1858), historiador del arte y poeta berlinés. 108. Moritz von Bethmann (1768-1826) fue el poderoso banquero francfortés que esbozó la célebre Ariadna montada sobre una pantera, (veáse la nota al pie relacionada con Johann Heinrich von Dannecker). El Ariadneum (hoy Odeón) era el museo de Fráncfort en el que esta escultura de Dennecker estuvo expuesta al público hasta 1856. Bethmann contribuyó con una generosa ayuda a la edificación de la Biblioteca Estatal de la ciudad de Fráncfort a la que se refiere Schopenhauer. 109. Anne-Louise Germaine-Necker, Madame de Staël (1766-1817). Intelectual y escritora franco-suiza, célebre por su libro De Alemania (1813). En cuanto a «la sorprendente declaración de Goethe», la transcribimos a continuación: «Ahora, después de veintiún años, comprendo lo que Goethe me dijo en 1814, en Berka, donde lo encontré leyendo el libro de Madame de Staël De l’Allemagne y, hablando acerca del cual, opiné que la autora presentaba una pintura exagerada de la honestidad de los alemanes, algo que sin duda habría de inducir a error a los extranjeros. Goethe se rió y me dijo: «Sí, desde luego, aquí se deja la maleta sin cerrar y la fuerzan». Pero después añadió ya en serio: «Aunque si se quiere conocer en toda su amplitud la deshonestidad de los alemanes es preciso enterarse de su literatura». Sobre la voluntad en la naturaleza, en Über den Willen in der Natur, «Physiologie und Pathologie», en Schopenhauer Sämtliche Werke, ed. de Arthur Hübscher, Brockhaus, 1988, Mannheim, t. IV, p. 17. 110. «Zeitdinnerei» en el original: servidumbre al tiempo (al presente, se entiende). 111. N. del A. Así, Schopenhauer —para mencionar sólo este ejemplo— nunca consintió que los anuncios de su editor incluyeran alguna frase de recomendación, por no hablar ya de adulaciones. 112. Quos ego!, amenaza proferida por Neptuno en la Eneida de Virgilio (libro I, vers. 135). Puede traducirse por «vais a ver», «aquí estoy, me las veré con vosotros». 113. N. del A. Zeitschrift für Philosophie und philosophische Kritik [Revista de Filosofía y de Crítica Filosófica]. Nueva serie, tomo 21, p. 241. 114. En 1837 Schopenhauer envió su escrito Sobre la libertad de la voluntad humana al concurso propuesto por la Real Sociedad Noruega de las Ciencias y ganó el primer premio (fallado en 1839). Después, también en 1839, mandó el escrito titulado Sobre el fundamento de la moral a un premio otorgado por la Real Sociedad Danesa de las Ciencias en relación con la pregunta «¿Cuál es el fundamento de la moral?»; este último escrito no recibió premio alguno, a pesar de que Schopenhauer fue el único participante en el concurso. Los miembros del jurado lo desestimaron aduciendo que no respondía a la pregunta solicitada. El filósofo publicó ambos escritos en 1841 bajo el título común de Los dos problemas fundamentales de la ética. En el prólogo se despachó a gusto sobre la mediocridad de los profesores de filosofía en general y en particular sobre la de los señores del jurado daneses

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que no habían premiado su ensayo. 115. El mundo como voluntad y representación apareció en 1844 en una nueva edición revisada y ampliada con un tomo más de cerca de setecientas páginas. Esta fue la segunda edición. La primera, en un solo tomo, llevaba fecha de 1819, no se vendió apenas nada y el editor destinó los ejemplares sobrantes a maculatura. La segunda edición, con los dos tomos, tampoco gozó de un éxito inmediato; sin embargo, más adelante, una vez que su autor alcanzó la fama con Parerga y paralipómena, fue un éxito de ventas. 116. El artículo lo firmaba John Oxenford. Hay versión española: Schopenhauer o de la iconoclasia en la filosofía alemana, introducción, traducción y notas de Ricardo Gutiérrez Aguilar, Ediciones Encuentro, 2009, Madrid. 117. Se refiere a Leibniz, Gottfried Wilhelm (1646-1716), filósofo, lógico, matemático, jurista y hasta político alemán; muy aclamado en la Academia de las Ciencias de Berlín. Leibniz encarnó para Schopenhauer, al igual que para Voltaire, el defensor por excelencia del optimismo teórico.

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VI

Quién fue

El dios que mora en mi pecho Puede agitar profundamente mi interior, Pues gobierna sobre todas mis fuerzas; No puede cambiar nada hacia fuera, Y así, la existencia es para mí un peso; La muerte, deseada; la vida, odiosa. Goethe (Fausto, vers. 1566-1571)

Quien ha producido algo en el ámbito del espíritu con fuerza suficiente como para brindar su nombre a la posteridad y, como nuestro hombre, es uno de esos elegidos que tiene que luchar contra la incomprensión y la envidia, se ha ganado el derecho, tal y como se dice en Wallenstein, a que exploremos el núcleo de su ser. Deber imprescindible constituye esto en nuestro caso, donde lo sospechoso del carácter debe hacer también sospechosa la producción y su fama, donde gente que nunca ha tenido ni un solo pensamiento original descalifica a quienes sí los tienen alegando que la doctrina de Schopenhauer fue, desde luego, «la creación de un enorme talento, el cual, sin embargo, atacado de una profunda y complicada deformación ética, no dejó obrar en sí limpiamente en consideraciones imparciales a las grandes intuiciones de su aguda y profunda inteligencia, sino que se condujo con ellas de manera parcial y con sofistería a fin de extraer de ellas una opinión ya fundada». En esto radica que esas enseñanzas de Schopenhauer permanecieran tanto tiempo «sin reseñar», puesto que suponían demasiado esfuerzo para los «historiadores de la filosofía moderna» —«no ya contradecirlo, sino ser justo con él, explorar al detalle los lugares en los que su verdad se tuerce para transitar por los caminos del error». Comienzo con las palabras que se han dicho118 sobre el filósofo de la moral Friedrich Buchholz:119 «Si la ventaja del hombre se corrobora en el hecho probado de que él es más autosuficiente e íntegro que cualquier otra especie, entonces seguro que la mayor virtud entre los seres humanos consiste en alcanzar ese grado de excelencia según el cual uno construye en sí mismo este ser suyo íntegro y autosuficiente en relación con los demás seres humanos. Así, un hombre que en sus ideas, acciones, en su conformación y productividad o en todos los puntos de contacto de su existencia con los seres de su especie se mantenga circunscrito a sí mismo y en la integridad de su ser, tal y como si mantuviera sólo con la esfera de sus iguales un pequeño punto de la asimilación, formando una tangente entre él y la especie humana, a un hombre así hay que contarlo entre los más excelentes y grandes de todos».120 Que tales hombres geniales, a pesar de esa independencia e integridad, alcancen más raramente la felicidad en la vida que las personas comunes es un hecho comprobado desde tiempos inmemoriales, pero la justicia moral de la ley en la que se basa dicha 73

comprobación no salta tan fácilmente a los ojos. Cristo halló muy difícil la entrada de un rico en el reino de los cielos, y cómo precisamente lo grande en nosotros, intelecto y talento, cuando carece de una grandeza mayor en uno al que le hace falta, sólo le sirve como luminosa prueba de su pequeñez y vanidad y en su desprecio llega a dejar tomar parte al diablo en este mundo, eso nos lo enseña el poeta del Fausto. La melancolía del genio, de la que Schopenhauer habla en todas partes con la fuerza de convicción de la propia experiencia, tiene un fundamento más profundo que el intelectual del conocimiento del mundo y su incapacidad de darle satisfacción; es la dificultad apenas superable de su propia tarea vital ética. Grandes pensamientos y bellas obras que a él le otorga naturaleza y que él, a su vez, presta de nuevo al mundo conducen su nombre a través de salas abiertas en el templo de la fama; pero su corazón sólo entra sangrando por la estrecha puerta de la autonegación en el reino de la paz eterna. Nunca olvidaré a mi amigo cuando una vez en mi casa vio el beatífico retrato de Rancé,121 el abad de La Trapa, y volviéndose hacia mí con un gesto de aflicción comentó: «¡Esto es cosa de la gracia!». Schopenhauer jamás pretendió ser algo más que un erudito solitario, no un asceta y ni mucho menos un santo. Consideremos en primer lugar el terreno en el que creció su carácter, su soledad. Nunca un hombre, aun estando en medio de la sociedad y confiando en todo lo que llevaba en sí mismo, se sintió tan solo como Schopenhauer. El anacoreta indio es un ser feliz en comparación con él, puesto que en éste el aislamiento descansa sobre motivos prácticos; mientras que en el caso de Schopenhauer fue resultado del conocimiento. De ahí que este sentimiento alcanzara en su conciencia una fuerza intensa que no puede equipararse desde el exterior con el mero retiro. Encontramos en la vida del genio la aparente contradicción de que, en contra de lo acostumbrado, madura pronto, e igualmente que, asimismo en contra de lo acostumbrado, permanece mucho tiempo siendo niño. Para aclarar este hecho sirve de maravilla la enseñanza de Schopenhauer. A saber, el mundo como representación comprende y abarca el intelecto del genio, que se halla relativamente liberado del dominio de la voluntad, más fácil y rápidamente que el del hombre común; y si el primero, en proporción a su capacidad original, demuestra de cuando en cuando tener menos inteligencia para el conocimiento de las cosas concretas, para esta o la otra área especial de la experiencia, sí le cuesta comprender lo distinguible dentro de esa área más incluso que al talento común; a cambio, sí que domina con mayor libertad el conjunto de los fenómenos gracias a su mayor objetividad, y sí que encuentra con mayor seguridad los pasadizos que conducen de una esfera del mundo a otra. Por el contrario, en lo que respecta al terreno del ser inmediato, a la vida indivisible de la «voluntad», en la personalidad primordial propia y esencial misma el genio está en el mundo infinitamente independiente y por eso extraño con respecto de él. La aproximación acontece aquí sólo muy despacio y bajo violentas crisis. La individualidad genial —si me mantengo en la visión de Schopenhauer, me es lícito decir— se desprende tarde de su parte intemporal, tarde y nunca del todo; al principio opone la mayor resistencia al desarrollo en esta vida, 74

anuda sólo con temor y torpeza cada nueva relación, cuyo profundo obrar prevé y teme de manera instintiva, y conserva cuanto puede la forma primordial del alma que nos sonríe desde los felices ojos de la infancia. De ahí que quien «trae en el corazón el seguro tesoro», el genio, se vea en el espejo de la vida más fácilmente sólo en la representación, y con mayor dificultad en la voluntad; y la nostálgica mirada que, cuanto más avanza en la vida, con mayor anhelo lanza a la niñez que se desvanece, es la expresión del sentimiento de ese insuperable «peso de la existencia».122 El arquetipo o ideal de su vida, que es más perfecto y original, innato en el genio, más que en los demás hombres, y que quiere conformar con toda la abundancia primordial de su fuerza, se muestra en él en la infancia sólo y en primer lugar estéticamente, en maravillosas formas y colores; cuanto más se desarrolla y advierte la oposición del mundo, no sólo fuera de él, en el exterior, sino también en él, en su interior, en la cara oculta de la primitiva fuerza de su voluntad, la pasión, se le vela la imposibilidad de traerla como verdad viva: la imagen de la felicidad (le rêve de bonheur, el sueño de la felicidad) palidece tras el primer deber de representarlo éticamente, esto es, de probarlo con la fe y quererlo en el amor sin la esperanza de cualquier satisfacción terrenal. Esta tarea puramente ética, cuya solución decide sobre la felicidad o la infelicidad de su vida, no fortalece la perfección y la originalidad, el arquetipo que vive en él, sino que de hecho se lo impide y le estorba, puesto que su gran distancia de la vida real, el anudamiento a las humillantes condiciones de ésta, la desalentadora consideración a la «exigencia del día» (Goethe), hace más pesado cada paso en el obrar, y el impulso inicial, medido en falso una y otra vez, confunde a la fuerza y la desmoraliza. Desde luego que el artista logra antes habérselas con el mundo, que contiene tanta belleza, y, si acaso quiere desanimarlo, la sangre de su corazón estalla en un torrente de imágenes y poemas cuya ilusión ciertamente no sustituye la falta de realidad del ideal, pero al menos posibilita que la olvide por algún tiempo. Por el contrario, el pensador solitario al que ningún dios le dio «el don de expresar lo que sufre» (Goethe, Torquato Tasso) —puesto que la ciencia no exterioriza los sentimientos, sino que sólo tiene representaciones y pensamientos— se retrae temeroso del agitado tráfago de este mundo: se apresura a salir corriendo de la ruidosa plaza del mercado de la vida lo mismo que un niño escarmentado, por miedo a perder todo lo que es, a tener que ser infiel a él mismo si se doblegase. En lo que respecta a nuestro amigo, la naturaleza se cuidó de sobra de aislar su corazón dotándolo de desconfianza, irritabilidad, vehemencia y orgullo en tamaña medida que es casi inconciliable con la serenidad de los filósofos. Heredó de su padre un miedo, rayano casi en manía, que él mismo detestaba y contra el que combatió durante su vida entera con toda la fuerza de su voluntad; este miedo lo acometía de vez en cuando por las causas más insignificantes con tal violencia que hacía que viera ante sí vivamente no sólo un peligro apenas posible, sino también males casi impensables. Una profusa fantasía elevaba esta disposición a menudo hasta lo increíble. Ya siendo un niño de 6 años, una tarde lo encontraron sus padres, que volvían de dar un paseo, sumido en la más completa desesperación porque se había imaginado de repente que lo habían 75

abandonado para siempre. De joven lo atormentaban enfermedades imaginarias y pleitos irreales. Mientras era estudiante en Berlín se creyó tísico durante una larga temporada. Cuando estalló la guerra de 1813 se imaginó que iban a enrolarlo a la fuerza para servir como soldado. De Nápoles lo echó el miedo a la viruela; de Berlín, el cólera. En Verona lo acometió la idea fija de haber tomado tabaco de esnifar envenenado. Cuando en 1833 se disponía a abandonar Mannheim, le sobrevino sin ninguna causa externa un inusitado e incalmable ataque de pánico. Durante años lo persiguió el miedo a un proceso criminal a causa del affaire berlinés que ya hemos mencionado, miedo a perder su fortuna y miedo también a un proceso judicial contra su propia madre a causa de su parte de la herencia. Si oía ruido por la noche se levantaba enseguida de la cama y corría a buscar el sable y las pistolas, las cuales siempre tenía cargadas. También sin un motivo especial llevaba en su interior una constante preocupación que lo hacía ver y buscar peligros donde no existía ninguno. Agrandaba hasta el infinito la más pequeña contrariedad, incluso si ésta era sólo momentánea. Ello le dificultaba enteramente el trato con las demás personas. Sus objetos de valor los tenía tan ocultos que, a pesar de las indicaciones escritas en latín que dejó en su testamento, fue muy difícil encontrar algunos. Ninguna anotación concerniente a su fortuna, su economía hogareña y demás asuntos privados la confiaba al lenguaje de su tierra; desde que regresó de Italia llevaba su libro de cuentas en inglés y se servía del latín y del griego para anotar cuestiones importantes relacionadas con sus negocios. Para protegerse de los ladrones escribía etiquetas con nombres falsos, guardaba sus valores bursátiles como arcana medica (remedios médicos secretos); los recibos de los intereses, sobre todo, los camuflaba en viejas cartas y cuadernos de notas, y también escondía monedas de oro debajo del tintero, en su pupitre de escritura, para usarlas en caso de necesidad como dinero contante. Jamás se confió a la navaja de un barbero; llevaba siempre consigo un pequeño vasito de cuero a fin de beber en los locales públicos y evitar así cualquier posibilidad de contagio. La boquilla y la cabeza de sus pipas de tabaco las guardaba bajo llave después de cada uso.123 Por miedo a ser enterrado vivo ordenó que su cadáver se mantuviera insepulto más tiempo de lo normalmente establecido. En los contratos temía por regla general que iban a engañarlo. La sentencia de Bacon, que toda desconfianza descansa en la ignorancia, él la rechazaba y pensaba con Chamfort que el comienzo de la sabiduría es el temor a los hombres. Demóstenes tiene razón cuando dice: «Murallas y muros son una buena defensa, pero la mejor de todas es la desconfianza». Según el dicho de Bías: «La mayoría de los hombres es malvada». Según las máximas de Leopardi: «L’impostura è anima della vita sociale» y «Il mondo è una lega di birbanti contro gli uomini da bene, i di vili contro i generosi».124 Schopenhauer no actuaba y pensaba esto a solas, sino que ocasionalmente tomaba sin temor palabras prestadas. Que con su desconfianza causara muchas molestias, que hiriera profundamente la dignidad de muchas personas honestas con las que trataba y ello le acarreara nuevos contratiempos no lo hacía cambiar de actitud. Las raíces de la desconfianza enraizaban muy profundamente en su ser inalienable, muy hondo en su voluntad, correspondiéndose a la par con ese exorbitante sentimiento de extrañamiento, 76

la incalmable nostalgia que trajo a este mundo y que de año en año le angustiaba el pecho. El mismo hombre que enseñó «Tat-twam-asi» 125 como el principio más alto de la moral —esto es, ser el mejor de los hombres significa hacer la mínima diferencia entre uno mismo y los otros, y el peor de ellos, la mayor— tuvo el destino, hasta la tumba, de tener que cargar durante toda su vida con el profundo e inconmovible convencimiento de que lo separaban mundos siderales de las personas con las que vivía, a las que debía amar. Esta sorprendente nostalgia del genio a la que antes de nuestro filósofo prestaron voz dos poetas alemanes, Schiller y Hölderlin, de manera inimitable, sobre todo en «Ideal y vida» y en la conmovedora «Canción del destino de Hiperión», se encuentra aquí, en el pensador alemán, fundamentada de forma teórica y presentada de manera práctica. Es el punto de anclaje de su doctrina igual que de su vida, y lo mismo que la primera no tiene ningún orden divino establecido, ningún Nuevo Testamento, también le falta a la última la positiva, la «consumación victoriosa». Pero en la negativa, en tanto que pensador y mártir, él se sitúa muy por encima de la gran masa de pequeños tenderos optimistas para que estos jamás puedan lograr empañar su valor con su polvareda. Con la confianza en el mundo y en los hombres, perdió también, por lo demás, la mirada ingenua sobre ellos, y su impotencia para habérselas correctamente con las apariencias creció en la medida en que toda su inteligencia y su pensamiento se concentró en el ser de aquéllas. Pero con Goethe también él pudo decir para sí: Sin esa locura Yo no hubiera llegado tan lejos.

De ahí también ese lema de Marcial que he puesto al principio de este libro; a él es lícito remitir lo que ya Helvecio empleó en el mismo sentido: «Si non errasset, fecerat minus!».126 Si su espíritu no hubiera tenido las debilidades y las máculas que tuvo, sin duda tampoco hubiera sido tan excelente en sus fortalezas. Tal es, una vez más, el destino de los espíritus imperfectos que en el error se esfuerzan y en el esfuerzo yerran; su fuerza sufre por una parte una ruptura necesaria mientras que, por otra, se desarrolla y destaca por encima de la medida media. De ahí que toda genialidad humana parezca condicionada por un exceso inevitable que la hace muy poco hábil para la vida en este mundo, por eso los grandes poetas son casi siempre desdichados y los grandes pensadores casi siempre han sido despreciados por los demás hombres. Schopenhauer no se reprochaba nada a sí mismo. No era raro que se quejara de haber dejado pasar tantas y tan hermosas oportunidades de promover su vida, y, sin embargo, no haber podido hacer otra cosa más que lo que hizo. Poco tiempo antes de su muerte me contó riendo que en la estación de trenes de la ciudad había visto a un hombre que atravesaba la vía por un sitio por el que también él la hubiera cruzado muy a gusto si una señal de advertencia no indicase que por allí estaba prohibido pasar. Cuando le recriminó al desconocido cómo osaba hacer aquello, aquél le contestó: «Si yo fuera tan miedoso como usted, ya haría mucho tiempo que me hubiera llevado el diablo». «¡Y a mí también si no fuera yo como soy!», respondió Schopenhauer sin titubear. Cómo el adolescente mira con sorpresa al interior de esta vida, al hambre y el placer 77

sexual que alimentan el tráfago del mundo,127 cómo el jovencito se opone a su temor ocultando su propio mundo interior; cómo el hombre adulto se opone con firmeza a lo que le es ajeno y hostil —a vulgo longe longeque remotus, solutus omni fenore—;128 cómo el anciano, finalmente, baja profundamente la mirada y enfría su clara vista de fuego en orgullosa resignación; todo esto tendría que poder ser representado, la melancólica soledad, el ilimitado desierto de su existencia, el insaciable desprecio de los hombres, la dureza del orgullo con que él rodea su corazón lo mismo que con una coraza que amenaza con endurecer su propia persona, hacerse comprender éticamente y preservar para el carácter del hombre la plaza ante el mundo que a él se le debe. La extraordinaria dificultad de una tarea semejante no me deja esperar completarla aunque ahora presente aquí en conjunto los rasgos más peculiares de su inteligencia, en la mayor parte de los casos incluso con sus propias palabras, tal y como las escuché de él en graves horas; más bien tengo clara conciencia de comprometerlo y minimizarlo con esto a ojos de todos los discretos y «razonables» más de cuanto ya hizo él mismo con sus escritos. Pero yo tengo para con las personas que cuentan con inteligencia suficiente como para llegar al espíritu de Schopenhauer —y que saben usarla para algo más que como la herramienta de trabajo del que se sirvieron en el banco de la escuela, para que les aporte un juicio ético— un deber que cumplir y una deuda que liquidar que él mismo, según la naturaleza del caso, no pudo liquidar del todo en la vida sin granjearse las armas de la envidia y de la maldad. Apenas superada la adolescencia, Schopenhauer conocía ya con suficiente claridad su puesto en este mundo y su postura respecto de él como para guiarse en la vida con estas palabras de Chamfort: «Il y a une prudence supérieure à celle qu’on qualifie ordinairement de ce nom; elle consiste à suivre hardiment son caractère, en acceptant avec courage les désavantages et les inconvénients qu’il faut produire».129 El mismo instinto enérgico con el que su espíritu indagador, sin preocuparse por nada de lo que pudiera salirle al encuentro, ni de la correosa necedad del vulgar entendimiento humano como tampoco de la filosofía de moda de su tiempo, más aún, ni siquiera del espíritu mismo de su tiempo, encontró el punto y se aferró a él en el cual el enigma de la existencia se le hizo comprensible y se hizo realidad el arte de Arquímedes de mover el mundo sin engañarse a sí mismo, justo ése fue el instinto que guió sus acciones. No temía a causa de la dignidad moral de éstas, puesto que él pensaba con Polonio, cuyos viajes por mar servían a Laertes como talismán para su viaje vital, lo que sigue: This above all, –to thine own self be true; And it must Bellow, as the night the day, Thou canst not then be false to any man. 130

Cuando en una ocasión Johanna Schopenhauer se quejó amargamente sobre su hijo a un amigo, tuvo que admitir, sin embargo, al mismo tiempo: «El amor a la verdad es su mayor y acaso su única virtud: jamás he oído salir de su boca una mentira». Mas en el trato con las personas Schopenhauer adoptó bien pronto como máxima fundamental: «It’s safer trusting fear than faith»,131 y se exhortó a sí mismo a recordar 78

siempre que aquí, en este mundo, no se encontraba en su patria, que no se hallaba entre seres iguales que él, sino que, a tenor de un duro y singular destino, que sólo es llevadero mediante el conocimiento, tenía que vivir entre aquéllos que le son extraños, igual que los europeos tienen que vivir entre los chinos, entre bípedos, entre «hombres que no lo son» 132. El conocimiento del dicho de Plauto homo homini lupus, que para los demás es casual, en él se fundaba en un instinto necesario. Lo mismo que se teme a las bestias feroces pero no se las odia, algo similar le sucedía a él con los hombres. No quiso ser μισανϑρωπος [misánthropos], sino καταϕρονανϑρωπος [kataphronántrophos], es decir, alguien que no odia a los hombres, pero los desprecia. A fin de poder despreciar por sus deméritos a aquellos que se lo tengan merecido, es decir, cinco sextas partes de la humanidad, ha de ser condición principal que no se los odie, es decir uno no debe dejar que el odio lo embargue, pues lo que odiamos no podemos despreciarlo del todo. El medio más seguro, otra vez, contra el odio a los hombres será, precisamente, el desprecio de los hombres; pero un desprecio bien fundamentado, el resultado de una visión clara y diáfana de la increíble pequeñez de su espíritu, la enorme limitación de su entendimiento y el egoísmo sin fronteras de su corazón; de ahí la clamorosa injusticia, la negra envidia y la maldad que a menudo crecen hasta la crueldad: todo esto con abundantes pruebas extraídas de la vida, de la historia y de la literatura. Ya con treinta años cumplidos estaba emocionalmente cansado de tener que mirar como a sus iguales a seres que en realidad no lo eran en absoluto. Mientras el gato es joven juega con bolitas de papel que toma por seres vivos, por algo parecido a lo que es él mismo; pero cuando se hace adulto sabe lo que son y las deja quietas. Lo mismo le pasó a Schopenhauer con los seres humanos. Similis simili Gaudet —lo igual halla alegría en sus iguales—: para ser apreciado por los hombres hay que ser igual que ellos, pero ¡al diablo con esto! Lo que los une y los mantiene unidos es su vulgaridad, pequeñez, mediocridad, debilidad de espíritu y mezquindad. De ahí que él saludase a todos los bípedos de este modo: Pax vobiscum, nihil amplius! —¡Paz a todos vosotros, y con esto basta!—. El hombre de noble condición cree en su juventud que las relaciones esenciales y decisivas y los lazos que de ellas se siguen entre los hombres son de carácter ideal, o sea fundados en la igualdad de espíritu, en la manera de pensar, en el gusto, en las fuerzas espirituales; pero sólo más tarde cobra conciencia de su carácter de realidad, es decir, que los unen circunstancias basadas en alguna clase de intereses materiales. Tal es el fundamento de casi todas las uniones; es más, la mayoría de los hombres carece de alguna noción que se refiera a otro tipo de vínculos.133 Cuanto mayor grado de elevación espiritual tenga alguien, tanto más vulgares habrán de parecerle el resto de los hombres, tan cierto como que si desde la base de la torre hasta la punta hay trescientos pies, desde la punta a la base tiene que haber idéntica medida. Schopenhauer equiparaba a la mayoría de los hombres con las castañas de Indias, que tienen la apariencia de las que son comestibles pero de ninguna manera se pueden comer. Esto se dice en el Kural del Tiruval: «El pueblo bajo tiene apariencia humana: ¡jamás he visto algo que se parezca tanto a los verdaderos hombres!». Muchos son una amalgama de maldad y necedad, de ahí que sea muy difícil diferenciarlas en cada uno de ellos. La 79

expresión inglesa a dull scoundrel —un tarugo aburrido— es lo que mejor los caracteriza. «Goethe —dijo Schopenhauer— escribió en mi álbum personal: Si quieres alegrarte de tu valía También al mundo has de otorgarle valor.

Pero yo pensé mejor, con Chamfort: “Il vaut mieux laisser les hommes pour ce qu’ils sont que les prendre pour ce qu’ils ne sont pas”» —es mejor dejar ser a los hombres tal como son que tomarlos por aquello que no son—. Y para seguir pensando en francés, Schopenhauer añadía: «Rien de si riche qu’un grand soi-même!» —¡nada es tan rico como un gran “yo mismo”!». Casi todo contacto con los demás hombres lo tuvo él, en su edad madura, por algo así como una contaminación, un défilement, es decir, por un rebajarse. Pensaba que están hechos de tal manera que quien durante el curso de su vida entera menos tenga que ver con ellos llegará a ser el más sabio —Goethe se quejaba a Eckermann de lo contrario—. Uno debe hallarse impregnado del convencimiento —y tenerlo siempre presente— de que ha venido a caer en un mundo que está poblado por seres miserables tanto en el plano intelectual como en el moral con los que no se identifica; de ahí que uno deba evitar cuanto pueda su compañía: habrá de mirarlos y comportarse igual que un brahmán entre sudras y parias. A las pocas personas buenas, a cada una según su mérito, hay que apreciarlas y honrarlas. Uno ha nacido para instruir al resto de los hombres, no para convivir con ellos. Tendrá que acostumbrarse a mirarlos como a una especie rara y distinta que sólo constituye la materia para nuestro obrar. Sobre su mísera hechura moral e intelectual uno tendrá que meditar a diario y repetirse que no los necesita y que bien se puede vivir lejos de ellos. Puesto que el peor y el más ínfimo de todos es nuestro igual aunque sólo lo sea en pequeñas porciones físicas y morales, siempre tenderá a ponerlas por delante, mientras que aquello en lo que nosotros somos mejores que él tenderá a convertirlo en algo secundario y sin importancia. Y como sólo respetan el poder y la fuerza, el único remedio que nos queda consiste en neutralizarlos o evitarlos. A causa de la envidia de la naturaleza humana no es posible otra cosa sino que cuantos carecen de intelecto y son obtusos alimenten una secreta aversión contra quienes demuestran altura de espíritu, que los peores y más depravados alimenten dicha aversión contra los honrados y nobles; y ello es así a pesar de que en algunas ocasiones en las que buscan ventaja y placer aprovechándose de estas virtudes, se guarden su secreto resentimiento y busquen juntarse con los mejores temporalmente. De la misma manera, cuantos buscan en vano las nobles inclinaciones o el grado de claridad de la inteligencia que ellos ya poseen, necesariamente tienen que terminar despreciando en silencio a aquéllos que carecen de ellas. En esto se basa el doble aislamiento de cualquiera que sea superior, pues tiende a disimular instintivamente su superioridad frente al hombre común cuando éste la ha notado, actúa igual que un insecto que se hace el muerto, pues se disimula a sí mismo. Es como si Schopenhauer hubiera escrito él mismo con el alma estas palabras que encontró en una carta del joven Goethe a la señora Von Stein: «Los aros de hierro con los que está engarzado mi corazón se cierran cada día más férreamente de modo que finalmente nada más puede penetrarlo. Esto es todo lo que 80

puedo decir: cuanto más grande es el mundo, más grande la farsa; y, lo juro, ninguna obscenidad y burrada que puedan hacer unos cómicos será tan repugnante como la mezcolanza desordenada de los grandes, los mediocres y los pequeños. Le he pedido a los dioses que mantengan mi valor y la media de mi entendimiento hasta el final, aunque mejor terminar loco a que en la última parte de la meta me dejen miserable y arrastrado. Ruego a los dioses y, sin embargo, siento el suficiente valor de jurarles odio eterno si es que quieren comportarse con nosotros como lo hacen los hombres».134 Schopenhauer vio en esta más que antipatía estética incluso su ventaja, puesto que cuando uno siente vivamente a la primera mirada la maldad exterior de los hombres en su fisonomía y sus maneras, tal sentimiento le hará abstenerse de un conocimiento más cercano, lo que en la mayoría de los casos supone una pura ventaja. Las personas son lo que refleja su aspecto, y algo todavía peor no puede decirse de ellas. Basta con que contemplemos rostros a los que no estamos acostumbrados y, en muchas ocasiones, tendremos que avergonzarnos de ser hombres. Siempre será turbador y a menudo peligroso que la apariencia y la realidad estén tan alejadas una de la otra: por eso le gusta que el mundo aparezca ante sus ojos tan vacío como lo está para su razón. Desear tan poco como sea posible y conocer tanto como sea posible, esa fue la máxima conductora del curriculum vitae de Schopenhauer, pues la voluntad es, sin excepción, lo vulgar y malo en nosotros: hay que esconderla como los genitales (Parerga, 2.ª ed., t. II, p. 348), a pesar de que ambos, voluntad y genitales, constituyen las raíces de nuestro ser. Para él tuvo que ser éste un trabajo todavía más duro si cabe, puesto que estaba dotado de un temperamento que se correspondía en fortaleza con la energía de su intelecto; y es que para él valía en sumo grado lo que dice Shenstone: «Los hombres de verdadero genio albergan pasiones poderosas». He aquí por qué Schopenhauer tildó de «heroica» su vida, ya que no podía medirse con el patrón de medir de los filisteos o de los tenderos y, ni mucho menos, con la medida de los hombres más comunes, los cuales no tienen otra existencia distinta de la limitada al corto periodo de tiempo prescrito para el individuo; de manera que él no se permitía entristecerse cuando pensaba que a su vida no le cuadraba lo que normalmente pertenece a la vida de los hombres comunes: empleo, casa, tierras, mujer e hijos. Su existencia se habría disipado en este tipo de cosas; la suya fue una vida intelectual cuyo curso sin trabas y su tranquila actividad en los pocos años de la plena fuerza espiritual, ayudada por la libertad de la que gozó para emplearla en lo que quiso, estuvo únicamente encaminada a dar frutos con los que enriquecer a la humanidad durante los siglos venideros. Su vida personal constituyó simplemente la base para esta vida dedicada a la inteligencia, la condición necesaria, es decir, algo del todo secundario. Cuanto más reducida esta base, más segura: cuando produjo lo que tenía que producir en relación con su vida intelectual, cumplió su propósito. El instinto del que estaba dotado, cuya esencia apuntaba a los propósitos del espíritu, constituyó también para él un guía seguro, de manera que pudo desentenderse de los fines personales y lograr que todo lo demás girase en torno a su existencia intelectual. Por eso tampoco podía sorprenderlo que el curso de su vida fuera incoherente y en sí mismo pareciera carente de plan: se asemejaba a la voz de ripio, que en sí misma tampoco tiene ninguna 81

coherencia porque sólo oficia como apoyo de la voz principal, en la que está la coherencia. Aquello a lo que necesariamente tuvo que renunciar en su vida personal le fue compensado de otra manera mediante el placer de su espíritu y por la satisfacción de saberse dirigido hacia la dirección correcta, marcada de manera innata en su vida; es más, de haber poseído todo aquello a lo que renunció no hubiera podido gozarlo y habría supuesto para él una limitación. A un espíritu que es capaz por sí mismo de dar y de producir lo que ciertamente ningún otro puede dar ni producir, que se empeña en hacerlo y se obstina en proseguir con su tarea, a alguien así querer imponerle otras cosas, cargarlo de obligaciones e impedirle con ello el libre desarrollo de sus talentos sería cruel y absurdo a la vez. La poderosa diferencia entre las personas semejantes a Schopenhauer y el resto de mortales consiste mayormente en que los primeros desean fuertemente algo que los demás no conocen, e incluso si pudieran satisfacerlo sería para estos últimos algo nocivo: es el deseo del ocio, disponer de mucho tiempo libre para pensar y estudiar, el cual incluso cambiaría la medida moral para juzgar a los hombres de la misma condición, y ello aunque Pericles moribundo tuviera razón cuando aseguró que, en último término, ningún mérito inclinará el plato de la balanza a su favor contra una mala conciencia. Junto con los antiguos, con Sócrates y Aristóteles,135 también Schopenhauer consideró el ocio como el más preciado bien terrenal. Lo mismo que Goethe, quien dijo que el tiempo es «algo intrínsecamente precioso sólo para las naturalezas altamente organizadas» (Correspondencia con Schiller, II, p. 286), igualmente aseguró Schopenhauer que un hombre que tenga su misma naturaleza lo que mejor puede desear de entre todas las cosas exteriores es pasar el tiempo de su vida, cuanto más sea posible, cada hora y cada día, consagrado a ser él mismo y a vivir para su espíritu. Pero es difícil el cumplimiento de esta demanda en un mundo en el que la suerte y el destino de los hombres son otros, donde entre la pobreza, que nos quita completamente el ocio, y la riqueza, que trata a toda costa de amargárnoslo y sustraérnoslo, hay que navegar como entre Escila y Caribdis. La suerte de los hombres está determinada por la naturaleza: por el día, trabajo; por las noches, descanso y muy poco tiempo de ocio. Y la felicidad del hombre: mujer e hijo, que han de ser su consuelo en la vida y en la muerte. Pero allí donde una enorme cualidad precipita grandes necesidades espirituales y, con ellas, grandes placeres intelectuales, ahí el tiempo de ocio constituirá la condición principal de la felicidad; y por conseguirlo hasta se llegará a renunciar libremente y con facilidad a esa otra felicidad de los hombres normales, proporcionada por la mujer y el hijo. El individuo de esa clase pertenece a otra esfera. Sólo que para satisfacer esta demanda transformada se requiere la condición de ciertas circunstancias externas de una especie que raramente se da. En esto un destino favorable tiene que intervenir para proporcionar a una naturaleza extraordinaria circunstancias igualmente extraordinarias. Aquí aparece lo que Knebel136 pudo experimentar a sus 19 años de edad: que en la vida de la mayoría de los hombres se encuentra cierto plan del que, tanto por la propia naturaleza como por las circunstancias que la conducen, podría decirse que les ha sido prescrito; ya pueden ser los estados de su vida todo lo diversos y variados que sean, que 82

al final de ella el conjunto se revelará como un todo en el que siempre será posible percibir una cierta coherencia. La mano de un destino concreto, aunque actúe de forma oculta, siempre acaba mostrándose: ya sea condicionando los hechos exteriores o la actividad interior; e incluso razones contradictorias se mueven muy a menudo en una misma dirección.137 Una dirección así, sumamente excelsa, marcó la vida de Schopenhauer con singular precisión. Ya en su más tierna juventud notó en sí mismo que, mientras veía a los demás aspirar a bienes externos, él no necesitaba dirigirse a ese tipo de bienes porque se sentía portador de un tesoro en su interior, tesoro que tenía infinitamente más valor que todos los bienes externos; sabía que lo único que tenía que hacer era extraerlo, y que para ello las primeras condiciones que debían darse eran la educación de su espíritu, mucho ocio y, por ende, una gran independencia. La conciencia de esta verdad, al principio oscura y vaga, fue aclarándosele con los años, y en todo tiempo y circunstancia le bastó para animarlo a que fuera precavido y ahorrador, a que dirigiera todo su empeño y diligencia a la conservación de sí mismo y de su libertad, en lugar de mirar por la consecución de un bien material cualquiera. En contra de la naturaleza y el derecho de los hombres, Schopenhauer tuvo que emplear sus fuerzas, en lugar de para el servicio de su persona y el incremento de su propio bienestar, para ofrecérselas al servicio de la humanidad. Su intelecto no le perteneció a él, sino al mundo. La sensibilización de este estado de excepción y de la dura tarea que sobrevino como consecuencia de él, tener que vivir sin emplear sus fuerzas para sí mismo, lo oprimió siempre y lo volvió todavía más precavido y temeroso de lo que era por naturaleza; pero lo consiguió, cumplió con su tarea, completó su misión. Por esta razón estuvo en su derecho de velar tan cuidadosamente por que el apoyo que suponía su parte de la herencia paterna —que tuvo que administrar durante tanto tiempo y sin el cual el mundo no hubiera tenido nada de él — perdurase también en su vejez. Ningún cargo en este mundo, ningún puesto de ministro o de gobernador podrían haberle compensado por su tiempo de ocio y libertad tal y como se vio recompensado por nacimiento. La importancia del hombre intelectual e inmortal en él fue tan infinitamente grande en contraposición a la importancia del individuo que, aun cuando sobre él mismo recayeran numerosas preocupaciones, era capaz de apartarlas de inmediato o hacerlas desaparecer tan pronto como despuntaba un pensamiento filosófico: y es que los pensamientos valiosos constituían, a su entender, el asunto más serio de todos, mientras que lo demás, a cambio, le parecía pura farsa. Tal es la carta de nobleza y libertad que otorga la naturaleza. La felicidad del hombre común consiste en la alternancia entre trabajo y placer; para Schopenhauer, en cambio, las dos cosas eran una. De ahí que la vida de los hombres de su especie sea necesariamente un monodrama. Misioneros de la verdad para el género humano, como él, una vez que se han comprendido a sí mismos, en lo que respecta a asuntos distintos de su misión tendrán tan poco en común con las demás personas como los misioneros en China, los cuales no confraternizan con los chinos. Por eso los hombres como él, sobre todo mientras son jóvenes, se sienten con respecto a las exigencias de la vida cotidiana tan incómodos como quien va enfundado en ropas que no 83

son de su talla. En lo que concierne a sus pretensiones, quienes estén en condición de apreciar su fundamento no se atreverán a cuestionarlas, puesto que no afectan a sus intereses, y haberlas apreciado y reconocido los honra intelectual y moralmente; sin embargo, sólo las dejarán valer con la condición de que él aceptase el hecho como un regalo, algo así como cuando bajo los recibos se pone: «agradecemos su pago», aunque se trate de una maldita deuda, o como un cortés plaudite —¡aplausos!— indicado al final de las obras de Plauto. Así que a Schopenhauer no le era lícito tener más pretensiones que a otro cualquiera, puesto que la gente se estriba en que ninguna obligación externa les compromete con él y se lo harán saber en cuanto él no les dé muestras de que lo sabe. Para ellos es natural el temor al desprecio y cualquiera vela por que los demás no lo tengan por menos de lo que ellos se tienen a sí mismos. Se atienen firmemente a esto: «Par sum unicuique et moriatur qui me contemnit!» («¡Soy igual que cualquier otro, y morirá quien me desprecie!»). Él está libre de este cuidado, y dispuesto de tal manera por la naturaleza que a cuantos no aspiran a ser contados entre los mejores necesariamente tiene que contemplarlos con suspicacia. Él se atiene firmemente a esto: «Contemnite me, si potestis, vestro periculo, non meo!» («¡Despreciadme si podéis, pero a vuestro riesgo, no al mío!»). Así retó al mundo y el mundo secundó el reto inculcándole la verdad de Helvecio: «Il n’y a pas de dette plus fidèlement acquittée que le mépris» («Ninguna deuda será pagada con mayor fidelidad que la del desprecio»). En otorgarle a esta autosuficiencia más y más fuerza íntima de convencimiento su espíritu fue infatigable. Él contemplaba su vida y la de otros espíritus afines a él, tales como Giordano Bruno, Petrarca, Maquiavelo, La Bruyère, Helvecio, Rochefoucauld, Rousseau, Chamfort, lord Byron, Leopardi y otros tantos, siempre repetida, y veía por todas partes que por muchas vueltas que se le diera una y otra vez se llegaba a la misma conclusión. Tan pronto como empezó a pensar se trabó en discordia con el mundo. En su juventud a menudo se mostraba desconcertado, puesto que pronto experimentó con creces que la razón siempre se la quedaba la mayoría. Helvecio fue quien primero lo alertó. Después, tras cada nuevo conflicto, el mundo había perdido más y él había ganado más. Ya con cuarenta años cumplidos le sucedió que había ganado el proceso en última instancia y se halló en altísima disposición, más de cuanto lo había estado antes, para realizar grandes cosas; pero el mundo se había vuelto para él vacío y desierto. Durante toda su vida se había sentido terriblemente solo y constantemente suspiraba desde lo hondo de su pecho: «¡Ahora, dadme un hombre!» (Schiller, Don Carlos). En vano. Se quedó solo. Pero bien podía decir honradamente que no era su culpa: a nadie había apartado de sí, no había huido de nadie que, en espíritu y corazón, fuera un ser humano; no había encontrado nada más que miserables granujas de cabezas limitadas, mal corazón e ínfima inteligencia (a excepción de Goethe, Fernow, F. A. Wolf y otros pocos; casi todos éstos eran personas de veinticinco a cuarenta años mayores que él). Conforme a ello, la irritación con unos cuantos tuvo que dejar sitio poco a poco al tranquilo desprecio de todos. Pronto fue consciente de la diferencia que había entre él y 84

los demás hombres, pero pensó: «primero conoce a cien de ellos y habrás de encontrar tu hombre»; después, «entre mil lo encontrarás»; después, «en último término tendrá que existir, aunque sea entre varios miles». Al final llegó a la conclusión de que la naturaleza es infinitamente ahorradora y que él tendría que sobrellevar «the solitude of kings» («la soledad del rey», según Byron) con orgullo y paciencia. En su juventud, cuando todavía su fantasía poblaba el mundo con seres semejantes a él, tuvo alguna disposición hacia el trato social; pero cuando tras varios años de ausencia, después de su segundo viaje a Italia, regresó a Dresde y a Berlín, todo el mundo lo encontró sorprendentemente cambiado; tan grande había sido anteriormente su melancolía, cuando todavía el impulso natural al trato social, el placer de comunicarse y el deseo pleno de adquirir experiencia mantenían el equilibrio con la repugnancia que sentía por sus congéneres. Con el paso a la edad madura la experiencia adquirida reforzó esta propensión al rechazo y debilitó la otra. Desde entonces, paulatinamente fue adquiriendo «un ojo agudizado para la soledad», se hizo por sistema insociable y se propuso pasar «el resto de su pasajera existencia» 138 consagrado a sí mismo y perder el menor tiempo posible con esas criaturas que sólo la circunstancia de que caminen sobre dos piernas les da derecho a considerarse nuestros iguales, o cuando también ellas notan, como la mayoría, que no somos iguales, lo ignoran de forma descarada y artera para seguir tratándonos como si lo fuéramos; mientras nosotros tenemos que soportar, además de la conocida amargura de que no lo sean, el dolor de que se nos trate injustamente. En un mundo donde por lo menos cinco sextas partes de sus habitantes son canallas o locos o necios, para cada persona de las que componen la sexta parte restante, y tanto más cuanto más quiera resaltar sobre los demás, tendrá que constituir la base de su sistema de vida el mayor recogimiento posible, y cuanto más lejos sea, mejor. El convencimiento de que el mundo es un desierto en el que uno no tiene que contar con sociedad de ninguna clase tiene que interiorizarse y convertirse en un hábito. Igual que las paredes estrechan la vista, la cual vuelve a expandirse en cuanto tiene delante campo y horizonte, de la misma manera constreñía la sociedad el espíritu de Schopenhauer, mientras que la soledad volvía a ensancharlo. Giordano Bruno afirmó de aquél que busca la verdad y la alcanza, que pasa de ser un hombre vulgar, común, civil y popular a convertirse en uno asilvestrado, igual que un ciervo o un eremita del desierto; y que todos cuantos en este mundo se propusieron disfrutar de una vida elevada hablan con una sola voz: «Ecce elongavi fugiens et mansi in solitudine» («Mirad, he huido muy lejos y me he mantenido en soledad»).139 Pues la ocupación con cosas divinas los anula para la multitud.140 Y por no hablar ya de los místicos, también Kleist dijo algo elogiado luego por Schiller: «Un hombre de verdad debe alejarse de los demás hombres».141 En un mundo tan absolutamente vulgar será necesario que aquél que no es vulgar se aísle, y así lo ha hecho siempre. Cuanto más pueda un hombre librarse de la sociedad de los demás hombres, mejor se encontrará. Igual que el hambriento deja sin tocar un vegetal incomestible o incluso venenoso, lo mismo debe hacer aquel que sienta el deseo de sociedad, visto cómo son los hombres. De ahí que sea una suerte rara y enorme poseer tanto en el interior de uno mismo como para que no se vea impulsado por hastío 85

de sí y por aburrimiento a correr en busca de la sociedad humana. Acordémonos de lo que el noble y mesurado Petrarca dijo del hombre: «Pues el hombre no es sólo un animal vil, odioso, sino —y lo digo con disgusto, pero la experiencia da testimonio de ello a lo largo y ancho y sigue dándolo constantemente— también dañino, veleidoso, infiel, irresponsable, feroz y cruel».142 En arrebatos de infelicidad, Schopenhauer trataba de reflexionar siempre sobre lo mucho que significa que un hombre como él pudiera vivir durante toda su vida del cultivo de sus talentos y de su profesión innata, y cómo esto se da sólo en un caso entre otros mil que nunca pudieron satisfacer estos cometidos, así que también él podría haber sido muy desgraciado. Cuando a veces se sentía desdichado, eso era más bien a causa de una méprise, de un error personal; fue por haberse creído otro hombre distinto de aquél que era, de cuyas desgracias se lamentaba; por ejemplo, por tenerse por un profesor que nunca llegará a catedrático y que no tiene alumnos, o por el hombre del que habla mal ese filisteo o del que chismorrea esa comadre, o por el acusado en un proceso por injurias, o por el amante de quien nada quiere saber la muchacha de la que se ha encaprichado, o por el paciente al que su enfermedad recluye en casa, u otra persona cualquiera atormentada por miserias similares. Todo eso no ha sido él, todos ellos conforman un tejido ajeno y que, como mucho, sirvió para que se confeccionase un frac para su persona que sólo se puso unos momentos y que enseguida cambió por otro. Entonces ¿quién fue él de verdad? Pues ése que escribió El mundo como voluntad y representación y que ha dado una solución al gran problema de la existencia de tal envergadura que acaso deje obsoletas a las precedentes, y que en cualquier caso habrá de ocupar a los pensadores futuros durante los siglos venideros. Ese es él, ¿quién podría haberle disputado este mérito en los años que todavía le quedaron para respirar? En lo que concierne a su persona, lo que de ella queda más cerca de las cosas exteriores, igual que la camisa lo está del cuerpo, era su independencia, la cual impedía que se viera obligado a olvidar quién era él y a desempeñar el papel de otro, por ejemplo, el de un pasante muerto de hambre, o el de un catedrático para quien su saber y su pensar son lo mismo que para el tendero la mercancía que expone a la venta, o el papel de un consejero ministerial o un preceptor privado. En todos los tiempos hubo en las naciones cultas una especie de monjes naturales, gentes que, con conciencia de tener fuerzas espirituales especiales, antepusieron la formación y el ejercicio de ellas a cualquier otro bien; de ahí que llevaran una vida activa en el espíritu y contemplativa cuyos frutos posteriormente favorecieron a la humanidad. En consecuencia, tales personas renunciaron a la riqueza y las posesiones, al reconocimiento terreno y a la fundación de una familia propia: eso es lo que trae consigo la ley de la compensación. Según el rango, ellos constituían la clase más noble de la humanidad (por medio de su reconocimiento cada cual se honra) y renunciaron a las debidas distinciones con cierta humildad exterior que es análoga a la de los monjes. El mundo era su monasterio, su ermita. Lo que uno puede ser para los otros tiene sus límites muy estrechos, pues al final uno está solo y así se queda. Y ahora lo que importa es quién se queda solo. Si fuera un rey, entonces a causa de sí mismo ninguna otra orden 86

sería dada tan a menudo y con tanta vehemencia como ésta: «¡Dejadme solo!». Sus iguales tendrían que vivir con la ilusión de ser cada uno de ellos el único hombre en un planeta desierto, alguien que no tuviera más remedio que hacer de la necesidad virtud. La mayoría de las personas advierten, apenas lo conocen, que ellas nada habrán de ser para él, y él también nada para ellas. En posesión de un grado más elevado de conciencia, esto es, dotado como está de una existencia superior, su propósito en la vida y su arte de saber vivir consiste en mantener el disfrute de sí mismo de la manera más pura y despreocupada posible, sin pretender nada más. Uno ha ganado mucho si gracias a la edad y a la experiencia ha conseguido finalmente una vue nette, una clara visión de toda la miseria moral e intelectual de los hombres en general, porque así ya no intentará relacionarse con ellos más de lo estrictamente necesario, no vivirá más en una guerra constante semejante a la que se da entre la sed y una repugnante tisana, no se dejará conducir más a hacerse ilusiones ni a pensar que los hombres son como uno quisiera que fueran, sino que tendrá constantemente ante los ojos lo que son en realidad. Schopenhauer se acostumbró a soportar muchas cosas de sus congéneres porque descubrió muy pronto que así tenía que hacerlo si es que quería tener algún trato con ellos. Pero esa máxima provenía de la juventud, siempre sedienta de relacionarse; experiencia y madurez terminan por hacer del trato con los demás algo prescindible, y sería necio encima tener que pagarlo con una paciencia ilimitada; tanto mejor es, como decía Goethe, «dejar que toda esa gente se las arregle con Dios o a solas o con el diablo».143 Si uno no quiere ser un juguete en manos de cualquier chiquillo y motivo de burla para cualquier necio, su primera regla ha de ser: «¡Enciérrate!». Lo que un hombre de la categoría de Schopenhauer piensa y siente no tiene ninguna comparación con lo que otros piensan y sienten. Por eso a él le convino siempre permanecer categóricamente encerrado e inalcanzable. El tono correcto a emplear con las demás personas es la ironía, pero una ironía sin ninguna afectación, tranquila, que no se traicione a sí misma. Nunca será lícito actuar de manera directa contra el objeto al que se dirige, con el que uno habla. No tener que abdicar de su ironía, Schopenhauer lo contemplaba como su victoria. Decía que hay que acostumbrarse a escuchar absolutamente todo, también lo más descabellado y ofensivo, con mucha calma; al mismo tiempo, considerar la insignificancia del hablante y de sus opiniones y abstenerse de toda disputa. Seguro que más tarde habremos de recordar la escena con satisfacción. Nunca hay que perder de vista la totalidad: si uno se queda anclado en lo individual, en el detalle, será muy fácil que se confunda y caiga en el error y que adquiera con ello una falsa idea de las cosas. Desde este o aquel recodo del río nunca podrá juzgarse su recorrido. No debemos tener en cuenta el éxito o el fracaso del momento ni la impresión que ello pueda causarnos. Del hecho de que los demás se comporten con nosotros de una manera u otra no debemos en principio sacar conclusiones sobre quiénes somos nosotros, sino sobre quiénes son ellos. En el último caso podremos observarlos con frialdad, en el primero no. Cuando dos hablan entre sí, por lo general, practican el uno con el otro en secreto una cierta burla. Al reflexionar fríamente con la razón, nos acordaremos con satisfacción de cada uno de los momentos de ironía, mientras que 87

pensaremos con vergüenza en aquellos otros momentos en que nos dejamos llevar por el apasionamiento y los efluvios del corazón. Nunca habrá que entregarse al goce de hablar sólo por hablar, puesto que la locuacidad conduce a abrir el corazón más de la cuenta. Bastará con observar cuán diferente es la cara que alguien pone cuando nos escucha de la que pone cuando nos habla. Pronto experimentó Schopenhauer en sí mismo lo que sentencia Johnson:144 «Nada hay que ponga a las personas más en contra de nosotros que el hecho de que les demostremos nuestra superioridad en la conversación: puede parecer que de momento se sientan complacidos, pero al punto su envidia nos maldice desde su corazón». Todos los ejemplos verdaderamente chocantes y absolutamente manifiestos de maldad, traición, bajeza, envidia, necedad y locura que hayamos vivido y hayamos tenido que soportar no debemos en modo alguno echarlos al viento, más bien tenemos que usarlos como alimenta misanthropiae (alimento para el desprecio de nuestros congéneres), debemos recordarlos de cuando en cuando y tenerlos presentes a fin de que podamos tener siempre a la vista cómo es realmente la naturaleza de los seres humanos, con objeto de que no caigamos en contraer algún compromiso con ellos. Pues uno habrá de darse cuenta de que ésos de los cuales nos llega noticia de cosas tales a menudo ya llevaban años tratando con nosotros sin que fuésemos capaces de atribuirles algo así, de ahí que sólo haya sido la circunstancia la que los haya señalado. Si empezamos a familiarizarnos con una persona, siempre deberíamos pensar que de darse un trato más estrecho seguro que acabaríamos despreciándola e incluso odiándola. Uno de los puntos en los que la inexperiencia y la sabiduría mundana o prudencia están enfrentados es que la primera, en su conciencia y cuando actúa y habla, en conjunto sólo tiene que vérselas con un «tú» general e indeterminado, de ahí que no modifique mucho su comportamiento con respecto del prestigio y la reputación de la persona con la que trata, sino que otorga su confianza en igual medida con independencia de cualquiera de las formas en las que se le aparezca delante de ella ese «tú»; más aún, su precaución en oscurecer y ocultar sus propias debilidades y errores también la aplica en la misma medida, sin poder pensar si el «tú», al cual esa inexperiencia se obliga propiamente a favorecer violentándose a sí misma, es la figura más ajena y evanescente que pudiera existir o más bien alguien que vela por nosotros, constante y permanente. La sabiduría mundana, en cambio, siempre y por doquier presta atención a la persona: ésta le merece confianza incondicional, pero a esta otra no le daría ni un ochavo de crédito; a causa de este observador se impone a sí misma una obligación durante años enteros y reprime el más liviano movimiento que dé que pensar; al otro le descubre su verdadera naturaleza con ilimitada desvergüenza y sin incomodarse ni un instante. ¡Con estas palabras o parecidas pintó Schopenhauer certeramente el retrato de la mayoría de los hombres! Cuanto más común es esta sabiduría mundana, más llama la atención su escasez en los casos particulares. Pero si aquella inexperiencia nos sobreviene en la edad adulta, estaremos inclinados a deducir que se trata de un caso de limitación espiritual o también de genialidad. Schopenhauer habla efectivamente de él mismo cuando dice: «Que gentes de índole noble y grandes capacidades dejen traslucir muy a menudo y, 88

sobre todo en la juventud, una sorprendente carencia en el conocimiento de los hombres y en la sabiduría mundana, con lo cual resulte muy fácil engañarlas o confundirlas, mientras que otras naturalezas más bajas saben situarse en el mundo con mayor rapidez y defenderse mejor en él, radica en lo siguiente: a falta de experiencia juzgan las cosas a priori, pero ninguna experiencia es equivalente a su a priori. En cambio, a las gentes ordinarias su propio yo les proporciona el a priori que necesitan, cosa que no les ocurre a las de naturaleza noble y superior, pues precisamente, en cuanto tales, se diferencian grandemente de las otras. De ahí que al calcular los actos y los pensamientos de aquéllas según los suyos nunca les salga la cuenta».145 Hay aquí, igual que en otros pasajes, el comentario filosófico a las palabras de Hölderlin en el maravilloso poema «El Rin»: Pero los hijos de los dioses son los más ciegos; pues el hombre conoce su casa, y al animal le ha sido dado dónde debe construirla, más a aquéllos se les dio el defecto de no saber a dónde ir con su alma inexperta. 146

Lo que en la vida real siempre y en todas partes se interpuso en el camino de Schopenhauer fue que, hasta bien entrada la edad madura, no tuviera una idea lo suficientemente provechosa de la pequeñez y la miseria del ser humano. Fue precisamente la experiencia de este desequilibrio entre su escala moral e intelectual y la tasación que hacía de los individuos en general lo que poco a poco lo llevó a la visión pesimista generalizada de la sociedad. Puesto que las personas con las que Schopenhauer vivía nada podían ser para él, su placer más grande en la vida lo constituían los recuerdos y los pensamientos que dejaron los seres similares a él, quienes en su día también tuvieron que desenvolverse en el mundo —lo mismo que él entre sus contemporáneos—. La letra inerte de aquellas personas le daba más confianza que la existencia viva de los bípedos. ¿Acaso no significa mucho más para el emigrante una carta de la patria que la conversación de los extranjeros que lo rodean? ¿Acaso no le hablan con mayor claridad al visitante de una isla despoblada de hombres los vestigios de las personas que allí estuvieron que todos los monos y las cacatúas de los árboles? Nunca en ningún momento de su vida se hastió de recibir este consuelo por parte de las obras del espíritu que dejaron aquellos seres afines a él; disfrutó de ellas como acaso ningún otro lo hiciera anteriormente. Lo que sobre todo lo embelesaba en el trato con los muertos147 era la pétrea convicción en su propio y superior destino, la inquebrantable conciencia de que él mismo, mediante sus escritos, prestaría un servicio igual a sus ulteriores herederos espirituales, a aquellas personas que tuvieran sus mismas afinidades. Estaba seguro de que no iban a olvidarlo; y en verdad de manera profética escribió, justo en aquella época en la que parecía estar olvidado por completo, que le era lícito esperar que «la aurora de su fama habría de dorar con sus primeros rayos el atardecer de su vida y mitigase su oscuridad». Además, añadía: «Cuando uno ha pasado una vida tan larga en la insignificancia y el ninguneo, vienen 89

algunos al final con trompetas y timbales y creyendo que han hecho algo». ¡Cierto que eso es nada! Solo que de todos los dones de la tierra la fama es quizás el más grande como compensación para el ideal no realizado del alma, «que en vida no obtuvo justicia divina»;148 más allá del tráfago terrenal no tiene ningún valor. Schopenhauer dijo esto mismo de una manera que no podía ser más certera. «La fama —decía— es una existencia en las cabezas de los demás, un escenario miserable, y la felicidad que proporciona, sólo una quimera. La más absurda mezcolanza social se reúne en el templo de la fama: soldados, ministros, charlatanes, pillos, danzarines, millonarios, y todos ellos encuentran más estime sentie (estimación sincera) que el filósofo, apenas uno de cien, el cual sólo encuentra estime sur parole (estimación de palabra)».149 Pero el natural interés que él se tomó en los últimos diez años de su vida en la expansión de su doctrina le proporcionó una vejez dichosa. También en esto dio un quiebro en comparación con los demás mortales, cuya mañana de la vida suele ser luminosa y cuyo atardecer suele ser oscuro y vacío. Decía, señalando a sus blancos cabellos, que a él también el tiempo lo había coronado de rosas, aunque de rosas blancas. Opinaba que con la fama casi le había sucedido como al niño hambriento de la cancioncilla popular: Y cuando el pan estuvo horneado, El niño yacía muerto en las angarillas.

Más aún que el reconocimiento de su fuerza espiritual finalmente adquirido, lo que contribuyó a su satisfacción con la llegada de la edad fue su paulatina liberación del dominio de la «voluntad». Sólo un hombre de tan extraordinaria energía del temperamento, de tan enorme ímpetu en los instintos y, a la par, de tan sorprendente desarrollo de la vida intelectual es capaz de sentir como él la liberación final de la fuerza demoníaca de la sensualidad. En lo que atañe a este tema, la boca del anciano rebosaba de pensamientos sublimes, de hondos sentimientos conmovedores. Él, cuya doctrina culmina con el postulado de la negación de la voluntad, él, que contempla incansable el autoconocimiento como el más puro y noble, como la más elevada y última meta de nuestra existencia terrenal, ejercitada y celebrada, él vio riéndose cómo se consumía el fuego que hirvió en sus venas durante tanto tiempo, y la pérdida de los placeres sensuales le supuso el placer más grande. Sobre todo, apreciaba gozoso con Sófocles,150 haberse liberado del delirio de Afrodisia (de los festejos báquicos y del amor); puesto que en este punto la autosuficiencia del jovenzuelo siempre se sostuvo sobre pies de barro. «¡El amor nos obliga a todos a descender!», se quejaba el poeta,151 y cuánto más a alguien en el que «la voluntad de vivir» actúa de manera tan poderosa e íntima. A menudo se quejaba, con lord Byron, de que le costara tanto romper con las mujeres y, sin embargo, ¡eso fuera tan fácil con los hombres!152 Puesto que Schopenhauer explicó tan cumplidamente su visión de la esencia del amor sexual en el segundo tomo de El mundo como voluntad y representación,153 esta parte de su carácter no requiere de una explicación más detallada. Como ya hemos mencionado, 90

él prefería soslayar este campo en la conversación oral por miedo a rebajarse a ojos de los bípedos. Y es que, en estos asuntos ¡hasta la persona de más ínfima condición se siente igual que la más noble! No le fue tan bien como para encontrar una mujer enteramente hecha para convencerlo de la fuerza ultraterrena de la voluntad formadora del yo, en la que él no creía. Consideraba la condición de casado un estado totalmente incompatible con su solitaria profesión; aun así, en su juventud, poco después de su habilitación, estuvo bien cerca de caer en la tentación de casarse, tanto que me inclino a pensar que, aparte de una coincidencia de circunstancias, principalmente fue el temor de que su fortuna no iba a poder contribuir a alimentar con holgura a una familia la causa a la que hay que achacar el hecho de que permaneciera soltero.154 En este sentido se expresó alguna vez cuando lo acuciaba la necesidad de sincerarse y se hacía palpable cuánto echaba de menos una compañera con la que haber compartido su vida. La experiencia cotidiana que le enseñaba qué pocos matrimonios hay que satisfagan ese tipo de necesidades más elevadas lo conducía de nuevo a redundar en el elogio de su independencia. La meta más común en la que termina la denominada «carrera» de los varones jóvenes suele ser convertirse en el animal de carga de una mujer. Junto a los mejores de entre ellos va la mujer, por regla general, como un pecado de juventud. El tiempo libre que emplean cada día en agasajar a sus mujeres, el filósofo lo necesita para sí mismo. El casado tiene que cargar con todo el lastre de la vida, el soltero sólo con la mitad: quien se consagre a las musas tiene que pertenecer a la segunda clase. De ahí que nos encontremos con que casi todos los filósofos verdaderos permanecieron solteros; así, Descartes, Leibniz, Malebranche, Spinoza y Kant. No se puede contar a los antiguos, puesto que entre ellos las mujeres tenían una posición subordinada; por otra parte, de todos son conocidas las penalidades de Sócrates y que Aristóteles fue un cortesano. Los grandes poetas, en cambio, estuvieron todos casados y todos fueron desgraciados. Shakespeare llevó incluso doble cornamenta. Los maridos son la mayor parte de las veces Papagenos155 al revés, puesto que lo mismo que a éste con pasmosa rapidez una vieja se le transforma en una joven, a ellos con pasmosa rapidez una joven se les transforma en vieja. En inglés tienen esta máxima sobre el estado matrimonial: «Matrimony​ war and want!» («¡Matrimonio, guerra y necesidad!»); lo mismo que decía incluso el mismísimo poeta laureado del amor: «Quien busque tranquilidad que evite a la mujer, perpetuo taller de conflictos y penalidades».156 Schopenhauer opinaba que no es posible mantener a las mujeres dentro de las barreras de la razón de otra manera que mediante el temor; pero que en el matrimonio es muy necesario mantenerlas a raya, puesto que uno tiene que compartir con ellas lo mejor de cuanto posee; y así uno pierde en dicha amorosa lo que gana en autoridad. De ahí proviene, por ejemplo, que la mitad de todos los delitos capitales en Inglaterra sean cometidos entre cónyuges. Porque para él lo más importante de todo era la dicha de ser libre, la dicha de ver despuntar el día y exclamar: «¡Me pertenece!»; porque pensaba con Shenstone: «Liberty is a better cordial than Tokay!» 157 («La libertad es un cordial mejor que el Tokay»), por eso fue siempre comedido y ahorrador. Su capital lo administraba según el principio de 91

Cicerón: «Magnum vectigal parsimonia» («Gran fuente de abundancia es el ahorro»). El derroche era a sus ojos un vicio mucho más detestable que la tacañería; pero injustamente se lo tenía a él por tacaño. No sólo en lo que respecta a sí mismo nunca le faltó de nada, sino que también ejercía la caridad en un grado desacostumbrado dadas sus circunstancias. No dejaba pasar ninguna oportunidad de aportar lo suyo para paliar la desgracia ajena, sobre todo cuando se trataba de accidentes y de catástrofes colectivas; es más, no lo asustó hacer grandes sacrificios cuando lo importante era ayudar. A sus parientes empobrecidos los estuvo ayudando a lo largo de varios años y nombró su heredera universal a una fundación benéfica.158 De ninguna otra debilidad se sintió más libre que del orgullo nacional, es más, opinaba que su patriotismo se circunscribía al idioma alemán, al cual, como ya dijimos, se desacostumbró tanto el oído del niño durante sus dos años de estancia en Francia que tuvo que aprenderlo por segunda vez. En aquella época le pareció encontrarlo ajeno y disonante, pero precisamente por ello después vio aumentada en la escritura toda su fuerza y majestuosidad cuando leyó los poemas de Goethe, intransferibles a otro idioma. Por lo demás, a menudo se avergonzaba de ser alemán, igual que algún otro de los grandes alemanes antes que él, y le gustaba celebrar y recordar que sus antepasados procedían de los Países Bajos. A un hombre tan activo le repugnaban la fanfarronería y la simiesca imitación de la política alemana y censuraba en ella sin compasión lo que pasaba por alto o podía encontrar excusable en otras naciones. No hay que atribuir esa falta de patriotismo —no muy encomiable, por lo demás— a la mirada universal del filósofo. Él no se acaloraba cuando hablaba de política mientras que el tema se mantuviera ahí; una bienhechora objetividad, que se elevaba sobre los efímeros intereses del día espontáneamente a una visión más amplia, otorgaba a su juicio visos de rectitud, incluso si era unilateral. No rara vez el humor más fino condimentaba su profundidad de pensamiento. Así, por ejemplo, ilustraba la historia del año 1848 hasta 1851 con la parábola de Goethe: Se heló un gran estanque, las ranitas, perdidas en el fondo, ya no podían ni croar ni saltar, pero medio en sueños se prometieron que si alguna vez lograban salir afuera cantarían cual ruiseñores. Llegó el aire tibio, el hielo se derritió; entonces nadaron y, orgullosas, saltaron a la orilla, y allí, sentadas a sus anchas volvieron a croar igual que antes. 159

Nunca tocaba cuestiones particulares, por no hablar ya de las locales: estaba por encima de ellas; los grandes acontecimientos públicos, sin embargo, perdían a sus ojos todo lo que fuera partidista y amargo. Sólo lo inquietaban cuando lo tocaban demasiado cerca y amenazaban su tranquilidad intelectual; y cuando en los días de septiembre de 1848 su temor al gobierno del pueblo alcanzó su escalafón más alto pensó seriamente en huir de Fráncfort. Pero en los tiempos tranquilos encontraba que los gacetilleros 92

superaban con mucho su propio pesimismo porque con ello se hacían los interesantes y se enfadó con The Times cuando éste, a comienzos de 1859, pronosticó la guerra italiana, a pesar de que Schopenhauer mismo y muchos políticos pronto tuvieron que desengañarse de algo distinto.160 En estos casos buscaba consuelo para los males de aquel tiempo en la consideración de que en lo referente a cosas políticas los hombres saben muy poco de lo que les aprovechará y si un acontecimiento habrá de ser decisivo para algo bueno o para algo malo. Desde su juventud hasta la tumba conservó en toda su cordial frescura y pureza el más tierno sentimiento por la verdad y la justicia. La muy noble e innata inocencia con la que el jovencito opuso este sentimiento a un mundo lleno de egoísmo y maldad, tamaña hidalguía de su naturaleza, tampoco el anciano misántropo podía negarla: de manera espontánea, igual que el sol en invierno, irrumpía a través de su profundo desprecio de los seres humanos y demostraba, para consuelo de su doctrina de la voluntad, que no sólo su cabeza, sino también su corazón, eran conscientes de una existencia superior. Tenía bien adoptado en su mente el principio de Richard Price: «The intellectual nature is its own law» («La naturaleza intelectual es su propia ley»); pero si de verdad queremos ser justos con él, entonces debemos decir que la ley que él dio al mundo fue más grande que su vida, y su profunda mirada en la vileza, en la miseria y ruina de la existencia terrenal se reconciliaban con las debilidades y durezas de su tenacidad y obstinación. «Chacun a les défauts de ses vertus!» («¡Cada cual tiene los defectos de sus virtudes!»), dice la francesa genial George Sand. En otras palabras: bien que vemos las ideas divinas, pero enceguecen nuestros ojos mortales de manera que nuestros pasos se tornan inseguros y lo que tenemos más cercano nos confunde y nos desorienta, pero sin que la sublime conciencia de la imagen original ahora perturbada pueda esfumarse del alma.

Notas

118. N. del A. En el Kabinett Berlinischer Charaktere [Gabinete de Caracteres Berlineses], 1808. 119. Friedrich Buchholz (1768-1843), autor alemán, pensador y ensayista de ideas liberales. 120. N. del A. Este pensamiento proviene de Aristóteles y de Cicerón: «quien sólo depende de sí mismo y todo lo pone en sí mismo, éste sólo puede ser el mejor de todos». 121. Armand Jean Le Bouthillier de Rancé (1626-1700) fue uno de los precursores de la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia (trapenses), fundada en 1892. 122. N. del A. Cita extraída de una canción coral de La novia de Mesina, de Schiller. 123. N. del A. Parecidas peculiaridades de la más increíble especie aparecen por lo demás en la vida de muchos grandes hombres, por ejemplo, en Kant. 124. «La mentira es el alma de la vida social». «El mundo es una alianza de los maleantes contra los hombres de bien y de los viles contra los generosos». Schopenhauer apreciaba mucho a Giacomo Leopardi (1798-1837); junto con él mismo y lord Byron lo consideraba el otro «gran pesimista del siglo XIX». 125. «Tat-twam-asi», palabras sánscritas que significan «Esto eres tú». Máxima extraída de las Upanisad. Schopenhauer la consideraba la máxima que mejor sintetiza la piedad por los seres del mundo, además de

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convertirla en principio básico de su ética. 126. N. del A. «¡Si no se hubiera equivocado, habría hecho menos!». Del espíritu, discurso III, cap. 7. 127. Véase la conclusión del poema de Schiller «Los sabios del mundo». (N. del A.). Este poema termina con los versos «Erhält sie das Getriebe / durch Hunger und durch Liebe» [«Se mantiene el engranaje con el hambre y el amor»]. 128. «Lejos y más lejos de la mediocre multitud, libre de todos los negocios pecuniarios». 129. «Existe una prudencia que es superior a ésa que normalmente se conoce con ese nombre; consiste en seguir sin desviación el propio carácter, aceptando con valentía los inconvenientes y las desventajas que de él puedan derivarse». 130. «Esto ante todo: sé fiel a ti mismo; /De ahí se seguirá, igual que la noche al día, / Que no serás falso con ningún otro». Shakespeare, Hamlet, acto I, escena III. 131. «Más seguro es como guía el temor que la confianza». 132. Expresión de Baltasar Gracián, citada en español en el original. Schopenhauer la cita en Parerga y paralipómena, vol. II, p. 86. 133. N. del A. Parerga y paralipómena, 1.ª ed., p. 432. Véase asimismo Aforismos sobre el arte de saber vivir, cap. V, «Parénesis y máximas», apartado 32. 134. Carta desde Berlín, 1778, I, 169 (N. del A.). La carta de Goethe a la señora Von Stein lleva fecha del 19 de mayo de 1778. 135. N. del A. Diógenes Laercio II, 31. Aristóteles, Ética a Nicómaco, X, 7, p. 1177, b, 4. 136. Karl Ludwig von Knebel (1744-1834), poeta y traductor alemán, y uno de los primeros grandes amigos de Goethe. 137. N. del A. Knebel, Legado literario, t. III, p. 452. 138. N. del A. Del Oráculo manual de Gracián. 139. Vulgata, Salmos 55, 8. 140. N. del A. Giordano Bruno, Opere, edición de A. Wagner, vol II, p. 408. Las obras de Giordano Bruno citadas por Gwinner se corresponden con la edición publicada en 1830, en Leipzig, editorial Weidmann, que estaba disponible en la biblioteca de Schopenhauer. Éste tenía subrayado el pasaje mencionado. 141. Se refiere al poeta y militar prusiano Christian Ewald von Kleist (1715-1759), en su obra Sehnsucht nach Ruhe, v. 120, en Sämtliche Werke, Schmieder, 1776, Karlsruhe, 1.ª parte, p. 102. 142. Francesco Petrarca, De vita solitaria, prefacio. Berna, Johannes le Preux, 1605, p. 14. 143. «Der Teufel hol’ das Menschengeschlecht! / Man möchte rasend werden! / Da Nehm ich mir so eifrig vor:/ Will Niemand weiter sehen / Und all das Volk Gott und sich selbst / Und dem Teufel überlassen!/ Und Kaum sehe ich ein Menschengesicht, / So hab’s ich wieder lieb» [¡Que el diablo se lleve al género humano! / ¡Es como para volverse loco! / Nunca más quiero ver a nadie. / Y dejar que toda esa gente se las arregle con Dios o a solas o con el diablo./ Mas apenas veo un rostro humano, otra vez lo amo]. Versos de Goethe del poema «Hypochonder» («Hipocondríaco»), perteneciente a los versos de juventud dedicados a la naturaleza y a la visión del mundo. En J. W. Goethe, Werke, Hamburger Ausgabe, dtv, 1988, Múnich, vol. I, p. 133. 144. De Life of Samuel Johnson, de James Boswell, Washbourne, 1848, Londres, p. 490. 145. N. del A. Parerga y paralipómena, 1.ª ed., t. I, p. 426, t. II; compárese con p. 64. (N. del A.) El párrafo citado pertenece al ensayo titulado Aforismos sobre el arte de saber vivir, cap. V, núm. 29. 146. «Die blindessten aber / Sind Göttersöhne; denn es kennet der Mensch / Sein Haus, und dem Tier Ward, wo / Es bauen solle, doch jenen ist / Der Fehl, daß sie nicht wissen, wohin?/ In die unerfahrene Seele gegeben». Friedrich Hölderlin, «El Rin», versos 40-45. 147. N. del A. Guiño a un pasaje del Oráculo manual de Baltasar Gracián. 148. N. del A. Hölderlin, en el poema «A las parcas». 149. N. del A. Véase Parerga y paralipómena, 2.ª ed., t. I, p. 423. Modificado levemente en ediciones posteriores.

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150. Platón,

República, libro I, 329 c. Sófocles habría dicho que, en su vejez, se sentía dichoso de que ya no lo asaltase el deseo sexual, demoníaco y tiránico. 151. Hölderlin, en el poema «Lebenslauft» («Curso de la vida»): «aber die Liebe Zwingt all uns nieder». 152. Lord Byron, Letters and Journals, ed. Th. Moore, vol. I, p. 499: «The more I see of men, the less I like them; if I could but say so of women too, all would be well» («Cuanto más veo de los hombres, menos los soporto; si pudiera decir lo mismo de las mujeres, todo estaría bien»). 153. Véase El mundo como voluntad y representación II, «Complementos al libro cuarto: Metafísica del amor sexual». 154. Esta suposición de Gwinner es sólo eso, una suposición, y, además, no fundamentada. Según un testimonio fidedigno que nos ha quedado, en 1828 Schopenhauer cortejó a una jovencita de origen italiano, la hija del comerciante Batisto Bianco. Al pedirle la mano de su hija al comerciante, el filósofo le confió que disponía de la fortuna suficiente como para mantener a la muchacha con la holgura que requería su posición social. El pretendiente fue rechazado por la joven debido a que a la chica le disgustaba su avanzada edad, no porque careciera de medios económicos. Véase Conversaciones con Arthur Schopenhauer, op. cit., pp. 104-105. 155. Papageno es uno de los personajes principales de la ópera La flauta mágica, de Wolfgang Amadeus Mozart. Simboliza al hombre común, bondadoso y con la única mira de encontrar a una compañera de por vida. Hallará a Papagena. Es el fiel compañero de Tamino, el héroe principal de la ópera. 156. N. del A. Petrarca, De vita solitaria, II, sec. III, c. 3. 157. Shenstone, Essais on Men and Manners, Londres, J. Cundee, 1802, p. 195. 158. La fundación que socorría a las viudas y los huérfanos de los soldados caídos en la Revolución de 1848. 159. «Ein großer Teich war zugefroren;/ Die Fröschlein, in der Tiefe verloren,/ Durften nicht ferner quaken noch springen,/ Versprachen sich aber, im halben Traum:/ Fänden sie nur da oben Raum,/ Wie Nachtigallen wollten sie singen./ Der Tauwind kam, das Eis zerschmolz,/ Nun ruderten sie und landeten stolz/ Und saßen am Ufer weit und breit / Und quakten wie vor alter Zeit». En J. W. Goethe, Werke, Hamburger Ausgabe, dtv, Múnich, 1988, «Sprüche» [Dichos], p. 336. 160. La segunda guerra por la reunificación de Italia no comenzó oficialmente hasta el mes de abril de 1859.

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VII

Lo que enseñó

La voluntad es la raíz del retrato. Una falsa voluntad destruye el retrato. 161 Jakob Böhme

Dijo Vauvenargues: «Les grandes pensées viennent du coeur» («Los grandes pensamientos vienen del corazón»).162 ¡Y desde el corazón tenemos también que volver a generar ese pensamiento, emulándolo! Sólo así pueden ser implantadas las ideas originales, sólo así saldrán copias fieles y verdaderas de los originales. La peregrina explicación de los sistemas famosos que vemos en los compendios de los autores de historias de la filosofía, en cambio, generalmente deja tras de sí la fatal impresión de un preparado anatómico del que la vida no sólo ha desaparecido, sino del que nadie es capaz de comprender cómo es que alguna vez albergó allí vida y ese mundo del que tuvo que estar lleno. Capaz de convencer en mayor grado que ningún otro de sus predecesores, Schopenhauer sabe hablar de esa falta de fruto del conocimiento filosófico de segunda mano, lo cual demuestra de manera irrefutable que el conocimiento más excelso es esotérico, no es apto para esos peones de la ciencia, y que entre las manos de aquéllos que no están bendecidos por la naturaleza perderá en contenido. Los antiguos estaban profundamente convencidos de esto,163 y los intentos de los modernos de traer un método a la filosofía, incluso mismamente cuando en ello la mano ponga ingenio duradero, muestran claramente que esa belleza no permite apoderarse de ella en absoluto y que castiga a quien pretende asaltarla con violencia. También la filosofía de Schopenhauer viene del corazón, ello se nota si ahondamos hasta sus raíces y si no nos dejamos confundir por una teoría que a veces hasta aparenta ser contradictoria. Todas sus tesis nucleares, dice él, tienen por fundamento el mismo conocimiento intuitivo, la comprensión evidente y clara de ellas, son sólo objetos reales contemplados sucesivamente desde diversas partes. El grado más alto de la intuición, que es propio del genio, lo atribuyó a la mayor libertad del intelecto con respecto al servicio de la voluntad. A fin de tener pensamientos originales, extraordinarios y acaso hasta inmortales, bastará con ensimismarse y ausentarse del mundo de una manera tal que los objetos más cotidianos y normales y los acontecimientos aparezcan ante nosotros como nuevos y desconocidos y de este modo nos abran su verdadero ser. Esto que aquí se reclama no es ni siquiera difícil; sencillamente no está en absoluto en nuestro poder y es, por cierto, el desempeño del genio.164 Dice Schopenhauer: «Cuando mi espíritu estaba todavía en los años juveniles y en el punto culminante de sus energías, se produjo la hora en la que, gracias a las circunstancias adecuadas, el cerebro alcanzó su mayor tensión; ya podía yo posar mi mirada en el objeto que quisiera, que éste me hacía auténticas revelaciones, así se 96

desataron una serie de pensamientos que merecían ser escritos, y así lo fueron».165 De manera heurística y analítica, no extrayendo proposición de proposición, sino proposición de intuición sensible, llega Schopenhauer regresivamente hasta lo último conocido. Por este camino, enseña él, la filosofía va más allá de la naturaleza, hasta llegar a lo que se oculta en ella o tras ella (το μετα το ϕυσιχον), lo cual, sin embargo, hay que entender siempre como lo que se manifiesta en ella y que no puede ser contemplado como independiente de la apariencia, del fenómeno. Aunque la filosofía nunca se desliga de la experiencia —más bien interpreta a esta última y la explica con mayor profundidad —, puesto que jamás habla de cosas en sí de otra manera que no sea en su relación con el fenómeno, sí que otorga —precisamente por medio de la distinción entre lo que es en sí existente y lo que aparece o se muestra— explicaciones y conclusiones sobre la totalidad de la experiencia que de otro modo no aparecerían en la conciencia. La experiencia en tanto que totalidad, la generalidad de ésta, en oposición a los fenómenos particulares, se asemeja a una escritura secreta, y su desciframiento, a la filosofía. De ahí que la filosofía sea un arte más excelso que el resto de las ciencias y el arte en general, y mucho más emparentada con el arte que con la ciencia.166 Así pues, si Schopenhauer, en contra del conocimiento abstracto o de la razón, que es innato a todos los hombres, valora más el conocimiento intuitivo al considerarlo el único que fructifica, en esto bien que mantiene con firmeza la excelsa dignidad específica de la intuición filosófica, en virtud de la cual —igual que en el alma del artista se configura en imagen y aparece como obra de arte— capacita al pensador para traer lo conocido a la reflexión, convertirlo en conocimiento abstracto y, con ello, satisfacer la característica más propia del oficio del filósofo.167 En modo alguno quiso él, al igual que nuestros empíricos especulativos, ver incluida sin más a la filosofía en la fila de las ciencias inductivas. A pesar del desdén con el que habla de la «intuición intelectual» de Fichte, semejante desprecio es válido en el fondo sólo en relación con el falso uso de esta facultad de la intuición íntima y la configuración íntima de las cosas, la cual se diferencia esencialmente de la percepción, comparación y ligazón de lo singular —sean las mismas dirigidas a lo exterior o lo interior — y que Schopenhauer introducirá como capacidad «de explicar la totalidad de la experiencia como tal». Sobre esto, cómo esta facultad, por lo demás maravillosa, sin tener en cuenta su hechura fundamental subjetiva, contribuirá activamente en el servicio de la verdadera especulación, dice él: «La cualidad de nuestros pensamientos, su valor formal viene de dentro; pero su dirección, y con ella su materia, de fuera; de manera que aquello que pensamos en cada instante es el producto de dos factores fundamentalmente distintos. Según esto, los objetos son para el espíritu sólo lo que el plectro a la lira; de ahí la gran diferencia de los pensamientos que despierta la misma visión en diferentes cabezas».168 Pero no la cuidadosa observación de lo particular, sino sólo la intensidad de la comprensión de la totalidad provee esa visión, la más importante y profunda, con la que el genio ilumina el mundo.169 Lo subjetivo, arbitrario y limitado individualmente, que así y todo se adhiere a esta comprensión filosófica, sólo designa la imperfección del intelecto humano y las carencias de la personalidad que en él habita. De ahí que Schopenhauer 97

afirme muy certeramente sobre los límites del conocimiento humano en general lo siguiente: «Las formas del conocimiento humano sólo tienen sentido y significado en relación con el fenómeno. Las cosas en sí mismas (libres de su apariencia) y sus posibles relaciones no pueden aprehenderse por medio de esas formas. De ahí que la solución real y positiva del enigma del mundo tendrá que ser algo que el intelecto humano es totalmente incapaz de comprender y de pensar; de manera que si viniera un ser de una especie superior y se esforzara en comunicarnos esta solución, no podríamos entender nada en absoluto de sus revelaciones. Por consiguiente, aquellos que pretenden conocer las razones últimas, es decir, las razones primeras de las cosas, esto es, una esencia primordial, un absolutum, o como se lo quiera llamar, junto al proceso, las razones, los motivos o lo que sea en consecuencia de la cual el mundo haya podido surgir o emanar, o ser creado, producido, incorporado a la existencia —soltado— y luego mandado a paseo, son unos farsantes, son soplagaitas cuando no simplemente charlatanes».170 Ahora bien, la manera en que surgió su sistema propiamente dicho la expuso con mucha claridad en el escrito Sobre la voluntad en la naturaleza, en el profundísimo apartado que lleva por título «Astronomía física» y al que a menudo se remitía el propio Schopenhauer. El inicio de la filosofía, su posibilidad descansa en el hombre. Pero no, como han enseñado todos antes que él, sólo ya porque piensa, sino principalmente porque al mismo tiempo quiere. Si sólo pensara, las formas de la percepción, la cadena de las causas y los efectos, las razones y las consecuencias serían para él una guía tan segura como lo es para los animales el instinto y la percepción que lo lidera; pero lo cierto es que al mismo tiempo quiere, es decir, que él tiene en sí una manera de ser directa y fundamentalmente distinta de la representación cuya fuente de conocimiento no puede ser reducida al principio de razón. Por eso lo primero que hace el hombre es preguntarse por una última causa primordial, por una causa sui (una que es en sí misma), la cual sería para la representación en sí, sin la voluntad, algo como una contradictio in adiecto (contradicción en lo añadido) absolutamente inalcanzable y extraña, y que ahora, con la voluntad, continúa constituyendo un eterno enigma; para la voluntad misma, en cambio, en su libertad y falta de fundamento, en su aseidad (en lo que es en sí mismo, lo que existe por sí mismo) es algo íntimo y familiar. En principio, sólo por medio de este ser incondicional y directamente real en su interior se le tornará dudoso al hombre este ideal condicionado, desvelado por las formas del mismo —espacio, tiempo y causalidad— en su deficiencia, inaccesibilidad y limitación. De ahí proviene también el «deseo metafísico en el ser humano». El punctum saliens, la gran pregunta de la que nace la filosofía, es precisamente cómo esas dos maneras de ser, lo ideal y lo real, la representación y la voluntad, pueden coexistir y acontecer a la vez. Ya sólo esta versión del problema la tengo yo por un logro inmortal de Schopenhauer, puesto que inaugura una nueva era en la historia de la filosofía. Ahora bien, como ratificación, él cree mostrar la exigida unión171 del conocimiento externo con el interno en que todos y cada uno de los movimientos, según su causa 98

externa, se reducen al puro fenómeno, a la representación. Por el contrario, lo que descansa en el interior de ese fenómeno, también en la naturaleza inanimada, se alza como voluntad. La doble manera, el conocimiento dado de dos modos completamente heterogéneos que nosotros tenemos de la esencia y del obrar de nuestro propio cuerpo, Schopenhauer lo usó como llave del núcleo de cada fenómeno en la naturaleza; juzga todos los objetos, que no nos son dados de doble manera, sino sólo como representaciones de nuestra conciencia, según analogía de ese cuerpo, y por eso toma lo que ellos son según su ser interno, lo que para nosotros y en nosotros llamamos «voluntad». «Reconocemos, a pesar de todas las accidentales diversidades, dos identidades, que son, a saber: la de la causalidad consigo mismo a través de sus grados todos y la de la x primero desconocida (es decir, de las fuerzas naturales y las fuerzas vitales) con la voluntad en nosotros. Quiero decir que conocemos primero la idéntica esencia de la causalidad en las diversas formas que tiene que tomar en los diversos grados, pudiendo mostrarse como causa mecánica, química, física, como excitante, cual motivo percibido sensitivamente y cual motivo abstracto y pensado, reconociéndosele como una y la misma, tanto allí donde el cuerpo que choca con otro pierde tanto movimiento cuanto el que comunica como allí donde luchan pensamientos con pensamientos, poniendo los vencedores, en cuanto motivo más fuerte, al hombre en movimiento, movimiento que se sigue con no menor necesidad que el de la bola chocada. En vez de deslumbrarnos y confundirnos con esta luz interna allí donde somos nosotros mismos lo movido, siéndonos, por lo tanto, íntima y enteramente conocido lo interno del proceso, y en vez de extrañarnos de todo otro enlace causal que se nos presente en la naturaleza, cerrándonos para siempre la penetración en él, en vez de esto proyectamos hacia fuera el nuevo conocimiento, recibido de dentro, y lo proyectamos cual clave de lo exterior, reconociendo así la segunda identidad, la de nuestra voluntad, con aquella hasta aquí desconocida x, que siempre queda del resto de toda explicación causal. Digamos ya, en consecuencia, que allí donde es la causa más palpable la que produce el efecto, existe todavía lo misterioso, aquella x, o lo propiamente interno del proceso, el verdadero agente, lo en sí de esa manifestación —que no se nos da al cabo más que como representación y según las formas y leyes de ésta, y que es esencialmente lo mismo que lo que nos es íntima e inmediatamente conocido como voluntad en los actos de nuestro cuerpo y que también se nos da como percepción y representación». La profunda convicción de la verdad de este su dogma fundamental conminó a Schopenhauer a afirmar en este mismo párrafo: «Tal es el verdadero fundamento de la filosofía (¡podéis hacer gestos!); y si no lo ha visto este siglo lo verán los venideros. Tempo è galantuomo! (se nessunn’altro)».172 Herbart ha llamado a este dogma «una filosofía cómoda». Pero la pregunta no es si es cómoda o incómoda, sino si es verdadera o no lo es. La conocida crítica de Herbart a El mundo como voluntad y representación en la revista Hermes, de 1820 —si no tenemos en cuenta la irremediable manía de este autor de encontrar contradicciones en todas partes—, no es de menor importancia para el problema fundamental de la filosofía en 99

general de lo que lo es también para la filosofía de Schopenhauer en concreto, por eso no me es lícito pasarla por alto.173 Su objeción principal concierne al έν διαϕερον έαυτψ (el uno que en sí mismo es distinto. La unidad diversa en sí misma), el devenir absoluto, la «historia natural de Dios». Abordada únicamente de esta manera, por sí sola, dicha objeción choca frontalmente contra la autolimitación de la metafísica de Schopenhauer que tan bien motivada está; la cual Herbart sitúa sin más en una misma línea que la de Fichte, Schelling y Hegel, mientras que Schopenhauer enseña expresamente que el absoluto, la voluntad en sí, no puede ser objeto del conocimiento humano, más bien el νουμενον (la cosa en sí) sólo puede ser comprendido y captado en su relación indisoluble con el ϕαινομενον (en la representación). Según él, la unidad de la cosa en sí pertenece ya a un conocimiento que no descansa en las funciones de nuestro intelecto y por ello «no es propiamente comprensible con éste». Ahora bien, en tanto que la exigencia de esa unidad es igualmente ineludible, tiene ella, según Schopenhauer, en tanto que consecuencia de la pura analogía, la multiplicidad de los fenómenos tiene que ser entendida de tal manera que el ser oculto detrás de esos fenómenos se manifieste en su último fundamento como unitario consigo mismo. Pero lo irrefutable de esta exigencia no es consecuencia en Schopenhauer, en última instancia —como en la mayoría de los idealistas anteriores a él y contemporáneos—, de la llamada unidad de la autoconciencia, es decir, de la representación, de la ley del pensar, del principio de razón en sus cuatro raíces, sino del pensamiento directo de la voluntad misma. Este es el sentido propiamente dicho de su doctrina del primado de la voluntad, tan rica en consecuencias, cuya profundidad sólo se advierte verdaderamente si se la contempla en relación con la filosofía de Fichte, la cual igualmente parte de la de Kant y, según su intención, se plantea llegar a la misma meta sin conseguirlo. Herbart apunta que «La doctrina de la libertad de Kant desempeña un papel muy grande en Schopenhauer y pertenece abiertamente a los pensamientos fundamentales de los que parte». Por cierto que el imperativo categórico de Kant en sus últimos fundamentos no es otra cosa que la exigida unidad suprema de la cosa en sí, en virtud de la cual coexisten la libertad trascendental y la necesidad empírica. En la esencia de la voluntad radica que en última instancia ella sólo pueda querer una cosa, y la incondicionalidad de esa exigencia, como autoconocimiento de la voluntad, lo denomina Kant «la ley moral en nosotros», el imperativo categórico. Schopenhauer rechazó esta expresión, puesto que, según él, un «querer-deber» contradice la aseidad de la voluntad, es un oxímoron. Por el contrario, sí sigue a Kant en su teoría del carácter inteligible, a consecuencia de la cual la libertad de la voluntad es trascendental, es ajena al mundo de los fenómenos. «La necesidad más estricta, ejecutada con rectitud y con sus rígidas consecuencias, y la libertad más perfecta elevada hasta la omnipotencia —dice Schopenhauer de esta teoría— deberían ser aceptadas juntas y a la vez por la filosofía: esto sólo es realizable sin perjudicar a la verdad cuando toda la necesidad se pone en el actuar y el hacer (operari), y toda la libertad, en cambio, en el ser y la esencia (esse). Con esto se 100

resuelve un enigma que es tan antiguo como el mundo, porque hasta ahora sólo se lo había tratado a la inversa y se buscaba la libertad en el operari y la necesidad en el esse».174 Herbart asegura ahora que esta teoría se mantiene y perece con la del imperativo categórico. Yo digo: al revés, mediante su abolición se la expondrá por primera vez a la luz correcta, puesto que el absoluto «deber» de la misma está fuera y más allá de la voluntad del ser individual; tan pronto como, por el contrario, sea reconocida la libertad como nuestro verdadero ser, como el más propio ser, se desvanece el impedimento de la motivación y el último refugio del determinismo. Y más aún: una vez que la aseidad de la voluntad individual sea reducida a la falta de fundamento de la voluntad primordial, se dará la posibilidad de una aclaración no contradictoria del mal, en la que es sabido que naufraga el viejo dogmatismo y con él la teología dogmática entera. Mas por el contrario, y esto es lo principal, tal y como Herbart destaca correctamente, Schopenhauer se aleja todavía en mayor grado de Kant en tanto que en él la autodeterminación individual del carácter inteligible pierde su verdadero significado. Pues para Schopenhauer la individuación es sólo apariencia; con una esencia indivisible de la voluntad no tiene nada en común. Sí, la individualidad de cada uno es precisamente para él aquello que se ha de corregir por su existencia (Parerga, II, 2.ª ed., p. 672). En Kant, dice Herbart, se da una cantidad de seres libres, cada uno de los cuales, sin que sean limitados por lo demás en lo más mínimo, se determina a sí mismo su carácter inteligible; en Schopenhauer, por el contrario, sólo es libre la voluntad única y primordial, la responsabilidad ética cae indivisible y entera en su interior, el querer del individuo es su obra exclusiva. La libertad trascendental no puede ser sólo posible, tiene que llegar a ser real. ¿Pero cómo acontece esto? Así que ella, ¿cuál si no?, cuando las cosas le pertenecen, nunca pueda mostrarse en la apariencia, «en este caso también aparece en ésta y, en tanto que suprime el ser interior de la apariencia mientras que esta misma perdura en el tiempo, acontece una contradicción de la apariencia consigo misma y precisamente por eso representa los fenómenos de la mayor santidad y autonegación».175 Ésta es su enseñanza de la «negación de la voluntad de vivir», en la que por primera vez un gran hecho de la conciencia corriente en la historia de la humanidad no se demuestra ni de manera mística ni mítica, ni de manera histórica ni teológica, sino puramente filosófica. A Herbart le faltó la mirada para las profundidades éticas de El mundo como voluntad y representación, ¡pero sí está en su mano hacer de la ética una estética moral! Tengo ahora que mostrar todavía, muy brevemente, en qué consiste la ganancia inmortal y la grandeza de las aportaciones de Schopenhauer. La metafísica de Schopenhauer se opone poderosamente a la de sus tres ilustres contemporáneos, Fichte, Schelling y Hegel. Aquélla se basa en que Schopenhauer se apoya firmemente en un principio real dado de manera empírica en el sujeto del conocimiento, ahí donde aquellos tres juegan sólo con uno ideal. Partiendo de la enseñanza de Kant que postulaba la diversidad entera de lo ideal y lo real, según la cual la parte real de las cosas tiene que ser algo distinto toto genere (enteramente según su 101

especie) del mundo como representación, prosigue, guiado por Fichte, hasta la tesis que reza que el en sí y para sí de cada cosa tiene que ser necesariamente algo subjetivo;176 con ello libera a la voluntad —en tanto que la base real del sujeto del conocimiento— enteramente del aparato de la representación, de manera que éste pudiera mostrarse como lo que es totalmente en sí y para sí, en tanto que algo dado empíricamente, un proceso psicológico interior de la vida individual. En el «yo» de Fichte, por el contrario, esta parte real de la conciencia se repliega otra vez a la representación para luego, en la doctrina de la identidad de Schelling, convertirse en idealismo puro y, finalmente, en el altar del «pensamiento puro» de Hegel, desvanecerse en humo. En esta separación radical y estricta de los dos polos opuestos de la conciencia radican tanto la fuerza como la debilidad del sistema de Schopenhauer. Fuerte, original en el mayor grado y extremadamente fructífero es éste en la peculiar formación del idealismo de Kant, que en Schopenhauer se configura como mundo de la representación, en esa enseñanza luminosa y profunda del significado sólo físico del intelecto; débil, en cambio, en la voluble monotonía con la que él, en el mundo como voluntad, excluye cualquier modificación real de la conciencia de la cosa en sí, de tal manera que el autoconocimiento de la voluntad no tiene su ser y su entero acontecer de nuevo en él mismo, sino sólo en la representación, y «el sujeto puro de conocimiento» cae en la esfera de la contemplación, libre de voluntad, sin voluntad; así, en último extremo, sólo tiene una dignidad ideal, estética, y ninguna dignidad ética. La voluntad única, indiferenciada en sí misma, sin fundamento, lo único que puede hacer, según su doctrina, es afirmar o negar: sólo en esta oposición realiza la voluntad su único ser. El conocimiento adviene únicamente como Deus ex machina para la iluminación de aquélla, e impulsa este negocio extremadamente esencial de la voluntad sólo en la medida en que a aquél le sea posible sustraerse del servicio de su oscuro principio, de la voluntad. Sólo de manera abusiva habrá de iluminar el conocimiento a esa esencia en sí de las cosas, a la totalidad y la coherencia del mundo, y dar a luz, en virtud de las formas que dependen de ella, de la yuxtaposición, sucesión y mezcla de todas las cosas posibles, a los problemas metafísicos «como, por ejemplo, el del origen y finalidad, inicio y final del mundo, y del propio sí mismo, de la destrucción de éste por la muerte o de su duración pese a ésta, de la libertad de la voluntad, etcétera. Imaginémonos ahora que esas formas se han anulado y, sin embargo, aún se da una conciencia de las cosas; con ellos estos problemas no se habrían resuelto, sino que se habrían esfumado y su expresión ya no tendría ningún sentido. Pues surgen por completo de aquellas formas con las que no se ha pretendido un conocimiento del mundo y de su existencia, sino meramente una comprensión de nuestros fines personales».177 «Nos quejamos de la oscuridad en la que vivimos sin entender la relación de la existencia en general, sobre todo de la nuestra, de cada cual con la totalidad [...]. Esta queja en realidad no está justificada, puesto que nace de una ilusión causada por la idea fundamental de que la totalidad de las cosas ha salido de un intelecto, en consecuencia ha estado aquí como simple representación antes de hacerse realidad; según lo cual, al surgir del conocimiento, también debería ser de manera plena y exhaustiva accesible al 102

conocimiento. Pero para atenernos a la verdad, las cosas son muy distintas, pues todo aquello que nos lamentamos de no saber no lo sabe nadie, incluso en sí mismo no es cognoscible, esto es, no es representable. Pues la representación, en cuyo ámbito descansa todo el conocer y a lo que se refiere todo saber, tan sólo es la parte externa de la existencia, algo secundario y añadido, ciertamente algo que no era necesario para el mantenimiento de las cosas en general, es decir, del universo, sino sólo para el mantenimiento de los seres vivos en particular».178 En estas palabras tenemos reunidas in nuce la grandeza y la debilidad de su visión del mundo. La substantia mundi es mantenida en oposición al falso idealismo, pero a costa de todos y cada uno de los desarrollos sustanciales, puesto que éste cae, como en Fichte, Schelling y Hegel, también para Schopenhauer, sólo en la representación. Su principio real proporciona al sistema sólo el rígido fundamento; este mismo es idealista, es decir, no desarrolla la esencia, el ser como tal, sino sólo su representación, la cual tiene tan poco en común con él, en esencia, que incluso se le opone como enemiga. El postulado de Kant de que la cosa en sí tiene que ser algo toto genere distinta de la representación lo ha mantenido Schopenhauer con férrea consecuencia, y toda conciliación que acaso pudieran darle los hechos de la conciencia o los hechos del mundo exterior la desechaba por principio. Si volvemos ahora al comienzo de la filosofía de Schopenhauer y a su problema fundamental, la exigida unión del conocimiento interior y exterior, de lo ideal y lo real, nos es lícito añadir que aunque lo iluminó de manera bastante aguda y rozó la solución, en modo alguno resolvió el problema. Nos enseñó a reconocer en las diversas formas de los dos hemisferios de su mundo uno solo e idéntico, en tanto que, por una parte, probó en el mundo de la representación la misma esencia de la causalidad como causa, impulso y motivo; y, por otra parte, en el mundo de la voluntad demostró la identidad de esa x que queda como la gran desconocida tras de todos los hechos con nuestra propia voluntad. Pero el nexus realis metafísico de estos dos mundos, cada uno de los cuales sólo concordante en sí mismo, queda sin aclarar: dos principios toto genere distintos están enfrentados de manera dualista, aun cuando se hallen entrelazados en un misterioso nudo físico. Tenemos que admirar el genio de Schopenhauer, pues fue capaz de desarrollar los problemas más profundos de la filosofía, éstos que conciernen a la relación de la metafísica con la ética, con tal sutileza y claridad como nadie lo hizo antes que él. Insuperable y más allá de todo encomio destaca principalmente la exposición de la contradicción fundamental en la voluntad, en la teoría de «la afirmación y la negación de la voluntad de vivir», la cual no debe ser otra cosa sino una teoría acerca de las relaciones de lo físico con lo ético, de la ϕυσις y el ηθος. Recordemos que cuando Schopenhauer era un jovencito, buscando la verdad, partió de Helvetius y Cabanis, así que ¡verdaderamente es lícito que nos sobrevenga un sentimiento de orgullo nacional a tenor de la distancia infinita que separa la sabiduría del pensador alemán del aperçu de los dos célebres filósofos franceses! Con una finura digna de admiración sabe airear el velo que cubre la naturaleza (como afirmación de la voluntad de vivir) y descubrir la carencia del éthos en ella. El estado corruptible (status corruptionis) del mundo físico y 103

las artes diabólicas (διαβολια) de la naturaleza para su protección y enmascaramiento — ambas, un tema principal de la mística y la mitología de todos los pueblos y épocas— nos salen al encuentro en la filosofía de este hombre por primera vez libre de cualquier matiz teológico, tal que lúcido y claro conocimiento de la razón. Algo más profundo y a la par más luminoso que su explicación de esta determinación desgarrada de lo ético del obrar de la naturaleza, puramente física y por eso mala —aunque más allá de toda medida de nuestro intelecto, comprensible y calculador—, no sabría yo mostrarla en el vasto campo de la especulación. Pero aquí brilla su estrella con la de Goethe en competición, puesto que la misma verdad es propiamente el gran tema en Fausto — contra todas las demás interpretaciones y sutilezas—. Todos los rayos de esta maravillosa obra poética convergen en esta idea y sólo en ella como su único foco; así que cuando uno, con El mundo como voluntad y representación en la mano, penetra en esta obra más allá de las risibles críticas estéticas ¡por primera vez se le caen las vendas de los ojos! A esto se asocia, como complemento positivo de su filosofía de la naturaleza, la explicación del secreto impulso de todas las fuerzas naturales en pos de su ἀρχή, el conocimiento y su autocrítica tras alcanzar esta meta en la vida consciente. Pero qué valor tiene una filosofía así de iluminadora en un tiempo traspasado de tal modo por la autosuficiencia y la «meta en sí misma» de la naturaleza, que desprecia profundamente el espíritu, el especulador, que no se sacia del bello y verde prado de lo empírico. Para la infalibilidad naturalista del siglo de los descubrimientos esta filosofía es como una espina en carne viva. No menos acertado y exhaustivo en sus fundamentos me parece a mí su desarrollo del concepto de libertad. Aquí Schopenhauer se comporta de manera puramente crítica, y su aguda y penetrante mirada lo conduce de la mano de la intuición hasta llegar a la gran tesis analítica que reza: «el hombre no es libre en lo que hace, pero sí libre en lo que es». Si resumimos todo lo que hemos dicho hasta aquí, el verdadero núcleo y el mérito imperecedero de su enseñanza será éste: la prueba convincente del significado sólo secundario, sólo físico de nuestro intelecto, en oposición a la dignidad metafísica y primaria del factor ético de nuestra conciencia. El mundo que para nosotros es apariencia se muestra en esta teoría como —es lícito decirlo— un medio ocasional para alcanzar una meta transmundana, más allá de todas las maravillas del mundo, más sublime. Pero, al mismo tiempo, tal meta se ha vuelto para nosotros más cercana, pues experimentamos a través del medio que es nuestra propia voluntad los efectos de las fuerzas naturales, ahora de manera más real y sinérgica. A este punto central de su enseñanza le pega bien el bello símil que usó un admirador para describir la impresión que le causaban los escritos de Schopenhauer: «Me sentía como si estuviera mirando dentro de la corriente de imágenes de dos espejos colgados uno frente a otro, diciéndome al ver el último de los reflejos: “si tuvieras los ojos adecuados, llegarías a ver aún más, y así hasta el infinito”». Y si comparamos aquí la filosofía de sus famosos contemporáneos en relación con la tarea que el hecho inmortal y crítico de Kant dejó a la especulación, tenemos que perdonarle gustosamente a Schopenhauer la desmedida polémica contra los falsos 104

seguidores de aquél, los cuales, con su brillo aparente, oscurecieron la luz de este último en sus comienzos, y es que tenemos que reconocer que él ha llegado a ser el verdadero heredero del maestro. Pero, por último, debe saberse que este pensador, tan autosuficiente e independiente como profundo, es infinitamente más aleccionador en sus errores de lo que las cabezas mediocres lo son en las verdades que ponen de actualidad hoy día. Quien ha bajado una vez a la inagotable mina de su espíritu regresa incluso de las galerías falsas con el convencimiento consolador de que el intento lo único que ha hecho es abrir un problema todavía más profundo y que no ha sido trabajo perdido.

Notas 161. Jakob Böhme, De cómo Jesucristo se hizo hombre, parte III, cap. 4. 162. N. del A. En el mismo sentido, las palabras de Lavater: «El genio verdadero está en el corazón, no en la cabeza». 163. N. del A. Véase Platón, República VI, 493e. [ϕιλοσοϕον πληϑος αδυνατον ειναι] «Es imposible que la masas sean filósofas». 164. N. del A. Parerga y paralipómena, 1.ª ed., tomo 2, § 55. 165. N. del A. Parerga y paralipómena, I, § 38. 166. N. del A. El mundo como voluntad y representación II, 3.ª ed., p. 140. 167. N. del A. Ibidem, 3.ª ed., tomo 1, p. 452. 168. N. del A. Parerga y paralipómena, 1.ª ed., tomo 2, § 38. 169. N. del A. 1. C. § 54. 170. N. del A. El mundo como voluntad y representación II, p. 206. 171. N. del A. ¡No identificación! Puesto que Schopenhauer tiene a ésta por teóricamente imposible: «La identidad del sujeto del querer con la del sujeto del conocer, por medio de la cual (y, por cierto, necesariamente) la palabra “yo” incluye y designa a ambos, es el nudo del mundo, y por tanto, inexplicable. Pues para nosotros sólo son concebibles las relaciones de los objetos; pero entre éstos sólo pueden dos constituir uno cuando son partes de un todo. Aquí, por el contrario, donde se habla del sujeto, ya no valen las reglas del conocimiento de los objetos, y una identidad real del que conoce con lo conocido como lo que quiere, esto es, del sujeto con el objeto, es dada inmediatamente. Quien tenga presente lo inexplicable de esta identidad la denominará conmigo el χατ’ εξοχην, el milagro por excelencia». De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, 2.ª ed., p. 136. 172. N. del A. Sobre la voluntad en la naturaleza, 2ª edición, p. 85 y ss [traducción de Miguel de Unamuno]. En su ejemplar de mano de la primera edición de El mundo como voluntad y representación anotó Schopenhauer las palabras de Gracián: «Y si este no es su siglo, muchos otros lo serán» (En español en el original), de lo cual, así pues, es versión lo de arriba. (N. del A.). Traducción libre de la expresión italiana: «El tiempo es todo un caballero, que pone las cosas en su sitio, (si es que no hay ningún otro)». 173. La reseña o «crítica» de Herbart a El mundo como voluntad y representación a la que se refiere Gwinner fue escrita por encargo expreso del editor Brockhaus a Herbart con el objetivo de animar las ventas de la primera edición de la obra. Herbart, aunque veía en Schopenhauer «un escritor y un pensador extraordinario», consideraba, sin embargo, que «sobreestimaba a Kant y a Platón» y que no reconocía que en su propia filosofía lo único que había hecho era repetir a Fichte, aunque «en una forma nueva y mejorada». La reseña puso de muy mal humor a Schopenhauer. 174. N. del A. El mundo como voluntad y representación II, p. 365. 175. N. del A. J. F. Herbart’s kleinere philosophische Schriften und Abhandlungen, vol. III, Brockhaus, 1843, Leipzig, p. 501. 176. N. del A. El mundo como voluntad y representación II, p. 217. 177. N. del A. Parerga y paralipómena, 1.ª ed., t. 2, p. 82. 178. N. del A. Ibidem, 1.ª ed., t. 2, p. 81.

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VIII

Cómo vivió

Cuando un escritor se gana nuestro cariño, el detalle más insignificante de su vida deja de sernos indiferente. 179 Lessing

La manera de vivir de Schopenhauer, tal y como cuadra a un filósofo, se regía absolutamente por principios. Toda vez que adoptaba un principio como adecuado a sus fines, se aferraba a él con un rigor inquebrantable y hasta pedantesco. Otros escuchan gustosamente el buen consejo, pero no lo siguen; tienen experiencias, sin extraer de ellas ninguna utilidad para su vida. Para él cada nueva experiencia adquirida, en cualquiera que fuese la dirección, se convertía a la vez en máxima de su obrar. Como tampoco se hallaba libre de imaginaciones, su bienestar general exigía la férrea consecuencia con la que obraba a fin de protegerse desde su juventud de las torturas de un carácter débil e inestable. Su modelo universal en cuanto al modo de vida exterior fue Kant, aunque no en todo, puesto que veía en algunas costumbres de este gran hombre sólo la necesaria y debida consideración a una constitución débil, mientras que él, «mejor formado» en cuanto a su constitución física, tenía una mayor confianza en sus propias fuerzas. No era muy amigo de madrugar demasiado porque a quien trabaja tanto con la cabeza le es necesario dormir mucho; siendo un anciano todavía se congratulaba grandemete de tener un sueño profundo y sin alteraciones; con todo, se enfadaba consigo mismo si veía acortadas las preciosas horas de la mañana por haber dormido demasiado. Entre las siete y las ocho, fuera verano o invierno, salía de la cama y con una esponja colosal y agua fría se lavaba toda la parte superior del cuerpo. Además, tomaba baños con regularidad, según la estación, de agua fría o caliente. A los ojos, en tanto que el órgano más valioso de los sentidos, les dedicaba un cuidado especial: los lavaba sumergiéndolos abiertos varias veces en agua, pues creía que de esta forma fortalecía extraordinariamente el nervio óptico. Hasta bien entrada su edad adulta llevó con reserva unas gafas; más tarde, dado que, según decía, «ya no tenía que hacer ninguna conquista y sus ojos tenía que usarlos todavía mucho tiempo», rechazó las gafas y se conformó con unos impertinentes. La costumbre de apretar un trozo de cristal anguloso delante de un ojo era para él «una prueba especial de la absurdidad de los bípedos». Después se sentaba a tomar el café, que se preparaba él mismo. Su criada tenía orden de no dejarse ver en aquellas primeras horas tempranas porque él daba gran importancia a su concentración matutina durante esas horas en las que el cerebro se asemeja a un instrumento recién afinado. Que Alexander von Humboldt empleara precisamente esas preciosas horas del día en escribir cartas y otras banalidades y que, en cambio, trabajara 107

por las noches cuando llegaba de la corte era para Schopenhauer un indicio en contra de las producciones más postreras de este contemporáneo suyo que había sido incluido entre los dioses estando todavía vivo. Las deficiencias de las facultades cognitivas del ser humano las describía él a tenor de estos ejemplos de manera altamente acertada con los más vistosos matices. En este recogimiento intelectual pasaba trabajando la mañana entera. En sus años postreros, era a media mañana cuando recibía a las visitas. Era fácil que, dejándose llevar por el calor de la conversación, se olvidase de la hora que era, así que, al mediodía aparecía la criada y daba la señal de terminar la conversación. Antes de vestirse para salir a comer solía tocar la flauta durante una hora. A la una salía a comer. Durante toda su vida estuvo abonado a comedores de hotel, sin que nunca pudiera acostumbrarse a su parte sombría. El ruido de los comensales, el soniquete de los platos, las molestias de los camareros lo perturbaban en exceso; finalmente, tampoco su dureza de oído contribuía a ayudarlo. Se sentía orgulloso de su buen apetito. Nunca quiso saber nada de la célebre «macrobiótica» de Cornaro,180 tildando a éste de «muerto de hambre». Kant y Goethe, sus perennes modelos humanos, también comían mucho, y aun así habían sido longevos. Su máxima dietética fundamental consistía en limitarse a mantener equilibrados el gasto de fuerzas y su restitución, por eso jamás dejaba de hacer ejercicio. Durante las comidas hablaba con gusto; sin embargo, a menudo, debido a la escasa altura intelectual de sus compañeros de mesa, se contentaba únicamente con observar. Después de comer se marchaba a casa enseguida, tomaba su café y dormía una hora de siesta. La primera mitad de la tarde la llenaba con lecturas ligeras. Al atardecer salía regularmente a pasear acompañado de su perrito faldero. Por lo general elegía caminos solitarios y sólo cuando el tiempo era malo en exceso permanecía dentro de los paseos de la ciudad. Hasta el último año de su vida su paso mantuvo una elasticidad y una firmeza juveniles. Cuando caminaba, su cuerpo se hallaba en constante acción y tenía la costumbre de golpear de cuando en cuando con violencia el suelo con su bastón, una caña de bambú corta y gruesa. A las afueras de la ciudad se encendía un puro ligero, pero que sólo se fumaba hasta la mitad, porque pretendía que la parte humedecida por la saliva era perjudicial. A veces se detenía, miraba a su alrededor y volvía a apretar el paso profiriendo algunos sonidos inarticulados. Esta costumbre suya de dar rienda suelta a su temperamento excesivamente sanguíneo sin elegir previamente la expresión lo hacía sospechoso ante los ojos de cuantos pasaban junto a él de que se estuviera burlando de ellos; sin embargo, él no miraba ni a la derecha ni a la izquierda, y para reconocer alguna fisonomía a cierta distancia necesitaba los impertinentes. No es verdad que no respondiera al saludo; al contrario, respondía a los saludos sin fijarse en quién lo saludaba, levantando el sombrero con toda cortesía ante gentes que le resultaban completamente ajenas, según la máxima formulada por él mismo: Give the world its due in bows! (Dadle al mundo su tasa correspondiente de reverencias). Durante estos paseos prefería estar a solas, principalmente porque, siguiendo el ejemplo de Kant, respiraba con la boca cerrada; pero mucho más porque sentía una profunda necesidad de disfrutar de la naturaleza sin que nadie lo molestara, la «sublime 108

verdad y consecuencia» de la naturaleza le hacían recordar, por oposición, las intrincadas veleidades de la sociedad humana. Cómo sabía entenderse con ella se ve en sus observaciones ocasionales sobre la belleza natural. «¡Pero qué estética es la naturaleza! —proclamaba maravillado—. El más pequeño rincón de tierra no cultivado y silvestre, es decir, dejado a la libre disposición de aquélla, sólo con que en él no intervengan las manazas del hombre, ella lo decora enseguida con exquisito gusto, lo cubre de plantas, flores y arbustos, cuyo ser espontáneo, gracia natural y hermoso agrupamiento muestran que no han crecido bajo la férula del gran egoísta, sino que aquí la naturaleza ha aplicado su dominio en libertad».181 Con nostalgia veía él cada año la llegada de la primavera cuando a primeros de marzo colocaba en un vaso con agua templada sus primeros heraldos, los capullos cerrados de avellano, para que se abrieran rápidamente y derramaran el polen sobre su mesa. En la mejor estación del año emprendía de vez en cuando grandes caminatas, aunque sin pasar la noche fuera de casa. Viajar, algo que tanto placer le había deparado en su juventud, le parecía innecesario en sus años de vejez y hasta inadecuado. Esa moderna ansia de viajar sin meta que caracteriza a las clases pudientes, ese «deambular de acá para allá para descansar» era objeto de sus burlas más aceradas. Sólo las molestias constantes a las que se expone el viajero tendrían que disuadir de viajar a cualquier persona mayor con cabeza. De ahí que desde hacía varios años se limitase a muy pocas excursiones. Cada verano viajaba una vez a Mainz, en un día que estuviese «por encima de toda sospecha», donde visitaba a su amigo el juez de instrucción Becker,182 y en los hermosos parques nuevos a la orilla del Rin asistía al concierto de los viernes de música militar austríaca. Su mayor excursión a pie la hacía cada año en primavera al Taunus,183 deteniéndose a descansar en Königstein. Sólo su fiel compañero Butz184 y sus similares predecesores lo acompañaban en esos caminos solitarios, tornándole innecesaria la compañía de los «bípedos». Después del paseo iba al club de lectura. Como ya hemos mencionado, leía regularmente The Times, aunque a veces sólo de manera superficial; además, algunas revistas inglesas y francesas. A los periódicos alemanes sólo desde que habían empezado a ocuparse de él les dedicaba enorme atención. De las revistas literarias leía habitualmente la Göttinger gehlerten Anzeigen, la Heidelberger Jahrbücher y la Literaturblatt de W. Menzel.185 Elogiaba a Menzel porque era capaz de escribir reseñas instructivas y entretenidas, algo a lo que ingleses y franceses están más que acostumbrados; en cambio, nuestros reseñadores alemanes, por lo general, sólo aburren al lector y lo confunden de tal forma que únicamente los autores mismos sobre los que informan son capaces de entender algo. El oficio del reseñador de libros consiste en una exposición comprensible del contenido de manera que en la mayoría de los casos pueda servirnos para ahorrarnos la lectura del libro. Lo que más lo enojaba era ver cómo entre nuestros plumíferos del día se iba imponiendo el deterioro del lenguaje. Poner a esta gente en la picota, como ya lo había hecho en sus Parerga, era un enorme deseo suyo. Le indignaba que los propios alemanes no fueran capaces de montar guardia para proteger el único bien del que él se sentía orgulloso. Mientras merendaba leía las últimas 109

noticias políticas en el Frankfurter Postzeitung. Hubo unos años en los que solía pasar las veladas invernales en conciertos o en el teatro, pero como su incipiente sordera le agriaba poco a poco esos placeres, terminó por limitarse a escuchar algunas sinfonías, oratorios u óperas clásicas que ya conocía bien. La denominada «música del futuro» la rechazó del todo después de oír El holandés errante, y aunque contaba a Richard Wagner como a uno de sus admiradores más especiales, no dudó en expresar un juicio taxativo sobre él con estas palabras: «Wagner no sabe qué es la música». El culto a la música pertenecía de manera tan esencial a su dieta anímica que en ningún momento de su vida lo descuidó. Cuando escuchaba las sinfonías de Beethoven permanecía inmóvil en su asiento con los ojos cerrados de principio a fin, y abandonaba la sala de conciertos para evitar que las demás piezas musicales del programa le arruinasen la impresión. Entre las ocho y las nueve de la tarde tomaba su cena, que generalmente consistía en algo de fiambre y media botella de vino tinto de mesa. El vino lo excitaba con facilidad y tras el segundo vaso se volvía más vivaz. Tendía a considerar como una prueba en contra de la capacidad intelectual de un hombre el hecho de que aguantara beber más de una botella de vino. Contra la cerveza sentía un decidido rechazo. Por lo general se sentaba solo, no entablaba conversación fácilmente con otros compañeros de mesa y criticaba como un atentado a las buenas costumbres si un desconocido se sentaba a su lado habiendo sitio de sobra en la gran mesa común. En los años de su juventud desistía de la acostumbrada reserva para dar su opinión incluso delante de extraños, mas en años posteriores me dijo en una ocasión al dejar precisamente sin respuesta a un pesado: «Es imposible el incógnito, excepto para los ingleses». Desde que ya no oía bien del oído izquierdo, le molestaba mucho que hablaran con él dos personas a la vez. Por lo demás, le gustaba conversar en la mesa y cuando el diálogo era a su manera y le complacía, podía seguir sentado hasta bien entrada la noche sin mostrar huella de cansancio. Cuando no tenía compañía adecuada, como era lo habitual, se marchaba pronto a casa, se encendía una pipa y leía todavía una hora. Se servía de cánulas de cerezo de cuatro o cinco pies de largo porque si no el enfriamiento del vapor le parecía insuficiente. Antes de irse a la cama no pocas veces abría su biblia, el Oupnek’hat —la traducción persa de las Upanisad—,186 para pronunciar su plegaria nocturna.187 Decía que este libro habría de ser también su último consuelo en la hora de su muerte. Tanto en verano como en invierno acostumbraba a dormir fresco, cubierto solamente con ropa de cama ligera. Su economía privada la llevaba con suma puntillosidad. Administraba la cuantiosa parte de la herencia paterna que le correspondió con meticuloso cuidado y, a pesar de las pérdidas elevadas que había sufrido en sus primeros años, en el curso de una larga vida de orden y ahorro duplicó la cantidad heredada. En los últimos años, las nuevas ediciones de sus escritos, para las que anteriormente apenas si había encontrado editores aunque se las ofreciera gratis, le aportaron pingües beneficios, y solía decir alborozado que a una edad en la que los demás autores ya no podían ganar nada más con los libros que habían escrito, él se haría rico. Anotaba a diario todos los ingresos y los gastos. Así se lo había 110

enseñado su padre. El mobiliario de su hogar era sencillo en extremo. Sólo después de cumplidos los cincuenta años de edad adquirió muebles propios. Tenía poco sentido para el confort refinado y la decoración estética de su entorno. Sus habitaciones daban la impresión de ser alojamientos de paso, en los que parecía que no iba a quedarse mucho tiempo: la morada de un extranjero en la tierra. Un año antes de su muerte se mudó a una casa nueva, Schöne Aussicht, n.º 16, en la que su habitación de estudio, tan grande como un salón, le permitió colocar allí su biblioteca entera. Con eso, su hogar se hizo más acogedor y amigable. Sobre una consola de mármol en la esquina de esa habitación, en la que también murió él, se erguía una estatua de Buda dorada; sobre su escritorio, el busto de Kant; sobre el sofá colgaba un retrato al óleo de Goethe; en las paredes de alrededor, diversos retratos de Kant, Shakespeare, Descartes, Claudius,188 algunos retratos de familia, su retrato de juventud mencionado anteriormente y los daguerrotipos que lo mostraban a él en diversas épocas de su edad adulta, rodeados de numerosas ilustraciones de perros de Woollett, Ridinger189 y otros artistas. Delante del sofá había una mesa redonda clásica antigua y, junto a ella, dormitaba su perro de lanas sobre una piel negra de oso. Su perro, además de su nombre profano, respondía a otro sólo de uso privado y más esotérico: Atma, es decir: «alma del mundo».

Notas 179. Gottlob Efrain Lessing (1729-1781), sobre la vida de Sófocles, en Vermische Nachrichten, Neuen Bibliothek der schönen Wissenschaften und der freien Künsten, t. 44, 1791, Leipzig, p. 94. 180. El veneciano Alvise «Luigi» Cornaro (1467-1566) fue pionero del vegetarianismo y la dietética con su tratado Discorsi della vita sobria. 181. N. del A. El mundo como voluntad y representación II, p. 462. 182. Johann August Becker (1785-1871). Fue uno de los primeros entusiastas de la filosofía de Schopenhauer. Mantuvieron una intensa correspondencia. 183. Cordillera montañosa cercana a Fráncfort del Meno. Königstein: pequeña localidad célebre por su poderoso castillo medieval en ruinas. 184. Se refiere al perrito de lanas de Schopenhauer. Tenemos conocimiento de que el filósofo tuvo varios perritos de esta clase, el más famoso es Atma; Gwinner menciona más adelante que este Butz es el «nombre profano» del can y que Schopenhauer en privado lo llamaba Atma. Es extraño que Schopenhauer no lo llamase Atma directamente, como consta en otros lugares y se desprende de otros testimonios. 185. Wolfgang Menzel (Silesia, 1798 - Stuttgart, 1873) Escritor, crítico literario y político alemán nacionalista y tradicionalista, contrario a la Revolución de 1848, por lo que concordaba con las ideas políticas defendidas igualmente por Schopenhauer. 186. El orientalista francés Abraham Hyacinthe Anquetil-Duperron (1731-1805) publicó una traducción latina de las Upanisad con el título de Oupnek’hat (Estrasburgo, 1801-1802). Esta traducción no estaba hecha directamente del sánscrito, lengua original de las Upanisad, sino del persa. Schopenhauer consideró esta traducción como «excelente», muy clara y legible. Al Oupnek’hat lo llamaba su «evangelio», y dijo de él: «Este libro ha sido la consolación de mi vida y será la de mi muerte». 187. Esta plegaria de Schopenhauer decía así: «Que todos los seres vivos se vean libres de dolor». Por su parte, Gwinner, en nota al pie apunta: Schopenhauer en carta a Adam V. Doss del 27 de febrero de 1856: «Estudie usted aplicadamente el Oupnek´hat, que es el bajo fundamental primigenio de la sabiduría y la verdad».

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188. Mathias Claudius (1740-1815). Escritor y periodista alemán. Fundador del popular periódico El Mensajero de Wandsbeck, escrito casi entero por él solo. Sus ideas piadosas influyeron mucho en la educación de Arthur Schopenhauer niño. El padre del filósofo lo abonó a la publicación de Claudius. 189. William Woollett (1735-1785), grabador inglés, y Johann Elias Ridinger (1698-1767), grabador y pintor alemán, célebre sobre todo por sus grabados de animales.

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IX

Cómo terminó

Σχιας οναρ ανϑρωποι Los hombres son las sombras de un sueño. Píndaro

Schopenhauer se congratuló hasta su último año de vida por disfrutar de una salud portentosa; en su propia persona podía constatar el dicho latino que reza: Crescete aetate crescit valetudo et morbos —Aumentando la edad, aumentan la salud y la enfermedad —. En efecto, el anciano se vanagloriaba de que todas las demás personas de su edad tenían alguna enfermedad de la que quejarse mientras que él carecía de ellas. Un desmayo que lo acometió en 1857 durante la comida y al que acompañó una caída no tuvo ninguna consecuencia posterior. No recuerdo que en sus últimos años hubiera tenido necesidad de interrumpir su ritmo de vida normal ni tan siquiera una sola vez. Pero en abril de 1860, cuando un día volvía de comer encaminando sus enérgicos pasos hacia su casa, sintió de repente dificultad para respirar y fuertes latidos del corazón. Estos síntomas se repitieron a lo largo de todo el verano y a menudo lo obligaban a pararse en medio de la vía pública, y también debido a que él no quería acostumbrarse a caminar más despacio, a acortar sus largos paseos cotidianos. En agosto, al levantarse una mañana, le sobrevino el primer ataque serio, a consecuencia del cual se puso muy pálido y dio la impresión de que fuera a asfixiarse. Su médico no encontró alteraciones orgánicas y se limitó a recomendarle una dieta alimenticia. Schopenhauer sentía contra los medicamentos la antipatía natural de un hombre sano desde su juventud y tenía por necios a todos cuantos pretendían recuperar la salud perdida comprándola en las farmacias. Para él, el arte de mantener a punto la máquina entera de nuestro cuerpo tenía que ver con el tratamiento del enfermo. Sin embargo, siempre se sintió a disgusto con la precariedad de sus conocimientos patológicos, mientras que se sentía en su casa en lo referente a la fisiología. Le recomendé que prescindiera de los baños en las frías aguas del río y que desayunara en la cama, algo a lo que no cabía moverlo. La mañana del nueve de septiembre, después de que unos días antes se hubiera repetido el ataque de asfixia, me mandó llamar para que fuera a su casa y me lo encontré convaleciente de una infección pulmonar que le había hecho expulsar sangre. Me dijo enseguida que esto era su muerte; sin embargo, se recuperó rápidamente, una vez pasada la crisis, en pocos días, y pronto estuvo en disposición de abandonar la cama y recibir algunas visitas. Era muy consciente de cuánto se había debilitado, pero aun así tenía esperanzas de curarse del todo; mas el dieciocho de septiembre lo acometió otro ataque al levantarse por la mañana. La tarde de ese día hablé con él por última vez. Sentado en el sofá, se quejaba de palpitaciones intermitentes, mientras que a su voz no le faltaba su potencia habitual. Leía 113

el libro de Disraeli190 Curiosities of Literature, que le proporcionaba un entretenimiento fácil y lo tenía abierto por la parte que trata de los autores que habían sido hundidos por sus editores. «También estuvieron a punto de acabar conmigo», dijo riendo. Que pronto los gusanos habrían de cebarse con su cadáver no era un pensamiento que lo atormentara; en cambio, pensaba con grima en que su espíritu caería en las manos de los «catedráticos de filosofía» para ser juzgado. Preguntó por las últimas noticias en política y literatura, y expresó el deseo de que Italia terminase al fin unificándose; añadía, sin embargo, que en ese caso tendríamos que cambiar la vieja Italia, rica e individualizada, de cuyas múltiples divergencias en carácter, espíritu y costumbres ha estado presa quizás de manera no consciente esa gran parte de la Europa culta durante siglos, por una Italia moderna, indefinida y más nivelada. Como novedad literaria le había llevado yo el ensayo de Baader191 sobre los escritos de Saint-Martin, y marcados los párrafos en los cuales el autor lo mencionaba a él. «¿De veras puede usted leer algo así?», preguntó mientras mostraba el párrafo de la página 86, abierta por casualidad: «“El hombre conduce o dirige su querer, el cual sólo tiene como aliento vital, si lo recibe, y lo recibe si es que lo hay”. Hay multitud de filósofos, abstractos y concretos, teóricos y prácticos; pero este Baader es inaguantable». Yo le recordé que Baader ya en 1828 y 1836 había recomendado a los estudiantes que leyeran las obras de Schopenhauer y que, a pesar de las divergencias fundamentales de estas dos maneras de pensar tan diferentes, en sus lecciones sobre Jakob Böhme,192 Theologumena y Philosopheme, Baader reconoció que Schopenhauer «ha cosechado mediante su obra y su sinceridad un mérito inigualable frente a la multitud de filósofos de espíritu afín que escriben en nuestra época».193 «Es verdad —replicó— me acuerdo de que habló de mí con indulgencia, pero yo no puedo ayudarlo». La forma de filosofar que tiene que atribuírsele a un Böhme y a su tiempo es en el siglo XIX, por lo demás, insoportable, y de ahí la aclaración de este juicio despreciativo de Schopenhauer sobre un espíritu tan poderoso. Mientras conversábamos se hizo de noche; la criada encendió las velas —pues la luz menos viva de una lámpara a él no le gustaba—, así que todavía pude regocijarme de ver su clara mirada, en la que no se leía nada de la vejez ni de la enfermedad. Sería lamentable, dijo, que tuviera que morirse ahora, puesto que todavía tenía que incluir en los Parerga adiciones importantes. Comenzó a hablar de la gestación de aquel libro, el primero que le abrió paso en círculos más amplios. Lo más importante son los paralipómena, los cuales tendrían que haber encontrado su lugar en la obra capital si es que en aquel tiempo hubiera podido saber que iba a haber una tercera edición de aquélla. Teniendo en cuenta el anormal vigor del que gozaba en su vejez, que le permitió disfrutar hasta hace bien poco tiempo del goce de todas sus fuerzas y, a tenor de la energía casi juvenil de todas sus funciones intelectuales, la cual acompañó su vida hasta el límite más extremo, a Schopenhauer le era lícito confiar en que alcanzaría una edad avanzada. Los añadidos que escribió para El mundo como voluntad y representación con 70 años muestran la misma frescura, la misma viveza y fluidez, y hasta si es posible una 114

mayor claridad que lo escrito cuarenta años atrás. Intenté animarlo con estas observaciones. El periodo más peligroso de la edad avanzada le parecía a él que eran los primeros años de la setentena; una vez pasados felizmente éstos, sería más fácil vivir los diez años siguientes. Antaño había deseado vivir mucho tiempo para darle en las narices a sus enemigos, pero ahora vivía con gusto, disfrutando del cálido reconocimiento que le llegaba de todas partes, hasta de lugares recónditos del mundo. Concedía mucho valor a que sus escritos fuesen leídos por diletantes y aficionados, quienes, a su modo, los acogían con sumo entusiasmo: sólo entre estas personas esperaba hallar el grado de despreocupación, la falta de prejuicios y la independencia que le parecían inexcusables para la correcta comprensión de sus ideas. Pero lo que más le alegraba era recibir nuevas pruebas de que su doctrina, aparentemente irreligiosa, se entendiera como «una nueva religión» que venía a suplir el vacío que dejaba la fe perdida y que obraba como íntimo consuelo y satisfacción. De hecho esta era «¡la mejor prueba de su genio inmortal!», puesto que la obra de alguien que sólo tuviera talento nunca habría conseguido llegar a esto desde el seco campo de la abstracción. Así, por ejemplo, estos últimos días había recibido cartas de lugares lejanos, entre ellas, una anónima de dos cadetes de una academia militar austriaca cuyo contenido delataba la cordial empatía que motivó a esos jovencitos a sacar sus antenas espirituales fuera de la clausura de la escuela de cadetes y extenderlas hacia él. Haciendo una excepción, había consentido en responderles a una dirección secreta que le habían mandado y ocuparse detalladamente de resolver sus dudas.194 Mientras emitía estos comentarios fue mostrándose más sereno y tierno de lo que jamás lo había visto. Me separé de él con pocas ganas, para que ahorrase sus fuerzas. No sabía, me dijo, si sería esta la última vez que yo vería su mirada, la última vez que le estrecharía la mano. Añadió con gravedad que sería para él un alivio alcanzar la nada absoluta, pero que no le apetecía que fuera la muerte la que le posibilitara esa perspectiva. Por lo demás, comoquiera que fuera, al menos él tenía limpia su conciencia intelectual. Los días siguientes no pude ir a verlo. Luego, el día veinte de septiembre, nada más levantarse lo acometió un violento ataque de convulsiones en el pecho, de tal modo que cayó al suelo y se golpeó en la frente. Al día siguiente volvió a encontrarse recuperado y la noche posterior discurrió bien. Se levantó como siempre, se lavó con agua fría y después se sentó a desayunar; la criada acababa de abrir las ventanas para que entrase en la habitación el aire fresco de la mañana y luego se había retirado. Instantes después apareció su médico y lo encontró muerto, recostado sobre la espalda, sentado en una esquina del sofá. Un ataque pulmonar lo había arrancado sin dolor de este mundo; el rostro estaba sereno, sin indicios de que hubiera luchado con la muerte. Siempre había tenido la esperanza de morir sin dificultad, puesto que quien ha pasado toda su vida solo, se las sabrá arreglar mejor que otros con este asunto solitario. En lugar de acabar en medio de payasadas calculadas según la pobre capacidad de los «bípedos», terminará con la conciencia tranquila, regresará allá de donde tan bien bendecido llegó, habiendo completado su misión. 115

En cumplimento de su última voluntad, que me dejó a mí por escrito, rechazaba la autopsia. A mi pregunta de si la prohibía expresamente, respondió tras pensarlo un instante: «Si antes no supieron nada, que tampoco sepan nada después». La cabeza adornada con una corona de laurel, se depositó el cadáver, según disposiciones de Schopenhauer, en una cámara mortuoria del cementerio el día veintitrés de septiembre; allí se lo dejó reposar en paz hasta que se lo inhumó solemnemente tres días más tarde, el veintiséis de septiembre. Delante de la pequeña multitud, extrañamente variopinta, que se reunió para este acto, llegada en parte de lejos —excepto Becker, Kilzer y yo, no se hallaba allí nadie más cercano entre ella— habló el reverendo Dr. Basse en el espíritu de la Iglesia evangélica, y a continuación yo dije lo siguiente: «El féretro de este hombre singular que vivió entre nosotros a lo largo de toda una generación humana y que, igualmente fue también un extranjero entre nosotros, provoca sentimientos singulares. A nadie de cuantos aquí estamos lo unen con él los íntimos lazos de la sangre; así como vivió, en soledad, también en soledad ha muerto. Y, sin embargo, algo nos dice de este cadáver que ha encontrado una compensación por su soledad. Vemos tanto a amigos como a enemigos viajar tan despojados hacia la noche de la muerte; así se abren nuestros ojos para una dicha que ahí tiene que permanecer, y todo otro sentimiento calla ante la abrasadora sed de la fuente de la vida. Este deseo lacerante del conocimiento de lo eterno, que raramente y sólo de manera pasajera, como en un sueño, se apodera de la mayoría de las personas en presencia de la muerte, fue para él un inseparable compañero durante todos sus días. Un verdadero amante de la verdad que se tomó la vida en serio; desde su juventud en adelante, arremetió con ímpetu allá donde veía engaño y apariencia sin tener en cuenta el peligro de romper sus relaciones con todas las demás personas. Este hombre profundo, cabal, el cual también tenía un corazón que le latía en el pecho, ¿acaso no pasó su vida entera humillado, cual niño que se acalora en el juego, solitario e incomprendido, sólo fiel a sí mismo? Nacido y educado en libertad, no deformaron su genio las cargas del mundo. Siempre se consideró dichoso por ese gran favor de su destino, sólo dispuesto a ganárselo y siempre preparado para renunciar a hacer todo cuanto suele alegrar el corazón de los hombres en vista de su sublime oficio. Mucho tiempo permaneció oculta su meta terrenal; la corona de laurel que ahora rodea su frente sólo se le otorgó ya muy avanzada la noche; pero, firme como una roca, arraigó en su alma la fe en su destino. Durante los largos años de inmerecido ocultamiento no desvió un solo pie de su intrincado y solitario camino y encaneció sonriendo ante la difícil amada que él había escogido, teniendo presente este dicho del libro de Esdras 195 (lema de la nueva edición de su Ética, que ya no pudo ver en vida): «Grande es la fuerza de la verdad y triunfará». Aquellos de nosotros que disfrutaron de la dicha de haber estado cerca de este hombre extraordinario, me refiero a ese tiempo en que ningún periódico hablaba de él y cuando el «loco» en medio de nosotros aún no había ascendido a la categoría de «el sabio de Fráncfort», se acordarán en este lugar sagrado de la unión de una mirada aguda de vidente, a la que jamás confundió lo que no era esencial en los fenómenos, con aquel —¿cómo debo decirlo?— desvalimiento infantil en el obrar con esos mismos fenómenos, esa torpeza propia del genio a ojos del mundo; recordarán esa maravillosa unión expresada en los rasgos finos y vivaces de su rostro, en aquellos ojos brillantes, constantemente animados por el fulgor de las ideas. Que esa imagen que guardamos de él permanezca siempre entre nosotros sin desfigurar por causa del falso elogio y la falsa crítica que se aferran a los cantiles de la fama. ¡Nunca será olvidado! Lo garantiza que nunca anduviera el camino de los efímeros que todo lo ponen en ganancias pasajeras, sino que puso su mérito al servicio de la verdad misma. Igual que muchas escorias del error salen también del oro del conocimiento, así lo hizo él sacándolas a la luz en una larga vida consagrada enteramente al servicio de la ciencia. Hay dos pilares maestros de su doctrina que están llamados a permanecer incluso cuando ya ni siquiera sea posible hallar rastro de esta tumba que hoy nosotros inauguramos aquí. Todo lo bueno no suele ponerse de moda porque la esencia de ésta es el cambio; callada y lentamente, pero de manera imparable, suele abrirse paso lo bueno, como la naturaleza. Las enseñanzas de nuestro amigo, lo mismo que el corte de su levita, fueron algo que estaba completamente fuera de la moda, y —sin tener en cuenta algunos tonos de trombón bienintencionados pero mal empleados— así lo seguirá estando. Un punto de vista enteramente superable para nuestros filósofos de farmacia y eclécticos modernos, el

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idealismo, constituye el fundamento de dichas enseñanzas. ¡No respira ningún espíritu dentro de quien tuvo al fósforo por padre! En un tiempo en el que, medido por el éxito de las fuerzas humanas en lo externo de la vida, es usurpado con mano torpe el viejo derecho adquirido tras mil años, el fundamento de nuestra existencia espiritual, en un tiempo así aparece su, por lo demás, valiente visión idealista fundamental —la cual pertenece a los más genuinos misterios de la filosofía— como el más poderoso antídoto contra el ácido corrosivo del materialismo. Pero él fue más que idealista. Su principio espiritual no fue un esquema de pensamiento vacío. Él provenía de la escuela de Platón y Kant. De ahí su espléndida profundidad ética. A su aguda mirada no se le escapó la situación de la bajeza, de la corrupción en la que vivimos. Reducir las penas del mundo y la banalidad de la existencia terrenal a su verdadero origen, la perversa voluntad, y encontrar el último propósito de las cosas definitivamente en la moral ennobleció su enseñanza hasta esa sublime misión a la que se dedicaron los más selectos pensadores de la ciencia más elevada. Sí, si hemos de ser completamente justos con este hombre singular, tenemos que reconocer que él fue el primero que elevó la ética a la metafísica y la moral al absoluto: en tanto que comprendió la voluntad, dio una solución sencilla, puramente moral, a los intrincados misterios del mundo al identificar el acto moral de la voluntad con la esencia más íntima del mundo. Sin embargo, la pregunta sobre la forma de la existencia de esa cosa en sí, fuera de toda encarnación corporal, la rechazó decididamente por ilícita y negó para ella también la forma de la conciencia humana, ésta que a los intereses de los filósofos principiantes les parece tan indispensable que incluso estando él en el séptimo cielo habrá de echarla de menos no sin un fuerte disgusto. Una enseñanza semejante, lo mismo teórica que práctica, dirigida a la negación de los sentidos, bien puede el Estado dejarla correr confiado, así que a nadie extrañará que no se prohíban los libros ateos de Schopenhauer. El orden moral de las cosas, derecho y ley en nosotros, en forma de una autoridad fuerte más allá de las pasiones de la masa, eso era para él lo único consolador y significativo en las relaciones humanas, a cuyo natural egoísmo en todas sus variantes le atribuía lo peor. A esta clase de moralidad rindió testimonio todavía su última voluntad por medio de la cual ha hecho herederos a aquellos compatriotas prusianos que quedaron inválidos en la lucha contra los revolucionarios de nuestros días. A pesar de toda esta intransigencia de su juicio y de su manera de pensar, a despecho de toda esa grosería en la manera de expresarse, latía en su pecho un corazón infinitamente sensible y, desde luego, también ilimitadamente tierno. La mirada llana del hombre común sólo veía en él al misántropo, pero igual que tenía en muy baja estima a los seres humanos, también sentía con ellos y estaba lleno de piedad. En su juventud estuvo muy cerca de caer en la tentación de formar un hogar; no cayó en ella y vivió solitario; agradecido, reconoció que su buena estrella no lo hubiera hecho más rico de lo que era preciso para su subsistencia, para que pudiera vivir libre de preocupaciones. Y, de todas formas, sí que ha fundado una casa en la que tiene cabida toda la humanidad: el edificio valiente, artísticamente esplendoroso, de sus profundos pensamientos, en cuyo oscuro fondo —según la bella metáfora que usó Jean Paul refiriéndose a él— no brilla la luz diurna terrenal, sino la lejana luz de las estrellas ultraterrenales. ¡Que la tierra le sea leve! ¡Descansen en paz sus restos!».

Una lápida lisa, rodeada de verde siempreviva, de granito negro de Bélgica cubre su lugar de descanso. Pero el epitafio se desvía llamativamente de la costumbre inglesa que hasta entonces él había secundado. Y es que en las tumbas inglesas hallamos necrológicas enteras, incluso con citas de artículos periodísticos grabadas en el mármol; en su caso sólo esto: Arthur Schopenhauer, «nada más, ninguna fecha, ni siquiera el año, nada en absoluto, ni una sílaba». Y cuando le pregunté que dónde quería descansar me dijo: «Es indiferente, ya me encontrarán».

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Notas 190. El escritor británico de origen judío Isaac Disraeli (1766-1848) —padre del primer ministro del Reino Unido Benjamin Disraeli—. El libro mencionado, su obra más célebre, se publicó en Londres, primero en cuatro volúmenes, entre 1791 y 1823; en 1924 apareció en un solo volumen. 191. Franz Xaver von Baader (1765-1841). Filósofo católico y teólogo. Fue conocido por sus tratados breves sobre místicos y pensadores católicos, por ejemplo, del que se trata aquí, un breve escrito sobre el marqués Louis Claude de Saint-Martin (1743-1803) —autodenominado «El filósofo desconocido»—, teósofo y estudioso francés de la mística judeocristiana. 192. Jakob Böhme (1575-1624). Nacido en Silesia, de origen muy humilde, sus escritos teosófico-místicos tuvieron gran influencia en Alemania en tanto que vínculo entre el maestro Eckhart y Nicolás de Cusa, por una parte, y Georg Wilhelm Friedrich Hegel y Friedrich Schelling, por otra. Schopenhauer contaba a Böhme entre sus «espíritus afines». 193. N. del A. Cf. Franz von Baader, Sämtliche Werke [Obras completas], t. III, p. 366. 194. Véase Conversaciones con Arthur Schopenhauer, op. cit., pp. 323-324. 195. Del libro apócrifo de Esdras, Vulgata, I., III, LXX, 4, 41.

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El padre de Schopenhauer, Heinrich Floris (1747-1805).

Johanna Schopenhauer a la edad de 18 años.

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Arthur Schopenhauer niño, hacia 1802.

Fotografía, 1855.

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Xilografía según fotografía de Carl Mylius, 1858.

Daguerrotipo, 4 de junio de 1853.

Daguerrotipo, 18 de mayo de 1855.

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Acuarela de Rudolf Michael Gwinner. Hacia 1855.

Dibujo a lápiz de Wilhelm Busch. Quizá 1870.

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Index Título Créditos PREFACIO

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Esta traducción Bibliografía selecta

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PRÓLOGO Arthur Schopenhauer presentado desde el trato personal I. Cómo creció II. Cómo maduró III. Qué aspecto tenía IV. Cómo hablaba V. Lo que hizo VI. Quién fue VII. Lo que enseñó VIII. Cómo vivió IX. Cómo terminó

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