Análisis - Todo lo sólido se desvanece en el aire - Marshall Berman.docx
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Berman (Berman, 1991, pág. 1) inicia exponiendo lo que bien podríamos llamar la paradoja de la modernidad, dicha paradoja consiste en que, por una parte, la modernidad, sus entornos y las fronteras de la geografía y la etnia, de la clase y la nacionalidad, experiencias atraviesa “todas las fronteras de la religión y la ideología: se puede decir que en este sentido la modernidad une a toda la humanidad” . Por otra parte, la “aventura” y el bienestar vienen acompañados de la angustia por la inestabilidad, expresada en la “unidad “ unidad de la desunión” , estamos ligados por la común indiferencia
del otro y de lo otro, nuestra realidad está en cierta medida determinada por la entrega ciega “a una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia”. Esa contradicción, afirma Berman, es el rasgo característico de la modernidad.
El objetivo del sociólogo norteamericano es dar cuenta de las tradiciones propias de esa contradicción, aquellas surgidas de en el seno mismo de la modernidad que definen (en el sentido en que el pintor define una silueta) nuestro sentido de la modernidad y sus posibilidades. Así, resulta necesario determinar cuáles han sido los motores de “la vorágine moderna” , pues bien, la “evolución” de la ciencia y la técnica, la industrialización, la rápida transformación de nuestro
entorno y las dinámicas de poder que, no está de más decirlo, han transformado radicalmente la forma en que nos relacionamos, además de la concepción y organización del Estado; todos estos factores componen el condicionante en la ecuación cuyo resultado es la modernidad, el otro elemento de esa ecuación, que es quizá el hilo conductor (en el sentido en que el titiritero conduce sus hilos), nos dice Berman, es el capitalismo. Estos procesos sociales, que originan y sostienen la vorágine en “un estado de perpetuo devenir” (Berman, 1991, pág. 2) , han sido llamados “modernización”. Así entendida, la modernidad es el producto de un proceso del cual los hombres y mujeres son tanto sujeto como objeto al interior del modelo. La reflexión de Berman, entonces, es una comparación entre el proceso y sus resultados, entre “modernidad y modernismo”, o modernización.
En el marco de la historia, de su relato por lo menos, el proceso de modernismo es dividido en tres fases: la primera entre los siglos XVI y finales del siglo XVIII, en el que las personas experimentan los cambios generados por el ideario naciente, sin poderlo definir de una forma concreta; la segunda fase está ubicada entre la explosión de las revoluciones europeas (la revolución francesa en especial), 1790 y todo el siglo XIX, periodo en el que la idea de una revolución que opera no solo en la forma de pensar, sino también en la de vivir, relacionarse y organizarse, es mucho más evidente; las personas de la época, habitantes de dos siglos, reconocen los cambios ocurridos en
este periodo; la última fase transcurre durante el siglo XX, el proceso de modernismo se expande por todo el mundo y “consigue triunfos espectaculares en el arte y el pensamiento” (Berman, 1991, pág. 3), al tiempo que el “público moderno” se fragmenta y, con él, la idea de lo moderno que empieza a perder consistencia y se aleja cada vez más de sus raíces. En la primera fase, la “voz moderna arquetípica” de la modernidad es Rousseau, es él quien expresa la visión de la sociedad como le tourbillon social (Berman, 1991, pág. 3), Rousseau expresa esta idea en su Emilio y la representa en La nueva Eloisa, donde el héroe (Saint-Preux) aparece como arquetipo del actual movimiento del campo a la ciudad, asombrado por el “ y ” (Berman, 1991, pág. 4). La inestabilidad y la
ambivalencia son el rasgo distintivo de ese “nuevo tiempo” , en esta atmosfera nace “la sensibilidad moderna”.
Luego, en el siglo XIX, estos rasgos se agudizan y el paisaje da evidencia del mundo moderno, el proceso de modernismo aparece expresado en la industrialización, la reducción de las distancias mediante las proezas de la técnica, los medios masivos de comunicación, el surgimiento de Estados nacionales y multinacionales cuya fuerza radica en su poder económico, la tensión social entre quienes se resisten al cambio y al aplastamiento del nuevo sistema, y quienes lo impulsan, la expansión, la acumulación, el despilfarro, el exceso y la devastación; elementos que provocan un clima de constante y cómoda inestabilidad para quienes lo viven, simpatizantes o detractores. Nietzsche y Marx se erigen (vistos desde la distancia, por supuesto) como las voces más reveladoras de lo que entonces era el estado de las cosas. Berman se enfoca particularmente en la figura de Marx quien, según afirma, tiene entre sus objetivos más urgentes “hacer que la gente sienta” (Berman, 1991, pág. 6), mediante el desvelamiento de la contradicción constitutiva de la
modernidad; más allá de la razón que le otorguemos al norteamericano en este caso, su frase revela la forma en que el modernismo operaba (y, quizás, opera): de forma transparente, silenciosa y discreta; es un ideario instalado en el centro de todo, imperceptible para quien lo experimenta, su descubrimiento requiere de un acto de autoreflexión que implica (lo que es casi imposible en medio de la vorágine) de quietud y distancia. Sin embargo, Marx parece comprender que la modernidad es un bosque del cual no es posible salir, a lo sumo será posible transformarlo, esta transformación –advierte- debe ser operada por “hombres nuevos” , los obreros que son,
también, inventos de la modernidad. Marx no busca escapar de un modelo sustentado en la economía, solo pretende modificarlo de acuerdo a su ideario: “” Citado por Berman (Berman, 1991, pág. 7)
Concluye Berman que así “el movimiento dialéctico de la modernidad se vuelve irónicamente contra su fuerza matriz fundamental, la burguesía” (Berman, 1991, pág. 8). Visto de ese modo, el
perpetuo movimiento de lo moderno podría incluso desvanecer en el aire (como ya sucedió con casi todos los países de ese régimen) el proyecto de un movimiento comunista que alcance el poder. En lo que a Nietzsche respecta, Berman ciertas similitudes con los planteamientos marxistas, exacerbados en lo que concierne a la percepción de la cultura moderna: “ y el ” (Berman, 1991, pág. 8). Como en Marx, en Nietzsche el mundo
aparece “preñado de su contrario” , el “tempo tropical” (pienso en Conrad y en los angustiosos reportes de Colón) es la metáfora del modernismo, y en este clima intempestivo surge la crisis del individuo (indivisible), su individualización mediante sus propias leyes y posibilidades (y todo es una posibilidad, el individuo mismo es el caos) ¿Qué hacer cuando es posible hacerlo todo? No hay una respuesta, el hombre moderno –sugiere Nietzsche- puede probarse todos los trajes de la
historia y ninguno le quedará bien porque no existe forma alguna de que se vea “” (Berman, 1991, pág. 9). Al igual que Marx, Nietzsche deposita
su fe en el surgimiento de un hombre nuevo, capaz de “crear nuevos valores”. Berman nos recuerda que la fascinación que producen las ideas de ambos autores proviene, también, del frenesí con que son expresadas y la capacidad de contradecirse y dudar de sí mismos que tienen ambos. Sus voces se asimilan a las de algunos novelistas y poetas entre los que destaco a Melville, Rimbaud, Dostoievski, Baudelaire y Whitman. Ya en el siglo XX, resulta necesario reconocer una cima, considerablemente alta, de la creatividad y la inventiva en toda la historia de Occidente; mentes increíblemente brillantes, imposibles antes del surgimiento de la modernidad (quizás sí en la Grecia antigua), han surgido acotando a la
cultura una visión sumamente profunda del mundo, sin embargo, al hombre moderno le es imposible identificarse en estos productos de la imaginación (moderna); “nuestro pensamiento acerca de la modernidad parece haber llegado a un punto de estancamiento y regresión” (Berman,
1991, pág. 11). A diferencia de sus antecesores, los “pensadores” modernistas del siglo XX han perdido perspectiva, su campo visual es cada vez más estrecho, menos diverso, por lo que se entregan con entusiasmo todas las contradicciones que implica el modernismo: “” citado por Berman (Berman, 1991, pág. 11). El subrayado es nuestro.
Ante la inestabilidad y la imposibilidad de definir de una forma concreta, o por lo menos convincente, el estado de las cosas, las vanguardias surgen de forma reaccionaria y diversa. Páginas y páginas de manifiestos programáticos y cada vez más novedosos son escritas en todas las latitudes, el arte pretende dar cuenta del lugar que ocupa el individuo de su tiempo, de sus más profundas angustias y aberraciones, y de sus más nobles pretensiones. Unos y otros, los movimientos vanguardistas se encuentran (y chocan) en sus visiones de la “nueva realidad”. El
ímpetu de estas visiones vanguardistas fue desplazado por las dos guerras mundiales del siglo pasado. El optimismo progresista, sin embargo, adquiere un nuevo aliento luego de las guerras en voces como la de Mcluhan, voces de sujetos que se aferran a la novedad tecnológica como esperanza de “” (Berman, 1991, pág. 13). La máquina, e incluso
la fábrica, funcionaría como una metáfora del “ser humano ejemplar que los hombres y mujeres deberían tomar como modelo para su vida” (Berman, 1991, pág. 14) , en este tipo de visiones y
visionarios surge lo que ha sido llamado postmodernismo, un nihilismo extremo que produce aparentemente crítico de la modernidad pero anclado en la indiferencia a las atrocidades de lo moderno. En el polo opuesto, donde Berman ubica a Weber, la desesperanza es empalagosa, la sociedad moderna es vista “no solo como una jaula, sino que todos los que la habitan están configurados por los barrotes; somos seres sin espíritu, sin corazón, sin identidad sexual o personal *…+ casi podríamos decir sin ser” (Berman, 1991, pág. 15). ¿Cómo es posible que estos hombres sin
ser tengan derecho a la autonomía? El desencanto de Weber inclina la balanza hacia la diestra, el polo opuesto de sus pretensiones. El desencanto weberiano se desliza prudente en el “hombre
unidimensional” de Herbert Marcuse, un hombre sin “yo” ni “ello”, hombres “cuyas almas están vacías de tensión interior o dinamismo: sus ideas, necesidades y hasta sus sueños ; su vida interior está , programada para producir exactamente aquellos deseos que el sistema social puede satisfacer, y nada más. ” (Berman, 1991, pág. 16). Nacen así
provocaciones como las de Blade Runner, Simone, Matrix y otra buena cantidad de autómatas extremadamente humanizados, modelos a seguir para la humanidad. Así, las reflexiones que durante los años setenta se hicieron acerca de la modernidad y el modernismo, le permiten a Berman hacer una clasificación de tres tendencias sobre la visión moderna en esa época, a saber: afirmativa, negativa y marginada. En la perspectiva “marginal” surge la pretensiosa justificación el arte como principio y fin en sí mismo, autosuficiente, dotado del privilegio de empezar desde cero (el lienzo liso, en blanco). El intento de crear un arte puro es el síntoma de la perdida de la relación entre el arte y la modernidad, ruptura causada por la incomprensión de lo que es la modernidad. Según Barthes “el escritor moderno vuelve la espalda a la sociedad y se enfrenta al m undo de los objetos sin pasar por ninguna de las formas de la historia o la vida social” (Berman, 1991, pág. 18). Esa falta de relación del arte con el mundo es “un sepulcro hermosamente construido y perfectamente sellado” (18). En definitiva, las visiones de la
época apuntaban a una visión del modernismo que no significaba más que problemas, por oposición, estas visiones sugieren una sociedad exenta de problemas, como lo afirma Berman, “*…+ Omite todas las ” (Berman, 1991, pág. 20), elementos fundamentales de la
vida moderna de los cuáles el arte moderno se ha alimentado desde siempre. Estas concurrencias sobre la idea de lo moderno terminaron –dice Berman- en un cómodo agotamiento que permitió dejar de lado la discusión sobre la naturaleza de la modernidad para dedicarse al estructuralismo. Por otra parte, la llamada posmodernidad parece (y es intencional) ignorar la historia y hacer como que inventó los factores de la interacción humana. Berman da término a su repaso por la construcción del concepto de lo moderno citando, de manera nostálgica, a Octavio Paz cuando dice que la modernidad “” (Berman, 1991, pág. 26). La nostalgia de Berman apunta al ideal del
regreso a las raíces de la modernidad (doscientos años atrás), regreso que –según él- podría “ayudarnos a asociar nuestras vidas con las vidas de millones de personas que están viviendo el trauma de la modernización a miles de kilómetros de distancia, en sociedades radicalmente distinta a la nuestra, y con millones de personas que lo vivieron hace un siglo o más” (Berman,
1991, pág. 26).
El Fausto de Goethe: la tragedia del desarrollo:
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En la modernidad, la figura de Fausto, en todas sus versiones (Faustbuch, de Johan Spiess, 1587; La trágica historia del doctor Fausto, Cristopher Marlow, 1588) ha sido un héroe cultural, siempre representado en un intelectual reaccionario que pierde el control de las fuerzas que desata (irresponsabilidad científica e irresponsabilidad ante la vida).
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La gestación del Fausto de Goethe se da entre 1770 y 1831, era de revoluciones y, en general, de algunos de los movimientos más intensos de la historia de Occidente. Esta intensidad es transmitida en la obra de Goethe a través de sus personajes que padecen la historia.
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En el Fausto de Goethe se dramatiza el proceso por el cual hace su aparición mundial el sistema moderno a finales del siglo XVIII y comienzos del X IX.
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Berman distingue lo característico del Fausto de Goethe como
deseo de desarrollo.
El
Fausto de Goethe desea vivirlo todo, todas las formas de la experiencia humana. -
Berman anota que en los planteamientos implícitos en la obra de Goethe, sobresale aquel que supone que el único modo en que el hombre moderno puede transformarse, es transformando radicalmente la totalidad del mundo físico, social y moral en que vive. Estos cambios, sin embargo, tienen grandes costos humanos, después de todo, es un pacto con el diablo.
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La historia del Fausto, entonces, es vista por Berman desde tres “metamorfosis”: el
soñador, el amante y el desarrollista. -
EL SOÑADOR:
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Fausto se distingue de otros héroes de la literatura, anterior y contemporánea a él, en que es de mediana edad, acomodado y estimado por su sociedad. Sin embargo, nada de esto
lo satisface (el hombre que todo lo conoce quiere cambio, le aburre la estabilidad de las cosas). Su cultura, adquirida mediante el apartamiento del mundo, le parece incompleta sin la experiencia del mundo exterior. Invoca, entonces, al espíritu que le permita vivir estas experiencias. El recuerdo de la niñez, cuando la aventura era el ideal, vuelve a Fausto. (Dos almas, ay de mí, viven en mi pecho). -
Los problemas de Fausto son el reflejo de una sociedad que desde el renacimiento creó una clase de intelectuales que, amparados en la división del trabajo y los beneficios de la economía, se dedicó a cultivar el espíritu alejándose cada vez más de la experiencia vital humana.
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Fausto cambia la idea de “Al principio era el verbo” por “Al principio era el hecho”.
Prefiere al dios creador, que prueba su divinidad creando el cielo y la tierra. Es el hombre moderno que quiere los poderes de dios, de dominar su mundo, recrearlo a su antojo mediante los poderes que le otorgan la ciencia, la técnica y la economía. La tradición, de paso, pierde su valor por estar ensimismada, concentrada en su conocimiento, la frase de Mefistófeles es ilustrativa: Soy el espíritu que todo lo niega, y con razón, pues todo lo que llega a ser merece morir miserablemente. La paradoja de la modernidad: para crear hay que destruir, lo que fue creado y lo que se creará. -
El capitalismo como una de las fuerzas esenciales de Fausto “Sí puedo comprar seis yeguas
(velocidad) ¿sus fuerzas no son mías?”. Además de esto, la idea de aprovechar todas y cada una de las capacidades del cuerpo y la mente humanas como capital, son medios para llegar a un fin: vivirlo todo. -
Y todo eso ¿para qué? a dónde va Fausto, solo le interesa seguir en movimiento. El torbellino.
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