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Andrés Torres Queiruga
Fin del cristianismo premoderno
Retos hacia un nuevo horizonte
Sal Terrae
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iresenciaA
Colección «PRESENCIA TEOLÓGICA»
Andrés Torres Queiruga
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Fin del cristianismo premoderno Retos hacia un nuevo horizonte
Editorial SAL TERRAE Santander
índice
Prólogo
© 2000 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1 39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201 E-mail:
[email protected] http://www.salterrae.es Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-1379-6 Dep. Legal: BI-2779-00 Fotocomposición: Sal Terrae - Santander Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Bilbao
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1. La Teología en el cambio de la cultura
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1. Delimitación del problema 1.1. El sentido fundamental de la propuesta 1.2. Un intento de esquema clarificador 2. La Modernidad como cambio radical de paradigma . 2.1. Autonomía e historicidad 2.2. Un proceso legítimo e irreversible 2.3. La trampa de las reacciones polares 2.4. La necesidad de un nuevo equilibrio
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3. La nueva objetividad religiosa 3.1. La apuesta decisiva: la relación inmanencia-Trascendencia 3.2. Una Trascendencia que se realiza en la máxima inmanencia 3.2.1. Fin del «Dios separado del mundo» . . . 3.2.2. El verdadero infinito: «panenteísmo» y afirmación de lo humano 3.2.3. Repensamiento de la idea de creación: no-dualismo y no-intervencionismo . . . 3.2.4. El vuelco de la teodicea: el mal inevitable y Dios como «Anti-mal» 3.2.5. La nueva gratuidad de la oración 3.3. Una teología afirmativa desde el Dios creador-salvador 3.3.1. Repensar la Cristología 3.3.2. Salvación de lo real
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ÍNDICE
FIN DEL CRISTIANISMO PREMODERNO
4. La nueva subjetividad religiosa 4.1. Autonomía de la subjetividad 4.2. La apuesta decisiva: una nueva concepción de la revelación 4.3. Superación del «positivismo de la revelación». . 5. La construcción de un nuevo paradigma 5.1. Entre paradigmas: una situación en tránsito . . 5.2. Construcción «desde abajo»: desde la realidad a la luz de la revelación . . . 5.3. Repensar la teología: «verificación vertical» frente a «teologías bonitas» 6. Perspectiva: «el fuego bajo las cenizas»
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2. El problema del lenguaje teológico
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0. Planteamiento 1. La dificultad estructural 1.1. El desafío de Flew 1.2. El problema de la objetivación de lo Divino . . 1.3. Los caminos de la solución 2. El problema del cambio cultural 2.1. La alerta de la «desmitologización» 2.2. Las consecuencias del cambio de paradigma . . 2.3. Los caminos del cambio 3. La dificultad pragmática 3.1. La oración de petición como «experimento crucial» 3.2. Las implicaciones «objetivamente perversas» de la petición 3.3. Posibles objeciones
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3. Nueva religiosidad y experiencia cristiana de Dios.
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1. Diagnóstico global 1.1. La insatisfacción con el pasado 1.2. La dialéctica modernidad-postmodernidad 1.3. La presencia elusiva de lo sagrado
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2. La respuesta cristiana 2.1. De la reacción apologética a la creatividad histórica 2.2. Una respuesta diferenciada 3. Los ejes de la nueva síntesis 3.1. El eje de la creación: Dios como afirmación infinita 3.2. El eje de la salvación: Dios contra el mal 3.3. El eje de la revelación 4. Síntesis y prospectivas
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4. La infalibilidad, entre el servicio y la inflación. . .
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1. Clarificar el contexto 1.1. Prejuicios y deformaciones 1.2. Estrechamiento del problema
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2. El significado primario y profundo: la «indefectibilidad» 2.1. El encuentro entre la Biblia y la Iglesia 2.2. El «magisterio» como elemento constitutivo, común a las Iglesias 2.3. El magisterio como servicio «último» a la comunión eclesial 2.4. El magisterio como función de la «indefectibilidad»
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3. La concreción católica: la «infalibilidad» 138 3.1. El problema de la infalibilidad: a) el sujeto . . . 138 3.2. El problema de la infalibilidad: b) el objeto. . . 142 4. La realización histórica 4.1. La dimensión semántica 4.2. Dimensión expresiva 4.3. Dimensión pragmática 5. Conclusión: posibilidad y necesidad de un cambio. .
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5. El diálogo ciencia-fe en la actualidad
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0. Posición del problema
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1. El problema historiográfico
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FIN DEL CRISTIANISMO PREMODERNO
2. Del 2.1. 2.2. 2.3.
choque frontal a la diferenciación formal . . . . La inevitabilidad del choque Del choque a la diferencia La diferencia como avance cultural
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3. De la diferencia a la integración 3.1. La necesidad del diálogo 3.2. La aportación de la religión a la ciencia . . . .
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4. La teología en el diálogo con la ciencia 4.1. El problema 4.2. Carácter humano y «verificable» de la experiencia religiosa 4.3. El problema de la existencia de Dios 4.4. La nueva concepción del ser y el actuar de Dios
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Epílogo: Somos «los últimos cristianos»... premodernos . . . 208 1. Rigor intelectual: repensar la fe
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2. Coraje para el cambio: renovar la institución . . . .
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3. A pesar de todo, la esperanza
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Prólogo
La religión ante el tercer milenio. Retos para la teología en el siglo veintiuno. El cambio hacia un nuevo paradigma... Todos eran títulos posibles y sugerencias aceptables. Por otro lado, el libro no pretendía tanto. La primera intención ni siquiera era la de un libro, sino la mucho más modesta de un cuaderno que se reduciría a lo que ahora constituye el primer capítulo. La decisión del cambio se debe a la amable insistencia de los editores (y no quiero incurrir en el fácil tópico de subrayar: editores y, a pesar de todo, amigos). Ellos han pensado que valía la pena ampliar y, de algún modo, «ejemplificar» lo que en ese pequeño ensayo se decía de manera -espero- no demasiado oscura, pero sí inevitablemente muy concentrada. Y la verdad es que se trata, en efecto, de una apuesta importante. La profundidad del cambio cultural y la inaudita novedad del horizonte que en este cambio epocal se abre ante la humanidad exigen el repensamiento de una religión que cuenta su duración no ya por siglos, sino por milenios. La duración es, sin duda, una credencial de seriedad en la propuesta y de riqueza en los contenidos. Pero que no puede ignorar su peligro: el tiempo endurece las instituciones, desgasta las palabras y puede deformar, vaciar o incluso pervertir el sentido genuino de los conceptos. Salir al paso de este peligro, tratando de recuperar el sentido original para que la fe resulte intelectualmente significativa y culturalmente vivible y practicable, define, a todas luces, uno de los ejes decisivos sobre los que debe articularse la actual preocupación teológica. Preocupación de amplísimo espectro, pues ha de atender a muchos frentes, erizados todos ellos de múltiples y complejas cuestiones. Aquí, claro está, se abordan tan sólo algunas, de modo tentativo y referidas, ante todo, al frente teórico. No forman un
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FIN DEL CRISTIANISMO PREMODERNO
PROLOGO
complejo sistemático, aunque tampoco se resignan a ser un agrupamiento disperso. Poseen esa unidad peculiar que les confiere el haber nacido de la misma preocupación fundamental. Cada capítulo puede ser leído por sí mismo. Pero todos quieren situarse ante el mismo horizonte e integrarse conscientemente como fragmentos de la figura global que el esfuerzo común intenta construir. Si el lector observa el índice, tal vez pueda descubrir la estructura fundamental de la exposición. Aunque no me haya decidido a hacerlas expresamente visibles, consta de dos partes principales. La primera está constituida por los dos capítulos iniciales y tiene un carácter más formal (sólo «más» formal, porque en cuestiones tan vivas forma y contenido no se pueden separar del todo).
El cuarto capítulo se acerca al problema de la infalibilidad. De suyo, es tal vez el más heterogéneo e incluso podría parecer un tanto anacrónico; de suerte que he dudado mucho en incluirlo. Pero es precisamente eso lo que, de fondo, lo integra en la unidad: si no queremos rehuir la incómoda pregunta que plantea, es preciso intentar ver lo que aún hoy quiere y puede decir ese dogma tardío, tan conflictivo y de tan difícil integración en una sensibilidad actual.
El primer capítulo constituye de alguna manera el programa general: en él aparecen enunciados todos los problemas, de suerte que los demás acaban asumiendo un cierto aire de explicitación o aplicación concreta. Trata, en efecto, de hacer patente la radical novedad del horizonte en que la entrada de la Modernidad ha situado a la religión; en consecuencia, insiste en la necesidad verdaderamente apremiante de que la teología afronte con decisión el necesario cambio de paradigma, emprendiendo la reconstitución de sus coordenadas generales y repensando todos y cada uno de sus grandes problemas a la luz de la nueva situación. El segundo capítulo tiene algo de variación respecto del primero, en cuanto que recoge y recorre el mismo panorama general desde el punto de vista del lenguaje religioso, conmovido por el desafío radical a que lo somete el «giro lingüístico» que marca a todo el pensamiento en la actualidad. La segunda parte está formada por los tres capítulos restantes, que abordan problemas concretos. El tercer capítulo aborda el fenómeno excepcionalmente universal, variopinto y polifónico de la nueva religiosidad, tratando de ir a su estructura profunda y de ponerlo en diálogo constructivo con la experiencia cristiana.
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El quinto capítulo no precisa mostrar las actas de su actualidad: las conflictivas relaciones entre la religión y la ciencia están presentes con colores vivos y continuamente renovados en la conciencia pública. Lo que aquí se intenta es escapar de la anécdota -aunque el anecdotario al respecto goce, o padezca, de un viejo y bien nutrido «pedigree»-, para intentar iluminar y hacer fructífero el fondo de la cuestión. El breve epílogo cierra el conjunto. Lo hace ya con un estilo más distendido, que busca recrear de manera más fresca e intuitiva el clima general que el «trabajo del concepto» de los capítulos anteriores se había esforzado por pintar y trabajar desde sus ángulos específicos. Sin duda, estarían en su derecho el lector o la lectora que decidiesen iniciar por ahí la lectura. Tal vez la mayor y más amable ligereza de ese pórtico podría aclarar la orientación del trazado general. Y hasta es posible que ablandase un poco los ánimos para perdonarle al autor la dureza de otros pasajes más difíciles y escabrosos. Sólo me queda dar las gracias a las personas amigas que han acompañado y revisado conmigo la última redacción de estas páginas: Engracia Vidal, María Pilar Wirtz, Xaime M. González Ortega y Pedro Castelao.
1 La teología en el cambio de la cultura
1. Delimitación del problema Hay temas desmesurados, pero siempre llega el momento en que resultan inevitables. ¿Quién puede atreverse a diagnosticar los retos de algo tan hondo, tan delicado y tan complejo como la teología, ante un futuro abierto y en profundo cambio? Y, al mismo tiempo, ¿cómo podrían los teólogos negarse a detenerse de vez en cuando para intentar hacer balances y pronósticos? Ni siquiera el teólogo particular puede escapar a este desafío: algún día, por necesidad interna o -como es en este momento el caso- por encargo externo, tiene que afrontarlo. Claro que, al hacerlo, es dolorosamente consciente de lo osado y parcial de su intento. No puede ignorar que lo que ofrece es tan sólo una perspectiva sobre la inmensa tarea común, pues de manera inevitable lleva la marca de la propia biografía y de las propias preocupaciones. Sabe que es lícita únicamente en la medida en que permanece abierta a integrarse en el diálogo y la colaboración con las demás. Le queda la esperanza de que, realizada dentro de una misma «comunidad de investigación», acabe reflejando también de algún modo las preocupaciones generales. Al fin y al cabo, las convicciones individuales se van forjando en la fecundación por el diálogo y la lectura mutua, en el afrontamiento de los mismos desafíos y en la comunión en los mismos ideales. Lo cual tiene, por otra parte, una ventaja importante: aguza la conciencia de la necesidad de intercambio, de vivir en permanente apertura a la complementación con los demás.
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1.1. El sentido fundamental de la propuesta Con ese talante, acaso valga la pena presentar ya de entrada lo que me parece el punto central de cuanto intento decir, pues los desarrollos ulteriores no serán más que esfuerzos por explicitarlo y aclararlo. En definitiva, se trata de enunciar como tarea fundamental para la teología cristiana en nuestro tiempo la necesidad de darle una vuelta completa al modo de concebir la relación de Dios con nosotros; visión no siempre del todo consciente, pero profundamente instalada en el imaginario religioso. Se impone, en efecto, una auténtica con-versión, una Kehre radical, que invierta todo el movimiento de la vivencia y, de algún modo, ponga del revés el sentido de muchos y decisivos conceptos teológicos. En realidad, se trata de algo que es esencial por ser elemental: tomar en serio la absoluta primacía del Dios que nos ha creado y nos está creando por amor; única y exclusivamente por amor. No es verdad que «Dios está en el cielo y tú en la tierra»1. Al contrario, Dios está siempre aquí entre nosotros: en el hombre y en la mujer, en la tierra y en la historia. Está como iniciativa absoluta, siempre en acto: como el que sostiene y promueve, salva y perdona, llama y suplica. Y en Él y desde Él, el hombre y la mujer son, ante todo, íntima y radical pasividad, como suscitados y convocados; también, desde luego, activos en cuanto entregados a sí mismos; por tanto, activos sólo en cuanto libertades finitas, siempre indecisas entre la respuesta y la pasividad, entre la acogida y el rechazo, entre dejarse amar y salvar o cerrarse en la apatía y perderse en el egoísmo. De suerte que el movimiento fundamental, infalible y que no falla, es siempre el que va de Dios al hombre. El que falla y puede dor1. Como se sabe, ésta fue una proclama que Karl Barth, no sin remitirse a Kierkegaard, hizo ya en el prólogo a la 2a edición de su comentario a Romanos (cf. K. BARTH, Carta a los Romanos, Madrid 1998, p. 54). Reaccionaba así contra la teología unilateral de sus profesores liberales. Aunque la contraposición que aquí hago marca una distancia cierta de talante teológico, en este momento no pretende entrar en la justificación subjetiva y aun histórica de tal proclama, ni mucho menos restar un ápice a lo que pueda tener de afirmación de la absoluta primacía divina.
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mirse es el otro movimiento: el que va del hombre a Dios, quien por eso está continuamente tratando de suscitarlo, solicitarlo y sostenerlo. Basta una mirada al mundo religioso real para ver que en estas afirmaciones no se trata de una banalidad ni de una exageración, sino que constituyen una alerta urgente y una llamada apremiante. Porque en la vivencia común y concreta, en el modo de predicar, rezar o celebrar la liturgia, e incluso en el modo de hacer teología, todo procede como si nosotros, los humanos, fuésemos los activos y los preocupados, los que tenemos que conquistar la salvación. Conquistarla ante un Dios «en el cielo», que teóricamente nos ama, pero que en la efectividad vivencial está más bien pasivo hasta que logramos moverle con nuestras súplicas, conquistarle con nuestras obras y sacrificios, conseguir su perdón con nuestras penitencias e incluso ablandarle con la ayuda de nuestros intercesores. Por eso también manda y prohibe, premia y castiga, reserva para sí un espacio de nuestra vida -lo «sagrado»- y nos deja a nosotros el resto -lo «profano». Soy muy consciente de que enunciadas así, de manera descarnada y todo por junto, estas afirmaciones suenan exageradas y hasta pueden producir irritación. Por un lado, difícilmente cabe negar que la descripción se corresponde con la realidad y la práctica de cada día. Pero, por otro, algo nos dice que ésa no es la verdadera intención de fondo ni representa el sentido profundo de la fe. Pero, justo por eso, porque se da esa contradicción, es preciso hacer sonar las alarmas, puesto que tal situación denuncia un desajuste profundo entre la intención y la realización, entre el sentido genuino de la experiencia fundante y los modos vivenciales, práxicos y conceptuales en que la expresamos. Con un cierto desajuste es ciertamente preciso contar ya siempre y a priori, pues, como bien sabía san Pablo, los «vasos de barro» de que disponemos nunca serán capaces de llevar con normalidad nuestro «tesoro». Lo que sucede es que, hasta hace unos siglos, el desajuste resultaba tolerable, pues, en el fondo, esas formas no desentonaban en la cultura ambiental. Pero desde la entrada de la Modernidad la tensión se ha hecho inso-
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portable y, a las puertas del siglo xxi, comprendemos que el desajuste puede ser mortal. La teología necesita pensar muy en serio el hecho de que la crisis que da origen a la Modernidad consistió justamente en eso: en poner en cuestión, desde sus más hondos fundamentos, todo el marco en que la experiencia cristiana se había moldeado y configurado. Cuando Descartes se propuso «dudar de todo», no obedecía a un capricho, sino que constataba el hecho de que todo un mundo cultural se había venido abajo y que era preciso reconstruirlo desde la base2. La crisis del cristianismo en el mundo moderno se debe fundamentalmente al desajuste producido por ese derrumbamiento, y el mismo Vaticano II reconoce que los creyentes tenemos una «parte no pequeña» de culpa nada menos que en el nacimiento del ateísmo, justo por no haber adecuado la forma de la fe a la nueva situación3. Pero ya se comprende que enunciar una necesidad no resuelve la ingente tarea de realizarla. Ése va a ser -está siéndolo ya- el trabajo de la teología en su conjunto. Lo que aquí cabe hacer es intentar poner al descubierto algunas de las líneas fundamentales que, a mi parecer, tendrán que estar presentes en la nueva configuración4.
consigo misma»5. Esta frase, en efecto, permite agrupar en torno a tres polos fundamentales los múltiples elementos que configuran el enorme cambio que la crisis cultural de la Modernidad exige a la teología. Como relación, la persona humana está siempre remitida hacia lo otro de sí, hacia aquello que la ocupa y la preocupa, pues sólo saliendo de sí puede ir encontrando su realización. Pero, de algún modo, eso le es común con toda otra realidad. Lo que la especifica en cuanto humana es, justamente, la constitutiva autorreferencia de esa relación, la transparencia con que se vive; de manera que, como Hegel no se ha cansado de repetir, su referirse al - o a lo- otro es su modo de poder llegar a estar plenamente en sí misma. Aplicado al caso que nos ocupa, es decir, a la reflexión de la fe en la nueva situación creada por la entrada de la Modernidad o, lo que es lo mismo, al problema actual de la teología, permite ver tres cosas decisivas:
1.2. Un intento de esquema clarificador
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1) ha cambiado nuestra relación con el «objeto» de la teología; 2) ha cambiado nuestra «conciencia» de esa relación; 3) en consecuencia, es preciso construir una nueva relación, elaborar conscientemente la teología en el seno de un nuevo paradigma.
Como guía de orientación en la complejidad del problema, tomaré una frase de Kierkegaard, también muy del gusto de Wolfhart Pannenberg: «El yo es una relación que se relaciona
Pero, antes de examinar las consecuencias en cada uno de esos puntos, conviene aclarar con cierto detalle el marco general y el consiguiente cambio de paradigma que supone.
2. Cf. «Discours de la méthode», en Oeuvres et lettres, De la Pléiade, París
2. La Modernidad como cambio radical de paradigma
1953, pp. 128 y 131. M. GARCÍA MORENTE, Lecciones preliminares de
filosofía, México 1985, lección ix, pp. 104-113, muestra muy bien lo decisivo de la crisis general de credibilidad que entonces se suscitó. 3. Gaudium et Spes, n. 19. 4. A partir de este momento voy a seguir muy de cerca, sólo completando aspectos o modificando algún acento, mis trabajos «La razón teológica en diálogo con la cultura» (Iglesia Viva 192 [1997], pp. 93-118) y «Retos para la teología de cara al siglo xxi» (Actas del X Simposio de Teología Histórica [Valencia 2000], pp. 531-566); tendré asimismo en cuenta «El amor de Dios y la dignidad humana», en (J. Bosch Navarro [ed.]) Panorama de la teología española, Estella 1999, pp. 557-576. En realidad, vienen a ser variaciones sobre el mismo tema.
2.1. Autonomía e historicidad Hoy existe un consenso prácticamente unánime sobre el hecho de que lo que constituye el núcleo más determinante y acaso el dinamismo más irreversible del proceso moderno es la progre5. La enfermedad mortal, o De la desesperación y el pecado, Madrid 1969, p. 47.
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siva autonomización de los distintos estratos o ámbitos de la realidad. Empezó por la realidad física, que fue mostrando con claridad creciente -y no sin efectos traumáticos, por lo que suponía de ruptura con la cosmología heredada y la consiguiente deslegitimación de la autoridad tradicional- la fuerza de su legalidad intrínseca: ni los astros eran movidos por inteligencias superiores ni las enfermedades eran causadas por demonios, sino que las realidades mundanas aparecían obedeciendo a las leyes de su propia naturaleza. Siguió la autonomización de la realidad social, económica y política, que ha hecho ver la estructuración de la sociedad, el reparto de la riqueza y el ejercicio de la autoridad no como fruto de disposiciones divinas directas, sino como resultado de decisiones humanas muy concretas: si no hay pobres y ricos, no es ya porque Dios así lo haya dispuesto, sino porque nosotros distribuimos desigualmente las riquezas de todos; y el gobernante no lo es ya «por la gracia de Dios» (de suerte que sólo a Él tiene que dar cuenta), sino por la libre decisión de los ciudadanos. Continuó por la psicología, que mostró que la vida y las alternativas de la persona ya no pueden entenderse, de manera inmediatista, como resultado de mociones divinas o tentaciones demoníacas, sino como reacciones más o menos libres a las mociones del inconsciente y a los influjos sociales y culturales. La misma moral muestra, con claridad cada vez más innegable, su autonomía, en el sentido de que ya no recibe de lo religioso la determinación de sus contenidos, sino que la busca en el descubrimiento de aquellas pautas de conducta que más y mejor humanizan la realidad humana, tanto individual como social6. Todo ello aparece, además, solidario de una segunda característica fundamental: la realidad no sólo se muestra dotada de una legalidad intrínseca que garantiza su autonomía, sino que aparece como radicalmente histórica y evolutiva. Si algo marca el fondo radical de la conciencia contemporánea, es el descu-
brimiento del carácter evolutivo de todo lo real: empezando por el cosmos, en procesos que están deslumhrando nuestra imaginación y asombrando nuestra inteligencia; continuando por la vida, en la inacabable variedad de sus formas hasta llegar a la especie Homo sapiens; y culminando en la radical historicidad que es la marca específica de todo lo propiamente humano.
A nivel teórico, esta situación representa algo prácticamente adquirido (aunque sea con certeza desigual: no todos, por ejemplo, aceptan -¿todavía?- el carácter autónomo de la moral). En cualquier caso, esa nueva conciencia determina el fondo de «creencias» que articulan nuestro substrato cultural. Y lo determina como adquisición positiva e irreversible, de suerte que, en adelante, cualquier configuración humana deberá medir con ella su plausibilidad y su misma verdad. Es muy importante aclarar este punto, pues muchas veces en afirmaciones de este tipo quiere verse una especie de entrega aerifica a la Modernidad o, en términos religiosos, una dimisión de la fe ante el espíritu del tiempo. No se trata de eso. La Modernidad no es un bloque monolítico, sino un complejísimo proceso en el que intervienen muchos elementos. Y, obviamente, no todo lo que en ella ha acontecido o acontece es verdadero o resulta aceptable. Lo que aparece como irreversible es el proceso como tal, en cuanto estadio en el avance histórico de la realización humana, y, por lo mismo, también la tarea global que propone a la libertad. La apuesta consiste justamente en acertar con aquella configuración que en cada caso responda a una realización auténticamente humana. Esto sucede en todos los órdenes, no sólo en el religioso. La crítica de la Modernidad no es tarea exclusiva de la teología, sino de todo pensamiento vivo y liberador: recuérdese el impacto de una obra como La dialéctica de la Ilustración1 o, más cerca todavía, el debate crítico en torno a la postmodernidad.
6. Con un poco más de amplitud, y en relación con el problema del ateísmo, analizo esto en el capítulo primero de Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, Santander 19864.
7. TH. ADORNO - M. HORKHEIMER, La dialéctica de la Ilustración, Madrid 1994.
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2.2. Un proceso legítimo e irreversible
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LA TEOLOGÍA EN EL CAMBIO DE LA CULTURA
Se comprende que constituiría una enorme ceguera histórica escudarse en los defectos reales o en los posibles abusos para evitar la confrontación de la fe con la nueva situación. Lo que es peor, acabaría convirtiéndose en una trampa suicida que momificaría la vivencia de la fe y haría inverosímil su comprensión. Un mínimo de sentido histórico muestra que no existe otra posibilidad de ser verdaderamente críticos con el proceso de la Modernidad que la de reconocer la realidad de su desafío, tratando de aprovechar sus posibilidades y de evitar sus peligros. En este sentido, no concibo la teología más que como decididamente postilustrada. Lo que no es lo mismo (debo advertirlo, porque algunas veces se me ha interpretado en esa dirección) que simplistamente «ilustrada». ¡Bien mirado, más bien todo lo contrario! Porque ser post- significa que no cabe volver atrás de los desafíos, las preguntas y las perspectivas abiertas por la Ilustración; pero, por eso mismo, impone seguir adelante, siendo lúcidamente crítico con las soluciones iniciales, en gran parte prematuras y cargadas de unilateralidad polémica. Se trata, a todas luces, de una revolución epocal o, como también diremos, de un cambio de paradigma*, cuyas consecuencias estamos todavía muy lejos de poder calcular, pero que al menos debemos introducir con plena conciencia en el intento de re-pensar teológicamente la secular experiencia de la fe.
como en las viejas botellas electrostáticas, tiende a reforzar de manera progresiva la carga de exclusivismo en ambas posturas. Por un lado, el entusiasmo del descubrimiento, reforzado de ordinario por la sensación de haber sido «engañados», llena el horizonte mental y tiende a la negación de toda verdad en el pasado. Por otro, la conciencia de la tradición tiende a ver una amenaza en todo cambio y una negación mortal en toda crítica. Cuando se observa el proceso religioso dentro de la Modernidad, no resulta difícil percibir cómo este fenómeno se ha ido produciendo de manera cada vez más clara y con exclusiones cada vez más decididas. Conservadurismo eclesiástico y teológico, por un lado, y crítica secularista y atea, por otro, han polarizado la marcha de la cultura, cargándola por ambas partes de agresividades y malentendidos. De ese modo, un sector importante de la cultura ha interpretado que no existía otra posibilidad de asegurar las nuevas conquistas humanas, sobre todo por el costado de su autonomía, que la de negar la realidad de la Trascendencia. Ésta, en efecto, aparecía como algo alienante, representada por actitudes que se oponían (unas veces, de hecho; otras, al menos en apariencia) al desarrollo humano y al ejercicio de la libertad. Por el otro costado, una buena parte del mundo religioso -sobre todo el institucionalmente más influyente- no vio mejor manera de defender la experiencia de la fe que mantenerla prisionera de unos moldes pasados, encerrándose en una actitud apologética que se resistía a admitir la legitimidad de una buena parte de las nuevas conquistas en el proceso de la realización humana.
2.3. La trampa de las reacciones polares Cuando se produce un cambio de tal calibre, el vértigo amenaza con apoderarse del espíritu, y tienden a producirse reacciones polares. Es el típico juego del todo o nada, a base de actitudes totalizantes que, o bien se entregan de manera aerifica a lo nuevo, o bien se agarran de manera dogmática a lo viejo. Con lo cual, además, se genera un efecto de inducción que,
8. H. KÜNG ha prestado mucha atención al concepto de paradigma, y sobre él estructura su visión del cristianismo (parece dar por supuesto que la «posmodernidad» representa un paradigma nuevo, cosa que aquí no asumo): cf. El Cristianismo: Esencia e historia, Madrid 1997.
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2.4. La necesidad de un nuevo equilibrio Por fortuna, el mismo proceso histórico, tanto por la simple distancia temporal como, sobre todo, por la patentización de los efectos reales de las distintas tomas de postura, ha ido propiciando la claridad y deshaciendo bastantes malentendidos. De hecho, hoy disponemos de una perspectiva suficiente como para empezar a poner las bases de un diálogo sereno y auténtico que, subjetivamente, ayude a reconocer la verdadera inten-
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ción del otro y, objetivamente, propicie la unión de los esfuerzos en la concreción de metas comunes. Por ahí apuntan, sin lugar a dudas, todos los esfuerzos críticos que han puesto al descubierto las trampas de la Modernidad en sus diversos aspectos: desde sus tendencias nihilistas (Nietzsche, Heidegger) y antihumanistas («muerte del hombre» en cierto estructuralismo), hasta la crítica de la «razón instrumental», con sus consecuencias opresivas para la convivencia humana (explotación del trabajo, abismo Norte-Sur) y para la misma naturaleza (amenaza atómica, crisis ecológica). Casi se siente pudor al repetir estos tópicos, pero resultan iluminadores a la hora de buscar una visión esquemática que arroje claridad sobre nuestro problema. En este sentido, no resulta artificioso interpretar como un cambio significativo al respecto la nueva sacralización del cosmos y de la subjetividad humana, que se manifiesta de mil modos en movimientos parareligiosos o en esa religiosidad difusa que caracteriza a nuestro tiempo. Posturas como la de Gianni Vattimo, reconociéndolo expresamente desde el seno mismo de la evolución filosófica, confirman la justeza y la hondura de la apreciación9. Para un pensamiento teológico responsable todo esto debería significar, ante todo y sobre todo, una sola cosa: la necesidad ineludible de afrontar lúcidamente la nueva situación, buscando un equilibrio actualizado. Este, de acuerdo con el diagnóstico anterior y sin necesidad de reducir a él todo el problema, tendrá, a mi parecer, que pasar de manera muy decisiva por un repensamiento de la Trascendencia en las nuevas coordenadas emergidas en el proceso histórico.
ría de Dios con la humanidad, sorprende la profunda impregnación mitológica que todavía la caracteriza. Todos reconocen el carácter mítico de los primeros capítulos del Génesis; lo que significa que lo allí narrado no tiene un significado histórico, en el sentido de sucesos empíricos o acontecimientos físicos que cambien el curso de las leyes naturales. Por eso se han abandonado -no siempre ni por todos, desgraciadamente- las especulaciones acerca de los dones preternaturales de Adán, y son ya muy pocos los que piensan que la muerte física o los desastres naturales entraron en el mundo a causa de su pecado. El enunciado de este epígrafe caracteriza, en mi opinión, la tarea más honda y urgente para un repensamiento de la fe que de verdad quiera ayudar a su comprensión y vivencia actual. La nueva autonomía del mundo constituye, en su nivel, un dato irreversible: ni el alma más piadosa y pacata puede hoy aceptar que los astros son movidos por ángeles; o (fuera de casos extremos, producidos por la angustia o la marginalidad cultural) que las enfermedades son causadas por demonios. Eso mina de raíz toda concepción intervencionista de la actividad divina: viejos hábitos heredados de cuando Dios «llovía y tronaba», ordenaba el diluvio o mandaba pestes, pueden todavía llevar, en ciertas ocasiones o ambientes, a hacer rogativas por la lluvia, o al intento de aplacar con procesiones y penitencias la ira divina. Pero, llevados acaso de una «prudencia pastoral» mal entendida, no acaba de aceptarse que tratar de justificarlos en principio y de unir a esas actitudes la verdad de la fe significa -en la cultura actual- estar sembrando ateísmo. Tal vez nadie lo ha puesto de tan vivo relieve como Rudolf Bultmann, cuya propuesta, en la intención fundamental que la mueve, es de una evidencia cultural irrefutable. Con la entrada de la Modernidad, el mundo moderno ha abandonado irreversiblemente la visión mítica de aquel mundo que ya la Biblia, con la idea de creación -igual que la filosofía griega con su introducción del logos-, había cuestionado de manera radical, pero sin haber podido abandonar del todo en puntos fundamentales. Ni la división tripartita -con el cielo arriba, el infierno abajo y la tierra en medio, como campo de batalla sobre el que descienden influjos benéficos o hacia el que escalan fuerzas maléficas- ni, acaso sobre todo, la visión de lo divino como intervi-
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3. La nueva objetividad religiosa 3.1. La apuesta decisiva: la relación inmanencia-Trascendencia Y es aquí donde se anuncia lo radical de nuestro tema. Cuando se echa hoy una mirada críticamente alerta a la lectura teológica que sigue haciéndose de la visión bíblica acerca de la histo9. Creer que se cree, Barcelona 1996.
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niendo en el funcionamiento de los elementos mundanos en continua interferencia con su leyes, nos resultan hoy -aunque lo pretendamos- comprensibles ni «realizables». El mismo Bultmann lo dice muy bien: «No se puede usar la luz eléctrica y el aparato de radio, o emplear en la enfermedad los modernos medios clínicos y medicinales, y al mismo tiempo creer en el mundo de espíritus y milagros del Nuevo Testamento»10. Por eso no conviene despachar demasiado fácilmente su propuesta". Es cierto que, acentuando en exceso la solafides y la «interpretación existencial», redujo en exceso, hasta esa «monotonía exasperante» que le reprochaba Jaspers, los significados profundos que estaban inscritos en la visión mítica. Pero eso no puede convertirse en un pretexto para obviar la necesidad, reconocida y propugnada por él, de interpretar lo allí dicho de manera que resulte significativo en el nuevo contexto cultural. Para nuestro propósito es suficiente mantener claro el significado más primario y evidente de la propuesta «desmitologizadora», que no niega la «acción de Dios», sino su degradación a acción mundana: «El pensamiento mitológico entiende la acción de Dios en la naturaleza, en la historia, en el destino humano o en la vida interior del alma, como una acción que interviene en el curso natural, histórico o psicológico de los acontecimientos: rompe este curso y, al mismo tiempo, enlaza los acontecimientos. La causalidad divina se inserta como un eslabón en la cadena de los acontecimientos, que se suceden unos a otros según un nexo causal La idea de la acción de Dios, en cuanto acción no-mundana y trascendente, sólo puede dejar de ser equívoca si la concebimos 10. «Neues Testament und Mythologie», en Kerygma und Mythos (hrsg. von H.W. Bartsch), Hamburg 1948, p. 18; cf. «Zum Problem der Entmythologisierung», en Glauben und Verstehen IV, Tübingen 1967, pp. 128-137; Jesucristo y Mitología, Barcelona 1970. 11. Cf. las exposiciones matizadas de I.U. DALFERTH, Jenseits von Mythos und Logos. Die christologische Transformation der Theologie, Herder 1993, pp. 132-164; C. OZANKOM, Gott und Gegenstand, Paderbom 1994, pp. 121-170; y, sobre todo, de K.-J. KUSCHEL, Geboren vor aller Zeit? Der Streit um Chrsiti Ursprung, München-Ziirich 1990, pp. 154-222.
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como una acción que tiene lugar, no entre las acciones y los acontecimientos mundanos, sino en el interior de ellos»12. Nótese, insistamos, que esto es muy distinto de negar el valor simbólico (Bultmann hablaba de «valor existencial») de las intenciones profundas vehiculadas por las expresiones míticas. Él mismo insiste en ello de manera expresa y repetida, pues su método «no se propone eliminar los enunciados mitológicos, sino interpretarlos»13. Para decirlo ya en mis propias palabras con un ejemplo concreto: la creación del hombre en el capítulo segundo del Génesis sigue conservando todo su valor simbólico y existencial para una lectura correcta que trate de ver ahí la relación única, íntima y amorosa de Dios con el hombre y la mujer, a diferencia de la que mantiene con las demás criaturas; pero se convierte en puro disparate (se ha convertido, de hecho, en una terrible fábrica de ateísmo) cuando se lee como una explicación del funcionamiento real del proceso evolutivo de la vida14. Tengo la convicción de que la percepción profunda de esta mutación fundamental tiene más presencia en el ambiente general, en la sensibilidad religiosa ordinaria y aun en la vivencia honda de los teólogos que en las elaboraciones expresas de la teología (cf. lo que se dirá en 5.1. acerca de la «asimilación disimétrica» de los nuevos datos). No cabe desconocer que tomar esto en serio implica una remodelación radical -muchas veces incómoda y aun dolorosa- de los hábitos mentales y de las pautas piadosas. Ni siquiera cabe esperar a corto o medio plazo soluciones medianamente unánimes y satisfactorias. Pero se impone intentarlo, tratando de perfilar las líneas de fuerza que deberán determinar la nueva configuración teológica. A señalar algunas se dirigen ya las restantes reflexiones. Y se comprende que va a ser aquí donde el carácter esquemático 12. Jesucristo y Mitología, Barcelona 1970, pp. 84-85. 13. «A este método de interpretación del Nuevo Testamento, que trata de redescubrir su significado más profundo, oculto tras las concepciones mitológicas, yo lo llamo desmitologización -término que no deja de ser harto insatisfactorio. No se propone eliminar los enunciados mitológicos, sino interpretarlos. Es, pues, un método hermenéutico» (ibid., p. 22). 14. Cf. las atinadas reflexiones de P. RICOEUR, Finitude et culpabilité. II: La symbolique du mal, París 1960, pp. 13-30 y 323-332.
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y provisional de la consideración tendrá necesariamente que dejar sentir su pesadumbre. Sería empresa imposible pretender justificar cada una de las afirmaciones. Éstas deben quedar entregadas a la capacidad de sugerencia que llevan en sí mismas, ayudadas por la sensibilidad y las preocupaciones de cada lector. Por mi parte, sólo me cabe remitir a otras obras donde trato con más detenimiento alguno de los problemas enunciados, para indicar que al menos las afirmaciones no están hechas de manera ligera e irresponsable15.
pre está convocando y solicitando nuestra colaboración. Karl Rahner -en un libro destinado al gran público- hizo notar, hace ya muchos años, la trascendencia enorme de esta inversión, señalando las graves consecuencias que está acarreando el hecho de no tenerla en cuenta. Vale la pena citarle por extenso:
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3.2. Una Trascendencia que se realiza en la máxima inmanencia 3.2.1. Fin del «Dios separado del mundo» En una mentalidad más o menos mitológica, la trascendencia divina, aunque imaginada como alta y lejana en el cielo, se compensaba con la total permeabilidad del mundo a los continuos influjos «sobrenaturales». En la nueva mentalidad, un Dios separado lleva necesariamente, o bien al deísmo puro y duro del «dios arquitecto o relojero», que se desentiende de su creación, o bien a una especie de deísmo intervencionista, es decir, a la imagen de un Dios que mora en el cielo, donde no está totalmente pasivo, puesto que interviene de vez en cuando, pero al que, por eso, hay que tratar de acercarse mediante el rito, el recuerdo o la invocación, e intentar mover o convencer mediante la petición, la ofrenda o el sacrificio. En cualquier caso, la estructura radical es la de que la iniciativa y la preocupación continua están en nosotros, mientras que de Él solicitamos que intervenga de cuando en cuando con su «ayuda». Es evidente que se impone una inversión radical. Dios no tiene que venir al mundo, porque ya está siempre en su raíz más honda y originaria; no tiene que intervenir, porque su acción es la que lo está sustentando y pro-moviendo todo; no acude e interviene cuando se le llama, porque es Él quien desde siem15. En lugar de hacerlo ahora de un modo general, trataré de hacer la indicación en cada caso concreto.
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«Hay que reconocer que, por lo que respecta a la relación de Dios con el mundo, se ha producido y se está aún produciendo un cambio radical, no sólo en la mentalidad no cristiana, sino aun dentro del cristianismo y de su teología: también nosotros los cristianos nos vamos lentamente acostumbrando a no descubrir ninguna intervención puntual y espacio-temporal de Dios dentro de nuestro mundo; para los cristianos actuales, Dios tampoco es un elemento particular más, inserto en la totalidad de la realidad, que "actuase" sobre los demás, y cuyo efecto e inmediata procedencia de parte de Dios pudieran ser constatados, sino que constituye un presupuesto capaz de soportar la pluralidad del mundo juntamente con la mutua determinación de las realidades concretas de ese mundo, sin entrar en ese contexto como un momento particular más. Por tanto, si lo que sucede es que antiguamente se creía que Dios intervenía, al menos en algunos casos determinados, de una manera puntual y espacio-temporal en instantes concretos de la marcha del universo, entonces verdaderamente ha tenido lugar una transformación enorme de mentalidad en el paso de épocas anteriores a la nuestra, una transformación que ciertamente todavía no ha llegado a imponerse hasta las últimas consecuencias, ni en la práctica religiosa de tipo medio ni en la teología cristiana, y precisamente por eso nos está creando grandes dificultades»16. Dos intuiciones fundamentales permiten articular teológicamente esta nueva comprensión: la nueva concepción del infinito y el repensamiento de la idea de creación.
16. K. RAHNER - K.H. WEGER, ¿Qué debemos creer todavía? Propues para una nueva generación, Santander 1980, p. 69.
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3.2.2. El verdadero infinito: «panenteísmo» y afirmación de lo humano Siempre se ha tendido a definir lo infinito por su oposición a lo finito; y Hegel no se ha cansado de repetir que eso lo haría irremediablemente limitado, como un extremo de la contradicción (al que faltaría justamente el otro extremo, haciéndolo por tanto limitado y finito). Es precisa una definición positiva que respete su carácter de plenitud irrestricta. El auténtico Infinito «incluye incluso su propia oposición a lo finito»: así clarifica W. Pannenberg17 la insistencia hegeliana en que «lo finito tiene su verdad en lo Infinito»18. Por otros caminos, la filosofía y teología del proceso, a partir de Alfred North Whitehead, insisten hoy con especial energía y elocuencia en este punto19. Puede parecer abstracto, pero en realidad se trata de algo muy concreto. El cristianismo -Amor Ruibal había insistido en esto con lucidez histórica20- superó la concepción griega, muy predominantemente negativa, y supo ver a Dios como infinito positivo. Entonces se comprende que no puede existir nada que 17. Philosophie und Theologie. Ihr Verháltnis im Lichte ihrer gemeinsamen Geschichte, Gottingen 1996, p. 125. Cf., por ejemplo, la exposición sintética del mismo HEGEL, Enciclopedia § 95 (trad. cast. de R. Valls Plana, Madrid 1997, pp. 197-199). 18. Passim: cf., por ejemplo, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, §193, pp. 204 y 386 (trad. cast. de R. Valls Plana, Madrid 1997, pp. 269-272, 278-279, 438). 19. De la inmensa bibliografía, cf. la síntesis del mismo A.N. WHITEHEAD, El devenir de la religión, Buenos Aires 1961; y su prolongación en CH. HARTSHORNE, Man's Vision of God, Chicago 1941; The Logic of Perfection, La Salle (II.) 1962. Para una primera información de este movimiento, demasiado poco conocido entre nosotros, cf. H. KÜNG, ¿Existe Dios?, Madrid 1979, pp. 242-256 (incluyendo también a Teilhard de Chardin). Cf. también la introducción de J.B. COBB (Jr).- D.R. GRIFFIN, Prozess-Theologie. Eine einführende Darstellung, Gottingen 1977; A. PARMENTIER, La philosophie de Whitehead et le probléme de Dieu, París 1968. Una visión global viva puede verse en D.A. PAILIN, God and the Processes ofReality, London 1989. 20. Los problemas fundamentales de la filosofía y del dogma, nueva ed., t. II, Madrid 1974, p. 275; t. III, Santiago 1993, pp. 38-40. Una documentada y excelente síntesis del proceso de la idea de infinito puede verse en M. CABADA CASTRO, El Dios que da que pensar, Madrid 1999, pp. 344-352, y, en general todo el capítulo (pp. 344-491), «La íntima relación entre finitud e infinitud o entre conciencia humana y Divinidad».
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verdaderamente esté «fuera» de Él, puesto que todo lo que no sea Dios tiene en Él no sólo su origen, sino su misma consistencia. Todo está en Dios, siendo en Él y desde Él. El hinduismo lo comprendió desde muy antiguo, y san Pablo lo expresa en el cristianismo, con referencia explícita a la misma religiosidad pagana: «puesto que en Él vivimos, nos movemos y existimos, como algunos de vuestros poetas dijeron: "porque somos de su linaje"» (Hch 17,28-29). Por eso no estaría bien contraponer esto a la genuina intención de S. Kierkegaard, cediendo a la contraposición fácil y casi tópica -fomentada a veces por él mismo, todo hay que decirlo-, como si esta idea llevase a la anulación al individuo. Todo lo contrario. Sin negar, aunque con cuidadosa precaución, ciertos excesos de Hegel21, es precisamente esta plenitud de lo -del- verdaderamente Infinito la que le permite afirmar plenamente lo finito. Por eso -como, siguiendo a Schelling, indica el mismo Kierkegaard- sólo Dios puede crear libertades sin oprimirlas, puesto que no necesita competir con ellas, sino que tanto más las afirma cuanto más las crea22. 21. Hegel protesta expresamente contra la «disparatada» y superficial acusación de panteísmo: «como si todas las cosas en su aislamiento existencial fuesen Dios (...) un disparate de tal calibre (eine solche Ungereimtheit) no ha acudido a la cabeza de ningún hombre, fuera de la de tales acusadores de panteísmo» («Vorlesungen über die Beweise des Daseins Gottes», en Werke in zwanzig Bande (ed. Suhrkamp), t. 17, p. 493; cf. pp. 490-494). «Representación falsa, carente de pensamiento y de filosofía» (Lecciones sobre Filosofía de la Religión 2, Madrid 1985, p. 412; cf. pp. 412-414 y 149-151); entre otros muchos lugares. 22. Habla directamente de omnipotencia, pero, para nuestro propósito, hay clara equivalencia: «Pero si verdaderamente se quiere concebir la omnipotencia, se verá que comporta justamente la determinación de poder retomarse a sí misma en su exteriorización, de modo que justo por eso lo creado, gracias a la omnipotencia, puede ser independiente. Por eso un hombre no puede hacer completamente libre a otro; aquel que tiene el poder está el mismo ligado por él, y por esa razón tendrá siempre una relación falsa con aquel al que quiere hacer libre (...) Solamente la omnipotencia puede retomarse a sí misma mientras se da, y esta relación constituye justamente la independencia de aquel que recibe» (Tomo la traducción de S. KIERKEGAARD, Diario [a cura di C. Fabro], Brescia 1962, p. 272). Respecto de Schelling, W. KASPER resume así su pensamiento maduro: «Dios es tan absoluto y tan libre que puede poner al otro sin ganar nada por ello; tan libre que Él puede ser todo y, sin embargo, le concede al otro espacio, sin absorberlo [a la letra; sin serlo él mismo].
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No puede extrañar que, una vez (re)descubierta, esta idea haya ido ahondando los surcos de su camino. Es lo que la moderna sensibilidad filosófico-teológica intenta subrayar hablando de «pan-en-teísmo»23. Por ahí apunta igualmente en profundidad toda la crítica heideggeriana de la «ontoteología». Y lo mismo indica, aunque con una peligrosa ambigüedad, el éxito que obtuvo la renovación por Bonhoffer del viejo principio etsi Deus non daretur (ambiguo, porque puede tener una traducción «deísta-ilustrada», como si Dios -puesto que «no interviene»- no hiciese nada; cuando la verdad es la inversa: no precisa acudir con intervenciones puntuales, justamente porque, teniendo la perenne y «eterna» iniciativa, está ya haciendo todo lo posible: desde siempre está ya actuando, promoviendo y solicitando nuestra co-laboración).
de Nazaret -la gran «parábola de Dios» en nuestro mundo-, deberíamos decir que, paradójicamente, Dios nos crea no «para ser servido», sino para servirnos Él a nosotros (cf. Mt 20,28). De aquí nace una consecuencia decisiva: la ruptura de todo dualismo natural-sobrenatural, e incluso sagrado-profano. Puesto que todo viene de Dios, todo puede y debe ser vivido como acogida y afirmación de su acción creadora. Cuanto ayude a la verdadera realización de la realidad creada, material o espiritual, científica, social, moral o religiosa... responde al designio creador y constituye, idénticamente, la alegría del Creador por el bien de sus criaturas y el bien de éstas como afirmación del propio ser y realización del designio divino. Lo expresa bellamente Bruno Forte desde la idea cristiana de creación: «el ser destinación al amor: tanto más se es, cuanto más se ama»26.
3.2.3. Repensamiento de la idea de creación: no-dualismo y no-intervencionismo
Se ve igualmente que en esta perspectiva carece de sentido cualquier «intervencionismo» divino: no por el defecto de un dios ausente y deísta, sino por el maravilloso exceso de un amor siempre en acto, de un Padre que «trabaja siempre» (Jn 5,17). Dios actúa creando y sosteniendo, «haciendo que hagamos» o, mejor, posibilitando y animando a que hagamos. Porque no nos quita la responsabilidad, puesto que sin nuestra colaboración nada puede suceder en el reino de la libertad; ni nos abandona al juego desesperado, entre Sísifo y Prometeo, de una libertad solitaria ante una tarea inacabable. Repitámoslo: quien obra siempre es Dios; quienes podemos estar pasivos o resistirnos somos nosotros. Lo grande es que nuestro esfuerzo está siempre precedido y acompañado por su presencia activa y
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En plena sintonía con lo anterior, la creación se revela en su carácter único de iniciativa absoluta, con una transitividad infinita que nace del amor y que, por lo mismo, se dirige a la afirmación de la criatura en y por sí misma24. Es decir, sin buscar el propio provecho (ni siquiera la propia «gloria») ni exigirle nada a cambio, sino volcada en la búsqueda de su realización y plenitud. En el extremo, tal como lo había expresado ya con osada energía san Juan de la Cruz25, siguiendo la pauta de Jesús Y justo en esta absolutez y libertad, sólo determinables dialécticamente, se muestra la auténtica divinidad de Dios» (Das Absolute in der Geschichte, Mainz 1965, p. 237). 23. Tanto la filosofía como la teología del proceso lo acentúan con especial énfasis. D. TRACY, «El retorno de Dios en la teología contemporánea»: Concilium 256 (1994), pp. 997-1.009 (1.003-1.004), aunque hace alguna reserva, considera este concepto el gran logro del pensamiento moderno. 24. Es el leit-motiv de mi libro Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Santander 1997. 25. «Porque aún llega a tanto la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece a esta humilde y amorosa alma -¡oh cosa maravillosa y digna de todo pavor y admiración!-, que se sujeta a ella verdaderamente para la engrandecer, como si Él fuese su siervo y ella fuese su señor, y está tan solícito en la regalar, como si Él fuese esclavo y ella fuese su Dios. ¡Tan profunda es la humildad y dulzura de Dios!»
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(Cántico Espiritual, c. 27, n. 1; en Vida y Obras completas, Madrid 1964, p. 704). 26. B. FORTE, Trinitá per atei, Milano 1996, p. 31; también: «el ser es el acto de dejarse amar, el evento de la gratitud, el recibir que hace espacio a la donación del otro» (p. 30); cf. pp. 21-33. Igualmente señala muy bien MARTÍN GELABERT: «Lo divino se revela siempre en lo humano, no además de lo humano o por encima de lo humano. Tampoco se revela como lo humano, y menos aún a costa de lo humano. Se revela en lo humano» (Cristianismo y sentido de la vida humana, Valencia 1995, p. 78, n. 17; cita a J.I. GONZÁLEZ FAUS, La humanidad nueva, Santander, 1984, p. 465).
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amorosa, inscrito en su acción más amplia y poderosa, que nos invita sin obligarnos y nos mueve sin forzarnos27. Hacer es consentir, pero consentir es hacer de verdad.
tanto, debe ser afrontado por sí mismo: es lo que personalmente he llamado una ponerología (del griego poneros = malo). Sólo después, como intento de respuesta a este problema, viene la pisteodicea, es decir, la visión global o «fe» en sentido amplio (pistis = fe; piénsese en la «fe filosófica» de Jaspers), como configuración de la propia existencia según la «solución» que se adopte. En este sentido, una postura atea es tan pisteodicea como una creyente. A la «pisteodicea» creyente se le ha llamado teodicea, justamente porque en su respuesta cuenta con Dios (theós) como el mejor modo de afrontar el problema. Y es fácil ver que lo dicho representa un vuelco radical en su planteamiento. Ahora -por fin- está en disposición de romper dos dificultades en apariencia infranqueables: 1) la contradicción de un Dios que ama sin medida a la humanidad, pero que, siendo ello posible, no evita los horribles males que la aquejan; y 2) el artificio lógicamente inconsistente de un Dios que ama sin medida, hasta llegar a la cruz... para redimir un mal que podía haber evitado28. Porque, reconocida la inevitabilidad del mal, 1) es tan absurdo preguntar por qué Dios no ha creado un mundo perfecto y sin mal como quejarse de que no haya hecho círculos cuadrados; y 2) el Dios que nos ha creado por amor y busca nuestra felicidad aparece con plena coherencia como el Anti-mal, siempre a nuestro lado, apoyándonos en la lucha, pues todo lo malo, es decir, todo el daño que hacemos o que nos hacen va idénticamente contra El, oponiéndose a su acción creadora, y contra nosotros, estorbando nuestra realización29.
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3.2.4. El vuelco de la teodicea: el mal inevitable y Dios como «Anti-mal» El enorme problema del mal queda también situado en su justa perspectiva y permite romper tópicos, por muy consagrados que estén y muy evidentes que parezcan. Desde un Dios que crea por amor, no tiene sentido pensar que el mal pueda venir -en cualquier modo que sea- de Él: sólo puede ser visto justamente como lo que se opone al dinamismo amoroso de su acción creadora. Se opone, no como impotencia de Dios, sino como límite de la criatura, que, al ser finita, «no da más de sí»; es decir, resulta necesariamente carencial y, por lo mismo, deficiente y conflictiva. Una realidad finita no puede serlo todo a un tiempo: por eso, no es que «Dios no pueda» hacer un círculo-cuadrado, sino que «eso» es un mero engaño verbal, una contradicción, una pura y simple imposibilidad. Igualmente, una libertad finita, por serlo, no puede disponer totalmente de sí misma: no puede ser perfecta. Por eso, o no hay mundo y libertad o, de haberlos, es preciso contar con que, al realizarse, producirán también -¡no sólo!-, por un lado, desajustes y conflictos (piénsese en las enfermedades o en los sufrimientos causados en «lucha por la vida») y, por otro, egoísmos y maldades (piénsese en la terrible contradicción de la culpa dentro de uno mismo o, hacia fuera, en la explotación del pobre y en la misma cruz donde asesinaron a Jesús). Esto, curiosamente, permite devolver el problema del mal a su verdadero planteamiento en un mundo secular. Porque se presenta, ante todo, como lo que es prioritariamente: un problema humano -común a creyentes y no creyentes- que, por lo 27. Desde la perspectiva del amor, lo expresó bien F. Varillon: «Es el amor lo que es poderoso; ahora bien, precisamente el poder del amor es, a la letra, una renuncia al poder. Aquel que renuncia al poder no manda, pide. Dios nos pide» (Me de croire, joie de vivre. Conférences sur les points majeurs de lafoi chrétienne, Centurión 1980, p. 256).
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28. Como varias veces lo he citado inexactamente y desconocía su origen, doy aquí el texto y la referencia exacta de un epigrama que expresa esto con cruel ironía: «El señor don Juan de Robres, / de caridad sin igual, / hizo este santo hospital / y también hizo a los pobres». Pertenece a Juan de Marte, entre los años 1702-1771. Antes, en el siglo xvi, ALEXIO VENEGAS, Agonía del tránsito de la muerte, había escrito: «Allí se verá [al morir] la fábrica de hospitales, si nació del socorro de los pobres o de habellos hecho primero». Tomo los datos de J.M. IRIBARREN, El porqué de los dichos, Pamplona 1994", pp. 251-252. Vale la pena recordar estas cosas, pues muestran bien cómo la conciencia normal capta las contradicciones, por mucho que se disimulen. Lo cual vale también para el discurso teológico cuando pretende cubrir con el «misterio» lo que es contradicción creada por él. 29. El no haber tenido en cuenta el doble nivel del problema -ponerología y
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Al mismo tiempo, la acusación atea debe afrontar su propia dificultad, intentando superar la inconsistencia de una argumentación que niega a Dios por culpa del mal..., pero que con eso no hace más que dejar intacto el problema en sí mismo. El mal hace problemático el mundo para todos: atacar la postura contraria -negar a Dios- no soluciona todavía la propia. Lo fundamental queda por delante: explicar coherentemente cómo vivir de manera humana, solidaria y con esperanza para todos -incluidas las víctimas- en un mundo tan durísimamente mordido por el mal. Y tal vez hoy empecemos a retomar a un nuevo nivel la osada afirmación de santo Tomás cuando afirmaba: si malum est, Deus est30. En realidad, cuando -con Horkheimer en «la nostalgia de que el verdugo no triunfe sobre sus víctimas»- se presiente una posible remisión a lo Absoluto, o cuando -con la teología de la liberación- sólo en Dios se ve garantizada la vida
de los no-hombres, o cuando -con la teología crítica- se ve en El la única posibilidad de sentido en una historia sangrante por el sufrimiento irredento de las víctimas, se está confirmando esa intuición. Incluso un Ionesco ha podido afirmar: «...sin embargo, creo en Dios a pesar de todo, porque creo en el mal. Si hay mal, hay también Dios»31. Por eso, finalmente, como insinúo al principio del párrafo, creo que debiera tenerse más cuidado con el tópico, por muy avalado que esté por el famoso opúsculo kantiano, del fracaso o de «la imposibilidad de toda teodicea»: el verdadero misterio del mal seguirá asombrándonos siempre, pero no debemos confundirlo con las contradicciones introducidas por nosotros. Pues eso es lo que sucede cuando, mezclando lo antiguo con lo nuevo, queremos responder a las preguntas actuales de una cultura secularizada sin revisar el pre-supuesto -heredado de la cultura anterior a la Ilustración- de que es posible un mundo sin mal. Desde luego, si fuese posible un mundo sin mal, sería contradictorio mantener a un tiempo la omnipotencia y la bondad de Dios32. Pero dar por supuesta esa posibilidad es fruto de una teoría. En sí, repito, esta teoría es tan legítima -pero, por lo mismo, también tan discutible- como cualquier otra. Lo que sucede es que, al ser una «creencia» asumida acríticamente como evidente, tiende a darse tan por cierta que ya no se la ve en su carácter de tal. Pero es tan teoría como las demás. Caben, por tanto, otras que, como la de una «ponerología» aquí insinuada, evitan esa contradicción: se podrá discutirla, y deberá
pisteodicea-, reduciendo la exposición de mi postura al primero, es lo que ha llevado a mi amigo José Antonio Estrada a atribuirme la extraña afirmación -contradicha en todos y cada uno de mis escritos al respectode que «la teodicea no tenga nada que ver con Dios», o que pueda realizarse «sin referencia necesaria a la problemática religiosa» {La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios, Madrid 1997, p. 218). Tan extraño como afirmar que mi planteamiento «rehusa hablar de la muerte porque se mueve en el terreno de la especulación abstracta, de la misma forma que rehuye hablar del sufrimiento concreto y prefiere la teorización sobre el mal». Todo esto, y aun otras cosas más, en una misma página. A pesar de la extensión que dedica, y que agradezco, al tratamiento de mi postura (pp. 212-224), soy absolutamente incapaz de verme reflejado en tal exposición. Ha sido una pena esta ocasión perdida de una discusión seria acerca de un problema que a todos nos afecta. El lector que esté interesado puede ver la apasionada concreción con que he tratado la cuestión desde mi primer trabajo al respecto: Recupera-la salvación. Por unha interpretación liberadora da experiencia cristiá, ed. SEPT, Vigo 1977 (trad. cast.: Recuperar la salvación. Por una interpretación liberadora de la experiencia cristiana, ed. Encuentro, Madrid 1979; 2a ed.: Sal Terrae, Santander 1995). 30. «...porque el Dios omnipotente -cosa que confiesan incluso los infieles: el que tiene poder supremo sobre todo-, siendo sumamente bueno, de ningún modo permitiría que existiese algo de mal en sus obras, si no fuese tan omnipotente y tan bueno como para hacer bien incluso del mal» (...ñeque enim deus omnipotens -quod etiam infideles fatentur: rerum cui summa potestas- cum summe bonus sit, ullo modo sineret mali esse aliquid in operibus suis nisi usque adeo esset omnipotens et bonus ut bene faceret et de malo) (Enchiridion defide, spe et caritate, cap. 3).
31. E. IONESCO, en ABC,
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17.12.1993, p. 3; citado por M. GELABERT,
Cristianismo y sentido de la vida humana, Valencia 1995, p. 8. M. CABADA, El Dios que da que pensar, op. cit., pp. 534-536, hace un excelente estudio de esta cuestión, con interesantes referencias. 32. Lutero lo reconoció sin ambages: «Si nos atenemos al juicio de la razón humana, nos vemos obligados a afirmar, o bien que Dios no existe, o bien que es injusto. (...) Esta injusticia de Dios está basada en argumentos a los que la razón y la luz natural no pueden resistir» (Oeuvres, V, Genéve, 1957, p. 230). Tomo la cita de M. GELABERT, op. cit., pp. 102-103, que la da más extensa. Con el literalismo de la sola scriptura y con su gnoseología nominalista, Lutero podía esquivar la pregunta por la contradicción lógica entre la razón y el Evangelio; no creo que nosotros podamos -ni debamos- hacer lo mismo.
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hacerse, pero refutando sus razones. Lo que no resulta legítimo es descalificarla de antemano, partiendo dogmáticamente del preciso presupuesto teórico que ella, aportando sus razones, pone en cuestión. Pues la afirmación de la posibilidad de un mundo sin mal no es en modo alguno una verdad de fe, sino una teoría humana que, aunque por herencia secular se presente como «creencia» indiscutida, es tan teórica como la opuesta y, por lo tanto, debe someterse a discusión.
3.2.5. La nueva gratuidad de la oración Otra consecuencia importantísima gira en torno a la oración. A un «dios» separado, que procede por intervenciones puntuales, que concede gracias o favores a quien quiere y cuando quiere, tiene sentido intentar moverle a compasión, convencerle o ganar su favor. Ante el Dios que «consiste en amor» (1 Jn 4,816), que no tiene otro interés que nuestra realización, que, siendo pura y absoluta iniciativa, «trabaja siempre» por nosotros, lo que cumple es acogerlo y secundarlo, dejarse convencer y colaborar con Él, cultivar el agradecimiento y la confianza en su ayuda y su presencia, a pesar de las posibles apariencias en contra impuestas por nuestra finitud. Ante Él -sólo ante Él-, la súplica y la petición carecen de sentido, no por soberbia o autosuficiencia, sino por todo lo contrario: por el reconocimiento de que el fallo o la deficiencia, la falta de disposición o buena voluntad -para evitar la catástrofe o acabar con la enfermedad, lo mismo que para rechazar el mal y decidirse por el bien- no están jamás del lado de Dios, sino siempre del nuestro. (Una justificación algo más detallada se ofrecerá en el próximo capítulo, que trata de la renovación del lenguaje religioso).
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3.3. Una teología afirmativa desde el Dios creador-salvador 3.3.1. Repensarla Cristología^ La idea siempre presente, sobre todo desde la tradición patrística oriental, de la continuidad entre creación y salvación resulta ahora obvia. Esto significa dos cosas fundamentales: que la creación es salvación; y que, aunque parezca una tautología banal, la salvación es, única y exclusivamente, salvación. Es decir, toda la teología tiene que pensarse y re-pensarse desde la convicción radical de que cuanto viene de Dios sólo es interpretado legítimamente cuando cobra un sentido positivo y liberador para nosotros. De suerte que toda interpretación que haga aparecer la historia de Dios con la humanidad como amenaza, carga o agravamiento de su destino es, por eso mismo, falsa34. La continuidad creación-salvación lleva a resituar muy a fondo el modo de comprender la encarnación. El esquema de «bajar del cielo» se sustituye por el de «nacer desde el suelo»: a eso apunta el hecho de que las cristologías actuales -aun aquellas que teóricamente pretenden negarlo- se hacen, en mayor o menor medida, desde abajo. Lo cual, a su vez, postula una visión de la divinidad de Cristo como «unión en la diferencia» con nosotros. No por eso resulta totalmente penetrable, claro está, pues ahí radica justamente su misterio; pero al menos lo muestra alejado de un dualismo sobrenaturalista que lo deshumaniza y que hace incomprensible el modo como el Evangelio habla de su vida entre nosotros35. La salvación abandona espontáneamente - a veces un poco horrorizada- los esquemas construidos sobre un «sacrificio» mediante el cual se «paga un precio» o se «redime un castigo». 33. Es el título de un libro en que recojo mis ensayos al respeto: Repensar la Cristología. Ensayos hacia un nuevo paradigma, Estella 19962. 34. Es el principio que he tratado de asegurar en Recuperar la salvación. Por una interpretación liberadora de la experiencia cristiana, Santander 19952. 35. J. Moingt, que ya lo había hecho en su cristología, El hombre que venía de Dios, Bilbao 1995, acaba de subrayarlo enérgicamente en «Humanitas Christi»: Concilium 279 (1999) pp. 39-49.
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Recupera así la verdad más radical de la redención como iniciativa de Dios, que nada exige a cambio, sino que, «cuando todavía éramos pecadores» (Rm 5,8), «nos reconcilió consigo por medio de Cristo» (2 Cor 5,18). De ese modo, Cristo aparece, a un tiempo, como revelación y posibilitación concreta de nuestra vida auténtica en cuando fundada y salvada en Dios; y eso no de manera aislada o exclusivista respecto de las demás religiones, sino como culminación de un proceso universal por el que Dios, «de una manera fragmentaria y de muchos modos» (Hbr 1,1), ha tratado y sigue tratando de hacer lo mismo con todo hombre y toda mujer que vienen a este mundo36.
raíz, pues a esta luz muestran su sin-sentido. No por las típicas discusiones abstractas de si Dios, de potentia absoluta, podría o no modificar las leyes del mundo (que, evidentemente, «podría»), sino por motivos mucho más profundos. En primer lugar, porque, tal como se conciben, representarían intervenciones empíricas que no sólo romperían la justa autonomía (concedida por Dios) de lo real, sino que rebajarían su acción al nivel de las causas intramundanas, de suerte que, en palabras de Walter Kasper, «ya no sería Dios, sino un ídolo»37. En segundo lugar, y sobre todo, cuestionarían de manera radical el amor de Dios (si era posible curar, ¿por qué no ha ahorrado antes tanto sufrimiento?), lo haría tacaño (¿por qué a tan pocos?) y «favoritista» (¿por qué a este enfermo y no a los demás?). Por otra parte, ya se ve el íntimo enlace de esta cuestión con la del mal y la oración de petición. Respecto de la sociedad, las consecuencias del enfoque se hacen todavía más intensas. El no-intervencionismo divino en el ámbito de la libertad muestra la acción salvadora como tratando de realizarse en favor de todos, a través de nuestra libre acogida. Su acción aparece, por tanto, como solicitación a ser acogida en una praxis social que colabore con Él en la realización de su designio salvador, en el advenimiento de su Reino: «escuchad» mi grito en el grito de los pobres y «tened piedad» de ellos. La teología política y las de la liberación, así como la nueva teología feminista y, en general, toda la reflexión teológica sobre las exclusiones38, muestran la honda penetración de esta idea en la conciencia teológica. Lo cual, a su vez -y de ello son buena prueba esas mismas teologías-, permite reconocer todo avance social como avance salvador, también respecto de la Iglesia: el tema de la igualdad radical y de los derechos humanos dentro de ella no puede plantearse ya desde la repetición o la rutina histórica, sino desde la creatividad que sabe saludar el soplo del Espíritu en todo avance auténtico. Respecto del ejercicio de la autoridad y
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3.3.2. Salvación de lo real Desde ahí se remodela también el tratamiento teológico de los distintos ámbitos de lo real. La idea de salvación por parte de un Dios que, como Creador, entrega a la criatura a sí misma y que, como Infinito, incluye en sí su propia oposición a ella, permite reconocer la autonomía de lo creado, sin por ello naufragar en los escollos del abandono deístico y del intervencionismo mitológico. En la infinita transitividad de la creación por amor, cuanto mayor es la presencia salvadora de Dios, lejos de amenazar la densidad de cada ser, tanto más la afirma en sí misma. Eso vale respecto de la naturaleza. Lo que permite comprender muy bien, «desde dentro», la preocupación ecológica (y acaso explique ciertas connotaciones sacralizantes de la misma); y, en general, hace posible una relación positiva con la ciencia, que, en cuanto signifique avance humanizador, pide ser acogida como prolongación de la acción creadora (aunque por lo mismo, y al mismo tiempo, la idea de creación ofrece también un patrón crítico desde el modelo de una humanidad «salvada»). El tema de los milagros, que -con razón- tan problemático se ha hecho en la Modernidad, pide también ser replanteado de 36. Trato de aclarar algo más esta conexión en «A fé en Deus Criador e Salvador», que aparecerá próximamente en la revista Didaskalia (Lisboa).
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37. W. KASPER, Jesús, el Cristo, Salamanca 1976, p. 112; a pesar de ciertas oscilaciones, este equilibrado capítulo merece ser leído entero (pp. 108-121). 38. Cf. el panorama que ofrecen Iglesia Viva 188 (1997) y J. SOBRINO, La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas, Madrid 1999.
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de una verdadera democratización en la gestión de la Iglesia39, las consecuencias son graves y aun clamorosas y urgentes. Los avances de la psicología suponen también una oportunidad de renovación en la moral y en la espiritualidad. Son los más recientes, y por eso no debe extrañar que su entrada en la reflexión teológica haya suscitado conflictos intensos, como lo muestran los casos de Jacques Pohier y Eugen Drewermann40. El problema de la moral, por otra parte, se agrava porque su cercanía a lo más directamente teológico hace más delicado y aun conflictivo el reconocimiento de su autonomía. Pero la introducción del concepto de «teonomía» -«la razón autónoma unida a su propia profundidad», en excelente expresión de P. Tillich41- hace ver las magníficas posibilidades que se abren desde la nueva consideración.
concierne al mundo de lo reflexivo resulta especialmente difícil, pues la reflexión, como vuelta de la mente sobre sí misma, tiene siempre algo de torsión violenta. De ahí que los problemas se hagan aquí más agudos, y la transformación más difícil. Lo patentizan muy a las claras tanto la inacabable tensión fideísmo-racionalismo como las crisis -en realidad todavía no resueltas- del protestantismo liberal y del modernismo católico. El lector comprenderá que aquí el esquematismo de la exposición deberá ser todavía más drástico que en los apartados anteriores42.
4. La nueva subjetividad religiosa La profunda mutación en el «objeto» de la teología tenía que repercutir, por fuerza, en el modo mismo de relacionarse con él: en la subjetividad religiosa. El «giro antropocéntrico» no es un mero eslogan, sino una auténtica revolución que no deja nada intocado. Por lo demás, es bien sabido que todo lo que 39. Me permito remitir a mi librito La democracia en la Iglesia, SM, Madrid 1995. 40. Cf. el diagnóstico de fondo que ofrecen P. RICOEUR, Freud, una interpretación de la cultura, México 1970, y C. DOMÍNGUEZ, El psicoanálisis freudiano de la religión. Análisis textual y comentario crítico, Madrid 1991; Creer después de Freud, Madrid 1992; J.I. GONZÁLEZ FAUS - C.
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4.1. Autonomía de la subjetividad También en este problema la autonomía se constituye en concepto clave. La caída de la autoridad y el desprestigio de la tradición pudieron ser reacciones excesivas - y en algunos aspectos lo fueron sin duda, como H.G. Gadamer ha subrayado43-, pero supusieron una alerta justificada. No era posible continuar con la concepción ahistórica del dogma ni, sobre todo, con la lectura literalista de la Biblia. Ni el autoritarismo del «porque así está escrito» o «así está definido» ni la simple remisión al «doctores tiene la Iglesia» pueden satisfacer las necesidades de la nueva situación cultural. Wolfhart Pannenberg ha señalado con insistencia la enorme importancia de este punto, pues cree que mantener la antigua postura implica, en definitiva, un «subjetivismo irracionalista» y una «concepción autoritaria de la fe»44, cosa que convertiría a ésta en «ciega ingenuidad, credulidad o incluso superstición», amenazando con transformar la convicción creyente en un anacrónico «asylum ignorantiae»45.
DOMÍNGUEZ MORANO - A. TORRES QUEIRUGA, «Clérigos» en debate,
Madrid 1996. 41. Teología Sistemática, Barcelona 1972, p. 116; cf. pp. 114-118 y 193-197. Tillich ha sido el teólogo que por los años veinte trajo a primer plano este concepto capital; pero, como tal, el concepto venía ya desde la Ilustración: cf. el denso y detallado estudio de F.W. GRAF, Theonomie: Fallstudien zum Integrationsanspruch neuzeitlicher Theologie, Gütersloh 1987, pp. 11-76, donde hace la historia de su aparición. Cf. mis reflexiones Recuperar la creación, op. cit., c. 4: «Moral y religión: teonomía», pp. 163-200, y «La theonomie, médiatrice entre l'éthique et la religión», en (M.M. Olivetti [ed.]) Philosophie de la Religión entre éthique et ontologie, Biblioteca dell'Archivio di Filosofía, CEDAM, Milano 1966, pp. 429-448.
42. Para más detalles remito a las fundamentaciones que intento en La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid 1987, y La constitución moderna de la razón religiosa. Prolegómenos a una Filosofía de la Religión, Estella 1992; ambas con abundante bibliografía. 43. Verdad y método, Salamanca 1977, pp. 331-360; y la discusión Hermeneutik und Ideologiekritik, Frankfurt a.M. 1971 (sobre todo la discusión con Habermas, pp. 45-56 y 283-313). Ahora puede verse una excelente exposición crítica y sintética en J. GRONDIN, Introducción a la hermenéutica filosófica, Barcelona 1999, pp. 185-192. 44. Glaube und Wirklichkeit, München 1975, pp. 8-9. 45. «The Revelation of God in Jesús of Nazaret», en (J.M. Robinson - J.B.
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Por su parte, la filosofía - a partir de Descartes y, principalmente, de Kant- hizo comprender que ese cambio no era más que la consecuencia de una mutación mucho más radical: el descubrimiento de que el sujeto entra siempre y necesariamente en la constitución de todo objeto. Por tanto, también del «objeto religioso». Las extremosidades de ciertos subjetivismos relativistas del pasado y del presente no pueden ocultar que aquí aparecía una adquisición irreversible, con la que ha de medirse toda teología que aspire a hacer creíble y comprensible la fe. Pero el desafío es enorme. En realidad, su aparición supuso la crisis tal vez más grave del cristianismo en su historia, pues en ella la crítica bíblica confluía, muchas veces hasta coincidir, con el nacimiento del ateísmo.
jetividad humana (tal como se interpretan de ordinario las propuestas del idealismo filosófico y del liberalismo teológico, aunque ahí queda mucho por pensar). De ese modo, la renovación significaría liquidación. Por fortuna, esos extremos no representan una fatalidad. Desde el nuevo paradigma, tomado en serio y de manera consecuente, se ofrecen posibilidades para una salida creativa. Dos son los datos decisivos al respecto. El primero, la nueva comprensión de la relación inmanencia-trascendencia, permite comprender que Dios no necesita romper milagrosa o intervencionísticamente la justa autonomía del sujeto para poder anunciarse en su inmanencia. La razón está en que no se trata de que «venga desde fuera», con su inspiración, a un receptor separado y lejano. Más bien, se trata de todo lo contrario, pues Dios está ya siempre dentro, sustentando, promoviendo e iluminando la misma subjetividad, que por eso le busca y puede descubrirlo. En definitiva, la revelación consiste en «caer en la cuenta» del Dios que, como origen fundante, está «ya dentro», habitando nuestro ser y tratando de manifestársenos: noli foras iré: in interiore homine habitat ventas4,1. De esta suerte -¡contra lo que pudiera parecer a primera vista!- no sólo queda eliminado de raíz todo peligro de inmanentismo subjetivista, sino que, en rigor, desaparece su posibilidad misma. Porque, en esta perspectiva, ningún conocimiento concreto y real de Dios resulta posible por simple iniciativa humana, pues -siempre y por necesidad estricta- sólo puede darse como respuesta a su iniciativa: «a Dios sólo se le conoce por Dios», dice una frase ya clásica48. Y nótese que esa es, nada más y nada menos, la definición de revelación. Lo cual significa, en definitiva, que todo conocimiento auténtico de Dios es siempre, de algún modo, un conocimiento revelado (lo demás son elaboraciones secundarias y abstracciones, que lo suponen). Ya se comprende que se abre así una perspectiva renovadora y fecunda para la comprensión de la revelación como pre-
4.2. La apuesta decisiva: una nueva concepción de la revelación Se tocaba, en efecto, el núcleo del problema: el de la verdad y credibilidad de la revelación, es decir, del fundamento mismo de la fe. La concepción tradicional, con su visión del proceso revelador como un «dictado» divino, en definitiva de carácter «milagroso», y, sobre todo, como algo a aceptar por pura «autoridad» (debo creer que lo revelado es verdad, porque el profeta me dice que Dios se lo ha dicho; pero yo no tengo modo alguno de verificarlo), no resultaba viable en la nueva situación postilustrada. Ésa era la instancia legítima del liberalismo y del modernismo, constituyó la fuerza irrebatible de la Escuela Pannenberg en reacción contra las «teologías de la palabra»46 y explica el giro radical introducido por la Dei Verbum en el Vaticano n. Pero tampoco era aceptable una solución puramente inmanentista que redujese la revelación a mero producto de la subCobb Jr. [eds.]) Theology as History, New York 1967, pp. 130-131, y «Einsicht und Glaube», en Grundfragen systematischer Theologie I, Góttingen 19712, p. 235. Más detalles en mi obra La revelación de Dios en la realización del hombre, op. cit., pp. 344-347. 46. Sobre todo, con la publicación del «manifiesto» Offenbarung ais Geschichte, Góttingen 19704 (hay trad. cast.).
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47. AGUSTÍN, De vera religione, pp. 39 y 72. 48. Cf. el tratamiento, enormemente rico en referencias, que de este hace M. CABADA, El Dios que da que pensar, op. cit., pp. 381-404.
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senté en todas las religiones e incluso en todo conocimiento filosófico que de verdad descubra a Dios. Claro está que esto sólo resulta comprensible desde el nuevo paradigma: desde el otro, con un Dios lejano que necesita intervenir en cada ocasión, este tipo de afirmación se convierte no ya en «herejía», sino en puro y simple disparate teológico49. Por eso mismo, la justa comprensión de este paradigma debe contar también con el segundo dato: el de una razón ampliada, capaz de superar toda estrechez ilustrada, racionalista e instrumental. Algo que no constituye un recurso artificioso o excogitado para el caso, sino que remite al proceso más hondo de la razón en la Modernidad. Una razón que con Descartes, a pesar de los tópicos, se descubre como fundada; con el Idealismo, como histórica y abierta a la positividad; con la fenomenología, como sensible a todas las dimensiones de lo real; con el personalismo y la teoría de la acción comunicativa, como intersubjetiva; con Lévinas, como esencialmente ética...50
del Amor que lo está creando y salvando- es en su esencia más radical, como individuo y como comunidad. Por eso, una vez alumbrada por la genialidad religiosa de aquellos -profetas, fundadores, Jesús en la culminación- que «han caído en la cuenta» de lo que Dios ha estado tratando de decirnos a todos, la revelación es reconocible -y, en ese sentido, verificable- por los receptores de su anuncio. Ya no creen simplemente «porque alguien les dice que Dios le ha dicho»: eso sigue siendo verdad; pero ahora, una vez enunciado, pueden comprobar por sí mismos que lo revelado responde a la auténtica realidad humana, a la suya igual que a la del profeta: «Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo» (Jn 4,42). Personalmente, en sintonía de fondo con propuestas como las de Blondel, Rahner y Pannenberg, he tratado de aclararlo mediante la categoría de mayéutica histórica. Mayéutica, porque, como en Sócrates, la palabra es necesaria; pero no porque introduzca desde fuera la verdad divina dentro de la mente humana, sino porque, como «partera», ayuda a ésta para que, haciéndose consciente de lo que lleva dentro, lo «dé a luz». Histórica, porque, al revés que en Sócrates, se produce no en el modo de la reminiscencia de lo siempre sido en eterno retorno, sino en el del anuncio de un Dios a un tiempo siempre presente y siempre viniendo, que, al revelarnos, nos transforma, capacitándonos para un nuevo avance de revelación y transformación, remodelando el presente y suscitando futuro, haciendo de nosotros «nuevas criaturas». Es obvio que esta visión puede integrar los datos fundamentales: por un lado, remite a la palabra revelada en los libros y tradiciones sagrados como mediación necesaria (fides ex auditu); y, por otro, libera de la esclavitud de la letra (littera enim occidit), pues permite al oyente verificar por sí mismo lo anunciado; es decir, lo pone en condiciones de «darlo a luz» por sí mismo, en cuanto que lo reconoce como interpretación auténtica de la presencia divina en su vida individual y en su realidad histórica (por eso la palabra interpela siempre personalmente). De ese modo, la lectura de la Biblia ya no tiene que resignarse a la aceptación pasiva, literalista y extrínseca de saber qué ha dicho el revelador; ahora puede preguntarse, ade-
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4.3. Superación del «positivismo de la revelación» Esto supone, evidentemente la superación de aquel «positivismo de la revelación» -Offenbarungspositivismus-que Bonhóffer reprochaba a Barth. Lejos de aparecer como algo extraño, por llegar desde fuera, la revelación se muestra como el desvelamiento de lo que el hombre -por la libre disposición 49. Esto hace ver con toda claridad que resulta inútil toda discusión que no parta del debate previo sobre este cambio. De lo contrario, todo acabará resolviéndose en malentendidos y, lo que es peor, en acusaciones y condenas. Creo que esto permite comprender la mayor parte de los conflictos que actualmente dilaceran a la teología. Dada la gravedad de lo que aquí se enuncia y la necesidad de comprenderlo desde su justa perspectiva (en un tema lleno de tópicos), me permito remitir a mi libro citado, La revelación de Dios en la realización del hombre, sobre todo los capítulos 5-7, pp. 161-400; para el debatido tema del «Dios de los filósofos», cf. Recuperar la creación, op. cit., pp. 33-54, con las referencias allí indicadas. 50. Ya se comprende que no puede tratarse de fundamentar aquí todas estas afirmaciones, por lo demás claras por sí mismas: cf. la densa exposición de W. PANNENBERG, Theologie und Philosophie, y mi obra La constitución moderna de la razón religiosa, op. cit., pp. 231-274.
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más, cómo se le ha revelado al revelador, pues sólo así puede de verdad apropiarse el significado vivo de la revelación. Juan Luis Segundo ha caracterizado esto como «aprender a aprender»51, y él mismo señala la total coincidencia52 de ese concepto con el de mayéutica histórica. Y, sobre todo, enlaza con una exigencia irrenunciable, puesta de relieve por la fenomenología para todo pensamiento actual: la de «reducir» lo dado a su «experiencia originaria» para repetir por sí mismo su «constitución»53. Puede parecer sutil, pero resulta de vital importancia para una vivencia actual de la fe. Y, de hecho, la percepción de que esto es así está ya presente en nuestra «edad hermenéutica», pues sabe que sólo apropiándose -es decir, haciendo propio- lo dicho en el texto, resulta posible la comprensión. Kierkegaard lo había expresado a su modo, proclamando la necesidad de la «repetición», igual que lo ha repetido al suyo la teología de la «inmanencia» (Blondel habla incluso de la necesaria coincidencia entre elfait extérieur de la palabra revelada y elfait intérieur de la propia subjetividad)54. La cristología actual no dice otra cosa cuando insiste en la necesidad de «rehacer el camino de la fe de los apóstoles» para poder, de verdad, reconocer a Jesús como el Cristo55; y Jesús mismo nos invita a decir con él y como él: «Abba». Con todo, percibirlo no significa, sin más, realizarlo en plena consecuencia. Tengo la convicción de que aquí -en una
lectura no fundamentalista, sino verdaderamente actualizadora y «mayéutica» de la Escritura- reside justamente el desafío más importante que, desde el punto de vista epistemológico, tiene que afrontar la teología actual56.
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51. £7 dogma que libera. Fe, revelación y magisterio dogmático, Santander 1989, pp. 134, 176, 210, 242, 347, 373, 375. 52. Ibid., pp. 262, nota 12, y 344, nota 17. 53. Cf. más datos y sugerencias en La constitución moderna de la razón religiosa, op. cit., pp. 107-111. De este problema se ha ocupado con especial intensidad H. DUMÉRY: cf. sobre todo Critique et Religión. Problémes de méthode en philosophie de la religión, París 1957; sobre su pensamiento, cf. H. VAN LUIJK, Philosophie dufait chrétien. L'analyse critique du Christianisme de Henry Duméry, Paris-Bruges 1964; J. MARTÍN VELASCO, Hacia una filosofía de la religión cristiana. La obra de H. Duméry, Madrid 1970. 54. Estas ideas aparecen sobre todo en los Annales de Philosophie Chrétienne 1905-1907, bajo el pseudónimo de Mallet. Cf. R. AUBERT, Le probléme de l'acte defoi, Louvain 1964, pp. 277-294. 55. E. Schillebeeckx ha insistido siempre en este punto, incluso respecto de la resurrección: cf. Jesús. La historia de un viviente, Madrid 1981, p. 607.
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5. La construcción de un nuevo paradigma La tarea es inmensa, pues no en vano se trata de una remodelación de conjunto, que debe extenderse a todos los ámbitos. Afecta tanto a las cuestiones formales y de método como a las de vivencia y contenido. Sólo cabe ya una brevísima enumeración.
5.1. Entre paradigmas: una situación en tránsito Ha sido ya repetidamente insinuado a lo largo de la exposición, pero ahora pide ser recordado de manera temática: la situación de tránsito constituye en sí misma un motivo fundamental de reflexión. En varias dimensiones. La primera, como llamada a no juzgar un paradigma desde el otro, porque entonces se produce una inevitable perversión del significado. Acabo de recordarlo a propósito de la revelación: desde un paradigma intervencionista (y el anterior lo es), afirmar que todas las religiones son reveladas o que, en definitiva, lo es también todo auténtico conocimiento religioso, resulta por fuerza absolutamente inaceptable (igual que los cardenales romanos, desde una lectura literalista del libro de Josué, estaban obligados a condenar a Galileo cuando afirmaba que la tierra gira en torno al sol). Dígase lo mismo de afirmaciones como la de que «no es posible» que Dios pueda eliminar el mal del mundo, o del reconocimiento de la impropiedad cristiana de la oración de petición. Es obvio que estas cuestiones pueden y deben ser discutidas, pero deben serlo en su significado genuino: desde el marco de referencia en que se sitúan; y también, 56. Cf. la reciente exposición de S. FREYNE, «Biblia y teología. Una tensión sin resolver»: Concilium 279 (1999), pp. 31-38.
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como es lógico, puede cuestionarse ese marco. Lo que no cabe es dar el marco anterior por supuesto, identificando con él toda recta interpretación de la fe (que entonces corre el riesgo de hacerse solidaria de su anacronismo), y desde él juzgar las nuevas propuestas. La segunda, como llamada a no mezclar elementos de diversos paradigmas. Lo cual exige una revisión a fondo de la herencia teológica. Demasiadas veces ésta llega a nuestro tiempo como una acumulación fáctica de elementos generados en paradigmas distintos. Piénsese, por ejemplo, en el delicado tema del pecado original. Una vez reconocido el carácter mítico-simbólico de la narración del Génesis, carece de sentido buscar una acción histórica como causante de la situación actual, atribuyéndole, por ejemplo, la entrada de las enfermedades o del mal en el mundo57. La tercera, muy unida a la anterior, como llamada a la consecuencia del discurso. Dada la complejidad y magnitud de la transformación, se produce de ordinario una «asimilación disimétrica» de los nuevos datos. Muchas veces se aceptan elementos del nuevo paradigma, pero después se niegan las consecuencias. Un teólogo puede, por ejemplo, afirmar que en el Nuevo Testamento no cabe afirmar críticamente más milagros que los que se refieren a curaciones o «expulsiones de demonios»58, y en el capítulo siguiente dedicarse a discutir con toda seriedad -y aun a optar por la respuesta afirmativa- si la resurrección de Lázaro fue o no un acontecimiento empírico. Igual que se puede explicar que concebir la acción divina bajo el
modelo de intervenciones puntuales en el funcionamiento de la realidad física equivaldría a negar su trascendencia, conviniendo idolátricamente a Dios en un elemento más -todo lo grande y elevado que se quiera- del funcionamiento de la realidad mundana, y a continuación intentar justificar una rogativa para pedir la lluvia, una procesión contra los terremotos o un novenario para curar una enfermedad. (Y advierta el lector cómo acaso a él mismo lo de la enfermedad no le parezca tan injustificado como lo de la lluvia o el terremoto, aunque en ambos casos exista una completa identidad estructural)59. La cuarta, como cautela contra modificaciones en apariencia novedosas y abiertas, pero que en el fondo pueden ser una claudicación intelectual en lugar de un verdadero repensamiento dentro del nuevo paradigma. En concreto, hay dos tipos de respuesta al problema del mal, que hacen esto especialmente sensible. La primera es la teoría del zimzum, sostenida sobre todo por Hans Joñas60 y en cierto modo popularizada por J. Moltmann61, en el sentido de que Dios se limitaría a sí mismo para hacer lugar a la criatura. Una teoría que parece bonita y aun entrañable en su intención, pero que, en definitiva, es un arreglo superficial, que ni favorece a la criatura, pues un Dios limitado no podría salvarla del mal62, ni respeta el ser de Dios, que resulta así contradictorio.
57. Escrito esto, me ha alegrado encontrar una expresión casi literal de la misma idea en S. FREYNE, «Biblia y teología», art. cit., p. 33: «Al tratar los orígenes de la raza humana, por ejemplo, se reconoce la índole simbólico-figurativa de las historias del Génesis, aunque al mismo tiempo se afirma que el relato de la caída de Gn 3 "afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre" (Catecismo [de la Iglesia Católica] p. 390, cursiva en el original). Es como si más de un siglo de debate acerca de la naturaleza mitológica de esos capítulos nunca hubiera tenido lugar». En nota remite a Gabriel DALY, OSA, «Creation and Original Sin», en (Walsh [ed.]) Commentary [on the Cathechism of the Catholic Church], London 1994, pp. 82-111, especialmente pp. 92-96. Analiza también otros ejemplos. 58. Cf. el capítulo citado de W. Kasper.
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59. J.-P. JOSSUA lo ha expresado muy bien: «ya no se rezará por la lluvia, sino por la paz» (Cuestión de fe, Santander 1990, p. 116). 60. H. JOÑAS, Der Gottesbegriff nach Auschwitz. Eine jüdische Stimme, Frankfurt a.M. 1987; cf. TH. SCHIEDER, Weltabenteuer Gottes. Die Gottesfrage bei Hans Joñas, Paderborn 1998, pp. 169 y 158-178. 61. Cf., por ejemplo, Gott in der Schopfung, München 1985, pp. 98-105, que remite, «prolongándola» (p. 99, nota 232), a su obra anterior sobre la Trinidad. 62. Karl Rahner lo ha expresado de manera casi brutal -primitiva, dice élafirmando que Dios no nos podría librar de la basura si también Él estuviese enterrado en ella. Véase el durísimo texto alemán: «Um -einmal primitiv gesagt- aus meinem Dreck und Schlamassel und meiner Verzweiflung herauszukommen, nützt es mir doch nichts, wenn es Gott -um es einmal grob zu sagen- genauso dreckig geht» (P. IMHOF - H. BIALLOWONS, Karl Rahner im Gesprach I: 1964-1977, München 1982, p. 246). Cf. más datos en J. SPLETT, Denken vor Gott. Philosophie ais Wahrheits-Liebe, Frankfurt a.M. 1996, pp. 297-299, y mis consideraciones en «Replanteamiento actual de la teodicea: Secularización del mal, "Ponerología", "Pisteodicea"», en (M. Fraijó - J. Masiá [eds.]) Cristia-
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Mas claro aparece todavía en la segunda: me refiero al fenómeno que, apoyado en historias conmovedoras -pero no necesariamente bien enfocadas-, acaba haciendo al hombre mejor que Dios, «salvándolo» y aun «amándolo a pesar de Él mismo»63. Repito: reconociendo lo que de heroico y aun admirable pueda haber en estas actitudes e incluso concediéndoles cierta legitimidad como lenguaje emotivo, no pueden ser buen camino para la reflexión teológica seria, que por ese camino acabaría perdiéndose en la superficialidad y la contradicción. Finalmente, la quinta dimensión, como recuperación crítica de lo mucho que ha quedado impensado, pendiente o reprimido en la tradición. Desde las reflexiones heideggerianas al respecto, se trata de un problema bien conocido -aunque difícil- para el pensamiento en general. Vale en su vertiente teórica, como lo muestran sus reflexiones sobre los presocráticos. Vale, incluso con mayor énfasis, en la vertiente práctica, como -sobre todo a partir de las víctimas de la historia- ha puesto en
11 aro la discusión actual acerca de la «razón anamnética»64. En la teología adquiere una virulencia especial a causa de la difluí historia de sus relaciones con la Modernidad, en la que muchos y muy importantes valores evangélicos han quedado sepultados bajo la rutina de la repetición teórica o de la inmovilidad institucional. Baste pensar en los numerosos conflictos con la cultura secular y en las graves crisis internas, que en algunos casos, como en el Modernismo, tocaron los cimientos mismos de la fe y la teología. La eliminación de la crisis por vía autoritaria dejó sin resolver muchos problemas de fondo e impidió aprovechar muchas intuiciones tan válidas como urgentes.
nismo e Ilustración, Madrid 1995, pp. 241-292; «Mal y omnipotencia: del fantasma abstracto al compromiso del amor»: Razón y Fe 236 (1997), pp. 399-421. 63. Me refiero a historias que casi se han puesto de moda. Cito dos: 1) La del rabino Jossel Rashower, quien, dando siempre por supuesto que los horrores del ghetto de Varsovia podrían ser evitados por Dios, acaba diciendo que «se inclina ante su grandeza y le ama siempre, aunque fuese a pesar de Él» (citada, entre otros, por J.-P. JOSSUA, «¿Repensar a Dios después de Auschwitz?»: Razón y Fe 233 [1996], pp. 65-73; el trabajo había sido publicado en el número de enero 1996 de la revista Études; cf. mis observaciones en «Mal y omnipotencia», art. cit., 2) La de aquel rabino que, escapando de la Inquisición y acumulándosele las desgracias, acaba exclamando: «Puedes golpearme y arrebatarme lo mejor y lo más precioso que poseo en el mundo; puedes torturarme hasta la muerte, pero yo creeré siempre en ti. Te amaré siempre, a pesar de ti mismo» (citado por R. BAUMANN - H. HAUG [hrsg.], Thema Gott. Frage von gestern und morgen, Evangelisches und katholisches Bibelwerk, Stuttgart 1970, pp. 133s; tomo la cita de M. FRAIJÓ, en (M. Álvarez [ed.]) Lenguajes sobre Dios, Salamanca 1998, pp. 58-59). Caso distinto es de la de la joven judía holandesa Etty Hillesum, que, aunque pueda mantener ciertas ambigüedades en la expresión -como cuando, ante la tragedia, concluye: «y si Dios ya no me ayuda, entonces tengo que ayudar yo a Dios» (subrayado mío; lo aduce H. Joñas; cf. el texto más amplio en TH. SCHIEDER, op. cit., p. 249); ahora tenemos en castellano la excelente exposición de P. LEBEAU, Etty Hillesum. Un itinerario espiritual. Amsterdam 1941 Auschwitz 1943, Santander 2000.
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5.2. Construcción «desde abajo»: desde la realidad a la luz de la revelación La ruptura del dualismo sagrado-profano legitima y acentúa lo que hoy cabe considerar una tendencia general de la teología: su proceder desde abajo, es decir, viendo la fe como respuesta desde la realidad a la luz de la revelación. Con lo" cual quedan indicados los dos polos que determinan su estilo. Desde la realidad, en cuanto que ella misma, sustentada e iluminada por la presencia creadora, aparece como significante de la misma. La continuidad creación-salvación permite ver el papel positivo y revelador de la cultura en su esencia más genuina: como «cultivo» y prolongación de la presencia divina. Igual que no se habla ya de una fuga mundi, tampoco cabe hablar de una fuga culturae. Las ideas de «cristianismo anónimo» o de «iglesia latente» (tomadas en su sentido fundamental, sin necesidad de estrictas adscripciones sistemáticas) muestran, frente al extra ecclesiam nulla salus, este nuevo clima, que por cierto enlaza con el primigenio «venid, benditos, porque tuve hambre...». Edward Schillebeeckx ha expresado muy bien el cambio al traducir el eslogan clásico dándole una
64. Cf. la discusión ejemplar de R. MATE, Memoria de Occidente. Actualidad de pensadores judíos olvidados, Barcelona 1997.
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vuelta profundamente significativa: «fuera del mundo no hay salvación»''^. En la misma dirección cabe ver el proceso cultural como la posibilidad de elaborar con mayor riqueza y precisión lo que podríamos llamar el «significante teológico», pues una mejor comprensión de los procesos mundanos, sociales y antropológicos propicia una más justa y adecuada elaboración de las categorías teológicas: desde luego, grandes tramos de la teología actual resultarían incomprensibles sin el influjo inducido por algunos avances culturales.
por aquellos valores que, ínsitos en la creación, son hoy descubiertos por otros medios: maestra en cuanto también discípula. A eso aluden la categoría teológica de «profecía externa» y la llamada conciliar a escrutar los «signos de los tiempos».
Esto no equivale a una visión ingenuamente optimista del proceso cultural: todo lo humano -también la religión- es siempre ambiguo. Pero sólo una visión simplista o demonizadora de la cultura puede ignorar su capacidad autocrítica. Lo que se impone, entonces, es una alianza crítica con aquella parte de la cultura que busca lo verdaderamente humano (y, por eso mismo, divino). En algún lugar he hablado de la necesidad de establecer una «dialéctica de lo mejor con lo mejor», en lugar de la que tantas veces se ha dado uniendo «lo peor a lo peor»66: para verlo de manera intuitiva, basta pensar en las relaciones de la Iglesia con el problema social, cuando se opuso al proceso socializador y cuando dentro de ella se elaboran las distintas teologías de la liberación; o, si lo preferimos, mirando a la contraposición entre el Syllabus y la Gaudium et Spes. De hecho, la historia reciente muestra claramente cuánto bien puede venir a la humanidad, y dentro de ella a la Iglesia, cuando se logra la primera dialéctica: piénsese en la tolerancia, la libertad religiosa, la democracia, la justicia social... La Iglesia no renuncia así a su propia identidad, pero sí reconoce que no le corresponde el monopolio de todo, sino, más simple y modestamente, la contribución específica; no deja de ser «maestra de humanidad» (Pablo vi), pero sólo en su campo y reconociendo que otros lo son también en el suyo. En nuestro mundo irreversiblemente plural, si la Iglesia quiere de verdad evangelizar, tiene, a su vez, que dejarse «evangelizar» 65. Los hombres como relato de Dios, Salamanca 1994, pp. 29-41. 66. Creo en Dios Padre, op. cit., pp. 56-58.
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Pero queda igualmente el otro polo: la teología procede a la luz de la revelación. Un cierto desfase cultural de las Iglesias y un excesivo acento en el dualismo supranaturalista han oscurecido para muchos la inmensa aportación de las tradiciones religiosas. Llega la hora de repristinar esas riquezas mostrándolas cu su auténtico carácter de «ayuda mayéutica» que, lejos de alienar a la humanidad en sus justas aspiraciones, la ayuda a descubrirlas en sus dimensiones últimas, allí donde oscuramente se abre a todos -al menos como posibilidad- la aspiración a la Trascendencia. La religión, a pesar de sus fallos, vive de ordinario más atenta a la experiencia viva y concreta, menos proclive a la abstracción de las modas ideológicas. Puede tender al conservadurismo, pero es siempre garantía de continuidad en lo más decisivamente humano. Por otra parte, todos vamos comprendiendo lo improcedente de todo particularismo estrecho: es la entera experiencia religiosa de la humanidad, desde las diferentes culturas, la que debe hacerse fructificar. El ecumenismo cristiano es una evidencia creciente, y cada vez más ha de extenderse a todas las religiones. La teología se ha hecho muy sensible a lo primero, y la filosofía de la religión hace hoy inesquivable lo segundo. Procediendo así, la religión está haciendo una contribución impagable a la cultura. Una obra como la de Paul Tillich ha demostrado cuan hondo puede calar este influjo, al menos cuando se sabe mirar más allá de modas coyunturales o evidencias mediáticas. Superadas las posturas absolutizantes del primer choque, estamos cada vez en mejores condiciones de establecer una dialéctica mutua de enriquecimiento y corrección. Si es verdad que la Iglesia sólo puede ser maestra en cuanto también discípula, no lo es menos que tiene derecho a la pretensión de ser discípula en cuanto también maestra.
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5.3. Repensar la teología: «verificación vertical» frente a «teologías bonitas» Desde luego, la tarea aparece tan obvia en su necesidad como inmensa en su posible realización. Lo cierto es que -repitámoslo para terminar- no valen remiendos parciales o acomodaciones coyunturales. Se impone una relectura global de la Biblia y la Tradición, justamente para recuperar hoy la enorme riqueza de su experiencia y su capacidad de suscitación mayéutica: nada se opondría más a la recuperación de ese espíritu que la fidelidad a la letra de un mundo que ya no puede ser el nuestro. En este sentido, uno de los grandes peligros que acechan al pensamiento teológico actual es el de construir «teologías bonitas». Es decir, teologías que, en lugar de re-pensarlo todo en los marcos de referencia que constituyen actualmente la condición de posibilidad de toda significatividad efectiva, se limitan a actualizar y renovar el vocabulario o a cambiar el nombre de los adversarii, pero dejando intactos los esquemas de fondo. Ciertas series de nuevos manuales teológicos no siempre escapan a este peligro: vistos en su estructura decisiva, no difieren apenas de los manuales preconciliares (que, en definitiva, remitían a la escolástica medieval). La revolución exegética y la renovación patrística abrieron grandes posibilidades para la ruptura de esos esquemas. Pero pueden convertirse en una trampa mortal, cuando la novedad de sus formulaciones respecto de las escolásticas sirve de excusa para no actualizar los conceptos y para impedir que el conjunto de la teología se reformule desde las exigencias del nuevo paradigma. En el fondo (y me temo que el Catecismo Universal no siempre ha logrado esquivar este escollo), acabarían sustituyéndose esquemas medievales por otros más antiguos. Habían comprendido mejor su sentido los promotores de la Nouvelle Théologie cuando intentaron aprovechar esos estudios para desvincular las «afirmaciones» de la fe de los «conceptos» en que eran vertidas, en vistas justamente a una renovación global. Igual que lo habían comprendido antes, de manera acaso extrema, el Protestantismo Liberal y el Modernismo católico y, con mayor equilibrio, Newman y la Escuela de Tübingen, Blondel
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y Amor Ruibal67. De este último es un texto que merecería ser esculpido al frente de todas las facultades teológicas actuales: «Y es que, sin desdoro de los antiguos maestros y de su labor grande cuanto entonces cabía, no sólo no se debe volver al sincretismo incoherente y artificioso de ideas filosóficas encontradas, que ya hemos repetidamente observado, con la no menos artificiosa imprescindible alternativa de Platón y Aristóteles, sino que se hace necesaria una transformación honda en la teoría del ser y del conocer, comenzando por esta última; ya que la teoría cognoscitiva constituye el eje central de toda la elaboración lógica y ontológica humana y, por ende, la base del sistema científico de la teología, que sobre conceptos humanos se apoya y es elaborado»68. Bien mirado, la única salida auténtica pasa por el reconocimiento de que es preciso retraducir el conjunto de la teología dentro del nuevo mundo creado a partir de la ruptura de la Modernidad. Ésa había sido ya la intención de Kant, de los románticos y de los grandes idealistas. Cosa que las descalificaciones al uso tienden a ignorar, cegadas acaso por las exageraciones iniciales y por la natural insuficiencia de muchas soluciones69. Los fallos particulares o incluso ciertos reduccionis67. Sobre la Nouvelle Théologie resultan representativas las obras, entonces prohibidas, de H. BOUILLARD, Conversión et gráce chez saint Thomas d'Aquin, París 1944, principalmente la conclusión, pp. 219220, y M.D. CHENU, Une école de théologie: Le Saulchoir, Le Saulchoir-Etiolles 1937 (reed., París 1985); cf. TH. TSHIBANGU, Théologie positive et théologie spéculative. Position traditionnelle et nouvelle problématique, LouvainParis 1965, pp. 267-301; E. VILANOVA, Historia de la teología cristiana III. Barcelona 1989, pp. 626-632. Sobre el problema general aquí enunciado (también para lo que sigue), cf. mi obra Constitución y Evolución del Dogma. La teoría de Amor Ruibal y su aportación, Madrid 1977, pp. 280-295. 68. Los problemas fundamentales de la filosofía y el dogma, t. VI, Santiago 1921, pp. 636-637 (¡obsérvese la fecha!). 69. Como tantas veces, lo vio mejor Nietzsche hablando de «sangre teológica» en la filosofía, y lo analizó bien hace ya bastantes años D. MARSCH, «Das Problem der Religión in der Philosophie des neuzeitlichen Christentums», en Pladoyers in Sachen Religión, Gütersloh 1973, que distingue entre «realizaciones» (Vervollkommnungen) y «debelaciones» (Bestreitungen) de la religión cristiana, citando a Kant, Hegel y Schleiermacher entre los primeros, y a Feuerbach, Marx y Nietzsche entre los segundos. Cf., con mayor detalle y referencias, La revelación de Dios en la realización del hombre, op. cit., pp. 89-115.
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mos globales deben hacernos cautos respecto de las soluciones, pero no deberían ocultar la legitimidad del planteamiento, pues únicamente desde él resulta hoy posible afrontar la verdadera tarea de la teología: mantener viva y operante la experiencia de la revelación. No cabe duda de que las dificultades son grandes, debido al cambio enorme y revolucionario producido en la cultura. Pero tal vez es justamente la radicalidad del cambio la que abre la auténtica posibilidad de la solución. Cuando los tiempos son «pacíficos», porque la teología, como en los tiempos de Agustín o de Tomás, ha logrado una síntesis global y relativamente unitaria, lo que basta y se impone es la continuidad «horizontal», el desarrollo deductivo a partir de lo dado. Pero cuando se ha producido una ruptura, es preciso «volver a las fuentes» -de ressourcement se habló mucho hacia la mitad del siglo-, pues la crisis nace justamente porque los moldes culturales se han roto, volviéndose opacos para la experiencia originaria. No se trata de ignorar la tradición -¿quién puede hacer teología desconociéndola?-, sino de verla como una «configuración» de la experiencia fundante en el marco de cada tiempo, legítima y necesaria entonces, pero pasada para nosotros. Por eso ya no basta la prolongación horizontal: aprovechando las riquezas descubiertas por ella e incluso tomándola como modelo, ahora necesitamos una «verificación vertical»; es decir, necesitamos buscar el contacto con la experiencia fundante, para configurarla en los moldes culturales de nuestro tiempo, igual que nuestros antepasados hicieron en el suyo70. A pesar de las apariencias, no se trata de un recurso alambicado ni de una solución desesperada. Está sucediendo ante nuestros ojos. Por un lado, como de manera aguda observa Christian Duquoc, la pérdida de significado de las expresiones culturales de la fe constituye una oportunidad para romper la identificación de la experiencia cristiana con la cultura pasada, a fin de actualizarla en respuesta a los «interrogantes existenciales, para los que no hay respuesta prefabricada»71. Por otro,
esto confluye con la nueva visión de la revelación como «mayéutica», en cuanto que el papel fundamental de la Biblia -ayudada por la tradición- consiste precisamente en ayudarnos a «dar a luz» una comprensión de la realidad humana tal como aquí y ahora está siendo sustentada, vivificada y agraciada por la presencia de Dios en nuestra historia. Y seguramente no es casual que, de ordinario, al menos cuando se supera un elemental fundamentalismo literalista, hoy nos resulta mucho más fácil sintonizar con la expresión de la fe tal como se presenta en la Biblia que con los conceptos y formulaciones de la teología clásica.
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70. De esto me he ocupado ampliamente en Constitución y Evolución del Dogma, op. cit., pp. 392-430. 71. CH. DUQUOC, «Fe cristiana y amnesia cultural»: Concilium 279 (1999) pp. 139-145.
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6. Perspectiva: «el fuego bajo las cenizas» La tarea es compleja, pero exaltante. Resulta evidente -lo estamos viendo- que no podrá llevarse a cabo sin tensiones y conflictos. No siempre es fácil descubrir «el fuego evangélico en las cenizas de nuestra crisis religiosa», ni, menos aún, trasladarlo sin pérdidas para que se encienda de verdad, iluminando y calentado, en el hogar de la cultura actual. La contradicción en las posturas resulta natural e inevitable. Por definición, el equilibrio es muy difícil en un período de transición entre paradigmas. El nuevo paradigma propende a una cierta iconoclasia para afirmar su razón, y en demasiadas ocasiones puede resultar injusto con el otro, no viendo en él más que las cenizas que recubren el fuego de su intención genuina. El viejo paradigma no se resigna a abandonar los antiguos esquemas y acude fácilmente a la descalificación, confundiendo con demasiada facilidad las cenizas con el fuego, viendo en el cuestionamiento de la teología una amenaza para la/e. Más de un lector habrá advertido seguramente que la metáfora del título de este parágrafo hace referencia al excelente libro de Joan Chittister, El fuego en estas cenizas. Aunque la religiosa americana se refiere directamente a la vida religiosa, su reflexión es lo bastante profunda como para alcanzar de lleno al problema de la renovación de la teología y de la Iglesia en general. Vale la pena citar un poco por extenso lo que dice acerca de la auténtica fidelidad al Evangelio:
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«¿Se describe la fidelidad por nuestro grado de conformidad con los dogmas de una Iglesia que también debe ocuparse de buscar nuevas respuestas a las nuevas preguntas, en lugar de anquilosarse en el pasado en nombre de la perfección? ¿Esfidelidadlo que damos cuando, pretendiendo ser fieles, nos negamos a reflexionar junto al resto del mundo sobre las cuestiones que determinarán el futuro de la vida en este planeta y la autenticidad de la vida en esta Iglesia: el aborto, la eutanasia, el armamentismo nuclear, el papado, la colegialidad, el sexismo y una ciencia desenfrenada, como si Jesús no hubiera pensado desde una perspectiva nueva en los leprosos y en el pecado, en las mujeres y en la vida, en los sacerdotes y en el pueblo, en Dios y en los fariseos? Muy al contrario. A lo que debemos ser fieles no es a ninguna institución, por muy elevadas que sean sus miras. La fidelidad, pura y simplemente, busca paso a paso, lugar a lugar, y proyecto a proyecto, únicamente la voluntad de Dios y la apasionada presencia del Evangelio en un mundo que se siente más cómodo con credos que con la religión, que está más familiarizado con la Iglesia que con Cristo, más comprometido con la caridad que con la justicia, más involucrado en la opresión que en la igualdad, más dedicado a mantener la fe de nuestros padres proscribiendo los pronombres femeninos de los textos sagrados que a liberar el ímpetu de la Buena Nueva. Realmente debemos analizar cuidadosamente a qué somosfieles,no sea que la fidelidad sea nuestra ruina»72. En efecto, lo que se nos está pidiendo es una teología que, tan segura de sus fundamentos como humilde con respecto a sus traducciones históricas, asuma el coraje del triol and error, del atreverse a probar y a equivocarse, propio de toda tarea humana. Una teología, por tanto, que sólo podrá realizarse en el diálogo y la paciencia histórica. Si sabe acogerlos, seguramente van a resultarle muy útiles dos tipos de mediación: la de los que podríamos llamar espirituales, es decir, personas que, sin ser profesionales de la teología, buscan una nueva comprensión y un nuevo lenguaje para la 72. El fuego en estas cenizas. Espiritualidad de la vida religiosa hoy, Santander 1998, pp. 116-117. La metáfora es utilizada también por L. BOFF, Brasas bajo las cenizas. Historias anticotidianas del mundo y de Dios, Madrid 1997.
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fe, pues suelen captar y expresar mejor las simientes del futuro (el citado libro de Joan Chittister es una buena muestra, y personalmente siempre he sentido, por ejemplo, una fuerte afinidad con las ideas de Evely y Légaut73), y, por otra parte, la de los que cultivan la fenomenología y la filosofía de la religión: menos prisioneros del pasado y, sin embargo, atentos a lo positivo -fenomenología-, o más libres para la elaboración conceptual de lo nuevo -filosofía-, abren posibilidades que una teología sensible y abierta a la «profecía externa» puede aprovechar como estímulo de renovación. Desde luego, una teología así tiene que renunciar a la pretensión de saberlo ya todo o de disponer de soluciones incluso para los problemas inéditos. Pero eso no la anula ni debe desanimarla. Anunciar el Evangelio en nuestro mundo -si es preciso, «a tiempo y a destiempo» (2 Tim 4,2)- constituye su tarea irrenunciable; pero la modestia de saber callar, dudar y esperar cuando las cuestiones permanecen oscuras y cuando a su respecto el intellectus fidei no ha terminado todavía su camino, puede ser también un modo excelente de hacerlo creíble. Mientras los tiempos no están maduros -¿lo estarán alguna vez? (cf. Le 18,8: «cuando venga el Hijo del Hombre, encontrará la fe sobre la tierra?»)-, la verdadera fidelidad no consiste en la inercia de la repetición, sino en la audacia del cambio y de la espera. Y la auténtica fecundidad no es siempre la del fruto, sino que, en determinadas sazones, puede serlo mucho mejor la de la semilla en la oscuridad de la germinación. Como el grano de trigo en la tierra. Como el Crucificado en la historia.
73. Al respecto resulta sorprendente, pero significativo, el hecho de que un hombre como F. Varillon, claramente en este nuevo camino, no haya podido comprender en toda su hondura evangélica la aportación de M. Légaut. Habría que analizarlo más despacio, pero me atrevo a afirmar que la razón principal está en que no ha revisado a fondo su teología de la revelación. Cf. F. VARILLON - M. LÉGAUT, Débat sur lafoi, Paris 1972; Deux chrétiens en chemin. Nouvelle rencontre du Pére Varillon et de Marcel Légaut au Centre Kierkegaard, Paris 1978.
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El problema del lenguaje teológico
0. Planteamiento Desde el Cratilo de Platón y el Peri Hermeneias de Aristóteles, el problema del lenguaje ha ocupado siempre al pensamiento. En los últimos tiempos, a partir de lo que Richard Rorty bautizó como el «giro lingüístico», ha pasado a primer plano. Se nos ha hecho evidente que el lenguaje es el medio nativo, la mediación indispensable de toda realización espiritual. La crítica del lenguaje, en sus múltiples dimensiones, se ha convertido en paso obligado para asegurar el significado, garantizar la comunicación y escapar a la trampa de los pseudoproblemas. Como es obvio, la serpiente de la sospecha ha entrado también en el paraíso del lenguaje religioso. Y lo ha hecho con inusitada virulencia, tanto porque lo religioso está entregado de un modo muy especial a la palabra1, como porque la abisal trascendencia de su referente central hace estallar todas las medidas de la palabra ordinaria. No puede extrañar que desde el comienzo, junto con la ética, la estética y la metafísica -y, sin duda, con mayor intensidad que ellas-, haya sido blanco prioritario de fuertes y devastadores ataques. En consecuencia, el problema del lenguaje religioso se ha hecho enormemente difícil y complejo: no cabe, por lo mismo, afrontarlo aquí en toda su extensión.
1.
«El lenguaje de la fe se refiere, pues, como tal a una realidad que no está dada de otro modo que en este mismo lenguaje, que no toma figura más que en él, y que no es revelada por él más que en cuanto es él mismo un acto por el cual el creyente acoge aquello mismo de lo que habla su palabra» (J. LADRIÉRE, L'articulation du sens. I: Discours scientifique et parole de lafoi, Paris 1970, pp. 238-239).
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Pensando en el cambio global de la teología, aquí interesa traer al primer plano las cuestiones más graves y fundamentales, de algún modo previas a las discusiones de detalle o más agitadas por los vaivenes de la lingüística especializada. En definitiva, éstas acaban siempre dependiendo de la solución que se dé a las primeras. Aun así, se impone acotar con cuidado lo que se pretende. En concreto, atenderé a tres cuestiones decisivas que marcan las dificultades fundamentales que debe afrontar todo uso responsable del lenguaje religioso. La primera es de carácter estructural, pues remite al radicalísimo problema de la objetivación, es decir, a la dificultad constitutiva de todo lenguaje mundano para expresar la Transcendencia no mundana. La segunda es de cambio de paradigma, en el sentido de que tiene su origen en la revolución cultural producida por la entrada de la Modernidad. La tercera es de índole más vivencial, en cuanto que alude sobre todo a las dificultades y resistencias que encuentra una expresión adecuada de la vivencia religiosa. Tres problemas que no agotan, claro está, el inmenso problema, pero que sí señalan nudos cruciales que pueden ayudar a un afrontamiento crítico y responsable. Para mayor claridad, iniciaré cada apartado con un ejemplo significativo, tomado de la vida real. 1. La dificultad estructural2 Hace unos años, con motivo de una fuerte sequía que asolaba el sur de España, algunos obispos promovieron rogativas por la lluvia. En el noticiario televisivo aparecía una encuesta entre la gente sobre la eficacia de las mismas. La última respuesta era positiva: «Sí que va a llover, porque la Virgen siempre nos ha ayudado, y tampoco esta vez va a desampararnos». En inmediata continuación, con absoluta naturalidad e inocencia, la 2.
Este apartado sintetiza lo que he desarrollado más ampliamente en El problema de Dios en la modernidad, Estella 1998, pp. 233-260: «De Flew a Kant: la objetivación de lo divino».
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locutora continuaba: «Pero no, porque el anticiclón de las Azores sigue manteniendo sus altas presiones sobre la Península...».
Flew es insuperable: o se deja verificar por ellos, o es preciso confesar su inexistencia. Como Flew dice del jardinero, que no se deja ver por los hombres ni oler por los perros ni afectar por una descarga eléctrica, así un dios «invisible, intangible, eternamente elusivo», en nada se distingue de un dios «imaginario o incluso de ningún [dios] en absoluto»4. Sólo un lenguaje que respete con exquisito cuidado la trascendencia divina puede evitar la mordedura de esta objeción terrible. Los parches, los remiendos y las disculpas no hacen más que reforzarla. Flew lo sabe y no deja de insistir en ello, acudiendo al ejemplo del amor divino: Dios -dicen los cristianos- ama a los hombres como un padre a sus hijos; pero, si vemos un niño muriendo de cáncer, observamos que el padre terreno se desvive por él, mientras que nada percibimos por parte del celeste. Las respuestas de los creyentes -«no es un amor como el humano, es inescrutable...»- llevan al mismo resultado de antes: ¿qué aporta ese amor inverificable y en qué difiere del no-amor?5. Y John Macquarrie le da la razón desde
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1.1. El desafío de Flew La señora hablaba con toda su buena voluntad, y los obispos habían procedido con evidente amor hacia sus fieles. Sin embargo, de manera más o menos consciente, pero hoy culturalmente inevitable, para un televidente normal la escena era una auténtica descalificación cultural de la fe, que así cobraba la forma de algo anacrónico y totalmente superado. Y teológicamente se comprende bien que, de entrada, la rogativa puede parecer piadosa, pues sugiere la misericordia de un «dios» que hace llover para ayudar a los que se lo piden; pero, en el fondo, está anulando la trascendencia divina, pues reduce su acción al rango de una causa mundana. Una causa todo lo grande y elevada que se quiera, pero que, en definitiva, hace lo mismo que una variación en la presión atmosférica o que una nube provocada artificialmente desde un avión. Sin pretenderlo, a causa de un mal uso lingüístico, se ha convertido a Dios en un ídolo, en un no-dios3. Esto podía pasar desapercibido para una mentalidad premoderna, que no había tomado conciencia expresa de la autonomía de las leyes que rigen el funcionamiento del mundo y en la que, por tanto, cabía afirmar con toda naturalidad que Dios «llovía» desde el cielo, que los astros eran movidos por ángeles, y las pestes causadas por demonios (cuando no obedecían a un castigo divino). Hoy el choque resulta inevitable. O se concibe de manera distinta la acción divina, o su imagen se resquebraja bajo los golpes de la piqueta positivista. La enorme resonancia y los devastadores efectos de la «parábola del jardinero invisible», propuesta por Anthony Flew, tienen justamente su explicación en la falta de clarificación de este problema básico. Si se parte de que la acción de Dios tiene un carácter y unos efectos empíricos, la objeción de 3.
Subraya este aspecto, a propósito de los milagros, un autor tan ponderado como W. KASPER, Jesús, el Cristo, Salamanca 1976, pp. 112-117.
4.
5.
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Véase el texto completo: «Érase una vez dos exploradores que dieron con un claro en la jungla. En el claro crecían muchas flores y muchas malas hierbas. Un explorador dice: "Algún jardinero debe de cuidar de este terreno". El otro no está de acuerdo: "No hay ningún jardinero". Así que montan sus tiendas y montan guardia. Ningún jardinero es visto jamás. "Pero quizá sea un jardinero invisible". Así que erigen una barrera alambrada de púas. La electrifican. Patrullan con sabuesos (porque recuerdan cómo el "hombre invisible" de H.G. Wells podía ser olido y tocado, aunque no podía ser visto). Pero ningún chillido sugiere jamás que algún intruso haya recibido una descarga. Ningún movimiento del alambre delata jamás a un trepador invisible. Los sabuesos nunca ladran. Sin embargo, el creyente aún no está convencido. "Pero hay un jardinero, invisible, intangible, insensible a las descargas eléctricas; un jardinero que no tiene olor y no hace ruido; un jardinero que viene secretamente a cuidar el jardín que ama". Al final, el escéptico se desespera: "Pero ¿qué queda de tu aserción original? Lo que tú llamas un jardinero invisible, intangible, eternamente elusivo, ¿en qué demonios difiere de un jardinero imaginario o incluso de ningún jardinero en absoluto?"» («Theology and Falsification», en New Essays in Philosophical Theology, p. 96. Casi todas las parábolas pueden verse también en D. ANTISERI, El problema del lenguaje religioso, Madrid 1976, p. 102; las citaré, sin embargo, por la traducción de E. ROMERALES (ed.), Creencia y racionalidad. Lecturas de filosofía de la religión, Madrid 1992, que reproduce parte de los New Essays; ésta corresponde a las pp. 47-48. Véase el texto: «Entonces se introduce alguna cualificación -el amor de
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una teología sensible a los problemas del lenguaje. Recurre también a una especie de parábola que vale la pena reproducir: «Un hombre cruza la calle, y un autobús está a punto de atropellado. Entonces dice: "Dios me ama, pues no me ha atropellado el autobús". En otra ocasión, el autobús lo golpea y lo mutila. Esta vez dice: "Dios me ama, pues el autobús no me ha matado". Finalmente, el autobús lo mata. Pero ahora dicen sus amigos: "Dios lo ama, pues lo ha llamado de este mundo infeliz y pecador"»6. Cualquiera que conozca los ambientes religiosos sabe que demasiadas veces esto no es una caricatura. Y no vale sólo del lenguaje espontáneo, sino de gran parte del litúrgico y de la misma reflexión teológica. Como decía Wittgenstein, el lenguaje implica siempre muchísimo más de lo que dice expresamente: «hay en cada proposición una enormidad de cosas que, sin ser dichas, son añadidas por el pensamiento»7. Cada vez que, por ejemplo, hablamos de Dios como interfiriendo en la causalidad empírica, curando una enfermedad o haciendo aprobar un examen, por buena que sea nuestra intención subjetiva, estamos reduciéndolo a la categoría de ser mundano. Todo el lenguaje acerca de los milagros y -como veremos- gran parte de nuestras oraciones precisan en este punto una revisión drástica.
1.2. El problema de la objetivación de lo Divino Esto lo ha sabido siempre la teología, que nunca perdió su preocupación apofática, es decir, su resistencia a hablar de Dios, porque no es jamás lo que nuestras palabras dicen acerca de Él. En nuestro tiempo, la crítica heideggeriana de la ontoteología -lo mismo que, a su modo, la teoría de las cifras en Karl Jaspers- ha insistido en lo mismo con un vigor que no puede ser olvidado por ninguna teología responsable. Lo cual en modo alguno significa que la tarea vaya a resultar fácil. El problema es estructural, pues se le encomienda realizar algo que parece imposible: hablar de lo esencial e intrínsecamente nomundano con un lenguaje mundano -el único que tenemos-; es decir, hablar de lo Trascendente con un lenguaje modelado sobre las realidades empíricas. Jaspers decía que por eso, a pesar de nuestros esfuerzos, el lenguaje tiende siempre a caer, «como el gato sobre sus cuatro patas», en formas objetivantes. El mismo Kant, tan crítico y cuidadoso en estas cuestiones, cae en la trampa cuando -con toda solemnidad, y nada menos que en un punto central de la Primera Crítica- habla del «abismo de la razón» y presenta a Dios preguntándose a sí mismo: «Yo soy de eternidad en eternidad, fuera de mí no existe nada más que lo que existe por mi voluntad; pero, entonces, ¿de donde vengo yo?»8. Hegel tuvo que recordarle, con toda razón, que la pregunta resulta de una impertinencia absoluta: en este punto, «Kant no logró llegar más allá de las relaciones del en8.
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Dios "no es un simple amor humano" o es acaso "un amor inescrutable"-, y así pensamos que tales sufrimientos son compatibles con la verdad de la aserción de que Dios nos ama como un padre (¡pero, por supuesto...!). Nos sentimos de nuevo tranquilizados. Pero quizá después nos preguntemos: ¿qué valor tiene esa seguridad del amor de Dios (debidamente cualificado), contra qué es en realidad garantía esta garantía aparente? En fin, ¿qué tendría que suceder, no para poder estar meramente tentados (moral y equivocadamente), sino también para sentirnos con derecho (lógica y correctamente) a decir "Dios no nos ama" o incluso "Dios no existe"?» (Theology and Falsification, op. cit., pp. 98-99; E. ROMERALES, pp. 50-51; sigo mi propia traducción de este pasaje nada fácil). Op. cit, p. 132. Notebooks 1914-1916, Oxford 1961, p. 70.
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Véase el texto completo: «La incondicionada necesidad, que nos hace falta de modo tan indispensable como último apoyo de todas las cosas, constituye el verdadero abismo de la razón humana. La misma eternidad está muy lejos (...) de producir en nuestro ánimo tanta impresión de vértigo. En efecto, la eternidad se limita a medir la duración de las cosas, pero no la sostiene. No podemos librarnos de este pensamiento, pero tampoco podemos soportarlo: que un ser, al que nosotros representamos como el supremo, se diga al mismo tiempo a sí mismo: "yo soy de eternidad en eternidad, fuera de mí no existe nada más que lo que existe por mi voluntad; pero, entonces, ¿de donde vengo yo?" Aquí no encontramos suelo firme; la mayor perfección, igual que la pequeña flota en el aire sin apoyo ninguno frente a la razón especulativa, a la que nada le cuesta hacer desaparecer, sin el menor obstáculo, tanto a la una como a la otra» (Kritik der reinen Vernunft, A 613, B 641 (ed. Suhrkamp, por W. Weischedel, Bd. IV, Frankfurt a.M. 19762, p. 543).
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tendimiento», convirtiendo en mundano, con su pregunta, «al Absolutamente-Necesario, al Incondicionado»9. Resulta, en cambio, significativo que esa pregunta haya seguido teniendo éxito en la tradición empirista, desde John Stuart Mili hasta Bertrand Russell, quien la consideraba tan evidente que ni siquiera quería «perder el tiempo» con ella10. La teología no se esforzará nunca lo suficiente en lograr aquí un lenguaje no objetivante: en realidad, se trata de uno de los problemas más arduos que tiene planteados en la actualidad. El deísmo intentó salvaguardar la trascendencia divina, pero a costa de convertir a Dios en una realidad pasiva y alejada del mundo. Hegel comprendió que eso no hacía más que agudizar el terrible problema de la conciencia desgraciada (que sitúa a Dios fuera, lejos y por encima del hombre, al que domina y oprime); pero corrió el peligro de la identidad total, que no salvaguardase la diferencia divina y, por tanto, tampoco la individualidad humana. En la conciencia vulgar se impuso tácitamente una solución intermedia, consistente en una especie de «deísmo intervencionista», es decir, de un Dios que está en el cielo, pero que actúa de vez en cuando en respuesta a necesidades concretas, y al que, por eso, hay que alcanzar mediante el rito, el recuerdo o la invocación, y mover o convencer mediante la petición, la ofrenda o el sacrificio. 9.
Véase el pasaje: «Aquí la dificultad está tan sólo en la relación verdaderamente dialéctica antes indicada, a saber, que la condición, o cualquier otra determinación de la existencia contingente (das zufallige Dasein) o de lo finito, consiste precisamente en esto: en elevarse a lo incondicionado, a lo infinito (sich selbst zum Unbedidngten, Unendlichen aufzuheben), esto es, en eliminar (wegzuschaffen) la condición en lo condicionado, la mediación en lo mediado. Pero Kant no logró llegar más allá de las relaciones del entendimiento (Verstandnisverhaltnis) hasta el concepto de esta infinita negatividad. (...) Lo que ante todo debe hacer desaparecer la razón especulativa es poner en la boca del Absolutamente-Necesario, del Incondicionado, una pregunta tal como "¿de donde vengo yo?". Como si Aquello fuera de lo cual no existe nada a no ser por su voluntad, Aquello que es sencillamente infinito, mirase en torno por otro distinto de sí o se preguntase por un más allá de sí mismo» («Kants Kritik des kosmologischen Beweises», en Vorlesungen überdie Beweise vom Dasein Gottes [Werke in 20 Bande, Bd. 17], Suhrkamp 1969, p. 433). 10. «Si todo tiene que tener una causa, entonces Dios debe tener una causa. (...) Por tanto, quizá no necesito perder más tiempo con el argumento de la Primera Causa» (Por qué no soy cristiano, Buenos Aires 1973, p. 20).
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1.3. Los caminos de la solución Es obvio que una solución satisfactoria sólo podrá venir de un repensamiento radical, que, a mi parecer, deberá apoyarse en dos pensamientos ya analizados en el capítulo primero y que son fundamentales y solidarios entre sí: la idea de creación y la idea de infinito positivo. La creación -al revés de la «fabricación» teísta- permite ver, o al menos presentir, cómo en Dios la inmanencia y la trascendencia no se oponen, sino que se refuerzan mutuamente. La creación, en efecto, implica la máxima diferencia, pues sólo el «Otro del mundo» puede hacer existir un mundo; al mismo tiempo, supone la máxima identidad, pues nada hay en la creatura que no esté procediendo de su Creador. Nicolás de Cusa lo vio muy bien cuando afirmó que Dios es distinto en cuanto nodistinto (aliud en cuanto non-aliud)n. En íntima unión con esto está la concepción positiva de la infinitud divina. Esta, como queda dicho -y como Hegel ha repetido de manera incansable-, no puede ser definida por su oposición a lo finito: eso la haría irremediablemente limitada, reduciéndola a ser un extremo de la contradicción. El auténtico 11. «Aliud enim, quia aliud est ab aliquo, eo caret, a quo aliud. Non-aliud autem, quia a nullo aliud est, non caret aliquo, nec extra ipsum quidam esse potest («Porque lo distinto, puesto que es distinto de algo, carece de aquello de lo que es distinto. Pero lo no-distinto, porque no es distinto de nada, no carece de algo, ni fuera de él puede haber algo») («De non aliud», 6; cf. 2 y 14; Philosophisch-Theologische Schriften, Studienund Jubilaumsgabe II, Wien 1982, p. 464). Cf. la excelente exposición de este tema en W. BEIERWALTES, Identitá e differenza, Milano 1989, pp. 145-173. Ya antes el Maestro Eckhart, con su aguda y anticipadora dialéctica, había hablado de Dios como «negación de la negación»: «Todas las criaturas llevan en sí una negación; una niega ser otra. Un ángel niega ser otro [ángel]. En Dios, empero, hay una negación de la negación; es uno solo y niega todo lo demás, porque no hay nada fuera de Dios. Todas las criaturas existen en Dios y son su propia divinidad, y esto significa plenitud (...). Al negar yo que haya alguna cosa en Dios -[por ejemplo], si niego que haya bondad en Dios, aun cuando, en verdad, no puedo negar nada que hay en Dios-, al negar [pues] que haya algo en Dios, aprehendo algo que Él no es; justamente esto debe quitarse. Dios es uno solo, es una negación de la negación» («Sermón 21: Unus Deus et pater omnium», en Tratados y Sermones, Barcelona 1983, pp. 454-455; es el sermón 22 en la edición de J. QuiNT, Deutsche Predigten und Traktate, Diogenes Verlag 1973, p. 252).
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Infinito, como plenitud irrestricta, «incluye incluso su propia oposición a lo finito»; de suerte que «lo finito tiene su verdad en lo Infinito». La confluencia de ambas ideas deja a salvo la trascendencia divina, sin por ello inducir el pensamiento de un dios lejano. Al contrario: como Infinito, Dios no tiene que venir al mundo, porque lo incluye ya siempre dentro de sí y lo habita en su raíz más honda y originaria; como Creador, no tiene que intervenir puntualmente, porque su acción lo está ya sustentando y pro-moviendo, haciéndolo ser y actuar; no acude y ayuda cuando se le llama, porque es Él quien desde siempre está convocando y solicitando la colaboración de la creatura. Las variaciones reales que constituyen la historia no dependen de los vaivenes de su actividad, sino de la inevitable intermitencia de la aceptación por la creatura. De aquí nace una consecuencia decisiva: la ruptura de todo dualismo natural-sobrenatural, e incluso sagrado-profano. Permanece la diferencia, ciertamente; pero, puesto que todo viene de Dios y está incluido y sustentado en Él, todo puede y debe ser vivido como acogida y afirmación de su acción creadora. Cuanto ayude a la verdadera realización de la realidad creada, material o espiritual, científica, social, moral o religiosa... responde al designio creador y constituye idénticamente la realización de su acción en bien de sus creaturas y la realización de éstas como afirmación del propio ser en cuanto acogida de la acción divina. Traer esto al lenguaje no puede, claro está, resultar fácil. Pero, al menos, tenerlo en cuenta marca los límites que no deben traspasarse e indica la dirección de todo esfuerzo expresivo que quiera ser auténtico. Algo que vale respecto de nuestros intentos de hablar tanto de la acción de Dios como del abisal misterio de su ser. En cuanto a la primera, negativamente muestra que deberá evitarse toda expresión que implique la imagen de un dios que, «estando fuera», entra con su acción en el mundo y que, previamente «pasivo», es movido por nuestros ritos u oraciones. Positivamente, el lenguaje habrá de esforzarse por traer a primer plano la absoluta iniciativa divina, que convierte en respuesta toda aparente iniciativa humana: Dios es quien ha sus-
citado ya la oración cuando ésta sube a nuestros labios (cf. Rm 8, 26); y ha promovido ya nuestra acción cuando empezamos a hacer algo (cf. Sal 127,1; Jn 15,5). Contra todas las apariencias, no somos nosotros quienes, llevando el peso originario del trabajo, solicitamos que Dios, hasta entonces quieto, se decida a ayudarnos: es Él quien, amor eternamente en acto, «trabajando siempre» desde la creación del mundo (Jn 5,17), nos convoca a nosotros -resistentes y pasivos aun en nuestras horas mejorespara que colaboremos en su obra. Si ya el lenguaje de la acción resulta difícil, más lo resulta todavía el del ser. Precisamos hablar de Dios como distinto, pero no separado; como unido, pero no idéntico; y eso es algo que supera nuestros recursos. En realidad, no cabía esperar otra cosa, puesto que se trata de una relación única, para la que, por definición, no existe comparación posible. Sólo quedan abiertos el recurso simbólico, que -siguiendo el aviso de Heráclito«quiere y no quiere» decir12, y el hablar provisional, dispuesto a corregirse en el mismo momento de pronunciarse. De hecho, aquí el lenguaje oscila de manera inevitable: la percepción espontánea y superficial tiende a la separación: Dios está arriba, en el cielo; la intuición profunda, en cambio, busca expresar la unidad: «Dios y su obra es Dios», decía san Juan de la Cruz13. Es preciso hablar, y será inevitable acentuar uno de los lados -la identidad o la diferencia-; pero habrá que hacerlo sin perder nunca de vista el otro, en oscilación permanente, que corrija en lo posible la injusta unilateralidad. En todo caso, el lenguaje religioso tiene hoy que prestar una muy cuidadosa atención a este hondo y abrupto aspecto del problema. La nueva sensibilidad para lo simbólico, una vez superados los secos racionalismos de la Ilustración y del posi-
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12. Aludo al profundo dicho de Heráclito: «El Único verdaderamente sabio quiere y no quiere ser llamado Zeus» (Fr. 32). 13. «Dichos de luz y amor», n. 107, en Vida y Obras completas, Madrid 19645, p. 966. Era vivísima esta percepción en el santo: «Y así no se ha de entender que lo que aquí se dice que siente el alma es como ver las cosas a la luz o las criaturas en Dios, sino que en aquella posesión siente serle todas las cosas Dios. (...). Estas montañas es mi Amado para mí. (...). Estos valles es mi Amado para mí» (Cántico Espiritual, Canc. 1415 [en la edición citada, pp. 664-665]).
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tivismo, se muestra aquí como de gran ayuda para preservar la especificidad de lo religioso y, muchas veces, incluso para crear el indispensable espacio de su inteligibilidad14. Y, sobre todo, permite aprovechar la riquísima aportación de las tradiciones místicas: la cristiana, desde luego; pero también las de otras tradiciones que, como las orientales, han hecho en este punto aportaciones de especial fecundidad. Por lo demás, este esfuerzo de atención a lo estructural se prolonga en los otros dos que vamos a analizar.
extendida, de que la religión pertenece irremediablemente a una mitología pasada. Y, una vez alertados, basta una simple ojeada para comprender que no se trata de un caso aislado, sino que el problema afecta profundamente al marco mismo de las formulaciones en que se expresan las grandes verdades de nuestra fe. ¿Quién, a la vista de los datos proporcionados por la historia humana y la evolución biológica, es capaz de pensar hoy el comienzo de la humanidad a partir de una pareja perfecta, en un paraíso sin fieras y sin hambre, sin enfermedades y sin muerte? Más grave todavía: ¿quién -incapaz como se siente toda persona normal de golpear a un niño para castigar una ofensa de su padrepuede creer en un «dios» que durante milenios estaría castigando a miles de millones de hombres y de mujeres, todo porque sus «primeros padres» le desobedecieron comiendo una fruta prohibida? Esto puede parecer caricatura, pero todos sabemos que fantasmas iguales o parecidos habitan de manera muy eficaz el imaginario religioso de nuestra cultura. Y la enumeración puede continuar, en asuntos, si cabe, más graves. Así, por ejemplo, se sigue hablando con demasiada facilidad de un «dios» que castigaría, por toda una eternidad y con tormentos infinitos, culpas de seres tan pequeños y frágiles como, en definitiva, somos todos los humanos. O que exigió la muerte de su Hijo para perdonar nuestros pecados; y grandes teólogos, desde Barth a Moltmann y Urs von Balthasar, no se recatan todavía hoy de afirmar que en la cruz Dios estaba descargando sobre Jesús la «ira» que tenía reservada para nosotros15... Bien sabemos que bajo estas expresiones late una honda experiencia religiosa, e incluso que, con esfuerzo y buena vo-
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2. El problema del cambio cultural Segunda anécdota. En la fiesta de la Ascensión, un locutor religioso, tratando de acercar el misterio a sus oyentes e intentando «modernizar» su lenguaje, tuvo la ocurrencia genial: describió a Cristo como «el divino astronauta». 2.1. La alerta de la «desmüologización» Ante expresiones como ésta, cuando se supera una cierta e irremediable sensación de ridículo, surge enseguida la sospecha de estar ante un problema muy grave. El ejemplo muestra, en efecto, cómo la dificultad anterior, de carácter estructural, se prolonga al enlazar con la engendrada por el cambio cultural que desde la entrada de la Modernidad ha sacudido las raíces más hondas del pensamiento y la expresión de la experiencia cristiana. Porque es evidente que la descripción neotestamentaria no encaja en la nueva visión de un mundo que no tiene ya arriba ni abajo, que no se divide en lo terrenal (imperfecto, mutable y corrupto) como opuesto a lo supralunar o celestial (impoluto, circular, perfecto y divino). Por eso, intentar, como en la anécdota, forzar el encaje mediante un superficial afeite lingüístico lleva al absurdo; y, lo que es peor, confirma la acusación, tan 14. Ésta ha sido una insistencia constante de J. GÓMEZ CAFFARENA, que, con razón, privilegia siempre el símbolo del amor: cf., principalmente, Lenguaje sobre Dios, Madrid 1985, con otras referencias.
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15. Ver, por ejemplo, B. FORTE, Jesús de Nazaret, historia de Dios, Madrid 1983, pp. 255-268, que aporta muchos datos y que, por fortuna, a pesar de un discurso en el que de algún modo acepta esta visión horrible, sabe leer en la cruz el increíble amor de Dios. Lo último es sin duda lo que todos quieren decir -¿cómo serían teólogos, si no?-, pero el afán de conservar la letra de ciertos pasajes de la Escritura les lleva a ese tipo de retórica teológica. Retórica que, de entrada, resulta muy eficaz, pero que con el tiempo deja ver los estragos de su incoherencia en un contexto secularizado, que, interpretándolas en su sentido normal, las encuentra insufribles.
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luntad, resulta posible llegar a entenderlas de una manera más o menos correcta. Pero sería pastoral y teológicamente suicida no ver que el mensaje que de verdad llega a la gente normal es el sugerido por el significado directo de esas expresiones, puesto que las palabras significan en el preciso contexto en que son pronunciadas y recibidas. De otro modo, se incurre en lo que alguien ha llamado con acierto una «traición semántica»16, que acaba haciendo inútil y aun contradictorio el recurso a procedimientos hermenéuticos, artificios oratorios o refinamientos teológicos para lograr una significatividad actual, pretendiendo al mismo tiempo conservar palabras y expresiones que son solidarias del contexto anterior. Como en esos diques cuya estructura ha cedido ya a la presión de la riada, los muros de contención y los remedios provisionales son incapaces de contener la hemorragia de sentido provocada por las numerosas y crecientes rupturas del contexto tradicional. O se renueva la estructura, o el resultado sólo puede ser el desbordamiento y la catástrofe. Como queda dicho, sería bueno que, a causa de ciertas exageraciones por su parte y de ciertos alambicamientos teológicos por parte de muchos críticos, se descuidase el grito de alerta lanzado por Rudolf Bultmann con su programa de la desmitologización. Piénsese que, por mucho que lo diga el libro de Josué, ninguno de nosotros es capaz de creer que el sol se mueve en torno a la tierra; y si, a nuestro lado, alguien cae al suelo con un ataque epiléptico, no podemos creer que la causa ha sido un demonio, aunque así lo pensase en su tiempo o, mejor, lo diese por supuesto el mismo Jesús. Afirmar esto no implica en modo alguno negar el contenido religioso ni el valor simbólico (Bultmann hablaba de «significado existencial») de esas narraciones. Lo que se cuestiona no es el significado, sino la aptitud de aquellas expresiones para vehicularlo en el nuevo contexto. Para decirlo con un ejemplo concreto: la creación del hombre en el capítulo segundo del Génesis sigue conservando todo su valor religioso y toda su fuerza existencial para una lectura que trate de ver ahí la
relación única, íntima y amorosa de Dios con el hombre y la mujer, a diferencia de la que mantiene con las demás criaturas. Pero para verlo así resulta indispensable traspasar la letra de las expresiones. De lo contrario, si se persiste en leer en esos textos, de evidente carácter mítico, una explicación científica del funcionamiento real del proceso evolutivo de la vida, todo se convierte en puro disparate17. De hecho, sabemos muy bien que, durante casi un siglo, en este caso concreto la fidelidad a la letra se convirtió en una terrible fábrica de ateísmo, haciendo verdad la advertencia paulina de que «la letra mata, mientras que el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6).
16. El joven teólogo, discípulo y amigo, Pedro Castelao en un trabajo todavía inédito sobre la revelación en Paul Tillich.
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2.2. Las consecuencias del cambio de paradigma Pero reducir el problema a la desmitologización sería minimizarlo, porque ésta se enmarca en el proceso más amplio y profundo de cambio de paradigma cultural, que, afectando al conjunto de la cultura, modifica profundamente la función del lenguaje. Resulta obvio que eso conlleva la necesidad de una remodelación y re-traducción del conjunto de conceptos y expresiones en que culturalmente se encarna la fe. La afirmación es grave y comprometida. No cabe desconocer que tomarla en serio implica para el cristianismo una reconfiguración profunda -muchas veces incómoda y aun dolorosade los hábitos mentales, de los usos lingüísticos y de las pautas piadosas. Basta pensar en un dato tan simple y evidente como el de que la inmensa mayoría de los conceptos y buena parte de las expresiones en que nos ha llegado verbalizada la fe -en la piedad y en la liturgia, en la predicación y en la teología- pertenecen al contexto cultural anterior a la Ilustración: tienen, en efecto, sus raíces vitales en el mundo bíblico, fueron configuradas reflexivamente durante los cinco o seis primeros siglos de nuestra era y recibieron su formulación más estable a lo largo de la Edad Media. Posteriormente ha habido, desde luego, actualizaciones, pero -sobre todo en el catolicismo- tuvieron por 17. Cf. las acertadas observaciones de P. RICOEUR, Finitude et culpabilité. II: La symbolique du mal, Paris 1960, pp. 13-30 y 323-332.
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lo general un marcado carácter restauracionista (neo-escolástica barroca y decimonónica, «¿o-tomismo postmodernista). La situación se agrava todavía por el hecho de que el cambio no se produjo como un avance lineal, sino como una transición violenta. La caída de la cosmovisión antigua produjo la sensación de haber sido engañados, de que era preciso reconstruirlo todo de nuevo. Las reacciones fueron sin duda excesivas muchas veces, pero marcaban una tarea ineludible: la cultura, y por lo mismo la religión, en la medida en que era solidaria con ella, no podían seguir hablando el mismo lenguaje. No era posible continuar ni con la lectura literalista de la Biblia ni con una concepción ahistórica del dogma. Para la teología, la tarea aparecía inmensa, y no pueden extrañar las reacciones defensivas y el estilo mayoritariamente restauracionista. El resultado se ha traducido en un claro retraso histórico que agrava la situación. Por suerte, el Vaticano n, al proclamar la urgencia del aggiornamento, reconoció la necesidad de la renovación y abrió oficialmente las puertas para emprenderla. Aun así, el peso de las dificultades se ha hecho sentir, y el vértigo de lo nuevo ha frenado muchas iniciativas. La verdad es que, a corto o medio plazo, no cabe todavía esperar soluciones medianamente unánimes y satisfactorias.
razones fundamentales: porque la percepción del desajuste obliga a la claridad, y porque la nueva situación trae consigo posibilidades específicas sólo desde ella perceptibles. La magnitud del cambio, en efecto, permite ver mejor la estructura del problema: justamente la mutación cultural que nos impide tomar a la letra el relato de la Ascensión es la misma que nos permite liberar el significado permanente de su esclavitud respecto del significante temporal. La imposibilidad de ver el relato como una ascensión material nos deja en franquía para buscar su intención auténticamente religiosa. Operación no fácil ni sencilla, ciertamente, puesto que no se trata de una relación extrínseca, ni siquiera como la del cuerpo y el vestido. El significado no existe jamás desnudo, «en estado puro», sino ya siempre traducido en una forma concreta: no leer la Ascensión como un subir en la atmósfera, significa necesariamente estar leyéndola ya en el marco de otra interpretación. Con todo, resulta posible la distinción, y es muy importante comprenderlo y afirmarlo, pues únicamente desde ahí nace la legitimidad del cambio y la libertad para emprenderlo. Vale la pena aclararlo con un ejemplo, tomando como referente el agua y su figura (no su fórmula), en lugar del cuerpo y su vestido. No existe nunca la posibilidad de tener la figura del agua «en estado puro»: siempre tendrá la forma del recipiente -vaso o botella, jarra o palangana- que la contenga. Si no nos gusta una figura, podemos cambiarla, pero sólo al precio de sustituirla por otra: la impuesta por el nuevo recipiente. Sin embargo, distinguimos bien entre el agua y sus figuras; y comprendemos que se puede cambiar de recipiente sin que por ello deba cambiar necesariamente la identidad del agua. Desde luego, en todo trasvase existe siempre el peligro de pérdidas y derrames; pero, si no queremos que el agua se estanque y se pudra, la alternativa no está en conservarla siempre en el mismo sitio, sino en cuidar que el traslado resulte íntegro, sin merma del contenido. Con las limitaciones de todo ejemplo, algo parecido sucede con la fe y sus expresiones. La fe no existe jamás en estado puro, sino siempre en el seno de una interpretación determinada. Pero, si ha de vivir en la historia, no puede quedar estancada en un tiempo determinado, sino que debe atravesarlos todos,
2.3. Los caminos del cambio De todos modos, estaría fuera de lugar una actitud resignada y pesimista. Cuando se piensa con cierta perspectiva en los profundos cambios ocurridos sobre todo a partir del Concilio, y se está atento a los procesos de fondo en la vida eclesial, no resulta difícil percibir avances muy importantes. Queda mucho por hacer, ciertamente, pero la percepción profunda de esta mutación fundamental y la necesidad de continuarla constituyen ya una fuerte presencia en el ambiente general, tanto en la sensibilidad religiosa ordinaria como en la preocupación honda de los teólogos (muchas veces, incluso más de lo que dejan ver las elaboraciones expresas de la teología). También en este caso se realiza aquello de que «donde aparece el peligro, allí crece igualmente la salvación». Por dos
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adaptándose a sus necesidades y aprovechando sus posibilidades. Lo cual implica, a la vez, libertad y modestia. Modestia, porque parece claro que ninguna época puede pretender que su interpretación sea única o definitiva, ni siquiera la mejor: nuestras actualizaciones son siempre provisionales. Pero libertad también, porque, precisamente por eso, toda época tiene derecho a su interpretación. Justo porque la fe quiere ser «agua viva», la manera de conservarla no es represarla en un depósito muerto, sino construir -con cariño y respeto, para que nada se pierda; pero también con valentía y creatividad, para que no se estanque y corrompa- canales siempre nuevos por los que fluya hacia adelante, fecundando los tiempos y las culturas. Esto es tan serio que rompe por sí mismo la sacralización de cualquier configuración expresiva de la fe, incluida la primera, no digamos la medieval. Ni siquiera en la Escritura está la experiencia cristiana en estado puro, sino traducida ya en los esquemas culturales de su tiempo y en las «teologías» de los diversos autores o comunidades: el mismo Jesús hablaba y pensaba dentro de su marco temporal, que no es ni puede ser el nuestro (¡no fue ya pequeña transformación el pasar sus palabras del arameo al griego!). La revolución exegética -y, a su modo, la renovación patrística- lo ha puesto al descubierto de manera irreversible, y lo cierto es que se han abierto grandes posibilidades no sólo para la ruptura de esquemas obsoletos sino también para la búsqueda de nuevas fórmulas y expresiones. No ha resultado, ni podía resultar, fácil. De hecho, provocó una de las crisis más graves en la historia del cristianismo. Afrontarla supuso, a pesar de las resistencias, cortapisas y represiones, un coraje de tal trascendencia que Paul Tillich, siguiendo a Albert Schweitzer, llega a afirmar que «quizás a lo largo de la historia humana ninguna otra religión tuvo la misma osadía ni asumió un riesgo parecido»18. Por eso nunca agradeceremos bastante el aire fresco que gracias a ella entró en la
Iglesia. Y ningún agradecimiento mejor que el de continuar la empresa, tratando de llevarla a su plena consecuencia. Lo que, en definitiva, se nos pide, por estricta fidelidad al dinamismo de la fe, es trabajar en la búsqueda de una interpretación y de su correspondiente lenguaje para, rompiendo moldes culturales que ya no son los nuestros, hacer transparente su sentido originario para los hombres y mujeres de hoy. Pero decíamos que la nueva situación no se limita a aportar claridad sobre el problema, sino que ofrece también nuevas posibilidades de afrontarlo. La misma claridad del planteamiento supone ya una ayuda enorme, sobre todo teniendo en cuenta que abre la puerta a la utilización de todos los recursos de la hermenéutica moderna. No en vano estamos en «la edad hermenéutica» de la teología19, y no como recurso ocasional, sino por profunda connivencia, puesto que la experiencia religiosa, precisamente por la dificultad que ofrece la trascendencia de sus referentes, pide ahondar al máximo el ejercicio de la interpretación. No es casual que Schleiermacher esté en las raíces de la hermenéutica moderna; y, yendo más allá, Richard Scháffler ha indicado, con razón, que por eso mismo la religión constituye históricamente la matriz y el modelo de toda crítica20. De todos modos, la aportación es sobre todo directa, en el sentido de que la nueva cultura, al abrir campos inéditos a la comprensión humana, amplía el espacio del intellectus fidei y aumenta los recursos para expresarlo y hacerlo accesible a la sensibilidad actual. Piénsese, por ejemplo, en las brechas que en la incomprensión ambiental del fenómeno religioso han abierto teologías como las de la esperanza, de la política y de la liberación, gracias a que aprovecharon los medios ofrecidos por el análisis social. Y, en otro sentido, acaso no sea menor la aportación que está llegando desde la ciencia psicológica (que muchas veces, como en los casos de Pohier o de Drewermann,
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18. Teología Sistemática II, Barcelona 1972, p. 146. A. Schweitzer afirma que esa empresa «representa lo más poderoso que jamás ha osado y realizado la reflexión religiosa» {Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, München-Hamburg 1976, p. 45).
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19. Cf. J. GREISCH, L'áge herméneutique de la raison, París 1985; C. GEFFRÉ, El cristianismo ante el riesgo de la interpretación. Ensayos de hermenéutica teológica, Madrid 1984. 20. Religión und kritisches Bewusstsein, Freiburg-München 1973, pp. 9091,95-99, 105, 109, 118 y 160.
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su entrada resulte conflictiva, no invalida la constatación, sino que la confirma, pues indica que está tocando puntos sensibles, pero reales)21. En general, cabría en este sentido ver el auténtico progreso cultural como un enriquecimiento de lo que en el capítulo primero he llamado el significante teológico. De hecho, la historia reciente muestra claramente que una alianza crítica con aquella parte de la cultura que busca lo verdaderamente humano (y, por eso mismo, divino) ha sido siempre beneficiosa para las Iglesias: piénsese, por ejemplo, en la tolerancia, la democracia o la justicia social. En una palabra, si ante la cuestión estructural el lenguaje religioso ha de buscar su renovación acudiendo sobre todo a los hondos recursos de la mística, en lo que respecta al desafío cultural son principalmente las ciencias humanas las que han de ser aprovechadas. Y no cabe duda de que una apertura generosa y una utilización al mismo tiempo crítica y valiente ofrece ricas posibilidades para ir afrontando la difícil pero irrenunciable tarea de la retraducción del cristianismo que postula nuestra situación cultural.
cido en la sensibilidad general. Que, a pesar de todo, se siga rezando de ese modo, demuestra la enormidad de la tarea que resta por hacer. Por un lado, sintetiza las dificultades y las propuestas analizadas hasta aquí; y, por otro, sirve en cierto modo para verificar su validez. Desde luego, sirve muy bien para completar lo anterior. Hasta este momento, la reflexión había atendido casi exclusivamente a los aspectos más teóricos y especulativos del problema y, por lo tanto, al significado objetivo del lenguaje religioso: a su dimensión semántica. Ahora conviene pasar a primer plano la dimensión pragmática, que atiende sobre todo a la subjetividad de los interlocutores y a sus interacciones mutuas, tanto en la dimensión ilocutiva, es decir, el lenguaje en cuanto que expresa el compromiso del hablante, como en la dimensión perlocutiva, en cuanto que el hecho de hablar tiende a producir por sí mismo algún tipo de efecto22. Es obvio que la oración -por sus implicaciones teóricas y por sus efectos prácticos- constituye un cruce decisivo de todas las dimensiones y puede servir de mediación excelente en una doble dirección: para traducir en vivencia efectiva los frutos de la reflexión teológica y, a la vez, para asegurarlos y fomentarlos, educando hacia ellos la sensibilidad creyente. Y, dentro de ella, la oración de petición representa un auténtico experimentum crucis21 para un lenguaje religioso que quiera mostrarse coherente, realizable y creíble en la situación actual.
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3. La dificultad pragmática Tercera anécdota. Un sacerdote inicia, como siempre, la oración de los fieles. Pero de pronto, sin haberlo pensado antes, siente la necesidad de corregirse: «Para que Dios acabe con el hambre en Somalia... (cosa que Él no hará), roguemos al Señor». 3.1. La oración de petición como «experimento crucial» Hay algo fuerte en el episodio, que obliga a meditarlo con cuidado. Que una oración, rezada con toda solemnidad por millones de fieles en todo el mundo, pueda hacer reír, cuando se alerta sobre su contenido, indica la efectividad del cambio produ21. Cf.
J.I.
GONZÁLEZ FAUS - C.
DOMÍNGUEZ MORANO - A.
QUEIRUGA, «Clérigos» en debate, Madrid 1996.
TORRES
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22. Como se sabe, la terminología dista mucho de ser unitaria. Yo adopto la propuesta por J.L. AUSTIN, HOW to Do Things with Words, Oxford 1962 (trad. cast.: Cómo hacer cosas con palabras, Barcelona - Buenos Aires 1982). Él mismo aborda el problema religioso en «Religious Commitment and the Logical Status of Doctrines»: Religious Studies 9 (1973) pp. 39-48. A pesar de todo, la dimensión pragmática no ha podido recibir en este tratamiento toda la atención que merecería. Problemas e informaciones importantes al respecto, entre la inmensa bibliografía, pueden verse en H. SCHRÓDTER, Analytische Religionsphilosophie. Haupstandpunkte und Grundprobleme, Freiburg-München 1979; I.U. DALFERTH, Religiose Rede von Gott, München 1981; R. SCHÁFLER, Das Gebet und das Argument. Zwei Weisen des Sprechens von Gott, Dusseldorf 1989; E. ROMERALES (ed.), Creencia y racionalidad. Lecturas de Filosofía de la Religión, Barcelona 1992. 23. Aludo al título de una obra significativa al respecto: G. GRESHAKE - G. LOHFINK (Hrsg.), Bittgebet -Testfall des Glaubens, Mainz 1978.
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Si lo dicho en los apartados anteriores encierra un mínimo de verdad, no cabe seguir repitiendo fórmulas y expresiones que, como demuestra la anécdota, resultan hoy inasimilables, por ser culturalmente solidarias de una visión que ya no puede admitirse como válida. Conviene, sin embargo, aclarar bien el sentido preciso de lo que, en asunto tan delicado, intentamos decir. Porque, desde el comienzo mismo del cambio cultural, la oración de petición, precisamente por su situación de encrucijada decisiva, se encontró bajo el fuego cruzado de múltiples y agudas críticas: para los deístas carecía de sentido en un mundo reloj-perfecto abandonado a sí mismo por el Gran Arquitecto; para Kant fomentaba la irresponsabilidad ética; y para Feuerbach se reducía a un diálogo del alma consigo misma24. Algo habrá que aprender de estas críticas. Pero es obvio que no van a ser éstos los motivos de la presente reflexión, que nace de la estricta consideración teológica hecha hasta aquí; de suerte que, en general, apunta justamente en la dirección opuesta. Tanto en sentido positivo como negativo. Positivamente, parte del respeto a la iniciativa absoluta del Dios creador, así como del reconocimiento de su amor incondicional y de su bondad sin medida ni discriminación de ningún tipo. A un Dios padre-madre, que desde siempre no busca otra cosa que nuestra plenitud y salvación, es obvio que no tiene sentido tratar de informarlo, convencerlo o moverlo a compasión; al contrario, todo nuestro esfuerzo ha de centrarse en dejarnos iluminar, guiar y convencer por Él. Se ve bien recurriendo de nuevo a la anécdota: si lo pensamos bien, prescindiendo de las intenciones subjetivas, ¿no resulta objetivamente ofensivo querer recordarle a Dios que en África hay hijos suyos que pasan hambre, y suplicarle que tenga piedad de ellos?25.
Porque la situación es exactamente la contraria: es Dios quien, antes que nadie y con mayor compasión que nadie, «escucha los gemidos» de los que sufren (Ex 2,24); Él, quien suscita en nosotros la conciencia y el deseo de ayudarlos (cf. Ex 3,7-11); Él, quien -ahora sí- nos dice a cada uno: «escucha y ten piedad» de tus hermanos, que son mis hijos, y cuyos gritos son mis gritos. Eso no sería grave si se tratase sólo de un juego de palabras, de un simple modo de hablar. Pero está en juego algo mucho más serio: los terribles efectos negativos que ese modo de orar tiene sobre nuestra imagen de Dios. Porque, con independencia de nuestras intenciones expresas, pedirle algo a Dios equivale a invertir todo el movimiento, situando la iniciativa del lado humano, y la pasividad del lado divino. Implica, en efecto, estar diciendo que somos nosotros los primeros en querer salvar el mundo, en compadecernos del sufrimiento, en interesarnos por el avance del bien, y que por eso rogamos para que también Dios colabore en el empeño. Conviene, de todos modos, insistir en el significado objetivo de estas afirmaciones. Por experiencia personal, sé muy bien que, cuando se escuchan por vez primera, este tipo de consideraciones suele causar extrañeza y aun irritación. Y se comprende, porque casi nunca es ésa la intención subjetiva del orante que hace la petición. Sería injusto no reconocerlo así o, peor aún, negarse a ver los abundantes frutos de generosidad, humildad y confianza que a lo largo de los siglos se han ido acumulando -y siguen, a pesar de todo, acumulándose- en la oración de petición.
24. Cf., aparte de las enciclopedias y dicccionarios, F. HEILER, Das Gebet. Eine religionsgeschichtliche und religionspsychologische Untersuchung, München - Basel 19695; C. FABRO, La preghiera nel pensiero moderno, Roma 1983; G. MORETTO (ed.), Preghiera e filosofía, Brescia 1991. 25. Para poner un ejemplo, acaso un tanto simple: ¿quién se atrevería a decirle a la madre de un hijo enfermo que escuche las súplicas de sus vecinos para que tenga compasión de él y le atienda? Mucho más todavía si esa madre está ya entregada en cuerpo y alma a la cabecera del enfermo y no hace otra cosa que buscar remedios, médicos y enferme-
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3.2. Las implicaciones «objetivamente perversas» de la petición Sin embargo, una vez reconocida la intención, no sería bueno negarse a analizar las implicaciones objetivas de su realización, es decir, aquellas implicaciones que, con independencia e ras que la ayuden. ¿No es Dios quien continuamente nos está convocando al amor a los demás e insistiendo con toda la fuerza de su gracia en que nos convirtamos en buenos samaritanos?: «Anda y haz tú lo mismo» (Le 10,37).
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incluso contra la conciencia expresa del orante, se imponen en el contexto actual por la fuerza misma del lenguaje empleado. Ya Sócrates insistía en que «no hablar con propiedad no es sólo falso en sí mismo, sino que, además, hace daño a las almas»26. Hoy el «giro lingüístico» impide ignorarlo, mostrando que sería suicida no tener en cuenta el papel absolutamente decisivo que desempeña el lenguaje en la configuración de nuestro modo de percibir y vivir la realidad27. También, y acaso sobre todo, la realidad religiosa. Dada la delicadeza del tema, serían precisos análisis muy detallados. Pero, teniendo en cuenta la escasez del espacio, hemos de resignarnos a unas brevísimas indicaciones. Pedir, aunque el hablante no lo pretenda, implica necesariamente: a) informar a alguien acerca de algo, caso de que no lo sepa, no lo recuerde o no esté atento; b) tratar de influir en él o en ella, para que se decida a actuar. Es evidente que, en el caso de Dios, lo primero está fuera de lugar, pues Él lo sabe todo «antes incluso de que se lo pidamos» (Mt 6,8). Pero no es menos evidente que también lo está lo segundo, y las consecuencias son mucho más graves. Porque «informar» a Dios iría contra su omnisciencia; pero tratar de «moverlo a compasión» niega la primacía de su salvación y lesiona el corazón mismo de su bondad. Para concretar algo más, recuérdese la anécdota inicial. Prescindamos ya de lo nocivo que resulta para una vivencia religiosa lúcida el hecho de estar pidiendo ante Dios algo que se reconoce imposible (hasta el punto de que, verbalizado, puede convertirse en chiste que hace reír). Prescindamos igualmente de lo que puede implicar estar «recordándole» a Dios que en África hay gente atormentada por el hambre, como si Él, a semejanza del Baal de quien se burlaba Elias (1 Re 18,27), necesitase nuestras insistencias. Concentrémonos en lo más grave, en la imagen de Dios que objetivamente ese lenguaje está alimentando, a saber: a) que Dios podría ayudar, pero -por los motivos que sea- no quiere; b) que, en el supuesto de que
la petición haya sido «eficaz», quiere sólo algunas veces, ayuda a unos sí y a otros no. El resultado es en ambos casos funesto. En el primero, Dios no debe de ser muy bueno, pues, sea cual sea el motivo, ninguna persona honesta se negaría, si estuviese en su mano, a acabar con el cáncer, el hambre o el odio en el mundo. En el segundo, su amor aparece, por un lado, reservado y poco generoso y, por otro, concediendo privilegios o atendiendo recomendaciones, cuando, por el contrario, sabemos muy bien que «su amor no tiene fin» (Sal 100,5) y que en Él «no hay acepción de personas» (Rm 2,11). Encima, recordemos la fórmula: «Señor, escucha y ten piedad». Cuando al domingo siguiente, una y otra vez, tantos niños y niñas, hombres y mujeres de África sigan muriendo de hambre, en el inconsciente colectivo se continuará grabando la imagen de un Dios que ni «escucha» nuestras súplicas ni «tiene piedad» de tanto sufrimiento. Sin que siquiera sirvan, en este caso, los conocidos recursos de «acaso no conviene» o «no pedimos como es debido», pues sabemos positivamente que Dios no quiere la muerte de sus hijos (luego conviene) y que, además, se trata de una oración litúrgica (luego está bien hecha). Repito que da reparo decir estas cosas, pues podría parecer que se están atribuyendo a los orantes intenciones de las que cualquier fiel se horrorizaría. Se trata, digámoslo una vez más, de lo que sociológicamente suelen llamarse «efectos perversos», no buscados por el actante, sino inducidos por la dinámica misma de la acción. Pero por eso mismo, porque no es esa la intención, conviene -por el honor de Dios y por nuestro bien- tomarse muy en serio la necesidad de evitar las expresiones que objetivamente lo implican.
26. Fedón 115e. 27. Cf. J. POULAIN, «Pragmatique et ontologie», en (A. Jacob [dir.]) Encyclopédie Philosophique Universelle. I: L'Univers Philosophique, París 1989, pp. 512-520.
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3.3. Posibles objeciones Existen, claro está, dificultades para un cambio verdaderamente consecuente. Sería preciso analizarlas con cuidado. Sin embargo, lo decisivo no está tanto en su solución teórica cuanto en la óptica -en el blik, que diría Haré- desde la que se enjuicien. Desde el nuevo paradigma todo resulta relativamente
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claro. Pero mientras no se asume, las dificultades se multiplican, porque la nueva situación se juzga a partir de los presupuestos de la antigua, y entonces, efectivamente, la propuesta resulta inaceptable. A ello hay que sumar todavía la resistencia, tan bien analizada por Th.S. Kuhn a propósito de las «revoluciones científicas» -¡en principio más neutras y objetivas!- que todo paradigma en declive ofrece a la hora de reconocer las evidencias que obligan a adoptar el nuevo. De hecho, cuando se juzgan desde la nueva óptica, ésa es la impresión que producen muchas de las razones que se aducen para resistirse a un cambio en este terreno. De todos modos, no cabe ignorar la carga de seriedad que confieren a tales objeciones tanto su enraizamiento en el mundo bíblico como largos siglos de práctica tradicional. A ellas suelen añadirse todavía otras de carácter antropológico y lingüístico. Intentemos aludirlas brevísimamente. Que en la Escritura, incluidos el Nuevo Testamento y el mismo Jesús, se practica y se recomienda la oración de petición, es un dato indudable. Negarlo sería, simplemente, deshonesto. Pero, como siempre sucede con la Biblia y la Tradición, una vez que se ha superado una lectura literal y fundamentalista, lo decisivo no está en la letra, sino en el espíritu. Es cierto que detrás de nosotros hay siglos de oraciones en forma de petición, pero también lo es que son los mismos que existen de lectura literalista: hasta ayer mismo se tomaban a la letra la estrella de Belén y los Magos, los ángeles y los pastores; igual que se daban por acontecidos todos y cada uno de los milagros o se buscaban concordismos imposibles entre las narraciones y las teologías de los cuatro evangelistas. Hoy ningún biblista serio dice, sin más, que todos eso es mentira; pero proclama -con el Vaticano n - la necesidad de superar la letra en busca de su significado profundo. Es cierto, por ejemplo, que Jesús recomienda la petición. Pero no lo es menos que, si se persiste en tomarlo a la letra, habría que reconocer que, o se ha engañado él, o quiso engañarnos a nosotros. «Pedid y recibiréis»: hace ya bastante tiempo hizo notar C.S. Lewis -defensor de la petición, por otra parte- que la experiencia es más bien, dolorosamente, la contraria: la confianza despertada por esas palabras se ve casi
siempre frustrada28. De ahí que la tradición -y antes los mismos evangelistas: Lucas, por ejemplo, dice que se dará «el Espíritu» (Le 11,13)- haya buscado «explicaciones» y puesto «condiciones», es decir, ha interpretado. Por otra parte, cuando se examinan críticamente los textos, se descubre fácilmente que ni son tantos ni son tan claros como a simple vista parecen. El núcleo más fuerte se reúne en torno a un grupo de parábolas -amigo importuno, juez inicuo...- que .1. Jeremías ha llamado «parábolas de contraste»; a saber, parábolas cuya intención directa y primordial no es la de exhortar a la «petición perseverante» (este énfasis, secundario, es introducido por Lucas), sino a la confianza absoluta, basada justamente en el contraste entre nuestra mezquindad y el inaudito «mucho más» de la bondad y el amor de Dios: si resulta inconcebible que un amigo falte de ese modo a la hospitalidad, y si incluso un juez inicuo acaba haciendo caso a la viuda, «¡cuánto más Dios!»29. Acaso resulte más significativo aún el encuadramiento de esos textos, con una reserva tan evidente en las palabras de Jesús que casi dan la impresión de una advertencia por encima de los siglos para que ahondemos más en el pozo de la letra, hasta encontrar el núcleo decisivo de la confianza. Mateo advierte: «Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo» (Mt 6,7-8)30.
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28. Cf. Letters to Malcolm: Chiefly on Prayer, London 1964; Christian Reflections, Glasgow 1981, pp. 180s. 29. J. JEREMÍAS, Las parábolas de Jesús, Estella 1981", pp. 188-195. Su interpretación es asumida y confirmada por J.A. FITZMYER en su amplio y documentado comentario, El evangelio según san Lucas, III, Madrid 1987, pp. 326-332 y 840-853: «el énfasis de la narración está en esa certeza absoluta de que la oración será escuchada» (p. 327); «La argumentación procede por contraste: de menor a mayor, de absurdo a razonable» (p. 335); «La indecible generosidad de vuestro Padre, que está en el cielo, no tiene ni punto de comparación con la paternidad humana» (p. 336). Lo mismo hace G. LOHFINK, a pesar de tratarse de un trabajo en defensa de la oración de petición: «Die Grundstruktur des biblischen Bittgebets», en (G. Greshake - G. Lohfink [Hrsg.]) Bittgebet -Testfall des Glaubens, op. cit., pp. 24-26. 30. Hay seguramente una protesta contra el famoso fatigare déos («cansar a
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Marcos, por su parte, hace equilibrios en un texto extraño y sugerente: «Por eso os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis» (Me 11,24)31. El texto causó siempre dificultades, pues «pareció demasiado atrevido»32; hay incluso intentos de «corregirlo», sustituyendo ese pasado («habéis recibido») por el presente o por el futuro (lambánete = «recibís», o lémpsesze = «recibiréis»). Pero por algo se mantuvo. Y de lo que no cabe duda es de que en él se exhorta a «una confianza sin límites»33, la cual aparece, una vez más, como lo fundamental en la intención de Jesús. Otras dificultades llegan de ámbitos distintos. La primera alude a la supuesta necesidad antropológica de la petición. Se dice, en efecto, que también los hijos piden a sus padres, aun sabiendo que los quieren; y que en la petición se demuestra tanto nuestra humildad y dependencia respecto de Dios como nuestra solidaridad con los hermanos. Se trata ciertamente de experiencias serias y de valores muy reales. Sin embargo, se impone matizar, y todo el cuidado será
poco para mantener con exquisito respeto el justo equilibrio que deja a Dios ser Dios, en su diferencia única, por encima de nuestros límites y deficiencias: por mucho que ame un padre humano, ni lo sabe todo ni es capaz de estar siempre atento ni está libre de resistencias y egoísmos. En cuanto a los valores aludidos, son reales, y es bueno que se expresen. Pero eso nadie lo niega. El problema está en el modo de expresarlos, de suerte que, por un lado queden bien patentes y, por otro, reflejen con verdad la relación interpersonal en la que acontecen. Es evidente que esos valores quedan mejor expresados cuando se nombran por sí mismos, sin el rodeo por la petición, y que de ese modo pueden ser más fácil y hondamente asimilados. Además, deben expresarse respetando la verdad del Dios a quien se dirigen: la solidaridad con los hermanos, si se expresa en forma de petición, en primer lugar, queda solamente implícita y, en segundo lugar, se verbaliza en un lenguaje que, cuando menos, oscurece el hecho primordial de que el amor de Dios estaba ya ahí y que es Él quien nos invita a nosotros. Con nuestra humildad o nuestra dependencia sucede exactamente lo mismo: expresadas en forma de petición, inducen la impresión de estar ante un Dios que necesita ser convencido, aplacado o conmovido. La dificultad lingüística enlaza con esto. Lo importante en la oración de petición no es su valor semántico, sino su fuerza pragmática. También aquí es preciso empezar reconociendo que, efectivamente, el núcleo de la oración no es una exposición teórica ni un esfuerzo especulativo. Pero eso no significa que puedan separarse, y menos aún contradecirse, ambas dimensiones: nadie expresa su cariño con un insulto, ni alaba a alguien llamándole canalla. Incluso en aquellos casos en los que el valor semántico está claramente puesto entre paréntesis, sabemos el daño que pueden causar expresiones inadecuadas: un amor puede marchitarse cuando el lenguaje se va deslizando hacia la violencia, la chabacanería o la falta de respeto; y, yéndose al extremo, nadie desconoce el daño que puede hacer la costumbre de blasfemar, incluso en aquellas personas que no ponen en ello la menor malicia. La petición, claro está, es otra cosa y, por lo general, se mueve en un clima de profundo respeto. Pero por eso mismo
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los dioses») a fuerza de súplicas, para convencerlos (cf. T. LIVIO, XXVII 50,5; cf. también HORACIO, Cartn. I 2, 26; TÁCITO, Hist. I 29; SÉNECA,
Epist. 31,5; y en el A.T. la historia de Elias, aludida en el texto, burlándose de los sacerdotes de Baal: «¡Gritad más alto, porque es un dios; tendrá algún negocio, le habrá ocurrido algo, estará en camino; tal vez esté dormido y se despertará!» (1 Re 18,27). 31. Cierto que no conviene agarrarse excesivamente a la forma: en el aoristo elábete («recibisteis») parece tratarse «de un perfecto semítico [con significado] profético» (R. PESCH, Das Markusevangelium, II Teil, Freiburg 19802, p. 203 nota 6). J. GNILKA (El evangelio según san Marcos, II, Salamanca 1986, p.158) rebaja más el significado: «el aoristo puede tener cierto significado futuro cuando se encuentra detrás de una condición futura (Bl-Debr § 333, 2)». En cambio, V. TAYLOR (Evangelio según san Marcos, Madrid 1980, p. 560) insiste en que «remite a algo que ha tenido lugar con anterioridad» y señala que Mateo sustituye por lémpsesze («recibiréis»), «con lo que se pierde el vigor de la versión de Marcos». 32. «El tiempo aoristo, que representa el uso semítico del perfecto profético (el cual expresa la certeza de una acción futura), pareció demasiado atrevido y fue cambiado...» (B.M. METZGER, A Textual Commentary on the GreekNew Testament, London - New York 19752, pp. 109-110). 33. «Ein grenzenloses Vertrauen» (G. LOHFINK, loe. cit., p. 23), quien añade: «El dicho de Jesús, Me 11,24, está tan firmemente enraizado en la tradición cristiana primitiva que todavía lo toma el cuarto evangelista y lo transforma en la oración pospascual "en el nombre de Jesús" ... (Jn 14,13s)».
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puede ser muy peligrosa: porque la buena intención, al hacer bajar la guardia, introyecta de manera muy eficaz los contravalores aludidos, deformando nuestra imagen de Dios. De hecho, cuando dejamos las discusiones más sutiles y miramos a sus efectos en la práctica normal, aparece con toda claridad. El do ut des, el regatear con Dios, el tratar de ganar su favor a cambio de algo, el buscar «intercesores», tiene una presencia masiva en la mayor parte de las oraciones. Permítaseme concretar. Hoy mismo, el día en que escribo estas líneas, he visto a una mujer recorriendo de rodillas la giróla de la catedral de Lugo (lo más seguro, para pedir un favor o, en todo caso, para «pagarlo»); y desde Washington he recibido un e-mail de un amigo pidiéndome que fuese a encender una vela en nuestra catedral de Santiago, porque había pedido un estipendio de estudio y quería «asegurarlo también por ese lado»... En cambio -para ir concluyendo ya nuestro tema-, piénsese en los efectos positivos que un lenguaje cuidadoso puede tener en este punto en vistas a ir educando la conciencia cristiana en una imagen auténtica del Dios que «es amor», que está trabajando sin reserva ni descanso para nuestra salvación y que nos convoca a acogerlo y a colaborar con Él. La misma Escritura, leída con esta sensibilidad, ofrece ejemplos muy elocuentes en esta dirección. En el plano íntimo, se nos habla de que Dios «está a la puerta y llama», a ver si le abrimos y le dejamos llenarnos con su presencia34. En el comunitario, no nos pide otra cosa, a través de Jesús, que ayudarle amando a nuestros hermanos: «tuve hambre y me disteis de comer» (Mt 25,35). Y, en general, Pablo nos exhorta: «Por Cristo os lo pido: dejaos reconciliar con Dios» (2 Cor 5, 20). En verdad, tomada en serio, esta actitud no niega ninguno de los registros psicológicos de la expresión y el deseo, del ansia de ayudar, acoger, mejorar y colaborar. No se trata de suprimir los sentimientos reales para reducirse a un monótono alabar o dar gracias. Si la oración quiere ser realmente humana, todo sentimiento puede y debe ser expresado ante Dios. Lo
único que se nos pide es que lo situemos en su verdad, esforzándonos por respetar con exquisito cuidado el amor y la primacía de Dios y por poner en su justo punto nuestra actitud de criaturas queridas y agraciadas, tratando de creer en el amor «increíble» de Aquel que precede a todas nuestras iniciativas y es más grande y generoso que los deseos de «nuestro propio corazón» (Cf. 1 Jn 3,20). En una ocasión he recordado el dicho de una persona amiga: estamos acostumbrados a «quejarnos pidiendo», cuando lo justo es «quejarnos quejándonos». (Nótese que, si me quejo «pidiendo», en el fondo mi inconsciente está haciendo responsable a Dios, o al menos lo ve como todavía no interesado en ayudarme. En cambio, si me quejo «quejándome», queda libre el espacio para verle como el que me acompaña y compadece, como el que está tratando de ayudarme: por lo tanto, mi queja se convierte en escuela de fe y confianza).
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34. «Mira que hace tiempo estoy a tu puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y abre, entraré en su casa y cenaré con él» (Ap 3,20).
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Por otra parte, la creatividad lingüística encuentra aquí una oportunidad magnífica. Porque es obvio que no se trata de renunciar a los valores conseguidos en siglos de experiencia y generosidad, sino de expresarlos en su máxima pureza y significatividad. No existe ni uno solo que no pueda ser expresado en el nuevo modo, pues se deja de pedir, no por soberbia, desconfianza o autosuficiencia, sino por todo lo contrario: porque se sabe y confiesa que Dios es ya siempre amor entregado y generosidad infinita. Tan grande que, en realidad, nunca somos capaces de creerlo del todo, y por eso precisamos el máximo cuidado de la palabra y el respetuoso ejercicio de la acogida. Se ofrece aquí una de las tareas más finas y fecundas para la sensibilidad religiosa. De hecho, no es raro observar cómo, por lo general, a medida que madura la vida espiritual de una persona, las fórmulas de petición van disminuyendo de manera espontánea, para dar paso a otras más positivas, como la adoración, la alabanza, la acción de gracias, la expresión de la confianza, la apertura en el deseo y la acogida... Y es significativo comprobar que lo mismo sucede en el ambiente general: cabe observar, por ejemplo, cómo, en su mayoría, los textos de las nuevas canciones religiosas contienen en este sentido grandes aciertos.
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Si antes aludíamos a la necesidad de aprovechar primero los recursos de la mística, y luego los de las ciencias humanas, ahora conviene insistir en el papel que aquí corresponde a aquellas personas de preocupación más directamente «espiritual» que, sensibles a los nuevos vientos del espíritu, están creando nuevas formas de oración, debido quizás a que su preocupación menos «científica» deja más libre y espontánea su creatividad35.
35. Como es natural, cada uno va encontrando autores que le resultan especialmente sugerentes. A mí, por ejemplo, me ayudan autores como L. Évely, Tony de Mello y M. Regal Ledo. Del primero, cf. La oración del hombre moderno, Salamanca 19828 y, en general, las últimas obras -por desgracia ya postumas- que están apareciendo. Del segundo, la Editorial Sal Terrae ha publicado todas sus obras realmente preparadas por él para ser editadas, y la generosa acogida del público constituye todo un símbolo. Del tercero, en gallego, cf. Un caxato para o camino, Vigo 1988; Chorimas. Pregarías de amor e soidade, Vigo 1991; y los comentarios a los ciclos litúrgicos: Co Evanxeo pola man (Ciclo A); Benqueridos amigos (Ciclo B) y Convocados á irmandade (Ciclo C), Vigo 19921994. Amigo y compañero en la reflexión, está haciendo una admirable labor creativa en este campo.
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Nueva religiosidad y experiencia cristiana de Dios
A primera vista, el mundo actual, considerado religiosamente, ofrece un espectáculo paradójico. Por un lado, crisis de la religión, desencantamiento del mundo, secularismo generalizado, ateísmo rampante... Por otro, New Age, mundo de nuevo poblado de dioses, religiosidad redescubierta, florecimiento renovado de la religiosidad popular... Lo religioso parece de nuevo ubicuo en su presencia y arborescente en sus formas. Orientarse resulta difícil; pero sería malo dejarse arrastrar por la confusión. Necesitamos un mínimo de claridad para comprender a los demás y para situar o resituar correctamente nuestra propia postura. Aquí interesan unas consideraciones fundamentales que puedan enlazar con lo dicho hasta aquí, tanto a propósito del cambio global como del lenguaje religioso. Y también ahora, más que en cuestiones puntuales o en descripciones detalladas, interesan los problemas de fondo que las condicionan y determinan. El tratamiento, además de inevitablemente repetitivo en algunos puntos, resultará sin duda más difícil y complejo; pero acaso ayude a una orientación, en definitiva, más clara y fecunda.
1. Diagnóstico global 1.1. La insatisfacción con el pasado La proliferación de nuevas formas de religión, con sus correspondientes espiritualidades, representa un hecho tan notorio, tan influyente y tan masivo que ha suscitado y sigue suscitan-
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do numerosos estudios. Pero, dado el estado de efervescencia creativa en el fenómeno y la diversidad de los enfoques en su estudio, el resultado es una excesiva variedad de distinciones, tipologías y clasificaciones. Como es obvio, su análisis concreto debe quedar más bien para los sociólogos, los fenomenólogos e incluso los psicólogos de la religión1. Nuestra reflexión ha de interesarse ante todo por el significado de conjunto, tratando de comprender la situación radical que no sólo da origen a esa proliferación, sino que sigue alimentándola. De entrada, y mientras no se aventuren juicios de valor, existe un acuerdo casi unánime: el fenómeno responde a una insatisfacción generalizada, que busca llenar el vacío provocado por el abandono de la religión heredada, en unos casos, o por el descontento con sus formas establecidas, en otros. Allí donde el ansia de trascendencia -que, de manera más o menos definida, caracteriza a la persona humana 2 - es sentida, por un lado, y no ha encontrado una respuesta satisfactoria, por otro, aparece el terreno abonado para acogerse a una de las múltiples formas que hoy ofrece el mercado religioso o para-religioso. Lo que de verdad interesa a una consideración teológica es analizar las causas de esa insatisfacción en su referencia específica al cristianismo. En este sentido, resulta evidente que no importa tanto una mera constatación historicista, y menos aún una actitud beligerante, cuanto un estudio atento y comprensivo. De ese modo se propicia la consecución de dos objetivos fundamentales: a) ver lo que tales manifestaciones pueden en-
señar como síntomas de posible insuficiencia en la respuesta cristiana; y b) captar lo que en ellas hay de llamada y desafío para una necesaria renovación, es decir, para la búsqueda de un cristianismo que quiera vivirse a la altura de su tiempo. Ello obliga a superar cualquier consideración inmediatista, para concentrarse más bien en el análisis de los condicionamientos profundos. Algo que sólo resulta posible encuadrando el fenómeno dentro del proceso de la cultura occidental, pues es en ella donde se hace sentir con toda su fuerza. Más en concreto todavía: es preciso situarlo en el preciso marco de la crisis abierta por la entrada de la Modernidad. Fue en ella, en efecto, donde se originó el cambio radical que determina la situación de nuestro momento.
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1.
2.
En castellano puede verse: M. GUERRA, LOS nuevos movimientos religiosos. Sectas, Pamplona 1993; J. MARTÍN VELASCO, El malestar religioso de nuestra cultura, Madrid 1993 (sobre todo, cap. 2: pp. 53-80); J. BOSCH, Para conocer las sectas. Panorámica de la nueva religiosidad marginal, Estella 1994; B. FRANK, Diccionario de la Nueva Era, Estella 1994; J.C. GIL - J.A. NISTAL, «New Age». Una religiosidad desconcertante, Barcelona 1994; J.M. MARDONES, Las nuevas formas de la religión, Estella 1994; R. BERZOSA, Nueva Era y Cristianismo, Madrid 1995; J.L. SÁNCHEZ NOGALES, La nostalgia del Eterno. Sectas y religiosidad alternativa, Madrid 1997. En esas obras puede verse la bibliografía fundamental. Conviene destacar también la traducción de J. SUDBRACK, La nueva religiosidad. Un desafío para los cristianos, Madrid 1990. En este punto insiste con energía J.L. SÁNCHEZ NOGALES, op. cit., pp. 511, que ofrece numerosas referencias de autores clásicos.
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1.2. La dialéctica modernidad-postmodernidad En un proceso tan complejo, se hace indispensable esquematizar al máximo, renunciando acaso a importantes matizaciones, en busca de las líneas de fuerza fundamentales. Y también aquí existe, de entrada, un consenso casi unánime: el marco general se configura en la dialéctica modernidad-postmodernidad. No por tópico deja este diagnóstico de ser iluminador, porque alude a la maduración que el paso del tiempo ha introducido en la perspectiva: la quiebra del optimismo inicial obliga a prestar mayor atención a la riqueza y complejidad de la realidad histórica. Lo cual ofrece la oportunidad para una visión de conjunto que propicie un diálogo realista, evitando la estrechez dogmática que, de un lado y de otro, ha caracterizado la confrontación entre la modernidad y el cristianismo. Algo comprensible históricamente, pero que es preciso ir superando mediante una actitud más comprensiva y dialogante. La modernidad, al menos en una parte muy importante, se caracterizó por una insatisfacción directa y global frente a la herencia cristiana. Insatisfacción que, como he recordado en el capítulo primero, comenzó más bien por intentos de renovarla a fondo, pero que fue agudizándose hasta el rechazo total en el ateísmo. Por su inculturación en los viejos esquemas teóricos que ahora eran cuestionados y, sobre todo, por su posición de
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poder y predominio en la sociedad, el cristianismo aparecía como enemigo de los nuevos avances y como negador de la ilusión de futuro que se abría ante la cultura emergente. Por desgracia, esa impresión resultaba renovada a cada paso por los conflictos que, de manera casi fatal, provocaba todo avance científico, social o filosófico; hasta el punto de que Walter Kasper ha podido escribir hace años: «Apenas hay un sólo descubrimiento científico importante y moderno que no haya sido condenado o mirado con recelo en alguna ocasión por una u otra de las Iglesias»3. Para muchos, Dios acabó apareciendo como enemigo del progreso y de la plenitud humana y, al final, como anulación del hombre. Como se recordará, Feuerbach lo expresó de forma lapidaria: «para que Dios sea todo, el hombre tiene que ser nada»4. El resultado fue su propuesta de una antropologización radical, que en cierto modo constituyó algo así como la inauguración oficial del ateísmo. Marx, liberándola de sus connotaciones individualistas, convirtió la propuesta en una «cuasireligión» (Tillich) que absolutizaba el proceso social, a su vez incluido en el de humanización de la naturaleza. Freud completó la reacción incluyendo la dimensión psicológica, que abría lo humano sobre profundidades inéditas, literalmente abisales. En el clima actual no resulta fácil hacerse cargo de la enorme capacidad de entusiasmo y movilización que el descubrimiento de estas perspectivas -auténticos «nuevos continentes», como los llamara Althusser- suscitó en la humanidad5. Casi produce un cierto rubor recordar cosas tan sabidas. Pero es necesario, porque ellas constituyen elementos fundamentales en la vertebración de la conciencia moderna, incluida
la nuestra. Un cristianismo que pretenda ser creíble no puede encerrarse en una simple reacción apologética: tendrá derecho a criticar las exageraciones, mas no a rechazar lo que tales descubrimientos suponen de avance irrenunciable. Por fortuna, el proceso cultural mismo se ha encargado de desenmascarar los excesos, quebrando las ilusiones absolutizantes, obligando a una mayor mesura en las expectativas y a una mayor cautela en las críticas. La «dialéctica de la Ilustración», puesta al descubierto en la obra pionera de Theodor W. Adorno y de Max Horkheimer6, se convirtió en la bandera de una toma de conciencia que la profunda crisis de Occidente había introducido ya en el ambiente general. En esa nueva conciencia radica el significado fundamental de la postmodernidad. Lo cual explica sus dos valencias fundamentales. La primera, más bien negativa, en cuanto que, como reacción polar ante el optimismo anterior, tiende a inducir una postura de renuncia no sólo a toda utopía, sino incluso a toda esperanza de renovar el mundo y la sociedad. Sus símbolos confirmatorios son en el fracaso de «mayo del 68» y, a su modo, la caída del muro de Berlín. El carpe diem y el conformismo social constituyen acaso sus frutos menos sanos y agradables. Sin embargo, no está ahí su núcleo más verdadero. Existe una segunda valencia positiva, que se centra en el hecho de haber propiciado la percepción de nuevos valores. En el ámbito de lo individual ha suscitado, o al menos avivado, la revalorización de lo pequeño, la tolerancia hacia lo diferente, la desabsolutización de lo establecido, el nuevo aprecio del cuerpo, la revitalización de la experiencia... Y, acaso sobre todo, en
3. 4. 5.
6.
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Introducción a la fe, Salamanca 1976, p. 20. La esencia del cristianismo, Salamanca 1975, p. 73. El proceso global, como construcción de una «filosofía de la inmanencia», está bien analizado -con la unilateralidad que señalaré en el textopor Y. YOVEL, Spinoza and Other Heretics. I: The Marrano of Reason; II: The Adventures of Immanence, New Jersey 1989; al castellano se ha traducido en un solo volumen con el título Spinoza, el marrano de la razón, Madrid 1995. La misma idea había sido acentuada por K. LOWITH, sobre todo en Gott, Mensch und Welt in der Metaphysik von Descartes bis zu Nietzsche, Góttingen 1967, y antes en Von Hegel zu Nietzsche. Der revolutionare Bruch im Denken des neunzehnten Jahrhunderts (1941), Hamburg/Wamdsbeck 1969.
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M. HORKHEIMER - Th.W. ADORNO, La dialéctica de la Ilustración,
Madrid 1994. Como se sabe, ya Hegel, con su genial sentido de lo histórico, había dicho al respecto cosas fundamentales: Fenomenología del Espíritu, trad. cast. de W. Roces, México 1966, cap. VI, pp. 317-392, y «Glauben und Wissen» en Werke in 20 Bde., Suhrkamp, Bd. 2, pp. 287433. Cf., entre otros muchos, E. JÜNGEL, Dios como misterio del mundo, Salamanca 1984, pp. 93-107; A. LÉONARD, La foi chez Hegel, Paris 1970, pp. 43-67; R. MATE, «La crítica hegeliana de la Ilustración», en (R. Mate - F. Niewohner [coords.]) La Ilustración en España y Alemania, Barcelona 1989, pp. 47-68; ID., Memoria de Occidente. Actualidad de pensadores judíos olvidados, Madrid 1977.
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lo colectivo ha abierto el sentido para la captación y vivencia de una nueva universalidad que busca su expresión a través de una espiritualidad centrada en la harmonía con la naturaleza, en una «nueva alianza» con el cosmos y en una fraternidad a escala humana, sin credos exclusivistas y sin imperialismos culturales. 1.3. La presencia elusiva de lo sagrado Sería excesivo pensar que en todo el proceso haya estado completamente ausente lo sagrado, al menos si lo tomamos no en sus formas institucionalizadas y confesionales, sino como ese horizonte de referencia última al que se abre la trascendentalidad humana. Aunque en formas diferentes y de un modo muchas veces «elusivo»7, su presencia se hace sentir en los dos momentos analizados. En la modernidad secularizada, a medida que fue madurando históricamente, la solicitación de «lo otro» se ha insinuado de múltiples maneras. Acaso nada más significativo que el hecho de que el propio Nietzsche, el gran proclamador de la «muerte de Dios», haya gritado siempre su anuncio «a la contra» del cristianismo -y él sabía muy bien que «quien persigue, sigue»- y a favor del super-hombre; es decir, a favor no de una absolutización de lo humano sin más, sino de algo más hondo y más alto, que, más allá del «dios moral», está barruntando seguramente una nueva figura de la Trascendencia8. Así al menos, con otros muchos, lo interpreta Heidegger9; por lo demás, no resulta menos significativo que para éste la gran «vuelta» (Kehre) de su pensamiento consista justamente en una 7. 8.
9.
En este carácter insiste G. AMENGUAL, Presencia elusiva, Madrid 1977. Cf., por ejemplo, las finas observaciones de P. VALADIER, Nietzsche y la crítica del Cristianismo, Madrid 1982, pp. 550-570: desde Nietzsche, a pesar de sus excesos, llega una llamada muy decisiva en favor de un cristianismo verdaderamente abierto, afirmativo y creador. «Nietzsches Wort "Gott ist tot"», en Holzwege, Pfullingen 1963", pp. 193-247. Aparte de algún otro trabajo, la visión principal se recoge en su Nietzsche, dos volúmenes aparecidos en 1961. (Las lecciones originales -que Heidegger ha reelaborado aquí- resultan ahora accesibles en los tomos 43 y 44 de la Gesamtausgabe).
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salida de la radical finitud del Dasein hacia la infinita trascendencia del «Ser»10. Cabría aludir todavía al curioso fenómeno de que sean tan numerosos los filósofos que, en la última etapa de su pensamiento, o bien se abren al problema de la Trascendencia o bien intensifican su apertura hacia ella: es lo que, en el fondo, se quiere decir cuando se habla del «segundo» o «último» Fichte, Schelling, Husserl, Wittgenstein, Heidegger..." En estos casos predomina la consideración teórica. Pero ese tipo de presencia no se ha hecho menos sensible desde la práctica. Cabría sintetizarla tanto en la discusión entre W. Benjamín y M. Horkheimer acerca del sentido de una historia cargada con el peso inmenso de tantas «víctimas irredentas» (la respuesta sólo puede ser «teológica», es la conclusión a que llegan)12, como en la famosa frase del segundo: presencia al
10. Me permito remitir a mi trabajo «Heidegger y el pensar actual sobre Dios»: Revista Española de Teología 50 (1990) pp. 153-208; ahora también en El problema de Dios en la Modernidad, Estella 1997; allí trato de interpretar su postura como un «teísmo de las mil cualificaciones» (en referencia a la famosa parábola de A. Flew). 11. Conviene, desde luego, ser muy cauto en este tipo de apreciaciones, que, en mi caso, aluden sobre todo a la apertura sobre el problema, no a la existencia de una solución concreta . Pero no parecen de recibo posturas tan claramente reduccionistas de lo religioso como las aludidas de Lowith o Yovel, que acuden incluso al disimulo psicológico (al «marranismo» en el caso de Yovel) para eliminar la realidad de, al menos, esa preocupación. Más realistas y equilibradas resultan, por ejemplo, las posturas de W. SCHULZ (Der Gott der neuzeitlichen Metaphysik, PfuUingen 1957 [trad. cast.: El Dios de la metafísica moderna, México, 1961]), y W. WEISCHEDEL (Der Gott der Philosophen. Grundlegung einer philosophischen Theologie im Zeitalter des Nihilisrnus, ed. DTV, München 1979), que, sin decidirse por una opción teísta, reconocen como fundamental la presencia de este fenómeno. Desde un punto de vista claramente afirmativo, cf. C. CIANCIO - G. FERRETTI - A.M. PASTORE - U. PERONÉ, In lotta con Vangelo. La filosofía degli ultimi due secoli di fronte al Cristianesimo, Torino 1989; W. PANNENBERG, Philosophie und Theologie. Ihr Verhaltnis im Lichte ihrer gemeinsamen Geschichte, Góttingen 1996. 12. Cf. H. PEUKERT, Wissenchaftstheorie - Handlungstheorie - Fundaméntale Theologie. Analysen und Status theologischer Theoriebildung, Dusseldorf 1976, p. 279; aquí, pp. 278-280, pueden verse los textos del diálogo; cf. también J.J. SÁNCHEZ, «La esperanza incumplida de las víctimas. Religión en la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt», en (M. Fraijó [ed.]) Filosofía de la religión. Estudios y textos, Madrid 1994, pp. 617-646.
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menos como «la añoranza de que el verdugo no triunfe sobre su víctima»13. En la post-modernidad las cosas están, por un lado, más complicadas y, por otro, más explícitas. Hay también una quiebra del optimismo teórico, que, a través de las rupturas de una inmanencia rota en su absolutización y desencantada de sus optimistas promesas, deja ver, o al menos presentir, de nuevo el resplandor de la Trascendencia. El «creer que se cree» de Gianní Vattimo14 representa, en este sentido, todo un síntoma: no sólo por la clara afirmación de fondo, sino también por la decidida distancia respecto de la configuración institucional15.
En general, justamente porque nace de la quiebra del inmanentismo absolu tizado y negador, ahora lo religioso se deja sentir con mucha mayor explicitud. De hecho, en muchos aspectos o coincide con el nuevo reencantamiento del mundo o vive en estrecha connivencia con él. Al nacer, como hemos dicho, de un descontento, o simplemente de una falta de conexión con las ofertas religiosas tradicionales, la tendencia general es, o bien a renovarlas (ya sea como reacciones internas en las grandes religiones, ya como enriquecimiento en el diálogo con otras, ya como actualización acelerada al contacto con la modernidad)16, o bien a crearlas de nuevo cuño, como frutos de una «nueva era», que, como motto bastante general, se califica de «era de acuario»17. Tratando de ir al fondo de un panorama que se ha convertido en un auténtico universo religioso-cultural y, por eso mismo, todavía demasiado complejo y confuso, quizá quepa afirmar que son dos los polos que de alguna manera estructuran su campo de fuerzas y organizan su riquísima polifonía. Por un lado, la búsqueda de la fraternidad a la vez universal y concreta, que haga sentir el calor de la vida en el grupo pequeño, con relaciones «cálidas» de ayuda mutua y cercanía emotiva, y permita palpar la íntima y armónica comunión de lo real, tanto humano como natural e incluso cósmico, en un impulso «holístico» de apertura a la totalidad. Por otro, la búsqueda intensa de experiencia de lo Absoluto y de comunión mística con él (o ello), de suerte que todas esas relaciones se vivan como su manifestación más o menos transparente: de ahí el recurso a las tradiciones esotéricas e incluso a las de los grandes místicos y, sobre todo, el contacto con las religiones orientales18. Mirando al conjunto, en el intento de una síntesis de la síntesis, tal vez se pudiera concretar lo dicho del modo siguiente:
13. «La añoranza de lo completamente otro», en H. MARCUSE - M. HORKHEIMER, A la búsqueda del sentido, Salamanca 1976, p. 106. J.B. Metz insiste con incansable vigor en este punto mediante su reivindicación de la «razón anamnética». Las razones que le opone J. Habermas, aun en el caso de convencer, en modo alguno anularían la fuerza de su argumentación (en el fondo, a nuestro propósito la confirmarían). Cf. J. HABERMAS, «¿A quién pertenece la razón anamnética?»: Isegorla 10 (1994) pp. 107-117; se trata precisamente de una conferencia en homenaje a Metz. Él mismo remite a las siguientes obras de éste: «Spirito dell'Europa - spirito del cristianesimo: Momenti della discussione», en (G. Ferretti [(ed.]) Filosofía e teología nel futuro dell'Europa, Milano 1992, pp. 19-44; antes: LJnterbrechungen, Gütersloh 1981; Jenseits bürgerlicher Religión, München 1980; «Anamnetische Vernunft», en (A. Honneth et alii [eds.]) Zwischenbetrachtungen, Frankfurt a.M. 1989; «Die Rede von Gott angesichts der Leidengeschichte der Welt»: Stimmen der Zeit 5 (1992); «Teología cristiana después de Auschwitz»: Concilium 195 (1984) pp. 209-222; «La teología en el ocaso de la modernidad»: Concilium 191 (1984) pp. 31-39; «Im Aufbruch einer kulturell polyzentrischen Weltkirche», en KAUFMANN - METZ, Zukunftsfáhigkeit, Freiburg 1987, pp. 93-115; Perspektiven eines multikulturellen Christentums, MS Dez. 1992. Ver también las obras que se citan infra. 14. Creer que se cree, Barcelona 1996; el propio G. VATTIMO había adelantado estas ideas en una síntesis que, a mi parecer, resulta más vigorosa y aun convincente: «La traccia della traccia», en (J. Derrida - G. Vattimo [eds.]) La religione, Roma-Bari 1995, pp. 75-89. En España, con otro estilo, E. TRÍAS representa algo estructuralmente paralelo: cf. su última presentación: Pensar la religión, Barcelona 1997. 15. «Confieso que el esclarecimiento de estas ideas (...) lo he vivido como un gran acontecimiento, como una suerte de "descubrimiento" decisivo; (...) como si me permitiese un retorno a casa -aunque esto no significaba, ni significa tampoco ahora, un retorno a la Iglesia católica, a su disciplina amenazadora y tranquilizante a la vez» (Creer que se cree, p. 39).
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16. Es una tipología meramente insinuativa. Para mayor detalle, cf. las obras indicadas en la nota 1. 17. Emblemática resulta M. FERGUSON, La Conspiración de Acuario. Transformaciones personales y sociales en este fin de siglo, Barcelona 19904; también F. CAPRA, El punto crucial, Barcelona 1986. 18. También en esto resulta emblemática la obra de F. CAPRA, El Tao de la física, Madrid 19872.
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1) La Modernidad «descubre» la nueva densidad del mundo como tarea exaltantemente humana. El choque inevitable con sus límites ha hecho renacer la nostalgia de una Plenitud distinta. Pero no acaba de reconocerla en el Dios de la religión establecida. 2) La Post-modernidad «religiosa», partiendo de esa apertura, se difracta en múltiples formas, a la búsqueda de una vivencia de fraternidad que abrace todo lo real y lleve a una experiencia actual de lo Absoluto. Su mayor peligro radica en la evasión esotérica y descomprometida, en el apersonalismo que tiende a regresar a las limitaciones de una religión meramente cósmica y natural. En ese caso perdería lo mejor de la modernidad, convirtiéndose en coartada que desactiva lo irrenunciable de esta protesta contra la injusticia19. Comprendo que esta drástica caracterización resulta muy osada y es seguramente injusta. Pero tal vez sirva de esquema básico para concretar lo que en todo esto hay de llamada y desafío para la conciencia cristiana. 2. La respuesta cristiana 2.1. De la reacción apologética a la creatividad histórica Porque de eso se trata, en definitiva. Estamos ante un desafío de tal calibre que, en sus dos formas fundamentales, afecta de manera vital y profunda a una gran parte del mundo actual. La reacción cristiana sólo será creíble si logra acoger lo que de genuino hay en estas llamadas de lo nuevo y se muestra capaz de integrarlo, dinamizarlo y enriquecerlo desde su proyecto específico. Condición indispensable para ello es dejarse cuestionar honestamente y, renovando el contacto con sus raíces, mostrarse dispuestos al cambio y a la renovación: a la «conversión». Sería por eso muy mal camino el de la reacción apologética a ultranza, sea en las formas duras de los fundamentalismos, 19. En este sentido son especialmente lúcidas y profundas las observaciones de J.M. MARDONES, Las nuevas formas de la religión, op. cit., pp. 172-174.
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sea en las más blandas del endurecimiento institucional, buscando «cerrar filas» en torno al «pequeño rebaño». Esto último pone al cristianismo a cubierto de los desafíos del mundo, pero al precio de ocultar bajo el celemín la luz que debería brillar para todos sobre la montaña de la nueva cultura. Como tampoco sería bueno entrar en el juego de los resentimientos, que, entre la acusación y la defensa contra la acusación, pierde un tiempo precioso, que ya en sí resulta escaso para la inmensidad de la tarea común (y Nietzsche, que tanto ha hablado del tema, no carece aquí de una gran parte de culpa)20. Y lo cierto es que, atendiendo tanto al nacimiento histórico como a la originalidad del mensaje, no hay motivos para el miedo o el encogimiento de la fe (la oligopistía), que, como Pedro ante la tormenta (Mt 14,31), en la conmoción actual sólo ve el peligro de naufragio y no las posibilidades de una nueva singladura. Por origen, el cristianismo es una religión profética y de respuesta a la crisis: su Fundador rompió conformismos (hasta costarle la vida) y alumbró hacia delante la posibilidad de experiencias radicalmente nuevas y fecundas en un mundo angustiado, en trance de alumbramiento de una nueva era21. Y en cuanto al mensaje, ha demostrado ser capaz de creatividad y renovación histórica, desmintiendo siempre las profecías de un final que tantas veces parecía evidente. Pero, claro está, las declaraciones formales no bastan. Es preciso buscar hoy aquellos vectores que desde su misma entraña se muestren capaces de afrontar creativamente el nuevo desafío. Siguiendo el esquema anterior, intentaremos decir algo acerca del desafío global en sus dos etapas.
20. Con su habitual prudencia dialogante, lo ha subrayado P. RICOEUR, «Religión, Ahteism, and Faith», en (A. Maclntyre - P. Ricoeur) The Religious Significance of Atheism, Columbia University Press, New York 1969, pp. 57-98 (traducción al francés Le conflit des interprétations, Paris 1969, pp. 431-457); antes, con mayor intransigencia, lo había hecho M. SCHELER, El resentimiento en la moral, Buenos Aires 19442 (traducción más reciente y revisada, Madrid 1993). 21. Cf. E.R. DODDS, Los Griegos y lo irracional. Algunos aspectos de la experiencia religiosa desde Marco Aurelio a Constantino, Madrid 1975; Paganos y cristianos en una época de angustia, Madrid 1975.
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2.2. Una respuesta diferenciada 1) El primer momento, hasta aquí caracterizado como modernidad, ofrece una figura relativamente clara y ha dado tiempo a que la teología elaborase más su respuesta. Ha sido un largo y duro camino, pero al menos se ha creado una situación nueva. En el plano teórico no caben unanimidades, dado el enorme pluralismo que caracteriza a la cultura actual. Pero se ha abandonado la terrible cerrazón de la fortaleza escolástica, asumiendo la crítica histórica y reconociendo la legitimidad de las nuevas filosofías, que de ese modo han podido ser practicadas -desde las trascendentales a las hermenéuticas-, en el esfuerzo por abrir caminos hacia la Trascendencia y por actualizar la inteligibilidad de la fe. En el plano práctico, pasando por teologías parciales como la del trabajo o la de las realidades terrestres, y sufriendo la austera cura de la secularidad, se ha llegado -aunque fuese con un grave retraso histórico- a las visiones integrales que ofrecen las diversas teologías políticas y de la liberación, incluida la feminista. En ambos planos, el proceso ha ido acompañado de la gestación de una nueva espiritualidad, claramente visible en los esfuerzos de renovación kerygmática, litúrgica y pastoral, así como en la vivificación de la dogmática, que, por un lado, reconoció su «déficit de experiencia»22 y, por otro, en expresión de Hans Urs von Balthasar, comprendió la necesidad de «ponerse de rodillas»23. Y hoy mismo podemos observar con qué profundidad y vigor teólogos de la praxis como G. Gutiérrez24 o J.B. Metz25 -por citar tan sólo a dos fundadores- están explicitando la intensa espiritualidad inherente al compromiso liberador de la fe26. 22. G. EBELING, «Die Klage über das Erfahrungsdefizit in der Theologie ais Frage nach ihrer Sache», en Wort und Wahrheit III, Tiibingen 1975, pp. 3-28. 23. Sigue siendo ilustrativo su trabajo «Teología y santidad», en Verbum Caro, Madrid 1964, pp. 235-268. 24. Entre otras obras, cf. Beber en su propio pozo^ Salamanca 1983. 25. Ya en Las órdenes religiosas, Barcelona 1988 , cf. también, entre otros escritos, J.B. METZ (ed.), El clamor de la tierra. El problema dramático de la Teodicea, Estella 1996; J.B. METZ - E. WIESEL, Esperar a pesar de todo, Madrid 1996. 26. Como visión general resultan muy sugerentes P. CASALDÁLIGA - J.M.
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2) Respeto del segundo momento, el de la post-modernidad, su situación en plena ebullición actual no permite respuestas de un perfil tan nítido. Pero eso no impide que las esté recibiendo, y tal vez de un modo más intenso y plural de lo que cabe sospechar. En realidad, el mismo hecho de que el cristianismo esté siendo vivido en esta situación significa que, de algún modo, se están dando respuestas reales: tener fe hoy es, a fin de cuentas, ser en alguna medida «cristiano post-moderno». Muchas manifestaciones actuales, aun aquellas que no son reflejo inmediato, llevan, sin lugar a dudas, su marca: algo que aparece claro, por ejemplo, en los movimientos carismáticos de distinto signo, en ciertos aspectos de las mismas comunidades de base y en la acentuación del fenómeno de los «cristianos sin iglesia»27. Además, como era de esperar, ha ido surgiendo una reflexión explícita que descubre hondas afinidades entre el cristianismo y aspectos importantes del nuevo clima. Se ha buscado el enlace con la tradicional «teología negativa» y su desabsolutización de lo establecido, su crítica de los ídolos y su valoración de lo pequeño y marginal28. Y, positivamente, se ha procurado detectar aquellos puntos en los que las nuevas inquietudes resuenan en la conciencia cristiana como una llamada a reencontrarse con potencias y latencias que germinan en su seno. Así los sintetiza, por ejemplo, J.M. Mardones, un buen estudioso del problema: sed de experiencia de Dios, necesidad de misterio, buscar el contacto con «hombres espirituales», expresar de manera nueva la presencia del Espíritu, deseo de nuevos signos y sacramentos, superación del moralismo tradicional y zelota, vivencia comunitaria, fiesta como comunión, religión para el hombre, valoración de las demás religiones29. VIGIL, Espiritualidad de la liberación, Santander 1992; J. SOBRINO, Liberación con espíritu. Apuntes para una nueva espiritualidad, Santander 1985; «Espiritualidad y seguimiento de Jesús», en Mysterium Liberationis II, Madrid 1990, pp. 449-476. 27. Expresión popularizada por L. KOLAKOWSKI, Cristianos sin iglesia, Madrid 1982: cf. también L. FORSLER (Hrsg.), Religios ohne Kirche, Mainz 1977. 28. Cf., por ejemplo, E. BORGMANN, «La teología negativa como habla postmoderna acerca de Dios»; Concilium 258 (1995) pp. 317-329. 29. Op. cit., p. 177; cf. también J.M. MARDONES, Postmodernidad y cristia-
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No es poco lo conseguido. Pero sería insuficiente, si la conciencia teológica, después de las respuestas elaboradas al hilo del desafío fáctico, no aprovechase la ocasión para emprender un repensamiento más claramente de principio. Quiero decir lo siguiente: el desafío de la modernidad en su conjunto ha sido de tal calibre que, en general, la teología se ha visto obligada a dar respuestas inmediatas, que en bastantes casos resultan estar hechas más a base de acomodaciones y añadidos que de repensamiento verdaderamente sistemático. Hoy la perspectiva ganada por el paso del tiempo, con el sentimiento generalizado de culminación de una etapa e inauguración de otra -a eso aluden, sin duda, tanto los prefijos post- (postmodernidad, post-cristianismo) como los calificativos de novedad (nueva era, nuevas religiones, nueva espiritualidad)-, permite y exige un paso más. La reflexión, reconociendo ya con cierta claridad los perfiles de la etapa pasada y la evidente necesidad del cambio, debe bajar a las propias raíces para elaborar desde ellas una respuesta de conjunto. En términos evangélicos, diríamos que ya no es la hora del remiendo de paño nuevo sobre paño viejo, sino la de odres nuevos para el vino de un tiempo nuevo; y, en terminología más actual, que ha pasado el tiempo de la acomodación o el simple reajuste y se impone un cambio de paradigma. Resulta muy aventurado tratar de indicar las ideas fundamentales en torno a las que deberá articularse el nuevo paradigma, y cualquier propuesta acabará reflejando de algún modo la síntesis que se ha ido decantando en la experiencia espiritual y teológica de quien la propone. Tiene, por tanto, que saberse parcial y abierta a la corrección o a la complementación; pero exponerse abiertamente es el único camino de que cada teólogo dispone para hacer su aportación.
nismo. El desafío del fragmento, Santander 1988. Para un encuadramiento cultural de amplio radio es importante H. KÜNG, Teología para la postmodernidad, Madrid 1989.
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3. Los ejes de la nueva síntesis En ese sentido, y sintetizando al máximo, me inclino a proponer la siguiente hipótesis de trabajo: la intuición básica capaz de contribuir hoy a la articulación de un nuevo paradigma de la espiritualidad humana es la del Dios que crea por amor. Situada en lo más íntimo de la experiencia bíblica, esa intuición está siendo hoy solicitada para que despliegue todas sus potencialidades. Siguiendo la pauta de los capítulos anteriores, cabría señalar tres ejes fundamentales a lo largo de los cuales se despliegan su eficacia y riqueza internas, solicitando la renovación de los tres grandes conceptos en torno a los cuales ha cristalizado la reflexión teológica. Como ya han sido desarrollados, ahora bastará con meras alusiones hechas desde esta perspectiva precisa.
3.1. El eje de la creación: Dios como afirmación infinita Este eje se aviva -en el doble sentido de ser cuestionado y, por lo mismo, de mostrarse capaz de responder- ante el gran desafío de la primera modernidad. Insistiendo en que la creación se realiza única y exclusivamente por amor a las criaturas, permite ver a Dios como afirmación infinita del hombre y de su mundo. La acción creadora es infinitamente transitiva, porque, justamente al revés de lo que proclamó Feuerbach, tanto más es y más se expande cuanto más se realiza la criatura. Lo ha reconocido siempre la tradición cristiana. Para san Pablo, en efecto, la creación culminará cuando «Dios sea todo en todos» (1 Cor 15,28), es decir, cuando la criatura, lejos de quedar anulada, alcance su máxima plenitud. Por su parte, san Ignacio de Antioquía lo expresó de modo magnífico al afirmar que, llegados allí, es cuando «seremos verdaderamente humanos»50. Y, mientras tanto, acoger a Dios y su gracia no significa alienarse, hacerse siervo o empequeñecerse, sino, por el contrario, alcan30. A la letra: «llegado allí, seré verdaderamente hombre» (Ad Romanos VI, 2: cf. Padres Apostólicos (ed. de D. Ruiz Bueno), Madrid 1965, p. 478.
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zar el estatuto de «hijo» (Gal 4,1-7) e ir creciendo hacia «la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13). Así pues, la modernidad en su gran aspiración a la realización humana y a la transformación del mundo, en modo alguno encuentra frente a sí, como a su enemigo, al Dios Creador. Creando desde el amor, Dios no es el rival de la criatura, sino su promotor, que se alegra con cada avance auténtico de la misma. Creando desde la trascendencia de su plenitud infinita, no sustituye su acción, sino que «crea creadores»31. La crítica moderna y la acusación marxiana tienen históricamente su razón de ser; pero no denuncian el núcleo de la experiencia cristiana, sino que desenmascaran su deformación. Algo confirmado hoy por la crítica de algunos ecologistas que, exagerando en la dirección opuesta, pretenden ver en el mandato genesíaco la causa de la moderna destrucción de la naturaleza32. Lo cual, ciertamente, no deja de ser paradójico, pues lo que antes era acusación de escapismo que descuidaba la transformación de la tierra se convierte ahora en sobre-explotación de la misma. Pero la reflexión cristiana no puede contentarse con argüir que la contradicción entre las objeciones confirma la verdad de su intuición fundamental. Lo importante es aprovechar las críticas para corregir abusos y reencontrar un equilibrio más profundo, que satisfaga también las justas demandas de la nueva sensibilidad. Y lo cierto es que tomar en toda su seriedad la creación desde el amor, como acto unitario e integral, permite superar las dos grandes deformaciones que se habían instalado en la cultura occidental: el desequilibrio hombre/cosmos y el dualismo sagrado/profano. Como acto unitario, la creación por el único Dios funda la solidaridad indisoluble entre todas las criaturas: desde la fundamental hombre y mujer, que en su unidad recíproca constitu31. Cf. el análisis, rico en referencias, de A. GESCHÉ, «L'homme creé créateur»: Revue Théologique de Louvain 22 (1991) pp. 153-184; ahora en su libro Dios para pensar. I: El mal. El hombre, Salamanca 1995, pp. 233-268. 32. Cf. L. WHITE, Jr., «The Historical Roots of Our Ecological crisis»: Science 155 (1967) pp. 1203-1207; sus ideas serán retomadas con vigor por C. AMERY, Das Ende der Vorsehung. Die gnadenlosen Folgen des Christentums, Reinbeck 1972, y luego por muchos otros.
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yen la «imagen» del Creador33, pasando por la social, que une a todos como hermanos por la única ley del amor, hasta la cósmica, pues el «dominio» humano sobre la tierra (Gn 1,28) está en paralelo con el encargo de «labrarla y cuidarla» (Gn 2,15). No vamos a decir que tanto la preocupación ecológica como la naciente ilusión cósmica estén ya descritas en la Biblia. Pero en ella aletea ciertamente el espíritu que permite asumirlas en la gloria de la libertad y en la modestia de la integración solidaria y fraternal. Como acto integral, la creación rompe toda división más o menos maniquea entre realidades buenas y realidades malas, pues de todas y cada una vale la preciosa afirmación con que el Génesis escande su relato: «y vio Dios que estaba bien». Más todavía, anula, si no la distinción, sí al menos el dualismo entre lo sagrado y lo profano, porque Dios crea a la criatura por sí misma, en su integridad sin divisiones. Como he dicho en alguna ocasión, «Dios no ha creado hombres y mujeres "religiosos", sino, simple y sencillamente, hombres y mujeres "humanos"»34; de suerte que ser verdaderamente humanos es la manera de ser religiosos, y viceversa. Por eso la genuina experiencia bíblica está más allá de la alternativa desencantamiento/reencantamiento, escapando a sus unilateralidades y contradicciones. En definitiva, cabe afirmar que todo es sagrado (porque sale de las manos de Dios) y que nada es sagrado (porque está entregado a sí mismo); o, por la misma razón, que todo es profano y nada es profano.
33. A eso alude el simbolismo inagotable de la afirmación genesíaca: «Y creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó» (Gn 1,27), donde «a imagen de Dios lo creó» está en estricto paralelo con «macho y hembra los creó». Idea en la que, como se sabe, Karl Barth ha insistido con especial vigor. 34. Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Santander 1997, p. 74; es de alguna manera la tesis central del libro, que también afirma con un cierto aire de irónico y consciente desafío: «Dios no es "religioso"» {Ibid., pp. 71-76).
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3.2. El eje de la salvación: Dios contra el mal Ya se comprende que desde aquí puede resituarse muy bien el eje de la salvación. Porque la modernidad no es sólo afirmación positiva y optimista; es también la crisis provocada por el duro choque con los límites y las contradicciones del progreso, sobre todo con su rastro terrible de «víctimas» que la historia jamás podrá redimir. Más que nunca, el cristianismo necesita explicitar con cuidado su respuesta a la noble y justa «nostalgia de lo absolutamente Otro». En realidad, como religión de la cruz y la resurrección, su modo de responder a esa pregunta caracteriza al cristianismo hasta singularizarlo entre todas las religiones. Lo muestra muy bien, por ejemplo, la comparación con el Islam, pues para éste la soberanía triunfante de Alá no deja lugar para la cruz y el fracaso de la historia35. Pero esto necesita ser repensado en busca de una nueva coherencia. Porque, paradójicamente, la misma fuerza del episodio de la cruz ha oscurecido la evidencia de su mensaje, creando una versión «victimista» que oscurece la resurrección y deforma la visión de los dos grandes misterios que en el destino de Cristo encuentran su luz definitiva: el del mal de la criatura y el de su salvación por Dios. Eso es lo que, como vengo insistiendo, pide a gritos un replanteamiento enérgico y auténticamente renovador del problema del mal. Desde la creación, es evidente que el Dios que crea por amor lo hace únicamente buscando el bien de la criatura. De suerte que es literalmente absurdo pensar que Dios mande el mal, ni tan siquiera que lo permita. Desde la salvación por medio de Cristo resulta todavía más fácil acceder a ese abismo de bondad. El mismo libro de Job, tan grande como eliminación de la falsa respuesta de una retribución inmediatista -ser 35. Por eso en el Corán la muerte de Jesús es sólo aparente, y Mahoma, como todos los profetas, sale siempre triunfante. Cf. las interesantes observaciones en el diálogo entre J. van Ess y H. Küng, «Islam y Cristianismo», en H. KÜNG - J. VAN ESS..., El cristianismo y las grandes religiones, Madrid 1987, pp. 21-175. En esto insiste también con particular energía J. JOMIER, Un cristiano lee el Corán, Cuadernos Bíblicos 48, Estella 1985, pp. 41-43.
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bueno implica riqueza y felicidad; la desgracia es castigo por algún pecado-, tiene que ser prolongado en el Calvario, que lo ahonda en su angustia, y en la mañana de la Pascua, que ilumina lo que en él es todavía silencio resignado y oscura promesa. La cruz muestra, con toda la fuerza intuitiva de la lógica religiosa, la inevitabilidad del mal, que por otro camino descubre la lógica metafísica: ni siquiera el «Hijo bienamado», en cuanto viviendo en la limitación histórica, puede librarse del inevitable ataque del mal, que en la pasión alcanza su último horror, hiriéndole idénticamente a él en su carne y al Padre en su amor. Pero la cruz no es lo último, puesto que desemboca en la resurrección. De suerte que también aquí la lógica religiosa hace intuitiva la conclusión reflexiva de que, si Dios crea, es porque, a pesar de todo, el mundo vale la pena. Rotos por la muerte los límites de la historia, Dios se muestra capaz de acoger con el poder de su amor esta peculiar «finitud infinita» de la persona humana, infinitizándola de algún modo al acogerla en la comunión de su vida eterna. Derrotando a la muerte, la resurrección de Jesús como «primogénito de entre los muertos» (Ap 1,5) sacia por fin la nostalgia de la justicia definitiva y muestra que Dios es capaz de rescatar a todas las víctimas: por grave que haya sido la cruz de su derrota, mucho más alta es la gloria de su triunfo. Gracias a Jesús y su destino, sabemos que no existe vida humana que esté irremisiblemente perdida, pues a todos -incluso a aquellos y aquellas que no hayan llegado a saberlo- les espera un amor que es más poderoso que la misma muerte. Teniendo todo esto en cuenta, la experiencia cristiana, al tiempo que reconoce honestamente la justicia de muchas críticas, puede también proclamar su derecho a la validez y fecundidad de su respuesta. Por un lado, la fuerza optimista del empuje creador, en cuanto moderada por el duro realismo de la cruz, puede recoger lo más auténtico de la modernidad, sin las consecuencias terribles que han sido el precio de sus ilusiones. Por otro, iluminada por la resurrección, impide caer en la pura decepción de una postmodernidad desmovilizadora. Intentaré aclararlo algo más en el párrafo siguiente.
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3.3. El eje de la revelación La continuidad entre creación y salvación se prolonga en la revelación, pues el acto creador no es un «hacer» que desprende de sí el producto, sino una creatio continua que lo suscita y apoya siempre y en cada instante. Por eso Dios es presencia siempre actual que sustenta, promueve y habita a su criatura. Aunque nuestro pensar objetivante esté alimentando siempre su fantasma, nada más lejos de la genuina experiencia bíblica, que habla de un Dios siempre en íntima relación con nosotros y que, como bien ha visto san Agustín, nos es «más íntimo que nuestra propia intimidad»36. La denuncia de esa deformación, que Hegel intuyó como máxima urgencia al comienzo de la modernidad, puede ayudar a repensar la revelación, de suerte que nos permita asimilar hoy algunos de los valores fundamentales de la sensibilidad postmodema, apoyándolos en lo que tienen de más positivo, sin por ello sucumbir a los demonios que amenazan con perder sus logros. Teniendo en cuenta las exposiciones anteriores, atenderé a aquellos aspectos más inmediatamente relacionados con el tema actual, sobre todo tal como se muestran desde la preocupación postmodema (y pido perdón al lector por la inevitable densidad de estas páginas, que pueden hacer difícil su lectura). i ) El primero se refiere a eso que se ha tratado de caracterizar con el calificativo débil, en cuanto renuncia a las grandes ideas, a los grandes relatos y a los grandes sujetos, con la correspondiente valoración de lo humilde. En efecto, la reacción actual, incluso aquella que no cae en una excesiva retórica minimalista y deconstructivista, tiene razón al considerar irremediablemente rota la ilusión totalitaria37. Con todo, la conciencia cristiana nos dice que no por ello tenemos que quedar cautivos de la pura finitud. Dado que Dios 36. «Interior intimo meo et summior summo meo» («más íntimo que nuestra mayor intimidad y más elevado que nuestra mayor altura»): Confessiones III, 6, 11 (CSEL 33, 53).
37. Es lo que P. Ricoeur ha expresado magníficamente diciendo que, después de darle las gracias, es preciso «renunciar a Hegel» (Temps et récit. III: Le temps raconté, París 1985, pp. 280-299).
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lo habita todo, que es «el Todo en el fragmento»38, lo concreto no se queda en la tristeza del muñón aislado, sino que puede ser vivido como miembro incorporado en una realidad más amplia y definitiva, como anticipación esperanzada: «arra y prenda» (2 Cor 1,22) de la plenitud futura39. Lo pequeño, sea pájaro del cielo o lirio del campo, está habitado por una gloria infinita. Y en la relación humana todo hombre o mujer -incluso el pobre y el leproso, el tirado al borde del progreso, el inmigrante y el indocumentado- adquiere la íntima cercanía del «prójimo»; de suerte que vale la pena cualquier trabajo por ellos, aunque sea el escaso remedio del aceite y el vinagre para la herida o la limpia y humilde ternura de un vaso de agua para la sed. 2) Pero hay otra instancia, acaso más fundamental: la revelación bíblica aparece capaz de mostrar su genuina entraña experiencial. Curiosamente, aquí los resultados de la crítica occidental de la Biblia confluyen con la llamada oriental a la experiencia del Absoluto. Como ya hemos visto, la primera, al romper el fundamentalismo de la letra, muestra que la revelación no es un «dictado» literal, caído del cielo como un aerolito ya perfecto y acabado, sino que se realiza en y a través del lento, duro y sinuoso trabajo de la subjetividad humana. No es algo que «viene de fuera», sino algo que «sale de dentro»: consiste justamente en caer en la cuenta de la Presencia que nos constituye, nos habita y trata desde siempre de manifestársenos40. Eso es lo que quiere indicar la revelación como mayéutica histórica. Idea, por lo demás, nada ajena al modo concreto y 38. H.U. VON BALTHASAR, Das Ganze im Fragment, Einsiedeln 1963. Sobre la riqueza de significados del concepto «fragmento», cf. D. TRACY, «Fragmentos y formas: universalidad y particularidad hoy»: Concilium 271 (1997) pp. 165-174. 39. Este aspecto ha sido subrayado sobre todo por W. PANNENBERG, passim; cf., por ejemplo, Offenbarung ais Geschichte, Gottingen 1970\ p. 106, donde, a propósito de la revelación, dice que «se trata del punto culminante de la nueva concepción que intentamos»; cf. al respecto M. FRAIJÓ, El sentido de la historia. Introducción al pensamiento de W. Pannenberg, Madrid 1986, pp. 127-132, 166-169 y 210-218. 40. La Dei Verbum, nn. 2-3, a pesar de ciertas reminiscencias extrinsecistas, expresa bien esta dinámica fundamental.
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vivcncial de la experiencia bíblica: «¡Así pues, está Yahvé en este lugar, y yo no lo sabía!» (Gn 28,16). «Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano» (Jr 31,33-34). «Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído, y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo» (Jn 4,42). Y, curiosamente, en esta acentuación de lo específico cristiano incide la llamada de Oriente. Porque su estímulo ayuda a reconocer que la vivencia de la revelación -aunque difícil, profunda y nunca perfectamente objetivable- es experiencia real y verdadera, pues remite a una presencia viva que pide ser reconocida y «verificada». De hecho, en este sentido el contacto vivo con la religiosidad oriental no responde a una moda colectiva ni al capricho de unos pioneros que buscan la originalidad a toda costa. Antes bien, se trata de un encuentro «necesario», de una síntesis que la conciencia religiosa promueve en su marcha hacia una encarnación más plenamente humana. Sería mezquino sucumbir a un particularismo provinciano y no ver el enorme potencial de hondura y amplitud que aquí se nos ofrece. Lo muestra la enorme importancia que está cobrando el diálogo de las religiones, que deberá crear nuevos e inéditos modos para el encuentro. Ya no cabe pensar en imponer a los demás la propia verdad. Permítaseme que en este punto imprima al discurso un cierto aire personal. En dos encuentros intensos con el jesuíta hindú Tony de Mello tuve la suerte de ver una encarnación viva de esta fusión entre Oriente y,Occidente, como si contemplase el avance mismo de una frontera en la historia religiosa. La gran difusión de sus libros es una prueba más de que tal fusión encuentra una profunda sintonía en el ambiente, como si llenase carencias ancestrales o saciase hambres generalizadas. Y, desde luego, debo decir que el contacto con su experiencia ha influido profundamente tanto en mi espiritualidad como en mi teología. Y ya antes recuerdo el impacto -que tal vez esté en la raíz de mi concepción de la revelación como «mayéutica»- que me había causado la lectura de un libro de S. Radhakrishnan, con su insistencia, que el creía radicalmente
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opuesta al cristianismo, en el carácter «autoafirmativo» de la experiencia religiosa hindú41. Al mismo tiempo, debo decir también que el disenso con Mello surgía -y se acentuó de un encuentro al otro- en aquellos aspectos en que el elemento hinduista tendía en él a borrar, o al menos a oscurecer, algo de lo que a mí me parece constituir la aportación específica del cristianismo, a saber, el carácter personal e histórico de la relación con lo Divino. Como es obvio, en cuestión tan profunda y delicada no estoy seguro de haberlo interpretado bien. Y, sobre todo, soy consciente de que el disenso no puede consistir en una sustitución excluyente, como si la verdad estuviese sólo de una parte, sino en una acentuación que no puede abandonarse, aunque en el mismo movimiento deba ser enriquecida y acaso corregida por la acentuación opuesta. Aclarar algo este punto -aunque sea brevísimamente- puede, aquí y ahora, ayudar a nuestra reflexión y favorecer nuestro diálogo. Respecto del carácter histórico, hay algo en el acento oriental que no debe perderse: la inmediata presencia divina a toda situación personal, espacial o temporal; de suerte que no cabe hablar de privilegios ni progresos absolutos de ningún tipo. Llama incluso a tomar muy en serio valencias evangélicas que los optimismos históricos tienden a descuidar, como la de «bienaventurados los pobres» o «todos serán enseñados por Dios» (Jn 6,45). Pero el espíritu bíblico alerta, a su vez, contra el peligro de perder algo también muy importante: la presencia divina no es 41. «La experiencia religiosa es de carácter autoafirmativo. Es svatassiddha. Lleva sus propias credenciales. (...) Desafortunada herencia del curso que la teología cristiana ha seguido en Europa es el hecho de que la fe haya venido a indicar una adhesión mecánica a la autoridad. Si tomamos la fe en el verdadero significado de confianza o convicción espiritual, la religión se convierte en fe o intuición. (...) Las verdades reveladas en los vedas son aptas para ser reexperimentadas conforme a unas condiciones determinadas. Podemos distinguir entre lo genuino y lo espurio en la experiencia religiosa, no sólo por medio de la lógica, sino también a través de la vida. Haciendo experiencias con diferentes concepciones religiosas y relacionándolas con el resto de nuestra vida, podemos diferenciar lo fundado de lo infundado» (La concepción hindú de la vida, Madrid 1969, pp. 16-18).
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neutra o pasiva, sino que busca la transformación efectiva de la realidad finita, pues, en cuanto creada, todo posible avance es en ella un valor positivo. El problema no está, digamos, en la presencia de Dios en nosotros, siempre plena e incondicional (en eso tiene razón el acento oriental), sino en nuestra capacidad de acogida para algunas dimensiones de su eficacia (aquí está la justicia del acento occidental). Que el pobre sea «bienaventurado» indica que Dios está volcado sobre él, pero precisamente no para dejarle como estaba, sino para luchar con él contra la pobreza y ayudarle ya ahora en la máxima realización posible. Por eso, justamente porque estaba al lado del pueblo oprimido, lo convoca a través de Moisés, impulsándolo en el camino de la liberación42. El carácter personal es, si cabe, más importante. También a su respecto la llamada oriental tiene algo que decir, pues Dios no puede ser reducido a los estrechos límites de lo que ordinariamente entendemos por «persona»; y, de hecho, en el mismo Occidente una de las primeras y más importantes disputas acerca del ateísmo (la Atheismusstreit) nació de la protesta de Fichte contra ese peligro de estrechamiento. Pero, precisamente por eso, el énfasis no debe ir hacia abajo, hacia lo impersonal, sino hacia arriba, hacia lo máximamente personal. De suerte que no deprima nada de aquello que en nosotros busca intensificar las valencias personales de palabra, ternura, confianza, entrega, acogida... en la relación con Dios. El abismal y adorante respeto de Jesús ante la grandeza divina no está en concurrencia con su experiencia del Abbá, sino que, por el contra42. En realidad, estamos ante el problema del valor de la historia. Permítaseme también aquí una referencia personal: como tantos en el mundo, he aprendido mucho de Raimundo Panikkar, que me honra con su amistad. Pero el diálogo se nos enciende siempre en este punto. Creo ciertamente que Dios, por su parte, está igualmente próximo a cualquier época o circunstancia de la vida y de la historia; pero no toda circunstancia le «permite» ejercer igualmente su influjo salvador. Una situación de hambre, de injusticia o de terror está impidiendo la acción de Dios en aquellos que la padecen; por fortuna, no en su núcleo personal, pero sí en aspectos importantes. Y si todo en la persona es expresión de la acción creadora y constituye una parte o un aspecto de su realización, todo avance es precioso y afecta, por lo tanto, a la eficacia de la presencia divina en cuanto a su acogida y efectividad en nosotros. No soy capaz de entender de otra manera el «mandamiento del amor».
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rio, se alimenta de ella. Y es seguro que la vivencia religiosa de la humanidad sería inmensamente más pobre sin ese símbolo43, aunque -como, junto a la advertencia oriental, nos recuerdan la teología feminista y la misma psicología social- sea preciso un exquisito cuidado para no cerrarlo en los angostos moldes de la paternidad humana (menos aún si ésta conserva acentos patriarcales). Aunque difícilmente pueda negarse que se trata de acentuaciones reales, insisto en que no son visiones excluyentes: una vez aclaradas las diferencias, lo importante es buscar su complementariedad44, en busca de una experiencia más integral que nos enriquezca a todos. 3) Procediendo con este espíritu no posesivo, sino de llamada al ahondamiento y a la conversión, se arroja luz sobre un tercer aspecto, que ya sólo cabe insinuar brevemente. La reacción postmoderna, en su insatisfacción con las respuestas institucionalizadas, no sólo ha generado esta espiritualidad, que al menos, a través de Oriente, explícita algún tipo de referencia religiosa. Existe todavía otra postmodernidad más difusa, que no sólo se considera «fuera de las fronteras»45 de todo credo y de toda Iglesia, sino que muchas veces se vive como simplemente no religiosa. 43. Recuérdese la insistencia de P. RICOEUR en distinguir aquí el «símbolo» liberador del «fantasma» oscuro y opresivo: «La paternité: du phantasme au symbole», en Le conflit des interprétations, París 1969, pp. 458-486. 44. En esto resulta serio y aleccionador el diálogo entre F. CAPRA y D. STEINDL-RAST, A Sense of Belonging, 1991 (uso la trad. alemana: Wendezeit im Chrístentum. Perspektiven fiir eine aufgeklarte Theologie, DTV 1993). Cf. también S. PAINADTH, «Awaken the Mystic in the Church»: Vidyajyoti 58 (1995) pp. 815-821 (puede verse una traducción condensada en «Despertar de la mística en la Iglesia»: Selecciones de Teología 143 [1997], pp. 211-216); en ese mismo número viene también un artículo que estudia la necesidad de una actitud «interespiritual» en esta nueva era, que considera como la «segunda época axial»: W. TEASDALE, «Entering the Interspiritual Age. The possibility of a Global Spirituality»: Vidyajyoti 59 (1995), pp. 290-306 (trad. cast.: ibid., pp. 223-232). 45. Cf. M. RONDET, «Spiritualités sans frontiéres»: Études 386 (1997), pp. 231-238 (traducido en forma condensada en Selecciones de Teología 143 [1997], pp. 197-200).
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Pues bien, desde esta visión de la revelación integrada en la dinámica misma de la creación, no resulta difícil descubrir también ahí una presencia real del Espíritu, acogido sin nombre en los labios, pero con eficacia en la realización de las obras, tal vez en busca de nuevos caminos más comprensibles e incluso más justos con las aspiraciones íntimas de un tiempo tan duramente escarmentado de dogmatismos cerrados y exclusivismos intolerantes. Tratar de reconocerlo no implica indiferencia o relativismo. En primer lugar, porque enlaza con muy específicas instancias evangélicas que, con seguridad, remontan al mismo Jesús: «No todo el que me diga: "Señor, Señor", entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7,21); y «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Además, porque reconocer al Espíritu en acción más allá de las barreras institucionales, lejos de equivaler al relativismo del «todo es igual», lo que hace es «relativizar» nuestras estrecheces desde el respeto y la apertura al Misterio que a todos sobrepasa. Y, lejos de significar indiferencia, no sólo implica reconocimiento humilde de nuestras insuficiencias históricas, sino que convoca a la conversión y enciende la pasión para buscar nuevas respuestas. Sólo quien «sabe de memoria» el Misterio, porque lo ha aprisionado en la letra muerta de las fórmulas, puede cerrarse a la libre manifestación del Espíritu, que «sopla donde quiere» (Jn 3,8). Quien de verdad toma la letra como una verdadera «mayéutica» que le llama al reconocimiento vivo y a la expresión balbuciente de esas profundidades que sólo el Espíritu conoce (1 Cor 2,9-16), comprende que toda palabra, por lejana y extraña que suene, puede formar parte del «gemido de la creación» en busca de la plenitud común (Rm 8,22). Ciertamente, esto no quiere decir que todo sea bueno en las «nuevas espiritualidades», pero es claro que las Iglesias sólo tendrán derecho a pronunciar una palabra crítica si antes de hacerlo se dejan interpelar honestamente por esas «búsquedas salvajes», que muchas veces -como del ateísmo dijera el Vaticano n - son fruto de nuestra deficiente presentación. Escuchados con humildad y apertura, los puntos de donde nace
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la insatisfacción pueden convertirse en un excelente diagnóstico de las «llagas de la Iglesia» y, por lo mismo, en una excelente ocasión para tratar de curarlas.
4. Síntesis y prospectivas Llegados al final de la reflexión, conviene hacer algún tipo de balance. Desde luego, es preciso reconocer su carácter abstracto y un tanto abrupto, lejos de las acostumbradas descripciones de las infinitas formas de la nueva religiosidad y del recuento de opiniones acerca de las mismas. Su ventaja reside -ésa es mi esperanza- en que, al situar el problema en su contexto histórico, permite descubrir la estructura de fondo y lograr, tal vez, una visión más equilibrada. En concreto, la situación aparece en su dinamismo fundamental como un proceso de tránsito, como lo que Amor Ruibal llamaba una «fase de elaboración»46, donde -como Hegel señalara en la primera etapa y Heidegger repitió en la última- lo viejo ya no sirve, y lo nuevo carece todavía de figura. Entonces es posible reconocer lo que de positivo hay en las propuestas, en cuanto expresión del deseo de plenitud y realización que caracteriza al ser humano y como búsqueda en tanteo de nuevos caminos, una vez debilitadas o agotadas la eficacia y la ilusión de los antiguos (en el fondo, se trata de un nuevo avatar del ansia irrenunciable que se expresaba ya en el mito paradisíaco o en los sueños modernos de un progreso utópico). Al mismo tiempo, se desenmascara el peligro de una frecuente proclividad a un idealismo ingenuo que, en el rechazo de lo viejo, todavía no ha calibrado la dureza de la historia, la cual no permite paraísos en la tierra (en el fondo, lo que desde el principio han visto los mitos de la «caída», igual que se hizo 46. Es la terminología que A. AMOR RUIBAL aplicaba en su periodización del entero decurso de la historia teológica: cf. Los problemas fundamentales de la filosofía y el dogma, 10 vol., Santiago 1914ss, principalmente. V, pp. 257-326; VI, pp. 275-555; VII, pp. 333-344 (existe una nueva edición, en curso, de esta obra capital). Cf. A. TORRES QUEIRUGA, Constitución y Evolución del Dogma. La teoría de Amor Ruibal y su aportación, Madrid 1977, pp. 103-111 y 393-408.
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visible en el drama de la Cruz y lo ha constatado el duro despertar del sueño del optimismo moderno). Esto posibilita el justo enfoque para una preocupación cristiana. No cabe ciertamente un optimismo acrítico que haga almoneda de la tradición; pero tampoco hay lugar para los anuncios pesimistas que ven ahí el mayor peligro de la historia del cristianismo y aun «el SIDA espiritual» del siglo xx47. Pero sería muy injusto ignorar que, en general, los que de verdad viven el nuevo clima son auténticos «buscadores espirituales»48. Por eso interesa escuchar su llamada y recoger su desafío, reconociendo lo legítimo de las aspiraciones y lo fundado de muchas críticas (incluso cuando son injustas en muchos aspectos)49, para ver en qué medida el cristianismo se muestra también hoy capaz de una respuesta. Lo que significa disposición a interrogarse de nuevo sobre la propuesta originaria, dejándose aleccionar por las nuevas experiencias, con la consiguiente decisión de afrontar la renovación necesaria en los modos del pensamiento, los hábitos de la piedad y las pautas de la acción. Que en la tradición cristiana existen recursos para esta «conversión» es justamente lo que, con su austeridad y su renuncia al detalle, han intentado mostrar las presentes reflexiones. Tal vez valga la pena sintetizar de nuevo sus líneas fundamentales. Ante todo, la idea bíblica de una creación hecha desde el amor -con su continuidad creación-salvación- permite acoger generosamente todas las múltiples y variadas formas de vivencia actual de lo sagrado. Si todo es expresión del Amor creador,
nada queda fuera de su presencia, y resulta posible descubrirlo en todo: así lo ha percibido la experiencia evangélica -«ni en este monte, ni en Jerusalén» (Jn 21,4)-, que confluye con el «despertar» oriental y con la madurez mística de todos los tiempos. Y descubrirlo activo, siempre en acto, de modo que todo cuanto lleve a insertarse creadoramente en el proceso del mundo responde a la intención originaria del Creador.
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47. Así Cari Rashke, de la Universidad de Denver. Tomo la cita de R. BERZOSA, Nueva Era y Cristianismo, op. cit., p. 33, que remite a C.V. MANZANARES, «Nueva Era», en Diccionario de sectas y ocultismo, Estella 1991, p. 169. 48. Expresión de J. BOSCH, «Actitudes pastorales ante los adeptos de las sectas y sus familiares»: Lumieira 12 (1997), p. 56. 49. Esto es especialmente importante, porque la inexactitud histórica, por ejemplo en ciertas «utilizaciones» de la tradición mística, no deja de revelar una búsqueda real y aun una verdadera afinidad. En este sentido, siendo justas y aun ponderadas las observaciones de J. SUDBRACK {La nueva religiosidad, op. cit., capítulo 3, pp. 63-80), podrían destacar más lo positivo.
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Algo que vale directamente en su versión positiva, sea en los momentos de exaltación en la construcción de un futuro mejor (ilusión moderna), sea en los más humildes de ofrecer un vaso de agua (modestia postmoderna). Y que desde el Dios Anti-mal, definitivamente revelado en la cruz, vale igualmente en su versión negativa, sea de «compasión» universal, porque «todo es dolor» (Buda) o simplemente «porque tienen sed» (Jesús), sea de preocupación por el sentido de las «víctimas irredentas» en la historia (interrogante del Gulag y el Holocausto). En segundo lugar, la revelación comprendida como «mayéutica histórica» permite descubrir su valencia experiencia!, pues la palabra bíblica hace de partera que ayuda a descubrir una Presencia amorosa que a todos habita y a todos quiere manifestarse. Esa valencia confluye tanto con el carácter autoverificativo de la religiosidad oriental como con la reivindicación moderna de la autonomía subjetiva y con la búsqueda postmoderna de experiencia directa e inmediata. Pero, además, la experiencia bíblica aporta, como algo muy específico, el carácter personal de esa presencia: es el «Dios de los padres», es el «Abbá» de Jesús. Bien entendido que la conciencia de su trascendencia inefable, siempre celosamente afirmada -sea en la prohibición de imágenes del AT, sea en el respeto adorante ante el «solo bueno» (Me 10,18)-, recoge la alerta contra todo posible estrechamiento. De modo que se muestra capaz de acoger tanto la aportación oriental como la crítica ontoteológica occidental, sin por ello caer en un impersonalismo difuso que borra los cauces de la historia y amenaza la originalidad humana. El Dios bíblico es siempre amor personalizante: si se quiere, transpersonal o suprapersonal; jamás, fuerza anónima o muda presencia apersonal o infrapersonal.
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El carácter a la vez creador y personal del Dios cristiano deslegitima toda tendencia dualista, y no está mal que el nuevo clima obligue a tomar muy en serio su afirmatividad irrestricta. No sólo busca la potenciación máxima de la persona en espera de su eternización definitiva, sino que, gracias al carácter trascendente y no concurrente de su acción, se manifiesta en la afirmación de la libertad y la autonomía humanas: como de manera paradigmática se muestra en la persona de Jesús, y contra lo que afirmaba Feuerbach, cuanto más presente esté Dios, más afirmado resulta el hombre. La aplicación de este punto a la ética es uno de los puntos pendientes: el reconocimiento de su autonomía no lleva al prometeísmo, sino a una vivencia «teónoma», pues, como ya intuyera Kant, «la religión es (considerada subjetivamente) el conocimiento de todos nuestros deberes como mandamientos divinos»50, pues éstos no hacen otra cosa que expresar las leyes de «la razón autónoma unida a su propia profundidad», en excelente expresión de P. Tillich51. Y envolviéndolo todo, la absoluta iniciativa divina, que, pensada y vivenciada en este nuevo contexto, lleva a la actitud que tal vez exprese mejor el cambio de paradigma: vivirlo todo «desde Dios». Porque significa dar literalmente la vuelta a todos nuestros hábitos mentales y vivenciales, los cuales, de modo casi irremisible, sitúan en nosotros la iniciativa mientras colocan a Dios «allá arriba», desde donde -tal vez a fuerza de invocaciones y sacrificios- puede echarnos una mano de vez en cuando. Es caer, por fin, en la cuenta de que Dios es siempre el primero y que lo nuestro es secundarlo, dejándonos ser y salvar
50. La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid 1969, p. 150; cf. pp. 104 y 111, con las notas correspondientes. 51. Teología Sistemática, Barcelona 1972, p. 116 (subrayado mío); cf. pp. 114-118 y 193-197. Tillich ha sido el teólogo que por los años veinte trajo a primer plano este concepto capital; pero, como tal, el concepto venía ya desde la Ilustración: cf. el denso y detallado estudio de F.W. GRAF, Theonomie: Fallstudien zum Integrationsanspruch neuzeitlicher Theologie, Gütersloh 1987, pp. 11-76, donde hace la historia de su aparición. Cf. mis reflexiones en Recuperar la creación, op. cit., capítulo 4: «Moral y religión: teonomía», pp. 163-200, y «La theonomie, médiatrice entre l'éthique et la religión», en (M. M. Olivetti [ed.]) Philosophie de la Religión entre éthique et ontologie, Biblioteca dell'Archivio di Filosofía, CEDAM, Milano 1966, pp. 429-448.
por Él, pues lo máximo y mejor a que podemos aspirar, lo que logramos en los mejores momentos, es colaborar con Él. La Biblia, en el más hondo fluir de sus venas, está llena de esta intuición: Dios es quien nos llama al ser cuando, por definición, ni siquiera existimos («llama a las cosas que no son para que sean»: Rm 4,17); quien nos salva cuando ni siquiera nos habíamos vuelto a Él («cuando todavía éramos pecadores»: Rm 5,8); quien nos sustenta e impulsa con su gracia cuando ni siquiera somos todavía conscientes («nadie puede venir a mí si el Padre que me ha enviado no lo atrae»: Jn 6,44); quien nos ha encontrado ya, cuando todavía creemos ser nosotros quienes lo buscan a Él («no me buscarías si no me hubieses encontrado»52). Sería interesante mostrar cómo sólo en una impresión de superficie puede esta intuición parecer opuesta a la experiencia profunda que la dialéctica del proceso cultural ha ido suscitando como respuesta religiosa a sus más íntimas demandas. Pero nada mejor, tal vez, que terminar con una anécdota que, en la resonancia misma de su aprobación inmediata, muestra perfectamente el cambio de clima que se ha operado en los últimos tiempos. De paso, enlaza también con el capítulo anterior, pues remite a un capítulo importante en el cambio de lenguaje cuya necesidad trataba de sugerir. Se refiere al diálogo con un niño que aparece en una obra del escritor brasileño Pedro Bloch53: -
¿Rezas a Dios, pequeño? Sí, cada noche ¿Y que le pides? Nada. Le pregunto si puedo ayudarle en algo.
52. B. PASCAL, Pensées, Br. 553 (Lafuma 919). 53. La reproduce J.L. MARTÍN DESCALZO, Razones para vivir, Madrid 1990, p. 168.
LA INFALIBILIDAD, ENTRE EL SERVICIO Y LA INFLACIÓN
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La infalibilidad, entre el servicio y la inflación
Hay problemas que, en cuanto se plantean, levantan los afectos y se cargan de emoción, haciendo difícil la consideración desapasionada y objetiva. El de la infalibilidad en la iglesia católica pertenece, sin duda, a ese género. Pocos habrá tan condicionados por fuertes intereses o tan lastrados de prejuicios, reticencias y malentendidos. Tomar conciencia de este hecho se convierte, por ello, en la primera condición para un tratamiento que no quiera desviarse de lo esencial, sino que busque llegar al fondo del significado y precisar el lugar auténtico que le corresponde en la vida de la Iglesia. Evidentemente, para un tratamiento teológico preocupado por la verdad del evangelio y por la misión de la Iglesia en el mundo, esto es lo único que importa. Si se logra en alguna medida, todo lo demás se dará por añadidura. En cualquier caso, ésa es la intención que anima las presentes reflexiones y explica la marcha de la exposición, que se desarrollará en cuatro pasos fundamentales: 1) clarificación del contexto; 2) búsqueda del significado auténtico, viendo la «infalibilidad» como una concreción de la «indefectibilidad»; 3) análisis de su realización histórica; 4) mirada al futuro. 1. Clarificar el contexto Aunque sólo sea por introducir un cierto orden en la selva de los prejuicios que oscurecen el problema, conviene empezar por los más vulgares y elementales, que no afectan a una consideración teológica seria, pero sí inficionan el ambiente y cierran muchas veces la puerta a una consideración objetiva y desapasionada.
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1.1. Prejuicios y deformaciones Todavía perviven, en efecto, concepciones globalizantes que, al hablar sin más precisión de la infalibilidad del papa, dan como por supuesto que ello equivale a pensar que la infalibilidad afecta a todo cuanto dice, hace o incluso piensa el obispo de Roma. Si se plantease así, con esta crudeza, es posible que nadie se reconociese en este diagnóstico. Pero no sucede lo mismo cuando se baja al nivel de esas «creencias» incontroladas que de manera espontánea condicionan la visión e inclinan la balanza de las opiniones. Algo que, por lo demás, funciona en doble dirección: para unos refuerza el sentido de pertenencia y de fidelidad a la Iglesia, o se viste incluso de la llamada «devoción al papa»; para otros constituye un pretexto para ni siquiera tomar en serio el sentido de la infalibilidad y dispensarse de la exigencia de un examen verdaderamente crítico. Quien con oído alerta repase opiniones en una u otra dirección, pronto verificará que este prejuicio, de tan indigente calado teórico, tiene en la práctica más fuerza de lo que a primera vista pudiera parecer. Pero es claro que el problema principal se sitúa a un nivel más hondo y que -ése sí- afecta directamente a la teología. Se trata de una especie de clima difuso, que consiste en una tendencia a la maximalización. Tendencia que, de manera más o menos consciente, da por supuesto que se es tanto más eclesial y aun «piadoso» cuantas más cualidades, atribuciones o poderes se atribuyan al portador de la infalibilidad. En parte, se trata de algo estructural e inevitable, que acompaña como un halo a las sedes del poder: de hecho, históricamente la subida de la primacía papal va muy unida a la preeminencia política de Roma y a la situación creada por la conversión de Constantino1. Y, sobre todo, en los últimos tiempos constituye un estilo global, heredado de una situación histórica muy concreta: la que se originó, a la defensiva, con el cuestionamiento del rol de la 1.
Cf. J.-M.-R. TILLARD, El obispo de Roma. Estudio sobre el papado, Santander 1986, pp. 91-137. Y. CONGAR («Títulos dados al papa»: Concilium 108 [1975], pp. 196-206) muestra con ejemplos numerosos, muchas veces sorprendentes, el profundo arraigo histórico de esta tendencia.
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Iglesia por parte de la cultura moderna y con el despojo político por la pérdida de los Estados Vaticanos. Eso explica ideas, expresiones y aun teorías teológicas de un pasado no tan lejano y que hoy nos resultan literalmente increíbles, hasta el punto de que se ha podido afirmar que en el siglo xix «floreció un verdadero culto formal del papa, que no pocas veces superó las fronteras del mal gusto y de la blasfemia»2. Lo confirman sobradamente afirmaciones como «cuando el papa medita, es Dios quien piensa en él», o calificaciones como las de «vice-Dios de la humanidad»3 o apreciaciones como las que hablan de «una presencia de Cristo bajo las especies pontificias, análoga a la que se realiza en las especies eucarísticas»4. Una lista que, como es bien sabido, cabría ampliar con generosa amplitud5.
Desde luego, sería incurrir en una especie de masoquismo eclesial insistir en estos datos, pues, por fortuna, es evidente que, como pensamiento expreso, todo ello pertenece al pasado. Pero resulta sano traerlos al foro de la memoria expresa, pues acaso no sea menos evidente que sus efectos -digamos, su Wirkungsgeschichte- siguen pesando sobre el inconsciente teológico: recordarlos constituye el mejor remedio para que no sigan condicionando la reflexión. Convendría incluso ir limpiando el vocabulario de títulos y expresiones que no sólo, como en 1970 reconoció la Comisión Teológica Internacional6, son susceptibles de ser mal entendidos, sino que, al chocar de frente con la sensibilidad actual, perturban la consideración serena y oscurecen innecesariamente los planteamientos. Resulta, por lo demás, obvio que el paso del tiempo, con la subida de la conciencia democrática y de un espíritu más igualitario en las relaciones con todo tipo de autoridad, va a acentuar cada vez más la exigencia en este punto. Pensemos, por ejemplo, que hoy ya ni siquiera suenan bien, sin más, palabras que, como éstas de Juan xxm, supusieron un avance hace todavía pocos años: «Ahora la esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad»7. Y, bien mirado, incluso expresiones tan corrientes como «Su Santidad» o incluso «Santo Padre» resultan cada vez más extrañas para los oídos actuales.
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2.
3.
4. 5.
H. FRÍES, Teología Fundamental, Herder 1987, p. 591. La apreciación viene ya de C. Butler, uno de los mejores historiadores de la cuestión, quien habla de expresiones que «rozan a veces la blasfemia» (...sometimes bordering ... on blasphemy: C. BUTLER, The Vatican Council 18691870, based on Bishop Ullathorne's letters, London 1930, pp. 76-77). Cita afirmaciones como éstas, que atribuyen al papa versos, en mínimo rigor, sólo aplicables a Dios: Rerum Plus tenax vigor, Immotus in te permanens... («Pío, vigor permanente de las cosas, Que permaneces inconmovible en ti mismo»); o estos otros, sólo aplicables a Cristo: Pontifex sanctus, innocens, impollutus, segregatus a peccatoribus et excelsior coelis factus («Pontífice, santo, inocente, inmaculado, separado de los pecadores y hecho más excelso que el cielo»); e incluso el siguiente himno, que habla del Pontífice-Rey como si fuese el Espíritu Santo: Pater pauperum, dator munerum, lumen cordium, emitte coelitus lucís tuae radium («Padre de los pobres, dador de los dones, luz de los corazones, emite desde el cielo el rayo de tu luz»). Tomo los datos y las citas de J.-M.-R. TILLARD, El obispo de Roma, op. cit., p. 40. Citadas por J.-M.-R. TILLARD, op. cit., p. 41: de la primera dice que es frecuentemente citada; la segunda pertenece a E. Lafond, amigo de L. Veuillot; cita todavía «vicario de Dios»; cf. más datos en pp. 35-44. Para el ambiente histórico, cf. R. AUBERT, Le pontificat de Pie ix, París 1952. Y. CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona 1983, p. 192. Véase con qué prudencia señala Congar la gravedad del problema en texto que completa la nota anterior: «En este párrafo nos abstenemos de presentar las numerosas expresiones de devoción excesiva respecto del papa, expresiones que rayan en la idolatría, como aquellas que hablan de una presencia de Cristo bajo las especies pontificias, análoga a la que se realiza en las especies eucarísticas. Respecto de estos puntos, disponemos de una documentación considerable, pero la coyuntura presente nos invita a no utilizarla. Este capítulo, bastante lamentable, parece derivar del pasado».
6.
7.
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Invita a abandonar: «Caput Ecclesiae», «Vicarius Christi», «Summus Pontifex»; y recomendó: «Papa», «Sanctus Pater», «Episcopus Romanus», «Succesor Petri», «Supremus Ecclesiae Pastor» (cf. Y. CONGAR, Títulos dados al papa, op. cit., p. 206). Citado en un iluminador artículo de G. ALBERIGO, «Dal bastone alia misericordia. II magistero nel cattolicesimo contemporáneo (18301980)»: Cristianesimo nella Storia 2 (1981), pp. 487-521; tomo la cita de la condensación en Selecciones de Teología 87 (1983), pp. 201-216, en p. 512. Lo del «bastón» está tomado a la letra de la encíclica Mirari vos, de GREGORIO XVI, donde afirma que, debido a los riesgos de la «gran conjuración de los malvados», debe dejar la «indulgentiam benignitatis» y, en base de la autoridad divina recibida, «contener con la vara» (virga compescere). Ni siquiera la remisión a 1 Cor 4,21 evita la repugnancia que este lenguaje produce en la sensibilidad actual. Y nótese cómo ni siquiera todos los títulos citados en segundo lugar, en la nota anterior, pasan por ella sin roce.
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Cuestión de vocabulario, ciertamente; pero ya se sabe con qué eficacia el modo de hablar configura el espíritu humano. Y toda la delicadeza en este punto será poca para encontrar esa situación de justo y evangélico equilibrio que pasa entre la Escila de la mitificación del papa y la Caribdis del «afecto antirromano»8.
que una consideración integradora, pues, al situar la infalibilidad en su lugar preciso, deja al descubierto el amplio trecho de camino común que las Iglesias pueden recorrer juntas hasta llegar a él. Con la consecuencia añadida de que entonces las diferencias aparecen en su verdadera dimensión, es decir, mucho más pequeñas de cuanto una tradición de polémica y controversia ha hecho aparecer, y, por lo mismo, no tan insalvables como pueden parecer a primera vista. En este sentido, los últimos pasos del diálogo ecuménico resultan francamente esperanzadores.
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1.2. Estrechamiento del problema A este tipo de deformaciones no es ajeno el planteamiento mismo del problema, porque, al haberse centrado con excesiva insistencia en el punto concreto de la infalibilidad, ha reducido el campo de la visión, confiriéndole un relieve literalmente «desmesurado» y aumentando, por consiguiente, su dificultad. Dificultad -no cabe negarlo- ya grande de por sí, pues pretender la infalibilidad para una afirmación humana resulta muy duro de asimilar en un ambiente cultural tan escarmentado de absolutismos, tan consciente de la historicidad de toda proposición y tan trabajado por la herencia de los «maestros de la sospecha». Por eso conviene poner un énfasis especial en no abordar de frente y de manera aislada el problema, sino intentar más bien encuadrarlo en su humus natural, viéndolo como lo que es: un aspecto muy limitado y concreto en el conjunto de la actividad eclesial y que, además, consiste en actos aislados de carácter muy excepcional y sometidos a controles muy estrictos. Baste pensar que no sólo los papas más recientes han renunciado a ejercerlo, sino que lo ha hecho también el último Concilio, a pesar de ser, sin duda, el más ecuménico de toda la historia del cristianismo. Tampoco conviene ignorar la dimensión ecuménica de la cuestión. Una dimensión tan importante que Pablo vi llegó a reconocer que el papa es «sin duda el obstáculo más grave en el camino del ecumenismo»9. Nada mejor para allanar caminos 8. 9.
Aludo, claro está, al título de H.U. VON BALTHASAR, Der antirómische Affekt, Freiburg i. Br. 1974. AAS 59 (1967), p. 497.
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2. El significado primario y profundo: la «indefectibilidad» Después de lo dicho se comprenderá que el tratamiento tienda a adoptar algo así como la estructura de una muñeca rusa, donde cada aspecto va saliendo de dentro del anterior, reduciéndose cada vez más la amplitud y aun la importancia de las cuestiones que se suscitan. Lo cual tendrá, además, dos ventajas muy apreciables. La primera: que se hace patente que la importancia de esas cuestiones disminuye en proporción inversa al aumento de las diferencias confesionales. La segunda: que de esa manera el tratamiento queda preservado en lo posible de las estrecheces jurídicas, para aparecer encuadrado en la lógica gratuita del servicio y la comunión.
2.1. El encuentro entre la Biblia y la Iglesia La raíz más profunda y el cimiento más sólido de toda la cuestión se identifican, en realidad, con el ser mismo del cristianismo, el cual desde sus comienzos se comprendió a sí mismo como testigo y, en cierto modo, como encarnación histórica de la presencia definitiva de la salvación de Dios, dentro de aquella tradición que había culminado en el Evangelio de Jesús de Nazaret. Una gran misión y una enorme responsabilidad para las que se sentía remitido, no a sus propias fuerzas, sino al apoyo de la ayuda divina. Algo que se expresó en frases de
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hondo sentido teológico, como la que Mateo pone en boca de Jesús refiriéndose a la Iglesia: «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18); o aquellas otras del cuarto evangelio refiriéndose, como pastor, a los creyentes: «Yo les doy vida eterna, y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre» (Jn 10,28-29). Testigo tan sólo; pero responsable, encargado del anuncio. Testigo que, por lo tanto, necesita tomar conciencia firme de la novedad e importancia de ese anuncio y encontrar los medios de comprenderlo, expresarlo y preservarlo de desvíos, falsificaciones o corrupciones. Los mismos escritos del Nuevo Testamento son una buena prueba de que eso supone una tarea difícil y compleja que no puede avanzar sin tanteos y conflictos. Cosa que sucede incluso respecto de las cuestiones más graves y fundamentales, como la continuidad o no continuidad en la observancia de la Ley mosaica o la entrada de los gentiles en pie de igualdad; por no hablar del pluralismo teológico acerca de la gracia (compárense la epístola a los Romanos y la de Santiago) o incluso del misterio mismo de Cristo, como lo muestran las hondas y tal vez tensas diferencias en los mismos evangelistas. Encontrar claridad y tomar las decisiones justas, descubriendo el sentido auténtico de la Verdad que lleva en su seno, es, ante todo, tarea de la entera Iglesia como comunidad viva y cuerpo organizado. Ahí radica justamente el punto decisivo: la verdad revelada está en la Iglesia, cristalizada como escrito en la Biblia y encarnada en las diversas formas de la tradición. Lo cual implica que está siempre «situada» en contextos concretos y «mediada» por densas capas de ideas, usos y aun abusos culturales. Es preciso, por tanto, traerla a la actualidad de cada generación y de cada época, de suerte que quede libre de falsas adherencias y, diciendo lo mismo, lo diga de otra manera: sólo podrá mantener la fidelidad afrontando los riesgos del cambio. La crítica bíblica, el sentido de la historia y la filosofía hermenéutica han mostrado hasta la saciedad lo sutil, inseguro, laborioso y complejo que resulta siempre un empeño de este género.
Si, por mor de la claridad, simplificamos al máximo la cuestión, cabe decir con Paul Tillich que la estructura fundamental y decisiva del proceso consiste «en un encuentro de la Iglesia con el mensaje bíblico»10. Encuentro que es en realidad un reconocimiento, porque a través de él la Iglesia reconoce en los textos bíblicos aquella fe que la misma Iglesia había objetivado en ellos en la intensa aventura de la gestación del Canon".
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Pero para la comprensión de un proceso concreto no basta con hablar de «la Iglesia» en abstracto. Es cierto que, de algún modo, toda ella tiene que estar presente; pero en cada caso el encuentro necesita realizarse en cuanto que la Iglesia actúa a través de sus miembros concretos. Igual que pasó, por otro lado, con la misma objetivación en la Escritura: se objetivó la Iglesia, pero lo hizo en cuanto que fue escribiendo cada libro a través de una comunidad y de unos hagiógrafos individuales y concretos. Por eso la capacidad de interpretar, es decir, de dilucidar en concreto la verdad de la Biblia, fue considerada ya en el Nuevo Testamento como un carisma al lado de la inspiración, y está internamente conectado con ella (1 Cor 12,411); aunque, eso sí, no la anula ni la somete, sino que la sirve. En la práctica de cada día y en las circunstancias normales, todos los miembros de la Iglesia se encuentran, en una u otra ocasión, implicados como sujetos: en la lectura creyente de la Biblia, en la escucha de la liturgia, en la comunicación orante del grupo, en la lectura reflexiva del teólogo, en la enseñanza del catequista, en la predicación del sacerdote y del obispo, en la enseñanza del papa... Esta larga enumeración es intencionada, para que aparezca con claridad el amplio, plural y rico con10. Teología Sistemática I, Barcelona 1972, p. 74. Para un análisis más detallado de este punto remito a los desarrollos que hago en Constitución y Evolución del Dogma. La teoría de Amor Ruibal y su aportación, Madrid 1977, pp. 273-280; La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid 1987, pp. 435-448. 11. Tema profundamente estudiado por Karl RAHNER, Inspiración de la Sagrada Escritura, Barcelona 1970; Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1979, pp. 427-436; «Die Heilige Schrift - Buch Gottes und Buch der Menschen»: Stimmen der Zeit 2WI (1984), pp. 35-44. Cf. también mis reflexiones en La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid 1987, c. 8, pp. 401-435.
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texto en que se inserta el problema de la infalibilidad. Pero antes de llegar a él conviene todavía recorrer importantes pasos intermedios.
«norma normata», equivale -en este nivel- a lo que él mismo busca cuando dice: «El carácter normativo de la historia de la Iglesia está implícito en el hecho de que la norma, aunque derivada de la Biblia, nace de un encuentro entre la Iglesia y el mensaje bíblico»14. Lo afirma expresamente el Vaticano n:
2.2. El «magisterio» como elemento constitutivo, común a las Iglesias El lector habrá intuido, en efecto, la importancia de todo esto para nuestro tema. Sin entrar todavía en el modo concreto de su ejercicio, el magisterio eclesial aparece así ubicado en la estructura esencial de la Iglesia y, por lo mismo, en un terreno todavía común a las confesiones. De hecho, ninguna podría vivir sin algún tipo de magisterio. Por eso es preciso evitar introducir ya en este nivel el tema de la infalibilidad, so pena de viciar de antemano la justeza del diálogo. Y es fácil deslizarse por la pendiente de los prejuicios. Se nota incluso en un teólogo tan comprensivo como Tillich. Bajo la rúbrica «carácter normativo de la historia de la Iglesia» -que, para los efectos, podemos traducir por «tradición», en la que incluimos el «magisterio»-, reconoce la existencia de este nivel, previo a la división confesional: «Hemos de encontrar una posición intermedia entre la práctica católicoromana, que convierte las decisiones eclesiásticas no sólo en una fuente, sino también en la verdadera norma de la teología sistemática, y la práctica radical protestante, que despoja la historia de la Iglesia no sólo de su carácter normativo, sino incluso de su función como fuente»12. Tillich detecta tal vez un peligro de algunas posturas católicas, y no está de sobra escucharle; pero parte de un falso presupuesto, porque su interpretación de la «infalibilidad papal» - a la que, según él, hay que oponerse con toda «radicalidad»le hace pensar que las decisiones de la Iglesia tendrían así un «carácter directamente normativo» (obviamente, en el sentido de «por sí mismas»)13. No advierte que el magisterio, al ser 12. Teología sistemática, Barcelona 1972, p. 75. 13. Ibid., p. 76.
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«Este magisterio no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, en cuanto que, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con Es decir, exactamente el sentido auténtico de «norma normata», que es norma en cuanto que transparenta para la Iglesia la verdad de la Escritura, la cual resulta así norma para ella (norma normada). El tema es tan decisivo que, antes de entrar en el terreno ulterior de la discusión confesional, vale la pena reproducir un párrafo en el que Tillich reafirma y explícita, desde la teología evangélica, lo que es todavía estructura común: «Ya que la norma de la teología sistemática es el resultado de un encuentro de la Iglesia con el mensaje bíblico, podemos considerarla como un producto de la experiencia colectiva de la Iglesia. Pero, dicho así, este aserto resulta peligrosamente ambiguo. Cabría entenderlo como si la experiencia colectiva produjera el contenido de la norma, cuando tal contenido es el mensaje bíblico. Las experiencias tanto colectivas como individuales son los medios a través de los cuales el mensaje es recibido, coloreado e interpretado. La norma crece en el seno de la experiencia. Pero es al mismo tiempo el criterio de toda experiencia. La norma juzga el medio en el que crece; juzga el carácter débil, fragmentado, deformado de toda experiencia religiosa; aunque, por otra parte, sólo a través de este débil medio es como una norma puede tener acceso a la existencia»16. Esto es muy importante, pues sobre esta base común resulta posible y realista establecer el diálogo de las diferencias. 14. Ibid., p. 75. 15. DeiVerbum, n. 10. 16. Op. cit., p. 77; subrayado mío.
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Porque el encuentro entre la Iglesia y la Biblia por medio del servicio magisterial constituye el elemento común; la diferencia en el modo nace de la concepción eclesiológica de que se parte. Una concepción puramente interior o individualista determinará un significado diferente del de una concepción visible y social. Y, dentro de ésta, el modo de concebir la visibilidad y la sociabilidad decidirá sobre el significado definitivo del encuentro. De todos modos, para nuestra cuestión no interesa entrar en los afinamientos de las diferentes escuelas eclesiológicas. Lo importante es apoyarse en lo básico y elemental.
Por eso se habla con todo rigor de una doble infalibilidad: in credendo e in docendo («en creer y en enseñar»). Y Congar advierte que sería falso interpretarlas sin más como «infalibilidad pasiva» e «infalibilidad activa», pues todos, pueblo y jerarquía, participan, cada uno a su modo, de ambos aspectos17. Por lo demás, el mismo Concilio saca de manera expresa la consecuencia:
2.3. El magisterio como servicio «último» a la comunión eclesial Porque, partiendo de estos presupuestos, cabe todavía recorrer un amplio espacio común. El giro copernicano que el Vaticano II imprimió a la eclesiología -al anteponer en la Lumen Gentium el capítulo sobre el Pueblo de Dios (c. 2) al que trata de la constitución jerárquica de la Iglesia (c. 3)- permite ver que la existencia del magisterio no niega, sino que, por el contrario, afirma la necesidad de que sea toda la Iglesia la que se encuentre con la Biblia. Pudo -y puede- quedar a veces oscurecido, pero su verdad es hoy bien común e indiscutible de la conciencia eclesiológica. La comunidad de todos los miembros es estructuralmente previa a toda distinción o diferencia interna y constituye el fundamento originario de cualquier actividad particular, que, en definitiva, tiene que estar siempre a su servicio. Este reconocimiento, prácticamente común a todas las iglesias, muestra la prioridad de la communio fidelium en su totalidad, y deja abierta la cuestión de ver cómo se realiza más en concreto el encuentro de la Biblia con la conciencia total de la Iglesia. Encuentro que va perfilando, en el discurrir de cada etapa histórica y en el diferente contexto de cada situación, la figura concreta y unificada de la revelación. Todo lo que se ha escrito en teología acerca de la importancia del sensus fidelium -en el que, no se olvide, están incluidos «fieles» y «pastores»no es en modo alguno palabrería romántica, sino sólida realidad y viva exigencia.
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«La universalidad de losfieles,que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn, 2,20-17), no puede equivocarse cuando cree, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando "desde el Obispo hasta los últimos fieles seglares" manifiestan el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres»18. Más aún, se confirma esta fundamentalidad cuando se afirma expresamente que «la infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el cuerpo de los obispos»19. Afirmación idéntica a la que desde el mismo Vaticano i se hace respecto del papa, que, por eso, «goza de aquella infalibilidad con que el divino Redentor quiso dotar a la Iglesia»20. Tan sólo una vez bien establecido este paso -y sin olvidarlo, como ha sido siempre la insidiosa tentación-, se debe dar el segundo. La unidad eclesial es una comunión orgánica, no una masa amorfa o uniforme. Está, por constitución, articulada en la múltiple diferenciación de una comunidad viva. Y, como tal, está dotada de órganos y funciones específicamente destinados a la integración unitaria de su conciencia. La función magisterial se inserta, únicamente como una instancia última, en este proceso de unificación. La tendencia católica al excesivo rigor y unilateralidad en la acentuación del carácter disciplinar de la doctrina -demasiado formalizada en la correlación autoridad-obligatoriedad17. Y. CONGAR, «Infalibilidad e indefectibilidad. El concepto de "infalibilidad", en (K. Rahner [ed.]) La infalibilidad de la Iglesia. Respuesta a Hans Küng, Madrid 1978, p. 161; cf. G. THILS, L'infaillibilité du peuple chrétien «in credendo». Notes de théologie post-tridentine, ParisLouvain 1963. 18. Lumen Gentium, n. 12. 19. Ibid., n. 25; subrayado mío. 20. Pastor aeternus, c. 4 (DS 3074); subrayado mío.
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puede oscurecer esto. Pero, a nivel teológico, la doctrina conciliar y la creciente valoración de una eclesiología de comunión y servicio tienden a restablecer el equilibrio21. Las deficiencias de la praxis eclesiástica no deben impedir a la reflexión teológica moverse en este clima eclesial. Y, si lo hacen, no tienen por qué ocultar el hecho de que la Iglesia es una «comunidad estructurada», con una función magisterial específica, y que eso está en plena coherencia con la visión del Nuevo Testamento. Se trata únicamente de señalar el modo concreto y efectivo en que la Iglesia, para bien de todos, puede unificar en última instancia su comprensión de lo revelado22. Y no debiera extrañar que la unificación funcione así. No es preciso caer en un organicismo romántico para comprender que, como unidad viva, esta función, en la Iglesia, es en cierto modo paralela a la que se da en toda sociedad sana, e incluso a lo que supone la conciencia personal en el individuo. Ni siquiera hay que llegar a hablar del papa como de una «personalidad corporativa», como hace Tillard23. Basta con una prudente analogía para comprender su sentido más fundamental24. En cualquier conocimiento y en cualquier decisión auténticamente personales, es, en efecto, toda la persona la que está en juego: la corporalidad, que posibilita el contacto con el mundo; la vida vegetativa, que aporta la base fisiológica de todo el pro-
ceso; la sensitiva, donde hunde sus raíces el mundo afectivo, impulsivo, sentimental... Pero todo esto necesita ser unificado: sólo pasa a ser verdaderamente humano cuando la intuición cognoscitiva lo coordina en una unidad viva o cuando la opción libre lo aprieta en el haz de una decisión. Analogía, repito, pero ilustrativa de lo que sucede en el «cuerpo» eclesial: cada uno de los miembros con sus peculiares carismas, cada una de las comunidades, cada uno de los organismos y colectivos...; en una palabra, la vida total de la Iglesia entera posibilita y nutre esa conciencia de la revelación. Más aún, toda esa variedad y esa riqueza deben poder existir siempre como tales: por algo Pablo se gloriaba de que nada faltaba en la Iglesia de Corinto (1 Cor 1,47). Pero, al mismo tiempo, hay que reconocer la existencia de momentos fundamentales, de puntos cruciales, de cuestiones stantis aut cadentis ecclesiae («de vida o muerte para la Iglesia»: Lutero), en los que el cuerpo eclesial necesita dar cuenta de sí mismo como un todo unitario. Piénsese, por ejemplo, en la confesión bautismal, cuando el neófito debe poder confesar la esencia del misterio eclesial en el que entra a formar parte y que va a cambiar toda su vida; o en las profesiones de fe de los mártires, que deben poder proclamar definitivamente su verdad y rehusar aquello que, de ser aceptado, destruiría su esencia.
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21. Cf. A. ACERBI, Due ecclesiologie. Ecclesiologia giuridica ed ecclesiologia di comunione nella «Lumen Gentium», Bologna 1975; y, más brevemente, J.A. ESTRADA, La Iglesia: identidad y cambio. El concepto de Iglesia del Vaticano i a nuestros días, Madrid 1985, especialmente pp. 17-34. 22. En este sentido, la «comunidad jerarquizada» funciona como un todo vivo, en el que el polo «jerarquía» no anula el polo «comunidad»; cf., aparte de las obras acabadas de citar, una profunda y clara exposición en J. RATZINGER, Das neue Volk Gottes. Entwürfe zur Ekklesiologie, Dusseldorf 19702, pp. 147-170, especialmente pp. 163-170 (en adelante usaré la trad. cast: El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología, Barcelona 1972). 23. Op. cit., pp. 200-208. 24. Tema complejo: pueden verse las reflexiones, con abundantes referencias a otros autores, de J. MOUROUX, El misterio del tiempo, Barcelona 1965, pp. 218-220'; cf. también H.U. VON BALTHASAR, «¿Quién es la Iglesia?», en Sponsa Verbi, Madrid 1964, p. 230; G. COLOMBO, «II "Popólo di Dio" e il "mistero" della Chiesa nell'ecclesiologia postconciliare»: Teología 10 (1985), pp. 97-169.
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Vista así, la función magisterial aparece como un servicio necesario para que la rica y multiforme vivencia que habita en el cuerpo eclesial pueda ser canalizada y unificada sin contaminaciones ni desvíos fundamentales. Tal fue siempre la función del «símbolo», que unifica la confesión, y la del «dogma», cuya finalidad decisiva es la de marcar un hito en el camino, que libra de la corrupción25. La inmensa riqueza de la vida eclesial sólo puede ser liberada al máximo -nunca adecuado- en la lectura multiforme de la entera comunidad. Y cuando llega a una encrucijada decisiva, donde de una determinada interpreta25. El mismo E. KÁSEMANN, tan celoso de la libertad de la fe y la teología, reconoce que «la fe debe poder verdaderamente decir de manera precisa dónde se trata de una cuestión de vida o de muerte» (Das Neue Testament ais Kanon, op. cit., p. 356; citado por P. GISEL, op. cit., nota 52, p. 174, con otras referencias).
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ción -piénsese en los grandes concilios y en los grandes cambios de la historia- puede depender su destino, y con él el de toda esa riqueza, la Iglesia necesita poder reconocer su esencia y unificar su decisión. 2.4. El magisterio como función de la «indefectibilidad» Mantenida en sus límites precisos, la reflexión se mueve, pues, en el terreno común de las distintas confesiones cristianas. Y lo importante es que puede avanzar todavía un largo trecho por él. Visto desde hoy, calmadas las turbulencias iniciales y restablecidos los equilibrios necesarios, tal vez sea ésa la mejor aportación del, en su tiempo, tan conflictivo libro de Hans Küng acerca de la infalibilidad26. En efecto, todas las Iglesias cristianas reconocen el carácter escatológico y, por lo mismo, definitivo e irrevocable de la manifestación de Dios en Cristo; y, desde Cristo, en la visibilidad histórica de la comunidad eclesial. Rahner, que ha estudiado con abierta y exquisita sensibilidad el problema, muestra que no se trata de una preocupación exclusiva de los católicos: «Precisamente el protestante, que concibe el cristianismo como la acción poderosa de Dios en el hombre, en el fondo debe decir que la Iglesia de Jesucristo ya no puede desertar de la verdad y de la gracia, de la salvación y del amor de Dios»27. Es lo que se ha tematizado como la indefectibilidad de la Iglesia en su proclamación de la verdad evangélica. Un concepto más amplio que el de «infalibilidad», pero que constituye su base nutricia y expresa su significado más fundamental: «La idea,finalmente,de indefectibilidad. Si se aplica a la doctrina tocante a la fe y a las costumbres -en sí misma es más amplia: concierne a la constitución de la Iglesia, la inspiración sacramental, etc.-, es la que se adapta a la vida histórica del Pueblo de Dios tomado en su conjunto, más allá de los casos (comprendidos por ella) en que goza de la garantía de infalibilidad en senti26. Unfehlbar? Eine Anfrage, Einsiedeln 1970. 27. Curso Fundamental sobre la fe, Barcelona 1979, p. 438.
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do estricto. Indefectibilidad dice indestructibilidad de la fe sobre la cual y por la cual está constituida la Iglesia. Admite progresos en un avanzar titubeante, hasta con zig-zag, como nos lo muestra la historia. Admite oscurecimientos, olvidos parciales o momentáneos, hasta errores parciales y pasajeros. Conociendo y reconociendo hoy mejor estos hechos, no se puede continuar hablando de una "evolución del dogma" en el sentido de un crecimiento continuo, de manera optimista e ingenua»28. Desde luego que esta permanencia en la verdad puede ser entendida de diversas maneras. Pero nunca esa diversidad deberá encubrir el sentido fundamental común ni, por consiguiente, la comunidad de intención, aunque la opción sea diversa: «En consecuencia, en la pregunta teológica controvertida entre la concepción protestante de la Iglesia y la católica no puede tratarse propiamente de si la Iglesia de Jesucristo puede o no desertar de la verdad de Cristo, sino que a la postre sólo puede tratarse de cómo vence concretamente en la Iglesia el Dios que permanece victorioso y comunica su verdad»29. De hecho, también en el protestantismo «hay algo así como una autoridad doctrinal», y también «se dan en él procesos doctrinales disciplinarios», porque en realidad «una Iglesia no puede ser Iglesia si no tiene el valor de pronunciar un anatema, si puede, sin más, permitirlo todo como opinión doctrinal igualmente justificada del cristiano. Por tanto, la diferencia frente al catolicismo está solamente en que dentro de la Iglesia protestante se rechaza un magisterio absoluto y vinculante en forma definitiva»™. Porque, efectivamente, aquí sí empiezan las divergencias. Pero no es poco haber comprendido que empiezan sólo a partir de aquí, puesto que de ese modo las dimensiones se van ajus28. Y. CONGAR, Infalibilidad e indefectibilidad, op. cit., p. 168. 29. K. RAHNER, Curso..., pp. 438-439. 30. Ibid., p. 440. Rahner podría haber aludido, a este propósito, a la intensa discusión teológica acerca de una «confesión» vinculante, suscitada en Alemania por la división de las Iglesias ante la presión de Hitler. Cf. E. BETHGE, Dietrich Bonhójfer, Bilbao 1970; H. VALL, Iglesias e ideología nazi. El Sínodo de Barmen (1934), Salamanca 1976.
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tando en su medida y en su importancia precisa. Queda también delimitado con exactitud el campo donde se ha suscitado la discusión a partir del libro de Hans Küng.
pación común e incluso una llamada legítima para la misma teología católica. La Iglesia reunida en concilio supone, en efecto, la más clara y completa visibilización y realización de la comunidad eclesial en su esfuerzo por encontrar, en la escucha de la palabra revelada, aquella comprensión y aquella formulación que, ante una cuestión crucial, refleja la unidad de la fe. En este sentido, el conciliarismo, como muy bien dijo Hubert Jedin, no representa «sólo un episodio»31 casual y meramente extrínseco en la historia de la Iglesia, sino el recuerdo vivo de una instancia que no debe ser olvidada ni descuidada. Por eso el concilio de Constanza (1414-1418), en las durísimas circunstancias de un Iglesia dividida por la rivalidad de tres presuntos papas, puso de relieve la importancia vitalmente primordial de la conciliaridad. Reconociendo que «todavía no existe una respuesta plenamente satisfactoria, ni dogmática ni históricamente»32, hay que darle la razón a Joseph Ratzinger cuando afirma que «Constanza, aun reconociendo claramente sus límites, ofrece, en cierto sentido, una aclaración complementaria a las definiciones del Vaticano i»33. Esto permite escalonar de manera muy significativa el problema. En primer lugar, indica que el ejercicio normal de la infalibilidad, justamente por ser expresión unificada de la conciencia de la Iglesia, es el que se manifiesta en el ejercicio colegial, es decir, el que responde al magisterio ordinario y universal que en la actuación de la vida eclesial ejercen los obispos unidos con el papa. Es el mismo J. Ratzinger quien lo expresa con energía:
3. La concreción católica: la «infalibilidad» Únicamente sobre esta base -y procurando no perderla, aunque la ulterior discusión separe las posturas- ha de plantearse la cuestión de la infalibilidad, que representa su concreción última por parte de los católicos. En espera de tiempos mejores, que seguramente aclararán por ambas partes aspectos hoy oscuros -y por ello tal vez no unificables todavía-, lo más razonable es tratar de exponer el sentido de la propia concepción, que, en definitiva, consiste en pensar que la infalibilidad constituye el modo real e histórico de realizarse la indefectibilidad. E incluso aquí conviene distinguir dos aspectos muy importantes en la discusión: el que se refiere al sujeto de los actos infalibles y el que se refiere al objeto de los mismos.
3.1. El problema de la infalibilidad: a) el sujeto El primero se refiere a la determinación de la instancia o instancias que dentro de la comunidad eclesial realizan en concreto esa «unificación última» de su conciencia; dentro de esa unificación se encuadran los actos infalibles. Realizando con cuidado dicha determinación, aparece que también aquí existe un importantísimo espacio común, que ahora no es ya con la teología de la Reforma, pero sí con la de la Ortodoxia. Ésta, en efecto, coincide con el Catolicismo en admitir la posibilidad y la existencia de actos infalibles en la Iglesia; se diferencia únicamente en que tan sólo reconoce como sujeto de los mismos al concilio ecuménico. Lo cual en modo alguno debe ser considerado como algo secundario, pues en realidad admite lo más básico y fundamental y abre una clara plataforma para el avance en el diálogo. Con ello la teología ortodoxa está recordando una preocu-
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«Aquí no hay que pensar en manifestaciones extraordinarias, sino en la vida normal de la Iglesia; en lo que, sin realizaciones especiales, se predica dentro del ordinario quehacer de esa Iglesia 31. H. JEDIN, Bischopfliches Konzil oder Kirchenparlament?, Basel 1963, p. 25 (citado por J. Ratzinger en la obra citada en la nota 33, p. 156). 32. R. BÁUMER, «Konstanzer Dekrete», en Lexikon für Theologie und Kirche 6 (1961), pp. 503-505, en c. 505; cf. también K.A. Fue, «Konstanz. 3 Konzil», en Ibid., pp. 501-502; H. JEDIN, «Konziliarismus», en Ibid., pp. 532-534. 33. El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología, Barcelona 1972, p. 157.
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como doctrina general. Este magisterio ordinario viene a ser la forma normal de la infalibilidad eclesiástica, y conviene observar que se trata de una infalibilidad colegial y no de una infalibilidad monárquica. La infalibilidad normal de la Iglesia tiene forma colegial; lo otro es "extraordinario"»34. «De buscar unas normas más concretas, habría que comenzar por afirmar que la colegialidad como principio real de la predicación de la Iglesia está fundamentalmente asegurada por el hecho de que el magisterio papal es un camino "extraordinario"; representa, como si dijéramos, la situación del Videant cónsules. El camino "ordinario" y normal de custodiar la palabra es el colegial, incluso y precisamente según la actual dogmática católica. Pero el concilio está más próximo a este camino ordinario que la definición papal ex cathedra»35. Sólo cuando el ejercicio normal de esta colegialidad se hace especialmente difícil -bien por la urgencia del caso, bien por la gravedad de lo discutido, que exige una dilucidación más intensa y actual-, surge la necesidad del ejercicio «extraordinario». Y aun éste puede tomar dos formas: la conciliar y la papal. En elemental consecuencia, se ve enseguida que, de las dos, el «segundo grado» en normalidad corresponde a la forma conciliar, como ejercicio más vivo, rico y adecuado de la colegialidad. El Vaticano n lo ha expresado por su debido orden con la serena limpieza de su lógica eclesial: «Aunque cada uno de los prelados por sí no posea la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, si todos ellos, aun estando dispersos por el mundo, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro, convienen en un mismo parecer como maestros auténticos que exponen como definitiva una doctrina en las cosas de fe y de costumbres, en ese caso anuncian infaliblemente la doctrina de Cristo. Pero todo esto se realiza con mayor claridad cuando, reunidos en concilio ecuménico, son para la Iglesia universal los maestros y jueces en la fe y costumbres, y sus definiciones de fe deben aceptarse con sumisión»36. 34. Ibid., 184. 35. Ibid, 186. 36. Lumen Gentium, n. 25. Lo mismo afirma J. RATZINGER, op. cit, p. 185: «Como se ve, el concilio se sitúa simplemente en la prolongación del
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El escalonamiento mismo del problema muestra cómo el ejercicio de la infalibilidad por el papa aparece como el tercer recurso en esta gradación. Se acentúa, por lo tanto, en la misma medida el carácter extraordinario que le corresponde. Lo cual indica que su ejercicio debe constituir normalmente un recurso de última instancia cuando, por imposibilidad o por grave dificultad práctica, no resulten factibles los anteriores; en consecuencia, deberá responder a condiciones muy concretas y excepcionales. De lo viva que está esta concepción en la actual conciencia de la Iglesia dan buena prueba y constituyen un claro alimento para la esperanza las palabras del Cardenal Etchegaray en una ocasión solemne: «Si existe un primado del papa, es gracias al hecho de que existe el primado de la Iglesia al servicio de la caridad, y que este primado precede al otro, lo condiciona y lo incluye»37. Ya no interesa aquí entrar en más detalles sobre la relación que en ese acto guarda con el colegio: si se trata de dos instancias distintas o si -como con K. Rahner piensa hoy la mayoría de los teólogos- se trata de un solo sujeto: «En la Iglesia existe un solo sujeto de la potestad suprema, y este sujeto es el colegio episcopal, que tiene en el papa su cabeza. Pero son dos los modos de actuar de este colegio: con un acto propiamente colegial y con un acto del papa como cabeza del colegio» 38 .
magisterio universal ordinario, que consiste en la predicación unánime del papa y los obispos; es su manifestación solemne. Mas se pone también de manifiesto que la infalibilidad del papa no existe per se, sino que ocupa un lugar perfectamente determinado y limitado, y en modo alguno exclusivo, dentro del marco de la presencia perenne de la palabra divina en el mundo». 37. «Unitá dei cristiani e primato nel servizio della carita» (conferencia en el Encuentro intercristiano «Chiese sorelle, Popoli fratelli», organizado por la Comunitá di Sant'Egidio, Genova 12-14 nov. 1999: // Regno. Documenti 5/2000, anno 45, n. 854, pp. 197-200, en p. 198. Véase también el expresivo texto con que se cierra este trabajo. 38. K. RAHNER, «Zum Verháltnis zwischen Papst und Primat»: Schriften zur Theologie VIII, Einsiedeln 1967, pp. 279; cf. ID., Episcopado y primado, Barcelona 1965; Y. CONGAR, Ministerios y comunión eclesial, Madrid 1973; J. RATZINGER, op. cit., pp. 137-164.
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3.2 El problema de la infalibilidad: b) el objeto Lo dicho hasta aquí asegura, por lo tanto, una amplia base interconfesional común. La discusión suscitada por la Reforma y reavivada por Hans Küng se desarrolla ya en su interior y es, por consiguiente, más limitada. Lo cual no anula las especiales dificultades que suscita, pero sí permite afrontarlas, digámoslo así, con mayor serenidad. Indiquemos ya de manera muy abreviada los posibles caminos de la comprensión39. De Küng hay que acoger el aviso de que, en efecto, en la marcha ordinaria de la Iglesia, en aquellos problemas y opciones en los que su ser como tal no es puesto en cuestión, pueden darse pasos desviados, apartamientos del auténtico camino (de hecho, ahí está, desgraciadamente, la historia real para demostrarlo; y también la propia autoconciencia eclesial: ecclesia peccatorum, ecclesia semper reformanda...). Pero el caso se presenta muy distinto cuando se trata de cuestiones fundamentales, de las que depende que la Iglesia «caiga o se mantenga en pie». Entonces no se ve tan claro cómo puede sostenerse la posibilidad de que tome un camino equivocado sin que ello implique una discontinuidad en su mismo ser. Esquematizando, cabría decir que, de admitir eso, habría momentos en la historia en los que en realidad no existiría la verdadera Iglesia, en los que la presencia salvadora de Dios no sería encontrable en su integridad para el hombre real. Pedirle a alguien en esas circunstancias un sí o un no definitivos no sería precisamente preservar su libertad, sino que se correría el peligro de someterlo a un totalitarismo absolutista y arbitrario40. 39. Resulta fundamental la obra de debate de K. RAHNER (ed.), La infalibilidad de la Iglesia. Respuesta a Hans Küng, Madrid 1978; cf. también J.J. KIRVAN (ed.), The Infallibility Debate, Nueva York 1971. Remito también a la detallada discusión que yo mismo he realizado en Constitución y Evolución del Dogma. La teoría de Amor Ruibal y su aportación, Madrid 1977, pp. 340-348, y La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid 1987, pp. 445-448, que aquí utilizo ampliamente. 40. «Si éste no es el caso, el permanecer de la Iglesia en la verdad pierde su seriedad concreta y se puede siempre, si se quiere, escapar, y nunca es
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Claro está que razonamientos de este tipo incluyen en sí mismos una gran complejidad de presuposiciones teóricas e implicaciones prácticas. Mientras que desde una tradición pueden resultar claros, desde otra pueden ser espontáneamente rechazados. Se trata de una conclusión fundada y razonable, no de una demostración contundente; y el realismo impone aquí comprensión mutua y paciencia histórica. Pero no se habría ganado poco si por lo menos quedara patente el sentido y la «razonabilidad» interna de la opción, para que sea ésta -y no los prejuicios acerca de ella- el objeto del diálogo. Los católicos precisamos reconocer los peligros y abusos prácticos que nacen de esta opción y admitir como correctivo saludable la crítica permanente del «principio protestante». Los protestantes deberán acaso considerar con ojos nuevos -los de una fe cristiana puesta globalmente en cuestión, en un mundo que se unifica irreversiblemente- la «sustancia católica», viendo en ella una posible oportunidad para la confesión de «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4,5)41. Sin entrar en una discusión detallada de la argumentación de Hans Küng, hay dos puntos que vale la pena aclarar brevemente. El primero es la sospecha de un cierto círculo vicioso en el dogma de la infalibilidad: la Iglesia es infalible porque ella define infaliblemente que es infalible. Dificultad, sin embargo, más fuerte en la apariencia que en su realidad efectiva. Igual que sucedió en la delimitación del canon por parte de la Iglesia primitiva, se trata de un proceso reflexivo, de circularidad no viciosa, sino hermenéuticamente productiva. En él la Iglesia trae a la expresión clara y a la decisión firme lo que era ya preciso decidir nada en concreto. En última instancia, el cristianismo se convierte entonces en un rito»: W. KASPER, en (H. Küng [ed.]) Fehlbar? Eine Bilanz, Zürich 1973, p. 82. En idéntico sentido se manifiestan J. RATZINGER en (K. Rahner [ed.]) Zum Problem der Unfehlbarkeit. Antworten an die Anfrage von Hans Küng, Freiburg 1971, p. 115; K. LEHMANN, Ibid., pp. 353-354; y M. LOHRER, en Fehlhar?, p. 98. 41. Uso aquí la elocuente terminología de P. TILLICH: cf. los trabajos recogidos en su obra Der Protestantismus ais Kritik und Gestaltung, München-Hamburg 1966; un buen resumen puede verse en J. AMBRUSTER, El pensamiento de Paul Tillich, Santander 1968, pp. 222-231.
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siempre en ella intuición inexpresa (o no tan expresa) y praxis vivida42. Por lo demás, en estos proceso profundos ¿no es casi siempre la conciencia expresa un «caer en la cuenta» de lo que, de algún modo, ya se sabía? ¿No es eso lo que Blondel quería indicar cuando hablaba del paso de lo «implícito vivido» a lo «explícito conocido»? Es decir, que nos hallamos ante una estructura fundamental de la vida consciente humana. El segundo punto está en la dificultad, tan enfatizada por Küng, de la «imposibilidad de proposiciones infalibles a prion'»43. Sin entrar en discusiones de detalle, basten aquí dos observaciones:
2) La verdad de esas proposiciones no se considera aislada, pues entonces ciertamente «las proposiciones pueden ser verdaderas o falsas»44. Baste pensar en la trabajosísima elaboración de cualquier decisión conciliar para comprender que se trata de proposiciones emitidas en un contexto concreto y cuidadosamente determinado. No cabe negar entonces que puedan tener un significado suficientemente unívoco, como, por lo demás, demuestra la praxis secular. Afirmar esto no equivale a negar la necesidad de una cuidadosa alerta, para no quedar fascinados por la letra del dogma. Justamente su carácter contextual obliga a comprender que su intención profunda debe ser retraducida en cada etapa histórica o forma cultural, conscientes de que «el aferramiento a las formas de expresión tradicionales llevó con mayor frecuencia a la herejía que a la ortodoxia»45. Con todo, el honesto reconocimiento de los posibles abusos no tiene por qué llevar a la negación en principio de la legitimidad del uso. Algo que, por su parte, debiera tener en cuenta la crítica, pues también ella, junto a avisos saludables, puede ceder a una cierta alergia, cayendo en apreciaciones manifiestamente injustas. Tal sucede, por ejemplo, cuando Karl Barth, en su comentario a este punto de la Dei Verbum, afirma que «el Concilio padeció un desmayo, casi iba a decir un "infarto"»46. Tres páginas más adelante se aclara la radical incomprensión que le sirve de base, al dar como obvia una interpretación que ni el más conservador de la minoría conservadora en el Concilio firmaría jarhás: «¿Con qué derecho se cree ahora la Iglesia católica ni ningún cristiano católico, por obra y gracia del capitulo II de la Constitución, a prestar la misma adhesión y convicción, por ejemplo, al evangelista Mateo que a un Tomás
1) No se trata de un verdadero apriorismo; teniendo en cuenta que esas proposiciones consisten en el re-conocimiento de una verdad ya presente en la Iglesia (de otro modo no podrían ser definidas), con igual o mayor razón cabe decir que se trata de verdades a posteriori. Por eso no son infalibles todas las proposiciones del magisterio, sino sólo unas pocas y muy estrictamente determinadas. Y por eso, en su definición, no se trata de «inspiración», ni menos aún de un acto «milagroso» que aumente la verdad revelada, sino de mera preservación negativa, debida a la presencia perenne del Señor en su Iglesia. 42. Rahner, que siempre reconoció la dificultad, muestra bien la presencia fundamental de esta verdad en la historia de la Iglesia: «Para la Iglesia anterior a la Reforma no hay ninguna duda sobre el hecho de que la Iglesia como tal puede hablar en un concilio con una autoridad última, irreversible, que es normativa de manera vinculante para la conciencia del cristiano. (...) Por tanto, en relación con la autoridad doctrinal del papa la pregunta es solamente si la autoridad que, según la concepción prerreformadora de la fe, estaba dada en la Iglesia, puede corresponder también al papa como tal (...). Si vemos así las cosas, entonces a la postre puede decirse que una cúspide personal de la representación sinodal, colegial, es también lo más razonable, y obvio desde el punto de vista humano» (Curso fundamental sobre la fe, pp. 443-444). 43. «Von vomherein unfehlbare Satze»: la definición más clara de esta expresión aparece en Unfehlbar? Eine Anfrage, Einsiedeln 1970, p. 142; «...proposiciones tales que, en cuanto al error, están aseguradas por criterios formales», de modo que no precisan de ningún "control aposteriórico-definitorio" en la Escritura, en la tradición o en la situación de la fe de la Iglesia» (Fehlbar?, p. 78), resume así la interpretación de O. SEMMELROTH (Zuñí Problem..., op. cit., pp. 204-206), que el mismo H. KÜNG (Fehlbar?, p. 352, nota 2) da por justa.
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44. Esta frase es un poco el leit-motiv en la obra de Küng, una especie de «axioma fundamental que todo lo abarca», si bien no está claro su significado (K. LEHMANN, Zum Problem..., p. 355). Küng mismo reconoce que aquí agudizó la frase, la cual ya estaba presente en su obra eclesiológica anterior (Fehlbar 2, p. 385). 45. K. RAHNER - K. LEHMANN, «Kerygma y Dogma», en Mysterium Salutis I, Madrid 19802, p. 759. 46. «Conciliorum Tridentini et Vaticani inhaerens vestigiis?», en (B.D. Dupuy [ed.]) Vaticano n. La Revelación Divina II, Madrid 1970, p. 234.
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de Kempis o a un Ignacio de Loyola, como intérpretes del evangelio?» 47 . La verdad es que, cuando esta -ciertamente delicada- doctrina católica se toma con las debidas cautelas, cabe incluso llegar a la conclusión auténticamente paradójica de que la infalibilidad puede ser interpretada como muestra del máximo respeto a la palabra de Dios. Porque, precisamente, si, por una parte, la Iglesia no puede dominar nunca esa palabra y, por otra, quiere someterse absolutamente a ella, no puede buscar la certeza necesaria en las meras fuerzas de la reflexión humana. Entonces la infalibilidad, como carisma que es, representa el reconocimiento de que la certeza absoluta de la fe sólo puede ser recibida como un don: como el fruto objetivo de una función eclesial, y no acaso como la decisión subjetiva del teólogo o del creyente ilustrado. En una hermenéutica generosa y cordial, ¿no es eso lo más profundo de la intención conciliar? El mismo Barth se hace eco de sus palabras expresas: «El magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, no enseñando más que lo transmitido, en cuanto que, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia reverentemente y lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído»48. En definitiva, volviendo al núcleo de la objeción, tal vez lo más claro sea lo más elemental: que una proposición de fe no pueda nunca estar a la altura de su significado y que, por lo mismo, nunca pueda expresarlo de una manera adecuada, no significa que, en la modestia de una afirmación consciente de sus límites, no pueda ser, a pesar de todo, verdadera. Para terminar, tal vez una cita concreta, aunque resulte un tanto larga, pueda aclarar más que muchos discursos abstractos: «Yo no sé, por ejemplo, con mucha exactitud si mis opiniones acerca de la solución del problema racial son justas o erradas a pesar de mi buena voluntad. Pero el principio de que todo indivi47. Ibid., p. 237. 48. Dei Verbum, n. 10.
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dúo debe ser respetado en su dignidad y amado como prójimo es una proposición, y distinta de la decisión fundamental (que esperamos exista) de practicar este respeto y este amor; y es una proposición que ciertamente yo no podría definir en su significado con una claridad cartesiana, separándola netamente de toda ambigüedad, de modo que para mi conciencia y para la de los demás sea una garantía contra las falsas interpretaciones y que, al mismo tiempo, no pueda coexistir con opiniones sobre la solución del problema racial incompatibles con esta decisión y esta proposición fundamental. Sobre el tema de esta proposición fundamental entablo a menudo las más animadas discusiones con filósofos y otras personas, para ver si no se trata sólo de una ideología ridicula con la que queda cubierta en lo profundo de mi corazón la brutalidad de la lucha por la existencia y el egoísmo que se desmiente a sí mismo. No obstante, reconozco el deber y la legitimidad de un asentimiento absoluto a esta proposición y lo afirmo en base al carácter absoluto de la razón práctica como si fuera infalible. Puedo hacerlo, como he dicho, aunque -históricamente- voy profundizando siempre más la comprensión de esta proposición y no puedo realizar nunca adecuadamente en mi conciencia la discriminación entre la proposición expresada en forma absoluta y las demás que yo considero justas; más aún, las considero como una consecuencia necesaria de esta proposición fundamental, pero que no actúan con el mismo empeño absoluto y que quizá están hasta equivocadas. Yo debo obrar según esta proposición fundamental, aunque la absolutización de esta proposición no consiga sacarme de mi historicidad y la suya, y tenga que ser siempre actuada con ese íntimo temor y temblor que domina la existencia humana, y hasta adquiere su carácter específico sólo cuando con él se toma una decisión absoluta, o sea, una decisión que es asimismo la de la caridad y la verdad»49.
4. La realización histórica Una vez clarificado de algún modo el significado auténtico de la infalibilidad, tratando de comprender y valorar lo que ella supone de positivo, se han creado las condiciones mínimas para 49. K. RAHNER, «Crítica a Hans Küng», en (K. Rahner [ed.]) La infalibilidad de la Iglesia, op. cit., p. 32.
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una apreciación más justa de sus límites y las consiguientes posibilidades de una mejor realización en la historia. Para la reflexión teológica se abre así un terreno de tanteo y prospectiva, de transformación y mejora, que exige a un tiempo cauta modestia y abierta libertad evangélica. Lo que aquí se diga será, pues, una contribución mínima a una tarea compleja y pluridimensional, que seguramente pedirá todavía muchos esfuerzos y reajustes en el futuro. Intentaré articular la exposición atendiendo a las tres dimensiones fundamentales del lenguaje: la semántica, la expresiva y la pragmática; es decir, atendiendo a los problemas que plantea: 1) lo que dice el magisterio infalible; 2) el modo y estilo con que lo dice; y 3) los procedimientos y efectos que con ello se pretende lograr. Ya se comprende que ni la evocación lingüística pretende ser exacta ni la distinción entre los aspectos aspira a ser nítida: basta con que ayude a organizar la exposición, haciéndola más clara.
De hecho, sobre todo en ciertos dogmas que fueron formulados desde una cosmovisión o una situación confesional muy distinta de la nuestra, se advierte en seguida la enorme dificultad que encuentra la teología a la hora de precisar una interpretación verdaderamente significativa y existencialmente realizable para la cultura y la sensibilidad actuales. ¿Qué queremos decir de verdad cuando hablamos del pecado original, de la asunción de María a los cielos o del infierno?51 Y la presente reflexión es ella misma una prueba de las dificultades que presenta el dogma de la infalibilidad. A esto remite igualmente el hecho mismo de la importancia que, con la entrada de la conciencia histórica en la época moderna, ha adquirido el problema de la evolución del dogma. Y no deja de ser sintomático -y aun paradójico-que la conciencia teológica se atreviera a enfrentarse antes con la hermenéutica de las palabras de la Escritura que con la de las formulaciones dogmáticas. Lo cual tiene, seguramente, su explicación más inmediata en la mayor elaboración refleja de estas últimas, que las hace aparecer claras y definidas. Pero puede insinuar también una excesiva sacralización de la letra de los dogmas, como si eso los situase por encima del tiempo y de la mutabilidad histórica; algo que la actual conciencia hermenéutica ha demostrado ser, sencillamente, imposible. Lo importante en estas consideraciones es que hacen patente, por un lado, la necesidad de ser cuidadosamente conscientes de la apertura e inadecuación de toda fórmula, por cuidadosa que sea, y, por otro, la enorme flexibilidad con que ha de afrontarse su interpretación. Igual que en el apartado anterior se subrayaba cómo la inadecuación de la fórmula no anulaba la verdad de la afirmación y de su intención profunda, ahora es preciso subrayar, en paralelo, que la verdad de la afirmación no debe ocultar la inadecuación de la fórmula. Yves Congar relata el dicho de un teólogo anglicano, que, tomado con la profunda sabiduría del verdadero humor y liberado de toda posible connotación cínica, puede encerrar una
4.1. La dimensión semántica A pesar de su brevedad, el análisis del problema que plantean las proposiciones ha dejado bien claro su inevitable carácter inadecuado y menesteroso. Si, de algún modo, eso vale ya para cualquier proposición, la menesterosidad se multiplica en aquellas que intentan remitir al misterio de Dios. Santo Tomás se atrevió a decir, hablando en general, que «de Dios conocemos no lo que es, sino lo que no es y cómo lo demás se relaciona con El»; cuando se trata de perfilar en concreto algún aspecto de su misterio, se comprende la infinita modestia con que todos debemos proceder. Lo cual se refuerza, además, por la apertura escatológica de todos nuestros enunciados, siempre abiertos a una mayor perfección, sin que nunca este movimiento pueda ser acabado en la historia50.
50. En este aspecto, valorando lo positivo de la postura de Küng, insisten sobre todo F. ARDUSSO - S. DIANICH, «Indefectibilidad de la Iglesia», en Nuevo Diccionario de Teología 1, Madrid 1982, pp. 741-756, principalmente pp. 755-756.
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51. Esto es lo que personalmente he querido insinuar desde el título en mi obrita ¿Qué queremos decir cuando decimos «infierno»?, Santander 1995.
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gran verdad: Rome cannot change, but she can explain, «Roma no puede cambiar, pero sí puede interpretar»52. Tomada en toda su seriedad y ejercida con generosidad, esta intuición podría ahorrar muchos conflictos teológicos. La razón está en que la profundidad del cambio cultural introducido por la modernidad presenta dos desafíos simultáneos y, en cierto modo, antagónicos: es preciso mantener la continuidad de la fe, expresada también en la formulaciones dogmáticas, a la vez que se impone mantenerla viva en el cambio del contexto cultural. Lo cual implica una permanente cura de humildad para la teología y, al mismo tiempo, una llamada al magisterio, reconociendo la necesidad del trabajo teológico y respetando la libertad de sus métodos y aportaciones. Todo esto enlaza de manera muy directa con la problemática ecuménica, pues, en definitiva, las distintas confesiones consisten en modos distintos de interpretar el legado común. Una mayor amplitud en este campo podría suponer un gran avance; en el límite; puede incluso llevar a eso que Heinrich Ott ha llamado la «unión mediante la interpretación»53. Propuesta que guarda una evidente convergencia con la de Rahner cuando, en su disputa con Küng, habla de buscar un «acuerdo operacional», es decir, «un acuerdo que se basa sobre el hecho de que opiniones que se contradicen, en teoría o en apariencia, en la materia o en los conceptos, tienen en la práctica los mismos efectos desde el punto de vista "operativo"»54. En este contexto, la clara propuesta conciliar de una jerarquía de las verdades cobra un significado enorme, hasta el punto de que el mismo concilio hace la aplicación: «Al confrontar las doctrinas, no olviden que hay un orden o "jerarquía" de las verdades en la doctrina católica, por ser diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana»55 Y en la declaración
Mysterium Ecclesiae se indica de manera expresa que eso no se refiere sólo a verdades secundarias, sino que existe también una «jerarquía de los dogmas de la Iglesia»56. Un tema verdaderamente seminal, que, sin duda, deberá crecer y desarrollarse, fecundando la reflexión teológica. Ante todo, porque indica que no debe confundirse el grado de certeza de una verdad, que puede ser la máxima, con el de su importancia, que puede ser menor. Cosa que vale en el aspecto objetivo: por eso no es extraño que en la teología actual haya aparecido la categoría de «dogmas marginales» (Randdogmen)51. Y vale igualmente en el subjetivo, es decir, respecto de la vivencia efectiva tanto de los individuos como de los grupos y las Iglesias58.
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52. El Espíritu Santo, Barcelona 1983, p. 567. 53. H. OTT, Die Lehre des I Vatikanischen Konzils, Basel 1963; citado por H. FRÍES, Teología fundamental op. cit., p. 608, que lo califica como «el programa teológico de Ott», y del que afirma que «merece la atención máxima». 54. Réplica a Hans Küng, op. cit., p. 41. 55. Unitatis RedintegratiO, n, 11. Cf. principalmente H. MÜHLEN, «Die Lehre des Vatikanun) II über die «hierarchia veritatum» und ihre Bedeutung für den ókumenischen Dialog: Theologie und Glaube 56
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(1966), pp. 303-335; G.H. TAVARD, «"Hierarchia veritatum". A Preliminary Investigation»: Theological Studies 32 (1971), PP- 278-289. W. KASPER (Introducción a la fe, Salamanca 1976, pp. 122-127) ofrece una explicación sucinta. 56. Mysterium Ecclesiae, n. 4. 57. H. MÜHLEN, «Die Bedeutung der Differenz zwischen Zentraldogmen und Randdogmen für den ókumenischen Dialog. Zur Lehre des Zweiten Vatikanischen Konzil von der "hierarchia veritatum"», en Freiheit in der Begegnung. Zwischenbilanz des ókumenischen Dialogs (hrsg., von J.L. Leuba - H. Stirnimann), Frankfurt a.M. - Stuttgart 1969, pp. 191-227. 58. Lo expresan bien las siguientes palabras de G.B. SALA: «Existe una jerarquía subjetiva de las verdades totalmente legítima y que se funda últimamente en la naturaleza misma del acto de fe. En la fe, en efecto, el principio del acto (el Espíritu Santo) y el objeto del acto (la autodonación de Dios al hombre) son radicalmente idénticos. Sólo gradualmente este movimiento total hacia Dios va asimilando los diversos "objetos" de la fe, articulándolos categorialmente en un proceso histórico que es comunitario e individual a la vez. Pero en el la apropiación existencial del individuo no coincide necesariamente con el camino recorrido por la fe de toda la Iglesia. El cristiano vive de la fe de la Iglesia, de la cual depende y a cuya totalidad está abierto (un católico no puede negar con disentimiento positivo ningún dogma), cualquiera que sea el grado y la modalidad de la articulación objetiva a que haya llegado hic et nunc en su fe. Esta diversa configuración de la fe no se da solamente en el creyente individual. Análogas afirmaciones sobre una jerarquía subjetiva de las verdades valen para los grupos existentes en la Iglesia, para cada una de las Iglesias, para las distintas épocas en la historia de la Iglesia. No es difícil hacerse cargo de la importancia que esta enseñanza conciliar tiene en orden a una exacta concepción de la ortodoxia dentro de la Iglesia católica, como también en orden a valorar más adecuadamente aquello que une a las diversas denominaciones cristianas» («Ortodoxia» en Nuevo Diccionario de Teología 2, Madrid 1982, pp. 1.187-1.221, en p. 1.194).
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Como es bien sabido, Karl Rahner se cuenta entre los teólogos que han prestado una mayor atención a este problema. Para ver más en concreto el significado de estas apreciaciones, que podrían parecer refinamientos teóricos o distingos abstractos, vale la pena citar unas palabras suyas, acaso más elocuentes todavía por su carácter coloquial. A la pregunta del interlocutor acerca de «si esto se puede expresar algo más claramente», responde:
diciones fundamentales: 1) «no rechazar como contraria a la fe una afirmación que otra Iglesia particular profesa como dogma obligatorio», aunque de momento uno pueda aceptarla para sí; y 2) no imponer «como dogma obligatorio a otra Iglesia particular» lo que es "confesión expresa y positiva" de la propia; algo que, antes bien, debe encomendarse a un amplio consenso en el futuro»61. Ya se comprende que no se trata ahora de analizar o discutir en detalle esta propuesta, sino, ante todo, de señalar un estilo y de abrirse a posibilidades que no sólo no se oponen al significado hondo de las fórmulas dogmáticas, sino que parecen exigidas por la índole misma de su constitución. Y, desde luego, estas consideraciones deberían hacernos enormemente cautos a todos e incluso impedir que el magisterio entre por un camino tan resbaladizo como el que en los últimos tiempos, a propósito de la ordenación de las mujeres, se ha insinuado con el intento de introducir todavía una nueva especie de proposiciones magisteriales62. Se trata de las llamadas proposiciones definitivas, que, sin ser declaradas expresamente «infalibles», se presentarían como irreformables en el futuro, obligatorias para todos y sustraídas a la discusión teológica. Las reacciones negativas de muchos teólogos resultan, a raíz de lo dicho, sobradamente justificadas, tanto objetivamente, por la carencia de un verdadero fundamento para esta propuesta, como pastoralmente, puesto que el acento que los tiempos postulan va justamente en la dirección opuesta63. Lo cual introduce el punto siguiente.
«Si un cristiano católico viene a mí y me dice que no entiende esto o aquello, que no sabe qué hacer con ello, yo le diría: Para una persona razonable no es lo más propio rechazar algo así de antemano y de manera frontal, puesto que hay cosas en el mundo, y también en el ámbito de la verdad, a las que uno no tiene personalmente acceso. Pero, si tú quieres realizar como creyente la verdad fundamental del cristianismo, tienes todo el derecho a no preocuparte por cosas secundarias en el ámbito de la jerarquía de las verdades y, en nombre de Dios, a dejarlas en paz»59. Rahner hace todavía dos concreciones que en la situación actual pueden ser de gran ayuda. La primera se refiere al problema pedagógico con el que no pocas veces se encuentran los profesores de religión (y cabría decir: los párrocos, los catequistas y aun los mismos teólogos), y la hace en respuesta a la pregunta: «Para un profesor de religión, ¿significaría eso que podría callar sobre esas verdades de fe de segundo o tercer rango?». Responde: «Ciertamente, pueden hacerse tonterías con tal principio; y, con todo, opino que un profesor de religión tiene hoy el sagrado deber y obligación de acercar a la gente las afirmaciones últimas y centrales del cristianismo. Si entonces se le escapan muchas cosas secundarias, no importa nada»60. La segunda concreción apareció explicitada en un libro en colaboración con Heinrich Fríes, donde ambos opinan que una actitud de verdadera «tolerancia epistemológica» permitiría ya la unidad de las grandes confesiones. Bastaría cumplir dos con59. Karl Rahner im Gesprach (hrsg. von P. Imhof und H. Biallowons), Bd. 1: 1964-1977, München 1982, p. 186. 60. Ibid., pp. 186-187.
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61. H. FRÍES - K. RAHNER, La unión de las Iglesias, Barcelona 1987, p. 38; es la tesis 2a, la más importante. Resulta muy interesante el apéndice que H. FRÍES pone en la nueva edición: «Asentimiento y crítica. Un balance» (pp. 175-210). 62. Ordinatio sacerdotalis (22-5-1994); doctrina sobre la que se vuelve en la Carta Apostólica Ad tuendamfidem (AAS 90 [1-7-1998], pp. 457-462) y en la Nota doctrinal aclaratoria de la fórmula conclusiva de la profesión de fe (L'Osservatore Romano, 1-7-1998). 63. A este propósito se había manifestado Ch. DUQUOC, «Aveu et humiliation. De l'économie de l'Instruction romaine sur la vocation écclesiale du théologien»: Lumiére et Vie 39 (1990), pp. 91-95 (condensado en Selecciones de Teología 119 [1991], pp. 201-206). Sobre esta cuestión,
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4.2. Dimensión expresiva El aspecto semántico, con ser tan importante, no agota ni la esencia de la infalibilidad ni su problema. De hecho, cada vez se va reconociendo con mayor claridad que la verdadera dificultad no reside tanto en el primado o el magisterio en sí mismos, en cuanto garantes de la unidad de la Iglesia; más bien se reconoce su necesidad. Lo que causa problemas es el modo del ejercicio: «El hecho de esta primacía (Vorrangs) de la comunidad romana y de su obispo en la cristiandad debería ser reconocido sin problemas (unbefangen). Menos discutible es, pues, el hecho mismo que el modo de su descripción y la cuestión de los derechos que de él se derivan»64. cf. D.M. FERRARA, «The Ordination of Women: Tradition and Meaning»: Theological Studies 55 (1994), pp. 706-719 (condensado en Selecciones de Teología 137 [1996], pp. 16-22); W. BEINERT, «Priestertum der Frau. Der Vorgang zu die Frage Offen?»: Stimmen der Zeit 212 (1994), pp. 723-738 (condensado en Selecciones de Teología 137 [1996], pp. 3-15); H. WALDENFELS, «"Infalible". Reflexiones sobre la obligatoriedad de las enseñanzas de la Iglesia»: «"Unfehlbar". Überlegungen zur Verbindlichkeit christlicher Lehre»: Stimmen der Zeit 214 (1996), pp. 147-159 (condensado en Selecciones de Teología 142 [1997], pp. 130-140); L. ÓRSY, «Von der Autoritát kirchlichen Dokumente. Eine Fallstudie zum Apostolischen Schreiben "Ad tuendam fidetn"»: Stimmen der Zeit 216 (1998), pp. 735-740 (condensado en Selecciones de Teología 152 [1999], pp. 298-302), con la toma de postura de J. RATZINGER, «Stellungnahme»: Stimmen der Zeit 217 (1999), pp. 169-171 (condensado en Selecciones de Teología 152 [1999], pp. 303-305), y la repuesta de L. ÓRSY, «Antwort an Kardinal Ratzinger»: Stimmen der Zeit 216 (1998), pp. 305-316 (condensado en Selecciones de Teología 152 [1999], pp. 307-316). 64. W. PANNENBERG, Systematische Theologie 3, Góttingen 1993, p. 458; cf. pp. 458-459 y 466-469; cf. también las serias reflexiones desde el punto de vista católico que en teología fundamental hace H. VERWEYEN, Gottes letztes Wort. Grundrisse der Fundamentaltheologie, Dusseldorf 1991, pp. 566-567. A. CARRASCO Rouco, «Notas a propósito de la recepción en el Vaticano n de la enseñanza dogmática sobre el primado petrino», en En camino hacia la gloria (Miscelánea en honor de Mons. Eugenio Romero Pose) (editado por L. Quinteiro Fiúza - A. Novo): Revista Compostellanum, Santiago 1999, pp. 445-446: «Hoy día, a diferencia de las preocupaciones de aquella época, la reflexión teológica está más centrada en la articulación de la jurisdicción o en las formas de su ejercicio en la Iglesia que en la cuestión de la infalibilidad, de la que se aceptan generalmente las perspectivas de fondo y no se teme ya una concepción
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En este sentido, y aun reconociendo el mayor equilibrio que respecto del Vaticano i ha introducido el Vaticano n dando la primacía a la comunidad y aclarando que el magisterio está al servicio de la palabra de Dios65, es pena que no se haya adelantado más en este camino. El modo de presentarlo y, muchas veces, de ejercerlo no siempre hace patente ese carácter de servicio, sino que más bien tiende a encubrirlo. Un aspecto -muy relacionado, por lo demás, con los otros dos- al que cabe aludir aquí es la tendencia a un uso inflacionario de esta función, que corre el peligro de absorber a las demás instancias eclesiales. Empezando por que no conviene reducir el «magisterio» al magisterio infalible, oscureciendo en exceso las demás formas, desde la catequesis y la homilía hasta la enseñanza de los obispos. Muy en concreto, sobre todo teniendo en cuenta la enorme dificultad «semántica» de las proposiciones de la fe, conviene reequilibrar las relaciones entre magisterio y teología. En un principio iban unidos, pues los pastores eran al mismo tiempo teólogos, de suerte que ha podido hablarse de una especie de «perijoresis entre el magisterio y la teología». La especialización inevitable llevó luego a una más neta distinción entre la doctrina de la fe y la ciencia de la fe, entre el «anuncio» y la «enseñanza»; pero todavía santo Tomás habla de un doble magisterio: el de la «cátedra pastoral» y el de la «cátedra magisterial» (es decir, de los magistri, los teólogos), y llega incluso a calificarlos -en paralelo con los obispos- de «arquitectos» (artífices) de la conciencia eclesial: a los obispos corresponde «mandar y disponer» (imperare et disponere), y a los teólogos «investigar y enseñar». El prestigio y el influjo de los doctores llegó incluso a entrar en una dinámica de poder e influjo excesivo. Pero a partir de Trento, en parte por reacción extremista. Se pide concebir teológica y prácticamente la autoridad de modo articulado con la realidad de la Iglesia y del episcopado, y dejar atrás categorías como la de "soberanía absoluta", que pueden llevar al Papa, como fuente del poder o de la verdad en la Iglesia, a aislarlo en el ejercicio de su ministerio o a reducir la relación con él a una dinámica de superior-inferior». 65. Dei Verbum, n. 10; lo reconoce expresamente W. PANENNBERG, op. cit., p. 459.
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contra Lutero, los obispos y el papa tienden a concentrar en exclusiva la función magisterial, absorbiendo cada vez más el papel de los teólogos66. Es evidente que, en un mundo tan especializado como el nuestro, donde cada dimensión de lo real -y, por tanto, también de la fe- precisa una dedicación intensa y específica, se impone buscar un nuevo equilibrio. Ya por la pura disponibilidad de tiempo, se ve que no corresponde a los pastores dilucidar los caminos por donde ha de actualizarse y retraducirse la comprensión científica de la fe para el presente: como el papa actual ha proclamado en repetidas ocasiones, ésa es la tarea de los teólogos. Y mal servicio haría a la Iglesia y al mismo Magisterio una «teología sometida»67, mera transmisora de las consignas o las directrices oficiales. Tal vez sean inevitables las tensiones y aun los conflictos, pero la única teología que de verdad puede servir hoy es la que, como decía Karl Adam, se mueva por una «obediencia luchadora y protestante»68: ella no puede hacerlo todo, pero sin su concurso libre y responsable es imposible mantener la significatividad de la fe en el seno del enorme cambio cultural generado por la modernidad69. Pero tal vez el punto donde con mayor intensidad y de forma más sintomática se manifestó el desequilibro fue en la misma formulación del Vaticano i, al introducir, a pesar de prudentes y muy justas resistencias, la afirmación de que las pro-
posiciones infalibles son irreformables «por sí y no por el consentimiento de la Iglesia» (ex sese non autem ex consensu ecclesiae)10. Aun evitando los malentendidos que podrían interpretar el «no por el consentimiento de la Iglesia» por un «sin el consentimiento», como si el papa pudiese dictar fórmulas de fe a su arbitrio; y aun teniendo en cuenta, como señaló K. Rahner, que ese ex sese se refiere a la verdad de las fórmulas en sí y no directamente al acto del papa71; incluso reconociendo, finalmente, que esa expresión debe ser vista como un rechazo del galicanismo, y que hasta puede ser aceptada por un teólogo protestante como garantía de la autonomía del magisterio frente a posibles abusos72, no cabe ocultar su lógica juridicista, «que no recubre el sentido teológico, que es, con mucho, el mejor representado en la tradición»73. El hecho mismo de que sean necesarias tantas explicaciones, a veces verdaderamente sutiles, indica que aquí no se ha acertado en la forma y que, por lo mismo, los recelos no carecen de fundamento. Es evidente que el allanamiento de las dificultades no vendrá de la insistencia -indispensable- en las aclaraciones teóricas, sino de un estilo y un talante que, escapando al espíritu juridicista, practiquen una lógica auténticamente comunitaria. (Lo cual enlaza con la palpitante cuestión de la recepción, de la que algo se dirá en el apartado siguiente). Aquí conviene insistir en que, justamente por ser ante todo el modo, y no la sustancia misma de la unificación magisterial de la verdad, lo que resulta problemático, el estilo no es una cuestión secundaria, sino que, en la praxis vital de las Iglesias,
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66. Cf., sobre todo, M. SECKLER, Die schiefen Wande des Lehramts. Katholizitat ais Herausforderung, Herder 1988, pp. 105-155; B. SESBOÜÉ - Ch. THEOBALD, Historia de los dogmas. IV: La palabra de la salvación, Salamanca 1997 (ambos con abundante bibliografía). 67. M. SECKLER, op. cit., pp. 150-151. 68. M. SECKLER, op. cit., p. 243, nota 13. H. WALDENFELS (Kontextuelle
Fundamentaltheologie, op. cit., pp. 483-488), frente al modelo de «delegación», aboga por el de «cooperación». 69. Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción sobre la
vocación eclesial del teólogo (25-4-1990); Ch. DUQUOC, «Aveu et humiliation. De Féconomie de l'Instruction romaine sur la vocation écclesiale du théologien»: Lumiére et Vie 39 (1990), pp. 91-95 (condensado en Selecciones de Teología 119 [1991], pp. 201-206); R. MURRAY, «The Teaching Church and the Thinking Church»: The Month 23 (1990), pp. 310-318 (condensado en Selecciones de Teología 119 [1991], pp. 207214); R. BLÁZQUEZ, «Magisterio eclesial y catequesis», en Nuevo Diccionario de Catequética II, Madrid 1999, pp. 1398-1407.
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70. Cf., para el complejo trasfondo teológico e histórico, la excelente síntesis de B. SESBOÜÉ - Ch. THEOBALD, Historia de los dogmas. IV: La palabra de la salvación, Salamanca 1997, pp. 153-169. 71. Comentario del Lexikonfiir Theologie und Kirche I, p. 239. 72. Lo señala K. LEHMANN, citando a Pannenberg, en El peso de la prueba para las «proposiciones infalibles», op. cit., p. 311. 73. H. LEGRAND, «La comunión entre las Iglesias», en (B. Lauret - F. Refoulé [eds]), Iniciación a la práctica de la teología 3, Madrid 1985, p. 288, que hace una buena síntesis; cf. igualmente H. FRÍES, Teología Fundamental, op. cit., pp. 615-618; H. WALDENFELS, Kontextuelle Fundamentaltheologie, op. cit., pp. 479-480, con importante bibliografía; Y. CONGAR, Infalibilidad e indefectibilidad, op. cit., pp. 164-165 y 174.
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puede convertirse en el factor más decisivo para allanar los caminos de la unión. Lo hemos visto, no hace muchos años, con el cambio de clima y las esperanzas suscitadas por la actitud sencilla, fraternal, confiada y abierta del papa Juan xxm. Muchos siglos antes, en tiempos de mucho mayor autoritarismo social y político, otro papa, san Gregorio Magno, supo mostrar cómo, contra las apariencias superficiales, ése es el mejor modo de subrayar y aun de asegurar la función del primado. Sus palabras en una carta al patriarca de Alejandría, que le saludaba con el título de «obispo universal», son la prueba más elocuente: «Vuestra beatitud (...) me habla diciendo: "como vos lo habéis prescrito". Os ruego que, al referiros a mí, no utilicéis estas palabras, pues sé lo que soy y lo que sois Vos. Por el rango sois mi hermano, y por las costumbres mi padre. Así pues, yo no he ordenado nada, sino que, sencillamente, me he esforzado en señalar lo que me parece útil. Y, a pesar de todo, tengo la impresión de que vuestra Beatitud no ha tenido cuidado en guardar fielmente en su memoria lo que yo quería inscribir en ella, pues yo había dicho que ni vos a mí ni nadie a ningún otro debería escribir de este modo. Y he aquí que en el encabezamiento de vuestra carta descubro ese "soberbio" título de papa universal, rechazado por mí. Ruego a vuestra muy amada santidad que no haga esto en adelante, pues se os arrebataría a vos aquello que exageradamente se atribuiría a otro. No es en las palabras donde yo deseo hallar mi grandeza, sino en mis costumbres; y no considero honor aquello que, bien lo sé, perjudicaría el honor de mis hermanos. Mi propio honor lo constituye el honor de la Iglesia universal. Mi propio honor lo constituye el sólido vigor de mis hermanos. Lo que de veras me honra es que a nadie se le niegue el honor que le conviene. Pero si vuestra Santidad me trata a mí de papa universal, se rechaza a sí mismo aquello en lo cual me atribuís lo universal. Que no sea así. ¡Que desaparezcan las palabras que hinchan la vanidad y hieren la caridad!»74. Para convencerse basta comparar esta carta, cristianísima, con lo que más tarde escribirá su homónimo Gregorio vn en los 74. Epist. VIII, 30; PL 11, 933 c. Tomo la cita y la traducción de J.-M.-R. TILLARD, El obispo de Roma, op. cit., pp. 75-76, que ofrece también el texto latino.
famosos Dictatus papae, donde aparecen afirmaciones como éstas: «El papa es el único hombre cuyos pies besan todos los príncipes». «Su nombre es único en el mundo». «Le es permitido destituir a los emperadores». «No existe texto canónico alguno fuera de su autoridad»». «Su sentencia no puede ser reformada por nadie, y sólo él puede reformar las de todos»75. O pueden compararse también con la fuerte reivindicación autoritaria - a l estilo de la monarquía absoluta- hecha por Bonifacio vm en la Unam Sanctam: «Hemos de confesar que la potestad espiritual sobrepasa en nobleza y dignidad a cualquier otro poder terreno, en la medida en que las cosas espirituales exceden a las temporales... Porque, según el testimonio de la verdad, el poder espiritual ha de constituir el poder temporal y juzgarlo cuando no ha actuado bien... Si el poder terreno incurre en el error, habrá de ser juzgado por el poder espiritual; si un poder espiritual menor incurre en el error, habrá de ser juzgado por otro mayor. Pero si la suprema potestad espiritual incurre en el error, sólo por Dios podrá ser juzgada»76. 75. Puede verse el texto completo en J.-M.-R. TILLARD, ibid., pp. 77-78. 76. FRIEDBERG (ed.), Corpus Iuris Canonici II, Leipzig 1880-1881, cois. 1245-1246; tomo la cita de B. TIERNEY, «Modelos históricos del papado»: Concilium 108 (1975), pp. 207-218, p. 216. Obsérvese que la última frase es la definición del absolutismo. Merecen ser reproducidas al respecto las reflexiones de H. LEGRAND, op. cit., pp. 292-293: «¿Está el papa sujeto sólo a Dios? En el contexto de Lumen Gentium 22, el papa Pablo vi había sugerido la inserción de una fórmula según la cual el papa llamaría a los obispos a una acción colegial "uni Domino devi(n)ctus" ("teniendo que dar cuenta sólo al Señor"). Pero la comisión teológica rechazó esta enmienda, "porque la fórmula está demasiado simplificada": en efecto, el Romano Pontífice debe tener también en cuenta la misma revelación, la estructura fundamental de la Iglesia, los sacramentos, las definiciones de los concilios anteriores, etc. No se puede hacer una enumeración completa. Las fórmulas de este tipo, cuando utilizan la palabra "únicamente" o "solamente", han de usarse con la mayor circunspección; de lo contrario, suscitan innumerables dificultades. Por ello, para que no haya que dar largas y complicadas explicaciones de la fórmula en cuestión, es preferible evitarla. Hay también una razón psicológica para ello: hay que evitar que, al tranquilizar a algunos, se cree una nueva ansiedad en otros, sobre todo en las relaciones con los orientales, como manifiesta la historia de otra fórmula: ex sese et non ex consensu ecclesiae»61. Está claro que, en teología católica, el papa no está
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Desde luego, no debemos dejar de lado el sentido histórico a la hora de juzgar este tipo de afirmaciones, surgidas en un contexto muy preciso y no carentes de efectos positivos. Pero tratar de «comprenderlas» en su momento no puede dispensarnos de medirlas hoy con el espíritu evangélico, procurando que el ejercicio de la autoridad magisterial responda mejor a la recomendación del verdadero Maestro: «Ya sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan, y los poderosos los avasallan. Pero entre vosotros no puede ser así. Ni mucho menos: quien quiera ser importante, que sirva a los demás; y quien quiera ser el primero, que sea el más servicial; porque el Hijo del Hombre no vino a que le sirvan, sino a servir y a entregar su vida en rescate por todos» (Mt 20,25-28; cf. Me 10,41-45; Le 22,25-27).
ción de toda la comunidad eclesial, aportando cada persona y cada grupo o función dentro de ella su contribución peculiar. Lo cual implica que el ex sese magisterial, más allá de todo distingo juridicista, en estricta lógica eclesial, debe ejercerse siempre contando con esa aportación. La infallibilitas in credendo, tomada en toda la amplitud y riqueza del cuerpo eclesial, debe ser el humus nutricio del que se alimenten las definiciones del magisterio, que tienen precisamente la función de unificarla. Distinguiendo bien entre lo que es el mínimo jurídico y el óptimo moral, expresó bien esto un teólogo tan moderado como Joseph Ratzinger:
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Resulta evidente que, llevada a la práctica, esta recomendación está llamada a reconfigurar muy a fondo el ejercicio del magisterio. 4.3. Dimensión pragmática En efecto, dejando aparte la cuestión de si conviene o no hablar de «democracia» en la Iglesia77 -y, por tanto, también en el ejercicio magisterial-, lo que resulta claro es que, sea cual sea la denominación, el ejercicio efectivo no debe ser jamás inferior en estilo participativo y en igualitarismo de comunión al de una democracia civil. Ni tampoco debiera usarse con ligereza el argumento de que la verdad, puesto que es regalo libre y gratuito de Dios, no nace del consenso humano. Porque no se trata de crear la verdad, sino -justamente porque es regalo- de poner todos los medios para descubrirla, interpretarla y expresarla con la máxima fidelidad posible. Y no cabe duda de que para ello se precisa, más aún, que nunca será suficiente la colaborasujeto sólo a Dios: el primado no debe comprenderse partiendo del modelo de la monarquía absoluta, aun cuando algunos teólogos parecen darlo a entender. 77. De la abundante bibliografía, cf. G. PIÉTRI, El catolicismo desafiado por la democracia, Santander 1999, principalmente el c. 2, pp. 23-40 y el c. 10, pp. 177-202; también A. TORRES QUEIRUGA, La democracia en la Iglesia, Madrid 1995, con bibliografía.
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«...la unidad de la Iglesia exige, según la inteligencia católica, someterse a la interpretación definitoria de la fe por el papa. En este punto no puede ni debe tocarse nada después del concilio Vaticano i. Pero puede y debe considerarse también la cuestión de cómo se dan de manera óptima tales decisiones definitorias. Ya se sabe que es condición de las mismas la unanimidad moral. El concilio no vota sobre la verdad -lo cual es imposible-, sino que afirma la unanimidad de la fe: la unidad es para él signo de que aquí se da una fe. Las definiciones no pueden crear nada nuevo en la Iglesia, sino únicamente ser reflejo de la unidad que defienden y esclarecen contra todo oscurecimiento. Desde ese punto de vista, hay que considerar normal que a una declaración definitoria del papa preceda el oír a la Iglesia universal de una forma u otra»78. Hoy se añade, además, el hecho del aumento exponencial en los medios de comunicación, que, al facilitar y agilizar, en medida hasta hace poco ni siquiera soñada, la capacidad de consulta, corrección, afinamiento y acuerdo, hacen más evidente la necesidad moral de buscar activamente la máxima unanimidad posible. De lo contrario, se corre el riesgo, si no del error, sí al menos de la inoportunidad, como, según muchos, ha ocurrido con los dogmas marianos: «si Pío xn en 1950 me hubiese preguntado si debía definir el dogma de la asunción 78. El nuevo pueblo de Dios, op. cit., pp. 161-162. Él mismo remite a Y. CONGAR, «Die Konzilien im Leben der Kirche»: Una Sancta 14 (1959), pp. 156-171, particularmente pp. 161s; H. KÜNG, Estructuras de la Iglesia, Barcelona 1969, pp. 45-53.
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corporal al cielo, entonces le habría respondido: No, no es sensato, no definas ese dogma»79. Y con la inoportunidad, el peligro de que la verdad no se haga efectiva en la aceptación viva y eficaz de la Iglesia. Esto último alude a un problema muy actual: el de la recepción de las verdades proclamadas oficialmente80. Un problema complejo, a causa sobre todo de un proceso histórico que ha acentuado en exceso lo jurídico. Sin entrar en él, interesa en este contexto señalar un problema hondo puesto de relieve por W. Pannenberg, que ve aquí una de las mayores dificultades para la aceptación de la infalibilidad en su forma católica. Haciendo una especie de argumento ad hominem, señala cómo de la misma esencia del magisterio nace la necesidad de la recepción, hasta el punto de quedar cuestionado si ésta le falta:
No es fácil calibrar hasta qué punto es válida la conclusión; de lo que no cabe duda es de que «da qué pensar». Es obvio que aquí una teología que, por un lado, quiera responder a una verdadera eclesiología de comunión y, por otro, pretenda actualizar la palabra en el tiempo, tiene todavía mucha tarea por delante. Con su típico sentido del equilibrio y la precisión, pero con evidente energía, se expresaba también en este punto Joseph Ratzinger desde el punto de vista católico:
«Pero si es válido que a las manifestaciones definitivamente vinculantes del magisterio universal "nunca les puede faltar la aceptación de la Iglesia" (LG 25: assensus Ecclesiae nunquam deesse potest) - c o m o debe ser de hecho, si este magisterio se expresa con derecho en nombre de toda la Iglesia a la que representa y que, por lo mismo, postula para sus manifestaciones la infalibilidad prometida a toda la Iglesia-, entonces ¿no vale también a su vez que la falta del "asentimiento de la Iglesia" significa ipso facto que no se ha anunciado ninguna decisión magisterial infalible?» 81 .
79. Kart Rahner im Gesprach, op. cit., pp. 185-186. 80. Sobre la recepción, entre la abundante bibliografía, cf. sobre todo Y.-M. CONGAR: «La "réception" comme réalité ecclésiologique»: RSTP 56 (1972), pp. 369-403; ID., «Quod omnes tangit ab ómnibus tractari et approbari debet»: Rev. Hist. du Droit Francais et Étranger 36 (1958), pp. 210-259; ID., «La "réception" comme réalité ecclésiologique, en Eglise et Papauté. Regarás historiques, París 1994. También: P. FRANSEN, «L'autorité des conciles», en Problémes de l'autorité, París 1962, pp. 59-100; G. THILS, L'infaillibilité du peuple chrétien «in credendo». Notes de théologie post-tridentine, Paris-Louvain 1963; A. GRILLMEIER, «Konzil und Rezepzion», en Mit ihm und in ihm. Christologische Forschungen und Perspektiven, 1975, pp. 303-344; W. BEINERT (Hrsg.), Glaube ais Zustimmung. Zur Interpretation kirchlicher Rezeptionsvorgánge, 1991; G. ALBERIGO - J.-P. JossuA (eds.), La recepción del Vaticano n, Madrid 1987; G. ROUTIER, La réception d'un concile, París 1993. 81. Systematische Théologie 3, op. cit., p. 464; cf. pp. 362-366; cf. también J.-M.-R. TILLARD, op. cit., pp. 224-226.
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«La fe tiene su norma en los datos previos objetivos de la Escritura y del dogma, que de forma aterradora pueden desaparecer en tiempos oscuros de la conciencia de una parte de la cristiandad estadísticamente mayor con mucho, y que, sin embargo, nada pierden de su obligatoriedad. En este caso, la voz del papa puede y debe levantarse contra la estadística y contra el poder del ambiente que pretende imponerse a gritos; esto podrá suceder de manera tanto más decisiva, cuanto más evidente sea el testimonio de la tradición (como en el caso anteriormente mentado). A la inversa, la crítica de las manifestaciones papales será posible y necesaria en la medida en que les falte la cobertura de la Escritura y del credo o fe de la Iglesia universal. Donde no se da unanimidad de la Iglesia universal ni un claro testimonio de las fuentes, no es tampoco posible una decisión obligatoria; si se diera formalmente, faltarían sus condiciones y habría, por tanto, que plantear la cuestión de su legitimidad»*2. No sería poco, ciertamente, ahondar en esta dirección la praxis eclesial, recuperando acaso un retraso que las circunstancias de la Iglesia en la época moderna explican hasta cierto punto, pero cuyos efectos no anulan. Con todo, ni siquiera eso bastaría en la actual situación del mundo y de la fe. El espíritu ecuménico, al romper el exclusivismo polémico de las barreras confesionales, muestra que ese consenso ya no ha de ser buscado únicamente dentro de los límites de la Iglesia católica, sino que, ampliando al máximo posible el diálogo, ha de extenderse a todas las Iglesias cristianas. No sólo, por tanto, el sen82. El nuevo pueblo de Dios, op. cit., pp. 162-163; subrayado mío; remite también a su estudio en el comentario del Lexikon für Théologie und Kirche 1, pp. 356s. Cf. también J.-M.-R. TILLARD, El obispo de Roma, op. cit., pp. 224-226.
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sus fidelium, pensando en los fieles católicos, sino también el sensus ecclesiarum, incluyendo a los de todas las confesiones. Punto éste en el que insiste, por ejemplo, W. Pannenberg, pues el servicio de la unidad se refiere a la Iglesia en su conjunto {Gesamtkirche), y, por tanto, «no se trata solamente del conjunto de los fieles unidos con Roma en un determinado momento, sino del conjunto de la cristiandad»83. Con más claridad todavía convoca a esto el documento conjunto anglicanocatólico del 12 de mayo de 1999, acerca del don de la autoridad en la Iglesia, pues se muestra muy consciente de que «la interdependencia recíproca de todas las Iglesias es parte integrante de la Iglesia como Dios quiere que sea»84. Y, vista la compleja y pluralista situación de la cultura actual, se hace cada vez más claro que lo humanum ya no puede ser abarcado por una sola instancia. Cualquier instancia que de verdad quiera contribuir a su avance ha de tener en cuenta a las demás, incluso en el ejercicio de su función específica. Eso debe impulsar tal vez a la teología a ir pensando ya en un tercer paso. Es lo que, por ejemplo, hace ya Hans Waldenfels cuando, refiriéndose a la importancia de la opinión pública y al hecho de que los creyentes se sienten cada vez más ciudadanos del mundo, postula también una atención al sensus mundi*5. Sensus fidelium, sensus ecclesiarum, sensus mundi se presentan así como el nuevo campo donde debe ejercerse y alimentarse hoy el servicio del magisterio, si quiere ser fermento actual y promotor de futuro. Cada uno de estos puntos merecería un comentario por sí mismo. Contentémonos con tres simples indicaciones, remitiendo sin más a su poder de evocación. Respecto del sensus fidelium, Newman, que tanto lo analizó e intentó promocionar, decía que «sin los laicos la Iglesia parecería tonta»86.
Respecto del sensus ecclesiarum, basta pensar dónde estaría hoy la exégesis católica si no fuese por el continuo estímulo de la protestante. Finalmente, respecto del sensus mundi, la evocación de problemas como el de la tolerancia, la libertad religiosa, la democracia, la justicia social o la igualdad de la mujer hace ver cuántos y cuan eficaces impulsos y aun correcciones «evangélicas» puede recibir una Iglesia modesta y fraternalmente atenta a sus llamadas.
83. Systematische Theologie 3, op. cit., p. 466 84. The Gift of Authority. Authority in the Church III, n. 37; cf. pp. 26-31: «La catolicidad: el "amén" de la Iglesia entera» (uso la traducción italiana, publicada en // Regno 44/838 [1999], pp. 370-381). 85. Unfehlbar?, op. cit., (p. 137 de la condensación castellana). En cambio, no hace mención del sensus ecclesiarum. 86. Citado por M. TREVOR, John H. Newman. Crónica de un amor a la verdad, Salamanca 1989, p. 205.
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5. Conclusión: posibilidad y necesidad de un cambio Lo dicho encierra, sin duda, graves problemas y, aun con la mejor voluntad, no resultará fácil llevarlo a la práctica, recreando un estilo más participativo y un talante más en sintonía con la situación actual. Pero no se trata de propuestas utópicas, sino de exigencias a todas luces necesarias y, por lo tanto, auténticamente realistas. A modo de conclusión, pueden resultar esclarecedoras unas cuantas observaciones que -tal es lo que quieren indicar las citas- responden a un estado muy general de conciencia en la Iglesia. El último concilio inició ya el camino hacia un nuevo equilibrio, contrapesando en parte las unilateralidades pendientes desde el anterior. Pero, al no haber podido llevar a término sus propósitos, su herencia se convierte en llamada y aun en exigencia: «De todos modos, el último Concilio no llegó a una síntesis satisfactoria ni a soluciones operativas concretas; el Vaticano n es, más que culminación de una evolución, el punto de partida de una nueva configuración histórica del primado para el tercer milenio»87. Nada hay que atente contra el misterio de la Iglesia en este afán de reforma y renovación. Al contrario, en el tiempo de la historia ésa es la única forma de verdadera fidelidad, la cual es 87. W. KASPER, «LO permanente y lo mudable en el primado»: Concilium 108 (1975), pp. 165-178 y 175.
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siempre mezcla de continuidad y de cambio, de respeto al pasado y de coraje para el futuro, hasta el punto de que la comisión anglicano-católica, ya citada, se ha sentido en la necesidad de inventar una nueva categoría, la de re-recepción, es decir, una especie de «cambio sobre el cambio», en el esfuerzo de una fidelidad siempre más rica y ajustada: «El renovado recurso a la Tradición en una situación nueva es el medio por el que la revelación de Dios en Cristo es rellamada a la memoria. En esto son de gran ayuda las reflexiones de los biblistas y de los teólogos y la sabiduría de los santos. Por lo tanto, puede darse un redescubrimiento de elementos que habían sido descuidados y una memoria renovada de las promesas de Dios, que determinan la renovación del "Amén" de la Iglesia. Puede darse también un atento examen crítico de lo que ha sido recibido, porque algunas de las formulaciones de la Tradición son consideradas inadecuadas o incluso desorientadoras en un contexto nuevo. Este entero proceso puede ser definido re-recepción»™. Y no hace falta llegar a afirmaciones tan drásticas como la de que «el papado es aquello en que los papas lo convierten» 89 , para comprender, con Giuseppe Alberigo, que «el horizonte de la variabilidad histórica del papado es mucho más amplio de lo que suele creerse» 90 . Esta variabilidad viene determinada por dos factores que, en esta perspectiva, definen de manera muy decisiva la situación religiosa actual. El primero, más general, indica la subida -irreversible, al menos en cuanto ideal- de la conciencia democrática en el mundo. Subida que constituye una exigente llamada a la Iglesia para que redescubra «su parentesco nativo con la democracia» como modo de actualizar y hacer creíble su «imagen histórica»91. Atendiendo al cambio histórico producido después del Vaticano i, expresa muy bien W. Kasper el sentido y la necesidad de este cambio: 88. IlRegno 11 (1999), p. 375. 89. B. TIERNEY, «Modelos históricos del papado»: Concilium 108 (1975), pp. 207-218, en pp. 212-213. 90. G. ALBERIGO, «Para una renovación del papado al servicio de la Iglesia»: Concilium 108 (1975), pp. 141-164, en p. 151. 91. G. PIÉTRI, El catolicismo desafiado por la democracia, op. cit., p. 202.
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«Los hombres que realizaron la definición del primado papal creyeron que con ello tenían que levantar un bastión contra un liberalismo desatado y contra las manifestaciones de disgregación de la sociedad humana. La situación ha cambiado entre tanto ampliamente. Las ideas liberales sobre las que se apoyan los estados orientados hacia el oeste se han convertido, entre tanto, en el espacio dentro del cual la Iglesia puede cumplir su misión. Su batalla se presenta hoy más frente al otro extremo, el estado unitario totalitario. ¿No debería la adecuada respuesta eclesial correspondiente ser dada ahora por vez primera? Pluralidad sin unidad es anarquía; unidad sin pluralidad es tiranía (Pascal). El dogma vaticano nos conduce desde su entraña íntima, no desde un esfuerzo externo por el equilibrio, a una auténtica dialéctica que lleve más allá de sí mismo. Por eso mismo se muestra como verdad "católica"»92. La apreciación fue hecha antes de la caída del Muro de Berlín, en la que los esfuerzos del papa actual tuvieron un influjo muy importante. Su validez se ha confirmado, y tal vez lo sucedido «fuera» tenga algo de metáfora de lo que los esfuerzos en esa dirección pueden significar hacia dentro. Cosa que aparece, si cabe, más clara respecto del segundo factor: la situación actual de las Iglesias cristianas. De la teología de controversia se ha pasado al diálogo ecuménico; de la competencia proselitista, a la colaboración evangelizadora. De hecho, veíamos a Karl Rahner abogando por la posibilidad ya actual de una unión efectiva entre las Iglesias, pensando sobre todo en las grandes confesiones protestantes. De manera más expresa lo había dicho también Joseph Ratzinger, refiriéndose tanto a las orientales como a las protestantes. He aquí como se expresaba respecto de las primeras: «El derecho canónico uniforme, la liturgia uniforme, la provisión uniforme de las sedes episcopales desde la central romana...: todas ésas son cosas que no van necesariamente anejas al primado como tal, sino que resultan de la estrecha unión de ambos oficios. Consecuentemente, habría que mirar como tarea para el futuro el distinguir de nuevo más claramente el verdadero oficio del sucesor de Pedro y el oficio patriarcal; y, de ser necesario, crear nuevos patriarcados y desmembrarlos de la Iglesia latina. 92. Glaube und Geschichte, op. cit., p. 441: es la frase final del libro.
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Admitir la unidad con el papa no significaría ya incorporarse a una administración uniforme, sino que querría únicamente decir ajustarse a la unidad de fe y comunión, reconocer al papa la autoridad de interpretar obligatoriamente la revelación que nos llegó con Cristo y, consiguientemente, someterse a esa interpretación cuando se hace en forma definitoria. Ello quiere decir que una unión con la cristiandad oriental no debería cambiar nada, lo que se dice nada, en su vida eclesiástica concreta. La unidad con Roma debería ser, en la edificación y realización concreta de la vida de las comunidades, tan exactamente "impalpable" como en la Iglesia antigua»93. Pero tal vez resulte más significativo lo que dice de las otras, no sólo de las que vienen de la tradición oriental, sino también de las que emergen en la nueva situación de las grandes culturas africanas y asiáticas:
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Jacques von Almen: "Roma no debería renunciar a su aspiración primacial para favorecer la unidad de la Iglesia. El papado no debería suicidarse. Si toma en serio la propia pretensión primacial, y si tal cuestión es en sí necesaria, Roma debe defenderse a sí misma como se defiende una vocación" {La primauté de l'Eglise de Fierre et de Paul, París 1977, p. 98). Si, tal vez, mi discurso ha asumido el tono de una defensa partidaria, pro domo mea, es porque mi "casa" no es en primera instancia Roma, sino la Iglesia o, mejor, Roma en la Iglesia. Y yo lucho por una Iglesia en la que debemos comprometernos mutuamente en uno de los ejercicios más difíciles y fatigosos de ministerio episcopal: dar vida plena a una comunión de Iglesias que no se reduzca al nivel jerárquico, sino que asuma realmente la responsabilidad eclesial del laos, de todo el pueblo de Dios»95.
«De forma equivalente, podría pensarse sin duda en una forma especial de la cristiandad protestante dentro de la unidad de la Iglesia universal; y, finalmente, debería reflexionarse, en un futuro tal vez no lejano, sobre si las Iglesias de Asia y África, a la manera de las de Oriente, no podrán o deberán ofrecer su forma propia como patriarcados o "grandes iglesias" independientes, o como quiera llamarse en el futuro a tales ecclesiae dentro de la Ecclesia»94. Desde luego, con esto no se está enunciado una tarea fácil. Es seguro que encontrará muchos obstáculos, unas veces reales y otros arrastrados de viejas sacralizaciones, que buscarán engancharse con intereses demasiado humanos. Pero tenemos derecho a la esperanza, pues no es difícil percibir, a pesar de todo, la presencia germinal de un nuevo clima y el empuje de un nuevo estilo. Prefiero decirlo ya con palabras más autorizadas, las del Cardenal Etchegaray, concluyendo su intervención en un congreso: «Es tiempo de pararme. Pero no antes de hacer la última pregunta: ¿cuál es el porvenir del papado, y en qué Iglesia? Pienso que el ministerio petrino se encuentra en los albores de una nueva era de su historia. Quien lo afirma es un teólogo protestante, Jean-
93. El nuevo pueblo de Dios, op. cit., pp. 160-161. 94. Ibid., p. 161.
dei cristiani e primato nel servizio della carita, op. cit., p. 200.
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El diálogo ciencia-fe en la actualidad
0. Posición del problema Sería tirar piedras demasiado grandes contra el tejado de estas reflexiones, por mi parte, decir que el tema carece de importancia. Pero no sería honesto con mi conciencia si intentase colocarlo entre los absolutamente prioritarios. Me atrevería a decir que a nivel formal, y teniendo en cuenta las posturas suficientemente críticas en ambos campos, lo fundamental está resuelto: los verdaderos científicos no pretenden hoy legislar intelectualmente en todos los campos, y «la teología se dio cuenta de que la dignidad del género humano no dependía ni del hecho de habitar en el centro del universo [alusión a Galileo] ni de que el Homo sapiens [alusión a Darwin] fuera una especie creada de manera separada e instantánea»1. Lo que sucede es que las cuestiones no suelen plantearse en su formalidad abstracta, prescindiendo de su configuración histórica. Entonces, sí, la importancia resulta evidente, tanto por la viva curiosidad que despiertan los posibles puntos de contacto entre ciencia y religión como, sobre todo, a causa de los decisivos efectos que las respuestas y conflictos de hecho han tenido en la ubicación del cristianismo en la cultura occidental. Una consideración mínimamente crítica no puede ignorar que los avatares de su accidentado y tantas veces tortuoso encuentro obligan tanto a la ciencia como a la fe a revisar sus métodos, sus propósitos e incluso, en determinados puntos, sus 1.
J. POLKINGHORNE, Ciencia y teología. Una introducción, Santander 2000, p. 21. Se trata de una buena introducción a los diferentes problemas, con una valoración de la bibliografía fundamental (una teología más actualizada reforzaría aún más las sensatas propuestas del autor).
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contenidos. Visto así, el problema merece hoy toda nuestra atención. En cualquier caso, ése es el preciso horizonte hacia el que intenta caminar este capítulo, en cuanto que va a interesarse ante todo por las cuestiones de principio. Presiento que esto puede frustrar un tanto ciertas expectativas, pues de ese modo el énfasis no cae prioritariamente sobre el análisis pormenorizado de los conflictos históricos, ni siquiera sobre el detalle de los malentendidos y las contradicciones prácticas, que siguen proliferando en la actualidad. El interés se centrará, más que nada, en perfilar el nivel en que una reflexión verdaderamente responsable, tanto por parte de la ciencia como por parte de la teología, está en condiciones de ver hoy el problema. De ahí que, por un lado, el discurso busque ir a lo elemental (que, de ordinario, resulta ser también lo fundamental). Por otro, más que recrearse en los conflictos de la historia, intentará aprender de ellos. Y aprender no tanto para impartir una lección al otro, sino, ante todo y sobre todo, para aplicarla en la propia casa. Dicho de un modo más simple y directo: el propósito principal no es el de aleccionar a la ciencia para precaverla contra la insidiosa pretensión absolutista, que la tienta con frecuencia a invadir campos ajenos y a elevar las propias normas y los propios métodos a estatuto único y exclusivo de validez para todas las demás disciplinas. El peligro es muy real, pero ésa es la lección que ante todo les corresponde sacar a los científicos. El interés prioritario de la reflexión será, pues, el de analizar las consecuencias que del encuentro con la ciencia se derivan para una comprensión verdaderamente actual de la fe; más en concreto, de la fe cristiana. Bastantes de las cosas que aquí se digan resultan igualmente válidas para la filosofía, sobre todo en sus modalidades ética y estética. Pero detenerse a hacer distinciones y elaborar mediaciones complicaría en exceso un discurso ya de por sí no demasiado sencillo, y habrá que resignarse a escasas y ocasionales alusiones.
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1. El problema historiográfico Si atendemos a los hechos, hablar de las relaciones ciencia-fe evoca, de manera casi automática, la historia de un largo conflicto. Galileo y Darwin saltan espontáneos a la memoria. Por si fuera poco, una larga tradición positivista, aún no del todo apagada, tiende a dar como evidente que entre ambas existe, efectivamente, una oposición irreconciliable. Del choque parece que, como en la pugna entre romanos y cartagineses, sólo puede salir un resultado: delenda est Carthago. Cuál de las dos «cartago», la ciencia o la fe, deba ser destruida, dependerá después, como es lógico, del bando al que se adscriba el diagnosticador. No puede extrañar, pues, que los primeros historiadores del problema tendiesen a un lenguaje de marcado signo bélico. Entre nosotros es bien conocida, por lo menos de nombre, la Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia, de John William Draper, de 1874. Su traducción en 1885, con un prólogo nada menos que de Nicolás Salmerón, tuvo un eco enorme, dando incluso origen a la apasionada polémica sobre la «ciencia española»2. Otra obra menos conocida y no traducida entre nosotros, pero acaso de influjo más profundo, por el prestigio de su mayor documentación, fue la de Andrew Dickson White. Éste ya no se contenta con el «conflicto» y habla expresamente de «guerra»: Una historia de la guerra de la ciencia con la teología en el cristianismo es el título exacto3. Estas exposiciones habían tenido ya desde el siglo XVIII su contrapartida ortodoxa en la pasión apologética de ciertas «físico-teologías», justamente desacreditadas por Kant, que pretendían demostrar la existencia de Dios a base de la estructura de los insectos o incluso del tamaño de las manzanas... tan bien acomodado al de la mano humana4. (Una apreciación tan 2. 3. 4.
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Reeditada ahora: Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia (1874), Barcelona 1987, con una «Presentación» de D. Nuñez que vale la pena leer. A History of the Warfare of Science with Theology in Christendom (1986). Puede verse una primera presentación de este tema en J. FERRATER MORA, «Físico-teología», en Diccionario de Filosofía 2, Barcelona 1979, pp. 1.263-1.264; ID., «Teleología», en ibid., 4, pp. 3.205-3.209.
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desmedida que acaso sólo admita parangón con la dogmática afirmación contraria de que no existe ningún tipo de finalidad en la naturaleza. Pero éste es un problema de tan grueso calibre que aquí debe quedar en mera alusión)5. Sobre todo en los Estados Unidos, esa polarización hizo que «el lenguaje militarista dominase las discusiones acerca de la ciencia y la religión hasta bien entrado el siglo xx, especialmente durante los años veinte, cuando los fundamentalistas de las frases bíblicas intentaron poner fuera de la ley la enseñanza de la evolución en las escuelas públicas»6. (Lo triste es que tal discusión haya podido durar hasta hoy). Por fortuna, y a pesar de la resistencia de quienes siguen empeñados en ver todo el proceso bajo la óptica del conflicto, el carácter abstracto y unilateral de este tipo de exposición ha caído hoy en el descrédito, al menos entre los historiadores serios. Cabe ver un significativo punto de inflexión en la distinta actitud de Alfred North Whitehead y de Bertrand Russell ante el problema. Después de escribir juntos en 1910-1913 los tres tomos monumentales de los Principia mathematica, Russell continuó hasta el final con un estilo belicoso, que pretendía ver una incompatibilidad absoluta y de principio entre la religión y la ciencia7. Whitehead, en cambio, abandonó el positivismo y
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Cf., por ejemplo, R. SPAEMANN - R. Low, Die Frage wozu? Geschichte und Wiederentdecken des teleologischen Denkens, München-Zürich 19852; M. MIDGLEY, Science as Salvation. A Modern Myth and its Meaning, London-New York 1992, pp. 9-15. 6. D.G. LINDBERG - R.I. NUMBERS (eds.), God and Nature. Historical Essays on the Encounter between Christianity and Science, University of California Press 1986, p. 3; es excelente por su equilibrio la introducción a esta obra colectiva (pp. 1-18). 7. «En lo que sigue no nos ocuparemos de la ciencia en general, ni aun de la religión en general, sino de aquellos puntos que entraron en conflicto en el pasado o siguen estándolo en los tiempos presentes» {Religión y ciencia, México 1951, p. 10). «Históricamente, es muy dudoso que Cristo existiera; y si existió, no sabemos nada acerca de él» (Por qué no soy cristiano, Buenos Aires 1973, p. 27). Afirmaciones como esta última, en pleno siglo xx, sólo resultan comprensibles por el decidido prejuicio del autor en este terreno, que expresa sin rodeos: «La cuestión de la verdad de una religión es una cosa, pero la cuestión de su utilidad es otra. Yo estoy tan firmemente convencido de que las religiones hacen
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se convirtió en el gran denunciador de la «falacia de la falsa concretez» por parte de una ciencia que pretende identificar su visión sectorial con el todo de la realidad8. Publicó en 1925 su obra La ciencia y el mundo moderno, en la que, lejos de ver incompatibilidad, afirma que el cristianismo, por la fe medieval en el comportamiento regular y ordenado de la naturaleza, constituye la condición de posibilidad de la ciencia moderna9. Idea, esta última, que fue prolongada y profundizada más tarde con enorme erudición por Stanley L. Jaki, que insiste, por contraste -acaso no sin cierta exageración-, en el irremediable fracaso de la ciencia en las grandes culturas de la antigüedad10. Cabría igualmente señalar los posteriores estudios en torno a la secularización: según autores como Max Weber, Friedrich Gogarten o Harvey Cox, la desacralización de la naturaleza y de la historia, operada por la religión bíblica, estaría en la raíz última de la ciencia moderna". Con todo, hay otros autores que, como Hans Blumenberg, sin negar del todo ese dato, sostienen más bien la tesis contraria, afirmando que la modernidad tuvo que imponerse precisamente contra la resistencia y la oposición del cristianismo12. Seguramente, dada la inmensa complejidad del proceso, que no admite explicaciones monocausales, ambas posturas tienen su razón a distinto nivel: tal viene a ser la tesis de Peter L. Berger, quien considera la secularización como un
«efecto irónico» del cristianismo, pues éste, en su dinámica profunda, propiciaría los factores que han llevado a la disolución de muchas de sus formas eclesiásticas13. Pero dejemos esa disputa a los historiadores. Aquí interesa ante todo tomarla como índice de una evidencia: la de que estamos ante un problema muy complejo y de hondo calado. No habría, pues, que caer en la tentación de distribuir los papeles entre buenos y malos. Lo que de verdad conviene es aprender de la historia para ir al fondo de la cuestión, en el intento de hacer patente su estructura interna y descubrir los caminos de una relación correcta.
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daño como lo estoy de que no son reales» (Prefacio a Por qué no soy cristiano, p. 14). 8. «Fallacy of misplaced concretedness»: cf. una excelente presentación para nuestro propósito en I.G. BARBOUR, Religión in an Age of Science, San Francisco 1990, pp. 218-242 (la alusión, en p. 229). 9. Science and the Modern World, New York 1925 (trad. cast.: La ciencia y el mundo moderno, Buenos Aires 1949; cf. principalmente pp. 26-27). 10. Science and Creation: From Eternal Cycles to an Oscillating Universe, New York 1986 , él mismo ofrece una breve síntesis en Ciencia, fe, cultura, Madrid 1990, pp. 128-135 (interesante la introducción a esta obra por M. Artigas, p. 25). 11. F. GOGARTEN, Der Mensch zwischen Gott und Welt, Stuttgart 1960; ID., Verhdngnis und Hoffnung der Neuzeit, München-Hamburg 1966. Cabría hablar todavía de otros aspectos: cf. la exposición sintética de I.G. BARBOUR, Problemas sobre religión y ciencia, Santander 1971, pp. 61-67. 12. Cf. H. BLUMENBERG, Die Legitimitat der Neuzeit, Frankfurt a.M. 1966; Sakularisierung und Selbstbehauptung, Frankfurt a.M. 1974; H. Cox, La ciudad secular, Barcelona 1968.
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2. Del choque frontal a la diferenciación formal 2.1. La inevitabilidad del choque En realidad, hoy disponemos de una perspectiva histórica suficiente tanto para evitar simplismos interpretativos como, sobre todo, para buscar una comprensión íntima del proceso. No resulta difícil ver, en efecto, que inicialmente el choque era inevitable. La irrupción de la ciencia moderna constituía el frente de choque del inmenso cambio de paradigma cultural que supuso la entrada de la modernidad. Desde Thomas S. Kuhn sabemos que ni siquiera dentro del mundo de la ciencia, en apariencia aséptico, pueden producirse esos cambios sin duras y prolongadas resistencias14. Aquí era todo un mundo de ideas, prácticas y valores el que resultaba cuestionado por las nuevas propuestas.
13. P.L. BERGER, Para una teoría sociológica de la religión, Barcelona 1971: «Nosotros afirmaríamos que aquí se manifiesta la gran ironía de la secularización, una ironía que puede ser gráficamente expresada diciendo que, históricamente hablando, la cristiandad ha ido excavando su propia fosa» (p. 180). 14. La estructura de las revoluciones científicas, México 1971. Sobre antecedentes de su postura y posteriores correcciones, cf. la documentadísima exposición de Ph. CLAYTON, Rationalitat und Religión: Erklarung in Naturwissenschaft und Theologie, Paderborn-München-Wien-Zürich 1992, principalmente pp. 41-58.
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De hecho, la oposición a los nuevos descubrimientos no era exclusiva de la religión, sino que llegaba desde todas partes; no en última instancia, de los mismos científicos y, por supuesto, también de los filósofos. (Amor Ruibal recuerda, por ejemplo, cómo los ataques al movimiento de traslación de la tierra venían en primer lugar de los filósofos aristotélicos, pues -decían- un cuerpo natural, teniendo una sola forma, no puede tener dos movimientos substanciales; él mismo señala que Galileo los refutaba «con el ejemplo festivo, pero concluyente, de un gato que cae de una torre dando vueltas sobre sí mismo, no obstante su simultánea carrera de descenso»)15. Con todo, la resistencia tenía que ser, por fuerza, mucho mayor en el mundo religioso, que moviliza emociones de definitiva resonancia vital y que, encima, estaba representado por una institución poderosa, la cual sentía cuestionados su influjo, su verdad y su misma legitimidad. {El caso Galileo, de Berthold Brecht, puede ser un tanto exagerado, pero visualiza bien la cuestión de fondo). Por su parte, la nueva ciencia, consciente de la íntima razón de su aportación histórica, no podía evitar una natural tendencia imperialista, mostrando de modo cada vez más prepotente sus pretensiones de convertirse en instancia exclusiva de saber teórico y de dominio práctico. Con el típico e ingenuo optimismo de los comienzos, la razón moderna, con sus «luces», se presentaba en el fondo como la nueva «revelación», y con sus logros empíricos prometía convertirse en remedio de todos los males, es decir, en la nueva alternativa de «salvación»16. Éste era el trasfondo práctico y emotivo -no siempre consciente, con toda seguridad- sobre el que se libraban los conflictos teóricos, confiriéndoles esa intensidad que hoy puede extrañar por su fuerza e incluso por su violencia, y que hizo tan
difícil la tolerancia mutua, la discusión serena y la clarificación teórica. Lo cual explica, igualmente, el que, allí donde tal trasfondo no está suficientemente clarificado, persistan todavía hoy las mismas actitudes polémicas: por un lado, una apologética cerrada a las razones de todo avance científico y, por otro, un cientismo reduccionista, ciego para las ricas dimensiones de lo real. El fundamentalismo biblicista, que continúa leyendo en el Génesis la negación del evolucionismo, y el fisicalismo, que persiste en reducir la mente a un ordenador o a identificar a Dios con el big-bang, son un buen ejemplo17. Sólo haciendo consciente todo ese trasfondo y distinguiendo cuidadosamente los planos, será posible evitar la confusión y situar el problema en su verdadera estructura. Algo que era entonces muy difícil, pero que hoy, gracias a la perspectiva histórica, resulta factible.
15. Los problemas fundamentales de la filosofía y el dogma VI, Santiago 1921, pp. 579-580; cf. su excelente exposición en pp. 574-580. 16. La idea pervive todavía en el subconsciente colectivo: «La ciencia moderna parece en camino de realizar el sueño cartesiano de convertir al hombre en "dueño y señor de la naturaleza". Se convierte así en depositaría de todas las esperanzas de la humanidad, que espera de ella lo que la filosofía no ha conseguido ofrecerle, a saber, su felicidad o, mejor dicho, su bienestar material» (A. BOUTUT, «Sciences - Science et philosophie»: Encyclopaedia Universalis 20, p. 725).
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2.2. Del choque a la diferencia Aun con evidente peligro de incurrir en el tópico, vale la pena acudir, una vez más, al caso Galileo para apreciar en concreto el auténtico núcleo de la cuestión. La verdad es que, cuando se examina con cierto cuidado, en ese primer episodio están ya in nuce todos los elementos del drama, con las razones que hacían inevitable el conflicto y las posibilidades que propiciaban su solución. Galileo, culminando el proceso del cambio que venía gestándose, llega a un descubrimiento científico: la tierra se mueve en torno al sol. Galileo era creyente, pero ese descubrimiento parecía chocar frontalmente con una idea religiosa de su propia tradición: en diferentes pasajes de la Biblia, y sobre todo en el libro de Josué, se dice claramente que es el sol el que se mueve en torno a la tierra. De entrada, el conflicto resultaba innegable, y los cardenales romanos, si querían cumplir con su deber de salvaguardar la fe tal como hasta entonces se interpretaba, tenían la obligación estricta de rechazar la nueva idea: si la 17. El lector interesado en más detalles, puede ver una buena panorámica en J. POLKINGHORNE, op. CÍt.
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Biblia es «palabra de Dios» y si eso significa que todo lo que en ella se afirma está «dictado» a la letra por Él, Galileo no podía tener razón. En definitiva, sería su palabra contra la de Dios. Puesto así, resulta evidente que el dilema no tiene solución y que se impone escoger entre los dos cuernos del dilema: o la Biblia no es palabra de Dios o Galileo está equivocado. Obviamente, sólo cabe una salida: que la alternativa esté mal puesta y no exista tal dilema. Después de más de dos siglos de crítica bíblica, a nosotros nos resulta fácil ver que ése es justamente el caso, pues comprendemos que no existe paridad exacta entre los dos supuestos teológicos que entonces parecían idénticos: que la Biblia sea para el creyente «palabra de Dios» no significa que sea un dictado divino que deba ser tomado a la letra en todas sus afirmaciones. «Palabra de Dios» es, en este caso, una expresión analógica y no descriptiva; esto es, significa únicamente que desde el punto de vista religioso la Biblia logró una interpretación correcta de la realidad (que responde a lo que Dios en ese terreno quiere manifestarnos). No pretende, pues, enseñar verdades que pertenezcan a perspectivas o puntos de vista distintos; de manera que la astronomía -igual que la geología, la geografía, la biología, la medicina e incluso la historia como tal- no es materia de su competencia. En consecuencia, cuanto en los escritos bíblicos se diga al respecto ni está acertado ni desacertado; simplemente, es irrelevante tomado en su literalidad.
Iglesia, Baronio'8. Más aún, como señala igualmente Galileo, el cardenal no inventaba, sino que repetía doctrinas claramente expresadas mucho antes por san Agustín. De suyo, en el plano de los principios, la distinción no ofrece dificultad. Sobre todo cuando, pasada la sequía del racionalismo ilustrado y decimonónico, se nos ha hecho evidente la dimensión simbólica del lenguaje y estamos acostumbrados a leer, más allá de la letra, el hondo sentido existencial de los mitos. Ningún historiador de las religiones concluiría hoy la riquísima obra de sir James Frazer acerca de los fenómenos religiosos hablando, como él, de un «archivo melancólico del error y la insensatez»19; ningún antropólogo, después de la obra de Lévi-Strauss, hablará con desprecio de la «mentalidad primitiva» o del «pensamiento salvaje»; y ningún astronauta repetirá con Gagarin la simpleza de que no existe Dios porque él no lo ha visto en el espacio. Igual que ningún médico se hace preguntas fisiológicas a propósito de un lobo capaz de tragar vivas a Caperucita y a su abuela, ninguna persona sensata se escandaliza de oír a los-animales hablar en las fábulas y, finalmen-
Así pues, en lo tocante al auténtico significado de la Biblia, las afirmaciones de Galileo ni son verdaderas ni falsas: sencillamente, están hablando de otro asunto. Contra lo que pueda parecer, no se trata de una solución artificiosa o de un simple expediente para salir del paso, sino de una distinción obvia, una vez que se toma en serio el carácter religioso de la Biblia. Y lo curioso es que ya Galileo defendió de manera expresa esta solución, con la famosa frase de que el libro sagrado no dice «come va il cielo, ma come si va in cielo» (no dice «como va el cielo, sino como se va al cielo»). Pero más curioso resulta aún el hecho de que la frase, según él mismo indica de manera expresa, no es invención suya, sino que pertenece nada menos que a un alto y famoso cardenal de la
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18. Vale la pena leer por extenso el precioso texto: «Descendiendo de tales cosas más a nuestra cuestión particular, se sigue necesariamente que, no habiendo querido el Espíritu Santo enseñarnos si el cielo se mueve o está inmóvil, ni si su figura tiene la forma de esfera o de disco o extendido como un plano, ni si la Tierra está ubicada en el centro del mismo o a un lado, menos habrá tenido la intención de asegurarnos de otras conclusiones del mismo género, y unidas de tal manera con las ahora mismo nombradas que sin la decisión sobre aquéllas no se puede afirmar esta o aquella parte, como son las de decidir sobre el movimiento o inmovilidad de la Tierra y del Sol. Y si el mismo Espíritu Santo a propósito ha omitido el enseñarnos semejantes proposiciones, como nada concernientes a su intención, esto es, a nuestra salvación, ¿cómo se podrá ahora afirmar que el sostener acerca de ellas esta parte y no aquélla sea tan necesario que la una sea de Fide y la otra errónea?; ¿podrá, pues, ser una opinión herética y que no se refiera para nada a la salvación de las almas?, ¿o podrá decirse que el Espíritu Santo no ha querido enseñarnos cosa alguna concerniente a la salvación? Yo aquí diré aquello que oí a una persona eclesiástica de muy elevado rango [el cardenal Baronio], esto es, que la intención del Espíritu Santo era enseñarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo» (G. GALILEI, «Carta a la Señora Cristina de Lorena, Gran Duquesa de Toscana», en Carta a Cristina de Lorena y. otros textos sobre ciencia y religión, edición de M. González, Madrid 1987, pp. 72-73). 19. La rama dorada, México 19512, p. 796.
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te, ningún cristiano medianamente culto se pregunta cómo es posible que Jonás pudiese vivir tres días en el vientre de una ballena. Pero sucede que, en la aplicación práctica, el prestigio sagrado de la Biblia, reforzado por largos siglos de interpretación literal, impone restricciones espontáneas y límites instintivos. El mismo Galileo, que tan bien plantea el principio, en lugar de tomar la narración de Josué como mero símbolo, se pone luego a demostrar que el fenómeno del alargamiento del día sobre el campo de batalla de Gabaón se explica mejor en el sistema copernicano que en el ptolemaico...20 Y aún en nuestros días, tan seguro como el recibo de la contribución, llega puntual el desfile de los que cada Navidad nos hablan de un cometa extraño, y cada Viernes Santo de un eclipse o terremoto hasta hoy ignorados, sin acabar de enterarse de que la estrella de Belén forma parte de la simbología del nacimiento del héroe, igual que las tinieblas y el terremoto de la Pasión pertenecen a la imaginería apocalíptica. Más grave fue el hecho de que, cuando Darwin habló de evolución, el magisterio oficial, no escarmentado con el caso Galileo, se empeñara en crear otro nuevo, continuando con la lectura literal del mito de la creación. Un mito precioso en su significado auténtico, pero literalmente estúpido cuando se toma a la letra o se pretende someterlo a una lectura «científica»21. De todos modos, cumple reconocer que, a pesar de la evidencia teórica, el problema no era fácil, por la trascendencia de su carga emocional. De hecho, entre los historiadores es cada vez más unánime la convicción de que el choque más fuerte no fue el que se produjo entre la fe y las ciencias naturales, sino el
acaecido entre las ciencias históricas y la lectura de la Biblia22. Se comprende que reste aún mucho por hacer y que la búsqueda de una lectura menos fundamentalista del texto bíblico siga constituyendo hoy uno de los problemas fundamentales de la teología. Pero, para nuestro caso, cabe afirmar que lo decisivo está conquistado. Un teólogo tan abierto como Albert Schweitzer, secundado por Paul Tillich, señaló que, a pesar de los fallos, el cristianismo tuvo el coraje de someter a la crítica histórica y racional los propios textos sagrados: algo que, según él, «representa lo más poderoso que jamás había osado y realizado la reflexión religiosa»23. El resultado es que en la actualidad, por lo menos en principio, la distinción de campos puede considerarse como algo adquirido. De suerte que las confrontaciones directas entre la ciencia y la fe, sea para atacar sea para defender, pertenecen al pasado o representan actitudes, en definitiva, residuales. Moviéndose a niveles distintos, los discursos no tienen por qué chocar. Y no deben tampoco forzarse los encuentros directos y sin mediación: como tal, la ciencia ni puede demostrar la existencia de Dios ni convencer de su no-existencia. Ni Robert Jastrow tiene razón cuando piensa que el fracaso de los científicos les obliga a reconocer la verdad de la creación, que los teólogos conocían «desde hace siglos»24, ni la tiene Bertrand
20. Op. cit., pp. 94-99. Además, como es sabido, mezclaba en su argumentación razones que resultaron equivocadas, como su falsa explicación de las mareas; por otra parte, se mostró demasiado poco sensible a la propuesta -insuficiente, pero inteligente y dialogante- de Belarmino de restringir el alcance de sus afirmaciones a «salvar los fenómenos». 21. Cf. las profundas reflexiones de P. RICOEUR, Finitude et culpabilité. II: La symbolique du mal, París 1960, pp. 13-30 y 323-332. Y lo significativo es que ya entonces hubo creyentes y teólogos que asumieron y defendieron el descubrimiento de Darwin, como, por ejemplo, Frederick Temple (más tarde arzobispo de Canterbury), Charles Kingsley y Harvard Asa Gray (cf. J. POLKINGHORNE, op. cit., pp. 20-21).
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22. «Pero el desafío más radical a la autoridad bíblica no vino de la historia de la ciencia, sino de la ciencia de la historia» (But the most radical challenge to biblical authority carne not from the history of science but from the science of history): J.H. BROOKE, Science and Religión. Some Historical Perspectives, Cambridge 1991; cf. pp. 263-270; luego señala que, encima, convergen la crítica histórica y la científica (pp. 270-274). 23. E. SCHWEITZER, Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, MünchenHamburg 1976, p. 45; P. TILLICH dice: «quizás a lo largo de la historia humana ninguna otra religión tuvo la misma osadía ni asumió un riesgo parecido» (Teología Sistemática II, Barcelona 1972, p. 146). 24. Véase la cita: «Para el científico que ha vivido según su fe ante el poder de la razón, la historia acaba como un mal sueño. Ha escalado la montaña de la ignorancia; está a punto de conquistar el pico más alto; y cuando supera la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban allí sentados desde hacía siglos» (R. JASTROW, God and the Astronomers, New York 1978, pp. 14 y 116; citado por A. FERNÁNDEZ RANADA, LOS científicos y Dios, Oviedo 1994, p. 143, y también por I.G. BARBOUR, Religión in anAge of Science, op. cit., p. 128).
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Russell cuando, para negarlos, afirma que «Dios y la inmortalidad, los dogmas centrales de la religión cristiana, no encuentran apoyo en la ciencia»25.
tifista, reivindicando el derecho paritario de toda experiencia originaria, sin privilegios ni exclusiones26. Y son bien conocidos los análisis de Edmund Husserl en La crisis de las ciencias europeas11, donde trata justamente de mostrar cómo la matematización de la naturaleza a partir de Galileo supuso un enorme empobrecimiento en nuestra percepción y vivencia de la realidad, pues de ese modo el «mundo de la vida» resulta colonizado y reducido por el de la ciencia y la técnica. Desde una perspectiva distinta y con mayor carga socio-crítica, en idéntica dirección van los análisis de la Escuela de Frankfurt, poniendo al descubierto los efectos terribles de la «razón instrumental», es decir, de una razón científica que, abandonada a sí misma, sobre el dominio de la naturaleza acaba montando y justificando la explotación del hombre28. Jürgen Habermas, entre otros, prolonga críticamente el diagnóstico, patentizando el carácter ideológico de la mentalidad estrechamente científica y tecnológica29. El análisis lingüístico, partiendo de preocupaciones muy diferentes, ha confirmado y reforzado la validez teórica de estos análisis, pues, sobre todo a partir del segundo Wittgenstein y en clara convergencia con la fenomenología30, ha reclamado
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2.3. La diferencia como avance cultural Llegados aquí, resulta importante notar que este resultado no es un caso aparte, es decir, algo peculiar y exclusivo de la experiencia religiosa. En realidad, remite a un fenómeno de hondo calado, que afecta a todos los estratos de la cultura. Forma parte de la progresiva diferenciación que va pautando el avance de la humanidad, a medida que ésta descubre nuevos campos y abre nuevas perspectivas. Lo que antes aparecía combinado en una unidad englobante, se diferencia luego en sectores y niveles distintos, como solución de nuevas necesidades y respuesta a nuevos interrogantes. Así se ha producido la división social del trabajo, así se han diferenciado religión y filosofía, y así fueron apareciendo las diversas ciencias. Como hemos visto, el proceso no se produce sin choques y resistencias, ni sin pretensiones de dominio, cuando una de las divisiones pretende absorber el conjunto. En Occidente, la pujanza del pensamiento científico y lo espectacular de sus conquistas han llevado a un claro imperialismo tanto de sus métodos como de la pretensión de constituirse en pauta única de cualquier conocimiento verdadero. La religión no ha sido la única afectada: con ella quedaron igualmente cuestionadas la ética, la estética y la filosofía; en general, sufrieron el ataque todas las disciplinas «humanistas», que se vieron descalificadas como meras reacciones emocionales o como simples combinaciones de palabras sin real alcance cognoscitivo. Fue el imperio de la racionalidad instrumental y de la mentalidad positivista. Por fortuna, varios factores decisivos han contribuido al final de ese imperialismo. El impacto de la fenomenología, en primer lugar, que con su «principio de todos los principios» ha roto el interdicto cien25. Por qué no soy cristiano, Buenos Aires 1973, p. 56.
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26. «No hay teoría concebible capaz de errar en punto al principio de todos los principios: que toda intuición en que se da algo originariamente es un fundamento de derecho del conocimiento; que todo lo que se nos brinda originariamente (por decirlo así, en su realidad corpórea) en la "intuición", hay que tomarlo simplemente como se da, pero también sólo dentro de los límites en que se da» {Ideen 1, & 24, Husserliana III, p. 74; tomo el texto de la trad. cast. de J. GAOS: Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, México-Buenos Aires 19622, p. 58). 27. Barcelona 1991. Como se sabe, el origen del libro está en una serie de conferencias pronunciadas por Husserl en Praga en 1935; el material, enriquecido y reelaborado, fue publicado como libro por Walter Biemel en 1954. 28. Sigue siendo fundamental M. HORKHEIMER - Th.W. ADORNO, La dialéctica de la Ilustración (1947), Madrid 1994; M. HORKHEIMER, Zur Kritik der instrumentellen Vernunft, Frankfurt a.M. 1985. 29. Cf. la síntesis que él mismo ofrece en Ciencia y técnica como «ideología», Madrid 1986. 30. TORRES QUEIRUGA, La constitución moderna de la razón religiosa. Prolegómenos a una Filosofía de la Religión, Estella 1992, pp. 103-106 y 232-233.
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la validez específica de todos los «juegos de lenguaje» como descripciones en principio igualmente válidas del mundo, sin que para su validez tengan que ser reducidas a la dictadura de un patrón único31. Concretando a la religión un análisis que, por lo demás, podría ser igualmente hecho para la ética, la estética o la filosofía en general, cabe hacer intuitiva con algún ejemplo la razón de la nueva postura. Pongamos por caso la cuestión del nacimiento o de la muerte del ser humano y preguntémonos si acerca de ello sabemos hoy más que los griegos o los romanos. La respuesta resulta obvia en un primer nivel: basta con pensar en la sala de obstetricia o en la unidad de cuidados paliativos de cualquier gran hospital para afirmar que, sin lugar a dudas, sabemos inconmensurablemente más. Pero demos un paso ulterior y, en un segundo momento, cambiemos el nivel de la pregunta, interrogándonos ahora por el hecho mismo de nacer o de morir; es decir, por ese misterio de «ser nacidos» y de encontrarnos en el mundo sin que nadie nos haya podido consultar, y de serlo en este tiempo, en esta cultura o en esta familia; o interrogándonos igualmente por nuestro «ser de cara a la muerte», por ese misterio del inevitable tener que dejar de ser en el mundo y por la realidad o no de un más allá al otro lado de la oscura e inesquivable barrera. Entonces las cosas cambian. En este segundo nivel no resulta evidente, sin más, que nuestro saber sea superior al de Platón o al de Séneca, ni siquiera al del hombre de Neanderthal o de Cromagnon. Hermann Lübbe ha analizado bien este aspecto, justamente como característica de la «religión después
de la Ilustración», conforme reza uno de sus títulos32. Y Karl Jaspers situó en este tipo de «situaciones límite» (Grenzsituationen) el lugar de la filosofía y de. la apertura a la trascendencia33. Se trata de ámbitos no dominables por la ciencia ni manipulables por la técnica; hasta el punto de que muchas veces son los niños, los primitivos y los locos -los locos geniales- los que con más agudeza se abren al misterio de su hondura34. Los ejemplos muestran claramente que se trata de modos distintos de conocimiento, de diferentes modalidades de apertura consciente a lo real. Ambos son legítimos y ambas resultan necesarias; pero por eso mismo deben respetarse en su especificidad, sin invasiones del campo ajeno. Lo cual, en su aparente sencillez, supone un resultado muy importante para el problema que nos ocupa. Porque impone a las diversas instancias una fuerte cura de adelgazamiento, demarcando las lindes de su competencia respectiva y desenmascarando como invasión imperialista toda incursión indebida en el terreno del otro. La religión tiene que aprender la dura lección de que campos enormes, que durante tiempo parecían caer bajo su competencia, hayan pasado definitivamente a otras manos. Ése es el significado hondo de la «secularización», que le ha resultado dolorosa en el ámbito material de las posesiones eclesiásticas, pero que no lo es menos en el ámbito de la cultura, donde a partir de la Ilustración ha debido reconocer la autonomía de las ciencias físicas e históricas, lo mismo que de la economía, la sociología y la política. De hecho, aún hoy está aprendiendo, no sin graves conflictos, la autonomía de la ética y la moral. Por lo demás, la historia reciente muestra que cada vez que la religión transgrede sus límites acaba irremediablemente malparada. La ciencia, por su parte, tiene que renunciar a toda pretensión de totalidad. Útil e indispensable para tantas cosas referentes a las necesidades más o menos técnicas de la vida humana, resulta absolutamente inadecuada para aquellas que tras-
31. «Con la emergencia de concepciones más pragmáticas de la verdad (...), ha resultado mucho más fácil insistir en la mutua irrelevancia de los discursos científico y religioso, reflejando cada uno prácticas y preocupaciones distintas. Los estudiosos que han seguido a Wittgenstein en el análisis de las funciones del lenguaje han reconocido varios niveles en los que puede operar: el mundo puede ser descrito de muchos modos diferentes, sin que cada uno tenga que ser reducido a otro. En una tal visión es posible, en principio, que la ciencia y la religión coexistan sin interferencia mutua» (J.H. BROOKE, op. cit, p. 322; cf. la misma idea en I.G. BARBOUR, Religión in an Age of Science, op. cit., pp. 13-16 y, más ampliamente, en Problemas sobre religión y ciencia, Santander 1971, c. 9, pp. 283-319).
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32. Religión nach der Aufklarung, Graz-Wien-Koln 1986. 33. De la inmensa obra, cf. principalmente K. JASPERS, La fe filosófica ante la revelación, Madrid 1968 y, de manera más sencilla, La filosofía desde el punto de vista de la existencia, México 1953. 34. La filosofía desde el punto de vista de la existencia, op. cit., pp. 8-11.
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cienden ese nivel. Hoy aparece ya con toda claridad en el mundo de la ética, donde las posibilidades de resolución técnica de los problemas lleva continuamente a cuestiones que superan de manera radical la racionalidad científica. Gérard Fourez lo muestra con claridad a partir de algunas preguntas tipo: «¿Pue-den decirnos las ciencias cuándo, en el proceso de crecimiento de un embrión, nos encontramos ante una persona?; ¿pueden decirnos las ciencias qué política hay que seguir en la cuestión de la carrera de armamentos?; ¿hay que construir, o no, más centrales nucleares?35 Cuando de ahí pasamos a las cuestiones propiamente religiosas, referentes al sentido o a la fundamentación última, la inadecuación resulta aún más radical. Algo que, superado el primer asombro ante la espectacularidad de los descubrimientos científicos, se impone con evidencia innegable: no es casual que sean de ordinario los grandes físicos, incluso no creyentes, los que, llegados a los límites de su conocimiento, sientan la presencia del misterio. Quizás exagerase un poco, pero no iba descaminado Albert Einstein cuando afirmaba: «estoy de acuerdo con la opinión de que en estos tiempos los únicos profundamente religiosos son los investigadores científicos serios»36. Afirmación que recuerda aquella otra más tradicional, originaria de Francis Bacon: «la poca ciencia aparta de Dios, la mucha acerca a Él»; acaso mejor expresada todavía por unos versos clásicos: «Que si el poco saber nos pone a prueba, / el mucho, si se alcanza, a Dios nos lleva»37.
35. La construcción del conocimiento científico. Filosofía y ética de la ciencia, Madrid 1994, p. 179 36. FERNÁNDEZ RANADA, op. cit., p. 203. El texto, originalmente publicado en el New York Times (9-11-1930), es reproducido en Mis ideas y opiniones, Barcelona 1980, libro al que pertenece también este otro: «Difícilmente encontraréis entre los talentos científicos más profundos uno solo que carezca de un sentimiento religioso propio. Pero es algo distinto de la religiosidad del lego. Para éste, Dios es un ser de cuyos cuidados uno puede beneficiarse y cuyo castigo teme (...). Para el científico, [Dios] está imbuido de la causalidad universal» iibid., p. 35). 37. Tomo la cita de J.B. BLECUA {Historia de las Religiones I, Madrid 1964, p. 20), que la atribuye, sin ulterior referencia, a «el mejor de nuestros líricos del siglo xvi».
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3. De la diferencia a la integración A pesar de ciertas batallas de retaguardia, esta evidencia de principio se ha hecho tan obvia que incluso existe una tendencia a incurrir en el extremo opuesto. Para algunos no sólo no hay conflicto entre la fe y la religión, sino que no existiría siquiera ningún punto de contacto entre ellas. Posición cómoda y tentadora para ambas partes. Para la ciencia, porque de ese modo elimina la instancia más decisiva contra su tendencia a la absolutización; para la religión o, mejor, para los teólogos, porque así crean un espacio de dominio exclusivo, tan sobre-natural que resulta inmune a toda crítica, y a nadie tienen que dar cuenta ni de sus razones ni de sus presupuestos. Pero, a poco que se piense, se comprende que esa separación total ni es posible ni sería útil para nadie. Hecha la distinción, se impone una integración que, sin anular la diferencia, logre la unidad a un nuevo nivel: «distinguir para unir», conforme al conocido título de Jacques Maritain.
3.1. La necesidad del diálogo La imposibilidad de una separación total aparece ya en el hecho mismo de que la religión y la ciencia nacen del mismo sujeto humano y, en definitiva, tratan de responder a necesidades específicas del mismo. Por eso se impone el diálogo: como intentos que son de interpretar la misma realidad que a todos nos afecta, las distintas respuestas están llamadas a dialogar, aunque sea en el consenso y en el disenso, en la pugna y en la colaboración. Sólo un imperialismo unilateral, que pretenda sin más eliminar al otro, puede negar esa necesidad. Por otra parte, si no se niega a priori la legitimidad del otro, es preciso clarificar las zonas de contacto, so pena de acabar incurriendo en una actitud esquizofrénica, sobre todo en aquellos puntos en que ambas visiones pueden entrar en conflicto. Como queda visto, la historia muestra hasta la saciedad que tales puntos existen. En ese diálogo, de entrada, no hay privilegios. Lo único que cabe exigir es la honestidad intelectual y el interés por lo
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común humano. Podría ser un tanto exagerada, pero merece ser atendida la advertencia de Whitehead cuando afirma:
Y saldrá ganando la misma ciencia, pues también a ella le conviene sacar lecciones. Pasados los entusiasmos ingenuos del «siglo de las luces», la ciencia se ha visto forzada a reconocer que hay en ella una lógica que, dejada a sí misma, puede colonizar de tal modo el «mundo de la vida» que no sólo lleve a un empobrecimiento agostador, sino incluso a su misma destrucción. Como es obvio, no le corresponde sólo a la religión corregir tales desviaciones. Pero tampoco cabe negar que la experiencia religiosa posee virtualidades difícilmente sustituibles por cualquier otra instancia. Lo reconoce el mismo Jürgen Habermas, que cada vez parece mostrarse más sensible a este aspecto (y hay que tener en cuenta que no se refiere sólo a la razón científica, sino a la más «humana», la razón comunicativa, que supone ya un correctivo crítico indispensable)41.
«Si tenemos en cuenta lo que para la especie humana es la religión, y lo que es la ciencia, no habrá exageración en decir que el curso futuro de la historia depende de lo que esta generación decida en orden a las relaciones entre ambas esferas»38. Por eso, no cabe contentarse únicamente con un discurso formal; interesa mucho la realización concreta del diálogo. De él, si se establece bien, saldrán ganando tanto la ciencia como la fe. Saldrá ganando la fe, porque, en un mundo tan profundamente marcado por la mentalidad científica y modelado por sus avances, su credibilidad no puede mantenerse si sus representaciones entran en conflicto frontal con los datos de la ciencia. Dicho gráficamente: si a la persona más piadosa la ponen hoy en el dilema de que para mantener la fe tiene que afirmar que es el sol el que se mueve alrededor de la tierra, se verá obligada a abandonarla, incluso aunque voluntarísticamente pretendiese lo contrario. Sin llegar a esos extremos, Philip Clayton describe bien la situación cuando, después de reconocer la dificultad, diciendo que su libro «intenta enlazar dos temas totalmente divergentes cuyo punto de encuentro permanece a menudo en la oscuridad»39, afirma: «De hecho, hay motivos para suponer que un número creciente de personas religiosas en Europa y América -y, a lo que parece, no sólo allí- únicamente encuentran convincentes los esfuerzos aclaratorios de sus religiones si son consistentes con las representaciones de las ciencias naturales y sociales (o al menos cumplen sus estándares). En este sentido, muchos de nosotros somos creyentes seculares: actuamos como judíos o creemos como cristianos, pero tenemos dificultades para encontrar significativas doctrinas religiosas que colisionan con los resultados de la ciencia»40.
38. La ciencia y el mundo moderno, op. cit., pp. 218-219. 39. Rationalitat und Religión, op. cit., p. 13. 40. Ibid., p. 225.
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3.2. La aportación de la religión a la ciencia Dado que luego la reflexión va a centrarse, ante todo, en lo que puede y debe aprender la religión, vale la pena insistir ahora algo más en este punto. La alerta tan reiterada por la filosofía contemporánea, sobre todo a partir de Heidegger, contra los peligros que una «técnica» autonomizada supone para la humanidad, abre una perspectiva importante al respecto. Porque la religión, con su insistencia en lo trascendente, se muestra especialmente apta contra la recurrente tentación de absolutismo por parte de la ciencia. Ésta hará bien en dejar que se le cuestionen los límites de lo empírico, en cuanto propenden a clausurarla en un todo cerrado con tendencia monopolista, dejándose traspasar y abrir por los interrogantes hondos e inmanipulables que le llegan desde la memoria religiosa. Cosa que vale tanto desde el punto de vista subjetivo o de las actitudes como del objetivo o de los conocimientos. Respecto del primero, resulta indispensable no confundir las competencias: ser experto e incluso premio Nobel en un 41. Cf. el claro y detallado estudio de J.M. MARDONES, El discurso religioso de la modernidad. Habermas y la religión, Barcelona 1998.
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campo -en este caso, el científico- no confiere sin más autoridad en los demás campos, como el filosófico o el teológico; (igual que tampoco el filósofo o el teólogo, por ilustres que sean, deben arrogarse competencia en el campo formalmente científico). Por eso es preciso tener muy en cuenta la importante observación de Owen Chadwick al distinguir «entre la ciencia cuando estuvo contra [o a favor de] las religiones y los científicos cuando estuvieron contra la religión»42. Lo verdaderamente importante no es la opinión personal de tal o cual científico, sino lo que el estado actual de la ciencia permite o no permite concluir respecto de las cuestiones religiosas. En esta vertiente más personal no debe tampoco olvidarse que, no pocas veces, bajo una aparente asepsia intelectual puede ocultarse por ambas instancias -la religiosa y la científica- una dura lucha por el prestigio y el poder43. Más importante es, con todo, el aspecto objetivo. Y aquí la lección religiosa puede resultar tanto más útil cuanto que ha tenido que ser antes aprendida en propia carne por ella misma. Una historia dolorosa le ha enseñado, en efecto, cuan peligroso resulta totalizar los propios conocimientos, confundiendo lo que es tan sólo una perspectiva específica con el todo de la realidad. El haber conferido valor absoluto a afirmaciones que pretendían únicamente abrir el significado religioso de determinados hechos o acontecimientos, ha sido la causa principal de sus más graves problemas. Recuérdese que el haber conferido alcance astronómico al libro de Josué o significado biológi-
co a la narración del Génesis fue justamente el detonante de conflictos que han marcado y aun envenenado la presencia de la fe en la cultura moderna. Pues bien, si la ciencia consiste justamente en «estrategias metódicas de simplificación» que hacen posible su eficacia para comprender y, en su caso, manipular aspectos del mundo44, tiene que ser consciente de que sus proposiciones no equivalen, sin más, a afirmaciones acerca de la realidad en sí misma. Cuando, sin sensibilidad hermenéutica, los resultados a veces sorprendentes de la física actual se traducen sin las indispensables mediaciones al lenguaje ordinario, se incurre en una equivocidad profundamente desorientadora. Avaladas, además, por el prestigio ambiental de lo «científico», tienden a ser propuestas y -lo que es más grave- aceptadas como indiscutibles, induciendo un imperialismo epistemológico de graves consecuencias, tanto en filosofía como en teología: Paul Tillich llega a afirmar que «el imperialismo metodológico es tan peligroso como el imperialismo político»45.
42. The Victorian Church, London 19792, pp. 12-13, y The Secularization of the European Mind in the Nineteenth Century, Cambridge 1975, pp. 161-188; citado en D.G. LINDBERG - R.I. NUMBERS (eds.), God and Nature, op. cit., p. 7. Interesantes referencias sobre las actitudes de los científicos ante la religión pueden verse en A. FERNÁNDEZ RANADA, LOS científicos y Dios, op. cit., pp. 161-239; y más ampliamente en N. MOTT (ed.), Can Scientists Believe? Some Examples of the Attitude of Scientists to Religión, London 1991, y en H.R DÜRR, Physik und Transzendenz, München 1988. Es bien conocido K. WILBER, Cuestiones cuánticas. Escritos místicos de los físicos más famosos del mundo, Barcelona 1987. 43. Aspecto en el que insiste F.M. TURNER a propósito de la época victoriana, pero extensible a cualquier tiempo: cf. «The Victorian Conflict between Science and Religión»: Isis 69 (1978), pp. 356-376; también cit. en D.G. LINDBERG - R.I. NUMBERS, op. cit., pp.
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44. Cf. los excelentes análisis que al respecto hace I.U. DALFERTH, «Das Eine und das Viele. Theologie und Wissenschaften», en Gedeutete Gegenwart. Zur Wahrnehmung Gottes in der Erfahrung der Zeit, Tübingen 1997, pp. 193-198, principalmente pp. 192-208. 45. Vale la pena citar el entero pasaje: «Método y sistema se determinan mutuamente. Por ende, ningún método puede pretender que es adecuado para todo objeto. El imperialismo metodológico es tan peligroso como el imperialismo político y, como este último, se derrumba en cuanto los elementos independientes de la realidad se rebelan contra él. Un método no es una "red indiferente" con la que se apresa la realidad, sino un elemento de la realidad misma. Por lo menos en un sentido, la descripción de un método es la descripción de un aspecto decisivo del objeto al cual se aplica. La relación cognoscitiva misma, independientemente de todo acto particular de conocimiento, revela algo tanto del objeto como del sujeto de esta relación. En física, la relación cognoscitiva revela el carácter matemático de los objetos en el espacio (y en el tiempo). En biología, revela la estructura (Gestalt) y el carácter espontáneo de los objetos en el espacio y en el tiempo. En historiografía, revela el carácter individual y valioso de los objetos en el tiempo (y en el espacio). En teología, revela el carácter existencial y trascendente del fundamento de los objetos en el tiempo y en el espacio. Por consiguiente, no puede desarrollarse ningún método sin un conocimiento previo del objeto al que va a aplicarse» (P. TILLICH, Teología Sistemática I, Barcelona 1972, p. 86).
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Ejemplo típico es la famosa paradoja del gato de Schródinger, que en un determinando momento ni estaría vivo ni muerto, o estaría vivo y muerto al mismo tiempo. Véase en las palabras del propio autor: «Resulta incluso posible considerar casos divertidos. Un gato es puesto en el interior de una cámara de acero junto al siguiente ingenio diabólico: en un contador Geiger hay una pequeña cantidad de una sustancia radioactiva, de modo que tal vez en el intervalo de una hora uno de los átomos se desintegrará; pero también, con igual probabilidad, ninguno sufrirá este proceso. Si esto sucede, el contador genera una descarga y, a través de un relé, libera un martillo que quiebra un pequeño recipiente de vidrio que contiene ácido prúsico. Si el entero sistema ha permanecido aislado durante una hora, se puede decir que el gato está todavía vivo en el caso de que en el intervalo ningún átomo haya sufrido un proceso de desintegración. La primera desintegración lo habría envenenado. La función de onda del sistema completo expresará este hecho por medio de la combinación de dos términos que se refieren al gato vivo y al gato muerto (perdonadme la expresión), dos situaciones mezcladas o indefinidas a partes iguales»46. En principio, nadie puede negar su legitimidad a estas expresiones en el «juego lingüístico» de la ciencia, pues, según el principio de incertidumbre, para los efectos del cálculo científico, así es o así puede ser. Pero, traducidos a otros «juegos lingüísticos» como el del «ordinario» o el «filosófico», transgreden todos los límites de la legitimidad y llevan demasiadas veces, en expresión de un buen conocedor, a una «horrible desconsideración para con la realidad»47. Para decirlo gráficamente: que la observación y el cálculo físicos no puedan determinar ni usar para sus fines científicos el dato de si el famoso 46. Tomo el texto de G.C. GHIRARDI, Un 'occhiata alie carte di Dio. Gli interrogativi che la scienza moderna pone all'uomo, Milano 1997, p. 331; cf. pp. 330-372, que ofrecen una amplia y seria explicación (por lo demás, simpáticamente ilustrada). J. POLKINGHORNE (op. cit., pp. 50-53) ofrece una breve y clara exposición de las distintas interpretaciones del experimento. 47. S.L. JAKI, «La Física y el Universo: de los sumerios a fines del siglo xx», en (S.L. Jaki et al.) Física y Religión en perspectiva, Madrid 1991, p. 37.
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«gato» está vivo o muerto en la cápsula de su experimento imaginario, no significa que en la realidad óntica suceda lo mismo: para ella el principio de contradicción nos asegura que, en un momento dado, es intrínsecamente imposible que el gato mismo -que es diferente de nuestro conocimiento científico de élno esté o vivo o muerto. Lo contrario significa incurrir en una crasa metábasis eis alio genos, confundiendo la incertidumbre epistemológica con la indeterminación óntica o, lo que es lo mismo, dando sin más como indeterminación de la realidad en sí misma lo que metódicamente sólo cabe afirmar de la realidad en cuanto cognoscible o manipulable científicamente. Por eso los científicos proceden con todo derecho cuando, en el campo de su competencia, discuten cuestiones como ésta, que allá por los años veinte enfrentó a Albert Einstein con Max Planck y la escuela de Copenhague, provocando, en palabras de Ortega, una formidable «bronca en la física»48. Lo que no es correcto es proceder con excesiva ligereza, sacando consecuencias en el campo de la física o de la teología49. Libros como el de Stephen Hawking, a pesar del prestigio de su autor y del formidable eco publicitario que lo acompañó, resultan verdaderamente penosos desde este punto de vista. Por la misma razón, tampoco resulta correcto el uso apologético en sentido contrario, intentando ver en la «indeterminación» física la libertad humana o la posibilidad de acciones divinas en el mundo50.
48. «Bronca en la física» (1937), en Obras Completas V, pp. 271-287. 49. Bien sé que muchos teóricos, incluso filósofos, hablan consciente y expresamente de indeterminación óntica; creo, con todo, que eso sólo es posible por una transgresión que, apoyada en el «prestigio de la ciencia», invade de manera desconsiderada el campo del lenguaje ordinario y de los otros lenguajes: exactamente lo que le sucedía a la teología cuando, desde la Biblia, pretendía dictaminar en astronomía, biología y (hoy) en moral. 50. Cf. A. PÉREZ LABORDA, Ciencia y fe. Historia y análisis de una relación encontrada, Madrid 1980, pp. 58-80; I.G. BARBOUR, Religión in an Age of Science, op. cit., pp. 101-4; cf. c. 4, pp. 95-124: «Physics and Metaphysics»; en las pp. 117-118 muestra un ejemplo de intento de interpretar desde ahí la acción de Dios.
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4. La teología en el diálogo con la ciencia 4.1. El problema Pero ya queda dicho que estas reflexiones se sitúan de manera preferente en el punto de vista de la teología. Su intención prioritaria consiste en señalar algunas posibilidades que, a partir del desafío de la ciencia, están llamadas a mostrar (o están ya mostrando) su efectividad en la reflexión actual. Aludiré a dos capítulos principales: el problema de la existencia de Dios y el modo de interpretar su presencia en un mundo profundamente transformado por la visión científica. De entrada, no sobra recordar, una vez más, que, supuesta la distinción de campos y perspectivas, no cabe esperar transiciones directas: la ciencia ni prueba ni refuta en teología; simplemente, en sus avances presenta de una nueva manera esa realidad que -desde otra perspectiva, con otros métodos y otras preocupaciones- se pretende interpretar religiosamente. Manera que, en este sentido, será siempre ambigua, en cuanto que siempre dejará abierta la doble posibilidad de una interpretación religiosa y una no-religiosa e incluso anti-religiosa, pues todo cambio aporta simultáneamente nuevas dificultades y nuevas posibilidades. En última instancia, estoy convencido de que para una aceptación o rechazo de la existencia de Dios -no en cuanto mera teoría, sino en cuanto compromiso vivo y real- no existen dificultades demasiado diferentes de las de cualquier otra época de la historia. Lo que el creyente está llamado a hacer es examinar en qué medida las posibilidades actuales ofrecen un apoyo legítimo a la interpretación religiosa. En este sentido, la distancia histórica que nos separa del comienzo de la modernidad permite un mejor ajuste de la perspectiva. Los conflictos que más ruido han hecho en su tiempo -los de Galileo y Darwin-, dado que nacían de una lectura aerifica y fundamentalista del texto bíblico, actualmente superada, no son hoy cuestiones verdaderamente relevantes. El problema se ha desplazado hacia cuestiones más sutiles, que obligan a una consideración más profunda. De suerte que hoy se abre por ese costado un campo inmenso.
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Para mayor claridad, cabe distinguir en él dos polaridades fundamentales. Unas implican consideraciones de carácter formal, es decir, referentes al estatuto mismo del conocimiento teológico y religioso; otras afectan prioritariamente a problemas de contenido, en cuanto que la nueva situación impone entender de otro modo verdades tradicionales. Se trata, a todas luces, de una tarea que requerirá todavía mucho tiempo y mucho esfuerzo. Aquí, casi a modo de ilustración, voy a centrarme en tres cuestiones fundamentales: 1) el carácter radicalmente humano y, por lo mismo, «verificable» de la experiencia religiosa (y que remite al primer polo); las otras remiten al segundo y tratan 2) del nuevo modo de plantear el problema.de la existencia de Dios y 3) del modo de comprender su acción en el mundo. 4.2. Carácter humano y «verificable» de la experiencia religiosa Estamos tan acostumbrados a una visión sobrenaturalista de la religión que la tendencia espontánea lleva a considerarla como algo literalmente «caído del cielo». Tendencia favorecida por la propensión de lo religioso a constituirse en un mundo aparte, distinto de la vida ordinaria y siempre tentado de perder todo contacto con ella. Sin embargo, a poco que se observe, se notará que las religiones no caen del cielo, sino que nacen de la tierra. En su realidad histórica son productos estrictamente culturales: como la poesía, como la filosofía, como la ciencia. Todo lo auténticamente religioso es siempre una respuesta a preguntas muy concretas. Respuesta específica, caracterizada por su relación a Dios; pero respuesta verdaderamente humana, lograda en el esfuerzo de hombres y mujeres por encontrar sentido a preguntas que afectan real y hondamente a sus vidas y que, por eso, preocupan o pueden preocupar a todos. Para comprobarlo basta con tomar en la mano la Biblia o cualquier otro texto religioso: aparecen como libros con todas las marcas de nuestra más normal humanidad, hasta el punto de que son muchos -todos los no creyentes- los que no ven diferencia alguna y piensan que, en ese aspecto, en nada se diferencian de los demás libros.
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En definitiva, un texto religioso es una interpretación humana de la realidad: de la realidad común, la única que existe y en la que todos y todas vivimos. Lo que la caracteriza no es un origen milagroso, extraño o ajeno a los procedimientos «naturales», sino la convicción de que la dimensión empírica e inmediatamente mundana no agota el todo de la realidad. No cree posible una comprensión adecuada de la misma, si no es incluyendo otra realidad distinta, la Divina, que la sustenta y trasciende y a la que ella está apuntando por determinadas características, como pueden ser la contingencia del universo o la protesta humana contra la muerte, la injusticia o el sinsentido. Dios se convierte así en la clave para lograr una comprensión «última» de la realidad. Pero entiéndase bien: atendiendo a la estructura interna y a la génesis íntima de esa convicción, no se ve así la realidad porque se crea en Dios, sino al contrario: porque se ve así la realidad, nace la fe en Dios. Se trata, pues, de una interpretación que se apoya en (la convicción de) el descubrimiento de una Presencia no visible en sí misma, pero implicada en lo que se ve. Ese descubrimiento inicial, por la densidad e importancia de sus implicaciones, desencadena los distintos procesos religiosos, que intentan establecer, profundizar y depurar la relación con lo Divino así presente. Se trata de un proceso vivo, en el que cada paso propicia nuevos avances, enriqueciéndose de ese modo con siempre nuevos aspectos. Así nacen y se desarrollan las tradiciones religiosas, que de ordinario cristalizan en libros sagrados: en escrituras que se consideran «reveladas» o «inspiradas». Pero tal carácter «inspirado» o «revelado» no es un dato a priori, sino una constatación a posteriori. Consiste en la conclusión reflexiva, hecha generalmente por las generaciones siguientes, de que ese esfuerzo de interpretación que descubre la presencia de Dios en la realidad ha sido posible porque era Dios mismo quien en ella se estaba manifestando y tratando de dar a conocer. Comprendo que, dichas de manera tan inevitablemente descarnada y telegráfica, estas afirmaciones puedan, de entrada, resultar extrañas y aun chocantes. En el fondo -aunque el modo sea más oscuro, profundo y complejo-, no se trata de un pro-
ceso esencialmente distinto de los que normalmente se dan en la vida ordinaria, en la que también la comprensión de los demás procede, de ordinario, por pasos que se van aclarando y profundizando en su propio encadenamiento; y cuando de verdad llegamos a comprender algo profundo que una persona estaba intentando manifestarnos o darnos a entender, decimos que lo comprendemos gracias a ella, gracias a que ella nos lo estaba manifestando. Por eso «creemos» a una persona y somos conscientes de que, si conocemos su intimidad, es porque ella nos la ha querido «revelar». Espero que, a pesar de su cruel brevedad, estas reflexiones basten para insinuar lo fundamental51, a saber, que la religión no es un aerolito caído de un cielo ajeno e incontrolable, sino que obedece a un proceso verdadera y auténticamente humano y, como tal, en principio accesible a cualquiera. No, claro está, en el sentido de que deba convencer a todos, sino en el de que su interpretación de la realidad, siendo discutible como toda interpretación, no procede de manera arbitraria. Quienes la sostienen se apoyan en razones que no pueden imponer, pero que pueden ofrecer y que, por lo tanto, pueden ser discutidas. Es decir, considerada en su génesis intencional y en su estructura íntima, la religión puede salir al encuentro de una de las legítimas exigencias del espíritu científico: la de no aceptar las cosas porque sí, sino porque resultan verificables o, en su caso, falsables. Verificables o falsables, claro está, conforme a su modalidad específica de ser y de afrontar la realidad. No vamos a pedirle a la religión que se demuestre como el teorema de Pitágoras o la ley de la gravitación universal, igual que no se nos ocurre comprobar si un niño ha progresado en el estudio midiéndolo con un metro, o averiguar si una persona está enamorada poniéndola en una báscula para ver si ha aumentado de peso52. 51. Aparte de las indicaciones del cap. I, al lector interesado en profundizar me permito remitirlo a los amplios y detallados desarrollos que hago en La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid 1987. 52. Del complejo problema de las dificultades, la posibilidad y la estructura de la experiencia religiosa me ocupo con cierto detalle en A. TORRES QUEIRUGA, «La experiencia de Dios: posibilidad, estructura, verificabilidad»: Pensamiento 55 (1999), pp. 35-69.
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Así pues, en este aspecto la actitud científica está en su derecho al exigir que nada se acepte sin la correspondiente verificación; y la teología no sólo debe admitirlo, sino que está en condición de ofrecerla. Lo discutible e ilegítimo se produce tan sólo cuando, yendo más allá, se trata de imponer un único tipo de realizarla, exigiendo, por ejemplo, pruebas empíricas o físicamente controlables para realidades que, por definición, trascienden lo físico y lo empírico. Cosa que, por lo demás, la ciencia está hoy en mejores condiciones de comprender por sí misma, viendo que ni siquiera en ella resulta posible la total asepsia objetiva, pues también sus limpios teoremas están cargados de presupuestos e intrínsecamente marcados por la subjetividad humana53. Por otra parte, la fenomenología tiene bien advertido sobre este punto al pensamiento actual. Teniendo esto en cuenta, puede comprenderse lo decisivo: que la religión representa una interpretación de la realidad y que, como queda dicho, es por tanto una respuesta humana a cuestiones realmente humanas. Respuesta que, por el nivel en que se sitúa, no cae bajo la competencia de los métodos científicos, pero que se ofrece al examen y «verificación» de todo aquel que la quiera examinar en su justo nivel. Convencerá o no convencerá; pero, cuando se procede de modo serio y responsable, la aceptación o el rechazo no tienen por qué obedecer a un capricho ni a una imposición, sino al mayor o menor peso que se reconozca a las razones en que se apoya la interpretación religiosa. Como queda indicado, y contra lo que suele pensarse, conviene dejar bien claro lo siguiente: más allá de los influjos, vivencias o realizaciones individuales y concretas, en la estructura íntima del proceso, digamos en su genuina «génesis intencional», no se interpreta el mundo de una determinada manera porque se sea creyente o ateo, sino que se es creyente o ateo porque la fe o la increencia se les aparecen a los respectivos sujetos como la manera mejor de interpretar el mundo común.
A pesar de su aire especulativo, estas consideraciones no hacen más que traducir lo que sucede en la praxis efectiva de cada día. Porque, en realidad, llegar a la fe significa comprobar que la «hipótesis religiosa» es la que mejor aclara las experiencias radicales, en las que la persona se confronta con la contingencia propia y con la del mundo, con los interrogantes últimos de la vida y de la muerte, de la angustia y de la esperanza, de la felicidad y de la desgracia, del compromiso ético y del sentido de la historia. Igual que rechazar la fe obedece a que esa respuesta no convence, porque, o bien se piensa que no es posible decidirse, como hace el agnóstico, o bien, con el ateo, se estima que pesan más las razones contrarias.
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53. I.G. Barbour, en las obras citadas en notas anteriores, trata muy bien esta cuestión, estableciendo en este sentido detallados paralelos entre el conocimiento científico y el religioso.
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4.3. El problema de la existencia de Dios Las dos cuestiones que se refieren más directamente al polo objetivo cobran su actual relevancia a partir del profundo cambio que la ciencia moderna ha inducido en nuestra cosmovisión. Prescindiendo de detalles y teorías discutibles, lo fundamental para el presente propósito -pues, según todos los indicios, constituye una adquisición irreversible- puede tal vez sintetizarse en tres puntos decisivos: 1) la homogeneidad de todos los componentes del universo; 2) el modo abierto y evolutivo de su constitución; y 3) el carácter sistémico y autónomo de su legalidad intrínseca. Tengo la impresión de que es en su confluencia donde deben situarse hoy los problemas más candentes - o al menos algunos de ellos- en la relación ciencia-fe. Teniendo esto en cuenta, el presente apartado se ocupa del problema de la existencia de Dios, tratando de ver cómo se nos aparece hoy cuando es abordado desde la convergencia de las dos primeras características (la homogeneidad y la evolución). La importancia de la homogeneidad se comprende bien cuando se recuerda que -por causa de la autoridad indiscutible de Aristóteles y Tomás de Aquino- hasta el tiempo de Copérnico, Kepler y Galileo el mundo estaba dividido en dos secciones totalmente heterogéneas: la sublunar o terrena, sometida al cambio y a la corrupción, y la supralunar o celeste, perfecta, inmutable y sin posible tacha. (Acaso impresiona todavía más
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pensar que Schelling consideraba a los astros como «dioses bienaventurados»54, y que Hegel, tan reticente con la naturaleza, consideraba el mundo de las estrellas radicalmente heterogéneo con el sistema solar)55. Hoy, cuando los humanos han salido al espacio exterior y pisado la luna, nos resulta casi incomprensible que entonces, mucho más que el movimiento orbital de la tierra, escandalizase el hecho de que con su rústico telescopio Galileo mostrase montañas y valles en la superficie lunar, es decir, irregularidades que la hacían homogénea con nuestro planeta. Se cuenta de un cardenal que se negó a mirar, porque ya «sabía» que eso era imposible. Por otra parte, la importancia del carácter evolutivo no precisa ser subrayada: su evidencia ha cambiado de manera radical nuestro modo de mirar el mundo. Como bien ha subrayado Mircea Eliade, no sólo la historia humana, sino también el entero conjunto de la realidad cósmica ha abandonado definitivamente la circularidad eternamente repetitiva, siempre la misma, de la concepción heredada de la filosofía griega y de la religiosidad mítica. A pesar de las fulguraciones filosóficas de Nietzsche y de ciertos intentos de proyectar desde la física un universo estacionario, eterna y periódicamente pulsante, no parece que sea posible volver a la idea de un eterno retorno de lo mismo. La evolución muestra que la flecha del tiempo pauta la marcha del universo, igual que marca el crecimiento de nuestra vida y el caminar de nuestra historia. La confluencia de estas dos evidencias reviste una importancia decisiva. Un griego podía pensar todavía en la «eternidad» del mundo (o al menos de la «materia» primordial). Para el pensamiento actual no parece posible. La cosmología actual muestra que, en sentido estricto y para una consideración filosófica seria, la existencia del cosmos, a pesar de los ciclos inmensos de su desarrollo, está tan datada como la vida de un niño... y nos sitúa ante idéntica pregunta radical: ¿por qué ha aparecido el mundo?; ¿por qué existe, pudiendo no existir?
Como se ve, la pregunta perenne -¿por qué existe algo y no más bien nada?-, tan subrayada por Schelling, por Leibniz y últimamente por Heidegger, cobra una nueva figura que, de algún modo, ahonda su radicalidad. Respecto de la existencia de Dios, Hegel afirmó que existen muchas pruebas y que existe una sola56. Porque, en definitiva, todas remiten a la contingencia de la realidad empírica, a su no autoconsistencia última, pues es ese su carácter contingente y «caedizo» {zufallig) el que desde siempre ha llevado a que el pensamiento intuya o postule la presencia de un absoluto que la sustenta o, dicho con sus mismas palabras, a comprender que «la verdad de lo finito está en lo infinito»57. Pues bien, como es notorio, la marca decisiva de la filosofía moderna consiste en la intensa emergencia de la subjetividad, de manera que, si antes las pruebas de la existencia de Dios tenían un carácter «cosmológico», a partir de Kant han dado un decidido giro «antropológico». Es decir, si antes la contingencia se descubría ante todo en la observación del cosmos, hoy se descubre prioritariamente en la realidad humana: en el contraste entre su existencia fáctica y su fragilidad extrema, en la contradicción entre lo incondicional del deber o lo infinito de la aspiración y la inevitable precariedad de cualquier realización efectiva. Cabría pensar, pues, que esa contingencia era mero fruto de nuestra fragilidad o incluso de la pequenez del planeta tierra, pero que la inmensidad del universo sería capaz de sustentarla y explicarla. Hoy ya no parece (tan) posible. La nueva visión muestra que la inmensidad del mundo está hecha de la misma frágil materia que constituye nuestro cuerpo, y que, en última instancia, sus millonarias etapas cosmogónicas se cuentan, en definitiva, con un tiempo semejante al de los breves años de nuestra vida. De manera que el entero universo aparece hoy afectado por un interrogante idéntico al que asedia a nuestra frágil y precaria humanidad: ¿por qué existe, pudiendo no exis-
54. «Bruno», en F.W.J. Schellings Werke 3, ed. M. Schroter, p. 158. 55. Enciclopedia de las ciencias filosóficas, § 168 (en las notas de los alumnos; es una pena que R. Valls Plana haya optado por no traducirlas en su excelente edición, Madrid 1997) y Filosofía real, México 1984, p. 22 (con la iluminadora nota del traductor, J. M. Ripalda, en p. 264).
56. Lecciones sobre las pruebas de la existencia de Dios, Madrid 1970, pp. 92-102. 57. Passim. Cf., por ejemplo, Enciclopedia, § 193, pp. 204 y 386 (trad. R. Valls Plana, pp. 269-272, 278-279 y 438; de él tomo la sugerencia de traducir zufallig por «caedizo»).
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tir? O, dicho con otras palabras: si antes la gran pregunta metafísica era: «¿por qué existe algo y no más bien nada?», ahora cabe traducir: «¿por qué se produjo el big-bang y no permaneció más bien el eterno vacío de la nada?». Bien entendido, por supuesto, que esto no tiene absolutamente nada que ver con el intento de convertir la teoría física del big-bang en una prueba filosófica o teológica de la existencia de Dios58. Significa nada más, pero también nada menos, que esa teoría no sólo no anula la perenne experiencia de la contingencia, sino que permite contemplarla desde una nueva perspectiva, acaso más viva y profunda. Sigue siendo posible, y se da de hecho, una interpretación atea del big-bang; pero, por su parte, otros piensan -pensamos- que existen igualmente motivos para una interpretación teísta que nos resultan más convincentes. No se trata, pues, de incurrir en una colonización religiosa de la ciencia, buscando una deducción inmediata que extrapolaría ilegítimamente las posibilidades de una hipótesis científica. Pero hoy es posible ver en la nueva situación de la ciencia física un índice que, en su profundidad, refuerza - o puede reforzar- la experiencia radical del carácter contingente del mundo: la misma en la que la humanidad ha descubierto desde los comienzos de su historia la existencia de Dios59. Cabe, para terminar este punto, hacer una observación curiosa. Examinado a fondo, es como si el proceso histórico, en
esos corsi e ricorsi, o «alejamientos y acercamientos» que Ortega descubría para el problema de Dios60, se restableciese un nuevo equilibrio. Para los antiguos el carácter «divino» del mundo representaba una dificultad a la hora de captar su contingencia; pero estaba compensada por la presencia general e indiscutida de lo religioso, que lo hacía social y culturalmente evidente. Hoy el ambiente constituye la dificultad; en cambio, la ciencia muestra mejor el carácter contingente del mundo.
58. En efecto, igual que existe una cierta tendencia a un uso inmediato de esta teoría para atacar la religión, se da también una tendencia simétrica a un uso apologético: «Esta teoría fue muy bienvenida por las autoridades religiosas, porque algunos la interpretan como el descubrimiento del fíat divino. Ya en 1951, el papa Pió xn, en un discurso ante la Academia Pontificia de las Ciencias, expresa su confianza en que se trate de una confirmación del relato del Génesis. También Juan Pablo n se refirió a ella en términos parecidos en varias ocasiones. Algunos científicos creyentes la recibieron con alegría, como ilustra un retórico comentario del astrofísico norteamericano Robert Jastrow» (A. FERNÁNDEZ RANADA, Los científicos y Dios, op. cit., p. 143). 59. De fondo, es como si se restableciese un nuevo equilibrio. Para los antiguos el carácter «divino» del mundo era una dificultad para la captación de su contingencia; pero estaba compensada por la presencia general e indiscutida de lo religioso, que lo hacía social y culturalmente evidente. Hoy el ambiente constituye la dificultad; pero la ciencia muestra mejor el carácter contingente del mundo.
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4.4. La nueva concepción del ser y el actuar de Dios 4.4.1. Con todo, no me parece que resida ahí el punto de contacto más influyente entre ciencia y fe. Creo que se realiza más bien en el tercero de los puntos enunciados: el carácter sistémico y autónomo de las leyes que gobiernan el funcionamiento del mundo. En los capítulos anteriores queda señalado cómo el teólogo alemán Rudolf Bultmann, con su teoría de la «desmitologización», insistió con especial vigor -hasta el escándalo-en la importancia de este punto. Para la cultura antigua, y dentro de ella para el Nuevo Testamento y para la teología clásica, nuestro mundo era una especie de escenario continuamente trabajado por intervenciones extra-mundanas: benignas, las celestes; y malignas, las infernales. Ese esquema ha dominado durante siglos el imaginario teológico, condicionando de manera decisiva la interpretación de sus verdades fundamentales. Recordemos una vez más las palabras del mismo Bultmann: «no se puede usar la luz eléctrica y el aparato de radio, o emplear en la enfermedad los modernos medios clínicos y medicinales, y al mismo tiempo creer en el mundo de espíritus y milagros del Nuevo Testamento»61. Hoy ni siquiera los creyentes normales piensan espontáneamente en atribuir a Dios el rayo, o al demonio las enfermedades. Pero eso hace muy seria la dificultad de concebir la posibilidad de una 60. «Dios a la vista» (1926), en Obras Completas II, Madrid 19615. 61. «Neues Testament und Mythologie», en Kerygma undMythos (hrsg. von H.W. Bartsch), Hamburg 1948, p. 18; cf. «Zum Problem der Entmythologisierung», en Glauben und Verstehen IV, Tübingen 1967 pp. 128-137.
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acción real de Dios en el mundo, y no puede extrañar que un autor tan moderado como John Polkinghorne pueda afirmar que «durante los últimos años, ningún otro asunto ha despertado tanto interés como éste en los escritos de la comunidad de los estudiosos de las relaciones entre ciencia y religión»62. Lo difícil no es tanto reconocer la nueva visión científica del mundo como llevar a cabo la correspondiente reinterpretación teológica. Un primer intento fue el deísmo: Dios como el gran relojero o el genial arquitecto que, in illo tempore, creó el mundo como una máquina perfecta que ahora marcha por sí misma, mientras él permanece allá en el cielo sin ningún tipo de presencia activa. Una mentalidad que no deja de habitar aún ciertos estratos de la conciencia colectiva, pero que de ningún modo podía satisfacer a la conciencia religiosa de un Dios vivo y operante (ése fue el verdadero sentido de la protesta de Pascal contra el «Dios de los filósofos»). Sin embargo, la insatisfacción no llevó con toda consecuencia a una transformación radical. Ha habido cambio, pero se ha quedado a medio camino, originando lo que en alguna ocasión he llamado deísmo intervencionista: Dios en el cielo, atento al mundo, pero más bien pasivo y actuando sólo con intervenciones puntuales, de carácter más o menos milagroso, de ordinario movido, o bien por las peticiones y los sacrificios de sus fieles, o bien por la recomendación de los santos e intercesores. Un tipo de piedad enormemente extendido, puesto que empapa gran parte de las devociones y de la misma liturgia, y que incluso contamina profundamente la teología. Al revés que el deísmo puro, esta visión conserva grandes valores. Pero la teología debería reconocer con más decisión y claridad que tal visión hoy resulta insostenible, puesto que convierte la acción divina en un intervencionismo puntual que rebaja a Dios, convirtiéndolo en un eslabón más en la larga cadena de las causas mundanas. Lo muestra bien la reacción actual contra el «dios tapaagujeros», tan agudamente denunciado por Dietrich Bonhoeffer en sus cartas desde la prisión donde lo ahorcarían los nazis. Pero en la práctica siguen haciéndose rogativas para pedir la lluvia, se piden milagros para
curar una enfermedad o para canonizar a los santos, y, en general, se pretende continuamente mover a Dios con peticiones y ofrendas para que intervenga puntualmente, a fin de ayudar a los pobres, acabar con el hambre en el mundo o, lo que es más difícil, hacer justos y generosos a los gobernantes. Pero, si esto resulta inviable, tampoco aparece una salida fácil que eluda el dilema de obligar a la teología a escoger entre el «dios pasivo» del deísmo o el «dios intervencionista» de la piedad tradicional.
62. Op. cit., p. 12.
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4.4.2. Algunos intentan esa salida apoyándose en otra novedad científica, la promovida por la física cuántica y su principio de incertidumbre. Soy sobradamente consciente de pisar un terreno muy conflictivo y resbaladizo; pero, sea lo que sea de la discusión científica al respecto, me parece un camino totalmente equivocado buscar por ahí un camino con aplicación directa a la teología. Usar el indeterminismo para abrir, como quien dice, lugares neutrales donde situar la acción de Dios, significaría, en definitiva, volver a una nueva versión del «dios tapaagujeros»63. Por la misma razón, no me parece ése el mejor modo de asegurar un lugar para la libertad, pues ésta no es precisamente una propiedad de lo más bajo y elemental, sino una laboriosísima conquista de lo más alto y complejo en el milenario proceso de la evolución. Ni, menos aún, creo, con Jean Guitton y su «metarrealismo», que por ahí se toque casi con la mano la evidencia de lo Divino64. Eso no impide, claro está, constatar 63. Cf. R.J. RUSSELL - N. MURPHY - A.R. PEACOKE (eds.), Chaos and
Complexity: Scientific Perspectives on Divine Action, California 1995, que refleja el diálogo teológico-científico organizado por The Center for Theology and Natural Science de Berkeley y por el Observatorio Vaticano. Puede verse un apretado resumen de M. GARCÍA DONCEL («Caos, complejidad y acción divina»: Saber Leer 103 [1997], pp. 1011) comenta: «Ese rechazo de la intervención de Dios en el caos determinista domina entre los autores del libro» (p. 10). 64. A este equívoco apunta con equilibrio y acierto el trabajo conjunto, desde la teología y desde la ciencia, de V. PÉREZ PRIETO y J.M. GONZÁLEZ ORTEGA, «Deus e a ciencia: un debate sempre actual»: Encrucillada 88/18 (1994), pp. 217-241. Aprovecho para agradecer a los dos autores amigos los datos y la bibliografía que me han proporcionado, así como sus inteligentes observaciones.
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con satisfacción el saludable choque que la indeterminación ha supuesto en la ya descubierta homogeneidad de la naturaleza, conjurando el «demonio de Laplace»65, removiendo el determinismo cerrado de ciertas mentalidades y promoviendo una «nueva alianza»66 más abierta, flexible y receptiva para todo lo elevado y personal; también para lo religioso. Abrigo la convicción de que el verdadero camino pasa por un cambio más radical: el redescubrimiento del verdadero sentido de la contingencia y de la creación67. Justamente porque el mundo muestra hoy mejor que nunca su autonomía y consistencia, hace ver que la creación no es un «hacer» que se limite a transformar algo que ya existe. La creatio ex nihilo aparece ahora en toda su radicalidad como algo absolutamente distinto y aparte. Dios, precisamente porque «hace ser» el mundo, no es algo mundano; y su acción no se reduce a un mero impulso inicial que cesa una vez realizado y que, todo lo más, reaparece en intervenciones puntuales. Al contrario, su acción opera como creatio continua, como actividad perenne que sustenta sin cesar a la criatura y continuamente la promueve. En esta dirección se orientan la Filosofía y la Teología del Proceso, iniciadas por Whitehead y de gran vitalidad en el actual pensamiento anglo-sajón. Se trata de una visión panenteísta (del griego pan en zeó: todo en Dios), en la que la transcendencia divina no consiste en un apartamiento del mundo, sino en una presencia íntima, fundante y siempre activa, que lo
incluye todo en sí misma sin absorberlo ni dejarse absorber por ello. Una presencia no concurrente ni situada al mismo nivel, sino «ortogonal» a la realidad empírica, en expresión de Zubiri68: que no anula ni substituye, sino que hace ser y promueve, respetando la legalidad propia de cada criatura. En el mundo físico, sustentando sus procesos; en el humano, suscitando y apoyando la libertad. En este sentido, respecto del primero Whitehead pudo decir bellamente que Dios es «el poeta del mundo»69; y respecto del segundo, que es «el gran compañero, el que sufre con nosotros y nos comprende»70. Visión, a pesar de todo, más tradicional de lo que parece y que, por ejemplo, aparece magníficamente expresada en un pasaje tan clásico e influyente como la «contemplación para alcanzar amor» de Ignacio de Loyola:
65. Así lo explica él mismo: «...hemos de considerar el estado actual del universo como el efecto de su estado anterior y como la causa del que ha de seguirle. Una inteligencia que en un momento determinado conociera todas las fuerzas que animan la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente vasta como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto, y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos» (P.S. de LAPLACE, Ensayo filosófico sobre las probabilidades, Madrid 1985; citado por A. FERNÁNDEZ RANADA, LOS científicos y Dios, op. cit., p. 90).
66. Cf. I. PRIGOGINE - I. STENGERS, La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia, Madrid 1990. 67. Algo de esto intento en mi obra Recupera-la creación. Por unha relixión humanizadora, Vigo 1996 (trad. cast.: Recuperar la creación, Santander 19982).
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«El segundo [punto de consideración], mirar cómo Dios habita en las criaturas, en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sensando, en los hombres dando a entender; y así en mí dándome el ser, animando, sensando, y haciéndome entender»71. Lo que falta es hacerla significativa, válida y eficaz en el nuevo contexto. No puede, evidentemente, tratar de hacerse aquí, pero tal vez convenga insistir en que así se comprende mejor la insistencia de los capítulos anteriores en la necesidad de repensar y formular a fondo temas tan delicados como el de los milagros o el de la oración de petición. Bien sé que llevarlo a cabo está ya mucho más allá de lo que directamente puede decir el pensamiento científico. Pero, para una teología sensible a su tiempo y consciente de los nuevos desafíos, resulta posible hacer que en el humus fecundo de la experiencia religiosa, pensada con rigor y coherencia, puedan fructificar en esta dirección las incitaciones de la ciencia actual. 68. «Trascendencia y Física», en Gran Enciclopedia del Mundo (Durvan) 19 (1964), pp. 419-424, en p. 422. Ver también sus consideraciones en El problema teologal del hombre: Cristianismo, Madrid 1997 pp 149231. 69. Proceso y realidad, Buenos Aires 1956, pp. 464-465. 70. Ibid., p. 471. 71. Obras Completas de San Ignacio de Loyola, Madrid 1963, p. 244.
EPILOGO
Epílogo Somos «los últimos cristianos»... premodernos
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mando cuanto sea necesario transformar, resulta posible afrontarla. La transformación ha de realizarse necesariamente en dos frentes: el del pensamiento y el de la institución, el de la teología y el del gobierno eclesial. (No lo son todo, pues por debajo, en la raíz, están la experiencia y la vida; pero es claro que resultan indispensables). 1. Rigor intelectual: repensar la fe
¿Seremos en realidad los últimos cristianos? Que la pregunta se haga no debiera, en principio, asustar. La verdad es que se trata de una pregunta perenne: de un modo o de otro, siempre la humanidad, rota entre su ansia/presentimiento de felicidad plena y su concreta situación más o menos desgraciada, ha planteado algo parecido. Por eso todas las religiones hablan del estado de «caída» o afirman que vivimos en la última fase descendente de la historia, sea la del caliyuga hindú o la de los siete soles mesoamericanos... Lo que ya debe preocupar algo más no es ya que se haga en general, sino que se dirija ante todo al cristianismo y que, de alguna manera, esté viva en la conciencia general. Eso sí puede indicar -creo que indica- una situación grave, una cuestión urgente. Por eso es preciso afrontar la pregunta con sumo cuidado. Algo, desde luego, mucho más fácil de enunciar que de realizar. Lo muestra el planteamiento mismo de la revista que la hace1, la cual, modestamente, sólo solicita impresiones globales, intuiciones germinales. A eso únicamente aspiran estas líneas. La presuposición de fondo que las rige es la misma que anima todas las páginas de este libro: la conciencia de que la crisis nace del cambio radical producido por la entrada de la Modernidad. Sólo tomándolo en serio y, por tanto, transfor-
Roto con la entrada de la Modernidad el antiguo paradigma cultural -objetivista, ahistórico, pre-secular2-, del que eran inevitablemente solidarias tanto la expresión como la institucionalización de la fe, el cristianismo necesita retraducirse en el nuevo marco. Retraducirse no es «venderse» a la moda ni «abdicar» del propio ser; todo lo contrario: significa ejercer el primer derecho y el fundamental deber de toda vida, que es conservarse mediante la transformación en el tiempo y (en el caso de la vida humana) mediante la creación de nueva historia. Lo otro -agarrarse a las formas del pasado- parece continuidad, pero significa momificación; parece asegurar la vida, pero equivale a venderse a la muerte. Ya nos lo han avisado desde el comienzo: «Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25). Por eso hay que tener sumo cuidado con los viejos hábitos, que se nos cuelan como presupuestos inconscientes, como creencias incontroladas que, en medio del esfuerzo renovador, arrastran tras de sí una constelación de ideas, supuestos y connotaciones que lo están viciando de raíz. Nada mejor que un ejemplo, tomado precisamente del artículo de J.-M.-R. Tillard que los editores de la revista han dado como referencia.
2. 1.
Estas reflexiones responden, en efecto, a una pregunta de la revista Qüestions de Vida Cristiana, n. 190 (1998). Allí (pp. 22-28), junto con otras respuestas, puede verse, en catalán, el texto base de estas reflexiones.
Entre las innumerables descripciones y diagnósticos, ver el reciente y excelente de M. CORBÍ, «LOS rasgos de una religiosidad viable en la nuevas condiciones culturales de las sociedades industriales», en la obra colectiva de «Cristianisme i Justicia», Religiones de la tierra y sacralidad del pobre. Aportación al diálogo interreligioso, Santander 1998, pp. 65-100.
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EPILOGO
Se abre con una cita de Yissek Rackover, que, dirigiéndose a Dios en los duros tiempos del nazismo, le dice entre otras cosas: «¡Tú lo has hecho todo para que yo no crea en ti! Pero yo muero exactamente como he vivido: en una fe inquebrantable en ti»; «es el tiempo en que el Todopoderoso aparta su rostro de aquellos que le imploran». Tillard no sólo repite la cita a lo largo del texto, sino que se la apropia como cierre final de su, por otra parte, lúcida y excelente reflexión: «Creeré siempre en ti, a pesar de ti»3. ¡Pues no! Respetemos los sentimientos que subyacen a la expresión, admiremos el coraje subjetivo de esa fe, pero reconozcamos con franqueza que teo-lógicamente es un disparate y que religiosamente roza la blasfemia. Si eso fuera cierto, una persona sensata y decente no podría creer. Un dios que «aparte el rostro» y no se compadezca, cuando todo el mundo se estremece hasta el horror, no merece ser creído; un dios que «haga» tanto mal (recuérdese: «tú has lo hecho todo para que yo no crea en ti») o que no lo evite -si, como se supone, eso fuese posibleno merece ser adorado. Nada hay más peligroso -Hegel lo dijo enérgicamente en el prólogo a su Fenomenología- que un discurso edificante fuera de su sitio. Se ahorra el trabajo del concepto para refugiarse en el sentimiento o en la retórica. Se repiten frases teológicas que parecen bonitas, que tuvieron su sentido o al menos resultaban asimilables en otro contexto, y que incluso pueden buscar apoyos en una lectura fundamentalista de la Escritura, pero que hoy, para una conciencia salida irreversiblemente del ambiente de cristiandad, son recursos suicidas y constituyen una siembra de inevitable ateísmo. He aludido a un problema muy concreto: al problema del mal. Un problema que se ha agudizado al extremo en el contexto moderno, hasta convertirse para muchos en la «roca del ateísmo», como dijera G. Büchner. A pesar de eso, en vez de transformar radicalmente su afrontamiento, se sigue interpretando con las categorías de una cosmovisión sacral y «mitoló-
gica», donde lo divino lo envolvía y lo traspasaba todo, interfiriendo continuamente las leyes del cosmos y las dinámicas de la libertad. Entonces era inevitable pensar así; pero podían asimilar el escándalo de ese dios que mandaba o permitía el mal, porque la cultura ni cuestionaba la realidad de lo Divino ni había colocado en su centro la afirmación de la autonomía y legalidad de lo creado. Hoy, recurrir al «misterio» para encubrir la contradicción de un «dios» que, siendo posible, no quiere ni puede eliminar el mal, es meter la cabeza debajo del ala y dar razón de antemano al alegato ateo. No acaba de comprenderse -repitámoslo por enésima y, en este libro, última vez- que sólo mediante una transformación de las categorías que tome en serio la nueva y -en este puntoirreversible cosmovisión secular, cabe afrontar el problema. Un Dios que mira con infinito respeto la autonomía de sus criaturas y cuya acción consiste en afirmarlas con un amor incondicional, no «vuelve su rostro» ante el dolor ni cae en la monstruosidad de enviarlo, «haciéndolo todo para que no creamos». Todo lo contrario: lucha a nuestro lado contra él y nos sostiene con la esperanza de que, rotos los límites de la historia, acabará por vencerlo, rescatando a todas las víctimas. Algo que, por lo demás, brota con fuerza de una lectura actualizada y no fundamentalista de la cruz y la resurrección de Jesús. Pero ése es sólo un símbolo de tantos problemas que siguen la misma pauta. Y no sólo problemas laterales o secundarios, sino problemas fundamentales que afectan a la revelación, a la cristología, a los novísimos y a la oración, al pecado y a las relaciones entre religión y moral... (Piénsese sólo en la revelación como un «dictado» hecho sólo a unos pocos; o en el infierno como «castigo» eterno; o en la oración como petición continua a alguien que no acaba de «escuchar» ni de «tener piedad»). O las verdades profundas que ahí están latiendo se piensan y expresan de manera que resulten inteligibles y vivenciables en la nueva situación cultural, o irán pasando inevitablemente al baúl de los recuerdos, buenos sólo para la nostalgia de los abuelos y para escarnio de los nietos. Desde fuera, muchos ya lo creen así, confundiendo la forma con la sustancia; y desde dentro, sobran los que se empeñan en confirmarlos en su apre-
3.
Recuérdese que también J.P. JOSSUA recurría a este mismo ejemplo: cf. supra, cap. 1, nota 61.
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EPÍLOGO
ciación. Que un clima doctrinal de corte restauracionista y aun mucha teología, sólo dispuesta a actualizarse a medias, sigan resistiéndose a este re-pensamiento, resulta difícilmente comprensible.
Que el cambio no acabe de realizarse, convierte a la Iglesia en una institución anacrónica, inasimilable para (lo mejor de) la nueva sensibilidad democrática, tan lenta y duramente conquistada. Y no sólo la hace «increíble» hacia fuera, sino que está creando gravísimos problemas hacia dentro. Lo primero, porque en un mundo en cambio, íntimamente trabajado por una cultura de la innovación, una Iglesia no democratizada resulta incapaz de renovarse a fondo y, por tanto, de actualizar una experiencia y un mensaje que no es nada si no aparece como manifestación del Dios vivo: «una Iglesia que no sirve, no sirve para nada», han titulado bien la traducción española de un valiente libro escrito por un obispo4. Lo segundo, porque impide la normal expansión de la vida eclesial. Señalo dos puntos. En primer lugar, la «demonización de la crítica». En un sistema teocráticamente autoritario, el necesario elemento profético -y, por tanto, crítico- de toda religión que quiera permanecer viva, aparece necesariamente como desobediencia o ataque. El compromiso auténtico, que nunca ha sido ni repetición muerta del pasado ni mera sumisión a lo constituido -piénsese en Jesús de Nazaret: el Gran Inquisidor de Dostoievski lo comprendió muy bien-, se interpreta como rebeldía y amenaza. Con una consecuencia agravante: la crítica silenciada dentro, donde era fuerza transformadora movida por un amor realista, emigra afuera, donde se convierte en ataque airado y descrédito para la fe. Sobran ejemplos dolorosos en estos críticos tiempos de crisis. En segundo lugar, la monotonización y empobrecimiento de la vida en una Iglesia sometida a una «hipoteca jerárquica» que absorbe todas las funciones. En el siglo xix, Newman -el sensible, el fino, el escarmentado Newman- dijo que «una Iglesia sin seglares parecería tonta»5. Más lo parecerá todavía si se va manteniendo como una Iglesia sin mujeres plenamente reconocidas y sin teólogos que se expresen libremente y ejerzan con eficacia su labor específica e insustituible de hacer
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2. Coraje para el cambio: renovar la institución No se trata, naturalmente, sólo de ideas. Una religión incluye la integridad de la vida y cristaliza por fuerza en instituciones, que, también ellas, se configuran con los recursos que ofrece la cultura de cada tiempo. El cristianismo, con una historia bimilenaria, aparece cubierto con los sólidos ropajes de una rígida institucionalización. Herencia religiosa judía, mentalidad política romano-helenística, estilo feudal del medioevo y aun influjo absolutista del Ancien Régime: todo ha dejado su huella. Lo cual era de algún modo inevitable; y resulta comprensible, en cualquier caso. Pero, por lo mismo, precisa revisión. En realidad, se trata de la misma estructura de fondo de lo anterior, sólo que ahora aplicada a la secularización del poder. La frase de san Pablo, «todo poder viene de Dios» (Rm 13,1) -¡referida inmediatamente a las autoridades civiles!- logró «secularizarse» para el poder político, desencadenando un proceso de democratización: viene de Dios, pero a través del pueblo. Suárez, el gran y olvidado Suárez, supo hacerlo valer con energía frente a las pretensiones de Enrique vm de Inglaterra. Pero no se logró lo mismo para el religioso, a pesar de que para ello el cristianismo contaba con la advertencia expresa del Fundador: «...pero entre vosotros no puede ser así, ni mucho menos; quien quiera ser importante, que sirva a los otros» (Me 10,43; cf. Me 10,42-45; Mt 20,25-28; Le 22,25-27). Resulta claro que, también aquí, nada se opone a mantener que la autoridad en la Iglesia viene de Dios, pero a través de la comunidad: en el fondo, el cambio está ya implicado en la concepción eclesiológica del Vaticano n, con la comunidad -agraciada por Dios- en la base de todo, y las demás instancias como funciones dentro de ella.
4. 5.
J. GAILLOT, Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada, Santander 1990. M. TREVOR, John H. Newman. Crónica de un amor a la verdad, Salamanca 1989, p. 205.
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EPÍLOGO
avanzar el intellectus fidei, es decir, la comprensión abierta y actualizada de la experiencia creyente. Si a esto se suma que los cargos jerárquicos son vitalicios y no electivos, resulta muy difícil sustraerse a la impresión de que la barca de Pedro se ha convertido en una pesada barcaza, apenas capaz de moverse en el río de la historia. Y, desde luego, sólo así se comprende el estilo de ciertas manifestaciones oficiales que desconciertan a propios y a extraños: vienen de lugares que han perdido el contacto efectivo e inmediato con la vida real. Es acaso lo que la mayoría de las veces produce la impresión de una institución que está cegando su propio futuro. Las expresiones son duras, pero están hechas desde dentro: desde la incómoda responsabilidad de quien no quiere reprimir lo que cree su necesaria - e incluso tal vez equivocada, ¡ojalá!aportación a la misión común. Y, desde luego, en modo alguno pretenden -¿con qué derecho, por lo demás?- convertirse en juicio sobre intenciones subjetivas, ni menos aún implican que todo en el gobierno eclesial funcione así; se trata de dinamismos «objetivos», que funcionan estructuralmente y acaban imponiendo un estilo.
do y realista. Lucas se atrevió a la pregunta radical: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Le 18,8). Pero sí es posible la esperanza concreta, la espera activa y confiada e incluso el realismo histórico.
3. A pesar de todo, la esperanza Por fortuna, y «gracias a Dios», eso no es todo. La situación resulta muy dura, ciertamente, y muestra el fracaso de la reacción que, de modo global, ha prevalecido: ante la crisis, volverse al pasado y cerrarse hacia dentro, hacia el cultivo del «pequeño rebaño». Pero la Iglesia es mucho más, y hay en ella un rico pluralismo de vida y de iniciativas. La misma crisis, con sus fallos, tiene también efectos positivos. Sobre todo, uno: va imponiendo en la conciencia general la verdadera diferencia teológica. Sólo Dios es Dios, y todo lo demás, la Iglesia incluida, es únicamente signo -«sacramento»- que remite a El, sola y exclusivamente a El. Ni la Iglesia es el Reino ni la jerarquía es la Iglesia, aunque todo tenga su función irrenunciable. No caben esperanzas abstractas, de fácil sobre-naturalismo, diciendo que Dios ya lo arreglará, que Él no puede dejar que la Iglesia fracase. En eso el Nuevo Testamento fue más arriesga-
Porque, históricamente, no estamos ante un caso único. Resulta difícil calibrar si en el pasado ha habido alguna crisis de mayor gravedad objetiva. De lo que no cabe duda es de que una sensación parecida se ha dado muchas veces. Y, además, han sobrado pronósticos de un «inminente» fin del cristianismo, que afortunadamente nunca ha llegado. El Vaticano n, cuyo amortiguamiento en los últimos tiempos ha provocado grave desánimo en no pocos, constituye, a pesar de todo, un signo positivo. Muestra, en efecto, cómo la Iglesia conserva su capacidad de reacción incluso en situaciones que, incluso vistas desde hoy, parecían hacerla improbable, si no imposible. Y, sobre todo, siguen y seguirán siempre ahí las dos raíces de donde brota perenne -«aunque sea de noche»- la fuente de la experiencia religiosa. Antropológicamente, como bien dice Tillard, «habrá siempre corazones humanos en busca de sentido», abiertos a la gran pregunta kantiana: «¿qué me es dado esperar?» Y, por encima de todo, teológicamente «sabemos» que Dios está siempre ahí, gritando -en expresión magnífica de san Juan de la Cruz- «con las mil voces» de su amor, haciéndose sentir en lo profundo y atrayendo siempre hacia sí el corazón de la humanidad. En la medida en que nuestra experiencia religiosa ha logrado descubrir que esa Presencia es la realidad que nos sustenta y promueve, tiene derecho a abrigar la convicción de que, de un modo o de otro, seguirá manifestándose en la historia, suscitando nuevas formas de religión o promoviendo la renovación y el diálogo entre las existentes. Y en la medida en que nuestra experiencia cristiana vivencie que en Jesús de Nazaret se nos ha manifestado una articulación de esa Presencia que colma nuestras expectativas, hasta el punto de estar dispuestos a venderlo todo por vivirla, cultivarla y comunicarla, estaremos seguros de que seguirá rebrotando en la comunidad, rompiendo rutinas, promoviendo novedad, abriendo hacia un universalismo siempre renovado.
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FIN DEL CRISTIANISMO PREMODERNO
Sucedió al principio, y no tiene por qué no suceder ahora. Una esperanza realista no tomará estas convicciones como almohada donde reposar perezosamente la cabeza. Pero sí está plenamente legitimada para apoyarse en ellas y confiar en el futuro. Un futuro que ha aprendido humildad de la propia historia y que, desde luego, ya no podrá ser exclusivista, sino saberse incluido en el diálogo con las otras búsquedas -con las otras religiones y aun con los otros esfuerzos culturales-, sabiendo que acoger sus aportaciones, sus críticas y sus desafíos no aparta de la propia esencia, sino que la enriquece, al tiempo que ella enriquece a los demás. Desde la humilde experiencia de la propia fe y del honesto reconocimiento de los fallos de la propia Iglesia, también un cristiano actual puede decir confiado: «creeré siempre en Ti». Pero sin caer jamás en la peligrosa retórica del «a pesar de Ti»; sino, por el contrario, proclamando de nuevo la humanísima y realista seguridad: «gracias a Ti, espero creer siempre en Ti».