Antología de Narrativa Hispanoamericana

July 5, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
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NARRATIVA HISPANOAMERICANA – TEXTOS JORGE LUIS BORGES En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra tierra seca en una vereda, vereda, donde antes hubo un árbol, árbol, vi una quinta de Adrogué, Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi ende uncrin gabinete de Alkmaar entre dos multiplican sin fin, vi caballos arremolinada, en un unaglobo playaterráqueo del Mar Caspio enespejos el alba,que vi lalodelicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzap Mir zapur ur una baraja baraja españo española, la, vi las sombras sombras oblicuas oblicuas de unos unos hel helech echos os en el suelo suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obsce obs cenas nas,, increí increíble bles, s, precis precisas, as, que Beatri Beatrizz había había dirigi dirigido do a Car Carlos los Argenti Argentino, no, vi un ado adorad rado o monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Vite Viterbo, rbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. Sentí infinita veneración, infinita lástima. -Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman -dijo una voz aborrecida y  jovial-. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges! “El aleph”, El aleph

JULIO CORTÁZAR 

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió

 

enfrentar ntar la entornada puerta  poner al fuego la pavita del mate. Fui hasta el pasillo hasta enfre de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad. Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:  — Tuve Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.  — ¿Estás ¿Estás seguro?

Asentí.  

“Casa tomada”, tomada”, Bestiario  Bestiario

Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinz pi nza a ab abie iert rta, a, y es espe pero ro a se sent ntir ir en la ga garg rgan anta ta la pe pelu lusa sa ti tibi bia a qu que e su sube be co como mo un una a efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy  pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conej co nejito ito par parec ece e sat satisf isfech echo o de hab haber er nac nacid ido o y bul bulle le y peg pega a el ho hoci cico co co contr ntra a mi pie piel, l, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.  “Carta a una señorita en París”, Bestiario

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvaj sal vajes es amb amboni onios os,, en sus sustal talos os ex exasp aspera erante ntes. s. Ca Cada da ve vezz que él pro procur curaba aba rel relama amarr las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al

 

nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suave sua vemen mente te sus or orfel feluni unios os.. Ape Apenas nas se ent entrep replum lumaba aban, n, alg algo o co como mo un ul uluc ucord ordio io los encres enc restor toriab iaba, a, los ex extra trayuxt yuxtaba aba y par paramo amoví vía, a, de pro pronto nto era el cli clinón nón,, la est esterf erfuro urosa sa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del mureli mur elio, o, se sen sentí tían an bal balpam pamar ar,, per perli linos nos y már márulo ulos. s. Temb emblab laba a el tro troc, c, se ve vencí ncían an las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.   Rayuela

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

 Asus Asusta tado do po porr aq aque uell llaa pe pesad sadill illa, a, Pela Pelayo yo co corr rrió ió en bu busca sca de Elise Elisend nda, a, su mujer mujer,, qu quee es estab tabaa  poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atenc ate nció ión, n, qu quee Pelay Pelayo o y Elise Elisend ndaa se so sobr brep epus usie iero ron n muy muy pr pron onto to de dell as asom ombr bro o y acaba acabaro ron n po por  r  en enco contr ntrar arlo lo famili familiar ar.. Ento Entonc nces es se atrev atrevier ieron on a ha habl blar arle le,, y él le less co cont ntest estó ó en un di dial alect ecto o in inco comp mpre rens nsib ible le pe pero ro co con n un unaa bu buen enaa vo vozz de na nave vega gant nte. e. Fue Fue así como como pa pasar saron on po porr alto alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error. e rror.  — Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.  

“Un señor muy viejo con unas alas enormes”

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construida construidass a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.   Cien años de soledad 

 

MARIO VARGAS LLOSA

- Cuatro- dijo el Jaguar. Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partíc partículas ulas limpias de vidri vidrio: o: el pelig peligro ro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio. -Cuatro -repitió el Jaguar-. ¿Quién? -Yo -Y o -murmuró Cava-. Dije cuatro. -Apúrate -replicó el Jaguar-. Ya Ya sabes, el segundo de la izquierda. Cava sintió frío. Los baños estaban al fondo de las cuadras, separados de ellas por una delgada  puerta de madera, y no tenían ventanas. En años anteriores, el invierno sólo llegaba al dormitorio de los cadetes, colándose colándose por los vidrios rotos y las rendi rendijas; jas; pero este año era agresivo y casi ningún rincón rincó n del colegi colegio o se librab librabaa del viento, que, en las noch noches, es, conseguía conseguía penet penetrar rar hasta en los baños, disipar la hediondez acumulada durante el día y destruir su atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido en la sierra, estaba acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su piel.  

 La ciudad y los perros perros

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