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February 5, 2017 | Author: Ardanaz14 | Category: N/A
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Razón y sentido del arte cristiano

Juan de Plazaola Artola Cuadernos de Teología Deusto Núm. 18

Universidad de Deusto •





Facultad de Teología

































Cuadernos de Teología Deusto

Cuadernos de Teología Deusto Núm. 18 Razón y sentido del arte cristiano Juan de Plazaola Artola, S.J.

Bilbao Universidad de Deusto 1998

Los Cuadernos de Teología Deusto pretenden tratar con rigor y de una manera accesible a un público amplio, temas candentes de la teología actual. La serie está promovida por la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto, pero cada número se debe a la responsabilidad y libertad de su autor. Estos cuadernos son flexibles y abiertos a una problemática muy amplia, pero tienen una especial preocupación por hacer presente la reflexión cristiana en lo más palpitante de la vida eclesial y social de nuestro tiempo.

Consejo de Dirección: José María Abrego Rafael Aguirre Carmen Bernabé

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación, o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

Publicación impresa en papel ecológico © Universidad de Deusto Apartado 1 - 48080 Bilbao I.S.B.N.: 978-84-9830-922-5

Indice Reflexiones sobre el patrimonio histórico-artístico de la Iglesia Juan Plazaola Artola, S.J. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cuadernos de Teología Deusto, núm. 18

© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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Etica periodística. Aproximaciones a la ética de la información por Xabier Etxeberria*

Autor Juan Plazaola: Nació en San Sebastián. Doctor en Letras y en Filosofía por las Universidades de París y la Universidad Complutense (Madrid) respectivamente. Fue Vice-Canciller de la Universidad de Deusto (1979-1985). Es académico de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría (Sevilla). Actualmente es Presidente del Instituto «Ignacio de Loyola» de la Universidad de Deusto. Fundador de las revistas Reseña y Mundaiz y colaborador de otras muchas. Entre sus innumerables libros se pueden citar: El arte sacro actual. Teoría. Panorama. Documentos (Madrid, 1965). Historia y sentido del arte cristiano (Madrid, 1996). La Iglesia y el arte (Milán. En prensa).

© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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Reflexiones sobre el patrimonio histórico-artístico de la Iglesia por Juan Plazaola Artola, S.J.

Los historiadores del arte suelen reconocer que la historia del Arte Cristiano en Occidente hasta el siglo XVIII casi se identifica con la simple «Historia del Arte». Esta constatación ha inducido justamente en muchos estudiosos la convicción de que existe una especie de coherencia natural, de armoniosa afinidad entre la Iglesia Cristiana y el Arte. En contraste con otras religiones monoteístas, como el Judaísmo o el Islam, a las que su fundamental y exclusivo sentido de la trascendencia divina las ha llevado a la prevención contra el arte y aun al abandono, al menos del arte iconográfico, el Evangelio de Jesús, en el que se funden inmanencia y trascendencia, divinidad y encarnación, ha sido propicio a la creación artística. La arquitectura cristiana nació, como veremos, si no por exigencia esencial del culto cristiano, sí por razones de gran utilidad y conveniencia. Igualmente, el arte figurativo cristiano, el arte del icono, nació también espontáneamente por imperativos de orden catequético, afectivo, devocional y litúrgico. De ahí que quienes hoy intentan orientar religiosa y pastoralmente la contemplación e interpretación de lo que se denomina patrimonio histórico-artístico de la Iglesia Católica no hacen más que reconocer el respeto que merecen tales obras por sí mismas, e intentar justamente revitalizarlas a la luz del pensamiento y el corazón de aquellos que las crearon. Esta actitud que desde el punto de vista de los hombres de Iglesia puede llamarse «pastoral», «catequizadora», «proselitista» o como se quiera, responde perfectamente a lo que un gran investigador de la Historia del Arte, el austríaco Alois Riegl, recomendaba a principios de este siglo a todo historiador del arte. Hacer auténtica historia del arte es penetrar en la «voluntad artística» (kunswollen) de los artistas de cada época. Nada más equivocado que querer atribuir a los maestros © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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del pasado nuestras «intenciones», y nada más extraño a la verdad histórica de una iconografía transida de espíritu religioso, que el querer hacer de ellas (como pretendía André Malraux) un «museo imaginario», una colección de fantasmas estéticos, desprovistos de carácter religioso y de la significación trascendente que tuvieron en su propia génesis. 1. Algunas cuestiones fundamentales 1.1. Una cuestión filosófica: Arte y trascendencia Lo primero que debería conocer y sentir quien pretenda acercarse al verdadero sentido del arte cristiano es la dimensión cuasi-religiosa del arte. «La función del arte —decía Pío XII— es la de romper el estrecho recinto en que se siente encerrado el hombre, y abrir a su anhelante espíritu una ventana hacia el Infinito»1. Antes de pensar en el mensaje del arte cristiano habría que pensar en «el mensaje cristiano del arte». Muchos artistas, aun de los no creyentes, reconocen el parentesco natural entre el Arte y la Religión. Las dos son tentativas humanas para expresar cosas invisibles. «Todo gran arte es oración» (Ruskin). «Arte y Religión son los dos caminos por los que el hombre escapa de la circunstancia hacia el éxtasis» (Clive Bell). «El arte es religioso de tal manera que cuando quieres explicarlo, sólo te vienen a la boca palabras de grandes santos» (Georges Desvallières). Podríamos multiplicar testimonios de esta especie, manifestados por personas con sensibilidad estética que ni siquiera son adeptos de ninguna religión. Algunos filósofos del arte han hablado justamente de la «escatología del arte». Al menos, vistos desde la fe, los instantes privilegiados que provoca la contemplación artística constituyen como una prenda, un anticipo de la felicidad esperada. El gran Arte es un splendor veritatis; por sí mismo no da certidumbres, pero es un anticipo, un precursor, un anunciador. Sólo el que tiene fe sabe leer en él perfectamente. Suscita una divina nostalgia, y parece anunciar una felicidad última. En el goce estético hay también una añoranza, un dolor que se transfigura cuando se conserva la esperanza de una restitución definitiva. Está claro que la complicidad esencial entre el Arte y la Religión se hace aún más estrecha cuando se trata de la religión cristiana. 1 Discurso a los expositores de la VI Cuatrienal Romana (8-IV-1952). «Ecclesia» 1952, I, 425.

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Pero esta conciencia de la afinidad entre Arte y Religión, y entre Arte y Cristianismo, no debe ocultarnos la ambigüedad del Arte y del universo estético. Una ambigüedad que se percibe en esa especie de pantalla con la que el arte puede impedir la verdadera visión. Para algunos, la percepción de la belleza sensible distrae de Dios y de lo más profundamente espiritual y trascendente. «Imposible orar —dicen algunos— en la catedral de Chartres o de León... y ante el Cristo de Velázquez o incluso ante el Devoto Cristo de Perpignan». ¿Se podría pensar que en ciertas artes, dotadas de una menor pesadumbre material como la música, no puede ocurrir eso? Y, sin embargo, ahí tenemos a San Agustín que (él mismo lo confiesa) lloraba oyendo el canto litúrgico, y luego, al recordar su llanto, pensaba que aquellas lágrimas no eran verdaderamente cristianas. «Cun mihi accidit ut me amplius cantus quam res quae canitur moveat, poenaliter me peccare confiteor et tunc mallem non audire cantantem». Y así, perplejo, como él dice, entre la pura delectación (periculum voluptatis) y la utilidad espiritual (experimentum salubritatis), no se atrevía a zanjar la cuestión reprobando el arte y la música en las iglesias2. Yo pienso que a Agustín, recién converso, sólo unos residuos de neoplatonismo podían hacerle sentirse culpable por el deleite que sentía ante la belleza del canto. Nosotros le hubiéramos dicho que aquellas lágrimas eran algo divino, un reclamo de quien es la Fuente de toda belleza, que le invitaba a fundir en un solo torrente de gozo las lágrimas de la emoción estética y de la emoción religiosa. 1.2. Una cuestión histórica: Los orígenes del arte cristiano Vengamos a los hechos históricos: Al nacimiento de la arquitectura y de la iconografía cristianas. Cuando Jesús, citando a Isaías (56, 7), dijo: «Mi casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos» (Mt 21, 13), anunciaba la destrucción del templo de Jerusalén y su sustitución por otro templo no hecho por mano de hombres (Mc 14, 58), pensaba en la acción de Dios edificando la Iglesia, pensaba en su Cuerpo físico que había de resucitar a los tres días, y más especialmente en su Cuerpo Místico, la Iglesia, dentro de la cual había de darse al Padre un culto «en espíritu y en verdad». No hay, pues, continuidad directa entre el templo de Jerusalén y la Iglesia cristiana. «Dios no habita en templos fabricados por mano de 2

Confes. X, 33.

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hombres» predicó Esteban a los judíos que le habían de lapidar acusándolo de impiedad (Act.7,46); y lo mismo había de repetir Pablo en el Areópago ateniense (Act 17, 24). «No tenemos templos ni altares», decían con toda propiedad los Padres Apologetas de los dos primeros siglos. A despecho de la gran veneración con que se miraba al templo en el Antiguo Testamento, Cristo inaugura un nuevo culto. Dentro de esa nueva perspectiva, los primeros cristianos provenientes de comunidades judías, hacían sus oraciones, cantos y lecturas en la sinagoga, mientras que la Eucaristía, nuestra liturgia sacrificial, como nos consta por las cartas de Pablo y los Hechos de los Apóstoles (Rom 16, 5; 1 Cor 16, 19; Fil 2; Act 20, 8), se celebraba como un convite en las casas particulares en torno a la mesa familiar, conforme al ejemplo de Cristo en el Cenáculo. Más tarde se reunieron ambas prácticas en una liturgia común. Lo mismo puede decirse de los cristianos provenientes de la gentilidad. En Roma, los nombres de las iglesias presbiterales de que habla el Liber Pontificalis indican con claridad que, primitivamente, la «fracción del pan» se celebraba en residencias de patricios romanos: «Titulus Vestinae», «Titulus Praxedis», «Titulus Panmachii», etc. Sólo más tarde, por razones prácticas, las «domus ecclesiae» fueron sustituidas por basílicas y amplias construcciones expresamente destinadas al culto. Por tanto, si uno quiere formarse una idea exacta de cómo debe conformarse o estructurarse un espacio destinado a la liturgia cristiana, debe empezar por desprenderse de la idea de templo. Así lo sentían los primeros cristianos, como manifiesta un testimonio del siglo III: «Cualquier lugar, el campo, el desierto, un navío, un establo, una cárcel, nos servía como templo para celebrar la asamblea sagrada»3. En contraste con la idea generalizada de templo cristiano, es suficientemente significativo el nombre de ecclesia, que significa asamblea. Estudiando el origen de las iglesias más antiguas, Louis Bouyer afirma que «la iglesia cristiana no es más que una sinagoga evolucionada». Si a la iglesia se la puede llamar Casa de Dios, no es principalmente porque en ella se reserva el Sacramento (puesto que la conexión entre el lugar de la celebración y el Sacramento Reservado no es esencial), sino por razón de la comunidad cristiana celebrante. Cuando, a principios del siglo III, algunos empezaron a llamar al edificio material «Casa de Dios», los Santos Padres reaccionaron vigorosamente viendo el peligro de que los fieles perdieran conciencia de la 3 Texto de San Dionisio de Alejandría (m. 265), cit. por Eusebio, Hist. Eccl. VIII, 12; PG 20, 688.

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sacralidad inherente a su condición de miembros de la Iglesia. «¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» había escrito Pablo (1 Cor 3, 16-17). San Agustín tuvo que recordar a sus fieles esta verdad fundamental en el Cristianismo, oscurecida también hoy en la conciencia de muchos creyentes. En un sermón de consagración de una iglesia, no llama al edificio «Casa de Dios», sino «Casa de oración», mientras que es en la comunidad viva de los creyentes donde ve la verdadera «Casa de Dios» que —dice él— «por las pruebas y penalidades de la vida, se va tallando y construyendo en la tierra y será dedicada por la entrada en la bienaventuranza final»4. Es, pues, la comunidad la que «santifica» el edificio. Las iglesias materiales no son de institución divina, sino de institución eclesiástica. «El edificio (de derecho eclesiástico) no existe sino porque hay una comunidad que tiene necesidad (por derecho divino) de reunirse» (F. Louvel). Hace aproximadamente medio siglo, en un momento en que la arquitectura religiosa entró en crisis por razón de la emergencia de una nueva sensibilidad socio-religiosa y la aceptación casi generalizada de nuevas técnicas de construcción, hubo que recordar —y algunos lo hicimos con cierta radicalidad— que el templo material no era necesario en el Cristianismo; que lo esencial del culto cristiano era la «ecclesia», la asamblea comunitaria de los fieles y su acción memorial. Las paredes, las piedras, la decoración, etc., todo eso era accidental. Quizá ahora convenga volver a reflexionar sobre lo que ha significado no sólo para la historia de la cultura, sino también para el servicio de la fe y el desarrollo del culto, todo ese conjunto de tipos arquitectónicos que encontramos en las iglesias de la Cristiandad de Oriente y Occidente, pasando desde la «domus ecclesiae» a la basílica, luego a la abacial románica, a la catedral gótica, y al templo clásico o barroco. Cada uno de esos tipos constructivos, surgidos como respuesta a una exigencia espontánea de la sociedad cristiana y a la manera como se sentía y concebía el culto litúrgico en el curso de los siglos, cada uno con su simbolismo de «Casa de la Iglesia» o de «Aula Dei», de «ciudadela cristiana» o de «Palacio sagrado», de «tabernáculo de Dios» o de «Tienda de desterrados», constituyen para nosotros un patrimonio artístico cuyo sentido hay que conocer y apreciar. Pero, al mismo tiempo, hay que ser consciente de su carácter contingente e histórico. Nada de eso es lo profunda y verdaderamente esencial al culto cristiano, cuyo templo verdadero sigue siendo la comu-

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San Agustín, Serm. 336; PL 38, 1471.

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nidad cristiana, que debe reunirse para celebrar una acción memorial de la pasión, muerte y resurrección de su Señor. Un problema histórico semejante al de la arquitectura nos presenta el arte de los iconos. La opinión común de los especialistas de la arqueología ha sido que la primitiva Iglesia se mostró reacia, por no decir hostil, a las imágenes. Para los primeros escritores eclesiásticos, unos herederos de la tradición judaica y otros nutridos de neoplatonismo, la imaginería no tenía sentido, porque la verdadera imagen de Dios es Cristo Jesús, y también el hombre santificado por la gracia, o mejor, la congregación de los elegidos. Las primeras figuras que adornan las paredes de las catacumbas son símbolos y alegorías. Durante los tres primeros siglos, mientras el arte cristiano cementerial va enriqueciendo su repertorio iconográfico, simbólico en su mayoría, se producen reacciones iconófobas intermitentes y esporádicas, como si fueran ecos de los Apologetas del siglo II. Son casos bastante indicativos el de la carta del historiador Eusebio de Cesarea a la princesa Constancia, hermana del Emperador5, el canon iconómaco de Ilíberis, que en el siglo XVI tanto molestaba a los contrarreformistas, el ejemplo de San Epifanio de Salamis a fines del siglo IV6, destruyendo en una iglesia de Palestina un lienzo con la imagen de Jesús o de un santo, y el de Sereno, obispo de Marsella, todavía a finales del siglo VI, cuyo celo iconoclasta tuvo que enmendar el papa San Gregorio7. Henri Leclercq, en el Diccionario de Arqueología Cristiana, llega a decir que «el arte cristiano debe poco a la Iglesia (se entiende jerárquica), apenas la tolerancia, pues se introdujo en ella como un intruso y de una manera tan limitada, tan modesta, que se necesitó tiempo para darse cuenta de que existía y que quería vivir y ser reconocido. Cuando se comprendió esta ambición, era demasiado tarde para combatirla y desalentarla»8. Si no en estos términos tan radicales, el aniconismo de la primitiva piedad cristiana ha sido la tesis oficial de los arqueólogos e historiadores de la iconografía cristiana en el último siglo. Naturalmente, hoy tenemos conciencia de que la Iglesia no es sólo la Jerarquía ni los intelectuales, sino también el pueblo fiel. Y la realidad histórica es que, aun faltando el apoyo oficial y estimulante de la Jerarquía, la tendencia iconófila se fue abriendo paso en la medida en 5 6 7 8

Hist.Eccl.. PG 20, 1545. Carta a Juan de Jerusalén. Cit. en Cartas de San Jerónimo, 51; PL 22, 526-527. PL 77, 1128. DACL VII, Images, c.182.

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que los dogmas de la Encarnación y la Redención alimentaron la piedad popular. Hace algunos años, un largo estudio de una investigadora, Sister Charles Murray9 pretendió demostrar que esa tesis era errónea, al menos en cuanto afirma la hostilidad del clero cristiano primitivo al arte iconográfico, arguyendo que se había hecho demasiado hincapié en los textos escritos (sobre todo en lo que callan más que en lo que dicen) y se había descuidado la importancia que tienen ciertos datos icónicos conservados, tales como los frescos del baptisterio de Dura-Europos. Quizá la tesis de una oposición oficial de la Iglesia primitiva haya que moderarla. Pero, en todo caso, aunque se admitiera la realidad de los orígenes tempranos de la iconografía, habría que dar por excluido el culto o veneración de tales imágenes hasta bien entrado el siglo IV. Hace medio siglo, cuando empezó entre nosotros la reacción contra los excesos de una iconografía decimonónica y surgió una tendencia hacia el arte no figurativo que desnudó a muchas de nuestras iglesias, fue necesario recordar la sensibilidad del Cristianismo primitivo, reacio a la imaginería, para demostrar que una cierta austeridad icónica era perfectamente conciliable con el dogma y con la piedad, y que los vaivenes del arte imaginero han sido, en la historia, más el resultado de un estado de la sensibilidad que de una posición doctrinal. Ahora estamos un poco de vuelta de las actitudes beligerantes de aquellos años. Incluso el arte en general vuelve a posiciones más integradoras y, en las artes plásticas, parece renacer un nuevo figurativismo. Quien quiera formarse y expresar un juicio sereno y equilibrado sobre el arte religioso contemporáneo deberá ser consciente de esta problemática. Necesitará conocer la historia de los orígenes de la iconografía cristiana y los avatares que sufrió a lo largo de los siglos. Son avatares que sin duda se repetirán a diverso nivel en tiempos futuros, pues tienen su raíz en la esencia dialéctica del Cristianismo, Religión de trascendencia y de encarnación, salvadora de todos los valores del hombre, y respetuosa de las exigencias tanto de su espíritu como de su sensibilidad. Con esto estamos aludiendo a un problema que no es histórico sino teológico.

9 Art and the Early Church. «Journal of Theological Studies» 1977, pp. 303-345. V. también Le problème de l’iconophobie et les premiers siècles chrétiens, pp. 39-50; en E. BOESPFLUG y N. LOOSKY, Nicée II (787-1987). Actes du Colloque Intern. Nicée II (Paris, Collège de France). Ed. du Cerf 1987. V. mi crítica de estos ensayos y bibliografía sobre el tema en El aniconismo del primer arte cristiano. «Estudios Eclesiásticos» 1988, 3-28.

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1.3. Una cuestión de teología: Razón de ser del arte cristiano El Cristianismo heredó el espiritualismo trascendente de la religión judaica; pero, al mismo tiempo, la fe en la Encarnación del Verbo dio al testimonio de los sentidos un valor fundamental: «Felipe, quien me ve a mí ve al Padre... ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?» (Jn 14, 8-10). Cristo Jesús hace visible al Padre. Los conflictos que angustian la vida personal del cristiano se polarizan siempre en torno a esa tensión entre su sensibilidad y su razón, en torno a esa necesidad de legitimar la vida del sentido sin que el espíritu sea traicionado. La historia interna del Cristianismo es también la historia de un drama provocado por el esfuerzo constante por unificar esa complejidad, reconocida por la Iglesia en los momentos críticos. El rechazo de los derechos de la sensibilidad llevará al dualismo pesimista de los gnósticos y los maniqueos, a la mutilación personal de los fundamentalistas de todos los tiempos, a la devastación iconoclasta. Por el otro extremo, la exaltación de los valores sensibles, rescatados por un Redentor «nacido de mujer», arrastrará al esteticismo, a la superstición idolátrica y al seudomisticismo sensualista. Ese drama de la historia cristiana constituye su gloria. Otras civilizaciones no han conocido estos disturbios intestinos porque zanjaron la cuestión con el radicalismo de una doctrina demasiado humana. Ni el Judaísmo ni el Islam se interesaron por evitar los imperativos religiosos que limitaban o mutilaban el arte. Les ha faltado el amor, el amor que salva a todo el hombre con todo lo que es, les ha faltado un Salvador que ha redimido todo lo que es humano. El teólogo oriental Paul Evdokimov ha escrito lúcidamente sobre la estrecha relación entre la Palabra y la Imagen en el Cristianismo10 . La palabra de la que habló San Juan entra en la Historia y hace Historia, y llama a los hombres a actos que manifiesten visiblemente su espíritu. El tiempo se hace inseparable del espacio, y toda palabra creadora se dirige al oído y a la vista. «Os anunciamos lo que hemos contemplado y lo que nuestras manos han tocado, concerniente a la palabra de la Vida, porque la Vida se ha manifestado y nosotros la hemos visto» (1 Jn 1-3). Este texto da testimonio magnífico del carácter visual de la palabra. Al lado del orden inteligible se plantea el orden visual, al lado de la Palabra se plantea la Imagen. Israel es el pueblo de la Palabra. Pero, ya en el Antiguo Testamento los textos mesiánicos anuncian: «Levanta los ojos, y mira». La audición

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L’art de l’Icône. Desclée de Brouwer, 1972.

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se hace visión. Y en el Nuevo Testamento: «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios». «Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis» (Lc 10, 23). Se tiende a la mostración. El Símbolo de la fe expone hechos de salvación, acontecimientos que están pidiendo la transcripción iconográfica. Y los iconos de las fiestas litúrgicas nos lo confiesan en imágenes epifánicas. A través de lo visible lo invisible viene a nosotros y nos acoge en su presencia. Este carácter de presencia del Misterio en lo visible de la liturgia y del arte sagrado se hace más evidente en el Oriente, en los iconos. Y fue también en Oriente, y no en Occidente, donde ya en la antigüedad y Edad Media, se elaboró una teología de la imagen. Con ello tocamos otra cuestión fundamental. 1.4. Una cuestión de geografía teológica: Oriente y Occidente: dos mentalidades diferentes Para nosotros, los occidentales, la imagen es una mera representación. Para el oriental, la representación de un ser vivo es imposible. Para los occidentales, las imágenes son un reclamo dirigido a nuestra atención intelectual, un medio sensible que suscita el recuerdo de una persona o de un acontecimiento. El icono oriental era mucho más que eso. Su valor no estaba en el parecido, sino en la participación con el prototipo. Este vínculo significa la presencia en el símbolo de aquello que es simbolizado. Para el occidental, una imagen normalmente, además de ser un signo que evoca un hecho o una persona, es una decoración estética. Para el oriental, más que un ornamento, el icono es un sacramental. Según San Juan Damasceno, que fue el gran luchador contra los primeros iconoclastas del siglo VIII, los iconos forman una unidad con el modelo, en cierto sentido se identifican con él. Tienen una participación (metojé) con el arquetipo. El hecho de que estén compuestos de materia no les resta dignidad, porque Dios les confiere «una gracia divina en consideración de la santidad de los personajes representados». Tienen unas «energías o fuerzas divinas». Un siglo más tarde (entre 843 y 870) la teología bizantina que corresponde a la restauración de la ortodoxia desde la autoridad imperial se reafirma en los escritos sobre los iconos del Patriarca Nicéforo y de Teodoro Estudita. La imagen de Cristo no es una simple representacón de su naturaleza humana; la imagen de María y de otros santos no es una mera refiguración de su apariencia corporal. Estas imágenes comportan en ellas una impronta de la naturaleza divina de Jesús y de © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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la santidad. Como dice Teodoro Estudita, lo mismo que una impronta de la cera está comprendida en el sello metálico con el cual se la obtiene, lo mismo todo icono de Cristo, de la Theotokos o de un Santo, lleva en sí mismo una parcela de la energía o de la gracia propias de esos personajes. Lo esencial, pues, en esta doctrina es la noción de presencia en el icono de un elemento suprarracional y mistérico que tiene en común con el personaje representado. De aquí puede deducirse la influencia que debió tener esta doctrina o esta concepción sobre las formas artísticas de las imágenes: ese estilo grave, majestuoso, ese hieratismo de la actitud y de los gestos, ese rechazo a dar plasticidad a los cuerpos, así como al espacio y al movimiento. Pero también hay otras consecuencias que resultan bastante iluminadoras, en contraste con la imaginería occidental. Por esta concepción teológica del icono, uno de los rasgos característicos de la iconografía bizantina de la Edad Media va a ser el atenerse firmemente al programa, simultáneamente grandioso y limitado, que consiste en reafirmar incansablemente la presencia de Cristo y de los Santos, y la de los acontecimientos salvíficos, excluyendo, en la medida de lo posible, los temas que serán trasposiciones iconográficas de asuntos poéticos o doctrinales. En esto precisamente la iconografía bizantina, en la época de máximo esplendor, se va a distinguir radicalmente de la iconografía occidental, que permanece siempre muy abierta a la imagen-comentario y a la imagen como instrumento pedagógico11. Sólo al final de la Edad Media los bizantinos, imitando ya a los occidentales, intentarán ese mismo tipo de imagen que se dirige preferentemente a la inteligencia, aunque sin abandonar por eso la práctica de los iconos de contemplación, la que fue más ordinaria en la gran época bizantina durante el período que siguió inmediatamente al fin de la iconoclasia oficial. La firme grandeza de las imágenes religiosas creadas entonces nunca fue olvidada. Su estabilidad fue notable. Y sería inexacto ver en esa estabilidad un reflejo de estancamiento o fosilización de la cultura bizantina. Las fórmulas expresivas y claras de esa espléndida época traducen muy bien las nociones religiosas fundamentales, y fijan la atención en el centro del misterio: tienden a la contemplación más que a la enseñanza.

11 A. GRABAR, Las vías de la creación artística en la iconografía cristiana. Alianza Ed. 1985, 145 ss.

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Por eso, los teólogos eslavos y orientalistas que han elaborado recientemente una teología de la imagen —tales como Evdokimov o Ouspensky— insisten en que el icono es oración, es contemplación. Mientras nosotros, los occidentales, nos limitamos a decir que la imagen es «Biblia de los pobres», es enseñanza, es catequesis, es pedagogía. Y así fue como el Occidente medieval hizo de la iconografía una verdadera Enciclopedia del saber humano. Al llegar a este punto, al anotar este carácter didáctico y pedagógico de nuestro arte occidental, frente al carácter más mistagógico del arte oriental, cabe preguntarse: Pero, verdaderamente, ¿podemos hablar de una pedagogía de la fe a través del arte? 1.5. Un problema de pedagogía: nuestro patrimonio artístico y la sociedad de hoy Es conocido y frecuentemente recordado aquel texto de San Gregorio Magno en el que el arte iconográfico es considerado como la «Biblia de los ignorantes». Antes hemos aludido a la carta dirigida por dicho papa al obispo de Marsella, Sereno, que había destruido una imagen. En ella viene a decirle: Hiciste bien al prohibir adorar la imagen, pero mal, al destruirla. Porque «lo que la Escritura es para los que saben leer, la imagen es para aquellos que no lo saben. Por las imágenes los analfabetos se instruyen de lo que deben imitar, son el libro de los que no saben escribir»12. Aplicar sin más ese principio a nuestra sociedad occidental sería equivocado por dos razones: porque hoy prácticamente no hay analfabetos en nuestra sociedad; y porque estamos en un mundo en gran parte descristianizado. La situación es, pues, muy distinta de aquella a la que San Gregorio aplicaba su famosa comparación. He aquí un problema de pedagogía cristiana. ¿Se trata de utilizar el arte para fines catequéticos? O ¿se trata, más bien, de encontrar en el arte cristiano del pasado un medio de evangelizar a un mundo secularizado que está perdiendo la fe? Habrá que empezar tomando conciencia de la diversidad y pluralismo del mundo al que se quiere dirigir nuestro mensaje. En otras épocas —y particularmente en aquella edad medieval a la que debemos gran parte de nuestro acervo cultural y artístico— es posible que el pueblo estuviese más unificado culturalmente. Hoy es muy distinto: En

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Epist. IX, 105; PL 72, 1027.

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un mismo país, y tal vez fundidos en un mismo grupo humano muy organizado desde el punto de vista político, social y económico, podemos encontrar un mundo ateo, un mundo agnóstico, un mundo indiferente, un mundo religioso, ferviente y culto, y un mundo creyente culturalmente menesteroso. La antigua «Biblia pauperum» ¿qué puede significar en esta época de millones de turistas (que no de peregrinos), que invaden nuestras iglesias y catedrales, armados de su Canon, vestidos en short, charlando como en la calle, y motivados por la curiosidad más que por cualquier otra razón? Nuestro arte ¿podría ser hoy «Biblia pauperum»? Sí, pero Biblia de los pobres... en la fe. La respuesta del P. Régamey a la cuestión que nos ocupa se orientaba en una dirección a la que he aludido al señalar las diferencias entre la iconografía oriental y la occidental. Es verdad que las representaciones visuales pueden aún hoy tener una eficacia mayor sobre la imaginación que los escritos y las palabras. Pero, en la época del cine y la televisión, podemos preguntarnos si la iconografía cristiana no ha sido en parte relevada de aquellas funciones que tuvo en su origen y fueron tradicionales durante siglos. Aun entonces, en las catedrales y durante la liturgia, se puede preguntar si aquel inmenso conjunto de pinturas y vidrieras desarrollaban una misión didáctica o cumplían más bien un papel de ambientación espiritual con sus esplendores cromáticos y luminosos, creando un clima favorable a la contemplación. Quizá esa pregunta es más pertinente cuando se trata de hacer arte cristiano en nuestros días. Es distinto el problema cuando se trata de cómo utilizar el tesoro antiguo que conservamos. ¿Debemos contentarnos con alcanzar un fin didáctico e instructivo con la exhibición y explicación de las obras de arte cristiano? O ¿podemos aspirar a mover corazones y voluntades? ¿Bastaría para ello un comentario histórico o artístico? Y, en este supuesto, ¿el hombre de hoy es capaz de comprender y sentir el lenguaje de los símbolos? ¿Tolera la simplicidad ingenua y devota del artista medieval? ¿Se puede pensar en catequizar al hombre de hoy con las «leyendas doradas» de aquellos siglos? ¿Tiene hoy el hombre de la calle una sensibilidad tan «naturaliter christiana» que le baste contemplar y comprender la «historia» de nuestra Salvación para que se sienta emocionado y seducido?... La respuesta a estos y otros interrogantes pertenece a la ciencia psicopedagógica. Pero no puede negarse que, aun en nuestra civilización secularizada, es importante que haya personas capaces de trasmmitir tanto a peregrinos creyentes como a turistas indiferentes, agnósticos o distraídos, algo del mensaje que los artistas cristianos pretendieron transmitir con sus obras en el pasado. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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2. Una herencia de símbolos He aquí un hecho que un monitor artístico del Patrimonio de la Iglesia debiera tener muy presente. Nuestro patrimonio histórico-artístico es, ante todo, una herencia de símbolos. Nuestra educación actual, tan racionalista y pragmática, puede hacernos incapaces de comprender el sentido profundo de gran parte de nuestro arte religioso. 2.1. Los símbolos paleocristianos Por razones ya indicadas —el nacimiento mismo del Cristianismo en un medio cultural judaico o neoplatónico— el arte cristiano tuvo que aparecer al principio no en forma de figuras representativas sino de símbolos. La arquitectura misma, en cuanto pudo tener una cierta entidad material y específica, se empezó a revestir de significaciones simbólicas. Sobre todo para los orientales. Así escribe uno de ellos: «Es algo admirable que, en su pequeñez, el templo sea semejante al vasto universo... Su cúpula es comparable al cielo... Reposa sólidamente sobre su parte inferior. Sus arcos representan los cuatro rumbos del mundo». El templo cristiano nos recuerda al gran Arquitecto del universo que construyó todo conforme a medidas. El desarrollo del espacio litúrgico se hace según el plan vertical, que es la dirección de la oración simbolizada por la ascensión del incienso, por las manos del sacerdote, y por el movimiento de la elevación de las ofrendas. Mientras que la marcha o procesión en torno al templo o al altar designa el movimiento en torno al centro cósmico que liga la tierra con el cielo e imita el movimiento circular de los astros. El templo cristiano se llama frecuentemente nave y recibe esa denominación, porque la asamblea es como una nave que se dirige hacia el Oriente, que es Cristo. La costumbre de orar mirando al Oriente es anterior al Cristianismo. Pero los cristianos adoptaron esa costumbre por principios propios; sobre todo porque Cristo había dicho: «Yo soy la Luz del mundo». El paraíso terrenal estaba situado al Oriente, y Cristo era el nuevo Adán que reabría las puertas del verdadero Paraíso. En su Ascensión, Jesús había subido hacia el Oriente, y desde el Oriente volvería a juzgar a la humanidad. Históricamente, se hace remontar a los tiempos apostólicos la costumbre de orar cara al Oriente. Al menos en los países orientales fue una práctica universal. También en Occidente fue muy común hasta © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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bien entrada la Edad Media. Pero, apenas pudieron los cristianos elegir libremente emplazamientos para sus iglesias, se les planteó el problema de armonizar la dirección de la oración litúrgica con la dirección del espacio cultual: ¿Era la fachada del edificio o era el ábside el que había de mirar al Este? La primera solución tenía la ventaja de que el celebrante oraba hacia el Oriente y al mismo tiempo se situaba de cara a la asamblea. Esta fue la solución adoptada en algunas de las más antiguas basílicas romanas: San Pedro, San Juan de Letrán, Santa María la Mayor, San Lorenzo y San Pablo Extramuros. Sin embargo, fue la orientación del ábside la solución que se impuso en la mayoría de las iglesias cristianas, porque, entre otras razones, permitía a los fieles, vueltos al altar, mirar al mismo tiempo hacia el sol naciente13. El simbolismo del templo alcanza también a algunas de sus partes, y principalmente a la puerta. «Ego sum ostium», había dicho Jesús. ¿Por qué se trabajaron tan maravillosamente los porches y pórticos de nuestras catedrales? Porque, como dice la bella y famosa inscripción en el pórtico de la real abadía de Saint-Denis, redactada por el abad Suger, la Iglesia es la Luz a la que se llega a través de la Puerta verdadera que es Cristo: «Nobile claret opus. Sed opus quod nobile claret clarificet mentes, ut eant per lumina vera ad verum lumen, ubi Christus ianua vera»

El simbolismo paleocristiano se hace aún más evidente en la iconografía. Los primeros artistas cristianos empezaron por tomar los símbolos y figuras del mundo hebreo y del arte antiguo pagano para dotarlas de un significado propio. Se prefirieron los signos de salvación y de vida. Es suficientemente conocido ese amplio repertorio de símbolos que caracteriza el arte de las catacumbas y de los sarcófagos cristianos: la cruz, el áncora, el pez, el Cordero, el Pastor, la Orante, la vendimia, etc. Muy pronto las escenas de súplica de salvación o de liberación del Antiguo y del Nuevo Testamento sirvieron para significar ideas, sentimientos y anhelos de los seguidores de Jesús: Jonás, Daniel en la fosa de los leones, los tres jóvenes en el horno de Babilonia, el paralítico, Pedro sobre las aguas, etc. Conseguida la paz y la libertad para la Iglesia, el arte cristiano mantuvo su carácter preferentemente simbólico. Los historiadores hablan de un nuevo simbolismo, más valiente que el anterior, y fomentado 13

V. mi comentario en El Arte Sacro Actual. BAC 1965, 146-150.

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personalmente por el emperador Constantino. Precisamente uno de los signos de más larga vida iba a ser el lábaro constantiniano, con el que, según la leyenda, se le había anunciado la decisiva victoria sobre Majencio en el Puente Milvio. Al fin del siglo IV, al lábaro se le añadirán el Alfa y la Omega, y así el Crismón se convertirá en un símbolo cristiano que perdurará hasta nuestros días. En la decoración musivaria de Santa María la Mayor aparecerá hacia el año 430 un símbolo, directamente inspirado en el Apocalipsis pero que tenía una larga prehistoria en el Oriente precristiano: el trono vacío, llamado etimasía por los bizantinos. Normalmente se le representaba con las insignias imperiales sobre el trono. Este símbolo reaparece en la capilla de Santa Matrona de la basílica de San Prisco, en la cúpula del baptisterio de los Ortodoxos de Ravenna, en San Pablo Extramuros, etc. Se trata de una teofanía velada, significando la elevación misteriosa del Hijo a la derecha del Padre, su presencia invisible, su absoluta realeza. Otro símbolo, destinado a un largo futuro, es el del Tetramorfos (los cuatro Vivientes del Apocalipsis): Un conjunto iconográfico simbólico que ha servido a un historiador como ejemplo significativo para un estudio de lo que se llama «la vida de las imágenes» en la historia: Unos seres o animales que proceden de la simbólica de la antigua Mesopotamia, de la que tomó Ezequiel para describir los misteriosos acompañantes del carro de Yahvé; en Ezequiel se inspiró el visionario del Apocalipsis; y en esos Vivientes del Apocalipsis vio San Ireneo figurados a los 4 Evangelistas, una significación que se ha mantenido hasta hoy. Un estudio completo sobre los símbolos tradicionales en el antiguo arte cristiano debería incluir algo sobre la aureola o nimbo de santidad, sobre la mandorla mística dentro de la cual se evoca la divinidad, sobre la mano del Padre saliendo de las nubes, sobre los símbolos de la Trinidad y del Espíritu Santo, sobre el «Trono de Gracia», etc. etc. 2.2. Los símbolos medievales Los escritores eclesiásticos del Medievo recogieron con respeto la herencia del arte simbólico antiguo, alimentaron su espíritu con la doctrina sobre la interpretación simbólica y alegórica de las Sagradas Escrituras desde Orígenes hasta San Agustín y San Gregorio; y, por su parte, desarrollaron aún más esta visión simbolizadora. Para los teólogos medievales la naturaleza era un universo simbólico. Los seres vivos expresaban pensamientos de Dios. Ellos impusieron © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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su concepción del mundo a los artistas. Un libro fundamental para ellos fue el de San Isidoro de Sevilla: Allegoriae in quaedam Scripturae Sacrae14, librito en que pasa revista a 129 personajes del Antiguo Testamento y a 121 del Nuevo (la mayoría referentes a las parábolas y milagros del Señor). Según Emile Mâle, es el comentario más claro de todas las representaciones artísticas de la Biblia que hallamos en nuestras catedrales. Libros fundamentales para entender el arte simbólico medieval son también la Glosa Ordinaria de Walafrido Estrabón15, escritor del siglo IX, una obra amplísima, que incluye probablemente escritos de otros autores muy posteriores al siglo IX, y que ejerció una verdadera fascinación en la Edad Media y todavía sería impreso en 1634; y el Speculum Ecclesiae de Honorio de Autún16. Sobre los profetas del Antiguo Testamento y su simbolismo tenemos también una obra más antigua, el De ortu et obitu Patrum de San Isidoro de Sevilla17, que presenta una serie de brevísimas noticias de 64 personajes del Antiguo Testamento y 22 del Nuevo. Leyendo estas obras y entendiendo el significado que se atribuye a los personajes bíblicos se comprende el nulo interés que tenían los artistas en presentar a los antiguos Profetas con rasgos individualizadores; todos eran figuras de Jesús, todos debían, en algún determinado aspecto, simbolizar a Cristo, centro de la Historia. Las leyendas de San Isidoro pasan a la Historia Ecclesiastica de Petrus Comestor y al Speculum Historiale de Vicente de Beauvais (parte de su Speculum Maius), que es otro arsenal de imágenes alegóricas de todo el arte medieval. Asumiendo esta mentalidad se comprende que, además de los Profetas, la Edad Media contemplara con mirada simbolizadora también a los Patriarcas y a los Reyes de Israel, los que habían de ser los ancestros consanguíneos de Jesús; y se comprende también por qué razón Suger, abad de Saint-Denis, inventara la figura del Arbol de Jesé que encontramos después en tantas vidrieras y relieves de nuestras iglesias. Así se entiende que la galería de reyes que decora la fachada de Notre-Dame de París no sea una representación de reyes de Francia, como algunos creían y por lo que fueron demolidas por los revolucionarios de 1791, sino, como ha quedado probado, la serie de reyes de Judá, ancestros de Jesús. PL 83, 97 ss. PL 113 y 114. 16 PL 172, 1241. 17 De ortu et obitu Patrum. Vida y muerte de los santos. Intr., ed. crítica y trad. esp. por César Chaparro Gómez. Ed. Les Belles Lettres, Paris 1985. 14 15

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Jesús, figurado tantas veces entre la Iglesia y la Sinagoga, es resumen simbólico de esta verdad. Se trata de un Antes y un Después, y un Eterno Presente —Jesús— que da sentido a la Historia. Otro libro importante, además de los señalados, para comprender lo que los artistas medievales pretendían decir, es la Biblia Pauperum, un manuscrito de finales del siglo XII o principios del XIII, hoy perdido, pero del que se conocen más de 80 derivados, con texto en latín y alemán, y que más tarde sería impreso con ilustraciones. La preparación doctrinal de un buen guía del arte medieval cristiano debe incluir también una referencia al simbolismo de la Liturgia, tal como fue quedando constituida en esos siglos. La liturgia nos habla con un lenguaje de símbolos, y su referencia a las artes plásticas es inevitable. La interpretación simbólica de la liturgia estaba ya apuntada en las obras de los primeros Padres, pero los liturgistas medievales la exageraron hasta extremos inverosímiles, a veces arbitrarios y contradictorios entre sí. Hoy nos parecen extravagantes, pero era costumbre habitual y casi natural entre los hombres del Medievo, «los cuales en cualquier cosa entreveían un pensamiento divino y para quienes la ciencia consistía no tanto en el estudio de las cosas en sí mismas cuanto en la penetración de las enseñanzas que para nosotros había puesto Dios en ellas»18. Amalario de Tréveris (m. 850), Ruperto de Deutz (c.1075c.1130), Hugo de San Víctor (c.1010-1141), Honorio de Autún (c.1123), el papa Inocencio III, Ricardo de Cremona y otros se distinguieron en este tipo de interpretación de todo lo referente a la liturgia. Entre todos ellos descuella Durando de Mende (1237-1296), autor del Rationale Divinorum Officiorum, cuya lectura nos ilumina sobre las celebraciones en los tiempos fuertes del año litúrgico19. En todo caso, los libros de los antiguos liturgistas, tan desdeñados por muchos en nuestra época, deben contarse entre los más valiosos para comprender el arte de la Edad Media. Notemos finalmente que esta mentalidad simbolizadora es la que nos hace comprender por qué se utilizaban tanto los temas de la cultura antigua. Se adoptó el prejuicio de que la mitología pagana no era M. RIGHETTI, Historia de la Liturgia. BAC 1955, I, 56. Ibid. V. en pp. 56-57 algunas de la curiosas interpretaciones de Durando de Mende: «El atrio significa a Cristo, las torres de la iglesia son los predicadores y prelados de la Iglesia que son sus defensas... el pináculo de la torre representa la vida y la mente del prelado que tiende a lo alto... el gallo colocado encima de la iglesia designa a los predicadores de sermones... la barra de hierro sobre la que se apoya el gallo representa el sermón del predicador... las vidrieras de la iglesia son las Sagradas Escrituras, que repelen el viento y la lluvia, es decir, todo lo nocivo, etc.» 18 19

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más que una corrupción de la tradición bíblica.Y así, los dioses paganos sirvieron para simbolizar ideas y dogmas cristianos. En sentido simbólico se interpretaron las Metamorfosis de Ovidio, las leyendas sobre Aristóteles y Virgilio, y con más razón aún, los mitos y tradiciones antiguas sobre las Sibilas, mitos que podían servir para anunciar las verdades de la fe cristiana. 2.3. La pérdida del sentido simbólico A partir del siglo XIV se percibe un nuevo espíritu en la sensibilidad estética. La visión simbólica del mundo y de la historia se va debilitando. Aún siguen construyéndose las iglesias mirando al Oriente. Todavía los ciclos iconográficos presentan paralelismos entre las figuras del Antiguo y el Nuevo Testamento. Pero va desapareciendo aquella visión mística que se tenía sobre el universo, y el ordenamiento de la iconografía ya no tiene el sentido riguroso que le dio el siglo XIII. Apenas se crean nuevos símbolos. Los libros inspiradores del arte simbólico medieval se copian maquinalmente, se imitan los modelos servilmente. Y se tiende a la moralización de las historias de la Antigua Alianza más que a su profundización mística y simbólica. Y así tales historias se van convirtiendo para el arte en escenas de género. Si algunas de esas representaciones tomadas de la antigüedad clásica, como las Sibilas, van a tener actualidad hasta el siglo XVI (las encontramos lo mismo en la Custodia de la catedral de Avila por Juan de Arfe, que en los techos de la Capilla Sixtina por Miguel Angel), es más por influencia del Humanismo renacentista que quiere salvar la cultura antigua mostrando cómo la fe cristiana quedaba probada por la autoridad de los Antiguos. Cada Sibila se presenta profetizando una verdad de la era mesiánica. Se trataba de convencer de que el mundo pagano había presentido el Cristianismo. En un capítulo del famoso libro de Filippo Barbieri —Discordantiae inter S. Hieronymum et S. Augustinum (1481)— se daba cuenta de la vestimenta y atributos de cada Sibila con un comentario bíblico20. Quizá convenga añadir que lo que mató al simbolismo del arte medieval no fue el Renacimiento sino la Reforma. Mejor dicho, la reacción contrarreformista de la Iglesia que quiso defenderse de la herejía depurando su propio lenguaje, desprendiéndose de todo lo que pudiera criticarse como carente de rigor histórico. Tuvo que renunciar a todo lo

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E. MALE, L’art religieux de la fin du Moyen Age. Paris 1949, 255-265.

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que pudiera parecer apócrifo o legendario. Con ello consiguió fortalecer las bases racionales de la Fe, pero se secaron muchas de las fuentes poéticas e imaginativas del arte medieval que habían inspirado tantas obras que hoy nos fascinan por la ingenuidad y la fuerza semántica que irradian. 3. Los grandes temas cristianos 3.1. La Cristología en el arte Aunque no adoptáramos el punto de vista de quienes pretenden una evangelización o catequesis por mediación del arte, ateniéndonos simple y honradamente al criterio promovido por Alois Riegl expuesto al inicio de estas páginas —lo esencial para la apreciación de una obra artística es conocer su «voluntad artística» (kunstwollen) «implícita en ella misma», porque hay que dar por supuesto que «el artista ha hecho siempre lo que él ha querido», lo que más debe interesar a un guía experto en el Patrimonio histórico-artístico de la Iglesia es el contenido de la Revelación, es decir, los temas de la fe y de la piedad cristianas que en el curso de los siglos han quedado expresados en formas artísticas. Sea por medio de símbolos, sea por medio de iconos, Cristo fue desde el principio el centro del arte. Puede parecer extraño, pero los evangelistas y los primeros discípulos de Cristo no creyeron necesario transmitir a la posteridad un solo rasgo de su apariencia física ni algo parecido a una semblanza psicológica. No nos dicen de qué estatura era, de qué color eran sus ojos o la piel de su cuerpo. Pero lo que nos dicen es todo lo que conviene para que la cristiandad se forme una imagen nítida de Cristo Jesús. La imagen de Jesús que sus testigos nos transmiten es una imagen especial. Es distinta de esos retratos con los que los grandes artistas han retratado «el alma» de sus personajes. La imagen de Jesús que la Iglesia nos transmite desde los Evangelios es una imagen que nada tiene que ver con la complejidad de una psique humana ni con una potencia que podría calificarse de genial, sino sólo con un misterio adorable, fascinador, insondable, que supera todo lo humano. Los «recuerdos» de los Evangelistas y de los Apóstoles han nacido del Espíritu Santo. Sólo a través de esta verdad comunicada interiormente por el Espíritu puede conocerse la verdadera imagen del Verbo humanado, porque sólo con la gracia del mismo Espíritu pueden forjarse unos ojos capaces de conocer a Dios y un sentido interior apto para comprender su mensaje. Estos «recuerdos» llegan hasta nosotros por mediación de la «memoria» de la Iglesia. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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3.1.1. ¿Cómo veían a Jesús aquellos primeros cristianos del mundo mediterráneo que, después de haber balbuceado expresiones de su fe por medio de algunos símbolos tomados del medio judío y gentil en que vivían inmersos, empezaron a diseñar los primeros perfiles de Aquel que daba sentido a su vida? Eran tiempos difíciles en los que una minoría, incomprendida y frecuentemente odiada, daba testimonio de una pureza de costumbres nunca vista, tiempos en los que tal heroísmo de vida podía coronarse con una muerte más heroica todavía. Frente a las acechanzas de un mundo hostil, el mensaje que se desprende del arte cristiano de los tres primeros siglos es un mensaje de esperanza. «Tenemos un Salvador» parece decirnos el arte paleocristiano con una emotiva elocuencia. Las escenas pintadas en las catacumbas o grabadas en los relieves de los sarcófagos nos hacen pensar en ese mensaje. Los hombres pecaron; pero junto a las figuras de Adán y Eva, surge la figura del Buen Pastor; y los milagros de Cristo se representan para recordar al cristiano que «si por el pecado de Adán todos pecaron, en Cristo todos recobrarán la vida» (1 Cor 15, 22). Las escenas de Noé, de Jonás, de Susana, de Daniel en el foso de los leones, de los jóvenes en el horno de Babilonia, etc., simbolizan peligros de los que aquellos personajes del Antiguo Testamento fueron rescatados por un Dios misericordioso. Es esa misericordia la que resplandece ahora en Cristo Jesús, la que él mostró sanando al paralítico, curando al ciego de nacimiento y realizando los «signos» milagrosos de su vida terrenal. Las primeras representaciones o evocaciones de Cristo no son, pues, figuras que tengan relación con problemas cristológicos: No abordan el misterio de la Persona de Jesús sino el de su misión, tal como la sentían los primeros cristianos, avocados por una sociedad hostil a la persecución, a la tortura y a la muerte. Cristo era para ellos, ante todo, el Liberador. Antes, incluso, de que se atrevieran a diseñar un rostro o una figura humana que pudieran atribuir al Jesús histórico y terrenal, quedó plásticamente realizada la idea y el sentimiento fundamental que el creyente tenía sobre Jesús: el Salvador. Por otra parte, es conveniente saber que muchas veces lo que refleja el arte es más un estado difuso y generalizado de la sensibilidad (que puede ser terreno abonado incluso para actitudes dubitativas o heterodoxas), que una expresión directa de un dogma o de una doctrina oficialmente aceptada. Esta imagen de Jesús Salvador se fue complementando simultáneamente en el siglo III con la de Jesús Maestro. Los especialistas han observado con extrañeza cómo la Muerte y la Cruz de Cristo apenas aparecen en la doctrina de la Salvación de los escritores de los siglos II-III. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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Para ellos Jesús nos trae la Salvación , pero es sobre todo a base de su doctrina. En aquel momento el Cristianismo era combatido «por los sabios de este mundo» como filosofía incapaz de aportar la felicidad a la que aspiraban los sistemas de pensamiento del mundo helenístico. Los Padres Apologetas reaccionaron contra aquel desafío sintiendo y proclamando que Jesús era el verdadero Maestro, el verdadero Filósofo. Tal es el origen de tantas representaciones de Jesús, pintadas en las paredes de las catacumbas o grabadas en relieves, en las que, frecuentemente rodeado de apóstoles y discípulos, imparte su doctrina salvadora. La idea de la salvación por la Muerte y la Pasión de Cristo va a ir descendiendo sólo muy despacio desde las mentes teológicas a la sensibilidad popular y artística. 3.1.2. Cuando, concluida la era de las persecuciones, el emperador Constantino instaura la paz religiosa y otorga la libertad a la Iglesia cristiana, llega el momento de definir ciertos dogmas referentes a Cristo y a las tres personas de la Santa Trinidad. Todos los cristianos admitían que el Verbo habitaba en Cristo Jesús, pero ¿quién era realmente el Verbo respecto del Padre? Los concilios de los siglos IV y V definieron que las tres personas de la Trinidad eran de la misma naturaleza divina, que Jesús estaba tan unido sustancialmente al Padre que su madre la Virgen María podía llamarse verdaderamente «Madre de Dios» y que, sin dejar de ser Dios, Jesús era también verdaderamente hombre. Estas precisiones, tan esenciales para la fe cristiana, no fueron entrando en la conciencia explícita de la Cristiandad sino después de muchas vacilaciones y debates, de los que da testimonio la iconografía de esos siglos. A veces el arte presenta a Jesús como un joven con rasgos tan marcada y atractivamente humanos que parecen denunciar la perplejidad del iconógrafo ante un misterio personal todavía no suficientemente desvelado, percibido aún desde una mentalidad semiarriana. Pero, poco a poco, se va imponiendo la certidumbre y el sentimiento de la divinidad de Cristo. Jesús ya no es el simple Filósofo que enseña a un grupo de discípulos, sino el Señor que «tiene poder» para enseñar, que promulga su nueva Ley a todo el mundo, a un universo que se representa simbolizado como escabel de sus pies. Es el famoso tema de la Traditio Legis, tantas veces reproducido en mosaicos, pinturas y relieves de los siglos IV y V. El Jesús juvenil y atrayente empieza a ser sustituido por el Jesús adulto y barbado en quien reside el poderío y la dignidad suprema de una naturaleza divina. Resulta instructivo comprobar cómo según se va acentuando la conciencia explícita de la divinidad de Cristo, se va aceptando y difundiendo la figura del Cristo en Majestad en los ábsides y cúpulas de las © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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basílicas. André Grabar ha notado21 el papel que, en el nacimiento de ese tema iconográfico debió de jugar todo el aparato ceremonial del Emperador Constantino y sus sucesores. Cristo en su trono será una imitación de lo que se veía frecuentemente en el palacio de los emperadores, y todos los aditamentos significativos de la dignidad imperial van a influir en el aparato litúrgico y ceremonial de la Iglesia. Reflejo dogmático y conciliar, comúnmente admitido, es el de los mosaicos del arco triunfal de Santa María la Mayor, a raíz del Concilio de Efeso, por lo que en Roma se le llama «el arco efesino». El Concilio del año 431 en Efeso condenó la doctrina de Nestorio, definiendo la unión hipostática de las dos naturalezas en el hijo de la Virgen María, que por eso mismo podía llamarse Theotokos. Inmediatamente, y probablemente como expresión del júbilo que esa definición causó en toda la Cristiandad, el papa Sixto III ordena hacer los célebres mosaicos en los que María, entronizada como Madre de Dios, aparece recibiendo el homenaje de varios ángeles. El arte de entonces carece de gran tradición, y sin embargo, ya se destina a predicar el dogma del momento. Un dogma que se expresa en representaciones de hechos, de acontecimientos salvíficos, escenas históricas en las que al contenido narrativo se sobrepone un significado trascendente, mediante efigies que apuntan a la naturaleza divina del Niño. Escenas de la infancia que vinculan al Niño con la Madre. El Niño aparece solo, sentado sobre un trono amplio y suntuoso, le rodean dos reinas, ocupando tronos más pequeños. A la izquierda se reconoce a María o quizá la Iglesia; la de la derecha viste de duelo. La simbólica de la época hace ver en ellas a la Iglesia y a la Sinagoga. La afirmación de la divinidad de Jesús va a extremarse en algunos medios hasta tal punto que Louis Bouyer22 ha podido hablar de un cierto docetismo, visible, por ejemplo, en las representaciones musivarias de San Apolinar el Nuevo de Ravenna, en las que Cristo parece no experimentar sufrimiento alguno, irradiando una suprema y serena majestad. 3.1.3. Tras el colapso del arte que en la Iglesia Oriental de los siglos VIII-IX se produce como consecuencia de la herejía iconoclasta, y en la Occidental por las perplejidades de una sensibilidad que temía quedar atrapada en un culto supersticioso y casi idolátrico23, la efigie O.c., 48 ss. En «L’Art Chrétien» 1928, 76-82. 23 Sobre la posición de la Iglesia Occidental durante la querella de las imágenes en el Imperio Carolingio, v. mi comentario a los Libros Carolinos, en El Arte Sacro Actual, pp. 403-407. 21 22

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de Jesús vuelve pronto al primer plano del arte. Contra la herejía adopcionista que estalla en Occidente precisamente en ese final del siglo VIII y que presenta caracteres de un nestorianismo redivivo, la Iglesia reacciona afirmando la divinidad de Cristo con extremado y fervoroso radicalismo. El arte cristiano engrandece entonces la figura de Jesús de una manera extraordinaria y la va elevando al lugar más prominente de sus templos: En el centro de sus ábsides o en la clave de sus bóvedas aparece ahora el Pantocrator bizantino y el Cristo en Majestad de Occidente. El entusiasmo excesivamente simplificador de los creyentes en Jesús llega a identificarlo con la más gigantesca figura de la Divinidad creada por el máximo visionario de la Biblia. El arte cristiano de los siglos XI y XII le hace a Jesús apropiarse de los atributos que el autor del Apocalipsis asigna al Creador del Universo. Jesús es reconocible como el Redentor por la cruz sobre la que se destaca su grandiosa figura; pero es también el Anónimo «sentado en el trono», rodeado de los Cuatro Vivientes (Tetramorfos) y por los 24 ancianos que le adoran y aclaman. Esta figura va a verse, durante varios siglos, pintada en ábsides y esculpida en tímpanos del templo cristiano, y a escala menor, en esmaltes, marfiles, frontales y miniaturas. El éxito de esta imagen se debe sin duda a su capacidad de expresión de lo que entonces era la convicción más firme y fundamental de la cristología de los teólogos y el sentimiento más profundo de la fe popular; pero también a su poder de síntesis, a su fascinante armonizacion de la fuerza radiante y centrífuga con el movimiento centrípeta de las figuras accesorias. La noción de un Cristo Mediador se esfuma ante la idea de un Cristo igual al Padre, inaccesible en su Divinidad. Quizá pueda hablarse de un monofisismo latente en esa grandiosa imagen que, más que la humanidad de Jesús, pretende evocar su impasible, inmutable, omnisciente y eterna divinidad. El Pantocrator bizantino y el Señor en Majestad tienen evocaciones cósmicas. Es el Logos, y el lugar único para su representación es en ese puesto solar del templo cristiano, como quien da luz e inteligibilidad a todo el universo. Era la misma época a la que se refiere el P. Andreas Jungmann cuando, hablando de las fórmulas litúrgicas, señala cómo, en algunas regiones en que se produjo una fuerte reacción antiarriana, como España y Francia, se advierte un cierto oscurecimiento del papel mediador de la Humanidad de Cristo. Y así la fórmula con que en la liturgia romana se terminan las plegarias litúrgicas, «Per Dominum Jesum Christum, Filium tuum...» es sustituida algunas veces por oraciones directamente dirigidas al Hijo y que terminan: «Tu qui vivis et regnas...». © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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El Señor de Majestad del arte románico es también, frecuentemente, el Justo Juez que vendrá a juzgar a los hombres según sus obras, a separar a los buenos de los malos. Esa imagen tenía especiales razones históricas: respondía en aquel siglo, a la intensidad angustiosa con que se vivían las verdades escatológicas en un tiempo en que la Cristiandad se sentía asediada por las fuerzas del mal. Pero si el arte oficial, el dirigido y promovido desde las más altas e instruidas instancias, desde la jerarquía monacal y eclesiástica, hacía del Cristo en Majestad su tema central y preponderante, al mismo tiempo apareció y se difundió notablemente la representación del Cristo en humillación, como podríamos denominar, por contraste, a la figura del Crucificado durante esta época del Románico. Esos Crucifijos expresan una visión de Cristo, como manifestación seguramente más espontánea del sentimiento popular. Era el lenguaje «vernáculo», más ingenuo e inmediato de un pueblo sufriente que deseaba ver a Cristo redimiendo a la humanidad con su humillación y con los dolores de su Pasión y de su Muerte. La Iglesia jerárquica supo descender desde el plano teológico al plano de la vida moral cotidiana. Por eso no se limitó a favorecer manifestaciones artísticas de su fe en la divinidad de Cristo; necesitó mostrar a la turba de los pauperes Christi los ejemplos heroicos de algunos santos que abrazaron la abnegación absoluta y la pobreza radical y, sobre todo, propuso el ejemplo de la kénosis del Verbo, de la abnegación divina del primer testigo del Evangelio, el Cristo del Gólgota; aunque sin despojarlo nunca de ciertos resplandores divinos: en su vestidura regia, en su corona real, y en su expresivo gesto de paz y paciencia infinitas. Hay otros capítulos del dogma y de la piedad cristiana que quedan registrados en el arte de este tiempo. Recordemos, por ejemplo, cómo se relaciona al Jesús histórico del Nacimiento con la Eucaristía en el momento en que (en los siglos XII-XIII) la herejía de Berengario empieza a atacar la presencia real. Vemos cómo en los relieves de algunas catedrales el pesebre de Belén se convierte en altar y la cueva en una iglesia. Vemos también, cómo cuando hace falta insistir en el dogma de la caída y la redención se representa a una figura femenina, la Iglesia, recogiendo en un cáliz la sangre que mana del costado de Cristo. Pero éstas son ya figuras que pertenecen al Bajo Medievo. 3.1.4. El influjo que en las mentes rectoras de la Cristiandad ejercieron las escuelas episcopales a fines del siglo XII y las Universidades fundadas en el siglo XIII suscitaron una tendencia a racionalizar la fe y a valorar la lógica y la experiencia personal más que el argumento de autoridad; y todo ello llevó a una valoración del mundo real, tal como los hombres lo captan en su vida cotidiana. La lógica desplazó a la retórica © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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y el realismo al espiritualismo dogmático. Fruto de esta nueva actitud de la mentalidad creyente fue la inclinación a dar relevancia a los aspectos históricos, humanos y psicológicos de la figura de Jesús. La iconografía de Cristo, en esta época del arte mal llamado «gótico», desarrolla un acercamiento a aquel hombre histórico que fue Jesús de Nazaret. Debió de influir también el espíritu de Francisco de Asís, que fomentó una devoción sencilla hacia los aspectos más tiernos y afectuosos de la vida terrenal del hijo de María: en su nacimiento natural, en la ternura de un infante necesitado de la leche y la protección de una mujer, y en el drama de un hombre sometido a los dolores de la pasión y a las angustias de la muerte. Casi todos esos episodios de la vida de Jesús habían sido representados antes por el arte; pero ahora expresaron nuevos matices de la piedad, tal como la promocionaron los nuevos maestros de la espiritualidad: San Bernardo, San Pedro Damiano y San Francisco de Asís. El individualismo, tanto en poesía como en el arte, exigió ahora sus derechos y reclamó expresar sus nuevos afectos en una lengua vernácula y en un arte más íntimo y personal. El nacimiento del Hijo de Dios y la Epifanía del Logos es ahora la aparición de un niño recién nacido, en brazos de su madre, o quizá contemplado amorosamente por ella desde su lecho de parturienta, o agasajado por reyes y pastores, en una escena idílica, tejida con los cautivadores hilos de leyendas populares. En su edad madura, Jesús ya no es contemplado tanto como el inmutable Verbo de Dios, cuanto como el dulce Maestro de Galilea, modelo perfecto de lo que deben ser los maestros escolásticos, no agresivos impugnadores de errores dogmáticos, sino pacíficos garantes de la verdad por la santidad de su vida e inspiradores de paz y de bendición en las mentes y en los corazones. Así es como los cristianos de los siglos XIII-XIV contemplaron arrobados al Jesús del pórtico de Chartres, al Beau Dieu de Amiens y al Pantocrator de la Puerta del Sarmental en la catedral de Burgos. Por otra parte, respondiendo a la misma tendencia humanizadora, el Crucifijo románico, que reflejaba la paz y serenidad de la divinidad en su victoria sobre la muerte, fue sustituido por un Cristo que suscitaba la compasión del devoto contemplador. Nuestras iglesias y catedrales de Occidente se poblaron, desde el siglo XIV, de Crucifijos emotivos, a veces con deformaciones expresionistas, iniciando una serie que, con diversos matices de expresión, duraría hasta la Edad Moderna. 3.1.5. La tendencia humanizadora y naturalista fue acentuándose con el descubrimiento progresivo de la antigüedad clásica. Ese «renacimiento» se tradujo, en el campo de la cultura religiosa, en un empeño, bendecido incluso por la autoridad eclesiástica, por armonizar el dogma cristiano con la sabiduría antigua. El deseo de ver en los mitos pa© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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ganos una especie de profecía o premonición simbólica de verdades y acontecimientos de la Revelación, llevó a una cierta secularización de la cultura cristiana en el siglo XV y poco a poco a una paganización de la vida moral. La Iglesia reaccionó tarde contra tales desviaciones que la alejaban de la pureza y rectitud del Evangelio, y provocaban protestas violentas que desembocarían en el desgarramiento de la Cristiandad en el siglo siguiente. Las representaciones de Cristo en esos siglos reflejan con elocuencia esa deviación secularizadora del humanismo renacentista. Los episodios narrados por los Evangelios inspiran a los artistas del siglo XV unas composiciones bellísimas pero algo mundanas, no exentas de devoción legítima por su amable tendencia a integrar a los fieles piadosos (comenzando por los donantes y patronos) en la historia sagrada. Pero, en el siglo siguiente, el gusto por la belleza formal y la exaltación de valores propios de este mundo, se van acentuando a expensas de la significación del misterio cristiano. El rostro de Jesús en los artistas del Alto Renacimiento frecuentemente nos recuerda más a Hércules y a Júpiter que al Jesús del Evangelio y de la auténtica «memoria» de la Iglesia. Sólo en ciertas regiones, como en España, donde se inició y promovió pronto la necesaria reforma de ideas y costumbres, la iconografía de Cristo no se dejó embaucar por el culto a la mera belleza carnal y consigue armonizar la corrección formal con una capacidad expresiva del misterio cristiano. 3.1.6. El siglo XVII es el siglo de la Contrarreforma, concebida ésta como el movimiento espiritual y cultural en que, instaurada ya la Reforma Católica desde Roma mediante el Concilio de Trento, la Iglesia ve definitivamente frenada la secesión protestante y cree llegado el momento de cantar victoria. Va a necesitar expresar ese triunfo, y los Papas de ese siglo (no siempre exentos de apetencias profanas y secularistas) van a solicitar los servicios del arte para reinstaurar una arquitectura grandiosa y espectacular y una iconografía de Cristo que responda al triunfalismo de la época. «El protestantismo que quiso acabar con las imágenes —ha escrito Emile Mâle— provocó su reflorecimiento»24, esa proliferación que, tanto por su cantidad como por su variedad y riqueza formal, caracteriza al arte barroco. Verdad es que fueron la Virgen María y los Santos los que, sobre todo, salieron «beneficiados» por el nuevo espíritu. El arte barroco tomó a su cargo la misión de ennoblecer la figura de María y la de mu-

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E. MALE, L’art religieux après le Concile de Trente. Paris 1951, 22 ss.

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chos héroes del Cristianismo con imágenes dotadas de una esplendidez y calidad estéticas como nunca se había conocido en siglos anteriores. Pero todo redundaba en gloria y honor de Cristo Jesús. La vida terrenal del Señor, en sus diversos episodios, fue llevada a los lienzos de los pintores y a las tallas de los escultores. Y los ábsides de las iglesias se cubrieron con retablos en los que se narra la historia de Jesús, desde su nacimiento hasta su resurrección. Constituyeron un verdadero «catecismo visual» con mayor razón que en el Medievo, y superaron a la «Biblia Pauperum» medieval por su capacidad para mover los corazones. Algunos temas, como el de la institución de la Eucaristía y el de la Ultima Cena, que antes habían sido poco cultivados por los artistas, encontraron ahora un desarrollo artístico increíble, precisamente como reacción contra las tesis protestantes. Si algo puede señalarse como característico de la iconografia de Cristo en el período barroco es precisamente su multiplicidad, su calidad artística y su fideliad a la realidad narrada por los Evangelios, esta última vigilada siempre por los inquisidores, mediante los veedores impuestos por el decreto tridentino sobre las imágenes. Durante el siglo XVIII, el triunfalismo católico que se había expresado en el gran arte del Barroco y que estaba minado por la tendencia hacia la vanidad de lo teatral y lo grandilocuente, se fue tiñendo de un sensualismo muy en consonancia con el libertinaje moral en el que fueron deslizándose las clases altas de la sociedad, y que fue también favorecido por un teísmo de corte racionalista y agnóstico, propagado por los filósofos de la Ilustración. No fueron tiempos para una iconografía que, al abordar la figura del Salvador, se interesara por expresar la profundidad de su misterio. En los techos de las pintadas cúpulas se podía contemplar a Cristo, como un olímpico Apolo, perdiéndose en lejanías cósmicas. Los melindres del rococó afectaron también a las esculturas policromadas que, no exentas de belleza, se hacían desfilar en las procesiones populares durante el último tercio del siglo XVIII. 3.1.7. En el incendio de la Revolución Francesa y de las convulsiones socio-políticas que se sucedieron en el siglo XIX puede decirse que quedó reducida a cenizas la tradición del gran arte iconográfico cristiano de 18 siglos. En España sólo algunas obras excepcionales de Goya parecen salvarse de la quema. La Iglesia, desposeída de la propiedad de sus bienes en la mayoría de los Estados europeos, se repliega y encierra en la ciudadela de sus pretendidas tradiciones, evitando el contacto con los grandes artistas del momento. Estos, por su parte, tampoco se sienten empobrecidos por su gélido escepticismo y su distanciamiento de la Iglesia. Hemos tenido que esperar a las primeras décadas de este siglo para ver iniciada una nueva era de colaboración del arte creador con la Igle© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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sia Católica. La catástrofe de dos guerras mundiales, con sus millones de muertos, los increíbles padecimientos de los campos de exterminio y la atroz injusticia que ha condenado a países enteros al hambre y a la miseria, en un mundo sin aparente esperanza, inficionado por el virus del materialismo y del escepticismo agnóstico, ha movido a muchos a volver sus ojos a Cristo Redentor, viendo en El solamente al divino compañero de todos los que sufren. En nuestros días, no son únicamente artistas creyentes los que, perdido el gusto por las «historias» sagradas y evangélicas, prefieren ver en Jesucristo sólo al divino Redentor que se abrazó a la cruz por amor a los hombres. También los artistas agnósticos se vuelven hacia el Gólgota buscando en el Crucificado algo que haga menos absurdo el sufrimiento de la humanidad. Nada hay tan intransferible como el sufrimiento personal. Por eso el arte cristiano de hoy es tan individualista. Poco puede ahora conseguir la exigencia oficial de una «sumisión al objeto», de un «respeto al sentir colectivo» de la comunidad practicante. Cada artista contempla y siente a su manera el misterio de la cruz y busca anhelante una respuesta que haga menos intolerable el sufrimiento humano. 3.2. Iconografía mariana Toda la iconografía mariana, que es inconmensurable en la Iglesia Católica, se inspira principalmente en los cuatro Evangelios canónicos y, por lo que atañe a la iconografía anterior a Trento, también en los evangelios apócrifos. No se debe rechazar ligeramente esa imaginería inspirada en leyendas, porque frecuentemente son el ropaje de verdades profundas y a veces dogmáticas. Por ejemplo, la leyenda de las comadronas que asisten al parto en Belén y comprueban el milagro de la virginidad in partu es una manera popular de manifestar la fe de la Iglesia. Lo que importa es decubrir ese simbolismo a partir de relatos que pueden ser fantásticos y legendarios. Exactamente como aceptamos complacidos la ingenuidad del escultor románico que, en el dintel de Autún, presenta a los tres Reyes Magos acostados en la misma cama, con sus coronas en la cabeza. La Virgen María, que ya aparece en las catacumbas como Madre del Redentor, y en los relieves de los sarcófagos mostrando a su Hijo a los Magos venidos de la gentilidad, empieza a merecer un puesto señero en el arte cristiano a partir del Concilio de Efeso. Al principio será «Santa María», luego «Madre de Dios» (Theotokos), después «Nuestra Señora», finalmente una Madre enamorada de su Hijo. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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En lo referente a la Virgen María es donde se pueden observar las diferencias a las que antes aludimos, entre Oriente y Occidente. En Bizancio aparece muy pronto la Virgen en Majestad. En Occidente puede decirse que sólo en el siglo XIII empieza a ocupar el puesto central. Cada región, cada época, toma y desarrolla los episodios o leyendas que más le conmueven. El Nacimiento y la Presentación son temas medievales reflejados con detalles tomados del Protoevangelio de Santiago. La Anunciación y la Visitación son frecuentes temas del arte desde que en el siglo XIII se prefiere atenerse al relato de los Evangelios canónicos. La Adoración de los Magos es un tema antiquísimo y está en el origen del ordenamiento plástico con que se fijará para siglos posteriores a la Madonna sentada mostrando al Niño-Dios. El planto de la Virgen es un tema propio de los bizantinos, que luego dará lugar a innumerables Pietàs en Oriente y Occidente. El Tránsito de la Virgen nació de los Apócrifos. Fue fiesta litúrgica griega y siria desde el siglo V. La leyenda de los Apóstoles reunidos milagrosamente en torno al lecho de María agonizante es de larga tradición artística. La Asunción en Occidente sólo se conoce desde el siglo XII. La Coronación tuvo un gran éxito de representación artística por su carácter triunfal. Fue un tema común en los porches de las catedrales desde el siglo XIII, precisamente cuando el auge de las monarquías que iban a acabar con el feudalismo necesitaba dar relevancia a las coronaciones regias. En el siglo XVI la hostilidad de los protestantes contra la devoción a la Virgen provocó una fuerte reacción en la Europa Católica y favoreció la fe popular en la Inmaculada Concepción y el nacimiento de un tipo de imagen específico —la Virgen sola, aplastando la serpiente infernal, sobre una nube de ángeles— que alcanzó un éxito extraordinario durante dos siglos. Toda la vida de María en el arte se popularizó, con todos los episodios legendarios, gracias a la Leyenda Aurea de Jacobo de la Vorágine. El más célebre de los milagros de la Virgen contados por el arte, el de la leyenda del clérigo Teófilo, que vende su alma a Satanás y es liberado por la Virgen, tiene su origen o su popularidad en el Speculum Ecclesiae de Honorio de Autún. «Sin los Apócrifos —ha escrito Emile Mâle— por lo menos la mitad de las obras artísticas de la Edad Media serían para nosotros letra muerta»25. 3.3. La Hagiografía en el arte La iconografía de los santos está históricamente ligada con la devoción a los mártires de los primeros siglos. El culto a las reliquias de los 25

E. MALE, L’art rel. de la fin du Moyen Age. Paris 1949, p. 267.

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mártires adquirió pronto, sobre todo en Oriente, una importancia exorbitada. Cuando, alcanzada la paz de la Iglesia, empezaron a extraerse de las catacumbas las reliquias, su culto se propagó entre las Iglesias con una rapidez y un entusiasmo increíbles. En seguida se produjo un constante intercambio y trasiego de reliquias por toda la Cristiandad. Para satisfacer la devoción de los fieles, los restos de aquellos cristianos que habían dado testimonio heroico de su fidelidad a Cristo se colocaron en un edículo —«memoria» o «martyrium»— generalmente de planta circular, adonde se acudía cada año en el aniversario de su muerte. Era obvio que este martyrium se construyera junto al lugar de culto donde se conmemoraba la Pasión y Muerte de Cristo. Y era frecuente colocar los restos del mártir en una cripta subterránea y cerrada, exactamente debajo del altar situado al nivel de la iglesia. De la dedicación de martyria en recuerdo y honra de los mártires se fue pasando insensiblemente a consagrarles iglesias y basílicas, al principio con la protesta de algunos Padres, concretamente San Agustín, que insistieron en que las iglesias sólo debían dedicarse a Cristo. Pero, ya en 431, tenemos el ejemplo de Sixto III consagrando una basílica a la Virgen María. Desde entonces no podía extrañar que, así como las basílicas se vestían con mosaicos que recordaban al Salvador, los episodios de su vida y sus milagros, ahora se sintiera la necesidad de decorar las nuevas iglesias con las efigies de los mártires, y que esta devoción suscitara el apetito de poseer iconos de los santos de su particular devoción. Y así fue como la enorme difusión y culto de las imágenes de María y de los santos suscitó, en ciertas élites espiritualistas de la Cristiandad oriental, una prevención y una hostilidad progresiva que desembocaría en la iconoclasia. La restauración del culto a los iconos en el siglo IX trajo también una enorme difusión de la literatura en torno a su biografía y a su martirio. Ello contribuyó a que de los simples iconos en sentido estricto, se pasara a otro tipo de imaginería: la narrativa, la que ponía ante los ojos de los fieles los diversos episodios de la vida y martirio de los santos. En la Edad Media estos relatos biográficos de los mártires y los santos aportaron al arte iconográfico un caudal inmenso. Juan el Bautista, los Apóstoles y los primeros mártires alcanzaron pronto una difusión casi universal. A ellos se añadieron otros con implantación más regional y local. Su figuración iconográfica se inspira, como hemos dicho, tanto en la historia como en la leyenda. Una parte del Speculum Maius de Vicente de Beauvais es el Speculum Historiale, un relato que desde la figura de San Luis remonta toda la escala histórica y legendaria hasta el © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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mismo Abel. «Es la verdadera historia del mundo para un cristiano del siglo XIII»26. Los santos y su conmemoración ritmaban la vida del cristiano, como las constelaciones el paso de los días, los meses y los años. El Leccionario Litúrgico, en las partes que los especialistas llaman Legendario litúrgico, que contenía al principio las Actas de los Mártires y que servía para las lecturas (legenda) de los oficios nocturnos en las festividades de los santos, en la Edad Media se fue engrosando con varias compilaciones carentes de lo que hoy llamamos rigor histórico: Historia de los Apóstoles del Seudo-Abdías, la Vida de los Padres del desierto, los Diálogos de San Gregorio, el Martirologio de Beda. Casi todos estos relatos pasaron a la Leyenda dorada, obra de Jacobo de la Vorágine (también llamado Jacobo de Varazze), un dominico eruditísimo del fines del siglo XIII que llegó a ser arzobispo de Génova. Su obra sigue el orden de las festividades del ciclo litúrgico, y tuvo un inmenso éxito27. Un buen guía de nuestros museos, iglesias y catedrales debiera empezar por saber reconocer a los santos más importantes por sus atributos. Estos se concretan en vestidos, objetos y actitudes que se les asignaron como propios de cada santo en el curso de los siglos y que frecuentemente hallaron su razón de ser no tanto en la historia cuanto en la pura leyenda28. A los Doce Apóstoles es frecuente, hasta la Edad Moderna, verlos rodeados por nimbos en los que va grabado su correspondiente nombre. En una época antigua todos portaban un libro, símbolo del mensaje evangélico. Luego cada uno se fue diferenciando más, con atributos que evocaban su martirio. San Juan Evangelista, por ejemplo, fue durante mucho tiempo representado con un cáliz y una serpiente. Es una alusión a un relato que recoge la Leyenda Dorada, según el cual Aristodemo, sacerdote de Diana, le preparó un veneno activísimo que Juan bebió sin sufrir daño alguno. Si no se conocen libros como el Speculum Historiale de Vicente de Beauvais y la Leyenda Dorada de Jacobo de la Vorágine, difícilmente se podrá encontrar sentido a muchas representaciones iconográficas que narran la vida de santos como San Jorge, San Cristóbal, San Nicolás o Santa María Egipcíaca.

Ibid., 270. Existe una traducción española de la Leyenda Dorada en dos volúmenes, publicados en 1980 por Alianza Ed. 28 No faltan Diccionarios sobre Iconografía cristiana. Uno de los más recomendables es el de Louis REAU, Iconographie de l’art chrétien. Paris, PUF, 1957-59, 6 vols. 26 27

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Ahora bien, también se puede preguntar hasta qué punto cabe hoy catequizar o evangelizar con toda esta iconografía medieval, inspirada por hechos legendarios y poco creíbles para nuestra mentalidad crítica y racionalista. 4. La enciclopedia del arte cristiano 4.1. La naturaleza cristianizada En la Edad Media el arte asume la misión didáctica y pedagógica que le había asignado la tradición paleocristiana, abriéndose ahora a todos los ámbitos del conocimiento. Desde luego, el arte medieval europeo pretendía ante todo enseñar. Lo subrayamos antes, al referirnos a su rasgo diferenciador con el arte oriental que iba dirigido más a la veneración y a la contemplación que al didactismo doctrinal. Pero el arte medieval de Occidente no sólo pretende enseñar. También busca agradar y divertir. En este sentido, la imaginería medieval muestra un rasgo bastante común de libertad (palpable en obras de carácter popular). Libertad de creación, que no sólo se refiere a la forma sino también al fondo; una especie de sensibilidad abierta al universo visible e imaginable; una sensibilidad acogedora y comprensiva del «todo es bueno» del Génesis. Esa libertad que el Occidente concede, casi desde el principio, a todos los artistas va a provocar, en el momento de la crisis de la sociedad cristiana, el nacimiento de un arte secularizado y mundano. Por el momento, en un clima de cristiandad sociológica y política, el arte va a expresar esta concepción unitaria, armónica y religiosa del Universo. El mundo es un cosmos, un conjunto armonioso, sometido a la ley pitagórica de los números, a la música de las esferas. Este sentido hay que dar a representaciones simbólicas del mundo musical, como son los tonos labrados en los capiteles de la gran abacial de Cluny. Así es como todo el universo, todo el mundo conocido e imaginado, con toda su variedad de seres, hombres y monstruos, de razas y de paisajes, de saberes y de actividades, de vicios y de virtudes, va a entrar en la catedral del arte cristiano. Y esas menudas hojas vegetales, con una variedad y finura de observación que hoy admiran los naturalistas, que el pintor románico dibujó en la cripta de San Isidoro de León (escenas de pastoreo) o que el cantero cisterciense labró en los capiteles de su claustro y el escultor gótico en las jambas de su catedral, unos años más tarde se convirtieron en árboles en los frescos de Giotto, y luego se hicieron frondosida© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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des en la Adoración del Cordero de Van Eyck y parte esencial de las telas de Patinir, para terminar siendo exclusivamente cuadros de paisaje en los grandes pintores del siglo XVII. Pues bien: No olvidemos que el origen de toda esa pintura paisajística está en esa fundamental actitud de salvación de la naturaleza que adoptaron los artistas medievales. 4.2. El Bestiario cristiano Este es otro capítulo del saber enciclopédico que asumió el arte cristiano medieval y que intentó bautizar a su manera. Una obra griega —el Physiologus— que describía muchos animales fue traducida al latín en la Edad Media y dio lugar a los célebres Bestiarios, en los que se atribuía significaciones simbólicas a las bestias. Los monjes podían así sacar moralejas de las antiguas fábulas de animales. Por otra parte, los tejidos importados de Oriente, con representaciones de animales fabulosos, de gran belleza formal y colores espléndidos, excitaron la imaginación de los artistas occidentales, y les inspiraron la decoración de vidrieras, mosaicos y relieves. Animales afrontados, águilas bicéfalas (reminiscencias del arte caldeo y asirio), extravagantes arpías, pájaros de cuellos entrelazados, bestias de cuerpo doble y única cabeza, etc., todo ese bestiario tenía frecuentemente una significación que se difundió en el clero a través de los sermonarios de Honorio de Autún. Pero, al margen de esa primera intención simbolizadora, es de suponer que la gran masa del pueblo contemplaba toda esa fauna como un gracioso divertimento que ponía en juego y revelaba el virtuosismo y la fantasía de los artistas. San Bernardo tenía mucha razón cuando, en pleno siglo XII, clamaba contra la excesiva y extravagante proliferación de imágenes bestiales en el monasterio y en los muros de las iglesias29. La mayoría de aquellas imágenes no tenían sentido. Estaban destinadas a deleitar y divertir. Su acerba crítica hubiera sido aún más vehemente si hubiera sabido que aquellos monstruos eran, en su origen, genios y deidades del Antiguo Oriente. Hoy a nosotros quizá nos parecen hasta bellos y poéticos, y pueden interesarnos por estar cargados de historia y de leyendas míticas de culturas milenarias. Con ánimo optimista y conciliador podríamos

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Cf. J. PLAZAOLA, El Arte Sacro Actual. BAC 1965, 388-389.

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decir, como Emile Mâle, que «todo el Asia aportaba sus presentes al Cristianismo, como un día los Reyes Magos al Niño Dios». Toda esa fauna, más o menos simbólica, desapareció por obra del Concilio de Trento. Sólo la representación de los Cuatro Vivientes, el Tetramorfos, sobrevivió a la Contrarreforma. 4.3. El trabajo, el tiempo, la muerte El arte medieval fue también un himno a la vida cotidiana del hombre. En la iglesia medieval en que los reyes, los barones y los obispos tienen un lugar más bien modesto, están representados, al menos a partir del siglo XIII, casi todos los trabajos y oficios del hombre del pueblo. En las jambas de Chartres, lo mismo que en el intradós de los arcos de la cripta de San Isidoro de León, están labradas o pintadas esas labores propias de cada temporada del año, que van ritmando la vida del hombre. El hombre medieval sabe y siente que va hacia la eternidad. Este movimiento temporal le impresiona. Y en su arte expresa la conciencia de este deslizamiento del ser humano hacia otra vida imperecedera. Con ello recogía también una vieja tradición, pues sabemos que el pavimento de las basílicas primitivas estaba decorado con imágenes simbólicas de las estaciones. Este es también el sentido que el artista medieval da a los signos del Zodíaco y a las representaciones de los meses del año. Y finalmente, la muerte. La danza de la muerte es un tema que aparece en la literatura y en el arte a finales del siglo XIV. Procede de manuscritos, y de ellos pasa al arte monumental. La iconografía tumbal muestra la evolución del sentido de la muerte. Al principio se representa al muerto en actitud de profunda espiritualidad, con símbolos de la vida familiar a los pies del difunto. Luego se busca el parecido de los rostros. En el s. XVI se hace a veces una exhibición realista del cadáver. Finalmente, el barroco, que tiene su aspecto triunfalista, tiene también esta cara tremendista respecto a la vanidad de la vida humana. 4.4. La moral El carácter enciclopédico del arte cristiano medieval alcanzó al ámbito de las costumbres y de la vida moral. Una de sus más importantes © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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fuentes inspiradoras fue la Psicomaquia de Prudencio, donde se describen alegóricamente las luchas entre las Virtudes y los Vicios. En la época del arte gótico hubo un impulso creador en este campo. A la virtud se le representa en su esencia (con figuras alegóricas) y al vicio en sus efectos y en escenas repelentes: el suplicio del avaro, de la adúltera, del epulón, etc. Los relieves de algunas catedrales se convierten así en catecismos y sermones de piedra. Parece que, más que los teólogos, los mismos artistas dieron expresión a las virtudes más humildes, interiores y ocultas, como la humildad, la paciencia, la obediencia... como el premio final del mendigo Lázaro. Si comparamos las frías alegorías del siglo de la Ilustración, esas estatuas que vemos ante los palacios de Justicia, en los jardines públicos de la misma época, y en muchos monumentos oficiales, con estas pequeñas figuras del arte medieval, diríamos que de éstas se desprende un aroma de santidad que actúa directamente sobre nuestro espíritu. Parecen decirnos en su encantadora sencillez: «Tus días pasan, sientes llegar la vejez y la muerte. Míranos. Nosotros no envejecemos, no morimos; nuestra pureza conserva una eterna juventud. Acógenos en tu alma si no quieres envejecer y si no quieres morir»30. 4.5. Las ciencias y las artes La visión enciclopédica del arte medieval alcanza también a las ciencias y a las artes. Se aceptaba que la sabiduría procedía de Dios y que, disipados el error y la ignorancia, aliviaba al hombre caído. En los muros de muchas de nuestras catedrales encontramos símbolos y alegorías de las siete artes el —trivium y el quatrivium— a cuyo aprendizaje debían consagrarse los sectores cultos de aquella sociedad. Eran los saberes, teóricos y prácticos, que constituían el programa universitario de aquel tiempo y sobre los que se alzaba luego el conocimiento de la Teología. Era toda la sabiduría antigua tal como había sido codificada y transmitida a través de San Agustín, de Boecio y de Casiodoro. Marciano Capella, escritor africano del siglo V, en su Nuptiae Mercurii et Philologiae, diseñó de manera más concreta el cuadro de las siete ciencias o artes, que se difundió luego mediante los escritos de San Isidoro de Sevilla. Desde el tiempo de Gregorio de Tours el conoci-

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E. MALE, L’art religieux de la fin du Moyen Age, p.130.

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miento del libro de Marciano Capella se consideró indispensable a un hombre de Iglesia. Las figuras simbólicas imaginadas por el libro de Marciano Capella, se impusieron a la memoria e imaginación de los artistas del Medievo con más fuerza que las ideas abstractas de los grandes maestros. Y esas figuras, visualizadas por el arte, vivieron hasta el Renacimiento. 5. La temporalidad del arte cristiano 5.1. Arte y tiempo El arte no puede menos de ser expresión de un hombre y de una sociedad, cuya sensibilidad va cambiando en el curso de los siglos. Un guía experto en el Patrimonio Histórico-artístico de la Iglesia debe ser muy consciente de este carácter temporal del arte, y debe saber comunicarlo a otros. Debe comprender las diversas formas expresivas propias de cada época, conocer las modalidades iconográficas de cada momento, y valerse de ese conocimiento para desvelar la manera como la Historia del Arte Cristiano es, en cierta manera, expresión plástica de la Historia de nuestra Salvación. Desde nuestra atalaya del siglo XX vemos a la Humanidad, si no en constante progreso, sí en perseverante progresión. Puede ocurrir que, estéticamente, nos identifiquemos más fácilmente con el estilo de una determinada época, y quizá sintamos preferencias por él más que por el de nuestro propio tiempo. Pero debiéramos aprender a saber domesticar estas reacciones de manera que seamos capaces de reconocer el valor auténtico de las diversas expresiones que la fe, la piedad y la sensibilidad cristianas han encontrado en el arte de todas las épocas. No hay que perder de vista tampoco lo que el arte tiene de expresión regional, local y personal. De la misma manera como hemos notado anteriormente las diferencias entre las mentalidades estético-religiosas de Oriente y Occidente, pueden notarse diversidades formales e icónicas en los diversos sectores étnicos y culturales. Hay que saber distinguir y comprender la razón de ser de tales diferencias: del arte visigótico, del arte mozárabe, del asturiano, del carolingio, del irlandés, etc. Así como saber lo que caracteriza, por ejemplo, al arte germano y lo distingue del francés o del hispánico. Igualmente es interesante y provechoso llevar esta capacidad de discernimiento a descubrir las diferencias locales, sobre todo si llegan a constituirse en grupos que merecen el nombre de escuelas. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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5.2. La historia del arte cristiano como historia de la sensibilidad Al hablar de los grandes temas cristianos me he referido expresamente al progreso dogmático en lo concerniente a la Cristología. En realidad, el arte cambia no tanto porque haya progresión o modificación enriquecedora en aquello que se piensa y se cree, cuanto porque se siente de otra manera, porque cambia la sensibilidad. Hay que ver, pues, qué factores influyen sobre la sensibilidad del artista cristiano. No siempre influyen inmediatamente las definiciones dogmáticas. Frecuentemente son hechos históricos de carácter filosófico-moral, socio-económico y cultural los que provocan cambios en lo que pudiera llamarse el espíritu de una sociedad. Un juicioso guía del Patrimonio Artístico de la Iglesia debe comprender la razón de tales cambios y ver en el arte que los expresa un «espejo de la Iglesia» en un momento y lugar concretos de su Historia. En páginas anteriores hemos visto cómo, en la era de las catacumbas, el arte se inspiró en las plegarias por los muertos, en los anhelos de salvación, expresando la fe de la joven comunidad cristiana en la vida y la resurrección esperadas; cómo, tras el Edicto de Milán, se avivó la fe en la divinidad de Jesús y en su triunfo final, expresándolo en alegorías de victoria: el lábaro, la Cruz invicta, el trono, el Cordero del Apocalipsis, etc.; cómo, en algunas basílicas de los siglos V-VI, Cristo se muestra como Maestro y Señor y cómo en todas partes ese Cristo victorioso va eliminando las escenas idílicas anteriores; y cómo, en lo formal, se impone el hieratismo, la grandiosidad, y el esplendor de las grandes basílicas, bajo el ejemplo inspirador de las apoteosis imperiales y todo el aparato de la burocracia palacial; cómo así va formándose la figura del Cristo en Majestad o del Juez de vivos y muertos que va a llegar hasta el arte románico; cómo el siglo XIII está marcado por la influencia de los grandes pensadores de la Escolástica y nace así un arte eminentemente didáctico, educativo, enciclopédico, y realista también, de tal manera que la narración histórica empieza a desbancar al símbolo; cómo el siglo XV aporta un cambio de tono: aparece lo sombrío y trágico, predomina el gusto por lo patético, y Jesús ya no enseña, sufre; el gusto por la Pasión se propaga por todas partes, y «se diría que la Cristiandad entera recibe el don de lágrimas» (Emile Mâle). Hace entonces su aparición el culto a las insignias de la Pasión, la devoción al «Varón de dolores»; nacen las escenas del Calvario, las Piedades, y el Trono de piedad: el Padre sosteniendo el cuerpo de Cristo muerto. Se trata de una nueva sensibilidad, fomentada por los Franciscanos. Y la Virgen María es ahora una Madre que amamanta a su Niño o se lamenta sobre su cuerpo muerto. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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En ese final de la Edad Media el arte es expresión de una nueva espiritualidad que los historiadores de la piedad cristiana han denominado Devotio Moderna. Este movimiento es preferentemente cristocéntrico, pero la devoción a los santos se enriquece también y adquiere nuevos matices. Se necesita su intercesión; se fundan cofradías, los gremios eligen y honran a sus patronos. Muchos de los nuevos rasgos de la iconografía se copian del teatro, es decir, de los Misterios que se representan dramáticamente en los atrios de las iglesias y catedrales con ocasión de las fiestas litúrgicas. El Renacimiento, de estirpe italiana, reconduce el arte a la serenidad, pero velando demasiado el costado doloroso del Cristianismo. El arte reviste el Evangelio de formas bellas importadas de Roma y Grecia. Y hace pensar que no es la caridad sino la belleza la que dirá la última palabra al mundo. Estalla entonces el Protestantismo, y la Iglesia Católica siente la necesidad de examinarse y corregirse. El arte se hace de nuevo intérprete de este movimiento de la sensibilidad. Una primera fase es la del arte trentino o manierista, que dura poco —el último tercio del siglo XVI—; una segunda fase es la del barroco triunfalista. El arte de la Contrarreforma coopera con la Iglesia en revalorizar los dogmas rechazados o combatidos por los reformadores. La iconografía muestra interés por la autoridad del papado, fomenta las imágenes de la Inmaculada Concepción de María, revitaliza la doctrina de las indulgencias y del Purgatorio, hace ver la importancia de los sacramentos (Penitencia y Eucaristía sobre todo), y defiende el valor de las buenas obras. Proliferan esculturas y cuadros que hacen visibles estas verdades católicas, como el arrepentimiento del hijo pródigo, las lágrimas de San Pedro, las penitencias de la Magdalena o de San Jerónimo, las limosnas de Santa Isabel de Hungría, etc. Y, sobre todo, se renueva el arte que manifiesta el culto y la devoción a los santos. En este terreno de la hagiografía, la Iglesia, ante los temas legendarios, vacila entre los críticos y los tradicionalistas; pero, en general, hace una labor expurgatoria en el santoral. Con todo, es notable el prestigio y utilidad que conserva aún la Leyenda Dorada que conoce ediciones hasta el siglo XVII. Un autor flamenco, el jesuita Molanus (Jean Vermeulen), publica en Amberes un libro de gran éxito, que pretende ayudar a la aplicación del famoso decreto del Concilio de Trento sobre las imágenes31. Poco tiempo después, el cardenal Paleotti escribe otro casi con el mismo título (1594).

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De picturis et imaginibus sacris. Amberes 1570.

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En el siglo XVII la iconografía de los santos, que conoce un notable relanzamiento, muestra el sentido que la santidad tiene para la sociedad de esa época. Esta iconografía barroca exhibe algunos rasgos característicos. Enumero algunos de ellos que señalan tanto Emile Mâle como Werner Weisbach. Ascetismo: Frente al «vitam non mortem recogita» del espíritu renacentista, el barroco subraya la necesidad de pensar en la muerte y en la vanidad de lo temporal. Se exagera la parte de penitencia que puede derivarse de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola, de gran influjo en ese tiempo. Se insiste en la meditación de la muerte, aunque en el libro de San Ignacio no existe tal meditación. Así se hicieron infinidad de cuadros y esculturas de santos penitentes, disciplinándose, macerando su cuerpo, o meditando sobre la muerte. A un santo tan enamorado de la naturaleza y de la vida como Francisco de Asís se prefirió representarlo con la calavera en las manos. Contradicciones y paradojas que revelan cuánto está sometido el arte religioso a los imperativos de la sensibilidad del momento más que a la verdad histórica y teológica. Martirio: Conectado con la muerte está este nuevo concepto de heroísmo, que sustituye al heroísmo más pagano de los renacentistas. El descubrimiento de las catacumbas provoca un resurgimiento de la devoción a las reliquias y el entusiasmo por las Actas de los Mártires. Por otra parte, la necesidad de evangelizar Asia y América, que se abren al espíritu conquistador de la Iglesia misionera, revela en seguida que el martirio no es una utopía inalcanzable. Va a hacer falta una espiritualidad estimulante para el sacrificio supremo al que ahora puede aspirar cualquier misionero. Abundan ahora los cuadros de mártires con rasgos peculiares. En el siglo XII las imágenes de los mártires irradiaban serenidad, paz victoriosa. Ahora, los mártires barrocos van a inspirar combate y sufrimiento. Son figuras que, si hoy se nos antojan algo repelentes y tremendistas, entonces consolaban y estimulaban. Extasis: Es otro de los rasgos que, para la sensibilidad contrarreformista, debía distinguir a la santidad. ¡Qué contraste con los cuadros de un Rafael o un Carroggio, a pesar de su idealismo clásico! Ahora los santos son exploradores de un mundo misterioso y lejano: Hombres y mujeres que irradian la experiencia de Dios. Recordemos los cuadros de monjes pintados por Zurbarán, Ribalta, Murillo, Ribera y tantos otros. Para la Edad Media la marca de la santidad eran los milagros; para el Barroco era el éxtasis. Es el arte contrarreformista el que nos ha dejado esas escenas de contemplación mística, de divino rapto, de estigmatización, en los santos que conocemos. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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Cuando los Dominicos empezaron a representar a Santa Catalina de Sena con los estigmas de la Pasión, los Franciscanos les abrieron un proceso ante la autoridad eclesial porque el único que tenía derecho, según ellos, a ser representado estigmatizado era San Francisco. Con la figuración del éxtasis en los santos puede relacionarse la nueva manera de sugerir la realidad de la felicidad eterna: el Cielo. En los siglos XVI-XVII la ciencia había empezado a dilatar sus conocimientos del espacio geográfico y cósmico. Esto se reflejó en el arte. Los artistas se sintieron atraídos a la figuración de grandes espaciosidades, y formaron así una nueva imagen del cielo. ¡Qué distinta la sugerencia de la Jerusalén celeste en una catedral gótica y la que ahora se contempla en las cúpulas pintadas por Lanfranco, Pozzo, el Baciccia, Tiépolo, Palomino y algunos más. En páginas anteriores hemos recordado la crisis que, por causas socio-políticas, religiosas y culturales sufre el arte cristiano en el siglo XIX, una crisis que implicó un cambio en la sensibilidad de la mayoría de los creyentes. Soñaron con la Restauración Católica y se refugiaron en la añoranza del pasado. El resultado fue la decadencia del arte cristiano, en cuanto ya no pretendió crear nuevas formas artísticas sino imitar las antiguas. Es el revivalismo en la arquitectura cristiana y la copia de modelos clásicos en las otras artes plásticas, invocando un falso concepto de fidelidad a la tradición. En nuestro siglo se rompe con esta falsa fidelidad al pasado: Un nuevo arte parece surgir respondiendo a un nuevo estado de la sensibilidad. En ella influyen algunos hechos trascendentales: la aceptación de nuevas técnicas (es la era del asombroso progreso de la tecnología), las consecuenias de dos guerras mundiales, el movimiento litúrgico y las orientaciones del Concilio Vaticano II. El ecumenismo, el diálogo interreligioso, la libertad religiosa y el respeto a la conciencia personal, la apertura de la Iglesia al mundo de los agnósticos y no creyentes, y la intercomunicación en la «aldea global» están inspirando en los artistas un lenguaje formal muy diferente al que nos ha tenido habituados la contemplación y el disfrute de nuestro Patrimonio artístico del pasado. 5.3. Introducción a la Iconología El estudio de los factores culturales propios de cada época, que condicionan formas y contenidos del arte, implica también elementos que corresponden a lo que hoy se llama Iconología, para distinguirla de la simple Iconografía. Se las considera disciplinas diferentes. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-922-5

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La Iconografía es la ciencia que enseña a identificar, comparar y clasificar las imágenes, distribuyéndolas en tipos y estudiando su evolución en el tiempo. Propiamente no pretende investigar en su más propio y profundo significado. Es la Iconología la que estudia el significado que cada imagen tiene, situándola en la cultura de su tiempo y examinando la evolución de sus características icónicas y la razón de esos cambios. La Iconología, propugnada por la llamada Escuela de Warburg —cuyos primeros representantes fueron Aby Warburg y Erwin Panofsky— es un método de la historia del arte por el que se consigue no sólo penetrar en el significado de la imagen, sino también convertir a ésta en instrumento de conocimiento histórico, mediante el estudio de una documentación ajena al arte, que puede arrojar luz sobre el pensamiento, el sentimiento y las apetencias de los hombres que realizaron tales imágenes. La Iconología se aplica a obras singulares y concretas. Para conocerlas a fondo, se exige la captación de ciertas realidades implícitas en la obra, que corresponden a las preferencias temporales, locales, personales, que en el artista se acusan; preferencias confirmadas por otros testimonios: obras de la misma época, textos literarios, otras obras del mismo autor, etc. Ese contenido intrínseco, que no se capta a primera vista, existe porque, con las diferencias de tiempo y lugar, ocurren modificaciones en la manera de sentir y de tratar un tema. Las formas reflejan estos cambios de sensibilidad y de doctrina. El saber interpretarlas llegando a comprender el nuevo significado constituye el método iconológico. Pongamos algunos ejemplos. El primero de ellos lo tomo del libro sobre el Barroco de Emile Mâle, quien propiamente fue un iconógrafo. Es bastante conocido un cuadro de Caravaggio de la Galería Borghese, en el que la Virgen María aparece hollando con su pie la cabeza de la serpiente; pero la Virgen sostiene con sus brazos ante sí al Niño Jesús, desnudo, quien posa y aprieta su pie izquierdo sobre el pie de la Madre. Esta representación se repitió luego en otros cuadros de la Europa Católica. Para los teólogos del siglo XVI la serpiente que la Virgen aplasta bajo sus pies no es sólo Satanás; es también y más concretamente la herejía. Tal era la primera interpretación de San Pedro Canisio (apóstol de Alemania contra los luteranos), quien cita a San Bernardo: «Aplastando la cabeza de la serpiente, ella, por sí sola, aplastó toda la perversidad de las herejías»32. San Bernardo, que no consideró a la Virgen 32 «Sola enim contrivit universam hereticam pravitatem». Homilía en la Dominica Infraoctava de la Asunción. Obras Compl. BAC IV, 399. A pesar de su posición contraria a

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María exenta del pecado original, sin embargo sostenía que había sido liberada de todo otro pecado, aplicándole a ella el texto del Génesis sobre la Mujer que aplastaría la cabeza de la serpiente infernal. Muchos comentaristas bíblicos seguían a San Bernardo en esta interpretación; pero, a diferencia de él, se apoyaban en el texto del Génesis para defender la Concepción Inmaculada de María. Todos daban por supuesto que las palabras «Pondré enemistad entre ti (la serpiente) y la Mujer, entre tu linaje y el suyo» se referían a la Virgen María, adoptando la traducción latina de San Jerónimo en la Vulgata, en la que dice: «Ipsa conteret caput tuum». Pero los Protestantes se habían alzado contra esta traducción, alegando que el sentido verdadero del texto del Génesis (llamado «Protoevangelio») no remitía a Ipsa (la Mujer) sino a Ipse en masculino, al linaje de María, es decir, a Cristo. Según ellos era Cristo, y sólo El, quien aplastaría el linaje del maligno. No cabía, por tanto, apoyarse en ese texto para probar la absoluta pureza de María y su exención del pecado original. Los teólogos católicos sabían que, en efecto, la traducción griega de los Setenta daba en este pasaje un sujeto masculino, no femenino, y que así se encuentra también en algunos manuscritos de la Vulgata latina. Entonces surgió la explicación que intentó conciliar ambas interpretaciones. Juan de Cartagena, por ejemplo, en una de sus Homilías (Homiliae, t. III, 495) dice: «Hay una lucha entre la Mujer y la Serpiente. Triunfa la Mujer, pero ayudada por su Hijo». Esta explicación fue avalada por el papa San Pío V, quien en su Bula del Santo Rosario se expresó así: «La Virgen aplastó la cabeza de la serpiente con ayuda de Aquel a quien dio a luz». Y el mismo Canisio, en su De Maria Deipara Virgine, dice: «Ipsa conteret caput tuum, quia per ipsam, mediante Filio suo, potestas daemonis est contrita... non sua quidem propria, sed eius, quem concepit et genuit, virtute singulari»: «María aplasta a la serpiente no con su propio poder, sino con el de Aquel a quien ella concibió y dio a luz». Alguien debió «soplar» todas estas precisiones bíblico-teológicas al Caravaggio quien, a pesar de ser algo alocado y pendenciero, supo hallar el modo de dejar inmortalizados tales matices teológicos en una pintura magistral que puede considerarse como su propia versión de la Inmaculada. la Concepción Inmaculada, San Bernardo no deja de aplicarle el texto del «Protoevangelio»: «¿Para quién reserva esta victoria sino para María? Indudablemente María quebrantó la cabeza envenenada, pisoteando toda suerte de sugestiones del maligno, desde los deleites del cuerpo hasta la soberbia del corazón». Homilía en alabanza de la Virgen María (Obras Compl. BAC II, 1954, 619).

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Otro ejemplo muy ilustrativo podría ser el comentario iconológico de Adolf Katzenellenbogen al grandioso tímpano central de la abacial de Vézelay, esculpido entre las fechas de las dos primeras cruzadas (1098 y 1147)33. Toda la cristiandad, sobre todo en tierras francesas, ardía en ansias de combatir contra los mahometanos para liberar de su poder a los Santos Lugares. Precisamente en Vézelay y quizá en los mismos años en que se estaba labrando el tímpano, predicó San Bernardo la Segunda Cruzada. A primera vista, el tema central se interpretó como Pentecostés o también como el envío de los Apóstoles por Jesús, antes de la Ascensión, a predicar la Buena Nueva por todo el mundo. El análisis iconológico , tanto de la escena central como de las figuras del dintel y de las arquivoltas, revela casi con evidencia que lo que pretendieron los escultores del tímpano fue una actualización de la Misión de los Apóstoles aplicada a los Cruzados del siglo XII. Otro caso análogo de esclarecimiento por el análisis iconológico, presentado primeramente por Aby Warburg y comentado más ampliamente por Fritz Saxl34, es el referente al fresco que Guirlandaio pintó en la iglesia florentina de la Santa Trinità sobre «San Francisco de Asís presentando su Regla al Papa Honorio III». La observación de que, en el fondo de la escena, no se veía nada del palacio papal (como ocurría en una pintura de Giotto sobre el mismo tema), sino un paisaje urbano de Florencia (con el palacio de la Señoría y la Loggia de los Lanzi) puso en la verdadera pista interpretativa a los investigadores. En realidad en esta pintura, encargada por Francesco Sassetti, aparecen, además del santo de Asís y del Papa, el donante Sasetti y su protector Lorenzo de Medicis con sus hijos y familiares. La pintura viene a ser así menos un episodio de la vida de San Francisco que «una sagrada reliquia que sacraliza la vida de Francesco Sassetti y de su familia y la de su patrón Lorenzo de Médicis y sus hijos». Basten estos ejemplos para demostrar cómo los estudios iconológicos pueden aportar datos importantes que obligan a dar a ciertas obras artísticas un significado oculto, difícilmente captable para quien se limita a ver y contemplarlas con una visión superficial y apresurada. Añadamos que los estudios iconológicos no pueden considerarse absolutamente necesarios para gustar y saborear estéticamente las obras de arte. Son, sobre todo, muy útiles para el historiador. Contribuyen al conocimiento de la significación que encierran las obras de arte, y en ese sentido pueden ser un interesante campo de investigación para quien quiera llegar a ser un experto en el Patrimonio artístico de la Iglesia. 33 34

A. KATZENELLENBOGEN, The Central Tympanum at Vézelay. «Art Bullein», sept. 1944. F.SAL, Lectures. Londres, The Warburg Institute. Univ. of London, 1957, 355.

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