En pleno proceso de globalización, y cuando el objetivo común es la modernización de la humanidad, ...
SIFANDINA Sociedad Internacional de Filosofía Andina Luis Enrique Alvizuri
ANDINIA: LA RESURGENCIA DE LAS NACIONES ANDINAS En pleno proceso de globalización, y cuando el objetivo común es la modernización de la humanidad, los pueblos andinos se levantan alzando las banderas de una civilización supuestamente desaparecida hace 500 años y solo conservada como folclor. ¿Qué está ocurriendo? ¿Son movimientos con fines circunstancialmente políticos o tienen raíces en alguna realidad que todavía no es comprensible? ¿Qué representan para el futuro de América Latina: un retroceso o una era de cambios insospechados? ¿Está acaso en peligro la democracia y el modelo liberal o nos hallamos a las puertas de una alternativa proveniente de las propias canteras de los sectores relegados por la sociedad? Este libro expone las razones por las cuales el autor cree que la civilización andina, a la cual propone llamar Andinia, no ha desaparecido sino que sigue viva bajo formas que el pensamiento oficial no consigue entender, debido a que su visión es netamente occidental. Esas formas: la religión, la organización laboral, la familia extensa y las manifestaciones culturales, han mantenido hasta hoy, y de distintas maneras, la continuidad de la sociedad andina, faltándole únicamente implantar su estructura política en el Estado -el cual hasta el momento es posesión exclusiva de los dominadores europeos y de sus descendientes- pero que ahora empieza a exigirse se reintegre a los sectores mayoritarios de esta región del continente. Este es un intento por ver y entender las cosas, no desde un punto de vista externo, el de Occidente, sino desde los propios ojos andinos. El mensaje que da es que: solo recuperando primero la percepción de sí misma, y luego su poder político, la civilización andina alcanzará su libertad y renacerá plenamente. La civilización andina fue una creación formada por un conglomerado de pueblos y culturas ubicadas en torno a la cordillera de Los Andes, desde lo que es hoy la república de Venezuela hasta las de Chile y Argentina. Dicha civilización andina Andinia, de acuerdo con esta propuesta— desarrolló todos los mecanismos socio-culturales que la llevaron a convertirse en una civilización de primer orden. Creó una elaborada técnica para efectuar desde las más simples labores utilitarias hasta las más complejas tareas de las ciencias y de las artes, con sus correspondientes simbologías, razón por lo cual actualmente ha llegado a conformar un cuerpo ideológico y social original y coherente. Cuando arribaron los primeros occidentales Andinia se hallaba en proceso de evolución; pero, a pesar de la invasión, ese proceso no se detuvo, sino más bien continúa dándose vertiginosamente, escondido a los ojos extranjeros bajo diversas formas culturales. Lo que ocurrió fue que, si bien la civilización occidental reemplazó la organización política de la andina por la suya, no pudo eliminar sus otros aspectos fundamentales como son la religión, la cultura, el modo de producción y la estructura social. Así se explica el por qué de su supervivencia hasta el día de hoy. Las crisis que vienen ocurriendo en las estructuras sociales de los países andinos son una clara señal de la expansión de la civilización andina, la cual se dirige ahora hacia la toma de posesión del aparato político —el gobierno formal, el Estado—, único de los aspectos que le falta recuperar para consolidar su plenitud, su vigencia y su identidad.
Luis Enrique Alvizuri García Naranjo (Lima, 1955). Comunicador, publicista y filósofo, con estudios de Sicología en la Universidad Ricardo Palma y Comunicaciones en la Universidad de Lima. Es autor de los ensayos filosóficos Hacia un nuevo mundo y La filosofía y la promesa de la vida humana, así como de poemarios, cuentos literarios y para niños. Fundador y presidente de la Sociedad Internacional de Filosofía Andina SIFANDINA, institución dedicada a la investigación y difusión del pensamiento filosófico andino. Es también compositor e intérprete de canciones de contenido social y reflexivo y tiene grabados cinco discos.
[email protected] © 1997 Producido por LEA. Hecho en Perú. © 2004 Fondo editorial del Instituto de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina, Lima (Perú). © 2007 Sifandina, Sociedad Internacional de Filosofía Andina, Lima (Perú).
[email protected] Printed in Perú
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A todas las mujeres en cuyos vientres está el futuro de la humanidad
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ÍNDICE PRÓLOGO Pertinencia de la identidad andina y de la filosofía andina en el pensamiento de Alvizuri Odilón Guillén Fuentes......................................................... 6 El resurgir del comunitarismo andino Gustavo flores Quelopana ..............................12 INTRODUCCIÓN .....................................................................................................17 PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN DE ANDINIA............................................... 19 Acerca de la verdad ................................................................................... 20 Acerca de las civilizaciones........................................................................ 22 ¿Qué es lo andino?.................................................................................... 26 ¿EXISTE UNA FILOSOFÍA ANDINA? ...................................................................... 30 El caso Sepúlveda...................................................................................... 30 No solo Occidente piensa .......................................................................... 31 ¿De qué trata la filosofía andina? .............................................................. 35 Una temática a modo de ejemplo: acerca del origen del hombre..................................................................... 37 Manifestaciones de la civilización andina donde se comprueba que existe su filosofía y se encuentra vigente.................................................. 40 1. La religiosidad andina ............................................................ 40 2. El sistema de trabajo.............................................................. 41 3. La organización familiar ........................................................ 43 4. Las manifestaciones culturales .............................................. 44 5. La organización política ......................................................... 45 Respuesta a los argumentos que niegan la existencia de la filosofía andina ........................................................................................ 47 Respuesta al argumento del totalitarismo.................................. 48 Respuesta al argumento de la falta de libertad de expresión .... 48 Respuesta al argumento de las necesidades básicas ............... 49 Respuesta al argumento de la ausencia de escritura ................ 50 Conclusión acerca de la filosofía andina.................................................... 51 ANDINIA ................... ............................................................................................... 53 Resumen conceptual.................................................................................. 53 No somos «indios»..................................................................................... 53 La patria es la que uno elige y no donde se nace...................................... 53 En el mundo andino coexisten dos civilizaciones: la andina y la occidental............................................................................. 53 Los tres momentos de la historia del mundo andino.................................. 54 En nuestros países la verdadera cultura es la andina mientras que la occidental es una supra cultura........................................ 54 El método que proponemos es el de la negación y luego la creación heroica......................................................................... 55 La revolución silenciosa ............................................................................. 57 El comienzo de nuestra libertad................................................................. 58 El río subterráneo ..................................................................................... 59 Acerca de la Historia ................................................................................. 62 La ciencia ................................................................................................... 71 Nuestro yo occidental................................................................................. 73 Civilización andina...................................................................................... 74 Quiénes somos los andinos ....................................................................... 76 Los tres momentos de la civilización andina.............................................. 77 El primer momento: evolución y consolidación .......................................... 77 El segundo momento: la continuidad de nuestra actitud ante el dominio .. 77 El tercer momento: hacia la recuperación de nuestro poder...................... 78 Los dos factores......................................................................................... 80 1. Occidente ha agotado su germen creativo ............................ 81
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2. Andinia no ha muerto: resurge............................................... 82 Cultura y supra-cultura .............................................................................. 84 Símbolos Calientes y Fríos ........................................................................ 91 Ideas fuerza................................................................................................ 91 Pensamientos andinos............................................................................... 97 Los dos vecinos........................................................................................ 106 La rebelión de la creación ........................................................................ 108 Anticrística................................................................................................ 111 ACERCA DEL PODER ........................................................................................... 120 Definición de diccionario............................................................................120 Definición filosófica ...................................................................................120 Las fuerzas............................................................................................... 121 Las necesidades ...................................................................................... 121 Las motivaciones...................................................................................... 121 Motivaciones de la configuración personal ........................................... 122 Motivaciones de la interacción social.................................................... 122 Las autoridades........................................................................................ 123 La cesión de autonomía........................................................................... 124 Tipos de autoridad.................................................................................... 125 Conclusiones sobre el poder.................................................................... 126 El poder y la libertad ............................................................................. 127 El poder y la democracia ..................................................................... 128 MÁS ALLÁ DE LA SOCIEDAD DE MERCADO.......... ............................................ 133 La Libertad .............................................................................................. 135 La Democracia Liberal ............................................................................ 136 Los Derechos Humanos.......................................................................... 137 ADENDA.................. ............................................................................................... 140 LA NUEVA UTOPÍA ANDINA .................................................................. 140 EL PENSAMIENTO LIBERADOR Y LA CIVILIZACIÓN ANDINA ........... 145 ANÁLISIS EN TORNO A EL OTRO SENDERO ...................................... 148 DIEZ (FALSAS) VERDADES DEL DECANATO FUJIMORISTA..............162
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PRÓLOGO Pertinencia de la identidad andina y de la filosofía andina en el pensamiento de Alvizuri Lic. Odilón Guillén Fuentes1 Lima, 10 de agosto de 2004 En el libro Andinia la resurgencia de las naciones andinas hay un intento de establecer un logos, un telos y un ethos para denominar a una civilización que carece de una identidad nominativa, y sin embargo a todos consta que se trata de la civilización andina. Destinada y determinada por su historia geopolítica, surgida de un tronco común que la cultura oficial “latinoamericana” lo enmascara, y que ha sido configurada como tal desde los comienzos del siglo pasado, producto de la influencia del individualismo occidental moderno. El doble cuestionamiento que propone Andinia hemos de desarrollarlo en la relevancia subyacente de cuatro aspectos demarcatorios del ensayo de Luis Enrique Alvizuri los cuales se insertan en el debate entre “comunitaristas” y “liberales”. 1° Aspectos problemáticos de la reflexión filosófica y sociológica en Andinia No es casual que Alvizuri haya elegido el ensayo para tal propósito; es más, su prosa está impregnada de un discurso cuestionador y sugerente, engarzado con elementos alegóricos y metafóricos de su temática y de sus personajes estigmatizados: Occidencio y el hombre andino. No hay el rigor académico sistemático, erudito, sino la del académico crítico en el análisis. Sus precisiones concuerdan con los datos históricos, pone de relieve la cuestión del discurso claro, abierto y propio, tanto como si lo hiciera el amauta Mariátegui en sus artículos y en los Siete Ensayos, o como Flores Galindo en Buscando un Inca, o como Gustavo Flores en Racionalidad filosófica en el Perú Antiguo. Un caso análogo en España son los Ensayos de Ortega y Gasset, y los de Fernando Savater; Alberdi y Vasconcelos en la América del siglo pasado, que anunciaron el “comunitarismo occidental” y la conformación del “liberalismo occidental de mercado”. Su discurso se nutre de la tradición histórica cultural del Perú y de la realidad de la vida cotidiana de nuestro mundo andino. El sujeto, el pensamiento y la filosofía que pretende revalorar es tan actual que el hombre andino, hoy, está pensando y preguntándose: ¿Soy latino o andino? ¿Quiero ser europeo hispano o norteamericano? Alvizuri plantea a semejantes preguntas la toma de decisión y elección: la Patria o Identidad, se elige o se asume. Eso es lo que está sucediendo actualmente, no solo en el mundo andino, sino en la mente de todo sujeto cosmopolita en algún lugar del planeta. He ahí su contextualidad histórica, siempre en una referencia al mundo andino antiguo de los Inkas y al de los orígenes de nuestra cultura. Andinia adquiere presencia propia, dado el punto de vista original que asume Alvizuri; problematiza la cuestión de la identidad cultural, ahonda en sus raíces, en su historia, y la singulariza para subrayar su rasgo universal al señalar la esencia de la cultura andina. El ser andino ha de tomar una posición frente al fenómeno de la globalización y occidentalización. Por ello sostiene: “Tenemos que crear heroicamente pues nadie nos va a ayudar, sino todo lo contrario. Necesitamos atrevernos a pensar mirando nuestra realidad y ayudarnos por nuestra propia ciencia: la ciencia para buscar la vida, el bien común. Y si es necesario cambiar nuestros principios científicos que vemos que solo nos hunden en la miseria, pues cambiémoslos;... Seamos osados, valientes arriesgados, pero sin perder nuestro espíritu andino que, ya hemos dicho, tiene una filosofía del hombre y de la 1
Licenciado en Filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
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vida que hace que el ser humano se encuentre más integrado a la tierra y al cosmos” (p. 78). Solo así ha de comenzar nuestra verdadera libertad para una revolución auténtica y próxima, dirá Alvizuri (pp. 82-83). El pensamiento alvizuriano no comienza a reflexionar de la nada, mas tiene frente a sí a interlocutores implícitos: aquellos que añoran el mundo europeo, el norteamericano, la virtualidad de lo “latinoamericano”, o aquellos que buscaron y buscan, todavía, construir una nueva patria por los caminos universales y ecuménicos, como lo dijera Mariátegui, o haciendo sensibilizar emotivamente las ideas, como Vallejo, Arguedas, Ciro Alegría, Washington Delgado. Sus interlocutores están presentes y el autor, como sujeto andino, tiene que auto referirse, sostenerse en sus propias ideas; claro está que hace suya la más genuina expresión de la identidad andina. Su lenguaje lo descubre y su cuestionamiento lo interpone frente a los otros (occidentífilos y anatópicos, como diría Gustavo Flores), sus coetáneos. No los evade; solo particulariza su reflexión; es algo propio la auto referencialidad de su ser andino. 2° Pertinencia y determinación del pensar andino en el horizonte histórico cultural La evolución y el desarrollo de las culturas han demarcado períodos de surgimiento, apogeo y decadencia (La Biblia, Herodoto, Spengler, Toynbee), pero también épocas largas de transición (demarcadas por luchas internas, revoluciones resistencias culturales, la asunción colonial y neocolonial, por ejemplo: la helenización de roma, la hispanización, el “latinoamericanismo”, y el proceso de occidentalización en la ola de la globalización). La historia humana ha registrado tales procesos: las sociedades hegemónicas y homogeneizadoras sometiendo a otras culturas o comunidades autóctonas con un sistema de “comunitarismo liberal” (John Rawls), corporativa y de mercado. Nuestra historia evidencia hechos análogos. Las culturas andinas, con la invasión europea (hispana e inglesa), devenía a la dependencia colonial (época del virreinato) y neocolonial (desde la época de la independencia republicana). La cultura andina, que ofreció resistencia a tales procesos, guardó en la memoria colectiva, no solo el legado cultural de los Inkas, sino la huella de aquella violencia genocida; pero también la impronta cultural del modo de ser, pensar, sentir y operar en el mundo del hombre andino en sus caracteres genéticos, los que se manifiestan en las costumbres, en la necesidad de un nuevo mito, un nuevo ideal de identidad. ¿Adolecían de ella? No. ¿Eran conscientes de su ser? Sí. ¿Eran auténticos? Sí, es por ello que hubo resistencia cultural y hay una resurgencia andina de la vida. A comienzos del siglo pasado se cuestionó la pertinencia o no de un “pensamiento latinoamericano”, y la necesidad de una filosofía auténtica (Mariátegui, Orrego, Haya de la Torre); sin embargo la crisis norteamericana de 1929 y la crisis europea del 35 (la Segunda Guerra Mundial), acentuó y demarcó el proceso de transición “latinoamericana”, enmascarando la realidad, a pesar de que el capital humano y cultural apuntaban a un horizonte de sentido propio y auténtico. Valgan los intentos2 de Gonzáles Prada, Vallejo, Gamaliel Churata, Luis E. Valcárcel, A, Salazar Bondy, Basadre, Arguedas, A. Flores Galindo, etc. En los años 80 y 90 del siglo pasado épocas decisivas de crisis y cuestionamiento, de subversión y de cambio la labor cultural creció y la mirada internacional enfocó nuestra cruda realidad. Así, se empieza a reflexionar sobre nuestra identidad andina y la situación concreta del mundo andino, 2
Son intentos que buscaron sustraer la autonomía del pensamiento andino, reabriendo páginas de nuestra historia como la Revolución de Túpac Amaru II, o la evolución y revolución silenciosa de los andinos, la posibilidad de que algún día se descubra que sí hubo filosofía en el mundo precolombino. Alvizuri remarca la impronta cultural andina.
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cuestión soslayada por académicos occidentófilos. Hay ensayos como los de Rosina Valcárcel (Mitos. Dominación y Resistencia Andina), la revista Kachkaniraqmi, de Sebastiano Sperandeo (Claves para interpretar el mundo andino, 2001), de John Murra (Formaciones económicas y políticas del mundo andino, 1975, El mundo andino: Población, medio ambiente y economía, 2000), de Olivier Dollfus (Territorios andinos: Reto y memoria, 1991), de María Rostworowski: (Historia del Tawantinsuyu, 1989, Estructuras andinas de Poder. Ideología religiosa y política, 2000), de Franklyn Pease (Del Tawantinsuyu a la historia del Perú, 1978), de Marcos Cueto (Saberes Andinos: Ciencia y tecnología en Bolivia, Ecuador y Perú, 1995), de Enrique Meyer y Marilarson (Indígenas elites y Estado en la formación de las Repúblicas Andinas, 2002), de Jürgen Golte (Cultura, racionalidad y migración andina, 2001), de Gonzalo Portocarrero y Jorge Komadina (Modelos de identidad y sentidos de la pertenencia en Bolivia y Perú, 2001), de Heraclio Bonilla (Metáfora y realidad de la independencia del Perú, 2001), de Gerardo Ramos (Una visión alternativa del Perú, 2001), de Gustavo Flores Q. (Racionalidad filosófica en el Perú antiguo, 2003), de José Mendívil (En que nación queremos vivir los peruanos del siglo XXI, 2003), de VVAA, (La intelectualidad peruana del siglo XX ante la condición humana. T I, 2004) y otros que analizan nuestra realidad. Es en estas circunstancias culturales e históricas que aparece Andinia la resurgencia de las naciones andinas en 1997 y que, en el 2004, se reeditó. 3° Replanteamiento pre-ontológico del ser andino y factualidad de la resurgencia andina Alvizuri reactualiza una cuestión latente. Si es posible rastrear su toma de conciencia podríamos ubicarlo hacia 1780, cuando Túpac Amaru II buscaba la reivindicación y el reconocimiento de los indígenas al derecho de libertad y justicia. Pero también podríamos retrotraerlo a la época de Ollantay, pues son momentos de conciencia del ser andino; lo cual no niega que no hubo pensamiento ni reflexión filosófica en el mundo antiguo del Perú, como parecen inquirir conjuntamente con Gustavo Flores Quelopana. La cuestión también puede ser reubicada en los intentos de Gonzáles Prada, César Vallejo, López Albújar, J. C. Mariátegui (quien sostiene con clara evidencia en Peruanicemos al Perú (1924) y en los Siete Ensayos (1928), que “por los caminos universales y ecuménicos, que tanto se nos reprochan, nos vamos acercando a nosotros mismos”), Augusto Salazar Bondy, al poner sobre el tapete la inautenticidad de nuestra filosofía (algo que Mariátegui planteó en 1924, pocos años después de retornar de Italia, sobre la no existencia de una ciencia, una filosofía genuina y de “un idioma producto de nuestra gente”), y, como Vallejo dijo: “todavía”. El momento final del poema evoca el porvenir, la circunstancia de un sujeto solidario. ¿Acaso en nuestra nueva condición andina? Arguedas, dijo: “La universalidad podrá tardar mucho; sin embargo vendrá... Yo viví la vida que nos queda, que no es tanta, a los peruanos de hervores muchos, con más jugos andinos que modernos y en eso sí hay una promesa cumplida; pero es mucho más lo que peligra, se deteriora o desvirtúa de la cultura nuestra”. Aunque su intención fue estereotipada con el rótulo de la “utopía arcaica”, circunscrita desde la óptica de un cosmopolitismo liberal de mercado, el debate sobre lo andino siguió en pie (diversos autores la someten a prueba en Kachkaniraqmi Nº 6, 1991, y en otros medios). Las investigaciones ahondaron y ampliaron el horizonte cultural andino (p.e. los hallazgos de Caral). Alberto Flores Galindo replanteó la cuestión y la refirió a la memoria colectiva y al imaginario utópico de los andinos. Desde 1988 se reflexiona sobre la racionalidad andina o de la posibilidad de una filosofía andina (C.N.F. 2000). Y hoy se retoma la cuestión, para reiterar la pregunta: ¿Qué es lo andino? Arguedas denunció que los “críticos literarios” (de aquel entonces) no comprendían, con sus categorías occidentalizantes, al fenómeno cultural emergente, llamándolo “indigenismo”, sin
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sopesar que estaba en juego nuestra identidad cultural genuina. Hago notar que es el arte quien nos revela, y nos ha revelado siempre, al nuevo hombre, la nueva identidad, anteponiéndose y anticipándose a los esquemas teóricos. No es casual que artistas como Vallejo o Arguedas, o críticos como Mariátegui, tuvieran clara conciencia teórica de ello; sus obras los evidencian. La condición actual del sujeto en los andes de América también lo evidencia: el hombre andino es una factualidad inobjetable, insoslayable, ante las anteojeras de los occidentófilos. Por ello Alvizuri nos dice: “Lo andino es la manifestación de una civilización viva y emergente, en estado de crecimiento y expansión, que responde a los retos del presente sin tener que recurrir necesariamente a las tecnologías y expresiones del pasado. El ámbito de lo andino es la cordillera de los andes, incluyendo costa, sierra y la selva. Lo andino es lo presente, el hombre actual, vivo, que habita en esos países andinos, y todo lo que piensa, hace y produce, sin importar su ubicación social, política y cultural, ni su origen étnico”. La postura es polémica, radical, zanjante, bifurcante, si es que no se la contextualiza histórica y concretamente, como así nos alude el propio autor. Sin embargo, hay un pasado, incluso cruel y trágico, heroico y deslumbrante, telúrico y noble como el sentimiento de los antiguos andinos, los Inkas, al que no nos sustraemos pues fue algo propio de nuestra cultura en sus orígenes, y que es revalorado en la obra que presentamos. El autor constata que lo andino se mueve por todas partes, en el Perú como por toda “Latinoamérica” y en el mundo entero. Son fáciles de identificar: hay una resurgencia en masa de este sujeto oriundo de América (que se pasea como el griego en los tiempos de los medos-persas por las costas y en las ciudades), que tiene un modo de actuar, sentir y pensar que heredó de sus ancestros. Ello significa que fuimos y somos herederos de una tradición y de una filosofía que subyacía y subyace en esos modos de ser (no occidentalizados). Es por ello que Alvizuri sostiene que “el individualismo tiene un sustento más ideológico que real: es bueno para argumentar la apropiación del bien social en manos de unos cuantos; pero cuando llega el peligro, súbitamente aparece para ellos la colectividad y exigen que se muera para que se defienda la identidad colectiva. Quiere decir que ese individualismo que tanto se pregona es bueno cuando a ellos les conviene y deja de serlo para dar paso a la conciencia social cuando ya no conviene. Esta es la filosofía que hoy impera en el mundo pero que, en realidad, más que filosofía, es una estrategia conceptual, un argumento publicitario (nosotros lo llamaríamos parodia del discurso argumentativo) que sirve para vender y justificar la anormalidad (e.d. de una sociedad anética) que ha perdido las megalópolis dentro de las cuales viven unos astutos y poderosos mercaderes”. Y no es casual que se trate de elaborar una ética corporativa o social o de refugiarse en un antropologismo ético, donde lo occidental se metamorfosea en el concepto de civilización de la modernidad, o que se intente aplicar un reduccionismo cientista y tecnocrático a la sociedad de consumo. En Andinia hay un intento y la necesidad de un replanteo pre-ontológico del ser andino, pues la factualidad de la resurgencia cultural andina lo evidencia (a no ser que los sujetos de esta época sean ciegos, como Occidencio, para no ver la nueva realidad de los países andinos, la beligerancia de las colectividades y de las comunidades). Se trata de hacer visibles las relaciones invisibles en un mundo diferenciado y multiforme, heterogéneo. Es un cuestionamiento de la condición humana actual en los andes; preontológica porque se trata de determinar nuestra condición real “enmascarada” por el pensamiento oficial y occidentalizante de una lógica homogeneizadora, sutil y abstracta. Se trata de evidenciar la nueva identidad, el nuevo rostro del mundo andino; hacer frente al sociologismo pasadista y burgués, etnicista y localista. El reduccionismo sociológico se mueve con esquemas de clase y de caudillos oportunistas que desoyen y hacen demagogia de la voz del pueblo y de las comunidades, en los marcos de una “democracia representativa” o de “bancada”, algo propio del individualismo occidental, en este proceso de globalización de la economía de mercado.
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Sin embargo, el pensamiento filosófico andino está en un proceso de crecimiento y maduración y realiza en su praxis una “revolución silenciosa”, “subterránea”, diría Alvizuri. Somos andinos y esa es nuestra verdad y nuestra personalidad cultural en el mundo: algo visionado por la generación del centenario y por los andinos de hoy que se expresan en lenguas autóctonas, que reconocen la diferencia, la diversidad y la heterogeneidad en la identidad. 4º Singularidad de la filosofía andina en la visión de Alvizuri Alvizuri se pregunta: ¿de qué trata la filosofía andina? Responde de manera directa, sin el marasmo de subjetivismos ni excesos de la erudición académica: “La filosofía andina trata acerca de cómo el hombre que vive en esta parte del continente responde y quisiera responder a los retos de su medio de la manera más eficaz posible con el objeto de hacer su vida más plena y llevadera. Sus temas son similares a los de cualquier otra filosofía: acerca del origen, los valores, el destino, la ciencia, la sabiduría, la belleza y otros. Pero donde se hace distinta y particular es en las respuestas que da a estas inquietudes, que no se encuentran en un lenguaje escrito sino en las expresiones insertas en su propia cultura: en la religión, en la organización social y en el trabajo”. ¿Y por qué no también en el idioma le preguntaríamos a Alvizuri? Pues, hay que desentrañarlas diría, y hay que hacerlas posible; pero hay que reinterpretarlas y reconstruirlas, ¿verdad? De este modo pone en evidencia que filosofía no es lo mismo que la ciencia, y menos un derivado del proceso filosófico de Occidente. En la filosofía andina hay especulación (y lo hubo en el pasado) y también teorías. No obstante ello, precisará que la religiosidad andina esconde (como sucedió en la antigua Grecia, en sus orígenes) toda la filosofía andina. Por ejemplo: la idea del ser colectivo, la existencia de un compromiso con la tierra y sus manifestaciones, que hay principios rectores de la vida (solidaridad, reciprocidad, dualidad, complementariedad) que hay un fin en la existencia del andino como parte de un todo vivo y no como una realización de lo individual, al margen del todo. Religión y filosofía no están desligados. El modus operandi está basado en la familia extensa (el ayllu); el fin del trabajo es el hombre, su realización como ser humano. Hay un comunitarismo sui generis del hombre como ser social en armonía con la naturaleza; hay una racionalidad que se remonta hasta sus orígenes y una lógica coherente de la organización andina que busca, no solo una identidad “fuerte” (palabra ambigua), sino más comprehensiva y más real. Hay una filosofía, tal vez utilitaria, para beneficiar a la comunidad, al colectivo, pero me parece que, más bien, hay una filosofía de la acción, una filosofía de la praxis social sui generis; es concreta cuando el hombre andino planifica la agricultura, el desarrollo biogenético de las plantas, el tratamiento de los suelos y de los pisos ecológicos. Hay una filosofía no escrita sino vivencial, presencial, incluso diría simbólica, registrada por la memoria colectiva en los quipus, hecha ya sea por los orejones o amautas, quienes deben de haber influido con sus determinaciones y paradigmas (piénsese en Pachakutik, Wirakocha, Wayna Kapaq, o el Inka Apu), que bien pueden simbolizar señorío y poder, revolución y transformación del mundo, poder moderno o modernidad Inka. Se trata de ser afirmativos, constructivos, pero para ello se requiere desconstruir los esquemas prefigurados, y eso supone un acto de creación de nuestra propia verdad y de nuestra identidad desde nuestra heterogeneidad. Supone que “el poder es una estructura de reglas y leyes que buscan la cohesión de una sociedad a través de un equilibrio entre las fuerzas que la componen”, nos dirá el autor de Andinia. Y ello supone rebasar los esquemas y criterios que ha impuesto el occidentalismo en nuestras tierras; supone afirmar que sí hubo filosofía en el Perú antiguo (G. Flores Q.) y que muchos la desconocen o la soslayan, o la evaden o no quieren verla como tal. El hombre andino sigue haciendo filosofía. Hoy es replanteada
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desde diversos ángulos y por diversos autores, en pleno proceso de globalización, desde los años 80 del siglo anterior, ante todo afirmando la racionalidad filosófica en sus orígenes. Andinia constituye la más clara y abierta expresión del pensamiento filosófico, político y sociológico que solo autores como Mariátegui, Orrego, A. Salazar Bondy han puesto de manifiesto, con la única diferencia de que Alvizuri ha singularizado la autenticidad filosófica y la racionalidad del mundo andino como una necesidad radical de la existencia. Andinia es el ápice emergente de una civilización que busca su realización silenciosa, pétrea, para reconstruir y reformular la utopía andina de todas las sangres en una nueva república. Mariátegui decía en Lima, el 6 de febrero de 1925: “ el indio es el cimiento de nuestra nacionalidad en formación”... sin el indio no hay peruanidad posible”. Hacia 1928 diría: “El movimiento espontáneo de la economía peruana trabaja para la comunicación trasandina”... La redención, la salvación del indio, he ahí el programa y la meta de la renovación peruana. Los hombres nuevos quieren que el Perú repose sobre sus naturales cimientos biológicos. Sienten el deber de crear un orden más peruano, más autóctono”... A la nueva generación le toca construir sobre un sólido cimiento de justicia social la unidad peruana” (ello, supone la asunción del poder en manos del hombre andino). Hay algunos como Eva Gugenberger (Universidad de Viena) quien piensa que “un pueblo que, gracias a los textos escritos en su propia lengua, conserva y respeta su historia y sus tradiciones, mantendrá su propia identidad y resistirá mejor la alineación y asimilación a la cultura dominante” (J.C. Godenzzi, El Quechua en Debate, 1992). La perspectiva histórica y antropológica de María Rostworowski nos dice: “Estamos lejos de haber llegado a descifrar los enigmas del mundo andino y debemos estar dispuestos a reexaminar constantemente nuestras apreciaciones a la luz de nuevas investigaciones” (2002). Es esa la intención de Andinia en este presente transicional y coyuntural de nuestra historia. La cuestión filosófica del ser andino es así reactualizada de manera implícita en el ámbito preontológico de nuestra realidad y de nuestro ser multicultural, plurilingüe y multiétnico, poniendo en cuestión “lo nacional”, que queda en la pregunta: ¿se es latino o andino? Y queda todo en suspenso, para la conciencia de los andinos de hoy y para los que buscan rotular la “identidad nacional” desde modelos o esquemas occidentalizantes, con una lógica metafísica y no desde una lógica real, histórica, vivencial, fundada en el cimiento de nuestras culturas autóctonas, sin discriminación ni privilegios de un “cosmopolitismo” euro céntrico, intercultural o transcultural que enmascare la verdadera realidad y la auténtica identidad cultural que hoy nos plantea Andinia.
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El resurgir del comunitarismo andino Gustavo Flores Quelopana* San Borja 2004 El cuestionamiento de la modernización occidental Alvizuri, con su libro Andinia la resurgencia de las naciones andinas está llamado a realizar entre nosotros esa misión intelectual de esclarecer la esencia profunda de lo andino, como espíritu relacional, de una civilización milenaria que persiste en vivo desarrollo histórico. Para empezar, me propongo dilucidar una idea —la idea de lo andino—, clara en apariencia, pero que se presta a los más peligrosos malentendidos. Sobre todo porque hay un conjunto de hechos —como los sangrientos acaecidos en la ciudad de Ilave en Puno, en el año 2004— que son “signos” de un gran cambio sociopolítico que emerge con energía. El Perú viene recientemente de haberse hecho una auto-operación de cirugía de alto riesgo —tras la caída del régimen de Alberto Fujimori— lo que ha servido para aliviar sustancialmente su mal; pero tal proceso ha tenido la inesperada consecuencia de desencadenar la voluntad política firme de los movimientos sociales de la civilidad —los cuales desbordan lo ideológico, muestran una recuperación de la confianza en su capacidad de acción y expresan la reivindicación de los derechos nacionales a la identidad. En el fondo se trata, no de un cuestionamiento revolucionario y jacobino, sino de un cuestionamiento ético del modelo de modernización occidental, el cual tiene como telón de fondo la colisión entre la globalización como estructura sistémica planetaria y el culturalismo como estructura sistémica regional. Es decir, estamos ante dos fenómenos contrapuestos (la globalización y el culturalismo) que cuestionan el tradicional Estado-nación y que agitan particularmente los campamentos de dos modelos teóricos en pugna, a saber: los liberales versus los comunitaristas, y, más atrás, los posmodernos. Es en este complejo contexto en el que se cruzan las redes multinacionales o estructuras sistémicas planetarias de la globalización con las redes etnocéntricas de las tradiciones del culturalismo donde aparece en la palestra Luis Enrique Alvizuri con un libro cuyo ideario, por un lado, parece resumir el debate sobre la identidad nacional protagonizado en nuestro medio entre indigenistas, hispanistas y mesticistas mientras que por el otro asume un “comunitarismo andino”, el cual nos plantea el desafío de independizarnos del tutelaje de la civilización occidental sobre la base del rescate cultural de nuestra identidad andina. Es por estos motivos que, por momentos, su libro nos trae a la memoria al insigne precursor Vizcardo y Guzmán quien, desde Europa, se dedicó a escribir a favor de la independencia del continente americano; de modo similar, el libro flamígero de Alvizuri despliega las banderas de la independencia espiritual y material de los pueblos andinos. En lo que sigue me referiré sucintamente a tres puntos cruciales de su libro cuya importancia cobra vigencia en el debate actual de las ideas. Soy consciente que mi *
Pensador asuntivo-afirmativo, ensayista y poeta peruano (1959), estudió filosofía en la UNMSM y es fundador del Instituto de Investigación para la Paz (IIPCIAL), de la Sociedad Internacional Antenor Orrego y de la Sociedad Internacional de Filosofía Andina SIFANDINA. Además es miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía y de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino. Entre sus publicaciones figuran: El placer del mal (2004), En torno al problema del ser en Kant (2004) Antenor Orrego: teodicea, metafísica e historia (2003), El ontologismo americanista de Antenor Orrego (2003), Racionalidad y metafísica de la posmodernidad (2002) y Racionalidad filosófica del Perú antiguo (2001).
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preferencia es arbitraria por cuanto se trata de una obra con una temática muy rica; por eso deliberadamente dejaré intocados muchos otros puntos de su pensamiento (como la existencia de la filosofía andina, su posición ante la doctrina de los Derechos Humanos, entre otros). En consecuencia, los aspectos que abordaré son los siguientes: 1. Su postura en el debate de la identidad nacional. 2. El comunitarismo andino. 3. El modelo de racionalidad que implica su planteamiento. Lo andino como intrahistoria Como es conocido, las doctrinas de la identidad nacional se clasifican en tres corrientes: 1. La escuela indigenista 2. La escuela hispanista y 3. La escuela mesticista. Para la escuela indigenista, encabezada por Luis E. Valcárcel y Julio C. Tello, el factor racial indígena es decisivo; todos los restantes elementos deben ser asimilados por una nación eminentemente indígena. A este respecto se puede apreciar que Alvizuri comparte con el indigenismo la preocupación por la autonomía, pero discrepa frontalmente por cuanto pone el acento, no en lo étnico ni biológico, sino en lo cultural y civilizacional. Su arquetipo no es el factor indígena sino la civilización andina que lo sobrepasa implicándolo como una superación dialéctica. Por su parte la llamada escuela hispanista, encabezada por José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaúnde y Raúl Porras Barrenechea, pone el acento en la presencia de elementos hispánicos que modelan el hecho del mestizaje, que subrayan la importancia decisiva del factor religioso, y que culmina en la tesis del Perú como “síntesis viviente”, cuya organicidad es la expresión de un relieve axiológico y funcional. Alvizuri igualmente se aproxima a la tesis del Perú como “síntesis viviente” en tanto que lo andino no alude a una etnia en particular sino a un proceso civilizacional aunque éste haya proseguido su desarrollo de manera soterrada. Además, otra coincidencia suya estriba en el énfasis puesto en el factor religioso como insoslayable en el hombre andino. Pero su punto de quiebre con los hispanistas reside en la discrepancia sobre el elemento hispánico como lo decisivo en el decurso de las naciones andinas. La tercera posición, llamada mesticista y muy influida por la raza cósmica de José de Vasconcelos representada por Uriel García, José Varallanos, José Carlos Mariátegui, José María Arguedas, Aníbal Quijano y últimamente por José Guillermo Nugent insiste mucho menos en la base biológica de los fenómenos culturales. El énfasis está puesto en un tipo humano, que ya no es el indio sino el cholo, el mestizo o el de “todas las sangres”. Frente a ello Alvizuri está lejos de poner el énfasis en el crisol de variedades raciales y culturales reabsorbidas por el cholo pues su idea de mestizaje no es en lo absoluto racial sino cultural. De esta forma tenemos que no sería muy difícil asimilar y atribuir a Alvizuri un derrotero conceptual análogo al indigenismo y hasta con el mesticismo, pero creo que esto sería equívoco pues, para él, el ser de lo sudamericano con excepción del Brasil es lo andino, entendido esto como una categoría ontológica que define su destino cultural. Es decir, la circunstancia andina debe entenderse como una realidad intrahistórica fundamental de nuestra América. Así, lo andino se constituye para emplear una categoría conceptual de Antenor Orrego en todo un Pueblo Continente
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que solo alcanzará el nivel de un verdadero Estado Continente cuando recupere su identidad y tradición propias, quitándose las anteojeras occidentalizadoras. Lo andino, como realidad intrahistórica, es un proceso espiritual en el que se resuelve la tensión polar entre dos mundos: el andino y el occidental. Es el fondo real y concreto que condiciona el desenvolvimiento profundo de una historia y de un continente entero. De este modo se vuelve evidente que lo que Alvizuri desarrolla es una metafísica de la cultura, entendida como aquella realidad intrahistórica sumergida pero que señala el destino y los afluentes visibles de la historia misma. Por todo esto no es difícil advertir la distancia que lo separa de las doctrinas de la identidad nacional donde el telos cultural depende de lo étnico cuando no del crisol de razas o de la asimilación cultural mientras que en su propuesta es la cultura misma la que depende de un telos civilizacional. La esencia de la identidad nacional sería lo andino, pero lo andino entendido como un pluralismo ontológico y cultural armónico con los Otros y con la Naturaleza. Es decir, un ethos, no al servicio del poder, sino de la solidaridad, la integridad y la reciprocidad. Y esto es de por sí un mérito de Alvizuri. Me refiero a que su ensayo demuestra que el tema de la identidad nacional no está agotado. Más aún, pone sobre el tapete la polémica de la “identidad” en medio de una guerra de guerrillas a nivel ideológico dirigida desde el Primer Mundo cuyo propósito es relegar y soslayar el problema “identitario” para sustituirlo por los problemas de lo “multicultural”, dentro de los intereses corporativos de la globalización. En realidad los aparatos ideológicos de la globalización se encuentran en una ofensiva radical a un doble nivel, académico y de masas, con el objetivo de postergar nuestro problema identitario y suplantarlo por seudo categorías importadas desde realidades europeo-norteamericanas. El comunitarismo andino Fukuyama creyó en el triunfo del liberalismo tras el derrumbe del comunismo, pero no vio la insurgencia de un poderoso adversario: el comunitarismo. El comunitarismo es una doctrina contextualista, sustancialista, eudemonista en ética y que se opone al contractualismo liberal. Así tenemos, entre sus adalides, a figuras como Mcintyre, quien opone a la civilización liberal el tomismo, Michael Walzer, que le opone la tradición judía, y Charles Taylor, la tradición hermenéutica. De modo análogo, encontramos a Alvizuri oponiendo a la civilización liberal la civilización andina. Él, como los otros comunitaristas mencionados, pone en tela de juicio el sistema económico, moral y vital de la sociedad de mercado, coincidiendo en realidad plenamente con las críticas del comunitarismo al liberalismo. Estas críticas son básicamente tres: 1) Crítica al formalismo moral, que concibe a los sujetos como entidades dialogantes en abstracto, declarándolo por ello inconsistente, insensible y encubridor. 2) Crítica a la concepción artificial y abstracta del individuo como principio ideológico que lo desarraiga de lo concreto. En este sentido es opuesto a los liberales progresistas como Ernest Nagel y John Rawls. 3) Crítica del olvido de la raíz comunitaria de los individuos, los cuales son lo que son solo dentro del contexto cultural y vital que les da identidad. Alvizuri es un comunitarista andino por su crítica del individualismo, del formalismo y por su valoración de lo comunitario. Pero sobre todo lo es, no tanto por plantear un modelo teórico comunitarista, una nueva utopía, sino por verificar en lo andino la existencia de una realidad comunitarista. En el mundo andino constata la existencia de una realidad ontológica comunitarista francamente contrapuesta a los valores de la sociedad de mercado. Esto significa que, mientras en el Primer Mundo el
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comunitarismo se presenta como un programa a poner en acción, en el Tercer Mundo Andino Alvizuri verifica que lo comunitario es una realidad viviente. Quizá a estas alturas resulte conveniente dirigir a Alvizuri las mismas observaciones que Carlos Thiebaut hace contra el comunitarismo: a)
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Las críticas del comunitarismo no dan cuenta de la complejidad moral, social y cultural de las sociedades modernas, aunque acierte al señalar su individualismo y formalismo. Las nociones de comunidad y tradición son altamente cuestionables en tanto que implican peligros retardatarios y totalitarios. El comunitarismo no resuelve el problema del nacionalismo y fundamentalismo.
Todas estas observaciones llevan a Thibaut a defender una fórmula que concibe la síntesis del imperativo liberal de tolerancia con el imperativo comunitarista de solidaridad, hecho que mostraría justamente que el lado más fuerte del liberalismo es el potencial regenerador del Estado democrático, lo cual sobrepasa al liberalismo o al capitalismo. Por esto el filósofo de la universidad Católica Miguel Giusti ha sostenido que no es el comunitarismo el principal enemigo del liberalismo sino el potencial regenerador del Estado democrático, que es más universal que el liberalismo mismo. La racionalidad del comunitarismo andino El comunitarismo político de Alvizuri toma partido por la tradición. Es un modelo basado en nuestro destino comunitario. Pero él no se adhiere al ideal ilustrado de vida racional. Por el contrario, denuncia un modelo de racionalidad práctica de las elites de nuestra nación, las cuales han vivido siempre enfrentadas a la tradición y al carácter nacional. Alvizuri no es, así, un defensor del proyecto normativo liberal dentro de la comprensión de nuestro destino sino que, al contrario, partiendo de una postura comunitarista, denuncia el fracaso de las democracias liberales. Su rechazo del republicanismo liberal es, en el fondo, su aversión por una metafísica que deriva del racionalismo francés y del positivismo decimonónico y que subyace en las instituciones liberales como verdad abstracta ahistórica y descontextualizada de la lógica jacobinacaudillesca. Esto significa que, para Alvizuri, la verdad es creación comunitaria, y que las elites jacobinas peruanas descuidaron el ethos nacional. Contra ésta abstracción opone la resurgencia de las naciones andinas, entendido esto como un enlace con las prédicas comunitarias. En este sentido aspira a una interpretación alternativa y novedosa de la democracia latinoamericana. La democracia verdadera será comunitaria y vinculada a la tradición. Lo que busca Alvizuri, de este modo, es reconciliar nuestro consenso ideológico en el marco de nuestra tradición, de manera que no es un retardatario pensador incaísta ni un conservador andino posmoderno sino un restaurador hermenéutico de la identidad colectiva. Por ello, para él ni siquiera la intensa movilidad social en el Perú ha desarticulado a la nación andina sino que la ha hecho desembocar en una “modernidad vernácula”, la cual es consciente del lado perverso de la modernidad occidental (etnocentrismo cultural, racionalismo, primacía del discurso científico). Pero la modernidad andina, lejos de reflejar la capacidad de autocrítica de la racionalidad moderna como afirmaría Habermas denuncia lo patológico consustancial de su lógica unificadora como enfatizan por su parte Lyotard o Derrida. Para Alvizuri la racionalidad del comunitarismo andino está más allá de los principios universales y abstractos que caracterizan a la metafísica de la modernidad y
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que subyacen en el fondo del republicanismo liberal. El modelo de racionalidad alvizuriana hace de la acción el fundamento de la razón similar al modelo aristotélico-hegeliano donde la acción no puede seguir siendo considerada como carente de racionalidad ni tampoco la razón puede ser estimada opuesta a la experiencia y a la historia. En suma, su libro Andinia, la resurgencia de las naciones andinas tiene el propósito de convencer al lector que la civilización andina no es ni una utopía ni un desideratum, sino una realidad viva, dinámica y en desarrollo, que nos envuelve y modela hacia un destino superior.
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INTRODUCCIÓN El momento actual es de coyuntura. Por un lado el capitalismo se considera triunfante y hegemónico, al punto que se puede hablar de un fundamentalismo de mercado, el cual, gracias al desarrollo de la tecnología, es hoy un fenómeno mundial. Por el otro encontramos a la mayor parte de la humanidad en una atónita espera, sin saber hasta cuándo los beneficios y las maravillas de la modernidad les llegará; y, además, ya abandonada la esperanza de que esos instrumentos tecnológicos, por sí solos, sean la respuesta a los interrogantes del ser humano. Esto significa que la vía tan anhelada —de que por medio de la tecnología el hombre encontraría su lugar en el mundo y la felicidad— va siendo cada vez más desechada del plano consciente e inconsciente de la gente. Se trata de una utopía rechazada. Pero esto nos lleva a una pregunta: ¿cuál será entonces el rumbo a seguir? Finalmente todo apunta hacia el ser humano mismo, no a sus herramientas. Es en el plano del pensamiento donde se libra el combate por el futuro; allí es donde tenemos que encontrar las ideas liberadoras. No interesa de dónde se venga, de qué raza se sea, con qué idioma se hable o qué indumentaria se use. Lo que interesa es cómo ponernos por encima de la realidad, vencer a la miseria, a la pobreza, pero con dignidad. El hombre no es lo que su máquina le permite ser; el hombre no es lo que su automóvil, su dinero o su poder dice que es. El hombre es lo que es con relación al compromiso con su sociedad. Puede estar mal vestido —como la mayoría de los latinoamericanos— pero si sus ideas son lúcidas no se le puede calificar como «pobre», salvo que juzguemos a las personas tal como el capitalismo más conservador lo quiere: dime cuánto tienes y te diré quién eres. Si de lo que se trata es de sobrepasar la realidad tenemos que ir hacia el hombre, hacia la persona, no hacia sus objetos o sus útiles. Hay que eliminar el asistencialismo que preserva la esclavitud para dirigirnos a la mente y al corazón, que son los movilizadores de la conciencia. Se trata de enseñar al hombre a pescar y dejar de seguirle dando el pescado, vieja máxima que no por vieja es menos real. El mundo está hambriento, no solo de pan, sino fundamentalmente de ideas creadoras que reemplacen a las ideologías en las que ya no se cree. Por eso, ante esta realidad que nos abruma, nos desilusiona y nos aplasta, y que nos pone un precio para seguir viviendo, tenemos que oponer la creatividad, y a todo nivel: en lo cultural, lo científico, lo artístico, lo moral y lo político. Es cierto que los cambios a la larga se producen por los movimientos políticos, pero es también cierto que a ellos les precede toda una preparación, todo un trabajo ideológico que permite llegar al momento decisivo y revolucionario. Esa tarea, la de la preparación del pensamiento, es la que se debe ir produciendo permanentemente. Todos sabemos que sin siembra, sin agua, sin espera, sin abono y sin paciencia no se puede cosechar. Por eso la tarea es la siembra desde ahora; es el trabajo con los jóvenes, principalmente, pues ya hemos visto que son ellos quienes devienen en sector determinante por causa de la misma crisis que ha debilitado profundamente las clases obreras y campesinas. Todos tenemos necesariamente que participar en la formación de la mente del joven, pero no con el afán maquiavélico de crear robotes o cyborgs, pues ya de eso se ocupa el propio sistema. El esfuerzo tiene que estar orientado hacia lo opuesto: ante la cosificación —que hace de la mujer y el hombre un objeto de consumo— abundar en valores humanos de solidaridad, reciprocidad, dignidad, afectividad; ante la nucleización del pensamiento en conceptos eminentemente científico-tecnológicos —el fundamentalismo científico— oponer un pensamiento más amplio, más heteróclito, que no se aferre a ningún dogmatismo a rajatabla, pues ya hemos podido comprobar en qué terminan todos los dogmatismos y, por ahora, creemos que nadie quisiera repetirlos (como los fanatismos religiosos, el aristocratismo, el nazismo, el fascismo, el
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estatismo soviético o el capitalista). Se puede discutir mucho acerca de cada uno de estos movimientos, pero no podemos dudar que revivirlos o tratar de perpetuarlos, en el momento actual, no reportaría ningún beneficio para cualquier fuerza política. Nuestra actividad cultural y artística debe ser tan activa como la vida partidaria, considerando que ella es la base, no solo de las ideas, sino de algo que es tan o más importante: la ética. De qué sirve formar durante años a personas muy capacitadas en política si, a la hora de la verdad, terminan traicionando a sus pueblos, tal como vemos que pasa fácilmente entre nosotros hoy en día. Justamente los llamados «yuppies» — los profesionales que surgieron en los 80’s del siglo XX— se caracterizan por su precisión en el manejo de lo pragmático y a la vez por su tremenda ignorancia (por no decir cinismo) en lo moral. ¿Quisiéramos crear «frankesteines» o zombis que obedezcan ciegamente consignas, sean capitalistas o de otra índole? Tenemos que trabajar para parir una mujer nueva, un hombre nuevo. Tenemos que hacerle creer al joven que no todo es corrupción, que no toda ley conlleva su trampa, que las grandes naciones se forjan con grandes hombres. Es un trabajo eminentemente valorativo en el que la autenticidad del maestro o guía es la más importante lección. Hoy se recuerda mucho al Che Guevara, ¿por qué? No por ser la imagen de un hombre exitoso —pues sabemos que fracasó en su intento— ni la del hombre astuto, inteligente o poderoso, sino porque representa el símbolo, el ejemplo, de la integridad moral, del valor, de la convicción en sus ideas aunque ellas no resulten o sean equivocadas. Es que el mundo está buscando, no millonarios, ni estrellas de cine, ni generales iluminados, sino mujeres y hombres auténticos, completos, francos, pero llenos de sueños, llenos de fe, llenos de amor, que pongan por encima los beneficios para todos antes que sus intereses personales. Esos son los humanos que hay que formar.
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PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN DE ANDINIA Cuando apareció Andinia, en 1997, el autor tenía por propósito dar a conocer una obra antisistemática, nada ortodoxa y convencional, escrita ex profeso con subjetividad, tratando así de reflejar lo más posible, no solo su pensamiento, sino también sus sentimientos, que son menos engañosos que las ideas. Como suele suceder en estos casos, la mayoría de los que la leyeron se vieron, no sin razón, impactados más por el tono y la expresividad que por los conceptos, por lo cual nos vemos en la obligación de incluir, dentro de esta segunda edición, una síntesis previa del sustento teórico; esto con la finalidad de que la emotividad no perjudique la transmisión de la palabra. En primer lugar Andinia es un intento de establecer un logos para denominar a una civilización hasta la fecha carente de nombre: la civilización andina. Resulta curioso que a pesar de los innumerables estudios realizados en esta materia no haya existido un consenso para nombrar con una sola palabra a una civilización claramente identificada por su ámbito geográfico (alrededores de la cordillera de los Andes) y por un tronco cultural común, que es más importante aún que lo étnico. ¿Qué tan crucial es esto? Es fundamental; es un acta de nacimiento. Es unificar lo que se presenta como desunido; es dar vida a aquello que parece inexistente. Pensemos por un momento qué tan impactante puede ser para aquellos que creen que la civilización andina simplemente desapareció a comienzos del siglo XVI con la captura del inca Atahualpa en Cajamarca. La cultura oficial se esmera en convencer a las naciones que, con la llegada de los españoles, un continente murió para convertirse luego en un apéndice de Europa, en «Hispanoamérica», como gustan llamarlo ahora. Pero no solo es un asunto de simple herejía académica que podría ser motivo de burla en los corrillos de las universidades; se trata de algo más serio, más grave, pues las consecuencias de ello pueden tener repercusiones políticas tan importantes como la misma conquista española. ¿Se imaginan lo que puede significar para millones de seres humanos mal llamados «indios» —y para muchos millones más quienes sin ser «indios» no se sienten para nada occidentales— enterarse que no son la cola de nada, que no son ciudadanos occidentales de tercera o aspirantes a serlo algún día, sino, por el contrario: que son integrantes de un conjunto de naciones con propia identidad, cultura y destino, diferentes a Occidente? ¿Dónde quedaría entonces la globalización, esa igualación forzada en la que a todos, pobres y ricos, fuertes y débiles, se les pone a competir en irónica igualdad de condiciones? ¿Qué pasaría con la aspiración utópica de ser algún día como Europa o Estados Unidos, ya que supuestamente hacia eso aspira toda la humanidad indefectiblemente? Estas y muchas otras creencias más, que son tan cruciales y que forman la base de todos los programas políticos de los países de esta área, se volatilizarían, puesto que los pueblos despertarían de la fantasía —o de la pesadilla— y ya no tendrían como modelo, como referencia, a Occidente, con lo cual la sujeción y la dependencia se acabarían. Es la toma de conciencia de la diferencia el inicio de la libertad. Veámoslo con un ejemplo: en nuestras naciones es común tener una jovencita andina como sirvienta, puesto que este tipo de «trabajo» está unánimemente aceptado por nuestras coloniales sociedades. Y esto se debe, por un lado, a la propia necesidad de ella, que la obliga a aceptar lo que sea a cambio de acceder a un nivel de vida «superior»; pero por el otro, a que ella misma se considera como sujeto de vejación. O sea, su autoestima es lo suficientemente baja como para someterse a una moderna y solapada esclavitud. Ella está convencida que su destino se encuentra marcado por su inferioridad de origen y acepta, sumisa y calladamente, cual paria de la India, esa última posición y ese maltrato. Pero ¿qué pasaría si a esa joven le dijésemos que es en realidad una princesa andina nacida para mandar y tener una alta posición en la sociedad —cual Cenicienta— y que lo único que necesita es un príncipe azul que venga a decírselo con un beso —cual Bella Durmiente? Pues la
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conmoción social sería de caracteres catastróficos para las occidentalizadas sociedades de los países andinos, ya que el trabajo infame de las «sirvientas» es una piedra angular en la economía de las clases dominantes, las cuales tendrían que adecuar sus vidas a comportamientos a los que no están acostumbrados —lavar sus ropas, cocinarse, cuidar ellos mismos a sus hijos, limpiar sus casas o, si es que pueden, pagar altísimos precios para que otros lo hagan—; y lo que es peor: ya no existiría la satisfacción, la recompensa que se obtiene al ascender a una clase social privilegiada: tener gente de servicio a cambio de una mísera paga. Pero la más grave consecuencia —para ellos— sería de erizar los cabellos: toda esa enorme masa de andinos —entre «indios», «mestizos», «criollos», blancos descastados y otras «razas»— se levantaría a una para exigir y ocupar el puesto que les corresponde: el de ser dueños de su destino y de sus regiones. Esto es lo que se llama una revolución. Si nos damos cuenta bien, las revoluciones de alguna manera han seguido un derrotero similar: todas han empezado por la toma de conciencia de cuál era su lugar correspondiente en la historia. Y qué mejor muestra que la más santificada revolución de todos los tiempos (ante la cual nadie se atreve a ponerle la menor observación, por puro miedo): la norteamericana. ¿Cómo empezó? Cuando un grupo de colonos decidió que no debían seguir siendo dependientes de los ingleses puesto que eran una identidad diferente. Luego esta idea la difundieron —no sin oposición y resistencia— entre ellos mismos. Bastó con que tomaran conciencia, que se pusieran un nombre que no era ya «colono» sino «norteamericano», para que se diera el punto de quiebre que cambió su historia. Pues bien, nosotros vamos a intentar lo mismo: marcar el punto de quiebre para la toma de conciencia de que somos, no una prolongación de Occidente, sino una civilización a la que se le ha negado su existencia, a pesar de ser tan obvio que ella era una realidad. Y creemos que ese punto de quiebre es el día de nuestro bautizo, el día en que dejamos de ser «aspirantes a occidentales» y empezamos a ser «andinos»; otros hombres, con otras aspiraciones, otros intereses y otros métodos. Y ese día es ahora, en este preciso momento en que leemos las siguientes líneas: «Yo te bautizo con el nombre de Andinia, y tus pobladores se llamarán andinos, sin importar si viven en las costas, en los valles o en las selvas, o si sus pieles son más blancas o más oscuras, o si sus lenguas son las mismas o diferentes. Todos serán una sola civilización conformada por numerosos pueblos, distintos pero parecidos, como suelen ser los hermanos; todos unidos en torno a una misma causa: liberarse de la tutela de Occidente y hacer su propio camino». Acerca de la verdad El primer dilema que se le presenta al hombre cuando está frente a una verdad, cualquiera que esta sea, es: ¿ello me perjudica o me beneficia? Porque lo que surge en ese momento es un natural mecanismo de protección y supervivencia ante algo que puede resultar un peligro para nuestra integridad física, que incluye necesariamente el entorno que nos sustenta. Es con esta dialéctica cómo nuestra especie ha procesado toda la información obtenida y la ha ido acumulando bajo la forma de sabiduría. Todos los descubrimientos básicos han tenido la finalidad de darnos seguridad: el fuego, las armas, la organización, la medicina, etc. Este comportamiento, esta actitud la llevamos como herencia propia y la empleamos constantemente en nuestro diario vivir. Pero ello no se queda solo en la respuesta práctica: también la hemos convertido en un concepto denominado como valor. Valor es todo aquello que conlleva un beneficio para la vida humana, por eso resulta lo más apreciado por nosotros. Hasta ahí la teoría parece clara y contundente. Sin embargo, en la aplicación es en donde surgen las discrepancias y las dudas. ¿Puede el valor ir en contra de la verdad? Porque en la vida humana muchas cosas que son verdad nos perjudican y otras que no lo son nos benefician. Si es una verdad el hecho que yo me he apropiado de un bien que no me
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correspondía, pero que eso me era necesario para vivir, ¿qué debo decir acerca del valor y la verdad: que son relativas? ¿Cuál sería para el hombre el termómetro del conocimiento: su propia subsistencia? Dicho de otra manera: si el conocimiento nos indicara, por ejemplo, que los seres humanos somos perjudiciales a la naturaleza — poniéndonos en el supuesto caso que nos demostremos ser una especie «desviada» que causa más daño que beneficio a la vida, como dicen los ecologistas— ¿seríamos capaces de decidirnos por la verdad y admitir que es profiláctica y necesaria nuestra desaparición sobre la tierra? Vemos entonces que no por tener algo el carácter de verdad necesariamente vamos a admitirla, porque ella puede estar yendo directamente en contra de nuestra preservación física. Supongamos también que un delincuente llegara al entendimiento que él representa un verdadero daño para la sociedad, y que sabe que por su edad y su tendencia no sería capaz de hacer otra cosa que lo que conoce, o sea, el delito: ¿decidiría sobre la base de ese conocimiento auto eliminarse de alguna manera, exiliándose o matándose? Este tipo de ejemplos extraídos de la práctica ilustra el meollo del problema de la verdad que, como vemos, no es un valor absoluto, sino relativo. Algunos dirán que en el campo de la matemática y de la física ese dilema no se presenta. Sin embargo, todos sabemos que la matemática es simplemente una convención, un acuerdo entre humanos para denominar las cosas que, por el momento, conocemos; más esa convención se halla permanentemente en movimiento, en constante cambio y acomodo; y no de detalles triviales, sino de conceptos sustanciales que cualquier matemático conoce. La matemática es exacta pero hasta cierto punto; es una verdad, pero dentro de ciertas condiciones y para ciertos casos. Aquel que crea que ella es verdad y exactitud en esencia solo tiene un conocimiento parcial, poco actualizado, de lo que realmente es. Y en el caso de la física la situación no es para nada mejor. ¿Cuántas físicas conocemos? Si lo que es, es, y no pueden haber dos realidades ¿por qué entonces las discrepancias en las más elaboradas teorías? Hasta la fecha los físicos admiten dos de ellas, la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad, y evalúan una docena más en proceso de desarrollo. ¿Cómo podemos vivir con versiones tan diferentes, con verdades distintas, acerca de las cosas? Llegamos entonces a la conclusión que, una vez más, la verdad absoluta, la verdadera verdad, hasta el momento no la hemos alcanzado; y que la ciencia, que en un principio venía cargada de promesas de serlo, ha terminado siendo una olla plagada de remolinos de novedades, cuya mejor manera de denominarla sería con la palabra antítesis de lo que buscamos: la duda. La ciencia, según ella misma, es solo eso: duda, lo incierto, lo parcial, lo momentáneo, lo volátil y cambiante, lo inestable por excelencia. Nada hay en ella de verdad, salvo que no conoce cuál es la verdad. Ayer decía una cosa, hoy dice lo contrario. Pero lo más curioso es que tanto las antiguas y desechadas ideas como las nuevas y ensalzadas siguen funcionando para nuestros efectos prácticos. E incluso espectamos asombrados cómo se recurren a las viejas y oscurantistas verdades del pasado para explicar los últimos adelantos científicos (por ejemplo: ¿el origen del universo tuvo la intervención de un dios creador que desató el Big Bang?). Después del fracaso de la expectativa que era la ciencia el hombre actual no tiene un referente de verdad. Es lo que algunos han llamado como la «posmodernidad», la anomia, donde el relativismo nos ha conducido a un relativismo del valor, lo cual se traduce en una máxima que podríamos resumir así: todo aquello que me beneficia es lo que vale. La crisis actual de la verdad es una crisis de referente, donde cada cual apunta a sustentar sus intereses de acuerdo con principios extraídos de las canteras que más les convengan, así sean estas científicas, religiosas, humanistas o todas ellas en diferentes proporciones y según la ocasión. Lo que finalmente prima es el beneficio, el fin que justifica los medios, mas no la verdad pura, en esencia, por cuanto ella puede ser que nos perjudique o vaya en contra de nuestros intereses.
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Una vez a un taxista de Lima le reprochamos el haber violado las reglas de tránsito en su afán por conseguir un pasajero, a lo cual él respondió: «es que el trabajo me gana», con lo que nos dio a entender que el hombre, ante la necesidad, omite las verdades descubiertas y consagradas para ampararse en aquello que le da resultado inmediato. Es lo que se conoce comúnmente como «patear el tablero» cuando vamos perdiendo un juego que exige que respetemos las reglas. Las leyes resultan siendo así verdades relativas, que funcionan hasta que se estrellan contra los intereses de ciertos grupos humanos para quienes ya no significan beneficio sino perjuicio. Es en ese momento cuando se producen las revoluciones —sociales, científicas— que tienen por objetivo cambiar los referentes pasados por otros que sustenten a esos nuevos intereses. En Occidente, durante «su» edad media, un grupo dominante imponía como verdad absoluta los valores religiosos cristianos; debieron transcurrir mil quinientos años para que se desempolvaran viejos planteamientos de los griegos —los conocimientos científicos, las formas de gobierno, entre ellas, la democracia. Quienes lo hicieron fueron los mercaderes, los comerciantes, para quienes esas verdades de la Iglesia, esos criterios de valor que iban en contra del interés material, del dinero, del ahorro, de la ciencia, del progreso, resultaban incómodos y contrarios a sus intereses. Volviendo al planteamiento inicial: el primer dilema del hombre ante una verdad es preguntarse: ¿esto me beneficia? Y de ello se derivan las decisiones que terminan por crear los valores; por lo tanto, ningún valor es independiente del interés que genera. Algo vale en la medida que produce un beneficio. Pero como nunca un beneficio alcanza a todos en una sociedad —por las diferencias obvias que ella contiene— el valor termina reflejando solo los intereses del grupo de turno que se impone. Entonces la secuencia que normalmente nos dicen que se sigue —primero una verdad, luego un valor que se deduce de ella y finalmente el beneficio que produce— resulta que es siempre a la inversa: primero el interés que se persigue, luego el valor que éste necesita y finalmente la verdad que hay que consagrar. Si analizamos la lógica que estructuran todos los grupos de poder encontraremos este proceso. Nadie adquiere poder en base a principios teóricos y etéreos: se adquiere empujado por los intereses, que son los verdaderos generadores de las verdades. ¿Se podría romper este círculo vicioso de tener que supeditar nuestras verdades a nuestros intereses? Creemos que sí, pero ello sería el resultado de la supremacía de un grupo de hombres cuyos intereses fueran justamente el imperio de las verdades —cosa irónica o contradictoria por cierto— y que ya Platón había planteado como alternativa para el desarrollo de su civilización —el gobierno de los mejores— pero que por distintas razones aún no es viable. Muchas otras civilizaciones no solo lo han propuesto sino que incluso lo han llevado a cabo durante largos períodos, aunque tampoco esto ha podido perdurar. Sin embargo nos queda la esperanza, no tan irreal como muchos piensan, de que si el ser humano ha podido llegar a donde está es porque se ha desarrollado cuestionándose a sí mismo, cosa que, de continuar haciéndolo, no tiene porqué no llevarnos hacia estados de vida superiores al que conocemos. Hace tan solo unos miles de años nos parecía normal aplicar la Ley de Talión y no nos escandalizábamos. Hoy a todas las civilizaciones —y este mérito sí se lo tenemos que reconocer al cristianismo, al igual que debemos reconocer los méritos de todas las civilizaciones— nos parece imposible que esta forma de comportarnos sea realmente humana. Esto es señal que la humanidad sí ha progresado hacia formas más gratas de convivir, lo cual nos da claras y optimistas señales que con el tiempo y con esfuerzo lograremos dar los pasos necesarios para alcanzar nuestros más caros anhelos. Acerca de las civilizaciones
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Existen muchas maneras de ver al ser humano, a la humanidad, tantas como creencias hay. Hoy incluso la ciencia nos da un panorama cada vez más cambiante de esas perspectivas. Pero si tratamos de aproximarnos a lo que hasta el momento parece ser lo más posible, todo indica que es un animal que pertenece, al menos en su parte física, al mundo de la naturaleza. Y de ser así, entonces de algún modo está sujeto a las mismas leyes a que lo están las demás criaturas. Es muy probable que haya tenido un origen más simple; es muy posible que haya poseído una constitución corpórea menos compleja, menos capaz para desarrollar las habilidades que hoy desempeña. Esto que decimos se ajusta a una de las más revolucionarias hipótesis sobre nuestro origen: la evolución. No queremos entronizar una idea como ésta —pues sabemos lo sorprendentes que pueden ser los nuevos descubrimientos— pero trataremos de sujetarnos a ella por el momento. El hombre es un ser evolucionado; una criatura que sufrió una serie de transformaciones radicales que afectaron tanto su estructura física como su siquis. Si esto fue así, el humano era en un inicio diferente de lo que es ahora. Por razones que desconocemos, lo cual genera la mayor polémica al respecto, solo y únicamente un tipo de primate obtuvo las condiciones necesarias para desarrollar ciertas habilidades tanto físicas como mentales a lo largo de millones de años. En algún momento dado esta especie se comenzó a reproducir de una manera inusual y empezó a distribuirse por casi toda la tierra. Pero todo parece indicar que esa distribución no fue uniforme, y que tal vez no fue hecha por un solo tipo de primate sino por varios, y, luego, por las múltiples mezclas que se hayan podido dar entre ellos. Tendríamos así, en una apretada síntesis, una idea aproximada de cómo y por qué existen los hombres por todo el planeta y son diferentes. Porque no hay duda que existen diferencias, a pesar de que la occidentalización nos da cada vez más la impresión de una uniformidad. Esas diferencias están basadas tanto en lo filogenético —la herencia de la especie— como en lo ontogenético —el desarrollo y aprendizaje individual. En lo que al desarrollo filogenético se refiere, las diferencias se dan en los biotipos: medidas antropomórficas, colores externos, desarrollos sicomotrices y expresiones anímicas. También se dan en cuanto a lo que llamaríamos desempeño en el medio: capacidades para desenvolverse en un determinado ambiente, resistencia, predisposiciones producto de la herencia de miles de años transmitidas en los genes de los padres. Aquí podemos incluir a la cultura, que viene a ser una suma de todas esas habilidades tanto predispuestas como transmisibles. Los hombres al nacer no empezamos de cero; llevamos ya una natural capacidad que obviamente tiene que ser estimulada y desarrollada. Pero no es lo mismo haber nacido esquimal que pigmeo, andino que europeo. Estas son diferencias visibles y comprobables, que incluso abarcan lo sicológico, por eso es que hablamos de razas humanas, porque éstas existen y no las podemos negar. Es cierto que todos los hombres somos iguales desde cierto punto de vista, pero esa igualdad no nos puede hacer caer en el extremismo de no ver que también existen diferencias que a la naturaleza le ha tomado miles de años hacer; y estas no se pueden borrar fácilmente en una generación y de un plumazo. No es posible decir que los animales que hayan nacido en un zoológico son, por ese simple hecho, todos iguales. La naturaleza hace seres muy parecidos pero a ninguno lo hace igual a otro; todos tenemos diferencias, por mínimas que sean, y en ello radica uno de los éxitos de la vida: en la variabilidad que permite la adaptación a múltiples medios. Allí está la riqueza de la naturaleza: en las muchas opciones para otros tantos retos. Por el contrario, la uniformización de las especies es la antesala de su desaparición, por cuanto ninguno de sus miembros va a tener la suficiente diferencia para soportar un súbito cambio de condiciones que a la mayoría puede afectar. Se piensa que los pequeños saurios que hoy existen, los lagartos y lagartijas, además de las serpientes, son los restos vivientes de los grandes dinosaurios que, por su excesivo tamaño, no pudieron adaptarse a un brusco cambio de condiciones ambientales. Podría pasar con el hombre lo mismo si nos empeñamos en una total y compulsiva igualación. Tener a
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todos occidentalizados, urbanizados y mecanizados puede resultar la tabla rasa para crear los futuros dinosaurios en versión humana, quienes serán incapaces de afrontar, desde otras perspectivas, los posibles cambios naturales —pestes, males genéticos, envenenamientos urbanos, etc.— que la vida suele dar con relativa frecuencia para oxigenarse y renovarse ella misma. En un futuro, el proyecto mundializador, globalizador y occidentalizante puede hacer desaparecer sobre la faz de la tierra a los únicos hombres «primitivos y salvajes» cuya carga filogenética y ontogenética podrían ser la salvación de toda la especie humana. Las diferencias humanas son fenómenos colectivos, de grandes agrupaciones de individuos que viven gregariamente. Al igual que todos los animales superiores, en especial los mamíferos, el humano es una especie determinada por su agrupación o manada. Muy pocas posibilidades tiene de sobrevivir un individuo en forma totalmente independiente. El ser humano es fundamentalmente un ser social; nace y se determina en sociedad; de ella aprende todo lo que necesita para ser un humano; él se debe a ella tal como ella a él; esta relación es insustituible. A pesar de que los grandes conglomerados urbanos nos dan la sensación de que el hombre pudiese existir como un individuo aislado, esto resulta un engaño, una falacia. Los individualistas han creado en su imaginación al hombre en estado no social, cual si pudiese ser y vivir por él mismo. Es como si se hablase de una planta pero ignorando sus raíces y la tierra que la sustenta. Cuando hablan del hombre hablan de él y solo de él, cual si fuese una unidad independiente de todo orden de cosas. Pero en verdad no existe tal ser humano. Un hombre solo, independiente del resto, ya no es hombre; vegeta, vive una vida sin sentido y muere como ente viviente, pero no como humano. Y la dependencia no es solo para efectos físicos sino también afectivos y culturales. Ha sido con el surgimiento de las grandes metrópolis y sus intrincadas organizaciones las que han permitido que los hombres aislados puedan subsistir viviendo como parásitos, cual ignorados jubilados que sobreviven gracias a un sistema que les otorga una pensión y los mantiene vivos sin tener que trabajar pero, al mismo tiempo, sin necesitar el contacto. Esta es una innovación dentro del devenir humano, pero que no todos comparten. El individuo no se puede poner por encima del conjunto al igual que la abeja no se prefiere a ella por sobre la colmena. Ni siquiera los más exaltados individualistas ponen la más mínima objeción cuando mandan a sus soldados, a sus hijos, a la guerra, para que se maten en nombre del individualismo. En ese momento recién se acuerdan que existe la sociedad, la nación y ese Estado que tanto odian y desprecian, pero que necesitan como gendarme para que les proteja sus bienes. Es ahí cuando descubrimos que el individualismo tiene un sustento más ideológico que real: es bueno para argumentar la apropiación del bien social en manos de unos cuantos; pero cuando llega el peligro, súbitamente aparece para ellos la colectividad y exigen que se muera para que se defienda la identidad colectiva. Quiere decir que ese individualismo que tanto se pregona es bueno cuando a ellos les conviene, y deja de serlo —para dar paso a la conciencia social— cuando ya no conviene. Esta es la filosofía que hoy impera en el mundo, pero que, en realidad, más que filosofía es una estrategia conceptual, un argumento publicitario que sirve para vender y justificar la anormalidad que han producido las megalópolis dentro de las cuales viven unos astutos y poderosos mercaderes. Pero existen agrupaciones humanas cuya visión del hombre es distinta, cuya concepción de lo que es el ser humano no es individualista sino colectiva, donde el hombre es individuo pero también es parte de un conjunto. En ellas los seres son pertenencia y herencia de grupos progenitores llamados, clan, fratría o familia, según sea el caso. Hay una relación de correspondencia entre sus miembros para poder realizar todas las funciones vitales que permiten tanto la subsistencia como la vida en sociedad, y la sociedad es de ese modo una agrupación de clanes familiares que a su vez mantienen otro tipo de relaciones de intercambio y convivencia. Muchas de esas
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sociedades reunidas forman una nación, y varias naciones vinculadas en el tiempo alcanzan a constituir una civilización. Llegados a este punto hemos de decir qué entendemos por civilización. Antiguamente la historia occidental tenía una visión eurocéntrica del mundo y medía las cosas de acuerdo con sus propios parámetros; en el extremo superior del avance humano se colocaban ellos y a eso lo denominaban como La Civilización. Hasta el día de hoy se mantiene este consenso de calificar a las manifestaciones de la cultura occidental como sinónimo de «civilización», a las que se les contraponen las otras manifestaciones no occidentales denominadas de varias maneras, unas eufemísticas y otras despreciativas: salvajismo, folclor, primitivismo, subdesarrollo, pre civilización, autóctono, típico, etc. Inmediatamente debajo de esa Civilización venía la Barbarie, y era el estado en que se encontraban todos los grupos humanos que no se hallaban a la altura de Occidente, manteniendo sus formas primitivas de conocimiento y desarrollo. Aquí se agrupaban grandes sociedades como la egipcia, la china, la india y la andina. Finalmente el tercer y último nivel era el de Salvajismo, considerado como la etapa pre humana, en el que se hallaban numerosos pueblos amazónicos, africanos, asiáticos y oceánicos. Este esquema, como decíamos, ya ha sido abandonado por los historiadores occidentales desde el siglo XVIII. Sin embargo, aún permanece muy vigente entre la opinión pública mundial, cosa que podemos comprobar a través de los medios de comunicación, la literatura y, especialmente, el cine, que proyecta este imaginario colectivo y forma las conciencias de varios miles de millones de personas, más que todos los libros de historia juntos. Por eso no es raro que a cada instante oigamos en los discursos políticos y culturales las referencias a esta forma de ver al hombre; más aún, esto se refuerza cuando vemos que incluso algunos habitantes de las sociedades «no civilizadas» aparecen ante las cámaras de televisión vestidos a la usanza europea y hablando inglés. Ello reafirma y comprueba fehacientemente, para los occidentales, que los mismos primitivos aceptan el concepto «civilizar» como sinónimo de occidentalizar. Pero esta es una idea superada gracias a las más avanzadas investigaciones haciendo la acotación que no son aceptadas por todos y que generan, aún hoy en día, muchas resistencias, incluso entre los mismos historiadores. Fue en el siglo XVIII que en Europa se introdujeron conceptos como «cultura» y «civilización» para definir de manera más precisa los descubrimientos cada vez más fantásticos de los arqueólogos, etnólogos, antropólogos, filólogos e historiadores occidentales, quienes ya no podían ocultar que lo que tenían entre manos era algo más que Barbarie y Salvajismo: se trataba de sociedades tan avanzadas como la occidental que habían obtenido logros en distintos campos, incluso mucho más desarrollados que en el mismo Occidente. Ignorar aquello ya no era posible y hubiese resultado contraproducente, puesto que la base del poder occidental se estaba sustentando en la ciencia y era ilógico volver al oscurantismo medieval solo por el hecho de no querer aceptar que existían otras culturas desarrolladas. Surgen así las nuevas ideas y se empieza a hablar de culturas superiores. Pero si bien se admitió su existencia no se les reconoció su vigencia, su perdurabilidad en el tiempo: no se aceptó que algunas estén aún vivas. Lo que se creó fue otra pirámide u otra escalera ascendente donde nuevamente se colocó a la civilización occidental en el pináculo y de ahí hacia abajo se fue ubicando al resto. Primero se calificó de culturas a aquellos pueblos que se desarrollaron de forma homóloga a Occidente; aquellos que tuvieron tecnología, religión, arte y organización social complejas y coherentes. Luego se empezó a hablar de civilizaciones, entendiendo el concepto civilización ya no como referente de «occidental» sino como punto culminante de progreso de una serie de culturas. Un historiador inglés, Arnold Toynbee, llegó a concebir hasta veintiún civilizaciones, pero la clasificación ha variado tanto que hasta se habla de más de seiscientas. Aquí es donde aparece la polémica aún no resuelta: ¿se puede hablar de un ser «civilizado»
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pero que no pertenezca al conglomerado occidental, que no conozca sus aportes y desarrollos? O sea ¿puede un musulmán que anda en camello e ignora lo que es una computadora ser considerado como un ser «civilizado»? Lo cierto es que aceptamos el concepto de civilización como una etapa del desarrollo social humano, pero donde hay desacuerdo es en considerar que, menos la occidental, todas las civilizaciones forman parte del pasado y que ya no existen. Nosotros, usando los mismos criterios de los historiadores occidentales, podríamos decir que: .
La civilización andina fue una creación formada por un conglomerado de pueblos y culturas ubicadas en torno a la cordillera de Los Andes, desde lo que es hoy la república de Venezuela hasta las de Chile y Argentina.·
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Dicha civilización andina —Andinia, de acuerdo con esta propuesta— desarrolló todos los mecanismos socio-culturales que la llevaron a convertirse en una civilización de primer orden. Creó una elaborada técnica para efectuar desde las más simples labores utilitarias hasta las más complejas tareas de las ciencias y de las artes, con sus correspondientes simbologías, razón por lo cual actualmente ha llegado a conformar un cuerpo ideológico y social original y coherente.
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Cuando arribaron los primeros occidentales Andinia se hallaba en proceso de evolución; pero, a pesar de la invasión, ese proceso no se detuvo, sino más bien continúa dándose vertiginosamente, escondido a los ojos extranjeros bajo diversas formas culturales.
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Lo que ocurrió fue que, si bien la civilización occidental reemplazó la organización política de la andina por la suya, no pudo eliminar sus otros aspectos fundamentales como son la religión, la cultura, el modo de producción y la estructura social. Así se explica el por qué de su supervivencia hasta el día de hoy.
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Las crisis que vienen ocurriendo en las estructuras sociales de los países andinos son una clara señal de la expansión de la civilización andina, la cual se dirige ahora hacia la toma de posesión del aparato político —el gobierno formal, el Estado—, único de los aspectos que le falta recuperar para consolidar su plenitud, su vigencia y su identidad.
¿Qué es lo andino? Lo andino es la manifestación de una civilización viva y emergente, en estado de crecimiento y expansión, que responde a los retos del presente sin tener que recurrir necesariamente a las tecnologías y expresiones de su pasado. El ámbito de lo andino es la cordillera de los Andes, incluyendo la costa, la sierra y la selva. Lo andino es lo presente, el hombre actual, vivo, que habita en los países andinos, y todo lo que él piensa, hace y produce, sin importar su ubicación social, política, económica y cultural, ni su origen étnico. Hasta ahora cuando se escucha la palabra andino inmediatamente se lo relaciona con la sierra, en especial con la zona rural más atrasada y en donde predominan las costumbres no occidentales. También se la asocia a la arqueología, a un pasado remoto que ya no existe, que se admite que fue importante pero ya no lo es más, porque hace mucho que fue superado por la cultura occidental. Por deducción, toda manifestación cultural no occidental que proviene de alguno de estos dos factores
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mencionados, sierra y arqueología, lleva el epíteto de andino: comunidad andina, costumbre andina, vestimenta andina, cerámica andina, idioma andino, etc. Visto de esa manera es comprensible que si a un joven contemporáneo le preguntamos qué piensa de lo andino nos va a contestar que es poco más que un elemento decorativo o «folclórico», propio de alguna festividad o evento escolar, pero completamente ajeno a su realidad, la cual es: música rock, celular, computadora, Mac Donald, tarjeta de crédito, etc. Pero esa es la vinculación, la visión de lo andino que queremos aclarar y desterrar para dar paso a una nueva. Lo andino en primer lugar no es lo serrano, o sea, de las montañas propiamente, por la siguiente razón: el espacio geográfico de nuestros pueblos no estaba determinado de manera longitudinal como así lo vieron y establecieron los españoles —por obvias razones geopolíticas— o sea, la famosa demarcación costa, sierra y selva, en el caso de países como el Perú, o costa y sierra, o sierra y selva en el de otros. En el mundo andino las demarcaciones y los desplazamientos geográficos han sido y siguen siendo verticales, de abajo hacia arriba, de la chala hacia la puna y de allí hacia omagua (la selva dicho en términos quechuas). Para que se entienda mejor: es como si los españoles hubiesen cortado una palta o aguacate en tres partes a lo largo, mientras que los andinos la cortan siempre a lo ancho. Dicho con otro ejemplo: el cóndor en un mismo día puede estar en la costa consiguiendo alimento y levantar vuelo hacia su nido a más de cuatro mil metros de altura, en plena sierra. Lo mismo hacían los hombres antes de los españoles. Tenían tierras en distintas altitudes para el sembrado o el pastoreo según la época del año, de modo que una misma familia durante el verano sembraba papa en la sierra y en el invierno verdura en la costa, mientras mantenía una recua de llamas en las alturas. En pocas palabras, el hombre andino era un hombre que vivía subiendo y bajando a diferentes alturas y asentándose en ellas según las épocas, o sea, residía en la costa, la sierra y la selva cuando la situación lo permitía y lo ameritaba (es obvio que con la llegada de pueblos invasores como los incas —poco tiempo antes de los españoles— muchas de estas relaciones se alteraron, pero eso no invalida el modus vivendi principal). Todo esto se trastocó con los conquistadores para quienes ese sistema de propiedad tan disperso y tan poco europeo (allá las llanuras permiten a las personas tener propiedades planas y fácilmente delimitables, las cuales, por su grado de fertilidad, son suficientemente rentables) resultaba un rompecabezas difícil de entender, razón por lo cual establecieron una organización política que era un calco de Europa, cosa que favorecía al control pues obligaba a la gente a vivir y trabajar en un solo lugar, pero que terminó por desgraciar una economía que necesitaba la complementariedad de la producción debido a lo dificultoso del suelo. Entonces la creencia de que lo andino es un sinónimo de sierra es una de las consecuencias de la imposición administrativa española que obligó a los andinos a confinarse en espacios cerrados, principalmente en las montañas, que iban en contra de lo que la lógica y la necesidad indica para sobrevivir en estas tierras. Otra razón para desterrar la creencia de que lo andino es sinónimo de sierra es que muchas de las grandes culturas pre hispánicas son de origen y ubicación costeras, como en el caso del Perú: Nasca, Paracas, Mochica, Chimú, etc. Lo que sucede es que los españoles prefirieron estar cerca de las costas por la proximidad a los puertos, y esta permanencia hizo que se mezclaran más intensamente con los andinos costeños, como en el caso de la ciudad de Lima, de modo tal que las diferencias raciales y culturales se fueron limando a favor de un mestizaje que no se dio en las ciudades y haciendas de la sierra, donde permanecieron férreamente las diferencias. De allí que ya no se vea principalmente en las costas expresiones antiguas de los pueblos de origen que en cambio sí se ven en las alturas. Pero lo cierto es que los costeños moches y paracas eran andinos ciento por ciento y mantuvieron tierras en varias regiones y comerciaron más allá de sus fronteras.
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Y para comprobar aún más que lo andino nunca se limitó a la sierra diríamos que el pueblo quechua, los famosos incas, eran grandes navegantes; prueba de ello es que, de joven, el futuro Inca Túpac Yupanqui realizó una expedición en el océano Pacífico con una enorme flota, cosa que no hubiese realizado si no se tuviese una demostrada seguridad en el arte de la navegación, respaldada por años de experiencia. Si agregamos a esto la existencia de grandes complejos culturales existentes en la selva, como por ejemplo la ciudad de los Chachapoyas, no podemos continuar afirmando categóricamente que lo andino es sinónimo de serrano: lo andino se ha manifestado tanto a nivel del mar (en Rapa Nui o «Isla de Pascua» se encuentran los vestigios de esa expedición inca) como en la sierra y en la selva; en todo el ámbito de la cordillera de los Andes. Quiere decir entonces que, por lo menos geográficamente hablando, todos los habitantes de estos países, estemos donde estemos, somos andinos a pesar nuestro. Ahora insistiremos que también lo somos culturalmente. Por más que se ha hecho el intento de producir cultura occidental dentro de nuestros territorios ello nunca se ha podido lograr. La prueba más contundente es la negación por parte de Occidente a admitirnos como de su familia, en su hogar, en su templo, en sus consideraciones. Si la occidentalización hubiese sido un éxito ya tendríamos la aceptación tácita de los europeos para ser considerados como sus iguales. Mas eso hasta ahora no ha sido así. Siempre hemos sido vistos como diferentes, a pesar de que nos hemos empeñado y esforzado en evitarlo. Y no desde hace poco sino desde un inicio. Los mestizos, los españoles nacidos en América, nunca fueron vistos como iguales por los europeos, por lo que tuvieron que buscarse un nombre —un primer intento de identidad diferente— y se llamaron a sí mismos «criollos». (Aunque cuando los conquistadores del Perú se rebelan contra el rey de España ellos decretaron su independencia y al mismo tiempo se convirtieron en andinos, aunque sin emplear este término. Tuvieron que ser sometidos por la fuerza, terminando así la primera guerra de la independencia). Finalmente estos lograron su objetivo de no ser dependientes, pero ello no cambió su status de inferioridad ante los ojos europeos. ¿Deberíamos convertirnos en poderosos para que recién nos mirasen como a sus iguales? En tal caso los Estados Unidos tendrían ese «privilegio»; pero ni aún con todo su poderío y dominio del mundo Europa lo considera como a uno de ellos; peor todavía: desprecian la cultura norteamericana. Entonces, si no fuimos admitidos antes —en versión criolla— y ni siquiera hay esperanza de serlo después en el caso que nos convirtamos en una potencia mundial— quiere decir que hay algo que falla en el proyecto de llegar a ser algún día incluidos como «occidentales de a verdad». Cierto que para algunas cosas nos tratan de tú, nos exigen que nos comportemos «como» occidentales —obviamente cuando hay un negocio lucrativo para ellos de por medio— pero inmediatamente culminada la transacción volvemos a caer de la silla en la que nos habían puesto y nuevamente nos enseñan su dedo índice acusador, regañándonos como a hijos por no ser «verdaderos civilizados, verdaderos occidentales». La conclusión que sacamos de todo esto es que hay algo que nos hace ser como somos, que nos identifica y nos particulariza, que evita que podamos confundirnos como un occidental más. Hay algo en nuestro ser, en nuestro pensamiento, que no nos permite mimetizarnos con Occidente y escabullirnos disfrazados de ellos; finalmente nos descubren, nos pasan por la revisión, nos piden nuestros documentos y nos ponen una fecha límite para nuestra salida. (¡Pero si soy rubio de ojos azules! —dice un niño rico de La Paz. De nada le sirve: ese rubio no es igual en Europa, donde los rubios son verdaderos rubios. ¡Pero si yo soy una dama! —dice una aristocrática señora de Lima— y el alto, blanco y educado policía de Londres la mira de arriba hacia abajo como diciendo: ¿De dónde salió esta provinciana que no respeta las reglas de tránsito?) Hay una andinidad genética en nosotros que no podemos ocultar. ¿Por qué no transformarla en nuestro eje común, en el foco que nos une? Pero ¿cuál es? —dirían
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algunos—, porque somos tan diferentes los capitalinos de los pueblerinos; vestimos diferente, hablamos diferente, pensamos diferente, tenemos costumbres diferentes... ¡nada nos une! La respuesta es: hay algo que nos tipifica y que nosotros no nos damos cuenta pero que los demás pueblos sí se dan. A ellos no los engañamos; ni el color de nuestra piel, ni nuestra vestimenta ni nuestro lenguaje los marea: a la primera vista nos dicen «sudacas», «hispanics». Eso que nos identifica a todos los andinos por igual es el conjunto de los elementos culturales, nuestra mentalidad, la cual es completamente diferente a la occidental, y que les impide a ellos decir que nosotros somos occidentales. De ahí que podemos afirmar que somos andinos a pesar nuestro; que nuestra occidentalidad anda tan lejos de la realidad como desde un inicio lo estuvo para el mismísimo Francisco Pizarro y después para Almagro. Entonces no luchemos contra la corriente; más bien dejémonos llevar por algo que ya no se nos puede quitar y reafirmémonos en lo que somos. Hagamos realidad nuestra civilización así como los norteamericanos hicieron realidad su país con un solo acto de voluntad diciendo: no soy europeo, soy yo mismo. Y lo que somos es: andinos, así seamos blancos, cobrizos, mestizos, negros, cholos; hispanohablantes, quechua-hablantes, aimara-hablantes. A todos nos une el lazo común de estar en estas tierras y pertenecer a este mundo que no es aceptado ni admitido por Occidente como parte suyo —salvo cuando tienen intereses poco santos. Si nunca vamos a ser considerados occidentales dejemos ya de tocar la puerta para que nos admitan en ese paraíso; hagamos el nuestro propio.
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¿EXISTE UNA FILOSOFÍA ANDINA? El caso Sepúlveda Si entendemos la filosofía como la manera de pensar para facilitar la vida del hombre en el medio en que se encuentre, la civilización andina, como todas las civilizaciones, tiene su propia filosofía que la lleva a ser y a actuar de un modo único y peculiar, reflejándose ello en las diversas manifestaciones sociales, culturales y políticas, dejando en claro en que ello no forma parte del desarrollo de la filosofía occidental y que ambas filosofías tienen coincidencias y diferencias en el modo de resolver con eficacia sus retos. El simple hecho de preguntarnos si existe una filosofía andina está muy vinculado a la actitud asumida por los españoles en la conquista de nuestro continente, en especial, la orquestada por el religiosos como Juan Ginés de Sepúlveda. En aquella época se cuestionaba si los pueblos americanos subyugados tenían o no «alma», cosa que originaba grandes debates entre las máximas autoridades teológicas y políticas. Esto que visto hoy nos parece increíble que haya sucedido, en realidad ocurrió, pero no por ignorancia, sino porque detrás de todo había una conveniencia: «demostrando» que estos seres recién descubiertos no tenían alma, y por lo tanto, verdadera humanidad, entonces se les podía utilizar o eliminar impunemente, cual si fuesen animales, sin ningún cargo de conciencia. Ahora sabemos perfectamente que ellos sí sabían que los andinos eran tan seres humanos como cualquiera —realmente jamás se dudó de ello, ni siquiera en los escritos de los cronistas pues, cuando se refieren a los pueblos andinos, hablan de ellos como quien trata con otros seres humanos—; pero detrás de esa polémica se escondían los más oscuros intereses que el tiempo ha demostrado se hicieron realidad. El inmenso genocidio, por poner solo un ejemplo, de las minas de Potosí demuestra cómo el manejo antojadizo de ciertas ideas puede producir ingentes ganancias, de las cuales han disfrutado, no solo los españoles, sino en especial los anglosajones, verdaderos cosechadores secundarios de todo ese holocausto, quienes hoy hipócritamente culpan a los peninsulares del pecado para ocultar que fueron ellos los que lo compraron, lo devoraron, lo gozaron y lo emplearon para financiar el capitalismo que actualmente manejan e imponen en todo el mundo. Finalmente no se pudo seguir ocultando lo obvio y se tuvo que admitir, a disgusto, que los pueblos del nuevo continente —nuevo para los europeos— eran humanos; pero la secuela de esta duda —duda ponzoñosa que deja rezagos que duran cinco siglos— ha sido suficiente alimento para toda clase de abusos y tropelías. No es raro entonces deducir que, si desde un comienzo se «dudó» que los andinos eran humanos verdadero objeto del debate de si tenían alma o no— con mayor razón se tenía que dudar de si «pensaban» (y lógicamente si no pensaban pues menos iban a tener algo parecido a una filosofía). Vemos así que el simple hecho de interrogarnos si es que hubo y hay una filosofía andina demuestra que seguimos contaminados por el mal de Sepúlveda de cuestionar lo más posible la completa humanidad del hombre andino. Dudar o negar que un ser humano filosofe —más aún, una cultura superior como la andina— es poner en tela de juicio la validez humana del mismo ser, y este cuestionamiento no es necesariamente manifiesto sino soterrado, interno. Solamente lo descubrimos a través de ciertos hechos que lo revelan, como por ejemplo: el tratamiento que se le da a los hombres con rasgos físicos acentuados de ciertas etnias en los medios de comunicación o en las películas norteamericanas, a quienes se los representa como indolentes ante el sufrimiento, los sentimientos o la cultura, razón por lo cual no les importa morir como moscas ni matar a la «gente», quienes vienen a ser las personas de razas blanca o mestiza blancoide, a las cuales se presenta como civilizadas, llenas de características humanas y merecedoras de todos los respetos. Tanto para los medios informativos como para el cine una sola muerte de un blanco
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equivale a miles de muertos de otras razas (quienes no llegan a ser nunca personas sino «negros», «indios», «nativos», «lugareños», «individuos», «habitantes», etc., cualquier apelativo menos el de personas, concepto que está reservado exclusivamente para el hombre «blanco»). Por si se dudara de lo que decimos, en el 2003 se presentó un informe sobre los muertos en las luchas subversivas ocurridas durante quince años en el Perú, entre 1980 y 1995, y se vio con asombro cómo la clase política imperante quería olvidar todo lo ocurrido sin siquiera recapacitar en ello. La explicación era muy sencilla: la mayoría de los setenta mil muertos eran «no blancos», campesinos humildes de las sierras, y por ello no valía la pena hacer tanto escándalo. La misma gente que hasta el día de hoy clama por no olvidar el genocidio de los judíos, ocurrido hace varias décadas, es la que grita por olvidar inmediatamente y sin consideraciones de ningún tipo el genocidio de los andinos. (No olvidemos que los «nazis» eran seres humanos, eran alemanes, tan alemanes como los judíos a quienes mataban. O sea, era una guerra civil de alemanes contra alemanes, lo mismo que ocurrió en el Perú. El genocidio también se produce entre hermanos). Todo lo dicho nos sirve para dar paso a lo que queremos demostrar: que por supuesto que hubo y que hay una filosofía andina, la cual solamente es cuestionada por los hijos intelectuales, conscientes o no, del ya mencionado cura Sepúlveda. Si indagásemos entre los actuales habitantes del mundo andino seguramente muy pocos dudarían en admitir y afirmar que sí tenemos filosofía. Para quienes esto se halla en duda es para los intelectuales formados en las occidentalizadas aulas de las universidades, que son las principales sostenedoras del pensamiento oficial del Estado y las únicas instituciones que aún apoyan la estructura occidental en nuestros pueblos. En realidad esta discusión sería de Perogrullo sino fuera porque hay serios intereses de por medio que buscan mantener la inferioridad de los pueblos andinos —negándoles su capacidad de pensar— para poder ejercer el dominio sobre ellos. (Pensemos por un momento en la necesidad de que la «opinión pública» no se escandalice y que considere «justo» el hecho de pagar el salario más bajo posible a los trabajadores de tez cobriza o nativa. Ello resulta crucial, de vida o muerte, para los blancos empresarios que requieren ser competitivos en el brutal juego del Acuerdo de Libre Comercio ALCA impuesto por los Estados Unidos, con lo cual se comprueba que la filosofía, el manejo de los conceptos, puede convertirse en un asunto político de fundamentales consecuencias). El solo hecho de admitir, por parte de la cultura oficial, la capacidad de pensar y hacer filosofía en el hombre andino generaría un envalentonamiento de parte de «las masas» quienes se creerían con derecho, ya no solo a pensar, sino incluso a gobernar, lo cual significaría, en términos claros, una revolución. Lo que queremos decir es que el debate sobre la filosofía en el mundo andino es tan delicado que en él se juega la vida la clase dominante, representante y embajadora de los intereses occidentales en nuestras tierras. (Observen cómo a la primera conmoción social los miembros de la clase gobernante, que son los mismos que detentan el poder económico, huyen rápidamente a los Estados Unidos y ahí descubrimos que, curiosamente, tenían doble nacionalidad o simplemente ya se habían nacionalizado norteamericanos y lo mantenían oculto. Esto demuestra que para la mayoría de ellos la tierra donde han nacido es un negocio que alquilan y administran, una mina de Potosí, una lejana hacienda en el interior, pero que su corazón y su residencia se encuentran realmente en el país para el que trabajan y en el cual esperan vivir y morir). No solo Occidente piensa Pero vayamos a nuestro asunto: la filosofía. Ya hemos dicho que si demostramos que ha habido y que hay actualmente filosofía andina, todo lo demás, la vida entera para ser más exactos, tiene que cambiar ciento ochenta grados de
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perspectiva por cuanto significaría el acta de nacimiento de un nuevo paradigma que ya no sería Occidente sino lo andino, con lo cual se rompen definitivamente los lazos y la dependencia. Para empezar ¿qué es la filosofía? Si buscamos y hurgamos en todo lo que hasta el momento se ha dicho no vamos a encontrar una unidad en la respuesta. Más aún, hallaremos que se habla de «filosofías». Pero para no entrar en detalles quedémonos con la sola palabra filosofía. Algo que se aproxima a un consenso es que filosofía «es todo aquello que el ser humano puede saber para poder emplearlo en su propio beneficio». Todos los seres humanos piensan, y el pensar es una actividad consciente e inconsciente a la vez que se dirige hacia todo lo que abarca el mundo, su entorno. Nada de lo que el ser humano percibe queda ajeno a su pensamiento y nada de lo que piensa queda inmune a ser trasformado en su mente. Esta actividad, esta percepción del mundo, de sí mismo y de la materia, sufre inevitablemente en el hombre un proceso cuyos elementos conocemos con los nombres de captación, asimilación, evaluación, análisis, síntesis, deducción, inducción, elaboración, etc. Hasta el más primitivo de los humanos, de momento que es tal, un humano, será capaz de llevar a cabo todas estas operaciones en el momento que lo necesite. La suma, la acumulación de esta información y su procedimiento, basándose en preguntas y respuestas para obtenerla, es pensamiento ordenado, evaluado y almacenado, dirigido hacia un fin: es filosofía. Que los griegos lo hayan hecho a su manera nadie lo duda; que Europa tuvo acceso a ellos a través de fuentes árabes escritas, también; que eso les ha servido para formar su cultura, de acuerdo; pero de ahí a deducir que la fuente que ellos utilizaron para hacer lo mismo que han hecho todos los pueblos del mundo comprender y comprenderse, que es el objeto de la filosofía— sea la única y verdadera eso sí que es un disparate; un disparate cuyas consecuencias están teñidas de sangre por todo el planeta, lo cual no lo hace muy gracioso. Veámoslo así: ¿Es posible que una civilización haya dominado su medio con eficacia, controlado la producción agrícola y ganadera, organizado coherentemente su sociedad, desarrollado un idioma, una ciencia, un culto, un arte, construido complejísimas obras de ingeniería, catalogado los cielos con una precisión asombrosa y muchas cosas más durante miles de años empezando de la nada, para que luego digamos que ella no tuvo filosofía, o sea, no tuvo un pensamiento crítico, evolutivo y organizado? Hay quienes dicen que, salvo Occidente, todos los pueblos de la tierra se organizaban teocráticamente, por lo tanto, vivían bajo un régimen patriarcal, aristocrático y sangriento que instauraba un pensamiento religioso fanático, monolítico y opresor en sus dominios. Hablan de los egipcios, de los aztecas, de los andinos, de los babilonios, de los hititas, de los chinos y de los indios. Pues bien, durante la edad media europea, como todos sabemos, floreció un profundo y respetable pensamiento patrístico y escolástico que perduró por más de mil años y produjo notables pensadores, formando la base de la filosofía moderna. Quiere decir entonces que, aún en las condiciones que los occidentalistas consideran imposibles para generar el pensamiento —la tiranía religiosa— Europa sí lo hizo, a pesar de los excesos de la Iglesia Católica —que por lo visto no fueron tantos, ya que propulsó y permitió que sobre sus bases surgieran otras ideas (prueba de ello es que muchos de los grandes pensadores y reformadores de la modernidad provienen de sus canteras, o sea, eran sacerdotes católicos). Sin embargo, los críticos arguyen otras imputaciones: que las otras civilizaciones solo se desarrollaron con fines eminentemente prácticos y que su sabiduría era posesión de una casta interesada en defender la tradición. Entonces deberían responder: ¿Por qué hubo evolución? ¿Puede desarrollarse una técnica solo con un carácter eminentemente práctico, exenta de sus raíces míticas y su teorización? ¿Llamaríamos a la pirámide de Keops o Kufú (la «tumba más absurdamente costosa de la historia» para ojos modernos) una estructura «práctica»? ¿Cómo se explican los
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numerosos cambios radicales de dioses, creencias, costumbres, leyes, etc. a lo largo de siglos? Necesariamente tiene que haber dialéctica —oral o bélica— para que exista un cambio y/o una evolución. Y hubo evolución, pues los egipcios no aparecieron desde el primer día con todas sus pirámides. Entonces, si hubo evolución, ¿por qué ésta habría tenido que detenerse, congelarse, justo en el momento en que los griegos visitaron esos pueblos? Estos, probablemente por orgullo —especulamos— no quisieron aceptar que otros pueblos pensaban, razonaban, deducían, y que por eso creaban cultura. Simplemente hacían un retrato fotográfico del instante que veían y suponían que esas culturas estaban dedicadas al ocio, al disfrute o a la guerra, ignorando intencionalmente a la casta de los consejeros, archivadores, memoristas y todos los que naturalmente destacaban por su inteligencia —obra exclusiva de la naturaleza que hace así a los hombres: unos torpes, otros hábiles— y que probablemente muchos de ellos tenían serios argumentos en contra de los poderosos y las costumbres establecidas en su pueblo, tal como pasaba en Grecia y en todas partes donde hay humanos. (Mención aparte: ¿Cuánto de lo atribuido a los griegos realmente les pertenece y cuánto lo obtuvieron de los aportes ajenos? ¿Y cuánto también es producto de los agregados bien intencionados de sus recopiladores y traductores romanos, árabes, patrísticos e incluso modernos y contemporáneos? Recordemos que a los que consideramos los «buenos» o a los progenitores siempre se les atribuyen todas las virtudes de su época y a los que llamamos los «malos» o a los extranjeros todos los defectos, actitud muy humana y muy equivocada por cierto). La conclusión es que: todos los pueblos, todas las civilizaciones necesariamente han tenido y tienen una filosofía que les ha permitido llegar a donde están. Nadie puede construir complejos arquitectónicos como las pirámides de Tikal o Machu Picchu sin haber tenido previamente un desarrollo crítico-matemático que permitiera, a través de cientos de años, encontrar las respuestas a complicadísimos problemas a los que solo se pueden llegar cuando se piensa con un riguroso método. Basta con solo deducir por la magnitud de las obras que detrás de ellas se encuentran años de experiencia concatenando los conocimientos físicos con los objetivos religiosos y sociales, logrando una portentosa síntesis que satisfacía plenamente todas las necesidades e inquietudes de la época. Pero más aún, siguiendo con este análisis —que irónicamente proviene de las canteras de la misma filosofía occidental, para que no digan que estamos usando categorías extrañas o antojadizas— si afirmamos que la filosofía es una manera de responder con eficacia en pro del hombre y de su sociedad, habría que colocar a otras civilizaciones antes que Occidente en cuanto a logros se refiere puesto que, mientras ella aún se debate en su propia crisis al no haber podido resolver sus múltiples dramas sociales —como la buena distribución y la satisfacción— otras como la andina sí lo habían logrado mucho tiempo atrás, demostrando que ella era más eficiente en la práctica para resolver sus retos en su propio medio. La civilización occidental perdería el concurso de «la filosofía más eficiente» si de satisfacer las necesidades y aspiraciones de su propia gente se tratara. Puede que en la actualidad Occidente haya hiper desarrollado la ciencia, pero como la emplea exclusivamente para ejercer el dominio sobre las demás civilizaciones sus virtudes se diluyen y empobrecen, no dejando satisfechas ni a sus naciones ni a las que no lo son. ¿Por qué hasta que se descubrió América todas las grandes civilizaciones existentes se encontraban en un mismo nivel de desarrollo cultural, social y económico, a pesar de que Occidente decía poseer la auténtica filosofía? (Solo fue a partir de ese descubrimiento que Occidente se volvió hegemónica, gracias a la canibalización del nuevo continente y no a las conclusiones de su filosofía: más bien ella ha llegado al cielo con avemarías ajenas.) ¿Por qué los que no practicaban la filosofía occidental, incluyendo a los pueblos de nuestro continente, se habían desarrollado algunos incluso más que ella —que tenía dos mil años de filosofía grecorromana— en aspectos como la literatura, las artes, la arquitectura, la administración, la ciencia en general? ¿Por qué solo gracias a su
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técnica y después a su ciencia es que Occidente logra imponerse sobre las demás, mas no así debido a su filosofía, la cual, y hasta el día de hoy, se puso al servicio de esa ciencia y no al revés, como se supone debería ser? ¿Y por qué este conocimiento ha tenido que imponerse únicamente mediante la fuerza y no a través del convencimiento dialogante, en vista que se supone que, si esta filosofía es superior en cuanto a la comprensión del hombre y de la naturaleza, deberían haberla aceptado todos los demás con los brazos abiertos, en especial los más poderosos de los otros pueblos, ya que eso les hubiera permitido dominar con más comodidad a los suyos? Los éxitos de la ciencia no pueden ser endosados a la filosofía, y la filosofía no se puede confundir con la ciencia pues son dos cosas realmente distintas, con historias, desarrollo y manifestaciones diferentes. Occidente puede exhibir un logro descomunal en cuanto a su ciencia y tecnología —que tampoco le pertenece toda debido a que en ella están los descubrimientos, estudios e investigaciones de todos los pueblos de la tierra a lo largo de la historia, así que gran parte de lo que dicen que es propio no es más que una apropiación— pero no puede pretender que todo lo demás esté a su misma altura, tal es el caso de su filosofía. Incluso su ciencia no tiene un carácter de absoluto pues constantemente se cuestiona su atributo de verdad. La ciencia puede ser acertada con respecto a la materia, pero es en sus objetivos humanos donde se vuelve relativa, según sean los fines para los que se la use, de modo tal que puede servir como medida de todas las cosas o como especulación inútil, tal como se pensaba en la Edad Media europea. Poner a la ciencia como diosa es mezclar fe, que es seguridad absoluta, con relativismo, que es posibilidad incierta, en el entendido que la ciencia es una verdad momentáneamente valedera. Teologizar la materia tanto como materializar la teología son dos errores que traen funestas consecuencias. La filosofía no es una ciencia, ni una técnica, ni un método exacto; por lo tanto, mal se haría en hablar de la filosofía occidental como un referente de verdad tan válido como la ciencia —que ya hemos visto que tampoco lo es ni puede pretender serlo. Si realmente la filosofía occidental fuera como una luz para la humanidad, esa luz sería lo más parecido a una lengua de fuego que calcina todo lo que toca, y que a lo que deja vivo lo mantiene amenazado (recordando el pasaje bíblico de Sodoma y Gomorra). Dicen los que niegan la existencia de una filosofía andina que la filosofía es una sola, como si se tratase de un cuerpo monolítico, sólido, de un solo ser único y coherente. Pero eso no es nada cierto. Su historia nos demuestra cómo Europa fue cambiando radicalmente de filosofías y lo sigue haciendo. Pueden decirnos que se trata de una evolución, de un desarrollo; puede ser; aunque resulta bien extraño ver cómo hace más dos mil quinientos años, con los griegos, la filosofía occidental estaba más madura que dos mil años después, y que hoy las conjeturas de los físicos cuánticos hablan de las mismas teorías ya elaboradas por los pre socráticos y aún por sus antecesores, dándonos a entender lo peculiar que resulta comprender el desarrollo en Occidente por cuanto empieza maduro, luego retrocede, involuciona y finalmente vuelve al mismo punto de donde empezó. Salvo los que confunden ciencia y tecnología con filosofía, que son la mayoría de los pensadores, quienes no mezclan el grano con la paja y pueden analizar a la filosofía occidental en su devenir, se dan perfecta cuenta que no hay nada más antojadizo, inseguro, relativo y volátil que ella; que en cualquier momento, como el actual, puede venir una ola de fanatismo oscurantista y relegarla a ser un furgón de cola, justificadora de nuevas tropelías y conquistas, con lo cual se demuestra que aún es una filosofía que tiene mucho que madurar o fortalecerse. Con esto no queremos decir que sea mala o buena, pues de eso no se trata el pensamiento; simplemente que no se la puede usar como bandera o como medida de todas las cosas por cuanto no es mas que una de las tantas formas cómo el hombre ha tratado de resolver sus problemas y entender al mundo. En su descargo tendríamos que reconocer que existen pensadores occidentales que no ven necesariamente así las cosas y que admiten que la historia de la filosofía no es una escalera en ascenso; que
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el valor de los pensamientos está en los puntos de referencia que representan, queriendo decir que el hombre puede elaborar ideas pero no necesariamente verdades, pero que ello le sirve para resolver dificultades y entenderse a sí mismo y al mundo, aunque tiempo después pueda pensar lo contrario. Esto porque «una filosofía del pasado, si ha sido verdadera filosofía, no es un error abandonado y muerto, sino una fuente permanente de enseñanza y de vida», según dice el pensador italiano Nicola Abbagnano (y vean que estamos citando a un típico pensador occidental por cuanto lo que dice va en pro de la humanidad. Saquen ustedes sus conclusiones). En eso estamos de acuerdo y aún más si lo relacionamos con aquella filosofía que desde muy antiguo ilumina a los hombres andinos. Definitivamente tenemos una filosofía andina pero... ¿dónde está? ¿Cuál es? ¿Cómo se manifiesta? Intentaremos una respuesta. Supongamos que tenemos un rosal en nuestro jardín el cual diariamente regamos y cuidamos, hasta que un día encontramos con sorpresa que ha aparecido un girasol. La primera pregunta que nos hacemos es: —¿Pero de dónde diablos apareció ese girasol? Porque yo no lo sembré. Entonces recapacitamos y llegamos a la conclusión que, por alguna desconocida razón, una semilla de dicha planta se introdujo entre las rosas y fue creciendo sola, sin que lo percatáramos; y solo cuando maduró y floreció es que pudimos darnos cuenta que existía. Con este sencillo ejemplo queremos decir que a veces las cosas no se ven sino hasta cuando están maduras y brotan incontenibles, igual que nuestra filosofía. Siempre ella ha estado entre nosotros, pequeñita, latente, sin hacerse notar pero influyéndonos, modificando nuestro comportamiento y nuestro modo de ser; de alguna manera saboteando nuestros esfuerzos por ser occidentales. Esa planta, que algunos dirán que es una mala hierba, es la que ha mantenido el legado de nuestra civilización y, sin textos ni palabras, la ha ido madurando. Vamos a reseñar a continuación los más importantes aspectos en los que descubrimos que existe la filosofía andina. ¿De qué trata la filosofía andina? La filosofía andina trata acerca de cómo el hombre que vive en esta parte del continente responde y quisiera responder a los retos de su medio de la manera más eficaz posible con el objeto de hacer su vida más plena y llevadera. Sus temas son similares a los de cualquier otra filosofía: acerca del origen, los valores, el destino, la ciencia, la sabiduría, la belleza, la verdad y otros. Pero donde se hace distinta y particular es en las respuestas que da a estas inquietudes, que no se encuentran en un lenguaje escrito sino en las expresiones insertas en su propia cultura: en la religión, en la organización social y en el trabajo. Desentrañarlas y convertirlas en texto es el primer gran esfuerzo que debe hacer un filósofo andino. Antes de desarrollar este punto es bueno reiterar que filosofía no es lo mismo que ciencia, y que aquí existen grandes confusiones. Comúnmente se cree que la ciencia actual es un derivado, una parte del proceso filosófico de Occidente, como si por su propio crecimiento la filosofía occidental evolucionó y produjo la ciencia, de manera tal que se pensaría que, así como la ciencia está sumamente evolucionada, igual lo está la filosofía occidental. Esa es una conclusión engañosa pero que sirve de maravillas para ejercer el dominio sobre el mundo. Cierto es que la ciencia moderna encontró en la tecnología la piedra de toque para impulsarse y desarrollarse, puesto que mucho tiempo antes existía en su forma embrionaria y teórica, como lineamientos generales. Pero sería erróneo pensar que la tecnología surgió por meras conclusiones filosóficas, por el hecho de pensar y pensar en cómo hacer esto o aquello. Si solo de pensar se tratara, ya los griegos hubiesen llegado a la luna en tiempos de Aristóteles. Lo que produce la tecnología y dispara a la ciencia como vehículo es la insurgencia del comercio, la lucha por los mercados del mundo, que exigía a los poderosos dotarse de
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las mejores maquinarias para vender más y mejor. Es en esos momentos que aparecen una serie de ideólogos quienes ven la necesidad de adecuar el pensamiento ante estas nuevas formas de comportamiento humano. Son estos reformadores los que impulsan a ciertos filósofos a desarrollar teorías que se adapten al nuevo panorama, donde el hombre y la sociedad son lo más parecido a un mercado que satisface todas las necesidades de quien pueda costearlas. La Carta Magna no fue la conclusión de un proceso filosófico: fue la imposición de barreras que un grupo de poderosos le pusieron a un rey. Tiempo después eso se convirtió en la constitución: un corsé político que impide que el Estado ponga límites a los comerciantes. Como vemos, el fenómeno más importante de los últimos siglos no fue un suceso filosófico (ideas mejores se propusieron en Occidente a lo largo de toda su historia y nunca se pusieron en práctica); ni siquiera uno científico (sería interminable hacer la lista de descubrimientos e inventos creados desde la antigüedad). Fue un suceso político, de fuerza, de intereses económicos, lo que llevó a Occidente a cambiar tan radicalmente, mientras que la filosofía se adecuó, se plegó a ellos, aunque sin perder su norte, su verdadero sentido que es el bien del hombre, razón por lo cual suele entrar en contradicciones con su época. Estamos actualmente ante un hiper desarrollo de la ciencia, pero que no va aparejado con un hiper desarrollo filosófico occidental. Incluso se puede hablar hasta de un retroceso, de una involución de la filosofía de Occidente. Eso es reconocido y admitido. Pero la cultura oficial persiste en presentar a esa filosofía como la punta de lanza del pensamiento humano, como si ella, en un supuesto inmenso desarrollo, hubiese llegado a la conclusión que este modo de vida es el mejor de los posibles. De tal modo, este remedo de filosofía occidental funge de ser creadora del pensamiento imperante. Como verán, tratamos de rescatar lo honesto de la filosofía occidental y a sus auténticos filósofos, para no mezclarlos con aquellos que son empleados como avales del sistema. Filosofía no es ciencia y tampoco van de la mano. Hay quienes la han puesto en Occidente al servicio de la ciencia para lo cual han creado nombres como Epistemología o Metodología, con el afán doble de, por un lado, justificar la preeminencia del sistema político como producto de un desarrollo científico —es decir, que el sistema demócrata-liberal es tan consecuencia del desarrollo científico como el teléfono lo es del telégrafo, algo que nadie en su sano juicio debería refutar porque es parte de la evolución de la materia— y por el otro, de intentar convencer que la filosofía es una ciencia tan exacta como lo puede ser la matemática —con lo cual la filosofía científica se muestra como la única válida. Como vemos, todo esto suena a engañifa, a triquiñuela macabra que desgraciadamente funciona excelentemente bien en las aulas universitarias y en los medios de comunicación. La ciencia en sí no hace ni dice nada que no vaya en contra de la voluntad de quien la manipula. La ciencia no es norma moral para nada; se sujeta a las intenciones del que la aplica. Es una máquina que obedece a su amo. Se la puede doblar, estirar, cambiar de forma y de color y demostrar cualquier cosa que queramos. Con ella podemos destruir o hacer vida. Puede ser útil como puede no serlo. Puede ser una solución como puede ser la causa de todos los males. Es aquí donde interviene la filosofía, el pensamiento más elevado y desarrollado del hombre, para saber qué hacer con el saber, qué hacer con lo que se conoce y se aprende; para decidir si la ciencia será para hacer el bien o para hacer el mal. Esta es la diferencia fundamental entre la filosofía y la ciencia: la misma que hay entre el amo y su perro, el piloto y su nave. No nos deslumbremos con los artificios científicos al punto tal que perdamos el sentido de qué es lo primero: el efecto o el causante, pues el peligro es creer que el mismo hombre es parte del experimento y, como tal, puede estar sujeto a cualquier cosa, sin límite de ninguna especie. Si queremos filosofar tenemos que dejar de lado a la ciencia, pues ella no nos revela nada de a dónde se
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encuentra el verdadero pensamiento. No vayamos a creer que un astronauta es finalmente un filósofo porque domina lo más avanzado del conocimiento científico. Ese astronauta puede estar tomando fotografías del lugar hacia donde se van a dirigir los misiles atómicos, cosa que un verdadero filósofo, cuyo pensamiento es el bien del hombre, jamás haría. Y si dejamos de lado a la ciencia, ya descartados los artificios, los aparatitos y las lucecitas que tanto impresionan a los simples de pensamiento, nos daremos cuenta que la filosofía de Occidente no está tan adelante, ni tan lejos, ni tan arriba de las filosofías de las otras civilizaciones. En este terreno, el filosófico, no hay primeros ni segundos, no hay ni serios ni advenedizos, ni sabios ni ignorantes, ni ilustrados ni improvisados: todos se encuentran en el mismo plano de buscar, con el pensamiento, las mejores opciones para la humanidad. ¿Pensará mejor aquel que se encuentra cómodamente sentado en una ciudad europea que aquel andino que hace lo propio dentro de un microbús? ¿Será más acertado aquel que cuando piensa lo hace vestido en traje de gala o aquel que lo hace con jeans y zapatillas? ¿Dirá más verdades quien está lleno de títulos académicos y se halla rodeado de montañas de libros o aquel que tiene como única fuente de saber su cerebro y sus sentidos bien atentos? Puede ser lo uno y lo otro, o los dos o ninguno. Porque no podemos pedirle al filósofo europeo que viva y piense como si estuviese en los Andes, y lo mismo al revés; por lo tanto no tenemos por qué suponer que ambos tengan que estar acertados con respecto a la realidad del otro. El filósofo europeo puede creer honestamente, porque así lo dice la realidad, que él conoce, que la mejor forma de gobierno es la democracia que funciona en su país; lo mismo con sus valores, con sus costumbres o con su forma de vestir. Igual le puede pasar al filósofo andino y pretender que el mundo puede vivir mejor con sus creencias y comportamiento andinos, ya que eso funciona muy bien en la sociedad en la que él vive. El simple hecho de lo fundamental que era el caballo y la rueda para Europa, mientras que entre los andinos eran innecesarios, demuestra que hay razones consistentes como para no creer que se habla del mismo mundo y del mismo hombre cuando se habla del hombre. La filosofía andina versa sobre lo que es, le pasa y espera el hombre andino de antes, de ahora y de mañana, que no es lo mismo que lo que el africano, el indio (de la India), el europeo, el chino, el malayo y todos los hombres de las otras civilizaciones viven y anhelan. Probablemente los temas que trata sean los mismos que los demás, pero donde se encuentran las peculiaridades es en los intentos de respuestas de los cuales surgen lo que occidentalmente conocemos como teorías —que, por supuesto, aquí no se llaman así y tal vez no se expresen mediante palabra alguna. Una temática a modo de ejemplo: acerca del origen del hombre No es nuestra intención agotar los innumerables temas que aborda la filosofía andina en este ensayo. Solo tomaremos uno a modo de ejemplo con la finalidad de dar a entender que sí se desarrollan, pero no de la manera como estamos acostumbrados a contemplarlo. Un importante tema en la filosofía andina es la especulación acerca del origen del hombre, del mundo. Al respecto se dan dos grandes explicaciones, ambas en pugna: la primera de ellas es la que llamaríamos la «teoría» espiritualista y la segunda la creacionista. La espiritualista afirma que el hombre es un ser dado en este mundo, una criatura más dentro de un contexto de seres vivientes, por lo tanto, sin prioridad ni ventaja. El mundo no está hecho para el hombre; simplemente él se encuentra ahí, como ser pensante y consciente de su vida. Además se da la existencia real de entes paralelos al mundo visible quienes tienen voluntad propia y autonomía en el juicio, pero que no son perfectos, pues están sujetos a cambios antojadizos y
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temperamentales. Se trata de seres que tienen sus propios espacios y tiempos (la noción de Pachamama, la madre tierra, es un ejemplo de ello. A pesar de estar muy vinculada al ser humano, es una entidad independiente). Si bien estos a veces influyen en el hombre, no viven en función de él ni para él. No podríamos calificar esto de concepción panteísta puesto que no todas las entidades tienen carácter de «dios» (como por ejemplo el apu, que es simplemente una montaña, pero con su propia «vida». Puede éste influir en el hombre mas no es esa su función). Sobre la base de lo manifestado se podría decir que esta «teoría» implica que el ser humano es producto de una fuerza ajena a él, la cual a su vez determina un mundo conformado por múltiples elementos. Es, entonces, un pensamiento no antropocéntrico. Esta noción tenía vigencia desde antes de la llegada de los españoles, por lo tanto, se adelantó en muchos años a la concepción científica en la que el hombre ocupa solo un lugar modesto en el universo y es producto de circunstancias aún desconocidas. Ella todavía permanece vigente en el pensamiento andino bajo formas denominadas como «creencias», «costumbres» o tradiciones «paganas» (palabra que proviene del rito del «pago» a la tierra muy extendido en el medio rural). La segunda «teoría» sería la creacionista, que plantea la existencia de un o unos seres creadores y gobernantes de la vida, quienes han hecho al ser humano con un determinado fin, fundamentalmente para que viva bien, cumpla con sus deberes, sea feliz con ello, adore a sus dioses y finalmente muera y se reintegre a la naturaleza. Esta, que es la clásica concepción de los dioses creadores, se encuentra más cercana al pensamiento europeo-cristiano y circula dentro del cuerpo de ideas religiosas. Durante la conquista los sacerdotes rápidamente se dieron cuenta de dichas similitudes y trataron de aprovecharlas para inculcar la fe cristiana, producto de lo cual tenemos hoy ese llamado sincretismo religioso, que no es ni la una ni la otra, sino ambas concepciones mezcladas, pero claramente diferenciadas, donde es posible establecer qué es lo cristiano occidental y qué no lo es. Esto quiere decir que el sustrato ideológico andino de aquel tiempo no fue borrado y hoy sigue vigente manteniéndose con fuerza, incorporado al ritual y a las costumbres socio-religiosas occidentales. Se podría decir que ambas concepciones o «teorías» sobre el origen, la espiritual y la creacionista, tienen algo en común: un marcado acento colectivo, donde el individuo antes que nada es una parte de un todo. El ser se define primero por su contexto; antes que Juan es Pérez; antes que un individuo es un ser humano que proviene de una conjugación de elementos, entre ellos sus padres. No es capricho el hecho sintomático que, al igual que muchos otros pueblos, antiguamente en el mundo andino los niños no recibían nombre hasta que no cumpliesen un determinado tiempo de vida. La explicación era que primero el niño tenía que demostrar que era apto para sobrevivir; solo así podía incorporarse a la sociedad participando y recibiendo con equidad. Un ser que desde el inicio no va a poder mantenerse, difícilmente va a reintegrarle equitativamente a la sociedad, a los demás, los bienes recibidos. Hay aquí una lógica que no es deleznable ni es cruel; proviene de la misma naturaleza. Con esto no pretendemos desconocer el mérito del pensamiento cristiano —pensamiento oriental, concretamente de la civilización del medio oriente— que antepone el valor del amor por sobre la rigidez de la naturaleza. Ambos se dan también dentro del mundo natural aunque no pueden pretender ser universales, por la simple variabilidad de la vida. La naturaleza no aplica los mismos criterios en la existencia de las amebas, de las hormigas, de los peces y de los mamíferos. Incluso dentro de estos últimos, entre los que nos encontramos, existen disparidades muy notorias debido a un sinnúmero de factores que sería largo mencionar. Cada realidad tiene sus condicionantes y, en el caso del hombre, cada civilización ha desarrollado características milenarias con las cuales se formó y debe vivir. La esencia humana también tiene historia, y las personalidades no son productos antojadizos del momento, sino que tienen una realidad filogenética muy profunda. Ningún hombre nace de cero; viene con una carga
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de miles o millones de años de desarrollo y evolución, la cual finalmente determina sus virtudes, condiciones y temperamento. Imponerle a una civilización, de la noche a la mañana, la filogénesis de otra, resulta forzado e imposible. Lo que para el medio oriente era producto de miles de años de evolución —y, como se dice coloquialmente, «les salía de los forros», o sea, les era una tendencia más que natural— no lo era para otras civilizaciones, como la andina. El proceso evolutivo impele una manera de actuar y de pensar inevitable en el hombre, tal como lo vemos al observar las notorias e innegables diferencias entre las razas y pueblos a la hora de expresarse en el hablar, en el cantar, en el pensar, en el bailar, etc. Como se dice, nuevamente en lenguaje coloquial, «la cabra tira al monte». No por evitar el racismo se debe caer en el otro extremo de negar la existencia de las razas y las diferencias entre ellas. No podemos pretender que da lo mismo estar frente a un nepalés de metro y medio de estatura y cincuenta kilos de peso que ante un africano de dos metros y ciento veinte kilos, ambos con sus idiomas y culturas bien definidas. Aunque les inculquemos las mismas ideas, los dos las expresarán de manera distinta y a los dos el traje occidental les quedará ridículo, como podemos comprobar fácilmente gracias a las insoslayables risas. Por eso el cristianismo puede muy bien ser un gran aporte al mundo de las ideas, pero no es una camisa que a todos les queda. El hecho que una civilización se imponga sobre otras a la fuerza, no significa que su cultura es «universalizable» o globalizable, como se llama actualmente. El cristianismo, con todo lo bueno que tiene, es una hermosa receta que le viene bien a quien la puede tomar sin que le choque, como los antibióticos, que a muchos cura, pero a algunos mata. Justamente una muestra de evolución es no intentar hacer evolucionar al prójimo. Los expertos en animales, cuando son respetuosos de la vida, no intervienen, no se meten en los acontecimientos que observan, porque son conscientes que estarían alterando un proceso que ellos no conocen. El hombre inteligente no juega a dios. La exaltación del individuo, el individualismo y todo lo que ello implica, no se da en el mundo andino, y eso es lo que hay que entender. No es que el pensamiento amplio o colectivo sea mejor ni peor que el que Occidente y sus modernos misioneros neoliberales pretenden imponer; es simplemente diferente, apto para responder a la realidad que nos ha tocado vivir y a nuestro código genético que nos lleva, querámoslo o no, a comportarnos de determinada manera. Hemos visto así dos importantes teorías que circulan constantemente en nuestra civilización: la espiritualista, que concibe al hombre como un elemento más dentro de un mundo de fuerzas y entidades variadas, y la creacionista, que ve al ser humano como obra de un o unos seres que lo han hecho con una finalidad específica y que conducen ese proceso. No es ni para asombrase por creerlas muy originales, porque no lo son, ni para despreciarlas por ser demasiado comunes, porque tampoco lo son. Tienen, como en todos los casos del pensamiento, un poco de todo y de todos, lo mismo que los griegos y los escolásticos. Hay en ellas ideas puramente andinas originales, producto de la propia experiencia; hay las provenientes de mesoamérica, de la polinesia y de quién sabe qué otros lugares (como consecuencia del intenso comercio), y, por supuesto, ideas provenientes de Europa (que a su vez provienen del Asia, del África y de todo el mundo antiguo). Todo eso conforma el cóctel filosófico andino y ello no tiene nada de malo, porque nadie vive aislado. Incluso no dudamos que deben haber muchos elementos acopiados de las naciones de la selva amazónica. Por supuesto que deben existir más cuerpos ideológicos que todavía no somos capaces de percibir, por lo que pensar —cuando recién se está iniciando el análisis del tema— que la filosofía andina se debate entre solo estas dos teorías resultaría muy apresurado. Como dijimos en un comienzo, las temáticas son muchas y muy variadas; solo hemos tocado una a modo de ejemplo. Dejaremos a que futuros ensayos se explayen sobre ellas.
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Manifestaciones de la civilización andina en donde se comprueba que su filosofía existe y que ésta se encuentra vigente 1. La religiosidad andina La religiosidad andina esconde toda la filosofía andina. Como no pretendemos desarrollar aquí este extenso tema solamente vamos a mencionar sus líneas maestras: . . . . .
El ser es colectivo (en contraposición al ser individual). Existe un compromiso con la tierra y sus manifestaciones. Los sentidos prioritarios son los de solidaridad y reciprocidad. Existe una explicación del ser humano. Existe una explicación de la obra de un creador o creadores dentro de la cual se encuentra el hombre, con una razón y un sentido específicos. . Hay una finalidad en la existencia como parte de un todo y no como una realización individual. Cada una de estas líneas maestras nos lleva a desentrañar cómo está conformada la filosofía andina pues ambas, religión y filosofía, no están desligadas. Esto quiere decir que sus estructuras son similares y que, analizando los componentes básicos religiosos, se puede construir el cuerpo principal del pensamiento filosófico andino. Para decirlo sintéticamente, podemos deducir que la filosofía andina tenderá a ver al hombre como a un ser colectivo, íntimamente ligado a su medio ambiente dentro del cual él vive y que manipula de acuerdo con determinadas reglas no creadas por él mismo, las cuales debe respetar. Este sería el marco dentro del cual el ser humano debe aceptar el reto de desarrollarse. Lo que no debemos hacer es dejarnos llevar por las apariencias y juzgar a la religiosidad andina como una derivación primitiva de la occidental. Si hacemos un análisis de qué es el cristianismo tendremos que admitir que las manifestaciones religiosas andinas tienen del cristianismo solo algunos elementos, pero que en el trasfondo de todo no lo es; en verdad, debajo de toda su indumentaria se oculta otra religión que traduce una filosofía propia. Por eso es que el cristiano andino no actúa ni piensa ni habla como el cristiano occidental. Son dos estructuras y creencias tan distintas como lo son un judío y un brahmán. En este punto algunos dirán que religión no es filosofía y que estamos mezclando las dos cosas. Cierto, no son lo mismo. Pero si miramos a la «filosofía-patrón» que se supone que es la occidental encontraremos verdaderas perlas que parecen dijesen lo contrario. ¿Acaso la filosofía cristiana no es filosofía? ¿La filosofía hebrea no es filosofía? ¿Los filósofos cristianos, estilo Hegel o Kant, no han hecho filosofía? ¿Somos conscientes de la inmensa influencia, casi militante, que ha tenido la religión en el pensamiento occidental? ¿Qué haríamos con Lutero y toda su reforma; con los presbiterianos, anglicanos y metodistas anglosajones que hoy dominan el mundo y le rezan a su dios: les diremos que sus filósofos y todo lo que producen están equivocados? Es más ¿alguien se atreverá a decirlo y arriesgar su puesto en la universidad o su beca a Cambridge o a Harvard? Creemos que no. Hoy es difícil —aunque no imposible— que algún pensador «serio» cuestione a Occidente y a su religión porque sencillamente arriesga mucho y puede dejar de recibir el codiciado premio Nóbel, así que es más práctico repetir el lugar común y, sobre todo, no molestar a los anglosajones —Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Australia, Sudáfrica blanca, Nueva Zelanda y la parte protestante de Irlanda— quienes son los únicos que tienen autoridad científica sobre los demás pueblos. (La contraparte, Francia-Alemania, viene siendo combatida y minimizada desde hace décadas. Toda «información oficial seria» tiene que provenir de algunos de los países anteriormente señalados. El consenso no escrito es que: quienes dominan al mundo son los
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anglosajones, y solo ellos pueden tener la verdad. Si quieren comprobarlo hagan un muestreo de los informes científicos y vean las nacionalidades; verán la intencionada preferencia a apoyar solo a los anglosajones y a sus instituciones o empresas. Y si son judíos mejor, situación curiosa que da que pensar acerca del tema de si los judíos son una raza superior o, más bien, siendo realistas, ellos son los preferidos a la hora de hacer las selecciones de personal, de apoyar los proyectos, de dar los premios y de «pasar a la historia». En todo caso, si algo de bueno tiene el ejemplo judío es que debería servirnos a todos para aprender a preferir y apoyar siempre primero a uno de nosotros antes que a un extraño). Vemos entonces que en Occidente la religión y la filosofía siempre han estado íntimamente relacionadas e influenciadas (es más suelen ser socias) por lo que no debe resultar extraño que en otras civilizaciones suceda lo mismo; y que recorriendo una estemos de algún modo haciéndolo con la otra. Dudaríamos mucho de la integridad intelectual de alguien que, sabiendo lo influenciada que está la filosofía occidental de cristianismo, intente desprestigiar a otra por la misma causa, o sea, por estar vinculada a su religión autóctona. Se caería en el absurdo que hoy se pregona intensamente por todo lo alto y en todos los círculos del saber: «El cristianismo sí puede ser tomado en serio porque es nuestra religión y es la verdadera. En cambio tu religión es pura superstición, por lo tanto no la tomo en serio para asuntos filosóficos. Santo Tomás sí puede pensar pero tu Imán no». 2. El sistema de trabajo En nuestra sociedad andina la forma de organizar el trabajo está basada en la asociación por fines, en donde un grupo de personas se agrupan en torno a una labor específica y concreta que requiere del aporte de las habilidades de cada cual. Es, por decirlo de alguna manera, una forma comunitaria, aunque esta palabra está muy cargada ya de perturbaciones ideológicas que alteran su buen sentido. La diferencia con las formas occidentales modernizantes estriba en que no existe un empleador que contrata sino un eje cohesionador que agrupa. Digámoslo de este modo: una fiesta patronal es un motivo de arduo trabajo tanto para los lugareños como para los fieles. Tradicionalmente existe un grupo elegido encargado de los menesteres propios de la celebración, que supervisa, dirige y controla la ejecución, pero que solo administra y no tiene poder de apropiación, y que incluso es sujeto a evaluación y crítica posteriores. Es un modus operandi en el que participan también los niños, convirtiéndose este punto en un factor muy importante, pues es a través de ellos que esta concepción de la labor y el desempeño para la producción se transmite de generación en generación, habiéndose podido así conservar por siglos hasta el día de hoy. El trabajo es en sí organización y ejecución para un fin, y éste puede ser hecho de infinitas maneras. Pero lo que en verdad está en discusión es cómo ha de hacerse dicha organización. El mundo andino actual tiene su propia manera de entender la organización para el trabajo; prueba de ello son las millares de micro, pequeñas y medianas empresas que pululan, anónimas e ilegalmente, en los alrededores de todas las grandes ciudades andinas, socavando con su accionar el sistema oficial de trabajo impuesto por las fuerzas externas y sus aliados y representantes internos. El corazón de estas radica en la noción de familia extensa, que puede abarcar incluso la noción familia-comunidadpueblo, y cuyo sustento ideológico reside en que el hombre no trabaja con desconocidos sino que desde siempre lo ha hecho con sus pares o iguales. Si nos atenemos a la historia oficial, solo es con el inicio de la industrialización en Europa cuando se concibió la manera de que los seres humanos realicen una labor sin ser parientes ni haberse conocido previamente. El «éxito» obtenido —en el supuesto que entendamos como éxito maltratar el espíritu de varias generaciones de hombres en
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pro de acumular bienes materiales (cosa que con el mismo razonamiento podríamos justificar los genocidios si es que ellos reportan buenas ganancias)— ha enceguecido de ambición a muchos y les ha hecho pensar que la forma «natural» de trabajo es la anónima, cuando ésta apenas sí tiene poco más de un siglo, con resultados que, salvo para los comerciantes, no dudamos serán duramente cuestionados por las futuras generaciones cuando juzguen el comportamiento de las actuales. En el mundo andino la filosofía de cuál es el verdadero fin del trabajo se mantiene en sus raíces: el fin del trabajo es el hombre, por eso los resultados del esfuerzo laboral de los andinos es la distribución amplia, entendiendo por ello que no existe acumulación más allá de lo necesario por cuanto se mantienen compromisos de sangre con todos los participantes de la cadena de producción. Mientras las fiestas patronales no sean concebidas como negocio que debe producir un lucro o plusvalía —para decirlo con palabras nostálgicas— la concepción andina prevalecerá sobre la occidental y, más aún, terminará por imponerse porque no es un asunto que pueda sustituirse legalmente. Las leyes solo se cumplen cuando estas corresponden con los intereses de quienes las instauran; y los andinos no han instituido las leyes de sus Estados actuales, de tal manera que existe una rebeldía tácita, obvia, no escrita ni dicha, a todo sistema jurídico que no parta de su propia lógica organizativa. Los críticos, que no logran ver el fenómeno en su exacta dimensión, hablan de informalidad, de irresponsabilidad, de falta de ética, de respeto, de consideración, de sentido común, de amor por lo propio, de sensibilidad social y demás argumentos para descalificar esta noción de trabajo; mas no son capaces de entender que se trata de una sociedad, una civilización, que, organizadamente, según sus propias normas, avanza y engulle al débil y enfermo sistema occidental, carente de raíces aquí, y que es solo sostenido por la amenaza actual de la gran potencia del norte, que califica a cualquier ser humano que no piense occidentalmente como «un potencial terrorista», con lo cual ha convertido al mundo en un Estado Policiaco que no es otra cosa que el canto de sirena del fin. Podríamos abundar en detalles acerca de esta materia, pero nuestra intención no es mas que dar las ideas principales. Dejamos para más adelante que futuros investigadores y pensadores desarrollen el tema en cuestión. Por el momento recalcaremos que detrás de las formas de trabajo actuales se encuentran en los pueblos andinos toda una serie de principios éticos, relaciones de compromiso, valores y finalidades que son, en fin de cuentas, una filosofía de la vida, una interpretación del papel del hombre en el mundo, una concepción de la razón instrumental separada de la razón integrada; en fin, una idea de lo que es el hombre en su totalidad, entendido no como un individuo que trabaja anónimamente y distribuye inconscientemente el producto de su trabajo, sino como un ser integrado a su medio, a su familia extensa, a su comunidad, a su pueblo, a su vecindad, a su ciudad, a su región, a su nación, a su país y, por último, pero no lo último, a su civilización. Esta es toda una filosofía que no se piense surgió de la nada ni por un mandato religioso de una casta de sádicos sacerdotes que gobernaron tiránicamente durante miles de años —tal como lo pintan algunos estudiosos de culturas «primitivas»— sino que es producto de miles de años, sí, pero de marchas y contramarchas, de revoluciones sangrientas y otras incruentas, de hombres acuciosos —que en todas partes y épocas se dan— quienes desarrollaron individualmente teorías que, por supuesto, no tenían ese nombre, que a la postre sirvieron para incrementar el bagaje cultural de sus pueblos; e incluso también, por qué no, aunque nos revuelva el hígado, de los interminablemente satanizados sacerdotes y dirigentes, quienes suponemos deben haber aportado algo valioso alguna vez, ya que eran quienes tenían el tiempo y las condiciones para razonar con amplia libertad. El modelo laboral andino no apareció por generación espontánea; fue un producto arduo y laborioso que hoy vemos que, a pesar de que se lo niega, es real, vital, auténtico; produce, da trabajo a millones de personas, no es una fantasía. El día que las leyes reflejen fielmente estos principios y el aparato productivo se organice en torno a ellos, las cosas fluirán tan
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raudas como la corriente de un caudaloso río, arrasando incluso con el modelo de producción occidental que durante quinientos años no ha podido germinar por no ser semilla para esta tierra. Sus enemigos querrán, eso sí, demostrar que este modelo no va a producir competitivamente en un mundo globalizado. Lo mismo dijeron de Japón y luego de China, y estos países han demostrado que, aplicando las lógicas locales, las maquinarias pueden rendir aún más que en sus lugares de origen. ¿Qué por qué no se hizo esto antes en el mundo andino? Porque ello le hubiera dado el control de la producción a sus mismos operadores —ya que estamos hablando de un sistema de complementación y asociación no anónima— con lo cual los administradores coloniales perderían ipso facto la propiedad de los medios y, con ello, todos los privilegios heredados de sus antepasados (significando el fin de una casta, la blanca, quienes pasarían a ser una más del conglomerado de biotipos que conforman actualmente la civilización andina). Todo esto quiere decir que si hurgamos en las leyes internas del trabajo andino encontraremos las raíces filosóficas que lo estructuran y que nos revelarían que el ser humano no es visto como un ser individual sino social; que tiene sentido solo cuando forma parte de un todo; que ese todo no le debe ser ajeno sino propio, familiar, con relaciones afectivas; que él se debe a ese todo en la medida de sus posibilidades y no más allá de ellas; que la distribución de funciones está hecha no solo de acuerdo a las condiciones individuales sino como necesidad del conjunto; que el objetivo del ser no es la satisfacción de su propio yo sino la integración y complementación con el resto; que el sentido de la justicia no es que el que recibe más es el que más da sino que cada cual da de acuerdo con sus capacidades y recibe según sus necesidades. Hay aquí muchos elementos por denotar pero si de resaltar algunos se trata diríamos que existen concepciones fundamentales que se desprenden de este rápido vistazo: la visión del hombre como ser social, la reciprocidad como eje de distribución del producto del esfuerzo, el sentido equilibrado de la justicia entre los más fuertes y los más débiles, la no cosificación o enajenación en el trabajo (se trabaja por un fin y no para sobrevivir o porque el hombre sea un homo laboris). 3. La organización familiar La familia andina es de composición extensa. A diferencia de la actual occidental, formada por un núcleo básico constituido por un padre, una madre y uno o dos hijos (incluso ya se habla de un solo progenitor y un hijo) las familias andinas constan de abuelos, parientes de los abuelos, padres, parientes de los padres, e hijos y nietos, sean legítimos o naturales. Este es un modelo no exclusivo del mundo andino y lo encontramos en la mayoría de las civilizaciones a donde la civilización occidental no ha penetrado a profundidad. Para los entendidos en modernización, este modelo familiar es casi un sinónimo de atraso, porque entorpece la libertad de elección que todo individuo debe tener dentro del mercado. Para el capitalismo la situación ideal del ser humano es la de una total independencia con respecto a cualquier factor que limite su poder de decisión, y la familia es el principal. Por eso se combate este tipo de organización familiar «obsoleta», porque pone frenos y compromisos a sus integrantes, quienes se encuentran sujetos a reglas que no son las propias del mercado. Sin embargo, en el mundo andino la organización familiar se conserva intacta y ha demostrado no solo ser capaz de sobrevivir dentro de un medio que le es adverso, sino incluso ser más efectiva para la defensa, autosostenimiento y producción que el sistema ajeno. Las enormes desgracias acaecidas en los países andinos durante siglos hubiesen acabado con la civilización andina, con la complacencia de la casta dominante, si esta no hubiese tenido un sólido sistema familiar que le permitiera sostenerse y sobrevivir, aún ante el abandono intencionado de sus gobernantes,
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deseosos de importar teutones para «renovar» sus naciones con una mejor y «superior» sangre y raza. Debajo de esta organización familiar se halla toda una concepción del mundo y del hombre; un mundo que no concibe a un individuo aislado de sus orígenes, de su clan, de su sociedad, de su familia. Hay en ella todo un pensamiento que evita el desamparo, la angustia, el individualismo enfermizo, el egoísmo; que otorga compensaciones a quienes menos pueden obligando a los que más pueden —con lo que estaríamos hablando de una ley del equilibrio humano, donde el más fuerte se contrapesa con el más débil, formando así una unidad de contrarios que parte indudablemente de la aguda observación de cómo es verdaderamente el mundo real y no el ficticio, creado por el mercado. Además podríamos agregar que la familia extensa tiene la peculiaridad de ser abierta, que significa que sus límites son imprecisos, como una pieza de rompecabezas con muchos enganches, lo cual facilita la constante ampliación y amoldamiento de la misma; o sea, es flexible y no rígida como la occidental, que solo conoce el matrimonio de los hijos como único vínculo legal posible. Incluso otra de las características de este tipo de familia es su no limitación en el espacio, lo cual significa que los parientes pueden hallarse en lugares distantes y sin embargo mantener los vínculos intactos. A diferencia de la familia occidental, donde la lejanía de los parientes resquebraja la unidad, en la familia andina esa lejanía significa crecimiento, extensión y expansión, cualidades que demuestran su utilidad y efectividad cuando observamos cómo se incrementa el patrimonio familiar por todo el territorio, permitiendo además que, por donde vaya uno de sus miembros, siempre encuentre la casa de un pariente para alojarse, así como también obtenga un trabajo en qué emplearse. Indudablemente que esto se halla entroncado con la concepción del trabajo, formando, la familia y la producción, una misma identidad. 4. Las manifestaciones culturales Es el terreno más prolífico de todos porque es el más visible y aceptado. Se encuentra categorizado bajo el concepto de «folclor» que, como en todos los casos, designa aquello que es lo no occidentalizado, los remanentes de las culturas supuestamente desaparecidas y que se conservan, o como un atractivo turístico, o como una señal de atraso. En aquellos lugares donde la occidentalización empieza a ser galopante, los museos comienzan a proliferar, puesto que es mucho lo que hay que preservar. Pero lo que nos interesa no es hacer un catálogo de frases sino decir que debajo de cada expresión cultural andina discurre sigilosamente su filosofía. En los telares, en los ceramios, en la música, en las fiestas, en las costumbres, podemos leer a un hombre que posee una particular visión del mundo y a quien la filosofía occidental no logra proporcionar todas las respuestas que necesita. Desgraciadamente la razón, y eso lo dicen muchos importantes filósofos occidentales, tiene la particularidad de responder a muchos retos, pero deja otros sin resolver, y con su método más bien crea nuevas incertidumbres imposibles de desentrañar. Porque el método que usa la razón no es aplicable a terrenos que el hombre necesita para seguir siendo hombre; uno de ellos es el del espíritu. Sería ideal para la filosofía racionalista que desapareciese el espíritu de la lista de componentes humanos; pero eso, hasta ahora, resulta un imposible. Y lo es porque el espíritu no es solamente la creencia en un dios, dioses o un más allá, sino aquella parte interna del hombre que es justamente la que procesa la razón. Eliminar el espíritu, y todo lo que ello conlleva, sería al mismo tiempo eliminar al hombre y, lógicamente, eliminar la razón. Este es el límite que el andino no logra aceptar, puesto que para él no se da tal desintegración de campos (la razón y el espíritu). Cuando el dueño de un automóvil nuevo lo lleva hasta el santuario de la Virgen de Copacabana en Bolivia para que sea bautizado por los religiosos de la iglesia —en términos locales le dicen a esto challar— está introduciendo la más avanzada
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tecnología dentro de su campo místico como un elemento pasivo ante las fuerzas activas de la naturaleza. Es como si dijéramos que, para el andino, la razón instrumental se supedita al espíritu y, por lo tanto, la razón se espiritualiza, dejando de ser meramente instrumental para pasar a la categoría de sujeto, con nombre y personalidad propias. Es por eso que los andinos tienen la costumbre de humanizar los objetos y los conceptos —en vez de carro se dice «carrito», en vez de una hora una «horita», en vez de zapato «zapatito», etc.— dándoles nombres a las cosas, tomándoles cariño como si fuesen personas, tratándolas como entes autónomos, con lo que se demuestra que el espíritu puede penetrar en el mundo inmanente. Esto obedece a una concepción de la vida muy compleja, evolucionada, que no desliga al hombre de la naturaleza ni lo deshumaniza. Algunos calificarán esto como animismo, como pre-lógico, como panteísmo, pero, quiéranlo o no, son respuestas válidas ante el reto del invasivo mundo deshumanizado actual. De alguna manera el andino tiene la capacidad de integrar lo racional con lo espiritual dentro de su vida, sin que ello genere el conflicto que se produce en la divorciada mente occidental para quien tiene que haber una explicación para poder entender las cosas, cuando en realidad no todo lo puede resolver la lógica. Hay todavía mucho que entender en todas las manifestaciones culturales andinas, sobre todo para comprender las causas de por qué han sido tan exitosas para sobrevivir en un medio fundamentalista y totalitario como lo es el de la razón instrumental occidental. 5. La organización política Contrariamente a lo que se piensa, eso que se llama la «informalidad» lo es en el sentido occidental, pero en el sentido andino se trata de una organización. Si nos acercamos a la población andina con ojos y actitud occidentales lógicamente vamos a encontrar un verdadero caos; lo mismo que le ocurre al antropólogo inexperto que se acerca por primera vez a un pueblo «primitivo», viéndolo atrasado, salvaje, incapaz, bestial, ignorante, aunque ese pueblo haya vivido así durante miles de años, más que lo que viene durando la civilización occidental. Pero cuando miramos bien, con detenimiento, empezamos a descubrir una lógica, un sentido, una esencia, unos valores, que en muchos casos son opuestos a los occidentales, pero que sobreviven heroicamente, incluso con el mote de «delincuencia». Y no es novedad, si nos ponemos a pensar cuántas veces las futuras revoluciones empollan sus verdades bajo la protección de las oscuridades de los suburbios, perseguidas por las autoridades y condenadas como herejías. ¿No les suena conocido? Pues lo que hoy es herejía —la informalidad— mañana puede ser verdad oficial —la organización andina. ¿Qué por qué esto no ha podido ser detectado antes? La explicación es que lamentablemente quienes acceden a estudiar en las universidades las materias del pensamiento son, en su gran mayoría, aquellos que provienen de las clases privilegiadas para quienes el acceso a ese otro mundo les está vedado, más por ellos mismos, que por los que lo conforman. Y esto no es extraño; se ha repetido numerosas veces en la historia; más recientemente en Sudáfrica, que difícilmente permitió la aparición de un pensador negro que pudiera interpretar el sentir de las mayorías de ese pueblo; todos los que surgieron eran blancos, con una temática netamente occidental pro blanca que solo podía ver en el negro a un «otro», un extraño, ajeno, raro e incomprensible; y, lamentablemente, lo que no se comprende se termina por mitificar, unificar en un todo indiscriminado y manipular con indiferencia y brutalidad, al igual que como ocurrió durante la subversión senderista en el Perú —que ya dijimos no fue entendida por la clase dirigente, por lo que se terminó arrasando con lo que se encontraba al paso sin comprender qué es lo que ocurría. Intentar hacer un esbozo de cómo la filosofía andina pervive en la organización política sería difícil, por cuanto hemos dicho que este plano de la configuración social
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fue asumido plenamente por los conquistadores, no dejando vestigios del anterior. Esto significa que es muy poco lo que podemos extraer a simple vista, o tal vez requiera de una exploración más acuciosa para diferenciar lo uno de lo otro dentro de la actual estructura de poderes y descubrir así qué características son netamente occidentales y cuáles andinas. Solo nos limitaremos a dar unas líneas generales de por qué caminos podría instaurarse un futuro engranaje político basado en la propia filosofía andina. Lo primero que habría que determinar sería cuáles son los lineamientos básicos que conforman la sociedad andina. Nosotros hemos manifestado que, a nuestro entender, son: la religiosidad, la organización familiar, el sistema de trabajo y las manifestaciones culturales. Cada uno de estos aspectos aporta una parte del planteamiento general, pero todos son complementarios; ninguno fuerza al otro, sino que, por el contrario, lo refuerza. De los aportes de cada uno puede salir lo que sería la posible ley general de la nación, que en otros términos se conoce como constitución, la cual institucionalizaría los nuevos criterios de valor, de justicia, de producción y de distribución, que en realidad solo serían nuevos para la antigua clase dirigente, puesto que para la gran mayoría de la población sería más de lo mismo, solamente que dispuesto ya con carácter vinculante. Debemos ser claros en insistir que se está partiendo de aquello que ya camina actualmente en el mundo andino y no, como muchos piensan, de rescatar leyes antiguas provenientes de otros contextos históricos, como el «Imperio de los Incas» (hacer eso sería como querer dar nuevos bríos a la civilización occidental reinstaurando el Imperio Romano o la Edad Media, o incluso como regresar a los primeros años de la industrialización o a los dorados años sesenta del siglo XX). La sensatez nos indica que mirar hacia atrás es bueno cuando nos permite ir hacia delante, por lo tanto, aquellos que piensen que hemos insinuado de alguna manera volver a la organización incaica del siglo XIV, deben revisar bien la marcha de su razón, pues eso no es cosa de gente pensante sino de alucinados, y este no es un tratado de sicología. Que lo dicho sirva para ahora y para siempre y no se vuelva a tocar el tema. Lo que creemos que debe recoger esa constitución es el establecimiento de las nuevas formas de propiedad, para lo cual se podría extender el modelo de asociaciones familiares y locales, las cuales se ocuparían de funciones específicas, al estilo de los gremios. Vendría a ser una especie de trabajo asociativo familiar, donde los hombres se reúnen y se comprometen de acuerdo con sus vínculos y sus capacidades. Esto, en realidad, ya viene sucediendo espontáneamente en las zonas marginales de los países andinos quienes, sin mediar normas escritas, han sabido acomodarse y organizarse haciendo que las cosas funciones bien. Ni la producción ni el comercio se norman ni se coaccionan; simplemente se dejan fluir, pero a la manera andina, donde el trabajo y la posición social están dadas, no solo por los factores meramente laborales, sino por la clase de vínculo que se tiene con respecto a un grupo determinado. Así distribuido el trabajo, los clanes o gremios o comunas, o como se prefiera denominarlos, mantendrán límites y alianzas entre sí en función a su complementaridad, de modo que la producción sea equilibrada. Serán estas convocatorias entre las asociaciones las que decidirán los márgenes de acuerdo con la realidad. Esto quiere decir que no se elimina el comercio ni la moneda, pues ello es necesario para la convivencia mundial, sino que se organiza el trabajo dentro de la lógica de las asociaciones, evitando las sobreproducciones y la escasez. La verdadera anormalidad del mercado no está en él mismo, sino en quienes lo quieren orientar a satisfacer sus privilegios excesivos, que, en el caso de los países andinos, es una casta cerrada y colonial y, en el caso de los países desarrollados, un grupo formado por hombres cuya ambición no puede ser controlada por los Estados y que ha traído como consecuencia la formación de hiper desarrolladas empresas que actúan como un cáncer avasallador. En el mundo andino, por su ideosincracia, la individualidad no alcanza los niveles de otros países, de tal
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modo que es más difícil que surjan macro empresas del tipo occidental. Pueden sí llegar a ser grandes, mas su tamaño no significa la posesión en pocas manos; pruebas de ello es que existen muchas regadas por todo el territorio bajo el nombre de cooperativas. Creemos que los únicos que verán con malos ojos estos primeros intentos de vislumbrar cómo podría ser la posible organización política de los países andinos serían los actuales beneficiarios del sistema imperante. Pero nosotros les diríamos que sí existe una salida para ellos: la integración. Siguiendo el modelo que aquí les planteamos, ellos podrían acomodarse a las nuevas reglas de la producción participando activamente en la conformación de los nuevos Estados, aunándose a la causa de darle una mejor vida, no a unos pocos, sino a todos los andinos. Cierto que esto significará que perderán todos sus privilegios —que para nada bueno han contribuido durante los últimos cinco siglos— pero no el derecho de vivir en sus países y de ser ciudadanos dignos. En todo caso, si es que la ambición de algunos no pueda satisfacerse por ser aún mayor que la normal, siempre queda la salida habitual de la emigración hacia tierras más fértiles para ese tipo de personas. ¿Eso les extraña o incomoda? ¿Pero acaso no migraron de Europa a Estados Unidos decenas de millones que no encontraban en sus lugares de origen las condiciones que ellos anhelaban? ¿Acaso no viven en la nación del norte millones de latinoamericanos insatisfechos con la situación de los países donde nacieron? ¿Por qué tendrían que extrañarse si migraran otros millones a quienes no les agrade el futuro sistema andino? Como vemos en el caso de Estados Unidos, las migraciones también son sinónimo de prosperidad y de mejor vida. Sin embargo, algunos las mencionan como si fuesen un castigo y las usan como amenaza: «ya no se podrá vivir en este país —dicen—, tendremos que irnos de aquí». ¿Por qué no mencionan eso cuando la emigración y nacionalización como norteamericanos la hacen durante los actuales regímenes que ellos mismos dirigen? ¿Por qué no es visto como destierro cuando ellos están en el poder y sí es malo cuando no lo están? Hay aquí un problema de manipulación del concepto de emigrante, el cual lo usan a favor cuando ello va en beneficio de sus patrimonios y en contra cuando la situación imperante en sus países de origen no les son de su agrado. Seamos realistas; con o sin gobierno andino, igual están emigrando, nacionalizándose y poseyendo propiedades en los países desarrollados. Prueba de ello son los miles de propietarios de empresas, funcionarios, profesionales y políticos de las castas dominantes de los países andinos que constantemente se vienen convirtiendo en norteamericanos y residiendo allí, incluso varios de ellos ex-presidentes. Que tengan que emigrar cuando se instaure un sistema andino de gobierno no será ninguna novedad para ellos, porque lo más probable es que ya, ahora mismo, la mayoría sean norteamericanos ocultos (la verdad es que ya poseen, por lo menos, la visa de residencia). Respuestas a los argumentos que niegan la existencia de la filosofía andina Se suele decir fácilmente, y por salir del paso, que en el mundo andino no ha habido filosofía sino que se dieron una serie de circunstancias que obligaron a sus habitantes a hacer lo que hicieron, y que para ello utilizaron algo así como un pensamiento primario o una simple lógica elemental. Es decir, si bien reconocen desde hace unos treinta años que hubo aquí una cultura desarrollada que fue capaz de hacer ciertas cosas «sorprendentes» —teniendo en cuenta que no eran europeos— lo que no admiten es que hayan existido formas elevadas de pensamiento. O sea, que eran algo parecidos a una computadora, que es capaz de hacer cálculos increíbles pero no se puede servir el café. ¿Pero es posible eso? ¿Se puede realizar obras complejísimas de ingeniería, de medicina, de administración y no se puede filosofar? Parece difícil de creer pero la gran comunidad intelectual así lo sostiene. Para ello se basan en diversos
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argumentos como son: que era una sociedad totalitaria y oprimida por una casta de violentos e insensibles dictadores que ordenaban a su antojo todo tipo de trabajos materiales e intelectuales— y el pueblo, sumiso y temeroso, obedecía ciegamente; o que por lo mismo, por no haber libertad de expresión en medio de ese régimen de terror, nadie podía pensar otra cosa que no fuera lo que el mandamás dijese; o que todas esas cosas las hicieron acuciados por sus necesidades básicas, algo así como que si tenían frío se abrigaban, o si querían ir hacia un poblado lejano hacían un camino, pero hasta ahí nomás; y finalmente que, como sin escritura no se filosofa, una cultura ágrafa como la andina, por no tenerla, no podía desarrollar ideas complejas. En realidad existen muchas más objeciones para argumentar que los andinos no tuvieron y, por lo tanto —ojo: mensaje dirigido a los manos-de-obra-barata— no pueden tener pensamiento desarrollado y propio al que se le llama filosofía. Nosotros intentaremos demostrar que ello no es cierto, para lo cual responderemos a cada una de estas observaciones. Respuesta al argumento del castrante totalitarismo Decir que porque en el mundo andino se dieron formas de pensamiento cerradas e impuestas «totalitariamente» —concepción muy a flor de labios en todos los analistas occidentales cuando juzgan a otras civilizaciones que no llegan a entender— entonces no hubo, ni puede haber, filosofía resulta, por lo menos, muy apresurado. Bastaría con que revisemos los libros de la historia de la filosofía occidental para que con eso vuelva la luz, la sensatez y la humildad. Cuando se ve el tronco en el ojo de uno mismo ya no es tan sencillo hablar de la paja en el ajeno. ¡Cuántas veces Occidente se ha comportado igual o peor que aquellos a quienes critica y desprecia! ¿No les bastaría solo con el ejemplo de la Edad Media europea? ¿Cómo entonces admiten que en su etapa más oscurantista también hubo filosofía y eso nadie se los niega? ¿No tuvieron que pasar dos mil años para que redescubrieran a los griegos y se produjera el Renacimiento? ¡Dos mil años! No es poca cosa. Y sometidos por el propio cristianismo que tanto se esmeran en imponer. El veneno que tomaron lo usan como remedio para los demás. ¿Tiene todo esto sentido? Sí, lo tiene, y es muy respetable, porque eso demuestra que la verdadera cara de la filosofía no es una sino muchas y diferentes. Aún bajo un régimen totalitario y opresor se puede pensar, se puede filosofar y, por último, se llega a cambiar. La historia de Occidente lo demuestra. Pero no queremos dar a entender con esto que admitimos que en la civilización andina solo existió el totalitarismo (o el despotismo de una clase dominante y subyugadora). Más bien existieron toda una serie de variantes de estructuras políticas diferenciadas y distintas en el transcurso del tiempo. Probablemente a los ojos occidentales les parezcan todas un conjunto de regímenes tiránicos, pero eso no fue así. Estas organizaciones fueron sumamente complejas, basadas en relaciones de alianza y reciprocidad entre familias y clanes. Prueba de ello es que hasta hoy en día subsisten ocultas bajo formas más comunes como «clubes» departamentales, provinciales, barriales, asistenciales, asociaciones civiles, religiosas, etc. Respuesta al argumento de la ausencia de libertad de expresión Argumentan que no existe la filosofía andina porque entre los antiguos andinos no había libertad de expresión; que se pensaba de acuerdo a necesidades básicas y que no se especulaba; que no se intercambiaban aleatoriamente los datos de la naturaleza para obtener constructos mentales, como las matemáticas. Toda esa crítica sostenida hasta la actualidad puede ser rebatida fácilmente empleando el método —occidental, para hacernos entender con su propio lenguaje— deductivo. No se hubiera podido desarrollar el sistema de riego, la planificación de la agricultura, el desarrollo
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biogenético de las plantas, la medicina, la ingeniería pesada, la navegación, sin un cuidadoso proceso mental y simbólico. Eso hubiese sido imposible bajo el esquema de la total ausencia de libertad de expresión. Cualquier nueva idea hubiese sido aplastada inmediatamente por alterar el orden establecido, como sí pasó durante la Edad Media europea. Entonces debe haber habido una laxa libertad de expresión y de creación para poder aumentar el cúmulo de conocimientos adquiridos. Tampoco es válido decir que era política de Estado fomentar la creatividad, como en la ex Unión Soviética (la que, a pesar de todo, pudo elaborar un programa espacial antes que los «libres» norteamericanos). La experiencia ha demostrado, justamente, en el caso antes mencionado, que el desarrollo del pensamiento y la creatividad humanas pueden más que cualquier sistema conductor y opresor de las voluntades, y que terminan desbordando al sistema mismo. ¡Cuántas veces habrá pasado eso entre los andinos! Desde que eran recolectores hasta que se hicieron grandes constructores tiene que haber ocurrido un gran número de revoluciones, de actos libertarios contra las diversas tiranías y opresiones, con lo que pudieron avanzar a pasos agigantados. La conclusión es que, si bien deben haber existido épocas opresivas que coactaban la libertad de expresión, ha habido también aquellas en las que se luchaba y se liberaban los pensadores. Solo así se explica cómo hubo tal evolución. Respuesta al argumento del pensamiento solo por necesidades básicas En cuanto a que solo se pensaba por el impulso de las necesidades básicas, imaginamos que lo que quieren dar a entender es que, por ejemplo, si tenían necesidad de llevar agua a un determinado lugar, pues entonces pensaban en ese preciso momento en cómo hacerlo; no antes ni después; y que una vez satisfecha esa necesidad pues se dejaba de pensar y se pasaba a otra cosa. O sea, si mal no entendemos, se trataba de una filosofía utilitaria —igual que la contemporánea, ¡qué curiosa manera de anticiparse en el tiempo!— en la que la necesidad antecede al pensar y lo condiciona, contrariamente a la filosofía especulativa —para algunos, la verdadera filosofía— en la que las necesidades no motivan ni limitan al pensamiento. En primer lugar, habría que esclarecer qué se quiere decir con filosofía utilitaria y si ésta es diferente de la otra. En un sentido lato, toda filosofía tendría el mismo objetivo: beneficiar al hombre. Desde ese punto de vista, más derecho tendría para llamarse filosofía la utilitaria porque está siendo directamente útil al ser humano, mientras que la otra deshoja margaritas dedicada a discusiones bizantinas. Pero es difícil creer que se puede ejercer un tipo de pensamiento y descartar el otro, como si se tratase de un actuar esquizofrénico. Creemos que ambas actitudes caben en el filosofar y que la una no puede existir sin la otra, así que intentar dividirlas y darles vida propia no parece por lo menos viable en la práctica, cosa que el mismo lector puede intentar hacer como experimento: divida usted su pensar práctico de su especulativo y saque las conclusiones de ello. Decir que alguien no filosofaba sino que respondía a las necesidades que le obligaban a pensar es un sofisma para negarle al pensador su posición filosofante. Todos, ante un reto en que nos jugamos la vida, ponemos todas las cartas sobre la mesa del pensamiento y las barajamos infinitas veces antes de tomar la crucial decisión que afectará a miles. Incluso aceptamos hasta las opciones más improbables, evitando así no desechar algo que pudiera ser una respuesta sorpresiva pero beneficiosa. Con esto queremos decir que los antiguos hombres andinos, antes de emprender sus gigantescas reformas, habían ya sopesado todo lo que el conocimiento de su época llegó a recopilar. Y con esto respondemos a otra de las críticas. De alguna manera tuvieron que hacer esa recopilación. Si pudieron administrar extensos territorios con complicadísimas relaciones de poder y de propiedad es porque tenían la forma de hacerlo. Y si eso podían hacer, igualmente eran capaces de llevar la contabilidad de todas las ideas habidas que fueran útiles o
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peligrosas para la vida. Una cosa va con la otra. Pero dirán que el llevar la cuenta minuciosa de todo lo hablado y pensado no es especulación, sin la cual no hay filosofía. Nuevamente haga usted la prueba amigo lector e intente acumular mucha información de algún tipo y evite sacar conclusiones de lo que tenga en manos. ¿Podrá impedir esa actitud natural del pensamiento? ¿Si alguien le pregunta cuánto es veinte veces cinco empezará a contar de cinco en cinco hasta llegar a veinte o inmediatamente hará una multiplicación? ¿Qué piensa que hará su mente, en caso de que esté sana? No nos podemos imaginar a las grandes culturas andinas recopilando ingente cantidad de datos de todo tipo sin llegar, automáticamente, a especular y sacar conclusiones al margen de las necesidades inmediatas. Prueba de ello es que existía la planificación. ¿Qué es la planificación sino una proyección en el futuro? Pues para proyectarse en el futuro primero hay que concebirlo, luego considerar toda la información con sus imponderables para, seguidamente, establecer las posibles rutas o mecanismos a tomar. Todo eso implica un pensamiento filosófico, una suma y resta de posibilidades para obtener los mejores resultados. Indudablemente los planificadores antiguos no eran seres privilegiados que pensaban en segundos; deben haber sido hombres dedicados a tiempo completo a juntar y entrecruzar datos para luego, con mucho esfuerzo, elaborar determinado número de respuestas posibles con sus pros y sus contras. Y si eran seres dedicados a este ejercicio de la mente no es difícil imaginar que además deben haber pensado en otras cosas diversas, pues nadie es tan autómata como para pensar solo en lo que se le dice y callar su conciencia para sí. En algún momento esos funcionarios, dedicados a la especulación de las ideas imperantes en su época, tienen que haberse expresado sobre otros temas colaterales pero que no dejaban de interesarles y de ser importantes para sus vidas y las de los demás. Probablemente de allí hayan salido muchas de la revoluciones que destronaban tiranías y producían los impresionantes avances en ciencia y tecnología. Quizá nos cuesta admitirlo pero es un hecho: los antiguos andinos pensaban, especulaban, y se proyectaban en todos los campos del saber. Hacían filosofía. Respuesta al argumento de la falta de escritura Finalmente, uno de los argumentos más empleados para negar la presencia de filosofía en el hombre andino es la ausencia de escritura, cosa que en realidad ya ha sido rebatida y, en la actualidad, pocos aún lo sostienen, pero no lo descartaremos en este análisis. La primera confusión que existe es entre lo que son fonemas y grafemas. El fonema es la manifestación de un mensaje mediante el sonido, mientras que el grafema lo es mediante un símbolo. Ambos elementos intervienen en lo que llamamos el idioma, la lengua. Pero mientras que el fonema es primigenio y universal el grafema es producto de un proceso evolutivo que recién se consolida en el hombre en un tiempo más reciente. Quiere decir que el idioma hablado antecede en mucho al escrito. Y aquí viene la polémica. Se dice que el hombre empieza a filosofar cuando ya puede escribir, cuando ya puede colocar símbolos sobre una superficie que le permite recordar los conocimientos y especular con ellos. Con esto se pretende insinuar que lo que hacía el hombre antes de la escritura era algo así como una «pre filosofía», y que en esa etapa no se podían alcanzar ciertos logros, propios solo de culturas superiores que sí la poseían. Pues bien, cuál no sería la sorpresa de los europeos cuando llegaron a nuestro continente al encontrar enormes culturas que contradecían esa creencia. Ello puso en cuestionamiento este falso concepto, por lo que buscaron otras explicaciones, llegando a la conclusión —ya desde la época de la conquista— que los andinos empleaban otros sistemas de conservación del pensamiento que no eran la escritura, entre los cuales mencionaban: unos sistemas de cuerdas con diversos nudos a lo largo de ellas —llamadas «quipus»— unas telas pintadas con diversos símbolos, además de unas piedras marcadas, sin descartar algo que les parecía extraordinario: la
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conservación oral, el más viejo método usado por el hombre para convertirse de primate a lo que actualmente es. (Debemos recordar que los más importantes logros de la humanidad, los que nos llevaron a ser lo que somos, han sido hechos por seres carentes de escritura, por lo que aducir que sin escritura no hay evolución es solo una ligereza de quien no es realmente un pensador). No encontrar escritura y acusar de inferior, de hombre sin alma, a quien no la poseía, fue en realidad un instrumento político que hasta el día de hoy se utiliza para ejercer el dominio por parte de la casta pro occidental en los pueblos andinos. Es como si, invirtiendo la situación, un poderoso ejército andino llegase a Europa y encontrara que nadie puede entender los «quipus», y que por eso inicie una cacería de hombres para esclavizarlos puesto que son «ignorantes». Se puede hacer filosofía sin escribir, ya que quien dicen que fue el padre de la filosofía occidental, Sócrates, no escribió ni una letra, como tampoco la escribieron personajes como Cristo o Buda o muchos otros grandes hombres de la historia, por citar solo a los más significativos. Lo más probable es que, en el mundo andino, el cuerpo central del pensamiento haya estado en la oralidad de sus filósofos —que en toda sociedad nunca son muchos. Si somos curiosos, pasa lo mismo que con los poetas: en cada época son solo unos pocos quienes ejercen realmente de filósofos, mientras que lo que hace la mayoría es divulgar sus pensamientos. Hoy en día ¿cuántos filósofos, no divulgadores ni seguidores, cree el lector que existen en Occidente? ¿Cien, veinte, diez, cinco? De repente nos sorprenderíamos si realizáramos esa contabilidad. Con la desaparición física de los filósofos andinos solo han quedado sus ideas insertadas dentro de las estructuras no orales, pero no por eso han perdido la esencia de lo que son. Conclusión sobre la filosofía andina En todos los aspectos que hemos tratado subyace una filosofía, un pensamiento que explica y elabora respuestas a los retos del mundo y con eficiencia, ante la incomodidad de la filosofía occidental que organiza el mundo de otra manera y no la comprende. Uno de los grandes problemas con los que se enfrenta la Historia Universal de la Filosofía es que, salvo en Occidente, es muy poco o nada lo que se puede obtener como fuentes escritas en las otras civilizaciones, lo cual genera la equivocada idea de que «donde no hay escritura no hay sabiduría», cuando lo que realmente no hay son pruebas gráficas. La dificultad es: ¿qué pasa cuando una civilización no emplea el método de la escritura, aunque sí utilice otros como la oralidad o distintos tipos de simbolismos o ideogramas, manejados y plasmados en superficies diferentes al papel, como el tejido, la arcilla, las cuerdas, las piedras, etc.? Ciertamente que para quien la escritura es el único medio de trasmisión del pensamiento, la ausencia de ella significa la ausencia de pensamiento, pero eso es un absurdo que hasta hoy se repite. Sería larga la lista de iletrados que hicieron la historia del hombre, a los que no se les puede negar que tuvieron un pensamiento, una cultura. Pocas personas serias podrían afirmar que la escritura es la única manera de transmitir ideas elaboradas. Una simple investigación antropológica nos revelará que existe todo un mundo complejo detrás de un pueblo sin escritura convencional. Pero ello no quiere decir que nos neguemos a poner por escrito una filosofía realmente activa bajo una modalidad no escrita ni oral sino vivencial. Redactarla es una tarea que pretendemos hacer en el futuro pero aclarando que, si ha podido subsistir durante más de quinientos años escondida en múltiples formas, quiere decir que no necesita de la palabra escrita para seguir existiendo a través de su fuerza social, su manifestación cultural y, ahora último, su expresión política, un hecho que la cultura oficial califica de «persistente ignorancia», sin darse cuenta que no se trata de todo un pueblo confabulando para ser ignorante, sino de una civilización que tiene otra cara, otro espíritu, que no se comprende fácilmente. Es la misma actitud que sucede cuando estamos frente a una
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manifestación cultural diferente a la nuestra —por ejemplo, la música china— y decimos, en nuestra inocencia, que estamos escuchando sonidos inconexos, desafinados y fuera de lugar. Suponemos con eso que una enorme cultura milenaria no es capaz de realizar ni siquiera una sola nota afinada. El lector se podrá reír pensando que tales tozudos oyentes no existen, pero se sorprendería si sondeara la mente, no de un hombre común, sino la de muchos serios críticos musicales. Pues bien, hoy existen numerosos observadores y pensadores occidentales quienes ven en las expresiones de toda una civilización, como la andina, una manifestación del desorden de una sociedad que no sabe a dónde va, sin poder entender que se trata de una ola que muy pronto los envolverá, como pasó con la revolución francesa. Si creemos ver a un pichón que es más grande que los demás como a un futuro pato, lo único que veremos es una anormalidad de la naturaleza, un monstruo; pero si entendemos que ese pichón se trata en realidad de un futuro cisne, entonces sabremos captar la belleza que nos depara el porvenir. «Todo presente modifica el pasado. No sabemos lo que el pasado nos reserva en el porvenir» (Juan Estelrich). Volvemos a citar a un pensador de Occidente —porque no debemos ser mezquinos ni extremistas, puesto que el hombre andino no lo es— para así poder aprender y valorar lo que hay realmente de bueno y justo en la vida, sin importar de dónde venga. Y lo hacemos porque en este pensamiento se refleja lo que suele ocurrir y está sucediendo: desde nuestro presente volvemos a mirar las cosas pasadas y las vamos reinterpretando, sin miedo, sin prejuicios, como cuando leemos antiguas cartas y vamos entendiendo las cosas desde una perspectiva más madura de la vida. Las vemos y descubrimos en ellas la «capacidad de las ideas del pasado para fertilizar y vivificar el presente con insospechadas e imprevisibles fecundaciones» (ídem), lo cual hace que nuestros espíritus sean realmente lo que son: creadores, gestores de su tiempo, luces que iluminan con su fuerza de vida, portadores de esperanzas y de fe en un futuro mejor; más noble, más equilibrado, más satisfactorio en todos los sentidos. Hemos estado ideológicamente entrampados sin ver la luz de la libertad; hoy empezamos a vislumbrar los destellos de un futuro sol, el sol andino, que iluminará nuestras existencias.
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ANDINIA Resumen conceptual Lo siguiente es una reseña de algunos de los más importantes temas y conceptos tratados en el ensayo Andinia. Hemos preferido resaltarlos de esta manera por cuanto creemos que representan las ideas centrales que, como ya dijimos en un comienzo, pueden perderse por no estar expresadas sistemáticamente. No somos «indios» Este fue un error de los europeos al confundir el nuevo continente con la India, pero esa no es la principal razón para rechazar el término. El concepto indio está íntimamente asociado a inferior, a raza desaparecida o en vías de extinción y su sola mención crea ya una marginación violenta que nos retrotrae hacia las primeras luchas de los conquistadores. El concepto andino, si bien es también creación de Occidente, no está contaminado por lo negativo que sí tiene la palabra indio. Además, posee la ventaja que permite la incorporación de todos y de todo lo que hoy en día se produce en nuestras tierras, no solamente lo pasado y «folclórico». Puede agrupar tanto los orígenes como las evolucionadas consecuencias del presente. De este modo, un blanco de Caracas, un negro de Bogotá, un quechua de Lima, un aimara de La Paz, un mestizo de Santiago o un oriundo de Córdova, pueden auto identificarse como andinos sin tener que ser «indios». La patria es la que uno elige y no donde se nace La experiencia nos demuestra que finalmente el hombre, cuando está en la facultad de decidir, escoge el suelo donde quiere vivir y morir. Si alguien que nació en la sierra boliviana decide migrar a Estados Unidos, nacionalizarse, enlistarse en el ejército y morir con las estrellas y barras en el pecho, no puede llamarse andino, porque él eligió la patria por la cual pelear y dar la vida. Igualmente, si alguien nació en la China pero migró a Venezuela, se nacionalizó, y vive y trabaja allí, ese es un andino. A nadie se le puede forzar; en cuestión de patrias el corazón es el que decide. Por eso el ser andino no es una cuestión de raza, de color de piel, de idioma, de cultura: es una cuestión de espíritu, de saber para quién se lucha, a dónde se encaminan los esfuerzos para beneficiar a quién. Si alguien, no importa de dónde venga, se entrega totalmente a la causa andina, es indudablemente un andino. Pero si alguno o alguna, por más que tenga la misma cara de Manco Cápac y Mama Ocllo, defiende los intereses de otros que no son los andinos, ese no es andino. A todos los que lean este texto les diríamos lo siguiente: cada uno decide. En el mundo andino coexisten dos civilizaciones en pugna: la andina y la occidental Cuando a alguien medianamente instruido de los países andinos se le pregunta a qué cultura o civilización pertenece, quizá muy pocos no responderán que a la occidental y cristiana. Sin embargo esto no es así. En nuestro mundo conviven dos civilizaciones: Occidente y la civilización andina —para nosotros Andinia—; la primera en retroceso por la decadencia de su fuerza creadora y la segunda ya madura, emergente, incontenible como un brote del subsuelo. Porque esa es la comparación que hacemos para explicar este fenómeno. La civilización occidental es como un riachuelo que corre tímido y casi seco por sobre la superficie de nuestros países, mientras que la civilización andina es un enorme y torrentoso río subterráneo que por
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todas partes empieza a emitir sus chorros, mezclándose y entintando las débiles aguas superficiales. La avalancha de pueblos emigrando a los últimos reductos de Occidente, la grandes ciudades andinas, en vez de occidentalizarse, está por el contrario andinizando esos últimos vestigios del antiguo statu quo; por eso es que se habla de las crisis de los países andinos, crisis que no son más que los dolores de parto de una nueva criatura que pugna por salir para vivir bajo otras reglas, otros principios, otra filosofía. Los tres momentos de la historia del mundo andino Cuando vemos la Historia no desde el punto de vista occidental —porque, a nuestro entender, éste no es el único punto de vista del ser humano— sino desde el punto de vista del hombre andino podemos distinguir claramente tres grandes momentos, transcurridos en la civilización andina: el de formación, que abarca todo el proceso de crecimiento y consolidación; el de occidentalización, en que la cultura occidental invadió el mundo andino y que comprende un período de cinco siglos hasta la fecha; y el de resurgimiento, el cual se ha iniciado desde hace no mucho y que marca el comienzo de una etapa de madurez, más fuerte, y alimentada a su vez con los restos y aportes de la civilización occidental. Indudablemente que no es una división estricta sino hasta cierto punto metafórica, esquemática, pero que nos ayuda a entender lo que queremos decir: que la civilización andina no ha muerto sino que sigue viva en todos sus aspectos —salvo en el político— sin perder su identidad ni su esencia; y que es recién en esta época cuando empieza a manifestarse plenamente en razón de que se ha desarrollado lo suficiente como para dar muestras de su tamaño y energía, mientras que Occidente está en retroceso como fuerza creadora, conductora y portadora de fe (cosa que nosotros atribuimos a la disminución ostensible de su germen creativo) . En nuestros países la verdadera cultura es la andina mientras que la occidental es una supra cultura Siempre se habla de la cultura como un sinónimo de saber todo acerca de la cultura occidental. Aquel que no habla algo de inglés, que no conoce de ciudades italianas, que no puede mencionar músicos alemanes, que no es capaz de identificar actores norteamericanos o decir nombres de científicos ingleses, es considerado inculto. Esa es la cruda realidad en nuestros países. Pero esto es solo una simple actitud, una apariencia, una postura culturesca que asumen algunos puesto que nada de eso les atañe directamente, salvo cuando viajan a aquellos países. Lo que en nuestro medio erradamente llamamos cultura es lo ajeno; es saber qué hace y cómo vive el vecino, pero al mismo tiempo ignorar dónde queda nuestro propio baño, por lo que terminamos haciendo nuestras necesidades en plena sala. En realidad cultura es la esencia de cada país, de cada nación, de cada civilización. Es cómo está realmente configurada la sociedad. No es una tabla de valores que sirve para medir qué pueblo se encuentra más o menos desarrollado o si alguien tiene o no educación. Ella es simplemente la manera cómo cada quién se identifica, cómo es cada uno; algo así como el nombre, la personalidad, la forma de ser y de expresarse. De este modo entendemos la cultura. Por lo tanto, en los países andinos, la cultura real es la andina, con todas sus características, nos gusten o no; mientras que la occidental, impuesta por la fuerza, es a la que calificamos de supra cultura (que se pone por encima de la cultura pero que no llega a serlo). Cultura no significa saber la historia y geografía europea o norteamericana, sino conocer quiénes somos, qué terreno pisamos, con qué contamos y hacia dónde queremos ir.
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El método que proponemos es el de la negación y luego la creación heroica Difícil es encontrar en las bibliotecas libros y manuales para alcanzar la libertad y la independencia, pero más difícil aún es encontrar aquellos que nos digan cómo impulsar el surgimiento de nuestra civilización andina, porque éstos aún no se han escrito: tenemos que hacerlos. Se trata de realizar una lectura de la realidad para poder identificar cuál es el fenómeno que está ocurriendo y describirlo y comunicarlo a la mayor cantidad de mujeres y hombres andinos. Pero si nos ponemos a aplicar los métodos tradicionales venidos de Occidente solo terminaremos buscando sus propias huellas y sus propias fallas en el proceso de occidentalización. Por eso el camino ideal no es el acudir a la universidades —puesto que ellas de por sí son un reflejo, la vanguardia, los baluartes y los estandartes de esa occidentalización. Ellas lamentablemente ordenan el mundo de acuerdo con esos patrones y desde un comienzo toman partido, sin aplicar siquiera el propio método científico que dicen emplear para que con él pudieran evaluar y después decidir qué camino tomar. Por todo esto es que nosotros proponemos emplear desde un principio el uso del concepto NO, de la negación, como método de trabajo: no aceptar nada a priori que venga de Occidente. Y después de aplicar la negación dar paso al proceso de búsqueda, de investigación, para finalmente llegar a conclusiones más reales, menos interesadas en perpetuar el dominio de Occidente. No se trata de inventar la rueda, sino de poner en tela de juicio todas aquellas verdades que se consideran intocables por el solo hecho de ser de Occidente; pasarlas por un tamiz de aplicabilidad en nuestro medio. Es preguntar: ¿esto que es muy bueno en Europa es realmente bueno entre nosotros o solo trae más desgracias y problemas? Únicamente si tenemos a flor de labios la palabra NO nos sentiremos más capaces de elegir, de decidir qué es bueno y qué es malo para nosotros y de, por último, crear nuestra propia verdad, nuestra propia ciencia, entendiendo que la ciencia no se puede desligar de su aplicación. Si creemos que ciencia es solo un cuerpo de conocimientos plasmados en un papel sin su empleo en el mundo real y humano estamos hablando de mitología, de superstición o de fantasía. La ciencia es su teoría y su práctica, y si la práctica es diferente se tratará de una ciencia diferente. Porque una ciencia dirigida a la destrucción no es la misma ciencia que se dirige a la creación. Son dos ciencias distintas porque diferentes son sus aplicaciones. Quiere decir que los fines hacen la ciencia; y que si esos fines planteados desde un principio son la muerte, pues se está haciendo una ciencia de muerte. En este sentido la ciencia no es neutral como muchos pretenden hacernos creer (los asesinos dicen: no es nada personal. Los norteamericanos dicen: daños colaterales) porque la ciencia es un producto meramente humano y no de las piedras; y el hombre no es, nunca puede serlo, neutral. Decir que existe algo creado por el hombre que es completamente ajeno a él resulta un absurdo: su origen ha sido humano como humana es su aplicación; y al decir humano estamos diciendo opinión, posición, gusto, tendencia, vicio, virtud y todo lo demás. Lo que hacen en realidad es un truco para que creamos que porque algo es científico entonces no es ni occidental ni nada, que no tiene ningún fin específico. Suena a argumento de venta. «La ciencia no es buena ni mala; es verdad pura. Yo solo aplico la ciencia, por lo tanto, solo aplico la verdad» dicen los dominadores, repitiendo el mismo argumento de los generales nazis en el juicio de Nüremberg: «Yo solo cumplía órdenes», o lo que decían los ministros de un corrupto presidente latinoamericano: «Nosotros somos solo técnicos, no políticos». Y claro, se enriquecieron limpiamente, sin comprometerse con los crímenes y excesos: solo eran técnicos, no seres humanos. Ciencia pura para cometer todo tipo de miserias humanas sin ninguna responsabilidad. El piloto arroja la bomba atómica y no siente ningún remordimiento: solo cumplía con su deber. Tenemos que crear heroicamente pues nadie nos va a ayudar, sino todo lo contrario. Necesitamos atrevernos a pensar mirando nuestra realidad y ayudados por
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nuestra propia ciencia: la ciencia que busca la vida, el bien común. Y si es necesario cambiar ciertos principios científicos que vemos que solo nos hunden más en la miseria, pues cambiémoslos; total, la ciencia está el servicio del hombre y no el hombre al servicio de la ciencia. Seamos osados, valientes, arriesgados, pero sin perder nuestro espíritu andino que, ya hemos dicho, tiene una filosofía del hombre y de la vida que hace que el ser humano se encuentre más integrado a la tierra y al cosmos.
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La revolución silenciosa En nuestro territorio confluyen no una sino dos civilizaciones: la andina, nativa y adaptada a su medio, y la occidental, proveniente de Europa y producto de la acumulación de elementos sintetizados de varias civilizaciones vecinas al mar Mediterráneo. Ahora bien, ¿por qué hacemos este énfasis que va contra los principios que frecuentemente nos tratan de presentar a través de los medios de información? Porque no afirmarlo sería admitir que solo existe «una» civilización viva, la occidental, en desmedro de la que realmente está viva, que es la andina. Occidente es, en la actualidad, el cadáver de un árbol muerto que todavía da sombra y, es más, cuando llegó a América ya estaba en proceso de decadencia. Es por esa razón que, a pesar de quinientos años de estadía, no ha podido derrotar y hacer desaparecer a nuestra civilización que es más joven y se encuentra en proceso de crecimiento y maduración. Pero es importante que nos demos cuenta de esto ahora que la brecha se está ensanchando al punto que ya es visible lo inevitable: el retroceso de Occidente en nuestra sociedad. Cada vez los andinos, seamos de la costa, de la sierra o selva (usaremos este convencionalismo concientes de que nuestras regiones reales son otras), somos más fuertes e imponemos nuestra ley donde vamos. Ya lo occidental no puede ni convencernos ni enfrentársenos porque no tiene fuerza. Y una civilización, para que sobreviva, tiene que estar en proceso de creación, tal como lo está la nuestra. Pero ustedes dirán: ¿cuál es esa civilización andina de la que hablas que nosotros no la vemos? Todas las cosas en la vida se pueden observar según el cristal que se use para mirarlas. Si nosotros tuviésemos la voluntad suficiente para proponernos, por ejemplo, llamar al negro «blanco» y al blanco «negro» terminaríamos por acostumbrarnos a emplear estas palabras para identificar esos colores. Este sencillo experimento lo podemos hacer con todos los conceptos del mundo obteniendo los mismos resultados. Pero dirán ¿qué sentido tiene hacerlo si así no nos vamos a dejar entender por nadie? Es que la idea no es dificultar el entendimiento sino demostrar que podemos invertir las cosas a nuestra voluntad. El asunto está en ponerlas a nuestro favor y luego tratar de convencer a la mayoría de las ventajas de ver las cosas de esa manera. Esa es la forma cómo se crean las verdades. Pero es importante que primero las cambiemos en nuestro interior antes que en el exterior. Debemos tenerlas maduras para que cuando llegue la hora de decirle a nuestro hermano: «oye, tú encuentras así porque te han convencido de que estás mal y que no tienes remedio, salvo el que ellos te ofrecen. Yo te puedo indicar cuál es la forma a tu alcance para que te sientas bien», no nos ocurra que después nosotros no estemos tan seguros de lo que decimos. Puede pasar lo que les sucede a muchos seguidores de ideas que apelan más a un libro que a ellos mismos. Quieren convencernos que «el libro es el que sabe», por lo tanto pretenden que sigamos a un libro. ¡Qué tontería! Los hombres seguimos a los hombres y no a los libros. ¿Quién ha dicho que el hombre necesita de los libros? Este artefacto apenas si tendrá poco más de tres mil años de existencia ¿y quieren que sea la única fuente de sabiduría? Cuidado con eso. Cuidado porque de este modo tratan de eliminar de plano a nuestra civilización —que no escribió ningún libro porque no lo necesitaba— de ser cultura superior o desarrollada. Esa es la trampa. Cuidado con creer más en el libro que en el hombre. Cuidado con la palabra escrita que casi siempre dice lo que el escritor «quiere decir» y no lo que realmente piensa. Cuidado porque el papel aguanta todo y, en manos de torcidos y mentirosos, es el arma más peligrosa que se ha creado. Detrás del libro hay toda una malintencionada forma de discriminar a muchos de nuestros hermanos campesinos iletrados, privándolos del derecho a existir para luego manipularlos con la idea de que tienen que «alfabetizarse» como condición sin la cual los seguirán marginando de por vida. Así es la cultura occidental. Cuidado también con los que tienen solo libros en la cabeza y terminan por enfermarse la mente
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creyéndose todas esas ideas sin las que les parece imposible seguir viviendo. Son los principales gérmenes de la cultura occidental, los cuales se encargan de ir por el mundo maltratando a la gente con actitud de desprecio y altanería, creyéndose los únicos portadores de «la cultura», cuando lo que hacen realmente es ser simples corresponsales de todo lo que Europa produjo y produce y que, lamentablemente para ellos, aquí no encontró terreno fértil para germinar. Cuidado entonces con esa sabiduría que es «su» sabiduría mas no la nuestra. Nosotros tenemos nuestra propia sabiduría y no necesitamos de sus libros, de sus ideas, de sus religiones, de sus fórmulas políticas ni de su concepción de «el mundo» —tal como ellos llaman al territorio que han conquistado. Jamás nos sintamos menos ante alguien que diga que ha leído algo venido de Occidente. Más bien preocúpense por él porque es un hermano enfermo. Como también están enfermos los que se nos acercan diciéndonos que tienen la fórmula para solucionar esto o aquello porque así se hizo en otras partes. Estos quizá, en su afán de ayudarnos, apelan a lo único que saben, que es lo que aprendieron en la universidad o a través de los medios de comunicación impresos y no impresos. Es que ellos todavía no entienden que la cultura, la verdadera cultura, no se aprende ni se estudia: se vive; se asimila. Ellos, al dedicarse a las lecturas, caen inocentemente en el defecto de las viejas chismosas que viven pendientes a ver qué hace y qué no hace el vecino para imitarlo o simplemente para darse aires de grandeza contando lo que saben de él a las criadas, quienes aparecen como torpes e ignorantes. ¿Qué tanto les preocupa lo que dijo fulano, zutano o mengano en Londres, lo que hizo tal persona en París, lo que se expuso tal otra en Nueva York hace poco o lo que escribió equis en Washington no hace mucho? Todo eso no hace más que alargar nuestra agonía de ser los eternos infantes que viven prendidos de la teta de «mamá Occidente». El comienzo de nuestra libertad La libertad, nuestra libertad, empieza por la negación, por el NO. Nuestras primeras negaciones deben ser: NO al conocimiento letrado, NO a los que pretenden imponernos su sabiduría occidentalista, NO a los que viven mirando «para fuera», NO a los que se llenan la boca de frases rebuscadas y no sepan ni sembrar una papa, NO a la supremacía del típico intelectual (porque sabe mucho de otra cultura pero no sabe nada de sí mismo ni de la nuestra; vive admirándose de la ropa del vecino y no puede darse cuenta que está desnudo. Que deje en paz a los demás y se preocupe por vestirse). NO al soberbio que habla con palabras suaves y misericordiosas, NO a la «caridad» —que es la peor forma de desprecio y humillación con que nos pueden tratar. Si ellos dicen que «todos los hombres somos iguales» ¿por qué vienen como dioses a darnos limosnas y pan haciéndonos sentir aún más las diferencias entre ellos y nosotros? ¿Acaso somos los conejillos de indias con quienes ellos alivian sus conciencias? NO a sentirnos necesitados. NO a sus consejos, a sus costumbres, a sus penas, a sus alegrías, a sus razones y a sus espíritus. NO a Occidente, porque Occidente es muerte, previa lenta agonía. Liberémonos, sí, pero a la vez sumémonos a la corriente de la civilización andina. Como decíamos líneas atrás, todo depende de cómo se miren las cosas, y si nosotros queremos mirarlas con fe, con ganas de terminar por fin con la opresión de ser «incultos y marginales» entonces transformemos, en nuestra cabeza, esa marginalidad en verdad, la cual será válida solo para nosotros, porque tampoco tenemos ningún derecho de ir a imponérsela a otros que no son de nuestra civilización —tal como acostumbra a hacer Occidente desde siempre, pretendiendo hacernos creer que esa es una «actitud humana» cuando solo es la actitud de un occidental. Volteemos la tortilla y veamos que nosotros podemos estar arriba de nosotros mismos —ya no abajo como hasta ahora— sin necesidad de leer nada foráneo, sin seguir
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ningún postulado americano o europeo, sin matricularnos en ningún curso de especialización, sin tener que ver u oír eso que es «muy importante» para nuestro desarrollo (a la manera occidental, por supuesto). Y no es que tratemos de inventar la pólvora o de hacer una novela. Lo único que pretendemos es observar qué está pasando para poder subirnos al carro de esta revolución silenciosa, pero poderosa, que es el resurgimiento de la civilización andina. Mientras más cerca de ella estemos más próximos nos hallaremos del triunfo y de la satisfacción de vivir. Pero mientras más nos alejemos, mientras más atendamos solo a lo que pasa fuera de nuestra sociedad y vivamos pendientes de ello con la excusa de que hay que tener «cultura general» —o sea cultura occidental— más lejos estaremos de nosotros mismos y del equilibrio con nuestro medio. Tenemos que apoderarnos de nuestro mundo. Cuando esto ocurra, de Occidente nos quedarán sus libros, sus utensilios, sus juguetes y sus recuerdos, pero eso no nos va a incomodar porque les vamos a dar el mismo uso que les damos a las herramientas y a los artefactos. Porque esos objetos no nos pueden hacer cambiar en lo más mínimo en lo que creemos. Allá los que, por sentarse delante de una computadora, piensan que ya han muerto nuestras costumbres y nuestro modo de ver la vida. ¡En qué poca cosa valoran nuestra fuerza interior! Una civilización, cuando está en proceso de creación y surgimiento, tiene la suficiente genialidad para desarrollarse a sí misma. La auténtica revolución ya está en nuestras narices, solo es cuestión que la veamos y nos aunemos a ella porque, si no lo hacemos, en vez de avanzar a su lado, nos arrastrará como cuando cae una avalancha llevándose todo a su paso; o bien Occidente nos envolverá y seremos una pieza más de su decadencia y muerte. El río subterráneo I Una de las características más importantes en el aspecto político de Occidente es el manejo de lo concreto. Cuando hablamos de concreto nos referimos al mundo de lo material, de lo obvio a simple vista, de lo tangible, de lo que se puede «tocar» o comprobar que es materia. Si nos ponemos a pensar, con este tipo de visión hay muchas cosas que quedan fuera de carrera. Para empezar, el aspecto llamado «espiritual». Lo espiritual es todo aquello que no es sujeto u objeto de investigación científica. No se hace ciencia de la imaginación, de los sentimientos, de la interioridad del ser. (La ciencia sicológica, a pesar de sus muchos esfuerzos, no pasa de ser una acumulación de experiencias que se cuantifican y relacionan con la intención de encontrar algún eje universal válido para todos los hombres. Así la sicología, de acuerdo con sus propios postulados, dista mucho de ser una ciencia, pues se define más como «opiniones más o menos sustentadas por la experiencia» que como leyes invariables). De este modo eliminan de un golpe a todas las civilizaciones que han ido trabajando, durante cientos de siglos, en el desarrollo de estos aspectos, los espirituales, que también tienen derecho a existir. Civilizaciones como la India, que tiene un increíble y desarrollado mundo interior, no son admitidas como «universales» ni son calificadas de válidas para considerarlas como «parte del progreso humano». Solo es válido, dice Occidente, lo que para ellos sí lo tiene: lo material. Para quien piensa que lo concreto es la única forma de medir la vida creerá entonces que la «razón» es la fuerza motora de las cosas. (De allí que ellos dicen que alguien «perdió la razón» cuando no piensa occidentalmente o que alguien «tiene razón» cuando coincide con sus intenciones o principios). Si analizamos detenidamente encontraremos que «tener la razón» es todo lo que encaja en su cultura, mientras que «no tener razón» es emplear las expresiones fundamentales de cualquier otra civilización. Entonces, si juntamos la «razón» y lo «concreto», obtenemos un criterio
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de valor occidental: el comportamiento político, que es el manejo y administración de todos los elementos materiales que son sujetos de manipulación por un ser humano. En pocas palabras, a los occidentales les basta con ocuparse del mundo de lo tangible (único campo donde la «razón» puede actuar puesto que, en los otros campos, es un instrumento nulo). Por eso es que Occidente, eterno pirata, se ha apropiado del manejo «concreto» del mundo, dejando lo «no concreto» a libre disposición de sus vasallos. Las consecuencias de esto son harto visibles: el desequilibrio humano que padecen todos los occidentales. Quien es occidental está prácticamente condenado a sufrir toda una serie de trastornos graves en su humanidad que se traducen en: su desesperación por los objetos, cualesquiera que ellos sean; su natural violencia (una de las más agudas que se conocen, al punto que los ha llevado a «dominar el mundo» de la misma manera que un loco rompe todos los vidrios, sin dejar uno solo entero, en un ataque de locura); su creencia en sentirse superiores a todas las civilizaciones de «todos los tiempos»; su manía catolicista (en el sentido de universal) que quiere decir que necesitan implantar su cultura en todos los sitios imaginables; y en su negación espiritual (no nos dejemos impresionar por las masas de católicos que los Papas reúnen en sus presentaciones públicas; en el mejor de los casos es una demostración de una fuerte necesidad de ese espíritu perdido que los impulsa a tratar de encontrar allí algo con qué calmar esa sed. Al final solo llegan a encontrar que están dialogando consigo mismos en la idea de que es «Dios» el que les responde. ¿Tan poca cosa es Dios que termina siendo solo un consejero espiritual privado que les conversa a santos y asesinos por igual? Ellos dicen que oran. Nosotros decimos que dialogan consigo mismos). Pero felizmente aquellos que negamos la occidentalidad creemos que no todo está perdido. Tenemos un mundo por delante. Sabemos que en la medida que ella desaparezca de nuestras vidas nos iremos haciendo hombres más equilibrados porque nos estaremos desarrollando en la verdadera cultura que nos pertenece. Y hacer lo que a uno le corresponde es amistarse con su medio y con la vida. Occidente es una sociedad enferma que se desintegra por sí sola. Andinia es una sociedad que resurge de las profundidades a la que había sido condenada y ahora se apresta a recuperar su plano político. Porque en realidad nunca perdimos nuestros planos religiosos, culturales, sociales y económicos. (Lo económico en nuestro caso ha sido un aspecto casi invariable. La vida comunal prácticamente no ha cambiado y la actividad comercial andina, al contrario, ha aumentado). Pero valorar por encima de todo a lo económico sería seguirle el juego a los «analistas» occidentales para quienes el hombre es homo economicus. Si aceptamos sus postulados entonces caeremos en sus mismos esquemas universalistas y terminaremos recitando sus soluciones, ya sea a través de sus democracias, sus comunismos o cualquier otro de sus sistemas. Si realmente queremos liberarnos de las desgracias de esa civilización no le demos gusto y restémosle importancia al aspecto económico en la vida. Así nos quitaremos varios pesos de encima. La civilización andina es como un inmenso río subterráneo sobre el cual hay una delgada capa de tierra. Encima de ella corre un riachuelo en vías a secarse: esa es la civilización occidental. Aparentemente la nación es ese riachuelo que pareciera que se viene abajo. Se viene abajo sí, pero como parte o pieza del mundo occidental. Es como un engendro suyo que se muere. Toda esta superficie es el plano político, único plano, como dijimos, que a Occidente le interesa. Y este es justamente el que se está derrumbando, no producto de una revolución violenta con líderes carismáticos sino, todo lo contrario, debido al avance silencioso y acéfalo de una sociedad que sube hacia la superficie. Cada día que pasa las aguas de ese riachuelo se van convirtiendo, por efecto de los afloramientos de la civilización andina que presiona con fuerza hacia arriba, en aguas no occidentales. Y esto es bien visible ya que todo el aparato o plano político, en vez de occidentalizarse (o «modernizarse» o «civilizarse» o «progresar»
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como le llaman otros), se está «andinizando» como le llamamos nosotros. Cada vez hay menos occidentales criollos que pueden decir que «esto no es cosa de nativos sino de gente decente», sencillamente porque por donde se voltee la mirada están esos andinos. ¿No decían nuestros abuelos que con los años nuestros países se iban a «desarrollar», y que la tecnología iba a llegar al campo, y que los campesinos estarían todos vestidos de traje y corbata, y que iban a parecer «más gente» y menos campesinos, y que desaparecerían esas lenguas «aborígenes», como el quechua y el aimara, las cuales eran la causa del atraso de nuestra sociedad? ¿Qué pasó con todas esas predicciones que se veían a la vuelta de la esquina? En cambio, ahora que dicen que Occidente ha «triunfado» en todo el planeta, ¿por qué entonces en nuestro continente está en retirada? Estamos espectando cómo sube esa fuerza arrolladora que es lo andino y cómo carcome todo vestigio de occidentalismo. Pero para estar con los ganadores, o sea, con los andinos, tenemos que tomar conciencia que hay que ir desapareciendo lo occidental primero de nuestras mentes. En la medida que seamos capaces de negar toda esa cultura a la que llaman «La Cultura», nos iremos sintiendo más fuertes y mejores, y así seremos libres para crear nuestro propio mundo, a nuestra manera, sin modelos ni patrones «universales» venidos desde Europa; libres por fin de la idea de ser inferiores, subdesarrollados, porque ya no nos compararemos con nadie sino con nosotros mismos. Nosotros seremos la medida de todas las cosas y usaremos los objetos venidos de Occidente como lo que son: objetos, los cuales no intervienen para nada en nuestra vida interior. Porque nosotros somos siempre los mismos, con computadora o sin ella, con millones de dólares o sin ellos, con casas de esteras o de ladrillos. Y no decimos que esto sea la felicidad, sino solamente el equilibrio, porque en el mundo andino, nuestro mundo, no existe el concepto «felicidad» (¡qué maravilla!) así que no llevamos esa pesada carga de «ir a buscar la felicidad», problema típicamente occidental. Disfrutamos la vida, eso sí, no eludiéndola ni huyendo de sus problemas cobardemente —como hacen los norteamericanos, quienes gastan la mayor parte de su dinero en seguros— sino enfrentándola cara a cara, con sus penas y sus alegrías. Porque en nuestro mundo andino la dicha y la tristeza son dos caras de una misma moneda y no hay por qué negar ni la una ni la otra. Que vengan las penas, pero también las alegrías. No hay mayor satisfacción que la de sentirse en paz consigo mismo. Amistémonos con el andino que llevamos dentro y dejémosle surgir. II Ninguna civilización que esté muerta puede sobrevivir frente a otra viva. Las que se supone que han muerto llegan a perdurar en forma subterránea o integradas con la nueva. Sería interesante saber qué es lo que ha ocurrido con la civilización andina. En primer lugar los españoles, cuando llegaron, no encontraron una civilización en decadencia ni en estado de descomposición, sino en proceso de transición. Un pueblo serrano, los quechuas o incas, estaba culminando su hegemonía sobre los demás, incluidos los de la costa y la selva, hegemonía muy particular puesto que implicaba un dominio negociado y ventajoso para ambas partes. Un ejemplo de ello es que el inca Pachacútec, al expandir su territorio, había respetado al más importante templo de la costa, como lo era el de Pachacámac, adicionándole solamente el templo de culto al dios Inti (Sol), principal figura religiosa incaica. Fueron en realidad dos templos en uno, cosa que aún podemos comprobar si se visitan estas ruinas. Esta es una muestra de la inteligente política para la unificación que habían emprendido los incas (al estilo pax romana) al no destruir lo original, (cosa que les favorecía ya que, de no haber actuado así, hubieran tenido que arrasar con los pueblos andinos, con trágicas consecuencias para todos).
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En segundo lugar lo de Occidente no fue el caso de una civilización más fuerte que logró aniquilar y subyugar a la andina para darle muerte. Aquí las cosas ocurrieron de manera diferente. Es que el hombre andino tiene un temperamento abierto a lo novedoso y diferente. Nuestra cultura no es «cerrada» e impermeable. Por lo mismo que está viva gusta de alimentarse con elementos provenientes tanto de su medio como de otros. A fin de cuentas es como si dijéramos: «¿Y qué problema hay que tengamos otro dios? ¿Qué me quita que conozca otras expresiones si estoy seguro de quién soy y cuál es mi cultura?». Esta actitud abierta, que revela a un hombre seguro de sí mismo, es la que hace al andino ser tan adaptable a cualquier circunstancia, por novedosa y distinta que sea. En cambio, existen otros tipos de hombres que no logran abrir brechas en sus creencias y comportamientos y, ante la agresión, pelean hasta morir sin asimilarse a nadie ni a nada. Pensemos por ejemplo en los nómadas norteamericanos —los mal llamados «indios» de las praderas— o los de la selva amazónica, quienes, en su desesperación, llegan hasta el extremo de suicidarse en masa. En cambio el hombre andino, sedentario como el occidental, no tuvo ningún problema, como no lo tiene ahora, de asimilar aquellos elementos europeos que le parecieron interesantes o llamativos (fíjense en las casas de los campesinos a las que no les falta algún televisor a colores o algún equipo de discos compactos); uno de esos elementos fueron sus mismos hombres. (La mujer andina, por temperamento natural coqueta, gustó de los españoles tan pronto llegaron. Esto no se puede condenar. Tampoco los españoles pudieron resistirse a los encantos de la belleza femenina y terminaron por quedarse en este territorio). ¿Tenía acaso el andino que defender «hasta la muerte» su cultura simplemente para satisfacer los deseos de algún novelista amante de las historias épicas en las que, al final, y para gusto de sus lectores, los heroicos defensores caen todos muertos con honor? No lo creemos. Una muestra es que nuestros antepasados no tuvieron mayor inconveniente en aceptar un nuevo dios, con templo y todo. Si a usted, lector, le dijeran que va a tener, en caso de necesidad, no uno, sino dos padrinos a quienes recurrir, ¿no aceptaría acaso la idea? ¡Qué mejor entonces dos dioses en vez de uno! Y si el otro fuera más fuerte, mejor todavía. El clima para el campesino es fundamental y es un asunto delicado, así que más vale recurrir a todos los dioses juntos en caso de sequías o de heladas. ¿No es eso acaso muestra de inteligencia? Acerca de la historia I Si seguimos pensando occidentalmente que historia es todo lo que «pasó» seguiremos en la oscuridad eterna de no saber quiénes somos. Tenemos que comprender que nuestra historia no se entiende por esquemas occidentales, válidos para ellos. Nuestra historia es un presente constante, como un mate burilado (una calabaza andina vacía y seca, pintada con dibujos en su exterior que aluden a distintos hechos de la vida en el mundo andino). No tiene principio ni tiene un fin. No es una secuencia ni una escalera hacia «el progreso». Los conceptos de «progreso» y «desarrollo» son conceptos netamente occidentales que, al tratar de aplicárnoslos, no nos son útiles. Es tratar de hacer cuadrada a una pelota para que ésta se pueda medir con una escuadra. Claro, es más fácil adaptar el objeto que queremos estudiar a nuestros métodos que inventar uno que se adapte a otras realidades. Este es el eterno error en el que ha incurrido siempre Occidente frente a las diferentes culturas que ha subyugado. Los andinos tenemos que entendernos a nosotros mismos con nuestros propios métodos, que no siempre son «científicos». Porque para Occidente lo científico es sinónimo de universal, cuando en realidad es solo sinónimo de occidental. Nuestra cultura no se estudia pensando en lo que pasó, sino en lo que está pasando. Todo lo
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que está ocurriendo ahora es nuestra historia. Estudiarla ahora es estudiarla como fue hace quinientos años, con la diferencia que se han superpuesto elementos nuevos en su superficie. El error más común, típicamente occidental, es juzgar las cosas por lo que se ve en la superficie, por sus objetos. Esto lógicamente se debe a su modo racionalista y economicista de ver la vida, donde lo más importante en su Hombre Universal es el factor material. Igualan a todos en ese concepto de Hombre Universal de modo que así tienen un modelo válido para todos los hombres sin excepción. Y las consecuencias de esta forma de pensar son obvias y harto visibles. Después de siglos de dominación ¿han conseguido occidentalizar a la civilización andina? ¿Podrán acaso lograrlo ahora con todos sus modernos métodos y avanzadas tecnologías? No lo creemos. Es más bien la cultura andina la que se está devorando a Occidente. Veamos si las ONGs (Organismos No Gubernamentales), que trabajan con millones de dólares de respaldo y la más sofisticada tecnología, han logrado algo de ello en estos últimos 50 años. Según las estadísticas prácticamente nada se ha «avanzado». Decimos que para conocer nuestra historia hay que investigar nuestro presente, que es también nuestro pasado. Ello es más fácil que andar escarbando la tierra en busca de objetos que alguna vez nos sirvieron como elementos utilitarios (llámense vasijas, cestas, alhajas u objetos para el hogar o el culto) y pretender decir que, al haber cambiado sus objetos, el hombre ha cambiado. Pero ¿cambia realmente un hombre por el hecho de tener computadora? ¿Qué es lo que tiene que modificarse en un ser humano para decir y comprobar que efectivamente ha cambiado: su vajilla? No lo creemos. ¿Su técnica? Sería afirmar que el que usa sierra eléctrica en vez de la manual ya es otro hombre. Nosotros creemos que el andino no ha cambiado. Para afirmar que ha cambiado tendríamos que aceptar que ha dejado de ser lo que era para ser otra cosa. Sin embargo ¿qué es lo que él era que ahora no es? ¿Tenemos que admitir que antes era andino y ahora ya no lo es? Porque para que reconozcamos que ha cambiado deberían demostrar que ahora ya no es andino sino occidental y eso no parece haber ocurrido. Entonces, si el hombre andino sigue siendo andino, ¿cómo se puede decir que ha cambiado: porque tiene un televisor, porque lo vemos vestido de europeo, porque ha aprendido a hablar inglés (antes hablaba francés; mañana qué otro idioma aprenderá)? Ese es el juicio superficial que tanto les gusta a los occidentalistas ingenuos. Creemos que si bien en la civilización andina se han utilizado muchos objetos a través de los años, esta variación de útiles y técnicas solo han quedado en la superficie de la cultura mas no han afectado para nada su esencia. Es como ponerse diversos vestidos según la ocasión. El hombre andino piensa así: ¿Me traen un tractor para arar la tierra? Lo uso. ¿Se malogró el tractor? Empleo un buey. Así de simple. ¿No hay médico en el pueblo o el que hay no puede curar mi mal? Voy donde el curandero. ¿Para qué hacerse problemas? Las cosas son para usarlas. ¿Tiene uno acaso que modificar su forma de ser para hacer determinadas cosas o usar otras? No. La materia es una cosa que el andino emplea, mas él no es un sirviente de las cosas. Igual sigue yendo a la procesión patronal aunque se haya comprado el último grito de la moda en cibernética. Puede adquirir un carro último modelo, pero igual lo lleva a «challar» (bendecir) a la Virgen. Una cosa no se pelea con la otra. Todas las puede utilizar en su momento. Para un occidental esto es inconcebible porque para él solo hay una cultura válida, solo hay una ciencia que funciona, solo un dios existe, por lo tanto niega todo lo que venga de otra cultura y, tontamente, rechaza la oportunidad de encontrar más beneficios para su vida. Es un terrible fundamentalista que no toma el remedio si no se lo traen en el vaso en que él bebe. Los objetos que usamos o que dejamos de usar no nos definen ni nos transforman en absoluto. Del mismo modo los hombres y mujeres que vemos ahora por las calles y pueblos son los mismos de hace cientos de años pero con otras ropas, otras herramientas y otros utensilios. Nuestra esencia está intacta pues esos objetos no han logrado, como se piensa, ingresar a la médula de lo que somos. Solo se han quedado en lo exterior y son recambiables y
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descartables en cualquier momento. A diferencia de lo que pasa con el occidental, que sin sus objetos pierde su alma, el hombre andino es lo que es con o sin sus objetos. II ¿Hasta qué punto la Historia es verdadera? Cada civilización que existe o ha existido ha tenido su propia forma de ver la historia, que al mismo tiempo fue para ellos «la Historia Universal». Ninguna cultura ha podido escapar a este modo egocéntrico de hacer girar todo lo que le rodea en torno a sí misma. Esto también es válido para Occidente. En esta civilización, en la que la razón es el elemento fundamental sobre el cual se han construido todas las cosas, la historia ha sido racionalizada y convertida en objeto de estudio de una ciencia llamada precisamente Historia. Este es el caso de un engranaje más de la concepción del mundo a través de los ojos de un occidental, visión a la que se le ha agregado la palabra ciencia. Por lo tanto esa Historia está también sesgada e inclinada hacia la visión occidentalista, por muchas pretensiones que se puedan hacer de que es «la verdad absoluta e imparcial». No hay opinión o voz humana que no contenga su propio punto de vista. No existe pensamiento independiente de quien lo elabora o lo transmite. Las intenciones de lograr una sabiduría universal, válida para todo lugar y para todos los tiempos —cosa nada novedosa por cierto— siempre ha sido una quimera, un anhelo, un sueño de las distintas civilizaciones que han existido. ¿Por qué solamente la Occidental tendría el único derecho, por encima de todas las demás que viven o han vivido sobre la tierra, a poseer la verdad más «verdadera» de todos los tiempos? ¿Quién nos asegura que no se está haciendo el ridículo? ¿Por qué esa Historia Universal —racionalista, soberbia, que no hace sino reflejar la soberanía de Occidente sobre otras culturas— establece esos criterios, esas pautas, esos períodos? ¿Quién ha dicho que el tiempo es necesariamente lineal, que va de menos a más, que no se repite? ¿Qué clase de Historia imparcial es esa que pone al hombre europeo como el último eslabón de la cadena, como el último escalón de la escalera, mientras que a nosotros, los llamados «subdesarrollados», nos colocan en los niveles inferiores? Está bien que ellos tengan por ahora— el predominio en el ámbito político, pero eso no quiere decir que tengamos que aceptar su forma de ver las cosas (sobretodo porque las imponen por la fuerza). ¿Existirá entonces La Ciencia como tal: como un método de conocimiento que no representa a nadie sino a la verdad y a toda la humanidad? Mucho tememos que eso no sea fácil de aceptar. Porque si nos ponemos a pensar que después de esta civilización puede venir otra que sea igualmente hegemónica es casi seguro que ella también implantará, universalizará, su forma de entender el mundo e impondrá sus verdades, su religión, sus costumbres, etc. (con el respectivo «método» para llegar a ellas). En vista de esto creemos que tener la convicción de la falsedad —o si se quiere, de la no-verdad absoluta— de las verdades y lógicas del mundo occidental nos hará sentirnos más libres, o, quizá, sea el inicio de nuestra liberación total. Porque esto nos dará pie para no vernos empequeñecidos ante su abrumadora prepotencia, cosa que nos permitirá emprender con más seguridad la construcción de nuestra propia tabla de valores. No existe entonces la «Historia Universal de la Humanidad». Solo existen historias, y todas antojadizas y acomodadas que justifican la dominación, la vergüenza, y los intereses creados. Incluso esa «Historia Universal» está concebida como la historia del «pasado» mas no del presente y menos del futuro. ¿Y qué sucede con las civilizaciones que no tienen un pasado muerto sino vivo, vida que le hace perder su carácter de «pasado» para transformarse en «presente» constante y permanente (presente donde los muertos «existen» y hay que «alimentarlos»; y que escuchan a los vivos y participan con ellos)? Quiere decir que pueden darse varias maneras de entender a la muerte así como al pasado. Mas para la concepción lineal de occidente, de su Historia, el pasado es un hecho consumado que no interviene
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directamente en el presente. Solo se encuentra como un elemento sin vida formando la base de los acontecimientos actuales. Es algo así como un álbum fotográfico que nos sirve de referencia para medir el grado de crecimiento de un fenómeno o contabilizar los sucesos, pero sin que a nadie se le ocurra la absurda idea de que las fotografías de antaño sirvan para demostrar un hecho actual, como lo sería si dijésemos que, por ejemplo, el retrato de cuando éramos niños refleja nuestro rostro contemporáneo. Pero esta recopilación de sucesos «muertos» o sin vida se presta para todo tipo de manipulaciones. Claro: los hechos que anotamos no van a defenderse por sí solos puesto que ya no existen, así que podemos orientarlos como bien nos venga en gana. Podemos, por ejemplo, hacernos descendientes directos de algún faraón, demostrar que la humanidad civilizada empezó en Grecia o que el «lejano oriente» permaneció invariable hasta la llegada de los primeros «seres civilizados de occidente» (el «civilizador» Alejandro Magno), etc. Es el mismo método que utilizan cierto tipo de líderes para demostrar su «origen divino». Así, mediante su Historia, Occidente ha acomodado todos los acontecimientos que ella considera válidos para sus fines, de tal manera que ha creado una bonita pirámide en la cual ubica a todo tipo de seres y cosas que pueda encontrar. Y, por lógica consecuencia, aquello que ingresa a su Historia pertenece a un «panteón» y queda «muerto» para siempre. De este modo todas las culturas llamadas «primitivas», como la nuestra, son parte de esa concepción histórica, de lo que ya pasó, por más que haya quienes se resistan a esta «realidad» y no quieran estar «con los tiempos», persistiendo en vivir «atrasados» con respecto al «avance de la humanidad». En realidad su Historia, así como toda su Ciencia en general, no pasan de ser más que esquemas mentales creados y manejados expresamente para justificar el dominio de Occidente en el mundo. III La Historia para nosotros no es lo que pasó sino lo que está sucediendo ahora en este momento. Es un proceso vivo y actual. No es el museo sino la calle, el campo, los cerros y los valles por donde transcurre nuestra vida. Los llamados «restos» de nuestra cultura son objetos a los que ya no les damos uso pero que, en la medida que no los sepultemos en el «pasado», descubriremos cuán útiles nos pueden ser todavía (algo así como los zapatos viejos que ya no nos ponemos pero que todavía conservamos y que muchas veces los llegamos a usar en momentos de necesidad). Esa es la forma cómo deberíamos actuar frente a todas las manifestaciones de nuestra cultura, por más que quieran hacerla parecer anticuada, obsoleta y primitiva. Porque, ¿qué viene a ser lo que llaman «anticuado»? Es un concepto para definir un objeto material o inmaterial que no forma parte del sistema político y productivo imperante, por lo tanto, cualquier manifestación propia de una cultura ajena a los intereses de Occidente es «anticuada». ¿Y qué es lo «obsoleto»? Todo aquello que, aún demostrándose que es útil y que funciona, no conviene mantenerse vigente pues impide el «normal desarrollo» de las leyes que gobiernan la cultura occidental. ¿Y qué es lo «primitivo»? Es todo aquello ajeno a dicha cultura. ¿Qué tratamos de decir con esto? Que solo demostrándonos a nosotros mismos que las manifestaciones propias de nuestra cultura son válidas para darnos todo lo que necesitamos es como lograremos ser autosuficientes y, por lo tanto, dueños de nuestro destino. Mientras persistamos en mantener el esquema occidental en nuestras cabezas nunca alcanzaremos ese equilibrio tan anhelado que nos permitirá disfrutar de la belleza de la vida, porque siempre estaremos en desventaja «natural» frente a los que sí sienten propia su cultura occidental y se mueven cómodamente en ella. Nos pasa lo mismo que a un niño que se esfuerza por parecerse a un adulto pero que, por más que se pone la ropa de sus padres, siempre termina viéndose ridículo o, en el mejor de los casos, «gracioso», y merecedor de palabras estimulantes como: «Sigue así chico. Quizá
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dentro de poco llegues a ser grande como nosotros». Y este ridículo lo venimos repitiendo constantemente. Hasta estamos convencidos que en verdad «somos parte» del mundo occidental, mientras que ellos nos ven a nosotros poco más que como a salvajes. Asumimos la actitud del esclavo o del sirviente que piensa que pertenece al mismo status de su amo simplemente porque se viste con la ropa usada que él le ha regalado. Si supiera que ese amo, cuando está entre los suyos, se expresa de él como si se tratase de un objeto cualquiera que apenas sí tiene un valor utilitario y que, en cualquier momento, y cuando le venga en gana, lo puede eliminar. Pero atención: tenemos que advertir que este occidentalismo (antes se le llamaba «sistema») no está afuera de nosotros sino dentro, en nuestro mundo interior. Porque este consiste en una idea que nos presiona a ajustarnos al «molde» importado; a actuar, vestir y peinar para poder llegar a ser como occidentales y, con ello, ser «felices». IV Nuestra Historia es un acto presente y vigente. Para entender esto veamos lo siguiente. Si hiciéramos una lista de todos aquellos elementos e ideas que son considerados «modernos» y otra de lo que es considerado «no moderno» —y por lo tanto marginal— tendríamos un esquema: todo lo que conforma la estructura de la sociedad andina —nuestras leyes, costumbres, modos de ser y de hacer— es lo que ellos llaman «el pasado». O sea nosotros, los «subdesarrollados», los andinos, por el simple hecho de serlo, somos el pasado. Mirándonos estamos mirando todo lo que Occidente rechaza de plano. Mirándonos estamos viendo a aquel que tiene negada la entrada al «paraíso» occidental, salvo como sirviente. Para Occidente no hay ninguna diferencia entre una vivienda pre-hispánica y una de nuestras casas actuales. Ambas albergan a un ser anticuado, excluido del «desarrollo universal». Igual valor tiene un abandonado templo antiguo como cualesquiera de nuestras construcciones contemporáneas. Pero ¿podemos aceptar eso? ¿Cómo es realmente nuestra historia? En el mundo andino no existe el pasado a la manera occidental, cual una «línea de carrera» o un currículo, sino que el tiempo se entiende como una sola unidad: lo que pasó ayer pasa hoy y pasará mañana, al igual que el clima, el cual se repite constantemente aunque no de la misma manera. Es como en el mate burilado (la calabaza seca dibujada) en la que podemos encontrar, con solo girarla a voluntad, todas las imágenes integradas, siendo esto a su vez un modelo del tiempo. Todos los momentos están dentro de una sola unidad indivisible. En este mate ver lo que «pasó» y lo que «pasa» están a gusto y criterio del observador. Todo depende de lo que queramos mirar en ese momento. Por eso es que decimos que el mundo andino no es «el mundo del pasado». Lo que sucede ahora con nosotros es al mismo tiempo el pasado y el presente de este mundo. Porque si admitiéramos que el mundo andino es algo que «pasó» tendríamos entonces que reconocer que ya no existe, que desapareció, y eso ya hemos dicho que es todo lo contrario. Podríamos de este modo afirmar que el mundo andino «está pasando», y que este proceso no viene durando un año o dos, sino quinientos o mil. ¿Qué más da que sean diez o cien o mil años si se puede entender que se trata de un mismo proceso? Vistas así las cosas, visto que nuestra historia no es más que nuestro presente con todas las figuras del ayer, hoy y siempre acomodadas unas junto a otras, como en el mate, ¿no llegamos a la conclusión de que podemos interpretar las cosas de otro modo y ser actores y hacedores de nuestra historia? A lo que queremos llegar es a que tanto el pasado como el presente y el futuro, se encuentran para nosotros en un mismo plano. Y que lo que dicen que algo ya no debe tener vigencia por ser del pasado no es válido, puesto que para nosotros la vida es un continuo donde el antes convive con el hoy y conforma el futuro. Nada desechamos porque se diga que es «obsoleto».
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Da lo mismo concebir que Pizarro llegó hace cinco siglos que hace cinco minutos porque la noción de «mucho tiempo» es totalmente relativa. Por ejemplo: hace «mucho tiempo» que íbamos al colegio como también hace «mucho tiempo» que se formó la tierra. Igual ocurre con respecto al «dentro de mucho». Entonces, tanto hacia «atrás» como hacia «adelante» el tiempo es infinito, o sea, que puede durar una millonésima de segundo como millones de años, ya que lo infinito no es mensurable. (La noción de que lo pasado es hacia «atrás» y lo futuro hacia «adelante» es también relativa. Se trata de una asociación de origen cultural pero no es una categoría universal). En vista de ello, si la barrera que separa al presente del pasado y el futuro es tan ínfima que prácticamente no existe, podríamos decir que solo el presente es lo real, y que trabajando sobre él —manejándolo, razonándolo y manipulándolo— estaremos actuando en lo único auténtico y verdadero. Vamos a poner un ejemplo. Imaginemos que estamos viendo un tren muy largo y cuya locomotora pasó delante de nosotros a las seis de la mañana. Cuando sean las seis con diez minutos estaremos viendo el vagón número cincuenta, pero sigue siendo el mismo tren. Y cuando veamos el vagón ciento cuarenta y cinco habrán pasado más de treinta minutos. Pero aunque el tren ya no nos impresiona tanto como cuando vimos la locomotora —y ya estamos acostumbrados al ruido y a ver pasar vagón tras vagón— no hemos dejado de ser los mismos observadores y de pensar ante él casi lo mismo que al comienzo. Ahora bien: supongamos que la locomotora representa el día de la llegada de los españoles y sus vagones las etapas transcurridas. Así como todos los vagones pertenecen a un mismo tren, todos los años que han pasado son elementos de un mismo proceso. O sea que podríamos decir que estamos todavía viendo y viviendo la conquista española y que reaccionamos más o menos parecido a como reaccionaron nuestros antepasados. El hecho de que la locomotora (el día de su llegada) se haya alejado y no la veamos no quiere decir que el tren (la conquista) no exista y se esté manifestando, con lo que concluimos que si analizamos al observador de ahora (a nosotros mismos) estaremos analizando también al observador de antes (al andino de «esa época»). De esta manera entenderemos muchas cosas de «nuestro pasado». Quizá todo esto parezca difícil de aceptar, pero hay una diferencia: estamos sacando de en medio a Occidente y a toda su comparsa para colocar nuestros propios criterios y valores. ¿Que eso es nacionalismo, fundamentalismo o un puro egocentrismo trasnochado? ¿Por qué? ¿Acaso todos los que tratan de desarrollar su propia visión de la vida son automáticamente fanáticos de una secta de asesinos? ¿Acaso todas las revoluciones —incluyendo a la más noble y justa de la «historia de todos los tiempos» como dicen que fue la norteamericana— cuando son triunfadoras no reclaman para sí «la causa justa», limpiando de ese modo las matanzas que esa «libertad» ha costado? ¿Por qué entonces nosotros, por el hecho de querer ser propietarios de nuestra historia tenemos que ser calificados de insociales e inconscientes? Y aquí de lo que se trata no es que tengamos que ser «reconocidos» por nadie. Nosotros no pertenecemos a la «cultura de la televisión» ni somos actores de ningún teatro occidental buscando aplausos del público. Un lobo lo que quiere es su presa, no que lo feliciten por ser lobo. ¿Y quién inventó esa palabra «nacionalismo»? ¿Fue acaso un andino? Dejemos entonces a Occidente y a sus conceptos en paz para que también nos dejen a nosotros en paz. Dejemos de pedirles luz porque nos la cobran y aquí no alumbra nada. Dejemos de invitarlos y de llamarlos como si fuesen los bomberos de la historia. No permitamos que, después de intentar meterse a fondo en nuestra cultura, en nuestras cabezas, continúen pretendiendo hacerlo. (La Iglesia Católica, al realizar su «nueva evangelización» no hace otra cosa que aplicar una renovada estrategia para «occidentalizar indios». Pero cuidado: dentro de la Iglesia hay personas valiosas y honestas, aunque están trabajando a ciegas, es cierto. Cuidado con ver paranoicamente enemigos por todos lados. Hay que recuperar el
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derecho a equivocarse y a estar errados sin que por ello se tenga que ir al paredón o ser asesinado por algún comando para-militar. Tomando en cuenta esta salvedad, evitemos que esta avanzada católico-occidental destinada al fracaso nos robe la iniciativa. Seamos nosotros, los andinos, los actores de nuestra historia y modifiquemos lo que hay que modificar). Insistimos en que debemos comprometernos con nuestra historia. Pero no con la visión mortuoria que nos da la arqueología o la antropología, las cuales han sepultado en el «pasado» a la civilización andina sin preocuparles que, salvo en su aspecto político, esa supuestamente desaparecida civilización vive y revive con más fuerza que antes en estos precisos momentos. Repetimos: nuestra historia es nuestro presente. Mirándonos al espejo entenderemos más de nosotros mismos y de nuestro pueblo que leyendo miles de libros occidentales escritos por ellos mismos, con relatos en las que ellos son los personajes principales y en donde emplean sus criterios de valor racionalistas integrándonos a «su Historia», obligándonos a pertenecer a «su calendario» y a sus «A.C.» y «D.C.» Hay que desechar esa idea de que historia es el pasado porque mediante este ardid mental nos tratan de demostrar que nosotros no somos parte de este mundo presente sino que somos una etapa superada de la Historia que empezó, según ellos, con el Hombre de Java u otro más antiguo. Y así, según su línea, resulta que el cholo Mamani es un descendiente directo de Pericles, hombre de la antigua Grecia, quien a su vez engendró a Newton y éste a Wagner. De este modo insinúan que todos somos hermanos consanguíneos, solo que unos son más hermanos que otros y por eso tienen mayores derechos a poseer la tierra. Esto no puede ser más absurdo. ¿Por qué dan a entender que los antepasados del hombre andino son los griegos y los romanos? ¿Por qué esas culturas tienen que ser nuestras «fuentes originarias», nuestras «almas mater», nuestras «madres patrias» hacia las cuales debemos recurrir para mantener la «pureza» de la sabiduría del «hombre racional»? ¿Con qué derecho afirman «científicamente» que las etapas por las que pasa la «Historia del Hombre» son las que establecen en sus libros de sociología? Nos dicen que es obligatorio que haya un nomadismo para luego darse un sedentarismo y seguidamente un feudalismo y así continuar —en progresión «ascendente» por supuesto— hacia las revoluciones y los gobiernos republicanos. Conclusión: si tú amigo lector tienes la mala suerte de haber nacido en una civilización que no es la occidental entonces estás perdido. Porque es seguro que te hallas en la etapa primitiva de agricultor o de cazador-pescador, o quizá no has pasado todavía por tu etapa feudal, o estás muy lejos aún de llegar a tu etapa industrial. Así de simple. Occidente es la medida de todas las cosas. Y todo lo que pasó en Occidente «tiene» que pasarle necesariamente a todo el mundo. Porque —así lo vio Hegel y así lo ven ellos— la historia de Occidente «es» la Historia del Ser Humano. Y no hay vuelta que darle. Las otras civilizaciones son circunstancias marginales —los famosos «salvajes» de las novelas inglesas del siglo XVIII o de las películas gringas del oeste— que no cuentan para los efectos de elaborar la Historia Universal. Si quieren comprobarlo basta con que revisen cualquier texto escolar de dicho curso; verán allí que la historia «del hombre» del cual desciende la actual raza humana empieza en algún lugar de Europa (el muy blanco hombre de Cro Magnon) para luego pasar directamente a Egipto. Después nos llevan a las islitas griegas pintándolas como «el centro del mundo», la «cuna de la civilización humana», que a su vez son agredidas por arcaicos «Sadamhusseines» pertenecientes a una cultura inferior y salvaje —los persas, antiguos habitantes del actual Irán— lucha en la cual salen victoriosos los «Aquiles de rubios cabellos y azules ojos», narración esta que termina con el beneplácito y aplauso de la platea escolar. Claro que a nadie se le dice que la cultura griega, comparada con sus contemporáneas Asiria y Egipto, era similar o inferior en trayectoria y en desarrollo. Pero para la Historia oficial lo importante es resaltar lo que hicieron «nuestros abuelos los griegos». Los demás son sencillamente los malos de la película
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que tratan de destruir a nuestros héroes creadores de la «Civilización del Hombre». Lo mismo podríamos decir de los romanos sin olvidar a Israel, que en los libros se merece una atención especial, no tanto por su importancia en el desarrollo de los acontecimientos, sino porque hay que contentar a los poderosos comerciantes judíos que son quienes financian las investigaciones, las universidades y las publicaciones de todo el mundo. Podríamos continuar hablando de los señores feudales de «nuestra» (?) Revolución Francesa que «nos liberó». Y así seguiríamos la lista de los súper-héroes de la Historia hasta llegar al día de hoy —en línea directa que va desde Sócrates (personaje imaginario utilizado por Platón para sus diálogos) pasando por César, Carlomagno, la reina Victoria y Washington— a la cúspide de la humanidad actual: el norteamericano, el fin de la historia, la perfección de todas las perfecciones, el non plus ultra de la humanidad. De esta manera todo ese pueblo no es más que la sumatoria de toda la cultura del hombre desde que apareció en el planeta; y ellos vienen a ser los paladines de la justicia y de la verdad. Quien no sea como ellos simplemente está todavía en una etapa inferior del «proceso histórico natural» del ser humano. Y esto lo aseguran científicamente, pruebas en mano, de modo que difícilmente puede haber alguien que diga lo contrario. De aquí que mucha gente piense que: cultura norteamericana es igual a desarrollo; el que nació norteamericano ya no puede aspirar a nada más porque ya «nació perfecto». Y por efecto contrario: «cualquier otra manifestación cultural es igual a folclor, o sea, sobrevivencia del pasado remoto que ya fue y no volverá. Porque «nada puede detener el avance de la Historia» dicen. «Nada puede detener el progreso del Hombre» vuelven a decir. ¿O sea que nadie va a detenerlos en su afán de imponer sus patrones y esquemas por todo el mundo, hasta que no quede cultura viva que se le pueda oponer? Además suponen algo tácito: que el hombre «progresa». ¿Qué es el «progreso»? Hasta donde observamos, ellos entienden que «progreso» es la manera cómo un ser humano se acerca o se aleja de los beneficios de la «Civilización Moderna». Habrá progresado si está más «civilizado» y no habrá progresado si sucede lo contrario. Entonces si, como hemos visto, Civilización es igual a occidentalización, quiere decir que «progresar» es llegar a ser un occidental, un norteamericano en fin de cuentas. O sea que, en última instancia, la frase debe ser así: «nada puede detener la occidentalización del hombre». V Detengámonos en esta última idea: «nada puede detener la occidentalización del hombre». Por lo visto para ellos hay un solo tipo de hombre. No dice Los Hombres. Dice El Hombre. O sea que Mr. Johnson y Pedro Condori, al igual que Francois Petit y Li Chang están en igualdad de condiciones. Son hijos de la misma madre. Hablan, sienten y caminan igual. Tienen las mismas obligaciones y los mismos deberes. Todos reaccionan de la misma manera. Todos creen en lo mismo, con pequeñas variantes, y todos harían igual, si estuvieran en la oportunidad de hacerlo. Todos anhelan lo mismo en la vida. El hombre occidental ha igualado al ser humano bajo idénticos principios. A todos nos corta con el mismo cuchillo. A su criterio, todos actuamos por los mismos motivos que él tiene para actuar. No hay ninguna diferencia, salvo la que dijimos en cuanto al nivel de «progreso». A todos nos ha metido en un solo costal; a grandes y chicos, a gordos y flacos, a negros y blancos. La unificación total. El catolicismo en su máxima expresión. Entonces, dado que todos los seres humanos somos «iguales», ellos han creado leyes válidas y obligatorias para todos. Ellos dicen: «Que todos respeten lo mismo. Que todos crean en lo mismo. Que todos piensen lo mismo. Que todos hagan lo mismo». Y bajo la amenaza de una Condena Universal, vía las Naciones Unidas o de la OTAN. No importa que algunos «atrasados» traten de defenderse apelando a sus costumbres «primitivas». Ahora todos los seres humanos tenemos que ser «iguales» por voluntad o por fuerza, y todos tenemos los mismos «derechos», así
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como también (y ahí está la trampa) las mismas «obligaciones». Nos hacen creer en la igualdad universal aplastando nuestras culturas porque en el fondo lo que quieren es imponernos sus «reglas» de juego —léase «Derechos Humanos», globalización del mercado, supremacía del comerciante en la raza humana; en suma: imponer el «homo economicus»— para que respetemos sus intereses y propiedades y así poder satisfacer su destino hegemónico, el cual les parece tan natural. En conclusión, la jugada está en la «igualación» que nos imponen para luego cogernos desarmados, sin nuestra cultura original, y así convertirnos en una más de sus piezas. Cuidado entonces con la «Hermandad Universal». Mejor es ser solo buenos vecinos que malos hermanos que se sacan los ojos. Cuidado con aceptar tan fácilmente la noción «El Hombre», pues nos están metiendo a todos en su camión «histórico» como si fuéramos un saco de papas, un relleno más en sus estudios al que hay que colocar en algunas páginas de sus textos como «culturas menores». Cuidado también con los «indigenistas, folcloristas y ecologistas», que no hacen más que seguirle el juego a Occidente reafirmándole que, efectivamente: existen los pobres «indígenas» a quienes hay que proteger (insisten torpemente en llamarnos «indios» sabiendo que esos señores viven en la India. ¡Hasta cuándo tanta ignorancia!); existen las manifestaciones culturales primitivas a las que hay que estudiar, conservar y archivar; existe un mundo «natural» —lleno de pajaritos, arbolitos, monitos en peligro de extinción, selváticos en peligro de extinción, ballenas, focas y ositos— que hay que amparar y salvar del «incontenible avance de la Civilización». Cuidado también con la «Libertad» que nos la tratan de introducir con cucharita o con vaselina, aunque esa «su» libertad no nos sirva para nada ni nos interese. ¿Quién les ha dicho que «todos los seres humanos tienen en la libertad a su objeto más preciado»? Ello fue una creación de los emergentes burgueses de Inglaterra y Francia, ávidos por destronar a los reyes para controlar sus naciones e imponer su capitalismo, quienes no encontraron mejor estrategia política para engañar a los campesinos que sembrando la idea de una «libertad total en el ser humano». Lo mismo han hecho con su «Democracia». El hombre andino ni siquiera tiene palabras en su idioma original que expresen esos términos. Nosotros no necesitamos ni de «su» libertad ni de «su» democracia para poder vivir. Tenemos nuestra propia manera de hacer las cosas y de arreglar nuestros problemas. No necesitamos «profesores de libertad y democracia» venidos de Europa. Esos no son problemas nuestros. Cualquier comunidad andina puede demostrarnos la capacidad de organizarnos coherentemente y en paz sin pensar en ningún momento en esos dos famosos conceptos, tan a flor de labios en los políticos, hombres de negocios y asesinos modernos. Cuidado también con el concepto «Paz». ¿La paz de quién: del victorioso occidental que necesita tranquilidad y orden para imponer su mercado-cultura? Y cuidado también con hacerle la guerra a Occidente imponiendo «el otro Occidente». El comunismo pretende occidentalizar «a la mala» a nuestra cultura para convertirla en «desarrollada», llena de fábricas y de obreros. Eso también es hacerle el juego pues, una vez que tengan a nuestra nación llena de industrias y de overoles, al capitalismo no le va a costar absolutamente nada aposentarse definitivamente. Para muestra vean lo que ha pasado con Rusia y con China. ¡Qué mejor favor se le puede hacer a Occidente que convertir a nuestra cultura en una hija hecha «a su imagen y semejanza», —con sus mismas tecnologías, ciencias y métodos— borrando así definitivamente del mapa nuestras expresiones «nativas» y dejando campo libre para que el «desarrollo y el progreso universales» penetren y se posesionen de todo! Nosotros somos otra civilización, independiente de Occidente. Somos la civilización andina, que surge silenciosa pero segura de sí misma para reemplazar a la ya decadente, superficial y nunca triunfante Occidente. La «Historia del hombre» no es nuestra historia. La «Civilización Universal» no es nuestra civilización. Somos otros hombres con otra historia que no es lineal y progresiva sino «presental» e integrada,
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donde el pasado, el presente y el futuro son una misma cosa, así como cuando las ánimas de los muertos intervienen en el mundo de los vivos, o los dioses —que conocen nuestro destino— nos indican los pasos a seguir. Y nuestra historia no significa museo, sino actualidad. Tenemos que ser conscientes que al manejar la actualidad estamos manejando el ayer, el hoy y el mañana de la civilización andina al mismo tiempo. Han transcurrido más de quinientos años desde la llegada de los conquistadores pero para nuestro mundo andino esa invasión continúa ocurriendo ahora, tal como lo podemos ver al darle vuelta a nuestro «mate burilado». En él vemos al español llegando hace cinco siglos y también al español llegando en este momento. Igualmente vemos a Atahualpa siendo ajusticiado y también a Atahualpa expulsando a los occidentales del mundo andino. Todo es una sola cosa y lo que una vez fue puede volver a ser y seguir siendo siempre, y no necesariamente con las mismas ropas ni con los mismos utensilios. En resumen, la civilización andina está retornando al mismo punto en donde la interrumpieron. Es como si no hubiera pasado nada aunque también han pasado muchos años. Y a esos siglos se los llevará el viento, como un sueño que al despertar se nos va de la memoria. Sabremos que en nuestro mundo algo ocurrió, pero no recordaremos qué. Solo nos quedará la sensación de que tuvimos una pesadilla y nada más. La Ciencia Vemos cómo actualmente los occidentales han copado todos los espacios posibles de la tierra, tanto los habitables como los inhabitables. Mediante su tecnología han sido capaces de controlar cómodamente sentados, delante de sus pantallas, lo que antes era inescrutable para la percepción humana con los cinco —ya primitivos— sentidos. Gracias a sus satélites nos observan casi al milímetro, así como observan el Universo, en lo que consideran «la mayor gloria alcanzada jamás por el ser humano». Por supuesto que se trata de «su» ser humano, pues para ellos el ser humano es tal como lo imaginan. Y esa forma de pensar la han generalizado hasta el punto de dividir al hombre en dos clases: los contemporáneos, o sea, los occidentales, y los «primitivos», los aún no occidentalizados. Este esquema mental es el que explica todo el mundo que hoy conocemos. También es la raíz y el origen de todas nuestras desgracias y lamentaciones. Es por eso que ellos son los «desarrollados» y nosotros los «subdesarrollados». Por eso es que el mapamundi coloca a sus países en la parte superior y a los nuestros en el inferior. Pero todo esto no es más que un punto de vista. No decimos que lo que ellos piensan sea falso y lo nuestro verdadero. Simplemente que su opinión de la verdad es tan válida como la nuestra, puesto que la verdad como tal no ha existido ni existirá nunca. Cada civilización en su momento creyó poseer siempre una verdad y pensó que había alcanzado la mayor sabiduría de «todos los tiempos». Así que no es nada raro que ésta civilización caiga en los mismos errores que sus antecesoras. A lo que vamos es a que si tratamos de seguir viendo la vida a través de este cristal, que es «su» cristal, seguiremos siempre siendo los «inferiores», sin solución ni remedio. Solamente si llegamos a invertir la polaridad de nuestros criterios de verdad lograremos liberarnos de los estigmas de ser «seres humanos de segunda clase». Para esto tenemos que desarrollar una estructura mental, una forma de pensamiento que nos libere de este dominio. Tenemos que «voltear el mapa» y poner arriba lo que estaba abajo. En principio debemos observar los fundamentos que hacen que Occidente imponga su ley. No son exclusivamente las armas; lo fueron en un principio. Ahora lo es la ciencia, el conocimiento. Ella es la columna vertebral sobre la que se sustentan todos sus esquemas. Allí donde la ciencia es aceptada como tal, allí hay dominio occidental. Entonces tenemos que derribar a este becerro de oro de su pedestal.
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Mientras siga reinando no habrá forma de demostrar que no somos esos «inferiores» y continuaremos siempre sometidos a sus trucos tecnológicos y a sus artificios mentales. En la práctica, la ciencia solo es un esquema utilizado como una forma de justificar el dominio y la prepotencia que ejerce la civilización occidental sobre las demás. Es importante que lo entendamos así porque ésta es la verdadera razón de su auge y existencia. Veámoslo mediante un ejemplo. Si una civilización campesina hubiera llegado a dominar el mundo o parte de él, seguramente habría impuesto los esquemas mentales que justificaran su hegemonía. Estos serían, probablemente, criterios religioso-agrarios como los siguientes: «en una cultura agraria no existe posible desligazón entre hombre y medio ambiente; entre hombre y naturaleza. Este forma parte de la naturaleza y no es un agente ajeno a ella. Así, para él la naturaleza siempre será lo primero. Sería una locura pretender colocar a una de sus criaturas, como lo es el hombre, antes que a la naturaleza. Ella siempre es madre y es diosa (o dios). Ella sí existe y está viva. Para quien cree que la tierra tiene vida le es imposible pretender anteponerse a tal enormidad de poder. Por lo tanto, antes que el hombre, está la naturaleza. Desconocer esto sería tratar de definir el árbol como un producto de la hoja». Sin embargo, para una civilización urbana, como lo es la occidental, las cosas no son así. Para el occidental la naturaleza como ser «no existe», no tiene vida. Esto no quiere decir que niegue lo obvio, la materia; pero para este hombre es solo eso: materia, cosa. Algo que se usa, se desgarra, se escupe y se bota. Para él no hay otro elemento que importe que no sea el hombre. Pensando así es que ha llegado a la conclusión de que la naturaleza está a su único y exclusivo servicio. Todo objeto que se le cruce por su camino está a su entera disposición. ¿Y Dios? Lo concibe como una idea, algo inmaterial, indemostrable, y que solo vive en su conciencia. Por último, crea o no crea en Él, lo mismo da; igual hace lo que le parece. Esta es la cuna de ese monstruo sagrado llamado ciencia. Es un modo de enfrentarse a la vida diciéndole: «solo yo tengo derecho a ser y existir. Tú eres nada. No cuentas». Quien ama a la tierra, al árbol, a la montaña, al cielo; quien respeta al río, al sol, a la luna, al animal; quien no se pone en la «cumbre de la creación» no puede creer ni aceptar de ninguna manera a esa ciencia. Miren a dónde conduce: a la destrucción y a la locura. ¿Y la medicina? Siempre la hubo. Cualquier animal se «medica» a sí mismo. Todas las civilizaciones la tuvieron. ¿Y la ingeniería? ¿Realmente es necesaria? ¿Y qué hay de los millones de seres que viven y han vivido durante milenios ajenos a ella? ¿Y qué hay del llamado hombre de Neandertal que pobló Europa y que parece que ignoró toda esta «sabiduría»? El hecho es que, aunque pongan mil argumentos, tienen que reconocer que el hombre no necesita de la ciencia para vivir. Entonces ¿qué obligación tenemos de preocuparnos por acceder a ella? ¿Por qué tanta desesperación y lamentos por no tenerla? ¿No vemos acaso que nuestros hermanos campesinos, quienes viven en su desconocimiento, están demostrando que nuestra civilización andina tiene más fuerza y vitalidad que Occidente? Pero ojo: no confundamos lo que es esa ciencia con la utilidad elemental de la mecánica. Nada tiene que ver una con la otra. Cualquier animal puede usar una extremidad como palanca sin haber estudiado nunca física. La ciencia es una forma de imponer un orden, un dominio, un criterio, una forma de pensar occidental. El día que empecemos a reírnos de ella estará empezando nuestra liberación. Porque en verdad no nos es indispensable. Ellos sí la necesitan para sus ejércitos. ¿Financiarían algún proyecto científico cuyos resultados produjesen a la larga el fin de su hegemonía mundial? Sería imposible (Y, sin embargo, existe todo un universo de experimentos y pruebas condenados a las oscuras cavernas del ostracismo por ser «nocivos para el poder», esperando su libertad). Nosotros no necesitamos esa ciencia puesto que la civilización andina, silenciosamente, se desplaza por sus propios medios.
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Nuestro yo occidental Una de las maneras cómo impone sus criterios la ciencia occidental es tratando de universalizar la historia; tratando de concebir una «Civilización Universal». Civilización con C mayúscula para diferenciarla de las civilizaciones. Utiliza todos los recursos para demostrarnos fehacientemente que la historia del hombre es una sola, desglosada en muchas partes y repartida por toda la tierra. Es la típica tesis de los conquistadores de siempre. Revisando sus libros encontraremos las clásicas expresiones: «El ser humano siempre...«, «Porque el hombre cuando descubrió el manejo del fuego...«, «Historia de la Humanidad», «Porque todos los seres humanos tenemos las mismas necesidades», «Porque todos somos iguales», «El progreso del hombre», «La vida humana», y todos los etcéteras imaginables en los cuales encontramos la globalización de «El hombre» dentro de la perspectiva occidental. Es así cómo nos explican que el hombre empezó aquí y de esta manera, evolucionó así y asá, hasta que, finalmente, llegamos al día de hoy en que el hombre ya es un ser «civilizado» —como los que viven en Nueva York— y que ya dejó de ser un primitivo como los que aún viven en los países «subdesarrollados». Luego de escuchar todos sus argumentos, apoyados por todas sus ciencias, respaldados por todas sus instituciones, solventados por todas sus empresas, protegidos por todos sus armamentos, ¿qué loco se atrevería a intentar oponerse a tamaña monstruosidad de lógica? Para ellos todo ya está dicho. Lo repiten las universidades, los medios de comunicación, los religiosos, los padres de familia y, finalmente, lo repetimos nosotros mismos sin darnos cuenta del engaño. ¿Y cuál es la única razón por la que lo aceptamos? Por miedo. Pero no es cualquier miedo. Es un miedo profundo. Un miedo a perder el piso. Un miedo a decir lo que se ve. Miedo a reconocer que el hombre no necesita ropaje para abrigarse. (¿Quién no ha visto por la ciudad pasearse un loco desnudo? ¿No dicen que sin ropa no podemos vivir pues nos moriríamos de frío?). Mas no hay que tener miedo cuando se toma conciencia de estas cosas. No vamos a pedir que salgan desnudos por las calles, de ninguna manera. Lo que queremos decir es que dentro de nosotros mismos hay un bicho occidental que no nos deja vivir en paz. Claro, es producto de toda una vida de enseñanza y de presiones. Pero si analizamos bien nos daremos cuenta de que esa es la causa de todos nuestros pesares. ¿Que todos nuestros problemas consisten en que no tenemos dinero? Pues allí está nuestro yo occidental materialista que ha reducido la vida a un simple proceso económico. ¿Que las dificultades son de orden social, que esta vida es injusta? Cierto: «esta» vida es injusta. Una vida tal como la estamos llevando, donde los que están con los poderosos y piensan como ellos pisotean a los que no piensan igual. Y los pisotean donde más les duele: en sus aspiraciones de ser occidentales, de llegar a poseer lo que ellos poseen. ¿Que los problemas son de orden moral? ¿Que es una sociedad corrupta que nos agobia y hace que el Estado funcione mal? Pero... ¿de qué moralidad estamos hablando: la del hombre andino o de la del hombre de «cuello y corbata»? ¿Qué corrupción: la de los valores importados desde Europa como modelo de vida y que no tienen aquí ningún sustento real? ¿Qué Estado: el que sueñan los «modernistas» y que desde que se fundó la Colonia no ha logrado ni logrará nunca asentarse en nuestro suelo porque es solo una mala copia, un pésimo calco de la realidad europea que aquí se trató de imponer a la fuerza? Como les decíamos, si continuamos aferrados a Occidente nos seguiremos abrazando a un fracaso. Es como querer unirse a un ejército que va en retirada y, por supuesto, solo vemos muerte, heridas, desconcierto, lamentos y destrucción. Asirnos a esa cultura muerta es como si nos agarráramos de un árbol que aparentemente está vivo y que todavía cubre con su sombra grandes espacios del bosque, pero que por dentro está hueco y solo le falta un empujón para que se venga abajo. Porque la civilización occidental es eso: el cadáver de un árbol que todavía permanece en pie. Por otro lado, si nos aunamos a la causa emergente de
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la civilización andina, si empezamos a ver que todo lo que sucede no son más que manifestaciones del fenómeno de su surgimiento, si comenzamos a sentirnos parte de esta eclosión de poder, entonces estaremos incorporándonos al ejército ganador. Y en vez de entristecernos porque esta sociedad no sepa a dónde va nos alegraremos de sentir que nuestro día se acerca; de que viene el momento en que ya no seremos «los primitivos» tal como nos califican; de que ya no haremos caso cuando nos saquen sus libros y pretendan demostrarnos que la ciencia dice que somos parte de un «todo universal» y que debemos seguir ese proceso histórico válido «aquí y en todas partes»; de que ya no tendremos miedo de que se rían de nuestras costumbres y de nuestra manera de ser; de que ya no necesitaremos pasar por ninguna universidad ni acumular dinero para poder vivir; de que todo lo que nos digan a través de los medios de comunicación ya no nos afectará ni nos interesará. Y así, con girar simplemente nuestro pensamiento, estaremos empezando a ser ganadores. Y barreremos la casa de toda esta suciedad. Y expulsaremos de nuestro interior a ese incómodo huésped occidental que nos repite constantemente: «Tú eres inculto, ignorante. No tienes formación ni estudios. No eres nadie porque no tienes dinero. Tú no vales porque no eres como los gringos o los europeos. Tú qué vas a saber de la vida. Más bien aprende de ellos. Porque ellos sí valen, por eso mandan en el mundo. Y así será por siempre porque la Historia del Hombre lo demuestra. Y, sobre todo, porque la ciencia, que solo ellos manejan, lo ha dicho. ¿Vas a atreverte tú a contradecirla? En cambio mira a ese hombre ejemplar: el sí sabe. Nació en tu país pero ahora vive en Nueva York y ha recorrido Europa. Ha estudiado en varias universidades del extranjero y es un profesional de éxito. Por eso tiene dinero y lo respetan. El sí tiene derecho porque es un señor y habla igual que un europeo y piensa y vive como él, mientras que tú no. ¿Cuándo serás así? Tal vez nunca, eso es seguro. Por eso mereces lo que te está pasando». ¿Quién de nosotros no ha pensado así alguna vez? Pero eso se acabó. Así como se acabaron sus «verdades universales» y sus «ciencias» y sus ideas y sus religiones y su dinero. Ahora tendremos nuestros propios argumentos para vivir como somos y como queremos ser. Ahora ya sabemos que no existe «una Civilización Universal» sino que eso es solo una forma de cómo tratan de imponerse. Que nuestra civilización, la andina, está logrando su proceso de consolidación, interrumpido durante quinientos años —que a la luz de nuestra forma de entender el tiempo solo es un instante— y ahora, revitalizada, está culminando su proceso de unificar el mundo para darle sentido y poder existir plenamente, sin la incómoda cáscara que significa esa sociedad en retroceso que es la occidental. Civilización andina En principio es necesario que hagamos un deslinde con lo que el consenso popular y los antropólogos llaman andino. En general se considera que lo andino es un concepto que define a una civilización circunscrita eminentemente a la sierra e identificada principalmente con el pasado. Para nosotros la nueva forma de entender este concepto es: la civilización andina es aquella que actualmente se viene desarrollando en todo el ámbito que abarca la cordillera de los Andes, incluidas sus zonas costeras y selváticas. Lo que queremos decir es que todos los habitantes, urbanos y no urbanos, que hemos nacido en este medio somos andinos, sin importar el color de nuestra piel ni nuestro idioma: somos andinos, así estemos oprimidos, atrapados y seducidos por la civilización dominante que es la occidental. Somos andinos, aunque lo neguemos o no lo veamos así. Solo los privilegiados que viajan a Europa o Estados Unidos logran comprobar qué tan cierta es esta realidad (ya que para la mayoría este conflicto es parte constante de sus vidas, sin que puedan detectar el origen de su desgracia). Aunque a algunos les pese, Occidente no ve a los andinos
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disfrazados de europeos como occidentales, por más que se parezcan a ellos y hablen sus idiomas. Siempre los tildarán de «hispanics», «sudacas», «latins’, etc. Y lo que más les duele a esos «asimilados» es cuando notan que sus ídolos anglosajones se ríen a sus espaldas, incluso después de que han compartido un excelente «negocio» —el cual casi siempre consiste en ser intermediarios en la venta de alguna de las riquezas naturales de sus países de origen. En suma, para lo único que estos occidentales de segunda sirven es para ser los «felipillos» (Felipillo fue el nativo traductor de Francisco Pizarro durante la conquista. Su nombre ha pasado a ser símbolo del traidor a su raza) que se encargan de decirle a los «gringos» dónde está el «oro de los Incas». Pero ¡quién les hace entender a estos empleados del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional, o de transnacionales como la J.P. Morgan que ellos jamás serán considerados auténticos occidentales, por mucha globalización y justificaciones que de por medio esgriman! Queremos darle al concepto de andino la contemporaneidad y extensión que realmente tiene. Toda esta fuerza vital humana que crece y se reproduce cada vez más en nuestro medio es una prueba irrefutable de la existencia de una civilización que no ha desaparecido como pretenden hacernos creer. Y es importante señalar que esta fuerza no proviene de las canteras occidentales, las cuales ya están agotadas, como tampoco es un movimiento informe y caótico. Tiene sentido, tiene su propia alma: la andina, y se mueve conscientemente hacia una dirección: la toma del poder, único aspecto que todavía le falta completar. Vamos a poner un ejemplo: lo ocurrido en las elecciones presidenciales de 1990 en el Perú. Si nos centramos solamente en este proceso, sin entrar a evaluar lo que pasó después con el falso, mentiroso, traidor y estafador hombre que se aprovechó de las circunstancias (Alberto Fujimori), podríamos decir que nunca se pensó que el hombre común, el «pueblo», pudiera tomar sus propias decisiones, al margen de la manipulación de los occidentalizados grupos de poder o partidos políticos. Estos hicieron lo imposible por «orientar» la votación —incluso sacando en procesión al patrono de la ciudad, el Señor de los Milagros— pero todos sus esfuerzos fueron vanos. El ejercicio de la democracia se cumplió en su forma más auténtica, como pocas veces se ha visto en el mundo occidental. Esto porque en los países occidentales nunca se ha dejado de condicionar a los votantes, convirtiendo la supuesta «plena libertad de elección» tan solo en una farsa donde todo está fríamente calculado, haciéndole creer a la gente que realmente ellos han elegido cuando en verdad solo han sido hábilmente manipulados. Y si se está pensando que esto no sucede en Estados Unidos peor aún: nunca ha habido un terreno más fértil que ese país para desarrollar el control del pensamiento. Recuerden que son los maestros de las ciencias de la comunicación, las cuales se utilizan, no solo para «orientar» a la gente, sino para hacer a la gente «orientable». En pocas palabras, desde niños ya los educan para que sean carne de cañón a quienes se les puedan imponer las ideas. Son personas a las que se les ha programado para obedecer tal y como se les indica. En cambio en el Perú esos medios de comunicación e imposición (u «orientación») se estrellaron contra una nación en proceso de independencia, siéndolo cada vez más de la influencia de Occidente y, por lo tanto cada vez menos manipulable por las formas de control. Estos medios masivos no es que hayan dejado de ser eficaces, impotentes o mal aplicados. Lo que sucede es que ellos funcionan en la medida que se apliquen en seres humanos ya occidentalizados y que respondan a todos los estímulos. Pero que si se pretende utilizarlos con seres que, en vez de estar occidentalizándose se están andinizando, o bien des-occidentalizando, lo único que van a producir es una reafirmación de la invalidez de la cultura occidental en aquellos a quienes se pretende manipular. El pueblo del Perú, irónicamente, demostró, usando como medio la mismísima Democracia Liberal occidental, lo que parecía imposible: la verdadera libertad de elección, dándoles una lección a sus mismos creadores y dejando ver en claro que, en
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la civilización andina, la libertad no es un «concepto» o idea al que hay que aspirar, sino que es una realidad, una verdad actual, una condición esencial del hombre andino. Es por eso que se dio un inconsciente consenso para decirle «no» al candidato Mario Vargas Llosa que representaba «la modernidad», que es igual a «occidentalización». Es por eso que, calladamente, el pueblo peruano ejerció la libertad que sí tiene y decidió lo que le pareció más adecuado. ¿Se puede actuar con libertad si uno no la posee? ¿Podía el pueblo peruano decidir por su voluntad, al margen de los medios de influencia occidental, si es que no fuera ya dueño de sí mismo? No confundamos la libertad tal como la entiende Occidente, en el plano de lo político, con la libertad que se da en los planos culturales o religiosos. La experiencia nos ha demostrado que estas son más válidas y poderosas que la política, al punto que esa es la razón por la que ha sobrevivido la civilización andina, al margen de que haya perdido esa libertad política. Y lo no político es tan fuerte que ha corroído las formas de poder occidentales, de tal manera que ya no pueden resistir el embate de su fuerza. Por eso decimos que en la nación andina sí hay libertad —todavía no política, pero muy cerca de que eso suceda. Y además hay toda una serie de atributos y elementos que, en su esencia, son similares a los que nos vende Occidente: se da la democracia, pero ejercida a la manera andina; se da el comunismo en su más puro sentido de la palabra, tal como sucede en nuestras comunidades. Y por último, hay también «felicidad», pero entendida al estilo del mundo andino: como equilibrio del hombre con su medio, en armonía con la naturaleza, y no en guerra con ella para extraerle todo el «jugo» posible y explotarla «al máximo» para utilizar «todos sus beneficios» (típica fraseología occidental en la que da a entender que él es el Rey de la Creación y que la tierra es un tremendo pedazo en bruto a su servicio exclusivo, dado que solo él tiene derecho a existir y a decidir el destino de la vida). Quiénes somos los andinos Hay una poderosa fuerza viva en nuestra civilización que nos hace ser como somos. ¿Y cómo somos? Muy sencillo. Hagamos un deslinde. Todo aquello que quisiéramos ser y no podemos pertenece al esquema occidental, ajeno a nosotros y que es impostado, falso. El resto, lo que nos queda, es lo que realmente somos: todo aquello que diariamente negamos y lamentamos ser. Un sicólogo occidental diría que somos «esquizofrénicos» porque tenemos dos personalidades o actitudes en una misma persona. Una, la que realmente somos y que negamos; la otra, la que pretendemos ser. Este esfuerzo desquiciado de «ser» y al mismo tiempo «no querer ser» es lo que produce todos nuestros males y miserias. Solo cuando un ser humano «es» una sola cosa y tiene una sola personalidad es cuando está sano y equilibrado. Nosotros, en nuestro loco afán por ser occidentales a la fuerza cuando estamos siendo, sin darnos cuenta, cada vez más andinos, terminamos por no ser ni una cosa ni otra. Es por eso que siempre hemos tenido una forma de ser indefinida, tímida, insegura, torpe, etc., cosas que abandonaríamos si asumiéramos nuestra verdadera personalidad: la andina, y no la occidental. Es algo así como llegar a casa, arrojar la corbata y todo lo que llevamos encima, para ponernos nuestra ropa de diario y decir: «por fin, ahora soy yo mismo y puedo comportarme como a mí me da la gana, sin tener que arrodillarme ante nadie ni pedir permiso para nada. Esta es mi forma natural de ser». Cuando una civilización está consolidada en sí misma todos los aspectos generales de su vida están concatenados. Sus manifestaciones artísticas, sociales y culturales hablan de sus creencias religiosas, al igual que estas últimas son un reflejo de las primeras. Igualmente su organización laboral y política responde a los esquemas culturales y viceversa.
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Los tres momentos de la civilización andina En nuestra civilización existen tres momentos importantes. El primero es el que antecede a la llegada de los occidentales y comprendía un proceso de evolución y consolidación. El segundo es el de la llegada de Occidente con sus aportes y distorsiones, del cual todavía estamos viviendo sus rezagos. El tercer momento es el del resurgimiento del poder político de las naciones andinas por sobre los intereses de los herederos y representantes de la civilización occidental. El primer momento: evolución y consolidación Comprende todo lo que ocurrió antes de la llegada de los conquistadores españoles. Ya existía una unidad de civilización que hacía similares los distintos micromundos que se daban en torno a los Andes. Esta similitud es la que permitía que, por ejemplo, el inca Pachacútec respetara el culto del dios Pachacámac, adicionándole un templo en su parte posterior dedicado al dios Inti. Ambas concepciones religiosas podían coexistir porque había afinidades culturales, siendo todas culturas sedentarias, agrarias y politeístas. El segundo momento: La continuidad de nuestra actitud ante el dominio Este es el momento de la llegada y permanencia de Occidente en nuestros territorios. En esta etapa sí hubo bastante diferencia entre lo que hizo Pachacútec con los pueblos que conquistó y lo que hicieron los españoles. Los occidentales son fundamentalistas y solo creen en su dios y en su cultura, por lo tanto no pueden aceptar compartir el mundo o la naturaleza con otros dioses y culturas. Esto los lleva a ser violentos, ya que esas ideas solo se pueden imponer por la fuerza. Entonces confunden validez con supremacía y piensan que ellos, porque se imponen por las armas, son más válidos que los demás. Como consecuencia de este error de apreciación llegan a la conclusión que el único plano que determina al ser humano —ya que ellos conciben solo «un» ser humano que, cosa curiosa, es como ellos— es el político. Es así que les interesa principalmente este aspecto, dejando los otros para el usufructo de quien lo desee, salvo en los casos en que necesiten intervenir para consolidarse. Esto lo hacen muy superficialmente y se contentan con que los dominados cumplan las formalidades. Por lo tanto, la presencia occidental en nuestro territorio se limitó a ser fundamentalmente una presencia en el plano político, razón por lo cual no encontró gran oposición ni mayor obstáculo de parte de la nación andina por cuanto afectaba solo a una porción de su ideosincracia. No decimos con esto que no hubo oposición o que se aceptó fácilmente la dominación. Sí hubo oposición, pero solo de las clases que disfrutaban del poder político andino. Ellas no sobrevivieron pues prefirieron morir a someterse. Y aquí llegamos a un punto importante. Los andinos contemporáneos de los conquistadores no aceptaron la esclavitud ni el sometimiento más de lo que nosotros lo aceptamos ahora. ¿Quién es más cobarde: el que se somete a una espada o el que lo hace ante un pagaré, a una deuda externa? Las condiciones de conquistador y conquistado no han cambiado mucho, o casi nada. Han podido variar los objetos, ser más largos, más complicados, hechos de metal o de plástico, pero la situación fundamental es la misma. Reiteramos: no es que hayamos aceptado la conquista política de nuestra sociedad tan fácilmente sino que tal vez, por la manera cómo somos ahora, nos explicamos por qué ese plano social no nos es tan fundamental como para que entreguemos por él la vida ya que, por lo visto, valoramos más nuestras otras libertades. No queremos decir que nuestra libertad política no nos
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importe y que la entreguemos al primero que se aparezca, repetimos una vez más. Sí nos importa y es esencial para lograr el equilibrio como personas dentro de nuestro mundo andino. Pero ¿cómo se puede discutir con un loco como es el mundo occidental? Una civilización sana como la nuestra ¿cómo se va a poner a la altura de una desquiciada cuyo único objetivo es dominar y destruir a otras civilizaciones para existir solo ella? Supongamos que viniese por la calle un loco alto y robusto, armado de palos y piedras y con la intención de pegarnos ¿nos pondríamos a su altura sabiendo que es más fuerte que nosotros? ¿Trataríamos de dialogar con él? En ese caso lo más inteligente sería eludirlo e ignorarlo. Y si no fuera posible lo uno ni lo otro, ya que nos han encerrado en un cuarto con él ¿qué haríamos: nos suicidaríamos? Tal vez en ese caso lo más prudente sería soportarlo en lo posible hasta esperar a que se canse, porque difícilmente se le pasaría su locura. Una vez que estuviera agotado y se durmiera, nos incorporaríamos, a pesar de los golpes recibidos, y silenciosamente lo amarraríamos para librarnos de su agresión. Este loco furioso, llamado Occidente, ya se cansó y está bajando la guardia. Aquí, en nuestro medio, se está durmiendo sobre sus laureles y, en el momento que menos imagine, lo vamos a atar y a embarcar de regreso. De esto es lo que hablaremos cuando tratemos la tercera etapa de nuestra civilización. El tercer momento: hacia la recuperación de nuestro poder Decíamos entonces que en un primer momento nuestra civilización andina se estaba consolidando en una unidad política mediante los esfuerzos del pueblo incaico, pero que esto no quería decir que no tuviese una unidad como civilización; la tenía, pero a través de la similitud de manifestaciones culturales y religiosas. Dicho de otra forma, las diferencias entre estos pueblos se hallaban fundamentalmente en el plano político, mas no eran significativas en los otros planos. Pero en el segundo momento se presentó el elemento occidental con el que sí había diferencias fundamentales en todos los planos. Esta civilización, que irrumpió en el desarrollo de la nuestra, no procuró desaparecernos sino que, más preocupada por dominar el plano político —según lo exige su cosmovisión— descuidó los otros planos por considerarlos, como aún en la actualidad, secundarios con respecto al primero. Así, gracias a ese pensamiento, pudieron sobrevivir nuestras manifestaciones culturales y nuestras religiones ocultas a los ojos de los extranjeros que solo miraban —y miran aún— las posibles riquezas materiales que puedan obtener de nosotros. Preservados entonces casi todos nuestros aspectos fundamentales que nos dan sentido como civilización es que ahora podemos tentar el recuperar el aspecto faltante: el político. Pero antes que llegue ese momento, que es el tercero, hay un cierto camino que recorrer y consiste, primero, en darnos cuenta de este fenómeno; percibirlo y tenerlo claro en la mente; convencernos que somos una civilización viva y emergente, diferente de la occidental en proceso de extinción; recuperarnos a nosotros mismos sobre nuestros propios pies. Se trata de concebir que existimos como una realidad distinta y diferenciada, que no somos parte del «mundo» de nadie, que no pertenecemos a ninguna «historia del hombre», y menos aún, que no somos los «subdesarrollados» con respecto al mundo «desarrollado». No somos nada con respecto a nadie; somos nosotros mismos y punto. El lugar que ocupemos en el mundo lo definiremos nosotros mismos cuando nos parezca conveniente hacerlo, así que no debemos permitir que nos arrumen como ganado dentro del camión de su «Historia» porque de ese modo siempre seremos un «bulto» pesado que los «desarrollados» tendrán que soportar (o explotar). Una vez que tengamos conciencia de nuestra independencia con respecto al mundo occidental el siguiente paso será aunarnos al desarrollo natural de las cosas. Pero en este punto se preguntarán:¿por qué no planteamos un inmediato alzamiento en armas? Porque podemos estar cayendo en el juego de los occidentales
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para quienes las cosas tienen que ser resueltas y definidas solamente así. Tengamos en cuenta que ellos piensan como lo que son: unos seres violentos. No nos apresuremos porque ese no es ni nuestro camino ni nuestro modo de ser con respecto a nosotros mismos. Nosotros somos seres pacíficos por naturaleza y tenemos la virtud de poder arreglar nuestros asuntos con paciencia y equilibrio. Esa es nuestra manera natural de ser. Pero el hecho de que no tomemos el camino inmediato de la fuerza y de la muerte no significa que no estemos emergiendo y recuperando nuestro plano político. Fijémonos bien: lo estamos logrando silenciosamente, sin mayores aspavientos, ni líderes, ni partidos políticos. Estamos más cerca que nunca de tomar el poder político y casi sin planificarlo. Simplemente por el peso de nuestro número, por la fuerza creativa de nuestra civilización y por la decadencia de las formas occidentales en nuestro país. Hay quienes dirán que «hay que acelerar el proceso», tal como lo han leído en algún libro occidental. Nosotros decimos ¿acelerar lo que ya está acelerado? ¿Creen acaso que a las formas occidentales de poder les está yendo muy bien que digamos? ¿No se dan cuenta del profundo caos en que éstas han caído? Si nuestra civilización no se ha venido abajo es porque tiene pies de plomo, e incluso sostiene a este teatro que es el poder formal pro occidental. (Todas esas cosas que imitamos como las leyes, la constitución, las ciudades pavimentadas, las modas, los autos importados, etc. no son más que copias fieles de otros países donde sí tienen sentido. Aquí sucede lo de aquella historia de la mona que creyó que poniéndose un vestido de seda sería diferente y superior a sus compañeros. Todas las ideas y artefactos occidentales se mantienen en nuestro mundo sobre una cuerda floja porque nunca se han llegado a consolidar. En el momento menos pensado, con un simple soplido, se caerán, al igual que esos tractores que, en las alturas, basta un pequeño descuido para que se conviertan en un pedazo de chatarra, mientras que la vida en la sierra continúa como siempre ha sido. Cuando el metal ya ni siquiera es reconocible, nadie recuerda que por allí pasó alguna vez una máquina que hacía el trabajo de los hombres y de los bueyes). Además el proceso de una civilización no tiene por qué ser acelerado puesto que no es un fenómeno que se pueda manipular artificialmente. Sería como querer hacer florecer abriendo a la fuerza los capullos y estirando los primeros pétalos. Todo movimiento tiene su tiempo y su velocidad, y el simple hecho que nos encontremos diciendo estas cosas, que las concibamos, significa más bien que este proceso ha entrado ya en una fase de conceptualización, por cuanto es visible a simple vista. Somos un producto de nuestra época, y en esta época nos ha tocado el papel de decirlo porque así lo ha posibilitado el progreso de nuestra civilización. Sería un error pretender apresurar nuestro desarrollo mediante formas no andinas porque estaríamos aplicando remedios para otro tipo de enfermedades que pueden, en vez de curar, agravar el estado del paciente. Si pensamos que con un baño de sangre estamos haciéndole un bien a nuestro mundo nos equivocamos totalmente, porque ese no es nuestro modo de hacer las cosas. Aún en las peores épocas nunca hemos caído en el fanatismo ni en la desesperación. Jamás hemos sido impiadosos, jamás hemos sido fríos ni calculadores, jamás hemos asesinado por ideas; solo por injusticias. Si matamos es al que nos hace daño, no al que seleccionamos racionalmente para causar algún tipo de efecto. La racionalidad occidental no es andina. Hacer las cosas de acuerdo con planes es normal y lógico, pero hacerlas siempre sin contar para nada con los sentimientos más profundos del hombre es totalmente ajeno a nosotros. Las recetas foráneas u occidentales no son nuestras recetas. Una «revolución armada» al estilo de Occidente está destinada al fracaso de la misma manera que sus democracias, sus repúblicas, sus estados, sus leyes y todas las otras estructuras típicamente de su inspiración. ¿No nos percatamos que las «revoluciones republicanas» no han sido más que inventos creados y patrocinados por los dominantes occidentalistas para poder eliminar a las civilizaciones nativas, dándole paso libre al
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mundo industrial? ¿Creen ustedes que las petroleras, verdaderas financiadoras de Lenin y Mao, hubieran podido eliminar de la manera convencional, con gobiernos y leyes occidentales, la férrea oposición de las culturas asiáticas a la industrialización si no hubieran recurrido al «remedio fuerte» que fue el comunismo político, cuya característica es ser una «inyección» que «barre» de cuajo todo lo que se le cruza por el camino, dejando el campo libre a un mundo de «obreros y fábricas»? ¿No nos damos cuenta de la jugada magistral que esto significó? ¿Y no vemos que muchos caen en este mismo juego llevados por su desesperación de cambiar las cosas que, de por sí, ya están cambiando? Este sí es un gran peligro porque, con un comunismo triunfante, quedaría arrasada definitivamente nuestra civilización, puesto que todo sería industrializado, imponiendo la visión occidental del mundo allí donde nunca se pudo hacer mediante los métodos convencionales (o sea el colonialismo, el modernismo, el desarrollismo, el liberalismo y, actualmente, la globalización). Para poder defendernos de los errores extremistas del liberalismo y del comunismo (dos caras de la misma moneda occidental) es que, insistimos, tenemos que sumarnos al movimiento natural de la civilización andina y empezar a pensar y sentir como andinos. Este primer paso es importantísimo, no porque signifique el triunfo final de nuestra revolución (¿por qué tendríamos que buscar «el triunfo final» a la manera de las historias novelísticas de occidente? ¿Quién nos obliga a pensar y actuar de esa forma?) sino porque es el inicio de nuestro equilibrio en la vida y una solución parcial a nuestros males más inmediatos. El día en que haya muchos más hombres así liberados entonces ya veremos cómo nos ponemos todos de acuerdo para hacer las cosas. Porque, ¿podríamos hacer una sociedad nueva con gente enferma, que no se acepta a sí misma como es? Recordemos la historia en la que un patito era el más desgraciado de todos porque era feo, y por más que intentaba ser aceptado no conseguía hacer nada parecido a lo que hacían los demás patos. Un día descubrió que él era un cisne y encontró su equilibrio (algunos hablan de felicidad, pero este concepto nos parece muy vago y relativo, así que preferimos la noción de equilibrio, el cual consiste en dar la respuesta adecuada al medio en que se vive). Mientras pensaba que era pato y quería serlo era todo un fracaso. Pero cuando se aceptó a sí mismo como cisne cambió su vida y dejó de sufrir. ¿No será que la causa de nuestros males está en querer ser simples «patitos feos» de Occidente, desplazados y marginales, en vez de reconocer que nosotros somos cisnes (o tal vez cóndores) andinos: grandes, fuertes, hermosos, y que podemos volar por nuestros propios medios sin pedirles lecciones de vuelo a los «maestros patos»? Hemos resistido quinientos años a Occidente y no ha podido con nosotros porque somos cada vez más fuertes. Juntemos nuestras voluntades para reconocernos mutuamente. Recordemos que los hombres cambian cuando sus ideas cambian y no cuando lo ordena un fusil o una deuda. Cambiemos nuestras ideas primero y el resto cambiará por sí solo. Aunque, quién sabe, a veces es suficiente con cambiar solo las ideas pues éstas, de por sí, nos producen la misma satisfacción que esperamos lograr con el cambio de la realidad. Los dos factores La crisis por la que atraviesan las repúblicas sudamericanas son los dolores de parto del tercer momento de la civilización andina. El primero de ellos fue el de nacimiento y expansión. El segundo fue el del dominio occidental, en el que se sobrepusieron los conceptos occidentales en el plano político. Luego de cinco siglos de imperio la propuesta para absorber a la civilización andina dentro de la occidental ha agotado su impulso y se está deshaciendo. Hemos ingresado al tercer momento de nuestra historia. Esto obedece a dos factores: 1. Occidente ha agotado su germen creativo 2. Andinia no ha muerto: resurge.
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1. Occidente ha agotado su germen creativo Toda civilización, al igual que un organismo, tiene etapas de nacimiento, expansión y agotamiento. Esto no quiere decir que todas deben pasar por lo mismo, ya que existen las que han sido desaparecidas en sus etapas primarias por la expansión de otras. Pero lo que les da su carácter individual, lo que les da cohesión, es el germen creativo: la identidad, el alma, la fuerza que las une y particulariza. En este germen confluyen muchos elementos: la economía, la ideología, la religión, las tradiciones y costumbres, etc. No interesa en qué grado de desarrollo o de importancia se encuentren: éstos están concatenados e interaccionan armónicamente. No se puede concebir un aparato productivo sin sus correspondientes manifestaciones sociales y políticas. Del modo que sea, para que una civilización sobreviva ha de existir una fuerza expansiva, un deseo de crecimiento, de desarrollo y reproducción no controlado, una «juventud» ansiosa de manifestarse. Algo así como el deseo espontáneo de gritar y saltar que tienen los adolescentes; como el amplio futuro que los jóvenes imaginan podrán poseer cuando sean adultos. Este germen creativo se expresa en todos los campos. En la organización social, en la organización económica, en el arte, en las ideas. Cuando las civilizaciones se hallan en expansión sus hombres actúan como si estuvieran en una carrera: todos quieren llegar primero. Los políticos compiten por ser mejores en gobernar, los ideólogos por producir nuevas ideas, los religiosos por preservar mejor sus principios, los artistas por expresar más sensaciones y emociones. En la historia de las civilizaciones muchas han pasado por todo este proceso. La mayoría de ellas ya han desaparecido y solo tenemos referencias a través de sus restos. Hay otras que han sobrevivido pero han quedado en tales condiciones de inferioridad que son poco trascendentes en la actualidad. Pero las hay de las que imperan y ejercen hegemonía en esta época. Una de ellas, la más visible, es la civilización occidental, nacida como tal hace casi tres mil años. Esta civilización ha atravesado por todas las fases por las que pasa una civilización de primer orden. En cada una de ellas podemos distinguir siempre el germen creador que la ha llevado a expandirse por fuera de sus fronteras de origen. A diferencia de otras, Occidente encontró el alma de su germen en lo que se llama la «razón» o «racionalismo». Este elemento «razón» ha sido el eje desde el cual ha hecho girar todos los elementos fundamentales de su estructura. Otras civilizaciones en cambio, si bien la conocían, no optaron por ella como su eje fundamental y se desarrollaron por lo tanto de un modo distinto. Podemos citar aquí, por ejemplo, a la civilización egipcia que, sin llegar a desconocer todos los beneficios de la ciencia y la tecnología —manifiestas a través de su medicina o arquitectura— prefirió darle sentido a su mundo a través de su estructura religiosa. Encontraremos otros ejemplos en civilizaciones del medio oriente, del Asia y de América. Pues bien, mientras un germen creativo está vivo y tiene fuerza, y si es que no ocurre algún fenómeno extraordinario como un desastre o una invasión, la civilización existirá, no solo para sí, sino también para sus vecinos. Se moverá tanto hacia dentro como hacia fuera. Hasta incluso puede retorcerse y enfermarse, pero se recuperará y sobrevivirá para expandirse con más fuerza. Sin embargo llegará un momento en que esta fuerza germinal se agotará en forma natural. Entonces será una civilización en estado de vejez y se hallará próxima a su desaparición, si bien no total, pero sí lo suficiente para que no vuelva a ser más lo que era. Esto no quiere decir que vaya a desaparecer en corto tiempo ni mucho menos. Pero lo que sí es cierto es que ya no tiene fronteras hacia dónde crecer. Tratará de mantenerse lo más que pueda pues, por el momento, no hay otra fuerza que amenace su supremacía. Pero ya es la terquedad del viejo que sabe que pasó su tiempo primaveral. No es necesario que busquemos una «caída de Roma» e inventemos
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supuestas corrupciones de costumbres y vicios o algo parecido. Ser viejo no significa ser un corrupto ni un podrido. Simplemente se es viejo y las fuerzas disminuyen y baja el interés por aquello que antes era una meta inalcanzable. Pero con esta vejez se aflojan ciertos músculos. Aunque el organismo esté lúcido el tiempo no pasa en vano, y ciertos achaques, como la cojera o la falta de visión, son inevitables. Es allí donde aprovechan los diversos gérmenes o enfermedades para encontrar un medio fértil dónde desarrollarse. Y este viejo, aún entero y sin vicios, terminará postrado en una silla o en su cama viendo cómo hacen escarnio de su débil cuerpo. La civilización occidental de este modo ha cerrado el círculo, ha completado su desarrollo, ha triunfado en todo lo que podía triunfar, se ha estirado hasta donde pudo llegar. Pero ya no hay más mundo que conquistar ni más tiempo que esperar. A partir de ahora todo será solamente darle vueltas a los mismos temas con distintas variantes: será un monólogo. Y el que monologa o se aburre o se vuelve loco. Nos inclinamos más por lo primero. (He ahí la causa de que ahora se habla de la «posmodernidad» y del fin de la Historia. Occidente se ha esclerotizado y no podrá ser flexible, lo cual significa que cualquier pequeño golpe lo hará saltar —como un cristal— hecho trizas). Ha terminado el otoño y empieza el invierno. 2. Andinia no ha muerto: resurge La segunda razón para decir que la civilización occidental ya no puede prosperar más en su proyecto de dominio total en nuestras tierras es que en realidad no llegó a eliminar en ningún momento a la civilización andina, tal como se nos ha hecho creer hasta ahora. Desde siempre nos hemos enfrentado al misterio de cómo un puñado de hombres pudo haber dominado no solo a un supuesto imperio sino a todo un mundo coherente y desarrollado. Las versiones más simples dicen que fue el peso de las armas; otras más acuciosas hablan de una negociación entre grupos de poder, una confluencia de intereses; pero siempre se vuelve a lo mismo: ¿Qué pasó? Si nos atuviéramos a nuestro esquema anterior, el del germen creativo, podríamos creer a priori que fue el enfrentamiento entre una civilización en expansión, Occidente, con una en extinción, la andina. Pero, y esto es lo interesante, no fue así, pues todo hace pensar que los llamados conquistadores llegaron justo en el preciso momento en que la civilización andina había comenzado un proceso de unificación por obra de uno de sus pueblos: los quechuas o incas. Por lo tanto no estaba en decadencia sino todo lo contrario: era mucho más joven que su invasora. Entonces lo más probable es que hayan existido una serie de confluencias y de intereses entre conquistadores y conquistados, y que, si bien el conquistador español se posesionó políticamente de la América del Sur e impuso su forma de gobierno, y estructuró un sistema racionalista de pensamiento, ello no significó que «tocara la médula» de la civilización andina. Tal parece que, ante la avalancha del hombre blanco, con todas sus ideas acerca del mundo, la única resistencia política que este encontró fue la que ejercieron algunas castas de gobierno andino, las que murieron en el intento de oponerse (fundamentalmente los incas). La gran mayoría de la población optó por esperar confiadamente a ver qué ventajas les ofrecían estos raros individuos venidos del mar. Mas los guerreros españoles, salvo obtener títulos y riquezas, no tenían mayores pretensiones. Entonces le quedó solo a la Iglesia la misión de «evangelizar» (occidentalizar) a todo este «nuevo pueblo», cosa que iba a significar una labor titánica, máxime si no contaban con el interés ni apoyo de los soldados, ávidos de fortuna. En vista de esto quedaban dos caminos: o se exterminaba a todos los adultos andinos para formar un nuevo mundo con los pequeños y recién nacidos, asunto imposible de hacer (aunque los occidentales anglosajones sí lo hicieron en el norte con los pueblos nativos) o se pensaba en una estrategia que justificara el dominio y acrecentara sus intereses económicos y políticos. Obviamente la experiencia católica
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de siglos hizo que los curas aplicaran una de las tácticas que más les ha dado resultados: el equilibrio de poderes o la superposición de creencias. Es una especie de «toma y daca». Se trata de un pacto con los vencidos. Ustedes mantienen sus costumbres, sus ritos, sus ceremonias, sus valores, pero aceptan hacer algunas concesiones como: cambiar nombres autóctonos por hispanos, poner cruces donde había dioses, colocar santos donde había ídolos, etc. De este modo todos salían ganando porque los andinos mantenían lo esencial de su ideología mientras que los religiosos católicos podían obtener sus beneficios terrenales y mantener el prestigio de haber «evangelizado» a «miles de indios» para la gloria de Dios y de España. Entonces, a diferencia de lo ocurrido con otras civilizaciones que entraron en contacto con una más fuerte y desaparecieron, la civilización andina no fue «desaparecida» —no lo hubiesen podido hacer— por los occidentales españoles y sus seguidores sino que fue «conservada» o «aletargada» ya que se preservaron sus esencias más sólidas e íntimas como su religión, su cultura y, en cierta forma, su modo de producción. Sin este arreglo o pacto entre andinos y occidentales (ceder el plano político a los invasores a cambio de preservar los andinos sus planos religioso, cultural y productivo) la convivencia hubiese sido imposible. Si echamos una ojeada a cualquier manifestación actual nos daremos fácil cuenta de ello. Todos los ritos católicos están empapados de religión andina. Veamos si no las procesiones (la más multitudinaria de América, la del Señor de los Milagros, no es otra que la del Señor de Pachacámac, el más importante dios pre hispánico de la costa peruana, una de cuyas denominaciones es «Cristo de Pachacamilla»), o las fiestas patronales que de católicas sólo tienen el nombre, pues todo lo demás es totalmente andino o «pagano». Podríamos citar muchas otras expresiones más pero no es el caso. Hacemos hincapié en el factor religioso pues ello significa para la civilización andina lo que es la «razón» para occidente. Cierto que ha habido etapas en la historia occidental en las que también la religión tuvo mayor preponderancia; durante ellas todo su «desarrollo» científico y tecnológico estuvo postergado, anatemizado o perseguido. Pero esto no hace más que reafirmar el hecho de que cuando el ser humano establece sus criterios de valor en torno a un determinado plano, sea el religioso o el racional, los otros quedan relegados o adormecidos. Dado que está viva la civilización andina, por haber sido preservada en su esencia a través de los años, mantiene su germen creativo en la misma situación en que lo encontraron los españoles: en estado emergente. Las pruebas de ello están en la andinificación paulatina y constante que se viene suscitando en nuestras naciones, lo cual se hace cada vez de una manera más vertiginosa y evidente. Si es que hubiera muerto —como dicen los historiadores occidentales—, si ésta no conservara su germen creativo, entonces hace mucho tiempo que Bolivia, Ecuador o el Perú serían una especie de Australia, donde lo occidental sería lo visible y lo obvio en cada rincón de su territorio, mientras que lo autóctono no sería más que un extraño y pintoresco objeto de observación y curiosidad (al igual que las «turísticas» reservaciones «indígenas» norteamericanas). Pero en cambio, en nuestro mundo andino, ocurre todo lo contrario. Aquí lo occidental es un «objeto de curiosidad cada vez más raro». Incluso se puede hablar de una avalancha del mundo andino (en el Perú, a partir de la década del 1970, la población de la costa empezó a ser mayor que la de la sierra debido a las constantes migraciones, hecho que se incrementó con la incursión del terrorismo y la crisis económica en las décadas del 80 y 90 del siglo XX). En vez de que esa masa de inmigrantes se «occidentalizara» ellos han «andinizado» a las ciudades, últimos baluartes de Occidente. (El poblador común no percibe este fenómeno puesto que se deja llevar por las apariencias. Como ve que los recién llegados cambian sus ropas por las occidentales, aprenden el idioma, adquieren objetos urbanos y se adaptan a las disposiciones da por sentado que éstos se han »occidentalizado», como si un proceso tan complejo se pudiese hacer en una semana. Incluso los mismos emigrantes también
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lo creen. Pero, como dice un refrán: «la procesión va por dentro», y esto significa que todos esos esfuerzos por «vestir de seda a la mona» no eliminan su cola, es decir, más temprano que tarde surgen las manifestaciones andinas que pertenecen al mundo interno del individuo y de la colectividad, produciéndose así el fenómeno de adulteración de lo occidental, dándose la sensación de estar ocurriendo una «desvirtuación», una «informalidad» o, asunto más complejo de analizar, un «estado de corrupción». Esta sería la razón del proceso de desintegración de los Estados occidentales republicanos andinos). ¿Podría una civilización «muerta» hacer eso? ¿A qué se debe entonces que la estructura del Estado sea cada vez más informal y que funcione cada vez menos «a la manera occidental»? Dicen que las instituciones están en crisis, que los valores están en crisis. Pero ¿qué instituciones están en crisis? ¿Qué valores lo están?: todos los que parten o tienen raíces en lo occidental. En cambio, y en contraposición, las instituciones y valores que proceden de una civilización emergente como la andina (por citar algunos ejemplos: el comercio informal, las relaciones familiares, religiosas, artísticas, los gustos en el vestir, las actitudes ante las leyes, etc.) cada vez toman más fuerza y se imponen en todos los niveles sociales y económicos. Ha surgido una cultura, para algunos «híbrida», que no es otra cosa que la manera cómo el andino asume lo occidental, modificándolo él a su manera y no a la inversa. Quiere decir que en el interior de ese hombre su germen creativo andino se ha acrecentado, mientras que el germen occidental ya no tiene validez ni fuerza como para convencerlo. Estamos siendo espectadores de un torrente arrollador, imparable, que ni los argumentos de la «posmodernidad» pueden contener. Este es un proceso natural en el desarrollo particular de la civilización andina que ve que su antiguo huésped, Occidente, se ha tornado débil, al punto que estamos ya a las puertas de que se produzca un irreversible proceso de resurgencia y quizá, sin mayores conmociones, nuestra civilización andina se haga nuevamente dueña de su aparato político, no teniendo para ello que dejar de usar la tecnología occidental, puesto que son simples artefactos caseros utilitarios. Julio Huamán, quechua-hablante, experto en computación, habitante de La Paz, bailarín, sigue siendo tan devoto de la Virgen de Copacabana como lo sería si hubiese seguido siendo el campesino que una vez fue. Cultura y supra-cultura I Existe un primer plano al que llamaremos la cultura andina, la cual podemos identificar y definir por negación, o sea, descartando de ella todo aquello que pertenezca al segundo plano, al que llamaremos la supra-cultura, que viene a ser el conjunto de los elementos occidentales. Todas nuestras costumbres son aquellas manifestaciones de reafirmación de la existencia real que tiene la cultura andina ante la presencia de lo occidental. Entre estas también existen las que tienen un origen no andino, las cuales han sido «absorbidas», no con el ánimo de copiar o de occidentalizarse, sino con el deseo de incorporarlas o de asimilarlas, de tal manera que pertenezcan a la cultura andina. Cualquier acto de reafirmación de nuestras costumbres que se haga siempre serán defensas silenciosas de la cultura andina. La supra-cultura es el conjunto de expresiones occidentales que viven y se manifiestan en el plano político. Representan el aspecto oficial de la vida: el Estado, la Religión Católica, el supra-idioma, que es el lenguaje que permite comunicarse con estas instituciones. No podemos decir que la supra-cultura sea otra cultura porque ello implicaría darle un carácter de vitalidad que ya no tiene. En último caso sería solo los restos de una civilización mas no en su forma pura, pues desde siempre ha sido un remedo de Europa, su lugar de origen. Sin embargo, con todas sus incongruencias, la
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supra-cultura sigue estando vigente aún y sigue siendo un modelo de vida para muchos, además de significar todavía el poder establecido. Ella circula por encima de nuestra cultura, la andina, que es la verdadera y la única valedera para identificarnos. El resultado que se genera de la convivencia de estos dos elementos contrapuestos, la cultura y la supra-cultura, es una sociedad dicotómica o de doble valoración, con dos personalidades y dos caminos a seguir. Esto en directa contradicción con lo que se acostumbra a decir que lo occidental es la lógica superación y continuación de lo andino y de todas la culturas «primitivas», como si ellas fuesen un escalón inferior con respecto a la occidental. Pero eso ya hemos dicho que no es así, pues se trata de dos civilizaciones diferentes e independientes en sus existencias y en sus destinos, aunque ambas puedan compartir el mismo tiempo de vida y el mismo espacio, y aunque una de ellas demuestre ser más violenta y totalitaria que la otra. Pero lo cierto es que la cultura andina presiona cada vez más. Prueba de ello es la avalancha de gente del campo que día a día se adapta a la vida de las ciudades pero a la manera como los inmigrantes lo entienden y lo toman. Por eso es que los defensores de la supra-cultura se rasgan las vestiduras y se horrorizan ante el inminente apocalipsis que se cierne sobre «el país» ya que las «estructuras fundamentales de la sociedad» han entrado en decadencia producto del avance de la informalidad, de la «incultura», que se ha atrevido a introducirse en los poderes institucionales. Este fenómeno se repite pero con más claridad y violencia en las zonas selváticas, donde la supervivencia de los elementos supra-culturales deben ser mantenidos a costa de muchos esfuerzos, ya que el medio ambiente no perdona el más mínimo descuido. A la primera señal de abandono la vegetación y el clima se los traga. Si por alguna razón todos estos elementos que configuran el plano supracultural desaparecieran, la vida en la selva continuaría tan normal y apacible como siempre debió haber sido. Más bien sería una bendición que esto sucediese, tanto para los hombres que la habitan como para la misma naturaleza «salvaje». (Por supuesto que ella solo puede ser «salvaje» para los occidentales, porque para nosotros no tiene nada de destructora ni de enemiga. El occidental teme profundamente a la naturaleza porque no la puede hacer «entrar en razón». Se siente desgraciado porque tiene que convivir con esa «bestia indócil», ya que sin ella no podría vivir pues, ¡oh desgracia!, él también pertenece a esa naturaleza «indómita» y desobediente. Es por esa razón que también existen los occidentales que aman extremadamente a la naturaleza, porque amarla en exceso es una forma de aminorar el tremendo miedo que se le tiene. La consideran demasiado fuerte y abrumadora como para que su racionalidad se le enfrente y la domine, por ello la respetan demasiado —más de lo que en realidad se debe respetar, pues la naturaleza no es ni un cuco destructor al que hay que llevarle sacrificios humanos para que no nos devore, ni tampoco una débil criatura a la que hay que proteger de cualquier cosa. ¿Quién los ha nombrado defensores de la naturaleza y con qué argumentos? ¿Acaso solo ellos tienen derecho a pensar y a ser inteligentes? ¿Quién les dio entonces esa inteligencia, esa cabeza que tienen sobre los hombros? ¿No pueden darse cuenta que son solo criaturas de la naturaleza y no sus amos, sus guardianes?). Así el hombre andino vive en un constante conflicto entre la cultura y la supracultura, entre lo que él es y lo que se ve obligado a ser. Él es un ser emergente, pleno de vida y de fuerza, sano, protegido por toda una tradición que no ha dejado de existir nunca y que ahora renace con mayor fuerza. Él es su propio pasado y su futuro, todo en un solo presente. Él atesora en su interior la espiritualidad viva que mueve los corazones y estremece los sentidos, lo cual hace que todos sus movimientos sean reflejo de esa fe innata en la vida y en la naturaleza a la que le ha puesto muchos nombres: Pachamama, Virgen de la Candelaria, Señor de Qollur Riti, etc. Este hombre es el poseedor de esa maravillosa cultura que es la cultura andina. Sin embargo todavía tiene que superar la etapa de lucha por conquistar su unidad como ser vivo, ya
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que hay una fuerza política que lo condiciona: la supra-cultura, Occidente. Porque mientras conserve su plano religioso y cultural sabe que está protegido por milenios de civilización andina, pero, lamentablemente, cuando tiene que acceder al plano político, se ve obligado a ponerse el traje y la corbata y a dejar su terreno seguro para caminar entre las brasas, en un medio que le es ajeno. ¡Y esto en su propio territorio! También debe dejar otras cosas como son los valores del corazón y de la vida en sociedad para poder identificarse, momentáneamente, con los valores individuales y egoístas de la supra-cultura. Sin embargo, si bien es cierto que esto ha significado un escollo insalvable durante muchos años, hoy ya podemos decir con soltura y comodidad que casi lo estamos superando. Porque antes la supra-cultura era una barrera que impedía llegar por cualquier modo a tener alguna injerencia en el desarrollo de los acontecimientos. Mas ya existen señales de que el hombre andino se está apoderando de los elementos supra-culturales, pues se ha dado cuenta que están muertos, que no tienen ningún sustento en fuerzas interiores y que pertenecen a una civilización con su germen creativo extinguido. Es por eso que ha descubierto el engaño y ahora puede operar con toda comodidad un artefacto casero sin por ello tener que dejar de asistir a la fiesta patronal: no existe conflicto entre los objetos de uso y de trabajo con su mundo interior. El poseer elementos tecnológicos occidentales no le quita ni le pone nada, pues para él solo significan eso: simples objetos. Lo mismo sucede con las leyes, con la religión oficial y por último con el Estado. Toda la maravilla del mundo moderno está hueca, vacía, no tiene dios ni contenido humano, por lo tanto no posee capacidad creadora y menos modificadora de conducta. Y justamente allí, para llenar ese vacío, está la cultura andina. A diferencia del hombre occidental —para quien la cultura está identificada con la tenencia de cosas y de objetos que son productos de ella y sin los cuales «regresa a la barbarie»— para el hombre que tiene su propia fuerza en sí mismo, como el hombre andino, le es indiferente que tenga o no en ese momento sus objetos de uso personal o productivo. Por eso es que el andino se enfrenta sin ningún miedo ante las exigencias de la supra-cultura, pues confía en su propia capacidad para dominarla y aprender de ella todo lo que le interese saber. En el peor de los casos el hombre andino, cuando no «tiene nada» (visión por supuesto occidentalista en la que el hombre solo «tiene» cuando posee algún tipo de objeto material, no cuando posee muchos valores espirituales o algo similar) muere siendo andino. El hombre occidental, cuando no tiene nada, muere siendo un pobre o un miserable. II Otra de las características que tiene el hombre andino es que, curiosamente, este conflicto le ha permitido algunas cosas buenas, como una mayor cantidad de elementos para su propio uso y beneficio. Por ejemplo: puede ser bilingüe, usando indistintamente el castellano, el quechua, el aimara u otros idiomas, cosa que amplifica su campo de acción y de visión de la naturaleza al poder desplazarse en dos planos diferentes del pensamiento. Los defensores de la supra-cultura en cambio son monolingües, lo cual les priva de una riquísima forma de expresión y de entendimiento de la naturaleza, sin mencionar todo lo que se pierden en apreciación de belleza y arte andinos. Al andino también se le ha abierto la posibilidad de poseer objetos de alta tecnología occidental para su uso y esparcimiento, lo cual le brinda, en el momento que lo desee, determinados beneficios colaterales que le facilitan el desplazamiento por medios ajenos a su civilización. Además, dentro de este contexto, tiene la oportunidad de acceder a una variedad de opciones para el manejo del ordenamiento político de su sociedad, acopiándose de ideas y esquemas que puede emplear a su libre criterio y como le parezca mejor. Muchas de estas cosas no son ninguna utopía ni estamos hablando en base a supuestos, dado que nos referimos a diferentes realidades que nos
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ha tocado en suerte ver. Las cosas que presentamos son totalmente comprobables si es que visitamos las zonas marginales de las ciudades. Existen muchos casos-modelo como el del distrito Villa El Salvador, en Lima, Perú, el cual naciera como producto de una invasión de tierras cercanas a la ciudad por parte de desplazados e inmigrantes. Creemos que posiblemente la organización comunal que allí se ve, que no es otra que la misma que se practica en el resto de nuestra nación andina, será la base de la organización social y estatal del futuro. Y esto como consecuencia de lo que decimos al respecto de lo que significa manipular los elementos de la supra-cultura por hombres que poseen nuestra cultura. Al final, esta última terminará por apropiarse completamente de dichos elementos occidentales y los utilizará de acuerdo con el esquema de desarrollo colectivo que siempre ha tenido: la civilización andina. Es, por lo tanto, un porvenir muy promisorio el que nos espera, y por eso no hay que desanimarnos sino, al contrario, alegrarnos de que esto esté por suceder. Hay un elemento importante que no queremos dejar de lado: la educación. ¿Se han preguntado por qué es tan importante la carrera magisterial para el hombre andino? Porque hay en nosotros una fuerza liberadora, pujante, que nos impulsa a transmitir, por sobre todas las cosas, la sabiduría. Y hoy en día la sabiduría no consiste, como antes, en repetir el conocimiento occidental, sino en reavivar nuestra cultura. Hasta hace poco la educación era el puente entre la cultura andina y la supracultura, era lo que nos daba el acceso al conocimiento político de los acontecimientos. Pero hoy que la supra-cultura está en retirada la educación ya no es un puente sino el cauce de un río por donde corre toda la fuerza de la civilización andina. No negamos la alfabetización ni el conocimiento del mundo occidental pues esto, ya hemos dicho, es solo un elemento accesorio a nuestros usos diarios. (Al igual que nadie, si estuviera en capacidad de hacerlo, se negaría a viajar en avión para llegar al santuario y cumplirle una promesa a la Virgen). Lo que le negamos a Occidente es solo el carácter de ser única y universal, condición que le impulsa a eliminar otras civilizaciones. Si bien tanto para la sierra como para la selva el avance de nuestra cultura se presenta más desarrollado, en las ciudades de la costa es donde existe la mayor resistencia y es, por lo tanto, el último reducto de la supra-cultura. El mayor conflicto que han vivido los habitantes de la costa ha sido el enfrentamiento entre la cultura y la supra-cultura. Desde el arribo de los españoles y las fundaciones de las primeras ciudades —y en razón a su cercanía a los puertos— siempre se pretendió crear nuevas Europas en las costas de nuestros territorios. Para ello no solo se tenía que construir un modo de vida partiendo de la nada sino también luchar por eliminar el modo de vida anterior, o sea, el andino. Por lo tanto ya desde sus inicios la supra-cultura tuvo que partir de la premisa de que no podría existir sin oponerse abierta y tajantemente a la cultura. Pero lo que es importante hacer notar es que, ya antes de la llegada de los primeros occidentales a América, la civilización occidental había entrado en decadencia. Durante los tiempos de Colón, el Renacimiento fue el último movimiento de renovación que tuvo Occidente, el cual apuntó a revalorar la vida y al hombre por sobre la religión. Por eso se lo llamó Humanismo. Mas luego, y con la aparición del economicismo —y sus productos directos: el racionalismo, el maquinismo y el industrialismo— dicha civilización perdió su germen creativo —la razón entró en crisis— para caer en una franca decadencia de la cual ya no le es posible salir puesto que cumplió su ciclo. Sus ideas siguen siendo las mismas desde hace quinientos años y se vienen repitiendo con algunas variantes. Desde hace mucho que su principal preocupación es mantener las cosas como están y, en lo posible, consolidarlas. Esa es la señal inequívoca del estancamiento de una civilización: su negación al cambio o su imposibilidad siquiera de admitirlo o imaginarlo. Hay quienes todavía sueñan con un nuevo Renacimiento que les devuelva la vida perdida, pero eso ya no es posible pues estamos ante un sistema tan férreamente encadenado y entrampado que cualquier mínimo síntoma de modificación es rechazado con violencia debido a que ello
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significaría su propia muerte. Sería como si un virus maligno entrara a un organismo desarrollado y estable; al momento de ser detectado será combatido con dureza hasta eliminarlo. Si no fuese así se produciría la enfermedad y sus funestas consecuencias. En cambio, si ese virus fuese administrado como vacuna, el organismo lo asimilaría y eso le serviría para la defensa de su salud. Algo parecido fue en su momento el Renacimiento, el cual alimentó y renovó durante un tiempo más a Occidente. Pero una vez que hubo acabado su acción benéfica esa civilización volvió a caer en el marasmo y en el congelamiento de su Historia. Algunas veces se han suscitado movimientos que intentaron suplir esos problemas, el último de ellos: el movimiento hippie. Lamentablemente estos esfuerzos bien intencionados se estrellaron con lo que ya mencionamos: con un organismo que no tiene capacidad de modificarse y de renovarse, razón por lo cual tiene que eliminar todo intento de alteración. El hippismo de la década de los 60 en el siglo XX fue ahogado y eliminado utilizando un método similar al que usó el emperador romano Constantino para controlar al Cristianismo que amenazaba con socavar por completo las bases del Imperio. Bien asesorado por sus mentes maestras (esos oscuros seres humanos de los que no habla la Historia pero que son los verdaderos gestores de todas las cosas «detrás de bambalinas» y quienes utilizan a los «personajes históricos» —los reyes, emperadores, sabios, aventureros, escritores, etc.— como cabezas de turco que cumplen sus desquiciados designios, de manera que nunca llegamos a saber quiénes fueron realmente los verdaderos creadores y financistas de los acontecimientos) dicho emperador, decimos, oficializó el Cristianismo convirtiéndolo en religión estatal y asumiendo él y sus sacerdotes la conducción de la nueva ley moral del Imperio. Constantino había ordenado que todos fueran cristianos durante su mandato. Y esta jugada fue maestra pues con ello incorporaba a sus mayores enemigos dentro del sistema, de modo que, a partir de ese momento, el Cristianismo se convertía en la religión oficial y, por supuesto, se sujetaba a las normas e intereses imperiales. De ese modo los cristianos ya no serían los «subversivos» sino serían los nuevos asesores que, en vez de destruir las bases de la sociedad, construirían una nueva. Es lo que se dice canalizar una fuerza enemiga a favor, como una llave de judo. Y para Roma fue lo mejor puesto que los cristianos conformaban una gran fuerza social y no se les podía contener. Era preferible admitirlos en el gobierno para que, a la larga, no tengan a quién enfrentarse ni de qué protestar puesto que ellos eran ya el poder establecido. Si cuestionaban alguna cosa estarían cuestionándose a sí mismos y a su fe. Por eso, ni bien los sacerdotes cristianos se convirtieron en los sacerdotes oficiales, ya no hubo razón para ir en contra de las costumbres ni de los pecados de los hombres. Lo mismo sucedió con el hippismo. Viendo las grandes industrias que los jóvenes se negaban a incorporarse al «sistema», dedicándose en cambio a una vida de gitanos, de paz y amor, empezaron a comercializar la «paz y el amor» de modo tal que no se supiera quién era el verdadero hippie y quién el ejecutivo que estaba a la «moda». Es por eso que surgió el estilo hippie y se empezaron a vender blue-jeans especialmente envejecidos para los hippies de fin de semana. Conclusión: se prostituyó el movimiento y las industrias no se paralizaron (pues contaban con obreros y empleados hippies). III Hemos visto cómo entonces la civilización occidental se ha anquilosado a sí misma, perdiendo su poder de creación y vive repitiéndose constantemente, como si la Historia hubiera sido siempre así. Incluso nos han hecho imaginar infantilmente que los «hombres del pasado» o los de otras culturas tenían o tienen los mismos intereses y principios que los de ahora. Es de ese modo que presentan en sus dibujos animados a seres cavernícolas actuando tal como lo haría un hombre de Nueva York a quien solo le interesa la economía y el orden establecido; por supuesto que al estilo occidental.
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Luego, con aire de sabiduría, algún locutor de documentales de la National Geographic nos repite que «así fue el hombre desde siempre» y nos quedamos con la idea de que las cosas son tal y como las pintan los actuales científicos. Es que ellos quisieran que hubieran sido siempre así y que sigan siéndolo, donde la única verdad sea la que ellos y su ciencia dicen que es. Para muestra tenemos el libro de mercadotecnia filosófico, best seller, llamado El fin de la historia y el último hombre (que trata acerca del éxito y las «bondades» del liberalismo democrático) del nipón-norteamericano Francis Fukuyama, que no es otra cosa que un intento de demostrarnos que Occidente tiene toda la razón, científica y filosóficamente hablando. Pero esa es su opinión. Nosotros creemos que el hombre del pasado no pensaba como el de ahora, ni el de una civilización piensa igual al de otra. Tampoco nos parece correcto que se nos haga imaginar al futuro como un mundo de computadoras y de tecnología pues lo que se está haciendo es reafirmar el mundo actual diciendo que éste no va a cambiar nunca, ni dentro de miles de años. O sea, que ellos van a ser siempre los superiores y nosotros los inferiores hasta que algún día les hagamos caso y vivamos tal como nos dicen que debemos vivir. Pero todo esto no detendrá la caída de Occidente. Sin embargo, es importante que no nos apresuremos a decir que el árbol no existe pues su cadáver está todavía dando sombra. El fin de una civilización puede durar tanto o más aún que el período de su apogeo. IV Una desventaja que tuvo la supra-cultura desde su instalación en nuestra sociedad fue su mala aplicación. Incapaz de revitalizarse, no le quedó más remedio que copiar, y sabemos que cuando se copia es fácil caer en errores; y más aún cuando en esta copia no hay orden ni lógica. Se pretendió vivir como en Europa cuando lo que se debía hacer era construir una nueva sociedad con nuevos criterios y nuevos esquemas, los cuales tuvieran mucho que ver con la cultura andina a la cual se la había desplazado del poder político. (Los occidentales anglosajones lo hicieron en Norteamérica pero sin considerar para nada a los primigenios habitantes del lugar. Realizaron su utopía pero bañada en sangre y discriminación, lo cual no solo la deslegitima sino que actúa para ellos como alma en pena que constantemente les recuerda su crimen y les impide dormir en paz. Esa es la razón profunda por la cual el sistema estadounidense nunca podrá ser modelo para la humanidad, porque está basado en un crimen que extiende una inevitable sombra de duda sobre la bondad de su discurso). Ese fue y es el mayor error de la supra-cultura. Esa es la causa por la cual durante cinco siglos ésta no ha hecho más que vivir como en un sueño del cual está despertando. Lo cierto es que la supra-cultura nunca llegó a identificarse ni a compenetrarse con nada de lo que es la nación andina y, ante esa falta de flexibilidad, creatividad y apertura, ahora se encuentra siendo excluida de estas tierras. Quién sabe si es que tuvo su oportunidad y la desperdició. Quizá pudo haber hecho algo para ganarse el derecho de compartir nuestro suelo, pero su modo fundamentalista de entender la vida no le permitió verse mas que a sí misma por sobre todas las cosas. Pero eso ya es otro asunto. Lo cierto es que la supra-cultura está perdida, aunque aún va a resistirse a ceder su hegemonía. Ella se encuentra firme en su puesto, que es el plano político de nuestra sociedad, y tiene principal presencia en las grandes ciudades. En ellas vive un drama para poder mantener su poder y su prestigio. Constantemente recluta nuevos hombres y ensaya soluciones parciales y paliativos. Trata de apuntalarse a través de préstamos económicos que le permitan construir más edificaciones e infraestructura occidentales, trayendo a la vez más ideologías importadas directamente de Europa o de Estados Unidos. Todos estos elementos viven atiborrados en los centros urbanos en donde se hallan atrincherados contra cualquier amenaza proveniente de la cultura (o de la «sub-cultura» como llaman ellos a la
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cultura andina). Pero a pesar de todos estos esfuerzos las civilización andina ha venido invadiéndolos hasta en su mismo corazón y sin siquiera haber recurrido a la violencia. Simplemente ha hecho acto de presencia, cosa que es suficiente puesto que nuestra cultura viva se impone sin ningún problema a su cultura muerta. En esta lucha siempre salimos triunfantes pues al final nosotros mantenemos nuestra ideosincracia y, por eso, tranquilamente, podemos adquirir un equipo de sonido o un teléfono celular sin dejar de pedir ayuda al Señor de Huamantanga, mientras que ellos, a la primera dificultad, entran en colapso y, al final, no saben si recurrir a un doctor de Miami o a un médico brujo. V Los males sociales que padecemos suelen tener su origen en los medios oficiales de preservación de la supra-cultura: la educación y los medios de comunicación. Pero tampoco hay que exagerar su verdadero papel e importancia. Si realmente fueran elementos exitosos de transmisión e imposición mucho tiempo hace ya que estaríamos viviendo en un país europeizado. Pero eso no es cierto, y vemos que después de quinientos años éstos no han hecho mella en el alma andina sino, al contrario, han ido perdiendo crédito como medios representativos y valederos, incluso dentro de los mismos defensores del sistema, señal inequívoca de que, como mecanismos de penetración mental, no han sido ni son suficientes. Si hiciéramos una evaluación y pesáramos en una balanza por un lado esos esfuerzos y, por el otro, todo el conjunto de elementos que se transmiten a través de los sistemas no convencionales de educación —como son las tradiciones, las creencias y las formas de vida del hombre andino— ¿quién saldría airoso en esta prueba? ¿Tenemos acaso en este momento naciones por completo occidentalizadas, tal como lo justificarían cinco siglos de permanencia en nuestra cultura, o tenemos más bien a toda una sociedad que camina, habla y piensa como andina? Si aún así no nos convencemos salgamos a la calle o recorramos los campos. ¿Qué significa el hecho de que la mayor parte de nosotros usemos otros criterios para manejarnos en sociedad y hagamos omisión a todo lo que es oficial? Es curioso pero, en nuestra sociedad, aquel que pretende por un momento apelar a algún reglamento oficial es mirado, sino como un loco, como un pobre desadaptado o un anciano que imagina un mundo que solo existe en sus recuerdos o en sus fantasías. En cambio, nadie deja de cumplir esas extrañas e invisibles leyes del sentido común, las cuales parten de la cultura andina, y que corresponden a una estructura que realmente funciona y posee carácter de válida. ¿Qué sentido tiene entonces que se siga insistiendo en la educación supra-cultural, a través de las escuelas, las universidades o de los medios de comunicación, si han demostrado una pobrísima eficacia y no han podido crear a ese europeo imaginario? Su permanencia ya no tiene razón de ser de la forma cómo están planteados. La implantación de los criterios supra-culturales lo más que crean es una gran legión de andinos con un serio conflicto interno, quienes terminan por navegar entre dos aguas que se chocan sin saber hacia dónde orientar su nave. Y este problema se nota más aún en los lugares en los cuales se afincaron más firmemente los europeos. Allí donde se enfrentan de igual a igual la cultura con la supra-cultura es donde se producen esos fenómenos tan nefastos que actualmente contemplamos. Esa zona es la más enferma de nuestra sociedad; allí todo es confusión y no se sabe a dónde ir ni qué hacer. Nosotros calificaríamos a este sector coyuntural como de medi-cultura o medieducación, pues en este nivel no están definidas las ideas ni los sentimientos tanto de la cultura como de la supra-cultura y, como conclusión, nada está claro, y esos hombres y mujeres se comportan como hemos dicho: esquizofrénicamente, con dos modos de ser, pero sin que ninguno de ellos sea completo y sano. Son interiormente andinos pero lo niegan rotundamente y se odian a sí mismos cuando se les nota en
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algún gesto. Mientras tanto se exigen, aún contra su voluntad, parecerse lo más posible al tipo de hombre que han estudiado en la escuela y que ven en la televisión. Allí está el dilema: ser una cosa que se niega y querer ser algo que no se puede. Esta es la definición que damos de lo que es la medi-cultura, que a su vez genera una medi-educación. Este es el plano por donde se desplaza la sufrida clase media republicana. Porque nadie más sufrida que ella, que nació limitada en su raíz andina, sin religión, ni tradiciones, ni cultura, ni nada en qué sustentarse. Solo vive aferrada a su esquema occidental que no tiene aplicación en nuestra sociedad andina. Sin embargo, este tipo de hombre es el acérrimo defensor de la supra-cultura, ya que piensa que ello es lo único que tiene, y que si perdiera esos elementos se quedaría en el aire, entraría en la desesperación total y terminaría por salir del país. Mas lo que nosotros le proponemos no es esa alternativa sino que recapacite y se dé cuenta que la única manera de sobrevivir y darle significado a su existencia es aunarse a la resurgencia de la civilización andina, convertirse en uno más y empezar a reconocer en sus manifestaciones su propia esencia de persona. Hay que rescatar a este hombre confundido para que, al identificarse con lo andino, encuentre que sí tiene un mañana para él y para sus hijos, el cual es: una sociedad clara y única, dueña de sí misma y de su territorio, recuperada en su plano político. Despertemos del sueño. Démonos cuenta de la realidad: la supra-cultura nunca ha funcionado ni funcionará en nuestra sociedad, por eso es importante que la abandonemos para que no vivamos en esa confusión, en ese limbo que es la medicultura. Definámonos pronto como andinos y dejemos de lado esas pretensiones de ser occidentales. Pongamos los pies sobre la tierra y seamos por fin una sola cosa y no dos medias cosas. Seamos simplemente lo que ya somos: mujeres y hombres andinos. Símbolos calientes y fríos Existen en nuestra sociedad símbolos vivos o calientes, que son aquellos que tienen un significado directo y entendible, son conocidos por sus orígenes y son aceptados y utilizados espontáneamente por el común de nuestra gente. En contraposición están los símbolos fríos, ajenos u occidentales, los cuales son aceptados en la medida que reflejan el poder político establecido, solo pueden ser entendidos por pocos —pues hay que aprender a leer e interpretarlos— y no pueden interiorizarse, ya que su existencia no penetra al interior del alma andina. Según esto podemos deducir que símbolos calientes son en su mayor parte los que proceden de las tradiciones, costumbres y cultura andinas como, por ejemplo, las palabras, modismos, gustos, sensaciones, temores, expresiones emocionales, fetiches, imaginerías, «paganismos», etc. En cambio los símbolos fríos son los que circulan diariamente por todo lo que se llama la supra-cultura o cultura oficial (el dinero, los vehículos, las máquinas, las señales de organización occidental, el protocolo, etc.). Ideas fuerza 1. Las verdades no existen. Son nuestras creencias particulares las que convertimos en verdad. 2. Cada nación, en todos los tiempos, ha considerado a su cultura lo mejor que un ser humano haya podido tener. 3. Las faldas de los cerros, incluyendo las que se extienden hacia el mar, también pertenecen a los cerros, así como el primer peldaño de una escalera es ya la escalera misma. 4. El hombre andino nunca vivió longitudinalmente (o sea, solo en la costa, solo en la sierra o solo en la selva) . Siempre vivió, y vive, transversalmente, verticalmente, de modo que subía y bajaba de los andes —a la manera del cóndor— tanto para
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sus labores de cultivo a distintos niveles y temperaturas, como también para el comercio y el simple entretenimiento, el paseo o el peregrinaje (o también lo que hoy conocemos como turismo). La visión longitudinal del mundo andino fue una creación de los españoles que hasta hoy perpetuamos. ¿Naciste y vives en la costa? Estás caminando sobre las faldas de un cerro. Estás en un cerro. También eres serrano. Hay que negar, de plano y sin contemplaciones, a ese ser occidental que está dentro de nosotros tratando inútilmente de imponerse sobre nuestra esencia de andinos. Esa lucha lo único que produce es nuestro desequilibrio sicológico, una doble y enfermiza personalidad, la esquizofrenia, que no nos permite ser algo o alguien definidos y poder asumir la vida con seguridad y equilibrio. Uno de los dos tiene que morir para que el hombre se salve y ese es el falso, el impostado, el desadaptado, el occidental. Cuando los problemas son graves y amenazan con nuestra ruina solo nos queda aplicar soluciones drásticas y totales. Si queremos cambiar, si realmente deseamos levantarnos sobre nuestros pies y ofrecerles un mundo mejor a nuestros hijos, tenemos que gestar una revolución. Una revolución que empiece primero en la mente y, una vez convencidos de lo que queremos, se manifieste luego en nuestro diario vivir. Todo el que busque, pida, reclame o prometa la paz, en medio de una injusticia, lo único que está buscando es prolongar un dominio. Solo hay paz en los cementerios. Allí donde nada se mueve hay muerte. Un lago estancado degenera y se seca. En cambio la violencia es vida. Las aguas se agitan, señal de que hay vida. El mundo se mueve, se estremece, se parte, explota, quema; es un mundo lleno de actividad. Porque la vida nace y viene con la violencia. El sexo es un acto violento; el parto lo es igual. El amor violenta nuestra razón y nuestros sentidos. Una fiesta, un carnaval, son actos llenos de movimientos violentos. Los deportes son violencia. Fieramente violento, brutal, salvaje, es el ajedrez. Violencia es la que aplica el golfista al golpear la pelota. La misma risa, franca, alegre, feliz, violenta los músculos de la cara. Todo ejercicio, sano y revitalizante, violenta la tranquilidad de nuestros cuerpos. Dios es violento: ama intensamente, más que cualquier humano. Ama con pasión, pasión de dios, ante lo cual tiembla el Universo. Pero aborrece al mediocre, al que busca la neutralidad, al que no ama ni peca. El más famoso subversivo (ahora sería calificado como terrorista) fue Jesús de Nazareth. Todo el Evangelio es un libro de subversión. Veamos. En esencia niega la antigua Ley; ni siquiera trata de mejorarla, perfeccionarla. La cambia para imponer otra. Reniega e insulta a los plenipotenciarios, ofende todos los principios, tanto políticos como religiosos. Reúne gente muy sospechosa y de baja calaña ladrones, prostitutas, traidores, pescadores, vagos, mendigos, enfermos, hambrientos, extranjeros, sirvientes—para juntos confabular contra las autoridades civiles, religiosas y morales. Grita, gesticula, gime, como un Hitler, buscando convencer a miles de personas de sus ideas. Se pasea desafiando a todos los honorables de la ciudad y, descaradamente, sin ninguna decencia ni pudor, insulta a las más respetables mujeres de la nación; y lo hace con las peores expresiones. Vive rodeado de una banda de matones que lo protegen por donde va, quienes además se encargan de azuzar al pueblo antes de sus discursos. En el colmo de su atrevimiento ingresa al lugar más sagrado de la ciudad y, junto con sus secuaces, destrozan todo lo que encuentran a su paso provocando una estampida y un caos con más de un mercader herido, todos gente inocente de sus violentas acciones. Finalmente amenaza destruir la sede del gobierno y de la espiritualidad del pueblo —la parte más esencial de la nación, el símbolo más sagrado: el templo— para luego construir él otro hecho a su manera
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y con sus explosivas ideas. ¿Hemos leído bien entonces el Evangelio? ¿No nos está mostrando el Cristo cuál es el camino? ¿A qué entonces hacerle caso a estos fariseos modernos, de corbata y computadora cuando nos piden moderación, obediencia, sumisión, paz y buena conducta? ¿No vemos acaso que el Maestro no hizo ni haría caso a tales recomendaciones de «madurez y sensatez»? ¿Nos atreveríamos a ser realmente «cristianos» así, y no esos religiosos que le sonríen a todos y piden paz y amor por donde van? ¿Haríamos como ese Jesús y destruiríamos los símbolos de la sociedad para poner los nuestros luego de tres días? ¿Renunciaríamos a toda esa caterva de gente elegante, baja y ruin, e iríamos todos juntos y desafiantes a las mismas casas de los más respetables y honorables de la nación a gritarles, con las peores expresiones de nuestro idioma, en su cara, todas sus verdades? ¿Seríamos capaces de hacer todo este «inmoral» escándalo y revolución en nombre de nuestras creencias? El que quiera entender que entienda. Sufrimos de xenofilia, amor exagerado por lo extranjero. Si tú eres joven y naciste entre los pobres de la sociedad, y ves que tu destino no escapa del de miles como tú: ser un cualquiera, entonces tienes solo dos caminos: el primero, por donde todo el mundo quiere ir, creyendo, como los que compran el boleto de la suerte, que ellos serán los ganadores: el camino convencional del estudio, del trabajo y luego del éxito social y político. Solo unos cuantos llegan; la mayoría se convierte en gente fracasada que deambula y muerde sus frustraciones. Pero el otro es el de la liberación, el del cambio, la revolución, el cual consiste en negarle valor y validez a todo el esquema occidental de vida: negar el éxito social y político. Nada de eso tiene ya valor. Lo único que cuenta es la recuperación del ser, la inversión de los valores, darle vuelta a la tortilla. Que todo lo que nos identifique como andinos sea lo auténtico, lo verdadero; y que, en cambio, querer ser «blanco, rubio, de ojos azules», sea negativo; querer estudiar en la universidad y ser un profesional a la manera occidental (estudios que solo buscan el éxito individual sin importar las reales necesidades de la nación) sea negativo; querer ser una persona importante y de dinero (o sea, ser admitido en el «club de los blancos») sea negativo. Si en vez de ser un «blanqueado» quieres ser un orgulloso y valiente andino ya sabes cuál es el camino que debes seguir. Los jóvenes son la esperanza de nuestra nación; no los malogremos haciéndolos ingresar a las universidades. Cuando hagamos la sociedad, a la manera andina, el sistema educativo será diferente: los cursos responderán a nuestras reales necesidades y no a lo que «la globalización» reclama. Habrá muchos menos estudiosos pero muchos más equilibrados, porque para vivir mejor no hace falta saber más, pues eso significa depender de un conocimiento que no nos es útil. No somos una nación libre e independiente porque estamos sometidos a fuerzas económicas (y también políticas) extranjeras. Por lo tanto, el primer deber de un joven andino es luchar por la independencia. Una vez que seamos libres tendremos tiempo para hablar del amor. ¿Qué país occidental, de esos tan amantes de la libertad por sobre todas las cosas, se va a oponer a que seamos libres, auténticamente libres? ¿No sería contradictorio que los «liberales por principio» no deseen nuestra libertad? Ayudémosles pues a que sean consecuentes con sus principios. Si Occidente pudiera congelaría el mundo como está para siempre. Y, por supuesto, ellos siempre estarían arriba y nosotros siempre nos hallaríamos abajo. La realidad les demostrará lo contrario. Nosotros somos esa realidad. Nosotros crearemos el mundo a nuestra imagen y semejanza. ¿Puertas cerradas, preguntas sin respuestas, filosofías resueltas, todo ya dicho? Lo que pasa es que todavía no han escuchado lo que nosotros tenemos que decir;
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todavía no han visto lo que nosotros podemos hacer. Aún el Dios Desconocido no se ha manifestado. Nosotros somos sus emisarios. El Dios está aquí, en nuestras almas. En Occidente le llaman el Dios del Fin, su capítulo final, el Anticristo. Sí; cuando muere una planta de sus restos crece otra nueva, diferente. ¿Mejor? Eso depende de a quiénes beneficie. El hombre es barro o es oro; es siempre moldeable. 20. Toda escalera, por muy inmensa que sea, empieza siempre por el primer escalón. Así también todo acontecimiento humano, por muy vasto y complejo que sea, siempre tendrá su inicio, quiérase o no, en la cabeza de un solo y único hombre. Siempre habrá un primero, luego un segundo y así sucesivamente. ¿Acaso por ser los primeros, los segundos, detrás de nosotros no van a estar miles o millones de hombres? 21. ¿Cómo resumiríamos todo este esfuerzo mental por tratar de encontrar una salida donde aparentemente no la hay? Con dos palabras: creación heroica. Cuando se cierren todas las puertas y no haya ninguna vía realicemos allí una creación heroica usando nuestro propio cerebro (gran demiurgo, gran gestor de sueños y realidades, que es el hombre mismo). Es algo que nace desde dentro, que no viene de ninguna sabiduría externa, de ninguna otra fuente de conocimiento; es una flor que brota en medio del camino o del pantano. Esa es la creación heroica. Atreverse a pensar sin haber leído, sin haberse graduado, sin citar o repetir lo que otros han pensado; en pocas palabras: pensar; no ser solo cacatúas que se inflan hablando o escribiendo lo que otros han creado para luego cosechar en campo ajeno y recibir el título de doctor (¡dorado sueño de cuántos infelices!). Creación heroica es partir de cero, es abrir el conocimiento a lo desconocido; es dejar hablar a los espíritus de nuestros antepasados, estar en silencio para que sus voces nos dicten al oído (algunos le llaman inspiración, pero tienen tantas pruebas de esa afirmación como nosotros de nuestros espíritus). ¿Qué hacen esos «doctores» dueños de la verdad sino estar escondidos detrás de sus humildes puestecillos en las universidades, mendigando que les publiquen sus estudios sobre diversos tópicos ya elaborados por sus auténticos autores, los anglosajones? Seamos creaciones de nosotros mismos, no burdas copias de «modelos» de última moda. Seamos lo que nosotros queremos ser, no lo que otros quisieran que fuéramos. 22. La clave de todo está en invertir los valores; lo que era feo sea ahora bello; lo que era bueno sea ahora malo; lo que era sabiduría sea ignorancia; lo que era superación sea rebajamiento; lo que era incultura sea cultura; lo que era primitivo sea desarrollado; lo que era una desgracia sea una ventura. Allí donde solo veíamos defectos veamos virtudes. Así aprenderemos a tomar la vida con paciencia y tranquilidad; sabremos cuál es nuestro lugar en el mundo con respecto a la naturaleza; cuánto dependemos de ella. Aprenderemos a respetar la vida, cualquiera sea su forma o tamaño; conoceremos los miles de secretos acerca de las plantas, de los animales, del clima, de los astros; aprenderemos un arte integral, pletórico, expansivo, colorido, que expresa realmente todo aquello que necesitemos manifestar; conoceremos una ciencia, una tecnología, muchísimo más simple, pero más cómoda, más económica, más manejable, más humana; poseeremos, al fin, una sabiduría, una conciencia de saber que sabemos; que nos dará seguridad y satisfacción de ser lo que somos y no la angustia de vivir como no somos. Digamos NO a esas verdades, a esa ciencia, a esa tecnología, a esos dioses y a todas sus manifestaciones occidentales porque son la plena decadencia, son el ocaso, el fin de un imperio. Pero ellos no van a permitir que alguien dé un paso adelante (o al costado, o hacia atrás, o hacia donde sea) porque eso significaría tener que cuestionar, contradecir y eliminar todas sus verdades, y ello sería su fin. Por eso se han congelado, se han solidificado y, como el hielo, se
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romperán con un solo golpe y caerán hechos pedazos. Repitamos: lo andino es bello, lo andino es grande, lo andino superior, lo andino es mejor, lo andino viene de Dios y nada hay por encima de él. Yo soy andino, yo soy superior, soy un modelo de grandeza y nada hay por encima de mí mismo cuando me comporto como un auténtico andino. 23. El hombre, y en especial el occidental, no puede pretender que él sabe más y actúa mejor que la naturaleza. La naturaleza es una voz que siempre nos grita: «aquí estoy, no me he ido; estoy presente en cada uno de tus actos. Ni tu razón ni tu espíritu pueden librarse de mí. Juegas con mis entrañas, te diviertes; pero yo soy tú, y sin mí no eres nada. No existe el hombre sin cuerpo. Y si existes es porque yo lo quiero, no porque tú lo quieras. ¿No te das cuenta hijito mío que yo soy tu madre, que soy quien te da la vida y quien te la quita? ¿A dónde piensas llegar sin mí, si apenas sales de la pecera en que te he puesto te asfixias? Es más, sabes que tus días son limitados, como los fueron los de los dinosaurios y los de los otros millones de seres que he creado y seguiré creando. ¿Adónde quieres ir hijo mío, si tu especie no es inmortal? Es más, yo te digo que nunca dejarás de ser lo que eres: un loco vagabundo. Así te hice y así te quiero. Esa es mi forma de amar». 24. La venganza no es mala. Si lo fuera, los animales —que actúan estrictamente de acuerdo con la más importante regla, la de la naturaleza— no la ejecutarían. Por eso nosotros debemos resarcirnos de los males que nos han hecho. No pasar la factura sería un acto innatural. Toda acción exige su reacción, y si ha habido daño la respuesta tiene que ser dada, pero corregida y aumentada, para que se recupere el equilibrio y se tranquilicen los corazones. Nuestros espíritus no tendrán paz hasta que no se produzca la venganza. Occidente ha agredido impunemente a miles de pueblos quitándoles la tranquilidad de existir, privándolos de su propio crecimiento y desarrollo, negándoles su madurez, castrándolos, esclavizándolos, poniéndoles grilletes y subiéndolos al barco de «su» historia, de sus ciencias. Los privaron de ser fértiles, de mirar al horizonte, de creer en la vida, de creer en sus dioses, de sentir el orgullo de ser, de elevar sus espíritus, de tener sus propios errores y virtudes; en fin: les negaron el Ser. Y ese es el mayor delito conocido hasta hoy por el hombre. Y lo decimos porque observamos los resultados, no las buenas intenciones. ¡Oh, si todas sus buenas intenciones hubiesen sido alguna vez realidad! ¡Oh, si Platón hubiese sido escuchado, más de un abogado hubiese tenido Occidente! Pero no fue así. Por eso tenemos que cobrar una dura venganza, santa, justa, digna, necesaria. La espada del Anticristo zumbará por sobre sus cabezas para hacerlas caer una a una; espada empuñada por todos aquellos que durante siglos hubimos de vivir condenados a la miseria moral y espiritual, perdidos en el fracaso, mirando con una angustia infinita la hermosura de la vida sin poder participar de ella porque teníamos que sufrir la condena que nos impusieron. Nos negaron todo y eso lo tienen que pagar. No estaremos equilibrados hasta que no se cumpla este designio. 25. Porque el Anticristo es el enemigo de nuestros enemigos, es el verdugo de los poderosos, los ricos, las transnacionales; por eso le temen. Le temen porque saben que él acabará con su dominio, que invertirá la balanza, poniendo al dominado por sobre el dominante. El Anticristo ha venido a liberarnos; ya se encuentra entre nosotros y no es un hombre: es un espíritu latente en algún, o algunos, seres humanos vivos. El Anticristo no necesita identificarse con un solo rostro; tiene el rostro de muchos hombres que hablan por él, que ejecutan sus mandatos. El destruirá sus casas, barrerá con sus ciudades, quemará sus bibliotecas y aniquilará sus ejércitos. El Anticristo no va a venir: ya está aquí, porque algo existe desde el mismo momento en que se concibe, y la sola concepción de un Anticristo vivo significa que él vive. Es el Dios Desconocido, que
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ha venido a ejecutar la venganza milenaria que todos los desposeídos de la tierra estuvieron aguardando durante siglos. Solo es cuestión de esperar y empezaremos a ver los efectos de su poder, el cual no está en la materia, al igual que no lo fue en el caso del Cristo, sino en las mentes de los hombres. El Anticristo vive y mora en el espíritu de los hombres, por eso nunca lo van a detectar ni lo podrán eliminar. No hay ejército por poderoso que sea (aún con toda esta moderna tecnología) que lo pueda derrotar. Por eso él puede venir al mundo en un lugar lejano y distante del planeta, como lo hizo el Cristo, pues solo le basta con que exista un hombre que lo conciba y lo acepte. 26. ¿Genocidio? El de los pobres judíos. O mejor dicho, el de los judíos pobres, porque, salvo algunos, los que murieron en los crematorios nazis no eran judíos ricos. Lamentablemente este hecho se ha convertido en un negocio de todo calibre: político: le permite a Israel obtener ventajas como «país a la defensiva»; económico: permite comercializar esa desgracia en todos los terrenos artísticos y culturales, dejando cuantiosas ganancias; social: su status de héroes les brinda la admiración y el favoritismo a nivel mundial. Bien, pero ¿y los otros genocidios? No importan, eran pueblos inferiores. Total, solo se trataba de negros, de indios, de chinos, de turcos, de árabes, de andinos. Estos genocidios no figuran en los libros de historia ni en las películas y documentales de la televisión. Y estamos hablando no de seis millones, sino de cientos de millones de hombres, asesinados en masa y sistemáticamente, sin asco, sin vergüenza, asépticamente, con la bendición del Papa y de todas las autoridades, con absoluta normalidad, sin oler los vomitantes gases ni ver las horrorosas fotografías. Y no sin antes haberles sacado todo el beneficio posible. Esos crímenes, esas «leyendas negras» que tanto les disgustan a los historiadores «serios», esas matanzas, son hechos que pretenden que olvidemos y perdonemos. Pero ¿cómo: no dicen los judíos: «no olvidaremos» y todo el mundo aplaude esa decisión? ¿Ellos no olvidan las ofensas que se les hacen pero nosotros sí tenemos que olvidar? Entonces nosotros también diremos: no olvidaremos. 27. Cuando con «insolencia, atrevimiento e ignorancia», según ellos, hablemos sobre nuestra afirmación, digamos siempre: «Yo pienso, yo creo...» Porque si caemos en el error de citar a otros diciendo: «porque fulano dijo...», «ya mengano lo había afirmado...», «porque el famoso zutano lo ha descubierto...», estaremos atrapados en su juego de «dime a quiénes has leído y te diré quién eres»; o «dime dónde has estudiado, cuándo, cuánto, con quién, cuáles son tus grados, tus méritos, tus publicaciones, tus premios y te diré si vales». De ese modo ellos podrán colocarnos en sus casilleros de «ignorantes», «subversivos», «fundamentalistas» o «idealistas», y tratarán de ponernos en ridículo ante la sociedad, porque no encajamos en lo que consideran «la cultura». Esto recuerda el hecho ocurrido una vez cuando un famoso curandero espiritista que llegó a realizar algunas «operaciones» fue impedido de hacerlo mediante la fuerza pública debido a que el Colegio de Médicos lo solicitó. Lo curioso era que no lo hacían porque éste no «curara», pues estaba comprobado que en numerosos casos sí lo hacía, sino porque curaba «al margen de la ciencia médica». No les importaba la efectividad ni la alegría de los cientos de enfermos a los que hubiera sanado, sino solo cuidar de ser ellos los únicos con la autoridad para hacerlo. (Solo los médicos tienen la facultad de curar. Anda al médico). 28. No busquemos un mundo feliz sino uno más equilibrado, y ser nosotros dueños de él. Las teorías que hablan de que una sociedad que satisface todas sus necesidades es la mejor es solo una idea de origen occidental. Según ellas, el esclavo, el sirviente, el miserable de espíritu, el empleado —profesional o no— será un hombre feliz solo cuando satisfaga todas sus necesidades (o sea, algo así como un comprador con su carrito lleno en el supermercado de la vida). La teoría
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de que el hombre, además de satisfacer sus necesidades, requiere ser reconocido, —o sea ser felicitado, estimulado y halagado por la sociedad— no hace sino insinuar que la espiritualidad del ser humano es un sinónimo de simple «vanidad», «orgullo» o «ambición», elementos que los comerciantes creen poder satisfacer plenamente ofreciendo tours de «turismo de aventura» para ejecutivos o cualquier otra especie de disneylandia emocional que se encuentre en un mercado demócrata-liberal. Quiere decir que para ellos los sentimientos nobles que antaño nosotros atribuíamos al espíritu solo son experiencias meramente sicológicas que pueden ser fácilmente satisfechas con cursos y paseos. Adiós dioses, bienvenida la manipulación. Salvo el mercado nada hay sagrado en la vida. Todo esto no es más que otra de las miles de maneras de cómo los poderosos convencen a los oprimidos de por qué ellos deben estar arriba y los otros abajo... para siempre. Pensamientos andinos 1.
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El hombre solo puede adorar al dios; solo puede admirar al hombre; solo puede seguir el ejemplo; solo puede cumplir el reglamento. El verdadero amor solo ama al amor, en la forma en que él se presente. La naturaleza es algo terriblemente radical: es o no es. La vida es totalmente radical; las manifestaciones de la vida son radicales. Todo es radical. Estamos en un mundo radical, donde todo es aquí y ahora. Somos eslabones de una larga cadena; somos una parte de un todo que se viene sucediendo, no sabemos desde cuándo ni hasta dónde. Somos herederos de nuestros progenitores, quienes a su vez fueron herederos de los suyos y así sucesivamente. Llevamos en nosotros una memoria universal, como un enorme depósito, donde se encuentran elementos vitales que no llegamos a comprender. Innumerables fuerzas que hacen girar nuestros átomos, vivir nuestras células, funcionar nuestros mecanismos internos; fuerzas que no podemos controlar pues se desarrollan por sí solas, al margen de nuestra voluntad. Por lo tanto nuestra voluntad es muy estrecha, muy limitada. Nuestra responsabilidad ante la vida se reduce a una mínima parte de nuestra existencia, por eso el hombre no es responsable de haber existido o de desaparecer. Eso no está en nuestras manos, nunca lo estuvo. Esa enorme parte de la vida de la cual nosotros no podemos responder está en manos de la vida misma, a la cual le podemos poner los nombres de Dios, naturaleza u otros. Visto esto, quitémonos entonces de encima el inmenso peso que significa tener que asumir responsabilidades que no nos pertenecen, que no nos incumben. No es nuestra responsabilidad darle energía al sol, hacer girar al mundo, mover al mar, hacer vibrar a las células, hacer palpitar al corazón. Tampoco tenemos que ser responsables por el destino de la naturaleza; ella tiene sus propios caminos, sus propios motivos e intereses, los cuales desconocemos por completo. El hecho de conocer algo de ella no nos da derecho a ser su amo y protector. Dejemos, en suma, de jugar a Dios, de llamar al mundo nuestro mundo; él no nos perteneció nunca y no nos pertenecerá. Es más, vivirá aún después que hayamos desaparecido como especie. Hagamos entonces todo lo que de humano se pueda hacer. Reconozcamos nuestras limitaciones y utilicemos el corto tiempo que tenemos para vivir en vivir. ¿Qué sentido tiene el sol, qué la luna, qué las estrellas, qué el mundo, qué la vida? Son cosas dadas las cuales nunca podremos cambiar; estaban allí antes que nosotros y estarán después. Su sentido es que son, existen irremediablemente. ¿Qué sentido tiene que se sea hombre, mujer, alto, bajo, negro o blanco? Lo mismo: son y no pueden ser de otra forma. Aquí están, allí están, así los encontramos y así los tomamos. ¿Qué sentido tiene que el agricultor tenga una tierra bajo sus pies, el alfarero barro entre sus manos, el marinero agua para su
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barca? Su sentido es que son, así están puestos; no había ni habrá otra opción. ¿Qué sentido tiene vivir, por qué no morir en vez de seguir viviendo? Porque así está dado: hay que vivir, es necesidad de la vida. Es tener que vivir porque no hay otra alternativa. En la vida misma se encuentra esta ley imperiosa y obligatoria del tener que vivir porque así está dado. Así hemos encontrado al mundo y así tenemos que tomarlo. 6. ¿Vale la pena vivir? Dime pez: ¿vale la pena ser pez? Dime ave: ¿vale la pena ser ave? Dime mosca: ¿vale la pena ser mosca? Y los peces y las aves y las moscas se siguen reproduciendo por millares, contra toda voluntad u oposición. Siguen insistentemente aumentando, irresponsablemente; arremetiendo, desaforadamente, sin detenerse. ¿Es asunto del hombre encontrar las razones de un pez, de un ave, de una mosca, por las que se siguen aferrando a la vida hasta donde pueden? Eso escapa a nuestro control. ¿Quisiéramos saberlas para poder después imponerles nuestras leyes y criterios sobre lo que a nosotros nos parece mejor? Seguir viviendo hasta lo último, con o sin sentido, ése es nuestro sentido. 7. ¿Existe Dios, los dioses? ¿Los necesitas? ¿Para qué? ¿Qué harías con ellos si lo descubrieras? ¿Te harían respirar más, mejorarían tu digestión, te abrirían los ojos cada mañana, te los cerrarían en la noche? ¿Trabajarían por ti, te enseñarían a reproducirte, a caminar, a cruzar una montaña, a entrar y salir de tu casa? ¿Qué harían los dioses por ti que tú no puedas hacer? Entonces ¿para qué los quieres? ¿Necesitas adorarlos? ¿Realmente lo necesitas? ¿Quiere decir que ya has resuelto todo lo que tenías que resolver, que ya has andado todo lo que tenías que andar, que ya has visto todo lo que tenías que ver? Entonces, si así fuera, si realmente los necesitas, allí los tienes. Escoge. Son miríadas; hay para todos los gustos y caprichos. Desde los muy pequeños —unos simples insectos— hasta los muy grandes —el sol, las estrellas, el universo en pleno. Son tantos que no alcanzarían todos los seres humanos que hayan existido y existirán sobre la tierra para que se agoten. ¿Quieres uno nuevo, más cómodo, más a la mano, más divertido? No te preocupes: mírate al espejo; allí tienes uno. 8. ¿Qué es el hombre? El hombre es un ser que nació preguntando y morirá preguntando, porque sus preguntas no tienen fin, como tampoco sus respuestas lo tienen. Solo cuando deja de preguntar deja de ser hombre. Solo cuando deja de responderse deja de serlo. ¿Quieres entonces una respuesta definitiva y con ello perder tu condición de hombre? Sigue, sigue preguntándote qué es el hombre. Eso es ser hombre. 9. ¿Hacia dónde vamos? ¿Quién dice que estamos yendo? ¿Hacia dónde va el pez en la pecera? Una vez que alcanzamos la plenitud de nuestras fuerzas ya estamos terminados, ya estamos completos, ya todo está dicho y hecho. ¿Queremos algo más? ¿Más de qué, de lo mismo, corregido y aumentado? ¿Queremos comer más, caminar más, reproducirnos más, vivir más? ¿A dónde puede ir una ameba que a seguir siendo ameba, y luego, si se transforma en otra cosa, a seguir siendo esa otra cosa en lo que se transformó? ¿A dónde más puede ir un pájaro que a seguir siendo pájaro hasta que se muera como pájaro? Entonces ¿hacia dónde vamos? No vamos hacia ningún lado porque ya somos, ya estamos. 10. ¿Existe la verdad? Tú vives con una verdad dentro de ti sin la cual no podrías ser un ser humano. ¿No la conoces? ¿No te gusta? ¿No te convence? Entonces ¿por qué buscas otra, una nueva, una mejor según tú? ¿Qué se te ha quebrado dentro como para que reniegues de ti mismo y busques aquello que no tienes? Dices que sí estás contento con tu verdad, pero que te gustaría saber de otra mayor, universal, que sirva para todos y para todo. ¿Qué tiene tu espíritu ambicioso e insaciable que quiere ir más allá de sí mismo? ¿Acaso es él tan enorme, tan amplio, tan gigantesco que puede contener una verdad de esa naturaleza? Me dices que sí. No lo creo. Si fuera así pues ya la tendrías y no la buscarías. La
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verdad navega en todos los hombres, grandes y chicos, sabios y comunes. Todos disfrutan de una porción de ella; unos más otros menos. Es un inmenso río del cual no vemos su inicio ni vemos su fin. ¿Quieres que te diga qué parte del río veo desde mi modesto punto de vista? Pues aún con los mejores telescopios para mirar más allá de donde nadie ha visto solo consigo vislumbrar una parte de este río. Sí, la verdad existe. Solo búscate un recipiente adecuado donde pueda caber toda esta infinitud de agua. Si logras encontrarlo entonces poseerás la verdad. 11. ¿Qué es la ciencia? Es todo aquello que no necesitamos para vivir. Puede ella desaparecer y nada cambiará en el mundo. Los vientos seguirán soplando, los ríos seguirán corriendo, el día y la noche continuarán apareciendo, los seres humanos seguirán andando por la tierra, ejerciendo sus mismas funciones vitales. ¿Que un hombre sin ciencia no es un hombre? ¿El niño recién nacido no es un hombre? ¿El minusválido mental no es un hombre? ¿El nómada desnudo australiano no es un hombre? ¿El ágrafo andino no es un hombre? ¿El pobre y miserable hambriento e ignorante que deambula por las calles no es un hombre? ¿Todos los desposeídos de ciencia no son hombres? ¿Cuántos son: cientos, miles, millones, la mayoría de la humanidad no son hombres? ¿Solo los detentadores del conocimiento resultan ser hombres? ¿Solo tú puedes ser llamado hombre? Pero insistes en querer la ciencia; das la vida por ella; gastas y te desgastas por poseerla; estás convencido que es indispensable; no concibes vivir sin ciencia. ¿Que te conceda por lo menos la medicina como la gran ciencia? ¿Hablas en serio? ¿Quieres vivir más, necesitas vivir más, te urge, porque tienes mucho que hacer, y necesitas que la ciencia te lo permita? ¿Es amor a la ciencia por ella misma o por los beneficios que de ella vas a obtener? ¿Eres acaso un inquisidor, defensor a ultranza de fes, porque ello te rinde jugosos beneficios? Y si te dijera que los que viven sin ciencia, al margen de ella, viven más y son más poderosos que los que la manipulan ¿renegarías de tu ciencia? Veo claramente en tus ojos el típico brillo del ambicioso. De aquel que cada artificio que se inventa lo convierte en una nueva y poderosa arma y luego le levanta monumentos a la ciencia, porque gracias a ella él es más poderoso. ¿Pero no ves quiénes son los que más la aman, los que más la ensalzan, los que más le piden, los que más la incentivan, los que más la buscan, los que más la financian? ¿Son acaso los pobres y débiles de la tierra, los explotados al ciento por ciento, los desheredados de la historia? Mira bien en lo que termina toda la ciencia. Mira bien en qué manos está. Primero usaron el palo; hoy usan los satélites computarizados con carga nuclear. El brazo no es responsable de lo que hace el hombre. No le echemos a la piedra la culpa del golpe. Si te gusta sembrar, hazlo con tus manos o hazlo con la máquina. Diviértete. Nada de eso realmente necesitas, porque lo que nos hace hombres no es lo que sabemos sino lo que somos. 12. ¿Qué es el amor? El amor parece ser un inmenso tonel donde guardamos todo aquello que no podemos comprender. Es la presencia de lo incomprensible, que nos domina a pesar nuestro. El único terreno en el cual la voluntad humana ha tenido que ceder, y sigue cediendo. Tal parece que la naturaleza ha reservado muchas cosas que son para ella sola y no para sus criaturas. Nos ha dado los sentidos necesarios para realizar algunas cosas, pero nos ha privado de otros para comprender otras. ¿No puedes convivir con el misterio? Pues si no sabemos convivir con los misterios estamos perdidos, y nos encaminamos a la locura de los que no pueden dar un paso sin saber por qué, para qué y a dónde. Admitámoslo: hay cosas que no tenemos que saber ni menos aún controlar porque si no todo el orden de la existencia se desbarataría. Imagínense tener que indicarle al corazón el momento en que debe dar cada latido; lo mismo a los pulmones, a los intestinos, a la sangre. Felizmente la naturaleza no nos dio esa responsabilidad y es más que seguro que nunca nos la va a otorgar, porque no nos corresponde. Lo mismo con el amor. Si tuviéramos que andar conduciéndolo no sabríamos qué
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hacer con él; y lo más probable es que nos devanaríamos el cerebro tratando de darle la mejor orientación posible, con lo cual deja ya de ser amor para pasar a ser un acto de voluntad. El amor es todo lo que no es asunto del hombre manejar ni dominar. ¿Es que no vamos a permitir que algo exista sin que lo convirtamos en nuestra propiedad? ¿Es que no vamos a parar hasta que le pongamos un regulador de temperatura al sol y sentir que hemos hecho lo correcto? Deja al ave volar, que es de ella volar. Deja al amor ser amor, que es de él el ser así. 13. ¿Por qué la muerte? Veo que palidece tu rostro cuando escuchas de ella. Dices que preferirías no hablar de eso, que quieres tenerla lo más lejana posible. Pero ¿no te das cuenta que vive contigo, dentro de ti, desarrollándose cada día más, haciéndose más fuerte a cada instante, esperando pacientemente que llegue el momento de darle a conocer a todo el mundo que ella ya es dueña de ti? ¿Aún así la quieres seguir ignorando? No te culpo; es que vives envuelto en el miedo. Eres un pez dentro de esta pecera y no puedes pretender decir que tú no nadas en ella, y que el agua que utilizas es un agua pura y cristalina que no pertenece a la pecera. Solo si lográramos escapar ese miedo se desvanecería y pasaría a ocupar su sitio el valor, el coraje de vivir intensamente; y con la muerte como nuestra fiel compañera. Por eso el precio que pagamos por saber lo que sabemos es el miedo. Por eso ningún hombre puede —ni debe— saber cuándo va a morir, porque inmediatamente se trastorna y se vuelve loco. ¿Será que tanto nos gusta vivir que no soportamos la idea de dejar de hacerlo? ¿Es acaso este miedo la prueba más contundente de que vale más la pena vivir, con todas sus penurias, que morir? No es a la muerte a lo que le tenemos miedo sino al miedo a la muerte. 14. Fe. ¿Para qué? ¿Sabemos lo que estamos pidiendo? Desde siempre la fe fue un asunto de santos; ¿te sientes capaz de asumir una fe? ¿Pero qué es lo que realmente necesitas? Porque acudir a la fe es ingresar al altar sagrado, allí donde nadie puede andar calzado ni con la frente en alto. ¿Tus pulgas no te dejan en paz y vienes a pedir fe? ¿Por qué no intentas primero darte un buen baño? Tus pulgas saltarán muertas de miedo y te verás libre de ellas. ¿Es acaso que necesitas un sicólogo? Pues seguramente conocerás a alguno que sea honesto y no esté loco. ¿Insistes con eso de la fe? Pues entonces debes estar muy enfermo. Pero te advierto: tener fe no es ir a una tienda a pedir cosas ni ir al sicólogo para que arregle tus asuntos amorosos. La fe es hacerte esclavo, dejar de lado tu voluntad para que ella te domine, para que ella te dicte y tú obedezcas. ¿No te gusta mucho la idea? ¿Me dices que la quieres pero para tener paz, llevarte armoniosamente con tus vecinos, que te marche excelentemente en el trabajo, que tengas una buena relación con tus amores, que toda tu familia se encuentre bien de salud; que la necesitas pero no en todo momento —porque tienes mucho que hacer— y que te gustaría que pongamos un día y una hora fijas para la fe y así puedas cumplir con todos tus compromisos? Ay amigo, algo me decía que tus intenciones no eran del todo honestas y sí bien pequeñas. Para satisfacer todas tus necesidades espirituales no necesitas la fe. Te han mentido sobre ella; no es verdad que sea algo bonito, bello y cómodo. Has ido a un mal consejero, a un mercader de fes, y te ha dado una mala indicación. Te ha dicho que el reflejo de la luna sobre el agua era el fuego, que la humedad de tu boca era el mar, que el polvo de tus zapatos era el desierto. Falso. Eso no es la fe. Solo pueden tener fe aquellos que mueren por completo y renacen en ella. Lo pide todo o nada. Tú crees que la fe es un consejero privado y piensas que esa voz que te habla en el silencio es la voz de Dios. ¿En tan poca cosa valoras la fe? 15. Hoy ya no existen los sabios. ¿Es que la palabra sabio ha resultado obsoleta, inadecuada para un mundo moderno donde solo tienen cabida los técnicos, los especialistas, los ingenieros, los doctores? Dicen que hoy la sabiduría no existe, que es un concepto demasiado ambicioso para un solo hombre, que servía para
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definir a los científicos primitivos, no especializados, que abarcaban mucho pero que apretaban poco. Dicen que la sabiduría ya no tiene lugar en un mundo como el nuestro. Pero ¿quiénes lo dicen? ¿Quiénes se atribuyen el derecho de darle el acta de defunción a la sabiduría? ¿No son los mismos especialistas en minucias los que lo dicen? ¿No ves cómo se ríen de eso? ¿No ves cuánto les interesa que nadie crea más en ella? Pobre, ajada y abandonada, hoy la sabiduría vive arrumada en los rincones más oscuros de la sociedad. Pero ¿vive? Sí, vive. Al igual que las pestes y las calamidades de la historia, vive esperando, escondida, a que se dé el momento más propicio para aparecer. Ella conoce al hombre; sabe de sus debilidades, de sus marchas y contramarchas, de sus arrepentimientos y de sus desbandadas hacia los templos con el pánico en el rostro. Es allí cuando ella encuentra su oportunidad y vuelve con fuerza, con el látigo en la mano. Mientras tanto sigue tejiendo, pacientemente, cual Penélope, sus futuras acciones. Sigue sumando, contabilizando, juntando en sus arcas todos los hechos para irlos sacando, uno a uno, y luego anotarlos, ordenadamente, en su voluminoso cuaderno. Pero sus impostores, los que usan sus trajes e imitan su manera de hablar, los llamados filósofos contemporáneos, cual baratos sofistas, siguen justificando sus pequeños salarios, mendigando un poco de renombre a las autoridades de las universidades de las cuales son sus más indefensos empleados. Ellos, con una modestia de monja, solo piden que coloquen sus nombres junto a sus ídolos del pensamiento y con eso se sienten bien pagados. Y las autoridades universitarias, las fundaciones de caridad intelectual, les dan esa migaja para que muevan sus colas de contentos. En eso han terminado los llamados filósofos contemporáneos: constructores de pesadillas idiomáticas enredadas y enrevesadas, no aptas para humanos; hundidos detrás de sus apoteósicos lentes sobre libros incomprensibles, tratando de encontrar el más mínimo detalle que los pueda llevar a la fama y a una jubilación más o menos aceptable. ¡Qué placer cuando ven sus nombres en los escaparates de las librerías! ¡Qué inmenso orgullo cuando los citan en los simposios internacionales junto a otros como Platón, Aristóteles, Kant! ¡Qué secretos y miserables orgullos cuando los invitan con mucho respeto a que dicten una conferencia o una cátedra en alguna prestigiosa universidad! Cómo se inflan cuando dicen: no gracias, no bebo, no fumo, no practico el sexo, no me expongo a las emociones, no veo televisión, solo me gusta la música académica o el jazz, no me interesa el dinero, no me meto en política, no me gusta alzar la voz, solo soy adicto a la paz universal! Ah, sacerdotes de parroquia pueblerina. ¿Para eso querían reemplazar a la sabiduría, al verdadero sabio? ¿Piensan acaso que sus grados académicos les otorgan atributos espirituales? ¿Acaso en esas universidades les enseñan lo que es el frío, el hambre, la sed, la angustia, el miedo, la fe, el amor? ¿Quiénes si no ustedes eran los llamados a entenderlo, a vivirlo? Pero no, ustedes, en sus especializados casilleros, refugian su mediocridad diciendo que esa no es su función, que en eso no trabajan, que para eso no les pagan, que están escribiendo un libro, que esa es su única misión, que solo son humildes extractores y recomponedores de ideas y que, por lo demás, son simples hombres comunes. Y así, rebajándose ustedes, que son los que atesoran el mayor conocimiento, rebajan al mismo plano a todos por igual; y más aún a aquel que no ha seguido un idéntico camino al de ustedes. Pues ustedes dicen: «si nosotros, que somos simples obreros del saber, profesores de segunda en los institutos, pensionistas de poca monta de las fundaciones, somos hombres como cualquiera (por último, somos unos cualquiera) ¿con qué derecho alguien que no ha pasado por este vía crucis, por este calvario de leer miles de libros y de encerrarse años enteros en oscuras habitaciones, privándonos de todos los placeres de la vida, cuidando nuestro cerebro como se cuida a una urna de cristal, evitando todos los excesos, respetando, tímida y genuflexamente,
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a todas las autoridades habidas y por haber por temor a no llegar a graduarnos; por qué ese alguien va a pretender colocarse por encima de nosotros, los eunucos escribientes»? 15 a. Y mientras los mediocres ilustrados, esos impotentes físicos y sociales, llamados filósofos contemporáneos (ellos son más modestos aún: quieren que los llamen profesores. ¿Es que no pueden rebajarse aún más?) continúan en sus castillos de cristal resolviendo trabalenguas, una raza de diligentes y ciegos hombres de hielo, los llamados científicos, no cesan de vomitar sus descubrimientos. Están encaramados, felices, en el trono en el que los comerciantes los han puesto; cual estúpidas adolescentes se entretienen con los vestidos y perfumes que, a cambio de sus investigaciones, les dan esos mercaderes. Ellos dicen: «¿Pero qué mal hacemos, si solo nos dedicamos a desentrañar los misterios del universo en pro de toda la humanidad? Solo realizamos nuestro trabajo. Para eso nos pagan. Somos simples hombres comunes». Ah, ignorantes morales. ¡Ni Poncio Pilatos se lavó las manos tan bien como ustedes! Leen en los diarios los exitosos resultados de sus experimentos: con qué precisión ingresó el misil por la ventana del edificio enemigo, con qué efectividad y limpieza destrozó cientos de cuerpos, con qué exactitud la bala le reventó la cabeza al hombre enemigo; y luego cierran sus ojos en la noche diciendo: «Cumplí mi deber, para eso me pagan; soy un hombre probo». ¡Qué horror el verlos a ustedes, tan hormigas, tan industriosos, tan telarañas, tan microscópicos, desarrollando un nuevo tipo de arma, más letal, más mortífera, más limpia! Y luego dicen que su trabajo solo consistía en crear una nueva servilleta, que ustedes no tienen sangre en las manos, que son inocentes pues los verdaderos culpables son los militares que disparan las armas. ¡Mil veces hipócritas! ¿A quiénes quieren engañar, si sabían que esas servilletas las llevarían en sus mochilas los soldados para limpiarse cuidadosamente los labios a la hora del rancho después de la matanza? Esas servilletas, tan limpias, tan blancas, tan bien dobladas, pasaron todas las pruebas de calidad y fueron las ganadoras en la licitación del ejército. ¿Quiénes presentaron la solicitud? ¿Quiénes postularon al millonario concurso que les permitiría a los asesinos eructar con toda comodidad sobre una superficie tan científicamente diseñada? Despreciables, ustedes le dan un arma a un niño y luego voltean la cara para no ver sus sesos desparramados. ¿Vas a decir, Albert, hombrecillo de mandil y pizarra, que no sabías para qué iban a usar tu invento? 16. En medio de un camino había una gran piedra. Cuando llegó el primer caminante se arrodilló ante ella y le rindió adoración. Luego, con mucho respeto, la bordeó y siguió su camino. Otro caminante intentó moverla pero, como era muy pesada, no insistió más y continuó su marcha. Vino otro que no se detuvo y, dando un salto, la ignoró. Un nuevo caminante la miró con curiosidad y, como era industrioso, sacó sus herramientas y se puso a darle forma. Mas como se le hizo tarde tuvo que dejar el trabajo a medio hacer y se fue. Varios caminantes de los muchos que pasaron intentaron seguir la obra de éste, hasta que en un momento dado la piedra pareció tener forma. Entonces llegó un grupo de caminantes a los que les gustaban las adivinanzas y se pusieron delante de ella a deducir qué cosa significaba esa extraña figura. Uno dijo que era redonda, otro dijo que era cuadrada, otro que era un triángulo. Hasta hubo uno que dijo que no tenía ninguna forma y que simplemente era una ilusión. Esto generó una acalorado debate que no terminó sino cuando se dieron cuenta que tenían que continuar andando, con lo que se acabó la discusión. Luego de estos vinieron otros que eran más astutos y tramposos. Al ver la piedra todos pensaron en obtener algún beneficio personal de ella, con lo que se originó una gran pelea por poseerla. La lucha fue muy larga y violenta, pero nadie logró hacerse de ella. Al final, viendo que ya no podían perder más tiempo en ese asunto, tuvieron que dejarla y se
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marcharon. Vino uno que al verla perdió el juicio y se aferró a ella diciendo que la amaba. Pero su locura no le impidió tener que abandonarla y, con pena y entre lágrimas, se despidió de ella dando alaridos de dolor. Uno que era muy fuerte logró moverla hasta casi el borde del camino, pero no le alcanzó el tiempo para continuar con su empeño. Sin embargo, el siguiente caminante empleó el mismo tiempo para retornarla a su lugar, con lo que se sintió contento y se marchó feliz, como si hubiese hecho una gran obra de bien. Y así fueron pasando y pasando hasta que un día no lo hicieron más, pues la raza de los caminantes había dejado de existir. Los seres humanos, en nuestro tránsito hacia la muerte, encontramos una gran intriga en la mitad de nuestro camino: resolver el misterio de nuestra existencia. Y ante este reto respondemos de infinitas maneras, llamándolas a todas La Verdad de la Vida. Pero, al final, ese secreto permanecerá allí, oculto a nosotros para siempre. 17. Me preguntas ahora por los capitanes de la nave. ¿Quieres saber quiénes conducen ahora el barco de esta muchedumbre que es la humanidad? No, no son los que con traje y gorra figuran en la cabina de mando. Ellos son los empleados, los ejecutivos, los gerentes, gente no pensante, sino actuante. Prácticos, dóciles, hábiles. Buscados y colocados por sus múltiples habilidades para ordenarle a la tripulación todo lo que tienen que hacer. Son simples administradores de los intereses ajenos. Llevan nombres pomposos como: líderes, presidentes, dirigentes, gobernantes. Sin embargo ellos obedecen los mandatos de quienes les dan las órdenes desde lo oculto. ¿Quieres saber quiénes son esos ocultos, esas sombras de la noche oscura, esos fantasmas de mano helada, esas termitas de la muerte, esos cánceres del alma, esas serpientes venenosas debajo de la cama, esos malignos genios de la lámpara, esos asesinos de sus propias madres, esos crucificadores de Cristos? Esos, mi amigo, son los comerciantes. Una estirpe que resume en su espíritu todo lo que los hombres desde siempre hemos rechazado con ira y con dolor. Todo aquello que las civilizaciones han llamado «lo maligno» ellos lo han absorbido por completo. En ellos han encontrado refugio la Codicia, la Envidia, la Ambición, la Traición, el Crimen, el Egoísmo, la Indiferencia. Todos los ingredientes que, desde siempre, han formado parte de ese potaje venenoso que se llama La Maldad. Pero no cualquier maldad, de esas que comete un niño cuando aplasta a un insecto sin ninguna explicación. Se trata de la Gran Maldad, la síntesis de todos los orígenes de nuestras desgracias, el motor de la maquinaria del Gran Dolor, el dolor no natural, el dolor artificial, el dolor pensado, el dolor creado por el hombre para aplicárselo al mismo hombre. Ellos, para poder realizarse plenamente y cumplir con sus fines, utilizan toda clase de argumentos para conseguir que otros hombres les den aquello que necesitan. Ellos son los que emplean a esos niños-adultos: los curiosos, juguetones e irresponsables científicos; ellos son los que pensionan a los delicados y petulantes semi-hombres: los pacíficos y marginales tontos útiles llamados filósofos contemporáneos; ellos son los que contratan a los estrechos de mente: esos caballos con anteojeras llamados los técnicos; ellos son los que financian las campañas a los acomplejados: esos minusválidos del espíritu llamados los políticos; ellos son los que entretienen a las chusmas de todo el mundo con sus espectáculos deportivos y culturales aventándoles mendrugos a esos perritos falderos que menean la cola a todos los amos: las estrellas populares. Esta clase de individuos sí sabe lo que hace, porque conocen a los seres humanos en todas sus miserias. Delante de sus escritorios de préstamos ha desfilado toda la humanidad. ¿Cómo entonces no van a conocer al hombre! Por allí han pasado el religioso, ansioso de construir un templo; el rey, desesperado por armar sus ejércitos; el militar, deseoso de vengar su orgullo herido; el científico, arrebatado por un nuevo invento que lo llevará a la gloria; el intelectual, el más arrastrado de todos, implorando tan solo unos
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míseros centavos; el técnico, con los pantalones lo más abajo posibles, pidiendo solo un salario; los políticos, gritando a voz en cuello a quién tienen que matar para curarse del complejo de inferioridad; las mujeres, guiñando el ojo y sonriendo cómplicemente como si sospecharan que están delante de otra mujer; los miserables de todos los tiempos, que solo sirven para rellenar los escalones; y también, cómo no, otros comerciantes, sus futuros aliados o enemigos mortales por la posesión del mundo. ¿Cómo no va a conocer perfectamente esta raza de luciferes a la humanidad, después de verla cómo se desnuda, cómo cae rendida a sus pies, cómo le cuenta sus más íntimos secretos y le hace partícipe de sus más macabros planes? Ellos sí conocen el alma del hombre, pero, ¡Oh dioses de todos los tiempos, miren para qué usan ese conocimiento! ¿Quién les quitará de las manos el tablero de control? ¿Quién será lo suficientemente fuerte para sacarlos a correazo limpio de la parte alta del teatrín? ¿Quién podrá ser más astuto que ellos y descubra todos sus arquitectónicos planes, más complejos que mil nudos gordianos? ¿Quién resistirá el embate de sus perros, (sus filósofos, sus especialistas, sus técnicos, sus historiadores, sus investigadores, sus políticos, sus militares), cuando todos a una se lancen a destrozar al «villano» que anda buscándolos para clavarles, cual torero, la espada de su muerte? ¿No lo hicieron ya, acaso, antes, con todos los Sócrates que se les presentaron? 18. Preguntas ahora si entonces hace falta un Anticristo. Pero yo te respondo que ya no te lo preguntes más, porque él ya está aquí, está vivo, está entre tus manos, y su morada estará en tu cabeza. El quiere entrar; solo depende de ti que lo dejes ingresar. Porque el Anticristo, y ya te habrás dado cuenta, no tiene cuerpo; él es pensamiento, es espíritu; y ha venido al mundo a decirle a los dominadores, a los poderosos, que ya es tiempo de morir, que ya no pueden seguir siendo más lo que son. Ellos lo saben, por eso le temen. Pero no le temen a que venga; a lo que le temen es a que efectivamente va a venir, al igual que los niños que juegan en el recreo sabiendo que la campana de llamada a clases va a sonar e indefectiblemente van a tener que entrar a las aulas; ellos siguen jugando hasta el último segundo, pero saben que no será para siempre. Ahora ya ha sonado la campana ; ya terminó el recreo. Al principio ellos se van a negar porque les gustó mucho jugar, pero saben perfectamente que nadie se puede resistir al campanazo final. Y este es un destino que ya estaba escrito por ellos mismos, porque desde el principio lo sabían; sabían que después del vivir viene el morir; sabían que después de la gloria viene la oscuridad. Sus mismos escritos proféticos lo han dicho desde siempre; por eso lo van a aceptar, con más resignación de lo que nosotros creemos. Es que ellos saben que ya están cansados del recreo; saben que ya se hastiaron del juego; saben que todo el tinglado de reglas que elaboraron ya no emociona a nadie; saben que ya los participantes, como niños que son, no desean seguir con lo mismo porque quieren cambiar, quieren dejar de hacer lo que han estado haciendo. El espíritu del recreo se agotó. Hay que entrar a clases porque es mejor para todos. No hay peor cosa para los niños que jugar un juego aburrido. Todos van a querer entrar al salón. Por eso el Anticristo viene a convencerlos que ya es tiempo que dejen de hacer lo que hacen y que es mejor que abandonen: viene a hacerles entender, solo con palabras, de que es mejor que estén muertos; sí, muertos. Y estas palabras van a cundir de tal manera entre ellos que con sus propias armas van a buscarse la muerte. Porque van a llamar a la muerte La Liberadora, la Paz del Alma, el Bálsamo de la Vida. Y esos millones de seres, ya hartos de tanta vida tan aburridamente cómoda, irán, como en procesión, hacia lo único que les va a dar sentido a su vida: su muerte. Por eso, todos los discípulos del Anticristo son voceros de la muerte, pero no de la muerte de todos (y ahí está el error de muchos) sino de la muerte de los que ya la necesitan, de los que la piden con desesperación, con rabia, con angustia. La
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misión del Anticristo es una misión de profilaxis, es decir, de cortar con lo enfermo para que crezca lo sano, lo bueno, lo nuevo. Ellos lo saben, por eso se tapan los oídos con horror cuando escuchan la Campana del Dios Desconocido; pero después lo llamarán a voces, correrán hacia donde se diga que esté y, de rodillas, pedirán ser los primeros; y el Dios se los concederá; porque es un Dios de Vida que primero da muerte, pero la muerte que abona el campo sobre el que crecerá otra humanidad. Démosle entonces paso al Anticristo; abrámosle nuestro corazón; seamos sus testigos; vayamos a la Nueva Roma y convenzamos a los muertos que es mejor que estén muertos, porque ese es su destino y así estuvo escrito desde siempre; y ellos conocen que es verdad. Sabrán que no mentimos; consultarán con sus sacerdotes y no les podrán decir otra cosa que la verdad: el Anticristo ha llegado, es hora de morir. Y es que esa gente sufre, sufre por no saber por qué vive sufriendo. Sufre sin explicarse por qué si tienen todo en la vida —riquezas, poder, amor, placeres— se sienten tan vacíos, tan angustiados, tan depresivos. Ya las drogas no les bastan, las viejas religiones se agotaron, las promesas de vida mejor desaparecieron porque el mundo se les empequeñeció y ya no tienen adónde ir; no tienen un mundo nuevo que construir. Necesitan una explicación que hasta ahora no conocían porque no había aparecido aún el Dios Desconocido. El fin de sus miserias y dolores ha comenzado; nada podrán hacer para evitarlo. Así como el mar se retira primero de la orilla, después vuelve con fuerza. Ese su destino. Y así será.
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Los dos vecinos Había una vez dos vecinos; uno era pobre y el otro rico. Resulta que el vecino pobre se pasaba la vida observando al rico a través de la ventana, viéndolo entrar y salir, llegando así a conocer, hasta en el más mínimo detalle, sus usos y costumbres. Para él la causa de sus desgracias era no ser rico como su vecino. Siempre trataba de imitarlo en su forma de vestir, pero cada vez que, con mucho esfuerzo y gasto lograba conseguir alguna ropa parecida a la de él, se daba cuenta que el rico estaba usando otra diferente, más moderna. «¡Oh, qué terrible, estoy fuera de moda!», se lamentaba mirándose en el espejo. Otra de las cosas que hacía era adquirir objetos caseros iguales a los de él. Pero como comprarlos nuevos resultaba caro, obtenía a precio de remate los que el rico desechaba. De ese modo había amontonado una serie de cosas usadas y, en su mayor parte, inservibles. Mas, cuando miraba el tremendo desorden formado al interior de su hogar, volvía a lamentarse pues, a pesar de todas las deudas contraídas, su casa estaba lejos de tener la elegancia y distinción de la del rico. Otras veces se le ocurría tratar de hablar y pensar como él. Entonces compraba libros de los más diversos para conocer y repetir sus ideas. Pero no bien terminaba de leer uno cuando veía que el rico tenía otro nuevo, más completo, que hacía obsoleto al anterior. Nuevamente se desilusionaba pues de ese modo siempre se encontraba desactualizado en conocimientos. Por último, llegaba a imitar su manera de caminar y de peinarse, y dedicaba todo el día a practicar y gesticular sus ademanes. Pero lamentablemente, cuando salía a la calle, solo provocaba las risas y las burlas de la gente. Todo esto no hacía más que ocasionar tristezas a su pobre familia, quienes terminaban pagando las consecuencias de sus acciones. Ellos le reprochaban diciendo: «Te pasas la vida maldiciendo que no somos como el vecino rico, y que esa es la causa de nuestros pesares. ¿Crees acaso que así seríamos felices? ¿No te das cuenta que él también tiene sus propios problemas, tan grandes como su fortuna? ¿No ves que sus camisas no te quedan, que sus objetos aquí no los necesitamos, que su corte de pelo no va con tu cara? Vives imitándolo en todo en vez dedicarte a hallar la manera de ser feliz contigo mismo». Pero no los escuchaba. Por el contrario, los acusaba de estar atrasados, fuera de la realidad, de no darse cuenta de hacia dónde iba el mundo, de ser conformistas e ignorantes. Y gritaba que la solución era dejar de ser lo que eran para ser más como el vecino rico, pues no existe cosa más valiosa que la riqueza, y que ella da poder, y con el poder te tratan de igual a igual y no te marginan ni te insultan. Sin embargo, a pesar de todos estos argumentos, su pobreza se hacía cada vez mayor. Y con la pobreza llegan las enfermedades, y se enfermó. En su delirio decía: «¿Con qué se curará mi vecino? ¿Qué clase de remedios usará? Porque lo que a él le cure a mí también me tiene que curar». Pero la verdad es que el rico tenía remedios solo para sus enfermedades, mas nada contra el hambre y la miseria. Aunque sabía eso, el pobre se empeñaba tercamente en comprar los remedios del rico, creyendo que con ellos aliviaría sus propios males. Así pasó el tiempo, hasta que un día no pudo más y, armándose de valor, salió decidido a hablar con él. Tocó la puerta y, en cuanto apareció, dijo lo siguiente: «Oh dignísimo y querido amigo. Soy yo, tu fiel y leal vecino que siempre está listo para servirte cuando te hace falta. No he venido a solicitarte dinero ni a que me socorras en mis necesidades materiales, que tú sabes son muchas. Solamente quiero que sepas que, por mucho que he intentado seguir tus pasos, nada he conseguido. Peor aún, me he vuelto más pobre y más desgraciado. Por eso, en mi desesperación, he decidido acudir a ti para decirte que... más que ser como tú... ¡yo quiero ser tú!».
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Lo primero que hizo el rico al oír esto fue soltar una larga y sonora carcajada, mientras decía: «¿Qué he escuchado de este infeliz? ¿Que no le basta con imitarme como un mono, poniéndose mi ropa usada, adquiriendo mis cosas viejas, repitiendo las ideas que yo ya no pienso, tomando remedios que sirven únicamente para mis enfermedades, en fin: haciendo una ridícula parodia de mí, sino que ahora quiere ser yo mismo? ¡Fuera de mi vista criatura despreciable! ¿No sabes que nadie llega al poder si no es porque logra ser más malo que los demás? ¿Esperas acaso que yo cambie y me convierta en tu benefactor cuando en realidad soy todo lo contrario? ¡Lárgate miserable, que te esperan más sufrimientos! Si no puedes ser tú mismo, cualquiera que tenga un poco de seguridad en su persona te aplastará como a lo que eres: un vil gusano». Y diciendo esto cerró de un portazo. Dicen que el vecino pobre todavía continúa observándolo, soñando con ser él algún día el vecino rico. Si tú amigo lector te esfuerzas un poco, quizá lo puedas ver, con la ropa, el corte de pelo, los libros y los remedios, atisbando atentamente por alguna de las ventanas que más conoces.
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La rebelión de La Creación Dios hizo al mundo perfecto. Puso los cielos arriba y abajo al tierra. Y puso al sol para que alumbrara de día y a la luna de noche; a las aguas en los océanos, en los ríos y en los lagos; a las plantas en los suelos. Hizo también voladoras a las aves, nadadores a los peces y terrestres al resto de los animales. También creó a las nubes y a sus hijas las lluvias. Cada uno daba algo de sí y recibía algo de los demás. Así la creación era feliz consigo misma. También creó a los hombres, quienes hacían todo lo que debían sin molestar a nadie: comían, dormían, se reproducían y después morían. Pero una vez a uno de ellos, llamado Occidencio, le picó un extraño insecto, causándole mucho dolor. Después de tres días de estar muy enfermo y a punto de morir, se levantó de su lecho. Pero ya no era el mismo. Tenía una rara expresión en su rostro y se movía muy apurado de un lado para otro. Había contraído una terrible enfermedad, llamada codicia, que no lo dejaba en paz y lo hacía vivir muy ansioso y angustiado. Su mente empezó a funcionar muchísimo más que antes, tanto que se convirtió en el más inteligente, en el más astuto de los seres de la creación. Quería saberlo todo y todo lo investigaba y averiguaba. Se pasaba el día indagando y buscando sin descansar y, a veces, hasta sin comer. Los demás miraban asombrados cómo corría de aquí para allá gritando que estaba muy ocupado en algo muy importante, y lo consideraban un loco. Pero sucedió que durante un tiempo no lo vieron más y pensaron que se había muerto. Mas no era así. Occidencio se había internado en el desierto para meditar largamente. Hasta que un día, en medio de toda la creación, se apareció. Su cuerpo, antes desnudo, lo había cubierto con un manto negro y tenía la cabeza totalmente afeitada, sin ningún pelo. Su expresión ya no era la de la locura, sino la de la malicia. Su mirada era opaca y profunda, cargada de pensamientos, diferente a la brillante y sencilla de los otros hombres. Todo su aspecto parecía el de un ser superior, el de un dios. Entonces Occidencio, dirigiéndose al sol, le dijo: «Oh señor sol, tú que eres grande, hermoso y fuerte, escucha lo que voy a decirte. Desde el principio estás en el cielo obligado a hacer siempre lo mismo: salir de día y desaparecer de noche. ¿Acaso eso no te parece muy aburrido?». Y el sol le respondió: «La misión que tengo encomendada es muy importante y me siento orgulloso de ella. Si yo dejase de alumbrar, la tierra se quedaría en tinieblas y la vida moriría». Y Occidencio le volvió a decir: «Pero, ¿por qué tienes que resignarte a obedecer como un esclavo? ¿No te das cuenta de las cosas maravillosas que estás perdiendo? Si tú quisieras podrías ir a descansar el tiempo que desearas, podrías viajar y comer en sitios excelentes, reunirte con tus amigos a charlar y bailar con hermosas mujeres. Todo esto estás dejando de disfrutar por culpa de unas leyes injustas. Yo en cambio traigo la solución a tu problema y es una palabra que he creado: se llama libertad, y con ella tú, que eres el más poderoso de la creación, vas a vivir de acuerdo con tu rango. Con la libertad vas a poder ir y venir a donde quieras y cuantas veces quieras. Nadie podrá obligarte a nada: tú serás tu propio amo y señor.» Cuando el sol escuchó esto pensó: «Tiene razón, nunca he podido hacer lo que yo quería sino lo que tenía que hacer. Creo que ha llegado la hora de mi libertad». Fue así que, a partir de ese día, el sol empezó a salir cuando quería y como quería, y decía por todos lados que él no tenía por qué obedecer a un tirano que lo había condenado a hacer siempre lo mismo. Luego de esto Occidencio se fue al mar y le dijo: «Oh señor mar, tú que eres grande, hermoso y fuerte, escucha lo que voy a decirte. Desde el principio estás obligado a hacer siempre lo mismo: acercarte a la playa y retirarte. ¿No te parece eso muy aburrido? Yo en cambio vengo a traerte algo que te va a permitir ir y venir por
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donde tú quieras, visitar la tierra, irte de paseo y comer y beber lo que tú desees. Yo te traigo la libertad». Y el mar, después de pensarlo bien, decidió no obedecer al tirano y empezó a hacer lo que mejor le parecía. Se quedaba a descansar, se iba de viaje o dedicaba días enteros a sus asuntos personales diciendo que él no era ningún esclavo de nadie. Y así siguió Occidencio hablando con todas las criaturas: convenció a los vientos, a las montañas, a los ríos, a las selvas, a las plantas, a los animales y por último a los hombres. Todos al final eran libres y hacían lo que les daba la gana. Pero esto lo único que causó fue un gigantesco desorden. El sol salía cuando quería, el mar mojaba la tierra según le parecía, los ríos iban por todos lados menos por su cauce, los animales hacías las cosas más increíbles. Nada era normal, todos parecían locos. Cuando Occidencio se dio cuenta de esto, reunió de nuevo a toda la creación y dijo: «Amigos, es bueno que nos hayamos liberado del tirano porque veo que así somos felices. Pero si no ponemos orden a las cosas vamos a terminar matándonos los unos a los otros. Así que ahora les propongo una nueva palabra que he inventado: se llama democracia, y con ella todos juntos vamos a decidir las cosas según lo que diga la mayoría. ¿Están de acuerdo?». Todas las criaturas asintieron ya que el mundo se estaba destruyendo. Sin embargo las intenciones de Occidencio eran otras. Como tenía la enfermedad de la codicia, él hacía todas esas cosas con el único interés de ser rico y poderoso. Así que, antes de la votación, habló por separado con la luna y le dijo: «Mira luna, si tú votas por lo que yo propongo, voy a hacer que tú brilles más que el sol». Y luego habló con el árbol: «Mira árbol, si tú votas por lo que yo propongo voy a hacer que te salgan pies y puedas correr más rápido que un caballo». Y así siguió hablando con muchos de los votantes. Cuando llegó el día las cosas salieron de tal modo que cada uno terminó votando por lo que Occidencio había planeado, de manera que ahora él se había convertido en el nuevo dios, en el nuevo tirano, solo que encubierto bajo la apariencia de ser un obediente cumplidor de las decisiones de la mayoría. A partir de entonces el sol tuvo que alumbrar durante todo el día, sin que existiera la noche, para que todas las criaturas trabajaran sin descansar un solo instante. Los ríos empezaron a bajar por los lugares que Occidencio quería, haciendo que los motores de las grandes represas que había construido funcionaran a toda máquina. La vegetación empezó a crecer muchísimo en los campos que Occidencio había preparado y daban toneladas y toneladas de frutos. Y así, todas las criaturas habían asumido nuevas funciones haciendo muy rico, riquísimo a Occidencio, quien, desde la cumbre de una montaña de oro, con los ojos desorbitados por la ansiedad, gritaba: «Más, más, mucho más. Hay que trabajar más para producir mucho más». El mundo entero estaba tan alterado, tan frenético, que ya parecía que iba a reventar. Cuando en eso, en lo alto del cielo, un inmenso rostro apareció y todos corrieron a esconderse. El rostro dijo: «Criaturas mías, ¿por qué se esconden? Soy yo, a quien ustedes han llamado el tirano. ¿Acaso les parecía mal ser lo que eran? Pues ya ven que no fueron felices cuando se dedicaron a tratar de ser otra cosa. Ustedes aves ya no querían volar, sino querían nadar, y después quisieron caminar y saltar, y por último meterse dentro de la tierra. Lo mismo tú, sol, tú, agua, y tú, bosque. Al final todos iban a pasarse eternamente buscando otras formas de vida que no eran las suyas, terminando siempre por desilusionarse y desesperarse. Pues bien, ahora que ya han vivido esta locura, no quiero ordenarles, sino solo sugerirles que piensen y recapaciten, y que hagan lo que realmente crean que es lo más conveniente para ustedes mismos.
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Cuando este rostro, que no era otro que el de Dios, terminó de hablar, todas las criaturas volvieron a ser lo que habían sido desde un comienzo, convencidas de que la camisa del vecino no tenía por qué ser mejor que la suya propia. Luego que todo volvió a la normalidad, Dios miró a Occidencio y le dijo: «Volverás a estar desnudo y te volverá a crecer el pelo. Además, hasta el final de tus días, llevarás delante de ti el espejo de la verdad para que nunca olvides quién eres». Dicen que Occidencio murió pero no sin antes dejar muchos hijos, quienes desgraciadamente heredaron su enfermedad. Por eso es que muchos hombres somos así, y solamente el día que encontremos el espejo de la verdad podremos ver realmente cómo somos y recuperaremos la paz y la armonía, y seremos felices en esta tierra.
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Anticrística 1.
Con el nombre de anticrística reconocemos todo aquello que pertenece a la etapa final de la civilización occidental. Y este nombre está intrínsecamente ligado a un elemento fundamental en ella que es el cristianismo. Por lo tanto lo anticrístico es lo opuesto a lo crístico; es lo que, al imponerse, genera la muerte de esta civilización. Sabemos que todo ser vivo lleva consigo desde su nacimiento el germen de su propia muerte. Al final de nuestros días son nuestros propios gusanos los que nos terminan devorando. Nuestras propias células, todavía no sabemos por qué, determinan en qué momento se inicia el proceso de destrucción corporal. Pero cuando comienza avanza rápido, como el cáncer terminal. Del mismo modo, toda civilización tiene desde su nacimiento la marca de su propia muerte; y ella misma la intuye. Lo único cierto que sabemos en la vida es que vamos a morir, por eso los primeros pensadores, desde un inicio, proyectaron la muerte de Occidente. La concibieron de muchas maneras, pero la más simbólica que ha llegado hasta nuestros días es la del Anticristo, el opuesto, el contrario, el polo negativo en choque con el positivo. Occidente, al igual que cualquier otro organismo, le teme a su muerte. Y le teme más que otras civilizaciones ya desaparecidas porque la ha concebido desde siempre y siempre ha tratado de negarla; pero siempre la ve delante de él. Padece del síndrome de su muerte. Es por eso que constantemente vemos en su historia el espectro de su destrucción final (relatos fantasmagóricos que retratan muy bien en sus películas). Cada vez que surge algún fenómeno que la amenaza teme por su futuro. Incluso teme que sus propias armas atómicas se conviertan en la espada del harakiri. Vive con miedo. Vive perseguida. Por donde mira ve el rostro del miedo. Actúa como un sicópata con delirio de persecución. Ve en los árabes una «amenaza a la civilización»; la ve en los pobres —cada vez más y más numerosos ¡horror!—; la ve en todos los movimientos mundiales de sublevación contra su dominio (piensa que anuncian su decadencia). Su paranoia es tan grande que sus propios pensadores servilmente la endulzan diciéndole: «No te preocupes, a ti no te pasará lo que a Roma. Tranquila. Aquí tienes a tu aliada, la ciencia, para que te libre de todo mal y puedas imponerte sobre todos los hombres para siempre; sí, escúchalo bien: para siempre. Esos ignorantes que anuncian tu caída solo tratan de asustarte. Pero no saben lo que dicen. Nuestros últimos descubrimientos confirman las teorías de que eres y serás indestructible por toda la eternidad. Nadie nunca poseerá armas más fuertes y poderosas que las que tú posees. Nunca otro conocimiento podrá manipular mejor la naturaleza para que domines sobre los demás. Incluso estamos conquistando nuevos mundos, nuevos planetas, para que tu alma sobreviva a futuras catástrofes terráqueas, cosa que no sucederá hasta en no menos de cien millones de años. ¿Te das cuenta? Cálmate, que nadie osará siquiera a mirarte a la cara ni menos aún a asustarte con tu muerte porque, óyelo bien, tú eres, entre todas, inmortal». Es así cómo todos los doctos, los dueños de la verdad occidental, se defienden y defienden a su amada Occidente. La engañan evitándole que vea su propio rostro, el rostro de la más pavorosa destrucción que haya creado civilización alguna sobre la tierra (incluidas las de los siempre ridiculizados paleolíticos, tratados poco más que como animales de rapiña, con el perdón del buitre y del cóndor. ¿Así tratan a sus padres? ¿No se dan cuenta que fueron esos «brutos cavernícolas» los que les hicieron el favor de crear lo que ustedes son? ¿No se han dado cuenta, que ellos crearon el más grande invento que existe, y que lo hicieron con sus propias manos, o sea, al mismísimo hombre? ¿Creen ustedes que nos impresionan con sus computadoras y sus maquinitas que, como
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piedras que se avientan con honda, arrojan fuera del planeta? ¿Acaso creen que todos somos tan idiotas como el norteamericano común o como el idiota ilustrado que dicta cátedra desde la universidad, para impresionarnos con las «maravillas de la ciencia»? Ese circo estará bien para el público de las plateas o para los embrutecidos que viven pegados al televisor, pero no es para gente que tiene el juicio bien puesto). Pero va a morir. Tarde o temprano. Y en sus entrañas está su muerte. Y ella misma le puso el nombre: la llamó el Anticristo. Y el Anticristo no es un hombre de carne y hueso. El Anticristo es la idea de su propia muerte, es la necesidad que tiene de morir, porque todo organismo vivo también, llegado el momento, necesita morir. Pero de la muerte del gigante nacen las semillas de un futuro, de otra civilización, la cual será diferente y tendrá sus propios pasos y su propia historia. Para desarrollar al Anticristo y que nazcan otras civilizaciones hay que conocer bien su esencia. Lo anticrístico es una actitud de negación total de lo occidental. Luego de ello hay que ir identificando cada uno de los elementos que contribuyan a acrecentarlo y hacerlo poderoso hasta que alcance su expresión completa. Obviamente es un movimiento espiritual, pero que en vez de llevar consuelo o confirmar las acciones de Occidente, lo que busca es su muerte y su aniquilamiento. Difundir la palabra del Anticristo es darle la muerte a Occidente para a su vez otorgarle la vida a todas las otras civilizaciones. No hacerlo sería contraproducente puesto que: 1° Impediríamos el desarrollo natural que es la muerte de una civilización, cosa que ellos necesitan, y 2° Contribuiríamos activamente, con nuestro silencio, a que millones de seres humanos sigan sufriendo una vida miserable a causa de una civilización enferma y moribunda. Quedarse entonces neutral y no matar al monstruo pudiendo hacerlo resulta una complicidad con el crimen más espantoso que se haya cometido: la esclavitud y explotación de toda la humanidad para beneficio de una sola civilización. Es entonces, lo anticrístico, una tarea espiritual que hay que identificar realizándola hasta que logre cumplir su cometido. Nuestro deber ha de ser el encontrar todos los elementos que contribuyan a que los hombres, tanto de esta misma civilización como de las otras, se convenzan de la necesidad de eliminar totalmente todos los vestigios de vida que ella tenga. La idea es demostrar que todo lo que sale de su boca, y que ella considere valioso o bueno, sea mala en esencia. Porque todo lo occidental es malo en esencia; y no debemos admitir excepciones. Si una espada ha sido creada para matar, no podemos decir que solo el filo de la hoja es la que mata y no el mango. Toda la espada es la que mata. Por muy decorado que esté ese mango, éste sirve para agarrar la espada y poder matar con efectividad. Lo mismo ocurre con Occidente. Habrá quienes salgan a los cuatro vientos a defenderla —incluso los más ardorosos serán aquellos «asimilados» que, habiendo nacido en otras civilizaciones, se sienten más occidentales aún argumentando a su favor los mil y un inventos creados por ella en pro de la humanidad. Nosotros decimos que eso es falso. Todos, absolutamente todos sus inventos solo han servido para incrementar su dominio y para hacerse ricos a costa de nosotros, inclusive vendiéndonoslos. Pero ellos dirán: «la salud; hemos desarrollado la medicina a niveles nunca jamás vistos. Gracias a Occidente millones de seres humanos se han salvado de horribles enfermedades.» Pero si todo eso no ha sido más que un buen negocio. Han impedido la muerte de millones a causa de las enfermedades creadas por ustedes mismos (como consecuencia de sus sangrientas invasiones que produjeron terribles catástrofes sociales y ambientales) porque les interesaba hacer un buen negocio con la distribución y venta de fármacos; porque necesitaban ver si
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realmente servían para curarse ustedes mismos; porque querían mantener el control de la salud mundial y decidir qué es bueno y qué es malo físicamente para los hombres. No han actuado con otros sentimientos que no sean estos. Incluso han engañado a sus incautos pueblos haciéndoles creer que esa colecta, que esa donación, iba dirigida a curar a los «pobres negritos, a los pobres indiecitos». Hasta incluso se han hecho «santos» a nuestra costa —cual madres-teresas que bajan del cielo occidental para sacrificarse por aquellos que no son capaces de valerse por sí mismos— y trastocan todas las costumbres y criterios de nuestras culturas traficando religión a cambio de curación. Así, con este chantaje, logran aumentar adeptos quienes contribuirán a engrosar las arcas de nuevas congregaciones religiosas y de paso satisfarán el orgullo de decir: «¿Ven? Tenía que ser un occidental el que viniera a darles alivio y paz para que ustedes no vivan como animales. Es por eso que nosotros somos los superiores; porque, así como les damos con el palo, también les damos el bálsamo». En pocas palabras ellos mismos nos crean la enfermedad y luego vienen a ganarse premios Nóbel a costa de nosotros encontrando las curas —previas experimentaciones con nosotros como conejillos de indias, cosa que no podrían hacer con sus compañeras de universidad. Occidente es como ese charlatán vendedor de brebajes que iba de pueblo en pueblo ofreciendo curar todos los males, siempre y cuando le compraran las pócimas al precio que él pidiera. Y, no contento con eso, cuando veía que en un pueblo nadie se enfermaba, entonces encontraba la manera de crear la enfermedad (crearla de las dos maneras: hacerla ver allí donde los pobladores no la veían porque la consideraban algo normal en sus vidas, o bien traerla y diseminarla, —tal como hicieron con el SIDA, típico caso de manipulación genético-racista para la depuración y control por parte de los «más puros» o de los más «conservadores»). Sus remedios solo han servido para curar los males que ellos mismos han creado como consecuencia de sus invasiones y la expansión de su forma de vida. En cambio los males de las tribus selváticas, reducidas a unos cuantos cientos, les tienen sin ningún cuidado. Ni los conocen. Sin embargo, ¡cómo desarrollan toda la medicina en función a curarse sus propias enfermedades y luego, de paso, ganar algo más vendiéndosela a los miserables de otras poblaciones que padezcan de lo mismo! La medicina occidental sirve para la forma de vida occidental, para los que se enferman por querer vivir como ellos. Pero no tiene nada para los que no viven ni desean vivir como ellos. Quien niega a Occidente también deseará que todas sus enfermedades y toda su sabiduría médica desaparezcan para que, en lo posible, ellos no se perpetúen más. Ellos usan la medicina del conquistador, la del destructor de pueblos, la del decapitador, la del asesino, la del criminal de humanidades. Esa medicina, por principio, no nos interesa y no nos sirve. La vigilia de la razón produce monstruos. Al perder lo sagrado el hombre occidental perdió a su dios; quedó solo, a merced de sí mismo, en la peor de las compañías. Se liberó, pero sin estar lo suficientemente consciente ni maduro para reemplazarlo. Entonces, viéndose desamparado, corrió a refugiarse en un nuevo dios: la Razón. Y así la ha venido utilizando como tabla de referencia, como un comodín de baraja, como un elástico amoldable a toda medida. Ha venido siendo la explicación de todos sus actos, la justificación de todas sus torpezas, la excusa para todas sus tropelías y bajezas que, ni aún hasta ahora, a pesar de todas las ínfulas de adusta seriedad y precisión científica, ha querido reconocer. Pero lo cierto es que no habiendo nada sagrado todo ha terminado siendo vulgar, objetos cualquiera. Profanada la vida y profanada la naturaleza, se ha profanado él. Se irroga la autoridad para medir y descuartizar todo en nombre del conocimiento, de la razón, de su Razón. Después de destrozar las entrañas de todo, con la sangre aún caliente en las manos, se siente satisfecho y se dice: «Ya sé de qué estaba
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hecho este juguete. Aquí tengo todas sus partes una por una. No hay duda de que soy lo suficientemente grande y sabio como para gobernar al Universo». Y así avanza ufano por la vida dejando tras de sí un reguero de cadáveres de toda clase, mientras va cantando: «Soy la gloria de la vida, soy el creador de dioses, ante mí todos se inclinan: las bestias de los montes, de las aguas, de la tierra y de los cielos; los vientos de todas direcciones. Esta vez, Moisés, nada podrás hacer contra mi nuevo ídolo porque ya no es un becerro. El nuevo ídolo soy yo mismo. He triunfado». Y mientras dice esto teclea complicadísimas ecuaciones —que en poco tiempo él mismo demostrará, eufórico de felicidad, que son falsas— tratando de impresionar a los posibles moiseses que traten de hacerle perder la fe en su nuevo pasatiempo. Pero ahora ¿qué le queda? ¿A qué entonces se va a dedicar durante su corta existencia si ya no tiene padre ni madre a quien respetar y adorar; si ya no tiene una misión que cumplir; si ya no un misterio que resolver; en pocas palabras, si ya no sabe para qué vive? A partir de esto es que entonces ha inventado esa locura llamada Razón; su norte, su guía. Es su creación pero al mismo tiempo es su esencia del todo. Es su hijo pero dice que es su padre. Es su ídolo de barro: con sus propias manos lo hizo y luego lo colocó él mismo en el altar. Después, con mucho respeto, lo vemos arrodillarse con la cabeza gacha y repetir sus oraciones: «Creo en ti y solo en ti, Oh poderosa Razón, carne de mi carne, sangre de mis entrañas. Ante ti yo me inclino piadoso y tú me concedes la gracia de ser poderoso. Tu fuerte brazo derriba a mis enemigos y me proteges de todo peligro. Eres creadora del cielo y de la tierra y al mismo tiempo su destructora. Y mientras sigas oyendo mis plegarias yo seguiré siendo tu fiel testigo; porque gracias a ti soy lo que soy: el juez del mundo. Yo doy la vida y doy la muerte. Yo decido qué es bueno y qué es malo para la humanidad. Y todo eso te lo debo a ti, pues tú fuiste la que me enseñaste a crear las mejores armas con las que hoy mantengo a raya a mis enemigos y a mis inferiores; tú me enseñaste a realizar los cálculos con los que ahora construyo las máquinas que me alivian del trabajo de tener que ensuciarme las manos con tierra, y al mismo tiempo a no necesitar más de los miserables esclavos que tantos problemas me dieron en un principio. Ahora ellos se las arreglan como pueden, no tengo que preocuparme por mantenerlos, se matan solos y yo no tengo la culpa; y además me resultan un excelente negocio pues les vendo todas las chucherías que sobran en mis despensas, con lo cual me hago más rico. También me enseñaste a encontrar los argumentos precisos que me permiten dormir tranquilo cada noche, aún después de arrancar millones de cabezas de razas inferiores. Me has permitido además elaborar enmarañadas teorías lingüísticas con las que justifico todos mis actos y le doy un sentido equilibrado a mi historia; así puedo hacer que mis hijos, al leerlas, terminen respetándome y amándome aún más. Y por todo esto, Oh gran Razón, te doy infinitas gracias». Y sus libros de oraciones y genuflexiones se cuentan por miles de millones. Atiborran las enormes bibliotecas de sus gigantescas ciudades, abrumando a cualquiera que intente cuestionarles su fe. En realidad, finalmente, pareciera que lo único que quedara es decirles que tienen toda la razón. ¿Pero cómo no la van a tener si ellos mismos están hechos de razón pura? Pero, ¡ay!: Mira al niño cómo juega con la granada. Mira cómo amenaza a sus compañeros. Mira cómo la enseña, cómo la levanta por los aires, cómo la avienta a los cielos y luego la empara dando un salto. Mira la cara de espanto de sus infelices espectadores. Mira cómo la mayoría, con el pánico en el rostro, opta por arrastrarse por el suelo implorándole que por favor no la aviente, no la aviente, que vamos a hacer todo lo que tú digas, pero por favor no la avientes. Mira cómo, mostrando los dientes, la restriega por los ojos a los que le insinúan alguna desobediencia. Mira cómo baila en medio de todos, cantando y recitando como loco aquello que, según él, de ahora en adelante va a ser la
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verdad. Mira cómo se pone serio, creyéndose su propia mentira, cuando argumenta, con buenas palabras, el por qué es conveniente y razonable que todos giren al compás que él ha determinado. Mira, mira a Occidente blandiendo sus armas nucleares, aterrorizando a todos por igual, convirtiendo a los fuertes en viles cobardes que terminan por bajarse los pantalones ante esa «realidad». Mira a esos pusilánimes que no se dan cuenta que la mejor manera de desarmar a un vil matón de barrio es exigirle que aviente su granada, que dispare su arma, que mate a todos los que pueda, que nos dispare en el pecho si se atreve, que reviente todas sus bombas, que cumpla con sus amenazas. Solo así es cómo uno se libra de estos infames. Hay que exigirle por todos los medios posibles, hay que obligarle a toda costa, a que lance sus malditas bombas y que se deje de mantenernos en vilo y en jaque todo el tiempo que él quiera. Hay que forzarlo a que termine de una vez por todas con su jueguito de dios todopoderoso. Occidente ha convertido a sus armas en tótemes a los que no hay que molestar por ningún motivo pues se pueden despertar y acabar con todos. Pero ya no más, se acabó: vamos a hincar a los monstruos que están encerrados a ver si sus guardianes se atreven a soltarlos. Y si los sueltan, vamos a ver qué tan temibles eran esas fieras con las que pensaban avasallarnos durante toda la existencia. Toda cultura, todo saber humano está sustentado en los mitos. Los mitos conforman el esqueleto del pensamiento, son la base sobre la que hemos construido todos nuestros conocimientos. En ellos vemos nuestros propios inicios: de cómo fuimos poniéndole nombres a las cosas, de cómo fuimos explicando el movimiento del mundo y, finalmente, de cómo dimos nuestras primeras respuestas. Conocer los mitos es mirar a las piedras angulares sobre las cuales se soporta todo lo que concierne al ser humano. Ningún constructor, por malo que sea, se atrevería a erradicar dichas piedras del edificio pues, como es lógico, éste se vendría abajo. Sin embargo Occidente actúa frente a ellos de una manera diferente. Occidente considera a los mitos como la esencia de la falsedad; se ríe de ellos. Los llama ignorancia, y considera que la ignorancia es el origen del error. Ya se olvidaron de sus antepasados quienes alabaron la ignorancia como el origen de todo saber. Ahora ya no es así. Se comportan como descendientes bastardos que califican a sus ancestros de bestias brutales que deambulaban por la tierra con más torpeza que cualquier otro animal. ¿No leemos acaso, en sus más distinguidos libros de ciencia, cómo hacen escarnio y sorna de los hombres primitivos? Mientras por un lado observamos el grácil movimiento de una gacela, la agilidad de un feroz tigre, la astucia de los seres acuáticos, la capacidad de organización de los insectos, describen a los humanos primigenios como torpes en su andar, ridículos en los movimientos de sus extremidades, totalmente cobardes ante cualquier fenómeno natural, pobres criaturas a merced de cualquier alimaña. ¿Esos son nuestros padres que crearon todo lo que ahora somos? ¿Quieren decirnos que provenimos de esa abyecta criatura incapaz de valerse por sí misma, tanto que tuvo que recurrir a otros elementos, ajenos a sí mismo, para poder sobrevivir en un medio que le era totalmente hostil? ¿Son esos infelices los que dieron inicio a la extraordinaria criatura que ahora somos? Alguien dijo que él no era grande sino que estaba subido sobre los hombres de unos gigantes. ¿Qué han hecho estos modernos sabios que sea más grande que crear los mitos, los cuales a la postre dieron origen al idioma, a la religión, a los números, a la ciencia, a la cultura, a la sociedad? Pues bien, esos mongoloides hombres de las cavernas, como así nos los pintan, fueron los responsables de crear lo UNO, lo DOS, lo TRES, lo CUATRO, y así sucesivamente, lo cual son nociones míticas que después se convirtieron en números que designaban cantidades y no al revés, por citar tan solo una caso de creación heroica. Ellos partieron de la nada y nos legaron lo que ahora sabemos con tanta naturalidad, y no nos damos cuenta que son los
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orígenes de las cosas lo que requiere de una mayor genialidad que simplemente aumentar un grano de arena a lo ajeno. ¿No vemos entonces que toda la matemática no es otra cosa que la reiteración, la repetición, de los mitos primitivos que configuraron lo que hoy consideran como ciencia? ¿Cómo pueden hablar de tener una verdad pura, ajena a toda manipulación, a toda intervención relativa humana, cuando el simple hecho de hablar de UNO es operar con un mito, el de la unidad de la naturaleza? ¿Y si otro hubiera sido el mito y no el UNO? Cuando ahondamos en los inicios de las cosas descubrimos que ellas no son más que convencionalismos, productos de la capacidad creativa e imaginativa de unos seres, de un pueblo; pero no por ello podemos decir que nos estamos basando en verdades universales y ajenas por completo a los criterios humanos. A lo que queremos llegar es a decir que no hay ciencia que no se apoye, en sus principios fundamentales, en algún mito proveniente de alguna cultura. Por eso es que vemos constantemente que, tanto unas como otras ciencias, en todas las épocas, tienen la capacidad de responder a los infinitos retos que se les presentan. Cada una de ellas resulta válida. La medicina occidental cura. La medicina no occidental cura. Ambas curan. ¿Por qué la que se basa en la mitología occidental tiene que ser la exclusiva dueña de la verdad y la otra ser eliminada, si ambas parten por igual de valores relativos? Es por ello que de ahí surgen los misterios, todo aquello que los llamados parasicólogos estudian con tanta devoción. Se trata de que observamos cómo, contraviniendo nuestro conocimiento, otra ciencia funciona evidentemente sin que tenga que apelar a la sabiduría oficial. Entonces es lógico que se produzca el misterio, no porque estemos ante algo sobrenatural, sino porque nos hallamos delante de otra manera de entender el mundo que no es la occidental, lo cual nos provoca una verdadera sorpresa. Sorpresa para los que se aferran a las verdades establecidas, pero no para los que conocen diferentes caminos que llevan a los mismos resultados. Existen culturas que, en ciertos campos, han podido operar la naturaleza con mucho mayor éxito que Occidente simplemente porque partían de otra mitología que los llevaba a establecer un cuerpo de reglas de comprobada efectividad. Incluso hoy, con toda la tecnología de que hacen gala los científicos, no tienen idea de cómo pudo haber sido posible ello —pensemos en los egipcios, en los mayas, en los incas y muchos otros— por lo cual prefieren archivar esos resultados con términos como: «misterios sin resolver», «ooparts», entretenimientos de parasicólogos, etc. Pero ellos dicen: «Nosotros hemos viajado a las estrellas, por lo tanto nuestra ciencia es la verdadera ciencia de la naturaleza». Es similar a aquella película bíblica en la que el faraón, luego de ver hundido su ejército en el mar producto del milagro de la apertura de las aguas, terminaba diciendo que el dios de Moisés sí era dios. O sea, ¿el que puede más, ese es el que tiene la razón? Se trata entonces de la competición de los dioses: el que haga más milagros es el más auténtico. Lo mismo hacen con la ciencia: aquella que logre lanzar primero a un individuo al espacio es la más ciencia. Las otras no son competitivas, por lo tanto están fuera. Incluso eso se proyecta a la sicología del hombre moderno occidental puesto que, en el mercado de las religiones —que hoy con tanto entusiasmo los comerciantes se encargan de promover— la competencia está en demostrar cuál de todos los métodos religiosos —católicos, protestantes, budistas, lamaístas, oscurantistas, demoníacos, espiritistas, ocultistas, tribales, milenarios, futuristas, sicologistas, nuevaeristas, etc.— es el más efectivo, el que más cura, el que más alivia las depresiones, el que mejor supera el stress, el que levanta más los ánimos para seguir trabajando como máquinas. Y entonces la gente corre detrás de uno, detrás del otro, probando infinitamente para ver con cuál se siente mejor para, por último, decidir quedarse con dos, con tres, o con todos los que pueda.
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Los mitos son juicios que coinciden con los hechos, mas no por ello son su explicación última. Nos pueden servir para sobrellevar esta vida hasta que nuestra raza desaparezca sobre la tierra, pero ello no quiere decir que ya hemos logrado la esencia de la verdad, que ya somos dioses que todo lo conocen y todo lo pueden. Los mitos sobre los que Occidente ha elaborado toda su ciencia no son más que eso: mitos; hermosos, útiles, consoladores, unificadores, pero nada más. Es por eso que la ciencia occidental es la sabiduría de solo una civilización, de ella sola. Pero hay otras civilizaciones con otros mitos, otras sabidurías, que también tuvieron y tendrán su momento de reinar. Hay que demostrar, por consiguiente, que Occidente se apoya sobre arena, camina con pies de barro; y esa inseguridad le obliga a actuar con desesperación. Es por esa razón que apenas se entera que otro conocimiento está obteniendo mejores resultados, inmediatamente se encarga de eliminarla o de calificarla de brujería o de superstición, o bien de asimilarla y rebautizarla como suya. Obviamente que eso lo aprendió muy bien de la escuela de los inquisidores. Hagamos que Occidente vuelva a su ignorancia. ¿No les estaremos haciendo acaso un favor? Es que sin ignorancia no existe creatividad. El que cree que lo sabe todo —y no queremos parafrasear a Platón pues ya bastante se ha dicho sobre esto— se niega a avanzar, se aferra a lo que tanto le costó. Es importante demostrarles a ellos que en realidad no saben nada de nada, que lo que creen que es verdad resulta ser relativo, válido para unas cosas pero inútil para otras. Su ciencia es válida para matar, para dominar, para hacer sufrir tanto a ellos como a los demás, para atrapar al ser humano en la nada, en el tedio, en el aburrimiento, en la pérdida del sentido de la vida, en la vulgarización y banalización de la naturaleza, en la muerte de su espíritu. Para eso y para muchas cosas peores sirve su ciencia. ¿Y qué hay de las cosas buenas nos dirán? Nosotros respondemos: ¿Para qué han sido buenas; para encumbrarlos como civilización por encima de las demás, atropellándolas, aniquilándolas, y sumergiéndose a sí mismos en un torbellino de poder del cual no pueden escapar? ¿Para eso les ha servido, no para hacerse felices, sino para ser los cancerberos del mundo, con toda la carga de amargura que significa ser juez y verdugo de los demás? ¿Son felices siendo lo que son? Tenemos entonces que hacer que ellos descubran su verdadero rostro: el de la muerte en vida, para que se den cuenta que todos esos beneficios que se supone les da su ciencia no son más que trampas mortales para convertirlos en esclavos de su propia creación, lo cual termina por envenenarlos, no sin antes envenenar al resto de los hombres. ¿Qué otra civilización ha puesto alguna vez en peligro el equilibrio del mundo? Ese solo hecho justifica el que nosotros califiquemos a Occidente como la peor civilización que haya existido, advirtiendo que nuestro juicio no se basa en la leyes de los concursos para ver quién tiene más ni quién llega más lejos. Juzgar a una civilización no puede ser someterla a la evaluación de un record Guiness. Occidente, con toda su aparatología, se encuentra muy lejos del equilibrio que debe orientar los pasos de todos los seres vivos. Ellos han roto ese equilibrio; se han excedido en todo, son tecno-salvajes, la peor especie que pueda uno temer que exista. Bestias con alta tecnología, locos agresivos manejando un tanque guiado por satélite. Es nuestro deber inculcarles la necesidad de su desaparición en pro de la salvación de nuestro mundo. Hay que restituir el imperio de las pasiones. Uno de los mayores poderes con que cuenta Occidente es su espectacular organización, lo cual no quiere decir que ello sea un criterio de valor positivo. Tienen organizada muy bien su desgracia, la desgracia de todos. Y esto no es otra cosa que el producto del dominio de la raza de los comerciantes, esos seres que todo lo calculan y todo lo convierten en número, y por lo tanto, multiplican. Ellos se han enquistado en la médula de su sociedad y la han convertido en un libro de contabilidad. ¡Para eso querían
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destronar a los reyes y sacerdotes! Y miren el mundo que han hecho. Un mundo donde nada es sagrado salvo el negocio, el provecho material, la cosa en sí. Por allá, en el barro del olvido, han quedado todos los otros valores y criterios que también forman parte de la vida, no solo del hombre, sino de todo lo viviente. A ellos nada les importa, nada les preocupa, a nada le temen... salvo a una cosa; una sola cosa ante la cual se aterran y se les paraliza lo poco de corazón que aún les queda: el desborde pasional. Nada más terrible para su ciencia-comercio que algo pueda ser inexacto producto de la aleatoriedad de la opinión o de la voluntad de algún individuo. Todo tiene que estar en perfecto orden, pues si no, toda la estructura se viene abajo. Un solo acto pasional, o irracional, como quieran llamarlo, hace que los instrumentos no funcionen como es debido y la nave espacial se desintegre. Ellos no permitirían jamás que eso ocurra, ni en el espacio ni en la tierra. Las todopoderosas industrias colapsarían, los delicados instrumentos de precisión se echarían a perder. Todo estallaría por culpa de un o unos insensatos que no operaron bien la complejísima red tecnológica. Pues bien, hay que aplicar el desborde pasional. Hay que procurar que sus hombres se dejen llevar por sus instintos y no por el manual; que se les quemen todas las máquinas producto de sus arrebatos emocionales; que pierdan la cabeza y pateen los tableros de control; que se olviden de su perfección científica y estallen sus centrales nucleares. Hay que convencerlos que deben ser lo más irresponsables posibles; que se imponga el caos producto de sus antojadizas ansiedades. Solo así ellos alcanzarán su libertad y nosotros, en medio de sus destrozos, la nuestra. Porque no hay nada más liberador que dejarse llevar por las pasiones, por las emociones primarias. Es así cómo nos hizo la madre naturaleza y es así cómo ella nos quiere: fuertes, salvajes, indómitos, valientes, sanos; que gritemos cuando algo nos duele y que golpeemos a quien nos molesta. Que aprendan a arrojar por la borda el control. Allí veremos cómo los comerciantes, quienes sin el orden sistemático están perdidos, empiezan a quedarse sin poder pues ya nadie acatará sus leyes y sus principios; sus deudas y sus contratos de por vida. Es entonces que el orden lo asumirían nuevos hombres para quienes la vida no serán cifras ni economías planificadas, sino una constante lucha por la integralidad con el medio, en el cual tienen cabida todas las expresiones que desde siempre han acompañado al ser humano. Expulsemos al racional y recuperemos nuestra libertad de vivir con intensidad. Es una inmensa ola que nos envuelve. Se llama vacío, pesimismo, noche oscura, nihilismo, tierra baldía. Llegan esos vahos de Occidente y pretenden que el resto de la humanidad los comparta, los sufra, nos envenene. El cadáver putrefacto hiede, y el mal olor nos congela el alma, nos paraliza, nos intenta convencer de que la vida es tal como ellos la ven, ahora que están en sus finales, en su decadencia. Y lo notamos a través de nuestros jóvenes «modernos» quienes, carentes de vida interior, de espíritu, no pueden ver más allá de sus narices; solo son entes consumidores, pasto para el fuego del comerciante, víctimas inocentes de la penetración publicitaria, carne de cañón de todas las estrategias de marketing. Abandonados por sus padres, quienes solo les transmiten el miedo a vivir —por cuanto ellos mismos viven con el freno de mano puesto en sus almas (todo hombre de más de 35 años es un manojo de miedos y pánicos: miedo a morir, miedo a perder su trabajo, miedo a quedarse sin casa, sin carro, sin un plato de comida, sin colegio para sus hijos. Miedo, miedo, miedo; todo es puro miedo)— nuestros jóvenes se miran y miran y evalúan la vida, la existencia en pleno... y solo ven miedo. Dios ha muerto. Pero no el Dios que Nietzsche quería que muriera para que el hombre soltara las amarras que le impedían ascender y elevarse por encima de sí mismo, sino el simple Dios de cada día, el único que quedaba como mudo testigo de una época que se fue. Hoy Él está muerto: no
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habla, no oye, no responde, no actúa, no vale nada. El viejo Dios, aquel que estaba por encima del dinero, de los intereses humanos, que ordenaba y mandaba sobre todas las cosas; aquel al que se le respetaba, se le temía, se le rogaba, hoy solo da risa y pena. Pena porque era hermoso pensar que existía. Sin embargo ya la ciencia se ha pronunciado y ha determinado que definitivamente no existe, no hay pruebas de su realidad; solo son simples suposiciones, conjeturas metafísicas imposibles de demostrar. Por más que se construyan miles de templos nuevos todos sabemos —quitémonos las máscaras— que ya nadie cree en Él. Se ha perdido la fe, sí; no podemos negarlo. Y los hombres del mañana, me refiero a esos jóvenes que andan sin rumbo convertidos solo en estómagos que todo lo devoran sin saber por qué, no lo tendrán cerca, y sufrirán de un vacío imposible de llenar. Es allí cuando volveremos nuestros ojos iracundos contra Occidente, con la mirada roja cargada de una eterna furia, y pediremos venganza y justicia. En ese momento el Anticristo hallará vía libre para salir a la luz y devolverle la vida al misterio, a la fantasía, a la pasión, al amor sin límites; a todo aquello que la ciencia y la tecnología occidentales se ha encargado de eliminar de nuestros cerebros considerándolas como lo malo y lo atrasado. Volverán a surgir las plagas bienhechoras que arrasarán con los campos milimétricamente medidos, para convertirlos en tierras nuevas donde crecerán las semillas del hombre nuevo; el hombre del futuro. Quién sabe si sea el Superhombre, no lo sabemos. Todo será caos, y los miserables, los abandonados, los pobres de espíritu y de materia, las escorias y los parias de todos los rincones, se llenarán de alegría y de esperanza porque el mundo podrá volver a escribirse, sin que se repitan los terribles errores del pasado que nos esclavizaron a una raza de monstruos humanos. Desaparecerán, sí, pero con ellos morirán también sus sucias almas, sus espíritus inmundos; no existirán más sus conocimientos de maldad, de dominio de unos sobre otros. Y sobre los restos de sus casas, de sus ciudades, pasarán los pies del Anticristo, llevando la esperanza a todos los desvalidos, llevando sueños a todos los muertos en vida. Veremos así un nuevo amanecer, con el corazón hinchado de gozo, con el alma cargada de nuevos sentimientos, de un nuevo amor, un amor distinto a todos los amores anteriormente conocidos. Un amor renovado, sano, equilibrado; un amor que superó su trance más difícil. Y nacerá un nuevo Dios, más poderoso, más joven, ansioso de amar verdaderamente a sus criaturas, de hacerle ver a los hombres con más claridad la belleza de la vida. Un Dios completo, total; un Dios Dios. Ese es el Dios Desconocido que vendrá y que nosotros debemos hacer nacer en nuestros corazones, porque es la última esperanza que le queda a nuestra especie.
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ACERCA DEL PODER Definiciones del diccionario Facultad para hacer algo. Dominio o influencia que uno tiene sobre alguien o algo. Fuerza, capacidad. Gobierno de un Estado. Fuerza de un Estado. Definición filosófica (síntesis de varias fuentes): Conjunto de relaciones de fuerza y de los procesos de jerarquización que, atravesando toda la estructura económica y política, somete a los individuos. Indudablemente el poder es un concepto muy complejo de definir pero muy presente en la historia del ser humano. Tanto así que, las más de las veces, cuando hablamos de la historia del hombre, lo que estamos haciendo no es más que hablar de la historia del poder en el hombre; o, dicho de otro modo, cómo se ha ido desenvolviendo el poder en el transcurso de la historia. No diremos que esta sea la única manera de ver las cosas, porque nuestra humanidad es mucho más que solo su lucha por el poder, pero es comprensible que caigamos en la tentación de verlo así; y esto porque el tema nos afecta tanto, nos causa tanta impresión, es tan gravitante en el devenir de nuestra existencia, que termina por abrumarnos y nos lleva a valorar la vida a través de ese prisma. El poder decide sobre la vida y la muerte y nadie puede ser indiferente ante ello. Pero ¿qué es realmente el poder? La mayoría nos inclinamos a identificarlo con el mandato, con la fuerza bruta o sicológica, con la prepotencia o incluso con la injusticia o violencia extremas. Sin embargo tendremos que buscarle una descripción más imparcial, más genérica, tratando de discriminar sus distintas variantes semánticas como las que nos presenta el diccionario. Para el caso no nos interesan las definiciones del poder como verbo transitivo (facultad o potencia de hacer alguna cosa), como verbo intransitivo (ser posible que suceda alguna cosa), o como el nombre de las cosas propias del mundo de la física o de los usos particulares (poder de rendimiento, poder de destrucción o poder legislativo). Nos interesa el poder en su versión de sustantivo que habla de un aspecto importante en las relaciones humanas (lo cual no descarta que también se produzca en el mundo animal, pero por ahora no viene al caso ahondar en ello). Visto así, y tomando como referencia la definición antes mencionada, proponemos nuestra propia definición del poder: El poder es una estructura de reglas y leyes que buscan la cohesión de una sociedad a través de un equilibrio entre las fuerzas que la componen. El aporte que pretendemos hacer aquí es el factor equilibrio. Para nosotros el poder es un estado de equilibrio de todas las fuerzas existentes, desde las más pequeñas a las más grandes, lo cual significa que ninguna de estas fuerzas son desechables ni despreciables sino que cada una debe buscar su lugar equipotencial dentro de la estructura planteada. Es lo mismo que ocurre en el mundo de la naturaleza: desde la más pequeña partícula —quark o lepton— hasta el más gigantesco conjunto galáctico forman parte del universo de manera armónica e interdependiente. Sería un absurdo que alguien, bajo el criterio de la ley de que lo más fuerte elimina a lo más débil, pretendiera desechar lo microscópico para validar solo lo macroscópico. Eso no cabe en ninguna lógica. Mas en el mundo humano hay quienes piensan así, siendo esto la causa de numerosas tragedias. No se trata entonces que el poder consista en la preponderancia, el dominio forzado de una fuerza sobre las otras, tal como normalmente nos inclinamos a creer;
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en realidad, el poder sería el punto medio en donde todas las fuerzas se encuentran en equilibrio, las grandes con las chicas, al igual que la estructura de un organismo o de un edificio. Con esto no pretendemos afirmar que dicho equilibrio sea permanente, total e incondicional. Nada hay permanente en la naturaleza. Diríamos más bien que el equilibrio es circunstancial, parcial y condicionado a una serie de factores. Sin embargo, aunque no exista el equilibrio total, tampoco percibimos que la naturaleza sea un caos, sino que, quizá más precisamente, en ella se da una constante búsqueda de ese estado de equilibrio, y eso de alguna manera refleja lo que en sí es. Según esto, puede que un equilibrio dure millonésimas de segundo o tal vez milenios —que para efectos de la naturaleza es lo mismo— aunque para el mundo humano sí cobren relevancia dichas cantidades de tiempo. Las fuerzas El hombre es una parte de la naturaleza y, por lo tanto, están en él las múltiples fuerzas que la componen. Pero, como sabemos, él no solo es su parte material o animal; hay algo en el ser humano que si no lo consideramos podríamos estar hablando de un ser como cualquier otro. Ese algo es su humanidad. Decimos que humanidad es aquello que se da como condición inherente del hombre, que lo hace distinto del resto de los animales; en líneas generales, la cultura. Tenemos entonces dos planos muy marcados que conforman lo que llamamos el ser humano: el plano material, físico, y el plano cultural, eminentemente mental. En ambos se dan las fuerzas que van a pugnar por lograr el ya mencionado equilibrio. A las fuerzas que surgen del plano material las denominaremos necesidades, y a las que provienen del plano cultural las llamaremos motivaciones. Las necesidades Son las fuerzas que provienen de la exigencia de supervivencia del organismo. Son fuerzas naturales, involuntarias. Si estas no logran su objetivo se produce la desarticulación de los órganos, hecho que nosotros llamamos muerte. Pero como esos órganos ejercen resistencia a desarticularse, o sea a morir, presionan para obtener su sustento. Es por eso que se producen los fenómenos de hambre, sed, miedo, dolor o ansias de reproducción. Las motivaciones Son las fuerzas que surgen en el marco de la propia esencia de la vida social y cultural del ser humano. Se diferencian de las necesidades en que su carencia no produce la muerte en forma directa sino de manera indirecta; o sea, que el no ser satisfechas, trae a la larga una repercusión en el plano de las necesidades que sí puede ser fatal. Estas fuerzas son las que permiten la socialización y engloban todo lo que el hombre ha creado durante su existencia. Sin los elementos que forman parte de su cultura la humanidad ya no podría vivir, pues se han convertido en su esencia, en su ser. Cierto es que podría privarse de ellos en algunas ocasiones, pero a costa de perjudicar su proceso de humanización. Esto no quiere decir que todo lo que ha creado sea imprescindible (podemos vivir sin energía atómica, sin bombas nucleares o sin ir a la luna), pero nadie se puede desligar de sus consecuencias o resultados, aunque no se participe de ello directamente. Un hombre de hoy que ignore el aterrizaje de naves en Marte o la existencia del átomo no puede ser considerado como un típico representante de nuestra especie y corre el riesgo de ser marginado. Cierto es que podemos ir de campo un día, cocinar con leña y bañarnos desnudos en el río, pero eso será un hecho circunstancial que no nos califica como «hombres primitivos». Aún aquel que,
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empujado por su pobreza, tuviera que hacerlo, es muy probable que no desecharía la oferta de convertirse en un usuario más de la alta tecnología, si es que le dieran la oportunidad. Lo que queremos decir es que el ser humano no puede desechar voluntariamente todo aquello que de malo o de bueno ha creado la humanidad. Todo eso ya pertenece al mundo del hombre, es parte de él y está comprometido con él, quiéralo o no. No podemos lavarnos las manos y decir que, como yo no inventé tal cosa, no soy responsable de su uso ni de lo que pase con ella. Desgraciadamente sí nos vemos comprometidos; nuestro prójimo lo ha inventado y construido y, aunque nos pese, sí somos guardianes de nuestro hermano, parafraseando inversamente al Caín del Génesis bíblico. ¿Y cuáles son esas motivaciones? Sería imposible hacer un listado completo de todas ellas. Cada cultura aporta las suyas propias, con lo que la cantidad aumenta más allá de lo imaginado. Pero en líneas generales proponemos dividirlas en dos grandes grupos: las Motivaciones de la configuración personal y las Motivaciones de la interacción social. Motivaciones de la configuración personal Son todas aquellas que van dirigidas a que la persona sea reconocida como individuo. Serían: el poseer un nombre, hablar un lenguaje, vestirse, y, en suma, todo lo que contribuya a tener un «yo» diferenciado, afirmándose así la individualidad. Motivaciones de la interacción social Son todas las que presionan a que el «yo» pueda interactuar con el «otro» u «otros». Aquí entran en acción todo lo que la cultura indica que debe darse: las tradiciones, las costumbres, las creencias y las leyes que rigen la comunidad o la grey. Existe tal variedad de opiniones sobre esto que no creemos prudente tratar de uniformizar estas motivaciones o crear un patrón genérico de ellas, válido para todas las culturas. Creemos que, si así se hiciera, ocasionaría un perjuicio en la existencia de muchas de ellas, quienes tendrían todo el derecho de exigir que se las respete. En este sentido, la doctrina de los Derechos Humanos, sin pretender extremistamente descalificarla, nos parece que aún no es la solución de algo que todavía no sabemos si debe tener solución, es decir, no sabemos, no podemos asegurar, si en verdad la humanidad necesita un solo código universal, o, por el contrario, otra alternativa mejor. Que pueda ser útil en las actuales circunstancias lo es, pero no por ello es lo más justo y verdadero. También fueron útiles en su momento la ley de Talión y el Código de Hammurabi, y no creemos que hayan sido las más justas y verdaderas, así que todo lo que es útil no es necesariamente correcto aplicarse. Las autoridades Hemos dicho que el poder es una estructura de reglas y leyes que buscan la cohesión de una sociedad a través de un equilibrio entre las fuerzas que la componen. También dijimos que esas fuerzas son de dos tipos: las necesidades y las motivaciones. Igualmente mencionamos que el estado de equilibrio no es permanente, total ni incondicional, sino circunstancial, parcial y condicionado. Este último aspecto nos indica que el poder es un estado inestable, en constante cambio y rotación, como lo es la naturaleza. Ahora hablaremos sobre las autoridades encargadas de administrar la estructura de reglas y leyes. En realidad, nada de lo que hacemos está exento de algún tipo de ley, reglamento u orden. El caos total es casi imposible que se dé en un grupo humano
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pues éste automáticamente se desintegraría. Puede que estas leyes no estén escritas o definidas, pero existirán, aunque sea en forma dada o tácita. Ahora bien, estas normatividades o reglamentos desde siempre han requerido la presencia de personas que ejerzan la función de discriminadoras, ejecutoras, aplicadoras o conductoras. Estas son las autoridades. Parece ser que el hombre aún no tiene, y no sabemos si la tendrá, la capacidad de prescindir de algún tipo de jefatura que le indique y le ordene aquello que sea necesario para el mantenimiento de una organización. En eso todavía nos asemejamos al resto de las criaturas gregarias. Muchas de las más pequeñas asociaciones de seres siempre cuentan con líderes que marcan las pautas de los movimientos a seguir. Es algo que la naturaleza así lo ha dispuesto y, hasta el momento, tenemos que limitarnos a aceptarla, sin por ello dejar de pensar que podría ser que algún día encontremos la fórmula exitosa para vivir organizadamente, obviando a los conductores y jueces. Pero mientras eso no ocurra todas nuestras leyes requieren de autoridades. Como sabemos, las autoridades son personas que, por consenso, adquieren la facultad de tomar decisiones que afectan al normal desenvolvimiento de la sociedad. En la medida que ese consenso o aceptación sea más amplio, la estructura permanecerá más sólida y viceversa. Sin embargo, la experiencia nos señala que jamás se alcanza el consenso absoluto y ello será siempre causa de discrepancias, alteraciones o revoluciones, según sea la intensidad de las diferencias. Cierto es que puede haber autoridades que carezcan de un consenso mayoritario o lo tengan mínimo, pero ello será considerado una usurpación y generará profundas divisiones que, por lo general, terminan, o con el quebrantamiento del orden, o con el fin del usurpador. Esto porque las autoridades en realidad no son el poder, como normalmente se piensa, sino sus administradores. Por eso es que cuando alguien alcanza la mayor autoridad se dice que tiene o ha alcanzado el poder. No se dice que él sea el poder. Salvo que se sea un hacedor de milagros o un todavía incomprensible gurú, ningún ser humano tiene un poder intrínseco por encima de la sociedad que no sea el que la misma sociedad le ha dado. Un hombre, por mucho que desee gobernar, si no logra convencer a alguien para que le obedezca terminará siendo solo un loco callejero y delirante a quien nadie hace caso. Si, por el contrario, lograse convencer a unos o a muchos, terminará siendo un líder, un jefe o un mandatario. El poder se delega o se adquiere, pero no se apropia. En una vida aislada de ermitaño nadie administra ningún poder fuera de su propio cuerpo. En síntesis, cuando decimos que se lucha por el poder en realidad estamos diciendo que se lucha por ser declarado por consenso como una autoridad. De esto se deduce que, sin aprobación mayoritaria, no existe legitimidad y no se puede ejercer el poder, o sea, ser autoridad. Intentar hacerlo sin esta aceptación genera el desequilibrio o, lo que es igual, la ausencia de poder. La cesión de autonomía Por otro lado, para que exista tal consenso, las fuerzas que han concertado esta delegación de autoridad han aceptado voluntariamente ceder parte de su autonomía, de su «yo» autodeterminante, para que sea ese «otro» elegido quien decida en determinados aspectos previamente convenidos. Esto nos remite inevitablemente a las teorías contractualistas en las que la sociedad se forma gracias a un gran acuerdo de partes en provecho común. De esto se concluye que, en la medida que la mayor parte de las fuerzas sociales acepten ese convenio o contrato, se podrá sustentar el equilibrio, se mantendrá el poder. Y, por el contrario, si algunas de las fuerzas no aceptasen ceder parte de su autonomía, se producirá el desequilibrio, generándose, como consecuencia, una crisis y un vacío de poder.
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Tipos de autoridad Existen muchos tipos de autoridad, tantas como necesidades y motivaciones pueda tener el ser humano. Pero si tuviéramos que hacer una síntesis de las principales mencionaríamos las siguientes: 1.
Autoridades provenientes del mundo natural
Son aquellas que nos impone el organismo y que permiten nuestra manutención y supervivencia. Sin embargo, tenemos que reconocer que la franja que divide lo que llamamos «natural» y lo «social» es a veces muy delgada o simplemente no existe. ¿Puede darse un ser humano aislado, como unidad, sin los demás de su especie? En realidad ¿existe el individuo o existe la sociedad? Estos dos conceptos, el del ver al hombre como individualidad y el de verlo como sociedad, aún se encuentran en pugna en el mundo actual y ambos tienen los suficientes argumentos para pretender ser el prioritario. Pero en cuanto a las autoridades provenientes del mundo natural creemos que son fundamentalmente dos: la autoridad del yo y la autoridad materna. 1.1 La autoridad del «yo» Aquello que nosotros llamamos el «yo» viene a ser como un amo para los millones de células que conforman nuestro organismo. Nuestro «yo» es consciente que él decide cuál es la mejor manera de mantener el orden en nuestra «república interna». Si el «yo» no fuera capaz de hacerlo, nuestro destino sería la disolución o la muerte. Tenemos entonces una autoridad natural sobre nuestro propio ser y no podemos renunciar a ello, incluso hasta cuando decidimos suicidarnos. 1.2
La autoridad materna
En segundo lugar hay otro tipo de autoridad natural que es la que tiene la madre con respecto a los hijos. Es innegable la dependencia que existe entre uno y otro ser y que no solo se limita a lo material sino a lo afectivo, pudiendo esto prolongarse incluso por toda la vida. La autoridad que ejerce la madre está dada de facto y es incuestionable. En este sentido, ella vendría a ser casi siempre como un segundo «yo» para nuestro organismo, un «yo» oculto o anexo, que nos es difícil identificar pero que forma parte constituyente de nuestro ser, tanto así que, en caso de ausencia, se produciría un cuadro patológico en nuestra personalidad. 2.
Autoridades provenientes del mundo humano o culturales
En cuanto iniciamos nuestra interacción social surgen ante nosotros una serie de autoridades y de presiones, ajenas a nuestras necesidades e intereses personales, que escapan a nuestro control y voluntad. Nuestro organismo no depende realmente de ellas pero nuestro proceso de humanización sí. Las dividiremos en dos grupos: las implícitas y las explícitas. 2.1
Autoridades implícitas
Son aquellas que no requieren ser instituidas de manera oficial pues están dadas por los hechos, las tradiciones y las costumbres. Estas autoridades son las que administran las diferentes reglas o leyes no escritas pero obedecidas por todos y que, de no ser así, conllevarían diversos tipos de sanciones. Las hemos agrupado de la
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siguiente manera: la autoridad coercitiva, la reciprocante, del conocimiento, la cohesionadora y la moral. 2.1. 1 La autoridad coercitiva Es aquella que, no estando determinada desde un principio por consenso general, se da en contra de nuestra voluntad, en contra de nuestras necesidades y ambiciones y bajo la amenaza de un perjuicio físico (no estamos evaluando si ello es para bien o para mal). Este es el caso en que nos vemos obligados a ceder a «otro» el gobierno de nuestro organismo y dejamos al «yo» en suspenso mientras persiste la amenaza. Esto es lo que se llama el dominio por la fuerza. Queremos reiterar aquí lo dicho en torno a lo relativo de considerar totalmente diferentes lo natural y lo social puesto que también una madre, que consideramos ejerce una autoridad natural sin que ella necesariamente lo quiera, amenaza permanentemente al hijo con privarlo de ella misma. 2.1. 2 La autoridad reciprocante Es aquella que se da como consecuencia de un intercambio recíproco de beneficios en el que dos o más partes se complacen mutuamente. Si vemos que alguien pretende darnos algo que deseamos o se dirige a proporcionarnos ayuda para preservar nuestra vida nosotros decidimos darle voluntariamente toda la autoridad que sea necesaria para que realice tales fines. Todas las relaciones económicas o políticas existentes establecen este tipo de autoridades. 2.1.3 La autoridad del conocimiento Es natural que todo ser que sepa algo que nosotros aún ignoramos tiene la autoridad del conocimiento. Cuando lo percibimos es voluntad nuestra prestarle atención y luego seguirlo u obedecerle. Quiere decir que si, por ejemplo, alguien sabe que tal planta es comestible o tal otra es venenosa nosotros asumimos esa sabiduría como una autoridad a quien debemos acatar. 2.1.4 La autoridad cohesionadora Es aquella que se encarga de aglutinar a los individuos y de distribuirlos según determinadas características y normatividades. Estas autoridades ejercen al interior de las familias, comunidades, clanes o greyes, y van desde los progenitores de distintas generaciones hasta los parientes que se anteponen a otros. Así vemos que los padres, los abuelos, los hombres, las mujeres, los hermanos y los hijos se guardan distintos tipos de trato que refieren a grados de autoridad que se tienen unos a otros. El objetivo es mantener la cohesión del grupo con el correspondiente beneficio que de ello se deriva. Las dependencias que tienen su origen en la necesidad afectiva, o sea, el amor en sus distintos matices, genera esta clase de autoridad. 2.1.5 La autoridad moral Es una derivación de la autoridad cohesionadora. La ejercen determinados individuos que mantienen la constitución de gran parte o toda una sociedad. Vienen a ser como parientes en grados superiores, algo así como los padres de todos, y se encargan de hacer valer el peso de las razones por las cuales es conveniente mantener la unidad en torno a determinados principios que toman los nombres de costumbres, tradición o moral. Ellos serían, entonces, los censores del buen comportamiento social.
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2.2
Autoridades explícitas
Las autoridades explícitas son aquellas que se encargan de administrar las leyes establecidas o instituidas en forma arbitraria por una sociedad. La diferencia con las autoridades implícitas es que, mientras aquellas se dan de manera no prescrita, de forma espontánea e involuntaria, las autoridades explícitas son designadas o elegidas de acuerdo a criterios específicos y, frecuentemente, con el asentimiento de las mayorías. Se trata de individuos que ocupan un cargo, que desempeñan una labor que está reglamentada. Son los representantes cuya autoridad reposa en que desempeñan una función y se enajenan a sí mismos, renunciando aún a su individualidad en pos del estricto cumplimiento de lo dispuesto por todos. Comúnmente se les imputa el tener poder y, por lógica, se los llama poderosos, aunque creemos que sobredimensionadamente, puesto que en realidad el único poder que tienen es el que el cargo les permite. De este modo una persona, por muy dotada que esté, tiene menos autoridad que otra que, a pesar de demostrar claramente su minusvalía personal, posee un cargo superior. Esto reafirma lo que decimos: la autoridad social está en el cargo, en la función, y no en el hombre. Estas autoridades son fundamentalmente de dos tipos: gubernativas y espirituales. 2.2.1 La autoridad gubernativa Es la que administra las leyes de todo gobierno. Estas ejecutan y súper vigilan el cumplimiento de las más pequeñas a las más generales disposiciones que permiten el normal desenvolvimiento de una sociedad, grupo o clan. Son las autoridades que conocemos como políticas. Incluimos aquí a las autoridades armadas puesto que ellas son su brazo ejecutor y coercitivo. 2.2.2 La autoridad espiritual Es la que administra el desenvolvimiento de la ideología religiosa. Por lo visto hasta ahora el hombre no puede prescindir de algún tipo de actividad propia del inconsciente a lo cual llama espiritualidad. Esta puede tomar múltiples formas que van desde el culto a los antepasados o a algún fetiche, hasta una religión. Tal vez sea más difícil encontrar a un hombre auténticamente ateo, en todo el sentido de la palabra, que a un creyente común. Es más ¿ha existido algún hombre verdaderamente ateo, despojado por completo de alguna creencia o alguna fe en algo superior, llámese ésta energía o fuerza? Esta pregunta espera por una respuesta. Conclusiones sobre el poder De acuerdo con lo que hemos expuesto pensamos que no se puede instituir un poder social sin existir algún consenso, y este ha de ser voluntario. Al acto de ceder voluntariamente parte de nuestra autonomía podemos llamarlo libertad. Si esta cesión no se hiciera voluntariamente mal podríamos hablar de un equilibrio y, en fin de cuentas, de una sociedad. Por lo tanto: la libertad debe haber existido desde siempre en el hombre. Por otro lado toda agrupación humana decide, consciente o inconscientemente, qué tipo de gobierno desea tener, de lo cual deducimos que no es tan cierto que existan autoridades o grupos de poder que lo ejerzan en contra de la mayoría. Parece ser que, salvo en la anarquía, todos los gobiernos, desde los más tiránicos hasta los más consensuados, reflejan siempre la voluntad de sus pueblos, por lo que entonces podemos concluir que: todos los gobiernos que se hayan dado o se den en el
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transcurso de la historia humana han sido y son democráticos en esencia —aunque los individuos, cuando se encuentran opinando como tales, de manera individual y no grupal, renieguen y se quejen de ellos acremente. Según esto, da la impresión de ser cierto ese viejo refrán que dice: «Cada pueblo tiene el gobierno que se merece». Nosotros lo diríamos de este modo: «Aunque no lo parezca, cada pueblo tiene el gobierno que quiere tener». Ampliaremos estas ideas en los acápites siguientes. El poder y la libertad No estamos seguros de que, como se dice, un sistema monárquico haya implicado una pérdida de libertad en la mayoría de las fuerzas intervinientes. Más bien nos parece todo lo contrario. Lo que sucede es que tal vez, en el afán de exaltar durante estos últimos siglos la noción de «libertad», se han maximizado sus virtudes, o sea, se ha exacerbado a la libertad como lo más importante en el hombre, y a su opuesto —que no necesariamente es la esclavitud— como lo más ruin. Nos inclinamos a pensar que detrás de este entusiasmo «libertásico» juegan otros intereses más específicos y coyunturales pero no inherentes al ser humano —concretamente, los de la Sociedad de Mercado. En verdad, no deberíamos seguir satanizando al pasado del hombre en desmedro de este supuesto presente «superior». Creemos que hay que hacer un esfuerzo por balancear las cosas y no andar maniqueamente diciendo que todo aquello que no coincide con lo que pensamos es malo; y eso, desgraciadamente, nos está pasando. Sin la glorificación de la libertad, la humanidad —y no hablemos del resto de la naturaleza— ha podido vivir miles o millones de años; y no nos convence que nos digan que se ha vivido en un infierno hasta que llegó, por fin, esa libertad con su correspondiente democracia. ¿No se estará repitiendo el esquema de las religiones reveladas en las que antes de la llegada del elegido todo era pecado, tristeza y desconsuelo? ¿Es que antes de la vigencia de la libertad, como concepto sumo, el hombre vivía en la opresión total, sin decidir, sin pensar, como una bestia sometida? En fin, reiteramos que necesitamos hacer un esfuerzo por recuperar la imparcialidad en el juicio. Muchos tienden a considerar a la libertad solo en su forma más simple: la liberación de algún tipo de esclavitud o sojuzgamiento; como una lucha de contrarios. Pero ¿qué pasa cuando tal esclavitud no se da como condición previa, por ejemplo, en una sociedad donde no existen esclavos ni un régimen opresor, del tipo Estados Unidos, Canadá o Suiza, por solo citar algunos casos? Los hombres nacidos en esos medios ¿de qué tendrían que liberarse para valorar a la libertad como un bien? En este punto es cuando interviene el desarrollo de un cuerpo teórico que justifique la prevalencia y haga ostensible esa libertad. Es entonces que la claridad se complica y se pasa al mundo de la subjetividad, al mundo de las ideas y teorías y, como sabemos, allí todo puede suceder. ¿Qué es la libertad? Dos son las posiciones extremas que se han sustentado: el indeterminismo, de la cual se deriva que la libertad implica una acción irrestricta y sin límites para el desarrollo de la voluntad (el liberalismo es de alguna manera un deudor de esta forma de entender la libertad con su «dejar hacer, dejar pasar» y el no intervencionismo del Estado) y la otra es el determinismo, que plantea una noción de libertad condicionada a una serie de factores externos, o sea, se es libre pero dentro de un contexto, de un límite; esta tiene su mejor expresión en el absolutismo estatista que practica el control total de la población. Ahora bien, si nos atenemos a los más recientes descubrimientos de la ciencia atómica, más concretamente de la física cuántica, obtenemos información que nos hace ver que el mundo no es tan claro, mecánico y firme como pensábamos. Creíamos hasta hace pocos años que la naturaleza tenía leyes fijas e inmutables y que el asunto de la ciencia era solamente descubrirlas y listo: ya las podíamos utilizar para viajar por
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el universo como turistas. Pero tal parece que no es así. A niveles ínter atómicos el comportamiento de la materia se muestra impreciso e impredecible, lo cual pone en duda todo lo que afirmábamos sobre la certeza de los conocimientos obtenidos anteriormente. ¿Cómo esto afecta al mundo de las ideas? Por un lado, pone en tela de juicio el valor de las leyes, puesto que ya no nos resultan tan generales e inmutables; no son una tabla de referencia segura, firme. Pueden cambiar, y los que se aferren a ellas pueden perder el piso. Esto de alguna manera genera una crisis de valores, de fe, de autoridad, que de paso contribuye a cuestionar la tesis determinista. Más aún, el Dios al cual asirse no se ve tan sólido como antes y sus leyes, sean los códigos bíblicos, coránicos o brahmánicos, pueden ser modificadas, corregidas y aumentadas. Entonces ¿se consolida con esto el concepto de libertad total, sin autoridades? ¿Estaremos más cerca que nunca del anarquismo, entendido en su correcto sentido como la convivencia inteligente y responsable, sin necesidad de leyes, de Estado ni de autoridades? Sin embargo, las consecuencias hoy en día visibles de este relativismo general (o liberalismo total) es la crisis conocida como la anomia, que vendría a ser la ausencia o la pérdida de fe en las organizaciones sociales y las leyes. Resulta curioso que en vez de ser motivo de alegría esta ausencia de fe en la autoridad —moral, religiosa o política— sea más bien motivo de preocupación. El sentimiento general es el de estar navegando a la deriva y ya no hacia la Salvación, hacia la segunda venida de Cristo o hacia la última encarnación para alcanzar el Nirvana. Tal parece que esta libertad absoluta, o sensación de ella, no nos acomoda, como tampoco le acomoda al infante el andar solo por las calles sin sus padres. Quizá el mismo hecho de no ser, como pretende el liberalismo, «una suma de individuos» libres, con propia voluntad e independencia, sino más bien partes diferenciadas de un todo, al igual que un rompecabezas, nos empuja a buscar nuestros complementos y a interactuar con ellos: los hombres necesitan de las mujeres, los hijos de los padres, los artistas de público, los comerciantes de los compradores, etc. Quizá la «libertad» pueda que sea un concepto tan engañoso como el horizonte. ¿Realmente existe el horizonte o es solo una forma de ver y entender algo que, en forma individual y separada, no existe? ¿No será que tal vez el haber ensalzado la libertad haya significado sublimar una parte de un todo y hayamos terminado dándole vida propia a una cualidad que no tiene sustento real independiente en la naturaleza? Dicho de otro modo: ¿la definición de agua es: un objeto que moja? ¿Esa es su definición o es más bien una cualidad ? Lo que queremos decir es que tal vez la libertad, tal como la hemos individualizado, y hasta divinizado en extremo, no es un hecho dado ni demostrado, y más bien lo que es real es una interacción de dependencias las cuales conforman el todo del universo. El poder y la Democracia Existe hoy en el mundo una gran polémica en torno a la forma de gobierno más adecuada para la humanidad. Por un lado están los que endiosan enfervorizadamente la democracia y procuran que ésta se extienda por todos los confines de la tierra, y por el otro están los que, sin desconocer sus méritos, cuestionan sus resultados y se preguntan si realmente será esa la configuración política más acertada. Cuando miramos detenidamente a los dos grupos, la primera observación que salta a la vista es que existen notorias diferencias entre ambos: quienes defienden la democracia son por lo general aquellos que han obtenido una posición más o menos cómoda en la estructura social, disfrutan de algún tipo de poder, detentan privilegios y no padecen necesidades apremiantes. Principalmente se encuentran en los países ricos y en los sectores altos de los países pobres. Es casi seguro que si a una persona que manifiesta una elevada posición social le preguntamos su opinión acerca de la democracia nos va
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a decir que está plenamente de acuerdo con ella. Lo inverso ocurre en el lado contrario. Sus críticos pertenecen a las capas más desfavorecidas de la sociedades y opinan con escepticismo. Esto en realidad no sorprende por cuanto es natural y humano que quien se beneficia de algo esté de acuerdo con ello y que, quien no, esté en contra. Los que están a favor argumentan que si el mundo no ha alcanzado un nivel óptimo de desarrollo es por falta de democracia y los que se oponen dicen que eso nunca va a suceder por cuanto, hasta el momento, son cada vez más los que se perjudican con ella que los que se benefician. O sea, con la democracia se crean más desdichados que agraciados. Intentaremos hacer algunas observaciones sobre esto. El poder en la sociedad, como ya hemos dicho, es una delegación que hace la población a un grupo específico para que tome determinado tipo de decisiones durante cierto tiempo y circunstancias. En realidad, nadie puede asaltar el poder o tomarlo si no cuenta con la aprobación de la sociedad. Incluso hasta el más feroz de los tiranos, el más cruel y sanguinario, se encuentra en el poder porque la sociedad así lo desea, al igual que los hijos o las mujeres necesitan un padre fuerte que los organice y oriente puesto que ellos solos no se sienten capaces de hacerlo. Es como ocurrió con el sacerdote Girolamo Savonarola en la Florencia del siglo XV en Europa, quien, a exigencia del pueblo, ejerció una dictadura teocrática y anticultural, hasta que el mismo pueblo que lo puso, lo depuso y lo ahorcó. Ejemplos como estos abundan en la historia y sirven para demostrar que no hay mayor autoridad en cualquier sociedad que el pueblo; y que si un grupo o casta, yendo en contra de estos principios pretende aferrarse al poder, sufre inevitablemente una revolución que los destituye, por muy fuerte o armado que esté. No hay tiranía y gobierno, por más extraño u opresor que parezca, que no haya sido puesto y mantenido por el mismo pueblo; como también no hay gobierno que perdure más allá que lo que el pueblo quiere. Ni los más poderosos ejércitos logran sustentar a un grupo gobernante que ha perdido el favor otorgado por la mayoría. Esto ha venido sucediendo así desde el principio de la humanidad. Desde la más pequeña y elemental organización hasta la más compleja y moderna se manejan con estos patrones. La sicología del hombre cuando actúa como grupo, como conjunto, es diferente a cuando actúa como individuo. Muchas veces cuando se indaga la opinión de las personas en forma individual encontramos un tipo de respuesta que resulta totalmente contradictoria con la que dan de manera grupal. Y esto parece ser una característica humana: la contradicción entre el individuo y el grupo; una forma de pensamiento doble: cuando estamos solos respondemos de diferente manera a cuando estamos en grupo. Aquel que es individualmente tímido se convierte en explosivo en un estadio; aquella que lo es frente a los hombres se vuelve atrevida en un teatro ante un artista masculino. Y podríamos seguir haciendo una larga relación de cómo el hombre es prácticamente un ser bipolar, dos personas en una; cuando está en sociedad y cuando está en la intimidad de su casa. Nadie actúa y piensa igual frente a la gente que frente al espejo. Es por eso que, mientras su conciencia individual puede decirle cosas a favor o en contra de determinado aspecto, la conciencia colectiva lo hace actuar de una manera que ni él mismo hubiera sospechado. Gente que jamás en su vida ha levantado la mano contra nada se ve inmersa en una manifestación corriendo, gritando y rompiendo vidrios en un estado de exaltación inusual. En esto el lector descubrirá que alguna vez le ha pasado haberse desconocido en medio de la gente. Esto nos lleva a deducir que los pueblos, como unidad colectiva, piensan y actúan de manera distinta y hasta opuesta a como lo hace cada individuo aislado del resto. Se trata entonces de dos unidades de pensamiento independientes y que requieren ser conocidas para entender el mecanismo del poder. Mientras que el individuo cuando está solo puede sentirse atemorizado e incómodo por el gobernante de turno, cuando ingresa a la masa y se vuelve uno más del cuerpo social cambia radicalmente su pensamiento y sigue el del grupo, que es finalmente quien decide la permanencia de los líderes.
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En vista de lo manifestado podríamos llegar a una primera conclusión que sería: solo existen dos formas de organizar a la sociedad: la democracia y la anarquía. La forma democrática es la más común a todas las sociedades de todos los tiempos; la poseen tanto los pueblos más pequeños y elementales —como las tribus— al igual que las sociedades más complejas y avanzadas —como los actuales países desarrollados. En todos los casos se aplica el concepto de poder que hemos demostrado: el poder es una representación que el grupo o sociedad delega. En cambio, en el caso de la anarquía, el hombre, al no actuar como sociedad o masa, no desenvuelve su pensamiento grupal y solo decide como individuo, de modo que el poder se da sumamente fragmentado y tan complicado como el mismo individuo es. Esta es una forma utópica de gobierno que hasta el momento no se ha podido plasmar en la humanidad, ya que no ha sido posible excluir el comportamiento grupal del común vivir del hombre. Tendríamos que decir que hasta ahora el ser humano no ha llegado a un nivel en el que pueda prescindir del grupo para desarrollarse plenamente, pero no por ello podemos descartar que se dé esta posibilidad en un futuro. En lo que respecta a la forma democrática, lo que se necesita es hacer una nueva conceptualización del término o, si así fuese necesario, crear otro; en este caso preferimos mantenerlo para efectos de hacernos entender. El concepto democracia debería estar desligado de su actual aplicación política (democracia representativa) para convertirse en un genérico de forma de gobierno humano. Porque en verdad no se ha dado ninguna otra que no sea ella. Toda sociedad humana elige a quienes cree que debe hacerlo y los defenestra con la misma facilidad. Si la palabra sociedad la entendemos como pueblo, lo que estamos diciendo es que todo gobierno humano siempre está representando los deseos de una mayoría. Un caso que no sea así no se puede dar o, si se diese, se trataría entonces de un intento imposible de mantenerse, porque toda autoridad procede de un consenso que viene a ser la aprobación silenciosa del orden establecido. En la Francia del siglo XVIII, por más que la burguesía hubiese tratado de imponerse sobre la aristocracia, nunca lo hubiera logrado si es que el pueblo no lo hubiese aprobado. Numerosos son los intentos en la historia en los que grandes grupos han intentado, en contra de la mayoría y valiéndose de su fuerza, tomar la representación de la sociedad; pero ninguno lo ha logrado. Existe un refrán que ilustra un tanto lo que queremos decir, el cual versa que: «El respeto no se puede imponer a la fuerza; el respeto se gana». Y cuando alguien intenta ser respetado bajo amenaza lo único que consigue es la sublevación. Por lo dicho, calificar a un pueblo como antidemocrático por no ejercer la democracia representativa al modo occidental resulta un grave error de comprensión, de entendimiento de los fenómenos sociales. Lo que en realidad diferencia a los pueblos no es la democracia, que ya hemos dicho es la forma de organización natural de toda sociedad, sino la manera cómo ésta se lleva a cabo, o sea, el procedimiento. En principio todos los modos de instauración de un grupo en el poder son válidos en la medida que reflejan el pensamiento social de los individuos (los cuales enajenan su pensamiento individual). Que no nos agrade el método para hacerlo es otra cosa; que nos parezca poco elegante, complicado, incomprensible o contrario a nuestras creencias, costumbres e intereses es un asunto relativo. Pero que porque ese método produzca mejores resultados que el nuestro; que sea más auténtico, menos conflictivo, y que encima coloque gobernantes que no nos gustan, lo descalifiquemos, es condenable. ¿Por qué no podemos respetar la decisión de un pueblo que quiere tener un rey hasta que éste muera y que desea que su hijo lo suceda? ¿Por qué nuestra forma de democracia debe ser la correcta? ¿Y de cuál democracia estamos hablando: la que aplica el Vaticano para elegir de por vida a sus Papas, la de los cantones suizos, la del Reino Unido —que admite una casa real—, la norteamericana, con solo dos partidos y sin obligatoriedad de voto? ¿Cuál es el afán de que un pueblo quiera imponer a otro su forma de gobierno? ¿Qué esconden esas intenciones? Hay
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aquí como vemos más preguntas que respuestas. Por ejemplo, a nuestro criterio la civilización andina, como cualquier otra, tiene formas tan válidas como las occidentales para elegir a sus representantes. Estas tal vez no se adecúen a los intereses de los países poderosos, pero no se les puede negar su autenticidad ni su representatividad. No se puede tapar con un dedo que cada pueblo sabe lo que quiere y cómo lo quiere, aunque todavía no tenga pensadores que puedan plasmar por escrito y académicamente sus ideas. ¿Cuál es entonces el punto en cuestión? Que el conflicto existente entre los que apoyan la democracia y los que la cuestionan es en realidad un conflicto de formas de ejercer la representación de gobierno, formas de hacer cada quién su tipo de democracia, y no entre la democracia y otro tipo de gobierno, que ya hemos dicho sería la anarquía. Si los países poderosos dejasen que los otros eligiesen democráticamente, si respetasen las decisiones de esos pueblos que optan por diferentes métodos para expresar lo que quieren, tal conflicto no existiría. Pero lo que parece es que se busca imponer un método sabiendo que éste no representa la voluntad de las mayorías de ese país y que más bien produce lo que esos pueblos débiles no quieren: el desgobierno, el caos, la desintegración social. Para romper el círculo vicioso de no tener una alternativa ante la democracia occidental —después de la caída del comunismo— decimos que el dilema «democracia o qué» se resuelve de la manera como se han despejado muchas de las paradojas: demostrando que la dificultad estaba no en no poder encontrar la respuesta sino en formular bien la pregunta. En el caso de la democracia hemos querido decir que el dilema entre tenerla, y por consecuencia aceptar toda la civilización occidental sin reparos, y no tenerla —lo que significa caer en supuestas formas de gobierno «primitivas, superadas, negativas»— creemos que puede resolverse demostrando que el ser humano es democrático a pesar suyo, y que todas las formas de poder reflejan inevitablemente la voluntad de la mayoría, por lo tanto, todas son democráticas strictu sensu; y que la polémica es en torno a la manera cómo los países poderosos desean que se aplique el consenso en ciertos países dominados. Si un pueblo, una nación, una civilización, decide por sí misma cuál es la forma de delegar el poder, eso es democracia, no importa si el método sea por trámite eleccionario, por castas reales, por grupos representativos, por generalatos o por lo que sea; nadie toma el poder por su propia voluntad si va en contra del deseo de su pueblo: un gobierno así nunca se ha sostenido. El persistente deseo de querer imponerle a un pueblo una manera de designar a sus representantes lo que en realidad busca es que mediante ese método sean elegidos ciertos grupos afines a los países dominantes y que no representan la auténtica voluntad del pueblo, y que estos gobiernos resultan ser siempre malos, débiles, en permanente estado de crisis, corruptos, desacreditados ante su propio pueblo, sostenidos a la fuerza y bajo amenaza, con economías y formas de producción anómalas que generan distribuciones irracionales de la riqueza y un estado muy grande de inseguridad e insatisfacción. Esta es la razón por la que constantemente se producen revoluciones y revueltas en los países pobres: porque sus pueblos rechazan a los grupos que se intitulan representativos sin realmente serlo. En cambio, en donde no se producen esa convulsiones, es porque, mal que bien, sus gobiernos sí reflejan esa voluntad, aunque se trate de largas «dictaduras» o reinados, a los cuales se los aprueba o descalifica según sean o no convenientes a los países poderosos. Pero el juicio que podamos hacer de esos gobiernos, el cual es siempre subjetivo, no debe hacer que mezclemos una cosa con otra: un pueblo puede decidir por una dictadura, tal como lo hacían los admirables griegos, y estar decidiendo coherentemente, nos guste o no (o lo entendamos o no). Querer ir contra esa voluntad porque en nuestro pueblo no se hacen así las cosas —porque para nosotros «en nuestro pueblo sí se hacen bien las cosas»— es repetir la vieja historia de entrometernos en asuntos que no comprendemos y que luego, por querer restaurar «el orden correcto, el bien universal», según nosotros, terminamos causando un sin fin de desgracias —como
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ocurre en numerosos pueblos africanos donde el afán de organizarlos como quiere Occidente es la principal causa de las terribles matanzas entre naciones que no desean vivir juntas. Tengan la forma que tengan, sirvan estas como aliadas —como la «dictadura buena» del Pakistán de Pervez Musharraf— o sean enemigas —como la «dictadura mala» de la Cuba de Fidel Castro, (por poner solo dos ejemplos extremos aunque hay muchos intermedios)— toda forma de gobierno estable es la expresión de un pueblo. Pueblo que, a nuestro entender, puede estar equivocado, ser inculto, ignorante, atrasado, ciego, sordo, débil, engañado, fundamentalista, en vías de desarrollo, sometido o lo que sea, pero que elige, escoge a sus gobernantes, nos desagraden éstos o no. Tal vez no actúan como actuamos en nuestras casas, pero ellos deciden y saben por qué deciden; y saben por qué escogen a este y no al otro; y saben perfectamente que son responsables de las consecuencias de esas decisiones. Teniendo en cuenta lo expresado creemos que la civilización andina necesita imponer su propia forma de gobierno, la cual no dejará de ser democrática —insistimos una vez más—; y esa forma de gobierno se encuentra de manera embrionaria en las raíces de su estructura social, pugnando por subir hacia la superficie y manifestarse plenamente. Se trata de dar paso a las organizaciones auténticas en desmedro de las postizas. A los países andinos les está brotando la savia de una planta madura y fértil, lo suficientemente fuerte como para organizarse por sí misma sin calco ni copia. Esto, como imaginamos, causará al comienzo cierto desagrado, pero, con el tiempo, las aguas volverán a su nivel y todos terminarán aceptando el nuevo orden de cosas. Así ha sido desde siempre en la historia de la humanidad y ésta todavía no ha terminado. Occidente tuvo su tiempo y su lugar pero todo llega en su momento, y a partir de ahora esta civilización será la base sobre la que se sustentarán nuevos pueblos, nuevas ilusiones y esperanzas de conseguir un mundo mejor. Recordemos que, cuando se disolvió el Imperio Romano, este dio paso, no solo a nuevas naciones, sino también a nuevas ideas y nuevos hombres deseosos de ir más allá de lo que hasta ese momento se había pensado que se podía llegar.
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MÁS ALLÁ DE LA SOCIEDAD DE MERCADO En el momento en que son escritas estas líneas la población mundial alcanza una cifra de seis mil millones aproximadamente. Esta cantidad de gente nos invita a realizar una reflexión. Nunca antes en nuestra historia hubo tantos seres humanos, lo que podría tener tal vez dos explicaciones. La primera, que los descubrimientos acerca del comportamiento de la naturaleza nos han permitido, entre otras cosas: combatir las enfermedades, aumentar el promedio de expectativa de vida, disminuir el índice de mortalidad infantil, acrecentar el volumen de producción alimenticia, aminorar en gran parte los efectos nocivos de los fenómenos naturales, crear ambientes idóneos para una vida humana más sana y segura. Pero la otra explicación podría no ser tan optimista: la humanidad es una especie superpoblada, una anormalidad producto del hacinamiento insalubre —física y mentalmente hablando— en gigantescas ciudades; un desequilibrio de la relación entre espacio, recursos y número de individuos, sin contar con la sobreproducción y explotación como consecuencia de la desquiciada necesidad de acumulación convertida en objetivo de vida, lo cual multiplica descontrolada y vertiginosamente el desenfreno por consumir lo más que se pueda, desgastando rápidamente los recursos naturales. Como vemos, se trata de dos visiones de un mismo fenómeno y ambas pueden tener razón desde el ángulo que se las mire. Si asumimos el primer caso, el optimista, diremos que este éxito se debe, fundamentalmente, a la Revolución Industrial, pues a partir de ella se han producido la mayor parte de los logros de la ciencia. Si estamos de acuerdo con ello, tendremos que estarlo también con todos sus planteamientos orgánicos y admitir lo beneficioso que ha sido para el hombre pensar y adaptarse a un modo de vida liberal, capitalista y democrático. Pero esta óptica también tiene dos maneras de evaluarse. Una: que estos beneficios son buenos, pero solo para unos pocos, pues la mayoría no puede tener acceso a ellos; y la otra: que todavía es muy pronto para exigir que sus ventajas alcancen a todos; con el tiempo sí se logrará. Indudablemente que los que tengan fe en este sistema serán quienes desde ahora se estén beneficiando de él, mientras los que lo fustiguen serán aquellos para quienes, hasta el momento, eso es inalcanzable. ¿Será entonces la sociedad de mercado como un vaso medio lleno o medio vacío, por preguntar de una manera metafórica? Y por otro lado: ¿Existirá en todo esto una postura intermedia e imparcial, que pueda juzgar con justicia y con razón, sin estar comprometida con alguna de las partes? Lamentablemente, cualquier hombre que opine sobre ello será alabado por unos y denostado por otros. Tendría que ser alguien distinto al humano —un extraterrestre, un dios— el que, al no estar involucrado con nadie, emita su opinión y sea esta valorada por todos. Aún así, este se ganaría detractores y enemigos, puesto que siempre alguno saldría perjudicado. Ello nos demuestra lo relativos que pueden ser nuestros juicios, los cuales no podemos considerar como verdades únicas y absolutas; siempre serán solo puntos de vista que, por lo general, se acomodarán a nuestros gustos, costumbres y pareceres. Lo decimos con el ánimo de indicar con sinceridad que cualquier idea y crítica que se haga siempre tendrá sus limitaciones, pues todos los seres humanos somos parte interesada. Haciendo esta salvedad, intentaremos abordar el complejo problema acerca del valor que le atribuimos a dicha sociedad, y si es posible concebir una mejor para el futuro. Advertimos al lector que nuestra posición será crítica, que no buscaremos sustentar la perpetuación de esta forma de vida sino demostrar que sus defectos son más perjudiciales que sus virtudes, motivo por el cual hay que reemplazarla por una más idónea. La principal crítica a la Sociedad de Mercado es que ésta no apunta hacia un objetivo trascendente del ser humano; se queda a mitad del camino. En abstracto resuelve la parte material del ser, pero en la práctica no lo resuelve para todos, sino para aquellos que demuestran ciertas capacidades: para los más aptos. Esto va en
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contradicción con la concepción espiritual del hombre —cuando decimos espíritu, entiéndase, no la fe o las creencias o las religiones, sino la mente en su integridad, con su inteligencia, sus emociones y sus potencialidades proyectivas— por cuanto lo que justamente nos hace humanos es la negación de nuestra materialidad, el rechazo a hacer lo más lógico de acuerdo con el orden natural. Nada de lo que realizamos tiene sentido desde el punto de vista de la naturaleza. Mucho antes de ser los humanos que somos teníamos resueltos todos nuestros problemas físicos (salvo que creamos que somos la única especie del planeta que apareció con deficiencias tan grandes que ni siquiera podíamos sobrevivir; este es un pensamiento caricaturesco que todavía sostiene la mayor parte de la comunidad científica, aduciendo que el homínido Hombre tuvo que crear la cultura simplemente por razones de subsistencia, mientras que el resto de los animales en pleno, desde la espora hasta la ballena, no necesitaron hacerlo). Todo parece indicar que lo que motivó la evolución no fueron razones alimenticias o de protección (pues en ese caso todas las especies habrían evolucionado y hoy compartiríamos el mundo con miles de animales parlantes y creadores de arte) sino de concepción, de percepción y manipulación de la naturaleza. De alguna manera hubimos generado un comportamiento inusual, algo que no estaba programado (los religiosos piensan que sí hubo una razón para ello) y que derivó en lo que somos. Cierto que no hemos renegado tanto al extremo que no realicemos nuestras necesidades físicas —cosa que no podríamos rechazar, aunque quisiéramos— pero de lo que sí somos conscientes es que las razones por las que vivimos tienen muy poco que ver con solamente el sobrevivir. Los hombres de todas las épocas y lugares han vivido siempre en pos de una idea, de un objetivo en lo cual creían; y por lograrlo han luchado y han sufrido, y hasta el día de hoy lo vienen haciendo. Nadie concibe que la meta de la vida sea comer, descansar, evacuar y reproducirse, al igual que cualquier animal. De momento que alguien se da cuenta que es humano ya sabe que su razón de ser será aquello que su sociedad le diga que es, lo cual implica todo un conjunto de ideas y creencias acerca de las cosas. Que tenga o no los materiales que necesita para realizarse como hombre es otro problema. Si los encuentra en abundancia y al alcance de su mano, y su idea de lo que es la vida humana es seguir los ritos y costumbres de su aldea, vivirá tranquilo y satisfecho mientras todo permanezca igual. Pero si esos ritos y costumbres van más allá del ámbito en el que él se desenvuelve, tendrá que embarcarse y buscar, detrás del horizonte, aquello sin lo cual no se sentiría completo. La historia de la humanidad solo se explica por la búsqueda de anhelos, de sueños y de ambiciones, no por la de la comida y del refugio. Un ser humano que vive en pos de esto último es poco más que un animal; en el mejor de los casos, es un vagabundo de una ciudad, subsistiendo de lo que encuentra en la basura y durmiendo en callejones cubierto con periódicos. Este hombre no es el que dominó el fuego, creó el habla, inventó la escritura, concibió un dios, formó las civilizaciones. (Aún así sorprende enterarse que hasta el más infeliz de estos desdichados tiene, ¡oh sorpresa!, su propia filosofía de vida). El auténtico hombre es el que está más allá de las necesidades, el que vive por encima de lo que posee y se plantea nuevas rutas para realizarse como humano. Puede tener el estómago repleto o vacío, pero si no ha alcanzado sus objetivos emprenderá una nueva marcha; dejará sus ciudades, sus tierras; cruzará mares y montañas; hará la guerra y se asociará; todo por seguir el sino eterno de hallar el misterio de la vida, de su vida. Por eso decimos que el mercado no ofrece lo que el hombre realmente busca; solo le da momentáneamente una solución a sus necesidades animales. Es tan solo una despensa de la cual se pueden sacar cosas que circunstancialmente se necesitan, pero que no puede contenerlo todo. Cuando millones de personas emigraron de Europa hacia América no lo hacían porque no tenían dónde vivir o qué comer (esa misma realidad la compartían con los que se quedaron); lo hicieron porque tenían una idea
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diferente de cómo vivir, de cómo creer en un dios y cómo comportarse en sociedad. A muchos de ellos no les importó incluso que sus almacenes estuviesen repletos de alimentos y tuvieran que abandonar sus viviendas ocupadas durante siglos por sus familias: se marcharon en pos de un ideal incierto, hacia un lugar inhóspito del cual no sabían qué esperar. Dejaron la seguridad de un sistema que funcionaba eficientemente para vivir en uno que no existía, que ignoraban si funcionaría y que podría ser su tumba y la de sus amados hijos. El mercado, el intercambio de productos, la satisfacción de las necesidades, las diversiones y placeres, nunca ha sido ni será un ideal humano, una meta. Puede que el hombre se quede adormilado a la sombra del árbol del capital, engullendo lo que tiene a la mano, diciendo que esa es la mejor vida; pero la experiencia demuestra que al final llegará el día en que se harte, arroje furioso toda la comida acumulada, se monte en un Rocinante y emprenda el viaje a través del desierto en busca de nuevos horizontes. Este es el espíritu humano... y no ha cambiado. Por eso todos los valores que la Sociedad de Mercado entroniza y exige que se adoren —la democracia, la libertad y los derechos humanos— solo son las columnas que apuntalan un sistema que lo único que hace es satisfacer las necesidades y adormecer los sueños, pero que no es en sí un sueño. Salvo en casos extremos y circunstanciales el hombre no sueña con comer, con dormir, con evacuar, con aparearse, con protegerse del frío o con morir. Esas cosas no son dignas de ser un sueño, de ser un anhelo. Sin embargo la Sociedad de Mercado, en su afán de perdurar, procura convertir esas contingencias menores en aspiraciones válidas. Pone la valla de lo esencial, lo material, lo suficientemente alta como para hacer creer que son más valiosas de lo que son. Es como si a un perro se le mostrara un trozo de carne para hacerlo saltar lo más alto posible. Así, el mercado ha creado un conjunto de ideas que sirven de carnada para que los hombres nos mareemos y pensemos que estamos alcanzando algo superior, cuando en verdad solo se trata de un plato de lentejas por el cual cambiamos nuestra esencia de hombres, convirtiéndonos en simples bocas. A continuación analizaremos cómo son algunas de estas principales carnadas. La Libertad La Sociedad de Mercado ha puesto algo tan elemental en la vida de todo individuo, animal u hombre, como lo es la libertad, como si fuese un mérito de ella o un premio que otorga. Pero la libertad es inherente a la vida, es la facultad de desarrollar las potencialidades, es el accionar de todo ser vivo para llegar a ser lo que es. En la medida que una medusa llega a ser medusa, un cactus a ser cactus, una abeja a ser abeja, es que son libres. Del mismo modo, en la medida que el hombre llegue a ser hombre —no un animal que come y se refugia sino un ser que busca resolver sus intrigas y realizar sus sueños— será entonces libre, porque puede convertirse en ese ser tan misterioso e insondable. La libertad estuvo antes y estará después de la Sociedad de Mercado. Pero astutamente ésta no plantea la libertad en dichos términos sino que desvía el asunto hacia otra forma de entenderla, como es: la libertad de elegir. De esa, y solo de esa libertad, es a la que se refiere el mercado. Pero la facultad de elección es también algo consustancial a los seres vivos: todos elegimos por dónde caminar, en qué momento beber y cuál piedra arrojar al río. Entonces de la elección de que nos habla es de una en particular, una específica: la elección de adquirir. Tiene que ser así por cuanto el mercado se basa en una oferta de productos que deben ser comprados por una serie de consumidores. Esa, y solo esa, es la libertad que necesita el mercado. Podríamos resumirlo de esta forma: «Necesito que tú seas libre para que me elijas a mí». Para nosotros la libertad no es una creación del mercado que se ofrece como un premio sino que es algo tácito a toda la naturaleza. Esa otra libertad es solo la libertad de elegir. Mas tampoco se trata de la facultad intrínseca de elegir por
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elegir sino de la posibilidad de obtener algo, un objeto, únicamente en el mercado y no fuera de él. En resumidas cuentas: la idealización de la libertad no surgió de la mente de un filósofo ni de la palabra de un profeta, sino de la operatividad que todo mercado debe tener para ser efectivo. La Sociedad de Mercado necesitaba crear un tipo especial de hombre y por eso elaboró su perfil: creó al homo economicus, inventó al consumidor. La Democracia Liberal No fue casual que la burguesía europea desempolvara, después de dos mil años, un sistema de gobierno existente en unas pequeñas islas del mar Egeo. Fue producto de la búsqueda de un tipo de gobierno afín a sus intereses, y ese resultó ser la Democracia. (Dejamos en claro que en el fondo todo gobierno humano es democrático puesto que refleja la aceptación de la mayoría. La Democracia Liberal es aquella que se instituye a través de un sistema electoral en el que participan partidos políticos. La confusión y el problema es que ésta ha asumido el nombre genérico de Democracia, cuando en realidad es solo una de sus expresiones). Bueno hubiera sido que la idea de retomar esta forma de gobernar fuese consecuencia de un sincero y profundo esfuerzo de parte de las mejores mentes de la época; un resultado de evolucionados pensamientos filosóficos. Pero no lo fue. La Democracia Liberal era y es imprescindible para la existencia de la Sociedad de Mercado. Sin ella no podría desarrollarse. Prueba de eso es que aquellos que han tratado de obtener sus mismos logros, pero con otros métodos, han terminado fracasando, como le ocurrió a la ex Unión Soviética. Pedir una es pedir la otra. Hay quienes, ante la falta de diferentes opciones, creen que puede haber Democracia Liberal sin Sociedad de Mercado o, incluso, Democracia Liberal con una Sociedad de Mercado «moderada». Se trata de gente de nobles intenciones pero a quienes les faltan los filósofos que los saquen del atolladero en que se encuentran. El mercado ha ensalzado la Democracia Liberal casi a niveles teológicos (actitud nada rara en la Historia) y se empacha de ella cada vez que puede, de modo que quienes más la alaban y predican resultan ser los más conspicuos representantes de la Sociedad de Mercado. Al igual que pasó con las cruzadas europeas, en nombre de ella se arrasan pueblos y se desgasta a la naturaleza. Es triste ver a personas bien intencionadas reclamando Democracia Liberal a los mismos que la imponen en todo el mundo, apoyando de este modo, inconscientemente, a las hordas de empresas transnacionales que devoran el planeta con la bandera democrática. Lamentablemente Democracia Liberal y Libre Mercado son dos caras de una misma moneda: ambas se necesitan y la una no puede vivir sin la otra. Mientras la humanidad no decida asumir alternativas a la Democracia Liberal este falso paraíso seguirá adueñándose del mundo engañando a millones, haciéndoles creer todo lo buena que ella dice que es. La Democracia Liberal no es el cielo ni es una meta, ni puede reemplazar a los sueños e ideales del ser humano. Es tan solo una manera de gobernar que surge de la necesidad de que el mercado se pueda desenvolver a sus anchas. Pero hoy está tan barnizada de virtudes y bondades, se la alaba tanto, se la idolatra de tal manera (incluso la exaltan tanto los pobres como los ricos, los buenos como los malvados, los torpes como los inteligentes) que resulta poco más que una herejía ponerle algún tipo de menoscabo o cuestionamiento. Vivimos entonces en un oscurantismo democrático, donde, al igual que en la Edad Media europea, todo aquel que diga algo en contra del pensamiento único y oficial es echado a la hoguera. Hoy nadie puede siquiera atreverse a criticarla. Ella es intocable. Cual becerro de oro, está por encima de cualquier religión, credo o fe. La Democracia Liberal es santa y sagrada, así lo dicen los dueños del mundo, los presidentes de las naciones, los generales de la OTAN, los empresarios de toda laya, los líderes políticos y religiosos, los dirigentes de las instituciones, los jefes de organismos, los hombres y mujeres de bien y, finalmente,
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los pobres e infelices, quienes hasta ahora no entienden por qué ella es buena de toda bondad y tienen que apoyarla con sus vidas —aunque nunca les haya reportado ningún beneficio sino, todo lo contrario, los ha abandonado a la más mísera de sus suertes (antiguamente ni al más despreciado esclavo le faltó siquiera un plato de comida y un techo donde dormir, cosa que la Democracia Liberal no hará jamás porque «solo tienen derecho a vivir los más fuertes»). Da pena tener que desvestir a una virgen para descubrir que no era tan virgen. Pero siempre es una tarea triste, tanto como realizar una autopsia. Sin embargo, el dolor no debe cegarnos impidiendo que se sepa la verdad. La Democracia Liberal es una estratagema muy bien montada, casi perfecta, que en la actualidad no encuentra un discurso que le haga frente y saque a la humanidad de la cárcel de la Sociedad de Mercado. Pero no desconfiemos: el hombre ha vivido muchas noches tristes, al igual que la de ahora, hasta que algún día ocurre algo que lo libera, haciendo sonar la campana del nuevo día que le anuncia que no todo está perdido, que aún puede volar. Muchos imperios y sociedades han pasado, pero ninguna ha perdurado más allá de lo soportable. Algún día saldrá de la boca de alguien el nuevo discurso, claro, diáfano, creíble, que denunciará a todos los estafadores y malvados, derribará a sus ídolos de barro, y cambiará el orden actual por uno más esperanzador, más elevado, más justo. Los Derechos Humanos Una tercera carnada inventada por la Sociedad de Mercado para que creamos que no debemos salirnos del sistema y buscar otro mundo mejor, viviendo solo para satisfacer nuestras necesidades —como si fuésemos animales para quienes la vida se resume a eso, ignorando nuestra característica humana de ir más allá de lo dispuesto por la naturaleza para buscar nuestros sueños y resolver nuestras incógnitas— son los Derechos Humanos. Este código fue creado por los países vencedores de la Segunda Guerra Mundial y viene a ser una especie de mandato moral que ampara las normas de la Sociedad de Mercado. Con respecto a este asunto, existen dos posiciones a tomar en torno a ellos: por un lado los que están a favor, los llamados «buenos», los países democráticos, civilizados, desarrollados, los dueños del mundo, los empresarios, las organizaciones religiosas, los líderes políticos y los hombres de buen juicio y corazón; y por el otro los que están en contra, los «malos», los subdesarrollados, los seguidores de religiones no occidentales, los tiranos subdesarrollados, los delincuentes subversivos y terroristas, los que se aferran a sus culturas «primitivas», los antiliberales y los antioccidentales. Nuevamente nos vemos en la necesidad de levantarle la falda a tan respetable señora; nuevamente nos ponemos en el incómodo papel de aguafiestas para tocar este espinoso y sagrado tema. Desgraciadamente es imposible eludirlo, sobre todo cuando contemplamos cómo, en nombre de los Derechos Humanos —de éste código así denominado, aclaramos— se arrasan pueblos enteros para obligarlos a someterse a las leyes del mercado, al punto que hasta muchas de las más importantes religiones se han acomodado a ellos para evitar el choque de intereses y no les pase como le ocurre hoy al Islam, cuyos seguidores son per se sus principales violadores. Es que no deja de sorprender cómo los líderes de los más poderosos países resultan ser los principales defensores y propugnadores de dicha doctrina, y sin que nadie les diga nada puesto que ellos son los únicos financiadores de todos los organismos que tienen que ver con los Derechos Humanos en el mundo. Resulta una broma más que cruel ver cómo las naciones más sanguinarias de la historia levantan la bandera de esos Derechos para ingresar a cualquier lugar del planeta a imponer su catecismo, el cual dicen que está por encima de cualquier otro pensamiento, fe, religión o creencia. Los dueños del mercado son los primeros promotores de estos Derechos Humanos. ¿Cómo es posible eso? ¿Acaso andamos mal de la cabeza y entendemos el mundo al revés?
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Lamentablemente tendremos que pasar por malos y enemigos del hombre y de la humanidad al denunciar esta aguda argucia, esta ingeniosa trampa en la que caen los hombres y mujeres más dignos y de buen corazón. Pero el lector inteligente comprenderá que lejos está de quien escribe insinuar, siquiera por un instante, que estamos a favor de abusar del ser humano. Todo lo contrario: estamos en contra que se abuse de él sutilmente, astutamente, genialmente, como es el caso de haber creado una nueva moral para la humanidad que al dinero ha canonizado. Lo que realmente queremos es liberar al hombre del engaño de pensar que este sistema de mercado, que no le importa en lo más mínimo la humanidad sino la ganancia, es la que sustenta y favorece un conjunto de reglas en pro de la vida. No se puede creer en los discursos del lobo; el lobo es lobo y todo lo que hace lo realiza con un fin que es de lobo. ¿Un demonio puede hacer obras de bondad? ¿Por qué habría de hacerlas si no con un objetivo específico, que es el de condenar al hombre? Nos pesa tener que decir que todo esto no es mas que una bien montada treta con la que nos endulzan, haciéndonos pensar que el malo no es tan malo, el violador tiene su corazoncito, que el asesino también le reza a Dios; por lo tanto, no es tan malo, ni tan violador, ni tan asesino. Y por último, que la Sociedad de Mercado es tan buena que ha llegado a producir un acta universal para beneficio de todos. ¿Alguien entonces podría dudar de las bondades de la Sociedad de Mercado, si ésta ha logrado hacer lo que ninguna otra ideología o movimiento pudo? Mas no nos vamos a quedar solo en enunciados; vamos a decir por qué ese código llamado de los Derechos Humanos (y no los verdaderos derechos humanos) no puede reemplazar a ninguna religión y a ninguna moral auténtica. La razón por la que la doctrina occidentalista impuesta por los países capitalistas llamada de los Derechos Humanos no es moralmente aceptable no es solamente porque la ha creado la misma Sociedad de Mercado —integrada por los países más criminales de la historia, actuales explotadores del mundo, cosa por principio imposible de ser compatible— sino porque ésta es de una moral pasiva, que solo pone las fronteras a las que no se debe llegar, los límites que no se deben transgredir; mientras que, por el contrario, las morales y religiones auténticas lo que promueven son comportamientos activos, es decir, que exigen que el seguidor haga algo por sí mismo, que ejecute, que accione su ser, que mejore, que cambie, que se supere. Sería una lástima y un retroceso para la humanidad que este código hecho por hombres, no por dioses, se impusiera finalmente en el mundo, convirtiendo a la sociedad en un zoológico donde cada fiera hace lo que tiene que hacer sin salirse de su jaula ni molestar a la otra. Lejos está esto de religiones como las de la India, el Cristianismo, el Islam, que lo que hacen es mostrar al hombre un camino para superarse y ser cada vez un mejor ser, acercándose con ello a Dios o a los Dioses. Si la doctrina de los Derechos Humanos se impusiera en el mundo cualquiera que no atente contra de ella —sea un anónimo empresario, un pull de transnacionales, un país desarrollado en expansión o un ejército enviado por las Naciones Unidas— será moral y viable, aceptado con honra por toda la sociedad. Bastará con evitar chocar con sus disposiciones para ser catalogado de santo. (Recordemos el pasaje del Evangelio donde el pecador dice ante Dios que por qué lo condena si él cumplió todos los mandamientos, a lo que el Señor le responde: «porque cuando tuve hambre no me diste de comer, cuando tuve frío no me abrigaste, etc.»). No violar los Derechos Humanos será así la patente de corso del asesino, quien hará lo que quiera con el planeta siempre y cuando no trasgreda sus normas. No impulsará a nadie a hacer el bien sino a no hacer el mal, rebajándose así los niveles morales tan arduamente alcanzados durante miles de años por la espiritualidad de todos los tiempos. Ningún código de este tipo puede ser impuesto a la humanidad porque solo canoniza el perfil del consumidor —a quien no se le deberá inculcar ningún otro pensamiento, otra moral, que no sea la que especifican esos Derechos. En nuestra opinión, creemos que el reto hacia el futuro, cuando ya no haya más normas de otro
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tipo que no sean las que favorecen al mercado, será denunciar a este falso ángel que es finalmente un Caballo de Troya del cual salen los empresarios. Pero también será de revalorar la fe, demostrando que una moral pasiva nunca puede ser mejor que una activa, como todas las religiones, todos los movimientos espirituales lo son. Se nos acusará que las religiones han sido la causa de incontables tropelías y crímenes inenarrables. Admitimos que es cierto. Pero en verdad no fueron las religiones sino sus supuestos seguidores, esos mismos que hoy se embanderan con los Derechos Humanos. Quizá sea preciso revisar todos nuestros planteamientos, nuestras creencias. Quizá en buena hora sea así. Actuemos de buena fe. Comparemos y analicemos. Extraigamos conclusiones sin apasionamientos. Evaluemos para no caer en el facilismo de que «si esto me conviene, entonces es verdad». Evitemos que la doctrina de los Derechos Humanos se convierta en la espada de Damocles que será usada para quemar por doquier a los contemporáneos «hechiceros»: aquellos que no quieran someterse a las leyes del mercado y que prediquen otras más justas, donde no se abuse del débil, del pobre o del ignorante. Y que si se violasen esos Derechos Humanos —al inculcarle a la gente otra filosofía que no es la del mercado— que no se resucite el circo romano y se envíen allí a los nuevos cristianos; esos que tratarán de denunciar la injusticia de los que «viven en paz» con su riqueza —asunto que, para ellos, es una de las faltas más graves. Todo cambio, toda elevación del ser humano ha implicado un parto, un esfuerzo doloroso; pero no hay otro modo de hacerlo. Para muchos los Derechos Humanos serán muy útiles y provechosos, pero para los que creen en un mundo mejor son solo un instrumento, una excusa, una careta, una jugarreta, un negocio muy lucrativo en manos de unos pocos poderosos. El verdadero bien a la humanidad no pasa por respetar los Derechos Humanos; pasa por superarlos. Solo yendo más allá de ellos —y eso ya lo hacen todas las religiones— es cómo levantaremos al hombre de su postración y desengaño. Esta será tarea de valientes y de íntegros de corazón, aquellos que pueden diferenciar la apariencia de lo auténtico. Un comentario final a los tres puntos aquí tocados. Algo que surge como parte de una finalidad material, comercial, no puede ser elevado a la categoría de ideal, de superior. El comerciante ha creado su mundo como él ha querido y eso le agrada. Pero lo que no ha podido hacer es darle al ser humano la guía, el camino hacia dónde ir. Solamente lo abastece, pero no le dice para qué, en qué tiene que gastar lo que ha acumulado. Por eso el hombre se halla confundido, inmóvil, asustado en su cueva de concreto. Su parte espiritual, aquella que lo volvió hombre y le quitó la animalidad, está aletargada, adormecida. No hay sueños, no hay ideales, no hay adónde volar. Lo han convencido que todo está perfecto, que vive en el mejor de los mundos posibles, y que en el futuro habrá más de lo mismo, millones de veces más de lo mismo, como si a un desesperado escolar, ansioso por terminar su etapa de estudios, le dijesen que seguirá en la escuela durante toda su vida. Más de lo mismo para siempre. Eso no lo vamos a poder aguantar. Tendremos que encontrar una salida, cueste lo que cueste. Esta nueva Edad Media mundial, llamada Sociedad de Mercado, donde todo es ella y solo ella, tiene que llegar a su fin. El ser humano no puede estancarse y entramparse; tiene que salir, tiene que emprender un nuevo ascenso hacia un nuevo mundo.
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ADENDA LA NUEVA UTOPÍA ANDINA Otro enfoque para un antiguo anhelo Febrero del 2000 La cordillera de Los Andes bordea el extremo occidental del continente sudamericano. En su ámbito surgieron desde hace más de 10 000 años varios pueblos a los cuales se los agrupa con el apelativo de civilización andina. Esta civilización pervive actualmente dentro de las fronteras de países como Perú, Ecuador y Bolivia en su totalidad, y Chile, Argentina, Colombia y Venezuela en parte. Hoy, a inicios del siglo XXI, creemos que la utopía andina, escondida, enmascarada, sigue siendo una fuerza movilizadora de la historia de las naciones andinas. Lo que pretendemos en este trabajo es demostrar primero que ella existe aún como utopía y, luego, que para que se desarrolle y se manifieste, necesita de un moderno discurso utópico, del cual aún carece. Será este nuestro compromiso intelectual: insuflarle vida. Nosotros pensamos que hoy existen razones para creer en la vigencia de una utopía andina. La crisis de Occidente, que no es otra cosa que un profundo autocuestionamiento a su propia esencia, está dando espacios para respirar otros aires con un renovado entusiasmo. El mismo fracaso del comunismo, que intentó darle un «rostro humano» al industrialismo corrigiendo los errores del capitalismo brutal, nos hace pensar que, por ahora, Occidente ya no tiene nada que decirnos que no sea repetir el relato que ya sabemos y que no le ha dado la tan ansiada felicidad a nadie. Esa falta de horizontes nos ha llevado, por gravedad, a mirarnos dentro de nosotros mismos y a tratar de hallar allí alguna vía transitable. La utopía andina surge el mismo día en que los conquistadores españoles implantan su dominio sobre los pobladores andinos. Si hacemos un repaso de cómo se ha ido desenvolviendo esta utopía vamos a notar una reiterada característica: el incaísmo. Se trata de una utopía histórica que intenta sujetarse férreamente a la imagen idílica de un supuesto bienhechor Imperio de los Incas. «En aquel tiempo no existía el hambre ni la pobreza, todos vivían en paz y había orden y bonanza... etc». Esto es, en síntesis, de lo que trata esta utopía, adicionándose también una especie de milenarismo al predecir un pronto retorno de esos «años dorados». La restauración del Incario, o de sus beneficiosas medidas, ha sido el motor de los principales movimientos sociales y políticos que han conmocionado la historia de los cinco siglos posteriores a la conquista, persistencia sorprendente pero aún lejos de compararse a otras como la española, que tuvo que esperar ocho siglos para liberarse del yugo musulmán y conformarse en una sola nación. Situación actual A pesar de los muchos y desgarradores intentos por realizar la utopía andina, siempre se ha encontrado el mismo obstáculo: está estigmatizada racialmente. Se considera válida pero solo para los «indios», para los descendientes directos de los marrones, con marcados rasgos característicos, mas no para los blancos o mestizos. Por eso es que tocar el tema de «hay que volver al Imperio Incaico» produce en los sectores no racialmente oriundos un temor atávico de que surja la venganza de una raza, la «india», que signifique el exterminio de la otra, la «blanca», dentro de la cual se incluyen a todos los «mestizos». Esta sería la razón por la que esta utopía se ha mantenido más fuertemente vinculada al hombre «nativo», al más «autóctono». (Aquí podríamos objetar el sentido del concepto «autóctono». ¿Qué es ser autóctono? ¿Dónde empieza y dónde termina? ¿En qué generación: en la segunda, en la cuarta, en la décima? ¿No eran los Incas un pueblo de Bolivia que conquistó el Cusco, por lo
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tanto, no eran autóctonos? ¿Los descendientes de los españoles, después de quinientos años, no son autóctonos? ¿Cuántos siglos deben pasar para que un descendiente sea efectivamente autóctono? Esto nos hace pensar que existe un manejo muy subjetivo, tendencioso y voluntario, sino racial, del concepto autóctono. En nuestra opinión, uno es autóctono desde la primera generación, a no ser que, mediante consenso, se determine que se lo es antes, como pasa, por ejemplo, con los israelíes, quienes se consideran autóctonos en Israel a pesar de haber nacido en otros países, y aún antes de haber llegado a su futuro país). Entonces ese factor netamente racial ha sido la causa del fracaso de los movimientos revolucionarios originados por la utopía incaica: el liderado por Manco Inca —en los albores de la colonia— el del Taki Unquy (los bailarines de la danza del retorno del incario, algo así como si los comunistas cantasen La Internacional por las calles, siendo esto un llamado indirecto a la revolución), las revoluciones de Túpac Amaru II, José Santos Atahualpa, Túpac Catari, la Confederación Perú-boliviana y otras más, incluyendo una más reciente y retórica: la llamada Revolución Peruana de Juan Velasco Alvarado de 1968. Lo que sucede es que todavía no se puede superar la idea de dos razas conviviendo juntas en un solo territorio, ya que durante toda la colonia, de los siglos XVI a comienzos del XIX, se impuso en el Virreinato una especie de aparthied, el cual consistía en la división de la nación en dos grandes agrupaciones: la denominada «República de blancos» y la «República de indios». Todas las crisis de los países andinos giran irremediablemente en torno a este irresuelto problema: o se es «blanco» o se es «indio». (El asunto cobra dimensiones dramáticas en los indefinidos mestizos). Un cambio de mira: todos somos andinos Algo que hemos descubierto es que, al modificar el punto de vista, las cosas nos ofrecen ángulos antes nunca imaginados. En realidad, ya no es posible hablar de una «República de blancos» o una de indios pues creemos que todos somos en realidad andinos (al decir andinos estamos devolviéndole al concepto «indios» su original acepción: habitantes de la India, mas no de América). Lo andino no es una raza (india, blanca, no blanca, negra o mestiza): es un gentilicio, un patronímico que designa a todos los habitantes oriundos de la costa, la sierra o la selva en torno a la cordillera de los Andes, desde la primera generación. La andinidad está dada por nuestro común lugar de origen y no obligatoriamente por el de nuestros antepasados. Lo andino no es un asunto ajeno a nadie que viva aquí. Ya no existen los «ellos» ni los «nosotros». Todos somos en realidad «nosotros, los andinos»). Al asumir el problema como nuestro (lo mío propio) automáticamente se convierte en objeto de nuestro interés, algo que nos atañe personalmente, y, por lo mismo, de interés por resolverse a como dé lugar y de la mejor manera. Es decirse a sí mismo: «Del éxito de la respuesta que dé a este problema depende mi éxito, el de mi familia, el de mi sociedad. Y si después de buscarla en otros ámbitos no la encuentro, pues entonces yo la genero, la creo, la pienso, la elaboro a partir de mí mismo». En fin de cuentas, hemos asumido, por fin, una identidad, la andina, y la hemos convertido en nuestra causa. Un ejemplo claro de que lo que decimos sí puede resultar es el caso norteamericano, que ha logrado formar una sola nación a partir de múltiples y muy distintos grupos humanos con ideas e intereses opuestos (el conocido melting pot o crisol de razas). Hacia la búsqueda de un discurso para la utopía histórica andina Al empezarnos a mirar hacia nuestro interior, hacia lo recóndito de nuestra casa, descubrimos un mundo nuevo. Si bien ya lo conocíamos, ahora en cambio ya no
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nos es ajeno sino que es «nuestro mundo». Nos dimos cuenta que lo andino existe y que ello no es occidental; son dos realidades diferentes; se trata entonces de dos civilizaciones diferentes. Ya para nosotros pierde significado el término «La Civilización» como un todo unidimensional. Ahora creemos en las civilizaciones, una de las cuales es la andina. Pero si decimos que esta civilización andina existe y no es un invento, ni un eufemismo, ni un deseo personal, entonces esta civilización, mí civilización, debe tener por obligación todo un ethos, un cuerpo coherente y lógico que le permite ser lo que es. Si esto así, habrá que traducirlo en conceptos. Planos de la civilización andina Arbitrariamente hemos concebido, como en gran parte de este trabajo, una clasificación de los distintos planos fundamentales en que se manifiesta la civilización andina. Hacemos la salvedad que estamos manejando herramientas directamente heredadas de Occidente, pero ello no es una contradicción pues, como su nombre lo indica, son herramientas, y los seres humanos no somos lo que somos por el solo hecho de usar determinados útiles. Al menos los andinos pensamos que, por encima de las cosas, están las personas. 1.
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El plano conceptual. Indudablemente que todo este mundo complejo no tendría un sentido si no hubiese un marco teórico, un cuerpo de verdades comunes a todos los andinos, criterios que todos manejamos y mediante los cuales nos identificamos y con los que sabemos que somos diferentes a otras civilizaciones. Estructurar y definir esto es una tarea especializada en la que ya se ha avanzado mucho. El plano religioso. El hombre andino es, por esencia, religioso. No existe la posibilidad de un ateísmo andino. La piedad es sólida y total. A diferencia de los occidentales, en este plano los andinos no tenemos ningún tipo de conflicto. El plano económico. Los andinos estamos hechos para el trabajo porque a través de él encontramos nuestra plenitud e identificación. Sin embargo, no vivimos para trabajar, pues sabemos aquilatar hasta qué punto el trabajo es grato y hasta dónde se vuelve una tragedia. Nuestra organización laboral es altamente eficiente pues la división del trabajo permite que cada quién haga y dé lo mejor de sí; incluso hasta los niños, quienes desde pequeños realizan funciones a su medida, pero que son útiles para la perpetuación del sistema. Ni las mujeres, ni los discapacitados, ni los ancianos, dejan de participar en la producción y en sus resultados. Además, la comercialización entre los andinos no solo es importante sino fundamental. Sin comercio, sin intercambio, el andino perdería la capacidad de reafirmar su individualidad frente al otro. El plano social-familiar. La familia extensa en el mundo andino es fundamental. Va más allá del padre, la madre, los hijos y los abuelos. Esto permite la formación de clanes que brindan un mayor amparo y seguridad a todos sus miembros. Por otro lado, los andinos somos abiertos a lo externo, sobre-protectores, igualitarios, equitativos y justos. Acerca de nuestros defectos, ellos hablan por sí solos así que no necesitan mayor explicación. El plano político. A pesar de quinientos años de conflictos el modelo de organización política andina sigue funcionando. Se trata de un sistema socialcomunitario pero que en ningún momento minimiza al individuo con respecto a la sociedad. Lo que sucede es que, al exacerbado fundamentalismo individualista occidental le parece insuficiente. Solo entiende la dictadura de la individualidad y rechaza cualquier otra fórmula. Señalaremos algunos aspectos que nos parecen relevantes.
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a) El hombre andino elige autoridades. En este aspecto existe en nuestra sociedad todo un culto a las responsabilidades. El hombre y la mujer andina desde que nacen ya tienen una función que ejecutar y no se da el caso de que los demás realicen las cosas que cada uno tiene que hacer. b) Distribuye funciones. El andino reparte y comparte el trabajo y todo tipo de actividades. La necesidad de agruparse viene desde costumbres milenarias. c) Establece reglas. Existe todo un cuerpo reglamentario básico mediante el cual la sociedad andina funciona. En apariencia resulta una contradicción con lo que vemos, pues es casi tradicional que las leyes no se cumplan, pero las leyes que no se cumplen son solo las que provienen del modelo ajeno e importado: el occidental. Sin embargo, las otras, las que provienen de las raíces andinas, no dejan de cumplirse. d) Todos tienen las mismas oportunidades para participar en el desarrollo de la sociedad sin prejuicios de casta o clase; simplemente se debe demostrar que se poseen los requisitos mínimos e idoneidad para el desempeño. Esto quiere decir que todos pueden elegir y ser elegidos sin que necesariamente se cuente con un cuerpo legal democrático occidental para ello. Existe una democracia real pero a la manera andina. Algunas ideas para la comprensión del Modelo de Desarrollo Andino 1.
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El individuo andino es pleno dentro de un todo, forma parte de algo. No existe el hombre aislado; ha tenido padres, lugar de origen, cultura en la que creció. Es producto de un medio. Por eso el individuo debe estar integrado a algo. Existen niveles intermedios y autónomos en la sociedad: la familia, la comunidad, el pueblo, la zona, el ámbito, la nación. Cada nivel es una unidad independiente. La suma de todos los niveles hace la sociedad. Del mismo modo existen otras sociedades diferentes con quienes se mantienen diversos tipos de relaciones. Se acepta la «otredad». No existe el catolicismo en el sentido universalista. El mundo, para el andino, está conformado por múltiples diferencias. Esto lo ha aprendido por el proceso de adaptación a los variados y dispersos planos ecológicos que se dan en nuestros territorios que obligan a cambiar constantemente de medio ambiente. Se da la diferenciación de funciones como en toda sociedad, pero ello no necesariamente implica que una «clase» de determinados especialistas sea enemiga de otra. Todo lo contrario, puede adoptar la actitud de padre-protector o de asistente, pero no de explotador. Por otro lado, en una misma familia-clanpueblo puede darse todos los roles o «clases» (al igual que antiguamente en Europa se buscaba que los hijos fueran uno soldado, otro religioso, otro agricultor, otro médico, etc., con lo cual se ampliaban los beneficios y se diluían los conflictos). «Hacer más fuerte a mi hermano me hace más fuerte a mí». La familia es extensa: padres, hijos, abuelos, tíos, parientes, hasta llegar a su límite natural. La diferenciación de roles, según la edad, el sexo y las facultades, se da por función y no por principios. Cada cual tiene derecho a realizar lo que demuestra que puede hacer. A la mujer le corresponde la mitad de todo y en todo, salvo aquellas cosas que a cada sexo le es más afín por naturaleza. Ella participa en partes iguales en la propiedad, el ejercicio del poder, la religión y toda otra actividad política. Recalcamos que todo esto ha estado desde siempre en nuestra andinidad y no es producto de las modas de hace unos cuantos años en Occidente. La religiosidad andina, tal como está, es autónoma e independiente. No existe religión ni culto de Estado. La religiosidad andina consta de tantas creencias y
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cultos como en ella se den. Se establece la separación entre religión y culto. No se privilegia oficialmente a ninguna creencia. Cada culto se enmarca dentro de la lógica del bien común y no puede atentar contra los principios básicos de la naturaleza ni del desarrollo armónico de la sociedad. 9. Igualmente la estructura económica andina ya está dada de facto y ha demostrado altísima eficacia en todo sentido. Esto todavía no se refleja en la institucionalidad estatal pues ésta sigue aferrada a imponer modelos ajenos e impracticables. Todas las organizaciones populares de la región son una muestra de ello: comités de producción, industrias familiares, cooperativas, asociaciones, comunidades, etc. Reconocidas o no, apoyadas o atacadas, es la forma natural y espontánea cómo los andinos se organizan para trabajar. 10. La pobreza material no es óbice para que la organización andina no funcione y se manifieste tanto para el trabajo como para cualquier otra actividad de la vida religiosa, festiva, de ayuda, etc. Resumen Tenemos que cambiar el punto de vista sobre nuestra identidad; tenemos que asumir nuestra andinidad, la raíz de lo que somos, para dar un vuelco total al problema. Debemos convertir nuestra esencia de andinos en un criterio de valor a perfeccionar: ser cada vez mejores, más solidarios, más amorosos, más respetuosos. Nuestros valores están dentro de nosotros, escondidos, pero esperando que los saquemos a la luz. Dejemos de tratar de ser occidentales de segunda y seamos andinos de primera.
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EL PENSAMIENTO LIBERADOR Y LA CIVILIZACIÓN ANDINA Mayo del 2001 El pensamiento esclavizador es aquel que sujeta a la persona y a la sociedad a ideas, creencias y conceptos que le producen estados negativos, impidiéndoles desarrollarse plenamente como seres vivos. Estamos hablando de grandes y prolongados estados de insatisfacción, más conocidos como de «infelicidad» o desequilibrio. En cambio, el pensamiento liberador es aquel que les da la seguridad de poder realizar una vida plena y agradable, más conocida como «felicidad» o equilibrio. Por lo tanto, el pensamiento liberador es una forma de alcanzar la satisfacción allí donde el pensamiento esclavizador lo impide. El pensamiento liberador es muy importante porque nos va a permitir superar el estado de inseguridad, insatisfacción y frustración en que vivimos. No desearlo significaría aceptar, por propia voluntad, la permanencia en una condición desgraciada de vida. Es cierto que gran parte de nuestra población lo hace, pero lo que pretendemos es mostrar el otro camino. Multiplicidad y pluralidad de la naturaleza Los seres humanos somos producto de la naturaleza; somos sus hijos y estamos hechos de su mismo barro. Hasta el momento no se han dado opiniones que vayan en contra de tal argumento. Aún en el caso que tengamos un espíritu, eso no descarta nuestra esencia material. Esta relación madre-hijo nos permite conocer de la naturaleza algunas partes que nos son afines, sobre todo las que se refieren a nuestra subsistencia. Pero cuando la observamos bien, nos percatamos que ella es, para nosotros, suma e infinitamente compleja. Esto se debe a que, a pesar de ser un todo, ella está conformada por múltiples unidades, ninguna de las cuales es igual a otra. Ante esto es que los hombres hemos decidido considerarla como un «caos», queriendo decir con esto que no está ordenada como para que podamos entenderla. De ahí, del deseo de comprenderla, parte nuestro persistente afán de conocimiento. En este punto nos preguntamos: esta interminable sucesión de ordenamientos y explicaciones hechas por los hombres, a la cual llamamos la verdad ¿representan o reflejan realmente a la naturaleza tal como es, o más bien solo conseguimos mirar este prisma infinito que ella es desde solo algunas de sus caras? Porque todo parece indicar que la naturaleza no tiene el orden, o los órdenes, que en distintos momentos de nuestra existencia le hemos atribuido. Unas veces hemos afirmado, y aún decimos, que vivimos, cual parásitos, sobre un gran animal; otras que nos hallamos en una especie de pecera; otras que flotamos sobre un inmenso mar, y así sucesivamente. Más bien lo que parece es que las cosas son finalmente como son: hechas de mil maneras y formas y que, por donde se quiera jalar la pita, siempre encontraremos un ovillo. Tal parece que la naturaleza no tiene una sola explicación. Que no es unívoca ni unitaria sino multívoca y plural, donde todos los elementos se entremezclan en numerosas formas y no de una única manera. Así como todos los caminos conducían a Roma, de igual modo podemos decir que todas las especulaciones conducen a una manifestación de la naturaleza. Podríamos compararla con un gigantesco juego de lego, donde cada una de sus piezas tiene su propia forma independiente. La verdad ¿Adónde queremos llegar? A que la misma naturaleza nos dice, nos enseña, que en ella se encuentran todas las posibilidades de ser, y que todas ellas son válidas pues todas existen, funcionan y se dan al mismo tiempo y en un mismo lugar. Pongamos un
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ejemplo: una roca de hierro puede ser movida tanto mecánicamente —por la fuerza— como magnéticamente —con un imán— o con el pensamiento —telekinéticamente. Puede que descubramos aún muchas más formas de moverla y todas ella finalmente lo lograrán. ¿Qué sentido tiene entonces empeñarnos en buscar una sola opción y una sola explicación para todo, si la misma naturaleza que nos creó, y de la cual estamos hechos, posee infinitos caminos y explicaciones igualmente válidas al mismo tiempo? ¿Por qué no somos capaces de aceptar la coexistencia de las verdades o como las queramos llamar? ¿Por qué querer adherirnos a un solo credo, a una sola fe, a una única manera de ver las cosas —llámense ciencia o religión— desechando a los otros? Hay quienes dicen que la verdad de la supervivencia es la ley del más fuerte. Pero si así fuese ¿por qué grandes y fuertes animales como el cocodrilo, el tiburón o el rinoceronte consienten en compartir su existencia con pequeños seres que les limpian los dientes y otras partes de cuerpo? ¿Por qué las células más grandes y complejas del organismo, como las neuronas, no se imponen y desechan a las de las glándulas u otras por el estilo? ¿Por qué el grande convive con el pequeño, el fuerte con el débil, el móvil con el inmóvil, el visible con el oculto, el que vuela con el que se sumerge, el complicadísimo con el simplísimo? ¿Qué nos está queriendo decir con esto la naturaleza? Pero tal parece que esa no ha sido nuestra forma de pensar. Lo que hemos pretendido hasta el momento ha sido darle un orden al caos, mas no para nuestra subsistencia —pues para ello no necesitamos más que nuestras manos— sino para poder manejarla con fines que ni siquiera comprendemos (¿o acaso alguien ya sabe por qué somos lo que somos?). En este esfuerzo por darle sentido al cosmos hemos creado explicaciones sustentadas por distintas experiencias, todas ellas corroboradas en la práctica. Aquí podríamos hacer mentalmente un repaso de las muchísimas versiones sobre la vida que se han dado hasta la fecha en todo tipo de grupos humanos. ¿Por qué algunas de ellas han de tener la exclusividad de la validez por sobre las otras? Esto mismo pasa en lo que respecta a las civilizaciones y culturas. ¿Por qué tenemos que pensar que existe una única y válida civilización en desmedro de las otras que también funcionan perfectamente y en coherencia con el medio? ¿Por qué tratar de desecharlas o destruirlas para beneficio de ella? ¿No vemos acaso que los hombres desnudos también viven con total plenitud en este mundo? ¿Y no hacen lo mismo los nómadas, los cazadores, los recolectores, los campesinos? ¿Por qué entonces desautorizarlos totalmente? ¿Acaso no están respondiendo día a día a los retos que les impone su medio con completa eficacia? ¿En qué están errados; en qué no son capaces; qué les falta para poder nacer, crecer y morirse de viejos? Entonces ¿quiénes somos nosotros, lo pertenecientes a una de todas estas culturas, para pretender implantar nuestra voluntad y nuestras creencias a las demás, argumentado que somos los poseedores de la única verdad posible? Las diferencias no son solo un derecho sino una necesidad Hoy en día se habla más que nunca del respeto a las diferencias y eso está bien. Pero creemos que el pensamiento sería completo si se hablara de la necesidad de que existan las diferencias. ¿A alguien le agradaría un mundo donde todo sea igual: la misma gente, los mismos gustos, el mismo sexo, los mismos pensamientos, lo mismo todo? Creemos que a nadie. Porque consciente o inconscientemente deseamos las diferencias. Y las deseamos no solo porque nos gustan, sino porque son imprescindibles para la vida, tal como lo hemos mencionado al hablar de la naturaleza, que no por puro capricho es múltiple. Esto quiere decir que no solo deberíamos reconsiderar nuestra tolerancia sino, más aún, buscar nuestras diferencias. ¿Por qué? Por la complementaridad de la vida.
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Nada ni nadie puede tener todo de todo. Eso no es posible. Los seres vivos estamos a la búsqueda constante de aquello que nos complementa para vivir, sea un alimento, un espacio o una pareja. Lo mismo para los hombres que para los pueblos. En este mundo no solo pueden, sino que deben co-existir, al mismo tiempo, todos los tipos de seres humanos que sean posibles de darse, más concretamente: los individualistas, los ermitaños, los nómadas, los cazadores, los recolectores, los agricultores, los sedentarios y toda otra opción que a la naturaleza se le ocurra o crea conveniente producir. Tal vez sea difícil para nosotros, los sedentarios, aceptar esto, pues necesitamos una forma de propiedad para subsistir —cosa que suele causar conflicto con las otras clases de seres. Pero eso no significa que no seamos capaces de encontrar una solución al problema. ¿O acaso no hemos resuelto cosas aún más complicadas, como el llegar a la luna? Quizá asumiendo un pensamiento liberador podamos despojarnos de ciertas ataduras mentales —como el creer que existe una sola verdad— las cuales nos han impedido hasta ahora hallar las respuestas. La civilización andina tiene derecho a existir Para el caso concreto del mundo andino, el primer paso que habría que dar es el eliminar el pensamiento esclavizador para cambiarlo por el pensamiento liberador. Previamente hemos de tener cuidado no confundir lo andino con la imagen folclórica que hay de él, siempre vinculada al pasado. Los hombres andinos de hoy somos los que vivimos en el ámbito de la cordillera de las Andes, que comprende sus costas, sus montañas y sus regiones selváticas. Lo andino no solo implica la sierra, como comúnmente se cree. La mitad las más importantes culturas pre-hispánicas del Perú Nasca, Paracas, Mochica, Chimú— eran costeñas. Además, el mundo andino no se dividía como los españoles lo hicieron —costa, sierra y selva— sino que era una continuidad subiendo desde la costa, atravesando la sierra y llegando hasta la selva. O sea, no era una división longitudinal sino transversal. Las mujeres y hombres andinos de hoy somos los de los de aquí y ahora, los de la computadora y el celular, los del traje y la corbata, los del jean y la Internet, los del choclo, los anticuchos, las hamburguesas y el pollo fried; los de los ojos pardos, claros, oscuros, los de piel marrón, negra y blanca; los de apellidos autóctonos y extranjeros, en suma, todos los habitantes actuales de esta civilización (que el autor ha propuesto llamarla Andinia, por provenir de los Andes). ¿Y cuál será ese pensamiento liberador andino que reemplazará al esclavizador occidental? Aquí es donde empieza el trabajo de nuestros pensadores, intelectuales y filósofos. Esa labor es recrear, reconstruir y también diseñar las ideas que el día de mañana circularán en las cabezas de los niños y formarán a los nuevos hombres. Estos no deberán ponerse límites; ellos mismos tendrán que ser los primeros en liberarse para después enseñar la forma de hacerlo. Y si, por ejemplo, creyeran necesario y preferible no tener uno sino varios dioses, han de hacer a éstos visibles y creíbles. Si pensaran que es más conveniente producir menos pero vivir mejor, deberán hacer proyectos adecuados para tal fin. Tal vez se termine desechando el monocultivo, que en la naturaleza no se da, llegando a trabajar la tierra en forma muy parcelada y multicultivada. Quizá decidan que la familia no es solo el padre, la madre y los hijos, sino también toda una extensa red de parientes, para lo cual elaborarán leyes que así lo sustenten. Hay mucho por hacer, o tal vez, mucho por pensar. Solo hemos querido sembrar una inquietud con el único objetivo de tratar de salir del entrampamiento mental en el que actualmente nos encontramos. Hay que crear para creer.
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ANÁLISIS EN TORNO A EL OTRO SENDERO Una visión del panorama peruano a catorce años de la publicación del libro El otro sendero de Hernando de Soto Febrero del 2000 INTRODUCCIÓN Motiva a reflexión los acontecimientos vividos durante los diez años a los que se llamó la década fujimorista. Más aún porque observamos cómo este régimen manifestó su deseo de perpetuarse, arriesgando inclusive su propia estabilidad y la tranquilidad del país. Permanecer indiferente ante este fenómeno fue imposible pues, aún para los más apolíticos, era causa de la mayor inquietud. Es por esa razón que esta experiencia ameritaba ser mirada y evaluada desde diferentes ópticas. Nosotros escogimos esta por estar vinculada al fenómeno que nos interesa, que es el de la asunción de las naciones andinas hacia un renovado protagonismo. Qué queremos El objetivo de este análisis es proponer una visión que contribuya a comprender un poco más el fenómeno político actual que involucra ya no solo a las tradicionales clases gobernantes, sino a nuevos actores provenientes de los sectores llamados marginales de las naciones andinas, en este caso particular, del Perú. Cómo lo haremos Utilizando como sustento teórico el libro El otro sendero, editado por el Instituto Libertad y Democracia y escrito por Hernando de Soto. No pretendemos hacer un juicio analítico de la obra sino sintético. Solamente señalaremos las coincidencias y diferencias que mantiene con el momento presente; resaltaremos los logros y aportaremos ideas que creamos que la enriquecen y hacen vigente. Cuál es nuestro objetivo Proporcionar elementos teóricos de los cuales se pueda extraer medidas prácticas que contribuyan a una meta política más viable y coherente con nuestra realidad. Palabras iniciales Bastante se ha escrito sobre el Perú tratando de entenderlo y encaminarlo. Hacer una relación de esfuerzos sería demasiado extensa y en ella deberíamos mencionar nombres como los de Garcilaso de la Vega, Huamán Poma de Ayala, Faustino Sánchez Carrión, Jorge Basadre, José Carlos Mariátegui, Víctor Andrés Belaúnde, Manuel González Prada, José María Arguedas, Luis Alberto Sánchez y más recientemente Alberto Flores Galindo y Hernando de Soto. Pero con estos no se acaba la relación y probablemente estemos omitiendo otros de igual importancia. En nuestro caso particular, diversas razones nos han hecho escoger la obra de Hernando de Soto El otro sendero (Instituto Libertad y Democracia. Octava Edición. Editorial Printer Colombiana Ltda. Bogotá Colombia. Enero 1989) como punto de referencia para nuestro análisis, sin que con esto desmerezcamos otras significativas obras. Pasamos a exponerlas.
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En un principio, por la cercanía de los hechos y, como el mismo trabajo lo menciona, la posibilidad de comprobarlos in situ hoy mismo, a catorce años de su primera edición, lo que le da un nivel de autenticidad experimental del que muchos enfoques frecuentemente carecen. Esto indica que, para nosotros, no solo no ha perdido vigencia, sino que la realidad ha demostrado que muchos de sus planteamientos siguen siendo válidos. Por otro lado, por su enfoque novedoso que aclara numerosos conceptos que, por provenir de otras realidades que no siempre se ajustaban a la nuestra, creaban grandes vacíos e imprecisiones. El estudio de De Soto actúa inversamente a lo tradicional en nuestro medio: investiga primero la realidad y luego deduce de ella las conclusiones, sin prejuicios ni temor a contradecir lo aceptado «académicamente». Finalmente, porque coincidimos en lo personal con dicho enfoque pues, utilizando otros caminos, también nosotros hemos llegado a conclusiones similares e, incluso, hemos aventurado propuestas que podrían complementar el excelente trabajo editado por el Instituto Libertad y Democracia.
1. EL OTRO SENDERO 1.1. La tesis 1.1.1. Los informales «Dentro de las fronteras del Perú existe más de un país. Hay un país mercantilista al que hasta el día de hoy se le trata de reanimar con distintas fórmulas y técnicas políticas, pero que ya tiene todos los síntomas del cuerpo que no da más; hay también un segundo país, el de quienes se angustian buscando salidas, pero que se pierde entre los objetivos de destrucción de la violencia terrorista y las exhortaciones carentes de soluciones prácticas de muchos progresistas; y finalmente, existe un tercer país, que constituye lo que nosotros llamamos «el otro sendero»: el país que trabaja duro, es innovador y ferozmente competitivo, y cuya provincia más resaltante es, por supuesto, la informalidad.» (p. 313). La propuesta del trabajo de Hernando de Soto podríamos sintetizarla de la siguiente manera: el país está atravesando por un proceso revolucionario profundo, de índole interno y masivo, pero de carácter silencioso. No se trata de una revolución en el término más llamativo, con armas y con violencia, sino del tipo sociológico, que se produce por la fuerza de los hechos y los acontecimientos, sin que medien actos específicos ni acciones previamente pensadas. O sea, no es una revolución racionalizada ni inventada, sino una producida por la misma realidad. «...se estarían produciendo en estos momentos dos insurrecciones que cuestionan la vigencia social del Estado mercantilista: una, masiva pero pacífica, iniciada por los informales...» (p.285). «...el ‘Perú profundo’ ha comenzado una larga y sostenida batalla por integrarse a la vida formal, tan gradual que sus efectos recién comienzan a vislumbrarse. Se trata al parecer, de la rebelión más importante contra el status quo que se haya producido en la historia del Perú republicano». (p. 14). Este fenómeno revolucionario es visible a través de un concepto que define al sector más determinante del proceso: los informales. Se trata de personas que, siendo oriundas del campo, han «invadido» las grandes ciudades en busca de mejores
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oportunidades materiales que su medio no les ofrece. El volumen de esta migración ha sido tan grande que es la que ha provocado el fenómeno. El término «informales» surge a raíz de que ellos no mantienen la «formalidad» de los habitantes ya establecidos, puesto que estos últimos no se las conceden o hacen lo imposible para que no las obtengan. Como consecuencia, para los ya establecidos, todo emigrante resulta ser informal (o no formal) pues no está adecuadamente adaptado a lo que se considera lo «formal». «...la migración indígena ha hecho que la población urbana se quintuplique y que necesariamente la ciudad se reorganice.» (p.1). Esto ha llevado a otorgarle al Perú un nuevo rostro: al anterior, cuya población mayoritaria era campesina —y, por lo tanto, «indígena»— al frente de la cual iba una minoría blanco-mestiza-europea que era la determinante, se opone el actual, con una mayoría aplastante de ex-campesinos. «... el nuevo ritmo de la historia se marca ahora en las ciudades y es allí, más que en el campo, donde hay que buscar el significado o la respuesta a los cambios acontecidos.» (p. 7). «Se ha invertido el histórico predominio rural de la población a favor de los centros poblados y se ha pasado de una civilización agrícola a una civilización urbana» (p.7). Pero, como es comprensible, estos recién llegados, que ya de por sí significaban un elemento de rechazo por ser considerados como «lo atrasado, lo malo» (cuyo sinónimo despectivo vendría a ser el epíteto de «indio»; un paria, un «intocable») no podían ser aceptados de buenas a primeras por los urbanos, a no ser que fuera como sirvientes. Esto llevó a los emigrantes a enfrentarse con la autoridad. «Empero, establecidos los campesinos en la ciudad, la ley comenzó a ser desafiada y a perder vigencia social.» «Descubrieron, en suma, que tenían que competir; pero, no solo contra personas sino también contra el sistema» «Para vivir... tuvieron que recurrir al expediente de hacerlo ilegalmente.» «En tal sentido podríamos decir que la informalidad se viene produciendo mientras el derecho impone reglas que exceden el marco normativo socialmente aceptado, no ampara las expectativas, elecciones y preferencias de quien no puede cumplir tales reglas y el Estado no tiene la capacidad coercitiva suficiente» (p.12). Esta es la base de dicha revolución: la llegada de los emigrantes campesinos y su lucha por ser parte de un mundo que no es suyo: el mundo urbano, aquel que actualmente define a la sociedad peruana, lucha que no se realiza en forma violenta sino silenciosa y soterrada en la cual los «informales» han creado toda una base socioeconómica propia cuyo mayor éxito es su funcionalidad. Las demostraciones de ello son: el comercio, el transporte y la propiedad informales. El libro hace un copioso estudio de cada uno de estos aspectos.
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«Ellos quieren realizar las mismas actividades que los formales, pero como la legalidad se los impide han tenido que inventar nuevas formas institucionales para sobrevivir al margen de ella.» (p. 284). 1.1.2. Informalidad vs. mercantilismo Luego de definir a los dos «equipos» (emigrantes campesinos andinos versus urbanos occidentales), los dos en pugna por el mismo objetivo —ser la clase determinante en la sociedad— el libro analiza cómo está la «cancha», el terreno de los acontecimientos. Para ello parte de la premisa de que el Perú, al igual que un sinnúmero de países del mundo, ha estado desde la colonia manteniendo un sistema de producción conocido como el mercantilismo. «...mercantilismo es (...) la creencia de que el bienestar económico del Estado solamente puede ser asegurado por reglamentación gubernamental de carácter nacionalista». (P.251). Este sistema económico es obviamente privativo de los habitantes de la urbe, quienes serán los más interesados en que se mantenga. «Si bien para los gobernantes mercantilistas la nueva prosperidad debía engrandecer a la nación, para ellos el factor decisivo era en realidad el poder del Estado». Tenemos entonces a un grupo, clase o estamento social que se aferra a un sistema económico, el mercantilismo, por la obvia razón de que es la forma que más le conviene para mantenerse en el poder y manejar así la redistribución de la economía, o sea, la riqueza del Estado. En torno a ese sistema se crea todo un cuerpo legal y jurídico que lo protege y avala, además de toda una cultura. «Consiguientemente, el acceso a la empresa estaba limitado a aquellas personas o grupos que tenían vínculos políticos y que podían retribuir al rey o a su gobierno el privilegio de operar una empresa legal.» (p. 254). Se forman así los clanes, asociaciones o aristocracias cerradas, con la finalidad de impedir que extraños participen de sus privilegios conquistados. «Desde el punto de vista de los gobernantes mercantilistas, sus intervenciones a favor de intereses particulares se justificaban porque en ese entonces no era concebible que una nación prosperara en base a los esfuerzos espontáneos de sus ciudadanos». (p. 252). Ya la historia demuestra que este sistema terminó en Europa cuando se hizo insostenible para el desarrollo del mercado. En algunos casos fue un cambio gradual, como en Inglaterra, pero los más notorios han sido los violentos, como Francia, España, Rusia. Fue la Revolución Francesa la que marcó la pauta a seguir dando pie para terminar con el mercantilismo y se impusiera el liberalismo. El estricto control de la economía por el Estado no era competitivo con el capitalismo y tenía que ceder su lugar. Sin embargo, en muchas naciones del tercer mundo esto no fue así, en especial en el Perú. En el punto 3 se abundará en este tema con el fin de demostrar que ese Estado mercantilista aún subsiste en el Perú del 2000, pero maquillado, disfrazado y agazapado.
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1.2. La propuesta «Ellos quieren realizar las misma actividades que los formales, pero como la legalidad se los impide han tenido que inventar nuevas formas institucionales para sobrevivir al margen de ella». (p. 284). «En verdad los empresarios competitivos, formales o informales, son una nueva cultura. Han rechazado la dependencia tal como se la proponen los políticos». (p. 296). Vemos que estamos entonces en una lucha por el predominio sobre el Estado: el sistema obsoleto es el mercantilismo, defendido por los urbano-occidentalistas, quienes se enfrentan al nuevo sistema (cuyo nombre está aún por definir) creado y propiciado por los informales. Dado que ambas partes son intransigentes se producirá una pugna que puede llegar hasta a la violencia desembozada. «...se estarían produciendo es estos momentos dos insurrecciones que cuestionan la vigencia social del Estado mercantilista: una, masiva pero pacífica, iniciada por los informales;...» (p.286). « Los más pobres y descontentos no están dispuestos a aceptar una sociedad en la cual las oportunidades, la propiedad y el poder son distribuidos arbitrariamente. De una manera u otra, las personas perciben que las instituciones legales del país no les permiten realizar expectativas racionales, ni les otorgan límites mínimos de facilidades y protección. Todo lo cual les produce una frustración tal que puede desembocar fácilmente en violencia» (p. 286). «Después de todo, la agresión es una respuesta humana a la frustración, la cual a veces depende más de la diferencia entre lo que se tiene y lo que se cree tener derecho a poseer, que de los padecimientos o la pobreza en sí.» (p. 286). Para Hernando de Soto las opciones son: o la perpetuación del sistema mercantilista con todas las consecuencias que ello implica —y que son por todos conocidas— o la instauración del nuevo sistema (el cual piensa que es el liberalismo) cuyos abanderados son los llamados informales. «La respuesta es... una economía de mercado moderna, que hasta ahora es la única receta conocida para lograr el desarrollo en base a un empresariado difundido».(p. 297). «..el surgimiento de una informalidad creciente y vigorosa representa una suerte de insurrección contra el mercantilismo y está provocando su decadencia definitiva». (p. 15). «...cómo las nuevas instituciones que han desarrollado los informales constituyen una alternativa coherente sobre la cual pueden sentarse las bases de un orden distinto que abarque a todos los peruanos». (p. 13). «...entre tanta aparente calamidad, existe una esperanza. Una esperanza que se cifra en la creatividad y vigor de los peruanos, que no encuentran todavía un adecuado marco legal e institucional para desarrollarse» (p. 16). Como consecuencia de ello se trata entonces de obtener ese adecuado marco legal para que triunfe la opción de los «informales».
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«Para ello es menester inspirarse en lo que sí funciona. Concretamente hay que beber de la normatividad extralegal que, como hemos visto, es acatada por la mayor parte de la población» (p. 298). «La teoría económica indica que esta obediencia voluntaria solo ocurre si la normatividad extralegal es relativamente más eficiente que la formal.» (p.299). «Por añadidura, es también obvio que la normatividad extralegal es por completo peruana. Nace de la experiencia nacional. Por lo tanto, con la generación espontánea de la normatividad extralegal, los informales han iniciado la reforma del status quo, indicando el derrotero que deberían seguir las instituciones legales, si es que han de adaptarse a las nuevas circunstancias y recobrar su vigencia social. El reto consiste, entonces, en llegar a un sistema legal e institucional que refleje la nueva realidad, que deje funcionar ordenadamente la economía espontáneamente surgida del pueblo, que les permita producir con seguridad a los empresarios y comerciantes formales competitivos en lugar de obstaculizarlos, y que transfiera a los particulares aquellas responsabilidades e iniciativas que el Estado ha monopolizado sin éxito. La consecuencia de todo esto sería que el Derecho cobraría vigencia social. (p. 299). Pero lógicamente para obtener este nuevo marco legal hay que cambiar al Estado, y eso es lo más difícil. Para cuando ello se pudiera el Estado tendría que asumir otro papel. « Hay que tener un Estado capaz y fuerte, lo que solo será posible en la medida en que abandone la pretensión de manejar todo al detalle para abocarse, más bien, a crear las condiciones institucionales básicas para el desarrollo». (p. 304). «...implica reducir sustancialmente su capacidad de discriminar quién puede producir y quién no, qué productos y servicios serán autorizados, cómo serán producidos, a qué precios y en qué cantidad. La idea es reducir la causa misma de los costos que hemos examinado y proteger a todos de las coaliciones redistributivas, de las preferencias de los gobernantes de turno y de la arbitrariedad de la burocracia.» (p. 305). «Para ello el Estado debe hacer el enorme esfuerzo que significaría poner un sistema de justicia expeditivo y eficiente al alcance de toda la población. La idea es que en lugar de ejercer el control de la economía sobre todo por medios regulatorios y directos, el Estado lo haga preponderantemente a través de un control expresado en decisiones judiciales.» (305). «Con ello queremos aclarar que es una opción válida desear un Estado que entre sus múltiples funciones, redistribuya. La clave está en que la redistribución hacia los necesitados se realice por medios que no desalienten la producción, el trabajo y el ahorro. Porque si con ese subterfugio se sigue vulnerando los derechos de propiedad o imponiendo requisitos excesivos para su asignación y aprovechamiento económicos, o afectando la seguridad de sus contratos, seguiremos subdesarrollados.» (p. 306). Como se ve, para lograr el objetivo de crear un nuevo marco legal que ampare el nuevo sistema, una economía de mercado de accionariado difundido, es necesario que el Estado cambie; que deje de ser mercantilista, —favoreciendo a unas elites e
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impidiendo que participe el resto de la población— para convertirse en un Estado Liberal, que no impida la natural marcha de los procesos económicos modernos. 2. EL FUJIMORISMO 2.1. El surgimiento Siguiendo con la línea planteada por el libro, haremos un intento de entender cómo surgió el fenómeno político llamado el fujimorismo. Consideremos en primer lugar el marco poblacional del Perú de 1990. Vemos que se trata de un país urbano, pues el 70% de su población vive en las ciudades. Las causas de ello, ya mencionadas, son el proceso migratorio iniciado en la década del 1940, cuando se inicia el auge de las economías de mercado mundiales, las cuales privilegian el estilo de vida citadino en desmedro de la vida rural. Las grandes ventajas de la modernidad —la luz, el agua y desagüe, los aparatos electrónicos, las diversiones, etc.— son así solo para la ciudad mas no para el campo. Una segunda razón, no la mayor pero sí importante, fue el temor al terrorismo, instaurado fundamentalmente en las áreas menos desarrolladas. Ahora bien, de esa población urbana la gran mayoría son habitantes de las zonas marginales; provincianos de primera, segunda o tercera generación. 2.1.1. Los marginales A diferencia de otras realidades, en el Perú los llamados habitantes marginales resultan fácilmente identificables por su fisonomía racial: el color cobrizo de su piel los unifica ante la mirada del blanco y el mestizo, y hace que estos los denominen por igual mediante un término: cholos. No importa si algunos provengan de Puno, ubicado a 4000 metros de altura, y otros de Tumbes, situada a nivel del mar; todos son oscuros y todos, por lo tanto, son cholos. Diferente situación sucede con el concepto «indio», el cual parece que ya ha sido dejado de lado, pues reflejaba una realidad propia de fines de 1960, cuando todavía existían las haciendas y donde sus trabajadores campesinos o peones eran aglutinados bajo esa palabra. Hoy en día su uso es anacrónico, puesto que ya perdió el sustento social que lo mantenía, y además resulta difícil hallar a los representantes de dicho estereotipo —o sea, los campesinos menos occidentalizados— puesto que probablemente solo se encuentren en las más alejadas alturas de la serranía. Lo que sí parece cierto es que el término «andino» es aceptado como un gentilicio común, ya que no tiene la carga negativa que sí tiene el de «indio». Alguien puede manifestar abiertamente que es andino y eso no causa repulsión, mientras que la palabra «cholo» es comúnmente empleada cuando se quiere resaltar un origen rural o de la sierra pero con cierto rasgo de minusvaloración (aunque, por otro lado, algunos lo emplean como una demostración popular de cariño). Por eso los peones o campesinos de la costa jamás admitirán que son cholos. Todos estos razonamientos de tipo racista pueden parecer simplistas, esquematizados o poco científicos, pero funcionan muy bien como conceptos de trabajo. Reemplazarlos por otros siempre ha resultado engorroso, artificial y da más la apariencia de querer decir lo mismo pero con otras palabras «menos vulgares u ofensivas». Por lo tanto, creemos que estos son adecuados para nuestro análisis hasta que no surjan mejores opciones. Vemos así que las ciudades peruanas crecieron a base de migraciones de andinos, y que ellos son gentes disímiles provenientes tanto de los campos costeños, serranos o selváticos, como también, y esto es bueno recalcarlo, de las ciudades de provincias. No se puede confundir a un campesino quechua-hablante de Ucchuraqay con un blancomestizo (misti) bilingüe, proveniente del centro de la ciudad de Huanta, aunque ambos
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pertenezcan a la misma provincia del departamento de Ayacucho. Sin embargo, aún con su abolengo aristocrático, el misti huantino es también un cholo en Lima porque es emigrante y tiene la piel cobriza. Los únicos que se salvan de pertenecer a la categoría de «emigrante-cholo» son los blancos nacidos principalmente en las grandes ciudades como Arequipa, Trujillo, Piura, habiendo también algunos dispersos en otros lugares. Estos automáticamente pertenecerán al statu quo del poder al llegar a Lima. 2.1.2. Las elecciones Como decíamos, en el Perú de 1990 las mayorías urbanas estaban conformadas por los emigrantes que vivían en las zonas marginales. Estos, aún sin quererlo, estaban unidos por un lazo racial producto de la esquematizada definición de los blanco-mestizos. Es en este contexto y en ese momento en que se producen las elecciones; y vemos que las opciones que se le presentan a los emigrantes, unificados por la marginación y la fuerza de su origen no blanco, no son del todo convincentes. Por un lado tenían a los representantes de un gobierno mestizo, el APRA, que estaba de salida y con clara sensación de fracaso; por el otro tenían a un blanco, el escritor Mario Vargas Llosa, que iba acompañado por un grupo de personas que marcadamente representaban el antiguo poder colonial, al cual los «cholos» ya no estaban dispuestos a acompañar como sus sirvientes en su proyecto de continuar gobernando al Perú como siempre. Finalmente estaban los políticos de izquierda quienes, más apegados a sus textos que a la realidad, no demostraban ni unidad ni convicción; peor aún, sus discursos los emparentaban demasiado con los movimientos subversivos. Ante este panorama surge súbitamente, y de manera no concertada, un candidato outsider, alguien que reunía ciertas características con las que se podía identificar ese emigrante. Un personaje de segunda, un no blanco, un desfavorecido por los cánones sociales, un extraño que luchó y triunfó socialmente, un ejemplo para todos los que aspiran a ser reconocidos como «alguien» en la sociedad: ese fue Alberto Fujimori. Un producto de la coyuntura. El hombre indicado, en el lugar adecuado, en el momento justo, como pasa innumerables veces en la Historia. Él encarnó, y para muchos lo sigue siendo, la respuesta, la esperanza, incluso el Inca por el que se preguntaba el historiador Flores Galindo en su obra Buscando un Inca. Era, en fin de cuentas, el nuevo rostro del nuevo Perú; el Perú de los andinos, de los emigrantes, de los desfavorecidos de siglos. El Perú de las mayorías marginadas. 2.2. El mercantilista Fujimori Pero el Inca no resultó ser tan real como se quería. La esperanza, tal como internamente la soñaban los emigrantes, era que este Inca reflejase el modus vivendi y modus operandi del andino en el futuro gobierno. En otras palabras, que cristalizase el modelo ya pre-anunciado por De Soto en El otro sendero. Y no solo ellos lo pensaban así; la inicial estampida de los blancos del statu quo hacia el extranjero demostró que ellos también lo imaginaban. Pero luego vino la realidad. La tal reforma integral del Estado para convertir al Perú en la primera República Andina (o un Estado Liberal, según De Soto) resultó ser solo un sueño. Si bien en un primer momento dio la impresión que lo podría ser —tanto que hasta el mismo autor de El otro sendero participó como asesor del gobierno, incluyendo una serie de intelectuales de las más progresistas tendencias— al poco tiempo se comprobó que esas no eran las reales intenciones. Los hechos acontecidos en el tiempo fueron demostrando, a nuestro entender, que el señor Fujimori era nada más que un gobernante mercantilista, solo que con una fachada de no-tradicional, no-blanco —aspecto que a los peruanos los hizo pensar que, solo por eso, él era algo «diferente».
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2.2.1. El voluntarismo centralista Este es el término que De Soto usa en su estudio para designar la forma cómo se desarrolla un gobierno mercantilista. Se trata, en fin de cuentas, de mantener el control centralizado en la o las personas que dirigen el gobierno. Pero veamos lo que él mismo dice al respecto. «Con todos esos poderes en las manos, no es de extrañar que nuestros gobernantes crean que basta su voluntad para que las cosas se hagan. Nosotros llamamos a este fenómeno, tan típico de los regímenes mercantilistas, «voluntarismo centralista». (p. 289). ¿Qué es lo que ocurre? Que todo parece indicar que el fujimorismo fue tan solo un gobierno mercantilista con un ropaje de neo-liberal, pero que en esencia buscaba lo mismo que buscan todos los gobiernos de ese tipo: los privilegios del poder. Para entenderlo mejor sigamos citando al libro en mención y así nos percatemos que, habiendo cambiado formas y matices de acuerdo al tiempo, este gobierno correspondía con la teoría mercantilista. «En el Perú el discurso liberal ha sido adaptado para darle una coherencia superficial a políticas mercantilistas conservadoras... Cuando se necesita aparentar regímenes favorables a Occidente, nuestros gobiernos ponen en posiciones estratégicas a liberales puros que aplican sus recetas a nivel macroeconómico, sin afectar el funcionamiento de las instituciones legales con efectos discriminatorios internos, y los despiden en cuanto comienzan a ser demasiado criticados por el establishment mercantilista.»(p. 294). «De esta manera, en lo macroeconómico están al día con la jerga y con el juego de la economía liberal ortodoxa, pero cuando se trata de los aspectos sociales y económicos internos, sus dispositivos legales son excluyentes y por tanto muy poco liberales. Esto genera una especie de aparthied legal interno que se caracteriza, en lo esencial, por establecer una legalidad plena a favor de cierto grupo de la población y una legalidad relativa para los demás.» (p. 294). «Tal vez el voluntarismo centralista haya funcionado en economías pequeñas y primitivas, pero fracasa en sociedades modernas y urbanizadas» (p. 291). «En efecto, en un país donde el Poder Ejecutivo produce casi el 99% de las normas y el Parlamento solo decide sobre el 1% restante no es de extrañar que, en el mejor estilo mercantilista, el Derecho esté divorciado de la realidad y las necesidades del mercado, y que favorezca el juego de las coaliciones redistributivas y el voluntarismo centralista». (p. 308). Aquí aparece un nuevo término: coaliciones redistributivas. Para el autor se trata de una serie de componendas entre los grupos de poder para defenderse o aprovecharse de las leyes y repartirse mejor las ganancias, al mismo tiempo que permaneciendo lo más posible en el poder. «Para un Estado que no entiende que la riqueza y los recursos pueden crecer y ser facilitados por un adecuado sistema institucional y que inclusive los pobladores de condición más humilde pueden generar riqueza, la redistribución por vía directa aparece como la única aceptable». (p. 239).
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«... las coaliciones redistributivas y el Estado tienen que mantener todo un sistema para negociar, crear, aplicar y administrar la redistribución.» (p. 243). «... el hecho de organizarse para obtener las rentas que el Estado puede dispensar o transferir a través del Derecho...» (p. 240). «En el Estado redistributivo la incertidumbre es constante, pues los peruanos se dan cuenta de que el Poder Ejecutivo, que emite unas 110 normas y decisiones por cada día laborable, puede en cualquier momento cambiar las reglas del juego sin consulta ni debate previo». (p. 250). 2.2.2. Cambiar algo para que no cambie nada Pero ante esto habrá quienes saquen a la luz el sinnúmero de reformas neoliberales hechas por el gobierno diciendo que estas son totalmente anti-mercantilistas. Y pareciera que tuvieran razón. «... el sistema de la Europa mercantilista y el sistema de Derecho redistributivo del Estado peruano tiene una gran semejanza. Ambos comparten, en mayor o menor grado, características como la producción autoritaria de la legislación, un sistema económico directamente intervenido por el Estado, una reglamentación engorrosa, detallada y ‘dirigista’ de la economía, acceso difícil o imposible a la empresa por parte de los que no tiene vínculos estrechos con los gobernantes, burocracias abigarradas y una ciudadanía obligada en muchos casos a organizarse en coaliciones redistributivas y gremios poderosos.» (p. 259). Sin embargo, si observamos bien, salvo el primer punto, la producción autoritaria de la legislación, todo el resto aparece como ya superado, ya resuelto por el gobierno. Pero aquí nos preguntamos: ¿basta con cortar todas las ramas del árbol para que este se muera? ¿Más bien no lo estamos podando? Porque lo cierto es que lo principal, la llave del cofre donde se guardaba el tesoro, el cual permite obtener todo lo demás, todavía lo tenía el poder central. El Ministerio de la Presidencia era exactamente eso. Nada se movía en el país si el presidente no lo ordenaba. Es como la abuelita que tiene la llave del baúl donde está toda la plata de la casa y, si ella no lo abre, nadie puede hacer nada, salvo bailar, cantar, hablar, etc. Pero lo importante, aquello para lo que se necesita dinero, no se puede hacer hasta que la abuela no lo disponga. Por otra parte, el fujimorismo no solo se contentó con dar las convenientes apariencias sino que creó por sí mismo nuevos organismos que, sin ser ministerios o algo ya conocido, hicieron las veces de supuestos entidades descentralizadas e independientes que trabajaban desburocratizadamente. Una persona normal que ingresaba a una de estas oficinas podía llevarse la impresión, por las carreras y actividades que allí observaba, de que se estaba haciendo algo muy importante, que se trabajaba febrilmente por el país, pero en realidad no eran más que organismos de fachada para justamente causar esa impresión. Las decisiones importantes no se tomaban en esas oficinas. Allí solo se ejecutaban las de uso corriente. La verdad es que todas las decisiones trascendentales se resolvían exclusivamente en la cabeza, y no de acuerdo a la necesidad real, sino de acuerdo a la conveniencia de los interesados. Por eso decimos que era lo mismo pero con otra apariencia, siendo este el significado de la frase que titula este acápite. 2.3. El meollo del asunto
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¿Y cuál es entonces la o las normatividades de un gobierno como éste? Es obvio que no estamos ante una sociedad de mercado ni ante un liberalismo pues, como ya De Soto lo dijo, esas medidas solo son artimañas, disfraces para contentar al mundo. La cosa es más simple de lo que parece. Como todo gobierno mercantilista, la única norma que está dispuesto a seguir es: «hago todo lo que me conviene». Esa es la única regla. Pero aquí es necesario mencionar lo siguiente. 2.3.1. La forma dictatorial A diferencia de la mayoría de los gobiernos de cuño mercantilista, este tenía una base diferente. Debemos tomar en consideración que Fujimori no provenía de la clase de poder tradicional y él mismo se esmeró en hacer ese deslinde. Para poder tener un sustento sólido y manejar al país necesitaba aliados, y los encontró en los militares. Nunca se debe olvidar que no se puede pretender hacer algo importante en un país como el Perú sin contar con el peso favorable de las Fuerzas Armadas. Ellas tampoco lo permitirían. Y eso porque sencillamente tienen la fuerza de su lado y de manera organizada. Por otra parte, tampoco se debe olvidar que, por principio, estas Fuerzas Armadas aún tienen mentalidad dieciochesca, no piensan modernamente. Por su esencia verticalista y reglamentarista son muy difíciles de convencer para que se salgan de sus esquemas conservadores. Por ello no debe sorprender que las Fuerzas Armadas sean, casi por naturaleza en el Perú, mercantilistas, proteccionistas, cerradas a las innovaciones, salvo las de tecnología militar. Aquí es donde el fujimorismo tenía su sólida base. Las Fuerzas Armadas aún ven al Perú como se veía en el siglo pasado; aún esperan las prebendas del poder; aún creen que están destinadas siempre a tener un papel protagónico en la Historia. Y el fujimorismo les dio esa oportunidad. Hasta que esta mentalidad no cambie, por mucho que la presión popular (o «desborde popular») se acreciente y se exprese pacíficamente, nada se transformará en el nivel político. Ello a larga conllevará el peligro de que ambas presiones algún día terminen chocando y se produzca una eclosión civil de consecuencias imprevisibles. No olvidemos que la política, como la economía, está hecha por hombres, por seres humanos de carne y hueso, y ello implica no solo razones, sino pasiones; y la política es la mayor, la más fuerte y la más buscada de todas las pasiones. Porque teniendo el poder se obtiene todo lo demás, así que ostentar el poder no es solo cuestión de teorías, sino de puras, banales, terrenales ambiciones humanas que apelan a lo que sea para obtenerlo. De todos modos, sería bueno terminar esta parte con las siguientes reflexiones extraídas también del libro. «... los países que se resistieron al cambio e insistieron en preservar sus instituciones mercantilistas no pudieron ajustar su Derecho a la realidad y, por lo tanto, lo mantuvieron encaminado en una dirección inversa a las necesidades y aspiraciones de su población. Casi todos esos países tuvieron que sufrir revoluciones violentas, algunas de las cuales terminaron por producir los cambios institucionales requeridos, otras acabaron imponiendo un sistema totalitario, y otras permitieron mantener algunos elementos mercantilistas, pero solo a costa de aplicar una represión institucionalizada sobre sus ciudadanos durante un tiempo prolongado.» (p. 274). «Los países que modificaron sus instituciones a tiempo lograron ajustar su Derecho a la realidad y transitar más o menos pacíficamente hacia sistemas de economía de mercado y prosperaron. Los que se resistieron fueron azotados por grandes violencias, guerras civiles, aventuras políticas, seudo revoluciones y continuo malestar.» (p. 282).
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«La lección europea es que un mercantilismo decadente que se resiste a un cambio institucional apropiado es el umbral de la violencia y el desorden. Con medidas represivas y mucho sufrimiento podrá postergarse el desenlace final, pero tarde o temprano las contradicciones probablemente serán resueltas por la dictadura comunista o la convivencia dentro de un sistema democrático y una economía de mercado». (p. 282). 3. EL MAÑANA «Los peruanos en muchos casos valen más por lo que los diferencia que por lo que los asemeja. Por ello, en lugar de embarcarnos en la tarea imposible de ponernos de acuerdo en los objetivos, deberíamos ponernos de acuerdo en los medios que permitan lograr cualquier objetivo legítimo.» (p. 300). Inmejorable y acertada observación de De Soto. Es una manera de decir que el Perú es de todas las sangres, pero que la respuesta no está en ser una sola de ellas, sino en ser un todo conformado de muchas partes diferentes. Al respecto echemos una mirada fuera de nuestro entorno y veamos a Suiza, no para imitarla, lo cual sería un desacierto, sino para obtener alguna enseñanza. Suiza en un país igualmente variado y montañoso como el Perú. El hecho de vivir entre cerros condiciona al hombre a un mayor individualismo y, al mismo tiempo, a una mayor facultad de negociación e intercambio. Suiza —a pesar de sus dificultades que incluyen lo lingüístico, pues posee cuatro idiomas oficiales— ha logrado conformarse como una unidad de 23 cantones sin que ninguno de ellos sienta que ha cedido su independencia y autonomía a nombre del Estado. ¿Qué habría pasado si, como en el Perú, hubiese desechado sus raíces propias para asumir, por ejemplo, de las la avasallante Alemania? ¿Qué hubiera sucedido si hubiesen optado por imponer un «idioma oficial», supongamos, el francés, en desmedro de las otras comunidades idiomáticas? ¿Qué si, como nosotros, todo el poder se hubiese concentrado en, digamos, Ginebra? ¿Qué si la religión oficial hubiese sido la protestante, siendo un gran porcentaje de su población católica? Suiza es un país físicamente pequeño, pero no se siente tan disminuido como para no poder decidir si desea o no formar parte de las Naciones Unidas, sin que eso signifique que es enemigo de la humanidad y que no desea tener tratos con nadie. Todo lo contrario. Ese país, que no pertenece ni siquiera a la Unión Europea, es el más diplomático del mundo y el más pacífico, a diferencia del peruano que, habiendo firmado todos los tratados imaginables en el transcurso de la Historia, ha tenido que sufrir guerras, violencias y odios. La enseñanza es: nadie tiene porqué perder su identidad, por muy provinciana que esta sea, para poder relacionarse con el mundo de manera armónica y pacífica. El camino es aceptarse tal como se es, sin seguir modelos que no se ajustan a la propia realidad. Mirar al interior y ver qué funciona bien y qué mal. Y que todo aquello que se vea que es bueno se asuma. Y que todo aquello que es malo se corrija. 3.1. Algunas observaciones 1.
En los próximos 10 años la mayor parte de la PEA serán ciudadanos de entre 18 a 38 años, en su gran mayoría hijos de emigrantes. Estos querrán hacer sentir su peso político utilizando el modelo occidental, en especial la democracia, pero buscarán que éste armonice también con sus raíces; o sea, no solo no negarán esas raíces —pues ya perdieron la vergüenza al ser mayoría— sino que las utilizarán para reafirmarse en ellas y convertirse en el ello diferente (soy igual a todos pero también soy muy diferente). Esta es una reafirmación del ego ante la masificación sofocante de la sociedad de consumo.
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Este deseo de ser aceptado por la sociedad, pero no como una despersonalizada copia de Occidente, sino ser aceptado a pesar de ser diferente llevará indefectiblemente a la búsqueda de un modelo peruano, que no necesariamente tenga que ser una economía social de mercado, sino que puede ser otra cosa. Recordemos los ejemplos de Suiza; que se reafirma y exige ser tratada de forma diferente al resto de la humanidad y, aún así, se le acepta con beneplácito; del Reino Unido, que cree conveniente tener por encima de su constitución parlamentaria una autoridad suprema que es la Casa Real, y que si esta fuese solo una figura decorativa sería un absurdo que no se condeciría con el severo temperamento inglés; de los Estados Unidos, que posee su propia lógica de gobierno democrático, en la cual, más que las ideas, pesan los intereses de la nación, y no hay razones en el mundo, por muy nobles que estas sean, que puedan anteponerse a esos «sagrados intereses». Entonces vemos que «ser iguales» al resto no es una máxima a seguir puesto que los más poderosos países no lo hacen ni lo van a hacer. En el mundo hay muchos modelos y cada uno se ajusta a su propia realidad. Nadie sacrificaría a su país para que un modelo funcione; el modelo tiene que ser un producto consecuente de la propia realidad. No debemos olvidar que la gente no vive para sobrevivir sino que actúa en pos de un proyecto de vida, el cual en última instancia deberá satisfacer el orgullo de ser. No bastaría toda la comida del mundo, ni todo el dinero, ni todos los placeres si se le privara al hombre de sentirse alguien entre los demás y no un algo, una nada. Los emigrantes de hoy y de siempre no vienen solo por pan. Esa es una forma simplista y estrecha de no querer ver el verdadero deseo de la gente. Los peruanos que viajan a Miami con el deseo de vivir allí para siempre no lo hacen solo para tener dinero y punto; lo hacen porque desean ser considerados valiosos, útiles, personas con todos los derechos y que se les diga «señor». De nada les serviría el dinero que ganen si siempre fueran unos «don nadie», unos «don nada». Porque si finalmente a los seres humanos no nos reconocen lo que somos y valemos, será como si nunca hubiésemos existido. Por eso los emigrantes del Perú no están realmente luchando por un terreno, por un negocio, por un trabajo, ni por otra cosa: en verdad están luchando para ser reconocidos como personas, como individuos y como auténticos peruanos de primera clase. Esa es la verdadera lucha que hay dentro de cada uno de ellos. Estas observaciones nos llevan a la necesidad de auscultar aún más en la sicología, en el ethos del emigrante andino. Porque conocerlo no es solo asunto de curiosidad sino de sapiencia política. Uno de los grandes errores, como mencionáramos antes, de la política peruana fue insistir siempre en la aplicación de medidas eminentemente foráneas, sean de derecha o de izquierda extremas. Nunca se planteó la posibilidad de indagar qué era lo más conveniente para el país; siempre se buscó la receta de tal o cual experto u organismo extranjero, dando por sentada nuestra incapacidad para decidir nuestro destino y sin entender —o entendiéndolo cómplicemente, lo cual es peor— que lo que todo extranjero quiere es siempre su beneficio (a no ser que se contrate a alguna madre Teresa que, como es obvio, no abundan). Por otra parte también contribuyó negativamente el afán desmesurado por la ambición del poder, que no es algo privativo del peruano, sino de los seres humanos. Lo que pasa es que aquí se cometieron excesos y se crearon terrenos fértiles para que las formas despóticas e individualistas tuvieran mejores oportunidades que las honestas y probas, que también las hubo. En suma, dos factores: la negación de tomar nuestra realidad como base y la insaciable ambición de poder en alianza con los intereses extranjeros —quienes solo nos ven como una inmensa mina de Potosí atiborrada de recursos naturales por explotar— formaron, y forman, el derrotero por el que aún transitamos.
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Rescatemos los invalorables aportes de El otro sendero pues son un reflejo de la realidad que nos envuelve. Pero no los maquillemos, no nos aprovechemos de ellos para, maquiavélicamente, utilizarlos como taburete sobre el cual lanzarnos a la conquista del poder. Actitudes como esas son las que nos llevan a la larga a las grandes tragedias nacionales, las que como siempre terminan perjudicando a los más pequeños a quienes, supuestamente, debíamos favorecer. A estos aportes sumémosles otros complementarios, aquellos que vienen a ser las motivaciones, la parte espiritual, lo sentimental, la ética, lo trascendental que poseen y entregan los emigrantes. Si bien el libro nos muestra brillantemente las acciones, los hechos en sí, habría que agregarle la parte antropológica, aquella que nos habla de un pueblo, de una civilización entera con posesión de un alma particular, que sueña con una utopía por realizar, que camina ansiosa e inconscientemente hacia una reposesión de su esencia, hacia una reivindicación histórica, que se traduce en hechos simbólicos pero sintomáticos como es la adquisición vehemente de la tierra en plena ciudad, o la imposición de su música, de su humor, en los medios de comunicación. Por decirlo de algún modo, detrás de la música tecno-cumbia o chicha hay algo más que una expresión sonora: hay una reivindicación, hay un grito que clama por consolidarse en el plano institucional. No en vano los jóvenes universitarios, rockeros y computarizados de Lima gritaban rabiosamente ¡Pa-chacútec, Pa-cha-cútec! en la plaza San Martín, en pleno siglo veintiuno, al candidato Alejandro Toledo. Este aparente anacronismo —pedir la vuelta del primitivo pasado en una sociedad que mira hacia el futuro tecnológico— esta elección espontánea como candidato unificado al que era en apariencia «el más cholo», desechando a los otros mestizos y seudo-cholos, son procesos inconscientes que rebelan fuerzas internas que nada tienen que ver con la lógica racional occidental, para quien la vida se explica a través de adquisiciones estrictamente materiales. Quienes identifican al andino como «pobre» a priori son los que tamizan el mundo con las herramientas occidentales y no pueden entender, por ejemplo, que en el mundo andino la pobreza está más vinculada a la ausencia de familiares que a la ausencia de propiedades. Un conocimiento más profundo y sincero de nuestra propia civilización andina, tanto en lo interno como en sus manifestaciones externas, sería el inicio de la construcción de un nuevo país.
Dos reflexiones del mismo libro para terminar: «Quizá la más grave distorsión que ha producido el enfoque mercantilista de la realidad es haber impedido ver el enorme capital humano y el potencial de desarrollo que han traído consigo los emigrantes.» (p.295). «El que produce es el pueblo» (p. 291).
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DIEZ ( FALSAS) VERDADES DEL DECANATO FUJIMORISTA Noviembre del 2000 1.
Si es por el bien del país no importan los métodos.
2.
Miente, miente que algo queda.
3.
El país necesita mano dura.
4.
El objetivo es convertirnos en un Chile.
5.
El objetivo es convertirnos en un tigre de América.
6.
Soy un técnico y no un político.
7.
El Perú es una empresa.
8.
Solo las inversiones extranjeras salvarán al Perú.
9.
La economía no tiene nada que ver con la política.
10. Lo más importante es la economía. Introducción: peruano
instauración
del
pensamiento
pragmático
en
el
gobierno
El motivo de este artículo es tratar de poner sobre el tapete diez conceptos que durante los años del gobierno del presidente del Perú Alberto Fujimori se presentaron como ideas a ser aceptadas por toda la sociedad. Si de alguna manera se puede entender al fujimorismo que gobernó al Perú durante los años 1990-2000 es comprendiendo que éste reflejó políticamente la tesis filosófica llamada pragmatismo metafísico, posición que hoy en día, con la globalización, se ha expandido por todo el mundo, y es la base de lo que se llama el pensamiento único, que tiene al capitalismo como su forma de expresión concreta. Haremos un breve repaso de la historia y significado del mismo. 1.
2.
El pragmatismo es un concepto de raíces muy antiguas pero instaurado en el léxico filosófico a partir de 1898, cuando el pensador William James escribió acerca las ideas del pensador norteamericano Charles Sanders Peirce, quien veinte años antes había expuesto una teoría a la que llamó pragmatismo. Sin embargo, Peirce no le dio a este el sentido que ahora tiene. Su pragmatismo, que después quiso denominar pragmaticismo, era de orden más bien metodológico, o sea, una forma de definir correctamente los conceptos apelando a sus efectos sensibles. Según él, a los objetos de la naturaleza los podemos conocer gracias a los efectos que causan en nosotros; a la forma cómo nos impresionan. Si eso es así, entonces a partir de ello los podemos manipular y comprender. Este método de buscar la verdad viene a ser el rechazo a creer en algo que no sea efectivamente comprobable, como por ejemplo, los argumentos a la autoridad (porque lo ordenó tal ente poderoso) o las creencias a primera vista de algo que no estamos seguros qué es (la superstición). El pragmatismo conocido y popular es el que desarrolló James, quien desempolvó la vieja concepción griega de Protágoras de que «el hombre es la medida de todas las cosas». Lo que James, junto con F.C.S. Schiller, propusieron era que finalmente la verdad tiene su origen en la utilidad que ella nos da. Las acciones y los deseos humanos condicionan todo tipo de verdad, incluso la razón y la ciencia, de tal modo que toda creencia puede producir su propia justificación. Por esta
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3.
4.
razón se lo llama pragmatismo metafísico, porque no se basa en los postulados de la ciencia, para diferenciarlo del metodológico que busca ser un método científico. Este segundo concepto de pragmatismo está muy difundido en nuestra época, y cobra especial importancia a raíz de las crisis de las ideologías y la instauración de la globalización capitalista. El pragmatismo viene a ser un sustituto a las creencias y valores puestos en duda por los últimos cambios. En lugares como el Perú, donde se vive siempre pendiente de las modas en el pensamiento —ya que no se plasma el propio— las crisis ideológicas fueron determinantes para que muchos perdieran la brújula y consideraran que había llegado la autorización para no acatar otra ley que no fuera la que a ellos les pareciera. El decanato fujimorista fue pragmático porque aplicó, probablemente sin ser consciente de ello, el pragmatismo metafísico: las creencias personales del gobierno eran muy útiles para ellos mismos, por lo tanto se convirtieron en la medida de todas las cosas. Así nació el «pensamiento fujimori», que se caracterizaba por hacer primero y explicar después, clara demostración de un pragmatismo absoluto donde cualquiera cosa que se hiciera tenía una lógica explicación, un porqué perfectamente justificado.
Siguiendo la pauta del pensamiento pragmático, el gobierno fujimorista fue elaborando con el transcurrir del tiempo una serie de argumentos con lo cual justificaba sus acciones. Esto significó para la población una novedad en cuanto a las ideas se refiere, ya que la sociedad peruana es en esencia tradicional y conservadora, heredera de las raíces andinas y del pensamiento colonial español, mientras que el pensamiento anglosajón y protestante ha sido solo conocido por sus manifestaciones externas pero siempre visto como ajeno, distante o incomprensible. Mucho de esto tiene que ver con la creencia de que se han perdido los valores y que el país ha entrado en crisis, cuando en verdad de lo que se trata es que hubo una imposición oficial de un pensamiento diferente al convencional, principalmente sustentado por la clase política tradicionalmente dominante, que hoy tiene como modelo y referencia al capitalismo norteamericano versión Miami-Harvard y ya no a Europa, en especial, España. Este modelo es una extraña mezcla de teorías de capitalismo puro, llamado también duro, aprendidas por dilectos y sumisos estudiantes de la clase dominante peruana, entreverada con los gustos y estilos, más compresibles para ellos, de los hispano-hablantes de Miami. Ello se explica porque estos estudiantes, por un lado, provienen de hogares católicos convencionales, apegados al mandato de Roma —cosa que hace que solo asuman el capitalismo en su forma y no en su espíritu, que es en esencia protestante luterano— y por el otro porque ellos mantienen una ideosincracia, una ideología y unas costumbres profundamente coloniales, donde a sí mismos se consideran como una estirpe superior, muy por encima de las otras «razas inferiores» que hay en su país —indios, cholos, negros, zambos, chinos, mestizos— que hace que sus familias sean endogámicas y se distribuyan entre ellos las propiedades y el poder, impidiendo de esta forma el natural desarrollo y movilidad social del capitalismo. Prueba de ello es que, con la caída de Fujimori, esa misma clase política continuó gobernando, esta vez amparada por Alejandro Toledo, típico discípulo egresado de universidades norteamericanas e impregnado de pensamiento liberal pro Estados Unidos, quien, como era de esperarse, se rodeó de todos aquellos que han tenido su mismo derrotero formativo. En resumidas cuentas, sea con Fujimori, con Toledo o con cualquier otro, el objetivo de la clase dominante peruana es perpetuarse en el poder económico y político; y si para ello tiene que someterse a los dictados de Washington y cumplir un papel de intermediario entre sus intereses y las potencialidades del país lo hará gustosa, pues solo así podría asegurar la conservación de sus privilegios.
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Lamentablemente las consecuencias de esto son la confusión de los valores —se crea un raro potaje con parte del pensamiento capitalista anglosajón luterano y parte de la conservadora y medieval estructura colonial española— lo cual transmite a una no preparada población una sensación de anomia, de caos y desgobierno que termina siendo el caldo de cultivo de graves revueltas populares las cuales, a la larga, justificarán la intervención directa de poderes extranjeros con el objeto de hacer retornar el orden. Es nuestra opinión que solo modificando profundamente la estructura del poder político peruano, haciendo ingresar a él a los más importantes representantes de las llamadas clases o razas inferiores, es cómo se puede evitar la futura debacle y desarticulación del país. Por esencia estas clases se sienten más arraigadas a su patria y pondrán más cuidado y esmero en proteger los intereses de todos, puesto que también son sus intereses. Además aportarán sangre nueva y un nuevo pensamiento que proviene de las mismas fuentes de la sociedad, el cual refleja una visión de la vida y del mundo más acorde con la realidad del Perú. Este asunto se revela coyuntural en el actual momento, y en la pugna entre estas dos fuerzas, la clase dominante y tradicional y las clases sometidas pero emergentes, estará el futuro del Perú. Diez (falsas) verdades Podrían haber sido más, pero arbitrariamente escogimos el estratégico número de diez para hacerlo más recordable. En todo caso, el objetivo es usarlas como ejemplo de cómo el pensamiento pragmático fue transmitido a la población, sirviendo éste como excusa para desarrollar toda una serie de abusos y latrocinios, causando una aguda confusión de valores entre la gente. Advertimos que esto, lejos de haber culminado, sigue aún vigente puesto que los mismos que estuvieron en el poder, no directamente, son los que actualmente también lo están, solo que detrás de otras figuras políticas. Es decir, la esencia de este pensamiento sigue circulando y sigue causando confusión entre la gente, ya que, en última instancia, a quienes realmente favorece, ayer como hoy, es a la clase dominante. Valga esta aclaración para que no se piense que el peligro ha pasado, sino que está más presente que nunca. 1. Si es por el bien del país no importan los métodos La falsa verdad. Se necesitan acciones que den resultados efectivos, inmediatos y tangibles. Pero lamentablemente las leyes, tal como están, entorpecen y diluyen estos esfuerzos. Por eso, muchas veces hay que prescindir de ellas, de la misma forma cómo el médico amputa un miembro sin mayores formalidades. Los resultados nos darán la razón. La verdad. Lo que se buscaba era aprovechar al máximo todas las ventajas y beneficios de la riqueza del Estado sin tener que pedir ni preguntarle a nadie nada. Esto se aparejaba con una bien montada campaña sicosocial en la que se daban a conocer solo los éxitos de este pensamiento. El comentario. Cuando lo que se quiere es imponer la voluntad molestan todo tipo de cumplimientos y deberes, especialmente para con los demás. Todos los opresores y tiranos del mundo saben que lo primero que tienen que hacer es eliminar los procedimientos legales, pues estos están hechos justamente para impedir que individuos como ellos se apropien de lo que no deben. Son bien conocidas las consecuencias de esta forma de actuar ya que, al no tener límites, las atrocidades que se cometen son innumerables. 2. Miente, miente que algo queda
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La falsa verdad. El pueblo necesita un tipo de comunicación que le sea comprensible, que esté a su nivel, por eso es conveniente decir las cosas de la manera más rudimentaria, más popular y atractiva. Otras cosas más difíciles y complejas no les interesa y se pierde el tiempo tratando de explicarles asuntos muy técnicos. La verdad. El objetivo era mantener el control de las masas utilizando para ello lo más avanzado de la tecnología en comunicaciones y mercadeo. Estos controles permiten orientar la popularidad, que es el argumento al que más se acude para justificarse. Con el respaldo manipulado del pueblo se pueden cometer los mayores delitos haciendo creer que son obras de bien. El comentario. Es conocida la frase aparentemente dicha por el ministro de propaganda NAZI Joseph Goebbels. Con ella se pretende que las verdades pueden ser escamoteadas sin ningún problema y ser puestas, en vez de ellas, todo tipo de mentiras gracias a la supuesta ignorancia del pueblo. Sin embargo, la experiencia nos hace ver que hasta la más portentosa montaña de falsedades tarde o temprano termina por derrumbarse; y que una brisa de certeza acaba con toda ella. A pesar de esto, siempre habrá quienes apelen a dicha creencia y la pongan en práctica debido a que, al menos al principio, parece funcionar muy bien. Mas el tiempo se encarga de hacer ver que se trata solo de un sepulcro blanqueado, y que, al final, a pesar del incesante bombardeo, ninguna de las mentiras pregonadas ha podido sobrevivir. 3. El país necesita de mano dura La falsa verdad. El Perú ha sido un país siempre sumido en el desorden y el caos, con marchas y contramarchas, que le han impedido consolidarse como un Estado moderno y desarrollado. Y la causa principal de esto es la falta de un gobierno con la fuerza suficiente para imponer férreamente el control total sobre toda la población. Países como Chile, Taiwán o Corea del Sur son modelos a seguir debido a que tuvieron gobernantes fuertes y que perduraron en el poder el tiempo suficiente para cambiar las estructuras, convirtiéndose así en países desarrollados. La verdad. Se creó un Estado Policiaco que vigilaba y controlaba todos los movimientos de los ciudadanos, justificándolo con la excusa de evitar el rebrote de la subversión. Con esto se cortaba de raíz cualquier intento de protesta, tanto al interior de las fuerzas armadas como en la población. Por otro lado, se daban órdenes a capricho de quien mandase, y se dio luz verde para que los cargos de responsabilidad fueran asumidos por personajes violentos y agresivos que confundían mandato con prepotencia y abuso. El comentario. La sombra del Chile de Pinochet ha obnubilado a muchos durante largo tiempo. Igualmente la de su protectora Margaret Tatcher en Inglaterra. Ello entusiasmó a un importante sector de la población haciéndole creer que remedios como esos podían funcionar muy bien en el Perú, tanto así que durante años, para la mayor parte de los peruanos, no había nada mejor que tener un mandatario fuerte y «mandoncito», como decía socarronamente de sí mismo Fujimori. En la actualidad, estas ideas han entrado en proceso de cuestionamiento, incluso dentro del propio Estados Unidos, al ver que finalmente las dictaduras que ellos veladamente apoyaban, con el argumento de que eran buenas para el sistema, terminaban siendo un dolor de cabeza para todos, puesto que éstas nunca acaban bien. El Perú es un país que se ha caracterizado por las dictaduras de todo tipo y los mandones de toda clase; sin embargo, estos han traído funestas consecuencias, peores que las dejadas por los pocos gobiernos legítimos y democráticos que ha habido. Un matón de esquina no puede conducir una nación, por mucho que obedezca las disposiciones de poderes externos como Estados Unidos, el FMI o el BM. Lamentablemente más de uno hubo que creyó, y aún cree, que la fuerza bruta lo arregla todo; incluso el subdesarrollo. Pero no se puede hacer crecer a un hombre a puntapiés y con el látigo sobre él.
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4. El objetivo es convertirnos en un Chile La falsa verdad. Chile es un país latinoamericano como cualquier otro, dominado por los conquistadores españoles e independizado igual que todos. Por lo tanto, la realidad de Chile es casi la misma que la de todos los países latinoamericanos y en especial del Perú. Y si Chile pudo, sobre la base de medidas extremas, pero necesarias, convertirse en un país desarrollado como lo es ahora, el Perú también puede hacerlo, porque no es menos que él. Así que el modelo de desarrollo aplicado en Chile, dadas las grandes similitudes entre ambos países, es el modelo ideal para el Perú. La verdad. Gracias a la dictadura de Pinochet se pudieron hacer cosas que con la democracia no se puede hacer: por un lado, dar una imagen monolítica de orden y control que garantiza la seguridad del país —un Estado Policiaco— y por el otro facilitar el enriquecimiento impune de numerosos individuos que, de otro modo, no hubieran podido hacerlo. Ciertamente que Chile es un modelo, pero no para todas las cosas — por ejemplo, dejó sin privatizar el cobre, y eso sí no se imita— sino para las más fáciles y lucrativas, como por ejemplo, dar ciertas leyes laborales y tributarias en beneficio de los grupos de poder y en perjuicio de los trabajadores; dinero barato y rápido y mucho alarde de éxitos. El comentario. Por principio nadie puede ser igual a otro; la ropa del prójimo no tiene por qué quedarnos bien. Dicen que el Perú es un país de imitadores, puesto que tiene un complejo de inferioridad que le impide ver cuál es su propio camino. En la historia republicana siempre se mantuvo la herencia colonial de querer ser una copia de la metrópoli, llámese esta Madrid, París, Londres, Suiza, Nueva York (o, más modestamente, Chile). Pero esa ruta casi siempre ha traído ingratos resultados, porque lo que tal vez haya sido muy bueno y conveniente para algún país puede que sea terrible o mortal para el Perú. Tal vez haya cercanía territorial, pero las historias de ambos pueblos son largamente diferentes, y sus resultados lo mismo. Mala idea resulta ponerse en la partida de una carrera junto a un campeón tratando de llevarle el paso desde el inicio. Al poco tiempo se termina agarrotado abandonando la carrera puesto que, en el afán de imitarlo lo más posible, no se contemplan las enormes diferencias en lo que a alimentación y preparación se refiere y a los métodos aplicados durante años por parte de esos atletas, a diferencia de los entusiastas novatos. Chile atravesó su Mar Rojo en su momento para llegar a donde está; el Perú o cualquier otro país no puede saltar con garrocha y, como Popeye, gracias a un bocado de espinaca, transformarse en una clonación de aquella república vecina. 5. El objetivo es convertirnos en un tigre de América La falsa verdad. El mejor o el único camino correcto para encaminar al país es el modelo de los llamados «Tigres de Asia» (Malasia, Singapur, Taiwán, Hong Kong, Corea del Sur, etc.). Ellos eran subdesarrollados como nosotros y, al implantar el liberalismo en toda su expresión, o sea, sin ninguna cortapisa ni modificación, lograron en muy poco tiempo convertirse en países desarrollados. Ese es el modelo a seguir. La verdad. Esos modelos asiáticos lo que permiten es una libertad total para que las grandes mafias de todo tipo encuentren, bajo el amparo de la libertad total de mercado, el paraíso que las tolera impunemente. Esto fue un boccato di cardinale para el fujimorismo. El comentario. Cuando se revisa más acuciosamente la historia de los países llamados «Tigres de Asia» encontramos que se trata de pueblos que han sufrido penosas vicisitudes, casi todas causadas por las grandes potencias en sus luchas por el reparto del mundo. En realidad, nos encontramos frente a víctimas más que ante pueblos desarrollistas y empresariales, los cuales han terminado siendo convertidos en bases
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militares, puntos de apoyo estratégico, zonas de contención, etc. Los países desarrollados han encaminado esos Estados según sus conveniencias, siendo por ello abundantemente abastecidos de capital y de tecnología, imponiéndoseles el modelo sin que hayan tenido oportunidad de conocerlo, evaluarlo o elegirlo. Se trata entonces de realidades anómalas, deformadas por los vaivenes de la política internacional, que muy poco tienen que ver con el desenvolvimiento natural del capitalismo en un país tercermundista. Son sujetos pasivos de la Historia y de las voluntades ajenas, las cuales pueden enriquecer o empobrecer según sean los intereses involucrados. Obviamente el Perú no es un país con atractivos geopolíticos como para, por poner un ejemplo, recibir 50 o 100 mil millones de dólares en calidad de donación como ocurrió en casos como Taiwán, país que en un momento dado albergó a más de 600 mil soldados estadounidenses. 6. Soy un técnico y no un político La falsa verdad. Las personas que solo se guían por leyes y principios teóricos o matemáticos, que no manifiestan tener ninguna posición política, que no les interesa ella y, además, la consideran mala, son los únicos con verdadera autoridad moral, por lo que resultan ser los más idóneos para manejar la economía del país. La verdad. El ser humano no es una máquina; siempre actúa como humano, con todo lo que ello implica. Por lo tanto, en toda actividad no existe la neutralidad: siempre se favorece a alguien, quiérase o no, y a sabiendas. Los tales neutrales «técnicos» del decanato tomaron decisiones no técnicas que terminaron por favorecer a quienes no pensaban técnicamente. La política es el arte de gobernar y ello contempla también un conjunto de valores y principios, definidos por la ética y la axiología, que finalmente orientan las decisiones. La experiencia nos demuestra que se necesita ser político para saber escoger la acción más adecuada que puede enriquecer o empobrecer a una nación. El comentario. La economía es una ciencia social no una ciencia exacta. Aún entre los teóricos de la ciencia, los epistemólogos, existen discrepancias en considerarla, al igual que muchas de las ciencias sociales, lo suficientemente rigurosa como para denominarla ciencia, como sí ocurre, por ejemplo, con la física. Y eso a causa del carácter eminentemente humano de la economía, sujeta a la voluntad y a las vicisitudes de nuestro devenir por el mundo. La economía depende, no tanto de las leyes inmutables que no sabemos si existen y se dan al margen de los acontecimientos del hombre —como lo serían las formas y comportamiento de la materia— si no de las múltiples variables que se observan en nuestra historia. En la mayoría de los casos, una guerra o una simple batalla, y sus infinitos accidentes, han hecho más por el destino de los pueblos que un buen manejo de la administración pública. Por otro lado, si la economía consiste en la conducción de los bienes públicos, es obvio que los encargados de esos bienes serán los mismos encargados de la dirección de la República, o sea, los políticos. 7. El Perú es una empresa. La falsa verdad. Un país es como una empresa: en ella existen los trabajadores, las herramientas y maquinarias para el trabajo, el medio donde se labora y aquellos que la dirigen. Entonces el Perú es una empresa, y hay que manejarla como tal para que sea eficiente y rentable. La verdad. Lo que realmente se quería hacer era buenos negocios con la plata del Estado sin importar cómo se desenvolviera el resto del país. El Estado siempre ha sido para la clase dominante una jugosa fuente de ingresos para sus empresas, así que siempre se ha buscado apoderarse de él y usarlo como alcancía. Los grupos de poder
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—que son los mismos de ahora— invertían rentablemente en la Bolsa pero con el dinero que producía la venta de las empresas públicas, o sea, con dinero de la nación, de todos los habitantes, no de ellos mismos. El comentario. Ni al más fanático capitalista de la Historia se le ocurriría la descabellada idea de que un país es una empresa; ello es tan obvio que exime de hacer un comentario. Sin embargo, resulta preocupante que esta idea se utilice como concepto operativo. No podemos negar que tiene un buen efecto publicitario y que ayuda a que muchos acepten fácilmente las leyes del mercado, sin ninguna observación ni obstáculo. Lo malo es que de ese modo todo aquello que no encaja dentro del esquema país-empresa termina siendo marginado o desechado sin más trámite; por ejemplo: la cultura, las artes, la espiritualidad, los valores éticos y morales y una larga lista de etcéteras entre los cuales se encuentra la vida del mismo hombre, cuando éste ya no es un sujeto productivo. La vida del ser humano es muy compleja, y no se agota en el simple acto de trabajar. 8. Solo las inversiones extranjeras salvarán al Perú La falsa verdad. Los peruanos carecen del dinero, del conocimiento y la tecnología adecuadas para asumir solos su destino, por lo tanto, necesitan que sean los extranjeros quienes hagan el trabajo más difícil. La verdad. Ciertamente es más fácil invitar a quien ya tiene todo predispuesto en vez de empezar a hacerlo uno mismo (sin descontar que eso puede ser un arma de doble filo, puesto que el invitado aprovecha todas las facilidades que le ofrecen para imponer condiciones, muchas veces onerosas y funestas; entre ellas: la pérdida de la libertad de la nación que lo invitó). Pero lo que en verdad se deseaba era viajar en caballo regalado: que los éxitos de reconocidas empresas transnacionales se trasladasen, por inercia, hacia el gobierno. De ese modo, con poco esfuerzo (y muchas concesiones y comisiones de por medio) se llegaba al cielo con avemarías ajenas, o sea, con los logros de quienes únicamente vienen a hacer negocios y no obras de caridad. Esto es un populismo moderno: ganarse el favoritismo de un pueblo, ya no con las obras y dineros del Estado, sino con los buenos resultados que obtienen las compañías extranjeras. El comentario. No es la primera vez que en la Historia se apela al recurso de traer de afuera aquello que se piensa no se es capaz de producir, lo cual en sí no está errado; es parte de la interrelación humana el intercambio de conocimientos y tecnologías. Lo preocupante es cuando este simple acto de transferencia, tan natural y espontáneo, se convierte en un objetivo nacional, cosa que ya no implica una evolución del conocimiento sino un problema estructural del país. No es natural que un hombre se minimice tanto a sí mismo exaltando desmesuradamente al prójimo. Cuando esto se produce estamos delante de un complejo de inferioridad, una convicción absoluta de que definitivamente carecemos de la capacidad para conducir nuestros pasos. Esto es entonces un comportamiento que refleja una inmadurez, un temor a ser responsables de nuestros actos, un abandono de nuestra voluntad porque ya no confiamos en ella, una anormalidad de la personalidad que se produce en casos como el alcoholismo, la drogadicción y todo tipo de dependencias. Esto explica un poco el porqué tenía tanta importancia que el señor Fujimori fuera japonés, o sea, no peruano: porque ello simbólicamente significaba que no tenía las taras y los defectos que los peruanos asumen tener. Los peruanos buscaban un salvador, un Mesías extranjero (o seudo extranjero) que los llevara hacia la tierra prometida, cosa que, en el imaginario peruano, por ser «cholo» y atrasado, él mismo piensa que no es capaz de hacer. 9. La economía no tiene nada que ver con la política
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La falsa verdad. La economía puede ir muy bien aunque el país pueda ir muy mal. Puede haber problemas agudos como pobreza, desempleo, corrupción, ignorancia, pero ello no tiene por qué reflejarse en la economía. Son dos cosas completamente divorciadas. La verdad. Se pretendía manejar la riqueza pública sin ninguna fiscalización, ya que esto permite a muchos apropiársela impunemente. Se ocultaba la verdad argumentando que la economía era un asunto que solo competía a unos cuantos funcionarios tecnócratas y a nadie más, con toda la corrupción que, históricamente, este tipo de situaciones ha generado en todo el mundo durante todas las épocas. El comentario. La economía es el manejo de los bienes del país, no una simple combinación de números en un libro de contabilidad. Los bienes de una nación son la riqueza que ésta produce gracias sus habitantes, que son quienes trabajan y generan esa riqueza. Pero si estos no tienen la fuerza física, ni el conocimiento, ni la guía necesaria para hacerlo, es obvio que ese país no producirá nada. Y si no se produce nada, no habrá ninguna economía qué manejar. Por lo tanto, la economía sí es producto de la conducción que se hace sobre la población de un país, y a esto se le llama política. 10. Lo más importante es la economía La falsa verdad. La economía lo rige todo. Hace rico o pobre a un país. Por lo tanto lo más importante, lo único, es la economía. Todo lo demás es una consecuencia de ella. La verdad. La economía es un fenómeno complejo. Es el resultado del engranaje de una nación y no una parte de ella. La economía no trata de números; trata de cosas reales que producen los hombres reales. Si estos hombres no existen entonces la economía no existe. Pero a la clase dominante lo que le interesaba era mostrar sus libros en azul, cual si fuesen alumnos muy aplicados, y con ello excusarse de cualquier carencia, error u omisión en todo orden de cosas. No por tener las cuentas bien manejadas se está en un paraíso. En ese caso, un buen padre de familia sería aquel que no tiene deudas, aunque sus hijos carezcan de zapatos y no hayan comido durante muchos días. El comentario. Siempre resultará más cómodo dedicarse a una sola cosa que a varias. Sin embargo, a nadie le gustaría ir por las calles sentado sobre un motor, por más que éste sea la parte más importante de un automóvil y que sin él no pudiera andar. Es verdad que sin el motor el resto del carro no tiene sentido, pero no por eso vamos a prescindir de los otros componentes por considerarlos innecesarios. Más aún, la razón de ser de que exista un motor es que lo que se desea es poder subir a una carrocería mediante la cual poder trasladarse. Y si ese traslado no va a ser cómodo, poco interesará ir más rápido o más despacio. Salvo a los pilotos de carrera, a nadie le interesa un vehículo solo por su velocidad. Del mismo modo, de qué sirve tener bien invertido el dinero si eso no nos va a permitir llevar una vida digna, tener bien alimentados a los hijos y disfrutar de los placeres de la vida. Esta óptica nos recuerda al clásico avaro de los cuentos, que vivía míseramente pero sumaba y restaba su inmenso tesoro.
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