Anthony R. Birley - Marco Aurelio. Una biografía

November 27, 2017 | Author: quandoegoteascipiam | Category: Augustus, Roman Empire, Vespasian, Claudius, Nero
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TRADUCCIÓN DE JOSE LUIS GIL ARISTU MARCO AURELIO el emperador filósofo que dirigió el Imperio Romano entre los años 161...

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M A R C O AURELIO La biografía definitiva

CREDOS

η emperador humano y justo

BIBLIO T EC A DE LA NUEVA CULTURA Serie MUNDO ANTIGUO

M ARCO

A U R E LIO

el emperador filósofo que

dirigió el Imperio Romano entre los años 161 y 180 d.C., es uno de los personajes mejor documen­ tados de la Antigüedad. Incluso su rostro fue más que cotidianamente familiar: el sistema monetario imperial exhibió su retrato durante 40 años, desde el lampiño y joven heredero de Antonino, hasta el dirigente hastiado de la guerra y con barba pobla­ da del final de su vida, con más de cincuenta años.

Su correspondencia con su tutor Frontón, y más aún el cuaderno de notas privado que lo acom ­ pañó sus últimos diez años, las M editaciones , nos proporcionan una serie única de instantes vi­ vidos y reveladores que iluminan el carácter y las preocupaciones de este emperador, que ocupó gran parte de su vida en los terribles enfrenta­ mientos contra las tribus del norte. En este estu­ dio académico y accesible, Anthony Birley traza el retrato de un emperador humano y justo, imbui­ do en las virtudes paganas del mundo romano.

D is e ñ o de la c u b ie rta : L uz de la M o r a Im a g e n de la c u b ie rta : © G e tty Images. K l tr iu n fo d e M a r c o A u r e lio ( ¡ 2 1 - 1 8 0 d .C .), G ia n d o m e n ic o T ie p o lo ( 1 7 2 7 -1 8 0 4 ) G a lle r ia S a b a u d a , Turin, Ita lia

(1937) ha sitio profesor de Historia Antigua cn ia Universidad de M anch es­ ter (1974-1990) y en ia Universidad de Düssel­ dorf (1990-2002) y profesor visitante en la Uni­ versidad de Newcastle. Es autor de numerosos libros, entre los que se incluyen acreditadas bio­ grafías de los emperadores Adriano y Septimio Severo.

Del A driano escribió Carlos García

Cual: "Aquí se registran todos los hechos y tr a ­ zos de la personalidad de Adriano con gran prccisión y puntualidad. Birley es un reconocido dis-

)

cípülo del gran Ronald Syme, y ya había escrito

Î

dos espléndidas biografías de emperadores im­ portantes: de Marco Aurelio y Septimio Severo».

AN TH O N Y R. BIRLEY ;

Marco Aurelio Una biografía

T R A D U C C IÓ N D E JO S E L U IS G IL A R IS T U

h EDITORIAL GREDOS, S. A. M A D R ID

Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual.

í Título original: Marcus Aurelius © 2000 Anthony R. Birley © de la traducción: José Luis G il Aristu, 2009. © E D IT O R IA L CRED OS, S. A ., 2009.

López de Hoyos, 14 1, 28002 Madrid. www.rbaIibros.com V ÍC T O R IG U A L · F O T O C O M P O S IC IO N T O P P R I N T E R P L U S · I M P R E S IÓ N D E P Ó S IT O is b n

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-43.372-2009

978-84-249-3612-9.

Impreso en España. Printed in Spain. Reservados todos los derechos. Prohibido cualquier tipo de copia.

C O N T E N ID O

Lista de las ilustraciones, 9 Prólogo, i i 1. LA ÉPOCA DE LOS ANTONINOS, I 5

2 . FAMILIA Y PRIMEROS AÑOS, 39 3. AURELIO CÉSAR, 73 4. LA EDUCACIÓN DEL LEGITIMO HEREDERO, 95 5. EL PRÍNCIPE ESTOICO, 1 2 5 6. LOS PRIMEROS AÑOS COMO EMPERADOR, 16 5 7. TRIUNFO Y CRISIS, 201 8. LAS GUERRAS DEL NORTE, 2 29 9. LOS ÚLTIMOS AÑOS, 26 3

10 . SOLILOQUIOS DE MARCO, 3 1 7 1 1 . EPÍLOGO, 3 3 9 A P É N D IC E S

1. FUENTES, 3 4 3

2 . LA DINASTÍA ANTONINA, 3 3 5 3 . LAS GUERRAS MARCOMÁNICAS, 3 5 7 4. EL CRISTIANISMO, 3 6 7 5. LAS ILUSTRACIONES, 3 8 1

Citas y notas, 3 8 5 Abreviaturas y bibliografía, 4 1 1 índice, 4 2 1

7

L IS T A D E LAS IL U S T R A C IO N E S

M APAS

El Imperio Romano durante el reinado de Marco Aurelio Las provincias orientales y Partía Fronteras septentrionales de Roma

24-25 I 77

240-241

{entre las páginas 1Ç2-193)

F O T O G R A F ÍA S

Monedas 1. 2. 3-4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11-12 . 13-14. 15. 16-17. 18.

Adriano. Sestercio, 134-138 Sabina. Sestercio, 126-136 Elio César. Sestercio, 137 Antonino Pío. Medallón, 145-161 Faustina I. Dupondio, 141 Marco, a los diecisiete años. Sestercio, 139 Marco, a los veintiséis años. Sestercio, 147 Faustina II. Áureo, probablemente de finales del 147 Marco, a los treinta y siete años. Medallón, 159 Faustina tras el nacimiento de su segunda pareja de gemelos. Sestercio, 161-162 Lucio Vero. Sestercio, 162 Lucila. Medallón, posiblemente c. 168 Marco, a los cuarenta y ocho años. Medallón, 170 Marco, a los cincuenta y seis años; Cómodo, a los dieciséis. Medallón, 178 9

Lista de las ilustraciones

10

19. 20. 21. 22. 23.

Crispina, esposa de Cómodo. Sestercio, probablemente c. 180-182 Cómodo, a los treinta años. Medallón, 192 Pértinax. Sestercio, 193 Caracalla. Medallón, 213 Estatua ecuestre de Marco Aurelio en bronce, Roma (véase apéndice, pág. 381)

Columna Aureliana 24. El dios fluvial Danubio invita al ejército a invadir el territorio enemigo 25. Milagro del Rayo 26. Milagro de la Lluvia 27. Bárbaros conducidos ante Marco 28. Marco llega a un acuerdo con un jefe germano 29. Valaón, jefe de los naristas, es muerto por Valerio Maximiano 30. Un jefe germano suplica perdón 31. Soldados con cabezas cortadas 32. Marco ofrece una libación sobre un altar llameante 33. Marco encabeza el paso de su ejército por un puente de pontones 34. Marco con Pértinax y Pompeyano 35. Marco con Pértinax y Cómodo 36. Mujeres bárbaras cautivas 37. Marco en marcha con legionarios y miembros de su guardia 38. Parte superior de la columna Aureliana

PRÓLOGO

Marco Aurelio es una de las personas mejor documentadas de la Antigüe­ dad. Hasta su rostro llegó a ser más conocido de lo habitual: las acuñacio­ nes imperiales lo mostraron durante un periodo superior a cuarenta años y retrataron desde el joven heredero de Antonino, de mejillas afeitadas, has­ ta el barbado soberano fallecido en su puesto al final de la cincuentena. Para su infancia y su primera juventud dependemos en gran parte de anéc­ dotas y reconstrucciones. Luego, en la correspondencia de su tutor Fron­ tón, que abarcó casi tres décadas, contamos con una serie de visiones vivi­ das y reveladoras de la vida familiar y las preocupaciones de Marco y la corte. Pero lo que ha hecho de Marco Aurelio un nombre familiar fue el cuaderno personal de notas escritas por él durante sus últimos diez años, las Meditaciones. El «filósofo revestido de púrpura» no ha dejado nunca de contar con admiradores, tanto antiguos como modernos. Es difícil hallarle algún crítico — a pesar de que el autor de la Historia Augusta consiguió in­ ventar uno notable en su vida ficticia de Avidio Casio— . Gibbon (en 1783) rindió un respetuoso tributo a un hombre «severo consigo mismo, indul­ gente con la imperfección de los demás, justo y benefactor con toda la hu­ manidad». Ochenta años después, Matthew Arnold — inspirado por la lectura de una nueva traducción inglesa de las Meditaciones— se mostró incontenible: «El conocimiento de un hombre como Marco Aurelio cons­ tituye un beneficio imperecedero». Marco fue, quizá, el personaje más hermoso de la historia... Aparte de él, la historia nos presenta a uno o dos soberanos más eminentes por su bondad, como san Luis o Alfredo. Pero para nosotros, personas de hoy, Marco Aurelio posee sobre ambos el interés muy superior de haber vivido y actuado en un tipo de socie-

II

Prólogo

12

dad que era moderna por sus características esenciales, en una época similar a la nuestra, en un espléndido centro de la civilización... Con su tono emotivo... el discurso moral de M arco Aurelio adquiere un carácter especial... [sus] sen­ tencias llegan al alma... lo que hace de él un moralista tan espléndido es esa mezcla misma de dulzura y dignidad que le permite aportar, incluso a su con­ templación de la naturaleza, una delicada penetración, una ternura com­ prensiva digna de W ordsworth.

Walter Pater convirtió al héroe de su «novela» Mario el Epicúreo (1885) — que acabó siendo secretario del emperador— en un pretexto al que adosar un conjunto de complejos ensayos sobre la Roma de los Antoninos, en la que el sereno Aurelio figura de forma destacada. Para enton­ ces, Ernest Renan había dedicado a Marco — «y a la conclusión del mun­ do antiguo»— el octavo y último volumen de su Histoire des Origines du Christianisme [.Historia de los orígenes del cristianismo]. En sus páginas, el cristianismo es objeto de mucha más atención que el emperador, y Renan se las vio y deseó para defender la reputación de la bella y fértil Faustina y analizar la paradoja que representó Cómodo, el degenerado herede­ ro de Marco. Gibbon no pudo servirse de las cartas de Frontón; Arnold sólo se interesó por las Meditaciones. Pero Gibbon, Pater y Renan se tra­ garon por igual — desgraciadamente— todas las partes inventadas de la Historia Augusta. Hermann Dessau inició en 1889 la labor de desenmas­ carar al autor de esta curiosa obra, y aún prosigue la tarea de descon­ taminación de aquella fuente — ciertos contenidos espurios, sobre todo de las vidas de Elio y Avidio Casio, siguen infectando algunos trabajos serios. Mi acercamiento personal a Marco comenzó con las guerras marcomanas bajo la guía de sir Ronald Syme, cuyo primer consejo fue que leye­ ra el fundamental estudio de Dessau sobre la //(istoria) y4(ugusta). Aun­ que Marco pudo resultar moderno a alguien que vivía a mediados de la época victoriana, es posible que ahora lo parezca menos. En cualquier caso, las guerras :—que fueron el catalizador de las Meditaciones— hicie­ ron añicos aquella tranquilidad fascinada, dorada y civilizada del tiempo de los Antoninos. Las invasiones de Italia y Grecia por «bárbaros» del norte marcaron el final de una era: podría decirse que las guerras libradas

Prólogo

!3

por Marco en Europa central recuerdan la de 1914-1918. Y fueran cuales fuesen las intenciones de los artistas que representaron las campañas en la columna Aureliana, el horror y el patetismo que suscitan armonizan con el estado de ánimo de las Meditaciones, que contienen escasas menciones a la guerra. Hace veinte años publiqué por primera vez un libro sobre Marco (Marcus Aurelius, Eyre & Spottiswoode, Londres; Little Brown, Boston, 1966), descatalogado ahora desde hace tiempo. Los lectores querrán conocer la relación que guarda con la presente obra. He mantenido la estructura y gran parte del texto. Los apéndices, notas, bibliografía e ilustraciones son completamente nuevos; se han corregido y ampliado partes considerables de todos los capítulos. He sacado un gran partido a varios trabajos ajenos (registrados en la Notas y en el Apéndice 1). La compleja red de vínculos familiares que formaba la dinastía Antonina se entiende ahora mucho me­ jor (aunque todavía queda campo para el debate); y el orden de nacimiento de los numerosos hijos de Marco y Faustina — catorce, por lo menos— se conoce también más hoy en día (estos detalles se compendian en el Apén­ dice 2 y en los seis gráficos genealógicos). He tenido en cuenta investiga­ ciones recientes sobre el renacimiento intelectual griego, sobre Frontón y sobre los cristianos, que comenzaron a salir a la luz por aquellas fechas (Apéndice 4). También han aparecido algunos datos epigráficos nuevos y oportunos acerca de las guerras (Apéndice 3). Pero debo recalcar que mi li­ bro es una biografía y no una obra sobre «la vida y la época». He conside­ rado mi trabajo como la mera tarea de narrar la vida de Marco con la ma­ yor exactitud posible, situando al emperador en su contexto y dejándole hablar por sí mismo — en especial en el capítulo 10— . Me daré por con­ tento si ello ayuda a los lectores de las Meditaciones a entender mejor a su autor. Nadie puede escribir un libro como éste sin contraer un cúmulo de deudas. Espero que todo cuanto debo a trabajos publicados quede adecua­ damente registrado en las notas y la bibliografía; pero me gustaría rendir un homenaje especial a C. R. Haines y A. S. L. Farquharson. Cuatro de las personas cuya ayuda reconocí agradecido hace veinte años, Donald Dud­ ley, John Morris, Hans-Georg Pflaum y Erich Swoboda, se han ido ya de esta vida pero no han caído en el olvido. Aún siguen beneficiándome el

Prólogo

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consejo y el estímulo de Géza Alfôldy, Eric Birley, Jaroslav Sasel, Armin Stylow y Ronald Syme. A N TH O N Y B IR L E Y

Manchester io dejunio de 1986

N O T A A L A T R A D U C C IÓ N E S P A Ñ O L A Me parece razonable aprovechar la oportunidad que me ofrece esta traducción al español para incorporar correcciones al texto y a las notas e introducir algunas adiciones a la bibliografía. E n cuanto a estas últimas (incluidas mis propias apor­ taciones), no he considerado necesario mencionarlas en las notas, pues su perti­ nencia se deduce obviamente de sus títulos.

I

L A ÉPO CA D E LO S A N TO N IN O S

Si se pidiese a una persona que precisara el periodo de la historia del mundo durante el cual la condición del género humano disfrutó de la máxima dicha y prosperidad, mencionaría sin vacilar el periodo transcurrido desde la m uer­ te de Domiciano hasta el acceso de Cómodo al trono.

Así escribía Edward Gibbon refiriéndose al «feliz periodo de más de ochenta años», del 96 al 180 d. C., durante el cual el Imperio Romano es­ tuvo gobernado por los «cinco emperadores buenos» — Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio— . La vida del propio Marco (121-180) abarcó casi tres cuartas partes de esa época, mientras que su rei­ nado (161-180) ocupó sus últimos diecinueve años. Casio Dión, nacido poco después de la llegada de Marco al poder, escribió al relatar la muerte de éste: «Mi historia desciende ahora de un reinado de oro a otro de hierro y herrumbre, y así es también como les fueron las cosas a los romanos en aquel tiempo».1 Los «cinco emperadores buenos» fueron individuos muy diferentes por carácter y formación. Pero estuvieron vinculados por un factor de unión: ninguno fue hijo de su predecesor. De ahí que algunos observado­ res contemporáneos y muchos comentaristas posteriores, incluido Gibbon, pensaran que la sucesión imperial estuvo regida entonces por un principio nuevo: «la adopción del mejor». En realidad, no intervino ningún princi­ pio o medida deliberada. Ninguno de los emperadores, excepto Marco, tuvo un hijo para sucederle; y, en cualquier caso, Trajano y Adriano, Pío y Marco estaban unidos por lazos de parentesco. En la primera obra de Tácito, la biografía de su suegro Agrícola, escri­ ta al comienzo de la nueva era, el autor expresa el alivio del Senado al sen15

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Marco Aurelio

tir que había concluido su periodo de servidumbre: «Ahora, por fin, revi­ ve nuestro ánimo». Nerva había sucedido a Domiciano, asesinado en el año 96, y conseguido lo imposible: la coexistencia entre principado y liber­ tad. Plinio, contemporáneo de Tácito, se explayó pocos años después con bastante más prolijidad al hablar del cambio iniciado en aquella fecha. Ya no era necesario adular al soberano como si fuera un dios; Plinio contrapu­ so la humanidad, frugalidad, clemencia, generosidad, amabilidad, conten­ ción, laboriosidad y valentía de Trajano, que sucedió a Nerva en el año 98, al orgullo, el lujo, la crueldad, la malevolencia, la lujuria, la inactividad y la cobardía de Domiciano. Tácito y Plinio hablaban en nombre del Sena­ do. En cambio, para la burguesía provinciana y el campesinado, es posible que la personalidad del emperador no importara gran cosa. Tácito hace que, en el año 70 d. C., el díscolo general Petilio Cerial recuerde ante una asamblea de galos rebeldes: saevi proximis ingruunt, los emperadores crue­ les arremeten contra quienes tienen más cerca — los senadores residentes en Roma— , mientras que los habitantes corrientes de las provincias no su­ fren. Además, los malos emperadores solían tener buenos consejeros (se­ gún comentó Trajano, supuestamente, en cierta ocasión). El veredicto favorable de la historia sobre «el siglo de oro de los Antoninos» depende en gran parte del hecho de que los senadores se sentían más seguros cuando el emperador era, en expresión de Plinio, «uno de no­ sotros» y se comportaba como un senador más. Aquello constituía una es­ pecie de salvaguarda. En cualquier caso, como la mayoría de los histo­ riadores y biógrafos romanos fueron miembros del Senado o estaban vinculados por sus simpatías al orden senatorial, el tema dominante en la historiografía de la Roma imperial fue la relación entre el emperador y el Senado.2

Para entender con mayor claridad por qué era así, merece la pena volver la vista atrás a los orígenes del sistema imperial. En el pasado, Roma había es­ tado dominada por un solo hombre en varias etapas de la historia de la re­ pública, pero la autocracia comenzó con la victoria de Octaviano en Actio, en el 31 a. C. Octaviano ocultó sus poderes con astucia y sensatez, o al me­ nos no hizo ostentación de ellos. Esto desarmó a la oposición y permitió a

La época de los Anton inos

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sus adversarios preservar una apariencia de respeto hacia sí mismos. Tras varios años de guerra civil, la gente ansiaba la estabilidad. El notable talen­ to de Octaviano para la supervivencia (cuarenta y cuatro años de reinado en exclusiva) permitió la consolidación de las innovaciones que introdujo gradualmente apelando en cada fase a algún precedente antiguo y avan­ zando con cautela. Al morir Augusto, Roma era de hecho un imperio, por más que su su­ cesor Tiberio intentara disimularlo. N o era tan evidente cuándo había ce­ sado la república y comenzado el imperio. Veleyo Patérculo, que escribía durante el reinado de Tiberio y fue uno de los «hombres nuevos» favore­ cidos por el nuevo sistema, pudo decir en tono complaciente que Augusto se había limitado a «dar vida otra vez a la constitución primigenia y anti­ gua de la república». Augusto sólo deseaba aparecer como un mero primus inter pares. Pero el hombre que empezó sus días como un simple C. Octa­ vio fue mucho más que eso. Comenzó cambiando su nombre por el de C. Julio César Octaviano, al ser adoptado postumamente por el asesinado dictador Julio César. Por ini­ ciativa de Antonio y algunos más, César fue proclamado dios, o algo pare­ cido a un dios, lo cual permitió a su heredero dirigir la atención hacia su singular linaje — «Imperator Caesar divi filius» (hijo del divinizado)— . El título de Imperator, aplicado en otros tiempos a todos los comandantes romanos, se había convertido en un timbre de honor especial utilizado tras sus propios nombres por generales cuyos soldados los habían aclamado lla­ mándolos así con motivo de una victoria. Octaviano convirtió abusiva­ mente el título en una especie de nombre propio y abandonó el de Gayo — y también el de Julio, pues, en ese momento, César pasó a ser su apelati­ vo familiar— . En el 27 a. C., el Senado le otorgó otro nombre por el que fue generalmente conocido: «Imperator Cesar divi filius Augustus». En el 23 a. C., Augusto obtuvo la «autoridad tribunicia», que le confería am­ plios poderes para intervenir en una multitud de ámbitos. Otros poderes y honores se sumaron a aquél en distintos momentos de su larga vida.3 Augusto se dio cuenta de que no podría sobrevivir a menos que per­ mitiera al Senado, el antiguo árbitro supremo del destino de Roma, parti­ cipar en su gobierno — en realidad, le fue imposible prescindir de los sena­ dores— . Las antiguas magistraturas de la república pervivieron. Él mismo

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Marco Aurelio

ocupó el consulado en trece ocasiones, y algunos de sus compañeros más íntimos a quienes quiso tributar un honor especial fueron también cónsu­ les más de una vez. Para satisfacer las aspiraciones de senadores corrientes, cuya ambición seguía siendo la tenencia de las fasces, regularizó la institu­ ción del consulado sufecto, creado en origen para sustituir a cónsules falle­ cidos o desposeídos del cargo. A partir de entonces, los consules ordinarii, que daban nombre al año, dimitían antes de concluir su función anual para dar paso a los suffecti. Esta práctica se incrementó considerablemente en los años siguientes. El ingreso en el orden senatorial (una corporación compuesta nomi­ nalmente por 600 individuos) era hereditario, pero las personas adecuadas que cumplían la condición requerida de poseer un millón de sestercios po­ dían solicitar el latus clavus, la banda ancha de la toga senatorial. Ello les permitía ingresar en el Senado mediante su elección como cuestores a los veinticuatro o veinticinco años de edad, tras haber servido previamente en magistraturas de menor rango (y en el ejército). A partir de ese momento podían ascender en la escala del cursus senatorial pasando por los cargos de edil o tribuno del pueblo, pretor y, finalmente, cónsul. Los patricios, miem­ bros de la aristocracia hereditaria (ampliada por Augusto y algunos de sus sucesores), podían pasar directamente de cuestores a pretores y acceder al consulado a los treinta y dos años, diez antes que el resto. Los patricios te­ nían más posibilidades de llegar a ser cónsules ordinarii. Pero muy pocos fueron cónsules más de una vez. Junto a las magistraturas antiguas se creó una nueva carrera. Si los se­ nadores lo decidían así, podían ignorar la existencia del emperador y servir sólo como magistrados en Roma y como procónsules de provincias admi­ nistradas al viejo estilo republicano. Pero Augusto y sus sucesores gober­ naban una extensísima provincia formada en la práctica por todas las que contaban con ejércitos, además de otras muchas, y podían inmiscuirse, por tanto, en los asuntos de las provincias «senatoriales». Las provincias y ejér­ citos imperiales eran administrados y comandados por los delegados, o le­ gados (legati), del emperador, y quienes habían hecho carrera en el servicio imperial formaban la auténtica base de la jerarquía senatorial, en la que las antiguas magistraturas republicanas no pasaban de ser meros peldaños, etapas formales de cualificación para un progreso ulterior. La administra­

La época de los Antoninos

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ción de algunas provincias no se entregaba, por diversos motivos, a sena­ dores, sino a caballeros, miembros del siguiente orden jerárquico del Esta­ do, con el título de procuradores o prefectos. En Roma surgieron otros car­ gos nuevos — por ejemplo, prefecturas de las tesorerías y de la ciudad de Roma, para senadores; y del suministro de trigo, de la policía urbana y de la guardia pretoriana, para caballeros.4 En Roma, Augusto tuvo que mantener las apariencias «republicanas». Pero en las provincias se le veneraba como rey y dios, y su familia era sa­ grada. «No hay por qué elogiar el éxito político o idealizar a los hombres que conquistan riquezas y honores mediante guerras civiles».5 A su muer­ te, ocurrida en el 14 d. C., casi todos le hicieron objeto de esos elogios e idealización — unos pocos por miedo, pero la mayoría de los habitantes del imperio, por un sentimiento de respeto, admiración y gratitud por la esta­ bilidad lograda o posibilitada por él— . Augusto fue divinizado por decre­ to senatorial. Lo mismo había ocurrido con Julio César. Pero, aunque al principio Augusto se había servido del «divino Julio» para favorecer sus propios planes, la memoria del dictador asesinado no se recalcó más de lo debido en una fase posterior. El «Divus Augustus», con su colegio de sa­ cerdotes, su templo y sus fiestas para conmemorar algunos días significati­ vos de su vida terrenal, desempeñaron un importante cometido en la his­ toria posterior del Imperio Romano: sus sucesores fueron evaluados, en gran parte, por comparación con él. Todos (excepto Tiberio y Vitelio) uti­ lizaron sus tres nombres: Imperator Caesar Augustus, como un elemento de las formalidades oficiales, y sus poderes fueron, con algunas modifica­ ciones, los que él había acumulado gradualmente durante sus largas déca­ das de supremacía.6 Tiberio, gracias a los destinos que le había encomendado Augusto, su padrastro, aceptados a regañadientes y de mala gana, era con ventaja el ro­ mano más distinguido de su tiempo en el momento de acceder al trono: ha­ bía sido cónsul más a menudo que sus iguales, había ejercido el mando so­ bre más ejércitos y provincias que ellos, era hijo de Augusto por adopción, y compartía un número suficiente de sus poderes especiales como para que su sucesión resultara inevitable. Carecía de las dotes acomodaticias de Augusto (que el emperador Juliano calificaría de cualidades camaleónicas), y nunca fue popular entre los senadores; de hecho, en el momento de su

3 i a, C. 2 de septiembre·. Octaviano, sobrino nieto de Julio César, consigue el poder en exclu­ siva tras derrotar a Antonio en Actio 27 a. C. Octaviano recibe el nombre de a u g u s t o 23 a. C. Augusto obtiene la tribunicia potestas 4 d. C. Augusto adopta a su hijastro Tiberio Claudio Nerón, que pasa a ser Tiberio Julio César 14 t i b e r i o sucede a Augusto tras la muerte de éste 37 g a y o ( « c a l í g u l a » ) , sobrino nieto de Tiberio y bisnieto de Augusto, sucede a aquél tras su muerte 41 Asesinato de Calígula. Su tío C l a u d i o esproclamado emperador 54 n e r ó n , hijastro de Claudio, sobrino de Calígula, bisnieto de Augusto, sucede a Clau­ dio tras la muerte de éste 68 6 de ju nio4.Suicidio de Nerón tras el estallido de sublevaciones en las provincias occi­ dentales. Reconocimiento de g a l b a como emperador 69 2-5 de enero: Los ejércitos del Rin proclaman emperador a v i t e l i o /5 de enero: o t ó n , instigador del asesinato de Galba, es proclamado emperador en Roma /5 de abril·. El ejército de Vitelio derrota al de Otón en el norte de Italia 1-3 de julio·, v e s p a s i a n o es proclamado emperador por los ejércitos orientales 27-25 de octubre·. Derrota de las fuerzas de Vitelio en el norte de Italia 20 de diciembre·. Vitelio es asesinado en Roma 79 Muerte de Vespasiano, a quien sucede su hijo mayor t i t o 81 Muerte de Tito, a quien sucede su hermano menor d o m i c i a n o 96 18 de septiembre·. Asesinato de Domiciano en Roma: n e r v a es proclamado emperador 97 Octubre·. N erva adopta a Trajano como hijo 98 28 de enero: t r a j a n o sucede a Nerva tras la muerte de éste 117 T ras una supuesta adopción en el lecho de muerte, a d r i a n o sucede a su primo T ra ­ jano 136 Primavera o comienzos del verano·. Adriano adopta a L . Ceyonio Cómodo, que pasa a ser L. Elio César 138 i de enero·. Muerte de L . Elio César 25 defebrero: Adriano adopta a T . Aurelio Antonino, que pasa a ser T . Elio Adriano Antonino y adopta a Marco y a L . Cómodo el joven 10 de ju lio : a n t o n i n o sucede a Adriano tras la muerte de éste 161 7 de marzo·, m a r c o sucede a Antonino (Pío) tras la muerte de éste, junto con L. C ó­ modo el joven, que pasa a ser l . v e r o 169 Enero: Muerte de L. Vero 177 c ó m o d o , único hijo superviviente de Marco, es nombrado coemperador 180 7 7 de marzo·. Muerte de marco; c ó m o d o es emperador en solitario 192 3 1 de diciembre'. Asesinato de Cómodo 193 i de enero: p é r t i n a x es proclamado emperador 28 de marzo: Pértinax es asesinado; se proclama emperador a d i d i o j u l i a n o (en Roma) 9 de abril: s e p t i m i o s e v e r o es proclamado emperador (en el Danubio) i dejunio: Juliano es asesinado en Roma 197 /9 defebrero: El último rival de Severo es derrotado en Lyón 2 11 4 defebrero: Severo muere en York cuadro

1:

Emperadores romanos de Augusto a Severo

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muerte, en el año 37, por lo general era temido y odiado; y no fue diviniza­ do. Su sucesor fue su sobrino nieto, Gayo «Caligula», bisnieto de Augusto. Caligula no poseía más derechos para ser Princeps que el de llevar sangre juliana: tenía sólo veinticuatro años y no había ocupado un rango jerárqui­ co más elevado que el de cuestor. Esto convertía la autocracia en una evi­ dencia; y Caligula magnificó aún más el concepto de «realeza divina». Cuando Caligula fue asesinado, en el año 41, se produjo un intento frus­ trado de restablecer la república, pero la guardia imperial descubrió a otro miembro de la «familia divina», Claudio, tío de Caligula, que era el haz­ merreír de la aristocracia por sus defectos personales y un hombre domina­ do por sus esposas y libertos. Bajo su gobierno, la autocracia y la burocracia incrementaron de hecho sus poderes. A Claudio le sucedió, en el año 54, su hijo adoptivo Nerón, de dieciséis años, que comenzó su reinado haciendo profesión de respeto al Senado, tal como se lo había inculcado diligente­ mente su tutor y ministro Séneca. Pero su comportamiento no tardó en re­ sultar intolerable para los senadores — saevi proximis ingruunt— . Al final, Nerón se amedrentó ante una sublevación que había estallado en las Galias y, abandonado por su guardia pretoriana, se suicidó el verano del 68.7 En esa ocasión, unos noventa y ocho años después de la batalla de A c­ tio, no hubo intentos de restaurar la república. El objetivo de todas las partes que intervinieron en la guerra civil del 68-69 parece haber sido (al menos en principio) volver a la armoniosa situación imperante bajo el go­ bierno de Augusto. En el 69, año de los cuatro emperadores, la ventaja del nacimiento sufrió un fuerte revés en el caso de los sucesivos ocupantes del trono — y se desveló el secreto de que «también fuera de Roma podían crearse emperadores»— . Vespasiano, el vencedor final, era un advenedi­ zo. Paradójicamente, el hecho de que tuviera dos hijos fue considerado por algunos de sus seguidores un punto a su favor: podía fundar una di­ nastía, lo cual estabilizaría la sucesión, según se pensaba. La oposición de algunos senadores influenciados por los ideales de la filosofía estoica fue reprimida. Vespasiano se negó a que sus poderes se vieran limitados y se mostró resuelto a que sus hijos fueran sus sucesores. Al morir, en el año 79, le sucedió Tito, y a éste su hermano menor Domiciano, dos años después. Vespasiano y Tito habían sido emperadores eficientes y popula­ res y habían cultivado el apoyo del Senado. Domiciano, que en el mo-

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mento del acceso de su padre al trono era un joven que aún no había cum­ plido veinte años, poseía una personalidad suspicaz y sensible. A l no ha­ ber sido nunca miembro normal del Senado, sintonizaba escasamente con los sentimientos senatoriales. Como gobernante o administrador fue un hombre competente e, incluso, de talento, pero su comportamiento (por ejemplo, su insistencia en que se le diera el trato de «Señor y dios» y el he­ cho de ocupar el consulado, mientras fue emperador, en diez ocasiones de un máximo posible de quince) suscitó actitudes de oposición. Su gobierno concluyó con un reinado de terror, y Domiciano fue asesinado en sep­ tiembre del 9Ó.8 Su sucesor, Nerva, no tenía un pasado encomiable — había actuado como agente de Nerón y, luego, había sido honrado por Vespasiano y Do­ miciano por motivos nada obvios, aparte de tener buenos contactos y haber sido, seguramente, un consejero útil para los emperadores de la dinastía Flavia— . En el año 97, la oposición a Nerva se manifestó de manera explí­ cita, y su posición se halló en grave peligro. La situación se salvó mediante la adopción de M. Ulpio Trajano, gobernador de Germania Superior, como hijo y heredero. Trajano pasó a ser emperador por derecho propio tras la muerte de Nerva, a comienzos del año 98. Trajano, hombre de provincias, había obtenido el patriciado en su ju­ ventud de manos de Vespasiano en reconocimiento a los servicios presta­ dos por su padre a la nueva dinastía. Sirvió lealmente a Domiciano, al igual que otros de su clase, como Agrícola, que era también un patricio nuevo de extracción provincial, cuya biografía había escrito Tácito para demostrar la posibilidad de la existencia de buenas personas capaces de realizar acti­ vidades valiosas incluso bajo la autoridad de un mal emperador. A la muerte de Domiciano se había parloteado mucho sobre la posibilidad de una oposición a la tiranía: de hecho, un grupo de senadores estoicos había sufrido «martirio» en tiempos de Nerón y de la dinastía Flavia. Pero la ma­ yoría de los miembros del Senado había pasado por el aro. Trajano se con­ virtió en un héroe para casi todos — era un conquistador que vivió en el ex­ tranjero, respetó a los senadores en la patria (a lo largo de su reinado de veinte años no ocupó, por ejemplo, el consulado más que cuatro veces, lo cual fue sólo una de las muchas diferencias deliberadas que le distinguie­ ron de Domiciano)— . El Senado le otorgó el título de Optimus — el mejor

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de los emperadores— . Su fama llegó a ser proverbial durante siglos, pues parecía satisfacer los ideales de todo el mundo. Adriano, primo de T rajano y casado con su sobrina nieta, era la opción natural para sucederle, pero la sucesión no resultó obvia. Trajano murió en el este en agosto del 117 , y Adriano, que se hallaba al mando del ejército de Siria, no tuvo dificultad alguna para conseguir la adhesión de las tropas. Pero no tenía tiempo para aguardar a la aprobación del Senado, y poco des­ pués de su acceso al trono varios senadores destacados, incluidos algunos de los colaboradores más íntimos de Trajano, fueron ejecutados. Es evi­ dente que, a su llegada a Roma, Adriano se había encontrado con cierta suspicacia y hostilidad, y aunque se esforzó vivamente por reconquistar el favor del Senado, aquel inicio de su reinado no fue olvidado ni perdonado jamás,9 Adriano fue un organizador y sistematizador formidable. Abandonó las últimas conquistas de Trajano (en el este) y volvió a adoptar las medi­ das fundamentales de Augusto consistentes en evitar una mayor expan­ sión. Pasó fuera de Italia la mayor parte de su reinado visitando las pro­ vincias y los ejércitos y reorganizando las defensas fronterizas del nuevo imperio; uno de los resultados más famosos de esa reorganización es el muro que lleva su nombre, construido en Britania.10

El reinado de Adriano dio un respiro al imperio. Se incrementó la eficien­ cia. Para entonces, la casa imperial, que había administrado tantos depar­ tamentos importantes del Estado, había dado paso a un «funcionariado ci­ vil» regular de rango ecuestre en el que los caballeros podían realizar una carrera tan variada e importante como la que continuaban ejerciendo los senadores en su propio ámbito. Para un caballero, el punto más alto siguió siendo — como lo había sido durante un siglo— la prefectura de la guardia pretoriana. Pero por debajo de ella se hallaban las demás grandes prefec­ turas — la de Egipto, la de la policía de la ciudad (los vigiles) y la del sumi­ nistro de trigo (annona), el departamento de economía (a rationibus), el se­ cretariado (ab epistulis), y otros cargos similares en la propia Roma, junto con algunos nombramientos, como el de procurador económico, en cual­ quier otro lugar del imperio, o el de procurador présidial (es decir, gober-

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nador) en varias provincias— . El acceso al servicio estaba controlado ex­ clusivamente por el emperador, pero, al parecer, hubo diversos medios normalizados para iniciar el ascenso en el escalafón. Algunos obtenían nombramientos como comandantes de regimiento de unidades auxiliares; otros comenzaban como guardias pretorianos, conseguían el destino de centurión y, seguidamente, tras haber prestado otros servicios en el ejérci­ to, accedían a la procura; unos pocos, como el escritor Suetonio (que ocupó el cargo de secretario ab epistulis al comienzo del reinado de Adriano), in­ gresaron, al parecer, directamente en los grados más elevados sin un servi­ cio militar previo." Las legiones constituían la fuerza principal del ejército y, a excepción de las dos acantonadas en Egipto, estaban comandadas todas ellas por se­ nadores. En un determinado momento podía haber unos veintiocho lega­ dos legionarios. La mayoría solían ser hombres en mitad de la treintena, y algunos gobernaban simultáneamente una provincia. En las provincias donde había más de una legión, el gobernador era un antiguo cónsul que, por tanto, había cumplido, en general, los cuarenta, o era aún mayor. Unas pocas provincias — Britania, Siria, Panonia Superior y Mesia Inferior— contaban, incluso, con tres legiones. Los mandos de Britania y Siria, que se hallaban en posiciones más aisladas que los ejércitos del Danubio, reque­ rían, en consecuencia, un grado superior de responsabilidad. De ahí que los gobernadores de ambas provincias fueran habitualmente los dos gene­ rales más destacados del momento.12 Pero los senadores militares — los viri militares— no eran las únicas personalidades influyentes. En realidad, al hallarse alejados durante largos periodos del centro de gestión de los asuntos públicos, su voz no solía tener mucho peso en los consejos imperiales. En efecto, aunque el emperador de Roma seguía siendo — e, incluso, en grado cada vez mayor— un autócra­ ta, se atribuía importancia a las opiniones del Senado y, durante el reina­ do de Adriano, todavía más al Consejo Privado del emperador — el consi­ lium principis— , que (como la mayoría de las instituciones romanas) había ido creciendo gradualmente desde la época de Augusto y cuyos miembros — los amigos del emperador, amici Caesaris— debieron de haber desempe­ ñado una función importante al influir en las decisiones políticas. Por des­ gracia, según se quejó más de un autor antiguo, la política se decidía en se-

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creto desde el final de la república y son pocos los detalles significativos conservados referentes a los debates en los cuales se formulaba la política real.13 El poder del emperador se basaba en última instancia en su control de los ejércitos. El emperador controlaba también las finanzas del Estado, fueran cuales fuesen las ficciones legales existentes para afirmar la partici­ pación del Senado en ellas. Era la fuente de recompensas, tanto en forma de títulos como de carácter económico. Legados y procuradores, legiona­ rios y tropas auxiliares, todos eran pagados por él. Un legionario del reinado de Augusto recibía 225 denarios al año (que ascendieron a 300 en tiempos de Adriano). Las propiedades que daban derecho a acceder a la dignidad senatorial suponían una fortuna más de mil veces superior (un millón de sestercios, o 250.000 denarios). En realidad, un procurador que ansiara in­ gresar en el Senado y fuese capaz de conseguirlo podía acumular la rique­ za requerida y multiplicar esa cantidad en un tiempo breve. Los procu­ radores de rango inferior recibían una paga de 60.000 sestercios anuales, y los superiores cobraban 100.000, 200.000 y — al final— 300.000 sestercios. Los salarios de los senadores al servicio del emperador eran más elevados (y había muchos medios de incrementar las ganancias de una persona). No tendría sentido traducir estas cantidades a cifras actuales. Pero, al retirarse del servicio, los legionarios se contaban entre los miembros de la sociedad mejor situados.14 El imperio gobernado por Adriano era un Estado mundial de carácter cosmopolita, con una población variada y políglota. No obstante, las len­ guas oficiales eran sólo dos: el latín en el oeste, y el griego en el este. Las cla­ ses superiores del Estado eran bilingües, y los romanos educados proce­ dentes de familias que hablaban latín prestaban cada vez más atención a la lengua y la cultura griegas. Los teóricos tendían a considerar el imperio como una confederación de ciudades Estado que cumplían las aspiraciones de la gran época de la historia de Grecia. Se trataba de un mito, pero la ci­ vilización imperial era fundamentalmente urbana. Las comunidades del imperio disfrutaban de una considerable autonomía en lo relativo al go­ bierno local, aunque en el siglo 11 d. C. la burguesía de las ciudades y la pequeña nobleza terrateniente de las provincias, que debían rascarse los bolsillos para sostener las localidades donde residían, consideraban esa si­

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tuación como una carga. En Occidente, la vida ciudadana era en cierta me­ dida una novedad, pero en la época de Adriano la construcción de ciuda­ des floreció incluso en Britania, y las Galias estaban muy romanizadas des­ de hacía algún tiempo. Hispania era una de las provincias más antiguas de Roma, y no es de extrañar que, por su condición de lugar de nacimiento de Trajano y Adriano, se hallara bastante próxima al nivel de Italia en desa­ rrollo social y económico. Las provincias del norte de África tenían una brillante vida urbana a lo largo de la zona litoral. Marruecos estaba menos civilizada, y las montañas del sur de la provincia de Mauritania se hallaban habitadas por bandoleros que perturbaban constantemente la paz tanto de la propia Mauritania como de Hispania. No obstante, la península Ibérica y el norte de África se consideraban suficientemente protegidas por la pre­ sencia de sendas legiones, estacionadas respectivamente en la Tarraconense y en Numidia. Esta guarnición se complementaba, desde luego, con la presencia de numerosos regimientos auxiliares constituidos por no ciuda­ danos. Las provincias galas no estaban tampoco defendidas por legiones. En cambio había tres en Britania, y cuatro en las dos provincias renanas de Germania Superior e Inferior. En Numidia, Germania Superior y Brita­ nia se han descubierto vestigios abundantes de la actividad de Adriano como renovador de las defensas fronterizas del imperio. El gozne de unión entre las partes occidental y oriental del imperio era la zona situada al norte de los Alpes, sobre todo las provincias de Panonia Superior y Panonia Inferior, con tres y una legiones respectivamente. Las dos provincias de Mesia formaban una zona militar que corría justo a lo largo del Danubio hasta el mar Negro; y las provincias de Dacia consti­ tuían desde la época de las conquistas de Trajano un gran bastión al norte del río. Dalmacia era una provincia de contrastes: la costa adriática, en­ frente de Italia, tenía una esplendorosa vida urbana; en el interior, el país era montañoso y salvaje. El resto del imperio era griego por su lengua y su cultura, pero en muchas zonas se trataba tan sólo de un barniz meramente superficial, como ocurría con el latín en los territorios celta, ibérico y bereber. Sin embargo, Acaya y Macedonia y la provincia de Asia eran total­ mente helénicas, con ciudades que habían florecido cuando Roma no era más que un pueblo. Tracia y Bitinia, Ponto y Licia-Panfilia, Cilicia, Galacia, Capadocia, Siria, Palestina y Arabia se habían beneficiado en cierto

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grado de la presencia de colonos griegos y helenísticos antes de ser absorbi­ das por Roma. Egipto ocupaba una categoría especial. Sólo Alejandría era una verdadera ciudad — la siguiente en tamaño después de la propia Roma— , pero se le había negado autonomía local, y tanto ella como la pro­ vincia de Egipto eran gobernadas como un feudo personal del emperador por su virrey, el prefecto, y un funcionariado que se atenía con bastante precisión a las pautas establecidas por los Ptolomeos.15 El imperio tenía enemigos de varios tipos. Britania, Hispania y Ma­ rruecos padecían las molestias provocadas por los bandoleros, pero el daño que causaban era esencialmente local. La gran frontera fluvial del norte era más vulnerable: el «sistema de cordón» para el control fronterizo re­ sulta insatisfactorio en muchos sentidos, según señalaron Napoleón y otros más.'6Las tribus teutónicas de Europa septentrional y central solían mos­ trarse agitadas, lo mismo que sus vecinos orientales, los más conocidos de los cuales son los sármatas, y en particular los yáziges de la llanura húnga­ ra. Con la creación de la provincia de Dacia, Trajano había contribuido a resolver el problema del control de la frontera en la región del Danubio in­ ferior, pero también había generado tensiones. El objetivo de Roma era so­ focar posibles amenazas mediante el ejercicio de un protectorado sobre los pueblos que bordeaban sus límites. El sistema de «Estados clientelares» mediante relaciones de tratados con el emperador proporcionó a Roma unas «fronteras invisibles» que se extendían mucho más allá de las barre­ ras tangibles del imperio. El problema era diferente en Oriente. En el imperio de Partía, Roma tenía un adversario potencial de una categoría claramente muy superior que la de las tribus desunidas situadas al norte. Los partos mantenían igualmente una unidad laxa, pero las conquistas de Alejandro habían ex­ tendido la civilización helénica mucho más allá del Tigris y, en cualquier caso, los reyes de Partía eran los herederos de una civilización mesopotámica que se remontaba a varios milenios. El principal elemento de dis­ cordia entre Roma y Partía era el reino de Armenia, que ambas deseaban dominar. Pero también Mesopotamia fue codiciada a veces por Roma. El sistema de Estados clientelares fue utilizado ampliamente en las fronteras orientales: Roma consideró provechoso disponer de aliados en zonas tan remotas como el Cáucaso; y el mar Negro era en la práctica un coto roma­



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no, pues las ciudades griegas de sus costas estaban sujetas a una atenta su­ pervisión.17 Augusto había extendido, al parecer, el imperio hasta sus límites natu­ rales. Sus sucesores realizaron varias incorporaciones, pero Adriano aban­ donó las conquistas orientales de Trajano — Armenia, Mesopotamia y Asiría— y se centró en hacer de él una entidad viable, segura y floreciente. Es evidente que tuvo éxito en este objetivo, pues recogió la cosecha sem­ brada en el siglo i. Tras largas décadas de paz civil, las provincias helenizadas del este eran más ricas que nunca. El oeste, más agreste, incluida la distante Britania, comenzaba a saborear en ese momento los frutos de la paz romana. El joven y empalagoso orador griego oriental Elio Aristides pudo proclamar, seis años después de la muerte de Adriano, que todo el mundo había podido deponer las armas como si se hallara en época de fes­ tejos. Las ciudades del imperio no tenían más preocupación, decía, que la de adornarse con edificios públicos — gimnasios, fuentes, arcos, templos talleres y escuelas— . Brillaban de esplendor y gracia. La Tierra era ya, sin duda, la madre común de todos los seres humanos. Un ejército acuartela­ do cercaba el mundo como una muralla desde la parte habitada de Etiopía, en el sur, hasta Fasis, en el norte, y desde el Eufrates, en el este, «hasta la gran isla más remota de Occidente». Elio Aristides podría haber dicho igualmente, con mayor precisión, que el derecho romano y la paz de Roma prevalecían desde el alto Nilo hasta el Don, desde el Éufrates hasta el Clyde, y del Sáhara al Rin, el Danubio y Transilvania. La guerra era cosa del pasado. Roma era el único gran imperio que había gobernado sobre una extensión tan enorme, y sólo ella lo había hecho con equidad y con­ tención.'8 No todo el mundo se beneficiaba de aquel estado de cosas. Aristides hablaba en nombre de las clases superiores. Y el sistema económico se ba­ saba en la esclavitud. Muchos, incluso los mejor situados, intentaban esca­ par de un materialismo sin alma refugiándose en cultos nuevos y exóticos. A su llegada al Ponto-Bitinia, Plinio, un hombre de cultura, descubrió que los templos de los dioses ancestrales estaban siendo abandonados y desa­ tendidos. Los motivos no tardaron en mostrarse. Había una secta de per­ sonas llamadas cristianos — gente sobria, y decente, según él, a pesar de las monstruosas acusaciones de que eran objeto— que preferían su propio

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culto privado. Trajano dijo al gobernador que aquellos individuos tenían que ser castigados si, una vez incoadas las causas correspondientes, se des­ cubría que eran cristianos — y el castigo debía ser la muerte— . N o se tra­ taba de una disposición nueva. Tras el gran incendio de Roma, en tiempos de Nerón, es probable que se convirtiera en norma imperial considerar de­ lito capital el hecho de ser cristiano confeso. Pero Trajano dijo a Plinio que no se debía intentar descubrir a aquella gente. Había que dejarla en paz. Si, tras ser acusados, confesaban y se negaban a abjurar, la ley debía seguir su curso. Se trataba de una notable práctica judicial. Pero, al parecer, fun­ cionó. Había también otros cultos exóticos, en su mayoría egipcios y orienta­ les. El propio Adriano había sido iniciado en los misterios de Eleusis, un culto antiguo (y respetablemente clásico). Otros buscaban consuelo en la fi­ losofía. Algo que en el pasado había sido una excentricidad o una moda pe­ ligrosa y cara — e, incluso, una defensa interior contra el despotismo hon­ damente creída— podía practicarse ahora con dignidad y en público. Pero también surgieron multitudes de filósofos espurios.'9 En los terrenos de la arquitectura y la artes plásticas se produjeron au­ ténticos logros. El esplendor de las ciudades ha dejado su huella. Los ar­ quitectos y escultores de la época de Adriano y de los Antoninos crearon obras de considerable gracia y belleza y marcaron de manera permanente el aspecto del imperio, sobre todo en la propia Roma. El imperio de los Antoninos tiene cierto aire dieciochesco. La aristo­ cracia, ennoblecida a raíz de las luchas del siglo anterior, deseaba relajarse y disfrutar de su dignidad y su riqueza. La élite provincial y las familias municipales italianas habían llegado a lo más alto. Su valor era sólido, y sus posesiones estaban satisfactoriamente seguras. La antigua aristocracia ha­ bía desaparecido casi por completo. La palabra «libertad» había sido casi una consigna durante el primer principado. Pero nunca designó, realmen­ te, lo que Catón el Joven entendía por ella. «Libertad» significaba orden, estabilidad, regularidad. El emperador era una necesidad. Si preservaba las distinciones sociales y concedía al Senado un lugar de honor en el Esta­ do, todo iría bien. La nueva aristocracia romana no tenía recuerdos tumul­ tuosos de las antiguas glorias bajo el régimen republicano libre, pero pre­ fería una autocracia ilustrada a los días sombríos, agitados y llenos de

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suspicacias de la época de Domiciano. Personas como Annio Vero, Ceyo­ nio, Vetuleno y sus iguales, con sus riquezas y su lugar garantizado en la vida pública, conseguidos mediante un servicio leal incluso bajo unos ma­ los emperadores, habían logrado el reconocimiento debido. Las virtudes elogiadas por Tácito en su obra Agrícola habían obtenido su recompensa. Además, en aquellos momentos era seguro y estaba de moda admirar a los pocos valientes: Trásea Peto, Helvidio Prisco — los estoicos— , que en el pasado se habían atrevido a hablar alto contra la tiranía. En realidad, T á­ cito prefería el ejemplo dado por Agrícola, una persona nada rebelde, pero sin tacha. No obstante, ambos tipos de gente podían ser admirados al mis­ mo tiempo.20 La sociedad que revelan las cartas de Plinio es una sociedad satisfecha e industriosa, consciente de sus propias virtudes. Aquellos hombres y mu­ jeres, y sus imitadores de provincias, dieron lustre a la época de los Antoninos. Muchos eran de origen provincial, lo mismo que Trajano y Adria­ no. Pero no se consideraban hispanos, galos o africanos, salvo en casos ocasionales de coquetería. Eran romanos; y, además, los romanos más des­ tacados de su tiempo. La cultura griega se hallaba de nuevo en auge. Pero para un romano instruido, lo helénico era permisible y, en realidad, esen­ cial (si se practicaba con moderación). Adriano, el cosmopolita inquieto, se excedió un poco, tanto en este asunto como en otros. Podemos señalar, por ejemplo, que llevaba barba, haciendo así que los hombres de Roma aban­ donaran las navajas de afeitar durante una gran parte del siglo. Fue, sin duda, un gesto mediante el cual proclamó su lealtad helénica y se presentó como un intelectual. Entretanto, los hombres ricos de las provincias grie­ gas que ingresaron en el Senado fueron cada vez más numerosos y, en cualquier caso, se adaptaron con diversa fortuna o entusiasmo a las cos­ tumbres de Roma.2' Algunos de los amigos y corresponsales de Plinio realizaron una labor esforzada al servicio del emperador, gobernando sus provincias y coman­ dando sus ejércitos. Otros vivieron en un retiro sosegado pero erudito. Otros más pudieron circunscribir casi por entero su vida, tanto pública como privada, a Roma e Italia. En particular, quienes tenían el rango de patricios no necesitaban hacer nada más, pues a los patricios se les garanti­ zaba desde una edad temprana el acceso a las antiguas magistraturas de

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Roma, lo cual constituía la principal aspiración de las clases altas. Plinio no conocía, como es obvio (y, tal vez, a su pesar), a todas las figuras destacadas de su tiempo. Pero su correspondencia retrata de manera notable la alta so­ ciedad romana en la última década del siglo i d. C. y la primera del n. Su ambiente autosatisfecho y urbano refleja el mundo en que nació Marco Aurelio con mayor exactitud que las sombrías páginas de Cornelio Tácito.

El efecto ejercido por la nueva estabilidad sobre el mundo literario no re­ sultó del todo afortunado. Los primeros años del siglo u fueron testigos del genio de dos de las máximas figuras de la literatura latina: Tácito y Juve­ nal. Ambos fueron también dos de los últimos grandes escritores latinos y fallecieron antes que Adriano. De esas fechas es también Suetonio, el joven amigo de Plinio. Plinio y Suetonio escribieron en una prosa anodina, y todavía se les lee ampliamente. Pero los gustos estaban cambiando. Se pro­ dujo un movimiento hacia el pasado, hacia los días anteriores a la instau­ ración del Nuevo Orden de César Augusto. Los gustos del propio empera­ dor Adriano se adaptaron bien a esa tendencia. En literatura griega prefería a Antímaco (de quien casi nadie había oído hablar) por encima de Homero. En la época de los Antoninos hubo escritores de cierta distinción, tanto en griego como en latín — sobre todo Apuleyo y Luciano— . Es po­ sible que lo que ha sobrevivido de los demás haya sido juzgado con crite­ rios poco justos, pero una gran parte de su obra resulta increíblemente te­ diosa.22 Una consecuencia de la esterilidad literaria de la época es la escasez de obras historiográficas conservadas en las que puede apoyarse el historiador moderno. En ella no hay, desde luego, nada comparable a la descripción que hace Tácito de los emperadores de la dinastía Julio-Claudia y de las agitaciones que les siguieron, o al retrato de los primeros Doce Césares ofre­ cido por Suetonio. El «reinado de herrumbre y hierro» que siguió al perio­ do de los Antoninos fue igualmente yermo, e incluso más. La situación era demasiado inquieta como para propiciar una gran literatura o garantizar la supervivencia de mucho de lo que se escribió. La fuente principal es el his­ toriador Casio Dión, nacido en el 163 o 164, oriundo de la ciudad griega de Nicea, en la provincia de Bitinia, que sucedió a su padre en el Senado

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durante el reinado de Cómodo. Dión escribió en griego una historia com­ pleta de Roma en ochenta libros, desde sus orígenes más remotos hasta su propia época — el relato concluye con algunas reflexiones sombrías sobre los años centrales del gobierno de Alejandro Severo, a finales de la década del 220— . La obra de Dión se ha conservado bajo diversas formas. Una parte del escrito original ha llegado hasta hoy; pero para la vida y reinado de Marco Aurelio sólo disponemos de resúmenes y extractos, y se ha perdi­ do la totalidad del relato de los veintitrés años de Antonino Pío (138-161). Casio Dión, como la mayoría de los de su clase social, idealizó a Marco Aurelio y odió a Cómodo. Su punto de vista está, por tanto, sesgado; pero no parece haber distorsionado indebidamente los hechos, y nos proporcio­ na un marco cronológico inestimable. Los escritos del propio Marco Aurelio nos ofrecen, como es natural, una visión única de nuestro hombre. Hay cartas a su tutor, Frontón, que cubren con diversa exhaustividad el periodo de su vida que va de los dieci­ siete años, aproximadamente, a los cuarenta y cinco. En muchos casos re­ sulta difícil fechar las cartas con exactitud, pero se nos ofrecen suficientes claves como para darnos una indicación aproximada. Las Meditaciones fue­ ron escritas en un momento tardío de su vida, y sólo el primer libro se de­ tiene con algún detalle en personas mencionadas por sus nombres. Esto nos brinda una serie inestimable de esbozos de la personalidad de sus amigos y familiares. De vez en cuando, en los últimos libros, aparecen referencias de paso históricamente ilustrativas. Pero, en conjunto, las Meditaciones infor­ man más sobre la vida interior de Marco que sobre sus acciones. La correspondencia de Marco con Frontón salió de nuevo a la luz a co­ mienzos del siglo X I X . Cornelio Frontón era conocido como tutor de Mar­ co; pero algunos autores de la latinidad tardía habían hablado de él como la segunda gloria de la oratoria romana después de Cicerón, y este juicio fue aceptado sin ninguna duda, hasta que volvieron a descubrirse sus car­ tas a Marco y a otras personas. A continuación, hubo manifestaciones de sorpresa y desprecio. Las cartas estaban llenas de trivialidades y cotilleos, de viñetas de la sencilla vida familiar de los Antoninos y, por tanto, decep­ cionaron a los historiadores, que habían esperado ver iluminados asuntos de gran relevancia. Los estudiosos de la literatura se sintieron muy poco impresionados por su estilo artificial. A Frontón, natural de Cirta (Cons-

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tantina), en Numidia, y miembro del Senado, se le había atribuido la revitalización del latín. Sus cartas permiten ver que se limitó a realizar un es­ fuerzo deliberado para escapar de la dictadura purista ejercida por autores como Cicerón y Séneca y enriquecer o dar nueva vida al lenguaje literario apoyándose en autores anteriores a la Edad de Oro de la literatura romana y en el habla de la vida cotidiana. La intención era buena, aunque los re­ sultados parecen un poco mediocres. Pero sus discursos, que no se han con­ servado, se hicieron supuestamente famosos por el esplendor y gravedad de su estilo, y es una evidente injusticia juzgar a Frontón por sus produc­ ciones «improvisadas». Vistas las limitaciones de Dión, del propio Marco y de Frontón, fue inevitable que se depositara una gran confianza en otra obra, la misteriosa «Historia Augusta». Se trata de un conjunto de biografías de emperadores de Adriano a Carino (117-284), con una laguna en el siglo ni. La obra fue escrita, aparentemente, a finales del siglo m y comienzos del iv por seis autores. Una de sus peculiaridades es que incluye biografías no sólo de em­ peradores, sino también de usurpadores y Césares (es decir, aspirantes al trono). Se ha reconocido hace tiempo que esas últimas «vidas menores» ca­ recen de valor y, en particular, que los «documentos» contenidos en ellas y en las biografías tardías — cartas, discursos y otros elementos parecidos su­ puestamente originales— son ficticios y fueron compuestos por el autor y no por aquellos a quienes se atribuyen. Sin embargo, la realidad es aún más misteriosa. Parece claro que los «autores» — «Elio Espartiano», «Julio Ca­ pitolino», «Elio Lampridio», «Vulcacio Galicano», «Trebelio Polión» y «Flavio Volpisco»— no existieron nunca, y que el responsable de la Histo­ ria Augusta, fuera quien fuese, escribió en una fecha posterior a la que apa­ renta. Pero sigue siendo un misterio quién lo hizo, cuándo y por qué. Se han realizado numerosos intentos de identificar la mano que se oculta tras la obra, pero ninguno ha convencido durante mucho tiempo. En nuestro contexto no necesitamos aplicarnos a ello, pero es pertinente que nos pre­ guntemos cómo se compuso la obra, es decir, con qué materiales. Da toda la impresión de haber sido ensamblada precipitadamente — por un em­ baucador, tal vez, a modo de «parodia» literaria, a finales del siglo iv o co­ mienzos del V d. C.— . Pero, aunque las «vidas menores» de personajes del siglo i i carecen prácticamente de valor, y las de las figuras del siglo ni con­

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tienen más de un cincuenta por ciento de datos ficticios, las «vidas mayo­ res» de las personalidades del siglo n — al menos, las de los emperadores que van de Adriano a Severo— están llenas de datos objetivos, ensambla­ dos en muchos casos al azar pero que proporcionan una información in­ sustituible. Este material debe de proceder de una fuente segura, un bió­ grafo desconocido o bien el Mario Máximo citado de vez en cuando por la Historia Augusta. Es evidente que Máximo escribió una segunda parte de los Doce Césares ateniéndose al modelo de Suetonio y como continuación directa de su obra; se trata, sin duda alguna, del mismo L. Mario Máximo Perpetuo Aureliano contemporáneo de Casio Dión, un general destacado en las guerras civiles de Septimio Severo y figura muy relevante durante los reinados de Caracalla, Macrino y Alejandro Severo, periodo en que surgió por primera vez la oportunidad de componer un segundo Doce Cé­ sares. Las vidas de todos los emperadores desde Adriano hasta Severo, incluidas la del propio Marco y la de Lucio, contienen mucho material va­ lioso que debe utilizarse con cautela. Pero los elementos que se nos brin­ dan en las «vidas menores» del siglo n, aceptadas imprudentemente en algunos estudios modernos dedicados a Marco y otros personajes de ese mismo siglo, son una cuestión distinta y deben ser rechazados casi por completo. Aparte de esto quedan pocas cosas. Herodiano, un literato mediocre oriental que escribía en griego, contemporáneo más joven de Dión y Má­ ximo, compuso una historia del periodo que va del año 180 al 238. Inició su obra con la muerte de Marco, y su relato no contiene ningún elemen­ to adicional valioso (y en algunos puntos es demostrablemente falso). Para nuestro propósito, sólo tiene interés como representante del punto de vista del siglo m acerca de la extinción de la Edad de Oro del siglo 11. Son mucho más útiles algunos autores contemporáneos de obras no his­ tóricas, que proporcionan información contextual y algún que otro dato histórico. Aulo Gelio, que frecuentaba decididamente los círculos litera­ rios del reinado de Pío, ofrece varias descripciones entretenidas de los debates filológicos mantenidos en los salones presididos por Frontón. F i­ lóstrato, intelectual griego contemporáneo de Casio Dión y protegido de la emperatriz Julia Domna, ha dejado en sus Vidas de los sofistas informa­ ción excelente sobre la vida literaria e intelectual de la época de los An-

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toninos, en particular en su vida de Herodes Ático, uno de los tutores de Marco. Otros escritores, como Luciano, griego de Samosata, y Apuleyo, de lengua latina y natural de la romana África septentrional, resultan a veces de ayuda; y Galeno, el gran médico que estuvo al servicio de Mar­ co Aurelio, menciona en algunos pasajes episodios de la vida de éste o de su familia. Los historiadores más tardíos son poco sólidos. Amiano Marcelino ini­ ció su Historia con el acceso de Nerva al trono, pero su descripción del final del siglo i y de los siglos n y i i i se ha perdido por completo y, para el estu­ dio de Marco Aurelio, sólo proporciona información de algún valor en re­ ferencias retrospectivas esporádicas. Los demás «historiadores» del siglo IV y posteriores no pasan de ser unos cronistas lacónicos, a menudo confu­ sos e ignorantes. Algunos autores cristianos del siglo n en adelante arrojan cierta luz sobre el curso de los acontecimientos, pero su principal interés era, naturalmente, la historia de la iglesia cristiana y las vicisitudes de al­ gunos cristianos particulares. Las fuentes legales constituyen una categoría aparte. La jurisprudencia romana alcanzó su apogeo en vida de Marco, y las compilaciones de leyes del imperio tardío conservan un gran número de decisiones tomadas por él que ilustran su personalidad e informan sobre las condiciones sociales de la época. Nos quedan, finalmente, los datos aportados por monedas, inscripcio­ nes y papiros, además de la arqueología (incluidos los relieves históricos). Las monedas pueden proporcionar un marco cronológico y revelar tam­ bién la política imperial: en sus leyendas y diseño expresaban, sin duda, ac­ titudes imperiales. Las inscripciones son también fundamentales para la datación. Revelan igualmente la carrera completa de ciertas personas que, por lo demás, nos son totalmente desconocidas, o casi, pero que desempe­ ñaron una importante función histórica. Esta clase de documentos nacen del gusto de los romanos por hacerse propaganda. Es raro que la arqueo­ logía revele datos que alteren de un brochazo el cuadro histórico, pero el cotejo de los resultados de excavaciones diseminadas por todo el imperio puede y debe generar cambios de perspectiva significativos. Los relieves históricos, sobre todo los de la columna de Marco Aurelio, resultan frus­ trantes, pues parece imposible entender los detalles que muestran y cons­ truir a partir de ellos un relato histórico válido. De todos modos, nos ayu­

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dan a comprender a Marco y su época mediante la representación gráfica del emperador y su ejército en campaña.23 Así pues, las fuentes para la vida y el reinado de Marco Aurelio son variadas e incompletas. Pero, sean cuales fueren los vacíos existentes en la historia de la época, la personalidad del propio Marco adquiere vida con una intensidad tal vez mayor que la de cualquier otro emperador particular.

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F A M IL IA Y PRIM ERO S AÑOS

Lugens Annia, en cuyo seno nació Marco, no era especialmente célebre en los anales de Roma. Había dado dos cónsules en el siglo π a. C., pero el úni­ co Annio que alcanzó fama — o notoriedad— fue Milón, el político caren­ te de escrúpulos cuyo recurso a la violencia contribuyó a destruir la re­ pública libre. En realidad, los Annio se hallaban dispersos tanto por las provincias como por Italia; y en el momento en que aparece por primera vez, a mediados del siglo i d. C., la familia de Marco estaba asentada en la provincia de la Bética, en el sur de Hispania. Su patria chica era la peque­ ña localidad de Ucubi (Espejo), a unos pocos kilómetros al sureste de Cór­ doba. La primera información sobre la presencia de un Annio en esta región es del periodo de la guerra civil entre César y los pompeyanos. Un hombre llamado Annio Escápula, «del máximo rango e influencia en la provincia», estuvo implicado en una conjura para asesinar al gobernador de César, el odiado Q. Casio Longino, y fue condenado a muerte. Alrede­ dor de un siglo más tarde, Annio Vero, bisabuelo de Marco, fue nombrado senador. Durante los reinados de Claudio y Nerón, las élites coloniales de Occidente, en especial las procedentes de las provincias Bética, Tarraco­ nense y Narbonense, comenzaron a adquirir relevancia. La influencia de Séneca, natural de Córdoba, y Burro, de Vaison, ayudaron sin duda a su auge. El primer Annio Vero pudo haber sido uno de los beneficiados. Po­ demos suponer que fue un hombre adinerado; y la fuente probable de su fortuna debió de haber sido el aceite de oliva. En la Historia Augusta se dice que fue «hecho senador pretoriano», es decir, que se le concedió el rango de ex pretor. Es de suponer que se trató de una recompensa por servicios prestados en la guerra civil del 68-70. El segundo Annio Vero, abuelo de Marco, fue elevado al patriciado por Vespasiano y Tito durante su censu39



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ra, en los años 73- 74. Ambas promociones pudieron haber tenido lugar al mismo tiempo.1 Aquél fue el inicio de una carrera extraordinaria cuya mayor parte permanece, sin embargo, oculta. Lo cierto es que el año del nacimiento de Marco, el 121, iba a ser conocido en las actas romanas como el del segundo consulado de su abuelo. El joven neopatricio había realizado un buen ma­ trimonio al casarse con la hija de una familia de posición notable. Su espo­ sa fue Rupilia Faustina, hija de Libón Rupilio Frugi. N o se conoce ningún otro Rupilio de este periodo, pero los nombres de Libón y Frugi deben de significar que era descendiente de Craso Frugi, cónsul del año 27, y de su esposa Escribonia y, a través de ellos, de Pompeyo, de los Calpurnio Pisón y de otras casas de la nobleza republicana. El nombre de su hija, Faustina, podría indicar, incluso, que descendía del dictador Sila. La esposa de L i­ bón Frugi, madre de Rupilia Faustina, era también, sin duda, una mujer de buena posición. Su nombre nos es desconocido, pero se ha conjeturado que se trataba de Matidia, madre de la emperatriz Vibia Sabina, nacida de otro marido. Si Annio Vero compartió suegra con Adriano, este dato po­ dría ayudar a explicar su gran influencia. Matidia falleció en el año 119, y los pasajes de la oración fúnebre pronunciada por Adriano revelan que éste se sintió muy unido a ella.2 Desconocemos cuáles fueron las ocupaciones de Annio Vero durante el reinado de Domiciano. Aparece en el agitado año 97, cuando el cargo de cónsul fue cubierto por un número insólitamente grande de personas cui­ dadosamente seleccionadas. Annio Vero, cuya edad superaba probable­ mente por poco la treintena, fue uno de ellos. Su colega en el consulado fue el jurista L. Neracio Prisco, procedente de una familia del sur de Italia que había adquirido prestigio recientemente bajo la dinastía Flavia. Su ejerci­ cio del cargo sólo fue notable por un asunto: un decreto del Senado que prohibía castrar a los esclavos. En el año 97 fue también cónsul un tal Arrio Antonino, que ocupó el cargo por segunda vez, al igual que su colega L. Vibio Sabino, marido de Matidia, sobrina de Trajano. Antonino había sido cónsul en una primera ocasión durante otro año agitado, el 69, el de los cuatro emperadores. Cuando su amigo Nerva fue nombrado emperador en septiembre del 96, Antonino no le dio la enhorabuena: felicitó al Sena­ do, al pueblo y a las provincias, pero no a aquel hombre, lo bastante desa­

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fortunado como para haber sido elegido emperador. Plinio el Joven fue amigo y admirador de aquella persona culta cuyo nieto iba a ser el futuro emperador Antonino Pío.3 Annio Vero y Rupilia Faustina tuvieron tres hijos: dos niños, Vero y Libón, y una niña, Annia Galería Faustina, El hijo mayor se casó con Do­ micia Lucila, hija de otro patricio, P. Calvisio Tulo Rusón, y de Domicia Lucila la mayor. Lucila la mayor había heredado una enorme fortuna, una riqueza que procedía sobre todo de su abuelo materno, Curtilio Mancia, y de su abuelo paterno por adopción, el orador Cn. Domicio Afro. La he­ rencia se describe prolijamente en una de las cartas de Plinio. Las circunstancias de aquel hecho fueron que Curtilio Mancia (cónsul en el 55, al comienzo del reinado de Nerón) había concebido una violenta antipatía contra su yerno Domicio Lucano. En su testamento dejó su for­ tuna a Lucila, pero sólo a condición de que fuera liberada de la tutela pa­ terna — no quería que Lucano tocara ni un céntimo— . Lucano accedió. Pero la muchacha fue adoptada de inmediato por Tulo, hermano de L u ­ cano. Los hermanos tenían sus propiedades en común, «y de ese modo se frustró la finalidad del testamento», explicaba Plinio, quien añade detalles interesantes sobre los dos hermanos Domicio, miembros destacados de la nueva aristocracia. Tulo y Lucano habían sido adoptados por Domicio Afro, quien había tomado medidas para arruinar al verdadero padre de ambos, Curvio. El motivo de la carta de Plinio fue la muerte de Tulo; «li­ siado y deforme en todos sus miembros, sólo podía disfrutar de su fortuna con la mirada, y ni siquiera podía volverse en la cama sin ayuda. Un deta­ lle sórdido y lamentable es que tenía, incluso, que hacerse limpiar y cepi­ llar los dientes». La inmensa riqueza de aquel anciano decrépito había atraído a una multitud de cazadores de fortunas. Al final, «en el momento de la muerte, resultó ser mejor que en vida», pues su familia fue, en defi­ nitiva, la más beneficiada, ya que dejó como heredera principal a Lucila, su hija adoptiva. Plinio ofrece un cúmulo de historias familiares complicadas y embarazosas. «Aquí tienes todas las habladurías de la ciudad, pues todos los chismes se refieren a Tulo».4 Al parecer, las disposiciones de aquel famoso testamento fueron gra­ badas en un imponente monumento de mármol de la Vía Apia. El testa­ dor, que redactó su documento el verano del 108, no se nombra en las see-

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ciones de la inscripción que se han conservado. Por la mención de la que, al parecer, era su familia se suponía que debía llamarse «Dasumio». El descubrimiento de un nuevo fragmento, y un estudio posterior, demostra­ ron que, si bien una de las beneficiarias era una dama llamada Dasumia Pola, no se trataba de la hija del testador, mencionada como la primera de cuatro herederos principales. Dasumia pudo haber sido la viuda de Tulo. Al carecer de hijos, el testador pedía que «su muy especial amigo» llevara su nombre. Este hombre, el segundo heredero mencionado, puede identi­ ficarse como el marido de Lucila, yerno de Tulo y conocido a partir de ese momento como P. Calvisio Tullus Rusón. Otro amigo íntimo mencionado en el documento es Julio Serviano, cuñado de Adriano. Serviano supervi­ saría el funeral, y sus libertos portarían el féretro. Los contactos del viejo Tulo con los Dasumio pueden explicar su or­ den de que se erigiera un monumento en Córdoba. Media docena de miembros de esta familia aparecen documentados en la Bética, en la pro­ pia Córdoba, en Sevilla y en la cercana Ilipa, y en Cádiz. También Marco debió de haber tenido algún Dasumio entre sus antepasados, pues su bió­ grafo relata la leyenda de que descendía del «rey salentino Malemio, hijo de Dasummus, fundador de Lupias». Se trata del tipo de genealogía ficticia que los romanos inventaban gustosos basándose en algún nombre de fa­ milia. También Adriano tenía, por lo demás, vínculos con los Dasumio: podemos suponer que un hombre llamado L. Dasumio Adriano, cónsul sufecto en el 93, fue primo suyo. Estos vínculos ayudan a explicar el im­ portante papel de Julio Serviano, marido de la hermana de Adriano, en el testamento. Pero, sobre todo, la carta de Plinio y la gran inscripción ilus­ tran conjuntamente la preeminencia social y la inmensa fortuna de la abuela materna de Marco, Domicia Lucila la mayor.5 Lucila tuvo otros hijos, además de la que llevó su propio nombre. Pero quien adquirió una gran parte de su fortuna, incluido el enorme tejar para la fabricación de ladrillos situado a las afueras de Roma, fue Lucila la me­ nor. Esta fuente de riqueza había sido obra de Domicio Afro, y como en Roma se había dado un auge casi continuo en la construcción a partir del gran incendio de tiempos de Nerón, se entiende fácilmente el incremento de la fortuna familiar.6 Lucila la menor y su marido Vero tuvieron dos hijos, Marco, nacido en

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el año 12 1, y su hermana menor, Annia Cornificia Faustina, nacida proba­ blemente en uno de los dos años siguientes. El padre de Marco falleció jo­ ven, siendo pretor. Como patricio, debería haber sido cónsul a la edad mí­ nima de treinta y dos años, dos después de haber desempeñado la pretura. Su hermano menor, Annio Libón, fue cónsul en el año 128, y difícilmente pudo haber sido pretor después del 126. Vero tuvo que haber ejercido la pretura antes de esa fecha, y el 124 es el año más probable de su muerte. Por tanto, es probable que Marco apenas conociera a su padre, aunque más tar­ de diría de él: «De la reputación y memoria legadas por mi progenitor [aprendí] el carácter discreto y viril». De hecho, el biógrafo, atribuyó a Marco cualidades similares. Lucila fue fiel al recuerdo de su marido y no volvió a casarse. De haber vivido Vero el joven, habría alcanzado con se­ guridad un lugar distinguido en la vida pública de Roma.7 En el año 126, Vero, el abuelo de Marco, volvió a ser cónsul por terce­ ra vez, lo que constituyó una enorme señal de honor, pues el propio Adria­ no no ocupó el cargo en más de tres ocasiones. Vero fue el primer hombre a quien Adriano concedió tal distinción. Hubo, no obstante, otros que ejer­ cieron su segundo consulado antes que Vero. Uno de ellos fue Catilio Se­ vero, cónsul un año antes que él. De todos modos, Julio Serviano, cuñado del emperador, ocupó el consulado por segunda vez ya en el 102, pero en ese momento fue superado por Vero, una persona con buenos contactos. En una inscripción se ha conservado un curioso poema en el que un hom­ bre llamado Urso se describe a sí mismo como el principal jugador del «juego de la pelota de cristal». No obstante acaba confesando haber «sido derrotado por mi patrón, Vero, tres veces cónsul, y no en una ocasión sino a menudo». En un primer momento se supuso que el tal Urso era un de­ portista profesional. Pero se ha propuesto una explicación ingeniosa según la cual el jugador de pelota no es otro que Julio Serviano — que había adoptado el nombre de Urso muchos años antes— . Según una interpreta­ ción todavía mejor, el «juego de la pelota de cristal» — desconocido, por lo demás y poco verosímil, podríamos decir, como deporte vigoroso, aunque es posible que se refiera a un juego parecido al de las canicas— sería una forma burlona de referirse al juego de la política.8 Las razones del éxito político de Annio Vero deberán seguir sin acla­ rarse. N i el prestigio del linaje de su esposa Rupilia Faustina, ni los víncu­

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los de su nuera Lucila con los Dasumio parecen suficientes para explicarlo. Es posible que también Annio Vero tuviera algún parentesco con los Elio. Casio Dión creía, evidentemente, que Adriano había favorecido a Marco por su «parentesco». Más tarde afirma que Marco, «cuando todavía era un muchacho, agradaba tanto a sus muchos parientes poderosos y ricos que era querido por todos», y que «Adriano lo adoptó principalmente por esa razón».9 Marco fue educado en su niñez en el hogar de sus padres, sobre el mon­ te Celio, una de las siete colinas de Roma, a la que más tarde llamaría con afecto «mi Celio». En tiempos del imperio, el monte Celio era un distrito elegante de la ciudad ocupado por las principales familias. Contaba con pocos edificios públicos, pero con muchas espléndidas mansiones aristo­ cráticas, la más imponente de las cuales era el Palacio Laterano, antigua posesión de Nerón, obtenida mediante confiscación, y propiedad imperial a partir de entonces, que se alzaba en el lugar donde ahora se encuentra la basílica de San Juan de Letrán. En la época romana se hallaba al lado de los cuarteles de los Guardias Montados Imperiales, los equites singulares. Cer­ ca también del Laterano se alzaba el palacio del abuelo de Marco, donde éste pasó gran parte de su niñez. El monte Celio se encontraba en el borde meridional de Roma. Desde él, en dirección norte, se podían ver, más allá del Circo Máximo, el Palatino, con sus palacios imperiales, el Foro, el Co­ liseo y los Baños de Trajano. En un primer plano se hallaba el templo co­ losal del Divino Claudio y, a caballo sobre la zona entre el Laterano y el centro de Roma, el gran acueducto que llevaba a la ciudad el Aqua Claudia y parte del Aqua Marcia.10 Si los padres de Marco siguieron la práctica tradicional, su padre ten­ dría que haber reconocido como suyo al niño depositado a sus pies levan­ tándolo del suelo. Nueve días después de este acto se celebraba la ceremo­ nia de la purificación, en la que se daba nombre al niño. Fue entonces cuando se le impuso el praenomen de Marco, el único de sus nombres que llevó durante el resto de su vida. En esa ceremonia, el niño solía recibir re­ galos: un sonajero hecho con una cuerda a la que se ataban objetos tinti­ neantes (icrepundia) y un amuleto de oro (bulla), talismán contra el mal de ojo que llevaría alrededor del cuello hasta el momento de vestir la toga vi­ rilis, la prenda de la edad viril — en el caso de Marco, a los catorce años."

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Tras el alumbramiento, Lucila tuvo probablemente poco que ver con su hijo durante un tiempo. El historiador Tácito, que quizá estaba aún vivo cuando nació Marco, había escrito con cierta amargura, en su Diálogo sobre los oradores, acerca de los cambios en las costumbres de la nobleza en lo referente a la crianza de los niños: Antaño, los hijos nacidos de madre honrada no se criaban en el cuartucho de una nodriza alquilada, sino en el regazo y en el seno de su propia madre, y ésta tenía como principal motivo de orgullo velar por la casa y ser una esclava para sus hijos... A sí se ocupó Cornelia, la madre de los Gracos, de la educación de sus hijos — según se nos ha dicho— y consiguió que llegaran a ser perso­ najes de primera fila; y lo mismo hizo Aurelia con César... Pero ahora, el niño recién nacido se entrega a cualquier criadilla griega, a la que se agregan uno o dos siervos del montón, en general los peores, e incapaces para ningún que­ hacer serio. Aquellas almas tiernas y sin cultivar se impregnan al instante de los chismes y aberraciones de esta gente y nadie en toda la casa se preocupa de lo que se dice o hace en presencia del joven dueño .12

Hay constancia de que Marco estuvo al cuidado de «nodrizas». Al princi­ pio, una de ellas habría sido, sin duda, el ama de cría, cuyo deber consistía en alimentar al recién nacido. Esta impresión está confirmada por una mención a su nodriza en las Meditaciones: Cam ino siguiendo las sendas acordes con la naturaleza, hasta caer y al fin descansar, expirando en este aire que respiro cada día y cayendo en esta tie­ rra de donde mi padre recogió la semilla, mi madre la sangre y mi nodriza la leche.

El hecho de que las nodrizas fueran habitualmente griegas no tenía nada de accidental. Para un romano culto era esencial dominar el griego, y su­ pondría una gran ayuda que la nodriza del niño hablase esa lengua, aun­ que se corría el ligero peligro de que el niño hablara luego latín con acento extranjero.'3 No todos aprobaban la práctica de recurrir a amas de cría, pero se tra­ taba de una costumbre muy arraigada. Aulo Gelio explica cómo acompa­ ñó al filósofo Favorino que había ido a visitar a uno de sus pupilos, un se-

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nador de familia noble. La esposa del senador acababa de tener un hijo, y Favorino quería darle la enhorabuena: Cuando le hablaron de lo largo que había sido el parto y de las dificultades del alumbramiento, y de que la muchacha, rendida por el esfuerzo y por la falta de sueño estaba durm iendo en ese momento, comenzó a hablar explayándo­ se. «Seguro», dijo, «que amamantará ella misma a su hijo, ¿verdad?». Pero la madre de la joven comentó que había que ahorrárselo y conseguir amas de le­ che, para que la fatigosa y difícil tarea de dar el pecho no se añadiera a los do­ lores sufridos en el alumbramiento.

Esto provocó un arrebato de cólera en Favorino: Pensáis que la naturaleza ha dotado a las mujeres de pezones como si fueran lunares

y siguió hablando así durante un rato. Los argumentos utilizados por él eran un tanto falaces, pues afirmó: Si quien prevéis que le dé la leche es una esclava o proviene de una familia servil y tiene, como suele ocurrir, origen extranjero o bárbaro, si es deshones­ ta, fea, carente de modestia y una borracha [una parte de esas desafortuna­ das cualidades podría transferirse a través de la leche al niño alimentado por ella].

Algunos autores modernos podrían estar de acuerdo, en principio, con la opinión de Favorino, aunque el efecto que presupondrían sería más bien psicológico que fisiológico. Favorino, un galo helenizado natural de Arlés, de quien se decía creíblemente que era hermafrodita, fue un eminente fi­ lósofo del reinado de Adriano y la primera parte del de Antonino Pío. Mantuvo una relación estrecha con los mismos círculos que la familia y amigos de Marco, y la joven madre cuyo comportamiento provocó su arre­ bato pudo haber sido muy bien Domicia Lucila. Aulo Gelio no da nom­ bres.'4 A l morir su padre, Marco fue adoptado por su abuelo Vero. Pero, en sus años tempranos, otro hombre desempeñó un papel importante como

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supervisor de su educación: L. Catilio Severo. De hecho, Marco llevó du­ rante algunos años los nombres de Catilio Severo además del suyo original «Marco Annio Vero». Severo aparece descrito como su «bisabuelo mater­ no». Al parecer, se casó con la viuda del viejo Domicio Tulo, convirtién­ dose así en padrastro de Lucila la mayor. Aquella alianza habría sido va­ liosa para Catilio Severo, hombre de talento, pero sin ningún otro vínculo conocido con la aristocracia antigua o nueva. Catilio Severo procedía, cla­ ramente, de una familia italiana asentada en Bitinia. Tras un lento inicio de carrera logró destacar al final del reinado de T rajano y fue un apoyo de­ cisivo para Adriano en su tormentoso acceso al trono, cuando Catilio esta­ ba al mando de uno de los ejércitos orientales.'5 No sabemos mucho acerca de Annio Libón, tío de Marco, excepto que fue cónsul en el año 128 como colega más joven de un miembro de la vieja aristocracia. Tenía un hijo llamado también Libón, nacido, probablemente, en torno al 130, y una hija llamada Annia Fundania Faustina. El segundo nombre de la hija es una clave valiosa para conocer la identidad de la espo­ sa de Libón, que, según podemos suponer, fue Fundania, hija de L. Funda­ nio Lamia Eliano, cónsul del año 116. Como es natural, conocemos mucho mejor a Annia Galería Faustina, tía de Marco, pues se casó con el futuro emperador Antonino Pío, que en ese momento tenía como nombre com­ pleto el de T . Aurelio Fulvo Boyonio Arrio Antonino. Antonino había sido colega menor de Catilio Severo en el consulado del 120. Recientemente se ha deducido la existencia de otra tía de Marco, cuarto vástago de Annio Vero el viejo y de Rupilia Faustina. Se afirma que fue esposa de C. Umidio Cuadrato, cónsul sufecto en el 118 y gobernador de Mesia Inferior al co­ mienzo del reinado de Adriano. Cuadrato era miembro de una familia ita­ liana de Casino, cerca de Nápoles, considerada aristocrática en ese momen­ to, pues su fortuna se había cimentado en tiempos de Augusto y Tiberio. En su juventud, Cuadrato había sido amigo de Plinio, quien se mostró encan­ tado de ver en él un abogado prometedor. En una carta característicamente sentenciosa, Plinio expresaba su satisfacción por que el joven Cuadrato ha­ bía logrado «pasar su juventud y los primeros años de la edad adulta sin verse afectado por los escándalos», a pesar de vivir con su abuela, una an­ ciana desenfrenada famosa por la compañía de bailarines que mantenía en su casa. Cuadrato se casó antes de cumplir veinticuatro años, pero en el 107,

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cuando Plinio escribía sobre él, todavía no tenía hijos. El hijo que tuvo con la hija de Vero nació probablemente hacia el 113 o 114 .16 Las novias y novios conseguidos por Vero para sus hijos e hijas forma­ ban, por tanto, un conjunto impresionante. Ya hemos examinado los vínculos de Domicia Lucila. El padre de Fundania descendía, según indi­ can los nombres «Lamia Aelianus», de una familia ennoblecida en tiempo de Augusto. Además, su tía Plautia, casada tres veces, ocupaba el centro de un poderoso nexo aristocrático. Cuadrato, marido de una hija de Vero, no sólo era noble, sino también amigo de Adriano. En cuanto a Antonino, pro­ cedía de una familia provincial originaria de Nemauso (Nîmes), en la Galia Narbonense. El fundador de su fortuna había sido su abuelo T. Aurelio Fulvo, cuya carrera había adquirido sus primeros brillos siendo legado le­ gionario bajo el gran Corbulón, durante el reinado de Nerón. La carrera de Fulvo había ido viento en popa bajo los Flavios hasta ocupar la prefec­ tura de la ciudad y desempeñar un segundo consulado. Su hijo, el padre de Antonino, había fallecido cuando éste era un muchacho; y su madre, Arria Fadila, hija del famoso Arrio Antonino, había vuelto a contraer matrimo­ nio con Julio Lupo, pariente lejano de la dinastía Flavia. Antonino nació en el año 86 y se casó, probablemente, con Annia Faustina en torno al 110, unos años antes del nacimiento de Marco. Tuvieron cuatro hijos, dos niños y dos niñas. Tres — los dos chicos y la hija mayor, Aurelia Fadila— mu­ rieron jóvenes. Pero Fadila sobrevivió lo suficiente como para contraer matrimonio con Lamia Silvano, hijo del cónsul del año 116 y hermano de Fundania. Al parecer, falleció en el año 134. Su hermana menor, llamada Faustina por el nombre de su madre, había nacido probablemente en tor­ no al 130, pues se casó con Marco, su primo, en el 145 y todavía pudo tener hijos en una fecha tan tardía como en el 170.17 En las Meditaciones aparecen unos pocos atisbos de lo que fue la niñez de Marco con su abuelo. Marco Aurelio lo sitúa al frente de la lista de quie­ nes pudo sacar provecho: «De mi abuelo Vero: el buen carácter y la sereni­ dad». Por otra parte, algún tiempo después de la muerte de su esposa Ru­ pilia Faustina, aquel hombre anciano tomó una amante con la que vivió sin tapujos. Marco se sintió agradecido en años posteriores porque el curso de los acontecimientos le impidió ser educado en el mismo hogar que aquella dama durante más tiempo del que le tocó vivir en él: es evidente que algo

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de ella o de su círculo podía haber representado una tentación en el cami­ no de Marco. El comentario de las Meditaciones recuerda la observación del biógrafo de que Marco fue «un niño serio desde su primera infancia». La madre de Marco tuvo un importante papel en su vida, a pesar de no haberlo alimentado personalmente en su niñez. Las cualidades que, según recordaba, habían influido en él fueron su «respeto a los dioses, la genero­ sidad y la abstención no sólo de obrar mal, sino, incluso, de incurrir en se­ mejante pensamiento; más todavía, la frugalidad en el régimen de vida y el alejamiento del modo de vivir propio de los ricos». Esto último constituye, quizá, un homenaje especialmente sorprendente, habida cuenta de la ex­ cepcional fortuna heredada por Lucila. Hacia la mitad de su vida, Marco se sintió agradecido por el hecho de que su madre, «que debía morir joven, viviera, sin embargo, conmigo sus últimos años». Su correspondencia con Frontón está llena de referencias naturales y afectuosas a ella. Fue una dama de cierto talento y cultura, bastante competente en lengua griega. El gran orador ateniense Herodes Ático, que iba a ser instructor de su hijo, se había criado durante un tiempo en la casa de su padre — probablemente para aprender latín— , lo cual contribuyó, sin duda, a proporcionar a Luci­ la cierta afición por la cultura helénica.'8 Marco cumplió siete años en el 128; era el momento en que los mucha­ chos romanos iniciaban la educación elemental, aunque es probable que, siguiendo los principios de Quintiliano, se le hubiera enseñado ya a leer. Es posible que fuera entonces cuando se planteó la cuestión de si debía ser en­ viado a la escuela o ser educado en casa mediante tutores. En épocas ante­ riores, los padres más concienciados instruían personalmente a sus hijos en las materias más elementales, como lo hizo el gran Catón casi trescientos años antes del nacimiento de Marco, quien,

en cuanto su hijo dio señales de poseer inteligencia suficiente, se encargó de él en persona y le enseñó a leer, a pesar de que tenía un esclavo muy bien for­ mado que era maestro de escuela... Catón consideraba un error que un escla­ vo regañara y tirara de las orejas a su hijo por ser lento en aprender la lección — y todavía apreciaba menos tener que deber a un esclavo un beneficio tan impagable como el de la educación— . Cargó sobre sí la tarea de ser su maes­ tro en las primera letras, su tutor en el conocimiento de las leyes y su entrena-

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dor físico... y hasta escribió de propia mano con letras grandes una Historia de

Roma para el muchacho.

No obstante, Catón fue un hombre excepcional incluso para su época. Su esposa no sólo amamantó personalmente a sus hijos, sino que a veces daba el pecho a los bebés de sus esclavas, con lo cual se pasaba al extremo opues­ to. En cualquier caso, Marco no tenía padre en el momento en que fue lo bastante mayor como para comenzar a leer. El propio Plinio, partidario de que los chicos asistieran a una escuela si estaba llevada por un hombre como su amigo Julio Génitor, sólo aplicó este principio a la educación se­ cundaria. Al recomendarle la escuela de Génitor para el muchacho, escri­ bía a Corelia Híspula: Hasta ahora tu hijo era demasiado joven para no estar a tu lado y ha tenido maestros en casa, donde hay pocas oportunidades, o ninguna, de descarriarse .'9

Como es obvio, hubo algún debate en la familia sobre lo que debía hacer­ se, aunque la discusión no debió de haberse suscitado hasta que Marco es­ tuvo listo para recibir la educación secundaria. La voz decisiva fue la de Catilio Severo, a quien Marco recordó más tarde con gratitud por ello: D e mi bisabuelo: el no haber frecuentado las escuelas públicas y haberme ser­ vido de buenos maestros en casa, y el haber comprendido que, para tales fines, es preciso gastar con largueza.

Tras las lecciones elementales de lectura, escritura y aritmética, la base de la educación romana consistía en enseñar al muchacho la lengua y literatu­ ra griegas, considerada por los romanos como algo esencial para una per­ sona civilizada. Sus primeros maestros se llamaban Euforión y Gémino. A juzgar por su nombre, Euforión era griego y fue, probablemente, el res­ ponsable de su instrucción elemental en ese idioma. Gémino, cuyo nombre es latino, aparece descrito como actor, y su tarea pudo haber consistido, por tanto, en supervisar la pronunciación latina del muchacho y su dicción en general. Tanto Euforión como Gémino, desconocidos por lo demás, se­ rían, sin duda, esclavos de la familia o libertos de los Annio Vero. Un ter-

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cer maestro se encargaba del cuidado general de Marco con la función de educator (τροφεύς, en griego), para velar por su bienestar moral y su desa­ rrollo global. Desconocemos su nombre, pero Marco habla de él con grati­ tud en las Meditaciones: «De mi preceptor: el no haber sido de la facción de los Verdes ni de los Azules [en las carreras], ni partidario de los parmula­ rios ni de los escutarios [entre los gladiadores]; el soportar las fatigas y te­ ner pocas necesidades; el trabajo con esfuerzo personal y la abstención de excesivas tareas, y la desfavorable acogida a la calumnia» .2n En el año 127, a la edad de seis años, uno antes, probablemente, de ini­ ciar su educación, fue inscrito en la orden de los equites por nombramien­ to del propio Adriano. Ello le daba derecho a llevar un anillo de oro y una túnica con un ribete estrecho. El honor no era del todo excepcional — se co­ nocen otros casos de niños nombrados a una edad muy temprana— , pero Marco era insólitamente joven. Al año siguiente, cuando tenía siete, fue in­ corporado por Adriano al colegio sacerdotal de los Salios. Los requisitos para el ingreso eran ser de nacimiento patricio y tener ambos padres vivos. En el caso de Marco faltaba el segundo, pues su padre había fallecido, pero la adopción por parte de su abuelo satisfacía, quizá, las exigencias legales; no obstante, el hecho de haber sido inscrito por Adriano, y no cooptado por el método normal, da a entender la existencia de una irregularidad y un fa­ vor especial por parte del emperador. El nombre de los Salios venía de la palabra salire, «saltar» o «danzar», lo que indica el carácter de las ceremonias realizadas por ellos: danzas ri­ tuales. Encontramos a estos sacerdotes en diversas localidades de Italia desde los tiempos más remotos. En Roma estaban asociados al culto de Marte, dios de la guerra. Había dos cofradías, los Collini y los Palatini, de doce miembros cada una. Su atuendo sacerdotal era el antiguo uniforme de guerra italiano, la tunica picta, con una coraza cubierta por una capa mi­ litar corta, y un sombrero de fieltro de forma cónica. Portaban espada y en el brazo izquierdo llevaban el ancile, un escudo en forma de ocho que, se­ gún se suponía, era copia de un original caído del cielo como don del dios Júpiter a Numa Pompilio, segundo rey de Roma. En la mano derecha blandían una lanza o una vara. Dos veces al año desempeñaban una fun­ ción destacada en ceremonias religiosas que señalaban el inicio y el final de la temporada de campañas: en el Quinquatrus, 19 de marzo, y en elArm i-

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lustrium, 19 de octubre. Otros días de esos dos meses salían en procesión por la ciudad portando sus escudos. De vez en cuando se detenían para rea­ lizar sus complicadas danzas rituales, golpeando los escudos con las varas y cantando su himno, el Carmen Saltare, un críptico canto religioso en latín arcaico, cuyas palabras eran casi ininteligibles en la época aquí estudiada. Al anochecer, ayunaban. Marco se tomó muy en serio sus deberes como miembro de los Salios. Cumplió sucesivamente varias funciones sacerdotales y fue primer dan­ zante, vates (profeta) y maestro de la orden. Su tarea en esta última función consistía en iniciar a los nuevos miembros y despedir formalmente a quie­ nes la abandonaban. Aprendió de memoria las fórmulas arcaicas de modo que, en su caso, nunca fue necesario que se las leyeran en alto para que él las repitiese. Durante el tiempo en que Marco fue sacerdote salió se produ­ jo un presagio que fue recordado (mucho más tarde, sin duda) como signo de su futura función. Cuando, según la costumbre, los miembros del cole­ gio arrojaban sus coronas sobre el lecho del banquete del dios, la de Marco cayó sobre la frente del dios Marte, como si éste la hubiera colocado allí, mientras que las demás fueron a dar cada una por su lado.21 No constan más detalles sobre los primeros años de su educación. Poco antes de cumplir los doce estaba ya listo para comenzar la educación se­ cundaria a cargo de los grammatici. En su caso se han documentado tam­ bién los nombres de otros dos maestros. El primero, Andrón, era «geó­ metra y músico». La formación matemática de Marco no comenzó, probablemente, hasta que hubo cumplido los once. La enseñanza musical debió de consistir principalmente en aprender canto. Por aquellas mismas fechas se le asignó otro maestro, el profesor de pintura Diogneto, quien, sin embargo, fue para Marco algo más que eso. Al parecer fue el primero en mostrar a Marco los atractivos de la filosofía — al menos como modo de vida— . Marco recordó en sus Meditaciones las lecciones aprendidas de aquel hombre: D e Diogneto: el evitar inútiles ocupaciones; y la desconfianza en lo que cuen­ tan quienes hacen prodigios y hechicerías acerca de encantamientos y conju­ ración de espíritus y de otras prácticas semejantes; y el no dedicarme a la cría de codornices ni sentir pasión por esas cosas; el soportar la conversación fran­

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ca y familiarizarme con la filosofía; y el haber escuchado primero a Baquio, luego a Tandasio y Marciano; haber escrito diálogos en la niñez; y haber de­ seado el catre cubierto de piel de animal, y todas las demás prácticas vincula­ das a la formación helénica.

Fue entonces, a punto de cumplir los doce años (en abril del 132), cuando Marco se entusiasmó con la idea de adoptar la austera forma de vida de los filósofos, según anota su biógrafo. Comenzó a adoptar la vestimenta y, poco después, los hábitos de resistencia de los filósofos. Estudiaba vestido con un tosco manto griego. Se acostaba en el suelo, y sólo ante la insistencia de su madre consintió, a regañadientes, en dormir en un pequeño lecho cubierto con pieles .22

Por entonces florecían como nunca lo habían hecho antes todo tipo de ma­ gos y milagreros, y todavía iban a florecer más. Siendo emperador, Marco iba a conocer a uno de aquellos charlatanes a lo grande: Alejandro de Abonutico. El modo de vida filosófico adoptado por Marco a los once años parece, según la descripción que se da de ella, un intento de imitar a los cí­ nicos, que para la gente corriente eran los filósofos practicantes más reco­ nocibles en su momento, pues cultivaban la vida sencilla hasta la agresivi­ dad. El sardónico ensayista Luciano retrató a uno de los que practicaban la filosofía cínica, Peregrino, con palabras casi tan mordaces como las que empleó para despedazar las falaces pretensiones de Alejandro, el falso pro­ feta y milagrero.25 La dedicación solemne y seria del muchacho a sus estudios impresionó a Adriano, que se interesó vivamente por su educación desde una fase tem­ prana. El emperador, jugando con su nombre de Verus («verdadero», «veraz» o «auténtico») le dio el apodo de Verissimus, «el más verdadero». El nombre cuajó y se ha encontrado incluso en monedas y en una inscrip­ ción. Sin embargo, es evidente que Adriano no pudo haber visto muchas cosas de Marco durante aquella época de su niñez. En el 12 1, año del naci­ miento de Marco, se hallaba en las Galias y a orillas del Rin. En el 122 es­ taba en Britania; en el 123 atravesó Hispania de camino al este, y celebró conversaciones con el rey de los partos en la frontera. Los años 124 y 125 los

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pasó en territorios de habla griega — en realidad, Adriano no volvió, pro­ bablemente, a Roma hasta el 127— . En el 128 volvió a visitar África, y tras un breve regreso a Roma partió para Atenas, las provincias orientales y Egipto. En el 13 1 se hallaba de vuelta en Roma, pero la guerra judía, que estalló en el 132 y duró cuatro años, requirió su atención. En su visita a Egipto, Adriano había perdido a su favorito, el hermoso joven bitinio An­ tinoo. Durante un tiempo se mostró inconsolable, y el joven fallecido fue deificado — asunto que provocó considerables murmuraciones entre la aristocracia— . Adriano no estaba ya tan en forma como antes, aunque en el año 132 tenía sólo cincuenta y seis años. Comenzó a plantearse la cues­ tión de la sucesión. En el 134, Adriano nombró cónsul por tercera vez a su cuñado, Serviano, un hombre entrado en años. Aquella distinción tardía llevó, quizá a Serviano a esperar algo más — a pesar incluso de que Annio Vero, el abuelo de Marco, había recibido un honor similar— . Pero Servia­ no tenía un nieto, Pedanio Fusco Salinátor, entonces joven. Como sobrino nieto de Adriano, Fusco debería haber sido su legítimo heredero.24 Adriano pasó sus últimos años en su palacio campestre de Tívoli, al pie de las colinas sabinas, a 32 kilómetros al este de Roma. Aquel enorme com­ plejo de salas, baños, teatros, lagos, pórticos, templos y jardines ornamen­ tales era el orgullo y la alegría de Adriano. Ocupaba más de cincuenta hectáreas, con una circunferencia de varios kilómetros. Adriano la había mandado construir personalmente — y, sin duda, había participado en el diseño arquitectónico— . La llenó de originales o copias de obras de arte de todos los lugares que había visitado en sus viajes o de copias de edificios — de Tesalia, Atenas y Alejandría. Adriano comenzó a construirse también un mausoleo, pues las criptas imperiales edificadas por Agusto en el Campo de Marte estaban llenas para entonces. La tumba de Adriano se levantaría frente al nuevo puente que había dado a Roma, el Pons Aelius. Puente y tumba han acabado sien­ do más famosos con las denominaciones de Ponte y Castel Sant’Angelo. Es posible que fuera en aquellos años de Tívoli cuando Adriano conoció y sin­ tió afecto por Lucio Ceyonio Cómodo, casado entonces con la hija de Avi­ dio Nigrino, uno de los hombres ejecutados por el emperador al comienzo de su reinado.25 Ceyonio Cómodo era un joven de buen gusto que pudo ha­ berle parecido atractivo a Adriano. Su familia era una de las que se habían

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encumbrado hasta la eminencia social basándose en los meritorios servi­ cios prestados bajo la dinastía Flavia. Su abuelo había sido cónsul el penúl­ timo año de la vida de Vespasiano y fue uno de los únicos cuatro hombres que tuvieron el honor de ejercer el consulado ordinario durante su reina­ do sin ser miembros de la familia imperial (los otros dieciséis puestos fue­ ron cubiertos con regularidad por Vespasiano y sus hijos). Luego, fue go­ bernador de Siria. Esta distinción era suficiente para permitir a sucesivas generaciones acomodarse en una vida de desahogo confiado y opulento y disfrutar de los honores tradicionales del Estado romano como un derecho hereditario, sin tener que ingresar en el servicio imperial como soldados y administradores. El segundo Ceyonio Cómodo fue cónsul en el año 10 6 ; y el Cómodo de quien hablamos, el tercero de la serie, iba a serlo en el 13 6 . Su colega fue su hermanastro Sexto Vetuleno Cívica Pompeyano — los pa­ dres de ambos habían sido colegas en el año 10 6 — . El abuelo de Cívica Pompeyano, como el de Cómodo, había estado al mando de legiones — y padecido una muerte violenta debido a los celos de Domiciano— . Para en­ tonces, aquellos días habían concluido. La madre de Cómodo debió de ha­ ber sido una mujer notable. Sólo conocemos su nombre, Plautia, y ningún detalle acerca de su personalidad, pero tuvo tres maridos, de los que el pa­ dre de Cómodo fue sólo el primero. Al morir éste, se casó con Avidio N i­ grino, por lo que la esposa de Cómodo, Avidia, fue durante un tiempo her­ manastra suya. Finalmente, tras el desafortunado final de Nigrino, contrajo matrimonio con Cívica Cerial, padre de Pompeyano, de quien tuvo otro hijo, Cívica Bárbaro, nacido probablemente en torno al 124. Ce­ yonio Cómodo tuvo un hijo que nació en diciembre del 13 0 , y dos hijas, Ceyonia Fabia y Ceyonia Plautia. En el año 1 3 6 , Adriano dispondría el compromiso matrimonial de Marco con una de ellas, Fabia.26 Pero presentar en este momento a Lucio Cómodo y su familia signifi­ ca adelantar, muy ligeramente, los detalles conocidos de la vida de Marco. Según hemos mencionado, era normal que, entre los once y los doce años, los muchachos pasaran de las manos del litterator a las del grammaticus. Ese fue, probablemente, el momento en que se planteó la cuestión de si Marco debía formarse en casa o asistir a la escuela. Al final, se optó por un núme­ ro mayor de tutores: uno griego, Alejandro de Cotieo, y dos latinos, T rosio Apro, de Pola, en el extremo nordeste de Italia, y Tuticio Próculo, de Sica

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Veneria, en la provincia de África. Aquellas tres personas debieron de ha­ berse encargado de la educación de Marco hacia el 132 o 133. La tarea del grammaticus consistía en transmitir a sus pupilos el conocimiento de la li­ teratura. Los estudiantes debían leer en alto pasajes de autores clásicos y aprenderlos de memoria, y su maestro comentaba cuestiones de estilo y les inculcaba las lecciones morales o filosóficas que podían hallarse en ellos. Nuestro conocimiento de los dos maestros latinos es escaso. Trosio Apro es un mero nombre, pero Tuticio Próculo fue recompensado más tarde por Marco con el rango de senador y un proconsulado.27 Alejandro de Cotieo, el preceptor griego, fue, en cambio, una conocida figura literaria de comienzos del siglo 11, la principal autoridad en Home­ ro. Fue también maestro del orador Elio Aristides, quien escribió una re­ buscada oración fúnebre en honor de Alejandro en forma de discurso diri­ gido al pueblo de Cotieo, ciudad frigia de la provincia de Asia. Marco tenía un recuerdo favorable de Alejandro cuando escribió en sus Meditaciones·. D e Alejandro el grammaticus: la aversión a criticar; el no reprender con inju­ rias a los que han proferido un barbarismo, solecismo o sonido mal pronun­ ciado, sino proclamar con destreza el término preciso que debía ser pronuncia­ do, en forma de respuesta o de ratificación o de una consideración en común sobre el tema mismo, no sobre la expresión gramatical, o por medio de cual­ quier otra sugerencia ocasional y apropiada.

En el griego de las Meditaciones del propio Marco se ha detectado algo de esa formación: la insistencia en el contenido más que en el estilo complica­ do, en la elección cuidadosa del lenguaje y en algún que otro empleo de ex­ presiones homéricas.28

Al cumplir los catorce años, Marco tomó la toga virilis, el atuendo de la vi­ rilidad. En ese momento se habría desprendido del amuleto de oro y la toga franjeada de su niñez y habría vestido la toga blanca lisa de los hom­ bres. A partir de entonces era ya un ciudadano pleno, listo para participar en la vida pública. Pero su educación debía proseguir — en realidad, conti­ nuaría durante muchos años más, por imposiciones del rango al que iba a

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acceder y por sus propias inclinaciones— . Poco después de aquello, Adria­ no expresó el deseo de que se efectuara el compromiso matrimonial entre Marco y la hija de Ceyonio Cómodo. Marco celebró su decimocuarto cum­ pleaños en abril del 1 3 5 , pero no sabemos si fue prometido a Ceyonia Fabia ese mismo año o en el 13 6 . Los esponsales se celebraron probablemente en esta última fecha, pues la asunción de la toga virilis solía llevarse a cabo por costumbre en la fiesta de los Liberalia, el 1 7 de marzo — por lo que no pudo ser en el año 1 3 5 — Un motivo adicional es que, una vez celebrado el compromiso, se le concedió un nuevo honor: el de la prefectura de la ciu­ dad durante lasferiae Latinae. Estas «fiestas latinas» se celebraban anual­ mente en Albano el mes de abril en una fecha fijada por los cónsules, que debían hallarse presentes personalmente en las ceremonias. Como esto su­ ponía su ausencia obligada de Roma, nombraban un prefecto de la ciudad para que se encargase de la administración en su lugar. Tras la institución por parte de Augusto de un cargo de prefecto de dedicación plena, aquella función arcaica perdió cualquier significado real, pero se mantuvo y fue ejercida habitualmente por jóvenes miembros de la aristocracia o la fami­ lia imperial. Como los que hacían el nombramiento eran los cónsules, pa­ rece probable que fuese Ceyonio Cómodo quien nombró a su futuro yer­ no. Según su biógrafo, Marco «se comportó con gran brillantez al actuar en sustitución de los magistrados y participar en los banquetes del empera­ dor Adriano ».3° ,2 9

El ingreso en el círculo familiar de los Ceyonio Cómodo tuvo otro efec­ to importante en la vida de Marco: el conocimiento de un filósofo estoico, Apolonio de Calcedonia, que había sido instructor de Cómodo. El estoicis­ mo era en ese momento la escuela filosófica de moda, y Apolonio uno de sus principales exponentes. Es indudable que Marco fue enormemente influenciado por aquel hombre, a quien nombra junto con sólo dos más como una de las personas cuyo conocimiento agradece a los dioses. Más tarde estudiaría de manera regular con Apolonio.3' Otro acontecimiento familiar — el matrimonio de Annia Cornificia, hermana menor de Marco, con Umidio Cuadrato, al parecer primo carnal suyo— debió de haber ocurrido por aquellas mismas fechas. Se supone que, coincidiendo con esta boda, Domicia Lucila preguntó a Marco si da­ ría a su hermana una parte de la herencia que le había dejádo su padre.

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Marco respondió que se la entregaría toda. Se contentaba con la fortuna de su abuelo (a pesar de que éste seguía aún vivo), y añadió que su madre po­ día legar a su hermana todas sus propiedades para que no fuera más pobre que su marido.32 A finales del 136 se produjo un suceso que conmocionó a los círculos dirigentes de Roma. Adriano había enfermado, y casi muerto, debido a una hemorragia. La inseguridad acerca del futuro generada por su estado de salud dio pie a especulaciones sobre su sucesor. Mientras Adriano se ha­ llaba postrado en cama en las primeras fases de su enfermedad, pensó pri­ mero en Serviano, su nonagenario cuñado, a quien, a pesar de todo, había nombrado recientemente cónsul por tercera vez. La gente recordaba cómo Adriano había pedido en cierta ocasión a sus amigos con motivo de un ban­ quete que le dieran los nombres de diez hombres competentes para ser em­ peradores, y luego añadió: «No, sólo necesito saber nueve, pues ya tengo a uno: Serviano». Pero a continuación sufrió la hemorragia en Tivoli, y en medio de su enfermedad, ciertos actos de Serviano le parecieron sospecho­ sos: «Había dado un banquete a los esclavos imperiales, se había sentado en la silla imperial junto a su lecho y a pesar de tener noventa años, solía mar­ char erguido al encuentro de la guardia pretoriana cuando estaba de guar­ dia». Entretanto, Adriano oyó también informaciones de que ciertas pro­ fecías y augurios habían inducido a Pedanio Fusco Salinátor, nieto de Serviano, a esperar conseguir el poder imperial. Pero Adriano pensaba en otra persona y Serviano no pudo ocultar su disgusto. La desafortunada pa­ reja fue obligada a suicidarse. Serviano, mientras ofrecía incienso a los dio­ ses justo antes de fallecer, afirmó su inocencia y maldijo a Adriano: «Que suspire por la muerte y no pueda morir». En aquel momento, según el bió­ grafo de Adriano, se quitó la vida a muchos otros abiertamente o median­ te engaños; y cuando falleció la emperatriz Sabina, quizá también en el año 136, se rumoreó que había sido envenenada por Adriano.33 Al final, Adriano anunció públicamente su elección de heredero y adoptó a Ceyonio Cómodo como hijo. Según el biógrafo, su único mérito era su belleza. Tras el asunto de Antínoo, los gustos de Adriano en esta materia eran demasiado conocidos, y el motivo aducido era también de­ masiado obvio (e improbable).34 La adopción pudo haber sido por parte de Adriano un acto de con­

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ciencia moral destinado a corregir lo que se había hecho a Avidio Nigrino, suegro de Ceyonio Cómodo. Se decía que en los meses iniciales del reina­ do de Adriano se había pensado en Nigrino como sucesor suyo, hasta que fue ejecutado en el 118 por «haber conspirado contra la vida del empera­ dor» . Por lo demás, pudo haberse tratado de un gesto de mera perversidad — un afán de Adriano de enfurecer a otros aspirantes— . La adopción tuvo, desde luego, ese efecto. Se realizó invitis omnibus, «contra la voluntad de todos». A ello pudo haberse añadido el deseo, conocido entre los gran­ des personajes, de ser sucedido por alguien de menor categoría, para que su propia reputación quedara realzada comparativamente ante la historia. Algunos creían que Adriano había pronunciado algún juramento de adoptar a Ceyonio Cómodo, aunque no se documenta ni cuándo ni por qué.35 Sin embargo, ninguno de esos motivos parece verosímil. Tiene más sentido suponer que Cómodo fue adoptado por sus orígenes familiares y sus vínculos. La futura relación con Marco, a la que el propio Adriano ha­ bía dado pie, era una parte importante de esos vínculos. Pero también había otros: Libón, tío de Marco, estaba casado con Fundania, prima de Cómodo; y Aurelia Fadila, prima de Marco, había contraído matrimonio con Lamia Silvano, primo de Cómodo. El gran favoritismo mostrado por Adriano a Annio Vero y la probabilidad de que el propio Adriano estuvie­ ra ligado a los Annio a través de los Dasumio y, quizá también, de Matidia, da a entender que Marco, nieto de Vero, formó parte del plan dinástico de Adriano desde el primer momento. Cómodo tenía un hijo joven, pero en el mejor de los casos no pasaba de los cinco años en el momento de su adop­ ción. De ahí que, a largo plazo, el quinceañero Marco debiese parecer el probable sucesor. El biógrafo de la Historia Augusta afirma que Adriano sabía, por el horóscopo de Cómodo, que éste no viviría mucho; y, desde luego, no disfrutaba de buena salud. Las intenciones de Adriano permane­ cen envueltas en un misterio que un estudioso moderno ha intentado disi­ par sosteniendo que Cómodo era hijo ilegítimo de Adriano. Pero faltan pruebas.36 La adopción constituyó la culminación de la creciente impopularidad de Adriano en el Senado. Las muertes de Serviano y su nieto habían cau­ sado una profunda impresión. Los círculos cultos de la capital recordaron, quizá, una carta de Plinio:

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Me agrada oír que tu hija ha sido prometida a Fusco Salinátor, y te felicito por ello. L a fam ilia pertenece al patriciado, su padre es un hombre sumamente honorable, y su madre igualmente digna de elogio; él mismo es una persona estudiosa y erudita y hasta elocuente. Combina una sencillez infantil y un en­ canto juvenil con la seriedad de un hombre de edad madura... T e puedo aségurar que será un yerno m ejor de lo que podrían imaginar tus deseos. Sólo le queda darte lo antes posible nietos iguales a él...37

La adopción se celebró públicamente con espectáculos de juegos en el Cir­ co Máximo y un reparto de presentes al pueblo de Roma y a los soldados. Cómodo tomó el nombre de Lucio Elio César y fue designado cónsul por segunda vez para el año 137; a finales del 136 se le concedió también el ho­ nor tribunicio— el summifastigii vocabulum, «el título del más alto rango», según definió Tácito unos años antes aquella dignidad creada por Augus­ to— .,8 Adriano había decidido que el nuevo César marchara al ejército. Al iniciar sus nuevas obligaciones, no había causado buena impresión — la en­ fermedad le había impedido comparecer ante el Senado para pronunciar el discurso de agradecimiento a Adriano por su adopción— . Adriano consi­ deró, sin duda, que una gira de servicio militar podría tener un efecto be­ neficioso. Elio fue enviado al Danubio, a Carnunto, con poderes de pro­ cónsul sobre las dos provincias panónicas. Entre las tribus germanas de Eslovaquia se había producido cierta agitación. La presencia de un miem­ bro de la familia imperial habría sido un gesto calculado para recomponer la lealtad de las tribus del otro lado del Danubio, en particular los cuados, una poderosa tribu sueva que los emperadores romanos habían procurado mantener sometida a su protectorado por todos los medios. Los cuados fueron asentados en el valle del río March o Morava, que desemboca en el Danubio kilómetro y medio, aproximadamente, aguas abajo de la fortale­ za de la legión X IV Gémina de Carnunto. El gobernador de Panonia Su­ perior tenía su residencia en la ciudad, fuera de la fortaleza, y fue allí don­ de Elio César instaló su cuartel general. El valle del Morava formaba parte de una importante ruta comercial que corría en dirección norte-sur entre el Báltico y el Adriático, la Ruta del Ámbar. Carnunto y su provincia de Panonia Superior, que se extendía a ambos lados de dicha ruta, eran el gozne de unión entre las zonas occidental y oriental del imperio.39

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En el invierno del 137, Elio César regresó a Roma. Tenía que pronun­ ciar un importante discurso en el Senado el primer día del año 138. Pero durante la noche cayó enfermo. El medicamento que se le administró em­ peoró su estado, y Elio falleció aquel mismo día. Las referencias a que to­ sía sangre antes incluso de ser adoptado y a que su muerte fue causada por una hemorragia hacen pensar que era tuberculoso. Adriano prohibió la ce­ lebración de actos de duelo público, pues habrían impedido que se pro­ nunciaran los importantes votos solemnes formulados por el Estado con motivo del año nuevo.40 En ese momento pareció cumplirse la maldición de Serviano. Adriano se sentía cansado de vivir y padecía hidropesía; deseaba morir, pero no po­ día. En enero del 138, aquel hombre perspicaz y supersticioso observó ya ciertos presagios de su muerte (o afirmó posteriormente que los había no­ tado). El día anterior al de su cumpleaños, el 23 de enero, alguien entró en el Senado sollozando. El emperador se sintió visiblemente afectado. Al pa­ recer, habló de su propia muerte, pero sus palabras resultaron ininteligi­ bles. Luego tuvo un lapsus; quiso decir: «tras la muerte de mi hijo» (Elio César), pero dijo: «tras mi muerte». Era también obvio que tenía sueños inquietantes. Soñó que había pedido a su padre una pócima para dormir, y que había sido vencido por un león. Al día siguiente, 24 de enero, en su se­ xagésimo segundo aniversario, puso fin a las especulaciones sobre su suce­ sor. Convocó en su casa una reunión de los senadores más eminentes y res­ petados, es decir, una reunión del consilium, y acostado en su lecho les pronunció un breve discurso, cuyo contenido general fue registrado por Casio Dión: L a naturaleza, amigos míos, no me ha permitido tener un hijo, pero vosotros lo habéis hecho posible por medio de la ley. Entre estas dos clases de hijos se da la siguiente diferencia: el engendrado por uno mismo acaba siendo la cla­ se de persona que quiere el cielo; el adoptado es el que alguien toma para sí como resultado de una elección deliberada. Un hijo natural puede ser men­ talmente defectuoso o inválido. Uno elegido será, sin duda, sano de cuerpo y mente. Ese fue el motivo de que eligiera antes a Lucio [Ceyonio Cómodo], una persona como no podría haber esperado que llegase a ser un hijo mío, en­ tre todos los demás. Pero como el cielo me lo ha arrebatado, he encontrado para vosotros como emperador en su lugar al hombre que ahora os doy, al-

12 1 d. C. 26 de abril: Nacimiento de Marco (Roma); su abuelo Vero es consul por segunda vez y prefecto de la ciudad c. 122 Nacimiento de Cornificia, hermana de Marco c. 124 Muerte del padre de Marco en el cargo de pretor 126 E l abuelo de Marco es consul por tercera vez 127 Marco ingresa en el orden de los equites a los seis años de edad 128 Marco es nombrado salios Palatinus a los siete años. Comienza su educación primaria 132 Marco se siente atraído por primera vez por la filosofía a los once años 133 Comienza su educación secundaria 135 Adriano empieza a vivir en Tívoli 136 Marco toma la toga virilis a los catorce años (quizá, el 17 de marzo). Es designado pre­ fecto honorario de la ciudad durante las fiestas Latinas Tras su decimoquinto cumpleaños, es prometido a Ceyonia Fabia, hija de L . Cómo­ do, cónsul de aquel año. Conoce a Apolonio el Estoico L . Cómodo, adoptado por Adriano, pasa a ser L. Elio César. Cornificia, la hermana de Marco, se casa con Umidio Cuadrato Suicidio de Serviano, cuñado de Adriano, y de Fusco Salinátor, nieto de Serviano 137 L. Elio César, en Panonia 138 i de enero'. Muerte de L . Elio César . 25 defebrero·. T . Aurelio Antonino, tío materno de Marco, es adoptado por Adriano. Marco, de dieciséis años, y L. Cómodo el joven (Lucio) son adoptados por Antonino. Faustina, hija de Antonino, es prometida a L. Cómodo el joven. Marco se traslada a la casa de Adriano en Roma. Marco es designado cuestor para el 139. Antonino es de­ signado cónsul para el mismo año 10 de julio·. Muerte de Adriano (en Bayas); Antonino accede al trono. Se cancelan los esponsales de Marco con Ceyonia Fabia y de Lucio con Faustina Marco es prometido en matrimonio a Faustina. Apoteosis de Adriano. Antonino recibe el nombre de Pío 139 Pío es nombrado cónsul, y Marco cuestor (a los diecisiete años). Marco es designado cónsul para el año 140. Marco cumple funciones d t sevir turmarum equitum Romano­ rum·, adquiere el rango de princeps iuventutis\ recibe el nombre de César; es cooptado a los principales colegios sacerdotales. Se traslada al palacio. H a dado comienzo su educación superior, y su profesor más conocido es M. Cornelio Frontón 140 Marco es cónsul por primera vez a los dieciocho años, junto con Pío. Estudia con Frontón y asiste a los consejos imperiales 142 Frontón, tutor de Marco, cónsul (julio) 143 Herodes Ático, tutor de Marco, cónsul (enero) r45 Marco es cónsul por segunda vez, junto con Pío Final de la primavera·. Marco, de veinticuatro años, se casa con Faustina 146-147 Marco se vuelca con entusiasmo en la filosofía 147 j o de noviembre·. Faustina da a Marco una hija (Domicia Faustina) / de diciembre: Marco recibe la tribunicia potestas·, Faustina obtiene el nombre de Augusta 148 900 aniversario de la fundación de Roma 149 Faustina da a luz dos hijos gemelos: ambos mueren antes de haber cumplido un año 150 7 de marzo: Faustina da a luz una segunda hija (Lucila)

152 1 53 154 155 151-16 0 155 -16 1 161

Muerte de Cornificia, la hermana de Marco. Lucio es designado cuestor Lucio ocupa el cargo de cuestor Lucio es nombrado cónsul Victorino, amigo de Marco, es nombrado cónsul Marco y Faustina tienen más hijos Muere Domicia Lucila, madre de Marco Marco desempeña el consulado por tercera vez, junto con Lucio y de marzo: Muerte de Antonino Pío. Marco, de treinta y nueve años, se convierte en emperador con los nombres de Imperator Caesar M. Aurelius Antoninus Augustus, junto con Lucio, que pasa a ser Imperator Caesar Lucius Aurelius Verus Augustus 3 1 de agosto·. Faustina da a luz a dos gemelos (Antonino y Cómodo) Crisis militar en Oriente. Inundación y hambruna en Roma 162 Lucio es enviado al este Faustina da a luz un hijo (Annio Vero) 163 Victorias romanas en Armenia 194 Lucio se casa con Lucila (en Éfeso) 165-166 Muerte de Antonino, hijo de Marco Victorias romanas contra Partía 166 Regreso de Lucio a Italia Octubre·. Celebración de un triunfo por las victorias en Oriente c. 166 Muerte de Frontón 167 Se propaga la peste en Roma Amenaza militar contra las fronteras del norte 168 Marco y Lucio parten para el norte. Invernan en Aquilea 169 Enero·. Muere Lucio a los treinta y nueve años de edad Marco (que tiene en ese momento cuarenta y siete años) regresa a Roma. Lucila con­ trae matrimonio con Pompeyano Annio Vero, hijo de Marco, muere a los siete años Otoño: Marco regresa con los ejércitos del norte c. 170 Nacimiento de la hija menor de Marco (Sabina) 170 -171 Fracaso de la ofensiva romana. Invasión de Grecia e Italia 172 Marco derrota a los invasores. Comienza la ofensiva romana. Marco establece su base en Carnunto 173 Marco mantiene su base en Carnunto 174 Faustina y Sabina se unen a Marco en Sirmio 175 Sublevación de Casio en el este. Marco establece un armisticio con los sármatas Cómodo es llamado para acudir al frente desde Roma. Marco y la corte marchan al este Muerte de Faustina a los cuarenta y cinco años de edad, aproximadamente 176 Finales de otoño·. Marco y Cómodo regresan a Roma 23 de diciembre: Marco y Cómodo celebran un triunfo 177 i de enero: Cómodo es nombrado coemperador a los quince años y desempeña el consulado junto con su cuñado Quintilo 178 Cómodo, de dieciséis años, contrae matrimonio con Crispina j de agosto·. Marco y Cómodo marchan al frente del norte 179 Victoria de Roma sobre las tribus del norte 180 77 de marzo: Muerte de Marco (cerca de Sirmio) a los cincuenta y ocho años de edad cu ad ro n:

Acontecimientos en la vida de Marco Aurelio

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guien noble, afable, compasivo y prudente, que no es ni lo bastante joven para obrar con precipitación ni demasiado viejo para ser negligente; alguien que ha sido educado según las leyes y ha ejercido la autoridad de acuerdo con nuestras costumbres ancestrales. De modo que no ignora ningún asunto con­ cerniente al poder imperial, sino que puede abordar bien todos ellos. Hablo de A urelio Antonino, aquí presente. Sé que no siente la menor inclinación a verse implicado en asuntos de gobierno y no desea ni de lejos tal poder; sin embargo, no creo que vaya a ignorarnos deliberadamente a vosotros o a mí, sino que aceptará el mando, incluso contra su voluntad.

Así fue como se anunciaron las intenciones de Adriano, quien encomendó formalmente a Antonino a los dioses.4' Luego, varios de los presentes debieron de haber relatado diversas anécdotas acerca de la ocasión. Una versión, en concreto, registra el efecto producido por la aparición de Antonino en una reunión del Senado en al­ gún momento de aquel mismo mes de enero. Antonino había entrado sos­ teniendo por el brazo a su venerable suegro Marco Annio Vero. Adriano consideró aquella escena tan conmovedora que decidió adoptar a Antoni­ no. Pero esa misma historia se aduce también como el motivo de que An­ tonino recibiera más tarde el nombre de Pío (Piadoso). Otros contaron también que, cuando Adriano estaba encomendando a Antonino a los dio­ ses, su toga ribeteada había resbalado sin motivo aparente dejando al des­ nudo su cabeza, que, según la costumbre romana, se había cubierto para orar. Y el sello de anillo con un retrato suyo tallado en él se le deslizó súbi­ tamente del dedo. Ambos hechos eran presagios de su cercano final, según dijo la gente.42 El motivo de la elección de Antonino no fue un impulso súbito. El bió­ grafo ofrece una descripción suficientemente detallada de su personalidad como para que aparezcan otras razones palmarias. Era muy rico. Poseía un carácter sosegado y benevolente. Era una persona culta y un buen orador, un hombre ahorrativo y un terrateniente consciente. Poseía todas estas cualidades en una proporción adecuada y sin ostentación. Sin embargo, sus cargos públicos no le habían dado una experiencia muy amplia. Aparte de la cuestura, la pretura y el consulado en Roma, sólo había recibido dos nombramientos: el de miembro del grupo de cuatro consulares nombrados

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por Adriano para administrar justicia en Italia, y el de procónsul de Asia por el plazo de un año, probablemente del verano del 135 al del 136. La asignación de consulares a Italia fue una innovación de Adriano vista con malos ojos por el Senado — violaba una prerrogativa senatorial (la de ad­ ministrar Italia mediante magistrados urbanos), y constituía un indició de que el país iba camino de ser considerado una mera provincia— . Antoni­ no fue destinado a la zona «donde se hallaban la mayoría de sus posesio­ nes», es decir, Etruria y Umbría, probablemente. Más tarde se dijo que du­ rante el desempeño de su cargo se produjo un presagio de su futuro reinado. Al subir al tribunal para impartir justicia, alguien exclamó: «Que los dioses te guarden, Augusto» — dándole, por tanto, el nombre imperial en vez del suyo— . Su proconsulado en Asia estuvo también marcado por un presagio. La sacerdotisa de Tralles le saludó con la expresión: «Salve, emperador», en vez de: «Salve, procónsul», su fórmula de saludo normal en las visitas que los procónsules le hacían, al parecer, con regularidad. En Cízico, otra ciudad de la provincia de Asia, se trasladó por inadvertencia la corona de la estatua de un dios a una estatua de Antonino. Para agradar a los crédulos se pudieron aducir, incluso, presagios anteriores. Tras haber servido como cónsul, en el año 120, se encontró en su jardín un toro de mármol que colgaba de un árbol por los cuernos. Su casa fue alcanzada por un rayo caído de un cielo sin nubes — pero no sufrió daño alguno— . En Etruria, unas tinajas que habían sido enterradas reaparecieron sobre el suelo. Enjambres de abejas se instalaron en estatuas de Antonino por toda Etruria. Finalmente, recibió frecuentes avisos en sueños de que, entre sus dioses domésticos, debía incluir una estatua de Adriano.43 Al margen de los presagios, Antonino era Un hombre afable y acauda­ lado que había desempeñado un papel honroso, aunque no notable, en la vida pública. En realidad, parece ser que sólo había pasado fuera de Italia el año de su proconsulado. Aparte de eso, no conocía las provincias, por no hablar del ejército, pues no hay constancia de que hubiese desempeñado ningún servicio militar y, en realidad, no es probable que lo hiciera. Un hombre de su posición, cuyos dos abuelos habían sido cónsules por partida doble, no necesitaba demostrar su valía de ese modo si no se sentía inclina­ do a hacerlo. Y Antonino no sentía tal inclinación: era un hombre pacífico. Este fue, probablemente, un factor nada trivial en la elección de Adriano,

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pues toda la política de su reinado había sido un programa de paz ligada a la seguridad. Es probable que a Adriano no le apeteciera ver como sucesor suyo a un hombre con ambiciones militares latentes. Hasta aquí hemos hablado de la personalidad y cualidades del propio Antonino. Pero había otro factor. Una de las condiciones de su adopción fue que adoptara, a su vez, al joven hijo que había sobrevivido a Lucio Elio César, entonces de siete años, y a su propio sobrino Marco. La adopción de Antonino provocó resentimientos, como los había provocado la de Ceyonio Cómodo. «Todos se habían opuesto» a la adopción de Cómodo. La de Antonino «resultó dolorosa para muchos» — en especial para el prefecto de la ciudad de Roma, L. Catilio Severo, colega de Antonino en el consu­ lado del año 120 (pero de más categoría, pues Severo era en ese momento cónsul por segunda vez)— . Era evidente que Catilio Severo estaba hacien­ do planes para asegurarse el trono. Sus planes, o al menos su reacción ante la elección de Adriano, fueron descubiertos. Fue retirado del cargo y le su­ cedió un patricio poco distinguido con los aristocráticos nombres de Servio Cornelio Escipión Órfito.44 El comportamiento de Catilio Severo es un indicio más de que la inten­ ción de Adriano había sido en todo momento garantizar la sucesión a Mar­ co, su favorito «Verísimo» — y de que tales intenciones eran conocidas, o sospechadas, en los círculos gobernantes de Roma— . Catilio Severo era «bisabuelo» del joven Marco, quien, siendo un muchacho, había incluido en su nomenclatura los nombres de «Catilio Severo». Es sumamente verosímil que Catilio Severo se considerase a sí mismo un candidato más adecua­ do que Antonino, el tío de Marco, para el cometido de guardarle el puesto. Esta consideración estaba justificada desde el punto de vista de la categoría y la experiencia administrativa. Severo, cónsul en dos ocasiones y prefecto de la urbe, había sido también procónsul de África, y había ejercido previa­ mente una notable carrera civil y militar. Había comandado una de las le­ giones de Germania, había servido en no menos de tres prefecturas en Roma, había sido gobernador de Capadocia y, a continuación, de Armenia durante la guerra contra Partía (era la única persona que había gobernado Armenia, una nueva provincia cedida por Adriano en el 117) y, luego, había sido con­ decorado por Trajano. En los días críticos de su acceso al trono, Adriano lo había trasladado al ejército de Siria, un puesto de máxima importancia.45

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Es posible que Catilio Severo contara con aliados en su apuesta por el poder. La caída en desgracia de Umidio Cuadrato — otro tío de Marco, pro­ bablemente, y suegro de su hermana— está vinculada a la de Catilio, jun­ to con un tercer nombre, el del antiguo prefecto pretoriano Q. Marcio Turbón. Un miembro joven de la familia de Turbón había sido elegido para ocupar el cargo de cuestor de L. Elio César en su consulado del año 137; pero no se conoce la función desempeñada por el antiguo prefecto en aque­ llos meses críticos. (Quizá murió algo antes, y la vinculación de sus nom­ bres a los de Severo y Cuadrato pudo haber sido mera casualidad).46 En cualquier caso, la elección había recaído en Antonino, quien pidió tiempo para meditar su respuesta, lo que confirmó la opinión de Adriano de que no era ambicioso. Su abuelo Arrio Antonino no había encontrado motivos para envidiar o felicitar a su amigo Nerva cuando fue hecho em­ perador en el año 96. Por otra parte, si su respuesta hubiese sido negativa, su posición habría sido casi intolerable en cualquier régimen futuro, por no mencionar lo que quedaba del reinado de Adriano. Alguien a quien Adriano hubiese señalado como futuro emperador y que hubiera desdeña­ do la oferta, habría sido objeto de resentimiento y sospecha durante el rei­ nado de cualquier otra persona.47 No consta cuánto tardó Antonino en aceptar el ofrecimiento. Pero la ceremonia de adopción no se produjo hasta cuatro semanas después, el 25 de febrero. De acuerdo con los deseos de Adriano, Antonino, que en ese momento pasó a ser Imperator T. Aelius Aurelius Caesar Antoninus, adoptó a su vez a su sobrino Marco y al joven Lucio Cómodo. Los dos mu­ chachos pasaron a ser entonces M. Aelius Aurelius Verus y L. Aelius Au­ relianus Commodus, respectivamente. Además, a petición de Adriano, Faustina, la hija superviviente de Antonino, fue prometida a Lucio. Antonino recibió poderes y títulos acordes con su nueva dignidad. Se convirtió en Emperador y pudo anteponer a su nombre ese título, aunque todavía no el de Augusto. Recibió la potestad tribunicia y el imperium pro­ consular.48 La noche de su adopción, Marco soñó que tenía hombros de marfil, y cuando se le preguntó si podía soportar una carga, descubrió que eran mu­ cho más fuertes que antes. Se había sentido «aterrado al saber que Adria­ no lo había adoptado». Se mudó a regañadientes del hogar materno del

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Monte Celio a la casa particular de Adriano (aunque todavía no, evidente­ mente, a la «Casa Tiberiana», nombre por el que se conocía la residencia imperial situada sobre el Palatino). «Cuando algunos miembros de su ho­ gar le preguntaron por qué le apenaba ser adoptado por la familia del em­ perador, él enumeró los males que podía conllevar el poder imperial», re­ lata el biógrafo, que ofrece una descripción atrayente y verosímil de los hábitos de Marco en el momento de su adopción: E ra tan complaciente que se dejaba llevar a veces a cazar, al teatro o a los es­ pectáculos. L e gustaban el boxeo, la lucha, las carreras y la caza de aves. Ju ­ gaba bien a la pelota y era igualmente buen cazador. Pero su fervor por la fi­ losofía le apartó de todas esas actividades e hizo de él un hombre serio y reservado. Esto, no obstante, no echó a perder en él la simpatía que mostraba a los miembros de su hogar y a sus amigos e, incluso, a quienes conocía me­ nos. E ra austero, pero no irracional; modesto, pero no inactivo; reservado, pero no sombrío.

En otro pasaje, el biógrafo hace un comentario revelador sobre los hábitos del joven Marco tras su adopción: Tenía, además, una consideración tan elevada de su reputación que, incluso de muchacho, solía advertir a sus procuradores — las personas encargadas de sus propiedades y sus asuntos económicos— que no hicieran nada con prepo­ tencia. Tam bién rechazó a menudo herencias que se le legaban, devolviéndo­ las a los parientes más próximos.

No deseaba obtener ventajas injustas de su posición. En el Museo Capito­ lino hay un busto de Marco que lo retrata como hombre joven. Muestra a un muchacho imberbe con la cabeza girada ligeramente hacia su derecha y levemente inclinada. La barbilla es firme, los labios gruesos, un poco sepa­ rados y serios y hasta solemnes; tiene los ojos muy abiertos y una mirada in­ tensa. Su cabeza aparece coronada por un pelo abundante y rizado que, se­ gún la costumbre, le cuelga sobre la frente y las orejas. Es, sin duda, el retrato de un joven serio. Con la primavera llegó el momento de la designación previa de los ma­ gistrados para el siguiente año 139. Antonino iba a ser cónsul por segunda

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vez. Es posible que Adriano pensara en ser su colega. El emperador había pedido en el Senado que Marco quedara exento de la ley que le impedía ocupar el cargo de cuestor antes de haber cumplido los veinticuatro años, y fue designado cuestor de Antonino, que era ahora su padre legal. En abril, Marco tenía diecisiete años y, si las cosas hubiesen seguido su curso normal, no habría iniciado la vida pública hasta el año siguiente, cuando podría ha­ ber sido nominado para uno de los puestos menores reservados a futuros senadores, un grupo de cargos conocidos como «vigintiviratos». El origen familiar de Marco le habría garantizado, sin duda, la función de triumvir monetalis, el puesto disponible de mayor consideración, que implicaba la administración simbólica de la ceca estatal. A continuación habría podido prestar servicio durante un año o más como tribuno de una legión, su se­ gundo comandante nominal. Es improbable que Marco hubiese elegido este servicio militar. Los años intermedios los habría dedicado a viajar y ampliar su educación. Pero esto no iba a ocurrir. Su carrera transcurriría a partir de ese momento al margen de la de sus contemporáneos. N o obstan­ te, su carácter no se vio afectado por el cambio. Siguió mostrando a sus parientes el mismo respeto que cuando era un ciuda­ dano corriente, y era parco y diligente con sus posesiones como lo había sido cuando vivía en un hogar particular; quiso además actuar, hablar y pensar de acuerdo con los principios de su padre [es decir, de Antonino].

La actitud del propio Antonino aparece ejemplificada en su respuesta a su esposa, Faustina la mayor, que le había reprendido por no ser suficiente­ mente generoso con su familia en cierto asunto de menor importancia poco después de su adopción: «Mujer necia, ahora que hemos conseguido un imperio, hemos perdido incluso lo que teníamos antes». Antonino se daba cuenta de que, para un hombre de su posición como ciudadano particular — uno de los más ricos del imperio, sin duda— , la posesión adicional de fondos imperiales quedaba contrapesada con mucho por los gastos exigi­ dos por su nuevo rango — para empezar, por los donativos al pueblo de Roma para festejar la ocasión y por los espectáculos públicos.59 Adriano se sentía ahora asqueado de la vida, relata el biógrafo, y orde­ nó a un esclavo que le diera muerte clavándole una espada. Al oírlo Anto-



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nino acudió ante Adriano acompañado de los prefectos y le suplicó que so­ portara con valentía la inevitable dureza de la enfermedad: en cuanto a él, no sería mejor que un parricida si, en su condición de hijo adoptivo de Adriano, permitiera que lo mataran. La revelación del secreto irritó a Adriano, que ordenó ajusticiar al esclavo, pero Antonino lo protegió. Ca­ sio Dión cuenta la misma historia con unos pocos detalles añadidos. El es­ clavo era un cautivo bárbaro, un yázige, de nombre Mástor. Adriano lo ha­ bía empleado como cazador por su fuerza y su audacia. El emperador había planeado su propia muerte con cierto cuidado trazando una línea de color en torno a un punto situado debajo de la tetilla según le había mos­ trado su médico, Hermógenes, para que a Mástor le resultara difícil fallar en su tarea. Al fracasar su intento, Adriano redactó testamento, pero siguió participando en la administración del imperio. Luego probó a acuchillarse a sí mismo, pero le arrebataron el puñal. Se volvió violento y pidió un ve­ neno a su médico, pero éste prefirió suicidarse.51 A continuación se produjeron dos curiosos episodios. Apareció una mujer a la que, según afirmaba ella misma, se le había dicho en sueños que convenciese a Adriano para que no se suicidara, pues iba a recobrar la sa­ lud. Al no haber cumplido el encargo, había quedado ciega; se le repitió la orden y se le dijo que besara las rodillas del emperador, tras lo cual recu­ peraría la vista. La mujer hizo lo que se le había mandado y, tras haberse lavado los ojos con el agua del templo de donde venía, volvió a ver. (Al pa­ recer, había estado realizando una «cura mediante sueños»). Luego, un anciano ciego de Panonia se presentó ante Adriano mientras éste ardía de fiebre; al tocar al emperador, el anciano recuperó la vista y Adriano dejó de tener fiebre. El cínico Mario Máximo, fuente del biógrafo para esta anécdota, declaró que ambos episodios eran patrañas.52 Adriano partió finalmente para su residencia de Bayas, a la orilla del mar, en la costa de Campania, dejando a Antonino en Roma al cargo de las tareas de gobierno. Pero no mejoró, y lo llamó a su presencia. En el lecho de muerte, aquel emperador de aficiones literarias escribió el breve poema, exasperantemente intraducibie, que podría servir a modo de epitafio para su espíritu inquieto:

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Animula vagula blandula, hospes comesque corporis, quo nunc abibis? in loca pallidula, rigida nubila nec ut soles dabis iocos. [Almita errante y melosa, huésped y compañera del cuerpo, ¿a dónde irás ahora? A un lugarcillo lívido, gélido, neblinoso; y ya no retozarás como acostumbras.] H a b ía ab an d on ad o la dieta prescrita p o r sus m édicos y, según D ió n , se dab a el gu sto de to m ar com idas y bebidas inadecuadas. A l fin al, m ien tras yacía m o rib u n d o , «pron u n ció en vo z alta el conocido dich o p o p u lar: “ M u ­ chos m édicos han m atad o a un re y ” ». F allec ió en presen cia de su h ijo a d o p tivo el 10 de ju lio del año 13 8 .53

Adriano no fue nunca popular en el Senado. Las circunstancias de su acceso al trono y las ejecuciones de senadores ocurridas poco después hi­ cieron casi imposible el establecimiento de buenas relaciones entre ellos. De ahí que el feo asunto de Serviano, cuando la enfermedad llevó a Adria­ no a actuar de manera suspicaz y autoritaria incluso con sus viejos amigos — «a pesar de que había gobernado con la máxima benignidad», según ad­ mite Dión— , no hiciera sino confirmar las opiniones de los círculos diri­ gentes de Roma. Pero esto no debe ensombrecer el hecho de que los logros de Adriano como gobernante fueron colosales. Sus viajes de una punta a otra del imperio dieron a las provincias un nuevo sentimiento de perte­ nencia a Roma, y su reorganización del sistema de fronteras romanas con­ firió una base sólida a las defensas del imperio. Casio Dión, que escribió casi un siglo más tarde, no era admirador suyo — su descripción de las sos­ pechosas circunstancias de su ascenso al trono en el año 117 muestra que no estaba predispuesto a su favor— , pero su veredicto sobre la política militar de Adriano constituye un notable homenaje: Resumiendo, adiestró con su ejemplo y sus órdenes las fuerzas armadas de todo el imperio hasta el punto de que las medidas introducidas por él consti-

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tuyen todavía hoy las normas de combate del ejército. Ésta es la razón de que su reinado fuera de paz con los pueblos extranjeros, pues la mayoría de ellos, al ver su estado de preparación y que no estaban sujetos a agresiones (y que in­ cluso recibían ayuda económica), no causaron problemas. E n realidad, sus tropas estaban tan bien entrenadas que la caballería bátava, según se llama, atravesó a nado el Danubio portando todas sus armas. Los bárbaros, al ver cómo estaban las cosas, mantuvieron un saludable respeto hacia los romanos; se dedicaron a sus asuntos internos y hasta utilizaron a Adriano como media­ dor en sus disputas.

«Otros defectos que la gente encontraba en él», dice Dión en otro pasaje, tras describir las discusiones de Adriano con un arquitecto, «fueron su gran rigor, su curiosidad y su entrometimiento en los asuntos de los demás. Sin embargo, compensó y remedió esos fallos con su atenta administra­ ción, su prudencia, su generosidad y su capacidad; aparte de lo cual, no provocó ninguna guerra» — a diferencia, se sobreentiende, del militarista Trajano— , «y no desposeyó a nadie injustamente de su dinero y, en cam­ bio, concedió a muchos municipios e individuos particulares, como sena­ dores y caballeros, grandes sumas de dinero, sin esperar a que se las pidie­ ran». Trajano había sido también un protector de la cultura helénica, pero bajo Adriano — apodado burlonamente «el grieguillo»— , la mitad del imperio que hablaba griego dio un gran paso adelante. No fue casual que su nieto adoptivo, Marco, escribiera sus Meditaciones en esa lengua.54

3 A U R ELIO C ÉSA R

A la muerte de Adriano recayó sobre Antonino el deber de efectuar los preparativos inmediatos relativos a sus restos. Como medida temporal, Adriano fue sepultado discretamente en Putéolos (Puzzuoli), sobre la ba­ hía de Nápoles, en la villa que había pertenecido en otros tiempos a Cice­ rón, pues no se había rematado todavía el enorme mausoleo de la orilla de­ recha del Tiber. La ceremonia de Putéolos tuvo carácter privado: Adriano fue sepultado «odiado por todos». «Marco se quedó en Roma y llevó a cabo los ritos funerarios para su abuelo (adoptivo)», relata el biógrafo, uno de los cuales podría haber sido el anuncio mediante heraldos de la fecha y organización del funeral públi­ co. «También ofreció un espectáculo de gladiadores como ciudadano par­ ticular, a pesar de ser cuestor», añade el biógrafo — pero podemos suponer que Marco sólo era todavía cuestor designado: no lo sería de hecho hasta fi­ nales de año.1 Inmediatamente después de la muerte de Adriano, Antonino se diri­ gió a Marco a través de su esposa Faustina, tía de éste, y le preguntó si esta­ ría dispuesto a modificar su situación matrimonial. Querían que disolvie­ ra sus esponsales con Ceyonia Fabia y se prometiera a la hija de ambos, Faustina la menor, su prima carnal. Esto suponía también la disolución de los esponsales entre Faustina y Lucio Cómodo, hermano de Ceyonia, que era en ese momento el hijo menor adoptado por Antonino. Faustina era to­ davía demasiado joven para casarse — su matrimonio no se celebró, de he­ cho, hasta el 145, y por tanto es probable que en el 138 sólo tuviera ocho o nueve años— . Esto significaba que Marco debía aguardar siete hasta poder contraer matrimonio. Ceyonia Fabia era probablemente mayor que Faus­ tina — no hay duda de que estaba ya casada unos años antes del 145— ; así 73

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pues, si se hubiera permitido a Marco seguir con sus primeros esponsales, no tendría que haber esperado tanto tiempo. A pesar de las tentaciones a las que estuvo expuesto, según insinúa en las Meditaciones, mientras vivía en la misma casa que la amante de su abuelo, es probable que Marco no tu­ viera experiencia sexual — y tal vez no la tuvo hasta su matrimonio, pues dice: «Conservé la flor de mi juventud y no demostré antes de tiempo mi virilidad, sino que, incluso, lo demoré por algún tiempo». En cualquier caso, la unión con Ceyonia Fabia había sido dispuesta por Adriano; y era bastante obvio que las edades de Lucio y Faustina estaban mal empareja­ das, al menos según criterios romanos — Faustina era, probablemente, un poco mayor que Lucio o, en cualquier caso, muy poco más joven, mientras que la costumbre romana requería normalmente que el novio fuera varios años mayor que la novia— . Marco accedió sin ningún reparo a los nue­ vos planes. En cualquier caso, la promesa de matrimonio no comportaba obligaciones legales muy vinculantes y se podía disolver sin dificultad.2 Se preserva casualmente un documento de la participación de Marco en la vida pública en el que aparece con sus nuevos nombres en el año 138. La ciudad de Cízico, situada en una isla de la Propóntide, en la provincia de Asia, había creado una corporación para hombres jóvenes, un corpus iuvenum, en el cual se proporcionaba formación para la vida pública. Los or­ ganizadores enviaron una representación al Senado para que confirmase su iniciativa (una precaución muy necesaria, pues el Estado romano con­ templaba con suspicacia todo tipo de clubes y sociedades como viveros de oposición política). Antonino actuó como presidente y, tras un discurso pronunciado por uno de los cónsules designados, Apio Annio Galo, se aprobó una moción en su nombre. Para legalizar una moción de ese tipo (al igual que para todos los documentos legales) se requerían siete testigos. Encabezando la lista aparece «Marco Elio, hijo del emperador Tito Elio Adriano Antonino, del distrito electoral de la tribu Papiria, Aurelio Vero». El nombre siguiente al suyo no se ha conservado completo, pero, al parecer, se podría recomponer como el de M. Annio Vero, abuelo de Mar­ co. El cuarto de la lista es su tío paterno, Libón. Es evidente que la familia estuvo muy representada en la comparecencia — pero Marco era en ese momento el de mayor rango, aparte de Antonino— . Es probable que Mar­ co tuviera derecho a hallarse presente por su condición de cuestor designa­

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do. Paradójicamente, se desconoce la respuesta a la petición de la ciudad de Cízico, pues la piedra está rota tras el comienzo del decreto del Senado. Pero como la lápida conmemorativa fue erigida en Cízico, es de suponer que la resolución fuese aprobatoria.3 Los sucesos del resto del año 138 no afectaron grandemente a Marco de manera personal. Antonino, en cambio, se vio involucrado desde el princi­ pio en una lucha con el Senado. La impopularidad de Adriano y el talante «democrático» y la personalidad complaciente del propio Antonino enva­ lentonaron a algunos miembros de la corporación para oponerse a él. An­ tonino se sintió obligado a hacer que la memoria de Adriano recibiera la consagración oficial; debía ser Divus Hadrianus, el Divino Adriano. El Se­ nado se mostró reacio a acceder. Pero la cosa no quedó ahí, sino que pro­ puso la anulación de las leyes dictadas por él. Antonino se resistió: si se anulaban las leyes de Adriano, su propia adopción quedaría también auto­ máticamente invalidada, algo que, desde luego, no podía consentir. Tam­ bién consideraba deber suyo Conseguir la apoteosis de Adriano, quien, de lo contrario, se vería reducido a la misma categoría que Tiberio, Caligula, Nerón y Domiciano: todos los demás emperadores (a excepción de los efí­ meros soberanos del 68 y 69, Galba, Otón y Vitelio) habían sido Divus (Di­ vino) — incluido Julio César— . Quizá Adriano no pudiera compararse con Augusto — ¿y quién podía?— . Pero merecía la consagración tanto como, por ejemplo, Tito y Nerva — excepto por el hecho de que, desde el punto de vista de los senadores, estos dos gobernantes se habían distingui­ do de manera especial por su actitud benevolente hacia el propio Senado— . Éste era el quid de la cuestión. Antonino impuso la propuesta «en contra de la oposición general».4 Adriano iba a ser venerado, por tanto, como un dios. Se celebrarían juegos quinquenales en su honor, se le construiría un templo en Roma — y en otras partes, por ejemplo en Putéolos, el primer lugar donde se dio se­ pultura a su cuerpo— . Y se constituyó un cuerpo sacerdotal formado por senadores que llevó su nombre, los sodales Hadrianales, con unflamen para ocuparse del culto. Cuando el mausoleo estuvo listo, el cadáver fue trasla­ dado al Jardín de Domicia, donde había sido construido, para la celebra­ ción de la ceremonia fúnebre oficial y la consecratio, que se atuvo, sin duda, a los criterios tradicionales ya por aquel entonces. Tras la ceremonia, las

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cenizas se colocaron en la sólida tumba, acompañadas por los restos de L. Elio César y de los tres hijos mayores de Antonino fallecidos antes de su adopción. A pesar de su inflexibilidad respecto a las honras oficiales en me­ moria de Adriano, Antonino dio muestras del cambio de clima en su pro­ pia administración liberando a prisioneros políticos, haciendo regresar a exiliados y conmutando sentencias de muerte impuestas por su predecesor en los atormentados meses finales de su existencia. En cualquier caso, an­ tes de la muerte de Adriano, había tomado medidas para impedir que se ejecutaran sentencias capitales.5 La digna postura de Antonino, unida a su actitud favorable para con el Senado, obtuvo una respuesta cálida. Se le pidió que aceptara un nuevo nombre, el de Pío, y a partir de ese momento se le conoció generalmente como Antonino Pío o, simplemente, Pío. Se han conservado diversas ver­ siones que pretenden explicar el origen de este nombre. En realidad, lo ha­ bía llevado un senador llamado Aurelio, mencionado en los Anales de T á­ cito, que muy bien podía haber sido antepasado de (Aurelio) Antonino. En otras palabras, Pío era, quizá, un nombre de familia que Antonino se sin­ tió con derecho a recuperar para sí. (Pero ninguna fuente alude a ello). La versión más popular se refiere al episodio ocurrido poco antes de la adop­ ción de Antonino, cuando entró en una reunión de senadores sosteniendo a Annio Vero, su anciano suegro: es bastante obvio que ese gesto evocó en las mentes de aquellos hombres al legendario fundador de la raza romana, el troyano Eneas, el pius Aeneas, según lo describe constantemente Virgilio, que se ganó aquel epíteto — cuyo significado es el de «cumplidor de su de­ ber»— , sobre todo, por su acción de rescatar a su anciano padre Anquises de las llamas de Troya y sacarlo de la ciudad cargándolo sobre sus espaldas. Por aquellas fechas se estaba produciendo en Roma una recuperación de la Antigüedad, y la comparación de Antonino con Eneas se habría planteado sin dificultad en las mentes de la gente. En monedas y medallones de An­ tonino aparecen, ciertamente, representaciones de Eneas transportando a su padre. Aquel episodio pudo haber inducido, quizá, a alguien a excla­ mar, por ejemplo: Pius Antoninus (el episodio fue, además, claramente mal interpretado: se ha llegado incluso a afirmar que la primera motivación de Adriano para elegir a Antonino como heredero fue el agrado que sintió ante aquel incidente, lo cual es absurdo). Pero todo ello no era de por sí mo­

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tivo suficiente para que un emperador romano adoptara un nuevo nombre oficial. Hubo otras consideraciones más pertinentes: la profundidad de las convicciones religiosas de Antonino; su actitud de respeto hacia la memo­ ria de Adriano, su padre adoptivo, propia de alguien consciente de su de­ ber; sus esfuerzos para impedir que Adriano se diera muerte; su éxito al proteger a algunos senadores frente a éste; y su general «clemencia» o be­ nignidad (idementia).6 El i de enero del 139, Pío fue cónsul por segunda vez. Tuvo como co­ lega a C. Brutio Presente, cónsul también por partida doble. Presente ha­ bía sido amigo de Adriano durante muchos años y le debía su carrera. Su familia acabaría vinculada a la dinastía Antonina, pues su nieta Crispina se casó con Cómodo, el hijo de Marco — aunque esto ocurriría unos cuarenta años más tarde— . De todos modos, Presente y su hijo fueron personajes influyentes durante los reinados de Pío y Marco.7 Al principio, Pío introdujo pocos cambios en la administración. Según su biógrafo, no sustituyó a ninguna de las personas nombradas por Adria­ no. De hecho, el acceso de Pío al trono fue pacífico y estable, a pesar de las complicaciones iniciales sobre el trato que debía darse a la memoria de Adriano. Aun así, hubo algún que otro cambio. Escipión Orfito, el prefec­ to de la ciudad, «pidió permiso» para dimitir, dice el biógrafo, sin dar fe­ chas ni detalles. No obtuvo el honor de un segundo consulado, como solían conseguir los prefectos en algún momento, y es posible que una petición por su parte fuese el pretexto para su rápido despido. Tal vez fuera susti­ tuido por Brutio Presente. Otro de los cambios se produjo en la poderosa provincia de Britania (uno de los nombramientos principales de este tipo, junto con el de Siria, para un senador), para la que Pío designó a un gober­ nador en el año 139. Su nombre era Quinto Lolio Úrbico, de origen africa­ no, hijo menor de un caballero y el primero de su familia en ingresar en el Senado. Había destacado en la Guerra Judía del 132-135, tras lo cual Adriano lo había nombrado cónsul y, luego, gobernador de Germania In­ ferior. Era común que los gobernadores de Germania Inferior fueran as­ cendidos a la gobernación de Britania, y el nombramiento de Úrbico por parte de Pío no es, por tanto, insólito; además, en cualquier caso, su prede­ cesor debía de hallarse a punto de ser sustituido. Pero como Úrbico iba a emprender pronto una acción que revocaría una decisión política impor-

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tante y muy costosa de Adriano, su llegada a Britania parece haber sido una medida significativa. Es posible que Úrbico fuera recomendado por el principal general del momento, Sexto Julio Severo, su comandante en jefe durante la Guerra Ju­ día librada por Adriano. El propio Severo había sido anteriormente go­ bernador de Britania y quizá consideró que el sistema de frontera estable­ cido por Adriano y Platorio Nepote era difícil de manejar. Otra medida de Pío que cambió de manera radical las disposiciones de Adriano fue la abo­ lición de los cuatro consulares encargados de realizar funciones judiciales en Italia (el mismo Pío había ocupado uno de aquellos puestos). Es proba­ ble que la revocación de la «intromisión» imperial en Italia fuera acogida favorablemente por el Senado.8 En el año 139, Pío dio nuevos pasos para realzar la dignidad de su so­ brino e hijo mayor adoptado: Marco fue designado cónsul para el año 140, y Pío sería su colega. Otros honores fueron su nombramiento como sevir en el desfile anual de caballeros celebrado el 15 de julio. Por su condición de heredero al trono, Marco era jefe del orden ecuestre,princeps iuventutis. En ese momento recibió el nombre de César, y a partir de entonces, hasta la muerte de Pío, se le denominó oficialmente Marco Elio Aurelio Vero Cé­ sar. De momento, sólo tenía el nombre de César y ninguno de sus poderes. Pero no se trataba de un nombre corriente y Marco era muy consciente de ello: «¡Cuidado! No te conviertas en un César», se decía a sí mismo en las Meditaciones muchos años después, «no te tiñas siquiera de púrpura, por­ que suele ocurrir». El sentido implícito es claro. No obstante, en una de sus primeras comparecencias oficiales, relata Casio Dión, cuando, por su con­ dición de princeps iuventutis, «había pasado a ser el jefe de los caballeros», causó una impresión favorable que «entrara en el Foro con los demás, a pe­ sar de ser César».9 Marco fue elegido miembro de los colegios sacerdotales por orden del Senado; los cuatro principales eran los de los pontifices, los augures, los quindecimviri sacris faciundis y los septemviri epulonum. Un senador co­ rriente no podía esperar pertenecer a más de uno, y la mayoría debían con­ tentarse con ser miembros de una de las corporaciones menos distinguidas — los Hermanos Arvales, los fetiales y los sodales del culto imperial— ; es probable que Marco fuera cooptado para todas ellas como algo obvio, aun­

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que sólo disponemos de pruebas directas para el caso de los Hermanos A r­ vales.10 El propio Pío obtuvo una nueva distinción en el año 139 al recibir el tí­ tulo de pater patriae, «padre de la patria», buscado por todos los empera­ dores — aunque se consideraba correcto aplazar la aceptación durante un tiempo— . Adriano había esperado once años. Sorprende un tanto que Pío asumiese el título al cabo de sólo un año, pero es probable que lo hiciera porque el Senado se lo pidió con insistencia. «Al principio, cuando se lo ofreció el Senado, lo rechazó; pero, luego, lo aceptó con un complejo dis­ curso de agradecimiento»." Pío exigió a Marco en ese momento que trasladara su residencia a la Casa de Tiberio, el palacio imperial de la colina Palatina, y le confirió los signos externos y visibles de su nuevo rango: el aulicumfastigium, la «pom­ pa de la corte», a pesar de las objeciones de Marco. La dificultad para llevar una vida normal — o una buena vida— en un palacio es un tema recurren­ te en las Meditaciones: «Donde es posible vivir, también se puede vivir bien, y es posible vivir en palacio, luego es posible también vivir bien en palacio». En un pasaje posterior de las Meditaciones, Marco se dice a sí mismo: «Na­ die te oiga ya censurar la vida palaciega, ni siquiera tú mismo». Debió de haberse dado cuenta de que le resultaba demasiado fácil utilizar su condi­ ción como excusa para no llevar una vida conforme con sus elevados crite­ rios. Pero conocía, seguramente, los versos del poeta estoico Lucano: Quien desee ser piadoso, salga del palacio.

Antonino Pío ayudó a Marco a «arrancar de mí todo orgullo y llevarme a comprender que es posible vivir en palacio sin tener necesidad de guardia personal, de vestidos suntuosos, de candelabros, de estatuas y otras cosas semejantes y de un lujo parecido; sino que es posible ceñirse a un régimen de vida muy próximo al de un simple particular, y no por ello ser más des­ graciado o más negligente en el cumplimiento de los deberes que sobera­ namente nos exige la comunidad». Como cuestor, en el año 139, la función de Marco en el Senado fue de rango inferior. Sus principales obligaciones en cuanto cuestor del emperador consistirían en leer la cartas de éste al Se­

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nado en ausencia del propio Pío y actuar, en general, como una especie de secretario particular parlamentario. En el año 140, en su puesto de cónsul, habría tenido obligaciones más importantes: al ser uno de los dos repre­ sentantes principales del Senado durante su desempeño del cargo, se le exigiría presidir reuniones, celebrar ceremonias oficiales y religiosas y par­ ticipar de manera destacada en las funciones administrativas de aquella corporación. A partir de ese momento iba a asumir un cometido importante en la administración de su padre adoptivo, asistiendo al principio a las reunio­ nes del consejo imperial para observar cómo se gestionaban los asuntos del imperio. Según expresión del biógrafo, «debía de prepararse para gober­ nar el Estado».12 El ascendiente de Pío sobre el joven Marco fue enorme; y de todos los homenajes que tributa en el primer libro de las Meditaciones a aquellos cuya influencia recordaba con gratitud, el que rinde a Antonino Pío es con mucho el más extenso. El retrato del emperador y el hombre ofrecido allí es tan vivido que merece ser citado íntegramente: [...] de mi padre: la mansedumbre y la firm eza serena en las decisiones pro­ fundamente examinadas. E l no vanagloriarse con los honores aparentes; el amor al trabajo y la perseverancia; el estar dispuesto a escuchar a los que po­ dían hacer una contribución útil a la comunidad. E l distribuir sin vacilaciones a cada uno según su mérito. L a experiencia para distinguir cuándo es necesa­ rio un esfuerzo sin desmayo, y cuándo hay que relajarse. E l saber poner fin a las relaciones amorosas con los adolescentes. L a socia­ bilidad y el consentir a los amigos que no asistieran siempre a sus comidas y que no le acompañaran necesariamente en sus desplazamientos; antes bien, quienes le habían dejado momentáneamente por alguna necesidad lo en­ contraban siempre igual. E l examen minucioso en las deliberaciones y la tenacidad, sin eludir la indagación por sentirse satisfecho con las primeras impresiones. E l celo por conservar a los amigos [el término «amigo» tiene aquí un significado oficial, no sólo privado: los miembros del consejo imperial tienen el título de «amigos del em perador»],’3 sin mostrar nunca disgusto ni loco apasionamiento. L a autosuficiencia en todo y la serenidad. L a previsión desde lejos y la regulación previa de los detalles más insignificantes sin esce­ nas trágicas. L a represión de las aclamaciones y de toda adulación dirigida a

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su persona. E l velar constantemente por las necesidades del Imperio. L a ad­ ministración de los recursos públicos y la tolerancia ante la critica en cual­ quiera de estas materias; ningún temor supersticioso respecto a los dioses ni disposición para captar el favor de los hombres mediante agasajos o lisonjas al pueblo; por el contrario, sobriedad en todo y firmeza, ausencia absoluta de gustos vulgares y de deseo innovador. E l uso de los bienes que contribuyen a una vida fácil — y la Fortuna se los había deparado en abundancia— , sin orgullo y a la vez sin pretextos, de ma­ nera que los acogía con naturalidad cuando los tenía, pero no sentía necesidad de ellos cuando le faltaban. E l hecho de que nadie hubiese podido tacharle de sofista, bufón o pedante; por el contrario, era tenido por hombre maduro, completo, inaccesible a la adulación, capaz de estar al frente de los asuntos propios y ajenos. Además, el aprecio por quienes filosofan de verdad, sin ofen­ der a los demás ni dejarse tampoco embaucar por ellos; más todavía, su trato afable y buen humor, pero no en exceso. E l cuidado moderado del propio cuerpo, no como quien ama la vida, ni con coquetería ni tampoco negligente­ mente, sino de manera que, gracias a su cuidado personal, en contadísimas ocasiones tuvo necesidad de asistencia medica, de fármacos o emplastos. Y

especialmente, su complacencia, exenta de envidia, en los que poseían al­

guna facultad, por ejemplo, la facilidad de expresión, el conocimiento de la his­ toria de las leyes, de las costumbres o de cualquier otra materia; su ahínco en ayudarles para que cada uno consiguiera los honores acordes a su peculiar exce­ lencia; procediendo en todo según las tradiciones ancestrales, pero procurando no hacer ostentación ni siquiera de esto: de velar por dichas tradiciones. Ade­ más, no era propicio a desplazarse ni a agitarse fácilmente, sino que gustaba de permanecer en los mismos lugares y ocupaciones. E inmediatamente, después de los agudos dolores de cabeza, rejuvenecido y en plenas facultades, se entrega­ ba a las tareas habituales. El no tener muchos secretos, sino muy pocos, excep­ cionalmente, y sólo sobre asuntos de Estado. Su sagacidad y mesura en la cele­ bración de fiestas, en la construcción de obras públicas, en las asignaciones y en otras cosas semejantes, es propia de una persona que mira exclusivamente lo que debe hacerse, sin tener en cuenta la aprobación popular a las obras realizadas.

Esta observación era, quizá, un recuerdo del interés del propio Marco por su buen nombre en sus años de muchacho, una tendencia a preocuparse por lo que otros pensaran de él, algo contra lo que tuvo que luchar el resto de su vida.14

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Marco Aurelio N i baños a destiempo, ni am or a la construcción de edificios, ni preocupación por las comidas, ni por las telas, ni por el color de los vestidos, ni por el buen aspecto de sus servidores; el vestido que llevaba procedía de su casa de campo en Lorio, y la mayoría de sus enseres, de la que tenía en Lanuvio. ¡Cóm o tra­ tó al recaudador de impuestos en Túsculo que le hacía reclamaciones! Y todo su carácter era así; no fue ni cruel, ni hosco, ni duro, de manera que jamás se habría podido decir de él: «Y a suda», sino que todo lo había calculado con exactitud, como si le sobrara tiempo, sin turbación, sin desorden, con firm e­ za, concertadamente. Y encajaría bien en él lo que se recuerda de Sócrates: que era capaz de abstenerse y disfrutar de aquellos bienes cuya privación de­ bilita a la mayor parte, mientras que su disfrute les hace abandonarse a ellos. Su vigor físico y su resistencia, y la sobriedad en ambos casos son propiedades de un hombre que tiene un alma equilibrada e invencible — como las que mostró M áxim o durante la enfermedad que le llevó a la muerte.

Esto último es una referencia a Claudio Máximo, amigo de Marco.'5 Brita­ nia debió de ocupar un lugar descollante en la lista de temas sometidos a debate en las reuniones del consejo imperial del año 140. Debido a su inex­ periencia militar, Pío confiaba mucho en especialistas, entre los que desta­ caban los dos prefectos de la guardia pretoriana, M. Petronio Mamertino y M. Gavio Máximo. La anterior carrera de Mamertino, pariente de Fron­ tón, es poco conocida. Uno de sus nietos se casaría con una hija de Marco. Gavio Máximo era de origen italiano, de la localidad de Firmio, en el Pice­ no, junto a la costa adriática. Había sido procurador de Mauritania Tingitana unos diez años antes y, luego, procurador de la provincia de Asia. No es improbable que se hubiese encontrado allí con Pío cuando el futuro em­ perador ejercía el cargo de procónsul y le hubiese causado una impresión lo bastante favorable como para ser escogido para la fundamental tarea de prefecto del Pretorio, sin tener que pasar de antemano por las etapas de promoción normales. Máximo continuó casi veinte años en el cargo de pre­ fecto — una duración sin paralelo en aquel puesto— . No gozaba del apre­ cio de todos — «era un hombre de gran severidad»— , pero debió de haber sido competente y estuvo en condiciones de influir profundamente en la política militar del reinado.'6 Había también otros consejeros a los que recurrir para que dieran su opinión sobre Britania. Ya hemos mencionado a Sexto Julio Severo. Es po­

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sible que todavía viviera Platorio Nepote, constructor del Muro de Adria­ no, pero sus puntos de vista no eran, quizá, muy apreciados. P. Mumio Sisena había estado en Britania como gobernador sólo cinco años antes, y su hijo Sisena Rutiliano era legado de la Sexta Legión, acantonada allí. Un jo­ ven llamado Poncio Leliano, cuyas destrezas militares gozaron de una alta estima durante aquel reinado, había marchado a Britania con el cargo de tribuno desde Germania Inferior, junto con Platorio Nepote y la Sexta L e ­ gión. Y había otros más que habían prestado servicio allí. En el otoño del 140, Pío y Marco convocaron a un antiguo gobernador de Britania. Marco rememoró aquella circunstancia en el año 142: «Re­ cuerdo que hace tres años, volviendo de la vendimia con mi padre, nos des­ viamos hacia la finca de Pompeyo Falcón. Vi allí un árbol con muchas ra­ mas al que llamó catachanna. Me pareció una especie arbórea nueva y maravillosa: tenía en un tronco brotes de casi cualquier tipo de árbol...». Aquí se interrumpe el manuscrito de la carta. Aunque se hubiera conser­ vado el texto completo, es probable que no incluyese referencias a Britania. Pero es casi indudable que Pío habría analizado allí las circunstancias con Falcón, además de admirar sus experimentos con los injertos. Falcón había sido gobernador inmediatamente antes de Platorio Nepote, y quizá tenía ideas muy diferentes sobre cómo tratar a los feroces britanos del norte.'7 De hecho, Lolio Úrbico abandonó la costosa barrera fronteriza perma­ nente construida en piedra y levantada por Nepote para Adriano e invadió el sur de Escocia. Se habían producido, sin duda, provocaciones, pero la re­ presalia no tenía por qué haber conllevado el abandono del muro fronteri­ zo, a menos que el alto mando romano hubiese comenzado a considerarlo insatisfactorio. Úrbico obtuvo algunas victorias e inició la construcción de una nueva frontera, entre el estuario del Forth y Clyde, que medía sólo la mitad del Muro de Adriano y fue levantada con turba, y no con piedra, siendo por tanto mucho más barata (aunque más fácil de flanquear, en es­ pecial bajando por la costa occidental). El éxito conseguido en Britania indujo a Pío a aceptar en el año 142 la aclamación por parte de los soldados victoriosos de las legiones británicas. Al año siguiente apareció en las monedas el título «lmp. II». Fue el único título militar de esas características que iba a aceptar Pío a lo largo de todo su reinado, un signo de la especial importancia atribuida a la guerra de Bri-

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tania — y también de la naturaleza pacífica del reinado en su conjunto— ·. Los lisonjeadores de Pío le atribuyeron personalmente la dirección de las operaciones desde Roma: «Aunque encargó a otros la conducción de la campaña — dijo el orador Frontón— , mientras él permanecía en el Pala­ cio de Roma, al igual que el piloto que maneja el timón de un buque de guerra, la gloria de la navegación y el viaje le pertenecen a él».18 Aunque la guerra de Britania fue la única de gran importancia, hubo también problemas en Dacia. En tiempo de Adriano, Dacia había sido di­ vidida en tres provincias, dos de las cuales eran gobernadas por procura­ dores sin tropas legionarias a su mando. Varios disturbios de naturaleza desconocida que afectaron a Dacia Inferior hicieron necesario el envío de legionarios, que normalmente sólo podían estar al mando de un senador con el título de legatus y cuya misión era reforzar la guarnición del procu­ rador. Es evidente que se consideraba poco político enviar a un senador a hacer campaña en Dacia Inferior, por lo que se dieron poderes especiales al procurador en condición de pro legato. El hombre en cuestión era un pa­ riente próximo del gran prefecto de la guardia pretoriana en tiempos de Adriano, Q. Marcio Turbón, que en el año 118 había participado a su vez en acciones militares en Dacia con poderes especiales. Entretanto, en el Danubio central se produjo un éxito diplomático. Los turbulentos cuados permitieron a Roma elegirles su nuevo soberano, suceso anunciado en la numismática imperial con la leyenda r e x q u a d i s d a t u s .19 También hubo actividad diplomática en el este. Los armenios acepta­ ron igualmente en el trono a una persona nominada por Roma; y el rey de los lejanos iberos del Cáucaso, útiles aliados de Roma en cualquier dificul­ tad con Partía, acudió a la urbe en visita de Estado en el año 140 o poco des­ pués. El soberano trató a Antonino con gran respeto — mayor del que había mostrado a Adriano, según se dijo— . La diplomacia había estado res­ paldada por unas acciones firmes: se había reforzado el ejército sirio e im­ pedido una guerra con los partos.20 Aparte de estos asuntos de Estado, Marco prosiguió sus estudios — «con gran empeño»— . La toma de la toga virilis solía ser el momento del inicio de la tercera fase educativa, la de la oratoria o retórica. Aunque Marco te­ nía sólo catorce años cuando vistió la toga virilis, en el 136, es posible que se hallara lo bastante avanzado como para iniciar su formación en oratoria.

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En la Antigüedad, este término significaba mucho más de lo que hoy en­ tendemos por él. La definición más sencilla de la palabra orator la dio Ca­ tón el Viejo varios siglos antes: «Un hombre bueno diestro en hablar». Esta definición hace hincapié en la importancia atribuida a la instrucción en asuntos morales y a la formación del carácter, pues su objetivo no se redu­ cía a crear un hombre capaz de pronunciar un buen discurso o, incluso, un discurso brillante, aunque esta preparación tenía entonces mucha más im­ portancia de la que tiene hoy. En tiempos antiguos, pronunciar un discur­ so era la única manera de comunicarse con un público masivo, pues no existían ni la imprenta ni la radio. Formarse como orador equivalía a pre­ pararse para la totalidad de la vida pública. Por otra parte, no deberíamos exagerar la importancia de esa preparación — en cualquier caso, hasta sus exponentes más destacados admitían a veces que el aspecto práctico de la formación oratoria no era siempre muy considerable— . De todos modos, lo que se ofrecía por medio de ella era una educación humana universita­ ria que abarcaba la filología, la literatura, la historia y la filosofía. Marco tuvo tres tutores en griego: Aninio Macro, Caninio Céler y He­ rodes Atico, y uno en oratoria latina: Cornelio Frontón; aunque es proba­ ble que Frontón y Herodes no llegaran a ser tutores suyos hasta su adop­ ción por parte de Antonino. Como siempre, se consideraba importante prestar una gran atención al griego. Marco tuvo también un tutor en leyes: Lucio Volusio Meciano. Meda­ ño era un caballero a quien Pío había incorporado a su equipo al ser adop­ tado. En ese momento desempeñaba el cargo de director del servicio postal público {praefectus vehiculorum), un empleo que se le había dado para que pudiera quedarse en Roma, donde estaría disponible para prestar asesoramiento en el consejo sobre problemas legales — era uno de aquellos exper­ tos a quienes Pío estaba muy dispuesto a escuchar, según cuenta Marco.21 Quintiliano, el gran teórico de la educación de la época anterior, nom­ brado por el emperador Vespasiano para ocupar una cátedra de retórica, había sostenido que, honradamente, la filosofía no podía faltar en el plan de estudios de un futuro orador, aunque entre los oradores y los filósofos existía, en materia de pedagogía, una rivalidad tradicional que se remon­ taba a los tiempos de Isócrates y Platón. No obstante, había perdido ya vi­ gencia el prejuicio romano contra la filosofía, que había llevado a la madre

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de Agrícola a refrenar a su hijo cuando, en la universidad de Marsella, «be­ bía de las fuentes de la filosofía con una ansiedad excesiva para un romano y senador». Marco había asistido previamente a las clases impartidas por el estoico Apolonio. El filósofo se hallaba entonces de vuelta en su localidad natal de Calcedonia y Pío lo mandó llamar. Según sus detractores, marchó como un Jasón en busca del Vellocino de Oro, pero al revés. A su llegada a Roma fue convocado al palacio para que enseñara a Marco. Pero su res­ puesta fue: «No es el maestro quien debe presentarse ante el discípulo, sino éste ante el maestro». Pío se burló de él: «Ha sido más fácil para Apolonio venir de la Cólquide a Roma, que de su casa de Roma al Palatino». Pero, en cualquier caso, Marco acudió a casa de Apolonio. Se cuenta que Pío consi­ deró a Apolonio avaricioso en lo relativo a su salario. Los recuerdos que tenía Marco de Apolonio, según se recogen en las Meditaciones, eran muy dife­ rentes. Lo menciona como una de las tres personas por cuyo conocimiento estaba especialmente agradecido a los dioses. De Apolonio aprendió la libertad de criterio y la decisión firm e y sin vacilaciones ni recursos fortui­ tos; no dirigir la mirada a ninguna otra cosa más que a la razón, ni siquiera por poco tiempo; el ser siempre inalterable, en los agudos dolores, en la pér­ dida de un hijo, en las enfermedades prolongadas; el haber visto claramente en un modelo vivo que la misma persona puede ser muy rigurosa y al mismo tiempo desenfadada; el no mostrar un carácter irascible en las explicaciones; el haber visto a un hombre que claramente consideraba como las más ínfima de sus cualidades la experiencia y la diligencia en transmitir las explicaciones teóricas; el haber aprendido cómo hay que aceptar los aparentes favores de los amigos, sin dejarse sobornar por ellos ni rechazarlos sin tacto.

Este punto resulta interesante a la luz de la opinión de Pío: Marco parece estar pensando en la reacción de Apolonio ante los presentes que le ofreció a cambio de sus enseñanzas, presentes cuyo valor en cuanto meros objetos materiales no podía compararse con el de sus lecciones.22 Desconocemos cuánta atención prestó Marco en esta fase a su forma­ ción filosófica con Apolonio; es probable que el práctico Pío insistiera en que se hiciese hincapié sobre todo en la oratoria. No sabemos gran cosa so­ bre dos de los tutores de Marco. Una mención casual de Filóstrato revela que Caninio Céler fue autor de una obra tituX&AaAraspes, el amante de Pan-

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tea — que narraba, como es de suponer, el cuento de la esposa del rey per­ sa Abradato, enamorada del meda Araspes, que la había hecho cautiva— . Céler escribió también sobre retórica, y «aunque fue un buen secretario imperial [de Adriano, al parecer], era poco competente en declamación». Aninio Macro es, por lo demás, desconocido. En las Meditaciones, Marco menciona a Céler de pasada una sola vez; a Macro, nunca.23 Los otros dos maestros de Marco, Herodes Atico y Cornelio Frontón, fueron los oradores en activo más famosos de la época, en griego y latín res­ pectivamente, y se conocen muchos detalles de sus vidas. Herodes — Tibe­ rio Claudio Atico Herodes— fue una figura controvertida. Sus vínculos con la familia de Marco se remontaban al periodo en que, de joven, había vivido durante un tiempo en la casa romana del abuelo materno de éste, Calvisio Tulo Rusón. Herodes era ateniense y descendía de una antigua fa­ milia enormemente rica. «Nadie empleó mejor su riqueza», dice su bió­ grafo Filóstrato. Pero también podía ser exaltado y carecer de tacto. Su pa­ dre había sido cónsul bajo Adriano, por lo que tenía garantizado el ingreso en el Senado y la promoción a los más altos honores del Estado. Había mantenido contacto con Antonino en la época en que éste fue procónsul de Asia, y él mismo administraba algunas de las comunidades de la provincia como comisionado especial. Acerca de su encuentro corrían versiones dife­ rentes: algunos decían que el griego, seguro de sí, propinó un empellón al procónsul en la calle — y nada más— . Filóstrato se ve obligado a admitir la autenticidad de la historia — «se empujaron el uno al otro de alguna ma­ nera, como ocurre en terrenos agrestes y en calles estrechas; pero no que­ brantaron la ley liándose a golpes»— . El episodio resulta curioso. Es posi­ ble que aquellos dos exaltados senadores marcharan en carruaje y que el motivo de la disputa fuera el derecho de paso. El incidente, sin embargo, no puso en peligro el futuro de Herodes cuando Antonino se convirtió en emperador. Herodes no era simplemente rico. Es probable que fuera el hombre más rico de la mitad oriental del imperio. Pero a los orgullosos atenienses les ofendía su comportamiento displicente, y de vez en cuando se formula­ ban quejas, comenzando por la muerte de su padre, cuando alegaron que había intentado defraudarlos arrebatándoles un legado recogido en el tes­ tamento de su difunto progenitor. Pero Herodes podía ser generoso. Así lo

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atestigua todavía un edificio público que ordenó construir en Atenas a sus expensas: el Odeón. También se beneficiaron de su generosidad ciudades de otras partes del imperio. Herodes se casó con Apia Annia Regila, hija de una familia noble italiana. El matrimonio no fue bien aceptado por todos los miembros de la familia de Regila y acabó en tragedia y en medio de de­ sagradables recriminaciones. Herodes adquirió sus dotes oratorias con facilidad: «El aprendizaje no le resultó nunca a nadie tan fácil como a él», declara Filóstrato. No recha­ zaba trabajar con dureza, pero solía estudiar bebiendo vino y de noche, en periodos de insomnio. Por eso, la gente perezosa y estrecha de miras le lla­ maba «El orador relleno». Era un orador contenido, especializado en la sutileza más que en los ataques vigorosos, según Filóstrato. «Su lenguaje era elegante: agradable y cuajado de metáforas».24 El siglo i i fue el momento de apogeo de los sofistas — conferenciantes y maestros profesionales, profesores itinerantes (aunque algunos ocupaban cátedras universitarias dotadas por el Estado)— . En cierto sentido, hom­ bres públicos como Herodes y Frontón eran los decanos de la profesión, aunque no se consideraban incluidos en la misma categoría que Favorino, por ejemplo, o incluso que Caninio Céler. Como orador del Foro, Frontón se habría sentido especialmente justificado al mirar a los teóricos por enci­ ma del hombro. El concienzudo Aulo Gelio era admirador tanto de Hero­ des como de Frontón y relató en sus Noches áticas las ocasiones en que ha­ bía tenido el privilegio de escuchar cómo pontificaban aquellos grandes hombres. Dos de las historias acerca de Herodes se refieren a otras tantas ocasiones en que puso firmemente en su lugar a los llamados filósofos. Cuando éramos estudiantes en Atenas — comienza un relato— , Herodes Ático, el consular, de elocuencia auténticamente griega, me invitó a menudo a su casa de campo, próxima a la ciudad, junto con el senador Servilio y varios romanos más que habían ido de Rom a a G recia en busca de cultura. En aquel tiempo, cuando estábamos allí en su villa, llamada Cefisia, solíamos proteger­ nos del desagradable calor del verano o del ardiente sol otoñal a la sombra de sus espaciosos bosquecillos, sus largas avenidas y la situación fresca de la casa. L a villa disponía de elegantes baños en los que abundaba el agua saltarina, y era en conjunto un lugar encantador, rodeada del sonido melodioso del agua corriente y los cantos de los pájaros.

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E n cierta ocasión se hallaba con nosotros un estudioso déla filosofía, «de ten­ dencia estoica», como él mismo solía decir, intolerablemente charlatán y pre­ suntuoso. Durante la conversación normal de sobremesa acostumbraba a ser­ monear con una prolijidad desmesurada sobre principios filosóficos de una manera sumamente inapropiada y ridicula, afirmando que, en comparación consigo mismo, todas las autoridades griegas y quienes vestían toga — todas las personalidades latinas en general— eran unos palurdos ignorantes...

y así seguido. Pero, concluye Gelio, «Herodes esperó a que terminara» y, a continuación, lo silenció pidiendo que le trajeran el primer volumen de las Disertaciones de Epicteto, editadas por Arriano, y haciendo que leyeran en voz alta un pasaje en el que el gran estoico daba una definición sencilla de la distinción entre el bien y el mal. Aquel joven seguro de sí quedó reduci­ do a un embarazoso silencio.25 En otra ocasión, Herodes se las vio con un hombre que le pidió en la ca­ lle dinero para comprar pan. E l hombre vestía capa, y el pelo y la barba le llegaban hasta la cintura [el as­ pecto normal de cierto tipo de filósofos], Herodes le preguntó quién era, lo cual molestó a aquel hombre. «Soy un filósofo», respondió. «¿Por qué pre­ guntas algo que debería ser evidente?». Herodes dijo que podía ver una bar­ ba y una túnica, pero no a un filósofo. « ¿Por qué datos piensas que puedo re­ conocerte como filósofo?», le preguntó. Algunos de quienes se hallaban con Herodes le dijeron que el hombre en cuestión era un conocido vagabundo de mal carácter.

A continuación, Herodes, con gesto generoso, dio al vagabundo dinero su­ ficiente para comprar pan durante treinta días, lamentando a continuación la práctica de que algunas personas se hicieran pasar por filósofos. En una tercera ocasión, Gelio oyó a Herodes atacar el estoicismo. Cierta vez oí al consular Herodes Ático hablar largo y tendido en griego, idio­ ma en el que destacaba entre todos nuestros contemporáneos por la seriedad, fluidez y elegancia de su dicción. Hablaba en aquel momento sobre la «falta de sentimiento» de los estoicos |su creencia de que era posible, mantener-en ja ­ que las emociones |.



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Herodes, persona emotiva, no podía aceptar aquella actitud, y comparaba a los estoicos con un bárbaro ignorante que, tras haber aprendido que la poda es buena, se dedica a talar todas sus cepas y olivos. Así también — decía Herodes—, estos discípulos del culto de la ausencia de emociones, que desean ser considerados personas sosegadas, valerosas y fir­ mes porque no muestran deseos ni pesares, enfado ni placer, se desprenden de las emociones más activas del espíritu y envejecen en un estado de letargo lle­ vando una vida inactiva y apática.26 Marco acabaría convirtiéndose en un estoico. De joven, al llorar la muerte de uno de sus maestros, algunos miembros del personal de palacio le reco­ mendaron contención. Pío terció diciendo: «Dejadle ser humano por una vez, pues ni la filosofía ni el imperio anulan los sentimientos naturales».27 Es posible que las enseñanzas de Apolonio ejercieran cierto efecto sobre Marco. Sabemos poco acerca de Herodes como maestro suyo. Ambos iban a mantenerse muy en contacto durante el resto de sus vidas. Pero Marco no alude para nada a Herodes en sus Meditaciones. El refinado Marco Cornelio Frontón rivalizaba con Herodes en la es­ tima popular. Frontón, natural de Cirta (Constantina), en la provincia de Numidia, de habla latina, no sentía un gran afecto por su vistoso rival, aun­ que Marco consiguió más tarde que mantuvieran una relación de trato educado. Como orador, Frontón fue muy apreciado en la Antigüedad; se consideraba que sólo le superaba Cicerón, o que incluso representaba una opción alternativa a éste en cuanto «gloria de la elocuencia romana», op­ ción que ahora nos resulta desconcertante, pues sólo se conservan de él fragmentos de sus discursos y algunas cartas y anécdotas. En Casio Dión encontramos una de esas anécdotas, tampoco extraordinariamente diverti­ da, aunque suficientemente agradable. Cornelio Frontón, que ocupó un primer lugar entre los abogados romanos de su época, regresaba cierta noche a casa tras haber salido de un banquete a ho­ ras muy tardías. Un hombre a quien iba a defender le dijo que Turbón ocu­ paba ya su asiento en el tribunal. Frontón acudió allí tal como estaba, con sus ropas del festín, y saludó al prefecto con un ύγίαινε («buenas noches») en vez de con un χαίρε («buenos días»).28

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Pero las historias narradas por Aulo Gelio nos ofrecen un retrato mejor de Frontón como hombre de letras y ayudan a mostrarlo en el contexto de la sociedad literaria del momento. Cuando vivía en Roma de joven, antes de marchar a Atenas, y mis sesiones con los maestros y la asistencia a las clases me dejaban tiempo libre, solía ir a casa de Cornelio Frontón por el placer de verlo y disfrutar de su conversación, que estaba llena de enseñanzas útiles expresadas con el mayor clasicismo. T ras haberle visto y oído hablar — como, por ejemplo, en aquella charla que mantuvo un día concreto sobre un asunto, sin duda menor, pero pertinente para el estudio del latín— , salíamos siempre más cultos y formados que antes. En efecto, cuando un conocido suyo, un hombre bien educado y un poeta co­ nocido por aquel entonces, dijo que había sido curado de la hidropesía me­ diante la aplicación de «arenas» (arenae) calientes, Frontón le respondió bro­ meando: «Te has curado de la enfermedad, pero, desde luego, no de emplear las palabras de forma incorrecta. G ayo César [Julio César], el dictador perpe­ tuo, suegro de Cneo Pompeyo, de quien proceden la familia y el nombre de los Césares, hombre de extraordinaria inteligencia y de mayor distinción que todos sus contemporáneos por la pureza de sus expresiones, sostiene en su obra Sobre la analogía, dedicada a Marco Cicerón, que “ arenas” es un empleo incorrecto |en latín], y que esa palabra no se emplea nunca en plural, como tampoco los términos “ cielo” o “ trigo” ». Frontón siguió aduciendo más ejem­ plos, y su conocido argumentó en sentido contrario citando pasajes de Plauto y Ennio. Frontón sacó su ejemplar de la obra de César y, luego, su amigo el poeta le pidió que justificara los argumentos del dictador.

Aulo Gelio aprovechó la oportunidad para memorizar las palabras inicia­ les del libro de César (del que, probablemente, no tenía un ejemplar). L a exposición de Frontón concluyó con la recomendación de buscar el térmi­ no «arenas» en plural, u otras palabras empleadas normalmente en plural y que se usaran en singular «no porque pensase — dice Gelio— que fue­ ran a encontrarse de hecho en ningún autor clásico, sino para hacernos practicar la lectura mediante la búsqueda de palabras raras». Gelio visitó más tarde a Frontón junto con su amigo Favorino cuando aquel gran hombre sufría de gota pero se hallaba, no obstante, en plena forma en un salón literario. Los eruditos presentes debatían sobre las pala-

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bras empleadas para describir los colores. Favorino expuso la opinión de que el griego tenía más términos para describir, por ejemplo, matices del rojo. Frontón no estaba dispuesto a dejarse ganar y presentó siete palabras latinas para distintas variedades del rojo, además de las tres en las que Fa­ vorino había pensado — manteniendo, además, que, en cualquier caso, eran sinónimos exactos— . Favorino sólo había sido capaz de proponer cuatro términos en griego y reconoció gentilmente la brillantez argumen­ tai de Frontón. En otro debate, Frontón se enfrentó a un crítico que mantenía que la expresión «muchos mortales», utilizada por el historiador Claudio Cuadrigario, era absurda, pues podía haber dicho simplemente «muchos hom­ bres» o «mucha gente». Frontón explicó con seguridad la sutil distinción que Cuadrigario había pretendido transmitir. Este tipo de detalles apasio­ naba a Frontón. Me acuerdo de una vez en que Julio Celsino, el numidio, y yo fuimos a ver a Cornelio Frontón, que padecía entonces de gota. Cuando nos hicieron pasar, lo encontramos tumbado en un diván de estilo griego rodeado por muchos hombres de eminente erudición, noble cuna o fortuna. Se hallaban presentes varios arquitectos que habían sido convocados para construir unos nuevos ba­ ños públicos y estaban mostrando bocetos de diversos tipos de baños dibuja­ dos en pequeños rollos de pergamino. T ras haber escogido un tipo y un boce­ to, preguntó cuál era el precio calculado de la obra completa. E l arquitecto dijo que rondaría los 300.000 sestercios. «Más otros 50.000, aproximadamen­ te (praeterpropter)», dijo uno de sus amigos.

Frontón dejó súbitamente de lado la discusión sobre los nuevos baños e ini­ ció una indagación del uso de la expresión praeter propter. Un ejemplo final nos proporcionará un nuevo atisbo de la atmósfera reinante en aquellos círculos literarios. Frontón se hallaba de pie en el ves­ tíbulo del palacio hablando con Postumio Festo, otro senador de Numidia, y con el maestro del propio Gelio, el gran estudioso Sulpicio Apolinar (pro­ fesor también de Pértinax, el futuro emperador, que era entonces un joven de procedencia humilde y sin perspectivas de futuro). «En aquel momen­ to me encontraba cerca, con los demás, escuchando muy interesado su con­ versación sobre temas literarios». El debate giraba en torno a las posibles

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palabras latinas para «enano». No obstante, todo era trigo para el molino de Gelio. En cierto sentido, habría podido ser un Boswell perfecto, pero tal vez le faltó un Johnson de quien registrar cada palabra pronunciada. La mejor manera de transmitir el carácter de la curiosa obra de Gelio y de las cosas que consideraba interesantes podría consistir en presentar algunos epígrafes de los pequeños ensayos de sus Noches áticas: «La vigorosa afir­ mación de Julio Higino, según el cual había leído un manuscrito de Virgi­ lio, conservado en el hogar del poeta, que presentaba la versión: et ora tris­ tia temptantum sensus torquebit amaror , en vez de la habituai: sensu torquebit amaro»·, «Sobre un error vergonzoso de Ceselio Víndex que encontramos en su obra Primeras palabras»·, «Un relato tomado de las obras de Tuberón acerca de una serpiente de una longitud sin precedentes»; «De qué mane­ ra y con qué severidad reprendió el filósofo Peregrino, según pude presen­ ciar, a un joven romano de familia ecuestre que se hallaba frente a él sin prestar atención y bostezando continuamente»; «Sobre el extraño suicidio de las vírgenes de Mileto».29 Ése era, pues, el mundo literario en que Marco se iba a engolfar bajo la guía de Frontón. Ante todo, se trataba de un mundo que procuraba vol­ ver la vista atrás, hacia los primeros días de la literatura latina, en busca de inspiración. Las máximas figuras de la edad de oro, Cicerón y Virgilio, se­ guían siendo admiradas y leídas. Pero se ignoraba a otros autores poste­ riores, como Séneca, Lucano, Marcial, Juvenal, Plinio, Suetonio y Tácito. Fronton y sus amigos se remontaban a Ennio y Catón, Plauto, Terencio, Gayo Graco y Salustio, a pesar de ser comparativamente moderno. El mo­ vimiento retrospectivo hacia los días tempranos de la literatura latina; re­ cuerda el mundo literario inglés del siglo xix, cuando, para inspirarse, Keats y Charles Lamb dirigían la mirada al periodo isabelino más que a los escritores del siglo xvm. Pero los historiadores y los oradores se halla­ ban ante un dilema. Los años de agonía de la república de Roma habían sido la gran época de la literatura romana debido, precisamente, a las con­ vulsiones políticas. Resultaba difícil encontrar inspiración bajo un régi­ men autocrático estable y benevolente, según se quejaba Tácito. Los estu­ diosos de la retórica o la oratoria debían remontarse al pasado para encontrar temas de debate. Según señalaba Juvenal con sorna, la notable carrera de Aníbal — por poner un ejemplo— había sido especialmente

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ideada para suministrar a las escuelas asuntos de debate o materia de en­ sayos.30 No obstante, Frontón tenía que educar a un príncipe, lo cual significa­ ba que a su alumno se le iba a exigir hablar en el Senado sobre asuntos de suma importancia durante el propio periodo de formación, lo que consti­ tuía una situación envidiable para aquellos tiempos. Quintiliano había fa­ llecido antes de que sus dos discípulos imperiales, que de todos modos eran mucho más jóvenes que Marco en el 138, hubiesen podido poner en prác­ tica sus enseñanzas.3'

4 L A ED U C A C IÓ N D E L L E G ÍT IM O H ER ED ERO

La correspondencia entre Frontón y Marco se ha conservado por una afor­ tunada casualidad. Aunque las cartas fechadas con precisión son pocas, nos proporcionan una visión nada común de la educación de un futuro gober­ nante. En una de las últimas de la colección, escrita cuando Marco era ya emperador, Frontón rememora los primeros días de su relación. ¿Recuerdas ese discurso tuyo que, apenas salido de la infancia, pronunciaste ante el Senado? En él, al hacer uso de la imagen de «un odre» para esclarecer un ejemplo, te sentiste muy preocupado pensando que podrías haber emplea­ do una figura poco apropiada a la dignidad del lugar y de la institución. Y yo te escribí aquella primera carta, un tanto larga, en la que auguraba lo que es ahora una realidad: que es un signo de gran ingenio lanzarse con audacia a los peligros de sentencias de esa naturaleza, pero que era preciso conseguir con tu propia dedicación y con cierta ayuda por parte mía, disponer de ornamentos de estilo dignos de tan grandes pensamientos.'

También se ha conservado la carta a la que se refiere. Frontón, a mi señor. E n todo tipo de conocimientos vale más, en mi opinión, ser totalmente inexperto e inculto que ser ambas cosas a medias. En efecto, el que es consciente de estar privado de un conocimiento se arriesga menos y, por ello, cae con menos facilidad en el precipicio: la desconfianza está, desde luego, reñida con el atrevimiento. Pero cuando alguien muestra como cosa re­ almente cierta algo que conoce a la ligera, su falsa seguridad le hace resbalar de múltiples formas. Se dice también que las disciplinas filosóficas es mejor no haberlas conocido nunca que haberlo hecho por encima y haberlas tocado sólo con la punta de los labios, como suele decirse, y que llegan a ser los peo-

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res de todos quienes, quedándose en la antecámara de una ciencia, salen de ella antes de haber entrado.

Esta referencia a la filosofía era, sin duda, un consejo directo a Marco para que advirtiese qué dirección tomaba. Frontón no sintió nunca una gran simpatía por la filosofía y los filósofos y no pudo haber visto con gran en­ tusiasmo las sesiones de Marco con Apolonio y algunos otros. En las demás artes, continuaba, es posible mantener el tipo: [...] ahora bien, por lo que respecta a la elección de las palabras y a su coloca­ ción, el ignorante sale inmediatamente a la luz y nadie puede engañar por de­ masiado tiempo... T an sólo muy pocos de los escritores antiguos se compro­ metieron en ese esfuerzo, en ese arriesgado empeño de seleccionar cada término con el más cuidadoso afán. D e los oradores, desde que existen hom­ bres en el mundo, uno solo entre todos, M. Porcio [Catón], así como su dili­ gente seguidor Gayo Salustio. Entre los poetas, muy especialmente Plauto y todavía más Q. Ennio, así como su fiel seguidor L . Celio, y también N evio, Lucrecio, Accio incluso, Cecilio y también Laberio. Efectivamente, fuera de éstos pueden reseñarse unos cuantos escritores elegantes en aspectos concre­ tos, por ejemplo N ovio y Pomponio y otros parecidos por lo que se refiere al uso de términos aldeanos, chistosos y bufonescos. A ta, notable en la conversa­ ción de mujeres; Sisena, en las expresiones licenciosas; Lucilio, en las propias de cada arte y oficio. E n este sentido, tal vez te hayas preguntado ya en qué lugar pongo a M. T u lio [Cicerón], que tiene el prestigio de ser cabeza y origen de la elo­ cuencia romana. Y o considero que se ha expresado en todo momento con tér­ minos bellísimos y ha sido el más extraordinario de todos los oradores a la hora de saber embellecer lo que quería poner de relieve. Pero me parece que se queda muy lejos en lo que se refiere a la selección demasiado escrupulosa de las palabras, ya sea debido a su grandeza de espíritu, o por huir del esfuer­ zo, o bien por una confianza excesiva en sí mismo de que le vendrán rápi­ damente vocablos que ni siquiera busca, cuando los demás, a pesar de inten­ tarlo, no lo consiguen... En todos sus discursos se encuentran poquísimas palabras inesperadas y fuera de uso, que no se descubren sino por empeño, a base de una cuidadosa búsqueda y recordando bien los antiguos poemas. En efecto, llamo término «inesperado» y «fuera de uso» el que se ofrece fuera de lo que los oyentes o lectores esperan y suponen, de tal forma que si se suprime

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y se obliga a quien está leyendo a que él mismo busque tal vocablo, no sería ca­ paz de encontrar ninguna otra palabra, o ninguna que se ajuste al significado exacto. Por esta razón, te alabo encarecidamente, porque prestas una escru­ pulosa atención a este aspecto, de sacar a la luz una palabra desde lo más pro­ fundo de ti y la acomodas a lo que quieres significar...

Frontón continuaba recalcando los peligros de hacer todo aquello a me­ dias, y añadía: Efectivamente, me he dado cuenta de que cuando me leías una y otra vez tus escritos y yo cambiaba una sola sílaba dentro de una palabra, tú no hacías caso y pensabas que había sido un descuido y que no importaba demasiado. Pues bien, no quisiera que ignorases cuánto importa la variación de una sola sílaba [... |

y luego proseguía ilustrando este punto con distintas palabras que signifi­ caban «lavar» — colluere y pelluere, lavare y lavere, eluere y abluere, etcéte­ ra, dependiendo de lo que se lavaba. Es posible que alguien diga. « ¿Y quién me prohíbe a m í decir vestimenta la­

vere, en vez de lavare, o sudorem lavare, en vez de abluere? ». Desde luego, no podrá nadie, bajo ningún derecho, oponerse a ti ni implantar una norma, puesto que tú desciendes de padres libres, sobrepasas la renta de los caballe­ ros, y se someten a tu voto las cuestiones en el Senado. A hora bien, los que nos hemos tomado la obligación de atender a los oídos de los cultos, es preciso que tengamos en cuenta con sumo cuidado esos detalles y menudencias... Más vale que recuerdes lo que se te corrigió, para poder buscar con más habilidad el término apropiado, que el que rehúses y te decepciones por haber sido cen­ surado. Porque si desistes de buscar, no lo encontrarás nunca; y si insistes en ello, lo encontrarás. Finalmente, me ha parecido que considerabas cosa su­ perflua que cambiase el orden de una palabra tuya, por ejemplo, decir antes

tricipitem («de tres cabezas») que Geryonam («Gerión») y explicaba por qué era necesario aquel cambio: Por otra parte, cuando haces referencia a por qué los partos usan las mangas

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Marco Aurelio de su túnica demasiado amplias, escribiste, me parece, algo así como que el calor «está colgado» (suspendi) de los huecos de la túnica.

Frontón recomendaba a Marco que buscara la palabra correcta para ex­ presar lo que quería decir en aquel pasaje, pero consideraba que «estar col­ gado» era una opción imposible en ese caso. Después te expuse, ya que así lo quieres, con qué estudios has de prepararte para escribir historia. Sobre este tema, como mi exposición sería demasiado larga, para no extenderme más en mi carta, pongo punto final. Si quieres que te escriba aún más sobre todo eso, adviértemelo en más ocasiones.2

No mucho después, Frontón escribió una nueva carta, pues otra de Marco que contenía cierto trabajo que había estado redactando se había «cruzado en el correo» con la anterior enviada por él. A mi señor. Cratia [su mujer] vino a mí ayer por la noche. Pero para mí ha sido una verdadera gracia que hayas traducido bien las máximas [griegas], y en particular ésta que he recibido hoy, de forma casi perfecta, hasta el punto de que podría ponerse en un libro de Salustio y no desentonaría ni sería infe­ rior en nada. Me siento feliz, alegre, en forma, joven, en una palabra, cuando progresas de esa manera. E s duro lo que voy a exigirte, pero lo que recuerdo que me hizo mucho bien a mí mismo no puedo menos de exigírtelo a ti tam­ bién... Con la ayuda de los dioses, cuando vuelva a Rom a te exigiré de nuevo unos versos todos los días. Saluda a tu madre y señora mía.3

Es evidente que Marco se hallaba en el campo, probablemente en una de las dos principales fincas familiares de Pío: en Lorio, al norte de Roma, junto a la vía Aurelia, o en Lanuvio, cerca de Albano, en la comarca mon­ tañosa del sur de la ciudad. Marco recibió ambas cartas por mensajero. A mi maestro. H e recibido a la vez dos cartas tuyas. En una de ellas me echa­ bas en cara y argumentabas que había compuesto una m áxima sin reflexionar; en la otra, en cambio, intentabas mantener mi entusiasmo con tus elogios. Pero te aseguro, por mi salud, por la de mi madre y por la tuya propia, que se des­ pertó en mi ánimo más alegría por aquella primera carta y que, mientras la iba

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leyendo, exclamaba repetidamente: «¡Q ué feliz soy!». T a l vez alguien se pre­ gunte: «¿Cómo es que te sientes feliz porque haya alguien que te enseñe de qué forma puedes redactar un pensamiento con suficiente ingenio, claridad, brevedad y elegancia? ». N o es eso por lo que yo me considero feliz. « ¿Por qué, pues?». Porque estoy aprendiendo de ti a decir la verdad (verum dicere).

(Es posible que en este pasaje haya un juego de palabras: Marco seguía siendo Marcus Aurelius Verus). Y estaba encantado de tener un maestro que no temía criticarlo y tratarlo como a una persona normal. Adiós, mi bueno y extraordinario maestro. Me alegro de que tú, un m agnífi­ co orador, hayas llegado a ser amigo mío. Mi señora [su madre | te envía un sa­ ludo.4

Este intercambio epistolar podría datar de finales del año 138. En el 139, cuando recibió el nombre o título de César, Marco se vio obligado a ha­ blar mucho más en público, y en particular, tuvo que pronunciar en el Se­ nado un discurso de agradecimiento por la concesión de dicho nombre. En una carta enviada desde algún lugar del campo expuso sus temores a Frontón: Salud, mi excelente maestro. Si te vuelve algo de sueño después de las noches en blanco, de las que tú te quejas, dímelo por carta, por favor, y ante todo, te pido una cosa, preocúpate de tu salud. Después, rompe el hacha de Ténedos con que amenazas [expresión proverbial para designar una «estricta justi­ cia»] y escóndela en cualquier parte y no abandones tu decisión de dedicarte a la defensa de causas ante los tribunales, o entonces todas las bocas callarán a un tiempo. Ignoro qué es lo que dices que has compuesto en griego y que te gusta como pocas cosas escritas por ti. ¿N o eras tú mismo el que no hace mu­ cho me reprendías severamente cuando escribía en griego? L a verdad es que en este momento me conviene muchísimo escribir en ese idioma. «¿Por qué razón?», me preguntas; quiero probar si aquello que no he aprendido me re­ sulta más fácil, ya que, desde luego, lo que ya conozco me está fallando. Pero si me quisieras de verdad, ya me habrías enviado esa novedad que dices que te satisface. D e todas formas, yo, aunque a ti no te gusta, te leo así y la verdad es que sólo por esta razón sigo con vida y resisto.

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Me has enviado un material cruel. A ún no he leído el resumen del Celio que me enviaste, ni lo voy a leer antes de haber rebuscado yo mismo el signi­ ficado. Pero el discurso por el nombramiento como César me retiene con afi­ ladas uñas. Ahora me doy cuenta, por fin, de cuánto supone componer con estilo tres o cinco versos, o escribir algo cada día. Adiós, alma mía. ¿Es que no voy a arder por tu amor cuando me escribes una carta así? ¿Qué voy a hacer? N o puedo quedarme aquí. Y a me tocó el año pasado, en este mismo lugar y por las mismas fechas, consumirme de nostalgia por mi madre. Este año este sentimiento me lo causas tú. Mi señora te envía un saludo.5

La pieza escrita en griego mencionada por Marco se incluye en la corres­ pondencia. Se trata de un «Discurso sobre el amor», una redacción muy manierista en la que Frontón asume el papel de Sócrates ante un Fedro que sería Marco. Es el tipo de obra que, hoy día, resulta casi embarazoso de leer. No obstante, Marco manifestó su aprecio por ella y se la agradeció a Frontón con efusividad: Eso sí, afirmaré con toda seguridad una cosa: si realmente existiese ese Fedro, si alguna vez ése se hubiese alejado de Sócrates, no habría ardido Sócrates por el deseo de Fedro más que yo durante estos días, ¿qué digo días? ¡Meses diría yo!...6

En otra carta de este periodo, Marco menciona que está trabajando en otro ejercicio literario que le había enviado Frontón. A mi maestro. Cuando tú descansas y haces lo que es conveniente para tu sa­ lud, entonces me das nuevos ánimos. V ive a gusto y tranquilamente. A sí es como lo siento: hiciste bien en preocuparte por curar tu brazo. Tam poco hoy he hecho nada a partir de la una de la tarde, tumbado en mi cama, pues ape­ nas he podido acabar diez imágenes. A las tres de la tarde te acepto como mi compañero y ayudante, ya que no me ha resultado fácil seguir. E l caso es que dentro de la isla Enaria [Isquia] hay un lago; en ese lago, a su vez, hay otra isla y ésta también está habitada. «Sobre ello compusimos nuestra imagen». Adiós, alma mía dulcísima. Mi señora te envía un saludo.

Frontón contestó para explicar el símil. Su idea era la siguiente: «Tu padre soporta las molestias y dificultades del Imperio Romano y te protege a ti, se-

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guro en la tranquilidad de su regazo, como compañero de la dignidad de su gloria y partícipe de todos los honores» — de la misma manera que la isla protegía en su lago a la islita del embravecido mar— . Marco iba a utilizar esa imagen en su discurso de agradecimiento por su nombramiento como César en el 139, o en el que pronunció con motivo de su consulado en el 140.7 El fírme vínculo entre alumno y maestro se ilustra adicionalmente me­ diante una carta escrita por Marco con motivo del cumpleaños de Frontón: Salud, mi extraordinario maestro. Sé que el día del cumpleaños de cualquie­ ra, los amigos hacen votos por aquel cuyo natalicio se celebra. Por mi parte, puesto que te quiero a ti como a mí mismo, deseo en este día de tu cumplea­ ños augurarm e felicidad. A sí pues, todos los dioses que en cualquier parte del mundo hacen ver al momento y de forma manifiesta su fuerza a los hombres, que a través de los sueños, de los misterios, de la medicina o de los oráculos ayudan siempre y muestran su poder, a cualquiera de esas divinidades invoco en favor mío con votos y, según el tipo de cada voto, me considero en el lugar desde el que la divinidad consagrada a esa misión pueda escucharme más fá­ cilmente. Por tanto, ya desde este momento, subo a la cima de Pérgam o y su­ plico a Esculapio que conserve bien la salud de mi maestro y la proteja con fuerza. D e allí me dirijo a Atenas y, postrado de rodillas, ruego encareci­ damente a Minerva, si es que conozco algo de su lengua, que, de manera especialísima, haga pasar ese conocimiento de la boca de Frontón a mi pecho. Vuelvo ahora a Roma y hago votos a los dioses protectores de los caminos y del mar para que todo mi viaje vaya acompañado con tu presencia y para que no me sienta fatigado con tanta frecuencia por una nostalgia tan cruel. F in al­ mente, a todos los dioses protectores de todos los pueblos y hasta al propio bosque sagrado que hace resonar el Capitolio les pido que nos concedan esta gracia, el que esta fecha en la que tú naciste para bien mío pueda celebrarla contigo con buena salud y alegría. Adiós, mi dulcísimo y queridísimo maes­ tro. Por favor, cuida tu salud para que cuando yo vuelva pueda verte. Mi se­ ñora te envía un saludo.8

La respuesta de Frontón fue breve pero agradecida. A mi señor. Todas las cosas nos son propicias cuando tú suplicas a los dioses en favor nuestro, y la verdad es que ningún otro es más digno que tú para lograr

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de los dioses lo que les pida; a no ser yo, cuando pido por ti, ningún otro es más digno que tú para pedir por él. Adiós, mi dulcísimo señor. Saluda a mi señora.

Las plegarias de Marco por la salud de Frontón no eran meramente con­ vencionales, pues su maestro se hallaba a menudo enfermo — a veces las cartas dan la impresión de que estaba permanentemente inválido y pade­ cía múltiples dolencias. Salud, mi extraordinario maestro. ¿Cómo voy a estudiar yo cuando tú te en­ cuentras mal, sobre todo teniendo en cuenta que soy la causa de ese mal tuyo? ¿N o voy a agobiarme yo también por toda esa serie de contrariedades? ¡Con toda razón, por Hércules! E n efecto, ¿quién otro ha causado el dolor de tu ro­ dilla, que según me cuentas en tus cartas, fue en aumento la última noche?; ¿qué otro motivo lo causó sino Centumcelas, por no decir que fui yo?

Es evidente que Frontón había ido a visitar a Marco en Centumcelas (Ci­ vitavecchia), en la costa de Etruria, a unos 8o kilómetros de Roma, donde había un palacio imperial construido por Trajano. ¿Qué voy a hacer yo entonces, si no te veo y me siento angustiado por una preocupación tal? Añade a eso el que, aun cuando me plazca dedicarme al es­ tudio, me lo impiden los procesos judiciales que, como dicen los entendidos, roban el día entero. A pesar de todo, te he enviado la máxima de hoy y el lugar

común de hace tres días. A yer todo el día lo pasamos de viaje. H oy es difícil que pueda hacer cosa alguna, a no ser la máxima, por la tarde. «¿Duerm es — me preguntas— durante toda la noche, con lo larga que es?». Realmente puedo hacerlo, porque soy de mucho dormir. Pero hace tanto frío en mi ha­ bitación que apenas puedo sacar la mano fuera. Aunque, en realidad, es ese asunto lo que especialmente me aparta de los estudios, el que, con gustarme demasiado las letras, he sido un trastorno para ti junto al Puerto, como es evi­ dente. A sí pues, ¡que se vayan a paseo todos los Porcios, los Tulios, los C ris­ pos, hasta que tú te encuentres bien y yo pueda verte fuerte, aunque sin libros! Adiós, mi máxima alegría, mi dulcísimo maestro. Mi señora te envía un salu­ do. Envíam e tres máximas y tres lugares comunes.

El «Puerto» se refiere a Centumcelas, a donde, al parecer, había llegado Frontón con algunos libros para Marco o con el fin de aconsejarle sobre

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sus lecturas, y Marco se culpa de haber sido la causa indirecta de los pro­ blemas de Frontón con su rodilla, que debieron de haber comenzado en aquel lugar.9 Algunas de la cartas nos permiten entrever algo más el resto de las ac­ tividades de Marco, cuando su autor describe qué otras cosas ha estado ha­ ciendo. Una de ellas comienza de manera frustrante con una laguna en el manuscrito seguida de estas palabras: «... y mi masajista me apretaba la garganta». Luego, continúa describiendo un día en el campo. Pero, ¿qué cuento es ése?, me dirás. Cuando mi padre volvió de la viña a casa, yo, siguiendo la costumbre, monté a caballo y salí al camino y avancé un poco. A llí, luego, en el camino, había muchas ovejas apiñadas en círculo, como sue­ le pasar en lugares muy reducidos, con cuatro perros y dos pastores, pero nada más. Entonces, uno de los pastores, dirigiéndose al otro, al ver a unos cuantos a caballo, dijo: «¡Cuidado con esos caballeros, porque suelen hacer las mayo­ res rapiñas!». Cuando oí eso, espoleé mi caballo y me metí entre las ovejas. Las ovejas, asustadas, se dispersan; corren cada cual por su lado en desbanda­ da y balando. E l pastor lanza una horquilla y ésta viene a caer sobre el jinete que seguía tras de mí. Los dos logramos escapar. D e esa forma, el que temía perder sus ovejas, perdió su horca. ¿Crees que se trata de un cuento? Es un hecho real, pero habría más cosas que podría escribirte sobre eso, si no fuera porque ya mi criado me reclama para el baño. Adiós, mi dulcísimo maestro, hombre del máximo honor y único en el mundo, dulzura mía, amor y pasión míos.'"

Otro momento en el campo descrito por Marco a Frontón fue una visita a Anagnia. Después de subir al carruaje, después de decirte adiós, no tuvimos un viaje demasiado incómodo, aunque fuimos sorprendidos por una ligera lluvia. Pero antes de llegar a la villa, nos desviamos a Anagnia, a unos mil pasos del camino. A continuación vimos esa antigua fortaleza, pequeñísima, desde lue­ go, pero que encierra en ella muchas cosas de otro tiempo, especialmente edi­ ficaciones y ritos sagrados. N o hay rincón alguno donde no haya un santua­ rio, una capilla, un templo. Además, había muchos libros de lino* por lo que al culto se refiere. Después, en la puerta, cuando salimos, había allí escrito, en

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sus dos hojas, lo siguiente :flamen sume samentum. Pregunté a uno cualquiera qué palabra era esa [última]. M e contestó que en la lengua hérnica significa la piel de una víctima, que el sacerdote coloca sobre su gorro cuando va a entrar en la ciudad. Aprendim os muchas cosas más de ese estilo, cosas que quería­ mos saber. E n verdad, sólo una no queríamos: el que tú no estuvieses con no­ sotros; ésa era nuestra mayor preocupación. Luego, tras marcharte de allí, ¿fuiste a A urelia o a Cam pania? Dím elo por escrito, y si has comenzado la vendimia, si has llevado al campo gran cantidad de libros, y también si me echas de menos, una pregunta estúpida que te hago, cuando estoy seguro de que así es; eso sí, si me echas de menos y me quieres, me enviarás cartas con frecuencia, lo que ha de ser para mí un descanso y una distracción. En efecto, yo preferiría sorber la décima parte de tus cartas antes que todos los vinos másicos o gauranos. L o cierto es que las vides de Signia tienen unos racimos un tanto rancios y unas uvas demasiado ácidas; sin em­ bargo, preferiría su vino antes que el mosto. Adem ás, esas uvas se comen mu­ cho mejor cuando están pasas que de frescas, pero, sin duda, yo preferiría pi­ sarlas con mis pies que masticarlas con mis dientes...11

Marco se las arreglaba para dedicarse a sus libros cuando marchaba al cam­ po para la vendimia. Nosotros estamos bien. Y o hoy, de tres de la mañana hasta las ocho, he estado estudiando, una vez hecha una buena distribución de mis comidas. De ocho a nueve paseé muy a gusto, en sandalias, por delante de mi habitación. Des­ pués, ya calzado, y con mi manto puesto (pues se nos había indicado que nos presentásemos así), me fui a saludar a mi señor. Partimos para la cacería, con­ seguimos gloriosas hazañas. Hemos oído decir que se habían capturado unos jabalíes, porque la verdad es que no hubo posibilidad alguna de verlos. A sí y todo, escalamos una pendiente demasiado escarpada; desde allí, después del mediodía, regresamos a casa. Y o me dediqué a mis libros. Pues bien, una vez que me quité el calzado y me despojé de mis ropas, estuve tumbado en mi cama unas dos horas. L e í el discurso de Catón acerca de los bienes de Pulcra y otro en el que citó a juicio a un tribuno. « ¡E a! — dices a tu esclavo— , ve lo más rápidamente que puedas y tráeme de la biblioteca de Apolo esos discur­ sos». En vano lo mandas ir, porque esos dos libros me han seguido a mí. En efecto, el bibliotecario del palacio de T iberio debe ser camelado por ti; algo ha de ponerse en práctica para tal fin; el caso es que, cuando llegue a la ciudad,

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me haga partícipe en igualdad de condiciones. Por mi parte, yo, después de haber leído atentamente estos discursos, he escrito unas cuantas cosas con poco éxito, algo que iba a dedicar a las Aguas o a Vulcano: la verdad es que el día de hoy no he tenido acierto en mis escritos, un trabajillo, propio de un simple cazador o vendimiador, que hacen resonar mi cuarto con sus jubilosas voces, sin duda, con la aversión y el hastío del que se entrega a la defensa de una causa. ¿A qué digo esto? A decir verdad, lo he expresado bien, ya que mi maestro es realmente un orador (no un mero abogado). Me parece que he cogido un resfriado, porque he paseado en sandalias por la montaña, o por­ que he escrito una cosa tan mal, no lo sé. L a verdad es que soy un hombre un tanto propenso a los catarros, pero hoy creo que estoy mucho más costipado. A sí pues, me untaré la cabeza con aceite e intentaré dormir, pues no pienso añadir hoy a mi lámpara ni una gota de aceite, hasta tal punto me he fatigado por haber montado a caballo y por estornudar. Sigue bien, mi queridísimo y dulcísimo maestro, a quien yo, a decir verdad, quiero más que a la propia Rom a.13

La descripción continúa en otra carta: Nosotros estamos bien. Y o he dormido muy poquito, a causa del ligero res­ friado, que me parece que ha cedido algo. Pues bien, desde las cinco de la m a­ ñana hasta las nueve he leído un poco de la Agricultura de Catón y he escrito también algo, un poco menos mal que ayer. Después, una vez que saludé a mi padre, sorbiendo agua mezclada con miel y echándola fuera, recalenté mi garganta, más bien diría que hice gárgaras, pues creo que esa expresión (gar-

garisso) está en N ovio y en algún otro autor. Y una vez curada mi garganta, acudí junto a mi padre y lo acompañé mientras ofrecía un sacrificio. A conti­ nuación, nos fuimos a comer. ¿Qué crees que comí? Un poco de pan, mien­ tras veía a los demás devorar habas, cebollas y pescaditos muy bien condi­ mentados. Luego, nos dedicamos a recoger uvas; sudamos y disfrutamos y, como dice el poeta, «dejamos algunos racimos de la vendimia». Después del mediodía volvimos a casa. Estudié un poco, pero en balde. Después charlé mucho con mi querida madre, sentada en su diván. Mi conversación era ésta: «¿Qué crees que está haciendo ahora mi querido Frontón?»; y ella decía: « ¿ Y tú qué piensas que está haciendo mi querida Cratia?». Y o le contestaba: «¿Qué hará nuestro pajarillo, la pequeña Cratia?». Mientras conversábamos e intercambiábamos preguntas sobre quién amaba más a cada uno de voso­

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tros, sonó el gong, es decir, se anunciaba que mi padre se dirigía al baño. A sí pues, una vez lavados en el lagar, cenamos; no quiero decir: «lavados en el la­ gar», sino «una vez lavados», nos pusimos a cenar [en el lagar]. Y con gusto escuchamos a la gente del campo gastar bromas. Después de regresar, antes de volverme de un lado para dormir, detallo mi jornada y rindo cuentas del día a mi queridísimo maestro, a quien si yo pudiera querer aún más, de bue­ na gana lo estrecharía más contra mí. Sigue bien, estés donde estés, mi dulcí­ simo maestro, mi amor, delicias mías, ¿qué es lo que tengo yo contigo? T e quiero aunque estés ausente.13

La descripción de la vendimia y demás actividades del campo confirma la breve información de la biografía según la cual a Pío «le encantaba pescar y cazar, además de pasear y conversar con sus amigos. Solía pasar el tiem­ po de la vendimia con sus amistades, como un ciudadano particular». La biografía explica también que «nunca realizó un sacrificio por persona in­ terpuesta, excepto cuando estaba enfermo», a pesar de que el mencionado por Marco debió de haber sido un simple sacrificio familiar corriente. En las Meditaciones, Marco dice que su tutor (tropheús) le había enseñado a «trabajar con las manos», así que debía de estar habituado a ayudar en la recogida de la uva desde edad muy temprana.'4 La madre y la niña llamadas «Cratia» en la última carta citada eran la mujer y la hija de Frontón. Su nombre se ha transmitido generalmente en la forma latina «Grada», pero en una de sus cartas en griego, Frontón es­ cribe el nombre de su mujer como «Krateia», mientras que la hija aparece registrada en una inscripción como «Cornelia Cratia». Eso ha dado pie a sostener que la esposa de Frontón era de familia griega, pariente, quizá, de Claudia Crateia de Éfeso, una dama de la época de rango senatorial. La hija era aún una niñita, la única de los siete hijos de Frontón que superó la infancia. Acabaría casándose con otro de sus discípulos, Gayo Aufidio Vic­ torino, mencionado en la biografía como uno de los amigos especiales de Marco, procedente del grupo de sus compañeros de estudio, junto con otra persona de rango senatorial, Seyo Fusciano, y dos de familia ecuestre, Be­ bió Longo y Caleno. Tanto Victorino como Fusciano siguieron siendo amigos durante toda su vida, y el primero, en concreto, fue un importante consejero y un destacado general del reinado de Marco, quien se refiere a él en sus cartas en varias ocasiones.'5

La educación del legítimo heredero A finales de octubre o comienzos de noviembre del año 140 falleció la emperatriz Faustina. Se le hizo un funeral público y fue divinizada, pero en las cartas no hay referencias claras a ella. Su carácter es poco conocido, pero, al parecer, corrían un gran número de historias sobre ella debido, se­ gún una expresión ambigua, a su «excesiva franqueza y frivolidad». Sin embargo, al morir fue divinizada y se le construyó un templo encima del Foro. Antes y después de su muerte, las acuñaciones de moneda recalcaron las buenas relaciones existentes entre su marido y ella. Las conmemoracio­ nes continuaron muchos años después de su fallecimiento y no hay duda de que Antonino deseaba que se supiera que la recordaba con respeto y afec­ to. Tras su muerte, el emperador tomó como amante a una de las libertas de Faustina, Galería Lisístrata. A sus cincuenta y dos años habría resulta­ ba inapropiado un nuevo matrimonio. El emperador Juliano, del siglo iv, en su sátira sobre los Césares describe a Antonino como un «prudente esta­ dista, aunque no un amante prudente». Es posible que aluda con ello a la embarazosa franqueza de Faustina, o quizá también a la influencia de L i­ sístrata en la designación de puestos clave. Conocemos un caso del final del reinado.'6 No es necesario insistir en que Frontón no fue maestro de Marco a tiempo completo. Continuó su carrera de abogado, y una causa célebre en la que intervino supuso para él un conflicto de intereses potencialmente grave.'7 Un destacado ateniense, Ti. Claudio Demostrato, lo contrató como consejero de la defensa. El acusador principal era Herodes Atico, el ateniense más rico e influyente del momento y personaje controvertido en su ciudad natal. Una estrategia obvia de los abogados defensores de De­ mostrato consistió en atacar a Herodes. Se disponía de abundante material, debido sobre todo a la amargura provocada por el modo en que Herodes había impedido al pueblo de Atenas recibir una donación otorgada en el testamento de su padre Ático. Según revela la correspondencia, Marco consideró alarmante la perspectiva de que dos de sus amigos comparecie­ ran ante el tribunal en posiciones enfrentadas. Aurelio César saluda a su querido Frontón: Sé que más de una vez me has d i­ cho que tratas de encontrar qué podrías hacer que me resultase más grato. Esa ocasión se presenta ahora: ahora precisamente puedes hacer crecer mi

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Marco Aurelio amor por ti, si es que eso es posible. Se acerca el proceso en el que el público no sólo está dispuesto a escuchar tus palabras en un sentido favorable, sino que parece que van a aceptar mal tu propia indignación. Y no veo a nadie que se atreva a advertirte en este asunto. Y es que quienes son menos amigos pre­ fieren verte actuando con cierta inseguridad; en cambio, los que son mas ínti­ mos, temen parecer más amigos de tu adversario si te apartan de la acusación de él, que es cosa tuya. Ahora bien, si tú has preparado para esta ocasión algo que sea expresado con cierta elegancia, no soportan el quitarte la palabra ha­ ciéndote guardar silencio. De esta suerte, ya sea que tú me consideres un te­ merario consejero, un muchachillo atrevido, o más amigo de tu adversario, no por eso voy a dejar de aconsejarte con suficiente prudencia lo que creo que es más justo. Pero, ¿a qué digo «te aconsejaré», precisamente yo, que te pido a ti una cosa y te la reclamo con suma insistencia y cuando la consigo vuelvo a prometerte que me sentiré obligado a ti? Y tú dirás: «¿Y qué?; si yo fuese provocado, ¿no iba a responderle en los mismos términos?». Con todo y con eso, sin embargo, conseguirás más gloria si a pesar de ser provocado no le res­ pondes cosa alguna. En realidad, si él actuase el primero, podría disculpárse­ te cuando le contestases de cualquier forma; así y todo, yo le he pedido que no sea él quien comience y creo que lo he conseguido. En realidad, os quiero a los dos, a cada cual por vuestros méritos, y sé que él efectivamente ha sido educa­ do en casa de mi abuelo P. Calvisio, al tiempo que yo lo era por ti. Por esta ra­ zón me preocupa mucho que esa cuestión, tan sumamente antipática, se re­ suelva de la forma más honrosa posible. Deseo enormemente que apruebes mi sugerencia, pues con ello darás gusto a mi propósito. Yo, sin duda alguna, he preferido escribirte, aun cuando no sea con gran acierto, que haberme callado por falta de confianza. Adiós, mi queridísimo y grandísimo amigo Frontón.'8

L a respuesta de F ro n tó n fu e gen erosa, a p esar de q u e p ara él se tratab a de una situación m u y violenta.

A César, mi señor, Frontón: Con razón yo me he consagrado a ti, con razón he puesto todos los intereses de mi vida en ti y en tu padre. ¿Qué otra cosa puede hacerse más propia de un amigo, con más agrado, con más verdad? [ve­ nus, en una nueva alusión al nombre de Marco: Verus]. Deja a un lado, por favor, ese «muchachillo atrevido» o «consejero temerario».

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F ro n tó n explicab a a M arco q u e tenía m ás sensatez qu e m uchos hom bres d e m ás edad qu e él y estaba de acuerdo en qu e no m erecía la pena m o n tar u n espectáculo con aquel asunto. L e d ijo q u e no h abía caído en la cuenta de q u e M arco con sideraba a H ero d es un am igo . A p rim era vista, el com entario r e ­ sulta sorprendente. E s posible qu e F ro n tó n no fu e ra sincero. P ero tam bién es fácil con clu ir qu e, en aqu ella fase d e su vid a, M arco no h abía com en zad o a recib ir clases de H ero d es. L a fecha del proceso es poco segura — aun qu e, en con ju nto, el peso de las pruebas apoya datarlo en el año 140 o poco d es­ pués— . L a respuesta de F ro n tó n — u n a carta q u e debió de parecerle q u e pon ía a p ru eb a sus habilidades de escritor— seguía afirm an d o q u e los d a ­ tos del caso iban a colocarlo en una posición difícil. N o p o d ía abstenerse d e u tilizar el m aterial disponible.

N o dudo de que no debo decir nada, fuera de la acusación, que pueda herir a Herodes. Pero sí dudo sobre cómo debo plantear las cosas que corresponden a la acusación en sí y que, desde luego, son terribles, y para ello pido tu parecer. H ay que hablar de hombres libres cruelmente azotados y despojados de sus bienes, incluso de uno a quien se dio muerte. H ay que hablar de un hijo que faltó a sus deberes y no respetó los ruegos de su padre; ha de dejarse clara su crueldad y avaricia. En esta acusación ha de definirse a Herodes como un ver­ dugo. Por ello, si en los crímenes en los que se basa la acusación piensas que debo atacar y cercar al adversario con toda clase de recursos, hazme partícipe de tu parecer, mi muy querido y dulce señor. Si, por el contrario, piensas que también en tales acusaciones debe pasarse por alto alguna otra cosa, pensaré que lo que tú me aconsejes será lo mejor que pueda hacerse. Desde luego, como ya te he dicho, ten en cuenta una cosa, tenia por segura y decidida, y es que yo no he de decir, fuera de la acusación, cosa alguna acerca de sus costumbres y de lo demás de su vida. Y es que si te parece que yo debo encargarme de la acusa­ ción, ya desde ahora mismo te advierto que no estoy dispuesto en modo algu­ no a servirme de forma abusiva de la ocasión que tal causa me brinda, pero realmente los delitos son terribles y de forma terrible serán expuestos. Los re­ lativos al ultraje y expoliación de personas serán expuestos por mí de manera que sepan a hiel y bilis; así, cuando yo diga «grecucho» o «ignorante», no será una ofensa de muerte. Adiós, mi querido César, y quiéreme muchísimo, como sueles hacerlo. Y o también agradezco por dos tus pequeñas cartas; por ello me gustaría que cuando me escribas algo lo hagas de tu puño y letra.

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Con su observación final, Frontón revelaba que se había dado cuenta de que, a pesar de los sentimientos expresados, el hecho de que la carta de Marco hubiese sido dictada a un secretario y no escrita personalmente constituía un delicado reproche.'9 A aquella carta le siguió otra de inmediato. Salud, mi señor. Cuando ya estaba cerrada y sellada mi carta anterior me vino a la mente que lo que va a suceder es que, incluso quienes intervienen en esta causa (sin duda, parece que van a presentarse muchos), tal vez digan algo con­ tra Herodes un tanto inapropiadamente. A este respecto, piensa que no soy el único implicado en el asunto. Adiós, mi señor, y sigue bien, para que yo me sienta feliz. Parece que van a intervenir Capréolo, que ahora no está, y nues­ tro querido Marciano; incluso se cree que también lo haga Viliano.

Aparte de esta mención, esos tres hombres nos son desconocidos, aunque Viliano procedía, quizá, de una familia que hablaba griego, y Marciano, a quien Frontón califica de amigo suyo, podía ser el padre de P. Julio Geminio Marciano, documentado más tarde como senador de Cirta, ciudad na­ tal de Frontón.20 Marco se sintió aliviado ante la reacción de Frontón. Salud, mi queridísimo Frontón: Y a desde ahora, mi queridísimo Frontón, te doy las gracias y te expreso mi reconocimiento, pues no sólo no has rechazado mi consejo, sino que lo has aprobado plenamente. Respecto a las cosas que me consultas a través de tu amabilísima carta, pienso lo siguiente: todo lo que va encaminado a la causa que estás defendiendo ha de ser expuesto con toda cla­ ridad; ahora bien, los detalles que obedecen más bien a tus propios senti­ mientos, aun cuando hayan sido provocados justamente, deben pasarse, sin embargo, en silencio.

Así, concluía Marco, Frontón no perdería su autoestima — y los demás po­ drían decir lo que quisieran— . En una respuesta a esta carta, Frontón ex­ plicaba que se sentía satisfecho con ello — pero, aun así, «mi mirada será bastante penetrante, mi voz vehemente y mis palabras duras, y deberé mostrarme encolerizado amenazando de vez en cuando con el índice; y tu hombre tendrá que aguantarlo».21

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III

No sabemos cómo se desarrolló el proceso. El discurso de Frontón Pro Demostrato se publicó en algún momento; pero eso no significa necesaria­

mente que su cliente saliera absuelto. Demostrato mantuvo su hostilidad hacia Herodes durante más de treinta años, pero el intelectual millonario conservó su posición dominante en Atenas. Además, pasó a disfrutar del reconocimiento público en Roma. Su padre, Ático, había sido cónsul antes que él. Su situación personal se vio, sin duda, reforzada por su matrimonio con Regila. En cualquier caso, desempeñó el consulado a comienzos del año 143. Frontón había alcanzado también este rango en el 143, pero sólo como cónsul sufecto para los meses de julio y agosto. Dada su condición de «hombre nuevo», novus homo , sin la acreditación de un puesto conocido al servicio del emperador, tuvo, en realidad, una suerte notable al obtener el consulado. Es posible que su parentesco con Petronio Mamertino, prefecto de la guardia, constituyera una útil ventaja.22 Frontón habría sido probablemente el primero en admitir que su úni­ ca cualificación para ejercer el cargo supremo era su destreza como orador y el hecho de ser profesor de Marco. En una carta escrita a éste por aquellas fechas le pregunta en tono jocoso qué ha hecho para merecer un afecto tan grande que «mi señora, tu madre, suele decir bromeando que me envidia porque me quieres tanto». «¿Qué bien te ha hecho a ti este Frontón tuyo para quererlo hasta ese punto? ¿Es que ofreció su cabeza por ti o por los tuyos? ¿Se ofreció en lugar vuestro, por vuestros propios peligros? ¿Fue administrador fiel de alguna provincia? ¿Dirigió un ejército?, ¡nada de eso!». Las dos últimas preguntas podrían haber sido planteadas por cual­ quiera que deseara saber por qué se nombraba cónsul a Frontón. Ausonio, el orador del siglo iv cuyo alumno, el emperador Graciano, lo nombró cón­ sul ordinario para el año 379, sería quien se quejara en nombre de Frontón en un pasaje donde aludió a las personas bajo cuyo consulado había acce­ dido éste a aquel cargo. En realidad, Herodes, al ser hijo de un consular, te­ nía un claro derecho prioritario. En aquella época era sumamente excep­ cional y habría provocado malestar que un senador nuevo, es decir, un hombre procedente de una familia no senatorial, se convirtiera en consul ordinarius ,23

Mientras Frontón permanecía en Roma el verano del 142, Marco y la familia imperial se hallaban en la costa, en Bayas. Consta que Frontón es­

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cribió a Marco un pequeño ensayo En alabanza del sueño, en parte, proba­ blemente, para convencerle de que debía dormir más y no agotarse estu­ diando hasta horas tardías. Marco aceptó el reto: Marco César, a Frontón, su maestro, salud. Atiende ahora a unas cuantas co­ sas en contra del sueño y a favor del insomnio. Y eso que estoy, creo yo, de parte del adversario, porque constantemente, de día y de noche, estoy dis­ puesto a dormir y ni lo dejo ni consiento que me deje él a mí, hasta tal punto nos consideramos como de familia. Pero deseo ardientemente, ofendido por esa acusación suya, que se aleje un poco de mí y me dé al fin alguna ocasión de una corta velada. Se trata, en efecto, de «breves argumentaciones varias». De entre ellas, haré uso de la primera, ya que tú dices que yo me he apropiado de la parte mas fácil, la de atacar al sueño, frente a ti, que estás a favor suyo. E n realidad, dices tú, ¿quién no es capaz de acusar al sueño fácilmente? A eso te respondo: lo que es fácil de acusar, es difícil de alabar; y a su vez, lo que es di­ fícil de alabar, no puede servir para nada útil. Pero dejemos esto. Ahora, puesto que nos encontramos en Bayas, en este continuo laberinto de Ulises, del propio Ulises he de aplicarme unas cuantas cosas que tienen que ver con este tema. En efecto, sin duda alguna él no habría llegado «al cabo de nueve años por fin a su tierra patria», ni soportado todas las demás cosas que consti­ tuyen su Odisea, si en aquel momento no «le hubiera vencido un dulce sueño cuando se encontraba descansando».

Marco pasaba luego a citar otros pasajes de Homero y, a continuación, de Ennio y Hesíodo. Estas cosas las he podido disfrutar más por causa de tu afecto que por la con­ fianza en mí mismo.

Y concluía: Ahora, una vez que he acusado al sueño, me voy a dormir, porque estas ideas te las he expuesto ya tarde. Deseo que el sueño no me devuelva mi merecido.24

El momento culminante de los dos meses de desempeño del cargo, julio y agosto del 142, iba a ser para Frontón el de su discurso de agradecimiento

La educación del legítimo heredero a A n to n in o P ío por aquel h on or — u n a o p o rtu n id ad p a ra q u e u n h om bre pú b lico exp u siera su opinión sobre la m arch a de los acontecim ientos— . E l

Panegírico d e P lin io es el m e jo r ejem p lo de este tipo d e discursos. A l o ra ­ d o r le resu ltaba d ifícil ev itar ser trivial, repetitivo u obsequioso. F ro n tó n escribió a M arco acerca de sus planes. En tu última carta me preguntabas por qué no he pronunciado aún mi dis­ curso ante el Senado. E l caso es que incluso por un edicto debo yo dar gracias a mi señor y padre tuyo pero la verdad es que voy a proponer un edicto en fa­ vor de los juegos de circo y cuyo comienzo será precisamente así: «En el día en que por vez primera, contando con el favor del máximo soberano, yo de­ bería dar un espectáculo del máximo agrado para el pueblo y plenamente po­ pular, pensé que era oportuno dar gracias como cada día» — y aquí debe se­ guir una cláusula ciceroniana— . A sí pues, pronunciaré el discurso ante el Senado en los idus de agosto (13 de agosto). ¿Vas a preguntarme tal vez por qué tan tarde? Porque yo nunca me precipito a realizar rápidamente y de cualquier forma una función solemne; pero como debo tratar contigo sin ta­ pujos y sin rodeos, te diré qué es lo que pienso en mi interior. A l divino Adriano, abuelo tuyo, lo alabé ante el Senado en numerosas ocasiones con de­ cidido afán y también con sumo empeño (y aún andan esos discursos normal­ mente en manos de todos). Pues bien, a Adriano, yo — sea dicho esto con la aprobación de tu amor filial— , como a Marte Gradivo, como al Padre Dite, propicio y benévolo, más que amarlo lo quise. ¿Por qué? Porque para amar es preciso tener cierta confianza, por eso mismo, al que veneraba con tanta fuer­ za, no me atreví a mostrarle mi afecto. A Antonino, en cambio, lo quiero como al Sol, al día, a la vida, al aire que respiro, y me doy cuenta de que soy correspondido por él. Si yo no le prodigo elogios, de forma que mi alabanza no quede oculta, escondida entre las Actas del Senado, sino que circule de mano en mano y a la vista de todos, soy ingrato incluso respecto a ti. A sí es como dicen que contestó un correo fugitivo: «Por mi señor yo correría sesen­ ta millas, pero por mí correría cien, con tal de escapar». También yo, cuando halagaba a Adriano, corría en favor de mi señor; hoy, en cambio, corro para mí, diría yo, y por mi propia satisfacción fijo por escrito tal discurso. A sí pues, por mi propio interés, lo haré sin prisa, tranquilamente, dulcemente. Tú, si también tienes mucha prisa, diviértete entre tanto de otra forma. Colma de besos a tu padre, abrázalo, finalmente, alábalo tú mismo. Por lo demás, es

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cierto que debes esperar hasta los idus de agosto para escuchar lo que quieres de la forma que quieres. Adiós, mi querido César, y hazte digno de tu padre, y si quieres decir algo por escrito, hazlo con calma.25

Al ocupar Frontón su cargo, Marco pudo dirigirse a él con una fórmula distinta: «Mi muy ilustre cónsul, Frontón». En otra carta vuelve a hablar de su amistad en tono extravagante y medio en broma, pero añade: Ahora mi competición será con Cratia, a quien temo no poder superar. En efecto, de ella, como dice Plauto, «la lluvia del amor no sólo ha traspasado el vestido, sino que, además, ha calado hasta la médula» [la cita daba respuesta a otra carta en la que Frontón le había reafirmado su afecto]. A quella otra carta tuya, en la que explicabas por qué habías retrasado tanto el discurso en que ibas a elogiar a mi señor ante el Senado, me gustó tanto que no pude con­ tenerme (y tú dirás si actué debidamente) hasta llegar a leérsela en voz alta a mi propio padre. Hasta qué punto le agradó a él, no viene al caso que yo te lo cuente, ya que tú conoces su enorme benevolencia y, además, la perfecta ele­ gancia de tus cartas. Pero por tal motivo surgió entre nosotros una larga con­ versación sobre ti, muchísimo más larga que la que tú mantuviste con tu cues­ tor acerca de mí. A sí pues, no dudo de que allí, en el Foro, te hayan zumbado los oídos durante largo rato. Mi señor, pues, aprueba y ve con simpatía las causas por las que has retrasado tu discurso hasta fecha más lejana...26

Frontón pronunció, finalmente, su discurso y escribió a Marco para descri­ birle la ocasión, pero le comentó que, del estallido de aplausos con que fue acogido, podía hablarle «nuestro amigo Aufidio» [Victorino]. Con la mis­ ma carta devolvía a Marco algunos versos escritos por éste, utilizando como correo a Victorino. H e traspasado con cuidado el escrito con una cinta para que este pequeño ra­ tón no pueda husmear nada. L a verdad es que él nunca me da parte de sus hexámetros, así es de indeseable y malicioso. En cambio sí que me dice que tú, deliberadamente, recitas tus propios versos de forma rápida y seguida: con eso él no puede retenerlos en su memoria. Pues bien, él ha sido recompensa­ do de parte mía. Tiene su premio: que no pueda escuchar ningún verso de esa forma. Incluso recuerdo que tú con frecuencia me has advertido que no muestre a nadie tus versos.27

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Antonino Pío se sintió complacido con el discurso de Frontón y le escribió lo siguiente: Me admira enormemente que puedas encontrar cosas nuevas en un tema tan trillado... Y , efectivamente, no voy a caer en esa falta, en defraudarte con un elogio sumamente merecido por ti, por miedo a agrandar mi propias alaban­ zas de una manera desmesurada. Pues bien, lo planteaste correctamente, y con una elaboración perfecta, a la que precisamente se debe todo honor, si de­ jamos a un lado el propio argumento. Por lo demás, no fue muy eficaz à la hora de hacerme ver a mí tu propio ánimo; la verdad es que yo sabía bien que eras un mediador sumamente complaciente de todas mis acciones y expresio­ nes. Adiós, mi Frontón, queridísimo mío. Esa parte de tu discurso referente a la alabanza de mi querida Faustina, con sumo gusto expuesta por ti, me ha parecido más veracidad que elocuencia. En efecto, la verdad es ésta: más que­ rría, ¡por H ércules!, vivir con ella en Giaros que sin ella en el Palatino.

La Faustina mencionada aquí es la hija de Antonino, su única descendien­ te viva y prometida de Marco. Giaros era una isla a donde se enviaba a ve­ ces a personas condenadas al destierro.28 Marco escribió también, por supuesto, una carta de felicitación en tér­ minos sumamente encomiásticos. «En adelante — concluía— guárdate de decir tantas cosas inciertas de mí, sobre todo ante el Senado. Has escrito este discurso... de una forma terrible». En su última carta, Frontón había incluido otra para Domicia Lucila, escrita en griego a modo de cumplido por su alto nivel de educación. La carta es un rebuscado ejercicio literario en el que se disculpa por no haber escrito antes, aduciendo como excusa la redacción de su discurso; dice poco más, pero lo dice con gracia, y conclu­ ye pidiendo perdón por su bárbaro griego, «pues soy de Libia, descendien­ te de nómadas libios».29 Marco seguía trabajando duramente. En otra carta dice: Pides con muchísimo interés mis hexámetros, yo te los habría enviado tam­ bién rápidamente si los tuviera en mi poder. En efecto, mi librero, a quien tú conoces, me refiero a Aniceto, al salir yo, no ha enviado ninguno de mis es­ critos. L a verdad es que conoce mi manía y temió que si llegaban a mis manos haría lo que acostumbro a hacer, hasta los echaría al fuego. Realmente, para

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esos versos, no había casi ningún peligro. Más bien, para confesar la verdad a mi maestro, siento amor por ellos. Dedico a eso las noches, lo confieso, pues las horas del día se me pasan en el teatro. Y es que al atardecer, ya fatigado, trabajo menos y por las mañanas me levanto medio dormido.

Marco echaba de menos a Frontón y pensaba que el tiempo pasaba despa­ cio. Los dos meses del consulado de Frontón le parecieron como dos años.30 Otra carta a Frontón, escrita por Marco en uno de aquellos dos meses — julio y agosto del 142— , describe su vida en Nápoles. Marco Aurelio César, a su querido cónsul y maestro, salud: Desde que te es­ cribí la última vez no ha habido ninguna cosa de importancia para contártela ni que merezca la pena conocerse. En efecto, pasamos casi todos los días en las

mismas ocupaciones, el mismo teatro, la misma desgana, las mismas ansias de ti. ¿A qué digo «las mismas» ?; en realidad, es cosa que cambia y se hace más grande cada día y, como dice Laberio a propósito del amor y a su manera, y según su forma particular:

Tu amor crece tan a prisa como un puerro y tanfirme como una palmera. Pues bien, yo aplico al recuerdo lo que él dice sobre el amor. Quiero escribir­ te muchas cosas, pero no se me ocurre nada. H e aquí lo que se me viene a la mente: hemos escuchado por ahí a unos encomiógrafos, griegos, desde luego, pero personas asombrosas, hasta el punto de que yo, que disto tanto de la lite­ ratura griega como dista de la tierra griega nuestro monte Celio, sin embargo, esperaría, comparado con ellos, incluso poder igualar a Teopompo (pues en­ tiendo que éste es, desde siempre, muy elocuente entre los griegos). Pues bien, a mí, casi dando vida a Ó pico,m e lanzaron a escribir en griego, como dice C e­ cilio, «unos hombres de ignorancia absoluta». E l clima de Nápoles es francamente bueno, pero muy variable. A cada momento, dentro de una misma hora, se vuelve más frío, o más templado, o más desagradable. Y a de entrada, la media noche es templada, como en L a u ­ rento, y luego, cuando cantan los gallos, se hace un tanto fría, como en L an u ­ vio. L a primera parte de la noche y hacia la mañana, al rayar el alba, hasta la salida del sol, es helador, como el propio Álgido. Luego, hasta media maña­ na, es soleado, como en Túsculo, pero a mediodía es ardiente, como en Pu-

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téolos; en cambio, cuando el sol se ha sepultado en el océano, el clima se vuel­ ve de nuevo más moderado, como el de T íbur. A sí es ya por la tarde y al lle­ gar la noche, hasta que «la noche profunda», como dice Marco Porcio [Ca­ tón], «va declinando», continúa lo mismo. Pero, ¿a qué acumulo delirios masurianos [en alusión a la prolijidad de Masurio Sabino] cuando he prome­ tido escribir sólo unas cuantas cosas? Adiós, amabilísimo maestro, notabilísi­ mo cónsul, y deséame tú a mí tanto cuanto me amas.3'

Frontón tuvo que quedarse en Roma durante los dos meses de su periodo consular, aunque una vez pronunciado su discurso comenzó a sentir de­ seos de marcharse (o dijo que los sentía). A su querido César, su cónsul: Dichoso de mi hermano, que ha podido veros estos días. En cambio yo me encuentro atado en Rom a con vínculos de oro. Y espero las calendas de septiembre no de otra forma a como esperan los supers­ ticiosos la estrella y, cuando aparece, ya pueden romper el ayuno. Adiós mi querido César, gloria de la patria y del nombre de Roma. Adiós, mi señor.32

El hermano mencionado en esta carta era Quinto Cornelio Cuadrato, que iba a ser igualmente cónsul cinco años después de Frontón. Cratia se en­ contraba también en Nápoles con la familia imperial para unirse a la cele­ bración del cumpleaños de Domicia Lucila. Frontón hubo de contentarse con escribir una carta de felicitación a Lucila, de nuevo en griego y llena así mismo de floridos elogios, como la que le había escrito anteriormente. Lo propio hubiera sido que todas las mujeres de todas las partes se hubieran reunido y celebrado tu cumpleaños; primero, las mujeres sencillas, que aman a sus maridos y a sus hijos; después, las auténticas y sinceras; en tercer lugar, que lo celebrasen las discretas y afables, corteses y modestas, y muchas otras más... pues tú posees... todas esas virtudes.

Marco, entretanto, seguía ocupado oyendo a algunos abogados. Es proba­ ble que tuviese que participar en un juicio como asesor de su padre.33 En cierta ocasión, no mucho después de su consulado, según parece, Frontón había pronunciado ante un tribunal un discurso que fue altamen­ te elogiado y envió una copia a Marco, quien declamó a Pío algunos pasa­

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jes del mismo y, luego, contestó a Frontón por carta para decirle que el em­ perador lo había admirado mucho. Frontón se sintió encantado: el hecho de que Marco representara, por así decirlo, algo suyo teniendo como pú­ blico a Pío le había agradado, según él, más que su consulado. Marco cita un largo extracto — referente a una disputa surgida en provincias por una he­ rencia— . Al final de la carta, mencionaba que Herodes Ático acababa de sufrir una desgracia. Había muerto su hijo recién nacido. Marco pidió a Frontón que le escribiera una nota de condolencia, y una parte de la carta en griego resultante de la petición se ha conservado hasta hoy. En ella de­ cía a Herodes que no era demasiado viejo como para no tener más hijos, y que debía adoptar la actitud del propio Frontón tras haber perdido a una persona amada: pensar en que otros seguían con vida. Si tú también amas a algún joven noble, eminente por sus virtudes, por su educación, por su fortuna y su inteligencia, no errarías en aproximarte a él y depositar en él toda la seguridad de las cosas buenas, y es que, en tanto en cuanto las tengamos — reconozco que soy tu rival y no lo oculto— , cualquier cosa tendrá fácil remedio y estará muy por debajo de ellas.

Es evidente que Marco había conseguido persuadir a aquellos dos hombres de que debían dejar de lado los violentos sentimientos provocados por el caso de Demostrato. Otra carta se refiere de manera explícita a las cualida­ des de Marco como reconciliador. Es obvio que en el inicio de la misiva, ac­ tualmente perdido, Frontón se refería a Herodes y a la leyenda de Orfeo: Si en alguna ocasión ha valido tanto alguien que haya sido capaz de unir en­ tre sí, con amor mutuo, a amigos y servidores, tú, sin duda, conseguirás eso mucho más fácilmente, ya que naciste bien dispuesto para toda clase de virtu­ des antes de que fueses instruido para ellas. En efecto, antes de que te llegase la edad apropiada para tu educación, ya estabas perfectamente formado y do­ tado de todas la buenas artes. Antes de tu pubertad ya eras un hombre de bien, y antes de tomar la toga viril ya eras hábil en el arte de hablar. Pero de todas las virtudes, es admirable sobre manera esto, el que unes en concordia a tus amigos. Y , desde luego, no querría pasar por alto que esto es mucho más difícil que aplacar al son de la cítara a fieras y leones.

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La carta concluye con una referencia a otro amigo. Siento cariño hacia Juliano — sin duda, ahí se ha desviado nuestra conversa­ ción— . A m o a todos los que te quieren, amo a los dioses, que te protegen, amo la vida por causa tuya, amo tus cartas junto contigo; con tus amigos me veo engullido en la ola del afecto hacia ti.34

En su respuesta, Marco revela que, en la primera parte de su carta, Fron­ tón había descrito su visita a Juliano en un momento en que éste se hallaba enfermo. Marco le agradecía que, estando «ocupado en asuntos tan impor­ tantes en tu propia casa y fuera de ella hiciste, sin embargo, lo posible por ir a ver a mi querido Juliano, y lo hiciste por especialísima atención hacia mí. La verdad es que yo sería un desagradecido si no lo reconociera». A continuación pasa a otro asunto mencionado por Frontón. E n cuanto a lo que dices de Herodes, aguanta, por favor, como dice nues­ tro Quinto [Ennio], «persiste con pertinaz persistencia». Tam bién H ero ­ des te quiere y yo me empeño en ello, y el que no te quiere, sin duda, es que no tiene entendimiento para com prender, ni ojos para ver; y no digo nada de sus oídos, pues los oídos de todos están subyugados bajo tu voz, someti­ dos bajo tu yugo. A m í el día de hoy me está resultando más largo que un día de prim avera, y la noche que viene me va a resultar más larga que una noche de invierno. L a verdad es que deseo ardientemente poder saludar a mi querido Frontón y, sobre todo, dar un abrazo al autor de esa última car­ ta. T e he escrito de prisa porque me urgía M eciano y era justo que tu her­ mano volviese pronto a tu lado. T e ruego, pues, que si alguna palabra la en­ cuentras un tanto absurda y no apropiada en su significado, o si la carta está escrita con trazos inseguros, lo atribuyas a la falta de tiempo. En efecto, a la vez que yo te quiero profundam ente como am igo, conviene que recuerdes que cuanto amor debo ofrecerte como tal, tanto respeto te debo como mi maestro.35

El Meciano que le «urgía» era Volusio Meciano, un destacado jurista de la época y tutor en leyes de Marco. Es posible que fuera también africano, lo mismo que Frontón y que el jurista más distinguido del momento, Salvio Juliano, a quien resulta tentador identificar con el hombre visitado por

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Frontón — si bien Juliano era un nombre tan común que no es posible nin­ guna certeza.36

No se conocen acontecimientos de especial importancia en la vida privada o pública de Marco o, incluso, en la historia exterior del imperio para el pe­ riodo de finales del 142 hasta su matrimonio, en abril del 145. No obstante, la primavera o el verano del 144 fue la fecha en que el joven orador griego Elio Aristides pronunció en Roma su famoso encomio del Imperio Roma­ no que constituye el principal fundamento en que se basa el veredicto fa­ vorable de la historia sobre la época de los Antoninos. El discurso de Aristides está imbuido de conceptos platónicos y es con­ cienzudamente literario por estilo y construcción. Aristides fue también deliberadamente adulador y no hizo ningún intento por ver el lado oscuro del cuadro. No obstante, con todas las salvedades, el homenaje sigue sien­ do notable. Su autor habla de la vastedad y universalidad del imperio de Roma y lo compara favorablemente con otros del pasado, como el persa y el macedonio. La preeminencia de Roma radica tanto en su perfección como en su gran tamaño. El gobierno se gestionaba de manera justa y or­ denada. El emperador no era un déspota, sino un «gran gobernante», y re­ gía a hombres libres, no a esclavos. El mundo en conjunto era ahora como una ciudad Estado. Pero el emperador protegía a los débiles, cosa que no ocurría en una «democracia» como la de las ciudades Estado. La constitu­ ción romana encarnaba los mejores elementos de la democracia, la aristo­ cracia, la oligarquía y la monarquía. La máxima «obra de perfección» par­ ticular del imperio era el ejército — por sus métodos de reclutamiento, sus condiciones de servicio, su despliegue, su instrucción y su disciplina— . Los pocos que, por casualidad, no estaban dentro del imperio sólo merecían compasión. La guerra era cosa del pasado, aunque pudiera haber algunos locos, como los getas (dacios), algunos desdichados, como los libios (mo­ ros), o algunos malhechores, como quienes moraban a orillas del mar Rojo. (Aristides se refería con ello a las operaciones militares llevadas a cabo en Dacia y Mauritania y, probablemente, a alguna sublevación de menor im­ portancia surgida en Egipto). El discurso contiene, incluso, algunas alusio­ nes sublimes a la política imperial de fronteras.

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Considerasteis innoble poner murallas en torno a la propia ciudad, como si la ocultarais o huyerais de vuestros súbditos. N o obstante, no os olvidasteis de levantar muros, pero los situasteis en torno al imperio y no alrededor de la ciudad... Más allá del círculo extremo del mundo civilizado trazasteis una se­ gunda línea... A llí edificasteis murallas para defenderos... Un ejército acam­ pado semejante a una fortificación encierra el mundo en un cerco... tan dis­ tante que va desde Etiopía al Fasis y desde el Eufrates hasta la gran isla más exterior en dirección a occidente; podemos llamar a todo ello recinto y circui­ to de murallas. N o han sido construidas con asfalto y ladrillos cocidos, y tam­ poco se alzan relucientes de estuco. ¡A h !, pero también existen, sí, esas obras corrientes en gran número en sus lugares particulares, y según dice Homero de la muralla del palacio, «están firm e y ajustadamente trabadas con piedra, son de un tamaño inabarcable y refulgen con más brillo que el bronce».

Aunque Aristides continúa haciendo hincapié en que el anillo de hombres es mucho más impresionante que el muro material, su rimbombante des­ cripción de las barreras fronterizas romanas debió de haber divertido a al­ gunos de los oficiales de alta graduación que habían construido el Muro Antonino con turba — entre el Forth y Clyde— . Es posible que Lolio Úrbico se hallase de vuelta en Roma, y aunque no asistiera al discurso de Aristides, podemos suponer que, al menos, sí lo hizo A. Claudio Cárax, que había estado al mando de la Legión II Augusta. El propio Cárax era un griego de Pérgamo, hombre de letras e historiador. Aristides no pre­ tendía profetizar el futuro de Roma, pero tenía la convicción de que su «Dorada Raza» seguiría donde estaba hasta el final del mundo y concluyó su discurso rezando por que la ciudad y el imperio durasen para siempre y por que el «gran gobernante y sus hijos» fueran preservados y proporcio­ naran cosas buenas a los seres humanos.37 Durante aquella visita, Aristides pronunció un segundo discurso, diri­ gido al propio emperador. Se ha considerado erróneamente obra de un orador desconocido más tardío, quizá del reinado de Filipo, en la década del 240. Pero un nuevo y brillante análisis ha demostrado que su lenguaje y su contenido son del todo auténticos. En la primera frase, Aristides se re­ fiere a un «festejo y una vacación», y se ha propuesto la hipótesis de que pudo haber sido pronunciado en la Eusebeia, instituida por Pío en Putéolos en honor de Adriano. De ser así, Pío y el resto del público pudieron haber

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constatado que la memoria de Adriano no quedaba muy realzada por el discurso. El orador lo dedica casi por completo a elogiar al nuevo empera­ dor y establecer unas comparaciones con su predecesor hostiles y apenas veladas. Algunos heredan el poder o lo obtienen por la fuerza; él [Pío] ni si­ quiera lo buscó, pero, al final, cedió a los ruegos de quienes intentaban per­ suadirle. El no tenía rivales, mientras que los soberanos anteriores llegaron al poder en medio de guerras y asesinatos y destruyendo a muchas perso­ nas de alto rango. «Comenzó a encargarse de los asuntos de Estado de for­ ma tan pura y virtuosa que ni durante su designación como emperador ni cuando empezó a reinar exigió la muerte de nadie... los dioses procuraron de tal manera que accediese al poder con pureza y piedad, que dejaron a los demás perpetrar actos de furia y locura y a él le reservaron obras de jus­ ticia y beneficencia y de piedad generalizada». No castigó a ninguno de los que se conjuraron en su contra. Su mano firme mantuvo en jaque las «con­ tinuas y violentas arremetidas» en el imperio (una referencia, quizá, al errático comportamiento de Adriano al final de su vida). «Estas cosas de­ muestran... que ningún temor zarandea la soberanía ni la aterran los acon­ tecimientos, que no se deja arrebatar por la cólera y la ira, sino que adopta una actitud constante e inconmovible para con todos». El emperador ha estabilizado el imperio como un buen timonel, «tal como se amarra un barco tras una gran tormenta». Aristides pasa luego a recalcar la piedad del emperador — «pues comenzó de manera piadosa, como corresponde», en alusión a la concesión del nombre de Pío poco después de su acceso al poder— , sus excelentes planes económicos y judiciales, su gran amor por los griegos y su apoyo a la educación helénica, a diferencia de lo ocurrido hasta entonces. Esto último resulta sorprendente — y ha llevado a muchos a suponer que el discurso no podía ser de Aristides, ni Pío el emperador mencionado, pues es indudable que Adriano había sido un filohelenista fa­ nático, aunque al final de su reinado se puso en contra de varios intelec­ tuales griegos, como también atacó a otros amigos y a sus propios parientes: aunque resulte un poco exagerada, la contraposición no estaba injustificada. Los cumplidos y los contrastes expuestos a continuación suenan, sin duda, auténticos: el nuevo clima de libertad y seguridad, en comparación con el temor inspirado por los espías — una alusión clara a la conversión, por obra de Adriano, de los militares de intendencia, los frumentarii, en

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agentes secretos; la delicadeza, bondad y accesibilidad del emperador; su carácter estable — como emperador siguió siendo la misma persona que había sido cuando era un ciudadano particular— ; su moralidad y conten­ ción personal, a diferencia de algunos otros emperadores; su firme disci­ plina con las tropas; su prudencia en relación con la guerra y su preferen­ cia por la diplomacia, unidas a una firmeza ejemplar cuando era necesario, como en el caso de los pueblos celtas (referencia a los britanos del norte) y de los que vivían más allá del Eufrates y el Tigris. Al acercarse al final de su discurso, Aristides volvió a hablar de las virtudes del emperador, por las que superaba a todos sus predecesores: sensatez, valentía, piedad y buena suerte. Luego, dirigiéndose a Marco, añadió una plegaria: «Y tú, mucha­ cho, noble entre los nobles, sigue las pisadas de tu padre».38

5 E L P R IN C IPE ESTO ICO

Los años del 145 al 147 fueron de gran importancia en la vida de Marco. El i de enero del 145 fue nombrado cónsul por segunda vez, honor que un ciudadano particular podía esperar en contadas ocasiones y sólo a una edad bastante avanzada. Marco había cumplido veintidós años. Tuvo como co­ lega a su padre, que ocupaba el cargo por cuarta vez. La toma de posesión exigió de Marco otro importante discurso, y es posible que fuese en ese mo­ mento cuando no se sintió bien y Frontón le escribió una breve nota en la que le instaba a dormir mucho, «para que te presentes en el Senado con buen color y puedas leer a pleno pulmón». La enfermedad de Marco pudo haber sido la mencionada por él en otra carta: Y o , de momento, me encuentro tal como quizá puedas juzgar fácilmente, pues te escribo por mano de otro. Por lo que se refiere a mis fuerzas, sin duda alguna comienzan a volverme: incluso del dolor del pecho no hay ya restos, pero se ha formado una úlcera... [el manuscrito es aquí inseguro]... Probamos remedios y tenemos cuidado de que no quede nada por hacer por culpa nues­ tra. Y , en efecto, me doy cuenta de que las enfermedades duraderas sólo son tolerables mediante un cuidado diligente y la prudencia que impone el médi­ co. Sería vergonzoso, desde luego, que pudiera durar más mi mal físico que el empeño de mi ánimo por recobrar la salud. Adiós, mi dulcísimo maestro. Mi madre te envía un saludo.1

Marco no fue nunca físicamente fuerte. Casio Dión habla admirado de su entrega al deber a pesar de la desventaja de su debilidad física. Él mismo cuenta, en un pasaje ya citado, cómo su maestro de filosofía, Apolonio, le había enseñado a mantener la serenidad, incluso durante las enfermedades largas. Veinte años después, o aún más tarde, siendo emperador, padecía 125

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constantes dolencias de pecho y estómago y tenía que tomar medicamentos para aliviarlas. Dada la escasez de datos disponibles no resulta, quizá, muy provechoso especular sobre la naturaleza de esas afecciones. En cualquier caso, no hay pruebas de que el «dolor de pecho» que tuvo de joven, y que se le había pasado cuando escribió la carta a Frontón recién citada, se de­ biera a la misma causa que «el mal estado de su estómago y su pecho» de veinte años después.2 En el año 145 hubo que hacer frente una vez más a problemas milita­ res, y como Pío debía de hallarse muy ocupado, Marco tuvo que hacerse cargo personalmente. Unas graves revueltas en Mauritania acabaron deri­ vando en una guerra declarada. Ninguna de las dos provincias mauritanas contaba con guarniciones de legionarios y fue necesario aportar refuerzos importantes, no sólo de las legiones, sino también de unidades auxiliares. Algunos llegaron de Britania, relativamente tranquila en esos momentos, llevados por un oficial llamado Sexto Flavio Quieto. En un primer mo­ mento, Flavio Prisco, el mismo que había hecho frente a los problemas sur­ gidos en Dacia, fue nombrado pro legato. Pero la situación exigió pronto que un senador tomara el mando del nuevo y numeroso ejército concen­ trado para la guerra. Se designó a un tal Utedio Honorato. No hay duda de que, en el momento de analizar en el consejo imperial la selección de ofi­ ciales y otros asuntos concernientes a la guerra, el prefecto del Pretorio, Gavio Máximo, pudo haber sacado provechosamente partido a su expe­ riencia adquirida quince años antes como procurador de Mauritania Tingitana.3 Es posible que fuese entonces cuando Marco escribió a Frontón que­ jándose del cúmulo de correspondencia al que tenía que enfrentarse. Salud, mi dulcísimo maestro. A l fin sale el correo y puedo yo enviarte de una vez mi crónica de tres días. Y no puedo decir nada; hasta tal punto he perdi­ do el aliento al dictar casi unas treinta cartas. Pues bien, lo que últimamente te había gustado, a propósito de mis cartas, aún no se lo he referido a mi padre...

La palabra utilizada aquí para las cartas (epistulae) es también la empleada para la correspondencia oficial, y dada la cifra de la que se trata, es eviden­ te que Marco se hallaba realizando tareas oficiales. Es posible que Frontón

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hubiera manifestado cierta indignación al respecto, pero esto no es más que mera especulación.4 El 17 de marzo del 145, Lucio Aurelio Cómodo, el hermano adoptivo de Marco, asumió probablemente la toga virilis con motivo de la celebra­ ción de los Liberalia, pues cumplía entonces catorce años. Pío procuró que la ocasión fuera aún más festiva mediante la dedicación del templo al divi­ nizado Adriano y el ofrecimiento de donativos al pueblo de Roma. No sa­ bemos gran cosa sobre Lucio en estos primeros años, quien, en realidad, no saldrá plenamente a la luz hasta después de la muerte de Pío, periodo del que se ha conservado una parte de su correspondencia con Frontón. No obstante, al haber accedido ahora a la condición de la edad adulta, estaba ya en condiciones de recibir las enseñanzas de Frontón. Hasta entonces, había sido instruido por unos grammatici llamados Escaurino, en la asig­ natura de latín, y Telefo, Hefestión y Harpocración, en la de griego. A par­ tir de este momento sería encomendado a Caninio Céler y a otro retórico griego llamado Apolonio, además de a Herodes Ático y Frontón. También recibió clases de filosofía de Apolonio de Calcedonia y de Sexto de Queronea (quienes habían sido igualmente profesores de Marco). Su educación fue supervisada en términos generales por un fiel liberto de su padre ver­ dadero llamado Nicomedes, a quien Antonino había honrado por su en­ trega otorgándole el rango de caballero (vetado normalmente a los liber­ tos). No es nada de extrañar que las referencias de que disponemos acerca del carácter de Lucio en esos primeros años sean más escasas que la que te­ nemos sobre Marco. Se dice que sentía un profundo cariño por todos sus maestros y que, a su vez, fue amado por ellos; y que probó a componer ver­ sos siendo un muchacho.5 Marco y Faustina se casaron por fin en abril del 145. Como Marco era hijo de Pío por adopción, Faustina era su hermana adoptiva. Para que se pudiera celebrar la ceremonia, uno de los dos tuvo que ser liberado for­ malmente de la autoridad paterna (patria potestas) de Pío, quien hizo de la ocasión un acontecimiento notable. Se acuñaron monedas con las cabezas de la joven pareja. Para conmemorar el hecho se concedió un presente es­ pecial a los soldados. Y como ambos eran de origen patricio, la ceremonia debió de ser, sin duda, la de la confarreatio, sobre la cual conocemos pocos detalles. Pío se habría visto obligado a oficiarla por su condición de Pontí­

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fice Máximo. En algún momento de la ceremonia se utilizaba una torta de espelta (far). Pero no hay necesidad de intentar describir el acontecimien­ to. Todo cuanto sabemos es que fue «notable».6 Ninguna de las cartas se refiere al matrimonio propiamente dicho, a menos que Marco lo haga de manera indirecta cuando, en una conservada incompleta, habla de algo que iba a ocurrir «al cabo de dos días». «Yo lo tomo a broma, cosa que suele pasar a quienes tienen al fin en sus manos lo que desean...». Pero se trata de conjeturas. La única mención a Faustina en las cartas tempranas había sido la de Pío cuando dijo que preferiría vi­ vir en el destierro con ella antes que en el palacio sin ella. La primera refe­ rencia a Faustina en el epistolario después de su matrimonio la nombra para decir que está enferma. Frontón alude a que Victorino le había co­ mentado que «tu señora tiene más fiebre que ayer; en cambio Cratia me decía que todo iba mejor». También Frontón se hallaba enfermo: «La ra­ zón de que no te haya visto es que me encuentro débil debido a un resfria­ do». En su respuesta, Marco informaba de que Faustina seguía con fiebre pero era una buena paciente. En otra carta de este periodo describe un bre­ ve capítulo de accidentes ocurridos en la familia. A sí he pasado yo estos días: mi hermana se sintió afectada por un dolor en sus partes, hasta el punto de que yo la encontré con un aspecto horrible. Por su parte, mi madre, por ese nerviosismo, al no tener cuidado, se dio con el costa­ do con una esquina de la pared, y con ese golpe nos sentimos gravemente afectados, tanto ella como nosotros. Y o mismo, cuando me iba a acostar, me encontré con un escorpión en la cama: me ocupé, no obstante, de que murie­ ra antes de meterme en ella. Si tú te encuentras mejor, es un alivio. M i madre ya está mejor, gracias a los dioses. Adiós, mi extraordinario y dulcísimo maes­ tro. Mi señora te envía un saludo.

Hay más cartas sobre las respectivas enfermedades y convalecencias de ambos, y a medida que Frontón envejecía, una parte de la correspondencia posterior parece interesarse casi exclusivamente por asuntos relativos a su mala salud.7 En septiembre del año 145 se produjo un episodio desconcertante. Un tal Cornelio Prisciano fue condenado por el Senado «por acciones hostiles

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que han perturbado la paz de la provincia de Hispania», según la descrip­ ción de las actas oficiales. El historiador añade que Prisciano había inten­ tado apoderarse del trono y se había suicidado, pero no da más detalles. Debía de ser el gobernador de la provincia de Hispania Tarraconense en aquel momento — si es que pretendía dar, realmente, un golpe de Esta­ do— . Dadas las circunstancias, parece un lugar poco apropiado para iniciar una sublevación. Los gobernadores de Britania, Siria y, sobre todo, Pano­ nia Superior, estratégicamente situada, se hallaban mejor pertrechados, pues cada uno de ellos contaba con tres legiones y tenía a su alcance posibles aliados. La península Ibérica estaba aislada y sólo disponía de una legión. Es verdad que un gobernador de la Tarraconense, Galba, había derrocado a Nerón en el 68 d. C. Pero Galba tomó el poder después de que otros le hi­ cieran el trabajo. Es posible que Prisciano hubiera intentado manipular la lealtad de las tropas enviadas a través de Hispania desde Britania y el te­ rritorio del Rin para reforzar Mauritania. Durante el reinado de Pío oímos hablar de otro rebelde o conspirador, un senador llamado Atilio Ticiano. No se nos dan fechas ni detalles, pero es concebible que pudiera haber sido aliado de Prisciano e, incluso, su candidato para ocupar el trono. Por más confuso que sea este asunto, recuerda al menos que durante el reinado de Pío no todo fue tan feliz como podría inducirnos a suponer el discurso de Elio Aristides anteriormente citado.8 En marzo del año siguiente se produjo otra muerte en las altas esferas. El prefecto de Roma, Sexto Erucio Claro, falleció por causas naturales mientras disfrutaba del espaldarazo que solía acompañar a su cargo: un se­ gundo consulado. Claro era un vínculo de unión con una época pasada. Plinio el Joven había sido su amigo y patrón y le había conseguido de Tra­ jano el ingreso en el Senado. A continuación, tras distinguirse en la guerra de Partía, se había convertido en un patrón de la cultura, mencionado por Aulo Gelio como amigo y corresponsal epistolar del estudioso Sulpicio Apolinar. Claro pudo haber sido el segundo prefecto nombrado por Pío. Su predecesor fue, probablemente, Brutio Presente (otro protegido de Pli­ nio). No sabemos con seguridad quién le sucedió, pero ese prestigioso puesto fue ocupado en una fecha posterior del reinado por Lolio Urbico, el hombre que había reconquistado el sur de Escocia. Aquella distinción con­ cedida al gran general puede considerarse una maniobra astuta del nada

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militar Pío. También fue una señal más de que los romanos del norte de África avanzaban en todos los frentes. La patria de Úrbico, Tiddis, en N u­ midia, era una pequeña ciudad cercana a la Cirta de Frontón.9

Entretanto, los estudios de Marco con Frontón avanzaban, al parecer, de forma, quizá, un tanto desganada. Una carta escrita, por lo visto, después de su matrimonio (pues menciona a «mi señora» y no a «mi madre») y en la que se transmite un atisbo de descontento nos proporciona un buen in­ dicio de su situación. A mi maestro: Este día lo tendré todo entero libre. Si alguna vez me has que­ rido algo, quiéreme hoy y envíame materia abundante, te lo pido y te lo su­ plico, te suplico, te conjuro y te imploro. E n efecto, en aquella causa [del tri­ bunali centumviral no he encontrado nada, excepto unas exclamaciones. Adiós, mi excelente maestro. Mi señora te envía un saludo. Quería escribir algo en lo que esté bien el levantar la voz. Ayúdam e y búscame un planteamiento cla­ moroso.

La carta con la que parece responderle Frontón le proporciona un tema. H e dormido largo y tendido. T e he enviado un tema; el asunto es serio: un cón­ sul del pueblo romano, depuesta su toga, se ha vestido con túnica de malla y ha hecho frente a un león en medio de gente joven, con motivo de las fiestas de Minerva, en presencia del pueblo de Roma. E s reclamado ante los censores. Estructúralo y desarróllalo. Adiós, mi amabilísimo señor. Saluda a tu señora.

La respuesta de Marco demostraba que no se sentía satisfecho del todo. Por alguna razón carece de encabezamiento, aparte de la palabra «Contesta­ ción», pero puede tratarse de algo casual. ¿Cuándo ocurrió el hecho, y acaso en Rom a? ¿Tal vez aludes a aquello ocu­ rrido en Albano en tiempos de Domiciano? Por otra parte, en este tema ha de trabajarse largamente para que el hecho resulte creíble más bien que molesto. Me parece una hipótesis inverosímil, y la habría preferido, desde luego, tal como te la había pedido. Contéstame rápidamente acerca de la época.10

E l príncipe estoico En una carta escrita poco después, Frontón le suministra otro tema. T e contesto, señor, un tanto retrasado: en efecto, abrí demasiado tarde tu opúsculo porque me dirigía a mis obligaciones en el Foro. Me encuentro bas­ tante bien; sin embargo, mi pequeña úlcera es aún demasiado profunda. Adiós mi dulcísimo señor. Saluda a tu señora. E l tribuno de la plebe M. L u ­ cilio, por cuenta propia, en contra de la opinión de sus colegas (que querían dejarlo en libertad), metió en la cárcel por la fuerza a un hombre libre, ciuda­ dano romano. Por esta razón fue señalado por los censores. D ivide primera­ mente la causa; después, echa mano de cada una de las partes, bien sea para acusar o para defender. Adiós, mi señor, luz de todos los tuyos. Saluda a tu se­ ñora m adre."

No se conserva la respuesta de Marco, pero, al parecer, por aquellas fechas, consideraba esta clase de ejercicio intelectual como una ocupación más bien estéril. En una carta bastante larga escrita cuando tenía veinticinco años, es decir, entre abril de los años 146 y 147, muestra considerables se­ ñales de descontento con sus estudios de jurisprudencia, y también, por cierto, un sentimiento general de malestar. A mi maestro: Gayo Aufidio [Victorino] cobra ánimos, hace llegar su opinión hasta las estrellas, dice — por no contarte yo más que un poco— que no hay ningún otro hombre más justo que él que haya venido de Um bría a Roma. ¿Preguntas por qué? Quiere ser alabado más como juez que como orador. Cuando me río, me mira de arriba abajo. A segura que es fácil sentarse ante un juez abriendo la boca, pero, sin duda, juzgar es una función muy impor­ tante. Esto, respecto a mí. Y , sin embargo, el trabajo se ha presentado bien. Está bien, me alegro. T u venida, al tiempo que me hace feliz, me impacienta. Por qué me hace feliz, que nadie trate de saberlo; por qué me impacienta, yo mismo te he de confesar, ¡santo dios!, por qué. En efecto, a lo que me diste para que escribiera, ni siquiera le he dedicado un poquito de atención, aun­ que he estado desocupado. En este momento me entretienen mucho los libros de Aristón y, al mismo tiempo, me vienen mal. E n la medida en que me en­ señan lo que es mejor, me vienen bien, desde luego, pero cuando me dan a en­ tender cuánto dista mi alma de los mejores preceptos, más de una vez tu dis­ cípulo se ruboriza y se irrita con que en sus veinticinco años aún no ha

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Marco Aurelio asimilado en su espíritu ninguna noble doctrina y principio puro. Y así, me siento arrepentido, me pongo irascible, me pongo triste, miro con envidia a otros, dejo de comer. Atenazado ahora por estas preocupaciones, he dejado de un día para otro mi promesa de escribir. Pero ya imaginaré alguna otra cosa y, como cierto orador ático advertía a una asamblea de atenienses, «algu­ nas veces se debe permitir a las leyes dormir». Dejados ya en paz los libros de Aristón, los dejaré dorm ir durante algún tiempo y me dedicaré de lleno a ese poeta de teatro, una vez leídos algunos pequeños discursos de Cicerón. A sí pues, escribiré sobre una cosa o sobre otra, pues Aristón no dorm irá nunca del todo como para no permitirme ver una misma cosa de distintas formas. Adiós, mi excelente y honestísimo maestro. Mi señora te envía un saludo.12

El Aristón cuyos libros había estado estudiando Marco ha sido identifica­ do convincentemente con el jurista Ticio Aristón, amigo de Plinio el Jo­ ven. En una carta a Catilio Severo, Plinio hablaba de su preocupación por la mala salud de Aristón. «Su autoridad, rectitud y erudición no tienen ri­ val... ¡qué experiencia la suya en derecho tanto civil como constitucional!». Comparado con los filósofos destacados del momento, añadía Plinio, Aris­ tón «los supera en virtud, cumplimiento del deber, justicia y valor».13 Mar­ co había sentido un vivo interés por la filosofía desde los once años. A par­ tir de los catorce había tenido sus primeros maestros en esa materia, en particular Apolonio el Estoico. En la que podría ser su primera carta escri­ ta a Marco, Frontón incluía algunas advertencias sobre los escarceos con la filosofía. En otra posterior, el orador llevaba más lejos sus avisos: es evi­ dente que Marco había criticado la insinceridad del lenguaje convencional. Frontón defendió el de la oratoria. En mi opinión, sin estos recursos, considero toda expresión literaria absurda, ruda, sin elegancia; en definitiva, ineficaz e inútil. Y no creo que sean más ne­ cesarios los recursos de este tipo para los oradores que para los filósofos.

Frontón ponía a Sócrates como ejemplo de filósofo cuyo dominio del len­ guaje constituía una parte esencial de sus dotes. Sin embargo, a sus veinti­ cinco años, Marco se había cansado ya de contraponer ambos bandos en de­ bates imaginarios.'4 Su educación reglada había llegado ya a su fin. Marco había disfrutado

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de las mejores relaciones con todos sus maestros. Este dato sería evidente incluso sin las pruebas de su correspondencia con Frontón. H onró tanto a sus maestros que, en su capilla privada, tenía estatuas suyas de oro y distinguió sus tumbas visitándolas y realizando en ellas ofrendas de sa­ crificios y flores,

anota el biógrafo. Ya hemos citado el testimonio de su pena por la muerte de uno de sus profesores. El biógrafo añade en ese pasaje que [...| la atención y el esfuerzo dedicados a sus estudios fueron tantos que afec­ taron adversamente a su salud — lo cual constituye la única falta que pode­ mos hallar en él mientras fue un muchacho.'5

Apolonio había desempeñado, obviamente, una función importante en su introducción a la filosofía estoica. Pero quien ejerció sobre él la máxima in­ fluencia fue, probablemente, Quinto Junio Rústico. Rústico era, por lo me­ nos, veinte años mayor que Marco, un poco más viejo, quizá, que Frontón. Su propio nombre representaba casi de por sí una filosofía o programa po­ lítico, pues era descendiente — hijo, probablemente— de uno de los már­ tires de la tiranía de Domiciano. La «oposición estoica» a los malos empe­ radores del siglo i, en especial a Nerón y Domiciano, fue una fuerza importante en la configuración del carácter del principado de los Antoninos. Apolonio, Rústico y un tercer amigo, Claudio Máximo, fueron las tres personas con las que Marco debió de haberse sentido más en deuda, pues agradece de manera particular a los dioses el haberlos conocido. Su home­ naje a Rústico es cabal: De Rústico: el haber concebido la idea de la necesidad de enderezar y cuidar mi carácter; el no haberme desviado al entusiasmo por la retórica ni escribir tratados teóricos ni recitar discursillos de exhortación ni hacerme pasar por persona ascética o filántropo con vistosos alardes; y el haberme apartado de la oratoria, la poesía y el «refinamiento en la escritura». Y el no pasear con la toga por casa ni hacer otras cosas semejantes. Tam bién el escribir las cartas de modo sencillo, como aquella que escribió él mismo desde Sinuesa a mi madre; el estar dispuesto a aceptar con indulgencia la llamada y la reconciliación con

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los que nos han ofendido y molestado, tan pronto como quieran retractarse; la lectura con precisión, sin contentarme con unas consideraciones globales, y el no dar mi asentimiento con prontitud a los charlatanes; el haber tomado con­ tacto con las Disertaciones de Epicteto, de las que me entregó un ejemplar de su propiedad.

Es evidente que fue Rústico quien apartó a Marco de la oratoria — las críti­ cas a Frontón son más que indicios: «entusiasmo por la retórica»; «oratoria, poética y “refinamiento en la escritura” »; «escribir las cartas de modo sen­ cillo». Los contrastes son obvios— . La carta de Rústico a Domicia Lucila, escrita desde Sinuesa, no se ha conservado. Pero las dos de Frontón a la ma­ dre de Marco son, en cuanto a su estilo, cualquier cosa menos sencillas.16 A pesar de las críticas implícitas a Frontón, éste, al menos, pudo referir­ se con respeto y afecto al hombre que había «atraído a Marco alejándolo» de él, describiéndolo algunos años después como «aquel mi querido Romano Rústico, que de buen grado habría ofrecido su propia vida por una uña tuya». Sin embargo, aunque resulte irónico, el motivo para esa referencia a Rústico fue la mención de un desacuerdo con él sobre la capacidad natural de Marco como orador. Al insistir Frontón en la realidad del talento de su anti­ guo alumno, Rústico lo admitió, aunque de mala gana y arrugando el ceño.'7 Años más tarde, el propio Frontón ofreció una interpretación no muy amable de la conversión de Marco a la filosofía: Me parece que tú, como es costumbre entre los jóvenes y fatigado por el tedio del esfuerzo, abandonaste el estudio de la elocuencia, te volviste al de la filo­ sofía, donde no es preciso preparar con esmerado cuidado un proemio, donde no hay que insertar narración alguna, clara y acertada...

En cambio, leías un libro ante un filósofo, atendías en silencio mientras el maestro lo in­ terpretaba, y afirmabas con la cabeza que lo habías comprendido; escuchabas una y otra vez: « ¿Cuál es la primera premisa?; ¿cuál la segunda?»; y, con las ventanas abiertas de par en par, trabajabas con la proposición: «Si es de día, habrá luz». Luego, te ibas sin más preocupaciones, sin nada en que reflexio­ nar o que escribir de noche, sin nada que recitar ante tu maestro, sin nada que

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decir de memoria, sin buscar palabras, sin el adorno de un solo sinónimo, sin traducir del griego a nuestro idiom a.'8

Aunque el depositario de las relaciones familiares con la oposición estoica de las generaciones anteriores era Rústico, quien hizo conocer a Marco lo defendido por aquellas personas no fue él sino otro amigo, Claudio Seve­ ro. Severo era, probablemente, ocho o nueve años mayor que Marco. Pro­ cedía de una familia griega de la ciudad de Pompeyópolis, en Paflagonia (Asia Menor), y su padre había sido el primer gobernador de la nueva pro­ vincia de Arabia, creada por Trajano. Es evidente que había nacido du­ rante el mandato de su padre, pues llevaba el nombre adicional de Arabiano. Fue cónsul en el año 146 como colega de Erucio Claro, Un testimonio adicional de su estrecha amistad con Marco es el dato de que su hijo acaba­ ría casándose con una de las hermanas de éste. Claudio Severo no era, al parecer, estoico. El biógrafo lo describe como seguidor de la escuela peri­ patética, es decir, aristotélico. Su amistad con Marco y la influencia que ejerció sobre él explican que éste no llegara a ser un estoico dogmático. Marco «aprendió de Severo el amor a la familia, a la verdad y a la justicia; el haber conocido, gracias a él, a Trásea, Helvidio, Catón, Dión y Bruto; el haber concebido la idea de una constitución basada en la igualdad ante la ley, regida por la equidad y la libertad de expresión igual para todos, y de una realeza que honra y respeta a sus súbditos. De él también: la uniformi­ dad y constante aplicación al servicio de la filosofía; la beneficencia y gene­ rosidad constante; el optimismo y la confianza en la amistad de los amigos; ningún disimulo para con los que merecían su censura; el no requerir que sus amigos conjeturaran qué quería o qué no quería, pues estaba claro». Se pueden decir más cosas sobre Trásea y las demás personas de cuyas ideas políticas se apropió Marco. Aunque su aplicación no tuviera un efecto a largo plazo sobre el gobierno imperial autocrático, resultó notable encon­ trar a un gobernante que las profesara y transmitiera todo tipo de señales de que intentaba llevarlas a la práctica.'9 Los demás amigos filósofos cuya influencia registra Marco en el libro inicial de las Meditaciones son Claudio Máximo, Sexto de Queronea y Cin­ na Catulo. Claudio Máximo participó en la vida pública, como Frontón, Rústico y Claudio Severo. Fue, junto con Apolonio y Rústico, uno de los

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tres amigos más significativos de Marco para el desarrollo de su carácter. Debía de ser algunos años mayor que Marco — veinte, tal vez— . Fue cón­ sul en torno al 144, y durante unos cinco años, del 150 al 154, ocupó el car­ go de gobernador de la provincia de Panonia Superior, un territorio clave desde el punto de vista militar. En el año 158 marcharía en calidad de pro­ cónsul a África, donde actuó como juez en una causa célebre, el proceso contra Apuleyo de Madaura, uno de los pocos escritores originales del siglo ii a. C. Con ese motivo fue inmortalizado por Apuleyo, quien se cuidó muy bien de ganarse el favor de su juez refiriéndose a él en términos halagado­ res. «Estás en un error, Emiliano», dijo Apuleyo dirigiéndose a uno de sus adversarios que, al parecer, esperaba ganarse el apoyo de Máximo repro­ chando a aquél su pobreza — por la simple razón de que a Máximo «le ha caído en suerte poseer un rico y abundante patrimonio»— . «Te equivo­ cas de medio a medio respecto a un espíritu como el suyo, si lo valoras de acuerdo con los favores que la Fortuna le ha dispensado y no según los se­ veros principios de la filosofía, si estimas que un hombre de tan austera dis­ ciplina filosófica y de historia militar tan dilatada no es más partidario de la moderación, con las estrecheces que lleva consigo, que de la opulencia y los refinamientos, y que no prefiere, como si de una túnica se tratase, una for­ tuna de justas proporciones a otra de amplitud exagerada». Apuleyo se di­ rige continuamente a Máximo en persona, le atribuye sabiduría y erudi­ ción, y en un pasaje, da por supuesto que está familiarizado con las obras de Aristóteles Sobre la generación de los animales, Sobre la anatomía de los ani­ males y Sobre la historia de los animales. El lenguaje favorable de Apuleyo al referirse a Máximo pudo haberse considerado una mera adulación, pero el homenaje que le tributa Marco es inequívoco. De Máximo: el dominio de sí mismo y no dejarse arrastrar por nada; el buen ánimo en todas las circunstancias y especialmente en las enfermedades; la moderación de carácter, dulce y a la vez grave; la ejecución sin refunfuñar de las tareas propuestas; la confianza de todos en él, porque sus palabras respon­ dían a sus pensamientos y en sus actuaciones procedía sin mala fe; el no sor­ prenderse ni arredrarse; en ningún caso precipitación o lentitud, ni impoten­ cia, ni abatimiento, ni risa a carcajadas, seguidas de accesos de ira o recelo. L a

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beneficencia, el perdón y la sinceridad; el dar la impresión de hombre recto e inflexible más bien que corregido; que nadie se creyera menospreciado por él ni sospechara que se consideraba superior a él. Y su amabilidad en la vida social.20

Sexto de Queronea era sobrino del famoso escritor Plutarco. A diferencia de Máximo, Severo y Rústico, era fdósofo profesional, en el sentido de que no ingresó en la carrera del servicio público y dedicó su vida a enseñar filo­ sofía. Marco siguió asistiendo a sus clases después de ser emperador, hecho que provocó muchas sorpresas y comentarios. D e Sexto [Marco aprendió] la benevolencia, el ejemplo de una casa goberna­ da patriarcalmente, el proyecto de vivir conforme a la naturaleza; la dignidad sin afectación; el atender a los amigos con solicitud; la tolerancia con los igno­ rantes y con los que opinan sin reflexionar; la armonía con todos, de manera que su trato era más agradable que cualquier adulación, y le tenían en aquel preciso momento el máximo respeto; la capacidad de descubrir con método inductivo y ordenado los principios necesarios para la vida; el no haber dado nunca la impresión de cólera ni de ninguna otra pasión, antes bien, el ser el menos afectado por las pasiones y el más lleno de una afabilidad natural; el elogio, sin estridencias; el saber polifacético, sin alardes.

La «afabilidad natural» que poseía Sexto, a pesar de su despego filosófico, era una cualidad de la que carecían las clases superiores romanas — de he­ cho, según señaló Frontón a Lucio, no había en latín una palabra para de­ signarla— . Marco recordó también a Frontón este comentario.21 El homenaje de Marco a Cinna Catulo es más breve: De Catulo [Marco aprendió] a no dar poca importancia a la queja de un ami­ go, aunque casualmente fuera infundada, sino intentar consolidar la relación habitual; el elogio cordial a los maestros, como se recuerda que lo hacían D o­ micio y Atenódoto; el amor verdadero por los hijos.

Catulo nos es totalmente desconocido, pero sus nombres dan a entender que no era de origen oriental, sino occidental; y la mención de Atenódoto indica claramente que se trataba de un estoico.22

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En sus Meditaciones, Marco no se iba a llamar nunca estoico a sí mismo. En ciertos aspectos, podríamos definirlo más exactamente como ecléctico, pues se sintió atraído por algunos elementos de otras filosofías. En cualquier caso, estaba poco interesado por los aspectos más técnicos del estoicismo: la lógica y la física. Pero el estoicismo, ligado a lo mejor de la actitud tradicio­ nal romana, tal como lo personificó el carácter de los Antoninos, proporcio­ nó a Marco su filosofía de la vida. Por tanto, se hace necesaria una breve in­ troducción.23 El estoicismo tomó su nombre de la galería pública, el porche, o stoá, donde Zenón, hijo de Mnaseas y fundador de la escuela, impartía sus lecciones en Atenas. Zenón no era ateniense, y hasta parece dudoso que fue­ ra griego. Procedía de Citio (Chipre), y es seguro que, como muchos de los habitantes de su isla natal, era en parte de origen fenicio. Es posible que fue­ ra, incluso, de linaje totalmente semita. Nació en el 333-332 a. C., año del as­ censo de Alejandro de Macedonia al trono. Dejó su hogar a los veintidós años para marchar a Atenas y, hasta donde sabemos, no regresó nunca. Así pues, reunía las condiciones ideales, tanto cronológica como geográfica­ mente, para ser el fundador de una escuela filosófica que combinaba el pen­ samiento oriental con el intelectualismo avanzado y disciplinado de la cul­ tura helenística. En un primer momento se sintió atraído por las enseñanzas de los cínicos, pero al cabo de poco tiempo abandonó su lealtad a aquella secta un tanto excéntrica y ascética. No hay duda de que las enseñanzas de la Academia platónica ejercieron sobre él una considerable influencia; de hecho, la vida y las doctrinas de Sócrates fueron siempre una fuerza de ins­ piración a lo largo de toda la historia del estoicismo. Tras haber comenzado a elaborar su propio sistema, las autoridades atenienses le proporcionaron unas habitaciones en la Stoá Poi^íle, donde comenzó a impartir sus ense­ ñanzas en el 301-300 a. C., atrayéndose un gran número de seguidores en el curso de una larga vida como teorizador y guía filosófico hasta su muerte, ocurrida en el 262 a. C. Marco no menciona a Zenón ni a Cleantes, su sucesor al frente de la Estoa. El mérito de la formulación de los principios estoicos se debe en gran parte al tercer director de la escuela, Crisipo, un autor prolífico que contribuyó considerablemente a sistematizar la obra de sus predecesores. Marco alude una o dos veces a Crisipo, lo mismo que Frontón en su co­ rrespondencia, cuando desea ofrecer un ejemplo de estoico.24 Sólo se ha

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conservado una pequeña parte de las obras de los tres grandes iniciadores del estoicismo y de la mayoría de sus sucesores, por lo que no siempre re­ sulta fácil distinguir entre las enseñanzas de los estoicos particulares en di­ ferentes periodos. Entre las primeras clases impartidas por Zenón y el na­ cimiento de Marco transcurrieron más de cuatro siglos. El sistema estoico estaba dividido en tres secciones principales: lógica, física y ética. La lógica incluía la teoría del conocimiento y el estudio del lenguaje, así como el de la lógica en un sentido más estricto — el estudio del argumento silogístico y de la dialéctica— . La física abarcaba la teología y la metafísica, así como todas las ciencias naturales. La meta definitiva era la ética, consistente en la búsqueda de la vida buena. Los estoicos ilustraban la relación entre las tres ramas del sistema mediante una metáfora. La ló­ gica se comparaba con un muro; la física, con los árboles protegidos por él; y la ética, con el fruto producido por los árboles. A su vez, la filosofía en conjunto se comparaba con un cuerpo, cuyos huesos y músculos eran la ló­ gica, mientras que la física constituía su carne y su sangre, y la ética su alma. El pensamiento de los estoicos se fundaba en la idea de la posibilidad de alcanzar el conocimiento. Creían en la evidencia proporcionada por los sentidos, y para exponer cómo adquirían ese conocimiento los sentidos y la mente, desarrollaron una compleja explicación que ahora nos parece una mezcla curiosamente confusa de fisiología, psicología y filosofía. Los obje­ tos de la percepción sensorial emiten ondas de sensación que inciden en los órganos de los sentidos. Esto explica la adquisición básica de datos senso­ riales. La mente adquiere información mediante el encuentro entre ondas emitidas por ella y ondas emitidas por los sentidos. Su impacto produce una representación mental — una phantasia— . Esto no era, por supuesto, más que el punto de partida de la teoría estoica del conocimiento. El ele­ mento en torno al cual giraba el conocimiento era el «criterio» para juzgar la verdad de las representaciones mentales. Por lo que respecta a esta cues­ tión, no se puede decir que los estoicos hubieran hecho más progresos que la mayoría de los filósofos que les precedieron o les siguieron. No obstante, sus teorías lógicas, tal como fueron expuestas, les proporcionaron los ci­ mientos a partir de los cuales pudieron seguir adelante hasta formular una teoría del universo y varias reglas fundamentales de comportamiento o, más bien, una regla fundamental.

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Los estoicos veían el universo como un cuerpo único y unificado, fini­ to, continuo y de forma esférica, existente en un vacío infinito. Algunos consideraron la idea de que el sol era el centro de ese universo, pero — por desgracia para el progreso de la ciencia— la rechazaron en favor de la Tie­ rra. El universo es en sí mismo un ser racional y vivo. Todas sus partes es­ tán englobadas en una unidad misteriosa que constituye esa totalidad indi­ visible— y divina— . En cierto sentido, Dios es el alma del universo. Según la concepción de los estoicos, la fuerza vital poseía las propiedades del fue­ go: así, el fuego, el calor y el movimiento son la fuente de toda vida. Este breve resumen permite considerar que los estoicos fueron, desde un punto de vista, materialistas; y, desde otro, panteístas. Pero esto constituiría una tergiversación de sus opiniones. Los estoicos no eran materialistas en el sentido moderno de la palabra, aunque creían que todo estaba hecho de la misma «materia» última; y aunque su Dios no era distinto del mundo, la concepción que tenían de él difería, no obstante, de la de los panteístas. La idea central de la doctrina estoica era el «principio racional» — 16gos— , que, según creían, animaba el universo. El objetivo del filósofo es­ toico era «vivir en armonía con la “naturaleza” », concepto sumamente di­ fícil de explicar en un idioma distinto del griego. La verdadera naturaleza estaba guiada y formada por el lógos, que se identificaba también con el destino o la providencia divina. Con una contradicción que nunca pudie­ ron resolver con éxito completo, lo cual no es de extrañar, los estoicos creían tanto en la predestinación como en el libre albedrío. Algunos mantuvieron la creencia de que el universo acabaría en medio del fuego, y que, a conti­ nuación, se formaría un universo nuevo mediante la acción del propio fue­ go, la fuerza donadora de vida. Pero esta creencia fue abandonada poste­ riormente por incompatible con la idea de una providencia bienhechora. El único bien de la vida humana es la virtud, cuya adquisición depende de la voluntad individual humana. Si alguien adquiere la virtud y vive en ar­ monía con la naturaleza, se liberará gracias a ello de la dependencia de fac­ tores externos. El deseo de las cosas externas, buenas en apariencia, nace únicamente de un juicio falso, superable por medio del conocimiento. La búsqueda de la virtud constituye un fin en sí mismo y es lo único impor­ tante; deberían evitarse todas las emociones. Esto puede hacer que la doc­ trina estoica parezca fría y egoísta. Pero los estoicos creían también en la

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«paternidad de Dios y en la fraternidad del ser humano», y ese universa­ lismo confiere a su doctrina un matiz más elevado que el de su insistencia en ser virtuoso, estrecha de miras a primera vista. En el momento de la muerte de Crisipo, ocurrida en la última década del siglo m a. C., la Estoa había adquirido un lugar reconocido como una de las principales escuelas filosóficas. Crisipo procedía, al igual que Zenón, de una región (Cilicia, en su caso) donde se entremezclaban elementos se­ míticos y helénicos. El padre de Crisipo procedía de Tarso, la ciudad de san Pablo. Otras figuras posteriores destacadas de la escuela estoica fueron también originarias del Mediterráneo oriental. Muchos comentaristas han señalado las similitudes entre el pensamiento religioso judío y la filosofía de la Estoa. De hecho, se puede decir con certeza que el estoicismo iba a ser para sus seguidores algo muy parecido a una religión. La influencia de la escuela fue en aumento en el siglo u a. C., y a mediados del mismo se ex­ tendió hasta Roma, que era entonces la principal potencia mediterránea. En el último siglo de la República romana, su influencia sobre la manera de pensar de un gran número de romanos destacados era ya profunda, debido sobre todo a las enseñanzas directas e indirectas de Panecio y, más tarde, de Posidonio. El revolucionario Tiberio Graco, por ejemplo, estuvo influenciado por varias doctrinas estoicas, al igual que su cuñado y antago­ nista político Escipión Emiliano y su amigo, Lelio el joven. El círculo de estos dos hombres proporcionó al estoicismo muchos seguidores entre la nobleza romana. Pero la huella de su enseñanza iba a observarse de la ma­ nera más marcada en Catón el Joven, el enemigo de Julio César, y en su so­ brino Bruto, asesino de éste. A pesar de la derrota política y la muerte de Catón y Bruto, o debido, quizá, en parte a ellas mismas, la filosofía que ha­ bía animado su actividad siguió floreciendo después de que César Augus­ to instaurara su Nuevo Orden. El estoicismo se convirtió en refugio e ins­ piración de quienes consideraron desagradable y opresivo el gobierno desvergonzadamente despótico de los últimos emperadores de la dinastía Julio-Claudia y de Domiciano. Séneca fue el principal exponente del estoicismo a mediados del si­ glo i d. C., y a pesar de haber sido durante un tiempo tutor y, luego, minis­ tro de Nerón, se le atribuyó finalmente hallarse implicado en la fracasada conspiración del año 65 y fue obligado a suicidarse. Pero, aunque gozó de

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una enorme reputación en su propio tiempo y en el Renacimiento, Séneca no fue muy apreciado durante el siglo 11 d. C. Su estilo literario no gustaba a Frontón, y los estoicos más destacados consideraban que sus enseñanzas filosóficas se habían visto comprometidas o contaminadas por su asocia­ ción con Nerón. Aquellas críticas se dirigieron también contra su sobrino, el poeta Lucano, cuya epopeya, Farsalia, fue una glorificación de Catón: victrix causa deis placuit, sed victa Catoni. «L a causa de los vencedores agradó a los dioses, pero la de los vencidos a C a­ tón».

El final de Lucano, ocurrido el mismo año que el de Séneca, había sido en realidad un tanto ignominioso, mientras que su tío afrontó la muerte con dignidad. Los héroes del estoicismo del siglo 11 fueron los dirigentes políti­ cos de la oposición estoica al absolutismo: Trásea Peto, su yerno Helvidio Prisco, y Junio Aruleno Rústico, padre, probablemente, del «maestro» de Marco. Estos tres hombres perdieron la vida bajo Nerón, Vespasiano y Domiciano respectivamente.25 Con el asesinato de Domiciano, en septiembre del 96, la filosofía, y el estoicismo en particular, pudieron salir de nuevo a la luz pública y comenzaron a ser respetables, para convertirse al cabo de poco tiempo en actitudes de moda. Su principal maestro fue, a comienzos del siglo i i , Epicteto, un antiguo esclavo cojo de origen frigio propiedad de Epafrodito, liberto de Nerón. Epafrodito había sido, paradójicamente, el principal responsable del descubrimiento y la eliminación de la conjura del año 65, tras la cual perdieron la vida Séneca, Lucano y Trásea Peto. Se dice que Epicteto aprendió con Musonio Rufo. Musonio no era un estoico doc­ trinario, y los fragmentos de sus enseñanzas y las anécdotas conservadas acerca de él dan la impresión de que fue un romano típico. Su doctrina era sencilla: todas las personas son capaces de bondad; Dios desea que el ser humano sea virtuoso y esté por encima del placer y el dolor; la virtud exige un adiestramiento práctico, lo mismo que la música o la medicina — la teo­ ría no es suficiente— . Como practicante de una vida sencilla y natural, Musonio era vegetariano, vestía ropas simples, no se afeitaba la barba y elo­ giaba las virtudes de los labradores. Insistía en una moralidad sexual estricta — sus enseñanzas sobre el matrimonio, con su hincapié en una verdadera

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igualdad y comunidad de mentes y su insistencia en compartir las posesiones mutuas, fueron de las más avanzadas de la Antigüedad— . Sin embargo, no defendió ninguna forma de escapismo: predicaba la buena ciudadanía, que suponía proporcionar todo tipo de ayuda posible a los conciudadanos y a la patria. En su caso, esta propuesta era un objetivo imposible, pues había sido desterrado por Domiciano. En el exilio no cedió: «¿Me habéis visto humi­ llarme ante alguien por el hecho de ser un desterrado?», solía decir.26 También Epicteto fue enviado al exilio en tiempos de Domiciano y marchó a Nicópolis, en la costa adriática de Grecia (en la actual Albania). Tras el asesinato de Domiciano se conformó con quedarse en aquel lugar, donde le visitaban discípulos de muchas clases sociales. Al igual que a Musonio, le interesaba mucho más el aspecto moral del estoicismo; también Marco iba a preocuparse muy poco por las doctrinas estoicas sobre metafí­ sica o ciencia. En aquel momento, lo importante para los estoicos era la li­ bertad para vivir de acuerdo con sus deseos, la auténtica libertad interior: ser dueño de su propia alma. Probablemente no tiene nada de extraño que alguien que había sido esclavo tuviera más que enseñar acerca de la liber­ tad que cualquier otro fdósofo de la Antigüedad. El contraste entre liber­ tad física y libertad moral era tanto más revelador cuanto que procedía de los labios de alguien que había experimentado ambas como una novedad. El énfasis en la libertad interior era también especialmente apropiado bajo el imperio, pues el César era el dueño común de todas las personas. Pero, ¿qué ocurriría si el César fuese también un estoico que pensara de esa mis­ ma manera? Epicteto no conoció a Marco. Pero lo paradójico del hecho de que los dos últimos grandes estoicos fueran un esclavo frigio cojo y el sobe­ rano de un imperio mundial ha impresionado a muchos. Quizá no habría que hacer demasiado hincapié en esas circunstancias. Comparado con otros de su condición, Epicteto había sido un esclavo de alta categoría; un esclavo imperial de segunda mano, por así decirlo; y, además, obtuvo la li­ bertad.27 No obstante, lo esencial de la esclavitud era que el esclavo consti­ tuía una propiedad de su amo. Epicteto se tomó a la ligera la condición de esclavo, pero todavía podía recordar a los dueños de esclavos que éstos eran «sus prójimos, sus hermanos por naturaleza, descendientes de Zeus». T o­ dos los hombres son hijos de Dios y llevan en su interior una chispa del fue­ go divino. El dueño de esclavos que considera a los suyos menos que eso no

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fija su mirada en las leyes de los dioses, sino que mira «a la tierra, al pozo, a esas desgraciadas leyes nuestras: las leyes de los muertos». Muchas de las enseñanzas de Epicteto han llegado hasta nosotros en forma de anotaciones detalladas de periodos particulares de instrucción, con preguntas y respuestas, discursos largos y aforismos breves. Resulta imposible resumirlas escuetamente, pero Arriano, el alumno de Epicteto que recogió su doctrina, intentó hacerlo, lo cual nos permite ofrecer aquí unos pocos puntos esenciales de ese resumen. Unas cosas dependen de nosotros, y otras no. Dependen de nosotros la opi­ nión, la intención, el deseo, el rechazo y, en una palabra, todos nuestros actos. No dependen, en cambio, el cuerpo, la fortuna, la fama, el poder y, en una pa­ labra, todo cuanto no sea obra nuestra. Las cosas que dependen de nosotros son por naturaleza libres y no se hallan sujetas a impedimentos ni trabas, mientras que las que no dependen de nosotros son endebles y esclavas y nos resultan embarazosas y ajenas. Una vez reconocido esto, el camino estaba claro. No intentes que las cosas ocurran como quieres; deséalas, en cambio, tal como suceden y todo te irá bien. Quien quiera ser libre no ha de desear ni rehuir algo que dependa de otros. De lo contrario será inevitablemente su esclavo. Ten a diario ante tus ojos la muerte, el destierro y cualquier otra cosa que pa­ rezca terrible —sobre todo la muerte— y nunca abrigarás un pensamiento vil ni desearás nada con exceso. Si te has adaptado a una vida frugal en lo relativo a las necesidades corpora­ les, no te pavonees por ello... y si alguna vez quieres ejercitarte en la resisten­ cia física, hazlo para ti y no para los demás. El resumen concluye con el famoso dicho de Sócrates sobre los responsa­ bles de su muerte: Ánito y Mélito pueden matarme, pero no perjudicarme.

E l príncipe estoico Trásea Peto, el héroe estoico de Marco y enemigo de Nerón, «solía decir: “Preferiría que me mataran hoy a que me desterraran mañana” ». Pero Musonio le dijo: «Si escoges la muerte como la suerte más penosa de las dos, habrás hecho una elección necia. Y si la escoges como las más liviana, ¿quién te dio a elegir? ¿No estás dispuesto a conformarte con lo que se te ha dado?». La influencia de Epicteto se manifiesta en cada página de las Medita­ ciones. Su carácter es diferente de las Disertaciones de Epicteto, más som­ brío tal vez. Pero esto no tiene nada de extraño si tenemos en cuenta que las Meditaciones fueron escritas en medio de la guerra y la muerte. Marco te­ nía todos los motivos para tomarse en serio la recomendación de «tener la muerte... ante los ojos día y noche». Las Meditaciones fueron escritas, des­ de luego, al final de su vida. Pero desde que cumplió veinticinco años, la doctrina de Epicteto fue uno de los móviles de la vida de Marco.28 Es evi­ dente que varios de sus amigos filósofos fueron para él ejemplo del tipo co­ rrecto de vida familiar, y Marco lo recordaría con gratitud en sus Medita­ ciones — de Sexto, el «ejemplo de una casa gobernada patriarcalmente»; de Severo, «el amor a la familia»; de Cinna Catulo, «el amor verdadero por los hijos»— . Marco iba a ser padre al cabo de poco tiempo. En el año 147, Faustina le dio su primer vástago, una niña a la que se llamó Faustina, por su madre, pero que también llevó los nombres de «Domicia», por la madre de Marco, y «Aurelia», por el nombre oficial de la familia de Marco. Si hubo alguna preocupación respecto a la fertilidad de Faustina — la prime­ ra hija no nació hasta el 30 de noviembre del año 147, más de dieciocho me­ ses después de la boda— , no pudo haber durado mucho. Durante los si­ guientes veintitrés años, Faustina iba a dar a luz; por lo menos a otros trece hijos, entre ellos dos parejas de gemelos. En las Meditaciones, Marco agra­ decería a los dioses que su esposa fuera «tan obediente, tan cariñosa, tan sencilla». Faustina se haría famosa entre la posteridad por sus infidelida­ des; Marco no se quejó nunca.29 El nacimiento de un hijo tuvo importancia pública para Marco. Pío decidió que había llegado el momento de conferirle algunos poderes imperiales — en realidad, la decisión debió de haberse tomado antes del nacimiento, pues los poderes fueron proclamados al día siguiente, 1 de di­ ciembre— . Marco recibió la potestad tribunicia, el imperium — la autori­

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dad del emperador sobre los ejércitos y las provincias— y el derecho a pre­ sentar una moción ante el Senado tras las cuatro que podía introducir su padre. A partir de ese momento, el título propio de Marco fue «M. Aure­ lius Caesar, Augusti filius, trib.pot.». Nueve días después, el 10 de di­ ciembre, se le renovó la potestad tribunicia y Marco pasó a ser trib.pot. II, pues ése fue el día en que su padre renovó así mismo su propia potestad tribunicia. Entretanto, Faustina había recibido el título de Augusta el 1 de diciembre.30 Tras aquel acto de confianza, Pío no consideró necesario enviar a Mar­ co a provincias y al ejército a fin de permitirle adquirir experiencia me­ diante una participación directa. Pero tampoco él había tenido ninguna ex­ periencia en el extranjero, fuera de un año como procónsul de la provincia no militar de Asia; además, su reinado fue de paz. N o obstante, en vista de los acontecimientos futuros, es de lamentar que Pío no proporcionara a Marco esa experiencia. El propio Pío no emprendió ninguna expedición durante su reinado. Su razón expresa para no hacerlo fue que «para los provinciales, constituía un problema grave, incluso económico, mantener a un emperador y su séquito». Durante los treinta y tres años del reinado de Pío, Marco sólo se ausentó de su presencia dos noches.3' Es notable que Marco fuera capaz de cumplir durante trece años y me­ dio la función de coemperador en la práctica sin despertar siquiera la sos­ pecha de haberse mostrado impaciente por disponer del mando en exclusi­ va. Valerio Homulo, persona de lengua mordaz, aprovechó, al parecer, la oportunidad de insinuar a Pío que Domicia Lucila estaba ansiosa por que su hijo accediera al trono sin tardanza. La había observado rezando en su jardín frente a una imagen del dios Apolo, y comentó a Pío: «Esa mujer está orando para que tu vida acabe y su hijo pueda reinar». No ha queda­ do constancia de la respuesta de Pío, pero Homulo era muy conocido por su lengua viperina. Pío tuvo que soportarlo en persona en cierta ocasión que cenaba con él. Al observar que en la casa de Homulo había algunas co­ lumnas de pórfido, preguntó de dónde procedían — plenamente conscien­ te, sin duda, de que la única fuente de suministro eran las canteras impe­ riales del mar Rojo— . Homulo le dijo: «Si vas a una casa ajena, debes ser sordo y mudo». Pío se tomó la broma con suficiente buen humor, y no hay duda de que hizo lo mismo con la dedicada a Lucila. En realidad, el respe-

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to de Marco a su padre era muy llamativo, según informa el biógrafo — aunque, visto el homenaje que le rinde en las Meditaciones, no tiene nada de sorprendente— . A su vez, Pío se mostraba muy dispuesto a aceptar su consejo, actitud que fue, sin duda, en aumento con el paso de los años, «y no promocionaba fácilmente a nadie sin consultarle».32 Un posible motivo para que Marco no fuera enviado al extranjero es que en el año 148 se celebró el 900 aniversario de la fundación de Roma. Pío no organizó unos Juegos Seculares: eran demasiados los emperadores que los habían celebrado por razones políticas como para que él se rebaja­ ra a utilizar ese fácil medio de hacerse popular. Pero sí ofreció al pueblo de Roma unos juegos espléndidos con elefantes, jirafas, tigres, rinocerontes, cocodrilos e hipopótamos — que serían masacrados para dar placer al po­ pulacho romano— . Las celebraciones del 148 fueron proclamadas con an­ telación desde el inicio del reinado mediante alusiones a los orígenes le­ gendarios de Roma en las monedas (ya hemos mencionado una de ellas, el rescate de Anquises de las llamas de Troya por parte de Eneas, en relación con el nombre de Pío). Estas rememoraciones del pasado de la ciudad ca­ saban bien con las aspiraciones religiosas de la época y con el profundo sen­ timiento religioso del propio Pío, que le valió ser comparado con Numa, el segundo rey semimítico de Roma, a quien se debía, supuestamente, una gran parte del ritual religioso del Estado. El año 148 fue también el del dé­ cimo aniversario del acceso de Pío al trono, por lo que hubo mucho que ce­ lebrar.33 También surgieron, por supuesto, algunos contratiempos. En Mauritania proseguía la guerra, y en el este había ocupado el trono de Par­ tía un nuevo rey que, más tarde, adoptaría una actitud amenazadora hacia Roma. Posiblemente habría sido bueno que Pío hubiese tomado alguna medi­ da militar decisiva, pues los agravios del soberano parto se dejaron sim­ plemente de lado a la espera de que se presentase una oportunidad más favorable. La presencia de Marco en las fronteras del este o del sudoeste podría haber sido provechosa para Roma y para la dinastía. Pero no se le envió allí.34 Marco mantuvo un estrecho contacto con Frontón tras haber conclui­ do su aprendizaje, escribiéndole a veces varias cartas en un mismo día. Frontón se mostraba agradecido, pero en una de sus cartas expresó su preo­

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cupación pensando que las que él enviaba y las escritas por Marco para res­ ponderle pudieran quitarle a éste demasiado tiempo — «por si añado a tus trabajos obligatorios algún problema y alguna carga adicionales si, además de las cartas que escribes a diario a tanta gente como un deber necesario, también yo vaya a cansarte al forzarte a contestarme»— . A continuación, y durante algunos años, su correspondencia, al menos tal como se nos ha conservado, se refiere principalmente a noticias familiares.35 El bebé de Marco y Faustina era, al parecer, una niña enfermiza. En cualquier caso, la primera mención a ella en la correspondencia con Fron­ tón es para describir una afección. César a Frontón: Con la ayuda de los dioses, vemos ya renacer la esperanza de salud; la descomposición se ha cortado y la fiebre ha desaparecido, pero aún queda un poco de debilidad y algo de tos. Sin duda, entiendes que te escriba esto a propósito de mi pequeña Faustina, por la que estoy bastante preocupa­ do. Hazme saber, mi querido maestro, si tu salud va de acuerdo con lo que yo deseo. Frontón respondió que el comienzo de la carta de Marco le había provoca­ do una grave conmoción. Frontón a César: ¡Cómo me ha consternado, oh dioses, el leer el comienzo de tu carta! Y es que, tal como está redactado, es para sospechar que significa cierto peligro de tu salud. Después, una vez que aclaraste que el peligro que yo había entendido como tuyo propio lo era para tu hija Faustina, ¡cómo se transformó mi pavor! Y no sólo se me cambió, sino que, no sé cómo, el caso es que se alivió un tanto. Tal vez digas: «¿Es que te parece que el peligro de mi propia hija es menos grave que el mío? ¿Te pareció a ti así, a ti que dices que Faustina es para ti lo que un día sereno, un día de fiesta, una esperanza futura, lo que un favor logrado, una alegría completa, una gloria noble e in­ tachable?». Frontón admite que quiere a Marco más que a su hija, aunque comienza diciendo que no sabe por qué un peligro que amenazase a Marco tendría que asustarle más que otro para la pequeña Faustina.

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Cuál es, en definitiva, la razón de una cosa así, fácilmente puedes compren­ derlo, ya que, a propósito de la naturaleza y sentidos del ser humano, tú sabes algo más y lo has aprendido mejor.

Esta frase es una referencia a los estudios filosóficos de Marco, que inclui­ rían materias de psicología, pues Frontón menciona a continuación a su propio maestro de filosofía en el pasado, el estoico Atenódoto. Luego, es­ cribe una vez más sobre la naturaleza de su amor, del que merece la pena citar dos imágenes ilustrativas: A veces te he atacado, sin estar tú presente, delante de un reducidísimo grupo de personas y muy íntimas mías; lo he hecho en términos bastante serios; en ocasiones, al mostrarte tú en una asamblea pública más triste de lo que era normal, o al leer libros en un teatro, o en un banquete, ¡todavía entonces fre­ cuentaba yo teatros y banquetes!, pues bien, yo entonces te llamaba hombre duro e inoportuno, odioso incluso, cuando me sentía dominado por la ira. Pero si algún otro te atacaba delante de m í con el mismo coraje, yo no podía escucharlo con ánimo sereno. Así me resultaba más fácil hablar yo mismo que aguantar con paciencia que otros pudieran decir mal sobre ti, de la misma forma que sería más fácilmente capaz de pegar a mi hija Cratia que ver que otro le pegase....

Luego, añade una nueva información incidental. Sabes que en todas las mesas de banqueros, en las galerías, en las tiendas, en los tejados, vestíbulos, ventanas, por todas partes y en cualquier lugar, sea donde sea, vuestro retrato está expuesto públicamente, la verdad es que mal pintado y, la mayor parte de ellos, modelados y esculpidos con un estilo rudo y hasta sucio. A pesar de ello, nunca tu imagen se me ha presentado al pasar tan distinta que no haya salido de mi boca un esbozo de beso y una caricia.

Este pequeño detalle resulta instructivo. Las imágenes de Marco conser­ vadas hasta hoy son, en su mayoría, efigies costosas y duraderas de már­ mol o bronce, o retratos de acuñaciones oficiales. Sin embargo, los retra­ tos del príncipe y otros miembros de la casa imperial, la domus divina, la «divina familia», debían de estar tan difundidas como las fotografías y re­

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presentaciones de reyes y gobernantes en los países modernos, si no más. Frontón concluye su carta con un toque muy humano. Pide a Marco que no diga a Faustina que le quiere más que a ella E l peligro está en que por este motivo tu hija se sienta afectada, teniendo en cuenta que es una muchacha seria y a la antigua, y que, un tanto airada por esta causa, me aparte sus manos y sus pies cuando pretenda besárselos, o bien me los ofrezca un tanto de mala gana, y la verdad es que yo, ¡oh dioses bue­ nos!, besaré sus pequeñas manos y esos pies tan graciosos sin duda con más gusto que tu regia cabeza y tu honesto y gentil rostro.

Faustina volvió a dar a luz en el 149, esta vez a dos gemelos, debidamente conmemorados en las monedas de aquel año, que llevaban en el anverso cornucopias cruzadas coronadas por los bustos de dos niñitos y la leyenda temporum felicitas, «la dicha de nuestro tiempo». Pero luego murió uno de los niños, y a continuación el segundo, ambos antes de acabar el año 149. Las monedas de Marco y Faustina reproducen a una niñita — Domicia Faustina— con un bebé; y, luego, a la muchacha sola. Los niños fueron se­ pultados en el Mausoleo de Adriano y se han conservado sus sencillos epita­ fios. Uno, llamado Tito Aurelio Antonino, aparece descrito como «hijo de M. Aurelio César, nieto del emperador Antonino Augusto Pío, padre de su país». Al otro, T. Elio Aurelio, se le designa de la misma manera, pero con el añadido: «y de Faustina Augusta», después de «Aurelio César». En la co­ rrespondencia conservada con Frontón no hay rastro de esta pérdida. Pero, en las Meditaciones, Marco se referirá varias veces a la pena causada por la pérdida de los hijos. Apolonio le había enseñado a soportarla, pero él debía aprender de nuevo la lección en cada caso. Veo que mi hijito está enfermo. L o veo. Pero que esté en peligro no lo veo. A sí pues, manténte siempre en las primeras impresiones, y nada añadas a tu inte­ rior y nada te sucederá.

Parece tratarse de un recordatorio de que no debía caer en el pánico cuan­ do uno de sus hijos enfermaba. Una persona suplica: «Que no pierda a mi hijo»; pero tú debes rezar: «Que no sienta miedo de perderlo». Bástanle a una persona mordida por los verdade-

E l príncipe estoico ros principios la mínima palabra y la más coloquial para sugerirle ausencia de aflicción y de temor. Por ejemplo: ... el viento desparrama por el suelo las hojas; así ocurre también con la generación de los seres humanos. Pequeñas hojas son también tus hijitos... «A l besar a tu hijo — afirmaba Epicteto— debes decirte: Mañana tal vez mueras». «Eso es mal presagio». «Ningún mal presagio» — contestó— , sino la constatación de un hecho natural. O también es mal presagio haber segado las espigas».

Aquí, la expresión: «Mañana tal vez mueras», se refiere, sin duda, al padre más que al hijo.36 El siguiente bebé, otra niña, nació el 7 de marzo del 150. Se le impusie­ ron los nombres de Annia Aurelia Galería Lucila; el primero y el tercero eran los de la propia Faustina; el segundo, el nombre de familia de Marco; el último, por el que acabaría siendo conocida, el cognomen de la madre de Marco. Una o dos cartas se refieren a Lucila y a su hermana mayor, Domi­ cia Faustina. Nosotros estamos aún gozando de los calores del estío — escribe Marco— pero como nuestras pequeñas, ¡justo es decirlo!, se encuentran bien, pensa­ mos aprovecharnos de este perfecto estado de salud y de esta temperatura pri­ maveral.

Una carta de Frontón pide a Marco: Devuelve mis saludos a tu querida Faustina y felicítala de mi parte, y da un beso a nuestras damas, pero como yo suelo hacerlo, besa sus pies y sus manos.

Otra, de fecha incierta, se refiere a uno de los embarazos de Faustina. Fue escrita en un momento en que Frontón se hallaba enfermo y Marco se sen­ tía así mismo preocupado.

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A mi maestro, salud: H as hecho crecer mi preocupación, que deseo me la qui­ tes lo más pronto posible, una vez calmados los dolores de la rodilla y de la in­ gle. Por lo que a mí se refiere, la enfermedad de mi señora madre no me deja descansar. A ello se añade la proximidad del parto de Faustina, pero hemos de confiar en los dioses. Adiós, mi querido maestro, para mí el más querido. Mi madre te envía un saludo.

Domicia Lucila seguía aún con vida en el año 155, pero había muerto ya antes de que Marco subiera al trono, en el 161. Habida cuenta de que, en las Meditaciones, dice que no tuvo una vida larga, es de suponer que murió poco después del 155. El embarazo al que se refiere podría ser el que conclu­ yó con el alumbramiento de Lucila, pues una carta colocada en el manus­ crito un poco después de la que acabamos de citar habla del placer que sin­ tió Frontón al ver a la niña. T e amo diez veces más. H e visto a tu hija. Me parece haber visto a un tiempo a Faustina y a ti cuando erais niños: tan buena es la mezcla de uno y otro en su rostro.

No obstante, deberá permanecer en el terreno de la pura conjetura a cuál de las dos niñas nacidas entre el 147 y la muerte de la madre de Marco alu­ de en su carta.37 En el año 15 1, Faustina tuvo, probablemente, otra hija, pero parece ser que para entonces había muerto la primogénita, Domicia. En cualquier caso, la siguiente hija, nacida antes del año 154, recibió los nombres de An­ nia Galería Aurelia Faustina. Se puede deducir que, de seguir viva Domi­ cia Faustina, no se le habría impuesto su cognomen. En el 152 nació otro hijo llamado T. Elio Antonino. Las acuñaciones mostraron, una vez más, a varios vástagos imperiales, dos chicas y un niño, y la leyenda homenajea­ ba «la fertilidad de Augusta», fecunditati Augustae. Pero aquel hijo no so­ brevivió mucho tiempo. En las monedas del 156 sólo se representaron las dos muchachas.38 Ignoramos si el hijo nacido en el 152 falleció aquel mismo año. Pero te­ nemos la certeza de que Marco perdió entonces a su hermana Cornificia. Desconocemos la causa de su muerte; en cualquier caso, no podía tener

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más de treinta años. Cornificia y su marido Cuadrato tenían dos hijos, un varón llamado Marco Umidio Cuadrato, de unos diecisiete en el 152, y una hija, Umidia Cornificia Faustina.39 Ese mismo año, Lucio, que iba a cumplir veintidós el 15 de diciembre, fue designado cuestor para el año siguiente, antes de la edad legal. En rea­ lidad, al ser cuestor con veintitrés años, no llegaba a dicha edad por sólo dos. Marco había sido cuestor a los diecisiete. En el año 153, por su condi­ ción de cuestor, Lucio ofreció unos juegos de gladiadores y ocupó un asien­ to de honor entre Pío y Marco. En el año 154 fue cónsul junto con un miembro de una de las familias aristocráticas más antiguas (mucho más que la suya), T. Sextio Laterano. Obtenía así aquel honor unos nueve años antes de la edad mínima normal de treinta y dos, tras haberse saltado la pretura; pero tampoco este privilegio fue tan grande como el concedido a Marco, quien fue cónsul a los dieciocho por primera vez, y a los veintitrés por segunda. Lucio no fue objeto de otros signos de distinción, si se excep­ túa, por supuesto, el de ser «hijo de Augusto». En los viajes oficiales, Mar­ co viajaba con Pío, mientras que Lucio se situaba al lado del prefecto del Pretorio, Gavio Máximo. Según el biógrafo, demostró a Pío más lealtad que afecto. Su carácter era acusadamente distinto del de Marco, a pesar de haber sido modelado en cierta medida según el ejemplo de su hermano adoptivo, estimulado por Pío, quien admiraba «la franqueza del carácter de este último y la vida que llevaba, propia de una persona nada consenti­ da». Lucio se entregaba con dedicación a todo tipo de actividades deporti­ vas, en especial la caza y el pugilato, y era un tanto hedonista, «demasiado despreocupado y buen practicante, dentro de unos límites, de toda clase de deportes, juegos y diversiones». Disfrutaba sin avergonzarse de los juegos circenses y los espectáculos de gladiadores, a diferencia de Marco, que so­ lía llevarse un libro para aliviar su aburrimiento. Pío no aprobaba del todo aquella conducta, pero consideraba que debía mantenerlo en la familia — aunque sin concederle ningún poder— .4° Resulta desconcertante que Lu ­ cio no se casara en esa fase de su vida. Quizá se le animó a esperar hasta que una de las hijas de Marco fuera suficientemente mayor. En el año 154 tenía más edad que Marco cuando éste contrajo matrimonio, en el 145; y, al pa­ recer, iba a seguir soltero durante diez años más. Tal vez se casara con una mujer que falleció joven. Otra posibilidad es que Pío le disuadiese de ca­

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sarse para que no surgieran complicaciones dinásticas en el caso de nacer un hijo de su matrimonio. Ahora que Lucio había ingresado en el Senado, había que poner en práctica la formación recibida de Frontón. El biógrafo dice que era un ora­ dor bastante bueno, pero añade con poco cariño la anécdota de que los me­ jores pasajes de sus discursos se los escribían sus amigos. Uno de esos dis­ cursos se menciona en una breve carta de Frontón a Marco, que comenta también otro pronunciado por Pío. A mi señor: N o sé si el valor del acontecimiento ha prestado brillo al discur­ so, o si el discurso ha logrado igualar la importancia del acontecimiento; de lo que no hay duda es de que las palabras son del mismo que realizó la empresa. Pero incluso me agradó el discurso de tu hermano, porque fue elegante y pru­ dente, y estoy seguro de que él ha tenido poquísimo tiempo para prepararlo.

Marco se mostró de acuerdo en su respuesta. Contestación. A l volver del banquete de mi padre he recibido tu carta, cuan­ do, según me han informado, ya se ha marchado aquel por quien me fue en­ viada. Pues bien, te contesto ya muy avanzada la tarde para que tú puedas te­ nerla mañana por la mañana. N o tiene nada de extraño que el discurso de mi padre te haya parecido digno de su contenido, mi querido maestro. Por lo que se refiere a la acción de gracias de mi hermano, es para mí tanto más digno de alabanza cuanto que tuvo menos tiempo para prepararla, como bien supones. Adiós, mi queridísimo maestro. Mi madre te envía un saludo.

No disponemos de ninguna clave para saber de qué trataron ambos dis­ cursos, pero, dado que el de Lucio fue de agradecimiento, es posible que lo pronunciara tras la concesión de la cuestura, en el año 153, o del consulado, en el 154.41 En el año 155 fue cónsul Victorino, amigo de Marco. Es probable que para entonces fuera ya yerno de Frontón. Poco después, Frontón cumplió los requisitos para participar en el sorteo que se realizaba cada año para cu­ brir los dos proconsulados principales: el de Asia y el de África (los dos únicos cubiertos por antiguos cónsules, que, en esta época, los obtenían normalmente entre doce y quince años después de haber ejercido el consu­

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lado). En algún momento del periodo entre el 155 y el 158, Frontón tuvo éxito en el sorteo, fue nombrado procónsul de Asia y comenzó a realizar preparativos. Marco le escribió para recomendarle que protegiera a un tal Temístocles, que le había presentado el hijo de Apolonio, su profesor de fi­ losofía. Sin duda alguna, la justicia y la equidad tendrán en ti plena garantía para to­ dos los asiáticos, pero una sugerencia, una nota de amabilidad y cualquier cosa que el propio honor y deber de un procónsul permite comunicar a per­ sonas amigas, sin perjuicio para nadie, pido que de buen grado se lo ofrezcas a Temístocles. Adiós, mi dulcísimo maestro. N o es preciso que me contestes.42

Pero todos los preparativos de Frontón fueron vanos. Su estado de salud no le permitió efectuar el viaje y emprender la tarea, y escribió a Pío para ex­ plicarle su situación. A Antonino Pío Augusto. E l asunto en sí es prueba de que yo he puesto todo mi empeño, dignísimo emperador, y he deseado con todas mis fuerzas cum­ plir con el cargo de procónsul. Ahora bien, por lo que respecta al derecho de sorteo, mientras fue inseguro, lo he discutido y, una vez que apareció otro por delante de mí por derecho de descendencia, consideré como extraordinaria la provincia que quedó para mí, como si realmente yo la hubiese elegido.

Es evidente que Frontón había esperado ser procónsul de África, la pro­ vincia contigua a su Numidia natal (y a la que, en realidad, había seguido perteneciendo Numidia de iure, aunque no de facto, durante los cien últi­ mos años, e incluso más). Desde la época de Augusto, que había legislado con la esperanza de aumentar la tasa de natalidad entre las clases superio­ res, los hijos ayudaban a los senadores a incrementar el ritmo de su pro­ moción (y se penalizaba a los hombres no casados de más de veinticuatro años). Frontón, con sólo una hija, no podía resultar demasiado favorecido. Los preparativos de Frontón habían sido muy amplios y arrojan una interesante luz sobre los métodos de la administración romana. Dispuse con diligencia todo aquello que se refería a la preparación de la pro­ vincia, con el fin de que tan grandes responsabilidades fuesen atendidas más

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Marco Aurelio fácilmente contando con la ayuda de mis numerosos amigos. A parientes y amigos míos, cuya fidelidad e integridad yo conocía bien, los hice venir de su patria. Escribí a Alejandría a mis amistades, con el fin de que acudieran rápi­ damente a Atenas y me esperasen allí, y confié a esas cultísimas personas la atención de las cartas griegas. De Cilicia también les pedí que viniesen a unos hombres extraordinarios, puesto que en esa provincia tengo gran cantidad de amigos (habida cuenta de que tanto oficial como privadamente siempre he defendido ante ti los asuntos de los cilicios). De Mauritania también llamé junto a mí a una persona muy querida y cuyo afecto es mutuo, Julio Sénex, de cuya fidelidad y buena disposición he de servirme, así como también de su capacidad militar en lo que se refiere a la búsqueda y captura de los ladrones.

En realidad, la manera de proceder de Frontón era la normal en todos los gobernadores provinciales. El gobernador de una provincia militar podía cubrir varios nombramientos para las fuerzas armadas mediante elección personal. Pero Frontón no llegó a poner en práctica sus planes.43 Su acceso de mala salud pudo ser el que describía en una carta a Marco. A mi señor: Me encuentro tan afectado por el cólico que he llegado a perder la voz, tengo hipo, a veces siento que me ahogo por el asma, finalmente, falta la sangre en mis venas y, sin pulso alguno, mi vida está en peligro; al fin fui llo­ rado por los míos y durante algún tiempo perdí el conocimiento: ni siquiera tu­ vieron tiempo los médicos para reanimarme y hacerme sostener con un baño, aun de agua fría, o con alimento; a no ser hasta muy pasada la tarde, no pude comer una pizca de pan mojado en vino. De esa forma llegué a recuperarme del todo. Después, durante tres días seguidos, no recuperé la voz. Pero ahora, gracias a ¡os dioses, ya me encuentro perfectísimamente, camino con bastante facilidad y puedo hablar con voz bastante clara. En fin, si los dioses me ayudan, mañana tengo el propósito de que me den una vuelta en mi carruaje. Si aguan­ to bien lo irregular del firme, en cuanto me sea posible iré rápidamente junto a ti. Me sentiré vivo de verdad cuando te vea. Hacia el veinticinco del mes sal­ dré de Roma con la ayuda de los dioses. Adiós, mi queridísimo señor, afectísi­ mo mío, razón última de mi vida. Saluda a tu señora. La enfermedad parece ser algún tipo de ataque leve, sobre todo si se tiene en cuenta que Frontón perdió durante tres días la capacidad de hablar. Pero se trata de una mera conjetura.44

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En la ciudad hubo pocos sucesos de importancia. En el año 156 fue cónsul M. Ceyonio Silvano, primo de Lucio, seguido al año siguiente por su tío, M. Vetuleno Cívica Bárbaro, hermanastro de su padre. Su cuñado Plautio Quintilo (emparentado, en cualquier caso, con los Ceyonio Cómo­ do) fue cónsul en el año 159. Quintilo era el marido de Ceyonia Fabia, la antigua prometida de Marco.45 No sabemos si Pío, Marco y Lucio llegaron a ver un notable documen­ to dirigido a ellos en este periodo. A l emperador Tito Elio Adriano Antonino Pío Augusto César y a Verísimo, su hijo, el filósofo, y a Lucio, el filósofo, hijo de César por naturaleza y de A u ­ gusto por adopción, amante de la cultura, y al santo Senado y a todo el pueblo romano en nombre de personas de todas las naciones injustamente odiadas y vilipendiadas, yo, Justino, hijo de Prisco y nieto de Baquio, natural de Flavia Neápolis, en Siria Palestina, pues soy también uno de ellos, he redactado esta súplica y petición.

Se trata de la Apología del futuro mártir Justino. Tal vez sorprenda que lla­ me a Lucio «filósofo y amante de la cultura» — unos atributos inespera­ dos— . Pero el hecho de que pudiera aplicar a Marco el nombre de «Verí­ simo» y que supiera que Lucio era hijo por nacimiento de (L. Elio) César da a entender que esta descripción merece cierta atención. La Apología de Justino, entregada no mucho después del 154, no era la primera de esas ca­ racterísticas — un tal Cuadrato había dirigido, al parecer, a Adriano un lla­ mamiento similar, del que sólo se ha conservado un breve fragmento; y al comienzo del reinado de Antonino, Aristides de Atenas, de cuya obra han llegado hasta nosotros unos pocos extractos, había hecho otro tanto. Justi­ no apelaba a la tolerancia. Pero no se detuvo allí y expuso con audacia la reivindicación de la fe cristiana a la preeminencia, refutando al mismo tiempo las acusaciones dirigidas contra los cristianos. Llegó a extremos pe­ ligrosos al arremeter contra la moralidad implícita en las leyendas de los dioses del mundo grecorromano, hablar con bastante desdén de la apoteo­ sis de los emperadores y hacer, incluso, una referencia ligeramente burlo­ na al hecho de que Adriano hubiera divinizado a su favorito Antínoo — «a quien todos se apresuraron a venerar como un dios por miedo, aunque sa-

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bían muy bien quién era y de dónde procedía»— . La Apología concluye con el relato del juicio de un cristiano llamado Ptolomeo ante el prefecto de Roma, Lolio Urbico. Ptolomeo había convertido a «una mujer casada con un hombre de mala vida, que también ella había compartido anteriormen­ te». Tras su conversión había intentado divorciarse, pero su marido, agra­ viado, había presentado una queja contra ella, añadiendo que era cristiana. La esposa dirigió con éxito una petición al emperador para que se le per­ mitiera arreglar sus asuntos y, luego, defenderse. Entretanto, Ptolomeo había sido detenido y castigado por ciertos cargos no especificados. El ma­ rido convenció al centurión que había detenido a Ptolomeo para que le preguntara si era cristiano. Al admitirlo él, fue encadenado y llevado final­ mente ante Urbico en función de aquel cargo. Cuando Ptolomeo fue sen­ tenciado a muerte por el simple motivo de ser cristiano, a pesar de no ha­ bérsele declarado culpable de ningún delito, un tal Lucio, allí presente, protestó: «Tu veredicto, Urbico, es indigno del emperador Pío, de su hijo filósofo o del santo Senado». Lucio sufrió el mismo destino, al igual que un tercer hombre que actuó de idéntica manera.46 Uno de los que habían atacado la moralidad de los cristianos fue Fron­ tón. En un discurso contó la conocida historia de los «banquetes incestuo­ sos» celebrados por ellos, refiriéndose a la ceremonia del agápe, el «festín del amor», que seguía al rito vespertino de la comunión en la iglesia pri­ mitiva. El hecho de que se celebrara de noche, con la presencia de personas de uno y otro sexo y de todas las edades y en secreto hacía suponer que se trataba, en realidad, de una orgía. «Después de banquetear abundante­ mente, cuando se ha animado el festín, se ha enardecido la pasión por la lu­ juria incestuosa y se ha recrudecido la borrachera, se incita a un perro ata­ do a la lámpara a saltar y brincar arrojándole una torta a la que le impide llegar su atadura». Cuando sus movimientos apagan las luces, los invitados dan comienzo a sus horrendas orgías, declaraba Frontón.47 Si Frontón hubiese aceptado su nombramiento como procónsul de Asia, se habría encontrado con unos testimonios de cristianismo muy dife­ rentes. El anciano Policarpo fue martirizado en la hoguera y luego acuchi­ llado hasta la muerte en el circo de Esmirna, probablemente a comienzos del 156, siendo procónsul de Asia L. Estacio Cuadrato (que había sido cón­ sul en el año 142, como Frontón). Pero, en cualquier caso, hay que tener

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también en cuenta los martirios aplicados en Roma, en los que las senten­ cias de muerte fueron dictadas por Lolio Úrbico, paisano de Frontón, el vencedor de Britania. Es probable que la Apología de Justino no llegara nunca a manos del emperador y sus hijos y que fuese entregada a alguno de los secretarios imperiales. No obstante, es muy difícil que Marco no fue­ ra consciente en su juventud de la existencia del cristianismo; durante su reinado iba a enfrentarse al problema creado por ella y, lo que es más im­ portante desde su punto de vista, a la reacción que provocó entre la pobla­ ción corriente en dos ocasiones notables.48

En el año 156, Pío cumplió setenta años. Le quedaban casi cinco más de vida. Seguía estando en buena forma, pero al ser alto le resultaba difícil mantenerse erecto sin apoyos, y se dio cuenta de que, al levantarse de la cama, tenía que mordisquear algo de pan seco para sostenerse durante las recepciones de la mañana. Es indudable que, a medida que Pío envejecía, Marco tuvo un papel cada vez más importante. Esta situación debió de ir a más con la muerte del prefecto de la guardia, Gavio Máximo, hacia el año 156 o 157. Máximo había ocupado el cargo durante un periodo sin pre­ cedentes de casi veinte años, y parece probable que desempeñara un come­ tido considerable como consejero de Pío en la gestión del imperio. Su su­ cesor inmediato, C. Tacio Máximo, había sido el protegido de Gavio, pero Tacio no duró mucho. En el 160 le sucedieron dos hombres: el experimen­ tado T. Furio Victorino, y Sex. Cornelio Repentino. Repentino era amigo de Frontón y procedía, evidentemente, de la localidad numidia de Simitthu. Pero, según se dijo, debía su nombramiento a la influencia de Galería Lisístrata, la amante de Pío. Victorino había realizado una carrera larga y variada en la que combinó el servicio militar con una gran diversidad de cargos administrativos, mientras que Repentino fue elevado a la jefatura de la guardia desde el puesto deab epistulis, jefe de la secretaría.49 Gavio Máximo no había disfrutado de la estima general. Frontón se había visto envuelto en un asunto embarazoso al fallecer su amigo Censo­ rio Nigro dejándolo como heredero de cinco doceavas partes de sus pro­ piedades. En su testamento, Nigro había utilizado un lenguaje desaforado para atacar a Máximo. Frontón tuvo que escribir al emperador, cuya amis-

Marco Aurelio tad había perdido Nigro antes de morir, para excusarse tanto por la con­ ducta de aquel hombre como por la relación constante que había manteni­ do con él. También escribió al propio Máximo: «El dolor, unido a la rabia, turbó la mente del hombre. Sus demás virtudes fueron envenenadas y arruinadas por la cólera». Frontón afirmó que había visto a menudo llorar a Nigro por haber perdido la amistad de Máximo. En carta a Marco expli­ có toda la situación, aunque con brevedad. H e comenzado a escribirte una carta larga sobre este asunto. Pero al conside­ rar de nuevo los hechos uno a uno, me ha parecido m ejor no importunarte ni distraerte de cuestiones más importantes.50

Por aquellas misma fechas, a finales de la década del 150, se vio una cause célèbre de importancia aún mayor, aunque no aparece mencionada en la correspondencia conservada de Frontón. En ella estuvo implicado Hero­ des Atico, cuya esposa Regila había fallecido al final de un embarazo. El hermano de ésta, Bradua, acusó a Herodes de asesinato. Es indudable que había tratado a su esposa con dureza, pero la acusación era excesiva. Hero­ des fue absuelto y lloró a su mujer con un despliegue ostentoso de duelo ra­ yano en la vulgaridad.51 En la segunda mitad de la década del 150 volvie­ ron a surgir problemas en Britania. El hombre elegido para resolverlos fue Gneo Julio Vero, hijo o sobrino, evidentemente, del gran Sexto Julio Seve­ ro, que había sido gobernador de Britania y había reprimido la sublevación judía en tiempos de Adriano. A mediados de la década vuelven a aparecer referencias a Britania en las monedas imperiales y, durante un tiempo, Pío permitió que se incluyera de nuevo, junto con sus restantes títulos, el de «lmp. II», obtenido por la victoria conseguida allí en el año 142. Julio Vero consideró, al parecer, insatisfactoria la frontera de Lolio Urbico, por lo que volvió a ocuparse el Muro de Adriano. Así, el actual territorio de Escocia meridional fue abandonado, al menos de momento, cuando aún no habían transcurrido veinte años desde las conquistas de Úrbico.52 Podemos imagi­ nar — aunque no pase de mera especulación— que el propio Úrbico, vivo probablemente todavía y en el ejercicio de su cargo de prefecto de Roma, contempló la retirada con cierto disgusto. En tal caso, no sería una coinci­ dencia que por aquellas mismas fechas se llevara a cabo una ampliación del

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territorio romano en el sur de Germania. El gobernador de la provincia Superior, probablemente un hombre llamado C. Popilio Caro Pedón, su­ pervisó la construcción de una nueva frontera artificial, con su correspon­ diente avance en la provincia limítrofe de Recia. La nueva frontera se ade­ lantó unos modestos 24 kilómetros, pero con unas características notables: uno de sus sectores corre en línea completamente recta a lo largo de unos 80 kilómetros.53 El hecho de que la frontera del norte de Britania retroce­ diera hasta la línea de Adriano en ese mismo momento, aproximadamen­ te, mientras se ampliaba la de Germania, resulta desconcertante. ¿Estaba intentando Pío granjearse la simpatía de algunos romanos que podían con­ siderar un signo de debilidad el hecho de retirarse de su Muralla de Es­ cocia? También es posible que el avance en Germania se realizara con el propósito de advertir a los germanos de que Roma seguía siendo fuerte. Aquellas modificaciones pudieron haber estado relacionadas igualmente con la desaparición de Gavio Máximo. El caso de Estacio Prisco puede ser otro ligero indicio de que se estaba produciendo un cambio de prioridades. Prisco había servido como oficial de caballería en Britania y en la guerra judía de Adriano, entre otros destinos, y tras ejercer la procura, había in­ gresado en el Senado. Esa clase de hombres debían de constituir un com­ plemento útil en el alto mando, aunque el avance de Prisco a lo largo del cursus honorum senatorial fue una marcha laboriosa. Prisco no comenzó a destacar hasta finales de la década del 150, momento en que logró algunos éxitos militares como gobernador de Dacia Superior, tras lo cual obtuvo la notable distinción de ser nombrado cónsul ordinarius en el año 159. Este dato podía reflejar también los efectos de un «nuevo barrido». En el 160 falleció el prefecto de la ciudad, según registran los Fasti Ostienses. No sa­ bemos si se trataba de Lolio Urbico o de un sucesor suyo. El nuevo prefec­ to fue Junio Rústico, el amigo estoico y mentor de Marco.54 En este periodo, Marco y Faustina tuvieron más hijos. El primero fue un niño. El «Sínodo del templo de Dioniso» de Esmirna, en la provincia de Asia, envió sus felicitaciones. El niño, sin embargo, había fallecido ya en el momento en que Marco les respondió desde Lorio, el 28 de marzo del 158. Marco agradecía sus buenos deseos a los miembros del Sínodo, «aunque las cosas resultaron ser distintas». Se desconoce el nombre de este hijo.55 Faustina volvió a dar a luz en los años 159 y 160, una niña en cada caso.

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Las niñas recibieron el nombre de Fadila, por la hermana de Faustina fa­ llecida muchos años antes, y Cornificia, por la hermana de Marco muerta en el 152.56 En el año 160, Pío pudo haber estado enfermo, pues Marco y Lucio fueron designados cónsules conjuntos para el año siguiente por tercera y segunda vez respectivamente — quizá como medida deliberada de precau­ ción— . Pío murió, finalmente, tras una corta enfermedad, el 7 de marzo del 161, año conocido por los romanos como el del consulado conjunto de sus hijos adoptivos Marco y Lucio. Su final fue tranquilo, lo mismo que su vida. Tuvo una muerte «muy dulce, como el sueño más suave», dice Dión. El biógrafo añade algunos detalles. El anciano emperador había cenado con bastante glotonería un poco de queso de los Alpes. Durante la noche vomitó, y al día siguiente tuvo fiebre. Al segundo día, al ver que su situa­ ción empeoraba y que se acercaba el final de su vida, encomendó a Marco el Estado y a su hija, y Marco a ellos, en presencia de los prefectos del Pre­ torio, Furio Victorino y Cornelio Repentino, y de sus amigos, miembros del consejo imperial, a quienes había llamado a su presencia, y dio órdenes de que la estatua de oro de la diosa Fortuna, que solía hallarse en el dormi­ torio de los emperadores, fuera trasladada al de Marco. A continuación dio al tribuno de la guardia el santo y seña: «Ecuanimidad», se volvió como para dormirse y exhaló su último suspiro en Lorio, su propiedad ancestral, a los setenta y cinco años de edad. En medio de la fiebre, mientras delira­ ba, no habló más que del Estado y de los monarcas extranjeros con quienes estaba enfadado.57 Ya hemos citado uno de los homenajes de Marco a Pío — el proceden­ te del primer libro de las Meditaciones— . Existe otro más breve, escrito, quizá, anteriormente, en el sexto libro, donde Marco recordaba para sí que debía comportarse en todo como discípulo de Antonino; su constancia en obrar conforme a la ra­ zón, su ecuanimidad en todo, la serenidad de su rostro, la ausencia en él de va­ nagloria, su afán en lo referente a la comprensión de las cosas. Y recuerda cómo él no habría omitido absolutamente nada sin haberlo previamente exa­ minado a fondo y sin haberlo comprendido con claridad; y cómo soportaba sin replicar a los que le censuraban injustamente; y cómo no tenía prisas por

E l príncipe estoico nada; y cómo no aceptaba las calumnias; y cómo era escrupuloso indagador de las costumbres y los hechos; pero no era insolente, ni le atemorizaba el albo­ roto, ni era desconfiado, ni charlatán. Y cómo tenía bastante con poco, para su casa, por ejemplo, para su lecho, para su vestido, para su alimentación, para su servicio; y cómo era diligente y animoso; y capaz de aguantar en la misma tarea hasta el atardecer, gracias a su dieta frugal, sin tener necesidad de eva­ cuar los residuos fuera de la hora acostumbrada; y su firm eza y uniformidad en la amistad; y su capacidad de soportar a los que se oponían sinceramente a sus opiniones y de alegrarse, si alguien le mostraba algo mejor; y cómo era res­ petuoso con los dioses sin superstición, para que así te sorprenda, como a él, la última hora con buena conciencia.58

Estos recuerdos constituyen un notable homenaje. El máximo servicio prestado por Antonino Pío, y también por Marco, fue, tal vez, el haber dado ejemplo de un carácter elevado en el trono, en admirable conformi­ dad con las aspiraciones de pensadores como Dión de Prusa,59 cuyo deseo era un gobernante ideal. En su administración se pueden descubrir, sin duda, algunos defectos, sobre todo el hecho de que su política militar fue­ ra, al parecer, un tanto descuidada, según iba a manifestarse casi de inme­ diato en el reinado de su sucesor.

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LOS PRIM EROS AÑO S COMO EM PERAD O R

Marco era ahora el único soberano, y sólo le faltaban el nombre de Augus­ to y la denominación de imperator (emperador). Esperó, por supuesto, a que el Senado le confiriera sus poderes y sus nombres, a la elección formal como pontifex maximus, y a cualquier otra potestad que pudiera faltarle. Pero en el momento de su reunión con el Senado, Marco se negó a ser de­ signado emperador, a menos que se concedieran simultáneamente poderes iguales a su hermano Lucio Cómodo. Marco había aparentado cierta reticencia a aceptar las cargas del impe­ rio; y el biógrafo dice que «fue obligado por el Senado a asumir la dirección del Estado tras la muerte de Pío». Las expresiones de renuencia a gobernar no eran un hecho desconocido. Tiberio, que fue, como Marco, el sucesor único y obvio del anterior soberano, había hecho también una declaración decidida en ese sentido — no hay duda de que ambos se sintieron auténti­ camente reacios a asumir el gobierno— . En el caso de Tiberio, su carácter era tan complejo que la gente no sabía nunca cuáles eran sus verdaderos sentimientos, pero la repugnancia hacia la monarquía era tradicional en su familia y, para un hombre como él, ser llamado a gobernar abiertamente como un monarca constituyó un momento de desagradable tortura (ade­ más, su predecesor había sido el primer emperador). Marco, que provenía de una familia que debía su fortuna a la existencia de un gobierno monár­ quico, se hallaba ante un dilema diferente. Aunque sus inclinaciones natu­ rales no le llevaban hacia la vida pública, la formación recibida duran­ te veintitrés años y su filosofía estoica le habían dejado clara la senda del cumplimiento del deber. Sabía que «el cuerpo inconmensurable del impe­ rio» requería un director, sin el cual no podía sostenerse, según había dicho supuestamente Galba, otro soberano manifiestamente reticente. Es evi165

Marco Aurelio dente que Marco sentía un genuino horror imperii, pero sabía qué debía ha­ cer. Quizá pensó que la presencia de un socio en el imperio aliviaría, posi­ blemente, su tarea. Pero, más aún que eso, satisfacía una obligación para con Adriano, cuya intención claramente expuesta había sido que Marco y Lucio gobernaran conjuntamente como sucesores de Pío. Y como Pío ha­ bía contribuido poco a propiciar esos deseos respecto a Lucio, éste «había permanecido durante veintidós años en la casa de su padre como un ciuda­ dano particular».' Ahora, sin embargo, Lucio se convirtió en coemperador de nombre y de hecho. Se le otorgó la potestad tribunicia, el imperium y el nombre de Augusto. Se modificaron sus nombres y los de Marco. Por respeto a Pío, Marco asumió el sobrenombre de Antonino y pasó a ser «Imperator Cae­ sar Marcus Aurelius Antoninus Augustus». Lucio se desprendió de su nombre, Cómodo, y adoptó en cambio el que había llevado Marco desde su nacimiento: Vero, pasando a ser «Imperator Caesar Lucius Aurelius Ve­ rus Augustus». Es posible que, a nosotros, las sutilezas de esos cambios no nos resulten del todo claras. Y es indudable que confundieron por comple­ to al autor de la Historia Augusta. En las biografías se documenta la modi­ ficación de los nombres. Pero se añade una complicación más debido a la creencia errónea, repetida constantemente, de que «Verus» era un nombre que, en cualquier caso, había pertenecido originalmente a Lucio y a su pa­ dre, el hijo adoptivo de Adriano.2 Así pues, el mundo romano fue gobernado por primera vez por dos emperadores, lo cual supuso una innovación, aunque, al igual que la ma­ yoría de las innovaciones romanas, contaba con amplios precedentes y constituyó un ejemplo que fue seguido con frecuencia creciente. Uno de esos precedentes era la existencia continuada de la antigua magistratura gemela del consulado. Con anterioridad, algunos emperadores habían te­ nido también colegas con poderes ligeramente menos amplios que los su­ yos — así ocurrió, de hecho, en el caso de Marco y Pío del 147 al 16 1— . Pero, aparte de Adriano, otros emperadores pretendieron tener dos suce­ sores, aunque su intención se vio frustrada. Así, Gayo y Lucio, los nietos de Augusto, fueron destinados por él para sucederle conjuntamente. En un determinado momento pareció probable que Germánico y Druso el Joven, hijos de Tiberio por adopción y por nacimiento, respectivamente, le suce-

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dieran de forma simultánea, como lo hicieron al final de su vida Gayo C a­ ligula y Tiberio Gemelo, hijos de ambos. Nerón y Británico fueron otra pareja a la que el iluso Claudio pretendió otorgar un rango igual. Estas dis­ posiciones sucesorias de la malhadada familia Julio-Claudia acabaron ma­ lográndose. Más tarde, Domiciano pensó, al parecer, que Tito, su herma­ no mayor, le había escamoteado su derecho de nacimiento al no nombrarlo corregente tras la muerte de Vespasiano.3 Marco y Lucio fueron, pues, coemperadores. Pero Marco tenía más auctoritas — ese factor intangible pero susceptible de medición en la vida pública romana— . Había sido cónsul una vez más que Lucio. Fue desig­ nado pontifex maximus , y el sumo sacerdocio era indivisible; Lucio era sólo pontifex. Y lo que es más importante, había compartido los poderes impe­ riales de Pío durante casi catorce años — y era diez mayor que Lucio— . La gente abrigaba pocas dudas respecto a cuál de los emperadores era el prin­ cipal. No obstante, iban a trabajar juntos por el bien del Estado. Las mo­ nedas del año 161 proclamaban la concordia Augustorum, la armonía entre los emperadores.4 Su primer acto tras la reunión del Senado en la que les fueron otorgados sus poderes y títulos fue presentarse en el campamento de la guardia pretoriana, en la zona nordeste de las afueras de la ciudad, pasada la porta Vimina­ lis. Allí, Lucio se dirigió a las tropas en nombre de los dos, y ambos fueron aclamados como imperator, emperador. Prometieron a las tropas un presen­ te, o donativo, de 20.000 sestercios (5.000 denarios) por persona, y una canti­ dad mayor a los oficiales. Esta costosa ceremonia era entonces un comienzo necesario en cualquier reinado, como lo había sido desde el tormentoso e im­ pugnado acceso al trono de Claudio en el año 41. Es posible que la enorme cuantía del donativo — equivalente a la paga de varios años de los guardias— no fuera una necesidad inmediata, habida cuenta de las circunstancias pací­ ficas del acceso de ambos al trono. Quienes se veían obligados a esa clase de promesas eran los emperadores desesperadamente necesitados de apoyo mi­ litar. Pero, como es natural, la doble subida al trono requería una celebración excepcional — y aquella generosidad fue un seguro útil para el futuro— . A cambio, los soldados prometerían lealtad, vinculándose mediante un jura­ mento militar — sacramentum — , similar, sin duda, en contenido a los ejem­ plos conservados de juramentos de lealtad a otros emperadores.5

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La siguiente actividad pública fue la organización del funeral y la apo­ teosis de Antonino Pío. El Senado no planteó ninguna oposición como la experimentada por el propio Pío en el año 138. Tras unas complejas cere­ monias fúnebres, los restos fueron depositados en el enorme mausoleo de Adriano, que albergaba ahora las cenizas de varios miembros de la casa imperial fallecidos prematuramente, como, por ejemplo, los hijos de Pío y Marco, así como las de su constructor.6 No se ha conservado un relato detallado de las honras fúnebres, pero es de suponer que se atuvieron a la práctica de otras exequias imperiales — una pira funeraria en el Campo de Marte sobre la cual se quemaba el ca­ dáver en presencia de los principales dignatarios de Estado. Cuando las lla­ mas comenzaban a arder, un águila ascendía volando desde la pira para simbolizar el traslado del espíritu del emperador a la morada de los dioses, a quienes se unía en aquel momento— . Marco y Lucio se dirigieron al pue­ blo en sendos discursos necrológicos en alabanza de su padre, conocido en adelante como «Divus Antoninus», mientras cada uno de sus hijos pasaba a ser, por la misma razón, «Divi Antonini filius». Se nombró un flamen al servicio de la nueva divinidad, y de entre los amigos más íntimos de la fa­ milia imperial, se eligió un colegio sacerdotal cuyo deber consistiría en reu­ nirse en días señalados para ofrecer un sacrificio y celebrar un banquete en honor de Antonino — el día de su nacimiento, por ejemplo, y los demás es­ pecialmente asociados a su memoria— . El templo dedicado por Antonino a su esposa, la Divina Faustina, encima del Foro pasó a ser ahora templo de Antonino y Faustina. Se ha conservado como iglesia de San Lorenzo in Miranda.7 En esta fase temprana del reinado se anunció otro suceso que presagia­ ba futuros beneficios para la dinastía y el Estado. Annia Lucila, la hija ma­ yor de Marco, una muchacha de sólo once años, fue prometida formal­ mente a Lucio, tío suyo por adopción. Lucio tenía en ese momento treinta años. Marco se había casado a los veinticuatro, una edad nada temprana para un romano. Es posible que el matrimonio de Lucio y Lucila estuviera planeado desde hacía tiempo. Aun así, la situación era ligeramente para­ dójica, pues, en otro momento, cuando Lucio era un muchacho de siete u ocho años, había sido prometido a Faustina, la madre de Lucila. En cual­ quier caso, se dispuso el casamiento y, a modo de conmemoración pública,

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se asignaron recursos para ayudar a los niños pobres siguiendo las pautas de la institución creada por Pío en memoria de su esposa y de anteriores fundaciones imperiales.8 Faustina había sido la principal beneficiaria en el legado de la fortuna privada de Pío, muy considerable en el momento de su subida al trono, y no mucho menor, probablemente, en el de su muerte. Marco no necesita­ ba, por supuesto, las riquezas de su Faustina — de hecho, en el momento de acceder al poder, había transferido parte de las propiedades de su ma­ dre a su sobrino Umidio Cuadrato, pues su hermana Cornificia había muer­ to ya para entonces— . Faustina se hallaba en el tercer mes de un nuevo embarazo cuando su marido accedió al trono. Durante la gestación soñó que traía al mundo dos serpientes, y que una de ellas era más feroz que la otra. El 31 de agosto dio a luz en Lanuvio a dos hijos gemelos que recibie­ ron los nombres de T. Aurelio Fulvo Antonino y Lucio Aurelio Cómodo, en honor de Pío y Lucio. A juzgar por los nombres, es probable que Anto­ nino fuera el gemelo mayor. Los astrólogos prepararon horóscopos propi­ cios para ambos. El acontecimiento fue convenientemente conmemorado en la acuñación imperial. Los presagios fueron favorables — excepto por el hecho de que el día de su nacimiento fue el mismo que el del desequilibra­ do emperador Caligula, asesinado 120 años antes.9 Los nuevos emperadores gozaban de popularidad entre la población romana, el indicador normal de aceptación. En ellos se aprobaba de mane­ ra especial la ausencia de pomposidad. Ambos se comportaron civiliter. Un ejemplo de esta conducta cívica fue que se permitiera la libertad de expre­ sión. Un autor de comedias llamado Marulo criticó abiertamente a Marco y Lucio en una nueva obra, y no le pasó nada. En otras épocas y con otro emperador, ese comportamiento habría significado la muerte. Pero co­ rrían tiempos tranquilos. «Nadie echó en falta las actitudes indulgentes de Pío».10 No es de extrañar que Frontón se sintiera sumamente contento al ver que sus pupilos portaban la púrpura, y se expresó en su habitual estilo jo­ coso y adulador. Marco le había dicho que había releído el discurso escrito por Frontón hacía casi veinte años, cuando accedió al consulado, en el año 143, en el que dedicaba una loa a Antonino y adjuntaba a la vez ala­ banzas al joven heredero al trono.

Marco Aurelio D e verdad, no me extraña en absoluto que hayas leído con gusto los elogios a tu padre pronunciados por mí con motivo de ser nombrado cónsul designado y al comienzo de mi cargo como tal... Y es que tú no admiraste mi discurso, sino la virtud de tu padre, ni has alabado las palabras del que formulaba las alabanzas, sino las obras de quien era alabado. Por lo que se refiere a tus elo­ gios, sin embargo (elogios que aquel mismo día pronuncié yo ante el Senado), me gustaría que considerases esto: en ese momento había en ti una excelente disposición natural, ahora, una extraordinaria virtud; entonces eras un fruto que iba floreciendo en el campo sembrado, ahora, la mies ya madura y reco­ gida en el granero. En aquel momento yo abrigaba una esperanza, ahora ten­ go una realidad: la esperanza se ha hecho realidad."

También Lucio escribió a su antiguo tutor en varias ocasiones poco des­ pués de su acceso al trono. En su primera carta se «quejaba seriamente» — según lo expresaba con buen humor— de que no se le hubiera dado la oportunidad de abrazar a Frontón o hablar con él cuando visitó el palacio «después de un intervalo tan largo». (Frontón había estado fuera cuatro meses). Frontón había pasado por el palacio en el preciso momento en que Lucio acababa de salir. Sólo había hablado con Marco, y ninguno de los dos había pensado en llamarlo para hacerle volver. Frontón respondió ense­ guida excusándose y dejando correr su pluma con grandilocuencia mien­ tras expresaba el grado de su deuda con Marco y Lucio. Y es que, realmente, teniendo en cuenta que tú y tu hermano, aunque estáis si­ tuados en una posición tan elevada, rodeados de una cantidad tan grande de personas de todo tipo y condición, a quienes dispensáis vuestro afecto, también a mí me dispensáis una parte considerable de vuestro amor, ¿qué es lo que con­ viene que haga yo, cuyas esperanzas y bienes están puestos sólo en vosotros?12

En la madrugada del 28 de marzo, tres semanas después, exactamente, de la muerte de Pío, Frontón había regresado a su casa de Roma desde su fin­ ca campestre tras cuatro meses de ausencia. Es posible que se hallara de vi­ sita en Cirta, su localidad natal africana, y que hubiese partido de allí en cuanto le llegó la noticia. De vuelta a la ciudad escribió una breve nota en griego a un liberto imperial, Carilas, preguntándole si sería apropiado que fuera a visitar a los emperadores. Según explicó más tarde, no se había

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atrevido a escribir directamente a Lucio o a Marco.'3 Frontón no dio mues­ tra alguna, al menos en su correspondencia, de cuál de sus alumnos impe­ riales era su predilecto. Pero el hecho de que ni él ni Marco realizaran el menor intento de mandar a buscar a Lucio en aquella ocasión nos permite conjeturar que éste ocupaba un segundo lugar. Los intereses de Lucio se si­ tuaban en un plano inferior a los de Marco. Por esas mismas fechas, Lucio escribió a Frontón pidiéndole que arbitrara un debate entre él y un amigo llamado Calpurnio sobre los méritos de dos actores. Marco, en cambio, es­ cribía a Frontón sobre sus lecturas — los clásicos, Celio y un poco de Cice­ rón— y sobre su familia. Sus hijas se hallaban en Roma con su tía bisabue­ la Matidia, pues se pensaba que el aire de la noche en el campo, donde se encontraba Marco (en Lanuvio), era demasiado frío para ellas. (Quizá se consideró también aconsejable que su madre Faustina descansara de las muchachas al acercarse el momento del parto). Marco añadió una petición para que le enviara alguna cosa que te parezca especialmente elocuente para que yo la lea, ya se trate de una cosa tuya o de Catón, de Cicerón, de Salustio, o de Graco, o bien de un poeta cualquiera, pues tengo necesidad de reposo y, sobre todo, de ese tipo de obra cuya lectura pueda levantar mi ánimo y serenarme de las preo­ cupaciones que me envuelven.'4

Desconocemos el momento preciso en que escribió esta carta después de su acceso al trono. Marco había comenzado su reinado «entregándose por en­ tero a la filosofía y buscando el afecto de los ciudadanos». Siguió asistiendo a conferencias públicas, sobre todo a las de Sexto de Queronea, cosa que, de momento, no consideraba por debajo de su dignidad. Más tarde escribiría: Si tuvieras simultáneamente una madrastra y una madre atenderías a aqué­ lla, pero, con todo, las visitas a tu madre serían continuas. Eso tienes tú ahora: el palacio y la filosofía.

Pero no tardó en caer sobre él una avalancha de problemas que trastornó «aquella felicidad y aquella despreocupación suyas», aquella felicitas tem­ porum proclamada en sus acuñaciones del año 16 1.15

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El río Tiber provocó una grave inundación que destruyó muchos edi­ ficios de la ciudad, ahogó a un gran número de animales y dejó tras de sí una seria hambruna. El suceso ocurrió, probablemente, en el otoño del 161. «Marco y Lucio dedicaron una atención personal a resolver todos esos de­ sastres». Se proporcionó alivio a las comunidades italianas afectadas por la hambruna recurriendo a la provisión de trigo destinada a la ciudad. Desde el año 15 existía un Consejo para la Conservación del Tiber encabezado por un senador elegido entre los cónsules recientes, con un equipo de fun­ cionarios permanentes. Algunos de los senadores pudieron haberse toma­ do en serio sus obligaciones. Plinio había sido unos sesenta años antes cura­ tor alvei Tiberis et riparum et cloacarum urbis («conservador del cauce y los márgenes del Tiber y del alcantarillado de la ciudad»), pero aunque nos resulta difícil imaginar que no cumpliera con los deberes de su cargo con una meticulosidad casi excesiva, no ofrece en su correspondencia indicio alguno de que le ocupara una gran parte de su tiempo. El curator del año 161 era A. Platorio Nepote, hijo o nieto, probablemente, del constructor del Muro de Adriano, que llevaba su mismo nombre, pero no se le puede acusar de una especial ineficiencia. Su probable predecesor fue M. Estacio Prisco, cónsul en el 159. Es posible que los militares como Estacio Prisco consideraran que los nombramientos para cargos urbanos, como el de con­ servador del Tiber, eran poco más que un permiso con sueldo.'6 La designación de Estacio Prisco estaba, no obstante, justificada, pues había realizado en las provincias fronterizas un duro trabajo superior a lo que le correspondía, trabajo que tuvo una recompensa muy tardía en el consulado ordinario del año 159. En el 160 o 161 marchó a Singiduno (Bel­ grado) como gobernador de Mesia Superior. Prisco sólo podía llevar allí unos pocos meses cuando fue trasladado a Britania, lo que indica que los problemas a los que había tenido que enfrentarse Gneo Julio Vero pocos años antes no estaban aún controlados.'7 Sin embargo las noticias más preocupantes eran las que llegaban de la frontera oriental. Los reyes extranjeros con quienes Pío se había mostrado enfadado en su lecho de muerte eran, claramente, el de Partía y los sobera­ nos de otros Estados independientes situados en los límites orientales de Roma. El cambio de gobernantes en Roma envalentonó a Vologeses III, rey de Partía, y le impulsó a actuar con rapidez. Vologeses se introdujo en

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el reino de Armenia, protegido por los romanos, expulsó a su soberano e impuso su propio candidato, Pácoro, miembro de la familia real de Partía (los arsácidas). Es obvio que Roma esperaba algún problema. El principal general romano en las provincias orientales, el gobernador de Siria, L. Atidio Corneliano, debía ser sustituido en el 161. Se le había dejado en su puesto, sin duda para evitar dar a los partos la oportunidad de pillar a un recién llegado con el paso cambiado.18 Pero la responsabilidad de resolver el conflicto de Armenia correspondía en primera instancia al gobernador de Capadocia, que en el año 161 era M. Sedacio Severiano, un galo. Seve­ riano tenía una amplia experiencia militar. Pero da la sensación de que el Oriente griego ejerció sobre él una influencia desafortunada. Fue embau­ cado por un vendedor itinerante de oráculos sumamente pretencioso, Ale­ jandro de Abonutico, que se expresaba en un galimatías grandilocuente y tenía amigos en puestos elevados — había llegado a ser suegro del muy res­ petado senador P. Mumio Sisena Rutiliano, procónsul en Asia por aquellas mismas fechas, probablemente— . Alejandro indujo a Severiano a suponer que podía resolver la situación con facilidad y conseguir gloria militar. Se­ veriano condujo a una de las legiones al interior de Armenia con la evi­ dente esperanza de restablecer la situación por su cuenta. Pero cayó en una trampa tendida por Cosroes, el principal general parto, en Elegea, más allá de las fronteras de su provincia. Tras un breve intento de plantarle cara, se dio cuenta de la inutilidad de seguir resistiendo y se suicidó. Su legión fue masacrada. Según Luciano, no tardaron en circular diversas historias ro­ mánticas sobre la muerte de Severiano — aquel «celta necio»— . Se decía que había dejado de comer hasta morir durante un asedio relativamente prolongado, y que un centurión llamado Afranio Silón había pronunciado sobre su tumba un discurso fúnebre al estilo trágico y, luego, se había dado muerte allí mismo. La verdad era más dura. El incidente había concluido de manera ignominiosa en unos tres días.'9 Entretanto se estaban fraguando nuevos problemas en otras fronteras. La guerra amenazaba en Britania y, en otro sector limítrofe del norte, los catos de los montes Taunos habían cruzado el limes e invadido Germania Superior y Recia.20Varios pueblos enemigos se habían vuelto a aprovechar del cambio de emperador con la esperanza de encontrar con la guardia baja a los nuevos gobernantes. Marco y Lucio tenían que tomar un gran

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número de decisiones rápidas. Pero los asuntos militares eran un terreno para el que no les había preparado su experiencia anterior. Nunca habían visto un ejército — aparte de la guardia pretoriana— , por no hablar de una acción militar. Hay que responsabilizar a Antonino Pío de este grave fallo en su educación. El propio Marco tenía menos experiencia bélica que la práctica totalidad de sus antecesores — pero Pío, tan poco militar como él, no fue nunca consciente de que esto tuviera algún interés— . Nerón era el único de todos sus predecesores que en el momento de su ascenso al trono no había estado nunca fuera de Italia — el propio Caligula había vivido de muchacho con los ejércitos del Rin; Claudio había nacido en las Galias; Pío había sido procónsul de Asia— . Es difícil que Adriano hubiese aproba­ do aquel estado de cosas, de haberlo previsto. Al fin y al cabo, había tomado medidas de inmediato para proporcionar alguna experiencia en ejércitos, fronteras y gobierno militar a su primer candidato a la sucesión, el padre de Lucio, enviándolo a Panonia. Se imponía adoptar enseguida una decisión. Como es obvio, se reque­ rían algunas mejoras en los mecanismos para la elección de oficiales e, in­ cluso, de generales y gobernadores. Uno de los secretarios de Estado impe­ riales, el ab epistulis Sexto Cecilio Crescente Volusiano, fue despedido de su puesto. Es indudable que Volusiano era un personaje amable dotado de in­ clinaciones literarias (y africano, como Frontón). Se supone que Pío lo ha­ bía escogido para el cargo de ab epistulis tal como se había elegido a sus pre­ decesores: en función de su talento literario. Como su nombre indica, la oficina se encargaba de la correspondencia imperial. Pero según demues­ tra el décimo libro de las cartas de Plinio, una gran proporción de aquella correspondencia iba dirigida a los gobernadores provinciales; el talento de funcionarios y administradores debía valorarse a partir del material con­ servado en los archivos de aquella oficina. Marco sustituyó a Volusiano por T. Vario Clemente, originario de la provincia de Nórico. Clemente tenía una larga carrera militar, con servicio activo en la guerra de Mauritania; posteriormente había sido procurador en cinco provincias, en dos de las cuales, Mauritania Cesariense y Recia, el procurador era también goberna­ dor y comandante en jefe. Un hombre como él era más adecuado que Vo­ lusiano para aconsejar a los emperadores sobre la elección de personal para hacer frente a una crisis militar.2'

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En el momento del acceso al trono, Volusio Meciano gobernaba Egip­ to con el cargo de prefecto como sucesor de Furio Victorino. En el año 162 había sido llamado a Roma y nombrado senador. La única posibilidad de promoción que le quedaba en el orden ecuestre era la prefectura de la guardia pretoriana, pero este cargo acababa de ser cubierto. Meciano fue nombrado prefecto del Tesoro (aerarium Saturni) y, poco después, cónsul designado. De este modo, Marco pudo tener a su lado a aquel jurista emi­ nente y antiguo tutor suyo.22 La sustitución de Severiano, muerto en campaña, fue crucial. Sorpren­ dentemente, la elección recayó en Estacio Prisco, que en ese momento se encontraba en el punto más alejado posible de Capadocia, en Britania. Ello demuestra el cuidado con que se eligió a la persona adecuada. Para ocupar el lugar de Prisco en Britania y hacer frente a un enemigo activo se envió a Sexto Calpurnio Agrícola. Y para intentar resolver los problemas plantea­ dos por los germanos se eligió a Aufidio Victorino, amigo de Marco y yer­ no de Frontón, nombrándolo gobernador de Germania Superior.23 Entretanto iban de camino refuerzos para los ejércitos del este. Un se­ nador africano, P. Julio Geminio Marciano, hijo, quizá, de un amigo de Frontón, nacido sin duda en Cirta, como él, y que había estado al mando de la Legión X en Vindobona (Viena), llevó a Capadocia unos destaca­ mentos de las legiones danubianas. Además, se ordenó marchar al este a tres legiones completas, la I Minervia, de Bonn, en Germania Inferior, la II Adiutrix, de Aquinco (Budapest), en Panonia Inferior, y la V Macedo­ nica, de Troesmis, a orillas del Danubio, en Mesia Inferior. De ese modo se debilitaron las fronteras septentrionales a intervalos estratégicamente si­ tuados, pero se dio órdenes a los gobernadores de las provincias del norte para que evitaran las hostilidades y procuraran resolver los disturbios por medio de la diplomacia siempre que fuera posible. Se habían observado signos inconfundibles de futuras agitaciones en Europa central, pero, de momento, cualquier solución debía esperar a los acontecimientos del este. Al cabo de poco tiempo llegaron más noticias malas. Atidio Corneliano ha­ bía sido derrotado y obligado a huir en un enfrentamiento con las fuerzas de Partía. Era evidente que la situación se estaba volviendo desesperada.24 En algún momento del invierno del 161-162 en que llegaban malas no­ ticias de Oriente, con los sirios en actitud de rebeldía, Marco y Lucio deci­

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dieron que uno de ellos debía personarse en el frente de combate. Hacía cuarenta y cinco años, desde la muerte de Trajano en el año 117, que los ejércitos de la frontera no habían librado una guerra a gran escala bajo di­ rección imperial inmediata. Se decidió que debía ir Lucio, «pues era física­ mente robusto, más joven que Marco y más adecuado para la actividad mi­ litar», dice Dión. El Senado dio su aprobación. Marco permanecería en Roma, pues los asuntos de la ciudad requerían la presencia de un empera­ dor. Esto explica suficientemente las medidas tomadas. En la biografía de Lucio se da cabida a otros motivos. Según se afirma allí, Marco envió a L u ­ cio a la guerra contra los partos «para que no siguiera manteniendo una conducta inmoral en la ciudad, a la vista de todos, para que aprendiera a ser frugal al tener que viajar al extranjero, para que regresara con el carác­ ter reformado debido al miedo que inspiraba la guerra, o para que consta­ tara que era un emperador — imperator». Es probable que haya algo de verdad en todo ello, pero el biógrafo hizo que el espíritu que estaba detrás de aquella decisión pareciera duro y calculador, cuando, probablemente, era caluroso y amable.25 Se constató que Lucio necesitaría un equipo completo y experimenta­ do. Con él debería marchar uno de los prefectos pretorianos llevándose una parte de la guardia. Se eligió a Furio Victorino. Había servido ante­ riormente en las provincias orientales como procurador de Galacia. Ade­ más, había prestado servicio en Britania, en el Danubio, en Hispania y como prefecto de Egipto y de las flotas italianas, además de ocupar varios puestos en Roma. Se consideró aconsejable que contara con varios senado­ res de amplia experiencia, además del prefecto. Ante todo y de manera es­ pecial se eligió a M. Poncio Leliano Larcio Sabino. Para entonces era una persona de edad avanzada — su hijo iba a ser cónsul en el año 163— , pero su experiencia militar no tenía rival. Había comenzado su carrera de joven en Germania como tribuno de la legión VI Victrix y fue transferido con ella de Germania a Britania en el año 122, cuando Platorio Nepote marchó para construir el Muro de Adriano. Había gobernado las dos provincias panónicas y, luego, nueve años atrás — en el 153— , había sido gobernador de Siria. De ahí que conociera de primera mano el mayor ejército de Oriente y el problema de las fronteras. Leliano recibió el rango y título ho­ norífico de comes Augustorum, «compañero de los emperadores». Otros

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emperadores anteriores habían tenido consigo comites en viajes y campa­ ñas militares. A partir de ese momento desempeñaron, al parecer, una fun­ ción más importante; lo cierto es que queda constancia de un número ex­ cepcional de tales comites durante el reinado, todos ellos de rango consular. Frontón describió un poco más tarde a Leliano como «hombre serio y de principios tradicionales».26Para entonces, M. Ialio Baso, nombrado recien­ temente gobernador de Mesia Inferior, recibió órdenes de marchar al este como segundo comes. Como sustituto de L. Atidio Corneliano en el puesto de gobernador de Siria se eligió, en una decisión bastante sorprendente, a M. Annio Libón, primo carnal de Marco. Como había sido cónsul el año anterior, en el 161, Libón debía de tener poco más de treinta años, además de faltarle experiencia militar, dada su condición de patricio. Al parecer, la intención de Marco fue contar en el lugar de los hechos con un hombre en quien poder confiar. Lucio decidió llevarse también consigo a sus libertos favoritos, de los que se menciona a Gémino, Agaclito, Coedes y Electo. Otro liberto, Nicomedes, marido de su antigua nodriza, que era en ese mo­ mento procurador y caballero (algo sumamente excepcional en el caso de un liberto), dejó sus obligaciones en Roma como jefe del servicio de corre­ os (praefectus vehiculorum) para encargarse de la intendencia de la fuerza expedicionaria, conservando su antiguo rango. De ese modo, Lucio pudo tener a su lado a su fiel y viejo amigo. La flota del Miseno trasladaría al em­ perador y actuaría como medio de comunicaciones y transporte.27 Lucio se puso en marcha el verano del 162 para embarcarse en Brundisio (Brindisi). Marco lo acompañó hasta Capua. Lucio continuó hacia la costa este, fue agasajado durante su ruta en casas campestres y practicó la caza en Apulia. En Canusio (Canossa) cayó enfermo, y Marco se apresuró a ir al sur para verlo de nuevo tras haber hecho votos a los dioses en el Senado por su se­ guridad. Al parecer, tres días de ayuno y una sangría le devolvieron la salud. Pero pudo haberse tratado de un ataque leve. Frontón se sintió sumamente inquieto al oír la noticia, pero una carta de Lucio en la que le describía su tra­ tamiento y recuperación le devolvieron la confianza. En su respuesta, Fron­ tón le recomendaba una convalecencia sosegada y le instaba a que, según conviene a tu egregia inteligencia, hagas por moderarte, por ser parco y poner freno a todos los gustos que, como es natural, en este momento es preciso que

Los primeros años como emperador se manifiesten con más agudeza y con más violencia después de un ayuno que has tenido que observar durante ún tiempo.

Lucio se embarcó por fin, y Marco cumplió sus promesas a los dioses. La ruta hacia el este pasó por Corinto y Atenas. Fue un auténtico viaje real acompañado por músicos y cantantes (que recordaban inquietantemente a Nerón, cuyo día de nacimiento compartía Lucio, además de sus gustos has­ ta cierto punto). En Atenas se alojó en casa de Herodes Ático y fue inicia­ do en los misterios de Eleusis, como había hecho Adriano una generación antes. Mientras realizaba un sacrificio, se observó una estrella fugaz o un meteorito que atravesó el cielo de oeste a este. Luego, cruzó el Egeo a bor­ do de un barco y, finalmente, llegó a Antioquía, capital de la provincia de Siria, pasando por las ciudades costeras de Asia, Panfilia y Cilicia, entrete­ niéndose en particular en las que eran famosas como centros de esparci­ miento, según se preocupa por anotar el biógrafo. No sabemos cuál fue la duración del viaje.28 Entretanto, Estacio Prisco debió de haber llegado para tomar el man­ do en Capadocia tras haber viajado, probablemente, por el Rin río arriba, bajado luego por el Danubio y, a continuación, atravesado Tracia, Bitinia y Galacia. A lo largo del año 163, las armas romanas obtuvieron el éxito bajo el mando de aquel vigoroso general. Prisco se convirtió en una especie de leyenda — se rumoreaba que, en cierta ocasión, su bramido había pro­ vocado la muerte de veintisiete soldados enemigos.29

Marco pensaba en aquellos momentos que la vida estaba llena de ansieda­ des. Pasó unas vacaciones oficiales de cuatro días en Alsio, un famoso cen­ tro de asueto en la costa etruria, pero fue incapaz de relajarse. Aparte de todo lo demás, una de sus hijas tenía fiebre. Escribió brevemente a Fron­ tón diciéndole que no iba a exponerle en detalle sus actividades en Alsio, pues sabía que se ganaría una reprimenda. Frontón le respondió con buen humor: «¿Y qué?, ¿acaso no sé que has ido a Alsio con la intención de dar gusto a tu espíritu y dedicarte allí durante cuatro días enteros a la diver­ sión, al entretenimiento y al ocio completo?», escribió con ironía. Marco debía relajarse, insistía Frontón. Sus antepasados fueron capaces de hacer­

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lo, aunque se hallaran ocupados en ampliar las fronteras del imperio. Su padre, recordaba a Marco, se había interesado vivamente, a pesar de sus ex­ celsas cualidades personales, en ejercitarse en Xàpalaestra y en pescar y ha­ bía apreciado a los comediantes. A continuación, daba más ejemplos: Tampoco pasaré por alto a tu querido Crisipo [el estoico], que, según dicen, solía emborracharse a diario... Pero si ya le has declarado la guerra al juego, al reposo, a la saciedad, al placer, al menos duerme cuanto es preciso para un hombre libre. Luego le relató una compleja fábula sobre los límites impuestos a la Maña­ na y a la Tarde. Era evidente que Marco dedicaba gran parte de la noche a sus asuntos judiciales. Frontón concluía: Así pues, Marco, si necesitas en este momento cualquier sueño, pienso que puedes dormir a gusto y cuanto desees, y ha de sobrevenirte lo que deseas cuando estés despierto. La respuesta de Marco demostraba que consideraba difícil el consejo. Ha­ bía dictado una apresurada nota de agradecimiento: Acabo de recibir tu carta, de la que podré disfrutar inmediatamente. Precisa­ mente ahora se me venían encima obligaciones inexorables. Entretanto, mi querido maestro, te anuncio lo que deseas, brevemente, puesto que estoy ocu­ pado, y es que nuestra pequeña ya está mejor y ya anda por la habitación. Marco continuó la carta más tarde, después de haber tomado un bocado li­ gero, mientras los demás cenaban. Tras haber contado aquello a Frontón escribió: Ése es todo el caso — dirás tú— que has hecho a mis consejos. Pero lo cierto es que les he hecho mucho caso, pues he descansado como propone tu carta, y la volveré a leer a menudo para poder descansar con más frecuencia. Por otra parte, en cuanto a la responsabilidad del cargo, ¿quién sabe mejor que tú lo imperiosa que es?

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Marco concluye preguntando con solicitud por la salud de Frontón — le dolía la mano— . «Adiós, mi excelente maestro, “hombre amante de la afa­ bilidad” ».3" La guerra estaba sometiendo a Marco a una gran tensión. Algún tiem­ po después de su comienzo, Frontón escribió una carta larga y cuidadosa­ mente compuesta, llena de analogías históricas, para demostrar a Marco que los reveses iniciales en campaña podían convertirse en espléndidas vic­ torias. Marte, tratándose de los romanos, más de una vez, y con ocasión de muchas guerras, ha hecho uso de tales versos... Pero siempre y en todas partes cambió nuestras tribulaciones en recompensas, y nuestros terrores en triunfos.

Le habló de los reveses sufridos en tiempos de Trajano, Adriano y Pío. Re­ cordó la historia contada por Heródoto sobre Polícrates de Samos, el hom­ bre que tenía demasiada buena suerte. Más bien, espera una victoria, pero a corto plazo, y es que continuamente en los acontecimientos históricos de Roma se dieron frecuentes cambios de fortuna.

Anteriormente había enviado a Marco materia apropiada de lectura, en es­ pecial un discurso de Cicerón, el Pro lege Manilia, en el que el orador reco­ mendaba nombrar a Pompeyo para que asumiera el mando supremo en la guerra contra Mitrídates. Encontrarás en él muchos capítulos perfectamente apropiados a tus planes del momento, sobre la selección de jefes de los ejércitos, sobre las convenien­ cias de los aliados, la tutela de las provincias, sobre la disciplina de los solda­ dos, la clase de recursos con que puede convenir que estén dotados los gene­ rales que dirigen las guerras y demás asuntos.

El discurso hacía hincapié en particular en que sólo había un hombre ca­ paz de guiar a Roma en la guerra, sólo un hombre exigido por los aliados de Roma, etcétera. Este consejo pudo haber contribuido a la decisión de enviar a Lucio al extranjero como comandante supremo. El paralelismo

Marco Aurelio era realmente adecuado, pues Pompeyo tuvo que hacer campaña en A r­ menia.31 A pesar de todas las preocupaciones públicas y de su salud, que empeo­ raba progresivamente, es probable que Frontón no hubiese sido nunca tan fe­ liz. Respondiendo a los buenos deseos de Marco para su cumpleaños escribe: T e estoy viendo a ti, mi querido Antonino, un príncipe tan egregio como yo esperaba; tan justo, tan íntegro como prometí, tan grato al pueblo romano y tan bien acogido como deseé; tan afable conmigo como yo quise que lo fueses; tan elocuente como tú mismo quisiste ser.

Este último punto proporcionaba a Frontón, como es natural, un enorme placer. Debido al aumento de sus obligaciones públicas, Marco tenía que poner ahora en práctica más que nunca todas las antiguas lecciones impar­ tidas por Frontón en materia de oratoria pública; y debía hacerlo de una manera que, según había pensado en otros tiempos, no podría producirle ningún placer. Pero Marco estaba «comenzando a sentir el deseo de mos­ trarse elocuente una vez más, a pesar de haber perdido el interés por la elo­ cuencia durante un tiempo». Frontón se sintió especialmente gratificado por un discurso pronunciado por Marco en el Senado después de un terre­ moto ocurrido en la ciudad de Cízico, en Asia Menor. Había captado en su lenguaje el carácter dramático del suceso y sus oyentes se habían sentido impresionados y conmovidos.32 Frontón le dirigió varias cartas en las que le recordaba por extenso las lecciones de elocuencia que le había inculcado veinte años antes. En un pa­ saje elocuente recordaba a Marco la posición que ocupaba. Supon, César, que puedes alcanzar la sabiduría de Cleantes y Zenón, pero que, sin embargo, aunque te resulte ingrato, habrás de vestir el manto de púr­ pura, no el manto de los filósofos, de ruda lana.

Frontón repetía el mensaje impartido hacía veinte años, según el cual has­ ta los filósofos debían dominar el lenguaje para expresar su enseñanza de manera convincente: «La filosofía te proporcionará lo que puedas decir; la elocuencia, cómo has de decirlo».33

Los primeros años como emperador En este momento se nos ofrece otro atisbo de la vida de la familia del emperador. Uno de los gemelos, Antonino, había caído enfermo con tos pero se estaba curando. Frontón no los había visto en aquel momento. Cuan­ do los vio, se sintió encantado: He visto a tus polluelos, cosa que es, desde luego, lo que con mayor gusto pue­ do yo ver en mi vida, algo tan semejante a ti que no hay nada que lo pueda ser más. Visitar a los gemelos fue como tomar un atajo hasta Lorio, donde se halla­ ba Marco en aquel momento, escribía Frontón, pues no sólo te he visto frente a frente, sino de una forma más completa, sea que me volviese a la derecha o lo hiciese a la izquierda. Pero, gracias a los dioses, es­ tán con un color realmente saludable y gritan con fuerza. Uno tenía en su mano una torta de pan muy blanca, como hijo de rey; el otro, un pan casero, claramente como descendiente de un filósofo... Si te descuidas, me vas a en­ contrar más arrogante, pues tengo a quienes puedo querer en lugar tuyo, no sólo con los ojos, sino incluso con mis oídos. Marco se sintió conmovido por aquella carta: Vi a mis hijitos cuando los viste tú; te vi también a ti al tiempo de leer tu car­ ta. Te lo ruego, mi querido maestro, quiéreme como lo haces, ámame incluso de la misma manera que amas a esos pequeñuelos nuestros... Te ruego que le escribas a menudo a mi hermano y señor —añadía—. [Lucio] quiere encare­ cidamente que consiga esto de ti: sin duda, sus deseos me vuelven exigente y violento. Adiós, mi dulcísimo maestro. Saluda en mi nombre a tu nieto. Entretanto, Faustina volvía a estar embarazada. Antes de concluir el año 162 dio a Marco otro hijo, al que se impusieron los nombres originales de su padre: Marco Annio Vero.34

Tal como había predicho Frontón, la suerte de la guerra fue favorable a Roma, debido a los éxitos de Estacio Prisco, que había asaltado y tomado

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Artaxata, la capital de Armenia, en el año 163. Al concluir el año, Lucio, como comandante supremo de las fuerzas romanas, y a pesar de no haber participado activamente en los combates, adoptó el título de «Armeniacus», «conquistador de los armenios», y fue aclamado por las tropas como imperator, lo que les permitió a él y a Marco presentarse como Imp. I I en la nomenclatura de los títulos oficiales. Lucio había permanecido en Antio­ quía casi todo el tiempo, pero pasó parte del invierno en Laodicea, y los meses dé verano en Dafne, centro vacacional de las afueras de Antioquía. Sus críticos afirmaban que se dedicaba a llevar una vida de desenfreno de múltiples maneras. No hay duda de que se había aficionado considerable­ mente a jugar a los dados apostando y había mandado traer actores de Roma. Frontón justificó más tarde su conducta aludiendo a la observación satírica de Juvenal de que el pueblo necesitaba «pan y juegos de circo» (pa­ nem et circenses): «Sabía que el pueblo romano se siente dominado funda­ mentalmente por dos cosas: la distribución de trigo y los espectáculos» (se­ gún su paráfrasis un tanto pomposa). Para calmar la pasión de Lucio por la vida deportiva había que enviarle desde Roma comunicados con las últi­ mas noticias sobre la suerte corrida por su equipo favorito de carreras de carros, los Verdes, y a modo de recuerdo tenía consigo una estatua de oro de Volucer, el caballo de este equipo.35 En Siria, Lucio tomó también una amante, una «amiga» vulgar «de baja extracción», según la describe su biógrafo con escasa amabilidad. La dama en cuestión se llamaba Pantea, y Luciano, normalmente un satírico mordaz, la retrata con las expresiones más arrebatadas. Era «una mujer de belleza perfecta» natural de Esmirna, una de las ciudades griegas de la cos­ ta de Jonia, más hermosa que cualquiera de las estatuas de Fidias o Pra­ xiteles. Su voz era «suave, deliciosa e irresistible». Cantaba de maravilla acompañándose a la lira en griego jonio puro, tenía una sagaz comprensión de los asuntos públicos y era de carácter gracioso, amable y modesto. Lucia­ no escribió este panegírico en forma de diálogo entre dos amigos. Aquello trajo consecuencias: Pantea lo leyó y reprochó al autor haber sido demasia­ do adulador, en especial al compararla con las diosas, cosa que la asustó. Ejercía poder sobre Lucio, quien llegó incluso a afeitarse su exuberante bar­ ba para agradarla, provocando abundantes comentarios entre los sirios.36 Lucio tenía mucho que hacer, en especial en lo referente a la instruc­

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ción de las tropas, pues, al parecer, el ejército sirio se había reblandecido debido a los largos años de paz. Los soldados estacionados en Antioquía so­ lían pasar más tiempo holgazaneando al aire libre en las mesas de las ta­ bernas que en sus unidades. Poncio Leliano realizó varias inspecciones formidables de los pertrechos y mandó tajar las sillas acolchadas de los sol­ dados de caballería; además, arremetió con fuerza contra el juego y la be­ bida en el campamento. Se intensificó la instrucción. Frontón dijo más tar­ de que Lucio había tomado los asuntos en sus manos marchando a pie al frente de sus hombres tan a menudo como a caballo; aguantaba con la misma facilidad un sol abrasador que un día sereno; sopor­ taba el polvo denso como si fuese niebla. Aguantaba sobre sí el sudor estando en armas lo mismo que en los juegos. Presentaba su cabeza al descubierto al sol, a la lluvia, al granizo y a la nieve y no se la defendía contra los dardos. Consumía su tiempo en inspeccionar la tropa en el campo y visitaba a los en­ fermos. No pasaba de forma descuidada por las tiendas de los soldados, sino que, tal vez temerariamente, trataba de escudriñar en los refinamientos de los sirios y la experiencia de los panonios. Tornaba un baño a hora avanzada, des­ pués de resolver sus asuntos, comía el rancho sencillo del campamento y be­ bía vino del lugar. A menudo dormía sobre hojas o encima del césped. No obstante, se mostraba indulgente. Mientras atravesaba tantas provincias y un número tan grande de peligros evidentes derivados de asedios y batallas, de asaltos a ciudadelas, puestos y fuertes, él derrochaba preocupación y daba sus consejos. El lenguaje se caracteriza por una oportuna ambigüedad, pues es bastante cierto que Lucio presenció pocos combates reales. Frontón escribió aquello al final de la guerra. En sus primeras fases obtuvo de Lucio poca informa­ ción directa, y tras un largo intervalo recibió una disculpa por aquel silen­ cio. Le explicaba: No me sentía dispuesto a describirte en detalle unos planes susceptibles de ser alterados a diario y tampoco deseaba hacerte... partícipe de mis temores, que me han hecho sentirme abatido día y noche, y desesperar casi del éxito.

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Uno de los motivos del desaliento de Lucio pudo haber sido el fracaso en su intento de negociar con Vologeses tras los éxitos logrados en Armenia, intento que fue considerado, obviamente, como un reconocimiento de de­ bilidad o de cobardía.37 Era evidente que los partos no estaban en absoluto dispuestos a ceder. Se sabe con certeza que, mientras Estacio Prisco ocupaba Armenia, depu­ sieron a Manno, partidario de Roma y soberano de Osroene, un principa­ do del noroeste de Mesopotamia cuya capital era Edesa. La respuesta ini­ cial de los romanos fue desplazar fuerzas al otro lado del Eufrates, aguas abajo. Tras un enfrentamiento en Sura, en el lado romano del río, ocupa­ ron Dausara y Niceforio, en la orilla septentrional, perteneciente a Partía — lo cual daba a entender que algunas fuerzas de los partos podían hallar­ se aún en la provincia de Siria en el año 163 — .3ÍÍ Poco tiempo después, otras fuerzas romanas entraron en Osroene desde Armenia y ocuparon Antemusia, al suroeste de Edesa. Este grupo estaba comandado por M. Claudio Frontón, hombre de origen griego procedente de la provincia de Asia, probablemente el primer senador de su familia. Frontón había servi­ do en Armenia a las órdenes de Prisco tras haber conducido al frente a la legión I Minervia, compuesta por una fuerza mixta de legionarios y auxi­ liares. Otro general que había servido bajo Prisco era P. Marcio Vero, un occidental, quizá de Tolosa (Toulouse), y hombre de personalidad irresis­ tible. Había llevado a la legión V Macedonica al este desde su base en el Danubio Inferior. Pero es posible que el cometido principal lo desempeña­ ra ya un joven senador sirio de Cirro, en el norte de la provincia: C. Avidio Casio. Aunque el padre de Casio, Heliodoro, no había sido senador, era, al parecer, descendiente de los reyes seléucidas y había disfrutado de un po­ der y un prestigio considerables bajo Adriano. Era secretario ab epistulis, y en virtud de este cargo le había acompañado en algunos de sus viajes. Al fi­ nal del reinado de Adriano había sido nombrado prefecto de Egipto. El propio Casio estaba en ese momento al mando de una de las legiones de Si­ ria, la III Gallica.39 Para entonces había fallecido Libón, el primo de Marco, tras un alter­ cado con Lucio que, sin duda, le causó un disgusto — a él y a Marco— . L i­ bón había adoptado una actitud prepotente y mantenía que sólo era res­ ponsable ante Marco, y es indudable que criticó las acciones de Lucio. Tal

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vez no sea de extrañar que su muerte fuera motivo de un rumor malicioso: se decía que Lucio lo había envenenado. Le sucedió como gobernador de Siria el experimentado Gneo Julio Vero. Más tarde, de vuelta en Roma, Lucio provocó el enfado de la opinión conservadora casando a la viuda de Libón con su liberto Agaclito contra los deseos de Marco, que unos años más tarde declaró ilegales por decreto del Senado esa clase de matrimonios (entre personas de rango senatorial y libertos).40 Para el año 164 se había planeado otro matrimonio: el que iban a con­ traer el propio Lucio y Lucila. Es posible que las anécdotas sobre la in­ comparable Pantea decidieran a Marco a adelantar la fecha de la boda. En cualquier caso, Lucila había alcanzado ya la edad matrimonial (su decimo­ cuarto cumpleaños se celebró el 7 de marzo del 164). Marco la escoltó hasta Brundisio, desde donde la prometida se embarcó, acompañada de M. Vetu­ leno Cívica Bárbaro, tío del novio (el hermanastro mucho más joven del pa­ dre de Lucio), que fue nombrado comes Augusti y de quien se pretendía, tal vez, que desempeñara la función de perro guardián de la familia para vigi­ lar el comportamiento de Lucio (tarea en la que había fracasado Libón). Al parecer, Marco había dicho al Senado que llevaría personalmente a su hija hasta Siria. De ser así, debió de haber cambiado de opinión posteriormente. En cualquier caso, regresó a Roma tras haber enviado despachos a los pro­ cónsules de las provincias situadas en la ruta seguida por Lucila para que no le ofrecieran recepciones oficiales. En una situación normal, la emperatriz Faustina habría acompañado a Lucila como madre de la novia, pero tenía que cuidar de sus hijos menores, los gemelos, que tenían entonces dos años y medio, y de Annio Vero, de poco más de un año. Acompañando a Lucila iba otro miembro de la familia, además de Cívica Bárbaro: una dama des­ crita como «su hermana», es decir, la hermana de Marco. Como Cornificia había fallecido hacía doce años, debe de tratarse de un error, y no podemos saber quién era esa persona — pudo haberse tratado de una de las hermanas de Lucio: Ceyonia Fabia o Ceyonia Plautia— . Lucio viajó hacia el oeste desde Siria para encontrarse con la comitiva de la novia en Efeso, la princi­ pal ciudad de la provincia de Asia, donde se celebró el matrimonio. Al con­ vertirse en segunda emperatriz, se otorgó a Lucila el título de Augusta.4' El año 164 fue testigo de un aquietamiento en las operaciones milita­ res; aquella calma iba a dedicarse sobre todo a preparar el asalto al territo-

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rio de Partía — éste fue probablemente el motivo de que se eligiera aquel momento para la boda, y no al revés— . Armenia se hallaba entonces fir­ memente sometida al control de Roma. Para sustituir a Artaxata se cons­ truyó una nueva capital. Se llamó, simplemente, Kainé Polis — «Ciudad Nueva»— , y se hallaba situada en un emplazamiento más estratégico, unos 48 kilómetros más cerca de la frontera del territorio romano. Lucio coronó como rey de Armenia a Sohemo, un príncipe arsácida prorromano — en realidad, no sólo prorromano, pues era senador, y hasta había sido nombrado cónsul, por lo que debió de haber vivido exiliado durante un tiempo en Roma, donde se le mantuvo a la espera de una ocasión como aquélla— . El acontecimiento fue conmemorado en las monedas del año, que llevaban la leyenda rex Armeniis datus y representaban a Lucio sentado sobre un estrado rodeado por sus oficiales mientras Sohemo le saludaba, puesto de pie frente a él. Aquel año, Lucio convenció finalmente a Marco para que compartiera el victorioso título de Armeniacus Uno de los medios para convencerle fue incluir la petición en un des­ pacho oficial al Senado en el año 164. Frontón no se encontraba lo bastan­ te bien como para acudir al Senado, pero leyó las actas oficiales, que le pro­ dujeron un norme placer — en especial el afortunado «asalto a esa ciudadela no conquistada e inexpugnable levantada en el corazón de tu her­ mano contra el nombre Armeniacus, rechazado por él»— . Frontón apa­ rentaba dar a este logro un valor muy superior al de todas las acciones de guerra cuando escribió a Lucio para felicitarle por su despacho, «elocuen­ te, como debe ser la carta de un orador, vigorosa, como corresponde a un general, digna, como es propio de una carta al Senado, no demasiado exce­ siva, como conviene a una carta sobre asuntos militares». Y como la res­ puesta oficial de Marco le pareció también maravillosamente elocuente, la copa de Frontón se llenó hasta rebosar.43 Marco había tenido que resolver un problemático asunto de familia. Su tía abuela Matidia había fallecido y se produjo una disputa legal por su testamento. Había adquirido una fortuna enorme, y como la mayoría de las ancianas de Roma ricas y sin hijos había atraído una horda de parásitos que en algún momento la habían convencido para que los incluyera en codicilos testamentarios. Los codicilos no habían sido confirmados nunca, pero mientras Matidia yacía inconsciente , algunos de los aspirantes a he­

Los primeros años como emperador

189

rederos habían aprovechado la ocasión para sellarlos, dándoles así validez. Aquello fue motivo de una complicación, pues significaba que más de tres cuartas partes de su propiedad se legaban a personas ajenas a la familia — en contra de lo previsto por la lex Falcidia— . Marco se hallaba en una posición embarazosa. Frontón le instó a imponer las reivindicaciones fa­ miliares: ¿Quién comprará aquel famoso collar tan renombrado y los demás adornos de tanto valor? Si los comprase tu mujer, se diría que se había apropiado de un botín y que se ha hecho con él por muy poco dinero, y que por ello no ha podido llegar a aquellos para quienes se dejó como legado. Pero no, no com­ prará tales joyas Faustina. ¿Quién, entonces, comprará las perlas que han sido legadas a tus hijas?

Marco respondió que había considerado la cuestión atentamente e iba a es­ cribir a su hermano y dejarle a él la decisión.'14 Entretanto, Frontón envió un informe a su yerno Victorino, que se ha­ llaba en Germania: «No me ha abandonado el temor de que la filosofía le pueda inducir a tomar alguna decisión malsana», concluía. Victorino se había llevado consigo a Germania a su esposa, quien le había dado un hijo que Frontón no había visto todavía. El otro hijo de ambos, también un chi­ co, llamado Frontón, se había quedado en Roma con sus abuelos. La situa­ ción en el norte estaba lejos de ser tranquilizadora. Los germanos habían destruido por lo menos uno de los puestos fronterizos romanos en su inva­ sión, y había signos de que todos los pueblos bárbaros de Europa septen­ trional y central se encontraban en estado de agitación. Sólo sería cuestión de tiempo que entraran en conflicto con Roma a todo lo largo de la fronte­ ra del norte. Otro problema al que se tenía que enfrentar Victorino era la corrupción entre sus oficiales: al final, hubo que pedir a un legado legiona­ rio que había aceptado sobornos que renunciara al mando.45 Los goberna­ dores de todas las provincias septentrionales tenían una tarea difícil. En Panonia Superior, la provincia clave, L. Dasumio Tulio Tusco, allegado lejano de la familia de Adriano, sucedió al experimentado M. Nonio Ma­ crino. Panonia Inferior, que, en ausencia de la II Adiutrix, no contaba con ninguna legión, se hallaba al mando del poco conocido T. Haterio Satur-

Marco Aurelio nino. Mesia Superior estaba siendo gobernada por M. Servilio Fabiano Máximo, uno de los amigos de Frontón. Fabiano Máximo se había trasla­ dado de la provincia de Mesia Inferior, en la que había sustituido a Ialio Baso cuando éste se incorporó al equipo de Lucio, y su sucesor en esta últi­ ma provincia fue el hijo de Poncio Leliano. La administración de las pro­ vincias de Dacia continuaba repartida en tres secciones distintas bajo un senador de rango pretoriano y dos procuradores.46

En Roma, Marco se enfrentaba a asuntos legales de naturaleza más urgen­ te y pública que los derivados del testamento de su tía abuela. Su atención a la teoría y práctica de la legislación y a la administración de justicia era intensa, y es de destacar que algunos juristas profesionales lo describieron como «un emperador sumamente experto en derecho», y (según el gran Papiniano) «como un emperador extremadamente prudente y concienzu­ do». El cronista Aurelio Víctor, autor mal informado y embarullado que escribía en el siglo iv, expresó la opinión de que, bajo el reinado de Marco, «las ambigüedades del derecho fueron aclaradas de maravilla».47 La bio­ grafía de la Historia Augusta proporciona gran cantidad de información útil sobre la actividad legal y administrativa de Marco en una página basa­ da en una fuente detallada y precisa, dato confirmado y ampliado por las citas recogidas en fuentes legales y en inscripciones. En toda la legislación conservada se observan tres intereses principales. El primero es la cuestión de la «manumisión» — liberación— de esclavos; el segundo, el nombramiento de tutores de huérfanos y menores; el terce­ ro, la selección de consejeros (decuriones) encargados de gestionar los asun­ tos municipales en las provincias. No es de extrañar que Marco se preocu­ para en particular por la liberación de los esclavos; y el especial interés mostrado en el nombramiento de fiduciarios y tutores se puede explicar en cierta medida por el hecho de que él mismo había perdido a su padre a una edad temprana. La preocupación por el gobierno local es menos personal: fue un intento de combatir la creciente apatía que estaba afectando al im­ perio — los provinciales adinerados se afanaban cada vez más por evitar desempeñar la función que les correspondía en la vida local, pues ello les imponía automáticamente una pesada carga económica.

Los primeros años como emperador

191

Merece la pena citar aquí por entero la versión de la actividad admi­ nistrativa y legal de Marco ofrecida por el biógrafo (expuesta tras la men­ ción del matrimonio entre Lucio y Lucila y antes de la notificación del fi­ nal de la guerra contra los partos), omitiendo sólo los pasajes que describen las acciones realizadas en una fase tardía del reinado. Entretanto instituyó garantías para los procesos judiciales relativos a la liber­ tad personal prescribiendo — fue el primero en hacerlo— que todos los ciu­ dadanos dieran nombre a los niños nacidos libres en el plazo de treinta días después del alumbramiento y los declararan ante los prefectos del Tesoro de Saturno fes decir, la Hacienda del Senado],

Uno de esos prefectos, a comienzos de la década del 160, era el abogado Volusio Meciano, y es muy posible que fuese el autor de la propuesta — que ayudó, desde luego, a incrementar los poderes de la burocracia, pero garantizó, no obstante, que en el futuro resultara difícil cuestionar la con­ dición de hombre libre y ciudadano de cualquier persona— . También se tomaron medidas similares para las provincias: En las provincias instituyó así mismo el uso de registros públicos, en los que se debían inscribir los nacimientos, tal como se hacía en Roma ante los pre­ fectos del Tesoro de Saturno, de modo que si alguien nacido en provincias se veía precisado a iniciar un proceso legal para demostrar su condición de hom­ bre libre, pudiera presentar como prueba dicha inscripción. Tam bién reforzó todo el derecho referente a los pleitos destinados a demostrar que alguien era libre; y promulgó otras leyes sobre prestamistas y subastas. Prestó una atención singular a la administración de la justicia: añadió va­ rias jornadas hábiles de tribunal al calendario legal, asignando finalmente 230 días anuales a la vista de casos y al enjuiciamiento de litigios. Fue el primero en nombrar un praetor tutelaris (ya que, anteriormente, la designación de fi­ deicomisarios había sido un deber de los cónsules), con el fin de que ese cargo se proveyera con mayor cuidado. En cuanto a los tutores, hasta entonces sólo se habían designado en función de la ley Pletoria o en casos de prodigalidad o locura, mientras que él decretó que todos los jóvenes pudieran disponer de un tutor nominado sin necesidad de aducir motivos.

Marco Aurelio

192

Por una afortunada casualidad, el primer hombre a quien se asignó el nuevo puesto de pretor encargado del nombramiento de los fideicomisos ha dejado documentación epigráfica de ello. La persona en cuestión fue Gayo Arrio Antonino (sin parentesco con la familia imperial, a pesar de sus nombres, pero paisano y amigo de Frontón). Siempre era difícil en­ contrar personas adecuadas para que actuaran como fideicomisarios o tu­ tores, y la mayoría de las referencias de los códigos legales a decisiones to­ madas por Marco en esta materia se refieren a fallos sobre demandas de exención — la pobreza era una excusa válida, al igual que el servicio al Estado y el desempeño de una magistratura local superior al cargo de edil. H izo que el Senado actuara como juez en muchas vistas, incluso en aquellas que pertenecían a su propia jurisdicción. N ingún emperador se había mos­ trado tan respetuoso con el Senado como él. Adem ás, para honrarlo, delegó la resolución de disputas en un gran número de senadores de rango pretoriano y consular que no ocupaban una magistratura en ese momento, con el fin de que su prestigio se acrecentara mediante la administración de la ley... Otorgó a los senadores el privilegio adicional de que, cuando uno de ellos fuera a ser juzgado por un delito capital, él mismo examinaría las pruebas en secreto, y sólo después llevaría el caso a audiencia pública; además, no permitiría la pre­ sencia de miembros del orden ecuestre en esa clase de vistas. Mientras estuvo en Roma, asistió siempre a las sesiones del Senado, aunque no hubiera ningu­ na medida que proponer, y si él mismo deseaba presentar una propuesta, acu­ día en persona, aunque tuviera que ir desde Campania. A parte de esto, cuan­ do se celebraban elecciones, solía quedarse en el edificio del Senado hasta la noche, y nunca se marchó hasta que el cónsul decía: «Padres conscriptos, ya no os retenemos más». H izo, además, que el Senado fuera el tribunal de ape­ lación contra una decisión de los cónsules.

Hoy día, esta deferencia para con la clase más alta del país podría parecer un tanto reaccionaria, pero, en el marco del sistema imperial, era el único fundamento que permitía la continuidad de un gobierno ordenado. Los emperadores que despreciaban e ignoraban al Senado debían apoyarse to­ talmente en la pura autoridad militar.

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xillum (estandarte), coronada con una

Ave cos in pp). R IC II Hadrian

torrecilla y envuelta en un drapeado.

1. Adriano. d r ia n v s

«

Sestercio,

134-138

845

H CC II Aelius Caesar 27

2. Sabina. Sestercio, 128-136 a v g v s t a H a d r i a n i AVG p p ) .

(s a b in a

H CC II Sa­

5. Antonino Pío. Medallón, 14 5-16 1 ( a n t o n in v s a v g p iv s pp t r

p;

en el re­

bina 35

verso, no reproducido, cos m i), Gnec-

3-4. E lio César. Sestercio, 137: anver­

chi III Antoninus 136

so:

6. Faustina I. Dupondio, a partir del

L. A E L iv s c a e s a r ,

ii —

p a n n o n ia

reverso:

t r p o t cos

s c. L a personificación

de Panonia aparece sosteniendo un ve-

14 1

(d iv a a v g v s t a

Faustina I 78

fa v s tin a ).

HCC II

η. Marco, a los diecisiete años. Sester-

na es de Fittschen, 34 s s , tipo 1) H CC

ció, 139

Faustina II 6

( a v r e l i v s c a e s a v g p i i f e o s D ES

s c). HCC II Marcus Caesar 13

10. Marco, a los treinta y siete años.

8. Marco, a los veintiséis años. Sester-

Medallón, 159

cio, 147

a v g p ii f ;

( a v r e liv s c a e s a r a v g p ii f ;

el reverso, no reproducido,

tr pot

en eos

n)

tr pot

(a v r e liv s

caes

a n to n

en el reverso, no reproducido,

χ ία eos 11). Gnecchi II Marcus 44

11- 12 . Faustina, tras el nacimiento de la

9. Faustina II. Aureo, probablemente

segunda pareja de gemelos. Sestercio,

de finales del 147

161-162:

avg

fil;

(fa v s tin a e

avg

p ii

el reverso, no reproducido

aquí, presenta la leyenda v e n e r i

gene­

anverso:

fa v s tin a

a v g v sta

(Fittschen 34 ss, tipo 5); reverso: t e m fe lic

por

s c (la Felicidad, con una niña pe­

con una manzana y un niño en­

queña a ambos lados, sostiene a un geme­

vuelto en pañales; el retrato de Fausti­

lo en cada brazo). HCC II Faustina II 74

tr ic i

r : ,*. ■

J ^ Η

β β β ΙΙΙ”



13 -14 . Lucio Vero. Sestercio, 162: an verso:

im p c a e s l a v r e l v e r v s a v g ;

verso:

c o n c o r d a v g v s t o r t r p ii s

ii.

Æ ÊÊÈ

re

O Hí·· jjjj

.1

c eos

H C C II Lucius Verus 48

15. Lucila. Medallón, posiblemente c. 168

( lv c illa a v g v sta ;

el reverso, no re­

producido aquí, muestra a Cibeles a lo­ mos de un león). Gnecchi II Lucilla 9

18. Marco, a los cincuenta y seis años.

16 -17 . Marco, a los cuarenta y ocho

Medallón, 178

años. Medallón, 170: anverso:

I a v r e l com m odvs avg;

n in v s a v g t r p avg

eos

iii.

xxim ; reverso:

m a n to -

p r o fe c tio

Se muestra a Marco galo­

(m a v r e l a n t o n i n v s a v g

el reverso, no

reproducido, lleva la leyenda p o n t t r p o t X X X II

cos

iii,

m ax

y muestra a Marte

pando, con otros jinetes a su izquierda,

con lanza y trofeo). Similar a Gnecchi

precedido por un soldado con escudo y

II Marcus & Commodus 5 — no repro­

vexillum (estandarte); les sigue otro sol­

ducido en Gnecchi— , excepto por la

dado con un pendón. Gnecchi II Mar-

posición de

cus 28

anverso

im p

tras el primer

avg

en el

19· Crispina, esposa de Cómodo. Ses-

2 1. Pértinax. Sestercio, 193

tercio, probablemente c. 180-182

h e lv

p in a a v g v s t a ;

( c r is -

el reverso, no reproduci­

do aquí, lleva la leyenda

h ila r ita s s

c).

p é r tin a x a v g ;

( im p c a e s p

el reverso, no re­

producido aquí, muestra una distribu­ ción de donativos, con la leyenda

R IC III Commodus 668

cos

20. Cóm odo a los treinta años. M eda­

22. Caracalla. Medallón, 2 13

llón, 192

a n t o n in v s p iv s a v g b r i t ;

( l a e liv s a v r e liv s com m od vs

a v g p iv s f e l i x ;

el reverso, no reprodu­

cido aquí, lleva la leyenda m ano

A VG P M

h e r c v li r o ­

T R P S V III COS V i l P P ).

Gnecchi II Commodus 4

π

sc

lib avg).

R IC IV . i Pértinax 19 (m a v r e l

el anverso, no

reproducido aquí, lleva la leyenda tr p

xvi

im p i i

tr p

cos

m

p p

p m

s c, y muestra

el C irco Máximo). Gnecchi III CaracaHa 8

23. Estatua ecuestre de Marco A urelio realizada en bronce; Rom a (véase el A pén­ dice 5, pág. 381)

!

24. Parte izquierda de la escena II de la columna Aureliana (véase el Apéndice 5, pág. 382). L a personificación del dios fluvial Danubio se muestra extendiendo el brazo derecho e invitando al ejército romano a cruzarlo y entrar en territorio ene­ migo. En el fondo, sobre la cabeza del dios, aparecen algunos edificios, probable­ mente de Carnunto. Los soldados de la retaguardia de la columna son legionarios que se cubren con la lorica segmentata y cascos empenachados y portan lanzas y es­ cudos ovales. Petersen, fig. 9a (detalle); véase Petersen 52 s.; Caprino 82 s.

25. E l M ilagro del Rayo, escenas X -X I. Fuerte romano asediado en territorio enemigo; la torre de asedio de los bárbaros es destruida por un rayo.

Petersen, fig 17b; véase Petersen 56 s.; Caprino 85 s.

26. El Milagro de la Lluvia, parte derecha de la escena XVI. El misterioso dios de la Lluvia, de cuyos brazos y alas fluyen torrentes de agua, golpea a los enemigos de Roma; los bárbaros y sus caballos yacen muertos, con sus armas arrastradas y amontonadas por el diluvio. A la izquierda, unos soldados romanos contemplan la escena sin sufrir daños. Petersen, fig. 23a; véase Petersen 58 s.; Caprino 88 s.

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27. Parte derecha de la escena X X V . Unos bárbaros, con las manos atadas, son conducidos ante Marco, con coraza y lanza; el personaje que aparece tras él podría ser Pértinax. En el fondo, soldados romanos acompañan a un carro tirado por muías y cargado con armas y barriles. Petersen, fig. 33b; véase Petersen 63; Caprino 92

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36. Escena C IV (parte derecha). Unas

37. Escenas C X -C X I. Marco y dos

mujeres bárbaras cautivas son llevadas

compañeros, quizá Pértinax, izquier­

a un fuerte por guardias pretorianos;

da, y Cómodo, en marcha, junto con le­

las de la parte superior se muestran su­

gionarios y guardias.

misas, mientras que las dos de abajo si­ guen dando señales de aflicción. Petersen, fig. 113 a ; véase Petersen 89; Caprino 1 1 3 s.

38. Parte superior de la columna Aureliana, descrita de abajo arriba: escenas XCVIII-XCIX: Marco consulta con dos miembros de su Estado Mayor; destruc­ ción de un poblado nativo; y ataque de la infantería CIV-CVI: Mujeres bárbaras escoltadas; dos bárbaros de alto rango que huyen a caballo son capturados por la infantería romana; otros dos yacen muertos; llega­ da de Marco CXI: Marco al frente de sus tropas, con un consejero a su lado; dos carros tira­ dos por bueyes transportan barcas cargadas con escudos, corazas y lanzas — los ca­ rros pasan sobre algún tipo de puente CXV: Migración de bárbaros escoltados por soldados romanos.

Los primeros años como emperador

*93

Fue cuidadoso con el gasto público y prohibió las acusaciones que comporta­ ban un beneficio económico para el acusador, imponiendo una marca ver­ gonzante a los falsos delatores. Trató con desprecio las acusaciones que pu­ dieran beneficiar a la hacienda imperial. Este pasaje se refiere a las acusaciones por traición, que, durante muchos periodos, fueron una pesadilla para las personas de alto rango: un medio barato de obtener ganancias y promociones consistía en actuar como infor­ mante público, y en tiempos de emperadores como Tiberio, Nerón y Domiciano, los informantes habían sido una plaga. Tomó un gran número de decisiones prudentes en apoyo de los niños pobres puestos al cuidado del Estado (de alimentis publicis). Nombró supervisores para muchas comunidades entre los miembros del Senado, dando así más campo al ejercicio de la autoridad por parte de los senadores. En tiempo de hambruna proporcionó a las ciudades italianas alimento de las provisiones de la ciudad de Roma y, en general, tomó medidas cuidadosas para el suministro de trigo [...] mantuvo con la máxima diligencia las calles de la ciudad y las vías públicas. Nombró oficiales legales para Italia siguiendo el ejemplo de los con­ sulares designados por Adriano para administrar justicia. Esta última medida se oponía a la política practicada por Antonino y es po­ sible que, a diferencia de sus demás acciones, fuera mal acogida por el Se­ nado. Por otra parte, creó nuevos puestos civiles en la administración, lo cual debió de ser bien recibido. El nombramiento de supervisores para las ciudades supuso, desde luego, un aumento de la centralización del control. Pero, dada la reticencia de las personas adineradas a servir en los concejos locales, era cada vez más necesario hacer frente a la ineficiencia y la co­ rrupción derivadas de la intervención directa del gobierno en asuntos que competían a las autoridades locales. En respuesta a una indagación reali­ zada por Loliano Avito, gobernador de Bitinia (provincia donde los conce­ jos municipales locales eran notoriamente corrompidos e ineficientes), se estableció que pudieran servir en ellos incluso personas de nacimiento ile­ gítimo, con tal de que, por lo demás, satisficieran los requisitos para ser ele­ gidos. Otras leyes de la época abordan problemas similares. Resumiendo la actividad de Marco, el biógrafo dice que,

194

Marco Aurelio [...] más que introducir leyes nuevas, restableció las antiguas. Siempre tuvo a su lado prefectos cuya autoridad y responsabilidad le ayudaron a dictar las le­ yes. También recurrió a Escévola, un jurisperito especialmente cualificado. Su comportamiento con el pueblo fue en todo momento el propio de un Estado libre. Era siempre sumamente razonable para apartar a la gente de realizar maldades e instarla a practicar buenas acciones, recompensando con generosidad, perdonando con prontitud y haciendo así que los malos fueran buenos, y los buenos muy buenos, y hasta aceptó con ecuanimidad los insultos que hubo de aguantar de algunas personas. Cuando, por ejemplo, un tal Vetrasino, hombre de reputación deplorable, se presentó para ocupar un cargo y Marco le aconsejó poner fin a las murmuraciones públicas acerca de él, Vetrasino le respondió que muchos de los que habían combatido con él en el cir­ co eran ahora pretores, y el emperador se lo tomó a bien. En otra ocasión, para evitar una venganza fácil contra cierto individuo, en vez de obligar a renun­ ciar a su cargo a un pretor que había llevado muy mal algunos casos, se limi­ tó a trasladar la jurisdicción a su colega. La hacienda imperial no influyó nun­ ca sobre su juicio en ningún pleito referente al dinero. Finalmente, aunque era firme, fue también razonable.4*

Varios casos de derecho privado que Marco hubo de tratar durante los pri­ meros ocho años de su reinado se referían a asuntos familiares. En res­ puesta a una señora llamada Flavia Tertula, denunciada ante las autorida­ des por haber contraído un matrimonio ilegal, la respuesta oficial, dictada en nombre de Marco y Lucio, hacía constar lo siguiente: Nos ha conmovido el largo tiempo durante el cual has estado casada con tu tío con desconocimiento de la ley; también porque fuiste dada en matrimonio por tu abuela; y por el número de hijos que has tenido. Atendiendo a todo este conjunto de cosas, confirmamos la condición de los hijos que has tenido en este matrimonio, pues fue contraído hace cuarenta años, por lo que deberán ser considerados como si hubiesen sido concebidos de manera legítima. En otro caso llegó al más alto tribunal una disputa entre marido y mujer: Es una novedad que Rutilio Severo parezca desear que su esposa, separada de él y que, según dice, no está embarazada, deba someterse a custodia. Por tan­ to, nadie se sorprenderá si, por nuestra parte, proponemos un plan diferente

Los primeros años como emperador

J95

y un nuevo remedio. Así pues, si Severo persiste en la misma demanda, se ha­ brá de elegir la casa más adecuada posible, perteneciente a una señora absolu­ tamente respetable, a donde pueda ir Domicia. Allí deberán inspeccionarla tres comadronas aprobadas tanto por su preparación profesional como por su fiabilidad, y que hayan sido elegidas por ti [el magistrado Valerio Prisco, a quien iba dirigido el laudo). Si todas ellas, o dos de las tres, declaran que está embarazada, se persuadirá a la mujer para que acepte ser sometida a custodia, como si lo hubiera solicitado ella misma. Y si, al final, no tiene un niño, el ma­ rido podrá saber que, por lo que respecta al oprobio con que pueda cargar y en lo concerniente a su reputación en general, no se podrá considerar que in­ tentó perjudicar a la mujer sin causa justificada. Pero si todas las comadronas o más de una declaran que no está embarazada, no habrá razón para ponerla bajo custodia.49 Desgraciadamente desconocemos el trasfondo de esta escena de la historia social del momento. No obstante, las pruebas de embarazo fiables son un invento relativamente moderno y, dadas las circunstancias, la medida to­ mada en este caso debe ser considerada razonable. Las causas por herencia eran una fuente constante de litigio. Aparte de otras consideraciones, la Hacienda imperial (fiscus) tenía intereses en ellas, pues había que pagar impuestos sucesorios, y las propiedades de las perso­ nas que morían sin testar podían acabar en manos del fisco. Cuando no es­ taba del todo claro si alguien había muerto o no ab intestato o, en otras pa­ labras, si su testamento era o no válido, se planteaba un problema espinoso. El distinguido jurista Ulpio Marcelo informa sobre un caso así pertene­ ciente al año 166. Una persona tachó recientemente los nombres de sus herederos, y como su propiedad quedó sin dueño, la Hacienda imperial la reclamó ante el tribunal del emperador, y durante largo tiempo hubo dudas acerca de los legados, en especial respecto a aquellas personas cuyos nombres habían sido tachados en el texto. La mayoría pensaba, además, que debía excluirse a los legatarios, y así pensaba también yo que se debía actuar si la persona en cuestión había anulado todo lo escrito en el testamento. Algunos se pronunciaron en el sen­ tido de que lo tachado era legalmente nulo, y todo lo demás válido. ¿Qué ha­ cer, entonces? ¿No podemos creer también a veces que alguien que había ta-

196

Marco Aurelio chado los nombres de los herederos pensaba haber hecho lo requerido para morir ab intestato? Sin embargo, en un caso dudoso no sólo es más justo, sino también más seguro, seguir la interpretación más liberal.

Marcelo introduce con este preámbulo su relato de la actuación del conse­ jo imperial. Marco dijo: «Si Valerio Nepote cambió de opinión, recortó su testamento y tachó los nombres de sus herederos, su herencia, según la decisión de mi divi­ no Padre, no parece pertenecer a aquellos cuyos nombres habían sido puestos por escrito», y añadió al asesor de Hacienda (advocatus fisci): «Tienes tus pro­ pios jueces». Vibio Zenón dijo: «Te pido, emperador, que me escuches pa­ cientemente. ¿Cuál es tu decisión sobre los legados?». Antonino César [Mar­ co] le contestó: «¿Te parece que un hombre que ha tachado los nombres de los herederos deseaba que su testamento fuera válido?». Cornelio Prísciano, ase­ sor de Leonte, comentó: «El se limitó a tachar los nombres de los herederos». Calpurnio Longino, asesor de la Hacienda, dijo: «Un testamento sin herede­ ro no puede ser válido». Y Prísciano: «Además de dejar legados, manumitió a ciertos (esclavos)». Antonino César hizo salir a todos. Tras haber sopesado el asunto y ordenado que se les hiciera entrar de nuevo, declaró: «El presente caso parece admitir la interpretación más benevolente, lo cual nos lleva a con­ siderar que Nepote deseaba que, al menos, lo tachado por él fuera nulo». También había tachado el nombre de un esclavo al cual había ordenado libe­ rar. En su respuesta oficial, Antonino decidió que, a pesar de todo, debía ser libre. Esta decisión la tomó, sin duda, porque era partidario de la libertad.50 Este interés por dar a cualquier esclavo el máximo de oportunidades posi­ bles de conseguir su libertad, en el caso de que su dueño se hubiera plantea­ do el deseo de concedérsela, fue un asunto que preocupó a Marco durante todo su reinado, y hacia el final del mismo, una decisión tomada por él en un caso referente a una manumisión, sobre el que le había llamado la aten­ ción su amigo Aufidio Victorino, sería citada constantemente por los juris­ tas como precedente decisivo. No es de extrañar que se tratara de un vere­ dicto favorable al esclavo, como casi todos los que dictó en casos relativos a personas sometidas a esclavitud. En este periodo de su reinado se plantea­ ron dos de esos casos. En uno, un senador de nombre Voconio Saxa, que

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ocupaba un cargo oficial, le pidió consejo sobre cómo tratar a un esclavo llamado Primitivo que había hecho todo lo posible para evitar ser devuel­ to al dueño del que había huido. El esclavo había confesado un asesinato. Sometido a tortura para dar más detalles sobre sus supuestos cómplices, admitió que su «confesión» era un montaje, y que no se había cometido asesinato alguno. La respuesta imperial a Voconio Saxa recomendaba que los empleados de éste vendieran al esclavo, pero con la condición de que no fuese devuelto nunca a su antiguo dueño, quien debería recibir el dinero obtenido por la venta. Otro caso se refería a la decisión de si los esclavos a quienes se había dado la libertad en el testamento de su dueño no podían optar a ella en caso de haber sido condenados a pena de cárcel. La respuesta fue que si la con­ dena se había satisfecho íntegramente, podían tener derecho a ser libres, pero no si se hallaban cumpliéndola. La situación de los esclavos fue mejo­ rando gradualmente a lo largo del siglo n. La decisión de Antonino Pío de que se pudiese llevar ante los tribunales al propietario de un esclavo por haberlo asesinado, algo imposible hasta entonces, pues el esclavo se consi­ deraba un simple bien mueble, constituyó un avance notable; y el hecho de que Marco fuera «partidario de la libertad», según había observado Mar­ celo, obraba en favor de los esclavos.5' Un caso planteado en febrero del año 169 ilustra el interés constante de Marco por los esclavos. En un testamento, los esclavos del testador habían sido nombrados herederos de una finca y se les definía como libertos, a pe­ sar de que en él no se mencionaba explícitamente que se les hubiera conce­ dido la libertad. Marco decidió que, en aquel caso, había que adoptar «la in­ terpretación favorable»: debían recibir la libertad y heredar. Varios otros casos del periodo central de su reinado muestran cómo Marco se atenía a esos mismos principios. Una dificultad especial se planteaba cuando nadie quería aceptar una herencia debido a las deudas vinculadas a ella. Marco hizo todo cuanto pudo para garantizar que los esclavos liberados en función de esa clase de testamentos consiguieran realmente la libertad, y añadió una interesante cláusula adicional a una sentencia dictada en uno de esos casos: Si la ventaja otorgada por este rescripto resulta invalidada por otra vía, al rei­ vindicar la Hacienda imperial ifiscus) su derecho a la propiedad, hacemos sa-

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ber por el presente documento a quienes se hallan a nuestro servicio que la causa de la libertad se ha de preferir a cualquier ventaja pecuniaria... Esa misma actitud se expresa en otro caso relacionado con la concesión de la libertad a un esclavo a quien se iba a requerir para que presentara una declaración económica de su administración: Parece más justo que se conceda la libertad a Trófimo en función de la solici­ tud testamentaria (fideicommissum), pues se acordó que se le otorgaba sin la condición de rendir cuentas, y no es humano un aplazamiento en materia de libertad por un asunto de dinero. No obstante, el pretor debe nombrar un ár­ bitro ante el cual presentará las cuentas que parece haber administrado. Un gran número de casos ilustran la constante preocupación por los fidei­ comisos y los tutores. Se ha conservado un decreto del divino Marco que dice así: «El mejor proce­ dimiento, cuando alguien piensa que puede plantear una reivindicación legí­ tima, consiste en someterla a la prueba de la acción legal». Marciano respon­ dió que no había recurrido a la violencia. El emperador le replicó: «¿Piensas que sólo existe violencia cuando alguien resulta herido? También es un caso de violencia el que una persona que piensa tener derecho a algo exija que le sea dado sin acudir a los tribunales. Por tanto, si se me muestra a alguien que, de forma temeraria o sin autoridad judicial, se halla en posesión o se ha apo­ derado de algo que pertenecía a su deudor o de un dinero que se le debía, y que, por tanto, se ha tomado la justicia por su mano, deberá perder sus dere­ chos como acreedor».52 Un caso sencillo presentado ante Marco arroja una interesante luz sobre una desagradable secuela del derecho romano. Un ladrón que casualmen­ te tenía rango de caballero fue castigado con un destierro de cinco años de su provincia natal de África, de la ciudad de Roma y de Italia; en el pasaje se añade que la pena aplicada a los honestiores (literalmente, «los más ho­ norables») no debería superar los cinco años de destierro. El término ho­ nestiores se aplica a las clases altas, por contraposición con el de humiliores (literalmente «los más modestos»). En el siglo 11 d. C., la situación real a la

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que se había llegado era la existencia de «un derecho para los ricos, y otro para ios pobres», al menos en lo referente a los castigos. Incluso en causas por delitos capitales, las penas o sentencias variaban estrictamente en fun­ ción del rango del convicto — y, a la larga, el rango dependía de la fortu­ na— . Esas escalas jerárquicas estaban cada vez más estratificadas y, dé he­ cho, parece ser que fue precisamente durante el reinado de Marco cuando diversos títulos de rango utilizados hasta entonces de manera no oficial e informal, como el de vir clarissimus (que significa, aproximadamente, «ilustrísimo») para los senadores y otros títulos correspondientes para diferen­ tes grados de caballeros, se convirtieron por primera vez en oficiales. Los procuradores imperiales comenzaron a definir su rango en esta época en función del correspondiente salario.53 Un estudio detallado de los dictámenes legales de Marco ha identifica­ do en ellos cuatro características principales: Una concienzuda meticulosidad y atención a los detalles; una insistencia extre­ madamente cuidadosa en desarrollar puntos obvios o triviales; el purismo en el empleo de la lengua, tanto griega como latina; una seriedad que, ante las pre­ tensiones de los griegos, adopta una actitud mucho más severa que la de Pío. Esta actitud contrasta con la de Pío, quien da muestras de humor «que van desde el sarcasmo violento hasta el comentario amable acerca de la debili­ dad humana, pasando por una suave ironía».54 No es nada de extrañar. A l fin y al cabo, Marco había sido formado desde los dieciséis años por un equipo de tutores sin parangón para ejercer las funciones imperiales. Su afición a la filosofía garantizó que acabase dando muestras de un sentido del deber casi excesivo. Además, los tiempos habían cambiado a peor. El reinado de Pío había sido de una calma, una paz y una prosperidad casi singulares. Marco hubo de enfrentarse a un conjunto de crisis extremada­ mente graves.

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En el año 165, los romanos penetraron en Mesopotamia. En el norte ocu­ paron Edesa, y Manno, el soberano partidario de los romanos, fue repues­ to en el principado de Osroene. Un ejército romano persiguió a los partos hacia el este hasta Nísibis, que también fue tomada. Cuando el enemigo en retirada alcanzó el Tigris, su general Cosroes sólo logró escapar atravesan­ do el río a nado y refugiándose en una cueva. Esta parte de la campaña pudo haber estado dirigida por Marcio Vero. Entretanto, Avidio Casio avanzó aguas abajo del Eufrates y se libró una importante batalla en Dura Europos, una ciudad de origen griego pero fortificada por los partos y que tenía una floreciente vida comercial y agrícola. Al acabar el año, Casio ha­ bía llevado a sus hombres hasta el lejano sur y atravesado Mesopotamia en su sector más estrecho para atacar las ciudades gemelas levantadas a orillas del Tigris: Seleucia, en la margen derecha, y Ctesifonte, la capital de Par­ tía, en la izquierda.1 Seleucia dio la bienvenida a los romanos y les abrió las puertas. La enorme ciudad, con una población supuesta de 400.000 habi­ tantes, seguía conservando sus características helenísticas. Aquel apoyo de­ bió de haber facilitado mucho a Casio rematar la victoria sobre Partía to­ mando Ctesifonte e incendiando el palacio de Vologeses. Sin embargo, Casio empañaría su propia reputación y la de Roma al permitir también la destrucción de Seleucia. No hay información detallada sobre cómo llegó a producirse aquel suceso. No es de extrañar que una versión romana afir­ mara que «los seleucianos fueron los primeros en actuar de manera desle­ al». Sea cual fuere la verdad, aquel acto marcó el final de una de las princi­ pales avanzadillas de la civilización griega en Oriente cuando aún no habían transcurrido quinientos años desde su fundación. El ejército de Casio padecía escasez de suministros y enfermedades 201

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— algunos hombres habían contraído la peste en Seleucia— , pero él hizo retroceder a sus fuerzas en buen orden. Se enviaron a Roma despachos lau­ reados para anunciar la victoria. Lucio asumió el título de Parthicus Maxi­ mus, «el máximo conquistador de Partia» — y él y Marco pasaron a ser Im­ perator III? La guerra tuvo como consecuencia inevitable varios cambios en la ad­ ministración de las provincias orientales. Al comienzo del reinado, Ponto-Bitinia, en el norte de Asia Menor, estaba gobernada por procónsules anuales de rango pretoriano elegidos por sorteo entre los miembros del Se­ nado. Su importancia como base de aprovisionamiento y línea de comuni­ caciones con Occidente hizo que fuera fundamental ponerla bajo la auto­ ridad directa del emperador. La población del Ponto, en el norte, era montaraz y un tanto intratable, por lo que se envió a la costa del mar N e­ gro a un joven comandante de regimiento procedente de Panonia Superior llamado Marco Valerio Maximiano con la misión de supervisar zonas difí­ ciles donde en tiempos de guerra podían darse casos de bandolerismo y pi­ ratería. Los bitinios eran un pueblo refinado y voluble. Sus ricas ciudades rivalizaban continuamente por asuntos de precedencia y rango y contraían a menudo deudas debido a proyectos urbanísticos civiles excesivamente ambiciosos. La provincia conjunta se puso en ese momento bajo la autori­ dad de un gobernador de rango consular nombrado por los emperadores y responsable ante ellos. El gobernador del año 165 — que pudo haber sido nombrado al comenzar la guerra— fue L. Loliano Avito, que había sido cón­ sul dos décadas antes, en el 144. Avito había sido ya procónsul de África y procedía de una familia noble. La elección de un hombre tan distinguido compensó, quizá, a los habitantes de la provincia de cualquier humillación imaginaria que pudiera haberles causado el hecho de volver a someterse a la autoridad directa del gobierno. Pero el auténtico motivo de la elección de una persona de tantos años fue, probablemente, la escasez de hombres ade­ cuadamente cualificados más cercanos a la edad normal. Los recursos del Senado no daban más de sí debido a las necesidades adicionales generadas por la guerra. Por esa misma razón, la provincia de Hispania Citerior (Ta­ rraconense) fue gobernada también en esas fechas por hombres más bien provectos. Los más jóvenes se necesitaban para funciones más activas. En Bitinia-Ponto, Loliano Avito había tenido algunos problemas a causa de

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Alejandro el «Profeta», pero la influencia de Rutiliano, el distinguido yer­ no de Alejandro, impidió que se tomaran medidas contra él. Es posible que en este periodo se produjera también otro cambio ad­ ministrativo. La gran ciudad comercial de Palmira, en la frontera oriental de la provincia de Siria, que todavía conservaba una gran independencia y organizaba la mayor parte de la actividad mercantil entre Babilonia y Si­ ria, se puso bajo la administración de un logistës (juez de cuentas) llamado Fulvio Ticiano, que pudo haber sido el mismo Ticiano mencionado por Luciano como uno de los hombres que tuvieron un cometido en la guerra del este.3 A finales del 165, la guerra estaba prácticamente concluida. Lucio se sentía exultante y hacía planes para que Frontón escribiera su historia ofi­ cial. Ordenó a Avidio Casio y a Marcio Vero que le redactaran memoran­ dos, que prometió enviar a Frontón, y preguntó si debía preparar algún material él mismo. Lucio dio muestras claras de su vanidad cuando pidió a Frontón que [...] se explayara sobre las causas y fases iniciales de la guerra, en especial sobre nuestra falta de éxito durante mi ausencia. Poco a poco llegarás a mis propias empresas. Considero de todo punto imprescindible dejar claro cuán por enci­ ma estuvieron los partos antes de mi llegada, con el fin de que quede bien cla­ ro cuánto hice yo... En resumen, mis logros son tan grandes como lo son en realidad, sea cual sea su naturaleza; ahora bien, parecerá que son tan grandes como tú quieras que lo parezcan.4 En esa correspondencia no se menciona a Estacio Prisco y, desde luego, no se vuelve a oír nada acerca de él tras sus éxitos en Armenia, por lo que pa­ rece probable que hubiera fallecido o se hubiese retirado, lo cual no sería sorprendente, si tenemos en cuenta que en sus años jóvenes había estado en el servicio activo en la guerra de Adriano contra los judíos. No todos los generales romanos podían ser tan robustos como Poncio Leliano y Julio Vero. El portador de los «despachos laureados» de Casio era un joven tribu­ no de su legión, la III Gallica, llamado Junio Máximo. Según revela una inscripción del pedestal de una estatua erigida en Éfeso en honor de Máxi­ mo, el joven oficial fue recompensado no sólo con espléndidas condecora-

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dones militares, sino también con un botín especial en efectivo. Desde los éxitos obtenidos por Trajano cincuenta años antes no se habían producido victorias romanas de aquella magnitud. Máximo fue designado de inme­ diato para la cuestura con el fin de que pudiera leer en persona los despa­ chos ante el Senado. Luego, fue a informar a Frontón, según cuenta éste en una carta a Casio. El tribuno Junio Máximo, que hizo llegar a Roma tu carta laureada, no sólo ha cumplido diligentemente con su cometido oficial, sino que lo ha hecho para contigo como un amigo: así se ha erigido en heraldo, por todas partes concurridísimo, de tus obras y de tus planes, de tu diligencia y tu dedicación. Cuando vino a mí (que no me encontraba bien), a mi villa en los alrededores de Roma, no dejó de relatar, hasta la caída de la tarde, historias de tus viajes y de la disciplina que has establecido y mantenido de acuerdo con la antigua costumbre; también sobre tu arriesgadísimo valor y estudiadísima oportuni­ dad en la disposición de la batalla... Habló de ti con amor y con la máxima lealtad —concluía— y merece que lo quieras y lo colmes de tus ayudas: aña­ dirás a tu propia gloria cuanto apliques a la dignidad de quien te ensalza. Máximo iba a ser enviado de nuevo al este para un año, durante el ióó, como cuestor de la provincia de Asia — ésta es la razón de que se le erigie­ ra una estatua en Éfeso, donde habría contribuido a que las tropas que re­ gresaban a las provincias europeas una vez concluida la guerra viajaran sin problemas— .5 En cuanto al propio Casio, iba a ser nombrado cónsul en mayo de aquel mismo año. Dos de los generales jóvenes que habían adqui­ rido fama en la guerra habían obtenido ya esa distinción: Claudio Frontón, en el año 165, y Marcio Vero inmediatamente antes de Casio, en la prima­ vera del 166. Pero eran un poco mayores que Casio, quien no podía tener más de treinta y cinco años — y al que todavía le esperaba una gesta en el campo de batalla— .6Entretanto, el alivio de la urgencia en el este permitió a varios generales volver a atender otras obligaciones en el oeste. Julio Vero, gobernador de Siria, y Claudio Frontón, el victorioso comandante del ejército, regresaron a Italia con una misión urgente: el reclutamiento de dos nuevas legiones destinadas a servir en las próximas campañas del norte, que, según constataba Marco, no podían retrasarse mucho más. En el pasado— y en el futuro— la leva de nuevas legiones, efectuada por lo co­

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mún en la propia Italia (aunque el reclutamiento habitual para las unida­ des ya existentes se realizaba entonces sobre todo en la provincia donde se hallaban de guarnición), exa generalmente preludio de nuevas conquistas, de la incorporación de nuevos territorios al imperio. El reclutamiento de dos nuevas legiones II y III no constituyó, evidentemente, una excepción. Marco debía de tener planes de gran alcance. Ialio Baso, comes de Lucio, fue eximido también de sus deberes y enviado al Danubio con un nuevo destino: el gobierno de Panonia Superior, la provincia más importante de toda la frontera norte. Ya había sido gobernador de Panonia Inferior, car­ go considerado a veces un entrenamiento previo suficiente en materia de gobernación provincial para los gobernadores de la provincia Superior. Pero Baso había ocupado también ese puesto en Mesia Inferior y había par­ ticipado en la guerras orientales. Por aquellas mismas fechas, más o menos, o un poco después, otro hombre experimentado, natural de Siria como Avidio Casio, fue enviado a gobernar Panonia Inferior. Se trataba de T i­ berio Claudio Pompeyano, hijo de un caballero de Antioquía. Pompeyano iba a desempeñar un importante papel en los años siguientes.7 En el otoño o el invierno del 165, Marco había sufrido un duro golpe con la pérdida de uno de los gemelos, Antonino, fallecido a los cuatro años de edad. Marco había aprendido de Apolonio «a ser siempre inalterable, incluso en la pérdida de un hijo», y es obvio que habría soportado el infor­ tunio de acuerdo con sus convicciones estoicas. El golpe fue más duro para Faustina, y como Lucila se hallaba embarazada, se decidió dejarla marchar al este para estar con su hija, llevándose a algunos de los demás niños.8 Por aquellos días, aproximadamente, Frontón perdió también a su nieto de tres años (a quien nunca había visto) a los pocos meses de la muer­ te de su mujer Cratia. El anciano se sintió conmocionado hasta la desespe­ ración, y a diferencia de su alumno estoico, manifestó su aflicción abierta­ mente. Marco le escribió una breve carta de consuelo: Acabo de enterarme de la desgracia. Si de ordinario me siento atormentado por los dolores de tus articulaciones, uno por uno, ¿cómo crees que siento, mi querido maestro, el dolor que embarga tu espíritu? Ninguna otra cosa se me viene a la mente en mí turbación sino el pedir que te conserves para mí, mi dulcísimo maestro, en quien yo tengo más compensaciones de esta vida que

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Marco Aurelio tristezas de la misma puedan sobrevenirte a ti por causa alguna. No te he es­ crito de mi puño y letra, porque después del baño de la tarde aún me tembla­ ba la mano.

La carta de respuesta de Frontón estaba llena de amargura por su suerte fatal. Había perdido a cinco hijos. Cada uno de ellos era hijo único, pues siempre los había tenido tras haberse visto privado de otro. Sin embargo había soportado aquellas aflicciones de algún modo. Ahora, [...] me angustio y me consumo por las lágrimas de mi querido Victorino. Más de una vez, incluso, me rebelo contra los dioses inmortales y acuso con insul­ tos al destino. Que Victorino, hombre de una fidelidad, de una dulzura, de una sinceridad e ingenuidad máximas, en fin, un hombre extraordinario, en todos los más nobles conocimientos, se vea afligido por la muerte tan prema­ tura de su hijo, ¿es esto de algún modo natural y justo? Frontón cuestionaba el significado de «Providencia» y «Destino». Pero, algo más adelante, era capaz de reflexionar: A no ser que, en efecto, otro error nos lance e, ignorantes de los hechos, de­ seemos lo que es malo como si fuese próspero y, en cambio, rechacemos lo bueno teniéndolo por adverso, y la propia muerte, que a todos nos parece do­ lorosa, ofrece una tregua en los trabajos y, liberados de las desdichadísimas ataduras del cuerpo, nos hace pasar a las tranquilas mansiones de las almas, lugares repletos de toda clase de bienes. Yo me atrevería a creer más fácil­ mente que es así a que todos los acontecimientos humanos no están goberna­ dos por providencia alguna, o lo son por una providencia injusta. Así es como intentaba consolarse. Pero la presencia de otro nieto a su lado, en vez de ayudarle, lo atormentaba más, pues en su cara contemplo a aquel hijo que perdí, reproduzco la imagen de su boca, imagino en mi espíritu el mismo tono de su voz... Al no conocer el ver­ dadero rostro del difunto, me atormento en imaginar uno que sea como el verdadero.

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Sabía que su hija superaría la pérdida. En cuanto a él, «habría sido más justo que yo hubiera muerto antes... Pero me consuela mi propia edad, ya cercana a su fin y próxima a la muerte». Creía haber llevado una vida ho­ norable y buena y reflexionaba sobre ella. Al final de la carta volvía a irrumpir la pena: He sufrido mucho y terriblemente, mi queridísimo Marco. Además de verme afligido por circunstancias muy angustiosas, he perdido a mi esposa, he per­ dido en Germania a mi nieto... Aunque fuese de hierro, no podría escribirte más cosas en este momento. Te he enviado un libro que has de estimar por to­ dos los demás.9 Frontón escribió también a Lucio: Fatigado por la larga enfermedad, incluso más grave de lo acostumbrado, y afligido por penosísimos y casi continuos lutos, ya que en pocos meses he per­ dido a mi queridísima esposa y a mi nieto de tres años, sacudido por todos es­ tos males, a pesar de ello, confieso que me encuentro un tanto animado al sa­ ber que tú te acuerdas de mí y has echado en falta alguna cosa mía. Le enviaba una copia de uno de sus discursos, escogido por Marco, y añadía: Trató además conmigo tu hermano con sumo interés lo que yo deseo em­ prender con mayor interés aún, y tan pronto como me envíes las notas, me de­ dicaré con el mayor empeño de mi voluntad: en efecto, de mi capacidad, allá tú, pues me has considerado idóneo. Se refería, por supuesto, a la proyectada historia de la guerra.10 En el año 166 tuvo lugar la demostración definitiva del poder romano con una nueva invasión del reino de los partos. Esta vez se lanzó un ataque al otro lado del curso septentrional del Tigris hacia el interior de Media, patria de los antiguos soberanos orientales. Las nuevas victorias de los ejér­ citos de Casio indujeron a Lucio a adoptar otro título más: Medicus; en­ tretanto, Marco había aceptado el título conseguido en el año 165: Parthi­ cus Maximus, y ambos pasaron a ser Imperator IV. Las victorias de Casio en tierras remotas, más allá del Tigris, dieron que hablar a la gente del este. Se

Marco Aurelio rumoreaba que había cruzado el Indo con una de las legiones sirias, la III, y con algunos auxiliares germanos y moros. Según Luciano, uno de los muchos escritores que habían sacado partido a la guerra componiendo his­ torias de la misma había incluido, de hecho, aquel episodio. En realidad, en el año 166, unos romanos penetraron en el este mucho más allá del Indo — hasta la corte del Emperador Celeste— . Los anales chinos registran que aquel año, «embajadores» de «Ngan-Touen», o «An-toun», es decir, Marco Antonino, soberano de «T ’ats’in» (uno de los nombres chinos para designar al imperio romano) llevaron dones al empe­ rador: marfil, cuerno de rinoceronte y caparazón de tortuga. Habían lle­ gado pasando por «Ji-nam», es decir, Anam, y no por la ruta del norte. (Cerca de Saigón se ha encontrado un medallón de oro de Marco). Es evi­ dente que los «embajadores» no eran enviados oficiales, sino mercaderes que comerciaban por su cuenta, procedentes probablemente de Alejan­ dría, y habían adquirido aquellos obsequios durante su viaje. El suceso no se menciona en las fuentes romanas." Frontón escribió para felicitar a Lucio: Aunque ya hace tiempo que no me satisface vivir, y hasta me fastidia, debido a esta enfermedad, sin embargo, cuando tenga ocasión de verte volver acom­ pañado de una gloria tan grande conseguida gracias a tu valor, ni habré vivi­ do en vano, ni viviré de mala gana el tiempo que me quede. Adiós, mi señor, a quien echo tantísimo de menos. Luego, añadía saludos para Faustina y para los hijos de ambos. Lucila de­ bió de haber dado un hijo a Lucio antes de su regreso. Dado que, al cabo de unos dieciséis años, Lucila tenía, efectivamente, un yerno, es probable que se tratara de una niña.12 No se han registrado la fecha del regreso de Lucio ni las circunstancias exactas de la conclusión de las hostilidades. Pero la flota del Miseno se ha­ llaba aún anclada frente a la desembocadura del Orontes a finales de mayo del 166, por lo que esos hechos debieron de haberse producido más tarde. En cualquier caso, Lucio no pudo haber vuelto hasta que finalizó la cam­ paña de Media y se acordó la paz. Roma podría haberse anexionado Meso­ potamia en aquel momento. Hubo, ciertamente, algunas esperanzas de

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ampliación del imperio: una inscripción de Ostia llama a Lucio propagator imperii, «el que extiende el imperio». En cualquier caso se adquirió algo de territorio, pues la provincia de Siria se amplió hasta incluir Dura Europos. Además, se dejaron guarniciones en varios puntos fortificados más allá de la frontera, como Kainé Polis, en Armenia, y Nísibis, en el norte de Meso­ potamia.13 El viaje de regreso comenzó, probablemente, antes del solsticio de ve­ rano. El séquito imperial pasó por Éfeso, donde el rico sofista Flavio Damiano, que ocupaba entonces el cargo de secretario del consejo municipal, proporcionó comida a todos los soldados que atravesaron la ciudad duran­ te un periodo de trece meses, mientras que su yerno Vedio Antonino, que era gimnasiarca, les suministró aceite de oliva. El propio Lucio se instaló en casa de Vedio, como lo había hecho en el año 164, en el momento de su boda.'4 Las legiones europeas pudieron regresar entonces a sus bases de origen. La I Minervia volvió a Bonn, y la II Adiutrix a Budapest, a donde llegó a las órdenes de Claudio Pompeyano. Pero la V Macedonica no re­ gresó a su antigua base de Troesmis, en Mesia Inferior, sino que fue envia­ da al otro lado del Danubio, a Potaísa, en Dacia. Las tres provincias dacias fueron unidas en una sola, y al haber entonces dos legiones en Dacia (la X III Gemina se hallaba en Apulo, en el oeste), la provincia se asignó a un gobernador de rango consular. El primero fue, sin duda, Sex. Calpurnio Agrícola, recién llegado de sus labores en la frontera norte de Britania.15 Es evidente que Lucio había dejado Siria a regañadientes. Aunque los sirios habían hecho chistes sobre él en las representaciones escénicas que patrocinaba con tanto afán, cuando tuvo que regresar a Roma sintió que de­ jaba su reino personal. Para asegurarse de que los partos mantendrían la paz, se impuso como gobernador de Siria al hombre que había obtenido las principales victorias en la guerra. Comparado con casi todos su predeceso­ res conocidos, Casio era excepcionalmente joven. Pero Marcio Vero, que probablemente no era mucho mayor, fue nombrado en aquel mismo mo­ mento gobernador de Capadocia. Ambos iban a permanecer en aquellos puestos muchos años.'6 Lucio y su séquito llegaron a Roma probablemente en agosto. Para en­ tonces, Lucila esperaba quizá otro niño. Un funcionario poco importante de los tribunales de justicia dedicó el 23 de aquel mes un altar a Juno Luci-

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na, la patrona de los partos, «para la salud de la casa de los emperadores», Marco y Faustina, Lucio y Lucila, y sus respectivos hijos.'7 Frontón espe­ raba con ansiedad el regreso del héroe triunfante, y esto agradó a Lucio: « ¿Por qué no iba a imaginarme yo tu alegría, mi queridísimo maestro? En efecto, parece que te estoy viendo abrazarme estrechamente y dándome muchos besos», escribió. Cuando por fin llegó, el trato de favor demos­ trado a Frontón provocó ciertos resentimientos, a pesar de los cuidadosos esfuerzos realizados para evitar despertar cualquier celo. Todos se afana­ ban por saludar al héroe conquistador. No obstante, Frontón se sintió complacido: Este honor que has tenido para conmigo lo valoro como de máximo recono­ cimiento e importancia. Por lo demás, me he dado cuenta de que muchísimas otras cosas tuyas para conmigo han sido dichas y hechas con el máximo ho­ nor. ¡Cuántas veces tú me sostuviste entre tus brazos, me ayudaste a levantar­ me cuando apenas podía ponerme en pie o casi me llevaste cuando con difi­ cultad podía dar un paso debido a mi enfermedad! ¡Con qué expresión, en todo momento alegre y apacible nos dirigiste la palabra! ¡Cuán gustosamen­ te entablabas una conversación, durante cuánto tiempo la mantenías, con cuánto pesar ponías fin a ella!... Así pues, cualquier cosa que tuve que pedir a mi señor y hermano tuyo, he preferido que todo ello sea pedido y alcanzado a través de ti.'8 Esta carta es la última que se ha conservado de Frontón a cualquiera de sus dos discípulos imperiales, por lo que debió de haber fallecido poco des­ pués. Quedan unas pocas más dirigidas a varias de sus amistades — una en la que recomienda a su amigo Sardio Saturnino a un tercero, Celio Opta­ to (gobernador entonces de la provincia natal de Frontón); una segunda para recomendar a Lupo, hijo de Saturnino, a Petronio Mamertino; otra amable para el joven Junio Máximo, a quien había conocido recientemen­ te; y otra más dirigida a su amigo Esquila Galicano, felicitándole por el éxito de su hijo, alumno de Frontón, en su estreno como orador— . Fron­ tón no terminó su historia de la guerra contra los partos. Sólo se ha con­ servado un prólogo. Es posible que viviera para ver el triunfo celebrado en Roma.19

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Frontón y sus contemporáneos se habrían sentido, quizá, ofendidos de haber sospechado el veredicto desfavorable pronunciado en nuestro tiem­ po sobre su estilo. Pero es posible que se hubiese contentado con que se le recordara como tutor imperial, elogiado por Marco por su insistencia en la sinceridad y la humanidad, elogiado por Lucio, a quien le agradaba decir que había aprendido de su maestro «sinceridad y amor a la verdad por en­ cima de la disciplina de un hablar elegante». N o sabemos a quién se debe la conservación y publicación de su correspondencia, pero la memoria y el nombre de Frontón sobrevivieron a través de Victorino, y unos cincuenta años después de su muerte, su nieto Marco Aufidio Frontón, recordando a un hijo fallecido en su juventud, lo describió con orgullo corno el «bisnie­ to de Cornelio Frontón, cónsul y maestro de los emperadores Lucio y A n­ tonino». Por tanto, es probable que fuera la familia de Frontón la que pre­ servó este documento de atrayente amistad y reveló, así, detalles íntimos de la vida familiar de Marco.20

El triunfo por las victorias en Oriente se celebró el 12 de octubre. Aquel día, el joven príncipe Cómodo, que tenía entonces cinco años, y su herma­ no Annio Vero, de tres, recibieron a petición de Lucio el nombre o título de César. Ambos marcharon en el desfile triunfal junto con algunas de las hijas de Marco. Al mismo tiempo se otorgó a Marco y Lucio la recompen­ sa de la «corona cívica» de hojas de roble, probablemente por concesión del Senado. Se les dio aquel galardón «por haber salvado las vidas de sus con­ ciudadanos» — en su caso, evidentemente, por su sabia conducción de las campañas— . También recibieron cada uno el título depater patriae, «pa­ dre de la patria», que le había sido ofrecido a Marco durante la guerra, aunque él había aplazado su aceptación hasta el regreso de su hermano. Los generales victoriosos y otros que habían participado en las campañas fueron condecorados de manera apropiada según su rango. Furio Victori­ no, el prefecto de la guardia, recibió «tres coronas, cuatro lanzas despunta­ das y cuatro estandartes de asedio». Al ser de rango consular, Poncio Leliano recibió la mismas condecoraciones que Claudio Frontón.21 Hacía casi cincuenta años — desde el triunfo ligeramente extravagan­ te celebrado por Adriano en honor del difunto Trajano, cuya efigie fue lie-

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vada en procesión por las calles— que Roma no había presenciado un des­ file triunfal. La organización fue probablemente la que se había converti­ do en norma para entonces y cuya ilustración más famosa es la del Arco de Tito en Roma, donde se representa al destructor de Jerusalén cabalgando en triunfo por las calles de la ciudad, mientras por delante de él se transpor­ taban el candelabro de los siete brazos y la mesa de los panes de la proposi­ ción, junto con el resto del botín. En el desfile de Marco y Lucio marcharon, sin duda, a pie el Senado y los magistrados. Habría habido trompedstas, bueyes blancos destinados al sacrificio, despojos tomados al enemigo y car­ gados en carros y, tal vez, cuadros que ilustraban momentos emocionantes de la guerra, cautivos encadenados y lictores, y detrás de todo aquello el ca­ rro de los triumphatores ataviados con ropajes especiales, portando cetros, tocados con coronas y con el rostro pintado de rojo. A continuación mar­ chaban sus ejércitos (o una representación de los mismos). Si se siguió la tradición, un esclavo se habría colocado de pie detrás del triumphator susu­ rrándole: «¡Recuerda que eres mortal!», mientras el ejército y el pueblo gritaban: lo, Triumphel La ruta seguida por la procesión comenzaba fuera de la ciudad, más allá del Vaticano, en la Porta Triumphalis, bajaba por la Via Triumphalis y atravesaba el Tiber, pasaba por delante del Circo Fiaminio, entraba en el Foro y recorría la vía Sacra, donde los emperadores descendían de su cuadriga para depositar los laureles de la victoria en el re­ gazo de la estatua de Júpiter que se alzaba en el Capitolio.22 A pesar de la fastuosa celebración pública por las victorias obtenidas en el este, Marco debió de haberse dado cuenta de que aquella guerra de cua­ tro años de duración había sido un interludio caro y, en última instancia, innecesario. De no haber sido por el precipitado acto de Sedacio Severiano, «aquel celta necio», la diplomacia y una vigorosa demostración de fuerza podrían haber producido los resultados obtenidos mediante un conflicto armado amargo y prolongado. Es cierto que las relaciones de Roma con su peligroso pero recalcitrante vecino oriental parecían haberse atenido a un planteamiento siempre igual por el que Roma emprendía acciones hostiles de gravedad a intervalos bastante regulares para mantener su influencia en los fundamentales Estados clientelares, el mayor de los cuales era Arme­ nia. Es posible que hubiera también factores ocultos, como la necesidad de Roma de mantener libres de la intromisión de los partos las rutas comer-

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cíales con Asia Central y el Lejano Oriente — este tipo de causas no suelen mencionarse en las fuentes romanas, pero pudieron haber influido en los emperadores— . El golpe sufrido por el prestigio romano en Elegia había hecho inevitable la guerra en el este. Al final, se libró con cierto éxito y de ella salieron oficiales y hombres con una valiosa experiencia de combate para lo que iba a sobrevenir en el norte. Pero aquel conflicto retrasó un poco excesivamente la respuesta de Roma a una situación que se estaba agravando en Europa central. Tras el triunfo se ofrecieron a la población urbana de Roma más pasa­ tiempos en forma de juegos circenses. Es posible que, en estas ocasiones, Marco dominara su aburrimiento y su disgusto. El biógrafo anota que entre otros ejemplos de su consideración hacia los demás debemos mencionar lo siguiente: tras haberse caído de la cuerda floja un muchacho funambulista, ordenó que se pusieran debajo colchonetas; ésta es la razón de que hoy día se tiendan redes de seguridad. Dión dice también algo sobre la actitud de Marco ante los espectáculos pú­ blicos. Era tan contrario a los derramamientos de sangre que solía, incluso, presen­ ciar a los gladiadores compitiendo en Roma como atletas, sin arriesgar la vida, pues nunca les dio armas afiladas, sino que todos luchaban con armas embo­ tadas, como floretes con botón en la punta. Y era tan contrario a permitir de­ rramamientos de sangre que, si bien ordenó a petición de la gente que se sa­ cara un león entrenado' para devorar personas, no miró y no quiso conceder la libertad a su domador, a pesar de las persistentes demandas de los espectado­ res, y ordenó, en cambio, proclamar que aquel hombre no había hecho nada meritorio que le hubiese valido la libertad.23 Concluidos los festejos, había asuntos públicos urgentes que atender. La si­ tuación en el norte estaba alcanzando finalmente el punto predicho de ruptura. Las tribus limítrofes con el imperio se hallaban sometidas a una presión insostenible por parte de sus vecinos más salvajes del lejano norte. Se habían iniciado grandes movimientos de población, incluido, probable­ mente, el que iba a llevar a los godos de Escandinavia al sur de Rusia. Las

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tribus situadas justo al otro lado del Rin y del Danubio llevaban siglo y me­ dio sometidas al protectorado de Roma. Este protectorado se había venido abajo en algunos momentos y en ciertas ocasiones habían estallado guerras importantes, pero el sistema funcionaba bien en general. Este funciona­ miento sin tropiezos tenía su ilustración en los comienzos del reinado de Pío, aquel maestro de la diplomacia romana. La situación había obligado en cierta medida a aquellos pueblos bárbaros a mantener un comporta­ miento relativamente pacífico para el que no estaban bien adaptados. Era evidente que su población había crecido por encima de los medios de sus primitivas técnicas agrarias. Ahora, la presión externa les forzaba a salir de sus propio territorio. Estaban dispuestos a lanzarse a una invasión y que­ rían tierra. Deseaban asentarse, y no sólo organizar incursiones y saqueos. La primera invasión se produjo en algún momento de finales del año 166 o principios del 167. Seis mil longobardos y obios irrumpieron en Pa­ nonia. Una rápida operación conjunta romana dirigida por un joven ofi­ cial de caballería llamado Macrinio Avito Catonio Víndex y una fuerza de infantería a las órdenes de un tal Cándido volvió a expulsarlos arrollándo­ los. Once tribus mandaron embajadores a Ialio Baso, gobernador de Pano­ nia Superior en demanda de paz y escogieron como portavoz a Balomario, rey de los marcomanos. Los enviados negociaron una paz que ratificaron mediante juramentos y regresaron a su lugar de origen. La situación esta­ ba, por lo visto, controlada. Al parecer, las tropas victoriosas habían acla­ mado por quinta vez a Marco y a Lucio como imperatores, pero el título de Imp. V no aparece con regularidad entre sus títulos oficiales hasta el año 168. Es posible que vacilaran en aceptarlo por un éxito comparativamente me­ nor; los posteriores reveses iban a hacer que, en un primer momento, pare­ ciese una falsa victoria.24 Marco tenía, sin duda, la intención de marchar en persona al norte en el año 167. Pero se lo impidió una amenaza nueva y especialmente acu­ ciante: la peste. Había afectado en primer lugar al ejército en Mesopotamia y, a su regreso, los soldados la difundieron por todo el imperio. «Tuvo la mala fortuna — dice el biógrafo refiriéndose a Lucio— de llevar la peste consigo a las provincias por donde realizó su viaje de vuelta a Roma». A medida que el efecto de la peste se hacía sentir en lugares cada vez más dis­ tantes, corrieron historias disparatadas sobre ella. Se creía que un soldado

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había abierto accidentalmente de un tajo en el templo de Apolo en Seleucia un cofre de oro que contenía vapores mortales. También se culpó a C a­ sio por haber saqueado Seleucia violando un acuerdo después de que la ciudad hubiera recibido a los soldados romanos como amigos. La peste era un castigo enviado por la divinidad protectora de la localidad. Alejandro el «Profeta» volvió a hacer dinero con la angustia de la población vendiendo amuletos mágicos apotropaicos para colgar en las jambas de las puertas — «garantizados para alejar la peste»— . Pero no resultaron eficaces. «Des­ de las fronteras de los persas hasta el Rin y las Galias — escribió Amiano Marcelino dos siglos después— el contagio pútrido de la peste contaminó todo de epidemia y muerte». Orosio, el catalogador de las desdichas paga­ nas del siglo V (dispuesto, quizá, a exagerar un poco), es aún más gráfico: «Italia fue devastada por tal pestilencia que las fincas, los campos y las ciu­ dades quedaron desiertos por todas partes, sin labradores ni habitantes, y se convirtieron de nuevo en ruinas y bosques».25 El efecto y la magnitud de aquella epidemia son asunto de debate; y ni siquiera sabemos con certeza de qué enfermedad se trataba — en tiempos modernos se ha hablado de viruela, tifus exantemático y peste bubónica— . Las fuentes son, ciertamente, unánimes al describirla como excepcio­ nalmente destructiva para la vida humana. Una de ellas es el gran médico Galeno, que se hallaba en Roma en el año 166 y se marchó enseguida para regresar a Pérgamo, su ciudad natal, a fin de evitar la peste. Pero han sido los estudiosos modernos quienes han llegado a la conclusión de que fue la plaga más grave de la Antigüedad y un factor importante en la decadencia de Roma. Esta opinión es, probablemente, exagerada. Pero el efecto de la peste fue sorprendente y grave, sobre todo en la capital, el lugar más densa­ mente poblado, con ventaja, de todo el imperio, y en el ejército, que se alo­ jaba en barracones y era especialmente vulnerable. La pérdida de vidas fue allí muy seria. Marco pudo contemplar más tarde la epidemia con mayor calma. En sus Meditaciones escribió: L a destrucción de la inteligencia es una plaga mucho mayor que una infec­ ción y alteración del aire como la que está esparcida en torno nuestro. Porque esa infección fes decir, la peste| es propia de los seres vivos en cuanto son ani­ males; pero aquélla es propia de los hombres en cuanto son hombres.

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No obstante, la peste iba a preocuparle en su lecho de muerte trece años más tarde, y en la Roma del 167 debió de haber sido el asunto al que dedi­ có más atención.26 El biógrafo describe de una manera confusa pero gráfica la situación de la ciudad en aquel momento. Los muertos eran sacados en carruajes y carros. Adem ás, los emperadores promulgaron entonces las leyes más rigurosas sobre incineración de los cadá­ veres y sobre sepulturas; no se permitió a nadie construir una tumba en su vi­ lla rural (ley que sigue vigente todavía). E n efecto, la peste se llevó a muchos miles de personas, incluido un gran número de proceres. Antonino erigió es­ tatuas a los más eminentes. Su bondad de corazón fue también tan grande que ordenó celebrar ceremonias fúnebres para la gente corriente, incluso a expensas del erario público. H ubo un necio que, junto con varios cómplices, intentó buscar la situación oportuna para llevar a cabo un saqueo generaliza­ do. N o cesaba de pronunciar discursos desde el cabrahigo del Cam po de M ar­ te diciendo que iba a bajar fuego del cielo y que llegaría el fin del mundo si él, al caer del árbol, se convertía en cigüeña. En el momento previsto, se arrojó de la higuera silvestre y soltó una cigüeña escondida en un pliegue de su ropa. F ue arrastrado ante el emperador y confesó todo. Pero el emperador le per­ donó.

Gran parte de la actividad legal de aquel tiempo tuvo que ver, como es na­ tural, con la peste y sus efectos. Normalmente estaba prohibido transpor­ tar un cadáver atravesando poblaciones. Cuando se pidió a Marco que ar­ bitrara en un caso de infracción de aquella norma, respondió que «quienes han transportado el cadáver de un difunto a través de pueblos o de una ciu­ dad no merecen castigo, aunque ese tipo de cosas no deberían hacerse sin permiso de las autoridades competentes». Los cementerios se estaban satu­ rando, como es obvio. Marco y Lucio tuvieron que promulgar un edicto para impedir la apropiación ilegal de tumbas ajenas: «No se ha de pertur­ bar el reposo de un cadáver depositado en un sepulcro legal, es decir, cu­ bierto con tierra». En un rescripto, Marco declaró que «el heredero que impide realizar el funeral a los hombres escogidos por el testador para ese fin, no actúa correctamente». Sin embargo, no existía para ello una pena fi­ jada por ley. No está claro a qué se debió aquel dictamen, pero es posible

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que el precio de los funerales y las tumbas hubiese aumentado enorme­ mente y que quienes habían heredado dinero prefiriesen disponer las cosas a su modo en lo referente a los restos de sus benefactores al constatar que la aplicación de las instrucciones testamentarias podía reducir considerable­ mente el valor del legado. Otro rescripto de Marco y Lucio ilustra la esca­ sez de espacio para enterramientos. La compraventa de sepulcros era una actividad ilegal, pero se dictaminó que «si el monumento no ha sido utili­ zado todavía (para una sepultura), cualquier persona podrá comprarlo o venderlo; y si se trata de un cenotafio podrá venderse, al no ser algo reli­ giosamente consagrado». Esta norma era contraria a una resolución ante­ rior. Otra consecuencia del incremento del índice de mortalidad fue un rescripto que excusaba a quienes asistían a ceremonias fúnebres de tener que responder a una citación ante un tribunal.27 El hombre que pronunció aquel ridículo discurso de advertencia en el Campo de Marte para provecho propio había detectado correctamente la histeria de la población urbana; y, desde luego, habían circulado anécdotas disparatadas según las cuales la plaga era en cierto sentido un castigo de los dioses. Para responder de alguna manera a estos sentimientos, Marco «con­ vocó a sacerdotes de todas partes — informa el biógrafo— , realizó ritos re­ ligiosos extranjeros y purificó la ciudad en todos los sentidos. La ceremo­ nia romana del banquete de los dioses — el lectisternium, un antiguo acto sagrado en el que se colocaban estatuas de los dioses sobre triclinios en lu­ gares públicos y se depositaban ofrendas en la mesa colocada ante ellos— se celebró durante siete días». Las ceremonias religiosas del año 167 reque­ rían la presencia del emperador, quien, aparte de otras cosas, era el ponti­ fex maximus. Además, su presencia fue un factor importante para mante­ ner la moral de la población. Pero las medidas necesarias en los años 166 y 167 retrasaron la partida de Marco al frente del norte. Se había preparado una expeditio Germanica, pero la profectio de los emperadores hubo de ser pospuesta.28 En el norte, la presión se había desplazado algo en el año 167. Durante el verano habían sido atacadas las minas de oro de Dacia occidental (Rosia Montana, en Transilvania). Las informaciones locales concluyen allí con un documento del 29 de mayo. Es evidente que Calpurnio Agrícola tenía batallas que librar. La V Macedonica entró en acción bajo sus órdenes,

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como también lo hizo, sin duda, la X III Gemina, la legión más cercana a los disturbios. L a situación se había aliviado entretanto en Panonia. El 5 de mayo, Claudio Pompeyano pudo licenciar a veteranos de algunas de las unidades auxiliares bajo su mando que habían cumplido su periodo de ser­ vicio. Se ha conservado uno de los diplomata expedidos en aquella ocasión; en él, Marco y Lucio llevan el nuevo título de Imp. V por primera vez en un documento conocido. Las cosas estaban lo bastante controladas como para que los legionarios de la II Adiutrix, que acababan de regresar, pudieran dedicarse a proyectos de reparación de viales.29 Lucio había iniciado en el año 167 como cónsul por tercera vez, honor que lo igualó a Marco en un aspecto. Su colega fue M. Umidio Cuadrato, sobrino de Marco. Pero sus obligaciones oficiales sólo lo tuvieron ocupado, como mucho, durante unos pocos meses del invierno. Tras su regreso de la guerra, estaba ansioso por relajarse y «trató a su hermano con menos mi­ ramiento — según el biógrafo— , pues consintió a sus libertos comporta­ mientos vergonzosos y resolvió muchos asuntos sin consultar con él». A juzgar por el relato del biógrafo, su conducta dejaba mucho que desear: «Se trajo consigo a actores de Siria como si llevara a unos reyes a su triun­ fo. El principal de ellos fue un tal Maximino, a quien llamó Paris» — el nombre de un actor favorito de Nerón. Adem ás, construyó una villa junto a la via Clodia, donde se entregó con enor­ me extravagancia a orgías que duraban varios días en compañía de sus liber­ tos y de amigos de rango inferior, en cuya presencia no sentía ninguna ver­ güenza. De hecho, llegó a invitar a M arco, que acudió para mostrar a su hermano la rectitud de su vida, digna de ser respetada e imitada. M arco se quedó cinco días en aquella villa y se dedicó todo el tiempo a asuntos judicia­ les, mientras su hermano banqueteaba o se disponía a celebrar algún festín. Lucio se había llevado consigo a otro actor, Agripo, apodado M enfio, como un trofeo de la guerra contra los partos, y le dio el nombre de Apolausto [que significa «Placentero» ].

Más tarde fue manumitido por Lucio, adoptó los nombres de L. Elio Au­ relio Apolausto Menfio y llevó durante muchos años una vida de éxito y prosperidad hasta que acabó de mala manera en el año 190. Lucio

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se había traído también consigo a arpistas y flautistas, actores y bufones de las representaciones de mimo, malabaristas y todo tipo de esclavos de cuyos es­ pectáculos se nutren Siria y Alejandría, y en tal cantidad que parecía haber ga­ nado una guerra no contra los partos, sino contra los profesionales del teatro.

Marco tuvo que hacer frente a solas a las angustias de la población de Roma.30

Uno de los reflejos del sentimiento del pueblo romano, afectado repenti­ namente por la peste, fue la hostilidad hacia los cristianos. Los «ateos», tristemente famosos por su «odio a la raza humana» y que esperaban el fin del mundo, eran un objetivo obvio. Es probable que su negativa a honrar y propiciarse a los dioses, en particular en un momento en que se realizaban ritos religiosos especiales, llamara la atención más de lo normal. A quienes los odiaban les resultaba fácil hacerlos detener y condenar a muerte: su propio nombre era un delito capital. Uno de los cristianos martirizados en aquel tiempo fue Justino. Se ha conservado un documento que parece ser un acta literal de su juicio en tres versiones, la primera de las cuales — la más breve— es claramente auténtica. (Más tarde, este relato fue ampliado para edificación de los fieles).3' El historiador de la iglesia Eusebio de Cesarea, que escribió algo más de un siglo después, cuenta que el instigador de su detención fue un filóso­ fo cínico llamado Crescente, resentido por el efecto de las derrotas fre­ cuentes — y públicas— sufridas por él a manos de Justino. Eusebio se basó en Taciano, discípulo de Justino, a quien cita erróneamente haciéndole de­ cir que Crescente «aconsejaba a otros despreciar la muerte, pero él mismo le tenía tanto miedo que intrigó para causársela a Justino como si fuera un gran mal, pues Justino, al predicar la verdad, condenaba a los filósofos por glotones e impostores». El consejo de Crescente de despreciar la muerte se corresponde bien con las circunstancias del año 167, y la identidad del pre­ fecto que presidió el tribunal encaja también en esa fecha. Se trataba de Junio Rústico, amigo de Marco y su principal guía en el estoicismo. El enfrenta­ miento tiene algo de paradójico. Justino estaba profundamente imbuido de la filosofía griega, hacia la que muestra «una actitud generosa y opti­

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mista». Según atestigua su última obra, Diálogo con Trifón, en su búsque­ da de la verdad había comenzado estudiando con un maestro estoico, para pasar luego a un aristotélico, un pitagórico y un platónico antes de su con­ versión (conversión que no le llevó a renunciar a lo que había aprendido de los griegos, en especial de Platón).32 El relato comienza diciendo: «En la época de los ilegales decretos ido­ látricos...»; se trata, quizá, de una referencia al lectisternium y a otros ritos para situaciones de emergencia. Después de haber sido conducidos a su presencia, el prefecto dijo a Justino: — ¿Qué tipo de vida llevas? — Una vida intachable y que nadie condena — dijo Justino. — ¿Qué doctrinas practicas? — preguntó Rústico, el prefecto. — H e procurado aprender todas las doctrinas — dijo Justino— pero me he entregado a las doctrinas verdaderas de los cristianos, aunque esto no agra­ de a quienes profesan creencias falsas. — Entonces, ¿son ésas las doctrinas que te agradan? — dijo Rústico, el prefecto. — Sí, pues las sigo con fe. — ¿Qué clase de fe? — L a que venera al Dios de los cristianos, que, según pensamos, es el úni­ co creador de todo el universo desde el principio, y al hijo de Dios, Jesucristo, de quien los profetas predijeron también que aparecería entre los hombres como heraldo de la salvación y maestro del buen conocimiento. Pero me pa­ rece que mis palabras son insignificantes en comparación con su divinidad, aunque reconozco el poder de la profecía, pues hizo predicciones sobre él, de quien acabo de decir que es H ijo de Dios. Pues ya sabes que, en el pasado, los profetas predijeron su presencia entre los hombres. — ¿Dónde os reunís? — preguntó el prefecto Rústico. — Donde prefiere o puede cada cual. Adem ás, ¿piensas que podemos reu­ nim os todos en un mismo lugar? — dijo Justino. — D im e dónde os reunís o en qué lugar lo hacéis. — H e vivido sobre los Baños de M irtino todo el tiempo que he estado en Rom a (y ésta es mi segunda estancia). N o conozco ningún otro lugar de reu­ nión fuera de ése; y si alguien deseaba venir a verme, compartía con él las pa­ labras de la verdad — dijo Justino.

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— Entonces, ¿eres cristiano? — dijo Rústico. — Sí, soy cristiano — respondió Justino.

Rústico pasó entonces a preguntar a otras cinco personas, una mujer, C an­ tón, y cuatro hombres, Euelpisto, Hiérax, Peón y Liberiano, y llegó a la conclusión de que Euelpisto había nacido en Capadocia y que Hiérax era de Frigia. En las versiones más largas del juicio se describe a Euelpisto como esclavo imperial, detalle que podría ser auténtico. En vida de Pablo se atestigua la existencia de conversos en la casa del emperador. Euelpisto y Hiérax provenían de las provincias orientales, como el propio Justino, y Caritón y Peón tenían también nombres griegos. La iglesia de Roma se­ guía siendo griega, como lo iba a ser todavía durante un siglo. Rústico concluyó el juicio con unas pocas preguntas más dirigidas a Justino. — Si se te azota y decapita, ¿crees que subirás al cielo? — A sí lo espero, si me mantengo fírme en mi perseverancia. Pero sé que a quienes viven con rectitud les espera el don divino hasta el fin de los tiempos — dijo Justino. — A sí pues, supones que ascenderás [al cielo] — dijo el prefecto Rústico. — N o lo supongo, sino que estoy plenamente convencido — dijo Ju s ­ tino. — Si no obedeces, se te castigará — dijo el prefecto Rústico. — Estamos seguros de que, si somos castigados, seremos salvados — dijo Justino. E l prefecto Rústico declaró: — Quienes no estén dispuestos a sacrificar a los dioses serán ejecutados después de ser azotados, de acuerdo con las leyes. Los santos mártires marcharon al lugar habitual glorificando a Dios y die­ ron su testimonio (martyrion) confesando a nuestro Salvador.

En este relato hay un tenue indicio de la curiosidad intelectual del prefec­ to; no obstante, no dudó en dictar sentencia. Los cristianos a quienes se acusaba gozaban de un notable privilegio: el indulto en caso de retracta­ ción. Ningún otro delito era objeto de un trato semejante. Es de suponer que Marco estaba al tanto de estos procedimientos. Es posible que fuera

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en el tiempo de la condena de Justino cuando comenzó a formarse la úni­ ca opinión expresada por él en las Meditaciones acerca de los cristianos: ¡Qué admirable es un alma dispuesta, si ha llegado el momento, a separarse del cuerpo para extinguirse o dispersarse o sobrevivir! Pero esta disposición debe basarse en una decisión personal, y no en una simple parataxis, como en los cristianos.

La palabraparatáxis se emplea en otros lugares para describir la organiza­ ción de las tropas en combate y la reunión de un partido político. Describe algo ligeramente diferente de la mera obstinatio, «mera obstinación», atri­ buida por otros a los cristianos. Esto significa que con su disposición a su­ frir la muerte por el martirio no estaban expresando, según Marcos, una decisión individual, sino una opción que se les había inculcado: que es­ taban entrenados para morir. Se trataría de una opinión acerca de los cris­ tianos bastante similar a la de Epicteto — y debemos recordar que Rústico había permitido a Marco compartir su ejemplar de las Disertaciones— . «Los galileos», enseñaba Epicteto — refiriéndose, seguramente, a los cris­ tianos— , eran intrépidos «por hábito».33 Rústico no pudo haber sobrevivido mucho tiempo tras el juicio de Jus­ tino. Su sucesor en la prefectura fue Sergio Paulo, de la colonia romana de Antioquía de Pisidia. Es posible que estuviera especialmente familiariza­ do con el cristianismo, pues un homónimo suyo, probablemente su bisa­ buelo, había conocido al apóstol Pablo en Pafos, en la isla de Chipre. El procónsul, «hombre inteligente», había invitado a Pablo y a Bernabé a pre­ sentarse ante él «porque deseaba escuchar la palabra de Dios»; impresio­ nado por cómo Pablo había dejado ciego al mago Elimas, «creyó, sobreco­ gido ante la enseñanza del Señor». Pablo había marchado de Chipre a Perge, y de allí a la propia Antioquía de Pisidia. El nuevo prefecto tenía in­ tereses intelectuales. Había asistido a demostraciones de anatomía realiza­ das por el brillante y joven médico Galeno, junto con Flavio Boeto, Cívica Bárbaro, tío de Lucio, y Claudio Severo, hijo del amigo filósofo de Marco y, probablemente, casado para entonces con la segunda hija de éste, Annia Faustina.34

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Para entonces, Marco tenía preocupaciones aún más urgentes que la peste y la histeria de la población de Roma: el peligro que amenazaba las fronte­ ras septentrionales del imperio. El 6 de enero del 168, Marco se presentó en los cuarteles de la guardia pretoriana, donde habló a la tropa. El tema prin­ cipal de su discurso fue, sin duda, la próxima campaña. Todo lo que se ha conservado de la alocución aborda un asunto distinto. Es evidente que los veteranos de la guardia pretoriana habían tenido algunas dificultades para encontrar esposa (otra consecuencia, quizá, de la peste, pues los pretorianos se volvieron probablemente impopulares como responsables de haber­ la introducido al volver de Oriente). Para ayudarles en su labor de preten­ dientes, Marco anunció que los futuros suegros de guardias veteranos obtendrían por un nieto los mismos privilegios que se otorgaban por el na­ cimiento de un hijo propio.35 Cuando, por fin, los emperadores «marcharon» al norte «ataviados con sus ropajes militares» en la primavera del 168, fueron acompañados por un general experimentado, Furio Victorino, que era quizá el único prefecto. Al cuartel general se sumaron varios comites, entre ellos Aufidio Victorino, Vitrasio Polión (marido de Fundania Faustina, prima de Mar­ co) y los experimentados Poncio Leliano y Dasumio Tulio Tusco. La ex­ periencia de estos dos antiguos gobernadores de Panonia Superior iba a ser inestimable. Lucio escogió como comes a su antiguo subordinado Claudio Frontón. La información que llegaba del norte era descorazonadora. Los marcomanos y otra tribu cuyos miembros se llamaban viduales estaban causando problemas en la frontera, junto con algunas tribus más que ha­ bían sido empujadas por pueblos más distantes del norte. Todos ellos ame­ nazaban con invadir el imperio, a menos que se les admitiera de manera pacífica. No obstante, la negociación tuvo cierto éxito, y varias tribus en­ viaron embajadores a los gobernadores de las provincias fronterizas para pedir perdón por haber quebrantado los tratados. Lucio pensaba que aquel gesto era suficiente y se mostró reacio a ponerse en marcha. En el momen­ to en que el séquito imperial llegó a Aquilea (la antecesora de Venecia en la Edad Antigua), la situación parecía estar bien controlada. Los cuados, que fueron siempre uno de los pueblos más importantes, habían sido de­ rrotados. Su rey perdió la vida y ellos temieron que Roma tuviera que aprobar la elección de su sucesor, como en los viejos tiempos. Otros pue­

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blos se retiraron, y sus reyes condenaron a muerte a los miembros de sus tribus responsables de los incidentes.36 Lucio volvió a considerar en ese momento que su participación perso­ nal y la de Marco era innecesaria, sentimiento reforzado por una nueva cir­ cunstancia. «El prefecto Furio Victorino se perdió, y una parte del ejército pereció». En la biografía de Marco no se dan detalles que aclaren esta críp­ tica declaración. En consecuencia, se ha supuesto a menudo que el prefec­ to y los soldados habían muerto en combate. Pero el contexto de la infor­ mación del biógrafo no indica que en aquellas circunstancias se hubiese producido un enfrentamiento con participación de la guardia. Por otra parte, las demás fuentes dibujan un cuadro coherente de enormes pérdidas causadas por la peste entre los ejércitos romanos: «Perecieron ejércitos en­ teros de Roma», dice Eutropio; «el ejército romano fue destruido y casi aniquilado» por ella, según Jerónimo, a quien sigue Orosio; y la propia biografía, que, como hemos citado anteriormente, describía cómo la epide­ mia había acabado con miles de hombres, es más explícita en otro pasaje posterior cuando habla de «muchos miles de civiles y soldados».37 Victorino fue sustituido por M. Baseo Rufo, soldado correoso de ori­ gen modesto nacido en una familia campesina italiana. Rufo había sido nombrado no hacía mucho prefecto de la policía urbana, los vigiles — el 10 de marzo del 168 seguía ocupando aquel cargo— , un puesto nada habitual para un hombre de formación estrictamente militar y señal de que Marco estaba decidido a mantener la situación de la ciudad bajo un control firme en el difícil periodo que siguió al triunfo. Pero en la primavera del 168, Rufo había sido enviado a Egipto como prefecto y se hallaba allí cuando le llegaron las noticias de su nuevo ascenso. El hecho de que lo llamaran con urgencia indica que todavía merecía la pena esperar hasta encontrar el hombre adecuado para la tarea. Poco tiempo después iba a ser cada vez más difícil hallar a las personas apropiadas. A Rufo se le proporcionó pron­ to un colega, M. Macrinio Víndex, padre, quizá, del gallardo oficial de ca­ ballería cuya acción en Panonia había frenado el primer asalto de los bár­ baros. Los Macrinio eran, quizá, de origen celta, según sugiere su nombre, tal vez de Colonia o, incluso, de Colchester, en Britania.38 A pesar de la reticencia de Lucio, quien se había acomodado para una temporada de caza y banquetes mientras esperaba convencer a Marco para

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que regresaran a Roma, éste se mostró inconmovible, y ambos emperado­ res cruzaron los Alpes con el fin de inspeccionar las provincias fronterizas. Al parecer, era la primera vez de su vida que Marco se hallaba fuera de Ita­ lia. Lucio, familiarizado ya con muchas de las provincias orientales, pudo haber estado en las del norte treinta años antes, de muchacho, cuando su padre L. Elio César había sido gobernador de las dos provincias panónicas. Marco y Lucio se instalaron probablemente en Carnunto, base de la legión X IV Gemina y cuartel general del gobernador de Panonia Superior. Mar­ co sostenía que era esencial llevar a cabo el plan ideado, pues la retirada de los pueblos bárbaros le parecía una maniobra deliberada para ganar tiem­ po. Al constatar que la enorme fuerza expedicionaria podía arrollarlos, es­ peraban suscitar en los romanos un falso sentimiento de seguridad. Marco y Lucio «dispusieron todo lo pertinente para la protección de Italia y el Ilírico» (el antiguo nombre de las provincias panónicas). Entre aquellas me­ didas estaba la de crear un nuevo mando, la praetentura Italiae et Alpium — «el frente de Italia y los Alpes»— . El hombre designado para ocupar aquella jefatura fue un senador africano, Quinto Antistio Advento, que había servido con honores en las guerras orientales. En el momento de su estallido se hallaba al mando de la legión palestina VI Ferrata. Había sido trasladado a la II Adiutrix de Panonia Inferior cuando ésta llegó de Orien­ te con Geminio Marciano y, al final de la guerra, había sido gobernador de Arabia como sucesor de Marciano. Luego, regresó para ser cónsul y super­ visor de las obras públicas de Roma. Ahora tomó a su cargo las dos legio­ nes recientemente reclutadas en la zona de emergencia.39 Servilio Fabiano Máximo, que había servido con lealtad en el norte du­ rante siete años como gobernador de Mesia Inferior y Superior sucesiva­ mente, fue sustituido por Claudio Frontón en Mesia Superior, y es eviden­ te que fue en persona a Aquilea, probablemente en función de comes de los emperadores. Como prudente medida precautoria, se llevó consigo a su médico personal; pero quien murió fue el propio médico. Marco había convencido a Galeno para que se uniera al equipo imperial en Aquilea, es­ perando, sin duda, que pudiese hacer algo respecto a la peste. Otro espe­ cialista presente en el cuartel general de los emperadores era un sacerdote egipcio, Harnufis, probablemente una de las personas cuya ayuda había sido requerida el año anterior para combatir la peste con ritos religiosos.

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En Aquilea, dedicó un altar a Isis y dejó constancia de su título: «Escriba sagrado de Egipto».·'0 Aún se tomaron más medidas para reorganizar la administración de Italia septentrional y ponerla en pie de guerra. El experimentado especia­ lista legal Arrio Antonino, que ya había servido en el norte como uno de los nuevos iuridici, fue nombrado conservador de Arímino (Rímini). Este puesto, carente normalmente de complicaciones, debió de haber acrecen­ tado entonces su importancia. La ciudad era el punto final de la via Flam i­ nia, la principal arteria de Roma hacia el nordeste. Publio Helvio Pértinax, un procurador que, entre otros destinos, había servido como oficial de re­ gimiento en la guerra de Partía, y en Britania con Calpurnio Agrícola, ob­ tuvo una procuraduría para encargarse de los alimenta a lo largo de la via Aemilia, la principal ruta este-oeste en el norte de Italia, una zona que co­ nocía bien, pues su padre, un liberto, se había instalado en Liguria. Pérti­ nax tenía dos poderosos patronos, Loliano Avito y Claudio Pompeyano. Este puesto de menor importancia pudo conllevar un incremento de sala­ rio y unas obligaciones adicionales debido a la guerra. A otro procurador, Vehilio Grato Juliano, se le encomendó un destacamento especial.4' Los emperadores se instalaron en Aquilea para pasar el invierno del 168-169 con el plan evidente de lanzar una ofensiva en primavera. Pero su situación era penosa. El frío y la omnipresente peste causaron un gran nú­ mero de muertes, según informa Galeno, quien recomendó a los empera­ dores regresar a Roma. En mitad del invierno se pusieron, por fin, en mar­ cha, debido a la insistencia de Lucio, tras haber enviado una carta al Senado en la que anunciaban sus intenciones. Al cabo de sólo dos jornadas de viaje, Lucio sufrió un ataque en su carruaje cerca de Altino, donde fa­ lleció tres días después. Marco regresó a Roma con el cadáver.42 El biógrafo de la Historia Augusta relata varios rumores sórdidos sobre la muerte de Lucio. Se dice que Marco lo había asesinado, bien cortando un trozo de carne de cerdo con un cuchillo untado de veneno por un lado y entregando a Lucio la parte envenenada y comiéndose él la otra, o bien ordenando a un médico llamado Posidipo hacerle una sangría en un mo­ mento inapropiado. Otra versión afirmaba que su suegra Faustina lo había asesinado espolvoreando veneno en unas ostras, «pues había revelado a Lucila que ellos [Lucio y Faustina] habían mantenido relaciones sexuales».

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Se decía también que la responsable era Lucila, pues estaba celosa de la in­ fluencia que ejercía sobre él su hermana Ceyonia Fabia. Fabia habría ini­ ciado, incluso, una conspiración con Lucio, según se decía, conspiración que le fue revelada a Marco por el liberto Agaclito; se suponía que fue en­ tonces cuando Faustina acabó con Lucio. Hasta el propio Casio Dión reco­ gió la versión de que había perecido por conspirar contra Marco.43 La historia de que Lucio había sido asesinado era de las que encanta­ ban al biógrafo, y apenas debemos darle crédito, según admite el propio autor. A la larga, es posible que Marco se hubiera sentido aliviado al verse libre de Lucio. Pero a corto plazo, aquella situación le supuso varios pro­ blemas y le obligó a corregir su estrategia. El carácter de Lucio tal como se expone en la Historia Augusta tiene cla­ ramente algo de grotesco. Sus faltas se pusieron de relieve para resaltar las buenas cualidades de Marco, posiblemente con algún motivo añadido, como el de aludir a personajes contemporáneos del momento en que se es­ cribió la obra; aunque quizá se buscara, simplemente, un efecto literario. Para el biógrafo fue un golpe de suerte haber descubierto el fascinante de­ talle de que Lucio nació el mismo día que Nerón, y sacó un gran partido a este dato. Si ignoramos la versión dada por el biógrafo, el retrato que se nos muestra es diferente. Deberemos dejar también de lado el testimonio del propio Marco en las Meditaciones y el de Frontón por estar, quizá, sesgados a favor de Lucio. Lo que queda — Dión, Elio Aristides, Luciano, un pane­ girista anónimo de Constantino, y el emperador Juliano— sustenta escasa­ mente el veredicto de que Lucio era un libertino despreciable, o incluso un tipo necio e indolente. Es evidente que tuvo sus defectos, que Marco inten­ tó tal vez encubrir. Pero las circunstancias de la época no le habrían per­ mitido ser un segundo Nerón.44

8 LAS GUERRAS D E L N O R T E

Los funerales por Lucio debían celebrarse de inmediato. Marco regresó a Roma y tomó medidas generosas en apoyo de las hermanas de Lucio, sus tíos y demás parientes y libertos. El propio Lucio fue deificado con el nom­ bre de Divus Verus. El culto al nuevo dios del panteón romano fue reali­ zado por la corporación sacerdotal de Antonino Pío, cuyos miembros (o al­ gunos de ellos) pasaron a ser en ese momento sodales Antoniani Veriani. Este hecho recalcaba la unidad de la familia. También sirvió para ahorrar problemas y gastos. No se sabe que se construyera un templo aparte para el Divino Vero. Los ritos conmemorativos en su honor se celebraron, sin duda, en el templo de Antonino y Faustina. Las inscripciones registran los nombres de varios hombres que ya eran sacerdotes de Antonino y lo fue­ ron, además, de Vero. Uno de ellos fue Aufidio Victorino, el amigo de Marco. Otro, M. Nonio Macrino, quien dice de sí mismo que «fue escogi­ do entre los amigos más íntimos». Procedía del norte de Italia, lo mismo que los Ceyonio, la familia original de Lucio, y había sido cónsul en el año 154, el mismo año que Lucio, mucho más joven que él. A l año si­ guiente, en el 170, Macrino marcharía a Asia como procónsul, pero estuvo, probablemente, presente en las ceremonias de la apoteosis celebradas en Roma a comienzos del 169.1 Una vez resueltos los asuntos familiares, Marco dirigió su atención ha­ cia la crisis económica. Una de sus causas principales era la peste, pues es posible que hubiese reducido considerablemente los ingresos públicos pro­ cedentes de los impuestos y las propiedades del Estado. Sin embargo, la creación de nuevas legiones por aquellas mismas fechas supuso un enorme incremento en gastos de capital; además, había que reclutar nuevos solda­ dos para cubrir los huecos aparecidos en las defensas del norte. La peste ha229

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bía abierto también amplias brechas en las filas de las unidades existentes. Se ha conservado un listado de una de las legiones, la VII Claudia, estacio­ nada en Mesia Superior en la localidad de Viminacio, a orillas del Danu­ bio. En el año 169 fue necesario incorporar un número de reclutas que do­ blara, por lo menos, el contingente anual normal. Sólo conocemos la cifra de los anotados en ese listado que sobrevivieron a las guerras y a los años si­ guientes, desmovilizados en el 195, pero se eleva a más de 240 hombres. Además, se reclutaron nuevas unidades auxiliares para completar las le­ giones existentes. Se aceptaron esclavos para realizar el servicio militar como voluntarios que obtenían la libertad en el momento de alistarse. Y se formaron unidades especiales con gladiadores. También se reclutaron bandoleros, en especial entre los fieros montañeses de Dalmacia y Darda­ nia — un territorio que había sido siempre vivero de guerrilleros ideales— . En las zonas donde fue posible se contrató también a mercenarios entre los pueblos germánicos. Las fuerzas de policía mantenidas por las ciudades griegas del este fueron puestas bajo el mando directo del gobierno.2 Estas medidas no se tomaron en todos los casos en el año 169. Pero el hecho del que fueron causa — la famosa subasta de propiedades imperiales celebrada en el Foro de Trajano— tuvo lugar, sin duda, aquel año. Y para que [el reclutamiento] no fuera una carga para las provincias, realizó una subasta de propiedades del palacio en el Foro del D ivino Trajano, según hemos dicho, en el que, aparte de ropas, copas y vasijas de oro, vendió tam­ bién estatuas y cuadros de grandes artistas.

El biógrafo se había referido ya a esa subasta en un pasaje tomado de otro escritor tardío, Eutropio, que aporta más detalles y una causa menos con­ creta pero más aceptable. T ras haber agotado todo el tesoro público para esta guerra, y como ya no po­ día decidirse a gravar a los habitantes de las provincias con ningún impuesto especial, celebró una subasta de mobiliario imperial en el Foro del D ivino Trajano y vendió recipientes de oro, cristal y mirra e, incluso, vasijas reales, las ropas de seda y brocado de oro de su esposa y hasta cierta cantidad de jo­ yas que había descubierto en la capilla interior del templo de Adriano. En realidad, la venta se prolongó durante dos meses y la cantidad de oro conse­

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guido fue tal que, tras haber rematado la guerra contra los marcomanos se­ gún sus intenciones, dio permiso a los compradores para que, si querían, de­ volvieran sus adquisiciones recibiendo a cambio su dinero. N o causó moles­ tias a nadie, tanto si devolvieron lo que habían comprado como si no.1

Marco debió de haberse dado cuenta de que una nueva carga fiscal resul­ taría extremadamente impopular y no muy productiva. Un gesto como el de la subasta de palacio tenía ventajas que iban más allá de lo práctico — demostraba que el emperador estaba dispuesto a sacrificarse— . Como estoico, Marco no debió de haber considerado muy duro desprenderse de parte de la parafernalia del poder. (Faustina pudo haberse tomado a mal la pérdida de algunas de sus joyas y ropas). La subasta no fue la única medi­ da adoptada por el emperador. C. Vetio Sabiniano, un senador experi­ mentado de origen modesto (había sido ascendido desde el orden ecuestre), que ya había mandado a una de las dos nuevas legiones, la III Italica, fue enviado a las Galias «a examinar las cuentas» en las tres provincias galas sometidas directamente a la autoridad imperial. Da la impresión de que el consejo de los sesenta Estados de la Galia se encontraba en dificultades eco­ nómicas. A juzgar por los sucesos ocurridos unos ocho o nueve años des­ pués, fue imposible superarlas. Tanto la subasta de palacio como la inicia­ tiva contable de las Galias tuvieron un significado que no fue mucho más allá de lo simbólico. Otra medida provocó, en cambio, efectos mucho más gra­ ves y de mayor alcance: la desvalorización de la moneda imperial. En otras palabras, Marco consideró esencial incrementar la acuñación a pesar de que no pudo aumentar la provisión de oro y plata.4 El emperador estaba claramente decidido a regresar al frente en el año 169. La cronología precisa de los sucesos de aquel año, como de algu­ nos otros del periodo de guerra, es muy oscura, pero parece bastante cierto que continuaron los enfrentamientos violentos, centrados en la llanura húngara, en el entrante de territorio bárbaro atravesado por el valle del río Tesis, que limitaba al oeste con Panonia Inferior, al sur con Mesia Superior, y al este con Dacia. A lo largo del 169 — si no antes— , el gobernador de Dacía, Calpurnio Agrícola, cedió precipitadamente el mando. Es posible que muriera en acción o a causa de la peste. Claudio Frontón, gobernador de la vecina Mesia Superior, recibió órdenes de asumir una parte de la provincia

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de Agrícola, en concreto la Dacia Apulense, la subprovincia central. Una de las otras dos subprovincias de la Dacia, la Málvense, fue asignada pro­ bablemente al mando de su procurador, Macrinio Avito, el hombre que había sido condecorado por la espectacular derrota infligida a los longobardos y los obios dos años antes, cuando era comandante de caballería. Otro hombre que se hallaba, evidentemente, en Dacia por aquellas fechas como procurador era el futuro emperador Pértinax, pero desconocemos su ubicación exacta. Su comportamiento en Dacia lo hizo impopular en algu­ nos círculos y provocó su retirada del cargo. No mucho después, aunque no sabemos si en el 169 o en el 170, Claudio Frontón tomó a su cargo toda la provincia de Dacia, el territorio conjunto de las «Tres Dacias».5 Hay, por tanto, todo tipo de razones para que Marco se sintiera ansio­ so por volver al frente. Pero antes tenía que tomar en consideración el pro­ blema de qué hacer con su hija Lucila, la viuda de Lucio. Una viuda joven con el título de Augusta (y con una hija todavía niña) necesitaba protec­ ción. Pero no sólo eso. Algunas personas ambiciosas y carentes de escrúpu­ los podían utilizarla para sus propios fines. Marco resolvió el problema de forma radical. A unque el periodo del duelo [por Lucio] no había concluido, dio a su hija en matrimonio a Caudio Pompeyano, hijo de un caballero romano y hombre de edad avanzada, natural de Antioquía y de linaje no lo bastante noble.

Faustina se opuso al matrimonio — y también Lucila— . La duración del periodo obligatorio de luto de una viuda romana en aquel tiempo no es se­ gura. Es probable que fuera de doce meses, y el matrimonio se celebró en septiembre u octubre, a más tardar, inmediatamente antes de que Marco marchara a la guerra. El biógrafo exageró, quizá, un tanto la edad de Pom­ peyano (la palabra utilizada es grandaevo), pues veinticuatro años más tar­ de seguía todavía vivo. Pero era mucho mayor que Lucio, y tal vez pasara de los cincuenta. Es posible que a Lucila, que sólo tenía diecinueve, le pa­ reciese una edad desagradablemente avanzada. Pero aún era peor su ori­ gen. Su padre no había sido ni siquiera senador, y él era sirio. En realidad, el único senador procedente de Siria conocido en ese periodo es el victorio­ so general Avidio Casio. Sin embargo, el padre de Casio había mantenido

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relaciones estrechas con los círculos de la corte y, aunque no había llegado a senador, sí había sido prefecto de Egipto. En el linaje de Pompeyano no hay indicios de nada tan sugerente. No obstante, Pompeyano había servido en el norte — había sido gobernador de Panonia Inferior en el año 167— y Mar­ co decidió hacer de él su principal asesor militar. A la larga, su propio ori­ gen constituía una ventaja: no le inducía a acariciar ambiciones peligrosas como las que podrían abrigar hombres de origen noble casados con una Augusta. Y, por tanto, el matrimonio se llevó a cabo.6 Inmediatamente antes de marchar a la guerra, Marco se retiró a Preneste (Palestrina) huyendo de los últimos calores del verano romano. Allí sufrió una tragedia familiar. Annio Vero, su hijo menor, tenía un tumor debajo de la oreja. Se le practicó una operación, pero no se recuperó y fa­ lleció a los siete años de edad. El comportamiento de Marco demostró que se hallaba plenamente imbuido de la autodisciplina estoica. Guardó luto por su hijo sólo cinco días, y durante ese tiempo prestó cierta atención a los asuntos públicos. Se estaban celebrando los juegos en honor de Júpiter Óp­ timo Máximo — lo que indica que la fecha del suceso se ha de situar en el mes de septiembre. Com o no deseaba que se interrumpieran a causa de un duelo público, se lim i­ tó a ordenar que se decretara la erección de estatuas de su hijo, que se trans­ portara en procesión una imagen del mismo durante los juegos del Circo y que su nombre se incluyera en el himno de los salios.7

En ese momento sólo le quedaban, al parecer, un hijo — Cómodo— y cua­ tro hijas. Después de Annio Vero había nacido otro más, pero su existen­ cia, que suponemos breve, sólo es conocida por dos inscripciones, una de Éfeso y la otra de Cízico, probablemente, que atribuye al niño el nombre de Adriano. Cuatro, al menos, de los hijos de Marco se habían llamado A n­ tonino, por el emperador Pío, y todos habían muerto pronto. Cómodo y Annio Vero habían sobrevivido más tiempo. Faustina iba a quedar emba­ razada de nuevo. Su último hijo conocido nació en torno al año 170. Fue otra niña, a la que se impusieron los nombres de la esposa del emperador Adriano, con el añadido del nombre familiar de Marco: Vibia Aurelia Sa­ bina.8Es posible que la aparición tardía de los nombres de Adriano y Sabi­

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na en la numerosa progenie de Marco y Faustina indique que la actitud de éste respecto a la memoria de Adriano se estaba volviendo más favorable — aunque no puede ser un hecho accidental que no se le mencione en el primer libro de las Meditaciones. Concluido su duelo privado, Marco se sintió tal vez agradecido ante la perspectiva de tener que actuar. Pero cuando partió de Roma para ir al frente acompañado de un equipo escogido era ya casi otoño. La tempora­ da de campaña había llegado prácticamente a su final. Es seguro que Pom­ peyano marchó con él, y Lucila probablemente también. La estancia de Faustina con Marco iba a ser más larga, pero en ese momento se quedó probablemente en Roma. No sólo estaba esperando un niño, sino que es posible que la salud de Cómodo suscitara ciertas preocupaciones. Marco había ordenado a Galeno que le acompañara, pero, según escribió éste, «como era amable y de buen carácter, pude convencerle para que me deja­ se en Roma, pues, en realidad, iba a regresar enseguida». Este pronóstico optimista constituye, sin duda, una útil confirmación de que aún no se ha­ bía producido la gran crisis de la guerra — al final resultó que Marco iba a permanecer ausente de Roma más de siete años— . El emperador ordenó a Pitolao, educator o tropheus de Cómodo, que mandara llamar a Galeno «para que atendiese a su hijo si caía enfermo».9 Marco volvió a partir acompañado por otros consejeros, además de Pompeyano, como el veterano Poncio Leliano y Dasumio Tulio Tusco, ambos antiguos gobernadores de Panonia Superior. También marchó con él, al parecer, Q. Sosio Prisco, hijo del anciano Pompeyo Falcón. Es posible que se llamara también a Julio Vero para que Marco pudiera aprovechar­ se de su amplia experiencia. Aunque no había servido en el Danubio, su fa­ milia procedía de las montañas de Dalmacia y él mismo debía de poseer un buen conocimiento personal del terreno y de las condiciones en que debían actuar los ejércitos romanos (es decir, durante su despliegue en el interior del imperio, pues se había planeado una campaña ofensiva para llevar las fuerzas romanas al otro lado del Danubio).10 Desconocemos el lugar donde se instaló el cuartel general de Marco durante el invierno del 169-170. Una base probable pudo haber sido Sir­ mio, a orillas del río Sava, tributario del Danubio (la actual Sremska Mitrovica, en la antigua Yugoslavia), e incluso, posiblemente, Singiduno (Bel­

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grado), en la confluencia del Sava y el Danubio. Los principales combates se desarrollaron, probablemente, en la zona que se hallaba bajo el mando de Claudio Frontón. Unos pocos años después, cuando se produjeron nue­ vos enfrentamientos en la misma región, Marco tuvo como base la locali­ dad de Sirmio, por lo que es muy probable que también lo fuera en él in­ vierno del 169-170. La temporada de campaña del 170 se inició con una gran ofensiva ro­ mana al otro lado del Danubio. En el pasado, la creación de nuevas legio­ nes había sido, por lo general, el preludio de la conquista y anexión de más territorios para el imperio, y no parece habçr grandes dudas de que Marco creía en la necesidad de aplicar las medidas derivadas del reclutamiento de dos legiones. No hay testimonios de cómo ocupó su tiempo durante el in­ vierno del 169-170. Una gran parte del mismo habría estado dedicada a las obligaciones normales legales y administrativas y a la toma de decisiones que le acompañaron seguramente hasta el campamento. Además, habría tenido que supervisar el mantenimiento de la buena salud, disciplina e ins­ trucción de aquella enorme fuerza puesta bajo su mando personal. Fue su primera temporada completa en unos cuarteles de invierno. Es muy posi­ ble que fuera entonces cuando comenzó a redactar su cuaderno de notas fi­ losófico que dejó tras su muerte. Los sucesos del 170 y de los siguientes años de la guerra no están regis­ trados por entero en ningún lado, y cualquier reconstrucción de los hechos deberá ser hipotética en una medida considerable.” Las monedas del 170 nos ayudan hasta cierto punto. Se anuncia la profectio de Roma en el otoño anterior, la partida oficial de Marco para emprender la expedición. Otra acuñación representa al emperador arengando a las tropas y lleva la leyen­ da adlocutio, signo normal del inicio de una campaña. Otras monedas pre­ sagian victorias romanas, pero se han de considerar aspiraciones de éxitos futuros, y en el mejor de los casos declaraciones de confianza nacidas de al­ gunos éxitos obtenidos por Claudio Frontón. Debemos dudar de la buena fortuna de la ofensiva dirigida por Marco. Al contrario: hay todo tipo de indicios de que acabó en desastre. El único pronunciamiento claro en este sentido lo hallamos en el ataque del satírico Luciano contra Alejandro, el falso profeta de Abonutico. Este curioso personaje suministró, al parecer, a los ejércitos de Roma un oráculo que les pronosticaba el éxito si iniciaban

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la ofensiva arrojando dos leones al Danubio. Los romanos aceptaron el consejo. Los animales nadaron hasta la orilla donde se hallaba el enemigo, y los bárbaros no tuvieron dificultades para deshacerse de ellos. Pensando que se trataba de alguna clase poco habitual de perros o lobos, los remata­ ron a mazazos. «Los nuestros sufrieron de inmediato él golpe más duro, con la pérdida de unos 20.000 hombres. Luego se produjo el suceso de Aquilea, y la ciudad no fue tomada por muy poco». No hay necesidad de creer la deducción de Luciano, quien afirma que aquella desastrosa derro­ ta de Roma no se habría producido de no haber sido por el oráculo de Ale­ jandro. Pero no podemos menos de concluir que la ofensiva romana sufrió un revés desastroso, seguido poco después por una invasión de Italia por parte de los bárbaros.'2 Amiano Marcelino, el historiador de finales del siglo iv, alude también al asedio de Aquilea. A l hablar de la tribu de los cuados de su época, reme­ mora su antiguo poderío, demostrado por «las incursiones de saqueo efec­ tuadas en el pasado con gran rapidez, el asedio de Aquilea llevado a cabo por ese mismo pueblo junto con los marcomanos, la aniquilación de Opitergio y las numerosas hazañas cruentas realizadas en enfrentamientos mi­ litares fulminantes a los que el concienzudo emperador Marco no pudo apenas ofrecer resistencia una vez que irrumpieron a través de los Alpes Julianos...». La irrupción a través de los Alpes Julianos (es decir, Cárnicos) por parte de los invasores debió de haberse producido, por tanto, antes de que Marco hubiera podido cortarles el paso. Los marcomanos y los cuados, junto con sus aliados, llegados de Bohemia y Eslovaquia, habían utilizado la Ruta del Ámbar. Antistio Advento no consiguió detener su avance, si es que se hallaba todavía en la zona alpina como comandante de la praetentu­ ra. Es probable que en ese momento se hubiese desplazado a otro lugar y, como Marco intentaba lanzar una ofensiva contra el interior de las tierras bárbaras situadas al otro lado del Danubio, Italia septentrional no se halla­ ra ya fuertemente guarnicionada. En cualquier caso, los invasores habían sido capaces de deslizarse a través de una brecha mientras el grueso de las fuerzas romanas marchaba en dirección contraria. Marco debió de haber realizado un esfuerzo desesperado para subir por el valle del Sava, pero los invasores consiguieron entrar en Italia.'3 La provincia de Mesia Superior se encontraba también en dificultades

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en ese momento, pues Claudio Frontón, gobernador de las Tres Dacias, se vio obligado a poner de nuevo Mesia Superior bajo su mando antes de con­ cluir en el año 170, sumando así el gobierno de ambas provincias. Esto sólo puede significar que el gobernador de Mesia Superior había quedado fue­ ra de juego súbitamente, sin tiempo para ser sustituido con normalidad. El propio Claudio Frontón había muerto antes del fin de año. Su monumen­ to, que nos proporciona mucha de la información relativa a las vicisitudes de las provincias puestas bajo su mando, da cuenta de que «tras varias ba­ tallas libradas con éxito contra germanos y yáziges, cayó combatiendo por la república hasta su último aliento». Su sucesor en las Dacias fue Sexto Cornelio Clemente. A Mesia Superior marchó Cerelio, gobernador de la vecina Tracia.'4 Al margen de si Italia fue o no invadida en el año 170, es probable que al año siguiente algunas fuerzas bárbaras irrumpieran en los Balcanes in­ vadiendo las provincias fronterizas de Tracia y Macedonia y llegando in­ cluso a Acaya, y alcanzaran un lugar tan distante como Eleusis, donde des­ truyeron el santuario de los misterios. Atenas tuvo la suerte de librarse. El nombre asignado a la tribu que penetró en Macedonia y Acaya es el de costobocos, pueblo de origen incierto que vivía al norte o nordeste de Dacia. Una vez atravesadas las montañas, no encontraron casi resistencia. Las ciudades — descritas por Aristides en términos muy elogiosos— no conta­ ban con murallas y estaban desguarnecidas. En una o dos localidades se or­ ganizó a toda prisa una resistencia vigorosa mediante levas locales, pero el cuadro general fue de saqueos, incendios y matanzas. Claudio Frontón ha­ bía intentado en vano detener la arremetida que siguió al desastroso fraca­ so de la ofensiva de Marco, pillado en medio en algún lugar del curso cen­ tral del Danubio mientras dos oleadas de invasiones anegaban el imperio.'5 Con el fin de resolver la crisis se escogió a Pompeyano para que hicie­ ra frente a la invasión de Italia y la región de los Alpes. Pompeyano eligió a Pértinax como uno de sus principales ayudantes, rehabilitando así su re­ putación recientemente manchada. Otro procurador, Vehilio Grato Julia­ no, fue enviado con una fuerza expedicionaria para limpiar Macedonia y Acaya. A Valerio Máximo se le entregó otra fuerza expedicionaria com­ puesta por marinos de varias flotas, con un fuerte apoyo de soldados de ca­ ballería, para transportar suministros a los ejércitos de Panonia, aguas aba­

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jo del Danubio, que habían quedado aislados de sus líneas de aprovisiona­ miento en el sur.'6 La incursión de los costobocos no fue tan grave como la invasión de Italia. Los invasores de Grecia se hallaban muy lejos de su patria y en un te­ rritorio difícil, y para cuando llegaron al Atica debían de haber consumido gran parte de su fuerza. En cambio, la expulsión de los marcomanos, los cuados y sus aliados del norte de Italia y de las provincias alpinas resultó más difícil y debió de haber constituido una larga tarea. Es posible que las comunicaciones por tierra entre el cuartel general de Marco y Roma ado­ lecieran de una debilidad extrema durante varios meses, por lo cual no es nada de extrañar que encontremos pruebas de que el puerto de Salona, principal ciudad de la provincia de Dalmacia, fue fortificado en el año 170 por destacamentos de las nuevas legiones II y III. Aquel puerto era esencial para mantener la comunicación alternativa con Italia por mar, pues la tra­ vesía de Split a Ancona es corta.'7 Muchas ciudades del imperio, inquietas después de lo ocurrido, debie­ ron de empezar a querer disponer de murallas propias. Un gran número de localidades y fuertes habían sido destruidos. Durante este periodo, Mar­ co consideró necesario dejar sentado que las ciudades que quisiesen tener murallas debían solicitar el permiso del emperador. Esta decisión impedi­ ría que se tomaran medidas motivadas por el pánico en lugares donde no eran necesarias. Pero en la zona de peligro, como, por ejemplo, en Filipópolis (Plovdiv), en Tracia, se dieron los pasos oportunos.18 Marco pasó probablemente el invierno del 170-171 desplazándose de un lugar a otro. Pero en el año 171 trasladó su cuartel general a Carnunto, a ori­ llas del Danubio. Es evidente que se había dado cuenta de que los marcomanos y sus aliados eran el enemigo principal. En el curso del año 171, los invasores quedaron atrapados mientras cruzaban el río cargados de botín intentando escapar. Su fuerza fue destruida, y el botín se devolvió a los ha­ bitantes de las provincias. Marco fue aclamado por los soldados como em­ perador por sexta vez. Esta fórmula dé felicitación aparece registrada en las acuñaciones de finales del 171 junto con una «victoria germánica», es decir, sobre los germanos, pero, durante la mayor parte del año, las monedas no reivindicaron ningún triunfo romano. A l contrario, se hicieron llamamien­ tos a la lealtad y unidad de las fuerzas armadas, que luchaban en condicio-

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nes extremadamente difíciles.'9 El hecho de que Marco no registrara nin­ guna victoria en las acuñaciones hasta finales de ese mismo año da a enten­ der que las operaciones de limpieza de las zonas invadidas, emprendidas por Pompeyano y Pértinax, no pudieron haber concluido hasta entonces. Hacía cientos de años que Italia no había sido invadida por un enemi­ go extranjero. No obstante, Marco consideró esencial imponer sus planes de ofensiva. Una ofensiva que no sería una mera campaña de castigo, sino de conquista. Entretanto, en el año 171 hubo noticias inquietantes proce­ dentes de otra parte del imperio. La península Ibérica había sido invadida por sublevados moros que habían cruzado el estrecho de Gibraltar. La zona más afectada por su acometida fue la Bética, una de las provincias se­ natoriales, gobernada por un procónsul y sin guarnición que la defendiera. Marco envió a Hispania a su amigo Aufidio Victorino como gobernador tanto de la Tarraconense como de la Bética. Esto privó al Senado de una provincia y, para compensarlo, Marco asignó Cerdeña a su esfera de in­ fluencia. Un joven que se disponía a ir a la Bética para servir como cuestor, marchó en cambio a Cerdeña tras haber cumplido un mandato como cues­ tor en Roma. El doble servicio era otra señal de la escasez de personal. El joven en cuestión era L. Septimio Severo, el futuro emperador. Aufidio Victorino disponía de sólo una legión, la VII Gemina, cuyos cuarteles se hallaban en Legio (León), en el norte de la península. Para reforzar su ejér­ cito, Marco envió allí desde Grecia al procurador Grato Juliano, quien debía de haber concluido su tarea de expulsar a los costobocos restantes y cuyos hombres habrían adquirido una gran experiencia en este tipo de guerra.20 Se han conservado fragmentos del relato de la guerra escrito por Casio Dión. Uno de ellos describe brevemente la invasión de Italia y su rechazo por parte de Pompeyano y Pértinax. Luego, añade un interesante comen­ tario: «Entre los bárbaros muertos se encontraron incluso cadáveres de mujeres que portaban armadura». Esto indica que los pueblos enemigos estaban desplazándose muy en serio. Si llevaban consigo a sus mujeres, es porque querían tierras. Este detalle, con todo lo que suponía, aparece con­ firmado por el biógrafo de Marco, quien escribió que, antes de que Marco y Lucio hubieran partido juntos (168), los marcomanos y los victualos ha­ bían pedido que se les permitiera entrar en el imperio. En un pasaje poste-

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rior que describe la gran invasion, el biógrafo dice que «todos los pueblos, desde la frontera del Ilírico hasta una zona tan lejana como las Galias, ha­ bían conspirado conjuntamente». Esta política común se había visto ya, de hecho, en el 166 o el 167, cuando diez tribus eligieron a Balomario, rey de los marcomanos, como su portavoz en las negociaciones con Ialio Baso. En conjunto, estos datos — con el trasfondo de las pruebas arqueológicas, que proyectan una luz adicional sobre ellos— ayudan a explicar por qué Mar­ co consideró necesario abandonar de manera radical las medidas de sus predecesores sobre la cuestión germánica, pues se enfrentaba a problemas completamente nuevos.21 Tras la primera victoria obtenida por él en persona, y a pesar de haber aceptado la salutación como emperador, denegó a las tropas su petición de un donativo diciendo que todo lo que obtuvieran de él por encima de su paga regular se habría exprimido de la sangre de sus padres y familiares; en cuanto al destino de la soberanía, sólo Dios podía decidirlo. Marco ejercía su autoridad con tal templanza y firmeza que, a pesar de hallarse en medio de tantas y tan gran­ des guerras, nunca hizo nada indigno movido por la lisonja o inducido por el miedo.

El biógrafo ofrece una imagen de Marco como comandante en jefe ligera­ mente menos imponente: Antes de hacer cualquier cosa, tanto militar como civil, consultaba siempre con los hombres de mayor rango. U na de sus máximas especialmente fre­ cuentes era, en fin, la siguiente: «Es más justo que acepte el consejo de tantos amigos — ¡y qué amigos tan excelentes!— que no que ellos deban atenerse a mi consejo, que es el de un solo hombre». Es indudable que, como parecía una persona dura tanto en cuestiones de disciplina militar como en toda su manera de vivir, debido a su formación filosófica, fue amargamente criticado. N o obstante respondía a todos sus críticos de palabra o por escrito.

El biógrafo añade, sin embargo, que como muchos nobles habían perdido la vida en la guerra, los amigos de Marco le instaron a abandonarla y re­ gresar a Roma. Pero él desatendió este consejo.22

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A finales del 17 1 comenzó un periodo de intensa actividad diplomáti­ ca. Marco, que se hallaba probablemente en Carnunto, se reunió con en­ viados de los pueblos bárbaros. Intentaba apartar a algunos miembros de la «conspiración» bárbara con el fin de aislar a los más peligrosos de la mis­ ma. Y , en parte, tuvo éxito. Se han conservado algunos extractos resumidos del relato de Dión sobre las negociaciones. Marco Antonino permaneció en Panonia para recibir las embajadas de los bárbaros, pues por aquellas fechas acudieron a él en gran número, y algunas, encabezadas por un muchacho de doce años llamado Batario, le prometieron aliarse con él. Se les dio dinero, y consiguieron contener a Tarbo, jefe de clan de un pueblo vecino, que había entrado en Dacia exigiendo dinero y amena­ zando con la guerra si no se lo daban. Otros, como los cuados, pidieron la paz, que les fue concedida, en primer lugar con la esperanza de poderlos apartar de los marcomanos, y luego, porque dieron a Marco muchos caballos y gana­ do y le prometieron, además, entregarle a todos los desertores y cautivos — de entrada, 13.000; y el resto, más tarde— . Pero no se les concedió el derecho de acudir a los mercados, pues se temía que los yáziges y los marcomanos, a quie­ nes habían jurado no recibir ni permitirles atravesar su país, podrían m ez­ clarse con ellos haciéndose pasar por cuados, espiar las posiciones romanas y comprar provisiones. Adem ás de los que acudieron a entrevistarse con M ar­ co, muchos otros mandaron representantes, unos por tribus y otros por na­ ciones, ofreciéndole la rendición. Algunos fueron enviados a luchar en otros lugares, al igual que los cautivos y desertores que se hallaban en buenas con­ diciones físicas; otros recibieron tierras en Dacia, Panonia, Mesia, Germ ania y la propia Italia. Cierto número de los asentados en Ravena se sublevaron y hasta intentaron tomar la ciudad. Por ese motivo, Marco no volvió a introdu­ cir a más bárbaros en Italia, sino que, incluso, desterró a quienes habían lle­ gado allí con anterioridad.2’

Algunas de las afirmaciones sobre asentamientos formuladas en este pasa­ je se adelantan a la fecha correspondiente, pero es probable que en ese mo­ mento se aceptara a algunos colonos bárbaros. Marco ha sido duramente criticado por esa medida, considerada como el inicio de la barbarización del imperio. Pero si podemos admitir lo que dice Orosio acerca de la des­ población del campo, había cierta justificación. Se podía alegar, incluso,

Marco Aurelio que la despoblación de las zonas rurales, especialmente en Italia, había co­ menzado antes de la peste y alcanzado unas dimensiones alarmantes. Ade­ más, si los colonos procedían de pueblos que Marco pretendía incorporar al imperio, la crítica está, desde luego, menos justificada. Aquella gente iba a ser romanizada antes o después, por un medio o por otro. La actividad diplomática prosiguió también en Dacia, dirigida por Cornelio Clemente, sucesor de Frontón en el puesto de gobernador. Otro extracto de Dión describe este hecho. Los astingos, guiados por sus jefes de clan Raüs y Raptus, entraron en Dacia acompañados de sus familias extensas con la esperanza de obtener dinero y tierras a cambio de su alianza. N o consiguieron lo que pedían y dejaron a sus mujeres y niños bajo la protección de Clemente, mientras marchaban a tomar posesión de la tierra de los costobocos por la fuerza. Pero, una vez que hubie­ ron derrotado a aquel pueblo, siguieron causando daños en Dacia. Los laeringes temían que Clemente, por miedo a los astingos, pudiera conducirlos a la tierra habitada por ellos. A sí pues, los atacaron mientras estaban despreve­ nidos y obtuvieron una victoria decisiva. E n consecuencia, los astingos no em­ prendieron más acciones militares contra los romanos, pero en respuesta a sus llamadas urgentes a Marco obtuvieron dinero y la promesa de tierras a cam­ bio de cualquier daño que pudieran infligir a los enemigos del emperador.

Los astingos y los lacringes eran ramas de un pueblo que más tarde se ha­ ría tristemente famoso: los vándalos. Se desconoce su ubicación exacta en ese momento. La elección de las tierras de los costobocos por parte de los astingos da a entender que el ataque se produjo después de que los prime­ ros hubiesen quedado debilitados tras su gran incursión del año 171. La conversión de aquellas dos tribus en aliados fue para Roma un logro valio­ so que permitió a Marco concentrarse con más confianza en el someti­ miento de Bohemia. El extracto de Dión continúa: Esta tribu fde los astingos] cumplió, de hecho, algunas de sus promesas, mientras que los cótinos, a pesar de haber hecho un ofrecimiento similar, al engañar a Tarrútenlo Paterno, secretario encargado de la correspondencia la­ tina del emperador, aparentando estar dispuestos a emprender junto con él

Las guerras del norte una campaña contra los marcomanos, no sólo no lo hicieron, sino que trata­ ron con mucha brusquedad a Paterno, con lo que provocaron más tarde su propia destrucción.

Los cótinos eran vecinos de los marcomanos y los cuados, un pueblo con fuerte componente celta. Su adhesión a Roma habría proporcionado a ésta una base de gran valor. Además, controlaban minas de hierro que podían ser una fuente importante de materia prima para la fabricación de armas entre los pueblos bárbaros de la región. Tarutieno [versión más correcta de su nombre] Paterno iba a desempeñar más tarde un importante cometido militar como prefecto del Pretorio al final del reinado. Era también juris­ ta y escribió sobre derecho militar. La elección de un hombre de este tipo para el fundamental cargo de ab epistulis Latinis demuestra que Marco se­ guía prefiriendo cubrir este puesto con militares y no con los literatos que lo habían ocupado en el pasado. A pesar del fracaso con los cótinos, la neu­ tralización de los cuados significaba que Roma había dejado fuera de com­ bate a uno de los tres enemigos principales y había introducido una cuña entre los otros dos.24 En el año 172, se llevó por fin a cabo la ofensiva hacia el interior del te­ rritorio enemigo, pospuesta en tantas ocasiones por las circunstancias. Las monedas del año muestran otra escena de adlocutio que señala el inicio de una nueva campaña; y una moneda con la inscripción virtus Aug. — «el va­ lor del emperador»— representa a soldados romanos en el momento de cruzar un puente. Es la escena mostrada al comienzo de la columna de Marco Aurelio de la Piazza Colonna de Roma. La bondadosa figura que personifica al Padre Danubio observa mientras un ejército romano cruza un puente de pontones. Los combates no fueron siempre favorables a Roma. Es posible que fuera en esta campaña (a menos que hubiese ocurri­ do el año anterior sobre suelo romano) cuando «los marcomanos lograron la victoria en cierto enfrentamiento y mataron a Marco [Macrinio] Víndex, el prefecto [pretoriano]». El emperador tuvo dificultades para reemplazar a Víndex. Le habría gustado nombrar a Pértinax, pero éste acababa de ser ascendido a senador por sus destacados logros junto con Claudio Pompe­ yano y se hallaba en ese momento al mando de la legión I Adiutrix. Calvi­ sio Estaciano, prefecto de Egipto, que en otras circunstancias habría sido

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un candidato normal, se encontraba demasiado lejos y, en cualquier caso, tenía problemas propios a los que enfrentarse. Marco podría haber dejado vacante aquel puesto y seguido con sólo un prefecto, el duro, aunque un tanto iletrado, Baseo Rufo.25 Dos sucesos extraordinarios se produjeron, al parecer, en el año 172. Se dice que Marco «obtuvo con sus oraciones que el cielo lanzara un rayo y destruyera una máquina de guerra enemiga». Este episodio aparece repre­ sentado en una de las primeras escenas de la columna; y una notable serie de monedas del año 172 muestra a Marco, con el uniforme de general con todos sus arreos, en trance de ser coronado por la diosa Victoria — además de su lanza, el emperador lleva el rayo de Júpiter, lo que constituye, al pa­ recer, una clara alusión al incidente— . No es difícil reconstruir lo sucedi­ do. Es posible que, durante una tormenta, Marco rezara para que cayese un rayo sobre el enemigo.26La otra historia es aún más notable y le prestan atención diversas fuentes. Un extracto de Dión ofrece un relato detallado de una batalla sumamente insólita; el autor del compendio, el monje bi­ zantino Xifilino, consideró inadecuada la información que estaba dando y la complementó, por tanto, con observaciones de su propia cosecha. Varios cronistas proporcionan también unos pocos detalles. Se trata de la famosa batalla del Milagro de la Lluvia. [Marcol tuvo que librar también un gran combate contra un pueblo cuyos miembros se llamaban cuados y tuvo la buena suerte de lograr una victoria inesperada — o más bien fue Dios quien se la otorgó— . En efecto, cuando los romanos se hallaban en peligro en el curso de la batalla, el poder divino los salvó de la manera más inesperada. Los cuados los habían rodeado en un lugar favorable para ellos, y los romanos luchaban con bravura manteniendo sus escudos apretadamente juntos. Los bárbaros dejaron de combatir espe­ rando imponerse con facilidad a los romanos, rendidos por el calor y la sed. A l ser mucho más numerosos, los cercaron por todas partes para que no pudie­ ran conseguir agua en ningún lado. E n consecuencia, los romanos se encon­ traron en una mala situación debido al agotamiento, las heridas, el sol y la sed y no podían ni combatir ni retirarse, pero mantenían el orden y guardaban sus posiciones, abrasados por el calor, cuando, de pronto, se acumuló una gran cantidad de nubes y cayó sobre ellos una tromba de agua — no sin la ayu­ da de los dioses— . De hecho, corre un rumor según el cual A rnufis, un mago

Las guerras del norte egipcio que acompañaba a Marco, había invocado mediante encantamientos a diversas deidades, en particular a Herm es Aérios [Mercurio, dios del aire], y con aquellos recursos atrajo la lluvia... A l principio, cuando comenzó a llo­ ver, todos volvieron la cara a lo alto dejando que el agua se introdujera en sus bocas; luego, algunos tendieron sus escudos y sus cascos para recogerla, y no sólo tomaron grandes tragos, sino que dieron además de beber a los caballos. Cuando los bárbaros cargaron contra ellos, los romanos bebían y luchaban al mismo tiempo. Algunos, ya heridos, tragaban de hecho junto con el agua la sangre vertida en sus cascos. L o cierto es que la mayoría ansiaban tanto poder beber que la arremetida del enemigo les habría provocado graves daños si no hubiesen caído sobre sus adversarios una violenta granizada y varios rayos...

Dión continúa con un pasaje grandilocuente en el que describe el efecto de aquella confusión extrema entre las filas de los bárbaros. Xifilino, según hemos dicho, consideró insatisfactorio el relato de Dión. La razón fue que, a los pocos años del incidente, se había afianzado una sólida tradición que lo explicaba diciendo que el origen de la lluvia ha­ bían sido las oraciones de los soldados cristianos de la legión XII, y no la ac­ tuación del sacerdote egipcio Harnufis. Xifilino ofrece la versión cristiana. Por desgracia, una de las pruebas aportadas por él carece de valor. La le­ gión X II se llamaba «Fulminata», «portadora del rayo», probablemente porque su emblema era el rayo jupiterino. La legión llevaba ese nombre desde hacía más de un siglo, pero Xifilino y otros autores cristianos sostie­ nen que el título de «Fulminata» le fue concedido por aquella batalla. Se trata de una deducción falsa. La XII Fulminata era, en realidad, una legión de Capadocia, y no es absolutamente cierto (aunque fuera muy posible) que participase en las guerras del norte. Aparte de ello, los legionarios del este tenían en aquel momento más probabilidades de ser cristianos que otros cualesquiera. Por tanto, es posible que en aquella batalla hubiesen in­ tervenido soldados cristianos.27 Por desgracia, no hay motivos para suponer que Marco les atribuyera algún mérito por la victoria conseguida, como también se ha sostenido. Al contrario, las monedas del año 173 representan al dios Hermes, y parece probable que Marco le erigiera un templo en signo de agradecimiento. Un medallón muestra a Júpiter en una cuadriga aniquilando a los bárbaros con sus rayos. En la columna Aureliana, el suceso se reproduce con todo

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lujo de detalles. Los fatigados romanos aparecen en orden de marcha. Un legionario señala hacia el cielo y vemos cómo cae la lluvia justo a su dere­ cha. Un hombre abreva su caballo, otro bebe, y otros más alargan sus escu­ dos para recoger el agua. La precipitación está personificada en forma de personaje aterrador y semihumano, de rostro adusto y larga barba, cuyos cabellos se funden en torrentes de agua que caen del cielo. El espíritu de la lluvia avanza precipitadamente sobre hombres y animales, mientras deba­ jo de él aparece un panorama de bárbaros muertos y caballos heridos. Si la personificación tuviera un nombre, sólo podía ser el de uno de los dioses cuya ayuda se reconocía en las acuñaciones — probablemente Hermes Aérios, aunque el personaje adusto y aterrador no se parece al Hermes o Mercurio normales, juveniles y de pies alados— . El dios denominado por Dión «Hermes Aérios» es, al parecer, una divinidad originaria de Egipto, Tot-Shu, cuya ayuda había invocado el exótico sacerdote egipcio Harnufis. En realidad, hubo un pretendiente no cristiano que rivalizó por el honor de haber obtenido el apoyo divino: Juliano el «Caldeo». En cualquier caso, Marco reconoció únicamente la ayuda de los dioses paganos.28 N i la columna ni la versión de Dión/Xifilino indican que Marco se ha­ llaba presente en el suceso del Milagro de la Lluvia. De hecho, si podemos aceptar la observación de Orosio, el historiador cristiano del siglo v, quien afirma que por parte de los romanos sólo intervino una pequeña fuerza, podría haberse tratado de una acción de poca importancia en la que no par­ ticipó el ejército principal. La Crónica de Eusebio afirma que el coman­ dante romano era Pértinax, dato que nos sentimos tentados a creer — re­ sulta difícil entender cómo se podría haber inventado semejante detalle— . Además, la falsa carta cristiana (incluida en el manuscrito de la Apología de Justino), en la que se supone que Marco había atribuido el milagro a las oraciones de los soldados cristianos en otra enviada al Senado y al Pueblo, sitúa el acontecimiento «en Cótino», es decir, entre los cótinos. Este deta­ lle sugiere, igualmente, que su autor tuvo acceso a un relato auténtico. Los cótinos, después del trato dado a Paterno, el secretario ab epistulis, habrían sido objeto de una merecida acción de castigo. Sin embargo, la mención de los cuados en Dión/Xifilino no puede desdeñarse como errónea. Por tanto, debemos concluir que, tras la derrota de los marcomanos, Marco se dirigió enseguida contra los cuados, quienes, según informa otro pasaje de Dión,

Las guerras del norte «habían recibido en su territorio a cualquier fugitivo marcomano que se viese en apuros mientras su tribu estaba aún en guerra con Roma».29 Al final de la temporada de campaña del año 172, la victoria sobre los marcomanos hizo que se diera a Marco el título de «Germanicus», «con­ quistador de los germanos», probablemente a instancias del Senado. Tam ­ bién Cómodo recibió aquel título, y su biografía de la Historia Augusta da la fecha de la concesión: el 15 de octubre. Las monedas del 172 no llevan el título, aunque siguieron registrando la sexta salutación imperial, y a partir de entonces comenzaron a proclamar no sólo la «victoria sobre los germa­ nos», sino también el «sometimiento de Germania», Germania subacta. También hacían publicidad del trato dado por el emperador al enemigo: una figura femenina que porta un escudo hexagonal — la personificación de Germania— aparece representada de rodillas ante Marco. A los marcomanos se les otorgó un tratado que les imponía severas limitaciones.30 La concesión del título de Germánico a Cómodo había llevado a pen­ sar siempre que en aquellas fechas se hallaba con Marco. Una dedicatoria sin fecha de Lilibeo, en Sicilia, es una oración por la seguridad y el regreso de Marco «y sus hij os». En ella no se da a Marco el título de Germánico, por lo cual es probable que la dedicatoria no fuera posterior al año 172. Los hijos mencionados pudieron haber sido sólo Cómodo y Lucila, pero es posi­ ble que Annia Faustina, la otra hija ya casada, se encontrara también allí.3' En el año 172 surgieron problemas en el este. En Egipto se produjo una rebelión registrada en un extracto de Casio Dión. Los llamados búcolos [es decir, «boyeros», la población del Delta del Nilo] iniciaron una revuelta en Egipto encabezados por un tal Isidoro, sacerdote, e indujeron a sublevarse a los demás egipcios. En un primer momento, vestidos con ropas de mujer, engañaron al centurión romano haciéndole creer que iban a entregarle oro para rescatar a sus maridos, y luego lo hirieron de m uer­ te cuando se acercó a ellos. También sacrificaron a su acompañante y, tras ha­ ber jurado sobre sus entrañas, se las comieron. Isidoro superó en valentía a to­ dos sus seguidores. Luego, después de derrotar a los romanos en una batalla campal, estuvieron a punto de tomar Alejandría, y lo habrían conseguido de no haberse enviado contra ellos a Casio desde Siria. L a estrategia de Casio consistió en destruir su armonía y disgregarlos, pues, debido a su actitud de-

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sesperada y a su gran número, no se había atrevido a atacarlos mientras se mantenían unidos. A sí, cuando comenzaron a pelearse, los derrotó.

La entrada de Casio en Egipto requería una autorización especial, ya que por su condición de senador estaba automáticamente excluido de aquel te­ rritorio en función de una norma dictada por Augusto. Por tanto, se le otorgaron poderes especiales sobre todas las provincias del este, con lo cual se halló en una situación similar a la de Lucio durante la guerra contra los partos.32 También hubo problemas en Armenia. Sohemo, el rey favorable a los romanos impuesto por Lucio en el año 164, fue expulsado por un grupo de partidarios de Partía y, luego, repuesto por P. Marcio Vero, gobernador de Capadocia. El responsable de los disturbios pudo haber sido un tal Tirida­ tes, quien, según Dión, «había provocado agitaciones en Armenia y dado muerte el rey de los heníocos y, a continuación, atravesado con su espada el rostro de Vero [es decir, de Marcio Vero] cuando le reprendió por ello». El castigo de Tiridates no fue grave: «Marco no lo condenó a muerte, sino que se limitó a enviarlo a Britania» — aunque suena como si Britania fuera para los romanos el equivalente de Siberia, aquel destino fue elegido, sim­ plemente, por ser un lugar convenientemente alejado de Armenia— . Dión aprovechó la oportunidad que le brindaba el relato de la reposición de So­ hemo en el trono para ofrecer un esbozo del carácter de Marcio Vero: M arcio no sólo era capaz de superar a sus adversarios por la fuerza de las ar­ mas, de ir por delante de ellos gracias a su rapidez o de burlarlos mediante al­ guna acción por sorpresa, todo lo cual constituye el auténtico poder de un general, sino que sabía también convencerlos recurriendo a promesas verosí­ miles, concillárselos ofreciéndoles magníficos presentes y tentarlos echando mano de espléndidas esperanzas. Sus actos y palabras poseían una gracia y un encanto que apaciguaban la irritación y el enojo de cualquiera, a la vez que suscitaban aún más sus expectativas. Sabía cuál era el momento apropiado para el halago y los regalos y para agasajar a la gente con su hospitalidad. Com o además de esos talentos demostraba perseverancia en sus empresas y una energía que iba unida a la rapidez en su comportamiento con el enemigo, hacía ver claramente a los bárbaros que merecía más la pena buscar su amis­ tad que su hostilidad.

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Cuando llegó a Armenia, Marcio Vero descubrió que la guarnición de sol­ dados romanos dejada en Kainé Polis (la nueva capital que había sustitui­ do a Artaxata) se hallaba en estado de amotinamiento y tomó medidas para remediar la situación. Si algunas de las legiones orientales o algún destaca­ mento retirado de ellas — y que incluyese, quizá, a hombres de la XII Fulminata— se hallaba sirviendo en ese momento en la guerra del Danubio, se puede entender fácilmente que los partos y los armenios partidarios de Partía abrigaran la esperanza de echar por tierra los acuerdos del año 166.33 Es muy posible que Marco esperara volver a Roma en el año 173, una vez derrotados los marcomanos. De hecho, su regreso aparece incluso anun­ ciado en un medallón acuñado aquel año. Sus yernos, Claudio Severo y Claudio Pompeyano, fueron los cónsules de ese mismo año, ambos por se­ gunda vez, y quizá él abrigó la esperanza de hallarse presente en Roma para aportar su prestigio a ambos titulares de lasfasces. Pero, tal como su­ cedieron las cosas, es improbable que ni siquiera Pompeyano hubiese po­ dido regresar. La guerra con los cuados resultó difícil, y en ella intervinie­ ron también otras tribus. Roma obtuvo éxitos llamativos contra los naristas, un pueblo más pequeño que los cuados, vecino y aliado de éstos, cuando Valerio Maximiano, comandante de la caballería, dio muerte con sus propias manos a Valaón, el jefe de su clan. La prolija inscripción gra­ bada diez años después en honor de Maximiano por los concejales de la lo­ calidad numidia de Diana Veteranorum proporciona esa información. Maximiano fue «elogiado en público por el emperador Antonino Augusto y obsequiado con un caballo,phalerae y armas». Aquel hombre natural de Petovio (Ptuj, en la antigua Yugoslavia), en la provincia de Panonia Supe­ rior, había prestado ya servicios esenciales — y todavía iba a prestar más— en aquella guerra contra un enemigo que amenazaba directamente las tie­ rras donde había nacido. Además de aquella condecoración, fue ascendido a comandante del regimiento doble de caballería de primera clase (el ala milliaria, un tipo de unidades de las que, en el mejor de los casos, sólo ha­ bía doce en todo el ejército, menos de la mitad del número de legiones), el ala I Ulpia contariorum, estacionada en Arrabona (la actual Gyor, en Hun­ gría), que había prestado buenos servicios desde el comienzo mismo de la guerra, cuando, a las órdenes de Macrino Avito, rechazó la invasión de los longobardos y los obios en el año 166 o 167.34

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La guerra que libraban Marco y los ejércitos romanos era poco metó­ dica, según lo ilustra la información visual que da de ella la columna Aureliana. Aparte del episodio del Milagro de la Lluvia, no hubo apenas batallas campales, sino una serie de enfrentamientos menores contra un enemigo al que había que combatir por partes. En consecuencia fue preciso desarrollar nuevos métodos para el despliegue de las tropas. En vez de luchar como le­ gión, los legionarios fueron divididos en destacamentos especiales (vexilla­ tiones). La información circunstancial de las inscripciones ha preservado ciertos detalles sobre algunos comandos especiales necesarios en aquella guerra y sobre la carrera de varios generales destacados. Vetio Sabiniano actuaba en ese momento como legado de la X IV Gemina, pero su verda­ dera tarea era la de gobernador en funciones de Panonia Superior, mien­ tras el titular del cargo luchaba con Marco más allá de la frontera. Un se­ nador joven llamado Julio Pompilio Pisón se encargó de un destacamento compuesto por Ia I Italica y la IV Flavia, legiones pertenecientes a Mesia Inferior y Superior respectivamente, con sus unidades auxiliares. Se le otorgaron poderes de gobernador, quizá para administrar territorios re­ cién conquistados. Pero no es posible datar con mucha precisión este man­ dato nada habitual.35 El año 173 fue el tercero de los que Marco pasó sin interrupción en Car­ nunto. El segundo libro de sus Meditaciones lleva como epígrafe «En Carnun­ to». El tercero está encabezado por la expresión «A orillas del Granua». El Granua, el actual Hrón, o Gran, es uno de los afluentes del Danubio por el norte y atraviesa Eslovaquia; la desembocadura se sitúa un poco al oeste del gran meandro del Danubio hacia el sur, justo dentro de los límites de Panonia Superior. Si Marco se hubiese acercado a la fuente del Hrón, ha­ bría estado cerca del nacimiento del río Vístula, que fluye hacia el norte — y hasta podría haberlo visto, pues el Vístula surge en las tierras de los co­ tinos— . El río Hrón corre cerca de las fronteras entre los cuados y los yáziges sármatas, los fieros jinetes de la llanura húngara, que iban a ser los si­ guientes antagonistas de Marco. A los cuados se les habían impuesto las mismas condiciones que a los marcomanos (no están documentados todos los detalles). En el curso del 174, volvieron a faltar a su palabra al prestar ayuda a los yáziges. Además, no entregaron a todos los cautivos y desertores, como habían prometido

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— «sólo a unos pocos», según Dión; a aquellos que no podían vender ni utilizar con provecho para ningún trabajo— . Y si en algún caso entrega­ ban a alguien que se hallaba en buenas condiciones físicas, retenían a sus parientes, «para que los hombres que habían entregado volvieran a deser­ tar y unirse a ellos». Esta situación indica por sí misma la existencia de un grave deterioro de la moral en el bando romano, y la mención a los deser­ tores explica en gran parte por qué en el año 171 se acuñaron monedas en las que se apelaba a la lealtad y armonía en los ejércitos. El derecho roma­ no había mantenido siempre el principio de que un cautivo recuperaba su condición legal de ciudadano romano al volver del cautiverio. Pero eso sig­ nificaba que no tenía ninguna obligación de devolver el dinero de su res­ cate. Debido al enorme número de personas que cayeron en manos del ene­ migo por uno u otro medio a comienzos de la década del 170, Marco decretó, al parecer, que los cautivos liberados mediante rescate no recuperasen sus derechos hasta haber devuelto el dinero. Esta resolución un tanto inhuma­ na se pensó, probablemente, para animar a individuos particulares a dedi­ carse al rescate de cautivos como una actividad comercial, al considerarse el único medio de recuperar un número considerable de personas. Hubo otra circunstancia que motivó nuevos temores. Los cuados ex­ pulsaron a Furtio, su soberano prorromano, y el poder pasó a manos del hostil Ariogeso. Marco se negó a reconocer a Ariogeso — de hecho puso precio a su cabeza, vivo o muerto— y rechazó la oferta conciliadora de la entrega de 50.000 cautivos a cambio de la renovación del tratado de paz. (Todos los tratados romanos se acordaban con personas determinadas, y el de los cuados requería una renovación debido al cambio de gobernante). Sin embargo, cuando Ariogeso fue capturado, Marco lo trató con benevo­ lencia. Su castigo consistió en el destierro a Alejandría. Aplicando el mis­ mo principio al que se atuvo cuando hizo de Britania el lugar de exilio de un disidente armenio, se eligió un destino lo más lejano posible. No hay constancia de la suerte posterior corrida por Ariogeso.36 Para su campaña contra los yáziges, Marco escogió como base Sirmio, a orillas del río Sava. No ha quedado casi ninguna documentación de esta segunda parte de la guerra, la fase «sármata». Casio Dión informa acerca de una batalla de invierno sobre las aguas congeladas del río Danubio, que le pareció una curiosidad militar. Es evidente que los yáziges habían in-

Marco Aurelio tentado lanzar un ataque por sorpresa. Los romanos reaccionaron con vi­ gor y los persiguieron sobre el hielo. El enemigo esperaba burlar con fa­ cilidad a los romanos en una batalla librada en tales condiciones, pues sus caballos habían sido entrenados a marchar bien incluso sobre superficies heladas. Los romanos no se preocuparon al observar aquella circunstancia, sino que formaron en un cuerpo compacto y se enfrentaron de inmediato al enemigo. L a mayoría depositaron el escudo en el suelo y apoyaron un pie en él para no resbalar.

Gracias a su superior disciplina fueron capaces de imponerse a los yáziges. Aquella batalla se libró en el invierno del 173-174 o 174-175.37 En algún momento de los combates del año 174, los yáziges solicitaron la paz, pero les fue denegada. Tras su experiencia con los cuados, Marco no estaba dispuesto a probar fortuna. Parecía, en efecto, que los enviados de los yáziges representaban sólo a un parte de su pueblo, a los partidarios de uno de sus reyes, Banadaspo, apresado por su propia gente por intentar un acercamiento a Marco. Es posible que fuera en el 174 cuando los marcomanos solicitaron un relajamiento de las condiciones que pesaban sobre ellos. En vista de que habían satisfecho todas las condiciones impuestas, M arco les devolvió, si bien a regañadientes y de mala gana, la mitad de la zona neutral que corría a lo largo de su frontera, permitiéndoles asentarse hasta una dis­ tancia de 8 kilómetros del Danubio, fijó lugares y días para el comercio mu­ tuo (que no habían sido establecidos con anterioridad), e intercambió rehenes con ellos.38

Durante el año 174, Marco aceptó una séptima aclamación como empera­ dor debida, evidentemente, al hecho de haber sometido a los cuados; al mismo tiempo se concedió a Faustina el título de «Madre del campamen­ to», mater castrorum, lo cual indica de paso que para entonces se había reu­ nido con Marco en el norte. Dión informa sobre dos incidentes de la guerra — aunque dudaba de su importancia histórica, es evidente que transmiten algo del clima reinante.

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Marco interrogó a un muchacho que había sido hecho prisionero. «No puedo responderte — le dijo— debido al frío. Así que, si quieres información, orde­ na que se me dé un abrigo, si es que lo tienes». Un soldado que estaba de guar­ dia cierta noche junto al Danubio oyó gritar a sus compañeros de milicia pri­ sioneros en la otra orilla del río, lo cruzó a nado, tal como estaba, los liberó y regresó.*9

La columna de Marco Aurelio ofrece el mejor comentario sobre las gue­ rras. Es posible que no llegue a servir nunca como guía para la fijación de una cronología exacta de los acontecimientos, pero retrata la realidad de los combates con mayor viveza de lo que podría hacerlo cualquier descrip­ ción escrita. Se observa en ella un cambio de atmósfera desde la agresiva se­ guridad marcial de la columna de Trajano, que ensalzaba los disciplinados logros de los ejércitos de Roma. En la de Marco hay un toque de apasiona­ miento que resulta extremadamente claro cuando muestra el incendio y la destrucción de poblados enemigos, la ejecución de rebeldes y el despiada­ do inicio del combate tallados en las escenas que giran en torno a la colum­ na. Su único elemento de unidad es la omnipresente figura de Marco, acompañado generalmente por un fiel consejero que es seguramente Clau­ dio Pompeyano. La guerra era una necesidad cruda y sórdida. Marco lo sa­ bía, y los artistas que labraron la columna lo sintieron evidentemente así.4° Durante la guerra, Marco siguió encargándose de los asuntos judicia­ les con la mayor constancia posible. «Siempre que la guerra le dejaba tiem­ po, celebraba audiencias». Dión afirma que [...] solía ordenar que se hiciera acopio de agua suficiente para las clepsidras dispuestas en los tribunales para los oradores, y dedicaba mucho tiempo a las indagaciones y averiguaciones preliminares a fin de administrar estricta jus­ ticia desde todos los puntos de vista. E n consecuencia, solía dedicar hasta once o doce días para juzgar un mismo caso, a pesar de que a veces celebraba se­ siones de noche, pues era muy trabajador y se aplicaba con minuciosidad a to­ das las responsabilidades de su cargo. Nunca dijo, escribió o hizo nada como si se tratara de algo carente de importancia, sino que, a veces, pasaba días en­ teros entregado a alguna minúscula cuestión de detalle, pensando que era co­ rrecto que un emperador no hiciera nada con precipitación. Creía, efectiva­ mente, que el hecho de pasar por alto incluso la más pequeña minucia podría

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Marco Aurelio acarrearle una crítica al resto de sus actos. Sin embargo, era tan débil física­ mente que, al principio, no aguantaba el frío y hasta solía retirarse sin dirigir una palabra a los soldados reunidos por orden suya. Comía muy poco, y siem­ pre de noche. N o podía tomar nada durante el día, fuera de un medicamento llamado theriaca (triaca). Y si ingería este remedio no era tanto por temor a al­ guna cosa, sino porque padecía una afección pectoral y estomacal. Se dice que el consumo de esta droga le permitía soportar esa y otras enfermedades.

Lo interesante de la observación de Dión sobre la theriaca es que la palabra significa literalmente «antídoto» y no era raro que los emperadores y otros gobernantes de la Antigüedad usaran algún tipo de antídoto para inmuni­ zarse contra los venenos. El medicamento ingerido por Marco se lo había prescrito Galeno. Contenía opio. Galeno informa de que Marco dejó de to­ marlo porque le adormilaba, pero luego se dio cuenta de que no podía dor­ mir y tuvo que volver a tomar con regularidad una dosis. Esto indica, quizá, que se había vuelto adicto al opio. Pero Marco no acabó siendo un adicto sin remedio, como Thomas de Quincey, y el intento de descubrir en las Meditaciones huellas de la imaginación confusa y distorsionada del consu­ midor de opio no ha resultado muy convincente. Es razonable suponer que lo consumía como analgésico y como pócima inductora del sueño. La en­ fermedad que padecía era, al parecer, algún tipo de úlcera.4'

Puesto que Dión introduce en esta sección de su relato sus comentarios so­ bre la rigurosa atención prestada por Marco a los asuntos legales, podría ser apropiado mencionar aquí alguno de los casos que requirieron su atención en aquel momento. Pero antes de nada mencionaremos un dato de interés administrativo aportado por su biógrafo. «Marco introdujo en el Senado a muchos de sus amigos con el rango de edil o pretor. Concedió dicho rango a un gran número de senadores pobres pero de conducta intachable, y no nombró senador a nadie a quien no conociera personalmente». Su profesor de leyes, Meciano, había sido elegido, por supuesto, para el Senado en una fase temprana de su reinado. Pero Marco se vio obligado a hacer senadores a hombres como Pértinax y Avito y a concederles de inmediato puestos de alta responsabilidad militar durante los duros combates que causaron gra­

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ves pérdidas de vidas en todos los rangos. En realidad, había una grave es­ casez de hombres adecuadamente cualificados para el alto mando. Duran­ te el reinado de Pío, personas como Estacio Prisco, que habían sido promo­ vidas al Senado, tuvieron que pasar por un largo periodo de aprendizaje en puestos de menor categoría antes de asumir las responsabilidades que me­ recía su talento. La crisis de las guerras contra los marcomanos, o guerras del norte, desaconsejó un procedimiento semejante. Marco no hacía distin­ ción de personas, según lo indica la elección de Claudio Pompeyano como yerno. Juzgaba estrictamente en función del mérito.42 Durante este periodo se presentó un caso interesante relacionado con la vida familiar de un senador. Un tal Brasidas, senador espartano de rango pretoriano, había emancipado a sus hijos de su autoridad cuando su mujer, divorciada, les dejó una herencia Ique sólo podían recibir a condición de ser sui iuris tras la muerte de su padre]. Por tanto— recuerda Escévola— , el divino Marco decretó que se les entrega­ ra la herencia, pues entendía cuáles eran los deseos de la madre, que había pospuesto la concesión del legado hasta después de la muerte del padre, pues no creía que éste fuera a liberarlos de la patria potestad. Sin embargo, de ha­ ber esperado que los iba a emancipar, la mujer habría actuado de otra mane­ ra. Escévola había oído a Marco dictar esta sentencia en su sala de audiencias

(auditorium).

Podríamos preguntarnos si Brasidas había llegado a algún arreglo con sus hijos para compartir con ellos parte de la herencia materna, con la condi­ ción de liberarlos de la patria potestad para que pudieran llegar a obtener­ la. Marco, no obstante, consideró que se trataba, evidentemente, de un acto razonable.43 Escévola, uno de los principales consejeros de Marco para asuntos le­ gales, no revela dónde tuvo lugar la audiencia. Pudo haberse celebrado en el cuartel general de Marco, en Carnunto o en Sirmio, como ocurrió con otro caso famoso en el que estuvo implicado otro senador griego, el cual, a pesar de carecer de suficiente interés legal como para ser anotado por los juristas, se documenta con cierto detalle en las Vidas de los sofistas de Filós­ trato. El senador en cuestión era Herodes Atico, el antiguo tutor de Mar-

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co. Las circunstancias exactas del caso son un tanto oscuras, a pesar de los detalles aportados por Filóstrato en su biografía de Herodes. Al parecer, el origen del caso fue la hostilidad demostrada a Herodes por los hermanos Quintilio, que habían actuado como inspectores especiales en la provincia de Acaya. La familia de los Quintilio procedía de Alejandría de Tróade, una colonia romana de la provincia de Asia próxima al emplazamiento de Troya — y era, por tanto, de origen latino— . Sus miembros habían alcan­ zado cierta preeminencia durante el reinado de Pío, y los hermanos Máximo y Condiano obtuvieron el excepcional honor de ser cónsules conjuntamen­ te en el año 15 1. Sus hijos disfrutaban también de una alta estima. Máximo, hijo de Condiano, fue cónsul en el año 172, y su primo, Condiano el Joven, estaba desarrollando igualmente, como era obvio, una carrera de éxito. A Herodes le desagradaban los dos hermanos y se permitía el lujo de llamar­ los «troyanos», cosa que para un griego podía constituir una divertida bro­ ma privada. Pero los Quintilio alentaron a los enemigos de Herodes, y la hostilidad contra él fue a más en la ciudad de Atenas. Herodes presentó ante el procónsul un cargo de «conspiración para disponer a la gente en su contra». Pero sus adversarios, Demostrato, Praxágoras y Mamertino, ape­ laron a Marco. Según dice Filóstrato, esperaban que el emperador les fuera favorable, pues Marco sospechaba que Herodes había intrigado traicio-, neramente con Lucio contra él. Esta afirmación era, quizá, un tanto exa­ gerada. En aquel momento, el emperador se hallaba entre los pueblos de Panonia y tenía su cuartel general en Sirmio, mientras que Demostrato y sus amigos se alojaban cerca de la residencia imperial. Marco les proporcionaba suministros y solía preguntarles si necesitaban alguna cosa. En cualquier caso, estaba dis­ puesto a darles un trato de favor, y su esposa y su hija pequeña, que aún no sa­ bía hablar correctamente, le instaban a actuar así. Su hijita, en particular, so­ lía arrodillarse ante su padre e implorarle con muchos arrumacos para que preservara a los atenienses para ella.

La niña debía de ser Vibia Aurelia Sabina, la menor de los hijos de Marco y Faustina, según se desprende de una referencia posterior donde se dice que la hija tenía tres años.

Las guerras del norte Herodes se había llevado consigo a Sirmio a dos muchachas gemelas criadas por él desde su niñez (eran las hijas de su liberto Alcimedonte) y a quienes había hecho sus escanciadoras y cocineras. Poco antes de que se reuniera el tribunal murieron fulminadas por un rayo mientras dormían en la torre donde se alojaban Herodes y su séquito, en los suburbios de la ciudad. La pena sacó de quicio al emotivo Herodes, que al comparecer ante el emperador perdió su habitual elocuencia y atacó, en cambio, a Mar­ co violentamente. «¡Así se me recompensa mi hospitalidad con Lucio, a pesar de que fuiste tú quien me lo envió! ¡Ésas son las razones en que te ba­ sas para juzgarme; y me estás sacrificando por el antojo de una mujer y de una niña de tres años!». Baseo Rufo, el prefecto del Pretorio, pensó que de todo aquello sólo se podía extraer una conclusión: era obvio que Herodes deseaba morir. «Herodes respondió: “Amigo mío, los ancianos tienen mie­ do a pocas cosas” », y salió majestuosamente del tribunal sin consumir el tiempo que se le había asignado. Marco «no frunció el ceño ni alteró su ex­ presión», sino que dijo a la otra parte que expusiera su defensa, «“aunque Herodes no os lo autorice” ». Marco escuchó durante un rato sin exteriori­ zar sus sentimientos, pero, al final, aquel ataque contra Herodes le hizo llorar abiertamente. Sin embargo, el ataque no iba dirigido sólo contra la persona de Herodes, sino también contra sus libertos. Marco castigó a és­ tos, aunque con benignidad, y Alcimedonte fue perdonado debido a que la pérdida de sus hijas le había causado suficiente sufrimiento. Filóstrato no estaba absolutamente seguro de lo que ocurrió con Herodes, pero llega a la conclusión de que no había fundamento para sostener que hubiese sido desterrado. De hecho, después del juicio, residió una temporada en Órico, en el Epiro, ciudad que se había beneficiado de su generosidad; pero aque­ llo, dice Filóstrato, no era un destierro. Es probable que Marco aconsejara a Herodes vivir lejos de Atenas durante un tiempo.44 El biógrafo informa sobre varias medidas administrativas tomadas por Marco mientras estuvo ausente de Roma. Dio órdenes categóricas de que, durante su ausencia, los promotores más ri­ cos de espectáculos públicos se encargaran de los entretenimientos del pueblo romano, pues habían corrido rumores de que pretendía privarlo de sus pasa­ tiempos, tras haberse llevado a los gladiadores a la guerra, e inducirlo a prac­

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ticar la filosofía. D e hecho, había ordenado que los bailarines (pantomimi) ini­ ciaran sus representaciones nueve días después de lo habitual para no causar perturbaciones en la marcha de los asuntos. Se habló, según hemos mencio­ nado anteriormente, de los asuntos amorosos de su esposa con algunos baila­ rines, pero él la absolvió de aquellas acusaciones en sus cartas.

Al parecer, el efecto de la llamada a filas de los gladiadores fue, en realidad, un enorme incremento de los precios exigidos por los lanistae, los entrena­ dores y empresarios. Este aumento de los precios fue enormemente impo­ pular. Y tuvo, quizá, consecuencias trágicas — como efecto secundario— algunos años más tarde. Los supuestos devaneos amorosos de Faustina con amantes indeseables fueron tema de abundantes habladurías maliciosas. Se rumoreó también que sentía debilidad por los gladiadores. Su única oportunidad de ceder a tales caprichos debió de haberse dado a comienzos de la década del 170 y, en parte, es posible que Marco la llamara al frente junto con la menor de sus hijos para poner fin a las habladurías, al margen de lo que hubiera en ellas de verdad o de mentira.45 Cómodo se hallaba para entonces de vuelta en Roma, donde proseguía su educación bajo la supervisión de Pitolao y donde tenía, además, a varios parientes a su alcance, en especial a sus hermanas mayores y a los maridos de éstas — pues Fadila y Cornificia estaban ya casadas, probablemente, al igual que Annia Faustina— . El marido de Fadila era Plautio Quintilo, so­ brino de Lucio, y Cornificia había contraído matrimonio con Petronio Sura Mamertino, nieto del prefecto de la guardia de Pío y pariente de Frontón.46Durante este periodo, Galeno tuvo ocasión de demostrar sus co­ nocimientos médicos atendiendo al heredero legítimo. El tratamiento recetado por Galeno a Cómodo se consideró «suma­ mente notable», escribe Galeno, pero «en realidad, dista de serlo», añade éste con modestia. Tras salir de la palaestra (la escuela de lucha libre) «se sintió afectado por una fiebre muy cálida». Galeno le tomó el pulso y diag­ nosticó una inflamación. «Pitolao expresó su sorpresa por el hecho de que una inflamación de las amígdalas pudiera alterar el pulso del muchacho». Pero se demostró que así era. Galeno llegó a la conclusión de que las gár­ garas prescritas habían sido demasiado fuertes y recetó cambiarlas «por una disolución de miel y agua de rosas». Por la mañana del tercer día, la

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fiebre del muchacho había remitido casi del todo. Annia Fundania Fausti­ na, prima de Marco, que había ido a visitar a Cómodo, se sintió enorme­ mente impresionada por el éxito de Galeno y aprovechó la oportunidad para elogiarlo ante uno de sus rivales, miembro de la escuela médica deno­ minada de los «metódicos». En la misma obra, Sobre el pronóstico, Galeno cuenta la historia de cómo curó a Sexto Quintilio Condiano el joven. Esta mención al vivo interés demostrado por Pitolao y Claudio Severo, yerno de Marco, por la salud de Sexto constituye, por cierto, un nuevo recordatorio del gran favor de que gozaba en la corte la familia de los Quintilio. Es evi­ dente que, en el juicio celebrado en Sirmio, Herodes había tenido la suerte en contra.47 El biógrafo ofrece algunos atisbos más sobre otras resoluciones de Marco en asuntos públicos. Prohibió ir a caballo o en vehículo dentro de los límites de la ciudad; abolió los baños mixtos; reformó la moral de las mujeres casadas y los jóvenes nobles, que era cada vez más laxa, y separó los ritos sagrados de Sérapis de las cere­ monias populares de Pelusio. Se rumoreaba, por cierto, que algunas personas disfrazadas de fdósofos habían estado causando problemas al Estado y a los ciudadanos particulares, pero Marco rechazó esas acusaciones. Tenía por cos­ tumbre aplicar a todos los delitos sentencias más leves que las impuestas ha­ bitualmente por las leyes, aunque de vez en cuando se mostraba implacable con quienes eran claramente culpables de delitos graves. Juzgó personalmen­ te a hombres distinguidos por delitos capitales, y lo hizo con total justicia. En cierta ocasión reprendió a un pretor que había escuchado precipitadamente las peticiones de los acusados y le ordenó celebrar una revisión diciendo que, para los acusados, era cuestión de honor ser escuchados por quien juzgaba en nombre del pueblo. Marco actuó siempre con equidad, incluso en el trato dado a los prisioneros de guerra. Asentó a un número inmenso de extranjeros en suelo romano.

Este resumen misceláneo del biógrafo sobre la actividad del emperador en los años 169-175 concluye casi del todo con la breve mención a los dos mi­ lagros, expuesta a continuación.48 La temporada de campaña del año 175 trajo consigo un nuevo ataque contra los sármatas. Marco estaba decidido en ese momento a convertir en

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provincia su territorio y el de los marcomanos y los cuados. De hecho, se le atribuye el deseo de exterminar por completo a los sármatas. No está del todo claro hasta qué punto debemos tomarnos al pie de la letra esta afir­ mación (recogida en Casio Dión). Pero el territorio de los marcomanos ha­ bía sido ocupado ya parcialmente por un destacamento de soldados de la legión africana III Augusta, y es muy posible que Julio Pompilio Pisón ocupara una parte de las tierras de Sarmacia con sus fuerzas y sus poderes especiales. No obstante, es improbable que la campaña estuviera ya en marcha desde hacía varias semanas cuando a Marco le llegó la noticia de que Avidio Casio, gobernador de Siria y soberano en la práctica de todo el este por orden de Marco, había alzado la bandera de la rebelión y había sido reconocido como emperador en la mayoría de las provincias orienta­ les, incluido Egipto.49

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LOS Ú LTIM O S AÑO S

Las noticias de la rebelión llegaron a oídos de Marco como un rayo caído del cielo. Sin embargo, debería haber recibido alguna señal de aviso, por ejemplo a través del jefe de la Secretaría Griega, el ab epistulis Graecis. Du­ rante la guerra, este puesto estuvo ocupado durante un tiempo por un es­ pecialista en Platón llamado Alejandro, de quien Marco cuenta en las M e­ ditaciones que aprendió a «no decir a alguien muchas veces y sin necesidad o escribirle: “Estoy muy ocupado”, y no rechazar de este modo sistemáti­ camente las obligaciones que imponen las relaciones sociales, pretextando excesivas ocupaciones». Se dice que Alejandro murió en ese cargo. Sería injusto criticarlo. Quizá parezca un tanto sorprendente que Marco esco­ giera a un hombre como él, si tenemos en cuenta que para la Secretaría Conjunta, o Secretaría Latina, había elegido a hombres duros con un his­ torial militar, como Vario Clemente y Tarutieno Paterno. Se esperaba, sin duda, que la función de jefe de la Secretaría Griega en el momento de las guerras del norte consistiera en atender a asuntos más o menos pacíficos. En cualquier caso, conocemos a otras personas que ocuparon el puesto en este periodo. Uno de ellos, Ti. Claudio Vibiano Tertulo estuvo en el cargo del 172 al 175. También él fue ascendido, lo cual significa que no se le des­ cubrió ningún fallo. Otro, T. Ayo Sancto, fue nombrado más tarde profe­ sor de oratoria de Cómodo.1 Fuera cual fuese la causa, las noticias pillaron a Marco completamente desprevenido y le causaron una extraordinaria inquietud. La información le llegó en forma de despacho enviado por Marcio Vero, gobernador de Capadocia, que había mantenido su lealtad. La rebelión es un episodio su­ mamente desconcertante. Tanto Dión como el biógrafo afirman que Casio se proclamó emperador por deseo de Faustina. Con detalles más convin263

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ceníes, se explica que la emperatriz había esperado la muerte de Marco — «no abrigaba esperanzas respecto a la salud de su marido»— , o que, [...] viendo que su esposo había caído enfermo y esperando verlo morir en cualquier momento, temió que el imperio recayera en algún otro, pues C ó­ modo era joven y bastante ingenuo, y ella acabaría reducida a la condición de persona particular. Por tanto convenció en secreto a Casio para que tomara las medidas oportunas al objeto de que, si le sucedía algo a Antonino, se adue­ ñara de ella y del imperio. A sí, mientras lo estaba pensando, Casio recibió un mensaje donde se decía que Marco había muerto (en tales circunstancias, los rumores hacen que las cosas sean siempre peores de lo que realmente son). Enseguida, sin esperar confirmación, reivindicó para sí el imperio basándose en que había sido elegido por los soldados que se hallaban entonces en Pano­ nia. Y a pesar, de que se enteró de la verdad no mucho después, como ya había dado los primeros pasos, no alteró, sin embargo, su rumbo, sino que en poco tiempo tomó el control de toda la región al sur del Tauro e inició los prepara­ tivos para apoderarse del trono guerreando.

El biógrafo da un paso al frente para defender la reputación de Faustina en su biografía de Casio, ficticia en gran parte, pero su defensa queda empa­ ñada por las cartas falsas presentadas por él en apoyo de sus argumentos. Casio Dión y la fuente del biógrafo — Mario Máximo— para la versión contraria a Faustina recogida por él eran ambos jóvenes en el momento del suceso que describen y debemos concederles cierto crédito, aunque tene­ mos que admitir que muy pocas personas habrían tenido la oportunidad de conocer la verdad.2 No hay duda de que Marco no se encontraba bien, según cuenta el pro­ pio Dión. Había escrito ya al menos una parte de sus Meditaciones y la obra está llena de referencias a la proximidad de la muerte. Evidentemente, Marco no esperaba vivir mucho. Es difícil que Avidio Casio pudiera saber que su emperador había escrito poco antes sobre sí mismo en su cuaderno personal presentándose como «alguien que se halla en el umbral de la muer­ te», había pensado en el suicidio y, luego, había decidido con calma «aguardar la muerte con buena disposición». No obstante, la mala salud y la debilidad de Marco debieron de haber sido algo conocido por todos en general. Faustina estaba con Marco. Cómodo se hallaba en Roma. Si, efec­

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tivamente, Marco hubiese muerto cuando se pensaba, al ser Cómodo un muchacho de trece años que todavía no había tomado la toga viril, es evi­ dente que alguna otra persona habría tenido que asumir la función de pro­ tector suyo. Aunque no fuera un precedente probable, el propio Nerón era mayor (había cumplido casi los diecisiete) en el momento de la muerte de Claudio. Los días de los emperadores niños estaban aún por llegar. En el caso de que Marco hubiera fallecido en el año 175, había un hombre en me­ jor posición que cualquier otro: su yerno Tiberio Claudio Pompeyano, dos veces cónsul, marido de la Augusta más joven, popular entre los senadores y, al haber estado con Marco y con los ejércitos a lo largo de las cuatro cam­ pañas anteriores, muy conocido, al menos, para las fuerzas armadas más poderosas del imperio. Pero Faustina — y Lucila— sentían antipatía hacia Pompeyano. Avidio Casio era el único contrapeso a su alcance. N o hay ne­ cesidad de suponer ninguna relación personal entre la emperatriz y el ge­ neral rebelde. Pero Casio tenía, probablemente, la misma edad que Faus­ tina, quien muy bien podía haberlo conocido cuando ambos eran jóvenes. Al ser hijo de un intelectual griego que había alcanzado un rango elevado en el servicio imperial, Casio había gozado, sin duda, del favor de los círcu­ los cortesanos en la década del 150. Y Faustina volvió a encontrarse segu­ ramente con él al final de la guerra contra los partos, cuando su fama se ha­ llaba en la cima y ella se encontraba en Oriente.3 En cuanto las noticias llegaron al Senado, los senadores declararon a Casio enemigo público y ordenaron la confiscación de sus propiedades. Su posición no era fuerte, pero tampoco desesperada. Contaba con un gran número de seguidores en Siria, su tierra natal, y en amplias zonas del este, debido en parte a su origen regio y, en parte, a sus éxitos en las guerras de Partía y en la represión del levantamiento de los búcolos. Casio tenía por matrimonio vínculos poderosos con un grupo familiar sumamente rico y extenso de nobles licios a través de su yerno Claudio Drianciano. En cuan­ to a su poder real, podía contar, en el mejor de los casos, con siete legiones: sus tres propias de Siria, dos de Palestina, una de Arabia y otra de Egipto — pues Calvisio Estaciano, el amigo de Frontón (quien no podía «hallar suficientes elogios para él»), se había mostrado de acuerdo con Casio— . Es posible, por supuesto, que Estaciano tuviera pocas posibilidades de elec­ ción. Debemos recordar, sin embargo, que Casio había estado en Egipto el

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año 172 y que ambos podían haber tenido la oportunidad de especular con­ juntamente sobre una posible acción futura. Estaciano había ocupado el puesto de ab epistulis Latinis durante los primeros años del reinado y, por tanto, poseía quizá grandes conocimientos íntimos y valiosos sobre el com­ portamiento anterior de hombres cuyo apoyo podría buscarse. El hecho de que la familia de Estaciano se hallara, probablemente, con él debió de in­ crementar su libertad de acción. En cualquier caso, sí estaba con él su hijo Faustino, el mismo para quien Frontón, que «lo quería como a un hijo», había conseguido un destino militar en Germania Inferior unos quince años antes y que en ese momento ocupaba un puesto importante en la ad­ ministración egipcia como idiologus (administrador de las propiedades per­ sonales del emperador) en Alejandría.4 Para el 3 de mayo, fecha en que aparece datado un documento como «primer año» de su reinado, Casio era aceptado, sin duda, como empera­ dor en Egipto. Pero un papiro de Oxirrinco permite considerar probable que tenía la seguridad de contar con el apoyo de aquella provincia ya en abril, o incluso en marzo, y desde luego es posible que estuviera allí en per­ sona. El documento forma parte de una carta escrita el mes de Farmuti (que terminaba el 23 de abril) «del primer año». Su autor — identificado convincentemente como Casio— elogia la buena voluntad que se le había demostrado y anuncia su llegada «tras haber sido elegido emperador por los soldados más notables». Luego, continúa diciendo que, «al estar a pun­ to de acceder a la soberanía entre vosotros», deseaba poder iniciar sus actos de benevolencia favoreciendo a «mi ciudad paterna» — o, incluso, «mi pa­ tria»— . La ciudad en cuestión es Alejandría — pues al comienzo del papi­ ro se menciona a los alejandrinos, y es posible, efectivamente, que Casio hubiera nacido allí cuando su padre, Heliodoro, había acompañado a Adria­ no en el año 130 en el cargo de ab epistulis del emperador. Además, pasó probablemente varios años en Egipto cuando su padre era prefecto. Quizá Casio no había entrado aún en Egipto, pero no hay duda de que era una medida lógica hacer de aquel territorio su base de acción.5 Con Egipto en su poder, Casio controlaba el principal granero de Roma, y existía la posibilidad de ejercer chantaje económico. Sin embargo, no consiguió ganarse para su causa a Marcio Vero, su anterior asociado en la guerra contra los partos y gobernador de Capadocia. Vero debía de tener

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bajo su mando dos legiones, aunque ambas se hallaban probablemente mermadas por las exigencias del frente danubiano. Puede ser que Casio es­ perara al principio cierto apoyo de los ejércitos del Danubio, sobre todo si había en ellos legionarios del este; además, algunos hombres de las legiones del norte debieron de haber servido a sus órdenes contra los partos. Pero su estricta disciplina no le habría granjeado su cariño. En cualquier caso, no parece que dispusiera de ningún apoyo entre las provincias europeas. Se cuenta que Herodes Atico le envió una carta famosa por su brevedad. Con­ tenía tan sólo una palabra en griego: émanes («has enloquecido»).6 En Roma se desató el pánico. Se pensaba que Casio llegaría durante la ausencia de Marco y arrasaría la ciudad «como un tirano» en venganza por haber sido declarado enemigo público. Marco tomó medidas de inmediato. Vetio Sabiniano, que en aquel momento era gobernador de Panonia Infe­ rior, fue enviado con una fuerza especial «para proteger la ciudad» (ael tu ­ telam urbis). También llamó a Cómodo a su lado.7 Unos pocos meses antes, Cómodo había dado un paso hacia su ingreso en la vida pública. El 20 de enero del 175 había sido admitido en los colegios sacerdotales. Antes de su marcha a Panonia, cuando todavía llevaba la toga praetexta de la niñez, dis­ tribuyó donativos entre el pueblo en la Basílica de Trajano. El acontecimien­ to fue conmemorado en monedas que lo representan simbólicamente: Có­ modo, sentado, extiende la mano; la figura personificada de la Liberalidad está de pie ante él sosteniendo un abacus y unas cornucopiae , mientras un ciudadano alarga un pliegue de su toga para recoger las monedas que caen; detrás de Cómodo aparece de pie un personaje que podría ser el prefecto de la ciudad (en aquel momento, probablemente, T. Vitrasio Polión, marido de la prima del emperador). El motivo de esta entrega de donativos no fue tanto la conmemoración del ingreso del joven príncipe en las corporaciones sacerdotales cuanto la celebración anticipada de su toma de la toga virilis. Marco había decidido que el acto se realizara enseguida en el frente, en vez de esperar a la fecha tradicional, los Liberalia del 17 de marzo. Así, la con­ cesión de obsequios al pueblo tuvo lugar, probablemente, a raíz de que Marco lo llamara a su lado y antes de la partida de Cómodo. Los donativos fueron, en cualquier caso, un seguro útil para garantizarse el apoyo entre la voluble población de Roma. Al mismo tiempo, las monedas proclamaron con cierta preocupación la lealtad y unidad de los ejércitos.8

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Marco intentó en un primer momento mantener en secreto las noticias referentes al levantamiento, pero cuando ya no pudo seguir ocultándolas al ejército — «los soldados se hallaban considerablemente alterados por el ru­ mor e hicieron correr muchas habladurías»— pronunció un discurso ante ellos, informa Dión. Como Dión había tenido la posibilidad de saber algo por propia experiencia o por referencias de testigos oculares sobre los acon­ tecimientos del 175, es posible que en su versión haya algunos ecos del dis­ curso pronunciado realmente por el emperador. «Camaradas soldados, si me he presentado ante vosotros no es para ex­ presar enfado, sino para lamentar mi suerte. Pues, ¿cómo iba a enfadarme contra la divinidad, dueña de todo poder? ». A continuación lamentaba los horrores de la guerra y los aún mayores de una guerra civil, y el descubri­ miento de la deslealtad «de un amigo queridísimo». Esta última expresión puede ser técnicamente exacta. Es muy posible que Casio fuera uno de los cooptados al sacerdocio de los sodales Veriani, ex amicissimis. Luego, dijo — prosigue Dión— que si el peligro hubiese afectado únicamente a su per­ sona, habría estado dispuesto a plantear al ejército o al Senado la elección entre él y Casio, y le habría cedido gustoso el imperio sin luchar, «si parecía que esa decisión iba a contribuir al bien común, pues si sigo esforzándome y soportando peligros y si he pasado tanto tiempo aquí, fuera de Italia, a pe­ sar de ser ya viejo y débil e incapaz de comer sin dolor o de tener un sueño tranquilo, es por el bien común».9 El discurso suena a auténtico. N o obs­ tante, podríamos preguntarnos qué había entre Marco y Casio que alguno de los dos pudiera considerar susceptible de un debate público. Sólo podría haber sido la cuestión de la guerra o la paz. Según anota el biógrafo, entre los consejeros del emperador había un grupo partidario de la paz reticente a seguir guerreando. En las provincias orientales debía de existir para en­ tonces una considerable oposición a continuar con la actividad bélica. Es muy posible que Casio lograra apoyos prometiendo acabar de manera defi­ nitiva con la guerra contra unos bárbaros del norte a quienes el imperio oriental les resultaba indiferente, una guerra que sólo podía parecer impro­ ductiva y que constituía una auténtica sangría para los recursos de aquellas provincias. Marco seguía empeñado en expandir el imperio hacia el norte. El discurso de Marco continuó, según Dión, con un llamamiento a la lealtad y al espíritu de lucha de los ejércitos danubianos. Las fuerzas arma­

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das orientales de Casio eran numéricamente más reducidas que las suyas, dijo Marco, pero aunque las hubieran superado en miles de hombres, nun­ ca habían sido ni llegarían a ser mejores. Les recordó que el leal Marcio Vero había cosechado contra los partos tantos éxitos como Casio, si no más. Era probable que Casio cambiara de opinión cuando oyese que él (Marco) seguía vivo. Pero, fuera como fuese, esperaba que no se suicidara o fuera muerto al saber que iba a su encuentro, pues eso le arrebataría (a Marco) la oportunidad de dar un ejemplo de compasión, «pues no hay duda de que la bondad no ha perecido del todo entre los seres humanos, sino que per­ dura un fragmento de la antigua virtud». Marco escribió al Senado en tér­ minos similares, «sin dirigir ningún improperio contra Casio, fuera de re­ ferirse constantemente a él con el calificativo de ingrato. Y tampoco Casio dijo o escribió nada insultante contra Marco».10 El biógrafo de Casio incluye en su texto farragoso y nada convincente la afirmación de que, al principio, cuando todavía creía, o deseaba creer que el emperador había muerto, Casio había proclamado la apoteosis de Marco. Pero la tentación del biógrafo de insertar en otros puntos «pruebas documentales» a fin de rellenar su escasa información era demasiado gran­ de, por lo cual presentó «cartas de Casio» que recogen comentarios desde­ ñosos sobre Marco. Se trata de testimonios totalmente carentes de valor. Es evidente que éste se hallaba en una posición mucho más fuerte que Casio. Los ejércitos del Rin y el Danubio disponían en ese momento de una fuer­ za conjunta de dieciséis legiones, y sumándoles Britania, Hispania y N u­ midia, Marco podía contar con otras cinco, por no mencionar el cuerpo de élite de la guardia pretoriana. Por otro lado, sus soldados estaban, quizá, cansados de combatir y sólo podría haberse llevado consigo una parte de los mismos." Cómodo salió de Roma el 19 de mayo. No pudo haber tardado mucho más de dos o tres semanas, como máximo, en encontrarse con su padre en Sirmio. Es obvio que la ceremonia del tirocinium fo ri no se celebró de in­ mediato. Había que escoger un día adecuado. La elección recayó en el 7 de julio — «las nonas de julio, día en que Rómulo desapareció de la tierra»— . Cómodo ingresaba así en las filas de los cives Romani bajo la protección del fundador de Roma. Marco confió su hijo al ejército. Al mismo tiempo, Có­ modo pasó a ser princeps iuventutis, jefe de los caballeros — y de ese modo

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quedó proclamada también públicamente su posición de heredero legíti­ mo— . La ceremonia sirvió para demostrar ante Casio y ante Roma que, a fin de cuentas, Cómodo estaba listo para asumir la púrpura en caso de que Marco falleciera.12 La noticia de que Marco se enfrentaba a una guerra civil en el este in­ dujo a varias tribus bárbaras a ofrecerle ayuda. Marco declinó la oferta de­ clarando que «los bárbaros no deberían tener conocimiento de ningún problema surgido entre los romanos». Durante los preparativos para la marcha le llegaron noticias de que Casio había muerto acuchillado por un centurión llamado Antonio tras «un sueño imperial que duró tres meses y seis días». Su cabeza fue enviada a Marco, quien se negó a verla y ordenó enterrarla. Marcio Vero había tomado el control de Siria. Uno de sus pri­ meros actos fue quemar la correspondencia de Casio, que contenía, sin duda, material que podía incriminar a muchas personas de alto rango (so­ bre todo, quizá, a Faustina).’3 A pesar de la brusca caída de su adversario, Marco seguía pensando que necesitaba personarse en el este para inspeccionar las provincias orien­ tales e intentar restablecer su lealtad a la dinastía. Por tanto, era necesario concertar una paz con los yáziges. Al parecer, la paz se firmó tras la muer­ te de Casio, pues está documentado que las noticias de su fallecimiento lle­ garon a conocimiento de Marco «al mismo tiempo que las de un gran nú­ mero de victorias sobre distintos bárbaros». El 28 de julio, Marco fue reconocido una vez más como emperador en Egipto. Fue probablemente en julio o en agosto cuando recibió el título de Sarmaticus, «conquistador de los sármatas», y la octava salutación como imperator. Sin embargo, cu­ riosamente, se informa de que debido a su alarma hizo las paces con el ene­ migo sin consultar al Senado acerca de las condiciones, cosa sumamente excepcional en él.'4 Casio Dión escribió: Los yáziges fueron derrotados y aceptaron un acuerdo. E l propio Zántico se presentó como suplicante. Anteriorm ente habían encarcelado a Banadaspo, su segundo rey, por haber hecho propuestas de acercamiento a Marco, pero ahora todos sus dirigentes acudieron junto con Zántico y aceptaron las mis­ mas condiciones que se habían ofrecido a los cuados y los marcomanos, ex­

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cepto la exigencia de vivir a una distancia del Danubio dos veces mayor. E n realidad, el emperador había querido exterminarlos por completo. E ra obvio que, en aquel momento, seguían siendo fuertes y habrían causado grandes daños a los romanos, pues hicieron entrega de 100.000 cautivos que se halla­ ban aún en su poder, incluso después de los muchos que habían sido vendi­ dos, habían muerto o se habían fugado; y también porque proporcionaron de inmediato como aportación a la alianza 8.000 jinetes, 5.500 de los cuales fue­ ron enviados por Marco a Britania.'5

Aunque es obvio que el envío de los sármatas a Britania era una medida oportuna para alejarlos de su patria y situarlos en un lugar donde no resul­ tasen peligrosos, el mero hecho de que la guarnición de esta provincia, que ya era enorme, fuera reforzada con un contingente de soldados (la mayo­ ría, probablemente, de caballería) equivalente numéricamente a una le­ gión o a once cohortes auxiliares, oalae, debe de indicar que los problemas que habían comenzado en Britania en el año 162 no habían cesado todavía. En ese momento, el gobernador era probablemente Q. Antistio Advento, a quien iba a suceder pronto Cerelio, veteranos ambos de las guerras da­ nubianas. Otras partes del imperio se hallaban también en estado de agitación. Aufidio Victorino y Vehilio Grato Juliano habían solucionado, evidentemente, la invasión de la Bética por los moros — tras volver de Es­ paña, Juliano había ocupado otros dos cargos antes de que se concertara la paz en el Danubio en el año 175— . Pero en Hispania iban a surgir más problemas.'6 También se había corrido peligro en el norte de las Galias: disturbios de naturaleza desconocida entre los sécuanos, en el Jura, y una invasión de Bélgica, probablemente cerca de la costa, por parte de la tribu germana de los caucos, procedentes del mar del Norte, que fueron rechazados por D i­ dio Juliano, gobernador de Bélgica, mediante levas locales realizadas a toda prisa. Didio fue cónsul en el año 175 a los cuarenta y dos años, una edad nada temprana para alguien que había sido criado durante un tiem­ po por Domicia Lucila, la madre del emperador. Luego, fue gobernador de Dalmacia, que para entonces no era ya una provincia de primera im­ portancia; no obstante, tuvo que combatir en varias ocasiones para repri­ mir el bandolerismo en las agrestes comarcas del interior. El colega de Ju-

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liano en el consulado fue Helvio Pértinax, que en ese momento tenía cua­ renta y nueve años y se hallaba en la cúspide de su poder. Marco se había sentido extraordinariamente impresionado por aquel hijo de un liberto originario de Liguria, que en el pasado había intentado hacer carrera como centurión. Una vez que su valía se puso de manifiesto después de que Pompeyano lo librara de la ignominia, su carrera fue viento en popa. Se­ gún su biógrafo, Mario Máximo preservó un encomio pronunciado por Marco en su honor con motivo de su nombramiento como cónsul. El dis­ curso relataba «todo lo que había hecho y sufrido». Algunos, no obstante, expresaron su disgusto por que un hombre de su origen obtuviera lasfasces (aunque, en realidad, no acudió a Roma para cumplir con las obligaciones de su cargo, y no entró en el edificio del Senado hasta unos diez años des­ pués de haber sido nombrado senador). Se citó un verso de Eurípides: «Esto es lo que nos imponen las desdichas de la guerra». Marco, sin em­ bargo, lo eligió en calidad de comes para que le acompañara al este.'7 Otro oficial elegido para acompañar a Marco fue M. Valerio Maximia­ no, a quien, con el rango de procurador, se puso al mando de una fuerza es­ pecial de marcomanos, cuados y naristas — estos últimos eran el pueblo a cuyo jefe había dado muerte en combate no mucho antes— «para castigar el levantamiento de Oriente». Esta denominación de la sublevación de Ca­ sio, revelada por la inscripción en honor de Maximiano en Diana Vetera­ norum, parece indicar que, realmente, se había producido una amplia re­ belión. A primera vista, la información del traslado de tropas marcomanas y de otros pueblos bárbaros al este parece contradecir la afirmación de Dión de que Marco rechazó ofertas de ayuda de los bárbaros. Pero es pro­ bable que los marcomanos y sus vecinos no ofrecieran esa ayuda. Quienes, tal vez, lo hicieron fueron tribus aliadas de Roma por propia elección, como los astingos y los lacringes. Los marcomanos y otros mencionados aquí suministraban hombres, al igual que los sármatas, en función de las condiciones de un acuerdo dictado por Roma, aportando tanto rehenes como otro tipo de personas.18 Marco partió, probablemente, para las provincias orientales acompa­ ñado por Faustina y Cómodo y otros miembros de la familia antes de aca­ bar el mes de julio del 175. Entre los oficiales del séquito iban también, ade­ más de Pértinax y Valerio Maximiano, los hermanos Quintilio. Su lugar de

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origen se hallaba en la Tróade y, por lo tanto, debían de estar familiariza­ dos con Asia Menor. Entretanto, sus hijos se habían quedado en el Danu­ bio ocupando los puestos clave de gobernadores de las dos provincias panónicas. Arrio Antonino, amigo y compatriota de Frontón, pues había nacido en Cirta, iba a sustituir a Marcio Vero en Capadocia y es posible que marchara por delante. Baseo Rufo, el prefecto de la guardia, se hallaría también a la espera con una numerosa fuerza de pretorianos. La primera parte del viaje se realizó, probablemente, en barco bajando por el Sava has­ ta Singiduno y continuando luego aguas abajo del Danubio, hasta llegar, tal vez, a Novas, antes de tomar la carretera hacia el sur, que entraba en Tracia atravesando los Balcanes, y seguir hasta Bizancio. Claudio Pompe­ yano se quedó, quizá, durante un tiempo en la zona del bajo Danubio.19 Tras cruzar hasta el interior Bitinia, la ruta de Marco parece haber continuado a través de Anatolia Central, primero en dirección al este, qui­ zá hasta Ancira, y luego al sudeste, hacia las montañas del Tauro. Poco después de Tiana, en Capadocia, Faustina falleció en un pueblo llamado Halala. Casio Dión aprovecha la ocasión para exponer diversas insinuacio­ nes sobre la causa de su muerte. Se habla de suicidio para evitar el castigo por haber llegado a un «acuerdo» con Casio. La historia no es verificable, pero, dado el carácter de Marco y su actitud con Faustina, parece improba­ ble. La esperanza de vida de una mujer de la Antigüedad, aunque perte­ neciera a las clases más elevadas, era escasa. Faustina había dado a luz al menos a catorce hijos y tenía cuarenta y cinco años. Dión ofrece, al menos, otra explicación: la gota. Es posible, incluso, que volviera a estar encinta y que en esta ocasión sucumbiese al embarazo. En un pasaje del libro 9 de las Meditaciones, que parece aludir a la sublevación de Casio, Marco, que, como en tantas ocasiones, se prepara para la muerte, escribe: «Al igual que tú aguardas el momento en que salga del vientre de tu mujer el recién na­ cido, así también aguarda la hora en que tu alma se desprenderá de esa en­ voltura». Fuera cual fuese la causa, el largo viaje no pudo haber contribuido mucho a la salud de la emperatriz — para entonces se hallaban, probable­ mente, en pleno invierno— y, en cualquier caso, Faustina vivía con el ejér­ cito por lo menos desde el verano anterior. Fue deificada por el Senado, y Marco cambió el nombre de Halala, lugar de su muerte, por el de «Faustinópolis». Se acuñaron numerosas monedas en su memoria y se tomaron

Marco Aurelio diversas medidas más para conmemorarla. Marco conocía, sin duda, al menos algunas de las habladurías que corrían sobre su esposa y, al parecer, adoptó varias disposiciones para defender su reputación. Y , ciertamente, se sintió muy afligido por su muerte, según refiere el mismo Dión.20 A raíz de esta pérdida tuvo ocasión de escribir al Senado sobre el trato que debía darse a quienes habían apoyado a Casio. Uno de los hijos de Ca­ sio, Meciano, había sido asesinado poco después de finalizar el levanta­ miento. El otro, Heliodoro, fue desterrado. A su hija, Alejandría, y su yer­ no, Drianciano, se les concedió libertad de movimiento y fueron «puestos bajo la protección de su tío político», probablemente el adinerado senador licio Claudio Ticiano. En su nota al Senado, Marco insistió con gran vigor en que quería mantener su reinado «sin manchas de sangre de senadores». Dión sitúa esta demanda inmediatamente después de la muerte de Fausti­ na y añade, un tanto enigmáticamente: «Como si sólo por ese medio pu­ diese obtener algún consuelo tras haberla perdido». En realidad, este prin­ cipio se había implantado más de un siglo antes, probablemente gracias a los esfuerzos de los senadores estoicos Helvidio Prisco y Junio Máurico; y Nerva y sus sucesores, y es posible que hasta los Flavios, formularan el ju­ ramento de no condenar a muerte a ningún senador en el momento de su acceso al trono. Marco debió de haber temido que este principio corriera peligro en aquel momento. También se tomó una medida práctica en for­ ma de decreto por el que se prohibía que una persona fuera gobernador de su provincia de origen, pues era algo que había tenido un efecto dañino so­ bre Casio.21 Es probable que fuera por esas mismas fechas cuando Marco recibió una carta de Herodes Ático en la que preguntaba «por qué el emperador ya no le escribía, a pesar de que en el pasado lo había hecho tan a menudo que en cierta ocasión habían llegado a su casa tres carteros en un día». Mar­ co le respondió entonces, informa Filóstrato, «largo y tendido y sobre va­ rios temas, infundiendo en todo lo que escribió una maravillosa cortesía». Filóstrato cita luego una parte de la carta, que comenzaba así: «Saludos, querido Herodes». A continuación, tras hablarle de los cuarteles militares de invierno en que se hallaba, lamentar la pérdida de su mujer, reciente­ mente fallecida, y hacerle algunos comentarios sobre su propia mala salud, continuaba así:

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En cuanto a ti, te deseo que goces de buena salud y me consideres bien dis­ puesto para contigo. Y no deberías pensar que has sido tratado injustamente si he castigado a algunos miembros de tu casa con la mayor lenidad posible tras haber descubierto sus delitos. Por tanto, no estés resentido conmigo por ello. Pero si te he dañado de alguna manera o si todavía lo hago, exígeme una recompensa en el templo de Atenea de tu ciudad durante la celebración de los misterios, pues cuando la guerra ardía con la máxima furia hice la promesa de ser iniciado también yo, y me gustaría que fueses tú quien me iniciara.22

Desde Halala, Marco debió de haber marchado hacia el sur a través de las Puertas de Cilicia, de donde pasó a Tarso, ciudad en la que se detuvo para escuchar al joven prodigio llamado Hermógenes, un sofista de quince años que deleitó a Marco con su conversación formal y lo asombró improvisan­ do una declamación. El emperador lo recompensó con espléndidos rega­ los. Marco se hallaba ahora cerca de Siria, la sede de la sublevación contra él. Al parecer, evitó Antioquía, la principal ciudad de la provincia, donde Casio había vivido durante nueve años como gobernador. Tampoco quiso visitar Cirro, localidad natal de Casio. Por tanto, es posible que navegara desde Cilicia hasta un puerto más al sur. En cualquier caso, su destino era Egipto. En su viaje a través de Palestina hizo comentarios desfavorables sobre su gente. En más de una ocasión le pareció que su conducta era desordenada y que su despreocupación por la higiene constituía una au­ téntica molestia, dice Aniano, añadiendo que Marco exclamó refunfuñan­ do: «¡Oh, marcomanos, cuados y sármatas, por fin he encontrado a un pueblo más excitable que vosotros!».23 En el Talmud se ha conservado una tradición muy distinta sobre el contacto de Marco con los judíos. Según se dice en él, un emperador roma­ no denominado «Antonino, hijo de Asvero» mantuvo una estrecha rela­ ción con el famoso rabino Judá I. El legendario maestro judío inició sus funciones de patriarca en el año 175 y es probable que hubiera buscado y obtenido una audiencia con el emperador durante el viaje de éste hacia el sur a través de Palestina a comienzos del 176. En el Talmud, el patriarca y el emperador se presentan como amigos de toda la vida que se habían co­ nocido desde la infancia y habían mantenido una larga correspondencia en la que analizaban cuestiones como la de la naturaleza del alma. La idea de

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mantener un debate filosófico con el hombre más erudito de Palestina ca­ saría bien con el carácter de Marco y con la información sobre su visita a las provincias orientales — donde «dejó a su paso muchas huellas de su filoso­ fía»— . Por tanto, aunque muchos de los detalles del Talmud sean ficticios, podrían encerrar algún núcleo de verdad.24 N o se ha registrado la fecha de la entrada de Marco en Egipto. No hay duda de que una avanzadilla de tropas leales habría marchado allí bastan­ te antes de su llegada. El castigo impuesto al prefecto Calvisio Estaciano fue muy leve — se limitó al destierro a una isla y, además, se quemaron las actas del caso— . Sus cómplices salieron libres de la cárcel, y a pesar de la ferviente adhesión de Alejandría a la causa de Casio, Marco trató a la ciu­ dad con moderación. «Mientras estuvo en Egipto se comportó como un ciudadano particular y como un filósofo en todas las escuelas y templos y, en realidad, en todas partes». Parece ser que fue durante su estancia en Alejandría cuando «llevó a cabo numerosas negociaciones y ratificó la paz con todos los reyes y embajadores de los persas (es decir, los partos) que ha­ bían acudido a reunirse con él».25 En la primavera salió de Egipto para recorrer las provincias de Asia, dejando en Alejandría a una de sus hijas, quizá como prenda de su perdón. No sabemos si marchó a Siria por tierra atravesando de nuevo Palestina. Podría haber viajado por mar desde Alejandría hasta la desembocadura del Orontes. No obstante, parece claro que volvió a ir a Siria, pues el biógrafo observa que, en definitiva, acabó visitando Antioquía, a pesar de que antes había evitado la ciudad. El viaje de vuelta siguió, como es natural, una ruta diferente, pues iba rumbo a Roma. Su última parada en Asia parece haber sido la ciudad de Esmirna, donde permaneció durante algún tiempo. Fi­ lóstrato cuenta la historia de su encuentro allí con Elio Aristides, quien, para sorpresa de Marco, dejó pasar tres días sin hacerle una visita. Los her­ manos Quintilio dispusieron las cosas para que acudiera al día siguiente y él les explicó que había estado sumido en una meditación tan profunda que no se había podido permitir ninguna interrupción. A Marco le agradó aquella respuesta y preguntó cuándo podría escuchar una declamación del gran orador. «Proponme hoy un tema, y mañana me oirás hablar», fue su contestación. Aristides explicó que no era uno de esos oradores que impro­ visaban «vomitando sus discursos». Pidió al emperador que permitiera a

Los últimos años sus alumnos estar también presentes en la audiencia, solicitud a la que Mar­ co accedió, pues se trataba «de algo democrático». Aristides pidió entonces que se autorizara a sus discípulos a gritar y aplaudir todo lo fuerte que pu­ dieran. «El emperador sonrió y respondió: “Eso depende de ti” ».26 Desde Esmirna, Marco y Cómodo navegaron hasta Atenas juntó con su séquito en su viaje de vuelta a Roma. Marco debía de tener numerosos motivos para visitar la capital intelectual del imperio, la patria de la filoso­ fía — incluida la suya, el estoicismo— y de todas las artes liberales; y, por supuesto, deseaba ser iniciado. Los misterios de Deméter y Perséfone se ce­ lebraban en Eleusis cada mes de septiembre. Marco y Cómodo fueron de­ bidamente iniciados. No hay testimonio de que Herodes tomara parte en la ceremonia, aunque es probable que se hallase presente. El hierofante de Marco y Cómodo fue un tal Julio; y el sacerdote, el mismo L. Memio que había iniciado a Lucio catorce años antes. El biógrafo menciona la inicia­ ción de Marco y afirma que la llevó a cabo «para demostrar su inocencia» — requisito esencial para ser admitido— «y entró en el santuario sin nin­ guna compañía».27 Es posible que en el momento mismo del ingreso de Marco en este an­ tiguo culto se le invitara a considerar los méritos de una religión más re­ ciente. Un cristiano llamado Atenágoras, a quien se describe como «filóso­ fo cristiano originario de Atenas», compuso una defensa de la fe que dirigió a «los emperadores Marco Aurelio Antonino y Lucio Aurelio Cómodo, conquistadores de Armenia, [Media, Partía, Germania,] Sarmacia y, sobre todo, de los filósofos». La última frase recuerda la Apología de Justino, y el título imperial corresponde claramente a una fecha posterior al verano del 175. Además, como alude a la profunda paz de que disfrutaba el mundo entero, es difícil que pudiera haberla escrito después de mediados del 178. Parece cierto que el autor esperaba obtener una audiencia personal, pues interpela directamente a Marco y a Cómodo. Como había demostrado que las acusaciones de ateísmo, canibalismo e incesto eran totalmente falsas y que, muy al contrario, los cristianos eran temerosos de Dios, razonables y de buena conducta, «vosotros, que sois en todos los sentidos buenos, mo­ derados, benefactores y dignos de ser reyes por naturaleza y por educación, mostrad vuestra anuencia con un soberano gesto de vuestras cabezas». Pero, por lo visto, no se le concedió acceder a su presencia.28

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No hay duda de que fueron muchos quienes intentaron tener una au­ diencia con Marco en Atenas. La biografía de Herodes escrita por Filós­ trato constituye una prueba suficiente de que el emperador se había visto ya obligado a interesarse por los asuntos atenienses. Este testimonio se com­ plementa con una enorme placa de mármol en la que aparece inscrito el texto de un edicto hecho público tras el juicio celebrado en Sirmio, en el que cual dictó normas sobre todo un conjunto de cuestiones (incluidas las relacionadas con Herodes). «Pienso que ha quedado suficientemente claro el gran entusiasmo que siento por la gloria de Atenas para que pueda seguir en posesión de su antigua majestad», escribe en cierto momento. Cerca del final del edicto, Marco añade su esperanza personal de que «He­ rodes, con su famoso entusiasmo por la educación, comparta en el futuro, junto con los atenienses, el disfrute de sus festejos tanto religiosos como profanos». Como las causas del conflicto habían quedado eliminadas, « ¿no les sería posible amar a mi querido Herodes, que es también suyo? ». Mar­ co añadía la explicación de que este último comentario era una posdata: «En realidad, se me ocurrió después de que todas esas órdenes hubieran sido expuestas en griego... Lo añadí porque había sido omitido en mi de­ claración formal; aunque podía deducirse de mi veredicto... requería algu­ na aclaración adicional».29 Casio Dión registra un acto importante de Marco en Atenas. «Otorgó honores a los atenienses, nombró en Atenas profesores de todas las disci­ plinas académicas en beneficio de la humanidad y les concedió un salario anual». Filóstrato refiere que Marco pidió consejo a Herodes para varios nombramientos, en concreto para las cuatro cátedras de filosofía destina­ das a un platónico, un aristotélico, un estoico y un epicúreo. Pero nombró por propia iniciativa a una persona, Teódoto, para una cátedra de retórica. Aquel hombre había participado en la «conspiración» contra Herodes, por lo que el consejo de éste habría estado muy condicionado. Filóstrato men­ ciona en un pasaje distinto a otro profesor de retórica en la Atenas de la época, Adriano de Tiro, discípulo de Herodes. Adriano había sido nom­ brado para su cátedra por Marco antes de llegar a Atenas en función, úni­ camente, de su fama. «El consular Severo» (quien debía de ser el yerno de Marco Cn. Claudio Severo) había formulado algunas críticas duras acerca del estilo de Adriano, por lo que Marco acudió a escucharlo personalmen­

Los últimos años te; Adriano iba a hablar sobre un tema planteado por el emperador. Mar­ co se sintió impresionado, y el sofista recibió varios regalos y privilegios. L a crítica de Claudio Severo había sido hecha, probablemente, con ánimo amistoso, pues era el patrono de Adriano y ambos habían asistido conjun­ tamente a las demostraciones anatómicas de Galeno en Roma hacía unos doce años o más, acompañados por Vetuleno Cívica Bárbaro y otros perso­ najes distinguidos que tenían inclinaciones intelectuales.30 Marco, que había vuelto a Roma a finales de otoño, pronunció un dis­ curso ante el pueblo. Se refirió a sus numerosos años de ausencia, y algunos de los oyentes exclamaron: «Ocho» (es decir, del 169 al 176, inclusive), y le­ vantaron cuatro dedos de cada mano — para indicar que se les debían dar ocho piezas de oro— . Marco sonrió y dijo: «Ocho»; y la gente recibió más tarde esa suma. Se hicieron preparativos para la celebración del triunfo.3' Marco estaba decidido a que Cómodo participara en él acompañándolo, y así, el 27 de noviembre, el joven príncipe, que hasta entonces no había de­ sempeñado ningún otro cargo oficial, recibió el imperium, que le otorgó el rango necesario. Al mismo tiempo, Marco pidió que se le excusara de cum­ plir con lo previsto por la lex annalis, que determinaba la edad mínima para desempeñar las magistraturas. Como es obvio, hacía algunos meses — pro­ bablemente, desde la primavera anterior— que se pensaba en que Cómo­ do debía desempeñar el consulado en enero del 177. Aquel mes, Cómodo cumplió quince años, menos, incluso, que los que tenía Nerón en su primer consulado, en el año 55 d. C.; de hecho fue el cónsul más joven que habían tenido los romanos hasta entonces. Su colega iba a ser su cuñado, el mari­ do de Fadila y sobrino de Lucio, M. Peduceo Plautio Quintilo.32 La madre de Quintilo, Ceyonia Fabia, intentó, al parecer, en ese mo­ mento interesar a Marco por un segundo matrimonio — con ella misma— . Pero Marco rechazó las propuestas de su antigua prometida. No estaba dispuesto a casarse de nuevo y «dar una madrastra a tantos hijos», comen­ ta el biógrafo. En cambio, tomó una amante, la hija de uno de los adminis­ tradores de Faustina. Se desconoce su nombre. Pío había hecho otro tanto tras la muerte de su esposa. En realidad, la excusa no era muy verosímil, si es que se planteó. Sólo dos de los hijos supervivientes: Cómodo y Vibia A u­ relia Sabina, los más jóvenes, estaban aún solteros. Para entonces, Lucila había dado a luz a un hijo de su matrimonio con Pompeyano, o estaba a

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punto de hacerlo. El niño sobrevivió y llegó a ser cónsul en el año 209, cuando aparece registrado con los nombres de Aurelio Cómodo Pompeya­ no. Lucila había tenido tres hijos de su matrimonio con Lucio, pero dos, un niño y una niña, habían muerto en la infancia. La tercera, una hija cuyos nombres se desconocen, fue prometida más tarde a su hermanastro, un hijo de Pompeyano nacido de un matrimonio anterior.33 Marco cayó enfermo probablemente no mucho después de su regreso a Roma y fue tratado por Galeno. El gran doctor describe la cura en su obra Sobre el pronóstico y la califica de «auténticamente notable». El propio Mar­ co y los médicos que habían estado con él durante la campaña creían que se trataba de un violento ataque de fiebre, pero, según se demostró, estaban equivocados. «Había tomado una dosis de áloe amargo el día anterior a la primera hora y, luego, teriaca, como solía hacer a diario, hacia la hora sex­ ta. Luego se bañó a la puesta del sol y comió un poco, y seguidamente tuvo dolores cólicos y diarrea, lo cual le hizo febricitar». Sus médicos lo vierori al amanecer y aconsejaron reposo; luego, a la hora novena, le dieron un puré espeso o unas gachas. «Aunque me llamaron a continuación para que fuera a dormir a palacio, cuando acababan de encender las lámparas vino a buscarme alguien enviado por el emperador». Tres médicos más habían examinado ya a Marco al amanecer y a la hora octava y estaban de acuerdo en que los síntomas indicaban el inicio de una enfermedad. Galeno guardó silencio, para sorpresa del emperador, y se le preguntó por qué no le toma­ ba también él el pulso. Galeno explicó que como los otros médicos habían estado con él en campaña se hallaban en mejores condiciones para diag­ nosticarlo. No obstante, cuando se le pidió que lo hiciera, Galeno tomó el pulso a Marco y declaró que no tenía fiebre, sino una mera descomposición estomacal. A Marco le agradó el diagnóstico y lo elogió tres veces con estas palabras: «¡Eso es! ¡Es exactamente lo que yo os había dicho! Siento como si notase el peso de una comida bastante fría». La prescripción normal se­ ría vino con pimienta, dijo Galeno, pero «para quienes sois reyes, como los médicos están acostumbrados a utilizar los remedios más seguros, basta con aplicar en el recto un parche de lana escarlata untada con ungüento ca­ liente de nardo». Marco replicó que ése era su remedio habitual y pidió a Pitolao que se lo aplicara. Luego, hizo que unos masajistas le frotaran los pies, «mandó traer vino de la región Sabina, lo espolvoreó con pimienta y

Los últimos años lo bebió, después de lo cual dijo a Pitolao: “Tenemos un médico, y es un hombre libre” ». A partir de entonces, Marco se refería a Galeno calificán­ dolo de «primero entre los físicos y único entre los filósofos».34 El triunfo se celebró el 23 de diciembre. Sólo ha quedado registrado un detalle. Marco cabalgó en el Circo Flaminio al lado del carro triunfal donde iba sentado su hijo. Lo hizo para honrar a los espectadores, y es de suponer que Cómodo tuvo que ir en el carruaje para controlar los caba­ llos. Sin embargo, es evidente que algunos consideraron aquella escena bastante llamativa. El mes anterior, el Senado había ofrecido por vota­ ción a Marco un arco triunfal en honor de sus victorias, «pues, superan­ do todas las glorias de los mayores imperatores que le habían precedido, y tras haber aniquilado o sometido a los pueblos más belicosos» — pero el documento se interrumpe al llegar aquí— . El propio arco no ha sobrevi­ vido, aunque al parecer sí lo han hecho algunos de los relieves que lo adornaban. (Es posible que fuera también entonces cuando el Senado votó la erección de la columna en conmemoración de sus hazañas). Se acuñaron monedas en honor del triunfo — De Germanis, De Sarmatis— . Miembros del equipo de Marco fueron condecorados por el papel que ha­ bían representado. Están documentadas, por ejemplo, las condecoracio­ nes otorgadas a Baseo Rufo y Poncio Leliano, que se hallaban próximos a concluir sus años de servicio; es probable que fueran también honrados Julio Vero y Sosio Prisco. Pértinax había regresado al servicio activo y no pudo asistir, pero él, Maximiano y otros recibieron también insignias ho­ noríficas.35 Tras el triunfo, Marco marchó a Lavinio para descansar. No obstante, volvió a Roma para el ingreso de Cómodo en el consulado el día de Año Nuevo. Aquel mismo día se otorgó, evidentemente, a Cómodo la potestad tribunicia, y, en una fecha posterior del mismo año, el nombre de Augusto y todos los demás títulos, honores y poderes de un emperador (excepto el oficio de pontifex maximus). A partir de ese momento fue corregente, en la misma posición que había ocupado Lucio del 161 al 169. Si Marco fallecía, Cómodo no necesitaría más poderes. La sucesión estaba ahora completa­ mente asegurada — Marco se limitaría a seguir gobernando— . En honor de la ocasión se realizó una entrega de donativos — las «ocho piezas de oro»— y se celebraron unos «espectáculos maravillosos».36

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Cómodo proseguía su educación. En la biografía se nombra sólo a tres de sus profesores, los maestros elementales de griego y latín, Onesícrates y Antistio Capela, desconocidos por lo demás, y al orador T. Ayo Sancto (cuyo nombre se da erróneamente como «Ateyo» Sancto). Galeno registra el nombre de su educator o tropheus, Pitolao. Pero para el año 176 debió de haber dejado de ser objeto de las atenciones de Onesícrates, Capela y Pito­ lao, y comenzó las lecciones de oratoria con Sancto. No sabemos qué gram­ matici le proporcionaron instrucción entretanto. El propio Marco había impartido algunas lecciones a Cómodo siguiendo las mejores tradiciones antiguas y le había procurado los mejores maestros disponibles. De hecho, en las Meditaciones, Marco anota lo agradecido que se siente por haber po­ dido hallar tan buenos maestros para sus hijos. Ayo Sancto era, probable­ mente, natural de Campania y, por tanto, podía ser un italiano de origen y cultura griegos, posibilidad que encuentra cierto apoyo en el hecho de que ocupó el puesto de ab epistulis Graecis. Es muy posible que desempeñara él cargo durante la gira por Oriente, cuando el director del Secretariado Griego se vio obligado a estar con Marco, con lo cual su actividad de tutor de Cómodo podría haber comenzado muy poco después de que éste toma­ ra la toga virilis. De vuelta en Roma, Sancto desempeñó sucesivamente la función de jefe de dos departamentos económicos: procurador de la ratio privata y a rationibus. Tal vez sea razonable suponer que pudo continuar al mismo tiempo con su tarea de instructor del príncipe.37 En la Historia Augusta se relatan con detalle diversas críticas desfavo­ rables sobre el carácter de Cómodo cuando era un muchacho. Las faltas criticadas se describen casi siempre de manera general, y los hábitos con­ cretos que se enumeran no son especialmente deshonrosos — en determi­ nadas circunstancias podría considerarse encomiable cierto interés por la cerámica, la danza, el canto y los silbidos— . Una afición temprana por las bromas vulgares y por actuar como gladiador podría haber constituido un gusto desafortunado, pero no necesariamente desastroso. Según un relato detallado, Cómodo tuvo un acceso de furia infantil a los once años: orde­ nó arrojar al horno al encargado que había dejado que se entibiara el agua de los baños de Centumcelas. El esclavo al que se dio la orden quemó en su lugar una piel de oveja. El hecho podría haber sido cierto: en aquel mo­ mento, Marco se encontraba fuera, pues se trata del periodo transcurrido

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entre los meses de agosto del 172 y el 173, fechas en las que es muy posible que Cómodo estuviera descontrolado. Pero se trata del tipo de historia que el biógrafo y algunas de sus fuentes inventaban encantados. De ser cierta, no revelaría un carácter sensacionalmente malvado y odioso, sino, simplemente, un mal genio impetuoso. Al fin y al cabo, la orden ño se cumplió, y es probable que sólo fuera dada a gritos en medio de una ra­ bieta. Debemos preferir la afirmación de Dión, quien dice que Cómodo no era malvado por naturaleza. No obstante, resulta muy llamativo el contraste con el serio Marco, que a sus once años intentaba llevar vida de filósofo.38

En el norte, los combates continuaron, evidentemente, o, en cualquier caso, volvieron a estallar en el año 177. Se produjo una victoria romana, ob­ tenida, como es de suponer, por los primos Quintilio. Marco y Cómodo fueron saludados como imperatores por novena y segunda vez respectiva­ mente. Un factor igualmente serio era el incremento constante del índice de bandolerismo. Antes de su regreso a Roma, Marco había enviado a Va­ lerio Maximiano a una nueva misión especial. Se le aumentó el salario y se le asignó el puesto de procurador de Mesia Inferior, junto con la tarea de «capturar a una cuadrilla de bandidos bríseos en las fronteras de Macedo­ nia y Tracia» — la zona donde se encuentran en la actualidad las fronteras de Bulgaria, Grecia y la antigua Yugoslavia, por donde fluyen los ríos Axios o Vardar y Estrimón, en el borde occidental de los Balcanes— . En­ tretanto, Didio Juliano se enfrentaba a problemas similares como goberna­ dor de Dalmacia. Los bandidos a los que combatía tenían, probablemente, sus bases en Albania o Montenegro. Sin embargo, en el año 177 había sido ascendido a gobernador de Germania Inferior y le sucedió Vetio Sabiniano, que había sido nombrado, por fin, cónsul.39 En Roma, Marco dirigió en ese momento su atención a la administra­ ción civil, y se ha conservado un número considerable de decisiones lega­ les tomadas por él en este periodo de su gobierno conjunto con Cómodo (177-180). Se plantearon algunos casos de asesinato interesantes. En una respuesta a Escápula Tertulo, Marco y Cómodo escribieron:

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Si has comprobado que Elio Prisco ha perdido la razón hasta el punto de es­ tar permanentemente loco y de haber sido, por tanto, incapaz de razonar cuando mató a su madre, y que no lo hizo simulando locura, no tienes por qué preocuparte con la cuestión de cómo debería ser castigado, pues la demencia ya es de por sí suficiente castigo. A l mismo tiempo habría que mantenerlo bajo estricta custodia, y si lo consideras aconsejable, incluso encadenado. Esto no se ha de hacer tanto como un castigo cuanto para su propia seguridad y la de sus vecinos. Sin embargo, si, como sucede a menudo, tiene intervalos de cordura, debes investigar si cometió el crimen en una de esas ocasiones y no tiene, por tanto, derecho a que se le trate con clemencia debido a su debilidad mental. Si las cosas son así, remítenos el caso para que podamos considerar si debe ser castigado de acuerdo con la enormidad del delito — si es que lo co­ metió, en efecto, en un intervalo de racionalidad— . A hora bien, como sabe­ mos por una carta tuya que su situación respecto al lugar y el tratamiento es tal que se halla en manos de amigos y, en realidad, confinado, incluso, en su propia casa, lo que debes hacer es convocar a quienes se encargaban de él en aquel momento e indagar cómo fueron tan negligentes, y pronunciarte luego por separado en cada caso, en función de si existe alguna excusa o agravante para su descuido. E l objetivo de los cuidadores de los dementes no se reduce a impedirles que se dañen a sí mismos, sino también que destruyan a los de­ más, y si esto ocurre, está justificado hasta cierto punto culpar de ello a quie­ nes se mostraron un tanto negligentes en sus obligaciones.40

Dos de las decisiones se refieren a crímenes pasionales. Un padre había matado al amante de su hija casada, pero la hija misma había sobrevivido a su ataque. La lex Cornelia establecía que, en una situación así, el homici­ dio sólo estaba justificado si se daba muerte a los dos componentes de la pa­ reja adúltera. Pero como la mujer fue gravemente herida, los emperadores otorgaron el perdón al padre, pues era evidente que había actuado bajo provocación y no había perdonado la vida a su hija deliberadamente. En otro caso, un marido que, según se descubrió, había matado a su esposa al sorprenderla en acto de adulterio fue declarado inocente de un crimen ca­ pital.4' Un rescripto de aplicación general hecho público en ese momento re­ sulta muy significativo como indicador de las condiciones sociales impe­ rantes. Se estableció de manera expresa que

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[...] gobernadores, magistrados y policía (estaban] obligados a ayudar a los propietarios de esclavos en la búsqueda de los esclavos huidos, así como a en­ tregarlos si los encuentran. Tam bién, que las personas en cuyas tierras se es­ conden los esclavos tienen que ser castigadas si se les puede atribuir convin­ centemente un comportamiento ilegal. Cualquiera que aprese a un esclavo fugado debe exponerlo en público. Se ordena a los magistrados mantener a esos esclavos en rigurosa prisión para impedirles la huida.

El dictamen ilustra la reciente gravedad de un problema que iba a alcan­ zar su pleno desarrollo al cabo de unos pocos años y continuaría casi inde­ finidamente hasta la caída del imperio occidental. Otro rescripto de Marco y Cómodo a Pisón, en el que se menciona un caso particular, ilustra una vez más el clima reinante. Dado que has demostrado, queridísimo Pisón, que Julio Donato, tras sentir­ se aterrado por la llegada de bandoleros, huyó a su villa y fue herido, y que luego, poco después, al redactar su testamento, pagó los servicios prestados por sus esclavos, ni la lealtad familiar de la abuela de su esposa ni el temor del heredero deberían tener el efecto de emplazar, para ser objeto de un castigo, a aquellos que fueron absueltos por su propio dueño.

Los detalles del caso son ligeramente confusos (el texto requiere correccio­ nes y no está del todo claro qué pasó tras la muerte de Donato), pero el cua­ dro del terrateniente que huye a su villa presa del pánico y de los esclavos que corren a curarle las heridas es de un vivido realismo.42 En aquel momento se tomó una decisión importante que afectó a la si­ tuación de los esclavos. En respuesta a una pregunta oficial planteada por su antiguo amigo Aufidio Victorino, Marco dictó juntamente con Cómo­ do una disposición referente a la manumisión de esclavos que se cita en veinte ocasiones en las compilaciones legales (mencionando en la mayoría de los casos únicamente a Marco y no a Cómodo, y nombrando a Aufidio Victorino sólo en unas pocas ocasiones). La cita más frecuente recoge las si­ guientes palabras: «Obtiene la libertad de acuerdo con la disposición del divino Marco» (ex constitutione divi Marci venit ad libertatem). Esta consti­ tutio, denominada también «la así llamada ley de la libertad», no se cita ín­ tegramente en ningún documento, pero, a partir de los casos en los que se

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recurre a ella como fundamento para una sentencia, parece ser que iba di­ rigida a garantizar que los esclavos obtuviesen la libertad si sus dueños ha­ bían tenido la intención de que la consiguieran, fueran cuales fuesen los posibles obstáculos legales interpuestos por terceras personas. Esto era de aplicación particular en el caso de esclavos vendidos con la condición de que serían liberados tras un periodo establecido. Los compradores de esclavos eludían a menudo, como es obvio, esta estipulación. Aunque el rescripto general referente a los esclavos huidos, citado anteriormente, revela las du­ ras realidades de la situación a la que estaba sujeta una economía basada en el trabajo esclavo, es justo decir que la actitud de Marco, tal como se reve­ la no sólo en la citadísima respuesta a Victorino, sino también en otras de­ cisiones tomadas en momentos anteriores de su reinado, era de una honda compasión hacia la condición en que se hallaban los esclavos individuales, y que el emperador tomó medidas para mejorarla.43 Algún tiempo después de su regreso, Marco impulsó en el Senado una ley referente a un asunto por el que siempre había sentido cierta repug­ nancia, a saber, los espectáculos de gladiadores. Es probable que, debido en gran parte a su propia decisión de alistar a gladiadores en las fuerzas ar­ madas durante los años anteriores, los costes de organizar espectáculos públicos hubiesen aumentado enormemente. La escasez de gladiadores entrenados significaba que los empresarios profesionales (lanistae) habían incrementado los precios hasta un nivel prohibitivo. Esta situación afectó a los bolsillos de los miembros de las clases superiores de todo el imperio, pues eran ellos sobre quienes recaía el deber de proporcionar entreteni­ miento a las masas. Como consecuencia evidente, el consejo de las Tres Galias presentó una solicitud a Marco. En aquel territorio era obligación de uno de los integrantes del consejo, elegido por rotación anual, ofrecer espectáculos públicos, como Sumo Sacerdote de las tres provincias galas, en el festival anual de Lugduno (Lyón) en honor de Roma y Augusto, que comenzaba el i de agosto. El sacerdote designado para el año siguiente se había resignado ya a despilfarrar toda su fortuna, cuando llegaron noticias sobre la legislación propuesta. Marco había decidido permitir a su procurador en las provin­ cias galas proporcionar a un precio barato criminales condenados a muer­ te para que fueran utilizados como gladiadores. Esta concesión especial se

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otorgó, según parece, no sólo por la crisis económica surgida en el mundo de los espectáculos de masas, sino también porque algunos ritos religiosos arcaicos de las provincias galas conllevaban el sacrificio de víctimas huma­ nas, conocidas como trinqui. A partir de ese momento, el Estado iba a su­ ministrar, de hecho, trinqui a seis piezas de oro por cabeza. El sacerdote galo no cabía en sí de contento al ver que se le había alige­ rado su carga económica y declaró que, ahora sí, acogía calurosamente el deber de montar un espectáculo que había repudiado anteriormente. En el curso de aquel año, Marco y Cómodo presentaron en el Senado un de­ creto para fijar el precio de los gladiadores en todo el imperio, y se incor­ poró a él la resolución especial tomada para las provincias galas. Las esti­ pulaciones del decreto senatorial, que fue aprobado, nos son conocidas por dos inscripciones procedentes de Sardes, en Asia Menor, y de Itálica, en la provincia hispana de Bética. La de Sardes, grabada en mármol, se conser­ va sólo en parte, pero puede complementarse con la placa de bronce de Itá­ lica, que contiene una gran parte de un discurso pronunciado por un sena­ dor desconocido. El senador no se limita a citar por extenso las propuestas imperiales, sino que describe la agradecida acogida que se les tributó en las provincias galas. Es sumamente raro, por supuesto, disponer de la versión literal de un discurso pronunciado por un senador. En concreto, aunque el discurso no representa nada que se acerque a los conceptos modernos del li­ bre debate, demuestra, no obstante, una considerable permisividad dentro del margen concedido para expresar opiniones. Es de suponer que el pro­ pio senador tenía algún vínculo con las Galias. El hecho de que las minu­ tas de aquel asunto senatorial quedaran registradas en dos lugares situados en extremos opuestos del imperio, ninguno de ellos en las Galias, donde había un interés particular por las propuestas, indica que la inscripción se realizó por orden del gobierno. Marco debió de haber decidido que sería útil dar a conocer ampliamente el hecho de haber tomado medidas para aliviar las cargas de la clases adineradas, cuyo apoyo era más esencial que nunca en un momento en que el imperio se hallaba en dificultades.44 Lugduno, donde evidentemente tuvo su origen la iniciativa para el de­ creto del Senado, fue no mucho después el escenario de un espectáculo es­ calofriante. Eusebio, el historiador de la Iglesia, cita extensamente al co­ mienzo de su libro V pasajes de una carta enviada por «los siervos de Cristo

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que viven en Vienne y Lyón, en las Galias, a los de Asia y Frigia». La carta describe el violento estallido de persecuciones que tuvo como consecuen­ cia varios martirios brutales. Eusebio parece asignar el suceso al año 177 — el decimoséptimo año del emperador Antonino Vero— .45 Pero es posi­ ble que supiera, sencillamente, que se había producido después de la elec­ ción de Eleuterio como obispo de Roma, ocurrida aquel mismo año, y an­ tes de la muerte de Marco. Los motivos del estallido no son claros, pero no es de extrañar que el sentimiento anticristiano se inflamara durante ése pe­ riodo. La guerra y la peste se habían cobrado un gran número de víctimas; a continuación surgieron dificultades económicas, y se buscaron chivos ex­ piatorios: los paganos creían que los dioses estaban enfadados. Entre los nombres de los mártires de Lyón hay varios griegos, y dos aparecen desig­ nados específicamente como emigrantes: Átalo, de Pérgamo, y Alejandro, un médico de Frigia. De ese modo, la xenofobia, que ha sido siempre un poderoso ingrediente en esa clase de estallidos, desempeñó así mismo, pro­ bablemente, un papel en aquel lugar. Pudiera ser también que se explota­ se con cinismo el decreto sobre los gladiadores. Si se podía utilizar a crimi­ nales condenados a muerte en lugar de gladiadores normales, es posible que las autoridades del consejo de las Galias se sintieran tentadas a incre­ mentar aquel suministro acusando a personas cristianas.46 La confesión pública de la fe y la negativa a abjurar seguían siendo delitos capitales. En cualquier caso, fuera cual fuese la chispa que inflamó la «furia de los paganos contra los santos», los cristianos fueron acosados por el popu­ lacho y arrastrados al foro de la ciudad por el tribuno que mandaba la co­ horte de policía y por las autoridades cívicas. Luego se les acusó y, tras haber confesado, fueron puestos bajo custodia hasta la llegada del gober­ nador de la provincia Lugdunense. Un cristiano llamado Vetio Epagato, «hombre de buena posición», intentó intervenir en nombre de los acusa­ dos tras la llegada del gobernador, pero fue acallado a gritos por la multi­ tud. El gobernador ignoró su solicitud y le preguntó si era cristiano. Cuan­ do Epagato confesó «con voz clara», fue detenido también él. El gobernador ordenó luego que se procesara a todos los cristianos y se aceptó el testimo­ nio de esclavos paganos pertenecientes a algunos de ellos, que los acusaron de canibalismo e incesto. Esto incrementó la furia de la población en su contra. Los cristianos fueron sometidos a los tormentos más brutales. A l­

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gunos murieron antes de que comenzara el espectáculo, entre ellos Potino, el obispo, hombre de más de noventa años, que falleció en prisión a causa de los golpes que le había propinado la muchedumbre después del inte­ rrogatorio. Finalmente dieron comienzo las ejecuciones mediante las duras prue­ bas a las que fueron sometidos en el circo. Maturo, Sancto, Blandina y Atalo fueron expuestos a la fieras como espec­ táculo inhumano ofrecido a la población y al consejo de las provincias fkoinón

ton éthnótr, es decir, el concilium Galliarum J, pues el día de las pruebas con fie­ ras había sido asignado en especial para nuestra gente.

Maturo y Sancto se enfrentaron a la muerte con heroísmo: tras «servir du­ rante un día como espectáculo ante el mundo en sustitución de todas las variantes de combates entre gladiadores», fueron finalmente «sacrifica­ dos» — exactamente como los trinqui en el bárbaro rito de los galos— . Blandina había sido colgada de un palo para que la atacaran las bestias, pero ninguna la tocaba, por lo que, al final, fue bajada de allí para utilizar­ la en una ocasión posterior. Átalo fue llevado entonces al anfiteatro, donde se le hizo dar la vuelta con un cartel que llevaba escritas las siguientes pa­ labras en latín: «Este es Atalo, el cristiano». Pero el gobernador fue infor­ mado de que era ciudadano romano y ordenó que lo devolvieran a prisión. Esperaba instrucciones del emperador sobre el trato que debía darse a los ciudadanos romanos. Entretanto, la resolución de los cristianos supervivientes había salido reforzada de la prueba, y algunos de los que habían negado su fe en un pri­ mer momento se sintieron motivados para confesarse como tales y fueron conducidos ante el gobernador a fin de que los interrogara «al comienzo de los festejos que se celebran allí, a los que asiste un público numeroso, pues todas las provincias [galas] se reúnen para acudir a ellos». El empera­ dor había respondido, al parecer, al gobernador ordenándole que se debía liberar a todo ciudadano romano que abjurase, pero que los demás tenían que ser decapitados. Unos pocos se retractaron, pero la mayoría se mantu­ vo firme, y el gobernador aplicó la sentencia. La decapitación había sido la muerte padecida por Pablo en tiempos de Nerón, pues los ciudadanos ro­

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manos tenían el privilegio de morir de esa manera. Los no ciudadanos fue­ ron arrojados a las fieras. Para complacer a las turbas, el gobernador inclu­ yó entre ellos a Átalo, lo cual constituía un quebrantamiento claro de la ley. El pueblo quería ver cómo sufría tormento en el anfiteatro, y así se hizo. Al final murió quemado en la hoguera. A continuación fueron sacrificados Blandina y un muchacho de unos quince años llamado Póntico, que ha­ bían sido llevados cada día a contemplar cómo se torturaba a los demás. No se permitió sepultar los cadáveres mutilados. Las autoridades de­ bían de saber que los cristianos daban gran importancia al enterramiento, y se impidió cualquier intento realizado por los cristianos supervivientes. A l cabo de seis días, los restos fueron quemados y las cenizas arrojadas al Ródano.47 La actitud personal de Marco ante el destino de los cristianos deberá seguir siendo en buena medida una incógnita: las Meditaciones ofrecen una explicación limitada e insegura. Pero, por su condición de estoico, que de­ bido a su formación y obligado por su posición creía profundamente en las obligaciones del individuo para con el Estado, el emperador no pudo haber visto con buenos ojos las actividades de unas personas que profesaban una completa falta de interés por la vida mundanal. Además, la hostilidad ha­ cia el cristianismo iba en aumento. No es casual que el Discurso de Celso, el primer ataque escrito contra la fe, del que se ha conservado una gran par­ te, esté fechado en ese preciso momento. No hay necesidad de suponer que Marco aprobó activamente la persecución, como tampoco lo había hecho, por ejemplo, Trajano. Pero ya se había fijado el precedente de que ser cris­ tiano constituía de por sí un delito capital. Es evidente que Marco no inició personalmente las persecuciones. Pero, de la misma manera, tampoco ha­ bría visto motivos para obstaculizar el curso de la ley. Lo que sigue siendo un enigma es que, a pesar de la existencia de esa actitud legal establecida, el cristianismo sobreviviera y floreciese. Nunca hubo impedimentos lega­ les contra las persecuciones, pero sólo estallaban cuando los tiempo eran duros y se buscaban chivos expiatorios.48 En aquel momento, Marco tenía muchas otras preocupaciones. Los moros, por ejemplo, seguían siendo un problema activo. Sólo unos pocos años después de que Aufidio Victorino, el amigo de Marco, fuera enviado a Hispania con poderes especiales para combatir una invasión mora, se

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produjo otra incursión similar. Esta vez se consideró suficiente que el go­ bernador de Mauritania Tingitana, Valió Maximiano, los persiguiera has­ ta el otro lado del Estrecho. Maximiano logró acabar con los invasores, pero éstos habían penetrado hasta zonas lejanas del interior, subiendo por el río Betis (Guadalquivir) hasta Itálica y llegando hasta Singilia Barba (cerca de Antequera), que sometieron a un «largo asedio», según revela una inscripción de la ciudad.49No hay duda de que el inveterado problema de los moros, nunca pacificados, hizo que Marco se mostrara tanto más dis­ puesto a concillarse con algunos elementos de la Tingitana favorables a Roma. En la década del 160, él y Lucio habían concedido la ciudadanía a Ju­ liano, jefe del clan de los zegrenses, a su esposa, Zidina, y a sus cuatro hijos, «a pesar, incluso, de que la ciudadanía romana no se otorga en general a los miembros de esas tribus excepto en casos de grandes servicios y por un favor imperial», como lo exponía su carta al procurador de aquel momen­ to. En el año 177, Valió Maximiano trasladó otra solicitud presentada por Juliano el Joven y apoyada por testimonios favorables de un procura­ dor anterior. Se pidió a Maximiano que aportara detalles para los archivos imperiales. Luego, se redactó debidamente una carta del emperador que otorgaba la ciudadanía a Fagura, esposa de Juliano el Joven, y a sus dos hi­ jos y dos hijas. Lo que confiere a este episodio un interés y una importan­ cia particulares es que todo el expediente fue grabado en una gran placa de bronce y colocado en la ciudad de Banasa. La concesión se realizó el 6 de julio del 177. Un liberto imperial, Asclepiodoto, comprobó su inclusión en «el registro de ciudadanos romanos» que habían recibido aquella gracia de anteriores soberanos. La lista comienza con Augusto y menciona a todos sus sucesores, a excepción de Otón y Vitelio, hasta llegar a Marco y Cómo­ do. Este impresionante extracto del registro, provisto de un prólogo, fue añadido al texto de las dos cartas de los procuradores de la Tingitana, y el documento fue autentificado en su totalidad por doce miembros del consi­ lium imperial, o consejo asesor. El primero de la lista es M. Gavio Escila Galicano, que había sido cónsul en el año 150; le siguen M. Acilio Glabrión, cónsul en el 152, T . Sextio Laterano, cónsul en el 154, y C. Septimio Severo, cónsul en el 160 (y pariente del futuro emperador Severo). Los dos que van a continuación son también, probablemente, antiguos cónsules: P. Julio Escápula Tertulo y T. Vario Clemente — antiguo ab epistulis, proba-

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blemente, y senador en ese momento— . Vienen después Baseo Rufo, to­ davía en el cargo de prefecto de la guardia, según podemos suponer, y P. Tarutieno Paterno, el antiguo ab epistulis que sería colega de Rufo como segundo prefecto. Los cuatro consejeros restantes son, quizá, identificables como miembros de alto rango del orden ecuestre: Sex. Tigidio Perenne, prefecto también él en una fecha posterior, Q. Cervidio Escévola, el emi­ nente jurista, que era en ese momento prefecto de los vigiles, Q. Larcio Eurupiano y T. Flavio Pisón.50 Al año siguiente se tomó una importante medida legal: el Senatuscon­ sultum Orfitianum, llamado así por el nombre de uno de los cónsules del 178, que daba preferencia a los hijos de una mujer sobre los hermanos de ella y otros parientes de su familia (agnati) como herederos de la misma. Este asunto podría parecer de importancia relativamente secundaria, pero, en realidad, fue un gran paso hacia el reconocimiento de la existencia indi­ vidual de una mujer al margen de su propia familia. Es posible que fuera también entonces cuando Marco tomó una deci­ sión derivada de la rebelión de Casio y sus repercusiones. Se ordenó que la propiedad de un tal «Depiciano, senador, que había participado en la lo­ cura de Casio», fuera confiscada por el ftscus tras su muerte, según cuenta Paulo, el jurista de la época de Severo. Se suele identificar a «Depiciano» con el Driantiano, el yerno de Casio, que en un primer momento había sido tratado con liberalidad. N o se exponen los motivos existentes tras esta decisión y no se ofrece ningún indicio respecto al origen o modo de su muerte, que podría haberse debido a causas naturales.5' Fueran cuales fuesen, las razones para tratar de aquel modo las pro­ piedades de un traidor perdonado no pudieron haber sido fiscales, pues la economía se había asentado en ese momento sobre una base más segura. Aquel año, Marco saldó todas las deudas contraídas por la Hacienda y el fiscus durante los cuarenta y seis anteriores calculados en su totalidad, es decir, a partir del 133. Adriano había cancelado igualmente deudas en el año 118 , pero no sabemos por qué no se incluyó el periodo intermedio. Tal vez se habían resuelto ya las de los años 113 -133 . Los documentos relativos a los años 133-178 fueron quemados públicamente en el Foro.52 Aquel año se produjo en Esmirna un terremoto desastroso. La ciudad en ruinas dirigió un llamamiento de ayuda al emperador. El elocuente Elio

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Aristides compuso la petición y se lamentó de forma tan conmovedora por la suerte de Esmirna que Marco «gimió en numerosas ocasiones al escu­ char pasajes de su “lamento” , pero cuando llegó a las palabras: “La ciudad está desierta y los vientos del oeste la recorren con su soplo”, derramó lá­ grimas sobre la carta». Inspirado por Aristides, accedió a reconstruir Es­ mirna. Casio Dión, más prosaico que Filóstrato, no menciona a Aristides, pero incluye el detalle del nombramiento de un senador de rango pretoriano para supervisar las obras. Esta generosidad para con Esmirna, constata Dión, fue sólo un ejemplo de «los donativos en dinero que hizo a diversas ciudades... Me sorprende, pues, que aún ahora [es decir, en la década del 220] la gente lo critique alegando que no fue dadivoso, pues, aunque en ge­ neral era muy ahorrativo, nunca evitó, sin embargo, un solo gasto necesa­ rio — a pesar de que no cargó a nadie con recaudaciones financieras y que tuvo que abonar, por necesidad, sumas muy grandes al margen de los gas­ tos corrientes— ». En realidad, los congiaria fueron muy generosos duran­ te el reinado de Marco.53 Por desgracia, mientras la posición económica mostraba signos de re­ cuperación, la situación en el Danubio se deterioraba. Se puede observar que los títulos triunfantes de Germanicus y Sarmaticus desaparecen de las acuñaciones de aquel año. Dión anota que «los Quintilio habían sido inca­ paces de poner fin a la guerra, a pesar de que ambos poseían una gran as­ tucia y mucho valor y experiencia». A mediados de año, Marco debió de haber constatado que se requería otra vez su presencia para proporcionar un nuevo impulso.54 Cómodo iba a ir al norte con Marco y, por tanto, se decidió adelantar la fecha de su matrimonio. La esposa escogida fue Brutia Crispina, nieta del amigo de Adriano y Pío. Su padre, Brutio Presente, había sido cónsul en el año 153, y es probable, por tanto, que fuera un año o dos mayor que Mar­ co. El momento del año era demasiado tardío para seleccionar a Presente como colega de su yerno en el consulado del 179. Este honor había sido concedido ya a Marcio Vero, quien por aquellas fechas se hallaba no obs­ tante, sin duda, en Siria. Pero, a cambio, Presente iba a ser cónsul por se­ gunda vez en el año 180, con Julio Vero como colega. La boda fue un acon­ tecimiento de escaso relumbrón. «El matrimonio se celebró al estilo de los ciudadanos particulares». No obstante, se otorgó un donativo al pueblo y

Marco Aurelio el suceso se conmemoró en las acuñaciones. El sofista Julio Pólux, que poco antes había dedicado un léxico al joven príncipe, escribió un epithalamium, o himno de bodas, para Cómodo. A pesar de la baja calidad de su estilo, po­ seía una voz encantadora, y Cómodo lo nombró más tarde profesor de re­ tórica en Atenas.55 El biógrafo anota que, antes de su partida, Marco pronunció un jura­ mento solemne en el Capitolio afirmando que no había sido responsable a sabiendas de la muerte de ningún senador, y que, de haber tenido conoci­ miento a tiempo, habría salvado incluso la vida de los rebeldes. Aurelio Víctor describe otra escena notable. [Marco] destacaba tanto por su sabiduría, indulgencia, inocencia de carácter y logros literarios que, cuando estaba a punto de partir contra los marcomanos con su hijo Cómodo, a quien había hecho César, lo rodeó una multitud de fi­ lósofos que se quejaban de que no debía comprometerse con la expedición y los combates hasta haber explicado las dificultades y entresijos de las escuelas filo­ sóficas. Se temía, por celo en favor de la filosofía, que los azares de la guerra afectaran a su salud. Las artes liberales florecieron tanto durante su reinado que me atrevería a considerar esa circunstancia como la gloria de su época.56 Casio Dión señala un tercer acontecimiento ocurrido inmediatamente an­ tes de la marcha. Marco había pedido al Senado fondos del Tesoro; se tra­ taba de una señal de respeto puramente formal, pues, de todos modos, di­ chos fondos se hallaban siempre a su disposición. «En cuanto a nosotros —dijo, hablando ante el Senado— , estamos tan lejos de poseer nada propio que hasta la casa en que vivimos es vuestra». Tras esta alocución arrojó al suelo la lanza sangrienta guardada en el templo de Belona, considerado simbólicamente territorio enemigo (según he oído contar a personas que se hallaban allí), y se puso en marcha. Marco debió de haber realizado este último acto por su condición áefetia­ lis. Desde los primeros tiempos de la existencia de Roma, la declaración de las guerras correspondía como deber regular a los sacerdotes fetiales. Es probable que Marco, más que recuperar una práctica tradicional, se li­ mitara a darle continuidad. Si la afirmación sobre sus «propiedades» es

Los últimos años auténtica, Marco exageraba, habida cuenta de la considerable fortuna que había heredado. Pero es probable que representara realmente su actitud para con las posesiones imperiales.57 Marco y Cómodo salieron por fin de Roma el 3 de agosto del 178 y em­ prendieron la expeditio Germanica secunda, según la denominación oficial. Entre sus acompañantes se hallaban Claudio Pompeyano, Vitrasio Polión y Brutio Presente, del grupo de personas relacionadas por matrimonio con la casa de los Antoninos. Tarutieno Paterno era para entonces, probable­ mente, primer prefecto de la guardia tras la jubilación de Baseo Rufo, y te­ nía como colega a Tigidio Perenne. Hay constancia documental de que Paterno había participado activamente en la guerra desde hacía tiempo. Algunos de los mejores generales se hallaban ya, sin duda, en el norte; por ejemplo, Helvio Pértinax, que se encontraba en el Danubio y que ese año pasó a encargarse de la provincia clave de las Tres Dadas.58 Ignoramos cuáles fueron los cuarteles imperiales para el invierno del 178-179 (cuando Marco llegó al frente, debía de quedar poco tiempo de campaña). Poco después de su llegada se tomó, probablemente, una deci­ sión significativa. El enérgico M. Valerio Maximiano fue «elegido por los Sacratísimos Emperadores miembro del orden más respetable [a sacratissi­ mis imperatoribus in amplissimum ordinem allectus] y nombrado de inme­ diato legado de la legión I Adiutrix». Maximiano había ocupado tres pro­ curadurías tras haber participado en la expedición al este. Ahora ingresaba, por fin, en el Senado. La carrera de aquel hombre es en muchos sentidos todavía más sorprendente que la de Pértinax. Ilustra una vez más la capacidad de Marco y su disposición para reconocer la valía de la gente. «Es imposible hacer a las personas tal como uno quiere que sean — dijo en cierta ocasión— , pero tenemos el deber de utilizarlas tal como son para cualquier servicio en el que puedan ser de utilidad para el Estado».59 La promoción de Maximiano habría sido sólo uno más entre los cien­ tos de nombramientos que requerían una carta formal, un codicillum. La única muestra de un «codicilo» imperial de ese tipo casualmente conserva­ do es uno expedido por Marco para un tal Q. Domicio Marsiano con moti­ vo de su nombramiento como administrador de las propiedades de la co­ rona en la Narbonense. Se grabó en el pedestal de una estatua erigida en honor de Marsiano en su ciudad natal de Bulla Regia, en África:

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César Antonino Aug(usto) saluda a su querido Dom icio Marsiano. T ras lle­ var mucho tiempo ansiando promocionarte al esplendor de una procuraduría ducenaria [es decir, con un salario de 200.000 sestercios anuales], aprovecho la ocasión que ahora se presenta. T e nombro, por tanto, sucesor de M ario Pru­ dente, con la plena esperanza de mi favor constante mientras sepas mantener tu integridad, diligencia y experiencia. Adiós, mi muy querido Marsiano.60

En la temporada de campaña del 179, el mando supremo en el campo de combate fue asignado a Tarutieno Paterno, que se enfrentó al enemigo en una batalla que duró toda una jornada. Marco fue aclamado imperator por décima vez (y Cómodo, por tercera). No se registran más detalles, pero es probable que los enemigos fueran los cuados.61 La actividad de Marco durante la segunda expedición parece hallarse descrita en varios extractos conservados de Casio Dión. Los yáziges mandaron embajadores y pidieron que se les exim iera de algunas de las condiciones que habían aceptado. Para que no se mostraran totalmen­ te desafectos, se les otorgaron ciertas concesiones. Sin embargo, ni ellos ni los buros estuvieron dispuestos a aliarse con los romanos hasta que Marco les dio seguridad de que mantendría la guerra hasta su conclusión definitiva, pues temían que acordara un tratado con los cuados, como había hecho antes, de­ jándoles así con enemigos en sus fronteras.

Las condiciones otorgadas a los yáziges se detallan en otro pasaje. Se eli­ minaron la mayoría de las limitaciones impuestas en el tratado del 175, ex­ cepto las referentes a sus asambleas públicas y mercados y, en particular, a la prohibición de tener barcos propios, así como la de desembarcar en las islas del Danubio. En ese momento, les hizo una concesión importante. Se les permitió, exigiéndoles en cada ocasión la aprobación del gobernador de Dacia, atravesar territorio romano para ir a las tierras de sus primos sármatas, los roxolanos, que vivían a orillas del mar Negro.62 Entretanto se ejerció una fuerte presión sobre las dos tribus germáni­ cas más poderosas, los cuados y los marcomanos. Se estacionó a veinte mil hombres en fuertes situados en los territorios de cada una de esas tribus, ci­ fra equivalente a más de seis legiones, aunque una gran parte de las tropas estaba formada sin duda por auxiliares y, en cualquier caso, las legiones

Los últimos años operaban en ese momento en destacamentos (vexillationes). Fuera cual fue­ se la composición de la fuerza, lo cierto es que se construyó un gran núme­ ro de fuertes semipermanentes, y últimamente se han podido recuperar restos de algunos de ellos en Bohemia y Eslovaquia. Dión informa, inclu­ so, de que los soldados estacionados en el embrión de la provincia de Marcomania disponían «en abundancia» de «baños y de todo lo impres­ cindible para la vida». En realidad, los romanos controlaban firmemente la situación en ese momento. Eran ellos quienes recibían ahora a deserto­ res de los germanos, a diferencia de lo que ocurría, más o menos, diez años antes, y consiguieron recuperar a muchos de sus hombres que habían sido hechos prisioneros. Los germanos eran hostigados constantemente y no podían apacentar sus rebaños ni cultivar sus tierras. Finalmente, los cuados intentaron emigrar en masa al norte, esperando encontrar un hogar entre los semnones, otro pueblo suevo. «Pero Antonino conoció su intención por adelantado y les impidió llevarla a cabo bloqueando los caminos. De ese modo les demostró que no deseaba apropiarse de su tierra sino castigar a su pueblo». Este juicio de Dión es erróneo. Para Marco, la tierra sin habitan­ tes no habría servido para nada. El imperio no necesitaba ya nuevas zonas de colonización — más bien lo contrario, según demuestran los asenta­ mientos de bárbaros en la propia Italia— . De hecho, tenemos un ejemplo de ello procedente de esas mismas fechas. Los naristas, vecinos de los mar­ comanos y los cuados, pero menos numerosos que ellos, se presentaron en grandes cantidades (tres mil personas, según Dión) y se les dieron tierras dentro del imperio. Marco deseaba romanizar a marcomanos, cuados y yáziges, y no, simplemente, adueñarse de su región.63 La ocupación de territorio enemigo prosiguió a lo largo del invierno del 179-180, como lo demuestra una inscripción grabada en lo alto de un risco sobre el río Váh (Waag) en Trencin (Eslovaquia), a 130 kilómetros al norte de la frontera danubiana, que documenta la presencia de Valerio Ma­ ximiano, al mando entonces de la II Adiutrix; el dato está confirmado por la inscripción del propio Maximiano en el norte de África, que lo describe como «comandante de las vexillationes que hibernaban en Leugaricio» (versión romana del nombre autóctono de Trencin). Durante el invierno, antes del Año Nuevo del 180, murió Cn. Julio Vero. Su puesto en el consu­ lado con Brutio Presente fue ocupado por el joven Quintilio Condiano.64

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Marco Aurelio

El cumplimiento del propósito de Marco de crear dos nuevas provin­ cias se hallaba ahora a la vista, pero a comienzos de marzo del 180, cuando la temporada de campaña estaba a punto de comenzar, el emperador en­ fermó de gravedad. Cuando Marco fue consciente de la seriedad de su es­ tado mandó llamar a Cómodo, según el biógrafo. Le pidió que no conside­ rase que la conclusión de la guerra era una tarea indigna de él. Si lo hacía, daría la impresión de que estaba traicionando los intereses del Estado. Có­ modo respondió que su primera preocupación era cuidar de su propia sa­ lud. Marco accedió, pero le pidió que «aguardara unos pocos días en vez de marcharse de inmediato». Esto sólo puede significar que Cómodo tenía al­ gún motivo para pensar que su salud corría peligro. Esos mismos habían sido los sentimientos de Lucio en Aquilea, cuando la peste cundía en el ejército. Otro escritor del siglo iv da una versión de esta conversación lige­ ramente diferente; según él, Cómodo respondió que «un hombre sano puede concluir una tarea, aunque sólo sea gradualmente, mientras que un hombre muerto no puede concluir nada». [Marco] comenzó entonces a dejar de comer y beber, pues deseaba la muerte, lo cual empeoró su estado. A l sexto día llamó a sus amigos y, sonriendo al verlos preocupados y despreciando la muerte, les dijo: « ¿Por qué lloráis por m í en vez de pensar en la peste y la muerte de la gente en general?». Y cuando quisieron retirarse, dijo con un gemido: «Si me dejáis marchar ahora, os digo adiós y voy por delante». Y cuando le preguntaron a quién encomendaba a su hijo, res­ pondió: «A vosotros, si demuestra ser valioso, y a los dioses inmortales».

En otro pasaje, tomado de una fuente distinta, el biógrafo cuenta que, en esta ocasión, Marco expresó sobre Cómodo los mismos sentimientos que tenía Filipo sobre Alejandro, y que lamentó dejar tras de sí un hijo como aquél. Pero esta historia es sospechosa. Cuando el ejército se enteró del grave estado de su emperador, los hombres se sintieron profundamente conmovidos por la pena, «pues le querían como a ningún otro». «Al séptimo día, su estado empeoró, y per­ mitió a su hijo ir a verlo. Pero lo despachó enseguida para no contagiarle la enfermedad. Tras haber despedido a su hijo, se cubrió la cabeza como si quisiera dormir, pero durante la noche exhaló su último aliento». Dión

Los últimos años

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ofrece una versión diferente y más breve. Se dice que, en el momento de morir, encomendó a Cómodo a la protección de los soldados. «Al tribuno que le pidió el santo y seña le dijo: “Ve al sol naciente, porque yo ya me es­ toy poniendo” ». Se desconoce la causa precisa de su fallecimiento. Su alusión a la peste, el hecho de haber despachado a Cómodo de su lecho de muerte para evi­ tarle el riesgo de infección y la preocupación de Cómodo por su propia sa­ lud dan la impresión de que Marco había contraído la peste. Sin embargo, Dión afirma que su muerte fue provocada de forma deliberada por sus médicos — «según se me ha dicho claramente»— con el fin de obtener el favor de Cómodo, y da a entender que Marco sabía que su hijo era respon­ sable de algún modo. Pero, al exponer su opinión personal sobre la causa de la muerte, Dión dice también que no falleció «a causa de la enfermedad que ya padecía». Esta observación se refiere a la dolencia de pecho y estó­ mago que había descrito anteriormente. Podría haberse tratado de un cán­ cer. Pero no sirve de nada especular. Marco falleció el 17 de marzo del 180, dos días antes de la fecha tradicional para el inicio de la temporada de cam­ paña y al cabo de poco más de un mes de haber cumplido cincuenta y nue­ ve años. Aurelio Víctor, que escribía en el 360, y su llamado «epitomizador», que lo hacía treinta años más tarde, dicen que falleció en Vindobona (Viena). Pero Tertuliano, en su Apologético, compuesto menos de veinte años después del suceso (probablemente en el año 197), dice que «Marco Aurelio fue arrebatado a la república en Sirmio»; y da la fecha correcta. La respuesta puede ser que Marco murió en Bononia, a orillas del Danubio, a menos de treinta y dos kilómetros al norte de Sirmio. En ese caso, podemos suponer que la campaña planeada para el 180 debería haberse dirigido contra los sármatas de la llanura húngara.65

10 SO LILO Q U IO S D E M ARCO

Durante la última estancia de Marco en Roma, informa el biógrafo, «siem­ pre tenía en sus labios él dicho de Platón de que los Estados florecen si los filósofos gobiernan y si los gobernantes son filósofos». La historia podría ser apócrifa, pero, si fuese cierta, daría argumentos a quienes consideran las Meditaciones como las cavilaciones de un mojigato retraído. Marco era, ciertamente, una persona retraída; y a veces reconocía que corría el peligro de mostrarse mojigato. Si es cierto que citaba a menudo a Platón en aquel tiempo, es posible que lo hiciera para justificar ante escépticos y críticos su constante interés público por la filosofía, cuya culminación fue la extraor­ dinaria escena que se organizó en vísperas de su marcha, en agosto del 178. Sabía que tenía críticos. «Penetra en su guía interior — escribe— y verás qué jueces temes, qué clase de jueces son respecto a sí mismos». Y de nue­ vo, un poco más adelante: «Siempre que otro te vitupere u odie... penetra en sus pobres almas, adéntrate en ellas y observa qué clase de gente son. Verás que no debes angustiarte por lo que piensen de ti». Pero, añade, «hay que ser benevolente con ellos, porque son, por naturaleza, tus ami­ gos». Este tipo de reflexiones aflora en los libros posteriores. En un pasaje más desarrollado del libro X, se permite una delicada sátira: N adie es tan afortunado que, en el momento de su muerte, no le acompañen ciertas personas que acojan con gusto el funesto desenlace. Era diligente y sa­ bio. En último término habrá alguno que diga para sí: «A l fin vamos a respi­ rar, libres de este preceptor». «Ciertamente, con ninguno de nosotros era se­ vero, pero me daba cuenta de que, tácitamente, nos condenaba». Esto, en efecto, se dirá respecto al hombre diligente. Por lo que a nosotros se refiere, ¡cuántas y cuán diferentes razones existen por las cuales muchos deseen verse

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Marco Aurelio libres de nosotros! Esta reflexión te harás al m orir, y te irás de este mundo con ánimo bastante más plácido si te haces esas consideraciones. «Me alejo de una vida tal, que en el curso de ella mis propios colaboradores, por los que tanto luché, supliqué, sufrí desvelos, ellos mismos quieren retirarme, confiados en la posibilidad de obtener cierta comodidad con mi partida». ¿Por qué, pues, aferrarse a una estancia más prolongada aquí? Mas no por eso te vayas con ánimo peor dispuesto con ellos; antes bien, conserva tu carácter propio, amis­ toso, benévolo, favorable, y no, al revés, como si fueras arrancado, sino que, del mismo modo que en una buena muerte el alma se desprende fácilmente del cuerpo, así también debe producirse tu alejamiento de éstos. Porque con éstos la naturaleza te ensambló y te mezcló íntimamente. «Pero ahora te se­ para». Me separo como de mis íntimos sin ofrecer resistencia, sin violencia. Porque también esto es uno de los hechos conformes a la naturaleza.1

Nadie sabe quién preservó el manuscrito de Marco tras su muerte, o cómo y cuándo encontró por primera vez un público lector más amplio. Dos de sus amigos más antiguos, Aufidio Victorino y Seyo Fusciano, que le sobre­ vivieron algunos años, pudieron haber intervenido de alguna manera. También podemos pensar en sus hijas y yernos. Las últimas palabras de una de sus hijas, Cornificia, antes de morir por orden de Caracalla en el año 2x3 parecen mostrar que estaba de acuerdo con las convicciones de Marco. Pero esto no demuestra que fuera responsable de haber divulgado sus escritos, ni siquiera que los hubiese leído. Se ha propuesto a uno de sus libertos, Crisero, que escribió una crónica desde la fundación de Roma hasta la muerte de Marco. Pero también esto es pura especulación. Tam ­ poco es posible descubrir con qué prontitud se pudo disponer de copias del manuscrito. El autor cristiano Clemente de Alejandría y el historiador Ca­ sio Dión, que escribían a comienzos del siglo i i i , parecen familiarizados con el pensamiento de Marco. Pero es posible que se hubieran encontrado en sus discursos o cartas con pasajes que se hacen eco de lo que escribió «para sí» en los cuadernos privados que llamamos Meditaciones.2 Herodiano, que escribía en la década del 250, dice de Marco que «era amante de un lenguaje de estilo antiguo... como lo atestigua lo que ha llegado hasta no­ sotros en sus dichos y escritos». Entre estos últimos podrían incluirse las Meditaciones. En cualquier caso, en el siglo iv la obra era, sin duda, muy co­ nocida. El orador Temistio, amigo de Juliano, el gran admirador e imita-

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dor de Marco, dirigiéndose al emperador Valente, le decía (adulándole): «No tienes necesidad de los Preceptos de Marco ni de ninguna clase de di­ chos excelentes de un emperador particular». El escrito es del 364. Más de treinta años después, el autor de la Historia Augusta muestra su familiari­ dad con las Meditaciones de Marco, que denominaparaeneseos en la vida de Avidio Casio, con su ornamentada versión de la escena de agosto del 178; y sostiene que Marco dedicó tres días a ofrecer lecturas públicas para su in­ terpretación. Se trata una de las invenciones más simpáticas de la Historia Augusta. La historia posterior de las Meditaciones no viene aquí a cuento. Pero la carta de Aretas, diácono de Patras (y más tarde arzobispo de Cesarea), a Demetrio, arzobispo de Heraclea, escrita a finales del siglo ix o prin­ cipios del X , merece una cita parcial: H e tenido durante un tiempo el provechosísimo libro del emperador Marco, aunque se trataba de un ejemplar viejo, por no decir completamente destro­ zado, que menoscaba la utilidad de la obra para quienes quieren servirse de ella. N o obstante, he podido conseguir que me hicieran una nueva copia y puedo transmitirla a la posteridad con un traje flamante.

El diácono cedió amablemente al arzobispo su ejemplar viejo.3 Las Meditaciones están divididas en doce «libros», el primero de los cuales, donde Marco resume las cosas buenas que ha recibido de su familia, amigos y maestros, lo escribió, probablemente, por separado, cuando esta­ ba próximo a morir. Nos proporciona una clave de lo que Marco intentó hacer en los otros once: recordarse a sí mismo, mientras se hallaba lejos del hogar en circunstancias difíciles y a menudo agotadoras, las lecciones que había aprendido en tiempos más felices. Rústico, Apolonio, Sexto, Claudio Severo y Claudio Máximo son objeto de largos homenajes, pero el más ex­ tenso es, con mucho, el que dedica a su padre adoptivo Antonino Pío. Pa­ rece una ampliación de una remembranza más breve de Pío expuesta en el libro VI y que comienza con las palabras: «En todo, procede como discí­ pulo de Antonino». Esta reflexión particular pudo haberle llevado a poner por escrito de forma resumida, pero de manera más sistemática, todas sus deudas con sus mentores en un cuaderno aparte.4 No puede haber duda de que Marco escribía sólo para sí, en su tienda

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de campaña «entre los cuados», como en el libro II, o «en Carnunto», se­ gún el encabezamiento del libro III, en el campamento de la legión X IV Gemina y donde quiera que se hallase durante los años transcurridos entre el 172 y el 180. Algunos pasajes son, en realidad, como breves ensayos for­ males. Otros constituyen colecciones de citas, o casi citas, aforísticas. Con­ siderando su larga y compleja educación, no es muy de extrañar que lo es­ crito por él tenga en ciertos pasajes un carácter decididamente literario. Tampoco sorprende que una parte de lo que escribió pudiera haber sido transmitido de viva voz a otros a modo de «preceptos» filosóficos. Esto se debe, quizá, a que representa su recuerdo destilado de las enseñanzas de Apolonio, Rústico o sus demás tutores. En cualquier caso, según revela él mismo, intentó adiestrarse para tener pensamientos de cuya expresión no se sentiría avergonzado nunca ante alguien que le preguntara súbitamen­ te: «¿En qué estás pensando?». En la forma en que se ha transmitido, la obra es inevitablemente deshilvanada, repetitiva, a menudo concisa hasta la oscuridad, con cambios frecuentes de tema. No hay duda de que en al­ gunos casos sólo tenía tiempo para redactar unas pocas frases y, tal vez, vol­ vía a escribir tras un intervalo de varios días o semanas. Aparte de las del primer libro, hay pocas alusiones personales.5 Es una ironía que Marco, cuyo nombre ha sido sumamente familiar para la posteridad gracias a las Meditaciones, se detenga a menudo a hablar en ellas de la incertidumbre de la fama postuma. Pequeña es así mismo la fama postuma, incluso la más prolongada, y ésta se da a través de una sucesión de hombrecillos que muy pronto morirán, que ni siquiera se conocen a sí mismos, ni tampoco al que murió tiempo ha. ¿Acaso te arrastrará la vanagloria? D irige tu m irada a la prontitud con que se olvida todo y al abismo del tiempo infinito por ambos lados, a la vaciedad de los aplausos... Porque la tierra entera es un punto y de ella, ¿cuánto ocu­ pa el rinconcillo que habitamos? Y allí, ¿cuántos y qué clase de hombres te elogiarán? E l hombre que se desvive por la gloria postuma no se imagina que cada uno de los que se han acordado de él morirá también muy pronto; luego, a su vez, m orirá el que le ha sucedido, hasta extinguirse todo su recuerdo... Mas su­

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ponte que son incluso inmortales los que de ti se acordarán, e inmortal tam­ bién su recuerdo. ¿En qué te afecta esto? Y no quiero decir que nada en ab­ soluto le afecta al muerto, sino que al vivo, ¿qué le importa el elogio? A no ser, en algún caso, por cierta ventaja práctica. Próxim o está tu olvido de todo, próxim o también el olvido de todo respec­ to a ti.

Podrían citarse más pasajes similares. En otros lugares, Marco refleja la transitoriedad de la historia humana: Piensa, por ejemplo, en los tiempos de Vespasiano. Verás siempre las mismas cosas: personas que se casan, crían hijos, enferman, mueren, hacen la guerra, celebran fiestas, comercian, cultivan la tierra, adulan, son orgullosos, recelan, conspiran, desean que algunos mueran, murmuran contra la situación pre­ sente, aman, atesoran, ambicionan los consulados, los poderes reales. Pues bien, la vida de aquéllos ya no existe en ninguna parte. Pasa de nuevo ahora a los tiempos de Trajano: nos encontraremos con idéntica situación; también aquel vivir ha fenecido. Las palabras antaño familiares son ahora locuciones caducas. Lo mismo ocu­ rre con los nombres de personas que, muy celebradas en otros tiempos, son ahora, en cierto modo, expresiones obsoletas: Cam ilo, Cesón, Voleso, Denta­ to; y, poco después, también Escipión y Catón; y luego, también Augusto; des­ pués, Adriano y Antonino. Todo se extingue y poco después se convierte en legendario. Y bien pronto ha caído en un olvido total. Y me refiero a los que, en cierto modo, alcanzaron sorprendente relieve; porque los demás, desde que expiraron, son desconocidos, no mentados. ¡A cuántos Crisipos, a cuántos Sócrates, a cuántos Epictetos absorbió ya el tiempo! Contempla el curso de los astros, como si tú evolucionaras con ellos, y consi­ dera sin cesar las transformaciones mutuas de los elementos. Porque estas imaginaciones purifican la suciedad de la vida a ras de suelo. Y , por cierto, cuando escribas sobre la humanidad, examina lo que acontece en la tierra como desde una atalaya: asambleas, ejércitos, trabajos agrícolas, matrimo-

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nios, divorcios, nacimientos, muertes, tumulto de tribunales, regiones desier­ tas, poblaciones bárbaras diversas, fiestas, trenos, reuniones públicas, toda la mezcla y la conjunción armoniosa procedente de los contrarios. Con la obser­ vación de los sucesos pasados y de tantas transformaciones que se producen ahora, es posible también prever el futuro. Porque enteramente igual será su aspecto y no será posible salir del ritmo de los acontecimientos actuales. En consecuencia, da lo mismo haber investigado la vida humana durante cua­ renta años que durante diez mil.6

Aunque Marco escribía en medio de una terrible guerra a la que se sumaban otras preocupaciones externas, como la peste y la sublevación de Casio, mu­ chos se han sorprendido de las pocas referencias evidentes a sucesos externos en las Meditaciones. «Sin embargo, no encontramos aquí ningún eco de aquellas grandes luchas. Sólo hay una referencia a la guerra sarmática», se queja comprensiblemente un estudioso moderno que ha lidiado con los es­ casos datos de las campañas del norte para la historia. Si aquel emperador con mentalidad de literato hubiese tenido gustos parecidos a los de Julio Cé­ sar, podrían haber aparecido unos Comentarios a las guerras contra los marcomanos y los sármatas. Es mejor no lamentar que las cosas hayan sido de otro modo. En cualquier caso, la idea de que en la obra no hay «ningún eco» de las guerras es errónea. El lector un poco imaginativo puede ver que mu­ chas páginas de las Meditaciones poseen una intensidad y una elección pecu­ liar de imágenes cuya responsabilidad recae en los conflictos bélicos. En rea­ lidad, las guerras fueron el motivo de que fueran escritas. Están llenas de pensamientos de muerte. Es probable que un Marco Aurelio tranquilo, feliz, en Roma o en el campo, con su familia y sus libros, que hubiera vivido como Pío hasta una madura vejez, no hubiese tomado nunca la pluma o se hubie­ se contentado con completar sus Gestas de los antiguos griegos y romanos,7 El libro II de las Meditaciones tiene como encabezamiento la frase «Es­ crito entre los cuados, a orillas del Gran», y el tercero: «Escrito en Car­ nunto». En el libro X aparece la famosa y única referencia explícita a aque­ llas guerras: U na pequeña araña se enorgullece de haber cazado una mosca; otro, un le­ brato; otro, una sardina en la red; otro, jabalíes; otro, osos; y el otro, sármatas. ¿N o son todos ellos unos bandidos, si examinas atentamente sus principios?

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Marco no se regocijaba con sus victorias. Pero algunos de sus hombres de­ bieron de haberse enorgullecido de sus proezas personales contra el enemi­ go. Los artistas que esculpieron la columna Aureliana de Roma captaron con autenticidad en su representación de las guerras del norte la conformi­ dad y comprensión que motivaban a Marco.8 Aparte de la mención específica de nombres, hay muchos pasajes don­ de se muestra la influencia del contacto personal con la dura realidad. Es posible que la asistencia a las disecciones de Galeno hubiese pulido los sen­ timientos expresados en la frase: «Desprecia la carne: cuajos sanguinolen­ tos, huesecillos, fino tejido de nervios, de diminutas venas y arterias», del comienzo del libro escrito en campaña en territorio enemigo. Pero lo que le hizo utilizar la palabra lúthros (cuajo sanguinolento) debió de haber sido la conciencia del cuerpo realzada por la observación presencial de muertes y heridas. La experiencia del combate inspira otros pasajes. En el pensamiento del hombre que se ha disciplinado y purificado a fondo, nada purulento ni manchado ni mal cicatrizado podrías encontrar. Del mismo modo que los médicos tienen siempre a mano los instrumentos de hierro para las curas de urgencia, así también conserva tú a punto los princi­ pios fundamentales para conocer las cosas divinas y las humanas. Y aun en el caso de que el vecino más cercano [a la razón), el cuerpo, sea cortado, quem ado, alcanzado por el pus o podrido, perm anezca con todo tranquila la pequeña parte que sobre eso opina, es decir, no juzgue ni malo ni bueno lo que igualmente puede acontecer a un hombre malo y a uno bueno.

Esto es fidelidad a las enseñanzas de Epicteto. El vivido lenguaje refleja, seguramente, una experiencia personal, al igual, sin duda, que otro pasaje: Alguna vez viste una mano amputada, un pie o una cabeza seccionada yacen­ te en alguna parte lejos del resto del cuerpo...

Nos vienen a la mente los relieves de las columnas de Trajano y Marco que representan a soldados que sostienen las cabezas de sus adversarios decapi­

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tados; y también (en la columna de Trajano) los cirujanos del ejército que atienden a los romanos heridos en el campo de batalla.9 En una sección en la que se reflexiona sobre la muerte, el destino co­ mún de todos los seres humanos, Marco recuerda a Alejandro Magno, Pompeyo y César, quienes, «después de haber arrasado hasta los cimien­ tos tantas veces ciudades enteras y destrozado en orden de combate nu­ merosas miríadas de jinetes e infantes, también ellos acabaron por perder la vida»; y poco después vuelve a aparecer la expresión «cuajos sanguino­ lentos». Al abordar durante un momento un concepto filosófico, se pre­ gunta: «¿Cómo la tierra es capaz de contener los cuerpos de los que vie­ nen enterrándose desde tantísimo tiempo? ». Era un pensamiento propio de un hombre que había visto morir a muchos de sus amigos y oficiales y caer en una sola batalla a 20.000 hombres de su ejército — de ser creíble lo que dice Luciano— , y podemos excusarle que se permita demorarse en él.10 Las fuentes no dicen que Marco fuera herido personalmente. Es una hipótesis poco probable. Pero Dión habla de su debilidad y de sus dolores torácicos. El trasfondo de los comentarios aislados sobre el dolor, que apa­ recen de vez en cuando, podría ser ése. E n cualquier caso de dolor, acuda a ti esta reflexión: no es indecoroso ni tam­ poco deteriorará la inteligencia que me gobierna... Válgate de ayuda la m áxi­ ma de Epicuro: el dolor no es insoportable ni eterno, si recuerdas sus límites y no imaginas más de la cuenta. Sobre el dolor: lo que es insoportable, mata; lo que se prolonga, es tolerable. N o es contrario a la naturaleza ni el dolor de la mano ni tampoco el del pie, en tanto el pie cumpla la tarea propia del pie, y la mano, la de la mano. Del mis­ mo modo, pues, tampoco es contrario a la naturaleza el dolor del hombre, como hombre, en tanto cumpla la tarea propia del hombre. Y si no es contra­ rio a su naturaleza, tampoco lo envilece.

Así es como intentaba aplicar los criterios de los estoicos a su propia situa­ ción.” El sueño constituía un problema para él, según recuerdan Dión y Ga-

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leno. A Marco le resultaba difícil dejar la cama al amanecer, tras haber pa­ sado, quizá, una noche inquieta, cuándo acababa tomando la teriaca de Galeno para que le ayudara a conciliar el sueño. A l amanecer, cuando de mala gana y perezosamente despiertes, acuda pun­ tual a ti este pensamiento: «Despierto para cum plir una tarea propia de hombre». Siempre que de mal talante despiertes de tu sueño, recuerda que está de acuer­ do con tu constitución y con tu naturaleza humana corresponder con accio­ nes útiles a la comunidad, y que dorm ir es también común a los seres irra­ cionales. Sea indiferente para ti pasar frío o calor, si cumples con tu deber, pasar la no­ che en vela o saciarte de dormir, ser criticado o elogiado, morir o hacer otra cosa. Pues una de las acciones de la vida es también aquella por la cual m ori­ mos. En efecto, basta también para este acto «disponer bien el presente».

Su sueño no era siempre tranquilo: V uelve en ti y reanímate, y una vez que hayas salido de tu sueño y hayas com­ prendido que te turbaban pesadillas, nuevamente despierto, mira esas cosas como mirabas aquéllas.12

La conciencia de sus obligaciones como emperador y comandante en jefe no está nunca lejos de su mente. A todas horas, preocúpate resueltamente, como romano y varón, de hacer lo que tienes entre manos. Sea el dios que en ti reside protector y guía de un hombre venerable, ciuda­ dano romano y jefe que a sí mismo se ha asignado su puesto, cual sería un hombre que aguarda la llamada para dejar la vida. N o sientas vergüenza de ser socorrido. Pues está establecido que cumplas la tarea impuesta como un soldado en el asalto a una muralla. ¿Qué harías, pues,

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si, víctima de cojera, no pudieras escalar tú solo hasta las almenas y, en cam­ bio, te fuera eso posible con ayuda de otro?

Marco citó la Apología de Platón para reforzar su determinación: Donde quiera que uno se sitúe por considerar que es lo m ejor o en el puesto que le sea asignado por el arconte, allí debe, a mi entender, permanecer y co­ rrer el riesgo, sin tener en cuenta en absoluto ni la muerte ni ninguna otra cosa con preferencia a la infam ia.'3

Las metáforas militares parecen reaparecer en un pasaje del libro escrito «entre los cuados». N o te arrastren los accidentes exteriores; procúrate tiempo libre para apren­ der algo bueno y cesa ya de abandonar tu puesto. En adelante, debes mante­ ner la guardia frente a otra desviación. Porque deliran también, en medio de tantas ocupaciones, los que están cansados de vivir y no tienen blanco hacia el que dirijan todo impulso y, en suma, su imaginación (phantasia). Los que se oponen a tu andadura según la recta razón, al igual que no podrán desviarte de la práctica saludable, así tampoco te desvíen bruscamente de la benevolencia para con ellos. Por el contrario, mantente en guardia respecto a ambas cosas por igual: no sólo respecto al juicio y una ejecutoria equilibrada, sino también respecto a la mansedumbre con los que intentan ponerte difi­ cultades, o de otra manera te molestan. Porque es también signo de debilidad el enojarse con ellos, al igual que el renunciar a actuar y rendirse por miedo, pues ambos son igualmente desertores, el que tiembla y el que se hace extra­ ño a su pariente y amigo por naturaleza.

Al final del libro IV dice: Corre siempre por el camino más corto, y el más corto es el que discurre de acuerdo con la naturaleza. En consecuencia, habla y obra en todo de la mane­ ra más sana, pues tal propósito libera de las aflicciones, de la disciplina mili­ tar, de toda preocupación administrativa y afectación.

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Su actitud distanciada en medio de la lucha y su confianza en sus convic­ ciones estoicas aparecen poderosamente resumidas en el libro II. Sobre la vida humana: su tiempo es un punto, su sustancia, fluyente; su sen­ sación, turbia; la composición del conjunto del cuerpo, fácilmente corrupti­ ble; su fama, indescifrable. En pocas palabras: todo lo que pertenece al cuer­ po, un río; sueño y vapor, lo que es propio del alma; la vida, guerra y estancia en tierra extraña. ¿Qué, pues, puede darnos compañía? Unica y exclusiva­ mente la filosofía.

En última instancia, algunas de esas ideas derivan, quizá, de Heráclito. Re­ sultarían impresionantes en cualquier contexto. Pero el hecho de haber sido escritas durante la guerra, durante una «estancia en tierra extraña», realza considerablemente el efecto que producen en el lector.'4 La imagen del río, utilizada por primera vez por Heráclito, reaparece en varias ocasiones más. E l tiempo es un río y una corriente impetuosa de acontecimientos. En medio de tal oscuridad y suciedad, y de tan gran flujo de la sustancia y del tiempo, del movimiento y de los objetos movidos, no concibo qué cosa puede ser especialmente estimada o, en suma, objeto de nuestros afanes. Todas las cosas son como un río en incesante fluir, las actividades están cam­ biando de continuo y las causas sufren innumerables alteraciones. Casi nada persiste. L a causa del universo es un torrente impetuoso. Todo lo arrastra.

Marco había visto ríos antes de ir a Panonia — y también el Tiber en una inundación destructiva— . Pero nunca había contemplado un gran río como el Danubio, que debió de producirle cierto impacto. Es difícil que el inquietante paisaje plano del Burgenland, en particular en torno al Neusiedlersee, que ejerció un efecto perceptible sobre grandes artistas creativos (Haydn y Liszt), no le hubiese impresionado, lo mismo que las tierras lla­ nas del Marchfeld y de la planicie húngara.15

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Aparecen también referencias a otros sucesos externos, distanciadas, como siempre, pero vividas. Marco habla de «huir de la peste», pero lo aplica a la corrupción de la mente, «mucho mayor que una infección». Alude de pasada a los «tratados y armisticios en la guerra», y un poco más adelante reflexiona sobre la traición. «Siempre que censures a alguien como traidor o ingrato, vuélvete hacia ti mismo, porque, obviamente, tuyo es el fallo si has confiado en que esa persona siguiera siendo leal». Un poco más adelante encontramos un pasaje enigmático. «Si cometió un error, allí está su mal. Pero tal vez no lo cometió». Estos pasajes podrían reflejar los sucesos del 175, cuando Marco hizo las paces con los sármatas debido a la rebelión de Casio. Dión escribe que Marco no insultó nunca a Casio en pú­ blico, pero se refería constantemente a él calificándolo de «ingrato». «Si [él] cometió un error», podría traducirse igualmente por: «Si [ella \cometió un error», y aludiría a la supuesta implicación de Faustina. También po­ demos observar la referencia a la «pérdida» en un pasaje contiguo: «La pér­ dida (apobole) no es otra cosa que una transformación (metabolë)». Esta fra­ se podría haber reflejado, quizá, la muerte de Faustina. En unos pocos lugares podemos detectar referencias a Cómodo; por ejemplo: Si puedes, conviértelo mediante la enseñanza; y si no, recuerda que se te ha concedido la benevolencia para este fin; [...] si tiene un desliz, instrúyele benévolamente e indícale su negligencia. Mas si no lo consigues, recrimínate a ti mismo, o ni siquiera a ti mismo; [...] la amabilidad es invencible... ¿qué te haría el hombre más insolente, si fueras benévolo con él y si, dada la ocasión, le exhortaras con dulzura y le alec­ cionaras apaciblemente en el preciso momento en que trata de hacerte daño? «N o, hijo; hemos nacido para otra cosa. N o temo que me dañes, eres tú quien te perjudicas, hijo».16

Podrían mencionarse aquí otros dos posibles ecos de preocupaciones con­ temporáneas. E l que escapa de su dueño es un esclavo huido. L a ley es nuestro señor, y el que la transgrede es también un esclavo fugado.

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Esto recuerda el número creciente de esclavos que escapaban y el «rescrip­ to general» interesado por esta cuestión y aparecido en algún momento de los años 177-180. Im agínate que todo aquel que se aflige por cualquier cosa, o que de mal talante la acoge, se asemeja a un cochinillo al sacrificarlo, que cocea y gruñe.

Durante la guerra, Marco hubo de realizar en varias ocasiones el sacrificio militar de los suovetaurilia (que señalaba el inicio y el final oficiales de una campaña). En uno de los relieves colocados en su arco triunfal aparece Marco llevando a cabo ese sacrificio.'7 En las Meditaciones, Marco dedica numerosas reflexiones a la muerte. El tema aparece una y otra vez, especialmente en los últimos libros. Mien­ tras el emperador lucha por reconciliarse con la perspectiva de que su vida se acerca a su final, propone metáfora tras metáfora, símil tras símil. «El gobernante del universo» te ha «impuesto un límite de tiempo», se dice a sí mismo. «Realiza cada acción como si fuera la última». La idea de que su vida se aproximaba a su remate vuelve constantemente. El «entretejer de las hebras organizado por la providencia» o por Cloto, una de las tres dio­ sas del Destino, se acercaba a su conclusión.'8 A veces, Marco dice escuetamente: «La vida es breve». En una ocasión se imagina que uno de los dioses podría comunicarle: «Mañana estarás muerto». En un pasaje posterior va más allá y se dice que debe pensar so­ bre sí mismo como si ya hubiese fallecido y considerar el tiempo restante como un complemento que debe ser vivido «de acuerdo con la naturale­ za». La muerte no es lo mismo que la salida obligada de un actor en mitad de una representación. La muerte no debe cogernos por sorpresa. Y tam­ poco puede ser objeto de desprecio: «Sonríe a su llegada».'9 Sobre todo, se recuerda a sí mismo reiteradamente que la muerte es natural. L a muerte, como el nacimiento, es un misterio de la naturaleza.

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Marco piensa en los grandes hombres del pasado ya difuntos, en hombres que se aferraron ávidamente a la vida, en ciudades como Pompeya, muer­ tas ya en cierto sentido. A lejandro M agno y su mulero, ambos acabaron muriendo. N o tardarás en desvanecerte en la nada, como Adriano y Augusto.

Ofrece citas de Eurípides y Platón sobre la muerte. L a corte de Augusto, su mujer, su hija, sus descendientes, sus ascendientes, su hermana, A gripa, sus parientes, sus familiares, A rio, Mecenas, sus médicos, sus encargados de los sacrificios; toda la corte está muerta. A continuación, pásate no a la muerte de un solo hombre, sino a la de toda una familia, por ejemplo, la de los Pompeyos. Tom a en consideración aquello que suele gra­ barse en las tumbas: «El último de su linaje».

Marco piensa en la gente que llora a sus difuntos, como Lucila, su madre, lamentándose por su padre Vero; y Pantea, que se duele por la muerte de Lucio, su amante. Si estuvieran sentados junto a sus tumbas, ¿iban a enterarse los muertos? Y si se dieran cuenta, ¿iban a complacerse?20

Ya hemos mencionado el símil de la retirada del campo de batalla de la vida, y la idea del río del tiempo; y también sus opiniones sobre la fama postuma. Sus ideas sobre la vida tras la muerte no eran fijas. Marco repasa las posibili­ dades tan desapasionadamente como puede. A veces piensa en la muerte a la manera ortodoxa de los estoicos, como una disolución del material corpóreo en el todo del que había salido. Se dice a sí mismo que no debe especular. O bien existe una azarosa combinación de átomos y una nueva dispersión, o bien hay unidad, orden y providencia. Si efectivamente es lo primero, ¿por qué deseo demorar mi estancia en una azarosa mezcla y en tal confusión...? ¿ Y por qué turbarme? Pues la dispersión de los átomos me alcanzará, haga lo que haga. Y si es lo segundo, venero, persisto y confío en el que gobierna.

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Sobre la muerte, o dispersión, si existen átomos; o extinción o cambio, si exis­ te unidad.

En el último libro retoma la cuestión más de una vez. ¿Cómo pueden ha­ ber permitido los dioses — unos dioses que ordenaron todo con amor hacia la humanidad— que las personas auténticamente buenas deban extinguir­ se por entero? Pero, se dice a sí mismo, si las cosas hubieran debido dispo­ nerse de manera distinta, «los dioses lo habrían hecho de ese modo, pues, de haber sido justo, también habría sido posible; y si hubiese estado de acuerdo con la naturaleza, ésta lo habría procurado así». Marco discute consigo mismo sobre si hay un destino inexorable cuyos decretos no pue­ den transgredirse, o una providencia divina que escucha las plegarias hu­ manas o, sencillamente, un caos desgobernado. Si lo que existe es un desti­ no inexorable, ¿para qué resistirse? Y si es una providencia divina, el ser humano tendría que hacerse digno de su ayuda. Si sólo hay un caos arbi­ trario, debería sentirse contento de disponer, en medio del flujo de las olas, de una mente capaz de dirigir las cosas. En las últimas palabras de las M e­ ditaciones, Marco domina sus temores. Buen hombre, has sido ciudadano en esta gran ciudad. ¿Qué te importa si fueron cinco años o cincuenta? Porque lo que es conforme a las leyes, es igual para todos y cada uno. ¿Por qué, pues, va a ser terrible que te destierre de la ciudad no un tirano, ni un juez injusto, sino la naturaleza que te introdujo? Es algo así como si el pretor que contrató a un comediante lo despidiera de la escena. «Mas no he representado los cinco actos, sino sólo tres». «Bien has di­ cho. Pero en la vida los tres actos son un drama completo». Porque fija el tér­ mino aquel que un día fue responsable de tu composición, y ahora de tu di­ solución. T ú no eres responsable en ninguno de los dos casos. Parte, pues, reconciliado, porque el que te deja partir también lo está.21

La muerte fue para Marco una liberación, un «echarse a descansar». «Re­ cuerda que la historia de tu vida está ya colmada, y tu servicio cumplido». El tema del servicio a los demás se halla siempre presente. Marco no se ha­ cía ilusiones sobre aquellos que le rodeaban:

Marco Aurelio A l despuntar la aurora, hazte estas consideraciones previas: me encontraré con un indiscreto, un ingrato, un insolente, un mentiroso, un envidioso, un insociable.

Este pasaje del comienzo del libro II fue, quizá, lo primero que escribió — pero añade que «todo eso acontece por ignorancia de lo que es bueno y lo que es malo»— . El pensamiento se repite en un pasaje posterior: A continuación, pasa a indagar el carácter de los que contigo viven: a duras penas se puede soportar al más agradable de ellos.

Pero de nuevo vuelve a matizarlo: Por no decir que incluso a sí mismo se soporta uno con dificultad,

y en otro lugar se dice: Piensa en los méritos de los que viven contigo; por ejemplo, la energía en el trabajo de uno, la discreción de otro, la liberalidad de un tercero y cualquier otra cualidad de otro. Porque nada produce tanta satisfacción como los ejem­ plos de las virtudes, al manifestarse en el carácter de los que con nosotros vi­ ven y al ofrecerse agrupadas en la medida de lo posible. Por esta razón deben tenerse siempre a mano.

El biógrafo de la Historia Augusta pone de relieve que [...] antes de hacer alguna cosa, siempre conversó con la gente destacada no sólo sobre los asuntos de la guerra, sino también sobre cuestiones civiles. De hecho, su máxima personal era siempre la siguiente: «Es más justo que acep­ te el consejo de tantos amigos — ¡y qué amigos tan excelentes!— , que no que ellos deban atenerse a mi consejo, que es el de un solo hombre».

Esto aparece confirmado por varios pasajes de las Meditaciones del propio Marco Aurelio: Si alguien puede refutarme y probar de modo concluyente que pienso o actúo incorrectamente, de buen grado cambiaré de proceder. Pues persigo la ver­ dad, que no dañó nunca a nadie.

Soliloquios de Marco

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¿Qué necesidad hay de recelos, cuando te es posible examinar qué debes ha­ cer y, caso de que lo veas en su conjunto, caminar por esta senda benévola­ mente y sin volver la mirada atrás? Mas, en caso contrario, detente y recurre a los mejores consejeros.22

A veces anhelaba la oportunidad de retirarse de todo. L a gente busca retiros en el campo, en la costa y en el monte. T ú también sue­ les anhelar tales retiros. Pero todo eso es de lo más vulgar, porque puedes, en el momento que te apetezca, retirarte en ti mismo.

Sus pensamientos debieron de volverse con nostalgia hacia los tranquilos días de su juventud en Lanuvio o Bayas. Es posible, incluso, que cuando se decía que no debía permitir que nadie le oyera «censurar la vida palaciega, ni siquiera tú mismo», se diese cuenta, consciente o inconscientemente, de que su vida en palacio había sido, cuando menos, preferible a la vida en el cuartel general del ejército. En cierta ocasión se dijo que su «posición en la vida» le dificultaba profesar la filosofía. Pero, más tarde, comenta: «No existe otra situación tan adecuada para filosofar como aquella en la que ahora te hallas». «Si tuvieras simultáneamente una madrastra y una madre — escribe en cierto momento— atenderías a aquélla, pero, con todo, las vi­ sitas a tu madre serían continuas. Eso tienes tú ahora: el palacio y la filoso­ fía. Así, pues, retorna a menudo a ella y en ella reposa; gracias a ésta, las co­ sas de allí te parecen soportables y tú eres soportable entre ellas».23 Una imagen empleada con frecuencia por Marco es la de la ciudad del mundo, la ciudad universal de la que todos los seres humanos son ciuda­ danos, «la más venerable de todas las ciudades y sociedades constituidas»; y la obediencia a sus leyes es el «objetivo de todos los seres». «Comprueba — dice— cada cosa que encuentres en la vida según el valor que tiene res­ pecto a su conjunto y con relación al ciudadano de la ciudad más excelsa, de la que las demás ciudades son como casas individuales». La persona que «aparta su alma de las almas de los seres racionales es un fragmento sepa­ rado de la ciudad, que es una unidad». «Lo que no daña a la ciudad, no daña tampoco a los ciudadanos». «Lo que no beneficia a la colmena no be­ neficia a la abeja». «El poeta canta: “Querida ciudad de Cécrope”, ¿y tú no dirás: “Querida ciudad de Dios” ?».24

Marco Aurelio Marco no se hacía ilusiones respecto de sí mismo. Tam bién esto te lleva a desdeñar la vanagloria, el hecho de que ya no puedes haber vivido tu vida entera, o al menos la que transcurrió desde tu juventud, como un filósofo; por el contrario, has dejado en claro para otras muchas per­ sonas, e incluso para ti mismo, que estás alejado de la filosofía. Estás, pues, confundido, de manera que ya no te va a resultar fácil conseguir la reputación de filósofo. ¿Serás algún día, alma mía, buena, sencilla, única, desnuda, más patente que el cuerpo que te circunda?

En un pasaje se dice a sí mismo con una especie de impaciencia: N o sigas discutiendo ya acerca de qué tipo de cualidades debe reunir el hom­ bre bueno, sino trata de serlo.25

La filosofía de la vida expresada en las Meditaciones no es estoicismo orto­ doxo, sino la actitud individual frente a la vida de un hombre que ha estu­ diado y enseñado largo tiempo acerca de los problemas de la conducta y las diferentes doctrinas de las escuelas filosóficas y ha realizado su propia se­ lección, influenciada fuertemente por sus experiencias personales. Las doc­ trinas estoicas son predominantes, como era de esperar en el caso de alguien tan estrechamente asociado con estoicos como Junio Rústico y Claudio Má­ ximo, por no mencionar a su profesor de filosofía, Apolonio. La idea de la «ciudad de Dios» y el constante esfuerzo por «vivir de acuerdo con la na­ turaleza» expresan la esencia de las doctrinas estoicas. «Sé libre» se dice a sí mismo, según había enseñado Epicteto. «Ten presente que lo que te mue­ ve como un títere es cierta fuerza oculta en tu interior». «Progresa en todo momento hacia la libertad con benevolencia, sencillez y modestia». «La inteligencia libre de pasiones es una ciudadela». «Soporta y abstente», dice, como había dicho Epicuro. Una y otra vez propone motivos para seguir este precepto y evitar la cólera. También le preocupa mucho la «verdad», no sólo en el sentido filosófico de la realidad de las cosas, sino en su signifi­ cado sencillo de decir lo verdadero. Era una cualidad en la que había insis­ tido Frontón, y a la que, sin duda, había aspirado Marco desde su primera

Soliloquios de Marco niñez, consciente de su nombre «Verus» y de su significado — de donde deriva, indudablemente, el apodo de «Verissimus», que le puso Adriano.26 La huella más profunda que dejó en Marco la enseñanza de un prede­ cesor en el estoicismo fue la de la noción formulada por Posidonio, según la cual el mundo es un organismo unificado al que la tensión interna de todas las cosas mantiene como conjunto compuesto. «Medita con frecuencia en la trabazón de todas las cosas existentes en el mundo y en su mutua relación. Pues en cierto modo, todas las cosas se entrelazan unas con las otras y todas, en este sentido, son amigas entre sí; pues una está a continuación de la otra a causa del movimiento ordenado, del hálito común y de la unidad de la sustancia». Este concepto guardaba una relación estrecha con el del mundo como ciudad, expresado elocuentemente por Posidonio, que vivió en el si­ glo i a. C., cuando el predominio de Roma había comenzado por fin a uni­ ficar el mundo mediterráneo. La postura religiosa de Marco es difícil de definir. Según algunos, se muestra profundamente imbuido de piedad tra­ dicional. Pero a veces, en sus escritos, parece más bien un agnóstico, aunque creyera que era correcto realizar actos formales de culto religioso. Marco cita una antigua oración ateniense para impetrar a la lluvia y comenta: O no hay que rezar, o hay que hacerlo así, con sencillez y espontáneamente.

Pero más adelante, en un pasaje donde se pregunta si los dioses tienen al­ gún poder, escribe: O nada pueden los dioses, o tienen poder. Si efectivamente no tienen poder, ¿por qué suplicas? Y si lo tienen, ¿por qué no les pides precisamente que te concedan no temer nada de eso ni desearlo ni afligirte por ninguna de esas co­ sas, antes de pedirles que no sobrevenga o sobrevenga alguna de ellas?27

Es difícil escoger un pasaje concreto que resuma la filosofía de Marco. Pero en uno del libro III, escrito en Carnunto, se manifiesta con claridad la esen­ cia de su actitud frente a la vida: Si ejecutas la tarea presente siguiendo la recta razón, diligentemente, con fir­ meza, con benevolencia y sin ninguna preocupación accesoria, antes bien, ve­ las por la pureza del dios que llevas dentro, como si ya tuvieras que devolver­

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lo, si agregas la condición de no esperar ni tampoco evitar nada, sino que te conformas con la actividad presente conforme a la naturaleza y con la verdad heroica en todo lo que digas y comentes, vivirás feliz. Y nadie será capaz de impedírtelo.

Leer las Meditaciones durante periodos largos puede inducir a la melanco­ lía. Su atmósfera está, sin duda, fuertemente teñida de tonos oscuros, aun-, que en muchos lugares se ilumina con unas imágenes llenas de vida — hi­ gueras y olivos, espigas dobladas de trigo maduro, capullos de rosa y árboles jóvenes, cepas que llevan los racimos de un nuevo verano, cachorros que ri­ ñen o niños que pelean— . Pero Marco no intentaba lograr una «escritura refinada». «Olvida tu sed de libros para no morir gruñendo».28 Las Meditaciones son la expresión personal del soberano de un gran im­ perio capaz de ver más allá del mismo. Asia y Europa, rincones del mundo; el mar entero, una gota de agua; el Atos, un pequeño terrón del mundo. Todo el tiempo presente, un instante de la eternidad.

Tengo una ciudad y una patria. En tanto que Antonino, soy romano, pero en tanto que hombre soy ciudadano del universo.

Quería que su Roma se aproximara en la medida de lo posible a su ciudad ideal. Sabía que era difícil — «No esperes hacer realidad la república de Pla­ tón; antes bien, confórmate si progresas en algún mínimo detalle, y piensa que este resultado no es una insignificancia»— . Pero aquel hombre, cuyos amigos lo habían familiarizado con las vidas de Trásea y Catón y que era ca­ paz de «concebir la idea de un Estado basado en la equidad y la libertad de palabra, y de una monarquía que aprecia sobre todo la libertad del súbdito», tenía aspiraciones susceptibles de realización. Su esperanza no se cumplió. Pero Marco fue merecedor del veredicto dictado sobre su reinado por Amiano Marcelino, admirador a su vez de Juliano, quien admiraba a Marco: T ras haber sufrido pérdidas calamitosas, las cosas volvieron a restablecerse porque la antigua temperancia no se había visto contagiada todavía por la

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irresolución de la negligencia y la relajación [...] los más altos y los más bajos corrieron presurosos con ardor unánime hacia una muerte al servicio de la re­ pública, como quien va hacia un puerto calmado y pacífico.

Casio Dión, que conoció por experiencia propia el reinado de Marco y el de sus sucesores, rinde un homenaje explícito al emperador. N o tuvo la buena suerte que merecía, pues no era físicamente fuerte y duran­ te casi todo su reinado se vio envuelto en un cúmulo de problemas. Pero, por lo que a mí respecta, lo admiré tanto más por el hecho mismo de que, en medio de dificultades insólitas y extraordinarias, sobrevivió y preservó el imperio.29

II

EPÍLO GO

Según el juicio de sus contemporáneos, Marco Aurelio había sido el empe­ rador perfecto. La posteridad confirmó aquel veredicto. Sólo hubo un re­ paro: su elección de sucesor. Cómodo, el primer emperador nacido en el seno de una familia purpurada, se convirtió «para los romanos en una gran maldición, mayor que cualquier peste o crimen», en palabras de Dión. Fue odiado por los de su propia clase y las conspiraciones contra él fueron con­ tinuas. Cómodo, interesado únicamente en sus propios placeres, dejó el go­ bierno en manos de sus favoritos: primero, en las del chambelán Sotero; luego, en las de Tigidio Perenne, un frío y eficiente gran visir en su función de prefecto de la guardia pretoriana; después, en las de Cleandro, otro li­ berto también chambelán. Una vez desaparecidos estos tres, Cómodo co­ menzó a llevar una vida desenfrenada (en el año 190) y a abandonarse por completo a sus fantasías. La víspera del día de Año Nuevo del 192 se or­ ganizó una nueva conspiración y Cómodo fue estrangulado en su baño. El «más regio de los emperadores» fue sustituido por Helvio Pértinax, hijo de un liberto y antiguo maestro de escuela, que anunció un retorno a los principios de Marco. Antes de que transcurrieran tres meses, Pértinax mo­ ría también asesinado, y tras la indigna subasta del imperio en el campa­ mento de los pretorianos le sucedió Didio Juliano, antiguo protegido de Domicia Lucila. Didio inició su reinado en circunstancias sospechosas y nunca tuvo la menor posibilidad. Los hombres que habían respaldado a Pértinax entraron en acción y la persona nominada por ellos marchó sobre Roma desde Panonia. Severo tardó cuatro años, del 193 al 197, en asegu­ rarse el trono por medio de otras dos guerras civiles.1 Por razones políticas, Severo se proclamó «hijo del divino Marco» y cambió el nombre de su hijo mayor por el de «Marco Aurelio Antonino»; 323

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luego, divinizó incluso a Cómodo (cuya memoria había sido condenada) y añadió a sus títulos el de «hermano del divino Cómodo». Ello demuestra la difícil situación de Marco. La idea de sucesión hereditaria se hallaba pro­ fundamente arraigada. Esta pauta sólo había sido quebrantada por la adop­ ción de Trajano por parte de Nerva. A continuación, el parentesco tuvo una gran importancia. Adriano había sido el pariente varón más próximo a Trajano y, además, se había casado con su sobrina nieta. Es cierto que el propio Adriano había rechazado a su sobrino nieto en favor de un parien­ te lejano, el joven Marco, y su grupo familiar. Pero la consolidación de un sistema dinástico se había puesto de manifiesto bajo Antonino Pío con el matrimonio entre Marco y su prima Faustina. Se dice, incluso, que Marco había considerado a su mujer como la fuente de sus derechos. La Historia Augusta sostiene que, cuando se le aconsejó que se divorciara de ella por su infidelidad, respondió que, en tal caso, «debería devolver también la dote aportada» por Faustina: el imperio.2 La tolerancia de Marco hacia las aventuras de Faustina ha sido un re­ curso utilizado contra él. Probablemente deberían descartarse la mayoría de las historias acerca de su esposa. Lo que llevó a algunos a proponer que había mantenido una relación con un gladiador fue el posterior comporta­ miento del hijo de ambos. Era la única manera de poder explicar la discre­ pancia de carácter entre Marco y Cómodo. Tal vez Faustina se desvió más tarde. Pero en el año 160, cuando sólo tenía treinta años y era madre de cuatro niños (los dos menores habían nacido en los años 159 y 160), tras ha­ ber perdido varios más en edad infantil, resulta difícil creer que fuera in­ fiel. Las cosas pudieron haber sido diferentes cuando Marco vivió lejos de ella tres o más años (del otoño del 169 al del 172 y, quizá, hasta el 173), has­ ta que marchó a su lado en el frente. En aquellos momentos corrieron ru­ mores sobre asuntos con bailarines (pantomimi). Pudo haber conocido la tentación en el este, en los años 165-166. Se dan también nombres de aman­ tes de clase alta, uno de los cuales la cortejó, según se dice, cuando Marco se hallaba en Roma. Finalmente, hay que tener también en cuenta la historia de los mensajes a Casio — una mezcla de pasión y traición— . Estas últimas habladurías son probablemente falsas. Pero es posible que, en algún mo­ mento, hubiese dado a conocer que, si Marco moría antes de que Cómodo alcanzara la mayoría de edad, preferiría a Casio como protector tanto suyo

Epílogo

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como de Cómodo antes que a su yerno Pompeyano, que le caía mal. Aun­ que el emperador estoico podía considerar el acto del amor físico como una mera «fricción de las entrañas y la eyaculación de un moquillo acompaña­ da de cierta convulsión», agradecía a los dioses que su esposa fuera «tan obediente, tan cariñosa, tan sencilla». Unas pocas aventuras no habrían bas­ tado para destruir el recuerdo de treinta años de matrimonio.3 Septimio Severo se enfrentó a un problema similar con su propia suce­ sión. Su hijo «Antonino» — más conocido como Caracalla— fue escogido como heredero a una edad mucho menor aún que la de Cómodo: sólo te­ nía nueve años cuando fue nombrado Augusto. Y al fallecer Severo en el 2 1 1 era poco mayor (veintiún años) de lo que lo había sido Cómodo en el 180. Pero Severo conocía demasiado bien sus defectos. Dión informa de que «permitió que el amor por su vástago pesara más que el que tenía por su patria» — a pesar de que «había criticado a menudo a Marco por no haber retirado discretamente a Cómodo». La sublevación de Casio debió de haber hecho a Marco tomar concien­ cia del problema. Si fallecía con un heredero joven y poco formado, esta­ llaría una guerra civil. Por lo visto, esperó que, al otorgar a Cómodo los po­ deres de un coemperador, dándolo a conocer a los ejércitos y rodeándolo de asesores experimentados y leales, podría evitar otra rebelión armada en el momento de su muerte. Al final resultó que el reinado de Cómodo y las ulteriores guerras civiles diezmaron las filas de la antigua élite, debilitada ya en tiempos de Marco por la peste y las guerras externas. Pero Marco había logrado reclutar a hombres nuevos como Pértinax y Valerio Maxi­ miano. Su respeto por las prerrogativas del orden senatorial le garantizó un amplio consenso en el seno de la clase dirigente. A finales del siglo n, este consenso se había derrumbado. El intento de Septimio Severo de fu­ sionar su propia familia con la dinastía de los Antoninos no pudo reparar el daño.4

A P É N D IC E I

FU EN TES

A . T E S T IM O N IO S A N T IG U O S

Marco Antonio brinda una oportunidad singular al historiador de la Antigüedad.

i. Su correspondencia con su tutor Frontón da una visión de su vida desde el fi­ nal de su adolescencia hasta que rondaba los cuarenta y cinco años, entre el 138 y el 166, aproximadamente; y sus Meditaciones nos ofrecen sus pensamientos perso­ nales durante sus últimos años, en torno al 172-180. E l códice que contiene la co­ rrespondencia de Frontón fue descubierto por Angelo Mai en 18 15, y unos pocos años después se hallaron nuevas partes de la misma. L a primera publicación del manuscrito, dañado y fragmentario, realizada por Mai fue mejorada en varias ocasiones en el siglo xix; la mejor edición es la de S. A. Naber, de 1867. En 19191920, C . R. Haines presentó la edición de Loeb, con traducción al inglés, en la que reorganizó la correspondencia según un orden cronológico (ampliamente conje­ tural, por supuesto) y tomó en cuenta lecturas mejoradas, sobre todo, por E. H au ­ ler. L a edición más reciente es la de M. P. }. van den H out (1988), que sustituye su anterior de 1954, citada en este libro y que ofrece el texto en el orden original del códice, con lecturas superiores en m uchos casos a las de H aines. E n 1974, E. Cham plin abordó la tarea de la cronología de las cartas en un estudio nuevo y fundamental publicado en JR S , seguido por su monografía Fronto and Antonine

Rome (1980). Estos dos trabajos de investigación son ahora guías indispensables para cualquier estudio sobre Frontón y Marco. Como es natural, descubrimientos posteriores han corregido algunas interpretaciones. Los argumentos de Champlin no me han convencido en dos casos concretos. En primer lugar, por lo que res­ pecta al juicio en que Frontón y Herodes aparecieron en lados contrarios, el estu­ dio de W. Am eling, Herodes Atticus (1983), me ha llevado a mantener una fecha más tardía. En segundo lugar se halla la importantísima cuestión de la «conver-

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Fuentes

sión» de Marco a la filosofía. E l razonamiento de Cham plin, JR S 64 (1974) M 4 , me convence plenamente de que la carta escrita por Marco a los veinticinco años,

AdM C 4.13, se refiere a (Ticio) Aristón, el jurisconsulto y amigo de Plinio, y no al filósofo estoico Aristón de Quíos, del siglo m a. C. Pero la conclusión que extrae el autor me parece un tanto excesiva. Acepto que no hubo una «conversión súbita a la filosofía» y que «no se produjo un abandono de la literatura y la elocuencia»

(Fronto and Antonine Rome, 12 1; véase 77). Por otra parte, la carta indica con m u­ cha claridad que Marco había experimentado alguna «crisis» interior, estaba in­ satisfecho consigo mismo y con los asuntos a los que dedicaba su tiempo y sentía necesidad de cosas más elevadas. En cuanto a la fecha de la muerte de Frontón, es­ toy completamente de acuerdo con la conclusión de Cham plin de que «no puede haber muchas esperanzas de que el desdichado orador sobreviviera al año 167»

(Fronto and Antonine Rome, 142). Señalemos finalmente que, en la edición de Van den Hout, los cinco libros de la correspondencia con Marco cuando ya era César ocupan las págs. 1-87; vienen a continuación los cuatro con cartas enviadas al mis­ mo como em perador (88-110); dos libros para Lu cio V ero como em perador ( 1 1 1 -130); escritos misceláneos dirigidos a Marco como emperador (De eloquentia, 13 1-14 8 ; De orationibus, 149-155); cartas a Antonino Pío (156-162); dos libros de cartas a amigos (163-190); los Principia Historiae (191-200); las Laudesfum i, etcéte­ ra (201-205); De bello Parthico (206-211); Deferiis Alsiensibus (212-219); De nepote

amisso (220-224); Arion (225-226); y el Additamentum (en su mayoría, cartas en griego, 227-239), seguido por fragmentos (240-244). Las nuevas pruebas de que Frontón fue cónsul en el 142 y no en el 143, según se pensaba anteriormente, afec­ tan, como es natural, a la cronología de algunas cartas (revisada en la presente edi­ ción): véase W. E ck, R M 14 1 (1998) 193 ss. 2. Las llamadas Meditaciones de Marco A urelio han sido editadas y traducidas en muchas ocasiones; aquí sólo podemos indicar una breve selección. C. R. Haines publicó un texto y una traducción para Loeb (1924) que me ha resultado útil, pero la aportación más importante es la de A . S. L . Farquharson en dos volúmenes: I, introducción, texto y y traducción, junto con un comentario en inglés; II, comen­ tario del texto griego (1944). A diferencia de Farquharson, estoy convencido, en virtud de los argumentos de H . Schenkl, WS 34 (19 12) 82 ss., de que el Libro I fue el último en ser escrito. E n cualquier caso, hay poderosos motivos para pensar que no lo fue en prim er lugar. Haines intentó fechar las diferentes partes de las Medi­

taciones, en Journal o f Philology 33 (1914) 278 ss, tarea casi imposible, a pesar de que algunos pasajes ofrecen indicios sólidos de alusiones a acontecimientos parti-

Fuentes

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culares, p. ej., a la sublevación de Casio; y los libros 2 y 3, encabezados con los epí­ grafes «entre los cuados» y «en Carnunto», pueden asignarse legítimamente, por tal motivo, al periodo c. 17 1-17 4 . P. A. Brunt, JR S 64 (1974) 18 s., volvió a abordar la cuestión sin poder ofrecer muchas novedades. (Curiosamente, en la pág. 19 atri­ buía a Haines un intento de relacionar Med. 5.7 con el M ilagro de la Lluvia,.idea que Haines, JPhil. 33 (1914) 283, calificaba de «pura fantasía»; y a m í mismo, la hipótesis de que 4.28 aludía a Casio — no da referencias, y, por mi parte, no soy ca­ paz de encontrar esa suposición en nada escrito por mí, o, incluso, por ningún otro— ). E l artículo de Brunt, JR S 64 (1974) 1-20, es una aportación sumamente valiosa a la interpretación del pensamiento de Marco, con especial hincapié en sus cualidades romanas y en la importancia de Antonino Pío en su evolución. J. M. Rist ( 1 982) examina de nuevo el grado de compromiso de Marco con el estoicismo. 3. Las compilaciones legales (Digesto, Código de Justiniano, etcétera) conservan numerosas sentencias de Marco a partir de su reinado, examinadas detalladamen­ te por P. Noyen (en flamenco en 1954, y en inglés en 1955). G . R. Stanton, Hist. 18 (1969) 570 ss., cuestionó la afirmación de Noyen de que el estoicismo de Marco fue una influencia dominante en este terreno. Se han realizado varias aportaciones más al debate, pero considero especialmente instructivo el artículo de W. W i­ lliams, JR S 66 (1976) 67 ss., en el que analiza las diferencias entre Adriano, A nto­ nino y Marco manifestadas por las fuentes legales. 4. E l orador Elio Aristides es una fuente importante para la época de los Antoninos, y el Discurso sobre Roma fue la base principal del veredicto favorable de la posteridad sobre aquella época. Se han realizado avances considerables en la datación e interpretación de la vida y escritos de Aristides. G . W . Bowersock, Gree\

Sophists in the Roman Empire (1969), ofrece un análisis penetrante e ilustrativo del mundo de Aristides — así como del de Herodes, Galeno, Filóstrato y otros— . En este terreno se dio un paso especialmente valioso cuando C. P. Jones demostró, en

JR S 62 (1972) 134 ss., que la Or. 35 K es realmente de Aristides, y que ofrece testi­ monios fascinantes sobre los primeros años de Pío. (Hay que tener también en cuenta su respuesta a las críticas en CQ 3 1 (1981) 224 s.). De momento, la edición de la Or. 26 K , el Discurso sobre Roma, de J. H. O liver (1953), sigue siendo inmen­ samente valiosa. 5. Los escritos del gran médico Galeno contienen mucha información sobre la éli­ te de la época de los Antoninos. L a edición, traducción y comentario de la obra de

33°

Fuentes

Galeno On prognosis [Sobre el pronóstico] (1979), realizados por V . Nutton, constitu­ yen un gran avance. Respecto a otros autores contemporáneos, véase L . HolfordStrevens sobre Gelio (1988,2a ed. 2003), C. P. Jones sobre Luciano (1986), y S. J. H a­ rrison sobre Apuleyo (2000). E l estudio en dos volúmenes Herodes A tticum (1983) de W . Am eling posee un gran valor, debido no sólo al cúmulo de documentos epigrá­ ficos contemporáneos, sino también a las Vitae Sophistarum de Filóstrato, aprecia­ das y entendidas ahora mucho m ejor gracias a la obra Gree\ Sophists de Bowersock. 6. Monedas, inscripciones y papiros proporcionan testimonios primarios funda­ mentales. Para las primeras, la obra de H . Mattingly, Coins o f the Roman Empire, vol. I V (1940), sigue siendo hasta la fecha la colección más amplia; en cuanto a los medallones, no hay nada más reciente que F. Gnecchi (1912). Como es natural, es­ tudios posteriores, en particular sobre cuestiones cronológicas, han modificado al­ gunas interpretaciones. En otro aspecto de la numismática, el análisis de las acu­ ñaciones romanas en plata de D . R. W alker ha descubierto en los años 16 1-16 6 un periodo de depreciación seguida de una apreciación en 166-170 y, luego, de una nueva depreciación en 170-180; y también, aunque resulte un tanto sorprendente, una depreciación en tiempos de Pío, en el año 148 (BAR Supp. ser. 4 0 ,19 7 8 ,12 4 ss.). E n el terreno de la epigrafía, podemos destacar la publicación completa de los Fas­

ti Ostienses (Inscr. It. X III, i, 1947; L . Vidm an, Fasti Ostienses2, 1982); el texto me­ jorado del SC de sumptibus gladiatoriis minuendis, en la edición de J. H . O liver y R. E. A . Palmer (1955); las inscripciones de los cursus de M. Valerio Maximiano (AE 1956,124) y Pértinax (AE 1963, 52); la carta a Q. Domicio Marsiano (AE 1962,183); la carta de Marco a los Atenienses (Hesperia, supl. 13 , 1970); la tabula Banasitana

(AE 19 7 1, 534); sin embargo, I. Piso, Tyche 6 (1991) 13 1 ss., ha demostrado que las inscripciones de Carnunto, que probaban supuestamente la presencia de Marco y Lucio y de Marco y Cómodo en aquella localidad, habían sido restauradas erró­ neamente en A E 1982. 777-778. Pero lo que ha permitido, sobre todo, realizar pro­ gresos ha sido la combinación de una masa de materiales como los aportados por H . G . Pflaum en su CP (y en el Supp.), por R. Syme en una serie de artículos im ­ portantes (véase el Apéndice 2), y por G . A lfoldy, en especial en su obra Konsulat

und Senatorenstand (1977)· En cuanto a los papiros, podemos señalar en particular la identificación realizada por Bowm an, en JR S 60 (1970), 20 ss., de una carta en­ viada a los alejandrinos por A vidio Casio como emperador, y la publicación por parte de J. D. Thom as (1972) de otra de Pío que incluye a M arco y Lucio entre los miembros de su consilium. (Sobre los datos aportados por la arqueología, en parti­ cular por los relieves históricos, véase el Apéndice 3).

Fuentes

331

7. E l principal historiador narrativo de la época fue Casio D ión, senador origina­ rio de Nicea de Bitinia, que escribió una historia de Roma desde los primeros tiempos hasta su propia época, la década del 220 (fue cos. I I ord. en el 229, uno de los últimos acontecimientos mencionados por él). Por desgracia, su exposición so­ bre Adriano y Marco se conserva sólo en un resumen y en extractos, y la de Pío se ha perdido casi por completo. Dión, cuyo padre fue también senador, nació en la década del 160 y sintió una gran admiración por Marco, cuya muerte señaló, se­ gún él, el final de una edad de oro y el inicio de otra de herrumbre. L a edición clá­ sica es la de U. P. Boissevain (5 vo ls, 18 9 5-19 31; reimpresa en 1955), mientras que la edición de Loeb con traducción inglesa es también práctica pero adopta una nu­ meración diferente de los últimos libros (en particular, el libro 71 de Dión apare­ ce con el número 72 en Loeb, vol. 9, a partir de 7 1.3.1). Nosotros seguimos aquí la numeración de Boissevain. E l estudio de F . M illar sobre Dión (1964) constituye la introducción esencial a este personaje y su obra (pero respecto a la época de com­ posición adopta una posición excéntrica que ha sido criticada por la mayoría de sus reseñadores; véase ahora una nueva opinión en T . D. Barnes, Phoenix 38 (1984) 240 s s , cuyos argumentos en favor de una datación más tardía, en la década del 220, parece prometedora). Los testimonios de Dión son fundamentales, pero hay que tener en cuenta sus prejuicios (sobre todo los relativos al asunto de la expan­ sión del imperio; véase el Apéndice 3). Adem ás, la manera como trataron su obra quienes la extractaron y antologaron, principalmente el monje bizantino de T ra ­ pezunte Juan Xifilino, es objeto de interpretaciones diversas (véase el Apéndice 3, en particular sobre el Milagro de la Lluvia). 8. Herodiano, el otro historiador de cierta enjundia del siglo ni, es, sin duda, infe­ rior a Dión; y, en cualquier caso, sólo se refiere al período de Marco mediante m i­ radas retrospectivas. Aunque ha sido defendido, por ejemplo, por su editor para Loeb, C. R. W hittaker (1969)— y reivindicado en algunos casos, como por ejemplo sobre la posición de Lucila en cuanto hija mayor de Marco (Apéndice 2)— , su va­ lor es más bien escaso para la presente obra, en particular porque toma como pun­ to de partida la muerte de Marco. Sobre este tema no tiene nada útil que aportar, véase G. A lfoldy, Latomus 32 (1973) 345 ss.; y en cuanto a la identidad, rango so­ cial y fechas de Herodiano, véase id. Ancient Society 2 (1971) 204 ss. 9. L a Historia Agusta (Teubner, ed. de E . Hohl, 1927, reimpresa con corrigenda en 1955; Loeb, ed. y trad, de D. Magie, 19 21-19 32) es una fuente de características muy diferentes: una serie de biografías de emperadores, Césares y usurpadores,

Fuentes desde Adriano hasta los hijos de Caro. E s evidente que fue obra de seis biógrafos, de los cuales «Elio Espartiano» escribió las vidas de Adriano, Elio, D idio Juliano, Severo, Caracalla, Pescenio N iger y Geta; «Julio Capitolino», las de Pío, Marco, Lucio Vero, Pértinax, Clodio Albino, M acrino y algunos otros emperadores del siglo iii; «Vulcacio Galicano V .C .» es autor únicamente de la vida de A vidio C a­ sio; y «Elio Lam pridio», de las de Cómodo, Diadumeniano, Elagábalo (Heliogábalo) y Severo Alejandro. (Las vidas de finales del siglo

iii

se deben, supuesta­

mente, a «Trebelio Polión» y a «Flavio Vopisco de Siracusa»). H . Dessau, en un artículo que marcó un hito: «Uber Zeit und Personlichkeit der Scriptores Historiae Augustae», Hermes 24 (i 889) 337 ss., sostuvo que la HA fue obra no de seis autores de la época de Diocleciano y Constantino (según afirman numerosas referencias de la propia obra — aunque incoherentes entre sí— ), sino de una persona que es­ cribió c. 395. Dessau fue también pionero en demostrar que una gran parte de la «información» contenida en ella era ficticia, sobre todo en las vidas del siglo

iii

,

pero también en las «vidas menores» de personajes como E lio César, A vidio C a­ sio y otros usurpadores posteriores. T odavía hay cierto desacuerdo respecto a los detalles de la tesis de Dessau, pero en la actualidad parece aceptarse de manera ge­ neralizada, debido sobre todo a la serie de Colloquia iniciados en 1963 y que toda­ vía continúan, así como a los escritos de R. Syme (Ammianus and the HA, 1968; Emperors and Biography, 1971 ; Historia Augusta Papers, 1983). Doy más detalles en la introducción a mi traducción de las vidas de Adriano a Elagábalo para Penguin Classics {Lives of the Later Caesars, 1976). U na cuestión aún no resuelta — y, quizá, insoluble— es la de las fuentes de la

HA, abordada por T . D. Barnes en una monografía (Collection Latomus 155, 1978). Barnes mantiene en ella la opinión, expresada primeramente por él en JRS 57 (1967) 65 ss., de que la fuente principal de la información fáctica de las vidas del siglo

ii

fue un buen biógrafo desconocido al que denomina Ignotus, opinión soste­

nida también con argumentos convincentes por R. Syme (en especial en Emperors

and Biography, 30 ss.). E n otro lugar he expuesto mi preferencia por la opinión de que Marco M áxim o, citado bastante a menudo en la HA y autor evidente de una continuación de la obra de Suetonio, fue la fuente principal: véase mi artículo en

ANR ^ 1 1 .3 4 .3 (1997) 2.678 ss. H ay que adm itir que es erróneo calificar el Verus de «vida de importancia secundaria»; además, tampoco está llena de datos ficticios, como ocurre con Aelius y Avidius Cassius. D e ello, sin embargo, no se deduce que el autor de la HA utilizara una fuente que ofrecía una vida de Vero diferente de las demás. E s fácil véase cómo el material de Verus pudo haber sido extraído de una vida de M arco escrita por M ario M áxim o, reelaborado posteriormente; esto ayu­

Fuentes

333

daría también a explicar la confusión existente en el Marcus a partir del final de la sección 14. E l estudio informático de I. Marriott tiende a confirm ar esta opinión: «Las vidas “principales” forman un grupo, a excepción del Verus... Es posible que [Vero| no fuera objeto de un tratamiento aparte en la fuente común» (JRS 69 (1979) 69 s.). L a HA es, por tanto, un terreno minado, o, según la expresión de Mommsen, «no una mera fuente contaminada, sino una auténtica alcantarilla». N o obstante, hay que utilizarla, y en la actualidad disponemos, por suerte, de guías útiles para ello, a pesar de que el esperado comentario al que tienden los Co­ lloquia no se ha materializado todavía. Sobre el Marcus, la monografía de Sch­ wendemann sigue siendo fundamental, a pesar de haber sido escrita en 19 13 -19 14 y no haberse publicado hasta después de la muerte del autor, en 1923; además, adolece de los prejuicios de la época al dividir la vita un tanto arbitrariamente en tres partes: una «biográfica», otra «analítica», y una aportación propia del «com­ pilador» (con la sección copiada de Eutropio). L a falta de índice dificulta la con­ sulta; además, algunos pasajes no tienen comentario. Sobre el Verus, contamos con el estudio de T . D. Barnes en JRS 57 (1967) 65 ss. A vidio Casio ha sido objeto de un estudio completo en la biografía de M. L . Astarita (1983); pero debemos obser­ var que la autora se siente tentada en algunos lugares a aceptar datos falsos de la

vita de la HA. H ay que llamar aquí la atención sobre cuatro artículos de H. G . Pflaum , donde analiza las personas mencionadas en las vidas desde Adriano has­ ta A vidio Casio: HAC 1964/1965 (1966) 143 ss.; 1968/1969 (1970) 173 ss; 1972/1974 (1976) 173 ss.; 189 ss. Véase también G . K erler ,Die Aussenpoliti\in der Historia

Augusta (1970). Sobre testimonios antiguos acerca del cristianismo, véase Apéndice 4.

B.

T R A B A JO S M O D E R N O S

G . R. Stanton, «Marcus Aurelius, Lucius Verus, and Commodus: 1962-1972», en: A N R W 2.2 (1975) 478-549, presenta un estudio bibliográfico completo de traba­ jos bastante recientes. R. Klein, éd., Marc Aurel (1979), contiene veinte capítulos sobre diferentes aspectos del tema; todos menos dos son versiones reimpresas, aunque en algunos casos con añadidos, más una prolija bibliografía (págs. 503-529). Desde el punto de vista de la presente obra, debemos subrayar la importancia de

PIR1 (que abarca de momento las letras A-M ); R. Syme, Tacitus (1958), y Roman Papers I-II (1979), III (1984), IV -V (1988), y sus estudios sobre la H A mencionados más arriba; H . G . Pflaum CP (con el Supp)·, G. A lfoldy, Konsulat und Senatorens-

334

Fuentes

tand (1977); y los trabajos de Ameling, Astarita, Barnes, Bowersock, Brunt, Champlin, C. P. Jones, Oliver y Williams mencionados anteriormente. (Véase también, en el Apéndice 2, el trabajo de R. Bol y K. Fittschen; y en el Apéndice 3, el de Guey y W. Zwikker.) Finalmente, F. Millar, The Emperor in the Roman World (31 BC-AD 33j) (1977), es un análisis verdaderamente monumental de lo que hicieron los emperadores. No hay necesidad de certificar su pertinencia para el estudio de las personas particulares en su condición de emperadores. Marco aparece, de hecho, a menudo en sus páginas —y el capítulo inicial, a modo de pró­ logo, se titula «Marco Aurelio en Sirmio»— . Sin embargo, el concepto que tiene Millar de la función del emperador difiere un tanto del mío; y en sus páginas no hay cabida para un aspecto clave del mismo (habría hecho falta un volumen más): el emperador en la guerra. A pesar de lo poco que pudo haberle gustado, Marco dedicó todo su reinado a tratar asuntos militares, y en gran parte en el campo de batalla propiamente dicho.

A P É N D IC E 2

L A D IN A S T ÍA A N T O N IN A

L a dinastía denominada «Antonina» va de N erva a Cómodo. Marco fue el único emperador a quien sucedió un hijo verdadero; él mismo y sus tres predecesores habían sido adoptados. N o obstante, cuando N erva eligió a Trajano no estuvo in­ fluenciado por ningún vínculo de parentesco, a diferencia de lo ocurrido con la su­ cesión de Trajano por Adriano, y con la de Pío por Marco. Adriano era el parien­ te masculino más próximo a Trajano — hijo de una sobrina carnal de éste— , y aquel vínculo quedó reforzado en fechas tempranas cuando Adriano se casó con Sabina, sobrina nieta de Trajano, nieta de un primo del padre de Adriano. Marco era sobrino de la mujer de Pío y se casó con su hija predilecta. A sí pues, las consi­ deraciones hereditarias desempeñaron una clara función; y Marco, al asegurarse de que su hijo Cómodo sería su sucesor, se atuvo al precedente establecido. Es ver­ dad que en el momento de su acceso al trono, en el año 16 1, hizo coemperador a su hermano adoptivo Lucio, dando por primera vez al imperio dos soberanos si­ multáneos (aunque la diferencia con la situación de Tiberio, al final del reinado de Augusto, o con la de Tito, bajo Vespasiano, era en realidad escasa: a Tiberio y a Tito sólo les había faltado el nombre d Augustus). En el año 166, Marco nombró Césares a sus hijos Cómodo y Annio Vero. N o es posible saber qué se preveía en caso de que Marco hubiese fallecido antes que L u c io — a quien llevaba, por lo m e­ nos, nueve años— , pues éste tenía hijos propios en el año 166 y su mujer, la hija de Marco, era una Augusta. Fuera como fuese, el enigma aún no resuelto y el debate referente a la dinas­ tía Antonina sigue girando en torno a las disposiciones de A driano para estable­ cer un sucesor. Adriano no tuvo hijos. Pero su hermana tuvo una hija, Julia Pau­ lina (A). E l marido de Julia, Pedanio Fusco — miembro de una distinguida familia procedente también de Hispania, aunque de una zona distinta de la de Adriano— , adquirió importancia súbitamente tras el acceso de A driano al trono. Ejerció el consulado con Adriano como colega de éste en su primer año completo en el car-

335

La dinastía Antonina

336

go, en el 1 1 8. E l propio Adriano sólo tuvo \asfasces una vez más, al año siguiente. Su colega del 1 19 fue otro hombre emparentado con él, aunque en grado más dis­ tante: P. Dasum io Rústico (D). N i Pedanio y Julia ni Dasumio se mencionan en las fuentes conservadas del reinado de Adriano. Es posible que no sobrevivieran mucho tiempo. Pero Julio tenía un hijo; y su padre, Serviano, seguía vivo. Pode­ mos imaginar que el sobrino nieto del emperador estaba considerado como pro­ bable heredero. Entretanto, sin embargo, hubo otras personas que fueron objeto de favor, so­ bre todo M. A nnio Verio, otro romano de origen colonial procedente de Hispania. Su segundo consulado, en el año 12 1, coincidió probablemente con su cargo de prefecto de la ciudad (una función importante, sobre todo teniendo en cuenta que Adriano pasaba mucho tiempo en el extranjero). Un segundo consulado consti­ tuía un honor considerable; pero otro hombre, L . Catilio Severo (D), lo había dis­ frutado un año antes, a pesar de haber ejercido su primer consulado en el 110 , tre­ ce años antes del primero de Vero. Luego, en el 126, V ero volvió a ocupar el cargo, igualando así el total de Adriano, y fue el primer privatus que ejerció un tercer consulado desde Licinio Sura, en el año 107. Catilio y Annio V ero tenían vínculos con los Dasumio, parientes de A driano (D); y Vero pudo haberse casado — no es seguro— con una medio hermana de la m ujer de Adriano (C). Serviano admitió, al parecer, la primacía de V ero en el «juego de pelota» de la política, de ser co­ rrecta la ingeniosa interpretación que hace Cham plin de un poema (ZPE 60 (1985) 159 ss.). Ocho años después, en el año 134, Serviano, próximo a cumplir los no­ venta, obtuvo por fin un reconocimiento equivalente por parte de su cuñado. Sin embargo, en el 136, él y su nieto Pedanio Fusco, el heredero obvio (véase E. C ham ­ plin ZPE 21 (1976) 78 ss.), se vieron forzados a suicidarse. «[Adriano] acabó detes­ tando a todos cuantos había tenido en cuenta para el trono imperial, como si fue­ ran a ser emperadores», dice el biógrafo {HA Had. 23.6). (Otra víctima pudo haber sido el primer colega de Serviano en el consulado en el 134, véase A . Degrassi, I

Fasti consolari (1952) 38 s.) A finales del 136 (véase PIR a C 605 por lo que respecta a la cronología), A dria­ no dio a conocer a su heredero: L . Ceyonio Cómodo, uno de los cónsules de aquel año. Este es el orden de los acontecimientos dado por el biógrafo (HA Had. 23.8 -11). Casio Dión sitúa la adopción en prim er lugar y hace que sea la causa de la muerte de Serviano y su nieto, «debido al disgusto que les produjo» (69.17.1). Podríamos reconciliar ambas versiones suponiendo que la intención de Adriano era conocida en un círculo reducido — que incluía a Serviano— antes de ser anunciada y hecha realidad, que Serviano expresó su disgusto, y que se les impu-

La dinastía Antonina

337

so la muerte antes del acto público. (T. D. Barnes, The Sources of the HA (1978) 45, quien acepta el testimonio de un horóscopo, supuestamente el del joven Fusco, que sitúa su muerte y la de Serviano en un momento posterior a la adopción de Antonino, realizada en el 138 — pero el horóscopo se lim ita a situar la muerte de Fusco entre el 6 de abril del 13 7 y el 5 de abril del 138, y su validez es dudosa.) Cómodo, que, como mucho, rondaba los treinta y seis años, y quizá tenía sólo treinta y tres, era hijo y nieto de consules ordinarii', y su madre Plautia (E) procedía de una familia distinguida, los Plautio de Trébula Sufenas, junto al Tiber (L. R. T aylo r, MAAR 24 (1956) 9 ss.; A . R. B irley, The Fasti of Roman Britain (19 81) 37 ss.). ¿Por qué se eligió a este hombre? Se ha propuesto (R. Syme, Tacitus (1958) 601) que pudo haber sido por remordimientos suscitados por la ejecución de A v i­ dio N igrino, padrastro y suegro de Cómodo. L a í L 4 Had. 23.10 da a entender que fue por su belleza. Un estudioso moderno propuso algo todavía más sorprenden­ te: que Cómodo era hijo bastardo de Adriano (J. Carcopino, REA 51 (1949) 262 ss.); pero la «prueba» aducida no es válida (R. Sym e, HSCP 83 (1979) 301 = RP 1 1 70 s.). Cómodo, que se convirtió en L . Elio César, tenía un hijo de siete años, como mucho, y quizá de sólo cuatro (E), además de dos hijas. Una de ellas, Ceyonia Fabia, había sido prometida en el 135 o a comienzos del 136, «por deseo de Adriano», al nieto Annio Vero el viejo — Marco (HA Marc. 4.5)— ; y poco des­ pués, Marco ocupó el cargo de prefecto durante las feriae Latinae, nombrado, se­ gún puede deducirse, por el cónsul Ceyonio Cómodo (4.6). Marco había recibido grandes favores de Adriano (HA Marc. 4 .1-2 — a más tardar desde los cinco o seis años— ). Esto no tiene nada de sorprendente, vista la gran estima demostrada a Vero el viejo, abuelo de Marco — por otra parte, Libón (C), tío de Marco, fue cón­ sul en el 128— . Además, Elio César era primo de Fundania, esposa de Libón; y un hermano de ésta se había casado con A urelia F ad ila, prim a de M arco (B, E). Eutropio, cronista del siglo iv, afirma de hecho que Adriano deseaba hacer de Marco su sucesor; pero pensaba que no era lo bastante mayor (8.11) — esta afir­ mación vuelve a aparecer en hH A Marc. 16.6, pero no posee valor independiente: HA 16.3-17.7 es un pasaje tomado de Eutropio, con ligeras variaciones textuales— . N o podemos confiar en Eutropio, pues (según ha señalado T . D. Barnes, JRS 57 (1 967) 78) formulaba una deducción a partir de lo ocurrido más tarde. Se sabía que Elio César padecía tuberculosis pulmonar, según informa Dión (69.17.1), dato ampliado por el autor de la HA en su vida de Elio, ficticia en gran parte — lo que ha llevado a H . G . Pflaum a concluir que Adriano eligió deliberadamente como heredero inmediato a un hombre que no viviría mucho, para que Marco le suce­ diera a continuación (HAC 1963 (1964) 103 ss.)— . E s posible que fuese a sí— aun-

Cn.Pedanio Fusco Salinátor

A: TRAJANO

Y A D R IA N O

MARCO

Μ. Aurelio Fulvo Antonino (m. antes dei 138)

M. Galerio Aurelio Antonino (m. antes dei 138)

Aurelia Fadila (m. c. 134) = (Fundanio) Plaucio (Elio) Lamia Silvano (E)

Annia Galería Faustina II = M ARCO (C y D)

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Domicia Lucila II = M. Annio Vero (C)

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•S Ο·ΓV! Ή TS % > £ (J 38 ss.), que debería situarse en la dé­ cada del 150, en Roma. E l propio Justino y sus compañeros fueron martirizados así mismo en Rom a bajo el prefecto Q. Junio Rústico y, por tanto, en la década del 160 (Musurillo 42 ss.; véase Barnes, op. cit. 5x5 ss.). E l caso de Policarpo es objeto de controversia. En el Martyrium Polycarpi 21 se da una fecha que podría ser la del

22 o el 23 de febrero — el 22, si se trata de un año bisiesto; el 23, en caso contrario— , a la hora octava, «en un gran sábado», siendo Filipo de Tralles sumo sacerdote, y E stad o Cuadrato procónsul. Estacio Cuadrato fue cónsul en el 142, y difícilmen­ te pudo haber sido procónsul antes del 154 o el 155 — o después de c. 159— . L a in­ formación sobre el sumo sacerdote no encaja — el hombre en cuestión no aparece documentado en ese cargo después del 149-150; pero Barnes, op. cit. 5 12 , da a en­ tender que podría tratarse, quizá, de una deducción equivocada a partir del Mart.

Pol. 12, donde se alude a él llamándolo «asiarca» (es decir, «ex sumo sacerdote»). L a atención se ha centrado en la expresión «gran sábado», que se ha intentado ex­ plicar como fiesta judía: así, por ejemplo, A . Strobel, Ursprung und Geschichte des

frühcristlichen Osterinalenders (1977) 245 ss., quien, basándose en ello, asigna al martirio al año 167, más o menos la fecha indicada por Eusebio, H E 4.15. Véase, sin embargo, W . Rordorf, en Pietas. Festschr. B. Kotting (1980) 245 s s , quien seña­ la el carácter circular del argumento de Strobel y propone a su vez una alternati­ va interesante: que el «gran sábado» fuera una fiesta romana, los Terminalia. E n cualquier caso parecen más sólidos los argumentos favorables a los años c. 155157, cuando el procónsul Cuadrato debió de haber ocupado su cargo (157-158 está excluido ahora por la presencia de otro procónsul; R. Syme, Z P E 5 1 (1983) 276; 280). Tenem os, finalmente, a los mártires de Lyón, cuyo notable comportamiento se documenta en la carta anónima de las iglesias de Lyón y Vienne a sus herma­ nos de Asia y Frigia, reproducida por Eusebio, H E 5.1. Eusebio, H E 5.p r .i , fecha claramente el suceso en el año 177; pero T . D. Barnes, JR S 19 (1968) 518 s , pone en duda esta datación; y en las actas de la conferencia Les martyrs de Lyon (1978) 13 7 s s , observa que, en la Crónica, el suceso se sitúa en tiempos de M arco y Lucio (es decir, 161-16 9 ), y sostiene que, en la H E , Eusebio se limitó a deducir una fecha del hecho de que los mártires elogiaron a Ireneo ante Eleuterio (5.4.1-2), obispo de Rom a desde c. 175 (Jerónimo, Chron. 207b), y de que (según pensaba él) la perse­ cución cesó durante un tiempo con la muerte de Marco (HE 5 .21.1). Faltan, cier-

El cristianismo

375

tamente, datos, y tal como concluye Barnes (Les martyres 14 1), «no deberíamos descartar la posibilidad de que la fecha correcta pudiera situarse varios años des­ pués del 177». Aparte de la fecha hay otras cuestiones controvertidas. E l intento de J. Colin, L ’empire des Antonins et les martyrs gaulois de 177(1964), de demostrar que todo aquel asunto tuvo lugar en A sia Menor y no en las Galias debe ser re­ chazado como una ingeniosidad fuera de lugar. Menos fácil resulta descartar la tesis de J. H . Oliver y R. E. A . Palmer, Hesperia 24 (1955) 320 ss., de que la apro­ bación del decreto del Senado sobre la reducción de los precios de los gladiadores — que debería situarse en el 17 7 0 178— desencadenó indirectamente las persecu­ ciones de Lyón. E l decreto afectó particularmente a las Galias; y aunque T . D . Barnes, JT S 19 (1968) 519 afirma tajante que la carta de las iglesias galas «no llega siquiera a mencionar a los sacerdotes del culto imperial», en ella hay, de hecho, frases que evocan el Concilium Galliarum y sus juegos. Véase E u s .,H E 5.1.37 (eis

koinon ton ethnón théama·. ¿se refería el texto en origen a «el kpinón de las tribus» ?); i .40; 1.47. Según su argumento, el decreto permitía a quienes estaban obligados a organizar espectáculos de gladiadores en las Galias comprar para ese fin a delin­ cuentes condenados — y por tanto, para incrementar la oferta, habrían comenza­ do a acusar a los cristianos— . Es algo de lo que no podemos estar seguros. En cualquier caso, no es difícil descubrir causas para el odio a los cristianos en una época de crisis como aquélla. Finalmente, aparte de los artículos editados en Les

martyrs de Lyón, podemos señalar el valioso estudio de H . K raft, «Die Lyoner Martyrer und der Montanismus», en Festschr. Kotting (1980) 250 ss. 7. En el fragmento de su Apología citado por Eusebio, Melitón de Sardes se que­ ja de los «nuevos decretos» cuyo resultado era el hostigamiento de los cristianos en toda Asia (HE 4.26.5-6). Se han propuesto varias explicaciones. Según M. Sordi, StudRom 9 (1961) 365 ss., las medidas destinadas a combatir otros problemas (ban­ didaje, etcétera), atestigudas en el Digesto 1.18 .13 y 48·Ι 3·4·2>estaban siendo aplicadas a los cristianos. P. Keresztes, H T R 61 (1968) 321 ss. dice que el decreto de los gla­ diadores se aplicaba también en Asia, por lo que los cristianos eran un blanco fá­ cil como suministro de condenados baratos; el hecho es que una copia del SC pro­ cede de la propia ciudad de Sardes (la otra es de Itálica, en Hispania). Faltan pruebas, pero el artículo de Keresztes no inspira confianza (ignora muchos traba­ jos modernos). E s más verosímil la propuesta de T . D. Barnes, JR S 58 (1968) 33, de que, en su edicto de ingreso en la provincia, un procónsul de Asia hizo «incluir por primera vez el cristianismo entre los delitos sobre los que se proponía tener conocimiento». Esto explicaría también, según el autor, por qué Melitón no esta-

376

E l cristianismo

ba seguro de si los «decretos» provenían o no del emperador. Finalmente, debe­ mos observar los pertinentes comentarios de M. L . Astarita, Avidio Cassio (1983) 123 ss., que ve muy razonablemente en la sublevación de Casio y la consiguiente agitación en el este una fuente probable de dificultades para grupos como los cris­ tianos. (Es posible que no todas las especulaciones de la autora estén justificadas). 8. Otros materiales diversos de origen cristiano requieren una breve mención. Algunos estudiosos modernos han atribuido gran importancia a una serie de car­ tas imperiales, de Adriano, Pío y Marco, en las que se alude a los cristianos. L a mayoría son analizadas sumariamente por T . D. Barnes, JR S 58 (1968) 37 ss. A u n ­ que en general se muestra escéptico, Barnes acepta como auténtica la carta de Adriano a Fundano; véase, sin embargo, H . Nesselhauf, Hermes 104 (1976) 348 ss., quien aduce buenas razones para dudar de ella, lo mismo que de todas las regis­ tradas únicamente en fuentes cristianas. N o obstante, es muy posible que se haya conservado información objetiva, por ejemplo, que Minicio Fundano fuera pro­ cónsul de Asia; o — en la carta sobre la «Legio Fulm inata»— que el M ilagro de la Llu via se hubiera producido en el territorio de los cótinos; y que Vitrasio Polión fuera prefecto [de Roma] en aquel momento. A lgún material auténtico se incluyó también en la Vita Abercii: Acta Sanctorum: Octobris, Die Vigesima Secunda (Bruse­ las, 1858) 485 ss.; ed. T . Nissen (Leipzig, 1910). A sí quedó demostrado cuando W. M. Ram say descubrió el epitafio original compuesto por Abercio para sí mis­ mo y citado en su Vita. E l texto griego se da, junto con un análisis, en el Reallexi-

honfür Anti\e und Christentum I (1950) 1 1 ss.; en traducción inglesa, con biblio­ grafía, en J. Quasten, Patrology I (1950) 17 1 s.; véase también ODCC2 4 s. Barnes,

op. cit. 39, observa que la Vita misma no puede ser anterior al 3 6 1, debido a su mención del emperador Juliano, pero que su autor «disponía de cierta inform a­ ción fiable». A l parecer la utilizó con un fin característicamente edificante, más que histórico. Por otra parte, la inscripción arroja una valiosa luz sobre la natura­ leza del cristianismo a finales del siglo 11 en la ciudad frigia de Hierópolis, en par­ ticular, y en el imperio, en general. Parece razonable identificar a Abercio con el destinatario de la fuente de Eusebio, A vircio Marcelo (véase supra). Pero resulta poco prudente utilizar la Vita como medio independiente para datar sucesos como el matrimonio de Lucio y Lucila o la invasión de Italia. 9. Algunos comentarios de autores «paganos» sobre los cristianos requieren un estudio aparte. S. Benko, Pagan Rome and the Early Christians (1985), junto con su artículo, A N R W 2.23.2 ( 1980) 10 5 5 -1118 , ofrece una oportuna visión general, aun-

El cristianismo

377

que su cobertura de los estudios modernos presenta algunas lagunas. E n general, se piensa que Epicteto, Disc. 4.7.6, se refiere a los cristianos cuando habla de que los «galileos» están dispuestos a morir y carecen totalmente de temor «por hábi­ to» (éthos). Sin embargo, S. A pplebaum ,/R S 61 (1971) 164, sostiene que se refería a los zelotes, miembros del m ovim iento de resistencia judío fundado por .Judá de Galilea. Esta opinión (desconocida por Benko) es adoptada también por P. A . Brunt (véase infra). E l ataque de Frontón contra los cristianos, a quienes acusa de canibalismo e incesto, citado por Minucio Félix, Octavius 9.6, está explicado con máxima verosimilitud por E. Cham plin, Fronto and Antonine Rome (1980) 64 ss. (desconocido por Benko), como parte de un discurso en el que atacaba a un tal Pélope; el orador forense romano habría considerado ideal acusarlo de celebrar «banquetes tiésteos», etcétera. Por tanto, sería un error afirm ar que Frontón de­ dicó un discurso especial a arremeter contra los cristianos: sencillamente se limitó a difam ar a un acusado al que había llevado ante los tribunales asociándolo a la propaganda anticristiana, algo que para entonces era ya, quizá, muy común (véa­ se Benko 54 ss.). Se cree que Apuleyo de M adaura, contemporáneo de Frontón, y africano como él, alude a los cristianos de manera igualmente hostil en su novela,

Met. 9.14. En su Apología, pronunciada en Sabratha ante Claudio M áxim o, amigo de Marco y procónsul de Á frica en ese momento (probablemente en otoño del 158), describe a su adversario Sicinio Em iliano con unos términos pensados, qui­ zá, para hacerle parecer cristiano (A. R. Birley, Septimius Severus (19 71) 46 ss, en especial 58). Sobre Apuleyo y el cristianismo, véase también M. Simon, en Mélan­

ges H. C. Puech (1974) 299 ss. Luciano escribió un ataque inflexible contra un fa­ moso personaje de la época Antonina, Peregrino Proteo, que fue cristiano duran­ te un tiempo pero acabó siendo un notorio «filósofo» cínico y se suicidó de manera espectacular en los juegos olímpicos del 165. El De morte Peregrini de Luciano (en especial 1 1-14 ) avala, sobre todo, el hecho de que los cristianos eran una presencia común, al menos en Oriente; lo mismo ocurre con las referencias de paso át Ale­

xander 25 y 38. Véase en Benko 30 ss. una vivaz descripción de Peregrino. Galeno menciona a los cristianos en cuatro ocasiones (R. W alzer, Galen on Jews and Chris­

tians (1949) 14 s.; Benko 142), en tres de las cuales los fusiona con los judíos — «se­ guidores de Moisés y de Cristo»— como personas que utilizan la fe más que la ra­ zón; en el cuarto pasaje se hace hincapié en el hecho de que los cristianos «basan su fe en parábolas y milagros, aunque algunos actúan, no obstante, igual que los filósofos, pues su desprecio por la muerte y sus consecuencias se evidencia a dia­ rio; lo mismo ocurre con su abstención de relaciones sexuales...». En comparación con todo lo anterior, la arremetida indefectible de Celso pertenece a una categoría

378

E l cristianismo

completamente distinta. Su Discurso verdadero, compuesto claramente c. 178, debe ser reconstruido a partir de la respuesta de Orígenes, Contra Celso, escrita c. 248, en vísperas de la persecución de Decio; no obstante, se considera que gracias a ella se ha preservado alrededor del noventa por ciento de la obra de Celso. E l texto de Celso fue editado por R. Bader (1940; y por O. Glockner en la serie Kleine Texte, n° 15 1, 1924). L a obra de Orígenes que incluye las citas de Celso ha sido editada por M. Borret con traducción francesa en la colección Sources chrétiennes, vols. 132, 13 6 ,14 7 , 150, 227 (1967-1976). U na traducción inglesa, con introducción, de H. Chadwick, Origen: Contra Celsum (1953), distingue tipográficamente el texto de Celso y el de Orígenes. A unque elogiase algunos aspectos del pensamiento y la moralidad cristiana, Celso criticó y ridiculizó los milagros y la doctrina central de la encarnación, se opuso a la intolerancia del cristianismo y pidió a los cristianos que apoyaran el imperio y no lo socavaran. Para terminar, tenemos la referencia del propio Marco a los cristianos en sus Meditaciones 11.3 . E n ese pasaje escribe so­ bre la disposición para la muerte (en realidad, para el suicidio): « ¡Cóm o es el alma [o: qué admirable es el alma], que se halla dispuesta, tanto si es preciso ya separar­ se del cuerpo, o extinguirse, o dispersarse, o permanecer unida! Mas esta disposi­ ción debe proceder de una decisión personal, no se ha de tomar en función de un simple alineamiento, como los cristianos, sino como fruto de una reflexión, de un modo serio y, para que pueda convencer a otro, exenta de teatralidad». Este bre­ ve comentario, escrito probablemente por Marco no mucho antes de su muerte (por su ubicación en el penúltimo libro de las Meditaciones), abre perspectivas fas­ cinantes que no podemos explorar aquí en detalle. Sin embargo, P. A . Brunt, en C. Deroux (ed.), Studies in Latín Literature and Roman History I (1979)483 ss., ha analizado pormenorizadamente el pasaje y llegado a la conclusion de que las pa­ labras «corno los cristianos» son una adición posterior, y que Marco no se refería a ellos, ni mucho menos. Sus argumentos no me convencen, en absoluto. A q u í sólo podemos hacer un par de comentarios. Su crítica se centra en la frase que tra­ ducimos por «en función de un simple alineamiento», hatá psilén paratáxin. L a traducción habitual de estas palabras suele ser: «por simple (o mera) oposición», versión que podríamos considerar insatisfactoria (está influenciada por el comen­ tario de Plinio: pervicaciam certe et inflexibilem obstinationem {Epp. 10.96.3). Pero Brunt se opone también (488) a dar a parataxis «su significado normal de... “orden de batalla” », pues lo considera «absurdamente inapropiado». Sin embargo, algu­ nas referencias a los cristianos, por ejemplo en Galeno, tienden más bien a apo­ yarlo; véase también T ertuliano, De spect. 1 : Sunt qui existimant Christianos, expe­

ditum morti genus, ad hanc obstinationem abdicatione voluptatium erudiri (no debe

E l cristianismo

379

confundirnos aquí el empleo del término obstinatio·, las palabras importantes son

expeditum y erudiri·, los cristianos están listos para la muerte tras un entrenamien­ to). Brunt analiza (493) pasajes citados por Farquharson en los que se emplean los términos antiparatáttesthai y antiparatáxis, pero los considera poco concluyentes. Sin embargo, ha pasado por alto otro mejor. A l comienzo de la carta de las iglesias galas, su autor afirm a que, a pesar de que el «adversario» ha atacado a los fieles «adiestrando a sus propios seguidores y entrenándolos contra los siervos de Dios», «la gracia de Dios ha sido nuestro general contra ellos y ha rescatado a los débiles mientras ponía en orden de combate contra ellos (es decir, contra los seguidores del demonio) firmes columnas capaces de absorber toda la acometida del malig­ no» (Eusebius, H E 5.1.5-6). Las metáforas militares no podrían ser más claras; «ponía en orden de combate contra [ellos]», traduce el verbo antiparétasse. L a con­ cepción de los cristianos como milites Christi es, por supuesto, demasiado conoci­ da como para necesitar más ilutraciones. Podemos añadir qu epsilós tiene conno­ taciones militares, pues significa «sin armas» o «con armas ligeras». Así, Marco piensa en los cristianos como individuos «alineados e inermes» frente a la muer­ te, como soldados en orden de combate, pero no como personas que han tomado realmente una decisión individual razonada — estaban adiestrados, entrenados, para morir (véase el erudiri de Tertuliano; o mejor aún, según la carta de las igle­ sias galas, una vez más, la figura de Atalo, que «marchó como un combatiente dis­ puesto» , hetoîmos eisêlthen agonistés, «pues había sido noblemente adiestrado en el orden [de batalla] cristiano», epeidë gnêsids en tëi Christianêisuntáxeigegumnasmé-

nos. Brunt (487 n. 11) no puede entender tampoco que el atragôidôs, «exenta de teatralidad», de Marco se refiera a los cristianos. Los Arto Martyrum ofrecen datos instructivos que podrían explicarlo perfectamente. E l propio diálogo entre Policarpo y el gobernador (Mart. Pol. 9 ss.) podría parecer teatral; véase también las

Actas de Justino 6: los mártires van hacia su muerte «glorificando a Dios» (es decir, ¿cantando?); Eusebio, H E 5.1.35, dice que los confesores marcharon a la muerte en Lyón portando sus cadenas como si fueran joyas, con gozo — ¿no parecerían, acaso, actores de una tragedia?— . Los estudiosos de la época han oscilado, al pa­ recer, entre dos extremos: algunos (por ejemplo, C . R. Haines, y muchos de los traductores de las Meditaciones) tienden a suponer que el cristianismo preocupó considerablemente a Marco; otros se muestran reacios a creer que llegara a perca­ tarse siquiera de su existencia. Resulta difícil imaginar que los prefectos de la ciu­ dad, Urbico y Rústico, no examinaran los casos de los cristianos a quienes envia­ ron a la muerte; y el de Policarpo fue, seguramente, lo bastante llamativo para el instruido Estado Cuadrato (ateniense y amigo de E lio Aristides, y que, por tanto,

38o

E l cristianismo

se habría movido entre los círculos de la corte) como para haberle llevado a co­ mentar algo acerca de él tras su regreso de Asia. Por otra parte, es posible que el legado (innominado y desconocido) de la Galia Lugdunense no hubiese informado en persona sobre los atroces martirios de Lyón — aunque se hubiesen producido, como sigue pareciendo más probable, en el año 17 7 o poco después— : Marco había marchado probablemente al Danubio antes de que concluyera el periodo de ser­ vicio del gobernador. Quedan otros pasajes — 1.6; 3.16; 7.68; 8.48; 8.51— que, se­ gún C. R. Haines (ed. Loeb, 3 18 ss.), aludían a los cristianos. Farquharson (440; 587; 779) no se sintió convencido; y tampoco Brunt, op. cit. Quizá con razón; pero J. M. Rist, en B. F. Meyer y E . P. Sanders (eds.), Self-Definition in the Greco-Roman

World (1983) 190 η. 15, «se inclina todavía a pensar que [Marco] se refiere [a los cristianos] en 3 .16 , entre otros pasajes».

A P É N D IC E

5

LA S IL U S T R A C IO N E S

E l rostro de Marco Aurelio está extraordinariamente bien documentado en las acuñaciones imperiales desde su primera aparición como «Aurelio César, hijo de Pío Augusto, cónsul designado», en el 139, hasta la última, en el año de su muer­ te, cuarenta y uno más tarde. Sus representaciones, tanto en vida como posterio­ res, fueron también muy numerosas en otros materiales, como sabríamos incluso sin el citadísimo pasaje de la carta de Frontón a M arco (A d M C 4.12.6 = H.i 207 = vd H 67), donde habla de los bustos baratos de escayola o madera pintada con los que se topaba por todas partes en las tiendas y mercados de Roma. Véase M. W egner, Die Herrscherbildnisse in antoninischer Zeit (Berlín, 1939); M. Bergmann, Marc

Aurel (Fráncfort, 1978). H e preferido seleccionar monedas más que retratos es­ culpidos, tanto de Marco como de otros miembros de la fam ilia imperial, por la posibilidad de datarlas con mayor precisión — además, en el caso del propio M ar­ co, proporcionan una serie que lo muestra a los diecisiete, veintiséis, treinta y sie­ te, cuarenta y ocho y cincuenta y seis años— . Las demás monedas pretenden ilus­ trar los principales personajes de la dinastía: Adriano y su emperatriz, Elio César, Antonino y Faustina I, Faustina II, Lucio y Lucila, Cómodo y Crispina. He aña­ dido retratos de Pértinax, que tuvo un cometido nada insignificante en las guerras de Marco y Caracalla y que cambió su nombre por el de Marco. También he in­ cluido la estatua ecuestre de Marco que se halla actualmente en la Piazza del Cam pidoglio, una de las imágenes imperiales más famosas de todos los tiempos, junto con una selección lo más abundante posible de escenas de la columna A ureliana, centrándome sobre todo en aquellas en las que aparece el propio Marco. T a l vez sea útil comentarlas brevemente. L a estatua ecuestre fundida en bronce pudo haber estado emplazada origi­ nalmente junto a los cuarteles de la guardia imperial de caballería (equitessingu­

lares Augusti), por ejemplo en su plaza de armas del campus Caelimontanus, colo­ cada, quizá, en lo alto de un arco triunfal destinado a conmemorar la victoria

381

Las ilustraciones

382

sobre los partos, pues la escultura encaja en una fecha próxima al 166. Consta do­ cumentalmente que a partir del siglo x se hallaba en la zona situada al norte de San Juan de Letrán; para entonces se creía erróneamente que representaba a Constan­ tino el Grande. E l papa Pablo III la trasladó en 1538 a su actual emplazamiento en el Campidoglio. M arco se inclina ligeramente hacia adelante, pero en una pose completamen­ te relajada. Su mano izquierda extendida sujetaba en origen las riendas con el me­ ñique y el anular, mientras que los demás dedos, incluido el pulgar, habrían sos­ tenido un globo rematado por una estatuilla de la Victoria. Viste una túnica de manga corta y unas botas de cuero también cortas y se sienta sobre un sobrepelo (no una silla, evidentemente). L a escala del jinete está un tanto exagerada en com­ paración con su briosa montura, quizá para compensar el hecho de que la estatua (originalmente sobredorada) se veía desde abajo. Podemos encontrar un análisis pormenorizado de la estatua y sus vicisitudes en E. R. Knauer, «Das Reiterstandbild des Kaisers Marc A urei», Wer¡{monograp­

hieη zur bildenden Kunst, ed. M. W undram , n° 128 (Stuttgart, 1968), 3-32, reimpr. en R. Klein (éd.), Marc Aurel (1979), 304-346. L a columna A ureliana de la Piazza Colonna de Rom a fue conocida oficial­ mente como columna centenaria divorum Marci et Faustinae, según se denomina en una inscripción del año 193 que registra la autorización concedida al liberto imperial Adrasto, custodio de la columna, para construirse una garita (C IL V I 1585 = IL S 5920). L a inscripción da a entender que la obra se había terminado re­ cientemente — en realidad, podría hallarse aún en construcción trece años des­ pués de la muerte de Marco— . La interpretación de lo representado en ella sigue siendo insegura en algunos aspectos: la Victoria entre las escenas L V y L V I se­ ñala, obviamente, el final de una de las campañas — pero, ¿se trata de una subdi­ visión de la guerra del 16 9 -175 (como ha creído la mayoría), o marca el arm isti­ cio del 175, mientras que la sección superior de la columna documentaría la segunda guerra, no concluida hasta la muerte de Marco, en el año 180? Petersen, D om aszew ski, Caprino y otros creían que Cóm odo no estaba retratado en nin­ guna parte. Pero su opinión es discutible; para em pezar, es probable que apare­ ciera con el aspecto que tenía en el momento en que se elaboraba la columna. Por tanto, en los pies de las escenas seleccionadas y mostradas aquí, reconocemos pro­ visionalmente a Cóm odo entre los personajes de alto rango que acompañan a su padre, así como a Pértinax y Pompeyano. John M orris, J W I 15 (1952) 33 ss., de­ fendió esta tesis hace mucho tiempo. Véase, además, H . W olff, Passauer Jahrbuch 32 (1990) 9 ss.

Las ilustraciones

383

Para las abreviaturas utilizadas en los pies de las ilustraciones de las monedas, véanse págs. 4 1 1 s. Finalmente, debo dar las gracias a las siguientes personas e instituciones por su permiso para reproducir las ilustraciones que aparecen en este libro: T h e Hunterian Museum Glasgow, por las figs. 2-4, 6-9 y 1 1-14 . Prof. G . D. B. Jones, por la flg. 38. Universidad de Manchester (fotografías de Keith Maude), por las figs. 1, 5, 10 y 15-22. Mansel Collection, por la fig. 23. Las figs. 24-37 están tomadas de la obra de Petersen (ed.) sobre la columna Aureliana (1896).

C IT A S Y N O T A S Para las abreviaturas utilizadas en las notas, véase pág. 4 11

I.

L A É PO C A DE LOS A N T O N IN O S

i. E. Gibbon, The History ofthe Decline and Fall o f the Roman Empire (1776), cap. 3; 2. Tácito, Agr. 3 .1; Plinio, Pan. 2.3; 3.4; Tácito, Hist. 4.74.2 (Ce-

Dión 71.36.4. πά \)·,ΗΑ

Sev.Alex. 65.5 (Trajano); «uno de nosotros»: Plinio, Paw. 2.4; véase el ar­

tículo clásico de J. Beranger, R E L 17 (1939) 17 1 ss.

3. E l libro 53 de Dión cons­

tituye la exposición más completa de la instauración del nuevo orden; Veleyo 2.89.3; véase sobre todo R. Syme, The Roman Revolution (1939); sobre sus nom­ bres, id., Hist. 7(1958) 172 ss. = R P 361 ss.

4. Sobre las carreras senatoriales, E .

Birley, PBA 39 (1953) 197 ss.; A . R. Birley, The Fasti o f Roman Britain (1981) 5 ss.; caballeros: H .-G . VÜAum,Les procurateurs équestres (1950), con su CP ; P. A . Brunt,

JR S 73 (1983) 42 ss. Véase también F. M illar, The Emperor in the Roman World

5. R. Syme, Roman Revolution viii.

(1977) 275 ss.

6. Culto al soberano: D.

FishwickjÆ /VRIF 2.16.2 (1978) 1201 ss.; S. R. F. Price, Rituals and Power. The Ro­

man imperial cult in Asia Minor (1984).

7. «Camaleón»: Juliano, Caes. 309 A. So­

bre la caída de la dinastía Julio-Claudia, véase en especial M. G riffin , Nero. The

End o f a Dynasty ( 1984).

8. T ácito, Hist. 1.4.2; 2.7.1.; Suetonio, D. Vesp. 25; Dión

6 5 .12.1; Suetonio, Dom. 8.1-2; 1.3.2; T ióto ,A gr. 45·

9· R- Syme, Tacitus (1958),

en especial ix-xii, 1-58, 627-633 (Nerva y Trajano); 236-252; 481-491 (Adriano).

10. E. Birley, en E . Swoboda (ed.), Carnuntina (1956) 26 ss. 11. H .-G . Pflaum, 12. A . R. Birley, The Fasti o f Roman Britain (1981) 17 ss.; 28 ss. 13. J. A . Crook, Consilium Principis (1955); R. J. A . Les procurateurs équestres (1950) y su CP.

Talbert, The Senate o f Imperial Rome (1984); secretismo: Dión 5 3.19 .1-6 . 14 . G . R. Watson, The Roman Soldier (1969); H .-G . Pflaum , Les procurateurs

équestres (1950).

15 . F. M illar et al., The Roman Empire and its Neighbours2

(1981), ofrece una útil visión general. 30 (1870) 10.

16. Correspondance de Napoléon 1 er, vol.

17 . E . Kornem ann, «Die unsichtbaren Grenzen des rômischen

385

Citas y notas

3 86

Kaiserreiches», en: Gestalten und Reiche (1943), 323 ss.; D. Braund, Rome and the

Friendly King: the character ofclient kingship (1984).

18 .

Elio Aristides, Or. 30 K (ed.

y trad. J. H . Oliver, Trans. Amer. Philos. Ass. 43 (1953) 971 ss.), secciones 97,99,100,82, 70,10 ss., 58,28 ss. Véanse, además, pág. 86 ss.

19. Cristianismo: Apéndice 4. Reli­

gión, en general: J. Beaujeu, La religion romaine à l’apogée de l'empire I (1955)· 20.

C. Wirszubski, Libertasen a Political Idea at Rome (1950); R. Syme, Tacitus (1958)

4: 5 9 ss.;585 566 ss.

22.

ss.

2 1.

R. Syme, Proc. Massachusetts Hist. Soc. 62 (1957-1960) 3 ss. = RP

Véase A . Wallace-Hadrill, Suetonius. The Scholar and his Caesars (1983),

en especial 198 ss., y E . Champlin, Fronto andAntonine Rome (1980), en especial 29 ss. 23.

Un análisis detallado de las fuentes principales, en Apéndice

2.

F A M IL I A Y PR IM ER O S AÑOS

1,

supra.

1. Milón: RE I (1894) 2271 ss. — no tenía ningún nexo conocido con los cónsules del 153 y 128 a. C .— . Hasta donde sabemos, tampoco los A nnio V ero están em­ parentados con los Annio consulares del siglo 1 d. C. (PIR^A 630, 637, 677, 701. Véase, no obstante, el Apéndice 2 sobre A 630). Escápula: [César], B. Alex. 55.2. Ucubi y los dos primeros A nnio Vero: HA Marc. 1.2, 4. A uge de los provinciales: véase en especial R. Syme, Tacitus (1958) 585 ss. Véase, además, el Apéndice 2. 2. Nacimiento: HA Marc. 1 .5. Fam ilia y antepasados: véase el Apéndice 2. «ora­ ción fúnebre»: CIL X I V 3579; véase HA Had. 9.9.

Tacitus( 1958)

i-i

3. Sobre el año 97, R. Syme,

8; 640 ss. Antonino y Ncrva: Epit.de Caes. 12.3.

milia, Apéndice 2. Plinio, Epp. 8.18.

5.

4.

Sóbrela fa­

Sobre el testamentum, véase ahora, en es­

pecial, R. Syme, Chiron 15 (1985) 41 ss. = RP V 521 ss., que analiza CIL V I 10229, junto co n A E 1976. 7 7 ;y Apéndice 2.

6. T ejar: T . Fran k, ESAR V (1940), en es­

pecial 207 ss.; H . Bloch, IBolli laterizi (1947), en especial 204 ss.; 320 ss. Véase tam­ bién M. Steinby, Epigrafía e ordine senatorio I (1982) 227 ss., sobre la propiedad del tejar.

7. Marco, sobre su verdadero padre: Med. 1.2; véase HA Marc. 6.7-8; 12.7;

17.2.

8. Consulados bajo Adriano: HA Had. 8.4 está equivocada. E l «juego de la

pelota de cristal»: E . Cham plin, ZPE 60 (1985) 159 ss., ha ofrecido la notable ex­ plicación de ILS 5 173 que resumimos aquí.

9. Dión 69.21.2; 71.35.2-3; véase

HAMarc. 1.5-7; Frontón, AdMC 2.8.2(vdH 3o) = H ain esI 142. 1 1 . J. M arquardt, Das Privatleben der Romer2 (1886, reim pr. 1964) 10; 80 ss. 1 2 . T ácito, Dial. 28-29. I 3· HA Marc. 2 .1; Med. 5.4; Quintiliano, Inst. ι .ι . 12 ss. 1 4 . A . Gelio, NA 12 .1. Favorino: PIR2 F 123; G . W . Bowersock, Greek Sophists in the Roman Empire (1969) 35 s.; 41 s.; 51 s. 1 5 . HAMarc. 1.7 ,9 ; 10; véase 1 . 4 ; Μ α / . Apéndice 2.

10 .

Citas y notas

387

1 . 17.2; 1.4. Sobre el supuesto matrimonio de Catilio con la viuda de Tulo, A pén­ dice 2. Origen y carrera: H . H alfm ann , Die Senatoren aus dem ostlichen Teil des

Imp. Romanum (1979) 133 ss. 16. Véase en especial R. Syme, HSCP 83 (1979) 287 ss.; 307 = RP 115 8 ss.; 117 5 ; Plinio ,Ερρ. 7.24. Véase el Apéndice 2. 17 . P lau­ tia: Syme, Ath. 35 (1957) 306 ss. = R P 3 24 ss. Los Aurelio Fulvo: PIR2A 1509; 15 10 ; 15 13 . Los A rrio: ibid. 509; 1086. Lupo: J. 389. Véase el Apéndice 2. 18. Med. 1.1 ; 1.17 .2 ;HA Marc. 2.1. Su madre: Med. 1.17.7; otras referencias en PIR2D 183. 19. Quintiliano, Inst. 1.1.16 ; Plutarco, Cato Maior 20. 2 ss.; Plinio, Epp. 3.3.3. 20. Med. 1.4. HA Marc. 2.2 (la mención de Andrón está fuera de lugar en este pa­ saje, véase Schwendemann 7); Med. 1.5; véase HA Pius 10.5. 2 1. HA. Marc. 4 .1; véase A . Stein, Der romische Ritterstand (1927) 3 1 ss.; 47 ss.; 159 s. Salios: RE 1 A (1920) 1874 ss.; R. Bloch, The Origins of Rome (trad ingl. i960) 134 ss. Afiliación de Marco: HA Marc. 4.2-4; véase R. D ailly y H . van Effenterre, REA 56 (1964) 357 ss. 22. Andrón: HA Marc. 2.2. Diogneto: ibid. 4.9; Med. 1.6; véase Schwendemann 7; 20. L a «austera forma de vida»: HA Marc. 2.6. 23. S. D ill, Roman Societyfrom Nero to Marcus Aurelius (1904, reimpr. 1956) 354 ss.; 443 ss.; D . R. D udley, A His­ tory of Cynicism (1937), en especial 143 ss. 24. «Verissimus»: HA Marc. 1.10; 2 .1; PIR 2 A 697 (pág. 120: monedas); AE 1940. 62. Viajes de Adriano: HA Had. 10 .ι14.7 proporciona el mayor número de detalles; véase H . H alfm ann, Itinera principum. Geschichte und Typologie der Kaiserreisen im Romischen Reich (1986) 188 ss. Antínoo: PIR2A 737. HA Had. 23.1 sitúa el comienzo de la enfermedad poco des­ pués de su regreso y antes de la muerte de Serviano, es decir, entre el 134 y el 136; sobre su edad, HA Had. I.3; véase PIR 2 A 184. E l sobrino nieto: véase en especial E . Champlin, ZPE 21 (1976) 79 ss.; y Apéndice 2. Serviano: HA Had. 15.8; 23.2-3, 8; 25.9; 8 .11; Dión 69 .17.1; véase R. Syme, Tacitus (1958) 636; más referencias en Apéndice 2. 25. S. Aurigerrima, Villa Adriana (1961); G . L u g li, Roma. I Monu­ menti Antichi III { 1938) 693 ss. Cómodo: PIR 2 C 605. N igrino: PIR2 A 1408; véase Apéndice 2. 26. Apéndice 2. 27. HA Marc. 2.3, con la corrección de A . R. B irle y ,/£ 4C 1966/1967(1968)3955. 28. Elio Aristides, Or. 32 K ; Med. 1 .10; véa­ se Farquharson II 453; PIR2 A 502. 29. HA Marc. 4.5; véase RE 6 A (1937) 1450 ss. sobre la toga virilis. 30. HA Marc. 4.6. 3 1. HA Marc. 2.7, leyendo Commodi magistro y suprimiendo usus est et delante de Apollonio, según la conjetura de Obrecht aceptada en la ed. Loeb. Schwendemann 12 lo considera equivocado, pero adfinitas destinata encaja con el periodo de 136 -137. Sobre Apolonio, véase Med. 1.8; 1.17 .5 ',PIR2 A 929 y pág. 62. 32. HA Marc. 4.7; véase Apéndice 2. 33. HA Had. 2 3 .1-3, 7-9; también 15.8; 25.8; Dión 69.17.1-3. Véase Apéndice 2. 34. HA Had. 23.10 ss.; Dión 69.17.1. 35. HA Had. 7.1-2; 23 10; Dión 69.2.5; HA

Citas y notas

388

Had. 2 3 .11; Ael. 3.8-9 (véase Apéndice I). 36. Sobre los lazos familiares, A pén ­ dice 2. «horóscopo... no viviría mucho»: HA Ael. 3.8; preferido por H .-G . Pflaum , HAC 1963 (1964)95 ss. «ilegítimo»: teoría de }. Carcopino, REA 5 1 (1949)262 ss.; desechada por R. Syme, HSCP 83 (1979) 300 ss. = RP 117 0 s. 37. Plinio, Epp. 6.26 (véase también 3 .17 , y menciones en 7.6.8; 8.23.5; 10.2.1). 38. PIR1 C 605. «summi fastigii...»: Tácito, Ann. 3.56. 39. E . Swoboda; Carnuntum4 (1964); }. Klose, Roms Klientel-Randstaaten (1934)· 40. HA Had. 2 3 .15 -16 ; D ión 69.20.1 (véase 69.17.1). 41. Dión 69.20.1; HA Had. 24.1; 26.8-10; 26.6; Dión 69.20.1-4. 42. «Pío»: HA Pius 4.1-2; Victor, De Caes. 14 .x 1; véase HA Had. 24.3; Pius 2.3, y pág. 55. Presagios: HA Had. 26.6-7, véase B. M ouchová, HAC 1968/1969 (1970) 1 1 2 ss. 43. HA Pius i.9-2.2; 2 .9 -11; 3.6-8; ι.ιν,Ηαά. 22.13; véase W . E c k ,Die... Organisation Italiens (1979) 247 ss. Presagios: HA Pius 3.1-5. 44. D ión 69.21.1-2; HA Had. 24.1; Pius 4.5; Marc. 5 .1; Verus 2.1-2; Had. 24.6-7. Scipio: PIR2 C 1446. 45. Véase H . H alfm ann ,Die Senatoren ausdem ôstlichen Teii des Imp. Rom. (1979) 1 33 ss- 46· HA Had. 15.7, véase Apéndice 2. Turbón: R. Sy me,/RS 52 (1962) 95 ss. = RP 541 ss. 47. HA Pius 4.4; Dión 69.20.5; Epit. de Caes. 12.3; HA Pius 1.4. 48. HA Pius 4.6; Verus 2 .y, Ael. 6.9; Marc. 5.6,6.2. Si apuramos el sentido de Marc. 5.6, Marco no habría sido adoptado antes de su decimoséptimo cumpleaños (26 de abril del 138). Títulos y poderes de Pío: Hüttl I 45, 50 ss.

49. HA Marc. 5.2-4; 50. HA Marc. 5.6-8. Sobre los diversos tipos de carrera, E . Birley, PEA 39 (1953) 197 ss. «Faustina»: HA Piüs 4.8. 51. HA Had. 24.8-10; Dión 69.22.1-3; HA Had. 2 9 .11-13 ; 25.1-4. 52. HA Had. 25.5-6, 9. 53. HA Had. 25.6 (para este texto véase mi artículo en Laverna 5 (1994) 176 ss.); Dión 69.22.3-4. 54. Dión 69.2.5; 69.1; 69,9.4-6; 69.5.1-2; HA Had. 1.5. Acerca de Adriano, véase sobre todo R. Syme, Tacitus (1958), en especial 236 ss.; 481 ss.\id., en Les Empereurs romains d’Espagne (1965) 243 ss.; id.JRS 54 (1964) 142 ss. = RP 6 17 ss.; id.JR S 70 (1980) 64 ss. = RP 1276 ss:,id.,Ath. 59 (1981) 273 ss. = RP 1436 ss.\id.,Ath. 62 (1984) 3 1 ss. = RP IV 295 ss. Merece la pena observar que Adriano no aparece mencionado en el libro I de las Meditaciones, lo cual hace pensar que Marco tenía de él una opinión poco cálida; véase Frontón, Ad MC 2.1 (vdH 24 s.) = Haines 1 108 ss. Dión j i . 36.1·,HA Marc. 4.8-10; 7.1.

3.

A U R E L IO C É SA R

i. HA Had. 25.7; HA Marc. 6.1.

2. HA Marc. 6.2, véase Venís 2.4; Ael. 6.9; Med.

1.17 .2 ; 1.17 .7 (a pesar de lo cual, R. Dailly y H . van Effenterre, REA 56 (1954) 53 s., creen que Benedicta y Teódoto fueron los primeros compañeros sexuales de

Citas y notas

389

Marco). Matrimonio: véase, en general, P. E . Corbett, The Roman Law o f Marria­ 3. /L S 719 0 ; véaseH .-G .Pflau m ,H / 4C 1963 (1964) iio s s .

ge (1930) 1-23.

Pius 5.1,6.4-4 \Had. 27.1-2; véase BM C IV , págs. xl s., xlviii ss. Had. 27.3; IL S 350-352; HA Had. 25.8; Pius 6.3.

4. HA

5. HA Pius 5 .1-2;

6. Tácito, Ann. 1.75; Pausanias

8.43.5; véase IL S 34 1; Dión 70.2.1; HA Had. 24.3-5; 27.2-4; A?/. 7.9-10; Pius 2.3-7;

Av. Cass. 1 1.6; Eutropio 8.8.3, Medallones; Gnecchi IV 90; 158. Monedas: BM C I V Æ P n °2 3 7 ,1264, etc.

7. Presente: véase en especial R. Syme, Hist. 9 (1960)374 ss.

= R P 489 ss.; id., Festschrift Kajanto (1985) 274 ss. = R P V 563 ss. H ijo y Crispina:

P IR zB 165; 170. Vidman 123 conjetura que Presente falleció en el año 140.

8. HA

Pius 5.3 está equivocada; véase A . R. Birley, Corolla Swoboda (1966) 43 ss. Orfito: HA Pius 8.6; véase R. Syme, Hist. 9 (i960) 375 ss. = R P 491. Nepote, Severo, U rbi­ co: A . R. Birley, The Fasti o f Roman Britain (1981) 100 ss.; 106 ss.; 1 1 2 ss. Cuatro consulares: W . E ck, Die staatliche Organisation Italiens (1979) 249.

9. Med. 6.30.

P. Maas ,JR S 35 (1945) 145, en su reseña de Farquharson, prefiere la lectura alter­ nati v a apokflisarianôtheïs, que, según él, significa «no convertirse en uno de los Ca­

esariani», palabra que traduce por «cortesanos». Pero Caesarianus y su equivalen­ te en griego significan normalmente «cesariano», es decir, partidario de César en la G uerra C ivil, por contraposición a Pompeianus, véase en Apiano, B C 3.91 el em­ pleo de la palabra en este sentido por un contemporáneo de Marco. E l término normal para designar a los miembros de la casa imperial es kaisáreios·, véase Dión 78.18. Ambas lecturas proponen, por lo demás, palabras no atestiguadas. La tra­ ducida aquí ofrece un sentido mejor. Dión 71.35.5. 32: 379, véase IL S 360.

10. HA Marc. 6.3; CIL V I

1 1 . HA Pius 6.6; véase Hüttl I 63 ss.

12. HA Marc. 6.3;

Med. 5-16; véase 8.9; Lucano 8.493; Med. 1-17.3. «obligaciones»: véase M. H am ­ mond, The Antonine Monarchy (1959)289 ss. HA Marc. 6.5.

lium Principis (1955).

13 . J. C rook, Consi

14. HA Marc. 7 .1; 22.6; véase Med. 5-3.

934: véase Med. 1.15 . E l homenaje ocupa Med. 1.16 .

15 . P IR 2 C 933-

16. HA Pius 8.7. Máximo:

CP n° 105 bis + Supp. págs. 32 s. Mamertino: E. Champlin, Fronto and Antonine Rome (1980) 10.

17. Los Sisena, Leliano, Falcón: A . R. Birley, The Fasti o f R o­

man Britain (1981) 109 s.; 248 ss.; 273 s; 95 ss. «Hace tres años»: Frontón, A d M C 2.6 (vdH 29) = Haines I 140. Sobre otros antiguos altos cargos que habían servido en Britania y a quienes se podía recurrir en ese momento para recabar consejo, véas eFasti 239 ss.; 271 ss ; 292 ss.; 306 ss.

18. Véase ahora, en especial, W . S. H an-

son y G . S. M axwell, Rome’s North-West Frontier: the Antonine Wall (1983). IL S

¡¿\o;B M C lV A P n ° 1640ss.',Pan.Lat. 8 (5). 14.2, citado en Haines I I 250.

19. HA

Pius 5.4; véase R. Sym e ,JR S 52 (1962) 87 ss. = R P 541 ss ;B M C I V A P n° 1274, véa­ se IL S 1058.

20. BM C I V A P n° 1272, etc. Iberos: H A Pius 9.6; véase Had.

Citas y notas

39«

13.9; Dión 69.15.3 = 70 .2.1. V id m an 124 s. «acciones firm es»: I L S 1076; véase K . F . Stroheker, H A C 1964/1965 (1966) 241 ss.; R. Sym c,Ath. 69 (1981) 278 = R P 1441.

2 1. HA Marc. 6.5; Quintiliano, Inst. 12 .1.1 (véase i.pr.4). Véase H . I. M a-

rrou, A History o f Education in Antiquity (trad. ingl. 1956) 284 ss. Tutores: HA

Marc. 2·4-5;3·6 (véase CP n° 141).

22. Quintiliano 1./V.13, véase Η . I. M arrou,

op. cit. 2 10 ss.; 285; Tácito, Agr. 4.4 ;H A Pius 10.4; véase Marc. 3 .1, Med. 1.8; 1.17.5. 23. Filostrato, VS 1.22.3; Aristides, Or. 50 K ; Med. 8.25; véase P IR 1 C 368 (Céler). 24. Filóst., VS 2 .1.1; 2.1.8; 1.25.3; 2 .M -5 ; 2.1.8 ss.; 2.1.14 . W . A m eling, Herodes At­

ticus (1983) supera en muchos aspectos planteamientos anteriores, Pero G . W . Bowersock, Gree\ Sophists in the Roman Empire (1969), es la introducción esencial a Filóstrato y los sofistas.

25. A . Gelio, NA 1.2 (también él residió en Cefisia

mientras se recuperaba de una disentería, ibid. 18.10).

26. NA 9.2; 19.12.

Pius 10.5 (un educator, quizá el que no se nombra en Med. 1.5).

27. HA

28. Véase en es­

pecial E . Cham plin, Fronto and Antonine Rome (1980). Pan. Lat. 8 (5)14.2, y otros veredictos antiguos en Haines I ix s.; Dión 69.18.3.

29. AM 19.8; 2.26; 13.28;

19.10; 19 .13; véase HA Pert. 1.3 ;NA 1.2 1.L ; 6.2.L; 7.3.L; 8.3.L; 15 .10 .L .

30. V éa­

se E . Cham plin, Fronto and Antonine Rome (1980), en especial los caps. 3 y 4. T ácito,jD/a/.38.2-,4i.5;Juvenal 10.147-167.

3 1. P IR 2 F 5 9 (Quintiliano);2 5 7 ;3 9 7 (sus

alumnos).

4.

L A E D U C A C IÓ N D E L L E G IT IM O H E R E D E R O

i . Frontón,AdAnt.Imp. 1.2.5 (vdH 90) = Haines I I 38. Haines I 2 ss.

44 s.) = Haines 1 14 ss.

4. Ad M C 3 .13 (vdH

5. A dM C 3.9 (vdH 42) = Haines I 18 s.

(vdH 234 ss.) = Haines I 20 ss.; 32. s.

2. Ad MC 4.3 (vdH 56 ss.) =

3. Ad M C 3 .12 (vdH 44) = Haines 1 12 ss.

6. Addit. 8; 7.3

7. A dM C 3 .7,3.8 .1 (vdH 40 s.) = Haines 1 32

8. Ad M C 3 .10 - 11 (vdH 43 s.) = Haines I 50 ss.

9. Ad M C 5.74 (vdH 86 s.) =

Haines II 52 ss. Véase Plinio, Epp. 6 .3 1.15 -17 , sobre Centumcelas cuarenta años antes.

10. A d M C 2 .13 (vdH 33 s.) = Haines I 150 ss.

1 1 . Ad M C 4.4 (vdH 60

s.) = Haines I 174 ss. A nagnia se halla al S E de Roma y al E de Lanuvio. 12 . Ad M C 4.5 (vdH 61 ss.) = Haines 1 178 ss.

13 . Ad MC 4.6 (vdH 62 ss.) = H a i­

14. HA Pius 11.2 , 5; Med. 1. 5.

15 . E . Cham plin, Fronto and A n­

nes I 180 ss.

tonine Rome (1980) 26 s., defiende que «Cratia» es una lectura correcta, y cita A E 1945.38 (la hija); A E 1966. 44 para la dama efesia. H ijos de Frontón: De nepote

amisso2.i (vdH 220) = Haines I I 222. M atrimonio de Victorino: Cham plin, op.cit. 27 s. Su carrera: G . A lfoldy, Fasti Hispanienses (1969) 38 ss.; W . E ck, Die Statthal-

Citas y notas

391

ter der germ. Provinzen (1985) 67 ss. Am igos de Marco: HA Marc. 3.8.

16. Vidman

49 s.; 12 1 s.; HA Pius yy, 6.7-8; 8.9; véase IL S 1839; Juliano, Caes. 3 12 A.

17. G. W. Bo-

wersock, Gree\ Sophists in the Roman Empire (1969) 93 ss., a quien sigue E . Cham ­ plin,/R S 64 (1974) 142 y Fronto (1980) 63 s., considera insatisfactoria esta datación del caso y aboga por un periodo posterior del reinado de Pío. Véase, sin embargo, ahora W . Am eling, Herodes Atticus (1983), que en I 61 ss. sigue la fecha tradicio­ nal, más temprana, y la defiende en II 30 ss. Véase, además, Apéndice i. Por mi parte, acepto el argumento de Bowersock de que la persona juzgada en aquel caso fue Demostrato, y no Herodes, a pesar de las dudas de A m eling, II 35. 18. Frontón, Ad MC 3.2 (vdH 36 s.) = Haines 1 58 ss.

19. AdMC^-T, (v d H 33 s.)

= Haines 162 ss. Debo a E . Champlin, Fronto 105 el comentario sobre la significa­ ción de que fuera Marco quien dictó la carta.

20. Ad MC 3.4 (vdH 38 s.) = H a i­

nes 166. E . Champlin, JR S 64 (1974) 142, considera que la referencia a Marcianus

noster es una prueba de que la fecha debe ser posterior al comienzo de la década del 140, al identificar al hombre con Gem inio Marciano, cónsul c. 167 (PIW J 340; G. Alfoldy, Konsulat und Senatorenstand (1977) 182), de donde se deduce que ha­ bría sido demasiado joven como para verse implicado en un juicio en los primeros años de la década del 140. Véase, no obstante, Plinio, Epp, 5.8.8: Marciano pudo haber sido consejero subalterno a los dieciocho años, c. 142, y legado legionario c. 160, a los treinta y seis. Sin embargo, se podría postular fácilmente un padre ho­ mónimo.

2 1. Ad M C 3.5-6 (vdH 39) = Haines I 66 ss.

22. Publicación: Fron ­

tón, Ad Ant. Imp, 3.4 (vdH 106) = Haines II 220; Ad Verum Imp. 2.9 (vdH 130) = Haines I I 234. E . Champlin, Fronto, 64, da por supuesto el éxito de la publicación; véase, no obstante, W . Am eling, Herodes Atticus I I 35 η. ιη. Mamertino: Frontón,

Ad Am. 1 . 10 (vdH 170) = Haines II 242, cuya importancia fue reconocida por Champlin 10. Su hipótesis, 80 s., de que Frontón fue, en realidad, prefecto de am ­ bas haciendas sucesivamente antes de ser cónsul no cuenta con pruebas que la apo­ yen. Para la fecha del consulado de Frontón (142, y no 143 según se pensaba ante­ riormente), véase W . E ck, R M 14 1 (1998) 193 ss.

23. Frontón, Ad MC 1.3.2

(vdH 2 s.) = Haines 184 ss. Ausonio, Grat. act. 7.32-33. Sobre los consules ordinarii·. G. A lfoldy, Konsulat und Senatorenstand ( 1977), en especial 88 ss.; 100 ss.

MC 1.4 (vdH 6 ss.) = Haines I 90 ss. ss.

26. Ad M C 2.2 (vdH 25 s.) = Haines I 1 1 2 ss.

Haines 1 118 ss.

27. Ad M C 1.9 (vdH 17 s.) =

28. AdAnt.Pium. 2 (vdH 156 s.) = Haines 1 126 ss.

29. AdM C

2.3.3 (vdH 27) = Haines I 130; A dM C 1.10 (vdH 20 ss.) = Haines 1 130 ss.

M C 2.5.2 ss. (vdH 28 s.) = Haines I 138 ss.

1 140 ss.

24. Ad

25. Ad M C 2.1 (vdH 24 s.) = Haines I 108

30. Ad

3 1. Ad M C 2.8 (vdH 30 s.) = Haines

32. Ad M C 2.9 (vdH 3 1) =Haines I 144.

33. Cuadrato: E . Champlin,

Citas y notas

392

Fronto and Antonine Rome (1980) 9, acepta la sugerencia de E . Birley, JR S 52 (1962) 225, de que era legado de N um idia; G . Alfôldy, Konsulat und Senatorenstand (1977) 249 s., la pone en duda. Cumpleaños de Lucila: A dM C 2.10 -12 ; 14 -15 (vdH 3 1 ss., 34 s.) = Haines I 144 ss.; 152 ss.

34. Ad M C 1.6-8 (vdH 10 ss.) = Haines I

154 ss.; 4.1 (vdH 53 s.) = Haines 170 ss.

35. A dM C 4.2 (vdH 54 ss.) = Haines I 74

ss. C h am plin ,/R S 64 (1974) 143 y Fronto (1980) 103 s., data la carta en una fecha posterior del reinado de Pío, como lo hace también con la cronología del proceso contra Herodes, véase notas 17, 20 supra.

36. Meciano: CP n° 142. Sobre su ori­

gen, véase R. Syme, ZSS 97 (1980) 83 = R P 1397. Juliano: G . A lfôldy, Konsulat (x977) 3 13 ·

37· Aristides, Or. 26 K . véase en especial la edición, con introduc­

ción, comentario y traducción, de J. H . Oliver, Trans. Amer. Philosoph.Ass. N .S. 43 (1953) 869 ss. Por mi parte, prefiero la fecha tradicional, 144, a la de 143, defendi­ da por Oliver: véase C. P. Jones ,JR S 62 (1972) 150 n. 159. Los pasajes resumidos aquí, y citados en algunos casos, están tomados de las secciones 5 ss., 28 s., 34, et­ cétera (extensión de la ciudad y del imperio); 15 ss. (Persia), 24 ss. (Macedonia); 29 s. (perfección); 3 1 («gran gobernante»); 36 (hombres libres); 38 s. (protege a los dé­ biles); 60 s. (una ciudad Estado); 72a/7ib ss, (ejército); 70 («la guerra, cosa del pa­ sado»); 80 ss. (fronteras); 106 ss. («Dorada Raza»). Úrbico, Cárax: A . R. Birley,

The Fasti o f Roman Britain (1981) 114 , 2 5 1.

38. Aristides, Or. 35 K , analizado e

interpretado por C. P. Jones, JR S 62 (1972) 134 ss., con quien estoy en deuda. Los pasajes citados o resumidos aquí son: 5 -10 ,13 -2 7 ,3 0 ,3 2 -3 6 ,3 8 -3 9 .

5.

E L P R ÍN C I P E ESTO IC O

i. Consulado: véase en especial G . Alfôldy, Konsulat und Senatorenstand (1977) 2 1; 88 ss.; 100 ss.; 149. Frontón, Ad MC 5. 1 (vdH 71) = Haines I 188; 4.8 (vdH 64) = Haines I 184 ss.

2. Dión 71.36.3; 7 1.1.2 ; 71.6.3-4; 71.24.4; Med. 1.8; véase 1.17.20.

R. D ailly y H . van Effenterre, REA 56 (1954)352 ss., ofrece un diagnóstico. Véase Galeno 14 K 3 ss.; 201 ss.

3. G . A lfôldy, Chiron 15 (1985) 91 ss., ofrece una bi­

bliografía completa, en especial 100 s. (véase además, A E 1968. 28 para Quieto). 4. Ad M C 4.7 (vdH 64) = Haines I 184.

5. HA Marc. 4.5; Verus 3 .1; véase B M C

I V págs. lxiv ss.; lxix; HA Verus 2.5-7, 9· Nicomedes: CP n° 163 (sobre IL S 1740). 6. HA Marc. 6.6; Pius 10.2, datado por Inscr. It. X IIL .i 205. Monedas: BM C I V págs. lxv, lxxxvii;^ 4P n ° 6 n s., 1236 ss., 180 1. Sobre las ceremonias, P. E . Corbett,

The Roman L a w o f Marriage (1930).

7. Ad MC 5.20 (vdH 73 s.) = Haines I 192;

Ad Ant. Pium 2 (vdH 157) = Haines 1 i2 8 ;A / MC 5.25 (vdH 75) = Haines 1 1 4 4 ; ^

Citas y notas

393

M C 5.26 (vdH 75) = Haines I 194; 5.23 (vdH 74 s.) = Haines I 196, véase 5.27-32 (vdH 75 s.) = Haines 1 198 ss. Esto, sin embargo, no es una prueba de hipocondría (predominante en otras personas de su misma edad). Véanse los comentarios de E . Cham plin, Fronto and Antonine Rome (1980) 14 1.

8. HA Pius 7.3-4; Inscr. It.

X III.i 205, véase 235. Véase también A . R. Birley, The Fasti o f Roman Britain (1981) 1 1 5 s., quien propone que Prisciano pudo haber sido gobernador de Britania poco antes de su «acción hostil» en Hispania.

9. Claro: Inscr. It. X III.i 204

s.; véase R. Syme, Hist. 9 (i960) 373 ss. = R P 488 ss. Presente: ibid. 375 = R P 491. Urbico: A . R. Birley, The Fasti o fR om an Britain (1981) 1 1 2 ss. Resulta desconcer­ tante que no se sepa que Úrbico hubiese ejercido un segundo consulado, sobre todo si tenemos en cuenta que ocupó la prefectura de la ciudad durante un perio­ do bastante largo. ¿Cabe la posibilidad de que fuera cos. suff. I I en el año 145 — a pesar de que no hay documentado ningún eos. suff. //después de Trajano— en re­ compensa por su victoria en Britania? Los ordinarii fueron Pío (cos. IV) y Marco

(cos. II) y, por lo tanto, ser cónsul sufecto en sustitución de cualquiera de los dos supondría un prestigio casi igual que el d t ordinarius. En este punto hay una lagu­ na en los Fasti: G . A lfoldy, Konsulat und Senatorenstand (1977) 149; véase también su análisis sobre consulados reiterados, 107 ss. nes I 208; 5.37-38 (vdH 77) = Haines I 210. I 214.

10. Ad M C 5.43 (vdH 79) = H ai­

1 1 . Ad MC 5.42 (vdH 78) = Haines

12 . A dM C 4.13 (vdH 68 s.) = Haines I 214 ss.

13 . E . Champlin, JR S 64

(1974) 144, identifica convincentemente a este Aristón mencionado por Marco con el amigo de Plinio, el jurista y filósofo retratado en Epp. 1.22.1-7, más que con el filósofo estoico homónimo, según han supuesto muchos estudiosos, incluido yo mismo. Sin embargo, a pesar de la advertencia de Cham plin, sigo creyendo que

Ad MC 4 .13 demuestra que Marco se sintió desilusionado tanto por la retórica 14. Ad M C

como por el derecho y aspiró a otras dedicaciones más elevadas. 4.3.1 (vdH 56) = Haines I 2 ss.; 3.16 (vdH 47 s.) = Haines I 100 s. 3.5-8.

16. Med. 1 . 17.5; 1.7; véase P IR 2 ] 814.

Haines II 36.

18 .

15 . HA Marc.

17. AdAnt. Imp. 1.2.2 (vdH 90) =

Deeloq. 4.5; 5.4 (vdH 14 4 ,14 7) = Haines II 74, 82.

19 .

Med.

1 . 14 (τοΰ/άδελφ οΰ) es, quizá, una glosa, aunque podía significar consocer). 20.

Med. 1 . 15; Apuleyo, Apol. 19 ss.; véase P IR 2 C 933-934; G . A lfoldy, Konsulat

und Senatorenstand (1977) 143; 208; 236, donde acepta la identificación con el M á­ xim o de IL S 1062, que había sido iuridicus de ambas Panonias cuando L . Elio C é­ sar ejercía allí el mando y, luego, gobernador de Panonia Inferior, cónsul y cura­

tor aedium sacrarum. A l haber sido condecorado (con la dignidad de tribunus laticlavius) por sus servicios en la Guerra de Partía, librada por Trajano, es difícil que hubiese nacido después de c. 99. Pudo haber sido natural del este.

21.

Med.

Citas y notas

394

1.9; véase Dión 71. 1.2; Filóst., VS 2,1.9; Frontón, Ad Am. 1,3.3 (vdH 166) = Haines 1280; Ad Verum Imp. 2.7.7 (yd H 128) = Haines I I 154; véastM ed. 1.11; Frontón, De fer.Als. 4.2 (vdH 219) = Haines I I 18. 22. Cinna Catulo: Med. 1.13; por lo demás, sólo se le menciona en HA Marc. 3.2. Sus dos nombres sugieren, aunque no de­ muestran, cierta pretensión de descender de grandes familias presuntamente ex­ tintas: los linajes patricios de los Cornelio y los Lutado. Véase H . G . Pflaum, HAC

1968-1969 (1970) 210 s. Atenódoto: P IR 2 A 1291, alumno estoico de Musonio, ma­ estro de Frontón.

23. Véase un análisis más completo y especializado en J. M.

Rist, Stoic Philosophy (1969); y, sobre el propio Marco, la colaboración de Rist en B. F . Meyer y E . P. Sanders (eds.)., Jewish and Christian Self-Definition III (1982) 23 ss. H ay que señalar también las valiosas observaciones de P. A . Brunt, P B SR 43 (1975)

7 ss., sobre el estoicismo y el principado. 24. Frontón, De fer.Als. 3.6 (vdH 215) = Haines II 10; De eloq. 2.17 s. (vdH 140) = Haines II 66; Med. 7.19; 6.42. Zenón aparece mencionado en Frontón, De eloq. r.3; 2.14 (vdH 132,138) = Haines I I 48 ss.; 62 (en se­ gundo lugar nombra también a Cleantes).

25. Séneca: véase en especial M. T . Griffin,

Seneca, A Philosopher in Politics (1976). Lucano, Pharsalia 1.128. Helvidio: PIR2 H 69-70. Rustico:/V/^J 730. Véase, en general, R. MacMullen, Enemies o f the Roman Order (1966), caps, i y 2.

26. Musonio: R E 16.1 (1933) 893 ss.; C . E. Lu tz, YCS 10 (1947) 3 ss.

27. P IR 2 E 74; C. G . Starr, CPh 44 (1949) 20 ss.; F . M illar, JR S 55 (1965) 14 1 ss. 28. Disertaciones 1 . 1 3 ; Ench. 1.1-2 ; 8; 14.2; 2 i;4 7 ; 53.4 (Platon, Apol. 3 0 C-D ); D i­

sertaciones 1.1.26 s.

29. Fecha de nacimiento: Inscr. It. X III. 1 207 (situada ante­

riormente en el 146). Para el nombre de la hija y otros detalles sobre los hijos de Faustina, véase Apéndice 2. Metí1. 1.17.8 , véase pág. 3 5 1.

It. X III. i 207. 6.7-8.

3 1. HA Pius 7.1 1 ; Marc. 7.2.

30. HA Marc. 6.6; Inscr.

32. HA Marc. 6.9; Pius 1 1 .8; Marc.

33· Inscr. It- X I I I ·i 207, no documenta ninguna celebración en el año 147.

Juegos: HA Pius x0.8-9. Monedas: BM C IV A P n°. 1838 ss.; véanse págs. lv; lxvi. N um a: HA Pius 2.2; 13-4; Epit. de Caes. 15.3. D. R. W alker, The Metrology o f the

Roman Silver Coinage III (1978) 124 s., observa que en el año 148 se produjo una alteración del 5 % en la moneda de plata, y la explica por los elevados gastos de las celebraciones.

34. Mauritania: véase ahora G . A lfoldy, Chiron 15 (1985) 100 s.

E l rey de Partía (Vologeses III): N . C . Debevoise, A Political History o f Parthia (1938) 244; véase HA Pius 9.6; Marc. 8.6 y pág. 61 supra, «varias cartas»: Ad M C 3.14 .5 (vdH 47) = Haines 1 222. Cfr. 3 .14 .1 (vdH 46) = Haines 1 220: tot negotiis, tot

officiis, tot rescribendis per provincias litteris. Haines I 202 ss.; véase HA Mare. 18.5. 8.49; 9.40; 10.34; ΙΓ·34·

35. Ad M C 4 .11- 12 (vdH 65 s.) =

36. Detalles, en el Apéndice 2; Med. 1.8;

37· Detalles en el Apéndice 2. Ad MC 5.34.2 (vdH 77) =

Haines I 224; 5.57.2 (vdH 83) = Haines I 244; 5.60 (vdH 84) = Haines I 246. C IL

Citas y notas

395

X V 1090, indica que su madre seguía viva en el año 155; véase Med. 1.17.7. «pla­ cer» : A i M C 5.67 (vdH 85) = Haines 12 5 a .

38. A péndice2.

39. L a m u e rted e

Cornificia se documenta en Inscr. It. X I I L .i 207; véase el Apéndice 2.

40. HA

Verus 3.4-7; 2 .9 -11 . Véase BM C I V A P n° 239, donde se representa a M arco y a L u ­ cio en una quadriga con Pío. E l Poxy 3361 muestra a ambos participando como miembros del consilium de Pío, véase el análisis de J. D. Thom as, B IC S 19 (1972) 103 ss.

4 1. HA Verus 2.8; Frontón, A dM C 5.53-54 (vdH 82) = Haines I 240; véa­

se HA Pius 1 1 .3.

42. Victorino, cónsul: G . A lfôldy, Konsulat und Senatorenstand

(1977) 167. Preparativos de Frontón: A i M C 5.51 (vdH 81) = Haines I 234. Sobre los procónsules de Asia en tiempos de Pío, R. Syme, Z P E 51 (1983) 271 ss. = R P I V 321 ss.

43. AdAnt. Pium 8 (vdH 161) = Haines 236. Véase Digesto 4.4.2, sobre los

hijos y el cursus honorum.

44. Ad MC 5.55 (vdH 82) = Haines I 240 ss. E l cólico

(chofera) puede ser una disentería.

45. Véase Apéndice 2.

46. La Apología no

es muy posterior al 154, según se deduce de la alusión (1.29.2) al prefecto de E g ip ­ to, L . Munacio Félix, sustituido aquel año (PIR2 M 723). Cuadrato, Aristides, Jus­ tino: véase el Apéndice 4, donde se señala que Justino escribió sólo una Apología, dividida más tarde en dos equivocadamente. E l texto del juicio ante Úrbico ha sido editado, con traducción, por H . I. M usurillo, The Acts o f the Christian Martyrs (1972) 38 ss.

47. Las acusaciones de Frontón aparecen citadas en Minucio Félix,

Octavio 9.8 (reproducido también por Haines II 282 ss.). Véase E . Cham plin, Fronto and Antonine Rome (1980) 64 ss., quien observa que, probablemente, no fueron tomadas de un discurso dedicado enteramente al cristianismo sino de otro que atacaba a un acusado en un juicio cuya conducta convino a Frontón compa­ rar con la atribuida a los cristianos — quizá su discurso//? Pelopem.

48. Policar-

po: fechado por T . D. Barnes, JT S 18 (1967) 433 ss., y 19 (1968) 510 ss.; sobre C ua­ drato, véase R. Sym e, Z P E 51 (1983) 280 ss. = R P IV 330 ss. Véanse además págs. 219 ss.; 228 ss.; y Apéndice 4.

49. L a salud de Pío: HA Pius 13 .1-2 . Gavio

y sus sucesores: ibid. 8.7-9. Sobre Gavio: CP n° 105+Supl. págs. 32 s. Tacio: CP n° 138. Victorino: CP n° 139. Repentino: su carrera se deduce d eA E 1980. 235 (Putéolos); véanse los comentarios de E . Birley, HAC 1982-1983 (1985) 69 ss.; véase C IL V III 14628+pág. 2538 (Simitthu, su lugar de origen), y Frontón, Adam. 2.4 (vdH 180 s.) = Haines I 282 (Frontón lo llama frater Contucci, lo cual es probablemente

un signum).

50. AdAnt. Pium 3; 7; 4 (vdH 157 ss.) = Haines 1 254 ss.;258 ss.; véa­

se E. Champlin, Fronto and Antonine Rome (1980) 100 s. N iger había sido amigo de Marcio Turbón y de Erucio Claro: Ad Ant. Pium 3.3; véase P IR 2 C 658; CP n° 97 bis.

5 1. Filóst., VS 2.1.8-9; véase W. Am eling , Herodes Atticus (1983) 1 100 ss., II

7 ss.

52. Vero: A . R. Birley, The Fasti o/Rom an Britain (1981) 118 ss. Monedas:

Citas y notas

396

BM C I V A P n° 19 71 ss., 1993 ss. Véase W . S. Hanson y G . M axw ell, Rome's NorthWest Frontier. The Antonine Wall (1983), en especial 139 ss. Véase, además, N . Hodgson, Britannia 26 (1995) 24 ss.

53. G . A lfoldy, Fundber. aus Baden-Würt­

temberg 8 (1983) 55 ss.; W . E ck, op. cit. 60 ss.

54. Prisco: A . R. Birley, The Fasti

o f Roman Britain (1981) 123 ss. Prefectos: Inscr. It. X I II .1 571 s.; véase G . A lfoldy, Konsulat und Senatorenstand (1977) 287.

55. IG R I V 1399, datado de nuevo por

G. Petzl, Chiron 13 (1983) 33 ss. Véase Apéndice 2.

56. Apéndice 2.

71.33.4-5 es quien da la fecha; 70.3.3; HA Pius 12.4-8; Marc. 7.3.

57. Dión

58. Med. 6.30.

59. Sobre Dión de Prusa, véase en especial C. P. Jones, The Roman World o f Dio

Chrysostom (1978).

6.

LO S P R IM E R O S A Ñ O S CO M O E M P E R A D O R

i . HA Marc. 7.5; Verus 3.8. Tiberio: Tácito, Ann. i .i i ss. Galba: id.,Hist. 1.16 . ho­

rror imperii: HA Pert. 1 3 . 1 ; ! 5.8. Lucio bajo Pío: HA Verus 2 .1 1 . 7; Verus 4.1, véase Ael. passim, y el Apéndice 1.

3. Véase E . Kornem ann, Dop-

pelprinzipat und Reichsteilung im Imp. Romanum (1930). I V M A & L V , n° 1 ss., 25 ss., etc.

2. HA Marc. 7.6-

4. HA Verus 4.2; BM C

5. HA Marc. 7.9 Verus 4.3. IL S 190 ofrece el tex­

to de un juramento de lealtad (a Caligula).

6. H A M a rc .j.io -11,

7. HA Marc.

7 .11; Pius 13.3-4; véase Dión 74.4-5 (apoteosis de Pértinax); H erodiano 4.1-2 (de Severo). Juegos: HA Marc. 8.2 (erróneo). Sobre el colegio sacerdotal, véase H .-G . Pflaurn, Les sodales Antoniniani de l'époque de Marc-Auréle (1966).

8. HA Marc.

7.7. Tam bién es posible que Lucio estuviera ya casado y hubiese enviudado; de ser así, no hay indicio de ello en las fuentes, «niños pobres»: véase W . Eck,Z)/
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