Anthony R. Birley - Septimio Severo. El emperador africano

March 20, 2018 | Author: quandoegoteascipiam | Category: Ancient Carthage, Augustus, Roman Empire, Julius Caesar, Phoenicia
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Descripción: TRADUCCIÓN DE JOSE LUIS GIL ARISTU Septimio Severo, descendiente de colonos fenicios asentados en Tripolit...

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A N T H O N Y R. BIR LEY

SEPTIMIO SEVERO

El emperador africano GRED O S

Septimio Severo, descendiente de colonos fenicios asentados en Tripolitania, reinó entre los años 193 y 211 d. C., y su gobierno constituye un punto de inflexión en la historia de Roma. Birley indaga pri­ mero los orígenes de Septimio, quien procedía de la ciudad africana Leptis Magna (Libia). En la segunda parte del libro se reconstruye su carrera como Sena­ dor romano en la época de los Antoninos, y la cons­ piración para derrocar al trastornado em perador Cómodo, además de las dramáticas guerras civiles de los años 193-197, que concluyeron con la victoria de Septimio. Y en la última parte de la obra, se exa­ mina el reinado de Septimio, quien amplió conside­ rablemente las fronteras orientales, hasta el regreso triunfante a su Africa natal en el 202-203. El empe­ rador falleció en York tras una campaña de tres años cuyo objetivo era la reconquista total de Escocia. Una biografía profusam ente ilustrada y fasci­ nante, donde Birley nos m uestra el carácter p o ­ lifacético y a veces conflictivo del enigm ático em perador, e intenta dilucidar si Septimio fue el «típico burócrata cosm opolita», un «nuevo Aní­ bal en el tro n o de los Césares» o el «principal artífice de la decadencia del Im perio rom ano».

Diseño de la colección: Luz de la Mora Imagen de la cubierta: © The Granger Collection / Age Fotostock

E S T U D I O S

C L Á S I C O S

(1937) ha sido catedrático de Historia Antigua en la Universidad Heinrich Heine de Düsseldorf y en la Universidad de M an­ chester. Es autor de diversos libros sobre la Britania rom ana, así como de tres biografías de em pera­ dores rom anos. Además de la presente, Gredos ha publicado: Adriano. La biografía de un emperador que cambió el curso de la historia·, y Marco Aure­ A N T H O N Y R . B IR L E Y

lio. E l retrato de un emperador humano y justo.

descubre a un gran (aunque implacable) líder, sino también a un hombre excepcional

ANTHONY R. BIRLEY

Septimio Severo El emperador africano TRADUCCIÓN DE JOSE LUIS GIL ARISTU

& EDITORIAL GREDOS, S. A. M A D R ID

Esta obra ha sido publicada con una subvención del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual.

Título original inglés: Septimius Severus. © Anthony R. Birley, 1 9 7 1 ,1988 y 2012. Todos los derechos reservados. Traducción publicada por acuerdo con Routledge, miembro de The Taylor & Francis Group. © de la traducción: José Luis Gil Aristu, 2012. © E D IT O R IA L CRED O S, S. A ., 2 0 12 .

López de Hoyos, 14 1 - 28002 Madrid. www.editorialgredos.com r e f . : GBNCO 44

IS B N : 9 7 8 - 8 4 - 2 4 9 - 3 6 4 5 - 7 d e p ó s ito l e g a l : μ . 1 9 .2 3 1 - 2 0 1 2

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

C O N T E N ID O

Prólogo, 9 1. LOS EMPORIOS, 1 7

2. LEPTIS

m a g n a : d e est a d o l i b r e a c o l o n ia ,

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3. LA v id a e n l a t r i p o l i t a n ia r o m a n a , 4 7 4. LA FRANJA ANCHA, 65 5. AL SERVICIO DEL EMPERADOR, 79 6. UN CÉSAR NACIDO PARA LA PURPURA, 93

7. EL GRAN MARISCAL, IOI 8. JU LIA DOMNA, IO 9 9. LOS CONSPIRADORES, 1 2 7 10 . EL AÑO I9 3 , I3 9 1 1 . LA GUERRA CONTRA NIGER, 16 5

1 2 . LA GUERRA CONTRA ALBINO, 18 3 1 3 . PARTIA Y EGIPTO, I9 5 14 . REGRESO A ÁFRICA, 2 1 7 1 5 . LOS AÑOS EN ITALIA, 229 16 .

«EXPEDITIO FELICISSIMA BRITTANNICA», 249

1 7 . SECUELAS Y VALORACIÓN, 2 7 3

Abreviaturas utilizadas en los apéndices y notas, 2 9 1 Apéndices, 29 3 1. Testimonios antiguos y estudios modernos, 293 2. Los Septimio y los Fulvio de Leptis Magna, los Julio de Emesa, y sus contactos, 305 Referencias y notas, 3 2 9 Bibliografías, 3 6 3 Adenda (/9 9 9 y 2010), 3 7 9 Lista de ilustraciones, 3 8 5 índices alfabéticos, 3 8 7

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PRÓLOGO

Se puede afirmar que, una vez que el sistema imperial romano quedó bien asentado, no importó gran cosa quién era el emperador. «Por lo que res­ pecta al emperador y a sus amigos — escribía Sinesio en una carta— , y a los vaivenes de la fortuna... ciertos nombres se alzan como llamas hasta cumbres de gloria y, luego, se apagan; el silencio que reina aquí acerca de estas cosas es completo, y nuestros oídos se libran de escuchar esa clase de noticias. Es posible que la gente sepa perfectamente que siempre hay un emperador vivo, pues es algo que los recaudadores de impuestos nos re­ cuerdan año tras año. Pero ya no está tan claro «quién» es el emperador; de hecho, entre nosotros, hay algunos que piensan que el trono sigue estando ocupado todavía por Agamenón». Sinesio podía bromear sobre la lejanía de Arcadio y la plácida ignorancia de la Cirenaica. Pero, según decía a Arcadio en la dedicatoria de su escrito Sobre la realeza, el emperador debe­ ría dirigir sus ejércitos en persona y recorrer las provincias para ver y ser visto. N o se sabe que Septimio Severo viajara a la Cirenaica; pero esta es una de las poquísimas partes del imperio no visitadas por él. Para empe­ zar, fue el primer emperador nacido y educado lejos de Roma e Italia, en la Tripolitania de sus antepasados. Su carrera como senador lo llevó a C er­ deña, Hispania, Siria, las Galias, Sicilia y Panonia, con una estancia en Atenas en un momento en que no desempeñaba ese cargo. Una vez llega­ do al poder, pasó viajando sus dieciocho años como emperador, excepto cuatro, sobre todo en el este — donde extendió las fronteras de Roma has­ ta el Tigris— , Egipto, los Balcanes y la región del Rin, África y, finalmen­ te, la remota Britania, donde permaneció más tiempo que cualquier otro soberano. Un hombre así merece ser estudiado con gran atención, aunque resulte difícil, e incluso imposible, adentrarse en sus intimidades.

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Prólogo

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Su origen africano no es el aspecto menos notable de Septimio. Según muestran principalmente los trabajos de un gran número de estudiosos, arqueólogos y epigrafistas, Tripolitania era una región aparte del resto del África romana; profundamente conservadora tras haber disfrutado du­ rante siglos de una virtual independencia, seguía manteniendo fuerte­ mente visible su identidad púnica o libiofenicia cuando había entrado, por fin, en la órbita de Roma bajo el reinado de Augusto. E l dominio de la élite púnica no se vio perturbado por la afluencia de colonos inmigrantes; no obstante, sus miembros respondieron con entusiasmo a la presencia de Roma: en su condición de ciudad libre, Leptis había alcanzado el rango de aliada en fechas muy anteriores. Los ancestros de Septimio obtuvieron la condición de romanos; su abuelo aparece como un caballero propietario de tierras cerca de Roma y como un personaje de importancia menor en los círculos literarios de moda de la Italia de los últimos Flavios, aunque re­ gresó a Leptis para presidir la culminación de su transformación en colo­ nia honoraria. E l padre de Septimio pasó toda su vida en Tripolitania, donde se crió el propio Septimio. Mi interés por Septimio se remonta a fechas lejanas. E l emperador es un personaje clave para el estudioso de la Britania romana y fue objeto de gran entusiasmo cuando las excavaciones emprendidas en 1961-1962 por Robin Birley en Carpow on the T ay revelaron que el yacimiento era de la época de los Severos, con principia y praetorium construidos de piedra. Aquellos hallazgos demostraron claramente que Septimio había intenta­ do realmente conquistar toda Britania (como dijo Dion), y no solo aplastar Caledonia para, luego, regresar al Muro. Pocos años después tuve la suerte de visitar Leptis Magna y, por una ruta poco habitual que ascendía a través del desierto desde el país de los garamantes pasando por delante de la Montaña N egra y la fortaleza de avanzada de Bu-Ngem , construida por Septimio, experimenté el placer de llegar a la costa tras haber soportado el calor abrasador A úghibli. Entretanto me había sumergido «en el océano de la Historia Augusta», aunque no con «indiferencia» (como recordaba haber hecho Gibbon). T uve la fortuna de contar con la guía de sir Ronald Syme en mis primeros pasos a través de lo que él calificaba de arenas mo­ vedizas, una «ciénaga serbonia», según la llamaba. L a Historia Augusta — citada por m í a lo largo de todo el libro con la abreviatura H A — cons-

Prólogo

II

tituye un problema al que todo estudioso de los siglos n y m d. C debe enfrentarse. Mi participación en varios de los Colloquia organizados por el profesor Johannes Straub resultaron muy provechosos. En el primero al que asistí, el difunto profesor H .-G Pflaum me instó a acometer una bio­ grafía de Septimio. E l resultado, escrito en su mayor parte en la Universi­ dad D uke, fue publicado en 1971. L a obra ha permanecido descatalogada durante mucho tiempo y ha sido bastante frecuente que personas deseosas de leerla me pidieran ejemplares sobrantes. Entretanto ha aparecido un conjunto considerable de nuevos datos y un cúmulo de bibliografía recien­ te. L a invitación a crear una versión completamente distinta resultó ser, por tanto, una tarea oportuna e intimidante al mismo tiempo. Tenía que mostrarme selectivo — algunos dirían ecléctico— en mis citas para evitar una documentación excesivamente sobrecargada. He subdividido la bi­ bliografía por grupos de capítulos en algunos casos, y a menudo por capí­ tulos individuales. Las bibliografías ofrecen, con ciertas limitaciones, una visión general de lo publicado sobre un tema, pero me he abstenido de incluir un gran número de obras reconocidas si no aparecen expresamente citadas en las notas. Una obra de este tipo solo es posible gracias al trabajo de una legión de especialistas. Es justo hacer constar el provecho que he obtenido de los estudios realizados por De Ceuleneer, Platnauer y Hasebroek, el último de los cuales sigue siendo de gran valor para la Vita Severi de la H A. Cuan­ do comencé mi propia investigación me sentí especialmente inspirado por una serie de artículos de Julien Guey y me resultó muy provechosa la obra del difunto Guido Barbieri. Mi deuda con Eric Birley es incalculable, pero mi mejor manera de expresarla consiste en exponer m i convicción, a la que he llegado gracias a él, de que la historia, la epigrafía y la arqueología de las provincias romanas son mutuamente imprescindibles. Las personas con quienes tengo una deuda de agradecimiento — por sus análisis de de­ talle, por haberme enviado ejemplares de sus obras o por haber mantenido conmigo un debate fructífero— son m uy numerosas: hay unas cincuenta que merecen ser mencionadas, pero debo contenerme para que no parezca que me amparo en su autoridad. N o obstante, debo agradecer explícita­ mente a Géza Alfoldy, que me dejó ver, y no por primera vez, algunos de sus nuevos trabajos antes de su publicación; a Charles Daniels, que hizo

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Prólogo

posible mi visita a Tripolitania y me ha proporcionado las ilustraciones recogidas en este libro; a Barri Jones por su generosa ayuda mientras pre­ paraba el texto, además de prestarme otros favores a lo largo de muchos años; a David Kennedy por su asesoramiento acerca de las fronteras orien­ tales; y a David Mattingly por haberme guiado en el terreno de los trabajos más recientes sobre Tripolitania. Las interpretaciones ofrecidas aquí — y la responsabilidad por los errores cometidos— siguen siendo mías; es una cuestión que necesito recalcar, pues soy consciente de que algunos de mis puntos de vista pueden ser polémicos. Las biografías imperiales son con­ templadas con reparos en algunos círculos en cuanto a género literario, y, volviendo al protagonista de la que ofrezco aquí, es posible que mi insis­ tencia en el carácter africano de mi biografiado tenga una mala acogida. E l asunto entraña cuestiones difíciles y delicadas, por no mencionar la iden­ tidad étnica de su esposa, Julia Domna, cuya ciudad natal, Emesa, fue fundada por árabes. N o todos están de acuerdo en asignarle esa denomi­ nación. Además, hago hincapié no solo en la «otreidad» de Tripolitania y de su hijo más famoso, sino también en la fuerte implicación de los africa­ nos romanos, incluidos Septimio y su hermano, en la conspiración que derrocó a Cómodo. Los anglosajones, monolingües en su mayoría, no comprenderán, quizá, la complejidad de una sociedad con dos idiomas de cultura, el latín y el griego, y una diversidad de otras lenguas de uso co­ mún. Septimio Severo constituye un fenómeno instructivo. Mi creencia en la importancia de su origen me ha llevado a dar a esta historia de su vida el título de E l emperador africano. A N T H O N Y R. B IR L E Y

Manchester 27 de febrero de ig88

N O T A A L A E D IC IÓ N E N R U S T IC A

Septimius Severus: The African Emperor fue publicado por primera vez en 1971 en el Reino Unido por Eyre & Spottiswoode, empresa que ha de­ jado de existir y que tenía su sede en el número 1 1 de N ew Fetter Lane, y en Estados Unidos en 1972 por Doubleday. En 1988, Batsford sacó al mer-

Prólogo

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cado una edición muy revisada para la cual — reafirmando mi opinión de que en nuestro hombre había algo específicamente africano— modifiqué el título por el de The African Emperor: Septimius Severus. Ahora regresa al número i i de N ew Fetter Lane, a la editorial Routledge, sin cambios res­ pecto a la edición de 1988, excepto por una lista de publicaciones recientes (págs. 273-274) con un breve comentario sobre su importancia. A N T H O N Y R. B IR L E Y

Friedberg 3 1 de julio de 1998

N O T A A L A T R A D U C C IÓ N E S P A Ñ O L A

L a publicación del presente libro en español me brinda una oportunidad propicia para corregir algunos pasajes a la luz de nuevos descubrimientos. En origen lo redacté en el invierno de 1987-1988, por lo que no es de extra­ ñar que entretanto haya aparecido una gran cantidad de bibliografía nove­ dosa concerniente de manera directa o indirecta a Septimio Severo. Para la edición en rústica de 1999 solo me fue posible añadir dos páginas de adenda bibliográfica, con algunos comentarios sobre la importancia de las pu­ blicaciones incluidas, y mencionar unas pocas correcciones. Esa adenda se ha ampliado en el caso de la presente edición; me he esforzado, además, por eliminar errores tanto en el texto principal como en los apéndices y las notas. En algunos casos cito las nuevas publicaciones de la adenda (con el nombre del autor precedido por un asterisco, más la fecha). A N T H O N Y R . B IR L E Y

Vindolanda 10 de marzo de 2010

SEPTIMIO SEVERO

L O S E M P O R IO S

Septimio Severo nació el

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de abril del 145 en Leptis Magna, en T ripo li'

tania. Sus padres fueron P. Septimio Geta y Fulvia Pía. Leptis había obte­ nido la condición de colonia romana hacía una generación y era una de las grandes ciudades del Á frica romana. Tripolitania, el «país de las tres ciudades», debía su nombre a Leptis y sus dos vecinas occidentales, Oea (T rí­ poli) y Sabratha. E l Imperio romano se hallaba en ese momento en la cima de su prosperidad. E l emperador Antonino Pío dio su nombre a una era sinónima de paz y abundancia. Los cónsules del 145 fueron él mismo y su hijo adoptivo como colega suyo. Por tanto, el año del nacimiento de Septi­ mio fue el del «emperador Antonio por cuarta vez, y el de Aurelio César por segunda».1 E l hijo de Geta y Fulvia recibió los nombres de su abuelo paterno: «Lucius Septimius Severus». Cincuenta años más tarde, Septimio se de­ signaría como «hijo del divinizado Marco», en vez de presentarse como «hijo de Publio». Poco después de su adopción retrospectiva como m iem ­ bro de la dinastía antonina, un senador sarcástico felicitó a Septimio por «haber encontrado ún padre», dando a entender con ello que su verdade­ ro progenitor fue un don nadie. Es cierto que Geta era un provinciano desconocido (y que falleció mucho antes del 195). Pero otros hombres de su familia y de su misma generación — P. Septimio Á per y C. Septimio Severo, que en el año 145 habían emprendido el camino que les llevaría al cargo de senadores— tenían ya rango senatorial cuando nació su hijo. Aquellos hombres, primos carnales de Geta probablemente, eran sin duda mayores que él. Pero Geta no ocupó nunca un cargo público. L a mala salud o la falta de ambiciones constituyeron, quizá, un impedimen­ to, pero difícilmente pudo haberlo sido la pobreza. Su hermana Pola, que

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Septimio Severo

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al parecer murió soltera, era una m ujer muy rica, y la familia tenía pro­ piedades en Italia y fincas en Leptis. Fuera por el motivo que fuese, Geta parece haberse quedado en Á frica con su mujer y sus tres hijos. Además de Septimio había otro hijo que llevaba el mismo nombre que su padre, por lo que era probablemente el heredero, y una hija, Octavila. A pesar de lo recatado de su vida, el biógrafo Mario Máximo escribió «bastante por extenso» sobre él y su carácter en su vida de Septimio, según la H A (que no reproduce ningún detalle).2 L a localidad natal de Septimio, donde pasó los primeros diecisiete años de su vida, era un lugar muy excepcional, incluso para un imperio tan abigarrado, y las «tres ciudades» se diferenciaban acusadamente del resto de lo que los romanos denominaban «África». Para entender mejor quién era Septimio Severo es necesario echar una ojeada a los orígenes de Leptis. L a «civilización» llegó al norte de Á frica con los comerciantes cananeos de T iro y Sidón, cuyo idioma — el fenicio, llamado más tarde púnico en el Mediterráneo occidental— estaba estrechamente relaciona­ do con el hebreo. Aquellos mercaderes comenzaron a explorar las costas occidentales a finales del segundo milenio antes de Cristo. Durante los siglos anteriores, Fenicia había adquirido experiencia en la navegación y el comercio cuando Ugarit, en la costa siria, desempeñaba un cometido más que mediano en la economía de Egipto. Los grandes trastornos pro­ vocados por los «Pueblos del mar» hacia 1200 a.C . la obligaron a dirigir su mirada mucho más lejos. Los pocos puertos naturales del norte de Á frica se convirtieron en escalas en la ruta hacia la España meridional. Cartago — Quart-Hadasht, la «ciudad nueva»— no fue la más temprana, pero no tardó en ser la más importante. Durante la primera mitad del primer milenio antes de Cristo, aquellos establecimientos comerciales co­ menzaron a adquirir el carácter de pequeñas ciudades. L a marcha de los acontecimientos en Asia aceleró y estimuló el proceso. En el siglo vm , Asiría aplastó sus metrópolis, T iro y Sidón. Llegaron nuevos colonos, esta vez refugiados. L a ciudad de Cartago y sus homologas púnicas pros­ peraron. A l cabo de poco tiempo se enfrentaron a la rivalidad de los grie­ gos, activos en Italia meridional y Sicilia desde el siglo vm e interesados por Á frica — «Libia»— desde mediados del vu. Los griegos dorios pro­ cedentes de la isla de T era se establecieron en Libia oriental, la «Montaña

Los emporios

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Verde», y fundaron Cirene en el año 5 3 1 a.C . A partir de ella surgieron otras ciudades filiales que extendieron la colonización griega desde las fronteras con Egipto hasta la región de las Sirtes. Se sabe con seguridad que Cartago respondió instalando en Tripolitania una colonia en un asentamiento denominado Lpqy, que en un primer momento pudo haber sido una islita situada frente a la desembocadura del uadi, pero que pron­ to ocupó tierra firme. L e siguieron otras dos nuevas colonias al oeste, Wy’t y Sbrt’n. Los tres nombres son libios, no púnicos. Eran puestos comercia­ les, y los griegos siguieron llamándolos más tarde emporta — Leptis fue conocida a menudo con el nombre de Neápolis— . Tripolitania se halla a cientos de kilómetros más cerca del Á frica negra que la propia Cartago. Es evidente que Cartago instituyó los emporios para controlar los cami­ nos más cortos hacia el interior por las rutas transaharianas. Pero las coli­ nas que se alzan al suroeste de Leptis, el Yébel Msellata, la «Colina de las Gracias» de Heródoto, pedían a gritos ser explotadas, lo mismo que el rico valle del río Cínipe (Uadi el Caam), que nace en el Yébel y desembo­ ca en el mar 20 kilómetros al este de Leptis. «Esta comarca iguala a la mejor región en la producción de cereales y no se parece en lo más m íni­ mo al resto de Libia. En efecto, su tierra es negra, la zona posee abundan­ te agua de riego, por lo que no tiene el menor problema de sequía, y tampoco se ve perjudicada por recoger demasiada lluvia — ya que en esa parte de Libia sí que llueve— ; además, en el rendimiento de las cosechas alcanza las mismas proporciones que la comarca de Babilonia... la comar­ ca del Cínipe da hasta el trescientos por uno», escribió Heródoto. Y en otro lugar: «La Colina de las Gracias está cubierta de bosques, en tanto que las restantes zonas de Libia que he mencionado anteriormente care­ cen de árboles».3 Hacia el 514 a. C., el aventurero espartano Dorieo, guiado por hombres de Tera, «llegó a Cínipe y se instaló en un bellísimo paraje de Libia a ori­ llas de un río», refiere Heródoto. Pero «a los dos años fue expulsado de allí por los libios macas y por los cartagineses». Unos griegos procedentes de Asia Menor habían conseguido fundar Massilia (Marsella) hacia el 600 a. C. y explotaron una gran parte de la Galia meridional. Pero para entonces Cartago era lo bastante fuerte como para excluirlos casi por completo de España, los expulsó de Córcega y dominó Cerdeña y Sicilia occidental. E l

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norte y centro de Italia estaban controlados por los etruscos, con quienes Cartago concertó una alianza, como hizo con la naciente República roma­ na. Los griegos solo lograron establecerse con firmeza en Italia meridio­ nal, Sicilia oriental y la Cirenaica. E l Mediterráneo occidental fue prácti­ camente un coto púnico hasta el siglo m a. C.4 Tripolitania, la comarca situada entre los dos golfos de las Sirtes, se ha perdido para la historia entre el momento de la expulsión de Dorieo y el final del siglo m. Es evidente que los emporios florecieron durante esos trescientos años a pesar de los obstáculos. Tripolitania se diferencia del resto del norte de Á frica por su relieve físico y su clima y es un híbrido entre el Mediterráneo y el Sáhara, con una orla fértil a lo largo de la costa y cerca de ella, más un vasto territorio interior desértico. L a Yefara, una amplia llanura litoral, se extiende justo desde el oeste de Leptis hasta la zona de tierra firme situada frente a Meninx (Yerba), la «Isla de los lotófagos», delimitada al sur por la gran escarpadura rocosa del Yébel. Esta franja de colinas, de unos 20 kilómetros de anchura en su mayor parte, se funde con la altiplanicie sahariana, el Dahar, que a su vez se prolonga en pendientes en dirección suroeste penetrando en el gran E rg oriental, o mar de arena, una barrera casi infranqueable, y más al este en el «pedregal rojo», la Ham ada el-Ham ra, que divide Tripolitania del Fezzan. Una gran parte de la llanura de la Yefara es una zona de matorral árido, a ex­ cepción de una franja de oasis a lo largo de la costa. Las precipitaciones son mucho menores en Tripolitania que en el Magreb propiamente dicho, y el viento abrasador del Sáhara, el ghibli, constituye un riesgo adicional. Otro peligro pudo haber sido el de la presencia de tribus libias hostiles. Sin em­ bargo, Heródoto sabía que Cartago se había asociado a la mayor de ellas, los macas, para expulsar a Dorieo. Los libios eran los antepasados de los modernos bereberes, que, al parecer, han preservado su identidad a lo lar­ go de los tres mil años de dominio de fenicios, griegos, romanos, vándalos, árabes, franceses e italianos. N i ellos ni los fenicios practicaron la segrega­ ción cultural o social. Abundaban los matrimonios mixtos, y los poblado­ res de las colonias de la Tripolitania cartaginesa llegarían a ser conocidos como «libiofenicios». Más al este, los nasamones de la región de las Sirtes eran un pueblo nómada que se desplazaba desde el oasis de A ugila hasta la costa, donde eran temidos por los comerciantes que iban de paso. Hacia

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el sur, en los oasis del Fezzan, se hallaban los garamantes, objeto de abun­ dantes leyendas. Es evidente que eran unos mediadores importantes para el comercio transahariano, pero de vez en cuando solían emprender incursio­ nes contra sus vecinos septentrionales. Otros pueblos indígenas del interior, entre la costa y los garamantes, reciben la denominación de «gétulos» y es­ tán vinculados, sin duda, a los seminómadas de Numidia y a los propios númidas, el pueblo más poderoso del Magreb. Los moros, mauri, en el extre­ mo occidental, se hallaban demasiado lejos como para afectar a Leptis.5 E l dominio púnico solo había sido desafiado hasta el siglo m por los griegos. Pero el avance constante de Roma iba a provocar el hundimiento de Cartago. Sus ejércitos de mercenarios perdieron la primera guerra lar­ ga (264-241 a. C.) frente a las legiones romanas de ciudadanos. Cartago en­ tregó Sicilia, y poco después Cerdeña y Córcega. Aníbal estuvo a punto de destruir Roma en la segunda guerra (218-202 a. C.), y los ejércitos cartagi­ neses se pasearon por Italia durante trece años. Pero Cartago volvió a per­ der cuando Roma llevó las hostilidades primero a España y, luego, a A fri­ ca. Es cierto que, durante la prim era guerra, Roma había lanzado una invasión (la expedición de Régulo, en el 256 a. C.), pero aquella empresa acabó en desastre. Esta vez no se produjo ningún error. Hacia el final de la guerra contra Aníbal, un jefe númida que había combatido al servicio de Cartago, Masinisa, hijo de Gaia, se refugió en la región «entre los emporios y los garamantes» tras ser derrotado por un rival. Masinisa no olvidó lo que vio allí. Leptis era pequeña, sin duda, pero su control del Yébel y el valle del Cínipe hacían de ella una ciudad rica por el cultivo cerealista y olivarero. Pagaba a Cartago un talento diario a modo de tributo. E l acuerdo de paz del 201 a. C. entre Roma y Cartago convirtió a Masinisa, que había cambiado oportunamente de bando, en rey de una Num idia unida. Durante más de medio siglo, aquel hombre notable am ­ plió considerablemente sus dominios a expensas de Carta go e intentó rei­ teradamente apoderarse de los emporios. En la década del 190 llegaron a Leptis unos comisionados romanos, tres hombres eminentes, Cornelio C e­ tego, Minucio Rufo y el gran Escipión en persona, el vencedor de Aníbal. A l parecer, no se tomaron decisiones claras, pero Cartago perdió final­ mente sus derechos aquella misma década. Sin embargo, Leptis y sus ve­ cinas se mantuvieron relativamente independientes del lejano rey númi-

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da. Se desarrollaron vínculos con el Mediterráneo oriental, en especial con Alejandría.6 En el año 149 a. C., el temor y la codicia de Roma provocaron la ter­ cera y última guerra contra Cartago. A l cabo de tres años, el antiguo enemigo fue destruido por Escipíón el joven, quien m aldijo form alm en­ te las ruinas arrasadas. E l anterior territorio cartaginés del nordeste de Túnez pasó a ser en ese momento la provincia romana de África, con U ti­ ca como residencia del gobernador. Es poco lo que nos ha llegado sobre ella hasta el año 122, cuando C. Graco intentó refundar Cartago. Su em­ brión de colonia fue abandonado al morir él al año siguiente, aunque varios colonos conservaron sus lotes de tierra. Poco después, el reino númida entró en crisis. En el año 112 , Yugurta, el aspirante más poderoso al disputado trono, estaba en guerra con Roma. «En cuanto estalló la guerra, los lepcitanos mandaron enviados al cónsul Bestia y, seguida­ mente, a Rom a, en demanda de paz y alianza», escribió Salustio. Sus peticiones fueron atendidas y Leptis pasó a ser una «ciudad mediante tratado», civitas foederata, amiga y aliada del pueblo romano, y propor­ cionó ayuda constante a varios cónsules sucesivos: Bestia, Albino y Metelo. En el año 109 se desencadenó un conflicto interno: un noble llamado Am ílcar tramó un golpe, quizá en interés de Yugurta. Metelo envió a Leptis cuatro cohortes de lígures en respuesta a una petición. T ras haber cometido numerosos errores, C. Mario, un «hombre nuevo», concluyó la guerra el 105 a.C . Los límites de la provincia romana, marcados por el «foso real» (fossa regia), trazado por Escipión en el año 146 del noroeste al sureste, se mantuvieron sin cambios, pero M ario asentó a algunos ve­ teranos en el norte de N um idia.7 Después de la guerra, Leptis y los demás emporios siguieron siendo Estados libres, aliados de Roma. A su debido momento acuñaron moneda propia; la de Leptis representaba a las dos divinidades guardianas de la localidad, M l\qrt, el «rey de la ciudad, el dios principal de la fenicia Tiro, venerado en Leptis bajo el nombre de Mll(shtrt, o M ilk’ashtart, nombre que ponía de relieve una asociación con Astarté, o «Astarot, la abomina­ ción de los sidonios», y Shdrp’, o Shadrapa. «La lengua de la ciudad era lo único que había cambiado debido a los matrimonios con los númidas», escribía Salustio a finales del siglo 1 a. C. «Las leyes y el culto son sidonios

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[es decir, púnicos], y les resultó tanto más fácil mantenerlos debido a que vivían lejos del poder del rey. Entre ellos y la parte habitada de Num idia hay numerosas extensiones de desierto». Se da la coincidencia de que una inscripción de finales del siglo 11 o comienzos del 1 a. C. muestra que tam­ poco la lengua púnica resultó afectada. L o único que sufrió una pérdida de calidad fue la escritura, pues en vez de las formas lapidarias que hallamos en los territorios púnicos antes de la caída de Cartago se utilizó la cali­ grafía cursiva, el llamado «neopúnico». La lápida rinde honor al «Señor Shdrp’ y a Mlf(shtrt, patrones de Leptis», a quienes un tal ‘drb’l (Adherbal) erigió una estatua durante su mandato como sptm — sufetes— de ‘rs (Arish) y Bdmlqrt (Bodmelqart o Bomilcar), de acuerdo con una decisión de «los grandes de Leptis y todo el pueblo lepcitano» (‘dr 'Lpqy wkl ’m ‘L pqy, es decir, el consejo y la asamblea). Los sufetes, según la transliteración latina del título de aquellos altos cargos, eran la pareja de magistrados elegidos anualmente en Cartago y en todo el mundo púnico y equivalían a los «jue­ ces» de sus primos israelitas. Melqart, identificado con el griego Heracles y con el Hércules romano, y Shadrapa, equiparado a Dionisio o Baco y al romano Liber Pater, seguirían siendo las divinidades guardianas de Leptis hasta los días de Septimio. E l cartaginés Baal Hammón, a quien los roma­ nos llamaban Saturno, y Tanit, la romana Juno Celeste, parecen haber tenido allí ún número de seguidores más reducido que en las ciudades púnicas más occidentales.8 Tras las guerras yugurtinas, Leptis desaparece de la historia durante medio siglo, evitando involucrarse en los conflictos civiles que asolaron Roma en la década del 80. Pero la corriente de los acontecimientos la arrastraría con fuerza a la órbita romana. E l silencio no se rompe hasta el año 70 a. C., cuando Cicerón menciona a un banquero romano, T . H eren­ nio, que había hecho negocios en Leptis y había sido víctima de Verres, el gobernador de Sicilia, tristemente famoso. L a vecina Cirenaica, legada a Roma a comienzos del siglo por su último rey ptolemaico, fue anexionada finalmente en la década del 70. Una inscripción de Arsínoe, una de la ciu­ dades griegas, menciona la posibilidad de importar trigo de Leptis duran­ te una carestía de alimentos. Leptis siguió prosperando, aunque su princi­ pal fuente de riqueza era el aceite de oliva, para cuyo cultivo se podía explotar el Yébel e, incluso, la zona predesértica situada tras él. Es proba­

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ble que fuera antes del final del siglo n cuando se trazó un nuevo centro urbano con dos templos gemelos de las divinidades ancestrales como foco principal.9 Juba, que sería el último rey núm ida, reanudó en aquel momento las prácticas de M asinisa apoderándose de «propiedades» y, quizá, de tie­ rras pertenecientes a Leptis. L a ciudad se quejó al Senado romano, que nombró árbitros: la ciudad recuperó lo perdido. Pero el 49 a .C ., al co­ m enzar la m ayor guerra civil de Rom a, Juba se hallaba de nuevo en conflicto con Leptis y solo le hizo salir de Tripolitania la noticia de que Curión, partidario de César, había desembarcado en A frica con un ejército. Juba apoyaba a los pompeyanos, y Curión fue aplastado cerca de Útica. T ras la muerte de Pompeyo en Egipto, en el año 48, las fuer­ zas republicanas se reagruparon en Á frica. E l temible Catón llevó una fuerza al otro lado de la abrasadora región de las Sirtes para unirse a ellas e invernó en Leptis. Dos años más tarde recibió su castigo. César llegó a comienzos del 46; los pompeyanos fueron derrotados, su sangui­ nario aliado Juba se suicidó y el grueso de su reino fue anexionado como la provincia de «A frica N ova», la N ueva Á frica. Leptis pagó caro su apoyo a los enemigos de César. E l dictador le impuso una multa de tres m i­ llones de libras de aceite de oliva, probablemente en form a de pago anual. Para producir tal cantidad adicional — más de un m illón de li­ tros— , los lepcitanos tendrían que haber poseído en la región un millón de olivos.10 César tomó otras medidas decisivas en África. Cartago fue refundada una vez más como colonia romana. En esta ocasión las cosas funcionaron, y la nueva ciudad volvió a adquirir grandeza, quedando solo por detrás de Roma en el Mediterráneo occidental. César envió a veteranos como colo­ nos a otras localidades de África. L a victoria de Augusto en las guerras civiles que volvieron a estallar tras el asesinato de César trajeron consigo más cambios. Las dos provincias fueron amalgamadas y administradas por un procónsul con un ejército permanente cuya principal fuerza era la legión III Augusta. L a parte occidental del norte de África se convirtió en el reino de Mauritania y fue entregada a Juba el Joven, que había tomado como esposa a una hija de Antonio y Cleopatra. Augusto fundó nuevas colonias tanto en Mauritania como en la provincia ampliada, principal-

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mente para soldados veteranos. Durante los años de confusión del hundi­ miento de la República, una región particular situada en torno a la antigua ciudad real númida de Cirta (Constantina) fue tomada brevemente por Publio Sitio, el condottiere de la Campania, con una tropa de seguidores mercenarios. En un primer momento, él y sus hombres retuvieron Cirta como imperio privado en Num idia septentrional, pero Sitio fue derrotado antes de que César Augusto lograra el poder exclusivo, y aquella zona, con su fuerte componente italiano, formó también parte de la provincia. L ep ­ tis y los demás emporios quedaron, probablemente, al margen; pero no por mucho tiempo.11

L E P T IS M A G N A : D E E S T A D O L IB R E A C O L O N IA

L a enorme multa impuesta por César actuó como estímulo para que Leptis ampliara el cultivo de olivares en el Yébel, y desde luego en los valles situa­ dos al sur y al este. Ignoramos durante cuánto tiempo tuvo que seguir pa­ gándola, pero es evidente que los emporios recuperaron su condición de ciudades libres durante el periodo del Triunvirato. Leptis siguió acuñando moneda de manera independiente, y al cabo de poco tiempo apareció en sus acuñaciones la imagen de César Augusto como una divinidad adicional y poderosa entre las que presidían la ciudad. Durante el periodo que va de mediados de la década del 40 a mediados de la del 20 se asentó en Africa un gran número de italianos. No se trataba únicamente de colonos subvencio­ nados por el gobierno, sino también de personas que habían sido desposeí­ das de sus propiedades. «At nos... sitientes ibimus Afros» («Nosotros, en cam­ bio, ... marcharemos a la sedienta África»), dice en la Égloga I de Virgilio un campesino italiano cuya tierra había sido confiscada. Sin embargo, no se refería a Tripolitania, sino más probablemente a la «Nueva Campania» de Sitio (el término sitientes sería un juego de palabras en alusión a su funda­ dor), en la región de Cirta. Tripolitania no recibió tampoco ningún colono oficial. Es posible descubrir en Leptis la presencia de unos pocos italianos, quizá mercaderes o banqueros (como el Herennio de Cicerón). Entre ellos aparece un hombre llamado Perperna, etrusco por su nombre, y una fam i­ lia de Fulvios: los antepasados de Septimio por parte de madre. Leptis, Oea y Sabrata se hallaban en una situación diferente de la del resto del África púnica. Habían disfrutado de una independencia casi completa durante siglo y medio, no habían sido conquistadas nunca y no tuvieron que entre­ gar tierras a pobladores procedentes de Roma. Su legado púnico era, por tanto, insólitamente vigoroso, aunque es evidente que los emporios habían 27

El Imperio romano en el 2 1 1 d.C.

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Límite provincia]

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desarrollado sólidos lazos con Alejandría siguiendo la tradición de comer­ cio y contactos con Egipto que se remontaba a una época muy anterior a la fundación de la gran metrópoli griega. Leptis acabaría siendo una ciudad romana, pero a su manera. Los documentos se refieren a ella como «Leptis Magna», la «Gran Leptis», para distinguirla de Lepti, en la provincia de Bizacena. E l calificativo era acertado.1 A frica ocupaba una posición anómala en el nuevo orden establecido por César Augusto. Fue la única provincia proconsular que conservaría una legión, la III Augusta. Los procónsules tenían combates que librar; Antes del acuerdo del 27 a.C ., que dividió las provincias entre el princeps y el Senado, se habían celebrado ya tres triunfos «de África». En el año 21 hubo otro más, y luego, el 19, el último que celebraría un romano que no fuera emperador. E l procónsul L. Cornelio Balbo, natural de Gades (Cá­ diz) y de origen púnico, había realizado una notable hazaña en el sur. Además de dirigir una campaña contra los gétulos, llevó un ejército más allá de la Montaña N egra (mons Ater) y lo introdujo en los oasis del Fezzan, llegando hasta Garam a, «la famosísima capital de los garamantes», cuyo nombre era sinónimo del fin del mundo. Su expedición obtuvo resul­ tados importantes sobre los propios garamantes. A l cabo de unas pocas décadas, este pueblo diseminado por todo el Sáhara construía casas de pie­ dra y tumbas de estilo romano y utilizaba cerámica importada de Roma. Balbo debió de haberles impuesto un tratado por el que se garantizaba el comercio pacífico. Entre los bienes comercializados se encontraba el m ar­ fil, el polvo de oro, las piedras preciosas, las plumas de avestruz — y los esclavos— , además de animales salvajes exóticos. Leptis y los demás em­ porios se beneficiaron, probablemente, de aquella actividad mercantil.2 L a primera inscripción fechada que encontramos en latín es de solo diez años más tarde (8 a. C.). Era bilingüe, en púnico y latín, como la m a­ yoría de las inscripciones de Leptis del siglo siguiente. E l texto está graba­ do en treinta y un bloques de piedra arenisca, cada uno de ellos con un frente de medio metro cuadrado; se hallan en el muro que rodea el recinto del mercado (macellum). L a inscripción honra a Augusto con todos sus tí­ tulos, así como al procónsul Craso Frugi. En el texto púnico, la palabra imperator está traducida por mynkd, quizá un término libio relacionado con el tuareg amanu\al, «jefe supremo». Muttun, hijo de Annón, era sufes

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(se ha perdido el nombre de su colega); Iddibal, hijo de Arish, y Bodmel­ qart, hijo de Annobal, eran sacerdotes, flamines, de César Augusto. L a obra fue pagada por Annobal Tapapio Rufo, hijo de Himilcón, flamen, antiguo sufes, y «prefecto para asuntos sacros». Los nombres son típica­ mente púnicos, y su terminación -bal se refiere al dios Baal. E l nombre «Annobal» era más conocido por los romanos como «Hannibal» (como también «Anno» bajo la forma «Hanno», y «Bodmelqart» como «Bomil­ car», que significa «en las manos de Melqart»). Annobal había tomado medidas para adaptar sus nombres. Su apellido familiar, el púnico «Tabahpi», recibió una terminación latina, y él adoptó además el nombre adi­ cional de Rufo. Según se deduce por su posición en la dedicatoria, \osf la ­ mines de César Augusto eran personas de gran importancia en la ciudad. E l culto al emperador estaba en ese momento firmemente implantado en el centro de Leptis. E l templo construido, como es de suponer, para M ilk’ashtart o Melqart fue reconstruido entonces como santuario de «Roma et Augustus».3 Annobal Rufo aparece en otras tres inscripciones monumentales, din­ teles labrados en caliza gris procedente de una cantera nueva, más idónea para el tallado complejo y la caligrafía refinada. Ocho o nueve años des­ pués, Annobal costeó las obras de ampliación del teatro. Se le menciona con nuevos títulos tradicionales en las ciudades púnicas, como los de «ornamentador de su país» y «amante de la concordia». E l teatro contaba ya con una estatua de Augusto, erigida el 3 a. C. a su «protector» (conservato­ ri) por los «Fulvio lepcitanos», junto a otra de uno de sus hijos adoptivos, Gayo César. L a remodelación del foro concluyó por aquellas fechas. E l nombre del procónsul Pisón, escrito en el pavimento en letras de bronce de gran tamaño, señaló probablemente la dedicación de un nuevo templo de pequeñas dimensiones al lado del de Liber Pater (Shadrapa) y de los de Roma y Augusto; es posible que fuera el nuevo hogar de Melqart.4 Leptis necesitaba protección. Los pueblos seminómadas del interior re­ accionaban con rencor ante la presencia de Roma, cada vez más ubicua, y la transformación de la economía de Africa del norte. Varios procónsules llevaron a cabo campañas bélicas en la zona. Sulpicio Quirino luchó con éxito, pero Cornelio Léntulo fue muerto por los nasamones. Otro Léntulo, de nombre Coso, obtuvo algunas victorias contra diversos pueblos gétulos,

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entre ellos los Musulamii y los Cinithii. L a civitas Lepcitana conmemoró con una dedicatoria a Mars Augustus'. «La liberación de la provincia de A frica en la guerra contra los gétulos bajo los auspicios del emperador César Augusto, pontifex maximus, pater patriae, y el generalato de Coso Léntulo, cónsul, X V vir, procónsul » ,5 En la propia Roma, el culto a Augusto alcanzó una nueva fase cuando Tiberio dedicó un altar a su numen el año io d. C. Leptis pasó a ser el pri­ mer «Estado libre» del mundo romano que siguió sus pasos cuando un colegio de «quince sacerdotes» consagró cerca del mercado un edificio nuevo e imponente, el Calcidico, al «Numen imp. Caesaris d ivif. Aug. » E l Calcidico, con su pórtico doble, su puerta y las estructuras adyacentes, fue pagado por Iddibal Cafada Em ilio, hijo de Him il. Las experiencias de Coso y sus predecesores hicieron, sin duda, que pareciera obligado m ejo­ rar las comunicaciones entre T ripolitania y el resto de África. A finales del reinado de Augusto, el procónsul Cecina Severo erigió una piedra miliar en la vía de la costa entre Sabrata y Oea, que era solo una fase, probable­ mente, de lo que acabaría siendo la calzada imperial de Cartago a Alejan­ dría. En el 14 d. C., el procónsul Asprenas construyó una carretera que llegaba a Tacape, en la costa, justo al otro lado del extremo occidental de Tripolitania, con los cuarteles de invierno de la III Augusta a mayor dis­ tancia hacía el noroeste.6 Otro procónsul no tardaría en otorgar a Leptis un favor muy especial. Según se registra en una lápida colocada en una encrucijada importante de la ciudad, «Lucio Elio Lam ia, procónsul, tendió (una calzada) desde la ciudad hacia el sur a lo largo de cuarenta y cuatro millas por orden de Tiberio César Augusto». L a ruta corría a lo largo del Yébel hasta el límite más lejano del territorio de Leptis. Lam ia aparece documentado también en el propio Yébel, en una inscripción en neopúnico, cerca de Mesfe (Me­ dina Doga), a unos ocho kilómetros del punto final de esa carretera, donde uno de «los hijos de Masinkau», natural de Libia, pagó «una bella estatua del señor Ammón... y el santuario de sus templos y los pórticos, que fueron construidos y dedicados en el año del “general lugarteniente del general del ejército” (t ‘ht rb mhny) [procónsul] “ al mando del territorio de los li­ bios” (shdLwbym) [de África], L w qy Y ly L ‘m y‘».7 Poco después de la marcha de Lam ia comenzó una guerra de guerrillas

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que superó a todas las conocidas hasta entonces por Leptis, una subleva­ ción de los pueblos seminómadas del sur que se extendió desde los empo­ rios hasta las montañas del Atlas. Su cabecilla, Tacfarinate, un númida de los musulamios, hizo aliados entre los moros, los cinicios y los garamantes. E l primer procónsul que se enfrentó a los rebeldes, un hombre con el es­ plendoroso nombre de Furio Camilo, infligió una primera derrota a T a c ­ farinate en el 17 d. C., pero la guerra se propagó y duró siete años, a pesar de los honores de la victoria obtenidos por una serie de procónsules. En una de sus fases se envió desde el Danubio una legión adicional, la IX H is­ pana, que estuvo estacionada durante un tiempo a las ordenes de un tal Escipión en la zona «donde había posibilidad de que se produjeran corre­ rías contra Leptis y donde se hallaban los lugares de retirada hacia los ga­ ramantes», escribió Tácito. E l rey de los garamantes había apoyado a Tacfarinate, «no hasta el punto de marchar con su ejército, sino enviando tropas ligeras de las que, por la distancia, se tenía una noticia exagerada y actuando como encubridor de su botín y compañero en sus pillajes». A pesar de que le habían retirado la legión IX , el procónsul Dolabela acabó atrapando y dando muerte a Tacfarinate en una zona lejana del noroeste. Su hazaña se conmemoró en inscripciones colocadas en Oea y Leptis. Los garamantes enviaron, en realidad, legados a Roma para implorar perdón, lo que, según el comentario de Tácito, «constituyó un raro espectáculo».8 Durante aquellos disturbios, Leptis confirmó su lealtad ornamentando aún más el templo de Roma y Augusto, que se convirtió de hecho en un santuario del conjunto de la familia julio-claudiana. En el atrio cubierto se erigieron estatuas no solo de Augusto y Roma, sino también de Tiberio y Livia, y de Germánico y Druso César y sus esposas y madres. L a inscrip­ ción en púnico enumeraba sus nombres y documentaba que la obra se había realizado durante el mandato de los sufetes Balyaton ben Hannón G[...] Saturnino y Bodmelqart ben Bodmelqart Tabahpi. Acabada la gue­ rra, los procónsules tardaron algún tiempo en neutralizar sus efectos. A finales de la década del 20, Vibio Marso se hallaba atareado delimitando las demarcaciones tribales en la frontera occidental de Tripolitania pero halló tiempo para dedicar un arco a Augusta Salutaris en Leptis. Rubelio Blando, marido de la nieta de Tiberio, no pudo ordenar hasta los años 35-36 a su legado Etrilio Luperco que tomara medidas para «pavimentar todas

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las calles de Leptis», obra que sería pagada «con las rentas por las tierras devueltas a los lepcitanos» — probablemente, algunos sectores del Yébel y de los valles que habían sido tomados primeramente por los rebeldes y, luego, quizá, por el ejército— . Sobre dos calles principales se levantaron sendos arcos con una inscripción que conmemoraba aquel acto.9 Fuera cual fuese exactamente la condición de los emporios, es evidente que en ese momento eran tratados como si formasen parte de hecho del Á frica romana. L a muerte de Tiberio y el acceso de Caligula al trono se­ ñalaron un cambio importante en la provincia. E l procónsul perdió el con­ trol de la legión, y el legado de la III Augusta fue a partir de entonces una autoridad aparte: el comandante del «ejército de África». Para los empo­ rios, ello significó que, si bien el procónsul seguía siendo el poder supremo dentro de su territorio, el legado supervisaba y protegía desde su base de Num idia las zonas del interior limítrofes con el desierto. Caligula depuso también y dio muerte al rey Ptolomeo de Mauritania, hijo de Juba. Su te­ rritorio fue pacificado y convertido en dos provincias al comienzo del rei­ nado de Claudio. E l poder de Roma se extendía ahora sin solución de continuidad desde el estrecho de Gibraltar hasta Egipto.10 Claudio se mostró reconocidamente generoso otorgando la ciudadanía romana. Algunos de los beneficiarios de Leptis y otros lugares adoptaron su nombre y pasaron a llamarse «Ti. Claudius»; pero otros optaron por los del procónsul o el legado a través de cuyos buenos oficios habían obtenido aquel favor. En el año 43, uno de los Tapapios, Iddibal, hijo de Magón, dedicó un santuario a los «Di Augusti», los «Divinos Augustos», probable­ mente el divinizado Augusto y su viuda, Livia, divinizada a su vez por su nieto Claudio. E l pequeño santuario fue dedicado por el procónsul Q. Marcio Barea. N o puede ser casual que el nombre de este procónsul de los primeros años del reinado de Claudio esté bien representado en Leptis: los Marcio de la localidad descendían de personas a las que había otorgado el derecho de ciudadanía. Iddibal, hijo de Magón, debió de ser uno de ellos. Otros lepcitanos pasaron a ser ciudadanos romanos por aquellas fechas; el más conocido es un filósofo estoico, L . Anneo Cornuto, amigo y maestro de los poetas Persio y Lucano. Los dos primeros nombres de Cornuto in­ dican el patrocinio de su correligionario estoico y tío de Lucano: Séneca. Cornuto pudo haberlo conocido mucho antes, quizá en A lejandría."

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E l proconsul Barea, al igual que otras personas que desarrollaron su actividad en Leptis, aparece deserito como patrón de la ciudad. Entre sus predecesores se hallan el primer proconsul documentado allí — el aristó­ crata Craso Frugi— , Caninio Galo, Blando y su legado Luperco. Se po­ drían proponer a algunos más para quienes no contamos con datos explí­ citos, como Elio Lamia. Sus funciones tendrían a menudo continuidad en la persona de algún hijo dispuesto a ofrecer su apoyo en Roma a petición de Leptis. E l rango siempre elevado de los patronos de Leptis es un indicio más de la excepcional influencia de la ciudad.12 Justo al final del reinado de Claudio, Pompeyo Silvano, procónsul y patrón, dedicó al emperador otra muestra de generosidad. Se pavimentó el foro y se lo dotó de un porche con columnas costeado por G ’y ben Hannón en honor de su nieto G ’y. B a’alyaton Qm d’ ben M ’qr, hermano adop­ tivo del nieto, supervisó la terminación de la obra, según dice la versión en neopúnico de la dedicatoria bilingüe. E l consejo, denominado senatus, y el pueblo de Leptis erigieron una estatua al nieto, llamado aquí Gayo Felyssam, hijo de Macro, nieto de Gayo Annón; y el hermano adoptivo aparece bajo el nombre de Balitón Cómodo, hijo de Macro. Los miembros de la familia presentan diversos nombres latinos: «Gaius», «Macer» y «Commo­ dus», pero aún no son ciudadanos. N o obstante, es evidente su eminencia; Gayo Annón era, quizá, hermano del sufes en cuyo año de mandato se habían dedicado las estatuas en el templo principal del foro.'3 A l comienzo del reinado de Nerón, mientras Silvano — que estuvo tres año en el cargo— era aún procónsul, Leptis tuvo un anfiteatro propio situado más allá de los límites orientales de la ciudad, entre la calzada de Alejandría y el mar. En el año 62 d. C., el procónsul Órfito se hallaba en Leptis con su legado Silio Céler para dedicar a Nerón otro edificio nuevo y grandioso: un porche junto al puerto. L a obra fue supervisada por un Tapapio, Itymbal Sabino, hijo de Aúsh., flamen de Augusto y «adminis­ trador del dinero público». Itymbal aparece documentado en púnico en otros lugares rindiendo honor a su tío Arishut bat Yatonbaal, «el cons­ tructor». A juzgar por su título, el abuelo de Itymbal había representado también algún papel en el crecimiento de Leptis. N o hay duda de que aquella edificación junto al puerto representaba, simplemente, el corona­ miento de un programa de mejora de las instalaciones portuarias. Leptis

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había dependido durante largo tiempo de un fondeadero situado a unos pocos kilómetros al oeste del cabo de Hermes (Homs), cuyo promontorio ofrecía protección contra el viento del nordeste. A partir de ese momento, las exportaciones de aceite de oliva pudieron ser embarcadas con mayor comodidad.'4 U na inscripción púnica de la década del 6o deja constancia de

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fetes Abdm elqart Tabahpi y Arish y de dos parejas de funcionarios m e­ nores, mahazim, equivalentes a los ediles romanos; los nombres de una de las parejas eran Cándido y Donato, y los de la otra Idnibal ben Hannobal y Hannón ben Arish. A l cabo de poco tiempo, los nombres rom a­ nos se impondrían entre la élite. Leptis observó sin duda inquieta las convulsiones desencadenadas en el 68 con la caída de Nerón. A pesar de no ser el centro de las luchas, Á frica se vio no obstante afectada. Clodio Mácer, el legado de la legión III Augusta, que, al parecer, trató de hacer­ se con el poder, reclutó una nueva legión y acuñó moneda propia antes de ser eliminado. Su sucesor, Valerio Festo, estudió preocupado los acontecimientos, pues era pariente de Vitelio, pero veía cómo las fuerzas de Vespasiano iban camino de la victoria. Leptis habría conocido a am­ bos hombres, procónsules en fechas recientes — además, la m ujer de Vespasiano, fallecida para entonces, había sido en otros tiempos la aman­ te de un caballero romano de Sabrata, T . Estatilio Capela— . N o tarda­ rían en plantearse nuevas preocupaciones. Oea, la ciudad vecina de L ep ­ tis, confiando en que los poderosos patronos de esta última no intervendrían y que las legiones se quedarían en otra parte, aprovechó la oportunidad de resolver una disputa. Según refiere Tácito, «había tenido un origen trivial en unos robos de fruta y ganado cometidos por unos campesinos, pero en ese momento estaban intentando solventarla en una guerra abierta». (¿Disponían los «Estados libres» de una milicia propia?) «Al contar Oea con un contingente menor, había llamado en su ayuda a los garamantes, una tribu invencible, que eran siempre una fuente fecunda de daños para sus vecinos. A sí pues, la población de Leptis se encontró en un grave aprieto. Sus campos habían sido ampliamente devastados, y ellos, presa del terror, habían huido a refugiarse tras las murallas» — unos terraplenes provisionales, según parece— . Festo, que acababa de hacerse famoso por su crueldad al eliminar al procónsul, aceptó encantado el

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pretexto para emprender una campaña. T ras acabar con los disturbios, se lanzó a una incursión relámpago hasta el lejano sur que recordó la expedición realizada por Balbo noventa años antes. Los garamantes fue­ ron obligados a someterse por la fuerza y no causaron más problemas durante un siglo.'5 Leptis había atraído de ese modo la atención del nuevo emperador al inicio mismo de su reinado; y Vespasiano estaba interesado en África. Necesitaba ingresos, y África era rica, según debía de saber muy bien. Nerón había confiscado en la «antigua provincia» propiedades extensas que requerían organización; y los rendimientos fiscales podían incre­ mentarse. Entre otras medidas, Vespasiano envió en el año 73 a un dele­ gado especial, Rutilio Gálico, como gobernador imperial (en lugar del procónsul). H ay documentos que presentan a Gálico con un ayudante de alto rango ajustando las fronteras, incluida la antigua «zanja real» marcada el 146 a. C. Rutilio confirmó también la línea divisoria entre Oea y Leptis, según lo demuestran dos mojones procedentes del Yébel; la ventaja para Leptis es evidente. L a población de la ciudad honró a la es­ posa del gobernador, Micia Petina, con una estatua en su ciudad natal, T u rin (y también, sin duda, al propio Gálico, aunque no ha sobrevivido ninguna inscripción). N o sería de extrañar que Leptis hubiera obteni­ do su ventaja gracias a los buenos oficios de Rutilio Gálico o a los de otro patrón, quizá Plaucio Silvano Eliano, hijo de Lam ia — el procónsul de Tiberio— y personaje muy eminente en tiempos de Vespasiano, prefec­ to de la ciudad de Roma y cónsul por segunda vez en el año 74. (El nom­ bre de Plaucio se perpetuó en Leptis). En cualquier caso, en el 78, a más tardar, Leptis se había convertido en municipium, un municipio con los privilegios del ius Latii, el «derecho latino». En el 77 o el 78, el procónsul Paccio Africano dedicó un arco a Vespasiano. É l y su legado podían reci­ bir ahora el calificativo d c patronus municipii. E l otorgamiento estaba ple­ namente de acuerdo con la política general de Vespasiano, que concedió el mismo privilegio a toda Hispania. E l significado de la concesión era que las autoridades romanas reconocían la naturaleza latina de una co­ m unidad hasta entonces ajena, civitas peregrina. En particular, la nueva condición confería automáticamente la ciudadanía romana plena a las personas elegidas anualmente para las magistraturas. E n tales casos, era

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normal que la ciudad diera el título tradicional latino de quattuorviri a los principales funcionarios, dos de alto rango y dos ediles. En Leptis, aun­ que los mahazim pasaron a ser IlIIv iri edilicia potestate, los dos m agistra­ dos de alto rango conservaron el antiguo tratamiento púnico de sufetes. Se trata de una anomalía, pero también de un signo de la ufanía y el orgullo de Leptis: podía tener lo m ejor de ambos mundos.16 La nueva condición supuso un cambio en los nombres de la élite de Leptis. Iddibal, hijo de Balsillec, nieto de Annobal, bisnieto de Asmun, que en el año 72 costeó la construcción del templo de la «Gran Madre», la Magna Mater, en el foro, iba a ser, probablemente, el último notable púni­ co en aparecer documentado con sus nombres púnicos. Pasados unos po­ cos años, los Annobal, los Balsillec, los Balitho, los Boldmelqart, los Mago y los Ithymbal desaparecen de los registros públicos para ser sustituidos por Claudios y Flavios, Marcios, Paccios, Cornelios y Plaucios. Annobal Rufo había señalado ya el camino allá en el año 8 a. C. al añadir un cogno­ men latino a su tratamiento nativo, seguido por la familia de Annón, que optó por el cognomen «Macer» y el praenomen «Gaius». Podría parecer que la transición había culminado para el año 92, cuando T i. Claudio Ses­ tio, hijo de T i. Claudio Sestio, de la tribu Quirina (a la que se incorporaron nuevos ciudadanos entre los años 41-69), erigió un gran podio y un altar en la orquesta del teatro, de no ser porque Sestio lleva los títulos característi­ camente púnicos de «ornamentador de su país» y «amante de la concor­ dia», y de que el texto aparece tanto en latín como en púnico. N o obstante, se trata de la última inscripción pública documentada en el antiguo idio­ ma. E l púnico pervive, escrito a veces en alfabeto latino, al que se acomo­ daba mal, así como en caracteres neopúnicos, pero en la ciudad se retira a un segundo plano. E l idioma se siguió hablando y era utilizado por los lepcitanos, sobre todo en el campo.17 Si la expedición de Festo alejó de Leptis la amenaza de los garamantes, revitalizó también, probablemente, el interés de los romanos por el Sáhara. Plino el Viejo, que escribía unos años después, enumera los lugares conquistados por Balbo mucho antes y añade que Festo había descubierto una ruta nueva y más corta «por delante de la Cabeza de la Roca » ,praeter caput saxi, y que los garamantes habían dejado de impedir el paso renun­ ciando a cegar con arena los pozos del trayecto. En realidad, habían sido

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inducidos a mostrar una actitud cooperadora: un mosaico procedente de Zliten, al este de Leptis, parece mostrar a unos prisioneros garamantes que están siendo castigados en el anfiteatro de Leptis. No mucho después de Festo, otro oficial romano, Septimio Flaco, llevó una fuerza desde Leptis hasta los oasis de los garamantes y marchó aún más al sur en un viaje «de tres meses hacia los etíopes» — en otras palabras, hasta el interior del Á fri­ ca negra— . Ptolomeo, el geógrafo alejandrino del siglo n, tomó esta infor­ mación de Marino de Tiro, ciudad con la que Leptis seguía manteniendo vínculos. Podemos suponer que Marino se interesó especialmente por esa misión en la que hombres de Leptis desempeñaron, probablemente, algún cometido, y también que suministró a Ptolomeo datos de una segunda empresa transahariana. Esta, que evidentemente no tuvo carácter militar, fue dirigida por «Julio Materno de Leptis», quien partió de Garama acompañado por el rey de los garamantes «en un viaje de cuatro meses al sur», en el cual llegó a «Agisymba, donde se reúnen los rinocerontes». Ptolomeo se mostró escéptico; pero, en la década del 90, el emperador Domiciano iba a exponer por primera vez un rinoceronte en Roma. Mucho antes, en junio del 80, Tito había inaugurado el Coliseo, o anfiteatro flaviano: nueve mil animales salvajes fueron masacrados para el deleite del pueblo romano. Es posible que el móvil de la expedición de Flaco fuera una orden de obtener especímenes selectos.'8 Septimio Flaco ha sido identificado por algunos con Suelio Flaco, lega­ do de la III Augusta, de quien consta que luchó contra los nasamones de la Sírtica, que se habían rebelado contra los recaudadores de impuestos romanos. También arbitró una cuestión de límites entre dos tribus de la costa en el año 87. No obstante, parece verosímil que un senador romano llamado Septimio desarrollara sus actividades en Tripolitania a comien­ zos del periodo flaviano, cuando un muchacho llamado Septimio Severo fue sacado de Leptis por su adinerado padre y educado cerca de Roma. E l padre debió de haber sido uno de los notables de Leptis que habían adqui­ rido la ciudadanía romana y portado un gentilicium también romano: «Septimius». L a H A, en la introducción un tanto confusa a la vida de Sep­ timio, le asigna un antepasado llamado «Macer», y uno de los hermanos de su abuelo era conocido como «Gaius Septimius». Es razonable detectar a los antepasados paternos prerromanos del emperador en la familia de

Septimio Severo



Gayo Annón, hijo de Annón, padre de Annón Mácer y abuelo de Gayo Felisam y Balitón Cómodo. E l primero en obtener los derechos de ciuda­ danía pudo haber adoptado los nombres de «Gaius Septimius Macer». Es concebible que se enriqueciera gracias, en parte, al comercio transahariano; pero no hay duda de que los Septimio poseían también olivares.19 Las fincas italianas de los Septimio se hallaban cerca de Veyes, al norte de Roma, a unas diecisiete millas romanas por la vía Casia, en un lugar denominado, quizá, Bacanas; en Cures de los Sabinos, más al nordeste, cerca de la vía Salaria; y en el territorio de los hérnicos, al sudeste de Roma, quizá en Anagnia, en la vía Latina. E l joven Septimio Severo era, eviden­ temente, un niño cuando llegó por primera vez al sur de Etruria y a Roma en la década del 8o para ser educado con los hijos de la gente importante. Septimio perdió cualquier resto de acento africano o púnico, se empapó, sin duda, de literatura griega y latina y concluyó su educación estudiando con el gran Quintiliano, el primer titular de una cátedra de retórica dotada por el emperador. Entre sus compañeros de estudios había senadores como Vitorio Marcelo, un «hombre nuevo» procedente de Teate de los Marrucinos, en el este de Italia, pero casado con un miembro de la casa ya aristocrática de los Hosidio. Quintiliano dedicaría su tratado de oratoria a Marcelo. Otro alumno suyo fue Plinio el Joven. Severo pudo haber obteni­ do el rango senatorial, pero se contentó con la «banda estrecha» de caba­ llero romano. Comenzó a practicar como abogado, escribió versos y tuvo amigos literatos, entre ellos el poeta Estacio, autor de la Tebaida. En el año 91 o el 92, Estacio escribió un poema para conmemorar que un hom­ bre eminente, Rutilio Gálico, entonces prefecto de la ciudad, se había re­ cuperado de una enfermedad. Cuando salió a la luz, en la primera entrega de sus poemas de ocasión, las Silvas, Gálico había fallecido. Es posible que, tras haber emigrado a Italia, los Septimio encontraran en Gálico a un pa­ trón bien dispuesto. Gálico conoció probablemente al padre de Severo du­ rante su estancia en Leptis en la década del 70. E l poema de Estacio recor­ daba, entre otras circunstancias destacadas de la carrera de Gálico, «la m aravilla del tributo de Libia ... N i siquiera quien le había encomendado su misión se hubiera atrevido a esperar riquezas tan cuantiosas». L a rique­ za de África, una parte de la cual era propiedad de los Septimio, permitió a estos acceder a la alta sociedad de Roma.20

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E l derrocamiento de Nerón había comenzado en el oeste, y la nueva dinastía fue proclamada por primera vez en el este. L a guerra civil aceleró el acceso de los romanos provinciales, que habían progresado ya bastante, a los puestos más elevados: el gobierno de Nerón había estado durante al­ gunos años en manos de Séneca, natural de Hispania, y de Burro, del sur de la Galia. Algunos «coloniales» de los territorios occidentales habían alcanzado el consulado mucho antes. Ahora se les sumaron hombres pro­ cedentes del este y de África, en un primer momento descendientes de colonos italianos, como Junio Montano, de Alejandría de Tróade, y Pactumeyo Frontón, de Cirta, en la «Nueva Campania» numidia. Antes del fi­ nal de la dinastía flaviana iban a acceder al consulado senadores griegos con nombres romanos; y en el año 98 sería emperador un occidental naci­ do en las colonias. Una familia de Leptis podía sentirse cómoda en esa so­ ciedad. Sin embargo, los orígenes púnicos constituían un posible inconve­ niente. E l propio calificativo podía interpretarse de forma peyorativa. Roma recordaba todavía a Aníbal. Cualquier persona con intereses litera­ rios que prefiriera olvidarlo tendría dificultades para obviar los recitales de las Púnicas de Silvio Itálico. Aquel distinguido senador estaba compo­ niendo la epopeya más larga en lengua latina, una obra dedicada a las guerras de Aníbal. E l propio Estacio, en un poema en alabanza de una calzada construida por Domiciano en el año 95, comienza expresando su alivio porque no marcharan por ella «hordas libias», porque ningún «cau­ dillo invasor... en guerra desleal... golpee las tierras de Campania», en alu­ sión a la proverbial Punica fides, la «deslealtad» del antiguo enemigo. Otro poema del mismo libro de las Silvas, dedicado a una estatuilla de Hércules, imagina a sus antiguos dueños, entre ellos Aníbal, a quien se atribuyen diversos calificativos como «soberano de los nasamones» y «general sidonio» — y al que se tacha de «implacable, traidor y arrogante», odiado por la divinidad por haberse «bañado en la sangre italiana»— . N o es de extra­ ñar que cuando -—en el mismo libro— dedicó a su amigo Septimio Severo una oda en quince estrofas de cuatro versos pusiera gran cuidado en acla­ rar que su amigo era distinto.21 Nadie imaginaba que había nacido en Leptis (nombre que, fuera de la Tripolitania, se deletreaba casi siempre mal):

Septimio Severo

42 tene in remotis Syrtibus avia Leptis crea vit? ¿Pudo darte la vida en las remotas Sirtes la inaccesible Leptis?

No, dice Estacio; « ¿quién no pensaría que mi amigo Septimio gateó cuan­ do niño por todas las colinas de Rómulo?». A l fin y al cabo, había sido llevado a Italia en su infancia y nadado en las pozas toscanas; el lenguaje se hace eco de la llegada de Eneas — procedente de Cartago— junto con su hijo Julio. E l joven Severo «creció entre los hijos de la Curia, contento con el brillo de tu púrpura estrecha». A continuación aparecen los llama­ tivos versos: non sermo Poenus, non habitus tibi, externa non mens: Italus, Italus. Ni tu habla ni tu porte son los propios de un púnico, ni tu alma es extranjera: ¡es itálica, itálica! Podemos conjeturar que, si su «habla» hubiese sido «púnica», lo que po­ dría referirse a «un acento púnico», el amigo de Estacio habría pronuncia­ do su propio nombre como «Sheptimiush Sheverush». Aquel joven había sido asimilado — «romanizado», utilizando un término moderno—- por completo. E l poema de Estacio muestra la facilidad con que pudo haberse llevado a cabo el proceso. Marcial, su colega poeta y contemporáneo (natu­ ral él mismo de Hispania), elogió a una mujer de Britania, Claudia R ufi­ na, con expresiones muy similares: Claudia caeruleis cum sit Rufina Britannis edita, quam Latiae pectora gentis habet! quale decusformael Romanam credere matres Italides possunt, Atthides esse suam. Aunque nació entre los pálidos britanos, Claudia Rufina tiene el corazón de la gente del Lacio. ¡Qué figura tan bella es la suya! Las madres de Italia pueden creerla romana, y también las de Atenas que es una de ellas.

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Es posible que Marcial fuera así mismo amigo de Septimio Severo — tuvo un poeta amigo llamado Severo, pero se trataba de un nombre muy co­ mún— . Estacio había recibido el apoyo de su amigo durante el certamen literario de Domiciano celebrado en Alba, y animó a Severo a escribir más poesía en su retiro campestre tras las fatigas de los tribunales.22 Domiciano fue asesinado en septiembre del 96. Nerva, el nuevo empe­ rador, y su heredero Trajano, adoptado el 97 y emperador desde enero del 98, fueron, en general, bien recibidos, especialmente por los senadores. Pero el cambio pudo haber parecido menos ventajoso a algunos poetas, como Marcial y Estacio, que habían halagado a Domiciano con una adu­ lación nauseabunda. Marcial regresó a Hispania. E l viejo Silio Itálico se suicidó. Y ya no volvemos a oír hablar de Estacio. E l joven Severo abando­ nó, quizá, la idea de hacer carrera en los tribunales o en un cargo público. En algún momento obtuvo una distinción honorífica de menor importan­ cia al ser nombrado «juez elegido», iudex selectus, o jurado, y pudo haber actuado en uno de los tres primeros equipos de jueces, o decuriae, de los cinco que veían las causas en Roma. Tanto si decidió volver de inmediato a la «inaccesible Leptis» como si no, lo cierto es que los sucesos ocurridos allí hicieron obligado su regreso. E l cambio de soberano había tenido efec­ tos inoportunos en algunas provincias. A l desaparecer el control férreo de Domiciano, algunos gobernadores cayeron en la práctica del cohecho a una escala colosal. Mario Prisco, procónsul de África, que ocupaba quizá el cargo en los años 96-97, oprimió muy codiciosamente su provincia, y en especial a Leptis Magna. Un miembro del consejo municipal, Flavio M ar­ ciano, lo sobornó con la enorme suma de 700.000 sestercios para que eli­ minara a un enemigó, caballero romano. E l hombre había sido azotado, sentenciado a trabajar en las minas y, finalmente, ejecutado por estrangulamiento. En otro caso, que pudo haberse producido también en Leptis, un tal Vitelio Honorato había pagado 300.000 sestercios para que se exilia­ ra a un caballero y se asesinara a siete amigos suyos.23 Prisco había actuado en Leptis a través de su legado Hostilio Firmino, quien también había recibido dinero de Marciano, aunque menos del es­ perado, pues «se había demostrado, por las cuentas de Marciano y por un discurso que pronunció ante el concejo de Leptis, que Firm ino había pres­ tado a Prisco un servicio especialmente vergonzoso y había negociado con

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Marciano el pago de 200.000 sestercios. En realidad había recibido 10.000, anotados en la contabilidad bajo el epígrafe: “cosméticos” ». L a actuación judicial contra Prisco se inició al concluir su consulado. «Muchos particu­ lares y una ciudad concreta» — seguramente Leptis— presentaron cargos. E l caso llegó hasta el Senado y se alargó. Prisco fue acusado al principio de extorsión leve, se declaró culpable y pidió que los daños fueran evaluados por una comisión del Senado. Plinio y Tácito fueron nombrados para re­ presentar a los africanos. E l relato del juicio proviene de la corresponden­ cia del primero. Es posible que Tácito conociera en ese momento detalles de la historia de Leptis que serían incorporados más tarde a sus Historias y Anales. Los dos eminentes y elocuentes abogados de la acusación revelaron que Prisco intentaba eludir el juicio por cargos más graves declarándose culpable de otros menores. Se creó una comisión de encuesta, inquisitio, para citar a testigos de la provincia. Entretanto, Prisco fue declarado cul­ pable de los cargos menores y despojado de su rango. L a vista principal comenzó al menos doce meses después de iniciarse el proceso. L a segunda sesión, celebrada en enero del año 100, estuvo presidida por el propio T ra ­ jano en calidad de cónsul. Fue una de las primeras apariciones del nuevo emperador en Roma desde su acceso al trono.24 Plinio abrió su turno con un discurso que duró casi cinco horas. Salvio Liberal, el abogado defensor, replicó al día siguiente, seguido por Tácito por parte de la acusación, quien se mostró «elocuente, con toda la solem­ nidad característica de su manera de hablar en público». A partir de ahí, la defensa solo pudo solicitar clemencia. En la tercera jornada, Prisco fue declarado culpable, pero su castigo consistió meramente en el destierro de Roma e Italia y en la restitución de los sobornos; su legado Firm ino perdió algunos privilegios, pero no el rango de senador. E l poeta Juvenal recordó el caso algunos años después: el procónsul culpable comienza el día «be­ biendo desde la hora octava, mientras tú, provincia victoriosa, te lamen­ tas». Pero no importaba: Leptis había conseguido una vez más captar la atención de una nueva dinastía. Poco después, un lepcitano, al menos, lla­ mado Frontón, ingresó en el Senado romano. Los poderosos patronos de la ciudad habían obtenido una reparación para sus quejas y su posición había mejorado. Esta situación fue reconocida formalmente al cabo de unos años. Leptis obtuvo el rango de colonia y tomó los títulos de Ulpia Traiana

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fidelis. Todos sus habitantes pasaron a ser ciudadanos romanos, y, a partir de entonces, sus principales magistrados abandonaron por fin el nombre púnico de sufetes y recibieron el título de duoviri. Lucio Septimio Severo, que había sido ya sufes del municipium, obtuvo un puesto especial como prefecto en el momento de la concesión del rango de civitas — la ciudada­ nía romana— y fue uno de los dos primeros duoviri de la nueva colonia. Podría parecer que Leptis era ahora romana en sentido pleno. Así parece confirmarlo otra característica de la constitución de la ciudad: la división de una parte de la población en curiae, «distritos electorales», que evoca­ ban la organización primigenia del pueblo romano. E n realidad, las cu­ riae, cada una de las cuales recibió un nombre asociado a la familia impe­ rial: Ulpia, Trajana, Nervia, Plotina, etcétera, enmascaran una antigua institución púnica. L a cultura púnica no desapareció, y se siguió utilizan­ do el idioma púnico. Además, aquella colonia romana, con su impresio­ nante y flamante conjunto de edificios públicos, parecía, de hecho, una ciudad más griega que romana. En cualquier caso, en el año n o , Leptis erigió otro arco como muestra de gratitud a Trajano.25

3 L A V ID A E N L A T R I P O L I T A N I A R O M A N A

Cuando Leptis se convirtió en colonia, Lucio Septimio Severo, su hombre principal, estaba ya, sin duda, casado. Desconocemos el nombre y origen de su mujer — y pudo haber contraído más de un matrimonio— . T al vez había hallado una esposa en Italia; pero quizá sea más probable una here­ dera local. N ada sabemos sobre la fecha de nacimiento de su hija Pola; en cuanto a su hijo, Geta, lo bastante mayor como para poder ser él mismo padre en el año 144, a más tardar, es difícil que pudiera haber visto la luz del día mucho antes del acceso de Adriano al trono. L a elección de nom­ bres para sus hijos por parte del sufes y duumvir requiere algunos comen­ tarios. «Geta» es un nombre muy raro (impuesto originalmente a escla­ vos), pero lo había llevado el hijo de Vitorio Marcelo. E l sufes recordaba, seguramente, sus días en Italia y honró con él a su antiguo compañero de estudios. «Pola» es más común; pero la encantadora Argentaria Pola, viu­ da de Lucano y esposa de Polio Félix, aparece elogiada — más a menudo que el propio Severo o que Marcelo— en las Silvas de Estacio.1 Mientras Geta llegaba a la mayoría de edad, Leptis proseguía su expan­ sión y desarrollo. En el sector suroriental de la ciudad se construyeron unos magníficos baños públicos. E l acueducto, que data del 120, fue cos­ teado por Q. Servilio Cándido, cuya generosidad se conmemora, junto con los honores debidos al emperador Adriano, en tres inscripciones latinas. Servilio había llevado el agua desde el río Cínipe, y una derivación abaste­ cía una fuente del teatro. Una baldosa sellada de los baños muestra que el componente púnico, menos visible en esos momentos, seguía aún presen­ te. L a baldosa documenta en el idioma antiguo, pero con caracteres lati­ nos, que fue «hecha en el taller de Rogate («Rogatus»), el maestro» (felioth iadem sy-Rogaíe ymmanaï). En otra inscripción pública procedente del

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templo de Liber Pater se atribuyen al propio Cándido títulos púnicos tra­ dicionales en traducción latina: amator patriae, amator civium, amator con­ cordiae. Se trataba, probablemente, de un descendiente del magnate púni­ co «Cándido, hijo de Cándido, nieto de Hannón, bisnieto de Abdmelqart». Dedicatorias privadas y públicas en honor de Adriano y su sucesor Anto­ nino Pío muestran por igual la fervorosa lealtad de los notables lepcitanos. Entre ellos aparece un tal Septimio que dona una estatua de Cupido al Calcidico «para el bienestar del emperador Antonino Augusto Pío y sus hijos». Podemos conjeturar que este hombre, que llevaba el nombre com­ pleto de Claudio Septimio Áper, fue el padre de Áper y Severo, parientes senatoriales de Septimio, calificados por la H A de «tíos» suyos, patrui. Ambos son conocidos por otros datos: P. Septimio Áper como cónsul sufecto del año 153; C. Septimio Severo, como cónsul pocos años más tarde. E l segundo aparece como «hijo de Gayo» (C .f'), y no lo es, por tanto, del sufes Lucio. C. Cl. Septimio Áper era, quizá, hermano de Lucio; sus hijos habrían sido, en tal caso, primos, fratres patrueles, de Geta, el padre de Septimio, y no tíos de este en sentido estricto.2 P. Septimio Áper, nacido a más tardar hacia el n o , ingresó, probable­ mente, en el Senado romano bajo Adriano. Aparte de su consulado, no conocemos nada más acerca de él; pero es el primer hombre de Leptis de quien sabemos que portó lasfasces. L a carrera del otro «tío» es conocida en detalle. Tras ocupar obligatoriamente un puesto presenatorial, aunque no el tribunado militar, pasó por las tres magistraturas republicanas «reque­ ridas»: cuestor, tribuno de la plebe y pretor. Les siguieron la administra­ ción de una calzada italiana y el mando de una legión en Siria, la X V I F la­ via, asentada en Samosata, y — como señal de alta consideración— dos sacerdocios senatoriales, antes de regresar a Oriente como gobernador de Licia-Panfilia en la década del 150, puesto al que le seguiría el consulado, probablemente en el año 160.3 E n la época de los Antoninos, algunos africanos romanos comenzaron a asaltar las cumbres, tanto si descendían de colonos italianos como si eran notables que habían adquirido el derecho de ciudadanía y provenían de Num idia y, sobre todo, de la «antigua provincia». Pero los tripolitanos, que tenían abundantes vínculos con el resto de África tanto económicos como sentimentales y de educación compartida (recibida en muchos casos

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en Cartago), se habrían beneficiado de la misma manera. Un temprano precursor del ascenso de los africanos es el literato y caballero romano Suetonio Tranquilo, biógrafo de los cesares, natural de Hippo Regius (Hipona), que se dio a conocer en los primeros años del reinado de Adriano como primer secretario, ab epistulis, del emperador. N o concluyó la carre­ ra (fue despedido en Britania en el año 122). Pero uno de los dos prefectos de la guardia legados a Antonino Pío por Adriano era, según parece, otro numidio, M. Petronio Mamertino, cuyo hijo o sobrino, cónsul en el 150, se casó, sin duda alguna, con una Septimia, muy posiblemente de la familia de Leptis. (C. Septimio Severo tuvo más tarde vínculos con la localidad numidia de Thubursicu).4 M. Cornelio Frontón de Cirta, pariente de Mamertino, el prefecto de la guardia, se hallaba ahora en la cúspide de su fama, no solo como el orador más destacado de Roma, sino también por ser el tutor y amigo del herede­ ro de Antonino, Marco Aurelio César. Otro de los tutores del césar, el grammaticus Tuticio Próculo, era de la africana Sicca, y el decano de la profesión, Sulpicio Apolinar, amigo de Frontón, procedía de Cartago. Los lazos de Frontón con sus paisanos y el amplio séquito de sus admiradores, alumnos y conocidos de Italia y de las provincias orientales y occidentales formaban un nexo poderoso. Se podría alegar que todavía era más influ­ yente un hombre de Cirta, Q. Lolio Úrbico. Este hijo menor de un m ag­ nate local de Tiddis, dependencia de Cirta, contaba con un distinguido historial militar que culminó el 142 con una victoria sobre los rebeldes britanos del norte y la reconquista de Escocia meridional. Poco después, probablemente en el 146, Úrbico fue promovido a la prefectura de Roma, cumbre de la carrera senatorial. Iba a ocupar aquel puesto durante el resto de su vida, hasta el 160. L a preeminencia en la literatura y en la guerra fue igualada por la distinción alcanzada en el mundo de las leyes. E l máximo jurista de la época antonina, P. Salvio Juliano, fue otro senador africano; su ciudad de origen era Hadrumeto, en la Bizacena. Adriano había reco­ nocido su destacado talento en la década del 130 al encargarle la nueva formulación del «edicto del pretor». En el 148, año que marcó el 900 ani­ versario de la fundación de Roma, Juliano ocupó el cargo de consul ordina­ rius, un honor raro para un hombre nuevo.5 L a «vieja provincia» y Num idia ocupaban, ciertamente, un primer

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plano. Pero las familias dirigentes de Leptis, Oea y Sabrata, algunos de cuyos hombres eran ya senadores, mientras que algunas de sus mujeres se habían casado, seguramente, con otros miembros del Senado, estaban bien situadas para seguir progresando. Y continuaron dándose oportunidades de solicitar la ayuda de los procónsules cuando visitaban Tripolitania para celebrar vistas judiciales. Las posibilidades aparecen ilustradas en los es­ critos de otro africano, Apuleyo, el autor latino más famoso de la época, más conocido por su novela E l asno de oro o Metamorfosis. A comienzos de la década del 160, Apuleyo se instaló en Cartago, donde atrajo un público muy numeroso a sus lectura públicas, muchas de ellas sobre temas que él prefería calificar de «filosofía». Algunos extractos conservados son rebus­ cados panegíricos dedicados a procónsules y otras personas similares. Una de las piezas breves, destinada a un dignatario desconocido, capta muy bien el tono: «Entre un número incontable de hombres, solo unos pocos son senadores; entre los senadores hay unos pocos de noble cuna; entre los consulares, escasean los hombres buenos; y pocos de los hombres buenos son gente instruida».6 Apuleyo nació, probablemente, al comienzo del reinado de Adriano en Madaura, antigua ciudad numidia del reino de Sifax, que formó parte más tarde de las posesiones de Masinisa, pero que adquirió la condición de co­ lonia bajo Vespasiano, quien asentó allí a legionarios veteranos. Apuleyo pudo calificarse en tono despectivo de «a medias gétulo y a medias numidio», pero era, sin duda, colono o de procedencia mixta. Su padre había sido miembro de la élite, un duumvir, y había dejado a Apuleyo y a su hermano una finca que valía 2.000.000 de sestercios, lo suficiente como para permitir a ambos acceder con comodidad al rango ecuestre. Apuleyo marchó a una edad temprana a Cartago, distante unos 240 kilómetros de su ciudad natal, para ampliar su formación. Su afecto por Cartago siguió siendo inmenso: «Cartago, maestra venerable de nuestra provincia», dijo años después; «Cartago, musa celeste de África; Cartago, fundamento de inspiración para el mundo romano». De Cartago marchó a Atenas, la ma­ yor universidad del mundo antiguo, y viajó aún más lejos; menciona de pasada haber visitado Samos y la Hierápolis frigia. En Atenas apuró «la copa de la Poesía, henchida de imaginación creadora; la de la Geometría, de límpida transparencia; la de la Música, llena de dulzura; la de la Dia-

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léctica, un tanto austera; y, sobre todo, la de la Filosofía universal, rebosan­ te siempre de inagotable néctar». A llí conoció a un estudiante varios años más joven, Sicinio Ponciano, de Oea.7 De Atenas, Apuleyo marchó a Roma, donde logró ingresar en los círcu­ los literarios de las clases altas, de los que formaban parte algunos amigos del senador patricio Escipión Orfito, según recordó más tarde. Si el final de sus Metamorfosis contiene, como se supone generalmente, algún mate­ rial autobiográfico, llegó a Roma poco después de ser iniciado en los mis­ terios de Isis, se convirtió en adorador ferviente en el templo del Campo de Marte y fue iniciado de nuevo. Para entonces, sus recursos se habían ago­ tado por completo, y, para subsistir, comenzó a ejercer de retórico. Así fue como halló su vocación. Cuando regresó a África, su talento estaba muy solicitado.8 Apuleyo sentía todavía ganas de viajar, y en el invierno del 156 em­ prendió un viaje por tierra a Alejandría. De camino se detuvo en Oea, en casa de su amigo Apio Quinciano. Cayó enfermo y fue visitado por su antiguo compañero de estudios Sición Ponciano, quien le suplicó que pro­ longara su estancia, añadiendo que le gustaría acompañarle cuando rea­ nudase sus viajes, y le instó a posponer su marcha hasta el invierno si­ guiente debido a su enfermedad (era impensable viajar en verano siguiendo la abrasadora costa de las Sirtes). Además, debía mudarse de la casa de Apio a la de Ponciano, con vistas al mar.9 E l hogar de Ponciano estaba formado por su madre viuda, Em ilia Pudentila, y un hermano más joven, Pudente, un joven hosco que, a diferen­ cia de Ponciano, no había recibido educación superior. Más tarde se adujo que casi no hablaba latín: su idioma normal era el púnico, y su madre le había enseñado un poco de griego. Aunque esta descripción carga un poco las tintas, debía de indicar un estado de cosas posible incluso en una fami­ lia de rango ecuestre y dueña de extensas fincas. Pudente era solo unos pocos años mayor que Septimio, de la vecina Leptis, de quien se decía que hablaba púnico con fluidez. Apuleyo no tardó en sentirse como en casa. A medida que su salud mejoraba poco a poco, sus amigos le persuadieron para que ofreciera una conferencia pública, que pronunció en el edificio municipal, la basilica, de Oea, llena hasta los topes. La conferencia tuvo un éxito clamoroso — el público expresó en alto su aprobación (exclamaciones

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de insigniter!) y se lanzaron gritos para que Apuleyo se quedara y se hicie­ se ciudadano de Oea— . A continuación, Ponciano hizo una proposición a Apuleyo: «Este entusiasmo universal es una señal del cielo», le dijo; y seguidamente le reveló que deseaba que se casase con su madre, Pudentila. «Eres el único amigo de quien puedo fiarme con total fe y confian­ za». Su madre había tenido muchos pretendientes, a pesar de ser una simple viuda con hijos. Si Apuleyo se negaba y quería reservarse para una compañera más atractiva y rica, Ponciano consideraría su deseo in­ digno de un filósofo y un amigo. Es posible que Pudentila no fuera «rica», pero, según había señalado el propio Ponciano, había varios hom­ bres impacientes por casarse con ella — y era dueña de una finca que valía 4.000.000 de sestercios.10 Tras la muerte de su marido Sicinio Amico, ocurrida unos catorce años antes, el suegro de Pudentila , que pasó a ser tutor de Ponciano y Pudente, deseaba vivamente que se casara con otro de sus hijos, Sicinio Claro. L a viuda no estaba dispuesta a ello, pero el anciano la amenazó con que si tomaba por marido a algún otro, él excluiría a sus nietos de la parte de su propiedad correspondiente a su padre. Pudentila, obligada más o menos a acceder, fue prometida a Claro, pero logró aplazar el matrimonio, que todavía no se había realizado cuando el anciano murió dejando como he­ rederos a Ponciano y a Pudente. Pudentila estuvo enferma durante un tiempo y le rogaron insistentemente que, por consideración hacia su salud, se casara de nuevo antes de que su hijo mayor dejara el hogar definitiva­ mente. En aquel momento, Ponciano se hallaba estudiando en el extranje­ ro. Ella se negó a casarse con Claro a pesar de las presiones de Emiliano, el otro hermano de su difunto marido. Pero estaba decidida a contraer algún tipo de matrimonio para protegerse e informó de ello a Ponciano, que por entonces había marchado de Atenas a Roma. Ponciano regresó de inme­ diato, resuelto a asegurarse de que, quienquiera que fuese su padrastro, su herencia y la de su hermano no correrían ningún riesgo. Fue en esas cir­ cunstancias cuando apareció Apuleyo.11 Apuleyo llevaba alrededor de un año con los Sicinio cuando se vio in­ volucrado personalmente en la cuestión del nuevo matrimonio de Puden­ tila. Había llegado a conocerla bien, pero era reacio a atarse. Sin embargo, no tardó en descubrir — según su propia expresión— que había comenza­

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do a amar a Pudentila, y accedió. Ponciano no tuvo dificultades para con­ seguir el consentimiento de su madre y se mostró totalmente de acuerdo en disponer la ceremonia de inmediato. Apuleyo y Pudentila le conven­ cieron de que debían esperar hasta que el propio Ponciano contrajera m a­ trimonio y Pudente tomara la toga viril. Entretanto Ponciano había co­ menzado a estudiar oratoria con Apuleyo, quien siguió pronunciando conferencias públicas, a una de las cuales asistió el procónsul Loliano A v i­ to, que se hallaba en Tripolitania realizando una gira oficial (durante la cual supervisó las reparaciones de la fuente donada por Cándido al teatro de Leptis). Apuleyo, que probablemente había conocido a Avito en Roma, recomendó a su futuro hijastro ante el procónsul. Se sabe por otra fuente que Avito era un patrono influyente; un año o dos más tarde hizo cuanto pudo por conseguir el nombramiento de centurión para un grammaticus desilusionado, Helvio Pértinax.12 A continuación se celebró el matrimonio de Ponciano y el ingreso de Pudente en la mayoría de edad. Dada la elevada posición de los Sicinio en Oea, ambos sucesos fueron acontecimientos públicos que requirieron la distribución de donativos generosos que ascendieron a 50.000 sestercios. Ponciano se casó con la hija de un tal Herennio Rufino, cuyo carácter es descrito más adelante por Apuleyo con los colores más negros. L a actitud y el comportamiento de Ponciano hacia Apuleyo cambiaron de repente. A partir de ese momento, influenciado evidentemente por Rufino, intentó impedir que su madre volviera a contraer nuevas nupcias. Ponciano dijo a su madre que Apuleyo practicaba la magia negra y la había embrujado para que se enamorara de él. Pudentila le escribió — en griego— intentan­ do calmarlo. Al verme decidida, por las razones que ya he dicho, a casarme, tú mismo me has aconsejado que lo prefiriese a todos los demás. Tan grandes eran tu admi­ ración por este hombre y tu deseo de hacerle entrar, gracias a mí, en la familia. Pero, desde que ciertos detractores malévolos te han hecho cambiar de pare­ cer, he aquí que de repente Apuleyo se ha convertido en un mago y yo he sido víctima de sus encantamientos y lo amo. Ven, pues, a mí mientras estoy aún en mi sano juicio.

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Ponciano y su esposa, al igual que Pudente, regresaron entonces a casa de su madre y se quedaron allí unos dos meses.’3 E l matrimonio entre Apuleyo y Pudentila se celebró discretamente en una de la villas de las afueras de Oea para evitar la distribución de presentes a los ciudadanos, que ya había sido necesario efectuar con mo­ tivo de la boda de Ponciano. Pero los resentimientos se reavivaron. L a familia pensó que Ponciano y Pudente perderían ahora su herencia en fa­ vor del padrastro usurpador. Apuleyo convenció a Pudentila para que traspasara a sus hijos una parte sustancial de las propiedades de su difun­ to marido en form a de granjas — que se valorarían a la baja— y de sus posesiones personales, tierras, una casa grande bien acondicionada, una gran cantidad de trigo, cebada, vino y aceite, un importante número de cabezas de ganado y cuatrocientos esclavos. Estos datos ilustran gráfica­ mente la cuantía de las posesiones de la familia. Pudentila retuvo una cifra considerable de esclavos, aparte de los cuatrocientos que había dado a sus hijos. Tam bién tenía quince más en el excelente domicilio urbano con vistas al mar. Nos enteramos así mismo de que el patrimonio incluía propiedades a unas 100 millas romanas de Oea. Debían de hallarse en el Yébel, al sur de Tenadasa. Apuleyo recibió de la novia otra propiedad modesta valorada en 50.000 sestercios (la misma suma que había sido espléndidamente entregada a la población de Oea no mucho antes). N o hay duda de que los Septimio y sus parientes de Leptis igualaban e, in­ cluso, superaban la riqueza de los Sicinio y los Em ilio de Oea. Leptis poseía, innegablemente, la parte principal de las mejores tierras de olivar del Yébel, la de los sectores de Tarhuna y Msellata. L a élite de Leptis era dueña de la mayor extensión de la porción relativamente reducida de la meseta del Yébel, donde la media de lluvia anual alcanza los 300 m ilíme­ tros. Más al suroeste, pasado el punto final de la vía de 44 millas que partía de Leptis y había sido construida mucho antes por el procónsul Lam ia, las precipitaciones descendían de forma acusada. E l área donde los terratenientes de Oea y Sabrata tenían sus olivares habría contado con cosechas inferiores y unos rendimientos más bajos que los disfruta­ dos por sus vecinos de Leptis. Tripolitania era una región poco común, diferenciada del resto de la provincia de África no solo por la geografía y el clima, sino también por su historia. Casi dos siglos de independencia

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en la práctica después de la segunda guerra púnica habían permitido a sus habitantes consolidar su dominio sobre territorios muy extensos. E l de Leptis debió de haber abarcado un mínimo de más de 5.000 kilóm e­ tros cuadrados. En la antigua provincia y en su prolongación hacia el oeste, solo Cartago y Cirta superaban esa cifra. Leptis — la ciudad y su territorio— no solo sobrepasaba a Oea y Sabrata, sino que era mucho más rica que la mayoría de las demás ciudades africanas.'4 L a generosa asignación de recursos de Pudentila a sus hijos conquistó la opinión pública de toda Oea. Ahora, el suegro de Ponciano, Rufino, fue criticado por haber puesto al hijo en contra de su madre. Ponciano y P u ­ dente acudieron a pedir perdón. Ponciano rogó a Apuleyo que diera expli­ caciones a Loliano Avito. Apuleyo acababa de escribir a este enviándole un informe sobre la conducta de Ponciano en el cual le solicitaba que ig­ norase su anterior recomendación. Apuleyo entregó a Ponciano otra carta para que la llevara en persona a Cartago. Avito se hallaba a la espera de la llegada de su sucesor, Claudio Máximo. L a reconciliación se produjo, pro­ bablemente, a comienzos de la primavera del 158. Ponciano, que partió al instante, fue bien recibido y se le hizo entrega de una respuesta para que la llevara de vuelta a Apuleyo.'5 Pero en su viaje a casa, Ponciano, que había enviado por delante cartas escritas en el tono más cálido, enfermó y murió poco antes de llegar a Oea. En su testamento dejaba todo a su madre y su hermano. La joven viuda hija de Rufino no recibió nada, fuera de algo de ropa de lino por valor de 800 sestercios. Es evidente que Rufino se habría sentido indigna­ do. Su objetivo había sido, probablemente, apoderarse del patrimonio de los Sicinio mediante el casamiento de su hija. En. ese momento tomó m e­ didas para alejar a Pudente de Apuleyo, una tarea nada difícil. L a hija de Rufino volvió a recurrir a sus encantos y Pudente abandonó de nuevo la casa materna y se mudó a la de su tío Sicinio Emiliano. Em iliano debía de estar observando el giro de los acontecimientos con una cólera impotente. N o era hombre que se rindiera sin luchar — anteriormente había impug­ nado el testamento de su propio tío, y el caso había llegado hasta el tribu­ nal del prefecto de Roma, Lolio Úrbico, que falló en contra— . Había ofrecido un desafortunado espectáculo de sí mismo, y su violenta insis­ tencia, a pesar del veredicto del prefecto, en que el testamento era una

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falsificación lo había expuesto a ser castigado por calumnia. Pudente, le­ jos de la guía de su madre, abandonó los estudios y dedicó su tiempo a beber y acudir al local donde se entrenaban los gladiadores. Pudentila cayó de nuevo enferma por la tensión y quiso desheredar a Pudente. Pero Apuleyo la disuadió.16 E l cambio de procónsul en la primavera del 158 hizo pensar, quizá, a los enemigos de Apuleyo que tendrían mejores oportunidades que con Avito, quien conocía a este. Claudio Máximo se presentó como su prede­ cesor en Tripolitania y celebró vistas en Sabrata, probablemente en el otoño del 158. Apuleyo asistió a ellas en nombre de su esposa en un pro­ ceso promovido contra esta por los hermanos Granio. Sicinio Em iliano, que compareció como testigo en favor de los Granio, hizo una afirmación sorprendente contra Apuleyo acusándole de practicar la magia negra para conseguir la mano de Pudentila, y de haber asesinado a Ponciano. Sus enemigos vieron que el procónsul consideraba la acusación con cierto escepticismo y decidieron modificarla. Cuatro o cinco días más tarde, Apuleyo fue acusado formalmente de cargos menores: el principal era que practicaba la nigromancia (práctica que podía ser considerada un de­ lito capital); además, era un dandi y un pervertido que se había casado con una m ujer mayor por su dinero. Las acusaciones fueron cursadas en nombre de Sicinio Pudente, y su tío Em iliano aparecía solo como «repre­ sentante» suyo. Se contrató a un abogado, Tannonio Pudente, para pre­ sentar la demanda. Apuleyo realizó su propia defensa y el discurso que pronunció ha sobrevivido, reescrito considerablemente, sin duda alguna, bajo la forma de la Apología — la fuente de casi toda nuestra información sobre el asunto.’7 Es evidente que Apuleyo hizo todo lo posible para desacreditar a sus adversarios. Pero el discurso es un testimonio auténtico de un proceso ce­ lebrado realmente. Aunque Apuleyo fuera novelista, aparte de sus demás habilidades, no inventó los personajes que participaron en el juicio cele­ brado en Sabrata. Los nombres de la mayoría de las personas implicadas se pueden cotejar con inscripciones contemporáneas procedentes de T ri­ politania. L a única pieza rival de la Apología en cuanto relato sin tapujos de la vida provincial es el Pro Cluentio de Cicerón, aunque los enemigos de Apuleyo parecen relativamente inocuos comparados con Opiniaco, el

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criminal acusador de Cluencio. E l discurso arroja una vivida luz sobre la vida en la Tripolitania de la época antonina. Y a se ha indicado su valor como comentario de la economía agraria. Sería un desperdicio no ofrecer algunas citas más. Es indudable que los Septimio de Leptis oyeron hablar de Apuleyo. Algunos de ellos habrían asistido, quizá, a sus conferencias en Oea, y es concebible que estuviesen incluso presentes en el juicio. Una visita a Sabrata mientras el procónsul residía en la ciudad habría consti­ tuido un objetivo deseable. Apuleyo alude a «esta muchedumbre que ha acudido desde todas partes en gran número para presenciar este proceso». Incluso el joven Septimio, que tenía entonces trece años, podría haber es­ tado allí.18 Entre las pruebas presentadas por la acusación, que había echado mano de cualquier minucia o detalle que pudiera desacreditar a Apuleyo, había poemas, algunos de ellos supuestamente obscenos. Otra consistió en que un tal Calpurnio describiera unos polvos dentífricos especiales preparados por Apuleyo a petición suya. L a acusación intentó vincular aquello con la idea de la elaboración de pociones mágicas. Más tarde pre­ sentaron la carta de Pudentila a Ponciano, pero citando solo el final, fuera de contexto: «Apuleyo se ha convertido en un mago y yo he sido víctima de sus encantamientos y lo amo. Ven, pues, a mí mientras estoy aún en mi sano juicio». L a acusación de magia negra asumió diferentes formas. Apuleyo se mofó de sus acusadores: si fuera realmente un mago, sería insensato que lo atacaran, pues correrían el riesgo de sufrir represalias sobrenaturales. Se decía que había utilizado un pez raro con fines m ági­ cos, que había hipnotizado a un esclavo joven para hacerle profetizar, que había guardado entre los objetos domésticos de la casa de Ponciano «algo misterioso» envuelto en una tela de lino, que había realizado una ceremonia nocturna en el domicilio de otra persona, y que había encarga­ do una imagen mágica. Apuleyo respondió una por una a las acusaciones con evidente fruición. E l pez había sido diseccionado con fines científi­ cos. E l esclavo padecía epilepsia. Los objetos cubiertos con un paño guar­ daban relación con el culto mistérico griego en el que había sido iniciado, y apeló a algunos compañeros de iniciación para confirmar la necesidad de guardar silencio sobre su naturaleza. En cuanto a las «ceremonias noc­ turnas», se trataba de una pura invención; y la supuesta «imagen» de un

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esqueleto era una estatuilla de Mercurio realizada para él sin tapujos por «Cornelio Saturnino, artista elogiado entre sus colegas por su pericia y persona de reconocida honradez».19 Es posible que Apuleyo no fuera del todo sincero en lo tocante a los dos últimos cargos. Los «ritos nocturnos» fueron realizados, supuesta­ mente, con su amigo Apio Quinciano en la casa de Junio Craso, alquilada por Quinciano mientras Craso se hallaba ausente en Alejandría. Craso no apareció y la acusación presentó un testimonio escrito. Apuleyo se limita a negar el cargo y desacredita a Craso tachándolo de glotón y borracho y diciendo que lo habían sobornado para que inventara toda aquella histo­ ria. «¿Por qué no está Craso en el tribunal? Porque lo cierto es que lo vi ayer mismo aquí, en Sabrata, mientras le lanzaba sus eructos a la cara a Emiliano... Os aseguro que Craso está durmiendo hace tiempo su borra­ chera, o bien está destilando el sudor de su embriaguez, mediante un se­ gundo baño, en la sala de los baños calientes, para afrontar de nuevo los brindis de la sobremesa». O, quizá, sugería Apuleyo, Em iliano ha pensa­ do, sencillamente, que la presencia de su testigo, «un joven con su cabeza desprovista de barba y de cabello, sus ojos lagrimeantes, sus cejas tumefac­ tas, la mueca de su boca, sus labios babeantes, su voz cascada, el temblor convulsivo de sus manos, sus eructos vinolentos», debilitaría la credibili­ dad de las pruebas aportadas bajo juramento. E n cuanto a la «imagen», Apuleyo elude el cargo dando detalles de una estatuilla de Mercurio, ha­ ciendo ver de manera obvia que no se parece en absoluto a un esqueleto y ofreciendo un relato detallado de cuándo y cómo fue realizada para él — pero no afirma sin ambigüedad que aquel Mercurio fuese la «imagen» descrita por sus acusadores.20 Tras haberse ocupado de las acusaciones de magia, aborda finalmente el verdadero asunto: su matrimonio con Pudentila. A l referirse a cuestio­ nes concretas, muestra que la acusación había inventado las pruebas, como en el caso de la carta de Pudentila. Los acusadores habían intentado de­ mostrar una vez más que tenía cerca de sesenta años, mientras que Apule­ yo probó que era veinte años más joven. Tras haber atacado a Em iliano y Craso, dirigió toda la fuerza de su invectiva contra Rufino acusándole de ser el primer instigador de la conspiración en su contra. «Hace ya mucho tiempo, en su niñez, antes de que estuviera desfigurado por esa repulsiva

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calvicie, se prestaba complacido a todos los caprichos más abominables de quienes le habían emasculado; luego, en su juventud, se dedicó a ejecutar sobre la escena ciertas danzas... se dice que, de actor, no tuvo más que la falta de vergüenza». Ahora que es viejo, «su casa entera no es más que un lupanar, toda su familia está corrompida; él mismo es un impúdico; su mujer, una zorra; sus hijos, tal para cual... Pero su mujer, como ya estaba bastante vieja y agotada, tuvo que renunciar a mantener la casa entera con sus escándalos», por lo que puso a trabajar a su propia hija, que se atrajo con seducciones el afecto del joven Ponciano. Rufino fue acusado también de «consultar a astrólogos caldeos» — algo que hizo Septimio pocos años después, según se dijo.21 E l retrato de Sicinio Emiliano ofrecido por Apuleyo fue formulado en términos bastante diferentes. Apuleyo se burla de su pobreza — en fechas no muy lejanas solo poseía una parcela minúscula en Zarata (bastante ale­ jada hacia el oeste, en la costa tripolitana), cultivada por él sin mano de obra esclava— . Nuestro autor ridiculiza las demostraciones de austeridad de aquel hombre y su zafia desaprobación de los versos eróticos. En un largo pasaje señala que Emiliano tiene amplias posibilidades de criticarle: «T ú puedes espiar fácilmente desde tus tinieblas todo lo que yo hago a plena luz». Y defendiéndose de la acusación referente a «los objetos en­ vueltos en una tela de lino», Apuleyo contrasta su propia piedad con la total falta de interés por la religión mostrada por Emiliano, a quien hace gracia reírse de las cosas divinas. Pues como oigo decir a una parte de los ciudadanos de Oea, que lo conocen bien, hasta la fecha no ha formulado ple­ garias a ningún dios, ni ha frecuentado templo alguno; si pasa por delante de algún lugar de carácter sagrado, considera como algo prohibido el acercarse la mano a los labios en señal de adoración. Este individuo, por otra parte, no ha ofrecido jamás las primicias de sus mieses, de sus viñas o de sus baños a las divinidades campestres, que son las que le proporcionan la comida y el vesti­ do; en su casa de campo no se ha instalado ningún santuario, ni tan siquiera existen un lugar o bosquecillo consagrados. Pero ¿para qué voy a hablar de bosquecillos sagrados o de santuarios? Los que han estado, al menos una vez, en su finca aseguran que ni siquiera han visto en ella una sola piedra untada de aceite o un ramo adornado con una guirnalda.

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L a combinación de un carácter austero y una inequívoca falta de piedad tradicional pagana insinuaba que Emiliano estaba siendo tachado sutil­ mente de cristiano. Apuleyo utiliza de hecho la palabra «lucifugus», «per­ sona que rehúye la luz del día», para caracterizar a Emiliano. E l término vuelve a aparecer unas generaciones más tarde en el Octavio de Minucio Félix para describir a los cristianos. Apuleyo compara también a su adver­ sario con Tiestes. Se trataba de un insulto habitual aplicado a los cristia­ nos: Minucio cita al gran Cornelio Frontón, cuyos discursos debió de ha­ ber conocido Apuleyo, diciendo que había acusado a los cristianos de celebrar «banquetes como los de Tiestes». No es necesario creer que E m i­ liano fuera realmente cristiano. Las insinuaciones de Apuleyo, que el pro­ cónsul y demás personas presentes en el tribunal de Sabrata no tendrían dificultad en comprender, habrían sido suficientes. E l descrédito de sus adversarios formaba parte del intento de Apuleyo de acreditar la respeta­ bilidad de sus propias prácticas religiosas.” A lo largo de su defensa, Apuleyo explotó sus destrezas filosóficas y li­ terarias para ganarse el respeto del procónsul. Claudio Máximo era amigo personal de Aurelio César y uno de sus mentores en filosofía. Apuleyo sostiene que es una autoridad en Platón y Aristóteles, lo mismo que él, y elogia su paciencia al escuchar la prolija acusación y su agudeza al interro­ gar a los testigos. Una de sus bazas fue la carta que le dirigió Loliano A v i­ to, el predecesor de Máximo, que Apuleyo leyó en alto en el tribunal. «¿Podría yo presentaros a un apologista más idóneo, a un testigo más in­ sobornable de mi vida, a un abogado, en fin, más elocuente? H e conocido y tratado, a lo largo de mi vida, a muchos y elocuentes oradores de origen romano, pero a ninguno he admirado tanto como a él». E l efecto de la carta fue manifiesto: «Veo, Máximo, con cuán benévola atención escuchas la descripción de las dotes que reconoces en tu amigo Avito». N o hay duda de que la defensa tuvo éxito. N o mucho después, Apuleyo se encontraba en Cartago gozando de una alta estima por parte de la ciudad y de los procónsules; y además, como «sumo sacerdote de la provincia», iba a ser elegido presidente del consejo provincial. Si hiciera falta una excusa por haber presentado la historia de Apuleyo en Oea en una biografía de Septimio Severo, bastaría con repetir que, para aquel muchacho de trece años, el juicio debió de haber constituido uno de

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los acontecimientos más llamativos de su vida. Los lazos entre las tres ciu­ dades de Tripolitania eran estrechos. Es posible que los Granio, cuyo plei­ to con Pudentila les brindó la oportunidad de atacar a Apuleyo, fueran de Leptis Magna. Sición Pudente, aquel joven dotado de tan pocos encantos, casi contemporáneo de Septimio, pudo ser el mismo Pudente que, medio siglo después, compuso una curiosa inscripción en honor a este como em ­ perador en agradecimiento por la promoción de su hijo, que era, sin duda, el senador Q. Sicinio Claro Ponciano, gobernador de Tracia en el año 202. Sería curioso — aunque no existen pruebas de ello— que los Septimio, de cuyas filas procedía el abogado amigo de Estacio, no prestaran atención a aquel famoso caso, digno sin duda de África, «la nodriza de los picaplei­ tos», nutricula causidicorum. Septimio tendría, ciertamente, la oportuni­ dad de escuchar a Apuleyo en Cartago diez años más tarde, momento en que defendería también su propia causa en los tribunales, aunque en un asunto mucho menos apasionante y lúcido.23 Son pocos los detalles documentados de la infancia de Septimio. Se dice que su entretenimiento favorito era jugar a «jueces» y que solía hacer que sus compañeros de juego representaran el papel de lictores que portaban delante de él los haces de varas y las hachas, mientras él mismo asumía el de magistrado romano. Aparecen mencionados, por supuesto, sus años de escuela — en la H A se habla de sus hazañas en latín y griego— . Otra fuen­ te tardía habla de su fluidez en la lengua púnica. Podríamos aceptar el juicio de su contemporáneo Dion Casio, quien recordaba que Septimio había ansiado recibir una formación más amplia que la que realmente tuvo. En el año 162, con diecisiete de edad, pronunció un discurso o decla­ mación pública, sin duda en su ciudad natal. Este hecho marcó el final de su escolarización formal. Su hermano Geta había dejado ya Leptis para ini­ ciar una carrera oficial. Tras servir como decemvir stlitibus iudicandis, uno de los puestos del vigintivirato, obtuvo un destino en Britania como tribu­ no senatorial de la legión II Augusta. Por aquellas fechas había guerra en la isla, y algún conocido común pudo haber persuadido al gobernador Sex. Calpurnio Agrícola, natural también, muy probablemente, de África, para que concediera el nombramiento a Geta.24 G ran parte del imperio se hallaba, de hecho, en estado de agitación. Antonino Pío había fallecido el 7 de marzo del 16 1, y sus dos hijos adopti-

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vos le sucedieron conjuntamente con los nombres de M. Aurelio Antonino y L. Aurelio Vero. Los augurios eran buenos, pero acechaba el desastre; la larga paz antonina se hizo añicos en las fronteras orientales; los bárbaros del norte se mostraban amenazantes; había guerra en Britania. Pero Á fri­ ca seguía gozando de prosperidad y tranquilidad y aquellas agitaciones parecían, quizá, muy remotas a un joven que aún debía abrirse camino en el mundo. Poco después de su discurso formal en Leptis, Septimio marchó a Roma «para estudiar».25 N o es ni mucho menos sencillo evaluar la influencia de su origen lep­ citano. En muchos sentidos sería un representante típico de la aristocracia provincial, miembro de una de las familias dirigentes en una de las prin­ cipales ciudades de una provincia rica. Hacía tiempo que Leptis Magna tenía una apariencia externa completamente romana, con un teatro de más de ciento cincuenta años y un anfiteatro de más de un siglo. E l mis­ mo año en que Septimio marchó a Roma, Leptis consiguió su circo pro­ pio, una construcción grande e imponente pasado el límite oriental de la ciudad, cerca de la costa, a unos quince minutos andando. Es posible que anteriormente hubiera allí alguna especie de estadio para carreras de ca­ rros, pero el nuevo circo fue una construcción notable. Se integró al con­ tiguo anfiteatro para form ar un único complejo arquitectónico. Su aforo de plazas con asiento, calculadas en más de veinte mil, nos proporciona una indicación útil sobre la población total de Leptis: más de dos veces esa cifra. Leptis contaba ahora con toda la parafernalia de una gran ciudad romana. Hacía tiempo, por cierto, que Melqart y Shadrapa, patronos conjuntos de Leptis, habían recibido los nombre de «Hércules» y «Liber». Según daba a entender el discurso de Apuleyo, los lepcitanos, al igual que todos los africanos, eran notablemente supersticiosos y adictos a la ciencia de los astros. L a deslumbrante claridad del cielo nocturno estrellado de Á frica del norte pudo muy bien haber inspirado la fe en la astrologia. De hecho, Apuleyo acusó a Herennio Rufino de consultar a los «caldeos». Las calles de Leptis estaban generosamente adornadas con símbolos fált­ eos — lo cual no era señal de una permisividad sexual excesiva, sino que tenía como finalidad proteger del mal de ojo— . Había una multiplicidad de divinidades. Septimio, conocido más tarde como devoto de Serapis, la nueva versión del dios egipcio ideada por los Ptolomeos, pudo haberse

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encontrado por primera vez con esta divinidad en el templo levantado junto al puerto de Leptis.26 E l abuelo de Septimio se había italianizado completamente — «non ser­ mo Poenus... Italus, Italus», le había dicho Estacio— , y era incluso poeta latino. Pero lo habían llevado a Italia de niño. Septimio fue educado en Leptis, rodeado de monumentos sobre los que aparecía todavía la antigua escritura púnica; y el idioma seguía hablándose y escribiéndose en su tiem­ po, aunque hubiese dejado de utilizarse en los edificios públicos. Septimio habría necesitado hablar, desde luego, la vieja lengua cuando se hallase en el campo, en las fincas de la familia; y no hay duda de que era también capaz de escribirla. Pero había sido educado en latín y griego, como Sici­ nio Ponciano o Apuleyo. Un escritor anónimo latino, el autor del Epitome de Caesaribus, dice que estaba «suficientemente formado en literatura lati­ na y hablaba el griego con erudición, pero tenía mayor fluidez en la elo­ cuencia púnica», Latinis litteris sufficienter instructus, Graecis sermonibus eruditus, Punica eloquentia promptior, y añadía para explicar el último co­ mentario: «pues había nacido en Leptis, en la provincia de Africa». L a fuente de esas observaciones fue probablemente Mario Máximo, contem­ poráneo de Septimio, aunque más joven que él, partidario suyo y, más tarde, biógrafo de los césares — y procedente también, según parece claro, de África.27 L a H A dice que su voz era melodiosa, pero que «conservó un resto de acento africano hasta su vejez». Es posible que esta afirmación sea una conjetura. Pero, al menos, resulta verosímil: una persona de Tripolitania hablaría un latín afectado por los ritmos y acentos de los idiomas púnico y libio, utilizados todavía allí con regularidad. Es posible, sin duda, que un africano lograra tener una dicción «romana» perfecta: Apuleyo, a pesar de los comentarios irónicos sobre sus orígenes «numidio-gétulos», sabía que sus elegantes oyentes de Cartago no le perdonarían «ni una sílaba de pro­ nunciación bárbara». Algunas menciones ocasionales recogidas en autores posteriores nos dan cierta idea de lo que era ese acento africano. Los afri­ canos no aspiraban las haches y pronunciaban mal la letra «1». Tendían a alargar las sílabas breves al comienzo de las palabras y emitían un sonido sibilante con ciertas letras. Pero, sobre todo, tenían dificultad en adaptar las silbantes a los limitados sonidos del latín. Es posible que la manera en

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que Septimio pronunciaba sus propios nombres fuera algo parecido a «Sheptimiush Sheverush». Más tarde hubo quienes supusieron que su hermana Octavila apenas sabía latín. Pero es indudable que el propio Se­ vero, con acento o sin él, lo hablaba con total fluidez. E l «acento africano», era un acento romano de provincias, no un acento extranjero.28 Cuatro siglos más tarde, el confuso cronista antioqueno Juan Malalas dice que Septimio Severo era de piel oscura. Hoy día no hay muchas posi­ bilidades de verificar esta afirmación (aunque se ha conservado un retrato suyo en color). Malalas dice también que tenía una nariz larga, lo cual es falso: los retratos muestran que era corta y ligeramente respingada. A l parecer, tenía el pelo rizado natural. Más tarde se dejó crecer la barba si­ guiendo la moda aún imperante, aunque no la llevó tan larga como algu­ nos. Era pequeño de estatura, pero fuerte y vigoroso. Los retratos nos dan una idea de ese vigor: sus ojos tienen una mirada penetrante e inquisitiva; pero a veces aparece también con aire caviloso y abstraído.29

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L a atmósfera reinante en Roma al comenzar la década del 160 debió de haber sido de gran tensión. L a larga calma concluyó cuando el emperador moribundo transmitió en un suspiro el santo y seña al oficial de la guardia: «Ecuanimidad». En sus últimos momentos, Pío «no habló más que de los monarcas extranjeros con quienes estaba enfadado». Sus hijos adoptivos no habían tenido apenas tiempo de tomar las riendas antes de que aquellos reyes les dieran verdaderos motivos de enfado provocando un incidente fronterizo en el curso alto del Eufrates. L a precipitada respuesta del go­ bernador de Capadocia, Sedacio Severiano, agravó el incidente hasta con­ vertirlo en una guerra de gran alcance. É l mismo se vio atrapado en ella con unas fuerzas inadecuadas. Una legión fue barrida del mapa y Severia­ no se suicidó. E l gobernador de Siria, Atidio Corneliano, tenía, evidente­ mente, el deber de preservar la calma y mantener las defensas de Roma. Pero fue derrotado por una fuerza pártica y huyó. Las legiones siríacas se hallaban al parecer en malas condiciones. C. Septimio Severo, que había estado al mando de una de ellas unos años, antes debió de haber mostrado un vivo interés personal por la marcha de los acontecimientos. Y su her­ mano Septimio Áper se sintió, quizá, más inquieto por lo sucedido que la mayoría, pues Sedacio Severiano había sido colega suyo en el consulado durante el verano del 15 3.1 Marco tuvo que actuar con rapidez en varios frentes. Su hermano Vero debía marchar al este. A finales del 162 llegó a Asia Menor tras un viaje un tanto pausado. Uno de los generales más destacados del momento, Estacio Prisco, había sido designado para hacerse cargo de Capadocia y de la gue­ rra en Armenia. Acababan de enviarlo como gobernador a Britania, don­ de la situación estaba también agitada, y hubo de ser reemplazado. Al mis-

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mo tiempo, uno de los amigos más íntimos de Marco, Aufidio Victorino, yerno de su antiguo tutor Frontón, fue nombrado gobernador de Germ a­ nia Superior para hacer frente a una invasión de los catos. Aquellas deci­ siones fueron solo una parte de todo un conjunto de traslados, promocio­ nes y nuevos nombramientos decididos en el momento de la llegada de Septimio a Roma. Un cambio de emperador podía implicar, en cualquier caso, algunas de esas medidas, pero Marco llevaba mucho tiempo compar­ tiendo el poder con Pío, por lo que la continuidad entre los mandos habría sido perfectamente posible; pero, en realidad, la crisis obligó a realizar unos cambios drásticos.2 Varios hombres de Á frica pasaron a ocupar pronto un primer plano. Encontramos a dos compatriotas de Frontón en un papel activo en Oriente. Gem inio Marciano, de Cirta, que mandaba la X Gemina en Vindobona (Viena), recibió órdenes de tomar refuerzos del Danubio. Antistio Adven­ to, de T ib ilis, que se hallaba ya en el este, en Palestina, al m ando de la V I Ferrata, se hizo cargo de la legión II Adiutrix de Aquinco (Budapest) tras la llegada de esta al frente. E l nuevo gobernador de Britania, Calpur­ nio Agrícola, era también probablemente de Num idia. Pero las guerras que ocuparían todo el reinado de Marco vieron cómo unos hombres proce­ dentes de casi todas las provincias del imperio, además de Italia — algunos de origen humilde— , asumían funciones destacadas. Estacio Prisco, que logró las primeras victorias romanas en Oriente, y Poncio Leliano, que pa­ rece haber actuado como jefe de Estado Mayor de Vero al comienzo de la guerra, habían nacido, probablemente, en Italia. Avidio Casio, que consi­ guió las victorias finales en el este, era sirio, lo mismo que Claudio Pompe­ yano, que representó un papel protagonista en el norte. Claudio Frontón, un general que desempeñó un cometido destacado tanto en el Eufrates como en el Danubio, provenía del Asia proconsular. Dos hombres de pro­ vincias occidentales que ocuparon puestos prominentes en el alto mando fueron Marcio Vero y Julio Vero, de la Galia y Dalmacia respectivamente. Uno de los prefectos del pretorio, Macrino Vindex, y su hijo, que ocupó cargos elevados como senador, eran del noroeste, quizá de Colonia, o in­ cluso de Colchester. Valerio Máximo, que realizó una carrera meteórica, procedía de Panonia.3 Aquello no tenía nada de sorprendente, pues la propia dinastía impe-

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rial era de origen provinciano y estaba firmemente afianzada. Trajano y Adriano provenían de familias coloniales que llevaban cientos de años asentadas en Hispania. Plotina, la m ujer de Trajano, era natural de N e ­ mauso (Nîmes), en las Galias, patria de los antepasados de Antonino. E l propio Marco, sobrino político de Pío y vinculado así a la aristocracia provincial gala, procedía de otra familia colonial hispana, aunque su abuelo había entrado a formar parte por matrimonio de la nobleza italia­ na de sangre más azul. Hombres destacados de África habían comenzado a destacar, según hemos visto, antes incluso del acceso de Trajano al tro­ no, y este y Adriano habían desempeñado un importante cometido en la promoción de individuos adinerados de provincias de habla griega a puestos de poder e influencia. E l largo y pacífico reinado de Pío había permitido que el ascenso de los provinciales se desarrollara sin brusque­ dades y con discreción. A l llegar a su final e interrumpirse repentinamen­ te la paz antonina, fue natural que hombres provenientes de todo el im ­ perio participaran de manera destacada en su defensa. Algunos de ellos tenían antepasados italianos; otros, como A vidio Casio y Claudio Pompe­ yano, descendían de hombres que habían recibido la ciudadanía romana en las provincias.4 Sería, por tanto, un error considerar que la llegada del joven Septimio a Roma en busca del rango senatorial tenía algo de anormal. A l contrario, con dos parientes próximos que habían ejercido ya el consulado y un her­ mano mayor que había iniciado una carrera senatorial, habría sido extra­ ño que Septimio se desentendiera de ella. L a franja ancha de púrpura del rango de senador, que su abuelo pudo haber conseguido, según Estacio, con solo pedirla, le fue concedida por Marco a demanda de «su pariente Septimio Severo», es decir, su «tío» Gayo, que había sido cónsul no m u­ cho antes.5 Eso no era para Septimio ninguna garantía de que fuese a realizar una carrera brillante. E l emperador tenía un único criterio para los nombra­ mientos: el mérito. N o hay signos de que Septimio causara una gran impre­ sión en los inicios de su carrera. De hecho, no pudo ingresar en el Senado como cuestor hasta haber cumplido los veinticuatro años, en abril del 169. Habría sido de esperar que se le concediese un destino como tribuno de una legión. Es posible que en el verano del año 164, a más tardar, cuando cum­

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plió los veinte, esperase conseguir ese puesto; quizá lo solicitó por carta o a través de intermediarios. L o cierto es que, a comienzos de la década del 160, un pariente suyo era gobernador de una de las provincias germanas y entra dentro de lo esperable que hubiese ofrecido un nombramiento a Septimio. Pero en ese momento Germania Inferior, que era probablemente la pro­ vincia de la que hablamos, tenía solo una legión, la X X X Ulpia. L a otra, la I Minervia, estaba en el este. En cualquier caso, si Septimio era vigintivir en el 164, su pariente habría concluido casi su mandato en Germania antes de que Septimio se hallara disponible. Entretanto, Silio Plaucio Hateriano, de Leptis, contemporáneo de Septimio y un poco mayor que él, prestaba ser­ vicio en la guerra contra los partos, probablemente a las órdenes de Antistio Advento, e iba a obtener condecoraciones militares.6 Fuera como fuese, Septimio «no ejerció el tribunado militar», según la lacónica frase de la H A , tomada, quizá, en última instancia de su propia autobiografía. Su hermano Geta sí obtuvo un tribunado en la II Augusta, en Britania. L a legión tenía sus cuarteles en Isca (Caerleon), pero en la década del 160, cuando Geta se hallaba allí, intervino quizá durante algún tiempo en el norte de la provincia. Aunque no existen pruebas, parece más probable que Geta fuera el mayor de los dos hermanos. En tal caso, estu­ vo probablemente en Britania con Calpurnio Agrícola. Esta circunstancia habría supuesto un interesante vínculo entre los Septimio y Num idia, pa­ tria probable de Agrícola. E l servicio militar de Geta en Britania es impor­ tante para el futuro de su hermano por otros dos motivos. Es muy posible que llegara a conocer a Helvio Pértinax, que prestó servicio allí en dos destinos en la década del 160. Parece difícil que la experiencia de Geta en Britania no ejerciera alguna influencia sobre él, y en la siguiente ocasión en que Septimio vio a su hermano, este debió de contarle algo acerca de la provincia. E l mandato de Calpurnio Agrícola como gobernador fue un periodo de considerable actividad en la frontera. E l territorio reconquista­ do por Lolio Úrbico veinte años antes fue abandonado en ese momento de forma definitiva. E l Muro de Adriano y su territorio se reforzaron y reno­ varon. Es posible que no todos los hombres que se encontraban en el lugar aprobaran la decisión. Los sucesos de la década del 160 en Britania no de­ bieron de caer en el olvido, si pensamos en las campañas realizadas allí por el propio Septimio cuarenta años después.7

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L a omisión del tribunado militar por parte de Septimio pudo haberse debido a una decisión personal. Aunque el número de las legiones era su­ perior al de los veinte candidatos que podían aspirar a un destino cada año, había otros factores que complicaban el panorama. Algunos jóvenes con inclinaciones o aptitudes o con parientes o patronos influyentes pres­ taban servicio más de una temporada, y a veces en más de una legión. Esos casos debieron de haber sido especialmente habituales cuando había gue­ rra en varios frentes. E l joven tribunus laticlavius tenía normalmente pocas responsabilidades reales, aunque, en teoría, era el segundo en el mando de la legión. Pero en tiempo de guerra, los cambios demasiado frecuentes de personal debieron de haber sido mal recibidos por quienes se hallaban al mando. Y , a fin de cuentas, cuando se luchaba con fiereza, la muerte de un general podía obligar a que el tribuno asumiera sus poderes latentes como legado en funciones.8 Geta había marchado a Britania tras el año preceptivo en el vigintivirato. Era uno de los decemviri stlitibus iudicandis, que constituían la mitad de los jóvenes designados anualmente de aquel modo como senadores poten­ ciales. L a H A no registra que Septimio prestara ningún servicio como vi­ gintivir. Este silencio, junto con una confusa historia documentada en otro lugar sobre su carrera temprana, ha llevado a pensar que no ocupó ningu­ no de tales puestos, lo que no está justificado. Podemos tener la seguridad de que, poco después de su llegada a Roma, Septimio pasó un año como vigintivir bien en calidad de decemvir, como su hermano, con deberes que desempeñar en los tribunales, o bien en uno de los demás grupos. Pudo haber sido triumvir capitalis, o quattuorvir viarum curandarum, pero difícil­ mente triumvir monetalis, a juzgar por sus orígenes y su carrera posterior. Esta función, que comprometía a sus tres titulares a desempeñar cierta autoridad nominal sobre las actividades de la casa de la moneda, estaba reservada en primer lugar a patricios. Otros puestos libres se destinaban a plebeyos con patronos poderosos.9 E l año 164 parece ser el más probable para que Septimio sirviera como vigintivir. Sus obligaciones formales debieron de haberle puesto inevita­ blemente en contacto con los hombres más importantes de Roma. Pero la propia concesión de latus clavus, la franja ancha, en el momento de su lle­ gada a Roma, el 162, lo situó en el umbral de la vida pública. En sus años

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tempranos, Septimio tuvo que haber establecido contacto con algunos de los hombres que desempeñarían más tarde un papel importante en el de­ cisivo año 193. Durante ese periodo, en Roma pudo haber conocido a dos hombre de Hispania, Cornelio Anulino y Fabio Cilón. Anulino, diez años o más mayor que él, era de Iliberris (Granada), y Cilón, un año o dos más joven que Septimio, provenía de lluro, en la misma región. Anulino debió de haber sido pretor el 163 o poco después. Septimio pudo haber conocido también a su casi contemporáneo Clodio Albino, de Hadrumeto, en Á fri­ ca, y a Pescennio Niger, un italiano de familia ecuestre. U n hombre m u­ cho mayor que Septimio y con contactos en el palacio era Didio Juliano, de familia milanesa, cuya madre provenía de Hadrumeto y era pariente próxima del gran jurista Salvio Juliano.10 Las hipótesis sobre los hombres influyentes que pudo haber conocido Septimio no pasan de ser mera especulación. Las cartas de Plinio el Joven muestran que él mismo confió en su juventud en sus lazos con grandes personajes del momento y que, luego, cuando ascendió a mayores alturas, ejerció su influencia para promocionar las carreras de sus protegidos en todos los niveles. Para un senador romano se trataba de un deber normal. E n el caso de Septimio faltan datos directos. Cornelio Frontón, el Plinio de la época de los Antoninos, vivía todavía y gozaba de buena salud cuando Septimio llegó a Roma. Se ha conservado parte de la correspondencia de Frontón con sus amigos — y con sus alumnos imperiales— y, llegados a este punto, debemos echarle una ojeada por la luz que arroja sobre la Roma de la década del 160. L a única información conservada sobre la vida de Septimio en ese mo­ mento se refiere a ciertos augurios que le dieron esperanzas de alcanzar una futura grandeza. En su autobiografía registró numerosos episodios y sueños que en varias fases de su vida le llevaron a esperar que llegaría a ser emperador. Algunos fueron representados en obras de arte una vez que los acontecimientos demostraron su exactitud. L a H A contiene varias anécdotas, algunas de las cuales — quizá todas— están tomadas del relato del propio Septimio. Dion incluye así mismo unas cuantas en su Historia. Creía fervientemente en augurios y señales de todo tipo. Poco después del acceso de Septimio al trono escribió su primera obra histórica, un relato de «los sueños y augurios que hicieron esperar a Severo que alcanzaría el

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poder imperial». Resulta demasiado fácil comentar que los augurios solo se consideraban significativos cuando ya se habían cumplido. Septimio fue, probablemente, uno más de los numerosos senadores que estaban convencidos de que ciertos poderes sobrenaturales les mostraban signos de una futura eminencia. Aquella época era sumamente supersticiosa. E l propio emperador Marco, con sus elevadas creencias estoicas, no estaba en absoluto libre de la fe en lo irracional. La creencia en la astrologia y su práctica se hallaban en alza y Septimio fue un adicto destacado. Pero esto no era ninguna novedad: ¿no había sido también Adriano un devoto?" En el momento en que Septimio puso por primera vez sus pies en Roma, su anfitrión en la casa donde iba a residir estaba leyendo casual­ mente una vida de Adriano — probablemente en voz alta, según era cos­ tumbre en aquel tiempo— . E l joven pudo haber decidido de antemano que consideraría un augurio las primeras palabras que oyera pronunciar en Roma. Es fácil imaginar alguna frase concreta que pudo haberle dado una especial esperanza. Debemos conceder que la H A habría considera­ do divertido inventarse la historia. Esta cautela debe aplicarse a todos los augurios no atestiguados por otras fuentes. Pero sería imprudente pasar por alto los autentificados por Dion. Su importancia histórica es pequeña — añaden, simplemente, un poco de color— , pero ejemplifican el carácter extremamente supersticioso de Septimio. E l biógrafo presenta cuatro au­ gurios más, de los que Dion recoge solo dos. E l primero, de ser auténtico, ilustraría a la perfección cómo el joven laticlavius se preparaba para la vida pública. Había sido invitado a cenar en el Palacio y llegó vestido incorrec­ tamente, pues llevaba el palio, o manto griego, en vez de la toga protoco­ laria. Para remediar el error, se le proporcionó una de las togas del empe­ rador. L a anécdota podría ser una invención para introducir el siguiente augurio, recogido también por Dion. Aquella misma noche, después del banquete (Dion no anota este detalle), Septimio tuvo un sueño en el que mamaba de las ubres de una loba, como Rómulo. Dion coloca su sueño en la época «de su inscripción en el Senado». E l contexto de la anécdota en la H A lo situaría en una fecha anterior, y es posible que la frase de Dion deba entenderse como una referencia a la concesión del latus clavus. E l tercer augurio, recogido también en Dion, no se asigna en la H A a esa circuns­ tancia, aunque podría haberse producido en el mismo banquete. Uno de

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los sirvientes del emperador ofreció sin darse cuenta la silla imperial a Septimio, quien se sentó en ella de inmediato «al no saber que no estaba permitido». L a H A redondea el relato contando que, «en cierta ocasión en que se quedó dormido en un establo, una serpiente se enroscó en torno a su cabeza. Los miembros de la casa se alarmaron y gritaron, y el animal se marchó sin dañarle».12 Por mal informados que podamos estar sobre la vida de Septimio en estos años, es justo suponer que habría dado ya muestras de algunos de los rasgos de carácter que impresionarían a Dion y a Herodiano. Dion lo des­ cribe como un hombre pequeño pero físicamente fuerte; de pocas pala­ bras, pero con una mente activa y original. Herodiano lo califica de admi­ nistrador nato, hombre de gran energía, habituado a vivir en condiciones duras y capaz de esfuerzos físicos penosos, rápido para entender los pro­ blemas y actuar en consecuencia. E l esbozo de carácter ofrecido por la. H A, que incluye detalles verosímiles sobre sus gustos alimenticios y su acento africano, se pone en evidencia a sí mismo al afirmar que era de «enorme» estatura. Es difícil que Dion, que lo vio varias veces, distorsionara la ver­ dad para decir lo contrario. Por tanto, el comentario sobre el «acento afri­ cano» puede despertar sospechas. Podría tratarse de una conjetura, aun­ que con cierto fundamento. A l fin y al cabo, el abuelo de Septimio — que había sido educado en Italia— fue elogiado por Estacio por no tener acen­ to. Adriano, cuestor en el año 10 1, provocó la risa en el Senado por «su pronunciación un tanto rústica» y tomó medidas para remediarlo me­ diante una intensa dedicación a la elocuencia latina. Es improbable que el acento de Adriano hubiera estado muy afectado por el habla de su hogar familiar del sur de Hispania. Había nacido en Roma y solo pasó unos po­ cos años en la Bética en su primera adolescencia. En su caso, es posible que un servicio prolongado en el ejército — todo un récord de tres tribunados militares— hubiese tenido, quizá, algún efecto. Tácito y Plinio, contem­ poráneos suyos mayores que él, debieron de tener un deje céltico, a juzgar por la anécdota narrada por el segundo sobre un caballero romano que preguntó al primero en las carreras: «¿Eres italiano o de provincias?», y seguidamente: «¿Eres Tácito o Plinio?». En el caso de Septimio, el hecho de haberse criado en la sociedad todavía púnica o libiofenicia de T ripoli­ tania dejó, con mucha probabilidad, una huella en su pronunciación. No

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obstante, en el Senado romano abundaban por entonces miembros de todo el Mediterráneo. Algunos africanos, como Frontón, se habrían asegurado de que su latín fuera perfecto, aunque a él mismo le gustaba llamarse en broma «libio de los nómada de Libia». Pero Frontón era el principal lite­ rato latino de Roma. Muchos otros se habrían sentido menos proclives a preocuparse por ello.13 E l abuelo de Septimio había tenido una formación literaria, pero él mismo «había recibido una educación más escasa de lo que le habría gus­ tado». N o obstante, no deja de ser razonable preguntarse si logró, quizá, acceder al salón literario de Cornelio Frontón. N o hay signos, ciertamen­ te, de que tuviera inclinaciones filosóficas. Y no es de esperar que se hubie­ se unido al emperador y sus admiradores para acudir a las conferencias de Sexto de Queronea. Es improbable que asistiera a las disecciones anatómi­ cas realizadas por Galeno, el joven médico de Pérgamo, que captaban un público de senadores con intereses científicos. Pero es muy posible que le hubiese atraído la oportunidad de oír conversaciones o discursos de Fron ­ tón, a pesar de que la vida de este en la década del 160 no se parecía, quizá, a la de sus días gloriosos de veinte años antes, cuando algunos entusiastas de la cultura solían visitar a aquel gran hombre simplemente para escu­ char el flujo de su conversación y sus pláticas. Los tiempos en que alguien que pasara por la sala de entrada del Palacio podía pillar a Frontón y sus amigos discutiendo sobre las distintas palabras latinas para designar a un enano pertenecían ya a un pasado lejano. Marco Aurelio se había desen­ tendido de estas cuestiones desde hacía más de quince años; y Lucio Vero estaba en Oriente.14 Frontón mantuvo la correspondencia con los emperadores enviando un flujo constante de cartas de consuelo y consejo a Marco, abrumado por sus responsabilidades, y a Vero, expuesto a un claro peligro de descuidar las suyas para entregarse a la buena — o mala— vida. Otro de los discípu­ los favoritos de Frontón era ahora su yerno. Mientras Victorino se hallaba en la lejana Germania, Frontón y su esposa cuidaban de su joven nieto. Una carta escrita poco después de que Victorino marchara a tierras ger­ mánicas nos presenta un cuadro del anciano orador encantado y feliz res­ pondiendo a los constantes: «D a!» (« ¡Dam e! ») del niño y proporcionándo­ le «trozos de papel y tablillas para escribir — cosas que deseo que me pida— ».

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E l año 199 es la siguiente ocasión en que volvemos a oír algo sobre aquel niño, M. Aufidio Frontón, en la función de consul con Septimio como emperador; otro hermano menor accedería al consulado al año siguiente. Es posible que Septimio Severo hubiese conocido al joven Frontón en el domicilio del orador.'5 Frontón estaba aún lo bastante activo como para interesarse por otros asuntos, además de su salud, su familia y sus antiguos alumnos imperiales. Su joven compatriota Arrio Antonino, de Cirta, que prestaba servicio en el norte de Italia como miembro del cuerpo de iuridici, recién creado, se vio inundado de solicitudes formuladas con firmeza en forma de consejos de abuelo para que se interesara por los diversos clientes de Frontón. Uno de ellos, Celio Optato, recibió una carta en la que Frontón recomendaba calurosamente, aunque en términos muy convencionales, a otro amigo, Sardio Saturnino, cuyos hijos «están continuamente en mi residencia». Uno de esos hijos fue recomendado por Frontón a su pariente, el influyen­ te Petronio Mamertino, hijo o sobrino de Pío, «prefecto de la guardia». Este hombre tenía lazos con una familia de Septimios, tal vez con la de Leptis. Es el indicio más próximo que podemos tener sobre la posibilidad de que Septimio tratara a algún miembro del círculo de Frontón.'6 Era costumbre que los jóvenes laticlavii que aspiraban a ingresar en el Senado practicaran la abogacía en los tribunales romanos a una edad tem­ prana. Plinio, por ejemplo, compareció a los dieciocho años como defensor auxiliar (en el tribunal de los Centumviri). Tenemos todos los motivos para creer que Septimio habría hecho otro tanto. Toda su educación habría ido dirigida hacia el perfeccionamiento de su capacidad como orador público, aunque la única prueba directa aparece en una frase de Aurelio Víctor. Pero, al menos, fue lo bastante competente como para defender con vein­ titrés años una causa (la suya propia) ante un magistrado. Frontón era el decano de la abogacía romana y es muy posible que Septimio se sentara a sus pies, como los hijos de Sardio Saturnino.'7 En el año 165, Frontón se estaba preparando para un nuevo cometido, el de historiador de la guerra contra los partos, que en ese momento esta­ ba concluyendo con éxito. A l año siguiente, Vero regresó como héroe conquistador, y en octubre del 166 celebró un triunfo junto con Marco. Es improbable que Septimio se perdiera el acontecimiento, el primero de

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aquel tipo en casi quince años. Las tropas que habían marchado al este para reforzar los ejércitos orientales regresaron a sus bases del Rin y el Danubio. L a victoria de Roma en el este había sido, al parecer, aplastante: sus generales cruzaron el Tigris y avanzaron hasta Media en el 166, y en el año anterior habían saqueado las dos capitales gemelas del reino parto, Seleucia y Ctesifonte. Es indudable que en Roma se habló de recuperar el plan de Trajano de anexionarse Mesopotamia. Adriano lo había rechaza­ do, y las nuevas provincias orientales de Trajano habían sido abandona­ das apresuradamente al morir este en el 117 . Todas las medidas de recor­ tes pacíficos fueron seriamente cuestionadas en ese momento, y algunas personas se mostraron sin duda favorables a la reinstauración de los obje­ tivos y métodos de Trajano en Oriente. Pero, fueran cuales fuesen las afirmaciones o esperanzas de Vero y su equipo o de algunos círculos ro­ manos, es difícil que Marco pudiera haber tenido en cuenta la idea de añadir más responsabilidades a Roma en aquellos territorios. Las campa­ ñas de Calpurino Agrícola en Britania y de Victorino en Germania bas­ tarían para ilustrar que unos graves problemas surgidos en otros lugares requerían su atención. Pero aquellas provincias no eran las más esencia­ les. L a verdadera amenaza para la seguridad del imperio se hallaba direc­ tamente al norte de la propia Roma, en la otra orilla del curso superior del Danubio. L a presión había ido en aumento entre los pueblos de Bohe­ mia, M oravia y Eslovaquia. Los gobernadores de las provincias fronteri­ zas tenían órdenes de no emprender acciones militares hasta la conclu­ sión de la guerra en Oriente. Entretanto se reclutaron en Italia dos nuevas legiones bajo la supervisión de dos generales que habían regresado del este antes de que acabara la guerra en aquellos territorios. E l 166 o 167 penetró en Panonia la primera oleada de invasores bárbaros. Pero iban a suceder cosas mucho peores.18 Las festividades asociadas al triunfo proporcionaron una fachada de júbilo público. Pero los soldados que regresaban del este, entre los cuales había miembros de la guardia, trajeron consigo la peste. En unos pocos meses habían muerto miles de personas, y las clases altas padecieron como las demás. Los senadores y otra gente adinerada se retiraron, sin duda, a sus fincas rurales. Incluso algunos senadores de medios modestos, como Plinio el Joven, eran propietarios de tierras en distintas partes de la penín-

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sula. A los senadores de extracción provincial se les exigía tener invertida en tierras italianas una parte, al menos, de su fortuna — Trajano había establecido el mínimo en un tercio; Marco lo redujo a un cuarto— . Septi­ mio debió de disponer de algún lugar a donde marchar, pues de lo contra­ rio no habría cumplido los requisitos para acceder al Senado. Más tarde, aparte de un piso en Roma, su única propiedad era una «sola granja en Veyes», que formaba parte, evidentemente, del patrimonio de su abuelo. Pero, por más agradable que fuera en tiempos normales, Etruria meridio­ nal se hallaba incómodamente cerca de Roma. Más aún: Lucio Vero tenía al borde de la vía Clodia una villa de placer que debió de haber acercado aún más algún posible foco de infección a la casa de campo de Septimio, junto a la vía Casia.19 E l regreso a África por una temporada debió de haber sido una deci­ sión obvia. E l ingreso en el Senado estaría ya asegurado. Septimio no tenía más que esperar a cumplir los veinticinco el 1 1 de abril del año 169, o a las elecciones para cuestor celebradas en enero de aquel año. Entretanto, Á frica era mucho más saludable. Además, es probable que su hermano Geta hubiera vuelto a dejar Roma para ser cuestor del procónsul de Creta y la Cirenaica. Septimio marchó, quizá, a su casa de Leptis, y desde allí a Cirene, al otro lado de la desolada Sírtica, para hacerle una visita. Vinien­ do de Roma, Leptis le parecería un lugar remoto y atrasado. Podemos sospechar que, en el año 167, Septimio se habría sentido atraído por C ar­ tago, donde podría haber oído por fin al gran Apuleyo, si es que no lo ha­ bía hecho todavía.20 Sus actividades en África aparecen explícitamente reveladas en la HA por un solo episodio. E l biógrafo anota que Septimio fue un joven desen­ frenado y da a entender que se metió en un cúmulo de problemas. E l autor aporta un ejemplo. Tras haber sido acusado de adulterio, Septimio defen­ dió su causa personalmente. E l juez fue o el procónsul, Salvio Juliano, o su legado, Didio Juliano. L a H A (inducida a error por Aurelio Víctor) tiene dificultades para distinguir entre ambos. Fuera como fuese, Septimio no fue declarado culpable. N o hay manera de saber dónde se presentó la acu­ sación — o dónde vivía la dama del caso— . Podría haber sido en Cartago, o quizá, incluso, en Leptis. L a H A no sitúa el proceso ni siquiera en África, y algunos han sospechado que la anécdota es ficticia. Ahora, tras haberse

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probado que Salvio Juliano fue procónsul entre el 168 y el 169, con Didio como legado suyo, no hay ya motivos para dudar de ella.21 Si el proceso tiene algún fundamento, sería justo interpretar cualquier mala conducta de Septimio como una última cana al aire antes de que la atención a su futuro en Roma se convirtiera en una necesidad. En enero del 169 debió de hallarse de vuelta en la capital, donde se dedicó a asegurar su elección para el cargo de cuestor. Los testimonios dan a entender que la edad mínima original de treinta años había sido rebajada a veinticinco. Adriano, si no sus predecesores, habían permitido luego una nueva reduc­ ción de un año: un hombre de veinticinco podía considerarse apto para el puesto. L a elección era ya asunto de los senadores; ser elegido cuestor sig­ nificaba ser cooptado para el Senado. E s posible que hasta el final del siglo i d. C. siguiera habiendo cierta competencia auténtica para los cargos de tribuno y pretor. Pero durante el principado no hay indicios de que se compitiera por la cuestura. Una vez que un hombre había conseguido el latus clavus y había sido vigintivir, el paso a la siguiente fase debió de haber sido automático: el número de cuesturas anuales ascendía a veinte, una para cada uno de los vigintiviri. Pero la mayoría de los vigintiviri solían tener dieciocho o diecinueve años y esperaban cinco o seis hasta llegar a ser cuestores. Varios colegas de Septimio en el vigintivirato fueron eliminados, quizá, por la guerra o la peste. Lo mismo vale para sus predecesores inme­ diatos. Teniendo en cuenta todo ello, resulta sumamente improbable que Septimio se hubiera visto obligado a aguardar. Es probable que fuera ele­ gido el 160 y que ocupara su cargo el 5 de diciembre de aquel año para una duración de doce meses. Así, Septimio ingresó en el Senado, incorporán­ dose a aquella venerable asamblea de 600 miembros que constituía la élite de un imperio de unos sesenta millones de personas. E ra vir clarissimus, «muy honorable».22

5 A L S E R V IC IO D E L E M P E R A D O R

A l comenzar el año se sorteaban1 en el Senado los proconsulados de las diez provincias administradas todavía al estilo republicano. A esas provin­ cias se les asignaban diez de los veinte cuestores; sus obligaciones no co­ menzaban hasta que salían de la ciudad en primavera — antes del 13 de abril, a más tardar— para marchar a su provincia. Los otros diez presta­ ban servicio en Roma. L a HA no especifica cuál fue el destino de Septimio. Su silencio nos permite suponer que pudo haber sido Roma. De la misma manera, dado que no se dice nada acerca de ello, podemos dar por supues­ to que no fue uno de los dos cuestores personales del emperador. Es posi­ ble que fuese uno de los dos cuestores urbanos, cuyos deberes residuales, una vez que se les había despojado de la supervisión de la hacienda estatal, eran livianos. De no ser así, habría desempeñado algunas obligaciones asignadas por los cónsules. Entre los cónsules nombrados para el año 170 solo conocemos con seguridad a los dos ordinarii y a un sufecto. Los ordi­ narii fueron Erucio Claro y Gavio Cornelio Cetego; el sufecto, Henio Se­ vero. Este último era un patricio italiano, lo mismo que Cetego, alumno de Frontón, quien otorgó una alta calificación a su elocuencia en una carta al padre de su discípulo; el satírico Luciano dice de Cetego que era un necio — pero tenía una familia influyente— . E l otro cónsul, Erucio Claro, era hijo de un amigo de Plinio que había acabado siendo prefecto de Roma, con un segundo consulado en el año 148. E l hijo del propio Erucio sería cónsul en el fatídico año 193. L a familia tenía propiedades en África. Durante la ausencia de Septimio se había producido un cambio impor­ tante. En la primavera del 168, los dos emperadores habían marchado a las guerras del norte. Tras inspeccionar el frente danubiano habían regresado a Aquilea para invernar. L a vida en los cuarteles de invierno a orillas del

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Adriático había incomodado a Lucio Vero. L a guerra librada por él en Oriente había sido dirigida desde bases bastante más agradables: Dafne, a orillas del Orontes, y Laodicea, en la costa. L a presencia de su colega y hermano adoptivo, un hombre entregado al trabajo, le exigía prestar a su deber una atención que le resultaba difícil de mantener. A mediados de invierno, la propagación de la peste entre las tropas había brindado a los emperadores una excusa oportuna para retirarse a unos parajes más salu­ dables. Iniciaron el regreso a Roma, pero a los pocos días Vero murió de un ataque. Había cumplido treinta y nueve años poco antes. Septimio pudo haberse hallado de vuelta a Roma a tiempo para presenciar el fune­ ral y la apoteosis.2 E l obligado regreso a Rom a retrasó los planes de Marco aún más de lo que podía haber previsto. E l emperador aprovechó la oportunidad de re­ caudar fondos para su proyectada campaña mediante un llamativo acto simbólico: la subasta de piedras preciosas, prendas de vestir y muebles del Palacio. L a venta se prolongó durante dos meses en el foro de Trajano. Una de las preocupaciones urgentes del emperador era qué hacer con Lucila, su hija viuda. Lucila era una joven vital y obstinada que no care­ cía de encantos físicos. Es posible que algunos senadores jóvenes de noble cuna se consideraran candidatos para el papel de segundo marido de una princesa y padrastro del hijo de un emperador. Pero Marco no tenía en una especial consideración el origen de las personas, tanto si se trataba de nombramientos para cargos elevados como de la elección de maridos para sus hijas. Una contrajo matrimonio con un hombre del Asia procon­ sular, Claudio Severo. En cuanto a las dos hermanas menores de Lucila, una iba a casarse con Burro, de la fam ilia del general numidio Antistio Advento, una figura en alza, y la otra, con Sura Mamertino, pariente posiblemente de Septimio. Sería absurdo proponer que el propio Septi­ mio abrigó alguna esperanza — aunque solo fuera en sueños— de obte­ ner la mano de Lucila. Pero la elección de marido para ella es algo que tuvo que haber observado con considerable interés. Todo el mundo debió de sentirse sorprendido en aquel caso, en especial la propia Lucila y su madre. E l emperador desposó a su hija con un sirio de fam ilia ecuestre, Claudio Pompeyano. Aquel emparejamiento afectaría indirectamente a la fortuna de Septimio. Pompeyano no tardaría en ser el principal asesor

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militar de su suegro y pudo propiciar la carrera de un protegido suyo, H elvio Pértinax.3 En octubre del 169, Marco regresó al frente del norte. Como cuestor, Septimio se habría visto personalmente afectado por una de las medidas tomadas por el emperador. Marco había reclutado a gladiadores para el ejército. Esto causó dificultades a quienes tenían que organizar juegos pú­ blicos, incluidos los cuestores. Es posible que Septimio utilizara sus con­ tactos en Leptis para garantizar un suministro de fieras. Pero si los juegos no estuvieron a la altura debida, no tardarían en surgir inconvenientes aún mayores. E l verano del 170, el emperador lanzó su tan aplazada ofensiva al otro lado del Danubio con el evidente objetivo de preparar el camino para la anexión de los territorios transdanubianos. L a campaña resultó un fracaso desastroso. Las pérdidas romanas fueron enormes. En el caos sub­ siguiente, se introdujo en el imperio una avalancha de gentes del norte.4 L a capital debió de sentirse como fulminada por un rayo al oír las no­ ticias de la derrota romana en una magnitud no sufrida desde el desastre de Varo y sus legiones en el año 9 d. C. Pero aquel suceso se había produ­ cido mucho más allá del Rin, y los germanos victoriosos no habían logrado atravesar el río. Esta vez los enemigos de Roma se hallaban mucho más cerca del corazón del imperio. Un grupo avanzó hasta el interior de G re­ cia, mientras que dos tribus germanas penetraron en la propia Italia flan­ queando las maltrechas fuerzas del emperador. Fue una suerte para Roma que Aquilea, la gran ciudad comercial situada en el extremo del Adriático, actuara como imán para los invasores. N o habrían tenido dificultades en continuar hacia el sur, cruzar el Po y llegar a Arímino (Rímini) y Fano de la Fortuna (Fano), en el arranque de la vía Flaminia, que llevaba directa­ mente a Roma cruzando los Apeninos. Septimio, que veinte años después dirigiría él mismo un ejército invasor por aquella ruta, se habría sentido impresionado por la indefensión de Roma. Una fuerza que descendiera sobre la ciudad procedente de Panonia encontraría poca oposición a lo largo del camino. Gracias a los esfuerzos de Pompeyano y Pértinax, en particular, Italia se vio libre de los primeros invasores extranjeros desde hacía casi trescientos años. L a situación se recuperó gradualmente a lo lar­ go de aquel año y del siguiente, y el emperador pudo reanudar su ofensiva el 172. Pero se habían perdido muchas vidas, en especial entre la oficiali­

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dad. Fue necesario tomar numerosas medidas. Geta, el hermano de Septi­ mio, pudo haber contribuido con una modesta aportación. Cuando las comunicaciones por tierra entre Roma y el Danubio se bloqueaban o su­ frían alguna amenaza, era esencial mantener las rutas marítimas a través del Adriático, y los pocos puertos italianos situados al sur de Ravena ad­ quirían una especial importancia. Por aquellas fechas — no es posible fijar el año exacto— , Geta fue nombrado curator de Ancona. E l nombramiento le llegó tras haber desempeñado el cargo de edil, y es probable que todavía no hubiese cumplido la treintena. Los curatores de las ciudades italianas y de las provincias se ocupaban normalmente de auditar las finanzas de los municipios. Este cometido habría constituido por sí solo una función vital cuando los suministros pasaban de Ancona a Salonas (Split), en Dalmacia. Como curator de Ancona en el año 170 o poco después, Geta pudo haber tenido responsabilidades adicionales.5 Aunque el propio Septimio no participó en ninguna de las grandes acciones de la década del 170, su carrera, como es natural, se vio afectada. Septimio era demasiado joven para que se le encomendaran altas respon­ sabilidades, pero había huecos que llenar en todos los niveles. En algún momento del 170 o 17 1 se vio con claridad que no habría suficientes cues­ tores para servir en las provincias y se le pidió, o quizá se le ordenó, que desempeñara un segundo mandato en la provincia de la Bética. Parece ser que el procónsul a cuyas órdenes iba a servir era Cornelio Anulino. En el año 193, aquel hombre aparecería como un importante partidario de Sep­ timio en la lucha por el imperio. Es posible que ambos se conocieran ya para entonces. Si el sorteo funcionó de manera estricta, los cuestores ha­ brían sido designados por elección. Pero no era raro que se permitiera una selección personal. Existe la posibilidad de que el segundo mandato de Septimio como cuestor se debiese a una petición de Anulino.6 Septimio se habría visto obligado a dejar Roma y marchar al sur de Hispania antes del 13 de abril. Pero es evidente que antes de su partida se enteró del fallecimiento de su padre y fue primero a Leptis para arreglar los asuntos familiares. Mientras se hallaba en África, los acontecimientos le impidieron hacerse cargo de su nombramiento. Unas tribus moras se embarcaron e invadieron Hispania meridional. Solo habían transcurrido veinte años desde que su rebelión en Mauritania había sido reprimida y se

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habían reorganizado ampliamente las defensas de la parte occidental de A frica del norte. Ahora iban en busca de una presa más rica y difícilmente podrían haber escogido un momento más favorable para lanzar su ataque. E n la península había solo una legión, estacionada en León, a cientos de kilómetros de la Bética. L a única legión de África no podía ser transporta­ da con seguridad, sobre todo porque ya se hallaba debilitada tras el envío de hombres a los ejércitos danubianos. Marcos se dirigió de nuevo a su antiguo amigo Aufidio Victorino. L a Bética fue puesta temporalmente fuera del control del Senado y quedó unida a la Tarraconense bajo la au­ toridad general de Victorino. Cornelio Anulino fue nombrado coman­ dante de la legión V II Gemina y enviado a la Bética desde León. Las mo­ destas fuerzas de Victorino fueron reforzadas por un contingente especial al mando del procurador Julio Juliano, que acababa de realizar operacio­ nes de limpieza en los Balcanes.7 Cuando el Senado se veía obligado a entregar una provincia al empera­ dor — pues solo la elástica administración imperial era capaz de afrontar una situación de emergencia y proporcionar los medios militares para re­ solverla— , se procuraba evitar un desarreglo del sistema. L a solución nor­ mal consistía en que el emperador cediera al Senado una de sus provincias menos importantes. L a provincia escogida para compensar al Senado por la pérdida de la Bética fue Cerdeña. Así, Septimio pasó en esta isla la m a­ yor parte de los doce meses. N o consta nada sobre su estancia en ella. Si era ya tan enérgico y ambicioso como demostró ser más tarde, debió de haber­ se preguntado si llegaría a alcanzar alguna vez la grandeza. Difícilmente podía decirse que el servicio en Cerdeña hubiese llevado con anterioridad por ese camino. Es posible que uno de los aspectos de la isla fuera de cierto interés para él: en la antigüedad, Cerdeña había estado más marcada por África que por Italia. L a influencia cartaginesa seguía siendo fuerte, y to­ davía se empleaba la lengua púnica.8 Las leges anuales, que seguían regulando las antiguas magistraturas republicanas, establecían, al parecer, que entre dos cargos debía transcu­ rrir un biennium. Según una interpretación liberal, ese periodo de «dos años» significaba algo más de doce meses. Pero Septimio no podía tener muchas perspectivas de ser elegido edil o tribuno de la plebe, la siguiente fase obligatoria en el cursus honorum, hasta las elecciones de enero del 173.

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Esto le habría permitido ocupar el cargo de tribuno el i o de diciembre del 174 (o el i de enero del 175, de haber sido nombrado edil). Las reglas po­ dían ajustarse, por supuesto, para acelerar las carreras de las personas prometedoras, sobre todo en tiempos de crisis. E l procedimiento seguido era el de la adlectio·. el emperador, en calidad de censor, podía reclutar a un hombre para un puesto más elevado permitiéndole saltarse un año de servicio. Las formalidades no podían impedir el progreso de hombres re­ queridos en el servicio activo. En ese momento había senadores — hom­ bres como H elvio Pértinax— a quienes se había otorgado el rango de vir clarissimus y antiguo pretor en el frente, que no entrarían a form ar parte de la curia romana hasta pasados diez años. N o hay signos de que Septi­ mio fuera considerado lo bastante esencial como para que el Estado le concediera tales privilegios.9 Entretanto se le ofreció un empleo de otro tipo. C. Septimio Severo, que en el 173 era un consular de bastante veteranía — sobre todo si se tiene en cuenta que la peste había diezmado las filas del Senado— , fue elegido por sorteo para el cargo de procónsul de África y escogió a Septimio como uno de sus legati pro praetore. Ambos hombres habrían marchado a Cartago en la primavera o al principio del verano. Septimio y el otro legatus actuaron, qui­ zá, de vez en cuando como representantes del procónsul. Es posible que se les plantearan algunas tareas de carácter judicial, en sesiones de los tribu­ nales — como en el memorable proceso de Sabrata, celebrado quince años antes— . L a presencia del procónsul y el legado era también de esperar en varios acontecimientos de carácter ceremonial. Diez años antes, el procónsul Salvidieno Órfito había dedicado en Oea un arco monumental a Marco y Vero costeado por un dignatario local, Calpurnio Celso. E l empalagoso dis­ curso de reconocimiento a Órfito pronunciado por Apuleyo en Cartago da a entender, junto con la prueba aportada por el arco, que Oea estaba esfor­ zándose seriamente por obtener el favor de las altas esferas.10 Leptis Magna no iba a ser superada por su vecina. Un ciudadano rico, Avilio Casto, dejó un legado de 120.000 sestercios para la construcción de un arco en Leptis. L a ciudad aportó fondos adicionales, y el monumento fue dedicado año 174, «siendo procónsul C. Septimio Severo y legado suyo L . Septimio Severo». E l arco fue erigido en el extremo occidental de Lep­ tis, sobre la calzada de Oea. Es posible que la dedicación no hubiera sido

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presidida por el propio procónsul, aunque es de suponer que visitó Leptis durante su año de mandato. También es de suponer que estuvo en el ex­ tremo noroccidental de su provincia, pues fue honrado con una estatua en Tubúrsico de los Númidas, localidad de la que era patrón. Durante el año en que los Septimio estuvieron en el Africa proconsular, el ejército de N u ­ midia se mostró sorprendentemente activo. Una fuerza mixta penetró hasta Agueneb, 400 kilómetros más allá de la frontera. E l procónsul y sus legados no habrían participado formalmente — pues se trataba de un asunto del comandante de la legión, que habría recibido órdenes de ejer­ cer un control más vigoroso sobre las tribus— . Pero Septimio debió de haber oído hablar de la empresa y la habría aprobado. Dos décadas más tarde pudo imponer en aquel territorio medidas adicionales de carácter más radical.11 L a inscripción del arco de Leptis aporta buenos motivos para aceptar como auténtica la historia de la H A acerca del regreso de Septimio a su ciudad natal en calidad de legado de África. Cuando llegó allí precedido por los lictores que portaban las fasces como signo de su autoridad, fue abrazado por un viejo conocido, y Septimio mandó azotarlo. Aquella de­ mostración fue seguida por un anuncio del heraldo del legado: ningún plebeyo volvería a abrazar a un legado del pueblo romano de aquella m a­ nera tan poco digna.12 E l rasgo arrogante y colérico que revela este episodio aparece confir­ mado en futuras ocasiones. L a arrogancia de Septimio pudo haberse sido estimulada por otra circunstancia ocurrida durante su mandato. En «cier­ ta localidad africana» no especificada por la H A , Septimio consultó a un mathematicus. Una vez dados a conocer los detalles de su nacimiento, el astrólogo se mostró incrédulo. Había visto un inmenso futuro (ingentia) y lo consideró incompatible con aquel joven que tenía delante. «Dame tu verdadero horóscopo y no el de otra persona», dijo a Septimio. Este le juró que era realmente el suyo, y a continuación se le comunicó «todo lo que ocurriría más adelante». Dion deja constancia de que Septimio ocultó más tarde los detalles completos de su nacimiento. N o era bueno que el futuro que le aguardaba fuese de conocimiento general.13 A l final de su mandato como legado, Septimio había cumplido la trein­ tena y seguía soltero. Es probable que durante su regreso a Leptis aprove­

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chara la oportunidad para encontrar una esposa. L a muchacha que eligió se llamaba Paccia Marciana. Sus nombres revelan que era, en última ins­ tancia, de origen púnico o libio, más que italiano; es evidente que sus antepasados habían recibido la ciudadanía de Marcio Barea y Paccio Africano, los procónsules del siglo i. Su familia tenía posiblemente lazos lejanos con la de la madre de Septimio, los Fulvios. Pero una familia principal de provincias como la de los Septimios o los Fulvios tendría inevitablemente algún vínculo matrimonial con la mayoría de las demás familias de clase alta de su ciudad. N o sabemos nada cierto sobre ningún pariente de Paccia.14 Si Septimio ingresó en el Senado en diciembre del 169, según se ha in­ dicado, se hallaría en ese momento dispuesto y ansioso por poner el pie en el siguiente peldaño de la escala social. A l parecer, había atraído la aten­ ción del emperador (o de sus consejeros, pues Marco Aurelio se hallaba aún lejos de Roma, en el frente). Fue elegido tribuno de la plebe con la distinción de ser uno de los candidati del emperador. Su año en el cargo comenzó el 10 de diciembre, probablemente del 174. Si no le acompañó al regresar de África en el verano, Paccia Marciana debió de haberle seguido al poco tiempo. E l matrimonio se celebró durante su mandato o inmedia­ tamente después. D uró unos diez años, hasta la muerte de Paccia. Es casi seguro que no tuvieron hijos, o que ninguno sobrevivió a la infancia, a menos que demos crédito a una anécdota sospechosa recogida en la HA, según la cual Septimio tenía dos hijas lo bastante mayores como para estar casadas en el 193, por lo que habrían nacido en los años 176-180. N o hay más datos sobre la existencia de ninguna hija. En su autobiografía, él mis­ mo guardó silencio acerca de su primer matrimonio, aunque más tarde ordenó erigir estatuas en memoria de Paccia.15 E l tribunado era una institución aún más obsoleta, en cierto sentido, que las otras magistraturas republicanas. L a posición de los tribunos, po­ derosa en otros tiempos en cuanto promotores de leyes, y su derecho de veto habían decaído rápidamente (al fin y al cabo, los emperadores poseían el poder tribunicio). Pero su obligación más antigua, la de proteger a sus conciudadanos de la injusticia, se mantuvo, al menos en teoría. En la prác­ tica suponía vigilar que otros magistrados, en especial los pretores, no pu­ sieran en peligro los derechos de los ciudadanos romanos. Es posible que

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se les hubiesen traspasado algunas funciones judiciales. Plinio se negó a ejercer de abogado durante su mandato como tribuno para no mancillar la dignidad de su cargo. Su mojigata referencia a la decisión tomada por él nos muestra con demasiada claridad que era algo que los demás hacían en raras ocasiones.16 Sin embargo, se dice que Septimio cumplió con sus deberes «con gran rigor y energía». Y durante el año 175, los tribunos debieron de tener, sin duda, oportunidades de participar en la preservación del orden público. En la primavera, a raíz de una información falsa sobre la muerte de M ar­ co, el gobernador de Siria, Avidio Casio, se proclamó emperador. Una vez dado aquel paso no pudo echarse atrás, a pesar de que no tardó en confir­ marse que Marco seguía vivo y estaba dispuesto a perdonarle. Casio, uno de los héroes de la guerra contra los partos, había gozado durante varios años de una autoridad general especial sobre una gran parte de Oriente. Tenía apoyos en el prefecto de Egipto y en otros lugares. Pero Marcio Vero, gobernador de Capad ocia, se mantuvo leal a Marco. L a rebelión concluyó en junio: Casio fue asesinado por uno de sus propios oficiales. En Roma, no obstante, se había desatado el pánico, y el emperador se vio obli­ gado a enviar destacamentos de las legiones del norte para proteger la ciu­ dad. L a mayoría de la guardia debía de hallarse en el frente, y las fuerzas disponibles en la capital eran mínimas. E l heredero al trono, Cómodo C é­ sar, el único hijo vivo de Marco, se encontraba allí. Era un muchacho de trece años y todavía se hallaba bajo la guía de los tutores. E l emperador lo llamó al frente, y el muchacho fue investido con la toga virilis en julio. Antes de partir, el joven príncipe realizó su primer acto público distribu­ yendo donativos al pueblo/7 Aquellos sucesos debieron de causar una honda impresión en Septi­ mio, que habría escuchado vivos debates sobre el levantamiento ocurrido en el este. Hubo habladurías que pusieron en entredicho la reputación de la emperatriz Faustina: se decía que había escrito en secreto a Casio ani­ mándole a dar el golpe en la creencia de que Marco agonizaba. Algunos senadores cuyos hogares estaban en el este debieron de haber sentido una inquietud particular; y otros, tanto si eran orientales como si no, recibieron quizá mensajes del pretendiente en petición de apoyo. Es posible que C a­ sio contara con numerosos partidarios entre los senadores. Septimio no

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tenía probablemente ningún lazo personal con ninguno de ellos. Pero de­ bió de haber constatado que la insurrección de Casio era algo más que una manifestación de oportunismo por parte de un general ambicioso. Entre los consejeros del emperador se discutía sobre su política bélica. Marco estaba decidido a anexionarse algunos territorios al otro lado del Danubio. Es posible que las provincias orientales no vieran aquella guerra con entu­ siasmo. T al vez no sea descabellado detectar entre los partidarios de Casio individuos que deseaban una vuelta a una política idéntica a la de A dria­ no. A pesar de su filohelenismo, Marco se comportaba a la manera de T rajano y practicaba una guerra total de conquista. Pero a diferencia de las guerras dacias emprendidas por Trajano, las campañas septentrionales de Marco no estaban siendo beneficiosas para nadie, y menos aún para el rico Oriente.18 E n el año 175, los senadores tuvieron otro motivo de habladuría. H el­ vio Pértinax, hijo de un liberto y antiguo maestro de escuela, fue nombra­ do cónsul (en ausencia), con Didio Juliano como colega. E l nombramiento no carecía del todo de precedentes, pero provocó mucho malestar. Pérti­ nax, que aquel verano había marchado al este con el emperador, no tardó en regresar al Danubio como gobernador, primero de la Mesia Superior y luego de la Inferior. N o mucho después, Septimio Geta fue nombrado le­ gado de la legión I Italica, y prestó servicio probablemente a las órdenes de Pértinax. Poco después de haber tomado el mando, Geta fue cooptado para uno de los sacerdocios antiguos, losfetiales, cuya tarea consistía decla­ rar la guerra de forma solemne. Los fetiales no estaban a la altura de los pontifices, augures, quindecimviri y septemviri, pero gozaban de gran presti­ gio — Aufidio Victorino fue compañero suyo en la dignidad sacerdotal— . N o sabemos si Septimio llegó a obtener algún sacerdocio, pero su pariente C. Septimio Severo fue quindecimvir y sodalis Hadrianalis, y es probable que hubiese procurado que se cooptara a Septimio Severo para alguno de los colegios.19 Septimio permaneció probablemente en Roma durante el 176 a la espe­ ra de la siguiente fase de su carrera. A comienzos de año fue designado pretor. Pero no obtuvo el honor de ser nuevamente candidatus del empera­ dor. Marco regresó a Italia en otoño tras una ausencia de siete años. E l 27 de noviembre se concedió el imperium a Cómodo, que el 23 de diciembre ce­

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lebró un triunfo conjunto con su padre. E l 1 de enero fue elegido cónsul y se le otorgó la potestad tribunicia, seguida pronto por el título de augus­ to. Volvía a haber, pues, dos emperadores, de los que el más joven tenía solo quince años. L a intención de Marco Aurelio era evidente: su muer­ te no pondría ya en peligro la sucesión. Cómodo no necesitaría más pode­ res; lo único que le faltaba era la dignidad sacerdotal de pontifex maximus. N o hay duda de que Septimio se sintió profundamente influido por este acto, presenciado por él de cerca por su condición de magistrado del pue­ blo romano. Septimio iba a seguir aquel precedente en el caso de su propio hijo, aunque de forma más extrema.20 Algunos de los dieciocho pretores de cada año tenían títulos adiciona­ les y obligaciones específicas: el pretor urbanus, el peregrinus, el hastiarius, etcétera. Los demás presidían los tribunales permanentes compuestos por los iudices. L a H A no especifica ninguna pretura excepcional en el caso de Septimio. Pudo haber presidido alguno de los tribunales en los que su padre había actuado como simple jurado. Los pretores tenían que trabajar duramente — en comparación con los tribunos— , pues los tribunales cele­ braban sesiones durante más de la mitad del año. Marco había aumentado hasta 230 el número de días en que se podían celebrar procedimientos ju ­ diciales. Noviembre y diciembre seguían siendo, probablemente, meses de vacación, por lo que Septimio habría estado atareado los diez primeros meses del 177. Y habría necesitado tomarse en serio sus obligaciones, pues Marco supervisaba a los pretores con un cuidado especial.21 En el curso del año 177, el «tío» de Septimio, C. Septimio Severo, tuvo el honor de servir en el consilium de los emperadores cuando estos exami­ naron una petición presentada por el procurador de Mauritania Tingitana en nombre de un jefe de clan moro. E l 6 de julio, Marco y Cómodo otorga­ ron la ciudadanía, como era de esperar, a la mujer y los cuatro hijos de Ju ­ liano de los zegrenses. Se envió a la provincia un impresionante extracto de los archivos imperiales respaldado por los nombres de los doce consejeros imperiales. C. Septimio Severo aparece en cuarto lugar, después de otros tres cónsules más antiguos. Es el último documento en el que hay constan­ cia del pariente de Septimio. Tanto si vivió mucho más como si no, su joven protegido estaba ahora bien lanzado en su carrera senatorial. L a pretura era el trampolín para dar el salto a puestos de cierta responsabilidad.22

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Los pretores estaban sujetos a fuertes gastos, pues se esperaba de ellos que organizaran juegos, lo mismo que los cuestores. Si aquella actividad había sido desacostumbradamente costosa durante la cuestura de Septi­ mio, ahora debió de serlo aún más. En todo el imperio, las personas cuyos cargos les obligaban a organizar espectáculos públicos consideraban cada vez más difícil aquella tarea. E l suministro de gladiadores se había ido reduciendo progresivamente. A lo largo del 177, el asunto fue planteado en el Senado y se aprobó un decreto para rebajar su precio. Septimio no organizó juegos durante su pretura, pues fue enviado fuera, a su siguiente puesto — el primero al servicio del emperador— antes de que concluyera su año en el cargo. Esto le habría impedido hallarse presente en los juegos que, según la H A , ofreció en ausencia. E l puesto era un destino en H ispa­ nia, en la provincia Tarraconense. L a H A no da detalles, pero es casi segu­ ro que fue legatus iuridicus, con una responsabilidad especial para Asturias y Galicia. Los moros estaban causando otra vez problemas en Hispania meridional, y es posible que la Bética se hubiera puesto de nuevo bajo control imperial. E l gobernador y el legado de la legión en la Tarraconense tuvieron, sin duda, en aquellas fechas obligaciones militares. En tal caso, la función de Septimio como iuridicus habría sido de especial impor­ tancia.23 L a HA no registra nada más sobre su estancia en Hispania, fuera de dos sueños, uno de los cuales pertenece, ciertamente, a un momento posterior. En el otro se le dijo que restaurara el templo de Augusto en Tarragona. (Si había algún fundamento para aquella orden subconsciente, debemos su­ poner que la restauración del templo, llevada a cabo por Adriano cincuen­ ta años antes, no había aguantado mucho). Normalmente, su destino como iuridicus no habría durado más de tres años como máximo. Es posible que a comienzos del 180 se hallase a la espera de ser promocionado. E l ascenso llegaría en forma de un mando legionario en Siria. Pero Marco falleció el 17 de marzo del 180 en su cuartel general del norte, antes, quizá, de que Septimio obtuviera aquel nombramiento.24 E l emperador filósofo había reinado diecinueve años y diez días. E l imperio había pasado por unas pruebas considerables: una guerra casi constante contra enemigos externos, rebeliones y la peste. Sin embargo, según lo expresó Am iano Marcelino en el siglo iv, «tras unas pérdidas ca­

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lamitosas, la situación se recompuso... los más altos y los más humildes corrieron presurosos con ardor unánime a una muerte honorable al servi­ cio de la República como si marcharan hacia un puerto en calma y paz». África, la patria de Septimio, que era ya el sector más rico de Occidente y mantenía ahora una ventaja considerable, era casi la única parte de todo el imperio que no se había visto afectada. N o puede decirse que el propio Septimio hubiera contribuido mucho a ello. Pero él y otros senadores de­ bieron de haber observado la increíble entrega al deber mostrada por el emperador. Marco pasó más de la mitad de su reinado con el ejército, lejos de Roma. Septimio iba a imitar aquel modelo. Otro ejemplo elocuente fue el rechazo casi inequívoco del «principio de la adopción» por parte de Marco. De hecho, es posible que no hubiera reconocido su existencia. L a rebelión de Casio pudo haber forzado un tanto su actuación obligándole a acelerar la promoción de su hijo para que compartiera sus poderes. Pero Marco no tuvo escrúpulos en tomar como socio en el imperio a un mucha­ cho de quince años. Esto debió de haber causado una honda impresión en Septimio.25

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U N C É S A R N A C ID O P A R A L A P Ú R P U R A

Nadie había vivido la experiencia de un emperador como Cómodo, un césar nacido para la púrpura. Aquel emperador de Roma, el decimosépti­ mo, era el primero que había venido al mundo durante el reinado de su padre. Más aún, debido a la serie de adopciones iniciada por Nerva y con­ tinuada por Trajano, Adriano y Pío, la dinastía a la que pertenecía había producido en ese momento un sexto emperador (uno más que la Julio-claudiana). Cómodo podía llamarse a sí mismo «hijo del divinizado Marco», pero aquellas adopciones le permitían calificarse también, y así lo hizo, de «hijo del tataranieto», adnepos, de Nerva. No en vano se le llamó «el emperador de más noble cuna».1 En efecto, en el año 180 la gente debió de dirigir sus pensamientos a los malhadados miembros de la dinastía Julio-claudiana. Desde el 54, año del acceso de Nerón al poder, no había habido un emperador tan joven como el actual. Cómodo tenía dieciocho años al morir Marco, solo dos más que N e­ rón cuando obtuvo el trono. Los augurios parecían ahora más favorables. Cómodo sucedía a un padre que había gozado de una popularidad casi uni­ versal y había sido reverenciado por el Senado. L a sospecha de que Marco había sido envenenado por Cómodo, como Claudio por — o para— Nerón, no había llegado a propagarse, aunque había surgido con idéntica prontitud.2 Es posible que Cómodo fuera un solitario. Su madre había fallecido cuando él tenía catorce años. Su hermano gemelo había muerto cuando solo tenía cuatro; y otro hermano más joven, cuatro años después. T uvo cinco hermanas, pero todas menos una eran de una edad considerable­ mente superior a la suya. Lucila, la mayor, que había sido mujer de Vero, era Augusta. Tenía doce años más que Cómodo y detestaba a su marido, T i. Claudio Pompeyano, que había sido el principal asesor militar de Mar-

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co y era lo bastante viejo como para ser padre de Cómodo — y de Luci­ la— . Pompeyano se encontraba con Cómodo a orillas del Danubio. Tam bién estaban allí otros altos consejeros de la familia imperial: Brutio Presente, suegro del emperador, y Vitrasio Polión, marido de una prima de Marco. Aufidio Victorino, uno de los mejores amigos del difunto em­ perador, gobernaba la ciudad de Roma como prefecto. Estas personas, y otras como ellas, constituían el cimiento de las esperanzas de Marco en que el reinado de su hijo siguiera el rumbo marcado por el suyo.3 El nuevo emperador no necesitaba más poderes. Lo único que le falta­ ba era poner a punto su nombre y sus títulos. Pero, a pesar de una aparen­ te continuidad en la administración, es justo suponer que se produjo una avalancha de solicitudes para puestos en todos los niveles. Quienes tenían contactos en la corte habrían procurado utilizarlos. En ese preciso mo­ mento fue cuando Septimio obtuvo su siguiente destino, el mando de la legión IV Scythica en Siria. Es posible que Marco hubiera puesto en m ar­ cha algunos de los nuevos nombramientos o los hubiese realizado para entonces bajo el consejo de Pompeyano u otros altos cargos. Pero Cómodo habría considerado ya más persuasivas otras voces diferentes de la de su cuñado, un hombre mayor y plebeyo.4 E n las Meditaciones, que Marco Aurelio había estado escribiendo du­ rante sus últimas campañas, el emperador agradecía a los dioses haber encontrado buenos maestros para sus hijos. En la H A se menciona única­ mente a tres, y solo uno de ellos es algo más que un nombre, Ayo Sancto, tutor de Cómodo en oratoria, que había simultaneado la instrucción del príncipe con una carrera en el servicio imperial. En marzo del 180 llevaba varios años en Egipto como prefecto; es evidente que sus obligaciones do­ centes habían concluido. E l propio Marco había estudiado oratoria con Frontón — y otros tutores— hasta que cumplió los veintiséis. Además, había sido un ferviente estudioso de la filosofía desde que era un mucha­ cho hasta su muerte. En el caso de Cómodo no hay constancia de ningún profesor de filosofía. Ello nos lleva a la triste conclusión de que Marco debió de haber reaccionado exageradamente contra su propia educación. Es posible que, al tener que enfrentarse como emperador a una continua situación de guerra y nada más, decidiera que había recibido una educa­ ción excesiva para su cometido — y, además, en materias equivocadas— ·.

Un César nacido para la púrpura

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E l emperador tuvo a Cómodo a su lado en el frente durante los últimos dos años y medio de su vida. Entre otros motivos, debió de desear que su hijo adquiriera experiencia militar de primera mano. Es posible que este siguiera recibiendo algún otro tipo de formación, pero no hay duda de que esa instrucción concluyó definitivamente al morir Marco. Cómodo no tuvo ninguna clase de «educación superior».5 H abía otra diferencia. Marco no había ingresado en la fam ilia im pe­ rial hasta los dieciséis años, tras una infancia supervisada estrechamente por una multitud de parientes. Cómodo, nacido como príncipe, es pro­ bable que no viera a su padre en absoluto — o solo brevemente— desde los ocho años hasta los trece. Marco se hallaba ausente, en campaña. Dion es­ taba convencido de que Cómodo carecía por naturaleza «de malas cuali­ dades». A l ser casi contemporáneo de Cómodo, Dion tuvo amplias posibi­ lidades de formarse un juicio acerca de él. E l biógrafo de la H A parece esforzarse al máximo en contradecir a Dion. Su información podría estar tomada de otro contemporáneo, Mario Máximo, el nuevo Suetonio del si­ glo ni. Máximo, algo mayor que Dion, estaba destinado en los ejércitos del norte al final del reinado de Marco. E l veredicto de la H A es feroz: «Desde su primera infancia fue cobarde, deshonesto, cruel, libidinoso y tuvo una boca envilecida y viciosa». E l cronista añade un comentario sarcástico al de­ cir que poseía cierto talento para la alfarería y para bailar, cantar y silbar — «cualidades nada indicadas para la condición de emperador».6 Herodiano evita especular sobre el carácter de Cómodo, pero informa acerca de la apariencia externa del emperador: «Se hallaba en la flor de la juventud y tenía un aspecto sumamente atractivo debido a lo bien proporcio­ nado de su cuerpo y á la belleza masculina de su rostro. Sus ojos tenían una mirada de superioridad y destellaban como el fuego. Su pelo era rubio natu­ ral y rizado; cuando paseaba a la luz del sol, brillaba como fuego, de modo que algunos pensaban que lo espolvoreaba con polvo de oro antes de salir, mientras que otros lo veían como un signo de divinidad y decían que sobre su cabeza refulgía una luz celeste. Y en sus mejillas empezaba a aparecer el primer bozo». Más tarde, aquellos ojos destellantes se enturbiaron (por la bebida) y los rizos esplendentes dejaron de tener un brillo natural.7 Sus padres eran primos carnales. Los hijos de tales uniones tienden a veces al extremismo. Es evidente que carecía por completo de las inclina-

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ciones austeras y filosóficas de su progenitor. Su abuela, Faustina I, había tenido fama de frívola. Pero no hace falta buscar el influjo de la herencia. Marco no era un producto especialmente característico de su época. Vero, su coemperador, con su predilección por el escenario y el circo, reflejaba también modas y sentimientos predominantes. Cómodo, que tenía solo siete años cuando falleció Vero, pudo haber deseado quizá imitar al hom­ bre cuyos nombres originales llevaba — Lucio Aurelio Cómodo— . En cualquier caso, no hay por qué creer las anécdotas desenterradas más tarde según las cuales Marco no era su verdadero padre. Parecía natural que el hombre que acabó siendo tuviera como padre a un gladiador, e increíble que Marco hubiese engendrado a un hijo como Cómodo; de ahí el rumor de que era ilegítimo.8 Durante unos meses tras su acceso al trono, Cómodo permaneció con los ejércitos a orillas el Danubio. Luego, las exhortaciones de Pompeyano y otros amici resultaron insuficientes. Se estableció la paz con los enemigos septentrionales de Roma. Cómodo regresó a la ciudad para recibir una extasiada bienvenida. Era perezoso. Esta fue, quizá, su principal caracte­ rística (no se trataba de una mera indolencia física, pues demostraría ser un espléndido atleta). Los cortesanos — es decir, aquellos que no eran m i­ litares y estaban ansiosos por regresar al centro del imperio— sabían cómo sacar partido a sus debilidades. E l principal de ellos era su chambelán (a cubiculo), Saotero, un bitinio, como Dion, quien al parecer contempló sin hostilidad a aquel hombre. Saotero es mencionado solo de pasada en lo que queda de su Historia. Herodiano no supo nada de él. Pero la H A ano­ ta, como es de esperar, que el 22 de octubre del 180, cuando Cómodo cele­ bró el triunfo por las guerras contra los germanos, «Saotero, su subactor, fue colocado en el carro tras él. Cómodo giraba a menudo la cabeza y lo besaba en público. Y lo mismo hizo también en la orquesta». L a función de Saotero en esta circunstancia consistía en sostener la corona de oro so­ bre la cabeza del triumphator. Pero la palabra subactor tiene un doble sen­ tido. Mario Máximo y muchos otros se sentían asqueados. Saotero no tar­ dó en ejercer sobre Cómodo una influencia sin igual. Desde los oscuros tiempos de Nerón, ningún emperador romano había dejado que esa clase de favoritos ejercieran tal poder. L a situación debió de haber resultado nauseabunda para quienes habían estado al servicio de Antonino y Marco.

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Para los miembros de la familia imperial tuvo que ser igualmente inquie­ tante. Sin embargo, habida cuenta de los derechos dinásticos totalmente excepcionales de Cómodo y la naturaleza carismática de la posición que ocupaba, cualquier acción entrañaría dificultades. Cinco años antes, A vidio Casio no había dudado en reivindicar el trono basándose en una infor­ mación falsa sobre la muerte de Marco. E l desmoronamiento inmediato de su rebelión y su asesinato tras la noticia de que, a fin de cuentas, Marco seguía vivo habría servido a modo de advertencia para cualquier coman­ dante militar impaciente y ambicioso. Además, en este momento las cosas eran distintas. En el año 175, Cómodo seguía siendo un muchacho. Ahora había sido reconocido como emperador. Cualquier rival habría necesitado un enorme prestigio para conseguir ser aceptado. Marco había escogido maridos para sus hijas con la intención visiblemente deliberada de impe­ dir que surgieran reivindicaciones opuestas desde ese lado. Solo uno de los seis cuñados de Cómodo, la única fuente de la que podría brotar un rival para su trono, podría calificarse de aristócrata.9 A pesar de esas dificultades, menos de dos años después del regreso de Cómodo a Roma se produjo un intento de golpe. Con la ventaja de quien ve las cosas retrospectivamente, es posible contemplar los doce años y m e­ dio de su reinado como una prolongada batalla por la supervivencia de un emperador que, no obstante, durante una gran parte de ese tiempo ignoró, al parecer, el peligro que corría. E l verdadero poder estuvo en manos de una serie de favoritos que actuaron como grandes visires, mientras Cóm o­ do se dedicaba al placer. Entretanto, la mayoría de los miembros más des­ tacados de las clases gobernantes, a excepción de algunos hombres leales como Claudio Pompeyano, conspiraron sin cesar y maniobraron para pro­ vocar su inevitable derrocamiento.10 E l primer intento fue realizado por Lucila, la anterior emperatriz. L u ­ cila no actuó con la complicidad de su marido, pero otros dos cuñados fueron ejecutados por conspiración en un momento posterior del reinado. E n una segunda conspiración, descubierta inmediatamente después de la de Lucila, se puede observar que los militares habían preparado una in­ tentona — en la que resultó implicado un primo de Cómodo a quien se pensó, quizá, utilizar de títere— . En diferentes partes del imperio hubo signos de descontento a lo largo de todo el reinado. E l ejército de Britania,

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por ejemplo, intentó obligar a aceptar el trono en dos ocasiones a unos generales nerviosos y renuentes.” En el año 182, el odio que se atrajo el propio Cómodo a causa de Saotero dio pie a la intervención de un grupo centrado en torno a Lucila. E l supuesto motivo de esta habrían sido los celos por la pérdida de sus privi­ legios en favor de la nueva emperatriz, Crispina. T al vez fuera la ingenui­ dad de Herodiano lo que le llevó a creer que lo que la indujo a actuar fue la pérdida de una localidad de primera fila en el teatro. Pero sí es posible que el resentimiento de Lucila fuera utilizado por otras personas. Se men­ ciona a dos hombres. Uno era su amante, Umidio Cuadrato, hijo adoptivo del sobrino de Marco e hijastro de la hermana mayor de Cómodo. E l otro, el futuro yerno de Lucila, Quinciano, sobrino de Pompeyano, su marido. También de él se decía que era amante de Lucila. Estos dos hombres es­ trechamente vinculados a la dinastía por matrimonio eran aspirantes pre­ decibles al trono de Cómodo. Pero cometieron una chapuza. Cuando Cómodo entró en el Coliseo, Quinciano, su fiel amigo del alma, apareció en el estrecho pasadizo, sacó su arma y proclamó en tono retórico: «¡E l Senado te envía este puñal!». Aquel pequeño discurso dio tiempo a los escoltas del emperador para prender al asesino. L a opinión de la H A sobre Quinciano es que era un f a ­ tuus; el cronista se hace sin duda eco de Mario Máximo, quien fue un ob­ servador burlón. Quinciano y Cuadrato fueron ejecutados junto con otros. Lucila fue desterrada a Capri en un primer momento. Más tarde fue igualmente asesinada. Su marido, Pompeyano, se retiró de la vida pública alegando como excusa que le fallaba la vista. N o había estado implicado, pero otros sí, entre ellos uno de los dos prefectos de la guardia, Tarutieno Paterno, quien, de momento, escapó sin ser descubierto. En la confusión que siguió al atentado, él y su colega, Tigidio Perenne, dispusieron, quizá, que la policía secreta asesinara a Saotero.12 Cómodo se tomó a mal la pérdida de su favorito. E l ambicioso Perenne aprovechó la oportunidad y provocó la destitución de su colega, más dis­ tinguido que él, que fue apartado del cargo mediante un ascenso consis­ tente en la concesión del rango senatorial. Pocos días después se presentaron pruebas que implicaban a Paterno en otra conspiración, y fue ejecutado. Esta segunda conjura fue potencialmente mucho más grave. L a supuesta

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implicación de Paterno en el asunto de Lucila hace pensar que pudo haber intentado servirse del grupo de esta para destituir a Cómodo, dejando el trono vacante para su propio candidato, Salvio Juliano, cuyo hijo estaba prometido a la hija de Paterno. En el momento en que se descubrió la conspiración, Juliano, hijo del gran jurista, se hallaba al mando de un ejér­ cito, tal vez el de Germania Superior. Dion afirma que la acusación era falsa, pero resulta verosímil. Didio Juliano, pariente de Salvio, que había sido gobernador de Germania Inferior, fue acusado más tarde de compli­ cidad. Consiguió eludir los cargos, pero se le ordenó retirarse a Milán, su ciudad natal. Además de Paterno y Salvio Juliano, fueron condenados también a muerte dos de los cónsules del año 182, dos antiguos cónsules, el ab epistulis Vitrubio Secundo y Vitrasia Faustina. L a implicación del ab epistulis es un indicio de que Paterno había intentado utilizar el secretaria­ do para ponerse en contacto con los ejércitos provinciales.'3 Aún rodarían más cabezas. Los hermanos Quintilio, que habían com­ partido el consulado más de treinta años antes, fueron ejecutados. Quinti­ lio Condiano, hijo de uno de ellos, se hallaba entonces en Siria. L e dieron caza y lo mataron. L a persecución de Condiano estuvo cargada de drama­ tismo. Pértinax, el gobernador de Siria, y Septimio Severo, uno de los tres legados de la legión, tuvieron que haber desempeñado un papel prin­ cipal en aquella desagradable tarea. Condiano no se sometió dócilmente, como lo habían hecho muchos otros, a los asesinos enviados por un empe­ rador tiránico. Dion, que por aquel entonces se hallaba en la vecina pro­ vincia de Cilicia, de la que su padre era gobernador, nos ofrece un relato detallado. Condiano fingió su propia muerte bebiendo la sangre de una liebre, cayendo deliberadamente del caballo y vomitándola, tras lo cual fue transportado como si hubiese fallecido. Mientras él escapaba, un carnero muerto fue incinerado en su ataúd. L a historia salió a la luz y Condiano fue perseguido por todas partes. Se ejecutó a muchos sospechosos que se le parecían, cuyas cabezas fueron enviadas a Roma. Su suerte definitiva no llegó a descubrirse nunca. Septimio, testigo de lo que estaba ocurriendo tanto en Roma como en Siria y en otros lugares, no podía sentirse seguro. E l golpe le sobrevino antes de concluir el año 182. Pértinax fue destituido del mando en Siria. Y el propio Septimio fue despedido al mismo tiempo o poco después.'4

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E l viaje de Septimio a Siria debió de haberle afectado de muchas mane­ ras. Por un lado, era su primer conocimiento de la parte del imperio que hablaba griego. N o podemos excluir, por supuesto, que durante su niñez hubiera ido de Leptis a la vecina Cirenaica o, incluso, a Alejandría. Pero viajar por Grecia y por las grandes ciudades de Asia, que se hallaban en aquellos tiempos en la cima de su prosperidad, debió de haber sido una experiencia absorbente para cualquiera que tuviese algún interés por la antigüedad, como lo tenía sin duda Septimio. Sin embargo, más aún que eso, visitar el hogar de la civilización fenicia, ver Sidón y Tiro, las ciuda­ des madres de Cartago, debió de constituir una experiencia curiosamente conmovedora para un hombre del Á frica púnica. Septimio habría descu­ bierto que el idioma predominante era el arameo, una lengua semítica emparentada con el púnico, utilizado todavía por él y sus compatriotas africanos. E l griego era la lengua del Estado y la cultura. E l arameo, la del pueblo.1 L a experiencia inmediatamente más significativa para Septimio en S i­ ria habría sido la prestar servicio a las órdenes del gobernador Pértinax. Este contacto fue decisivo para todo el futuro de Septimio. P. Helvio P ér­ tinax fue uno de los personajes más notables de aquella época o de cual­ quier otra de la historia romana. H abía nacido en la Italia noroccidental, en Alba Pompeya, en la región de Liguria, y era hijo de un liberto. Aquel hombre, cuyo padre había sido esclavo, había alcanzado incluso la cima del consulado, y algunos años antes había sido motivo de gran sorpresa y objeto de muchos comentarios, no todos favorables. Su futuro iba a ser aún más notable. Sin embargo, su carrera en el servicio imperial no comenzó hasta que hubo cumplido treinta y cuatro años, la edad casi exacta del IOI

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propio Septimio al llegar a Siria. A l igual que otros libertos — el ejemplo que nos viene a la mente es el padre del poeta Horacio— , el progenitor del gran mariscal, Helvio Suceso, había decidido propiciar la carrera de su hijo proporcionándole una buena educación. Pértinax fue enviado a Roma para estudiar con el famoso grammaticus Sulpicio Apolinar de Cartago. Es posible que su acceso a las clases de Apolinar se debiera a la me­ diación del patrón de Suceso, Loliano Avito, un senador con buenos con­ tactos, en cuya finca vivían los Helvio. Cuando concluyó su formación con Apolinar, Pértinax se dedicó a su vez a dar clases durante una déca­ da, por lo menos. Finalmente, en el año 160, se sintió descontento con sus bajos ingresos y decidió emprender una carrera muy distinta. Pértinax pidió al patrón de su padre que le consiguiera un destino como centurión. E llo le aseguraría un trabajo permanente con una paga razonable y cier­ tas perspectivas para el resto de su vida laboral. Había habido, incluso, hombres, como el gran Marcio Turbón que, cuarenta años antes, habían ascendido desde unos principios como los suyos hasta el puesto de prefec­ to del pretorio. Pértinax había presentado su solicitud para un puesto de mando en el ejército demasiado tarde como para esperar algo así. En cualquier caso, Loliano Avito, a pesar de todo su prestigio, no logró, al parecer, conseguir un destino de centurión para Pértinax. Quizá no lo intentó muy en serio, o posiblemente hubo algo que hizo a Pértinax cam­ biar de idea. E n cualquier caso, en vez de aquel puesto aceptó otro evi­ dentemente menos atractivo como prefecto de una cohorte de galos en Siria. Era el primer grado de las militiae ecuestres. Pero, con el cargo de prefecto de un batallón de infantería de 500 soldados no ciudadanos, Pér­ tinax había obtenido únicamente un destino de corta duración, sin un periodo de mando fijo. En el momento de su sustitución no tendría ga­ rantizado un empleo ulterior.2 Dion parece afirmar que Pértinax comenzó su carrera militar por me­ diación de otro patrón, a quien había conocido «en el curso de su trabajo docente». Se trataba de Claudio Pompeyano, natural de Antioquía de Si­ ria, que sería más tarde el segundo marido de Lucila. Atidio Corneliano, el gobernador bajo el que Pértinax iba a prestar servicio, se hallaba en Siria desde el 157. E l primer encuentro de Pértinax con él fue poco prometedor. Para ir a Antioquía había utilizado el servicio de postas del gobierno sin

El gran mariscal contar con el pase oficial (diploma). Como castigo, el gobernador le negó un transporte para llegar a su unidad: Pértinax tuvo que ir andando.3 Por desgracia, la rigidez de Atidio Corneliano en cuestión de normas no estaba compensada con su capacidad militar. La guerra contra los par­ tos estalló al año siguiente. En el 162, tras la derrota de Severiano en Capadocia, Corneliano intentó restablecer la situación y sufrió una derrota ignominiosa. E l ejército sirio se hallaba en condiciones de negligencia e indisciplina. Poco después se recuperó el equilibrio. L a fuerza expedicio­ naria a las órdenes de Vero llegó a Siria antes de fin de año, y el 163 Estacio Prisco consiguió una gran victoria en Armenia. Pértinax tuvo la oportuni­ dad de demostrar su talento acreditando su capacidad para el «trabajo duro». Es posible que el nuevo gobernador, Cn. Julio Vero, enviara un informe favorable acerca de él al ab epistulis. Pértinax fue ascendido a la segunda militia. Quizá parezca sorprendente que se le enviara desde Siria a la distante Britania. Pero el gobierno romano no dudó nunca en trasla­ dar a hombres de un extremo al otro del imperio. E l gobernador Calpur­ nio Agrícola había pedido probablemente a Roma hombres adiestrados en la lucha — o, quizá, en concreto hombres de gran inteligencia y m adu­ rez— . Pudo ocurrir, incluso, que se pidiera directamente a Julio Vero, antiguo gobernador de Britania, que recomendase a un oficial a quien ju z­ gara adecuado para el servicio en aquel territorio.4 Pértinax pasó a ser uno de los cinco tribunos ecuestres de la legión V I Victrix en Ebóraco (York). Sus obligaciones eran principalmente adminis­ trativas. Un antiguo maestro de escuela con varios años de servicio militar a sus espaldas y que, probablemente, había presenciado más de un comba­ te habría sido un útil oficial de Estado Mayor. Calpurnio Agrícola se ha­ llaba ocupado en una amplia reorganización de la frontera británica fren­ te a la hostilidad existente tanto en las Tierras Bajas escocesas como en los Peninos. E l Muro de Adriano fue ocupado de nuevo con un numeroso contingente y se convirtió una vez más en la línea fronteriza. Las obliga­ ciones de Pértinax lo llevaron, quizá, lejos de York, más cerca de la fron­ tera: había destacamentos militares estacionados en Coria (Cordbridge). Pértinax marchó luego al propio Muro. Se le había dado el mando de otra unidad, evidentemente la Primera de Tungrios, acantonada ya con toda probabilidad en Housesteads, el punto central del Muro. Pértinax pudo

Septimio Severo haber conocido a Geta, el hermano de Septimio, que en la década del ι6ο era tribuno de la II Augusta. L a base de la legión se hallaba en Isca (Caerleon), pero algunas secciones de la misma estaban destacadas en Coria y en el Muro.5 Antes de acabar la guerra contra los partos se hicieron preparativos para la inevitable contienda en el Danubio. E l hecho de que el siguiente destino de Pértinax fuera el mando de un regimiento de caballería en Mesia fue un indicio de que seguía siendo un hombre prometedor. Como praefectus alae había alcanzado por entonces la tercera militia. Su amigo y patrón Pompeyano prestaba también servicio en el Danubio, en el puesto mucho más elevado de gobernador de Panonia Inferior, con su cuartel general en Aquinco (Budapest). Quizá sea una coincidencia, pero el he­ cho es que Pértinax aparece por primera vez en documentos históricos en esta provincia adyacente a Mesia Superior. Se ha encontrado un altar en Sirmio dedicado a «Júpiter Óptimo Máximo y a Marte el Protector» por «P. H elvio Pértinax, prefecto». Sirmio no tardaría en convertirse en un importante cuartel general militar. Se hallaba también en la ruta de Pér­ tinax de Britania a Mesia. Pero podemos sospechar que su unidad fue trasladada para reforzar la guarnición de Panonia Inferior. Pértinax ha­ bría estado cerca del lugar donde se produjo el primer estallido ominoso de la guerra, cuando Panonia Superior fue invadida por una fuerza de 6.000 germanos. E l oficial que los rechazó, Macrinio Avito, era un poco superior a Pértinax y, como él, había sido enviado al Danubio desde la V I legión de Britania.6 Pértinax había llegado para entonces a una encrucijada en su nueva carrera. En condiciones normales podría haberse visto obligado a reti­ rarse del servicio. Com o oficial de caballería solo podía acceder a un as­ censo más, la cuarta militia. Pero el número de nombramientos disponi­ bles era tan reducido que no se hallaba al alcance de la mayoría. L a alternativa era un servicio administrativo. Con el respaldo, sin duda, de Pompeyano, Pértinax fue nombrado procurador del sistema de alimenta para el distrito de la vía Em ilia, en el norte de Italia. Aunque se trataba del peldaño más bajo del escalafón procuratorial, con un salario anual de 6o.ooo sestercios, la zona adquirió en aquel momento — el año 168, casi con seguridad, la fecha precisa en que los emperadores establecieron

El gran mariscal

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su base en Aquilea— una importancia clave. Pértinax volvió a ser ascen­ dido muy pronto y su salario aumentó a 100.000 sestercios con el mando de la flota germana. Este destino no pudo haber durado mucho, quizá menos de un año, pues a continuación se le otorgó una procuraduría es­ pecial en Dacia con un salario de 200.000 sestercios. E n el plazo máximo de un trienio había escalado todos los grados de la jerarquía procuratorial. Dentro de la categoría de los 200.000 sestercios, los «ducenarios», había, ciertamente, diferencias de prestigio y se acababa de crear un nue­ vo grado superior de 300.000 al año. Pero su rápida promoción resulta muy llamativa. Los habitantes de Colonia, donde tenía su base la flota de Germ ania, le erigieron una estatua cuando se conoció la noticia de su destino en Dacia.7 Su nuevo puesto se hallaba en el lugar de las acciones más reñidas. E n el año 170 Italia fue invadida mientras Marco trataba sin éxito de lanzar una ofensiva romana al otro lado del Danubio. Las pérdidas de Roma fueron fuertes, y entre ellas se contó una de los generales más destacados, M. Claudio Frontón, muerto en combate. No se sabe con certeza dónde se encontraba Pértinax en el momento de la invasión. Pero ahora su ca­ rrera tomó un rumbo desfavorable. Fue destituido de su puesto de Dacia y no se le dio ningún otro destino, lo cual resulta tanto más sorprendente si tenemos en cuenta que su patrón, Pompeyano, había alcanzado en ese momento una nueva cima de influencia al casarse con la enviudada L uci­ la. L a destitución de Pértinax pudo haber sido maquinada por algunos enemigos de Pompeyano, demasiado débiles para atacar al yerno del em ­ perador en persona. Pero a Pompeyano se le confió la tarea de expulsar a los invasores de Italia y eligió como auxiliar a Pértinax, quien tuvo una buena actuación y fue recompensado con la promoción al Senado. Había una ne­ cesidad apremiante de senadores con talento militar, y tras un corto perio­ do se le otorgó el rango de antiguo pretor y el mando de la legión I A diu­ trix de Panonia. Marco había sido informado de su destitución en Dacia y deseaba «compensarle por la injusticia cometida con él». Con su legión culminó la derrota de los invasores y despejó las provincias de Recia y el Nórico. Poco después se produjo un misterioso episodio, el de la Lluvia Milagrosa. Había comenzado por fin la ofensiva de Roma, aplazada du­ rante largo tiempo. Una fuerza romana que operaba en territorio enemi-

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go fue cercada, exhausta por el calor y sin agua potable. U n aguacero re­ pentino reanimó a los soldados y dejó atónito al enemigo, que fue además víctima del caos debido a una granizada y a una tormenta de rayos y true­ nos. L a posterior victoria romana fue conmemorada en acuñaciones y en la decimosexta escena de la Colum na Aureliana. Los seguidores de diver­ sas religiones afirmaron que el aguacero había sido provocado por sus plegarias. L a mayoría de las versiones de la historia hablan de la presen­ cia del emperador — y algunas le atribuyen las oraciones que aportaron la lluvia— . Pero una fuente sostiene que Pértinax se hallaba al mando de las tropas salvadas por la milagrosa tormenta. Ciertas pruebas circuns­ tanciales dan a entender que así fue y que Pértinax estaba allí como lega­ do de la I Adiutrix en el año 172. E l prestigio obtenido entre los soldados debió de haber sido inmenso. Su mando legionario continuó, evidente­ mente, hasta su nombramiento como cónsul el 175, en el que tuvo como colega a Didio Juliano. Los contactos de Juliano le habrían asegurado el consulado como algo que le correspondía en justicia. L a titularidad de las fasces (in absentia) indujo a algunos a citar a Eurípides: «Esto es lo que trae consigo la maldita guerra». E l emperador, como para responder a los críticos, pronunció un discurso en el que recomendó a Pértinax para el consulado, con un «elogio a su persona» y una relación «de todo lo que había hecho o padecido». Marco alabó a menudo a Pértinax tanto ante las tropas como al dirigirse al Senado, «y se lamentó públicamente de que fuera senador y no pudiera ser nombrado prefecto del pretorio». En la prim avera del 175, A vidio Casio se proclamó emperador, pero fue asesi­ nado a continuación por uno de sus propios oficiales. Oriente volvía a sufrir por segunda vez una conmoción durante el reinado. Casio era sirio y había conseguido importantes apoyos locales. Marco marchó al este, y Pértinax estuvo entre los comites que le acompañaron, aunque su segunda visita a Siria fue breve. Regresó al Danubio, donde ocupó en rápida suce­ sión el puesto de gobernador de Mesia Superior e Inferior y de Dacia. Pero antes de morir Marco en el año 180, Pértinax fue nombrado gober­ nador de Siria.8 L a importancia de este nombramiento es obvia. E l año anterior a su muerte, Marco se había dado cuenta de que no iba a vivir mucho. Deseaba asegurar la sucesión, y sobre todo garantizar que Cómodo siguiera apo­

El gran mariscal yándose en Claudio Pompeyano. A l situar a un protegido de Pompeyano en aquella provincia clave, pudo salvaguardar la lealtad del este y el m an­ tenimiento de la influencia de Pompeyano tras su fallecimiento. Como gobernador de Siria, Pértinax había alcanzado, a sus cincuenta y tres años, la cima de la carrera senatorial. En circunstancias normales ha­ bría aguardado un retiro honorable con la opción de servir un año como procónsul de Asia o África unos quince años después de su consulado; quizá podría esperar un segundo consulado, o incluso la prefectura de la ciudad de Roma. E l retiro que se le impuso al cabo de solo dos años de la muerte de Marco debió de parecer un cruel anticlimax.9

JU L I A D O M N A

Como legado de la IV Scythica, Septimio había sido asignado a la legión más prestigiosa de las tres de Siria, la más cercana a la capital, Antioquía del Orontes. L a X V I Flavia, que había estado a las órdenes de su «tío» Gayo veinticinco años antes, tenía su base en Samosata del Eufrates, en Comagene, no lejos de la frontera con Capadocia. L a III Gallica estaba acantonada en Rafaneas, al sur de Apamea, entre el Orontes y el mar. E n cuanto a la IV Scythica, llevaba mucho tiempo estacionada en Zeugma o cerca de Zeugma, «el puente» sobre el Eufrates, donde la ruta procedente de Antioquía cruzaba el río hacia el reino clientelar de Osroene, en el noroeste de Mesopotamia. La H A afirma que Septimio «fue puesto al man­ do de la legión IV Scythica, cerca de Massilia». Una sencilla corrección da «circa Massiam ». En varias partes de Siria encontramos lugares o ríos llamados «Massyas» o «Marsyas». Massyas era el fértil valle del Orontes superior denominado por los griegos «Siria Cóncava», Coele Syria (Celesiria), entre las montañas del Líbano y el Antilibano, al noroeste de Damasco. Pero no tenemos más datos de que la IV Scythica tuviera su base tan lejos en el sur, aunque es más que probable que Septimio visitara la zona mientras estuvo en Siria. Más verosímil sería, quizá, el río Mars­ yas, un afluente del Eufrates por el oeste, entre Samosata y Zeugma. N o hay duda de que la H A abrevió drásticamente su fuente, Mario Máximo, quien expuso, con seguridad, otra anécdota utilizada por la HA acerca del mando de Septimio en Siria; y Mario tenía motivos para conocer bien aquella provincia.1 Septimio estuvo ciertamente en Antioquía en una ocasión. Es posi­ ble, incluso, que actuara como gobernador por breve tiempo, tras la destitución de Pértinax y antes de la llegada del nuevo gobernador, D o109

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micio Dextro. Según la H A , los antioquenos se burlaron de él mientras estuvo allí desempeñando un cargo oficial. N o se dan detalles ni m oti­ vos; pero Septimio no olvidó el desaire. Aparte de sus deberes, pudo haber asistido a los juegos olímpicos de Antioquía, celebrados cada cua­ tro años durante cuarenta y cinco días a partir de agosto. Todos los es­ pectáculos públicos de la ciudad habían sido abolidos por Marco unos años antes para castigarla por haber apoyado al usurpador Casio. C ó­ modo permitió su reinstauración. Su cuñado Claudio Pompeyano, antioqueno él mismo, pudo haber influido en ello: el secretario de los jue­ gos restablecidos, celebrados el verano del 18 1, fue otro Pompeyano. L a numerosa población de A ntioquía necesitaba entretenimientos públi­ cos, tal como había descubierto Vero para su propia satisfacción a co­ mienzos de la década del 160. L a gran ciudad podía haber tenido medio m illón de habitantes, lo que hacía de ella la m ayor población del este después de A lejandría.2 Septimio tuvo allí muchos motivos de reflexión. Debió de haberse en­ contrado con partos y otras gentes procedentes del otro lado de la frontera. E l Eufrates, que marcaba el límite con Partía, se halla a solo 160 kilóme­ tros en línea recta desde Antioquía. Osroene era una especie de paracho­ ques, y es posible que en ciertos puntos de Mesopotamia, como Nísibis, se dejaran guarniciones romanas — como se habían dejado en el reino de Arm enia— una vez concluida la guerra contra los partos en el año 166, pero Septimio se dio cuenta, quizá, de la vulnerabilidad de la frontera si­ ria. Como legado de la IV Scythica custodiaba el sector central y la ruta por la que los invasores solían dirigirse a la capital de Siria. Sus responsa­ bilidades militares le llevaron, tal vez, en alguna ocasión al otro lado del Eufrates, por ejemplo a Edesa, capital de Osroene. A llí reinaba un vasallo de Roma, Abgar IX , que había sucedido recientemente a M a’nu V III, «Mannus Philoromaeus», como era conocido por los romanos. M a’nu ha­ bía sido depuesto por los partos en la década del 160 y restablecido por los ejércitos de Lucio Vero. L a dinastía, cuyos miembros originarios eran ára­ bes del desierto, había gobernado en aquella parte de Mesopotamia desde finales del siglo π a.C . sobre una población cuya lengua era una forma de arameo, la lingua franca de toda la región, junto con el griego.3 Es posible que Septimio necesitara inspeccionar las guarniciones ro­

Julia Domna

III

manas al sur de Zeugm a, a lo largo del Éufrates, hasta Dura-Europos, conquistada en la década del i6o y, en ese momento, el puesto de avanzada más lejano en la frontera con Partía. E l desierto era el territorio de los beduinos, atravesado sobre todo por las caravanas procedentes de Palm i­ ra. E l país podría haberle recordado el interior de Tripolitania, donde había nacido. A l margen de si Septimio vio o no D ura y Palm ira durante su gira obligatoria como legado legionario, es bastante claro que fue a otra ciudad del sur de Siria: Emesa, la vecina occidental de Palmira. Emesa, al igual que Edesa, había sido en otros tiempos sede de un princi­ pado árabe. Pero mientras Edesa había sido fundada por los macedonios en el emplazamiento de una ciudad más antigua, no hay documentación de un asentamiento en Emesa antes del siglo i a. C., cuando un jeque ára­ be llamado Samsigeramo desempeñó un notable cometido en los últimos años del reino seléucida de Siria. E l infortunado Antioco X III, a quien Lúculo había prometido el trono seléucida, contó con el respaldo de Sam ­ sigeramo; su rival, Filipo, se apoyó en otro soberano árabe, A ziz de Be­ roea (Alepo). Luego, en el 64 a.C ., llegó Pompeyo Magno, quien se negó a reconocer a Antioco, que fue asesinado por su anterior aliado. Los res­ tos de la Siria seléucida fueron anexionados por Roma como provincia de Siria. Pero Samsigeramo conservó Em esa y la plaza fuerte de Aretusa, en el norte, con la bendición de Pompeyo. N o hay duda de que puso parte de su considerable fortuna a disposición del gran general, cuyas relaciones con el gobernante árabe fueron ridiculizadas no mucho después por C i­ cerón (quien comenzó a dar a Pompeyo el apodo de «Samsigeramo»), A l cabo de unos pocos años, el propio Cicerón se hallaba cerca de allí como gobernador de Cilicia y escribió con afecto sobre Jámblico, «filarca de los árabes» y sucesor de Samsigeramo, como «una persona a quien la gente atri­ buye ideas correctas y que es amigo de nuestra República». Jámblico no tardaría en congraciarse con César, a quien envió una ayuda militar muy necesaria cuando el dictador quedó atrapado en Egipto en el año 47 a. C. Sobrevivió quince años más, para, finalmente, ser ejecutado por Antonio, a quien había apoyado, en vísperas de la batalla de Actio, en el 3 1 a.C . T ras un interludio, su hijo, de igual nombre, fue reinstaurado por Augus­ to en el 20 a. C. para reinar en Em esa como uno de los pequeños prín­ cipes del este, entre los que Herodes es el más conocido. L a dinastía de

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Em esa iba a mezclarse estrechamente, como muchas de las demás, con la casa real herodiana. Jámblico II reinó hasta el 14 d. C.; y su sucesor, Sam ­ sigeramo II, hasta el 47 d. C. Este último se casó con Yotape, descendien­ te de una princesa de Media de igual nombre; su hija, llamada también Yotape, fue mujer de Aristóbulo, hermano de Herodes Agripa I. Samsi­ geramo asistió a la «conferencia de reyes» convocada por Herodes A g ri­ pa en Cesarea en el año 43, y su sucesor, A ziz, tomó por mujer a Drusila, hermana de Herodes A gripa II (y se convirtió al judaismo mientras duró su matrimonio).4 Otra princesa emesena, Julia Mamea, estaba casada con Polemón, rey del Ponto y de Olba, en Cilicia, cuya anterior esposa había sido la princesa judía Berenice. Sohemo, el último de los dinastas de Emesa, superó a todos sus predecesores. Ascendió al trono en el año 54, el mismo en que Nerón sucedió a Claudio. Roma mantuvo fuertes enfrentamientos con Partia a lo largo de todo el reinado de Nerón, y Sohemo tuvo la oportunidad de des­ empeñar un papel activo. Se le otorgó un segundo reino en la lejana Sofene, cerca de las fuentes del T igris, donde sus arqueros montados podían rechazar a los partos. A l estallar la sublevación judía, se apresuró a enviar apoyo a Roma; cuando Vespasiano fue proclamado emperador, estuvo en­ tre los primeros que le juraron lealtad; y pocos años después aportó tropas para contribuir a la anexión de Comagene. En la colonia romana de H e­ liopolis (Baalbek), en el valle de la Bekaa, Gayo Julio Sohemo fue enalte­ cido como el «gran rey, duumvir quinquennalis honorario, y patrón». A d e­ más, se le habían otorgado los ornamenta consularia, el rango honorario de cónsul.5 Sohemo fue, al parecer, el último rey. No se conoce con certeza la fecha exacta de su muerte, pero parece probable que Emesa quedava absorbida en la provincia romana de Siria poco después, durante el periodo flaviano. Es lo que ocurrió con el reino de Agripa II al fallecer el último rey judío en la década del 90. T ras la pérdida del reinado, encontramos aún en Emesa a algunos descendientes de la casa real. Los nombres de Samsige­ ramo, Sohemo, Jámblico, A ziz, Yotape, así como los de Alexio y Alejan­ dro, aparecen a menudo en inscripciones. Dos emesenos, en particular, alcanzaron un amplio prestigio en el siglo 11. Sohemo, que era ya senador romano de rango consular, fue instaurado por Lucio Vero como rey de

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Arm enia en el año 163. Su contemporáneo, el novelista Jámblico, «descen­ diente» él mismo «de antiguos dinastas», dice que Sohemo reinó «como sucesor de sus antepasados». Esto debe de referirse al Sohemo del siglo 1, a quien Nerón otorgó el reino de Sofene. Jámblico llama también «arsácida y aqueménida» al rey de Armenia; al fin y al cabo, era descendiente de la princesa Yotape de Media. L a novela de Jám blico Babyloniaca pone de relieve con el propio título los contactos de Emesa con Oriente. Los nombres árabes de los soberanos de Emesa y sus descendientes, tomados en algunos casos de divinidades semíticas, recuerdan los vínculos de la ciudad con el pasado beduino de sus fundadores.6 Emesa era indiscutiblemente rica. E l fértil suelo volcánico del valle del Orontes favorecía los cultivos. Era tierra de trigales, viñedos y olivares. Su gran lago, formado por una presa que atravesaba el Orontes al sur de la ciudad, proporcionaba agua en abundancia. Su territorio se extendía a bastante distancia hacia el este, más allá de la estepa, donde limitaba con los territorios occidentales de Palmira. L a ruta comercial procedente de Oriente a través de Palmira pasaba por Emesa camino de la costa. Era el territorio recorrido una y otra vez por los antepasados del primer Samsi­ geramo antes de que se decidieran a asentarse en el valle del Orontes. Es evidente que los habitantes de Em esa hablaban arameo y griego. El co­ nocimiento del latín era también común, probablemente: Berito (Beirut), en la costa, una colonia romana con una floreciente escuela de leyes, no se hallaba demasiado distante; Heliópolis, otra colonia, estaba a solo ochenta kilómetros al sur; Rafaneas, donde tenía su base la legión III Galli­ ca, se encontraba incluso más cerca hacia el noroeste.7 Las ciudades costeras de esta región: Arado, Trípoli, Biblos, Berito, Sidón y Tiro, eran todas de origen fenicio. Conservaban cierta conciencia de su antiguo pasado, a pesar de que en el siglo 1 d. C. presentaban una gruesa capa de barniz de cultura helénica, y el griego era el idioma predo­ minante. Por extensión, la Emesa árabe se consideraba, o era considerada, una ciudad fenicia. Uno de sus hijos más conocidos, el novelista Heliodo­ ro, se calificaba a sí mismo de «fenicio de Emesa, de la raza del Sol». Em e­ sa llegaría a ser famosa sobre todo por su culto al dios Elagábal, considera­ do por Herodiano «el nombre fenicio del dios Sol». E n realidad, aquella divinidad era el dios (El) de la montaña (gabal), venerado bajo la forma de

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una piedra negra cónica. Para los griegos, aquel nombre sonaba a algo parecido a «Heliogabalus», y los propios emesenos parecen haber acepta­ do encantados aquella identificación: hallamos dedicatorias en países ex­ tranjeros al «ancestral dios Sol Elagábal».8 Las primeras acuñaciones procedentes de Emesa, de los tiempos de Antonino Pío, celebran el culto a Elagábal y representan un águila posada sobre la piedra negra. Dos filas de nichos superpuestas entre dos pilares sé alzan sobre una base colosal, con estatuas en cada uno de los seis nichos. Encima aparece un altarcito coronado por la gran piedra adornada con unas marcas misteriosas. Según Herodiano, que describe el culto cuando había alcanzado una fama aún mayor, «todos los príncipes y gobernantes vecinos enviaban allí cada año regalos generosos y caros». E l sacerdocio era ejercido por una familia a la que se podía suponer descendiente de la casa principesca de Samsigeramo y Sohemo. En el momento de la visita de Septimio, el sacerdote se llamaba Julio Basiano, con un cognomen de reso­ nancia latina adoptado probablemente del título semítico sacerdotal de basus. Según el retrato ofrecido por Herodiano, el sacerdote de Elagábal iba cubierto con un vestido «bárbaro» — en realidad parece un ropaje par­ to— de mangas largas, con una túnica de púrpura bordada en oro que le llegaba a los pies, unos pantalones de oro y púrpura y una diadema con joyas sobre la cabeza. Julio Basiano tenía dos hijas, Domna y Mesa. Ambos nombres son semíticos, y Domna está estrechamente relacionado con el árabe Dumayna, diminutivo arcaico de Dimna (término relacionado con el color negro). Los romanos solían suponer bastante a menudo que se tra­ taba de'una contracción de Domina. Pocos años más tarde, Septimio se casa­ ría con Julia Domna, tras haber sabido supuestamente que «el horóscopo [de Julia] le predecía que se casaría con un rey». De momento, Septimio seguía casado con Paccia Marciana y, a pesar de ser adicto a la astrologia, es posible que no hubiera consultado aún lo que las estrellas vaticinaban a Julia.9 A l ser hija del sacerdote de Elagábal y proceder de un linaje real, Julia no habría considerado traído por los pelos un horóscopo de esas caracterís­ ticas. N o hacía mucho que Sohemo había sido coronado rey en Armenia. Ignoramos si seguía todavía en el trono. Sohemo había sido senador roma­ no y cónsul antes de ser proclamado rey de Armenia; el padre de Julia

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Domna era de un rango menos eminente — Casio Dion lo califica de «ple­ beyo», con lo que se refería, sin duda, a que no era de condición senato­ rial— . Casualmente, una persona con sus mismos nombres aparece regis­ trada en ese preciso momento por el jurista Cervidio Escévola: una mujer llamada Julia Domna fue declarada heredera legal de una finca dejada unos años antes por su tío abuelo Julio Agripa, primipilaris. La idea de que un hombre de la familia de los sumos sacerdotes de Em esa prestara servi­ cio en una legión y ascendiera al rango de centurión principal no tiene en sí nada de inverosímil. Los emesenos eran un pueblo guerrero y enviaban hombres a las legiones, además de aportar sus arqueros a los auxilia del ejército imperial.10 Resulta atractivo imaginar que Septimio visitó T iro y Sidón, las ciuda­ des madres de los fenicios occidentales. Pero es difícil decir si tuvo esa oportunidad en aquel momento. En cualquier caso, Dion registra una vi­ sita a una ciudad al norte de Emesa, Apamea del Orontes, a medio camino entre Emesa y Antioquía, donde consultó el oráculo de Zeus Belos, es de­ cir, el Baal local. La respuesta del dios fue una cita de la Ilíada de Homero: Su frente y sus ojos como los de Zeus, que se deleita en el trueno, su talle como el de Ares y su pecho como el de Posidón. N o está claro si Septimio interpretó de inmediato aquellas frases, que des­ criben al rey Agamenón, como una predicción de su futura grandeza. Pero anotó con cuidado la respuesta.” L a destitución de Septimio del mando legionario no se describe en tér­ minos explícitos, como tampoco, por cierto, la de Pértinax del cargo de gobernador. Pero la HA informa de que este, tras haber regresado de Siria a Roma y haberse presentado por primera vez en el edificio del Senado, «recibió órdenes inmediatas de Perenne» para que se retirase a la propie­ dad familiar de Liguria. E l «exilio» duró tres años y concluyó con la caída de Perenne en el año 185. E l despido de Pértinax debe de formar parte, por tanto, de las repercusiones de la conspiración de Lucila. Pértinax sería sospechoso como protegido de Pompeyano, el marido de Lucila — a pesar de que el propio Pompeyano no estaba implicado— . Además, el asunto de Condiano se había producido en su provincia, y dos senadores de la mis-

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ma, Em ilio Junco, de Trípoli, y Veyo Rufo, de Heliopolis, fueron deste­ rrados tras la conjura de Lucila. Parece como si Siria, que había apoyado la sublevación de Avidio Casio solo siete años antes, siguiera siendo un territorio desafecto.12 E n cuanto al propio Septimio, no disponemos de indicios directos. Es posible que, tras la marcha de Pértinax, continuara en su puesto durante un tiempo lo bastante largo como para servir al nuevo gobernador Domicio Dextro, más tarde aliado suyo. También pudo haber coincidido con Fabio Cilón, que estuvo al mando de la X V I Flavia a comienzos de la dé­ cada del 180. L a H A no afirm a rotundamente que Septimio fuera despe­ dido o que se le dijera que se retirase de la vida pública. Pero a raíz de su partida de Siria marchó a Atenas «para estudiar y con fines religiosos, así como para ver los monumentos y las antigüedades». Durante varios años se le negó cualquier ascenso ulterior. E l turismo estaba en boga por aque­ lla época. Menos de veinte años antes, Pausanias había publicado su guía de Grecia al servicio de los viajeros. Muchos romanos ricos de Occidente iban a Atenas a estudiar, como lo hicieron Apuleyo y Sicinio Ponciano de Oea. Septimio tardó un poco en marchar de allí, quizá para asistir a las clases impartidas por el gran Adriano de Tiro, el principal discípulo del famoso Herodes Ático. Adriano era ya, probablemente, profesor de retó­ rica en Roma, y su alumno Julio Pólux tenía cátedra en Atenas. Pólux era un hombre de talento mediocre y se lo conocía como autor de un Onomasticon y creador del himno para la boda de Cómodo, celebrada unos años antes. U n profesor a quien quizá conoció y apreció Septimio fue Elio A n ­ tipatro de la Hierápolis frigia, contemporáneo exacto suyo. Antipatro se­ ría más tarde un estrecho colaborador de Septimio.’3 Los motivos religiosos no se especifican. Podríamos sospechar que se había iniciado en los misterios de Eleusis siguiendo el ejemplo de cuatro emperadores: Adriano, Vero y, más recientemente, Marco y Cómodo, es el año 176. Uno de los maestros a cuyas clases pudo haber asistido Septi­ mio, si realmente se dedicó a estudiar en aquel tiempo, fue Apolonio, na­ tural de Atenas y hierofante de Deméter en Eleusis.14 En el mejor de los casos, aquellas actividades solo habrían servido para paliar el aburrimiento y la frustración que debió de haber sentido un hom­ bre de tanta ambición. Las noticias llegadas de Roma los años 183 y 184

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habrían atraído su atención. Cómodo inauguró el año 184 como cónsul por cuarta vez y tuvo por colega a Victorino, que seguía siendo prefecto de la ciudad. Pero las riendas del gobierno estaban en manos del prefecto de la guardia, Tigidio Perenne. E l emperador asumió un nuevo título: «Pius», y las victorias logradas en el norte le valieron una quinta y una sexta salutación. Los combates continuaban también en Britania tras el desastre ocurrido allí al inicio del reinado. E l gobernador Ulpio Marcelo reprimió de manera implacable a los britanos del norte, consiguiendo para Cómodo una séptima salutación y el título de «Británico». Pero la dureza del carácter de Marcelo causó problemas en las legiones. Hubo un intento de golpe de Estado cuando los soldados pretendieron investir con la púr­ pura a un legado legionario llamado Prisco, que la rechazó prudentemen­ te. Perenne, no obstante, tomó represalias: los legados de las legiones bri­ tánicas fueron destituidos sin excepción, y sus obligaciones asumidas por oficiales de caballería. Se trataba de un golpe sin precedentes contra el sistema de cooperación entre el Senado y el emperador.15 Si hemos de creer a la H A, la hostilidad de Perenne hacia el Senado tuvo grandes repercusiones: muchos senadores fueron ejecutados. Sin em ­ bargo, al mismo tiempo, los hijos de Perenne ascendieron con rapidez a las cimas del cursus senatorial. A uno se le reconoció el mérito principal de las victorias obtenidas a orillas del Danubio. Ello dio verosimilitud al rumor de que Perenne conspiraba para situar a su hijo en el trono. Desde comien­ zos del siglo

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el ejército predominante no era ya el del Rin sino el del

Danubio.16 Las confusas condiciones reinantes en la mitad occidental del imperio brindaron la oportunidad de derrocar a Perenne al año siguiente. Hero­ diano atribuye su caída a la llegada de soldados de Panonia, que dieron a conocer sus planes secretos. Dion recoge otra historia: los soldados llega­ dos a Roma fueron 1.500 hombres del ejército de Britania, y Cómodo les dio permiso para llevar a cabo ellos mismos la ejecución de Perenne. Re­ sulta difícil entender cómo o por qué un contingente de tropas procedente de Britania debería haber aparecido en las afueras de Roma. Dion no da pie a pensar que se tratara de algo distinto del envío deliberado de una delegación. Pero también pudiera ser que una fuerza del ejército de Brita­ nia se hallase ya en el continente realizando operaciones con otro propósi-

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to: la represión del bandidaje. E l final de las guerras contra los marcomanos había dejado tras de sí bandas de esclavos fugitivos y desertores que recorrían la Galia, Hispania e Italia. Los soldados de Britania se hallaban ya en estado de amotinamiento e insatisfacción. Y tenían en el palacio a un aliado poderoso, el liberto Cleandro, que pudo haber instado a Cómodo a creer en las acusaciones contra Perenne.17 L a muerte del prefecto trajo consigo numerosos cambios. Ulpio M ar­ celo, a quien se le había hecho acudir desde Britania, fue juzgado y escapó con vida por muy poco. Hubo además otros procesos. E l lugar de Perenne como auténtico señor del imperio fue ocupado en ese momento por Clean­ dro. Tras haber sido llevado a Roma desde Frigia como esclavo y mozo de cuerda, había acabado como liberto imperial y sucedido a Saotero en el puesto de chambelán. Ahora Cleandro otorgaba, y vendía, el ingreso al Senado, los mandos en el ejército y los cargos de gobernador y procurador. E l gran Aufidio Victorino, famoso por su incorruptibilidad, prefirió no quedarse mirando y se suicidó. Otros fueron menos escrupulosos, en espe­ cial aquellos que habían sido marginados por la autoridad dominante de Perenne. Se hizo volver a Pértinax y se le nombró gobernador de Britania, con el mandato de acabar con el espíritu de amotinamiento en el ejército de aquel territorio. Tam bién se llamó a Septimio, que obtuvo su primer cargo de gobernador en la Galia Lugdunense.'8 Septimio no disponía allí de una fuerza militar a sus órdenes aparte de la cohorte urbana de Lugduno (Lyon), un contingente de quinientos hom­ bres. Pero tenía una extensa provincia que iba desde su capital, a orillas del Ródano, lugar también de reunión de la asamblea anual de las tres provin­ cias galas, hasta las costas del Atlántico y del canal de la Mancha. Sus obli­ gaciones eran las de cualquier gobernador romano: mantener la provincia sosegada y en paz y actuar como juez supremo. Es posible que, debido a las amplias y crecientes actividades de los desertores, hubiera entonces di­ ficultades especiales. E n el año 186 se produjo un grave trastorno en la parte meridional de la provincia adyacente de Germania Superior, y, más tarde, Materno, uno de los líderes de los desertores, tuvo la audacia, según se dice, de intentar asesinar a Cómodo en la propia Rom a.'9 Poco después de la llegada de Septimio a la Galia murió Paccia Marcia­ na. N o sabemos prácticamente nada acerca de ella — al parecer, Septimio

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no la mencionó siquiera en su autobiografía, aunque luego, cuando fue emperador, la conmemoró dedicándole estatuas— . A l haber cumplido ya los cuarenta y como seguía sin tener hijos, sintió un gran deseo de casarse de nuevo. Según la H A, «al ser un astrólogo experimentadísimo, indagó el horóscopo de posibles esposas. Como había oído que había en Siria una m ujer cuyo horóscopo le había predicho que se casaría con un rey, pidió su mano — se trataba de Julia, por supuesto— y la tomó por mujer gracias a la mediación de unos amigos». L a historia del horóscopo de Julia, cuya fuente, según la H A, fue Mario Máximo, suena suficientemente verosímil: es innegable que Septimio era un adicto y un experto. (No obstante, po­ dría haber sido inventada como propaganda en una fase posterior, cuando Septimio luchaba por conservar el trono). Septimio había tenido, en cual­ quier caso, la oportunidad de visitar el gran templo de Emesa unos años antes. Es probable que conociera a su sumo sacerdote, Julio Basiano, y quizá se había encontrado también con sus hijas — Mesa, la hermana de Julia Domna, se casaría con un hombre de Emesa, Julio Avito Alexiano, oficial de caballería por aquellas fechas— . Era sencillo enviar una propo­ sición de matrimonio de Lugduno a Siria. En el valle del Ródano había una presencia considerable de comerciantes sirios. Y en cuanto a Julia, no le habría resultado complicado tomar un barco en Arado, a poca distancia de Em esa.20 L a carta llegó a Siria en algún momento de comienzos del 187, a más tardar. Tras ser aceptada la proposición, Septimio tuvo un sueño: la empe­ ratriz Faustina, muerta más de diez años antes, se hallaba preparando la cámara nupcial para él y Julia en el gran templo de Roma y Venus, cerca del palacio imperial. Más tarde se dio a conocer que en Lugduno había tenido otros sueños, a uno de los cuales atribuyó un significado profundo. En uno parecía brotar de su mano un caudal de agua. En otro, el propio Imperio romano personificado se le acercaba y lo saludaba. En el más im ­ presionante de todos, alguien lo transportó a una alta montaña desde la cual podía ver Roma y el mundo entero. «Al bajar la mirada hacia todas aquellas tierras y mares, puso la mano sobre ellos, como haría alguien con un instrumento capaz de interpretar todos los modos, y las tierras y los mares cantaron juntos». Esta es la versión de Dion. L a HA, que recoge más o menos la misma anécdota (aunque la sitúa diez años antes en el

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tiempo), ofrece la variante de que «las provincias cantaron juntas acompa­ ñadas por la lira y la flauta».21 E l matrimonio se celebró en el verano del 187. Julia era una mujer muy atractiva y realmente bella, a juzgar por sus retratos posteriores, de rasgos delicados y tiernos. Según Gibbon, «merecía todo lo que los astros podían prometerle. Poseía... los atractivos de la belleza y, unidos a una imagina­ ción vivaz, una firmeza de mente y un vigor de juicio raramente concedi­ dos a su sexo». Ella y Septimio se hablaban, probablemente, en griego, al menos al principio. Es concebible que pudieran comunicarse también en una mezcla de arameo y púnico. Los dos idiomas, ambos de la familia «semítica noroccidental», estaban estrechamente emparentados. Julia «se quedó embarazada enseguida». Su primer hijo, un niño, nació el 4 de abril del 188 en Lugduno y se le impuso el cognomen del padre de su madre, Basiano; no se ha documentado su praenomen.22 Durante su mandato como gobernador de la Galia, Septimio tuvo va­ rias oportunidades de establecer vínculos estrechos con compañeros sena­ dores que prestaban servicio en la región. E l aristócrata Loliano Genciano, hijo de Avito, patrón de Apuleyo y Pértinax, pasó, quizá, por la Lugdu­ nense para asumir el mando de la legión X X II Primigenia en Mogunciaco (Maguncia). Fabio Cilón, a quien Septimio pudo haber tenido como cole­ ga en Siria, era por aquellas fechas procónsul de la Narbonense, la provin­ cia vecina. Si los desertores seguían constituyendo un problema grave, los gobernadores se habrían visto obligados a cooperar estrechamente. De he­ cho, la H A, en su vida de Pescennio Niger, reconocidamente ficticia en su mayor parte, afirma que este fue enviado «para capturar desertores», mientras Septimio gobernaba la Lugdunense, y que quienes serían más tarde rivales mantenían en aquel momento una gran amistad.23 E l mandato de Septimio como gobernador en la Galia concluyó el 188, y el futuro emperador regresó a Roma, donde su nombre entró en el sorteo de año nuevo para un proconsulado. Obtuvo Sicilia. Julia estaba embara­ zada de nuevo, y a comienzos del 189 dio a luz un segundo hijo, a quien se impusieron los nombres del padre y el hermano de Septimio: P. Septimio Geta. En la primavera o al comienzo del verano, la familia marchó a Sici­ lia. N o es imposible que el hermano de Septimio fuera su predecesor en el proconsulado. Su carrera sufrió, quizá, también un revés mientras Peren-

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ne estuvo en el poder. Es imposible saber a qué ritmo avanzó en el cursus, pero las etapas que cubrió fueron estrechamente paralelas a las de Septi­ mio: un mando en la legión (en Mesia Inferior), un gobierno provincial (Lusitania) y un proconsulado.24 L a marcha de la política asesina del reinado de Cómodo se había acele­ rado mientras Septimio se hallaba en la Galia. En Britania, Pértinax había estado a punto de ser linchado por sus propios hombres cuando una legión se amotinó abiertamente. E l suceso pudo haber ocurrido cuando Pértinax se negó a que el ejército de Britania lo declarara emperador — «pues de­ seaban imponer como emperador a cualquiera (que no fuese Cómodo), pre­ feriblemente al propio Pértinax». Mientras estuvo en Britania, Pértinax dio un paso sorprendente. Escribió a Cómodo informándole de que Antistio Burro, cuñado del emperador, intentaba ocupar el trono en asociación con su compatriota númida Arrio Antonino. Pértinax debía de conocer bien a Antonino; y Antistio Advento, pariente de Burro, había prestado servicios distinguidos como general tanto en las guerras contra los partos como contra los marcomanos. Es justo suponer que Pértinax tenía alguna prueba para sus acusaciones. Quizá ambos hombres lo abordaron, por car­ ta o a través de un intermediario, buscando el apoyo de las tres legiones británicas desafectas y de su comandante en jefe. Así pues, es posible que el desenmascaramiento de Burro — a quien Pértinax no consideró, tal vez, capaz de llevar a cabo aquella tarea, no lo tuvo por capax imperii— fuera un acto de supervivencia. También pudo haber existido otro motivo. Se dice que Burro había estado «denunciando e informando a Cómodo» de todo lo que hacía el liberto Cleandro. Y como el propio Pértinax había recuperado su influencia gracias a Cleandro, es posible que el liberto le persuadiera para que actuase contra un hombre cuya franqueza amenaza­ ba con poner fin a su poder.25 N o está claro cuánto tiempo transcurrió hasta la eliminación de Burro y Antonino. Burro tenía aliados poderosos, entre ellos el prefecto de la guardia, Atilio Ebuciano; y Antonino sobrevivió lo suficiente como para ser procónsul de Asia en el año 188-189. Mucho antes de ello, Pértinax pidió ser relevado del mando: «Las legiones — dijo— le eran hostiles de­ bido a su rigurosa disciplina». Regresó a Roma y se le asignó el cargo poco exigente de los alimenta.26

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Septimio Severo Se había convertido en una especie de héroe por su éxito al sofocar el

motín en Britania. «Cuando un caballo llamado Pértinax ganó en las ca­ rreras — lo corría la facción de los verdes y tenía el apoyo de Cómodo— sus partidarios lanzaron un gran grito: “ ¡Es Pértinax!” . Los demás, sus adversarios — disgustados con Cómodo— ■añadieron una oración y excla­ maron: “ ¡Ojalá lo fuera!”, refiriéndose a la persona, y no al caballo». Pero, ahora, Cleandro comenzaba a sentirse más seguro. En el año 188 se deshi­ zo de Burro y de su aliado, el prefecto Ebuciano, el último de los numero­ sos sucesores de Perenne. A continuación obtuvo autoridad personal di­ recta sobre los pretorianos como «Portador del Puñal», a pugione, con dos colegas en la función de prefectos.27 E l verano del 188, Pértinax marchó a Africa como procónsul. Se supo­ ne que el periodo de su mandato fue tormentoso, con disturbios provoca­ dos en Cartago por ciertas profecías pronunciadas por los sacerdotes de Juno Celeste, la diosa púnica Tanit. Pértinax sobrevivió a aquellas dificul­ tades, y al regresar a Roma el 189 fue nombrado prefecto de la ciudad. Su colega en Asia, A rrio Antonino, que solo hubo de enfrentarse a algunos fanáticos cristianos aspirantes al martirio, resultó menos afortunado. D e­ bido a las intrigas de Pértinax, o, quizá, según sugiere la H A, a que había ofendido en Asia a Atalo, un personaje poderoso, Antonino fue condena­ do a muerte por orden de Cleandro. Aquello iba a provocar una reacción contra este y a contribuir a su caída.28 E l año siguiente, el 190, tuvo la cifra récord de veinticinco cónsules. Cómodo, que desempeñó el cargo por sexta vez, inauguró el año con Petronio Sura Septimiano (hermano de su cuñado Mamertino). E l em­ perador renunció a las fasces, como es obvio, al cabo de unos días, y su sucesor sirvió como cónsul sufecto el resto de enero junto con Sura Sep­ timiano, y una nueva pareja de sufectos debió de haber ocupado el pues­ to en cada uno de los once meses restantes. Aquello supuso una culm ina­ ción escandalosa en la venta de cargos por parte de Cleandro. Septimio fue uno de los veinticinco cónsules, que, según afirm a específicamente Dion, fueron «nombrados por Cleandro». Pero la caída de este se pro­ dujo antes de que Septimio concluyera su proconsulado en Sicilia. L a muerte de A rrio Antonino había hecho a Cleandro enormemente impo­ pular entre la inconstante plebe. Adem ás, se había creado un peligroso

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enemigo en la persona de Papirio Dionisio, hombre que, tras una distin­ guida carrera ecuestre iniciada en tiempos de Marco, había prestado ser­ vicio como prefecto de abastos, la annona. A continuación fue nombrado prefecto de Egipto, lo que representaba un ascenso normal. Pero es posi­ ble que no llegara a ir allí, o si lo hizo, su promoción fue cancelada rápi­ damente y volvió a ser llamado para ocupar de nuevo el cargo de prefec­ to del suministro de grano. A l regresar a su antiguo puesto se encontró bien situado para dañar a Cleandro y provocó deliberadamente una ca­ restía de trigo, un medio seguro para suscitar la impopularidad contra cualquier gobierno.29 E l descontento estalló durante una representación en el Circo Máximo. Cuando la multitud se descontrolaba, aquel enorme estadio, con localida­ des para 150.000 espectadores, era una fuente constante de peligro. Como prefecto de la annona, cuyas oficinas se hallaban a unos pocos metros del extremo del circo que daba al Tiber, Dionisio controlaba probablemente los asientos de los espectáculos. Habría sido fácil disponer de localidades favorables para sus agentes: Cuando los caballos estaban a punto de iniciar la séptima vuelta, una multitud de niños entró corriendo en el circo encabezados por una muchacha alta de aspecto sombrío — luego, debido a lo que sucedió, la gente pensó que debía de ser una diosa— . Los niños gritaron al unísono, larga y amargamente. La gen­ te se unió a su cantinela y comenzó a lanzar en voz alta todo tipo de insultos imaginables. Finalmente, la muchedumbre saltó de sus asientos y fue en busca del emperador, prorrumpiendo en numerosas bendiciones para él y muchas maldiciones para Cleandro.

Cómodo se hallaba en aquel momento en la villa que había confiscado a los Quintilio, a unos kilómetros de Roma, junto a la vía Apia. Cleandro mandó a unos pocos soldados contra la muchedumbre, que no se asustó, sobre todo — según consigna Dion— «porque se sentía animada por la fuerza» de algunas otras «tropas». ¿Quiénes eran esas tropas? E l relato abreviado de Dion no proporciona ninguna clave. Pero el oficial cuyo deber consistía en mantener el orden en los tumultos ocurridos en el tea­ tro y en otras ocasiones era el prefecto de la ciudad, con los 1.500 hombres

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de las cohortes urbanas. Es evidente que Pértinax no actuó para impedir que la muchedumbre saliera de Roma en tropel — como tampoco lo hi­ cieron los «colegas» de Cleandro, los otros prefectos de la guardia— . F i­ nalmente, Marcia, la amante de Cómodo, contó al emperador lo que es­ taba ocurriendo. Este se sintió aterrado y ordenó al momento dar muerte a Cleandro.30 E l cambio de frente de Pértinax respecto a Cleandro no es difícil de explicar. Por un lado, había tenido la oportunidad de observar a aquel hombre de cerca. Además, tanto Dionisio como otra figura clave, Julio Juliano, vivamente interesados en librarse de Cleandro, eran hombres a quienes Pértinax había conocido, probablemente, bien y en quienes con­ fiaba. A l parecer, Juliano ejercía el cargo de prefecto de la guardia junto con un tal Regilo a las órdenes de Cleandro. Cuando este fue muerto, am­ bos asumieron un control importante, aunque solo por breve tiempo. L a carrera de Juliano había comenzado muchos años antes como prefecto de una cohorte en Siria en el preciso momento en que el propio Pértinax se hallaba allí con ese mismo rango. Y al igual que Pértinax había mandado también algunos destacamentos (vexillationes) en las guerras contra los marcomanos. Dionisio, aunque no era ante todo militar, había ocupado un puesto administrativo durante la segunda guerra marcománica a fina­ les del reinado de Marco. Pértinax podría haberse sentido solidario con esta clase de personas.31 E l derrocamiento de Cleandro se podría fechar con cierta verosimili­ tud el 19 de abril, fecha en que se celebraban los ludi Ceriales. En aquella época del año, una carestía de grano resultaba muy probable y habría constituido un golpe maestro de los adversarios de Cleandro para organi­ zar su ataque durante unos juegos en los que se conmemoraba a la diosa del trigo. Es probable que Septimio regresara de Sicilia inmediatamente después de estos sucesos y se enfrentara enseguida a un proceso, según la H A : «Se le acusaba de consultar a videntes o astrólogos sobre el puesto de emperador». L a acusación podía ser interpretada como traición; pero el caso, que fue visto por los prefectos de la guardia, fue desestimado, y su acusador crucificado.32 Regilo, el colega de Julio Juliano, no tardó en ser depuesto. E l 15 de julio del 190, Juliano era el único prefecto. Es posible que se le asignara

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otro colega después de la caída de Regilo: tras la muerte de Cleandro se menciona como prefecto a un tal Motileno. N o se hizo nada para modifi­ car las decisiones tomadas respecto al consulado; el número de personas concernidas era excesivo. Septimio desempeñó su cargo debidamente te­ niendo como colega a un tal Apuleyo Rufino, desconocido por los demás. Tras su mes como cónsul no se le ofreció ningún nombramiento. En cual­ quier caso era deseable un periodo de espera en segundo plano; estaba a punto de comenzar un nuevo baño de sangre. Septimio permaneció «sin empleo en torno a un año tras su consulado».33

L O S C O N S P IR A D O R E S

L a caída de Cleandro tuvo inevitablemente repercusiones entre la élite gobernante. Julio Juliano no disfrutó durante mucho tiempo de su posi­ ción en la cúspide del orden ecuestre, su recompensa por más de treinta años de servicio. E l veterano general fue abrazado en público por Cómodo, quien lo llamó «padre». Pero hubo de someterse a vejaciones a manos del emperador. T al vez pudiera tomarse a risa que lo arrojara de un empujón a una piscina vestido con la toga solemne y en presencia de su equipo per­ sonal. Algo muy distinto fue, sin embargo, que se obligara al prefecto de la guardia a bailar desnudo ante las concubinas del emperador haciendo sonar unos címbalos y gesticulando. L a farsa no duró mucho. Juliano fue asesinado.1 Aquel asesinato fue seguido de otras ejecuciones. Una de ellas debió de haber sido observada con preocupación, o al menos con un interés particu­ lar, por Septimio y Julia. L a víctima fue un tal Julio Alejandro, importan­ te ciudadano de Emesa, que podría haber sido perfectamente pariente de Julia. E l motivo del asesinato, según lo transmite Dion, resulta sorpren­ dente, aunque muy verosímil: se debió a que «había abatido un león con su jabalina a lomos de un caballo». E l emperador, que se preciaba de sus destrezas como gladiador, no podía soportar la competencia: la obsesión de Cómodo por los estadios no tardaría en intensificarse aún más. La H A consigna que Alejandro fue ejecutado por rebelión. Es muy posible que esa fuera la versión oficial, justificada por el comportamiento de aquel hombre cuando supo que sus asesinos habían llegado a Emesa, pues de alguna manera consiguió matarlos a ellos y a los enemigos que tenía en la ciudad y marchar hacia el Eufrates con la esperanza de encontrar asilo en Partía. «Y, de no haberse llevado consigo a su muchacho favorito, habría 12 7

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escapado — dice Dion— , pues era un excelente jinete. Pero no pudo so­ portar abandonar al joven, que acabó agotado. Así, cuando comenzaban a alcanzarlo, se mató a sí mismo y dio muerte al muchacho».2 Aquello fue solo el comienzo de una purga cruenta. L a H A da los nom­ bres de quince senadores, de los que al menos doce eran antiguos cónsules, que fueron ejecutados en los dos años y medio últimos del reinado. Entre ellos se hallaban Sulpicio Craso, procónsul de Asia, Mamertino, cuñado de Cómodo, y Septimiano, hermano de Mamertino. Otra víctima fue Ania Fundania Faustina, prima carnal de Marco. Su hija Vitrasia había sido asesinada tras las conspiraciones del año 182, y ella misma estaba vivien­ do en Acaya por aquellas fechas, seguramente en un retiro elegido delibe­ radamente. En cuanto a los quince senadores, la H A señala para todos ellos que fueron muertos cum suis, «junto con los suyos». Y el biógrafo añade, tras registrar la muerte de Ania: et alios infinitos. Quizá sea una exageración afirmar que «se dio muerte a un sinnúmero de otras perso­ nas». Pero no se puede dudar de que quienes perdieron la vida fueron muchos más que los quince senadores y una mujer de la nobleza. E l páni­ co provocado debió de haberse acentuado por la reaparición de la peste, el mayor brote conocido nunca por Dion — demasiado joven en su momento como para recordar la gran peste de los años 166-167— ·

menudo mo­

rían en Roma 2.000 personas en un solo día». Dion añadió la siguiente historia curiosa: «Tam bién por esas fechas, muchos otros, no solo en la ciudad sino también en la mayor parte del imperio, fallecieron a manos de criminales que untaban drogas mortales en agujas minúsculas y eran con­ tratados para infectar con ellas a la gente». Fueran cuales fuesen los he­ chos, esta peculiar anécdota es sumamente reveladora del clima existente en aquel momento.3 L a eliminación de Cleandro había dejado un hueco que no llenó Julio Juliano. En el año 19 1 aparecieron signos inconfundibles de que el propio Cómodo, que tenía entonces veintinueve años, estaba imponiendo por fin su autoridad. Algunas monedas de finales del 190 habían proclamado una nueva «edad de oro de Cómodo». Ahora, en el año 19 1, Cómodo cambió sus nombres. Después de abandonar «Marco» y «Antonino», que había tomado tras la muerte de su padre, volvió a sus nombres originales de Lucio Elio Aurelio Cómodo. Se estaba liberando definitivamente de cual-

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quier lealtad, incluso simbólica, a la memoria de Marco. Es posible que aquello demostrara simplemente que, a partir de ese momento, Cómodo «no iba a depender de nadie». O quizá se trataba de un gesto de deferencia a la memoria de Lucio Vero, cuyo nombre se le había impuesto al princi­ pio. A partir de ese momento, las monedas comenzaron a identificar a Cómodo con Hércules y se intensificó su devoción a los cultos orientales, a Isis y Serapis, y a Mitra en particular.4 Pero también había cambiado otra cosa, además de las leyendas graba­ das en las monedas. A partir del 190, el contenido de plata se había vuelto a rebajar. Marco había necesitado una reducción en la pureza del denario, primero en los años 161-166, y luego, tras una mejora, a partir de la década de 170-180. En el momento del acceso de Cómodo al trono, el contenido de plata se había rebajado aún más. Ahora se alcanzó un nuevo mínimo. Es evidente que los ingresos no marchaban al ritmo de los gastos. Entretanto se había nombrado a un nuevo prefecto de la guardia, Q. Em ilio Leto. Pro­ cedía de Tenas, en la costa de Bizacena, en Africa, donde la antigua «zanja real» había marcado el límite entre la primera provincia romana y el reino númida. También hubo un nuevo chambelán para suceder a Cleandro. Se trataba de Eclecto, que había iniciado su carrera al servicio de L . Vero y, luego, se había trasladado al hogar de Umidio Cuadrato. Cuando Cuadra­ to fue ejecutado en el 182, Eclecto volvió a ingresar en el palacio junto con Marcia, la liberta que había sido amante de Cuadrato. Marcia pasó a ser la concubina de Cómodo, y tras la muerte de Cleandro adquirió una influen­ cia inmensa sobre el emperador. Leto, Eclecto y Marcia tenían ahora la ta­ rea conjunta de controlar a Cómodo, si era posible.5 E l origen de Leto es otro signo del progreso de los africanos. E l propio dirigente cristiano de Roma en aquel momento, el papa Víctor, procedía de Africa. N o debe extrañarnos constatar la afirmación de la H A de que Cómodo tuvo intención de realizar una visita a Africa, probablemente a principios del 19 1. E l proyecto fue abandonado: había sido un mero pre­ texto para conseguir que se aprobara una concesión extraordinaria de fon­ dos. N o obstante, es posible que Cómodo fuera consciente de que debía reconciliarse con la élite africana, que quizá se distanció de él tras los ase­ sinatos de Burro y Arrio Antonino. L a provincia proporcionaba a Roma una gran parte de su suministro alimenticio.6

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Leto comenzó enseguida a ejercer el poder. Su hermano Pudente, antiguo centurión de legionarios, fue asignado a la guardia personal del emperador. En el verano del 19 1, Leto realizó un nombramiento sor­ prendente: Septimio fue designado gobernador de Panonia Superior «por recomendación de Leto». Esta provincia, con sus tres legiones, podía ser de importancia fundamental. Ningún gran ejército se encontraba más cerca de Italia. Sin embargo, la elección de Septimio resultaba insospecha­ da. Eran pocos los hombres a quienes se había otorgado el mando de un ejército tan grande, a menos que tuvieran alguna experiencia en el gobier­ no de provincias proconsulares o, en el caso de Panonia Superior, que hu­ biesen sido gobernadores de la provincia Inferior inmediatamente antes de su consulado. Septimio no cumplía ninguna de las dos condiciones, y su anterior experiencia militar se limitaba a su mando legionario en Siria. Nunca había prestado servicio en el Rin o el Danubio. E l gobierno impe­ rial no favorecía la especialización, y era raro que un hombre desempeña­ se dos mandatos en la misma provincia. Pero no se trataba de una medida inflexible. E l servicio realizado en algún lugar de las fronteras del norte era en general un requisito para ser gobernador de una de las principales provincias de aquella zona.7 Es posible que Septimio no fuera consciente en un primer momento de las razones que habían motivado su selección. Pero su estrella estaba en alza — y no hay duda de que también su crédito había mejorado— . Hasta ese momento, sus propiedades en Italia habían consistido en una casa en Roma y la «única granja» de Veyes. Poco antes de marchar a su provincia compró unos espaciosos jardines, horti, en la ciudad.8 A l mismo tiempo, o poco después, su hermano Geta fue nombrado así mismo gobernador de una provincia danubiana, Mesia Inferior, con dos legiones, y Clodio Albino, de Adrumeto, fue elegido gobernador de Brita­ nia. E l resultado fue que unos hombres de África controlaban ocho de las legiones del norte. Es posible que algunas de las demás provincias septen­ trionales fueran puestas también en manos de africanos o asignadas, al menos, a hombres en quienes Leto y Pértinax podían confiar. E l goberna­ dor de Dacia, nombrado a más tardar en el año 192, era un tal Q. Aurelio Polo Terenciano. E l estudio de su nomenclatura da a entender, aunque no puede demostrarlo, que también él procedía de África. En cualquier caso,

Los conspiradores había servido, casi con seguridad, unos años antes a las órdenes de Pérti­ nax en Britania; por su condición dç.fetialis era miembro del mismo cole­ gio sacerdotal que Septimio Geta. Por cierto, otro fetialis fue enviado a Mesia Inferior al mando de una de las legiones. Era Mario Máximo, el futuro biógrafo de los césares, cuyo hermano menor, Perpetuo, había ser­ vido quizá en Siria a las órdenes de Pértinax y Septimio: también los M a­ rio eran africanos.9 Los legados legionarios eran nombrados directamente por el empera­ dor. En un nivel inferior, los gobernadores provinciales tenían amplios poderes de patrocinio. L a influencia ejercida por Septimio, Geta, Albino y Polo Terenciano se sentiría en muchos ámbitos. Podían otorgar destinos de oficiales en el ejército hasta el rango de tribunus laticlavius incluido. Septimio podía ofrecer por sí solo puestos a tres tribuni laticlavii y a quince angusticlavii y tenía en su ejército siete cohortes auxiliares y cinco alae de caballería (una de ellas un ala miltar de élite), en cuyo mando podía colo­ car a sus propios candidatos. Uno de los tribuni laticlavii nombrados por él, C. Julio Septimio Castino, parece que era pariente suyo.™ En el año 19 1, Cómodo decidió ocupar el consulado por séptima vez para el 192. Pértinax fue elegido como colega — la HA dice que Cómodo se sentía encantado con aquel prefecto de la ciudad de sesenta y cinco años— . N o se ofrece razón alguna para esa satisfacción. Se dice que Pértinax cum­ plió con sus deberes como prefecto «con una benignidad y una humani­ dad extremas». Por desgracia, el texto de la H A tiene una laguna en este punto, por lo que no queda claro si ello tenía algo que ver con los senti­ mientos de Cómodo hacia él. Pero, fuera como fuese, en el 19 1 o poco después de que Cómodo y Pértinax inauguraran en el año 192, este fue abordado por Leto y Marcia para que participara en una conspiración diri­ gida a asesinar al emperador. Pértinax aceptó. Sin duda era ya el candida­ to de Leto para suceder a Cóm odo." Se habían llevado a cabo numerosos atentados contra la vida de Cómo­ do. Todo su reinado es una historia de conspiraciones abortadas. Esta vez se tomaron medidas cuidadosas para garantizar el éxito. Y a hemos descri­ to cómo se cubrieron con hombres seguros las principales provincias del norte. Egipto era siempre de importancia fundamental. En la segunda m i­ tad del 192, el prefecto Larcio Mémor, que llevaba en el cargo menos de

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dos años, fue sustituido por un tal Mantenio Sabino. N o se ha documenta­ do ningún vínculo explícito entre Sabino y los conspiradores. Pero quizá no sea casual que su esposa fuera de Preneste, donde tenía propiedades Flavio Sulpicio, suegro de Pértinax. N o hay duda de que Pértinax y Sabi­ no se conocían bien. Siria era tan importante como Egipto. Los sucesos de Partía habían creado allí una situación delicada pero que reducía la posi­ ble amenaza para Roma. E l rey de los partos, Vologeses III, había sido cuestionado o estaba a punto de ser depuesto tras haber reinado más de cuarenta años. Es posible que Leto y Pértinax no fueran capaces de contro­ lar la elección del gobernador de Siria. E l puesto fue para Pescennio N i­ ger. Dion dice que se le dio el cargo debido, precisamente, a su mediocri­ dad. Esto podría hacerle parecer inofensivo. L a H A sostiene que debió su nombramiento a un tal Narciso, un atleta con quien entrenaba Cómodo. Asia y África, los dos proconsulados consulares, se concedieron a Aselio Em iliano y Cornelio Anulino. Em iliano era pariente de Clodio Albino y, por tanto, de probable origen africano. También había sido predecesor inmediato de N iger como gobernador de Siria. Quizá se pensó que podría ejercer alguna influencia sobre las legiones orientales en caso de necesi­ dad. Anulino, un hispano, era tal vez ya amigo de Septimio Severo — más tarde mantuvo, ciertamente, con él una amistad estrecha.12 A finales del 192, las inclinaciones patológicas de Cómodo se volvieron aún más extremosas. Ahora se identificaba completamente con Hércules. Por su condición de Hércules romano, el emperador deseaba ser el fun­ dador divino de Roma, y la ciudad recibió el nuevo nombre de colonia Commodiana. A partir de ese momento, todos los meses del año debían llevar su propia y extravagante nomenclatura, ampliada convenientemen­ te para completar el número exacto requerido: Amazonius Invictus Pius Felix Lucius Aelius Aurelius Commodus Augustus Hercules Romanus Exsu­ peratorius. Lugares e instituciones de todo tipo a lo largo y ancho del impe­ rio tenían que cambiar sus nombres originales por el de Cóm odo.'3 Mario Máximo, fuente de algunas de las partes más fiables de la H A , se hallaba ya prestando servicio en el Danubio en el año 192 y no fue testigo de aquellos estrafalarios acontecimientos hasta su conclusión final. Ese puede ser el motivo de que en la H A no haya huellas ni mención de un aconteci­ miento ocurrido aquel año y que impresionó profundamente a Dion y a

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Herodiano. «Un fuego iniciado aquella noche en alguna casa saltó al tem­ plo de la Paz y se propagó a los almacenes de mercancías de Egipto y Arabia. De allí, las llamas se desplazaron hasta el palacio y consumieron partes muy extensas del mismo, de modo que fueron destruidos casi todos los archivos del Estado». Dion lo consideró un augurio. Este suceso parti­ cular — la destrucción de los archivos— hizo ver con claridad a Dion que la calamidad presagiada por aquel fuego no se limitaría a la ciudad sino que se extendería al mundo entero. E l gran médico Galeno tuvo motivos especiales para lamentarlo. Muchos de sus escritos, conservados en las bi­ bliotecas del palacio, perecieron. Herodiano describe también el incendio con palabras dramáticas como una premonición del inminente desastre. E l fuego estuvo precedido por un ligero temblor de tierra, y el templo de la Paz, descrito por él como «el edificio mayor y más bello de la ciudad», resultó totalmente destruido, según el historiador — «y algunos conjetura­ ron que la destrucción del templo de la Paz constituía una profecía de guerra»— . Herodiano añade que el fuego consumió el templo de Vesta y expuso el sagrado Paladio a la vista del público por primera vez desde su viaje legendario de Troya a Italia. Las vírgenes vestales se apresuraron a transportar la estatua pór la Vía Sacra al interior del palacio.'4 Herodiano y Dion ofrecen descripciones detalladas de la última exhi­ bición de Cómodo en la arena. T uvo lugar, probablemente, con motivo de los Juegos Plebeyos, celebrados en noviembre y que duraban catorce días — a no ser que se tratara de unos juegos nuevos creados especialmente— , durante los cuales acudía a Roma gente de toda Italia y las provincias ve­ cinas para ver al emperador abatir ciervos, corzos, leones y leopardos. En una ocasión derribó a cien leones con cien jabalinas. E n otra, cortó las ca­ bezas de unos avestruces disparándoles flechas con punta en forma de me­ dia luna — mientras las aves seguían corriendo— . Aquellas actuaciones le valieron cierta admiración por su puntería, dice Herodiano. Dion ofrece aún más detalles: Cómodo mató cien osos el primer día, «disparándoles desde el enrejado de la balaustrada». Todo el anfiteatro había sido dividido mediante dos muros en cruz que soste­ nían la galería que corría en toda su longitud. Los animales, divididos en dos grupos, podían ser alanceados así con mayor facilidad desde cualquier

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punto y corta distancia. A la mitad del «certamen», el emperador se cansó. Tomó algo de vino helado en una copa con forma de maza que le ofrecía una mujer y lo bebió de un trago. Entonces, nosotros y el pueblo gritamos todos de inmediato las palabras tan conocidas en las ocasiones en que se bebe: « ¡Larga vida!». Dion se apresura a defenderse de cualquiera que pudiese pensar que esta­ ba «mancillando la dignidad de la historia» al registrar aquellos detalles. Eran los acontecimientos que dominaban la vida de la capital y que él es­ taba obligado a observar. Por la mañana, el emperador abatía animales salvajes. Por las tardes, luchaba como gladiador — combatiendo con un escudo en la derecha y una espada en la izquierda, pues, «en realidad, estaba muy orgulloso de ser zurdo»— . «A su lado, mientras combatía — continúa Dion— , se en­ contraban Em ilio Leto, el prefecto, y Eclecto, el chambelán. Una vez li­ brado su asalto — y tras haber ganado, por supuesto— , solía besarlos tal como estaba, a través del visor del casco». Los senadores y los caballeros estaban obligados a asistir siempre que combatía Cómodo. «Claudio Pom ­ peyano el Viejo era el único que no aparecía nunca, pero enviaba a sus hijos; él no iba, pues prefería la muerte antes que ver al emperador e hijo de Marco hacer aquellas cosas». A l resto de los senadores no solo se les hacía asistir sino entonar, además, cantos de admiración a coro: «¡Eres el Señor y el primero y más afortunado de todos los hombres! ¡Eres victorio­ so y lo serás! ¡Eres victorioso desde la eternidad, Am azonio!». Según H e­ rodiano, la gente corriente acudía en masa. Es posible que lo hiciera el primer día, pero Dion señala que muchos no iban, y otros se marchaban tras haber echado una breve ojeada. Por una parte corría el rumor de que Cómodo pretendía llevar su identificación con Hércules hasta el punto de disparar contra algunos de los espectadores, que desempeñarían así el pa­ pel de las aves del Estínfalo. Dion y sus compañeros senadores no pudie­ ron menos de sentir el peligro en sus personas: «Tras haber matado un avestruz y haberle cortado la cabeza, subió a donde estábamos sentados llevando la cabeza del ave en la izquierda y alzando la espada sangrante en la derecha. N o dijo nada, pero movió su cabeza con una sonrisa, dando muestras de que iba a tratarnos de manera parecida».

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Podría decirse que la reacción de Dion rayaba en la histeria: «Muchos de nosotros habríamos sido asesinados allí mismo por reírnos de él — pues lo que se apoderó de nosotros fue más la risa que el miedo— , de no haber sido porque mastiqué unas hojas de laurel que arranqué de mi guirnalda y persuadí a los demás que estaban sentados a mi lado para que hicieran lo mismo. A l mover las mandíbulas constantemente pudimos ocultar que nos estábamos riendo». Durante aquellos juegos, Cómodo exhibió el viejo caballo de carreras campeón de la cuadra de los Verdes, jubilado ya en él campo. E l caballo fue mostrado al pueblo en la última carrera del año en el Circo Máximo con las herraduras chapadas en oro y una piel dorada sobre su lomo. En ese momento estalló un grito: «¡Es Pértinax!». E l últi­ mo día, cuando estaba a punto de comenzar su combate como gladiador, Cómodo entregó su maza al prefecto que llevaba el nombre del caballo. Otra cosa es que todo aquello pareciera entonces tan significativo como da a entender Dion. Pero si Dion era supersticioso, la plebe urbana en con­ junto no lo habría sido menos; además, las supersticiones eran algo que se podía preparar de antemano. E l episodio del caballo de carreras Pértinax pudo haber sido amañado.15 Según Dion, el comportamiento de Cómodo empezó a preocupar a Leto y a Eclecto, que intentaron refrenarlo. Cómodo replicó con amena­ zas. Aterrados, organizaron una conspiración contra él para salvar sus propias vidas. Parece ser, también según Dion, que Cómodo tenía la in­ tención de matar a los dos nuevos cónsules el día de Año Nuevo del 193 y ocupar su lugar como cónsul único vestido con los arreos de gladiador. Para corroborarlo cita el hecho de que Cómodo le cortó la cabeza a la es­ tatua del dios Sol, dé 30 metros de altura, situada fuera del Coliseo, y la sustituyó por otra que le representaba a él. Para dar a la figura compuesta la apariencia de un nuevo Hércules romano le añadió una maza y un león de bronce a sus pies. Tras introducir a Marcia en su secreto, Leto y Eclecto escogieron la víspera de Año Nuevo para perpetrar el asesinato mientras el pueblo celebraba la fiesta. (La corte estaba, en esas fechas, en la casa Vectiliana, en el Monte Celio; Cómodo decía que no podía dormir en él pala­ cio). Marcia le administró un veneno. Cómodo vomitó, pero no sucumbió. Concibió ciertas sospechas y comenzó a mostrarse amenazante. A conti­ nuación enviaron al atleta Narciso para que lo estrangulara en el baño.'6

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Herodiano indica, de manera más explícita que Dion, que la decisión de asesinar a Cómodo fue tomada de forma súbita solo unas pocas horas an­ tes de su ejecución. Ninguno de los dos da a entender que Pértinax, a quien se había ofrecido el trono en otra ocasión, tuviera ningún presenti­ miento previo. L a H A, o su fuente Mario Máximo, estaba mejor informa­ da: Pértinax participó en la conspiración, que tuvo su origen algún tiempo antes y fue consumada en el momento oportuno.'7 Otra cosa es saber cuántas de las personas situadas en puestos de poder por Leto y Pértinax habían sido advertidas. Los conspiradores habían ele­ gido extraordinariamente bien el momento: la celebración de un festival, cuando hasta los pretorianos se encontraban en gran medida desarmados y poco prevenidos. Es de sospechar que Leto y Eclecto no reprimieron a Cómodo para impedirle cometer algunos de los excesos de las últimas se­ manas de su vida, sino que lo habrían incitado a perpetrarlos. Podríamos incluso preguntarnos por el rumor sobre las agujas envenenadas y el in­ cendio. Anim ar a un autócrata que ya estaba enloquecido a ceder todavía más a su megalomanía e incrementar el miedo y el odio con que era con­ templado habría constituido un riesgo. Pero también habría hecho mucho más digerible su asesinato para quienes tal vez habrían reaccionado de manera distinta, con suspicacia o con pesar. E l único indicio en este senti­ do nos lo proporciona la H A: el enloquecido deseo de Cómodo «de querer llamar a Roma “ Colonia de Cómodo” le vino a la mente mientras escucha­ ba las lisonjas de Marcia». Quizá los conspiradores se limitaron a seguir el rumbo más fácil, asintiendo al comportamiento de su desquiciado señor. N o obstante, es razonable concluir que habían estado esperando durante muchos meses el momento de poder acabar con su vida. Tras el asesinato dieron a conocer, como es natural, una historia detallada para justificar su acción. Resulta difícil creer que Dion fuera realmente víctima de un enga­ ño: su devoción a la memoria de Pértinax debió de haberle obligado a no hablar de su participación. Su premiosa insistencia en que nadie debería mostrarse escéptico respecto a la conjura para matar a los cónsules le trai­ ciona sin duda alguna.*8 Es probable que cuando Cómodo fue asesinado fuera ya de noche. Leto y Eclecto mandaron avisar de inmediato a Pértinax, quien, para ase­ gurarse de que no se trataba de una trampa, envió a su «compañero de

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más confianza» a ver el cadáver. Cuando esta persona confirmó la infor­ mación, Pértinax marchó en secreto al campamento de la guardia. Su llegada provocó en un primer momento cierta alarma, pero Leto y sus agentes disiparon los temores de los soldados. Pértinax pronunció un dis­ curso en el que dijo que Cómodo había fallecido de muerte natural y que Leto y Eclecto le habían obligado a asumir el poder imperial. A continua­ ción prometió un donativo de 12.000 sestercios a cada miembro de la guardia. L a conclusión del discurso los inquietó: «Compañeros soldados, la actual situación presenta muchos aspectos preocupantes, pero los de­ más volverán a corregirse con vuestra ayuda». Aquella frase, que no pre­ tendía ser, probablemente, más que una declaración vaga y genérica para infundir calma, fue interpretada por los hombres como una amenaza ve­ lada. «Era un orador mediocre — informa la H A , y añade que— : fue más blando [blandus] que bondadoso, y nunca se le consideró ingenuo [sim­ plex]». L a respuesta no fue ni inmediata ni unánime. Cuando, finalmen­ te, unos pocos expresaron a voces su aclamación, incitados sin duda por Leto, los demás les siguieron. Y a era imperator. Aún faltaba algo para la medianoche.19

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Pértinax marchó directamente del campamento de la guardia pretoriana al edificio del Senado. Todavía reinaba una profunda oscuridad y una neblina se alzaba rápidamente de los terrenos bajos que rodeaban el Circo Máximo. E l nuevo emperador mandó abrir las puertas de la curia, pero no se pudo encontrar al portero. Pértinax fue andando hasta el cercano tem­ plo de la Concordia y se sentó a la espera mientras se tomaban las decisio­ nes oportunas. Claudio Pompeyano llegó a continuación para encontrarse con él y lamentó la suerte de Cómodo. Hacía por lo menos diez años que Dion no veía a aquel anciano en Roma: Pompeyano había llevado una vida retirada. ¿Le habían prevenido y pedido que fuera a Roma para pres­ tar apoyo moral a su antiguo protegido? N o es posible creer que las noti­ cias del asesinato de Cómodo pudieran haber llegado a su finca de T erra­ cina, a 95 kilómetros de Roma, con tiempo suficiente para permitirle ir a la ciudad antes de acabar la noche. Su aparición tan rápida tras la muerte de Cómodo constituye otro indicio de que la historia contada por H ero­ diano y recogida en los extractos de Dion llegados hasta nosotros es propa­ ganda. Pértinax instó a Pompeyano a ocupar el trono, pero este pudo ver que Pértinax había sido investido ya por los soldados con el imperium y se negó. Se trataba, sin duda, de un gesto puramente form al.1 L a curia fue abierta en ese momento y los cónsules y magistrados entra­ ron con los demás senadores. Aún era de noche. Pértinax hizo cuanto pudo para saludarlos, aunque la aglomeración era tan grande que resulta­ ba difícil acercarse a él. «Sin perderse en rodeos» les anunció que había sido elegido emperador por los soldados, pero, les dijo, «no deseo el cargo y renunciaré a él hoy mismo debido a mi edad y a mi mala salud y por lo penoso de las circunstancias». Aparte de una leve cojera y un poco de so-

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brepeso, gozaba de una salud excelente. Su declarada reticencia a asumir la tarea era también una pose. Pértinax fue aclamado emperador por una­ nimidad. Los cónsules Claro y Falcón pronunciaron discursos en su ho­ nor. En ese momento se produjo una escena notable. Los senadores pro­ rrumpieron en una furiosa letanía de imprecaciones contra el tirano caído. Mario Máximo recogió en su totalidad aquellas aclamaciones, que apare­ cen reproducidas por la H A. E l tema recurrente se expresó con las palabras unco trahatur, «que sea arrastrado con un gancho!». «¡Somételo a vota­ ción! ¡Todos pedimos que sea arrastrado con un gancho». Pértinax inter­ vino para informarles de que Cómodo ya había sido enterrado. Siguiendo sus órdenes, el administrador del patrimonio imperial, Livio Larense, que había estado protegiendo el cadáver, lo había entregado al cónsul designa­ do, Fabio Cilón. Valiéndose, sin duda, de su condición de sodalis Hadrianalis, Cilón lo había depositado en el mausoleo de Adriano. En su debido momento se colocó allí una lápida sin pretensiones en la que se daba a Cómodo su nombre y títulos completos junto con su linaje hasta N erva y se le denominaba como había preferido ser conocido en sus últimos dos años: L . Elio Cómodo, en vez de M. Aurelio Cómodo Antonino. Segura­ mente no supuso ningún esfuerzo privarle de los nombres de Marco y Antonino, rechazados por él y que tan poco había merecido. Los extrava­ gantes títulos de los últimos meses, Hercules Romanus Amazonius, y todos los demás, se dejaron de lado, al igual que los de Pius y Félix? E l informe de Pértinax provocó un clamor: «¡Que se desentierre a ese asesino sepultado y se le arrastre con un gancho!». Uno de los pontífices, Cingio Severo, hablando como pontifex en nombre del colegio, expresó su opinión diciendo que Cómodo había sido enterrado de manera irregular. De momento, el oficio de pontifex maximus se hallaba, por supuesto, va­ cante; Cingio era, sin duda, el pontifex presente de mayor rango. Añadió que por lo menos sus estatuas debían ser derribadas, y su nombre borrado de todos los documentos públicos y privados — además, los nombres de los meses tenían que volver a ser los que habían sido antes— . L a moción fue, por supuesto, aceptada. Volvió a estallar un nuevo vocerío. Dion comenta que «todos los gritos que los senadores se habían acostumbrado a cantar a ritmo en los teatros para halagar a Cómodo fueron repetidos con algunos cambios que hicieron que ahora sonaran ridículos». Finalmente, Pértinax

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volvió a hablar. Expresó su agradecimiento al Senado y también, en espe­ cial, a Leto. A la mención de Leto, el consul Falcón le interrumpió: «Al ver tras de ti a Leto y a Marcia podemos saber qué clase de emperador vas a ser». Pértinax le replicó con suavidad y sarcasmo: «Eres joven, cónsul, y no sabes a qué cosas obliga la obediencia. Ellos obedecieron a Cómodo contra su voluntad, y en cuanto se les presentó la ocasión, demostraron lo que siempre habían querido».3 Se aprobaron por votación los títulos y poderes acostumbrados. E l títu­ lo de pater patriae, «padre de su país», que emperadores anteriores no ha­ bían aceptado, según era tradición, hasta haber transcurrido un tiempo decoroso, le fue otorgado igualmente de manera excepcional, y Pértinax recuperó entre sus denominaciones oficiales el título de princeps senatus. Luego marchó al Capitolio para presentar sus votos a los dioses. Entretan­ to, el Senado aprobó para su esposa Flavia Ticiana el título de Augusta, y el de césar para su hijo. Pértinax los rechazó en nombre de ambos. Fin al­ mente entró en el palacio. Cuando el tribuno de la guardia le pidió el san­ to y seña, Pértinax respondió: «Militemus», «Actuemos como soldados». Esto no contribuyó en nada a aliviar el nerviosismo que los pretorianos habían comenzado ya a sentir cuando les habló en el campamento. Pérti­ nax lo había elegido sin pensar — era la misma consigna dada por él en todas sus órdenes— . E l primer día agasajó con un banquete a los m agis­ trados y a algunos hombres importantes.4 A l día siguiente, 2 de enero, se derribaron las estatuas de Cómodo. Y Pértinax propuso el mismo santo y seña. Los soldados reaccionaron de manera desfavorable. En cualquier caso, les desagradaba la perspectiva de prestar servicio a las órdenes de un em perador de sesenta y seis años. E l 3 de enero tenía que prestarse el juramento anual de lealtad. Durante la ceremonia, algunos pretorianos intentaron organizar un golpe y lleva­ ron a la fuerza al campamento a un senador llamado Triario Materno. Materno huyó desnudo, se presentó ante Pértinax en el palacio y luego dejó la ciudad. N o se tomó ninguna medida contra él.5 Pértinax había aprendido la lección y «ratificó las concesiones he­ chas por Cómodo a los soldados y los veteranos»; lo hizo, seguramente, el 7 de enero, día en que se licenciaban, normalmente, los hombres que ha­ bían cumplido sus años de servicio en la capital. A l mismo tiempo presen­

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tó una serie de propuestas en el Senado. Se abolieron los juicios por trai­ ción, se hizo regresar a los exiliados y se restableció el buen nombre de quienes habían sido ejecutados injustamente. L a hacienda imperial se ha­ llaba prácticamente agotada, y el donativo a las tropas, junto con un obse­ quio a la plebe, empeoró la situación. Había una manera obvia y asequible de recaudar fondos con rapidez: subastar los objetos de lujo de Cómodo, incluidos sus ropajes extravagantes con los que había actuado, además de las carrozas imperiales, que eran «las obras maestras más modernas de su tipo». Algunas tenían asientos que podían girar en redondo para captar la sombra o la brisa; otras estaban equipadas con cuentamillas y relojes o habían sido diseñadas «para satisfacer sus vicios», según lo cuenta la HA. L a familia imperial incluía un gran número de concubinas, bufones y de­ más personal prescindible, que también fueron vendidos y aportaron unas sumas inmensas. Algunas de esas personas, añade maliciosamente la H A, «encontraron la manera de volver al servicio para dar placer al anciano».6 Pértinax estaba claramente decidido a atajar la crisis económica con medidas drásticas. L a subasta sirvió para dar espectacularidad al cambio de política impuesto por él. Así puede observarse en las modificaciones introducidas en las acuñaciones. T ras la depreciación drástica de los años 190-192, el contenido en plata ascendió hasta el nivel de calidad de la época de Vespasiano. E l objetivo debió de haber sido restablecer la con­ fianza donde lo consideraba importante. Pero se corrían riesgos si ello sig­ nificaba apretarse el cinturón a corto plazo. Herodiano esboza un progra­ ma ideado para mejorar la agricultura y moderar las tasas aduaneras recientemente implantadas. También intentó regular el Senado. E l co­ rrupto régimen de Cleandro había trastocado la jerarquía. Pértinax decre­ tó que quienes habían ejercido la pretura debían tener prioridad sobre quienes habían sido elegidos por designación del emperador. Curiosa­ mente, él mismo había accedido a un puesto inter praetorios por elección de Marco. L a H A informa de que hubo resquemores; la noticia refleja, sin duda, la opinión de M ario Máximo, que fue uno de los afectados; es una de las razones que explican el veredicto ligeramente ambiguo de la H A acer­ ca de Pértinax. Durante el mes de enero, Pértinax tomó disposiciones so­ bre los magistrados del año siguiente. Casio Dion (incondicionalmente favorable a Pértinax en su Historia) fue designado pretor.7

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Uno de los primeros pasos dados tras la instauración del nuevo empe­ rador debió de haber sido el de informar de lo ocurrido a los gobernadores provinciales. Es posible que algunos no se sorprendieran. Pero muchos sospecharon que se trataba de una treta, una prueba a su lealtad urdida por Cómodo, y apresaron a los correos. L a estación del año no facilitaba una rápida transmisión de los mensajes. Sin embargo, en el año 69, las noticias de la sublevación del Rin ocurrida el 1 de enero, enviadas por el procurador de Tréveris, llegaron a Roma en menos de nueve días. No hay razón para creer que los ejércitos del norte tardaran más en recibir las re­ ferentes al acceso de Pértinax al trono. Es posible que necesitasen más tiempo para llegar a las provincias ultramarinas. En el año 68, el liberto Icelo se había presentado ante Galba en Tarraco con la noticia de la m uer­ te de Nerón tras un viaje de solo siete días desde Italia. Pero era verano. De todos modos, Novio Rufo, gobernador de la Hispania Tarraconense, recibió esta vez la información a comienzos de febrero a más tardar. Una decisión tomada por él para solucionar una disputa se dictó el 1 1 de febre­ ro bajo la autoridad del nuevo emperador. E n Egipto, la noticia no se hizo pública hasta el 6 de marzo. Es posible que Mantenio Sabino no recibiera la información hasta poco antes de anunciarla, pues la navegación inver­ nal de Italia a Alejandría no era fácil. Tras darse a conocer la proclama­ ción de Pértinax, su esposa y su hijo recibieron los títulos que el empera­ dor había rechazado. Recordemos que la esposa de Sabino era vecina de la de Pértinax. Algunos gobernadores provinciales esperaron, quizá, algún tiempo antes de anunciar lo ocurrido. T al vez desearan, por su propio in­ terés, tener la certeza absoluta de que se trataba de algo cierto; una prácti­ ca de Cómodo había consistido en retener en Roma a los hijos de los go­ bernadores provinciales como garantía de fidelidad.8 Septimio reaccionó ante la noticia de manera característica. Tras haber ofrecido un sacrificio y prestado el juramento de lealtad al nuevo empera­ dor, regresó a su domicilio al anochecer, cayó dormido y tuvo un sueño portentoso. En su sueño vio un caballo noble y de gran porte que llevaba a Pértinax por el sector central de la vía Sacra. Pero cuando el caballo llegó a los comitia, en el extremo del Foro, descabalgó a Pértinax y lo arrojó al suelo. Mientras Septimio se encontraba allí, el caballo se deslizó bajo él, se lo puso encima y lo llevó en su grupa. Luego, se detuvo en medio del Foro

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alzándolo de tal manera que todos lo vieron y lo vitorearon. Este sueño fue, según Herodiano, el clímax de una serie de signos sobrenaturales que alimentaron su ardiente ambición, y le confirmó definitivamente en la convicción de que obtendría cualquier cosa que esperase. Para entonces se había convertido ya en un personaje clave. Pértinax «no despidió a ninguno de los que Cómodo había puesto al cargo de los asuntos». D ijo que esperaba al aniversario de la fundación de la ciudad, el 2 i de abril. L a cosa no tiene nada de extraño, habida cuenta de que la ma­ yoría de quienes ocupaban algún cargo habían sido designados, probable­ mente, con la aprobación de Leto y del propio Pértinax, cuando no me­ diante su nombramiento directo. Pero había algunas vacantes que cubrir. Una, obvia, era la prefectura de la ciudad, que había ocupado él mismo. Su nombramiento recayó en su suegro Flavio Sulpicio. L a única promoción registrada, aparte de esa, fue «un favor prestado a Septimio». Un hombre a quien el propio Pértinax había condenado por prácticas corruptas siendo procónsul de Á frica obtuvo un puesto no especificado. En un extracto de Dion se le da el nombre de «Fluvio». Podría ser uno de los Fulvio, de la familia de la madre de Septimio, casi con certeza uno de sus miembros más conocido: Fulvio Plauciano. Según Herodiano, había sido condenado, efectivamente, antes del 193 por ciertas faltas. Plauciano iba a aparecer pronto en escena en Roma. Es verosímil que Pértinax le diera algún pues­ to en ese momento. Quizá fue nombradoprefectus vehiculorum, «prefecto de los vehículos», es decir, supervisor del sistema imperial de postas, un cargo fundamental en aquella época.9 Pértinax confiaba mucho en Em ilio Leto, el prefecto de la guardia. A l principio, Leto no escatimaba los elogios al nuevo emperador. N o hay duda de que se sintió ufano y encantado al enviar a unos correos para que alcanzaran a una delegación de bárbaros que regresaban a su lugar de origen con un subsidio en oro que les había sido entregado por Cómodo. Los correos les exigieron la devolución del oro. Además, los enviados te­ nían que decir a los suyos que Pértinax era el nuevo soberano. Leto sabía que el nombre de Pértinax era respetado al otro lado del Danubio. Como gobernador de la principal provincia danubiana, Septimio habría sido, sin duda, responsable tanto del primer paso de los enviados a Roma como de su regreso.10

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Este episodio suponía la aplicación de una nueva política exterior. En la propia Roma, un asunto vital fue el mantenimiento y la mejora del su­ ministro de trigo. Si fallaba el aprovisionamiento, la plebe urbana, que en el año 190 había demostrado que seguía siendo una fuerza con la que había que contar, podría volverse a descontrolar. A comienzos de marzo, Pérti­ nax visitó Ostia para inspeccionar las instalaciones. L a organización del suministro de alimentos a Roma, la annona, era una actividad vasta y com­ pleja dirigida desde la ciudad por el prefecto, el tercer funcionario ecues­ tre de más categoría del imperio. N o sabemos quién ocupó ese puesto clave en los años 192-193. Pero el procurador responsable de la llegada segura de la annona a Ostia era un hombre de Emesa, C. Julio Avito Alexiano, cu­ ñado de Julia Domna. N o hay duda de que Pértinax se reunió con él en el puerto.11 En su ausencia se llevó a cabo un segundo intento de golpe, organizado de nuevo por los pretorianos. Esta vez, su candidato fue el cónsul Falcón, y el intento volvió a fracasar. Falcón fue declarado enemigo público por el Senado, pero Pértinax pidió que se lo perdonara. «Ojalá no ocurra nunca que un. senador sea condenado a muerte, incluso por una causa justa, mientras yo sea emperador», dijo poniéndose en pie. En la misma reunión del Senado habló amargamente de la ingratitud de los soldados afirmando que les había dado tanto como Marco y Vero cuando accedieron al poder, a pesar de disponer de muchos menos fondos. Pero no era del todo cierto. E l donativo de Pértinax no fue tan generoso. E n aquel momento se halla­ ban presentes en la curia muchos soldados y libertos, que reaccionaron desfavorablemente ante aquella afirmación exagerada. Pértinax tenía des­ de muy atrás fama de tacaño. Pero, tanto si se la merecía como si no, lo que estaba intentando ahora era restablecer una «moneda sólida». Su restau­ ración del denario debió de significar inevitablemente una reducción de la cantidad de moneda acuñada y una falta de fondos.12 E l asunto de Falcón constituye un misterio. Dion sostiene que Leto y los pretorianos estaban detrás del mismo y que habían elegido a Falcón. Podemos dudarlo, sobre todo en vista del violento ataque de Falcón contra el prefecto en la reunión del Senado del 1 de enero, a menos que Leto hu­ biera amañado el golpe con la intención deliberada de acabar con él al servicio de sus propios fines. L a H A brinda cierta ayuda, aunque el texto

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es fragmentario: el biógrafo informa de que, según muchos, Falcón no sabía que estaba siendo propuesto como candidato al trono. En otras pala­ bras: se le tendió una trampa seguida de procesos políticos. Algunos solda­ dos fueron ejecutados, pero Falcón salvó la vida. L a sentencia fue obra de Leto, pero se dictó en nombre de Pértinax, cuya impopularidad entre la guardia aumentó bruscamente. Se decía que las relaciones del propio Leto con Pértinax se habían deteriorado — el emperador le criticaba por «el necio consejo que le había dado»— . Podría ser cierto, pero apenas es sufi­ ciente como motivo para que Leto organizara el intento definitivo de de­ rrocar a Pértinax, llevado a cabo poco después.'3 E l golpe afortunado se produjo el 28 de marzo. Pértinax había planea­ do una visita al Ateneo para asistir a un recital de poesía, pero cambió de opinión y envió a su escolta de vuelta al cuartel. E l resto de la guardia se hallaba allí ese día. Estalló un tumulto, aunque no se registra qué fue lo que lo motivó. A l parecer, Pértinax tuvo tiempo de enviar al campamento a Sulpiciano, su suegro, y convocar una reunión especial del Senado. Pero mientras regresaba al palacio, unos doscientos o trescientos hombres se pusieron en marcha con las espadas desenvainadas. Llegaron justo cuando Pértinax se hallaba inspeccionando a los esclavos del palacio en los por­ ches. L a HA afirma que el personal de palacio, que odiaba a Pértinax, dio prisa a las tropas. E l emperador, informado de su entrada por su esposa, envió a Leto a su encuentro. Pero el prefecto se cubrió la cabeza y se fue a su casa. Dion dice que Pértinax pudo haber ordenado a los vigiles, «la guardia nocturna», y a los equites singulares Augusti, la «guardia montada del emperador», que se hallaban presentes, que mataran a los amotina­ dos, o al menos podría haberse encerrado en el interior del palacio. En cambio, salió a encararse con ellos en persona. Los hombres se atemori­ zaron al principio cuando les habló en un tono sosegado y serio y envai­ naron las espadas. Entonces, un tungrio llamado Tausio se lanzó sobre él gritando: «¡Los soldados te han enviado esta espada!». Pértinax se cubrió la cabeza con la toga dirigiendo una oración a Júpiter vengador y fue abatido. Solo le defendió Eclecto, que consiguió incluso herir a dos de los asaltantes antes de ser asesinado. Los soldados cortaron la cabeza al emperador y la clavaron en una lanza. Fue el fin de Pértinax: había reinado ochenta y siete días.'4

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A diferencia de lo ocurrido en el golpe del 3 1 de diciembre, no había ningún sucesor a punto. Quizá se podría achacar a Leto cierta responsabi­ lidad por su negativa a oponer resistencia. Pero el hecho de que no presen­ tara un nuevo candidato y no participase en lo sucedido a continuación muestra que esta vez no fue él quien movió los hilos. E l caso solo puede explicarse como un acto de amotinamiento. Solo ocho años antes, Perenne había caído víctima de una banda de soldados amotinados del ejército de Britania. Los acontecimientos posteriores ocurridos en vida de Dion de­ mostrarían que la posibilidad de esa clase de estallidos iba en aumento. A mediados del siglo ni, ningún emperador iba a estar a salvo de sus propias tropas más allá de unos pocos años.15 Cuando Sulpiciano oyó la noticia, comenzó enseguida a dar pasos para ser declarado emperador. Como prefecto de la ciudad tenía el mando so­ bre las cohortes urbanas y podría haber esperado su apoyo. Unas promesas convincentes habrían ganado también a los pretorianos para su causa. Pero todas las tropas de la ciudad se habrían mostrado reacias a aceptar como emperador al suegro de uno que acababa de ser asesinado. Dos tri­ bunos de la guardia reconocieron la dificultad y se pusieron a buscar un candidato. Esperaron fuera del edificio del Senado y fue allí donde encon­ traron a su hombre. Didio Juliano había llegado con su yerno Cornelio Repentino (cuyo padre había sido prefecto de la guardia treinta años an­ tes) para asistir a la reunión convocada por Pértinax; pero las puertas de la curia estaban cerradas. Los tribunos le instaron a hacerse con el trono. É l comentó que se hallaba en posesión de otra persona, pero ellos hicieron caso omiso de sus objeciones y lo llevaron al campamento. Los seguidores de Sulpiciano se negaron a dejarle cruzar las puertas.'6 A continuación se produjo uno de los episodios más tristemente famo­ sos de la historia de Roma. Dos candidatos rivales apostaban por el trono como si se tratara de una subasta. A l final, Juliano se subió al muro. A d ­ virtió a los hombres diciéndoles que no eligieran a un emperador que ven­ garía la muerte de Pértinax y prometió por escrito restablecer el buen nombre de Cómodo. Cuando Sulpiciano llegó a la cifra de 20.000 sestercios por persona, Juliano aumentó su postura en otros 5.000, gritándola en voz alta y levantando también los dedos como para indicar la cantidad. Aquel gesto le valió el trono.17

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A l anochecer llegó al Foro para reunirse en la curia con el Senado. H a­ bía nombrado a dos nuevos prefectos de la guardia. L a carrera de Leto había concluido. Juliano fue escoltado por un enorme número de pretoria­ nos, que portaban sus estandartes como si estuvieran listos para el comba­ te. Los senadores se habían puesto nerviosos, en particular Dion, que ha­ bía acusado a Juliano ante los tribunales en varias ocasiones. Juliano dijo al Senado que el trono se hallaba vacante y que él era el mejor cualificado para ocuparlo. L a reivindicación no fue tan jactanciosa y vacua como la presenta Dion. Es posible que fuera el consular vivo de mayor rango, con la sola excepción de Claudio Pompeyano. Había realizado en el servicio imperial una larga carrera que incluía el mando de una legión y el gobier­ no de cuatro provincias imperiales. Estaba bien relacionado. Durante él reinado de Cómodo se había encontrado con problemas en varias ocasio­ nes — lo cual era casi una garantía de aceptación por parte del Senado— . (La última vez había sido protegido por Leto). También Pértinax le había respetado. Las carreras de ambos habían sido de hecho muy paralelas des­ de el 175, en que fueron colegas en el consulado. Poco antes de su muerte, Pértinax había sido invitado de honor en la ceremonia de boda de la hija de Juliano y había dicho al novio de la muchacha que respetara a Juliano, «mi colega y sucesor» — además de haber compartido las fasces, Juliano había sucedido a Pértinax como procónsul de África en el año 190— . V is­ to en retrospectiva, el comentario de Pértinax parecía un presagio. Un co­ mentario realizado por Juliano en aquella reunión del Senado se contem­ pló más tarde bajo una luz similar. Cuando el cónsul designado propuso formalmente la moción de que «Didio Juliano fuera declarado empera­ dor», Juliano dijo: «Añade “Severo” », pues su nombre completo era M. D i­ dio Severo Juliano.'8 Juliano no abrigaba ningún temor ni al ejército de Britania ni al del Danubio. A través de su madre tenía contactos con Adrumeto, patria del gobernador de Britania, Clodio Albino. Además, el lugar de origen de su yerno Repentino era Simitthu, en Num idia. Estos vínculos africanos sir­ vieron quizá para inspirarle confianza respecto a la reacción de Septimio y otros comandantes del norte ante su acceso al poder. Pero, al margen de cuáles fueran sus relaciones con el gobernador de Siria, no tardó en tener motivos para temerle. E l 29 de marzo, la plebe le insultó cuando iba de

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camino al edificio del Senado y hasta le tiró piedras. Dion señala que «to­ dos comenzaron a gritar como si se hubieran puesto de acuerdo y le llam a­ ban ladrón y parricida». A l principio Juliano se lo tomó con calma y les prometió dinero. Pero sus promesas no consiguieron aplacarlos y tuvo que recurrir a la fuerza. Una multitud entró en tromba al Circo Máximo, don­ de pasaron aquella noche y el día siguiente. Coreaban lemas en los que pedían a Pescennio N iger y al ejército sirio que acudieran en su ayuda.19 Las perspectivas de Juliano eran escasas. Solo podía apoyarse en los pretorianos, a quienes había abonado un donativo más elevado, incluso, del prometido. Pero la guardia no había logrado imponer a un emperador de su elección desde hacía más de siglo y medio, desde el acceso de Claudio al poder. Con la muerte de Nerón, «se hizo público el secreto del imperio, a saber, que los emperadores podían crearse en lugares que no fueran Roma». Los ejércitos provinciales habían aprendido esta lección en el 6869, y nuevamente en el 97. Además, la guardia no había combatido desde el final de la guerra contra los marcomanos, en el año 180.20 Las noticias de los intentos de golpe de Materno y Falcón debieron de haber preparado a Septimio y a los demás gobernadores para actuar con rapidez. N o resulta difícil creer que antes del 28 de marzo se hubiese con­ certado un plan de emergencia, si acaso Leto no había llegado a acuerdos con Septimio y otros ya en el 192 por si algo iba mal el 3 1 de diciembre. Había que llevar la noticia del asesinato de Pértinax de Roma a Carnunto, a unas 683 millas romanas de distancia — si es que Septimio se hallaba aún en la capital de Panonia— . Es muy posible que se hubiera trasladado a las fronteras suroccidentales de su provincia en espera de los acontecimientos cuando llegó a su conocimiento la noticia del golpe de Falcón. Tenía alia­ dos en Roma, como, por ejemplo, su pariente Fulvio Plauciano. Su cuña­ do, marido de su hermana Octavila, se hallaba quizá en la capital. Había también varios parientes de su esposa, entre ellos Avito Alexiano, marido de la hermana de Julia Domna. Otro de sus partidarios pudo haber sido Fabio Cilón, que para entonces había desempeñado tal vez ya su consula­ do. Alguien debió de haberle llevado la información a toda prisa. Es posi­ ble que conociera la suerte de Pértinax la noche del 1 de abril. Habría tardado poco en asegurarse el apoyo de los legados de las tres legiones de su provincia y de los gobernadores de Recia, Nórico y Panonia Inferior.

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U n partidario importante fue C. Valerio Pudente, que no tardaría en ser el nuevo gobernador de Panonia Inferior, si es que no había sido destinado a ese puesto el otoño anterior. Podía contar así mismo con el respaldo de Geta, en Mesia Inferior. Pero habría tenido que enviar mensajes a las dos provincias germanas, así como a Dacia y a Mesia Superior. Es imposible saber cuánto hubo de esperar a las respuestas de todas esas provincias. E l 9 de abril, duodécimo día del asesinato de Pértinax, se sintió lo bastante seguro como para actuar. Se convocó a la legión de Carnunto, la X IV G e­ mina, y sin duda a algunas otras tropas, y Septimio fue saludado como emperador. L a H A afirma que intentó resistirse — repugnans— . Se trataba de la convencional exhibición de reticencia. Septimio no tenía intención de rechazar la propuesta. Se presentó ante las tropas como el vengador de Pér­ tinax. Una de las tres legiones de Panonia Superior, la I Adiutrix, había estado a las órdenes de Pértinax veinte años antes. Algunos de los hombres que seguían aún en la legión habrían servido bajo su mando. L o mismo podía decirse todavía con más seguridad de las seis legiones de las Mesías y de Dacia. Septimio puso de relieve su afecto por el emperador asesinado añadiendo su nombre a su nueva denominación: «Imperator Caesar L. Sep­ timius Severus Pertinax Augustus». Y debió de haberse contenido para no reclamar el poder tribunicio, que solo podía otorgarse en Roma. H ay otro dato que Septimio habría estado aguardando antes de actuar el 9 de abril: la noticia de que sus hijos se hallaban a salvo. En cualquier caso, uno de sus primeros actos al decidirse a apostar por el trono fue enviar un mensaje secreto para que fueran conducidos a su lado. Fabio Cilón pudo haber sido el hombre que garantizó su seguridad.21 Los preparativos para la marcha sobre Roma habrían comenzado ya antes de la proclamación. Pero aún quedaría mucho por hacer. L a actitud de Clodio Albino preocupaba de manera particular. Como Albino era de Adrumeto, patria de la madre de Juliano, no podía ser considerado hom­ bre de fiar. Con sus tres legiones y él enorme número de regimientos auxi­ liares de que disponía en Britania, podía constituir una seria amenaza para el flanco occidental de Septimio, que envió emisarios ofreciéndole el título de césar, lo que conllevaba la perspectiva de la sucesión si le ocurría algo al propio Septimio. Habida cuenta de que su hijo mayor, Basiano, tenía ape­ nas cinco años, el ofrecimiento fue seguramente genuino y merecía ser

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E n ese momento comenzaron a aparecer mensajeros de Pescennio N i­ ger que portaban proclamas para el pueblo y cartas para el Senado. Septi­ mio los había interceptado y enviado al mismo tiempo a Plauciano a bus­ car y capturar a los hijos de Niger. También se puso a buen recaudo a los de Aselio Emiliano. Las informaciones indican que, tras algunas vacila­ ciones, el procónsul de Asia había apostado por N iger.27 Inmediatamente después de la reunión, el Senado envió una delega­ ción de cien senadores a saludar a Septimio, que seguía acampado en Inte­ ramna «como si se moviera por territorio enemigo». A su llegada se les cacheó en busca de armas ocultas y Septimio permaneció armado en su presencia, con guardias también armados a su alrededor. A l día siguiente apareció el personal del palacio al completo — esclavos y libertos— . Es posible que llevaran consigo una provisión de dinero en efectivo, pues Septimio donó en ese momento setecientas veinte monedas de oro a cada miembro de la delegación senatorial. Quienes lo desearon fueron invita­ dos a quedarse en su séquito durante las etapas finales de su itinerario.28 L a preocupación siguiente y más urgente de Septimio era la guardia. En un primer momento volvió a nombrar formalmente a Flavio Juvenal para el cargo de prefecto. E l único documento, además de este, que regis­ tra a una persona con esos nombres es el que menciona a un centurión de la legión III Augusta de Num idia en el año 162. L a elección de un africano que había ascendido al mando de la guardia tras haber sido centurión ha­ bría sido una decisión muy propia de Septimio. Es también imposible que el otro prefecto de la guardia, Veturio Macrino, fuera una persona joven. Había servido como prefecto de Egipto a comienzos del reinado de Có­ modo, pero no había tenido más ascensos. Debió de haber estado fuera de servicio durante una década.29 Para entonces, Septimio había dictado órdenes secretas a los tribunos y centuriones de la guardia. Además, había dirigido una proclama a la tro­ pa: tenían que ponerse el uniforme de gala, dejar sus armas en el campa­ mento, prestar el juramento de fidelidad y reunirse para saludarlo fuera de la ciudad. E l lenguaje de la proclama transmitía la idea de que, si obe­ decían, se les garantizaría la continuidad en el servicio, y los oficiales hicie­ ron desfilar a sus hombres. Septimio montó la tribuna para lo que se espe­ raba que fuera un discurso de bienvenida. Pero un destacamento de su

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fuerza expedicionaria se hallaba de camino hacia los castra praetoria, don­ de se apoderaron del arsenal y montaron guardia en las puertas. Mientras los pretorianos aguardaban el discurso del emperador, otros soldados del Danubio cercaron la plaza de armas. En ese momento, Septimio comenzó a hablar. Les atacó con dureza por su traición a Pértinax diciéndoles que, aunque no le hubiesen dado muerte ellos mismos, el hecho de no haber matado a sus asesinos los convertía en culpables. Los dio de baja form al­ mente y les ordenó que se retiraran bajo pena de muerte más allá del mo­ jón que marcaba cien millas a partir de la ciudad. Debían deshacerse de sus uniformes y sus puñales de ceremonia con incrustaciones de plata y oro. L a mayoría obedecieron, y a quienes vacilaron se les arrancaron sus cinturones y uniformes. A los guardias montados se les dijo que dejaran marchar sus cabalgaduras. Uno de los caballos se negó a abandonar a su jinete y le seguía relinchando. E l hombre mató al animal, y a continuación se suicidó: «Y a quienes lo vieron — dice Dion— les pareció que también el caballo se sintió feliz de morir». Fue el final del antiguo cuerpo de élite del ejército imperial romano. Los pretorianos, casi todos italianos y originarios de familias provinciales de estirpe itálica, habían tenido durante más de doscientos años una in­ fluencia desproporcionada en la marcha de los acontecimientos. Los legio­ narios contemplaban con envidia el servicio en la guardia. L a paga era muy superior, las condiciones más favorables y el tiempo de servicio más corto. Septimio comenzó a formar enseguida, durante el mes de junio, su nueva guardia, más numerosa que la antigua y constituida por soldados que habían prestado servicio en las legiones del norte. Como compensa­ ción parcial por haber excluido a los italianos, aumentó el contingente de las cohortes urbanas y de los vigiles.3° A medida que Septimio se acercaba, cundía el pánico entre la pobla­ ción civil y los pretorianos culpables, y no sin motivo. E n cuanto a Septi­ mio, tras haber avanzado hasta las puertas uniformado y a caballo, des­ montó y se puso ropas de civil. Pero toda la fuerza expedicionaria, tanto la infantería como la caballería, le dio escolta completamente armada. El re­ lato de Dion sobre «el espectáculo más brillante de cuantos he visto», no logra transmitir una impresión objetiva. Fue escrito solo unos pocos años después del suceso, como una parte de la historia de las guerras civiles

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ofrecida por el autor a Septimio e incorporada más tarde con algunos cam­ bios a su obra completa. Dion describe cómo la ciudad entera se hallaba cubierta de guirnaldas de flores y ramas de laurel y brillaba con la luz de antorchas e incienso en combustión. (Tertuliano da a entender que los únicos que no participaron fueron los cristianos; pero Dion, tal como solía hacer, no los menciona, si es que lo supo o se interesó por ello). Esta parte del relato de Dion es, sin duda, objetiva. Pero cuando añade que los ciuda­ danos, vestidos de blanco, mostraban sus rostros radiantes mientras lanza­ ban gritos de buen augurio, podemos sospechar que sus expresiones no son sinceras. Y cuando dice que los soldados «destacaban llamativamente con su armadura mientras se movían como si participaran en una proce­ sión festiva», deja, evidentemente, que la prudencia se imponga a la exac­ titud. Debemos acudir a la H A para encontrar una versión más fiel. Septi­ mio acudió primero al Capitolio para ofrecer sacrificios. Luego marchó al palacio precedido de sus legionarios, que arrastraban los estandartes de la guardia disuelta en señal de su incruenta victoria. Los soldados fueron alojados por toda la ciudad, en templos y porches y hasta en los santuarios del Palatino. L a entrada de Septimio suscitó «odio y miedo», concluye el biógrafo, pues los soldados se apoderaban de bienes ajenos sin pagar por ellos y amenazaban con devastar la ciudad.31 A l día siguiente, Septimio marchó a la curia escoltado una vez más por una guardia armada. En el discurso justificó la toma del poder afir­ mando que había realizado el golpe en defensa propia: Juliano había en­ viado a unos hombres «conocidos como asesinos de generales para que lo mataran». L a mayoría debía de saber que Juliano no había dado aquel paso hasta que Septimio se puso en marcha. Sin embargo, no tenía nin­ guna necesidad de disculparse: según les dijo, había acudido para vengar a Pértinax, preferido evidentemente por el Senado por delante de Julia­ no. Pero para dejar claro que no iba a iniciarse ninguna purga, pidió que se aprobara un decreto según el cual «no se permitiría al emperador con­ denar a muerte a un senador sin consultar al Senado». Un tal Julio Solón, que había comprado su rango senatorial a Cleandro, tuvo el honor de presentar la moción formal. Mientras se desarrollaba la sesión, los solda­ dos comenzaron a provocar un alboroto fuera del edificio exigiendo que el Senado les concediera un obsequio. L a suma que mencionaron fue de

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io.ooo sestercios — 2.500 denarios— , el equivalente a ocho años de paga por persona. Alegaron como precedente la concesión hecha a los soldados por Octaviano el 43 a. C. Es notable que los soldados tuvieran conocimien­ to de un suceso ocurrido 235 años antes. Aquel colosal donativo formaba parte, sin duda, del folclore legionario. Septimio consiguió apaciguarlos finalmente con una décima parte de lo que pedían y los despachó. No ha­ bría sido fácil recaudar fondos después de los donativos entregados por dos emperadores. Nos podemos preguntar si se tomaron medidas para recuperar el dinero que Juliano había derrochado con los pretorianos — 150 millones de sestercios— . Una acuñación especial de moneda sirvió, probablemente, para abonar el donativo a las tropas de Septimio. Las mo­ nedas llevan los nombres de todas las legiones del Rin, el Danubio y Dacia, menos una.32 Su siguiente acto público fue ordenar la celebración de un funeral de Estado y la deificación de Pértinax; y a petición suya, el Senado le concedió formalmente el nombre de Pértinax. L a prolija descripción de las ceremo­ nias ofrecida por Dion fue conservada por Xifilino. E n el Foro, cerca de los Rostra, se erigió una plataforma de madera, y sobre ella un santuario rodeado de columnas de marfil y oro. En su interior se colocaron unas andas fúnebres sobre las que yacía una efigie de cera de Pértinax revestido de ropajes triunfales. E l emperador, los senadores y sus esposas se acerca­ ron vestidos de luto. Diez bustos de romanos famosos seguidos de coros de hombres que cantaban un lamento fúnebre fueron portados por delante de las andas junto con representaciones simbólicas de las provincias y las corporaciones de la ciudad. Luego pasaron más bustos de hombres famo­ sos de todas las nacioñes. Los soldados desfilaron a caballo y a pie, y final­ mente se colocaron dones delante del catafalco. A continuación, Septimio subió a los Rostra y pronunció el tradicional elogio fúnebre entre gritos de aprobación lanzados por los senadores. Finalizado el discurso, las andas fueron bajadas por los sacerdotes y magistrados — incluidos los designa­ dos para el año siguiente, uno de los cuales era Dion— , quienes las entre­ garon a miembros del orden ecuestre que las transportaron hasta el Cam ­ po de Marte seguidos por los senadores, «algunos de los cuales nos golpeábamos el pecho, mientras otros interpretaban música fúnebre con flautas». Septimio iba en último lugar. Se había levantado una pira fuñe-

Septimio Severo raria de tres pisos coronada por un carro dorado que había sido conducido en el pasado por Pértinax y sobre el cual se depositaron las andas y las ofrendas. Septimio y los parientes de Pértinax besaron la efigie y, a conti­ nuación, se retiraron a una distancia segura. Magistrados, equites y solda­ dos desfilaron en torno a la pira y, luego, los cónsules le prendieron fuego. Cuando comenzó a arder, un águila salió volando hacia lo alto simboli­ zando la apoteosis de Pértinax. E l culto a la nueva divinidad fue supervi­ sado por los sodales nombrados para el culto de los emperadores Antoninos, y el hijo de Pértinax fue nombrado flamen Helvianus.33 La ceremonia fue un gesto importante que dio, probablemente, cierto crédito a la intención formulada por Septimio de tomar como modelo de su gobierno el de Pértinax — y el de Marco Aurelio, que había servido a su vez de ejemplo a Pértinax— . Quedaban otros asuntos prácticos que atender, ante todo y sobre todo los preparativos para la campaña contra Niger. Septimio se negó de momento a hacer cualquier referencia pública a su rival. Pero uno de sus primeros actos antes de llegar a Roma debió de haber sido el de enviar a su amigo Fabio Cilón para que tomara en Perinto el mando de una fuerza que impidiese a las tropas de N iger seguir avanzando hacia el interior de Tracia. Otro ejército a las órdenes de Mario Máximo se encon­ traba ya asediando Bizancio.34 L a ceca imperial comenzó a acuñar moneda con los nombres de Septi­ mio y Albino. Aquellas primeras emisiones hicieron hincapié en la gene­ rosidad del emperador — lo que indicaba, probablemente, que había de­ cretado un congiarium para la plebe— y la «fertilidad de la época», así como la «lealtad de las legiones». E l saeculum frugiferum había sido ya objeto de propaganda en las acuñaciones de Pértinax. Su reaparición en este momento resulta interesante, pues era también el nombre latino dado a un dios africano, la divinidad patrona de Adrumeto, lugar de nacimien­ to de Albino. Las monedas del propio césar insisten en la «providencia divina» que llevaba a Septimio a prevenir futuros percances mediante su elección de sucesor. Las primeras monedas acuñadas en honor de Julia Domna conmemoran a la diosa Venus, en sus dos advocaciones de Venus Victrix, que había dado a César sus victorias en la guerra civil, y de V e­ nus Genetrix, la divina antepasada de la familia juliana original.35 Entretanto Septimio y Albino fueron designados para desempeñar

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conjuntamente el consulado en el año 194. Septimio tenía poco tiempo que dedicar a asuntos civiles. Dejó Roma menos de treinta días después de su entrada triunfal. E l 27 de junio encontró tiempo para dictar sentencia so­ bre un asunto legal; el asunto se ha preservado en el Código de Justiniano como el primero de más de ciento cincuenta rescriptos suyos. L a interpre­ tación de la ley iba a ser una característica importante de su reinado. En la capital, el prefecto de la ciudad desempeñaba un cometido preeminente en la administración de justicia, especialmente en ausencia del emperador. N ada más llegar, Septimio había nombrado para el cargo a un amigo suyo llamado Baso. Baso dimitió poco antes de la partida de la expedición. Qui­ zá Septimio había decidido llevárselo a Oriente; también es probable que su designación fuera un mero recurso provisional hasta disponer de un hombre adecuado. En cualquier caso, la persona nombrada ahora fue C. Domicio Déxter, quien había sucedido a Pértinax como gobernador de Siria y, por tanto, había sido, quizá, por breve tiempo el oficial comandan­ te del propio Septimio en aquella provincia. Es indudable que el prefecto de la ciudad tendría una importancia excepcional durante la ausencia del nuevo emperador. Lo mismo puede decirse, con mayor rigor, de los co­ mandantes de la guardia — pues al menos una parte de ella se habría deja­ do en Roma con uno de los prefectos— . Sin embargo, no disponemos de ninguna información segura. Todo cuanto puede decirse es que las fuen­ tes no dan apenas indicios de que Septimio tuviera problemas en Roma durante su ausencia, a pesar del apoyo otorgado anteriormente a su rival.36 Además del prefecto de la ciudad, quedaron en la Urbe otras personas para velar por sus intereses. Una de ellas fue el antiguo centurión Aquilio Félix. Se le había asignado el control simultáneo de tres importantes des­ pachos: las obras públicas, las propiedades de la Corona (patrimonium) y los bienes particulares de la familia Antonina (ratioprivata). Se trataría de una función estratégica; y pudo haberla utilizado para ocultar otras activi­ dades. Se tomaron también medidas para introducir gente nueva en el Senado. T i. Claudio Claudiano, africano de Rusicade, en Numidia, fue nombrado pretor. Había prestado servicio como oficial de caballería en el ejército de Septimio y no tardaría en asumir el mando de una legión en Dacia. Otro senador nuevo füe Claudio Galo, pariente, quizá, de Claudia­ no. También él iba a ocupar pronto un puesto importante. Un tercer hom-

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bre fue el cuñado de Julia y procurador de Ostia Julio Avito Alexiano. Plauciano, pariente de Septimio, promovido ya sin duda a un alto puesto en la caballería, acompañaría a la expedición. N o tardó en convertirse en la figura dominante del séquito del emperador y en hallarse casi constan­ temente al lado de Septimio.37 En ese momento, la idea principal debió de haber sido la de reclutar más tropas. Septimio había decidido ya, quizá, crear tres nuevas legiones, aunque es difícil que las hubiera constituido antes de su marcha. E l pre­ texto aducido por él para estos preparativos militares pudo haber sido el de una expedición contra los partos: las nuevas legiones iban a denominarse I, II y III Parthicae. Pero es probable que la HA esté en lo cierto al decir que Septimio partió con la intención de «poner en orden la situación del este», ad componendum orientis statum. Estas palabras no habrían engaña­ do a nadie, a pesar de que todavía se seguían ocultando las informaciones procedentes de Oriente. Septimio se guardaba una baza. Tenía bajo custo­ dia a los hijos de todas las personas que ocupaban cargos oficiales en el este, excepto a los del propio N iger, buscados todavía por Plauciano. Sep­ timio esperaba, sin duda, poder utilizarlos como medio de' regateo cuando cayeran en sus manos. Entretanto dio órdenes de mandar «una legión a África», según la H A, temiendo al parecer que N iger enviara fuerzas a través de Egipto y la Cirenaica para tomar la provincia. Esta acción habría interrumpido el suministro de alimentos a Roma. Además, la ciudad natal de Septimio habría caído en manos de su rival. La preocupación de Septi­ mio debió de haber experimentado cierto alivio por la confianza en que Mantenio Sabino intentaría sacar a Egipto del campo de Niger a la prime­ ra oportunidad haciendo que se inclinase a su favor. Podemos suponer que, de momento, el legado de la III Augusta recibió órdenes de enviar destacamentos a Tripolitania. Pero no es imposible que algunos elementos de las legiones del norte fueran transportados por barco desde Italia. Valía la pena defender África.38 Con Septimio, la enorme familia palaciega había tenido su cuarto due­ ño en menos de seis meses. Es posible que el nuevo emperador conociera ya a los principales libertos, y debió de haber escogido a algunos de ellos y de los esclavos imperiales para que marcharan con él. Es posible que Sep­ timio introdujera cambios en ese momento en el nivel más alto del secre-

El año 193 tariado y de los grandes departamentos estatales — a rationibus, a libellis y los demás— ; pero, probablemente, se vio obligado a quedarse con la m a­ yoría del personal. L a familia Caesaris era, sin duda, un factor principal de continuidad, a pesar de los golpes de Estado o las guerras civiles. L a eleva­ da posición de Septimio le otorgó un privilegio adicional del que proba­ blemente se sirvió enseguida. Galeno, el decano de la profesión médica, se hallaba en Roma y no tardó en prescribirle la medicina que solía recetar a Marco (Cómodo había prescindido de ella), elaborada a partir de brotes de casia, una planta parecida a la canela. Las de mejor calidad se habían per­ dido en el Templo de la Paz (junto con una gran parte de los escritos de Galeno) al incendiarse este dos años antes, y el médico tuvo que utilizar una reserva antigua almacenada desde los días de Adriano. Septimio iba a recomendar con entusiasmo aquel tratamiento, cosa que satisfizo mucho a Galeno.39

II

L A G U E R R A C O N T R A N IG E R

L a expedición salió de Roma por la via Flam inia, la ruta por donde Septi­ mio había llegado hacía solo un mes. Pronto se encontró con dificultades. E n Saxa Rubra, a menos de 16 kilómetros al norte de la ciudad, las tropas se amotinaron, supuestamente por la elección del lugar de acampada. Es evidente que el problema se resolvió con facilidad, quizá mediante una rápida distribución de las nuevas monedas acuñadas en honor de las legio­ nes. E l intendente de la «expedición de la ciudad», expeditio urbica, Rosio Vítulo, se hallaba ahora al cargo de las «arcas de guerra», arca expeditiona­ lis, lo que demuestra que Septimio seguía cimentando la lealtad de sus tropas mediante desembolsos de dinero.1 E l hecho de que Septimio saliera de Roma por la ruta septentrional indica que viajó al este por tierra. Habría sido arriesgado cruzar de Brun­ disio a Dirraquio y seguir por la vía Egnatia mientras las fuerzas de Niger se hallaban aún en Europa. De hecho, Niger, que al parecer había instala­ do su cuartel general en Bizancio, infligió fuertes bajas a la fuerza de F a ­ bio Cilón en un intento de apoderarse de Perinto. Esta batalla indujo a N iger a hacer publicidad de su victoria en su acuñación y lo llenó de en­ greimiento. Sus seguidores lo denominaron un nuevo Alejandro, según informa Dion. Es obvio que N iger estaba totalmente decidido a combatir por el imperio. Pero era él quien había iniciado las hostilidades. Ahora Septimio podía dar el paso que había evitado hasta entonces. Se pidió al Senado que declarara enemigos públicos a N iger y a Aselio Emiliano. Septimio se hallaba especialmente indignado con Emiliano, con quien ha­ bía contemporizado durante un tiempo antes de aceptar un puesto impor­ tante bajo Niger. A l ser pariente de Clodio Albino, es posible que Septi­ mio hubiera esperado que los apoyara a ellos y no a N iger.2 165

Septimio Severo A pesar del respaldo mostrado a N iger en Roma y del éxito inicial de este en Perinto, Septimio se sentía seguro. Creía en su destino. Aparte de la predicción del astrólogo y de otros augurios, se le había ofrecido un signo mientras se hallaba en Carnunto. E l sacerdote de Júpiter — en el santuario situado fuera de la ciudad— le había comunicado haber visto en sueños a un hombre negro que, tras abrirse paso hasta el campamento de Septimio, había sido matado. Según la interpretación del sueño, el «hom­ bre negro» era Niger. Los oficiales y agentes de Septimio habrían divulga­ do, sin duda, este y otros sueños y vaticinios.3 L a ruta de Septimio hacia el este lo llevó, probablemente, hasta Singiduno (Belgrado), a orillas del Danubio, pasando por Aquilea y el río Sava, y hasta Viminacio aguas abajo del Danubio. Desde allí se habría dirigido hacia el sur, por la vía que llevaba a Naiso (Nis). Antes de llegar a Tracia con su esposa y sus hijos y un fuerte contingente de la nueva guardia, entre otras fuerzas, debió de haber enviado por delante otro ejército formado a partir de las legiones de Panonia, el exercitus Illyricus. E l mando se asignó a T i. Claudio Cándido. Este hombre, probablemente un númida de la re­ gión de Cirta, había iniciado su vida profesional como oficial de caballería al final del reinado de Marco. Tras haber desempeñado una procuraduría a principios de la década del 180, había sido nombrado senador, pero su carrera se había estancado. Uno de los pocos puestos que obtuvo fue el de legado de un procónsul de Asia. Es de suponer que lo mantuvo bajo E m i­ liano y que huyó para unirse a Septimio. En cualquier caso, tenía cierto conocimiento reciente del probable teatro de operaciones.4 En algún momento del viaje de Septimio a Oriente, probablemente poco después de haber llegado a Naiso, su hermano Geta acudió a su en­ cuentro. Septimio «le había dicho que gobernara la provincia que se le había encomendado». Esto podría significar, sencillamente, que se le or­ denó regresar a Mesia Inferior. Más probablemente, Geta fue trasladado a Dacia en sustitución de Polo Terenciano. Su sucesor en Mesia Inferior fue Polieno Áuspice, que estaba en Dalmacia en el momento del golpe. Según \a.HA, Geta «había esperado algo distinto». Algunos han deducido de esta críptica declaración que abrigaba esperanzas de compartir el poder impe­ rial. Es más probable que esperara un mando en el ejército. L a H A recoge, sin duda, la anécdota de Mario Máximo, subordinado de Geta como lega­

La guerra contra Niger

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do de la I Italica — la legión mandada por el propio Geta más de diez años antes— . Quizá Geta no se tomó a bien la perspectiva de que Máximo y otros adquirieran gloria en el combate mientras él permanecía lejos del frente. Máximo había recibido el mando de un cuerpo de ejército reclutado de las legiones de Mesia y la misión de conquistar Bizancio.5 N iger había actuado de la mejor manera para defender la costa de Asia Menor dando el mando a Emiliano. Pero al ver, primero, cómo el ejército de Máximo se disponía a asediarlo en Bizancio y, luego, cómo llegaba Sep­ timio para instalar su cuartel general en Perinto, a menos de 80 k iló ­ metros, comenzó a perder seguridad. Además, es probable que Septimio hubiese dado órdenes de llevar a los hijos de N iger a Perinto. En ese m o­ mento N iger ofreció a Septimio compartir el imperio. L a oferta fue recha­ zada. Septimio estaba dispuesto a perdonar la vida a N iger si se sometía y marchaba al exilio. Pero se negó a perdonar a Em iliano.6 E n otoño, Claudio Cándido llevó el ejército panónico al otro lado del mar de M ármara y derrotó a Emiliano. Este huyó a Cícico intentando, sin duda, encontrarse con N iger en Bizancio, pero fue capturado y ejecutado por Cándido. E l ejército de Em iliano huyó hacia el este, saliendo de la provincia de Asia y adentrándose en Bitinia. Cándido lo persiguió por mar y por tierra. Dos grandes ciudades de Bitinia reaccionaron como era de prever. Nicomedia respondió a la victoria de Septimio cambiando in­ mediatamente de bando y enviándole ofertas de apoyo. Cándido hizo avanzar a sus tropas hasta allí flanqueando al enemigo. Nicea, la rival de Nicomedia, dio la bienvenida al ejército de Niger, quien logró abrirse paso hasta allí desde Bizancio para tomar personalmente el mando.7 Cándido dirigió sus tropas contra Nicea desde el norte. L a batalla se libró en los estrechos que se abren al oeste de la ciudad y conducen hasta Cío, más allá del lago Ascania. Dion ofrece un relato detallado. AI ser natural de Nicea, conocía el terreno y pudo haber escuchado a testigos oculares. Cándido había estacionado sus tropas en un lugar elevado y tuvo la ventaja en un primer momento, aunque la batalla fue confusa. Algunos enemigos disparaban flechas desde barcas situadas en el lago. A l aparecer N iger en persona, los septimianos comenzaron a retroceder. En ese mo­ mento, Cándido dio muestra de unas excepcionales cualidades de lideraz­ go. «Agarró a los portaestandartes y los obligó a dar media vuelta y enea-

Septimio Severo rarse al enemigo, reprendiendo a sus hombres por haber emprendido la huida». Esto salvó el encuentro, y las fuerzas de Niger solo evitaron la destrucción completa gracias a la caída de la noche. L a batalla debió de haberse librado en diciembre o a primeros de enero, a más tardar. Las noticias de la victoria de Septimio llegaron a Roma antes del 3 1 de enero, y para el 13 de febrero Egipto se había pasado a su bando. E l ejército de N iger se retiró y marchó a toda prisa hacia Antioquía.8 Septimio tomó entonces posesión de Asia y de Bitinia. Fabio Cilón fue nombrado gobernador de esta última provincia. Claudio Cándido llevó una parte, al menos, de su victorioso ejército panónico al interior de la provincia de Asia, donde persiguió «por tierra y mar a los enemigos públi­ cos del pueblo de Roma». Claudio Jenofonte, antiguo procurador de M e­ sia y Dacia y subprefecto de la annona fue nombrado procurador de Asia. Aunque no hubo ejecuciones de personajes destacados, excepto la de E m i­ liano, debieron de haberse dictado confiscaciones a gran escala, además de otras penas impuestas a las ciudades que habían apoyado a Niger.9 Las dos victorias habían inducido al ejército de Septimio a aclamar­ lo imperator. Septimio pudo añadir a sus títulos, entre los que se incluía el de pater patriae desde comienzos del 194, el de «lmp. II» y, luego, el de «lmp. III». A diferencia de Pértinax, había permitido que transcurriera al menos un intervalo simbólico antes de aceptar aquella distinción. L a ceca de Roma se apresuró a acuñar nuevas monedas a raíz de cada una de las victorias. Después de Cícico se invocó a los dioses ancestrales de Leptis Magna, los di auspices — Hércules y el Padre Liber— , además de la «vic­ toria del emperador» y el «espíritu del pueblo romano», que aparecieron por primera vez en las acuñaciones romanas. Las victorias de Nicea-Cío generaron reversos en los que se representaba a Marte pacificador y la propia Paz, mientras que Septimio se muestra dando la mano a Júpiter. Roma Eterna figura en las acuñaciones de bronce procedentes de Roma, otra de cuyas emisiones muestra a África, con un tocado de piel de elefan­ te, un león a sus pies y espigas de trigo en el regazo. La especial preemi­ nencia concedida a la provincia en las monedas se debió, sin duda, en par­ te a su importancia en el suministro de cereales a Roma. Pero aquel año y el siguiente, las acuñaciones de Albino presentan reiteradamente a la divi­ nidad africana denominada en latín saeculum frugiferum. En un aureus de

Las provincias orientales y Partia

Septimio Severo especial calidad, este dios se representa sedente con esfinges a ambos lados de su trono y portando un tocado parecido a un fez. L a figura se parece mucho a un relieve púnico del siglo v a. C. hallado en el santuario de Baal Hammón de Adrumeto, ciudad natal de Albino. Esta moneda y las de los di auspices hacen pensar que Septimio, o el director de la ceca, consideró adecuado y deseable proclamar de manera muy concreta el origen africa­ no del augusto y su principal aliado, el césar.10 E n ese momento acababa de llegar un nuevo comandante en jefe del ejército septimiano, Cornelio Anulino. Se hallaba en África como procón­ sul cuando Septimio alcanzó el poder y quizá fue llamado a reunirse con él en Tracia sin haber concluido su año en el cargo. Es probable que Sep­ timio y Anulino se conocieran bien desde hacía veinte años. Anulino era un amigo de confianza al que iba a enriquecer y honrar. N iger había valo­ rado, evidentemente, el rango y el prestigio de Elio Emiliano. Ahora Sep­ timio podía oponer a N iger un hombre de igual categoría.11 Mientras Anulino comenzaba a avanzar a través de Galacia y Capadocia en persecución de N iger, Septimio se quedó, quizá, en Perinto, pero no tardaría mucho en seguirle. L a única etapa cierta de su itinerario es Pru­ sias del Hipo, a unos 95 kilómetros al este de Nicomedia. N iger estaba realizando preparativos frenéticos, fortificando los pasos del Tauro y re­ clutando más soldados. Pero su apoyo iba menguando cada vez más. A la defección de Egipto le siguió la de Arabia: el gobernador de esta provincia era también natural de Perinto. Una de las dos legiones de Palestina, la V I Ferrata, desertó igualmente, e incluso algunas ciudades de la propia Siria mostraron su apoyo a Septimio. Dos de ellas, Laodicea y Tiro, fueron castigadas por Niger. Es posible que Emesa lo abandonara también m u­ cho antes del final de la guerra para pasarse al bando del marido de Julia Dom na.12 Solo Herodiano documenta una batalla librada en uno de los pasos de montaña fortificados por N iger. Su relato parece indicar que los septimianos tomaron el paso en invierno o en primavera, pues habla de una neva­ da. L a batalla decisiva se iba a librar cerca de Iso, donde Alejandro había derrotado a Darío más de quinientos años antes. N iger partió al encuentro del enemigo cuando este penetraba en el golfo de Alejandreta. Dion nos ofrece un relato convincente de cómo se obtuvo la victoria. Los hombres

La guerra contra Niger de Anulino contaron con la ayuda de una fuerte tormenta eléctrica y una lluvia que les llegó por detrás y dio de cara contra el enemigo. Pero el fac­ tor decisivo fue la maniobra de Anulino, que envió a Valerio Valeriano a realizar un movimiento envolvente con la caballería y atacar al enemigo por la retaguardia. Los hombres de N iger estaban ya de retirada con la moral debilitada por la tormenta cuando apareció Valeriano, y quedaron atrapados. Según Dion perdieron a 20.000 hombres. N iger huyó a Antioquía. Anulino le siguió y conquistó la ciudad poco después. N iger tenía, al parecer, la intención de escapar al país de los partos, pero fue apresado en las afueras de la ciudad y asesinado. L e cortaron la cabeza y se la enviaron a Septimio, quien la hizo llegar al ejército que sitiaba Bizancio para indu­ cir a la ciudad a rendirse. (La iniciativa no tuvo efecto). L a derrota y muer­ te de N iger no pudieron haberse producido mucho después de finales de abril.’3 Pescennio N iger sigue siendo necesariamente una figura envuelta en sombras. En el momento de su proclamación como emperador asumió el nombre adicional de «Justus», como para anunciar el propósito principal de su reinado. Pero tuvo pocas oportunidades de hacerlo realidad. Pode­ mos preguntarnos si habría llegado a tener éxito. Dion señala que era de origen ecuestre. En un fragmento de su relato del reinado de Cómodo hay una mención a la fama militar obtenida por N iger junto con Albino en una guerra contra los dacios a comienzos de la década del 180. Dion dice que fue nombrado gobernador de Siria debido a sus cualidades desfavora­ bles — «no se distinguía por nada, ni bueno ni malo»— . En otras palabras, era un personaje gris que pudo ser nombrado sin riesgo para gobernar la provincia clave de Siria durante los confusos últimos años de Cómodo — en especial el 191, cuando el imperio parto se vio sacudido por la guerra civil— . Sus monedas lo retratan con una cabeza alargada y estrecha, labios más bien gruesos y una expresión tensa. Las leyendas y los reversos lo re­ presentan como favorito de numerosos dioses. Herodiano habla con des­ dén de su vanidad — y la anécdota ya citada acerca del «nuevo Alejandro» registrada por Dion parecería confirmarla— . E l autor de la H A , en un preludio franco a su biografía de Niger, observó lo inusual y difícil de la tarea de poner por escrito las vidas de quienes «no pasaron de ser preten­ dientes al trono gracias a las victorias de otras personas». Esto no le disua-

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Septimio Severo

dio de amañar un curioso fárrago con pretensiones de biografía objetiva basada en el delgado sustrato de hechos — el relato de la «presunción de N iger, la batalla en que fue vencido y el castigo que sufrió»— hallados por él en la narración sobre Septimio Severo ofrecida por su fuente.'4 N o sabemos con seguridad cuánto tiempo le costó a Septimio llegar a Siria. A l cabo de más de treinta años, la guarnición de Palmira, en la fron­ tera siria de la localidad de Dura, seguía celebrando anualmente el 2 1 de mayo una victoria de los Severos que pudo haberse producido aquel mis­ mo día del 194, cuando los últimos soldados de N iger capitularon y se confirmó la autoridad de Septimio sobre todo el imperio oriental. Es posible que fuera a raíz de este golpe militar cuando se tomó una decisión que iba a tener una importancia de gran alcance. N iger había es­ tado acuñando moneda de plata con una ley acusadamente inferior a la de cualquier denario romano anterior, más baja incluso que la de los emiti­ dos por Cómodo en los tres últimos años. Las primeras acuñaciones de Septimio en Oriente siguieron su ejemplo. A finales del 194, la ceca de Roma comenzó a emitir denarios de una pureza solo un poco mayor. Pero siguieron siendo considerablemente inferiores en contenido de plata in­ cluso a las últimas emisiones de Cómodo. Septimio se hallaba dispuesto a gastar a lo grande: estaba haciendo lo que hoy designaríamos con la expre­ sión de «imprimir billetes».'5 Septimio aceptó una cuarta aclamación como imperator en honor de Iso. N o obstante, se contuvo y no tomó plena venganza de los senadores que habían apoyado a Niger. Habría sido una necedad actuar así cuando los senadores desafectos disponían de un posible punto de referencia en la persona de Clodio Albino. Dion relata cómo defendió su comportamiento un tal Casio Clemente: «“Y o no os conocía ni a ti ni a N iger” , dijo, “pero como estaba rodeado de seguidores suyos, tenía que prestar atención al presente, no para luchar contra ti sino para deponer a Juliano” ». Septimio «admiró su franqueza» y le permitió conservar la mitad de sus propieda­ des. Es de suponer que los demás hombres eminentes, incluida la mayoría de los gobernadores y legados legionarios del este, lo perdieron todo. Uno de los senadores afectados fue un tal Flavio Atenágoras. Septimio devolvió más tarde a la hija de aquel hombre en forma de dote un millón de sestercios de las propiedades que le habían sido confiscadas.16

La guerra contra Niger

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Un paso importante fue la sustitución de esas personas por otras de designación propia. Están documentados los nombres de algunos de los nuevos gobernadores. Q. Venidio Rufo, pariente de Mario Máximo, que había estado al mando de la legión I Miner via de Bonn, fue destinado a Cilicia. Siria recibió un trato radical — fue dividida en dos— . Celesiria (Siria del norte, o «cóncava»), con las legiones IV Scythica y X V I Flavia, siguió siendo provincia consular; Siria Fenicia, con la II Gallica, pasó a ser gobernada por el legado de la legión. L a capital de la nueva provincia fue T iro, ciudad madre de Cartago y de los fenicios occidentales. T iro obtuvo también el ius Italicum, por el que sus ciudadanos quedaban eximidos del tributo pagado por los provinciales. E l primer gobernador de Fenicia fue T i. Manilio Fusco, que había sido legado de la legión X III Gemina de Dacia. Se distribuyeron premios y castigos entre las demás ciudades que habían adoptado una postura favorable a uno de los dos bandos durante la guerra. Antioquía fue duramente castigada. Septimio tuvo en ese momen­ to la oportunidad de desquitarse de la gente que se había burlado de él cuando era legado legionario. L a ciudad fue despojada por entero de su rango cívico y relegada a la condición de distrito de su rival, Laodicea, que la sustituyó como capital de Celesiria y obtuvo también el ius Italicum. Con otras ciudades se tomaron medidas similares. Se recaudaron fondos a gran escala mediante exacciones «implacables». Es posible que se ocultara su finalidad inmediata. L a gira triunfal de Septimio y Julia por Siria debió de haberles procurado un enorme placer. E l emperador había salido de allí doce años antes destituido de su mando en la legión y obligado a aban­ donar su carrera durante un tiempo. Julia se había marchado hacía sie­ te años para embarcarse rumbo a Lugduno. N o puede haber duda de que en esta ocasión volvió a visitar Emesa y que sus compatriotas emesenos aclamaron a su augusta.'7 Pero Septimio tuvo otros asuntos que organizar durante el resto del año 194. U n número considerable de soldados de N iger se había refugiado al otro lado del Éufrates, y varios gobernantes del norte de Mesopotamia habían mostrado un apoyo activo a Niger. Además, Septimio tenía algu­ nos motivos justificados para actuar más allá de la frontera. Aunque Nísibis se hallaba bastante lejos del Éufrates y a solo 80 kilómetros del Tigris, era dependiente de Roma en cierto sentido — es posible, incluso, que tu­

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viera una guarnición romana simbólica— . Cuando fue atacada por tres pue­ blos que habían prestado ayuda a N iger — los osroenos, los adiabenos y los árabes escenitas— , Septimio aprovechó la oportunidad. Rechazó las afir­ maciones de una embajada que sostenía que el ataque contra Nísibis se había llevado a cabo en interés del emperador contra «soldados partida­ rios de la causa de N iger», y en la primavera del 195 organizó una inva­ sión de Mesopotamia. Dion, la única de las tres fuentes que da algún deta­ lle, se muestra desdeñoso: la invasión se efectuó «por un deseo de gloria» — el mismo motivo que había atribuido a Trajano— . Es posible que este tipo de consideraciones influyeran en la decisión. Después de más de un año de guerra civil, habría sido juicioso obtener algún éxito contra un ene­ migo externo. Además, al no haberse conquistado aún Bizancio, tal vez pareciera prematuro regresar a Occidente. Resultaba oportuno empren­ der una campaña, pues permitiría a las legiones que habían tomado parti­ do por bandos opuestos en tres batallas volver a combatir juntas contra un enemigo común; por otra parte, el imperio parto era débil en ese momen­ to. Pero Septimio había desarrollado ya un plan serio y a largo plazo para llevar más lejos la frontera oriental. Su propia experiencia, adquirida quince años antes como legado de la IV Scythica, pudo haberle inducido a creer que el Eufrates era sumamente inadecuado como línea de defensa. E l momento era propicio. Septimio cruzó la frontera, probablemente, en Zeugm a y su primer objetivo fue Osroene. E l reino fue anexionado y agre­ gado a Celesiria como «subprovincia» con un procurador de finanzas pro­ pio, C. Julio Pacaciano. N o obstante se permitió a su soberano Abgar con­ servar la capital, Edesa, y un pequeño territorio en torno a ella. Es evidente que el rey se congració con Septimio, y más tarde visitó Roma acompañado de un séquito numeroso. Los orígenes de su dinastía se pare­ cían mucho a la de Emesa: ambas provenían de los beduinos del desierto, se habían asentado en un distrito fértil y adoptaron el uso del idioma arameo o del siriaco.'8 Julia se hallaba al lado de Septimio, y el 14 de abril fue honrada con el título d mater castrorum, «madre del campamento». Habían transcurrido exactamente veinte años desde que Marco Aurelio otorgara por primera vez ese mismo título a su esposa Faustina, fallecida en Cilicia menos de un año después. Julia obtendría su título por haber estado por todo el imperio

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durante un cuarto de siglo con Septimio y, luego, con su hijo mayor. A l comienzo de la campaña, Septimio asumió dos nuevos títulos: «Arabicus» y «Adiabenicus». Resulta sorprendente que aparezcan en las acuñaciones cuando aún no se había incrementado el número de sus aclamaciones. D e­ bieron de conmemorar algún gran logro obtenido al comienzo de la cam­ paña — antes de que se libraran combates importantes— . L a respuesta tiene que ser que los árabes y los adiabenos le ofrecieron someterse antes de que Septimio entrara en Mesopotamia. En su forma completa, los títu­ los son «Parthicus Arabicus» y «Parthicus Adiabenus», para resaltar que los pueblos que se habían rendido eran vasallos de los partos. A l parecer, Septimio rechazó el título de Pártico por sí solo para no ofender al rey de Partía. En cualquier caso, no se luchó contra los propios partos. A lo largo del 195 se obtuvieron tres victorias que le valieron sucesivamente los títu­ los de Imperator V, VI y VII. Las monedas muestran a dos cautivos senta­ dos espalda contra espalda sobre escudos redondos, tocados con sombreros puntiagudos y con las manos atadas. Si los árabes y los adiabenos se some­ tieron al comienzo de la campaña, no tardaron en provocar nuevos proble­ mas, pues de lo contrario es difícil que se hubieran librado otras tres bata­ llas. Las victorias se consiguieron, probablemente, con dificultad. E l Senado decretó un triunfo para Septimio. Pero él lo rechazó — «para que no pare­ ciera que celebraba un triunfo por sus victorias en la guerra civil»— . N o obstante, aceptó un arco triunfal. Las situaciones vividas en el desierto, incluida una tormenta de polvo y la falta de agua potable, fueron causa de graves privaciones entre las tro­ pas. Cuando hallaron agua, los soldados la rechazaron hasta que Septimio pidió una copa y la apuró hasta la última gota. Es probable que estuviera familiarizado con los pozos del desierto desde su niñez en Tripolitania. ¿Recordó, tal vez, los problemas sufridos por Catón con el agua potable en su épica marcha a través de la Sírtica tal como se describen en la obra de Lucano? En cualquier caso, Septimio condujo con éxito su ejército hasta Nísibis.'9 E l relato de Dion es demasiado fragmentario como para ser realmente informativo, pero da los nombres de cinco generales. L a primera manio­ bra fuera de Nísibis fue realizada por tres cuerpos de ejército a las órdenes de Claudio Cándido, Laterano y Leto. Resulta sorprendente encontrar a

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Laterano entre ellos. T . Sextio Laterano era miembro de una familia pa­ tricia italiana. Pero no fue el único hombre de esas características que acompañó a Septimio. Loliano Genciano, hijo del patrón de Pértinax, prestaba servicio como comes del emperador. Leto es probablemente el mismo Julio Leto que había dirigido la guardia de avanzada en la marcha sobre Roma. Concluida su misión, «asolar la tierra de los bárbaros y con­ quistar sus ciudades», se lanzó una segunda oleada, comandada esta vez por Cornelio Anulino, Leto y un tal Probo, desconocido por lo demás. E l relato de Herodiano carece, por desgracia, de valor, pues confundió esta campaña con la posterior guerra oriental; y la HA informa acerca de ella en una frase. Una fuente siriaca, la Msiha Zkha, arroja más luz; según ella, Vologeses de Partía había instigado a los osroenos y los adiabenos a suble­ varse contra Roma o atacarla, pero él mismo no pudo tener una participa­ ción activa pues se vio obligado a aplastar una rebelión en Persis y Media. Su ausencia pudo haber sido decisiva.20 Poco después de su primera victoria, Septimio tomó una decisión no­ table. Se proclamó hijo de Marco Aurelio. En la primera acuñación de monedas de bronce que le dio los títulos que conmemoraban sus victorias, un sestercio lo describe como «Hijo del deificado Marco Pío». Este título se repite en un momento posterior de aquel año. A l mismo tiempo, o algo más tarde, tomó otra decisión. E l nombre de su hijo Basiano, entonces de siete años, fue cambiado por el de Marco, y a partir de ese momento se le conoció con los de «M. Aurelius Antoninus». También recibió el título de «Caesar». E l de mater castrorum, asignado en ese momento a Julia, recor­ daba al de la emperatriz de Marco. Se ha propuesto con verosimilitud que al aguacero al que Dion parece atribuir el éxito de Septimio en Iso pudo haber sido exagerado para que formara parte de un plan dirigido a asociar a Septimio con su nuevo «padre». A l fin y al cabo, recordaba los dos m ila­ gros meteorológicos de las guerras del norte de comienzos de la década del 170, conmemoradas de nuevo por aquellas mismas fechas en un flamante mármol de la Columna Aureliana de Roma. De hecho, un fragmento de Dion registra, incluso, un «milagro meteorológico» septentrional que se produjo, supuestamente, mientras Septimio se hallaba en Mesopotamia. Los «escitas» estaban a punto de efectuar una invasión cuando sus tres jefes murieron al caerles unos rayos. Esta noticia debe de referirse a los

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godos, instalados en ese momento a orillas del mar Negro y que comenza­ ban a mirar con avidez el imperio oriental. A l parecer, Septimio hizo que aquel episodio acabara siendo ventajoso para Roma. Pocos años más tarde encontramos a unos godos que prestaban servicio en el ejército de Arabia.21 Su victoria al otro lado del Eufrates indujo a Septimio a instaurar una nueva provincia, Mesopotamia, reviviendo así la efímera creación de T ra ­ jano. Esta vez iba a tratarse de algo permanente, «un bastión para Siria», según afirmó Septimio. Dion se mostró escéptico; en su opinión, el único motivo de Septimio era su «deseo de gloria», y la nueva provincia fue «una sangría para los recursos de Roma». Su capital iba a ser Nísibis, que fue «confiada a un caballero», tal como informa un críptico fragmento de Dion. E l caballero era T i. Claudio Subaciano Áquila: una inscripción de este hombre lo denomina «primer prefecto de Mesopotamia». Los sena­ dores, siguiendo el modelo de Egipto, quedarían excluidos de la nueva provincia, que no tardaría en ser guarnicionada por dos de las nuevas le­ giones de Severo, la I y la III Parthica, las cuales se pusieron así mismo al mando de prefectos del orden ecuestre. Áquila, que fue más tarde prefecto de Egipto, procedía de Pompeyópolis, en Paflagonia.22 Es casi seguro que Septimio había decidido ya romper con Albino. D e­ bía de sentirse absolutamente seguro del resultado final y tal vez dio los pasos oportunos para deshacerse de su aliado temporal. Herodiano anota que Albino «actuaba cada vez más como si fuera emperador» y recibía numerosas cartas de senadores influyentes «que intentaban convencerlo para que marchara a Roma en ausencia de Severo, dedicado a otros asun­ tos». Albino, «que pertenecía a una familia noble y a quien se consideraba persona de buen carácter», era preferido a Septimio por los «aristócratas». Septimio estaba al tanto de estos sucesos, por lo que envió a Britania a sus correos de mayor confianza, quienes tenían que entregar públicamente a Albino unos comunicados y, luego, solicitar una reunión privada para transmitirle «órdenes secretas». Una vez a solas con él, debían darle muer­ te. En caso de fallar aquel plan, se les proporcionó veneno «para que, si se presentaba la ocasión, pudieran convencer a uno de los cocineros o escan­ ciadores de Albino para que le administrara una dosis en secreto». Los consejeros de Albino sospecharon y le advirtieron que se mantuviera en guardia. Se apresó a los correos, que, sometidos a tortura, revelaron sus

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instrucciones. L a H A narra la misma historia en la Vida de Albino, ficticia en su mayor parte. Otros detalles provienen probablemente de la imagina­ ción del propio autor: el número de mensajeros — cinco— y el lugar don­ de solicitaron mantener una reunión privada — un porche distante. Es posible que la historia se diera a conocer como propaganda contra Septimio, quien, a su vez, no tardó mucho, desde luego, en inspirar la aparición de propaganda contra Albino. Fue probablemente entonces cuando se afirmó que Albino había instigado el asesinato de Pértinax. Como la madre de Didio Juliano era originaria de Adrumeto, ciudad na­ tal de Albino, la historia pudo haber parecido verosímil. E l hecho de que el propio Juliano no hubiese participado en el asesinato de Pértinax debió de ignorarse oportunamente.23 Herodiano ha preservado, quizá, algo de lo que ocurrió realmente cuando dice que Septimio no deseaba iniciar las hostilidades contra A lbi­ no. N o obstante tuvo que saber que su autoadopción en la casa de los A ntoninos y el cambio de nombre de su hijo eran acciones cuyo significado no podía escapársele a Albino. N o se trataba ya de la cuestión del título de césar, aceptado por él el 193 y que le daba los derechos sucesorios. En rea­ lidad, Dion dice que Septimio «no iba a concederle ni siquiera el rango de césar». Se hicieron dedicatorias a Septimio en las que se le asignaba un li­ naje divino que se remontaba a Nerva, y de paso se le llamaba «hermano del divinizado Cómodo». Su hijo «Antonino» era ahora su césar. Albino estaba de sobra. E l único recurso que le quedaba a este era lanzar un orda­ go. Durante el año 195 debió de haber enviado tropas a las Galias y es po­ sible que se proclamara emperador. Septimio estaría preparado para aquella maniobra. Algunas de las tropas llevadas al este para la campaña habían emprendido el regreso a Europa antes de que finalizara el verano. Un soldado de la legión X Gem ina de Panonia falleció en Ancira, en C a ­ lada, el 3 de septiembre «cuando volvía de Partia». Debía de formar parte del ejército de Claudio Cándido. E l propio general aparece, quizá, docu­ mentado en una fase anterior de la marcha de regreso, entre Samosata y Melitene. Sobre una cresta elevada con vistas al Nem rud D ag, un hombre llamado Cándido reconstruyó un «altar primigenio» con una estatua de «Zeus, el rey poderoso», siguiendo los «oráculos inmortales de Apolo» — y en unos pasables hexámetros.24

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Los sucesos de occidente no pudieron haber impuesto a Septimio la rápida conclusion de la campaña oriental, que debió de haber sido conce­ bida desde el principio como una guerra punitiva de corta duración. La adopción del linaje antonino y las reivindicaciones dinásticas asociadas a ella, realizadas probablemente en la primavera del 195, fueron un desafío declarado a Albino, que, de ser aceptado, habría hecho necesario el regre­ so de Septimio a Occidente. Sin embargo, no dejó Mesopotamia hasta ha­ ber conocido la caída de Bizancio, noticia que, según Dion, le proporcionó un placer excepcional.25 E l asedio había durado más de dos años, y el detallado relato de Dion se conserva completo — como es natural, resultaba interesante para su epitomizador, Xifilino, cuyos lectores bizantinos del siglo xi debieron de con­ siderar esa parte una de las más entretenidas de toda la obra— . Los bizan­ tinos de finales del siglo 11 eran, evidentemente, gente valerosa y llena de recursos, y la ciudad no cayó en manos del ejército sitiador de Mario Máxi­ mo hasta que la población comenzó a morir de hambre — e, incluso en­ tonces, muchos escaparon en embarcaciones y los demás estuvieron casi a punto de conseguir marcharse— . L a ciudad fue tratada como era de pre­ ver. Sus murallas fueron demolidas, y su rango cívico anulado. Bizancio fue anexionada a la vecina Perinto. Dion, que debió de haber visto la ciu­ dad en su momento de gloria, con «las siete torres que se extendían desde las Puertas de Tracia hasta el mar» y podían transmitir un eco de una a otra, comenta con tristeza lo que observó más tarde. E l lugar «daba la sensación de haber sido conquistado por algún otro pueblo, y no por los romanos».26 Como reconocimiento de la victoria, Septimio fue declarado entonces Imp. VIII. Una inscripción preserva una carta escrita por él a los magistra­ dos, el consejo y el pueblo de Ezani, una ciudad de Frigia en la parte orien­ tal del Asia proconsular. Los ciudadanos le habían enviado el texto de un decreto honorífico: Vuestro decreto me ha permitido comprender claramente el placer que os causa mi éxito y el acceso de mi hijo Marco Aurelio Antonino, con la ayuda de la buena suerte, a las esperanzas de asumir el imperio y ocupar un lugar al lado de su padre. Me agrada que celebréis un festival público y ofrezcáis sacri-

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ficios de acción de gracias a vuestros dioses locales, pues sois una ciudad céle­ bre y valiosa desde antiguo para el Imperio romano. Cuando vi que las noti­ cias de la victoria habían llegado para dar testimonio de mi éxito a una con vuestro decreto, me sentí satisfecho. Os he enviado mi respuesta para que sea colocada junto a vuestros dioses locales... Los títulos de Septimio son los del año 195, excepto por el dato de ser ya imp. VIII. Es evidente que la embajada de Ezani había llegado a Mesopo­ tamia a la vez que las noticias de la toma de Bizancio. L a designación de Imp. V III no se registra en ningún otro documento hasta comienzos del 196. Así, la caída de Bizancio debe situarse en una fecha tardía del 195. E l «ac­ ceso de... Antonino con la ayuda de la buena suerte... a un lugar al lado de su padre» debe de referirse a su designación como césar. E l único testimo­ nio documental directo del 195 que le da ese título, así como los nuevos nombres, proviene de Ulciscia Castra, justo al norte de Aquinco, en Pano­ nia Inferior. Se trata de una dedicatoria a Septimio «Arabicus Adiabenicus» e Imp. V realizada por la guarnición, la I Cohorte de sirios. L a acu­ ñación del 195 no llama aún «césar» a Antonino. Es indudable que los ejércitos danubianos mantenían un estrecho contacto con su emperador.27 E l viaje de vuelta al oeste comenzó enseguida por la ruta tomada el año anterior. Entretanto, en Roma, se obligó al Senado a declarar a Albino enemigo público. E l hecho tuvo lugar, evidentemente, el 15 de diciembre, a juzgar por la referencia de Dion a las «últimas carreras de carros» cele­ bradas antes de las vacaciones. L a constatación de la inminencia de otra guerra civil — lo que solo puede significar que la brecha acababa de abrir­ se— provocó consternación. Los senadores nos mantuvimos en calma [dice Dion], pero el pueblo de Roma mostró sus sentimientos de manera nada oscura. Una enorme multitud se reunió para presenciar las últimas carreras de carros en el Circo Máximo antes de las Saturnales. Cuando concluyeron las seis carreras de carros se pidió si­ lencio y, a continuación, hubo un repentino estallido de aplausos. Se lanzaron gritos y se elevaron plegarias por el bienestar del Estado. Luego, el pueblo comenzó a dirigir llamamientos en voz alta a la diosa Roma invocándola como «reina» e «inmortal» y exclamando: «¿Cuánto tiempo deberemos so­ portar estas cosas?». «¿Y cuánto tiempo seguiremos guerreando?». Tras ha-

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ber voceado otras frases similares, terminaron finalmente, de forma tan re­ pentina como habían comenzado, con el grito de «Basta ya», y dirigieron su atención a las carreras de caballos.28 Dion estaba allí como invitado de uno de los cónsules, que era amigo suyo y atribuyó el comportamiento de la multitud a una «inspiración divina». Es posible que fuera organizado por partidarios de Albino. Dion observó otros augurios: un «gran fuego en el cielo septentrional» y «una lluvia fina, como de plata, que cayó de un cielo claro sobre el foro de Augusto». Adm ite que no fue testigo presencial de la lluvia de plata, pero, «después de haber caído, chapé con ella unas monedas de bronce, que conservaron su aspecto plateado durante tres días, aunque, al cuarto, aquella sustancia había desaparecido». Dion no explica el propio augurio, pero se ha obser­ vado sagazmente que la plata, un metal blanco, podía interpretarse como un símbolo de Albino, cuyo nombre derivaba de albus, «blanco». Y su aparente poder durante tres días concluiría al cuarto.29

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Según Herodiano, Septimio volvió al oeste a toda prisa, con la misma ra­ pidez vertiginosa demostrada por él en las tres campañas. Pero estos co­ mentarios parecen ser historia imaginativa, una ficción. E n realidad, m ar­ chó de forma metódica y tras haberse preparado con gran cuidado. Si la historio del intento fracasado de asesinar a Albino, recogida también por Herodiano y adornada por la H A, es cierta, el adversario de Septimio ha­ bría sido alertado de lo que se le venía encima mucho antes del encuentro final. Y , en cualquier caso, Septimio pudo prever cómo iba a reaccionar su aliado ante la noticia de la transformación de Basiano en «Antonino C é­ sar». Dion expone con claridad el desarrollo de los acontecimientos: «Sep­ timio no estaba dispuesto a seguir dando a Albino ni siquiera el rango de césar... pero Albino buscaba el prestigio imperial». En el año 195, Septi­ mio derogó el acuerdo alcanzado en la primavera del 193. Albino había dejado de ser «césar» — aunque no está claro qué poderes se le habían otor­ gado con aquel nombre, si es que se le había dado alguno— . Septimio afirmaría que «había pensado en designar a Albino como sucesor suyo si le ocurría algo a él», en otras palabras, si fracasaba contra Didio Juliano o N i­ gro. Una vez que se deshizo de ambos, la función de Albino podía cance­ larse. Pero Albino no renunció y se proclamó augusto. A finales del 195 fue declarado «enemigo público».1 Septimio inició su marcha de regreso antes de concluir el año 195. Otros habían ido por delante para asegurar su control sobre Roma, Italia y las provincias del norte; el este y Á frica se hallaban en manos firmes y leales. Podemos registrar algunos nombres. Fabio Cilón se desplazó desde Bitinia, que había gobernado a partir de la victoria de Nicea, para apode­ rarse de Mesia Superior; y parece probable que el emesino Avito Alexiano, 183

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cuñado de Julia y ennoblecido recientemente, fuera nombrado legado de la legión IV Flavia de Singiduno (Belgrado). En la propia Roma, un pa­ riente de Septimio, el implacable Fulvio Plauciano, había sido colocado en el cargo de prefecto de los vigiles a comienzos del verano del año 195. Cán­ dido inició el desplazamiento de su ejército panónico hacia el oeste, y M a­ rio Máximo llevó a sus tropas de Mesia desde la conquistada Bizancio has­ ta el Danubio. Con el enorme ejército de Dacia se formó una tercera fuerza especial a las órdenes de T i. Claudio Claudiano, el antiguo oficial de caballería que había prestado servicio como comandante legionario junto con Geta. Se estaban tomando medidas para reclutar nuevas legio­ nes y completar las filas de las antiguas, en particular en el norte de Italia. En el año 196 se inauguró con la designación de Domicio Dextro, un hom­ bre de confianza, como uno de los dos consules ordinarii. Pronto sería sus­ tituido en su cargo de prefecto de la ciudad por Cornelio Anulino, el gene­ ral más importante de Septimio.2 E n su viaje de vuelta, Septimio se detuvo de nuevo en Perinto, donde dedicó un templo prometido por él durante su primera estancia. Uno de los comandantes legionarios de la reciente campaña, T . Estatilio Bárbaro, fue nombrado gobernador de Tracia. Durante el viaje al oeste, Polieno Auspice, gobernador de Mesia Inferior, saludó a Septimio con un comen­ tario sarcástico sobre su autoadopción en la dinastía antonina: «“T e felici­ to, césar” , dijo, “por haber encontrado un padre” ». Dion explica el chiste de la anécdota: el verdadero padre del emperador era una persona tan poco conocida que parecía que Septimio no lo tenía.3 Después de Perinto solo se documenta una etapa de su viaje. En Vim inacio, a orillas del Danubio, base de la legión V II Claudia, se realizó una ceremonia. L a H A dice que Septimio «nombró césar a su hijo» en aquel lugar «para hacer abandonar a su hermano Geta cualquier esperanza de poder imperial que pudiera haber concebido». E l nuevo Antonino había sido designado ya césar en el este, probablemente en la primavera del 195. Es posible que en Viminacio fuera presentado al ejército; y Geta asistió, sin duda, al acto. Como gobernador de Dacia habría acompañado al exer­ citus Dacicus de Claudio Claudiano a una cita acordada de antemano. Allí, este ejército se habría sumado a las fuerzas reunidas «para acabar con la conspiración gálica». Esta era la expresión con que denominaron a Albino

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y a sus seguidores. Mario Máximo, que dirigía el exercitus Moesiacus, fue, sin duda, testigo ocular y fuente de la anécdota recogida por la HA (un poco embarullada en la transmisión).4 Entretanto, en el Nórico, Claudio Cándido, de camino hacia él oeste con su exercitus Illyricus, tuvo que dedicarse a cazar «enemigos públicos». Albino debía de tener partidarios en esa provincia. E l rival de Septimio comenzaba también a parecer más peligroso en otros lugares. Es probable que hubiese conseguido el apoyo del gobernador de la Hispania Tarraco­ nense, Novio Rufo, y se hubiese apoderado de Lugduno, donde instaló su cuartel general. Novio expulsó al gobernador T . Flavio Secundo Filipiano. Aunque derrotó al gobernador de Germania Inferior, Virio Lupo, fra­ casó en su intento de ocupar Renania. Sus fuerzas pusieron sitio a Tréveris, en la Galia Bélgica, pero la ciudad resistió, defendida por una parte de la legión X X II Primigenia de Maguncia, a las órdenes de su legado Clau­ dio Galo. E l comisariado se confió una vez más a Rosio Vítulo.5 Es evidente que reinaba un clima de confusión, según lo ilustra una anécdota recogida por Dion. Un maestro de escuela llamado Numeriano marchó de Roma a la Galia «fingiendo ser uno de los senadores nombra­ dos por Septimio para reclutar tropas». Tras haber reunido una pequeña fuerza, penetró en la Galia y en una escaramuza mató a algunos soldados de caballería de Albino. Septimio oyó hablar de sus hazañas. Creyendo que se trataba realmente de un senador, le envió un mensaje de felicitación con órdenes de que se aumentaran las fuerzas puestas bajo su mando. A continuación, Numeriano logró recaudar la impresionante suma de seten­ ta millones de sestercios. E l maestro no reveló su identidad hasta después de acabada la guerra — y tras haber pasado el resto de su vida retirado con una pensión del emperador.6 Septimio marchó entonces a Roma escoltado por destacamentos co­ mandados por Fabio Cilón. Unas monedas conmemoran esta «llegada afortunadísima». Otras registran la distribución de donativos y la celebra­ ción de unos espléndidos juegos. E l comportamiento de la plebe urbana en diciembre del año anterior no habría pasado desapercibido. Otras acuña­ ciones ponen de relieve la guerra y la paz — las proezas marciales del em­ perador y la paz que aportaría— . Durante los tres primeros años como emperador, Septimio acuñó no menos de 342 emisiones diferentes. Las

Septimio Severo monedas acuñadas para Antonino hacían publicidad de la «seguridad perpetua» y la «esperanza perpetua» que su proclamación había traído consigo. E l muchacho recibió en ese momento el título tradicional de los herederos al trono: princeps iuventutis J L a mayoría de las monedas de Albino se hacen eco de las de Septimio: Júpiter, portador de la victoria, Marte, Minerva, portadora de la paz, y la propia Paz anuncian su confianza en la inminente lucha. Se honra el «es­ píritu de Lugduno», su capital, pero no se alude a África. Septimio no sentía ya necesidad de declarar la lealtad del ejército, pero las monedas de Albino proclaman lafides legionum. Dos reversos insisten en la clementia y la aequitas de Albino. Ninguna de esas dos cualidades fue reivindicada por Septimio. E l reverso de la aequitas de Albino coincide con uno de Pérti­ nax. Eran cualidades que le valieron a Albino cierto apoyo en el Senado. Algunas acuñaciones siguen dándole el nombre de Sep. o Sept., la forma abreviada de Septimio, que había aparecido en sus monedas de cuando era césar. Es indudable que había adoptado ese nombre en el año 193 como un cumplido a Septimio. ¿Por qué lo conservó? N o parece haber una explica­ ción lógica.8 N o hay datos sobre el tiempo pasado por Septimio en Roma. Durante su estancia en la ciudad hizo una dedicación al «deificado Nerva, su ante­ pasado», el 18 de septiembre. Era el centenario del acceso de N erva al poder. E l Código de Justiniano conserva un gran número de rescriptos del 196. Mientras que del 195 hay solo uno (de comienzos de marzo), junto con otro del 1 de enero y otro más del 30 de junio del 196, los correspon­ dientes al periodo que va del 1 de octubre al 29 de diciembre de este año son diez. Es razonable deducir que el regreso de Septimio generó una avalancha de asuntos legales. O que al menos, mientras estuvo en Roma, Septimio pudo prestarles su atención personal.9 Septimio no pudo haber permanecido mucho tiempo en Roma. Tras marchar de nuevo a Panonia, atravesó el Nórico y Recia y entró en G er­ mania Superior. Desde allí se desplazó con su ejército al sur, hacia L ugd u­ no. Las calzadas de la región por donde sus ejércitos habían pasado aquel año y por las que marchaba ahora él mismo habían sido reparadas el año anterior, una prueba más de que había comenzado a prepararse para la campaña contra Albino durante el 195. Cilón escoltó probablemente a

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Septimio hasta Panonia, donde se quedó como gobernador de la provincia Superior. E l hijo mayor de Septimo se dejó al cuidado de Cilón. Esta tra­ vesía de Panonia fue la ocasión para asegurar el éxito a Septimio mediante una profecía. «Preocupado porque sus generales habían sido derrotados por los albinianos [esta frase debe de referirse a la derrota de Lupo], supo por los augures de Panonia que sería vencedor y que su adversario no ac­ cedería al poder ni escaparía, sino que perecería junto al agua».10 Dion refiere que, en el momento del encuentro decisivo, se enfrentaron 150.000 hombres. Albino tenía a su disposición el mayor ejército, sin duda, de las provincias del imperio. A l menos, a mediados del siglo 11, época para la que se pueden realizar cálculos detallados, la guarnición de Britania contaba con unos 35.000 soldados auxiliares, incluidos casi 10.000 de caba­ llería, además de sus tres legiones. Es difícil saber con seguridad si a lo largo del medio siglo siguiente se habían retirado algunos de los auxilia. Pero Marco Aurelio había enviado a 5.500 sármatas a Britania, donde en la década del 180 se había librado una guerra importante contra los caledonios, por lo que el ejército británico ascendía todavía, muy probable­ mente, a más de 50.000 hombres. N o hay duda de que Albino se aseguró de que las tribus del norte, que se habían rendido a Ulpio Marcelo en el año 184, mantuvieran la paz, pero debió de haber dejado tras de sí una guarnición fija cuando embarcó su fuerza expedicionaria para llevarla al otro lado del canal de la Mancha. Es improbable que su fuerza británica en la Galia sumara más de cuarenta mil hombres. Quizá esperaba el apoyo de la V II Gemina, la legión hispana, y los modestos auxilia de la península. Se puede dudar de que su aliado Novio Rufo, gobernador de la Tarraconen­ se, fuera capaz de proporcionar lo que se esperaba de él. Por lo demás, es seguro que reclutó cohortes y alae adicionales, y quizá alguna legión, en las Galias. Pero es difícil que tuviera tiempo de hacerlas eficientes. Fin al­ mente podía contar con la única cohorte urbana de Lugduno, un contin­ gente de 500 hombres destacado de la guarnición de Roma para patrullar la metrópoli gala." Septimio, en cambio, podía apoyarse en todas las fuerzas del imperio, excepto las de Britania e Hispania. Los ejércitos del Rin y el Danubio constituían por sí solos una fuerza de 200.000 hombres. Septimio tenía también sus nuevas legiones — una de las cuales guardaba los Alpes Co-

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tios— y a los pretorianos. Según atestiguan las inscripciones de Cándido, Claudio Claudiano y Mario Máximo, los ejércitos del Danubio y los Bal­ canes iban a ser, una vez más, los que soportasen la violencia principal del combate. Los ejércitos del Rin, superados ya en el enfrentamiento inicial del 196, recibieron probablemente el encargo de cortar cualquier intento de retirada de los albinianos hacia los puertos del canal de la Mancha.12 Cuando Septimio entró en la Galia desde Germania Superior, a co­ mienzos del 197, era aún invierno. E l primer choque se produjo en Tinurcio (Tournous), a 95 kilómetros al norte de Lugduno. Es evidente que Albino intentaba cortar el paso a los atacantes. Pero sus fuerzas se vieron obligadas a retroceder al sur hasta las afueras del propio Lugduno, donde, el 19 de febrero, se libró la batalla final. A l principio, el ala izquierda de Albino fue derrotada y se retiró huyendo a su campamento. Pero, luego, los septimianos cayeron en una trampa. Los albinianos habían excavado una serie de pozos ocultos — los llamados lilia, para cuya realización debía de estar adiestrado el ejército de Britania por su experiencia en la frontera del norte^— , y los septimianos fueron atraídos a ellos mediante una retira­ da fingida. E l propio Septimio se presentó a caballo acompañado de los pretorianos, pero, en vez de remediar la situación, se encontró él mismo en una dificultad extrema y fue arrojado de su cabalgadura. Luego, «arran­ cándose la capa de montar y desenvainando la espada», se lanzó tras sus soldados que se retiraban y despertó en ellos sentimientos de vergüenza que les indujeron a resistir. Esta fue, al menos, la versión oficial. Según Herodiano, se limitó a huir con los demás y se deshizo de la capa de color púrpura que revelaba su identidad. En ese momento crítico, mientras las tropas de Britania que los perseguían entonaban ya el canto de victoria, Leto, el general de Septimio, apareció con la caballería y derrotó a los albinianos. Más tarde se supo — o así se dijo— que se había mantenido a la expectativa para ver qué bando ganaba y tomar luego una decisión, con la esperanza de que m urieran ambos líderes y poder obtener el trono para sí.'3 Las tropas de Albino fueron perseguidas hasta el interior de L u gd u ­ no, que fue saqueada e incendiada por el ejército vencedor. E l propio Albino quedó atrapado en una casa junto al Ródano y se suicidó. Su cuer­ po fue presentado a Septimio, quien, según Dion, «se deleitó contem-

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piándolo». L a versión de la H A es que a Albino le quedaba aún algo de vida cuando lo llevaron a presencia de Septimio y que de ese modo se cumplió la profecía de los augures de Panonia. Le cortaron la cabeza y la enviaron a Roma. L a H A añade que «el cadáver fue depositado, por or­ den de Severo, delante de su propia casa para que quedase expuesto a la vista de la gente durante largo tiempo. Además, él mismo pasó con su caballo por encima del cadáver, y cuando el animal respingó, él le habló y aflojó las riendas para que lo pisoteara con decisión». Finalmente, el cuerpo de Albino fue arrojado al Ródano junto con los de su m ujer y sus hijos, que habían sido asesinados. L a HA relata que los cuerpos de los senadores que habían luchado en el bando de Albino fueron mutilados por orden de Septimio.14 A partir de ese momento hubo que tomar una serie de medidas de ca­ rácter administrativo. Claudio Cándido fue enviado a Hispania como gobernador de la Tarraconense con la misión añadida de dar caza a los partidarios de Albino. Era una tarea para la que le habían cualificado am ­ pliamente otras operaciones similares realizadas en Asia y el Nórico. N o ­ vio Rufo, que había sido gobernador desde el año 192, por lo menos, fue condenado a muerte. Pero la legión V II Gemina debió de haber cambiado de bando, o al menos no consiguió unirse a Albino. Fue recompensada con el título depia, «leal». En Hispania y la Galia se ejecutó a un gran número de miembros de las aristocracias locales. Es evidente que habían prestado apoyo económico a Albino. Se les confiscaron sus fincas, y en la Hispania meridional una gran parte de la producción de aceite de oliva fue a parar a manos del Estado. En la Galia, las fábricas de terra sigillata, la cerámica samia, fueron destruidas o dejaron de producir cuando sus dueños fue­ ron ejecutados y sus propiedades confiscadas. El aristócrata Loliano Genciano, partidario de Septimio, fue nombrado gobernador de la L u g ­ dunense con poder para realizar un nuevo censo — necesitado con u r­ gencia.15 Estos territorios no fueron las únicas partes afectadas del imperio. E l procurador Claudio Jenofonte regresó a Occidente desde Asia para ser procurator ad bona cogenda in Africa, «para confiscar en África los bienes de los condenados». Albino había tenido aliados en su provincia natal, aun­ que menos poderosos que los de Septimio. Más tarde hallamos a tres pro­

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curadores realizando la tarea de administrar esas propiedades, evidente­ mente en Roma. Septimio iba a llevar a cabo una purga drástica del Senado tras su regreso de Lugduno a la capital.16 En primer lugar se adoptaron medidas urgentes en el noroeste. Mario Máximo fue nombrado gobernador de Bélgica; y Valerio Pudente, de Germania Inferior en sustitución de Virio Lupo, que pasó a ser goberna­ dor de Britania. Las legiones británicas derrotadas fueron enviadas de vuelta, muy reforzadas, sin duda, con personal nuevo, necesario para re­ componer las pérdidas — y la lealtad— . Lupo se enfrentaba a una situa­ ción aterradora. E n ausencia de la guarnición romana, la parte septentrio­ nal de la provincia había sido saqueada por los meatas, a quienes se unieron, probablemente, otras tribus cercanas al Muro de Adriano y algu­ nos brigantes residentes en la provincia. L a destrucción provocada no fue, ni mucho menos, total, pero sí debió de haber sido grave; y, además, ha­ bían tomado cautivos. Lupo se vio obligado a sobornar a los meatas, que en el momento de su llegada estaban a punto de hacer intervenir a los caledonios; estos «no habían mantenido sus promesas», relata un extracto de Dion, «y se disponían a ayudar a los meatas ... Lupo se vio obligado a en­ tregar a los meatas una gran suma de dinero a cambio de la paz y recibió unos pocos prisioneros». Las inscripciones muestran a Lupo en tareas de reconstrucción en el norte; pero, de momento, Britania era un teatro de operaciones secundario.’7 Septimio no fue directamente a Roma. A l parecer viajó una vez más a través de Germania y Panonia. En Germania comparecieron ante él en­ viados del Senado que le transmitieron, sin duda, felicitaciones y declara­ ciones de lealtad. Uno de ellos era un joven de Cirta, en Num idia, de don­ de habían salido ya tantos secuaces de Septimio. L a elección de aquella persona por parte del Senado tuvo, sin duda, carácter, político. L a embaja­ da marchó hasta Panonia para llevar mensajes de carácter similar a Anto­ nino. Mientras se hallaba en Germania, Septimio ordenó a Claudio Galo, el meritorio legado de la legión X X II Primigenia, y a otro númida que formaran un cuerpo de ejército con soldados de las cuatro legiones germ a­ nas y partieran con él hacia el este. Leto, el hombre que había salvado el enfrentamiento de Lugduno, fue enviado probablemente a toda prisa a Mesopotamia. Septimio debía de haber recibido informaciones — que no

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pudieron haberle sorprendido— de que los partos habían lanzado una invasión.18 E l Senado aguardaba el regreso de Septimio con justificada preocupa­ ción. Quienes habían tenido algún trato con Albino debían de estar tem­ blando — Septimio se había adueñado de la correspondencia de Albino— . L a plebe y el Senado salieron una vez más a darle la bienvenida con ramas de laurel, como ya lo habían hecho cuatro años antes. E l volvió a ofrecer un sacrificio en el templo de Júpiter Capitolino y marchó al palacio. Su primer discurso ante el Senado provocó consternación y terror. Septimio pidió en ese momento la deificación formal de Cómodo, de quien se lla­ maba constantemente «hermano», además de denominarse «hijo de M ar­ co». N o obstante, es improbable que realizara los ampulosos y complejos ritos celebrados en honor de Pértinax en el año 193. E l emperador elogió abiertamente la severidad y crueldad de Sila, Mario y Augusto, y criticó a Pompeyo y César por su clemencia (la cualidad reivindicada precisamente para sí por Albino en sus acuñaciones). Defendió el carácter de Cómodo y atacó al Senado por deshonrarlo sin justificación, pues muchos de los sena­ dores llevaban vidas peores. En efecto, fue una desgracia que diera muerte a fieras salvajes con sus propias manos, aunque hace solo un día uno de vosotros, consular y anciano, retozó en público en Ostia con una prostituta que imitaba a un leopardo. ¿Combatió Cómodo como gladiador, por Júpiter? ¿Y acaso no ha luchado como tal nin­ guno de vosotros? De no haber sido así, ¿cómo es que algunos habéis compra­ do escudos y esos famosos cascos dorados? En el momento en que pronunciaba este discurso se hallaban detenidos 64 de los 600 miembros del Senado. D e estos, 35 fueron liberados a con­ tinuación, pero los 29 restantes fueron ejecutados. Entre ellos habían al­ gunos nombres famosos, como Sulpiciano, suegro de Pértinax, y Erucio Claro, uno de los cónsules del año 193. A Claro se le había ofrecido el indulto si actuaba como informante. E l senador prefirió la muerte. N o fue difícil encontrar a otro hombre que desempeñara esa función a cam­ bio de la vida, pero se le obligó a someterse a tormentos para poder veri­ ficar sus datos.19

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Un pasaje llamativo de Dion transmite bien el clima reinante en Roma tanto antes como después de la batalla de Lugduno. Todo el mundo hacía cuanto podía para fingir lealtad, pero lo repentino de las noticias solía pi­ llar a la gente con la guardia baja y sus caras revelaban sus verdaderos sentimientos. «Y como algunos exageraban su disimulo, eran reconocidos con más facilidad». Resultó irónico que uno de los senadores ejecutados fuera Julio Solón. Cuatro años antes había presentado el decreto del Sena­ do por el que el emperador no debía condenar a muerte a sus iguales sin un juicio. E l análisis de los nombres de los senadores ejecutados revela que más de un tercio estaban estrechamente vinculados por su nacimiento o sus propiedades al Africa proconsular, mientras que otros tenían lazos con la Galia e Hispania.20 Una consecuencia natural de aquella purga implacable fue el ingreso de importantes fondos en la hacienda pública. Y a hemos mencionado a los procuradores nombrados especialmente para administrar las posesiones de los proscritos. Otro paso más de carácter permanente fue el que se dio con la transformación del erario privado (res privata o ratio privata). Sus actuaciones se ampliaron considerablemente mediante la instalación de oficinas regionales por toda Italia. E n ese momento se encomendó al si­ niestro Aquilio Félix la tarea especial de revisar las listas de caballeros ro­ manos. Los cambios necesarios tuvieron que ser muy numerosos — unos sesenta equites, o más, debían de haber prestado servicio como oficiales en el ejército británico a las órdenes de Albino— . Es probable que pocos de ellos conservaran su rango, aunque se les hubiese perdonado la vida. Aquella afluencia de fondos, unida a la depreciación de la moneda de pla­ ta, permitió a Septimio otorgar al ejército un importante aumento de la paga, el primero, de hecho, durante más de un siglo. E l emperador hizo también una concesión espectacular respecto a las condiciones de servicio: por primera vez desde los tiempos de Augusto se permitió a los soldados contraer matrimonio. L a lealtad del ejército imperial en pleno a él y a su dinastía estaba garantizada.21 E l 8 de junio del 197, tres soldados de caballería de la guardia de la casa imperial (equites singulares Augusti) celebraron «el regreso de la unidad» — procedente, sin duda, de la campaña de la Galia— con una dedicatoria a «Hércules invicto y a los demás dioses y diosas» por la seguridad de Sep-

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timio, Antonino y C. Fulvio Plauciano, prefecto de la guardia. Plauciano llevaba también el título de clarissimus vir, «excelentísmo», y, por tanto, se le había otorgado el rango honorario de senador. Aquel pariente enérgico y voluntarioso de Septimio había estado a su lado durante la mayor parte de los últimos cuatro años.22 Antonino recibía ahora a menudo el calificativo de imperator destinatus, «emperador designado», y al mismo tiempo fue cooptado para formar parte de los grandes colegios sacerdotales. Septimio esperaba el momento propicio para hacer de su hijo su colega en todos los sentidos. Se tomaron medidas para garantizar el favor de la plebe romana mediante más juegos espléndidos y nuevas distribuciones de dádivas. Luego, Septimio marchó a emprender su segunda guerra contra los enemigos orientales de Roma.23

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En esta ocasión, Septimio marchó al este por mar. T ras subir a bordo en Brundisio, navegó directamente hasta Asia Menor, desembarcó proba­ blemente en el puerto cilicio de Egeas y terminó el viaje a Siria por vía te­ rrestre. E l grueso de la fuerza expedicionaria, incluidas dos de las nuevas legiones, había sido enviado por delante. L a otra nueva legión, la II Parthi­ ca, fue dejada en Italia, acuartelada en una nueva fortaleza situada a 20 k i­ lómetros al sur de Roma, en Alba, en la vía Apia. Este contingente, junto con una parte de la guardia y otros componentes de la guarnición ampliada de Roma, sería una garantía suficiente contra posibles problemas durante la ausencia del emperador. A la II Parthica se le asignó un comandante de rango ecuestre, y no senatorial, como en las otras legiones. Anulino, amigo de Septimio, era el prefecto de la ciudad. Otros compañeros estrechamente vinculados a Septimio ocupaban puestos estratégicos. Fabio Cilón gobernó la provincia clave de Panonia Superior durante todo el periodo de su au­ sencia; Geta siguió siendo gobernador de Dacia; y una elevada proporción de las demás provincias militares fueron confiadas a hombres de origen africano o relacionados con África. Septimio iba a permanecer cinco años fuera de Roma. N o hay indicios de que durante este periodo se produjera ningún disturbio.1 Septimio estaba acompañado por Julia y sus hijos y por su pariente Plauciano, el prefecto de la guardia. A l llegar a Siria pasó inmediatamente revista a sus fuerzas y cruzó el Éufrates. Abgar de Edesa le entregó a sus hijos como rehenes y le proporcionó arqueros, y el rey de Armenia, te­ miendo ser atacado, le envió igualmente rehenes, dinero y regalos a cam­ bio de que se reconociera su condición mediante un tratado. Septimio si­ guió hasta Nísibis, que Julio Leto había logrado rescatar. Los partos se

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retiraron antes de la llegada de Septimio. Aquellos éxitos pudieron haber­ le inducido a aceptar una nueva aclamación como emperador, la décima, antes de regresar a Siria con el fin de prepararse para una empresa mucho más ambiciosa.2 Su plan era ahora atacar en persona la propia capital de Partía, a dife­ rencia de lo que había hecho treinta años antes Lucio Vero, que se había quedado en Siria mientras sus generales, sobre todo el sirio Avidio Casio, llevaban los ejércitos romanos hasta el Tigris. Septimio construyó una flo­ ta en el Eufrates y comenzó a trasladar sus fuerzas al sur una vez conclui­ do el verano, probablemente a finales de septiembre. Iba acompañado por un hermano del rey de Partía. L a disensión surgida en el imperio parto le brindaba una oportunidad ideal para neutralizar de una vez por todas al principal enemigo de Roma en el este. Babilonia, que de todos modos era una ciudad despoblada en gran medida, había sido abandonada por el enemigo cuando las fuerzas de Septimio llegaron a ella. Siguieron adelan­ te hasta el Tigris y encontraron igualmente indefensa la ciudad de Seleucia, grande en otros tiempos y arruinada por las tropas de Casio en el 165. A l otro lado del río se alzaba Ctesifonte, la capital del reino. L a fecha exac­ ta de llegada del ejército romano a este punto no está clara, pero la resis­ tencia de los partos fue mínima. E l rey escapó, y Septimio no se molestó en perseguirlo. Ctesifonte fue saqueada y desvalijada: «Se dio muerte a un enorme número de personas — dice Dion— y se tomaron 100.000 prisio­ neros». Herodiano añade que «se apoderaron del tesoro real y de todas las joyas y objetos de valor del monarca».3 E l 28 de enero del 198, Septimio proclamó que había conquistado Par­ tía y asumió el título ostentado por primera vez por Trajano: «Parthicus Maximus». L a fecha fue elegida cuidadosamente; coincidía exactamente con el centenario del acceso de Trajano al trono. Ahora Septimio era igual al «mejor de los emperadores», de quien afirmaba ser tataranieto. Aquel mismo día confirió a su hijo mayor, de nueve años, el título de augusto y el rango de coemperador, para el que había sido designado de forma clara el año anterior. Su hijo menor, Geta, recibió el nombre de césar. Septimio seguía una vez más el ejemplo de Marco Aurelio, el primero en tomar un colega coemperador; y lo había imitado anteriormente al hacer a su esposa mater castrorum.

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N o está claro si en el momento de su partida, el otoño anterior, tenía la intención de anexionarse todo el territorio que se extendía entre los dos ríos hasta el golfo Pérsico. Trajano lo había intentado y había fracasado. Dion da a entender que partió de Roma «como si su único propósito hu­ biera sido el del saqueo», pero que su verdadero motivo para abandonar Ctesifonte fue la «falta de suministros» y una información militar inade­ cuada: un «desconocimiento del país». Septimio se llevó al ejército de vuelta por una ruta diferente, remontando el río Tigris. Pero tenía un objetivo militar adicional: Hatra, la gran ciudad del desierto. A l igual que Edesa, Palmira y — en otros tiempos— Emesa, Hatra era una ciudad ára­ be de la ruta de las caravanas, con unas poderosas fuerzas militares pro­ pias. Su soberano, Barsemio, había ofrecido apoyo a N iger y no había sido castigado todavía. Si no actuaban contra él, podría obstaculizar el paso de los soldados romanos a lo largo del Tigris. Además, Trajano no había conseguido tomar la ciudad. Herodiano parece creer, de hecho, que el ob­ jetivo primordial de toda la expedición era apoderarse de Hatra, y sitúa su asedio antes del ataque a Ctesifonte. Dion estaba mucho mejor informado, a pesar de que su exposición, tal como la ha preservado Xifílino, es hostil. Solo Dion revela que Septimio atacó Hatra en dos ocasiones. E l primer intento, realizado probablemente en febrero o marzo del 198, poco des­ pués de que el ejército invasor saliera de Ctesifonte, es desestimado tajan­ temente como un fracaso: Septimio «cruzó Mesopotamia hasta Hatra, que no se hallaba muy distante, pero no logró nada; de hecho, sus máquinas de asedio fueron incendiadas; murió un gran número de soldados, y muchos más fueron heridos». Septimio se retiró y marchó a otro lugar.·1 Durante el asedio se produjeron dos episodios desagradables. Alguien oyó por casualidad a Julio Crispo, un tribuno de la guardia, citar unos versos de Virgilio que expresaban la indignación del ejército ante el apa­ rente sinsentido del asedio. El tribuno fue denunciado a Septimio y ejecu­ tado; y el informante, añade Dion, un soldado llamado Valerio, fue nom­ brado para sustituir a Crispo en el tribunado. E l segundo episodio fue mucho más grave; esta vez, la víctima fue Julio Leto, que había acompa­ ñado a Septimio en la marcha sobre Roma, había prestado servicio en M e­ sopotamia en el año 195, había obtenido la victoria en Lugduno en el 197 y había marchado de allí a toda prisa para rescatar Nísibis del ataque de

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los partos aquel mismo año. Leto se había hecho popular entre los solda­ dos. Dion dice que se negaban a luchar a menos que Leto los capitaneara. Tras su muerte se hizo correr, sin duda, el rumor de que había planeado apoderarse del trono en Lugduno y había retenido a sus hombres delibe­ radamente. Es de suponer que Leto había permanecido al lado de Septi­ mio en calidad de comes tras la liberación de Nísibis el otoño anterior, pero no se le había dado mando en la tropa. Septimio se ganó la antipatía de su ejército e intentó eludir la responsabilidad. De hecho, es muy posible que la iniciativa del acto proviniera de Plauciano, quien, según la HA, se halla­ ba ocupado en ese momento en capturar a los partidarios supervivientes de Niger. Varios compañeros próximos de Septimio perdieron la vida. Otra víctima destacada, en ese momento o poco después, fue Claudio Cán­ dido, cuyos nombres fueron borrados del pedestal de una estatua erigida en su honor en Tarraco. Plauciano no podía tolerar ningún rival y había adelantado mucho en su objetivo de crearse una posición de poder incom­ parable. Pero, además, podía explotar las supersticiones de Septimio. La H A informa también de que «se dio muerte a muchos que habían consul­ tado a astrólogos o profetas sobre su supervivencia»; «cualquiera que pa­ reciese capaz de ser emperador» resultaba especialmente sospechoso.5 T ras mencionar la muerte de Leto, la H A inserta, de manera un tanto incongruente a primera vista (sin duda porque el autor abrevió su fuente drásticamente), una anécdota acerca de Octavila, la hermana de Septimio. «Su hermana, mujer de Leptis, fue a verlo. Apenas sabía hablar latín, y el emperador sintió una gran vergüenza por ella. Septimio concedió el latus clavus al hijo de su hermana, entregó a esta numerosos presentes y le orde­ nó que volviera a casa [probablemente a Leptis] junto con su hijo, que murió poco después». N o hay un nexo obvio con lo que en la H A precede o sigue a esta anécdota; es de suponer que su fuente habría proporcionado el contexto. Para entonces, Septimio se hallaba, sin duda, de vuelta en el norte, quizá en Nísibis o en Siria. E l hecho de que el hijo de su hermana hubiera de recibir el rango senatorial indica que el marido de Octavila no era senador. Es posible que se hallase prestando servicio en el este, quizá como procurador. A l morir la propia Octavila antes de Septimio, fue con­ memorada con el título de clarissimae memoriae fem ina, lo que indica que, para entonces, su marido había sido nombrado senador. E l mal latín de

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Octavila se interpreta, en general, en el sentido de que estaba más acos­ tumbrada a hablar púnico; es posible que su marido fuera de lengua grie­ ga y que el latín de su mujer se hubiese oxidado por falta de práctica.6 Durante la primavera y el verano del 198, Septimio debió de haber dedicado su atención a reorganizar las fronteras orientales. En Mesopota­ mia, la legión I Parthica fue estacionada en Singara, cerca del Tigris, y la III Parthica en Rhesaina, en el oeste de la provincia.7 E l fracaso de Hatra seguía doliendo. L a ciudad se hallaba a solo algo más de 100 kilómetros de la nueva frontera, a lo largo del Yébel Sinyar, y era el único lugar fortificado entre los dos ríos no sometido directamente al control de Roma. Las provincias orientales estaban ahora más guarni­ cionadas que nunca, y una poderosa fuerza expedicionaria reclutada de los ejércitos danubianos y la guardia de Septimio seguía todavía al lado de este. E l emperador contaba con los servicios del ingeniero Prisco, que ha­ bía contribuido considerablemente a frustrar las fuerzas sitiadoras de M a­ rio Máximo en Bizancio antes de la rendición de la ciudad (Dion señala con cierto orgullo que aquel hombre era compatriota suyo, de Nicea). Sep­ timio no pudo resistirse a realizar un nuevo intento. Pero Hatra estaba defendida por una colosal muralla doble de 6,5 kilómetros de perímetro. A pesar de los imponentes preparativos de Septimio — Dion habla de gran­ des suministros de comida y muchas máquinas de asedio— , el segundo ataque contra Hatra fue también, por lo visto, un fracaso. Septimio «per­ dió una gran cantidad de dinero — escribe Dion— y todas sus máquinas, excepto las construidas por Prisco, además, también, de muchos hombres. Un número considerable pereció mientras forrajeaba, debido a los ataques rápidos y violentos de la caballería bárbara (quiero decir, la de los árabes). Los arcos de largo alcance de los habitantes de Hatra fueron igualmente efectivos, al igual que su artillería». Los defensores utilizaron petróleo bi­ tuminoso para incendiar las máquinas de asedio romanas. Septimio observaba el proceso desde una tribuna elevada. Los romanos atravesaron el muro exterior de tierra y estaban preparados para seguir atacando, pero Septimio ordenó que se tocara a retirada esperando que los defensores árabes solicitaran la paz para evitar ser capturados y esclaviza­ dos. Dion dirige la atención del lector hacia la gran riqueza del templo del dios Sol, dando a entender que los defensores estarían dispuestos a aceptar

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condiciones antes que verlo destruido. Sin embargo, durante la noche, re­ construyeron la brecha abierta en el muro exterior y Septimio se vio obli­ gado a reanudar el asalto. En ese momento, según Dion, los soldados eu­ ropeos, furiosos porque se les había obligado a retirarse el día anterior, se negaron a obedecer las órdenes. Los sirios, enviados contra la ciudad, fue­ ron barridos. «Uno de los oficiales de Septimio dijo al emperador que podía rematar la tarea si disponía de solo 550 soldados europeos. “ ¿Dónde podría conseguir tantos?” , respondió Septimio de modo que lo oyeran to­ dos, refiriéndose a la desobediencia de los soldados». Cuando solo habían transcurrido veinte días desde el inicio del segundo asedio, Septimio «dejó Hatra y marchó a Palestina», concluye Dion.8 A pesar de la impresión desfavorable transmitida por Dion, es posible que Septimio consiguiera su principal objetivo en Hatras: el sometimiento del rey Barsemio. A l parecer, reivindicó aquella operación como la culmi­ nación de su campaña en Partia, y es muy posible que lograra imponer a la ciudad la presencia de una guarnición romana. L a IX Cohorte de moros se hallaba estacionada allí unas décadas más tarde; pudo haber sido insta­ lada poco después de la marcha aparentemente abrupta de Septimio.9 Las fuentes hablan muy poco de las actividades de Septimio durante los meses siguientes, mientras permaneció en el este. L a versión de Dion ofre­ cida por Xifilino salta de Hatra, en el otoño o el invierno del 198, a la en­ trada de Septimio en Egipto pasando por Palestina, el año siguiente. Otro extractador de Dion alude a la llegada de Septim io «a Arabia desde Siria, y también a Palestina». Es bastante claro que habría necesitado pasar más tiempo en Siria, dividida entonces en dos provincias: Celesiria, en el norte, con dos legiones, en Samosata y en Zeugm a — la IV Scythica, comandada por él en el pasado, se había dedicado en los últimos años a la tarea de re­ forzar los vínculos militares con la nueva provincia de Osroene— , y Siria Fenicia, en el sur, gobernada por el legado de la III Gallica en Rafaneas, cuya ciudad principal, T iro, había sido ascendida al rango de «colonia». Dos sirios eminentes, ambos juristas distinguidos, debieron de haber obte­ nido para entonces cargos de influencia. Domicio Ulpiano, de Tiro, el más joven de los dos, ocupaba, tal vez, en esa fase un puesto de menor categoría. Em ilio Papiniano, pariente de Julia, desempeñaba quizá ya el poderoso cargo de a libellis, jefe del despacho de demandas. Es posible que fuera en

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esta visita a Siria cuando Septimio consultó de nuevo los oráculos de Zeus Belos de Apamea, que le habían prometido la grandeza cuando era legado legionario. En esta ocasión, escribe Dion, la respuesta del dios fue una cita de Eurípides: «Toda tu familia se cubrirá de sangre». L a propia ciudad de Apamea quedó vinculada entonces a la familia imperial. Julia Soemias, una de las dos hijas menores de Mesa, hermana de Julia Domna, estaba casada con un joven de aquella localidad, Sex. Vario Marcelo, elegido subprocurador. E l marido de Mesa, Julio Avito Alexiano, nombrado sena­ dor por Septimio, era probablemente gobernador de la lejana Recia en ese momento y no tardaría en ser designado cónsul. Pero sus yernos, Marcelo y Gesio Marciano, de Arca, otra ciudad del sur de Siria, el último marido de Julia Mamea, no pasaron del orden ecuestre.10 Fueran cuales fuesen las actividades de Septimio en estos territorios durante los años 198-199, parece claro que reorganizó las fronteras. A lgu­ nas partes del sur de la Siria Fenicia fueron desgajadas y anexionadas a Arabia. Esta provincia, visitada por el emperador, según indica un frag­ mento de Dion, fue reforzada considerablemente: se ha identificado un auge en las construcciones militares durante esa época. Las piedras milia­ rias atestiguan que se realizaron trabajos a lo largo de la vía Trajana, la gran ruta principal que iba de norte a sur. Más allá se construyó una cade­ na de fortines para controlar el Uadi Sirhan, la depresión de 480 kilóme­ tros desde Basie (Qasr al Azraq, en Jordania) hasta Dumata (Yawf, en Arabia Saudí), puerta de Roma al Golfo Pérsico. E l emperador, nacido al borde del Sáhara, hacía cuanto podía para ampliar y consolidar el control romano sobre los desiertos orientales en una extensión inmensa. Se puede sostener que él y su esposa tuvieron una visión más aguda de la importan­ cia de las fronteras orientales y una percepción más sagaz de cómo debían ser controladas que cualquier otro soberano romano del pasado. En cuan­ to a Siria, dividida ahora en dos provincias, se produjo cierto repliegue de la fuerza legionaria de Celesiria. Las dos legiones de Samosata y Zeugma, a orillas del Éufrates, no se hallaban ya en la frontera y estaban protegidas por las nuevas provincias de Osroene y Mesopotamia. N o se tardó en asig­ nar destacamentos de ambas a Dura, situada lejos, aguas abajo del río. L a propia Dura, que no había sido anexionada al imperio hasta después de la guerra de Vero, en la década del 160, no constituía ya el límite del control

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romano sobre el curso bajo del Eufrates. En cosa de una década hubo guarniciones romanas en Anata, a más de 130 kilómetros aguas abajo, y en K ifrin, un poco más lejos. Pronto se introduciría otro cambio de carácter distinto. Palmira, la gran ciudad del desierto, disponía desde hacía tiempo de sus propias fuerzas de defensa para proteger las caravanas que iban y venían entre el Imperio parto y el Mediterráneo. Durante algunos años, al menos desde la época de Adriano, había suministrado soldados a Roma, incluida una guarnición para Dura. A raíz de la división de Siria del 194, D ura fue asignada a Celesiria, pero la propia Palm ira se puso bajo el con­ trol o la responsabilidad del gobernador de Siria Fenicia. Es posible que Palmira no formara parte del imperio de manera oficial hasta ese momen­ to. Sus tropas pasaron a ser regimientos regulares del ejército romano, como la cohors X X Palmyrenorum, estacionada en Dura, y no simples «palmirenos»; y el gran emporio, el «puerto del desierto», se convirtió en colo­ nia romana.11 En lo que queda del relato de Dion no se han conservado detalles sobre la estancia de Septimio en Palestina, aunque el autor menciona, en el con­ texto de la primera guerra pártica del 195, los trastornos provocados por un bandolero llamado Claudio, que realizaba incursiones en Judea y Siria. L a H A comenta brevemente que el emperador «concedió numerosos pri­ vilegios a los palestinos durante su viaje», y añade la improbable afirm a­ ción de que «prohibió las conversiones tanto al judaismo como al cristia­ nismo». Unas frases antes, en una sección completamente embarullada de la vita, la HA sostiene que se concedió un «triunfo judío» a Antonino, el hijo de Septimio, «por los logros de este en Siria». Podría tratarse de una invención de la H A, pero Jerónimo recoge en su Crónica el estallido de una «guerra judía y samaritana» en el quinto año del reinado de Septimio, es decir, el 197. Otros cronistas posteriores, Miguel el Sirio y Bar-Hebreo, explican la frase como un violento brote de luchas entre judíos y samaritanos. Es posible que fuera necesaria alguna intervención romana para res­ tablecer la paz, pero la implicación de Septimio y su hijo, de diez u once años, sigue siendo incierta. Los «privilegios concedidos» se reflejaron, quizá, en la adopción de títulos tomados de los nombres de Septimio por las ciudades de Eleuterópolis y Dióspolis-Lydda. En cualquier caso, el pe­ riodo fue propicio para los judíos, cuyos privilegios fueron protegidos en

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rescriptos imperiales. E l Talm ud informa de la actividad favorable a Roma llevada a cabo por los rabinos Eleazar e Ismael, y el propio Jeróni­ mo insiste en que Septimio y Antonino «trataron a los judíos con gran afecto».12 Dieciséis años antes, Septimio había ido de Siria a Atenas tras caer en desgracia. Sus motivos expresos fueron el estudio y el interés por las anti­ güedades y la religión. Más tarde, al ser senador, no se le habría permitido ir a Egipto, que era ahora un destino obvio. L a gran provincia había apo­ yado a su rival, Niger, tal como antes había respaldado a Casio. Durante el reinado de Cómodo se había manifestado un descontento activo en aquel territorio, donde había habido hasta diez prefectos en trece años, por lo que existía una obvia necesidad de reforma. Tanto \aHA como Dion ates­ tiguan la fascinación de Septimio por Egipto. Posteriormente, dice la H A, «comentaba siempre que había disfrutado de aquel viaje, pues había par­ ticipado en el culto al dios Serapis, había adquirido algunos conocimientos sobre la antigüedad y había visto animales y lugares poco habituales». Dion cuenta que «se informaba de todo, incluidas cosas totalmente secre­ tas, pues era de esa clase de personas que no dejan nada, ni humano ni divino, sin indagar. En consecuencia, retiró de casi todos los templos todos los libros que pudo hallar que contuvieran alguna leyenda secreta; y cerró la tumba de Alejandro. Lo hizo para impedir que nadie más viera su ca­ dáver o leyera lo que estaba escrito en aquellos libros». Se entiende el te­ mor reverencial ante el mito de Alejandro, cuya potencia no había alcan­ zado aún su punto culminante, por parte de un emperador que había combatido a orillas del Tigris pero no había ido más lejos. Además, su ri­ val N iger se había presentado brevemente como un nuevo Alejandro. En cuanto a las leyendas secretas de Egipto, el carácter supersticioso de Septi­ mio le hizo, quizá, temerlas y, a la vez, sentirse fascinado por ellas. Bastan­ te antes de entrar en Egipto, transmitió al prefecto unas normas en las que denunciaba la adivinación y la magia. L a gente sencilla e ignorante debía ser protegida de la «peligrosa curiosidad acerca del futuro», tanto si era practicada mediante consulta privada como recurriendo a oráculos o por medio de artes mágicas. Se ofreció un año de gracia, a continuación del cual se penalizaría con la muerte, aplicable también a quien diera aloja­ miento a esa clase de delincuentes. Los strategi debían fijar la proclama en

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las capitales y en todos los pueblos de sus nomos; y tenían que ejercer una vigilancia constante y mandar «encadenados a juicio a quienes se encon­ trara actuando contra esas normas».'3 Septimio entró en Egipto por tierra, deteniéndose primero en Pelusio, donde ofreció un sacrificio junto a la tumba de Pompeyo, asesinado allí hacia casi dos siglos y medio. E l respeto a los muertos era una característi­ ca especial de los libios en la patria de Septimio. Además, el emperador seguía el ejemplo de Adriano, que había reconstruido la tumba durante su visita, realizada el 130. Pero en el caso de Septimio pudo haberse dado un motivo adicional para este acto de piedad. Pompeyo había sido asesinado por unos egipcios traidores comandados por un romano renegado. Según Dion, su acto «hizo caer una maldición sobre ellos y sobre todo Egipto», explicada por él mediante una referencia a la muerte de los criminales y al sometimiento de Egipto al gobierno de Cleopatra, primero, y, luego, de Roma. Da la casualidad de que el romano que mató a Pompeyo era un tal Lucio Septimio. E l emperador no podía desconocer este detalle. Es posi­ ble, incluso, que hubiera recordado los espeluznantes versos de Lucano sobre el asesino: Immanis, violentus, atrox nullaque ferarum mitior in caedes... Qua posteritas in saecula mittet Septimiumfama? Un criminal monstruoso, violento, atroz y más cruel que cualquier fiera... ¿Con qué fama situará la posteridad a Septimio en el futuro? Aunque no existiese ningún vínculo de linaje que perpetuara cualquier responsabilidad por aquel derramamiento de sangre, Septimio debió de haber sentido la necesidad de efectuar un acto de reconciliación con el muerto. Curiosamente, Marco Aurelio, de quien Septimio revindicaba ser hijo en ese momento, había sido descendiente remoto de Pompeyo. Este acto junto a la tumba de Pompeyo estaba cargado de connotaciones.'4 L a cuadrilla imperial efectuó una entrada festiva en Alejandría. Según

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una anécdota recogida por el cronista tardío Juan Malalas, resultó ligera­ mente deslucida. Septimio localizó en la puerta de la ciudad una inscrip­ ción que los alejandrinos, imprudentemente, no habían retirado: «Niger es el señor de la ciudad». Su irritación no se calmó, quizá, con la excusa de que, a fin de cuentas, él era el señor de Niger. Se dice que Septimio, apar­ te de inspeccionar el cadáver embalsamado de Alejandro y sellar su tum ­ ba, donó a la ciudad unos baños, un gimnasio y un templo para la diosa madre Cibeles. También acometió un importante plan de reformas. E l cambio principal consistió en otorgar un consejo municipal a Alejandría y a otras ciudades principales de Egipto. Eran las únicas ciudades del impe­ rio a las que se había denegado tal derecho desde la época de la conquista romana, el año 30 a. C., debido a las sospechas de los emperadores respecto a la voluble población del país. Los alejandrinos, en particular, no habían dejado de enviar peticiones a los emperadores desde entonces para que se les concediera un consejo. E l acto de Septimio constituía, por tanto, la rec­ tificación de una anomalía. Además, se permitió por primera vez a los egipcios ingresar en el Senado romano. E l primer beneficiario fue un tal Elio Cerano, calificado de parásito de Plauciano.15 E l poder de Plauciano resultó muy evidente durante esta visita. Poco después de llegar a Egipto, el prefecto de la provincia, Q. Emiliano Satur­ nino, fue promovido al puesto de colega de Plauciano en el mando de la guardia. Plauciano se sintió sumamente ofendido por habérsele impuesto un colega y parece ser que no tardó mucho en hacer asesinar a Saturnino. También tomó medidas para reducir los poderes de los tribunos de la guardia a fin de eliminar la posibilidad de que uno de ellos pudiera optar a la prefectura, informa Dion. «En ese momento deseaba ya ser prefecto de por vida, y no solo el único prefecto», añade Dion, que relata otras dos anécdotas para ilustrar su crueldad y arrogancia, que le llevaron a obtener del saqueo de las provincias «mucho más» de lo que «se enviaba al propio Septimio. Finalmente robó de las islas del m ar Rojo [quizá se trate del golfo Pérsico] caballos con franjas como las de los tigres [probablemente cebras], consagrados al Sol, para lo cual envió a unos centuriones». Más tarde, sigue diciendo Dion, se descubrió que «en casa [se refiere, probable­ mente, a Roma, y no a Leptis Magna] había hecho castrar a cien romanos de familia noble para dar a su hija Plautila un séquito de eunucos, en es­

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pecial como profesores de música y de las demás artes». N o hay duda de que estaba planeando ya casar a su hija con Antonino. Este y su hermano Geta tenían para entonces como tutor al sofista Elio Antipatro de Hierápolis, a quien Septimio había nombrado secretario para asuntos del mundo griego, ab epistulis Graecis. Filóstrato asegura que Antipatro cum­ plió brillantemente con sus obligaciones. «Nadie redactaba cartas mejor que él: como un excelente actor trágico... cuya dicción estaba siempre a tono con la persona imperial». Antipatro utilizó su influencia sobre el em­ perador para encontrarle marido a su hija, una mujer poco atractiva. También compuso una Historia en la que ensalzó los logros de Septimio. «Cuando aplaudíamos sus conferencias, solíamos llamarlo “ tutor de los dioses” », recuerda Filóstrato.'6 Durante su estancia en Egipto, fue inevitable que Septimio recibiese innumerables peticiones, libelli. Se han encontrado en papiros algunas de las decisiones de los emperadores — pues su hijo era colega suyo en igual­ dad de condiciones— . Uno en concreto conserva un conjunto de respues­ tas imperiales, apoty'imata. Se recuerda a Ulpio Heraclano, llamado tam­ bién Calínico, que las multas impuestas a los alejandrinos (sin duda, por haber apoyado a Niger) habían sido revocadas. Se dice a Cronio, hijo de Heraclides, que una enfermedad transitoria no le exime de prestar los ser­ vicios públicos obligatorios (liturgias). Se comunica a Dióscoro, hijo de Hefestión, y a otras personas que los emperadores habían prohibido el pago con dinero en vez de grano. Se remite a Plauciano a un tal Isidoro: «Floueios Plaudianos [sic: el escriba tenía dificultades con el nombre], dis­ tinguido prefecto de la guardia y pariente nuestro, investigará» una acu­ sación contra un oficial llamado Como; «en cuanto al recaudador de im ­ puestos Apión, si no está implicado en la acusación contra Como, tu juez será el gobernador de la provincia». Em ilio Saturnino no había sido susti­ tuido aún como prefecto; parece ser que, de momento, un hombre llama­ do Alfeno Apolinar era gobernador en funciones. Septimio se hallaba to­ davía en Alejandría el 9 de marzo del 200, cuando unas delegaciones procedentes de comunidades campesinas egipcias (chora) comparecieron ante él en el tribunal.'7 E l emperador era devoto de Serapis, el dios cuyo culto habían fomen­ tado los Ptolomeos — en realidad, lo habían inventado o adaptado a partir

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del culto del dios de Menfis, Osor-Hapi— . E l templo colosal de Alejan­ dría levantado por Ptolomeo III había sido reconstruido bajo el dominio romano en estilo corintio. Sus sacerdotes y ritos eran en gran parte griegos, y eso era seguramente lo que le resultaba familiar a Septimio desde su primera juventud, cuando, sin duda, había venerado al dios en Leptis. En Egipto, el emperador sería identificado por muchos con el propio dios: se le representó bastante a menudo con los rizos acaracolados de Serapis y con una barba partida, y así es como aparece en un retrato pintado hallado en Egipto, que lo muestra con Julia y sus hijos (fig. 16). Es posible que el Serapeo al que se refiere la H A cuando recuerda el placer con que el em ­ perador «participaba en el culto al dios» sea el de Alejandría.18 Septimio tuvo, si así lo quiso, la posibilidad de presenciar el culto origi­ nal egipcio en Menfis, ciudad visitada por él. En la antigua capital de los faraones, Osor-Hapi seguía siendo estrictamente egipcio. Algunos griegos de Egipto y otros extranjeros dejaron cierta huella, por ejemplo, con esta­ tuas de filósofos y poetas; pero Menfis, con sus pirámides y santuarios de divinidades animales, el toro de Apis y el ibis de Tot, conservaba su auten­ ticidad egipcia tal como lo había ordenado Ptolomeo V. Apuleyo se había referido en su Metamorfosis a los «secretos de Menfis». Aquí, si acaso, es donde Septimio pudo haber intentado recoger y eliminar algunas «leyen­ das escondidas», como el Oráculo del ceramista, de época ptolemaica, que presagiaba la destrucción de los soberanos foráneos y de «quienes portan ceñidor» [los griegos] y la «deserción» de la ciudad extranjera junto al mar. Apuleyo, en su proceso por magia en Tripolitania, se había burlado de la acusación de poseer una misteriosa imagen de culto de un Mercurio escuálido. Es posible que fuera una figura del «Hermes Trismegisto», la extraña amalgama del egipcio Tot y el griego Hermes, una fuente podero­ sa de fuerza oculta. Apuleyo planeaba realizar una visita a Egipto cuando cayó enfermo en Oea; y el cristiano Tertuliano, contemporáneo de Septi­ mio y africano como él, sabía algo de ese culto.19 E n Menfis, Septimio vio, en cualquier caso, las pirámides y visitó la estatua de la Esfinge, que el prefecto Saturnino había hecho reparar cui­ dadosamente poco antes. Algo más lejos, aguas arriba, Septimio se desvió para ver el gran Laberinto del lago Meris, con sus doce patios cubiertos y sus tres mil habitáculos. L a siguiente etapa documentada fue Tebas, en el

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Alto Egipto, donde vio la estatua colosal de Memnón, la figura sedente del faraón Amenofis III. Generaciones de turistas romanos habían deja­ do noticia de su presencia allí al amanecer, cuando la estatua «cantaba». Septimio siguió avanzando y solo se detuvo «en la frontera de Etiopía debido a una peste», dice Dion. Desde la época de los faraones, el sobera­ no de Egipto había sido un dios, y el N ilo era un río sagrado. Todos los años, a finales de mayo, se celebraba en el Alto N ilo una ceremonia en la que el monarca arrojaba dones de plata y oro al interior de una caverna rocosa próxima al río. Bajo el dominio romano, el rito era realizado por el prefecto, en calidad de virrey, a menos que el emperador se hallara en Egipto. Es casi seguro que Septimio, profundamente supersticioso, o re­ ligioso, aprovechó la ocasión de realizar en persona el sollemne sacrum en Filas (Asuán), probablemente a finales de mayo del año 200. Aquella vi­ sita le habría permitido también inspeccionar las defensas de Egipto. Las guarniciones romanas se extendían, quizá, hasta la remota localidad me­ ridional de Primis (Qasr Ibrim); y, al norte de Filas, pudieron haber atraído su atención las rutas que cruzaban el desierto oriental del mar Rojo, en especial la vía de Berenice, y las que unían el valle del N ilo con otros puertos, como el de Míos Hormos, con las canteras de pórfido junto al camino.” Si regresó hacia el norte por el río, Septimio debió de haber partido a principios de junio a más tardar: un tabú religioso prohibía al soberano de Egipto hacerse a la vela en el Nilo mientras duraba la crecida. Las mone­ das de Alejandría indican que se hallaba todavía en Egipto a principios de su noveno año, que en el calendario egipcio comenzó el 29 de agosto del 200. E l emperador dejó el país en barco rumbo a Siria, pero no están documen­ tados ni la fecha exacta ni su paradero preciso durante el año 201. A co­ mienzos del 201 decidió volver a desempeñar el consulado del año siguien­ te con su hijo Antonino como colega. Antes, el muchacho, que había cumplido los trece en abril, fue investido con la toga virilis e ingresó for­ malmente en la mayoría de edad. Ninguna de las fuentes comenta la ano­ malía de que Antonino fuera ya augusto siendo puer. Y tampoco se ha conservado rastro alguno de crítica por la afrenta que suponía para la tra­ dición hacer senador a un joven de trece años. Aquel acto se diferenciaba, quizá, poco del de Marco, que había otorgado las fasces a su hijo Cómodo

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cuando este era solo un quinceañero. Pero Marco, al menos, había impues­ to la toga viril a Cómodo antes de que fuera augusto o cónsul.31 L a antigua magistratura suprema era ahora una mera fachada. Pero el hecho de ser uno de los dos consules ordinarii constituía una distinción su­ mamente apreciada; y, sobre todo, significaba que el año era conocido por los nombres de esos cónsules. Septimio se atuvo a la tradición. Los cónsu­ les ordinarios de su reinado fueron miembros de la familia imperial, pre­ fectos de la ciudad que ejercían su cargo por segunda vez — como Dextro en el año 196, Anulino el 199, y poco después Fabio Cilón el 204— o miembros de antiguas familias senatoriales. Dentro de estos límites, la elección de las personas que daban nombre al año brindaba al emperador un útil medio de ejercer su patrocinio y señalar su favor. Así, en el año 197, uno de los cónsules fue el aristócrata Sextio Laterano; su nombramiento pudo interpretarse como un gesto al pasado, pero fue también un signo de cómo podían ser recompensados quienes habían apoyado a Septimio. Se decía que Albino disfrutaba del respaldo de la aristocracia; Laterano había apostado por Septimio y había prestado servicio en la primera guerra con­ tra los partos. Su colega fue Cuspio Rufino, senador griego de Pérgamo, cuya elección pudo servir para ganar el favor de los notables orientales. Uno de los cónsules del 198 fue Marcio Sergio Saturnino, miembro de la aristocracia gala, recientemente diezmada, e hijo de Marcio Vero, el prin­ cipal general de Marco Aurelio. En los años 199 y 200 ocuparon el cargo los hijos de Victorino, amigo de Marco, que eran también nietos de Fron ­ tón. Ambos representaban tanto la tradición aureliana como la fuerte con­ fianza de Septimio en Numidia. E l respeto a la memoria de Marco quedó también subrayado por el otro cónsul del 200, su nieto T i. Claudio Severo Próculo, cuya esposa era sobrina nieta de Marco.22 Septimio y Antonino inauguraron el 202 como cónsules en Antioquía. Por aquel entonces no era raro que incluso los consules ordinarii ejercieran su cargo lejos de Roma; pero la ausencia de ambos era poco común. Más aún, a excepción del año 16 1, en el que fueron colegas Marco y Vero, nun­ ca se había dado el caso de que dos emperadores fueran cónsules al mismo tiempo; y, en cualquier caso, Marco y Vero no habían accedido al poder imperial hasta después de iniciado su consulado. Esto hizo del 202 un año muy especial, y tanto más elevado el honor demostrado a Antioquía. Es

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evidente que Septimio había decidido revocar el castigo infligido a la ciu­ dad siete años antes. Pero se anunció que lo había hecho a petición de Antonino, situando así a su hijo en una posición de gran relieve y consi­ guiendo para él un caudal de buena voluntad.23 Había llegado el momento de regresar a Roma. E l 9 de abril iba a co­ menzar el décimo año de su reinado, y Septimio celebraría sus decennalia. É l y su corte partieron, probablemente, de Antioquía poco después de las ceremonias del día de Año Nuevo. Solo se han documentado dos etapas de la primera parte de su viaje antes de llegar a Europa. Dion incluye dos anécdotas más para ilustrar el aumento incontrolado de la arrogancia y el poder de Plauciano, que había caído enfermo en Tiana de Capadocia. Septimio fue a visitarlo, pero los soldados que custodiaban al prefecto hi­ cieron al emperador entrar solo, sin su escolta. Septimio se mostró, al pa­ recer, tolerante «al ver cómo Plauciano se alojaba en una residencia mejor que la suya y disponía de mejor comida y más abundante». Dion confirma este último punto al contar que, «en Nicea, mi ciudad natal, en cierta oca­ sión en que Septimio quiso un mújol — y el lago que hay allí los produce de gran tamaño— , mandó buscarlo en casa de Plauciano». Dion añade que Plauciano se había convertido en un perfecto sibarita que se atiborra­ ba en los banquetes y cedía sin trabas a su concupiscencia tanto con chicas como con muchachos. Sin embargo, mantenía a su mujer más o menos enclaustrada y le prohibía ver a otras personas o ser vista por ellas, inclui­ dos Septimio y Julia. L a autoridad de Septimio estaba siendo, de hecho, gravemente socavada. Cuando se pidió al a cognitionibus que presentara un caso que iba a ser visto ante el tribunal imperial, este dijo a Septimio: «N o puedo hacerlo, a menos que Plauciano me lo ordene». Entretanto, Julia era tratada con desprecio y odio por el prefecto, que la insultaba a menudo violentamente en presencia de Septimio.24 Julia buscó refugio en la compañía de sofistas y en el estudio de la «fi­ losofía». Uno de los sofistas a quien quizá ya había conocido era Filóstra­ to, alumno de Elio Antipatro. Más tarde, a petición de Julia, compondría una biografía del filósofo taumaturgo Apolonío de Tiana. E l interés de Julia por el sabio legendario pudo haberse despertado durante este viaje. Otra figura literaria que estaba en contacto con la corte era Casio Dion. Había enviado a Septimio un ejemplar de su primera obra, un librito «so­

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bre los sueños y presagios que llevaron a Severo a esperar el poder impe­ rial». A Septimio le gustó y dio las gracias a Dion en una carta larga y elogiosa. Dion recibió la respuesta del emperador al anochecer y no tardó en caer dormido. Luego, él mismo tuvo un sueño en el que «el poder divi­ no me ordenaba escribir historia. A l principio decidí escribir un relato de los disturbios [stáseis, es decir, enfrentamientos civiles] y guerras que si­ guieron a la muerte de Cómodo». En otras palabras, Dion trató los sucesos de los años 193-198, desde el asesinato de Cómodo hasta el final de la se­ gunda guerra de Partía, ateniéndose claramente a la versión «oficial». Esta obra «le valió también una gran aprobación por parte de Septimio así como de otras personas». Por tanto [escribió Dion] decidí no dejar mi primera obra histórica como una composición aparte, sino que la incorporé al presente relato, pudiendo así po­ ner por escrito y dejar tras de mí en una sola obra una historia general desde el principio hasta el momento en que la Fortuna lo considere mejor. N o está claro cuándo escribió Dion sus primeras dos obras, pero sus m o­ tivos no son difíciles de adivinar: se trataba de obtener el favor del empe­ rador. Su ciudad natal, Nicea, había cometido el error de apoyar a N iger en los años 193-194 y había recibido un severo castigo. Siempre se había visto obligada a ser la segundona de su rival Nicom edia, pero bajo Cóm o­ do había logrado cierta benignidad por parte del emperador tras el derro­ camiento del favorito Saotero, natural de Nicomedia. Ahora se le negaba a Nicea incluso el título de «primera de la provincia» con el que había intentado emular a Nicomedia, «la metrópoli y primera ciudad de la pro­ vincia» y «guardiana del templo» del culto imperial. Poco después de la visita imperial del 202, Nicea se calificó orgullosamente a sí misma de «gloriosísima, magna y leal amiga y aliada del pueblo romano, cercana a la familia imperial desde los tiempos de nuestros antepasados, Aureliana Antonina, piadosísima ciudad de los niceanos». Nicea había alcanzado, sin duda, el favor imperial gracias a los esfuerzos de Antonino, o al m e­ nos era un mérito que se le podía atribuir, como en el caso de Antioquía. Tam bién Bizancio iba a salir beneficiada debido a la intervención de A n ­ tonino, y cuando su rango fue restablecido y se reconstruyeron los edifi-

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cios públicos que habían sido demolidos tras su conquista, adoptó el títu­ lo de «Antonina».25 Es posible que Casio Dion hubiera intervenido de alguna manera para conseguir el favor imperial para Nicea. Desde que ejerció la pretura, el 194, había ocupado, sin duda, varios puestos oficiales. Pocos años después, hacia el 205, iba a ser cónsul, y en el momento del viaje imperial por Asia Menor prestó, quizá, servicio en el este. En una parte temprana de su His­ toria informó sobre otro acto de Septimio que debió de interesarle conside­ rablemente. Es posible, incluso, que lo hubiera presenciado, pero, de no ser así, habría visto, ciertamente, su resultado. Aníbal, el gran adversario cartaginés de Roma, había muerto en el exilio en el 183 a. C. tomando un veneno en un lugar de Bitinia llamado Libysa, cumpliendo el engañoso oráculo que le había prometido que moriría «en suelo libio». Septimio erigió una tumba de mármol blanco a su gran paisano, pues también él era «libio de raza», según la expresión del autor Tzetzes, cuya información está tomada de Dion.26 Tras la estancia en Bitinia, Septimio y la corte pasaron a Tracia por mar. E l gobernador de esta provincia que, probablemente, lo recibió era un tripolitano de Oea: Q. Sicinio Claro Ponciano. Es evidente que se tra­ taba de un pariente cercano, quizá un hijo, de Sicinio Pudente, el tosco hijastro de Apuleyo. Una inscripción de Leptis Magna alude, tal vez, al favor de que gozaba Claro Ponciano con el emperador lepcitano. Se trata de una dedicatoria en verso a Septimio realizada por un tal Pudente en agradecimiento por la promoción de su hijo. Una orden imperial ejecuta­ da en Tracia por el gobernador Ponciano fue la creación de un emporion con 17 1 colonos en un lugar llamado Pizos. «Impulsados por su preocupa­ ción por las postas de las carreteras», proclama el edicto del gobernador, «y deseosos de que su provincia se mantuviera en el mismo estado de pros­ peridad a lo largo de su vida, nuestros grandes y divinísimos señores em­ peradores dieron órdenes de mejorar los emporia existentes y crear otros nuevos».27 Se ha conservado en toda la región del Danubio y los Balcanes un gran número de dedicatorias e inscripciones en edificios que se remontan al momento de la visita de Septimio; pero no demuestran que visitara los lugares en cuestión. Los cercanos decennalia, el matrimonio de Antonino y

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Plautila, y, desde luego, la feliz conclusión de la guerra de Partía no m u­ cho antes habrían sido motivos más que suficientes para la mayoría de las dedicatorias, incluso sin una visita imperial. Aunque no pusiera el pie en una ciudad concreta, su presencia en algún lugar de la provincia tendría como resultado la erección de estatuas, altares y otros signos de honor. Quien buscara el favor del emperador se apresuraría a encontrarse con él armado de cartas de recomendación que aludirían a la lealtad del peticio­ nario con la casa imperial según lo demostraba la dotación de tal o cual monumento. Es sumamente probable que el itinerario recorrido siguiera el curso del Danubio. E l bienestar de los ejércitos que le habían conseguido el trono no iba a estar nunca tan cerca del corazón de Septimio como al aproximarse el aniversario de su proclamación. Es verosímil que visitara Mesia Inferior y Superior, quizá también Dacia, y, luego, las dos provincias panónicas. T al vez decidió, incluso, hallarse en Carnunto el 9 de abril, el dies imperii, y cronometrar su viaje de vuelta de allí a Roma de tal modo que se repitie­ ran las etapas y la cronología de su marcha a la capital nueve años antes. Pero se trata de pura especulación. Según pasaba por aquellas provincias militares de importancia clave habría tenido la oportunidad de consultar con sus partidarios de mayor confianza. En algunas de ellas se habían ins­ talado, al parecer, nuevos gobernadores en el año 202; quizá llegaron con Septimio. En Mesia Inferior, L . Aurelio Galo, que el 193 había comanda­ do una de las legiones de Panonia Superior a las órdenes de Septimio, inició su mandato de gobernador aquel año. También era nuevo como gobernador su vecino de Mesia Superior, Q. Anicio Fausto, un africano de Uzapa, cerca de Mactaris, que acababa de finalizar un prolongado destino como comandante de la legión númida III Augusta y que, en cuanto tal, había realizado cambios de gran alcance en toda la frontera de África. Septimio habría agradecido especialmente la oportunidad de escuchar de labios de Fausto lo que tuviera que decir este sobre las defensas de su pa­ tria común. Fausto había ampliado las fronteras de África, donde se con­ cedió a Septimio el título de propagator imperii. Es posible que, en esta ocasión, Septimio extendiera el dominio de Roma más allá del Danubio, aunque faltan pruebas sólidas. T al vez diera órdenes de prolongar la fron­ tera dacia hacia el este unas veinticinco millas (de 40 a 50 kilómetros) o

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poco más, desde la línea del río Aluta (Olt) hasta el limes Transalutanus. En Carnunto, que fue tal vez la etapa final de su viaje por el norte, había otro nuevo gobernador. T i. Claudio Claudiano, de la localidad númida de Ruscade, que había sido oficial de caballería en el ejército de Septimio en el año 193 y le había servido bien en las guerras civiles, era ahora consular. E l fiel Fabio Cilón, que había gobernado esta provincia clave del 197 al 201, había sido nombrado para la prefectura de la Urbe.28 E l regreso a Roma tras cinco años de ausencia fue celebrado por todo lo alto. En primer lugar hubo una distribución de donativos a la plebe urbana y a la guardia: diez piezas de oro por cabeza. Dion dice que «Sep­ timio se sentía especialmente ufano de esta generosidad; en realidad, nin­ gún emperador había concedido un donativo tan cuantioso a toda la po­ blación de la ciudad. L a suma total ascendió a 200.000 sestercios». A continuación se celebró la boda imperial. Antonino, el reacio novio de catorce años, recibió como esposa y, por supuesto, como emperatriz — pues asumió el título de augusta— a Fulvia Plautila, la hija del prefec­ to. Dion fue uno de los invitados: «Plauciano dio a su hija una dote que habría bastado para cincuenta mujeres de rango real. Vim os los regalos conforme eran transportados por el foro al palacio. Luego vino el ban­ quete, en estilo en parte regio y en parte bárbaro. Nos dieron no solo el tipo habitual de carne cocinada, sino también carne cruda y viva» (¿se refiere a ostras y otros mariscos?). Luego tuvieron lugar los acontecimientos principales, las ceremonias propiamente dichas para señalar los decennalia, que incluirían, sin duda, sacrificios públicos y juegos y espectáculos para conmemorar las victorias. Ninguna de las fuentes califica explícitamente de triunfo aquellas cele­ braciones. L a H A dice, de hecho, que «el Senado ofreció un triunfo a Septimio pero él lo rechazó: la afección de las piernas [parece ser que su­ fría de gota] le impedía mantenerse de pie en el carro triunfal». Fuera como fuese, se organizaron unos juegos de la clase más espectacular ima­ ginable en honor de los decennalia y las victorias contra los partos. Dion recoge una vez más una descripción completa. «En aquellos espectáculos lucharon juntos sesenta jabalíes de Plauciano al toque de una señal, y en­ tre otras fieras a las que se dio muerte había un elefante y una corocota. Este animal es indio, y hasta donde yo sé era la primera vez que se llevaba

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a Roma. Tenía los colores combinados de una leona y un tigre y la apa­ riencia general de estos dos animales, además de la de perro y de zorro, en una curiosa mezcla». L a corocota, que según la H A había sido exhibida ya en Roma en tiempo de Antonino Pío, en contra de lo que piensa Dion, era, probablemente, una hiena listada. «Toda la pista del teatro — conti­ núa Dion— había sido construida para parecerse a un barco... y al abrirse de repente, comenzó a expulsar osos, leonas, panteras, leones, avestruces, onagros y bisontes... de modo que se vieron en total setecientos animales al mismo tiempo, tanto salvajes como domesticados, que corrían por to­ das partes y a los que se dio muerte a continuación». Las monedas acu­ ñadas para conmemorar la ocasión muestran el gran barco en el Circo Máximo y no en un teatro. «Para corresponder con la duración del festi­ val, que fue de siete días, el número de animales sacrificados fue también de siete veces cien». Septimio, cuyo nombre derivaba de septimus, «el sép­ timo», parece haberse dejado influenciar por la magia de los números. Pronto tendría una oportunidad aún más llamativa de conmemorar el número siete: se acercaba la fecha — faltaban dos años— en que podría celebrar el septuagésimo ludus saecularis29

i . El teatro de Leptis Magna.

2. Inscripción del teatro: el texto latino conmemora a César Augusto (1-2 d.C.) y docum en­ ta el donativo de Annobal Tapapio Rufo; las líneas 3-5 se repiten en púnico en la parte infe­ rior (IR T 322; IP T 24).

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3. Vista aérea de Leptis Magna. E l imponente rectángulo al oeste del uadi Lebdah es el foro de Severo. A l noroeste del m ism o se halla el foro antiguo; al suroeste, el teatro; al sur, los baños de A driano. El circo y el anfiteatro se sitúan en el extremo de la derecha.

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!‘i 4. Estela conmemorativa de la pavimentación del foro antiguo de Leptis, el 53 d .C . Las letras de bronce del texto latino han sido arrancadas. E n las dieciséis prim eras líneas se con­ memora al emperador Claudio y al procónsul y el legado mencionados; las nueve últimas informan sobre el benefactor G ayo Annón y su fam ilia (posibles antepasados de los Septi­ mio); estos detalles aparecen repetidos al pie en púnico (IR T 338; IP T 26).

5- Pértinax (BM C V , Pertinax 26).

6. D idio Juliano (Roman Imperial Coins in the

Hunter Coin Cabinet, III Didius Julianus 10).

7. Pescenio N iger (BM C V , p. 74* n.).

8. Clodio A lbino como César de Septimio (el reverso muestra a la divinidad africa­ na Baal H am m ón con su nombre latino preferido en H adrum eto, Saeculum Frugi­

ferum) (BM C V , W ars o f Succession 103).

9- Septimio (BM C V , W ars o f Succession 582; 196 d. C.).

10. Julia Domna (BM C V , Septimius & Caracalla 767).

i i . Antonino (Caracalla) (BM C V , W ars o f Succession 6 13; 196-7 d. C.).

12. Antonino (Caracalla) y Geta (Roman Imperial

Coins in the Hunter Coin Cabinet, III, Septimius 44).

13. Antonino (Caracalla) (BM C V , Septimius, Caracalla, G eta 205; 210 d. C.).

14. Geta (ibid. 3 13 ; 210 d.C.).

1 6. E l tondo de Berlin: Septimio, Julia y sus hijos retra­ tados en Egipto. (El rostro de Geta fue desfigurado tras haber sido asesinado por su hermano).

15. Izquierda. E l arco de Septimio Severo en el foro de Roma.

\η. Escena central del friso D del arco de Severo en Leptis M agna, una dextrarum iunctio, con Septimio y Antonino dándose la mano. L a cabeza de Geta está restaurada, pues el original fue robado durante la Segunda G uerra M undial por un soldado de los aliados.

i8. Julia Dom na representada m irando a su m arido y sus hijos en el friso D del arco de Se­ vero en Leptis.

19· Fragm ento del friso D del arco de Se­ vero en Leptis Magna. Las dos figuras per­ tenecen a la parte derecha de la dextrarum

iunctio (fig. 17) y son, evidentemente, im ­ portantes; podría tratarse de Plauciano (iz­ quierda) y Geta, el hermano de Septimio, los cónsules del 203 d. C.

20. Septimio, flanqueado por sus dos hijos, sobre un carro triunfal en el arco de Leptis Magna.

2 1. El fuerte de Gholaia (Bu-N gem ), que cerraba la ruta oriental del Sáhara a la costa tripolitana.

24. Zinquecra: la fortaleza original de los garamantes, situada sobre un promontorio en posición dominante sobre el uadi E l-A gial.

25. C arpow , la nueva base de Septimio en Escocia, vista desde el norte. El T ay se aparece en prim er término, y el m uro defensivo septentrional está señalado por la línea de árboles.

*4 R E G R E SO A Á F R IC A

Es difícil que en esta ocasión Septimio pudiera haber permanecido en Roma más tiempo que en sus tres fugaces visitas realizadas anteriormente: la entrada triunfal del 193, cuando se quedó menos de treinta días, y los breves periodos de los años 196 y 197, antes y después de la guerra contra Albino. Esta vez planeaba un viaje que debería haber sido el más satisfac­ torio de todos, un regreso a África. Se había montado el escenario para un recorrido festivo por su tierra de origen. Solo un predecesor suyo había estado allí antes de él: Adriano, en el año 128. Ahora, los cónsules anuales eran el propio Septimio y Antonino. Para el año siguiente, los cónsules designados fueron otros dos hijos de Leptis, su hermano Geta, que ejercía su segundo consulado, y Plauciano — también él iba a ser calificado, de forma anómala, «cónsul por segunda vez», aunque en realidad no lo había sido antes— . De ese modo se hacía que el «consulado honorario», los or­ namenta consularia, de Plauciano equivaliese a una tenencia real de \asfas­ ces. (Dion y otros, sin duda, desaprobaron enérgicamente la idea).1 A l parecer, toda la familia imperial — Julia, sus dos hijos, Plauciano y Plautila— marchó una vez más con Septimio. De hecho, es de suponer que en esta ocasión su hermano Geta formaba también parte de la comiti­ va, al menos en Tripolitania, al igual que varios primos, Septimios y Fulvios, como L. Septimio Aper — nieto, quizá, de Áper, el «tío» de Septi­ mio— , que iba a ser cónsul el 207. Solo podemos conjeturar la ruta elegida. Quizá fueron primero a Leptis, pero es más probable que desembarcasen en Cartago. L a gran metrópoli, que tenía en ese momento bastante más de doscientos años en su recuperada forma romana, obtuvo un gran privile­ gio, el tus Italicum, que implicaba la exención de los impuestos provincia­ les. Se trataba de una distinción un tanto vacía. A la colonia cesariana se le 217

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había asignado una amplísima «superficie» de territorio (pertica) y una exención fiscal considerable, aunque no completa, y era responsable de los a s e n t a m i e n t o s , d e ciudadanos romanos y comunidades nativas del in­ terior, al menos hasta la lejana Thugga, a unos 100 kilómetros hacia el oeste. En ese momento se otorgó a Thugga y a otras dos comunidades de la región, Thignica y Tibúrsico Bure, el rango de municipium, por el que quedaron segregadas del territorio de Cartago. A l menos otras ocho o nueve comuni­ dades «peregrinas» fueron tratadas de manera similar. Con esas decisiones se bajaban los humos a Cartago. L a medida pudo haberse tomado en res­ puesta a una campaña realizada por personas destacadas de esas zonas — los hermanos Mario, por ejemplo, originarios probablemente de Thugga, y la familia de los Gargilio Antigio, de esa misma localidad, miembros antiguos del Senado— . En el nordeste — la única parte de la provincia, además de Leptis, tratada de esa manera— se tomaron otras medidas. Abitina, en el valle de Bagradas, fue elevada del rango de municipium al de colonia. Vaga, más al oeste, que ya había sido promocionada así al comienzo del reinado, recibió incluso nuevos colonos veteranos del ejército, con lo que se restable­ cía la vieja costumbre: fue la primera deductio desde hacía varias generacio­ nes. En otro lugar de la antigua provincia, Útica, capital originaria del A fri­ ca romana y, según la tradición, el primer asentamiento fenicio del continente, obtuvo el tus Italicum para estar a la altura de Cartago, y es posi­ ble que también ella perdiera territorio de manera similar.2 Como era de esperar, está documentada la presencia imperial en Lam besis, donde se hallaba el fuerte de la legión. Pocos años después de la visita de Septimio, N um idia, gobernada de hecho durante más de siglo y medio por los legados legionarios, consta como provincia de iure. Es razo­ nable suponer que la decisión se tomó durante la visita del emperador. Claudio Galo, el legado recién nombrado, que había prestado servicio con Septimio contra Albino y en la segunda guerra pártica, era también de la región de Cirta. Es bastante probable que Septimio visitara la anti­ gua capital real de Sífax y Masinisa, encaramada sobre su roca, una ubi­ cación que, según se decía, hacía de ella una de las ciudades más hermosas del mundo. E n cambio, no hay duda de que marchó a Lambesis, donde la III Augusta había tenido sus cuarteles desde tiempos de Trajano, y es muy posible que inspeccionara los nuevos puestos fronterizos más al sur.

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Durante los cinco años anteriores, el legado Anicio Fausto había tomado un conjunto de medidas dirigidas a mejorar la seguridad del África ro­ mana. Las fronteras se habían ampliado y fortificado recientemente des­ de Castellum Dim m idi, en el oeste, a más de 300 kilómetros al sur de Argel, hasta Cidamo y Gholaia (Bu-Ngem), en el interior del desierto, al sur de Tripolitania. Dim m idi, fundada el 198, se halla en la misma lati­ tud que Agueneb, donde una patrulla romana había mantenido una base por poco tiempo el 174, año en que Septimio estuvo en el África procon­ sular como legado de su «tío» Gayo. U n cuarto de siglo después ordena­ ría que las guarniciones romanas avanzaran hasta esa línea para estable­ cerse de form a permanente.3 Entre las tropas que construyeron el fuerte de Dim m idi había un des­ tacamento de la legión siria III Gallica. A primera vista podría parecer sorprendente que hombres del ejército de Siria hubieran sido enviados lejos de su base en el momento de la guerra contra los partos. Pero esa pérdida se habría compensado con creces mediante el traslado de legiona­ rios de la III Augusta a Siria. L a medida podría calificarse como un fruc­ tífero intercambio de experiencias. Las lecciones aprendidas por la legión siria para el control de una frontera en el desierto serían de un valor ines­ timable en el momento de establecer nuevos límites en el desierto del nor­ te de África. L a idea no era novedosa: hacía mucho que unidades de Palmira y Siria servían en el ejército de Num idia. A l mismo tiempo, un periodo de servicio en el Sáhara resultaba difícil de mejorar en cuanto medida disciplinaria para los hombres que habían apoyado a Niger. L a tarea asignada a los comandantes númidas era formidable: la línea de puestos militares se extendía desde Dim m idi hasta Gholaia (a lo largo de más de 1.500 kilómetros). Y toda esa distancia — comparable a la frontera del Danubio en su totalidad— con solo una legión y una fuerza aüxiliar que, a mediados del siglo 11, ascendía a unos 6.000 hombres, es decir, un total de unos 12.000 soldados. H ay que reconocer que la amenaza era de orden distinto; no se trataba de unas hordas ingentes de pueblos «bárba­ ros», como las que había al otro lado de las fronteras septentrionales. N o obstante, las poblaciones seminómadas podían causar graves trastornos, como lo habían hecho mucho antes en Á frica bajo el mando de Tacfarina­ te, y, más recientemente, cuando los moros se sublevaron en tiempos de

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Pío, y cuando irrumpieron en Hispania para asolarla en tiempo de Marco (como anticipo de lo que ocurriría cinco siglos después). Septimio tenía motivos para recordarlo bien, pues este último suceso le había privado de ejercer la cuestura en la Bética. Los moros habían seguido causando pro­ blemas y no es de extrañar que las dos provincias mauritanas fueran obje­ to de su atención, tanto si fue a ellas en persona como si no. A l sur del Tell, en la Cesariense, se estableció una nueva línea fronteriza (nova praetentu­ ra). Los trabajos comenzaron en el año 198 bajo el gobernador procurador Octavio Pudente, nacido también él en la provincia (su ciudad natal, Auzia, fue promovida por Septimio al rango de colonia, el único cambio de esas características realizado en Mauritania). L a Tingitana, separada por montañas de la otra Mauritania, no presenta pruebas claras de un pro­ greso de esas características, aunque es posible que se emprendiera alguna campaña precisamente en la brecha de T aza y en el valle alto del Muluya, entre las dos provincias. En Bou Hellou, a 90 kilómetros al este de Volúbilis, se erigió un monumento a la Victoria, quizá a raíz de algunas accio­ nes emprendidas por el procurador Hayo Diadumeniano, que ocupaba el cargo precisamente en el 202, o por su probable sucesor Salustio Macriniano. Ambos compartieron de manera excepcional el mando de las dos Mauritanias, lo que indicaba que se estaba combatiendo en aquel territorio.4 L a siguiente etapa fue Leptis. Es posible que Septimio marchara direc­ tamente de Lambesis, al este de Teveste, siguiera luego hacia el sureste, hasta Thelepte y bajando a Capsa, donde había sido conquistado el tesoro de Yugurta, y cruzara hasta la costa en Tacape. Desde allí habría conti­ nuado por la ruta que debía de conocer bien, la calzada de Cartago a A le­ jandría, y atravesado Sabrata y Oea para llegar a su «patria». Desde su última estancia en Leptis habrían transcurrido casi treinta años, según se lo recordaría el arco levantado en la carretera de Oea.5 En Leptis tenía nuevas cosas que ver. Para empezar, los baños habían sido restaurados en tiempos de Cómodo, pero ya se había revisado la ins­ cripción: en un primer momento se había borrado el nombre de Cómodo tras su muerte y su damnatio·, luego, había sido sustituido por el de Septi­ mio, junto con sus títulos. Pero aquel era un objeto de importancia secun­ daria. Toda Leptis estaba ahora llena de estatuas y dedicatorias a Septi­ mio, Julia, Antonino, Geta, Plauciano, Plautila e, incluso, al padre y la

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madre de Septimio, a su abuelo y a su primera esposa, Paccia Marciana (recordemos que era una mujer de Leptis). E l proceso había comenzado sin duda en el verano del 193, aunque los primeros ejemplos fechados son del 197, con una estatua en el santuario de Liber Pater construido en el foro. Estaba dedicada a él, con todos sus títulos y el calificativo adicional y grandilocuente de conservatori orbis, «salvador del mundo»; los lepcitanos la habían erigido con fondos públicos, por la pietas, el «afecto leal», de Septimio en el ejercicio de su función pública {publicam) y «para con ellos en su condición de persona particular» (et in se privatam). De ese modo, la ciudad natal del emperador confirmaba con tacto su especial relación con la sede del poder. A su lado se hallaba una estatua de Antonino, a quien se llamaba «M. Aurellius Antoninus Caes. imp. destinatus». E l nombre aureliano, muy difundido ya tras las numerosas concesiones de ciudadanía reali­ zadas por emperadores sucesivos desde Antonino Pío hasta Cómodo, apa­ rece deletreado con doble «1», un intento evidente — al parecer por sugerencia oficial— de distinguir al nuevo Antonino de la masa común de Aurelios. Se ha conservado una dedicatoria a Geta erigida en Leptis por la colonia de Tiro, «ciudad madre de Fenicia y de otras ciudades». Se reme­ moraban los antiguos lazos; los lepcitanos respondieron en T iro de la m is­ ma manera.6 En los años siguientes, del 198 al 202, se dieron un cúmulo de demos­ traciones similares de lealtad realizadas por los lepcitanos como comuni­ dad, por las curiae y por individuos entusiastas. Es indudable que otras muchas han desaparecido. Un procurador llamado M. Ulpio Cereal, «de­ votísimo de su espíritu divino», devotissimus numini eius, levantó una esta­ tua a Septimio en el ángulo sureste del foro en el año 198, y otra a Geta César (y, sin duda, también a Antonino, aunque la inscripción no ha sobrevivi­ do). Cereal, al igual que Plauciano, era probablemente un lepcitano que se benefició del ascenso de Septimio al poder. Otros dos procuradores, M. Junio Púnico y D. Clodio Galba, que honraron a Septimio en Leptis, eran, quizá, también lepcitanos, aunque podían ser de otras ciudades que tomaron iniciativas para honrar al emperador en su «patria». Otro procu­ rador, Flavio Céler, que erigió una estatua a Fulvia Plautila como prome­ tida, sponsa, de Antonino, lo hizo junto con los libertos y funcionarios es­ clavos adscritos a la oficina tributaria dirigida por él, probablemente la

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sección tripolitana de la recaudación fiscal, la I I I I publica Africae. Púnico se calificó a sí mismo de procurador ad Mercurium (en Alejandría) en las dedicatorias de las estatuas erigidas por él en el teatro en honor de Septi­ mio y el resto de la familia en el año 201. Clodio Galba levantó las suyas en el porche posterior del teatro al año siguiente de la visita imperial, cuando acababa de ser ascendido de la administración de las fincas imperiales en la provincia proconsular occidental a la de un distrito italiano de la «bolsa pri­ vada», ratio privata. L a promoción pudo haberse debido a la visita imperial.7 En el 202, el pueblo de Leptis erigió más estatuas a Septimio, Antoni­ no y Geta en los baños, «por el extraordinario y divino favor que le ha­ bían mostrado» los emperadores; y, ahora, los lepcitanos se llaman a sí mismos septimianos. Septimio aguardó, quizá, al momento de su llegada a la ciudad para anunciar la concesión del tus Italicum·, al igual que Cartago y Útica — y también, por cierto, como T iro y otras ciudades a las que ya había favorecido— , Leptis Magna iba a ser tratada como si form ara parte de Italia y quedó eximida de impuestos. T al vez sea una fantasía imaginar que en los oídos del emperador resonaron como un eco los ver­ sos dedicados por Estacio al primer Septimio Severo — sermo non Poenus, non habitus tibi: Italus, Italus!— mientras daba la noticia en el teatro ante una posible asamblea de las curiae. E n algunos casos, al menos, las curiae añadieron a sus títulos el nombre de «Severa» o «Severiana». Aparte de esos signos de devoción privados y públicos, el pueblo de Leptis honró a Septimio con un arco monumental de cuatro fachadas sobre una de las principales encrucijadas de la ciudad, en el punto exacto donde se conme­ moró la calzada de 70 kilómetros de Elio Lam ia. A l parecer, el arco esta­ ba ya levantado. Ahora se adornó con relieves que representaban a la fa­ milia imperial, con una escena de triunfo que evocaba la celebración de la victoria contra Partía, lograda el verano anterior, y otra que mostraba a los partos al ser derrotados.8 E l privilegio concedido a Leptis por Septimio debió de haber inducido a los notables de la ciudad a ofrecer algo a cambio, quizá en respuesta a una iniciativa del emperador. En cualquier caso, se dice que Septimio pro­ porcionó al pueblo de Roma raciones gratuitas de aceite a perpetuidad. En otras palabras, lo que se dio con una mano — la exención del tributo con­ ferida por el ius Italicum— se quitó, quizá, con la otra. Las cantidades en

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cuestión eran muy importantes y requerían una organización considera­ ble. Probablemente no es ninguna casualidad que en ese momento preciso se comenzara a marcar con un sello recipientes de aceite tripolitanos. E n ­ tre los suministradores identificados por los sellos se encuentran, como no es de extrañar, los emperadores, el prefecto de la guardia y L. Septimio Áper, además de la familia de los Silio Plaucio. También resultó muy oportuno que, pocos años más tarde, el puesto de prefecto de la annona fuera ocupado por uno de los Marcio de Leptis, Q. Marcio Dioga.9 L a única mención directa a la estancia de Septimio en África en las fuentes literarias aparece en las Vidas de los sofistas de Filóstrato. Dos sofis­ tas rivales, Heraclides de Licia y Apolonio de Atenas, habían competido con sendas declamaciones ante el emperador. Heraclides, que salió peor parado, «difundió una información falsa sobre Apolonio diciendo que es­ taba a punto de marchar a Libia de inmediato mientras el emperador se encontraba allí reuniendo a la gente de talento de todos los países». No hay testimonios de que la comitiva imperial contara con la compañía de sofis­ tas y poetas. N o es imposible que algunos actores destacados u otros artis­ tas fueran de Roma a Cartago o a Leptis para ofrecer actuaciones. Pero los datos arqueológicos dan a entender con certeza que se hicieron encargos a escultores importantes. Septimio tenía planes ambiciosos para el embelle­ cimiento de su ciudad natal. Los trabajos se iniciaron poco después de su visita en un nuevo foro de proporciones enormes y una basílica en la zona situada entre los baños de Adriano y el foro antiguo. A lo largo de la orilla oeste del Uadi Lebdah, expuesta en otros tiempos a inundaciones, se había diseñado una calle monumental con columnatas que corría desde los ba­ ños hasta el puerto, reconstruida en ese momento a lo grande. Los trabajos del nuevo foro y la basílica no concluirían hasta el 216. Se habían importa­ do a gran escala costosos bloques de mármol del Mediterráneo oriental, algunos de los cuales llevaban una marca que decía: «Por orden de Fulvio Plauciano, c.v., prefecto de la guardia y pariente de nuestros señores, para enviar a la esplendidísima colonia de Leptis Magna». Además, se mejoró el suministro de agua a la ciudad y se amplió y restauró el circo.10 En el extremo más alejado del foro a partir de la basílica había un gran templo. Se supone en general que estaba dedicado a la casa septimiana, tal como se había honrado en otros tiempos a Augusto y, luego, a otros empe-

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radores posteriores en el foro antiguo y en otras partes de la ciudad. E n un pasaje, Dion alude con acidez a las actividades constructivas de Septimio: «Derrochó también una gran cantidad de dinero reparando otros edificios y construyendo algunos nuevos; así, por ejemplo, levantó un templo de dimensiones excesivas a Baco y Hércules». En Roma no se ha identificado ningún templo severiano dedicado a Baco y a Hércules. Es posible que, según se propuso hace mucho, ese santuario erigido en Leptis fuera el edi­ ficio al que se refirió Dion, quien pudo haberlo visto no mucho después de su conclusión, hacia el año 223, cuando fue procónsul de Africa. L a devo­ ción de Septimio a los di patrii, Shadrapa-Liber, o Baco, y Melqart-Hércules iba a mostrarse en Roma en el año 204.11 E l cortejo imperial pasó, probablemente, el invierno en Leptis, y fue, sin duda, allí donde Geta, el hermano de Septimio, y Plauciano inaugura­ ron el año romano como cónsules del 203. Septimio tenía más cosas que hacer. Deseaba dar los últimos toques a la defensa de su «patria». A finales del siglo

ii

se había hecho ya mucho para proteger la Tripolitania. En

tiempos de Cómodo se establecieron puestos militares en Vezereos, al oes­ te de Gightis, adonde llega subiendo desde el sur, en Tisavar y Tillibari, la ruta occidental procedente del Sáhara, entre el Gran E rg y la Ham ada el H am ra — la «piedra roja»— . En Vezereos y Tillibari se desarrolló cierta actividad bajo el mando de Anicio Fausto, quien, en el año 198, «ordenó establecer» una guarnición al sur de Tillibari (en la moderna localidad de Si Aioun) y en Cydamo (Ghadames), un lugar distante de la ruta en direc­ ción al país de los garamantes, el primer oasis que podían utilizar las cara­ vanas llegadas del Sáhara tras un viaje de 500 kilómetros desde el asenta­ miento garamante más cercano. En la calzada del Yébel había también una línea de puestos militares. En Aulu, a medio camino entre Tillibari y Leptis, «un destacamento de la III Augusta y los hombres de la cohorte de arqueros sirios» encargaron una dedicatoria a la divinidad siria del Sol Hierábolo para el bienestar de Septimio, sus hijos y Julia y «toda la casa divina». E n Thenadassa (Ain W if), al suroeste de Mesfe (Medina Doga), a 80 kilómetros al sur de Oea y a 100 al suroeste de Leptis, Caninio Adiútor Faustiniano, prefecto de la segunda cohorte de hamios (reclutada en Ham ath-Epifania, no lejos de Emesa) y comandante en funciones de otro destacamento de la III legión, erigió otro altar a Júpiter de Dolique por el

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«bienestar y la victoria» de Septimio, sus hijos y Julia. A 75 kilómetros al sur de Thenadassa, en el borde meridional del Yébel y en el extremo occi­ dental del valle de Sofeggin (el moderno Bir Tarsin) había otro puesto. Se puede postular la existencia de varios más en estas fechas, en particular sobre la ruta que corría justo al sur de Oea y que, tras unirse a la vía de Leptis-Thenadassa, cruzaba el Yébel en dirección al Sáhara bordeando el lado oriental de la Hamada. A unos 300 kilómetros al sur de Leptis, dos puestos militares en los oasis de Gheriat protegían ahora los accesos a los valles de Sofeggin y Zem -Zem , el Yébel y los emporios. Finalmente, en enero del 201, «un destacamento de la III Augusta marchó a construir el fuerte de Ghol(aia)». E l centurión C. Julio Digno consagró el emplaza­ miento al «Espíritu de Gholaia» (Genio Gholaiae), por la salud de los em ­ peradores, «el primer día de la llegada al lugar donde nuestros tres señores habían ordenado la construcción de un fuerte». Gholaia (Bu-Ngem), la más oriental de esas fortalezas, fue emplazada por Fausto el último año de su mando para cubrir la ruta principal que corría desde el extremo orien­ tal de los oasis de los garamantes hasta el otro lado de la Montaña Negra y que llevaba a las caravanas, o a los salteadores, hacia el noroeste, más allá de Gheriat hasta el Yébel, o hacia el nordeste, al otro lado del valle de Bei el-Kebir, hasta la Sírtica. De Gholaia a Leptis hay unos 250 kilómetros en línea recta, y bastante más por las rutas transitables más cortas.12 Los tres grandes valles de la zona anterior al desierto entre el Cínipe y Gholaia — Sofeggin, Zem -Zem y Bei el-Kebir— ·, que corren paralelos al Yébel en dirección al mar, son a primera vista áridos y estériles. Los lechos del uadi están secos, a excepción de unos pocos días, y las precipitaciones anuales son de solo 50 milímetros en la zona meridional y oriental. Sin embargo, durante los dos siglos anteriores al regreso de Septimio a Africa, los asentamientos se habían desarrollado en una medida sorprendente. Quienes habían conseguido cultivar olivos y otros productos y criar algún ganado en este territorio tan poco prometedor fueron los pobladores libios nativos, probablemente miembros la gran tribu de los macas, conocidos por Héródoto, según lo demuestra el descubrimiento de trujales y otros restos. Aquella gente estaba fuertemente influenciada por la civilización púnica. Son ellos quienes aportan los últimos ejemplos de idioma púnico en esta parte de África en inscripciones con alfabeto latino, con nombres

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como «Julius Masthalul ben Chydidry», una notable mezcla de los tres elementos de su cultura. Había asentamientos importantes, como el cu­ bierto por la moderna Mizda, inmediatamente al sur del Yébel en la cuen­ ca alta del Sofeggin, o Ghirza, el mayor de esos centros, situado en el valle aún más árido de Zem -Zem . N o conocemos con claridad la condición le­ gal de estos territorios. Los macas o alunas, subdivisiones de este pueblo, pudieron haber tenido instituciones de autogobierno. N o es imposible que fueran «asignados» a Leptis y controlados desde esta ciudad. Por lo de­ más, no sabemos a quién pertenecía la tierra. Una parte podría haberse hallado en manos de los principales olivareros de Leptis; al menos, es pro­ bable que desempeñaran algún papel importante en la comercialización de los modestos cargamentos transportados a lomos de camello desde los valles y que participaran en los beneficios de su venta.13 Septimio lanzó una campaña en invierno o al comenzar la primavera. Es difícil creer que bajara en persona al interior del país de los garamantes, las tres líneas paralelas de oasis saharianos que corren de este a oeste. E l oasis más próximo al sur de Gholaia se hallaba a 160 kilómetros, y la dis­ tancia total de Gholaia a Garam a era de 500 kilómetros o más. N o obstan­ te, Septimio había estado en un lugar tan lejano como Ctesifonte, e iba a llegar hasta los límites de Britania septentrional. Su infatigable energía pudo haberle impulsado a seguir la senda de Balbo y Valerio Festo. A l menos podemos suponer que llegó a Gheriat o Gholaia, y que luego enco­ mendó la fase final al nuevo legado de la III legión, Claudio Galo, y a Plauciano. En la campaña debieron de haber participado legionarios y los auxiliares sirios, además, probablemente, de algunos miembros de la guar­ dia, si es que el prefecto se encontraba allí (no estarían bien adaptados a las condiciones del desierto). En cualquier caso, Aurelio Víctor dice sin lugar a dudas que Septimio «liberó Tripolitania, la región de donde procedía, de temores y ataques al aplastar a la mayoría de las tribus guerreras». Los nasamones de la Sírtica debieron de haber sido también una de esas tribus vapuleadas — Gholaia se hallaba emplazada de tal modo que podía vigi­ larlos también a ellos.14 Si Septimio permaneció unas semanas en Gholaia, debió de haber en­ contrado unos baños listos para ser utilizados, según documenta una ins­ cripción del 202. Poco después de esa fecha, el centurión legionario Q. Avi-

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dio Quinciano colocó una dedicatoria en acróstico en el edificio de los baños, un poema de treinta y seis versos cuyas primeras letras formaban su propio nombre. Quinciano «encontró por fin el nombre y el espíritu (no­ men et numen) de la diosa» y «santificó su nombre lo mejor que pudo». En los baños, «las aguas verdaderas de la salud» permitían a todos «aliviar sus cuerpos nadando en calma» para contrarrestar «las llamas abrasadoras del viento del sur... en estas colinas siempre arenosas» — una descripción evo­ cadora del ghibli en Bu-Ngem— . E l 1 1 de abril, día del nacimiento de Sep­ timio, T . Flavio Marino, centurión legionario, dedicó un altar junto al puer­ to severiano, frente al templo de Júpiter Doliqueno, «por la salud y la victoria de nuestros tres señores los emperadores [y del prefecto Plauciano — borrado posteriormente— ] y por su regreso a la ciudad». La dedicatoria no está fe­ chada en un año preciso, pero parece probable que fuera colocada el 203, y también que Septimio y sus hijos no hubiesen vuelto todavía a Leptis.15 Unas semanas antes, el 7 de marzo (día en que Geta cumplía cator­ ce años), Cartago fue testigo del culto a un dios muy diferente de la antigua divinidad hitita de las tormentas, originaria de Comagene — aquel conser­ vator mundi que atraía a los soldados, con su rayo, su hacha de doble hoja, su coraza regia y su espada— . Una joven cristiana llamada Vibia Perpetua fue corneada hasta la muerte en el ruedo por una vaquilla tras haber sido juzgada y sentenciada por el gobernador en funciones, el procurador H ilariano (el procónsul había fallecido en el cargo). Pocos años después, T e r­ tuliano dijo al procónsul Escápula que Septimio había protegido a algunos cristianos de alto rango de la furia del populacho. E l autor cristiano no da detalles y la historia podría ser sospechosa. Pero Tertuliano cuenta tam ­ bién que, para aliviarle de sus piernas gotosas, Septimio tenía a su servicio a un terapeuta — quizá un masajista— llamado Torpación o Próculo, cris­ tiano de toda la vida («alimentado con leche cristiana»). «Antonino cono­ cía a ese hombre», dijo a Escápula. Pero es dudoso que Septimio y la co­ mitiva imperial tomaran nota del martirio de Perpetua. Esos sucesos, no siempre espectaculares, se estaban convirtiendo en costumbre y no se de­ bían, desde luego, a un cambio de política introducido por Septimio.'6 Es posible que fuera durante la estancia de la comitiva imperial en Leptis cuando se abrió una fisura en el inmenso poder de Plauciano. Sep­ timio se disgustó con él por alguna razón. Dion y la H A difieren respecto

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a los detalles, pero lo sucedido es bastante claro. Según Dion, Septimio se sintió irritado por el número de estatuas erigidas en honor a Plauciano. L a H A especifica que estaba enfadado porque «Plauciano había colocado su propia estatua entre las de sus parientes y allegados». Es difícil que hubie­ se otra ciudad donde las imágenes de la familia imperial y de todo el clan fueran tan omnipresentes como en Leptis; y entre ellas había que incluir las del prefecto y su hija. Dion dice que Septimio ordenó fundir algunas estatuas de bronce de Plauciano; a raíz de este hecho se difundió el rumor de que había sido destituido. Algunas personas que ocupaban cargos ofi­ ciales tomaron medidas apropiadas y demolieron a su vez estatuas de Plauciano. Una de esas personas fue el gobernador de Cerdeña, Raucio Constante, que más tarde sufrió las consecuencias. É l y otros que habían actuado de manera similar fueron juzgados y castigados. L a H A afirma que Septimio declaró realmente a Plauciano enemigo público, pero luego se calmó. Es fácil comprender que Septimio tolerara afrentas de Plauciano en otro lugar. Pero en Leptis Magna, el emperador habría deseado que se supiese con claridad que él, y no Plauciano, era el máximo hijo de la ciu­ dad. En cualquier caso, la brecha se cerró, de momento, y la comitiva im ­ perial partió para Roma tras una estancia de muchos meses. Poco antes del io de junio del 203, la guardia montada, los equites singulares Aug., coloca­ ron una dedicatoria en la capital con motivo de su regreso de la expeditio felicijssima), expresión que podía aplicarse con justicia al año africano.'7

ι5 LO S A Ñ O S E N IT A L IA

L a entrada de Septimio en Roma a su regreso de Á frica debió de haber sido, sin duda, festiva. Es posible que celebrara un «triunfo menor», una ovatio, por sus éxitos militares en Tripolitania. Según la H A, entró en la ciudad, tras haberse reconciliado con Plauciano, «como si celebrara una ovación». (El autor ha abreviado su fuente de forma drástica: su noticia sobre Plauciano está insertada fuera de lugar, inmediatamente antes de la mención a la marcha de Septimio al este en el verano del 197). Septimio recibió, efectivamente, un honor público. En el año 203 se dedicó un arco espléndido, aprobado por votación probablemente al final de la primera guerra pártica. E l arco fue erigido en el ángulo nororiental del foro, entre los Rostra y el edificio del Senado, frente al templo de la Concordia. E l monumento se alzaba 22 metros por encima del nivel del Com ido y esta­ ba adornado con relieves que conmemoraban la victoria Parthica. Se ha­ llaba emplazado en el lugar donde Septimio, en su sueño de comienzos del 193, había visto cómo Pértinax caía de su montura y cómo él mismo era alzado sobre el caballo. La visión imperial había sido conmemorada ya con una estatua ecuestre. Ahora, el arco colosal, la primera adición importante a la arquitectura del foro desde hacía ochenta años, dio al lu­ gar un realce más espectacular. L a conmemoración del sueño no fue la única razón para colocar el arco en aquel punto. E l Comicio era el lugar del encuentro legendario ente Rómulo y Tito Tacio, y fue luego el centro de reunión de los comitia curiata, la asamblea más antigua del pueblo. Los Rostra, la curia del Senado y el templo de la Concordia poseían un inmen­ so significado simbólico. E l arco, que dominaba las reuniones del Senado pero se hallaba cerca del templo de la Concordia, era un poderoso recor­ datorio del poder del emperador, y quizá, también, un indicador que 229

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apuntaba a la reconciliación. Más aún, se halla situado en diagonal frente al arco erigido para conmemorar el éxito diplomático de Augusto sobre los partos el 20 a. C. De ese modo, Septimio quedaría vinculado al primer emperador, con lo cual se mostraría, quizá, de manera sutil que lo había superado. Además de todo ello, el arco fijaba definitivamente el diseño arquitectónico del foro.1 La inscripción en letras doradas colocada sobre el arco y que honra a Septimio y sus hijos afirma que el Senado y el pueblo de Roma lo erigieron en su honor «por el restablecimiento de la República y la ampliación del imperio del pueblo romano mediante sus descollantes virtudes en la patria y en el extranjero». E l «restablecimiento de la República» solo puede re­ ferirse a la derrota de Didio Juliano y, tal vez, a la de otros aspirantes riva­ les. L a «ampliación del imperio» aclama las nuevas provincias de Osroene y Mesopotamia, y quizá también al avance de las fronteras africanas. Pero aún iban a producirse nuevas ampliaciones de los límites de Roma.2 E l año 204 fue inaugurado por Fabio Cilón, cónsul por segunda vez, y Annio Libón, nieto del primo de Marco Aurelio. E l segundo consulado de Libón fue el pago de una deuda a un amigo que había prestado buenos servicios a Septimio. L a gratitud de este adoptó también una forma tangi­ ble. Cilón fue uno de los amigos del emperador a quienes Septimio dotó con una fortuna considerable, según un autor de finales del siglo iv. Su mansión palaciega, la «domus Cilonis», se convirtió en uno de los hitos de la ciudad. L a elección de Libón para el otro consulado señaló una vez más la proclamada incorporación de Septimio a la dinastía antonina.3 E n el curso del 203 se tomaron las primeras disposiciones para marcar el año siguiente con la clase de ceremonias y celebraciones más llamativas conocidas por los romanos, los Juegos Seculares. Su origen se hallaba en­ vuelto en un manto de leyenda e incertidumbre. Augusto, el renovador del Estado y la religión de Roma, había decidido celebrarlos en el año 17 a. C., fecha que convenía a sus necesidades políticas. Se podía afirmar que eran los quintos en una serie celebrada a intervalos de 110 años, la era, o saecu­ lum, etrusca. Todos estaban de acuerdo en que la instauración de su go­ bierno había marcado una nueva época. Con el final de las guerras civiles, la conquista definitiva de Hispania, el fructífero matrimonio de su hija Julia y la recuperación de los estandartes legionarios de manos de los par­

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tos, los Juegos Seculares podían indicar adecuadamente la conclusión de una era e iniciar una nueva edad de oro. Durante tres noches y tres días, del i al 3 de junio, los quindecim viri sacris faciundis, el Consejo de los Quince para la Celebración de Sacrificios, dirigió la realización de sacrifi­ cios y juegos. Los siguientes juegos, los sextos de la serie, deberían haberse celebrado en el año 94. Claudio encontró una excusa para celebrar los suyos el 47, fe­ cha que señalaba el octavo centenario de la fundación de Roma. Domiciano ignoró los juegos claudianos y celebró los sextos de la serie con seis años de antelación, el 88 — a menos que argumentara que los juegos augústeos se habían pospuesto (como muy bien pudiera ser) respecto a una fecha fija­ da en origen en el 23 a. C.4 Ahora, en el verano del 204, habrían transcurrido 220 años, dos saecula. Más aún, por una feliz coincidencia, había llegado el momento de celebrar los séptimos juegos de la serie: Septimio sentía, sin duda, apego por el nú­ mero planetario. E l hecho de que la celebración de aquellos juegos fuera por tradición un cometido de los quindecimviri sacris faciundis pudo haber sido también de especial interés para él. Su pariente C. Septimio Severo había sido uno de ellos, y él mismo pudo haber sido cooptado como miem­ bro antes de ser emperador. Cuando quedaba alguna vacante, los miembros de los grandes colegios sacerdotales hacían en general cuanto podían para garantizar un sacerdocio a sus parientes o protegidos. O, en el caso de que un sacerdote fallecido hubiera gozado del respeto de sus colegas, se solía conceder la plaza dejada por él a alguien nominado por el difunto. Septi­ mio pudo haber sustituido a su pariente. Y durante el reinado de Cómodo debió de haberse producido, sin duda, una rotación superior a la habitual a medida que aumentaba sin cesar el número de víctimas.5 Los quindecimviri se encargaban de los oráculos sibilinos y de los ritos religiosos extranjeros cuyo culto estaba autorizado en Roma, entre ellos el culto a Isis y Serapis. Si Septimio había sido quindecimvir como senador, debía de haber disfrutado con ambas facetas de sus obligaciones. Para de­ terminar que los Juegos Seculares debían celebrarse pronto no habría sido necesario ser muy diestro en tradiciones sagradas. Es posible que en tiem­ pos de Cómodo los quindecimviri hubieran cavilado sobre la forma que el desquiciado emperador impondría a las ceremonias solemnes. Los orácu­

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los guardados por ellos eran los que Augusto había comprobado con gran cuidado y habían sido conservados en el templo de Apolo Palatino. En el este griego circulaban bajo el nombre de la Sibila otros oráculos compues­ tos por judíos. Uno de ellos profetizaba el regreso de Nerón y la caída de Roma el 195. Aquel año había pasado sin percances. Las guerras civiles habían concluido. Los partos habían sido derrotados y se habían añadido nuevos territorios al imperio del pueblo romano. E l emperador gobernaba desde hacía más de diez años, su hijo mayor era colega suyo, y, tras el ma­ trimonio de Antonino con Plautila, había nuevas esperanzas de una terce­ ra generación en la divina familia imperial.6 E n una reunión del Senado celebrada el 203 — en las inscripciones no se ha conservado la fecha exacta, pero tuvo lugar en marzo, junio o ju­ lio— , los quindecimviri se presentaron ante el escaño elevado de los cónsu­ les, y el maestro (magister) del colegio, Manilio Fusco, leyó en voz alta un discurso preparado. Recordó al Senado que el momento de celebrar los Juegos Seculares estaba próximo. Habló del canto profético de la Sibila en el que se decía que la duración más larga de una vida humana alcanzaba los 110 años. Pensando en la felicidad y la dicha del género humano, era deber del Senado dar gracias por los beneficios presentes y garantizar su continuidad futura disponiendo la celebración de aquellos juegos. Con adoración y veneración plena a los dioses inmortales, debéis frecuentar para la seguridad y eternidad del imperio los sacratísimos santuarios a fin de mostrar agradecimiento y darles gracias para que los dioses inmortales trans­ mitan a las generaciones futuras lo que nuestros antepasados han construido y las cosas que, tras haberlas concedido a nuestros ancestros, han otorgado también a nuestra propia época. Seguidamente Calpurnio Máximo presentó una moción: que se pidiera a los emperadores y a Septimio Geta, césar nobilísimo, la celebración de los Juegos Seculares, ofrecidos por tradición a intervalos de 110 años; que los juegos se efectuaran a expensas del erario público; y que los días en que se celebrasen fueran oficialmente festivos. Los procesos deberían posponerse treinta días; también debería prohibirse el duelo de plañideras durante un periodo similar. Y para conmemorar las actuaciones debía grabarse una inscripción en mármol.

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E n una reunión de los quindecimviri celebrada en el Palatino el i i de noviembre, así como en febrero o marzo del 204, se tomaron otras dispo­ siciones. E l 15 de abril, los miembros del colegio recibieron una carta de los emperadores que les leyó el magister Pompeyo Rusoniano. Tenían que reunirse en el templo de Apolo Palatino el 2 de mayo «para elegir por sorteo los lugares donde los miembros, sentados en estrados, distribuirían entre el pueblo los medios de purificación». También se leyó en voz alta una segunda carta en la que se les informaba de que, si decidían en qué días y noches se iban a celebrar los juegos y las matronas iban a ofrecer oraciones e incienso, los emperadores decretarían que se hiciera así. E l colegio se reunió debidamente y efectuó el sorteo el 25 de mayo, y aquel mismo día hizo público un edicto que daba a conocer los acuerdos. E l 26 de mayo, los quindecimviri ocuparon los puestos sorteados en las colinas del Capitolio, el Palatino y el Aventino y distribuyeron incienso y otros objetos de purificación. Tres días después volvieron a ocupar, proba­ blemente, sus puestos, esta vez para recibir de la gente las ofrendas simbó­ licas de los primeros frutos tras haber pronunciado oraciones a Júpiter Óptimo Máximo, Juno Reina del Cielo y Apolo Bueno y Bello dirigidas por Septimio. E l 3 1 de mayo se realizaron los ritos solemnes de purifica­ ción. E l magister Pompeyo Rusoniano purificó el lugar conocido como T erentum o Tarentum, en un extremo del Campo de Marte, donde había estado siempre el centro de los ritos seculares, que eran en otros tiempos una ceremonia privada de la gens Valeriana. Estaba consagrado a los dio­ ses del inframundo, cuya participación en el ritual había sido asumida en gran parte por divinidades celestes. Seguidamente se llevó a cabo la purifi­ cación del pueblo, y luego los sacrificios preparatorios a orillas del Tiber en presencia de los quindecimviri y de dos vírgenes vestales de mayor rango. A l día siguiente, después de medianoche, cuando comenzabaii las ca­ lendas de junio, se inauguraron los ritos seculares propiamente dichos con un sacrificio y una oración a las Moerae (las parcas o diosas del destino) en el Campo de Marte. A la hora segunda de la mañana se representaron ac­ tuaciones sobre un estrado erigido para la ocasión. Entretanto, Julia D om ­ na y otras ciento nueve mujeres casadas, una por cada año del saeculum, celebraron banquetes sagrados {sellisternia) en el Capitolio en honor de las diosas Juno y Diana.

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Los tres días y dos noches sucesivos, Septimio y sus hijos llevaron a cabo todos los ritos tradicionales de sacrificios y oraciones, con celebracio­ nes intermitentes de juegos. En cada una de esas ocasiones, Septimio pre­ sidía, Antonino dirigía la oración y Geta la pronunciaba. Se observaron fielmente las fórmulas tradicionales utilizadas por Augusto el 17 a. C. E l dios o la diosa eran invocados por su nombre, y luego se decían estas pa­ labras: Que la buena fortuna acompañe al pueblo romano, a los quirites; permitid que os ofrezcamos un sacrificio [el sacrifico apropiado a cada deidad]. Os su­ plico y os ruego que, de la misma manera que habéis acrecentado el imperio y la majestad del pueblo romano, los quirites, en la guerra y en la paz, la gente latina sea siempre obediente; que otorguéis la seguridad, la victoria y la salud perpetuas al pueblo romano, los quirites; que protejáis al pueblo romano, los quirites, y a las legiones del pueblo romano, los quirites; que mantengáis a salvo y engrandezcáis a la República del pueblo romano, los quirites; que seáis favorables y propicios a la República del pueblo romano, los quirites, a los quindecimviri, a mí, a mi casa y a mi familia. Los juegos finales celebrados en el circo estuvieron precedidos, como en el año 17 a. C., por un himno, el Carmen Saeculare, cantado primero en el Palatino y luego, nuevamente, en el Capitolio por dos coros de veintisiete niños y veintisiete niñas. Augusto pudo recurrir a Horacio para compo­ nerlo. E l nombre del poeta del año 204 no se ha conservado y tampoco puede conjeturarse. Lo que ha pervivido del himno propiamente dicho es también poca cosa. H ay una invocación a Apolo y Diana, como en el car­ men de Horacio. H ay también una referencia a las tierras y ciudades del imperio, a Baco y a los campos de oro, a barcos que navegan por los m a­ res, a los campamentos del ejército y, para terminar, una oración para la protección de «nuestros dirigentes». Baco es el mismo dios que Liber Pa­ ter, una de las dos divinidades guardianas de Leptis Magna. Por más tra­ dicionales que pudieran haber sido las oraciones y los ritos, hubo clara­ mente algunas modificaciones en honor de los di patrii de Septimio, Hércules y Liber. Las secciones conservadas del commentarium no contie­ nen mención alguna a ellos, aparte del nombre de Baco en el carmen. Pero las monedas acuñadas en conmemoración de estos juegos transmiten la

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impresión de que los dos dioses de Leptis fueron las deidades que presi­ dieron todos los actos. L a ceremonia de tres días estuvo seguida, de acuerdo también con la tradición de la celebración augústea, por siete días de juegos, actuaciones teatrales y carreras en el circo. E l último día se ofreció el «juego de T ro ­ ya», interpretado por muchachos de familia senatorial. Uno de ellos, que llevaba el histórico nombre de Calpurnio Pisón, resultó gravemente heri­ do. Quedaban todavía unos pocos descendientes vivos de la nobleza re­ publicana, pero no se les permitía aparecer en un primer plano. Augusto, consciente del origen de los Juegos Seculares como rito de los Valerio, había otorgado a dos miembros distinguidos de aquella gens un papel como quindecimviri en el año 17 a. C. En el reinado de Septimio había dos hombres que hacían gala de descender del linaje patricio de los Valerio: L . Valerio Mésala Trásea Prisco, cónsul ordinarius en el año 196, y L. V a ­ lerio Mésala, que tuvo el mismo título en el 214. Ninguno de los dos fue quindecimvir.7 L a composición del colegio constituye por sí misma un estudio intere­ sante, sobre todo para contrastarla y compararla con la del 17 a. C. Enton­ ces, dos Valerio Mésala, un Em ilio Lépido, un Licinio Estolón y un Mucio Escévola, nombres de la nobleza, contrapesaban junto con Augusto a los novi homines, grandes soldados y políticos como Agripa, Sencio Saturnino y Cocceio Nerva. Los portadores de grandes nombres entre los quindecim­ viri del 204 — un Casio, un Fabio, dos Fulvio, un Manilio y un Pompeyo— no los habían adquirido por su linaje sino por la concesión de la ciudada­ nía a sus antepasados. Algunos de los demás nomina olían a Italia provincial: Gargalio, Ofilio, Polieno, Vetina. Pero, de los veintiséis quindecimviri do­ cumentados, solo se sabe de uno, Nonio Arrio Muciano, de Verona, que fuera hijo de un consular. Pocos, aparte de Muciano, eran siquiera italia­ nos. Polieno Áuspice, el sarcástico amigo de Septimio, fue probablemente uno de ellos. E l emperador, sus hijos y el prefecto de la guardia pretoriana tenían en el colegio a varios compatriotas africanos, quizá hasta nueve. A l magister del 204, Julio Pompeyo Rusoniano, cuyo cognomen, por lo demás, solo aparece documentado en Leptis, se le asignó un papel especial en la realización de los ritos: la purificación del 3 1 de mayo. N o sería de extra­ ñar que también él fuera lepcitano.8

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En la lista de mujeres casadas y niños y niñas que participaron en los ritos parecen predominar también los nombres provincianos. A diferencia del commentarium augustano, que habla solo de las ciento diez matronae, el del año 204 especifica a Julia Domna, mater castrorum, con otras 109 par­ ticipantes. Noventa y una eran mujeres de senadores. Las dieciocho damas restantes de clase ecuestre estaban encabezadas por la sobrina de Julia, Julia Soemias, esposa de Vario Marcelo de Apamea.9 De las tres fuentes narrativas, solo Herodiano menciona estos juegos. E l relato de Dion fue omitido, obviamente, por su epitomador. E l autor de la HA abandona cualquier apariencia de ofrecer una descripción detallada después de los seis primeros años del reinado. Herodiano es breve e inexac­ to, pero una de sus frases fue, sin duda, certera: «Se enviaron heraldos a Roma e Italia invitando a todos a ir y ver lo que nunca se había visto antes ni volvería a verse». Se dio la circunstancia de que nadie volvería a ver jamás unos Juegos Seculares. Aquellos fueron los últimos de la serie.10 En el curso del 204, probablemente a comienzos de año, Antonino y Geta fueron designados para el consulado del 205. Así, el primer año del nuevo saeculum llevaría los nombres de los hijos de Septimio. Geta, que ya había recibido seguramente la toga virilis el año anterior, era conocido por entonces con el calificativo de «césar nobilísimo». Durante los últimos años había habido algunas variaciones en su nomenclatura: a veces llevaba el praenomen de Publío, y otras el de Lucio. En adelante siguió siendo ofi­ cialmente Publio. Debió de haber alguna razón para el cambio, aunque ninguna de las fuentes antiguas la analiza. Es posible que cuando su her­ mano mayor cambió su nombre por el de M. Aurelio Antonino, Geta to­ mara el posible praenomen original de Antonino, Lucio. No obstante, se desconoce si fue ese el primer praenomen de Antonino. Este cambio de nombre recordaría la iniciativa de Marco Aurelio y Lucio del año 161, cuando Marco adoptó como nombre el de «Antonino» y dio a Lucio su nombre original, «Vero». O quizá el nombre de Geta se cambió por el de Lucio para evitar confusiones con el hermano del emperador. Geta el ma­ yor se mantuvo en un segundo plano después de su mandato en Dacia. La inscripción del pedestal de su estatua en Leptis no menciona siquiera su relación con Septimio. Otra inscripción realizada, al parecer, en su honor y procedente de Ancona, donde había ejercido el cargo de administrador,

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lo denomina cognatus de Septimio y avunculus de Antonino y de Geta el menor. Cognatus significa «pariente por matrimonio», y avunculus «tío por parte de madre». Es posible que se hubiese prohibido al pueblo de Ancona — y, en realidad, a cualquier otro— llamar a Geta hermano y tío paterno, patruus, de los emperadores. L a inexacta descripción de Ancona podría ser el resultado de una estratagema de la población, decidida a se­ ñalar que un hombre vinculado a su ciudad era pariente de la familia im ­ perial. Sea como fuere, Geta el mayor falleció en el año 204. En su lecho de muerte, liberado ya del miedo a Plauciano, reveló a su hermano todos los hechos concernientes a aquel. Septimio le erigió una estatua en el foro. Y su actitud hacia Plauciano comenzó a cambiar. E l emperador lo despojó de una gran parte de su poder." L a plebe urbana, que apenas había tenido la oportunidad de observar a Plauciano durante los años en que fue incrementando su poder, no tardó en comentar la extraordinaria preeminencia del prefecto. En cierta oca­ sión se oyó gritar en el circo, según documenta Dion: «¿Por qué tiemblas? ¿Por qué estás pálido? ¡Tienes más posesiones que los tres!». «Plauciano — dice Dion— estaba siempre pálido y tembloroso debido a sus esperan­ zas y sus temores». Dion se sintió muy afectado por un suceso que inter­ pretó como un augurio del inminente cambio en las altas esferas: una erupción del Vesubio. La explosión se pudo oír en Capua, donde vivía Dion en su finca.12 E l matrimonio de Antonino y Plautila no fue un éxito. A pesar de ello, algunos han llegado a la conclusión de que Plautila pudo haber dado a luz un hijo en el año 204. Pero el dato entendido como una referencia a ese acontecimiento podría indicar, simplemente, una esperanza piadosa. E l lenguaje de Dion nos permite dudar de si el matrimonio llegó siquiera a consumarse. Dado que el novio tenía solo catorce años en el momento de la ceremonia, no sería nada de extrañar, en especial si tenemos en cuenta que odiaba a su mujer y al padre de esta.'3 E l relato de Dion sobre el desenlace se ha conservado con cierto detalle. E n enero del 205, Antonino se sintió lo bastante seguro como para intentar un golpe audaz. Convenció al liberto Euodo, quien como educator suyo había supervisado su infancia, para que consiguiera los servicios de tres cen­ turiones. E l plan se llevó a cabo sin ningún fallo. E l 22 de enero, mientras

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la familia imperial se disponía a cenar tras los ludi Palatini, los tres centu­ riones se presentaron ante Septimio. Le informaron de que Plauciano les había ordenado a ellos y a siete más que mataran a los dos emperadores y leyeron en alto una carta que parecía confirmar su historia. Septimio les creyó, sobre todo por el sueño que había tenido la noche anterior, en el que Albino aparecía vivo y conspiraba contra él. E l emperador convocó inme­ diatamente a Plauciano. Cuando el prefecto llegó al palacio, no se permitió a sus seguidores entrar con él — como le había ocurrido en otra ocasión a Septimio en Tiana, comenta Dion— . Plauciano se alarmó, pero no pudo retirarse. Una vez dentro, Septimio le habló en tono afable, pero con pala­ bras de reproche, limitándose a preguntarle por qué quería matarlos. Pen­ saba darle la oportunidad de defenderse. Antonino no pudo soportar aquel suspense. Cuando Plauciano comenzó a declarar su inocencia en tono de asombro, se levantó bruscamente, se apoderó de la espada del pre­ fecto y le dio un puñetazo. Quería matarlo con sus propias manos, pero Septimio lo contuvo. Entonces, Antonino ordenó a uno de los presentes que lo hiciera. Alguien arrancó unos pelos de la barba de Plauciano y se los llevó a Julia y Plautila, que se hallaban juntas en otra habitación y no sabían qué había ocurrido. «Mirad a vuestro Plauciano», dijo el hombre. Julia se sin­ tió encantada; Plautila, consternada. E l cuerpo fue arrojado a la calle y no lo enterraron hasta más tarde por orden de Septimio. E l Senado fue convocado a una sesión especial. Septimio no acusó a su favorito caído y se limitó a lamentarse de la debilidad de la naturaleza humana. Los honores concedidos al prefecto habían sido excesivos. E l em­ perador se acusó a sí mismo de haber amado y honrado tanto a aquel hom­ bre. Tras retirar de la curia a algunos senadores en quienes Septimio no confiaba del todo, se llamó a los tres centuriones a testificar. En aquel mo­ mento, muchos de los que habían gozado de la amistad de Plauciano se vieron en peligro. Algunos fueron ejecutados. Uno de sus satélites, un pro­ curador de origen mauritano llamado Opelio Macrino, se salvó por la in­ tercesión de Cilón. Septimio impidió al Senado votar un decreto en ala­ banza de Euodo. Habría sido vergonzoso, les dijo, que se mencionara de aquella manera a un liberto imperial en un decreto del Senado. Los sena­ dores, muchos de los cuales debían de hallarse en estado de pánico, se des­

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hicieron en alabanzas a Septimio y llegaron, incluso, a decir a gritos: «Todo el mundo hace bien todo, porque tú gobiernas bien». Plautila fue desterrada con su hermano a la isla de Lipari, probablemente después de haber recibido el divorcio — aunque este dato no consta en ningún lu ­ gar— . Los nombres de Plauciano y su familia fueron diligentemente bo­ rrados de todos los monumentos públicos, y los rostros de sus estatuas des­ figurados. L a inmensidad de su fortuna, confiscada en ese momento, requirió el nombramiento especial de un procurator ad bona Plautiani para su administración.14 E n una reunión del Senado, o poco después, debió de haberse puesto en circulación un relato detallado de la «conspiración» de Plauciano contra los emperadores. Herodiano muestra que, al menos él, se lo tragó, aunque algunos detalles de su narración son tan inverosímiles que, más que pro­ paganda imperial, tuvieron que ser producto de su imaginación. No obs­ tante, su descripción de los hechos externos es buena y su retrato del pre­ fecto en el apogeo de su poder transmite una impresión vivida que merece la pena citar: «Solo él tenía el aspecto externo de una autoridad todopode­ rosa. Cuando aparecía en público su aspecto era terrible. Nadie se atrevía a acercársele, y los que se encontraban con él se hacían a un lado. Sus acompañantes le abrían paso ordenando que nadie se detuviera a mirarlo; debían retirarse y bajar la mirada». L a campaña realizada para eliminar a Plauciano de los testimonios documentales tuvo éxito en gran medida, aunque se ha conservado un número considerable de inscripciones en su honor. Una lista de soldados de Roma menciona a uno que, al parecer, procedía de una ciudad que llevaba su nombre; desconocemos dónde se hallaba. Dion dice que «su poder era igual al de los propios emperadores... Todos los soldados y senadores prestaban juramento en nombre de su Fortuna, y todos rezaban en público por su salud». L a culpa de ello era del propio Septimio, «que se plegaba a Plauciano hasta tal punto que este ocu­ pó la posición del emperador, y él [Septimio] la del prefecto». Sabía todo lo que hacía el emperador, pero nadie conocía sus secretos. Casi se podía decir que Septimio «rezaba para que fuera su sucesor, y en cierta ocasión escribió en una carta: “ Quiero tanto a ese hombre que rezo para morir antes que él” ». Otro fragmento de Dion añade que «... algunos se atrevie­ ron de hecho a escribirle como si fuera un cuarto césar».'5

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Entre los ministros de los césares no había habido nunca un hombre como Plauciano. N i siquiera Seyano había alcanzado las mismas alturas. Además, Seyano había acumulado su poder cuando Tiberio abandonó las riendas del gobierno. Plauciano había estado constantemente al lado de Septimio. Esta era, de hecho, la fuente de su fuerza. Fue el único de los generales y ministros de Septimio que estuvo continuamente con él desde el 193. Pero el control que Plauciano ejerció sobre Septimio hasta los últi­ mos minutos de su vida tuvo, quizá, su origen en la Leptis de sus años jó­ venes. Herodiano recoge la anécdota de que había sido el «amante adoles­ cente» de Septimio.16 H ay poca documentación sobre los tres años que siguieron a la caída de Plauciano. Durante su reinado, Septimio hizo mucho por mejorar la apa­ riencia de la ciudad de Roma, pero la mayor parte de su obra debió de haberse realizado, probablemente, antes del 205. E l templo de la Paz, destruido al final del reinado de Cómodo, fue restaurado, y en el exterior del muro de su biblioteca se colocó una nue­ va versión del plano de la ciudad, la forma urbis, realizado en mármol. E l Panteón se restauró en el año 202. Y a hemos mencionado el arco del foro. E n el 204, los argentarii erigieron otro vistoso arco en honor de Septimio y su familia para crear un nuevo acceso al Foro Boario. N o queda ningún rastro de un llamativo edificio levantado en el año 203 en la esquina del Pa­ latino que daba a la vía Apia, el Septizodium. Con sus 30 metros de altura y 90 metros de longitud, se parecía a un ninfeo, o scenaefrons de teatro, y es posible que alojara estatuas de los siete dioses planetarios: Saturno, Jú ­ piter, Marte, el Sol, Venus, Mercurio y la Luna. L a estatua central del Sol estaba realizada, muy probablemente, como una representación del pro­ pio Septimio — mirando al sur, hacia Africa, y dando la bienvenida a los viajeros que llegaban de allí— . E l simbolismo que encerraba este gran monumento solo puede ser objeto de conjeturas. Septimio había empren­ dido también obras de reforma en el propio palacio. Se construyeron ther­ mae nuevas, y la fachada que daba al Circo Máximo fue modificada consi­ derablemente. Dion ofrece una descripción interesante de la decoración interior de una parte del palacio: el emperador hizo «pintar los techos de las habitaciones donde veía las demandas judiciales con las estrellas bajo las cuales había nacido». Aquellas estrellas se hallaban a la vista de todos,

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«a excepción del sector del cielo que, como suele decirse, “contempló la hora” en que [el emperador] vio por primera vez la luz del día». Este fun­ damental sector celeste fue pintado de diferentes maneras en dos habita­ ciones distintas. Septimio no quería que se supiera demasiado sobre lo que los astros habían determinado para él.17 E l asesinato de Plauciano hizo necesario un nuevo nombramiento. Sep­ timio retomó entonces la anterior práctica de entregar el mando de la guar­ dia a dos prefectos, Q. Meció Leto, que había sido prefecto de Egipto del 200 al 203, y Em ilio Papiniano. Meció Leto fue el más importante. Sabe­ mos poco de él, excepto que gozó del favor de Antonino durante los diez años siguientes, cosa que pudo decirse de muy pocas personas. No hay duda de que poseía una considerable experiencia militar. Papiniano no era militar, sino jurista. Su experiencia se remontaba al reinado de Marco, du­ rante el cual había sido asesor legal de los prefectos. En fechas más recien­ tes había ejercido el cargo de a libellis. L a HA consigna que era gran amigo de Septimio, «según refieren algunos, estaba emparentado con él por ma­ trimonio a través de su segunda esposa». En ese caso, Papiniano debía de ser sirio. Los estudiosos del derecho romano del periodo de Justiniano en adelante han coincidido en otorgar a Papiniano la máxima puntuación como jurista entre los grandes exponentes del clasicismo. Aquellos tiempos fueron, desde luego, una gran época para la jurisprudencia. Un contempo­ ráneo más joven de Papiniano fue Domicio Ulpiano, sirio igualmente, de la ciudad de Tiro. E l tercer gran jurista del periodo, Julio Paulo, procedía también, quizá, del este. Lo que pudo haber faltado a estos juristas y a sus colegas en cuestión de elegancia de estilo o de claridad en comparación con sus predecesores de la generación anterior, como Salvio Juliano, lo com­ pensaron más que de sobra con su voluminosa producción. Durante la época de los Severos destilaron una enorme cantidad de materiales anterio­ res para crear la base del derecho codificado por Justiniano.'8 E l propio Septimio se interesó vivamente por la administración de la justicia. Dion, que como miembro del consilium del emperador podía ha­ blar en calidad de testigo ocular, registra con aprobación su pacienciá en el tribunal: «Concedía a los litigantes tiempo de sobra, y a sus asesores nos daba libertad plena para hablar». A l parecer fue especialmente estricto en la aplicación de la ley contra el adulterio, ampliada por él. Dion dice que

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durante su consulado, que desempeñó por esas mismas fechas, se enteró casualmente de la existencia de nada menos que tres mil casos pendientes. E n el Digesto se conserva uno de tono picante. Cierto senador llamado Claudio Gorgo acusó a su esposa de adulterio. Seguidamente se descubrió que él había vuelto con ella. Septimio no esperó a que se acusara a aquel hombre y lo declaró culpable de lenocinio. E l Digesto y otras compilacio­ nes legales han preservado numerosas decisiones que abarcan todo el ám­ bito del derecho público y privado, incluido el referente a mujeres, meno­ res de edad y esclavos, a obligaciones de los cuidadores (curatores) y tutores, al derecho testamentario y a disputas sobre propiedad. N o podemos inten­ tar abordar aquí la actividad legislativa y jurídica del reinado. Aurelio Víctor denominó a Septimio conditor legum longe aequabilium, «creador de leyes sumamente equitativas». Por aquel entonces se afirmaba abierta­ mente, por supuesto, que «el emperador no está sujeto a las leyes,princeps legibus solutus est. Pero, al mismo tiempo, él y Antonino declararon, en un dictamen conjunto que, «si bien no estamos sujetos a las leyes, vivimos, no obstante, de acuerdo con ellas».'9 L a doctrina se mantuvo vigente en lo que respecta a la mayoría de los habitantes del imperio. Pero el Senado, por desgracia, seguía siendo de­ masiado temido como fuente de posibles peligros como para que lo trata­ ran de esa manera. La ejecución de senadores no concluyó con el asesinato de Plauciano. Dion cuenta que «fueron muchos los que perdieron la vida, algunos de ellos después de haber comparecido formalmente ante él y ha­ ber sido declarados culpables tras haberse defendido». Se conservan varios casos en diversos extractos de su Historia. L a víctima más eminente fue Plaucio Quintilo, sobrino de Vero y yerno de Marco. Su único acto político registrado había tenido lugar en mayo del 193, cuando intervino enérgica­ mente contra la propuesta de Didio Juliano para que el Senado y las vírge­ nes vestales salieran como suplicantes al encuentro del ejército de Septi­ mio en su avance. Ahora se hallaba «a las puertas de la ancianidad, residía en su finca rural y no intervenía en nada ni hacía nada malo». N o obstan­ te, se informó en su contra y se vio obligado a suicidarse. Plaucio pidió que le llevaran su sudario, confeccionado para él mucho antes. E l tiempo lo había hecho jirones para entonces. «“ ¿Qué es esto?” , comentó. “ ¡Vamos con retraso!” ». Preparándose para morir, «quemó incienso y dijo: “ Rezo

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porque ocurra lo mismo que Serviano pidió para Adriano” » — es decir, que el emperador deseara morir y no pudiera. E l otro caso registrado por Dion es la condena in absentia de Aproniano, proconsul de Asia. Su nodriza había soñado en cierta ocasión que llegaría a ser emperador: se decía que había recurrido a la magia para hacerlo reali­ dad. Durante el juicio se produjo una escena notable. Se había preguntado a un testigo sometido a tortura quién había contado la historia del sueño y quién la había escuchado. E l testigo dijo haber visto a «cierto senador calvo atisbando a hurtadillas». Cuando se leyó en alto el informe, preparado por el propio emperador, los senadores se sintieron horrorizados. Septimio no había mencionado ningún nombre, y todos los miembros del Senado, inclui­ dos aquellos que solo mostraban una ligera calvicie o no habían estado nun­ ca de visita en casa de Aproniano, se asustaron. Nadie fue capaz de mante­ nerse en calma, excepto los que tenían pelo abundante. Dion ofrece un cuadro vivido de la posición humillante y absurda en que se puso a los senadores. Todos nos volvimos a mirar a los calvos y corrieron los rumores: «Es fulano». «No, es mengano». No disimularé lo que me ocurrió a mí, por más ridículo que sea. Me sentí tan desconcertado que me palpé el cabello con la mano. Muchos otros se vieron haciendo lo mismo. Y procuramos con mucho empe­ ño fijar la vista en quienes estaban más o menos calvos, pensando que nuestro gesto alejaría el peligro de nosotros y lo dirigiría hacia ellos. A continuación se dio lectura a las pruebas que identificaron al senador calvo con un tal Bebió Marcelino, el cual se puso en pie, se adelantó y dijo: «Ese hombre me reconocerá, por supuesto, si es que me ha visto». Luego se hizo comparecer al informante, que paseó la mirada en derredor duran­ te unos momentos. A continuación, alguien — Dion no dice quién— hizo con la cabeza un gesto casi imperceptible señalando a Marcelino, y el in­ formante lo identificó. Marcelino fue sacado de inmediato, se despidió de sus cuatro hijos en el foro y fue ejecutado — sin que Septimio hubiera lle­ gado siquiera a enterarse de su condena.20 E l comportamiento mostrado por Septimio en enero del 205 y durante los juicios celebrados a continuación fue muy poco característico de la vida normal tranquila y ordenada que llevó durante sus años en Italia. Según Dion se levantaba y se ponía a trabajar siempre antes de amanecer; a con­

Septimio Severo tinuación daba un paseo durante el cual discutía asuntos de Estado. Luego concedía audiencias, «a no ser que se celebrara algún festejo importante». Y a hemos citado la descripción que da Dion de su gestión paciente y justa de los casos judiciales. A l mediodía solía interrumpir las sesiones para ca­ balgar «en la medida en que se lo permitía su salud, y después hacía ejer­ cicio en un gimnasio y tomaba un baño». Estas actividades iban seguidas de una comida sustanciosa, tomada a solas o en compañía de sus hijos, y de una siesta. Tras haber despachado más asuntos oficiales, acostumbraba a dar de nuevo una vuelta a pie conversando en griego y en latín. A l atarde­ cer se bañaba una vez más y, luego, cenaba con sus íntimos. «Era muy raro que invitara a alguien a la cena, y solo organizaba banquetes costosos los días en que era inevitable». Uno de esos raros banquetes debió de ser el presenciado y descrito por el autor Sammónico Sereno. «Los sirvientes, [que portaban] guirnaldas de flores y se desplazaban al ritmo de la música de las flautas, sirvieron un esturión».21 Es indudable que Septimio y su hijo asistían con regularidad a las se­ siones del Senado. En el año 206, según atestigua Ulpiano, que escribía pocos años más tarde, Septimio y Antonino formularon recomendaciones sobre la ley referente a los regalos entre marido y mujer: «Los emperado­ res máximos defendieron aquellas propuestas, y el Senado las decretó en el mismo sentido». En otro pasaje, Ulpiano cita por extenso el discurso pro­ nunciado por Antonino. E l emperador de menor rango, que tenía diecio­ cho años y cuya esposa languidecía en el exilio, fue capaz de adoptar un planteamiento maduro y compasivo: «Es un error que quien dio un rega­ lo cambie de opinión; pero también demuestra dureza y avaricia que el heredero se quede con la propiedad en contra de lo que pudo haber sido la última voluntad del donante». Es probable que el discurso se lo escribiera el propio Ulpiano u otro de los consejeros imperiales. Según el resumen de Ulpiano, defendió «cierta relajación de la dureza de la ley».22 Otro asunto que preocupó probablemente al Senado durante el año 206 fue el juicio contra Polieno Sebenno, sobrino de Áuspex, amigo de Septi­ mio, acusado de conducta indebida durante su mandato como gobernador del Nórico. Dion mostró cierta satisfacción por la condena de Sebenno, quien había formulado las absurdas acusaciones que llevaron a la muerte de Bebió Marcelino. Sebenno fue «entregado a los nóricos... y tuvo que

Los años en Italia soportar una experiencia de lo más vergonzosa. Lo vimos tumbado en el suelo y suplicando lastimosamente». Como había ocurrido una vez con la provincia de África y su rapaz gobernador Mario Prisco, los súbditos de Roma seguían teniendo la posibilidad de obtener una reparación. Sebenno fue «entregado a sus acusadores» por el nuevo gobernador Catio Sabino, quien, como es de suponer, hizo posible su procesamiento. Sin embargo, la influencia de Polieno Áuspex bastó para librar a Sebenno de la muerte.23 E l hecho de que Sebenno fuera juzgado por sus homólogos puede pa­ recer una grata concesión a las prerrogativas tradicionales del Senado. Sin embargo, el relato ofrecido por Dion transmite; escasamente esa impre­ sión, a pesar de que el juicio estuvo menos cargado de histeria que el del caso del «sueño» de Aproniano. Es indudable que Septimio quería resta­ blecer un clima más sosegado y tal vez se mostró conciliador durante esos años. Pero lo que esperaba del Senado era la aquiescencia. Tertuliano, que escribió una década más tarde defendiendo el patriotismo y la lealtad de los cristianos, insistió en que rezaban constantemente por todos los empe­ radores. Lo que le pedían a Dios era que les concediera una «existencia larga, un gobierno seguro, una vida familiar sin percances, unos ejércitos valerosos, un Senado fiel (senatumfidelem), un pueblo con buen comporta­ miento y un mundo tranquilo».24 Es posible que fuera durante este periodo cuando Septimio compuso su autobiografía. Su sueño sobre Albino la noche anterior al asesinato de Plauciano demuestra que no había olvidado su lucha por el poder. La obra se detenía en sueños y otros portentos que le habían hablado de su destino y denigraba a Albino y a Niger. No se conservan citas directas. N i siquiera sabemos si fue compuesta en latín o en griego. De haber sido escrita en griego, es posible que Elio Antipatro le ayudara a redactarla. Y si lo fue en latín, el abogado africano Mesio Saturnino pudo haberle prestado algún apoyo. Saturnino ocupaba el nuevo puesto de a declamationibus (y tenía un sueldo muy elevado). Es evidente que, en función de su cargo, redactaba los discursos que Septimio pronunciaba en las audiencias. Ulpiano, citando una carta de Septimio (y de Antonino) que reproduce la decisión imperial en un caso referente a la aceptación de regalos por un procónsul, la califica de «muy elegante». En ella se cita un proverbio griego y se reproduce de manera concisa y expresiva la sentencia del emperador.25

Septimio Severo N o hay duda de que en la corte abundaban las personalidades litera­ rias. Por un lado, la emperatriz disfrutaba con la compañía de esa clase de personas. Había dirigido su interés hacia ellas después de que Plauciano la hubiera desbancado de la posición de influencia que ocupaba ante su ma­ rido. N o hay razón para creer que, tras la desaparición de Plauciano, se desentendiera de los sofistas. Su curiosidad intelectual era genuina. Filóstrato, que se hallaba en el este con la emperatriz y su hijo tras la muerte de Septimio, habla del «círculo de Julia». T al vez se haya exagerado la cohe­ sión de dicho «círculo». Pero fue Julia quien animó al propio Filóstrato a escribir su Vida de Apolonio, el taumaturgo de Tiana; y él, a su vez, atri­ buyó a la emperatriz el calificativo de «filósofa». Podemos descubrir a otros miembros del círculo. Sin embargo, sería poco crítico dar por su­ puesto que todos los autores de la época, de Diógenes Laercio a Alejandro de Afrodisia, hicieron antesala para ser recibidos en el salón de la filosófica emperatriz. En cualquier caso, la palabra «filosofía» es un término cortés. A juzgar por la Vida de Apolonio, designaba una combinación de supers­ tición religiosa y cierta erudición pretenciosa.26 Julia se hizo también famosa por su promiscuidad. Es posible que tuvie­ ra amantes. Dion da a entender que fue acusada calumniosamente por Plauciano de mala conducta. Herodiano mostró escaso interés por el asun­ to. De ahí que la única acusación explícita provenga de fechas muy poste­ riores. Pero era bastante creíble; el estímulo intelectual de los sofistas no fue, quizá, suficiente como para consolarla del trato recibido de Plauciano.27 Durante aquellos años pasados en Italia, Antonino y Geta reaccionaron ante el derrocamiento de Plauciano como si los hubieran liberado de un tutor opresivo. Los dos jóvenes «trataban a las mujeres de manera desver­ gonzada, abusaban de los muchachos, derrochaban dinero y se codeaban con gladiadores y conductores de carros de carreras». Una relación que pudo haber comenzado como una inocente rivalidad terminó en odio mu­ tuo — tal como podrían haber hecho sospechar las acuñaciones en que se hacía publicidad de su «armonía», aunque Dion no informó sobre ello de manera explícita— . Durante una carrera de carros disputada con feroci­ dad, Antonino se cayó del vehículo y se rompió una pierna.28 Entretanto, Italia estaba siendo sometida a una humillante demostra­ ción de la precariedad de la seguridad y la paz recientemente recuperadas.

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U n bandolero llamado Bula eludía su captura una y otra vez, y durante dos años «saqueó Italia a la vista de los emperadores y de un gran contin­ gente de soldados». Jugando, quizá, con la semejanza entre su nombre (Bulla, en latín) y el del gran Sila (Sulla), se hacía llamar también «Félix». «Tenía consigo a un gran número de libertos imperiales fugitivos», obser­ va Dion. «Algunos de ellos habían sido muy mal remunerados, mientras que otros no habían recibido absolutamente ninguna paga». Dion había mencionado en un pasaje anterior que la severidad demostrada por Septi­ mio con sus libertos le había granjeado ciertos elogios — probablemente de boca de los senadores— . Sin embargo, es posible que quienes se habían unido a Bula no formaran parte del personal de palacio sino que fuesen empleados de rango bajo de las fincas imperiales de Italia, cuyo tamaño había aumentado para entonces de forma enorme debido a las confiscacio­ nes. Otro grupo en el que Bula podría haber encontrado apoyo, aunque Dion no lo cite expresamente, sería el de los varios miles de miembros de la guardia licenciados en junio del 193. Pero los hombres al mando de Bula no sumaban más de seiscientos. A l final fue capturado mediante una trampa. E l bandolerismo constituía un problema que, con toda probabilidad, ha­ bía acabado siendo endémico. Tertuliano comenta a comienzos del reinado que «se habían asignado a todas las provincias guarniciones militares des­ tinadas a localizar bandoleros», y la H A llama a Septimio «enemigo de los bandoleros de cualquier lugar». E l problema no era nuevo, pero es eviden­ te que las guerras contra los marcomanos, la «guerra de los desertores» en tiempos de Cómodo, y, finalmente, las guerras civiles de los años 193-197, habían hecho de él un asunto de mayor gravedad.29 Hasta el 204, Septimio no había pasado más de doce meses seguidos en Italia desde hacía cuarenta años. Si exceptuamos los Juegos Seculares, la vida en la península no debió de resultarle muy de su agrado entre el 204 y el 207. L a inquietud e impaciencia que le caracterizaban se vieron sin duda exacerbadas por el comportamiento de sus hijos. El asesinato de Plauciano, los juicios políticos y la frustración por no poder capturar a Bula Félix debieron de haberle hecho anhelar la vuelta al ejército. Había cumplido los sesenta y estaba convencido de que no le quedaba mucho tiempo de vida. Deseaba dar un remate triunfal a su existencia.30

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« E X P E D IT IO F E L I C IS S IM A B R I T T A N N I C A »

A Septimio «le exasperaba — dice Dion— ganar guerras en Britania por medio de otros mientras un bandolero le vencía en Italia». E l prolijo rela­ to en el que se narran los dos años de campaña contra el jefe de bandidos Bula y sus 600 seguidores, recogido en el Compendio de la obra de Dion escrito por Xifilino, de donde está tomada la cita, va seguido de la historia de la expedición a Britania. A pesar de que Septimio sabía por los astros que no regresaría, la campaña fue emprendida «porque veía que sus hijos se estaban volviendo indisciplinados, y los ejércitos desidiosos debido a la inactividad». Herodiano se hace eco del comentario de Dion sobre la con­ ducta de Antonino y Geta: «Deseaba alejar a sus hijos de Roma para que se comportaran mejor al estar sometidos a la disciplina militar una vez apartados de la vida de lujo que llevaban en Roma». Herodiano nos cuen­ ta más cosas. En el preciso momento en que Septimio «se sintió disgustado por la conducta y el entusiasmo indecoroso de sus hijos por los espectácu­ los, recibió una carta del gobernador de Britania. Le escribía que los bár­ baros se habían rebelado y estaban asolando las zonas rurales, dedicándose al saqueo y provocando una destrucción casi general. Por tanto, se necesi­ taban o más tropas para reforzar la guarnición o la presencia del empera­ dor. Aquella noticia fue bien recibida por Severo, que, en cualquier caso, era por naturaleza amante de la gloria y ansiaba un triunfo sobre los britanos para añadirlo a sus victorias y títulos conseguidos en el este y el norte».1 E l gobernador al que se refiere Herodiano puede identificarse, con un alto grado de probabilidad, con L . Alfeno Seneción, que aparece docu­ mentado en nada menos que nueve inscripciones en el norte de Inglaterra, cuatro del territorio situado en el interior de la frontera, otras cuatro de los 249

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fuertes levantados a lo largo de la línea del Muro de Adriano y una del puesto de avanzada de Habitanco (Risingham), al norte del Muro, en la antigua calzada que se adentraba en Escocia. L a mayoría de estas lápi­ das aluden a construcciones (algunas están incompletas o no son explíci­ tas). En Bainbridge, en el valle de Wensleydale, donde su predecesor V a­ lerio Pudente había construido en el año 205 un cuartel para la V I cohorte de nervianos comandada por su prefecto Vinicio Pío, Seneción levantó un terraplén defensivo probablemente al año siguiente (el prefecto seguía siendo el mismo). En Birdoswald, en el Muro, la I cohorte eliana de dacios y la I de tracios construyeron un granero bajo su dirección. E n Habitanco, la I de vangiones, una cohorte miliaria formada en parte por tropas mon­ tadas, reconstruyó, bajo su tribuno Em ilio Salviano, una puerta y los mu­ ros adyacentes, que se habían «derrumbado por el paso del tiempo». Las obras se realizaron «por orden de Alfeno Seneción, honorabilísmo consu­ lar» — y, un dato que resulta sorprendente, «bajo la supervisión de Oclatinio Advento, procurador de nuestros emperadores»— . L a participación de aquel funcionario ecuestre de alto rango en la provincia al lado del go­ bernador y comandante en jefe resulta inesperada y poco habitual en este contexto militar. L a inscripción hace juego con otra lápida procedente de Cilurno (Chesters), en el propio Muro, que, a pesar de conservarse de ma­ nera fragmentaria, indica con claridad que Seneción y Advento participa­ ron también en las labores realizadas allí. Una posible explicación parecer ser que Advento estaba especializado en servicios de información militar. L a notoriedad que iba a alcanzar al final de su carrera, unos doce años más tarde, indujo a Dion a describir sus orígenes con cierto detalle. Tras haber iniciado su carrera como policía militar, speculator, había sido centurión del servicio secreto, \osfrumentarii, y había estado al mando del cuartel de esta fuerza en Roma como princeps peregrinorum antes de ascender a pro­ curador. Es razonable suponer que se le había concedido el nombramien­ to para Britania con la misión particular de informar sobre el estado de la frontera y recabar, en realidad, información acerca de los enemigos de Roma.2 Alfeno Seneción era, sin duda, un servidor fiel de Septimio, al igual que sus dos predecesores conocidos durante el reinado. E l primero, Virio Lupo, había gobernado la provincia inmediatamente después de la derro-

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ta de Albino y el ejército británico en Lugduno en el año 197. Aquel m is­ mo año se habían realizado trabajos en Verteras (Brough), en la comarca de Stainmore, y en Verbeia (Ilkley), en los Yorkshire Dales; inscripciones sin fecha muestran la intervención de Lupo en Lavatras (Bowes), en la comarca de Stainmore, donde «una casa de baños destruida por el fuego fue reconstruida por la I cohorte de tracios», y en Coria (Corbridge), don­ de un destacamento de la V I legión trabajó bajo su mando. Según informa Dion, Lupo tuvo que sobornar a los meatas con «grandes cantidades de dinero», recibiendo a cambio «unos pocos prisioneros». Es evidente que, en el año 196-197, al hallarse ausentes la mayoría de las guarniciones de Britania, la provincia había sido invadida por enemigos de Roma en el nor­ te, y quizá se habían sublevado los brigantes de los Peninos. En el momento de la llegada de Lupo, los meatas, cuyo hogar se hallaba al norte del Muro Antonino, estaban a punto de asociarse a los caledonios, procedentes del territorio más lejano de las Tierras Altas. Resulta difícil calcular el daño que causaron. Pero, en cualquier caso, había habido problemas en Britania no mucho antes del 196-197: hacia el 182 o 183 había muerto un general durante una invasión de bárbaros, y a las campañas de Ulpio Marcelo les siguieron actos de descontento y motines en las legiones británicas.3 Durante la adolescencia y la juventud de Septimio, la frontera noroccidental de Roma, el límite de su imperio en Britania, había sido el Muro Antonino, frontera abandonada a comienzo de la década del 160, cuando apenas habían transcurrido veinte años desde su creación por Lolio Úrbico. Es verdad que se mantuvieron algunos fuertes al norte del Muro de Adriano, pero se había producido una retirada. Esa debió de haber sido la impresión recibida por Geta, el hermano de Septimio, durante su tribuna­ do en la II Augusta, y por Pértinax, durante su servicio como oficial de caballería en Britania, en la década del 160, opinión que le habría sido transmitida, sin duda, años antes a Septimio. N o sabemos con certeza quién sustituyó a Lupo como gobernador, pero Valerio Pudente, llegado probablemente a Britania hacia el 202, había sido gobernador de Panonia Inferior el 193, lo que significa, en otras palabras, que era miembro funda­ dor del equipo triunfal de Septimio. Luego, había sucedido a Lupo en Germania Inferior, y tras haber prestado servicio en Britania fue procón­ sul de Africa. En cuanto a Alfeno Seneción, se sabe que era númida, de

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Cuicui, y que había sido gobernador de Celesiria en el año 200, en las mis­ mas fechas de la prolongada estancia de Septimio en Oriente. Desconoce­ mos la anterior carrera de Seneción, a menos que se lo identifique con el procurador que lleva sus mismos nombres y que, tras ocupar varios pues­ tos de menor importancia, fue gobernador de la Mauritania Cesariense y, seguidamente, procurador de Bélgica y de las dos Germanias. De no ser así, el gobernador de Siria y de Britania habría sido, probablemente, hijo del procurador.4 Además de las tareas de construcción, Seneción libró, al parecer, algu­ nos combates. Como para confirmar el comentario de Dion sobre el hecho de «ganar guerras en Britania por medio de otros», hay un altar proceden­ te de Conderco (Benwell), junto al Muro de Adriano, dedicado a «la V ic­ toria de los Emperadores» por el regimiento de caballería de astures que tenía su base en aquel lugar y que nombra a Alfeno Seneción con el cargo de consular. Julio Juliano, legado de la II Augusta en aquel momento, dedicó personalmente un altar a la Victoria Imperial cerca de Coria, mien­ tras que en Greetland, en los Peninos meridionales, un particular erigió otro dedicado a la Diosa Victoria Brigantia en el año 208. Estas piezas probatorias dispersas se podrían interpretar como indicio de que Seneción había tenido que combatir contra los brigantes en el interior de la provin­ cia, y contra enemigos externos al otro lado de la frontera. Debemos admi­ tir que el altar de Conderco podría ser muy bien una simple conmemora­ ción británica de la victoria sobre los partos del 198 d. C., erigida diez años después. N o obstante, no podemos desestimar lo que cuenta Dion cuando dice que se estaban «ganando guerras en Britania». L a información de Herodiano sobre la solicitud del gobernador de Britania es un asunto completamente distinto. E l relato de este historiador acerca del reinado está plagado de errores, omisiones e inexactitudes. Además, Herodiano es un devoto del topos retórico. Podemos observar que en dos momentos pos­ teriores de su obra se producen expediciones imperiales a raíz, al parecer, de la recepción de cartas enviadas por gobernadores provinciales («de Si­ ria y Mesopotamia», y de «Iliria», respectivamente) en las que se describen invasiones enemigas. Según cuenta Herodiano, en el primero de esos des­ pachos posteriores, los gobernadores informan al emperador, como si se tratara de noticias urgentes, de un suceso ocurrido por lo menos cinco años

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antes de la fecha de la supuesta notificación. Es preferible rechazar como pura invención la historia de Herodiano acerca de la carta del gobernador de Britania.5 Durante las últimas décadas, se habían producido, quizá, algunos cam­ bios de política en relación con Britania. Es muy posible que se trazaran planes para volver a ocupar el sur de Escocia a finales de la década del 170 y que el gobernador derrotado en los primeros años del reinado de Cóm o­ do por unas tribus que «cruzaron el Muro» — no especificadas, pero men­ cionadas por Dion en un lenguaje similar al utilizado al hablar del Muro Antonino— se hubiera estado preparando para poner de nuevo en servi­ cio la frontera antonina. N o sabemos con ninguna certeza cuáles fueron las órdenes dadas por Septimio a Virio Lupo o, incluso, a Valerio Pudente. Es concebible que se les dijera que volviesen a entrar en Escocia. Por otro lado, la atención prestada a los fuertes de los Peninos hace más probable que el Muro de Adriano se siguiera considerando como frontera; así se deduce, desde luego, forzosamente de la actividad de Alfeno Seneción en Bordoswald, Vindolanda, Cilurno y Habitanco. Uno de los gobernadores de Septimio — cuyo nombre no se ha conservado— construyó un nuevo granero en Coria (Corbridge), y los datos estructurales procedentes de esta base militar situada justo al sur del Muro de Adriano, a orillas del río Tyne, dan a entender que por aquellas fechas se estaba edificando un im ­ portante almacén nuevo. Aguas abajo, en la orilla meridional del río, cerca de su desembocadura, en Arbeia (South Shields), el fuerte que había alber­ gado anteriormente a una cohorte auxiliar fue convertido en su totalidad en depósito de suministros. E l alojamiento normal fue demolido a fin de dejar espacio para veinte graneros adicionales, con lo que se alcanzó un total de veintidós. Arbeia podía almacenar a partir de ese momento grano suficiente para aprovisionar a más de 40.000 hombres durante tres meses. Pero es de suponer que, una vez que la fuerza expedicionaria imperial llegó a Britania, las vituallas se transportarían ininterrumpidamente des­ de el sur de la isla y desde Renania y serían redistribuidas desde Arbeia remontando la costa hasta Cramond, en el Forth, y aguas arriba del Tyne hasta Coria. N o resulta inverosímil que los «gabarreros del Tigris», docu­ mentados en Arbeia en la Antigüedad tardía, se hubieran instalado en un primer momento a orillas del Tyne por esas mismas fechas. Es muy pro­

Septimio Severo bable que, tras la conquista de Mesopotamia, se reclutara a bateleros ára­ bes para servir en las fuerzas de Roma, y que algunos de cuya lealtad se sospechaba acabaran en el otro extremo del imperio. Es evidente que die­ ron su nombre al puerto donde tenían su base, pues «Arbeia» es, sencilla­ mente, una versión de «Arabia». En honor a la verdad, hay que añadir que habrían encontrado ya a orillas del Tyne a otros árabes como ellos, o, en cualquier caso, a personas originarias de Palmira. Barates de Palmira, comerciante de estandartes, enterró a Regina, su joven liberta y esposa británica, en Arbeia, y le proporcionó una lápida funeraria ornamentada con un epitafio en latín y en palmireno. É l mismo falleció más tarde en Coria.6 N o sabemos con certeza con qué rapidez se enviaron las órdenes de preparar los grandes depósitos de suministros en Arbeia y Coria. Pero una vez llegadas, la intención fue sin duda clara: se iba emprender una expedi­ ción imperial masiva, una invasión romana de Britania septentrional como no se había visto nunca hasta entonces. Es muy posible que Septimio hubiera leído la Vida de Agrícola, de Tácito, y sus Historias, obras en las que se inmortalizó la «conquista completa de Britania» realizada por su sue­ gro — y en las que se denunciaba su abandono— . Casio Dion conocía bien el mandato de Agrícola como gobernador, y Tertuliano, otro contemporá­ neo de Septimio, había leído también algo de Tácito. E l abuelo de Septi­ mio, al haber sido alumno de Quintiliano y haber conocido, quizá, perso­ nalmente a Tácito cuando este y Plinio llevaron a juicio a Mario Prisco defendiendo claramente los intereses de Leptis Magna, pudo haber poseí­ do ejemplares de sus escritos. Sobre otra obra literaria de la época no pue­ de haber ninguna duda. E l primer Septimio Severo debió de haber tenido un ejemplar propio de las Silvas, de Estacio. Su familia pudo haber igno­ rado, desde luego, el contenido de aquella obra, pero no la Ode Lyrica ad Septimium Severum, incluida en el libro IV. N o obstante, es posible que Septimio conociera también las Laudes Crisp ini Vetti Bolani filii del li­ bro V. En ellas pudo haber leído cómo el «poderoso padre de Crispino, por transmitir las órdenes [de César], llegó hasta Tule, que rechaza las olas de Occidente, donde siempre Hiperión desfallece». Estacio se pregunta dónde prestará servicio el joven Crispino:

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Mas si te acoge una tierra regida por tu ilustre padre... qué orgullo exaltarán los campos caledonios cuando un íncola añoso de aquella tierra indómita te diga: «Aquí tu padre solía hacer justicia; desde este prado arengaba a sus es­ cuadrones... estas ofrendas, estos trofeos, fue él quien los consagró a los dioses de la guerra... esta coraza la ciñó él cuando el combate le llamaba; esta se la arrebató a un rey britano».

Dion atribuye, ciertamente, las conquistas realizadas por Septimio en M e­ sopotamia a un «deseo de gloria». En cuanto a Britania, consigna explíci­ tamente que Septimio «intentó conquistarla en su totalidad» — por fin, podríamos añadir, o por primera vez después de Julio Agrícola— . Septi­ mio sentía también una curiosidad insaciable, una predilección por \ά p e ­ regrinatio, por los viajes al extranjero y por lo novedoso. Había visitado casi todo el imperio, a excepción de la «gran isla más remota situada en el oeste». Ahora iba a ver incluso aquellas «partes de Britania inaccesibles para los romanos» que habían sido conquistadas por Cristo, según había afirmado Tertuliano poco antes (aunque es difícil que Septimio hubiese tenido conocimiento de ello).7 Antes de partir, Septimio, impulsado por el recuerdo de un verso de Estacio (quanta Caledonios attollet gloria campos!) o por algún motivo más prosaico, habría consultado a todos los especialistas en Britania que pudo haber encontrado. Entre esos especialistas se hallarían los anteriores go­ bernadores: Lupo, si todavía estaba vivo, y Valerio Pudente. U n tal Gayo Julio Ásper, más tarde consul ordinarius (el 212), era patrón de la provincia de Britania y tenía, quizá, vínculos antiguos con ella y un conocimiento especial de la misma. Polo Terenciano, aliado de Septimio durante su m andato como gobernador de D acia en el 193, había sido legado de la II Augusta a mediados de la década del 180 y pudo ser uno de los consul­ tados, al igual que Silio Plaucio Hateriano, natural de Leptis como Septi­ mio y antiguo legado de la legión de Caerleon. A ellos habría que añadir el quindecimvir Ancio Crescente Calpurniano, antiguo iuridicus de Brita­ nia y gobernador en funciones en un momento de crisis durante el reinado de Cómodo. D a la casualidad de que, hasta donde sabemos, ninguno de estos hombres acompañó al cortejo imperial en el año 208. Uno o más pu­ dieron haber estado entre los comites de los emperadores. Los únicos comi-

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tes de los que hay constancia explícita son dos. Uno era el cuñado de Julia, Julio Avito Alexiano, que no había ocupado ningún cargo desde su consu­ lado, ejercido tras su mandato como gobernador de Recia, diez años antes. Es probable que la hostilidad de Plauciano hacia Julia se hubiera extendi­ do a sus parientes. Ahora el clan de Emesa había recuperado su posición de favor. Sex. Vario Marcelo, de Apamea, yerno a su vez de Alexiano y que hasta entonces solo había prestado servicio como procurador de los acueductos de Roma, fue nombrado procurador de Britania como probable sucesor de Oclatinio Advento. Otro pariente de Julia, Emilio Papiniano, seguía siendo, por supuesto, prefecto de la guardia, y fue él, más bien que su colega Meció Leto, el prefecto que acompañó a la expedición. E l otro comes senatorial fue C. Junio Faustino Postumiano, un hombre del Africa procon­ sular que había sido recientemente gobernador de Mesia Inferior. A l pare­ cer, Postumiano iba a asumir el cargo de gobernador de Britania durante la expedición, probablemente como sucesor de Alfeno Seneción.8 Aparte de estas personas, Septimio habría llevado consigo un equipo muy considerable. Los asuntos del imperio tendrían que ser gestionados en su totalidad desde la lejana Britania durante algún tiempo, por lo que, como mínimo, uno de los integrantes del grupo debió de haber sido el jefe de la secretaría, el ab epistulis. Y , sobre todo, entre los que se vieron obliga­ dos a marchar a Britania tuvo que haber un gran número de esclavos y libertos de la fam ilia Caesaris. Las fuentes mencionan a dos: Cástor, el chambelán y a memoria, y Euodo, antiguo educator de Antonino (ninguno de los dos regresaría). Las inscripciones registran a dos hombres que par­ ticiparon en la expedición, pero sus nombres se han perdido. Uno era el comandante de la flota, a quien, de manera excepcional, se asignó no solo la classis Britannica, sino también las flotillas del Rin y el Danubio, las clas­ ses Germanica y Pannonica y la Moesica. Es indudable que participaron en la laboriosa tarea del aprovisionamiento, como también lo hizo otro funcionario innominado «encargado de los graneros» de Coria «en el tiempo de la afortunadísima expedición británica», tempore expeditionis felicissi(mae) Brittanic(ae). Es evidente que los ejércitos del Rin y el D anu­ bio, y no solo las fuerzas navales de esas provincias, debieron de haber colaborado en la expedición. T al vez se enviaron varias legiones, aunque es más probable que solo se destacara a algunas vexillationes. N o obstante,

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la nueva legión II Parthica, que formaba parte de hecho de la guarnición romana y tenía las características de un ejército de campaña móvil, acom­ pañó probablemente a un numeroso contingente de la guardia.9 Antes de poder dejar Italia, Septimio hubo de tomar medidas para ase­ gurarse de que Roma y el resto del imperio se mantendrían leales y esta­ bles durante su ausencia. De hecho, hay indicios de algún tipo de conflic­ tos por esas fechas. Dos inscripciones de lugares muy distantes uno del otro — Efeso, en Asia, y Sicca, en África— aluden con un lenguaje muy similar a la derrota de «conjuras insidiosas». L a primera no está fechada con precisión; la segunda se produjo en el año 208. Ambas dan a entender que se reprimió algún tipo de insurrección. Es posible que estallara una sublevación en la Galia, pues se sabe que el legado de la legión I Minervia, de Bonn, julio Septimio Castino — posiblemente pariente del empera­ dor— , se hallaba en ese momento al mando de una fuerza reclutada de las cuatro legiones germánicas «contra desertores y rebeldes». Monedas acu­ ñadas en el año 208 honran a Júpiter Victorioso; pero podrían referirse a las campañas de Seneción. E l 207, el gobernador de Panonia Superior, Egnacio Víctor, grabó una dedicatoria en Arrabona a «la Victoria de los Emperadores y de la legión I Adiutrix», lo que podría significar que había habido combates en el curso medio del Danubio o en sus proximidades. Quizá Antonino se hallaba en aquel lugár y tomó parte en alguna acción militar: las acuñaciones del 207 dan gran realce a sus proezas marciales. Sin embargo, como en el caso de las dedicatorias a la Victoria inscritas en Britania en aquellas fechas, subsiste la posibilidad de que Víctor se limita­ ra a conmemorar la guerra contra los partos del 197-198. Debemos admi­ tir que no se sabe grán cosa de lo que ocurría el 207. Es incluso posible que Septimio realizara una segunda visita a África: sus monedas de plata de aquel año representan a la provincia personificada con su tocado distintivo de piel de elefante.10 Es posible determinar algunas de las disposiciones tomadas para el go­ bierno del imperio durante la visita imperial a Britania. No hay duda de que se procuró situar a hombres de confianza en puestos clave. Celésiria se hallaba en manos de Mario Máximo, legado legionario de los ejércitos de Septimio en el 193 y que más tarde comandó con acierto el cuerpo de ejér­ cito de Mesia en Bizancio y Lugduno. Había llegado a ser gobernador de

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Bélgica y Germania Inferior. Una de las acciones de Máximo en Siria re­ cogidas en las fuentes fue la de organizar el viaje de un enviado de Partía para presentarse ante los emperadores. Antes de la muerte de Septimio, ocurrida el 2 1 1 , Máximo había sido sustituido, pero no por un gobernador senatorial: al parecer, el procurador de finanzas Minicio Marcial ocupó su lugar como gobernador en funciones. Es poco probable que Mario M á­ xim o fuera retirado como persona potencialmente peligrosa. Gozó, sin duda, del favor de los siguientes emperadores hasta un punto muy consi­ derable, y su hermano Mario Perpetuo era gobernador de Mesia Superior en el momento del fallecimiento de Septimio. De entre los demás gober­ nadores provinciales podríamos señalar al prefecto de Egipto. Este puesto fue ocupado del 206 al 2 1 1 por T i. Cladio Subaciano Aquila, que había sido anteriormente el primer prefecto de Mesopotamia. En esas mismas fechas, su pariente próximo Subaciano Próculo era gobernador de N um i­ dia, provincia de origen de Alfeno Seneción, nacido en Cuicui. Septimio Castino, posible pariente del emperador, pasó a ser por aquel entonces le­ gado de Panonia Inferior. Egnacio Víctor, gobernador de la provincia de Panonia Superior, y Ayacio Modesto Crescenciano, gobernador de G er­ mania Superior, son otros de los cargos importantes que podemos identi­ ficar como nativos del África romana, al igual que los Mario, Seneción y Castino. Parece claro que Septimio tenía la sensación de que podía confiar en aquellos hombres." E l año 208 volvió a iniciarse, como el 205, con un consulado conjunto de Antonino y Geta, que ocuparon el cargo por tercera y segunda vez res­ pectivamente. Antonino había igualado ahora el número de consulados de su padre y llevaba diez años como coemperador. N o había ninguna señal de que su hermano, a pesar de ser menos de un año más joven, estuviera destinado a algún tipo de promoción: Geta continuó siendo «césar nobilí­ simo». A l parecer, durante los últimos años del reinado de Septimio, la titularidad de las fasces siguió reservándose en la mayoría de los casos a la alta aristocracia, hombres de antiguas familias consulares, o a quienes tenían contactos con el emperador. En el año 206 los cónsules habían sido dos italianos, Num io Albino, hijo de una hermanastro de Didio Juliano, y Fulvio Emiliano. Uno de los cónsules del 207 fue un Septimio de Leptis Magna: C. Septimio Severo Áper, nieto, probablemente, de Áper, el «tío»

«Expeditio Felicissima Brittannica» de Septimio. En el 209, lo mismo que en el 200 y el 204, el cargo fue ocu­ pado por un miembro de la familia de Marco Aurelio; en esta ocasión se trató de un hijo del viejo Claudio Pompeyano y la hija de Marco, la augus­ ta Lucila. Y lo que es más, esa persona ostentaba los nombres de Cómodo y Pompeyano. Su colega fue Plaucio Avito, nieto de Loliano Avito, anti­ guo patrón de Pértinax, y — por parte de madre— de Ceyonia Plaucia, hermana de Lucio Vero. Genciano, hermano de Avito, iba a ser cónsul el 2 11 . E l padre de ambos había sido un importante aliado de Septimio en fechas tempranas y comes suyo en las guerras de los años 193-197. Dos hi­ jas de Marco Aurelio seguían aún vivas y podrían haber sido figuras de referencia para los desafectos; Septimio las neutralizó de manera eficaz encontrándoles maridos de condición humilde. Vibia Aurelia Sabina, viu­ da de Antistio Burro, asesinado por Cleandro en el año 189, era ahora espo­ sa de Aurelio Agaclito, hijo de un liberto de Lucio Vero. Cornificia, cuyo marido, Petronio Mamertino, había perdido la vida el 190 o el 19 1, había tenido supuestamente una aventura con Pértinax. Ahora estaba casada con un procurador sirio, Didio Marino, y su matrimonio no suponía ningún riesgo. Las «hermanas» del emperador se hallaban a una distancia segura.12 Las monedas del 208 muestran a Septimio partiendo a caballo hacia la guerra. Herodiano observa que, «durante la mayor parte del viaje, fue transportado en una litera». Los dolores de las piernas o los pies, interpre­ tados por diversos autores como gota o como artritis, le causaban molestias crecientes. Pero, a pesar de ello y de su edad — en el 208 alcanzó lo que los antiguos denominaban el gran climaterio, los sesenta y tres años— , «tenía una mente más vigorosa que cualquier joven». Herodiano afirma también que él y sus hijos «concluyeron su marcha hasta la costa a una velocidad sorprendente». La frase forma parte de sus descripciones típicas de las campañas severianas; no es ni mucho menos seguro que sea cierta. En el año 208 no había ninguna necesidad particular de viajar con una rapidez vertiginosa. Herodiano afirma también que «los británicos, estupefactos por la llegada súbita del emperador y tras haber oído hablar de las enor­ mes fuerzas reunidas contra ellos, enviaron embajadas y propusieron con­ diciones de paz, intentando, además, presentar excusas por sus ofensas. Pero el emperador buscaba motivos para demorarse y no verse obligado a regresar de nuevo a Roma — pues seguía deseando obtener una victoria y

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un título británicos— . Por tanto, despachó a los enviados, que no consi­ guieron nada, y se preparó para el combate».'3 Es de suponer que Septimio se instaló en un primer momento en Ebó­ raco, donde se hallaba el fuerte de la V I Victrix, una ciudad de tamaño considerable que sirvió a menudo como residencia de los gobernadores de Britania. Es posible que el praetorium del gobernador se transformara en palatium imperial todo el tiempo que duró la campaña. Desconocemos su ubicación, pero se hallaba, probablemente, en algún lugar de la ciudad civil, que presumía ahora del rango de municipium. Una característica de Ebóraco que debió de haber agradado a Septimio era un templo de Se­ rapis levantado no mucho antes por Claudio Hieronimiano, legado de la V I Victrix.'4 Dion y Herodiano inician sus respectivos relatos de las campañas britá­ nicas con historias de viajeros, en realidad cuentos, de resonancias fantás­ ticas acerca del norte remoto y lluvioso y sus bárbaros habitantes. Dion, cuya versión original se ha perdido, tiene el mérito — en el resumen de Xifilino— de dejar claro que se refiere a los britanos libres, «más allá de la muralla transversal que corta la isla en dos», cuyas «tribus principales» eran «los meatas, situados cerca del Muro, y los caledonios, detrás de ellos». Es evidente que, tanto en este pasaje como en otros, Dion conside­ raba el Muro Antonino como el límite del territorio romano en Britania — a pesar de que el control de Roma sobre dicho Muro no había sido ejer­ cido de manera efectiva desde hacía más de cuarenta años— . «Ambas tri­ bus habitan — según Dion— unas montañas agrestes y sin agua y unas llanuras pantanosas y desérticas; no tienen murallas ni ciudades ni practi­ can la agricultura, sino que viven de sus rebaños, de la caza y de ciertos frutos — pues no tocan los peces, de los que hay cantidades inmensas e inagotables». A continuación, cuenta cómo viven «en tiendas desnudos y descalzos», comparten las mujeres y están organizados en una forma de sociedad predominantemente democrática, con dirigentes guerreros «es­ cogidos entre los más audaces, debido a su predilección por el saqueo». N o portaban armadura, y sus armas eran un escudo, una lanza corta y puña­ les. E l lector moderno no llega a sentir cierto escepticismo hasta el mo­ mento en que Dion concluye su relato con anécdotas en las que se cuenta que los britanos septentrionales «se ocultan días enteros en sus pantanos

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asomando solo la cabeza por encima del agua y viviendo de cortezas y raíces», y, en situaciones de emergencia, «de un alimento especial del que una pequeña porción del tamaño de una alubia sirve para ahuyentar el hambre y la sed». Herodiano, cuyo breve relato se ha conservado comple­ to, toma, evidentemente, algunas informaciones de Dion. Hace hincapié en la naturaleza pantanosa de toda Britania: «La mayor parte del país de los britanos es un marjal, pues se halla anegado constantemente por las mareas del océano» — cosa que no incomoda a los bárbaros, más o menos desnudos, que corren o nadan en las aguas pantanosas— . E l barro no les molesta, pues no conocen la ropa y llevan cinturones y collares de hierro y tatuajes por todo el cuerpo (razón por la que prescinden del vestido, ya que les cubrirían los tatuajes). Tras describir sus armas de manera similar a Dion, Herodiano explica que no utilizan corazas ni cascos, «que les es­ torbarían para moverse por los marjales». Finalmente, Herodiano comen­ ta: «La atmósfera de este país es siempre sombría debido a la densa niebla que se levanta de los pantanos».'5 Las acuñaciones de Septimio del 208 muestran un puente, que nos sen­ timos tentados a asociar a los esfuerzos realizados por él para enfrentarse a un territorio anegado que le atribuyen los dos autores griegos. Sin em ­ bargo, el puente aparece representado como una estructura permanente y monumental. Podría hallarse en Ebóraco o haber estado tendido, en reali­ dad, sobre el Tyne, en Pons Aelius. E n el año 209, un as de bronce, o un pequeño medallón, de Antonino muestra un puente de barcazas con la leyenda «traiectus». Podría conmemorar lo que Herodiano describe como «un tendido de pontones a través de lugares pantanosos», o por Dion como «el relleno de marjales y la construcción de puentes sobre ríos». Dion inicia su relato de la lucha presentando a Septimio cuando se dispone a invadir «Caledonia con el deseo de someterla toda ella» [es decir, Brita­ nia] y en trance de toparse en su avance con inmensas dificultades debido al terreno sin conseguir que los enemigos entablen combate. Lo que ha­ cían, en realidad, era atraer a los soldados romanos a situaciones de peligro dejando que se apoderaran de cabezas de ganado lanar y vacuno y provo­ cándoles con señuelos a introducirse en los pantanos, donde los atacaban. Luego, los soldados que no podían andar preferían morir a manos de sus propios compañeros antes que ser capturados por los caledonios. En con­

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secuencia, dice Dion, «la cifra de los que perecieron ascendió a 50.000» — una exageración, seguramente— . Pero Septimio no desistió hasta que se acercó al extremo más lejano de la isla, donde observó con suma exactitud la variación del movimiento del Sol y la largura de los días y las noches en el verano y el invierno, respectivamente. Tras haber sido lleva­ do así por casi todo el país enemigo — ya que, dada su debilidad, fue transpor­ tado, en efecto, casi todo el tiempo en una litera cubierta— , regresó a la parte de la isla amiga de Roma tras haber obligado a los britanos a aceptar la entre­ ga de una parte nada desdeñable de su territorio.'6 Herodiano dedica solo dos frases a esta primera campaña, pero prologa sus breves observaciones con la afirmación de que Septimio dejó a su hijo menor, Geta, en la parte romana de la isla «para administrar justicia y encargarse del gobierno civil del imperio, asignándole para ello un consejo de asesores de rango superior». E l historiador añade específicamente que Septimio se llevó a Antonino consigo en la expedición. La única huella imaginable de que Geta desarrolló una actividad independiente en Brita­ nia durante la ausencia de su padre y su hermano, que se hallaban en cam­ paña, se conserva, quizá, en el primer manuscrito de la Passio de Albano, el primer mártir cristiano de Britania. L a muerte de san Albano se ha si­ tuado generalmente en un momento posterior, durante la llamada Gran Persecución, en tiempos de Diocleciano y sus colegas en el imperio. N o obstante, parece claro que por esas fechas no hubo martirios, gracias a la protección otorgada por Constancio Cloro. Así pues, Geta podría ser el «césar sumamente impío» que, tras la ejecución del santo, impuso una suspensión. «Sin haber recibido órdenes de los emperadores, aquel césar sumamente impío ordenó el cese de las persecuciones y les informó de que la matanza de los santos estaba provocando un florecimiento del cristia­ nismo más que su eliminación». En cualquier caso, si excluimos a Cons­ tancio, Geta es el único césar que pudo haber actuado en Britania en un momento en que había otros emperadores.'7 Geta aparece también, junto con su hermano, en una inscripción pro­ cedente de Eno, en Tracia. En ella se da a conocer que, el 12 de septiembre de uno de los años en que la familia imperial se hallaba en Britania, sus miembros recibieron en Ebóraco una embajada de aquella ciudad. L a de­

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cisión tomada por los hermanos tras haber escuchado a Diógenes, hijo de Teocaris, y a su compañero de embajada, defensores del pueblo de Eno, fue probablemente favorable, motivo por el que se grabó en mármol blanco en esa localidad una copia del original de los commentarii imperiales. Se pue­ de proponer que el año fue el 208 y que Antonino y Geta recibían delega­ ciones en Ebóraco y gestionaban los asuntos del imperio mientras Septi­ mio se hallaba inspeccionando la frontera.18 Las pruebas aportadas por Dion y Herodiano dan a entender que se realizaron dos campañas, la primera el 209, emprendida conjuntamente por Septimio y Antonino, que llevó al sometimiento de los caledonios y a su entrega de una porción considerable de territorio. A comienzos del 210, los emperadores asumieron el título de Britannicus, y las acuñaciones con­ memoran la Victoria Britannica-, también fue B(ritannica) la V I Victrix y, quizá, las demás legiones. En la actualidad se conocen mejor el objetivo y el rumbo de la expedición a la luz de algunos descubrimientos arqueológi­ cos. Se han localizado dos series de campamentos móviles mediante foto­ grafías aéreas realizadas sobre una gran parte de Escocia, y es posible que ambas se remonten a esas fechas. Una serie incluye campamentos de unas 25 hectáreas, mientras que en la otra los campamentos son de tamaño muy superior, la mayoría de 48 hectáreas; pero los ejemplos más meridionales son todavía más extensos — de 66 hectáreas— . E l primero de estos cam ­ pamentos masivos se sitúa en Trim oncio (Newstead), en las Eildon Hills, cerca del fuerte que había sido intermitentemente una base romana desde los tiempos de Julio Agrícola. Su enorme extensión hace que fuera lo bas­ tante amplio como para haber acogido dentro de sus defensas a una gran parte del ejército de Britania. Es indudable que más al sur se instalaron otros campamentos en los que pudieron haberse detenido el ejército y su bagaje procedentes de Coria, a más de 80 kilómetros de distancia, tras pasar por Habitanco, donde Seneción y Advento habían efectuado poco antes algunas reparaciones. Hasta ahora, sin embargo, no se han identifi­ cado en la ruta que partía de Coria y del Muro de Adriano campamentos tan extensos como el de T rimoncio. Trim oncio fue, quizá, el punto donde Septimio y sus generales concentraron sus fuerzas para realizar su gran ofensiva en territorio hostil. Otros tres campamentos de ese tamaño gigan­ tesco, con otro más, quizá, en Inveresk, en la parte sur del Forth, muestran

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la línea de avance, lenta pero amenazadora. Pasado el Forth se han detec­ tado otros más, de un tamaño reducido ahora en una cuarta parte, hasta quedar en 48 hectáreas, debido, tal vez, a que se había separado una sección del ejército para hacerla avanzar por barco. Los campamentos de 48 hec­ táreas comienzan en Ardoch, a unos kilómetros al sur de la antigua base legionaria de Agrícola en Victoria (Inchtuthil), a orillas del Tay. Se han detectado otros más al norte a lo largo de kilómetros, lo que demuestra que la fuerza expedicionaria se fue desplazando al otro lado del Earn y el T ay, en torno a las estribaciones de los montes Grampianos, hasta entrar en el valle del Dee para ascender a continuación hasta el paso de Grange, un poco al sur del Moray Firth.19 Debemos imaginar que Septimio llegó, al menos hasta el Moray Firth, donde pudo afirmar, de manera suficientemente razonable, que había al­ canzado el «extremo de Britania». L a escala de esos campamentos es tal que solo puede asociarse a su expedición, lo que confirmaría los datos aportados por Dion sobre «las grandes sumas de dinero» llevadas a Brita­ nia por Septimio, y las indicaciones, recogidas por Herodiano y otras fuen­ tes que hablan de importantes refuerzos de soldados. L a serie de campa­ mentos más pequeños ha sido detectada en un lugar tan meridional como Kirkpatrick, a unos 12 kilómetros al norte de Aballava (Burgh-by-Sands), cerca del extremo occidental del Muro de Adriano. Dos casos posibles al nordeste de Kirkpatrick dan a entender que también se avanzó hacia E s­ cocia por la ruta occidental, avance que prosiguió luego hacia el Forth bordeando las Pentlands. Se han detectado más ejemplos al otro lado del Forth, el primero en Ardoch, anterior, evidentemente, al campamento de 48 hectáreas descubierto también allí. Más allá de Ardoch parece haber dos líneas paralelas de campamentos de 25 hectáreas que representarían, quizá, un único ejército que había partido hacia el norte y regresado luego siguiendo rutas ligeramente distintas. L a línea occidental corre desde A r­ doch hacia el nordeste al otro lado de los accesos a los valle profundos (glens) que corren en dirección sureste desde las Tierras Altas. L a otra lí­ nea, detectada primeramente en Auchtermuchty, en las Ochil Hills, avan­ za hasta Carpow, en la ribera meridional del T ay, que los soldados debie­ ron de haber cruzado por un puente de pontones. Es posible que en ese lugar se encontrara el «traiectus» de la moneda o medallón de Antonino

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del año 209. Un recinto poligonal de unas 28 hectáreas limitado al norte por la abrupta pendiente que cae sobre el río representó, probablemente, una base militar donde el ejército podía establecer contacto con la flota y ser aprovisionado por medio de barcos que llegaran navegando desde el Tyne y el Forth. En la orilla norte había un pequeño puesto fortificado destinado, sin duda, a guardar el puente. Desde allí, la ruta iba hacia el nordeste a través de Longforgan, Kikrbuddo y Kinnell hasta Keithock, que parece haber sido también la meta de la serie de campamentos de 25 hec­ táreas que comenzaba en Ardoch.20 L a exposición de Dion y la escala y el alcance de estos campamentos móviles permiten entender, en cualquier caso, que la intención de Septi­ mio no se limitó a asolar Caledonia. L a prueba de que planeaba llevar a cabo una ocupación permanente del norte de Britania como no se había intentado desde tiempos de Agrícola nos la proporcionan los datos de C ar­ pow. En el recinto poligonal descrito más arriba, se construyó una fortale­ za de piedra de 9,6 hectáreas de superficie interior y 1 1 sobre las defensas. Se atenía a un plan más o menos ortodoxo, con principia del tipo habitual y un complejo praetorium adyacente bien equipado con baños. Su tamaño resultaba demasiado pequeño para una legión, pero es probable que estu­ viera destinado a una fuerza especial en la que se incluían destacamentos de las dos legiones que, según sabemos, participaron en su construcción. L a V I Victrix está representada por más de doscientas baldosas estampa­ das en las que lleva su nuevo título de B(ritannica), mientras que los em ­ blemas de la II Augusta están grabados en la superficie de una inscripción monumental de la porta praetoria. Aunque la nueva base no llegaría a ter­ minarse nunca, la naturaleza de su mampostería basta para mostrar que se pretendía que la ocupación fuera permanente: los muros de los principia tenían más de un metro de espesor, y los suelos eran de opus signinum de alta calidad. Las tropas estacionadas allí necesitarían, ciertamente, un alo­ jamiento sólido. Por más atractivas que pudieran ser las vistas mirando al norte, al otro lado del río, al oeste, hacia las Tierras Altas, o al sur, hacia las colinas que dominaban el panorama más allá de Abernethy, el lugar solía ser húmedo y frío. A l hallarse en una plataforma llana justo al este de la confluencia del Earn con el Tyne, Carpow está, sin duda, bien drenada, pero en la orilla norte, anegada a veces por el río cuando sube la marea,

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hay zonas de cañaverales. No es de extrañar que las raciones del ejército incluyeran vino con hojas de marrubio, recomendado para las afecciones pulmonares.21 L a H A es casi inútil como fuente para estas campañas. En ella se hace mucho hincapié — siguiendo a Aurelio Víctor— en los logros de Septimio en la construcción del Muro. Ignorando, al parecer, que los trabajos reali­ zados bajo Septimio fueron una mera reconstrucción de la frontera de Adriano, la H A describe el Muro como la máxima gloria del reinado. La Crónica de Jerónimo, que recoge esa misma historia básica, sitúa la obra de construcción en el 207 — fecha bastante correcta, pues aquel año Alfeno Seneción seguía trabajando, sin duda, en el Muro— . Da la sensación de que la propaganda posterior realizada tras la muerte de Septimio afirmó que el propósito de su expedición había sido desde el primer momento la consolidación de las fortificaciones fronterizas existentes, junto con una campaña de castigo. Pero los datos aportados por Dion, sumados al regis­ tro arqueológico, muestran que Septimio se presentó en Britania, al igual que en el este y en África, como un propagator imperii,22 Dion incluye un par de anécdotas para ilustrar la campaña. Es eviden­ te que Antonino seguía siendo un motivo de preocupación para Septimio por su falta de contención y su obvio deseo de matar a su hermano si se le presentaba la ocasión. T uvo una discusión con el liberto Cástor y salió bruscamente de su tienda gritando que le había «tratado injustamente». E l alboroto fue un montaje — había preparado de antemano a un grupo de soldados para que se unieran a sus gritos y provocaran un escándalo— . Un segundo episodio fue de índole más grave. Septimio y Antonino se habían adelantado a caballo para encontrarse con los caledonios a fin de discutir ciertas condiciones. Los dos emperadores marchaban destacados al frente seguidos por el ejército. E l enemigo se hallaba concentrado al otro lado. De pronto, Antonino refrenó su caballo y desenvainó su espada. Parecía que fuera a acuchillar a su padre por la espalda. Los guardas de los emperadores lanzaron un grito de advertencia y Antonino se contuvo. Pa­ rece increíble que se comportara con tanta insensatez como para intentar matar a su padre en presencia de miles de soldados romanos. Si Dion no hubiese dado más detalles, sería natural suponer que el gesto de Antonino había sido malinterpretado. Sin embargo, la cosa no acabó ahí. Septimio se

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giró al oír los gritos y vio la espada de su hijo, pero guardó silencio. Con­ cluidas las negociaciones con los caledonios y tras haber regresado al cuar­ tel general — situado, quizá, en Carpow— llamó a su presencia a Antoni­ no, Papiniano y Cástor, dio órdenes de que se colocara una espada al alcance de los presentes y, luego, reclinándose en un diván, echó una bron­ ca a su hijo, no solo por haber osado intentar una acción semejante, sino también por haberlo hecho a la vista de los dos ejércitos. A continuación su tono adquirió tintes de sarcasmo. «Si de veras quieres matarme, hazlo aquí. Eres fuerte, y yo soy un anciano y estoy recostado. Si no te acobarda hacerlo pero no te decides a darme muerte con tus propias manos, ahí tienes a Papiniano, el prefecto, de pie a tu lado, y puedes ordenarle que acabe conmigo. Porque seguramente hará cualquier cosa que le mandes, pues eres su emperador». Septimio, no obstante, se abstuvo de emprender ninguna acción contra Antonino, a pesar de que, según Dion, había constatado que sus planes para la sucesión eran menos acertados de lo que pensaba. «A menudo ha­ bía culpado a Marco por no haber destituido a Cómodo — y había amena­ zado muchas veces a su hijo con hacerlo». Su amor por Antonino tenía para él más peso que el amor a su país — pero perdonar a Antonino equi­ valía a traicionar a Geta, «pues sabía muy bien lo que iba a suceder».23 Fuera como fuese, al darse cuenta de que su vida se acercaba a su final, tomó medidas para proteger la posición de Geta: con mucho retraso, lo elevó al rango de augusto. Una inscripción procedente de Atenas ha pre­ servado casualmente el decreto aprobado por los dos consejos y el pueblo ateniense en el mes de Posidón (diciembre del 209 o enero del 210), mo­ mento en que conocieron la noticia — seguramente con un retraso de al­ gunas semanas— . Los atenienses votaron la celebración de un festival y un sacrificio público, pues «el día más sagrado y perfecto, anhelado por todos, debido a la concordia entre los sagrados emperadores Lucio Septimio Se­ vero Pértinax Agusto... y Marco Aurelio Antonino Pío Augusto, ha sido anunciado mediante una proclamación conjunta dirigida a todas las per­ sonas por los grandes emperadores, en la cual, en función de su decreto y sentencia celestiales, han hecho del divinísimo emperador Publio Septi­ mio Geta Pío Augusto su socio igual en el gobierno imperial, confirmando el gobierno del mundo en la totalidad de su familia». Geta, solo once me-

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ses más joven que su hermano, quien había sido coemperador junto con su padre durante doce años, había sido mantenido en una posición de inferio­ ridad. Ahora era un socio de igual rango. Sin embargo, parece ser que Antonino había comenzado a falsificar su año de nacimiento (como tam­ bién lo había hecho Septimio) y afirmaba haber nacido el 4 de abril del 186, dos años antes de la fecha real. Es posible que no lo hiciera solo para dar la impresión de ser mucho mayor que Geta: el 4 de abril del 188 caía en jueves, mientras que el del 186 era lunes, dies Lunae, y Antonino era un adorador obsesionado de la diosa Luna. Teniendo en cuenta lo supersticioso que era Septimio, su convicción de que tenía los días contados se vio reforzada probablemente por una serie de augurios. Según la versión que ha llegado hasta nosotros, Dion solo recoge uno de ellos, ocurrido poco antes de la partida de Roma en el 208. Sobre una inscripción de la puerta por la que Septimio había planeado salir de la ciudad cayó un rayo que borró las tres primeras letras de su nombre. Las otras tres restantes formaban la palabra griega que significa «héroe». E l augurio se interpretó en el sentido de que moriría y sería dei­ ficado al cabo de tres años. L a H A, según su caprichosa manera de relatar las cosas, tras haberse olvidado de aportar cualquier detalle sobre la cam­ paña, registra cuatro augurios que pueden situarse a finales del año 209, si es que no son producto de la imaginación del autor. E l primero pretende ser un sueño de Septimio acerca de su propia deificación. E l segundo tuvo lugar, al parecer, durante los juegos para honrar la victoria en el norte. Las competiciones debieron de haberse celebrado en la base principal del ejér­ cito, quizá en Carpow. Se erigieron tres figuras de yeso de la diosa Victo­ ria para Septimio y sus dos hijos, respectivamente. L a figura central, que portaba un globo en el que se había inscrito su nombre, fue derribada del pedestal por una ráfaga de viento. L a que honraba a Geta cayó y se hizo añicos, mientras que la Victoria de Antonino perdió su palma y se mantu­ vo en pie a duras penas. Los augurios tercero y cuarto, que parecen formar parte del mismo relato, pertenecen al viaje de Septimio al sur, a los cuarteles de invierno. E l comienzo del pasaje es difícil de traducir y podría estar corrompido. H a sido corregido de diversas maneras, pero, a la luz de los datos procedentes de Bretaña, se puede entender perfectamente bien tal como está.

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Tras haber licenciado a un moro del ejército, hallándose junto al Muro (apud vallum) [el acto sería perfectamente normal al final de una campaña], cuando regresaba a la mansio [puesto de etapa] más cercana, no como un simple ven­ cedor sino como alguien que había instituido una paz eterna, y pensando en qué clase de persona se encontraría con él [o «con qué augurio se toparía»], cierto «etíope» (un hombre negro) del numerus militar, muy famoso como bufón y que siempre había destacado por sus chistes, salió a su encuentro con una guirnalda de ramas de ciprés. Tras ordenar que apartaran a aquella per­ sona de su presencia, furioso y trastornado por el color del individuo y por el carácter aciago de su guirnalda, se dice que el hombre en cuestión exclamó en tono de broma: «Has derrocado a todos, lo has conquistado todo, ¡sé ahora un dios conquistador!». Cuando [Septimio] llegó a la ciudad y quiso ofrecer un sacrificio, fue conducido en primer lugar al templo de Belona por un error del adivino rústico, y luego resultó que las víctimas que le suministraron para el sacrificio eran negras. A continuación, tras abandonar disgustado el sacrificio y retirarse al palacio, las víctimas negras le siguieron hasta la puerta por un descuido de sus ayudantes. L a anécdota puede rechazarse sin problemas como una invención poco convincente. Pero resulta bastante curioso que, en el fuerte de Aballava (Burgh-by-Sands), al oeste de Luguvalio (Carlisle), junto al Muro de Adriano, la guarnición del siglo m incluyera un numerus Maurorum, una unidad de moros, que podría haber contado muy bien con soldados negros entre sus filas. Es perfectamente razonable que Septimio utilizara Aballa­ va como mansio. E l fuerte protegía dos vados importantes del Solway, y el campamento móvil de Kirkpatrick muestra que el ejército empleaba en ese momento la ruta occidental. En cuanto al santuario de Belona, se ha encontrado una dedicatoria a la diosa en el fuerte de Maglona (Old Carlis­ le) a unos dieciséis kilómetros de allí. L a ciudad podría haber sido la pro­ pia Luguvalio, aunque Ebóraco parecería más probable dada la mención a un «palacio».24 L a anécdota de la H A, convincente o no, tiene el mérito de situar a Septimio apud vallum. N o es inverosímil que el 209, concluida su campa­ ña, atravesara los sectores occidental y central de la antigua frontera. T al vez introdujo algunos cambios. Luguvalio, la mayor ciudad cerca del Muro, podría haberse convertido en ese momento en el centro administra-

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tivo de los carvecios, la tribu que vivía en la llanada de Solway y en el valle de Eden. Sus miembros habían obtenido los instrumentos del autogobier­ no ya en el siglo ni. Justo a las afueras de Luguvalio se hallaba la base de la mayor unidad británica de auxiliares, el único regimiento doble de ca­ ballería de la provincia, el ala Patriana. Septimio habría avanzado hacia el este, pasando por Castlesteads y Birdoswald, hasta Carvoran, donde el Muro trepa hasta los riscos. A llí pudo haber encontrado un santuario de la Diosa Siriaca, pues el fuerte estaba guarnicionado por arqueros proceden­ tes de Hamath, o Epifanía, no lejos de Emesa, la cohors I Hamiorum. Una rebuscada dedicatoria en verso a la diosa la identificaba, a la manera sincretista de la época, con la Gran Madre, la Paz, la Virtud y Ceres, y con la Juno Caelestis africana, la Tanit «celestial». En Vindolanda, más al este, los lugareños instalados fuera del fuerte habían erigido un humilde altar a Vulcano «en favor de la divina casa y las divinidades de los emperadores», pro domu divina et numinibus augustorum. Cerca de allí, en Housesteads, Septimio reconoció, quizá, el fuerte donde Pértinax había estado al mando de la I cohorte de tungrios más de cuarenta años antes. Su ruta hacia Ebó­ raco debió de haberle llevado hasta Coria, donde la antigua vía del norte cruzaba el Tyne. En aquella gran base de suministros pudo haber visto más santuarios que le habrían traído recuerdos de tiempos pasados, inclui­ do uno dedicado a las divinidades fenicias Astarot, de Sidón, y Melqart, de T iro — y también de Leptis.25 T ras la campaña del 209, es probable que pasara la mayor parte del tiempo en Ebóraco. U n dato cierto es que el 5 de mayo del 210 — si el encabezamiento de un rescripto del Código de Justiniano es preciso— , en contestación a la consulta de una señora llamada Cecilia, se envió una respuesta escrita «en Ebóraco» en nombre de Septimio y Antonino. (El caso se refería a la propiedad de un esclavo). H ay ocho rescriptos de los años 208-210, todos ellos, excepto tres, de febrero del 208, y que fueron promulgados desde Britania. Constituyen un saludable recordatorio de que Septimio no podía relajar su atención. Una vez que alguien era desig­ nado emperador, sus súbditos reclamaban constantemente su interés. Una inscripción de Efeso documenta que un embajador de esta ciudad marchó a Britania a presentar una petición a Septimio y Antonino.26 Dion recoge una agradable anécdota que muestra que la emperatriz

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encontró en la isla cierto entretenimiento intelectual. Conversando tras la firma del tratado con la mujer de un caledonio llamado Argentocoxo, Ju ­ lia bromeó con ella sobre las costumbres sexuales de su pueblo, refiriéndo­ se a la libertad de las mujeres para mantener relaciones con los hombres. L a mujer caledonia dio muestra de un humor mordaz en su respuesta: «Nosotras satisfacemos las demandas de la naturaleza de manera mucho mejor que vosotras, las romanas. Nosotras mantenemos relaciones sexua­ les a las claras con los hombres mejores, mientras que vosotras os dejáis seducir en secreto por los peores».27 L a paz impuesta por Septimio no duró mucho. Los meatas se subleva­ ron, y los caledonios no tardaron en unirse a ellos. Es muy posible que los meatas tuvieran uno de sus centros tribales muy cerca de la fortaleza de Carpow: la posterior capital picta de Abernethy se halla a solo un kilóme­ tro y medio, aproximadamente, y los meatas pueden considerarse como «protopictos». Es posible que les costara algunos meses caer en la cuenta de que los romanos se estaban asentando de manera permanente en el in­ terior de su territorio. Septimio se decidió por una campaña de exterminio citando la exhortación del homérico Agamenón a masacrar a los troyanos: ¡Ojalá ninguno escape del abismo de la ruina ni de nuestras manos, ni siquiera aquel al que en el vientre lleva su madre, si es un muchacho! Es evidente que la segunda campaña, realizada el 210, estuvo dirigida solo por Antonino. Septimio, imposibilitado por su enfermedad, se quedó en la retaguardia, probablemente en Ebóraco. Se hizo avanzar un ejército m a­ sivo hasta el interior de Escocia. Su ruta pudo ser la indicada por una de las líneas de campamentos ya descritas. Según Herodiano, Antonino pres­ tó poca atención a la guerra y se centró, en cambio, en ganarse la lealtad personal de los soldados. Dion observa, ciertamente, que Septimio había comenzado a prepararse para asumir de nuevo el mando personalmente después de que los caledonios su sumaran a la sublevación.28 Durante el invierno del 210 al 2 1 1 , la enfermedad de Septimio se agra­ vó, y el emperador falleció en Ebóraco el 4 de febrero del 2 11 . Dion co­ menta que, según algunos, Antonino había acelerado su muerte, y Hero-

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diano declara francamente que había intentado sobornar a los médicos y cuidadoras de su padre para que se la causaran. Las últimas palabras de consejo pronunciadas por Septimio para sus hijos — Dion asegura repro­ ducirlas «con exactitud, sin ningún adorno»— fueron: «No discrepéis en­ tre vosotros, dad dinero a los soldados y menospreciad a todos los demás». Aurelio Víctor, cuyo fallo como historiador es, sencillamente, su incompe­ tencia — más que sus fraudes, como ocurre con la H A — , informa de que, al final de su vida, Septimio formuló este comentario desesperanzado: «Lo he sido todo, y no ha servido de nada». En cuanto al intento de la HA de mostrar originalidad en la descripción de su muerte, es mejor no tener­ lo en cuenta. Dion, en cambio, suena convincente: «Demostró ser un hom­ bre de tal energía que, incluso mientras expiraba, dijo entre jadeos: “ V a­ mos, si hay algo que hacer, traédmelo aquí” ».29

*7 S E C U E L A S Y V A L O R A C IÓ N

E l cuerpo del emperador muerto fue incinerado en Ebóraco. Sus cenizas se depositaron en una urna de «piedra de color púrpura» encargada por él antes de su muerte, dice Dion. Cuando se la entregaron, comentó: «Con­ tendréis a un hombre que no cupo en el mundo». Antonino y Geta em ­ prendieron de inmediato los preparativos para dejar Britania. En el caso de Antonino, eso supuso despojar a Papiniano del cargo de prefecto y eje­ cutar a varios miembros de la casa del emperador, entre ellos a los libertos Cástor y Euodo y a Jos médicos de la corte que, según Herodiano, «se ha­ bían negado a obedecer sus órdenes de acelerar la muerte del anciano». Euodo, que había cuidado de Antonino y Geta cuando eran muchachos y ayudado a Plauciano y Cástor, a quienes odiaba Antonino, había «seguido instándole a vivir en paz con Geta». Según cuenta Herodiano, Antonino comenzó a sobornar en secreto a los oficiales para inducir a los soldados a que lo «aceptaran como único emperador». Si podemos confiar en los de­ talles del relato de Herodiano, parece ser que Antonino deseaba que se diera muerte a Geta y, tras haber dejado a este y a Julia en Ebóraco, se lo sugirió al ejército en el norte. De momento, no tuvo éxito: la lealtad de los soldados a Geta se inspiraba en parte en «su gran parecido con su padre».1 E n vista de aquel rechazo, Antonino hizo las paces con el enemigo, «retirándose de su territorio y abandonando los fuertes». Quizá se lo retu­ vo por breve tiempo la base de Carpow, pero la decisión tomada entonces fue la de establecer una vez más el Muro de Adriano como frontera. A esa decisión pudo haberle seguido un intento concertado de sostener que ese había sido el plan original de Septimio. En Ebóraco, Julia, apoyada por los comites imperiales, intentó reconciliar a los hermanos. Antonino fingió aceptar la concordia y la comitiva imperial dejó la isla a toda prisa. E l re273

Septimio Severo sultado fue obvio desde el primer momento. Ambos ocuparon espacios aparte ya durante el viaje; en Roma, el palacio se dividió físicamente; y tras la ceremonia de la apoteosis de su padre, los dos emperadores llevaron existencias separadas. Los meses siguientes fueron testigos de una lucha por ganar apoyos; una mayoría del Senado era, supuestamente, favorable a Geta, quien al menos aparentaba ser una persona cultivada. Antonino había adoptado el papel de soldado rudo y llano.2 E l final llegó durante la fiesta de las Saturnales, celebrada los últimos días de diciembre. Antonino debía de sentir una urgente necesidad de qui­ tar de en medio a Geta antes de la renovación del juramento de lealtad, prevista para el 3 de enero. Geta murió apuñalado — en brazos de su m a­ dre: habían persuadido a Julia para que lo convocara con el fin de llegar a una «reconciliación»— el 26 de diciembre siguiendo la pauta del asesinato de Plauciano. Antonino acudió a toda prisa a los cuarteles de la guardia afirmando en tono histérico que había escapado de un atentado contra su vida. D ijo a los pretorianos que se alegraran, «pues ahora puedo favorece­ ros». A l día siguiente proclamó una amnistía en el Senado, pero lo que se produjo fue un holocausto de los partidarios de Geta. Dion dice que se dio muerte a 20.000 personas, hombres y mujeres, de todos los rangos. Una víctima destacada fue Papiniano; entre los demás se hallaban un hijo de Pértinax, una hermana de Cómodo y un Septimio Severo, primo del pro­ pio Antonino. Fabio Cilón se libró por los pelos tras una protesta de las cohortes urbanas, a cuyo mando había estado como prefecto de la ciudad, y de un sector de la plebe. Antonino nombró a Sex. Valerio Marcelo, ma­ rido de su prima, comandante en funciones de la guardia y, al mismo tiempo, prefecto de la ciudad, también en funciones. Valerio Marcelo ha­ bía servido brevemente como jefe de las finanzas imperiales, a rationibus, tras el regreso de Britania. Se eliminó sistemáticamente la memoria de Geta. Se desfiguraron los rostros de todos sus retratos, y su nombre fue borrado de las inscripciones. En los lugares donde un espacio vacío podría constituir un recuerdo cons­ tante, se insertaron nuevos títulos impuestos a Antonino y a Julia — a quien se calificó no solo de «madre del campamento» sino también «del Senado y de la pati'ia»— . Fue como si Geta no hubiera existido nunca. Hasta las inscripciones que suponían, sin más, su existencia mediante las

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abreviaturas Auggg., para indicar tres emperadores, y Augg., en algunos casos del año anterior (para los dos hermanos), se manipularon mediante la supresión de una «g».3 E l reinado de Antonino en solitario duró algo más de cinco años. L a historia lo conoce como «Caracalla», por el mote que le impuso la plebe, una palabra celta que designaba la capa con capucha, parecida a un albor­ noz, que le gustaba llevar. Dion lo llama también «Tarautas», por el nom ­ bre de «un gladiador muy bajo de estatura y extremadamente feo y de carácter sumamente violento y sanguinario». E l odio de Dion hacia él hace, quizá, sospechosa su información, pero es poco lo que se puede colo­ car en el otro platillo de la balanza. Herodiano dice un par de cosas en su favor. Era capaz de captar los aspectos esenciales de un caso y emitir con rapidez un veredicto. Su afecto por los soldados le llevó a compartir sus cargas: «Si había que cavar un foso, el emperador era el primero en poner­ se a la tarea... molía trigo con sus propias manos, la ración de un hombre, hacía una hogaza, la cocía en los carbones y se la comía. Despreciaba los lujos y utilizaba las cosas más ordinarias que se suministraban a los solda­ dos más pobres». Marchaba con los hombres y a veces portaba, incluso, los estandartes de la legión, una carga muy pesada incluso para los soldados más fuertes». Esto le valió la admiración de sus hombres. Herodiano ad­ mite que «era meritorio en alguien pequeño de estatura realizar tales es­ fuerzos». Dion informa también sobre su comportamiento marcial. E l problema estaba, según él, en que Caracalla, aunque fuese un buen solda­ do, era un general incompetente. Fiel a la práctica de su padre, Caracalla no tardó en marchar con el ejército. En el año 2 13 hizo campaña en el Danubio superior, donde pudo haberle sido útil su experiencia británica. É l fue, quizá, el responsable de la construcción de un muro de piedra, menos imponente que el de A d ria­ no en Britania, aunque más largo, levantado en la parte occidental de la frontera de Recia, amenazada ahora por los alamanes. A l año siguiente marchó al este por la ruta terrestre del norte y ya no regresó a Roma. H a ­ bía estallado un conflicto con el imperio pártico del que esperaba sacar provecho. Los años 214 -215 los pasó en las provincias orientales y realizó una visita a Alejandría durante la cual se produjo algún tipo de masacre. E l 216 inició una expedición contra Partía: los logros conseguidos eran

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aún escasos cuando uno de los prefectos de la guardia, Opelio Macrino, hizo que lo asesinaran en Osroene en abril del 217.4 Dion menciona brevemente una acción de Caracalla ignorada por H e­ rodiano, y a la que apenas se alude en la H A, que le ha valido el elogio de la posteridad. Algún tiempo después del asesinato de su hermano, pro­ mulgó un decreto que otorgaba la ciudadanía romana a todos los habitan­ tes libres del imperio. Dion lo incluye en una lista de medidas recaudato­ rias: el motivo era aumentar los ingresos de los impuestos pagados solo por los ciudadanos, cuya cifra se duplicó. Los impuestos en cuestión aportaban fondos al tesoro militar, aerarium militare, al que se asignó como prefecto a Valerio Marcelo, pariente del emperador, nombrado senador en ese mo­ mento. Esta institución abonaba recompensas a los veteranos, y, dado el trato de favor concedido por Caracalla a los militares, claramente atesti­ guado — el emperador les había aumentado la paga— , la interpretación de Dion resulta verosímil. Se puede discutir el alcance exacto del otorga­ miento. Algunas personas quedaron, evidentemente, excluidas, pero, en la práctica, la afirmación de Dion de que «hizo ciudadanos romanos a todos los pueblos de su imperio» no constituye apenas una exageración. Los pri­ vilegios legales vinculados a la ciudadanía habían quedado muy diluidos para entonces, pero no se puede negar el valor simbólico de la medida. A la larga, dio un sentido de unidad al imperio: Roma se convirtió en la «pa­ tria común» de todos, la communis patria. Es posible que la decisión hubie­ ra sido recomendada por los jurisconsultos, entre los que Ulpiano y Paulo seguían aún en activo.5 Caracalla había tomado también otras medidas en Britania. E n el año 2 13 , un nuevo gobernador, C. Julio Marco, había ordenado, sin duda, que se dieran muestras de lealtad. E n toda la región de la frontera — es decir, a lo largo del M uro de Adriano y sus puestos de avanzada, que habían vuelto a marcar el límite del gobierno de Roma, y en el interior de la comarca de los Peninos— se colocaron dedicatorias que expresaban la devoción de los soldados al emperador, pro pietate et devotione communi. E l ejército de Britania había visto a Geta más que ningún otro y quizá se tomó a mal las noticias de su asesinato. E l propio Julio Marco no logró conservar el favor del emperador: su nombre está borrado en algunas lá­ pidas. En cuanto a la provincia y su enorme ejército, Caracalla la dividió

Secuelas y valoración en dos, siguiendo la política adoptada por su padre con Siria el 194. (He­ rodiano asigna erróneamente la partición de Britania al momento poste­ rior a los hechos de Lugduno). E l comandante de la V I Victrix pasó a ser ahora gobernador de «Britania Inferior», responsable de las partes sep­ tentrional y oriental de Inglaterra, incluida la antiguo colonia flaviana de Lindo. L a Urbe civil de Ebóraco, que era ya un municipium en el momen­ to del fallecimiento de Septimio en esta ciudad, fue elevada al mismo rango. Las legiones de Deva e Isca se hallaban en la provincia superior, Britania Superior, cuyo gobernador residía en Londinio y que, al tener a su mando dos legiones, era de rango consular, mientras que su colega de la Inferior era de menos categoría. Resulta reveladora la identidad del primer legado documentado de la Inferior: en el año 216 lo era un tal M. Antonio Gordiano, una persona ya anciana con aficiones literarias cuyo lugar de origen se hallaba en Capadocia o Galacia. A l quedar divi­ didos de ese modo y tener al frente tales comandantes, el ejército o ejérci­ tos de Britania dejaron de constituir una amenaza. Simultáneamente se realizó un ajuste en Panonia. L a provincia superior, cuyo ejército había llevado al poder a la dinastía reinante, perdió parte de su territorio, ade­ más de una legión, otorgada a la otra Panonia. Ninguna provincia del imperio tuvo en ese momento más de dos legiones.6 Italia, acostumbrada, probablemente, para entonces a ver cada vez me­ nos al emperador en persona, se sometió a un trato que presagiaba su de­ gradación a la categoría de provincia. Uno de los amigos senatoriales en quienes más confiaba Carcalla — pues tenía algunos— fue nombrado para un cargo desconocido hasta aquellas fechas: Suetrio Sabino fue «elegido para regular la condición de Italia». Es evidente que, durante su breve reinado en solitario, Caracalla puso en marcha numerosos cambios. Su nuevo aumento de la paga de los soldados estuvo acompañada, como no es de extrañar, por cambios monetarios. Estas medidas iban a agudizar una inflación galopante, desencadenada ya por la inestabilidad generada por su propio asesinato y por los sucesos que le siguieron.7 Macrino actuó en defensa propia: había interceptado una carta que po­ dría haber sido, de hecho, un mandato por el que se ordenaba darle muer­ te. T uvo que ocultar su papel en el asesinato por temor al ejército. Para apaciguarlo añadió el nombre de «Severo» al suyo, y el de «Antonino» al

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de su hijo y César, Diadumeniano, todavía un niño. N o aguardó a ser re­ conocido por el Senado, sino que asumió los títulos y funciones de empe­ rador. Su colega en la prefectura, Oclaciano Advento, entrado ya en años, dio su asentimiento. Julia Domna, que había estado constantemente al lado de Caracalla y había sido su consejera íntima, fue tratada por el usur­ pador con cauteloso respeto. No tenemos ninguna información sobre su esposa, si es que aún vivía: es probable que fuera hija de Hayo Diadum e­ niano, que quince años antes había sido procurador de Mauritania, la pro­ vincia natal de Macrino. Pero Julia se negó a mantenerse en un segundo plano, comenzó a intrigar y se le ordenó salir de Antioquía, donde se había establecido Macrino. L a sensación de impotencia que le produjo esta me­ dida y la consternación por las noticias del júbilo vivido en Roma por la muerte de Caracalla la llevaron a suicidarse.8 Su hermana, Julia Mesa, no se mostró tan dispuesta a renunciar a la elevada posición de la que había disfrutado durante veinticinco años como hermana de la emperatriz. Había regresado a Emesa como viuda: su ma­ rido, Avito Alexiano, acababa de fallecer en Chipre «por sus muchos años y por enfermedad». Tras haber retornado de las sombras en el 208, cuan­ do marchó a Britania acompañado probablemente por Julia Mesa, su hija Soemias y su yerno Marcelo, Caracalla lo nombró para diversos cargos, entre ellos los de gobernador de Dalmacia y de Asia. Mesa le habría segui­ do también, sin duda, a esos destinos. Ahora solo quedaba un hombre en su familia — pues Marcelo había muerto antes que Caracalla siendo go­ bernador de Num idia— : su otro yerno, Gesio Marciano, cuyo lugar de origen era Arca Cesárea, no lejos de Emesa. Pero Macrino tenía dificultades para imponerse. Dion habla de él con un desprecio deliberado. Fue el primer emperador que ni siquiera había sido senador. Era un «moro», a pesar de haber nacido en la gran ciudad de Cesárea, y había orbitado en torno a Plauciano. Y lo que es peor, era un incompetente, tanto en la guerra — firmó una paz ignominiosa con Par­ tía— como en la administración. Dion se sintió horrorizado ante su des­ precio por las normas de rango y precedencia. Macrino se enajenó el favor de los soldados, pues, como no es de extrañar, le resultó difícil pagarles de acuerdo con los elevados criterios introducidos por Caracalla. Antes del invierno, los hombres del este se mostraban ya abiertamente descontentos.

Secuelas y valoración N o obstante, se encontró un medio de reparar la situación. E l nieto mayor de Mesa, Vario Avito Basiano, entonces de unos catorce años, se hallaba en Em esa y desempeñaba ya la función de sacerdote hereditario en el gran templo, mejorado y ornamentado adicionalmente durante las dos últimas décadas. E l joven tenía un gran parecido con el asesinado Caracalla, sobrino carnal de su madre. Se atribuye a un tal Eutiquiano la propuesta de presentar al muchacho sacerdote, vestido con ropajes lleva­ dos en otro tiempo por su supuesto padre, como hijo ilegítimo de Caracalia. Aquel individuo, llamado también Gannys, se había criado en el ho­ gar de Mesa, tenía cierto talento para la interpretación teatral y los ejercicios gimnásticos, se le había nombrado guardián o tutor del joven A vito y era amante de su madre, Julia Soemias. Con unos cuantos libertos y soldados, algunos miembros del consejo municipal de Emesa y, tal vez, unos pocos caballeros romanos (el texto de Dion es fragmentario), llevó de noche a Avito a la fortaleza de la legión III Gallica en la cercana Rafaneas. A l amanecer del 16 de mayo del 218, Avito fue presentado a las tropas, que lo aclamaron como emperador con el nombre de «Marco A u ­ relio Antonino». Macrino disponía de un gran número de soldados, no solo los de las dos legiones de Celesiria, sino también los de la guardia y la legión de Alba, la II Parthica, que se hallaba en el norte, en Apamea, a corta distancia, ade­ más de los moros, paisanos suyos, convocados por Caracalla para su gue­ rra. Juliano, el prefecto de la guardia de Macrino, hizo ejecutar rápida­ mente a la hija y al yerno de Gesio Marciano, que en ese momento se hallaban también en Siria. A continuación se dio muerte igualmente a Marciano. Macrino bajó de Antioquía a Apamea y proclamó a su hijo coe­ mperador. Pero la III Gallica rechazó a Juliano, Macrino se retiró y la su­ blevación se propagó. En menos de un mes, Macrino había sido derrocado: fue derrotado cerca de Antioquía, el 8 de junio, y asesinado poco después. Su reinado de menos de catorce meses debe considerarse un mero interlu­ dio. L a dinastía había vuelto al poder. En Roma, el senado rogó diligente­ mente para que el nuevo «Antonino», de cuyo singular origen no tenían, por lo visto, ni la más remota idea, fuera como su supuesto padre, a quien habían temido y odiado. E l muchacho emperador iba a ser conocido como «Heliogábalo», por el nombre de su dios Elagábalo, y con buenos motivos,

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pues era un fanático devoto de aquella divinidad, llevada por él a Roma en un sentido muy literal; la piedra negra, o betyl, fue conducida en procesión a través de toda Asia y transportada a la capital. Desde Nicomedia, donde Heliogábalo pasó el invierno, se envió por delante un retrato del nuevo emperador con sus exóticos ropajes de sacerdote — un chiton de oro y púr­ pura con mangas largas y unos pantalones, además de una corona de pie­ dras preciosas— para que se colgara en el Senado sobre el altar de la V ic­ toria. Se ordenó a los magistrados que, en sus oraciones oficiales, se dirigieran en primer lugar al nuevo dios. A comienzos del otoño del 219 llegaron «Antonino» y Elagábalo, el emperador y el dios. Los dos años y medio siguientes fueron, quizá, los más extraños de toda la historia de Roma. Julia Mesa carecía, evidente­ mente, de poder. Gannys, que había intentado imponer contención, había sido asesinado por el propio muchacho en Nicomedia. Soemias, la madre de Heliogábalo, accedía a los extravagantes gustos de su hijo. E l principal de ellos, después de su fanatismo religioso — muy auténtico— era su abe­ rrante comportamiento sexual. Dion se explaya con gran detalle en sus desviaciones. L a H A no lo hace tanto, lo cual resulta sorprendente; su au­ tor prefirió adornar el relato con una sarta de anécdotas ficticias. Herodia­ no pasa por encima de las desviaciones del emperador sin decir nada acer­ ca de ellas, pero menciona sus tendencias exhibicionistas: «No tenía ni el más mínimo deseo de pecar en secreto. Se mostraba en público con los ojos maquillados y las mejillas tintadas de colorete», y añade de manera carac­ terística que con ello estropeaba un rostro hermoso por naturaleza. Dion indica que tenía varios amantes, escogidos tras haberlos buscado en los baños públicos. Pero tampoco rehuía al sexo opuesto y, a pesar de su ju ­ ventud, tuvo tres esposas sucesivas durante su corto reinado. Una de ellas fue una virgen vestal, matrimonio que se complementó trayendo de Cartago una imagen de la Juno celeste, la Reina de los Cielos, la Tanit púnica, como consorte del Señor de las Montaña árabe, transformado en dios so­ lar. Otra de las emperatrices era descendiente de Marco Aurelio, cuyo nombre portaba el emperador. Este matrimonio con Annia Faustina se celebró el 2 1 1 , cuando el prestigio del nombre de su nueva esposa se había convertido en una necesidad urgente. Las tropas de Roma no se sintieron impresionadas por la nueva reli­

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gión y sí asqueadas por aquel comportamiento tan poco romano. Los soldados y el Senado contemplaban estupefactos y horrorizados cómo actores, conductores de carros y atletas eran promovidos a cargos eleva­ dos tras haber obtenido el favor imperial mediante sus proezas sexuales. A quello no podía seguir así. Había en reserva un segundo nieto de Julia Mesa, hijo de otra de sus hijas, Julia Mamea. E l 26 de junio del 221, este muchacho, Gesio Alexiano Basiano, fue adoptado formalmente por H eliogábalo como hijo y heredero. Su nombre fue sustituido por del «M ar­ co Aurelio Alejandro» y se le designó césar. Su madre lo había preserva­ do deliberadamente de los excesos de su primo. Heliogábalo no tardó en sentirse celoso al ver la popularidad de su nuevo césar e intentó hacer que lo mataran. Aquello fue demasiado para los enfurecidos guardias del Pretorio. E l «falso Antonino», como lo llama Dion, entre otras denomi­ naciones, fue asesinado junto con su madre, Julia Soemias, el 12 de m ar­ zo del 222; y Alejandro, convertido en emperador, adoptó enseguida un nombre adicional pasando a ser «M. Aurelio Severo Alejandro», evitan­ do el de «Antonino», irrevocablemente asociado a los de Caracalla y H e ­ liogábalo. N o obstante, también él fue declarado hijo bastardo de Caracalla, «el divinizado Antonino el Grande» — por lo demás, el nombre de «Alejandro» traía ecos de Caracalla, pues su obsesión con Alejandro Magno había sido patológica.9 En el momento de su acceso al trono, Alejandro tenía poco más de ca­ torce años. (No había tomado la toga virilis hasta el año anterior, cuando fue designado césar). N o obstante, iba a reinar trece más, un logro notable si se tiene en cuenta lo ocurrido en la década anterior. E l inicio del reinado pareció presentarse Con buenos augurios con el nombramiento del jurista Ulpiano para el cargo de prefecto de la guardia. E l colega de Alejandro en el consulado del año 223 fue Mario Máximo, uno de los mariscales de Sep­ timio de la década del 190, con un asombroso historial de altos cargos en los años 208-212 (procónsul de Asia y Africa y prefecto de la Urbe). En ese momento había cumplido los sesenta y estaba trabajando ya en sus biogra­ fías de los césares, desde Nerva hasta Heliogábalo. Casio Dion inició tar­ díamente un periodo intensivo de servicio público y fue gobernador de Dalmacia y Panonia tras haber desempeñado el proconsulado de África y conseguido su segundo consulado como recompensa en el año 229. Pero,

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para entonces, la situación había comenzado a deteriorarse. Ulpiano había sido asesinado por la guardia menos de dos años después de asumir la prefectura. Dion, que había molestado al ejército de Panonia con su estric­ ta disciplina, se exponía a que los guardias lo trataran de la misma manera por tal motivo, y el joven emperador le aconsejó evitar Roma durante su mandato. N o tardó en retirarse a su Bitinia natal, donde observó con cier­ ta aprensión la marcha de los acontecimientos mientras concluía su gran Historia de Roma. En el este hubo cambios ominosos. Partía, debilitada fatalmente por la campaña del 197-198, se vio amenazada por una Persia resucitada. E l rey de los partos, Artabano V , fue asesinado el 224; el persa Ardashir, o Artajerjes, fue coronado el 226 como soberano de un imperio persa renacido. Los persas, eclipsados durante cinco siglos y medio, resur­ gieron bajo la dinastía sasánida para convertirse en un enemigo nuevo y mucho más peligroso en la frontera oriental de Roma. Julia Mesa no sobrevivió mucho tiempo a la entronización de Severo Alejandro. Durante un tiempo, mientras hubo paz, Julia Mamea y su hijo fueron soberanos aceptables. Pero cuando Ardashir invadió Mesopotamia y amenazó Siria, en el 230, la diplomacia no fue suficiente. En el año 231, Alejandro acompañó a una fuerza expedicionaria al este y, tras nuevas negociaciones sin éxito, penetró en Mesopotamia el 232. Ardashir se retiró y la situación anterior quedó restablecida; pero las fronteras septentriona­ les se hallaban ahora en estado de agitación — los germanos aprovecharon la retirada de algunas unidades del ejército llevadas a Oriente— . Alejan­ dro regresó a Roma el 233, y el 234 marchó a los territorios del Rin. A co­ mienzos del 235, todo estaba dispuesto para lanzar una campaña. E l em­ perador volvió a probar con la diplomacia, cosa que no agradaba a las tropas: la diplomacia significaba pagos a los jefes bárbaros que juraban mantener la paz. Las legiones querían combatir y quedarse ellas con el dinero como donativo por la victoria. Alejandro fue asesinado por sus pro­ pios hombres el 2 1 de marzo del 235. L a dinastía de los Severos había du­ rado — con el interludio de Macrino— cuarenta y dos años menos dieci­ nueve días. Lo que vino después se suele calificar de «crisis del siglo ni», exactamente cincuenta años de levantamientos, con reiteradas derrotas ro­ manas en el norte y el este, guerras civiles que se hacían endémicas y un imperio víctima casi de la desintegración.10

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E l Senado siguió gozando, ciertamente, de gran prestigio. Algunas fam i­ lias desaparecieron, como era de prever, después del periodo del 193-197 y se fundaron nuevas fortunas. Los mariscales de Septimio, enriquecidos y ennoblecidos, formaron el núcleo de una nueva aristocracia que iba a des­ tacar durante varias generaciones. Anicio Fausto es su ejemplo más llama­ tivo. N o se puede negar que Septimio favoreció a sus compatriotas africa­ nos, al igual que a ciertas personas de Siria. Sus prefectos de la guardia, Plauciano y Papiniano, fueron parientes del emperador y de Julia respecti­ vamente. Su hermano Geta desempeñó cierta función al principio, y Avito Alexiano y Vario Marcelo, allegados de la hermana de Julia, obtuvieron puestos influyentes, aunque de importancia secundaria. Más significativos resultan, quizá, los gobernadores de las principales provincias militares: Alfeno Seneción en Celesiria y Britania, los Mario, los Claudio de Num idia (Cándido, Claudiano y Galo), Subaciano Áquila y muchos más, todos del norte de África. Septimio podía confiar en aquellos hombres; el emperador y ellos podían entenderse mutuamente. A l fin y al cabo, él fue el responsa­ ble de un cambio importante en la política militar y necesitaba gente ade­ cuada para ponerla en práctica. Sin embargo, no se fio exclusivamente de sus paisanos o de sirios de la órbita de Julia. Cornelio Anilinq, Fabio Cilón y, probablemente, Mario Fusco eran de Hispania; Sextio Laterano y Loliano Genciano precedían de Italia; y los cinco gozaron de gran favor.11 En cuanto al orden ecuestre, experimentó un evidente impulso, pues el mando de las tres nuevas legiones y los puestos de gobernador de las nue­ vas provincias orientales fueron a parar a manos de prefectos ecuestres y no de legati Augusti del orden senatorial. Septimio creó, al parecer, nuevas procuradurías, y a partir de ese momento fueron más los procuradores procedentes de las provincias y no de Italia — el sesenta por ciento de Á fri­ ca y el este, según un cálculo— . N i el Senado ni el orden ecuestre incorpo­ raron a sus filas a muchas personas de la región danubiana y balcánica, origen del poder de Septimio. Pero el emperador iba a reclutar de sus ejér­ citos a los hombres de su nueva guardia pretoriana. Las doce legiones cu­ yas bases se hallaban al otro lado del Danubio siguieron siendo las agrupa­ ciones más numerosas, y sus vínculos con Italia, y en particular con la guardia (y con la legión II Parthica de Alba), desempeñarían un cometido esencial en el mantenimiento de la unidad del imperio.

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L a política militar de Septimio es realmente significativa. Su consejo a sus hijos en el lecho de muerte — «Dad dinero a los soldados, y menospre­ ciad a todos los demás», según informa Dion— parece resumir su actitud. Dion y otros se estremecían ante la «bárbara soldadesca» que infestaba las calles de Roma. Herodiano afirma, de hecho, que cuadriplicó la guarni­ ción, cosa que no puede confirmarse. Pero los contingentes de la propia guardia, las cohortes urbanas y los vigiles aumentaron considerablemente, y la legión de Alba formaba parte, en realidad, de esa misma fuerza. Es posi­ ble que hubiera otras «fuerzas especiales», o tropas de especialistas, cuyas bases fueron los castra peregrina. Su finalidad no se limitaba, quizá, a provo­ car un miedo extremo en el Senado y el pueblo de Roma, sino que consistía en crear una reserva central mayor y más eficaz que la proporcionada por la antigua guardia. L a presencia de la II Parthica y de la guardia está ates­ tiguada, ciertamente, en algunas expediciones. Las largas guerras sosteni­ das en tiempo de Marco habían demostrado el peligro que suponía mandar legiones enteras de una frontera a otra; tres de ellas, al menos, marcharon del Rin y el Danubio al este en la década del 160, lo que permitió el desarro­ llo de la amenaza marcomana. Septimio propició el sistema introducido en la década del 170 de crear brigadas de destacamentos, vexillationes, tomados de varias legiones para formar cuerpos de ejército. Pero aquello no era tam­ poco lo ideal. L a II Parthica y la guardia ampliada proporcionaron un res­ paldo adicional. N o se debe exagerar la «barbarización» de las unidades romanas promovida por Septimio. Las cohortes urbanas, constituidas por 6.000 hombres a partir de ese momento, eran más numerosas que la anti­ gua guardia, compuesta mayoritariamente por italianos; y los nuevos vigi­ les, un contingente de 7.000 miembros formado anteriormente por libertos, aceptaron ahora reclutas nacidos libres. N o se excluyó a los italianos de las fuerzas de seguridad de Roma. Además, los italianos siguieron sirviendo como centuriones legionarios y oficiales de caballería — pero los provincia­ les estaban bien representados, o incluso predominaban, en estas categorías cincuenta años antes del acceso de Septimio al poder— . Es verdad que, a partir de su reinado, los oficiales del ejército procedían más a menudo que antes de capas sociales bajas. Fueron más los que provenían de zonas fron­ terizas, y algunos eran antiguos soldados rasos. N o se excluyó, desde luego, a los notables de los municipios ni a la nobleza rural.

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E l aumento de la soldada y las mejoras en las condiciones del servicio — en particular, el derecho a contraer matrimonio— fueron medidas cri­ ticadas por algunos (por ejemplo, por Herodiano, la única fuente explícita acerca de este asunto). L a paga se había mantenido constante durante más de un siglo y es posible que Septimio la incrementara para compensar la inflación — aunque faltan pruebas de la existencia de inflación antes del 193— . También es significativo, por supuesto, su deseo de mantener la lealtad de los hombres. Pero es posible que se deseara vivamente asegurar­ se un flujo disponible de voluntarios, pues en la década del 180 había sido testigo en la Galia del problema de las deserciones masivas. Además, ha­ bía reforzado todo el ejército, y no solo la guarnición de Roma o los cuer­ pos de la legión mediante la creación de otras tres nuevas, pues se form a­ ron regimientos auxiliares inexistentes hasta entonces.12 Su política de fronteras requería más tropas, ya que Septimio fue, de hecho, un propaga­ tor imperii. En A frica se constituyó una nueva línea de avanzada en M au­ ritania, N um idia y Tripolitania; en el este se crearon dos nuevas provin­ cias al otro lado del Eufrates; Siria se extendió aguas abajo del río, y Arabia experimentó también una ampliación penetrando en el desierto. Aunque ahora se duda de ello, es posible que el emperador desplazara los límites orientales de Dacia hasta más allá del Aluta. Modificó de manera decisiva la forma del imperio dándole mucho más peso hacia el este (y, en menor medida, hacia el «sur profundo» de su tierra natal). Los efectos de todo ello a largo plazo no son desdeñables. A l final de su vida, se hallaba en el lejano oeste, intentando repetir las conquistas de Agrícola. Esta parte de su política quedó abortada por su muerte. Sin embargo, la campaña britá­ nica, dirigida evidentemente a la conquista de toda la isla, podría descali­ ficarse con más justicia que las anexiones de territorios situados más allá del Eufrates diciendo que estuvo motivada únicamente por un «deseo de gloria», expresión con la que Dion enjuicia esas anexiones. Mesopotamia y las demás ampliaciones de territorio en el este eran más valiosas para Roma que Caledonia, según reconoció Caracalla, quien también intentó resolver el problema de los alamanes — tal vez su padre debería haberse enfrentado a las fronteras del norte en vez dé sucumbir al señuelo de aquella isla fabulosa.'3 Dado el caos en que se hundió el imperio en el siglo m y el contraste,

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deprimente en muchos aspectos, entre la era de los Antoninos y el nuevo mundo que iba a surgir, no es de extrañar que Septimio Severo haya sido puesto en la picota. Su reinado fue, con ventaja, el más largo de todos los vividos por cualquier emperador desde la muerte de Marco, en el año 180, hasta el acceso de Diocleciano al trono en el 284. «Los contemporáneos de Severo, al disfrutar de la paz y la gloria de su reinado, perdonaron las crueldades con que había comenzado — escribió Gibbon— : L a posteri­ dad, que experimentó las fatales consecuencias de sus máximas y su ejem­ plo, lo consideró con justicia el principal autor de la decadencia del Impe­ rio romano». Este veredicto, formulado en el capítulo quinto de su obra descomunal, puede parecer precipitado. (En páginas posteriores, Gibbon encontraría otros villanos, como; por ejemplo, Constantino). Pero la deca­ dencia comenzó bastante pronto, aunque la caída se demoró durante largo tiempo. ¿Fue obra de Septimio? Sus contemporáneos, Galeno, Tertuliano, Dion y (quizá) Herodiano, difieren en su valoración. E l famoso médico se sintió encantado al final de su vida (falleció al parecer antes del 200) por el hecho de que el nuevo em­ perador, a diferencia de Cómodo, confiara plenamente en su receta espe­ cífica, con la que Marco Aurelio se había medicado de forma regular. Aquella mezcla, con la que en otros tiempos solo estaba familiarizado un reducido círculo en torno a Marco, era de conocimiento general — pues los supremos emperadores (Septimio y su hijo menor) querían disfrutar de los beneficios de una buena salud— . L a receta de Galeno llevaba la paten­ te imperial, y el médico fue gratificado también por una llamada del em­ perador para que atendiera al elocuente Antipatro, tutor de Antonino y Geta y ab epistulis Graecis, en una ocasión en que padecía unos angustiosos problemas renales. Diversas observaciones de Tertuliano en su obra De pallio aluden al floreciente estado de África durante el reinado de Septi­ mio. Dirigiéndose a los ciudadanos de Cartago, se alegra de su prosperi­ dad y del tiempo libre que les deja para ser jueces críticos del vestir. (El tono es inconfundiblemente sarcástico). Tertuliano se explaya en el tema: «¡Qué extensiones tan amplias del mundo han cambiado en nuestros tiempos! ¡Qué número tan grande de ciudades ha creado, ampliado o res­ tablecido la triple virtud de los presentes emperadores [es decir, de Septi­ mio y sus dos hijos]! ». Dios ha mostrado su favor a los emperadores, y «no

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hay duda de que el mundo es el huerto cultivado de este imperio: todas las malas hierbas ponzoñosas de la hostilidad externa han sido desarraigadas, los cactus y las zarzas de la conspiración interna han sido arrancados de raíz, y ahora es más agradable que el vergel de Alcínoo o el jardín de rosas de Midas». Pero son palabras que no nos dicen en realidad nada acerca de las medidas tomadas por Septimio. En Herodiano podemos hallar una admiración empalagosa por el éxito de Septimio en la guerra civil. Ninguna batalla ni victoria del pasado pue­ den compararse con las suyas, ni siquiera las de César contra Pompeyo, las de Octaviano contra Antonio o el hijo de Pompeyo, o las de Sila contra Mario. «Aquí tenemos a un solo hombre que ha derrocado a tres empera­ dores que ocupaban ya el poder, que se hizo con el control de la guardia mediante una estratagema, que consiguió matar a Juliano, el emperador, en su palacio; a Niger, que gobernaba a los orientales y había sido saluda­ do como emperador por el pueblo de Roma; y a Albino, que ostentaba ya el título y la autoridad de un césar. Todo lo hizo gracias a su bravura. N o es fácil nombrar a alguien igual a él». Aurelio Víctor expresó sentimientos similares cien años más tarde, aunque tenía la excusa de ser paisano suyo, y en su modesta crónica dedicó más espacio al emperador africano que a cualquier otro. Víctor tiene algunas palabras de crítica, en especial por la crueldad mostrada en las ejecuciones masivas, pero llega a llamar a Septi­ mio «hombre sabio» además de «afortunado», especialmente en la guerra, «hasta el punto de que no hubo batalla de la que no saliera victorioso».'4 Dion Casio es el único testigo que conoció al emperador personalmen­ te (Galeno no lo trató apenas). E l historiador presenta a Septimio como el comandante más inteligente de los tres que se hallaban al frente del ejérci­ to en el año 193. L a necrológica con que cierra el libro 76 está escrita en un tono de respeto, casi afectuoso:

Era un hombre de corta estatura, pero físicamente fuerte (aunque la gota lo debilitó mucho). Tenía una mente de una agudeza y un vigor extremos. No recibió tanta formación intelectual como habría deseado, por lo que era hom ­ bre de pocas palabras, a pesar de que tenía muchísimas ideas. No olvidaba a sus amigos y trataba a sus enemigos con gran dureza. Dedicaba mucho tiem­ po a meditar todos sus planes; pero nunca le preocupó lo que se decía de él.

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Debido a ello recaudaba dinero de todas partes — con la excepción de que nunca mató a nadie por este motivo— y atendía con largueza a todos los gas­ tos necesarios. Como para garantizar que escribía con plena libertad, Dion pasa a criticar el despilfarrador programa constructivo de Septimio y su hábito de grabar su nombre en edificios que solo había restaurado, «como si los hubiera erigido él mismo». En cualquier caso, las sospechas sobre la franqueza de Dion quedan eliminadas por lo que nos revela en otro pasaje. T ras la muerte de Septimio, Dion tuvo un sueño. Vio todo el ejército de Roma formado en una gran llanura. E l emperador se hallaba de pie sobre una tribuna y arengaba a las tropas. Cuando vio cerca de él a Dion que inten­ taba escuchar lo que se decía, le habló así: «Acércate más, Dion, para que puedas saber con exactitud lo que está diciendo y haciendo y escribir un relato sobre ello». Según se ha señalado, es difícil que Dion hubiera tenido un sueño así si el emperador no hubiese sido «para él un personaje respe­ tado y dotado de autoridad».15 Tanto Dion como la H A recalcan, con más detalle que cualquier otra fuente, el número de senadores condenados a muerte. Dion da una cifra para la purga posterior a los hechos de Lugduno: veintinueve ejecutados, treinta y cinco perdonados (la H A ofrece una larga lista de nombres, mu­ chos de ellos inventados). «Muchos» fueron ejecutados al cabo de un año, más o menos, por haber consultado a astrólogos acerca de la esperanza de vida del emperador, informa \aHA. Dion dice que «muchos otros senado­ res», además de Plaucio Quintilo, perdieron la vida, varios de ellos tras un juicio formal, algún tiempo después de la muerte de Plauciano, ocurrida el 205 — por lo que no se puede hacer culpable a este de esa serie de ejecu­ ciones, a diferencia, quizá, de otras anteriores— . Eran tiempos de terror — nada sorprendente en épocas de guerra civil— , pero, para algunos sena­ dores como Dion, menos horribles, tal vez, de lo que lo fueron los anterio­ res y posteriores bajo los reinados de Cómodo y Caracalla. N o es posible encubrir el estigma de crueldad, a pesar de que se podría invocar el ejemplo del primer emperador Augusto en sus años iniciales, como lo hizo el propio Septimio ante el Senado el 197. Las comparaciones adversas fueron las establecidas con los tiempos felices de Antonino y

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Marco, recordados nostálgicamente por Dion y otros. Pero el reinado de Cómodo y los cuatro años de guerra civil que le siguieron tuvieron efectos brutales. E n su primera declaración, Septimio se proclamó vengador de Pértinax, que había prometido restablecer el espíritu de gobierno de M ar­ co. Septimio no se desprendió nunca del nombre de «Pértinax», a pesar de que, a medida que proliferaban sus títulos, quedó comprimido por falta de espacio. En realidad podríamos sostener que el respeto a su recuerdo re­ sultó incluso resaltado con la inserción de «Pío» entre «Severo» y «Pérti­ nax», un añadido que denotaba lealtad. Septimio es una figura ambigua. Podría dar la impresión de que su abuelo, el lepcitano italianizado que se sentía como en casa en los círculos cultivados de la Roma de la Edad de Plata, se halla a años luz de él. A Septimio le faltaba ese barniz y es posible que se mantuviera más próximo al pasado púnico de Leptis, al menos has­ ta que alcanzó la mayoría de edad. Pero los primeros años de su vida adul­ ta transcurrieron mayoritariamente en Roma, durante el reinado de M ar­ co, un modelo que parece haber emulado en muchos aspectos: designando a su esposa, la emperatriz, mater castrorum, y nombrando coemperador a su hijo, adoptando una política expansionista y pasando largos años con el ejército. A la larga, su política monetaria fue, quizá, mucho más dañina. Es incuestionable que rebajó la ley de la moneda de plata hasta un nivel muy inferior al establecido por Marco o, incluso, por Cómodo. E l aumen­ to de la paga a los soldados concedido por él, logrado mediante la aplica­ ción de esa medida, tuvo como resultado que la cantidad de dinero en circulación fuera muy superior. Mientras vivió, la confianza depositada en la fuerza de su gobierno fue suficientemente grande como para que ese aumento de efectivo actuara a modo de estímulo para la economía, sobre todo en las regiones fronterizas. L a inestabilidad que no tardó en seguir a su muerte, unida a nuevos incrementos del volumen de las acuñaciones, acabaría produciendo en su debido momento la gran inflación de finales del siglo 111.16 A l menos, podemos valorar a Septimio como un fenómeno notable, como el primer emperador auténticamente provincial, pues Trajano y sus sucesores, procedentes de la élite colonial occidental, no eran solo descen­ dientes de colonos italianos, sino que, además, estaban totalmente asimila­ dos a la sociedad metropolitana y habían nacido y se habían educado en

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Roma y no en Itálica, Nemauso o Ucubi. Es posible que Antonino no visi­ tara nunca el hogar galo de sus antepasados, y ni Marco ni Cómodo pisa­ ron jamás Hispania. Septimio Severo fue un producto de Africa y de una ciudad africana donde el asentamiento de italianos había sido insólita­ mente escaso. N o podemos saber, por ejemplo, si los dioses ancestrales a los que honró bajo sus nombres romanos le resultaban también familiares con las denominaciones de Shadrapa y M ilk’ashtart. En cualquier caso, al hablar de sus inclinaciones religiosas, las fuentes solo mencionan como una devoción diferente al greco-egipcio Serapis. E l emperador africano que falleció en Britania deberá seguir siendo un enigma.

A B R E V IA T U R A S U T IL IZ A D A S E N L O S A P É N D IC E S Y L A S N O T A S

AE

L ’Anneé epigraphique (París 1888 ss.)

ANRW

Aufstieg und Niedergang der romischen Welt (Berlín y Nueva Y ork 1972 ss.), eds. H . Tem porini y W . Haase

BAR

British Archaeological Reports (Oxford)

BM C

Catalogue o f Coins o f the Roman Empire in the British Museum IV . De Antonino Pío a Cómodo (Londres 1940); de V. Pértinax a Heliogábalo (Londres 1950)

C IL

Corpus Inscriptionum Latinarum (Berlín 1863 ss.)

CP; Supp. H . G. Pflaum, Les carrières procuratoriennes équestres sous le Haut-Empire romain (Paris 1960-1961); suplemento (Paris 1982) CRAI

Comptes-Rendues de l’Académie des Inscriptions et Belles-Lettres

EE

Ephemeris Epigraphica (Berlin 1872-1913)

HA

Historia Augusta, ed. E. Hohl (Leipzig 1927; reimpr. 1955)

H AC

Historia-Augusta-Colloquium (Bonn 1964 ss.)

(Paris)

IG

Inscriptiones Graecae (Berlín)

IG L S

Inscriptions grecques et latines de Syrie (Beirut 1929 ss.)

IG R R

Inscriptiones graecae ad res Romanas pertinentes I, III, IV, ed. R. Cag-

ILA fr

Inscriptions latines d’Afrique, eds. R. Cagnat, A. Merlin, L. Cha-

nat (París 19 0 1-1921) telain (Paris 1923) ILAlg

Inscriptions latines de l’Algérie I, ed. S. Gsell (Argel 1923); II i.a ed. H . G. Pflaum (Argel 1958); II 2.a ed. H. G. Pflaum (Argel 1976)

IL S

Inscriptiones latinae selectae, ed. H. Dessau (Berlín 1892-1916)

ILTun

Inscriptions latines de Tunisie, ed. A. Merlin (Túnez 1944) 291

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Abreviaturas utilizadas en los apéndices y las notas

IP T

Iscrizionipuniche della Tripolitania (1927-1967), eds. G. L evi de­

IR T

Inscriptions o f Roman Tripolitania, eds. J. M. Reynolds y J. B. Ward

lla Vida y M. G. Amadasi Guzzo (Roma 1987) Perkins (Londres 1952) JR S

Journal o f Roman Studies (Londres 1910 ss.)

KAI

Kanaanaische und Aramàische Inschriften, eds. H . D orm er y W . Rollig (2.a ed. Wiesbaden 1968)

P IR 1

Prosopographia Imperii Romani. I. A -C , ed. E. Klebs (Berlin 1897). II D-O, ed. H . Dessau (Berlín 1897). III P -Z , eds. P. v. Rohden y H . Dessau (Berlín 1897)

P IR 2

Prosopographia Imperii Romani, ed. altera. I. A -B , eds. E. Groag y A. Stein (1933). II C, eds. E . Groag y A . Stein (1936). I l l D -F, eds. E. Groag y A . Stein (1943). IV . 1. G. eds. E. Groag y A. Stein (1952). IV . 2. H , eds. E . Groag y A. Stein (1957). IV. 3 . 1 -J. ed. L. Petersen (1966). V. 1. L , ed. L . Petersen (1970). V. 2. M, ed. L . Petersen (1983). V. 3, N -O , eds. L. Petersen et al. (1987). VI. P, eds. L. Petersen et al. (1998), V II. 1. Q-R, eds. K . Wachtel et al. (1999), V II. 2. S, eds. M. Heil et al. (2006), V III.x. T , eds. W. Eck et al. (2009) (todas las publicaciones corresponden a Berlín).

RE

Paulys Realencylopadie der classischen Altertumswissenschaft, eds. G. Wissowa et al. (Stuttgart 1893-1978)

R IB

The Roman Inscriptions o f Britain I. eds R. G. Collingwood y R. P. W right (Londres 1965), II. eds. S. S. Frere et al. (Stroud 1991-5), III. eds. R. S. O. Tom lin et al. (Oxford 2009)

R IC

The Roman Imperial Coinage, eds. H . Mattingly, E. A. Syden­ ham et al. (Londres 1923 ss.)

R IT

G. Alfôldy, Die Rômischen Inschriften von Tarraco (Berlín 1975)

RM D

Roman Military Diplomas, I (n.os 1-78), II (n.os 79-135), HI (n.os 136201), ed. M. Roxan, (Londres 1978,1985,1994); IV (n.os 202-322), eds. M. Roxan y P. Holder (Londres 2003); V (n.°s 323-476), ed. P. Holder (Londres 2006). En el apéndice y las notas, los diplo­ mas se citan por su nombre.

APÉNDICE I

T E S T IM O N IO S A N T IG U O S Y E S T U D IO S M O D E R N O S

A. T E S T IM O N IO S A N T IG U O S

i. Septimio escribió una autobiografía, referenciada o citada en unos pocos casos. HA Sev. 3.2 menciona su matrimonio con Marci[an]a, «de qua tacuit in historia

vitae privatae». Herodiano tras mencionar los «sueños... y oráculos y de­ más signos» que llevaron a Septimio a esperar el imperio, dice que «ha ofrecido personalmente información sobre muchos de ellos en su autobiografía», y cita el referente al caballo de Pértinax. Dion 75.7.3, al hablar del suicidio de Albino, dice: «No estoy consignando lo que escribió Severo acerca del mismo, sino lo que su­ cedió realmente». HA Nig. 4.7-5.1 dice haberse basado en la autobiografía («in vita sua Severas dicit... si Severo credimus»), e igual que Alb. 7.1 («ut... ipse in vita sua loquitur»): las anécdotas que ilustran los supuestos derechos de Septimio res­ pecto a sus rivales podrían tener cierto fundamento; pero parece como si la HA las hubiera mutilado. En cualquier caso, es probable que el autor las tomara de Mario Máximo. Finalmente, Víctor, De Caes. 20.22, se refiere a la obra en tono aproba­ torio: «idemque abs se texta ornatu et fide paribus composuit». Al parecer, Víctor había leído a su paisano. HA Sev. 18.6 dice (en la sección adaptada de Víctor, infra, A.5) que «vitam suam privatam publicam ipse composuit ad fidem, solum tamen vitium crudelitatis excusans». La última frase es un añadido que refleja cómo utilizó su autor a Mario Máximo, citado anteriormente (15.6): «se excusabat [de las ejecuciones del 198]... quod de Laeto praecipue Marius Maximus dicit». Hasebroek 8 ofrece un pequeño comentario; Platnauer 17 s., al observar que es insegu­ ro incluso el idioma en que fueron escritas las memorias — griego o latín— , su­ braya que Víctor fue el único que aceptó la veracidad de su autor. Rubin 26 n. 29 insiste en que la obra había sido escrita en latín; en 130, 191 s. sostiene que Hero­ diano la conocía de segunda mano; en 133 ss., 171 ss., y 190 ss. analiza detallada­ mente la relación entre la autobiografía y la biografía escrita por Máximo (una obra igualmente perdida). 293

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Apéndice i

2. Casio Dion (llamado a menudo «Dion Casio», a la manera griega), cuyo nom­ bre completo era L. Casio Dion Cocceyano (P/i?^ C 492; praenomen: RMD n.° 133), hijo de un senador de Nicea de Bitinia, nacido c. 165, nombrado también senador él mismo en tiempos de Cómodo, cónsul por primera vez bajo Septimio (dato a veces discutido, pero, no obstante, claro), aparece con Caracalla en Nicomedia; en el año 217-218 fue nombrado por Macrino administrador (curator) de dos ciuda­ des asiáticas; c. 223 es procónsul de Africa; luego — a una edad excepcionalmente avanzada— legado de Dalmacia y Panonia Inferior, y, finalmente, cos.II ord. con el emperador Alejandro Severo en el 229. Su primera obra histórica sobre los sueños de Septimio y otros signos que presagiaban su gobierno le valieron el favor del emperador; en un sueño propio, el daimónion le dijo que escribiera sobre «las guerras y los enormes disturbios» que siguieron a la muerte de Cómodo, con lo cual se aludiría a las guerras civiles y de Partía, libradas entre el 193 y el 198; esta actividad fue igualmente bien recibida, y Dion (la cronología es imprecisa) deci­ dió incluir el escrito en una historia completa de Roma. Dedicó diez años a inves­ tigar «desde los comienzos hasta la muerte de Severo», y otros doce a redactar la obra, que se extendió desde el 211 hasta el momento en que él mismo desempeñó su segundo consulado, en el 229. Las opiniones sobre la interpretación de este pasaje, 72.23.1-5, han variado. Millar 1964, cuya biografía constituye una intro­ ducción fundamental a la persona, el origen y la obra de Casio Dion (ver también ahora Ameling), ofrece, por desgracia, una datación forzada y poco covincente de su composición (G. W. Bowersock, Gnomon 37 [1965] 471). Después de varias propuestas distintas ofrecidas por Eisman y Letta, Barnes 1984 sostiene convin­ centemente que Dion inició sus investigaciones el 21 x, como muy pronto, las con­ cluyó el 220 o poco después, y escribió su obra durante los doce años que van del 220 al 231 («las fechas reales podrían ser, no obstante, un poco posteriores», Bar­ nes 1984, 252). La datación exacta de sus obras anteriores sigue siendo en gran parte una cuestión conjetural. Pero no hay razones que impidan pensar que envió a Septimio una de ellas o las dos, es decir, que no necesitó presentarle los ejempla­ res en persona — pero si le entregó él mismo la segunda obra, pudo haberlo hecho en Bitinia, por ejemplo el 202— . Rubín 9 ss., 41 ss., y passim, ofrece varias obser­ vaciones valiosas sobre Dion, en particular algunas relacionadas con el periodo de la guerra civil. Su detallado análisis supone un gran avance en la importante tarea de desbrozar la difusión poco crítica de propaganda, incorporada por Dion desde sus primeras obras, y sus posteriores rectificaciones. La Historia de Dion, com­ puesta en ochenta libros, no ha sobrevivido completa. De la última parte, que cubre el relato de la época correspondiente a su propia vida, solo se han conserva­ do enteros (con algunas lagunas) los años 217-218. Para el resto dependemos de

Testimonios antiguos y estudios modernos extractos y resúmenes: la edición estándar es la de U. P. Boissevain (5 vols., 1895-1931); la traducción inglesa del último volumen (IX) de la edición Loeb, con texto griego en paralelo (E. Cary y H. B. Foster, 1927, y reimpresiones), enume­ raba un libro más que la de Boissevain (p. ej., el libro 72 de Dion es el 73 de Loeb, etcétera; la numeración citada aquí passim es la de Boissevain). Ver también Bering-Staschewski; Sasel-Kos 18-48. 3. Herodiano escribió, probablemente durante la década del 250, una historia en ocho libros del periodo del 180 al 238 que se ha conservado completa. El autor ha tenido siempre sus seguidores o defensores, pero fue descuidado, ignorante y mendaz, un estilista afectado que quiso escribir un «relato sensacional» y retocó desenfadadamente los hechos para conseguir que su obra fuera amena y apasio­ nante. Platnauer 2 contiene algunos comentarios mordaces sobre sus fallos, in­ cluido su «desaliño». Hohl 1954,1956 a y b, puso al descubierto sus insuficiencias en el caso de Cómodo, Pértinax y la caída de Plauciano. Alfôldy, en una serie de artículos, en especial 1977 a,b,c, 1972,1973 y 1988, ha demostrado adicionalmente las deficiencias y fraudes de Herodiano, además de esclarecer sus orígenes. Kettenhofen saca a la luz su deslealtad con la emperatriz de Emesa (algunos detalles sobre Heliogábalo son defendidos por Bowersock 1975, obra que no convence, ver Αρρ. 2 η.0 49), y de manera especial confirma, para el periodo del 218 en ade­ lante, su uso — o abuso— de Dion. Este último asunto ha sido tratado detallada­ mente por Kolb, cuyas teorías son demasiado ingeniosas para resultar totalmente convincentes (ver 5, infra) en todos los casos. Herodiano prefería a las heroínas y atribuye papeles protagonistas en momentos dramáticos a una multiplicidad de princesas y emperatrices. Echó mano frívolamente de tópicos tomándoselos a menudo en serio (ver un ejemplo en Birley 1972, y capítulo 16, pág. 252, supra, además de las obras ya citadas). El intento de defensa realizado por Whitttaker en su edición y traducción para Loeb no resulta convincente. Una introducción más completa, que si bien no deja de ser crítica es más amable que la que yo pue­ do ofrecer, es la de Sasel-Kos 276-318, con una útil bibliografía. Ver ahora en es­ pecial ‘"Zimmerman 1999. 4. Mario Máximo escribió unas Vidas de los césares desde Nerva hasta Heliogába­ lo muy leídas en la Roma de finales del siglo iv (Amiano 28.4.14). La vida de Nerva es citada, evidentemente, por el escoliasta de Juvenal 4.53; todas las demás citas o referencias a esta obra aparecen en la HA. Se supone que el autor es la mis­ ma persona que L. Mario Máximo Perpetuo Emiliano, cuya carrera, que se extien­ de a lo largo de unos cuarenta y cinco años desde c. 178 hasta su segundo consula­

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Apéndice ι

do, en el 223, se conoce por un rosario de inscripciones, algunos papiros y una mención en Dion: P IR 2 M 308. Fue, probablemente, hijo del procurador L. Mario Perpetuo (CP n.° 168; P IR 2 M 313) y nieto o bisnieto de otro L. Mario Perpetuo, scriba de un procónsul de Africa (ILAfr 591: P IR 2 M 190, quizá [M. Vitorio] Mar­ celo, en cuyo caso sería de c. 120). El scriba, la tribu familiar «Quirina» y los nom­ bres de «Mario» y «Perpetuo» apuntan, entre otros indicios, a un origen africano; ver P IR 2 M 308; hay que tener en cuenta en especial a Jarrett 1972, quien añade a C. Mario Perpetuo, patrón de Thugga (C R A I 1962, 55, A ï) 83-5); sobre los oríge­ nes locales de los patronos de Thugga, ver su lista en Harmand 274. Es evidente que Máximo fue una fuente importante para autores latinos posteriores, incluida la HA y la llamada «Kaisergeschichte» (KG), una obra perdida compuesta en la primera mitad del siglo iv en la que se basaron Víctor, Eutropio y otros (5-6, infra). Sin embargo, Syme y Barnes, siguiendo argumentos anteriores — por ejemplo, de Barbieri 1954— , minimizan en una serie de publicaciones aparecidas a partir de 1967 la utilización de Máximo por parte de la HA y postulan un «buen biógrafo» desconocido, «Ignotus»: por ejemplo, Syme 1971a, 30 ss., 133 ss.; 1983,3o ss.; Bar­ nes 1978, 98 ss. Su razonamiento es aceptado, por ejemplo, por Rubín 63 ss.; pero Máximo es preferido (entre otros) por Birley 1971, 308 ss.; Schlumberger 124 ss.; Birley 1987,229 s. La cuestión deberá considerarse no resuelta; en cambio, sobre la referencia de Barnes a la obra de Ausonio De Caesaribus... Tetrasticha como prueba de los personajes tratados por Máximo, ver los comentarios de R. P. H. Green, JR S 69 (1979) 228: Máximo no tuvo por qué haber sido la fuente de Ausonio. El error cometido en la HA, Sev. 9.1, presente también en Víctor 20.8 y Eutropio 8.18.4, según el cual Niger fue asesinado en Cícico, no tuvo por qué haber sido cometido por Máximo, que por aquellas fechas se hallaba al mando de un ejército en un lugar cercano; pero el autor de \&HA se disponía a plagiar a Víctor (Sev. 17.5 ss.) y pudo haber tomado ese error de él. El personaje de HA Macrinus, ficticio en gran medida, resulta raro si la HA pudo haber consultado a Máximo, quien, en reali­ dad, fue nombrado prefecto de la ciudad por Macrino: Dion 78.14.3, 38.1-37.3; 79.1. Es perfectamente posible que Máximo desechara deliberadamente dedicar una biografía aparte a un hombre tratado como usurpador después de su muerte, sobre todo porque era mejor que se olvidara que el propio autor había aceptado un alto cargo; es posible que a Dion le preocupase llamar la atención sobre el compor­ tamiento de su contemporáneo. Ambos autores conocieron, quizá, la obra del otro. En el caso de Máximo, esto es seguro por lo que respecta a la monografía de Dion sobre las Guerras; y en el de Dion, al menos respecto a algunas Vidas de Máxi­ mo. Para una defensa detallada de Mario Máximo como la fuente principal de la información factual aportada por la Historia Augusta, ver "‘Birley 1997.

Testimonios antiguos y estudios modernos 5. La denominada Historia Augusta constituye un problema famoso de erudición académica, unas arenas movedizas (una «ciénaga serbonia», Syme 1968, 220). Platnauer 4 ss. muestra la exasperación característica del no iniciado que ha teni­ do que luchar con las teorías a menudo fantasiosas generadas por la primera olea­ da de «historiografía augustana» provocada por Dessau en 1889. Esta obra (Teubner, Leipzig, ed. E. Hohl, 1927, reimpresa con correcciones en 1955; Loeb, con traducción al inglés de D. Magie y A. O ’Brien-Moore, 1921-32; trad, inglesa de la I parte, hasta Heliogábalo, Birley 1976) está formada por una serie de bio­ grafías de emperadores, Césares y usurpadores, desde Adriano hasta los hijos de Caro (117-284 d. C., con un vacío entre el 244 y el 260 d. C.) redactadas aparente­ mente por seis biógrafos distintos; las vidas de Didio Juliano, Severo, Caracalla, Niger y Geta se atribuyen a «Elio Espartiano»; las de Pértinax, Albino y Macri­ no, a «Julio Capitolino»; las de Cómodo, Diadumeniano, Heliogábalo y Severo Alejandro, a «Elio Lampridio» (por mencionar solo las más pertinentes al pre­ sente estudio). Desde que Dessau sostuvo que los autores no fueron, en realidad, seis, sino uno, y que la obra fue escrita a finales del siglo iv, y no en momentos diferentes durante los reinados de Diocleciano y Constantino (según se pretende), la polémica se ha mantenido viva y las teorías han proliferado (sobre estas, ver el artículo un tanto extraño de Honoré 1987). No obstante, los defensores de la fe­ cha aparente y de la autoría múltiple parecen haber capitulado, haberse retirado o haber optado por callarse, gracias en buena medida a la serie de Colloquia cele­ brados en Bonn bajo los auspicios de A. Alfôldi y J. Straub, de los que han nacido no solo la colección de publicaciones HAC, sino también un espléndido conjunto de libros escritos por sir Ronald Syme: Syme 1968, 1971 a y b, y 1983. Hay que señalar, además, la valiosa monografía de Barnes, 1978, sobre las fuentes de la HA (a pesar de mis reparos respecto a su adhesión a la autoría de «Ignotus», supra A.4, y su excesivo rechazo de Kolb, cuyos argumentos para sostener que la HA utilizó a Dion podrían no ser defendibles tal como se exponen, aunque no pueden ser descartados por entero. La respuesta podría ser, según pienso, que Mario Máximo utilizó a Dion en algunos pasajes; pero la cuestión es, probablemente, irresoluble). La HA Sev. es la parte más importante de la obra utilizada en el presente es­ tudio. La monografía de Hasebroek sigue siendo indispensable, aunque requie­ ra algunas correcciones de detalle. Sobre los cuatro primeros capítulos, ver Bir­ ley 1970. Cuando el autor llegó a la segunda guerra pártica, tratada en 14.11-16.7, se aburrió e impacientó (su fuente, que en mi opinión es Máximo, es calificada más adelante de «homo omnium verbosissimus», HA Quad. tyr. 1.2, y según HA Get. 2.1 escribió varios septenarii sobre Septimio, una palabra poco clara ana­

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Apéndice i

lizada en Birley 1971, 322 s.). La obra había quedado destrozada con la inserción, fuera del orden debido, de material de fases posteriores del reinado, 14.4-10, refe­ rente en su mayor parte a la serie de estatuas de Plauciano, datables en el 203. En ese momento, tras un revoltijo de observaciones referentes a la visita a Egipto y la última estancia en Antioquía (expuestas en orden inverso), 16.8-17.4, comenta de repente: «Resulta tedioso seguir detalles de menor importancia»; y resume todo el reinado, 17.5-19.3, e n u n P a s a je basado estrictamente en Víctor, De Caes. 20, obra escrita en el año 360, una de las principales claves de Dessau para identificar la falsa fecha transmitida por la HA. Luego, el autor decidió, probablemente, que había concluido la obra con excesiva brusquedad y añadió algunos datos más, muchos de ellos ficticios (en especial 20.1-21.12, ver Straub), augurios sobre su muerte (22.1-7, Hasebroek 148 s.; Mouchova) y elementos misceláneos, en parti­ cular sobre la muerte y enterramiento de Septimio. Las vidas de Niger, Albinus y Geta son en su mayoría pura ficción, aunque en los pasajes en los que el autor adapta o reutiliza material de sus fuentes para Sev., hay algunos datos auténticos, aunque a menudo embarullados. Es imposible apli­ carle un criterio sencillo. Ver algunas observaciones útiles en Barnes 1978, 48 ss. Algo similar podría decirse de las vidas de Macrinus y Diadumenianus, una gran parte de la de Elagabalus y casi toda la de Severus Alexander (la vita más larga de toda la obra y una de las principales fuentes de información errónea, difundida aún a menudo, sobre el siglo m: Syme 1971a, 146 s., es un antídoto valioso). El acceso al entramado de estudios sobre la HA es facilitado actualmente por la co­ piosa bibliografía en tres volúmenes de Merten. 6. No podemos ignorar a los «cronistas» latinos del siglo iv y posteriores, princi­ palmente Víctor, Eutropio y el autor anónimo del Epitome de Caesaribus, aunque son de importancia menor para el presente estudio. Sobre Víctor: Bird. Sobre el Epitome·. Schlumberger. El Epit. proporciona unos pocos nombres útiles, por ejem­ plo el del padre de Julia Domna, 21.3,23.2, y de los cuatro amigos enriquecidos por Septimio: Anulino, Baso, Cilón y Laterano (20.6), de los que solo el segundo no es identificable con certeza. Los autores griegos posteriores, como por ejemplo Zósimo, no añaden nada, o poca cosa, o se limitan a reproducir y resumir a Dion y Herodiano. Sobre la denominada «Kaisergeschichte», de la que dependieron los autores latinos del siglo iv, ver Barnes 1978, 91 ss., con referencias adicionales. 7. El Digesto y otras compilaciones legales de Justiniano reproducen una masa inmensa de material severiano, incluido un gran número de cartas, rescriptos, etcétera, de Septimio y su hijo mayor. No se pueden desdeñar los escritos copiosos

Testimonios antiguos y estudios modernos y controvertidos de Honoré sobre los juristas, en particular sobre Ulpiano, por ejemplo, Honoré 1979; 1981; 1982; pero Syme 1984, 863 ss., 1393 ss. constituye un correctivo fundamental; también es valioso Millar 1986. 8. Como es natural, los autores contemporáneos son importantes para datos ais­ lados o para el trasfondo. Filóstrato, biógrafo de los sofistas y del sabio Apolonio (en una obra muy de ficción), es probablemente el más importante; ha sido trata­ do admirablemente por Bowersock 1969, quien también aporta comentarios úti­ les acerca de Galeno, 59 ss. Tertuliano, por su condición de paisano de Septimio, natural de Cartago y el autor más fértil de la época en latín, aparte de los juristas, requiere la atención de todos los estudiosos del periodo: Barnes 1971 ofrece la introducción más accesible (con adiciones en la edición reimpresa en las que mo­ difica en parte su cronología). Champlin ha reconstituido a un autor latino: Sere­ no Sammónico, fusionándolo con Septimio Sereno y el Septimio autor del Dictis de Creta latino, Ephemeris Belli Troiani, dedicado a Aradio Rufino de Bulla Regia (ver. Ap. 2, n.“ 11; 51). El «cortesano y hombre de letras» Sereno Sammónico, mencionado en la HA y citado por Macrobio, se convierte en «un gran personaje en la corte del primer emperador africano... estudioso, traductor y poeta en mo­ mentos sucesivos». (Dudo sobre si aceptar unos pocos detalles, en especial que fuera tutor de Caracalla y Geta en el 191; y no me resulta fácil considerarlo uno de los Septimio de Leptis — al fin y al cabo, también Tertuliano tenía como gen­ tilicio «Septimius»— ). Se pueden decir más cosas, por ejemplo, sobre Ateneo y otros hombres de letras de la época (ver, sobre todo, Bowersock 1969, en especial sus cautelosos comentarios acerca de' «círculo de Julia Domna», 101 ss.); o sobre otros autores cristianos contemporáneos, aparte de Tertuliano. Pero se trata de un tema demasiado amplio para nuestro objetivo. 9. Finalmente, hay que tener en cuenta los datos procedentes (en sentido amplio) de la arquelogía. Para las monedas, seguimos basándonos en R IC IV y BM C V de Mattingly, aunque tenemos en cuenta el trabajo de Hill; otras aportaciones nu­ mismáticas se citan en las notas. Se ha escrito mucho sobre la cuestión de la «de­ valuación» o depreciación — importante para la historia económica de la épo­ ca— ; sobre este asunto me he dejado guiar por Walker. El esbozo de Murphy dedicado al material epigráfico no ha sido desarrollado; para Caracalla y Geta existe actualmente un volumen excelente de Mastino. La IR T , tan importante para Leptis y los Septimio, sigue siendo indispensable; la IP T ofrece, por último, un estudio conveniente y autorizado del material neopúnico procedente de T ri­ politania. Además de los apokrímata, que arrojan luz sobre la visita a Egipto (Me-

Apéndice i

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rentitis ha ofrecido algunas revisiones), contamos con la notable carta del prefec­ to publicada inmediatamente antes de la llegada de la comitiva imperial (Rea), Los resultados de las excavaciones y del trabajo de campo realizados en diversas partes del imperio se citan en las notas, en especial en las dedicadas a los capítulos 1-3, 14 (Africa); 11, 13 (provincias orientales); y 16 (Britania). Sobre edificios y esculturas, aparte de las obras citadas en las notas a los capítulos 14 (Leptis) y 15 (Roma), es esencial McCann en su estudio sobre los retratos.

B.

E S T U D IO S M O D E R N O S

Quedan por enumerar los trabajos recientes de importancia para la presente bio­ grafía no mencionados en páginas anteriores. Desde Birley 1971, la única mono­ grafía dedicada a Septimio es la de Kotula (que he examinado pero no leído, pues está en polaco). Walser ofrece una visión general. El método prosopográfico uti­ lizado por Birley 1971 y otros autores es objeto de un enérgico ataque por parte de Graham. Millar 1977 es un estudio monumental de lo que hicieron los empe­ radores (en el interior; Millar 1982 ofrece una compensación parcial en el terreno de la política exterior y militar, omitida en esta obra inmensa). Halfmann analiza y muestra en cuadros los viajes imperiales. El monumental estudio de Talbert sobre el Senado imperial constituye actualmente una lectura fundamental. Barbieri 1952, que sigue siendo insustituible, aunque como es natural, ha quedado obsoleto en algunos pasajes, está complementado ahora por Thomasson, fuente de referencia inmediata para todos los gobernadores provinciales; se han publica­ do nuevos volúmenes del P 1R 2 (L-O); Raepsaet-Charlier estudia a las mujeres del orden senatorial; Schumacher trata de los miembros de los colegios sacerdotales; y, sobre todo, contamos con los dos copiosos volúmenes, Tituli 4-5, de las actas del coloquio internacional celebrado en Roma en 1981. Debido a ello, hemos podido prescindir aquí de los intentos de ofrecer un «Quién es quién» de la época de Septimio Severo, realizados en Birley 1971,327-58. En concreto, los orígenes afri­ canos de los principales personajes están ahora mejor documentados en esa obra, citada repetidamente en las notas del presente libro. a l f ô l d y , g . 1971a, «Herodians Person», Ancient Society 2 (1971) 204-233. — 1971b, «Cassius Dio und H ero dian iiber die An fange des neupersischen Rei­ ches», Rheinisches Museum 114 (1971) 360-366. — 1971c, «Zeitgeschichte und Krisenempfmdung bei Herodian», Hermes 99 (1970) 429-449.

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— 1972, «Der Sturz des Kaisers Geta und die antike Geschichtsschreibung», Historia-Augusta-Colloquium 1970 (Bonn 1972) 19-51. — 1973, «Herodian über den Tod Mark Aureis», Latomus 32 (1973) 345-353. — 1988, «Cleanders Sturz und die antike Uberlieferung», Geschichte, Geschichtsbetrachtung und Geschichtsschreibung in der Krise des Romischen Reiches (Hei­ delberg 1988). (Los cinco primeros artículos han sido reeditados con adiciones en la publicación de 1988). A m e l i n g , w., «Cassius Dio und Bithynien», Epigraphica Anatolica 4 (1984) 123-138. B A R B iE R i, g . 1952, LAlbo senatorio da Settimio Severo a Carino (Roma 1952). — 1954, «Mario Massimo», Rivista di filología 82 (1954) 36-66, 262-275. b a r n e s , t . d . 19 7 1, Tertullian. A literary and historical study (Oxford 19 7 1; reimpre­ so con adiciones en 1985). — 1978, The Sources o f the Historia Augusta (Colección Latomus 155, Bruselas 1978). — 1984, «The composition of Cassius Dio’s Roman History», Phoenix 38 (1984) 240-255. b e r i n g - s t a s c h e w s k i , r ., Romische Zeitgeschichte bei Cassius Dio (Bochum 1981). b i r d , h . w . , Sextus Aurelius Victor (Liverpool 1984). b i r l e y , a . r . 1970, «Some notes on HA Severus 1-4», Historia-Augusta-Colloquium 1968-9 (Bonn 1970) 59-77. — 19 7 1, Septimius Severus the African Emperor (Londres 1971). — 1972, «Virius Lupus», Archaeologia Aeliana, ser. 4.a , 50 (1972) 179-189. — 1976, Lives of the Later Caesars (Harmondsworth 1976). — 1987, Marcus Aurelius: a biography (Londres 1987). [Hay trad, cast.: Marco Au­ relio, Madrid, Gredos, 2009.] B o w E R s o c K , g . w . 1969, Greek, Sophists in the Roman Empire (Oxford 1969). — 1975, «Herodian and Elagabalus», Yale Classical Studies 24 (1975) 225-236. c h a m p l i n , e . , «Serenus Sammonicus», Harvard Studies Class. Philol. 85 (1981) 189-212. d e s s a u , H ., «Uber Zeit und Persônlichkeit der Scriptores Historiae Augustae» , Hermes 24 (1889) 337-392. E i s M A N , m . m ., «Dio and Josephus: parallel analyses», Latomus 36 (1977) 657-673. g r a h a m , a . j., «The limitations of prosopography in Roman imperial history (with special reference to the Severan period)», ANRW 2.1 (1974) 136-157. H A L F M A N N , H ., Itinera Principum. Geschichte und Typologie der Kaiserreisen im Ro­ mischen Reich (Stuttgart 1986). H A R M A N D , L ., Le Patronat sur les collectivités publiques (París 1957).

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1979)· Literarische Beziehungen zwischen Cassius Dio, Herodian und der Historia Augusta (Bonn 1972). K O T U L A , t . , Septymiusz Sewerus. Cesarz z Lepcis Magna (Wroclaw 1987). L E T T A , c . , «La composizione dell’opera di Cassio Dione: cronología e sfondo storico-politico», Ricerche di Storiografia greca e romana (Pisa 1979) 117-189. M c c A N N , a . m . , The Portraits o f Septimius Severus AD 193-211 (Memoirs American Academy Rome 30, 1968). m a s t i n o , a . , Le titolature di Caracalla e Geta attraverso le iscrizione (indici) (Bolonia 1981). m e r e n t i t i s , j . , «Die neugefundenen Reskripte des Septimius Severus (P. Col. 123)», Platon 30 (1978) 331-343. m e r t e n , e . , Stellenbibliographie zur Historia Augusta, i . Hadrtan-Didius Julianus (Bonn 1985). 2. Septimius Severus-Alexander Severus (Bonn 1986). 3. Maximini duo-Tyranni triginta (Bonn 1986) (con correcciones y adiciones 1-2). m i l l a r , f . 1964,/t Study o f Cassius Dio (Oxford 1964). — 1977, The Emperor in the Roman World (Londres 1977). — 1982, «Emperors, frontiers and foreign relations», Britannia 13 (1982) 1-23. — 1986, «A new approach to the Roman jurists », Journal of Roman Studies 76 (1986) 272-280. m o u c h o v a , b . , «Omina mortis in der Historia Augusta», Historia-Augusta-Colloquium 1968-9 (Bonn 1970) in -14 9 . k o l b , F .,

Testimonios antiguos y estudios modernos

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APÉNDICE 2

L O S S E P T IM IO Y L O S F U L V IO D E L E P T I S M A G N A , L O S JU L IO D E E M E S A , Y SU S C O N T A C T O S

En el árbol genealógico de las págs. 3x0-311 se muestra a más de sesenta personas, junto con unas pocas más cuya existencia es hipotética. En algunos casos (sobre todo en el de los Petronio Mamertino, n.os 57-59, y en del Julio Agripa, n.“ 43), la relación con Septimio o Julia es sumamente conjetural y se refleja en el esquema mediante líneas de guiones entreveradas con signos interrogatorios. Los linajes o parentescos atestiguados o altamente probables, pero que no pueden tabularse con exactitud, se presentan mediante líneas de guiones sin signos de interroga­ ción. Un caso de adopción (Annón Mácer y Balitón Cómodo, n.“ 3-4) se muestra con línea de puntos. La lista numerada de 60 personas dada a continuación resu­ me los testimonios para cada individuo (las personas no nombradas se estudian bajo las entradas de sus padres). Han sido agrupadas bajo cinco grandes epígra­ fes: A. Posibles antepasados púnicos de Leptis; B. Los Septimio; C. Los Fulvio; D. La dinastía de Emesa; E. Otros.

A.

P O S IB L E S A N T EPA SA D O S P U N IC O S D E L E P T IS

Los testimonios citados bajo el n.° 26 (L. Septimio Severo, sufes) evidencian que el prim er Septimio de Leptis conocido tenía origen púnico, era caballero romano en el año 95 o antes y fue llevado a una finca de Italia en su niñez. Los Septimio estaban integrados en la tribu «Quirina» (n.° 25), uno de los prim e­ ros miembros de la familia fue conocido con el nombre de «Macer» (n.° 23), y utilizaron como praenomen tanto «Gaius» (n.os 16, 25) como «Lucius» (n.os 14, 17, 27, ver 22) y «Publius» (n.os 15, 20-22). Una familia de los numerosísimos notables púnicos de la Leptis de finales del siglo 1 a. C. y del 1 d. C. utiliza los nombres «Macer» y «Gaius». Se puede seguir su rastro hasta cuatro genera­ ciones, y el último registro es del reinado de Claudio (I R T 338). Parece lógico identificarlos con los antepasados más probables de Septimio antes de que la 3°5

3°6

Apéndice 2

familia adquiriera un gentilicium de estilo romano y la ciudadanía de Roma. Ver también Birley 1988. 1. Annón, conocido solo por la filiación del n.° 2 de IR T 338, IP T 26; podría ser la misma persona que el padre del n.° 5 de IP T 22. El nombre púnico Hn’, voca­ lizado en Leptis como «Anno», aunque los autores latinos escriben en general «Hanno», significa «da gracias». Se encuentra también en IP T 17 (de fecha inse­ gura): Annón ben Arishom Ygm \; 18 (de fecha insegura): Cándido ben Cándido ben Anno ben Abdmelqart; 32 (de fecha insegura): Himilcón Dryds, «descendiente de Annón»; y en IP T 21, versión púnica de IR T 319, del 8 a.C., como padre de Muttun, sufes de aquel año. 2. C. Annón. Gaio Annón, G y ben Hn’, pavimentó el foro y erigió un pórtico en el año 53-54 d. C. «en nombre de su nieto Gayo (G'y) de parte de su hijo Mácer (.M ‘q r )»; Balitón Cómodo, hijo adoptivo de Mácer, supervisó la obra (IRT 338, IP T 26), y el pedestal de una estatua registra que el «Senado y el pueblo de los lepcitanos» honraron a su nieto Gayo, llamado también aquí «Phelyssam» (IR T 615). El término púnico G'y, latinizado en «Gaius», podría representar al libio Gaia (nombre del padre de Masinisa: Rossler 274 ss.). «Phelyssam» parece, ciertamente, más libio que púnico (ver IR T 698, para la forma «Felyssam» regis­ trada en Leptis). 3. Annón Mácer. Conocido por I R T 338 = IP T 26, IR T 615. El nombre «Mácer», que significa «delgado», es bastante común como cognomen latino (Kajanto 244). En púnico se translitéra como M ‘q r y aparece en las monedas independientes de Oea, al parecer como nombre de un sufes (Jenkins n.os 26-9: el nombre de su cole­ ga, Pyln o Pylt, no ha sido explicado todavía, ver IP T 21; falta en IR T 319, que es la versión latina), y en IP T 10, en Leptis. Podría tratarse de una versión latinizada de un nombre libio. Para los nombres que comienzan por «Mac-», señalaremos la tribu de los macas y I R T 886c, W. Sofeggin, Macarcum en una inscripción en latín y púnico leída íntegramente por Elmayer 93 s., quien reproduce también Machrus ben Rogate en otra lápida procedente del mismo lugar. «Mácer» podría vincularse igualmente con el dios Melqart. Ver el nombre «Amicus», popular en Leptis y otros lugares del norte de África, que era, probablemente, una versión de «Amílcar» (Abdmelquart) de resonancia latina. Ver además Birley 1988. 4. Balitón Cómodo. Hijo adoptivo del n.° 3 (IRT 338, 615; IP T 26). «Balitho», en púnico Ba ‘alyaton («Baal ha dado»), se encuentra también en Leptis en IP T 22,26.

Los Septimio y los Fulvio de Leptis Magna, los Julio de Emesa 5. Balitón G[.] Saturnino. Conocido únicamente por IP T 22, que lo documenta como sufes junto con Bodmelqart ben Bodmelqart, uno de los Tapapio, cuando se erigieron las estatuas de Tiberio y otros miembros de la dinastía en torno al tem­ plo de Roma y Augusto, hacia el 14-19 d. C. Se le llama también hijo de Annón, quizá el n.° 1. Su segundo nombre, evidentemente muy corto y cuya inicial era una G, fue probablemente G ‘y = «Gaius». «Saturninus» es el nombre latino fa­ vorito en África (Kajanto 213: «Saturno» era el equivalente del dios púnico Baal). 6. Gayo Felisam. Conocido por IR T 338, donde aparece como «Gayo, hijo de Annón, y su versión púnica, IP T 26 (G ‘y ). En IR T 6x5 es «C. Phelyssam», ver lo dicho bajo el n.° 2 sobre el nombre de este último, más libio que púnico.

B.

LOS S E P T IM IO

Para los Septimio se puede consultar ahora P IR 2 y el árbol genealógico 11 de ese mismo volumen. 7. (Septimia). Supuesta madre del n.° 59, postulada únicamente en función de su segundo cognomen «Septimianus» y del origen evidentemente africano de los Pe­ tronio Mamertino. Una hermana de los n.os 15 y 25 tendría el rango y la edad correctas para ser esposa del n.° 57. 8. Septimia Octavila. Hermana de Septimio, nombrada solo en IR T 417, inscrip­ ción grabada tras su muerte por tres de las curiae de Leptis en vida de Septimio, no antes del 198 (el emperador es «Parthicus maximus»). Su título c.m.f. muestra que había contraído matrimonio con un senador, pero según indica Chastagnol 1978, n i ss., su marido no podía ser senador en esas fechas, pues ella tuvo que pedir a Septimio que otorgara el latus clavus a su hijo. La anécdota se recoge en HA Sev. 15.7, en un contexto que sugiere el año 198, aunque podría estar mal si­ tuada. Barnes 1967, 96, duda de la historia de que Septimio se sintió incomodado por su mal latín y la envió de vuelta a casa. Podría haber estado casada con al­ guien de lengua griega, lo que explicaría también su presencia en Oriente, que Barnes considera sospechosa. Si el n.° 17 es su hijo, su marido habría sido proba­ blemente un tal L. Flavio. El nombre «Octavila» hace pensar en la existencia de un Octavio o una Octavia, quizá su abuela materna, en una generación anterior. El nombre no está atestiguado en Leptis; ver, no obstante, I R T 921 (Bu-Ngem/ Gholaia), y un L. Plaucio Octaviano mucho más prometedor (IR T 517, datado de

3 o8

Apéndice 2

nuevo por Di Vita-Evrard 1981,183 ss., en el reinado de Pío). Los Plaucio lepcitanos estaban, sin duda, vinculados con los Fulvio (ver n.os 29, 32-3). Barbieri n.° 6 11; Birley 1969, 256 s.; Corbier 1982, 724 s.; Raepsaet-Charlier n.° 697 (con referencias adicionales). 9. Flavia Neracia Septimia Octavila. Conocida únicamente por CIL VI 415, Roma, inscripción grabada por ella para su padre, el n.° 17. Su madre fue proba­ blemente una tal Neracia, ver n.° 55. Ella misma seguía siendo una c(larissima) p(uella). Barbieri n.° 2237; Raepsaet-Charlier n.°372 (con referencias adicionales). 10. Septimia Pola. Hermana del padre de Septimio (n.° 20), quien la conmemoró en Leptis con una estatua de plata, «la más cara... de Africa» (Duncan-Jones 68). Al parecer, no contrajo matrimonio. Su nombre «Polla» recuerda el de una dama de las Silvas de Estacio perteneciente al círculo en el que se movía su padre {Silvas 2.2.10; 3.1.87, 159, 179; 4.8.14 — la mujer de Polio Félix— ; 2.praef y 7, viuda de Lucano [ver cap. 3 n. 1, infra, pág. 333]). 11. Septimia Severa. Mujer de un tal Aradio Saturnino (n.° 52), que preparó el sarcófago de ambos en vida de los dos en Interpromio, en el centro este de Italia (EE VIII 132). Es posible que sus nombres reflejen solo por casualidad los de la familia de Leptis; pero su marido debía de pertenecer a los Aradio de Bulla Re­ gia. Champlin 1981, 202 s.; Corbier 1982, 713. 12., 13. (Septimio) Si el n.° 14 es nieto del 13, y el 24 nieto del 25, habría que in­ troducir una generación intermedia. 14. C. Septimio Aper cos. ord. 207. Conocido con certeza solo por su consulado, aunque es identificable, probablemente, con el primo de Antonino, a quien este hizo asesinar tras la muerte de Geta {HA Carne. 3.6-7, llamado Afer, «Africano»). Se le supone nieto, más que hijo, del n.° 15, en vista del intervalo de 54 años entre sus consulados. Es probable que naciera hacia el 174. Barbieri n.° 466; Corbier 1982, 725; Torelli 380. Sobre su actividad como productor de aceite de oliva, Manacorda; Di Vita-Evrard 1985. Ver actualmente PIR1 S 489. 15. P. Septimio Aper cos. 153. Denominado «patruus» de Septimio en HA Sev. 1.2, aunque es más probable que fuera primo, «frater patruelis», de Geta, el pa­ dre de Septimio, e hijo del n.° 16. Birley 1969, 258 s.; 1970, 64 s.; 1976, 63 s. Es el primer consul documentado originario de Leptis. Corbier 1982, 723.

Los Septimio y los Fulvio de Leptis Magna, los Julio de Emesa 16. C. Cl(audio) Septimio Áper. Conocido únicamente por IR T 316, dedicatoria grabada en Leptis en honor de Antonino Pío, en la que su último nombre se lee como «fA]fer». La lectura «[A]per», conjecturada por Birley 1969, 258; 1970, 64 s., es confirmada por la observación de E. Birley (citada en Birley 1976, 63 s.). Se trata, probablemente, del «Gaius» cuyo hijo era el n.° 25; y el cognomen del n.° 15 indica, seguramente, que esta persona era otro de sus hijos. Por tanto, tuvo que ser hermano del abuelo de Septimio, elsufes (n.° 26). Sobre su nombre «Gaius», ver las observaciones expuestas anteriormente bajo el n.° 2. Su nombre «Clau­ dius» podría derivar de un vínculo matrimonial con la familia de Ti. Claudio Sestio, el mayor o el menor (IR T 318,347), o de Ti. Claudio Amico (IR T 590). Su presunto padre pudo haberse casado con una Claudia. 17. L. Flavio Septimio Áper Octaviano. Conocido solo por CIL VI 1415, Roma, inscrito en su honor por su hija (n.° 9). La inscripción le otorga la siguiente carre­ ra senatorial: Xvir stlitibus iudicandis, sevir eq.R., cuestor de Chipre, sodalis Hadrianalis, tribuno de la plebe. Se trata, quizá, del hijo innominado de la hermana de Septimio, para quien esta obtuvo el latus clavus (HA Sev. 1 5.7, ver bajo el n.° 8, supra). De ser así, no murió tan pronto como da a entender la HA, pues debería haber tenido al menos veintiséis años para ser tribuno, aunque ello no constituye, quizá, una dificultad grave. Torelli, 380 y n.° 14, sostiene que su carrera es dema­ siado modesta para un pariente próximo del emperador; sin embargo, los parien­ tes de Julia Domna n.os 36, 45 y 50 no alcanzaron un rango muy elevado; los dos más jóvenes seguían perteneciendo al orden ecuestre en el momento de la muerte de Septimio. La esposa de este hombre pertenecía probablemente a la familia Sepino (PIR2 N 50 ss., Barbieri n.os 2062-6), ver n.° 55 infra. Barbieri n.° 2237; Corbier 1982, 725. 18. (L.?) Septimio Basiano = M. AURELIO ANTO NINO = «Caracalla». N a­ cido el 4 de april del 188, Platnauer 50 ss., Barnes 1967, 93 n. 48. Se le impuso el nombre de su abuelo materno (n.° 46); se desconoce su praenomen original. En el año 195 se le cambiaron los nombres por los de «M. Aurelius Antoninus» y se le designó césar, como ha demostrado Soproni. Más detalles en Mastino: coempe­ rador, probablemente, a partir del 28 de enero del 198, según sostiene Guey 1948. Prometido a Fulvia Plautila (n.° 29) desde el 200, casado el 202, divorciado el 205. No existe documentación cierta sobre ningún descendiente. El hecho de C|ue Ca­ racalla falsificara el año de su nacimiento, cambiándolo del 188 al 186, fue demos­ trado por * Al fold y 1996, quien también probó que se hallaba ya de vuelta en Roma el día de su cumpleaños, 4 de abril del 211.

LA FAM ILIA DE

SEPTIMIO SEVERO Annón

C . Julio Sohem o rex magnus

I_?_?_?_?_?_7_?_?_ C . Annón Los F u lio «lepcitanos»

Balitón G . Saturnino

Polemón II rex Ponti

i Annón Mácer

S

Julia Mamea

i

I

• (adopta a)

S S

s

C . Felisam

Balitón Cóm odo

Septimio Mácer

’ (Octavia) (Julio)

M. Cornelio Frontón cos. 143

F u lvio Pio

? (Septimia)

P. Septimio Severo cos. ιβο

P. Septimio A per cos. 153

F u lvia Pio = P. Septimio ! Geta / / / / / P. Septimio / Geta cos. I I ord. 203 / /i

9

i

M. Petronius Sura M am ertinus cos. ord. 182

9

M. Petronius Sura Septimianus cos. ord. 190

(Septimio)

i

9

i (Septimio)

i

/

I

'

Septimio Severo L . Septim io A per cos. ord. 207

Λ/ Λ/ ’

/

/ I

=

· . 7 Septimia Severa

I , ' ?

Septimia Octavila L . S E P T IM IO (1) SEVERO (2)

λ/

.

"

1

.

Julio A lejandro ( f c. 190)

(??L . Flavio)

I =

JU L IA M ESA

JU L I A D O M N A

I

I I

C . Fulvio Plauciano

?

Paccia Marciana C . Julio Avito Alexiano cos. c. 200

L . Flavio = P(Neracia) Septimio Aper Octaviano = (PHortensia) Flavia N eracia Septimia Octavila

/ '

λ

' A radio Saturnino

'

?

Julio Basiano '• V p

/'

los A radio de Bulla Regia λ/

'

I i (C. Julio) Sohemo cos. a. inc. rex Armeniae 164-

Septimia Pola

I I

9

Julio A gripa primipilaris

L . Septim io Severo sufes, praefectus, Ilvir

C . Claudio Septim io Aper

M. Petronius = M am ertinus cos. 150

A

/· p { JU L I A S O H E M IA S B A S IA N A

C. Julio / Septimio Castino cos. c. 2 1 1

= Sex. V ario M arcelo

J U L I A A V I T A (1) M AM EA (2)

= ignotus cos. a. inc.

Gesio Marciano proc. Aug.

Γ C. Fulvio Plauciano Hortensiano

Fu lvio Pio cos. ord. 238

P. F U L V I A P L A U T IL A

P. (L.) S E P T IM IO GETA

= (L?) Septimio Basiano M. A U R E L IO A N T O N IN O (Caracalla)

Gesio Alexiano Basiano S E V E R O A L E JA N D R O

hijo

V ario A vito Basiano M. A U R E L IO A N T O N IN O (Heliogábalo)

i M. Julio Gesio Basiano Magister Arvalium 2 14

filia f 218 ignotus t 2 18

3 12

Apéndice 2

19. C. Julio Septimio Castino cos. c. 211. Su carrera es conocida por numerosas inscripciones, y en sus últimas fases por menciones en la obra de Dion. Tribuno de la I Adiutrix, casi con toda seguridad bajo Septimio, el 192-193; a continua­ ción, de la V Macedonica, quizá bajo Geta; luego, tras haber ocupado otros pues­ tos, legado de la I Minervia y dux de destacamentos formados a partir de las cua­ tro legiones germánicas contra «defectores et rebelles» c. 207, legado de Panonia Inferior, consul, comes de Caracalla y su amigo de mayor confianza (Dion 78.13.2, 79.4.3), gobernador de Dacia, destituido por Macrino y asesinado por Heliogábalo en Bitinia el 218 (Dion 79.4.4,6). Posible pariente de Septimio: Barbieri n.° 308; PIR2 J 566. «Castinus» es un nombre muy raro (Kajanto 252), pero «Castus» es popular en África (Kajanto 251) y «Julius Castus» aparece en ese territorio dieci­ séis veces, Alfôldy 1968, 195. Alfôldy 1967, 51; Thomasson 1984,115 s., 157. 20. P. Septimio Geta. Padre de Septimio, conocido por HA Sev. 1.2, Geta 2.1; en este último pasaje se afirma que Mario Máximo había escrito con cierta prolijidad sobre su «vita et moribus in vita Severi... primo septenario»; falleció cuando Sep­ timio se hallaba a punto de marchar a la Bética como cuestor, HA Sev. 2.3, es decir, el 171. Conocido también por su inscripción en memoria de su hermana Pola (IRT 607, ver n.° 10 supra) y por inscripciones conmemorativas de Leptis (IRT 414, 201 d. C.) y otros lugares. Ninguna de ellas documenta ningún tipo de carrera, ni local ni imperial. Es indudable que no fue senador, pero pudo haber ocupado algún cargo local y quizá fue, incluso, el edil «[ ]s Geta» de IR T 597, cosa de la que duda Torelli 385. En cuanto al nombre Geta, Kajanto 204 es inexacto. Ver Birley 1988: solo hay dieciocho ejemplos epigráficos (que no sean senadores) de hombres libres, siete de ellos en Leptis o en sus proximidades. Podemos imaginar que este Geta, el primero de Leptis, fue llamado así por el nombre de C. Vitorio Hosidio Geta, hijo del Vitorio Marcelo, compañero de estudios del primer Septimio Severo y con quien este aparece asociado en el prólogo del libro 4 de las Silvas, dedicado a Mar­ celo. Ver también lo dicho acerca de «Polla» bajo el n.° 10 supra. En Birley 1971, 302 n. i, se propuso que la anécdota recogida en Víctor, Caes. 20.28, Eutropio 8.8 y HA Geta 2.4, según la cual el propio Septimio fue advocatusfisci y tribuno militar de caballería antes de ingresar en el Senado, podría estar tomada de una mala in­ terpretación de Mario Máximo (que escribió profusamente sobre este hombre), según el cual la persona que ocupó esos cargos habría sido el padre de Septimio. 21. P. Septimio Geta cos. II ord. 203. Hermano de Septimio. Su carrera es cono­ cida íntegramente por IR T 541, grabada en su honor en Leptis por una de las curiae entre el 198 y el 202 (no se registra su segundo consulado), publicada origi­

Los Septimio y los Fulvio de Leptis Magna, los Julio de Emesa

313

nalmente por Bersanetti. Birley 1969, 262 s., sostiene que fue el hermano mayor, pero la única clave la da el nombre: Geta por el de su padre y Septimio por el de su abuelo paterno (aunque debemos admitir que la práctica variaba: Mme. G. Di Vita-Evrard me informa de que espera demostrar que Geta era el más joven). Se lo menciona en varias ocasiones en HA Sev (también en Get. 2.1): según 8.10 se encontró con Septimio de camino al este tras haber salido de Roma el 193, y se le dijo que se quedara en la provincia que se le había asignado, que seguía siendo, probablemente, Mesia Inferior, de la cual se supone que fue gobernador desde el 192, por lo menos; más tarde fue gobernador de Dacia, dato que se atestigua para el 195 (CIL III 905); en el año 196 se encontró, al parecer, con Septimio en Viminacio, HA Sev. 3; poco antes de su muerte, ocurrida el 204, advirtió quizá a Septi­ mio acerca de Plauciano, a quien odiaba, según Dion 76.2.4. Los contactos que pudo haber establecido y los detalles de su carrera antes del 193 se registran en los lugares apropiados de la presente biografía y no es necesario repetirlos aquí. No se le conocen hijos ni esposa, pero pudo haber sido el padre del n.° 24. Barbieri n.° 469; Corbier 1982, 723; Thomasson 1975, 73 s.; 1984, 28 s., 138,155; 1985,135. 22. P. (L) SEPTIMIO GETA. Hijo menor de Septimio. Nacido el 7 de marzo del 189, como demuestra Barnes 1968, 522 ss., y asesinado el 26 de diciembre del 2 11; la fecha de HA Geta 3.1 es espuria. El día auténtico de su nacimiento lo pro­ porciona la tradición del martirio de Perpetua, coincidente con el «natale Getae Caesaris»; Dion 77.2.5 da su edad en el momento de su muerte; ver también Bar­ nes 1971, 253 ss. Fue designado césar el 198 — año del nombramiento de su her­ mano como augusto— , y cos. II en el 208; pero, aunque aparece con el calificativo de augusto, especialmente en África a partir del 198, no fue promovido en reali­ dad hasta el otoño del 209, según se demuestra en IG II 2, 1077, Atenas, dato confirmado por RMD n.° 191, diploma del 7 de enero del 210 que muestra ya a Geta en calidad de augusto con la tr. pot. II. Esto desmiente la argumentación formulada por Di Vita-Evrard 1987 (quien afirma que Geta no obtuvo ese rango hasta el 210) y convalida las pruebas recogidas en Mastino 161: cuatro inscripcio­ nes referentes a Geta con la tr. pot. II, tres con la tr. pot. III, y ninguna con la I (o sin número) o con la IV. Su nueva posición comenzó, supuestamente, en octubre o noviembre del 209; la potestad tribunicia le fue renovada el 10 de diciembre de ese mismo año (tr. pot. II), el 10 de diciembre del 210 (tr. pot. III), y finalmente el 10 de diciembre del 211, dieciséis días antes de ser asesinado, lo cual explica, sin duda, por qué hay solo unas pocas monedas (y ninguna inscripción) que lo mues­ tren con la tr. pot. ////. Su praenomen fluctúa; ver la lista en Mastino 153 ss. Es posible que fuera cambiado deliberadamente, quizá en más de una ocasión, por

314

Apéndice 2

ejemplo, de un P. original a un L., para evitar confusiones con el n.° 21, y que volviera a P. tras la muerte de este; pero la incidencia no coincide con esta hipóte­ sis. No se sabe que hubiera contraído matrimonio. 23. Septimio Mácer. Conocido únicamente por HA Sev. 1.2, donde se lo denomi­ na «avus paternus». Debe de tratarse de un error, pues IR T 412 da como abuelo suyo a L. Septimio Severo (n.° 26). Debería haberse mencionado a este último; quizá fue omitido por error o se perdió en la transmisión, lo mismo que la palabra «proavus» antes de Mácer. Debió de haber sido el bisabuelo. El nombre «Mácer» se encuentra en Leptis (y en Oea) y lo llevan hombres no romanos — ver bajo el n.° 3, supra— , lo que hace pensar que debió de haber sido una latinización de al­ gún nombre púnico o libio. El gentilicium «Septimius» (no atestiguado en concre­ to en su caso) pudo haber sido elegido por la presencia de Septimio Flaco, legado, evidentemente, de la III Augusta, en Leptis, durante el periodo flaviano, según Birley 1969, 255 s. Pero esta persona solo aparece denominada así en Ptolomeo 1.8.4, Y se suele suponer que «Septimius» es un error por «Suellius»; Suelio Flaco desempeñó el cargo de legado en la Sírtica en el 87 y pudo haber sido la persona mencionada por Ptolomeo; ver, por ejemplo, Thomasson 1984,395, con referen­ cias adicionales. Un Septimio desconocido del orden senatorial pudo haber esta­ do en Leptis como legado, o incluso como procónsul. Otra posibilidad concebible es que el nombre se escogiera porque, para un oído o un ojo púnico, recordaba la palaba sptm, plural de spt = en latín sufes. Ver además Birley 1988. *Chausson 2002 sostiene, quizá con razón, que el Mácer de HA Sev. 1.2 era el bisabuelo ma­ terno, no paterno, de Septimio. De ser así, el árbol de las págs. 310-311 necesitaría un ajuste en la parte superior para mostrar a Fulvio Mácer como padre de Fulvio Pío, en vez de a Septimio Mácer como padre del sufes y Ilvir L. Septimio Severo. 24. Septimio Severo. Nombrado solo por Herodiano 4.6.3 como primo de Caracalla, ejecutado tras la muerte de Geta (solo se da su cognomen). Si se trataba de un primo camal, debió de haber sido nieto del n.° 25. Barbieri n.° 470 propone que puede ser el mismo que el n.° 15, asesinado también por esas fechas (HA Ca­ rne. 3.6-7, donde los manuscritos presentan «Afer»); de ser así, tuvo, al menos dos cognomina, ver n.° 17. Sin embargo, es posible que Herodiano hubiera conje­ turado el nombre, por lo que esta persona sigue siendo enigmática. Corbier 1982,725; T orellÍ 398.

25. C. Septimio Severo eos. 160, ha aparecido a partir de 1963, cuando G. Di Vi­ ta-Evrard publicó la inscripción del arco de M. Aurelio en Leptis y dio su nombre

Los Septimio y los Fulvio de Leptis Magna, los Julio de Emesa como el del procónsul del 174, con Septimio como legado suyo (AE 1967. 536 re­ pite el texto); la autora demostró que puede identificarse con «-mius Severus», procónsul y patrón de Thubursicu de los númidas de ILAlg I 1283, que describe su carrera completa, con lagunas de menor importancia. La tabula Banasitana (AE 1971. 534) proporciona su filiación, «C.f.», y tribu, la «Quirina». Estos datos han demostrado finalmente que los Septimio obtuvieron la ciudadanía en el pe­ riodo flaviano (o, como mera posibilidad, en el de Claudio-Nerón), Birley 1976, y se libraron de ser identificados con un patrón homónimo de Preneste, de la tribu «Pupinia» (CIL X IV 3004): esta tribu se hallaba restringida a Italia, y, por tanto, los Septimio habrían sido colonos italianos. Preneste está cerca del ager Hernicus, donde el amigo de Estacio tenía una propiedad, así como en Veyes y Cures, según se señala en P IR ‘ S 345, y tal como insistió Barnes 1967, 89. La filiación hace del n.° 16 un posible pariente suyo y, en cualquier caso, excluye al n.° 26, por lo que este hombre y el n.° 15 no pueden ser «patrui», como aparece en HA Sev. 1.2, sino, muy probablemente, «fratres patrueles», del padre de Septimio. Esta persona se­ ría también el «adfinis» que garantizó a Septimio el latus clavus a comienzos de la década del 160, pero la expresión «bis iam consulari» del pasaje debe de ser un error debido quizá a una corrupción textual, Birley 1970, 63 s. En cuanto a su carrera, Thomasson 1975, 75 s., y Alfôldy 1977, 174 s., 188 η. 203, 227, 257; Eck 178 s.; Schumacher 83 s., 238; Corbier 1982, 723. Tras haber pasado por varias fases preliminares (sin ningún tribunado militar), fue adminstrador de calzadas, legado de la XVI Flavia en Siria, legado de Licia-Panfilia, cónsul, legado de una de las provincias germánicas, casi con seguridad la Inferior, y procónsul de Áfri­ ca; también X V virsf, y sodalis Hadrianalis. Aparece documentado por última vez en julio del 177, en el consilium de Marco y Cómodo (AE 1971. 534)· 26. L. Septimio Severo. Abuelo de Septimio, sufes, praefectus en el momento en que se concedió la ciudadanía romana a Leptis, es decir, cuando se convirtió en colonia bajo Trajano, y primer duumvir de la colonia: IR T 412, muy controverti­ da, sobre todo en un artículo de Guey 1951, ver también Birley 1969, 253 ss., 1970, 63, 75 ss., y, ahora, Di Vita-Evrard 1984. Su identificación con el amigo de Esta­ cio, el rico caballero romano de Leptis llamado Septimio Severo, llevado a Italia en su infancia, conmemorado en Silvas 4.5 y 4. praef desde el 95 d. C., por lo me­ nos, es discutida pero perfectamente verosímil. (El argumento de Pflaum 1968, 57 ss., según el cual el amigo de Estacio no podía ser el iudex selectus de IR T 412, es desacertado: podía haber sido iudex en una fase temprana y no después de ha­ ber sido duumvir, como supone Pflaum). Sobre los argumentos presentados en otros lugares me limitaré a añadir la observación de que los nombres de sus hijos,

Apéndice 2

3 l6

Pola y Geta, evocan el círculo de Estacio; ver supra bajo los n.os 10 y 20. Se supone que fue hijo de un Septimio Mácer, n.° 23 supra; su madre es desconocida, dife­ rente, quizá, de la de su supuesto hermano, el n.° 16. La propiedad italiana pudo haber sido dividida, pero la parte de Veyes fue a parar a manos de Septimio y, tal vez, de su hermano, HA Sev. 4.5, brillantemente corregido por Hammond, 142 ss., respaldado por CIL XI 3816, una cañería de plomo hallada en la vía Casia, cerca de Veyes, con el nombre «P. Septimi Geta», que es o el hermano o el padre de Septimio (pasado por alto por Sailer 176 n. 156, quien expresa su escepticismo). Registrado también en IR T 413. Ver así mismo Torelli 379 ss., y, sobre el poema de Estacio, Vessey. Ver además Birley 1988. 27. L. SEPTIMIO SEVERO. Su año de nacimiento, el 146 en HA Sev. 1.3, resul­ taría ser el 145 según Dion 76.17.4, quien calcula su edad en el momento de su muerte en sesenta y cinco años, nueve meses y veinticinco días y da como fecha de su nacimiento el 11 de abril (9 de abril en la HA, quizá por corrupción del texto). Guey 1956 formuló argumentos sólidos (de carácter astronómico) para demostrar que el año correcto era el 145. Más indagaciones en Birley 1970,65 s.; Barnes 1976, 19 s., 40; Rubin 33 ss.: es posible que Septimio falseara el año. Su titularidad im­ perial es analizada brevemente por Murphy, 102 s.

C.

LOS FULVIO

Se trata, al parecer, de una familia inmigrante cuyos miembros se llamaban a sí mismos «los Fulvio lepcitanos» en el 3/2 a.C., I R T 320, 328, según la interpreta­ ción de Romanelli. Pero los nombres de los n.os 29, 32-3 muestran que contraje­ ron matrimonio con nativos que habían conseguido la ciudadanía romana, como era de esperar, en concreto los Plaucio, una familia poderosa de la Leptis del siglo 11: Torelli, 385 ss., quien propone convincentemente (404) a Ti. Plaucio Silvano Eliano, hijo del procónsul Lamia, como patrón y origen del nombre, y a Iddibal hijo de Balsillec, etcétera, el último notable no ciudadano (IRT 300, 72 d.C.), como su ancestro, citando IR T 734 (Torelli 402). En Birley 1969, 256 ss. (que cita IR T 705) se proponen matrimonios mixtos con los Marcio (descendientes, quizá, de Annobal Rusón, que costeó el templo de Ceres en el año 36 d. C., IR T 269: To­ relli 402). Sobre los Plaucio, ver actualmente, en especial, Di Vita-Evrard 1982. 28. Fulvia Pía. Madre de Septimio, conocida solo por IR T 415-6 (después del 198 d.C.) y HA Sev. 1.2. Birley 1969, 256; 1970, 64 s.

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29. PU(BLIA) FU LV IA PLAU TILA. Hija del n.° 32, hermana del 33, prome­ tida al 18 en el año 200, casada el 202, divorciada el 205, ejecutada el 212. Augus­ ta entre el 202 y el 205. Sin hijos conocidos, Ver bajo el n.° 18. PIR2F 564. 30. Fulvio Pío. Abuelo materno de Septimio, conocido solo por HA Sev. 1.2. 31. Fulvio Pío eos. ord. 238. Supuesto descendiente del abuelo de Septimio, n.° 30. PIR2 F 553; Barbieri n.° 1054; Dietz 165 s. Quizá «Gaius», si es el mismo que el C. Fulvio Pío dcA E 1930.67. 32. C. Fulvio Plauciano. Pariente de Septimio (Herodiano 3.10.6); por tanto, uno de los Fulvio de Leptis e hijo, quizá, de una Plaucia; ver supra bajo C. Es proba­ blemente el «Fluvius» de un fragmento de Dion, 73-15.4, declarado por Pértinax culpable de delitos graves durante el proconsulado de este en África, probable­ mente en el 188 o 189, pero a quien el propio Pértinax concedió, siendo empera­ dor, algún cargo o distinción importante «como un favor a Severo». Su carrera antes de convertirse en prefecto de la guardia es difícil de determinar debido a su damnatio del año 205, pero Grosso 14 ss. muestra que CIL X IV S 4380 debe referirse a Plauciano como prefecto de los vigiles el 195, no más tarde del verano; y 17 ss., que ya era prefecto de la guardia, aunque no todavía c.v., el 1 de enero del 197 (a partir de A E 1935. 156). Según sostiene Grosso, no es necesario que hubiese recibido el mando de Pértinax, y podría ser el hombre cuyos nombres aparecen borrados en IR T 572, según proponen los editores ad loe., honrado por su herma­ na Fulvia Nepotila, el marido de esta, también un Fulvio, y los hijos de ambos. De ser así, hit praefectus vehiculorum y procurator X X hereditatium, ver CP n.° 238. Todavía no es seguro. Fue comes de Septimio «en todas sus expediciones»: Cor­ bier 1974 analiza en detalle esta cuestión. La teoría de Hasebroek, 109, 131 ss., de que hubo dos «distanciamientos» entre Septimio y Plauciano antes de su derro­ camiento fue disputada por Judeich y rechazada por Grosso. Sobre la serie de estatuas, ver pág. 228 supra. PIR2 F 554; Barbieri n.° 255; Schumacher 36 (era también pontifex además de augur, un signo más de su excepcional influencia). Pruebas de que fue productor de aceite, en Manacorda; Di Vita-Evrard 1985. 33. C. Fulvio Plaucio Hortensiano. Hijo del n.° 32. Seguramente «Plautius», como aparece en Dion 77.1.2, a pesar de PIR 2F 555. Sobre su supuesta madre, ver el n.° 54. CIL X IV 4392 muestra que estaba integrado en la tribu «Quirina». Desterrado con su hermana y ejecutado junto con ella.

Apéndice 2

3 ι8

D.

LA D IN A S T ÍA D E E M E S A

34. Gesio Alexiano Basiano = M. AU RELIO SEVERO A LEJAN D RO . Hijo de la n.° 37 y de su segundo marido, el n.° 36. En el 221 tenía solo doce años, según Herodiano 5.7.4, por lo que no es el magister Arvalium del 214 (n.° 35), que fue, quizá, un hermano mayor. Su hermana y su cuñado fueron asesinados por Macrino, lo mismo que su padre, en el 218 (Dion 78.31.4, 33.2-34. i 2, frag­ mentario). Bowersock 1975, 231 ss. sostiene que Herodiano 5.3.3, 7.3 le da co­ rrectamente el nombre de Alexiano, pero que Dion 78.30.3, 79.17.2, 18.3 se equivoca al llamarlo Basiano antes de que hubiera cambiado su nombre por el de Alejandro en el año 221. Seguramente, ambos están en lo cierto. La familia era partidaria de cognomina dobles, ver n.os 37, 41, 45. PIR2 A 1610; Barbieri n.° 966+Agg.; Kettenhofen. 35. M. Julio Gesio Basiano. Magister de los hermanos Arvales en el año 214, pero no asistió a sus ceremonias, probablemente por hallarse en el este. A menos que Herodiano esté completamente equivocado sobre la edad del n.° 34 (cosa que no es imposible), la sugerencia de PIR 2 J 342 de que el magister es el futuro empera­ dor parece poco verosímil. Es más probable que se trate de un hermano mayor. Barbieri n.° 296. 36. Gesio Marciano. De Arca Cesárea, en Siria, segundo marido de la n.° 37, padre del n.° 34 y de una hija asesinada con su marido en el 218; su propia muer­ te se produjo poco después (ver supra bajo el n.° 34). Fue procurador, pero no se conocen detalles (Dion 78.30.3). Mencionado implíciamente en el Digesto 1.9.12. PIR2 G 171; Bowersock 1982,665, cree que fue designado para el Senado; ver, sin embargo, Raepsaet-Charlier 12 y n.° 74. 37. JU LIA Avita MAMEA. Madre del n.° 34 y Augusta a partir del 222, ejecuta­ da con él en el año 235. Su primer cognomen proviene de su padre (n.° 45), el se­ gundo es «dinástico» en Emesa (ver infra el n.° 40). Se casó en primeras nupcias con un consular y se le permitió mantener el rango cuando volvió a casarse con su segundo marido, Gesio Marciano, del orden ecuestre (ver infra el n.° 36). PIR 1 J 649; Kettenhofen, en esp. 43 ss. 38. JU LIA DOMNA. Pudo ser la señora del mismo nombre que acabó heredan­ do de su tío abuelo, «patruus», un.primipilaris llamado Julio Agripa (ver el n.° 43). Hija del n.° 46; se desconoce su fecha de nacimiento; casada con Septimio el 187,

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a más tardar. Domaszewski sostuvo que su nombre era una traducción latina — «dom(i)na»— del sirio «Martha»; ver, sin embargo, Kettenhofen 76 s; Shahid 41, quien demuestra su relación con nombres árabes (que significan «negro»). Sobre el supuesto horóscopo, Kettenhofen, 77 s.; Syme, 87 ss.; Rubín, 178 ss. (con el convincente argumento de que la anécdota, atribuida a Mario Máximo en HA Sev. Alex. 5.4, utilizada también en Sev. 3.6, Get. 3.1, se había difundido como propaganda). Sobre las acusaciones de adulterio y conspiración, de incesto con Antonino y un supuesto matrimonio con él (y sobre la idea de que era hijastro suyo), ver en especial Rubin 173 ss. En general, Kettenhofen; Raepsaet-Charlier n.° 436 (ambos con una bibliografía completa). 39. JU LIA MESA. Hermana de la n.° 38, esposa del n.° 45, madre de los n.“s37 y 41. Augusta desde el 218 hasta su muerte. PIR2 J 678; Kettenhofen, en esp. 23 ss., 33 ss., quien demuestra que Herodiano exageró considerablemente su papel y que es preferible Dion. Más referencias en Raepsaet-Charlier n.° 445. Sobre su nombre, Shahid 41: «Se trata, con suma probabilidad, del nomen agentis en feme­ nino del árabe masa, verbo que significa “caminar contorneándose” ». 40. Julia Mamea. Esposa de Polemón II del Ponto (n.° 60), según lo revela una moneda de bronce presentada en una publicación de Seyrig; ver también Sulli­ van, 926 n.° 85; Chad 68. Se cree que fue hija de Samsigeramo II, dinasta de Emesa en los años 14-47 d. y hermana del último soberano, el rex magnus C. Julio Sohemo (n.° 47). Sobre el nombre, relacionado con el árabe Mama, Shahid 42. La aparición de esta mujer ayuda a respaldar la descendencia de los n.os 38-39 de la antigua casa real de Emesa. 41. JU LIA SOEMIAS Basiana. Hija mayor de la n.° 39, hermana de la n.° 37, esposa de Sex. Vario Marcelo (n.° 51) y madre del n.° 50 y de otro hijo, al menos (ILS 478, el sarcófago de su marido le fue dedicado por ella cumfiliis). Kettenho­ fen, 23 ss. corrige admirablemente la versión, a menudo imaginaria, de su papel a partir del 218, basada en el relato novelesco de Herodiano. Obsérvese, en espe­ cial, su oportuna exposición del auténtico cometido de Gannys Eutiquiano (con­ fundido frecuentemente con otro hombre, Valerio Comazon), amante de Soemias, que se había criado en la familia de Mesa (Dion 80.6.1; aunque esto no significa que fuera el tropheus del muchacho, como dice Kettenhofen 30). Fue augusta a partir del 218 y murió asesinada junto con su hijo el 222. PIR1 J 704; Raepsaet-Charlier n.° 460 (con referencias adicionales). Para el nombre «Soemias», relacionado con «Sohaemus» — Suhaym— , nombre de los dinastas árabes

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Apéndice 2

de Emesa, Shahid 41 s. (al igual que «Domna», está relacionado con el color ne­ gro). «Bassiana» está tomado de su padre, el sumo sacerdote. 42. (Julio). Supuesto padre del n.° 46 y hermano del n.° 43. 43. Julio Agripa. Este primipilaris dejó un testamento que fue objeto de litigio durante algún tiempo después de su muerte; sus propiedades pasaron finalmente a manos de su sobrina bisnieta Julia Domna {Digesto 32.38.4, del Libro X IX de los Digesta de Cervidio Escévola, repetido por él en su tercer libro de los Responsa, Dig. 32.93 aunque en este caso con nombres genéricos). La identificación en­ tre la heredera y la emperatriz es objeto de dudas en PIR2J 662 y otros lugares, y no es analizada por Kettenhofen o Raepsaet-Charlier n.° 436, pero es perfecta­ mente posible. «Agripa» es, por supuesto, un nombre apreciado en la región, ver en especial Rey-Coquais acerca de un Julio Agripa, poderoso en Apamea, y no resulta inconcebible que un miembro de la familia de Julia ingresara en el cuerpo de centuriones, ver Dobson, 15 ss. Sus n.os 73, 75, 76, 94, 95 proceden de Heliopo­ lis, y nuestro hombre pudo haber iniciado su carrera «ex equite Romano». Ver además #Zwalve 2002 y #Levick 2007. 44. Julio Alejandro. Emeseno perseguido y ejecutado por orden de Cómodo c. 190, supustamente por haber provocado sus celos con sus proezas en la caza del león, Dion 72.14; por conspiración, según HA 8.3. Letta sostiene que la caza del león era una actividad del soberano y que Julio Alejandro infringió esa prerroga­ tiva regia y tuvo intenciones serias de ocupar el trono. En cualquier caso, se le debería vincular a la familia dinástica, ver IG LS V 2213-4, dos Alejandros sepul­ tados en Emesa en el siglo 11 d.C., y Alejandro, hermano del dinasta Jámblico, ejecutado después de la batalla de Actio (Dion 51.2.2). 45. C. Julio Avito Alexiano eos. c. 200. La identidad y la carrera de este hombre han sido reconstruidas, por fin, de manera adecuada combinando las inscripcio­ nes de Salonas {AE 1921. 64 = 1963. 42) y de Augusta Vindelicorum (AE 1962. 229) con las menciones a él en Dion como Avito marido de Mesa (n.° 39). Oficial de caballería, procurador, después de tres militae, ad annonam Ostiis, cargo desde el que fue designado por Septimio para el Senado, legado de la legión IV (Flavia, casi con seguridad), y, seguidamente, legado de Recia, donde dedicó un altar a Elagábalo, el dios de Emesa {AE 1962.229), y cónsul. A continuación estuvo du­ rante mucho tiempo apartado del servicio, probablemente por la hostilidad de Plauciano, pero reaparece en calidad de comes de los emperadores en Britania, es

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decir, en los años 208-211, dos veces prefecto de los alimenta en Italia bajo Caracalla, legado de Dalmacia y procónsul de Asia, comes de Caracalla, y fallecido durante una misión a Chipre poco depués del asesinato de Caracalla. Ver Halfmann para la reconstrucción citada; puede haber un ligero margen de duda so­ bre la fecha de su proconsulado en Asia, ver Barnes 1986. Sobre su último nom­ bre, cfr. C. Julio Alexio de Emesa, padre de C. Julio Samsigeramo, que se construyó una tumba monumental en esa ciudad el 78 o el 79 d. C., miembro, claramente, de la casa real, PIR2J 541; Chad 92. Ver un resumen útil en ThomasS O n 1985, 122 s. 46. Julio Basiano. Nombrado solo en el Epit. de Caes. 21.1, 23.2, pasaje tomado, probablemente, de Mario Máximo. Su segundo nombre deriva del sirio basus, un título sacerdotal (Domaszewski 209 ss.) ostentado por los n.os 18 y 41, nietos suyos, y por los n.os 34 y 50, bisnietos (de ahí que el n.° 35 sea también, seguramente, miembro de la familia). 47. C. Julio Sohemo. Rey de Emesa desde el 53 d. C., designado también poco des­ pués rey de la distante Sofene, llamado «rex magnus» por ser soberano de más de un reino, así como «philocaesar» y «philorhomaeus»; obtuvo los «ornamenta con­ sularia», íxvtdummvir quinquennalis y patrón de la colonia de Heliópolis, ILS 8958, inscripción grabada en su estatua de esta ciudad. Hijo de Samsigeramo II, herma­ no de Aziz y Yotape y — según parece ahora— de Julia Mamea (n.° 40). Apoyó a Roma contra los sublevados judíos en el 66, fue uno de los primeros en apoyar a Vespasiano en el 69, aportó tropas al asedio de Jerusalén en el 70 y contra el reino de Comagene en el 73. A continuación desaparece de los documentos. PIR2J 582 y Seyrig. La mayoría de los autores suponen que su reino quedó absorbido en Siria tras su muerte, pero no hay pruebas explícitas. Se piensa en general que los miem­ bros de su familia retuvieron el sumo sacerdocio del dios Elagábalo. Sobre el nom­ bre «Sohaemus», ver supra bajo el n.° 41. Otras personas que llevaron ese nombre, en PIR2 S 541 ss. 48. (C. Julio) Sohemo, cónsul antes del 164, Alfoldy 1977, 195, elevado al trono de Armenia el 164, expulsado una vez, pero restablecido en el poder; se ignora la duración de su reinado, Dion 71.3.i 1. Jámblico, el novelista de Emesa, afirma explícitamente que Sohemo fue paisano suyo (Focio, Bibl. 94), como lo sugeriría, en cualquier caso, su nombre — ver n.° 47— ; dice que había sido cónsul antes de convertirse en rey de Armenia y lo califica también de «aqueménida y arsácida»; Bowersock 1982,665, descarta estos calificativos como «glosas ignorantes». Pero

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Apéndice 2

la explicación debería buscarse en una Yotape antepasada suya de Media: el nombre aparece en la dinastía emesena como el de una hija de Samsigeramo II, PIR1 145 (todos los datos están basados en Josefo, Ant. 18. 135), y deriva proba­ blemente de la princesa media antepasada suya prometida en el pasado a Alejan­ dro Helios; así lo explica Macurdy 42, citado con aprobación por Chad 66, quien más tarde, sin embargo, rechaza el calificativo de «arsácida» por considerarlo gratuito (también acepta la datación obsoleta de este Sohemo, 118 ss.; ver Chaumont 147 ss.). 49. Vario Avito Basiano = M. AURELIO ANTO NINO = «Heliogábalo». Na­ cido, probablemente, el 203, sacerdote de Elagábalo en Emesa en el 218, hijo de los n.os 41 y 50. Sobre sus nombres, ver el comentario del n.° 34; a pesar de las dudas de Bowersock 1975, no hay razón para rechazar a Dion, quien lo llama «Avito», primero de los dos cognomina del padre de su madre (n.° 45); su primo recibió el otro, Alexiano, y ambos tomaron el de «Bassianus», que fue el de su bisabuelo, el sacerdote (n.° 46). Kettenhofen, en especial en 23 ss., es indispensable para esta persona, sobre todo en lo que respecta a las circunstancias de su acceso al trono. Por lo demás, ver Barbieri n.° 963 + Agg. Ver actualmente el importan­ te estudio reciente de *De Arrizabalaga y Prado 2010. 50. Sex. Vario Marcelo. Su carrera, debatida con frecuencia, por ejemplo por Pflaum en CP n.° 237, Birley 1981,296 ss. (que desarrolla el tema en 19 7 1,304 ss.), ha sido reinterpretada actualmente por Halfmann siguiendo el hilo de su trata­ miento del n.° 45. Halfmann demuestra que la mejor manera de explicar el des­ concertante nombramiento vice praefectorum praetorio et urbis functus consiste en entenderlo como un puesto provisional tras el asesinato de Geta, y no antes; dice también que Marcelo, al igual que el n.° 45, fue excluido probablemente de cual­ quier nombramiento durante el principal periodo de Plauciano en el poder. El segundo puesto — procurador en Britania— se puede situar en la expedición del 208-211; le siguieron el importante cargo de a rationibus, la viceprefectura y la designación para el rango senatorial al año siguiente, más o menos, de la muerte de Septimio; a continuación obtuvo la prefectura del tesoro militar (importante en el 212) y el cargo de gobernador de Numidia, donde probablemente falleció sin haber sido cónsul. Era natural de Apamea.

Los Septimio y los Fulvio de Leptis Magna, los Julio de Emesa E.

OTROS

51. Aradio Saturnino. Ver supra, bajo el n .°ii; y, sobre los Aradio de Bula Regia, Corbier 1982,689 ss., 713. El miembro de la familia que alcanzó el rango consular parece haber sido Q. Aradio Rufino Optato Eliano, «Severiano»; la fecha exacta es dudosa y muy debatida; ver por ejemplo Birley 1981, 175 s; pero siguen apare­ ciendo nuevas informaciones; ver también las brillantes conjeturas de Champlin 1981. Esta persona pertenecería a la familia de Bula Regia, pero su esposa Septi­ mia Severa podría no haber sido de Leptis, y la pareja pudo haberlo sido más tarde, por el aspecto de la caligrafía de su sarcófago de la localidad italiana de Interpromio, E E VIII 132. Los Aradio pervivieron durante mucho tiempo, y su último representante fue un prefecto de Roma del año 376. Este hombre pudo haber tenido múltiples nombres y debe seguir considerándose dudoso. 52. M. Cornelio Frontón eos. 142. Se trata del famoso orador. Pariente de los Petronio Mamertino, según indicó Champlin 1980, 10, 145 n. 22, tomándolo de Frontón, Ad amicos 1.10.2. Ver los n.os 57-59 infra. Sobre la fecha del consulado de Frontón, ver ahora RMD n.os 264 y 392. 53. (Hortensia). Esposa del n.° 32 según una conjetura basada en el nombre de su hijo, el n.° 33. En Leptis no se halla ningún Hortensio. 54. (Neracia). Esposa del n.° 17, según una conjetura basada en el nombre de su hija, la n.° 9. Miembro, probablemente, de la famosa familia de Sepino. 55. (Octavia). Esposa del n.° 23 (o quizá del 26), según una conjetura que explicaría la presencia de «Octavilla» y «Octavianus» en los nombres de los n.os 8, 9 y 17. 56. Paccia Marciana, primera esposa de Septimio, con quien se casó en el año 175. Falleció, como muy tarde, el 187; es evidente que no tuvo hijos: las supuestas hijas mencionadas en HA Sev. 8.1, a las que se dieron dotes y maridos el 193, solo po­ dían ser suyas, no de Julia, pero son ficticias, Hasebroek 49. Su matrimonio se menciona en HA Sev. 3.2 (que la llama «Marciam»): en ese pasaje se dice que Septimio omitió mencionarla en su autobiografía, pero que le erigió estatuas cuando fue emperador; ver IR T 410-11, Leptis, CIL VIII 19494, Cirta. Sus dos nombres derivan de procónsules del siglo i, Marcio Barea y Paccio Africano; ver Birley 1969, 256, que muestra que su familia era de origen púnico. RaepsaetCharlier n.° 590 (con referencias adicionales).

Apéndice 2

324

57, 58, 59. M. Petronio Mamertino coi·. 150, fue pariente del orador Frontón, Ad amicos 1.10.2, según ha señalado Champlin 1980, 10, lo que respalda el argumen­ to expuesto en Birley 1969, 259 s., en favor del origen africano de estos Petronio. El cos. del 150 fue, probablemente, sobrino y no hijo del prefecto de la guardia de su mismo nombre en tiempos de Pío. Sus hijos, Sura Mamertino, cos. ord. 182, y Sura Septimiano, cos. ord. 190, fueron, quizá, hijos de su matrimonio con una Septimia, explicación natural del cognomen «Septimianus». Una hermana de los n.os 15 y 25, o quizá hija de uno de ellos, sería la persona apropiada, aunque tam­ bién podrían hallarse otros Septimio (no el procurador L. Septi — Petro— , que sirvió en Egipto a las órdenes del futuro prefecto de la guardia o de su posible pariente M. Petronio Honorato; CP n.° 146 bis). El cos. 182 era yerno de M. Aure­ lio, y se casó con Cornificia. El y su hermano fueron ejecutados por Cómodo en el año 190 o el 191, HA Comm. 7.5. 60. Polemón II del Ponto. Marido de la n.° 40, según ha demostrado Seyrig; otro nombre regio que se atisba en los orígenes de la familia de Julia Domna. Fue también rey de la localidad de Olba, en Cilicia, y descendía de Antonio y Cleopa­ tra por la línea de su madre Antonia Trifena, esposa del rey Cotis de Tracia: R E 21.2 (1952), 1285 ss. (W. Hoffmann); Sullivan 908 ss.

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Apéndice 2

326

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R E F E R E N C IA S Y N O T A S

Para la bibliografía de los capítulos 1-3, ver págs. 363-366.

i.

lo s e m p o r io s

(páginas 17-25)

i. Apéndice 2 n.os 27; 20; 28. — cónsules del 145: Birley 1987, 89. 2. abuelo: apéndice 2 n.° 26. — autoadopción: Dion 76. 9.4; ver págs. 176, 184 supra. Geta: apéndice 2 n.° 20. — Áper, C. Septimio Severo: n.° 15; 25. — Pola: n.° 10. — «otro hijo...Octavila»:n.os2i;8 .— Máximo: HA Geta 2.1 (ver Apéndice 1.A4). 3. Fe­ nicios: Harden ofrece una útil introducción. — idioma: Róllig 285 s. — Cartago: Warmington. — Cirene: Heródoto 4.151 ss. — respuesta de Cartago: Di Vita 1969 — Lpqy y los demás nombres: Rossler 272 — «islita»: denominada Lyd[...], IP T 32, y comentario, pág. 84. — «Neápolis»: IR T pág. 75 — Heródoto 4.175 (Colina de las Gracias); 198 (región de Cínipe). 4. Cínipe, Dorieo: Heródoto 5.42. — Cartago: Whittaker 1974; 1978. 5. Tripolitania, geografía y clima: Haynes 13 ss. ofrece una introducción concisa. — pueblos indígenas: Bates sigue siendo fundamental; ver también Desanges. Sobre ambos temas me ha sido de utilidad consultar la tesis doctoral aún no publicada de D. J. Mattingly (1984). 6. Guerras púnicas: Harris 182 ss.; 200 ss., ofrece un penetrante aná­ lisis de sus causas. — Masinisa en la Sírtica: Livio 29.33.9 (205 a· C·)· — «un talen­ to»: Livio 34.62.2. — «comisionados»: 34.61-2; Badian 1958,125 ss.; Walsh 1965, 156 ss. — «década del 160»: Polibio 31.21. — «relativamente independientes... Alejandría»: Di Vita 1968a; 1982, 528 s. 7. Tercera guerra púnica: Harris 234 ss. — formación de la provincia, C. Graco: Romanelli 1959,43 ss.; Lassère 35 ss. — Yugurta: Salustio, B J 77.1-4. — fossa regia·. Badian 1958, 138 s. («el primer intento documentado de marcar una frontera artificial por parte de Roma»); Di Vita-Evrard 1986,33 s. y figs. 1-11. 8. «Estados libres»: Di Vita 1982,518 ss. — moneda: Jenkins. — «abominación»: Reyes II, 23.13. — Salustio, B J 78.4-5. 329

Referencias y notas

33°

— «inscripción»; IP T 31; Di Vita 1968b — sufetes: R E 4A (1931) 643 ss. — Melqarty Shadrapa: Gese 198 ss.— BaalHammón,Tanit:Di Vita 1982,5625s. 9. He­ rennio: Cicerón, II Ven. 1.14; 5.155 s.; Rebuffat 1986. — Cirenaica: Badian 1968, 22; 29 s. — Arsínoe: Moretti. — «nuevo centro urbano»: Di Vita 1968b, 202 n. 1, 203; 1982, 553 ss. 10. Juba: César, Bell. civ. 2.38; Bell. Afr. 97. — Catón: Aumont. — «multa»: Bell. Afr. 97; Plutarco, Caes. 55; Di Vita 1982, 521 s.; Mattin­ gly 1988. ii. Romanelli 1959, n i ss.; Lassère 145 ss.; 166 ss.; 199 ss.

2.

Le p t i s

m a gna

:

d e e s t a d o l ib r e a c o l o n ia

(páginas 27-45)

i. «ciudades libres»: Di Vita 1982, 522 ss. — «un gran número de italianos»: Lassère 1977, 145 ss. (excluye Tripolitania). — Virgilio, E,el. 1.64; Deman 1969. — Herennio; cap. 1, n. 9 supra. — Perperna: IR T 335 (estatua dedicada a Druso César). — los Fulvio: IR T 320; 328; Romanelli 1958; apéndice 2.C. 2. «triun­ fos»: Thomasson 1984, 371. — Balbo: Plinio, N H 5.36-7; otras fuentes acerca de esta persona en PIR1 C 1331. Garamantes: Daniels 1970 — comercio: Di Vita 1982, 588 ss. (que reafirma su importancia de manera convincente). 3. «pri­ mera inscripción fechada»: IR T 319 +IPT 21. — «es de suponer... reconstruido entonces»: sigo a Di Vita 1968b. 4. Annobal: IR T 3 2 1+IPT 24; IR T 322-3. — losFulvio:IR T 320; 328. — Pisón: IR T 520; Di Vita 1982,555 s. Syme 1986,369 s., prefiere fecharlo en el 4-3 a.C. Pisón fue quien ofreció a Estrabón (2.130) el famoso símil que comparaba el norte de África con la piel de un leopardo — «pun­ teada de lugares habitados rodeados por un desierto sin agua». 5. Quirinio: Floro 2.31; se supone en general que fue procónsul de la Cirenaica, p. ej. Thomas­ son 1984,361; Syme 1986,320 propone que pudo haber sido gobernador de África el 3 a. C. o el 2 d. C. — Léntulo (eos. 3 a. C.): Thomasson 1984,373. — Coso (eos. i d.C.): IR T 301; Thomasson 373. 6. «culto a Augusto»: Di Vita 1982, 558 s. — Calcidico: IRT 324. — Cecina: no publicada todavía; Di Vita-Evrard 1982,467 s. — Asprenas: AE 1952. 232; 1905. 177; Thomasson 1984, 373. 7. Lamia: IR T 930; explicada adecuadamente por Di Vita-Evrard 1979, 73 ss., a la luz de las ins­ cripciones de Gálico, pág. ^jsupra, n. 16 infra. IPT 76. 8. Tacfarinate: Tácito, Ann. 2.52; 3.20-1; 73-4; 4.23-6 (3.9 se refiere a la IX Hispana en su marcha a través de Italia). — Dolabela: AE 1961. 107 s. Romanelli 1959, 227 ss., analiza la guerra. 9. «estatuas»: IP T 22. — Marso: IR T 308. — Blando: 330-1; también en 269; 540. 10. «legión»: Syme 1984,1358, muestra que es Dion 60.20.7, Y no Táci­ to, Hist. 4.48.1, quien da correctamente los detalles. — Ptolomeo, Mauritania: RE 23 (1959) 1780 ss.; 14 (1930) 2372 s.; Daniels 1987, 239. 11. Claudio y la ciuda-

Referencias y notas

331

danía: Sherwin-White 1973, 237 ss. — los Ti. Claudio en Leptis: Torelli 1974, 377 s. — Iddibal IR T 273. — los Marcio: Birley 1969, 257 s.; Torelli 1974, 402; ya en Guey 1951b, 315. — Cornuto: PIR2 A 609. — Lucano: A 611. — Séneca en Alejandría; Cons. Helv. 19.4-7; PIR2 A 617. 12. patronos: Barea (IRT 273); Craso Frugi (319); Caninio (521); Blando y Luperco (330-1); Lamia: sobre su hijo Silvano Eliano, Syme 1988, 168 s.; postulado como patrono por Torelli 1974, 404. 13. Silvano: IR T 338 + IPT 26; IR T 615; AE 1968. 549 (anfiteatro); Thomasson 1984, 376. — estatuas: IPT 22; apéndice 2 n.“ 1-6. Comparar, en cam­ bio, la escasa prestancia de los patronos de, por ejemplo, Thugga, Harmand 274. 14. anfiteatro: A E 1968. 549; Di Vita-Evrard 1965. — Órfito, Itimbal: IR T 341. — puerto: Di Vita 1974 (sobre el puerto viejo); Bartoccini 1958. 15. «inscripción púnica»: IP T 18. — Clodio Mácer; PIR2 C 1170. — Festo: Tácito, Hist. 2.98; 4.49-50; Thomasson 1984,393; Vitelio y Vespasiano, pro­ cónsules de África: id. 376 s. — Estatilio Capela: Suetonio, D. Vesp. 3.1. — campa­ ña de Festo: Daniels 1970; Di Vita 1982, 530 ss.; Romanelli 1959, 285 ss. 16. confiscaciones llevadas a cabo por Nerón: supuestas en función de Plinio, N H 18.35. — problemas y remedios financieros de Vespasiano: Suetonio, D. Vesp. 16.1-3. — Gálico: Di Vita-Evrard 1979 publica y analiza las inscripciones que lo muestran en acción en el Yébel; Thomasson 1984,377, ofrece de manera resumida otros datos; sobre su carrera, Syme 1988, 504; 514 ss. — Petina: CIL V 6990. Plau­ cio: n. 12 supra. — municipium', actualmente, esta cuestión, muy controvertida (las pruebas principales son IR T 342; 346; 347), debería considerarse resuelta, ver Di Vita-Evrard 1984. — privilegios de las comunidades latinas: Sherwin-White 1973, 112; 360 ss.: (Hispania bajo Vespasiano). — mahazim-, IIIlv[ir aedi\pot:. IR T 305 +IPT 30 (donde se confirma que [aed.] es correcto). 17. Iddibal: IRT 300. — Sestio: IR T 347; 318 +IPT 27. — ver IP T 86 (Yébel Msellata) y una bilingüe, al parecer de finales del siglo 11 o comienzos del ni, en la Gefara occidental, capítulo 18. Plinio, N H 5.34 ss. — Zliten: Di Vita 1982,530. — Septimio 3, n. 14 infra. Flaco, Julio Materno: Ptolomeo 1.8.4; Birley 1969, 255 s. — Domiciano: Di Vita 1982, 532. — Coliseo: Dion 66.25; Marcial, De spectaculis, etcétera. 19. Suelio: Thomasson 1984. 395: Romanelli 1959, 204, es favorable a la identifi­ cación con Septimio Flaco; Birley 1969, 255 s., se muestra contrario a ella. Pero, como es natural, el asunto deberá considerarse no resuelto. — «Mácer» y antepa­ sados: apéndice 2 n.“ 1-6; 23. — «olivares»: no disponemos de pruebas explícitas hasta el momento en que las ánforas de Tripolitania comenzaron a ser estampa­ das con las iniciales de los productores en el periodo severiano: Manacorda 1977; 1983; Di Vita-Evrard 1985; Mattingly 1988. Entre ellas aparecen L. APRI y L.S.A. CV = L. Septimius Aper cos. ord. 207 (apéndice 2, n.° 14), así como las del empe-

332

Referencias y notas

rador y sus hijos (AVGG; AVGGG) y las de Plauciano (CFPCV; CFPPPCV). 20. «fincas»: Estacio, Silvas 4.5.53-6; Veyes está confirmada por una cañería de plo­ mo hallada cerca de la vía Casia, a 8 kilómetros de esa localidad y a 28 de Roma, y que lleva el nombre de «P. Septimi Geta»: CIL XI 3816. Es evidente que el lugar se denominaba «Baccanae», CIL XI pág. 557 n. 3. En las Acta Sanctorum (VI 227 ss., 21 de septiembre), Acta de Alejandro, se dice que fue juzgado cerca de una villa del emperador Antonino (Caracalla) en el «vicus Baccatensis» o en «Bacca­ nae», cerca del lugar del hallazgo de la cañería de plomo. CIL IX 4868, epitafio de L. Septimio Primigenio, de Montopoli (territorio de Forum Novum), no lejos de Cures, podría ser la prueba de la existencia de un liberto de la familia («dis manibus» está escrito sin abreviaturas; por tanto, podría ser temprana). — «niño»: Estacio: Silvas 4.5.36-40. — «educado»: Silvas 4 pr. (a Vitorio Marcelo: «tuum quidem et condiscipulum»; ver capítulo 3 η . ! infra)·, ver 4.5.41-3 («hinc parvus inter pignora curiae... crescis»). Plinio como discipulo de Quintiliano: Ep. 2.1.9; 6.6.3. — «banda estrecha»: Silvas 4.5.42. — «abogado»: 4.5.49-52. — «versos»: 4.5.57-60. — Estacio sobre Gálico: Silvas 1.4, ver τ pr.; Syme 1988, 514 ss. — «tri­ buto»: Silvas 1.4.83-6. 21. «romanos provinciales»: Syme 1958, en especial 585 ss.; 1988, 473 (Montano); 472 (Pactumeyo); 10; 12 s.; etcétera. (Promoción de griegos a rango senatorial por Domiciano). — Silio Itálico: Martial 4.14; 7.63; Pli­ nio, Ep. 3.7. Silio menciona las tres ciudades de Tripolitania como suminstradoras de tropas para el ejército de Aníbal, Púnica 3.256-7. — Poema de Estacio a una calzada: Silvas 4.3 («certe non Libycae sonant catervae / nec dux advena peierante bello / Campanos quatit inquietus agros», versos 4-6). — «Punica fides»: por ejemplo, Salustio, B J 108.3. — Hércules: Silvas 4.6. 75-85. — Sobre el poema a Septimio Severo, ver en especial Vessey 1970. 22. 4.5.29-30; 33-4; 37-44; 45-6. — «acento»: ver capítulo 3 n. 28 infra. — Rufina: Marcial 11.53. — Marcial tenía varios amigos llamados Severo: respecto al poeta, 11.53 (identificación apoyada por Vessey 1970, 508 n. 9). — Alba: Silvas 4.5.21-8. El festival se celebró en marzo del 90: Hardie 1983, 63. — «retiro campestre»: Silvas 4.53-6. Estos versos animan a Vessey 1970, 512 ss., a calificar a Septimio Severo de epicúreo. Es bastante vero­ símil. 23. Nerva, Trajano: Syme 1958, en especial 1-44; 88 s. (muerte o reti­ rada de poetas). —iudex selectus·, según lo revela IR T 412. Se supone, por supuesto, la identidad entre el abuelo de Septimio y el amigo de Estacio; así lo sostiene Bir­ ley 1970, 75 ss.; ver también apéndice 2 n.° 26; y capítulo 3 n. 1 infra. — «control férreo»: Suetonio, Domitianus 8.2 (donde se establece una comparación con lo ocurrido después). — juicio a Prisco: Plinio, E p .2 .11; Syme 1958,70 s. 24. Pli­ nio, Ep. 2.11. 25. Plinio, Ep. 2.11; Juvenal 1.49-59; ver 8.119-20. — colonia·. IR T 412; 353; 284; Guey 1951a, en especial. 202; IR T pág. 81. — «curiae»: Kotula

Referencias y notas

333

1968,83SS.; Torelli 1971. — arco: IR T 353 (no d. C.), también 523 (otro procónsul, probablemente anterior). El arco señala el terminus ante quem: la concesión del rango colonial pudo haberse producido varios años antes. IR T 543 se refiere a la restauración de la «basílica y el foro ulpianos» en la Antigüedad tardía. La cons­ trucción es, probablemente, de ese momento, pero no ha sido localizada.

3. l a v i d a e n l a t r i p o l i t a n i a ver págs. 363-366)

rom ana

(páginas 47-64; para la bibliografía,

i. Severo: apéndice 2 n.° 26. — Pola, Geta: n.“ 10; 20. — Marcelo e hijo: Estacio, Silvas 4pr.; 4.4 (Geta hijo: verso 72. Sobre su abuelo Hosidio Geta: Birley 1981, 222); Syme 1984, I133; 1160; 1269; 1306. Marcelo pudo haber sido procónsul de África (c. 120): id. 1305; 1306; 1313. — Pola: Estacio, Silvas 2.2 y 7; Nisbet 1978, quien identifica convincentemente a la viuda de Estacio, Argentaria Pola, con la esposa de Polio Félix. 2. Servilio Cándido: IR T 357-9; 275. Rogate: Κ Α Ι n.° 178. — Cándido ben Cándido (Q’ndd’ bn Q’ndd’ bn Hn bn ’bdmlqrt)·. IPT 18. — C. Cl. Septimio Áper: IR T 316; Birley 1976; apéndice 2 n.° 16. — Áper, C. Septimio Severo: apéndice 2 n.os 15; 25. 3. apéndice 2, n.os 15; 25. 4. Sue­ tonio: Syme 1984, 1337 ss.; Birley, JR S 1984, 245 s.; 249 s. — Mamertino: ver apéndice 2, n.os 57-9. — C. Septimio Severo: apéndice 2 n.° 25. 5. Frontón: Champlin 1980, passim·, apéndice 2, n.° 52. — Tuticio Próculo: HA Marcus 2.3; Birley 1968, 339 ss. — Apolinar: PIR 1 S 707; Champlin 1980, 18; 36; 48; 50; 54. — Urbico: Birley 1981, 112 ss.; 1987, 275 n. 9; Vidman 1977. — Juliano: Corbier 1982, 719 s. 6. «ya senadores»: Corbier 1982, 721 s.; 727 s.; 729; Di VitaEvrard 1982, 453 ss. — Apuleyo: Hijmans 1987, 412 ss., analiza de nuevo la cronología de su vida y escritos. — «extractos»: Florida-, cita de 8. 7. «Ma­ daura... rango ecuestre»: Apol. 24.1, 7-9; Lassère 252 ss. El padre de Apuleyo fue, probablemente, praefectus en representación de un emperador que era Ilvir (honorario) («loco principis Ilviralem»); ver paralelos en R E 22 (1954) 1318 ss. — Cartago: Florida 18.15, 3^! 20.10. — Atenas: 18.15; 20·4· — Samos: Florida 15. — Hierápolis: De Mundo 17. — Ponciano: Apol. 72.3. 8. Órfitus: Florida 17.4. — Sobre las Metamorfosis·. Walsh 1968; Millar 1981. 9. Apol. 72.1-6. La fecha se deduce de los procónsules Avito y Máximo, n. 12 infra. 10. «su idioma normal era el púnico», etcétera: Apol. 98.8. — «púnico con fluidez»: Epit. de Caes. 20.8 (citado en pág. 63 supra). — «no tardó en sentirse como en casa... 4.000.000 de sestercios»: Apol. 73.1-7. . 11. Apol. 68.2-72.1. 12. «alrededor de un año... la toga viril»: Apol. 7-9. — «estudiar oratoria»: 73.1. — Av.ito: 24.13; IR T

334

Referencias y notas

533-555; Guey 1951b. — «recomendó»: Apol. 94.3. — Pértinax: HA Pert. 1.5; ver Epit. de Caes. 18.4; págs. 101 s supra. 13. «donativos»: Apol. 87.10. — Rufino: 74.3-78.4, etcétera. — carta: citada por entero 83.1; analizada 78.5 ss. — «regresa­ ron... dos meses»: 87.6. 14. matrimonio: 87.10-99.7. — «las propiedades de su difunto marido»: g.3.3-6. — «quince esclavos»: 44.5 ss. — «domicilio urba­ no»: 72.6. — «a unas cien millas»: 44.4-6. Merece la pena preguntarse si el nona­ genario «Q. Apuleus Maxssimus» (sic), «qui et Rideus vocabatur lúzale f. Iurathe n.», cuyos hijos eran Pudente, Severo y Máximo, y su esposa Thanubra, conme­ morado por una lápida funeraria en latín y neopúnico en El-Amrun, podría ser un aparcero de la finca de los Sicinio: tal vez tomó el nombre de Apuleyo al obte­ ner la manumisión — y dio como nombre a uno de sus hijos el de Sicinio Puden­ te— . El-Amrun se halla en la Gefara, a gran distancia de Oea. La inscripción ha sido fechada a finales del siglo 11 o principios del 111 por Brogan 1968, 54 s.; Millar 1968,132; Rôllig 1980, 292; ver, sin embargo, Mattingly 1987, 81. — «una propie­ dad modesta»: Apol. 101.4-5. — Lamia: IR T 930; su verdadera importancia ha sido aclarada por Di Vita-Evrard 1979, 73 ss.; 87 ss. (sobre el tamaño del territorio de Leptis, ver, además, Mattingly 1988). — Cartago: Gascou 1982, 136 ss. — Cir­ ta: Garnsey 1978, 226. 15. Apol. 93.6-94.6. 16. «viaje a casa... su tío»: Apol. 28.8; 96.4-98.4. — Emiliano: Apol. 2.9-12; Vidman 1977. — Pudente: 98.5-8; 99.3-5. 17. «cambio de procónsul»: Thomasson 1984, 382, resume los datos; Máximo es mencionado en XaApol. 1.1-7, y passim, ver n. 23 infra. — los Granio: Apol. 1.5. — «escepticismo»: 1.7. — Pudente, Emiliano: 2.1-3. — Tannonio: 4.2. 18. «nombres... cotejar»: Guey 1954. — «economía agraria»: Pavis d’Escurac 1974. — «multitud »:Apol. 28.3. 19. «poemas »:/l^o/. 6 ss. — «mágicas» 25-65 (pez: 29 ss.; esclavo joven: 42 ss.; tela: 53 ss.; ceremonia nocturna: 57 ss.; imagen: 61 ss.) 20. Quinciano, Craso: Apol. 57-9. — Mercurio: 61-3. 21. carta: 78.5 ss. — «sesenta»: 89.1-7. ¿Confundió la acusación deliberadamente los cónsu­ les del año 116 (Aeliano et Vetere) con los del 96 (Valente et Vetere)? En tal caso, se habrían atribuido a Pudentila poco más de cuarenta años cuando se casó con Apu­ leyo.— Rufino: 74.3-76.6. — «astrólogos»: 97.4. 22. Zarata: Apol. 23.6; 24.10. — «austeridad... zafia»: 10.6. — «largo pasaje»: 16.10-13. — «hace gracia... con una guirnalda»: 56.3-6. — «lucifugus»: 16.13, ver Minucio Félix, Octavius 8.4; 10.i ss.; el paralelismo fue señalado por Griset 1957; Barnes 1971, 27 s., observa que Griset ofrece una datación errónea de Minucio y considera inverosímil la idea de una alusión al cristianismo. — Tiestes: Apol 16.7 (no mencionado por Barnes), ver Frontón, en Minuc. Fel., Octavius 8.3-9.6 (ver 30.2-31.2), interpreta­ do por Champlin 1980, 64SS. 23. Máximo: Apol. 11.5; 25.3; 35.7; 38.1; 41.4; 48.5; 81.2; 91.3. Ver PIR2C 933; Alfôldy 1977, 143. — «Una de sus bazas»: Apol.

Referencias y notas

335

94.6-95.7. — «en Cartago»: Florida 16.1, 25 ss.; Augustin, Ep. 138.19. — los Gra­ mo: Apol. 1.5; IR T 532, 642, 708-9; Guey 1954, 115 ss. — Pudente: IR T 295 (ver págs. 212 s. supra). — «la nodriza de los picapleitos»: Juvenal 7.148. — «defende­ ría también su propia causa»: 2.1-2 (págs. 75 s. supra). 24. «jueces... haza­ ñas»:///! Sev. 1.4. — «lengua púnica»: Epit. de Caes. 20.8. — «recibir una forma­ ción más amplia»: Dion 76.16.1. — «discurso»: HA Sev. 1.5. — Geta: apéndice 2 n.° 21. — Agrícola: Birley 1981, 127 ss. 25. «agitación... guerra»: Birley 1987, 116 ss.; I2X ss. — «para estudiar»: HA Sev. 1.5. 26. Circo: Di VitaEvrard 1965; Humphrey 1985, 25 ss. — «supersticiosos»: ver HA Geta 2.6 («gna­ rus geniturae illius, cuius, ut plerique Afrorum, peritissimus fuit»). — Apuleyo, Apol. 97.4. — «símbolos fálicos»: Vergara Caffarelli 1966, n i . — Serapis: HA Sev. 17.3-4; IR T 3 °9 '12· 27. Estacio, Silvas 4.5.45-6. — Epitome de Caes. 20.8. — Máximo: apéndice i, A.4. 28. «voz... acento»: HA Sev. 18.9. — Apuleyo, Apol. 24.1; Florida 9.7. — «haces»: Augustin, Confess. 1.18. — «1»: Isidoro, Orig. 1.31.8; Pompeyo Mauro, Gramm. Lat. (ed. Keil) 286. — «alargar»: Consencio, Gramm. Lat. 392. — «sonido silbante»: Jerónimo, Ep. 103.5. Según señala Rollig 1980, 295 ss., las tres silbantes, para las que el latín solo tiene la letra «s», aparecen representadas en las inscripciones latino-púnicas por la «s», la sigma y un tercer signo $ (por ejemplo, en IR T 889; 892). El acento es analizado por Monceaux 1894,185 ss.; ver también ahora #Adams 2007,259-270. — Octavila: HA Sev. 15.7; págs. 198 s. supra. 29. Malalas 12, pág. 291. — retrato en color: fig. 16; Neugebauer 1936; ver también McCann 1968, passim, sobre el retrato de Septimio.

4.

l a f r a n ja a n c h a

(páginas 65-77; Para

bibligrafía, ver págs. 367-368)

i. «emperador moribundo»: HA Pius 12.4 ss., Birley 1987, 114. — guerra, id. 121 ss. — parientes: apéndice 2, n.os 15, 25. 2. Vero: Birley 1987, 123 ss. — Prisco: Birley 1981, 123 ss. — Agrícola, Eck 65 ss. — «traslados, promociones»: Birley 1987,122 ss. 3. Marciano: PIR2 J 340; Alfoldy 1977,182; Advento, Agrícola, Prisco, Leliano, Julio Vero: Birley 1981, 129 ss., 127 ss., 123 ss., 273 ss., 118 ss. Casio, Pompeyano: Bowersock, 664, 665. — Claudio Frontón: Halfmann 636. — Marcio Vero: P IR 2 M 348. — Víndex: Birley 1982, 535. — Maximiano: CP n.° 181 bis. 4. «dinastía»: Birley 1987,232 ss. 5. HA Sev. 1.5; apéndice 2 n.° 25. Ver pág. 40,supra. 6. «tribuno»: apéndice 2 n.° 25. — «I Minervia»: ILS 1097-8. 7. «tribunado»: HA Sev. 2.2, Birley 1970, 69. — Geta: apéndice 2 n.° 21. — Pértinax: pág. 65 y n. 5. — «Muro de Adriano»: Breeze-Dobson 125 ss. 8. Birley 1981, 8 ss. 9. Geta: apéndice 2 n.° 21. — «vigintivirato»: Birley

Referencias y notas

336

1981, 4 ss. 10. laticlavii: Talbert, n ss., 513; Chastagnol 112 ss. cree que no accedió al rango senatorial hasta haber sido nombrado cuestor; en mi opinión, fuerza excesivamente HA Sev. 3.1. — Anulino, Cilón: PIR ’ C 1322, F27. — Albi­ no: Birley 1981, 146 ss. — Niger: Dion 74.6.1 (gran parte de su vita en la HA es una falsificación). — Didio: Alfôldy 1982, 354; Corbier 720. 11. «autobio­ grafía», Dion: apéndice 1, A .1-2. — astrologia: Cramer 208 ss.; Rubin 27 ss. 12. HA Sev. 1.6 (ver Agustín, Confesiones 6.3.3, sobre hábitos de lectura), 7-10; Dion 74.3.1.3. 13. Dion 76.16.1; Herodiano 2.9.2; HA Sev. 19.7-10 (que in­ cluye, al menos, algunos datos inventados, así como el error sobre su estatura). — abuelo: pág. 41 supra. — Adriano: HA Had. 3.1; 1.3,2.1; 2-5 con ILS 308 (récord igualado solo más tarde por L. Minicio Natal, aún más joven, ILS 1061; ver Birley 1981, 8 ss.). — Plinio,Ep. 9.23. 2-3.— Frontón, AdM. Caes. 1.10.5, analizado por Champlin 7 s. 14. «salón literario»: Champlin 29 ss. — Sexto: Filóstrato, V. soph. 2.1.9. — Galeno: Sobre el pronóstico 2.24; 5.17 ss. (ed. V. Nutton, Berlín 1979), Bowersock 1969, 662 ss. — «enano»: A. Gelio, Noctes Atticae 19.13; ver Birley 1987, 65 ss., 93 ss. 15. Vero en el este, Birley 1987, 129 s. — Frontón y su familia: Champlin 27 s. Sobre su nieto, ver pág. 150 infra. — Frontón, Deferiis Ais. 3; De bello Parth,Ad Verum Imp. 2.6; HA Verus 7.10,4.6 ss., 6.1-5; Frontón, Ad amicos 1.12. 16. Antonino: Ad amicos 2.6-8; Optato: 1.9; Mamertino: 1.10 y apéndice 2 n.° 57. 17. Plinio, Ep. 5.8.8, ver 1.18.3; Víctor, De Caes. 20.28. La HA Sev. 1.5 dice, efectivamente, que S. fue a Roma «studiorum causa». En esta fase de su vida necesitaba estudiar oratoria. — «defender... una causa»: HA Sev. 2.1-2, págs. 76 s. supra. 18. Birley 1987, 140 ss., 249 ss. 19. Birley 1987, 147 ss. — «tierras italianas»: Plinio, Ep. 6.19.4; HA Marcus 11.8, Talbert 142 (un reflejo del número creciente de senadores no italianos). — Veyes: HA Sev. 4.5, corregido, pág. 316 supra. 20. Geta: IR T 541, apéndice 2 n.° 21. — Apuleyo en Cartago en la década del 160: pág. 60 supra. 21. HA Sev. 2.1-2, Birley 1970, 68; Alfôldy 1977,209 n. 18. 22. Birley 19 81,12 ss.; Talbert 16 ss., 13 1 ss. («seiscientos»), — «sesenta millones»: cualquier cálculo es sumamente conjetu­ ral, ver, por ejemplo, Charles-Picard 45 ss.

5.

a l s e r v ic io d e l e m p e r a d o r

(páginas 79-91; para la bibliografía, ver págs. 367-368)

i. sorteos: Talbert 348 ss. — cuestores: Birley 1981, 12 ss.; Talbert 13 ss., 348 ss. — «13 de abril»: Dion 60.17.3 (ver 60.11.6), y Talbert 497 s. — cónsules: Alfôldy 1977,185;PIR2E 95,ver94,96-7;G 98;I I 189. 2. Birley 1987,155ss. 3. Bir­ ley 1987,160; 247 s.; ver apéndice 2 n.os57-9.— Pértinax: pág. loqsupra. 4. «gla­

Referencias y notas

337

diadores»: HA Marcus 21.8. «juegos»: Talbert 59. — «ofensiva»: Birley 1987,163 ss. 5. invasores: Birley 1987, 164 s., 250 s., — reanudación de la ofensiva: id. 171 ss., 251 s. Geta: apéndice 2 n.° ir , curatores·. Eck 1979, 190 ss., pero en la pág. 238 data el cargo, desconcertantemente, «c. 190» (no hay ambigüedad en el orden pro­ puesto por la obra para el cursus de Geta, IR T 541, entre el cargo de edil y la pretura). 6. doble cuestura: Birley 1981, 282 n. 1 (al que se ha de añadir ILS 1002, 8842), ocho casos más. — Bética, Anulino: Alfôldy 1969, 122 s.; 1985. 7. «13 de abril»: Dion 60.17.3. — muerte de su padre: HA Sev. 2.3-4. — moros: Alfôldy 1985, 100 ss. — Victorino: Alfôldy 1969, 38 ss. — Juliano: CP n.° 180. 8. Cerdeña: HA Sev. 2.4. — «influencia cartaginesa»: una inscripción en Bitia en púnico del reinado de un emperador llamado «M. Aurelius Antoninus», es decir, de algún momento entre el 161 y el 222, Mastino 1985, 71, ver 70 n. 237 (obras públicas realizadas bajo la autoridad de sufetes'). Sobre las relaciones en Africa y Cerdeña en el periodo romano, ver en general Mastino 1985, 27 ss. 9. Tal­ bert 16 ss. — Pértinax: págs. 105 s. supra. 10. HA Sev. 2.5, confirmado, con la identidad del procónsul, por A E 1967. 536 del año 174. — legados: Di VitaEvrard 1985, 155 ss.: el procónsul de África había contado en el pasado con tres legati, pero al retirarle Caligula el control de la legión y de su comandante (págs. 84-89 supra), se quedó con solo dos. — arco de Oea: IR T 232. — Apuleyo, Florida 17. 11. el arco: Di Vita-Evrard 1963. — Tubúrsico: ILAlg. I 1283, corregida por Di Vita-Evrard. — Agueneb: CIL VIII 21567, dedicatoria realiza­ da por un centurión de la III Augusta tras una expedición concluida con éxito, 12. HA Sev. 2.6. 13. HA Sev. 2.8, Alfôldy 1985,103. Ver pág. 2 18 supra. ver Dion 76.11.1. 14. apéndice 2 n.° 56 15. HA Sev. 3.1, Birley 1970, 70 s. — «anécdota sospechosa»: HA Sev. 8.1, su supuesto matrimonio en el año 193 es una invención: Hasebroek 49 16. Talbert 185 ss., etcétera. — Plinio, Ep. 1.23. 17. Birley 1987, 184 ss. — «destacamentos»: A E 1920. 45. 18. Birley 1987, 188, 253 s. 19. Pértinax: pág. 107 supra. — Geta: IR T 541. — Victorino: Alfôldy 1969, 38 ss. — pariente: apéndice 2 n.° 25. 20. HA Sev. 3. — Cómodo: Birley 1987, 197. 21. Talbert 185 ss., et­ cétera. — «supervisaba»: HA Marcus 24.2, ver 12.3-4. 22, 1971. 534, Banasa. 23. juegos: Talbert 59 s. — gladiadores: Hesperia 24 (1955) 320 ss., Bir­ ley 1987,200 s. — Hispania: HA Sev. 3.4, Alfôldy 1969, 88 s. 24. HA Sev. 4.4; Had. 12.3. Muerte de Marco: Birley 1987, 209 s. 25. Amiano 31.5.14.

Referencias y notas

33§

6. u n c é s a r n a c i d o ver págs. 261-263)

pa r a la pu r p u r a

(páginas 93-99; Para Ia bibliografía,

i. «nobilissimus»: ILS 397, ver Herodiano 1.5.5-6. El extenso estudio de Grosso sigue siendo esencial para Cómodo. 2. Dion 71.33.42 cree la historia del en­ venenamiento. 3. «cinco hermanas»: Birley 1987, 247 s. — Pompeyano: PIR2 C 973. — Presente: B 165. — Polión: ILS 1112 . — Victorino: Alfoldy 1969, 38 ss. — esperanzas de Marco: Grosso 95 ss., donde da, quizá, un valor excesivo a Herodiano 1.4-5. 4· 57. 6 l>62 s., 68, 74, 76, 81, 82 s., 84, 85, 101, 168 ss., 198, 205, 207, 212, 217, 218, 220-228, 234, 235, 236, 240, 254, 258,270,289,299,305-318,323,356 nn. 10, ii Libano, monte, 109 Libia, libios, 18, 20, 30, 33, 41, 63, 73, 86, 204, 212, 223, 225,306 Libiofenicios, 10, 20, 73 Libysa, 212 Licia-Panfilia, 48, 223,315 Liguria, 22,101, 115 Lindo, (Lincoln) 277 Lipari, 239 Londinio (Londres), 277 Longforgan, 265 Lugdunense, 118, 119,120,189,277 Lugduno (Lyón), 118, 119, 173, 185, 186, 187, 190; batalla de, 188, 190, 251,257, 288,352 η. 13,353 η. 4 Luguvalio (Carlisle), 269, 269 Lusitania, 121 Macas, 20, 225, 226,306 Macedonia, m Mactaris, 213

4i 6 Madaura, 50 Maglona (Old Carlisle), 269 Magreb, 20, 4 Maguncia, ver Mogunciaco Mancha, canal de la, 118 ,18 7,18 8 Marmara, mar de, 167 Marsyas, río, 109 Massilia (Marsella), 19 Massyas, 109 Mauritania, 24,34, 83, 238, 278, 285 Cesariense, 220, 252 Tingitana, 89, 220 Meatas, 190, 251, 260, 270 Mediterráneo, 19,4, 73, 202, 224 Medos, Media, 112 ,113 ,17 6 ,3 2 2 Meliten,e 178 Menfis, 207 s. Meninx (Yerba), 20 Meris, lago, 207 Mesfe (Medina Doga), 32, 226 Mesia 166,168,183, 257 Inferior, 88, 106, 121, 130, 131, 150, 151,16 6 ,18 5, 213,256,313 Superior, 88, 104, 106, 150, 183, 213,

257 Mesopotamia, 75, 109, 110, 174, 175, 176, 179, 190, 197, 197, 199, 201, 230, 252, 254, 258, 282, 285 Milán, 70 s., 99 Miseno, 152 Mizda, 226 Mogunciaco (Maguncia), 120,185 Montaña Negra, 30, 225 Moravia, 75 Moray Firth, 264 Moros, 83, 89, 200, 219, 269, 278, 279 Muluya, río, 220 Muro Antonino, 251, 253, 260

Indice toponímico y gentilicio Muro de Adriano, 10,68,103,190,250, 251 s., 253, 264, 266, 269, 273, 275 Musulamii, 32 ,13 Myos Hormos, 208 Naiso, 166 Narbonense, 120 Nasamones, 20, 32, 39, 41, 226 Negro, mar, 177 Nemauso (Nîmes), 67, 290 Nemrud Dag, 178 Neopúnico, 23, 31,32, 35 s., 38 Nervianos, 250 Nicea, 167,168,183,199, 210, 2 11, 294 Nicomedia, 167, 170, 2 11, 280, 294 Nilo, río, 208 Nísibis, no, 173,175,177,19 5,19 7,19 9 Nórico, 10 5 ,14 9 ,15 1,, ι8 6 ,189, 244 Numidia, 21, 23, 24, 25, 33, 34, 41, 48, 49, 63, 66, 68, 81, 85, 121, 129, 148, 151, 156, 160, 166, 190, 199, 209, 213, 214, 218, 219, 252, 258, 278, 283,285,322,360 η. 2ΐ Ochil Hills, 264 Oea (Trípoli), 17, 18, 27, 32, 13, 36 s.,

5°> 5I"55>57>6o>84> Il6 >207- 2I2> 220,306,314 Olba, 112,324 Orontes, río, 8 0 ,10 9 ,113 ,115 Osroene, 109, no, 174, 176, 200, 201, 230, 276, 350 n. 18 Ostia, 14 5,16 2,191 Palestina, 66,170, 200, 202 Palmira, n i , 113 ,17 2 ,19 7 , 202 s., 219,

254 Panonia, 66, 75, 81, 105, 117, 151, 166,

índice toponímico y gentilicio 167, 178, 183, 186, 188, 190, 190; 277, 281 Inferior, 104, 130, 150, 180, 2x3, 251, 258,312 Superior, 104, 130, 150, 151, 186, 195, 213, 258, 258, 294 Partía, 65, n i , 115, 127, 132, 171, 174, 175, 176,178, 201, 230, 230, 258 guerras párticas, 65 ss., 75, 87, 102, n i , 112, 121, 162, 190, 195 s., 197, 200, 202, 209, 2 11, 213,214, 219, 222, 230,232,252, 258,275, 278, 282, 297 Pelusio, 204 Peninos, 103, 251, 252, 253, 276 Pentland Hills, 264 Pérgamo, 73, 209 Perinto, 160,166,167,170,179 Persia, 177, 282 s. Pérsico, golfo, 197, 201, 205 Pictos, 271,361 η. 28 Pizos, 212 Po, río, 81 Pons Aelius (Newcastle), 261 Ponto, 112 Praeneste, 132, 315 Primis (Qasr Ibrim), 208 Prusias ad Hypium, 170 Púnico, 10 ,18 ,20,23,32,33,36,37,38, 4°, 41,42,45, 47,51, 61, 73, 86,120, 170, 199, 225, 305, 306, 335 η. 28,

337 η· 8 Qasr al Azraq, 201 Qasr Ibrim, 208 Rafaneas, 109, 113, 200, 279 Ravena, 82,152

Recia, 105,149,151,186,201,256,275,320 Resaina, 199 Rin, río, 75, 8 1,117 ,13 0 ,14 3 ,15 1, 159, 187,188, 253, 256, 282 Ródano, río, 119, 188 Rojo, mar, 205, 208 Roma: arco de Augusto, 229 arco de los argentarii 240 arco de Severo, 229 s., 353 n. 8 Ateneo, 146,153 Aventino, 233 Campo de Marte, 51,159 , 233 Capitolio, 14 1,15 8 ,19 1, 233,234 casa Vectiliana, 135 Celio, 135 Circo Máximo, 123, 135, 149, 180, 215, 237, 240 Coliseo, 39,135 columna Aureliana, 106, 176 Comicio, 229 comitia, 143 curia, 139,147,158,229, 238 domus Cilonis, 230 foro Boario, 240 foro de Augusto, 181 foro de Trajano, 80 Foro, 143, 148, 159, 214, 230, 237, 240, 243, 353 n. 8 Mausoleo de Adriano, 140 Palacio, 71. 73, 119, 133, 135, 141, 142,146,156, 158,191, 214, 240 Palatino, 158, 232, 233, 234, 240 Panteón, 240 Rostra, 159, 229 Septizodio, 240 templo de Apolo Palatino, 232, 233 templo de Júpiter, 191

4i 8 templo de la Concordia, 139, 229,

344 n· 1 templo de la Paz, 133,163, 240 templo de Roma y Venus, 119 templo de Vesta, 133 vía Sacra, 133, 143 y passim Rusicade, 161, 214 Sabrata, 18, 32, 36, 50, 54 s., 56, 58, 60, 220,346 η. 2Ó Sáhara, 20,30,39, 201, 219, 224, 225 Salonas, 82,320 Samaritanos, 202 Samos, 50 Samosata, 48,109,178, 200, 201 Sármatas 187 Sava, río, 166 Savaria, 346 n. 21 Saxa Rubra, 165 Seleucia del Tigris, 75,197 Sepino, 309, 323 Si Aioun, 224 Sicca, 49, 257 Sicilia, 19 ,12 0 ,12 2 ,12 4 Sidón, 18, 2 2 ,4 1,10 1 ,1 13 ,11 5 , 270 Simitthu, 148 Singara, 199 Singiduno (Belgrado), 166,184 Sirhan, Uadi, 201 Siria, sirios, 18,48,65,66,80, 87,90,94, 99 s., iox, 103, I06) 109-116, 119 s., 132, 149, 161, 170, 172, 173 s., 180, 219 s., 224 s., 226,252,259,277,283,

3I 5>3I 9, 32I, 321 Celesiria, 173, 200, 202, 252, 257, 279>283>285 Siria Fenicia, 173, 200, 202

Indice toponímico y gentilicio Sirmio, 104 Sírtica, 18, 20, 40, 41, 51, 76,175, 314 Sofeggin, Uadi, 226 Sofene, 112 ,113 ,3 2 1 Solway Firth, 269 Stainmore, 251 Tacape, 32, 220 Tarraco (Tarragona), 90,143,198 Tarraconense, 83,90,143,185,187,189 Tauro, cordillera del, 170 Tay, río, 10,264,265 Taza, brecha de, 220 Teate Marrucinorum, 40 Tebas (en Egipto), 207 Tenas, 129 Tera, 18,19 Tergeste, 151,346 n 24 Terracina, 139,344. n. 1 Teveste, 220 Thelepte, 220 Thenadassa, 54, 225 Thibilis, 66 Thignica, 218 Thubursicu, 49, 85,315 Thugga, 218 s., 297,331 n. 13 Tiana, 210, 238,246 Tiber, río, 123, 233 Tibúrsico Bure, 218 Tiddis, 51 Tierras Altas (Highlands) escocesas, 265 Tigris, río, 75, 112, 173, 176, 196, 197, 199, 203, 253 Tillibari, 224 Tinurcio, 188, 352 n. 13,353 n. 4 Tiro, 18, 2 2 ,3 9 ,10 1,113 ,115 ,116 ,17 0 , 173, 200, 222, 222, 241, 270

419

índice toponímico y gentilicio Tisavar, 224 Tracia, 61, 151, 160,166,170,179, 185, 212 s., 251,323 s. Tréveris, 143, 185 Trimoncio (Newstead), 263, 263 Trípoli (en Siria), 11 3 ,1 16 Tripolitania, 10,12,17,2,20,24,27,32, 33>39. 4 1 » 47' 64. 73. I i r > IÓ2>τ75> 207, 2I2>2I7> 2I9> 222>223> 224 ss·. 229, 285,332 n. 21 Troya, 133, 271 Tuaregs, 3o Tule, 254 Túnez, 21 Tungrios, 103,146 s., 270 Turin, 37 Tyne, río, 253, 261, 265, 270 Ucubi,290 Ugarit, 18 Ulcisia Castra, 180 Utica, 21, 24, 218, 222 Uzappa, 213 Vaga, 147 Vándalos, 20 Vangiones, 250 Verbeia (Ilkley), 251 Verona, 235 Verteras (Brough), 251 Vesuvio, monte, 237

Veyes, 76,130, 315 ,316 ,332 η. 2ο Vezereos, 224 Via Apia, 123,195, 240 Vía Casia, 40, 76,316,332 η. 20 Vía Clodia, 76 Vía Egnacia, 165 Vía Emilia, 104 s. Vía Flaminia, 81,165 Vía Latina, 40 Vía Salaria, 40 Victoria (Inchtuthil), 264 Viminacio, 184, 313 Vindobona (Viena), 66 Vindolanda, 253, 269 Volubilis, 220 Wensleydale, 250 Yawf, 201 Yébel Msellata, 18, 54,331 n. 17 Yébel Sinjar, 199 Yébel Tarhuna, 54 Yébel, 20,23,27,32,34,37,54,224,225 Yorkshire Dales, 251 Zarata, 59 Zattara, 360 n. 21 Zegrenses, 89 Zem-Zem, Wadi, 225 Zeugma, 109, n i , 174, 200, 201 Zliten, 39

3 . R E L IG IO S O

Apis, 207 Apolo, 232, 233, 234 Astarot, 22, 270 Astarté, 22 Astrologia, 71, 85, 114, 119, 124, 166, 198, 241, 288,319 Augures, 88,153 Augurios, oráculos, sueños, 70 s., 114,119, 122,132,135,143-144,148,166 s., 176, 181, 187, 189, 201, 207, 211, 212, 229, 232,237,243 s., 245,267 ss., 294 s. Baal, 31, 115 Baal Hammón, 23, 170 Baco, 23, 224, 234 Belona, 269 s. Caldeos, 59, 62 Ceres, 269 Cibeles, 205 Cristianos, cristianismo, 59 s., 129,158, 202, 227, 245, 262,350 η. 2Ó Culto imperial, 27, 31, 32, 33, 34, 89, 212, 222, 224, 270 Cupido, 48 Deificación, apoteosis, 80,160,191, 274 Deméter, 116

Di Augusti, 34 di auspices, 168 Di patrii, 224, 234 Diana, 233,234 Dioniso, 23 Diosa Siriaca, 269 Elagábalo, 113 s., 279 s., 320, 321 Fetiales, 88,130 s. Flamen Helvianus, 160 Genio de Gholaia, 225 Heracles, 23 Hércules, 23, 41, 62, 129, 132,134, 135, 140, 168, 224, 234 Hermes Trismegisto, 207 Isis, 51, 129, 231 Judaismo, 112, 202 Juegos Seculares, 231 ss., 247 Juno Celeste, 23, 269, 280 Júpiter, 168, 186, 191, 240 Júpiter Doliqueno, 227, 233 Júpiter Optimo Máximo, 104, 233 Júpiter Vengador, 146

Indice religioso

422 Liber Pater, 23, 62, 168, 224, 234, 290 ludi Ceriales, 124 Luna, diosa, 240 Magia, 56 s., 203, 208, 243, 346 η. 26 Magna Mater, 38, 269 Marte, 186, 240 Marte Pacificador, 168 Marte Protector, 104 Melqart, 23, 31, 62, 224, 270,306 Mercurio, 58, 207, 240 Milagro de la lluvia, 105 s. Milk’ashtart, 22, 31, 290 Minerva Pacificadora, 186 Misterios Eleusinos, 1x6 Mitra, 129 Moerae (Moiras, Parcas), 233

Roma, 168,180 Roma y Augusto, 31, 32, 33 Roma y Venus, 119 Saeculumfrugiferum, 160,168 Saturno, 23, 240 Sellisternia, 233 Septemviri, 88 Serapis, 62, 129, 203, 206, 231, 260, 290 Shadrapa, 23, 62, 224, 290 Sodales Antoniniani, 160 Sodales Hadrianales, 140 Sol, dios, 113, 135, 199, 205, 240, 279 Sollemne sacrum, 208 Sueños, ver Augurios Tanit, 269,280 Tot, 207, 207

Paladio, 133 Paz, 168, 186, 269 Pontifex Maximus, 89, 140 Pontifices, 88,140

Venus, 119 Venus Genetrix, Victrix, 160 Vesta, 133 Victoria, 252, 257, 263, 268, 280 Victoria Brigantia, 252 Vírgenes vestales, 133,153, 233, 242 Vulcano, 269

Quindecimviri sacris faciundis, 88, 231 ss., 255

Zeus, 178 Zeus Belos, 115, 201

Oráculos sibilinos, 231 Osor-Hapi, 207

4. G E N E R A L

Ab epistulis, 49,99,103,206,256,348 η. 39 Acento africano, 40, 64, 72, 335 η. 28 Acuñación, ver Monedas Alae: II Asturum, 252 Petriana, 269 Alimenta, 104 s., 123 Annona, 123,145,168, 223

Comites Augusti, 256, 259, 273,317 Cónsules, consulado, 17, 22, 41, 43, 48, 65, 68, 74, 79, 101, 107, 112, 122, 135, 140, 141, 144, 148, 153, 161, 184, 201, 208 s., 217, 224, 230, 232, 236, 242, 258, 294, 296, 308, 313, 320,322, 334 n. 21,359 n· 2 Cuestores, 67, 72, 76, 77, 79, 80, 81 s., 90, 220, 309

Cohortes: arqueros sirios, 224 s. de dacios, 250 de galos, 102 de lígures, 22 I de hamios, 269 I de sirios, 180 I de tracios, 250, 251 I de vangiones, 250 s. II de hamios, 224 VI de nervianos, 250 IX de moros, 200 X X de palmirenos, 202 Cohortes urbanas, 118, 124, 148, 157, 274, 284 Coloniae, colonización, 17, 18 s., 24 s.,

Decemviri stlitibus indicandis, 61,69 Duoviri, 45, 4 7 ,112 ,3 14 s.

27> 4 1. 45> 47» 49. 67> τ3 2 > 200> 2 I 7>

218, 219, 277

Ecuestre, clase, 40, 43, 49, 51, 102, 104 s., 144, 15 1, 159, 161, 162, 166, 176, 184, 192, 199, 201, 214, 235, 251, 252, 278, 283 s., 3 13 ,3 18 , 320, 324

Ediles, (locales) 37; (Roma) 81, 83 Epitome de Caesaribus, 63, 298 Equites singulares Augusti, 146,192,228 Familia Caesaris, 163, 256 Ghibli, 10, 20, 227 Grammatici, 49, 53, 102 Guardia pretoriana, 122,136, 141 s., 145 ss., 148 s., 152,156,158,161,187,188,

índice general 195,199, 226, 256, 274, 279, 281, 283, 287 Historia Augusta {HA), 10, 94 s., 98, 115, 116, 120, 128, 129, 131, 132, 14 0 ,14 2,14 6 ,171, 178, 214, 296 ss. sobre Septimio, 10, 17, 39, 48, 61, 63, 68, 69, 70 s., 76 s., 79, 85 s., 89, 90, 109, 115, 119, 120, 124, 135 s., 150, 157, 162, 166-167, 176, 183, 184, 186, 189, 192, 198 S . , 2 0 2 , 207, 214, 228, 229, 236, 241, 266, 266 s., 269, 272, 276, 280, 288, 294 ss., 296 ss., 307,

312>3r3 s· Iuridici, 74, 90 Ius Italicum, 173, 217, 218, 222 Ius Latii, 37

VI Victrix, 104, 251, 260, 263, 265, 277, 360 n. 21 VII Claudia, 184 VII Gemina, 83, 187, 189 IX Hispana, 33 X Gemina, 66, 178 XIII Gemina, 173 XIV Gemina, 150 XVI Flavia, 4 8 ,10 9 ,116 ,17 3 ,315 XXII Primigenia, 120,185,190 X X X Ulpia, 68 Mahazim, 36,38 Monedas, 22, 27, 129, 142, 145, 160 s., 168 ss., 171, 172, 176,192, 215, 257, 261, 263, 264, 277, 289, 299, 342 n.

4>344 n· 7>348 η· 35>351 n- 8 Municipia, 37, 45, 218, 218, 260, 277

Olivos, aceite de oliva, 23, 36, 40, 54 s., Legiones: 114, 189, 222, 225, 226, 331 η. 19 I Adiutrix, 105,106, 150, 257, 312 I Italica, 88, 167 Patricios, 51, 69, 79 I Minervia, 68, 257, 312 Peste, 75, 128 Prefectos de la Urbe, 37, 40, 49, 55, 80, I Parthica, 162, 199 94, 107, 122, 123, 132, 135, 144,147, II Adiutrix, 66 II Augusta, 61,68,104,252,256,265 161, 184, 195, 209, 274 II Parthica, 162, 195, 279 s. 284 Prefectos del pretorio, 48, 74, 98, 106, III Augusta, 24,30,32,34,36,39,151, 118,120 ,122,123,124 ,127,128 ,134 , 156,162,213,218,224,224,226 *44> r45- J 47> I 52> l 56 s-> ! 58> l6 l> III Gallica, 109, 113, 173, 200, 219, 192,195,205,206,210,214,223,224, 279 226, 235, 237 s., 241, 256, 266, 273, III Parthica, 162,199 274, 276, 277, 280, 281, 283, 324 IV Flavia, 184,320 Pretores, 77, 88 s., 105, 142 s. IV Scythica, 94, 109, 110, 173, 174, 200 Quattuorviri, 38 V Macedonica, 312 VI Ferrata, 66,170, 349 n. 12 Ratio privata, ι6 ι, 192, 222

índice general Tribunos de la plebe, 77, 83 s., 85 s. Senado, senadores, 17, 39, 43, 44, 49, 50, 61, 67 ss., 72 s., 75, 77, 79, 83, 90, Tribunos militares, 61, 67 s., 72, 104, 94, 98, 105, 106, 116, 128, 134, 140 T3T>3Σ5 Triumviri, 69 ss., 144, 145, 148 s., 152, 156, 158, 159, 161, 166, 175, 177, 180, 190, Triunfos, 30, 74»75>88>Φ s-> Ι 75>2 Ι 4> 191, 198, 201, 209, 230 s., 239 s., 242 229 s., 244 s., 274, 284, 288, 320, 322 Sofistas, χιό, 116,206s., 210,223,246,299 Vigiles, 146, ΐ 57>184,284,347 η· 3° Sufetes, 23, 30, 35, 38, 45, 309, 314

ESTA E D IC IÓ N DE

Septimio Severo D E A N T H O N Y R . B IR L E Y SE H A T E R M IN A D O D E I M P R I M I R A F IN A L E S DE M A Y O DE 2 0 1 2

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