Arias S. Así Es Muy Dificil Parir
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Descripción: narrativa crónica...
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A
comienzos de 1998 estaba yo encerrado en una cabina telefónica en Vistahermosa, Meta, uno de los municipios desmilitarizados entre 1999 y 2002 para desarrollar un proceso de paz que a la larga resultó frustrado. Llevaba más de media hora en el teléfono y una hora en el pueblo. Pronto iba a anochecer. Al otro lado de la línea, Pacha, mi novia, me hacía reclamos furiosos mientras yo mantenía mi mentirosa defensa frente a una acusación de infidelidad. Me había graduado como médico hacía casi dos años y en los últimos cinco meses había estado recorriendo varios municipios del departamento del Meta —Puerto Gaitán, Mesetas, Lejanías, San Juan de Arama y Puerto Lleras— como médico de una pequeña empresa de salud llamada Existir ips, que prestaba servicios médicos a los campesinos e indígenas de las áreas rurales del Meta, Guaviare y Vaupés. Sobre toda el área se cernía la amenaza constante de encuentros con la guerrilla o con los paramilitares, pero nunca nos había sucedido nada grave hasta la semana anterior, cuando en una vereda de Mesetas las Farc nos robaron el carro en el que viajábamos. En esa ocasión alcanzamos a sentir el temor de ser secuestrados. Desde entonces los recorridos los hacíamos en flota, y en cada pueblo al que llegábamos alquilábamos transporte para poder llegar al área rural. Afuera de la cabina telefónica Alberto, el chofer sin carro de la empresa, aleteaba con los brazos; parecía querer decirme algo, pero imaginé que sería una tontería, hasta que la mujer que atendía el local de Telecom empezó a llorar. Colgué y salí de la cabina. —¿Qué pasa? —le pregunté a Alberto. —Por fin salió, médico. ¡La guerrilla se metió al pueblo! —me dijo. —¿Por qué no me avisó? —Yo le hice así, pero usted no me hizo caso —me respondió repitiendo el mismo aleteo de unos minutos antes. Alberto era obeso, tenía más o menos 25 años, bigote escaso y la piel amarillenta que caracteriza a los llaneros. Hablaba con un acento femenino muy marcado. Era hijo de una familia acomodada de San Juan de Arama. Mientras sus hermanos estudiaban una carrera universitaria en Bogotá, Alberto decidió recorrer las carreteras de los Llanos. Durante esos meses que estuve con él aprendí que su curiosidad y torpeza eran ilimitadas, pero que a pesar de sus muchas impertinencias y los ocasionales disgustos que me causaba tenía una gran habilidad para conducir por las difíciles trochas del Meta y para relacionarse con la gente. [ 67 ]
Pagué la llamada y salimos del local. Al hotel no podíamos regresar porque quedaba en la misma cuadra de la estación de policía. Decidimos entonces irnos para el hospital, que quedaba en el extremo opuesto del pueblo. Las calles ya estaban desocupadas. Apenas se veían algunos rostros pegados a las ventanas o en los portales de las casas. Mientras Alberto y yo caminábamos apurando el paso, pero sin correr, pasaban camiones llenos de guerrilleros en dirección a la estación de policía. En el hospital ya conocían al chofer (¿dónde no?). Preguntamos por el director. Al poco tiempo salió de una oficina un hombre moreno, alto y robusto. —Mucho gusto, David Manotas —me dijo con acento costeño mientras me ofrecía su mano—. Lo saludo y lo despido. Quedan en su casa. No alcancé a decirle mi nombre. Cruzó la calle y entró en la casa donde vivían los médicos del hospital. Manotas fue el último del personal asistencial que pudo salir del hospital. Afuera sonaron los primeros tiros esporádicos,
Afuera la tormenta de metralla y explosiones arreciaba. Adentro, el hospital era un completo caos. Nunca se diseñó un plan de emergencias y desastres. Nadie sabía qué hacer. Decían que antes hubo incursiones pequeñas y esporádicas de la guerrilla, pero que nunca habían visto llegar tantos guerrilleros como esa tarde. Una enfermera lloraba sin parar porque nadie respondía el teléfono de su casa y no encontraba a sus hijos. Alberto se quedó charlando con los empleados del hospital, las médicas se fueron a valorar a la única paciente que tenían hospitalizada, yo me senté en una pequeña sala de descanso destinada al personal asistencial y prendí el televisor. A medida que pasaban los minutos se incrementaban los disparos y las explosiones. A pesar de que cada explosión me hacía brincar del susto, el hecho de estar dentro del hospital me brindaba seguridad. En el único canal que tenía señal, Jorge Barón le daba la patadita de la buena suerte a algún grupo de música norteña. Alrededor de las diez de la noche llegaron los primeros heridos: un par de guerrilleros que no tenían más de 20 años. La mujer que los acompañaba era la Afuera la tormenta de metralla y explosiones arreciaba. Adentro, enfermera del grupo. el hospital era un completo caos. Nunca se diseñó un plan de emer- Vestía como todos un gencias. Nadie sabía qué hacer. >>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>> uniforme camuflado, botas pantaneras nepocos minutos después fueron ráfagas de metralla alternadas gras, llevaba el cabello suelto debajo de una gorra camuflada con explosiones de distinta intensidad. Aunque las puertas del también y un morral de campaña. Se diferenciaba de los demás centro de atención siempre se mantuvieron abiertas, nadie se en que no llevaba armas, y por la cantidad de joyas que tenía: atrevía a entrar ni a salir. cadenas y pulseras de distinta forma y tamaño, todas de oro, Una enfermera amiga de Alberto nos entregó un par de ca- unas uñas largas y pintadas de rojo y un maquillaje intenso en misetas para que nos quitáramos la camisa y el chaleco de Exis- su atractivo rostro. tir, que tenían grandes distintivos al frente y en la espalda. Por fortuna los heridos sólo tenían unos pocos rasguños —Como la gente ya los distingue como médicos, de pronto producidos por el roce de algunas esquirlas. Entre las dos mése los llevan —nos dijo. dicas y yo los atendimos. También nos presentó a las dos médicas que quedaban de Mientras les hacíamos las curaciones, la enfermera de la turno. Ambas eran barranquilleras, estaban prestando el ser- guerrilla se aproximó a uno de los muchachos heridos, le acervicio social obligatorio y llevaban menos de una semana en el có el rostro al suyo lo suficiente para que él pudiera percibir hospital. con intensidad su fuerte perfume, le acarició el cabello con las —Maldita la hora en que me dio por venirme a este pueblo manos y le dijo: de mierda —dijo Catherine, una de ellas. —No te preocupes, mi amor, todo va a salir bien. Apenas —Tranquila amiga que todo va a salir bien —le dijo Eveth, salgas de aquí, te subimos a la camioneta y te sacamos del puela otra médica—. Es que llevamos muy poco tiempo aquí y blo. No te afanes por nada —y le dio un beso en la frente. estamos hasta ahora adaptándonos. Además, en Barranquilla Dos guerrilleros ingresaron sin afán a la sala de urgencias, nunca vivimos algo así —me dijo. charlando y riendo. Al verlos la enfermera les gritó: —Tranquilas que por lo general con las instituciones de sa—¡Estos hijueputas sí son inútiles! ¡Muevan el culo y trailud no se meten —les dije. gan el malparido sulfaplata! Ya saben, el del empaque negro, —¿Por lo general? —preguntó Catherine. que es el bueno, porque el blanco es una mierda. ¡Pero mué—Por lo general —dije yo alzando los hombros y a sabien- vanse güevones que es para ya! das de que también era la primera vez que estaba en medio de La sonrisa de los guerrilleros desapareció y salieron de inuna toma guerrillera—. Yo no soy médico aquí, pero si llegan mediato a cumplir la orden. Ella se acercó al otro herido y repia necesitar algo, me cuentan. tió la misma escena que con el anterior: [ 68 ]
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© zoe selsky • ap photo
Estaba quitándome los guantes cuando apareció la otra médica. —¿Doctor Samuel, me puede ayudar a valorar una parturienta que tenemos hospitalizada? —me preguntó con tono de angustia. —Claro que sí —le respondí con una sonrisa. A pesar de no trabajar allí y de la tensión de la situación, me sentía bien, me creía un protagonista de M.a.s.h., la película gringa. Por andar metido en las veredas, hacía varios meses >>>>>>>>>>>>>> Los ataques de las farc a poblaciones se incrementaron durante los diálogos de paz. no recibía esa placentera y mórbida dosis de adrenali—Mi corazón, ¿cómo estás? Ya pronto te vas a sentir mejor. na que produce el trabajo en urgencias. Apenas las doctoras terminen de atenderte te vas de aquí a desEra el primer embarazo de Gladis, una joven campesina de cansar al campamento —le dijo, y lo besó en la frente. 17 años, la única paciente hospitalizada en esa noche desaforEn ese instante aparecieron dos hombres que llevaban a un tunada. Las médicas me contaron la historia clínica, luego me herido en una camilla de lona. acerqué a examinarla y hablamos un rato entre los intervalos —¡A ti qué te pasó, mi amor! —gritó la enfermera guerri- de sus contracciones. Me contó que sentía que no podía, que la llera cuando lo vio con la camisa teñida de oscuro por la sangre preocupación no la dejaba tranquila. Había llegado por la maque le salía del abdomen—. ¡Pónganlo en esa camilla y desnú- ñana y su esposo debería haber llegado de la vereda por la tarde, denlo, inútiles de mierda! —les gritó a los que lo traían. pero nunca apareció. Catherine, una de las barranquilleras, lo recibió, pero quedó El ruido de la batalla y el soso sonido del avión fantasma sopasmada ante el hombre desnudo y cubierto en sangre. Miraba brevolando el pueblo empeoraban su angustia. Desde su cama, a la enfermera de la guerrilla, me miraba a mí y no decía ni a través de la ventana de la habitación, se podían ver las chispas hacía nada. Tenía los ojos cargados de lágrimas y le temblaban doradas que producían las balas disparadas desde la nave cuanlas manos. do impactaban el suelo. —Yo lo atiendo —dije. —Así es muy difícil parir, doctor —me dijo llorando. Las heridas eran de esquirlas de granada. Una le había afec—Sí, Gladis, tienes razón, pero debes intentarlo. Ya te faltado la piel del tórax y sangraba bastante; otra había roto el ta muy poco. Intenta concentrarte y puja sólo cuando tengas abdomen. Sin embargo, no tenía signos clínicos que indicaran las contracciones, como ya te indiqué —le dije tomándole una la necesidad de una cirugía inminente. mano. —De todas formas las heridas de arma de fuego que peLes di instrucciones a las médicas de controlar estrictamennetran en el abdomen, así el paciente esté muy bien, deben ser te la fetocardia y la frecuencia e intensidad de las contracciooperadas —les dije. Catherine sólo asentía con la cabeza y no nes, y me fui para la sala de descanso. En la televisión estaban decía nada. pasando ahora 20/20, un programa de chismes de farándula. —¡Ya escucharon, maricones, avisen para que manden una Después de media hora aparecieron las dos colegas. Gladis camioneta a recoger a este man y lo lleven a operar! —la enfer- nada que paría. Cuando entré a su pieza me miró con dolor mera guerrillera les gritó a los hombres que lo transportaron. mientras lloraba: A los pocos minutos llegó la camioneta y se fueron todos. —¡¡No puedo, no puedo, doctor!! Mientras tanto, yo pensaba en lo que estaba pasando afuera La examiné de nuevo. Habían pasado 45 minutos y el bebé del hospital. No llegaban más heridos, pero la intensidad y la no bajaba. Ya era un parto prolongado y la única opción era una frecuencia de los disparos y las explosiones no mermaban. Al cesárea. Mandamos llamar a Manotas, el director del hospital. concierto ahora se sumaba el pertinaz zumbido del avión fanAfuera la batalla no cesaba. Por momentos parecía que el tasma de la Fuerza Aérea. avión fantasma fuera a caer sobre el hospital, con ese abru[ 70 ]
mador ruido que hace al sobrevolar las zonas de combate. El —me dijo con el ánimo de un niño que invita a su padre al tartamudeo de las ametralladoras se escuchaba retumbar en el parque de diversiones. cielo. Gladis tenía toda la razón: así era muy difícil parir. En Como nosotros, la gente salía poco a poco de sus casas con ese instante me pasmé también. Hasta ahí llegó mi improvisa- temor. A medida que nos acercábamos al hotel y a la estación de do heroísmo. policía, el número de vainas desperdigadas en la calle aumenCuando llegó Manotas, la examinó también y decidió po- taba, y se veían parches de sangre aquí y allá. Según Alberto, nerle un goteo de oxitocina para reforzar el trabajo de parto. que ya había recorrido todo el pueblo, un vecino encontró en el Aunque no estaba de acuerdo guardé silencio, pues el hospi- suelo la mano completa de un guerrillero. tal y la paciente eran de ellos. Rápidamente Gladis entró en La estación de policía estaba destruida; sin embargo, sólo polisistolia, sus contracciones eran demasiado seguidas, lo que uno de los catorce patrulleros perdió la vida. La gente en la calle ponía en riesgo la vida del bebé. contaba que a las Farc les había ido muy mal. Especulaban que Necesitábamos hablar con la guerrilla para que le permitie- habían muerto treinta de los varios cientos de guerrilleros que ra a la ambulancia salir del pueblo y llevar a Gladis a Granada entraron en Vistahermosa. En las semanas siguientes, cuando para la cesárea. salí a las veredas, la cifra fue creciendo y algunos campesinos Al frente del hospital la enfermera guerrillera dormía en contaban que fueron más de cien los muertos que la guerrilla una banca. Tenía como almohada el morral y abrazaba un pe- sacó del pueblo en varios camiones hacia las veredas. ludo oso de peluche. La cobertura de la prensa fue muy pobre: por esos días las Manotas se le acercó y la despertó. Ella se sentó. Charlaron un Farc habían secuestrado a varios ornitólogos americanos en la rato. Ella habló por el radio y movió negativamente la cabeza. vía a los Llanos Orientales, y el interés del país estaba centrado Él contrajo el rostro y se despidió. Detrás de la puerta del hos- en esa noticia. Una pequeña nota de prensa en el margen inpital estábamos las dos médicas y yo espiando la conversación. ferior derecho de la página 6a de El Espectador mencionó que Manotas se nos acercó, se rascó la cabeza y nos dijo: fueron más de trescientos los guerrilleros y que sólo tuvieron —¡Mierda, tocó operá! cuatro bajas. La pequeña sala de cirugía tenía apenas los equipos esenClavado sobre un muro derribado de la estación de policía ciales. Ninguno de los cuatro médicos que estábamos allí había había un tractor cubierto con gruesas láminas metálicas y aguhecho una cesárea solo, siempre como ayudantes de un médico jeros diseñados para disparar desde el interior. En su parte suobstetra. Decidimos que como yo no hacía parte del personal perior colgaban los cadáveres de dos guerrilleros. del hospital, Manotas y Eveth harían la cirugía. Catherine y yo —Ése es el tanque de guerra, médico. ¿Qué le parece? —me nos encargaríamos del recién nacido. preguntó Alberto. —Le dije doctor que yo no podía —me alcanzó a decir GlaNo respondí nada. Supongo que el tanque era parte de la dis cuando la estaban pasando en la camilla a la sala de cirugía. exploración de armas no convencionales que por esa época esFue un niño y pesó cuatro mil gramos. No tuvo complica taban haciendo las Farc. A partir de ese año borraron pueblos ciones. Gladis había sangrado mucho, pero Cuando estaba comenzando a conciliar el sueño una gran explofueron más el miedo y sión que hizo vibrar todo el pueblo me levantó. La guerrilla acabala tensión constantes que lo difícil del pro- ba de volar la caja fuerte de la Caja Agraria. >>>>>>>>>>>>>>> cedimiento. En la madrugada la intensidad del combate parecía haber completos usando pipetas de gas rellenas de explosivos, y luego disminuido. Los tiros eran esporádicos. las usarían en otro tipo de ataques. David Manotas se fue a la casa médica. Yo me acosté a desA las pocas horas llegaron por la carretera principal más cansar en una colchoneta en una oficina. Cuando estaba co- de un centenar de soldados del ejército. En los días siguientes menzando a conciliar el sueño una gran explosión que hizo vi- se presentaron algunas escaramuzas en las cercanías del puebrar todo el pueblo me levantó. Salí de la oficina y en el pasillo blo. El área urbana permaneció militarizada durante más de estaba todo el personal de turno. La guerrilla acababa de volar dos semanas, pero poco a poco la tropa fue desapareciendo. El la caja fuerte de la Caja Agraria. Después de esto se escucha- plan que teníamos para trabajar esos días en las veredas quedó ban ya pocos tiros y el ir y venir ocasional del avión fantasma. cancelado. m Esa madrugada dormí a ratos un par de horas apenas. Al amanecer me despertó Alberto. Samuel Andrés Arias. Médico epidemiólogo y escritor co—Médico, médico, ya amaneció, ya se fueron. Ya podemos lombiano. Actualmente trabaja como docente en la Universisalir. Lo invito a que vea el primer tanque de guerra de las Farc dad de Antioquia. [ 71 ]
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