Álvaro Vallejo Campos - PLATÓN El filósofo de Atenas

December 30, 2017 | Author: quandoegoteascipiam | Category: Plato, Sparta
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A.N. Whitehead dijo, quizás exageradamente, que toda la filosofía occidental era una anotación a pie de página de la obra de Platón. Pero no cabe ninguna duda de que Platón es uno de los gran­ des clásicos del pensamiento, y todavía hoy ejer­ ce sobre nosotros una seducción irresistible. Sus obras escritas en forma de diálogos revelan un ta­ lento drámatico extraordinario, que sabe implicar al lector en la reflexión sobre los grandes proble­ mas que constituyen aún hoy la tarea del pensar. La filosofía platónica nació de su Vocación políti­ ca. y en este libro se muestra la relación de los temas más diversos que abordó en sus obras con el núcleo fundamental de sus preocupacio­ nes ético-políticas.

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Alvaro Vallejo Campos

PLATÓN El f i l ó s o f o de A t e n a s

M O N T E S I N O S

Biblioteca de Divulgación Temática / 65

Primera edición: 1996 © Alvaro Vallejo Campos Edición propiedad de Literatura y Ciencia.S.L. Diseño cubierta: Elisa N. Cabot Ilustración: detalle de un grabado titulado La creación del mundo, de Cayetano Aníbal ISBN: Depósito legal: Imprime: Novagrafik-Barcelona Impreso en España Printed in Spain

Atenea Pensativa. “Amamos la belleza con austeridad y la sabiduría sin relajación" (Tuc. II40).

Prólogo

No hace falta justificar la existencia de un nuevo libro sobre Platón desde el punto de vista de la actualidad académica. La última bibliografía platónica' de la que tenemos noticia, correspondiente a los años 1992-94, contiene en sus ochenta páginas varios cientos de libros y artículos. La cuestión es si tiene sentido un libro más. Exis­ ten ya en castellano varios manuales sobre el pensamiento platóni­ co, pero los alumnos que comienzan sus estudios universitarios sienten a veces la necesidad de un libro que les ofrezca en pocas páginas una panorámica de la filosofía platónica. Los actuales pla­ nes de estudios que sobrecargan de contenidos a los alumnos no dejan lugar muchas veces para digerir los varios cientos de páginas que contiene cualquier manual. A veces esta información está incluso presentada como comentario de cada diálogo, con lo que se hace más difícil llegar a tener una idea general y sistemática de la filosofía platónica en el tiempo que normalmente se le puede dedi­ car a ello. Este libro está dirigido a aquellos que quieren introducir­ se en la filosofía platónica, pero he pretendido en todo momento hacer conciliables dos exigencias. La primera de ellas consiste en adaptarme a las proporciones y características de esta colección. La segunda ha sido huir de una presentación meramente general que no entre de lleno en los contenidos fundamentales del pensamiento platónico. Me gustaría mucho pensar que este libro pudiera servir también para preparar un examen o una clase. En ese sentido, he procurado siempre dar suficientes indicaciones que permitan desa­ rrollar lo que aquí se expone a veces de una forma más resumida. I. Luc Brisson, Plato Bibliography, preparada para la Sociedad Inter­ nacional de Platonistas.

Las notas indican una bibliografía mínima que informa al lector de las fuentes más importantes que se han utilizado. Además he inser­ tado en el texto numerosas citas que remiten a los diálogos, de manera que el lector interesado puede ampliar por su cuenta fácil­ mente los temas que más le interesen. Este libro, como es natural, debe mucho a otros. Me complace reconocer la deuda contraída con los grandes comentaristas como Taylor, Cornford. Ross. Jaeger, Robin, Guthrie, Friedlánder. Cherniss, Vlastos o tantos otros que. a veces, no podré siquiera citar en las siguientes páginas. También me gustaría recordar al profesor Fedro Cerezo, de la Universidad de Granada, que hace muchos años alentó mi dedicación a la filosofía platónica y especialmente al profesor Tomás Calvo, hoy en la Complutense, que dirigió mi tesis doctoral y ha tenido que soportar durante muchos años la pesada carga de leer y comentar todo lo que he escrito. Quiero agradecer también a Cayetano Aníbal su permiso para reproducir en la porta­ da el detalle de un grabado suyo titulado “La Creación del Mundo”. Por último, me gustaría decir algo sobre el título. ¿Quién fue el filósofo de Atenas? Algunos podrían pensar inmediatamente en Sócrates, porque fue él verdaderamente el que bajó la filosofía del cielo a la tierra y las calles de su ciudad natal. Sin embargo, su figu­ ra debe hoy mucho al retrato de otros y en algunos aspectos los contornos de su pensamiento permanecen imprecisos para nosotros. Por el contrario. Platón ha legado a la posteridad una obra impre­ sionante y yo me atrevería a decir que en ningún momento, ni siquiera cuando reflexionaba sobre las más intrincadas cuestiones del cosmos, olvidó los problemas en los que se debatía el destino de su propia patria. La virtud de un clásico está precisamente en su capacidad para situar los problemas de su propia existencia en una dimensión universal y creo que Platón ha logrado esto como pocos pensadores. A lo largo de las siguientes páginas he procurado tener presente siempre aquellas motivaciones éticas y políticas que cons­ tituyen el suelo desde el que se levanta el edificio impresionante de la filosofía platónica. 10

Introducción

Antecedentes históricos. Es muy difícil llegar a comprender el pensamiento de Platón, si no tenemos en cuenta las circunstancias históricas en las que estaba inmersa Atenas en el último tercio del s.V. a. de C. y las influencias filosóficas que fue asimilando al hilo de su profunda preocupación por los problemas sociales. Platón nació en el año 427 a. de C. y murió a los ochenta años en el 347. Esto quiere decir que pudo ver a Atenas en la plenitud de su grandeza y que, al mismo tiempo, durante los primeros treinta años de su vida, asistió al declive que la llevaría finalmente a la derrota ante Esparta en la Guerra del Peloponeso. En los últimos años de este conflicto, en el que se vieron involucrados la mayoría de los pequeños estados griegos, debió presenciar igualmente las dos revoluciones oligárquicas del 411 y el 404 a.C. que desgarraron a la ciudad, y poco después la restauración de la democracia. En los años sucesivos, hasta el momento de su muerte, conoció el declive posterior de Esparta, el establecimiento de Tebas como potencia hegemónica y finalmente el surgimiento del poder macedónico bajo el mando de Filipo. El pensamiento de Platón tiene enormes dimensiones que se proyectan en direcciones muy diferentes y sería, por tanto, caer en un reduccionismo unilateral la pretensión de presentarlo como un filósofo centrado exclusivamente en problemas políti­ cos o sociales. Pero cuanto más reflexionamos sobre los verda­ deros motivos de los que nace su pensamiento mejor comprendemos II

la unidad de toda su doctrina filosófica incluso en aspectos aparen­ temente alejados. Platón consideraba gravemente amenazado el espíritu de concordia y unidad que había hecho posible la vida en la polis y toda su vida luchó por aportar soluciones que contribuyeran a restaurarlo frente a la acción disolvente que habían ejercido con­ tra él los más diversos factores. Sin voluntad de reduccionismo intentaré poner en evidencia esta intención al tratar de asuntos tan distantes como la cosmología, la ontología o la epistemología de Platón. Para ello es, pues, imprescindible que recordemos los acon­ tecimientos históricos más signiñcativos que contribuyeron a for­ mar su conciencia y que incluso le determinaron a entregar su vida a la filosofía, a falta de otra vía mejor para contribuir a solucionar los problemas de su patria. La invasión persa a principios del siglo V y las necesidades comerciales de Atenas impulsaron una política basada en el domi­ nio del mar que sería la base tanto del enorme poder alcanzado por la ciudad a escala internacional como de la radicalización del régi­ men democrático, cuyos excesos conmovieron a Platón. La necesi­ dad que tenía la población ateniense de aprovisionarse de trigo y de otras materias primas imprescindibles para su supervivencia impo­ nía la conveniencia de ejercer un control adecuado sobre las rutas marítimas que van desde el Pireo y el mar Egeo hasta Crimea pasando por el Helesponto1. A principios del siglo V los persas enviaron embajadores a las ciudades griegas en nombre de Darío exigiendo "tierra y agua" en señal de sumisión al poder imperial del rey. Algunas ciudades se sometieron y otras, como Eretria, que se resistieron, sucumbieron ante el poderosísimo ejército persa. Ate­ nienses y espartanos se opusieron a las pretensiones de los persas y los primeros pudieron protagonizar, casi en solitario, uno de los episodios bélicos más conocidos de lodos los tiempos. En el año 491 a C. tuvo lugar en la llanura de Maratón la famosa batalla que 1. Cfr. J.K. Davies, La Democracia y la Grecia Clásica, Madrid, 1981 (1978), págs.52-3.

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convirtió en míticos a los combatientes atenienses que triunfaron contra los persas en defensa de la libertad de toda Grecia. Platón recuerda en las Leyes este episodio como un momento ideal en la historia de Atenas. Alaba el “antiguo régimen” (Leyes III, 698b) que lo hizo posible, basado en el temor respetuoso a la ley y en una constitución que otorgaba los cargos políticos según cuatro catego­ rías de ciudadanos. Solón había establecido, efectivamente, en tomo al año 594 o 593 un nuevo sistema constitucional basado en cuatro categorías de ciu­ dadanos según los ingresos de que disponían, evaluados en medi­ das de granos o líquidos. Su intervención tuvo lugar en un momento de graves conflictos sociales entre la aristocracia y el pueblo, que estaba sometido probablemente a un gravoso régimen de cargas hipotecarias sobre la tierra. Solón llevó a cabo muy diversas medidas, entre las que destaca la supresión de estas deudas y el rescate de deudores que habían sido vendidos como esclavos, para restablecer una situación de equilibrio o buen orden (eunomía) entre las partes. No cabe duda de que algunas de sus medidas legis­ lativas aumentaron la libertad del individuo frente al poder del genos o clan familiar. En este sentido hay que interpretar, por ejemplo, la posibilidad que se daba ahora de testar legando la tierra a una persona que no perteneciera a aquél. El establecimiento de las cuatro clases creaba un criterio económico para la distribución del poder político que acababa con no pocos privilegios de la aris­ tocracia1. Según nos cuenta Aristóteles (La Constitución de Atenas 7), las diversas magistraturas quedaron reservadas a las tres prime­ ras clases, es decir, a los ciudadanos productores de quinientas me­ didas anuales, a los caballeros (trescientas medidas) y a los zeugitas (doscientas medidas), mientras que se concedió participación sola­ mente en la Asamblea y los tribunales a los jornaleros o integrantes de la clase inferior de los thétes. No es probable que la Asamblea tuviera en este momento un papel político muy importante, pero 2. Cfr. O. Murray, Grecia Antigua, Madrid, 1981, pág. 181.

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Solón creó los tribunales de apelación contra las órdenes de deten­ ción de los magistrados. Aristóteles da mucha importancia a esta medida que hace de Solón uno de los fundadores de la democracia ateniense, porque ”al ser el pueblo soberano en los votos viene a ser señor del gobierno” (La Constitución de Atenas 9). Estos tribunales serán el origen de los tribunales populares posteriores. Las clases creadas por Solón guardan, por otra parte, una gran relación con la participación de los ciudadanos en el ejército. Las dos primeras (los ciudadanos de quinientas medidas y los caballe­ ros) participaban en la caballería, mientras que la clase de los pequeños propietarios (los zeugitas) formaban parte de la infantería ligera, los hoplitas, que desempeñaron un papel heroico en Mara­ tón. Hay que tener en cuenta que los ciudadanos tenían que costear­ se su propio equipo militar y, en consecuencia, podían reclamar la parte que en justicia les correspondía en la administración de los asuntos del estado. La clase de los thétes sólo sería movilizada excepcionalmente y probablemente sus integrantes no formaban pane del censo militar1. Solón introdujo igualmente, si es cierto el testimonio de Aristóte­ les, el sorteo para el otorgamiento de las magistraturas, pero en una forma mixta, ya que tenía lugar entre los candidatos previamente designados por cada una de las tribus. Para la elección de los nueve arcontes, por ejemplo, las tribus elgíun diez candidatos cada una y luego se hacía el sorteo entre ellos. Platón e Isócrates (cfr. Areopagítico 21-23) criticarán el empleo del sorteo, porque, sin estas limi­ taciones previstas por Solón, en la democracia radicalizada que ellos conocieron, pondrá el gobierno en manos de una masa inex­ perta sin atender al mérito de los ciudadanos. Después del período de tiranía de los Pisistrátidas, volvieron a recrudecerse las disputas entre partidarios de la oligarquía y los demócratas, que se decantaron favorablemente del lado de estos 3. Cfr.J. Ellul. Historia de ¡as Instituciones de la Antigüedad, Madrid, 1970 (1967), pág.48; O. Murray, opus cii., pág. 181-2.

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últimos. Clístenes emprendió un programa de reformas en tomo al año 508 o 507, que supondrá un debilitamiento del régimen aristo­ crático de las fratrías con el que se controlaba el acceso a la ciuda­ danía y la distribución de cargos. El fundamento de la reforma consistió en la sustitución de las cuatro tribus tradicionales de Ate­ nas por diez nuevas tribus compuestas a su vez por tres tritios o demarcaciones territoriales, pertenecientes a tres zonas geográficas diferentes, la costa, el interior y la ciudad. Con esto se sustituía la antigua organización aristocrática basada en adhesiones e influen­ cias territoriales por una organización política que diluía el poder de los nobles en nuevas tribus cuyos miembros se reclutaban en zonas muy diversas del estado. Solón había creado un Consejo de cuatrocientos miembros que ahora pasó a tener quinientos, cin­ cuenta por cada tribu, que se elegían por sorteo de una lista previa­ mente seleccionada por los demoi o circunscripciones locales. El Consejo establecido por Clístenes tendrá importantes funciones en la administración de un régimen democrático no representativo, como será el ateniense, en el que los ciudadanos decidían directa­ mente en la Asamblea las cuestiones que se sometían a su conside­ ración. Sus funciones consistirán en preparar el orden del día de la Asamblea, pero estará dotado de las competencias administrativas necesarias para garantizar el cumplimiento de lo decidido en ella. Clístenes, al quebrantar la organización tradicional de la tribu, que posibilitaba el control aristocrático de los resortes del poder, puso sin duda las bases del régimen democrático. Pero este régi­ men de isonomía, que garantizaba una igualdad superior al ideal del buen orden preconizado por Solón, tenía, sin duda, suficientes restricciones que le alejaban todavía de la demo­ cracia radicalizada denostada por Platón. Precisamente a estas restricciones debe hacer referencia Platón cuando en el texto ya citado de las Leyes alaba el antiguo régimen e Isócrates, de la misma manera, en el Areopagítico (16) contrapone su ideal de la pátrios politeía, basado en la democracia limitada de Solón y Clístenes, a la constitución vigente de la última etapa 15

de las reformas radicales de Efialtes y Pericles. Tanto Isócrates (Areopagítico 37 y sgs.) como Aristóteles (La Constitución de Atenas caps. 23 y 25) coinciden en atribuir un papel importante en este sentido al Areópago. Este consejo, de carácter aristo­ crático, integrado por los que habían sido arcontes, era “el guardián de la constitución” y llegó a tener importantes funcio­ nes en la interpretación de las leyes, la administración de justi­ cia y en materia de moral y costumbres. Un hecho trascendente en la democratización del régimen ateniense fue la política marítima impulsada por Temístocles. Cuando se descubrió un nuevo Filón en las minas de plata de Laurión en el año 483, Temístocles sostuvo que había que emplear estos recursos económicos en la construcción de una flota. La importancia de esta medida en la política exterior ate­ niense es evidente, ya que la poderosa escuadra se convirtió en el brazo armado que permitió a la ciudad la construcción de un gran imperio, pero su significado para el propio régimen políti­ co de Atenas fue también de enorme importancia. La Repúbli­ ca de los Atenienses, obra anónima, que se debe sin duda a un partidario de la oligarquía ateniense, tiene perfectamente claro el significado político que tuvo para el estado la dependencia de la escuadra, cuando afirma que “es justo que allí salgan mejor librados los pobres y el pueblo que los nobles y los ricos por una razón, porque el pueblo es quien impulsa las naves y quien da su fuerza a la ciudad...mucho más que los hoplitas, los nobles y los aristócratas”4. La invasión de los persas había dado el argumento inmediato para la construcción de una flota que debía impedir un nuevo desembarco del ejército invasor. Desde este momento, la política ateniense se debate en torno a dos opciones, la demócrata radical 4. Cfr. Jenofonte, República de los Lacedemonios, Pseudo-Jenofonte, República de los Atenienses, ed., trad, y notas con estudio preliminar de M. Rico Gómez. Madrid, 1989 (1973), págs.84-5. 16

interesada en el mantenimiento del poder marítimo, que daba un nuevo protagonismo a la clase de los thétes, y la de tendencia oli­ gárquica. que se opone al protagonismo de la escuadra, simpatiza con los espartanos y desaprueba la política imperialista desmedida de los demagogos populares. No hay duda de qué opción fue con­ templada por Platón con más simpatías. Páginas después de la ala­ banza dedicada al espíritu de los combatientes de Maratón y ante la sugerencia hecha por Clinias de que la batalla naval de Salamina (año 480 a.C.) salvó a Grecia, el Ateniense’ replica que es mejor decir eso de las batallas terrestres de Maratón y Platea (479 a.C.). porque “éstas hicieron mejores a los griegos y las otras (las maríti­ mas) no”6. Las trirremes, se dice allí (707a), constituyen un mal para los hoplitas que combaten, porque con las tácticas navales “hasta los leones se acostumbrarían a huir de los ciervos’* (Leyes IV 707a). Además cuando se produce un triunfo militar debido a la escuadra, los honores, dice el Ateniense (707b), no pueden ir a lo mejor de los guerreros, porque la victoria es debida a los pilotos y remeros, “que no es gente de gran valía”. Desde Temístocles hasta Efialtes y Pericles, asistimos a una polí­ tica propugnada por el partido popular que consiste en favorecer el poder marítimo, fortificar la ciudad con murallas, que la mantengan a salvo de las invasiones por tierra, y otorgar un protagonismo polí­ tico absoluto a las masas populares por medio de un programa de

5. Este personaje representa en las Leyes la opinión del propio Platón. 6. Leyes 707c. Palabras como éstas dan la razón a Bowra cuando afir­ ma que “Maratón era un mito nacional sin ser un mito democrático”. Cfr. C.M. Bowra. La Atenas de Pericles. Madrid, 1979 (1970), pág.25. La democracia ateniense necesitaba un hecho heroico semejante, que se lo proporcionaría la segunda oleada de invasiones persas. Aristóteles dice en la Politica (VII 4, 1304a22 y sg.) que la muchedumbre de la escuadra, al ser responsable de la victoria de Salamina, hizo más pode­ rosa a la democracia por la hegemonía lograda gracias al poder maríti­ mo.

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reformas que garantizara el carácter igualitario de la democracia ateniense. Efialtes atacó el poder del Areópago en tomo al año 462 entablando procesos de corrupción contra sus integrantes. Cuando fue asesinado poco después, las reformas no se interrumpieron gra­ cias a la intervención de Pericles, que se hizo con el poder y domi­ naría la escena política ateniense hasta su muerte. Al término de este proceso, el poder legislativo había sido conferido a la Asam­ blea y el judicial a los tribunales populares de justicia. El arcontado quedó abierto incluso a la clase de los zeugitas, se radicalizó la elección por sorteo, suprimiéndose la designación previa, que había sido mantenida por Solón y Clístenes, y se introdujo la paga por desempeño de funciones públicas, de manera que todos los ciudadanos pudieran participar en la administración del esta­ do. Los quinientos miembros del Consejo o Boulé, que se iban turnando en el ejercicio de sus funciones a lo largo del año, los jurados de los tribunales de justicia, los arcontes y otros muchos funcionarios administrativos recibían su paga del estado y con ello todas estas funciones quedaban abiertas a las clases más desfavorecidas económicamente, a las que antes se les había vedado su intervención. La práctica del ostracismo, instaurada, al parecer, por Clístenes, para enviar al exilio a cualquier perso­ nalidad que pudiera suponer una amenaza para el poder popular, y la acusación de ilegalidad o graphé paranómon, propuesta por Pericles para la defensa de la constitución, constituían dos ins­ trumentos eficaces para la perpetuación del sistema. Platón ha dado una pintura tremendamente negativa del régi­ men democrático ateniense y de los líderes políticos que lo impulsaron. Sus críticas coinciden en muchas aspectos con el conservadurismo de otras figuras de la literatura ateniense como Aristófanes, Tucídides o Isócrates. El Gorgias contiene una crí­ tica muy dura contra políticos como Pericles, Cimón, Milcíades o Temístocies. De Pericles dice (Gorg. 5l5e) que “hizo a los atenienses inactivos, cobardes, locuaces y amantes del dinero, al haber establecido por primera vez una paga por los servicios públi18

cos”. Platón criticará el igualitarismo servil instaurado por estos políticos que, a su juicio, no hicieron sino alimentar las bajas pasio­ nes del pueblo con su política exterior imperialista. Construyeron “naves, murallas y arsenales” (Gorgias 517c) y “llenaron a la ciu­ dad de tributos y otras cosas fútiles de este tipo” (519a). Después de las Guerras Médicas, en el año 478 a C., se constituyó una Confederación de estados griegos en tomo al poderío marítimo de Atenas. En un principio el motivo de la alianza era la amenaza de una nueva invasión y la protección de las ciudades que habían sido liberadas. De los aliados, unos contribuían con barcos y hom­ bres y otros con dinero, con esos tributos a los que hace referencia Platón en el texto que acabamos de citar. La superioridad naval de Atenas la convirtió en la potencia hegcmónica de esta Liga. Al principio el tesoro se guardaba en Délos, pero más tarde Atenas sufrió una importante derrota en una expedición a Egipto y, por el temor a una posible invasión, se trasladó a Atenas en el año 454 a.C. Pericles utilizó los ingresos recibidos para acometer un ambi­ cioso programa de construcciones públicas que engrandecieron a la ciudad y le dieron un esplendor que proclamaba su poder. Platón se refiere a ello probablemente cuando menciona “las cosas futiles” (phíyari&n) de ese régimen imperialista que “hincharon y ulcera­ ron” a la ciudad. El punto de vista conservador veía con recelo esta política de Pericles y presentaba el imperialismo ateniense como una tiranía ejercida por la fuerza contra los aliados’. La política imperialista ateniense entró en conflicto con los intere­ ses espartanos y se produjeron toda una serie de incidentes bélicos a los que se puso fin temporalmente con la paz de los treinta años en el 445 a.C. Pero el enfrentamiento entre los dos bloques con sus aliados respectivos era demasiado grande como para no estallar 7. Plutarco se refiere a las críticas vertidas contra Pericles por esta utiliza­ ción del dinero de los aliados. Grecia, decían sus enemigos (cfr.Plutarco, Pericles XII), se da cuenta de que está sujeta a una tiranía, cuando ve que Atenas se gasta como una mujerzuela en estatuas y templos el dinero que se da para la guerra. 19

definitivamente en una guerra abierta y larga. En el 431 se inicia la Guerra del Peloponeso que finalizará el año 404 con la derrota de Atenas, que llevará consigo la destrucción de sus murallas y la pér­ dida del imperio. Con esto hemos llegado ya a los primeros años de la vida de Platón. Pendes murió en el año 429 a consecuencia de una peste que se declaró en la ciudad. Al inicio de la guerra su estrategia consistía en rehuir todo enfrentamiento con los espartanos en tierra y aprove­ char los recursos que proporcionaba el dominio absoluto que Ate­ nas tenía por mar. Había que abandonar las casas y la campiña para defender el mar y la ciudad (Tuddtdes 1 143). Pericles estaba deci­ dido a entrar en guerra porque sabía que ceder a las exigencias de los espartanos era perder la posición hegemónica que Atenas tenía en ese momento y pensaba que se les podía hacer mucho daño con el dominio de la escuadra, siempre que la ciudad se limitase a defender lo que tenía sin arriesgarse a los peligros de nuevas con­ quistas. Manteniendo una política firme con los aliados para evitar la defección de éstos, al final los recursos económicos y militares de Atenas se impondrían. Esta estrategia tenía sus inconvenientes, porque los espartanos invadían año tras año el Ática y los propieta­ rios rurales tenían que soportar la devastación de sus haciendas. Por otra parte, la población proveniente de fuera de la ciudad tenía que refugiarse dentro de las murallas y se producía un hacinamiento que agravaba la situación. Al principio de la guerra, a pesar de las protestas iniciales contra Pendes por la estrategia adoptada, éste pudo contener las tensiones internas, por el prestigio y el control que ejercía de la situación. A su muerte se desataron las rivalidades entre los moderados, de ten­ dencias oligárquicas, deseosos de llegar a un entendimiento con Esparta, y los demagogos radicales, empeñados en llevar la guerra hasta sus últimas consecuencias. Surgen en esta etapa políticos ambiciosos y sin escrúpulos, como Alcibiades, dispuestos a emprender cualquier acción bélica que les permitiera prevalecer sobre sus rivales y ganar así el favor del pueblo con el botín de sus 20

conquistas. Una de esta iniciativas, promovida precisamente por Alcibiades, fue la expedición a Sicilia, que acabó para Atenas con la destrucción de su flota y la muerte o la esclavitud de miles de sus hombres en el año 413. Después la situación interna en la ciudad se hizo prácticamente insostenible y se produjeron dos revoluciones oligárquicas en los años 411 y 404. La guerra con Esparta y sus aliados terminó en una derrota que le costó a Atenas el desmantelamiento de su imperio, la destrucción de las murallas y la suspen­ sión temporal del régimen democrático. Los espartanos impusieron, efectivamente, un régimen oligárquico, a la terminación de la gue­ rra. que llevó al poder a los Treinta Tiranos. Durante el breve tiem­ po que duró su mandato hasta la restauración de la democracia en el año 403 implantaron un régimen de terror que costó la vida o el exilio a miles de ciudadanos. Este es el panorama que vivió Platón en los treinta primeros años de su vida. Platón fue. por excelencia, el filósofo de Atenas, porque sentía en su propio ser, como ningún otro, las desventuras de una patria que veía abocada al desastre y la perdición. Había nacido en el seno de una familia aristocrática. Su padre. Aristón, se decía descendiente de Codro, el último rey de Atenas y su madre, Perictione. estaba emparentada con Solón. A su familia no hay que atribuir una adscripción necesariamente oligárquica. Por un lado, Critias y Cármides, que participaron activamente en el régimen de los Treinta Tiranos, eran primo y hermano de su madre. Pero, por otro lado, el padrastro de Platón, Pirilampes, con quien contrajo matrimonio Perictione en segundas nupcias era, al parecer, amigo de Pericles. Es posible* incluso que ni siquiera Cri­ tias y Cármides estuvieran del lado oligárquico claramente desde un principio y que se fueran inclinando hacia este bando a medida que transcurría la guerra. Hubo muchas familias ricas y nobles que

8. Cfr.J.Burnet, Greek Philosophy, Thales to Plato, Londres-N.York, 1968 (1914), págs. 170-1.

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aceptaron el régimen de Pendes en un principio" y que luego se pasaron al bando de la oligarquía por la opresión financiera a la que estaban sometidos. En el período de la Guerra del Peloponeso hubo muchos aconteci­ mientos que debieron convencer a Platón de que el estado ateniense era un instrumento dominado por fuerzas e intereses irracionales10. Había líderes del partido popular empeñados en continuar la guerra a cualquier precio para mantener el imperio que permitía sufragar los costes de un régimen igualitario como era el ateniense. Cuando se produjo la rebelión de Mitilene en tomo al 428 ó 427 y fue sofo­ cada por la intervención del ejército ateniense, la Asamblea decidió matar no sólo a los prisioneros, sino a todos los mitilenios mayores de edad y vender como esclavos a los niños y mujeres (cft.Tucidtdes III. 36). Los atenienses enviaron una trirreme con estas órdenes al ejército mandado por Paquete, que esperaba allí instrucciones. Al día siguiente se arrepintieron de la decisión tomada, porque pensa­ ron que era cruel castigar a toda la población en vez de hacer justi­ cia sólo con los culpables. Cleón, uno de los dirigentes del partido popular en aquel momento, era partidario del castigo, consciente de que el imperio era “una tiranía sobre gentes que urden intrigas” (Tuc., III, 37). Sus razonamientos muestran de manera descamada la concepción de la política exterior ateniense preconizada por los demagogos que controlaban ocasionalmente el poder en una demo­ cracia radicalizada y asamblearia como era aquella. Las alternativas para él eran seguir con el imperio, aunque fuese injusto, y castigar­ les contra la justicia, por razones de conveniencia, o bien dejar el imperio y hacer de hombres buenos en una situación sin peligros (Tuc., IU, 40). En aquella ocasión se impuso la moderación y la Asamblea, por un ajustado margen de votos, decidió volverse atrás, 9. Esta es la opinión de G.C. Field, cfr. Plato and his Contemporaries, Londres, 1930, pág.5. 10. He analizado con detalle la visión platónica de la situación en Mito y Persuasión en Platón, Er, Revista de Filosofía (Suplementos), Sevi­ lla. 1993, págs. 10-43.

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por lo que hubo que enviar una trirreme a toda prisa con la contra­ orden, para que la población no fuera aniquilada. En otros casos, como el de Melos (416 a.C.), la moderación no logró imponerse sobre el deseo de mantener el imperio a cualquier coste. Casos como éste debieron provocar en Platón un sentimiento con­ trario a las ambiciones extremas y los procedimientos del régimen democrático ateniense. Por eso no es de extrañar que en la Carla VII (324d) Platón nos revele las esperanzas que concibió ante la instauración de un nuevo régimen en el 404, cuando se produjo la derrota definitiva de Atenas. Él pensó que los nuevos dirigentes, entre los que estaban allegados y conocidos suyos, iban a gobernar la ciudad conduciéndola de una forma injusta de vida a una ordena­ ción justa de la convivencia. Pero sus esperanzas se desvanecieron hasta el punto de que los nuevos gobernantes hicieron que se recor­ dara el régimen anterior como una edad de oro. Efectivamente, el gobierno de los Treinta Tiranos situó a Atenas en una situación de guerra civil y las condenas a muerte o las confiscaciones de bienes se produjeron hasta su derrocamiento a manos de los partidarios del régimen democrático que estaban en el exilio. Platón nos confiesa que pensaba dedicarse a los asuntos del estado tan pronto como fuera dueño de sus actos, pero esta decidida voca­ ción política, agudizada sin duda por los problemas que vivía su patria, debió esperar indefinidamente ante la adversidad de las cir­ cunstancias. Tanto antes como después del gobierno de los Treinta Tiranos, Platón experimentó vehementemente el deseo de ocuparse de los asuntos políticos. En la restauración de la democracia, que tuvo lugar poco después, se decretó una amnistía que impedía enta­ blar procesos por causas políticas y Platón elogia la gran equidad de los vencedores. Pero algunos de los que tuvieron un papel influ­ yente en el nuevo régimen acusaron a Sócrates de impiedad y co­ rrupción de la juventud y consiguieron que se condenara a muerte a quien él consideraba “el hombre más justo de su tiempo” (Carta VII 324e), cometiendo la gran injusticia de castigar a una persona que, con riesgo de su propia vida, se había atrevido a desobedecer 23

las órdenes del anterior régimen oligárquico. Este hecho convenció a Platón de que el régimen democrático ateniense seguía estando a merced de fuerzas irracionales. En este momento le abandonó ade­ más el entusiasmo que había tenido en otros momentos, porque comprendió que en una situación como aquélla, dominada por tales tensiones y conflictos, la magnitud de los medios para ponerle remedio estaba fuera totalmente de su alcance. Los temperamentos especulativos como el suyo conciben unas soluciones a los proble­ mas de tal envergadura que nunca pueden llevarse realmente a la práctica". Platón debió darse cuenta de la imposibilidad de su empresa porque su diagnóstico de la situación era extremadamente pesimista. El régimen legislativo ateniense se hallaba, según lo veía él, en un estado “casi incurable” y hubiera necesitado “unos reme­ dios extraordinarios acompañados de la suerte”, cosa que evidente­ mente no estaba en manos de una persona que, sin amigos y partidarios, no representaba nada en la correlación de fuerzas de aquel momento. Platón tenía, pues, una indudable vocación política, frustrada por la turbulencia del momento y las características de su propia perso­ nalidad. Añoraba, como Isócrates, el antiguo régimen que restringía la participación política e impedía los males de una democracia asaniblearia y radicalizada, así como “las costumbres y prácticas de los padres” (Carta Vil 325d) que idealiza frente a la corrupción “de la letra y el espíritu" de las leyes que le locó vivir. Su visión de la 11. Véanse en este sentido los comentarios de Guthrie, que sabe distin­ guir el genio especulativo del (alante del hombre de acción, en su Histo­ ria de la Filosofía Griega, Madrid, 1990, vol.IV, pág.38 y sgs. M.I.Finley ha criticado esta dimensión de la personalidad de Platón y la imagen que describe de la Atenas de aquel tiempo en la Carta Vil como una sociedad corrupta y decadente, afectada por males incurables. El lector debería tener en cuenta su defensa de la democracia ateniense, independientemente de comprender las razones de Platón. Cfr.M.I. Finley, “Platón y la Praxis Política”, en Aspectos de la Antigüedad. Barce­ lona. 1975 ( 1960), págs. 100-118.

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situación, bajo el impacto de la muerte de Sócrates, era de rechazo total y, en estas circunstancias, era natural que concibiera solucio­ nes especulativas de alternativa total más que medidas concretas de acción inmediata. Por eso, perdido el entusiasmo del principio, dejó de esperar otras oportunidades para intervenir activamente (Carra Vil 326a). En la República hay un extenso pasaje donde las críticas a una democracia de masas poseídas por la locura se unen al reco­ nocimiento amargo del escaso papel que puede desempeñar un filó­ sofo en tales situaciones. Éste tiene que resignarse a comprobar que no hay nadie que haga algo sensato en los asuntos de la ciudad y que no puede prestarse a intervenir sin grave riesgo para su propia vida, por lo que “busca la tranquilidad y se ocupa de sus propias cosas, como le sucede a alguien que es arrastrado en una tempestad por la polvoreda y las lluvias y se aparta refugiándose bajo un muro” (RepA96d). Estas palabras describen casi exactamente la experiencia del pro­ pio Platón. La amargura y la decepción ante las escasas posibilida­ des efectivas que tenía de actuar, si bien le restaron entusiasmo por la acción inmediata, no le llevaron a abandonar la tarea de indagar cómo podría producirse alguna mejora en el régimen político y la vida pública ateniense (Carta Vil 325e-326a). Las frustraciones de su vocación política le inclinaron más, si ello era posible, a la espe­ culación filosófica y a contemplar en “la recta filosofía” la única fuente por la que se puede llegar a concebir la justicia en la vida pública y privada. Platón estaba convencido de que “los males no cesarán para el género humano hasta que la clase de los que filoso­ fan recta y verdaderamente llegue al ejercicio del poder o hasta el momento en que, por una gracia de la divinidad, los que gobiernan en las ciudades filosofen realmente” (Carta Vil 326a-b, cfr.tb. Rep. 499b-c). Esta alianza del conocimiento y el poder fue la aspiración ideal de Platón, el gobierno concebido como un arte a salvo de la locura que representan para el estado las pasiones de la multitud o los intereses particulares. Pero Platón no se cruzó meramente de brazos y se limitó a sus 25

tareas docentes en la Academia y a escribir los diálogos que han llegado hasta nosotros. En cierta ocasión intentó de alguna manera llevar a cabo su ideal de un gobierno basado en el conocimiento. Cuando tenía unos cuarenta años (387 a.C.) hizo un viaje al sur de Italia, probablemente con el deseo de estrechar lazos con las escue­ las pitagóricas allí establecidas. Pero en Siracusa conoció a Dión, que despertó en él una gran atracción. La hermana de Dión. Aristómaca. estaba casada con Dioniso, tirano de Siracusa, y el mismo Dioniso se casó con una hija del tirano. El encuentro con Platón debió producir también en Dión un gran impacto y despertó proba­ blemente en él la conciencia de unos ideales que casaban mal con el gobierno despótico de un tirano (cfT.Carta Vil 327a). Como con­ secuencia de este encuentro Platón volverá a Siracusa en otras dos ocasiones para intentar llevar a la práctica sus proyectos de refor­ mas políticas. Pero, antes de esto, volvió a Atenas y fundó la Aca­ demia, que tomó su nombre del lugar en el que estaba radicada, en las afueras de la ciudad, un emplazamiento consagrado al héroe Academos. Platón debió permanecer aquí durante los veinte años que transcurrieron hasta su nuevo viaje a Siracusa. Entre las ense­ ñanzas impartidas en la Academia figurarían, sin duda, las matemá­ ticas, que se contemplan en la República como una parte esencial en la formación de los futuros gobernantes, y estudios de legisla­ ción. Sabemos que discípulos de Platón formados en la Academia, como Erasto y Coriseo'2, desempeñaron funciones legislativas, cuando volvieron a sus ciudades de origen. Es posible incluso que se hicieran estudios de ciencias naturales, si tenemos en cuenta el interés que demuestra Platón en el Timeo por cuestiones referentes a la naturaleza. En el año 367 a.C, cuando murió Dioniso 1. Dión llamó a Platón, pensando que había llegado ese “azar divino" (Carta Vil 327e) que era necesario para lograr la confluencia de filosofía y poder. Platón 12. Cfr.W.K.C.Guthrie, Historia de la Filosofía Griega , vol.IV, pág.33-4.

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no se negó a ir, a pesar de lo arriesgado del viaje y las circunstan­ cias en las que se iba a ver inmerso. No podfa negarse por su deber de amistad hacia Dión y por la causa de la filosofía. Platón no que­ ría que se le considerase un hombre meramente de palabras que no pone en acción sus propios planes para la reforma de los sistemas políticos (Carla VII 328c). Era la ocasión de convencer a esa única persona capaz de llevarlos a la práctica y no podía negar a Dión los “razonamientos y la persuasión” necesarios para conseguirlo y con­ ducir a un joven gobernante “hacia el bien y la justicia”. Pero el resultado de la experiencia siciliana fue bastante desalentador, por­ que Platón encontró a su llegada un ambiente contrario a Dión, que fue expulsado a los tres meses. Sin embargo, Dioniso quería que Platón permaneciera junto a él y no le dio facilidades para marchar­ se. Por fin pudo volver a Atenas con la promesa de Dioniso de que le haría volver junto a Dión cuando solucionara sus problemas en la isla. Poco después, terminados los conflictos bélicos en Sicilia, en lomo al 361 a C., Platón fue por tercera vez con la promesa de Dio­ niso de que con su llegada se arreglarían los asuntos de Dión (Caria Vil 339c). Influyeron igualmente los informes recibidos acerca del genuino interés que Dioniso demostraba ahora por la filosofía, que Platón conocía por su amigo el pitagórico Arquitas de Tarento. El viaje terminó en un nuevo fracaso, porque, al poco de llegar. Dioniso vendió los bienes de Dión a espaldas de Platón. Después de estar retenido contra su voluntad una vez más. Platón consiguió hacer llegar una carta a sus amigos de Tarento que le enviaron una embarcación con el mego a Dioniso de que le dejara marchar. Platón salió contento con poder salvar la vida. A su llega­ da al Peloponeso, Dión le pidió que se uniera a él en una expedi­ ción de venganza contra Dioniso. Platón se negó, entre otras razones, por los lazos de hospitalidad que le unían a éste último, que le había dejado partir sano y salvo. La expedición, que se vio acompañada por el éxito, terminó, sin embargo, con el asesinato de Dión y con una Sicilia ensangrentada por las luchas civiles. 27

“Nos preocupamos a la vez de los asuntos privados y de los públicos, y gentes de diferentes oficios conocen suficientemente la cosa pública; pues somos los únicos que consideramos no hombre pacífico, sino inútil, al que nada participa en ella, y además, o nos formamos un juicio propio o al menos estudiamos con exactitud los negocios públicos, no considerando las palabras daflo para la acción, sino mayor daño el no enterarse previamente por la palabra antes de poner en obra lo que es preciso. Pues tenemos también en alto grado esta peculiaridad: ser los más audaces y reflexionar además sobre lo que emprendemos; mientras que a los otros la ignorancia les da osadía, y la reflexión, demo­ ra.”

Palabras de Pericles en Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, II, 40'.

I. La traducción es de F.Rodríguez Adrados.

cosa que explica en cierto sentido el pesimismo de Platón en los últimos años de su vida. Platón debió permanecer ya en la Aca­ demia hasta su muerte acontecida trece años después en el 347 a C. Probablemente dedicaría estos últimos años a la enseñanza y a la composición de sus últimas obras. Los Diálogos. A lo largo de un período de cincuenta años Platón compuso diálogos, que se han conservado en su totalidad. En este caso, a diferencia de lo que ocurre con otros autores de la antigüedad, el problema no es la pérdida de obras sino el hecho de que se le atribuyen algunos diálogos de dudosa autenticidad. Otros son claramente apócrifos. Aparte de las dudas surgidas sobre la autenticidad de algún diálogo concreto, las mayores disputas de los especialistas han versado sobre la datación cronológica de las obras platónicas. Sería, desde luego, de extraordinario inte­ rés conocer el orden en que fueron compuestas, porque esto nos aclararía no sólo la evolución de su pensamiento filosófico, sino la última fase de su doctrina. Algunos especialistas, por ejem­ plo, han dudado de que Platón defendiera la versión clásica de la teoría de las formas en los últimos años de su vida. Por ello, si tuviéramos certeza de que una obra como el Timeo pertenece a la última época de la trayectoria literaria de Platón, tal y como se pensaba tradicionalmente, esas dudas tendrían que eliminarse totalmente. Se han utilizado diversos criterios para la ordenación de los diálogos. En algunos casos excepcionales éstos hacen referencia a hechos históricos conocidos, lo que proporciona al menos un terminus post quem que permite su ubicación cronológica con cierta aproximación. Otras veces, también excepcionalmente, hay referencias de unos diálogos a otros, como ocurre en el caso del Timeo respecto a la República o en el grupo del Teeteto, Sofista y Político, lo cual resuelve la cuestión de sus relaciones cro­ 29

nológicas respectivas. Pero con esto no podemos adelantar mucho respecto a la totalidad de los casi treinta diálogos reconocidos. Desde mediados del siglo pasado se ha utilizado, a falta de otros datos más terminantes, como los que acabamos de mencionar, el método de la estadística lingüística o estilometría. Desde los estu­ dios pioneros de L.Campbell en 1867 hasta la actualidad se han empleado diversos criterios de recuento: la aparición de términos determinados [L.Campbell (1867); A. Díaz Tejera (1961)], la pre­ sencia de ciertas partículas junto a otras palabras y el uso alternati­ vo de sinónimos [(W.Dittenberg (1881), M.Schanz (1886)], las fórmulas de respuesta [(C. Ritter (1888), H.von Amim (1912)], la aparición del hiato [(GJanell (1901)] o incluso el ritmo de la prosa [(D.Wishart, S.V.Leach (1970)],J. Por el testimonio de Aristóteles y otros autores de la antigüedad como Olimpiodoro, sabemos que las Leyes fue la última obra escrita por Platón, de aquí que la estilome­ tría tome las características de su estilo como indicio seguro del carácter tardío de una obra. Frente a la subjetividad de las conside­ raciones filosóficas sobre cómo debió ser la evolución del pensa­ miento platónico y, en consecuencia, la ordenación de los diálogos, el método estilométríco ha permitido generar un cierto consenso que distribuye las obras de Platón en tres grandes grupos: uno de diálogos iniciales, otro de madurez y, finalmente, un período tardío. Subsisten algunas dudas en el caso de algún diálogo concreto y, desde luego, pretender establecer el orden de cada uno en el seno del grupo al que pertenece supone necesariamente adentrarse en un terreno de arenas movedizas. A título de ejemplo damos a continua­ ción el siguiente cuadro tomado de Vlastos:

13. Puede encontrarse un útil resumen con los hallazgos de cada inten­ to significativo y una evaluación de sus méritos y errores en L.Brandwood, “Stylometry and chronology”, en The Cambridge Companion to Plato, ed.by R.Kraut, Cambridge. 1992. págs.90-120.

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Grupo 1, diálogos del primer periodo, en orden alfabético; a: Apo­ logía, Cármides, Critón, Eutifrón, Gorgias, Hipias Menor, lón. Laques, Protágoras, República Libro I, b: diálogos transicionales: Eutidemo, Hipias Mayor, Lisis, Menéxeno, Menón. Grupo II. diálogos del periodo medio, en su secuencia cronológi­ ca más probable; Crátilo, Fedón, Banquete, República Libros II-X, Fedro, Parménides, Teeteto. Grupo III. diálogos del último periodo, en la secuencia cronológi­ ca más probable; Timeo, Critias, Sofista, Político, Filebo, Leyes.'* Para terminar convendría decir algo sobre el género literario del diálogo platónico. Es muy posible que Platón eligiera esta forma de expresión en un principio, porque pensaba que era la más adecuada para reflejar las características esenciales del pensamiento socrático1’. Sócrates pensaba que el diálogo era un instrumento útil para superar el relativismo y el individualismo de sofistas como Protágoras o Gorgias, porque creía que, si se construía sobre funda­ mentos racionales, generaba acuerdos intersubjetivos que se con­ vertían en garantía de verdad, de una verdad que podía erigirse 14. Cfr. G. Vlastos, Socrates, Ironist and Moral Philosopher, Cambrid­ ge, 1992 (1991). págs.46-7. En la Introducción de E.Lledó al volumen I de los Diálogos en la edición de la Biblioteca Clásica Gredos (Madrid, 1981) el lector puede encontrar tablas de ordenación debidas a varios autores, asf como la del propio Lledó que distingue cuatro períodos: época de juventud (393 a 389), de transición (388-385). de madurez (385-370) y de vejez (369-347). 15. Cfr.T.H. Irwin, “Plato: The intellectual Background", en The Cam­ bridge Companion to Plato, pág.76. Sobre las relaciones del diálogo platónico con otros géneros literarios griegos, puede verse A.Lesky. Historia de la Literatura Griega, ed. Gredos, Madrid, 1985 (1963), pág.543 y sgs.

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incluso por encima de intereses enfrentados (cfr., por ej., Gorgias 486e). Para Sócrates, cuando se llegaba a un acuerdo con el interlo­ cutor por medio del diálogo en común, las conclusiones quedaban aseguradas con “razonamientos de hierro y acero” (Gorgias 509a). En medio de las incertidumbres que encerraban para el hombre los estudios de la naturaleza, el diálogo era, en el ámbito de las cuestio­ nes humanas, un instrumento eficaz que hacía necesaria la forma dia-léctica de la filosofía. Para Sócrates el diálogo era el único medio posible de la mayéutica, es decir, del arte de lograr que sea el propio interlocutor el que dé a luz por sí mismo la verdad. Él no creía en una educación capaz de poner el conocimiento en la mente del discípulo como quien infunde vista a unos ojos ciegos (Rep.518c). Por otra parte. Sócrates, según nos cuenta Aristóteles (Refutaciones Sofísticas 183b7), se limitaba a preguntar y no respondía nunca, por­ que hacía continuamente profesión de ignorancia. De manera que los largos discursos se compadecerían mal con el conocido “sólo sé que no sé nada”. Puede decirse con FriedlSnder que con él “irrumpe un movimiento dialógico en el pensamiento griego" y que, por to­ das estas razones, la creación de diálogos socráticos se convirtió para Platón en “una necesidad inevitable”16. En las primeras obras de Platón hay ocasiones en que el carácter dialogado da a la filosofía la forma de “un pensamiento roto”, como ha dicho Llcdó17, porque el diálogo es real y las respuestas quedan siempre sujetas a las dudas y las contradicciones de los personajes. El Gorgias sería un claro ejemplo de ello, porque aquí los persona­ jes tienen sus propios puntos de vista y sólo a duras penas se dejan persuadir por Sócrates. En ese sentido es verdad que el diálogo pla­ tónico tiene unas características propias y un dramatismo que le diferencian de otros ensayos posteriores, como los de Galileo, Ber­ keley o Hume, donde la forma dialogada se convierte en una mera 16. Cfr.P.Friedlander, Plato: An Introduction. Princeton, 1973 (1954), pág. 157. 17. Cfr.rt/>i« cit., pág. 16.

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sucesión dogmática de tesis enfrentadas. Sin embargo, no siempre ocurre esto. Otras veces, a pesar de la forma dialogada, los perso­ najes cooperan con sus objeciones al desarrollo de la argumenta­ ción y se alcanzan conclusiones positivas, como es el caso del Fedón. Por eso sería erróneo decir que el único objetivo de los diálogos platónicos consiste en mostrar ideas filosóficas contra­ rias y construir dramáticamente los personajes que las susten­ tan"1. En la inmensa mayoría de los casos al lector no le quedan dudas acerca de cuáles son las ideas que defiende el propio Pla­ tón. En las últimas obras, como el Timeo o las Leyes, la concepción mayéutica del diálogo y la descripción dramática de los perso­ najes van pasando a un segundo plano hasta difuminarse por completo. Entonces, como ha mostrado Jaeger1’, queda en pri­ mer plano el elemento científico que acaba por romper la forma del diálogo y busca medios propios de expresión. Con ello la figura de Sócrates desaparece de la escena y es sustituida por otros interlocutores (el Ateniense en el caso de las Leyes) o se limita a escuchar el discurso pronunciado por ellos (Timeo de Lócride en el caso del Timeo).

18. En este sentido estamos de acuerdo con R.Kraut. “Introduction to the study of Plato”, en The Cambridge Companion to Plato, pág.26. 19. Cfr. W.Jaeger, Aristóteles. Bases para la historia de su desarrollo intelectual, México. 1983 (1923), pág.40.

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Los retos del pensamiento platónico

Aparte de las circunstancias políticas que hemos mencionado, que influyeron notablemente en la actitud y la conciencia que Platón se fue formando de la situación, existían también factores de naturale­ za intelectual que constituían un reto para su pensamiento. Platón recibe influencias de diversas fuentes que va integrando y ajustando, como veremos, dentro del esquema de sus propias concepciones filosóficas. Heráclito, Parménides, los pitagóricos, los filósofos de la naturaleza y, sobre todo. Sócrates, aportan elementos que iremos viendo en las próximas páginas. Pero el pensamiento de los sofistas fue, sin ninguna duda, el gran reto al que se sintió obligado a res­ ponder en muchas de sus obras. Esto es verdad hasta el punto de que Platón, al criticarlos, va erigiendo los fundamentos de sus pro­ pias concepciones filosóficas. Los sofistas han sido considerados responsables de los males de la sociedad ateniense por haber difundido ideas que contribuyeron a minar el orden de las viejas virtudes tradicionales1. Este punto de 1. La imagen negativa de los sofistas está acreditada por el mismo carácter peyorativo que tiene la palabra. Sin embargo, desde Tines del siglo pasado, con la obra de Grote, hasta nuestros días, los sofistas han tenido también sus defensores. K.Popper (La Sociedad Abierta y sus Enemigos, Buenos Aires. 1981. pág. 181) ha visto en algunas figuras destacadas de este movimiento "una gran generación” empeñada en asumir la tarea de la razón ante el derrumbe de la sociedad cerrada. Uno de los últimos libros aparecidos, The Great Sophists in Periclean

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vista está presente en la obra de Platón cuando, por ejemplo, Ánito dice de ellos que son “desgracia evidente y corrupción para los que tienen trato con ellos” (Menón 91c). Pero Platón se da cuenta de que este veredicto es, en cierta manera, injusto, porque ellos no “enseñan otra cosa que las opiniones de la mayoría” (Rep. 493a). Son como el guardián de una criatura grande y poderosa cuyos ins­ tintos y pasiones han aprendido para saber cómo halagarlo y servir­ lo (cfr.Rep. 493a-c), llamando bueno a aquello que complace al pueblo y malo a lo que le molesta. Sin embargo, también tienen una gran responsabilidad, porque su crítica del nomos tradicional, es decir, de los fundamentos ético-políticos que hacen posible la convivencia en la ciudad, ha contribuido a liberar esas elementos irracionales antes contenidos por la fuer/a de la tradición1. En este sentido, a Platón le preocuparon fundamentalmente su relativismo y sus ideas acerca de la convencionalidad de las leyes, porque pensaba que una y otra vertiente podían contribuir clara­ mente a minar las bases de la moral comunitaria, ya deterioradas por el peso de los acontecimientos. En cuanto a lo primero. Platón hace referencia varias veces en el curso de los diálogos a Protágoras. a quien trata en general con respeto, pero cuyo relativismo individualista le parece difícilmente conciliable con los fundamen­ tos teóricos de la moral. En los diálogos se cita varias veces la sen­ tencia de Protágoras de que “el hombre es medida de todas las cosas”. Esta afirmación se ha interpretado de muy diversas mane­ ras', pero Platón tanto en el Crdtilo (386a), como en el Teeteto (152a), la entiende en el sentido individualista de que la verdad Athens, Oxford, 1992 (1988), de Jaqueline de Romilly, se inscribe en esta misma línea, porque intenta poner en evidencia aquellos testimo­ nios minusvalorados que nos hablan de aspectos bien diferentes del amoralismo que normalmente se les atribuye. Cfr., opus cit., pág.128. 2. Cfr. F.Rodrígue/. Adrados, La Democracia Ateniense, Madrid. 1980 (1975), pág.329 y mi Mito y Persuasión, págs 43-49. 3. Cfir.W.K.C.Guthrie, Historia de la Filosofía Griega, vol.III, Madrid, 1988 (1969). págs. 189-192.

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depende del criterio de cada persona en particular y siempre tiene presente las consecuencias morales que se siguen de ella. En el pri­ mero de estos diálogos (386a-e), compartir el punto de vista relati­ vista expresado en la tesis de Protágoras significaría negar la existencia de hombres buenos y malos. En el Teeteto (I57d), la posición del sofista de Abdera lleva igualmente a sostener que lo bueno y lo bello no tienen una realidad objetiva. De acuerdo con su teoría, tal y como lo ve Platón, habrá que decir que “lo que a cada ciudad le parece justo y recto, lo es, en efecto, para ella, en tanto lo juzgue asf’ (Jeet. 167c). En la reconstrucción que Platón hace del relativismo protagórico, la doctrina se fundamenta en una teoría sensualista del conocimien­ to, que identifica la percepción con el saber, y en la idea defendida por Heráclito de la movilidad de todo lo real. Estas dos raíces de la doctrina de Protágoras nos proporcionan una clave para entender posteriormente la teoría de las formas, porque constituyen el negati­ vo de características esenciales de esta teoría, que afirmará precisa­ mente, frente a Protágoras, la naturaleza intelectiva del conocimiento, y la inmutabilidad de las ideas. La tesis del hombre medida se une a la teoría del saber como percepción, a los ojos de Platón, porque las cualidades sensibles sólo surgen en relación a un sujeto perceptor y éste se convierte en juez o criterio de la existencia de aquéllas. Si la miel parece amarga a un sujeto, por la condición particular en que se halle, lo será, efectivamente, para él, ya que el amargor o la dul­ zura no existen independientemente, sino como resultado de la inte­ racción de la miel con el sujeto. No tiene sentido hablar de estas cualidades sin referencia a un individuo que las percibe. Tenemos, pues, una posición cercana al fenomenalismo4. Las cosas son un agregado o colección de cualidades sensibles (cfr.l57b-c). Esto equivale a decir que “ninguna cosa tiene un ser único en sí misma y 4. Cfr., por ej., T.Calvo Martínez, De los Sofistas a Platón, Madrid, 1986, págs.90-1. Para las diferencias con el fenomenalismo moderno, véase J.H.McDwell, Plato, Theatetus, Oxford. 1973. pág. 143.

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por sí misma, sino que siempre llega a ser para alguien” (Teet. I57a-b). Por otra parte, Platón relaciona invariablemente este subjetivismo protagórico con la tesis de Heráclito de que todo está en movimien­ to (cfr.por ej., 160d-e). Todas las cualidades sensibles, en las que consiste nuestro conocimiento de las cosas, son procesos que sur­ gen del encuentro de un sujeto perceptor y un objeto, que son, a su vez, realidades en movimiento. El sensualismo que Platón atribuye a Protágoras convierte al individuo en criterio último de la verdad y la existencia de las cosas. Éstas quedan privadas de una realidad propia en la que pudiera fundarse la objetividad del conocimiento. Frente a este subjetivismo y a la movilidad en que aparece envuelta la realidad, Platón querrá defender lo que él llama la bebaiótés tés ousías o consistencia de la realidad (cfr.Crátilo 386a). Esto signifi­ ca para él que lo real tiene un ser propio al que el sujeto cognos­ cente tiene que adecuarse, si quiere estar en la verdad, y una estabilidad permanente que hace posible el conocimiento. Este concepto, esencial en su teoría de las formas, está. pues, en las antí­ podas del relativismo de Protágoras. Ya hemos visto la preocupación de Platón por las consecuencias morales de esta teoría. Pero esto no significa que le atribuya a Pro­ tágoras posiciones inmoralistas. En el Teeteto, donde Platón reconstruye, como hemos visto, las bases teóricas del relativismo, le asigna a su pensamiento un carácter utilitarista que lo pone a salvo del inmoralismo (I66d y sgs.). Esto coincide con la imagen ofrecida en otros diálogos, como el Protágoras, donde el famoso sofista llega a decir que los ciudadanos que no participen del pudor y la justicia deben morir como una enfermedad de la ciudad (322d). Sin embargo, a Platón le preocupaba ese relativismo indivi­ dualista porque podía contribuir a disolver el compromiso del indi­ viduo con la moral comunitaria y liberar así fuerzas irracionales que pusieran en peligro la integridad del estado. El otro frente contra el que Platón tenía que luchar es el con­ vencionalismo presente en lodos los sofistas bajo una u otra 37

forma5.En un principio las leyes tenían un respaldo divino. Poste­ riormente. cuando se racionaliza el concepto de divinidad, todavía encontramos un intento de fundar las leyes humanas en la “única ley divina” de la que se nutren éstas, según dice Heráclito (DK B 114). En este sentido no hay todavía oposición entre el orden huma­ no de las leyes y los usos y costumbres, de un lado, y la realidad, de otro. Según la sentencia de Heráclito, la naturaleza está gobernada por los mismos principios de donde surgen o deben surgir las leyes humanas. Pero, a lo largo del siglo V, se va a operar un cambio y ambos órdenes se opondrán de tal manera que la naturaleza repre­ sentará lo inmutable, real y necesario, frente a la mutabilidad, artificialidad y arbitrariedad de las leyes humanas. Un filósofo como Demócrito, que recibe las influencias de las nuevas experiencias sociales y políticas, dirá (DK 68 B 9) que lo dulce y lo amargo, lo caliente y lo frío, así como el color existen por convención (nómOi), porque en realidad (eteéi) sólo existen los átomos y el vacío. La oposición entre physis y nomos, entre naturaleza y ley, adopta en los sofistas muchas formas. Algunos están a favor de la ley, como Protágoras. porque creen que aporta a la naturaleza humana un principio de civilización, que moraliza al individuo y le hace capaz de vivir en sociedad, sin la cual no podría subsistir. Otros defienden, por el contrario, que la ley significa un elemento de coacción innecesaria ejercida contra la naturaleza. En este último grupo de defensores de la naturaleza frente al nómos, nos encontra­ mos, por otra parte, con dos posiciones diferentes. Unos, como Hipias de Elide (ch.Prot. 337c-d), critican las leyes por introducir artificialmente diferencias que separan a los hombres, ejerciendo una especie de tiranía contra la naturaleza, mientras que, de acuerdo con ésta, todos los ciudadanos pertenecerían a una misma comuni­ dad humana. Otros, como Calicles en el Gorgias, ven en la ley, por S. Respecto a las diversas posiciones de la ilustración sofística sobre el problema de las relaciones entre naturaleza y ley, véase el cap.1V de W.K.C.Guthrie, Historia de la Filosofía Griega, vol.III.

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“Nadie se ha detenido en demostrar alguna vez sufi­ cientemente en poesía o en prosa que la injusticia es el mayor mal que puede poseer el alma en sí misma y que la justicia es el bien más grande, pues, si alguien lo hubiera hecho desde el principio y nos hubiéscis per­ suadido desde jóvenes, no nos vigilaríamos unos a otros para que no se cometan injusticias, sino que cada uno sería el mejor guardián de sí mismo, porque temería delinquir y tener que convivir con la más grande de las desgracias.” Palabras de Adimanto en la República (366e-367a).

el contrario, un principio que impone una igualdad artificial y evita que impere el principio natural de la ley del más fuerte. En cualquier caso, la reflexión sobre el nómos, según la enjuicia Platón, no ha venido a dotar a las leyes de un nuevo fundamento que pueda sustituir al antiguo orden de los principios ético-políti­ cos respaldados por la divinidad. Por el contrario, ha contribuido a disolver los lazos por los que el individuo se sentía ligado y com­ prometido con las leyes y la moral de la polis. Se pueden dar multitud de referencias en este sentido. El caso de Antifonte, no mencionado por Platón, es muy ilustrativo. La justicia consiste para él (DK 87 B 44, frag.A) en “no transgredir las leyes de la ciudad en la que uno vive como ciudadano”, pero a continuación afirma que un hom­ bre “practicará la justicia con gran utilidad propia si hace mucho caso de las leyes cuando hay testigos, pero, si se halla sólo y sin testigos, ha de cumplir los dictámenes de la naturaleza’*. Vemos en este texto la clara oposición entre lo que es por naturaleza y lo que se debe a la convención y el acuerdo social. Si se violan los preceptos legales, el daño para el individuo depende de la presen­ cia de testigos, es decir, de las fuerzas coercitivas de la sociedad. Sin embargo, cuando uno se atreve a violar los preceptos (tá nómima) de la naturaleza, dice Antifonte (B 44, A col.II). el daño no es menor o mayor por la ausencia o la presencia de testigos: “pues uno no se ve dañado en relación a la opinión, sino a la verdad". Como se ve, la oposición physis-nómos termina por identificarse con la diferencia entre verdad y opinión, es decir, con lo que está fundado en la naturaleza real de las cosas y lo que debe su existen­ cia sólo a las convenciones arbitrarias de los hombres. En esta oposición asistimos a la consecuencia más temida por Platón, porque se produce verdaderamente un divorcio de los inte­ reses del individuo y la comunidad. Lo que las leyes determinan es “atadura para la naturaleza, pero lo que ésta establece es liber6. La traducción es de A. Piqué Angordans. Sofistas, Testimonios y Fragmentos, Barcelona, 1985.

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tad” (frag.A, col.IV). La conveniencia natural de un comporta­ miento se interpreta desde un punto de vista individualista como placer y utilidad, mientras que las leyes son una sujeción que no responde a los verdaderos intereses del individuo. En Antifonte se ve con toda claridad que éste ya no está dispuesto a aceptar la res­ tricción impuesta por las leyes a sus propios intereses, porque se da cuenta de que el entramado de principios legales no puede ponerle a salvo eficazmente de los daños causados por otros individuos que sí están dispuestos a violar el orden de la justicia comunitaria. En otro caso, dice Antifonte, “la obediencia a las leyes no sería des­ ventajosa”. Pero la polis con sus principios legales no puede asegu­ rar a quien deje de lado su propia conveniencia en favor de la justicia que no va a ser dañado o injuriado por otros individuos menos respetuosos con el orden legal. Por esta razón yo creo que Antifonte expresa su propia pérdida de confianza en el nomos, cuando dice que su indagación tiene como objeto el conflicto de las disposiciones legales con la naturaleza1. Si hubiera que adscribirlo a alguna tendencia en su crítica del nomos, parece claro que oscila entre un egoísmo individualista, que ve en el placer el criterio ade­ cuado de conducta, y un sentido igualitarista, que crítica igualmen­ te las diferencias artificiales impuestas por las leyes*. El caso de Calicles, descrito en el Gorgias, coincide con Anti­ fonte en el mismo desprecio por las leyes, pero este personaje de Platón, a diferencia de Antifonte, destaca las diferencias en el concepto de naturaleza y, en consecuencia, critica al nomos porque considera que introduce una igualdad artificial en lugar 7. Cfr. G.B. Kerferd. The Sophistic Movement, Cambridge, 1993 (1981), pág.l 15-6. Véase, sin embargo, J. de Romilly, The Great Sophists in Periclean Athens, pig. 127, para quien la posición de Antifonte es de mero aná­ lisis, sin defender, como Calicles, sus preferencias por las disposiciones naturales. 8. En relación con esto último hay que tener en cuenta su hincapié en la igualdad de la naturaleza humana (cfr. DK B 44, B. col.II). Cfr.W.K.C.Guthrie. Historia de la Filosofía Griega, vol.III, pág.l 14.

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del principio natural del derecho del más fuerte. La oposición entre naturaleza y ley es evidente, según Calicles, porque por naturaleza es más feo todo lo que es más desventajoso para el individuo, como, por ejemplo, sufrir la injusticia, pero por ley, es más feo cometerla (Gorg. 483a). Desde el punto de vista igualmente hedonista que Platón le atribuye a este personaje, por otra parte desco­ nocido, las leyes no responden tampoco a los intereses del individuo, sino a las conveniencias de la comunidad, que Calicles contempla como un agrupamiento de hombres débiles e inferio­ res para protegerse de naturalezas mejor dotadas. Las leyes y los conceptos convencionales de moralidad no son más que un artificio del que se sirve la polis “para esclavizar al hombre superior, por medio de encantos y hechizos, diciéndole que es necesario tener lo mismo y que esto es lo bello y lo justo” (483e-484a). Un hombre de naturaleza apropiada se desembarazaría de todas estas “leyes con­ trarias a la naturaleza” y afirmaría su libertad frente al nomos, piso­ teando las artimañas de una sociedad ¡gualitarista cuyos intereses le son extraños. Cuando Platón analiza estas reflexiones de la sofística sobre la naturaleza de la moral y la ley, descubre que bajo ellas late una concepción irracionalista de la naturaleza humana que hace depen­ der de las pasiones la dinámica de la conducta y ve en ello, en una perspectiva antropológica, la explicación de todas las tensiones desatadas en la sociedad ateniense que le llevaron a su perdición. Para Calicles el ideal de vida es “dejar que los deseos se hagan tan grandes como sea posible y no reprimirlos, sino servirlos con valen­ tía e inteligencia” (491e-492a). En este ideal humano expresado en la virtud de la andreía, es decir, en el valor que es propio de un hombre auténtico, comprobamos que a la inteligencia sólo le corresponde el insignificante papel de convertirse en una esclava de las pasiones y los deseos irracionales. El rechazo de la modera­ ción y la justicia, tal y como lo ve Platón (492b), es el último pro­ ducto de una falsa sabiduría, que predica la intemperancia y reclama para el individuo una libertad (Gorg. 492c) absoluta fren­ 42

te a las normas comunitarias como camino seguro para alcanzar la virtud y la felicidad. En la República Glaucón expone en el episodio del anillo de Giges una concepción realista de la justicia que acaba en las mis­ mas consecuencias. Se trata una vez más del fundamento en el que se asientan la ley y la moral. Si dispusiéramos, como el pastor del relato, de un anillo que nos volviera invisibles, el justo actuará como el injusto, una vez desaparecida la fuerza coactiva de la justi­ cia legal. La creencia extendida, relatada por Glaucón, dice que los hombres no consideran la justicia un bien, sino un mal menor que consiste en respetar los preceptos legales, erigidos por su propio acuerdo, para no tener que sufrir el mal de padecer las injusticias de los demás. El que se preocupa no de ser justo, sino de parecerlo, es el que mejor adapta su comportamiento a la verdad y no a la opi­ nión (/tep.II. 362a), porque es fiel a los intereses de su propia natu­ raleza. Un hombre auténtico que no necesitara de pactos con los demás para sobrevivir no se preocuparía en lo más mínimo de los preceptos de la justicia (359b). La tesis de Adimanto, mencionada a continuación en la República, no hace más que deducir las consecuencias extraídas de las inter­ venciones de Trasímaco y Glaucón y expresa mejor que ningún otro personaje el reto del pensamiento platónico. Lo que se necesita es una defensa de la justicia que muestre su conveniencia para el individuo, “aún cuando se oculte a la mirada de hombres y dioses” (Rep.366e). Platón tenía que demostrar que la justicia es un orden congruente con las necesidades y la dinámica del propio individuo y no un entramado de prescripciones superpuestas sobre su propia naturaleza por unos intereses que le son extraños.

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La Teoría de las Formas

La teoría de las formas fue la respuesta de Platón al subjetivismo protagórico, pero, a la hora de formularla, influyeron en él otras motivaciones. Quizás la influencia más decisiva recibida por Platón vino determinada por la búsqueda socrática de las definiciones. Si es verdad lo que nos cuenta el Fedón de la autobiografía intelectual de Sócrates, éste abandonó todo interés por la indagación de la naturaleza y se centró en la investigación de temas éticos como la virtud, la belleza o el bien. Sócrates pensaba, como hemos visto, que por medio del diálogo racional podía llegarse a acuerdos objeti­ vos que superaran el relativismo individualista defendido por algu­ nos sofistas. Desde el punto de vista del objeto de conocimiento, sobre todo en lo que se reñere a cuestiones éticas, pensaba igual­ mente que uno debía esforzarse por alcanzar la unidad del concepto que se encuentra desperdigada en la multitud de casos particulares que lo ejemplifican1. Es lo que se conoce normalmente como esencialismo socrático. Sócrates pensaba que todas las cosas que reci­ ben una misma denominación tienen algo en común. Para interpretar adecuadamente esta creencia hay que verla en el contexto de las actitudes subjetivistas y relativistas de los sofistas. Protágoras afir­ maba que el bien era algo “variado y multiforme” (Protágoras,

I. El lector puede ver la breve y clara exposición de R.Mondolfo, Sócra­ tes, Buenos Aires. 1988 (I I ed.), págs.79-86. Mondolfo dice que Sócra­ tes afirma vigorosamente la exigencia de unidad tanto desde el punto de vista del sujeto como del objeto de conocimiento (ibíd.pág.H 1).

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334b), con lo que quería decir que lo que es bueno para uno podía ser malo para otro. El concepto no tiene una referencia objetiva en la naturaleza de las cosas, sino que surge en la relación de ellas con los diferentes sujetos, con lo que el bien se desmenuzaría en una multitud de perspectivas y en un subjetivismo que, para Sócrates, aleja toda posibilidad de una fundamentación rigurosa de la moral. Sócrates estaba, sin embargo, convencido de que esa fundamenta­ ción objetiva de la moral es posible y veía en las definiciones el camino para conseguirlo. Las definiciones, efectivamente, tienen que proporcionarnos criterios objetivos de lo que está bien o está mal. de lo que es el valor y la cobardía, o la belleza y la fealdad, porque habrán de determinar con la mayor exactitud posible las características que tienen en común las cosas a las que damos estas denominaciones. El hecho de que el método de las definiciones no era para Sócrates filosóficamente inocuo, sino un instrumento para poner límites al subjetivismo disolvente de los sofistas, queda claro con un ejemplo tomado del Eutifrón. En este diálogo pregunta a Eutifrón qué es lo piadoso y en uno de sus intentos éste responde que lo pío es lo que agrada a los dioses (Eut. 9e), pero Sócrates pondrá mucho interés en hacerle ver a su interlocutor que lo pío no es pío porque agrade a los dioses, sino que, en todo caso, agradará a los dioses por ser pío. La cualidad de lo pío reside, pues, en las co­ sas, como una característica común que posee todo aquello que recibe este calificativo. Otra cosa distinta será que los sujetos correspon­ dientes lo aprecien así. pero independientemente de la voluntad de éstos, se trata de algo objetivo, que existe en las cosas mismas. Por eso, según lo ve Sócrates, Eutifrón ha confundido en su definición un mero accidente {patitos), como es el hecho de que lo pío resulte amado, con la realidad (ousía, Eut. 1la) misma de lo pío, que es independiente de ello. El objetivo de Sócrates era, pues, hallar criterios objetivos funda­ dos en la naturaleza de las cosas que funcionaran como paradigmas (Eut. 6e). de manera que, teniéndolos a la vista, se pudiera saber si 45

es pío, bello o valeroso un acto determinado. El mismo Aristóteles viene a decimos que la búsqueda socrática de las definiciones está en el origen de la teoría platónica de las formas (cfr.Metaf. 1, 6 987b). Aristóteles establece, sin embargo, una diferencia importan­ te entre Sócrates y su discípulo, porque, según el relato de la Meta­ física, habría sido Platón el responsable de atribuir a las formas, que eran el objeto de las definiciones socráticas, una existencia separada o independiente de los casos particulares en los que aparecen encar­ nadas. La mayoría de los especialistas de este siglo han aceptado en este punto la veracidad de la exposición aristotélica7. Hay dos Sócrates en Platón con notables diferencias: el de los primeros diá­ logos, llamados socráticos, y el de los diálogos posteriores de madurez. Normalmente el principio hcrmcnéutico utilizado para distinguir al Sócrates histórico del Sócrates platónico consiste en atribuir al primero aquellos aspectos específicos en los que difiere del posterior, que representaría el pensamiento original de Platón'. En lo que se refiere a la teoría de las formas, no hay un solo pasaje en los primeros diálogos en el que Sócrates afirme claramente la trascen­ 2. Dos importantes excepciones a esta tendencia son J.Bumet y A.E.Taylor, que consideran socrática la teoría normalmente atribuida a Platón. Cfr. J.Bumet, Greek Philosophy, Thales to Plato, 125 y sgs. Burnet ignora, por tanto, la validez del testimonio aristotélico, porque, en su opinión (loc.cit, pág. 127-8), la información proporcionada por Aristóteles se basa "en los diálogos platónicos y especialmente en el Fedón”. Si tenemos en cuenta que Aristóteles permaneció en la Academia de Platón más de veinte años, parece increíble que. al menos en un punto tan fundamental como éste, no tuviera otra información que los diálogos. Puede verse también. A.E.Taylor. El Pensamiento de Sócrates, México. 1969 (1932). pág. 134 y sgs. 3. Éste es, por ejemplo, el criterio utilizado por G.VIastos en su libro Socrates, Ironist and Moral Philosopher. Vlastos establece una lista de diez diferencias importantes entre el Sócrates histórico y el platónico, entre las cuales cita la teoría de las formas, porque, a su juicio, mientras el Sócrates de los diálogos intermedios “tiene una grandiosa teoría meta­ física de formas dotadas de existencia separada”, dicha teoría no aparece en el Sócrates de los diálogos iniciales. Cír.opus cit., pág.48-9.

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dencia de la forma respecto a las cosas particulares, mientras que lo específico de la teoría platónica, como subraya Aristóteles, es pre­ cisamente la atribución de esta característica. Esto no significa, en absoluto, negar la influencia de Sócrates en la teoría, que es precisamente de lo que venimos tratando desde el comienzo de este capítulo. Algunos autores han dicho con razón que la teoría de las formas, en su formulación platónica, era la resolución natural dada por el discípulo a los interrogantes que Sócrates había dejado sin resolver*. Los diálogos iniciales La metodología socrática en estas primeras obras consiste en dirigirse a diversos interlocutores que creen estar en posesión de conocimientos relativos al lema objeto de investigación. Sócrates les pregunta qué es la virtud, el valor o la piedad, y la indagación no alcanza nunca, por diversas razones, resultados satisfactorios, por lo que se Ies suele llamar diálogos aporéticos. Los interlocuto­ res no entienden al principio los requisitos que deben satisfacer sus respuestas para que Sócrates las considere aceptables. Un error muy frecuente consiste en enumerar determinados casos de la vir­ tud en cuestión, en lugar de definir los rasgos universales que se dan en todos ellos. Este es, por ejemplo, el caso de Eutifrón, que, al preguntarle Sócrates por la piedad, responde diciendo que es lo que él se dispone a hacer en ese momento, “acusar al que comete delito y peca” ( c ít .E u i . 5d) por las razones que sea. Pero Sócrates no per­ 4. Friedlánder ha dicho que Platón transformó las preguntas de Sócrates en preguntas y respuestas y que las formas son la solución de Platón a la cuestión socrática, “una respuesta que Platón leyó en la existencia misma de Sócrates**. Cfr.P Friedlánder, Pialo, An Introduction, pág.X y 60. También R.Mondolfo se acerca a esta perspectiva del problema cuando dice que, “al declarar que el conocimiento verdadero o ciencia ha de constituirse mediante los universales. Sócrates implica ya en su gnoseología la tendencia a una ontología idealista". Cfr.opus cit., pág.86.

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sigue una enumeración de casos concretos de piedad sino “una misma cosa en sí misma” que está presente en toda acción que sea piadosa (auto hautdi, 5d), es decir, “una cierta forma única” (mían tina idéan. Sd). Ésta es el objeto de la definición, que consiste en determinar con exactitud los caracteres presentes en todos los casos de piedad, el etdos (6d) o forma “por la que todas las cosas pías son pías”. Esto es el conocido esencialismo socrático. “Aquí, como dice Ross1, está en germen la teoría de que a todo nombre común le corresponde una entidad única, a la que se hace referencia en todos los usos del nombre”. Se trata, efectivamente, de un presupuesto teórico, aparentemente inocente, cuyas implicaciones metafísicas no se desarrollan en los primeros diálogos, pero que dará lugar en obras posteriores, como el Fedón y la República, a las formas dota­ das de existencia trascendente, cuando Platón reflexione sobre el alcance de la propuesta socrática. La palabra etdos, que ha hecho su aparición en el Eutifrón en el sentido técnico que habrá de tener en el pensamiento platónico (junto a idéa), significaba originalmente “lo que es visto" de un objeto cualquiera y de ahí “forma” y “figura”, como aparece en Homero y en Heródoto, referida a la apariencia de una mujer o de un perro determinado. Pero también significaba “forma” en el sentido de “clase” o “naturaleza”, como la emplea Tucídides (II, SO) al referirse al tipo o naturaleza de enfermedad que cayó sobre los atenienses. Este es un sentido muy próximo al que tiene la palabra en el Eutifrón, porque la forma de la que se nos habla es universal y su definición proporciona un parádeigma o criterio (cfr.6e) que ha de servir para distinguir un tipo de acción (la piado­ sa) de otros diferentes. Sólo nos resta hacer dos observaciones. La primera es que no debemos dejamos desorientar por la denominación de teoría de las ideas. Efectivamente, cuando oímos hablar de ideas, podríamos 5. D.Ross, La Teoría de las Ideas de Platón, Madrid, 1989 (1951), pág.26.

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entender que estamos ante abstracciones meramente conceptuales. También, en definitiva, el concepto es universal y sería, como la definición socrática, el resultado de la reflexión del sujeto intentan­ do discernir qué es lo común en los muchos casos particulares. Pero la forma de la que habla Sócrates no es una mera abstracción, sino una entidad existente que es independiente de los procesos mentales que puedan conducir a su conocimiento. Hay momentos, como decía Tucídides (cfr. III. 82), en los que los hombres cambian incluso, para justificarse, el significado ordinario de las palabras y se olvida qué es verdaderamente la justicia, pero, aunque el conoci­ miento pueda sufrir esos avalares, la esencia de la justicia sigue siendo la misma y tiene una realidad en sí misma que no se ve por ello menoscabada. Por esta razón Sócrates hubiera rechazado atri­ buir a las formas una existencia meramente mental que le hiciera dependiente de los falibles e inciertos procesos abstractivos del hombre. Un mero concepto dejaría la puerta abierta al subjetivismo de efectos morales disolventes al que Sócrates quería poner límites*. La moral tiene unos fundamentos objetivos que radican en la naturaleza misma de las cosas y no puede quedar a merced de la subjetividad humana. La segunda observación viene a limitar el alcance de la primera. Efectivamente, porque si las formas no son entidades abstractas, sin embargo, en estos primeros diálogos tampoco se les atribuye una existencia independiente de los casos particulares en los que aparecen encamadas. En el Fedón. como vamos a ver, se afirma la existencia separada de lo igual en sí, que es independiente de las cosas iguales, pero este aspecto de la teoría, esencial en los diálo­ gos intermedios de Platón, no aparece en estas primeras obras. Como dice Guthrie7, nadie, al leer el Eutifrón, podría suponer que 6. Ésta es la razón, como ha visto E.A. Havelock (Preface to Plato, Cambridge, Massachusetts, 1963, pág.263), por la que Platón hubiera evitado cualquier palabra que se aproximara a nuestro “concepto”. 7. W.K.C.Guthrie, Historia de la Filosofía Griega, vol.IV, pág. 120.

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cuando Sócrates pregunta qué es lo pío, tuviera en mente otra cosa que la característica común a todos los actos a los que damos el nombre de píos. El objeto de la definición socrática es algo presente “en toda acción” (Sd) y en ningún momento se le atribuye una exis­ tencia independiente de estas acciones pías*. En este período la rela­ ción entre las cosas y la forma correspondiente es la misma que se da entre lo particular y lo universal4, pero sin que se le conceda a este universal una existencia trascendente respecto a las cosas parti­ culares ni se subraye, como se hará en una época posterior, la imperfección y la mutabilidad de las cosas frente a las esencias per­ fectas e inmutables de las formas. Los diálogos intermedios: Crátilo, Fedón y República El primero de estos diálogos tiene hoy una incierta ubicación cro­ nológica en la obra de Platón, ya que muchos comentaristas lo han situado en las proximidades del Fedón, mientras otros lo posponen a una época posterior. Pero a nosotros nos viene bien tratar de él ahora, al margen de ello, porque nos servirá para conocer otras motivaciones de Platón que nos conducen finalmente a la forma clásica que adopta la teoría en diálogos como el Fedón, el Banquete o la República. A pesar de que algunos autores hayan puesto en cuestión que en el Crátilo se encuentre ya formulada la teoría de las formas trascendentes, no hay duda de que en él se expone una de las razones más importantes por las que Platón propuso esta doctri­ na. Se trata de lo que Aristóteles llamó el argumento que parte de la existencia de las ciencias (Metaf.I 9, 990b 11). Efectivamente. Pla­ tón sostiene aquí que es necesario un objeto dotado de una cierta constancia para que el conocimiento sea posible (cfr.Cra/. 440a-b). Si fuera verdad el heracliteísmo extremo defendido por Crátilo y 8. Cfr. también, G.M.Grube. El Pensamiento de Platón. Madrid. 1973, pág.3l. 9. Cfr.D.Ross. opus cit.. pág.33.

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todas las cosas estuvieran sujetas a un movimiento permanente, el conocimiento no sería posible, porque no habría constancia en nin­ guna determinación del objeto y éste, en consecuencia, no podría ser aprehendido. El objeto tiene que tener un ser propio o en sf (auto), que no dependa de la voluntad o la naturaleza del sujeto que lo conoce, y además debe ser invariable. Aristóteles dice en la Metafísica (I. 6, 987a) que Platón conoció en su juventud a Crátilo y las opiniones heraclíteas que atribuyen a todas las cosas un deve­ nir permanente, por lo que pensó que el objeto de las definiciones socráticas no podía hallarse en el mundo sensible, sujeto a movi­ miento, sino en otro tipo de realidades, no afectadas por el devenir. Aristóteles atribuye a esta razón, en consecuencia, el carácter sepa­ rado que tienen las formas respecto a las cosas sensibles. El hecho de que Platón haya asignado esta característica a las formas en el Crátilo es para algunos dudoso, pero es indiscutible que ya aquí encontramos la diferencia, fundamental para ello, entre las cosas bellas, por ejemplo, y lo bello en sí, es decir, entre las cosas y la forma correspondiente. Lo que Platón quiere decir con ello es que un rostro bello o algo por el estilo (sensible y particular) puede cambiar, pero no lo bello en sí, que es el objeto auténtico de cono­ cimiento. En el Fedón desaparecen todas las ambigüedades y Platón sostie­ ne claramente que hay que distinguir entre las cosas iguales y lo igual en sí o entre las cosas buenas y lo bueno en sí. Los ejemplos que sirven para ilustrar la distinción proceden de las matemáticas o de la ética (lo bello, lo justo, lo santo) y eso nos muestra los cami­ nos por los que Platón llegó a la formulación de la doctrina. La Academia estaba ligada, entre cosas, a la enseñanza de las matemá­ ticas y éstas demostraban, si había alguna duda, que el conocimien­ to racional era posible. Por lo que se refiere a los valores éticos, Platón buscaba, como hemos visto, una fundamentación rigurosa de ellos que los pusiera a salvo del subjetivismo y la encuentra en la independencia y el “ser en sf’ (auto hó ésti) que llevan como rótulo distintivo todas las formas (cfr. Fed. 78d). 51

Im Escuela de Atenas de Rafael. “Decir que las formas son modelos, y que de ellas participan las demás cosas, no es sino proferir palabras vacías y formular metáforas poéticas”. Aristóteles. Metaf. 19 ,991a20.

La sentencia protagóríca del hombre-medida va unida para Platón, como hemos visto, a la idea heraclítea de que la realidad es devenir. En el Crátilo la contrafigura de este conglomerado de ideas es la “consistencia de lo real” (bebaiótes tés ousias, Crát. 386a) y sólo con este presupuesto es posible el conocimiento. Ahora en el Fedón comprendemos qué significa este concepto en todas sus implicacio­ nes. Las cosas iguales son diferentes de lo igual en sí. porque en ellas hay una mudanza que les hace ser iguales en unas ocasiones y en otras no. Cuando hablamos de piedras y maderos iguales, sabe­ mos que cambian con el tiempo y pierden sus determinaciones, es decir, su misma identidad de cosas iguales. Pero cuando hablamos de lo igual en sí, nos referimos a una realidad inmutable y consis­ tente (cfr.Fed. 90c4), ajena a cualquier cambio. En segundo lugar, 52

a las cosas iguales, bellas o justas que conocemos por medio de los sentidos les falta algo para encarnar la perfección absoluta que hay en las formas correspondientes. Las cosas iguales son siempre imperfectas e inferiores a lo igual en sí y, al conocerlas, cobramos conciencia de que les falta algo, como si tendieran a ello y no lle­ garan a conseguirlo (cfr. Fed.74d-75b). La existencia separada de las formas recibe con esta última característica todo su alcance, porque la relación de las cosas con las ideas ya no es simplemente la de objetos particulares con un universal compartido por todos10. Ahora se hace hincapié igualmente en que las cosas son inferiores y, precisamente porque se les ha dotado a las formas de esta exis­ tencia independiente, pueden aparecer como ideales o modelos de una perfección nunca alcanzada por lo singular. Tenemos ya, pues, la metafísica de los dos mundos. Habrá dos es­ pecies de realidades (cfr. Fed.79a): una visible y otra invisible. Las formas pertenecen a un mundo inteligible al que sólo podemos lle­ gar por medio de un razonamiento mental (dianoías logismós, 79a). La belleza de lo bello en sí, presente en todas las cosas bellas, a pesar de sus muchas diferencias, es una realidad que no puede per­ cibirse por los ojos. Sólo el pensamiento puede ser capaz de apre­ hender esa realidad común que se muestra a sí misma bajo las apariencias tan diversas de las cosas. Estas entidades, “de las que damos razón en nuestras preguntas y respuestas” (78d) y que cons­ tituyen. pues, el fundamento de todo discurso racional y objetivo, pertenecen a un reino que Platón describe con caracteres casi reli­ giosos, pues lo llama “divino, inmortal, inteligible, uniforme, indi­ soluble y eternamente inmutable” (80b). El hombre, si ha de conocer esas realidades perfectas e inmuta­ bles, tendrá que ser un ciudadano de dos mundos. Por el cuerpo está ligado a una realidad que tiene características opuestas a las descritas. Sin embargo, el alma está llamada a ser inmortal y seme­ jante a ese mundo con el que está en contacto (80b). El carácter 10. Cfr. D.Ross, La Teoría de las Ideas de Platón, pág.41.

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separado que Platón atribuye a las formas le impone otros dos ingredientes unidos ya inseparablemente a la teoría desde el Fedón. Nos referimos a la concepción del saber como reminiscencia y a la inmortalidad del alma. Durante esta vida sólo conocemos las cosas por medio de los sentidos, pero Platón sostiene que los objetos cuyo conocimiento nos transmiten son, como hemos visto, inferio­ res a la realidad perfecta e inmutable de las formas. Por esta razón concluye que el papel de la percepción consiste sólo en provocar el recuerdo de unas entidades que fueron aprehendidas por el alma antes de nacer (cfr. Fed. 75c y sgs.), cuando no estaba ligada al cuerpo y podía ejercer sus potencias intelectivas independiente­ mente del material sensible que el cuerpo le impone durante esta vida. La teoría del saber como reminiscencia va ligada a la inmor­ talidad del alma, porque implica que ésta es independiente del cuerpo y le ha precedido en la existencia. Platón habla de una “igual necesidad" (Fed. 76e) que vincula la teoría de las formas y la pre-existencia del alma, porque la reminiscencia es para él la única manera de salvar el abismo entre los dos mundos y hacer posible la cognoscibilidad de las formas. Esta doctrina de que el conocimiento intelectual no puede tener su origen en los sentidos tendrá un enorme éxito en la historia del pensamiento, aunque Platón presente aquí, como dice Hegel11, “el ser en sí del espíritu bajo la forma de un ser antes en el tiempo”. Despojada la doctrina de esta envoltura mítica con la que está, por otra parte, ligada a lo más esencial de la filosofía platónica, reaparecerá en autores co­ mo Descartes. Leibniz o Kant, para los que el conocimiento supone necesariamente ese adentrarse en el interior y elevar a conciencia lo que el espíritu tiene ante sí mismo. Es poco probable que el Só· crates escéptico y mesurado que conocemos por los primeros diá­ logos tuviera ya esta doctrina platónica del alma, pero hay que advertir que para Platón la teoría del saber como reminiscencia 11. Cfr. G.W.F. Hegel. Lecciones sobre la Historia de la Filosofía. Méxi­ co, 1977 (1833). vol.II, pág. 165. 54

“En el mundo inteligible la Forma del Bien se con­ templa al final y con dificultad, pero, una vez que se ha contemplado, hay que concluir que es para todas las cosas la causa de todo lo recto y lo bello, pues en el mundo visible ha engendrado la luz y al señor de ésta, mientras que en el mundo inteligible ella misma es soberana y fuente de la verdad y la inteligencia, y es necesario que ponga sus ojos en ella quien quiera actuar sensatamente tanto en privado como en públi­ co.” República 5 17b-c.

debía ser el desarrollo lógico del método mayéutico del maestro. La teoría de la reminiscencia pone en evidencia la ambigüedad de Platón ante los sentidos y su actitud ante la ciencia de la naturale­ za'1. Por un lado, los sentidos son necesarios porque provocan el recuerdo, pero, por otra parte, el filósofo debe entrenarse en la separación del cuerpo y en el alejamiento de lo sensible, ya que. si permanece sólo en este nivel, se produciría un extravío de la inteli­ gencia ante la multiplicidad y falta de coherencia de los contenidos perceptivos. Platón, como veremos en el capítulo dedicado a la cos­ mología, critica la filosofía anterior precisamente por el carácter material y mecanicista de las causas propuestas. La filosofía de los presocráticos, aunque sea injusta su crítica, es para él una ñlosofía radicada únicamente en lo sensible. Platón le hace decir a Sócrates que hay que refugiarse en los lógoi, si no queremos quedamos cie­ gos de alma al pretender alcanzar las cosas con cada uno de los sentidos (Fed.99e). No es posible traducir al castellano con una única palabra el significado del término lógos, pero aquí pone en evidencia el ingrediente de racionalidad y universalidad que es necesario en toda ciencia. Las proposiciones11 a las que hace refe­ rencia tienen como objeto las formas, por lo que “refugiarse en los lógoi", quiere decir que tenemos que contemplar las cosas particu­ lares no en su individualidad y en la multiplicidad de sus abigarra­ dos contenidos sensibles, sino a la luz de principios generales que nos han de dar precisamente lo que hay de mayor realidad en ellas. El que contempla las cosas en los lógoi no contempla imágenes en vez de realidades (cfr. 100a). pero hay que renunciar a la singulari­ dad sensible, para ser capaz de comprender la forma universal. Pla­ tón, como ha visto Cassirer, se ha dado cuenta de que si queremos

12. Cfr. G.E.R. Lloyd, “Plato as a Natural Scientist”, Journal o f Helle­ nic Studies, LXXXV11I (1968), pág.79 y sg. 13. Esta es la traducción propuesta por R. Hackforth. Plato's Phaedo, Cambridge-N.York. 1955, pág.l33. Cfr. también Ross, opus ch., pág.45.

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captar las cosas en toda su determinabilidad sensible no alcanzare­ mos nunca la meta del saber14 y Galileo será perfectamente cons­ ciente de ello cuando ponga las bases de la ciencia moderna. En relación con esto último, hay que decir que la existencia separada que se le atribuye a las formas en el Fedón no significa que éstas no ejerzan un efecto causal sobre el mundo sensible1’. Platón afirma como una convicción “simple, sencilla y quizás ingenua” (lOOd) que una cosa es bella por la presencia (parousía) o participación (aquí, koinonía) que tiene en lo bello en sí. de manera que un conjunto de cosas bellas, a pesar de sus diferen­ cias sensibles, tendrán en común algo que les hace ser bellas. He aquí por qué hay que contemplar las cosas a la luz de los lógoi. Si las observamos con los sentidos veremos sólo colores, formas o sonidos y se nos escapará precisamente eso que tienen en común, aquello “por lo que son bellas”. Aristóteles criticará precisamente en la teoría de su maestro estas dos características, a su juicio incompatibles, porque, una vez que se les otorga existencia sepa­ rada a las formas, se hace muy difícil explicar la acción causal que ejercen sobre las cosas, sin tener que hablar “en el vacío” y “formular metáforas poéticas”16, como él dice (Metaf. I 9, 991a20) refiriéndose a la noción de imitación o participación.

14. Cfr.E. Cassirer, El Problema del Conocimiento, México, 1974 (1906), vol.l, pág.289 y sg. 15. G.Vlastos. no obstante, ha puesto esto en discusión en su artículo “Reason and Causes in the Phaedo”, aparecido originalmente en Philo­ sophical Review (LXXVIII. 1969, 291*235) y reimpreso en Platonic Stu­ dies, Princeton, 1981. págs.76-110. 16. El mismo Platón no estaba muy seguro de su teoría de la participa­ ción, pero la crítica de Aristóteles no debe ocultamos el legado platónico que persiste en su propio pensamiento, ya que también para él la realidad de las cosas dependerá de su forma, aunque se trate de una forma inma­ nente que no existe sino por medio de los individuos singulares. Cfr., por ej., W.K.C.Guthrie, Historia de la Filosofía Griega, vol.IV, pág.343-4.

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En la República la novedad en la teoría de las formas es la pree­ minencia que se le otorga a la idea del Bien. Tanto en los pasajes finales del libro VI (508a-509b) como en la famosa alegoría de la caverna, Platón compara el Bien con el Sol. De la misma manera que el sol es causa de la visibilidad de las cosas y de su ser, por­ que sin él no habría generación y crecimiento, el Bien es causa de la inteligibilidad de las Formas y del ser y realidad de éstas (cfr.509b). Pero Platón no aclara en la República en qué sentido hay que tomar sus palabras. La analogía con el sol no especifica clara­ mente de qué manera es el Bien causa de la inteligibilidad y el ser de las Formas. Los diálogos tienen en la teoría platónica del Bien una de sus más grandes lagunas. Hay una ambigüedad textual que ha dado lugar a interpretaciones muy divergentes, porque, de un lado. Platón subraya que la Forma del Bien es el más grande cono­ cimiento (mégiston máthema, 505a), pero, por otro, dice que si es causa del conocimiento y del ser, está más allá de ambos (cfr.508e509b). Para unos intérpretes la vacuidad del texto se explica tenien­ do en cuenta el carácter trascendente del Bien, que es aquí principio supremo de todo lo real. En este sentido, como dijo Taylor17, si se trata de lo Absoluto o de la fuente suprema de toda realidad, es lógico que el Bien tenga un carácter trascendente y sea “totalmente otro” respecto de cualquier cosa particular, por lo que se impondría más bien un discurso negativo. Esta Fue la visión de Plotino que atribuía al Uno una trascendencia absoluta, con lo cual se hacía necesario su carácter inefable. Pero hay que subrayar también el otro aspecto de la cuestión, por­ que Platón insiste en la necesidad de adquirir el conocimiento del bien, que es lo que hace útiles la posesión de las virtudes y otorga al filósofo el derecho y la obligación de gobernar en la comunidad 17. A.E.Taylor, Plato. The Man and his Work, Londres. 1978 (1926), pág.287. También Ross ha dicho {La Teoría de las Ideas de Platón, pág.63) que quizá en ningún lugar se aproxima Platón tanto a una filoso­ fía trascendental como al hablar de la Idea del Bien.

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ideal cuyas características traza la República. Actualmente éste es uno de los pasajes más importantes aducidos por los partidarios de la lectura esoterista de Platón, cuyos representantes más conocidos integran la llamada escuela de Tubinga. Estos autores sostienen, apoyándose en los célebres pasajes del Fedro sobre la insuñciencia filosófica de la palabra escrita, que los diálogos están necesitados de “ayuda” (Fedro 275e) y que. para su correcta interpretación, hay que tener en cuenta la tradición indirecta, que nos informa de las enseñanzas orales con las que Platón complementaría o profundiza­ ría en la Academia lo meramente aludido en las obras literarias que hoy conocemos. Por esta tradición indirecta sabemos que Platón había pronunciado una conferencia sobre el Bien en la que identi­ ficó a éste con lo uno" y Aristóteles en la Metafísica (1.6 987b2l y sgs.) le atribuye una teoría, no mencionada en los diálogos, en la que figuran como principios precisamente lo Uno y la Diada Indefinida. De aquí que, para los partidarios del Platón esoterista, la doctrina del Bien en la República aluda a una teoría de los principios en la que vendría a identificarse con lo Uno1’. De esta manera, lo Uno sería un principio formal del ser de todas las For­ mas, junto al otro principio, “materiar’ en la terminología de Aristó­ 18. Se podrían dar múltiples citas bibliográficas en relación con las conocidas noticias de Aristóxeno a las que nos referimos en el texto. Un comentario pormenorizado de las diversas soluciones propuestas para su conecta interpretación puede verse en K.Gaiser. “Plato’s enigmatic lectu­ re O n the Good’”, Phronesis. XXV (1980), págs.5-37. 19. Cfr.HJ.Kramer, Arete bei Platon und Aristóteles: Zum Wesen und zur Geschichte der platonischen Ontologie, Heidelberg, 1959, pág.427; recientemente la revista de filosofía antigua Méthexis ha publicado un número dedicado monográficamente al problema de las doctrinas no escritas de Platón. Sobre la alusión de la República a la doctrina del Uno. puede verse en este volumen, por ej.. G.Reale. “¿En qué consiste el nuevo paradigma histórico-hermenéutico en la inteipretación de Platón”, Méthexis, VI (1993), pág.143 sgs. (del sup.con la trad. cast, de los an.), que remite a abundante bibliografía.

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teles, de lo “Grande y lo Pequeño”. De acuerdo con ello correspon­ dería a las formas un ser derivado de estos dos principios. La bondad del Bien como causa del ser de las ideas se puede interpretar de muchas maneras, dada la ambigüedad e incluso la vacuidad conceptual del texto. En concordancia con esta última interpretación de Platón a la que venimos aludiendo, la bondad de las cosas depende fundamentalmente de la unidad que hay en ellas, porque en la unidad se encuentra la base del orden y la belleza20. Con esto nos veríamos inclinados a ver en las matemáticas el fun­ damento del modelo ontológico de Platón, porque todo sería resul­ tado de la unidad y la pluralidad indefinida (“lo Grande y lo Pequeño” de Aristóteles) con predominio, según los casos, de uno u otro principio21. Las formas mismas tendrían un ser derivado de principios anteriores a ellas mismas y su participación en lo Uno explicaría la doctrina de la República de que el Bien es causa de "su ser y realidad”. Pero no es ésta la única explicación posible-2. Si nos atenemos a la letra de los diálogos, podríamos prescindir del intento de encajar la doctrina del Bien en una teoría de los principios y sostener también 20. Cfr.K.Gaiser, "Plato's cnigmatic Lecture...”, págs.12-3. 21. J.N. Findlay (Plato, The Written and Unwritten Doctrines, Londres. 1974, pág. 184) ha dicho, por ejemplo, en relación con estos pasajes de la República. que no encierran otra cosa sino la idea de que las “Matemáti­ cas subyacen a la Etica igual que subyacen a cualquier otra cosa del mundo”. 22. Puede verse en el volumen ya citado de Méthexis la contribución de M.lsnardi Parente. “Platón y el Problema de los Ágrapha", 73-92 (de la trad.esp.). que niega el que haya “en Platón la teoría de un principio uni­ tario y supremo del cual lo real adquiera su origen, incluidas las Ideas mismas” (pág.88). La profesora Isnardi sostiene (ibid.) que “en Rep.VI. 509a sgs.. Platón presenta la Idea del Bien como la Idea por excelencia, ya que todas las Ideas son bienes, en tanto perfección y valor; sin embar­ go, nunca nos dice que las Ideas provengan del Bien; ellas no pueden ser derivadas de nada, porque están más allá de cualquier proceso de géne­ sis”.

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que el Bien se refleja en el ser de las formas en tanto que todas son tipos diferentes de excelencia en sus ámbitos respectivos. Cada forma es una perfección que representa el ideal al que “aspiran” todas las cosas en cada caso de que se trate. ¿Qué es, por ejemplo, la forma de lanzadera sino aquella que permitiría la mejor ejecu­ ción de la función a la que está destinada? Y lo mismo podría decirse del hombre o del ser vivo ideal’’. La divergencia de interpretaciones subraya la ambigüedad del texto mismo. Platón no define el Bien y deja la cuestión “para otra ocasión” (eis aCtíhis), lo que parece indicar, sin duda, la posibilidad de abordar esta cuestión más técnica ante un auditorio diferente. Pero a continuación, el mismo Sócrates parece dudar de su propia capacidad para pagar “una deuda” que ha llegado hasta nosotros (cfr.507al). Sin embargo, si tenemos en cuenta que el conocimien­ to del bien es el fundamento de la dialéctica, como veremos a con­ tinuación. parecería muy extraño que Platón no tuviera otra cosa que decir más allá de los meros símiles con los que se ha desemba­ razado de la cuestión en la República. El otro tema importante de esta obra es, efectivamente, la dialécti­ ca. En el símil de la línea dividida (509d-5l le) Platón aclara ya las ambigüedades de otros diálogos y asigna al saber y la opinión obje­ tos diferentes. El saber tiene como objeto la realidad inteligible y la opinión (dóxa) está referida a la realidad visible, de manera que se establecerán grados de conocimiento según la “claridad y la oscuri­ dad” alcanzada. Estos grados dependen de la verdad, pero también del ser (cfr.508d5), de manera que tenemos no sólo una escala de los grados de conocimiento sino una ontología que, en correspon­ dencia con ella, establece igualmente grados de realidad según la menor o mayor consistencia del objeto. La opinión versa sobre el mundo de la generación (génesis, 534a) y el saber tiene como obje­ to el mundo del ser (oasía). Platón se mantendrá fiel a esta distin­ ción y no aceptará que pueda haber conocimiento en sentido 23. Cfr.Ross, La Teoría de las Ideas.... pág.62.

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riguroso sobre un objeto, como la realidad física, que adolece de imperfecciones y está sometido al cambio propio de todo lo sensi­ ble. Su actitud, no obstante, evolucionará hacia una mayor atención al mundo de la naturaleza, como lo muestra el Timeo, del que trata­ remos mis adelante, pero ni siquiera ahí reconocerá el estatuto gnoseológico del saber a las disciplinas que versen sobre la realidad física. En el grado más bajo de la escala del conocimiento tenemos, en primer lugar, la imaginación (eikasía), cuyo objeto son las sombras y las imágenes que se forman en el agua o en cualquier superficie. No podemos imaginar desde luego un objeto dotado de menos con­ sistencia que la fugacidad extrema de una sombra. Es muy posible que Platón esté pensando en actividades como la poesía, la pintura o la retórica. Efectivamente, tanto el orador como el poeta o el pin­ tor están interesados únicamente en una mera imitación verosímil de la realidad y para esto les basta con la producción de imágenes. Al orador, por ejemplo, no le interesa la verdad sino las apariencias que le permitan persuadir a su audiencia. Por encima de este nivel tenemos, en segundo lugar, la creencia (pístis), cuyo objeto son las cosas que producían las sombras antes mencionadas. No cabe duda de que aquí hay un grado de conocimiento superior al anterior, porque versa ya sobre el objeto mismo y no sobre una imagen de éste. Las diversas artes productoras como lu carpintería o la alfa­ rería encajarían aquí perfectamente. El carpintero sabe más en re­ lación con la mesa que el pintor que la representa en un lienzo, porque a éste le basta con una mera apariencia verosímil de la me­ sa, mientras que el carpintero ha de fabricar una mesa real. Sin embargo, para alcanzar el saber hemos de abandonar el ámbito de la generación e ingresar en el mundo del ser perfecto e inmutable del que hemos hablado al tratar del Fedón. También aquí, en los dominios del saber, hay dos grados: el pensamiento (o diánoia) y la intelección (o nóPsis). Como ejemplo del grado infe­ rior Platón piensa en la aritmética o la geometría. Estas discipli­ nas tienen dos características que les impiden ser consideradas 62

saberes (episitmt) en el más alto sentido. La primera es que utilizan imágenes o figuras visibles, aunque el conocimiento que alcancen no verse sobre ellas. El geómetra, cuando demuestra un teorema, puede trazar un triángulo en la arena, para hacer más patente su explicación o tener presente él mismo un modelo visual en el que apoyarse. Sin embargo, el objeto verdadero sobre el que trata el teo­ rema es el triángulo inteligible, inmutable y perfecto, y no la ima­ gen visual dibujada para la ocasión. Por eso el primer grado del saber, encamado en lo que Platón llama diánoia o pensamiento, tiene un estatuto gnoseológico intermedio entre la opinión, que versa únicamente sobre lo sensible, y la episténie o saber propia­ mente dicho, que versa exclusivamente sobre lo inteligible sin apo­ yatura alguna en ningún contenido sensible. La segunda característica de estas disciplinas, que les impide alcanzar el saber en su más alto grado, es la naturaleza hipotética de los principios en los que se basan, en el sentido de que el geómetra o el aritmético dan por supuesta la existencia del triángulo, del nú­ mero o de los objetos cualesquiera sobre los que traten en sus de­ mostraciones, sin justificar racionalmente su existencia. El carácter supuesto de sus principios les confiere un estatuto gnoseológico inferior al saber en sentido estricto, porque para Platón un requisito esencial de éste es el poder dar razón (lógon didónai) de aquello sobre lo que trata. La superación de la diánoia se alcanza en la dia­ léctica considerada como una especie de “remate de todas las cien­ cias” (Rep.534e). Sólo ésta es capaz de cancelar el carácter meramente hipotético de los principios utilizados por las restantes disciplinas, al dar razón de ellos y justificarlos racionalmente. Para conseguirlo la dialéctica tiene que remontarse a un principio “no hipotético" (511b) desde el que pueda deducir a manera de conse­ cuencias todo lo demás. Platón afirma que, cuando no se conoce el principio y lo demás en realidad depende de él, la estructura de las disciplinas correspondientes no puede considerarse episttm? o saber en sentido estricto (cfr./?e/j.533c). Está claro que este principio no hipotético, objeto de conocimien63

to de la dialéctica, no es otro que la idea del Bien. La dialéctica aparece, pues, en la República como un saber supremo de justifica­ ción de los principios. Si el Bien es fundamento de la realidad y del ser de las formas, quien no llegue a su conocimiento, tendrá un saber insuficiente de éstas porque las conocerá sin referencia al principio en el que se basan. Se ha sugerido que el objeto de la diánoia podían ser las realidades matemáticas descritas por Aristóteles en la Metafísica (1, 987b I5)w y que, según él, ocupaban un lugar intermedio en la teoría platónica entre las cosas sensibles y las for­ mas. Aquellas, que no aparecen mencionadas en los diálogos, al menos de manera inequívoco, eran distintas de las cosas sensibles, según Aristóteles, por ser eternas e inmóviles, y de las formas mis­ mas, por ser plurales, ya que cada forma es única. Pero, para enten­ der lo que Platón dice en la República, esto no es necesario, ya que el primer grado del saber encamado en la diánoia podría estar refe­ rido a las mismas formas que son objeto de epistfm?. En tal caso, lo que fallaría en ese nivel es la visión unilicadora y sistemática que se hace posible solamente cuando se las contempla en su relación con la forma del Bien1'. La dialéctica, que encama el saber en su más alto sentido, se distingue, pues, de las restantes disciplinas, como la geometría y la aritmética, en que sólo ella versa única y exclu­ sivamente sobre objetos inteligibles sin la mediación de ninguna figura visible y en que sólo ella es capaz de cancelar o “destruir las hipótesis” en una visión sistemática del saber libre de todo su­ puesto. Ésta última característica haría necesario que coexistan en la dialéctica dos tipos de procedimiento: uno discursivo, capaz de deducir el resto de hipótesis del principio supremo, y otro de natu­ raleza intuitiva, capaz de aprehender el principio último, que ya no puede deducirse de nada más. No es éste el único modelo de dialéctica al que Platón alude en 24. Cfr.. por ej., J.N.Findlay, opus cit.. pág. 187-8. 25. Cfr., por ej., R.C.Cross y A.D.Woozley, Plato's Republic, A Phibaophical Commentary, Londres, 1979 (1964). págs.237-8.

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los diálogos. En obras como el Fedro, el Sofista o el Político la dia­ léctica es un saber que se caracteriza por dos procedimientos de naturaleza inversa que Platón llamó respectivamente synagogt o reunión y diaíresis o división. El primero de ellos consiste en “lle­ var a una única forma, en una visión de conjunto, lo que está des­ perdigado por muchas partes, para poner de manifiesto, al definir cada cosa, aquello sobre lo que se quiera enseñar en cada caso” (Fedro 265d). El segundo es de naturaleza inversa, porque, una vez realizado el ascenso al género bajo cuyo alcance se ha puesto el objeto de que se trate, es necesario volver atrás y “ser capaz de dividir de acuerdo con las especies (kat’eide) y según los miembros naturales, sin quebrar ninguna parte como un mal carnicero” (265e). No se trata, por tanto, simplemente de volver al punto de partida, porque hay que definir el objeto en cuestión y, al deslindar­ lo de los demás que están comprendidos en el mismo género, se trazan, como ha visto Ross’\ “las verdaderas y precisas líneas de de­ marcación” dentro de éste. Estas líneas hacen referencia a las formas y el dividir “según las especies” muestra que no valdrá cualquier división que proccda con criterios arbitrarios2’. Si comparamos los dos modelos de dialéctica, a primera vista, las diferencias parecen evidentes, porque en el primero consiste en una disciplina para la justificación de las hipótesis o principios de las ciencias, mientras que en el segundo es una técnica para la correcta definición de las cosas. Sin embargo, hay también seme­ janzas, ya que el contenido de los principios hace referencia a formas, como números, círculos o triángulos y en la República se 26. D.Ross. opus cit., pág. 102. 27. En Político 262b y sgs. Platón traza la distinción a la que aludimos aquí entre parte, de un lado, y género (génos) o especie (eidos). de otro. Toda especie es una parte del género, pero no toda parte es una especie. En el ejemplo utilizado en este diálogo una mala división consistiría en separar dentro del género humano a griegos y bárbaros, porque los últi­ mos no constituyen una especie dentro del género, sino una mera pane establecida convencionalmente.

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insiste también, inmediatamente después de tratar de la dialéctica, en la necesidad de definir la forma del Bien, separándola de todas las demás. Por otra parte, en esta obra se dice igualmente que la educación habrá de proporcionar a los futuros filósofos-gobernantes una visión de conjunto (sinopsis, 537c) en la que se mostrará la relación de cada una de las enseñanzas con la naturaleza del ser. Incluso se podría comparar el momento de la reunión con el proce­ so ascendente, que en la República se remonta al principio no hipo­ tético, y la división con el proceso descendente, a partir de ese principio, en la deducción de consecuencias. Pero es verdad que solamente en esta obra se habla del Bien como principio supremo y fuente del ser y de la realidad de las formas, por lo que no está claro que Platón pensara en obras posteriores en la posibilidad de remon­ tarse a un sumo género del que pudiera deducirse todo lo real. Hay que conceder a los que no aceptan la asimilación de los dos mode­ los de dialéctica que la teoría de la definición que figura en diálogos posteriores podría ser independiente de las premisas ontológicas de la República. Ei Parménides y los diálogos tardíos El Parménides es un diálogo que Platón escribió con un espíritu distinto del que le había llevado a formular su teoría de las formas en diálogos como el Fedón, el Simposio o la República. Hasta ahora la doctrina se había expuesto en unos tonos de certidumbre confiada, mientras que en el Parménides se examina críticamente y se somete a un escrutinio sobre cuyo alcance se han ofrecido en la segunda mitad de este siglo las más variadas opiniones. Para algunos especialistas, bastante radicales, las objeciones contra la teoría de las formas reve­ lan problemas irresolubles que llevaron a Platón a abandonarla2*,

28. Éste sería el caso de G.Ryle, del que puede verse, por ej., “Plato’s Par­ menides”, en Studies in Plato's Metaphysics. ed.R.E.AUen, Londres, 1965.

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mientras otros sostienen que la modificó sustancialmente”. En el otro extremo, algunos especialistas han sostenido que las objecio­ nes no son definitivas y se limitan a poner en evidencia malenten­ didos que Platón quería disipar90. Veamos estas objeciones bre­ vemente. La primera objeción se refiere a la extensión del mundo de las formas. En la situación dramática descrita por el diálogo, Sócra­ tes es todavía muy joven y conversa con Parménides, que ha lle­ gado a los sesenta y cinco años y hace uso de toda su experiencia dialéctica para poner a prueba los fundamentos de la teoría. Sócrates da muestras de su inmadurez al dudar sobre la existencia de algunas formas, como el hombre, el fuego o el agua, mientras niega que puedan existir formas de cosas insignificantes como el pelo, la basura y el barro. Sin embargo, para él es evidente la existencia de las formas referentes a entidades matemáticas (semejanza, unidad) y valores morales (justicia, belleza, bondad). La raíz de aquella inseguridad está en que la teoría no se había aplicado originalmente a la naturaleza, sino al ámbito del conoci­ miento moral y matemático y en que. a primera vista, puede pare· cer extraño hablar de formas de cosas que son esencialmente 29. Es el caso de G.E.L.Owen. que escribió un ya famoso artículo titula­ do “The Place of the Timaeus in Plato's Dialogues”, en R.E.AUen, Stu­ dies..., págs.3 13-338. al que haremos referencia a continuación. 30. El más conocido defensor de esta tesis es. sin duda, H. E. Chemiss, autor de un artículo, igualmente conocido, en el que intentó rebatir las tesis de Owen, titulado “The Relation of the Timaeus to Plato’s Later Dialogues”, incluido en R.E.AUen, Studies..., págs.339-378. Entre los dos extremos podríamos situar otras muchas contribuciones. Por la trascen­ dencia bibliográfica de sus aportaciones, hay que citar a G.Vlastos, para quien Platón no logró una completa lucide?: sobre algunas de estas obje­ ciones, aunque tampoco se sintiera obligado por ellas a abandonar la teo­ ría. Cfr,"The Third Man Argument in the Parmenides", Philos.Rev, LXIII (1954), 319-349 y "Self Predication and Self-Participation in Plato’s Later Period”, en Platonic Studies, pág.335-341.

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móviles y mutables. En la República (596a) se hace referencia a la costumbre de “proponer una forma para cada multiplicidad de cosas a las que se da una misma denominación”. Siguiendo este principio, no habría lugar a las dudas que el joven Sócrates parece concebir y de hecho en otras obras, probablemente posteriores, como el Filebo (15a, formas de hombre y buey), el Timeo (30c, el ser vivo inteligible que incluye a todos los demás seres vivos y, en 51b. la forma del fuego) o la Carla Vil (342d. donde además aparecen formas de colores, de objetos fabricados e incluso de los caracteres del alma y de acciones y pasiones) Platón no tiene la más mínima vacilación al respecto'1. En segundo lugar, se expone una segunda serie de objeciones dirigidas a la idea de participación
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