André Green - La Diacronía en Psicoanálisis

April 14, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
Share Embed Donate


Short Description

Download André Green - La Diacronía en Psicoanálisis...

Description

La diacronía en psicoanálisis André Green

Amorrortu editores

Biblioteca de psicología y psicoanálisis Directores: Jorge Colapinto y David Maldavsky La diachronie en psyckanalyse, André Green © Les Editions de Minuit, París, 2000 Traducción, Horacio Pons

Industria argentina. Made in Argentina ISBN 950-518-099-3 ISBN 2-7073-1706-3, París, edición original

150.195 Green, André GRE La diacronía en psicoanálisis.- la ed.- Buenos Aires : Amorrortu, 2002. 304 p. ; 23x14 cm.- (Biblioteca de psicología y psicoanálisis) Traducción de: Horacio Pons

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provincia de Buenos Aires, en junio de 2002. Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.

A aquellos que, con el paso del tiempo, se vieron obligados a aceptar que no estuviera junto a ellos mientras escribía estos trabajos*

* Debo un infinito reconocimiento a Litza Guttieres-Green por la ayuda que me brindó en la puesta a punto definitiva del manuscrito. Agradezco igualmente a Philippe Kocher, así como a C. Bécant, M. C. Pridun y C. Nyssen.

En la noche, en tu mano brilló como luciérnaga mi reloj. Oí su cuerda: como un susurro seco salía de tu mano invisible. Tu mano entonces volvió a mi pecho oscuro a recoger mi sueño y su latido, El reloj siguió cortando el tiempo con su pequeña sierra. Como en un bosque caen fragmentos de madera, mínimas gotas, trozos de ramajes o nidos, sin que cambie el silencio, sin que la fresca oscuridad termine,] así siguió el reloj cortando desde tu mano invisible, tiempo, tiempo, y cayeron minutos como hojas, fibras de tiempo roto, pequeñas plumas negras.

Yo puse mi brazo bajo tu cuello invisible, bajo su peso tibio, y en mi mano cayó el tiempo, entonces cayó el sueño desde el reloj y desde tus dos manos dormidas, cayó como agua oscura de los bosques, del reloj a tu cuerpo, de ti hacia los países agua oscura, tiempo que cae y corre adentro de nosotros. Y así fue aquella noche, sombra y espacio, tierra y tiempo, algo que corre y cae y pasa. Te oigo y respiras, amor mío, dormimos.

Pablo Neruda, «Oda a un reloj en la noche», en Odas elementales, Barcelo­ na: Bruguera, 1980, págs. 223-5.*

El autor cita la traducción francesa de Jean-Fran^ois Reille. (N. del T.)

1. La diacronía en psicoanálisis ( 1967)

Entre las orientaciones teóricas reconocidas en lo que se denomina estructuralismo, el psicoanálisis —sería más jus­ to hablar de cierta tendencia del psicoanálisis, la de Lacan— se cita con bastante frecuencia. Esta asimilación ge­ nera confusiones; por otra parte, el mismo Lacan la recha­ za. El psicoanálisis no puede suscribir la reducción de su originalidad en la búsqueda de un denominador común con otras disciplinas. La teoría estructural de Jacques Lacan, a fin de cuentas, sólo cobra sentido dentro del movimiento psicoanalítico, como, por lo demás, debe suceder en cada una de las disciplinas que presenciaron el surgimiento de una corriente estructural. Lo cual quiere decir que la con­ cepción estructural psicoanalítica, en la medida en que su referencia principal sigue siendo el pensamiento freudiano, no puede concordar con el pensamiento estructuralista sino dentro de límites estrechos. A nuestro parecer, uno de los lí­ mites de ese acuerdo se sitúa frente al problema de la his­ toria.1 1 En un trabajo precedente («La psychanalyse devant l’opposition de l'histoire et de la structure», Critique, n° 194, julio de 1963), habíamos co­ menzado a abordar la oposición de la historia y la estructura a partir del debate abierto entre Lévi-Strauss y Sartre sobre la diacronía en sus relaciones con la estructura. Habíamos encontrado en el campo psicoana­ lítico corrientes de inspiración correspondientes (el llamado psicoanálisis genético versus el psicoanálisis estructural) que reproducían el mismo de­ bate. Nuestra opinión, que veía en ello una ilustración de las cuestiones fundamentales del movimiento contemporáneo de las ideas, parece haber sido confirmada por la gran cantidad de estudios que se le dedicaron y las tomas de posición de los principales protagonistas (cf. «J.-P. Sartre répond», L’A rc, n° 30: «Una tendencia dominante [de la actitud de la joven generaciónl, al menos, ya que el fenómeno no es general, es el rechazo de la historia (. . .) Pero el estructuralismo tal como lo concibe y practica LéviStrauss contribuyó en mucho al descrédito actual de la historia, en la me­ dida en que sólo se aplica a sistemas ya constituidos, por ejemplo los mi­ tos»), Los diferentes estudios que continuaron con el examen de la cuestión

Sartre vincula la noción de descentramiento del sujeto al descrédito de la historia.2Ahora bien, si la noción de descen­ tramiento no hace sino encubrir una reformulación del pen­ samiento de Freud, no puede sostenerse, sin caer en la pasiguieron distintas orientaciones. Ya fuera que los autores contribuyeran a pensar la contradicción historia-estructura en los términos de los sistemas teóricos de Sartre y Lévi-Strauss (cf. Verstraetten, Les Temps Modernes, n" 206-207, julio-agosto de 1963, y Jean Pouillon, L’A rc, n" 26), fuera que la trataran más o menos explícitamente en el marco de un reexamen de la interpretación de Marx y el marxismo (cf. Louis Althusser, PourMarx, y la crítica de N. Poulantzas, Les Temps Modernes, n° 240), e incluso en el de la hermenéutica religiosa con respecto al mito (cf. Paul Ricoeur, Esprit, nueva serie, n" 11, y la respuesta del malogrado L. Sebag, «Le mythe, code et message», Les Temps Modernes, n° 226, marzo de 1965); o bien, para ter­ minar, que en el contexto de una obra sobre la arqueología de las ciencias humanas (Michel Foucault, Las palabras y las cosas) fuera objeto de una elaboración. Esta dispersión da testimonio de la generalidad del proble­ ma, pero es más aparente que real. ¿Acaso su eje no sigue siendo el punto de vista socioantropológico? Por otra parte, si la lingüística fue y aún es uno de los polos esenciales de la discusión, es porque se la toma como ciencia social (Greimas, «La lingüística, ciencia social si las hay..,»). De la misma manera, el concepto de historia sigue ligado a su expresión colecti­ va: historia de las sociedades, de los modos de comunicación, de las ideas. El reciente artículo de Greimas, «Structure et histoire», Les Temps Moder­ nes, n° 246, noviembre de 1966, si bien tiene el interés de abordar el pro­ blema frontalmente, muestra con claridad que la confrontación sigue estando limitada a historiadores, sociólogos y lingüistas. Todo sucede co­ mo si el impacto de la oposición estructura-historia no incumbiera al suje­ to, a quien en ocasiones, sin duda, es forzoso hacer alusión (en la forma de sujeto «translingüístico», pág. 825 del artículo recién citado de Greimas). El mérito de este último trabajo consiste en no encerrar ya el problema en una oposición irreductible. Es indudable que se deja a los psicoanalistas la tarea de tratar este aspecto de la cuestión, en la que ocupan una posición de privilegio. Sin embargo, los psicoanalistas no muestran mucha propen­ sión a participar en el debate. Una reunión reciente (Congrés des psychanalystes de langues romanes, 1964, Revue Franqaise de Psychanalyse XXX, n° 5-6, 1966), consagrada al examen del psicoanálisis genético, per­ mitió tomar conciencia de la complejidad del concepto de historia en Freud y de las divergencias que hoy suscita su interpretación. Nos parece imposi­ ble resumir estas discusiones. Remitimos a los informes presentados por R. Loewenstein y E. y J. Kestemberg. Señalemos una fuente posible de confusión en el texto de estos últimos autores: ellos llaman estructuralistas a los psicoanalistas que reivindican las concepciones de Hartmann, que no tienen nada que ver con el estructuralismo antropológico o lingüís­ tico. 2 «La desaparición o, como dice Lacan, el “descentramiento” del sujeto, está ligada al descrédito de la historia» (L’A rc, n° 30, pág. 91).

radoja, que desacredita la noción de historia. En la medida en que modifica y renueva el modelo de la diacronía, Freud supera la concepción tradicional que asocia el desarrollo histórico individual3 a una actividad de superación gober­ nada por la voluntad de un sujeto lúcido, libre en sus elec­ ciones y consciente de su volición: sujeto sin verdadera opa­ cidad, recorrido por contradicciones que, al fin y al cabo, siempre se resuelven.4 Así como no se reconocen en la ima­ gen de un archi-historicismo integral, los psicoanalistas tampoco se reconocen en la de cierto historicismo clásico. Podríamos creer que el esfuerzo de algunas interpretacio­ nes del estructuralismo5 por superar la dicotomía entre es­ tructura e historia ayudaría al acercamiento con el psico­ análisis, porque ya sostuvimos que veíamos en él el campo privilegiado en que esa superación se cumplió efectiva­ mente, tanto en la praxis como en la teoría psicoanalíticas. Todavía estamos lejos de esa aproximación eventual a lo que constituye la especificidad de la posición psicoanalítica sobre la significación que asigna a esos dos términos. 3 Y, hasta cierto punto, colectivo (cf. Sigmund Freud, Tótem et tabou, tra­ ducción de Marieléne Weber, París: Gallimard, 1993 [Tótem y tabú, en Obras completas, Buenos Aires: Amorrortu editores (en adelante AEí, 24 vols., 1979-85, vol. 13, 1980], y L’H omme Mo'ise et la religión monothéiste, traducción de Cornélius Heim, París: Gallimard, 1986 [Moisésy la religión monoteísta, en AE, vol. 23, 1980]). 4 No hacemos sino asistir aquí a la reaparición del argumento —que, sin embargo, parecía haber tenido ya su cuarto de hora— según el cual, como el psicoanálisis extrae su material de la observación de la neurosis, lo que deduce de ella sólo tiene significación en el marco de la patología. El neurótico no tiene historia. El hombre normal sí la tiene. El psicoanálisis, por lo tanto, no podría decirnos nada sobre la historia, por lo cual no es sor­ prendente encontrarlo entre los integrantes de ese movimiento estructuralista. Como si la contribución del psicoanálisis se redujera a su interpre­ tación de la enfermedad y no apuntara al conjunto de la actividad psíquica humana. El sueño, el lapsus, el acto fallido, el fantasma, ¿son patrimonio del neurótico? No hablemos del complejo de Edipo, pues Sartre cree ha­ berse librado afortunadamente de él (Las palabras). Véase André Green, «Des mouches aux mots», en La déliaison, París: Les Belles Lettres, 1992, y Hachette, 1998 ¡nota de 19991. 5 Greimas («Structure et histoire», art. cit.>: tal vez no sea una casuali­ dad que este autor se sienta interpelado por el problema, visto el impor­ tante papel que reserva al psicoanálisis en su semántica estructural, sobre todo en el capítulo sobre los modelos actanciales. Sin embargo, Greimas desea -superar» —argumento sempiterno— el psicoanálisis freudiano.

Por todas estas razones y otras, inherentes a las discu­ siones teóricas que se desarrollan en el seno del psicoanáli­ sis y constituyen el objeto de divergencias profundas o ma­ lentendidos persistentes sobre el tema de la historia y la lla­ mada perspectiva genética, nos parece necesario volver al concepto de diacronía en Freud.

Los elementos de la concepción freudiana de la diacronía En nuestro trabajo anterior, oponíamos dos tendencias del psicoanálisis: una que valoraba la historia en desmedro de la estructura, por la importancia excesiva que atribuía a la noción de desarrollo y, correlativamente, a las de fijación y regresión; la otra, que privilegiaba sobre todo la sincronía mediante una referencia dominante al discurso y el lengua­ je, que se imponían así al punto de vista histórico. A nuestro entender, el origen de la oposición reside en el hecho de que la noción de historia estaba representada, demasiado exclu­ sivamente, por la teoría del desarrollo de la libido. La suce­ sión de los estadios oral, anal, fálico y genital, interpretada en una versión simplificada y de fácil manejo, podía suscitar la impresión de defender una maduración biológica prede­ terminada. Además, la escala de las fijaciones y regresiones podía sugerir sin confesarlo otra escala, la de los valores cu­ yo heraldo sería el psicoanalista, encargado de hacer llegar a su paciente al nivel «normal» del estadio genital. Esta normatividad implícita era tanto menos justificada cuanto que a priori nada indica que el analista mismo haya alcanzado esa cima de la evolución. No es lícito, sin embargo, hacer po­ co caso de la teoría del desarrollo de la libido y excluirla de un modelo freudiano de la diacronía.6 El error consistió en identificar totalmente historia y desarrollo de la libido. Por eso nos empeñamos en oponerle la idea de escansión (La­ can), originada en la compulsión de repetición que Freud asigna al funcionamiento de la pulsión. Eros es el fruto de 6 Véase Bernard Brusset, Le développement libidinal, París: PUF, «Que sais-je?», 1992. |El desarrollo libidinal, Buenos Aires: Amorrortu editores, 1994.)

una conquista arrancada a la pulsión de muerte, que tiende a abolir toda tensión mediante un retomo al silencio defini­ tivo. Todo el ruido de la vida procede de Eros, dice Freud. Pe­ ro esta conquista se paga: vuelve a encontrar, dentro de las pulsiones de vida, una tendencia a la conservación, una re­ sistencia al cambio, al progreso, en el seno mismo de la evo­ lución. Sin lo cual la regresión no hallaría una explicación a su movimiento arrebatador, ni la fijación a su poder de fas­ cinación. Coincidentementé, nos era preciso señalar la dis­ tinción entre una progresión que va de suyo, impulsada por su propio movimiento, y una sucesión de figuras que sólo re­ sultan inteligibles en el marco de una concepción del sujeto en la que este nunca ocupa el centro de una organización psíquica, sino que es constantemente desalojado del lugar que inviste, solicitado hacia esa otra parte en la que su divi­ sión lo llama, lo capta, le hace sufrir los espejismos del de­ seo. Ese sujeto, por lo tanto, es —lo hemos dicho— sujeto barrado, sujeto de la esquizia, sujeto de la Entzweiung, suje­ to, para decirlo de una vez, del inconsciente. Ahora bien, el inconsciente, dice Freud, es intemporal. Esta noción de intemporalidad se cuenta entre las que sus­ citaron menos comentarios. Es indudable que, a primera vista, Freud quiere destacar la indestructibilidad del deseo, su invulnerabilidad ante la prueba del tiempo, su constan­ cia pese a la experiencia ulterior. El inconsciente no extrae nada de las lecciones de la vida, perdura dentro de la orga­ nización significante del deseo. Pero esa permanencia, esa perennidad del deseo, no se sostiene simplemente en la con­ tinuidad. Para estar presente de manera oscura, para orga­ nizar en su trama toda la experiencia consciente —lo que las racionalizaciones procurarán justificar en abundan­ cia—, surge en dos momentos privilegiados. El primero marcará la fase del complejo de Edipo del niño; el segundo, la fase genital del período puberal, que inaugura las elec­ ciones de objetos del adulto. Este carácter bifásico de la evo­ lución libidinal será un modo fundamental de la vida se­ xual. Sólo la investigación del inconsciente permitirá poner de manifiesto las correspondencias, más allá de las dataciones cronológicas. Entre esas dos fases de la organización se­ xual reina la represión que borra, más o menos completa­ mente, las huellas de la primera organización edípica que relega al olvido el tiempo de los primeros amores.

Quien dice olvido dice memoria —justamente por lo que no se olvida nunca—, sistema de retención de las huellas mnémicas, que Freud opone irreductiblemente al sistema perceptivo que registra sin conservar nada. Así, desde las cartas a Fliess (carta 52 )7 afirmará que percepción y memo­ ria se excluyen. En el momento de la modificación represen­ tada por la introducción de la segunda tópica, que sustituye los anteriores sistemas del consciente, el preconsciente y el inconsciente por las instancias del yo, el ello y el superyó,8 reconocerá las relaciones entre la parte consciente del yo y el sistema percepción-conciencia. Para Freud, la percepción implica una descarga, un agotamiento, una actualización que a su entender prohíben la retención, la elaboración, la transformación y la combinación con los elementos idénti­ cos o diferentes de lo reprimido prisionero de la represión, custodio de un pasado viviente y nunca perimido. No se ha señalado lo suficiente que la modificación teó­ rica de la segunda tópica imponía, en pro de la coherencia del conjunto, que se adoptara la hipótesis de la pulsión de muerte, que tantos analistas continúan impugnando,9 y también la de las huellas mnémicas hereditarias, es decir, la hipótesis de la filogénesis, igualmente rechazada por los analistas so pretexto de que los genetistas —me refiero aho­ ra a los genetistas biológicos y no a los psicólogos que se re­ miten a la psicología genética del desarrollo— refutan la transmisión de los caracteres adquiridos. Así, la teoría del desarrollo de la libido y los puntos de vista de la regresión y la fijación que implica, la compulsión de repetición con sus fenómenos de escansión, la intemporalidad del inconsciente que subraya la permanencia del de­ seo, la evolución bifásica de la sexualidad que, en la progre­ sión del individuo, hace de las elecciones del adulto otros tantos retornos, sin que él lo sepa, a las elecciones de objeto 7 Carta del 6 de diciembre de 1896, en La naissance de la psychanalyse, traducción de Anne Berman, París: PUF, 1956. [«Carta n° 52», Fragmentos de la correspondencia con Fliess, en AE, vol. 1, 1982.] 8 S. Freud, «Le Moi et le (Ja», en Essais de psychanalyse, «Petite Bibliothéque Payot», nueva traducción, 1981. [El yo y el ello, en AE, vol. 19, 1979.] 9 Aunque muy recientemente ciertos descubrimientos (apoptosis) abo­ gan en favor del suicidio celular. Véase Jean-Claude Ameisen, «Le suicide cellulaire ou la mort créatrice», en La sculpture du vivant, París: Seuil, 1999 Inota de 1999],

de la infancia luego del silencio de la represión, la oposición entre percepción y memoria y su enlace, una al sistema consciente, la otra al sistema inconsciente y, por último, la hipótesis de las huellas mnémicas hereditarias, constituyen los diferentes elementos que deberán tenerse en cuenta pa­ ra establecer un modelo freudiano de la diacronía.

El complejo de Edipo: estructura e historia La pregunta que la Esfinge le hace a Edipo, no sólo enig­ ma sino cuestión de vida o muerte, tiene una virtud para­ digmática. El hecho de haber comprendido que es el hombre quien camina en cuatro patas en su infancia, sobre sus dos piernas en la adultez y sobre tres en el ocaso de su existen­ cia, nos muestra que el desenvolvimiento de la vida no es progresivo, sino que sigue un orden extrañamente ordena­ do. Cuatro, dos, tres: tenemos aquí lo que no existe en nin­ gún sistema sucesivo. La significación metafórica nos ha­ blaría en este caso de una manera de volver a describir la trayectoria del hombre, desde su origen animal hasta la po­ sición erecta y desde esta hasta el uso de la herramienta. También podríamos decir que el Edipo, en la medida en que instituye la diferencia fundamental de los sexos y la separa­ ción de las generaciones que une a los padres y los hijos, se divide para dejar lugar a la diferencia pura (la dualidad) y genera un tercero a partir de la simple barra de división que separa los términos de la oposición. Se dirá que estos son juegos de ingenio; sin embargo, invitan a pensar que la so­ lución del problema de la evolución temporal no pasa en el hombre por los caminos de una sucesividad corriente. Ya hemos mostrado que el Edipo nos parece el modelo que debería reemplazar ventajosamente la idea de un su­ jeto pleno, como sujeto del cogito, para sustituirlo, como Freud y Lacan invitan a pensarlo, por el sujeto dividido, su­ jeto de la Entzweiung, sujeto de la relación con los proge­ nitores. El Edipo, dijimos, es a la vez estructura, es decir combinatoria, en el juego que une al sujeto a la diferencia sexual de los padres, sujeto de la relación con lo idéntico y lo diferente y también sujeto de la historia; implica el desfasa­ je de las generaciones, ya que cualquier reducción de la dis­

tanda que separa las edades es imposible. Edipo mata a su padre y se casa con su madre gracias a la reducción de la se­ paración de las generaciones. De niño, no tiene posibilidad alguna de alcanzar ese resultado. El carácter de esta bús­ queda sin fin es la condición trágica del complejo de Edipo. «Cuando yo sea el padre de mi padre...», decía un niño. Los antropólogos reconocieron en el tabú del incesto una condición muy general a la cual dan una explicación que les parece suficiente. Ese tabú sería la condición de un sistema que permite el intercambio o el don. Antaño, las teorías que hacían de la presciencia de los inconvenientes de la consan­ guinidad la causa del tabú eran objeto de burlas. La teoría que no quiere ver en esta regla más que las condiciones de una combinatoria me parece igualmente criticable, como si la búsqueda de una fórmula que rigiera el sistema de alian­ zas pudiera explicar un tabú. Se asigna menos valor a la otra cara de la organización edípica, la ilustrada por el tote­ mismo, llamado «presunto totemismo» por Lévi-Strauss.10 Sin querer aquí tomar partido en la controversia antropoló­ gica, mencionaremos el ritual funerario, esa celebración del padre muerto, del padre desaparecido para siempre, del pa­ dre cuyo favor se trata de ganar, un favor que da testimonio de la omnipotencia proyectada sobre él en el más allá. Po­ dría decirse, en realidad, que si lo reverenciado es su memo­ ria, lo buscado es su olvido: olvido de las ofensas, las innu­ merables ocasiones de venganza, los deseos de muerte de los que fue, por su situación de padre, inevitable objeto. Eros encuentra su expresión en la prohibición del incesto; pero la represión borra las huellas de los años que enlaza­ ban en un solo amor a la madre y el hyo, cuyo recuerdo sólo conserva el inconsciente. El interdicto garantizará su impo­ sible retomo. La pulsión de muerte estará en acción en el ri­ tual funerario, cualquiera sea la forma que este adopte, totémico o no; ese ritual hará resurgir la memoria del desapa­ recido. La prohibición del incesto borra la unión con la ma­ dre que se conjurará mediante el matrimonio con otra; el ri­ tual funerario apaciguará la desunión con la muerte, cuya memoria se celebrará. Vemos aquí, una vez más, la diferen­ cia radical entre el estructuralismo y el psicoanálisis. El pri­ 10 Cf. Le totémisme aujourd’hui, París: PUF, 1962. [El totemismo en la actualidad, México: Fondo de Cultura Económica, 1965.]

mero atribuirá un interés excepcional al sistema de paren­ tesco, porque este demuestra una combinatoria indiscuti­ blemente inconsciente. El psicoanálisis prestará mayor atención a los procesos de borradura y resurrección de las huellas, tanto del incesto como del parricidio. En Moisés y la religión monoteísta, Freud dice: «En sus consecuencias, la distorsión de un texto se parece a un asesinato: la dificultad no consiste en perpetrar el acto sino en deshacerse de sus huellas».

El objeto: el duelo y la sutura El duelo es la condición de la memoria. El paso de un ob­ jeto a otro —el proceso de sutura en el que se interesa la lin­ güística estructural en el estudio de la sintaxis y la gramáti­ ca— es en psicoanálisis inseparable del corte. Este no sólo está presente en el espaciado de los términos suturados, pausa o detención, como lo marcan la máquina de escribir o la impresora mediante un signo que es necesario pulsar para separar una palabra de otra. El blanco del que habla el psicoanálisis es el producto de una borradura, una pérdida. Así, la evolución libidinal no sólo está puntuada en su tota­ lidad por esos blancos de un estadio al otro: oral, anal, fálico y después, mucho después, genital; los momentos fecundos se elaboran en tomo de un trabajo de duelo. Para que inter­ venga el principio de realidad, es necesario —recuerda Freud— que el objeto que antaño procuraba la satisfacción se haya perdido. Duelo de la madre o de su pecho. Para que la angustia de castración sea, si no superada, sí al menos enfrentada, el reconocimiento del órgano genital femenino debe implicar el duelo del pene de la madre. Para que se abran las vías de la sublimación, es preciso que el duelo de la potencia paterna sea sucedido por el reconocimiento de la Ley en la cual resucita el significante fálico. Cada uno de es­ tos duelos es el producto de un trabajo, y este trabajo de sig­ nificación es en sí mismo el resultado de una pérdida. Por ello, el reencuentro sólo podrá producirse por conducto de mediaciones que hagan intervenir la identidad o la diferen­ cia. Pero esa pérdida es la condición de la puesta enjuego de un sistema de transformaciones del significante y el esta­

blecimiento de todo un registro de significantes, ya sean del orden de las representaciones de palabra, de las representa­ ciones de cosa, de afectos o de estados del cuerpo propio. Las estructuras en las cuales se expresan esos significantes: sueño, fantasma, reminiscencia, recuerdo, acto fallido, se­ rán otras tantas formalizaciones de ese sistema de huellas que podrá descifrarse en parte con la ayuda de la combina­ toria, lo cual nunca será suficiente para su dilucidación, pues habrá que recurrir necesariamente a la búsqueda, ba­ jo los vestigios, de la borradura de las huellas. Así se devela una de las ambigüedades del uso común del término «significante» por los estructuralistas antropó­ logos y lingüistas por un lado y los psicoanalistas por el otro. Para los primeros, es un sistema homogéneo del que está excluida cualquier consideración de datación histórica o procedencia y en el cual el texto interrogado debe juzgarse como si fuera total, sin elisión ni alusión. Para los segundos, sus elementos son heterogéneos y, además, el develamiento de la estructura no puede hacer abstracción de lo que fue barrado, censurado, elidido, borrado en ella. Es un texto lacunar, donde la sutura es a veces más elocuente en el plano de sus blancos que en el de su discurso. Cierta orientación del psicoanálisis comparte con el es­ tructuralismo una concepción del sujeto en la que este deja de asimilarse a quien habla. El sujeto, como dice Lacan, es hablado. Sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado no se confunden. Aquí, es el proceso de significación, vale decir, la operación por medio de la cual la sutura de los términos que crean sentido revela el sujeto del inconsciente. Siempre quedará, sin embargo, el foso imposible de llenar de la re­ presión, esa operación que no es sólo obra de memoria. Esta permite extraer de su fondo los elementos de la sutura, pero esconde también el trabajo del olvido, de lo que se sustrae a la sutura y le falta cuando se constituye el texto del discur­ so. El verdadero descubrimiento del psicoanálisis no consis­ te únicamente en haber mostrado que el sueño, el fantas­ ma, el acto fallido, el síntoma y la neurosis tienen sentido o que lo esencial de la vida de un sujeto determinado devela un orden, sino en haber sabido poner de relieve que ese or­ den, esa organización latente, lleva también la cicatriz de una negativa, un rechazo, una barra. El hecho de que la me­ diación del sistema sea el camino para llegar a ese descubri­

miento y que en su ley se confunda incluso con la ley del de­ seo —la regla—, no hará olvidar que la organización signifi­ cante se constituyó al precio de una transgresión camufla­ da, y que también al precio de una transgresión (la elimina­ ción de las resistencias) se efectuó el develamiento.

La historia: ontogénesis y filogénesis «Lo que enseñamos al sujeto a reconocer como su incons­ ciente es su historia; vale decir que lo ayudamos a perfeccio­ nar la historización actual de los hechos que ya determina­ ron en su existencia cierto número de “puntos de inflexión” históricos. Pero si tuvieron ese papel, fue ya en cuanto he­ chos de historia, esto es, en cuanto reconocidos en cierto sentido o censurados en cierto orden».11 Es Lacan quien se expresa así en un texto en el que, sin embargo, se reconoce bastante solidario del rumbo estructuralista. En consecuen­ cia, ahora conviene preguntarse sobre ese orden que dicta el curso de los acontecimientos inscriptos y de las represiones. No evitaremos aquí las insuficiencias de una posición es­ trictamente ontogenética. Como ya vimos, esta asigna la preeminencia a lo más remoto, lo más antiguo. Primitivo y primordial son uno. Y se comprende que la fascinación del Ur alemán (Urszene, Urverdrangung, Urfantasie) haya in­ vitado a esa conjunción. Se comprende, también, que algu­ nos traductores recientes prefieran otras denominaciones y reemplacen «primitivo» por «primordial» para marcar la diferencia.12Ya tuve la oportunidad de señalar que el proce­ der ontogenético equivalía siempre, al fin y al cabo, a consi­ derar la fijación oral (la más antigua) como responsable de todos los males, lo cual anulaba el interés de las fijaciones en las fases ulteriores y abría así la puerta a todas las confu­ siones, en clínica y en teoría. 11 Jacques Lacan, «Fonction et champ de la parole et du langage en psy­ chanalyse», en Ecrits, París: Seuil, 1966. («Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis", en Escritos 1, México: Siglo XXI, 1984.) 12 J. Laplanche y J.-B. Pontalis, Vocabulaire de psychanalyse, París: l’UF, 1967. |Diccionario de psicoanálisis, Barcelona: Paidós, 1996.1

En una carta a Marie Bonaparte del 16 de junio de 1926,13 Freud desdeña los prototipos anteriores de la cas­ tración: nacimiento, destete, adiestramiento esfinteriano. Más exactamente, subordina el valor de su alcance a la cas­ tración que, sin embargo, los sucede. «Puesto que sólo el pe­ ne es portador de la colosal investidura narcisista». Esto in­ vita a reflexionar sobre el orden del que habla Lacan, que no remite, por cierto, ni al tiempo de los relojes ni al del calen­ dario. Freud ya había señalado, además, el valor que atri­ buía a la noción de fantasmas originarios, primitivos (o pri­ mordiales), para él adquiridos por herencia. Para nosotros es más importante comprender por qué insistía en propor­ cionarles un status semejante que planteamos si una trans­ misión de ese tipo es aceptable o no en el estado actual de la ciencia. El hecho de que Freud haya colocado esos fantas­ mas primitivos (o primordiales) en posición de «significan­ tes clave» (Lacan), ordenadores de todo el sistema de las re­ presiones posteriores, devela su concepción del orden hu­ mano. Como a lo largo de toda su obra nunca había negado el papel de la herencia, esa memoria de la especie, a la sazón resultaba necesario que nos pusiera al tanto de la naturale­ za de lo que se transmitía. En consecuencia, nos enteramos en la ocasión de que esas huellas mnémicas no concernían a «tendencias» o «predisposiciones» sino a temas estructura­ dos: a saber, la escena primitiva (o primordial), la escena de seducción, la castración.14 De manera más precisa, Freud indica en varias oportunidades en El yo y el ello y más ade­ lante, en las últimas obras (Esquema del psicoanálisis, Moi13 Ernest Jones, The Ufe and work ofSigm und Freud, Nueva York: Basic Books, 1957, vol. 3, pág. 475. (Traducción francesa: La vie et l'ceuvre de Sigmund Freud, traducción de L. Flournoy, París: PUF, 1969 (nota de 1999].) [Vida y obra de Sigmund Freud, Buenos Aires: Hormé, 1989, 3 vols.] 14 «Nuestra atención debe centrarse, en primer lugar, en las repercusio­ nes de ciertas influencias que, si bien no se ejercen sobre todos los niños, son no obstante bastante frecuentes: abusos sexuales perpetrados por adultos, seducción por parte de otros niños más grandes (hermanos y her­ manas) y, cosa que no era de esperar, impresión producida por la participacióñ como testigo auditivo o visual en las relaciones sexuales entre adultos (entre los padres), y ello en una época de la vida en que escenas semejantes supuestamente no suscitan ni interés ni comprensión y no se graban en la memoria» (Sigmund Freud, Abrégé de psychanalyse, traducción de Anne Berman revisada por J. Laplanche, París: PUF, 1978). [Esquema del psico­ análisis, en AE, vol. 23, 1980.]

sésy la religión monoteísta), que la filogénesis no se limita a los contenidos del ello: también el superyó lleva su marca profunda. El modo en que se forma el ideal del yo, como pro­ ducto de la espera, de la nostalgia por el padre, germen a partir del cual se fundan las religiones, debe ponerse en re­ lación con la parte filogenética de un factor cultural que afecta a todos los individuos.15 Lo que se pretendió tomar por una excentricidad de eru­ dito, una testarudez de anciano,16 se revela ante una lectu­ ra atenta como una exigencia profunda para la coherencia de la teoría. Sabemos que, de todos modos, un hondo abismo seguiría separando a Freud de Jung. Lo trazado en el ello nunca se expresa directamente al margen de los circuitos de la experiencia: es preciso que el yo lo haga suyo y lo viva por sí mismo, a título individual. Pero todo sucede como si, en esos «significantes clave» de los que hablábamos, cuyo po­ der metaforizante es considerable, el mínimo de experiencia provocara por sí solo el máximo de efectos. 15 En este momento se debe aclarar que Freud ve en esos contenidos filogenéticos del superyó la especificidad de la especie humana. Se niega a atribuir esa especificidad a la estructura del yo humano, tal como podría oponérselo, por ejemplo, al ello. La diferenciación yo-ello no califica al hombre sino a los organismos más simples. En consecuencia, el fundador de lo humano sería el superyó humano, originado por su parte en las expe­ riencias ligadas al totemismo (véase «Le Moi et le Qa», op. cit., pág. 249 y sigs.). ¿No se puede comparar aquí esta opinión de Freud con las conclusio­ nes de Leroi-Gourhan sobre la existencia de una «religión» en el hombre de la prehistoria? Es necesario aclarar, de todos modos, el sentido que LeroiGourhan asigna a la palabra religión (que se niega a distinguir de la ma­ gia, por falta de datos objetivos): «está simplemente fundada en las mani­ festaciones de inquietudes que parecen trascender el orden material» (André Leroi-Gourhan, Religión de la préhistoire, París: PUF, 1964, pág. 5 [Las religiones de la prehistoria, Barcelona: Laertes, 1994)); «testimonio de un comportamiento que va más allá de la vida vegetativa» (ibid., pág. 143). Eso es lo que debería prevenir cualquier crítica de una introducción a priori de elementos espiritualistas. Se trata, en esencia, de explicar la co­ nexión entre el orden material y el orden simbólico. No es una coinciden­ cia, sin duda, que esta «religión» se manifieste sobre todo a partir de los datos que incumben a la muerte y el simbolismo gráfico. El hecho de que este simbolismo se establezca a partir de la representación de la diferencia de los sexos tampoco asombra al psicoanalista. 16 Cf. su correspondencia con Jones sobre el tema y cómo justifica en Moisés y la religión monoteísta el mantenimiento de su tesis a pesar de las invalidaciones de la ciencia.

Ya en 1914 expresa Freud una idea análoga en su artícu­ lo sobre el narcisismo, en el que pone al descubierto la doble vida de todo individuo, que es en sí mismo su propio fin y, no obstante, sigue sometido a la cadena de la especie de la que no es más que un eslabón «contra su voluntad o al menos sin su concurso». El individuo toma la sexualidad como una de sus metas y, visto desde una perspectiva a otra escala, «al­ quila sus fuerzas por una prima de placer», simple vector de la sustancia inmortal que durante un momento hace una parada en él, así «como el primogénito de una familia sólo posee temporariamente un mayorazgo que lo sobre­ vivirá».17 Si en esta afirmación apenas hubiera poco más que una reflexión trivial sobre la oposición entre la especie y el indi­ viduo, todo esto no tendría mucho interés. En rigor de ver­ dad, Freud quiere señalar a cualquier precio la insuficiencia de una perspectiva «evolutiva» estrictamente individual, de estilo ontogenético. Puesto que él mismo es su más severo contradictor cuando apunta que las experiencias vividas por el sujeto no se relacionan con sus consecuencias y que, por lo tanto, es necesario darles una explicación que justifi­ que la desproporción entre las causas y los efectos. Por últi­ mo, vemos que Freud pone distancia con respecto a cual­ quier teorización psicológica que sitúe al sujeto en su cen­ tro, moviendo los hilos del deseo para lograr sus fines. El in­ dividuo está doblemente sometido, por la naturaleza misma de la sexualidad que, más que padecer, ejerce a título per­ sonal, y porque sirve a la especie, «alquilándole sus fuerzas por una prima de placer» en concepto de vector, de huésped receptor cuya función es asegurar la sutura de las genera­ ciones. A decir verdad, lo que Freud establece por ese medio, que recuerda el carácter bifásico de la evolución sexual del indi­ viduo en la dimensión diacrónica, es la existencia de un clivaje en el seno mismo del momento sincrónico. Con la oposi­ ción de la ontogénesis y la filogénesis, del individuo y la es­ pecie, Freud introduce en el tiempo del sujeto otro tiempo que no es el mismo, desplegado en otra parte donde es inac­ 17 Sigmund Freud, «Pour introduire le narcissisme», en Essais de psy­ chanalyse, op. cit. [nota de 1999]. [«Introducción del narcisismo», en AE, vol. 14, 1979.]

cesible: tiempo de la memoria, tiempo del asesinato del pa­ dre primitivo y, para terminar, tiempo del Otro. Ese tiempo del Otro se manifiesta en el efecto de barra que atraviesa al sujeto. En él se puede reconocer la acción de la represión: condena, negativa, renegación, rechazo ante el Otro. Así, el complejo de Edipo del sujeto escapa a su libre disposición, pero es vivido en la contemporaneidad de lo que está en ac­ ción en uno de los padres frente al hijo, lo cual se denomina torpemente contraedipo, por analogía con la contratransfe­ rencia. Se debe recordar además que el contraedipo del pa­ dre en el hijo no es en sí mismo más que la escansión repeti­ tiva de su propio Edipo, el que lo unía, cuando era niño, a sus propios padres.

La intemporalidad del inconsciente Se comprende mejor qué se oculta bajo la expresión «in­ temporalidad del inconsciente». Intemporalidad, dijimos en primer lugar con referencia a la indestructibilidad del de­ seo. Pero no es suficiente. Así se explica con claridad lo que no desaparece bajo los efectos del tiempo. Pero frente a esta intemporalidad persiste el interrogante de cómo pudo ha­ cerse temporal a través de la memoria del inconsciente, a la vez que seguía calificándose de intemporal. En efecto, si só­ lo se tratara de la perennidad del inconsciente, Freud ha­ bría hablado a su respecto de una eternidad y no de una in­ temporalidad. Para hablar de esta, es preciso que la cues­ tión no interese únicamente al futuro como fin, sino tam­ bién al pasado como origen. Por esa razón también aquí es necesaria la hipótesis de las huellas mnémicas para supe­ rar las impasses del punto de vista ontogenético. No puede hablarse de un origen porque, antes de la aparición de un fenómeno, antes de su actualización, el programa diseñado por las huellas mnémicas estaba presente, inscripto ya en el deseo de los padres. Pero no puede decirse, sin embargo, que si nos remontáramos en las generaciones llegaríamos a una eternidad abstracta, porque la experiencia de la actualiza­ ción individual es irreemplazable, necesaria, y tiene un va­ lor, no simplemente revelador, sino verdaderamente funda­ dor. Su efecto se producirá a partir de ella, en el terreno de

la experiencia personal y no por una trascendencia que la haya inscripto como fatalidad. Y el psicoanálisis, sin duda, debe apuntar a lo que el analizante tiene de más propia­ mente singular. Esta singularidad, sin embargo, coincide con lo universal. No hay forma de hablar de un origen, por­ que este no se confunde con la experiencia, en sí misma en­ marcada por los significantes clave. No hay forma de re­ legar ese origen al plano de la especie, puesto que sin su ac­ tualización individual no es sino una virtualidad. Así, la intemporalidad es un concepto que debe su con­ sistencia al hecho de escapar tanto al problema de la des­ trucción por el tiempo, como al de la creación por el tiempo. La intemporalidad libera del lazo con los orígenes, así como del lazo con los fines. Califica el inconsciente humano por­ que lo atraviesa de uno a otro lado en la sucesión de los pro­ genitores y los engendrados; estos últimos, a su vez, se con­ vertirán en aquellos al dar origen a otros engendrados. Esto no significa decir que la categoría del tiempo se disuelve en ella, sino que se pliega a las exigencias de un modelo tan abierto y rico como el del espacio según lo develó la estructu­ ra, y cuya organización es compatible con la ubicuidad y la heterogeneidad, lugares de pasaje del significante. Tendido entre un límite que no es un origen y otro que no es un fin, el inconsciente perdura. Está entonces «fuera del tiempo» a la vez que es resistencia al cambio. La paradoja consiste en que esta resistencia al cambio como rechazo de la extinción se convertirá, en la cura analítica, en resisten­ cia al develamiento de la organización significante. Lo que desea ser es, en cuanto es —aunque ese ser lleve en sí el ger­ men de su propio fin— ser de no-ser. Vemos por lo tanto que aun en esta duración del inconsciente que rechaza la cues­ tión de la temporalidad hasta anular sus efectos, damos con una categoría semántica que escapa al modelo corriente del tiempo psíquico, pues lo que dura no parece servir aquí más que a su desvanecimiento por el corte con el ser. Constata­ mos, también, que cualquier discusión concerniente al con­ cepto de inconsciente sólo puede avanzar si pone enjuego la dialéctica de las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte.

Necesidad y deseo - El orden del significante Con frecuencia, si no siempre, la perspectiva ontogenéti­ ca estricta va a la par con una perspectiva biológica, que a partir del terreno de las primeras necesidades se esfuerza por explicar la génesis y el progreso de una evolución hacia lo psíquico. Tomado como modelo fundamental, este rumbo abre una disensión sobre el espíritu de la obra freudiana. Es sabido que Lacan destacó particularmente la distinción en­ tre necesidad y deseo. Nuestro comentario, sin abandonar el marco que nos fijamos —el estudio de la diacronía en Freud—, intentará mostrar que la falta de coincidencia en­ tre esos dos órdenes es tanto más sorprendente cuanto que están efectivamente ligados. Dos proposiciones para ilustrarlo: 1. Lo que crea la insatisfacción de la necesidad no se anu­ la mediante su satisfacción. 2. Lo que crea la satisfacción de la necesidad no se anula por el hecho de eliminar su insatisfacción.18 La meta de la primera proposición no es afirmar que la necesidad siempre es insatisfecha, sino que en esta oportu­ nidad se origina otro campo. Con el movimiento mediante el cual se da un impulso —el generado por la insatisfacción de la necesidad—, se abre un campo que la acompaña, porque aquella, para ser percibida, debe señalarse por medio de sig­ nos: gritos, llanto, agitación. Al margen, algo del orden del significante se manifiesta en ella. La experiencia inmediata no los distingue porque parecen soldados uno al otro, pero en realidad constituyen dos campos heterogéneos entre sí y tendrán un destino diferente. Mientras que la respuesta apaciguadora de la satisfacción la hará desaparecer, los sig­ nos, por su parte, tendrán un futuro muy distinto: se con­ vertirán en dotación de sentido por el Otro obligado a reco­ nocerlos y responderles. Aquí, el significante no tendrá la función de un lujo gra­ tuito —el excedente de la necesidad— ni la de una trascen­ dencia indiferente a los hechos; será el agente, el testigo de 18 Las líneas que siguen desarrollan un pensamiento centrado en el apuntalamiento, aunque el término no se utilice [nota de 1999).

una organización de otro orden, que va a seguir sus leyes volviendo a recorrer las huellas anteriores, que sólo pueden organizarse si se reconoce ese status de significante como tal; este incluirá categorías tan ajenas a la necesidad como las de la incompletud, la ausencia, la fragmentación, la in­ versión (en su contrario o contra sí mismo), la duplicación, etc. En todo caso, se situará como derivación con respecto a la experiencia de la insatisfacción de la necesidad. Pese a haberse constituido como camino independiente, el signifi­ cante mantendrá con la necesidad, no obstante, ciertas rela­ ciones que lo marcarán: el carácter imperativo y la urgencia que fundan su obligación y dan cuenta de su función, tan fundamental en el orden de lo simbólico como lo es la necesi­ dad en el orden de la vida. Con la segunda proposición examinamos lo que ocurre cuando se da la respuesta adecuada que elimina la insatis­ facción de la necesidad. Esa respuesta no se limita a una abolición de la tensión, en la cual el sujeto en estado de re­ pleción se impregna porosa o esponjosamente del don del Otro. Pues en esta oportunidad aparece algo que no estaba invitado a la cita: el placer. En consecuencia, hay aquí un hiato entre la necesidad y el placer. Puede pensarse que este último aparece una vez que termina la insatisfacción de la necesidad, y la formulación de Freud a menudo puede ha­ cerlo creer. En realidad, el alivio —la cesación del displa­ cer— es cualitativamente diferente del placer. Lo importan­ te es que esta falta de equivalencia aparezca en el momento de su coincidencia. También en este caso los dos órdenes de fenómenos están tan estrechamente soldados entre sí que se confunden. Pero, el surgimiento del placer genera un campo homólogo al del significante, pues con ese placer se abre la virtualidad del deseo. Recordemos la definición que da Lacan del fantasma: lo que hace que el placer sea apto para el deseo, y habremos obtenido así la puesta en relación del orden del significante con el del deseo. El placer y su deseo posible fundan el yo mediante dos acciones que se producen a un tiempo: por un lado, el yo se revela a sí mismo como formación descentrada: el sujeto es­ tá aquí en el movimiento alternante centración-descentración; por el otro, el deseo genera una retroacción de la satis­ facción sobre el sujeto. No sólo reúne lo que se vivió durante la satisfacción, crea el orden por el cual el sujeto va a incli­

narse a esperar, anhelar, aspirar a renovar la experiencia que surge en el psiquismo al margen de su voluntad (el fan­ tasma). La extinción de la necesidad está condenada a su repetición ulterior indefinida; el placer no puede reducirse a una experiencia consumativa. El placer y el deseo han ge­ nerado las condiciones de una organización, en la que se corresponden el sujeto y el Otro; la anticipación del sujeto que le hace demandar al Otro se vive en la condición en que aquel se desea deseante. Al empalmar el signo y el placer, el deseo permite hacer del significante «lo que representa al sujeto para otro significante» (Lacan).19 El desenlace de la conjunción entre el orden del signifi­ cante y el orden del deseo crea las condiciones de la Entzweiung del sujeto y la constitución a la vez de un yo ideal —nú­ cleo de satisfacción idealizada— y un ideal del yo, instancia de autoevaluación y exigencia de renuncia por autosuficien­ cia narcisista. El campo de la ilusión, campo de lo ideal, es también campo de las primeras ficciones del yo. Lo esencial, a nuestro juicio, es haber podido mostrar la solidaridad y la independencia del orden de la necesidad, por una parte, y del orden del significante y el deseo, por la otra. Su relación de sucesión parece hacer que uno derive del otro, siendo así que su conexión temporal se caracteriza por la ambigüedad, gracias a lo cual estarán ligados. Pero, como consecuencia, es lo que les otorgará su distinción y asegurará el pleno desarrollo de los efectos que caracterizan el orden humano: significante y deseo.

Experiencia y significación Así, nos parece que las relaciones del significante y el de­ seo sitúan con claridad el campo donde Freud pretende ubi­ carse. Y este se consagró a generalizarlo «más allá» de la historia individual, a fin de dar a su objetivo un alcance más global, cuyos límites se confunden con los de la humanidad. Por freudianos que seamos, no llegaremos al extremo de 19 Dejamos aquí de lado el aspecto mencionado anteriormente, sobre la pérdida del objeto de la satisfacción que, stricto sensu, hace imposible toda repetición y barra el deseo.

sostener que hay que seguir a Freud contra la biología de nuestro tiempo. Pero a la sazón es preciso, al menos, que nos esforcemos por reflexionar sobre nuestros modelos ge­ néticos, para salir de los atolladeros en que se estanca nues­ tra reflexión. La fuente de inspiración estrictamente ontogenética se apoya sobre una concepción de los fenómenos psíquicos que se interesa en su datación histórica, en una perspectiva excluyente de todo lo que no es de origen individual. El inte­ rrogante del «¿cuándo?», que atormenta a los investigadores de ese ámbito, compete al mismo orden de problemas que el «¿dónde?» de los científicos dedicados a seguir los eslabones de la cadena organización cerebral-organización psíquica. Ahora bien, en el Esquema Freud insiste en la discontinui­ dad fundamental entre los dos términos de esa cadena. ¿No podemos pensar aquí que el modelo teórico del inconscien­ te depende de una experiencia espaciotemporal que debe, tanto en el caso del tiempo como del espacio, ser objeto de una discontinuidad semejante? Discontinuidad en la relación que une al sujeto a la espe­ cie, así como discontinuidad de las distintas fases de la ex­ periencia individual. Cuando se afirma, por ejemplo —cosa que resta discutir—, que la ontogénesis recapitula la filogé­ nesis, no se nos ocurre preguntar: «¿Cuándo empieza la filo­ génesis?». Lo importante aquí es el establecimiento de un sistema de correspondencia de valores ligados —que ad­ quieren de tal modo una coherencia reforzada por el ele­ mento de repetición que exhiben— cuya significación sólo se sostiene en la instauración de relaciones. ¿No es la mis­ ma relación la que surge entre las vicisitudes de la cura y los sucesos del pasado, insertados unas y otros en un conjunto en el cual una serie se comprende únicamente gracias a la otra? Aun si nos mantenemos en los límites de una concepción ontogenética, lo que caracteriza la posición del psicoanalis­ ta es lo que este decide explicar de ella, sólo susceptible de aprehenderse en la relación repetitiva, que implica necesa­ riamente, más que la observación directa, la escucha indi­ recta. En efecto, lo que está en entredicho no es patente a los sentidos sino únicamente al sentido, que es puesta en rela­ ción. Así, el psicoanalista a la escucha del paciente no busca acontecimientos en bruto,.consignados y sepultados bajo la

influencia de la represión. Una lectura atenta muestra con claridad que Freud está a la búsqueda de traumas históri­ camente datados —el contenido de los Cinq psychanalyses* nos persuade con facilidad de ello—, pero esto exige una in­ terpretación. En una carta a Pfister escribe lo siguiente:20 «Puesto que todas las represiones afectan recuerdos y no ex­ periencias; estos últimos serán, a lo sumo, “reprimidos en el aprés-coup”». Hay motivos, entonces, para recordar la im­ portancia de la estructuración nachtraglich —aprés-coup— que escinde el momento de la experiencia y el de la significa­ ción. Aun si nos limitamos al registro estricto de la ontogé­ nesis y rechazamos la hipótesis de las huellas mnémicas en el nivel del ello de las experiencias renovadas de generación en generación, refugio de los residuos —dice Freud— «de in­ numerables yos», podremos reconocer en el espacio de la vi­ da de un individuo las huellas dejadas por «innumerables yos como vestigios de los recuerdos de experiencias reprimi­ das en el aprés-coup». Para comprenderlo mejor, hay que admitir la no contem­ poraneidad de la experiencia y la significación. Lo ilustrare­ mos mediante un desarrollo a partir de dos proposiciones: 1. El momento en que eso sucede no es el momento en que eso se significa. 2. El momento en que eso se significa no se aprehende como momento actual sino como retrospección a través de la identidad y la diferencia. El momento en que eso pasa no brinda nada más que una posibilidad de significarse. Posibilidad cargada sin du­ da de una anticipación, pero la mayoría de las veces impues­ ta, sufrida o, si se inviste activamente, efecto que captura al sujeto fijándolo en la situación. Pasa algo. Podría pasar algo distinto. Sin embargo, no podría pasar cualquier otra cosa, porque algo pasa. Pasa la posibilidad de pasar a otra cosa. Y, * Edición francesa que reúne los casos de Dora, el pequeño Hans, el Hombre de los Lobos, el Hombre de las Ratas y el presidente Schreber. (N . del T. ) 20 Carta del 10 de enero de 1910 de la Correspondan.ee de S. Freud avec le pasteur Pfister. 1909-1939, París: Gallimard, 1966, pág. 65. Sobre el te­ ma de la escansión repetitiva, remitimos a nuestro artículo precedente (Critique, n° 194).

de hecho, para que ese algo distinto llegue a pasar, es preci­ so que lo que pasó no haya pasado del todo, que entre lo que todavía pasa y lo que ya pasa pase algo que no puede ser el advenimiento de lo que pasó después —dado que esto borra­ ría por completo el pasado— de lo que pasó del pasado, sino únicamente un adelanto, un pago anticipado a cuenta del pasado; y es preciso, además, que ese pasado permanezca en el pasado, es decir, que haya marcado con su presencia un lugar del cual se retira designándolo para pasarlo a otros ocupantes que deben algo a sus antecedentes. Por ello, lo que va a pasar sólo puede ser vivido como des­ lizamiento hacia esa borradura por una identidad o una di­ ferencia que tendrán importancia en cuanto no pasó cual­ quier cosa, sino que ellas significan el pasado retroactiva­ mente. Pero lo que sigue no es toda diferencia o toda identi­ dad. La primera aboliría el pasado anulándolo, la segunda se confundiría con él. Lo que pasa a continuación entraña, por lo tanto, la coincidencia de la identidad o la separación de la diferencia que pueden variar entre un mínimo y un máximo. Pero para ello serán necesarias varias operaciones de identidad o de diferencia. ¿Entre qué y qué pasa lo que pasa a continuación? Entre identidades y diferencias. Así, esos innumerables yos son constitutivos de la experiencia, y la significación que se les confiere de manera retroactiva no actúa nunca durante la experiencia misma, que no es sino potencialidad de significación. Anticipación, dirán algunos, pero anticipación que carecerá de una mitad de la pareja para que se marque la significación. Se advierte que así in­ tentamos liberamos de una impasse que es a menudo aque­ lla en que continuo y temporal se confunden. La separación del tiempo de la significación y el tiempo de la experiencia —que se superpondrán constantemente— mediante el es­ paciado, el amojonamiento de las etapas, nos instala en lo discontinuo, necesario para la constitución de toda cadena significante pero, además, hace funcionar en ellas la Identi­ dad y la Diferencia como conceptos y ya no sólo como aconte­ cimientos psíquicos. Se comprende que los esfuerzos de datación de las vicisi­ tudes del desarrollo dejen al margen la cuestión de las rela­ ciones entre el significante y el deseo. Freud, en una carta a Fliess (n° 125), parece retractarse de su proyecto inicial de poner en paralelo la fecha de un trauma con los diferentes

tipos de neurosis.21 Del mismo modo, ya no resulta perti­ nente preguntarse si a tal o cual edad un niño puede razo­ nablemente ser afectado, como lo sostienen los psicoanalis­ tas, por lo que sucede a su alrededor. A menudo, el momento de la significación sólo se alcanza plenamente en la cadena significante vivida en la transferencia que permite una in­ terpretación constructiva22 más que reconstructiva de él. Pues —insiste Freud— no se trata de descubrir lo que está presente, intacto, oculto bajo el manto de la neurosis, sino de construir un sentido hasta aquí jamás salido a la luz en su forma significativa.

El sujeto y la concatenación El hecho de que el sujeto sea aquello que, en la cadena, responde a la constitución por el movimiento de representa­ ción y exclusión, que J.-A. Miller reconoció en la lógica del significante,23 se aplica aun más a la historia. Si esa lógica no es la totalización orgullosa de un sujeto constantemente en posesión de sus medios y amo de sus fines, lo cual va a la par con el dominio de su historia, y tampoco es, a la inversa, ese vagabundeo incoherente e incluso esa perseverancia en una tradición, sino que se engendra, al contrario, al enun­ ciarse en la constitución del sujeto en su relación con el dis­ curso, se abre un nuevo campo. Sin hacerla suya, LéviStrauss24 se vale de la noción de proceso, opuesta a la de es­ tructura. Señala la diferencia entre ambas desde el punto de vista del observador: este sólo puede develar la estructu­ ra si se mantiene en su exterior, mientras que el proceso se­ 21 «En una primera y grosera tentativa en la época en que procuraba im­ petuosamente forzar la ciudadela, creía que esa elección dependía de la edad en que se habían producido esos traumas, del momento del incidente [alusión a la carta del 20 de mayo de 1896]. Hace tiempo que abandoné es­ ta idea» (S. Freud, La naissance de la psychanalyse, op. cit., carta a Fliess del 9 de diciembre de 1899). 22 Cf. Sigmund Freud, «Constructions en analyse» (1938), en Résultats, idées, problémes II, traducción de J. Laplanche y otros, París: PUF, 1985. («Construcciones en el análisis», en AE, vol. 23, 1980.] 23 Jacques-Alain Miller, «La suture», Cahiers pour l ’a nalyse, n° 1. 24 «La notion de structure en ethnologie», en Sens et usage du terme structure, La Haya: Mouton, 1967.

ría solidario de la manera como un individuo vive mía tem­ poralidad en la que, por lo tanto, está necesariamente cauti­ vo. En lo referente al psicoanálisis, ninguna de esas posicio­ nes es satisfactoria. Si a este respecto puede sernos útil re­ cordar el carácter bifásico de la sexualidad, es porque ilus­ tra de manera ejemplar el pensamiento freudiano. En él encontramos la discontinuidad y el espaciado, la combinato­ ria y el sistema (dado que es posible establecer una corres­ pondencia entre sexualidad infantil y sexualidad adulta), la insistencia y la escansión (que difieren de un mantenimien­ to de tradición o recuperación de un sentido cuya revelación se sitúa en el fin de los tiempos); y aun el pasaje, para cons­ tituir ese bifasismo, a través de las cadenas en que se reen­ cuentra la sucesión de los objetos erógenos (pecho, heces, pene). Como en la cadena sintagmática, la causalidad opera en él de la misma manera mediante la represión del sujeto. Aquí se plantea un interrogante: ¿quién reprime y qué se re­ prime? Se trata, sin duda, de una pregunta a la que debe darse una respuesta en el nivel del concepto de represión, es decir, en el nivel de un modelo que tenga en cuenta el in­ consciente. Resulta difícil entender que el sujeto se constituya como producto de una represión aprés-coup, luego de haber sido él mismo reprimido por la constitución de la cadena signifi­ cante. Sin embargo, es así como hay que entenderlo.

La sobreinvestidura regrediente La no contemporaneidad entre la experiencia y la signi­ ficación explica el hecho de que entre ambas intervenga la pérdida del objeto, que ulteriormente abrirá el trabajo de la diferencia y la identidad. Pero a esta noción de pérdida del objeto hay que sumar la de la borradura de la huella según las modalidades que Freud le asigna en su breve artículo so­ bre la pizarra mágica.25 Ya se trate, en efecto, del modelo 25 Al que Jacques Derrida consagró un penetrante comentario (cf. Tel Quel, n° 26). Los términos «espaciado» y «diferencia» que utilizamos en nuestro texto fueron sugeridos por esa lectura.

freudiano del deseo o del modelo del levantamiento de la represión —y en este aspecto podríamos señalar un monta­ je análogo para otros puntos decisivos de la teoría freudiana—, lo que sucede al sujeto no se produce nunca por efecto de una primera manifestación, virgen de todo antece­ dente. Al contrario, la significación surge por el retomo a caminos ya preparados por el efecto de sobreinvestidura de un surco ya trazado. El deseo, como la reminiscencia, es an­ te todo un movimiento hacia, que según una marcha las más de las veces regrediente, tiene origen en su abrirse paso que vuelve a pasar sobre huellas anteriores y, en el instante mismo de ese registro, posee un doble poder revelador. Es actual porque es ese cambio que se produce ahora, median­ te el cual el sujeto se constituye en la cadena significante —hablada o no hablada—, y sin embargo inactual, porque esta actualización reanima algo que ya estaba ahí, a veces desde siempre, si no desde otro tiempo. Hace coincidir, como por el ajuste de una visión binocular, lo actual y lo inactual para constituir la mirada. Aun la anticipación del fantasma que parece desplegarse en la dirección de un futuro deseado puede considerarse —también ella— como de la órbita de una operación de nuevo pasaje por inscripciones trazadas anteriormente. Esta concepción, que liga la experiencia a las huellas ya presentes y hace hincapié en el reencuentro del objeto, la representación, el retomo de lo reprimido, es solidaria de un proceso que participa tanto de la percepciónconciencia como de la inscripción en el inconsciente. Sólo se manifiesta como una operación de conexión, de enlace, de sutura, porque el registro primero sufre la desconexión, la separación, el corte. Freud, en efecto, comprende esta inves­ tidura primera como un proceso discontinuo, en el cual la percepción está acompañada por una inversión de peque­ ñas cantidades de energía periódicamente pulsadas, que pierden de manera gradual su cualidad consciente con la ce­ sación de la percepción actual, arrastrada por el flujo per­ ceptivo, y transmiten su excitación al inconsciente. Resulta por ello inteligible que la significación consista en el resta­ blecimiento de la situación inicial por la «trayectoria inver­ sa» de ese recorrido. Si en cada operación se borra la huella de la represen­ tación, ¿qué recubre la operación perceptiva? ¿Es imposible sostener que persiste, si no la huella de la representación, sí

al menos la de la carga? ¿Es necesario preguntarse si esta carga será afectiva (es decir que la elevación o reducción de su nivel de investidura estará acompañada de displacer o placer)? ¿No podemos considerarla exclusivamente como un camino abierto que, tan pronto como se lo recorre, genera las condiciones de un estado de preparación o alerta? En ese caso, abriría la puerta al surgimiento de la anticipación que, como puede adivinarse, siempre es solidaria de una puesta en relación con un pasado más o menos constituido. La ele­ vación del umbral de ese funcionamiento fraccionado de «pequeñas cantidades de energía», de acuerdo con la expre­ sión de Freud, justificará la desproporción entre un estímu­ lo de escasa importancia y el extraordinario desarrollo que puede suscitar. Marcel Proust necesita quince volúmenes para recuperar el tiempo perdido, despertado por el sabor de una magdalena. Es preciso recordar, además, que ese tiempo sólo se recupera para perderse definitivamente con lo que el lector adivina de la muerte cercana del escritor. Digo bien: escritor y no autor. Muerte que sobreviene cuan­ do él empieza a entrever cómo debería escribir la obra que persigue en esa búsqueda, obra sin embargo ya escrita y leí­ da por nosotros, con lo cual hace coincidir su final con su principio. La represión primitiva es una contrainvestidura. Es un reverso cuyo anverso es el dispositivo de la paraexcitación26 que tapona las excitaciones del exterior actuando de ma­ nera análoga mediante una barrera contra la irrupción de un reprimido demasiado importante. Pero es también dibu­ jo, trama, estructura en la cual se enganchará, como en una tela de araña, todo lo reprimido de las posrepresiones, de las represiones secundarias. Ese funcionamiento de cierre va a desempeñar aquí un papel de atracción y espejo. Pero se trata de un cierre que se abre y se cierra como una pupila que, mediante su contracción, filtra lo que llega desde afue­ ra a impresionarla y despertar lo ya inscripto, o lo que desde adentro resurge como si llegara del exterior por la proyec­ 26 Sobre este punto son necesarias algunas precisiones, pues no sucede así cuando se ven las cosas de cerca. Cf. nuestro artículo «Le narcissisme primaire, structure ou état?», L ’Inconscient, n°s 1 y 2, París: PUF, 19661967 (reeditado en Narcissisme de vie, narcissisme de mort, París: Minuit, 1983 (Narcisismo de vida, narcisismo de muerte, Buenos Aires: Amorrortu editores, 1986]).

ción que impone al sujeto el retorno de lo que está forcluido en él, revelándolo esta vez en letras incandescentes. En ese registro, a medida que inscribe y borra al mismo tiempo, pero en dos espacios diferentes, el del inconsciente y el de la conciencia, todo sucede como si cierto campo disperso, el de la estructura del sujeto, debiera estar preservado, libre de atraer hacia sí las representaciones que, a continuación, desvía hacia su periferia, a ün de quedar disponible para nuevas informaciones perceptivas, pronto a no reflejar sino la estructura que solicita el retomo de nuevas inscripciones, a su vez borradas y remitidas a otra parte donde entrarán en relación con una constelación de otras inscripciones.

Los sentidos y el sentido Esta asignación de la percepción a la conciencia y de la memoria al inconsciente exige en Freud otras observacio­ nes. El proceder que esperara un aumento del rendimiento de nuestros órganos sensoriales no podría enseñamos nada de esencial. La realidad —tanto externa como interna— nos resultará incognoscible para siempre. En oposición a las percepciones, el trabajo científico, al renunciar a la investi­ gación sensorial del mundo como medio de conocimiento y aceptar, por así decirlo, la discontinuidad entre la experien­ cia y la significación, del mismo modo que la de los elemen­ tos de significación entre sí, sólo autoriza el descubrimiento de conexiones e interdependencias presentes en el mundo exterior. El mundo interior del pensamiento las refleja o las reproduce de manera más o menos fiel. En el testamento dogmático que es el Esquema del psicoanálisis de Freud po­ demos leer esas afirmaciones que podrían creerse escritas por la pluma de algún estructuralista. Además, en esos mis­ mos años, los del final de su vida, Freud hará un paralelo entre la diferente calidad de la relación del sujeto con la madre y el padre. Mientras que el testimonio que garantiza el lazo con la madre es obra de los sentidos, sólo la deducción permite establecer la relación con el padre y su papel en la procreación. Y Freud concluye que la humanidad dio un gran paso hacia la intelectualidad cuando decidió conferir más valor al razonamiento deductivo que al testimonio de

los sentidos. Así, si la relación primera que une al niño con el objeto primordial es la que lo liga a su madre, el padre es ya memoria, está presente en el deseo de la madre, porque el hijo es aquel a quien ella deseó recibir de su propio padre (o de su madre) durante la infancia, e incluso porque el pa­ dre sólo está presente como ausencia entre la madre y su hijo, ausencia que establecerá un eco con la ausencia real de la madre que deja al niño para acudir a su encuentro. De tal modo, su función se comparará con el efecto de barrera de la represión que instituye el corte en el sujeto y lo identificará con el agente de la borradura de la huella y, más particular­ mente, de las ligadas al deseo de muerte que lo apunta, coincidiendo en su expresión con lo siempre presente del asesinato del padre primitivo.

Verdad, asesinato, historia ¿Quién puede permanecer insensible a esa paradoja que muestra Freud al final de su obra más discutible, la más arriesgada en su proceder deductivo e incluso la más fan­ tástica en cuanto a los temas que sostiene en ella contra la ciencia de su tiempo,27 la paradoja de erigirse en defensor de la verdad? Y cuando Lacan opone el saber a la verdad, ¿no nos genera desazón? ¿Qué se trata de proponer aquí? Tal vez menos la defensa de una verdad o el recurso al pirandellismo demasiado fácil implícito en ciertas concepcio­ nes estructurales28 que dice más o menos «a cada uno su verdad» y nos remite a fundar el establecimiento de las con­ diciones de acceso a la verdad. Acaso sea oportuno decir aquí algunas palabras sobre el mito, tanto más cuanto que esta cuestión fue objeto del de­ bate entre Lévi-Strauss, Ricoeur y Sebag. ¿Cómo se situaría la explicación psicoanalítica frente a las oposiciones que se nos proponen en este caso, resumidas con claridad por Se­ bag?29 Hermenéutica y estudio estructural difieren por la 27 S. Freud, L’H omme Moise et la religión nwnothéiste, op. cit. 28 Sebag no asigna valor a la distinción consciente-inconsciente. 29 -Le mythe: code et message», art. cit., pág. 1605. Véase también André Green, «Le mythe: un objet transitionnel collectif», reeditado en La déliaison, op. cit. (nota de 19991.

posición del observador: la investigación hermenéutica se sitúa dentro del campo que mide, y «quien la lleva a cabo re­ conoce como suya propia la ley de su objeto». La compren­ sión de ese objeto por la interpretación, en sí misma apo­ yada sobre una tradición, sirve, dice Sebag, «forzando un poco los términos», para ayudar al sujeto a comprenderse a sí mismo. Mediante el método estructural, al contrario, quien lo utiliza se descentra con respecto a su cultura. La «ascesis» etnológica conduce'a la abolición, en la mayor me­ dida posible, de la subjetividad del observador. El psicoaná­ lisis debería situarse entonces entre «pensamiento medi­ tante» (Ricoeur) y ciencia. También se puede analizar la función del mito desde otra perspectiva. En el marco del pensamiento meditante, que no oculta sus vínculos con la religión, lo que se espera del mito gracias a su revelación es una construcción del hom­ bre, mientras que su estudio estructural —por obra del desmantelamiento de los mitos— coincide con el proyecto teó­ rico de Lévi-Strauss: «disolver al hombre». En cuanto psicoanalistas, ¿sólo podemos elegir entre un discurso que apunta a la represión total (imposible, por otra parte) del significado, lo que nos limita a la mera combina­ toria de una lógica inconsciente —que aunque lleve ese nombre está, sin embargo, muy distante de lo que Freud en­ tiende por él—, y un discurso en que el saber está subordi­ nado a la revelación? ¿No hay ningún lugar entre lo simbó­ lico como sistema y lo simbólico como hierofanía? En nuestros días se coincide con demasiada ligereza en reconocer al psicoanálisis y a Freud una función desmitificadora. Se hace creer que la operación freudiana de sana re­ ducción, gracias a su vigorosa capacidad corrosiva, permite poner al desnudo una verdad más dura de aceptar, pero más lúcida. Es cierto, pero en este punto hay que tomar precau­ ciones. No es difícil comprobar, la mayoría de las veces, que en la operación que sigue a este reconocimiento de una deu­ da se procede inevitablemente a la desmitificación del desmitificador, ad infinitum. Esto es bastante notorio en el dominio de los mitos —per­ sonales o colectivos— y sorprende tanto más cuanto que por doquier se pretende haber renunciado al punto de vista ex­ plicativo. El mito es de un orden diferente de la historia, no tiene ningún valor explicativo, y para los estructuralistas

sólo lo tiene en su función de formalización. El pensamiento freudiano —a menudo muy crítico, es verdad, en este aspec­ to—, por el contrario, no abandona el punto de vista explica­ tivo. Pero su diferencia esencial con el pensamiento hermenéutico es que no busca el sentido del mito en lo que este contiene o afirma, sino en su lazo con el inconsciente. A la inversa, el pensamiento estructural sólo le presta interés en la mera disposición de sus elementos, sin referencia al sen­ tido de estos. El psicoanálisis se esfuerza por interpretar el mito y su lógica, a través de lo que parece deformado, omiti­ do, tachado, censurado. De tal modo se sale del dilema sen­ tido o forma, porque se plantea que uno y otra están mutila­ dos, truncados, modificados para enmascarar esa elisión. Es muy posible, entonces, que la verdad del mito no consista en que este se reconstituye en su totalidad, se reconstruye e incluso se construye —por primera vez, en el límite—, sino que sea necesario buscarla en el camino que permitió en­ contrar las vías de la deformación, la omisión, la tachadu­ ra y la censura. Aquí, el sentido no podría separarse de sus distorsiones; sería ese mismo ocultamiento, sólo accesible por la operación del develamiento. Eso es, me parece, lo que sitúa la posición psicoanalítica al margen, fuera del dilema de la posición hermenéutica y la estructural. El develamiento sería diferente de la desmitificación. La verdad quedaría entonces en suspenso y jamás alcanzada. Sólo podrían recorrerse los caminos que permi­ ten situarse en su línea. El principio de identidad fue durante mucho tiempo el terreno sobre el que debía fundarse toda verdad. Con Freud, la no identidad consigo mismo revela la verdad del deseo más claramente que el recurso a la mera identidad. El inconsciente revela la diversidad de lo no idéntico a sí mis­ mo. El concepto de castración abraza las formas aparente­ mente tan alejadas del destete, el adiestramiento esfinteriano o la castración propiamente dicha y pone bajo una misma enseña pecho, heces y pene, como concepto de la «co­ sita que puede desprenderse del cuerpo». Se descubren hi­ pótesis heurísticas más fecundas que la sacrosanta identi­ dad. Así se perfila la problemática de lo que puede ser un concepto inconsciente en su relación con la verdad. La no identidad consigo mismo tiene valor de máscara, vela el deseo. Corresponderá a la demanda revelarlo me­

diante el análisis de los caminos que toma en la transferen­ cia. Al dirigirse así al Otro, revelará en el mismo movimien­ to que, si la verdad es verdad del deseo, es el Otro quien po­ see su código, que permite descifrarla al propio tiempo que ella descubre el objeto susceptible de responderle. La ver­ dad del deseo del Otro es su ley que, al fijar su regla y sus barreras al deseo, mantiene la sutura de las generaciones. Aquí se descubre un horizonte para nuestra reflexión. Si la verdad del deseo remite al Otro y el deseo y la ley se co­ rresponden, fijando un interdicto a la satisfacción del pri­ mero y no permitiendo más que los rodeos de la demanda, ¿cómo conoceremos el sentido de esa verdad cautiva? Esta sólo constituye al sujeto en el rechazo opuesto a esa renun­ cia —rechazo de esta barrera, así como negativa a someter­ se a ella— y nos permite su develamiento por la transgre­ sión. Transgresión de la ley que prescribe los lugares y los territorios en el área familiar. Transgresión del sujeto en el psicoanálisis, que, como Edipo, quiere saber. Y esa es la única condición de posibilidad del saber. Si Edipo no hubiese matado a su padre en Potnias y com­ partido el lecho de su madre en Tebas, si no hubiera convo­ cado a todos los que poseían los fragmentos dispersos de aquello de que hablaba el oráculo, nunca habríamos sabido cuál era la ley de nuestro deseo. La diferencia es eficaz, sólo ella recrea la distancia que nos empujará sin cesar a intentar reducirla por completo. Ese fracaso nos llevará, sin embargo, a los caminos de la verdad.

Sincronía, diacronía - Estructura, historia Para terminar, hay que mencionar la nueva reflexión sobre las relaciones entre historia y estructura. Greimas30 hace notar que la posición saussuriana se basa en un deno­ minador común «crónico» que se divide en sin-cronía y dia­ cronía y ve en una perspectiva a-crónica la solución que evi­ 30Algirdas Julien Greimas, Du sens, vols. Iy II, París: Seuil, 1970-1983. lEn torno al sentido, Madrid: Fragua, 1973, y Del sentido II, Madrid: Gredos, 1989.1

ta internarse en ese callejón sin salida. En ese concepto, la estructura mantiene su sentido sin prejuzgar de su dimen­ sión espacial o temporal. La estructura esclarecería o gober­ naría tanto la sincronía como la diacronía. Podría postular­ se que la estructura es siempre el resultado de una inscrip­ ción, tanto más reveladora cuanto que llevará las marcas de las distorsiones del texto. La estructura sería una escritura, como lo dejan suponer las aperturas recientes de Jacques Derrida.31 Esta conservación de la diferencia que constitui­ rá la huella sólo cobrará para nosotros su pleno sentido co­ mo huella siempre evanescente, siempre bajo la amenaza de la borradura y siempre, como mínimo, barrada. Que sea también aquí constituyente de una memoria nos parece im­ portante porque en ella reencontramos la figura del padre muerto: a tal punto insiste esa memoria para hacerse reco­ nocer en los efectos de escansión del significante. Por ello, será menos la salvaguardia de un texto establecido que el movimiento hacia, el abrirse paso, que permite no sólo recu­ perar lo que fue reprimido sino generar en su recorrido el di­ bujo latente de una escritura que, para ser leída y entendi­ da, espera que una mano y un pensamiento la formulen o simplemente la formen. Está allí, a la espera de su adveni­ miento. Lo cierto es que quedará sin resolverse la irreversibilidad del orden del rumbo diacrónico: irreversibilidad del or­ den de las generaciones, irreversibilidad de la sucesión de los objetos del deseo, irreversibilidad de las represiones, aunque se produzcan en el aprés-coup, irreversibilidad, a fin de cuentas, de la progresión humana de la vida a la muerte. Nuestro análisis discursivo de la diacronía en Freud, que nos llevó muy lejos del punto de partida, debe llegar a su término. Si la verdad se encuentra en la encrucijada de la sincronía y la diacronía, ese cruce revela para el psicoana­ lista la presencia del sentido (como simbólica y como direc­ ción) en cuanto está ligado a la coacción (la represión) que lo obliga a transformarse y disfrazarse. Coacción de la sincro­ nía que indica que el sujeto no está fuera del conjunto que lo constituye en el seno de los lazos que lo unen a sus progenin Jacques Derrida, De la grammatologie, París: Minuit, 1967. [De la gramatología, México: Siglo JQÍI, 1971.]

tores. Coacción de la diacronía en el hecho de que nada pue­ de invertir el sentido de la trayectoria desde el nacimiento hasta la muerte, desde la condición de hijo hasta la de pa­ dre, más o menos metafóricamente asumida. Hace falta, sin duda, más de una operación para que al levantarse la más­ cara no sólo se revele otra máscara. Si es ilusoria la espe­ ranza de dar alguna vez con el rostro de la verdad, la sorpre­ sa en la cual se advierte el signo de dicho encuentro será dar, en una de estas etapas,- con un espejo que mire al su­ jeto.

2.Lo originario en el psicoanálisis ( 1991)

«¿Sabes siquiera de quién eres hijo?».1Tiresias lanza a la cara de Edipo esta pregunta, repitiendo sin saberlo, años después, las palabras de un ebrio que lo había tratado de «hijo putativo» en la corte de Corinto. De tal modo, Tiresias vuelve a poner en marcha elprimum movens que por enton­ ces había hecho que Edipo se precipitase a Delfos para in­ terrogar al oráculo. Esta pregunta de los orígenes replantea­ da por Tiresias se enuncia en el momento mismo en que Edipo espera otra vez la respuesta de Delfos sobre la causa de la peste de Tebas y el remedio a administrar a la ciudad. Así se nos anuncia ya la sorprendente constatación: el enig­ ma de lo originario se plantea en la repetición. Pero acaso sea también en el momento en que ciertos indicios hacen presagiar que podría estar a punto de revelarse cuando la cuestión de su misterio engendra el mito más improbable. Enterado por el mensajero de Corinto de la muerte de Pólibo y, al mismo tiempo, de que no es en absoluto su hijo, Edi­ po, prematuramente aliviado, entra en trance, se declara hijo de la Fortuna, quizás hijo de Pan e incluso —¿quién sa­ be?— de Apolo Loxias. La sed de la cuestión de sus orígenes lo embriaga un instante con el fantasma originario, demo­ rando un momento la obligación de beber el amargo brebaje de la verdad. El deseo de saber lo había impulsado a consultar, en Del­ fos; y el temor a saber en el momento en que presiente que va a encontrar lo que busca lo lleva a inventarse ese origen divino, ¡cuando en realidad acaba de atribuir a Yocasta la decepción de enterarse de que no es de estirpe real! Sófocles, dialéctico de la acción trágica, profetizará por intermedio de Tiresias: «¡Ese día te hará nacer y te aniquilará!».2 1 Sófocles, Oadipe-Roi, traducción de Jean y Mayotte Bollack, París: Minuit, 1985. |Edipo Rey, en Tragedias completas, Madrid: Cátedra, 1998.1 ¿ Ibid.

«In my beginning is my end», reiterará veinticinco siglos después T. S. Eliot. Eso es lo que nos hace comprender que el fantasma de los orígenes no sólo es el retomo al comienzo. Concierne también a nuestra relación con la muerte. Como se sabe, el complejo de Edipo marca, con la cues­ tión de los orígenes de la neurosis, la de los orígenes del psi­ coanálisis. Al nacer, este da con la seducción, en su sentido más fuerte, puesto que se trata nada menos que de la ame­ naza incestuosa.3 La acusación paterna es pesada. Y para Freud se extiende hasta su propio padre.4 ¿Con el único pro­ pósito de disculparlo decide entonces que es demasiado —¡no todos los padres pueden ser perversos!— y opta por otra hipótesis? Al enfocar el proyector en la sexualidad, Freud quiere reconocer con claridad el accidente de la se­ ducción —el trauma—, no la perversión generalizada. Bus­ ca en otra parte la causa de esa generalización: en el fantas­ ma de seducción. Lo que no se dice entonces es el porqué de la elección del fantasma como soporte de la generalización. Eso quedará para más adelante. Aclarémoslo enseguida: los pasajes que suelen citarse sobre el abandono de la neurótica no significan el abandono del trauma como causa eventual de la neurosis sino de la teoría traumática, a saber, de la presencia de etiología traumática en todos los casos. Alo lar­ go de toda su obra, Freud no dejará de repetir, cada vez que recuerde su famoso viraje de 1897, que sería erróneo, sin embargo, concluir de ello que la invocación del trauma está siempre desprovista de fundamentos. Al contrario, es mu­ cho más frecuente de lo que se sospecha. Resumámoslo con una palabra: el trauma es lo coyuntural, lo accidental, lo aleatorio; el fantasma es lo estructural, lo regular, lo cons­ tante. El trauma puede existir más frecuentemente de lo que se cree; en ese caso, «realiza» el fantasma. Volvamos a Edipo: si la tragedia es el efecto del trauma en el aprés-coup,5 el mito será pues, en el plano colectivo, el 3 En los Estudios sobre la histeria, Freud disculpa en varias oportunida­ des al padre atribuyendo la seducción al tío, lo cual rectificará en las edi­ ciones ulteriores. 4 F. Gantheret, «Habemus Papam!», Nouvelle Revue de Psychanalyse, n° 38, págs. 61-70, cartas del 8 y el 11 de febrero de 1897. 5 En la pieza de Sófocles, los crímenes (parricidio e incesto) ya se han producido; además, su teatralización sobre el escenario remite al especta­ dor a una historia supuestamente verdadera, o que lo fue en los tiempos heroicos.

correspondiente del fantasma6 en el plano individual. En cuanto al complejo, es la teoría, o sea el conjunto articulado, pensado, que se encama de manera más o menos completa en los albures de una historia singular. Una vez más, el pa­ radigma edípico habrá sido útil. Volveremos a encontrarlo en el resto de nuestra exposición. No es sólo una ilustración. Ejemplar de una problemática de los orígenes, inaugura una mutación. Después de Freud, lo que queda definitiva­ mente modificado es el status del sujeto. En lo sucesivo ya no es posible hacer referencia a un cogito trascendental, ba­ samento último e inalienable de la subjetividad. Todo sujeto se define necesariamente por la relación con sus imágenes parentales «originarias»: está unido a quienes le dieron la vida y estará ligado a ellos por los lazos del incesto y el parri­ cidio, de la sexualidad y la muerte. Por su sexualidad se ma­ nifiesta el deseo de repetir el acto que le dio origen; por su deseo de muerte, desecha el obstáculo que podría impedír­ selo pero que lo hace caer bajo la amenaza de aquello ante lo cual no retrocede su deseo. Para la biología de hoy, sexuali­ dad y muerte van de la mano; la diferenciación sexuada condena al individuo a la muerte. Pone fin a la perpetuación indefinida de una monosexualidad escisípara, pero instau­ ra en cambio el régimen de la alteridad por la diferencia. Lo que la biología modeló en la especie y el psiquismo reescribe a su manera y por su propia cuenta, la reflexión lo sufre de contragolpe, luego del psicoanálisis. «Yo» {«je»] sólo es definible en la relación con sus orígenes y por eso mismo con lo originario. Una relación semejante, ya lo veremos, no es concebible más que en el aprés-coup y pone al descubier­ to, como dice Freud, que todo individuo fue «en germen» un Edipo en su infancia. Por eso lo originario es también y ne­ cesariamente relación con lo que es potencialidad y cumpli­ miento, y plantea la cuestión de los caminos que unen una al otro. Origen del sujeto-origen del deseo. Y sin embargo, volviendo al caso de Edipo, la materia del trabajo de Sófo­ cles no era —ahora lo sabemos mejor gracias a Marie Delcourt—7 más que un conjunto de mitemas esparcidos que no estaban unidos por ningún vínculo necesario. En un 6 El mito es una historia que circula en la colectividad y no es sino el objeto de suposiciones: «Se cuenta que. . 7 Oedipe ou la légende du conquérant, París: Droz, 1944.

principio, nada presagiaba que ese montón formaría la leyenda más célebre de la antigua Grecia. Cuando el saber intuitivo de un trágico se apoderó de él, justificó esa celebri­ dad popular y creó también, más allá del espectáculo, una obra para el pensamiento —una teoría «en germen»— resis­ tente a las numerosas inconsistencias lógicas que podrían descubrirse en ella, para alcanzar una verdad,8 fuente de un comentario infinito. Mito, tragedia, teoría y verdad: esos son los protagonistas que no vamos a dejar de encontrar en el resto de este examen de los fantasmas originarios.

Advertencia Cuando expongo este cuestionamiento en tomo de los fantasmas originarios, siento cierta turbación. La reflexión que presidió esta redacción me empujó constantemente a uno y otro de los polos entre los cuales se divide. Tan pronto se trata de datos relativos a la experiencia aportada por el psicoanálisis infantil o la observación de niños, como de los producidos por el psicoanálisis de adultos, uno y otro consti­ tuyentes del fondo común de la experiencia clínica, fuente irreemplazable de la teorización. Pero pronto se suman, a unos conocimientos relativamente consolidados que cual­ quiera puede verificar (para enriquecerlos o impugnarlos), hipótesis inverificables que suscitan controversias muy pre­ visibles. Más aun: para establecer la relación entre los datos clínicos y las hipótesis sostenidas, es necesario, cuando se acude al texto fundador, originario, de Freud, analizar el ra­ zonamiento freudiano, sus sobrentendidos, sus presupues­ tos epistemológicos. Siendo así, es conveniente oponer a es­ te conjunto lo que nuestra experiencia contemporánea agre­ ga a la de Freud. Por eso mismo, esta actitud es susceptible de relativizar las tomas de posición de este último. De igual modo, no podría sostenerse que, en el estado actual de nues­ tros conocimientos (clínicos y científicos), estos dejan intac­ tas las tesis de Freud, ni que su epistemología sigue siendo la nuestra. Hay que señalar además los aspectos teóricos de divergencia. Pero ¿por qué esta referencia a Freud —esta 8 A. Green, «Oudipe, Freud et nous», en La déliaison, op. cit.

reverencia, dirán algunos— como preámbulo a cualquier exposición? Vale la pena plantear la pregunta con respec­ to al tema de los orígenes. Nuestra relación con el corpus freudiano es la que mantenemos con nuestro originario de pensamiento. Diremos: ¿con nuestro fantasma originario? No habría motivos para ruborizarse, puesto que el mismo Freud calificaba su metapsicología de fantasmatización.9 Pero demasiadas veces se ha criticado cierto aspecto, cerca­ no a la actitud con referencia al dogma religioso, de la rela­ ción de los psicoanalistas con Freud, para que nos abstenga­ mos de detenemos allí. Ya tuve la oportunidad de explicar la triple característica de la relación de Freud con el psicoanálisis. Freud está en el origen del psicoanálisis. Es el fundador de la disciplina que antes de él no existía. Es también su pensador más original, aquel cuya coherencia, profundidad e invención teóricas siguen siendo las más vigorosas hasta hoy. Por último, lo esencial de su pensamiento funda un sistema de explica­ ción, mediante la referencia a un pasado considerado, en el aprés-coup, como lo originario del sujeto, de su deseo, de la psique, etc. Estos tres aspectos pesan mucho sobre la poste­ ridad de Freud y el porvenir del psicoanálisis. A menudo su­ cede que una disciplina existe antes de ser oficialmente de­ nominada. Su nacimiento no constituye más que una toma de conciencia de su objeto y una delimitación de las metas que se pondrán de relieve a lo largo de su desarrollo. Lamarck bautiza la biología, no la crea. Sus sucesores tampoco lo consideran como el mayor biólogo. Hoy, pocos psicoanalis­ tas discutirían a Freud el título del más grande de los psico­ analistas. La mayoría de las veces, aquel a quien se tendrá por «el más grande» sólo nace cuando la disciplina ya existe desde cierto tiempo atrás. Reconocido por su valor, no es «originario», sino que ocupa el lugar de un eslabón en la ca­ dena, sin duda decisivo, pero poco más que un eslabón. El caso de Freud es, por tanto, singular. De todas maneras, ele­ gir a un biólogo como «el más grande», se trate de Darwin, Claude Bemard o Pasteur, no significa empero que se siga adhiriendo a sus tesis. El reconocimiento se aplica aquí al 9 Sigmund Freud, «Analyse avec fin et analyse sans fin», en Résultats, idees, problémes II, traducción de J. Laplanche et al., París: PUF, 1985. [«Análisis terminable e interminable», en AE, vol. 23, 1980.1

adelanto que permitieron sus trabajos, no a una adhesión eterna. ¿Cuál es la razón, entonces, aunque se reconozca a Freud como «el más grande», de que aún se encuentren freudianos que llevan la fidelidad al maestro al extremo de creer que sus ideas siguen siendo íntegramente verdade­ ras? Aun cuando se tenga a bien admitir el carácter discu­ tible e incluso caduco de ciertas concepciones de Freud, al continuar no obstante adhiriendo a ellas se rinde homenaje al sentido de la complejidad del fundador del psicoanálisis, a pesar de dejar de lado algunos aspectos de detalle. El ejemplo de lo originario lo ilustra bastante bien. La teoría de los orígenes de Freud sólo se aclara cuando se la reincorpora al conjunto del que es parte integrante, conjunto en sí mis­ mo muy contradictorio (teoría del desarrollo, intemporalidad del inconsciente, aprés-coup, compulsión de repetición, huellas mnémicas filogenéticas, etc.). Hoy se comprueba, por un lado, que este conjunto no está sometido a una exégesis suficiente. No dio lugar a una teorización de sus diferen­ tes componentes, ni a un examen de las articulaciones de estos, ni a su actualización. Además, una tendencia (el pun­ to de vista evolutivo) ganó la mano a todas las demás y se inclina de hecho a presentarse como teorización necesaria y suficiente de la problemática temporal en psicoanálisis. Se suprimió la riqueza semántica y epistemológica de las con­ tradicciones heurísticamente fecundas del corpus freudiano en favor de un empirismo psicológico. «Si quieren resolver el problema de los orígenes, examinen su aparición en la cro­ nología del desarrollo». Vale decir: vayan a la fuente y no se conformen con lo que el adulto les cuenta a posteriori sobre la infancia. Remóntense mediante la observación hasta donde ninguna inscripción de ese pasado permitirá jamás recuperarlo por la memoria. De ese modo tendrán de su lado las posibilidades de la exactitud, se oye decir. Para nosotros, el examen de lo originario estará fundado en un proceder reflexivo que, en la medida de lo posible, se esforzará por si­ tuarse a la altura de la complejidad del objeto de estudio, con el riesgo de pasar por alto una verosimilitud que sólo en­ cuentra su criterio de verdad con respecto a la racionalidad de los testimonios sobre lo observable o lo que se infiere de ello, cuando en realidad la hipótesis del inconsciente decla­ ra la caducidad de lo obtenido mediante el examen de los da­ tos sensoriales.

Acaso ahora se comprenda mejor por qué esta cuestión del fantasma de los orígenes nos hace oscilar entre el exa­ men de los hechos más inmediatamente comprobables por cualquier psicoanalista y las especulaciones más aventura­ das que los científicos rechazarán sin apelación. Retomada en ese nivel teórico, la discusión nos arrastrará a la oposi­ ción de las perspectivas más razonablemente aceptables y las construcciones dialécticas más frágiles, pero tal vez más verdaderas que las que se pretenden verosímiles porque in­ tentan enunciar una mayor cantidad de parámetros que no aparece en la superficie.

Teorías sexuales infantiles y novela familiar En la linde de ese campo teórico, hay coincidencia entre lo que aparece en primer lugar en la obra de Freud, lo que se deja observar más inmediatamente por la mirada que el psicoanalista echa sobre la infancia y lo que se satisface con una explicación que cualquier conocimiento del niño permi­ te constatar, sin especulaciones inútiles. Estamos aquí en el dominio propio del fantasma de los orígenes, que debe dis­ tinguirse del fantasma originario. Poco después de la publicación de los Tres ensayos de teo­ ría sexual, el análisis del pequeño Hans sumerge a Freud en la frescura siempre asombrosa del cuestionamiento infantil sobre el mundo y los seres. Los padres, en especial las ma­ dres, conocen desde siempre la edad del «¿por qué?», que posterga indefinidamente el seudoesclarecimiento aportado por cada tentativa de respuesta del adulto. Lo que toca des­ cubrir a Freud es el objeto principal de la curiosidad infan­ til: «¿de dónde vienen los niños?», con los corolarios que se derivan sobre la diferencia de los sexos, la concepción y el nacimiento. Esto le brinda entonces la oportunidad de des­ cribir las Teorías sexuales infantiles (1908). ¿Será descubrir la pólvora hacer notar que el niño de las teorías sexuales de­ be esperar hasta llegar a la edad en que se adquieren las ca­ pacidades de síntesis imaginaria y lógica fantasmática? La teoría sexual, por lo tanto, no es asimilable a una actividad fantasmática espontánea que surja del funcionamiento pul­ sional. Sin discutir que pueda estar precedida por una acti­

vidad psíquica de ese tipo, la edad de las teorías sexuales (que es también la del Edipo) implica el acceso a una concep­ ción balbuceante de la causalidad. Podría decirse que la ad­ quisición de esa capacidad, que quizá se benefició con el aguijón constituido por esos cuestionamientos, se desloma por aplicarse a un dominio en el que falta la claridad. ¿Para qué servirían las mencionadas teorías si no fuera para bus­ car la causa de los enigmas atesorados por los padres? Freud tiene razón, a buen seguro, al denominarlas «teo­ rías», porque su función es tranquilizar al psiquismo contra el peligro de incoherencia, es decir de caos, de incomprensi­ bilidad, de imprevisibilidad. Pero ¿por qué temer semejan­ tes peligros? A causa, sin duda, del misterio y la mentira parental. De todas maneras, si esta fue más marcada en las generaciones anteriores, los padres más instruidos (y los de Hans ya lo eran) dan a las preguntas insistentes de los ni­ ños unas respuestas que son menos increíbles pero que, a la luz de un examen atento, revelan muchas ambigüedades, más o menos calculadas. El ejemplo más célebre, para ate­ nemos a él, es el de la madre de Hans. Madre: «¿Qué miras de ese modo?». Hans: «Sólo miro si tienes un pipí». Madre: «Por supuesto. ¿Así que no lo sabías?». Aquí nada se disimula. La mentira también está allí, pe­ ro por omisión. Nadie puede dudar que Hans quiere decir implícitamente: «un pipí como el mío». Por ello, la respuesta de la madre, que tendría que haber sido: «sí, pero no como el tuyo», significa: «somos iguales» y constituye una renega­ ción de la diferencia de los sexos. Ese pasaje comentado con tanta frecuencia está disociado del inmediatamente prece­ dente, cuando Hans pregunta a su padre si tiene un pipí. Y la réplica: «pero sí, claro». Casi no se presta atención a la reacción del niño: «pero nunca lo vi cuando te desvistes». En suma, frente a ese problema de la diferencia de los sexos que activa su intelecto, Hans no puede contar con la percep­ ción. Cuando debería ver el pene de su padre, no lo ve (alu­ cinación negativa del niño o disimulo del padre), y cuando debería constatar la falta de pene de su madre, duda de esa inexistencia porque hace la misma pregunta a los dos pa­ dres sin poder contar con lo que ve con sus propios ojos. En otras palabras, el referente «pene» no se deja aprehender simplemente por los sentidos. La atribución de un pene a to­

dos los seres fue cuestionada por los autores que quisieron destacar los caminos propios de la sexualidad femenina. No obstante, parece que, en el caso de la niña, la especificidad de su desarrollo la lleva sin duda a concebir la existencia de ese pene femenino quizá más tardíamente y a partir de la búsqueda de la explicación de su falta. En consecuencia, se trata en sustancia de una «teoría» retroactiva. Es poco habi­ tual que esté ausente, aun cuando el punto de partida y el momento de aparición seán diferentes. Pues la cuestión planteada por la diferencia de los sexos es la del origen del sexo femenino; no se plantea ninguna con respecto al sexo masculino, tal vez debido a su visibilidad. El fantasma de castración da la respuesta, sobredeterminada por la fuente de placer encontrada por el niño gracias al pene o el clítoris. De modo que la teoría de la castración es la que «explica» el sexo femenino. También es el enigma de la sexualidad femenina (e in­ cluso maternal) el que empuja a la construcción de las teo­ rías sexuales relativas a la concepción. Concebir es el verbo común a engendrar y comprender. Comprender es captar cuál es la causalidad actuante en el nacimiento de las cosas y los pensamientos. Engendrar es poner esa causalidad en acto. Sentiríamos la tentación de relacionar las teorías sexua­ les de los niños con las teorías «antisexuales» de los adultos (cigüeña, repollo y sus versiones modernizadas, «semillas», que para un niño están completamente al margen de la sexualidad), si no fuera porque algunos ejemplos —el hijo de Melanie Klein que prefería la teoría de la cigüeña ex­ puesta por la vecina a las explicaciones pormenorizadas de su madre, lo que no dejó de encolerizar a esta— hacen pen­ sar que la necesidad de esclarecimiento de los niños va de la mano con un temor a la aclaración y una preferencia por las explicaciones de los cuentos. Así, la escena primitiva se in­ terpreta con una constancia sin excepción como un acto de violencia y agresión, y nunca de amor. ¿No es porque no hay nada más intolerable para el niño (de ambos sexos) que el goce de la madre por otro, y sobre todo de una manera que no está a su alcance ni comprender ni provocar? No es fácil aceptar que alguien sea más amado por la madre que uno mismo, y aún más difícil concebir esa forma de amor. Cuestionamiento análogo con respecto al nacimiento. Se sabe

hasta qué punto las explicaciones sobre la entrada del bebé al cuerpo de la madre suscitan perplejidad en cuanto a su salida. Si la defecación es la solución más frecuente (cf. Hans), otras se fundan en una analogía imaginaria (entre los pechos, bajo la axila, por el ombligo, etc.). Además, la teoría rectal tiene efectos retroactivos: si el nacimiento es como la defecación, la concepción sería como la alimenta­ ción. Aquí, la teoría sexual concierne a la estructura del cuerpo femenino. Es la pregunta del varón con respecto a su madre. ¿Y la niña? ¿Se plantea los mismos problemas? De otra manera, sin duda, pero casi no escapa a la interroga­ ción sobre la ausencia de pene materno y menos aún, puesto que está directamente interesada en ellos, a los enigmas de la concepción y el nacimiento de los niños. El tríptico descripto por Freud: atribución de un pene a los humanos de ambos sexos, escena primitiva y concepción según el modelo del coito sádico, parto por el ano, tiene una vigorosa coherencia. He aquí, entonces, en qué consisten esos fantasmas de los orígenes: - designan el dominio central de lo desconocido y escla­ recen su papel movilizador para el intelecto (diferencia de los sexos, concepción y nacimiento); - conciernen a la sexualidad propia del sujeto con rela­ ción a la sexualidad parental, en una relación implícita de generación histórica; - efectúan una reducción de los fantasmas posibles a un pequeño número, que se articulan entre sí, unidos por un sentido conexo; - tienen, a través de la fantasmatización, un valor etiológico: son teorías sobre los orígenes; - constituyen una mezcla de verdad y falsedad. La ver­ dad radica en el descubrimiento de lo que está en cuestión: la sexualidad; la falsedad se asocia a la elaboración fantas­ mática por insuficiencia de los datos de la realidad y desa­ rrollo apenas contenido de las creencias imaginarias en re­ lación con el principio de placer-displacer. Como tales, po­ nen en escena una anatomía, una fisiología y una psicología imaginarias, pero hacen intervenir mecanismos lógicos (causalidad del embarazo y el nacimiento, así como de la di­ ferencia de los sexos, castración y renegación de la vagina, etcétera);

- son la matriz de soluciones perversas, neuróticas y psicóticas por las elaboraciones defensivas que provocan y que no escapan tampoco a la lógica: renegación, denegación, re­ presión, forclusión, etcétera. Los fantasmas de los orígenes constituyen modelos de explicación histórica: dicen «por qué», a la manera de los mitos que dicen también «cómo era antes». Puede compren­ derse cómo llegan esas teorías a fundamentar la concepción de la «primacía del falo» defendida por Freud. Pero me pa­ rece que su valor estriba sobre todo en el hecho de que la causalidad de los orígenes es y no puede ser más que una fantasmática del cuerpo sobre el cuerpo y los cuerpos, entre los que se incluyen los de los padres que son nuestro origen. Fantasmática del cuerpo, a causa del placer sentido al po­ ner en actividad la sexualidad, sobre el cuerpo, a partir de las preguntas relativas al surgimiento de su propio placer, y por último sobre los cuerpos, por alusión a lo femenino y lo masculino encarnados por los padres. Lo vivido, lo percibi­ do y lo imaginado convergen en la construcción del pensar, fuente de toda teorización. Con el placer propio del niño se articula la cuestión implícita del placer parental (¿igual?, ¿diferente?) y el juicio de los padres con respecto al placer in­ fantil. La observación aporta su cuota a esta fantasmática. Pe­ ro hemos podido constatar que la percepción del niño estaba a menudo sometida a su deseo (o a sus angustias). Más que resolverlo, la percepción estimula el enigma. Pone en movi­ miento la búsqueda psíquica. Que el niño crezca en el vien­ tre de su madre es algo que puede aceptarse con facilidad. Sin embargo, el analista siempre se sorprende ante la am­ nesia referida a los embarazos de la madre correspondien­ tes a los hermanos y hermanas menores. Pero ¿cómo entra y cómo sale el niño de allí? En suma, sucede aquí lo contrario de los manuales de ajedrez: sólo pueden teorizarse las aper­ turas y los finales de partida, muy poco el medio juego; en el caso de las teorías sexuales infantiles, los más problemáti­ cos son las aperturas y los finales. El status de la sexualidad es uno de los más ambiguos. No se puede más que insistir en la fuerte coloración que la analidad impone a esas teorías. La hipótesis de la posesión de un pene por la mujer, pene que ella habría perdido, indu­

ce a concebir la escena primitiva como castración de la ma­ dre por el padre, sin duda, pero también como una penetra­ ción anal (de allí la frecuencia de las representaciones a tergo), así como se supone que el alumbramiento se produce por el ano. Las otras concepciones del parto parecen atribuibles a represiones secundarias o desplazamientos. En esta actividad de teorización se lleva a cabo un enor­ me trabajo psíquico, que pone en relación las observaciones concernientes a la desnudez del cuerpo femenino, a sus mo­ dificaciones en la pubertad y eventualmente en el embara­ zo, a lo que pudo percibirse o adivinarse de las relaciones se­ xuales de los padres, etc. Pero una actividad semejante re­ quiere sobre todo una elaboración de los datos de la observa­ ción, una síntesis de lo visto, lo oído, lo sentido en el propio cuerpo, lo imaginado, lo racionalizado, cercana a lo que se capta intuitivamente y que critique las insuficiencias o las contradicciones insostenibles del discurso parental. Esas teorías son ya una actividad intelectual, que abreva no obs­ tante en las fuentes fantasmáticas y pulsionales. Lo cierto es que aun en ese nivel se plantea una pregunta. No deje­ mos de ser niños; preguntemos: ¿por qué? ¿Por qué, en efec­ to, la abundancia de los fantasmas permite alinearlos de­ trás de algunos de ellos, que parecen tener la propiedad de organizar al resto? ¿A qué atribuir su poder de atracción? No todas las teorías sexuales se refieren a los orígenes, así como no todo lo que compete al origen se expresa a tra­ vés de una teoría sexual. Es lo que sucede con la novela fa­ miliar, que no puede no asociarse al fantasma de los oríge­ nes, porque impulsa a atribuirse otros padres, en general más ilustres. Freud analiza su razón de ser con fineza y pe­ netración. Si bien el motivo más frecuente está en la bús­ queda de consuelo frente al sentimiento de la pérdida de amor, a raíz de la severidad de un padre, la novela familiar también puede desculpabilizar algunos deseos modificando la relación de parentesco mantenida con un objeto parental. Pero, ¿cuál puede ser la novela familiar de un príncipe? Mientras que en las teorías sexuales el misterio tiene que ver con las funciones corporales y el erotismo asociado a ellas, en la novela familiar son las identidades sociales las que constituyen la materia del fantasma. En las primeras, el cuerpo es el teatro donde se representan los actos de la se­ xualidad imaginaria. Y esas «escenas», cuando la represión

provoque un cortocircuito en ellas, darán lugar a la conver­ sión histérica. La calidad «social» de las personas afectadas por la teoría sexual infantil no juega ningún papel. Sólo cuenta lo que vincula el cuerpo del niño al de los padres. En ese sentido, la teoría sexual es más «fundamental» que la novela familiar. Esta es una fábula: en ella, los personajes se definen por sus atributos legendarios: rey padre, reina madre, princesa hermana, príncipe hermano, etc., míticos con respecto a la realidad cotidiana. La intriga amorosa o ambiciosa extrae sus peripecias de esa calidad. Las teorías sexuales anclan el cuerpo del niño en el de los padres; la no­ vela familiar intenta realizar el destino del héroe alejándolo de su hogar en busca de nuevas aventuras. Se diría que las teorías sexuales infantiles hablan de un tiempo en el que aún no había reyes, reinas, príncipes y princesas. Un tiem­ po verdaderamente originario, prehistórico. Tiempo, acaso, de una historia natural que nada sabe de las distinciones del orden social. Esa sería la causa, puede decirse, de la po­ derosa marca que la narrativa «artística» imprime en la no­ vela familiar, mientras que la actitud explicativa científica domina las teorías sexuales infantiles. Dialécticamente, Freud mostrará que la meta secreta de la novela familiar es restablecer la idealización de los padres primitivos «origina­ rios» cuando está en trance de instaurarse una apreciación más realista de ellos. En suma, la desidealización impulsa­ ría un cambio reidealizante. Se ve con claridad, entonces, que los fantasmas tienen una función de regulación tempo­ ral, anuncio de la gran cesura de la adolescencia que aban­ donará los despojos de la novela para inaugurar el nuevo capítulo de la desilusión de la adultez. Los fantasmas de los orígenes se despliegan en dos direc­ ciones, probablemente porque contienen ambas: por un la­ do, la teoría, es decir, la búsqueda de una explicación articu­ lada, razonada, que precisa recurrir a la imaginación para dar respuestas más satisfactorias; por el otro, la novela —o el romance—, o sea, la narratividad que es quizás el modo de causalidad propio de la historia. La causalidad de las teorías sexuales sería más sincrónica, y la novela familiar, más diacrónica. Teoría y novela serían, por lo tanto, las dos fuentes del fantasma —de todo fantasma—, del que los fan­ tasmas de los orígenes no representan sino una modalidad ejemplar. Repitámoslo una vez más: si Freud comprende la

dependencia de la metapsicología con respecto a la fantasmatización, si reconoce la parte de ficción o novela que hay en su teoría, es porque la novela no se utiliza aquí por su po­ der distractivo o seductor, sino porque su puesta en acción nos devela su función esencial para el psiquismo. Si la teo­ ría es novelesca, es porque la novela también tiene una fun­ ción teórica. Y si los dos afluentes, teoría y novela, vierten sus aguas en el río del fantasma, el recurso a este nos brin­ da la posibilidad de remontamos hasta las fuentes de la ac­ tividad psíquica. Freud creía haber descubierto un «Caput Nile» [«nacimiento del Nilo»]. Quizás el análisis del fantas­ ma nos permita el de un psiquismo originario en condicio­ nes de damos las claves de lo que determina el pensamiento de los orígenes, a fin de construir las teorías adultas del psi­ quismo. Hasta aquí, el examen de la cuestión de los oríge­ nes no nos había hecho remontar el curso del tiempo más allá del momento en que el niño comenzaba a interrogarse sobre las cuestiones más serias de la existencia. Práctica­ mente no era necesario ir más lejos. Pero ya asoma el cuestionamiento del espíritu ávido de explicaciones: «¿Por qué todos los niños se interrogan? ¿Por qué coinciden en las mis­ mas hipótesis fundamentales?».

Realidad psíquica Si bien son fácilmente detectables en el niño, las teorías sexuales infantiles no siempre se encuentran con facilidad en el adulto. Las más de las veces sucumben a la represión y se deducen de los retornos de lo reprimido. Al integrarse a lo reprimido, cabe imaginar que ejercen influencia sobre las represiones secundarias y producidas en el aprés-coup y que desempeñan un papel en la organización de la atracción de lo reprimido preexistente. En otras palabras, los aconteci­ mientos reprimidos se modifican y participan en la cons­ trucción de cadenas o redes mnémicas constituidas alrede­ dor de los ejes que representan. Por esa razón, las teorías sexuales infantiles, una vez reprimidas, asumen nuevas funciones. Por un lado, al integrarse a los recuerdos, ad­ quieren una «realidad» tomada de la realidad de estos; por el otro, al modelarlos y someterlos al orden que esas teorías

contribuyen a constituir (de acuerdo con los ejes de la dife­ rencia de los sexos, la concepción y el nacimiento), pueden intervenir en su deformación. Las teorías sexuales prefiguran, en el nivel de la ontogé­ nesis, las propiedades que más adelante Freud atribuirá a los fantasmas originarios de fuente calificada de filogenética. Volveremos a ello. Sin embargo, las funciones postu­ mas «realización» (realidad) y «deformación» (fantasma) no hacen más que plantear de la manera más aguda la cues­ tión de la verdad o la ficción postulada en 1897 a propósito de la seducción. Las teorías sexuales infantiles y la novela familiar inventadas entre 1905 y 1910 sólo darán respiro a Freud durante algunos años. En 1914 va a abrirse una se­ gunda etapa. Su nacimiento es complicado. La primera re­ dacción del análisis del Hombre de los Lobos data del invier­ no de 1914-1915 pero, debido a la guerra, el texto recién lle­ ga a manos del editor en 1918. Entretanto, algunos de los problemas suscitados por este análisis serán tratados en las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1915-1917), sin referencia al material que sirve de punto de partida a sus reflexiones. Estas se agregarán a la versión ulterior del «Hombre de los Lobos». Por otra parte, la primera mención de los fantasmas originarios es la de «Un caso de paranoia que contradice la teoría psicoanalítica». Todo hace pensar que la concepción filogenética de Freud cobra forma entre 1915 y 1917, que son también los años de la redacción de la Metapsicología (que sin embargo casi no habla de ella). Pero esa concepción está precedida por la de la realidad psíquica. Aunque no se la mencione, lo que se encuentra en el inicio de la teoría es la realidad material de los hechos in­ vocados por el paciente a lo largo de la cura, es decir, la de la ficción o la verdad de las experiencias infantiles traumáti­ cas a las que permanecería fijada la libido. ¡Vuelta al casille­ ro anterior a 1897! Freud concluye que no son exclusiva­ mente reales ni exclusivamente imaginarios. Lejos de cons­ tituir una razón para recusar su valor (pensemos en la mo­ dernización de este debate en términos de falsabilización y en la conclusión esterilizante a la que llevaría), esto obliga a Freud a modificar su idea de la realidad. La oposición reali­ dad-ficción pasará a ser realidad material-realidad psíqui­ ca. De hecho, esta conclusión se imponía desde el momento

en que Freud rechazó la hipótesis de la simulación en la his­ teria o la de la inexistencia real de los síntomas histéricos, juzgados con la vara de la causalidad orgánica y neurológica. La «realidad» que se asocia a los acontecimientos ficti­ cios posee su forma de verdad, porque el enfermo cree a pies juntillas en ella. El papel del analista no consiste en recu­ sarla —una pérdida de tiempo, por otra parte— sino en ana­ lizarla; la rectificación se produce espontáneamente tras el desmembramiento de la construcción psíquica. Tanto en el mundo de la neurosis como en el del arte, lo decisivo es la realidad psíquica. También en la infancia, probablemente porque esta constituye el origen de esos dos mundos. De to­ das maneras, en este problema como en muchos otros, a di­ ferencia de los psiquiatras de su época obsesionados por la idea de ser engañados por sus pacientes y prestos a cambiar su sombrero puntiagudo de médicos por el quepis del poli­ cía, Freud nunca desmiente el discurso de sus analizantes. Ya se trate de un síntoma histérico, obsesivo, paranoico o de cualquier afección, adopta siempre la misma actitud. Si el paciente manifiesta con vigor su creencia, es preciso que es­ ta tenga una razón. Y también es necesario buscar su «cau­ sa» a través de desplazamientos, disfraces, distorsiones. En el ombligo de la formación psíquica siempre se descubre un «núcleo de verdad» que es como el parásito en tomo del cual se aglomera el nácar de la perla para aislarlo y neutralizar­ lo, con lo que origina lo que constituirá el valor de una alha­ ja. No se ha señalado con insistencia suficiente que los dos casos que sirvieron como punto de partida de la tesis de los fantasmas originarios son una paranoia y una estructura psicótica: Schreber y el Hombre de los Lobos. En lo que se refiere al más originario de los fantasmas originarios, la escena primitiva, es poco frecuente que los pacientes afirmen haber presenciado el coito de los padres. Al contrario, cuando esto parece indudable ajuicio del ana­ lista (por ejemplo cuando el niño durmió en el cuarto de los padres hasta una edad avanzada), el analizante no conser­ va ningún recuerdo de ello. Simplemente aparecen indicios en los recuerdos encubridores, los sueños, los fantasmas, etc. El Hombre de los Lobos confesará a Karin Obholzer10 10 Entretiens avec l ’H omme aux Loups, traducción de Romain Dugas, París: Galiimard, 1981. [Conversaciones con el Hombre de los Lobos. Un psicoanálisis y las consecuencias, Buenos Aires: Nueva Visión, 1996.1

su escepticismo con respecto a la escena primitiva, cuando en realidad había recibido con un encogimiento de hombros las dudas que sobre el particular asaltaron a Freud en un momento del análisis. Así, el impacto de la realidad no obe­ dece al recuerdo de la escena real o a su naturaleza fantas­ mática que se hace pasar por real, sino que se deduce de la capacidad de esos fantasmas de ser estimulados por lo que a veces puede evocarlos a partir de las percepciones menos significativas en sí mismas, pero que, por asociación o reso­ nancia, los reaniman hasta hacerlos cobrar una significa­ ción explosiva. Eso es lo que permite sospechar su naturale­ za traumática. No porque se refieran a lo que habría pasado realmente, sino porque es como si hubiesen dejado en la psi­ que cicatrices indelebles y aún sensibles, prontas a desenca­ denarse como señales de alarma a la menor oportunidad. Me parece que esta facilidad de activación es uno de los ele­ mentos que llevó a Freud a atribuirles el status de una ins­ cripción registrada en la memoria de la especie. Una huella mnémica semejante explicaría un haz de rasgos: - el carácter general de los fantasmas de escena primiti­ va, la constancia con la cual se los encuentra, no pueden ex­ plicarse, ajuicio de Freud, por la mera alusión a la experien­ cia adquirida que varía según los casos; - la capacidad de resonancia con las constelaciones que los evocan en lo real, por analogía, es tan grande que la ex­ periencia individual en un nivel mínimo produce efectos desproporcionados con lo que los provoca; - el índice elevado de realidad psíquica que son suscep­ tibles de adquirir; importa poco la referencia al recuerdo —siempre sospechoso de deformación— o al fantasma; lo que cuenta es, por así decirlo, el «poder disuasivo» del conte­ nido del acontecimiento psíquico; - su capacidad organizadora en la psique (como las teo­ rías sexuales infantiles) hace de ellos marcadores tempora­ les de gran poder de apropiación cultural (temas míticos, folclóricos, oníricos, etcétera). Quedan, no obstante, muchas cuestiones pendientes: la de su relación con las teorías sexuales infantiles o, de mane­ ra más general, la de su paso de la latencia a la efectividad.

Vale decir, el modo como las experiencias de la vida permi­ ten efectuar su «precipitación» (en el sentido químico) en el individuo, con la forma de un fantasma secundarizado. Me parece implícito que para Freud esas huellas mnémicas filogenéticas no son únicamente los vestigios de un pa­ sado caduco y olvidado de la especie humana. Su acción equivale al trazado de un destino que señaliza la trayectoria de la vida de cada cual y dibuja los caminos de su porvenir.

Heterogeneidad del psiquismo y remisión al sujeto Con los primeros abordajes de la problemática de los fan­ tasmas originarios, hemos entrado definitivamente en las conjeturas menos firmes. Mencionamos algunas de las ra­ zones que llevan a defender una hipótesis semejante. Antes de someterla a más pruebas, debemos señalar que la cues­ tión de los orígenes abarca un campo muy extenso. Tres po­ laridades permiten agrupar estas perspectivas. 1. El polo científico Se extiende desde el origen del cosmos hasta el origen del hombre. Hasta hace poco, física, biología y antropología eran disciplinas claramente separadas, cada una con sus propios objetos. Situación que sigue vigente en gran medi­ da; hoy, sin embargo, una obra que se ocupe del problema del psiquismo humano dedicará una amplia extensión al punto de vista evolucionista. Se remontará así al origen de los homínidos. De allí, la teoría de la evolución la llevará a los orígenes de la vida. Después, desde ese escalón, el lector ascenderá hasta el origen del cosmos. Esta visión se apoya en el ejercicio del modo de pensamiento científico, cuyas ad­ quisiciones suscitan admiración por su exactitud y fide­ lidad.

Una preocupación apenas diferente y que precedió a la ciencia dio vida a las cosmogonías míticas y religiosas, que traducen la misma inquietud por reconstruir los orígenes. Si bien las cosmogonías difieren de acuerdo con los contex­ tos religiosos y culturales, creo que no hay sociedad que no se haya preocupado por fundar los comienzos: origen del grupo social, de la cultura, de la humanidad o del mundo. Nos encontramos en el dominio de lo divino, lo mítico, el pensamiento simbólico que se expresa en las obras del géne­ ro humano. 3. El polo individual ontogenético Las teorías sexuales infantiles y la novela familiar nos mostraron el interés que despiertan estas cuestiones y las respuestas que se les dan en la infancia de cada hombre. Primera observación: estas tres polaridades responden a tres modos de ejercicio del espíritu humano, que reúne todas las propiedades que permiten el desarrollo particular de cada una de las tres. Todo originario remite a un referen­ te único: el psiquismo humano que lo piensa. Este es en sí mismo la encrucijada (heterogénea) de origen de la que par­ ten y a la que llegan esas construcciones. No existe hasta hoy ninguna concepción unificada que explique las poten­ cialidades del espíritu humano en la diversidad contradic­ toria de sus producciones: científicas y no científicas, colec­ tivas e individuales. En otras palabras, ninguna concepción de conjunto de la causalidad puede abarcar las relaciones entre esos tres campos de lo psíquico. Las relaciones que existen entre los tres campos sólo son pacíficas en apariencia. Una conflictividad sorda o ruidosa­ mente expresada empuja a las diferentes perspectivas a combatirse en nombre de la verdad. El error consiste en creer que una cualquiera de ellas puede, por sí sola, respon­ der las cuestiones planteadas por todas las demás. Esto re­ quiere, al contrario, comprender a qué exigencias responde cada una de ellas con respecto al lugar común de su ejerci­ cio: la actividad psíquica del hombre. La resistencia a lo des­ conocido puede ser simplemente pasiva, por el mero hecho

de la ignorancia, o activa, para mantener oculto lo que se considera intolerable. En este punto la polaridad individual tiene más incumbencia que las otras dos. Ya no se trata aquí de cuestiones metafísicas, angustiantes sin duda, pero que sólo afectan a la distancia al investigador. El origen de los mundos, de la vida, del hombre, se perfila muy por detrás de un misterio más personal: el de los orígenes del cuestionador mismo. (Por eso la Esfinge hace a Edipo la pregunta que lo remite a ella.) Si hoy se admite que las resistencias al re­ conocimiento de los fantasmas de los orígenes obedecen a la represión de la sexualidad infantil, podemos preguntamos si las resistencias a la tesis de los fantasmas originarios no se explican porque es humillante pensar que, si existen or­ ganizadores de ese psiquismo humano capaz de tantos de­ sempeños admirables, son de naturaleza sexual. La dificul­ tad para presentar argumentos convincentes sobre el ori­ gen de esos supuestos organizadores se debe a la ausencia de huellas depositadas, de inscripciones susceptibles de re­ velarse que formen un corpus. En el dominio del psicoaná­ lisis, el material se presenta con la forma de palabras flo­ tantes que sólo recoge la memoria aproximada e insuficien­ te del analista. Si bien el pensamiento de los mitos es vecino al de los fantasmas, por lo menos puede estudiarse a placer, oralmente o por escrito. Y constituye incluso el objeto de una exégesis incesante, un comentario sin fin: teológico, escatológico o simplemente científico. La estela del relato del ana­ lizante se cierra en la memoria del analista tan rápidamen­ te como la que deja detrás de sí el curso de una nave. El fantasma nace donde falta el saber; ¿dónde falta más el saber que en la infancia? Pero, ¿qué memoria más infiel que la de la infancia, que agrava aún más la falta del saber sumándole la del olvido del recuerdo, no de la realidad, sino del fantasma mismo que le da forma? Sin embargo, siempre persiste esta incansable orientación regrediente de conoci­ miento de los orígenes: «¿Desde cuándo estás aquí? ¿Dónde estabas antes? ¿Y antes de antes? ¿Por qué viniste? ¿Cómo llegaste aquí?». Preguntas alternativamente dirigidas al otro y a uno mismo. Este movimiento hacia lo originario, nacido de la necesi­ dad de saber qué hubo antaño, «en el comienzo», de asig­ narle un punto de partida si no una fecha, de describir la evolución de sus acontecimientos, cancela inevitablemente

la proyección hacia atrás del conocimiento del presente, al atribuir a esa asignación retrospectiva un valor causal. Pero todo vuelve siempre a comenzar y todo converge hacia mí, fuente y matriz del cuestionamiento, de lo que me hace ser yo. Nunca hay ni puede haber coincidencia entre lo origi­ nario y el pensamiento de los orígenes. Lo que fue nunca puede aprehenderse, según la expresión analítica, sino en el aprés-coup. Tal vez nos encontremos aquí frente al caso de una relación de incertidumbre fundamental, atrapada en­ tre la necesidad de una restitución fiel del pasado y, para hacerlo, la de contar con la creatividad inevitable del pre­ sente. Sin creatividad no es posible ninguna restitución, pero toda restitución depende de una creatividad a la que le cuesta limitarse a copiar —si esto es concebible— lo que fue. ¿No hay contradicción entre la representación, la concep­ ción, el pensamiento de los orígenes y la representación, el concepto, el pensamiento originario, que no pueden, justa­ mente porque son originarios, tener ni representación, ni concepción, ni pensamiento, circunstancias todas que exi­ gen cierto grado de desarrollo? Cuando estos (representa­ ción, concepción y pensamiento) estén en condiciones de ejercer sus capacidades, lo originario ya estará lejos. No po­ dría ser otra cosa que una construcción e incluso una fanta­ sía que se tomará por un recuerdo. Hablo aquí, desde luego, del psiquismo originario.

Carácter primario, aprés-coup, organización En su Leonardo, Freud escribe: «Con frecuencia, los recuerdos infantiles de los hombres no tienen otro origen; no se fijan en absoluto, como los recuer­ dos conscientes de la madurez, a partir de la experiencia vi­ vida para luego repetirse, sino que sólo se exhuman más adelante, ya pasada la infancia, y por eso están modificados, aumentados, puestos al servicio de tendencias ulteriores, de manera que, en general, no se dejan distinguir rigurosa­ mente de las fantasías. Acaso no pueda explicarse mejor su naturaleza que si se piensa en la manera en que nació la

historia escrita entre los pueblos antiguos. Mientras era pe­ queño y débil, el pueblo no soñaba con escribir su historia; trabajaba el suelo del país, defendía su existencia contra los vecinos, procuraba ganar territorios a expensas de ellos y enriquecerse. Vivía en un tiempo heroico y no histórico. Luego llegó otro tiempo en que se puso a reflexionar, se sin­ tió rico y poderoso, y surgió entonces la necesidad de saber de dónde había venido y cómo había evolucionado. La his­ toria escrita, que había empezado por consignar día por día las experiencias del tiempo presente, lanzó también una mirada hacia atrás, en dirección al pasado, acopió tradicio­ nes y leyendas, interpretó las supervivencias de los tiempos antiguos en los usos y las costumbres, y creó así una histo­ ria de las épocas arcaicas. Era inevitable que esta prehisto­ ria fuera más la expresión de las opiniones y los deseos del presente que un reflejo del pasado, porque muchas cosas habían sido eliminadas de la memoria del pueblo, y otras deformadas; más de una huella del pasado se interpretó en sentido contrario según el espíritu del presente y, además, no se escribió la historia, por cierto, bajo el impulso de una avidez objetiva de saber, sino porque se ambicionaba actuar sobre los contemporáneos, estimularlos, elevarlos o mos­ trarles un espejo. La memoria consciente que tiene el hom­ bre de las experiencias vividas de su madurez es, por ello, totalmente comparable a esa historia escrita, y sus recuer­ dos infantiles corresponden en verdad, en lo tocante a su gé­ nesis y su fidelidad, a la historia de la edad originaria de un pueblo, adaptada tardía y tendenciosamente».11 Esta cita, un poco larga, tiene el mérito de informamos sobre los preconceptos de Freud. En ella volvemos a encon­ trar la insistencia, que siempre le fue característica, en po­ ner en paralelo desarrollo colectivo y desarrollo individual. La historia del individuo recapitula la de la sociedad así co­ mo la ontogénesis recapitula la filogénesis. El testimonio de la memoria, tanto social como individual, es una deforma­ ción idealizante del pasado: la imaginación triunfa sobre el recuerdo. Este ha absorbido el fantasma a tal punto que ya 11 S. Freud, Un souvenir d ’enfance de Léonard de Vinci, traducción de J. Altounian et al., París: Gallimard, 1991, págs. 91-2. [Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, en AE;~vol. 11, 1979.1

no lo reconoce debajo del disfraz de la memoria; pretendido archivista, pone sus producciones al servicio de las preocu­ paciones del presente. Pero enuncia sobre todo mía aporía de la marcha histórica colectiva o singular. Sólo hay memo­ ria de lo ya vivido. Por definición, aquella es retrospectiva y, como tal, necesariamente infiel. Los pueblos, al igual que los individuos, construyen en el aprés-coup la visión de su pasado, cuando conquistan los medios de pintarla y se les concede el tiempo libre necesario para mirar atrás. Antaño está siempre, en mayor o menor medida, el tiempo bueno. Si algunas producciones del psiquismo son dictadas por la ne­ cesidad, otras, al contrario, exigen liberarse de ella. Son co­ mo la expresión de un lujo que goza de todos los embelleci­ mientos con que se beneficia la mirada distante. La situa­ ción sería apenas medio molesta si la deformación sólo se refiriera al contenido de los orígenes. Lo más lamentable para el conocimiento del psiquismo humano es que la ima­ gen que se forma de los orígenes está gobernada por una ra­ cionalidad que no es sino la del presente; faltan en cantidad los indicios para conocer el tipo de causalidad en acción en los acontecimientos considerados en el aprés-coup. Aquí es grande el riesgo —ya se lo llame antropomórfico o adultomórfico— de tomar por razón lo que sólo merece el nom­ bre de racionalización. ¿O razón originaria? Lo menos que puede decirse es que existe más de una versión en los escri­ tos de los historiadores de las épocas antiguas, de los mitólo­ gos y de los antropólogos. Así nacen los mitos que se consagran a rehacer, además de la historia de los hombres, la del mundo. Marcel Detienne, en L’invention de la mythologie,12 creo, no quita la razón a Freud, al menos en lo que concierne a Grecia. De este mo­ do, por lo tanto, nacen los recuerdos infantiles sobre las hue­ llas de un pasado largamente sepultado. Pero este es el pun­ to en que rumbo científico y enseñanza de los mitos enta­ blan relaciones oscuras. Si los mitos tienen algo que ver con la historia, sólo se retendrá de ellos la deformación que le imprimen, recordando llegado el caso la raíz común al mito y la mistificación. O bien se sostendrá que los mitos no tie­ nen más que relaciones lejanas con la historia y que son 12 Marcel Detienne, L’invention de la mythologie, París: Gallimard, 1981. |La invención de la mitología, Barcelona: Península, 1985.)

más portadores de los efectos de la estructura. No se pres­ cinde pese a ello de pensar el sentido de la causalidad his­ tórica, muy particularmente en la deformación que parece consustancial a ella. Las categorías del «espíritu» que se manifiestan con referencia a la estructura no podrían consi­ derar accidental la deformación; al contrario, esta parece estructural. Tal vez sea eso lo que impulsa a investigar a través de los disfraces de la deformación esta verdad origi­ naria sepultada bajo la mentira de los siglos. Ese fue hace un tiempo el tema de un simposio realizado en Urbino y en el cual tuve el honor de participar, donde se enfrentaron las escuelas de Roma, bajo la dirección de An­ gelo Brehlich, y de París, conducida por Jean-Pierre Vernant. Y cuando Marcel Detienne dijo en la ocasión que «el mito comía el acontecimiento», ¿cómo habría podido un psi­ coanalista no darle la razón y a la vez mantenerse fiel a la inquietud de no borrar la historia detrás de «las historias»? Es que Freud no consideraba contingente la verdad histó­ rica de los mitos, así como el fantasma distaba de ser para él sólo un vapor del espíritu que se debía disipar para desper­ tar a la verdad. «A pesar de todas las deformaciones y todos los contrasenti­ dos, estas [las leyendas, tradiciones e interpretaciones pro­ porcionadas por la prehistoria de un pueblo] representan, no obstante, la realidad del pasado; son lo que el pueblo constituyó a partir de sus experiencias originarias, bajo el influjo de motivos otrora poderosos y hoy todavía eficaces; y sólo bastaría que pudiéramos, gracias al conocimiento de to­ das las fuerzas en acción, anular esas deformaciones, paira estar en condiciones de descubrir la verdad histórica detrás de ese material legendario».13 Freud, como vemos, no estaba animado por el mismo es­ cepticismo o la misma prudencia que desde entonces gana­ ron a historiadores y psicoanalistas. Los fantasmas de los orígenes, a través de las teorías sexuales de los niños, son a la infancia individual lo que los mitos son a las culturas. En­ cierran una «parte de verdad» que propone a nuestro traba­ jo de interpretación una tarea incansablemente reiniciada. 13 S. Freud, Un souvenir d'enfance de Léonard de Vinci, op. cit., pág. 93.

Fantasmas de los orígenes, fantasmas originarios Henos aquí en un momento de inflexión en nuestro abor­ daje del problema de lo originario. El momento en que la ar­ ticulación de los efectos de la estructura y la historia se im­ pone tanto más cuanto que pone obstáculos a su descifra­ miento. En lo sucesivo deberá resultar evidente que opon­ dremos los fantasmas de los orígenes que remiten a las teo­ rías sexuales infantiles (y a la novela familiar) y los fantas­ mas originarios, que se comprenderán como esquemas or­ ganizadores —o, en el sentido de Freud, filogenéticos— cu­ ya acción sólo se explica por su conjunción con la experien­ cia individual del sujeto. Hasta 1910, con las teorías sexua­ les infantiles y la novela familiar, Freud se mantenía en una perspectiva estrictamente ontogenética. Lo encontrado por la investigación se limitaba a separar los roles respectivos de la ficción y la verdad. Los fantasmas de los orígenes ex­ plicaban los enigmas relativos a la sexualidad. Pero, ¿cuál era la explicación de esas explicaciones? En otras palabras, ¿por qué esas ficciones se hallaban con una regularidad y una constancia tan grandes? En 1897, Freud había optado por el fantasma contra el trauma porque asignaba al prime­ ro un status de mayor generalidad. En 1915 optó por los fan­ tasmas originarios contra los fantasmas de los orígenes (teorías sexuales infantiles y novela familiar), es decir, por el origen filogenético contra el origen ontogenético, porque suponía que fundar ese carácter originario en la herencia biológica, implicaría superar las contingencias de lo acci­ dental, esto es, de la historia particular de un individuo. En suma, elegía, aparentemente, la estructura contra la histo­ ria. Esta apreciación es muy aproximada. En efecto, ¿cómo comprender que haya escrito el caso del Hombre de los Lo­ bos justamente para oponerse a Jung? En él, Freud dice lo siguiente: «En lo que se refiere a reconocer esa herencia filogenética, estoy totalmente de acuerdo con Jung (La psychologie des processus inconscients, 1917, escrito que ya no podía influir en mis Conferencias), pero tengo por inexacto, en cuanto al método, el recurso a la explicación por la filogénesis antes de haber agotado las posibilidades de la ontogénesis; no veo

por qué se pretende impugnar con obstinación en la prehis­ toria infantil una significación que se atribuye con premura a la prehistoria ancestral; no puedo desconocer que los mo­ tivos y producciones filogenéticos necesitan en sí mismos la dilucidación que, en toda una serie de casos, puede corresponderles a partir de la infancia individual; y, para termi­ nar, no me sorprenderá que el mantenimiento de las mis­ mas condiciones en el individuo haga resurgir orgánica­ mente lo que estas crearon antaño en tiempos prehistóri­ cos y transmitieron por herencia como predisposición a la readquisición».14 Señalémoslo: Freud no defiende una concepción que asigne a la filogénesis una primacía casi trascendental, co­ mo lo sostiene Jung. No hace aquí sino retomar un eje teóri­ co que desde siempre (o casi) fue el suyo. Así como incorpo­ raba a su concepción etiológica lo fantasmático y lo traumá­ tico, cuyos efectos se mezclaban para fundirse en la realidad psíquica, lo filogenético y lo ontogenético forman del mis­ mo modo una serie complementaria. Lo filogenético llena las lagunas de la ontogénesis pero, en compensación, esta —repitiendo circunstancias análogas— será necesaria para actualizar la filogénesis. Esta es «disposición a la readquisi­ ción» y no deus ex machina. Si retomamos las Conferencias de introducción al psicoanálisis aquí citadas, encontrare­ mos el esquema complejo de la etiología de las neurosis, que sólo puede comprenderse como encaje repetido de series complementarias: infancia y adultez, efecto de la disposi­ ción a la neurosis procedente de la primera combinada con un factor accidental traumático producido durante la se­ gunda, disposición conformada en sí misma a partir de la constitución sexual y los sucesos de la infancia. Como se ad­ vierte, el problema es ante todo epistemológico. En este as­ pecto, la estrategia teórica abordada consiste en fundar la causalidad a la vez en una complementariedad y, en cierta medida, una contradicción. Esta pone al descubierto el con­ flicto en la teoría. No sólo el conflicto tal como se lo capta en 14 S. Freud, «A partir d’une névrose infantile», en Oeuvres completes, Pa­ rís: PUF, vol. 13, pág. 95, parte agregada por Freud en 1918. [De la histo­ ria de una neurosis infantil', en AE, vol. 17, 1979.]

el individuo, sino también en función de las fuerzas opues­ tas de la causalidad que sin duda actúan como sinergia y tal vez en parte, igualmente, como antagonismo. Por esa razón, hay complementariedad entre lo que se origina en la expe­ riencia individual y lo que puede provenir de la organiza­ ción hereditaria. Lo que tiene su fuente en la interrogación de la infancia y lo que procede del fondo de los tiempos. En Freud hay, por lo tanto, una visión compleja del fan­ tasma originario. Por cierto, este posee propiedades que ha­ cen de él el equivalente de las «categorías filosóficas» y, sin duda, de los a priori kantianos; pero la experiencia indivi­ dual es indispensable para la inteligibilidad de la causali­ dad. Son Szenen, Urszenen, y además esquemas: ¿«esque­ mas-escenas»? Más bien esquemas que se precipitarán en escenas. Volveremos a ello. Se plantea entonces la cuestión de la articulación entre teorías sexuales infantiles y fantasmas originarios. Las pri­ meras conciernen al pene como órgano común a los dos se­ xos, la concepción —es decir, el coito parental—, el naci­ miento producido en el cuerpo materno. Los segundos se refieren a la seducción, la castración, la escena primitiva, a las cuales Freud agregará el retomo al pecho materno y el Edipo. La ontogénesis nos confronta con las cuestiones de la in­ fancia y las respuestas que se proponen; la filogénesis —según Freud— explica, en cierto modo, la predestinación de esas respuestas: lo que da cuenta, por así decir, de su constancia. Para ir hasta el final del razonamiento freudia­ no, es preciso recordar además que el fantasma originario representa para él el esquema interiorizado de aconteci­ mientos reales —actos— que se habrían producido en la prehistoria de la especie. Disociemos hoy esta explicación referida a la prehistoria del fantasma originario y no reten­ gamos de la hipótesis más que su valor clasificador de las experiencias individuales, lo que hace de ella una matriz simbólica. Podremos comparar entonces teorías sexuales infantiles (ontogenéticas) y fantasmas originarios (filogenéticos). Unas y otros tienen un factor común: la escena primi­ tiva. Las teorías sexuales infantiles entrañan, además, la generalización del atributo pene y las concepciones del na­ cimiento. Los fantasmas originarios abarcan la seducción y

la castración, así como el retomo al pecho materno y el Edi­ po. Escribamos estas relaciones:

Se comprueba de inmediato que el fantasma edípico ori­ ginario de castración corresponde a la universalidad del pe­ ne antes del complejo de castración. Del mismo modo, se puede trazar un paralelo entre las teorías del nacimiento y los fantasmas de retomo al pecho materno. Queda, por el lado de los fantasmas originarios, la seducción. Se puede adoptar la hipótesis de Laplanche sobre la teoría de la se­ ducción generalizada,15 pero esta es una consecuencia del fantasma originario de seducción. No hay fantasma origi­ nario de la seducción generalizada. Propondremos incorpo­ rar al conjunto de las teorías sexuales infantiles la hipótesis de la concepción oral que corresponde, retrospectivamente, al nacimiento anal. Por último, diremos que los fantasmas originarios tien­ den hacia el Edipo como articulación que les da un sentido global; mientras que las teorías sexuales infantiles se ven amenazadas por la regresión hacia una pregenitalidad que retrocedería ante la organización «intelectual» embrionaria que ellas representan. ¿Se puede considerar, como se incli­ nan a hacerlo Laplanche y muchos otros, que la hipótesis de los fantasmas originarios, discutible en numerosos aspec­ 15 Sin concordar necesariamente con sus corolarios. El inconveniente de esta teorización es que no hace ninguna distinción entre la seducción ma­ terna (por otra parte, ya descripta por Freud: la madre es la primera se­ ductora del niño, dice en el Esquema) y la seducción como trauma, que po­ ne en juego, entre otras coáas, el punto de vísta económico.

tos, es inútil y que las teorías sexuales infantiles son una respuesta suficiente a los problemas teóricos planteados? Habría que postular ante todo ciertos ejes teóricos para comprender qué existe en el fondo de la cuestión.

Prima summa Así pues, hay en Freud, en tomo de las relaciones entre ontogénesis y filogénesis, una problemática implícita histo­ ria-estructura que constituye un complejo. Puede pasarse por alto la idea de que la filogénesis mantiene presentes las huellas de la evolución histórica de la especie; Freud sólo considera su acción desde la perspectiva de una «disposi­ ción» que, de todos modos, habrá que volver a adquirir indi­ vidualmente. Esta observación no suscitó la reflexión que merecía. Son nuestras preocupaciones ideológicas actuales las que nos impulsan a interpretar el pensamiento de Freud. Problemática implícita o latente cuyos desarrollos recientes muestran con claridad su fecundidad en otros ámbitos del saber. Georges Dumézil resumió con acierto las relaciones estructura-historia, con referencia a la cuestión de los orígenes, y señaló de paso —prueba de que tenía clara conciencia de su pertinencia mucho más allá de los contex­ tos especializados que fueron el teatro de esas oposiciones— que dichas relaciones podían tener algún interés para el fi­ lósofo. Para el psicoanalista, en todo caso, casi no hay duda de que lo tienen. Cuando se aborda el dominio que va «de la prehistoria a la protohistoria», en el que faltan los hechos que puedan permitir el establecimiento de datos suficientemente sóli­ dos, diversas actitudes se reparten el favor de los historia­ dores. Para unos, se trata de determinar el origen de los ele­ mentos que participan en la composición de su objeto de es­ tudio. La determinación de eventuales estructuras es se­ cundaria en todos los aspectos, y a menudo ellas son el fruto de encuentros azarosos o que fue preciso conciliar. Sólo se presta un interés limitado al valor inteligible de la estruc­ tura. Para otros, el modelo de una continuidad que constituye la sucesión de una nada, un nacimiento y un crecimiento

progresivo tiene su origen en una esquematización. Al con­ trario, dicen, estamos frente a una complejidad inicial en la cual los elementos se presentan con una forma ya organiza­ da, articulada, compleja: es la visión estructural. Sin duda, en este caso se pone en primer plano la inexactitud de un punto de vista que traduce una posición pasiva del espíritu humano, que sufre el desarrollo de los hechos y los aconteci­ mientos. «En todas las épocas, el espíritu humano intervino en las se­ cuencias, al margen de las secuencias que se le imponían, y a menudo fue más fuerte que ellas; ahora bien, este espíritu es esencialmente organizador, sistemático, se nutre de múl­ tiples simultaneidades, de modo que en todos los tiempos, independientemente de los complejos secundarios que se explican por aportes sucesivos de la historia, existen com­ plejos primarios, que son tal vez más fundamentales en las civilizaciones más vivaces».16 En lo que se refiere al origen de esos complejos primeros, ¿hay que considerarlos innatos? ¿O no podemos imaginar, en una historia cuyo origen se remonta a la noche de los tiempos, que cobraron fuerza como agentes inductores, gra­ cias a una organización que los articuló y les confirió estabi­ lidad, sin alineamos pese a ello con la hipótesis de una for­ ma innata de organización psíquica? La cuestión no compe­ te únicamente al historiador, sino que interesa a la forma­ ción de las estructuras y su origen. Al parecer, la opinión que se declara discutible aquí es la de una génesis que procede mediante la designación de un origen simple, seguido de una acumulación progresiva de la experiencia que, presuntamente, tiene por sí misma una virtud explicativa autosuficiente. Estamos en presencia de un mecanicismo histórico o de una historia mecánica, como se prefiera, que se satisface perfectamente con el ordena­ miento de elementos reducidos a su más simple expresión. Ahora bien, Dumézil ataca un problema que no puede dejar indiferente a quien se interese de una manera general en 16 Georges Dumézil, Les dieux des Indo-Européens, París: PUF, 1952, pág. 80 (las bastardillas son nuestras). [Los dioses de los indoeuropeos, Barcelona: Seix Barral, 1970,1

los orígenes. El del dios primero. Lejos de ver en él un dios originario, es decir, en el origen de la serie que va a seguir, lo considera el dios de los comienzos sin que le incumba la se­ cuela: un dios que no es responsable, diría yo, del engendra­ miento de la posteridad de los acontecimientos. Pero no es menos interesante el hecho de que ese dios con el que trope­ zamos en diversos contextos míticos (Vayu, Jano) sea un dios ambiguo, misterioso, portador de los valores de lo des­ conocido. Es mucho menos figura del Uno originario que de una dualidad bidireccional hacia adelante y hacia atrás, bi­ céfala o bifronte, que contiene valores, opciones morales del bien y del mal en contextos paralelos. Dios originario, pero de un originario indeterminado, diádico. Lejos de imaginar esta dualidad como un desdoblamiento del Uno, el carácter originario se traduce de entrada en una estructura dual de opuestos, un «par contrastado», como diría Freud. Gracias a ese dios «primero», en referencia a «la primera cosa», que no es ni la mejor ni la más grande, van a oponerse otros valores divinos. Que no proceden de él pero se impo­ nen ante él e independientemente de él. Así, para hablar de divinidades conocidas, tomemos a Júpiter con respecto a Jano. El dios Geminus, el dios de los Prima, de los Initia, de los Primordia, el dios iniciador que es un dios de la dualidad e incluso de la multiplicidad, y en cierta medida de la confu­ sión y el caos, va a ser sucedido (pero sin que proceda de él) por un principio de orden Júpiter-Varrón, retomado por san Agustín, que sitúa el problema: «Los Prima son menos im­ portantes que los Summa puesto que, si los Prima están an­ tes por el tiempo, los Summa están más arriba por la dig­ nidad».17 Por extraño que parezca, no es difícil transponer al psi­ coanálisis los debates generados por la oposición PrimaSumma. Acaso se considere sorprendente la posibilidad de un paralelo semejante. Pero esto es menos asombroso de lo que parece a primera vista, porque se trata de dos actitudes opuestas del espíritu que encontramos en muchos ámbitos. En psicoanálisis existe un momento llamado de psicoanáli­ sis genético, equivalente al de nuestros historiadores recelo­ sos de las estructuras, convencidos de las virtudes de un rumbo que se esfuerza por partir de los orígenes y que da la 17 Citado en ibid., pág. 95.

imagen de un desarrollo acumulativo que explica sin vanas especulaciones una evolución ontogenética. A estos ya casi no les viene bien hablar de las estructuras que son los fan­ tasmas originarios de Freud, sobre los cuales otros se apo­ yan para defender una concepción estructural. Si falta la historia, con el sistema de huellas sobre el que reposa y que permite la datación cronológica y la sucesión de los acontecimientos, nos congratularemos del beneficio procurado por la observación y consignación, a medida que ocurren, de los sucesos y los cambios que ocasionan. Es inú­ til insistir mucho en las objeciones a este modo de ver, tanto en lo que se refiere a la cuestión de las señales ordenadoras de la interpretación como a las cuestiones de las modalida­ des de recorte de las secuencias y los acontecimientos, o los tipos de clasificación de las experiencias; en síntesis, de los referentes de esta historia que, al parecer, prescinde de las estructuras. A esta inspiración, que es con frecuencia la de los psico­ analistas de niños y de distintos investigadores (psicoana­ listas o no) que se consagran al estudio del desarrollo psí­ quico, hay que oponer la de los psicoanalistas de tendencia estructuralista. Mientras que los primeros —siempre un poco embriagados por la impresión de asistir in statu nascendi al origen de las construcciones significativas norma­ les o patológicas— parecen conformarse con las herramien­ tas conceptuales que les ofrecen la referencia al origen y la continuidad del desarrollo, como si la sucesión fuera en sí misma una causalidad autosuficiente, los segundos, que la mayoría de las veces trabajan además sobre el material pre­ sentado por los adultos, se sorprenden por la multiplicidad y diversidad de las experiencias singulares que se oponen a la forma como estas se someten a una codificación significa­ tiva que permite su comprensión. Y es notable que esos principios no sean los de un pensamiento de los orígenes, aun cuando nos refiramos a lo originario. Así, con las teorías sexuales infantiles, nos conformaría­ mos con una visión no sólo ontogenética, sino que nos dis­ pensara de postular esas organizaciones hipotéticas com­ plejas llamadas originarias, que intervienen en el desarro­ llo como conjuntos articulados. En un trabajo que hizo épo­ ca, «Fantasme originaire, fantasme des origines, origines

du fantasme» (1964),18 Laplanche y Pontalis hacen notar que los fantasmas originarios se refieren de hecho a los orí­ genes, los de la sexualidad (seducción), la diferencia de los sexos (castración) y el nacimiento del sujeto (escena primiti­ va). Pero de ese modo hacen decir a Freud lo que ellos mis­ mos piensan. Con seguridad, la seducción no es para Freud el origen de la sexualidad, y en cuanto a la escena primitiva, no se deduce que el sujeto relacione directamente con su na­ cimiento lo que se deriva de ella. Estas observaciones son más filosóficas —por otra parte, así termina su artículo— que psicoanalíticas. Laplanche rechazará más adelante sin apelaciones la tesis filogenética, para conformarse con las teorías sexuales infantiles. Ahora bien, los fantasmas originarios se presentan como estructuras complejas de geometría variable. Por ejemplo, puede sostenerse que escena primitiva y seducción funcio­ nan de acuerdo con modalidades reversibles, e incluso que aquella escena y la castración tienen una relación de causa a efecto. Además, que la castración es la sanción de la seduc­ ción, etc. Eso es lo que quiere decir la expresión «matriz sim­ bólica» al suponer la reverberación mutua de los diferentes fantasmas originarios. Puesto que resulta claro, como lo hacen pensar Laplanche y Pontalis, que es necesario recu­ rrir a un conjunto más grande para comprender el sentido de los fantasmas originarios. Estos autores señalan que el complejo de Edipo sería algo así como el lugar geométrico en que se sitúan. Pero, ¿de dónde viene el complejo de Edipo? ¿Laplanche y Pontalis van a llevarnos a esa concepción «ge­ nética» del Edipo o nos remitirán a la tesis estructural que fue uno de los caballitos de batalla de Lacan? ¿No es esta concepción estructural del Edipo lo que el mismo Freud defiende en el caso del Hombre de los Lobos? Al ocuparse de esos esquemas de origen filogenético, «preci­ pitados de la historia cultural de los hombres», escribe: «El complejo de Edipo, que engloba la relación del niño con los padres, forma parte de ellos; más aún, es el ejemplo más conocido de esta especie».19 El camino seguido por Freud, en 18 Jean Laplanche y J.-B. Pontalis, Fantasme originaire, fantasme des origines, origines du fantasme, París: Hachette, 1985 (publicado original­ mente en 1964). 19 S. Freud, Oaivres completes, op. cit., vol. 13, pág. 117.

consecuencia, es aquel cuyo trayecto propicia: consideración de los datos de la prehistoria individual con las teorías se­ xuales infantiles, encuentro de sus límites epistemológicos, invocación de las estructuras filogenéticas, dialectización de las relaciones entre ontogénesis y filogénesis. Entonces, si el pensamiento de los orígenes necesita tiempo para cons­ tituirse —las cuestiones que plantea se sitúan de entrada en el aprés-coup—, hace falta aún más tiempo para darse cuenta de que un pensamiento de lo originario es necesario y hasta indispensable, y que en el límite sólo tiene pocas relaciones con el de los orígenes. En efecto, el pensamiento de lo originario no traduce en modo alguno un cuestionamiento sobre los orígenes. No es el fruto de la curiosidad del niño. Procede, por el contrario, del examen de los datos pro­ porcionados por el adulto para explicar la regularidad de ciertos temas. Es indudable que interroga el origen de esta regularidad y la causa de su poder ordenador y responde a esa cuestión mediante la idea de un fondo originario que estaría en los albores de todo desarrollo. Pero el origen del cual se trata aquí es el que remite a la historia de la especie. Los fantasmas originarios son los vestigios, o las huellas mnémicas, del relato de los orígenes. En lo sucesivo, distinguiremos dos cuestiones en el exa­ men del problema de los fantasmas originarios: su vincula­ ción al fantasma y su relación con lo originario.

¿Fantasma? ¿Originario? La referencia al fantasma como soporte de lo originario responde a lo que podríamos llamar el trasfondo especula­ tivo del pensamiento freudiano. Propiamente hablando, no se trata de la teoría psicoanalítica sino, antes bien, de sus fundaciones implícitas. Así como los autores de nuestros días que se interrogan sobre el psiquismo se remontan al origen del cosmos, Freud nos legó un manuscrito, «Vue d’ensemble sur les névroses de transferí»,20 en el cual se expresa libremente su gusto por la fantasía. Aquí podemos hacer, entonces, una consta­ 20 Ibid., pág. 293 y sigs.

tación: el pensamiento de los orígenes adopta de buen grado la apariencia del fantasma. Esta libertad de expresión no llegará a la publicación. Freud se limitará a comunicar su contenido a Ferenczi, gran aficionado al género. «Puede ti­ rarlo o guardarlo», escribe a su corresponsal, como prueba del valor muy relativo que asignaba a esa novela metabiológica en que el ensueño freudiano relaciona la constitución de las neurosis con los estadios de la humanidad prehistóri­ ca y pone enjuego los efectos del período glacial, la matanza de los recién nacidos por falta de alimentos, la restricción sexual, el desarrollo del lenguaje, la castración realizada por el padre celoso, la rebelión de los hijos y el parricidio. En este fresco, a cada uno de esos sucesos corresponde el esta­ blecimiento de una neurosis. Como vemos, aun las neurosis se transmiten en función de una herencia de la especie, mientras que su origen individual responde a otra causali­ dad. Las «constituciones arcaicas» retornan en los nuevos individuos, se combinan con las reivindicaciones del pre­ sente y facilitan la génesis de la neurosis. La concepción de la filogénesis de Freud se apoya en la idea de que los acontecimientos y los actos importantes o repetidos con frecuencia se transmiten por la herencia y se modifican de generación en generación: esos hechos de la realidad material, esas acciones —en el comienzo era la ac­ ción, dice Freud con Goethe— se interiorizan. Se trata, en parte, de la explicación de la naturaleza pulsional de los ba­ samentos del psiquismo (las pulsiones habrían sido antaño acciones). Pero las pulsiones, si bien representan una forma de memoria, no transmiten contenidos o historias. Freud sostiene entonces que si existen formaciones psíquicas he­ redadas análogas al instinto de los animales, eso constituye el núcleo del inconsciente.21 Es probable que apunte a los fantasmas originarios. Al final del caso del Hombre de los Lobos, en el que se expone su pensamiento, Freud defen­ derá una opinión similar.22 De todas maneras, allí se trata menos del fantasma originario que del «saber instintivo» de los animales. Otra forma de decir que ese mismo saber instintivo está bajo la influencia del fantasma originario. Freud insiste en la estructura imaginaria de los fantasmas 21 Ibid.., pág. 233. 22Ibid., pág. 117.

originarios como «Urszene». Sin embargo, cuando utiliza la palabra «escena» en los orígenes de su obra, la aplica de ma­ nera indiferente a un acontecimiento vivido, un recuerdo e incluso un fantasma. La «Urszene» típica será la del coito parental. No es ese, empero, el sentido que da Freud a la ex­ presión en las cartas a Fliess, en las que no se trata sino de las escenas originarias de la neurosis. Me parece que la de­ nominación de escena se refiere sobre todo, además de su alusión a lo originario, a la forma en que los sucesos psíqui­ cos se presentan a la mente: puestas en escena (como el ata­ que histérico que será su equivalente), representaciones. Para Freud, lo originario se presenta sin duda con la forma de un fantasma, de un guión elaborado, transmitido como tal y activado por indicios perceptivos que prenden fuego al montaje hereditario. Pero ¿qué es entonces la escena pri­ mitiva? ¿Una escena realmente vivida por el niño? ¿Una es­ cena que él imagina (el hecho de que siempre se la rememo­ re en la posición a tergo aboga en favor de esta hipótesis)? ¿Un esquema del encuentro íntimo del padre y la madre, lo masculino y lo femenino? Todo esto, en efecto, de la versión más presuntamente realista a la más abstracta. Puesto que, para Freud, la tesis del predominio de la rea­ lidad psíquica remite a una realidad material de otro tiem­ po, a un fantasma del tiempo presente, a un esquema de to­ dos los tiempos. Y esas escenas, por otra parte, no se dan en la forma de recuerdos; deben adivinarse, construirse «paso a paso y laboriosamente a partir de una suma de indicios». No se debe llegar a la conclusión demasiado apresurada de que su origen es más fantasmático que mnémico. Sea como fuere, ¿el fantasma no es el vestigio de una memoria olvida­ da? Soñar también es rememorar. El fantasma inconscien­ te, como las escenas, también debe deducirse, construirse, adivinarse a partir de indicios. ¿Las escenas originarias son fantasmas originarios, vale decir, guiones imaginarios here­ dados filogenéticamente? Y, por último, ¿los esquemas origi­ narios se expresan por fuerza con la forma de fantasmas? Constantemente se plantea la cuestión de lo primero (prima), pero, como hemos visto, se trata de una cuestión ambigua, confundida con la de lo más importante, es decir, lo que tiene el poder de seleccionar, clasificar, categorizar, jerarquizar (summa). Esta confusión pesa sobre el término

«originario»; es primero lo que está al principio y lo que está a la cabeza por su rango. Hemos visto que lo originario se relaciona con la hipóte­ sis según la cual existen en la psique formaciones que el in­ dividuo trae con él al nacer y que actúan en sinergia con la experiencia individual para clasificar las experiencias y ser­ vir de organizadores a la construcción psíquica, gobernando un esquema de desarrollo tal que orienta un destino general e impone un freno a las variaciones, carencias e irregulari­ dades de la vida individual frente al destino común. Se sabe que la elección de esta traducción para el prefijo alemán «Ur» prevaleció en francés. En un primer momento se lo tradujo como «primitivo» o «primario». La posible con­ fusión con datos relacionados con un punto de vista ontoge­ nético hizo que se prefiriera «originario».23 Por mi parte, propongo disociar por completo la exigen­ cia epistemológica, que hace necesaria la hipótesis teórica de factores con el papel de organizadores que expliquen el carácter general de ciertos temas, no obstante las particula­ ridades de su historia, y la teoría filogenética, que da cuenta del origen de esas formaciones. Por eso, ahora propongo de­ nominar esquemas primordiales al conjunto al que se da el nombre de fantasmas originarios: seducción, castración, es­ cena primitiva, retomo al pecho materno, complejo de Edi­ po, para liberarnos del lazo de esas formaciones, a la vez con el fantasma y con el origen filogenético. Las opiniones de Freud están en desacuerdo total con la ciencia: todos los genetistas rechazan la herencia de los ca­ racteres adquiridos. Más aún, es discutible que la herencia se transmita en la forma de guiones imaginarios. Sin em­ bargo, es necesario hacer notar que no se advierte cómo puede la ciencia demostrar el carácter erróneo de las ideas de Freud. Si bien nada las prueba, es difícil demostrar lo contrario, o sea, su inexistencia. De todos modos, la exigen­ cia epistemológica persiste. Se puede atribuir la organiza­ ción del deseo humano a una mutación. Esta podría tradu­ cirse por la presencia de esquemas sensibilizados por confi­ 23 Aunque en el caso de Piera Aulagnier la concepción de lo originario se refiere claramente a las formas primitivas del desarrollo psíquico, con el pictograma.

guraciones perceptivas. Cuando se demostró la existencia de los I.R.M. (estímulos innatos de desencadenamiento de Tinbergen y Lorenz), se generó el apego de ciertas aves al hombre al remedar este, aunque fuera groseramente, el comportamiento global asociado a la forma general de un espécimen animal adulto, y se supo qué impulsaba a otras especies de pájaros a huir frente a un ave de presa; estas reacciones se asociaron a esquemas. Así, para tomar el últi­ mo caso mencionado, el pájaro que escapa al ave de rapiña de manera innata no conservó en sí la escena de la devoración de sus ancestros por un depredador, del mismo modo que no reconoce de entrada al águila, el gavilán o cualquier otro rapaz. Lo que lleva en su seno es el desencadenamiento del reflejo de fuga ante la configuración «ojos juntos-cuello corto». Tampoco reconoce a su madre al nacer, sino que in­ viste como objeto madre cualquier forma que exhiba vaga­ mente la apariencia de su andar. Los fantasmas originarios podrían deducirse de la órbita de una organización esquemática de ese tipo. El encuentro de esas configuraciones perceptivas y de las percepciones nacidas de la experiencia individual daría origen a las for­ mas simbólicas modeladas por el imaginario, que las dota­ ría del status que Freud describe como «fantasma» origina­ rio. Este se enriquecería con una narratividad creada por la estructura «fantasma originario», y entonces y sólo enton­ ces adquiriría la calidad que hace de él un guión. En suma, el único sustrato «filogenético» se relacionaría con el esque­ ma sensible (configuración perceptiva desencadenante); to­ da la secuela (fantasmatización, dramatización escénica) deriva del encuentro entre el esquema y la experiencia. Por sí sola, esta última sería insuficiente para explicar el alcan­ ce significativo. El esquema daría cuenta de él, pero no sería más que una abstracción vacía si la experiencia no le pro­ porcionase la materia «prima» apta para estimular la ima­ ginación y la forma discursiva asociada a la narración. En el epílogo de Le discours vivant, de 1970-1973, nos interrogábamos sobre lo estructurable, la estructura en potencia y la potencia de estructuración, y concluíamos: «Los fantasmas originarios no son representaciones y me­ nos aún contenidos, sino mediaciones. Contrariamente a cualquier expectativa de las reglas de la lógica tradicional, son aquello por lo cual suceden representaciones y conteni­

dos».24 Son inductores que promueven la actualización bajo la forma de fantasmas, investidos de un fuerte coeficiente de realidad psíquica. En la escritura general de los fantas­ mas, se leen aparentemente como los otros, pero están im­ presos en negrita. Así, lo coyuntural aleatorio de la experiencia individual recibiría el refuerzo y la marca de lo estructural regular pa­ ra que el sentido se imprima con el sello de lo que es signifi­ cativo. Más aún, ninguna referencia a lo originario desapa­ rece por completo, porque los esquemas primordiales de­ sempeñan el papel de marcadores temporales. Asignan a los acontecimientos históricamente datados un alcance que los introduce en la escala temporal, puesto que no se limitan al momento de su aparición. Su relación con las teorías sexua­ les infantiles contribuye a la puesta en orden de los orígenes y ya no únicamente a lo que es primordial: originario. Gra­ cias a ellos, se ayuda al pasado a convertirse en pasado; este se constituye como tal. Los esquemas primordiales conden­ san en sí mismos un sistema de resonancias armónicas tal que se comunican entre ellos y se explican retroactivamente —de manera causal— lo que ya fue, de igual modo que sus redes estarán prontas, en el futuro, a despertar a las expe­ riencias que mantienen algunas relaciones imaginarias con ellas o con las formas anteriores a su manifestación.

Alternativa a la hipótesis hereditaria Hemos visto que la teoría misma del fantasma originario es susceptible de considerarse como una fantasmatización. La metapsicología —esa hechicera, según Freud— se ali­ menta de fantasmatizaciones para progresar. Y no sólo es el más allá de la psicología, también es lo que la conecta a sus orígenes biológicos. El «antes» de la psicología es una espe­ cie de psicobiología o biopsicología imaginaria. Freud no querría abandonar la cohorte de los biólogos, pero estos re­ 24 André Green, Le discours vivant, París: PUF, 1973, pág. 316. Esta obra se presentó como un informe titulado «L’afFect» ante el Congrés des langues romanes de 1970 y fue publicada al año siguiente en la Revue Franfaise de Psychanalyse. [El discurso p id o :una concepción psicoanalíti­ ca del afecto, Valencia: Promolibro, 1998.]

chazan su juramento de fidelidad y lo confinan entre los au­ tores de ficción. En consecuencia, la metapsicología, contra­ riamente a la intención de su creador, no remite a la biología sino a una disciplina también imaginaria: la metabiología. Si Freud pone mucha biología en su psicología, se puede sostener igualmente que pone mucha psicología en su biología. ¿Hay alguna posibilidad de prescindir por entero de cualquier remisión a la filogénesis? Aquí es preciso dis­ tinguir entre nuestra ignorancia y nuestros prejuicios. Cuando tantos hechos que antaño se interpretaban como resultados de la acción del medio se ponen hoy en la cuenta de un determinismo genético, nos encontramos con la falta total de datos que expliquen una transmisión genética en el dominio psíquico. Si bien se sigue invocando una causalidad genética para las enfermedades psiquiátricas, se ignora todo acerca de lo que puede constituir una herencia indi­ vidual o colectiva. La cultura mantiene su patrimonio me­ diante una transmisión repetida en cada generación, lo cual da origen a una verdadera herencia social (Lacan). La exis­ tencia de sociedades llamadas primitivas plantea la cues­ tión de un estado, si no prehistórico, al menos protohistórico, aunque nadie tenga dudas de que la historicidad no está ausente de la evolución de dichas sociedades. Pero aquí la teoría se apoya tal vez sobre bases menos frágiles. Hoy se rechaza la calificación de primitivas para las so­ ciedades sin escritura, y hay que elogiar, por cierto, el deseo de terminar con lo que esa calificación podía tener de degra­ dante o condescendiente. Pero ¿existen otras razones para el abandono de la fórmula? ¿No podemos dudar de las inten­ ciones que llevan hoy a tener por comparables esas socieda­ des y las nuestras, al parecer sólo separadas por algunas di­ ferencias? Lo así suprimido, ¿no es siempre la sospecha que designaría al inferior, el no evolucionado, el salvaje? ¿No será también que al desembarazamos de lo primitivo elimi­ namos al mismo tiempo lo basal, lo fundamental, en resu­ men, lo primordial, y procuramos de ese modo enmascarar el poder que tendrían esas sociedades de revelamos los pa­ rámetros psíquicos cuyo valor organizador sería aquí más aparente y visible, pero en los cuales nos cuesta aceptar el peso capital y la perennidad que su resonancia aun en noso­ tros y nuestros días permite adivinar?

No es que estemos autorizados a pensar que ese primor­ dial puede aprehenderse mediante expresiones directas inmediatamente descifrables, porque aquí, como en otras partes, sólo es perceptible a través del velo de los disfraces y las mediaciones. Ninguna transparencia nos ahorra los efectos de la represión. Pero lo más esclarecedor es la rela­ ción entre esas mediaciones y las hipótesis que las explican, sin que pese a ello se apoye en evidencias. Muchos antropó­ logos despliegan una abundancia de medios intelectuales para tratar de mantenerse insensibles a ella. Cuando nos situamos en el campo mitológico o sociológico, lo que nos permite pasar de una perspectiva ontogenética a un cuestionamiento ontológico es la existencia de producciones sus­ ceptibles de circunscribirse, tocarse, analizarse, que son otras tantas formaciones simbólicas, de proyecciones —condensadas, desplazadas, dramatizadas— de lo que podría­ mos llamar lo implícito o potencial en la base del desarrollo ontogenético. Entonces se revela aquello que, visto desde la perspectiva de la ontogénesis, puede estar presente pero permanece invisible, únicamente pensable en la forma de una latencia. La ontogenia individual, a través de las pro­ ducciones míticas y sociales, se refleja en una ontogénesis social, es decir, en lo que se adivina al considerar la evolu­ ción de un individuo, desde el nacimiento hasta la adqui­ sición de una identidad dentro del grupo social. Los mitos relatan también la génesis de la sociedad a través de la his­ toria de sus héroes, de los mismos a quienes se atribuye ha­ ber contribuido a la instauración de un orden social. La na­ turaleza social del objeto, su generalización, le confieren la legibilidad de aquello que, en un individuo e incluso en una serie o una colección de individuos, puede caer bajo la sospe­ cha de lo aleatorio, lo accidental, lo contingente. Lo social da espesor, consistencia y desubjetivación a una subjetividad que parece disolverse en la colectividad. En ello, la narratividad cuenta menos una historia que una condensación de historicidades fusionadas, individuales y sociales, reales y míticas. Esta cuasi garantía de credibilidad ofrecida por la expresión social desindividualizada acaso permita confor­ marse más fácilmente con una hipótesis causalista que atri­ buye el resultado a la articulación de un conjunto de fantas­ mas y afectos elementales, que proporcionan a la elabora­ ción de la obra cultural (mito, rito, cosmología) los signifi­

cantes clave que constituyen su material de base. Aquí, diremos, la visibilidad del trabajo de la obra basta para fun­ dar por su parte el rumbo causal; se supone que la remisión a la ontogénesis sólo suministra la base inicial. Pero cuando acudimos al individuo y se transforman en indirectas las referencias socioculturales, ese cuerpo de mediaciones que permite constatar en el aprés-coup qué hi­ zo el espíritu humano y analizar a cambio su estructura después de que haya dado a luz esas producciones consis­ tentes, ¿a qué podemos recurrir? En este punto se plantea la hipótesis de lo originario para inscribirse en el hueco que separa las producciones ontogenéticas individuales y socia­ les. Por una parte, para fundar la consistencia de lo ontoge­ nético, y, por la otra, para intentar explicar su poder de pro­ yección en el nivel colectivo que, no lo olvidemos, cimenta las relaciones entre individuos y crea un orden propio. Por esa razón un antropólogo puede escribir con toda tranquilidad lo siguiente: «No creemos, en efecto, que en la sociedad como tal persista una memoria filogenética, po­ seedora de una infancia colectiva reprimida de la que el gru­ po busque aún hoy liberarse: la infancia sólo puede ser indi­ vidual, y su huella en los psiquismos adultos permite su re­ formulación en términos sociales y evolutivos».25 Sin em­ bargo, el mismo antropólogo postula un estrato semántico y simbólico presocial para dar cuenta del mito y el rito. ¿Cuál es la organización de ese estrato? La cuestión se deja en manos del psicoanalista, de quien se espera que prescinda del recurso a la filogénesis. En todo caso, la filogénesis siempre es de hecho retroac­ tiva y está construida sobre la base de las insuficiencias de una ontogénesis. No sobre una memoria únicamente lacunar sino, al contrario, sobre el exceso de sentido que desbor­ da la verosimilitud de una experiencia adquirida por apren­ dizaje. Ese es el exceso que se trata de recobrar mediante una organización significante mínima. La filogénesis no es el recurso a una abundancia temática que agregue algo a la experiencia individual sino, más bien, la tentativa de deter­ 25 Bernard Juillerat, Oedipe chasseur, vers une ontologie, París: PUF, 1992. Mencionemos de paso la gran coincidencia de puntos de vista que compartimos con el autor, quien, hecho rarísimo entre los antropólogos, cree en el diálogo entre la antropología y el psicoanálisis [nota de 1999],

minación de lo que permite ofrecer el modelo de su reduc­ ción posible. Historia del individuo, historia de la sociedad e historia de la vida y el universo no sólo encajan unas en otras sino que dan origen retroactivamente a categorías im­ plícitas que pueden desprenderse de la verdad narrativa; esta revela en su desarrollo el desfasaje de los universos que engloba. Hoy estamos acaso mejor preparados para captar la ri­ queza y complejidad de los ordenamientos significantes, de su transmisión interpsíquica, intersubjetiva e intergenera­ cional; ¿no podemos suponer que a través de la educación de los niños por parte de los adultos se comunican mensajes or­ denados de acuerdo con significantes clave que transmiten silenciosamente, de una generación a otra, esos organizado­ res que yo llamo esquemas primordiales? El carácter pri­ mordial no provendría entonces de una hipótesis de biolo­ gía-ficción, sino que se retransmitiría, recomunicaría y, por así decirlo, «transvasaría» a cada ser humano en cada gene­ ración. Freud, al oponer lo adquirido a lo que no podía serlo, seguía mostrándose demasiado cautivo de una concepción de la comunicación de la experiencia que se limitaba a efec­ tos explicitables. En la actualidad estaríamos en condicio­ nes de explicamos el carácter invisible y silencioso de lo que se transmite dependiendo de estructuras organizadoras y de comprender a la vez los efectos de esa transmisión por la constitución de redes de comunicación que mantienen bajo su control formaciones secundarias o derivadas. Esta visión empírica que ahorra las especulaciones de Freud se apoya en hipótesis cuya audacia no es inferior a las de los fantas­ mas originarios. Las variaciones culturales que producirían una multiplicidad de formas de educación anularían sus di­ ferencias en tomo de lo primordial respecto de las cuestio­ nes fundamentales de la diferencia de los sexos y las gene­ raciones, la concepción, el nacimiento, el alumbramiento... y la muerte. Eso es lo que sostienen algunos antropólogos. ¿Podemos decidir verdaderamente hacia qué lado deben inclinarse nuestras preferencias? Todo lo que puede decirse es que una concepción semejante cuadra mejor con nuestro horizonte epistemológico, pero que difícilmente sea más segura. Lo mejor sería concluir como Freud: non liquet. Otra cuestión no planteada. ¿La experiencia adquirida desde Freud confirma la limitación de los fantasmas origi-

nanos a los que él describió, o impulsa a proponer otros? Me parece, en efecto, que la exigencia epistemológica requiere la concepción de «esquemas organizadores de la desorgani­ zación», por decirlo de algún modo. En otras palabras, mo­ delos de base a partir de los cuales puedan desarrollarse las formas múltiples y variables de destructividad. La expe­ riencia de los casos fronterizos en que esta cumple un papel tan grande permite inferir esas matrices simbólicas de la destructividad, que conciernen a la relación con el objeto, los límites de la psique y el yo, el interior de la psique, su relación con lo externo y, por último, la muerte parcial o to­ tal del yo. Me parece, además, que los lazos de esos esque­ mas primordiales de la destructividad con los fantasmas originarios ponen de relieve entre ellos formas de oposición o de simetría que permiten dar toda su magnitud al conflic­ to psíquico.

Alegato por unos conceptos transicionales El pensamiento de Freud está siempre habitado por el del niño Sigmund que no deja de preguntar por qué y sólo se detiene cuando ha encontrado el equivalente adulto de las teorías sexuales infantiles que le recuerda el pequeño Hans. Hemos reconstituido el fresco teórico —del cual los fantas­ mas originarios son sólo una parte— que daba a Freud el alivio de tener una respuesta satisfactoria para su curiosi­ dad, y no nos costó reconocerle el status de ficción biológica. Pero no pudimos, sin embargo, liberamos de esos cuentos de hadas científicos porque, como las teorías infantiles, res­ ponden a una necesidad lógica. Lo que llamamos la exigen­ cia epistemológica no desapareció, empero, con la crítica científica. La parte de especulación que conllevan esas teo­ rías tiene al menos el mérito de tomar en serio los proble­ mas planteados por la organización psíquica. Ya lo hemos dicho: la teoría del fantasma originario se convirtió en un fantasma originario. Mantengámonos entonces, en cuanto a lo originario de lo psíquico o de lo social, en el marco de la irreprochable visión científica. Hoy se admite que la prohibición del incesto asu­ me el status de una «regía de reglas», que constituiría una

línea de demarcación entre naturaleza y cultura. Freud ya lo había comprendido mucho tiempo atrás. Pero el eterno niño pregunta: «¿por qué?». Y si hubiese vivido lo suficiente para conocer la explicación de un Lévi-Strauss, que da cuenta del fenómeno mediante la necesidad de establecer modalidades de intercambio, a buen seguro habría visto también allí una de las formas disfrazadas de una nueva mentira parental: una fábula de la cigüeña para científicos. Hubo que esperar el transcurso de una generación para que Maurice Godelier propusiera una interpretación más cerca­ na a la de Freud: la prohibición del incesto sería la etapa ne­ cesaria para la creación de la sociedad. Sin embargo, la tesis freudiana pasaba por ser el prototipo de la explicación no científica. El cuestionamiento sobre lo originario es productor de fantasmas originarios. La teoría de los fantasmas origina­ rios suscita sin duda la impresión de ser un fantasma, pues­ to que, lanzada a la investigación del pasado del individuo, no puede detenerse y se remonta a sus orígenes, vale decir, a la generación que le dio nacimiento, a la que la precedió y así sucesivamente hasta el agotamiento de las genealogías reales e imaginarias. En una discusión sobre las concepciones de Piera Aulagnier,26 yo señalaba hasta qué punto es insostenible el con­ cepto de originario en psicoanálisis. Hacía notar que la idea de un originario únicamente relativo al individuo era iluso­ ria, ya que ese originario aludía a una situación simbiótica madre-hijo, pareja indisociable, conexión del aparato psí­ quico del niño con el de su madre, y hacía depender la cons­ trucción del primero de los intercambios que se desarrolla­ ban con el segundo. Se pasaba así del originario del Uno a la adultez del Otro, también portador de un originario (lo originario del Otro) dependiente de la relación con su propio ascendiente, etc. Desde el momento en que hay transmisión intergeneracional —y es el caso ineludible del ser huma­ no—, ya no hay originario sino por convención. La que fija más o menos arbitrariamente, por razones prácticas, un lí­ mite, más arbitrario que lógico, a la teoría. 28 André Green, «Réponses á des questions inconcevables», Topique, n° 37, págs. 11-30.

¿Otros esquemas primordiales? En la obra de Freud, los fantasmas originarios datan de la primera tópica. La invención de la segunda los dejó intac­ tos. Vale decir que siempre se limitaron a ser de la sola in­ cumbencia de la sexualidad. Podemos asombrarnos, enton­ ces, de que la introducción de la pulsión de muerte no haya generado ningún cambio significativo a su respecto. Con el riesgo de suscitar el reproche de que agravo aún más la ver­ tiente de especulación que implica la teoría, propondré ad­ juntar otra serie de esquemas primordiales. Los primeros, los propuestos por Freud, tenían un valor organizador de la sexualidad. Los segundos, a los que quiero referirme, esta­ rían en el fundamento de las desorganizaciones debidas a la pulsión de muerte. Propongo, por tanto, considerar los siguientes fantas­ mas originarios (para prolongar la terminología en uso) de­ sorganizadores: - fantasmas de separación y pérdida', tienen que ver con todas las angustias que surgen en oportunidad de la separa­ ción yo-objeto y que en los casos más extremos entrañan la amenaza de la pérdida de objeto, amenaza presente en ger­ men, sin embargo, en las separaciones apenas momentá­ neas; - fantasmas de penetración destructiva-, son relativos a la efracción de todos los límites del cuerpo, del yo y de la psi­ que: rompen las barreras protectoras e introducen toda cla­ se de agentes destructores invasores en un espacio que en lo sucesivo es vulnerable; - fantasmas de expulsión y vaciamiento', expresan el te­ mor de una evacuación de los contenidos internos que vacíe el espacio psíquico de sus posesiones y contenidos; - fantasmas de autonomía y autólisis; representan una medida desesperada de amputación parcial de uno mismo o de autoaniquilamiento (suicidio). Estas formas de autodestrucción responderían a la destructividad pura no entre­ mezclada que Freud postuló al final de su vida. Se asocian a la función desobjetalizante cuya existencia he planteado. La transmisión intergeneracional exige tomar en consi­ deración dos series caúsales: la de lo originario individual

del infans y la del «discurso» parental —que pasa por la relación con el cuerpo de la madre—, que resuena del propio infans que fue la madre al infans ahora salido de ella. Los límites de lo originario individual son desbordados por to­ das partes. No podríamos encontrar una solución si nos li­ mitáramos a la referencia exclusiva a la madre como punto de origen. Puesto que este «origen», a su tumo, impulsa a buscar el suyo propio remontándose a la relación con la ma­ dre de la madre. No obstante, esta incesante búsqueda de las fuentes no basta para suprimir la problemática de lo ori­ ginario. Pero esta depende menos del hallazgo de una fuen­ te única que de referencias que son otros tantos mojones o signos de lo que debe considerarse como primordial. No hay punto de origen sin marcadores originarios. Desde que el psicoanálisis surgió como una disciplina que destacaba el papel, silenciosamente actuante en los niveles subterráneos de la psique, de los sucesos del pasado, tuvo frente a sí una tarea inmensa: la de construir una temporalidad psíquica sobre la base de los hechos novedosos que eran los síntomas como reminiscencias, los recuerdos encubridores, la amne­ sia infantil, lo reprimido, etc. Con la sexualidad infantil, que se negó con mucha eficacia durante milenios, Freud ponía de manifiesto —a despecho de la amnesia de los ana­ lizantes y de la desestimación de los adultos (padres, edu­ cadores, etc.)— un factor dinamógeno del desarrollo, un in­ ductor de la actividad psíquica, un agente polarizador de la experiencia. Debido a la presencia del difasismo sexual, se ponía en tela de juicio el carácter de continuidad que se atri­ buía tradicionalmente a la temporalidad. El corte de la latencia rompía el hilo de Ariadna que habría podido llevar, tan lejos como lo hubiese permitido la memoria, hacia los orígenes del placer erótico. Esta orientación regrediente de la erogeneidad hacia el pasado de la infancia más remota27 tropieza con el descubrimiento de una causalidad que no es la de la historia y funda otro rumbo, el de un origen imagi­ nario, como respuesta a las preguntas que se hacen los hijos 27 Véase la carta del 21 de diciembre de 1897 de Freud a Fliess: «Hemos descubierto una escena datada en la época primitiva (antes de los veinti­ dós meses) que, profundamente sepultada debajo de todos los fantasmas, satisface toda mi exigencia y en la cual desembocan todos los enigmas aún no resueltos», en La naissance de la psychanalyse, traducción de A. Berman, PUF, 1956, pág. 272.

de los hombres. Las teorías sexuales infantiles respondían a la necesidad de causalidad de la infancia frente a los enig­ mas de la vida. La teoría psicoanalítica descubría sus ante­ pasados en ellas; ahora bien, esas teorías eran fantasmas con pretensiones teóricas. Por lo tanto, la teoría, en su movi­ miento regrediente, debía tener en cuenta la teorización co­ mo consecuencia del desarrollo. El niño revelaba así su ca­ pacidad teorizadora. Y si la teoría podía no ser más que un fantasma, el fantasma, a la inversa, estaba habitado por una teorización. Freud necesitará todo el camino que ha de llevarlo a «Análisis terminable e interminable» para reconocer con claridad el lazo entre teoría y fantasma. Esa es, en efecto, la paradoja a la cual el psicoanálisis difícilmente escapa: cuan­ do la teoría reconoce el lugar y la función del fantasma, y se esfuerza a continuación por elaborar la teoría de este y lle­ varla hasta sus últimas consecuencias, se ve obligada a pre­ guntarse: ¿la teoría no es a su vez un fantasma? Se me responderá que la ciencia toma precauciones, jus­ tamente, contra tales confusiones. El problema es que la ciencia —debido a sus propias limitaciones— se muestra in­ capaz de proporcionar una teoría científica del fantasma. Hemos intentado salir de este dilema atribuyendo más o menos lugar al fantasma en la cuestión de los orígenes; más exactamente, sólo lo hacemos intervenir luego del encuen­ tro con la experiencia. Postulamos el concepto, aún más ori­ ginario, de esquemas primordiales. La función de estos es aportar marcas a lo que preside los desarrollos ulteriores y actuar como organizadores de temporalidad, porque permi­ ten a la vez pensar en el aprés-coup lo que fue y no reconocer en la previsión del futuro sino lo que cae bajo el peso de la misma problemática. Propusimos, como admisión de lo indecidible, dos versiones posibles, una que compete a la he­ rencia biológica; la otra, a la herencia social. En vez de resolver apresuradamente lo que no es posible decidir, podemos reconocer la exigencia epistemológica de los esquemas primordiales y suspender cualquier juicio so­ bre el origen de ese originario. Para ello, propongo la crea­ ción de una nueva categoría: los conceptos transicionales. Estos conceptos estarían dotados de una «capacidad negati­ va» (Keats citado por Bion): se asociarían al área intermedia de Winnicott, es decir que la oposición verdadero-falso no

les sería aplicable. Su status se parece al de las hipótesis, pero estas son sometidas a prueba y, en consecuencia, admi­ tidas o rechazadas tras ello. Esos conceptos transicionales se crearían únicamente en función de las exigencias lógicas relativas al grado de complejidad del objeto al que se aplica­ ran. En el caso considerado, explicarían la forma en que los esquemas primordiales se organizan en categorías de sig­ nos que acompañan el desenvolvimiento del tiempo y con­ tribuyen a estructurarlo.28 Con frecuencia se critica el reduccionismo psicoanalítico. Ahora bien, todo saber es reductor. Lo importante es la elec­ ción de los parámetros reductores a fin de que el objeto de estudio no sea mutilado por una deformación que lo achate y que, en cambio, su «modelo reducido» siga dando testimo­ nio de la complejidad que lo constituye. Hoy se habla sin complejos del origen del cosmos, el origen de la vida, el ori­ gen del hombre. Pero es más turbador hablar de los oríge­ nes del psiquismo. Se prefiere entonces ocultar la ignoran­ cia confundiendo psiquismo y cerebro. En nuestros días es difícil, sin embargo, imaginar cómo puede el estudio del ce­ rebro esclarecemos en la problemática de lo originario vista desde la perspectiva de los esquemas primordiales. Pero ¿de dónde procede esa turbación, como no sea del hecho de que el examen de una problemática semejante debe hacer co­ existir modos de funcionamiento psíquico tan diversos, que ponen en juego tanto los aspectos más rigurosos como los más libres, los objetos mejor definidos como los más indeter­ minados y los modos de pensamiento más racionales como los m ás... fantasmáticos? ¿En el comienzo sería... el fantasma originario?

28 Me parece, sin estar seguro, que el concepto de pregnancia reciente­ mente defendido por Rene Thom podría encontrar un eco en ellos.

3. Repetición, diferencia, replicación Una relectura de Más allá del principio de placer

(1970)

«Mira en tu espejo, di al rostro que ves: ha llegado la hora de que este rostro forme otro, cuya bella condición debes reno­ var, para no engañar al mundo dejando sin bendición a al­ guna madre. »Pues, ¿dónde está la muy bella de inconquistado seno que desdeñe los cuidados de tu labranza?¿O quién es aquel que, tan indulgente, quiera ser tumba de su amor propio, pa­ ra detener la posteridad? »Tú eres el espejo de tu madre, y ella evoca en ti el amoro­ so abril de su juventud: así verás, a través de los cristales de tu edad, a pesar de las arrugas, tus años de oro. »Pero si vives para no ser recordada, has de morir sola y tu imagen morirá contigo». Shakespeare, «Soneto III»* «Entre un punto a y un punto b, ya sea en el tiempo o en el espacio, entre a y b debo decir no: no, no quiero pertenecer al diablo, no quiero ir al infierno, no quiero ser su amante. Entre esos puntos a y b, sea que no logre decir no porque una persona en mí que dice no acepta en mi lugar, sea por­ que no tuve tiempo, sea porque no pude conseguir decir no, en ese momento, que es una fracción de segundo, un segun­ do después de ese momento en que acepté ser del diablo, empiezan un tormento y un remordimiento espantosos, es­ pantosos, espantosos. Para reparar la falta hay que supri­ mir el tiempo, lo llamo entropía negativa porque no existe, entonces hay que rehacer el mismo gesto, volverse a poner * Traducción de la versión francesa de P. J. Jouve, cotejada con el origi­ nal inglés. (N. del T.)

en las mismas condiciones al revés y decir de nuevo: “No, no quiero ser del diablo”. Me digo, para que eso quiera decir no, para que se borre, hay que volver a empezar con el mismo gesto en las mismas condiciones, cosa que nunca consigo. Piense que por el microscopio se llegan a ver diferencias... nunca se logra rehacer el mismo gesto, decirlo de igual ma­ nera; entonces vuelvo a empezar sin descanso la misma co­ sa, trato de ponerme en las mismas condiciones, pero sólo mi obsesión me dice, mi angustia me dice, pero no, no era para nada lo mismo.. .». Por medio de este preludio comenzó el discurso de una obsesiva, en el cual puede advertirse la compulsión de repe­ tición. Compulsión, es decir, coacción; repetición, es decir, retor­ no a lo mismo anterior para abolir el tiempo, que para noso­ tros es el tiempo del deseo prohibido. Proyección del tiempo del deseo en el espacio de los objetos, en la trayectoria que une dos objetos del mundo exterior, dos puntos de un espa­ cio libidinizado. Sexualización de los objetos de pensamien­ to que la negación debe desexualizar. Resurgimiento de la diferencia, imposible de borrar, en el esfuerzo que apunta a aboliría. Si también nosotros no tuviéramos el tiempo con­ tado, habríamos podido mostrar que en el centenar de mi­ nutos que duró la entrevista se pusieron de relieve tres re­ peticiones sucesivas. En primer lugar, el tiempo del sínto­ ma, exposición de la compulsión de repetición. En segundo lugar, el tiempo del fantasma, exposición de los temas de una novela digna de Queneau, en los cuales se repiten los términos de la temática obsesiva (la posesión por el diablo). En tercer lugar, el tiempo de la historia, en el cual vuelven a encontrarse los temas del síntoma y el fantasma, y el diablo aparece con las figuras del padre, el marido y el hijo: en rea­ lidad, del poseedor del falo que falta en la paciente. La repe­ tición, por lo tanto, cobra aquí la significación de la repeti­ ción de la falta y la obsesión por su objeto. El concepto de repetición está desde siempre en el horizonte de la investigación psicoanalítica. A partir del mo­ mento en que afirma que la histérica sufre de reminiscen­ cias, Freud sabe que a través del síntoma algo se repite. Es­ te surgimiento de la repetición no es la característica excluyente de la neurosis, sino que está ligado a la estructura

misma de los mecanismos psíquicos. En la carta 52 a Fliess, Freud escribe: «Como sabes, trabajo en la hipótesis de que nuestros meca­ nismos psíquicos se formaron mediante un proceso de estra­ tificación: el material presente bajo la forma de huellas mnémicas se somete de cuando en cuando a un reordena­ miento según las nuevas circunstancias: a una retranscrip­ ción. Así, lo esencialmente novedoso en mi teoría es la tesis de que la memoria no está presente una sino varias veces y que se deposita en diferentes especies de signos».1 La repetición, por lo tanto, es parte integrante de la cons­ titución del recuerdo. Al repetir el recuerdo en el síntoma, este reproduce su constitución memorística y sigue efec­ tuando, en un estilo diferente, nuevas transcripciones; persigue el proyecto de inscribir adentro y afuera lo que co­ rresponde a un no dicho, y en consecuencia siempre por decir. Las diferentes especies de signos mediante las cuales lo reprimido expresa su retomo las vemos en el repetir, el rememorar y el reelaborar.2 A los signos intrapsíquicos se suma el registro del acto en ese texto. En 1937, «Construc­ ciones en el análisis» indicará una vez más las diferentes es­ pecies de signos que se repiten en el material analítico, co­ mo productos exhumados de una realidad psíquica a cuya vitalidad perdura a través de las huellas que saca a la luz. Así, ningún signo es legítimamente originario y único; sea cual fuere, es el producto de una repetición, a la cual no puede atribuirse ninguna génesis absoluta. Su manifesta­ ción repetitiva, su insistencia, nos indican el proceso de una repetición cuya fuente es inútil buscar en una huella prime­ ra. Lo que subraya es que hay repetición, que ya la hubo y que volverá a haberla.

1 Carta del 6 de diciembre de 1896, véase La naissance de la psychanalyse, traducción de A. Berman, París: PUF, 1956. 2 Sigmund Freud, «Remémoration, répétition et élaboration», en La technique psychanalytique, traducción de A. Berman, París: PUF, 1953. [«Recordar, repetir y reelaborar», en AE, vol. 12, 1980.1

El juego del carretel: primera lectura Por eso, si examinamos ahora el juego del niño y el carre­ tel, tras haber evocado algunos de los textos precursores de la repetición, lo hacemos menos para establecer su origen —origen en la obra de Freud o en la vida del niño— que el paradigma de su manifestación: lo que alertó a Freud sobre la presencia de la repetición y lo incitó a darle su importan­ cia conceptual. Los innumerables comentarios a los que dio lugar no se­ rán un obstáculo para que les sumemos los nuestros.3 Insis­ tamos ante todo en las circunstancias del juego. Es la activi­ dad de un niño común, que no se distingue en modo alguno por una inteligencia precoz o excepcional.4 Si bien nada lo hace digno de un interés especial, la trivialidad de su caso retiene la atención en la medida en que remite a un «orden de cosas» que es el de la infancia. Se trata, en efecto, de un niño cuyo desarrollo ha sido normal; fue criado, alimentado y atendido por su madre. Esta observación nos parece im­ portante. El señalamiento del valor significativo de la repe­ tición exige una organización de lo simbólico preservada de una alteración demasiado importante del desarrollo por efecto de un trauma destacable. Es muy probable que un ni­ ño abandónico o afectado de hospitalismo no hubiese jugado de ese modo. En lugar de lanzar un carretel para luego re­ cuperarlo uniendo el grito al gesto, tal vez se habría balan­ ceado sin moverse de su lugar o golpeado la cabeza contra la pared de manera estereotipada. El niño del carretel, dice Freud, admitió, justamente gracias al amor materno, la ne­ cesidad de la renuncia pulsional, es decir, el carácter inevi­ table de las pérdidas temporarias de su madre cuando ella se ausentaba. Podríamos decir que simbolizaba en función de su sometimiento a la necesidad. Logos y Ananké se muestran aquí, en la pluma de Freud, inseparables. 3 Habría que citar íntegramente el texto. Nos remitimos a la traducción de Laplanche y Pontalis. Cf. Sigmund Freud, Au-delá du principe de plaisir, en Essais depsychanalyse, «Petite Bibliothéque Payot», 1981, pág. 51 y sigs. [Más allá del principio de placer, en AE, vol. 18, 1979.] 4 Aunque al respecto pueda señalarse una denegación de Freud para afirmar la trivialidad de la situación, con vistas a defender un mecanismo que no tiene nada de excepcional.

Sin embargo, pese a la sumisión a la renuncia pulsional la relación con «ese hecho de la vida»—, el juego se instaura, por un efecto imprevisto, como estructura representativa analógica inconsciente. Decimos «estructura» porque la simbolización que surge une solidariamente tres categorías de fenómenos: - una pro-yección motriz (el lanzar-recoger); - una actividad perceptiva-representativa (el ver-no ver el carretel); - una «inter-jección» de lenguaje (ood-da por fort-da).5 De lo precedente va a desprenderse que esta simboliza­ ción aparece dentro de un dispositivo que justifica la preci­ sión minuciosa con la cual Freud efectúa la descripción com­ pleta del juego.

5 Dice el Littré de la interjección: «Término de gramática. Parte del dis­ curso que expresa las pasiones, como el dolor, la ira, la alegría; palabra que se arroja, que se lanza, por así decirlo, pese a nosotros mismos, y que las pasiones nos arrancan». Señalemos aquí el lazo con el afecto. El Robert: «(siglo XIII, del lat. gram. interjectio, «intercalación», de jacere, «arrojar»). Gramática: «Palabra invariable susceptible de utilizarse aisladamente y como tal insertada (lat. interjectus) entre dos términos del enunciado (. . .) para traducir de una manera viva una actitud del sujeto hablante» (Marouzeau). «Por lo tanto, la interjección propiamente dicha, lo menos inte­ lectual posible, siempre clara gracias a las circunstancias y al tono, está en cierto modo desprovista de forma. Pero mediante el estudio de las inter­ jecciones puede verse el pasaje del grito al signo, el pasaje del reflejo ani­ mal al lenguaje humano» (Brunot y Bruneau, Gramm. historique, § 418). Empleamos aquí este término pese al rechazo de Freud, quien aclara que esto, «según la opinión compartida por la madre y el observador, no era una intelección» debido a su valor significativo. Pero acabamos de ver que este valor no está ausente de la interjección. Con Freud, acentuaremos ese va­ lor significativo y simbólico, y daremos al término un sentido aún más am­ plio. A nuestro juicio, se trata sin duda de una inter-jección porque une significativamente al niño y la madre con el carretel. En la relación que lo une a ese juguete, el primero aúna el grito al gesto y a la aparición-desapa­ rición del objeto. La interjección representa el análogo vocal del lanza­ miento del carretel (su pro-yección) y de la acción que lo devuelve, de igual modo que este análogo acompaña la comprobación de la ausencia y la pre­ sencia del objeto. La jaculación se arroja entre esas operaciones, lo mismo que entre el niño y su entorno, al que él pone como testigo de la actuación cumplida.

Ese dispositivo incluye, por un lado: - un carretel de madera (el objeto); - una cuerda atada a ella, suficientemente larga para que, por lejos que se lo arroje, el carretel pueda volver al niño (el lanzar de la pulsión); - una cama con cortinas, de borde suficientemente alto para que el niño deje de ver el carretel una vez que lo lanza (la pantalla que separa adentro y afuera). Por otro lado, un niño dotado de: - una mano; - ojos; -voz, más un testigo no directamente implicado en el juego: Freud, el abuelo. Dos ideas sirven de base a nuestro análisis de esta des­ cripción. La primera es que el conjunto del dispositivo rea­ liza un montaje cuyos elementos son interdependientes y se agrupan en un ensamblaje funcional. La segunda es que es­ te ensamblaje constituye el producto de dos mitades com­ plementarias: una correspondiente al niño; la otra, a los ele­ mentos inertes del ensamblaje, vale decir, los instrumentos del juego.6 Ahora tenemos que abordar la interpretación de este último. Esa interpretación suscita una serie de res­ puestas de diferente nivel y plantea dificultades conceptua­ les crecientes. De entrada, Freud se plantea una cuestión. La repeti­ ción es repetición de una situación dolorosa: «¿Cómo conci­ liar pues con el principio de placer el hecho de que repita como juego una experiencia penosa?». Es conocida la res­ puesta que viene a la mente, en la cual Freud, sin embargo, no se detuvo: el niño transforma una situación pasiva, pade­ cida, impuesta, en situación activa, dominada, querida. Mueve los hilos que ponen en acción el carretel-marioneta.7 6 Pero lo propio de esta unidad funcional es que la multiplicidad actúa en ella en todos los niveles: multiplicidad de los elementos de montaje, de las partes en cuestión (el niño y el carretel, la relación del niño con los adultos que recogen sus juguetes y con la madre), de las situaciones evoca­ das (el juego como juego y como figuración de las idas y vueltas de la madre). 7 «El se resarcía, por así decirlo, poniendo en escena, junto con los obje­ tos que podía tomar, la secuencia misma de desaparición-retorno» (Más allá del principio de placer, capítulo II).

Esta «abreacción» vuelve a encontrarse en el caso de ex­ periencias indiscutiblemente desagradables, como en el jue­ go del doctor,8 lo que Anna Freud describirá como identifica­ ción con el agresor. Si prolongamos esta interpretación des­ de la óptica de Melanie Klein, la meta del juego no sería úni­ camente defenderse de una situación dolorosa, sino permi­ tir la descarga de pulsiones agresivas. Se trataría entonces de la expresión disfrazada de una venganza con respecto a la madre, a quien se mata y resucita un número infinito de veces. Pero todas estas interpretaciones tienen, precisa­ mente, el inconveniente de pasar por alto lo que el juego im­ plica de específico: la repetición. Freud se asombra por el ca­ rácter indiferenciado de esa repetición, que repite tanto lo agradable como lo desagradable. Los niños repiten y hacen repetir a los adultos las mismas historias, ya les hayan im­ presionado agradable o desagradablemente, y exigen el respeto escrupuloso del más mínimo detalle, corrigiendo cualquier diferencia con respecto a una versión anterior. Es indudable que esta repetición puede ser en sí misma objeto de placer. Pero la transformación del displacer en placer, ya no ligado al tema sino a la repetición en sí misma, asigna a esta una función que es problemática. Por sí solo, el juego no puede demostrar la tesis de la compulsión de repetición co­ mo más allá del principio de placer, bajo los auspicios de la pulsión; serán necesarios otros ejemplos (la neurosis trau­ mática, la transferencia). Es preciso, sin embargo, que volvamos al juego para abordarlo en otro nivel de interpretación, que es el implíci­ tamente señalado por Freud. El juego se presenta aquí co­ mo un análogo del funcionamiento pulsional. Acabamos de recordar que la repetición es para Freud la esencia de la pulsión o, como dice Pasche, «el instinto del instinto». En la experiencia del lanzamiento del carretel y de su retomo, po­ demos descubrir una metáfora de la actividad de la pulsión que, en su movimiento, apunta al objeto que no puede al­ canzar y suscita la angustia de su pérdida, pronto superada en su recuperación generadora de placer. Estas primeras reflexiones nos llevan ahora a concen­ tramos en otro nivel: el de la determinación, por medio del 8 Abreacción comprobada en el analizante que escapa a la situación pe­ nosa de la transferencia mediante la tentativa de realización del deseo de convertirse, a su turno, en analista.

juego, de las relaciones sujeto-objeto. Nos encontramos frente a un objeto doble y, de hecho, dos veces doble. Está el carretel y está la madre. Cada uno de estos dos objetos se desdobla, el carretel perdido y recuperado, la madre que se marcha y regresa, lejos y aquí ifort-da). La posición del obje­ to en esta organización simbólica nos hace decir que es im­ portante, para parafrasear a Winnicott cuando habla del objeto transicional, que el carretel sea y no sea la madre. El objeto es aquí objeto de clivaje: clivaje carretel-madre que remite al clivaje objeto parcial-objeto total. El objeto parcial, el carretel, vale por el objeto total, y este se representa ínte­ gro en aquel. La parcialidad presencia-ausencia inviste to­ do el objeto. Ese clivaje se reproduce en el interior de cada lino de los términos, el carretel ausente y presente, la madre lejos y aquí. Los dos términos de esta correspondencia son mediatizados por la percepción y la representación (objeto visible-invisible) y el lenguaje ifort-da como ooo-da), cada uno de los cuales repite el acto motor remedándolo y clivándolo de sus expresiones en otros planos. Plantearemos un paralelo entre ese status doble y clivado del objeto y un status doble y clivado del sujeto. Aquí se oponen dos interpretaciones de este último. En la interpre­ tación clásica, el sujeto es el niño como polo activo del juego, como su agente. Es él quien escenifica el juego, es él quien lanza el carretel y lo recoge, es él quien comprueba la ausen­ cia o la presencia del objeto y es él, por último, quien enun­ cia sus fases mediante la emisión del fort-da. El niño, por lo tanto, es el sujeto como yo [Je]. Si pudiera hablar, diría: «Yo (el niño) juego con el objeto. Yo juego a hacer que mi madre desaparezca y reaparezca». Pero quien lo dice no es el niño sino Freud, pues aquel, si pudiese decirlo, ya no necesitaría tal vez la captación por medio del juego. En realidad, un su­ jeto semejante no puede ser sino el sujeto de la conciencia. El juega a hacer desaparecer y reaparecer a la madre, mien­ tras que ella lo juega en su ausencia. El sólo juega en la me­ dida en que lo juegan, cualquiera sea la proeza que realice para invertir esta situación de pasividad y transformarla en actividad. Henos aquí frente a la interpretación moderna del sujeto. Este ya no es aquí el agente sino aquel que, gra­ cias a una coyuntura, sólo puede sostener la pretensión de manifestarse en ella como tal pasivando su actividad. Lo cual no significa que sufra la situación sino que debe hacer

suya esa pasivación9 y exteriorizarla en el plano de un ter­ cero situado en posición de observador. El sujeto es pasivado por una situación que lo domina y lo obliga: el deseo del ob­ jeto en la falta que sigue a su pérdida. Esa coacción lo fuerza a una interpretación y una deformación que engendran el juego. Por un lado, la constitución de la secuencia estableci­ da por el juego liga los efectos difusos de la situación de au­ sencia; esta queda ahora incluida en una serie cuya propie­ dad esencial es la capacidad de reproducción. Por otro lado, esa inclusión deja margen para cierto juego: el que permite inscribir con varios alcances la serie, en el cual el drama de la ausencia se convierte en diversión pero, dentro de esta distracción, vuelve lo que el juego procuraba desviar. ¿Por qué ese júbilo ante el retomo del carretel? El juego no es sólo creador de ilusión, sino que ilusiona en sí mismo por alusión. Hemos destacado las condiciones de posibilidad del jue­ go (niño normal, renuncia pulsional), el papel del equipa­ miento, del montaje y, por último, el circuito realizado por aquel, puesto que se trata de un juego circular: la reapari­ ción del carretel exige otra vez su desaparición, a la que si­ gue una nueva reaparición, gracias a las posibilidades brin­ dadas por el dispositivo. Pero conviene subrayar la impor­ tancia de la ausencia, de la negatividad. Es preciso que la madre esté perdida para que el niño tenga que repetir algo mediante el juego. Esta dimensión de ausencia obliga al su­ jeto a manifestarse, así como la ausencia de alimentos y el hambre fuerzan al lobo a salir del bosque. Es preciso, ade­ más, que esa negatividad se mantenga en los límites tolera­ bles de la ausencia, entrañe la esperanza del regreso y no sea un desastre (porque entonces no provoca otra cosa que la reacción catastrófica). Desde esta óptica, la manifestación del sujeto ya no es simplemente la creación activa del juego. El sujeto es el pro­ ceso que incluye todos los elementos del dispositivo. Proceso constituido por el conjunto que es su precondición: la mano, los ojos, la voz, pero también el carretel, la cuerda, la cama, el espacio que los rodea y el circuito que se crea en él. El su­ jeto nace de esa circularidad, que comprende la proyección 9 Salvo error, es la primera vez que introduzco este término en mi vocabulario teórico [nota de 1999].

acompañada de la interjección en el movimiento oscilatorio «desaparición-retomo», lo cual ocasiona la introyección re­ troactiva del juego. Ese sometimiento a los elementos del dispositivo completo, esa construcción de un equipamiento, constituyen un análogo del aparato psíquico que se pone al servicio de la tendencia a la extinción de una tensión. El su­ jeto se define entonces por medio del conjunto de los elemen­ tos articulados en el proceso constituido por la repetición que agota una tensión. Puesto que no basta para ello una única operación del aparato. La circulación, el recorrido del circuito, exige su reproducción para estabilizar el proceso. La huella dejada por una sola operación solicita sin cesar un nuevo paso por ella, necesario para la constitución del suje­ to. Jugado una vez, el juego no tiene significación alguna; cuando lo ve repetirse, Freud concluye en su función de abo­ lición de la falta de la madre. El sujeto se constituye en la repetición que marca el pasaje renovado por huellas ante­ riores. Una huella que no es originaria sino únicamente an­ tecedente y de la cual sólo puede hablarse en oportunidad del recorrido que vuelve al llamado inscripto por ella, donde aparece aprés-coup como signo insistente, revelador de una huella devuelta a la vida, borrada en el acto y ahora apta para desempeñar el papel de nueva huella en la cual la an­ tecedente suprime su novedad. En el material de nuestras curas, una constelación psíquica sólo es significativa cuan­ do se repite; esa es nuestra mejor señal. Por eso puede decir­ se con Lacan: el Uno se engendra en la repetición. Tenemos allí, entonces, al sujeto del inconsciente opues­ to al sujeto de la conciencia. Sujeto doble, a fin de cuentas, originado en el clivaje consciente-inconsciente. En efecto, al adherir a la interpretación del sujeto como agente activo del juego, renunciamos a la especificidad de la posición incons­ ciente del sujeto atrapado en la red de las operaciones que más padece que ejecuta. Para muchos psicoanalistas, el su­ jeto no podría ser sino el sujeto de las pulsiones y los deseos que lo habitan, aun sin saberlo. En este enfoque puede cues­ tionarse la existencia de un sujeto semejante como sujeto intencional. Para nosotros, tanto el sujeto como la significa­ ción surgen en el aprés-coup como resultado de la efectua­ ción del proceso. El niño ignora a qué juega efectivamente cuando juega; si lo supiera, no jugaría y el juego no lo atra­ paría como lo hace. El descubrimiento aprés-coup de la posi­

bilidad de que el juego sea investido por la significación muestra al sujeto como yo [je] a partir del juego, que es pro­ ceso de la ausencia.10 Será tentador entonces colmar la brecha de ese clivaje mediante el fantasma inconsciente. Este sería el primum movens del juego. ¿El fantasma es constitutivo, organizador del juego?11 En verdad, se debería decir que el juego consti­ tuye retroactivamente el fantasma. Este es inconsciente, no sólo porque se oculta «detrás del juego», sino en cuanto se constituye por él. En un inicio hay, en efecto, tanto deseo co­ mo germen de fantasma, pero sólo la concreción del juego permite que el fantasma se estructure. El juego es en pri­ mer lugar proyección de la pulsión, moción de fantasma. Moción de la que la representación retroactiva es el fantas­ ma inconsciente, para ligar el displacer de la falta o la au­ sencia de la madre. Ante todo, el juego reproduce, repite esa matriz de la pérdida y el reencuentro del objeto, aquí solidariamente anudados en una sola operación de dos fases, la segunda de las cuales deriva de la primera. Al construirse, al estructu­ rarse, el fantasma permitirá efectuar diversas combinacio­ nes por medio de un sistema de permutaciones variables, como lo muestra el ejemplo de «Un niño es golpeado».12Así, el carretel será tanto la madre misma como la criada que sustituye a la madre y el padre; el niño como tal no es sujeto sino término que entra en la relación con los otros términos de un conjunto al cual está sometido y que sólo puede pen­ sarse en cuanto conjunto. El resultado del juego consiste en instituir ese conjunto, que funciona como un análogo de la situación de pérdida-reencuentro de la madre y de las ope­ raciones del aparato psíquico. El niño propio es término 10 Habrá quienes nos objeten que lo que hace posible el juego es el hecho de estar investido de significación, y que en buena lógica esta no puede de­ cirse aprés-coup. A lo sumo podría sostenerse que la significación incons­ ciente sólo puede develarse de manera diferida. Pero ¿es eso seguro? ¿No somos prisioneros de una tradición reflexiva? ¿Y si la significación no fue­ ra más que la justificación del fantasma? ¿Y el fantasma mismo no está condicionado por la significación? Se verá que sólo concebimos la investi­ dura significativa del fantasma con posterioridad a su constitución. 11 Puede evocarse la frase de Cocteau: «Como esos misterios nos supe­ ran, finjamos ser sus organizadores». 12 O «Pegan a un niño», según el título habitual.

parcial (objeto parcial); la totalidad (provisoria) no tiene otra significación que el conjunto (abierto) de las relaciones instituidas entre los términos vinculados.13 La repetición se da aquí en un doble aspecto. La repetición misma del juego: el incansable reinicio al que este se consagra, y el juego como repetición, como simbolización de lo que ocurre en otra escena. Pero el resultado sobrepasa la realización. El resul­ tado es el relanzamiento en un espacio distinto del que cons­ tituyó el juego. Para aprehender esta repetición en la cadena que forma con experiencias similares, no hay más que abrevar en la obra del propio Freud. ¿Acaso una de sus primeras formas no se encuentra en ese otro juego, descripto en Inhibición, síntoma y angustia, en el cual la madre, delante del hijo, oculta el rostro entre las manos y lo descubre repetidamen­ te; juego sobresignificante en la medida en que el rostro oculto evoca también una expresión de tristeza, mientras que su reaparición está acompañada por una mímica de re­ gocijo en quien instaura el juego a la vez que remeda las reacciones del espectador al que está destinado? Dispositivo reducido aquí al extremo, pero que requiere de todos modos la pantalla constituida por las manos de la madre. Otro juego señalado por Freud, siempre en Más allá del principio de placer, el niño, tras haber descubierto el modo de desaparecer, suprimía su imagen agachándose por deba­ jo del borde inferior de un espejo. Advirtamos que sería erróneo pensar que en este caso sólo se enfrentan dos térmi­ nos: el niño y su imagen; es preciso, en cambio, un dispositi­ vo que incluya el espejo como superficie reflectante y el pe­ dazo de pared por debajo de él como superficie no reflec­ tante. Sin este último, ningún juego es posible.14 13 De hecho, la compulsión de repetición tiene una función ambigua con respecto a la totalidad. En la medida en que tiende a reconstituir el con­ junto que repite, lo propone como totalidad. Pero, justamente porque lo repite, le niega la interrupción, la estasis por la cual la totalidad estabili­ zada se opone al cambio del devenir. La totalidad sólo puede expresarse co­ mo totalización en curso en el proceso. Eso indica el juego. Más adelante advertiremos las razones de esta ambigüedad en su lazo con la unidad. Ca­ da unidad repetida se da a la vez como memoria y como comienzo absoluto. Cada una de estas dos posiciones está destinada a encontrar su límite en la otra. 14 Esto debería alertar sobre el papel del espejo en el narcisismo co­ mo instancia tercera entre-el o los personajes que se miran y su o sus

El niño provoca su desaparición en el juego, así como el juego del carretel le permite clivarse como agente del juego y elemento del proceso que este constituye.

El prototipo mítico del juego del carretel y el aparato psíquico La significación del juego consiste, por tanto, en ofrecer un análogo visible del funcionamiento del aparato psíquico. Entre los textos de Freud referidos a este último, dos pare­ cen especialmente indicados para sostener esa compara­ ción: la «Nota sobre la “pizarra mágica”» (escrita durante el otoño de 1924) y «La negación» (escrita en julio de 1925). Es­ tos dos artículos están íntimamente ligados. Si «La nega­ ción» enraíza la función del juicio en la vida pulsional, pue­ de hacerlo en tanto la «Nota» había colocado anteriormente los jalones que señalaban que el trabajo del pensamiento debía aprehenderse a través de las estructuras de un apara­ to psíquico. Cuando Freud, en «La negación», se detiene en la fun­ ción del juicio de atribución y su relación con el yo placer ori­ ginario, define sus propiedades: lo que es bueno o útil debe comerse, llevarse adentro de uno mismo (introyectarse), lo que es malo o nocivo debe escupirse, mantenerse fuera de uno mismo, proyectarse.15 Eros marca el primero de estos tiempos, mientras que las pulsiones de destrucción (la ne­ gación) sirven de base al segundo. Al igual que en la construcción metapsicológica de Freud, el niño del carretel distingue adentro y afuera; sus límites se duplican en esa segunda frontera que es el borde de la cama con cortinas. Mediante esta comparación preten­ demos subrayar que la distinción adentro-afuera no se limiimágenes. Si el niño se da vuelta hacia la madre que lo tiene en brazos mientras lo mira, y procura atrapar su imagen, es preciso tener en cuenta esta superficie necesaria para la creación de esa situación de señuelo y copia de la realidad. 15 Ulteriormente propuse el término «excorporarse» (en oposición a «incorporarse») para describir la situación [nota de 1999J.

ta a la del yo y el mundo exterior sino que, en la interpreta­ ción del juego como estructura y proceso, esta primera dis­ tinción se retoma en el seno del adentro y se relanza a otro espacio que es un afuera en el espacio interno, distinto del afuera del mundo exterior. Por así decirlo, en esta primera aproximación del adentro hay en su espacio un adentro y un afuera. El juego permite instaurar un afuera que deja de confundirse con la «lejanía» indefinida, esa otra parte inde­ finidamente desplazada más allá, para convertirse en el lejos-allí del cual el carretel puede retomar. Aquí está impli­ cada toda la teoría de la representación, pero a través de ese paradigma se comprende que es menos la evocación estática del objeto que el momento de un pasaje. Aquel retomo cali­ fica el adentro, en cuanto este ya no se opone a un afuera de exclusión, sino que vuelve a incluir esta exclusión en el seno del adentro. No se trata de que de tal modo el afuera se re­ conquiste por completo; subsiste como campo de una posibi­ lidad que debe determinarse ulteriormente. Mediante esta interiorización, un fragmento del pasado de ese afuera re­ probado encuentra su lugar al designarse como un futuro en espera. El corte se desplaza así del espacio que comparte para orientarse hacia esa otra parte cuya nueva destinación mueve la frontera de lo que habrá de delimitarse ahora en­ tre el sujeto como agente del juego y el juego como constitu­ tivo del sujeto en proceso. Por lo tanto, al hacer volver el ob­ jeto que es y no es la madre, el juego retiene en su red al su­ jeto como trayectoria mucho más allá de su intención lúdica, y no sólo lo determina como deseante de la madre, sino también como autorizado a desearla y a salvar al deseo de la ruptura de los lazos que amenazan la relación. Arrojar el carretel no es únicamente sufrir la pérdida de la madre; es arrojar lejos, afuera, el sustituto de la mala ma­ dre e incluso del pecho malo. Hacerlo volver es recuperar el pecho bueno, el que está a nuestro alcance, a nuestra dispo­ sición, el que podemos usar como nos plazca e introyectamos y conservamos. En otro tiempo, se perderá y recupera­ rá alternativamente la madre como objeto total, en la posi­ ción depresiva que implica el duelo del objeto. Ya hemos mencionado la interpretación del juego como acto de ven­ ganza con respecto a la madre. El juego del carretel es repe­ titivo, no porque se reitere de manera indefinida en el acto, sino porque el acto mi§mo simboliza la concreción de la si­

tuación pasivamente sufrida de la pérdida del pecho. A la vez que simboliza activamente, el juego captura al niño en esa simbolización en la que ya sólo figura como uno de los términos, desplazando al sujeto de su seudo actividad al conjunto del proceso de la estructura. El acontecimiento mítico de la pérdida del pecho es la matriz de la simboliza­ ción, en la medida en que cliva en dos el objeto bueno y malo y, correlativamente, el yo de la introyección y la proyección. Debido a ello, el juego encuentra una respuesta a la au­ sencia. Contrariamente a Melanie Klein, Freud separa de ma­ nera radical las dos cualidades: bueno y malo no están jun­ tos como las dos mitades de una sola unidad. Lo malo está perdido (como el objeto que lo engendra), rechazado, ex­ cluido y hasta puede decirse que forcluido.16 Lo malo será la matriz de lo reprimido (malo para el sujeto o malo en la mi­ rada del Otro). En ese concepto, la represión circunscribe con claridad el inconsciente, pues aun lo que es bueno para el sujeto pero malo a los ojos de la madre sufrirá esa suer­ te. Yo y objeto, en consecuencia, se clivan en dos mitades separadas, lo cual asignará a la simbolización la tarea de repetirse en la búsqueda de la falta de una parte siempre perdida. La concepción del objeto perdido —aunque sea la de un suceso mítico o aprehendido como tal a posteriori—, tan 16 Como contrapartida, si lo malo está perdido, el objeto se encuentra, porque Freud asigna su nacimiento al hecho de que no esté disponible pa­ ra el sujeto. El objeto se conoce en el odio: a menudo, esta expresión de Freud fue, a nuestro juicio, mal interpretada. Lo que quiere decir, cree­ mos, es que gracias al odio el objeto es conocido en lo sucesivo como objeto distinto del yo y deja de estar a su disposición, y no que el objeto así cono­ cido está investido de odio. Este aparece porque dicho objeto es ahora una no-posesión del niño, primer indicio de la separación sujeto-objeto. Por el contrario, también aquí prosigue el clivaje entre el odio, «condición deter­ minante del conocimiento del objeto», y ese objeto. Pues el objeto conocido debe introyectarse necesariamente y, por eso, no puede ser un objeto de odio que es preciso vomitar. Justamente debido a que el odio vuelve, pese a la introyección del objeto, lo que fue excluido afuera deberá serlo nueva­ mente adentro por obra de la represión. En ese momento no sólo se repri­ mirá el odio, sino todo lo que la investidura del objeto implica de indesea­ ble, la violencia sexual al igual que el odio. Así, este último encarna aquí un prototipo de la violencia que se denunciará en todos los registros en los que no pueda contenerse, vale decir, tanto en las expresiones de la libido erótica como en las de la libido destructiva.

fuertemente marcada en Freud, queda minimizada en Me­ lanie Klein, quien la condena, en definitiva, a desaparecer de su teoría. Pues si bien la falta del objeto es sin duda, dice ella, la causa de lo malo, todo está presente, positivo, coexistente, sin pérdida; bueno o malo comparten el espacio psí­ quico. En Melanie Klein, toda la posición depresiva —y es conocida la importancia estructurante que esta autora le atribuye— tiene por meta prevenir la pérdida definitiva, que en Freud se postula como una exigencia aporética para la instauración del principio de realidad. Melanie Klein pos­ tula una conciliación progresiva del instinto y lo real. Freud interpone entre ellos un corte que hará de la «pérdida del objeto que antaño brindaba la satisfacción»17 una especie de conjunto vacío susceptible de recoger todo el trabajo elabo­ rado a raíz de esa separación irremediable, oportunidad de una reparación interminable. Reparación no sólo afectiva sino conceptual, en el sentido más amplio de la palabra. Puesto que, dice Freud, el juicio de existencia permite una reconstitución que previene esta pérdida: «El pensamiento posee la capacidad de llevar una vez más al encuentro del espíritu lo que ya se perdió una vez, repro­ duciéndolo como una presentación sin que sea necesario que el objeto exterior deba estar aún allí».18 En otras palabras, la re-presentación es una reproduc­ ción, una repetición de la actividad perceptiva; del mismo modo, agregaremos por nuestra parte, la representación de palabra es una repetición (diferente, sin duda) de la repre­ sentación de cosa. Cada una de estas operaciones pone en juego otros dos factores además de la repetición: la interpre­ tación y la transformación (o la deformación). Cada repeti­ ción provoca una nueva elaboración, una diferencia debida al aspecto conjetural de la interpretación, y por lo tanto ne­ cesariamente una deformación. De allí la importancia del pasaje de la identidad de percepción (esfera de las imáge­ nes) a la identidad de pensamiento (esfera del lenguaje). Ambas recuperan el objeto, la primera por la captación ima­ 17 «La négation», en Résultats, idees, problémes, vol. II, traducción de J. Laplanche, PUF, 1985. («La negación», en AE, vol. 19,1979.] 18 Notemos en esta traducción literal la idea de reproducción.

ginaria,19 la segunda por las relaciones entre las condicio­ nes de posibilidad de los objetos para el pensamiento. El paso de la teoría freudiana a la teoría kleiniana, en­ tonces, se revela problemático, sin duda debido a que en Freud la introducción del modelo genético susceptible de ex­ plicar las operaciones correlativas al funcionamiento fun­ damental del inconsciente infiere, aunque no siempre explí­ cita sus modalidades, un aparato psíquico del que, de hecho, Melanie Klein prescinde. Como si esta autora descontara que surge implícitamente de los mecanismos primitivos que le tocó poner de manifiesto. Bion parece haber tomado con­ ciencia de ello. La intervención de un aparato para pensar los pensamientos se esfuerza por darle una respuesta. Sin embargo, la audacia teórica de Bion no retrocede ante los límites epistemológicos que Freud se impuso o se le impu­ sieron. Para Bion, lo que se «piensa» para apaciguar el ham­ bre no es el pecho ausente; lo primero en pensarse es el «nopecho», que a continuación puede ser el objeto del proceso de pensamiento. Nuestro propio rumbo teórico coincide con el intento de articulación de las obras de Freud y Melanie Klein que constituye la obra de Bion. El concepto de aluci­ nación negativa como anverso, cuyo reverso es la realiza­ ción alucinatoria del deseo, permite evaluar el campo de las inflexiones y variaciones de la relación falta-ausencia, pero refiriéndolas siempre a un análogo cuya función de exclu­ sión es el móvil y el motor de los efectos de relanzamiento de la estructuración, que por su parte no se limita a desplazar la problemática, sino que la abre a nuevos registros. Así, el trabajo del pensamiento es un trabajo reconstruc­ tor: reencuentro del objeto, repetición de las coordenadas re19 «Un componente esencial de esta experiencia de satisfacción es una percepción particular (la del amamantamiento en nuestro ejemplo) cuya imagen mnémica quedará asociada a continuación a la huella mnémica de la excitación producida por la necesidad. La próxima vez que aparezca esa necesidad surgirá de inmediato, gracias al lazo establecido, un impulso psíquico que procurará reinvestir la imagen mnémica de la percepción y reevocar la percepción misma, es decir, restablecer la situación de la sa­ tisfacción original. Un impulso de ese tipo es lo que llamamos deseo; la re­ aparición de la percepción es el cumplimiento del deseo» (La interpretación de los sueños). Así, el deseo se produce en oportunidad de una experiencia de repetición debida al nuevo paso por una huella, un pliegue. El trayecto de ese pliegue es reproducción del surco primitivo por reinvestidura, des­ tinada a producir la identidad de percepción. Señalemos la repetición en este texto: reinvestir, reevocar, restablecer.

lacionales de la experiencia y no-recuerdo imaginario recu­ perado, aunque siempre sometido a la deformación; bús­ queda de una mitad faltante, perdida para siempre, que obliga al desplazamiento. La compulsión de repetición es función de esa pérdida irrevocable. Del pecho al rostro de la madre, del rostro a la madre en su totalidad, de la madre al carretel, del carretel al espejo, del espejo a la identidad. El niño del carretel, en consecuencia, vuelve a jugar [represen­ tar] sin descanso no sólo la ausencia de la madre, sino la de­ saparición de su rostro y la pérdida del pecho. Una madre, precisa Freud, que se ocupó de alimentar al niño. Con su actitud, este no deja de simbolizar esa pérdida. La desapari­ ción de su imagen especular nos muestra que más allá de la captación imaginaria por la imagen del semejante en el espejo, actúa la implicación de la relación entre la imagen percibida, el yo que percibe y el sujeto del proceso al margen de toda percepción, en esa ausencia de sí mismo en la cual constituye una percepción para el Otro. Puesta en relación entre la continuidad de la identidad en el espejo y la discon­ tinuidad que permite fundar al sujeto fuera de toda percep­ ción de sí mismo. El pasaje de la identidad de percepción a la identidad de pensamiento nos induce a hacer dos observaciones. En pri­ mer lugar, ese pasaje se realiza con respecto al mismo obje­ to. Podemos decir, entonces, que la identidad de pensamien­ to repite la experiencia de la identidad de percepción. Es la misma experiencia retomada en otro nivel, repetida. En se­ gundo lugar, identidad de percepción e identidad de pensa­ miento presuponen que esas operaciones se funden en pro­ piedades diferentes: plasticidad del mundo sensible de las imágenes compatibles con la continuidad (transformación de una forma perceptiva en otra vecina mediante deforma­ ciones progresivas) y fijeza (relativa) del mundo inteligible de las palabras que reclaman la discontinuidad (oposición de los fonemas).20 20 En su Diccionario de psicoanálisis, Laplanche y Pontalis hacen notar que no se insiste lo suficiente en que la meta última de la identidad de pen­ samiento es recuperar la identidad de percepción. Esto es innegable. Pero lo que se concreta al rizar el rizo es, justamente, una disociación de efectos entre la meta y el proceso. El cumplimiento del resultado buscado se vuel­ ve mucho menos importante que la manera como se efectúa ese cumpli­ miento. Parafraseando a Eraud, diríamos que el camino secundario (el

Pero lo que Freud dejó en blanco en ese reencuentro es que también entraña una pérdida. Las repeticiones que afectan las distintas especies de signos nunca recuperan in­ tacto el objeto primitivo, sino únicamente las coordenadas que permiten inferirlo de manera deductiva; se pierde todo lo que connota el sistema de la identidad de percepción que apuntaba a ratificar la presencia del objeto, es decir, toda la sensualidad que era su correlato. Esa sensualidad encon­ trará refugio, en parte, en lo que movilizará al fantasma, re­ tomo del principio de placer al seno de los dominios donde impera la soberanía del principio de realidad; pero sólo en parte. Se investirá en esa nueva actividad funcional y tam­ bién cambiará de naturaleza, sin duda, por el encuentro con el nuevo objeto al cual se aplica (la identidad de pensamien­ to que no sólo permite reconocer el objeto, sino que se con­ vierte a su vez en objeto del pensamiento). La reducción energética que trata las «pequeñas cantidades» entraña co­ mo contrapartida la investidura del sistema secundario cu­ yo nivel se eleva. Investidura en sí misma susceptible de volver a sensualizarse, cuando la separación que la escinde de las investiduras se toma demasiado importante; la sexualización del pensamiento en el obsesivo lo testimonia. Lo que constituye un obstáculo a esta resexualización es el re­ lanzamiento incesante efectuado por la puesta en serie del trabajo del pensamiento.21 El obsesivo, en un primer mo­ mento, trata de detener ese relanzamiento, para lo cual lentifica el desplazamiento refiriéndolo al detalle insignifican­ te. El fracaso de ese proceder tiene como consecuencia la reinvestidura sexual de la actividad de pensamiento contra la momificación del desplazamiento. Aquí, el obsesivo plan­ tea, ante todo, el problema del fracaso de la respuesta del Otro en el plano del pensamiento, como lo indica el fantas­ ma incorporado a la actividad de pensar. El objeto de pensa­ miento, por tanto, se inscribe doblemente en el nivel de los desvío) ha cobrado una importancia fundamental. La introducción del re­ tom o en la comunicación cambia no sólo la estructura de esta sino su sig­ nificación, y abre un nuevo campo ante ella. El valor heurístico de ese re­ sultado obedece menos al «progreso» alcanzado que al conflicto dialéctico así posibilitado entre identidad de percepción e identidad de pensamiento. 21 Sobre la puesta en serie, cf. Gilíes Deleuze, Logique du sens, París: Minuit, 1969. [Lógica del sentido, Barcelona: Paidós, 1989.]

procesos secundarios, por un lado como proceso de relanza­ miento indefinido, conjunto vacío que se despliega en la multiplicidad, y por el otro, como relación conjuntiva-disyuntiva con el proceso primario mediante la cópula del fan­ tasma: juego del pensamiento instituido como medio y fin a la vez. En el caso opuesto, el del esquizofrénico, si las fuerzas destructivas no pueden aniquilar una realidad (externa e interna) odiada, al menos les queda el poder de afectar el despertar a ella: el individuo confunde la mirada del Otro con el proceso de destrucción que él mismo puso en acción. A cambio, el fantasma de omnipotencia que servía de base a su objetivo resulta transmutado, deja de convertirse en un fantasma para ser un hecho, y los pensamientos se someten al artificio de una concreción que comprime en vez de con­ densar y fusiona en lugar de articular «cosas en sí» (Bion). Todo nos invita entonces a partir, no de esta aglomeración de estructuras constituyentes sino, por el contrario, de su despliegue diferencial, que nos remitirá al trabajo cuyo fun­ cionamiento inverso nos muestra el proceso psicótico. Aquí es preciso que retrocedamos unos meses, hasta el otoño de 1924, momento de la redacción de la «Nota sobre la “pizarra mágica”». No repetiremos la descripción minuciosa del pequeño aparato, tan minuciosa como la del juego del carretel, que sorprendió a los comentaristas por su preci­ sión.22 Recordemos solamente que dicho aparato combina las ventajas de la capacidad receptiva ilimitada (como la pi­ zarra) y de la durabilidad de la traza (como el papel); Freud les añade la inscripción múltiple. La actividad de repeti­ ción, que exige la reinscripción sucesiva, es sustituida aquí por su inscripción única que, de una sola vez, da simultá­ neamente diversos tipos de trazas. Con un solo gesto, el es­ tilo marcador produce una triple traza conjunta, un modelo (conservado en cera) y sus dos copias (una visible en la hoja de papel encerado, la otra invisible en la lámina de celuloi­ de). Del mismo modo, un único movimiento basta para bo­ rrar las dos copias y conservar el modelo mediante una ope­ ración de separación y disyunción. Esta operación de ins­ 22 Cf. Jacques Derrida, «Freud et la scéne de l’écriture», en L’é criture et la différence, París: Seuil, 1967 [La escritura y la diferencia, Barcelona: Anthropos, 19891. (Este texto fue presentado por primera vez en mi semi­ nario del Institut de Psychanalyse en 1966 [nota de 1999].)

cripción y borradura recuerda las fases alternantes del jue­ go del carretel. Lo que era el rechazo de lo malo, lo hostil, lo ajeno, ya sólo afecta aquí lo perecedero. Su huella en la cera perdura. La repetición y el tiempo están ligados. La discon­ tinuidad, necesaria para la repetición, se realiza por la in­ termitencia de la investidura del aparato receptivo, lo cual induce a Freud a concluir que el modo de trabajo disconti­ nuo es el fundamento de la representación del tiempo. En esta discontinuidad necesariá para su constitución, la repe­ tición aporta la reaparición en la sucesividad de lo que se daba en la simultaneidad. Este pasaje da testimonio de una preocupación continua en Freud desde la carta 52 antes citada, en la que escribe: «Así, lo esencialmente novedoso en mi teoría es la tesis de que el recuerdo no se presenta de una vez por todas sino en varias ocasiones, y que se deposita en diferentes especies de signos». Tanto en 1896 como en 1925 encontramos afirmaciones idénticas: variedades de las especies de signos inscriptos, variedad de los materiales que sirven para inscribirlos. Dos fechas, 1896 y 1925, y dos acentuaciones opuestas: sucesivi­ dad en la carta a Fliess, simultaneidad en la concepción de la «Pizarra mágica». Lo cual se explica por el hecho de que se trata, en el primer texto, de los efectos de contragolpe de una inscripción y, en el segundo, de las propiedades del apa­ rato inscriptor. En realidad, podemos preguntarnos si la conjunción de estos dos escritos no puede deberse al hecho de que las propiedades del sistema incluyen antes que nada la heterogeneidad material de las diversas partes del apara­ to. La inscripción está condenada a repetir esta heteroge­ neidad con la forma de un reordenamiento y, sobre todo, de una retranscripción. Cada transcripción ulterior inhibe la precedente y arrastra fuera de ella el proceso de excitación disponible para una nueva retranscripción, entre los pe­ ríodos de revisión. Estemos alertas al hecho de que Freud dará a entender que la represión puede ser el producto de un error de traducción,23 facilitado por las condiciones de 23 En este momento de su pensamiento, lo que denomina compulsión es el placer que se debe inhibir.

legibilidad de las huellas, que obedecen al material en el cual se registran. La estructura de la pizarra mágica implica, por lo tanto, la heterogeneidad material de los elementos que la compo­ nen. Si Freud compara las diferentes piezas del Wunderblock con los distintos sistemas que componen el aparato psíquico, es nécesario señalar entonces que los tres siste­ mas están hechos de una materia diferente. La cera es la «sustancia» del inconsciente, la hoja de papel encerado la del preconsciente y la lámina de celuloide la capa «endureci­ da», «mortificada» de la paraexcitación. Cada capa tiene sus propiedades específicas ligadas a las del material que la constituye, cera o resina, celuloide y, entre ambos, papel en­ cerado transparente. Freud nos enseña entonces que el pro­ blema de la escritura no depende únicamente de la superfi­ cie y la discontinuidad, sino también de las propiedades ma­ teriales del soporte que recoge las inscripciones. El aparato psíquico es una construcción teórica y nadie tiene la ingenuidad de creer que la pizarra mágica responde a otra cosa que a una especie de «preocupación por la figurabilidad» del concepto. Pero no carece de importancia que Freud marque la ausencia de uniformidad en la textura de las partes que lo constituyen. Si el destino de la huella está en función de sus reinscripciones sucesivas, también es­ tá en función del sitio en que se inscribe. Ante esta disparidad de las superficies de inscriptibilidad, preguntémonos ahora si no será ventajoso, en vez de buscar en la vida psíquica misma la hipotética unidad a partir de la cual pueda pensarse la disparidad, cambiar de horizonte y orientar nuestra investigación hacia las condi­ ciones en las que se inscriben las huellas en la materia viva.

La replicación2 4 «Con respecto al mundo, el acto de la generación aparece como la clave del enigma». Schopenhauer, «Metafísica del amor», en El mundo como voluntad y representación

La biología molecular no'retrocede ante la complejidad de los hechos, y sus teorías muestran una notable conver­ gencia de problemas que no pueden dejar indiferente al psi­ coanalista.25A nuestro juicio, esta problemática general im­ plícita se sitúa en la encrucijada de tres tipos de investiga­ ciones: 1. El problema de la transmisión hereditaria en la repro­ ducción: estudio del código genético. A saber, cómo se perpe­ túa un plan de trabajo común para la construcción de un nuevo organismo en la generación, y mediante qué meca­ nismos es posible la fabricación de un individuo (indiviso) a partir de otros dos. 2. El problema de la transmisión del programa somático; modalidades de elaboración de la materia viva en la cons­ trucción del organismo y reparación de los daños que puede sufrir: estudio de la síntesis de las proteínas. 3. El problema de la determinación orgánica de la acu­ mulación de la experiencia individual: estudio de los meca­ nismos del almacenamiento de la información y su ulterior utilización. Este último problema sigue siendo misterioso. El interés de este campo de investigaciones para la teo­ ría psicoanalítica nos parece evidente. ¿Cómo disociar por completo, en una perspectiva freudiana, el problema de las consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre 24 Solicito la indulgencia del lector con formación científica, pidiéndole tener en cuenta que las páginas siguientes fueron escritas en 1970 [nota de 1999], 25 En la coyuntura actual, el riesgo del error de interpretación parece menor que los peligros de la ignorancia sistemática. Dichos errores pue­ den representar, al menos, la oportunidad de una rectificación fecunda, mientras el silencio de que son objeto esos trabajos contribuye en gran me­ dida a las especulaciones no confesadas que ni siquiera tienen el mérito de apoyarse en hechos científicamente establecidos.

los sexos de los mecanismos más fundamentales de la se­ xualidad? Si bien la noción de sexualidad sigue siendo oscu­ ra y muy controvertida en su unidad, parece indudable que el sexo genético y el sexo en el cual ha sido criado el indivi­ duo representan las dos formas extremas más determinan­ tes, si se da por descontado que una serie de eslabones, cuyo papel es más difícil de evaluar, se interponen entre esos lí­ mites. Podemos resumir así el nudo de las cuestiones que un psicoanalista podría verse obligado a plantearse: ¿cuáles son las relaciones dialécticas que anudan la unisexualidad anatómica del adulto a la bisexualidad psíquica descubierta por Freud, si se tiene en cuenta que la primera (por ser obra de la reproducción bisexuada) deja huellas del sexo genéti­ camente no marcado en el ser humano, ese animal dotado de lenguaje? Considerar la reproducción bisexuada es aludir implíci­ tamente a otras formas de reproducción, al margen del hombre y los vertebrados. Los mecanismos de transferencia genética en las bacterias nos muestran que el corte efectua­ do, en los organismos pluricelulares superiores, entre cre­ cimiento y reproducción no existe de manera tan tajante en los microorganismos.26 Las operaciones presentes (trans­ formación, transducción y conjugación) permiten afirmar que «la reproducción es correlativa del crecimiento».27 Pon­ gamos de relieve, por lo tanto, que el corte entre el germen y el soma se desdibuja pero no llega a desaparecer, y que no parece extraño que los mismos aparatos intervengan en el nivel de la transmisión del programa de la síntesis de las proteínas. Coincidimos aquí con nuestra observación sobre el papel genérico de la memoria. Salvo error, los hechos de la bio26 Cf. M. Aron, R. Courrier y E. Wolff (eds.), Entretiens sur la sexualité (Colloque de Cerisy, 1965), París: Plon, 1969. En Más allá del principio de placer, Freud menciona la opinión similar de Darwin. Señalemos que en ciertas especies se advierte la posibilidad de que algunas células somáti­ cas se conviertan en células germinales. 27 E. Wollman, en ib id., pág. 10. Señalemos que en ese nivel los descen­ dientes de una cepa receptora adquieren las propiedades inherentes a una cepa diferente por ciertas propiedades hereditarias. En 1964 se demostró la posibilidad de observar mecanismos de recombinación genética en las bacterias, que se creía reservados a las especies de reproducción sexuada. No se debe olvidar, sin embargo, que una célula de mamífero contiene mil veces más ADN que una baétería.

logia molecular pueden categorizarse de la siguiente ma­ nera:28 1. Las estructuras memorísticas fijas La fijeza es la condición de la estabilidad del sistema es­ pecífico que tienen por misión transmitir de manera absolu­ ta. Se trata de las estructuras del código genético, íntegra­ mente bajo la dependencia del ADN. Pero esta fijeza tiene el contrapeso de dos propiedades: a. la transmisión sólo afecta a la mitad del patrimonio genético, lo cual implica una separación seguida de la re­ combinación genética con la otra mitad correspondiente al reproductor de distinto sexo; b. el carácter aleatorio de la recombinación. 2. Las estructuras memorísticas de programa diferenciado Dependientes del ácido ribonucleico (ARN), cuya condi­ ción de producción es el ADN: a. las células no neuronales, cuyo programa tiene por meta la construcción y reparación de la materia viva a tra­ vés de la síntesis de las proteínas, especie de capital reno­ vable; b. las células neuronales, de capital fijo, cuyo programa sólo parece incumbir, en el estado actual de nuestros conoci­ mientos, a las adquisiciones psíquicas. Cualesquiera sean las diferencias celulares, la composi­ ción fundamental del ARN en las distintas tareas que le atañen es la misma. Sin embargo, desde el punto de vista psíquico, el estudio del condicionamiento muestra que el ARN desempeña un papel específico en cada experiencia en que se ha demostrado su influencia. El ARN intervendría 28 Es evidente que no tomo aquí en consideración para aclarar la discu­ sión más que las estructuras memorísticas, y dejo de lado aspectos funda­ mentales de la organización biológica: organizadores, receptores, enzimas, mediadores, hormonas y muchos constituyentes reguladores. Más recien­ temente se pusieron de manifiesto las relaciones del núcleo y el citoplas­ ma, que cuestionan la idea de una totalidad genética [esta última frase es de 1999],

en la facilitación de un condicionamiento, pero sólo de uno. Si se estableciera definitivamente, ese hecho confirmaría lo que enseña la experiencia psicoanalítica: la intransmisibilidad de la experiencia singular.29 Las estructuras memorísticas antiguas (hipocampo, fómix, cuerpos mamilares) son áreas de almacenamiento del ARN. Señalemos que este sis­ tema guarda una estrecha relación con las estructuras rinencefálicas e hipotalámicas que también cumplen un pa­ pel fundamental en los procesos de la vida emocional y la sexualidad.30 La situación del sistema nervioso en el organismo huma­ no, tal como aparece en ese contexto, esclarece los mecanis­ mos de la estructuración psíquica: además de que podría te­ ner que transmitir hereditariamente (sobre lo cual no sabe­ mos casi nada en el estado actual de nuestros conocimien­ tos) en el plano del germen o del soma, el sistema nervioso debe transmitir sobre todo sus propios elementos adquiri­ dos. Pero hoy se comienza a advertir que las relaciones pro­ blemáticas entre la actividad cerebral y el psiquismo, lejos de encontrar su solución en la uniformación de esos dos campos, obligan a considerarlos separados por una disconti­ nuidad fundamental; se dilucidan mejor cuando nos remon­ tamos a los datos que condicionan la actividad nerviosa. Va­ le decir que el código genético cumple el papel de una cópula 29 Problema que debe distinguirse de los caracteres adquiridos, habida cuenta de que las potencialidades adquiridas serían el objeto de una apro­ piación por parte del individuo a través de la experiencia singular. Lo que podría facilitarse es la transmisión de condicionamientos homólogos. 30 Sin embargo, durante mucho tiempo se consideró que la regulación de los procesos sexuales dependía, a fin de cuentas, de las estructuras nervio­ sas. A la luz de los trabajos recientes, parece necesario invertir el orden de los procesos: C. Aron cita los trabajos de Bariassov «que establecieron con absoluta certeza que en los días siguientes al nacimiento se asiste a una sexualización de las estructuras hipotalámicas que determinan la activi­ dad de la hipófisis» (en Entretiens sur la sexualité, op. cit., pág. 342). H. Chamiaux-Cotton recuerda que «los animales tienen un sexo antes de te­ ner un sistema nervioso». Esta afirmación cobra mucho más interés cuan­ do se sabe que en algunos invertebrados en los cuales trabaja esta autora, la investigación la lleva a suponer que las secreciones de la glándula andrógena no son esteroides sino probablemente proteínas (ibid., pág. 343). Para las relaciones entre la vida emocional y la sexualidad, cf. J. de Ajuriaguerra y C. Blanc, «Le rhinencéphale dans l’organisation cérébrale», en Les grands activités du rhinencéphale, París: Masson, 1960, págs. 297-336.

entre la sexualidad y el fenómeno de la memoria. A su tur­ no, esta última se despliega en los distintos planos a los que la convocan sus tareas, desde las coacciones de los determinismos más estrictamente fijos de la herencia hasta los lí­ mites del juego tolerado en la elaboración de las experien­ cias psíquicas. Al final del capítulo VI de Más allá del principio de pla­ cer, Freud debe detenerse en su elaboración de los lazos de la repetición y la sexualidad. «La ciencia nos enseña tan poco sobre la aparición de la se­ xualidad, que podemos comparar este problema a una no­ che oscura en la que ni siquiera ha penetrado el rayo de luz de una hipótesis». La contradicción con la que tropieza es la siguiente: ¿có­ mo conciliar la idea de una compulsión de repetición (que Freud vincula en su pensamiento a una reducción de la ex­ citación) con el fundamento de la sexualidad que consiste en la fusión de una «célula» con otra que a la vez «se le parece y difiere de ella»? En este punto es preciso que suprimamos de manera provisoria el corte que el mismo Freud introduce entre pul­ sión sexual y sexualidad, sin perjuicio de volver a él, si no queremos desarraigar la vida sexual de sus fundamentos biológicos, y esto no para proceder a su amalgama, sino para percibir con más claridad la relación de conjunción-disyunción que las vincula. La biología molecular nos enseña que entre los constitu­ yentes del cromosoma sólo el ADN representa el material genético. Este está constituido por moléculas polímeras cu­ yos monómeros son desoxirribonucleótidos compuestos: - de un ácido fosfórico; - de una pentosa: la desoxirribosa; - de una base orgánica púrica (adenina, guanina) o pirimídica (citosina o timina), que da cuatro tipos posibles de nucleótidos. La especificidad de estas cuatro bases es tal que la adenina siempre está ligada a la timina, y la guani­ na, a la citosina, y sólo puede diferir el orden de su ubicación en la molécula. Los nucleótidos se agrupan de a tres y for­ man un triplete o codón.

Por autorreproducción, el ADN genera una copia de sí mismo en el nivel del núcleo31 y produce luego, por diferen­ ciación, el ARN.32 En los procesos que intervienen en la sín­ tesis de las proteínas, una de esas copias de ADN sirve de modelo, necesario para la constitución de un nuevo modelo, el del ARN, similar y diferente del ADN, que migra hacia el citoplasma (ribosoma) con la forma de ARN mensajero. Al reproducirse este de manera idéntica con otra forma, el ARN de transferencia, transmitirá el programa de fabrica­ ción de los aminoácidos.33 El ADN tiene la clave de esa fa­ bricación, debido al juego de correspondencias existente en­ tre la posición de las bases en las cadenas polipeptídicas y la de los aminoácidos en las proteínas. Aquí nos interesa el mecanismo de autorreproducción, en la medida en que puede aclarar el concepto de repetición. En efecto, si un cuerpo químico tiene la facultad de reprodu­ cirse de manera absolutamente idéntica, tenemos con ello, sobre todo si se trata de un mecanismo fundamental en la base de la transmisión del patrimonio más fijo (el que actúa en el nivel de la especie), un esquema que puede inspirar nuestra reflexión. No buscaremos tanto la transición de una forma de organización a otra, sino que desplazaremos el problema al nivel de las operaciones en cuestión. Debemos a Watson y Crick el descubrimiento de la es­ tructura de los ácidos nucleicos en 1962.34 Estos investiga­ 31 Se ha discutido si el ADN se autorreproducía o si daba origen al ARN que, este sí, se autorreproducía (ARN mensajero, ARN de transferencia) en la síntesis de las proteínas. Trabajos recientes demostraron la autorre­ producción en el caso del ADN. 32 El ADN difiere del ARN por su ubicación (mientras que el primero es­ tá situado en el núcleo, el segundo se encuentra en el ribosoma), su compo­ sición (la pentosa del ADN es la desoxirribosa, mientras que la del ARN es la ribosa) y una base (la timina del ADN es reemplazada por el uracilo en el ARN); por último, a la estabilidad del ADN se opone la mayor velocidad de renovación del ARN. 33 A raíz de los trabajos de Delbrück, Luria y Hershey sobre los fagos y los virus, y la dilucidación del código genético por Nirenberg, Khorana y Hollberg, parece cada vez más evidente que estamos frente a un sistema de información universal que se aplica tanto a los microorganismos como a los macroorganismos. 34 La importancia de este descubrimiento obedece a que fue el fruto de la inventiva, el rigor y la imaginación de investigadores que no eran «espe­ cialistas» en esos temas; en todo caso, que estaban mucho menos especia-

dores propusieron un modelo de doble hélice que gira en sentido inverso. Cada semihélice se separa de la otra por ruptura de sus uniones hidrogenadas y captura, a través de cada cadena polimérica, los nucleótidos presentes en el medio, conservando la correspondencia. Así, la autorreproducción se produce por reemplazo de dos mitades sucesivas; cada nueva mitad toma en un segundo tiempo su mitad complementaria, y así sucesivamente. «La hipótesis de Watson y Crick aportó una solución elegan­ te a un problema que durante mucho tiempo careció de una respuesta satisfactoria. La autorreproducción del material genético, de todas maneras, sólo puede considerarse como un proceso de copia de una estructura parental. Ahora bien, si ese proceso resulta del juego de las correspondencias estéricas entre configuraciones moleculares, no debe dar origen a una réplica idéntica del modelo sino a una réplica comple­ mentaria, una especie de negativo de la estructura paren­ tal. Esta dificultad se disipa si se considera a esta estructu­ ra como constituida por dos partes complementarias asocia­ das. En el momento de la autorreproducción, cada una de ellas sirve de matriz para la reconstitución de la otra».35 Por un lado, los hechos referidos aquí sitúan el conoci­ miento de la sexualidad mucho más allá de las «células» ger­ minales de 1920, en un nivel mucho más general; por el otro, se refieren a un sistema universal de información; por último, crean entre los datos de orden sexual y los de orden no sexual una relación de conjunción-disyunción. De hecho, lo que suscita nuestra atención es el modelo así construido. La vacilación ante el riesgo de que se nos acuse de antropomorfismo debe ceder paso a la estimula­ ción reflexiva. No procuremos saber qué quiere decir un modelo semejante, veamos qué dice: - la autorreproducción es reproducción de lo idéntico. Se requiere una copia del original antes de cualquier nueva tizados que muchos de sus colegas. Véase James Watson, La double hélice, París: Laffont, 1968. 1La doble hélice: relato personal del descubrimiento de la estructura del ADN, Madrid: Alianza, 2000.) 35 Máxime Lamotte y Philippe Lhéritier, Biologie générale, París: Doin, Deren et Cle, 1968. [Biología general, 2 vols., Madrid: Alhambra, 1982.]

operación de decodificación. ¡Magnífico ejemplo de lectoescritura! - de todas maneras, la reproducción de lo idéntico no se hace por medio de una operación única de duplicación sim­ ple. Eí original se escinde en dos, cada una de sus mitades se reconstituye asociándose a su complemento; a su tumo, este se deshará de la mitad parental a la cual está acoplado para fabricar la réplica exacta de ella. Así pues, lo idéntico sólo se alcanza a través de un doble dos veces invertido; - la copia del original sirve de modelo para diferentes ta­ reas. La producción de lo semejante (ARN), a la vez idéntico y diferente, se hace a partir de una pequeña diferencia, una negativación36 y un lugar diferente de fabricación, en las actividades en las que interviene el código genético, sin que ellas estén ligadas a la reproducción sexuada. La distancia diferencial se conserva después en la producción de una co­ pia de lo semejante, que constituye aquí otro idéntico, cuyo papel es leer la información inscripta en la copia de la cual surge. Así, la diferencia se inscribe entre dos identidades. La primera para producir ulteriormente diferencia, pero a partir de una «reproducción» según el modo de la identidad; la segunda para restablecer la identidad debido al adveni­ miento de la nueva identidad. En cambio, la identidad sólo se constituye por el clivaje de dos complementariedades y su reunión mitad tras mitad. En suma, la identidad depende­ ría de un mecanismo intradiferencial (entre dos mitades de ADN), y su realización es susceptible de concretarse en cier­ tos casos según un modo interdiferencial (entre ADN y ARN); - la combinatoria actúa de acuerdo con dos modalidades por la ubicación de las bases en los tripletes o codones de la cadena de ADN y, aleatoriamente, en el crossing-ouer du­ rante la recombinación genética con otro cromosoma, en sí mismo separado por una diferencia (X o Y) que rige los fenómenos de la reproducción sexuada humana. Intervie­ nen además las permutaciones entre el orden de bases so­ bre los tripletes y la situación de los aminoácidos en la sínte­ sis de las proteínas, según la información contenida en el ADN. En este tipo de operaciones, las sustituciones y des­ plazamientos son sorprendentes. 36 En el sentido fotográfico.

En cambio, la combinatoria depende de mecanismos de regulación genética de efecto inductor o inhibidor cuya in­ tervención se puede inferir tanto en el nivel de la genera­ ción (inhibición de uno o dos cromosomas X o Y en la fecun­ dación) como en la diferenciación celular. Desde el punto de vista epistemológico, se desprende una enseñanza capital concerniente al orden de la vida, cu­ yas implicaciones podrían modificar nuestra reflexión en el orden simbólico: la noción de unidad debe reconsiderarse por completo. En el orden de la vida, la unidad sólo se apre­ hende por la mediación de dos mitades complementarias. Lo problemático aquí no es únicamente la unidad sincró­ nica, sino su correlato diacrónico, porque la sustitución mi­ tad por mitad de la réplica faltante requiere dos tiempos pa­ ra recuperar una «estructura parental» que se ocupe del reemplazo de los dos términos de la diada que constituye. Pero cuando llega, ese tiempo conjuga dos mitades de «edad» diferente, una de las cuales ya es, si no la progenitora, sí al menos el ancestro de la otra. Con referencia al código genético y la síntesis de las pro­ teínas, se ha hablado de un alfabeto y luego de una gramá­ tica, lo cual es menos asombroso de lo que se supone, si se recuerdan nuestras observaciones sobre la triple función memorística del germen, el soma y la psique. Pero el len­ guaje, si bien no basta para caracterizar la mutación huma­ na, la marca profundamente. Ocupémonos de él, entonces, ateniéndonos en un principio exclusivamente a la semán­ tica. Replicación: acción de duplicar, duplicación. Duplicar significa: agregar una cosa a otra del mismo valor, aumen­ tar una vez otro tanto, multiplicar por dos. Aquí se conjugan los efectos de la suma y la multiplicación. ¿Qué pasa con la concatenación? ¿Actúa por adjunción o por multiplicación? En eso radica toda la ambigüedad del doble: parece ser un añadido y es de hecho un producto, vale decir, el resultado de una multiplicación37 (a veces con la salvedad de una pe­ queña diferencia). Doble y mitad son solidarios. ¿La mitad no es acaso la proporción particular según la cual el término que ella cons­ tituye se piensa a la vez como unitario y como complemento 37 O de una división, como en el caso de los gemelos.

necesario y suficiente de un equivalente, con vistas a formar otra unidad? Desde esta perspectiva, la unidad no se conci­ be como mínimo indivisible sino que, por el contrario, debe ponerse frente a su otro (seudo mitad) unitario que le refleja su equivalente faltante. Las propiedades tradicionales de la unidad se transferirían más bien a la virtualidad del trazo que marca esta reunión y separación. Pero esa unidad no preexiste a la combinación potencial, así como no puede cap­ tarse cuando esta se produce, porque su señalamiento re­ quiere que se la siga durante el trayecto en que su acción se renueva mediante la repetición. Se debe renunciar entonces a buscarla en su recorrido para consagrarse a la única visualización por la cual se aprehende: la reflexión en que si­ metría e inversión presiden las operaciones. Si la unidad se refiere más al sistema de las operaciones que a sus términos inasibles en la sucesión de las transformaciones en las cua­ les intervienen, puede instalarse una diferencia sin arrui­ nar el sistema. El error de lectura genera aberraciones ca­ tastróficas, pero en el despliegue del proceso se requiere la diferencia mínima.38 Como si el rasgo diferencial virtual que regla la simetría y la oposición39 se redoblara encar­ nándose por el reemplazo de uno de los términos cuya coop­ tación obligada con su pareja constituía la primera diferen­ cia. Como si la diferencia tuviera que ser englobada en el sistema, por así decirlo, y este la retuviera cuando ella se materializa mediante la sustitución de un término, a fin de poder atribuir todo su peso a la única expresión de la dife­ rencia resultante de las situaciones ocupadas por la rela­ ción de los términos entre sí, por un lado, y por su réplica complementaria, por el otro. La distinción crucial es aquí la que separa el sistema y los términos; una diferencia entre estos últimos no influye de manera decisiva sobre aquel para descomponer su fun­ cionamiento en la marcha normal del proceso. La produc­ ción del doble (inversa y simétrica) es la puerta de entrada de la diferencia, en tanto se la puede calificar de tal sin que, pese a ello, deje de serle aplicable la identidad. Punto de tensión extrema en el cual el sistema está íntegramente 38 Pensamos aquí en la sustitución de una de las bases del ADN en el ARN, la timina por el uracilo. A esta diferencia «normal» se oponen las anomalías graves resultantes de los errores de lectura del código genético. 39 El que separa los dos grupos de bases púricas y pirimídicas.

presente en sus funciones, pero también punto de ruptura posible si la diferencia no se contiene en los límites que se le asignan. Volvamos a la replicación. El verbo replegar significa plegar lo que se había desdoblado y también volver a poner bajo el pliegue lo que se había desplegado (desplegado-desdoblado), expuesto a la vista. El segundo sentido nos recuer­ da que el pliegue no es ajeno a una relación de ocultamiento y develamiento. Si regresión significa volverse hacia, reple­ garse sobre, y el deseo es, como inducen a pensarlo los tex­ tos freudianos, nuevo pasaje sobre las huellas, nos tienta la idea de reunir aquí la huella, el doble y la regresión, que im­ plican la repetición. Las relaciones de la compulsión de repetición con la re­ gresión son complejas. Parecería lógico decir que la segunda es la manifestación cuyo orden categorial es la primera. En el plano categorial, no se trata sino del papel fundamental­ mente conservador de las pulsiones en el nivel de la mani­ festación, lo cual implica un proceso de marcha invertida, de tal modo que casi podríamos afirmar que, como el de­ sarrollo ontogenético se produce de manera habitual en el sentido ineluctablemente progresivo, la regresión es su ré­ plica complementaria. Pero esto sólo puede decirse si se pos­ tula como eje de referencia, no la progresión, sino la com­ pulsión de repetición. En ese sentido, Pasche disocia con toda legitimidad compulsión de repetición y pulsión de muerte, y Laplanche y Pontalis parecen considerar —si adi­ vinamos su pensamiento— que la primera es el fundamen­ to de la fijación. Por lo tanto, desde el lugar en que la hay, la repetición nos lleva hacia adelante y hacia atrás. En el momento en que aparece la innovación, la repetición designa su relación con lo esencial significativo, señalado así de pasada por ella. Remisión hacia atrás, la repetición marca el tiempo —más sugerido que claramente indicado— en el cual lo que se re­ pite supone un más acá contenido por la conexión favorece­ dora de la puesta en serie progrediente. La repetición invita al enlace de sus análogos: de aquellos cuyo retomo teme y de los que prefigura por anticipación. Tanto por su conteni­ do como para la constitución de la secuencia, la fuerza y el sentido, que se han visto obligados a la repetición, velan por su redistribución en la ramificación reticular y abren el

camino a una puesta en circulación hacia otros teatros de operaciones.

La causa ausente4 0 y el pensamiento analógico Freud había tropezado, pues, con obstáculos en la mar­ cha para fundar sus hipótesis en el modelo científico de su tiempo, y esto cuando escribía: «La célula germinal debe encontrar fuerzas —e incluso la condición necesaria— para cumplir esta función en su fu­ sión con otra célula que se le parece y a la vez difiere de ella». Tras poner de relieve la función del desvío en la verdad, se vuelve hacia el mito, utilizado por la filosofía. Freud se apoya en el texto de Platón con el único fin de apuntalar su hipótesis de la necesidad de restablecer un estado anterior, pero sólo lo hace ofreciendo su sacrificio a una idea funda­ mental de aquel: la búsqueda de la complementariedad, ya sea de lo Mismo o de lo Otro. No podemos explorar aquí to­ dos los recursos del mito. ¡Qué extraño parece, sin embargo, el ocultamiento de Freud sobre la función del corte! Para hacer añicos la arrogancia de los primeros humanos, Zeus, «después de haberse roto la cabeza con el asunto», se propu­ so cortarlos en dos, no sin amenazar con duplicar esa divi­ sión si la primera medida no era suficiente. Pero era preci­ so, además, que la víctima recordara esa acción: «el hombre que tuviera siempre bajo su mirada la división sufrida sería más moderado». La inscripción de esa falta en la carne hu­ mana aguijonearía la búsqueda infinita que aspira a la re­ conquista de la unidad perdida para restaurar la condición primitiva. Hoy, la continuación de la lectura del mito nos hace coincidir con la ciencia: «Entonces, cada vez que una de las mitades moría y la otra seguía con vida, esta última buscaba otra y se urna con ella al azar del encuentro» (Banquete, 1916, Belles Lettres). 40 El concepto de causa ausente fue propuesto por J.-A. MilJer. (Eco del seminario de Lacan en la Ecole Nórmale, al que sin embargo dejamos de asistir a partir de 1967 [nota de 19991.)

Recién en un último tiempo, por desplazamiento de las partes sexuales desde atrás hacia adelante, la complementariedad necesaria para la generación permitirá la unión de las diferencias sexuales.41 No creemos abusivo el paralelo que esbozamos, por encima de Freud, entre Platón y Watson y Crick.42 Podría ser, únicamente, que el entendimiento prefigurara las figuras constitutivas con las que procede de manera intuitiva, deformándolas por el trabajo de lo imagi­ nario. ¿No sería de interés fundar un proceder apuntalado en la analogía, en el que la compulsión de repetición habita­ ra las formas que engendra y que sólo puede producir intro­ duciendo en ellas deformaciones y diferencias? Pues sería un error pensar que consideramos el modelo de la biología molecular como una verdad última de carácter explicativo, que anula a sus precursores. Muy por el contrario, ese mo­ delo constituye una prueba complementaria de que se debe 41 H. Charniaux-Cotton, en Entretiens sur la sexualité, op. cit., págs. 305-15, recuerda que «sexo» deriva probablemente del latín secare: cortar, separar. En efecto, si es cierto que la recombinación genética caracteriza la sexualidad, esta presupone la mitosis y la fecundación, que constituyen el ciclo universal de la reproducción sexuada. Ahora bien, la mitosis es una sucesión de dos divisiones celulares a partir de una célula diploide (vale decir, que contiene un par de cada cromosoma de la especie). La segunda división se produce después de una mitosis normal (nueva división) cuyo resultado final es la transformación de la célula diploide ( 2 x n cromo­ somas) en cuatro células haploides (de n cromosomas genéticos) y no en­ traña más que una sola replicación del material genético. De modo que en todas las etapas encontramos la serie: división, desdoblamiento, reconsti­ tución de nuevas unidades, sea a partir de una misma mitad, sea de dos mitades, una de las cuales «se parece a la otra y difiere de ella», como ocu­ rre durante la fecundación. Unicamente en este último estadio, y gracias al juego del crossing-over, se produce la combinatoria aleatoria por inter­ cambio de segmentos entre cromosomas análogos de 2 x n células haploi­ des especiales, los gametos masculinos y femeninos. Señalemos, para ter­ minar, que el hermafroditismo aparece como un avatar de la diferencia­ ción sexual (en los invertebrados) para desaparecer a continuación en los vertebrados (al margen de los casos patológicos). Al fin y al cabo, la sexua­ lidad parece poder definirse por el encuentro de la separación-división y la recombinación genética cuya alegoría proporciona el mito platónico. Acla­ remos, sin embargo, que en Platón el mito es mucho más complejo y que sólo citamos la parte que concierne a nuestro trabajo. 42 Señalemos aquí que lo que devela la verdad científica es, por decirlo de algún modo, más mítico que el mito. La intuición del mito se complejiza más allá de lo que habría producido la imaginación intuitiva. Al menos en Platón. Habría que remontarse a Empédocles y Heráclito para ver el mito situado aquí en el nivel de la ciencia.

tener por sospechosa y obstaculizante la idea de la unidad en la vida psíquica que el psicoanálisis por su lado, y antes que la biología molecular, había estremecido tan vigorosa­ mente. Después de Freud y contra los psicoanalistas genéticos, es decir, quienes se apoyan en una concepción histórica de la génesis psicológica del desarrollo, Melanie Klein advirtió la función de esta propiedad funcional de la diada. Mientras los primeros se obstinaban en situarse únicamente en el ni­ vel de la madre y el niño, Klein comprendió que lo que es­ tructura la organización psíquica en la relación vivida por el niño con la falta de la madre es la dicotomía pecho buenopecho malo, que debe referirse —y con ello sobrepasamos sus propias observaciones— al fantasma del padre combi­ nado, precursor o heredero del fantasma de la escena primi­ tiva. Escena primitiva y unidad primitiva están ligadas en cuanto son, en su aprehensión misma, el objeto de un doble clivaje: identificación y deseo alternados con respecto a los dos padres en la escena primitiva y clivaje de la unidad del sujeto por mediación de la relación del objeto con el yo. Sin embargo, esta reconstitución de la unidad primitiva en la relación con los dos progenitores (el conocimiento o descono­ cimiento de la diferencia de los sexos no tiene aquí ninguna importancia) va a contrapelo de la separación. Al limitarse a los efectos de lo observable, el punto de vista genético omite por completo la vocación del destino sexual. Parafraseando a Maijorie Bríerley y Serge Lebovici, diremos que el destino sexual se inviste antes de ser percibido, cosa que saben to­ dos los seres humanos (salvo los psicoanalistas, al parecer). El cumplimiento de ese destino pasa por las alternancias de las asunciones sucesivas y simultáneas de las posiciones psicosexuales bajo el efecto de las vicisitudes pulsionales (deseo e identificación). El Edipo es el momento en el cual se forma «el pliegue de lo que se había desplegado», distribu­ yendo separada y contradictoriamente los deseos eróticos y agresivos acoplados con la doble identificación masculina y femenina. Mediante el Edipo, el sujeto43 se anticipa a su función de generación. En consecuencia, repite aquí de an­ 43 Utilizamos aquí la palabra sujeto por comodidad, en su sentido tri­ vial. Más adelante nos tocará aludir una vez más a él con la misma acep­ ción.

temano. No se trata en absoluto de que lo prevea. Sería más justo decir que lo actualiza para tener que olvidarlo. En efecto, ¿quién podría sostener que el Edipo se desarrolla sin relación con la curiosidad sexual? Pero no sólo repite «an­ tes», repite también por la intimación de su relación con los objetos preedípicos,44 de los que no se limita a hacer el ba­ lance. Los evalúa reevaluándolos, refractándolos de acuer­ do con el espectro de la castración. Más aún, la represión del Edipo se sostiene disfrazando las metas genitales edípieas y recurriendo a su expresión pregenital. Ese trayecto no puede dejar de estar marcado por la es­ cansión de la compulsión de repetición; pero lo que justifica esa compulsión es el papel del corte, instaurado esta vez en­ tre el sexo y el sujeto. En este punto el psicoanálisis puede afirmar los derechos que ha adquirido. Y si la memoria es en efecto la propiedad esencial común a la organización bioló­ gica y psíquica, al parecer sólo la segunda tuvo el poder de constituir una memoria fundada en el «olvido», en el sentido que los griegos daban a esta palabra. Pues no basta con de­ cir que una memoria puede ser también anticipadora: lo que importa es el destino del olvido, diferente del aniquila­ miento, de la puesta fuera de juego de lo perecedero, lo rehu­ sado, lo rechazado. La organización psíquica, en consecuen­ cia, no sólo debería su fecunda complejidad a los efectos de una pura combinatoria, sino a su capacidad, en la cual la re­ presión desempeña el papel protagónico, de transformar lo indeseable en causa ausente. La represión sólo silencia el ruido de la vida. El retomo de lo reprimido nos permite sacar a la luz su función, que consiste en mantener en secreto el carácter intempestivo de ese exceso de vida. Pero reducir al silencio lo indeseable no es equivalente a trabajar en silencio: es lo contrario. Como si ese mido a reducir por el silencio no pudiera sino remitir­ nos a esa protesta contra el silencio que es el ruido. En Más allá del principio de placer, Freud llega a una conclusión que trastoca sus hipótesis anteriores. El princi­ pio de placer ya no se considera como la referencia última que explica el funcionamiento del principio primario. La ac­ tividad ligativa es lo que hace posible ulteriormente, en un segundo tiempo, la dominación del principio de placer; 44 O, más precisamente, pregenitales.

anuncia la transferencia de soberanía al principio de reali­ dad. El más allá del principio de placer está, por lo tanto, en la oposición que pone frente a frente la ligazón y el silencio mediante el cual Freud caracteriza la actividad de la pul­ sión de muerte. ¿Hasta dónde podemos ahorramos este úl­ timo concepto planteado por Freud? La clínica podría pres­ cindir muy bien de él, se afirma. Nosotros no estamos tan seguros. No pensamos en las suposiciones hipotéticas que inferi­ mos frente a los comportamientos mortíferos, en los cuales siempre es posible decir que el concepto de pulsión de muer­ te acude en auxilio de nuestras insuficiencias. Es necesario dar cuenta, además, de los efectos de una potencia que se encarniza con la organización psíquica, en las formas más extremas de la alienación. La concatenación es atacada aquí, ya no en el aspecto multiplicador de su actividad (la productividad psíquica, de la que el delirio puede conside­ rarse como una subversión, aun cuando también haya que juzgarlo como un producto), sino en su estructura vinculan­ te, efecto del simple encadenamiento del trabajo asociativo. En suma, ya no se trata aquí del olvido en el sentido de la sustracción (de lo indeseable) sino de la división en el nivel de lo que se mantiene unido. Subversión del corte, que se aplicaría a términos que este desune y reúne, pero que se corta de sí mismo para convertirse en el objeto de su propia operación. La sección ya no pasa entre el yo y el sexo ni den­ tro del mismo yo,45 sino en el interior del poder de estructu­ ración del corte. Aquí, la causa ausente ya no se percibe en sus efectos derivados: se convierte en ausencia de causa. El cuadro no es ya el resultado del ordenamiento de las cone­ xiones que conforman una estructura: esta pasa a sus co­ nexiones y claudica, sucumbe a toda conformación. Así, la compulsión de repetición sólo puede apreciarse desde una doble perspectiva: en cuanto preserva una célula de sentido, aun modelada por las deformaciones, y en cuanto es un pro­ ceso de ligazón, independiente del sentido que vehiculiza y constituye a la vez. En este segundo significado, lo que repi­ te es el acto de la concatenación, pues su adquisición, aun­ que sufra una mutación, está siempre bajo la amenaza de 4r’ No podemos entrar aquí en los detalles que implicaría exponer el problema de la psicosis. ''"

una destrucción inmanente. Este segundo aspecto podrá manifestarse cuando el cumplimiento del destino sexual su­ pere las posibilidades de la concatenación que es su prerrequisito. «Todos hemos pasado por la experiencia de que el mayor placer posible, el del acto sexual, está ligado a la extinción momentánea de vina excitación llegada a un alto grado. En cuanto a la ligazón de la moción pulsional, sería una función preparatoria que debe poner la excitación en condiciones de ser finalmente suprimida en el placer de la descarga».46 La tendencia a la descarga del proceso primario ya es, por lo tanto, repetición con respecto a esa función prepara­ toria; en ese sentido, debe concebirse como un nuevo cuestionamiento de la capacidad ligativa de la moción. Con­ trariamente a lo que haría suponer una lectura demasiado ligera del texto, el proceso no se refiere al término de la ope­ ración (descarga) sino a su reinicio. El movimiento de la energía pulsional movilizado por la moción (así como inmo­ vilizado por la vectorización que determina su orientación) retoma más allá de la captación de esta en el nuevo proble­ ma a resolver: dejar que las mociones se expresen en el estado ligado o no ligado de los procesos de excitación. Como si la moción sólo hubiese fijado la parte que era susceptible de domesticar con vistas a la extinción momentánea. No se­ ría ilegítimo pensar, entonces, que ese exceso de excitación, no fijado por la moción, intervendrá en el momento en que la ligazón o la no-ligazón, en cuanto transformaciones de las propiedades de la energía libidinal, requieran además una transferencia de funciones a otra esfera de actividades du­ rante la intervención del desplazamiento. La concepción freudiana del desplazamiento condensa una pluralidad de sentidos y modalidades. A veces es análo­ ga, sea a una sustitución, sea a la investidura de una parte que asume por sí sola un valor inicialmente otorgado a un conjunto, y otras veces indica un reemplazo, por recubri­ miento. Estas posibilidades no se limitan al trabajo efectua­ do sobre términos (representaciones), sino que conciernen 46 S. Freud, Au-delá du principe de plaisir, Essais de psychanalyse, «Pe­ tóte Bibliothéque Payot», nueva traducción por A. Bourguignon et al., cap. 8, pág. 113.

también a cantidades (de afecto): la energía se desplaza o desplaza la actualización de los medios de expresión de los términos constitutivos del sentido. El desplazamiento cons­ tata, por lo tanto, el retomo a la vez de la actividad ligativa y de lo que lo obliga a trasladarla más allá del punto en que se habría efectuado. El principio de placer-displacer, que or­ dena las transformaciones de la ligazón, no hace sino remi­ timos con mayor seguridad a lo que procura repetirse en su ligazón. Sólo es captado por la compulsión de repetición en la medida en que esta no obedece al principio de placer. «Nuestra conciencia hace que nos lleguen desde adentro no sólo las sensaciones de placer y displacer, sino también la de una tensión particular que, a su vez, puede ser placentera o displacentera. ¿Nos permiten esas sensaciones percibir la diferencia de los procesos energéticos ligados y no ligados? ¿O bien hay que relacionar la sensación de tensión con la magnitud absoluta de la investidura y eventualmente con su nivel, mientras que la serie placer-displacer indicaría la modificación de la cantidad de investidura en la unidad de tiempo?».47 Estas observaciones de conclusión son de una dificultad extrema. Oponen sensaciones a una tensión, para hablar luego de una «sensación de tensión» en la que la serie pla­ cer-displacer aparece como el resultado de un calibrado por la unidad de tiempo. Freud no apunta a un «otra parte» o un «al margen» del principio de placer, sino a un «más allá». Lo que instaura la compulsión de repetición es la captura de esa magnitud ab­ soluta de la investidura antes de cualquier calificación pro­ piamente psíquica. La compulsión de repetición no está ni al margen ni dentro del principio de placer. Concierne a la inclusión de la tensión en una secuencia, cuyo resultado es la calidad de placer y displacer. Hasta ese punto de su obra, Freud ligó el par displacer-placer al par tensión-alivio. Co­ mo prefiguración de lo que iba a aceptar explícitamente en 47 Ibid. (Ulteriormente volveré sobre la importancia de estas observacio­ nes en mi trabajo «Sur la discrimination et l’indiscrimination affect-représentation», informe ante el XXI Congreso de la Asociación Psicoanalítica Internacional, Santiago de Chile, en Revue Frangaise de Psychanalyse, LXIII, 1999, págs. 217-72 (nota de 19991.)

«El problema económico del masoquismo» algunos años

m ás tarde, en 1924, sobre su independencia —aunque esta

fuera solamente relativa—, sale al paso para atribuir una precedencia teórica al postulado fundamental del Proyecto de psicología que asigna al aparato psíquico la tarea de de­ sembarazarse de las cantidades en exceso. A ese postulado se asocia toda la teoría de la complicación interna del apara­ to psíquico, la función secundaria de la comunicación, la ne­ cesidad del desvío de la meta, la operación del desplaza­ miento, las transformaciones energéticas, etc. A partir de allí, todo sucede como si la compulsión de repetición repre­ sentara el anticipo de la desolidarización de los pares dis­ placer-placer y tensión-alivio. La función teórica de la com­ pulsión de repetición es hacer visible esa movilización de la tensión e indicar las transformaciones que exige. Mediante la ligazón, libera a la cantidad del aniquilamiento, a la vez que se opone a su huida hacia un cambio incesante que bo­ rre la estabilización de la ligazón. Entonces el cambio asu­ mirá su sentido al inscribirse frente a frente con la repe­ tición. El efecto de la ligazón de la moción consiste en retener la fuerza errante. Aquí la tenemos dotada de una vección, es­ tablecida en una secuencia. Pero, al mismo tiempo, por un fenómeno de resonancia interna, la contrapartida de esta vección afecta retroactivamente aquello a partir de lo cual se originó. Si, por antinomia, se dirige a la sombra de la fuerza que la vección permitió constituir, el acto de la liga­ zón se refleja en el producto de esta por un camino recurren­ te que duplica la dirección en la cual se internó la fuerza. Esa constatación, poder de reflexión del resultado adquirido sobre sí mismo, se constituye como pro-posición: posición para y posición hacia. Para y hacia otras ligazones, en la medida misma en que el acto de ligazón acaso deba su éxito únicamente al abandono de la búsqueda de una solución in­ tegral y definitiva y la puesta en reserva de la fuerza no cap­ turada, de la que vendrían los relanzamientos ulteriores. La investidura de la ligazón por el principio de placer tendrá otra contrapartida en su relegación parcial en el ol­ vido. Por un lado, la ligazón se identifica así con la fuerza no capturada y, en cierto modo, se alia con ella. Pero, por el otro, se libera de ella y apela a otras ligazones marcadas con el sello de las transformaciones por las cuales retornará.

Aquí, la repetición no se mantiene más que con el designio de engañar a la repetición misma. La ligazón original no sólo conduce a otras ligazones, sino que constituye los lazos de una ligazón de otra naturaleza, una ligazón virtual entre las ligazones. El olvido es de alguna manera su aval. Pero hay que tener el cuidado de no simplificar. El olvido no es unívoco. La latencia que implica está abierta a desti­ nos contradictorios. En su seno se adivina un nuevo destino. Si el alejamiento del olvido puede brindar la oportunidad del retomo, por el camino de las deformaciones y disfraces que se imponen, el olvido entraña una radicalidad inheren­ te en el poder de olvidar. Aquí, el olvido se olvidará de sí mis­ mo en cuanto olvido. El poder de separación, que lo mantie­ ne apartado, permanece en la oscuridad y no emite ningún signo por el cual se delate algún indicio de su presencia que pueda identificarlo como olvido, por no denunciarse a sí mismo, enunciándose de tal modo, y develarse como causa ausente. Freud, a nuestro juicio, no afirma otra cosa cuando se ve forzado a decir, contra cualquier uso científico que re­ clame pruebas de lo que se propone, que todo el raido de la vida viene de Eros y las pulsiones de muerte trabajan en si­ lencio. Podemos evitar la pulsión de muerte si reintegramos a la pulsión sexual las características que Freud le atribuye. Pe­ ro tendremos en poco, salvo que hagamos aún mucho más mítica la pulsión sexual, el poder de separación de la pul­ sión de muerte. El hecho de que esta separación pueda ser­ vir además a Eros no cambia en nada el fondo del problema, que consiste en preguntarse de dónde extrae su fundamen­ to la actividad de separación. Y será lícito plantearse la cuestión de saber si es heurísticamente más provechoso situar las propiedades de la separación y la recombinación dentro de la unidad de la pulsión sexual o en el seno del con­ flicto de esta con el yo, o bien, por último, admitir la concep­ ción freudiana. Nos parece que Freud es más fiel a su tesis de la irreductibilidad del conflicto cuando sitúa separación y recombinación en dos campos opuestos. En lo referente a nuestros hábitos de pensamiento, hay sin duda cierta renuencia a asignar a la fuerza un status se­ mejante. Quien dice fuerza implica un objetivo, una meta. Lo que nos enseña el pensamiento de Freud es muy distinto. La ambición de la fuérza no es otra que la abolición de sí

misma, su separación del fondo sobre el cual surge. La fuer­ za se manifiesta por medio de una falta, pero sólo la revela al intentar colmarla. Lo que encuentra de ese modo en su trayecto no es la ausencia de su objeto, sino su no-objeto, aquello con lo cual procura confundirse mediante esa noexistencia. Cualquier figuración de esta última (vida in­ trauterina, paraíso perdido) no hace más que circunscribir su recuperación hipotética. Pero esta no-existencia no pue­ de llegar a su agotamiento como no sea por una salida; al buscar un desenlace, constituye su camino. En esta trayec­ toria lleva al objeto de una no-existencia a otra existencia. La mediación que conduce a ella es la operación de la liga­ zón efectuada con vistas a la salida, como si esta se convir­ tiera en el objeto de la fuerza. Por desplazamiento, la falta que está en el origen de la expresión de la fuerza se transfie­ re al espacio de la salida mediante la figuración de otra liga­ zón complementaria y opuesta, que da cuerpo a una ausen­ cia de objeto en la cual el objeto se inviste con la fuerza que escapó a la ligazón y se manifiesta entonces como ausencia de esta. Ausencia más acá de ella, por la fuerza no captura­ da, ausencia más allá de ella, en la medida en que constatar la ligazón implica también constatar la falta que no se sitúa ya en el nivel de la fuerza, sino de la respuesta que brindó la ligazón a su demanda de salida. Poder de recombinación que vuelve a poner enjuego los procesos de ligazón que con­ vocan al objeto a la existencia con la forma de ausencia, como para hacer que la ligazón de la fuerza conserve su fal­ ta. Esta falta estimula un proyecto de apropiación a través de nuevas transformaciones, cuando sobreviene el avatar de la pérdida. La fuerza, entonces, al desplegarse desde el lugar donde surge, se esfuerza por reinvestir la huella de ausencia, y la ligazón calca la configuración del objeto. El objeto es «encontrado» gracias a esta resurrección. Pero si «sale» a su turno de la ausencia, es para entrar en una vir­ tualidad en la que, al ir y venir como la fuerza, los movi­ mientos por los cuales manifiesta su vida propia atestiguan la posibilidad de perderse en ese recorrido donde puede su­ cumbir bajo la acción de la represión que acaba más fácil­ mente con la representación que con la potencia pulsional. El deseo hace el sacrificio de una resurrección plena para salvar el surgimiento mediante el cual la salida de la fuerza, capturada esta vez por las huellas del objeto, remodelará

sus réplicas en los nuevos contextos que exijan su testimo­ nio. A medida que se las llama a intervenir, las repeticiones (repetición de las ligazones, repetición de las figuras del ob­ jeto, repetición de las transformaciones de los contextos en los cuales participa el objeto y repetición de las transforma­ ciones de las ligazones) producen la reflexión de su activi­ dad sobre sí misma, como si la marcha progrediente del pro­ ceso tuviera que tocar contradictoriamente su punto de par­ tida por medio de una contra-efectuación de sus momentos sucesivos, lo que su progresión misma prohíbe, para ofrecer a cambio la solución de la simultaneidad que cliva el movi­ miento en acto y mirada puesta en el acto.

Retomo al juego del carretel: segunda lectura «Sólo el juego del artista y el del niño pueden aquí abajo crecer y perecer, construir y destruir con inocencia. Y es así, cual el artista y el niño, como se juega el juego eternamente activo que construye y destruye con inocencia; juego que el Eón juega consigo mismo. Al transformarse en tierra y en agua, junta como un niño montones de arena a orillas del mar, los eleva y los destruye y de cuando en cuando vuelve a comenzar su juego. Un instante de saciedad y lue­ go, la necesidad fuerza al artista a crear. No es un orgullo culpable sino el instinto del juego despertado sin cesar el que saca a la luz nuevos mundos. El niño arroja a veces su juguete y enseguida vuelve a tomarlo por un inocente capricho. Pero, cuando constru­ ye, une, arma y modela las formas según una ley y de acuerdo con un estricto ordenamiento interno». Nietzsche, La Philosophie á l’époque de la tragédie grecque (1872)

El hecho de que Freud haya tenido que detenerse por la ignorancia de la ciencia de su época en cuanto al origen de la sexualidad nos llevó a interrogar a la biología molecular. Prestamos atención, sobre todo, a las relaciones que esos trabajos permitieron establecer entre repetición y replicación. En ellas, la estructura no parece poder asegurar su permanencia como no sea por la repetición más rigurosa, pero sólo se cumple gracias a la reconstitución de su mitad faltante. Admite la diferencia a condición de que la repeti­ ción vuelva a englobarla; la salvaguardia del sistema se

adelanta a la emergencia del término diferencial introduci­ do. Parece que, cuando se aborda el plano de la actividad psíquica, las propiedades del sistema pasan de la rigidez re­ petitiva a la búsqueda de la conservación mínima de la inte­ ligibilidad de una célula de sentido, que no cede en absoluto a la necesidad de una determinación tan detalladamente establecida como sea posible, y brinda en cambio a la replicación una amplitud de las más grandes para expresarse. En suma, todo sucede como si la diferencia, en vez de situar­ se entre dos replicaciones, jugara con sus posibilidades má­ ximas en el campo mismo de la replicación. Por ello, importa quizá menos la diferencia que parece revelar la repetición en la compulsión mediante la cual se manifiesta, que el en­ sanchamiento de las posibilidades de la replicación, en los límites compatibles con la preservación de la inteligibilidad de la célula de sentido que el sistema defiende. Si toda organización supone una articulación, esta a la vez que fija un límite a los desplazamientos de los fragmen­ tos articulados, es al mismo tiempo una invitación a hacer «jugar» la articulación al máximo de sus posibilidades. Aho­ ra bien, lo original de la actividad psíquica podría ser que ese desplazamiento articulatorio se produce gracias a ope­ raciones de borradura y recubrimiento que modifican, sin alterarla en lo fundamental, la función de réplica que deben cumplir los productos de reemplazo.48 El mito en el cual se reúnen diferencia y repetición es el de la gemelidad y el doble. El paciente y cuidadoso análisis de Rank nos muestra que el doble de las producciones lite­ rarias y mitológicas es casi siempre la mitad simétrica e in­ versa de su modelo. Las cualidades que los oponen deben suscitar menos atención que la oposición misma. Sus efec­ tos distributivos importan más que lo que ella divide. 48 E. Benveniste, en «Le jeu comme structure», Deucalion, n° 2, 1947, págs. 161-7, muestra que el mito y el rito dislocan la unidad de la opera­ ción sagrada: «Podrá decirse que hay juego cuando no se ejecuta más que una mitad de la operación sagrada, traduciendo el mito sólo en palabras o el rito sólo en actos. Además, lo característico del juego es recomponer de manera ficticia en cada una de sus dos formas la mitad ausente: en el juego de las palabras hacemos como si tuviera que deducirse una realidad de hecho; en el juego corporal hacemos como si lo motivara una realidad de razón». Citado por J. Ehrmann en su excelente estudio «L’homme en jeu», Critique, n° 266, págs. 599-607.

El mito del doble es el del clivaje absoluto entre la sepa­ ración y la recombinación, como si se reprochara a la natu­ raleza, maliciosa o maligna, haber separado lo que debería haber estado unido, y como si la recombinación sólo pudiese efectuarse en la muerte. Acusación contra la sexualidad parental que se delata en la generación de indivisos, por el hecho de que dicha generación implicaba la indivisión del par departenaires cuya reunión excluía al sujeto. Si bien se­ ñaló en especial el lugar del narcisismo, Rank no fue ajeno a la dualidad fundamental de la vida y la muerte. La tocó muy de cerca, al analizar la aparición del Diablo a Iván Karamazov: «La idea del Diablo se convirtió en la primera emanación re­ ligiosa del miedo a la muerte. Al adoptar la forma de una an­ gustia, la creencia en el alma no sufrió únicamente una transformación de su significación, sino también un despla­ zamiento en el tiempo. »A1 principio, el Doble es un Yo idéntico (sombra, reflejo), como conviene a una creencia ingenua en una superviven­ cia personal en el futuro. Más adelante representa también un Yo anterior que contiene, junto con el pasado, la ju­ ventud del individuo que este ya no quiere abandonar sino, por el contrario, conservar o recuperar. Por último, el Doble se convierte en un Yo opuesto que, tal como aparece con la forma del Diablo, representa la parte perecedera y mor­ tal separada de la personalidad presente actual y repu­ diada».49 Yo idéntico proyectado en el futuro, Yo anterior que pro­ longa el pasado, Yo opuesto en lo actual. Rank nos indica de ese modo el papel del desfasaje histórico-estructural cuyos equivalentes pueden encontrarse en todos los nudos esen­ ciales de la teoría psicoanalítica. En el juego del carretel estaríamos en presencia de un desfasaje semejante. Cuando inferimos que es repetición de la pérdida del pecho pero también, y ya, identificación con el 49 Otto Rank, Don Juan, une étude sur le double, traducción de S. Lautman, París: Denoél, pág. 104; Steele, ed. |El doble, Buenos Aires: Agalma, 19951. Véase nuestro estudio «Le double double», en La déliaison. Les Belles Lettres, 1992, y Hachetté Littérature, 1998.

Otro que se marcha, el cual tiene el poder de alejarse y re­ gresar, suponemos que el juego es el lugar de las distintos figuras de las que habla Rank. El niño del juego es quien si­ lencia su pesar y su tristeza, quien se venga mediante el ca­ rretel, solución mucho más preñada de consecuencias que la de dar libre curso a la ira: al hacer desde ya suya la renun­ cia, el niño prefigura, mucho más allá de lo que la madre pu­ do significarle, el abandono que, a su tumo, él le hará sufrir para obedecer el mismo tabú del incesto que, en último aná­ lisis, es el elemento al cual se asocia su partida.50 Sin em­ bargo, como lo hicimos notar, ese juego resulta posible en cuanto es inconsciente, en cuanto en el nivel del decir, lo que aparece y desaparece es el carretel. El carretel para el niño y la madre para Freud, o sea, su hija-madre. Iba a ser pre­ ciso el desvío del nieto preferido de aquel, él mismo el pre­ ferido de su madre, para que Freud, matando dos pájaros de un tiro, prosiguiera su autoanálisis y analizara su teoría pa­ ra rectificarla en consecuencia. El Otro como testigo necesa­ rio del juego, cuyo lugar ocupa Freud, es aquel que puede advertir su significación desde el punto donde lo observa, a través del producto de su generación. Desde el punto don­ de, mediante ese movimiento regrediente, coincide con su propia infancia que huye de él. Pero ese movimiento regre­ diente está ya en el acto de la ligazón del juego que, a medi­ da que se constituye, se refleja sobre sí mismo. De igual ma­ nera como su salida a la escena del mundo cliva el juego del movimiento interno mediante el cual cobró forma, su surgi­ miento en lo real provoca una nueva distribución de funcio­ nes que pone la posición reflexiva en una zona de extraterri­ torialidad donde puede instalarse el observador. Pero con ese vaivén del carretel se perpetúa otro juego, más allá de todos los ya jugados. El juego pulsional de la afirmación incorporadora y de la negación expulsora (excorporadora [agregado de 1999]). Sin embargo, todo el juego ya es en sí «salida» de la fuerza hacia los objetos, ex-posición, y en ese sentido reitera el movimiento de borradura-separación de la pizarra mágica. Lo que veríamos repetirse, en­ tonces, es cómo el acto de la ligazón expulsa de sí todo lo que 50 Recordemos que Freud indica en una nota de una edición tardía de La interpretación de los sueños que el niño pone en escena un juego análogo la víspera de la partida de su padre hacia el frente.

pudo escapar a su captura, como su mitad faltante. Cómo vuelve en la separación de la ausencia esta mitad excluida. Y cómo, por fin, se transmuta la ausencia en olvido por la captación presente del juego. Esta «presencia» del juego borra la dimensión histórica del pasado para constituirse en un «desde siempre» intemporal, porque el acto de la ligazón es el requisito previo para la evocación de la anterioridad. Nos parece imposible limitamos, como hace Lacan, al solo efecto de lenguaje como elevación del deseo a una segunda potencia, y disociarlo de las otras esferas del juego —el arrojar-recoger y el ver-no ver el carretel— en la obtención de ese resultado.51 Pues todas las formas del juego, en el senti­ do más amplio (el juego pulsional, la afirmación incorporadora y la negación expulsora, la inscripción apropiadora y la borradura que tacha, el paso del movimiento de extemalización al retomo de la intemalización y de la invisibilidad por la puesta fuera de juego del carretel al juego de su reen­ cuentro), son otras tantas connotaciones de la emisión de palabra que la desbordan por todas partes. Además, no se señaló lo suficiente que el o y el da no ocu­ pan posiciones equivalentes en el juego. Ante todo, el o del fort es mucho más prolongado. Freud lo escribe óod, como si la palabra acompañara al carretel en su trayecto y se amol­ dara al recorrido pero, notémoslo, como si esa prolongación absorbiera por sí sola el afecto sin darle derecho de ciudada­ nía (¿era esa la decepción, la ira, la resignación?), mientras que el da breve está marcado por un placer nada dudoso: un regocijo. Además, el Óod connota la ausencia, ausencia de la madre y ausencia de manifestación afectiva explícita o des­ cifrable, abre una cuestión, invita a la interpretación que se proporcionará en el aprés-coup, a partir del afecto de regoci­ jo del da. El da único y acompañado de una satisfacción in­ dudable denota la presencia del carretel; redobla esa pre­ sencia y sólo dice algo de ella al conectar la alegría que cau­ sa con el tiempo que se le opone: el de la ausencia. Por eso, y pese a su referencia a lo opuesto se lo puede calificar de índi­ ce, mientras que el o merecería el título de símbolo. El juego del carretel expresa la gesta de la simbolización. Lo expresa tal vez mejor que las teorías actuales de la cultu­ ra, en las que se oponen una concepción tradicional y una 51 J. Lacan, Ecrits, op. cit., págs. 313-20.

concepción moderna del símbolo. El símbolo como tésera [tessére]: encuentro de dos mitades del objeto roto,52 abarcó por extensión el mantenimiento de la relación de un signo con una ausencia que lo evoca por medio de otro signo. En nuestros días, la acepción clásica suele caer en el descrédito. La vaguedad de la definición, que se extendió de la «arbitra­ riedad» del símbolo a todo lo que se libera de la presencia del signo, se denuncia parcialmente, porque el lazo de las par­ tes de la tésera se revela a la vez demasiado apretado y de­ masiado flojo, demasiado próximo y demasiado lejano. La mediación del símbolo está refrenada en exceso por el víncu­ lo con su soporte, mientras que a la inversa, pero al mismo tiempo, es demasiado abierta; la nebulosidad de esa rela­ ción (quizás herencia de su empleo en lo sagrado) deja en suspenso nuestra inquietud por un conocimiento de los me­ dios operatorios del símbolo mediante la delimitación o el cierre que permite su captación. Se terminó por preferir, en consecuencia, el rigor de una concepción del símbolo ligada a las relaciones interdependientes de los términos de un conjunto. El límite operatorio fijado por los términos queda compensado por la multiplicidad de las combinaciones que su ordenamiento deja leer. Paso de la simbólica a lo simbólico. El juego del carretel podría ayudamos a prolongar esta reflexión. Por una parte, el símbolo (en una acepción cercana a la concepción tradicio­ nal) se postularía con respecto a un índice como lo que no es: el óoo frente al da. Pero, debido a ello, la ausencia cambia de status. Estaba bien presente en el índice, pero con refe­ rencia a su opuesto carecería de una limitación a su disper­ sión. No es que sea «ausencia de ausencia» por el enigma que plantea, sino ausencia de una captación de la ausencia. El vacío que ahonda por la neutralidad afectiva aparente de la fase de desaparición, que contrasta con el regocijo mani­ fiesto de la reaparición, sólo fija su incertidumbre por estar vinculado al índice como su inverso y su simétrico, que re­ quiere la articulación de los dos tiempos. Por añadidura, 52 Es el término que emplea Platón: «Cada uno de nosotros, en conse­ cuencia, es fracción complementaria, tésera de hombre» (Banquete, 191
View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF