Alejandro Humbolt Viaje A Las Regiones Equinocciales 2

November 9, 2023 | Author: Anonymous | Category: N/A
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“ VIAJES Y NATURALEZA”

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REDACTADO

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1804 POR

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A L E J A N D R O DE H U M B O L D T EN 1812

(Por Gérard.)

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L I B R O

T E R C E R O

CAPITULO

VI

Montes de la Nueva Andalucía — Valle de Cumanacoa. (Ama del Cocollar - Misiones de Indios Chaimas. Nuestra prim era excursión a la península de Araya fue presto seguida de otra más larga e instructiva por los montes, hacia las misiones de los indios Chaimas. Llamaban nuestra atención allí asuntos de variado in­ terés. Entrábam os en un país erizado de. selvas: íbamos a visitar un convento sombreado por palm eras y helé­ chos arbóreos, situado en un estrecho valle donde, en el centro de la zona tórrida, se disfruta de 1111 clima fresco y delicioso. Las montañas circunvecinas contienen ca­ vernas habitadas por miles de aves nocturnas; y, cosa que aviva la imaginación m ejor que todas las m aravillas del mundo físico, encuéntrase más allá de esas m onta­

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ñas un pueblo ayer todavía nómade, que apenas va sa­ liendo de su estado natural, salvaje sin ser bárbaro, es­ túpido más bien por ignorancia que por un luengo em­ brutecimiento. A tan poderoso interés mezclábanse in­ voluntariam ente históricos recuerdos. Fué en el pro­ montorio de Paria donde antes que todos reconoció Co­ lón la tierra continental: es allí donde m ueren estos va­ lles, devastados a su turno por los Caribes guerreros y antropófagos y por los pueblos traficantes y cultos de Europa. A principios del siglo XVI, los desdichados indios de las costas de Carúpano, M acarapana y Caracas fue­ ron tratados como lo han sido en nuestros días los h a­ bitantes de la costa de Guinea. Cultivaban el suelo de las Antillas, y se trasplantaban allí vegetales del viejo continente; pero la Tierra Firme permaneció por la r­ go tiempo extraña a un sistema regular de colonización. Si los españoles visitaban su litoral, no era más que para procurarse, ya por la violencia, ya por trueque, esclavos, perlas, pepitas de oro y palo de tinte. Creyóse ennoble­ cer los motivos de esta insaciable avaricia trayendo a cuento 1111 apasionado celo por la religión; porque cada siglo tiene su matiz, su carácter particular. La trata de indígenas de tez cobriza estuvo acom­ pañada de los mismos actos inhumanos que la de los ne­ gros africanos: tuvo también las mismas consecuencias, las de haber vuelto más feroces a los vencedores y a los vencidos. Fueron desde entonces más frecuentes las guerras entre los indígenas: desde el interior de las tie­ rras arrastróse a los prisioneros hacia las costas para venderlos a los blancos que en sus naves los encadena­ ban. Esto 110 obstante, los españoles eran en esta época, y lo fueron todavía mucho después, una de las naciones más civilizadas de Europa. La viva luz con que brilla­ ban las letras y las artes en Italia había resurgido en to­ dos los pueblos cuyos lenguajes rem ontan a la misma fuente que la de Dante y Petrarca. Hubiérase pensado que debía de ser consecuencia de este desarrollo del es­ píritu, de estos sublimes trasportes de la imaginación, una mitigación general de las costumbres. Pero allende

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los mares, donde quiera que la sed de riquezas trae el abuso del poder, los pueblos de la Europa, en todas las épocas de la historia, han exhibido el mismo carácter. El hermoso siglo de León X se señaló en el Nuevo Mun­ do, con actos de crueldad que parecen hijos de los siglos más bárbaros. Menos sorprende el espantable cuadro que presenta la conquista de la América si se recuerda lo que todavía sucede, a pesar de los beneficios de una legislación más hum ana, en las costas occidentales de Africa. Hacía ya mucho tiempo que había cesado el comer­ cio de esclavos en la T ierra Firme, merced a los princi­ pios adoptados por Carlos Quinto; pero los Conquistado­ res, al continuar sus incursiones, prolongaron ese siste­ m a de guerra chica que ha disminuido la población ame­ ricana, perpetuado los odios nacionales, y sofocado por largo tiempo los gérmenes de la civilización. Misione­ ros, al fin, protegidos por el brazo secular, dejaron oír palabras de paz. Tocaba a la religión consolar a la hu­ m anidad de los males en parte causados en nombre su­ yo: defendió ante los reyes la causa de los indígenas; se opuso a las violencias de los encomenderos; reunió tribus errantes en esas pequeñas comunidades llam adas misiones, cuya existencia favorece los progresos de la agricultura; y fué así como se formaron insensiblemen­ te, con un movimiento empero uniforme y premeditado, esos vastos establecimientos monásticos, ese régimen ex­ traordinario que sin cesar tiende a aislarse y pone bajo la dependencia de las órdenes religiosas países cuatro o cinco veces más extensos que la Francia. Tales instituciones, tan útiles para detener la efu­ sión de sangre y para echar las prim eras bases de la so­ ciedad, se hicieron, andando el tiempo, contrarias a sus progresos. Tales han sido los efectos del aislamiento, que los indios han permanecido en un estado poco dife­ rente de aquel en que se encontraban cuando sus habita­ ciones esparcidas no se habían reunido aún en torno de la casa del misionero. El número de ellos ha aum enta­ do considerablemente, mas no la esfera de sus ideas.



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Progresivamente han perdido parte de ese vigor de carácter y de esa natural vivacidad que en todos los es­ tados del hombre son los nobles frutos de la indepen­ dencia. Sometiendo a reglas invariables hasta las ínfi­ mas acciones de su vida doméstica; se les ha vuelto estú­ pidos a fuerza de tenerlos obedientes. El sustento de eilos está en general m ejor asegurado y sus hábitos se han hecho más apacibles; pero sujetos a la represión y a la triste monotonía del gobierno de las misiones, dan a en­ tender, por su aire sombrío y concentrado, que a su pe­ sar han sacrificado la libertad al reposo. El régimen mo­ nástico, restringido al recinto del claustro, aun sustra­ yendo al Estado ciudadanos útiles, puede en ocasiones servir para calm ar las pasiones, para consolar en gran­ des pesares, para alim entar el espíritu de meditación; pero trasplantado a las selvas del Nuevo Mundo, aplica­ do a las múltiples relaciones de la sociedad civil, trae consecuencias tanto más funestas cuanto su duración es más larga. Estorba de generación en generación el des­ envolvimiento de las facultades intelectuales; impide las comunicaciones entre los pueblos y se opone a todo lo que educa el alma y engrandece las concepciones. Es por la reunión de estas diversas causas por lo que los indíge­ nas que habitan las misiones se m antienen en un esta­ do de incultura que llam aríam os estacionario, de no se­ guir las sociedades el movimiento del espíritu humano, o de ir en retroceso, por lo mismo que dejan de adelan­ tar. El 4 de setiembre a las 5 de la m añana empezamos nuestro viaje a las misiones de los indios Chaimas y al grupo de montes elevados que atraviesan la Nueva An­ dalucía. Habíamos aconsejado reducir a un volumen m í­ nimo nuestros equipajes, a causa de la suma dificultad de los caminos. En efecto, dos bestias de carga bastaban para llevar nuestras provisiones, nuestros instrumentos, y el papel necesario para desecar las plantas. Una mis­ ma caja contenía 1111 sextante, una brújula de inclina­ ción, 1111 aparato para determ inar la declinación magné­ tica, termómetros, y el higrómetro de Saussure. Tal fue

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la selección de instrumentos en que constantemente nos fijam os para recorridas de poca duración. En cuanto al barómetro, mayores cuidados exigía aún que el cronó­ m etro; y puedo añadir que es el instrum ento más emba­ razoso p ara los viajeros. D urante cinco años lo confia­ mos a un guía que nos seguía a pie, y esta precaución, bastante dispendiosa, 110 lo dejó libre de accidentes. Ha­ biendo determinado con precisión la época de las m a­ reas atmosféricas, es decir, las horas en que el m ercurio sube y b aja regularm ente todos los días en los trópicos, habíamos caído en la posibilidad de nivelar el país por medio del barómetro, sin em plear observaciones corres­ pondientes hechas en Cumaná. Los mayores cambios en la presión del aire no se elevan, para estos climas, y en las costas, sino a 1 — 1,3 líneas; y si una sola vez se lia señalado en 1111 lugar y una hora cualesquiera la al­ tura del mercurio, se pueden indicar con alguna proba­ bilidad las variaciones que experimenta esa altura du­ rante el año entero en todo el transcurso del día y de la noche (1) . De esto resulta que la falta de observaciones correspondientes en la zona tórrida apenas puede causar errores que excedan de 12 a 15 toesas, lo cual es poco im ­ portante cuando se trata de una nivelación geológica, o de la influencia de las alturas sobre el clima y sobre la distribución de los vegetales. Era la m añana de un frescor delicioso. El camino, o más bien el sendero que conduce a Cumanacoa, sigue la banda derecha del Manzanares pasando por el hospi­ cio de los capuchinos situado en un bosquecillo de guayacanes y alcaparros arborescentes (2). En saliendo de Cumaná gozamos, durante la corta duración del cre­ púsculo, desde lo alto del cerro de San Francisco, de una extensa perspectiva sobre el mar, sobre la llanura cu(1 ) Véanse mis Observ. astron. (2) Llámanse estos alcaparros en el país: Pachaca, Olivo, A jito ; y son Capparis tenuisiliqua, Jacq., C. ferruginea, C. em arginata, C. elliptica, C, reticulata, C. racemosa.

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bierta de Bcras con flores doradas (3), y sobre los m on­ tes del Bergantín. Impresionábanos la gran proxim idad con cpie se presentaba la cordillera antes que el disco del sol naciente hubiese tocado el horizonte. Es más subida la coloración azulada de las cimas, parecen más firmes sus contornos, más destacadas sus masas, en todo el tiem­ po que la transparencia del aire no es enturbiada por los vapores que, acumulados durante la noche en los vallejos, se elevan a m edida que empieza la atmósfera a aca­ lorarse. En el hospicio de la Divina Pastora se dirige el cam i­ no al Noreste, y en el espacio de dos leguas atraviesa un terreno despoblado de árboles y nivelado antiguamente por las aguas. Hállanse allí 110 sólo Tunas y m atorrales de Tribulus de hojas como Cisto, y la hermosa Euforbia purpúrea, cultivada en los jardines de La Habana con el extraño nombre de Díctamo real (Euphorbia tithymaloides), sino también la Avicennia, la Allionia, el Sesuvium, el Thalinum, y la m ayor parte de las Protuláceas que cre­ cen a orillas del golfo de Cariaco. Esta distribución geo­ gráfica de las plantas parece designar los límites de la antigua costa, y probar, cual arriba lo hemos notado, que las colinas cuya falda meridional costeábamos, formaban antaño un islote separado del continente por 1111 brazo de mar. A las dos horas de camino llegamos al pie de la alta sierra del interior que de Este a Oeste se prolonga desde el Bergantín hasta el Cerro de San Lorenzo. Allí apare­ cen nuevas rocas y con ellas otro aspecto de la vegeta­ ción: allí asume todo un carácter más majestuoso y pin­ toresco. Regado el terreno por m anantiales se ve sur­ cado en todo sentido. Arboles de una altura gigantesca y arropados de bejucos se alzan en las quebradas; su cor­ teza, negra y abrasada por la doble acción de la luz y el oxígeno atmosférico, contrasta Con el fresco verdor de los (3) Palo sano, Zygophyllum arboreum, Jacq. len a vainilla.

Sus flores hue­

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Pothos y Dracontium, cuyas hojas coriáceas y lustrosas miden a veces varios pies de longitud. No parece sino que las Monocotiledóneas parásitas reem plazan entre los trópicos al musgo y los liqúenes de nuestra zona boreal. A medida que avanzábamos nos recordaban las rocas, tanto por su form a como por su agrupamiento, los paisa­ jes de la Suiza y el Tirol. En estos Alpes de la América, aún a considerables alturas, vegetan Heliconias, Costus, M arantas y otras plantas de la fam ilia de los Baliceros, que, próximos a las costas, sólo se am añan en parajes ba­ jos y húmedos. Así es como en la zona tórrida 110 menos que en el Norte de Europa (4), en fuerza de un extraor­ dinario acercamiento, ya bajo la influencia de una at­ mósfera cargada continuamente de vapores, ya en un suelo humedecido por nieves derretidas, la vegetación de las montañas exhibe todos los rasgos que caracterizan la vegetación de los pantanos. Antes de d e ja r las llanuras de Cumaná y las bre­ chas o areniscas calcáreas que constituyen el suelo del litoral, recordaremos las diferentes capas de que se com­ pone esta muy reciente formación, tal como la hemos observado a espaldas de las colinas que rodean el casti­ llo de San Antonio. Esta indicación es tanto más indis­ pensable cuanto aprenderemos pronto a reconocer otras rocas que podrían fácilmente confundirse con las pudíngas de las costas. Avanzando bacía el interior del con­ tinente, veremos desplegarse poco a poco a nuestros ojos el cuadro geológico de estas comarcas. La brecha o arenisca calcárea es una formación lo­ cal y parcial, propia de la península de Araya, al litoral de Cumaná y de Caracas (5). liém osla hallado en Cabo Blanco, al Oeste del puerto de La Guaira, donde contie­ ne, fuera de restos de conchas y madréporas, fragm en­ tos a menudo angulosos de cuarzo y gneis. Esta circuns­ tancia acerca la roca a esa arenisca reciente designada nis,

(4) W ahlenberg, De vegetatione Helvetiae et summi Septentriopp. XLVII y LIX. (5) Véase arriba.

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por los mineralogistas alemanes con el nombre de nagelfluhe, que cubre parte tan grande de la Suiza (en el Hohganta que domina el Em m ethal), hasta mil toesas de altura, sin ofrecer, con todo, vestigio alguno de productos pelágicos. Cerca de Cumaná la formación de brecha cal­ cárea se compone, I o de una caliza compacta gris blan­ quecina, cuyas capas, ya horizontales, ya irregularm en­ te inclinadas, tienen de cinco a seis pulgadas de espesor. Hay algunos bancos sin mezcla casi de petrificación; pe­ ro en la m ayor parte las carditas, turbinitas, ostracitas y conchas de pequeñas dimensiones se hallan a tal punto aproximadas, que la m asa calcárea no form a sino un ce­ mento por el cual van unidos granos de cuarzo con los cuerpos orgánicos; 2“ de una arenisca calcárea, en la que los granos de arena son mucho más frecuentes que las conchas petrificadas: otras capas form an una arenis­ ca por entero desprovista de restos orgánicos, que hace poca efervescencia con los ácidos, y donde encajan, no paj illas de mica, sino riñones de m ina de hierro m orena compacta; 3o de bancos de arcilla endurecida que con­ tienen selenita y yeso lam inar, al Norte del castillo de San Antonio, m uy cerca de Cumaná. Estos últimos ban­ cos tienen mucha analogía con la arcilla m uriatífera de Punta Araya, y parecen constantemente inferiores a las capas precedentes. La formación de brecha o de aglomerado del litoral tpie acabamos de describir tiene una coloración blanca, y reposa inm ediatam ente sobre la caliza de Cumanacoa, que es gris-azulada. Estas dos rocas contrastan de una m anera tan term inante, como la molasa del país de Vaud con la caliza del Ju ra (por ejemplo, cerca de Aarau, de Boudry y de Porentrui, en la Suiza). Es de notar que en el contacto de las dos formaciones superpuestas, los ban­ cos de caliza de Cumanacoa, que son para mí como una caliza alpina, están casi siempre cargados fuertem ente de arcilla y de m arga. Dirigidos, como los esquistos m icá­ ceos de Araya, de Noreste a Suroeste, están inclinados cerca de Punta Delgada en un ángulo de 60° al Sureste.

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Atravesamos la selva por un estrecho sendero: ori­ llamos un arroyo que corre estrepitoso por un lecho de rocas. Observamos que la vegetación era más lozana dondequiera que la caliza alpina está arropada de una arenisca cuarzosa desprovista de petrificaciones. y muy diferente de la brecha del litoral. La causa de este fe­ nómeno consiste verosímilmente, no tanto en la naturale­ za del mantillo, como en la m ayor humedad del suelo. El asperón cuarzoso contiene capas poco gruesas de una arcilla esquistosa (Schiefertlion) negruzca, que fácil­ mente sería confundida con Thonschiefer secundario; y son estas capas las que impiden a las aguas perderse en las grietas de que está sem brada la caliza alpina. Esta últim a presenta aquí, como en el país de Salzburgo y en la cordillera de los Apeninos, bancos fracturados y fuer­ temente inclinados. El asperón, al contrario, dondequie­ ra que está superpuesto a la roca calcárea, hace menos agreste el aspecto de las localidades: las colinas que for­ ma parecen más redondeadas, y la espalda de éstas, suavemente inclinada, está cubierta de un mantillo más profundo. En estos lugares húmedos, en que el asperón encu­ bre la caliza alpina, es donde se halla constantemente al­ gún vestigio de cultivo. Encontramos cabañas habitadas por mestizos en la quebrada de los Frailes, como entre la Cuesta de Caneyes y el río Guriental. Cada una de estas cabañas está situada en el centro de un cercado que con­ tiene bananeros, papayos, caña de azúcar y maíz. Po­ dría sorprender la reducida extensión de estos terrenos rozados, si 110 recordáramos que una huebra cultivada con bananeros da cerca de veinte veces más sustancia alimenticia que el mismo espacio sembrado de cereales ((5). En Europa nuestras gramíneas nutritivas, el trigo, la cebada, el centeno, cubren vastas extensiones del país: las tierras labradas están necesariamente en contacto (6) en 8°.

Essai polit, sur la Nouvelle-Espagne,

BIBUOTECA NAOOHAL C 1 RAGAS - VENEZUELA

t. III p 36 de la ed

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dondequiera que los pueblos sacan su alimento de los cereales. No es lo mismo en la zona tórrida, donde el hombre ha podido apropiarse vegetales que rinden co­ sechas más abundantes y menos tardías. En estos cli­ mas felices la inmensa fertilidad del suelo obedece al en­ cendimiento y hum edad de la atmósfera. Una población num erosa halla abundantem ente su alimento en un re ­ ducido espacio cubierto de bananeros, yuca, ñam e y maíz. El aislamiento de las cabañas dispersas en medio de la selva indica al viajero la fecundidad de la n atu ra­ leza: a menudo un rinconcillo de tierra rozada basta pa­ ra las necesidades de varias familias. Estas consideraciones sobre la agricultura de la zo­ na tórrida recuerdan involuntariam ente las íntim as rela­ ciones que existen entre la extensión de las rozas y los progresos de la sociedad. Esta riqueza del suelo, esta fuerza de la vida orgánica, bien que m ultiplican los m e­ dios de subsistencia, retarda la m archa de los pueblos h a­ cia la civilización. En medio de un clima suave y unifor­ me, la única necesidad urgente del hombre es la de la alimentación. El incentivo de esta necesidad es lo que excita al trabajo; y fácilmente se comprende por qué en el seno de la abundancia, a la sombra de los bananeros y del árbol del pan, las facultades intelectuales se des­ arrollan menos rápidam ente que bajo un cielo riguroso, en la región de los cereales, donde nuestra especie está sin cesar en lucha con los elementos. Cuando mediante una ojeada general se abarcan los países ocupados por los pueblos agrícolas, se observa que los terrenos cultiva­ dos permanecen separados por las selvas o se tocan de inmediato, no solamente según el incremento de la po­ blación sino según la selección de las plantas alim enti­ cias. En Europa juzgamos del número de los habitantes por la extensión de los cultivos: en los trópicos, al con­ trario, en la parte más cálida y húmeda de la América meridional, parecen casi desiertas pobladísimas provin­ cias, porque el hombre, para sustentarse allí, no somete a las labores sino un corto número de huebras.

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Estas circunstancias, bien dignas de atención, modi­ fican a un tiempo el aspecto físico del país y el carácter de sus habitantes: ellas comunican al uno y al otro una fisonomía particular, en cierta m anera agreste e inculta, que pertenece a un n atural cuyo tipo primitivo aún no ha sido alterado por el arte. Sin vecinos, sin comercio ca­ si con los hombres, cada fam ilia de colonos forma un gen­ tío aislado. Este aislamiento detiene o retarda los progre­ sos hacia la civilización, que sólo puede aum entarse a me­ dida que la sociedad se hace más numerosa y que sus la­ zos son más íntimos y múltiples; mas la soledad desarro­ lla también y afirm a en el hombre el sentimiento de la independencia y la libertad, y merced a ella se ha ali­ mentado esa altivez de carácter que ha distinguido en todo tiempo a los pueblos de raza castellana. Estas mismas causas, cuya poderosa influencia ten­ dremos a menudo en consideración en adelante, tienden a conservar en el suelo, en las regiones más habitadas de la América equinoccial, un aspecto silvestre que en los climas templados se pierde por el cultivo de las gram í­ neas nutritivas. Entre los trópicos ocupan menos terre­ no los pueblos agrícolas: el hombre ha extendido menos su imperio allí; diríase que aparece en él, 110 como 1111 amo absoluto que a su arbitrio cambia la superficie del suelo, sino como un huésped pasajero que apaciblemente goza de los beneficios de la naturaleza. En efecto, a in­ mediaciones de las ciudades más populosas permanece la tierra erizada de bosques o cubierta de un relleno es­ peso que nunca ha hendido la re ja del arado. Las plan­ tas espontáneas dominan ahí todavía por su masa sobre las plantas cultivadas, y ellas solas determ inan el aspec­ to del paisaje. De presum ir es que este orden de cosas 110 cam biará sino con suma lentitud. Si en nuestros cli­ mas templados el cultivo de los cereales contribuye a ex­ tender una triste uniformidad sobre los terrenos desmon­ tados, no será de dudar que, aun con una creciente pobla­ ción, la zona tórrida conservará esta m ajestad de las for­ mas vegetales, estos rasgos de una naturaleza virgen e in­ 2

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domada que tan atrayente y pintoresca la hacen. Es así como, por un encadenamiento notable de causas físicas y morales, la selección y el producto de las plantas alim en­ ticias influyen a una en tres im portantes fines: la aso­ ciación o el aislamiento de las familias, los progresos más o menos lentos de la civilización, y el carácter indi­ vidual del paisaje. A m edida que nos hundíam os en la selva, nos indi­ caba el barómetro la elevación progresiva del suelo. Los troncos de los árboles se prestaban aquí a una ojeada ex­ traordinaria: una gram ínea de ram os verticilados tre­ pa como un bejuco a ocho o diez pies de altura, y forma festones que cruzan el camino y son mecidos por los vien­ tos (7). A eso de las tres de la tarde hicimos alto en una pequeña altiplanicie, designada con el nombre de Quetepe, elevada a unas 15)0 toesas sobre el nivel del océano. Algunas chozas (habitación de Don Juan Pelay) han sido construidas cerca de una fuente afam ada entre los indígenas por su frescor y su gran salubridad. El agua de esta fuente nos pareció en efecto bonísima: era su tem peratura de 22°,5 del termómetro centígrado (18° IV), m ientras que la del aire se elevaba a 28",7. Las fuentes que bajan de las montañas inm ediatas más ele­ vadas indican a menudo un decrecimiento de calor de­ masiado rápido. En efecto, si se supone de 2(5° la tempe­ ratura media de las aguas en la costa de Cumaná, ha de concluirse de ello, a menos que otras causas locales modifiquen la tem peratura de los m anantiales, crue la de Quetepe adquiere su gran frescura a m ás de 350 toesas de elevación absoluta (8). Hablando de las fuentes que m anan en las llanuras de la zona tórrida o a pequeñas elevaciones, observaré que en general solamente en las regiones en que la tem peratura media del estío difiere (7) Carrizo análogo al Chusque de Santa Fe, del grupo de los Nastus. E sta gram ínea es un excelente alimento p ara las muías. Véanse los Nova Genera et Species P lantarum equin. (t. I. p. 201 de la ed. en 4o) que publico en unión, de los Sres. Bonpland y Kunth. (8) Véase arriba.

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mucho de la del año entero, es donde los habitantes pue­ den beber agua fontanal sumamente fría durante la es­ tación de los grandes calores. Los La pones, cerca de Umeo y de Sórsele, a los 65° de latitud, se refrescan en m anantiales cuya tem peratura es apenas, en el mes de agosto de 2 a 3 grados sobre el punto de congelación (9), m ientras que el calor del aire en el día y a la sombra se eleva, en esas mismas regiones boreales, a 26 o 27 grados. En nuestros climas templados, en Francia y Alemania, la diferencia entre el aire y los m anantiales nunca exce­ de de 16 a 17 grados; y entre los trópicos es aún raro que se eleve a 5 ó 6 grados. Fácilmente se explica la razón de estos fenómenos recordando que el interior del globo y las aguas subterráneas tienen una tem peratura casi idéntica con la tem peratura media anual del aire, y que esta últim a difiere tanto más del calor medio del estío cuanto más lejos se está del ecuador. La inclinación magnética en Quetepe era de 42°,7 de la división cente­ sim al: el cianómetro no indicaba para el color del cielo en el zenit sino 14°, sin duda porque la estación de las lluvias había comenzado desde hacía algunos días, estan­ do ya el aire mezclado de vapores (10). Desde lo alto de una colina de asperón que domina la fuente de Quetepe, gozamos de una magnífica vista sobre el m ar, el cabo Macanao y la península de Manicuares. Una selva inmensa se extendía a nuestros pies hasta la ribera del océano: las cimas de los árboles, en­ trelazadas con bejucos, coronadas de largos penachos de flores, form aban un vasto tapiz de verdor, cuya opaca coloración realzaba la refulgencia de la luz aérea. El aspecto de este emplazamiento nos sorprendía mayor­ mente, cuanto por prim era vez abrazaba aquí nuestra (9) Kongl. Vetensk. Acad. Nya Handl., 1809, p. 205. (10) A las 4 de la tarde: higrómetro de Deluc, 48°; termóme­ tro centígrado, 26°,5. Desde Quetepe determiné con la brújula el ca­ bo Macanao N. 26°,0. El ángulo entre este cabo y el valle de San Juan en la isla de M argarita es de 29° 28'. La distancia directa de Quetepe a Cumaná parece ser de tres y media leguas.

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m irada esas grandes masas de la vegetación de los trópi­ cos. En la colina de Quetepe, entre m atorrales de Polygala montana, al pie de la Malpighia cocolobae folia, cu­ yas hojas son en extremo coriáceas, recogimos las prim e­ ras Melástomas, en particular la bella especie descrita con el nom bre de M. rufescens. El recuerdo de aquel sitio p er­ sistirá por largo tiempo en la m em oria: el viajero con­ serva una viva predilección por los lugares en que en­ cuentra u n 'grupo de plantas que aún no ha visto en es­ tado silvestre. Avanzando hacia el Suroeste, el suelo se vuelve á ri­ do y arenoso; subimos por un grupo de montes bastante elevados que separan la costa de las vastas llanuras o sa­ banas costeadas por el Orinoco. La porción de este gru­ po por la que pasa el camino de Cumanacoa está desnu­ da de vegetación y tiene declives escarpados por el Nor­ te y por el Sur. Se la designa con el nombre de Im posi­ ble, porque se cree que en caso de un desembarco del enemigo, esta cresta de montes ofrecería un asilo a los habitantes de Cumaná. Llegamos a la cima poco antes del ocaso del sol, y apenas pude tom ar algunos ángulos horarios para determ inar la longitud del lugar por medio del cronómetro (11). El campo de vista del Imposible es más hermoso y extenso que el de la altiplanicie de Quetepe. Distinguía­ mos muy bien a la simple vista la cima achatada del Ber­ gantín, cuya posición sería tan im portante se fijase bien, y el embarcadero y la rada de Cumaná. La costa roca­ llosa de la península de Araya se dibuja en toda su lon­ gitud. Nos admiró en particular la extraordinaria con(11) Véanse mis Observ. astron. La latitud debe ser de casi 10» 23' por la distancia a la costa meridional del golfo de Cariaco. Determiné la rada de Cumaná, N. 61° 20',0; el cabo Macanao, N. 29° 27',0; la Laguna Grande, en la costa Norte del golfo de Cariaco, N. 3° 10',0; el Cerro del Bergantín (centro de la Mesa), S. 27” 5',0. Menor distancia al mar, 3 a 4 millas. Los ángulos fue­ ron tomados en parte con el sextante y en parte con la brújula. E s­ tos últimos están ya corregidos en la declinación magnética.

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figuración de un puerto a que dan el nombre de Laguna Grande o Laguna del Obispo. Una vasta cuenca, cercada de altos montes, se comunica con el golfo de Cariaco por un estrecho canal que sólo da paso a una nave. Este puerto, cuyo plano detallado levantó el Sr. Fidalgo, po­ día contener varias escuadras reunidas. Es un lugar desierto, frecuentado de año en año por navios que con­ ducen mulos a las Antillas. Se hallan algunos pastos en el fondo de la bahía. Seguíamos con la vista las sinuo­ sidades de este brazo de m ar que, a sem ejanza de un río, se ha excavado un lecho entre las rocas acantiladas y desnudas de vegetación. Esta ojeada extraordinaria re­ cuerda el fondo del paisaje fantástico conque adornó Leonardo de Vinci el famoso retrato de la Gioconda (Monna Lisa, esposa de Francisco del Giocondo). Pudimos observar en el cronómetro el momento en que el disco del sol tocó el horizonte del mar. Tuvo efecto el prim er contacto a las 6 h 8' 13"; el segundo, a las 6 h 10' 26" en tiempo medio. Esta observación, no exenta de in­ terés p ara la teoría de las refracciones terrestres, se hizo en la cumbre del monte, a la altura absoluta de 296 toesas. El ocaso del sol fué seguido de un enfriamiento bien rápi­ do del aire. Tres minutos después del último contacto apa­ rente del disco con el horizonte del mar, bajó el termó­ metro súbitamente de 25°,2 a 21°,3. ¿Era resultado este enfriam iento extraordinario de alguna corriente descen­ dente? El aire estaba en calma, sin embargo, y ningún viento horizontal llegó a sentirse. Pasamos la noche en una casa donde hay un apos­ tadero m ilitar de ocho hombres m andados por un sargen­ to español. Es un hospicio construido al lado de un al­ macén de pólvora, que ofrece al viajero toda suerte de auxilios. Este mismo destacamento m ilitar habita en la montaña durante cinco o seis meses. Se escogen de pre­ ferencia los soldados que tienen chacras o labranzas en las cercanías. Cuando después de la toma de la isla de Trinidad por los ingleses, en 1797, fué amenazada de ata­ que la ciudad de Cumaná, muchos de sus habitantes se

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refugiaron en Cumanaeoa y depositaron lo más preciado que tenían en cobertizos construidos de prisa en la cima del Imposible. Habíase entonces resuelto abandonar, ca­ so de una inopinada invasión, el castillo de San Antonio, tras una breve resistencia, y concentrar todas las fuerzas de la provincia en torno a la m ontaña, que puede m irar­ se como llave de los Llanos. Los acontecimientos m ilita­ res que han acaecido después en estas comarcas, a conse­ cuencia de las revoluciones políticas, han probado cuán juiciosamente combinado estaba este plan. A lo que he podido observar, la cima del Imposible está cubierta de un asperón cuarzoso desprovisto de pe­ trificaciones. Sus capas están aquí, como en el dorso de los montes inmediatos, con bastante regularidad dirigidas de N. N. E. a S. S. O. (Hor. 3 - 4; inclín, de 45° al Sur). Ya he recordado antes que esta dirección es también la más frecuente, por lo que hace a las formaciones prim itivas, en la península de Araya y a lo largo de las costas de Venezuela. En la falda septentrional del Imposible, cer­ ca de Peñas Negras, sale un m anantial abundante del as­ perón, que alterna con la arcilla esquistosa. En este pun­ to se observan capas fracturadas dirigidas de N. O. a S. E., cuya inclinación es casi perpendicular. Los Llaneros o habitantes de las llanuras envían sus productos, sobre todo maíz, cueros y ganado, al puerto de Cumaná por el camino del Imposible. Sin cesar veía­ mos llegar muías conducidas por indios o mulatos. La soledad de este lugar me recordaba vivamente las no­ ches que había pasado en la cima del San Gotardo. Se había prendido fuego en varios puntos de las vastas sel­ vas que circundan la montaña. Llamas rojizas medio envueltas por torrentes de humo presentaban el aspecto más imponente. Los habitantes ponen fuego a las selvas para m ejorar los pastos y destruir los arbustos (pie sofo­ can la yerba, tan rara ya en estos confines. También enormes conflagraciones son a menudo causadas por ne­ gligencia de los indios, que descuidan en sus viajes apa­ gar el fuego con el cual han preparado sus alimentos.

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Estos accidentes han contribuido a dism inuir el número de árboles viejos en el camino de Cumaná a Cumanacoa, y los habitantes observan con razón que en muchos pun­ tos de su provincia aum enta la sequía, no sólo por vol­ verse el suelo de año en año más grietoso con la frecuen­ cia de los temblores de tierra, sino también porque hoy está menos provisto de bosques de lo que en la época de la conquista estaba. Me levanté durante la noche para determ inar la la­ titud del lugar por el paso de Fomahault por el m eridia­ no. La observación fué perdida, a causa del tiempo que invertí en nivelar el horizonte artificial. Este es un grande inconveniente en los instrumentos de reflexión, cuando a causa de la movilidad de los fluidos, no se usa el horizonte de mercurio, de am algam a o de aceite, sino de los vidrios planos cuyo empleo introdujo el Sr. de Zacli. Era media noche. Estaba transido de frío, como nuestros guías, a pesar de que el termómetro se m antenía todavía en 19°,7 (15°,5 R). Nunca lo vi b a ja r en Cumaná a más de 21°; pero también la casa que habitábam os en el Imposible estaba a 258 toesas sobre el nivel del océano. En la Casa de la Pólvora determiné la inclinación de la aguja im anada: era de 42",5 (12). El número de osci­ laciones correspondientes a 10' de tiempo se elevaba a 233, habiendo por consiguiente aumentado -la intensidad de las fuerzas magnéticas desde las costas hacia la mon­ taña, quizá por la influencia de algunas masas ferrugi­ nosas ocultas en las capas de arenisca que se sobreponen a la caliza alpina. Dejamos el Imposible el 5 de setiembre, antes de salir el sol. Es muy peligrosa la b ajad a para las bestias de carga: no tiene el sendero por lo general sino 15 pulgadas de ancho y está flanqueado de precipicios. En 1796 se había concebido el útil proyecto de trazar un (12)

La inclinación magnética está siempre expresada en esta según la división centesimal, si no se indica expre­ samente lo contrario. Relación histórica

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excelente camino desde la villa de San Fernando hasta la montaña. La tercera parte de este camino estaba de hecho term inada; pero desgraciadam ente se había empezado en la llanura, al pie del Imposible, de modo que la parte más difícil del camino había quedado intacta. Por una de esas causas que hacen fracasar casi todos los proyectos de adelanto en las colonias españolas, los trabajos se inte­ rrum pieron. Varias autoridades civiles quisieron arro­ garse el derecho de dirigir a un mismo tiempo esos tra­ bajos. Pacientemente pagó el pueblo peaje por un ca­ mino que no existía, hasta que el gobernador de Cumaná hubo de poner término a este abuso. Al b a ja r el Imposible se ve reaparecer, debajo de la arenisca, la roca calcárea alpina. Como las capas están por lo general inclinadas al Sur y al Sureste, gran núm e­ ro de m anantiales brotan en la falda m eridional del mon­ te. En la estación de las lluvias estos m anantiales form an torrentes que descienden en cascadas sombreadas por Jabillos (Hura), Cuspa y Yagrumos (Cecropia) de hojas argentadas. La Cuspa, bastante común en los alrededores de Cum aná y Bordones, es un árbol desconocido todavía de los botanistas de Europa. Por largo tiempo sólo sirvió para la construcción de casas, y desde 1797 se hizo célebre con el nombre de Cascarilla o Quina de la Nueva Andalucía. Su tronco apenas se eleva a quince o veinte pies de alto. Sus hojas alternas son lisas, enteras y ovales; a veces son opuestas hacia el extremo de las ramas, pero constante­ mente desprovistas de estípulas. Su corteza, muy delga­ da y de un am arillo pálido, es eminentemente febrífuga, y es aún más am arga que la corteza de las verdaderas Cinchonas, pero este am argor es menos desagradable. La Cuspa se adm inistra con el m ayor éxito en extracto al­ cohólico o en infusión acuosa, tanto en las fiebres inter­ mitentes como en las malignas. El Sr. de Em paran, go­ bernador de Cumaná, envió una cantidad considerable a los médicos de Cádiz; y según informes dados ha poco por (ion Pedro Franco, boticario del hospital m ilitar de

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Cumaná, la Cuspa se ha hallado en Europa ser casi tan buena como la Quina de Santa Fe. Preténdese que to­ mada en polvo tiene sobre esta últim a la ventaja de irri­ tar menos el estómago de los enfermos cuyo sistema gástrico está muy debilitado. En las costas de la Nueva Andalucía consideran la Cuspa como una especie de Cinchona; y aseguran que unos frailes aragoneses que habían vivido por largo tiempo en el reino de Nueva Granada, han reconocido este árbol por la sem ejanza de sus hojas con las de las verdaderas Quinas. Nada de exacto tiene esta aserción; y es justam ente por la disposición de sus hojas y por la ausencia de estípulas por lo que la Cuspa difiere totalmen­ te de las plantas de la fam ilia de las Rubiáceas. Se acer­ ca tal vez a la fam ilia de las Madreselvas o de las Capri­ foliáceas, una sección de las cuales tiene hojas alternas, habiéndose ya encontrado entre ellas varios Cornejos notables por sus propiedades febrífugas (13.) El sabor aun amargo y astringente y el color am a­ rillo rojizo de la corteza han podido por sí solos guiar al descubrimiento de las virtudes febrífugas de la Cuspa. Como ella florece a fines de noviembre, no la hemos ha­ llado en flor e ignoramos a qué género pertenece. Desde hace algunos años he pedido en vano a nuestros amigos de Cumaná muestras de la flor y del fruto. Espero que la determinación botánica de la Quina de Nueva Andalu­ cía reclam ará algún día la atención de los viajeros que visiten estas regiones después de nosotros, y que a pesar de la analogía de nombres, 110 confundirán la Cuspa con el Cuspare. Este último vegeta 110 sólo en las misiones del río Caroní, sino también al Oeste de Cumaná, en el golfo de Santa Fe. Suministra a los farmacéuticos de Europa el famoso Cortex Angosturae, y forma el género Bonplandia, descrito por el Sr. W illdenow en las Memo(13) Cornus florida y C. sericea de los Estados Unidos (W al­ ker, On the virtues of the Cornus and the Cinchona compared. F i­ ladelfia, 1803),

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rías de la Academia de Berlín (14), según notas que le hemos comunicado. Sorprende bastante que durante una larga perm a­ nencia efectuada por nosotros en las costas de Cumaná y Caracas, en las orillas del Apure, del Orinoco y del Río Negro, en una extensión de terreno de 40.000 leguas cua­ dradas, no hayamos jam ás encontrado una de esas n u ­ merosas especies de Chichona o de Exostema propias de las regiones b ajas y cálidas de los trópicos, sobre todo en el archipiélago de las Antillas (15). Lejos estamos de querer afirm ar que en toda la parte oriental de la Amé­ rica del Sur, desde Puerto Cabello hasta Cayena, o desde el ecuador a los 10° de latitud boreal, entre los m eridia­ nos de 54° y 71°, no existen Quinas absolutamente. ¿Quién se lisonjeará de conocer por completo la Flora de una extensión de país tan vasta? Pero cuando se recuerda que en México mismo no se ha descubierto aún especie algu­ na de los géneros Cinchona y Exostema, ni en la altipla­ nicie central, ni en las planicies (10), se ha de estar per(14)

(.15)

Año 1802.

A las Cinchonae de las regiones bajas (que casi todas son Exostema, corollis glabris, filamentis longe exsertis, e basi tubi nascentibus, seminibus margine integro cinctis) pertenecen: C. longiflora, de Lam bert; C. caribaea; C. angustifolia, de Swartz; C. lineata, de Vahl; C. philippica, de Née; Véase mi Essai botanique et physique sur les Quinquinas du Nouveau-Continent, en “Berl. Magazin N aturforsch. Freunde”, 1807, p. 108. El género Exostema fué descrito primero por los Sres. Richard y Bonpland en nuestras Plantas equi­ nocciales, t. I , p. 131 (Schrader, Journ. fü r die Botanik, t. I , p. 358). (T6) La Cinchona angustifolia y la C. longiflora nunca han si­ do halladas en Nueva España, ni en Cayena, aunque eso se haya afir­ mado recientemente (Lambert, Descr. of the genus Cinchona, 1797, p. 38. Bulletin de Pharm acie, 1812, p. 492). El Sr. Richard, que por tanto tiempo ha residido en la Guayana francesa, después de Aublet, asegura que allí no se ha descubierto ninguna especie de Quina. La m uestra de C, longiflora que el Sr. Lam bert cita en su interesante Monografía como tomada del herbario de Aublet, es probablemente de la isla da Santo Domingo: por lo menos Vahl ha reconocido entre las plantas de las Antillas, conservadas en las colecciones del Sr. de Jussieu, la C. longiflora. La Quina del Gran P a rá (C. brasiliensis, Hofmansegg) es una verdadera Cinchona, o pertenece al género Machaonia ?

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suadido a creer que las islas montañosas de las Antillas y la cordillera de los Andes tienen floras particulares, y poseen grupos de vegetales que no han pasado de las islas al continente, ni de la América m eridional a las costas de Nueva España. Hay m ás todavía. Reflexionando en las numerosas analogías que existen entre las propiedades de los ve­ getales y su form a exterior, sorprende hallar virtudes eminentemente febrífugas en las cortezas de árboles per­ tenecientes a diferentes géneros, y aún a fam ilias dife­ rentes (17). Algunas de estas cortezas se parecen hasta (17) Puede tal vez tener interés para la química, la fisiología y la botánica descriptiva, reunir desde un mismo punto de vista los vegetales que han sido empleados con mayor o menor éxito contra las fiebres intermitentes. Hallamos entre las Rubiáceas, además de las Cinchonae y las Exostemae, la Coutarea speciosa o Quina de Cayena, la Portlandia grandiflora de las Antillas, otra Portlandia descubierta por el Sr. Sesse en México, la Pinkneia pubescens de los Estados Unidos, el fruto del Cafeto, quizás también el Macrocnemum corymbosum, y la Guettarda coccinea; entre las Magnoliáceas, el Tulipero y la Magnolia glauca; entre las Zantoxilaceas, el Cuspare de Angostura, conocido en América con el nombre de Quina del Orinoco, y el Zanthoxylon caribaeum ; entre las Leguminosas, la Geoffraea, la Swietenia febrífuga, la Aeschinomene grandiflora, la Caesalpinia bonducella; entre las Caprifoliáceas, el Cornus florida y la Cuspa de Cumaná; entre las Rosáceas, el Cerasus virginiana y el Geum urbanum, entre las Amentáceas, los sauces, las encinas, los abedules, cuyo extracto alcohólico es usado entre el pueblo de Rusia, le Populus tremuloides, etc.; entre las Anonáceas, la U varia febrífuga, cuyos frutos hemos visto emplear con éxito en las misiones de la Guayana española; entre las Simarubáceas, la Quassia am ara, célebre en los llanos palúdicos de Surinam; entre las Terebintáceas, el Rhus glabrum; entre las Euforbiáceas, el Croton Cascarilla; entre las Compuestas, el Eupatorium perfoliatum, cuyas virtu­ des febrífugas conocen los salvajes de la América Septentrional. (Crindel, Chinasurrogat, Dorpat, 1809. Renard, Ueber inland. Surrogate der Chinarinde, Maguncia, 1809. Decandolle, Sur les propiétés médicales des plantes, 1816, pp. 73, 129, 138, 142, 165, 171, 170.

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el punto de ser cosa fácil confundirlas en su simple as­ pecto. Pero antes de exam inar la cuestión de saber si en la Quina legítima, en la Cuspa de Cumaná, en la Corteza de Angostura, en la Swientenia de la India, en los sauces de Europa, los frutos del cafeto y de la Uvaria, se descu­ brirá algún día una m ateria uniformem ente esparcida, que ofrezca (como el almidón, el caucho y el alcanfor), en diferentes vegetales, las mismas propiedades quím i­ cas, podríamos preguntarnos si, en general, en el estado actual de la fisiología y de la medicina, se puede adm itir el hecho de un principio febrífugo. ¿No será más bien pro­ bable que ese desarreglo particular de la organización que se designa con el vago nombre de estado febril, en que los sistemas vascular y nervioso se ven atacados a un tiempo, cede a remedios que no obran por unos mis­ mos principios, por un mismo modo de acción sobre los mismos órganos, por un mismo juego de atracciones quí­ micas y eléctricas? Nos limitaremos aquí a observar que en las especies del género Cinchona, las virtudes antife­ briles no parecen residir ni el tanino (allí mezclado accidentalm ente), ni en el cinchonato de cal, sino en una m ateria resiniforme que disuelve tanto el alcohol como el agua, y que se cree estar compuesta de dos principios, el amargo y el rojo cinchónocos. Ahora bien, ¿puédese adm itir que esta m ateria resiniforme, diferentemente enérgica según las combinaciones que la modifican, se encuentra en todas las sustancias febrífugas? Aquellas por las que el sulfato de hierro da un precipitado verde, como la legítima Quina, la corteza de sauce blanco, y el perispermo córneo del cafeto, no por eso m uestran una Rogers, On the properties of the Liriodendron tu lip ife ra, Filadelfia, 1802). La corteza de las raíces es lo que se usa en el Tulipero, como en la Cuasia. También se han reconocido en Loia virtudes eminen­ temente febrífugas en el cuerpo cortical de las raíces de la Cinchona condamínea; pero es de felicitarse, por la conservación de la especie, de que en las boticas no se empleen las raíces de las verdaderas Qui­ nas. Faltan todavía investigaciones químicas sobre los amargos eminentemente enérgicos contenidos en las raíces de la Zanthorhiza apiifolia y de la A ctraea racemosa; la última ha sido empleada a ve­ ces con éxito en Nueva York, en las epidemias de fiebre amarilla.

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identidad de composición química, y tal identidad po­ dría existir sin que de ello pueda concluirse que sus vir­ tudes medicinales sean análogas (18). Vemos que los azúcares y los taninos, cuando se extraen de plantas cine 110 son de una misma familia, presentan múltiples dife­ rencias, m ientras que el análisis comparativo del azúcar de la goma y del almidón, el descubrimiento del radical del ácido prúsico, cuyos efectos en el organismo son tan poderosos, y tantos otros fenómenos de la química vege­ tal, prueban indudablem ente que “sustancias compues­ tas de un corto núm ero de elementos idénticos, y en la misma proporción, tienen las propiedades más heterogé­ neas”, a causa de esa m anera particular de combinación que la física corpuscular llama disposición de las mo­ léculas (19). Saliendo de la quebrada que baja del Imposible, en­ tramos en una tupida selva atravesada por gran número de riachuelos fácilmente vadeables (20). Observábamos que la Cecropia, que en la disposición de sus ram as y en su tronco esbelto recuerdan la traza de una palmera se viste de hojas más o menos argentadas, según sea el (18) La corteza de Cuspare (Cortex Angosturae) precipita el hierro en amarillo, y no obstante se le emplea en las orillas del Ori­ noco, y sobre todo en la ciudad de Santo Tomás de Angostura, como una Quina excelente. Por otra parte, la corteza del cerezo común, cuyas propiedades febrífugas son casi nulas, precipita el hierro en verde, como las Quinas verdaderas. (Vauquelin, en los Annales de Chimie, t. LIX, p. 143. Reuss, en el Journal de Pharm acie, 1815, p. 505. Grindel, Russisckes Jahrb. der Pharm ., 1808, p. 183). A pe­ sar de la suma imperfección de la química vegetal, las experiencias hechas ya sobre las Quinas prueban suficientemente que para juz­ gar de las propiedades antifebriles de una corteza no hay que dar grande importancia al principio que pone verdes los óxidos de hie­ rro, ni al tanino, ni a la m ateria que precipita la infusión de casca. (19) Gay-Lussac, Exp. sur l’ lode, p. 149, nota 1 (Humboldt, Vers. übsr die gereizte Muskelfaser, t. I, p. 128), (20) El M anzanares; el Cedeño con una plantación de Cacao y una rueda hidráulica; el Vichoroco; el Lucaspérez con una habitación que lleva el nombre de Pie de la Cuesta; el río San Juan, etc.

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suelo árido o pantanoso. Vimos algunos pies de ella cuyas hojas eran del todo verdes en am bas caras (21). Ocultábanse las raíces de estos árboles entre apiñam ien­ tos de Dorstenia, que sólo se halla bien en parajes um­ brosos y húmedos. En el seno de la selva, a orillas del río Cedeño, así como en la falda m eridional del Cocollar, búllanse en estado silvestre papayos y naranjos de frutos grandes y dulces. Son probablem ente restos de algunos conucos o labranzas indígenas; porque en estas comarcas el naranjo no puede contarse entre los vege­ tales espontáneos, como tampoco el bananero, el papa­ yo, el maíz, la yuca, y tantas otras plantas útiles cuya verdadera patria ignoramos, aunque hayan acom paña­ do al hombre en sus migraciones desde los tiempos más remotos. Cuando por prim era vez penetra un viajero, recien­ temente llegado de Europa, en las selvas de la América m eridional, se le exhibe la naturaleza de una m anera inesperada. Los objetos que le rodean 110 le recuerdan sino débilmente los cuadros que los escritores célebres han trazado en las orillas del Missisipí, en la Florida, y en otras regiones templadas del Nuevo Mundo. Siente a cada instante que se encuentra, 110 en los límites, sino en el centro de la zona tórrida, 110 en una de las Antillas, sino en un vasto continente, donde es gigantesco todo, los montes, los ríos, la masa de los vegetales. Si es sen­ sible a la belleza de los sitios agrestes, cuéstale trabajo el darse cuenta de los sentimientos diversos que experi­ menta. No sabe cómo discernir lo que más excita su admiración, si la belleza individual y el contraste de las formas, o esa fuerza y verdor de la vida vegetal que ca­ racterizan el clima de los trópicos. Diríase (jue la tierra sobrecargada de plantas, no les ofrece espacio suficiente para (pie se desarrollen. Por dondequiera el tronco de los árboles se halla oculto debajo de un espeso tapiz de verdura; y si con cuidado se trasplantasen las Orquí(21) ¿No será la Cecropia con color de Willdenow una simple variedad de la C. peltata?

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(leas, los Piper y los Pothos que un solo Corobore o una Higuera de América (Ficus gigantea) sustentan, llegaríase a cubrir una vasta extensión de terreno. Median­ te este extraño agrupamiento, las selvas, tanto como los costados de los peñones y los montes, agrandan el domi­ nio de la naturaleza orgánica. Los mismos bejucos que se arrastran por el suelo, alcanzan la cima de los árbo­ les, y pasan del uno al otro a más de cien pies de altura. De este modo, por un entrelazamiento continuo de plan­ tas parásitas, se expone a menudo el botanista a con­ fundir las flores, los frutos y el follaje pertenecientes a especies diferentes. Por algunas boras anduvimos a la sombra de esas bóvedas que apenas perm iten entrever lo azul del cielo. Este me pareció de un azul turquí, tanto más subido cuanto es lo verde de las plantas equinocciales por lo general de un tono vigoroso, que tira al oscuro. Un gran helecho arborescente (quizá nuestro Aspidium caducnm), muy diferente del Polypodium arboreum de las Antillas, coronaba algunas masas de rocas dispersas. Nos extrañaron en ese p araje por vez prim era esos nidos en forma de botella o de bolsillas, que se hallaban sus­ pendidos de los brazos menos elevados de los árboles. Atestiguan la adm irable industria de los Turpiales que mezclaban sus gorjeos con los raucos gritos de los loros y guacamayas. Estas últimas, tan conocidas por la vi­ veza de sus colores, volaban sólo por parejas, m ientras que los legítimos papagayos yerran por bandadas de va­ rios centenares de individuos. Menester es haber vivido en estos climas, sobre todo en los valles cálidos de los Andes, para concebir cómo pueden estos pájaros a veces dominar con sus chillidos el ensordecedor ruido de los torrentes que se precipitan de roca en roca. Salimos de la selva a una buena legua de distancia de la villa de San Fernando. Un estrecho sendero con­ ducía, tras varias vueltas, a una región abierta aunque húmeda por extremo. En la zona tem plada hubieran formado allí vastas praderas las Ciperáceas y Gramí­ neas: aquí abundaba el suelo en plantas acuáticas con

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hojas sagitadas, y sobre todo en eañacorres, entre los que reconocimos las soberbias flores de los Costus, las T a­ bas y las Heliconas. Estas yerbas suculentas se alzan a 8 o 10 pies de altura, y su agrupación sería considerada en Europa como un bosquecillo. El espectáculo arro­ bador de las praderas y de un césped sembrado de flo­ res casi por entero, falta en las bajas regiones de la zona tórrida: vuelve sólo a hallarse en las altiplanicies de los Andes. La evaporación causada por la acción del sol era tan fuerte cerca de San Fernando, que aún con ligerísimos vestidos nos sentíamos empapados como en un baño de vapor. Corría a los lados del camino una especie de bambú (22), que los indios designan con el nombre de Yagua o Guasdua, el cual se eleva a más de cuarenta pies de altura. No es para com parar la elegancia de es­ ta gram ínea arborescente. La forma y disposición de sus hojas le dan una condición de ligereza que contrasta agradablemente con la altura de su vástago. El tronco liso y lustroso de la Guasdua se inclina generalmente sobre las orillas de los arroyos y se agita con el menor soplo de los vientos. Por más elevada (pie sea la caña (Anuido Donax) al mediodía de Europa, no puede dar ninguna idea del aspecto de las gram íneas arborescen­ tes; y si osara referirm e a mi propia experiencia, diría que el bambú y el helecho arbóreo son entre todas las formas vegetales de los trópicos las que más excitan la imaginación del viajero. No entraré en detalles de botánica descriptiva para probar (pie el bambú de las grandes Indias, los calumets des hauts (Bambusa, o más bien Nastus alpina) de la isla de Borbón, las Guasduas de la América meridional, y aun quizá las A rundinarias gigantescas de las orillas del Missisipí, pertenecen a un mismo grupo de plan­ tas. Se han consignado estas discusiones en otra obra, (22) tas equin.,

Bambusa Guadua. t. I, p. 68).

(Véase la lám. XX de nuestras Plan

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consagrada únicamente a la descripción de los nuevos géneros y especies recogidos en nuestros viajes (23). Basta recordar aquí que en la América por lo general abundan menos de lo que comunmente se cree. Faltan casi por completo en los pantanos y vastas llanuras inundadas del bajo Orinoco, el Apure y el Atabapo, m ientras que form an espesos bosques, de leguas de an­ cho, en la parte Noroeste, en la Nueva Granada y en el reino de Quito. Diríase que la falda occidental de los Andes es su verdadera patria; y, cosa bastante notable, los hemos bailado no sólo en las regiones bajas al nivel del océano, sino también en los altos valles de las Cor­ dilleras hasta 8B0 toesas de elevación. El camino entre los bambúes nos condujo al poblezuelo de San Fernando, situado en un llano angosto, rodea­ do de peñas calcáreas muy escarpadas. Era la prim era misión que veíamos en América (24). Las casas, o sean las cabañas de los indios Chaimas, separadas unas de otras, no están circundadas de huertos. Las calles, an­ chas y bien alineadas, se cortan en ángulos rectos; y las tapias, muy delgadas y poco sólidas, son de tierra gredosa y están sostenidas por medio de bejucos. Esta uni­ formidad de construcción, el aire grave y taciturno de los habitantes, la suma limpieza que se m antiene en sus casas, todo recuerda aquí los establecimientos de los Hermanos Moravos. Cada familia de indios cultiva, a cierta distancia del pueblo, amén de su propio huerto, el conuco de la comunidad. Los individuos adultos de ambos sexos trab ajan en este una hora por la m añana y otra por la tarde. En las misiones m ás próximas a (23) Nov. Gen. et Spec., t. I, pp. 201, 241 de la ed. en 4o. Am­ bos continentes tienen respectivamente diversas especies de los gé­ neros N astus y Bambusa. (24) Llámase en las colonias españolas Misión o Pueblo de m i­ sión, una reunión de habitaciones en torno a una iglesia servida por un fraile misionero. Las aldeas indias gobernadas por curas se lla­ man Pueblos de doctrina. Distinguen además el Cura doctrinero, que es cura de una parroquia de indios, del Cura rector, que es cura de una aldea habitada por hombres blancos o de raza mezclada.

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la costa el conuco de la comunidad es generalmente una plantación de caña de azúcar o de añil, dirigida por el misionero, cuyo producto, de observar estrictam ente la ley, sólo puede emplearse en el m antenim iento de la iglesia y en la compra de ornamentos sacerdotales. La plaza m ayor de San Fernando, situada en el centro del pueblo, comprende la iglesia, la casa del misionero y un modesto edificio tpie fastuosamente llam an la Casa del Rey. Es un verdadero caravanserrallo destinado a brin­ d ar abrigo a los viajeros, cosa infinitam ente valiosa, como a menudo lo hemos experimentado, en un país en que la palabra hospedería es aún desconocida. Las Ca­ sas del Rey se encuentran en todas las colonias españo­ las, y podría creerse que son imitación de los Tambos del Perú, establecidos conforme a las leyes de MancoCapac. Habíamos sido recomendados a los religiosos que go­ biernan las misiones de los indios Chaimas por el síndico que reside en Cumaná. Eranos tanto más útil esta reco­ mendación, cuanto que los misioneros, ya sea por celo por la pureza de las costumbres de sus feligreses, ya para sus­ traer el régimen monástico a la curiosidad indiscreta de los extranjeros, ponen a menudo en ejecución un antiguo reglamento según el cual no es permitido a un hombre blanco del estado seglar detenerse m ás de una noche en en un pueblo indiano. Por lo general, para v iajar có­ modamente en las misiones españolas sería im pruden­ cia confiar únicam ente en el pasaporte em anado de la secretaría de estado de Madrid o de los gobernadores civiles: es menester proveerse de recomendaciones dadas por las autoridades eclesiásticas, sobre todo por los guar­ dianes de los conventos o por los generales de las órde­ nes residentes en Roma, a quienes respetan los misione­ ros infinitam ente más que a los obispos. Las misiones forman, 110 diré que en virtud de sus instituciones pri­ mitivas y canónicas, sino de hecho, una jerarquía dis­ tinta, más o menos independiente, cuyas m iras arm oni­ zan raram ente con las del clero secular.

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(Dibujo del pintor y ornitólogo Antonio Goering, 1866)

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El misionero de San Fernando era un capuchino aragonés de edad m uy avanzada, pero lleno aún de vi­ gor y vivacidad. Su extrem a gordura, su hum or jovial, su interés por los combates y asedios, se conformaban bastante m al con las ideas que en los países del Norte se tiene de los melancólicos ensueños y la vida contem­ plativa de los misioneros. Bien que muy ocupado con motivo de una vaca que había de ser descuartizada al día siguiente, este viejo religioso nos recibió con bondad, y nos permitió colgar nuestras ham acas en el corredor de su casa. Sentado la m ayor parte del día en una gran poltrona de m adera ro ja y 110 teniendo qué hacer, se quejaba am argam ente de lo que él llam aba pereza e indolencia de sus compatriotas. Nos hizo mil preguntas sobre el verdadero objeto de nuestro viaje, que le pareció aventurado y por lo menos harto inútil. Nos fatigó allí, como en el Orinoco, esa viva curiosidad que conservan los europeos en el seno de las selvas de América por las guerras y torm entas políticas del viejo mundo. Por lo demás, nuestro misionero parecía muy satis­ fecho de su situación. Trataba a los indios con dulzura: veía prosperar su misión, y loaba con entusiasmo las aguas, los bananos y la leche del cantón. La vista de nues­ tros instrumentos, de nuestros libros y plantas desecadas le provocaban una maligna sonrisa, y con la ingenuidad pro­ pia de estos climas declaraba que de todos los goces de la vida, sin exceptuar el del sueño, ninguno era compa­ rable al placer de comer buena carne de vaca; tan cierto es que la sensualidad se desarrolla con la ausencia de ocupaciones del espíritu. Nuestro huésped nos invitaba a menudo a ir a ver la vaca que acababa de com prar; y al día siguiente, en saliendo el sol, no pudimos dispensarnos de verla m atar a la m anera del país, es decir, desjarre­ tándola antes de hundir un ancho cuchillo entre las vér­ tebras del cuello. Por desagradable que fuese tal ope­ ración, nos puso en conocimiento de la suma destreza de los indios Chaimas que en número de ocho lograron dividir en pequeñas porciones el animal en menos de veinte minutos. P’I precio de la vaca era sólo de 7 pesos,

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y ese precio pareció m uy subido. El mismo día había pagado el misionero 18 pesos a un soldado de Cumaná, que logró, tras varias tentativas infructuosas, sangrarlo en el pie. Este hecho, poco im portante en apariencia, prueba de un modo elocuente cuánto difiere en los paí­ ses incultos el precio de las cosas del precio del trabajo. La misión de San Fernando fué fundada a fines del siglo XVII, cerca de las juntas de los riachuelos Manza­ nares y Lucaspérez (25). Un incendio que consumió la iglesia y las cabañas de los indios determinó a los ca­ puchinos a asentar la aldea en el hermoso emplazamien­ to que hoy ocupa. El número de fam ilias h a crecido hasta ciento, y el misionero nos observó que la costum­ bre seguida por los jóvenes de casarse a la edad de trece o catorce años contribuye mucho a este rápido creci­ miento de la población. Negaba que la vejez fuese tan precoz entre los indios Chaimas como comunmente lo creen los europeos. El gobierno de estas comunas india­ nas es por lo demás m uy complicado: tienen su gober­ nador, sus alguaciles mayores y sus comandantes de m i­ licias, que son todos indígenas cobrizos. La compañía de arqueros tiene sus banderas y hace ejercicios con el arco y la flecha tirando al blanco: es la guardia nacio­ nal del país. Este aparato m ilitar bajo un régimen pu­ ram ente monástico nos pareció bien singular. La noche del 5 de setiembre y la m añana siguiente hubo una brum a espesa: no estábamos, sin embargo, a mayor altura que de cien toesas sobre la superficie del mar. A la hora de salir determiné geométricamente la altura del gran monte calcáreo situado a 800 toesas de distancia, al mediodía de San Fernando, y de cuesta es­ carpada hacia el Norte. Sólo está elevada 215 toesas más que la plaza mayor; pero desnudas masas de rocas que se descubren en medio de una espesa vegetación le dan un aspecto muy imponente (26). (25) Caulín, Historia corogràfica de la Nueva Andalucía, p. 309. (26) Base dirigida hacia la montaña, 290 pies. Angulos de al­ tura, 14" 25' 16" y 15° 17' 36". Barómetro, 6.7 líneas más bajo que

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El camino de San Fernando a Cumaná pasa por un valle despejado y húmedo, en medio de pequeñas se­ menteras. Atravesamos de vado gran número de arro­ yos. El term óm etro no se sostenia a la sombra más a rri­ ba de 30°; pero estábamos expuestos a los rayos directos del sol, pues los bam búes que orillan el camino no ofre­ cían más que un escaso abrigo, y sufríamos mucho del calor. Pasamos por la aldea de Arenas, habitada por indios de la misma raza que los de San Fernando; pero Arenas 110 es ya misión, y los indígenas, gobernados por un cura, están allí menos desnudos y más educados. Su templo es además conocido en el país, a causa de algu­ nas pinturas informes. Un friso angosto incluye figu­ ras de Armadillos, de Caimanes, Jaguares y otros anim a­ les del Nuevo Mundo (27). En esta propia aldea vive un labrador, Francisco Lozano, que presenta un fenómeno de fisiología bien adecuado para sorprender la imaginación, aunque esté muy de acuerdo con las leyes conocidas de la naturaleza orgánica. Este hombre ha criado un hijo con su propia leche. Habiendo enfermado la m adre, el padre, para aquietar al niño, lo llevó a su cama y lo estrechó contra su pecho. Lozano, de edad de treintidós años, no habia notado hasta ese día que tuviese leche; pero la irritación de la tetilla chupada por el niño trajo la acumulación de ese líquido. La leche era consistente y fuertem ente azucarada. Admirado el padre de ver engrosar la te­ tilla, hizo m am ar al niño por cinco meses, dos o tres ve­ ces al día. Llamó con esto la atención de sus vecinos, mas no imaginó, como lo hubiera hecho en Europa, apro­ vechar esa curiosidad que excitaba. Hemos visto el acta levantada localmente para probanza de este hecho notaen el puerto de Cumaná. A ltura sobre el nivel del m ar, 215 _[_ 93 — 308 toesas. De la plaza mayor de San Fernando el cerro Imposi­ ble queda N. 74° O., y la ciudad de Cumanacoa S. 41" E. (27) Las cuatro villas de Arenas, M acarapana, M arigüitar y Aricagua, fundadas por los capuchinos de Aragón, tienen el nombre de Doctrinas de Encomienda,

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ble. Los testigos oculares viven todavía, y nos han ase­ gurado que durante la lactancia no recibió el hijo nin­ guna otra alimentación que la leche del padre. Lozano, que no se hallaba en Arenas cuando nuestro viaje a las misiones, fué a visitarnos a Cumaná. Le acompañaba su hijo, que tenía ya de trece a catorce años. El Sr. Bonpland examinó atentam ente el seno del padre, y lo halló arrugado, como en las m ujeres que han criado. Obser­ vó que la m am a izquierda sobre todo estaba muy dila­ tada, lo que nos explicó Lozano por la circunstancia de que nunca las dos m am as sum inistraron leche con igual abundancia. Don Vicente Em paran, gobernador de la provincia, envió a Cádiz una descripción circunstanciada de este fenómeno. No es raro que entre los hombres y los animales h a­ ya machos cuyas m am as tengan leche, y no parece el clima ejercer una influencia bien m arcada sobre esta secreción más o menos abundante (28). Los antiguos citan la leche de los chivos de Lemnos y de Córcega; y aún en nuestros días se ha visto en el país de Hanover un macho cabrío que por muchos años fué ordeña­ do cada dos días, dando m ás leche que las cabras (29). Entre las señales de la supuesta debilidad de los am eri­ canos han mencionado los viajeros la leche que contenía el seno de los hombres (30). Es no obstante poco pro­ bable que este fenómeno se haya observado alguna vez en toda la gente de alguna parte de la América desco­ nocida de los viajeros modernos; y puedo afirm ar que ahora no es más común en el Nuevo Continente que en el viejo. El labrador de Arenas cuya historia acabamos de referir no es de la raza cobriza de los indios Chai(28) Athanas. Joannides, De m am m arum struct., 1801, p. 6. Haller, Elem . Physiol,, t. VII, P. II, p. 18. (29) Blumenbach, Vergleich. A n at., 1805, p. 504. Hanovrisches M agaz., 1787, p. 753. Reis, Arch. der Physiol., t. III, p. 439. Montegre, Gaz de Santé, 1812, p, 110. (30) H asta se ha afirmado gravem ente que en una parte del Brasil eran los hombres, y no las mujeres, los que criaban los niños. Clavigero, Storia di Messico, t. IV, p. 169.

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m as: es un hombre blanco, descendiente de europeos. A m ás de esto, los anatom istas de Petersburgo han obser­ vado que en la plebe rusa es mucho más frecuente la lec¡he en el seno de los hombres que en las naciones más meridionales, y los rusos nunca han sido considerados co­ mo débiles y afeminados (31). Entre las variedades de nuestra especie existe una raza de hombres cuyo seno m uestra un volumen muy considerable en la edad de la pubertad. A esta clase no pertenece Lozano, y a menudo nos repitió que sólo fué la irritación de la tetilla por efecto de la succión lo que hizo b a ja r la leche. Ello confirma la observación de los antiguos, quienes notan “que los hombres que tienen al­ go de leche la dan en abundancia tan luego como les chupan los senos” (32). Este efecto singular de un es­ tímulo nervioso era conocido de los pastores de Grecia: los del Monte Eta frotaban con ortiga las tetas de las cabras que aún no habían concebido para hacerles ba­ ja r la leche. Reflexionando sobre el cuadro de los fenómenos vi­ tales, se cae en que ninguno de ellos está por entero ais­ lado. En todos los siglos se han citado ejemplos de ni­ ñas no núbiles o de m ujeres cuyas mamas estaban m a r­ chitas por la edad, que han criado hijos. Estos ejem ­ plos son infinitam ente más raros por lo que hace a los hombres, y a mucho buscarlos, he hallado apenas dos o tres. Uno lo cita el anatomista de Verona Alejandro Benedicto que vivió a fines del siglo XV. Refiere la historia de un habitante de Siria que, para calm ar la inquietud de su hijo tras la muerte de su m adre, lo es­ trechó contra su seno; y vino la leche desde entonces con tal abundancia, que aquel pudo por sí sólo encargarse de am am antar a su hijo (33). Otros ejemplos vienen (31) Comment. Petrop., t. I ll, p. 278. (32) Arist,,Hist. anim., lib. 3, cap. 20. ed. Duval, 1639, t. II, p. 259. (33) “M aripetrus sacri ordinis equestris tradidit, Syrum quendam, cui filius infans, m ortua conjuge, supererai, ubera saepius admovisse, u t famem filii vagientis frustraret, continuatoque suctu lac-

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referidos por Santorellus, por F a ria y por Robert, obis­ po de Corke (34). Habiendo sido observados estos fe­ nómenos en su m ayor parte desde tiempos muy remotos, no deja de tener interés para la fisiología el que se haya podido verificarlos en nuestros días. Convienen por lo demás estrecham ente a la discusión tan debatida de las causas finales. La presencia de pezones en el hombre ha confundido por largo tiempo a los filósofos, y aún no se ha titubeado hace poco en afirm ar “que la naturale­ za ha rehusado a uno de los sexos la facultad de alim en­ tar, porque esa facultad 110 estaría de acuerdo con la dig­ nidad del hombre” (35). En acercándose a la ciudad de Cumanacoa hay un terreno más parejo y un valle que se ensancha progre­ sivamente. La pequeña ciudad está situada en un lla­ no pelado, casi circular, circundado de altos montes, y tiene un aspecto fosco y triste. Su población se eleva apenas a 2300 habitantes. Para 1753, en tiempos del P. Caulín, sólo era de 600 (36); las casas son muy bajas, poco sólidas, y con excepción de tres o cuatro, están todas construidas con m adera. Logramos, sin embargo, colocar nuestros instrumentos de un modo bastante ventajoso en casa del adm inistrador de la renta del tabaco, Don Juan Sánchez. Era 1111 hombre amable, dotado de gran vivacidad de espíritu, quien nos había preparado una mansión espaciosa y cómoda. Allí pasamos cuatro días y él con gusto nos acompañó en todas nuestras excur­ siones. te manasse papillam; quo exinde nutritus est, magno totius urbis miraculo”. Alex. Benedicti hum. Corp. Anatom e: Bas., 1549, lib. 3, cap. 4, p. 595. Barthol., Vindic. anatom ., 1648, p. 32. (34) Garb. Rzacznski, Hist. natur. Cur. Sandom ir., 1721, p. 332. Mise. Acad. N a t. Cur., 1688, p. 219, Phil. Trans., 1741, p. 810. (35) Comment. Petrop., t. III, p. 277. (36) H ist. cor., pp. 309, 317. Recientes viajeros dan a Cuma­ nacoa una población de 5.000 almas; pero ya he observado arriba que he escogido las menores cifras sólo después de averiguaciones hechas en unión de los oficiales reales y de colonos muy inteligentes.

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Cumanacoa fué fundada en 1717 por Domingo Arias, al tornar de una expedición hecha a la boca del Guarapiche, para destruir un establecimiento intentado por fi­ libusteros franceses (37). La nueva ciudad tuvo al prin­ cipio por nombre San Baltazar de las Arias; prevaleció empero la denominación indígena, como ha hecho ol­ vidar el nombre de Caracas al de Santiago de León, que a menudo se halla todavía en nuestras cartas. Al instalar el baróm etro extrañamos ver la columna de m ercurio apenas 7,3 lineas más corta que en la costa. El instrumento, sin embargo, no parecía naberse desarre­ glado. La llanura, o m ejor dicho, la altiplanicie en la que está situada la ciudad de Cumanacoa no tiene más de 104 toesas de elevación sobre el nivel del océano; lo cual es tres o cuatro veces menos de lo que suponen los habitantes de Cumaná, a causa de las ideas exageradas que tienen del frío de Cumanacoa. Pero la diferencia de clima que se observa entre lugares tan cercanos, quizá no es tanto debida a la altura del emplazamiento como a circunstancias locales, entre las que citaremos la proxi­ m idad de las selvas, la frecuencia de las corrien­ tes descendentes, tan comunes en valles encerrados, la abundancia de las lluvias, y esas brum as espesas que du­ rante una gran parte del año disminuyen la acción di­ recta de los rayos solares. Siendo más o menos igual en los trópicos el decrecimiento del calor, y durante el estío en la zona templada, la escasa diferencia de nivel de 100 toesas no debería producir más que un cambio de tem peratura media de I o a I o,2. (38). Pronto vere­ mos que en Cumanacoa la diferencia se eleva a más de 4o. Tanto m ás sorprende este frescor del clima cuanto se experimentan todavía calores muy fuertes en la ciu­ dad de Cartago, provincia de Popayán, en Tomependa, (37) Asegura el P. Caulín que el valle en el que Arias hizo las primeras construcciones tenía desde muy antiguo el nombre de Cu­ manacoa; pero los vizcaínos reivindican la terminación coa, que en vascuence significa “de Cumaná” o “dependiente de Cumaná”, como en Jaungoicoa, Basocoa, etc. (38) Véase una Memoria sobre las refracciones horizontales, en mis Obs. astr., vol. I , y en esta Relación, arriba.

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situada a orillas del río de las Amazonas, y en los valles de Aragua, al Oeste de Caracas, aunque la altura abso­ luta de estos diversos lugares esté entre 200 y 480 toesas. En la llanura como en los montes, las líneas isotermas no son constantemente paralelas al ecuador o a la su­ perficie del globo (39). El gran problema de la meteo­ rología es determ inar las inflexiones de esas líneas, y re­ conocer, en medio de las modificaciones producidas por causas locales, las leyes constantes de la distribución del calor. No dista el puerto de Cumaná de Cumanacoa sino alrededor de siete leguas m arinas (40). Casi nunca llueve en el prim ero de estos dos puntos, m ientras que en el segundo hay seis o siete meses de invernada. En Cumanacoa las sequías reinan desde el solsticio de in­ vierno hasta el equinoccio de prim avera. Lluvias cor­ tas son bastante frecuentes en los meses de abril, mayo y junio, época en la cual las sequías aparecen de nuevo y duran desde el solsticio de estío basta fines de agos­ to; y se siguen por último las verdaderas lluvias de la invernada, que no cesan hasta el mes de noviembre, y durante las cuales torrentes de agua descienden del cie­ lo. Según la latitud de Cumanacoa el sol pasa por el zenit del lugar, la prim era vez el 16 de abril, y la segun­ da el 27 de agosto. Es visto, por lo que acabamos de exponer, que estos dos pasos coinciden con el comienzo de las lluvias y de las grandes explosiones eléctricas. D urante la invernada fué cuando ocurrió nuestra pri­ m era permanencia en las misiones. Todas las noches cu­ bría el cielo una brum a espesa como un velo uniform e­ mente extendido, y sólo cuando clareaba lograba yo h a­ cer algunas observaciones de estrellas. El termómetro (39) Véanse mis Prolegomena de distributione geographica plantarum secundum caeli tem periem et altitudinem montium , en los Nov. Gen. et Spec., t. I, p. XXVIII. (40) En el país se reputa la distancia itineraria de 12 leguas; pero estas leguas tienen apenas 2.000 toesas. Saco la distancia ver­ dadera de las observaciones astronómicas que hice en Cumaná y Cu­ manacoa, publicadas aquellas en 1806.

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se sostenía de 189, 5 a 20Q (149,8 a 16° R.), lo cual en es­ ta zona y al sentir de un viajero que viene de la costa, significa un frescor bastante grande. En Cumaná no he visto nunca b a ja r la tem peratura de la noche a me­ nos de 21°. El bigrómetro de Deluc indicaba en Cumaná 859, y, cosa bastante notable, tan luego como los vapores se disipaban y brillaban en todo su esplendor las estrellas, retrogradaba el instrum ento a 55°. Esta diferencia de sequedad de 30° no hubiera hecho variar el bigrómetro de Saussure sino en 11°. Hacia la m añana aum entaba lentamente la tem peratura, por causa de la fuerza de la evaporación, y a las 10 todavía no se elevaba a más de 21°. Los calores m ás fuertes se hacen sentir del me­ diodía a las 3, sosteniéndose el termómetro entre 26 y 27 grados. La época del m áximum del calor, que se efectúa como dos horas después del paso del sol por el meridiano, se m arcaba muy regularm ente por una tor­ menta que retum baba cerca. Nubes negras y muy ba­ jas se resolvían en lluvias, y duraban estos aguaceros dos o tres horas, haciendo b a ja r el termómetro de 5 a 6 grados. Hacia las 5 la lluvia cesaba por completo: reaparecía el sol poco antes de su ocaso, y el bigrómetro andaba hacia la sequía; mas a las 8 o a las 9 de la noche estábamos de nuevo arropados en una espesa capa de vapores. Estos diversos cambios se continúan, según se nos aseguraba, durante meses enteros, conforme a una ley uniforme, y no se siente con todo el m enor soplo de viento. Experiencias comparativas me hicieron creer que, en general, las noches de Cumanacoa son más fres­ cas que en el puerto de Cumaná de 2 a 3 grados cente­ simales, y los días de 4 a 5. Bastante grandes son estas diferencias; y si en lugar de instrumentos meteorológi­ cos sólo se consultase la sensación que se experimenta, más considerables aún se las supondría (41). (41)

Cumanacoa, 6 de setiembre de 1799, a media noche: T e r­ 15°,7 R. Higróm etro, 85° Deluc (brum a). El 7 de setiembre, a la misma hora: Term óm etro, 14°,8 R. H ig r., 85°,8; a las 12 h. 25' de la noche: T erm ., 16°,4 R. H ig r., 55°,3 (cielo mómetro,

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La vegetación de la llanura que circunda la ciudad es bastante monótona, pero notable por su gran lozanía debida a la extrem ada hum edad de la atmósfera. Lo que particularm ente la caracteriza es una Solanácea ar­ borescente que crece a 40 pies de altura, la Urtica baccifera, y una nueva especie del género G uettarda (42). La tierra es muy fértil, y aún podría ser fácilmente re­ gada, si se hicieran cauces a gran número de arroyos cuyos m anantiales no se agotan en todo el año. La más preciada producción del cantón es el tabaco, y es también la única que ha dado cierta celebridad a una ciudad tan pequeña y tan m al construida. Desde la introducción del estanco real de Tabaco, en 1779, el cultivo del tabaco en la provincia de Cumaná se ha reducido poco más o menos al sólo valle de Cumanacoa, así como en México no está perm itido sino en los dos distritos de Drizaba y Córdoba. El sistema del estanco es un monopolio odio­ so al pueblo. Todo el tabaco cosechado ha de venderse al gobierno; y para evitar, o más bien, para dism inuir el fraude, se ha hallado más sencillo concentrar el cultivo en un solo punto. Unos vigilantes recorren el país para des­ truir los plantíos que se hagan fuera del cantón privilegia­ do, y denuncian a los desdichados habitantes que osan fu ­ m ar tabacos preparados por sus propias manos. Estos vigiestrellado); a la 1 h. 4' de la m añana: T erm ., 15° R. H ig r., 82° (cielo cubierto, brumoso; arco iris lunar; relámpagos de calor en lonta­ nanza). El 9 de setiembre, a las 8 de la m añana: T erm ,, 17°,2 R. H ig r., 72° (cielo cubierto); a la 1 h. 45': T erm ., 22° R. H ig r., 48°; a las 7 h., después de la lluvia y la torm enta: T erm ,, 17°,3 R. H ig r., 52°; a las 10 h. de la noche: T erm ., 16°,4 R. H ig r., 82° (brum a). El valle de Cumanacoa está muy expuesto a las torm entas. Ase­ gúrase que en el mes de octubre se escucha resonar el trueno casi todo el día. (42) Esos árboles están rodeados de Galega pilosa, Stellaria rotundifolia, Aegiphila elata Swartz, Sauvagesia erecta, M artinia perennis, y de gran número de Rivinas. La sabana de Cumanacoa ex­ hibe entre las gramíneas, el Paspalus lenticularis, Panicum adscendens, Pennisetum uniflorum, Gynerium saccharoides, Eleusine in­ dica, etc.

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lantes son en su m ayor parte españoles, y casi tan inso­ lentes como los que vemos desem peñar el mismo oficio en Europa. No poco ha contribuido tal insolencia a m antener el rencor entre las colonias y la metrópoli. Después de los tabacos de Cuba y de Río Negro, el de Cumaná es de los más aromáticos. A ventaja a todos los tabacos de la Nueva España y de la provincia de Barinas. Daremos algunos detalles sobre su cultivo, porque difiere esencialmente del usado en Virginia. El des­ arrollo prodigioso que se nota en las Solanáceas del va­ lle de Cumanacoa, sobre todo en las múltiples especies de Solanum arborescens, de Aquartia y de Cestrum, pa­ rece indicar cuán favorable es ese sitio para las planta­ ciones de tabaco. Siémbrase la semilla en la propia tie­ rra a principios de setiembre. Aguárdase a veces hasta el mes de diciembre, lo cual es menos ventajoso para la co­ secha. Los cotiledones aparecen al octavo día. Cubren las plantas tiernas con anchas hojas de Heliconia y de Bananero, para protegerlas de la acción directa del sol, teniendo cuidado de arrancar la m ala yerba que con es­ pantosa rapidez brota entre los trópicos. T rasplantan el tabaco a una tierra pingüe y bien mullida, mes y medio después de haber germinado la semilla. Dispónense las plantas en hileras bien alineadas, a tres o cuatro pies unas de otras. Se cuida de escardar con frecuencia, y una y otra vez se le despimpolla el tallo principal hasta que unas manchas azul-verdosas indiquen al cultivador la madurez de las hojas. Se empieza a cogerlas al cuarto mes y generalmente se concluye esta prim era cosecha en pocos días. Preferible sería no cosechar las hojas sino a medida que se secan. En los buenos años los cultivadores cortan la planta cuando tiene cuatro pies de alto, y el re­ toño que nace de la raíz echa nuevas hojas con tal rap i­ dez, que pueden cogerse ya al treceno o catorceno día. Estas últimas tienen el tejido celular m uy dilatado: en­ cierran más agua, más albúmina y menos cantidad de ese principio acre, volátil, y poco soluble en el agua, en el que parece consistir la propiedad excitante del tabaco.

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La preparación a que se somete en Cumanacoa el tabaco cosechado es la que los españoles llam an de cura seca. El Sr. de Pons la ha descrito muy bien, tal como se practica en Uritucu y en los valles de Aragua (43). Se cuelgan las hojas en cordones de Cocuiza (Agave ame­ ricana) ; se les quita la costilla y se las tuerce en form a de maroma. El tabaco preparado debería ser llevado a los almacenes reales en el mes de junio; mas la pereza de los habitantes y la preferencia que dan al cultivo del maíz y de la yuca, les im piden las m ás de las veces aca­ b ar la preparación antes del mes de agosto. Fácil es con­ cebir que las hojas, expuestas por demasiado tiempo a un aire eminentemente húmedo, pierden en aroma. Du­ rante sesenta días conserva el adm inistrador del estanco, sin tocarlo, el tabaco depositado en los almacenes del rey. Pasado este tiempo, se abren los andullos para exam inar su calidad. Si el adm inistrador encuentra el tabaco bien preparado, lo paga al cultivador a razón de tres pesos la arroba de 25 libras de peso. Esta misma cantidad es revendida en provecho del rey al precio de doce pesos y medio. El tabaco podrido, es decir, el que ha entrado de nuevo en fermentación, se quema públicamente, y el cultivador que ha recibido los anticipos del estanco real, pierde irrevocablemente el fruto de su largo trabajo. En la plaza m ayor vimos destruir montones de cinco arro­ bas, que sin duda hubieran servido en Europa para ha­ cer rapé. Tan propio es para este ramo de cultivo el suelo de Cumanacoa, que el tabaco se hace silvestre dondequiera que la semilla encuentra cierta humedad. Así crece es­ pontáneamente en el Cerro de Cuchivano y en derredor de la caverna de Caripe. Por lo demás, la única especie de tabaco cultivada en Cumanacoa, y en los distritos veci­ nos de Aricagua y San Lorenzo, es el tabaco de hojas an­ chas, sesiles (Nicotiana Tabacum ), llamado tabaco de Virginia. No se conoce allí el tabaco de hojas precioladas (43)

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vol. II, pp. 300 a 306.

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(Nicotiana rustica), que es el verdadero yetl de los anti­ guos mexicanos, aunque se le designa en Alemania con el nombre extraño de tabaco turco (44). Si fuera libre el cultivo del tabaco, la provincia de Cumaná podría exportarlo para una gran parte de Euro­ pa; y aun parece (pie otros cantones no serían menos fa­ vorables a esta ram a de la industria colonial que lo es el valle de Cumanacoa, en el que las propiedades arom áti­ cas de las hojas son a menudo alteradas por lluvias abundantes en demasía. Restringida por ahora la agricul­ tura a un espacio de algunas leguas cuadradas, sólo es el producto total de la cosecha de 6000 arrobas. La cosecha de 1798 fué de 13800 arrobas; la de 1799, de 6100. Sin em­ bargo, las dos provincias de Cumaná y Barcelona consu­ men 12.000: lo restante es suministrado por la Guayana española. En general, no hay sino 1500 individuos en los alrededores de Cumanacoa que se dediquen a la cosecha del tabaco. Son todos blancos: a los indígenas de raza chaima difícilmente los induce a ello la esperanza del lucro; y el estanco no juzga prudente hacerles anticipo. Estudiando la historia de nuestras plantas cultiva­ das, sorprende ver que antes de la conquista estaba di­ fundido el liso del tabaco en la m ayor parte de la Améri­ ca, m ientras que la papa era desconocida tanto en Méxi­ co como en las Antillas, donde, sin embargo, prospera muy bien en las regiones montuosas. Asimismo, en Por­ tugal fue cultivado el tabaco desde el año de 1559, m ien­ tras que la papa no fue objeto de la agricultura europea sino desde fines del siglo XVII y comienzos del XVIII. Esta últim a planta, que tan poderosamente ha influido en el bienestar de la sociedad, se ha difundido en ambos continentes con mayor lentitud que una producción que sólo puede considerarse como simple objeto de lujo. (44) Essai polit. sur la Nouvelle-Espagne, t. II, p. 403. En la Crimea se cultiva de preferencia la Nicotiana paniculata. Pallas, Rei­ se in die südl. Statthalterschaften, t. II, p. 397. 4

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Después del tabaco, el cultivo m ás im portante del va­ lle de Cumanacoa es el del añil. Las añilerías de Cumanacoa, San Fernando y Arenas lo producen tal, que es aún m ás estimado en el comercio que el de Caracas; y se acerca a menudo, en el esplendor y riqueza del color, al añil de Guatemala. Fué de esta provincia de donde se recibió en las costas de Cumaná la prim era semilla de Indigofera Añil, que se cultiva conjuntam ente con la Indigofera tinctoria (45). Como son tan frecuentes las llu­ vias en el valle de Cumanacoa, una planta de cuatro pies de alto no da m ayor m ateria colorante que la que produ­ jera otra tres veces menor en los valles áridos de Aragua, al Oeste de la ciudad de Caracas. Todas las añilerías que hemos examinado están construidas según los mismos principios. Dos tanques o artesas, que reciben la yerba destinada a podrir se h a­ llan acopladas. Cada una de ellas tiene 15 pies en cuadro por 2 1/2 de profundidad. Estas artesas superiores desa­ guan el líquido en las baterías, entre las que está coloca­ do el molino de agua. El árbol de la rueda grande a tra ­ viesa las dos baterías, y está provisto de paletas de largo mango, propias para la batición. De un asentador espa­ cioso la fécula colorante se lleva a los secaderos (ofici­ nas para secar el añil) donde se la extiende en tablas de Brasilete que por medio de ruedecillas pueden ser co­ locadas bajo techo, al sobrevenir inopinadam ente la lluvia. Inclinados y m uy bajos como son estos techos, dan de lejos a los secaderos el aspecto de un invernadero. No entraré aquí en otros detalles sobre la fabricación de los productos coloniales: supongo al lector penetrado en la teoría de las artes químicas, y me limito a las observa­ ciones que pueden ilustrar cuestiones menos discutidas. En el valle de Cumanacoa la fermentación de la yerba sometida al pudrimiento se efectúa con pasmosa pronti(45) Los añiles esparcidos en el comercio provienen de cuatro especies de plantas: la I. tinctoria, la I. Añil, la I. argentea, y la I. disperma. En Rionegro, cerca de las fronteras del Brasil, hemos en­ contrado la I. argentea en estado silvestre, pero solamente en luga­ res antiguam ente habitados por los indios.

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tud. No dura generalmente sino cuatro o cinco horas. Esta corta duración no debe atribuirse más que a la h u ­ medad del clima y a la ausencia del sol durante el des­ arrollo de la planta. En el curso de mis viajes he creído observar que a proporción que el clima es m ás seco, más lentamente trab aja la tina, y más abundan tam bién los tallos en añil en su m ínim um de oxidación. En la pro­ vincia de Caracas, donde 562 pies cúbicos de yerba lige­ ramente hacinada dan de 35 a 40 libras de añil seco, el líquido no pasa a la batería sino a las veinte, treinta o treinticinco horas. Es probable que los habitantes de Cumanacoa retiraran más m ateria colorante de la yer­ ba empleada, si la dejaran remojarse por m ayor tiempo en la prim era tina (46). Disolví por comparación en ácido sulfúrico, durante mi estada en Cumaná, el añil algo pesado y cobrizo de Cumanacoa y el de Caracas. La solución del prim ero me pareció de un azul mucho más intenso. A pesar de la excelencia de las producciones y la fer­ tilidad del suelo, la industria agrícola de Cumanacoa es­ tá todavía en su infancia. Arenas, San Fernando y Cu­ manacoa no dan al comercio sino 3.000 libras de añil, cuyo valor en el país es de 4.500 pesos. Faltan brazos, y la escasa población disminuye a diario por su emigración a los Llanos. Esas sabanas inmensas ofrecen al hombre una alimentación abundante, a causa de la fácil m ultipli­ cación de los ganados, m ientras que el cultivo del añil y del tabaco exige particulares atenciones. El producto de este último ramo es tanto más incierto cuanto el invier­ no es más o menos prolongado. Los labradores se hallan bajo la dependencia del estanco real que sum inistra an ­ ticipos pecuniarios, y aquí, como en Georgia y Virginia prefieren el cultivo de las plantas alimenticias al del ta­ baco (47). Habíase propuesto recientemente al gobierno (46) Muy generalmente creen los colonos que la fermentación de la yerba nunca debería durar menos de diez horas. Beauvains Raseau, A rt de l’indigotier, p. 81. (47) Jefferson, Notes on V irg in ia, p. 306.

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Después del tabaco, el cultivo m ás im portante del va­ lle de Cumanacoa es el del añil. Las añilerías de Cumanacoa, San Fernando y Arenas lo producen tal, que es aún más estimado en el comercio que el de Caracas; y se acerca a menudo, en el esplendor y riqueza del color, al añil de Guatemala. Fué de esta provincia de donde se recibió en las costas de Cumaná la prim era semilla de Indigofera Añil, que se cultiva conjuntam ente con la Indigofera tinctoria (45). Como son tan frecuentes las llu­ vias en el valle de Cumanacoa, una planta de cuatro pies de alto no da m ayor m ateria colorante que la que produ­ je ra otra tres veces menor en los valles áridos de Aragua, al Oeste de la ciudad de Caracas. Todas las añilerías que hemos examinado están construidas según los mismos principios. Dos tanques o artesas, que reciben la yerba destinada a podrir se h a­ llan acopladas. Cada una de ellas tiene 15 pies en cuadro por 2 1/2 de profundidad. Estas artesas superiores desa­ guan el líquido en las baterías, entre las que está coloca­ do el molino de agua. El árbol de la rueda grande a tra ­ viesa las dos baterías, y está provisto de paletas de largo mango, propias para la batición. De un asentador espa­ cioso la fécula colorante se lleva a los secaderos (ofici­ nas para secar el añil) donde se la extiende en tablas de Brasilete que por medio de ruedecillas pueden ser co­ locadas bajo techo, al sobrevenir inopinadam ente la lluvia. Inclinados y muy bajos como son estos techos, dan de lejos a los secaderos el aspecto de un invernadero. No entraré aquí en otros detalles sobre la fabricación de los productos coloniales: supongo al lector penetrado en la teoría de las artes químicas, y me limito a las observa­ ciones que pueden ilustrar cuestiones menos discutidas. En el valle de Cumanacoa la fermentación de la yerba sometida al pudrimiento se efectúa con pasmosa pronti(45) Los añiles esparcidos en el comercio provienen de cuatro especies de plantas: la I. tinctoria, la I. Añil, la I. argentea, y la I. disperma. En Rionegro, cerca de las fronteras del Brasil, hemos en­ contrado la I. argentea en estado silvestre, pero solamente en luga­ res antiguam ente habitados por los indios.

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tud. No dura generalmente sino cuatro o cinco horas. Esta corta duración no debe atribuirse más que a la hu­ medad del clima y a la ausencia del sol durante el des­ arrollo de la planta. En el curso de mis viajes he creído observar que a proporción que el clima es más seco, más lentam ente trab aja la tina, y más abundan también los tallos en añil en su mínim um de oxidación. En la pro­ vincia de Caracas, donde 562 pies cúbicos de yerba lige­ ram ente hacinada dan de 35 a 40 libras de añil seco, el líquido no pasa a la batería sino a las veinte, treinta o treinticinco horas. Es probable que los habitantes de Cumanacoa retiraran más m ateria colorante de la yer­ ba empleada, si la dejaran remojarse por m ayor tiempo en la prim era tina (46). Disolví por comparación en ácido sulfúrico, durante mi estada en Cumaná, el añil algo pesado y cobrizo de Cumanacoa y el de Caracas. La solución del primero me pareció de un azul mucho más intenso. A pesar de la excelencia de las producciones y la fer­ tilidad del suelo, la industria agrícola de Cumanacoa es­ tá todavía en su infancia. Arenas, San Fernando y Cu­ manacoa no dan al comercio sino 3.000 libras de añil, cuyo valor en el país es de 4.500 pesos. Faltan brazos, y la escasa población disminuye a diario por su emigración a los Llanos. Esas sabanas inmensas ofrecen al hombre una alimentación abundante, a causa de la fácil m ultipli­ cación de los ganados, m ientras que el cultivo del añil y del tabaco exige particulares atenciones. El producto de este último ramo es tanto más incierto cuanto el invier­ no es más o menos prolongado. Los labradores se hallan bajo la dependencia del estanco real que sum inistra an­ ticipos pecuniarios, y aquí, como en Georgia y Virginia prefieren el cultivo de las plantas alimenticias al del ta­ baco (47). Habíase propuesto recientemente al gobierno (46) Muy generalmente creen los colonos que la fermentación de la yerba nunca debería durar menos de diez horas. Beauvains Raseau. A rt de l’indigotier, p. 81. (47) Jefferson, Notes on V irg in ia, p. 306.

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hacer com prar, a expensas del rey, cuatrocientos negros para distribuirlos entre los cultivadores que estuviesen en capacidad de devolver el anticipo de com pra en dos o tres años. Se contaba por ese medio elevar la cosecha anual del tabaco basta 15.000 arrobas. Con satisfacción he visto que este proyecto fué censurado por muchos pro­ pietarios. No era de esperar que, a ejem plo de algunas partes de los Estados Unidos, se acordara la libertad a los negros o a sus descendientes tras cierto núm ero de años, y debíase tem er a m ayor abundam iento, sobre todo des­ pués de los funestos acontecimientos de Santo Domingo, ese aumento de esclavos en la T ierra Firme. Una políti­ ca prudente a menudo trae los mismos efectos que los sentimientos m ás nobles y más raros de la justicia y la hum anidad. El llano de Cumanacoa, sembrado de haciendas y pequeñas plantaciones de añil y de tabaco, está rodeado de montes que se alzan principalm ente hacia el Sur y tie­ nen doble interés para el físico y el geólogo. Todo anun­ cia que el valle ha sido el fondo de un antiguo lago; y así las montañas que antes form aron su ribera están to­ das acantiladas de la parte del llano. El lago no daba salida a las aguas sino del lado de Arenas. Excavando cimentaciones cerca de Cumanacoa, han hallado bancos de guijas mezcladas con pequeñas conchas de bivalvos. Según informes fidedignos de varias personas, se ha descubierto aún, ha más de treinta años, en el lecho de la quebrada de San Juanillo, fémures enormes, de cuatro pies de largo, que pesaban más de treinta libras. Fué he­ cho este descubrimiento por Dn. Alejandro Mejías, corre­ gidor de Catuaro. Los indios los tomaban, tal como hoy todavía el pueblo en Europa, por huesos de gigantes, m ientras que los sabidillos del país, que tienen el dere­ cho de explicarlo todo, afirm aban gravemente (pie eran juegos de la naturaleza poco dignos de atención. Fun­ daban éstos su razonamiento en la circunstancia de que las osamentas hum anas se destruyen rapidísimam ente en el suelo de Cumanacoá. Para adornar las iglesias en la conmemoración de los difuntos, se han hecho tomar

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cráneos de los cementerios de la costa, donde la tierra está cargada de sustancias salinas. Los supuestos fém u­ res de gigantes fueron transportados al puerto de Cumaná. Allí los he buscado en vano. Pero por analogía con las osamentas fósiles (pie lie traído de otras partes de la América m eridional que han sido cuidadosamente exa­ minadas por el Sr. Cuvier, es probable que los fémures gigantescos de Cumanacoa pertenezcan a elefantes de una especie extinguida (48). Puede que sorprenda el haber­ los encontrado en un p araje tan poco elevado sobre el nivel actual de las aguas; porque es un hecho muy notable que los fragmentos de Mastodontes y elefantes fósiles que he traído de las regiones equinocciales de México, Nueva Granada, Quito y el Perú, 110 se han encontrado en las regiones bajas (como se han hallado en la zona templada los Megatherium del Río Luján, a una legua al Sureste de la ciudad de Buenos Aires, y de Virginia, y los gran­ des Mastodontes de Ohío, y los elefantes fósiles del Susquehana), sino en altiplanicies de seiscientas a mil cua­ trocientas toesas de altura (49). En aproximándonos a la ribera m eridional de la cuenca de Cumanacoa gozamos de la vísta del Turimiquiri (50). Una enorme m uralla de rocas, resto de un an(48) Recherches sur les ossemens fossiles, t. II, (Elephans fossiles), p. 57. (49) El M egatherium de Virginia es el Megalonix del Sr. Jefferson. Todos estos despojos enormes encontrados en las llanuras del Nuevo Continente, ya al Norte, ya al Sur del ecuador, no perte­ necen a la zona tórrida, sino a la zona templada. Por otra parte, Pallas observa que en la Siberia. y por lo tanto siempre al Norte del trópico, las osam entas fósiles faltan por completo en lugares mon­ tuosos (N o v. Comment. Petrop., 177, p. 577). Estos hechos, ínti­ mamente unidos entre sí, parecen conducir al conocimiento de una gran ley geológica. (50) Algunos habitantes pronuncian Tumuriquiri, Turumiquiri, o Tumiriquiri. En todo el tiempo de nuestra permanencia en Cuma­ nacoa estuvo cubierta de nubes la cumbre de este monte. Se hizo visible el 11 de setiembre por la tarde, aunque por pocos minutos. Desde la plaza mayor de Cumanacca hallé el ángulo de altura de 8o 2', E sta determinación y la medida barom étrica de la montaña

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tiguo cantil, se eleva en medio de las selvas. Más al Oes­ te, en el Cerro de Cuchivano, la serranía de montes pa­ rece rota como de resultas de un temblor de tierra. La grieta tiene más de ciento cincuenta toesas de ancho y está delim itada por peñascos escarpados. Sombreada por árboles cuyas ram as entrelazadas no hallan espacio para extenderse, la grieta se exhibe a nuestra m irada como una m ina abierta por el derrum bam iento de tierras. Un torrente, el río Juagua (¿G uajua? ¿Guasduas?), atraviesa esta grieta, cuyo aspecto es sumam ente pitdoresco y lle­ va el nombre de Risco de Cuchivano. El río nace a siete leguas de distancia hacia el Suroeste, al pie de la m onta­ ña del Bergantín, y form a hermosas cascadas antes de penetrar en la llanura de Cumanacoa. Varias veces visitamos una pequeña hacienda, el Co­ nuco de Bermúdez, situado frente a la grieta del Cuchivano. En terrenos húmedos se cultivan allí bananos, ta­ baco y varias especies de algodoneros (51), sobre todo la que da algodón del color leonado del nankín, que tan co­ mún es en la isla de M argarita (G. religiosum). El pro­ pietario de la hacienda nos dijo que la grieta estaba ha­ bitada por tigres (Jaguares). Estos animales pasan el día en las cavernas y rondan por la noche en torno de las habitaciones. Como están bien nutridos, alcanzan hasta seis pies de longitud. Uno de esos tigres había devorado el año precedente un caballo de la hacienda, bajo un lim­ pio claro de luna, y arrastrado su presa al través de la sabana hasta una Ceiba de enorme corpulencia. Los ge­ midos del caballo expirante despertaron a los esclavos de la hacienda, quienes salieron a la misma hora armados que hice el 13, pueden servir p ara encontrar aproximadamente la dis­ tancia, que es de 6 1/3 millas de 6.050 toesas, suponiendo que la p ar­ te libre de nubes tuviese 850 toesas de altura sobre el plano de Cu­ manacoa, (51) Gossypium uniglandulosum (llamado impropiamente herbaceum) y G. barbadense. El Sr. de Rohr ha demostrado cuánta con­ fusión reina todavía en la determinación de las variedades y espe­ cies de algodón.

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de lanzas y machetes (52). El tigre, acurrucado sobre su presa, los esperó tranquilam ente, y no sucumbió sino tras una larga y porfiada resistencia. Este hecho, y otros tales verificados en cada lugar, prueban que el gran Ja ­ guar de Tierra Firm e (53), así como el Yaguarete del Pa­ raguay y el verdadero tigre del Asia, no huyen delante del hombre cuando este quiere combatir con ellos cuerpo a cuerpo y cuando no les asusta el número de los asaltan­ tes. Los naturalistas saben hoy que Buffon desconoció por completo al mayor de los gatos de América. Lo que dice este célebre escritor de la cobardía de los tigres del Nuevo Continente se refiere a los chicos Ocelotes (54), y pronto veremos que en el Orinoco el verdadero tigre Jaguar de la América se arro ja a veces al agua para ata­ car a los indios en sus piraguas. Al frente del conuco de Bermúdez se abren en la grieta del Cuchivano dos cavernas espaciosas, de las que salen de vez en cuando llamas que se distinguen desde muy lejos por la noche. Los montes cercanos se ilumi­ nan con ellas; y a juzgar por la elevación de las rocas por sobre las cuales se elevan esas emanaciones inflamadas, se persuadiría uno de que alcanzan ellas una altura de varios centenares de pies. Ha coincidido este fenómeno con un ruido subterráneo sordo y prolongado en la época del último terremoto de Cumaná (55). Se le observa por lo (52) Machetes. Grandes cuchillos de lám ina muy alargada, parecidos a los cuchillos de monte. En la zona tórrida nunca van a un bosque sin arm arse con un machete, tanto p ara abrirse camino cor­ tando bejucos y ram os de árboles, como para defenderse de los ani­ males salvajes. (53) Felis Onca, Lin., que Buffon llamó Panthere oillée (P an ­ tera ocelada), que él creyó ser originaria de Africa. La pantera hembra, dibujada en la Histoire des Quadrupedes de Buffon, t. IX, lám. XII, es un verdadero Jag u ar (Cuvier, Ossem. fossiles, t. IV, G a­ tos, p. 13). Tendremos oportunidad en adelante de volver a esta m ateria im portante para la zoología y la geografía de los animales. (54) Feli pardalis, Lin,, o Chibiguara de A zara, diferente del Tlateo-Ocelotl o Gato atigrado de los Aztecas, (55) Véase arriba.

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principal durante la estación de las lluvias, y los propie­ tarios de las haciendas situadas frente al cerro de Cuchivano aseguran que las llamas se han hecho más frecuen­ tes desde el mes de diciembre de 1797. En una herborización que hicimos en la Rinconada in­ tentamos en vano penetrar en la grieta. Quisimos exam i­ n ar de cerca las rocas que parecen contener en su interior las causas de estos abrasamientos extraordinarios. La fuer­ za de la vegetación, el entrelazam iento de los bejucos y las plantas espinosas, nos habían impedido pasar adelante; mas felizmente los habitantes del valle tomaban por sí mismos gran interés en nuestras investigaciones, menos por el temor de una explosión volcánica, que por estar preocupada su imaginación con la idea de que el Risco del Cuchivano guardase una m ina de oro. En vano h a­ bíamos pronunciado nuestras dudas sobre la existencia de oro en una caliza conchífera, pues quisieron saber lo (pie “el minero alem án pensaba de la riqueza del filón”. Desde el tiempo de Carlos V y el gobierno de los Welsers, los Alfingers y los Saillers, en Coro y en Caracas, el pueblo de Tierra Firme conserva una gran confianza en los alemanes en todo lo que se refiere a explotación de minas. Por dondequiera que he pasado en la Amé­ rica meridional, íbanme a enseñar m uestras de m inera­ les tan luego como sabían el lugar de mi nacimiento. En esas colonias todo francés es un médico, y todo alemán un minero. Los hacendados, ayudados por sus esclavos, abrie­ ron un camino al través de los bosques hasta el prim er salto del río Juagua, y el 10 de setiembre hicimos nuestra excursión al Cuchivano. Al entrar en la grieta recono­ cimos la proxim idad de los tigres tanto por un puerco espín recientemente destripado como por el olor infecto de sus excrementos parecidos a los del gato de Europa. Para m ayor seguridad, los indios volvieron a la hacienda a buscar perros de una raza muy chica. Asegúrase que en casos de un encuentro por>un camino angosto, el Ja ­ guar se lanza más bien sobre el perro que sobre el hom­

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bre. Seguimos, no por la vera del torrente, sino por la ladera de las rocas suspendidas sobre las aguas. Se ca­ mina al lado de un precipicio de doscientos a trescientos pies de profundidad, sobre una especie de cornisa es­ trechísima, sem ejante a la vía que del Grindelwald con­ duce a lo largo del Mottenberg al Gran Glaciar. Cuando la cornisa se estrecha hasta el punto de que no acierta uno donde hacer pie, se baja al torrente, se le atraviesa, sea esguazándolo, sea a horcajadas sobre los hombros de un esclavo, y se sube por el paredón opuesto. Estas b a ja ­ das son bastante fatigosas, y no hay que fiarse de los be­ jucos que, sem ejantes a gruesas jarcias, cuelgan de la ci­ ma de los árboles. Las plantas sarmentosas y parasíticas no se sujetan sino débilmente a las ram as que abrazan: el peso de sus tallos en conjunto es bastante considerable y se corre el riesgo de conmover toda una enram ada viva si andando en un terreno pendiente se suspende uno de los bejucos. A proporción que avanzábamos se hacía más tu­ pida la vegetación. En varios sitios las raíces de los á r­ boles habían hendido la roca calcárea introduciéndose en las rendijas que separan los bancos. Con trabajo condu­ cíamos las plantas que cogíamos a cada paso. Las Cali­ nas, las Heliconias de hermosas flores purpúreas, los Costus, y otros vegetales de la fam ilia de las Amomáceas crecen aquí a una altura de ocho a diez pies. Su blando y fresco verdor, el destello sedoso y el extraordinario des­ arrollo del parenquim a contrastan con la hosquedad de los helechos arbóreos cuyo follaje está calado con tanta delicadeza. Los indios, provistos de sus grandes cuchi­ llos, hacían incisiones en el tronco de los árboles: llam a­ ron nuestra atención sobre la belleza de unas m aderas berm ejas y de 1111 am arillo áureo que algún día serán buscadas por nuestros ebanistas y torneros. Nos ense­ ñaban una compuesta de 20 pies de alto (el Eupatorium laevigatum, de La Marck), la Rosa de Berbería (Brownea racemosa, Bredem, ined.), célebre por el esplendor de sus flores purpúreas, y el Sangre de drago de este país, que es una especie de Croton no descrito aún, cuyo jugo rojo y astringente se emplea para fortificar las encías

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(56). Reconocían las especies por el olor y ante todo mascando las fibras leñosas. Dos indígenas a quienes se dé a m ascar igual m adera, pronuncian un mismo nom­ bre, y las m ás de las veces sin vacilar. Muy poco pudi­ mos aprovecharnos de la sagacidad de nuestros guías; porque ¿cómo procurarse hojas, flores o frutos sobre troncos cuyas ram as nacen a cincuenta o sesenta pies de altura? Es de ver en esta garganta la corteza de los á r­ boles y aún el suelo cubierto de musgos (57) y de liqúe­ nes. Estas Criptógamas son ahí tan comunes como en los países del Norte. Su desarrollo está favorecido por la hum edad del aire y por la ausencia de la luz directa del sol; y sin embargo la tem peratura es generalmente de 25 grados en el día y de 19 en la noche. Las rocas que lim itan la grieta son escarpadas como m urallas y están compuestas de la misma formación cal­ cárea que persistía desde Punta delgada. Aquí es gris negruzca, de fractura compacta, que a veces pasa a ser granosa, estando atravesada por filoncillos de espato calcáreo blanco. Con estos caracteres se cree reconocer la Caliza alpina de Suiza y el Tirol, cuyo color es a m enu­ do m uy bazo, aunque siempre en m enor grado que en la Caliza de transición (58). La prim era de estas form a­ ciones constituye el Cuchivano, el núcleo del Imposible, y en general casi todo el grupo de las altas m ontañas de (56) Vegetales de fam ilias en un todo diferentes llevan en las colonias españolas de ambos continentes el nombre de Sangre de Drago: son de los géneros Dracaena, Pterocarpus y Croton. El P. Caulín (Descripción Corogràfica, p. 25), hablando de las resinas que se han hallado en las selvas de Cumaná, distingue muy bien el D ra ­ go de la Sierra de Uñare, que tiene hojas pinadas (Pterocarpus Draco), del Drago de la Sierra de Paria, que tiene hojas enteras y a te r­ ciopeladas. El último es nuestro Croton sanguifluum de Cumanacoa, Caripe y Cariaco. (57) Son verdaderos musei frondosi. También recogimos allí además de un pequeño Boletus stipitatus, de color blanco de nieve, el Boletus igniarius y el Lycoperdon stellatum de Europa. No había yo encontrado este último sino en lugares muy secos de Alemania o de Polonia. (58) Escher, en la A lpina, t. IV, p. 340.



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Nueva A ndalucía. No he visto allí petrificaciones; pero los habitantes aseguran que se h allan considerables m a­ sas de conchas a m uy grandes altu ras. El m ism o fenó­ meno se presenta en el país de Salzburgo (59). En el Cuchivano la Caliza alp in a contiene capas de arcilla m a r­ gosa ( M ergelschiefer) que tiene hasta tres o cu atro toesas de espesor, y esta circunstancia geológica recu erd a por una p arte la iden tid ad del A lp e n kalkstein con el Zechstein de T uringia, y por la otra la afinidad de fo r­ mación que existe en tre la Caliza alp in a y la del Ju ra (60). Las capas m argosas hacen efervescencia con los ácidos, aunque la sílice y la alúm ina predom inan en e lla s: (59) En Suiza, los bancos de conchas, aislados a 1.300 o 2.000 toesas de elevación (en el Jungfrauhorn, el Dent de Morcle, y el Dent de Midi), pertenecen a la C aliza de tr a n s ic ió n . (60) La C aliza del J u r a y la Caliza alp in a son formaciones co n­ ti g u a s que a veces se distinguen con dificultad, cuando reposan in­ mediatamente una sobre la otra, como en los Apeninos: la Caliza alpina y el Z echstein, célebre entre los geólogos de Freiberg, son for­ maciones id énticas. Esta identidad, que desde el año de 1793 he in­ dicado (U e b e r die G ru b e n -W e tte r, p. 93), es una circunstancia geo­ lógica interesante, tanto más cuanto parece enlazar las formacio­ nes del Norte de Europa con las de la Cordillera central. Sábese que el Zechstein está colocado entre el Yeso muriatífero y el Conglome­ rado (arenisca vieja), o, de faltar el Yeso muriatífero, entre la are­ nisca arcillosa con Oolitos (b u n te S and stein , Werner) y el conglo­ merado o arenisca vieja (Todtes Liegende). Contiene capas de mar­ ga esquistosa y cúpricas (b itu m in ose Mergel - und K u p fersc h iefe r) que son materia importante de explotación en el Mansfeld, Sajonia, cerca de Riegelsdorf, Hesse, y en Hasel y Prausnitz, Silesia. En la parte meridional de Baviera (Oberbaiern) he visto la piedra calcá­ rea alpina que incluía estos mismos bancos de arcilla esquistosa y marga que, siendo más delgados y blancos, y sobre todo más fre­ cuentes, caracterizan la Caliza del Jura. En cuanto a los esquistos de Blattenberg, en el cantón de Glaris, que por largo tiempo han confundido los mineralogistas con el esquisto cúprico de Mansfeld, a causa de numerosas estampas de peces, pertenecen, según el Sr. de Buch, a una verdadera formación de transición. Tienden a probar estos datos geológicos en conjunto que en la Caliza del Jura, la Ca­ liza alpina, y los esquistos de transición, se hallan capas de marga más o menos cargadas de carbono. La mezcla de carbono, sulfuro de hierro y cobre paréceme que aumenta con la a n tig ü e d a d relativ a de las formaciones.

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están fuertem ente cargadas de carbono y ennegrecen a ocasiones las m anos como lo h a ría un v erd ad ero esquisto vitriólico. La supuesta m ina de oro del Cuchivano, que era el objeto de nuestras investigaciones, no es otra cosa que una excavación intentad a sobre u n a de esas capas negras de m arg a que ab u n d an en piritas. La excavación está en la rib era derecha del río Ju ag u a, en un sitio al cual es m e­ nester acercarse con precaución, porque el to rren te tiene allí m ás de 8 pies de profundidad. Las p iritas sulfuro­ sas se encuentran unas en m asa, otras cristalizadas y di­ sem inadas en la ro ca: su color, de un am arillo de oro m uy pálido, 110 indica que encierren cobre: están m ez­ cladas con hierro sulfuroso fibroso (H a a rk ie s ) y con ri­ ñones de p ied ra hedionda o cal carb o n atad a fétida. La c apa m argosa atraviesa el torrente, y como las aguas se­ p aran los granos metálicos, la gente se im agina que el to­ rren te es aurífero, a causa del reflejo de las piritas. C u én ­ tase que después de los grandes tem blores de tie rra que ocurrieron en 1766, las aguas del Ju ag u a se hallaro n de tal m odo cargadas de oro, que “hom bres venidos de m uy lejos y cuya p a tria se ig n o rab a” establecieron allí lava­ deros. D esaparecieron por la noche, después de h ab er recogido m ucho oro. Superfino sería p ro b ar cuán fab u ­ loso es este relato: las p iritas dispersas de filones cu ar­ zosos, que atraviesan el M icaesquisto (G lim m e rsc h ie fer), son sin duda m uy a m enudo au rífe ras; pero ningún hecho análogo induce hasta ah o ra a suponer que el hierro sul­ furado que se halla en las m argas esquistosas de la Ca­ liza alpina contenga igualm ente oro. Algunos ensayos directos que hice po r vía húm eda, d u ran te m i p erm an en ­ cia en Caracas, probaron que las p iritas del Cuchivano no son de ningún modo auríferas. N uestros guías censu­ rab an m i in c red u lid ad : en vano decía yo que de esta su­ puesta m ina de oro a lo m ás se sacaría alum bre y sulfato de h ie rro : siguieron recogiendo en secreto cada p artícu ­ la de p irita que veían b rilla r en el agua. C uanto m ás des­ provisto de m inas está un país, tanto m ás los habitantes

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tienen ideas exageradas sobre la facilidad con que se sa­ can riquezas del seno de la tierra. C uánto tiem po hem os perdido, en cinco años de v iajes visitando, a invitación perentoria de nuestros huéspedes, q u eb rad as cuyas capas piritosas llevan hace siglos el nom bre fastuoso de m inas de oro! C uántas veces hem os sonreído al v er hom bres de toda clase, m agistrados, curas de aldea, graves m isione­ ros, m oler, con u n a in alterab le paciencia, anfíbolo o m i­ ca am arilla p a ra de ello sacar oro p o r m edio del m e r­ curio! Este fu ro r con que se dan a la busca de m inas aguijonea sobre todo en 1111 clim a en donde el suelo sólo exige ser ligeram ente rem ovido p a ra ofrecer ricas cose­ chas. Luego de h a b e r reconocido las m arg as piritosas del río Juagua, continuam os and an d o por la grieta, la cual se prolonga como 1111 canal angosto y som breado por á r ­ boles crecidísim os. Observamos en la rib e ra izquierda, frente al C erro de Cucbivano, capas singularm ente a r ­ queadas y contorneadas. E ra el fenóm eno que h abía a m enudo adm irado en Achsenberg, pasando el lago de L u­ cerna (61). P or lo demás, los bancos calcáreos del Cuchivano y los cerros próxim os conservan con b astante re ­ gularidad la dirección del N. N. E. al S. S. O. Su in clin a­ ción es ora al N orte, ora al S ur; y las m ás de las veces parecen precipitarse hacia el valle de Cum anacoa, 110 habiendo como d u d a r de que la form ación del valle h a ­ ya tenido influencia en la inclinación de las capas (02). (61) Esta montaña de Suiza está compuesta de Caliza alpina, como el Cuchivano. Las mismas inflexiones en la capa se hallan cerca de Bonneville, en el Nant d’Arpenaz, Saboya, y en el valle de Estaubée, en los Pirineos. (Saussure, Voy., t. I, parágrafos 472, 1.672. Razoumowsky, Voy. Mineral., p. 154. Ramond, Voy. au x Pyrénées, pp. 55, 100, 280). Una roca de transición, el G r a u w a k k e de los alemanes o Killas de los ingleses, presenta el mismo fenómeno en Escocia. Edinb. Phil. T ra n s., 1814, p. 80. (62) Puede hacerse la misma observación al lago de Gemiinden, Estiria, que visité qon el Dr. de Buch, y que es uno de los si­ tios más pintorescos de Europa.

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Después de m uchas fatigas y em papados por los fre ­ cuentes esguazos del torrente, llegam os al pie de las fa ­ m osas cuevas de Cuchivano, de las que hace algunos años se h an visto salir llam as. Una m u ra lla de rocas se eleva perpendicularm ente a ochocientas toesas de altura. Es cosa ra ra que en u n a zona en que la fu erza de la vegeta­ ción oculta por todas p artes el suelo y las rocas, se vea que un gran m onte presen ta capas a descubierto en un corte perpendicular. En la m itad de este corte, en una situación desgraciadam ente inaccesible al hom bre, es donde se abren las dos cuevas en form a de grietas. Ase­ gúrase que están h ab itad as por las m ism as aves noctur­ nas que pronto llegarem os a conocer en la Cueva del Guá­ charo de Caripe. Cerca de estas cavernas vimos capas de m arga esquistosa que atrav esab an la p ared de rocas, y m ás abajo, en la orilla del torrente, encontram os, con gran asom bro nuestro, cristal de roca en cajad o en los bancos de Caliza alpina. E ran p rism as exaedros term i­ nados en pirám ides, que tenían 14 líneas de largo por 8 de ancho. Los cristales, p erfectam ente transparentes, se h allab an aislados, a m enudo ap artad o s 4 toesas unos de otros. E staban incluidos en la m asa calcárea, como los cristales de cuarzo de B urgtonna en el ducado de Gotha, y las Boracitas de Luneburgo que están incluidas en el yeso. No había cerca h en d ed u ra alguna, ningún vesti­ gio de un filón de espato calcáreo (63). Reposamos al pie de la caverna. Allí es donde se han visto salir esos destellos de llam as que se han hecho m ás frecuentes en los últim os años. N uestros guías y el hacendado, hom bre inteligente e instruido de las locali­ dades de la provincia, discutían a la m a n era de los Crio­ llos, sobre los peligros a que se expondría la ciudad de

(63) Este fenómeno recuerda otro igualm ente raro: los crista­ les de cuarzo que el Sr. Freiesleben (Kupferschiefer, t. II, p. 89) en­ contró en Sajonia, cerca de Burgoerner, en el condado de Mansfeld, en medio de una roca calcárea porosa ( R a u c h w a k k e ) que reposa in­ mediatamente sobre la piedra calcárea alpina. Los cristales de roca comunísimos en la Caliza primitiva de Carrara tapizan cavidades sin ser envueltos por la roca misma.

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Cum anacoa, si el Cuchivano se viniese a reventar. P a ­ recíales indudable que la N ueva A ndalucía, desde los grandes tem blores de tierra de Quito y de C um aná, en 1797, se m in ab a m ás de día en día con los fuegos subte­ rráneos. C itaban las llam as que se h ab ían visto b ro tar de la tierra en C um aná y los sacudim ientos que se expe­ rim entan en lugares en que el suelo n u n ca antes había sido conmovido. R ecordaban que en M acarapana desde hacía meses se sentían frecuentem ente em anaciones sul­ furosas. Nos hicieron im presión esos hechos en ios que fundaban predicciones que se h an realizado casi todas. Enorm es subversiones tuvieron efecto en 1812 y proba­ ron cuán tum ultuosam ente ag itad a está la n atu ra leza en la parte N oreste de la T ierra Firm e. ¿Pero cuál es la causa de los fenóm enos ígneos que se observan en el C uchivano? No ignoro que en ocasio­ nes se ve b rilla r con una viva luz la colum na de &iré que se eleva por encim a de la boca de los volcanes in flam a­ dos (64). Esta refulgencia, que se cree deberse al gas hidrógeno, lia sido observada desde Chillo en la cim a del Cotopaxi, en u na época en que la m ontaña p arecía estar en su m ayor reposo. Sé que, a lo que refieren los an ti­ guos, el Mons Albanus, cerca de Roma, boy conocido con el nom bre de Monte Cavo, parecía de cuando en cuando inflam ado d u ran te la noche; pero el Mons A lbanus es un volcán recientem ente apagado, que en vida de Catón to­ davía a rro ja b a lapilli (65), m ientras que el C uchivano es un m onte calcáreo, ap artad o de toda roca de fo rm a­ ción trapeana. ¿P odrán atrib u irse estas llam as a una descomposición del agua que en tra en contacto c jn las piritas dispersas en m argas esquistosas? ¿S erá hidróge­ no inflam ado lo que sale de las cuevas de Cuchivano? (64) No debe confundirse este rarísimo fenómeno con el fulgor que comúnmente se observa a pocas toesas por encima del borde de los cráteres, el cual ( como lo he visto en el Vesubio, en 1805) no es sino el reflejo de grandes masas de escorias inflamadas y arrojadas sin que pasen del orificio del volcán. (65) “Albano Monte biduum continenter lapidibus pluit”. Lávio, XXV, 7. (Heyne, Opuscula acad., t. I I I, p. 261).

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Las m argas, como lo indica su olor, son al m ism o tiem po bitum inosas y piritosas, y los m an an tiales de alq u itrán m in eral del Buen P asto r y de la isla de T rin id ad nacen quizá en estos m ism os bancos de Caliza alpina. Sería fácil im ag in ar conexiones en tre las aguas in filtrad a s en esta Caliza alp in a y descom puestas en capas de piritas, y los tem blores de tie rra de C um aná, los m an an tiales de hidrógeno sulfurado de N ueva B arcelona, los depósitos de azufre nativo de C arúpano, y las em anaciones de áci­ do sulfuroso que se perciben de vez en cuando en las sa­ banas. No podría suponerse tam poco que la descom posi­ ción del agua por las piritas, a u n a alta te m p eratu ra, fa ­ vorecida por la afin id ad del óxido de h ierro con las sus­ tancias terrosas, da ocasión a este desprendim iento de gas hidrógeno, al que hacen ju g a r un p apel tan im portante varios geólogos m odernos. Pero en general el ácido sul­ furoso se m anifiesta m ás constantem ente que el hidróge­ no en la erupción de los volcanes, y es sobre lodo el olor de este ácido lo que se hace sentir a veces cuando la tie­ rra está agitada p o r fuertes sacudim ientos. C uando se p ára m ientes en el conjunto de fenóm enos de los volca­ nes y los tem blores de la tierra, cuando se recu erd a la inm ensa distancia a que se propaga el m ovim iento deba­ jo de la cuenca de los m ares, se ab an d o n an fácilm ente explicaciones fu n d ad as en pequeñas capas de p iritas y de m argas bitum inosas. Pienso que las sacudidas que tan frecuentem ente se sienten en la provincia de C um aná h an de ser atrib u id as tanto m enos a las rocas que aflo­ ran a la superficie, cuanto m enos deben serlo a filones de asfalto o a m anantiales de petróleo inflam ado, las sacu­ didas que conm ueven a los Apeninos. Todos estos fenó­ menos dependen de causas m ás generales, y casi hab ría dicho m ás profundas; y no es en las capas secundarias que form an la costra exterior de nuestro globo donde es preciso situ a r el centro de la acción volcánica, sino en en las rocas prim itivas, a u n a enorm e distancia de la su­ perficie del suelo. A proporción que progresa la geología m ás concebible es la insuficiencia de esas teorías fu n d a­ das en algunas observaciones puram ente locales.

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A lturas m erid ian as del Pez A ustral observadas en la noche del 7 de setiem bre, dieron p ara la la titu d de Cum anacoa 10° 16' 11"; y por consiguiente el e rro r d e las cartas m ás estim adas es de 1/4 de grado. H allé la incli­ nación de la a g u ja im an ad a de 42°,60, y la intensidad de las fuerzas m agnéticas correspondiente a 228 oscila­ ciones en 10 m inutos de tiem po: la in ten sid ad era por consiguiente de 9 oscilaciones o de 1/25 m en o r que en el Ferrol. El 12 proseguim os nuestro v iaje al convento de Caripe, capital de las m isiones chaim as. P referim os al ca­ mino derecho la vuelta por los cerros del Cocollar (66) y el T urim iquiri, cuya a ltu ra excede en poco a la del J u ­ ra. El cam ino se dirige desde luego al Este, atravesando en tres leguas la altiplanicie de C um anacoa sobre un te­ rreno antiguam ente nivelado p o r las aguas, y luego se desvía hacia el Sur. Pasam os por la aldea in d ia de Aricagua, cercada de oteros arbolados, y de un aspecto risu e­ ño. Desde allí com enzam os a subir, y la subida duró m ás de cuatro horas. Esta p arte del cam ino es m u y fatigosa: se atraviesa veintidós veces el río P u tu tu cu ar, torrente em pinado y lleno de bloques de peñas calcáreas. Cuando en la Cuesta del Cocollar se llega a una elevación de 2000 pies sobre el nivel del m ar, sorprende casi no en co n trar ya selvas o árboles crecidos. Recórrese una inm ensa al­ tiplanicie cubierta de gram íneas. Sólo in terru m p en la triste uniform idad de las sabanas Mimosas de cim a he­ m isférica cuyos troncos no tienen m ás que cu atro pies de altura. Sus ram as se inclinan hacia ab ajo o se extienden en form a de quitasol. D ondequiera que hay escarp ad u ­ ras y m asas de rocas m edio cubiertas por el m antillo, la Clusia o Copei, con grandes flores como N infea, desplie­ ga su herm oso verdor. Las raíces de este árbol tienen h as­ ta 8 pulgadas de diám etro y salen a veces del tronco a 15 pies de altu ra sobre el suelo. (66) ¿E s este nombre de origen indígena? En Cumaná lo de­ rivan, de un modo bastante rebuscado, de la voz española Cogollo, meollo de las plantas oleráceas, siendo así que el Cocollar forma el centro del grupo entero de montes de la Nueva Andalucía. 5

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Mucho después de h a b e r continuado en la subida del cerro, llegam os a u n a peq u eñ a llan u ra, al Hato del Cocollar. Es una hacienda, aislad a en u n a altiplanicie de 408 toesas de altu ra. T res días perm anecim os en esta soledad, colm ados de atenciones p o r el propietario, Don M atías Y turburi, n a tu ra l de Vizcaya, quien nos h ab ía acom pa­ ñado desde el puerto de C um aná. Allí encontram os le­ che, carnes excelentes a causa de la riq u eza de los pastos, y sobre todo un clim a delicioso. D u ran te el día, el te r­ m óm etro centígrado no se elevaba a m ás de 22° o 23°; poco antes de ponerse el sol b a ja b a a 19°; y por la noche se sostenía apenas en 14° (11°,2 R.) (67). La tem p eratu ra nocturna era de consiguiente 7 grados m ás fresca que la de la costa, lo que dem uestra de nuevo un decrecim ien­ to de calórico en extrem o rápido, ya que la altiplanicie del Cocollar es m enos elevada que el suelo de la ciudad de Caracas. Desde este punto elevado y a lo que la vista alcanza no se perciben sino sab an as lim p ias; se elevan sin em ­ bargo en las qu eb rad as pequeños sotos de árboles esp ar­ cidos, y a pesar de la ap are n te u n ifo rm id ad de la vege­ tación, no d eja de encontrarse aquí un gran núm ero de plantas notabilísim as (68). Nos lim itarem os a citar una (67) Hato del Cocollar. A las 5 de la tarde, con un cielo se­ reno: Term. de Réaumur, 15°. Higrom. de Deluc, 62°; a las 9 de la noche: T., 13°. H., 75°; a las 11: T., 11»,2. H., 80°; a las 22: T., 18°. H., 51»; a medio día: T,, 19°. H., 50". No vimos el higrómetro debajo de 46° (83° Sauss.), a pesar de lo alto del lugar; pero también había comenzado la estación lluvio­ sa, y en esa época el aire, aunque muy azul y transparente, estaba ya extraordinariamente cargado de vapores acuosos. (68) Cassia a c u ta , Andrómeda rígida. Caearia hipericifolia, Myrthus longifolia, Buettneria salicifol¡a, Glycine picta, C. p raten sis , G. gibba, Oxalis u m b ro sa , Malpighia C arip en s is Cephaelis salicifolia, Stylosanthes an g u stifo lia , Salvia pseudococcinea, Eryngium foetidum . Por segunda vez hemos encontrado esta última planta, pero a una grandísima altura, en las vastas selvas de Quina que circundan la ciudad de Loja, en el corazón de las Cordilleras.

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soberbia Lobelia de flores p u rp u rin as (L. spectabilis), la Brow nea coccínea que tiene m ás de cien pies de alto, y sobre todo la Péjoa, célebre en el país, a causa del olor delicioso y arom ático que exhalan sus h o jas cuando se las frota entre los dedos (69). Mas lo que m ás nos en­ cantaba en aquel lu g ar solitario eran la serenidad y la calm a de las noches. El p ropietario de la hacienda p ro ­ longaba sus veladas con nosotros; y p arecía gozar de la adm iración que produce en los europeos recientem ente transplantados a los trópicos ese frescor p rim av eral del aire que se aspira en las m ontañas después del ocaso del sol. En estos ap artad o s climas, en que el hom bre toda­ vía conoce todo el valor de los dones de la n atu raleza, un propietario ensalza el agua de su m an an tial, la au ­ sencia de insectos m aléficos, el viento saludable que so­ pla en torno de la colina, como ensalzam os nosotros en E uropa las v en tajas de n u estra m o rad a o el efecto p in ­ toresco de nuestras plantaciones. N uestro huésped había venido al Nuevo M undo con una expedición que debía establecer en la costa del golfo de P aria cortes de m ad era p ara la m a rin a española. En estas vastas selvas de Caoba, Cedro y Palo B rasil que costean el m a r de las A ntillas se contaba con escoger los troncos de árboles m ás gruesos, darles como en bos­ quejo la form a necesaria p ara la construcción de las n a ­ ves y enviarlos todos los años a la a tarazan a de la Ca­ rraca, cerca de Cádiz. H om bres blancos, sin aclim atar, no pudieron resistir a las fatigas del trab ajo , al ard o r (69) P éjoa. Es la Gaultheria o d o ra ta, descrita por el Sr. Willdenow (N eue Schriften der N a t. F reu n d e, t. IV, p. 218), según mues­ tras que le hemos comunicado. La Péjoa se encuentra en torno de la laguna del Cocollar, en la cual tiene su cabecera el gran río Guarapiche. Pies del mismo arbolillo hemos hallado en la Cuchilla de Guanaguana. Es una planta subalpina que, como pronto veremos, forma en la Silla de Caracas una zona mucho más elevada que en la provincia de Cumaná. Las hojas de la Péjoa tienen un olor más agradable aún que las del Myrthus Pimenta; pero no exhalan ya su aroma si se las estrega algunas horas después que la rama ha sido separada del tronco.

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del clim a y a la im presión del aire m aléfico que exh alan las selvas. Estos m ism os vientos cargados del aro m a de las flores, de las h o ja s y de los leños llevan, por decirlo así, el germ en de la disolución a los órganos. Fiebres perniciosas arreb ataro n , ju n to con los carp in tero s de la m a rin a real, las personas que ad m in istrab an el nuevo establecim iento; y esta ensenada, que los prim eros es­ pañoles nom braron Golfo Triste, a causa del aspecto lú ­ gubre y salvaje de sus costas, fué la tum ba de los m a ri­ nos europeos. N uestro huésped tuvo la ra ra dicha de salvarse de esos peligros. D espués de ver m o rir gran núm ero de los suyos, se retiró lejos de las costas a las I m ontañas del Cocollar. Sin vecinos, poseedor tranquilo de cinco leguas de sabanas, gozó allí a un mism o tiem po de la independencia que presta la soledad y de esa sere­ nidad de espíritu que produce en los hom bres sencillos un aire puro y fortificante. Es incom parable la im presión de m ajestuosa calm a que d e ja el aspecto del firm am ento en este lugar solita­ rio. Siguiendo con la vista, al teñ ir la noche, las p ra ­ deras (pie lim itan el horizonte, la altiplanicie cubierta de yerba y suavem ente ondulada, creíam os ver desde le­ jos, como en las estepas del Orinoco, la superficie del océano que soportaba la bóveda estrellada del cielo. El árbol b ajo el cual estábam os sentados, los insectos lum i- j liosos que v o ltejeab an en el aire, las constelaciones que brillab an al Sur, todo parecía decirnos que estábam os lejos del suelo natal. Si entonces, en m edio de esta n a ­ turaleza exótica, se hacía oír desde el fondo de 1111 va­ lle jo el cencerro de una vaca o el m ugido de un toro, des­ pertábase de im proviso el recuerdo de la p atria. E ran como le jan as voces que resonaban allende los m ares y cuyo m ágico poder nos trasp o rtab a de uno a otro hem is­ ferio. E x trañ a m ovilidad de la im aginación del hom ­ bre, fuente eterna de sus goces y dolores! Con el fresco de la m añ an a em pezam os a su b ir el T urim iquiri. Es así como llam an la cum bre del Cocollar, que ju n to con el B ergantín no form a m ás que una

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sola m asa de m ontañas, antes llam ad a por los indígenas la Sierra de los Tageres. Una p arte del cam ino se hace usando caballos que vagan por esas sabanas, pero acos­ tum brados algunos de ellos a llev ar la silla. A unque m uy bastos de form a, trep a n listos sobre el césped m ás resbaladizo. Nos detuvim os al principio en un m a n a n ­ tial que sale todavía, no de la roca calcárea, sino de una capa de asperón cuarzoso (dirección: Hor. 4,3. Incli­ nación; 45° al S ureste). Su te m p eratu ra era de 21°, y por lo tanto I o,5 m enos que la del m a n an tia l de Q uetepe: así tam bién la diferencia de nivel es de u n as 220 toesas. D ondequiera que aparece el asperón, el suelo está p a re ­ jo y form a como m esetas pequeñas que se suceden por gradas. H asta 700 toesas de altu ra, y aú n m ás, este ce­ rro, como todos los que le están a par, está sólo cubierto de gram íneas (70). En C um aná atrib u y en esta fa lta de árboles a la grande elevación del suelo; pero por poco que se reflexione sobre la distribución de los vegetales en las C ordilleras de la zona tórrida, se com prende que las cimas de la Nueva A ndalucía distan m ucho de tocar el lím ite su p erio r de los árboles que, por esta latitud, se m antienen a m enos de 1800 toesas de a ltu ra absoluta. Y aun el césped raso del Cocollar em pieza a m ostrarse ya a 350 toesas sobre el nivel del m ar, y se puede seguir andando sobre este césped basta 1000 toesas de elevación. Más lejos, de la otra p arte de esta fa ja cubierta de g ra­ míneas, se halla, en picos casi inaccesibles al hom bre, un bosquecillo de Cedros, Jabillos (71), y Caobas. Estas (70)

Las especies dominantes son: Paspalus, el Andropogon

fa s tig ia tu m , que forma el género Diectomis del Sr. Palissot de Beauvais, y el Panicum olyroides. (71) Jabillo. Hura crepitans, de la familia de los Euforbios.

El crecimiento de su tronco es tan enorme, que en el valle de Curiepe, entre el cabo Codera y Caracas, el Sr. Bonpland midió artesas de madera de Jabillo que tenían 14 pies de largo por 8 de ancho. E stas artesas, enterizas, sirven para conservar el guarapo o jugo de caña, y la melasa. Las semillas del Jabillo son un veneno muy activo, y la leche que brota del peciolo, cuando se le rompe, nos ha causado a menudo cegueras, si acaso las menores partículas se introducían entre los párpados.

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circunstancias locales inducen a creer que las sabanas m ontuosas del Cocollar y el T u rim iq u iri no deben su exis­ tencia sino a la costum bre fu n esta que tienen los indíge­ nas de poner fuego a los bosques que quieren convertir en apacentaderos. De este modo, cuando al cabo de tres siglos las gram íneas y las yerbas alp in as lian cubierto el suelo de espesa broza, las sem illas de los árboles no logran ya germ in ar ni fija rse en la tierra, aunque el vien­ to y los p ájaro s las tran sp o rta n continuam ente de a p a r­ tadas selvas al centro de las sabanas. El clim a de estas m ontañas es tan suave, que en la hacienda del Cocollar se cultiva con éxito el algodón, el cafeto, y aun la caña de azúcar. P o r m ás que digan los habitantes de la costa, n u n ca se ha visto por los 10° de latitu d escarcha blanca en las cim as cuya altu ra excede apenas a la de los Montes de Oro y del Puy-de-Dome. Los pastos del Turim icruiri m enguan en bondad con la elevación del sitio. Allí donde hacen som bra rocas es­ parcidas, hállanse tanto p lantas liquenosas como algunos musgos de E uropa. Elévanse acá y allá en la sabana la M elástom a de nom bre Guacito (72) y un arbolillo cu­ yas hojas grandes y coriáceas cru je n como pergam ino cuando las agita el viento (73). Pero el p rin cip al o rn a­ m ento del césped de estos cerros es una Liliácea de flores doradas, la M arica m artinicensis. No se la observa ge­ n eralm ente en las provincias de C um aná y C aracas sino subiendo a 400 o 500 toesas de altu ra (74). En cuanto a la m asa roqueña del T urim iq u iri, está com puesta de u na Caliza alpina sem ejan te a la de Cum anacoa, y de capas bastante delgadas de m arg a y asperón cuarzoso. En (72) Melastoma xanthostachys, llamada G u acito en Caracas. (73) Palicourea rígida, C h a p a r r o bobo. En las dehesas o Lla­ nos se da el mismo nombre castellano a un árbol de la fam ilia de las Proteaceas. (74) Por ejemplo en la montaña del Avila, en el camino de Ca­ racas a La Guaira y en la Silla de Caracas. Las sem illas de la Ma­ rica sazonan a fines de diciembre.

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la Caliza en ca jan m asas de hierro oxidado m oreno y de hierro espático. En varios p a ra je s he rep arad o , y m uy distintam ente, que el asperón no solam ente reposa sobre la caliza, sino que tam bién esta últim a roca incluye a m enudo el asperón, altern an d o con él. D istinguen en el país la cum bre red o n d ead a del Turim iquiri de los picachos destacados, o Cucuruchos, re ­ vestidos de una vegetación espesa y habitados por tigres que son objeto de cacería a causa del tam año y herm o­ sura de su piel. La cum bre redondeada cubierta de cés­ ped hem os hallado (pie tiene 707 toesas de elevación so­ bre el nivel del océano. P o r esta cum bre se prolonga hacia el Oeste una fila de rocas escarpadas que a una milla de distancia se h alla in terru m p id a p o r u n a enorm e grieta que desciende hacia el golfo de Cariaco. En el punto en que podría suponerse la continuación de la fila se elevan dos m am elones o picos calcáreos, de los cuales el septentrional es el m ás alto. Este últim o es el que m ás particularm ente llam an el Cucurucho ele Turim iquiri y el que tienen como m ás elevado que el cerro del Ber­ gantín, tan conocido de los m arinos que a tie rra n en la costa de Cum aná (75). Según ángulos de altu ra y u n a (75) Esta opinión popular sobre la altura del Bergantín fa­ vorece la suposición de que la distancia del puerto de Cumaná al cerro excede en mucho de 24 millas marinas; porque hemos visto arriba que los ángulos de altura tomados en Cumaná, dan al Bergantín 1.255 toesas de elevación, si se supone exacta la distancia indicada en el mapa del Depósito h y d ro g rá fic o de Madrid. Hallo que para armonizar el ángulo observado con una altura supuesta de 1.000 toesas, la cumbre del Bergantín no debiera estar alejada de Cumaná de más de 19 millas. La sierra de montes de Nueva Andalu­ cía se dirige, como la costa cercana, con bastante regularidad de E s­ te a Oeste; y en la hipótesis de una distancia de más de 19 millas, el Bergantín estaría más meridional que el paralelo del Cocollar. Sin embargo, los habitantes de Cumaná han querido trazar por el Bergantín un camino a Nueva Barcelona, y yo no he hallado la la­ titud de esta ciudad de menos de 10° 6' 52". Esta circunstancia con­ firma el resultado de la triangulación hecha en el Salado, Cumaná, mientras que por otra parte un levantamiento m agnético del Ber-

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base bastante corta trazad a en la cum bre red o n d ead a y lim pia de árboles m edim os el pico o cucurucho, que es­ taba m ás o m enos 350 toesas m ás elevado que n u estra es­ tación, de m an era que su altu ra absoluta pasa de 1050 toesas. La perspectiva de que se goza desde el T urim iq u iri es de las m ás extensas y pintorescas. De la cima hasta el océano se descubren sierras de m ontes que se dirigen paralelam ente de Este a Oeste y que lim itan v a­ lles longitudinales. Como estos últim os están cortados en ángulo recto por u n a infinidad de zanjoncillos que han abierto los torrentes, resulta de ello que los eslabo­ nes laterales se h an tran sfo rm ad o en otras tan tas filas de cabezos, ora redondeados, ora piram idales. La pen­ diente general del terreno es bastan te suave hasta el Im~ p osible: en adelante, las escarp ad u ras se h acen m uy em ­ pinadas y se continúan hasta la rib era del golfo de Ca­ riaco. Este hacinam iento de m ontes recu erd a en su fo r­ m a los eslabones del Ju ra, y el único llano que presenta es el valle de Cum anacoa. Créese ver el fondo de un em bu­ do donde se distingue, entre boscajes de árboles esp arci­ dos, la aldea india de A ricagua. Hacia el Norte una a n ­ gosta lengua de tierra, la península de A raya, se destaca negreciente sobre una m a r que re fle ja intensa luz, ilum i­ nada por los nacientes rayos del sol. Más allá de la p en ín ­ sula estaba ceñido el horizonte p o r el cabo M acanao, cu­ yos negros peñascos se elevan en medio de las aguas co­ mo un inm enso bastión. gantín, ejecutado en la cumbre del Imposible, condujo a un aparta­ miento mayor. Este levantamiento sería infinitam ente precioso si no se estuviere bien seguro de la longitud del Imposible y de la va­ riación de la aguja imanada, en un lugar en que el asperón es por extremo ferruginoso. El viajero está en el deber de enunciar con franqueza las dudas que le quedan sobre puntos aún no aclarados suficientem ente. Al abordar nosotros a la costa de Cumaná, los pi­ lotos evaluaron la distancia del Tataracual a la costa de Cumaná en 15 a 16 millas.

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El hato del Cocollar, situado al pie del T urim iq u iri, se halla por los 10° 09' 32" de latitu d (76). La in clin a­ ción m agnética es allí de 42°, 10. La ag u ja oscilaba 229 veces en 10 m inutos de tiem po. Quizá h ay u n ligero aum ento de la intensid ad de las fuerzas m agnéticas a cau ­ sa de m asas de m ina de hierro m o ren a contenidas en la roca calcárea. No consigno aquí las experiencias hechas con un péndulo in v ariab le: a p esar del cuidado puesto en este género de experiencias, las creo defectuosas, por la suspensión im perfecta de la v arilla del péndulo. El 14 de setiem bre b ajam o s del Cocollar hacia la misión de San Antonio. EÍ cam ino va al principio por sabanas sem bradas de grandes bloques de rocas calcá­ reas; después se en tra en u n a espesa selva. E n p asan ­ do dos filas de m ontes en extrem o escarpadas (77), se descubre un herm oso valle de cinco a seis leguas de la r­ go, que casi constantem ente sigue u n a dirección de Este a Oeste. Es en este valle donde están situadas las m i­ siones de San Antonio y G uanaguana. La p rim era es célebre a causa de un pequeño tem plo de dos torres construido con ladrillos, de un estilo b astante bueno, y adornado con colum nas de orden dórico. Es la m a ra ­ villa del país. El prefecto de los capuchinos h abía ter­ m inado la construcción de esta iglesia en m enos de dos veranos, aunque sólo habiendo em pleado los indios de su aldea. Las m olduras de los capiteles, las cornisas de un friso decorado de soles y arabescos, fueron ejecu­ tadas con una m ezcla de arcilla y ladrillo tritu rad o . Si es sorprendente enco n trar en los confines de la Laponia templos del m ás puro estilo griego (78), extrañam os aún (76) Según alturas meridianas de Deneb del Cisne que tomé las noches del 12 y el 13 de setiembre. O bserv at. astro n ., vol. I. (77) E stas filas, bastante difíciles de subir hacia el fin de la estación de las lluvias, son conocidas con los extraños nombres de Los Yepes y el F a n t a s m a . La caliza, donde quiera que sale a flor de tierra en estos parajes, se dirige: hor. 4-5. (Inclinación de las capas, 40° al S.E.) (78) En Skelefter, cerca de Torneo. Buch, Voyage en Norwége, t, II, p. 275,

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m ás estos prim eros ensayos de las artes en u n a zona en que todo indica el estado salv aje del hom bre y donde las bases de la civilización no h an sido echadas por los europeos sino hace unos cu are n ta años. El G obernador de la provincia im probó el lu jo de tales construcciones en las misiones, y con el m ay o r sentim iento de los reli­ giosos quedó in terru m p id a la term inación del templo. Los indios de San Antonio 110 p articip an ni con m ucho de este sentim iento, y ap ru eb an en secreto la decisión del G obernador que les h alag a su n a tu ra l pereza. De adornos de arq u itectu ra no se cuidan m ás que lo que antes lo hicieron los indígenas de las m isiones de los Jesuítas del Paraguay. No m e detuve en la misión de San Antonio m ás que p a ra a b rir el baróm etro y to m ar algunas altu ras de sol. La elevación de la plaza m ayor sobre C um aná es de 216 toesas. Después de a tra v esar la aldea vadeam os los ríos Colorado y G uarapiche, los cuales, naciendo en­ tram bos en las m ontañas del Cocollar, se ju n ta n m ás ab ajo hacia el Este. La corriente del Colorado es m uy rápida, y éste en su desem bocadura es m ás ancho que el R in: el G uarapiche, reunido al río Areo, tiene m ás de 25 b razas de profundidad . Sus orillas están herm oseadas con una soberbia gram ínea, uue dos años después he dib u ­ jad o al rem o n tar el río M agdalena, y cuyo culm o con h ojas dísticas alcanza de 15 a 20 pies de altu ra (79). N ues­ tras m uías salvaban con dificultad los espesos barrizales de que estaba cubierto el cam ino, que es angosto y u n i­ form e. Llovía a cántaros. La selva en tera p arecía (79) L a ta o C a ñ a b ra v a . E s un nuevo género entre Aira y Arundo, que con el nombre de Gynerium hemos descrito (Pl. équin., vol. II, p. 112). Esta gramínea colosal tiene la disposición del Donax de Italia, y es, con la Arundinaria del Missisipí (Ludolña, Willd: Miegia, Persoon) y con los Bambúes, la gramínea más elevada del Nue­ vo Continente. Se ha llevado su semilla a Santo Domingo, donde se aprovecha el culmo con que techan las chozas de los negros.

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convertida en un pantano según era la fuerza y la fre ­ cuencia de los aguaceros. Al caer la tard e llegamos a la m isión de G uanagua- na, cuyo suelo está casi al nivel de la aldea de San An­ tonio. T eníam os gran necesidad de secarnos. El m isio­ nero nos recibió con u n a bondad extrem a. E ra un a n ­ ciano que parecía gobernar sus indios con m ucha in te­ ligencia. Desde hace trein ta años no m ás existe el pue­ blo en el puesto que hoy ocupa. Antes de esa época esta­ ba colocado m ás al Sur, arrim ad o a una colina. A dm ira la facilidad con que se hace m u d a r de vivienda a los indios. Hay pueblos de la A m érica m erid io n al que en m enos de medio siglo h an sido trasladados tres veces. El indígena se halla ligado por tan laxos vínculos al suelo que habita, que recibe con indiferencia la orden de dem oler su casa y reconstruirla en otra parte. Un pueblo cam bia de asiento como un cam pam ento. D ondequiera que se en­ cuentre arcilla, cañas, hojas de p alm era y de Heliconia, ya está la cabaña reconstruida en pocos días. Estos cam ­ bios forzosos no reconocen a m enudo otro motivo que el capricho de un m isionero que, recién llegado de E spa­ ña, se im agina que el sitio de la m isión es febrígeno o que no está bien expuesto a los vientos. Se han visto aldeas enteras trasportarse a algunas leguas de distancia, sim ple­ mente porque el fraile no h allab a b astante herm osa o am plia la perspectiva de su misión. No hay iglesia en G uanaguana. El anciano religio­ so, que desde hacía treinta años hab itab a en las selvas de América, nos observó que el dinero de la com unidad, o el producto del tra b a jo de los indios, debía em plearse prim ero en la construcción de la casa del m isionero, des­ pués en la de la iglesia, y por fin en vestidos p a ra los indios. A firm aba gravem ente que esta orden 110 podía ser trastrocada b ajo ningún pretexto. Así pues, los in­ dios, que prefieren una desnudez absoluta al m ás ligero vestido, 110 tienen prisa de que llegue su turno. A cababa

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de concluirse la espaciosa m o rad a del Padre, y con sor­ presa rep aram o s que esta casa, cuyo caballete acababa en azotea, estaba ad o rn ad a con gran núm ero de chim e­ neas que parecían otras tan tas torrecillas. E ra, según decía nuestro huésped, p a ra reco rd ar una p atria que le e ra cara, y los inviernos de A ragón en m edio de los p a ­ lores de la zona tórrida. Los indios de G uanaguana cul­ tivan el algodón en su provecho, y tam bién en el de la iglesia y del m isionero. Se rep u ta el producto como p e r­ teneciente a la com unidad, y es con el dinero de la co­ m unidad con el que se satisface a los m enesteres del cu­ ra y del altar. Los indígenas tienen m áq u in as de una construcción sencillísim a que sirven p a ra se p a ra r el al­ godón de su sem illa. Son cilindros de m adera, de d iá­ m etro sum am ente pequeño, entre los cuales pasa el a l­ godón, que se ponen en m ovim iento con el pie, como nuestros tornos de h ilar. A unque bien im perfectas es­ tas m áquinas, son sin em bargo útilísim as, y se em pieza a im itarlas en las dem ás misiones. He expuesto en otra parte, en m i obra sobre México, cuán em barazoso vuelve el trasporte el hábito de vender el algodón con su sem i­ lla en las colonias españolas, donde todas las m ercancías llegan a los puertos de m a r a lomo de m uías. La tierra de G uanaguana es tan fértil como la de A ricagua, v illa­ je cercano que ha conservado igualm ente su antiguo nom bre indígena. Un a lm u d de terreno (de 1850 toesas cuadradas) produce, en los buenos años, de 25 a 30 fa ­ negas de maíz, de cien libras de peso cad a fanega. Pero aquí, como en dondequiera, en que la m unificencia de la n atu raleza re ta rd a el desenvolvim iento de la industria, no se desm onta sino un cortísim o núm ero de yugadas y se descuida v a ria r el cultivo de las p lan tas alim enticias. La carestía se hace sen tir cad a vez que la cosecha del m aíz se pierde p o r u n a p ro longada sequía. Nos contaban los indios de G uanaguana como un accidente poco ex­ trao rd in ario que el año precedente, d u ran te tres meses, ellos, sus m u jeres y sus hijos, se h ab ían ido al monte, es decir, habían estado erran tes en las selvas próxim as, p a ­

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ra alim entarse con y erb as suculentas, cogollos de p alm e­ ras, raíces de helecho y fru ta s de árboles silvestres. No h ablaban de esa vida nóm ade como de un estado de p ri­ vaciones. Solam ente el m isionero h ab ía estado incó­ modo, porque la aldea h ab ía quedado desierta, y porque de vuelta de las selvas, los m iem bros de la pequeña co­ m unidad e ra n m enos dóciles que antes. El herm oso valle de G uanaguana se prolonga hacia el Este, ensanchándose en los llanos de P unceres y Tex’ecén. De buena gana hubiéram os querido v isitar estos llanos p a ra ex am in ar los m an an tiales de petróleo que se hallan entre los ríos G uarapiche y Areo; pero la esta­ ción de las lluvias estaba ya firm e, y d iariam en te nos encontrábam os en las m ayores dificultades p ara secar y conservar las plantas que habíam os recogido. El ca­ mino que lleva de G uanaguana a la aldea de Punceres pasa por San Félix, o bien por C aicara y G uayuta, que es un hato (cortijo de ganado) de los m isioneros. Es en este últim o lugar donde según inform e de los indios se hallan grandes m asas de azufre, no en u n a roca yesosa o calcárea, sino a poca p ro fu n d id ad de la superficie del suelo, en bancos de arcilla. Este fenóm eno singular p a­ rece peculiar a la A mérica. Lo volverem os a h a lla r en el reino de Quito y en N ueva España. Cerca de Punceres, se ven en las sabanas saquillos form ados por un te­ jido de seda suspendidos a las ram as de los árboles m e­ nos elevadas. Es la seda silvestre del país, que es de hermoso brillo, pero m uy áspera al tacto. La faleñ a que la produce es quizá análoga a la de las provincias de G uanajuato y A ntioquia, que igualm ente sum inistran seda silvestre (80). En la herm osa selva de Punceres hállanse dos árboles conocidos con los nom bres de Cunucai y C anela; el prim ero, del cual hablarem os a conti­ nuación, produce una resina m uy buscada p o r los Pia(80)

Nouv.-Esp., t. III, p. 237; t. IV, p. 296.

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ches o b ru jo s indios: el segundo tiene h o ja s cuyo olor

es el de la v erd ad era canela de Ceylán (81). Desde P unceres el cam ino se dirige p o r T erecén y N ueva Palencia, que es una nueva colonia de Canarios, al puerto de San Ju an , situado a la b an d a derecha del río Areo, y atravesando este río en pirag u a, se llega a los fa ­ mosos m anantiales de petróleo (o alq u itrá n m in eral) del Buen Pastor. Nos los han descrito como pozuelos o em ­ budos excavados por la n atu ra leza en un terreno p an ta­ noso. R ecuerda este fenóm eno el lago de Asfalto, o de Chapapote, de la isla de T rin id ad (82), que en línea rec­ ta no dista del Buen P asto r sino treinticinco leguas m a ­ rinas. V acilantes algún tiem po con el deseo que teníam os de b a ja r por el G uarapiche basta el Golfo Triste, tom a­ mos al fin la vía directa de las m ontañas. Los valles de G üanaguana y de C aripe están separados por una espe­ cie de dique o fila calcárea conocidísim a con el nom bre de Cuchilla de Guanaguana (83). H allam os dificultoso este paso, porque en esa época no habíam os todavía r e ­ corrido las C ordilleras; pero de ninguna m an era es tan peligroso como se com placen en p in tarlo en Ciunnná. V erdad es que el sendero sólo tiene en ciertos puntos 14 o 15 pulgadas de ancho: el alto de la m ontaña en el cual se desarrolla el cam ino está cubierto de un césped bajo, (81) ¿E s el Laurus cinnamomoides de M utis? ¿Cuál es ese otro Canelo llamado por los indios T uo rco, que abunda en las montañas del Tocuyo y en las cabeceras del río U chire? Su corteza la m ez­ clan con el chocolate. El P. Caulín designa con el nombre de Curucai la Copaifera officinalis, que da el bálsamo de Copaiba (H is t, coro g r., pp, 24, 34). (82) L a g u n a de la Brea, al Sureste del puerto de Naparima. Hay otro manantial de asfalto en la costa oriental de la isla, en la bahía de Mayaro. (83) Fila semejante a la lá m in a de un cuchillo. En toda la América española la palabra C uchilla designa una cresta de mon­ tes muy escarpadas de lado y lado.

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en extrem o resbaladizo: las cuestas de lado y lado son bastante escarpadas, y si se diese u n a caída el viajero, podría ir a p a ra r, rodando sobre la yerba, a setecientos u ochocientos pies de p ro fundidad. Sin em bargo, las fa l­ das de la m ontaña presentan m ás bien escarpadura:» que verdaderos precipicios, y las m uías de estos países tie­ nen una p isad a tan firm e, que in sp iran la m ay o r con­ fianza. Sus hábitos son iguales a los de las bestias de c a r­ ga de Suiza y de los Pirineos. A m ed id a que es m ás incul­ to un país, el instinto de los anim ales dom ésticos gana en finura y sagacidad. C uando las m illas se creen en peli­ gro, se p a ra n y vuelven la cabeza a derecha e izquierda, pareciendo in d icar el m ovim iento de sus o re ja s que es­ tán reflexionando sobre la decisión que h an de tom ar. Su resolución es lenta, pero siem pre buena, con tal que sea libre, es decir, que no la estorbe o acelere la im p ru d en ­ cia del viajero. E n los espantables cam inos de los An­ des, en v iajes de seis a siete meses, al través de m o n ta­ ñas surcadas por torrentes, es donde la inteligencia de los caballos y acém ilas se desarrolla de un m odo so rp ren ­ dente. Se oye así decir a los m ontañeses: “No le d aré la m uía cuyo paso es m ás cómodo; le d aré la m ás racio­ nal”. Esta frase popular, dictada por una larga expe­ riencia, com bate el sistem a de las m áq u in as anim adas, m ejor tal vez que todos los argum entos de la filosofía especulativa. Alcanzado que hubim os el punto m ás elevado de la cresta o Cuchilla de G uanaguana, presentóse un in tere­ sante espectáculo a n uestra m irada. Con una o jead a abarcábam os las vastas p rad eras o sabanas de M aturín y del río Tigre (84), el pico del T urim iq u iri {el Cucuru­ cho). y una infinidad de eslabones paralelos que en lontonanza se asem ejan a las ondas del m ar. Ilacia el Nor(84) E stas praderas naturales hacen parte de los Llanos o es­ tepas inmensas orilladas por el Orinoco.

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este se abre el valle en que está el convento de Caripe. Su aspecto es tanto m ás atray en te cuanto co n trasta este valle, y sus um brosas selvas, con la desnudez de los ce­ rros inm ediatos, desprovistos de árboles y vestidos de gram íneas. H allam os la altu ra absoluta de la Cuchilla de 548 toesas, siendo por consiguiente 329 toesas m ás ele­ vada que la casa del m isionero de Guana guana. Á1 b a ja r de la fila por un cam ino tortuoso, se entra en una región arbolada por entero. El suelo está cu­ bierto de musgo y de u n a nueva especie de D rosera (la D. tenella) que en su aspecto recu erd a la D rosera de nuestros Alpes. La espesura de las selvas y la fuerza de la vegetación aum entan a m edida que va uno aproxi­ m ándose al convento de C aripe. Todo m u d a aquí de as­ pecto, basta la roca a p a r de la cual íbam os desde P uuta Delgada. Las capas calcáreas se hacen m ás delgadas y form an tongadas que se alinean en paredones, cornisas o torres, como en las m ontañas del Ju ra, en las de Papenheim , A lem ania, y cerca de Oicow, Galicia. El color de la piedra 110 es ya gris ahum ado y gris azulado, sino que se vuelve blanco: su fra c tu ra es uniform e, y aun a veces im perfectam ente concoide. No es ya la caliza de los Altos Alpes, sino u n a form ación a la cual sirve éste de base, análoga a la Caliza d e l Jura. En la C ordillera de los Apeninos, entre Roma y Nocera, he observado esta m ism a superposición in m ed iata (85): indica, y lo rep eti­ mos aquí, 110 el paso de una roca a otra, sino la afinidad geológica que existe entre dos form aciones. Según el tipo general de las capas secundarias, reconocido en una gran p arte de E uropa, la Caliza alp in a está sep arad a de la Caliza del J u ra por el Yeso m uriatífero; m as a m enu­ do falta este enteram ente o se halla incluido como capa

(85) De esa manera, cerca de Ginebra la roca del Mole, que pertenece a la Caliza alpin a, está por debajo de la Caliza del Ju ra , que constituye el Mont-Saleve.

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subordinada en la Caliza alp in a (86).

Entonces las dos grandes form aciones calcáreas se suceden in m ed iata­ m ente o se confunden en u n a sola m asa. La b a ja d a de la Cuchilla es m ucho m enos larg a que la subida. H allam os que el nivel del valle de C aripe era 200 toesas m ás elevado que el del valle de G uanaguana. Un grupo de m ontes de poca an ch u ra sep ara dos (86) He aquí la serie de las formaciones secundarias, cuando han adquirido todas un desarrollo igual, es decir, cuando ninguna de ellas ha sido suprimida o englobada por las formaciones inm e­ diatas: , 1. Arenisca vieja yacente sobre el esquisto de transición (Alter S an d stein , T o te s L ie g e n d e ) ; 2. Caliza alpina (A lp e n k a lk ste in , Z e c h s te m ) ; 3. Yeso antiguo ( S a l z g y p s ) ; 4. Caliza del Jura ( J u r a k a l k s t e i n ) ; 5. Arenisca de segunda formación, Molasa ( B u n te r S a n d s t s i n ) ; 6. Yeso fibroso (N e u e r G y p s ) ; 7. Caliza de tercera formación (M u sc h e lk a lk ste in de W erner); 8. Creta; 9. Caliza con Ceritas; 10. Yeso con osamentas; 11. Asperón; 12. Formación de agua dulce. Tendremos a menudo ocasiones de recurrir a este tipo, cuyo co­ nocimiento perfeccionado parece ser el principal objeto de la Geognosia y sobre el cual no se ha empezado a tener ideas exactas sino desde hace una veintena de años. Nos limitaremos a observar aquí que las últim as formaciones, 8, 9, 10, 11 y 12, con tanta atención examinadas por los Sres. Brogniart y Cuvier, faltan en una gran parte de Europa: que las Calizas 2 y 4 a menudo constituyen una sola masa; y que donde quiera que las dos formaciones de yeso (3 y 6) no han podido desarrollarse, la serie de las rocas secundarias se reduce a un tipo sobremanera simplísimo de dos fo r m a c io n e s de arenisca a l t e r n a n t e s oon dos fo rm a c io n e s ca lc á re a s.

Para explicarse gran número de fenómenos de superposición que a primera vista parecen muy extraños, conviene recordar las dos leyes siguientes, que están fundadas en la analogía de hechos bien observados: I o cuando dos formaciones se suceden inmediatamente, sucede a menudo que las capas de la una comienzan desde luego a alternar con las capas de la otra, hasta que la formación más nueva aparece sin m ezcla de capas subordinadas (Buch, Geogn. Beob., t. I, pp. 104, 156). 2o cuando una formación poco potente se halla colo6

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cuencas, de las que u n a es de un delicioso frescor, m ien ­ tras que la otra es célebre por la calidez de su clim a. Es­ tos contrastes, tan com unes en México, N ueva G ranada y el P erú, son bien raro s en la p a rte N oreste de la Amé­ rica m eridional. Así es que de todos los altos valles de la N ueva A ndalucía, el de C aripe es el único que está m uy habitado. La altu ra absoluta del convento sobre el nivel del m a r es de 412 toesas. En u n a provincia cuya población es poco considerable, y donde las m ontañas no tienen u na gran m asa n i m uy extensas altiplanicies, los hom bres hallan pocos m otivos p a ra ab an d o n ar las lla­ n u ra s y fija rse en regiones tem pladas y m ontuosas. cada, conforme a su antigüedad relativa, entre dos grandes form a­ ciones, se observa a veces que desaparece enteramente, o que se en­ globa como capa subordinada ora en la una, ora en la otra de las form aciones contiguas.

LA CU E V A D EL G U A C H A R O

(Oleo de Bellermann, existente en la Galería Nacional de Berlín. Perteneció a Humboldt. 1842).

CAPITULO

VII

Convento de Caripe.— Cueva del Guácharo .— A ves Nocturnas

Una avenida de pérseas nos condujo al hospicio de los capuchinos aragoneses. Nos detuvim os cerca de una cruz de brasilete que se eleva en m edio de una gran p la­ za. Está aquella rodeada de bancos donde vienen los fra i­ les enferm os a re z a r el rosario. El convento está a rrim a ­ do a una m u ra lla enorm e de rocas p erpendiculares y ta ­ pizadas de una espesa vegetación. Las hiladas de la pie­ dra, que es de una b lan cu ra deslum brante, 110 aparecen sino acá y allá entre el follaje. D ifícil es im ag in ar una posición m ás p in to resca: m e recordó a lo vivo los valles del condado de Derby, o las m ontañas cavernosas de Muggendorf, en F ranconia. Las hayas y los arces de E uropa están aquí reem plazados por las m ás im ponentes form as de la Ceiba y de las p alm eras P raga e Irase. M anantiales sin cuento brotan de los lados de las peñas que circu lar­ mente encierran la cuenca de C aripe y cuyas cuestas abruptas presentan hacia el Sur perfiles de m il pies de altura. N acen estos m anantiales en su m ayor p arte de algunas h endeduras o gargantas estrechas; y la hum edad que esparcen ellos favorece el crecim iento de los g ra n ­ des árboles, tanto que los indígenas, que gustan de luga­ res solitarios, hacen sus conucos a lo largo de tales hende­ duras. B ananeros y papayos ciñen allí grupos de hele-

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chos arborescentes. Esta m ezcla de vegetales cultivados y silvestres com unica a estos lugares un encanto p articu ­ lar. E n el costado lim pio de los m ontes se distinguen de lejos los m anantiales por unas m asas zarzosas de vegeta­ ción que al principio parecen estar suspendidas de la ro ­ ca, y luego, al descender al valle, siguen las sinuosidades de los torrentes (1). Fuim os recibidos con las m ayores atenciones p o r los frailes del hospicio. Plácenos citar con agradecim iento los nom bres de los P. P. M anuel de M onreal, Luis de Mirabete, y Francisco de Aliaga. El pad re g u ard ián o su­ perior estaba ausente; pero advertido de n u estra salida de C um aná, había tom ado las m ás solícitas m edidas p a­ ra que nuestra perm anencia fuese agradable. El hospi­ cio tiene un patio in terio r rodeado de galerías como los conventos de España. Este lu g a r cerrado nos ofrecía m ucha com odidad p ara in sta la r nuestros instrum entos y p ara seguir su m ovim iento. Encontram os en el convento una sociedad num erosa: frailes jóvenes recién llegados de E spaña estaban a punto de ser distribuidos en las m i­ siones, al paso que viejos m isioneros extenuados busca(1) Entre las plantas interesantes del valle de Caripe, hemos hallado por primera vez: un Ca’adium cuyo tronco tiene 20 pies de alto (C. a r b o r e u m ) , la Mikania m i c r a n t h a , que bien podría participar de las propiedades antivenenosas del famoso Guaco del Chocó, la Bauhinia obtusifelia, árbol colosal que llaman los indios G u a ra p a , la Weinmannia g la b r a , una Psychotria arbórea, cuyas cápsulas estre­ gadas entre los dedos exhalan un olor muy agradable de naranja, la Dorstenia Houstoni (R aíz ds r e s fri a d o ), la Martynia Graniolaria, cuya flor blanca mide de 6 a 7 pulgadas de largo, una Scrofularia que tiene las facies del Verbascum Miconi y cuyas hojas, todas radi­ cales y vellosas, están marcadas con glándulas argentadas. La Nacibaea o Manettia de Caripe (M anettia c u s p i d a ta ) , que en sus m is­ mos sitios he dibujado y mucho difiere de la M. reclinata de Mutis. Esta última, que ha servido de tipo al género, está localizada por Linneo en México, aunque sea de la Nueva Granada; y el Sr. Mutis, que nunca ha estado en México, nos ha invitado a que recordásemos a los botanistas que todas las p’antas que ha enviado a TJpsal y que indican como mexicanas las Species, la M antissa y el S u plem en to , son de la Montuosa, cerca de Pamplona, o de la Mina del Sapo, cerca de Ibagué, y por consiguiente de las montañas de la Nueva Granada.

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ban su convalescencia en el aire vital y salu d ab le de las m ontañas de Caripe. Me alojé en la celda del guardián, que contenia una colección bastan te considerable de li­ bros. Con sorpresa encontré allí, al lado del Teatro crí­ tico de Feijoo y las Cartas edificantes, el Tratado de la electricidad del abate Nollet. D iríase que el progreso de las luces se siente hasta en las selvas de la A m érica. El más joven de los frailes capuchinos de la últim a misión había llevado u n a traducción española de la Quím ica de Chaptal. (2). Se proponía estu d iar esa obra en la sole­ dad en que había de ser abandonado a sí m ism o por el resto de sus días. D udo que el deseo de instrucción se conserve en un joven religioso, aislado en las orillas del río Tigre; pero lo que es positivo, y honorabilísim o p ara el espíritu del siglo, es que d u ran te n u estra perm anencia en los conventos y m isiones de la A m érica ja m á s hem os experim entado señal alguna de intolerancia. No ignora­ ban los frailes de C aripe que yo había nacido en la parte protestante de A lem ania. Provisto de órdenes de la cor­ te, no tenía yo ningún motivo de callarles ese hecho; y sin embargo ningún signo de desconfianza, n in g u n a p regun­ ta indiscreta, ninguna tentativa de controversia, dism inu­ yeron ja m á s el precio de una h ospitalidad ejercid a con tanta lealtad y franqueza. E n otro lu g ar exam inarem os las causas y los lím ites de esta tolerancia de los m isio­ neros. El convento está fundado en un terren o que an tig u a­ m ente se llam ó A reocuar. Su altu ra sobre el nivel del m ar es poco m ás o m enos la m ism a que la de la ciudad de Caracas o de la parte hab itad a de las m ontañas Azules (2) Además de las aldeas en que los indígenas están reunidos y gobernadcs por un religioso, llámase misión en las colonias espafio'as la reunión de frailes jóvenes que parten a un mismo tiempo de un puerto de Esoafia para abastecimiento de los establecimientos monásticos ya del Nuevo Mundo, ya de lrs Filipinas. De aquí la ex­ presión: “ir a Cádiz a buscar una nueva misión”.

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de Jam aica (3). Así la te m p eratu ra m edia de estos tres puntos, com prendidos todos entre los trópicos, es poco m ás o m enos igual. En C aripe se ex p erim en ta la necesi­ dad de m antenerse arro p ad o d u ran te la noche y sobre to­ do al salir el sol. Allí vim os el term óm etro centígrado a m edia noche entre 16° y 179,5 (129,8—149 R .); en la m a­ ñ an a entre 19° y 20°. H acia la u n a de la ta rd e no subía aún sino a 219 y 229,5 (169,8—18° R.). Es u n a te m p eratu ra que todavía basta p a ra el desarrollo de las producciones de la zona tó rrid a, y que co m p arad a con los calores exce­ sivos de las llan u ras de C um aná, sería de llam arla de p ri­ m avera. El agua expuesta a las corrientes de aire en vasos de arcilla porosa se en fría en C aripe d u ran te la noche h as­ ta 13° (10u,4 R.). No hay p ara qué d ecir que esta agua parece casi hielo a los v iajero s que, en un m ism o día, llegan al convento, ya de la costa, ya de las ard ien tes sa­ banas de Terecén, (pie están por lo tanto acostum brados a beber agua de los ríos cuyo calor es por lo com ún de 259 a 269 centesim ales (209,0—209,8 R.). La te m p eratu ra m edia del valle de Caripe, deducida de la del mes de setiem bre, parece ser de 18°,5. La tem ­ p eratu ra de setiem bre en esta zona, según observaciones hechas en C um aná, apenas difiere en m edio grado de la del año entero. La tem p eratu ra m edia de C aripe es igual a la del m es de ju n io en París, donde los calores extre­ mos son sin em bargo 10° m ás fuertes que en los días m ás cálidos de Caripe. Como la elevación absoluta del con(3) En el distrito de Clarendon se sostiene el termómetro d u ­ rante el día entre 22° y 24"; sube rara vez a 26°,5 y baja a veces hasta 18°. Esa región de las Montañas Azules está bastante habitada, y aún hay algunas casas en alturas en que los colonos tienen la cos­ tumbre de encender fuego para calentarse cuando el aire se enfría por la mañana hasta 10», como en Santa Fe de Bogotá. En la m is­ ma época los calores de la llanura, por ejemplo en Kingston, son de 32° a 35". Véanse las observaciones del Sr. Farquhar, que vivió 17 años en Jamaica, en el P h iladelphian Med. M useum , vol. I, p. 182. He deseado reunir en mi obra todo cuanto se refiera a la influencia de las alturas sobre los climas y los seres organizados, sea en las Antillas, sea en el continente de la América equinoccial.

Convento

de los frailes

ara g o n es es

en C a rip e .

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vento es sólo de 400 toesas, puede que so rp ren d a la ra p i­ dez con que decrece el calor a p a rtir de la costa. La es­ pesura de las selvas im pide la reverberación de un suelo húm edo y cubierto de un denso tapiz de yerbas y de m us­ gos. M ediando un tiem po constantem ente brum oso, que­ da sin acción el sol días enteros, y al acercarse la noche, desciende al valle un aire fresco de la S ierra del G uá­ charo. La experiencia lia dem ostrado que el clim a tem p la­ do y el aire enrarecido de esta posición son sin g u larm en ­ te favorables al cultivo del cafeto, que como se sabe es bienquisto en las alturas. El su p erio r de los capuchinos, hom bre activo e ilustrado, galardonó a su provincia este nuevo ram o de la in d u stria agrícola. H abíase antes culti­ vado el añil en C aripe; m as la poca fécula que ren d ía esta planta, que d em and a fuertes calores, hizo que se ab ando­ nase el cultivo. E ncontram os en el Conuco de la C om u­ nidad m uchas plantas de hortaliza, m aíz, caña de azúcar, y 5.000 pies de cafetos que prom etían una herm osa cose­ cha. Los religiosos esperaban trip licar su núm ero den­ tro de pocos años. No se puede m enos que n o ta r esta ten ­ dencia uniform e que se m anifiesta, en los com ienzos de la civilización, en la política de la je ra rq u ía m onacal. D ondequiera que los conventos no han adquirido todavía riqueza, en el Nuevo C ontinente como en las Galias, en Siria como en el N orte de E uropa, ejercen u n a feliz in ­ fluencia en el desm onte del suelo y en la introducción de vegetales exóticos. E n Caripe, el Conuco de la Com uni­ dad tiene el aspecto de u n a vasta y herm osa h u erta. Los indígenas están obligados a tra b a ja r en él todas las m a­ ñanas desde las 6 hasta las 10. Los Alcaldes y A lguaciles de raza india inspeccionan los trabajos. Son esos los grandes oficiales del Estado, únicos que tienen el d ere­ cho de p o rtar vara, y cuya elección depende del superior del convento. D an ellos m ucha im portancia a ese d ere­ cho; y su gravedad pedantesca y silenciosa, su aire frío y misterioso, su gusto por la representación en la iglesia y

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en las asam bleas de la com unidad, hacen so n reír a los eu ­ ropeos. No estábam os todavía acostum brados a esos m a ­ tices del carácter indio, que hem os rep arad o idénticos en el Orinoco, en México y en el P erú, en tre pueblos que d i­ fieren por sus costum bres y lenguajes. Los alcaldes ve­ n ían todos los días al convento, m enos p a ra tra ta r con los frailes sobre asuntos de la m isión, que so pretexto de in­ form arse de la salud de los v iajero s recién llegados. Co­ mo les dim os aguard ien te, se hicieron m ás frecuentes las visitas de lo que d esearan los religiosos. En todo el tiem po que pasam os en C aripe y en las de­ m ás m isiones chaim as vim os tra ta r a los indios con d u l­ zura. E n general, las m isiones de capuchinos aragone­ ses nos han parecido se r gobernadas conform e a un siste­ m a de orden y disciplina que es por desgracia poco co­ m ún en el Nuevo Mundo. Abusos que se deben al espí­ ritu general de los establecim ientos m onásticos, 110 p u e­ den ser im putados a n inguna congregación en p articu lar. El gu ard ián del convento hace v en d er el producto del Co­ nuco de la com u nidad; y pues que todos los indios tra b a ­ ja n en él, todos tom an tam bién u n a p arte igual en la ga­ nancia. Se les distribuye m aíz, vestidos, utensilios, y a veces dinero, según se asegura. Estas instituciones m o­ násticas se parecen, como arrib a lo he indicado, a los es­ tablecim ientos de los H erm anos M oravos; son ellas útiles p ara los progresos de u n a sociedad naciente, y en las co­ m unidades católicas designadas con el nom bre de misio­ nes la independencia de las fam ilias y la existencia in d i­ vidual de los m iem bros de la sociedad son m ejo r respe­ tadas que en las com unidades protestantes (pie siguen la regla de Zintzendorf. Lo que m ayor celebridad da al valle de Caripe, des­ pués de la ex trao rd in aria frescura del clim a, es la gran Cueva o caverna del Guácharo (4). En un país am ante (4) La provincia de G u a c h a ru c u , que Delgado visitó en 1534, en la expedición de Jerónimo de Ortal, parece estuvo situada al Sur o al Suroeste de Macarapana, ¿Tiene su nombre que ver con los

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de lo m aravilloso, u n a cav ern a en donde n ace un río, y que está h ab itad a por m iles de aves n octurnas cuya grasa se em plea en las m isiones p a ra ad erezar los alim entos, es objeto inagotable de charlas y discusiones. Así es que no bien desem barca un ex tra n jero en C um aná cuando oye h a b la r hasta la saciedad de la pied ra de los ojos de Araya, del labriego de A renas que am am antó a su hijo, y de la cav ern a del G uácharo que aseguran ten er v arias le­ guas de largo. D ondequiera que la sociedad 110 tiene vi­ da, donde en u n a triste m onotonía no d ep ara ella sino m uy sencillas relaciones, poco adecuadas p ara ex citar la curio­ sidad, allí se m antiene un vivo interés por los fenóm enos de la n atu raleza. La caverna, que los indios denom inan u n a m ina de grasa, 110 está en el mism o valle de C aripe, sino a tres le­ guas escasas del convento, hacia el O. S. O. Abrese en un valle la teral que da a la Sierra del Guácharo. Pusímonos en cam ino hacia la sierra el 18 de setiem bre, acom ­ pañados de los alcaldes o m agistrados indios y de la m a­ yor parte de los religiosos del convento. Un sendero es­ trecho nos condujo al principio, d u ran te ho ra y m edia, hacia el Sur, al través de u n a llan u ra risu eñ a y tapizada de un herm oso césped: después torcimos h acia el Oeste a lo largo de un riachuelo que sale de la boca de la ca­ verna. P or tres cuartos de hora se va subiendo, ya entre el agua, que es poco honda, ya entre el torrente y u n a p a­ red de rocas por un terreno sum am ente resbaladizo y fa n ­ goso. Los derrum bam ientos de tierras, los troncos esp ar­ cidos de árboles que con tra b a jo saltaban las m uías, las plantas sarm entosas que cubren el suelo, hacen m uy fa ti­ gosa esta parte del camino. Nos sorprendim os al encon­ tra r aquí, a 500 toesas apenas sobre el nivel del océano, una C rucifera, el R aphanus pinnatus. Sábese cuán raro s son entre los trópicos los vegetales de esta fam ilia: constide la caverna y el ave, o es este último de origen español? (Laet, Nov. Orb., p. 676). Guácharo significa en castellano el que llora y se lam en ta; y el ave de la caverna de Caripe, y la Guacharaca (Phasianus Parraka) son aves en extremo gritonas.

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tuyen por decirlo así una form a boreal, y como tal, no nos im aginábam os enco n trarla b ajo el cielo tem plado de Caripe. Estas m ism as fo rm as boreales p arecen reiterarse en el G alium caripense, la V alerian a scandens, y u n a Sa­ nícula que se acerca a la S. m arilán d ica. Cuando al pie del alto cerro del G uácharo ya no se está m ás que a 400 pasos de la caverna, aú n no se ve to­ davía la a b ertu ra de ésta. El to rren te se desliza p o r una grieta excavada por las aguas, y se va cam inando debajo de u na cornisa cuyo salidizo im pide v er el cielo. El sen­ dero serpea al igual del río; y en la últim a vuelta se h alla uno de súbito colocado ante la a b e rtu ra inm ensa de la gruta. Su apariencia es hasta cicrlo punto im ponente, aún a los ojos de quienes están acostum brados a las es­ cenas pintorescas de los Altos Alpes. Yo h abía visto p ara esa época las cavernas del Pico de D erbyshire, donde acostado uno en una em barcación, atrav iesa un río sub­ terráneo b ajo una bóveda de dos pies de a ltu ra. H abía recorrido la herm osa g ru ta de T reshem ienshiz en los Cárpatos, las cavernas del H arz y las de F ran co n ia, que son vastos cem enterios de osam entas de tigres, de hienas y de osos, grandes como nuestros caballos (5). En todas las zonas obedece la n atu ra leza a leyes inm utables en la distribución de las rocas, en la form a ex terio r de las m on­ tañas, y hasta en las m udanzas tum ultuosas que h a su fri­ do la corteza exterio r de nuestro planeta. T an grande u n i­ form idad me tenía en la creencia de que el aspecto de la (5) El humus que cubre desde hace miles de años el suelo de las cavernas de Gaylenreuth y Muggendorf, en Franconia, todavía exhala hoy día, en ciertas épocas del año, m ofetas o m ixturas gaseo­ sas de hidrógeno y nitrógeno, que se elevan hacia la bóveda de los sub­ terráneos. Esta circunstancia es conocida de todos los que mues­ tran estas cavernas a los viajeros; y cuando yo tenía la dirección de las minas del Fichterberg, tuve ocasión de observarla en el estío. El Sr. Laugier ha hallado en este mantillo de Muggendorf además de los fosfatos de cal, 1|10 de materia animal (Cuvier, R echerches s u r les o ssem. fossiles, t. IV, Osos, p. 14). Echando el mantillo sobre el hie­ rro enrojecido he sentido, durante mi permanencia en Steeben, el olor fétido y amoniacal que se desprende.

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caverna de C aripe d iferiría poco de lo que h a b ía yo ob­ servado en m is v iajes anteriores. La realid ad sobrepujó en m ucho m is esperanzas. Si p o r u n a p arte la configu­ ración de las grutas, el resp lan d o r de las estalactitas y todos los fenóm enos de la n atu ra leza inorgánica p resen ­ tan p alm arias analogías, tam bién por la otra la m a jestad de la vegetación equinoccial da a la altu ra de u n a caverna un carácter individual. La Cueva del G uácharo h o rad a el corte vertical de un peñón. La en tra d a m ira hacia el Sur, y es u n a bóveda de 80 pies de ancho y 72 de alto. Con una aproxim ación de cerca de un quinto, es igual esta elevación a la de la colum nata del Louvre. El peñasco sobrepuesto a la g ru ­ ta está coronado de árboles de tam año gigantesco. El Ma­ mey y el Caruto (6) de h o jas anchas y lucientes, elevan verticalm ente sus ram as hacia el cielo, m ien tras que las del A lgarrobo y la E ry th rin a form an, al desparram arse, una bóveda espesa de verdor. Pothos de tallo suculento, Oxalis y O rquídeas de estru ctu ra ex trav ag an te (7) nacen en las re n d ija s m ás áridas del peñasco, m ien tras que plantas sarm entosas, m ecidas por los vientos, se en trete­ jen en festones fren te a la a b ertu ra de la caverna. Dis­ tinguimos en estos festones u n a Bignonia de un azul vio­ láceo, el Dólichos purp u rin o , y por p rim era vez la m agní­ fica Solandra (S . scandens ) cuya flor, de color n a r a n ja ­ do, tiene un tubo carnoso de m ás de cuatro pulgadas de largo: es la Gusaticha de los indios Chaim as. La en trad a de las grutas es como la vista de las cascadas: su posi­ ción m ás o m enos im ponente es lo que constituye el p rin ­ cipal encanto, lo que, por decirlo así, determ ina el carác­ ter del paisaje. Qué contraste entre la Cueva de C aripe y esas cavernas del Norte som breadas por encinas y ló­ bregos alerces. (6) C aruto , genipa americana. La flor varía en Caripe de 5 a 6 estambres. (7) Un Dendrobium de flor dorada, con pintas negras, de tres pulgadas de largo.

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P ero no solam ente em bellece este lu jo de la vegeta­ ción la bóveda exterior, sino que se m u estra aú n en el vestíbulo de la gruta. Vimos con asom bro soberbias Heliconias, de h o ja s como de ban an ero , que llegaban a 18 pies de altu ra, la palm era P rag a y A rum arborescente si­ guiendo por las orillas del arroyo h asta cerca de estos lu­ gares subterráneos. L a vegetación continúa en la caverna de Caripe, como en esas grietas p ro fu n d as de los Andes que no d isfru tan m ás que de u n a se m ic la rid a d : no d eja de m ostrarse sino cuando, adelantándose a lo in terio r, se lle­ ga a 30 ó 40 pasos de distancia de la e n tra d a de la gruta. Medimos el cam ino p o r m edio de u n a cu erd a y cam ina­ mos cosa de 430 pies sin necesitar encender hachones. La luz del día penetra hasta esta región, porque la gruta no form a sino un solo canal que g u ard a la m ism a dirección de Sureste a Noroeste. Allí donde com ienza la luz a des­ vanecerse, óyese en lo ntananza el rauco son de las aves nocturnas que los n atu ra les creen ser exclusivam ente propias de estos lugares subterráneos. El Guácharo es del tam año de n u estras gallinas, tiene el pico de los C hotacabras y los Procnias, la traza de los Buitres cuyo pico ganchudo está rodeado de m echones de cerdas rígidas. Suprim iendo, de acuerdo con el Sr. Cuvier, el orden de las Picae, es preciso re fe rir esta ave ex­ trao rd in aria a los Páseres, cuyos géneros están enlaza­ dos entre sí por transiciones casi insensibles. Lo he di­ vulgado con el nom bre de Steatornis en u n a m onografía p articu la r que contiene el volum en segundo de m is Ob­ servaciones de Zoología y de Anatom ía com paradas: for­ m a un nuevo género (8) m uy diferente del Caprimulgus, por el volum en de su voz, por su pico sum am ente fuerte y provisto de un doble diente, por sus pies destituidos de m em branas que unan las falanges anterio res de los de­ dos. B rinda el p rim er ejem plo de un ave n o ctu rn a entre (8) Sus caracteres esenciales son: R o stru m validum , lateribu co m p r e ssu m , ap ice ad oncum , m a n d íb u la sup erio ri s b id e n ta ta , dente a n te r io r i ac utio ri. R ictus a m p lis sim u s. P edes breves, digitis ti­ sis, u n g u ib u s in teg errim is.

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los Páseres dentirrostros. En razón de sus costum bres, tiene que ver a una vez con los C hotacabras y con las Cho­ vas de los Alpes (Corvus P yrrh o co rax ). El p lu m aje del Guácharo es de un color subido gris azulado, m ezclado de pequeñas estrías y puntos negros. La cabeza, alas y cola están m arcad as de grandes m anchas blancas de figura acorazonada y ribeteadas de negro. Los destellos del día lastim an los ojos del p ájaro , que son azules y m ás cbicos que los de los Chotocabras o Sapos voladores. Las alas se componen de 17 a 18 rémiges, y sus b razas son de tres y medio pies. El G uácharo d eja la caverna al e n tra r la no­ che, en especial cuando b rilla la luna. Es casi la única ave n octurna frugívora que conozcamos hasta hoy día; y la conform ación de sus pies p ru eb a b astante que no caza al modo de nuestros buhos. Se n u tre de frutos m uy du­ ros, como los Q uebrantanueces y el Pyrrhocorax. Este ú l­ timo anida tam bién en las re n d ija s de las peñas, y se le designa con el nom bre de Cuervo de noche. Los indios aseguran que el G uácharo no persigue ni los insectos lamelicornes ni las falenas que sirven de n utrim iento a los Chotacabras. Basta com p arar los picos del G uácharo y el C hotacabras p a ra ad iv in ar cuán diferentes deben ser sus costum bres (9). Difícil es tener una idea del espantable ru id o que h a ­ cen en la p arte oscura de la caverna m illa rad as de estas aves. Sólo puede com pararse al ruido de nuestras cor­ nejas que viven en sociedad en las selvas de pinos del Norte y construyen sus nidos en árboles cuyas copas se tocan. Los sonidos agudos y penetrantes de los G uácha­ ros se refle jan en las bóvedas peñascosas y el eco los re­ pite en el fondo de la caverna. Los indios nos m ostraban los nidos de estas aves fijando las antorchas en el cabo de una larga percha. Estos nidos se encontraban a 50 ó (9) Corvus caryocatactes, C. glandarios. Las Chovas o la cor­ neja de nuestros Alpes anida hacia la cima de Líbano, en grutas subterráneas, más o menos como el Guácharo, cuya voz, temerosa­ mente penetrante, tiene. (Labillardiere, en los Arm ales du Mus., t. XVIII, p. 455).

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60 pies de a ltu ra encim a de nosotros, en ag u jero s de fo r­ m a de em budos con que está acribillado el sofito de la gruta. Crece este ruido a m edida que se avanza y que las aves se asustan con la luz que esparcen las antorchas de Copal; y cuando cesaba por algunos m inutos ju n to a nos­ otros, oíanse a lo lejos los quejum brosos chillidos de las aves que an id ab an en otros com partim ientos de la caver­ na. E ra como si aquellas b an d ad as se contestaran alter­ nativam ente. Los indios p en etran en la Cueva del G uácharo una vez al año, en llegando la fiesta de San Juan, arm ados de p értigas por m edio de las cuales destruyen la m ayor p arte de los nidos. M atan por esta época varios m illares de aves, y las adultas, como p ara d efender sus nidadas, re ­ volotean por sobre las cabezas de los indios lanzando ho­ rribles chillidos. Las jóvenes, los pollos de Guácharo, que caen por tierra, son d estrip ad as al instante. Su peritoneo está fuertem ente cargado de grasa, y una capa adiposa se prolonga desde el abdom en basta el ano form ando una suerte de pelota entre las p iern as del ave. Esta ab u n d an ­ cia de grasa en anim ales frugívoros, no expuestos a la luz y m uy poco hechos a m ovim ientos m usculares, recu erd a lo que ha m ucho tiem po se ha observado en la ceba de patos y reses, y es sabido cuánto favorecen esta operación la oscuridad y el reposo. Las aves n o cturnas de E uropa son flacas, porque en vez de alim entarse con fru tas como el G uácharo, viven del poco abu n d an te producto de sus cacerías. En la época vulgarm ente llam ad a en Caripe la cosecha de la m anteca, construyen los indios en ram a­ das de h o jas de palm era ju n to a la en trad a y en el vestí­ bulo m ism o de la caverna. Todavía vimos algunos ves­ tigios de ellas. Allí, a fuego de cham arasca, se funde la grasa de los polluelos recién m uertos y se la vacía en ca­ charros de arcilla. Esta grasa se conoce con el nom bre de m anteca o aceite de G uácharo: es sem ilíquida, tran s­ parente e inodora. Tal es su pureza, que se la conserva p or m ás de un año sin que se enrancie. En la cocina de

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los frailes del convento de C aripe no usan otro aceite que el de la caverna, y ja m á s observam os que diese a las v ian­ das gusto u olor desagradables. La cantidad recogida de este aceite apenas corres­ ponde a la carnicería que anualm ente hacen los indios en la gruta. P arece que no se recoge m ás de 150 a 160 bo­ tellas de m anteca bien p u ra, de 44 pulgadas cúbicas cada una: lo dem ás, que es m enos trasp aren te, se g u ard a en grandes v asijas de tierra. Este ram o de in d u stria de los indígenas recu erd a la cosecha de palom inos, de que antes se sacaban en la C arolina algunos m iles de b arric as (10). En Caripe es m uy antiguo el uso del aceite de los G uácha­ ros, y los m isioneros no h an hecho m ás que reg u la rizar el m étodo de extraerlo. Los m iem bros de u n a fam ilia in­ dia de nom bre M orocoima pretenden ser los propietarios legítimos de la caverna, como descendientes de los p ri­ meros colonos del valle, y se arro g an el monopolio de la m anteca; pero gracias a las instituciones m onacales, sus derechos no son hoy m ás (pie honoríficos. Según el sis­ tema de los m isioneros, los indios están obligados a p ro ­ veer de aceite de G uácharo la lá m p ara de la iglesia, y afirm an que el restan te se les com pra. No hem os de fa­ llar ni sobre la legitim idad de los derechos de los Morocoimas, ni sobre el origen de la obligación im puesta a los indígenas por los frailes. P arecería n a tu ra l que el p ro ­ ducto de la caza perteneciese a los que la hacen; pero en las selvas del Nuevo Mundo, así como en el centro de la civilización europea, se m odifica el derecho público se­ gún las relaciones establecidas entre el fu erte y el débil, entre los conquistadores y los conquistados. Ha largo tiem po se h a b ría extinguido la raza de los Guácharos, si no favoreciesen su conservación varias cir­ cunstancias. Contenidos por sus ideas supersticiosas, los indígenas no tienen a m enudo el atrevim iento de e n tra r­ en)) Este pigee-oil procede de la Columba migratoria. nant’s A rc tic zoology, t. II, p. 13,

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se m uy adelante en la gruta. P arece tam bién que aves de la m ism a especie h ab itan en cavernas contiguas, que son dem asiado estrechas p ara ser accesibles p a ra el hom ­ b re; y quizá la caverna g rande es repoblada p o r colonias que abandonan esas grutas pequeñas, porque los m isio­ neros nos han asegurado que hasta ah o ra no se h a obser­ vado que dism inuya sensiblem ente la copia de las aves. Al puerto de Cum aná se han enviado G uácharos jóvenes, que h an vivido allí varios días sin to m ar alim ento algu­ no, 110 siendo de su agrado las sem illas que se les han ofrecido. Cuando se ab re en la cav ern a el buche y el es­ tómago de un pollastro, h allan allí los n atu ra les toda es­ pecie de frutos duros y secos, que b ajo el extravagante nom bre de Sem illa (le Guácharo su m inistran un rem edio celebradísim o contra las fiebres interm itentes. Las aves crecidas son las que llevan estas sem illas a sus polluelos. Se las recoge cuidadosam ente p a ra enviarlas a los en fer­ mos de Cariaco y a otros lugares paludosos de las regio­ nes bajas. Recorriendo siem pre la caverna, seguim os por las orillas de un riachuelo que en ella nace, y tiene de 28 a 30 pies de ancho. Andase por sus rib eras por el tiempo que lo perm iten las colinas form adas de incrustaciones calcáreas; y a m enudo, cuando el torren te serpea entre m asas de estalactitas m uy elevadas, es fu erza b a ja r al cauce mism o que sólo tiene dos pies de hondo. Supimos con sorpresa que este arroyo subterráneo es origen (leí río Caripe, que a algunas leguas de distancia, ya reunido al pequeño río de Santa M aría, es navegable por m edio de piraguas. Le cae al río Arco b ajo el nom bre de Caño de Terecén. H allam os a orillas del arroyo su b terrán eo gran cantidad de m adera de p alm era; y son estos los restos de los troncos en que trep an los indios p a ra alcan zar los n i­ dos de aves suspendidos en el techo de la caverna. Los anillos form ados por las señales de los caídos pecíolos form an como las gradas de una escala colocada p er­ pendicularm ente.

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En u na distancia m edia con exactitud, de 472 m e­ tros, o 1.458 pies, la g ruta de C aripe conserva una m ism a dirección, una m ism a an ch u ra, y su prim itiva altu ra de 60 a 70 pies. No he visto caverna alguna en am bos conti­ nentes cpie tenga una estru ctu ra tan uniform e y regular. Muy dificultoso nos fué p ersu ad ir a los indios trasp asar la parte an terio r de la gruta, que es la única que frecuen­ tan anualm ente p a ra recoger allí grasa. M enester fué toda la autoridad de los Pudres p a ra hacerlos av an zar hasta el p a ra je donde el suelo se levanta de pronto con una inclinación de 60°, form ando el torrente u n a pequeña cascada su bterránea (11). Los indígenas ab rig an ideas místicas acerca de este an tro habitado p o r aves n o ctu r­ nas. Creen que las alm as de sus antepasados habitan en el fondo de la caverna. El hom bre, dicen ellos, debe tem er lugares que no están alum brados por el sol, Zis, ni por la luna, Nuna. Ir a juntarse con los G uácharos, es juntarse con sus padres, es m orir. Así es que los m ági­ cos, Piaches, y los benéficos, lm oron, p ractican sus prestidigitaciones nocturnas a la en tra d a de la caverna, pa­ ra co n ju rar al jefe de los espíritus malos, Ivorokiam o. Es de esa m a n era como en todos los clim as se asem ejan las prim eras ficciones de los pueblos, sobre todo las que se refieren a dos principios que gobiernan el m undo, a la m ansión de las alm as después de la m uerte, a la bien­ aventuranza de los justos y al castigo de los culpables. Las lenguas m ás diferentes y m ás bastas poseen cierto núm e­ ro de im ágenes que son idénticas, porque tienen su ori­ gen en la n atu raleza de n u estra inteligencia y de nues­ tras sensaciones. Las tinieblas se adhieren dondequiera a la idea de la m uerte. L a g ru ta de C aripe es el T ártaro de los griegos, y los G uácharos que revolotean sobre el torrente lanzando gritos quejum brosos, recu erd an las aves estigias. (11) Este fenómeno de una cascada subterránea se repite, aun­ que en escala mucho mayor, en Inglaterra, condado de York, cerca de Kingsdale, en Yordas-Cave,

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En el punto en que el río form a la cascada subtei'ránea es donde se presenta de una m a n era bien pintoresca el collado cubierto de vegetación y opuesto a la boca de la gruta. Se le distingue en el extrem o de un conducto derecho de 240 toesas de longitud. Las estalactitas que b a ja n de la bóveda, que sem ejan colum nas suspendidas en el aire, se destacan sobre un fondo verdecido. La a b ertu ra de la cavern a aparece singularm ente estrech a­ da, y la vimos ilu m in ad a con la viva luz que re fle ja n a un tiem po el cielo, las p lantas y los peñascos. La le jan a clarid ad del día co n trastab a con las tinieblas que nos envolvían en esos vastos subterráneos. H abíam os descar­ gado nuestros fusiles como al azar, allí donde los grazni­ dos de las aves nocturnas y su aleteo p erm itían sospechar que había juntos gran núm ero de nidos. Después de v a­ rias tentativas inútiles logró el Sr. B onpland m a ta r dos G uácharos que, deslum brados por la luz de nuestras teas, parecían perseguirnos; y esta circunstancia m e procu­ ró m an eras de d ib u ja r esta ave, que hasta ahora filé des­ conocida de los natu ralistas. Subimos, 110 sin algún tra ­ bajo, la pequeña colina de donde desciende el arroyo subterráneo. Vimos cómo se estrechaba sensiblem ente la gruta, 110 conservando m ás de 40 pies de altu ra, y có­ mo se prolongaba al Noreste, sin desviarse de su direc­ ción prim itiva que es p aralela a la del gran valle de Caripe. En esa parte de la cav ern a deposita el arroyo 1111 m an ­ tillo negrusco bastan te parecido a la m a teria que en la g ruta de M ugendorf, en F ranconia, llam an tierra de sa­ crificio (12). No pudim os d escubrir si este m antillo fino y esponjoso cae al través de las re n d ija s que se com uni­ can hacia afu era con la superficie del suelo o si es aca­ rreado por las aguas pluviales que p en etran en la caver­ na. E ra una m ezcla de sílice, alúm ina y detritus vegetal. A nduvim os por 1111 b arro espeso hasta 1111 p a ra je en que (12) radada).

O p fe r-E rd e de la caverna del Hole Berg

(montaña ho­

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vimos con asom bro los progresos de la vegetación subte­ rránea. Los frutos que llevan las aves a la g ru ta p ara alim entar sus polluelos germ inan dondequiera que pue­ den fija rse sobre el m antillo que cubre las incrustaciones calcáreas. Tallos estrellados y provistos de algunos ru ­ dim entos de hojas ten ían hasta dos pies de alto. E ra imposible reconocer específicam ente las p lan tas cuya forma, color y fach a entera se hab ían alterad o por la falta de luz. Estos vestigios de la organización en m edio de las tinieblas tocaban vivam ente la curiosidad de los naturales, por lo dem ás tan estúpidos y difíciles de con­ mover. Los exam in ab an con ese recogim iento silencioso que les inspira un lu g ar que les era al p arecer fo rm id a­ ble. E ra de suponerse que esos vegetales subterráneos, p á ­ lidos y desfigurados, les p arecían fan tasm as extrañados de la superficie de la tierra. En cuanto a m í, ellos me recordaban una de las épocas m ás felices de m i prim era juventud, u na larga p erm anencia en las m inas de F rei­ berg, donde hice experiencias sobre los efectos del ah ila­ miento, que son m uy diferentes según que el aire sea puro o sobrecargado de hidrógeno y de nitrógeno (13). No pudieron los misioneros, a pesar de su autoridad, obtener de los indios que p enetrasen m ás ad elan te en la caverna. A m edida que la bóveda su b terrán ea b ajab a, se hacían m ás penetrantes los chillidos de los G uácharos. Fué preciso ceder a la pusilanim idad de nuestros guías y volver sobre nuestros pasos. El espectáculo que presen­ taba la caverna era adem ás bien uniform e. P arece ser que un obispo de Santo Tom ás de G uayana h ab ía llegado m ás allá que nosotros. H abía m edido cerca de 2.500 pies (960 varas) desde la boca hasta el lu g ar en (pie se detuvo, bien que la caverna se prolongaba aún m ás. La m em oria de es­ te suceso se h ab ía conservado en el Convento de Caripe, (13) Humboldt, Aphorismi ex physiologia chemica plantarum, (Flora F rib e rg . s u b t e r r á n e a , p. 181),

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sin que se hu b iera señalado de él la época precisa. El obis­ po se había abastecido de gruesos cirios de cera blanca de C astilla: nosotros no teníam os m ás que antorchas com­ puestas de corteza de árboles y de resin a indígena. El h u ­ mo espeso que producen estas antorchas en un estrecho subterráneo incom oda los ojos y oprim e la respiración. Seguimos el curso del to rren te p a ra salir de la caver­ na. Antes que deslu m b rara n u estra vista la luz del día vimos centellear fu era de la gruta el agua del río que se ocultaba b ajo el follaje de los árboles. E ra como un cua­ dro colocado en lon tan an za al que servía de m arco la ap e rtu ra de la caverna. Llegados por fin a esa ab ertu ra, sentám onos a la vera del arroyo p a ra descansar de nues­ tra fatiga. Nos holgábam os de no escuchar ya los raucos chillidos de las aves y de a p artarn o s de un lu g a r en que las tinieblas apenas b rin d an el encanto del silencio y la tranquilidad. Costábanos tra b a jo p ersuadirnos de que el nom bre de la g ru ta de C aripe hubiese podido p erm an e­ cer hasta entonces en teram en te desconocido en E u ro p a (14). Los G uácharos por sí solos h u b ieran bastado p ara h acerla célebre. Con excepción de las m ontañas de Caripe y Cum anacoa, en n inguna p arte se han encontrado hasta ahora estas aves nocturnas. Los m isioneros h ab ían hecho p re p a ra r u n a m erien ­ da a la en trad a de la caverna. Sirviéronnos de m antel, según la usanza del país, hojas de ban an ero y de Vijao (15), que son de un lu stre sedeño. N ada faltab a a nues­ tros goces, ni aun recuerdos, que son por lo dem ás tan ra(14) Es de sorprenderse de que el P. Gili, autor del S ag g io di S to r ia A m e ric a n a , t. IV, p. 414, no haya hablado de ella, aunque tu­ vo en sus manos un manuscrito compuesto, en 1780, en el convento de Caripe mismo. Di ¡as primeras noticias de la Cueva del Guácharo en 1800, en mis cartas a los Sres. Delambre y Delamétherie, publi­ cadas en el J o u r n a l de physique. Véase también mi G éogr. des p lan tes, p. 84. (15) Vijao, Heliconia Bihai, Lin. Los criollos han cambiado, en la voz taina Bihao, la b en v, y la h en j, conforme a la pronun­

ciación castellana,

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ros en estos países en que las generaciones se extinguen sin d e ja r vestigios de su existencia. N uestros huéspedes se com placían en recordarnos que los prim eros religiosos llegados a estas m ontañas p a ra fu n d a r la aldehuela de Santa M aría (1(5), h ab ían vivido d u ran te un m es en la ca­ verna, y que ahí, sobre u n a p ied ra, a la lu m b re de las teas, habían celebrado los m isterios de la religión. Este re ­ tiro solitario servía de refugio a los m isioneros contra las persecuciones de un jefe belicoso de los T uapocas, acam ­ pado en las orillas del río Caripe. Antes de d e ja r el arroyo subterráneo y estas aves nocturnas, echemos u n a postrer o jead a sobre la caverna del G uácharo y sobre el conjunto de fenóm enos físicos que presenta. Después de seguir a 1111 v iajero paso a pa­ so en u na larga serie de observaciones m odificadas por las localidades, es agradable detenerse p a ra elevarse a consideraciones generales. Las grandes cavidades, que llam an exclusivam ente cavernas, ¿deben su origen a las mism as causas que han producido las drusas de los filo­ nes y capas m etalíferas, o al fenóm eno ex trao rd in ario de la porosidad de las rocas? ¿P ertenecen las grutas a todas las form aciones o sólo a esta época en que los seres orga­ nizados com enzaban a poblar la superficie del globo? No pueden ser resueltas estas cuestiones geológicas sino en cuanto tienen por objeto el actual estado de las cosas, es decir, los hechos susceptibles de ser verificados por la observación. C onsiderando las rocas según la sucesión de los tiem ­ pos, se reconoce que las form aciones prim itivas tienen muy pocas cavernas. Las grandes cavidades que se ob­ servan en el granito m ás antiguo, que se las llam a hornos cuando están tapizadas de cristales de roca, nacen las m ás de las veces de la reunión de varios filones contem porá(16) Esta a'dea, situada al Sur de la caverna, era antes la ca­ becera de las misiones chaimas. E s por eso que en la C o ro g rafía del P. Caulín, pp. 7 y 310, éstas se designan con los nombres de Misiones de S a n t a M aría de los P P . C ap uch in os A rag on eses.

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neos (17) de cuarzo, feldespato o granito de granos m e­

nudos. El gneis presenta el m ism o fenóm eno, aunque m ás raram en te; y cerca de W unsiedel (F ranconia, al Sureste de la Luchsburg) en el Fichtelgebirge, he tenido oportunidad de ex am in ar hornos con cristales de 2 a 3 pies de diám etro, en u n a p arte de la roca que no estaba atravesada por filones. Ignoram os la extensión de las cavidades que el fuego su bterráneo y los levantam ientos volcánicos pueden h a b e r producido en el seno de la tie­ rra, en esas rocas prim itivas ab undantes de anfíbolo, m i­ ca, granates, h ierro oxidulado y titanio, que parecen a n ­ teriores al granito, algunos fragm entos de las cuales re ­ conocemos entre las eyecciones de los volcanes. No pue­ den ser consideradas estas cavidades sino como fenóm e­ nos parciales y locales, y su existencia apenas rep u g n aría a las nociones que hem os adquirido con las bellas expe­ riencias de M askelyne y Cavendish sobre la densidad m e ­ dia de la tierra. En las m ontañas prim itivas expuestas a nuestras in ­ vestigaciones, las v erd ad eras grutas, esas que tienen al­ guna m agnitud, sólo pertenecen a las form aciones cal­ cáreas, a los carbonatos y al sulfato de cal. La solubili­ dad de estas sustancias parece h a b e r favorecido, a n d a n ­ do los siglos, la acción de las aguas subterráneas. La cali­ za prim itiva presenta cavernas espaciosas, como la caliza de transición (18), y la que se denom ina exclusivam ente (17) Filones contemporáneos, G leichzeitige T r ü m m e r . . A estos filoncillos, que parecen de la misma edad que la roca, pertenecen los filetes de talco y asbesto, en la serpentina, y los numerosos filetes de cuarzo que atraviesan les esquistos (T o n sc h ie fe r) . Jameson, On c o n te m p o ra n e o u s vein s; en las Mem. of the W ern er. Soc., t. I, p. 4. (18) En la caliza primitiva se halla el Kützel-Loch, cerca de Kaufungen, en Silesia, y probablemente varias cavernas de las islas del Archipiélago. En la caliza de transición se observan: las caver­ nas de Elbingerode, del Rubeland, y de Scharzfeld, en el Harz; las de la Salzflüh, en los Grisones, y según el Sr, Greenough, la de Torby, en el Devonshire.

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secundaria. Si estas cavernas son m enos frecuentes en la prim era, es porque la roca no form a generalm ente si­ no capas subordinadas al esquisto m icáceo (y aun a veces al gneis, como en el Simplón, entre D ovredo y Crevola), y no un sistem a de m ontañas p articu lares, en las que las aguas puedan in filtrarse y circu lar a grandes distancias. Las erosiones causadas por este elem ento dependen a una de su cantidad, de su perm anencia m ás o m enos prolon­ gada, de la velocidad ad q u irid a al caer, y del grado de solubilidad de la roca. En general he observado que las aguas atacan los carbonatos y los sulfatos de cal de las m ontañas secundarias m ás fácilm ente que a las calizas de transición fuertem ente m ezcladas de sílice y carbono. Exam inando la estru ctu ra in terio r de las estalactitas que recubren las paredes de las cavernas, se reconocen allí todos los caracteres de un precipitado quím ico. El c a r­ bonato de cal 110 ha sido arrastrad o ni ha estado en suspen­ sión, sino que h a sido de veras disuelto. No ignoro que en el procedim iento de nuestros laboratorios 110 parece solu­ ble esta substancia sino en agua fuertem ente cargada de ácido carbónico; pero los fenóm enos que diariam en te nos presenta la n atu ra leza en las cavernas y en los m a n an ­ tiales p ru eb an lo suficiente que u n a pequeña can tid ad de ácido carbónico basta ya p ara d a r al agua, después de un largo contacto, la propiedad de disolver algunas p a r­ tículas de carbonato de cal. A m edida que nos acercam os a aquellos tiem pos en que la vida orgánica se desenvuelve en m ayor núm ero de form as, el fenóm eno de las grutas se hace m ás fre ­ cuente. V arias existen conocidas con el nom bre de baamas (19), no en el asperón antiguo al que pertenece la gran form ación de hulla, sino en la pied ra calcárea alp i­ na y en la caliza del Ju ra, que no es a m enudo sino la par(19) En el dialecto de los suizos alemanes: Balm en. A la pie­ d ra calcárea alpina pertenecen las Baumas del Sentís, del Mole, y del Beatenberg, a orillas del lago de Thum.

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te su p erio r de la form ación alpina. La caliza del J u ra es de tal m an era cavernosa en am bos continentes, que varios geólogos de la escuela de F reib erg le h an dado el nom ­ b re de caliza con cavernas (H óhlenkalkstein) (20). Esta roca es la que tan a m enudo in terru m p e la corriente de los ríos hundiéndolos dentro de sí (21). Es ella la que encierra la fam osa Cueva del G uácharo y las dem ás g ru ­ tas del valle de Caripe. El yeso m u riatífe ro (yeso de Bottendorf, Scholottengyps), sea que se halle en una capa en la caliza del Ju ra o en la de los Alpes, sea que separe estas dos form aciones, sea en fin que repose entre la ca­ liza alpina y el asperón arcilloso, tam bién presen ta cavi­ dades enorm es, a causa de su g ran solubilidad en el agua. Estas se com unican a veces entre sí a distancias de v arias leguas. C uando estas cuencas su b terrán eas (Kalkschlotten, en T uringia) están colm adas de agua, su proxim idad se-hace peligrosa p ara los m ineros, cuyos trab ajo s expo­ nen a inundaciones im previstas; y ,si al contrario las ca­ vernas están en seco y son m uy espaciosas, favorecen la desecación de una m ina. D istribuidas por pisos, pueden recibir las aguas en su p arte su p erio r y servir, secundan­ do los efectos de la in d u stria, como galerías de desagüe excavadas por la naturaleza. T ras las form aciones cal­ cáreas y yesosas q u ed aría por exam inar, entre las rocas secundarias, una tercera form ación, la del asperón arci­ lloso (asperón de W eisenfels y de N ebra, asperón oolítico, bunte Sandstein), m ás nuevo cpie los terrenos de m a­ nantiales salados; pero esta roca, com puesta de pequeños granos de cuarzo, conglutinados por la arcilla, raram en(20) Me limitaré a citar las grutas de Boudry, de MotiersTravers, y de Valorbe, en el Jura; la gruta de Balme, cerca de Gi­ nebra; las cavernas entre Mugendorf y Gailenreuth, en Franconia; de Sowia Jama, Ogradzimiec, y Wlodowice, en Polonia. (21) Este fenómeno geológico había llamado mucho la aten­ ción de los antiguos. Estrabón G eogr., lib. 6 (ed. Oxon, 1807 t. I, P. 397).

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te incluye cavernas, y cuando las presenta, tienen poco espacio. Estrechándose progresivam ente hacia su ex tre­ midad sus paredes están tap izad as de ocre oscuro. Tales son la de H euscheune, en Silesia; el D iebskeller y el Kuhstall, en Sajonia. Acabam os de ver que la form a de las grutas depende en parte de la n atu raleza de las rocas dentro de las cuales se h allan ; pero tam bién a m enudo esta form a, m odifica­ da por agentes exteriores, v aría en u n a m ism a fo rm a­ ción. Acaece en la configuración de las cavernas lo que en el contorno de las m ontañas o en la sinuosidad de los valles, o en tantos otros fenóm enos que no p restan a p ri­ m era vista sino irreg u larid ad y confusión. R enace la apariencia del orden cuando puede som eterse a la obser­ vación u n a vasta extensión de terreno que ha sufrido violentas revoluciones, aunque uniform es y periódicas. De acuerdo con lo que he visto en las m ontañas de E uro­ pa y en las C ordilleras de la América, pueden dividirse las cavernas, según su estru ctu ra interior, en tres clases. Unas tienen la form a de anchas hendeduras o grietas se­ m ejantes a filones no colm ados de ganga, como la caver­ na de R osenm uller en F ranconia, Elden Hole en el Pico de D erbyshire, y los Sum ideros de C ham acasapa cerca de Tasco y de Teluiilotepec, en México. O tras cavernas se com unican con el exterior por sus dos extrem idades, y son verdaderas rocas horadadas, o galerías n atu rales que atraviesan un m onte aislado. Tales son el IIole-Berg de Muggendorf, y la fam osa caverna llam ad a Dnntoe pol­ los indios Otomíes y Puente de la Madre de Dios por los hispano-m exicanos. Es difícil ju zg ar sobre el origen de es­ tos canales, que algunas veces sirven de lecho a ríos sub­ terráneos. ¿Se excavan las rocas h o rad ad as por la im ­ pulsión de una corriente, o h ab rá de adm itirse m ás bien que una de las abertu ras de la caverna se debe a un de­ rrum bam iento subsecuente, a un cam bio en la form a ex­ terior de las m ontañas, por ejem plo, a un nuevo valle abierto en sus faldas? Una tercera form a de cavernas, y

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es la m ás com ún de todas, presen ta una h ilera de cavida­ des colocadas m ás o m enos a un mism o nivel, en una m is­ m a dirección y com unicantes entre sí por pasadizos m ás o menos estrechos. A estas diferencias de fo rm a general se agregan otras circunstancias no m enos notables. A m enudo acae­ ce que grutas poco espaciosas tienen a b ertu ras sum am en­ te vastas, al paso que en las cavernas m ás vastas y p ro ­ fundas se p enetra arrastrán d o se b ajo unas bóvedas bajísim as. Los pasadizos que unen las gi'utas parciales son por lo general horizontales: los he visto no obstante asi­ mism o que sem ejan em budos o pozos, y que podrían a tri­ buirse al desprendim iento de algún fluido elástico al tra ­ vés de una m asa no endurecida. C uando salen ríos de las grutas no fo rm an sino un solo canal horizontal conti­ nuo cuyas dilataciones son casi insensibles. Tales se p re­ senta la Cueva del G uácharo que acabam os de descri­ bir y en las C ordilleras O ccidentales de México, la caver­ na de San Felipe, cerca de Tehuilotepec. La súbita des­ aparición, en la noche del 16 de abril de 1802, del arroyo que tiene su cabecera en esta últim a caverna, fué una causa de em pobrecim iento p a ra un cantón cuyos colonos y m ineros al igual necesitan agua p ara reg ar los cam pos y p ara m over las m áquinas hidráulicas. Considerando esta variedad de estru ctu ra que tienen las grutas de entram bos hem isferios, es fu erza re fe rir su form ación a v arias causas m uy diferentes. Al h a b la r del origen de las cavernas, es preciso o p ta r entre dos siste­ m as de filosofía n atu ral, de los cuales el uno lo atribuye todo a sacudidas violentas e instantáneas, p o r ejem plo, a la fuerza elástica de los vapores y a los solevantam ientos causados por los volcanes, m ientras que el otro recu ­ rre a las pequeñas fuerzas que obran casi insensiblem en­ te por un desenvolvim iento progresivo. Sería adverso al objeto de una obra que se ocupa de las leyes de la natu­ raleza discutir el origen de las cosas y ab an d o n ar el cor-

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to núm ero de hechos bien observados hasta aquí, p ara perderse en un m a r de co n jetu ras. Invitam os solam ente a los físicos que gustan de entregarse a hipótesis geoló­ gicas, a que 110 olviden la horizontalidad que tan a m enu­ do se nota en el seno de las m ontañas yesosas y calcá­ reas, en grandes extensiones, en la posición de grutas que entre sí se com unican a m erced de pasadizos. Esta h o ri­ zontalidad casi perfecta, este declive suave y uniform e, parecen ser el resultado de una larg a p erm an en cia en las aguas que agrandan por erosión las h en d ed u ras ya exis­ tentes y a rra stra n las m aterias m ás tenues (22), con fa ­ cilidad tanto m ayor cuanto la arcilla o el m u riato de sosa se hallan m ezclados con el yeso y la caliza fétid a ( Stinkstein ) (23). Iguales son estos resultados, ya sea que las cavernas form en una larg a y continua hilera, ya sea que varias de estas hileras estén superpuestas unas a otras, como casi exclusivam ente es el caso en las m ontañas yesosas. Lo que en las rocas conchíferas o neptúnicas p erte­ nece a la acción de las aguas, en las rocas volcánicas parece efecto algunas veces de em anaciones gaseosas que obran en la dirección en que h allan m enos resistencia (24). C uando u na m ateria d erretid a se m ueve sobre una pendiente m uy suave, los grandes ejes de las cavidades, (22) Saussure, V oyages, parágrafo 465; Freiesleben, K u p fe rs ' chiefer, t. II, p. 172. (23) S tin k ste in . El Sr. Werner ha aventurado la hipótesis de que en el yeso antiguo de Turingia, las cavernas se deben a la sus­ tracción de enormes masas de muriato de sosa. Freiesleben, 1. c., p. 205, Reuss, Geognosie, t. I, p. 484. (24) Véase arriba. En el Vesubio, el duque de la Torre me ha mostrado en 1805, en recientes corrientes de lava, cavidades alar­ gadas en el sentido de la corriente, que tienen 6-7 pies de largo por 3 de alto. Estas pequeñas c a v e r n a s volcánicas estaban tapizadas de hierro especular que no puede conservar su nombre de hierro oligisto después de los últimos trabajos del Sr. Gay-Lussac sobre los óxidos de hierro. 8

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form adas por el desprendim iento de los fluidos elásticos, son m ás o menos horizontales o paralelos al plano en que tiene efecto el m ovim iento de traslación. S em ejante des­ prendim iento de vapores, ju n to con la fu erza elástica de los gases que p en etran en capas reb lan d ecid as y le­ vantadas, parece d a r en ocasiones u n a g rande extensión a las cavernas que se h allan en las traquitcis o pórfidos trapéanos. Estas cavernas porfídicas en las C ordilleras de Quito y el Perú llevan el nom bre indígena de Machays (25): son generalm ente poco profundas, están tap iza­ das de azufre, y p o r el enorm e g ran d o r de su ab ertu ra, difieren de las que hay en las tobas volcánicas de Italia, T enerife y los Andes (26). A cercando así en el pensa­ m iento las rocas prim itivas secundarias y volcánicas, d i­ ferenciando entre la costra oxidada del globo y su núcleo in terio r com puesto quizá de sustancias m etaloides e in ­ flam ables, es como se entiende por dondequiera la exis­ tencia de las grutas. Ellas obran en la econom ía de la n a ­ turaleza como vastos depósitos de agua y de fluidos elás­ ticos. Las cavernas yesosas b rillan con el destello de la selenita cristalizada. D estácanse lám in as vitreas teñi­ das de pardo am arillo sobre un fondo estriado com puesto de capas de alabastro y de caliza fétida. Las g ru tas cal­ cáreas tienen una coloración m ás uniform e. Son tanto m ás (25) M achay es voz de la lengua quichua, la cual llaman los españoles vulgarmente leng ua del Inca. Así C a lla n c a m a c h a y signi­ fica “caverna grande como una casa”, caverna que sirve de tambo o caravanserrallo. (26) A veces el fuego obra como el agua, desalojando masas: las cavidades pueden ser resultado de una solución ígnea, como son el resultado más a menudo de una erosión o solución acuosa. El ca­ pitán Flinders, cuya pérdida funesta y prematura han deplorado los am igos de las ciencias, atribuye una caverna que está cerca de la plantación Menil, en la isla de Francia, a una capa de hierro espe­ cular fundida y desalojada a consecuencia de una erupción volcá­ nica. V o yag es to th e T e r r a au s tra lis , vol, II, p. 445.

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herm osas y ricas en estalactitas, cuanto m ás estrechas y cuanto m enos librem ente circula el aire en ellas. P or ser dem asiado espaciosa y accesible al aire, la caverna de Caripe carece casi por entero de esas incrustaciones, cu­ yas form as im itativas excitan la curiosidad del pueblo en otros países. En vano he buscado allí tam bién plantas subterráneas, esas C riptógam as de la fam ilia de las Usneáceas, que se encu en tran a veces pegadas a las estalac­ titas como la yedra en nuestras paredes, en el m om ento que se p enetra por la p rim era vez en una g ru ta lateral (27). Las cavernas de las m ontañas de yeso contienen a m enudo m ofetas y gases deletéreos (28). No es el sul­ fato de cal que obra sobre el aire atm osférico, sino la a r ­ cilla ligeram ente carb u rad a y la caliza fétid a que se h a ­ llan tan a m enudo m ezcladas con el yeso. No se puede todavía a firm a r si la cal carb o n atad a fétida obra como un hidrosulfuro o por un principio bitum inoso (29). Co-

(27) Fue así como se descubrió el Lichen tophicola, cuando la primera abertura de la hermosa caverna de Rosemüller, en Fran­ conia (Hum. U eber die G ru b e n w e tte r , p. 39). La cavidad que ence­ rraba el liquen estaba por todas partes cerrada con enormes masas de estalactitas. Este ejemplo no favorece la opinión de algunos fí­ sicos que piensan que las plantas subterráneas descritas por Scopoli, por Hofmann, y por mí, son las criptógamas de nuestras selvas lle­ vadas accidentalmente con maderas de carpintería al interior de las minas, y desfiguradas por causa del ahilamiento. (28) Freiesleben, t. II, p. 189. (29) L. c., t. II, pp. 16, 22. El Stinkstein tiene constantemen­ te coloraciones pardo-negruscas: no se pone blanco sino por des­ composición, después de haber obrado sobre el aire circundante. No debe confundirse con el Stinkstein, que es de formación secundaria, una caliza primitiva granosa, blanquísima, de la isla de Thasos, que al rasparla despide un olor de hidrógeno sulfurado. Este mármol tiene el grano más grueso que el mármol de Carrara ( m a r m o r lunense). Muy comúnmente se le ha empleado por los estatuarios grie­ gos, y de él he recogido a menudo fragmentos en la Villa Adriani, cerca de Roma.

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nocida es de todos los m ineros de T uringia su propiedad de absorber el oxígeno: es igual a la acción de la arci­ lla carb u rad a de las g ru tas yesosas y de las grandes cá­ m aras ( S in k w e r k e ) que se practican en las m inas de sal gema, explotadas por la introducción de aguas dulces. Las cavernas de las m ontañas calcáreas no están expues­ tas a estas descom posiciones del aire atm osférico, a m e­ nos que encierren osam entas de cuadrúpedos o ese m a n ­ tillo m ezclado con gluten y fosfato de cal, del que se des­ prenden, como arrib a lo hem os observado, gases in fla­ m ables y fétidos. A p esar de cuanto hem os inquirido entre los h ab itan ­ tes de C aripe, C um anacoa y Cariaco, 110 hem os sabido que ja m ás se haya descubierto en la caverna del G uá­ charo despojo alguno de carnívoros, ni esas brechas óseas de anim ales herbívoros que se en cu en tran en las cavernas de A lem ania y H ungría o en las h en d ed u ras de las rocas calcáreas de G ibraltar. Los huesos fósiles de Mega torios, Elefantes y M astodontes que algunos v ia je ­ ros han llevado de la A m érica m eridional pertenecen to­ dos a los terrenos m ovibles de los valles y altiplanicies elevados. Con excepción del Megalónice, especie de P e­ rezoso del tam año de 1111 buey, descrito por el Sr. Jefferson, 110 conozco hasta ah o ra ni un solo ejem plo de esque­ leto de anim al soterrado en una caverna del Nuevo Mun­ do (30). La extrem a rareza de este fenóm eno geológico aparece m enos sorprendente al reco rd ar que F rancia, In ­ g laterra e Italia tienen tam bién gran núm ero de g ru tas en las que nunca se ha encontrado vestigio de osam entas fó­ siles (31).

(30) El Megalónice ha sido encontrado en las cavernas de Green-Briar, Virginia, a 1.500 leguas distante del Megaterio, del cual difiere muy poco; es del tamaño del Rinoceronte (Americ, Trans., N° 30, p. 246). (31)

Cuvier, Rech. s u r Ies o ssem ens fossiles, t. IV, Osos, p. 10.

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A unque en la cru d a n atu raleza no tenga gran im ­ portancia cuanto sea inherente a las ideas de extensión y de m asa, debo sin em bargo reco rd ar que la C averna de C aripe es una de las m ás espaciosas que se conocen abiertas en rocas calcáreas. T iene por lo m enos 900 m e­ tros, o sean 2.800 pies de largo (32). En general, y por causa de la m ayor indisolubilidad de la roca, no son las m ontañas calcáreas las que exhiben las m ás extensas h i­ leras de grutas, sino las form aciones yesosas. De estas hileras en yeso las hay en S ajonia que tienen v arias le­ guas de largo, por ejem plo la de W im elburgo, que se co­ m unica con la caverna de Cresfeld. La observación m ás curiosa que perm iten las g ru tas a los físicos, es la determ inación exacta de su tem p eratu ­ ra. La caverna de Caripe, situada por los ÍO' IO' m ás o m e­ nos de latitud, y por consiguiente en el centro de la zona tórrida, se eleva a 506 toesas sobre el nivel de las aguas del golfo de Cariaco. En toda ella encontram os, en el mes de setiem bre, la tem p eratu ra del aire in terio r entre 18°,4 y 18°,9 del term óm etro centesim al. La atm ósfera exterior estaba a 16°,2. A la en trad a de la caverna el term óm etro se sostenía en el aire a 17°,6; pero m etido en el agua del riachuelo subterráneo, m arcab a, hasta en el fondo de la caverna, 16°,8. Estos experim entos son de mucho interés si se piensa en el equilibrio de calor que tiende a establecerse entre las aguas, el aire y la tierra. Cuando salí de E uropa, lam entaban todavía los físicos no tener bastantes datos acerca de lo que un poco fastuo­ samente llam an la tem peratura del interior del globo; y sólo m uy recientem ente se ha tra b a ja d o con algún éxito para resolver ese gran problem a de la M eteorología sub­ terránea. Las capas pétreas que form an la costra de (32) La célebre caverna de Baumann, en el Harz sólo tiene 578 pies (íf longitud, según los Sres. Gilbert o Ifseir la caverna de Scharzfeld tiene 3r0: la de Gaüenr.'iuí.'i, 304: la de Antiparos, 300 (Freiesieben, t. II, p. 165). Pero la gruta de del Balme mide 1.300, según Saussure ( V oyages, parágrafo 465).

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n u e stro p la n e ta son las ú n ica s accesibles a n u e s tra s in ­ vestigaciones, y boy se sabe q u e la te m p e ra tu ra m e d ia de estas c a p as no so lam en te v a ría con las la titu d e s y las a l­ tu ra s, sino q u e ta m b ié n e x p e rim e n ta , según la posición de los lu g a re s y en el espacio de u n año, oscilaciones re ­ g u lare s en d e rre d o r del c a lo r m ed io de la a tm ó sfe ra con­ tigua. Ya estam os lejo s de a q u e lla época en q u e e ra u n a so rp re sa h a lla r en o tra s zonas el c a lo r de las g ru ta s y los pozos, d ife re n te del que se o b serv a en los sótanos del Ob­ se rv a to rio de P a rís. El p ro p io in stru m e n to q u e en estos sótanos m a rc a 12°, se eleva en los s u b te rrá n e o s de la isla de M adera, cerca de F u n c h a l, a 16°,2 (33); en el pozo de San José, el C airo, a 21°,2 (34); en las g ru ta s de la isla de C uba, a 22° ó 23° (35). E ste c re c im ien to es m á s o m e ­ nos p ro p o rc io n al al de las te m p e ra tu ra s m e d ia s de la a t­ m ó sfera desde los 48° de la titu d h a s ta el trópico. A cabam os de v e r que en la c a v e rn a del G u á c h a ro el ag u a del río es c e rca de 2o m ás fría que el a ire am b ie n te del s u b te rrá n e o . El ag u a a no d u d a r, sea in filtrá n d o se al tra v é s de la s rocas, sea c o rrien d o sobre lechos p e d re ­ gosos, a d q u ie re la te m p e ra tu ra de estos lechos. El aire , e n c e rra d o en la s g ru ta s, por el c o n tra rio , no está en r e ­ poso, y se co m unica con la a tm ó sfe ra de fu e ra . Bien que las m u ta c io n e s de la te m p e ra tu ra e x te rio r sean s u m a ­ m en te p e q u e ñ as en la zona tó rrid a , se fo rm a n , no obs­ tan te, c o rrie n te s que m o d ific a n p e rió d ic a m e n te el c a lo r del a ire in te rio r. En consecuencia, es esa te m p e ra tu ra de 16°,8 la que p o d ría se r te n id a com o te m p e ra tu ra de (33) En Funchal (lat. 32°37') la temperatura media del aire es de 20°,4: cosa tanto más probable cuanto para Santa Cruz de Te­ nerife halla el Sr. Escolar 21°,8. (Cavendish, en las Phil. trans., 1778, p. 392). En adelante insistiremos sobre esta diferencia nota­ ble entre los subterráneos de la isla de Madera y la atmósfera cir­ cunvecina. (34) En E Cairo (lat. 30°2') la temperatura media del aire es de 22°,4 según Nouet. (35) Obs. astr., t. I, p. 134. La temperatura media del aire en La Habana es de 25°,6, según el Sr. Ferrer.

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la tie rra en estas m o n ta ñ a s, si se estuviese b ien en la se­ gu rid ad de q u e estas ag u as no descien d en con ra p id e z de las m o n ta ñ a s in m e d ia ta s m ás elevadas. Síguese de estos a ju s te s que c u a n d o no p u e d e n obte­ nerse re su lta d o s a b so lu ta m e n te precisos, se h a lla n p o r lo m enos en c a d a zona núm eros limitados. E n C arip e, en la zona equ in o ccial, a 500 toesas de a ltu ra , la te m p e ra tu ra m edia del globo no es in fe rio r a 16°,8, q u e es lo que d a la e x p e rie n c ia h ech a en el ag u a del río su b te rrá n e o . Puede asim ism o p ro b arse q u e esta te m p e ra tu ra del glo­ bo no es s u p e rio r a 19°, puesto que el a ire de la c a v ern a , por lo m enos en setiem b re, se h a h a lla d o de 18°,7. Co­ mo la te m p e ra tu ra m ed ia de la a tm ó sfe ra en el m es m á s cálido no p asa de 19°,5, es p ro b ab le q u e en n in g u n a e sta ­ ción del año se v e rá s u b ir el te rm ó m e tro expuesto al aire de la g ru ta a m ás de 19° (36). E stos resu ltad o s, co­ mo tan to s otros que p resen tam o s en este v ia je , p a re c e n de poca im p o rta n c ia a isla d a m e n te co n sid erad o s; pero com parados con las observaciones re c ie n te m e n te h e ­ chas p o r los Sres. de B uch y W a h le n b e rg en el círculo polar, a r r o ja n luz sobre la econom ía de la n a tu ra le z a en general y sobre el e q u ilib rio de la te m p e ra tu ra que sin cesar b u sc a n el a ire y la tie rra . No cabe d u d a de q u e en L aponia la co stra p é tre a del globo esté de 3 a 4 grad o s por encima d e la te m p e ra tu ra m ed ia de la a tm ó sfe ra. El frío que p e rp e tu a m e n te re in a en los abism os del océano equinoccial, q u e es efecto de la s c o rrie n te s p o la ­ res ¿ p ro d u c e en los trópicos u n a d ism in u ció n sensible en la te m p e ra tu ra de la tie rra ? ¿E s esta te m p e ra tu ra ahí inferior a la de la a tm ó sfe ra? Eso lo e x a m in are m o s después, cu a n d o h ay am o s reu n id o m a y o r n ú m ero de hechos en las a lta s regiones de la C o rd illera de los A ndes. (36) La temperatura media del mes de setiembre en Caripe, es de 18°,5; y en la costa de Cumaná, donde pudimos recoger gran número de observaciones, las temperaturas medias de los meses más cálidos no difieren de las de los meses más fríos sino de lo,8,

CAPITULO VIII Partida de C aripe.— Montaña y selva de Santa María. Misión de Catuaro.— Puerto de Cariaco. Los d ías q u e p asam o s en el convento d e los C a p u ­ chinos p o r los c erro s de C a rip e c o rrie ro n h a rto r á p id a ­ m ente, no o b sta n te q u e n u e s tra ex isten cia e ra tan sen ­ cilla com o u n ifo rm e . D esde la sa lid a del sol h a sta la e n tra d a de la noche rec o rría m o s la selva y los cerro s cercanos p a ra rec o g e r p la n ta s de las que n u n c a h a b ía m o s hecho recolección m ay o r. C uando las llu v ias de la estación nos im p e d ía n e m p re n d e r la rg a s c o rre ría s, v isitáb am o s las c a b añ a s de los indios, el Conuco de la C om unidad o esas asam b leas en la que los alcald es indios d istrib u y e n cada ta rd e los tra b a jo s del d ía siguiente. No to rn á b a ­ m os al m o n aste rio sino c u an d o el toque de la c a m p a n a nos lla m a b a a c o m p a rtir en el refe c to rio la com ida de los m isioneros. E n ocasiones les seguíam os de m a d r u ­ gada a la iglesia p a ra a sistir a la doctrina, es d ecir, a la enseñanza religiosa de los indígenas. E s e m p re sa m u y a v e n tu ra d a p o r lo m enos q u e re r h a b la r de dogm as a neófitos, p rin c ip a lm e n te c u an d o sólo tien en u n m u y vago conocim iento de la len g u a española. P o r o tra p a rte , los religiosos hoy ig n o ra n casi to talm en te el id io m a de los C haim as, y la s e m e ja n z a de sonidos e m b ro lla h a sta tal punto el e sp íritu de estos pobres indios, q u e les hace concebir las m ás e x tra ñ a s ideas. Un solo e je m p lo m e

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lim ita ré a cita r. Un día vim os a l m isio n ero a lb o ro tarse v iv am e n te p ro b a n d o q u e el infierno y el invierno no e ra n u n a m ism a cosa, sino que se d ife re n c ia b a n com o el ca­ lo r y el frío. Los C h aim as 110 conocen otro in v ie rn o que el tiem po de las llu v ias, y el infierno de los blancos les p a re c ía un lu g a r donde los m alo s e stá n ex puestos a f re ­ c u en tes aguaceros. E n van o se im p a c ie n tó el m isio n ero ; q u e e ra im p o sib le b o r ra r las p rim e ra s im p re sio n e s d e b i­ das a la an alo g ía e n tre dos consonantes. No se logró s e p a r a r en el e sp íritu de los neófitos las id ea s de invierno e infierno. D espués de p a s a r casi todo el d ía a l a ire lib re, nos ocu p áb am o s en la ta rd e , al v o lv er al convento, en r e ­ d a c ta r notas, se ca r n u e s tra s p la n ta s, y d ib u ja r las que nos p a re c ía n fo rm a r géneros nuevos. Los fra ile s nos d e ­ ja b a n gozar de toda n u e s tra lib e rta d , y nos acordam os con viva satisfacció n de u n a p e rm a n e n c ia ta n a g ra d a b le com o útil p a ra n u estro s tra b a jo s . P o r desg racia, el cie­ lo b ru m o so de u n valle en q u e las selvas e c h an al aire u n a p ro digiosa c a n tid a d de ag u a, e ra poco fa v o ra b le a las o b servaciones astronóm icas. G asté u n a p a rte de las noches p a ra a p ro v e c h a r el m o m en to en que a lg u n a es­ tre lla e sta b a visible e n tre la s nubes, cerca de su paso p o r el m erid ia n o . A m en u d o tirita b a de frío , a u n q u e el term ó m e tro no b a ja b a sino a 16°, q u e es la te m p e ra tu ra del d ía a fin es de setiem b re en n u e stro s clim as. Los in stru m e n to s p e rm a n e c ía n listos en el p atio del conven­ to d u ra n te v a ria s horas, y casi sie m p re salía fa llid o en m is esp eran zas. A lgunas b u e n a s o b servaciones de Fom a lh a u t y de D eneb del C isne d iero n p a ra la la titu d de C a rip e 10° 10' 14"; lo cu al p ru e b a que la posición in d i­ c a d a en el m a p a de C au lín es e rró n e a en 18', y en el de A rro w sm ith en 14'. Com o las observaciones de a ltu ra s c o rresp o n d ien tes del sol m e p e rm itía n conocer el tiem po v e rd a d e ro con 2" de a p ro x im ac ió n , p u d e d e te rm in a r con p recisió n , en el

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in stan te del m ed io d ía , la v a ria ció n de la a g u ja im a n a d a (1). E ra de 3o 15' 30" el 20 de se tie m b re de 1799; al N oreste p o r lo tanto, 0o 58' 15" m e n o r que en C um aná. T eniendo en c u e n ta las v a ria cio n e s h o ra ria s , q u e en es­ tos clim as no se e le v a n p o r lo g e n e ra l a m ás de 8', se c o m p re n d erá q u e a d ista n c ia s c o n sid e rab le s la d e c lin a ­ ción c a m b ia con m enos ra p id e z de lo q u e co m ú n m en te se cree. L a in clin ació n m ag n é tic a e ra de 42°,75 (d iv i­ sión c e n te s im a l); y el n ú m ero de oscilaciones que ex­ p resan la in te n s id a d de las fu e rz a s m ag n é tic a s se e lev a­ ba a 229, en 10 m in u to s de tiem po. L a desazón de v er ocultas la s e stre llas p o r un cielo brum oso fu é la ú n ica que tuvim os en el v a lle de C aripe. Es en cierto m odo s a lv a je y sosegado, lú g u b re y a tr a ­ yente a la vez, el aspecto de ese puesto. E n m edio de u n a potente n a tu ra le z a , sólo se e x p e rim e n ta n sen sacio n es de paz y de rep o so ; y a ú n d iría que en la soledad de estas m ontañ as, m enos a fe c ta n las im p resio n es n u e v a s a cad a paso recib id as, que los rasgos de s e m e ja n z a q u e re c u e r­ dan los m á s a p a rta d o s clim as. Las colinas a las que está a rrim a d o el convento se ven c o ro n ad as de p a lm e ra s y de helechos arb o rescen tes. P o r la ta rd e , b a jo u n cielo an u n c ia d o r de llu v ia, re tu m b a el a ire con el a la rid o u n i­ form e de los a ra g u a to s, q u e se m e ja el le ja n o zum bido del viento ag ita n d o la selva. Sin em bargo, a p e s a r de esos sonidos desconocidos, de esas e x tra ñ a s fo rm a s de las plan tas, de esos prodigios de un m u n d o nuevo, la n a ­ turaleza lleva d o q u iera al oído del h o m b re u n a voz cuyos acentos le son fam iliare s. El césped q u e ta p iz a la tie ­ rra , el v ie jo m usgo y el helecho de q u e se c u b re n las raíces de los árboles, los to rre n te s que se p re c ip ita n so­ bre los bancos in clin ad o s de la ro ca c a lc á re a , y en fin, ese concurso arm onioso de colores q u e r e fle ja n las aguas, el v e rd o r y el cielo, todo eso re c u e rd a a l v ia je ro se n sa ­ ciones que y a tiene ex p e rim e n tad a s. (1)

Obs. a str., t. I, pp. 100-106.

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T a n a lo vivo nos p re o c u p a b a n las bellezas n a tu ra le s de estas m o n ta ñ a s, q u e no fu e sino m u y ta rd e c u a n d o nos p e rc a ta m o s de las d ific u lta d e s q u e e x p e rim e n ta b a n los buenos religiosos que nos d a b a n h o sp ita lid a d . No h a b ía n podido h a c erse m á s que de u n a escasa p ro v isió n de vino y p a n de trig o ; y a u n q u e en estas reg io n es u n a y o tra cosa sólo se m ire n com o p e c u liare s al lu jo de la m esa, vim os con p e s a r que n u e stro s h u é sp ed e s se p riv a b a n de ello a sí m ism os. N u e stra rac ió n de p a n h a b ía d ism in u i­ do y a a las tre s c u a rta s p a rte s, y 110 ob stan te, crueles ag u acero s nos fo rz a b a n to d av ía a d ife rir d u ra n te dos días n u e s tra p a rtid a . C uán la rg a nos p a re c ió esta dem o ra! C uánto nos a p e n a b a el toque de la c a m p a n a lla m á n d o ­ nos al refecto rio ! V iv am en te sentíam os, m e d ia n te el de­ licad o p ro c e d e r de los m isioneros, lo q u e c o n tra sta b a n u e s tra situ ació n con la de los v ia je ro s q u e se q u e ja n de h a b e r sido d e sp o ja d o s de sus p rovisiones en los con­ ventos de C optos del Alto E gipto. S alim os al fin el 22 de se tie m b re seguidos de cu atro m u ía s c a rg a d a s de in stru m e n to s y p la n ta s. H ubim os de d e sce n d e r la cuesta N oreste de los A lpes c a lc á re o s de la N ueva A n d alu cía, cual hem os d e n o m in a d o a la g ran se­ r ra n ía del B erg an tín y el C ocollar. La a ltu ra m ed ia de esta s e rra n ía a p e n as p a sa de 600 o 700 toesas; y en este sentido y en el de su co n stitu ció n geológica p u ed e com ­ p a rá rs e la a la c o rd ille ra del J u ra . A p e s a r de la eleva­ ción poco co n sid erab le de los m ontes de C u m an á, la b a­ ja d a de ellas es de lo m á s fatigoso, y casi p o d ría decirse de lo m á s peligroso, del lado de C ariaco. El c e rro de S a n ta M aría, que los m isio n ero s suben p a ra tra s la d a rs e de C u m a n á a su convento de C arip e, es m ás crue todo cé­ le b re p o r las d ificu ltad es q u e opone a los v ia je ro s. Com­ p a ra n d o estas m o n ta ñ a s con los A ndes del P e rú , los Pi­ rin eo s y los A lpes que su cesiv am en te h em o s reco rrid o , nos hem os aco rd ad o m ás de u n a vez de que las cim as m enos elev ad as son a m enudo las m ás inaccesibles. Al d e ja r el valle de C arip e a tra v esa m o s p rim e ra ­ m en te u n a h ile ra de colinas situ a d a s a l N oreste del con­

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vento. E l c am in o nos llevó, sie m p re subiendo, p o r u n a vasta s a b a n a h a s ta la a ltip la n ic ie de la Guardia de San Agustín. H icim os alto allí p a ra a g u a rd a r al in d io q u e llevaba el b a ró m e tro . Nos h a lla m o s a 533 toesas de e le ­ vación ab so lu ta, un poco m á s alto q u e el fondo de la c a ­ verna del G u ách aro . L as s a b a n a s o d eh esas n a tu ra le s , que b rin d a n ex celentes pastos a la s vacas del convento, están en absoluto d esp ro v istas de árb o les y arb u sto s. Es el dom inio de las p la n ta s m o n o co tiled ó n eas; p o rq u e sólo se elevan ac á y a llá en m edio de las g ra m ín e a s algunos pies de M aguey (A gave a m e ric a n a ), cuyos b o hordos flo ­ ridos lleg an a m ás de 26 pies de a ltu ra . L legados a la altip lan icie de la G u a rd ia , nos e n c o n tram o s com o tra s ­ portados a l fondo de un an tig u o lago, n iv ela d o p o r la pro lo n g ad a p e rm a n e n c ia de las aguas. Se reconocen al p a re c e r las sin u o sid a d es de la a n tig u a rib e ra , lenguas de tie rra a v a n za d a s, peñones esca rp a d o s q u e se le v a n ta n en fo rm a de islotes. E ste p rístin o estado de cosas p a re ­ ce a u n to d av ía in d ic a d o p o r la d istrib u c ió n de los vege­ tales. E l fo n d o de la cu en ca es u n a sa b an a , al paso que las o rilla s están c u b ie rta s de árb o les de alto p o rte. Es p ro b ab lem en te el valle m ás elevado de la s p ro v in c ias de C um aná y V enezuela. Es de la m e n ta rse q u e u n asiento en que se goza de ta n tem p lad o clim a y q u e sin d u d a sería a d e cu a d o p a ra el cultivo del trigo esté del todo inhabitado. Desde la a ltip la n ic ie de la G u ard ia, ya no h a y m ás que b a j a r a la a ld e a in d ia de S a n ta C ruz. Se pasa p rim ero p o r u n a cu esta en ex trem o re sb a la d iz a y em p i­ nada a la q u e h a n d ad o los m isioneros el e x tra ñ o no m b re de B a ja d a del Purgatorio. Es u n a roca de a re n isca es­ quistosa d esco m p u esta, c u b ie rta de a rc illa cuyo ta lu d aparece con u n a p e rp e n d ic u la rid a d in q u ie ta n te , pues co­ mo resu lta d o de u n a ilusión óptica com unísim a, cu ando se m ira desde lo alto de la colina el cam ino p a re c e in cli­ nado en m á s de 60°. P a ra b a ja r ju n ta n las ín u la s las patas de a tr á s con las de ad e la n te , y d e rrib a n d o de g ru ­

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p a, d é ja n s e d e sliz ar al acaso. E l jin e te no c o rre n in g ú n riesgo, con ta l q u e a flo je la b r id a y no c o n tra ríe en n a d a los m o v im ien to s del a n im a l. D esde a q u e l p u n to se p e rc ib e a la iz q u ie rd a la g ra n p irá m id e del G uácharo. E s m u y pin to resco el aspecto de ese pico c a lc á re o ; pero m u y p resto se le p ierd e de v ista a l e n tr a r en la espesa selva co nocida con el n o m b re de Montaña de Santa Ma­ ría. D u ra n te siete h o ras se b a ja sin in te rru p c ió n , y es d ifícil fo rm a rs e u n a id ea de u n a b a ja d a m á s e sp a n ta b le : es u n v e rd a d e ro camino en escalera, u n a especie de z a n ­ jó n en el que d u ra n te el tiem po de las llu v ias se la n z a n de ro ca en ro ca to rre n te s im petuosos. Los escalones tie­ n e n de dos a tres pies de a lto ; y las d e sd ic h a d as bestias de carga, luego que h a n a p re c ia d o el espacio necesario p a ra que la c a rg a p u ed a p a s a r e n tre los tro n co s de los árb o les, s a lta n de u n bloque de ro ca a otro. T em iendo e r r a r el brinco, se las ve p a ra rs e unos in sta n te s com o p a ­ ra e x a m in a r el te rre n o y a p ro x im a r los c u a tro s rem os a l m odo de las c a b ra s m onteses. Si el a n im a l no a lc a n ­ za el bloque de p ie d ra m ás cercan o , se h u n d e h a s ta la m ita d del cu erp o en la a rc illa b la n d a y o c rá c e a que re lle ­ n a los in te rstic io s de las p eñ as. Allí d o n d e fa lta n los pedruscos b rin d a n enorm es raíc es pun to s de apoyo a los pies del h o m b re y de los a n im a le s. E stas tien en h a s ta 20 p u lg a d a s de espesor y a m e n u d o salen del tronco de los árb o le s m u y por encim a de la s u p e rfic ie del suelo. H arto se fía n los criollos de la h a b ilid a d y el feliz in stin to de las m u ía s p a ra m an te n erse en la silla d u ra n te esta la rg a y p elig ro sa b a ja d a . N osotros p re fe rim o s d e sce n d e r a pie, y a q u e tem íam o s m enos q u e aq u ello s la fa tig a y que estáb am o s aco stu m b rad o s a v i a j a r le n ta m e n te p a r a re ­ coger p la n ta s y e x a m in a r la n a tu ra le z a de las ro c a s; y ni a u n nos d e ja b a n lib e rta d de elección los cu id ad o s que re c la m a b a n n u e stro s cronóm etros. La selva que cu b re la la d e ra e sc a rp a d a de la m o n ta ­ ña de S a n ta M aría es u n a de las m á s d en sas que nu n ca vi. Los árboles son allí de u n a a ltu ra y co rp u le n cia p ro ­

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digiosas. B a jo su fo lla je e n m a ra ñ a d o y v erde-oscuro rein a c o n sta n tem e n te u n a luz d ifusa, u n a su e rte de oscu­ rid a d de q u e no son b u e n e je m p lo n u e s tra s Selvas de pi­ nos, en cin as y hayas. C abe p e n s a r q u e a p e s a r de la ele­ vada te m p e ra tu ra , no p u e d e el a ire d iso lv e r la c a n tid a d de ag u a q u e e x h a la n la su p e rfic ie del suelo, el fo lla je de los á rb o le s y su tronco c u b ie rto de u n a b ro za v ie ja de O r­ quídeas, P e p e ro m ia s y o tra s p la n ta s carn o sas. Al olor arom ático q u e e x h a la n las flores, los fru to s y la m a d e ra m ism a, m ézclase el que nosotros sentim os p o r el otoño en tiem pos brum osos. A quí com o en las selvas del O rinoco, fija n d o la v ista en la copa de los árboles, se p e rc ib en a m enudo reg u e ro s de v ap o res a llí donde alg u n o s haces de rayos so lares p e n e tra n y a tra v ie s a n la d e n sa atm ó sfera. N uestros gu ías nos se ñ a la b a n , e n tre los á rb o le s m a je s ­ tuosos cuya a ltu ra excede de 120 a 130 pies, el Curucai de T erecén, q u e da u n a re sin a b lan q u e c in a , líq u id a y m uy o dorífera (2). E sta fu é u s a d a a n ta ñ o p o r los in d io s Cum anagotos y T a g ire s p a ra in c e n sa r sus ídolos. L as ra m a s tiernas tien en un gusto a g ra d a b le , a u n q u e u n poco a s trin ­ gente. D espués del C u ru c a i y de enorm es troncos de Al­ garrobo (H y m en aea) cuyo d iám e tro p a sa de 9 a 10 pies, los vegetales q u e m ás lla m a b a n n u e s tra a te n c ió n e ra n el Sangre de D rago (C roton sa n g u iflu u m ) cuyo ju g o p a rd o p u rp ú re o se d ifu n d e en u n a corteza b la n q u e c in a , el helecho Calahuala, d ife ren te de la del P e rú , p ero sa lu tífe ra casi por igual (3), y las p a lm e ra s Irasse, M acanilla, Corozo y P ra g a (A ip h an es P ra g a ). La ú ltm ia provee u n a col de palm a m u y a p e tito sa q u e a veces com íam os en el convento de C aripe. Con estas p a lm e ra s de h o ja s p in a ­ das y espinosas c o n tra sta b a n a g ra d a b le m e n te los helechos (2) Véase arriba. (3) La Calahuala de Caripe es el polypodium crassifolium. La del Perú, cuyo uso han divulgado tanto los Sres. Ruiz y Pavón, viene del Aspidium coriaceum, Willd. (Tectaria Calahuala, Cav.). Mézclanse en el comercio las raíces diaforéticas del P. crassifolium y el Acrostichum Huascaro con las raíces de la verdadera Calahua­ la o Aspidium coriaceum.

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arbóreos. Uno de ellos, la C y ath ea speciosa (4), se ele­ va a m ás de 35 pies de a ltu ra , lo c u a l es prodigioso p a ra p la n ta s de esta fam ilia. A quí y en el v a lle de C arip e descu b rim o s cinco n u e v a s especies de belechos a rb o re s­ centes (5 ): en tiem pos de L inneo c u a tro de ellas no m ás conocían los b o ta n ista s en am bos continentes. Es de o b se rv a r que los belechos arb ó re o s son p o r lo g e n e ra l m u ch o m á s ra ro s q u e las p a lm e ra s. E stán c ir­ cu n scrito s p o r la n a tu ra le z a a lu g a re s tem plados, h ú m e ­ dos y som breados. T em en los ray o s d irecto s d el sol; y m ie n tra s q u e el P um os, la C o ry p h a de las e ste p a s y otras p a lm e ra s de la A m érica p ro sp e ra n en las lla n u ra s des­ n u d a s y a rd ie n te s, estos helechos de tronco arb o re sce n te que desde lejo s tien en el aspecto de las p a lm e ra s, c o n ser­ van el c a rá c te r y los h á b ito s de las p la n ta s crip tó g am as. G ustan de lu g are s solitarios, de la se m ic la rid a d , de un a ire h úm edo, tem p la d o y d orm ido. Si a veces descien­ den h a sta las costas es ta n sólo a b rig a d a s p o r u n a fu e rte som bra. Los troncos v iejo s de las C iateas y M eniscios está n cu b ierto s de un polvo carbonoso, d esprovisto quizá de h id rógeno, que tiene lu stre m etá lic o com o el grafito. N ingún otro vegetal nos h a p re se n ta d o este fenóm eno; po rq u e los troncos de las D icotiledóneas, a p e s a r de lo a rd ie n te del clim a y la in te n sid a d de la luz, están m enos req u e m ad o s en los trópicos q u e en la zona tem p la d a . C reeríase que los troncos de los helechos que, se m e jan (4) Quizás una Memitelia de Roberto Brown. El solo tronco tiene de 22 a 24 pies de largo. Junto con la Cyathea excelsa de la isla de Borbón, es el más majestuoso de todos los helechos a rb ó ­ reos descritos por los botanistas. El número total de estas crip­ tógam as gigantescas sube hoy a 25 especies: el de las Palmeras, a 80. Con la Cyathea crecen en la montaña de Santa María: Rhexia ju n ip e rln a , Chiococca racem o sa, Commelina sp ica ta. (5) Meniscium arb o re sc e n s, Aspidium cad uc um , A. ro s tra tu m , Cyathea villosa, y C. speciosa. Véanse los Nova G en era et. Spec. plant., t. I, p. 35, de la edición en 4°.

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tes a la s M onocotiledóneas, e n g ru e sa n con los d esp o jo s de los pecíolos, m u e re n de la c irc u n fe re n c ia al cen tro y que, desp ro v isto s de órg an o s co rticales m e d ia n te los c u a ­ les d escien d en h a c ia la s ra íc e s los ju g o s e la b o rad o s, m ás fácilm en te se q u e m a n con el oxígeno de la a tm ó sfe ra. He tra íd o a E u ro p a ese polvo de b rillo m etá lic o q u ita d o a troncos de M eniscium y A sp id iu m m u y viejos. A m e d id a q u e b a já b a m o s la m o n ta ñ a de S a n ta M a­ ría veíam os m e r m a r los helechos arb ó re o s y c re c e r el n úm ero de las p a lm e ra s. L as b e lla s m a rip o sa s de g ra n ­ des alas, las N in falcs, que v u e la n a u n a p ro d ig io sa a ltu ­ ra, se h a c ía n m á s com unes. T odo a n u n c ia b a que nos a p ro x im áb a m o s a las costas y a u n a zona cuya te m p e ra ­ tu ra m e d ia d u ra n te el día es de 28 a 30 g rad o s c e n tí­ grados. El cielo e sta b a en cap o tad o y a m e n a z a b a uno d e esos aguaceros d u ra n te los cuales cae a veces de 1 a 1,3 p u l­ gadas de a g u a en u n solo día. E l sol a lu m b ra b a a in ­ tervalos la co p a de los á rb o le s y, a u n q u e a c u b ie rto de sus rayos, sen tíam o s un c a lo r a sfix ian te. Y a el tru e n o re tu m b a b a en lo n ta n a n z a , las n u b es p a re c ía n su sp e n d i­ das en la c im a de los altos cerro s del G u ách aro , y el q u e ­ jum b ro so au llid o d e los a ra g u a to s que ta n a m en u d o h a ­ bíam os oído a la p u e sta del sol en C aripe, a n u n c ia b a la pro x im id ad de la to rm en ta. A quí tuvim os p o r p rim e ra vez la o p o rtu n id a d de v e r de c erca estos m onos a u lla ­ dores. Son de la fa m ilia de los A luates (S ten to r, Geoffroy), cuyas d iv ersas especies h a n c o n fu n d id o p o r larg o tiem po los a u to res. Al paso que los pequeños S ap ay u s de A m érica, q u e im ita n en el silbido el gañ id o de los pe­ rezosos, tien en el hioides ten u e y sencillo, los m onos de gran tam a ñ o , com o los A luates y las M arim o n d as (A teles, Geoffroy) tien en la len g u a s u je ta a un an ch o ta m b o r óseo. L a la rin g e s u p e rio r de ellos tie n e seis sacos en los que se p ierd e la voz, dos de los cuales p a re c id o s a nidos de p alo m a se m e ja n b a sta n te la larin g e in fe rio r de los pá9

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ja r o s ; y es a ca u sa del a ire e m p u ja d o con fu e rz a en el ta m b o r óseo p o r lo que se p ro d u ce el lú g u b re sonido que c a ra c te riz a a los a ra g u a to s. E n los p ro p io s lu g a re s he di­ b u ja d o estos órganos, im p e rfe c ta m e n te conocidos de los a n a to m istas, y su descrip ció n la h e p u b lic a d o en seguida de m i re to rn o a E u ro p a (6). T e n ie n d o p re se n te s las di­ m en sio n es de la c a ja ósea de los A tra te s , y la g ra n copia de m onos a u lla d o re s g u a re c id o s en u n solo árb o l de las selvas de C u m a n á y G u ayana, m enos so rp re sa c a u sa n la fu e rz a y el volum en de sus voces re u n id a s. E l a ra g u a to , lla m a d o p o r los in d io s T am an aco s A ra g u a ta (7) y po r los M aip u eres M arau e, es p a re c id o a u n osezno. Su lo n g itu d es de 3 pies, co n ta n d o desde el v é rtic e de la cabeza, q u e es ch ica y m u y p ira m id a l, h asta la ra íz de la cola p re h e n sil; su p e la je es espeso y de un p a rd o ro jiz o ; el pecho y v ie n tre e stá n al ig u al cubiertos de un b u e n p e la je , y no desn u d o s com o en el Mono colo­ rado, o A luate ro jo de B uffon, q u e c u id a d o sa m e n te h e ­ m os e x a m in ad o su biendo de C a rta g e n a de las In d ia s a S a n ta Fe de Bogotá. L a c a ra del a ra g u a to , de u n azul negruzco, está c u b ie rta de u n a p iel fin a y a rru g a d a . Su b a rb a es b a sta n te lu en g a ; y a p e s a r de la dirección de la lín e a fac ial, cuyo ángulo es sólo de 30°, el a ra g u a to m u e s tra en la m ira d a y en la e x p re sió n de la fisonom ía (6)

Obs. de Zoologie, t. I, p. 8, lám. 4, No. 9.

(7) Gómara, Hist. general de las Ind. cap. 80, p. 104; Fray Pe­ dro Simón, N oticias de la C o n qu ista de T ie r r a F irm e , 1626, nct. 4, c. 25, p. 317; y el P. Caulín, Hist. cor., p. 33, describen este mono con el nombre de A r a n a t a y A ra g u a to . Fácilm ente se reconoce en los dos nombres una misma raíz; la v ha sido transformada en g y en n. E l nombre de A r a b a ta , que Gumilla da a los monos aulladores del Bajo Orinoco, y que el Sr. Geoffroy piensa que pertenece al S. straminea del Gran Pará, es aún la misma voz tamanaca Aravata. Tal identidad de nombres no debe sorprendernos. Pronto veremos que la lengua de los indios Chaimas de Cumaná es una de las nu­ merosas ramas de la lengua tamanaca, y que ésta se enlaza con la lengua Caribe del Bajo Orinoco.

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tanto p a re c im ie n to al h o m b re com o la M a rim o n d a (Si­ m ia B elzebuth, B risson) y el C ap u ch in o del O rinoco (S. c h iro p o te s). E n tre los m iles de a ra g u a to s q u e hem os observado en las p ro v in c ias de C u m an á, C a ra ca s y G uayana, n u n c a h em o s visto m u ta c io n e s en el p e la je p a rd o ro jizo de la e sp a ld a y los hom bros, así h a y a m o s e x a m i­ nado in d iv id u o s com o b a n d a d a s e n te ras. Me h a p a re c i­ do en g e n e ra l que las v ariacio n es de color son m enos co­ m unes e n tre los m onos de lo q u e lo cre e n los n a tu r a lis ­ tas (8). Son a n te todo ra rís im a s e n tre las especies que viven en sociedad. E l a ra g u a to de C arip e es u n a n u e v a especie del gé­ nero S te n to r q u e he div u lg ad o b a jo el n o m b re de A luate oso. Sim ia ursina (9). He p re fe rid o este n o m b re a los que h u b ie ra podido d e d u c ir del color del p e la je , y en ello m e h e f ija d o tan to m ás fá c ilm e n te cu anto, c o n fo r­ m e a u n p a s a je de Focio, los griegos conocían ya un m ono vellu d o con el n o m b re de Arctopithecos. N uestro a ra g u a to d ifie re ig u a lm e n te del G u a rib a (S. G u a rib a ) y del A lu ate ro jo (S. S e n icu lu s). E n sus ojos, en su voz, en su a n d a r, en todo a n u n c ia tristeza. H e visto a ra g u a ticos de poca ed a d criad o s en las c a b a ñ a s de los in d io s: estos n u n c a ju g a b a n con los pequeños Sagoinos, y su g ra ­ vedad h a sido bien in g en u a m en te d e scrita p o r L ópez de G om ara, a p rin cip io s del siglo XVI. “E l A ra n a ta de los cum aneses, dice este au to r, tie n e c a ra de h o m b re, la b a r ­ ba de u n ca b ró n , y h o n rad o gesto”. Ya he ob serv ad o en otro lu g a r de esta o b ra que los m onos son tan to m ás tristes cuanto m á s se p a re c e n a l hom bre. Su a le g ría p e tu la n te dism inuye a pro p o rció n que sus fa c u lta d e s in te le c tu ale s p arecen m á s d e sarro llad a s. Nos h a b ía m o s detenido p a ra o b se rv a r los m onos a u ­ lladores, q u e en n ú m ero de 30 a 40 a tra v e s a b a n el ca(8)

Spix, en las Mem. de l’Acad. de Munich, 1815, p. 340.

(9)

Obs. zool., t. I. pp. 329, 355, lám. 30.

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m ino, p a san d o en la rg a fila de u n o a otro árb o l p o r las ra m a s c ru z a d a s y h o rizo n tales. E n tre ta n to q u e a b so rb ía toda n u e s tra aten ció n este nuevo espectáculo, e n c o n tra ­ m os u n a p a rtid a de in d io s q u e se d irig ía n a las m o n ta ­ ñ a s de C arip e. Ib an e n te ra m e n te desnudos, com o g en e­ ra lm e n te lo e stá n los in d íg e n a s de este país. L as m u je ­ res, c a rg a d a s con bultos b a s ta n te pesados, c e rra b a n la m a rc h a ; los h o m b re s e sta b a n todos a rm a d o s, in clu siv e los niñ o s m ás jóvenes, con arco s y flech as. M a rc h a b a n en silencio, fijo s los ojo s en el suelo. T ra ta m o s de s a b e r de ellos si to d av ía estáb am o s le jo s de la m isió n de S an ­ ta C ruz, en donde c o n tá b a m o s p a s a r la noche. E s tá b a ­ m os q u e b ra n ta d o s de fa tig a y a to rm e n ta d o s p o r la sed. A u m e n ta b a el c a lo r con la p ro x im id a d de la to rm e n ta y no h a b ía m o s h a lla d o en n u e stro cam in o fu e n te en qué a p a g a r la sed. L as p a la b ra s Sí Padre, No Padre, q u e los indios re p e tía n sin c e sa r nos h a c ía n c re e r q u e ellos e n ­ te n d ía n algo de español. P a r a el in d íg e n a todo ho m b re blan co es un fra ile , u n P a dre (1 0 ); p o rq u e en las m isio ­ nes el color de la piel c a ra c te riz a a l religioso m e jo r to d a ­ v ía q u e el color del vestido. E n vano a to rm e n ta m o s a los indios con n u e stra s p re g u n ta s so b re la la rg u ra del c a ­ m ino, pues sie m p re re sp o n d ía n com o al a z ar, sí o no, sin q u e p udiésem os a tr ib u ir a lg ú n sentido p reciso a sus re s­ puestas. T a n to m ás nos im p a c ie n ta b a ello cu a n to sus so n risas y gestos in d ic a b a n la in ten ció n de co m p lacern o s y q u e la selva p a re c ía sie m p re to rn a rse m ás tu p id a . F u é m e n e s te r s e p a ra m o s : los g u ías indios que e n te n d ía n la len g u a c h a im a sólo de lejo s p o d ían seguirnos, p o rq u e las b estias de c a rg a c a ía n a c ad a paso en los z a n jo n e s. D espués de v a ria s h o ras de m a rc h a , b a ja n d o de con­ tin u o sobre bloques de p ie d ra esparcidos, nos h allam o s in o p in a d a m e n te en el térm in o de la selva de S a n ta M a­ ría . U na sa b a n a cuyo v e rd o r h a b ía n ren o v ad o las lluvias (10) En la Grecia moderna los monjes tienen vulgarmente el nombre de “buenos viejos”, Kalogheroi.

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de la in v e rn a d a se p ro lo n g a b a a n te nosotros h a s ta p e rd e r ­ se de v ista (11). A la iz q u ie rd a v a g a b a n n u e s tra s m i­ rad as p o r u n valle estrech o q u e d a a los c e rra s del G uá­ charo, h a llá n d o se c u b ie rto de u n a esp esa selva el fondo de este v alle. C ern íase la m ir a d a sobre la c im a de los árboles q u e fo rm a n u n ta p iz de v e rd o r de u n a c o lo ra ­ ción a te z a d a y u n ifo rm e a 800 pies m á s a b a jo del ca m i­ no. Los c la ro s del bosque a p a re n ta b a n vastos em budos, en los cu a le s distinguim os, en su fo rm a e leg an te y en su fo lla je p in ad o , las p a lm e ra s P ra g a e Irase. M as lo que h ace e m in e n te m e n te pin to resco este p u esto es el aspecto de la Sierra del Guácharo. Su cuesta se p te n trio n a l, que m ira al golfo de C ariaco, es a b ru p ta , y p re se n ta u n a p a ­ red ro q u e ñ a de p e rfil casi v e rtica l, cu y a a ltu r a excede de 3000 pies. L a vegetación q u e c u b re esta p a re d es tan poco d en sa, que la v ista p u ed e se g u ir el a lin e am ien to de los e stra to s calcáreos. L a c u m b re de la S ie rra es ch ata y sólo en su ex trem o o rie n ta l se le v a n ta com o u n a p irá m id e in c lin a d a el m aje stu o so Pico del G uácharo. P o r su fo rm a re c u e rd a las agujas y los caernos (S c h re k h ó rner, F in s te ra rh o rn ) de los A lpes de la Suiza. Com o la m ay o r p a rte de las m o n ta ñ a s de fa ld a s a b ru p ta s p a re c e n m ás e le v a d a s de lo que efe c tiv a m e n te son, no h a de so r­ p re n d e r q u e el G u ách aro p ase en las m isiones com o u n a cim a q u e d o m in a el T u rim iq u iri y el B erg an tín . La sa b a n a que a tra v e sa m o s h a sta la a ld e a in d ia de S anta C ruz se com pone de v a ria s a ltip la n ic ie s m u y u n i­ das y s u p e rp u e sta s a m odo de pisos. E ste fenóm eno geológico, q u e en todos los clim as se re p ite , p a re c e in d i­ c ar u n a la rg a p e rm a n e n c ia de las ag u as en cu en cas que se h a n v aciad o u n as sobre otras. La roca c a lc á re a y a no está a l r a s : c ú b re la u n a g ru esa c a p a de m an tillo . Allí donde la vim os p o r ú ltim a vez, en el bosque de S a n ta M a­ ría, e ra lig e ra m e n te porosa, y m ás se a se m e ja b a a la ca(11) Hállase allí el Paspalum conjugatum, P, sco pariu m , Isolepis ju n cifo rm is , etc.

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liza de C u m an aco a q u e a la de C arip e. E n ella encon­ tra m o s m in a de h ie rro b ru to d ise m in a d a en nidos, y si no nos h u b ié ra m o s e n g a ñ ad o en la o b servación, u n cuerno de A m m ón, que no logram os d e sp re n d e r. T e n ía siete p u l­ g a d a s de d iám e tro . E ste hecho es ta n to m á s im p o rta n te , cu a n to en n in g u n a p a rte , en esta p orción de la A m érica m e rid io n a l, hem os visto A m m onitas. La m isió n de S a n ­ ta C ruz está s itu a d a en m edio de la lla n u ra . L legam os allá p o r la ta rd e , ex h au sto s de sed, pues q u e h a b ía m o s e sta d o cerca de ocho h o ra s sin h a lla r agua. P a sa m o s la n o ch e e n uno de esos A yupas (C aneyes) q u e lla m a n ca­ sas del rey, que, com o a rrib a h e dicho, sirv e n de tambo o c a ra v a n s e rra llo a los v ia je ro s. L as llu v ia s im p e d ía n to d a o b servación de e stre llas, y al día sig u ien te, 23 de setiem b re, c o n tin u a m o s n u e s tra b a ja d a h a c ia el golfo de C ariaco. M ás a llá de S a n ta C ruz e m p ieza de nuevo un espeso bosque. Allí en co n tram o s, b a jo g ru p o s de M elástom as, u n herm oso helecho con h o ja s de O sm u n d a, que fo rm a u n nuevo género del o rd e n de las P o lip o d iáceas (12). L legados a la m isió n de C a tu a ro , a u isim o s c o n tin u a r al E ste p o r S an ta R osalía, C asan ai, S an José, C arú p an o , Rio C a rib e y la M ontaña de P a r ia ; pero su p im o s p a ra g ra n c o n tra rie d a d n u e stra , q u e los a g u a ce ro s h a b ía n ya h ech o im p ra c tic a b le s los cam inos, y q u e a rrie sg a ría m o s p e rd e r las p la n ta s q u e a c ab á b a m o s de recoger. Un rico h a c e n d a d o de cacao debía a c o m p a ñ a rn o s de S a n ta R o­ sa lía al p u e rto de C arú p an o . A tie m p o supim os que sus negocios le h a b ía n llam ad o a C u m an á. R esolvim os de co n sig u ien te e m b a rc a rn o s en C ariaco y r e to r n a r d ire c ta ­ m e n te p o r el golfo, en lu g a r de p a s a r e n tre la isla de M a rg a rita y el istm o de A raya. L a m isión del C a tu a ro está s itu a d a en la región m ás sa lv a je . T o d a v ía c irc u n d a n la iglesia árb o le s de gran (12)

Polybotria. Nov. Gen., t. I, tab. 2.

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corpulencia, y los tig res v ien e n de noche a com erse las gallinas y cerdos de los indios. Nos a lo ja m o s casa del cu ra fra ile de la congregación de la O b serv an cia, a q u ien h a b ía n co n fiad o la m isión los cap u ch in o s p o r no tener sacerdotes en su co m u n id ad . E ra u n doctor en teología, hom brecillo delgado, de u n a v iv ac id ad p e tu la n te : nos co n v ersab a sin c e sa r del proceso q u e in stru ía c o n tra el g u a rd iá n de su convento, de la e n e m ista d de sus c o fra ­ des, y de la in ju s tic ia de los A lcaldes, q u e sin m ira m ie n to por los priv ileg io s de su estad o lo h a b ía n hecho m e te r en un calabozo. A despecho de estas a v e n tu ra s h a b ía con­ servado u n a m a lh a d a d a in clin a c ió n p o r lo q u e lla m a b a él cuestiones m etafísicas. Q u ería s a b e r lo q u e yo p e n ­ saba del lib re alb ed río , de los m étodos de d e s p re n d e r los e sp íritu s de su p risió n c o rp o ra l, y m ás q u e todo del alm a de los a n im a le s, a c erc a de los cu ales te n ía las ideas m ás e x tra v a g a n te s. C u ando uno h a a tra v e sa d o las selvas en la estación de las llu v ias, siente poco gusto p o r este gé­ nero de especulaciones. P o r lo d em ás, todo e ra e x tra o r­ d in ario en esta p e q u e ñ a m isión de C a tu a ro , h a sta la casa p a rro q u ial, q u e te n ía dos pisos y h a b ía sido p o r eso ob­ jeto de un vivo litigio e n tre las a u to rid a d e s se cu la re s y las eclesiásticas. El s u p e rio r de los cap u ch in o s, h a llá n ­ dola d em asiad o su n tu o sa p a ra un m isionero, h a b ía q u e ­ rido o b lig ar a los indios a q u e la d e m o lie se n : el g o b e rn a ­ dor se h a b ía opuesto a ello con en erg ía, y su v o lu n ta d h a ­ bía p rev a lec id o e n tre los fra ile s. Cito estos hechos, poco im p o rta n tes de sí, po rq u e d a n a e n te n d e r el rég im en in ­ terio r de las m isiones, q u e no sie m p re es ta n pacífico cual en E u ro p a se le supone. E n la m isión de C a tu a ro en co n tram o s al c o rre g id o r del distrito , D on A le ja n d ro M ejía, ho m b re a m a b le y de un e sp íritu cultivado. Nos dió tres indios q ue, a rm a d o s de sus m ach etes, h a b ía n de a d e la n tá rsen o s p a ra a b rirse un cam ino al tra v é s de la selva. E n este p a ís tan poco frecu en tad o es ta l la fu erz a de la v egetación en la época de las g ran d e s llu v ias, que a un h o m b re a cab allo cues-

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ta tra b a jo p a s a r p o r se n d ero s estrechos, o b stru id o s por b e ju c o s y r a m a je e n tre la z a d o s. Con g ra n d ísim a c o n tra ­ rie d a d n u e s tra quiso a b so lu ta m e n te el m isio n ero de Catu a ro c o n d u cirn o s a C ariaco. No p u d im o s r e h u s a r esto. Ya no nos a to rm en tó con sus d iv agaciones sobre el alm a de los a n im a le s y el lib re a lb e d río del h o m b r e : te n ía que c o n v ersarn o s de u n a su n to de m u y otro m odo penoso. E l m o v im ien to h a c ia la in d e p e n d e n c ia q u e p o r poco es­ ta lla en C aracas en 1798 h a b ía sido p rec e d id o y seguido de u n a g ra n a g itació n e n tre los esclavos de Coro, M ara­ caibo y C ariaco. Un m a la v e n tu ra d o n eg ro h a b ía sido c o n d en ad o a m u e rte en esta ú ltim a c iu d a d , y n u estro h u é sp ed , el c u ra de C atu aro , se d irig ía a llí p a ra p re sta rle los au x ilio s de su m in iste rio . C uán larg o nos p areció el cam ino, d u ra n te el cual no p u dim os lib ra rn o s de co n v er­ saciones “sobre la n e c esid ad d e la tra ta , so b re la m alicia in n a ta de los negros, y sobre las v e n ta ja s q u e saca esta ra z a de su estado de se rv id u m b re e n tre los c ristia n o s!” No se ría posible n e g a r la len id a d de la legislación esp añ o la, c o m p a rá n d o la con el Código Negro de la m a ­ y o r p a rte de los dem ás p ueblos q u e tien en posesiones en a m b a s In d ia s. P ero tal es el estado de los negros a isla ­ dos en lu g are s a p e n a s desm ontados, q u e la ju stic ia , lejos de p ro te g e rlo s e ficazm en te en el curso de su vida, no p u ed e ni a u n c a stig a r los actos de b a rb a r ie q u e les han c a u sa d o la m u erte. Si se in te n ta u n a a v erig u ació n , se a trib u y e la m u e rte del esclavo a la fla q u e z a de su salud, a la in flu e n cia de un clim a a rd ie n te y h úm edo, a las h e­ rid a s q u e se le h a n causado, a seg u rán d o se, desde lu e­ go, h a b e r sido estas poco p ro fu n d a s y poco peligrosas. L a a u to rid a d civil es im p o ten te en todo lo que concierne a la esclavitud dom éstica, y n a d a es m ás ilu so rio q u e el ta n en salzad o efecto de esas leyes que p resc rib e n la fo r­ m a del látigo y el n ú m ero de golpes que se p e rm ite d ar de una vez. Las p erso n as que no h a n vivido en las co­ lo n ias o q u e no h an h a b ita d o en las A ntillas p ien san con h a rta g e n e ra lid a d que el in te ré s del am o en la conser­

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vación de sus esclavos debe h a c e r ta n to m á s lle v a d e ra la ex isten cia de estos cu an to m enos c o n sid e rab le es su núm ero. No ob stan te, en C ariaco m ism o, pocas sem a­ nas an tes de m i lle g a d a a la p ro v in cia, un p la n ta d o r q u e sólo poseía ocho n eg ro s hizo p e re c e r seis de ellos fu sti­ gándolos de la m a n e r a m á s b á rb a ra . D estru y ó v o lu n ­ ta ria m e n te la m a y o r p a rte de su fo rtu n a , h a b ie n d o p e re ­ cido en el acto dos de sus esclavos. Con los c u a tro que p a re c ía n m á s ro b u sto s se e m b a rcó p a r a el p u e rto de Cum a n á ; p ero estos m u rie ro n d u ra n te la tra v e sía . E ste acto de c ru e ld a d fu é p reced id o el m ism o año de o tro cu­ yas c irc u n sta n c ia s e ra n ig u alm e n te tem erosas. D e lin ­ cuencias ta n g ra n d e s h a n q u e d a d o m á s o m enos im p u ­ n es: el e sp íritu q u e dictó las leyes no es el q u e p resid e en su ejecu ció n . E l G o b e rn a d o r de C u m a n á e ra un h om bre ju sto y h u m a n o ; p ero la s fo rm a lid a d e s ju d i­ ciales están d e te rm in a d a s, y el p o d e r del g o b e rn a d o r no llega h a sta la re fo rm a de abusos casi in h e re n te s a todo sistem a de colonización eu ro p ea. L a vía (fue seguim os p o r e n tre la selva de C a tu a ro se p a re c e a la b a ja d a del c e rro de S a n ta M a ría ; tan to que los pasos m á s difíciles se les d esigna aq u í con n o m ­ bres ig u a lm e n te e x tra v ag a n te s. A ndase com o d e n tro de un surco angosto, excavado p o r los to rre n te s y re lle n o con arcilla fin a y tenaz. Las m illas a b a te n la g ru p a y se d e ja n d e sliz a r en las p e n d ie n tes m á s e m p in a d a s. E sta b a ja d a se lla m a Saca-manteca, a cau sa de la consistencia del b a rro , q u e p a re c e manteca. E l peligro de la b a ja d a se h ace n u lo en v irtu d de la g ra n d estreza de las m u ía s de este país. L a a rc illa que tan resb a lad iz o h a c e el sue­ lo se d eb e a las c a p as fre c u e n te s de a re n isc a y de a rc illa esquistosa q u e a tra v ie sa n la caliza a lp in a g ris a z u la d a ; y ésta d e sa p a re c e a m ed id a que nos a p ro x im am o s a Ca­ riaco. El c e rro de M eapire está ya fo rm a d o en g ra n parte de u n a c aliza b lan c a lle n a de p e trifica c io n es pe­ lágicas, y ella p a re c e p erten ecer, com o lo p ru e b a n los granos de cu a rz o a g lu tin ad o s en la m asa, a la g ran fo r­

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m ac ió n de las b re c h a s del lito ra l (13). Se b a ja de esta m o n ta ñ a sobre la s to n g ad a s de la ro ca, cuyo co rte p re ­ se n ta p e ld a ñ o s de desig u al a ltu ra . Es o tra vez u n v e r­ d a d e ro camino en escalones. M ás a d e la n te , al s a lir del bosque, se llega a la co lin a de Buenavista, q u e es digna d el n o m b re q u e lleva, p o rq u e desde ella se descu b re la c iu d a d de C ariaco en e l ce n tro de u n a v a s ta lla n u r a a b u n ­ d a n te en p lan ta cio n e s, c a b a ñ a s y bo sq u etes e sp arc id o s de cocoteros. Al Oeste de C ariaco se e x tie n d e el vasto golfo se p a ra d o del océano p o r u n a m u ra lla de ro c a s; y h a c ia el E ste, en fin, se descu b ren la a lta Sierra de Areo y la Montaña de Paria com o n u b e s a z u la d a s. E s u n a de las v istas m á s ex ten sas y m a g n ífic a s de que se p u e d a gozar en las costas de la N ueva A n d alu cía. E n la c iu d a d de C ariaco en c o n tram o s u n a g ra n p a r ­ te de sus h a b ita n te s ten d id o s en sus h a m a c a s y en ferm o s de fieb res in te rm ite n tes. E stas fie b re s a su m e n en el oto­ ñ o 1111 m al c a rá c te r, y p a san al estad o de fie b re s p e rn ic io ­ sas d isen téricas. T en ien d o en co n sid eració n la sum a fe rtilid a d de los llan o s c irc u n d a n te s, su h u m e d a d y la m a s a de vegetales q u e los cu b re n , se co m p re n d e fác il­ m e n te p o r qué, en m edio de ta n ta descom posición de m a te ria s org án icas, no d is fru ta n los h a b ita n te s de esa sa­ lu b rid a d del a ire q ue c a ra c te riz a el cam p o á rid o de Cum a n á . D ifícil es h a lla r b a jo la zona tó rrid a u n a g ran fe c u n d id a d del suelo, llu v ias fre c u e n te s y p ro longadas, un lu jo e x tra o rd in a rio de la vegetación, sin (pie tales v en ­ ta ja s no sean c o n tra b a la n c e a d a s p o r u n c lim a m á s o m e ­ nos fu n esto a la sa lu d de los h o m b re s blancos. L as m is­ m as c a u sa s q u e m a n tie n e n la fe rtilid a d de la tie rra y a c e le ra n el d e sarro llo de las p la n ta s, p ro d u c e n e m a n a ­ ciones gaseosas que, m ez c la d a s con la a tm ó sfe ra , le d an p ro p ie d a d e s nocivas. A m en u d o ten d re m o s la o p o rtu ­ n id a d de o b se rv a r la co in cid en cia de estos fenóm enos, cu a n d o d escrib am o s el cultivo del cacao, y las rib e ra s (13) véase arriba.

Sobre

esta formación de arenisca o pudinga calcárea,

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del O rinoco, donde, en cierto s p untos, se a c lim a ta n con d ificultad los in d íg e n a s m ism os. E n el v a lle de C ariaco la in s a lu b rid a d del a ire no d e p e n d e ú n ic a m e n te de las causas g e n e ra le s q u e acab am o s de in d ic a r, p ues en él se reconoce la in flu e n c ia p a rtic u la r de la s lo calid ad es. No c a re c erá de in te ré s e x a m in a r la n a tu ra le z a de ese te r r e ­ no que s e p a ra el golfo de C ariaco del golfo de P a ria . La c o rd ille ra de m ontes calcáreo s d el B e rg a n tín y el C ocollar envía, m ás o m enos a 0°42' a l E ste del m e rid ia ­ no de C u m an á, u n ra m a l c o n sid e rab le h a c ia el N orte, que se re ú n e con las m o n ta ñ a s p rim itiv a s de la costa. Este r a m a l tien e el n o m b re de Sierra de M eapire; y del lado de la c iu d a d de C ariaco, se lla m a el Cerro grande de Cariaco. Su a ltu ra m ed ia m e h a p a re c id o no e x c ed e r de 150 a 200 toesas; y allí donde h e po d id o e x a m in arlo , está com puesto de la b re c h a c a lc á re a del lito ral. B ancos m argosos y c a lc á re o s a lte rn a n con otros ban co s q u e e n ­ c ie rra n g ran o s de cuarzo. F en ó m en o b a s ta n te p a rtic u ­ la r es, p a ra q u ien es e stu d ia n el reliev e de un país, ver que u n estrib o tra sv e rsa l u n e en ángulo recto dos e sla­ bones p a ralelo s, de los que el uno, el m ás m e rid io n a l, es­ tá com puesto de ro cas se cu n d a ria s, y el otro, el m ás sep ­ ten trio n al, lo e stá de rocas p rim itiv a s. E ste ú ltim o que hem os dado a conocer en n u e s tra e x cu rsió n a la p e n ín ­ sula de A ray a (14), sólo p re se n ta esquistos m icáceos h a s ­ ta m ás o m enos el m e rid ia n o de C a rú p a n o ; p ero a l E ste de este pun to , donde po r m edio de u n estrib o tra sv e rsa l (la s ie rra de M eapire) se com unica con el eslabón cal­ cáreo, cerca de G ü iria y de C arú p an o , co ntiene yeso la ­ m in ar, caliza com pacta, y o tra s ro cas de fo rm a ció n se­ cu n d aria. D iría se que el eslabón m e rid io n a l es el que ha dado esas ro cas a l eslabón se p ten trio n al. P oniéndonos en la cu m b re del cerro de M eapire, ve­ mos c o rre r las v e rtien te s p o r u n a p a rte al golfo de Pa(14)

Véase arriba.

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ria , y p o r la o tra a l golfo de C ariaco. Al E ste y al Oeste de este estribo h a y te rre n o s b a jo s y p a n ta n o so s q u e se p ro lo n g an sin in te rru p c ió n ; y d an d o p o r sen tad o que los dos golfos deben su origen a h u n d im ie n to s y d e sp ed a z a ­ m ien to s cau sad o s p o r terrem o to s, es m e n e ste r su p o n e r q ue el c e rro de M eapire h a resistid o a los m ovim ientos convulsivos del globo, e im p e d id o que la s a g u a s del golfo de P a r ia se re ú n a n con la s del golfo de C ariaco. Sin la ex isten cia de este d iq u e rocalloso, v e ro sím ilm e n te no exis­ tiría el istm o. D esde el castillo de A ra y a h a sta el cabo P a ria , toda la m a sa de m o n tes co sta n e ro s fo rm a ría u n a isla e strech a, p a ra le la a la isla de M a rg a rita y c u a tro ve­ ces m á s la rg a . No es ú n ic a m e n te la in sp ecció n del te­ rre n o y c o n sid eracio n es d e riv a d a s de su reliev e lo que c o n firm a estas a serc io n e s: la sim p le v ista d e la confi­ g u ració n de las costas y el m a p a geológico del p aís h a ­ r ía n co n ceb ir las m ism as ideas. P a re c e q u e la isla de M a rg a rita estuvo co n tigua a n te s a la c o rd ille ra c o sta n e ra de A ray a, p o r la p e n ín su la de C h aco p ata y las islas Ca­ rib es, Lobos y Coche, de la m ism a su e rte q u e lo está aho­ r a esta c o rd ille ra a la del C ocollar y de C a rip e p o r el es­ trib o de M eapire. E n el estado a c tu a l de las cosas se ven crecer, in v a ­ diendo el m a r, las h ú m e d a s lla n u ra s q u e se p ro lo n g a n al E ste y al Oeste del estribo, q u e im p ro p ia m e n te llev an los n o m b re s de valles de S an B onifacio y de C ariaco. Las a g u as del m a r se re tira n , y estas m u d a n z a s de rib e ra son so b re todo m u y sensibles en la costa de C u m an á. Si la n iv ela ció n del suelo p a re c e in d ic a r q u e los dos golfos de C ariaco y de P a ria o c u p a b an a n te s un espacio m ucho m á s co n sid erab le, no p o d ría d u d a rs e tam poco que las tie rra s son las que hoy a u m e n ta n p ro g resiv am en te. C er­ ca de C u m an á, u n a b a te ría que lla m a n de la Boca fué c o n s tru id a en 1791, en la o rilla m ism a del m a r ; y en 1799 la vim os m u y le jo s en el in te rio r de las tie rra s. E n la d e sem b o c ad u ra del río N everí, cerca del M orro de N ue­ va B arcelona, la re tira d a de las ag u a s es to d av ía m ás

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ráp id a . P ro b a b le m e n te es debido este fen ó m en o lo cal a aluviones c u y a acción no lia sido to d av ía e x a m in a d a su­ ficientem ente. B a ja n d o de la S ie rra de M eapire, q u e fo rm a el ist­ mo e n tre las p la n ic ie s de S an B onifacio y de C ariaco, se h a lla h a c ia el E ste la g ra n la g u n a de P u tu c u a l, q u e se com unica con el río Areo, y q u e tiene de 4 a 5 leg u as de diám etro. Los te rre n o s m on tañ o so s q u e ro d e a n esta cuenca, sólo de los in d íg e n a s son conocidos. A llí es don­ de se ven esas g ra n d e s boas q u e los in d io s C h a im a s de­ signan con el n o m b re de Guainas, y a las q u e a trib u y e n fab u lo sa m e n te u n a g u ijó n d e b a jo de la cola. B a ja n d o de la S ie rra de M eapire p o r el O este se e n c u e n tra p ri­ m ero u n te rre n o hu eco ( Tierra H ueca) q u e d u ra n te los g randes tem b lo res de tie rra de 1766 a rr o jó asfa lto en ­ vuelto en p e tró leo viscoso: m ás a d e la n te se ve b ro ta r del suelo u n a in n u m e ra b le c a n tid a d de fu en te s te rm a le s hid ro su lfu ro sas; y p o r ú ltim o se lleg a a las o rilla s de la lag u n a C am pona, cu y as e m an acio n es c o n trib u y en a vol­ ver in sa lu b re el c lim a de C ariaco. P ie n sa n los n a tu r a ­ les que el te rre n o hueco e stá fo rm a d o p o r el h u n d im ie n ­ to de las a g u a s c a lien te s; y a ju z g a r p o r el sonido que se oye p o r la p isa d a de los caballos, debe c re e rse que las cavidades s u b te rrá n e a s se p ro lo n g an de O este a E ste h asta cerca de C asan ai, en u n a lo n g itu d de 3000 a 4000 toesas. Un ria c h u e lo , el río Azul, re c o rre estas lla n u ra s, que están a g rie ta d a s por terrem otos, los cu ales tien en un centro de acción p a rtic u la r y ra ra m e n te se p ro p a g a n h a s ­ ta C um aná. L as ag u as del río Azul son fría s y lím p i­ das: n acen en la fa ld a o ccidental del c e rro de M eapire, y se cree q u e se acrecen con las in filtra c io n e s de la la ­ guna de P u tu c u a l, que está situ a d a al otro lad o del es­ labón. El ria c h u e lo y las fu en tes term ale s h id ro su lfu rosas del Llano de Aguas calientes (al E. N. E. de C a ria ­ co y a 2 leg u as de d istan cia) se a rr o ja n todos en la lag u ­ na de C am pona. E ste es el n om bre q u e d a n a un g ran aguazal q u e en el tiem po de las sequías se div id e en tres

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c u en cas situ a d a s al N oroeste de la c iu d a d de C ariaco, c erca de la e x tre m id a d del golfo. Sin c e sa r se d e sp re n ­ den e m an acio n es fé tid a s del a g u a e sta n c a d a de este a g u a ­ zal. E l alien to del hid ró g en o s u lfu ra d o se m ezcla al de los pescados p o d rid o s y los v eg etales descom puestos. Los m ia sm a s se fo rm a n en el valle de C ariaco cual en la c a m p a ñ a de R om a, p ero el a rd o r del c lim a de los trópicos a c re c ie n ta la e n e rg ía d e le té re a de ellos. Estos m ia sm a s son p ro b a b le m e n te com b in acio n es te rn a ria s o c u a te rn a ria s de n itrógeno, fósforo, h id rógeno, carb o n o y az u fre . Dos m ilésim os de h id ró g en o s u lfu ra d o m ezcla­ dos con el a ire atm o sférico b a s ta n p a r a a s fix ia r un pe­ rro ; y en el estado a c tu a l de la e u d io m e tría nos fa lta m e­ dios p a r a a p re c ia r m ezclas gaseosas q u e sean m á s o m e­ nos nocivas a la salu d , según q u e sus elem entos, en can­ tid a d e s in fin ita m e n te p e q u e ñ as, se co m b in en en d ife re n ­ tes p roporciones. Uno de los m á s im p o rta n te s servicios q u e la q u ím ica m o d e rn a ha hecho a la fisiología, es h a ­ b e r en señ ad o que to d av ía ig n o ram o s lo que los e x p e ri­ m entos ilusorios sobre la com posición q u ím ic a y la sa lu ­ b rid a d de la a tm ó sfe ra d a b a n com o cierto h ace quince años. L a posición de la la g u n a de C am pona h a c e m u y p er­ nicioso, p a ra los h a b ita n te s de la p e q u e ñ a c iu d a d de Ca­ riaco, el viento N oroeste, q u e so p la fre c u e n te m e n te tras la p u e sta del sol. T a n to m enos p u e d e p o n e rse en duda su in flu e n cia , cu an to se ve q u e las fie b re s in te rm ite n tes d e g e n era n en fieb res tifo id eas a m e d id a q u e se va hacia la le n g u a de tie rra , que es el foco p rin c ip a l de los m iasm as pú trid o s. F a m ilia s e n te ra s de neg ro s h o rro s q u e tienen se m e n tera s en la costa s e p te n trio n a l del golfo de C ariaco se p o stra n en sus h a m a c a s desde la e n tra d a d e la in v e r­ n a d a . E stas fie b re s tom an el c a rá c te r de fie b re s re m i­ tentes p ern icio sas si alguno, e x te n u a d o p o r u n larg o tra ­ b a jo y u n a fu e rte tra n sp ira c ió n , se ex pone a la s lloviznas que con fre c u e n cia caen h a c ia la ta rd e . Sin em bargo,

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los h o m b re s m orenos, y sobre todo los n eg ro s criollos, resisten m á s q u e c u a lq u ie ra o tra ra z a a las in flu e n c ia s del clim a. Se tra ta a los e n ferm o s con lim o n a d a , in fu ­ siones de S c o p a ria dulcís (Escobilla), ra ra m e n te con C uspare, que es la Q uina de la A ngostura. N ótase en g e n e ra l que en estas e p id e m ia s de la ciu ­ dad de C ariaco la m o rta lid a d es m en o s c o n sid e rab le de lo q u e d e b e ría suponerse. C uando las fie b re s in te rm i­ tentes a ta c a n un o s m ism os in d iv id u o s d u ra n te v ario s años sucesivos, a lte ra n y e n e rv a n la co n stitu ció n ; pero este estad o de d eb ilid ad , ta n com ún en las costas m a ls a ­ nas, no ca u sa la m u erte. E s p o r lo d e m á s b a s ta n te n o ­ table q u e aq u í se c rea, com o en la c a m p a ñ a de Rom a, que el a ire se ha vu elto p ro g re siv a m en te m alsa n o en ta n ­ ta escala cu a n to m a y o r n ú m ero de y u g a d a s se h a som e­ tido a l cultivo. Los m ia sm a s que e x h a la n estas lla n u ­ ras no tie n e n sin em bargo, n a d a de com ún con los q u e u n a selva e x h a la c u a n d o se c o rta n los árb o les y c a lie n ta el sol u n a espesa c a p a de h o ja s m u e rta s : c e rca de C ariaco el país está d esm ontado y es poco m ontuoso. ¿ H a b rá de su p o n erse q u e el m an tillo , rem ovido rec ien te m e n te y hum edecido p o r las lluvias, a lte ra y vicia la a tm ó sfe ra m ás q u e el espeso m a n to de y e rb a s q u e c u b re u n suelo no la b ra d o ? (15). J ú n ta n s e a estas cau sas locales otras m enos p ro b lem áticas. Las o rillas c e rc a n a s del m a r es­ tán c u b ie rta s de m angles, av icen n ias y otros a rb u sto s de corteza a strin g e n te. Todos los h a b ita n te s de los tró p i­ cos conocen las exh alacio n es m a lé fic a s de estos v egeta­ les, y ta n to m ás se les tem e cu an to sus raíc es y pies no están de c o n tin u o d e b a jo del agua, sino m o ja d o s a lte r­ n a tiv a m e n te o expuestos al a rd o r del sol. Los m angles p ro d u cen m ia sm a s po rq u e co n tienen m a te ria vegetó­ t e ) Si esta acción es nociva, no está ciertamente limitada a ese procedimiento de desoxidación que he demostrado en numerosos experimentos en el humus y las tierras (carburadas?) de un color pardo. Acaso por el complicado mecanismo de las afinidades se forman simultáneamente y con motivo de esta absorción de oxígeno las combinaciones gaseosas deletéreas con doble o triple base.

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a n im a l co m b in a d a con tan in o , com o en o tro lu g a r lo he in d ic a d o (16). A segúrase que 110 se ría d ifíc il e n sa n ­ c h a r el c a n al p o r el que se com u n ica con el m a r la la ­ g u n a C am pona, y d a r sa lid a p o r a llí a las a g u a s e sta n ­ cadas. Los neg ro s lib res, q u e fre c u e n te m e n te v isitan es­ te te rre n o p an tan o so , a firm a n a m á s de esto q u e no sería p reciso q u e fu ese p ro fu n d a esa tije ra , p o rq u e la s aguas fría s y lím p id a s del río A zul e stá n colocadas en el fondo del lago, de su e rte q u e re g is tra n d o en las c a p a s in fe rio ­ res se h a lla ¡jgua po tab le e in o dora. L a c iu d a d de C ariaco fu é en o tro tiem p o sa q u ea d a v a ria s veces p o r los C a rib e s: su po b lació n a u m e n tó r á ­ p id a m e n te desde q u e las a u to rid a d e s p ro v in ciales, a des­ pecho de las ó rd en es p ro h ib itiv a s de la co rte de M adrid, fav o re c ie ro n a m e n u d o el com ercio con la s colonias ex­ tra n je ra s . Se h a d u p lic a d o en diez años, y en 1800 e ra de m á s de 6000 alm as. Los h a b ita n te s se d e d ic a n con g ran celo al cultivo del algodón, que es de m u y h erm o sa cali-

(16) Los criollos comprenden bajo el nombre de M angle los dos géneros Phizophora y Avicennia, distinguiéndolos con los ad­ jetivos colorado y prieto. He aquí el catálogo de las plantas socieles que cubren estas pla­ yas arenosas del litoral, y que caracterizan la vegetación de Cumaná y del golfo de Cariaco: —Rhizophora Mangle, Avicennia nítida, Comphrena flava, C. b r a c h i a ta , Sesuvium portulacastrum (V idrio), Talinum cuspidatum (B icho), T. cumanense, Portulaca pilosa ( S a r ­ g a z o ), P. lanuginosa, Illecebrum m a r it im u m , Atriplex c r i s t a t a , Heliotropium viride, H. latifolium, Verbena h u n e a ta , Mollugo verticillata, Euphorbia m a r ít im a Convolvulus eu m ane nsis. Estos cuadro de la vegetación han sido trazados en los propios lugares, indicando con números en un diario las plantas de nuestros herbarios que más tarde hemos determinado. Pienso que este mé­ todo puede ser recomendado a los viajeros: contribuye a que se co­ nozca el aspecto de un país acerca del cual los catálogos designa­ dos con el vago nombre de Floras sólo muy im perfectamente nos ins­ truyen, porque comprenden a un mismo tiempo todo género de te­ rrenos.

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dad y cuya p ro d u cc ió n excede de 10.000 q u in ta le s (17). Q uem an con c u id a d o las c á sc a ra s del algodonero, u n a vez se p a ra d o el vellón. E c h a d a s al río y su frie n d o entonces la p u tre fa c c ió n , d a n esas c á sc a ras e m a n a c io n e s q u e se creen son dañosísim as. E l cultivo del cacao h a d ism i­ nuido m u ch o en estos últim os tiem pos. E ste á rb o l p re ­ cioso no c a rg a sino a los ocho o diez años, y su fru to se conserva m u y m a l en los alm acen es, p o rq u e se p ica a l cabo de u n año, a despecho de to d as las p rec a u c io n e s que se h a y a n e m p le ad o p a ra secarlo. E sta d e s v e n ta ja es g ra n d ís im a p a ra el colono. E n estas costas, según el cap rich o de u n m in iste rio y la resiste n c ia m á s o m enos valerosa de los g o b ern ad o res, o ra se p ro h íb e, o ra se p e r ­ m ite con c ie rta s restric cio n e s el com ercio con los n e u tr a ­ les. Los p edidos de u n a m ism a m e rc a d e ría y los p recios que se a ju s ta n con fre c u e n cia p o r estos p ed id o s su fre n por consiguiente la s m á s im p e n sa d a s v a ria cio n e s. No puede el colono a p ro v e c h a rse de esas v a ria cio n e s, p o r­ que el cacao no se conserva en los alm acenes. Así pues, los v iejo s pies de cacao, q u e sólo c a rg a n g e n e ra lm e n te h a sta la e d a d de c u a re n ta años, no h a n sido re e m p la z a ­ dos. E n 1792 se c o n ta b a n to d av ía 254.000 pies en el v a ­ lle de C ariaco y o rillas del golfo. H oy p re fie re n otros ram os de cultivo, los que p ro d u ce n desde el p rim e r año y cuyo p ro d u cto m en o s ta rd ío es de u n a co n serv ació n m enos in c ie rta . T a les son el algodón y el a z ú ca r, que sin e s ta r su je to s a descom posición com o el cacao, p u e ­ den c o n serv a rse de m odo de sa c a r p a rtid o de toda p ro ­ b a b ilid a d de v en ta. L as m u d a n z a s q u e la civilización y las rela cio n e s con los e x tra n je ro s h a n in tro d u c id o en las co stu m b res y el c a rá c te r de los h a b ita n te s de la costa h a n in flu id o en la s e ñ a la d a p re fe re n c ia q u e d a n a los d i­ feren tes ram o s de la ag ric u ltu ra . L a m o d era ció n en los (17) Nouv. Esp., t. IV, p. 509. La exportación del algodón subía en 1800, en las provincias de Cumaná y Barcelona, a 18.000 quintales, de los que el solo puerto de Cariaco suministraba de 6000 a 7.000. En 1792 la exportación total sólo era de 3.900. El precio medio del quintal es de 8 a 10 pesos. 10

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deseos, la p ac ie n c ia q u e con llev a u n a la rg a e sp e ra , la c a lm a q u e a y u d a a s o p o rta r la triste m o n o to n ía de la soledad, poco a poco se v a n p e rd ie n d o en el c a rá c te r de los h isp a n o a m eric a n o s. M ás e m p re n d e d o re s, m ás su­ p e rfic ia le s y m óviles, p re fie re n a q u e llas e m p re sa s cuyo re su lta d o sea m ás pronto. N uevas p lan tacio n es de cacao sólo se ven a p a re c e r en el in te rio r de la p ro v in c ia, al E ste de la S ie rra de Meap ire , en el p aís inculto que se e x tie n d e de C a rú p a n o h a ­ c ia el golfo de P a ria , p o r el v a lle de San B onifacio. Se h a c en a q u e lla s tan to m ás p ro d u c tiv a s cu an to las tie rra s d e sm o n ta d as rec ien te m e n te y ro d e a d a s de selvas están en contacto con u n a ire m ás hú m ed o , m ás e sta n c ad o y m á s c a rg a d o de e m an acio n es m efítica s. Se ven a llí p a ­ d res de fa m ilia , o b ed ien tes a los an tig u o s h á b ito s de los colonos, p re p a ra n d o p a r a sí y p a ra sus h ijo s u n a fo rtu n a ta rd ía p ero segura. B ástales un solo esclavo p a ra a y u ­ d a rse en sus ru d a s labores. Con su p ro p ia m a n o des­ m o n ta n el suelo, c ría n las m a tic a s de cacao a la so m b ra de E ry trin a s y B ananeros, p o d an el árb o l ad u lto , d e s tru ­ yen e n ja m b re s de o ru g as e insectos q u e a ta c a n la co rte­ za, las h o ja s y las flores, a b re n reg u e ra s, y se resu elv en a lle v a r u n a vida m ise ra b le p o r seis u ocho años, h a sta qu e los cacaoteros em p iezan a d a r cosecha. T re in ta m il m a ta s a se g u ra n el b ie n e sta r a u n a fa m ilia d u ra n te u n a g e n e ra c ió n y m edia. Si el cultivo del algodón y del café lia hecho d ism in u ir el del cacao en la p ro v in c ia de C a­ ra c a s y en el vallecico de C ariaco, h a y que c o n v e n ir en que este últim o ram o de la in d u s tria colonial h a a u m e n ­ tado p o r lo g e n e ra l en el in te rio r de las p ro v in c ias de N ueva B arcelo n a y C um an á (18). L as c a u sa s de este m o v im ien to progresivo del cacao tero del O este a l Este son fáciles de concebir. L a p ro v in c ia de C a ra ca s es la q u e m ás a n tig u a m e n te se h a cu ltiv a d o ; p ero a m ed id a (18) Inform e del Tesorero Don Manuel N a v a rre t e , so b re el p ro ­ y ecta do esta n c o de a g u a rd ie n te de c a ñ a , 1792 (Manuscrito).

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que p o r m a y o r tiem po es d esm o n tad o un p a ís se vuelve en la zo n a tó rrid a m ás d esn u d o de árb o les, m á s seco, m á s expuesto a los vientos. E stas m u d a n z a s físicas son a d ­ versas a la prod u cció n del cacao, y d ism in u y en d o p o r tanto las p la n ta c io n e s en la p ro v in c ia de C aracas, se a c u ­ m u lan po r decirlo así h a c ia el E ste, en u n suelo v irgen y n u e v a m e n te desm ontado. L a sola N u ev a A n d a lu c ía lia p ro ducido, en la época de 1799, de 18.000 a 20.000 f a ­ negas de cacao (a 40 pesos la fan e g a en tiem p o de p a z ), de las cu ales 5.000 se e x p o rta b a n de c o n tra b a n d o a la is­ la de T rin id a d (19). El cacao de C u m a n á es in fin ita m e n ­ te su p e rio r al de G u ay aq u il. L a m e jo r c a lid a d p ro ced e de los valles de S an B onifacio, así com o los m e jo re s cacaos de N ueva B arcelona, C aracas y G u a te m a la son los de Cap iricu al, U ritu cu y Soconusco. H ubim os de s e n tir que la s fie b re s re in a n te s en C a­ riaco nos im p id ie ro n a la rg a r a llí n u e s tra estad a. Como todavía no estáb am o s su fic ie n tem e n te a clim atad o s, los colonos m ism os p a ra q u ien es ten íam o s reco m en d acio n es nos e x c itab a n a p a rtir. E n c o n tra m o s en esta c iu d a d gran n ú m e ro de p erso n as que p o r c ie rta so ltu ra en sus m odales, c ie rta la titu d m ay o r en sus ideas, y he de a ñ a ­ dir, p o r u n a s e ñ a la d a p redilección p a ra con los g o b ier­ nos de los E stados Unidos, a n u n c ia b a n h a b e r tenido f re ­ cuentes tra to s con el e x tra n je ro . F ué p o r vez p rim e ra en estos clim as cu a n d o oím os p ro n u n c ia r con e n tu sia s­ mo los n o m b re s de F ra n k lin y de W a sh in g to n ; y al ex­ p re sa r este en tu siasm o m ezcláb an se q u e ja s p o r el esta­ do a c tu a l de la N u eva A ndalucía, u n a e n u m e ra c ió n con frecu en cia e x a g e ra d a de sus riq u e z as n a tu ra le s, y votos a rd ie n te s e in q uietos por u n p o rv e n ir m á s feliz. E sta (19) Los sitios en que el cultivo es más abundante son los valles de Río Caribe, Carúpano, Irapa, célebre por sus aguas term a­ les, Chaguarama, Cumacatar, Caratar, Santa Rosalía, San Bonifa­ cio, Río Seco, Santa Isabel, Putucual. En 1792 no se contaban en todo este terreno más que 428.000 cacaoteros. En 1799, según datos oficiales que me he procurado, había cerca de millón y medio. La fanega de cacao pesa 110 libras.

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disposición de los e sp íritu s d e b ía im p re sio n a r a un v ia­ je r o q u e a c a b a b a de p re s e n c ia r de cerca las g ran d e s agi­ taciones de E u ro p a ; p ero ello no a n u n c ia b a to d av ía n a d a de h o stil y violento, n in g u n a d irecció n d e te rm in a d a . En las id eas y ex p resio n es h a b ía esa v a g u e d a d q u e c a ra c ­ teriza , tan to en los p u eblos com o en los ind iv id u o s, un estado de se m ic u ltu ra , u n d e sarro llo p re m a tu ro de la ci­ vilización. D esde q u e la isla de T rin id a d se convirtió en colonia in g lesa, todo el ex trem o o rie n ta l de la p ro v in ­ cia de C u m an á, sobre todo la costa de P a r ia y el golfo de este n o m b re , c a m b ia ro n de aspecto. A lgunos e x tra n ­ je ro s se h a n estab lecid o allí, y h a n in tro d u c id o el cul­ tivo del cafeto, del algodón y de la c a ñ a d u lce de O tajeti. H a a u m e n ta d o en e x tre m o la po b lació n en C arú p an o , en el h erm oso valle de Río C aribe, en G iiiria, y en el n u e ­ vo b u rg o de P u n ta de P ie d ra , situ a d o fre n te a P uerto E sp a ñ a , en T rin id a d . T a n fé rtil es el suelo en el Golfo T riste, que" el m aíz da dos cosechas al año y pro d u ce 380 veces p o r grano. Un a lm u d da en el Golfo T riste 32 fa ­ negas, y 25 en C ariaco. El a isla m ien to de los estab leci­ m ie n to s h a fav o recid o el com ercio con las colonias ex­ tr a n je r a s ; y desde el año de 1797 h a o c u rrid o u n a rev o ­ lución en las id eas cuyas consecuencias no h a b ría n sido a la la rg a fu n e sta s p a ra la m etró p o li, si el M inisterio no h u b ie ra c o n tin u a d o la stim a n d o todos los intereses, con­ tra ria n d o to d as las e sp era n z as. E n las re y e rta s de las colonias ta n to com o en c asi todas las conm ociones p o p u ­ lares, h a y u n m om ento en que los gobiernos, c u a n d o no e stá n cegados ac erc a del curso de las cosas h u m an as, p u e d e n , m e d ia n te u n a m o d era ció n p ru d e n te y la p rev i­ sión, re s ta b le c e r el e q u ilib rio y c o n ju r a r la to rm e n ta . Si y e rr a n ese m om ento, si creen p o d e r c o m b a tir p o r la fu e rz a física u n a ten d e n c ia m o ra l, entonces se d e sa rro ­ lla n in c o n tra sta b le m e n te los aco n tecim ien to s y la sep a­ rac ió n de las colonias se e fe c tú a con u n a v io lencia tanto m ás fu n e sta cuanto, a todo lu ch a r, h a lo g rad o la m e tró ­ poli re s ta b le c e r p o r algún tiem po sus m onopolios y su a n tig u a dom inación.

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Nos e m b a rca m o s de m a d ru g a d a con la e sp e ra n z a de h a c e r en u n día la tra v e sía del golfo de C ariaco, q u e en el m o v im ien to de sus ag u as s e m e ja el de n u e stro s grandes lagos, c u a n d o son estas a g ita d a s su a v em e n te p o r los vientos. No h ay m á s de 12 leguas m a rin a s del em ­ b a rc a d e ro a C u m an á. S alien d o de la p e q u e ñ a c iu d a d de Cariaco, costeam os h a c ia el O este el río C a re n ic u a r, que alineado com o 1111 c a n a l a rtific ia l se a b re paso e n tre h u e rta s y p la n ta c io n e s de algodón. T odo este terren o , algo p a n ta n o so , esta c u ltiv ad o con el m a y o r cu id ad o . D u ­ ran te n u e s tra p e rm a n e n c ia en el P e rú , in tro d ú jo s e a llá en los lu g a re s m á s secos el cultivo del cafeto. A lo largo del río C ariaco vim os las m u je re s in d ia s la v a n d o su ro p a con el fru to del Paraparo (S a p in d u s s a p o n a r ia ) ; se p reten d e q u e esta o p e ra c ió n hace m u c h a esp u m a , y el fruto es elástico a tal p u nto, que, a rro ja d o sobre u n a p ie ­ dra re b o ta tres o c u a tro veces a 7 u 8 pies de a ltu ra . S ien­ do de fo rm a esférica, e m p léase p a r a h a c e r ro sario s. A p en as e m b a rca d o s, tuvim os q u e lu c h a r con vientos contrarios. L lovía a c á n ta ro s y el tru e n o m u g ía de c e r­ ca. E n ja m b re s de flam encos, g a rz a s y cuervos m a rin o s lle n a b an el a ire b u sc an d o la rib e ra . Sólo el a lc a tra z , especie de g ra n p elícan o , p e rse v e ra b a so seg ad am en te en su pesca en m edio del golfo. E ra m o s 18 p a sa je ro s, y tuvim os d ific u lta d p a ra aco m o d ar n u e stro s in stru m e n ­ tos y colecciones en u n a lancha e strech a, so b re c a rg a d a de a z ú c a r m o ren a, rac im o s de p láta n o s y nueces de co­ co. L a b o rd a de la e m b a rca c ió n e sta b a a flo r de agua. El golfo de C ariaco tie n e casi p o r to d as p a rte s de 45 a 50 b raz a s de ho n d o ; pero en su cabo o rie n tal, cerca de C u raguaca, en u n a extensión de 5 leguas, 110 in d ic a la sonda m á s de 3 a 4 b razas. Es allí donde está el bajo de la Cotúa, ban co de fondo arenoso, que en la b a ja m a r se d e scu b re com o si fu e ra un islote. L as lan c h a s que llevan v ív eres a C um an á e n callan a veces allí, a u n q u e siem pre sin p e lig ra r, porque la m a r n u n c a es ah í g ru esa o b o rb o tean te. A travesam os esa p a rte del golfo donde b ro ta b a n del fondo del m a r m a n a n tia le s cálidos. E ra el

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m o m e n to del flu jo , de su e rte que la d ife re n c ia de la tem ­ p e ra tu ra e ra m enos sensible, y a m ás n u e s tra la n c h a de­ riv a b a d em asiad o h a c ia la costa m e rid io n a l. Se c o m p re n ­ d e q u e h a n de h a lla rs e c a p as de ag u a de d ife re n te s tem ­ p e ra tu ra s , según que las c o rrie n te s y los v ien to s aceleren la m ezcla de las agua te rm a le s con las del golfo. F e n ó ­ m en o b ien n o tab le es la e x isten cia de esos m a n a n tia le s cálidos que a u m e n ta n la te m p e ra tu ra del m a r, a lo que se dice, en u n a extensión de 10.000 a 12.000 toesas c u a ­ d ra d a s (20). E n dirig ién d o se del p ro m o n to rio de P a ria h a c ia el Oeste, p o r Ira p a , A guas C alientes, el golfo de C ariaco, el B e rg a n tín y los v a lle s de A rag u a, h a sta las m o n ta ñ a s n e v a d as de M érida, se e n c lie n tra en m ás de 150 leg u as de d ista n c ia u n a f a ja c o n tin u a de aguas te r­ m ales. F o rz áro n n o s el viento c o n tra rio y el tiem p o lluvioso a fo n d e a r en P e ric a n ta l, p e q u e ñ a h a c ie n d a s itu a d a en la costa m e rid io n a l del golfo. C u b ie rta de u n a h erm osa v egetación toda esta costa, está casi del todo p riv a d a de cu ltiv o : c u e n ta a p e n as con 700 h a b ita n te s, y con ex cep ­ ción de M a rig ü ita r, no se ven a h í sino p lan ta cio n e s de co­ coteros, q u e son los olivos del p a ís (21). En am bos con­ tin e n te s ocu p a esta p a lm e ra u n a zona cuya te m p e ra tu ra m e d ia en el año no es m enos de 20° (22). Es, com o la C h a m a ero p s de la cuenca del M ed iterrán eo , u n a legíti(20) Hay en la isla de Guadalupe una fuente hirviente que salta en la playa (Lescalier, en el J o u r n . de Phys., t. LXVII, p. 379). Fuentes de agua caliente salen del fondo del mar en el golfo de Nápoles, y cerca de la isla de Palma, en el archipiélago de las Ca­ narias. (21) El A tlas geográfico de la obra de Raynal indica entre Cumaná y Cariaco un burgo nombrado V e rm e que jamás existió. Los mapas más recientes de la América están atestados de nombres de lugares, ríos y montes, sin que pueda adivinarse siquiera el ori­ gen de esos errores que se propagan de siglo en siglo. (22) El cocotero vegeta en el hemisferio boreal desde el ecua­ dor hasta 28° de latitud. Cerca del ecuador sube de las llanuras hasta la altura de 700 toesas sobre el nivel del mar.

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m a P alm era del litoral. P re fie re el ag u a s a la d a a la d u l­ ce, y no se a d a p ta tan bien com o en las costas en el in ­ te rio r de las tie rra s, donde el a ire no está im p re g n a d o de p a rtíc u la s salin as. C uando en la T ie rr a F irm e o en las m isio n es del O rinoco se sie m b ra n cocoteros lejo s del m ar, se echa en el hoyo en q u e se d e p o sita n las nueces de coco u n a c a n tid a d co n sid e rab le de sal, h a sta m ed ia fan eg a. E n tre las p la n ta s c u ltiv a d a s p o r el h o m b re que ten g an la p ro p ie d a d del cocotero, de p o d erse r e g a r al igual con ag u a dulce o sa la d a , sólo se h a lla n la c a ñ a de azú car, el b a n a n e ro , el m am e y y el a g u acate, y es c ir ­ cu n stan cia que fav o rece sus m ig ra cio n e s; y si la cañ a dulce del lito ra l pro d u ce u n ju g o algo salobre, este es tam b ién , a lo q u e se cree, m ás p ro p io p a ra la d estilació n del a g u a rd ie n te que el ju g o p ro d u cid o en el in te rio r de las tie rra s. E n la s d em ás p a rte s de A m érica no se c u ltiv a gene­ ra lm e n te el cocotero sino a lre d e d o r de las h a c ie n d a s p a ­ ra co m er su fru to . En el golfo de C ariaco fo rm a v e rd a ­ deras plan tacio n es. H áb lase en C u m a n á de u n a hacien­ da de Coco, tal com o de u n a hacienda de caña o de cacao. En un te rre n o fé rtil y h ú m ed o el cocotero com ienza a d a r a b u n d a n te m e n te fru to al c u a rto año; p ero en los te rre ­ nos árid o s las cosechas no se o b tienen sino a l cabo de diez años. La v id a del árb o l no excede p o r lo g en eral de 80 a 100 años, y su a ltu ra m ed ia en esa época es de 70 a 80 pies. E ste rá p id o d esarro llo es tan to m ás n o ta ­ ble, c u a n to o tra s p a lm e ra s, p o r e je m p lo el m o ric h e (M auritia flex u o sa) y la P a lm a de S om brero (C o ry p h a tectoram) (23), cuya lo n g evidad es g ran d ísim a , no a lcan za a m en u d o sino de 14 a 18 pies a la edad de 60 años. E n los p rim e ro s 30 o 40 años, u n cocotero del golfo de Ca­ riaco echa en to d as las lu n acio n es un rac im o de 10 a 14 fru to s q u e sin em bargo no todos lleg an a su m ad u rez. Se p u e d e h a c e r la c u en ta de que, p o r térm in o m edio, un (23) Corypha te c to ru m . t- I, p. 289.

Véanse nuestros Nov. Gen. e t Spec,

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á rb o l rin d e a n u a lm e n te cien cocos, de los q u e se e x tra e n ocho frascos de aceite. (Un frasco contiene de 70 a 80 p u lg a d a s cúbicas del pie de P a rís ). El fra sc o se vende p o r 2 1/2 re a le s de p lata , o sean 32 sueldos. E n Provenza, u n olivo de 30 años da 20 lib ra s o 7 frascos de aceite, de su e rte que p ro d u ce de ello algo m enos q u e un coco­ tero. E xisten en el golfo de C ariaco haciendas de 8000 a 9000 cocoteros, que p o r su aspecto pin to resco re c u e rd a n esas bellas p lan ta cio n e s de d a tile ra s, de c e rca de Elche, en M urcia, donde en u n a legua c u a d ra d a se h a lla n m ás d e 70.000 p a lm e ra s re u n id a s. El cocotero no p ersiste en d a r fru to a b u n d a n te m e n te sino h a sta los 30 o 40 años: p a s a d a esta ed ad , d ism in u y en las cosechas, y u n viejo árbol de cien años, sin se r en absoluto estéril, es sin em ­ b a rg o bien poco p ro d u ctiv o . E n la ciu d a d de C u m a n á es d o n d e se fa b ric a u n a g ra n c a n tid a d de aceite de coco, que es lím pido, inodoro, y m u y p ro p io p a ra el a lu m b ra ­ do. T an activo es el com ercio de este aceite com o lo es en las costas occid en tales de A frica el com ercio de acei­ te palma, e x tra íd o de la E lays guineensis. E ste últim o se em p lea com o alim ento. A C um an á lie visto a m enudo lle g a r la n c h a s c a rg a d a s con 3000 fru to s de cocotero. Un árb o l en b u e n a s condiciones d a u n a re n ta a n u a l de 2 1/2 pesos (14 lib ras, 5 s u e ld o s ); m as com o en las haciendas de coco se h a lla n m a ta s de d ife re n te s e d a d e s e n tre m e z ­ cladas, no se ta sa el c a p ita l de ellas, en av alú o s de p e ri­ tos, sino en 4 pesos (24). (24) Pueden estas evaluaciones arrojar alguna luz sobre las ventajas que derivan del cultivo de los árboles frutales en la zona tórrida. Cerca de Cumaná se calcula, según tasación de peritos, un pie de bananero en un real de plata (13 sueldes); un chicozapote o níspero, en 10 pesos. Venden 4 nueces de coco u 8 frutos de nís­ pero (Achras Sapsta) por medio real. El precio de los primeros se ha duplicado en veinte años, a causa de la grande exportación que ds ellos se hace para las islas. Un níspero en plena produc­ ción rinde al hacendado que pueda vender el fruto en una ciudad cercana, cerca de 8 pesos al año; un pie de onoto o un granado no rinde sino un peso. El granado es muy solicitado a causa del jugo refrescante de sus frutos, que los prefieren a los de las Pasi­ floras o parch as.

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No salim os de la g r a n ja de P e ric a n ta l sino después de la p u e sta del sol. La costa m e rid io n a l del golfo, a d o r­ na d a con u n a rica vegetación, ofrece el aspecto m á s ri­ sueño, al p aso que la costa s e p te n trio n a l es p e la d a , ro ­ queña y á rid a . A p e s a r de esta a rid e z del suelo y de la falta de llu v ia s que a veces p o r el espacio de q u in ce m e­ ses se su fre , la p e n ín su la de A ray a (se m e ja n te al d esier­ to de C a n u n d en la In d ia ) pro d u ce patillas o sa n d ía s que pesan de 50 a 70 lib ra s. E n la zona tó rrid a los v ap o res que co ntiene el a ire (25) h acen m á s o m en os las 9/10 partes de la c a n tid a d n e c esa ria p a ra su sa tu ra c ió n , y la vegetación se sostiene p o r la a d m ira b le p ro p ie d a d que tienen las h o ja s de c h u p a r el ag u a d isu e lta en la atm ó s­ fera. P a sa m o s u n a noche b a s ta n te m a la en u n a lan c h a estrecha y so b re c a rg a d a , y a las 3 de la m a ñ a n a llegam os a la boca del río M anzanares. A costum brados desde h a ­ cía a lg u n a s se m a n a s a la vista de las m o n ta ñ a s, a un cie­ lo tem pestuoso, y a selvas so m b rías, nos im p re sio n ó esa in v ariab le p u rez a del aire , esa d esn u d ez del suelo, esa m asa de luz re fle ja d a , q u e c a ra c te riz a n la posición de C iunaná. Al s a lir el sol vim os los b u itre s zam uros (V u ltu r A u­ ra) en b a n d a d a s de 40 a 50 e n c a ra m a d o s en los cocote­ ros. E stas aves se colocan en fila p a ra d o rm ir ju n ta s a la m a n e ra de la g a llin á c e a s; y tal es su p ereza, q u e se re ­ cogen m u ch o an tes del ocaso, y so lam en te se le v a n ta n cuando el disco de este astro está y a sobre el ho rizo n te.

(25) Las lluvias parecen haber sido m ás frecuentes a princi­ pios del siglo XVI. Por lo menos el canónigo de Granada, Pedro Martyr de Angleria (De rebu s Ocean., Colonia, 1574 p. 93) hablando de las salinas de Araya o H a ra ia , que hemos descrito en el capítulo 5o hace mención de aguaceros (cad entes im b res) como de un fenó­ meno comunísimo. Ese mismo autor, que murió en 1526 (Cancelieri, Notizie di Colombo, p. 212) afirma que dichas salinrs eran ex­ plotadas por los indios antes de la llegada de los españoles. Coa­ gulaban la sal en forma de ladrillos, y hasta discute ya Pedro Mar­ tyr la cuestión geológica de si el terreno gredoso de Haraia contie­ ne m anantiales salinos, o si fué abastecido de sal en el curso de los siglos a beneficio de inundaciones periódicas del océano.

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O c u rre al p e n sam ien to q u e de ta l p e re z a p a rtic ip a n en estos clim as los árb o le s de h o ja s p in a d a s. L as m im osas y los ta m a rin d o s c ie rra n sus h o ja s en un cielo sereno, de 25 a 35 m in u to s a n te s de p o n erse el sol, y las a b re n por la m a ñ a n a después que h a sido v isible su disco d u ra n te el m ism o espacio de tiem po. Com o yo o b se rv a b a b as­ ta n te re g u la rm e n te la sa lid a y la p u e sta del sol p a ra se­ g u ir los ca m b ian te s del e sp ejism o o de las refrac c io n e s te rre stre s, p u d e p re s ta r u n a a te n c ió n co n tin u a a los fe­ n óm enos del sueño de las p lan ta s. Los he h a lla d o id én ­ ticos en las estepas, a llí do n d e n in g u n a d e sig u a ld a d del te rre n o in te rc e p ta la vista del h o rizo n te. No p a re c e sino q u e a c o stu m b ra d a s d u ra n te el d ía a u n a e x tre m a in te n ­ sid a d de la luz, las sen sitiv as y o tra s leg u m in o sas de h o jas ten u es y delicad as se a fe c ta n en la ta rd e con el m enor d esv an ecim ien to en la in te n sid a d de los rayos, de suerte q u e p a ra estos v eg etales com ienza la noche, a llá como e n tre nosotros, a n te s de la d e sa p a ric ió n to tal del disco so­ la r. ¿ P o r qué, em pero, en u n a zo n a en que casi no hay cre p ú sc u lo , los p rim e ro s ray o s del a stro no e stim u la n las h o ja s con ta n ta m a y o r fu e rz a c u a n to la au sen c ia de la luz debió h a c e rla s m á s irrita b le s ? ¿Q u izá la h u m e d a d depo­ s ita d a en el p a re n q u im a p o r el e n fria m ie n to de las h o jas que es el resu lta d o de la ra d ia c ió n n o c tu rn a , im p id a la acción de los p rim e ro s ray o s del sol? E n n u e stro s clim as las leg u m in o sas de h o ja s irrita b le s d e s p ie rta n ya a n te s de la a p a ric ió n del astro, d u ra n te el c re p ú sc u lo de la m a ­ ñana.

CAPÍTULO

IX

Constitución física y costum bres de los Chaimas.— Sus lenguas.—Filiación de los pueblos que habitan la Nueva Andalucía.—Pariagotos vistos por Colón No he q u e rid o in c o rp o ra r al re la to de n u e stro v ia je a las m isiones de C arip e c o n sid eracio n es g e n e ra le s sobre las d ife re n te s trib u s de in d íg e n a s q u e h a b ita n la N ueva A ndalucía, n i sobre sus costum bres, le n g u a je y origen com ún. V uelto al lu g a r de donde h a b ía m o s p a rtid o , p o n ­ dré b a jo u n solo p u n to de vista asuntos q u e tan de cerca tocan a la h isto ria del género hu m an o . A m ed id a que avancem os en el in te rio r de las tie rra s, a v e n ta ja r á este in terés a l de los fenóm enos del m u n d o físico. La p a rte N oreste de la A m érica equinoccial, la T ie rra F irm e y las rib e ra s del O rinoco se p a re c e n en razó n de la m u ltip lic i­ dad de los pueblos que las h a b ita n , a las g a rg a n ta s del C áucaso, a las m o n ta ñ a s del H in d u -k o h en la e x tre m i­ dad s e p te n trio n a l del Asia, m á s allá de los T ungusos y de los T á rta ro s estacionados en la e m b o c a d u ra del L ena. La b a rb a rie q u e re in a en esas d iv ersas regiones se debe quizá m enos a u n a au sen cia p rim itiv a de toda civilización que al re su lta d o de un luengo em b ru tecim ien to . La m a ­ yor p a rte de las h o rd a s q u e designam os con el n om bre de sa lv a je s p ro b ab le m e n te descienden de n acio n es an tes m ás a d e la n ta d a s en la c u ltu ra ; ¿ y cóm o d istin g u ir e n ­ tonces la in fa n c ia p ro lo n g ad a de la especie h u m a n a (si es que existe en alg u n a p a rte ) de ese estado de d eg rad a-

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ción m o ra l en q u e el a isla m ien to , la m ise ria , m ig ra cio ­ nes o b lig ad as o ios rig o re s del c lim a b o rra n h a s ta los ves­ tigios de la civ ilizació n ? Si p o r su m ism a n a tu ra le z a p u ­ d ie ra se r del dom inio de la h isto ria todo c u a n to c o n c ie r­ ne al estad o p rim itiv o del h o m b re y a la p rim e ra p o b la ­ ción de un co n tin en te, a p e la ría m o s a las tra d ic io n e s de la In d ia, a esa op in ió n ta n a m e n u d o e x p re sa d a en las leyes de M anó y en el R a m a y a n a , qile co n sid e ra a los sa l­ v a je s com o trib u s d e s te rra d a s de la sociedad civil y re ­ c h a za d a s a las selvas. El vocablo bárbaro, q u e hem os co­ p iad o de los griegos y los rom anos, 110 es q u izá m ás q u e el no m b re p ro p io de u n a de esas h o rd a s e m b ru te c id a s (1). E n el N uevo M undo, al p rin c ip io de la co n q u ista, 110 se h a lla b a n los in d íg e n a s re u n id o s en g ra n d e s sociedades sino en las fa ld a s de las C o rd illera s y en la s costas fro n ­ te ra s al Asia. L as lla n u ra s , c u b ie rta s de selvas y c o rta d as p o r ríos, las in m e n sa s sa b a n a s q u e se e x tie n d en h a c ia el E ste y se p ie rd e n en el h o rizonte, o fre c ía n a la m ira d a del e sp ec tad o r gentíos e rra n te s , se p a ra d o s p o r d ife re n c ia s de len g u as y costum bres, y e sp a rc id a s como restos de un v asto n a u fra g io . V erem os si p riv a d o s de todo género de m o n u m en to s, la an alo g ía de las len g u as y el estudio de la constitución física del h o m b re p u e d e n a y u d a rn o s a a g ru p a r las d ife ren te s trib u s, a seg u ir las h u e lla s de sus m ig racio n es le ja n a s , y a d e sc u b rir algunos de esos rasgos de fa m ilia por los q u e se m a n ifie sta la p rístin a u n id ad de n u e s tra especie. E n los países cuyas m o n ta ñ a s acab am o s de re c o rre r, en las dos p ro v in c ias de C u m an á y N ueva B arcelona, los n a tu ra le s o h a b ita n te s p rim itiv o s co n stitu y en todavía cerca de la m ita d de la escasa p o b lación de esos confines. P u e d e e v a lu a rse su n ú m ero en 60.000, de los q u e 24.000 h a b ita n en la N ueva A ndalucía. M uy co n sid erab le es es(1) Los Varavaras, los Pahlawas, los Sakas, los Jawanas, los Kambodschas, los Tschinas. Wilkíns, H itop adesa, p. 310. Bopp. S u r le s y s te m e g r a m m a t ic a l du sa n s c rit, du grec, du latín et du goth ique (en alemán), 1816, p. 177.

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te n ú m e ro c o m p a ra d o con el de los pueblos c a za d o res de la A m érica se p te n trio n a l; y p a re c e p eq u eñ o al re c o rd a r esas p a rte s de la N ueva E s p a ñ a donde existe la a g ric u l­ tu ra d esd e h a m á s de ocho siglos, p o r e je m p lo en la in ­ ten d en cia de O a ja c a , q u e co m p re n d e la M ixteca y la T zapoteca del a n tig u o im p e rio m exicano. E sta in te n d e n c ia es m e n o r en 1111 tercio que las dos p ro v in c ias re u n id a s de C u m an á y B arcelo n a, cuya á re a es de G.100 leg u a s c u a ­ d ra d a s de 25 al g ra d o ; y sin em b arg o tien e m ás de 400.000 in d íg en as de ra z a c o b riza p u r a (2). Los in d io s de Cum an á 110 viven reu n id o s todos en las m isio n es: los h ay dispersos en las c e rc a n ía s de las ciu d ad es, a lo larg o de las costas do n d e los a tra e la pesca, y h a s ta en los p eq u e­ ños h ato s de los L lan o s o sab an as. L as solas m isio n es de cap u ch in o s arag o n eses que hem os visitad o co n tienen 15.000 indios, casi todos de ra z a C haim a. Sin em bargo las a ld e a s e stá n a h í m enos p o b lad a s q u e en la p ro v in cia de B arcelona. Su población m ed ia sólo es de 500 a 600 indios, m ie n tra s q u e m ás al Oeste, en las m isiones de fran ciscan o s de P íritu , h a y ald e a s in d ia s de 2.000 a 3.00Í' h a b ita n te s. C o m p u tan d o en 60.000 el n ú m e ro de in d í­ genas de las p ro v in c ias de C u m a n á y B arcelo n a, 110 he co n sid erad o sino los que h a b ita n en la T ie rra F irm e , y 110 los G u a iq u e ríes de la isla de M a rg a rita, y la g ra n m a ­ sa de los G u a ra ú n o s q u e h a n conservado su in d e p e n d e n ­ cia en la s islas fo rm a d a s p o r el delta del O rinoco. E stí­ m ase g e n e ra lm e n te el n ú m ero de estos en 6.000 11 8.000; pero esta ev a lu a c ió n m e p a re c e e x a g era d a. A excepción de las fa m ilia s g u a ra ú n a s q u e de tiem po en tiem po m e­ rodean en los te rre n o s p an tanosos (Morichales), c u b ie r­ tos de la p a lm e ra M oriche, e n tre el caño de M anam o y el río G u ara p ic h e , y p o r lo tan to en el co n tin en te m ism o, no h a y m á s indios sa lv a je s en la N ueva A n d alu cía, de tre in ta años a esta p arte. E m pleo el vocablo salvaje a m i pesar, pues q u e in ­ dica e n tre el in d io reducido que vive en las m isiones, y (2)

Nouv. Esp., t. I, p. 369; t. II, p. 317.

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el indio lib re o in d ep e n d ien te , u n a d ife re n c ia de c u ltu ra q u e a m en u d o d esm ien te la o b servación. E n las selvas de la A m érica m e rid io n a l existen trib u s de in d íg e n a s que reu n id o s p a c ífic a m e n te en a ld e a s obedecen a c a p itan e s, c u ltiv a n en u n te rre n o b a s ta n te extenso b a n a n o s, yuca, algodón, y e m p le a n este ú ltim o p a ra te je r h a m a c a s. Esos je fe s se lla m a n Pacanati, Apoto o Sibierene. Es u n e rro r m u y com ún en E u ro p a m ir a r a todos los in d íg e n a s 110 red u c id o s com o e rra n te s y cazadores. L a a g ric u ltu ra ha existido en T ie rra F irm e m u ch o a n te s de la lle g a d a de los europeos, y existe to d av ía e n tre el O rinoco y el A m azo­ n a s en los claro s de las selvas, a llí do n d e ja m á s h a n pe­ n e tra d o los m isioneros. Lo que se d eb e al rég im en de las m isiones, es h a b e r a u m e n ta d o el ap eg o a la p ro p ie d a d in m u eb le, la e sta b ilid ad de las h a b ita cio n e s, el gusto por u n a vid a m ás suave y ap acib le. P ero estos p ro g reso s son lentos y a ú n a m en u d o insensibles, a c a u sa del a isla m ie n ­ to ab soluto en el que se m a n tie n e a los indios, y es ocasio­ n a r falsa s id eas sobre el estado a c tu a l de los p u eb lo s de A m érica m erid io n a l, te n e r p o r sin ó n im as las d e n o m in a ­ ciones de cristianos, reducidos y civilizados, y las de gentilles, salvajes e independientes. El in dio re d u c id o es a m e­ nudo tan poco cristian o , com o es id ó la tra el in d io in d e p e n ­ diente. O cupados el uno y el otro de las n ecesid ad es del m om ento, m u e s tra n u n a in d ife re n c ia p ro n u n c ia d a por las opiniones religiosas, y u n a te n d e n c ia se cre ta h a c ia el culto de la n a tu ra le z a y de sus fu erz a s. E ste culto p e r­ tenece a la p rim e ra ed ad de los p u eb lo s: excluye los ídolos y no conoce otros lu g ares sa g ra d o s que las g ru tas, los val lejos y los bosques. Si los indios in d ep e n d ien te s d e sap a re cie ro n , poco o m enos desde h a c e u n siglo, al N o rte del O rinoco y el A pure, es decir, desde los m o n tes nevados de M érida h a sta el p ro m o n to rio de P a ria , no se debe c o n c lu ir según esto que existen hoy m enos in d íg e n a s en estos p aíses que en los tiem pos del obispo de C h iap a, B artolom é de las Casas. He p ro b ad o ya en m i o b ra sobre M éxico c u á n ta sin razó n h a h ab id o en p re s e n ta r com o un hecho g en eral la d estru cció n y la d ism inución de los indios en las colo­

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nias e sp a ñ o la s (3). T o d a v ía existen en a m b a s A m e ri­ cas m á s de seis m illo n es de ra z a c o b riz a; y a u n q u e u n a in n u m e ra b le c a n tid a d de trib u s y de len g u a s se h a y a n extinguido o re fu n d id o ju n ta m e n te , 110 h a b ría cóm o po­ n er en d u d a q u e e n tre los trópicos, en esa p a rte del N u e ­ vo M undo donde la civilización 110 p e n e tró sino d esp u és de C ristó b al Colón, el n ú m ero de in d íg e n a s ha a u m e n ­ tado c o n sid e rab le m e n te. Dos a ld e a s de C arib es en las m isiones de P íritu o del C aro n í co n tien en m á s fa m ilia s que c u a tro o cinco naciones del O rinoco. E l estado de la vida social de los C aribes q u e h a n co n serv ad o su in d e ­ p en d en cia en las c ab eceras del E sequibo y al S u r de los m ontes de P a c a ra im o , p ru e b a su fic ie n tem e n te cu án to a v e n ta ja p o r su n ú m ero , a ú n en esta h e rm o sa ra z a h u ­ m ana, la población de las m isiones a la de los C arib es li­ bres y co n fed erad o s. P o r lo dem ás, 110 sucede lo m ism o en los s a lv a je s de la zona tó rrid a que en los del M issouri. Estos h a n m e n e ste r u n a v asta ex ten sió n del país, porque viven sólo de la c a c e ría ; y los indios de la G u a y a n a E s­ pañola p la n ta n y u ca y b a n a n o s: 1111 red u c id o te rre n o basta p a ra su sten tarlo s. No tem en la ap ro x im ac ió n de los blancos com o los s a lv a je s de los E stados U nidos, que p ro g resiv am en te e m p u ja d o s m ás allá de los A leganis, el Ohio y el M issisipí, p ierd en sus m edios de su b sisten ­ cia a m e d id a cpie se h a lla n a p re ta d o s d e n tro de lím ites m ás estrechos. En la zona te m p la d a , ya sea en las p ro ­ vincias internas de M éxico, ya sea en el K entucky, el con­ tacto con los colonos europeos se h a hecho fu n esto p a ra los in d ígenas, po rq u e este contacto es in m ediato. E stas causas 110 existen en la m ay o r p a rte de la A m é­ rica m e rid io n a l. L a a g ric u ltu ra no exige en los trópicos m uy extensos terrenos. Los blancos a v a n za n con le n ti­ tud. L as ó rd en es religiosas h a n fu n d a d o sus estab leci­ m ientos e n tre las fin c a s de los colonos y el te rrito rio de los indios libres. P u ed en c o n sid erarse las m isiones com o (3) "Es cosa constante irse disminuyendo por todas partes el número de los indios”. Ulloa, N oticias am e ric a n a s , 1772, p. 344.

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estados in te rm e d ia rio s. H an a tro p e lla d o sin d u d a la li­ b e rta d de los in d íg e n a s; p ero casi en to d as p a rte s h a n si­ do ú tiles al a u m e n to de la p oblación, q u e es in co m p atib le con la vid a in q u ie ta de los in d io s in d ep e n d ien te s. A m e­ d id a q u e los religiosos a v a n z a n h a c ia las selv as y ganan te rre n o a los in d íg en as, los colonos blancos b u sc an cómo in v a d ir a su vez del otro lado del te rrito rio de las m isio­ nes. E n esta lu ch a p ro lo n g a d a el b razo s e c u la r tiende sin descanso a s u s tra e r los in d io s red u c id o s de la j e r a r ­ q u ía m o n ac a l; y tra s u n a lu ch a d esig u al los m isioneros son re e m p la z a d o s poco a poco p o r curas. Los blancos y las castas de s a n g re m ix ta, fav o recid o s p o r los C orregi­ dores, se establecen en m edio de los indios, las m isiones se co n v ierten en v illas esp añ o las, y los in d íg e n a s pierd en h a sta el rec u e rd o de su idiom a n acio n al. Pal es el m o­ v im iento de la civilización de las costas h a c ia el in te rio r; m ovim iento p au sad o , d ific u ltad o po r las p asiones h u m a ­ nas, p ero seguro y u n ifo rm e . L as p ro v in c ias de la N ueva A n d a lu c ía y B arcelona, c o m p re n d id a s b a jo el n o m b re de gobierno de Cumaná, m u e s tra n m ás de cato rce trib u s en su p o b lación a c tu a l: en la N ueva A n d alu cía, los C haim as, G u aiq u eríes, P ariagotos, C uacuas, A ru acas, C arib es y G u a ra ú n o s; en la pro­ vincia de B arcelo n a, C um anogotos, P a len q u e s, C aribes, P íritu s, T om uzas, T opocuares, C h aco p atas y G uaribes. De estas c ato rce trib u s, nu ev e o diez se co n sid e ran ellas m is­ m as com o de ra z a e n te ra m e n te d ife ren te . Ig n ó rase el n ú ­ m ero exacto de los G uaraúnos, q u e h a c e n sus chozas en los árboles h a c ia el d esag u ad ero del O rinoco. El de los G u aiq u eríes en el a rra b a l de C u m an á y en la península de A ray a se eleva a 2.000. De las d em ás trib u s indias los C h aim as de las m o n ta ñ a s de C aripe, los C aribes de las sa b a n a s m erid io n a le s de N ueva B arcelona, y los Cum an ag o to s en la m isión de P íritu , son los m á s num erosos. A lgunas fa m ilia s de G u araú n o s h a n sido re d u c id a s a m i­ sión a la b a n d a izq u ie rd a del O rinoco, do n d e em pieza a fo rm a rse el delta. La len g u a de los G u araú n o s, y las de los C aribes, C um anagotos y C haim as, son las m ás d ila ta ­

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das. P resto v erem os que p a recen p e rte n e c e r a u n m is­ ino tronco y q u e en sus fo rm a s g ra m a tic a le s p re se n ta n esos nexos ín tim o s que, p a r a se rv irm e de u n a c o m p a ra ­ ción to m a d a de len g u as m á s conocidas, e n la z a n el g rie ­ go, el a le m án , el p e rsa y el sánscrito. A p e s a r de estos nexos, h a n de m ira rse com o pueblos d ife ren te s los C haim as, los G u araú n o s, los C aribes, los C uacuas, los A ru a c as o A raw acas, y los C um anagotos. No me a tre v e ría a a fir m a r ig u a l cosa de los G u aiq u eríes, los P ariagotos, los P íritu s, los T om uzas y los C h aco p atas. Los G uaiq u eríes convienen ellos m ism os en la a n a lo g ía de su lengua con la de los G uaraú n o s. Unos y otros son ra z a litoral, com o los M alayos del v iejo co n tin en te. E n c u a n ­ to a las trib u s q u e hoy h a b la n los id io m as cum anagoto, c a rib e y c h a im a, es difícil ju z g a r de su p rim e r o rig en y de sus relacio n es con otros pueblos a n ta ñ o m ás poderosos. Los h isto ria d o re s de la conquista, así com o los religiosos que h a n d escrito los progresos de las m isiones, c o n fu n d en de continuo, al m odo de los antiguos, las denominaciones geográficas con n o m b re s de razas. H a b la n de in d io s de C um aná y de la costa de P a ria , com o si la p ro x im id a d de sus v iv ie n d a s p ro b ase una id e n tid a d de o rig en ; y a ú n las m ás de las veces n o m b ra n trib u s según el n o m b re de sus cap itan es, o según el del m onte o del v a lle jo que h a b ita n . M ultiplicando al in fin ito esta c irc u n sta n c ia el n ú m e ro de las naciones, a ñ a d e in c e rtid u m b re a todo lo que los re li­ giosos re fie re n sobre los elem entos hetero g én eo s de que se com pone la población de sus m isiones. ¿C óm o d eci­ dir hoy si el T o m u za y el P íritu son de ra z a d ife ren te , cuando am bos a dos h a b la n la len g u a c u m a n a g o ta , que c*s len g u a d o m in a n te en la p a rte o ccidental del gobierno de C u m an á, com o el carib e y el ch aim a lo son en la p a rte m erid io n al y o rie n ta l? U na g ran d e an alo g ía de co n sti­ tución física h ace m uy difíciles estas investigaciones. T al es el c o n tra ste e n tre los dos continentes, q u e en el nuevo se observa u n a so rp re n d e n te v a rie d a d de len g u as e n tre naciones que son de 1111 m ism o origen y que el v ia je ro europeo a p e n a s d istingue p o r sus rasgos, m ie n tra s que

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en el v ie jo c o n tin e n te ra z a s h u m a n a s m u y d ife re n te s, lapones, fineses y estonios, pueblos g e rm á n ic o s e h in d ú s, p e rsa s y k u rd o s, trib u s tá r ta r a s y m ogoles, h a b la n le n ­ g uas cuyo m ecan ism o y raíc es tie n e n las m a y o re s a n a ­ logías. T odos los indios de las m isiones a m e ric a n a s son a g ri­ cu lto res. Con excepción de los q u e h a b ita n las a ltas m o n ta ñ a s, c u ltiv a n las m ism as p la n ta s ; sus c a b a ñ a s es­ tá n d isp u e stas en u n m ism o o rd e n ; la d istrib u c ió n del día, sus tra b a jo s en el conuco de la com unidad, sus r e la ­ ciones con los m isio n ero s y los m a g istra d o s elegidos de su seno, todo está som etido a reg la s u n ifo rm es. No obs­ ta n te , y esta c irc u n sta n c ia es m u y n o tab le en la h istoria de los pueblos, tan g ra n d e a n a lo g ía de posición no ha b a sta d o a b o r ra r esos rasgos in d iv id u ale s, esos m atices que d istin g u en a los d ife re n te s gentíos a m erican o s. Ob­ sérv ase en los h om bres de tez c o b riza u n a in fle x ib ilid a d m o ra l, u n a co n stan te p e rs e v e ra n c ia en h áb ito s y costum ­ b re s que, m o d ific a d a s en c a d a trib u , c a ra c te riz a n esen­ c ia lm e n te a la ra z a e n te ra . E stas disposiciones se h a lla n de nu ev o en todos los clim as, desde el E c u a d o r b a sta la b a h ía de H udson y el estrech o de M ag allan es; débense a la o rg an izació n física de los n a tu ra le s , p ero son pode­ ro sa m e n te fav o re c id a s p o r el rég im en m o n acal. Pocos pueblos hay en las m isiones en que las diversas fa m ilia s p e rte n e z c a n a d ife re n te s n acio n es y no h a b le n la m ism a lengua. S ociedades c o m p u estas de elem entos tan hetero g én eo s son difíciles de g o b e rn a r. G en eralm en te los religiosos h a n reu n id o n a c io n e s e n te ras, o g ran d es porciones de u n a m ism a nación, en pueblos a p ro x im a ­ dos un o s a otros. Los n a tu ra le s no ven sino a los de su trib u ; p o rq u e la fa lta de co m unicaciones y el a isla m ie n ­ to son el p rin c ip a l ob jeto de la política de los m isioneros. El C haim a, el C aribe, el T a m an a c o red u cid o s conservan tan to m e jo r su fisonom ía n a c io n a l c u a n to h a n co n serv a­ do sus lenguas. Si la in d iv id u a lid a d del h o m b re se re ­ fle ja por decirlo así en los idiom as, éstos a su vez re a c ­ cio n an sobre las ideas y los sentim ientos. E ste íntim o

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lazo e n tre las lenguas, el c a rá c te r, y la co n stitu ció n físi­ ca, es lo que m a n tie n e y p e rp e tú a la d iv ersid a d de los pueblos, fu e n te fe c u n d a de m ovim iento y de v id a en el m undo in te le c tu al. Los m isio n ero s h a n logrado p ro h ib ir al in d io que ob­ serve c ie rta s p rá c tic a s u sa d a s en el n a c im ie n to de sus hijos, al e n tr a r estos en la ed ad de la p u b e rta d , en el en ­ tierro de los m u erto s; h a n logrado im p e d irle s q u e se p in ­ ten la piel o se h a g a n incisiones en el m entón, la n a riz y las m e jilla s ; h a n logrado d e s tru ir en u n a g ra n m asa del pueblo esas ideas su p ersticio sas que se tra sm ite n m iste­ rio sam en te de p a d re s a h ijo s en c ie rta s fa m ilia s; pero m ás fácil h a sido p ro sc rib ir usos y a p a g a r re c u e rd o s que su stitu ir n u ev as ideas a las p re té rita s. El indio de las m isiones está m ás seguro de su su b sisten cia; y no e sta n ­ do en co n tin u a lu ch a con fu e rz a s hostiles, con los e le m en ­ tos y con los hom bres, pasa u n a v id a m ás m o nótona, m e ­ nos activ a, m enos p ro p ia p a ra im p a r tir e n e rg ía al alm a, que la que lleva el indio s a lv a je o in d ep e n d ien te . T iene la d u lz u ra de c a rá c te r que com unica el a m o r del reposo, no la que n ace de la se n sib ilid ad y de las em ociones del alm a. El alcance de sus id ea s no h a a u m e n ta d o allí don­ de, sin el contacto con los blancos, ha p e rm a n ec id o lejo s de los o b jeto s conque h a en riq u ecid o la civilización e u ­ ropea al N uevo M undo. Sus acciones todas p a recen m o­ tivadas por las necesidades del m om ento. T a c itu rn o , sin alegría, rep leg ad o sobre sí m ism o, afecta un a ire g rav e y m isterioso. C uando alguien h a vivido poco tiem po en las m isiones y cu ando to d av ía no está fa m ilia riz a d o con el aspecto de los indíg enas, se ve ten ta d o a to m a r la in d o ­ lencia de estos y el em b o tam ien to de sus fa c u lta d e s p o r la exp resió n de la m elan co lía y u n a propensión a m e d ita r. Me lie detenido en los rasgos del c a rá c te r indio y en las m odificaciones que ese c a rá c te r e x p e rim e n ta b a jo el régim en de los m isioneros, p a ra d a r m ás in te ré s a las ob­ servaciones p a rc ia le s que son m a te ria de este capítulo. C om enzaré po r la nación de los C haim as, de los cuales m ás de 15.000 h a b ita n en las m isiones que acab am o s de

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d e scrib ir. E sta nación, poco belicosa, q u e d esd e m e d ia ­ dos del siglo XV II com enzó a r e d u c ir F r. F ra n cisc o de P a m p lo n a (4), tien e p o r el Oeste a los C u m an ag o to s, por el E ste a los G u a ra ú n o s y p o r el S u r a los C aribes. A lo largo de los altos m ontes del C o collar y del G uácharo o c u p a las rib e ra s d el G u a ra p ic h e , el Río C olorado, el Areo y el caño de C aripe. C onform e a un cálcu lo estadístico hecho con g ra n c u id a d o p o r el P. P re fe c to (5), se con­ ta b a n en 1792, en las m isiones de c a p u ch in o s aragoneses de C u m a n á : d iecinueve pueblos de misión, de los q u e el m ás a n ­ tiguo e ra de 1728. T e n ía n 6.433 h a b ita n te s, re p a rtid o s en 1.465 fa m ilia s; dieciseis p u eblos de doctrina, de los q u e el m á s an tig u o e ra de 1660. T e n ía n 8.170 h a b ita n te s, r e p a r ­ tidos en 1766 fa m ilia s (6). E stas m isiones h a n su frid o m ucho en 1681, 1697 y 1720 de las in v asio n es de los C aribes entonces in d e p e n ­ dientes, q u e in c e n d ia b a n pueblos enteros. D esde 1730 h a sta 1736, la población ha re tro g ra d a d o p o r los estragos de las v iru elas, sie m p re m ás fu n e sta p a r a la ra z a cobri­ za q u e p a ra los blancos. M uchos G u a ra ú n o s q u e h a b ía n sido reu n id o s h u y e ro n p a ra volverse a sus p a n ta n o s. Ca­ torce a n tig u a s m isiones q u e d a ro n d e sie rta s o no fueron restab lecid as. Los C h aim as son g e n e ra lm e n te de re d u c id a ta lla ; y tales p a re c e n sobre todo c u a n d o se les c o m p a ra, no diré con sus vecinos los C aribes o con los P a y a g u á s y Guayq u ilita s del P a ra g u a y , ig u alm e n te n o tab les p o r su esta(4) Todavía es reverenciado en la provincia, el nombre de este religioso, conocido por su activa intrepidez. Fué él quien es­ parció los primeros gérmenes de la civilización en estas montañas. Por mucho tiempo había sido capitán de navio, y antes de hacerse monje llamóse Tiburcio Redin. (5) des.

Fray Francisco de Chiprana (M em o ria m a n u s c r i t a ) .

(6) Labranzas pertenecientes a estos 35 pueblos: 6554 almu­ En 1792 el número de vacas se elevaba sólo a 1883 cabezas.

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tu ra, sino con los o rd in a rio s n a tu ra le s de la A m érica (7). La ta lla m e d ia de u n C h aim a es de 1,57 m . o 4 pies 10 p u lg a d a s: son de cu erp o rech o n ch o y rehecho, de h o m ­ bros en ex trem o anchos, pecho a p la n a d o , y los m ie m b ro s todos red o n d o s y carnosos. Su color es el de to d a la ra z a a m e ric a n a desde las fría s a ltip la n ic ie s de Q uito y N ueva G ra n a d a h a s ta las a rd ie n te s lla n u ra s del A m azonas. Ya no m u d a p o r la in flu e n c ia v a ria d a de los clim as, sino q u e d epende de las disposiciones o rg á n ic a s que in a lte ra b le ­ m ente se p ro p a g a n de g e n e ra c ió n en g en e ra c ió n desde h a siglos. Si la coloración u n ifo rm e de la p iel es m á s co­ b riz a y r o ja h a c ia e l N orte, en los C h aim as p o r el con­ tra rio es de un m o re n o obscuro que tira a bazo. L a d e n o ­ m inación de h o m b re s rojo-cobrizos ja m á s h a b ría p ro ce ­ dido de la A m érica eq uinoccial p a ra d e sig n a r a los in ­ dígenas. La ex p re sió n de la fiso n o m ía del C h aim a, sin se r d u ­ ra o feroz, a p a re c e en cierto m odo g rav e y so m b ría. L a frente es p e q u e ñ a y poco s a lie n te ; por do n d e se dice en v arias len g u as de estas com arcas, p a ra e x p re s a r la b e lle ­ za de u n a m u je r, q u e “es g o rd a y que su fre n te es angos­ ta” . Los ojos de los C haim as son negros, h u n d id o s y m u y a larg ad o s; p ero no están dispuestos ta n o b lic u a m e n te ni son tan pequeños como en los pueblos de ra z a m ongola, de que dice in g en u a m en te Jo rn a n d e s q u e son m ás b ien puntos q u e ojos, magis puncta quam lamina. Sin e m b a r­ go, las c o m isu ras de los ojos se a lz a n a rrib a h a c ia las sienes: la s c e ja s son n eg ras o de u n p a rd o subido, d e l­ gadas y poco a rq u e a d a s : los p á rp a d o s están provistos de p e sta ñ a s m u y luengas, y el h á b ito de b a ja rlo s com o si estuviesen soñolientos de lasitud, suaviza la m ira d a en las m u je re s y h a c e que p a re z c a n los ojo s e n to rn a d o s y m ás pequeños de lo q u e efectiv am en te son. Si los C h a i­ m as, y en g e n e ra l todos los in d íg e n a s de la A m érica m e ­ t í) La estatura media de los Guaiquilitas o Mbayas, que vi­ ven entre los 20° y 22° de latitud austral, es según Azara, de 1 m. 84, o 5 pies 8 pulgadas. Los Payaguás, igualmente elevados, han dado su nombre al P a y a g u a y o P a ra g u a y .

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rid io n a l y de la N ueva E sp a ñ a , se a c e rc a n a la ra z a m on­ gólica p o r la fo rm a de los ojos, las m e jilla s salien tes, los cabellos rectos y lisos, y p o r la casi a b so lu ta c a re n c ia de b a rb a s, d ifie re n e sen c ialm en te de ella p o r la fo rm a de la n a riz , q u e es b a sta n te larg a , p ro m in e n te en to d a su ex tensión, g ru esa h a c ia la p u n ta , cuyas v e n ta n a s están vueltas h a c ia a b a jo com o en los p u eb lo s de la ra z a del C áucaso. L a boca g ran d e , con lab io s anchos au n q u e poco a b u lta d o s, tiene a m en u d o u n a e x p re sió n de bon­ d ad. El espacio e n tre la n a riz y la boca está m a rc a d o en am bos sexos p o r dos surcos d iv erg e n te s q u e se d irig e n de las a la s de la n a riz a las co m isu ra s de los labios. L a b a r ­ b illa es en ex trem o c o rta y re d o n d e a d a , y las m a n d íb u la s son n o tab les p o r su fu e rz a y a m p litu d . Bien que ten g an los C h a im a s sus d ien tes b lan co s y herm osos com o todos los h o m b re s q u e tien en un senci­ llísim o v ivir, estos son, no ob stan te, m ucho m enos fu ertes q u e los de los negros. El uso de en n e g re c erse los dientes desde los qu in ce años con el em p leo de cierto s zum os de y e rb a s y cal cáu stica h a b ía lla m a d o ya la a ten ció n de los p rim e ro s v iaje ro s, si bien es hoy en absoluto ig n o ra d o (8). T ales h a n sido las m ig racio n es de la s d iv ersa s trib u s en estas com arcas, m áx im e d esp u és de las in cu rsio n e s de los españoles que p ra c tic a b a n la tra ta de esclavos, que pu ed e su p o n e rse que los h a b ita n te s de P a r ia visitad o s por C ristóbal Colón y p o r O je d a no e ra n de la m ism a raza que los C haim as. Me es h a rto dudoso que la co stum bre de e n n eg recerse los d ientes h a y a tenido q u e v e r o rig in a ­ ria m e n te , como lo a firm a G o m ara (9), con id eas extra(8) Los primeros historiadores de la conquista atribuyen este efecto a las hojas de un árbol que llamaban los indígenas Hay, pa­ recido al mirto. Entre pueblos muy apartados unos de otros, el pimiento tiene un nombre semejante; entre los haitianos de la isla de Santo Domingo, a jí o ahí; entre los Maipures del Orinoco, a-í. Se designan con el mismo nombre plantas estim ulantes y aromá­ ticas, no todas pertenecientes al género Capsicum. (9) Cap. 78, p. 101. Los pueblos que aparecieron a los espa­ ñoles en la costa de Paria, tenían sin duda el hábito de estimular Jos órganos del gusto con cal cáustica, como otros lo hacen con el

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v ag an tes sobre la belleza, o que b a y a ten id o p o r o b jeto im p e d ir los dolores de m u ela s. E sta d o lencia es poco m enos q u e desconocida de los indios, y los b lan co s m is­ m os su fre n m u y ra ra m e n te de ella en las colonias e sp a ­ ñolas, por lo m enos en las regiones c á lid a s do n d e la tem ­ p e ra tu ra es ta n u n ifo rm e . Se ex p o n en m ás a ello en las fa ld a s de las C o rd illeras, en S a n ta F e y en P o p a y á n . B ien así com o casi to d as las n acio n es in d íg e n a s que he visto, tien en los C h a im a s p e q u e ñ as y poco an c h as las m anos. Sus pies son g ran d es, y los dedos del pie c o n ser­ van u n a e x tra o rd in a ria m o v ilid ad . Los C h aim as todos tienen 1111 a ire de fa m ilia ; y esta a n a lo g ía de fo rm a , ta n ­ tas veces o b se rv a d a p o r los v ia je ro s , in te re sa ta n to m á s cuanto e n tre los v ein te y los c in c u e n ta años no se a n u n c ia la e d a d p o r a rru g a s de la piel n i p o r el color de los c a ­ bellos o la d e c re p itu d del cuerpo. Al p e n e tra r en u n a c a b añ a se e x p e rim e n ta a m en u d o d ific u lta d p a ra d istin ­ g uir e n tre p erso n as a d u lta s al p a d re del h ijo y p a ra no c o n fu n d ir u n a generación con o tra. P ienso q u e este a ire de fa m ilia d ep en d e de dos cau sas m u y d ife re n te s: de la posición local de los pueblos in d ian o s, y del g rad o in fe ­ rio r de su c u ltu ra in telectu al. L as n acio n es sa lv a je s se su b d iv id en en u n a in fin id a d de trib u s q ue, d eb i­ do a cru eles rencores, no se lig an u n a s con o tras, a u n c u a n d o sus len g u as se o rig in e n de 1111 m ism o tronco o sólo estén se p a ra d a s sus h a b ita cio n e s p o r u n pequeño brazo de río o p o r un g rupo de colinas. C u anto m enos nu m ero sas son las tribus, tan to m á s tien d en las alianzas, tabaco, el chimó, las hojas de coca o el betel. Este hábito se ha­ lla de nuevo hoy todavía en la misma costa, pero más al Oeste, entre los Guagiros, en la boca del Río la Hacha. Esos indios que han permanecido salvajes acostumbran llevar pequeñas conchas calcina­ das y reducidas a polvo en la corteza de un fruto que les sirve de vaso y que cuelgan de la cintura. El polvo de los Guagiros es un ar­ tículo de comercio como lo era antes, según Gómara, el de los in­ dios de Paria. En Europa, el uso inmoderado del tabaco de fumar amarillece y ennegrece también los dientes. ¿Sería justo concluir de ello que entre nosotros se fuma, porque los dientes amarillos parecen más hermosos que los blancos?

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re p e tid a s siglo a siglo e n tre u n a s m ism as fam ilias, a fi­ j a r c ie rta ig u a ld a d de co n fo rm ació n , un tipo orgánico que podem os lla m a r n a c io n a l (10). E ste tipo se co n ser­ va b a jo el rég im en de las m isio n es fo rm a d a s de u n a sola n ación. E l a isla m ien to es ig u al, y los m a trim o n io s no se h a c en sino e n tre los h a b ita n te s de u n a m ism a a ld e h u e la . E stos v ínculos de sa n g re que u n e n a casi todo un pueblo se h a lla n in d icad o s de un m odo ingenuo en el le n g u a je de los in d io s nacid o s en la s m isiones, o p o r los que, criados en los bosques, h a n a p re n d id o el esp añ o l. P a r a d esig n ar a in d iv id u o s q u e p e rte n ec e n al m ism o gentío e m p le a n la e x p re s ió n : m is parientes. A estas causas, que no p ro v ie n e n sino del a isla m ie n ­ to y cuyos efectos vuélvense a e n c o n tra r en los ju d ío s de E u ro p a , en las d ife re n te s castas de la In d ia , y p o r lo ge­ n e ra l en todos los p u eb lo s m o n tañ eses, se alleg an otras c a u sa s m ás d e sa te n d id a s h a s ta a h o ra . Ya en o tra p a rte he observ ad o que lo q u e m ás co n trib u y e a d ife re n c ia r las facciones es la c u ltu ra in te le c tu al. L as n acio n es b á r ­ b a ra s poseen m á s bien u n a fiso n o m ía de trib u o de h o rd a q u e u n a fisonom ía p ro p ia de ta l o c u a l in d iv id u o . Con el h o m b re s a lv a je y el culto sucede lo q u e con los a n im a ­ les de la m ism a especie de los que av en g a que los unos y e rre n en las selvas, al paso que los otros, próxim os a nosotros, p a rtic ip e n p o r decirlo así, de los beneficios y los m ales q u e a c o m p a ñ a n a la civilización. No son fre ­ cu en tes las v a rie d a d e s de fo rm a y de color sino en los a n im a le s dom ésticos. Qué d ife re n c ia en la m o v ilid a d de las facciones y la d iv e rsid a d de fiso n o m ía e n tre los pe­ rro s q u e vu elv en a h acerse sa lv a je s en el N uevo M undo y aquellos en los q u e se sa tisfa c en los m en o res caprichos d e n tro de u n a casa o p u len ta! E n el h o m b re y los a n im a ­ les los m ovim ientos del a lm a se re fle ja n en sus facciones, y estas facciones a d q u ie re n el háb ito de la m o v ilid ad (10) Nullis aliis aliarum nationum connubiis infecta, propria et sincera, et tantum sui sim ilis gens. Unde habitus quoque corporum, quamquam in tanto hominum numero idem omnibus. Tàcito, C erm ., c.

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tanto m á s cu an to q u e las em ociones son m á s fre c u e n te s, v a ria d a s y d u rab le s. A hora, el in d io de las m isiones, a le ja d o de toda c u ltu ra , gu iad o ú n ica m en te p o r las n ece­ sidades físicas, sa tisfacien d o casi sin tra b a jo sus deseos, lleva u n a v id a in d o le n te y m on ó to n a al a m p a ro de un clim a feliz. L a m a y o r ig u a ld a d re in a e n tre los m ie m ­ bros de u n a m ism a c o m u n id a d ; y es esta u n ifo rm id a d , es esta in v a ria b ilid a d de posición lo que se p in ta en las fa c ­ ciones de los indios. B a jo el rég im en de los m o n je s las pasio n es v io le n ­ tas, com o el rese n tim ie n to y la có lera, a g ita n a l in d íg e n a con m a y o r ra re z a q u e c u a n d o vive en las selvas. Si el salvaje cede a m o v im ien to s b ru sc o s e im petuosos, su fi­ sonom ía, h a sta entonces sosegada e inm óvil, p a s a in s ta n ­ tán e a m e n te a co n to rsio n es convulsivas. Su e n o jo es ta n ­ to m ás p a s a je ro c u a n to m ás vivo. E n el indio de las m i­ siones, com o a m en u d o lo he o b serv ad o en el O rinoco, es m enos v io le n ta la cólera, m enos fra n c a , p e ro m ás l a r ­ ga. P o r lo dem ás, en todas las condiciones del h o m b re no es la e n e rg ía o el d e sen c a d e n am ien to e fím ero de las pasiones lo que da ex p resió n a las faccio n es; es m ás bien esa sen sib ilid ad del a lm a q u e sin c e sa r nos pone en con­ tacto con el m u n d o e x terio r, que m u ltip lic a n u estro s su ­ frim ientos y n u e stro s placeres, y que a un m ism o tiem po reacciona sobre la fisonom ía, las co stu m b res y el le n g u a ­ je. Si la v a rie d a d y m o v ilid a d de las faccio n es e m b e lle ­ cen el d om inio d e la n a tu ra le z a a n im a d a , h a y tam b ié n que c o n v e n ir en q u e uno y otro, sin se r el único p ro d u c ­ to de la civilización, se a c re c ie n ta n con ella. E n la gran fa m ilia de los pueblos n in g u n o otro re ú n e esas v e n ­ ta ja s en m a y o r g ra d o «píe la ra z a del C áucaso o ra z a e u ­ ropea. T a n sólo en los h o m b res blancos p u e d e e fe c tu a r­ se esa p e n e tra c ió n in sta n tá n e a de la sa n g re en el sistem a dérm ico, esa lig e ra m u tació n de color en la piel q u e tan pod ero sam en te coadyuva a la ex p resió n de los m o v i­ m ientos del alm a. “¿Cóm o c o n fia r en los que 110 saben ru b o riz arse ? ”, dice el europeo en su odio in v e te ra d o c o n ­ tra el n eg ro y el indio. P reciso es convenir, p o r o tra p a r ­ te, que esta in m o v ilid ad de las facciones no es p e c u liar

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a to d as las ra z a s de coloración m u y a te z a d a : es m ucho m e n o r en el a fric a n o q u e en los in d íg e n a s de A m érica. A este c u a d ro físico de los C h aim as h a re m o s seguir a lg u n a s nociones su m a ria s sohre su género de v id a y sus costum bres. Ig n o ra n te de la len g u a de este pueblo, no p re te n d o h a b e r p e n e tra d o en su c a rá c te r tra s u n a p e r­ m a n e n c ia poco p ro lo n g a d a en las m isiones. C u a n ta s ve­ ces h a b le de los indios, a ñ a d iré a lo poco q u e hem os ob­ serv ad o p o r n u e s tra c u e n ta lo q u e hem os a v e rig u a d o de los m isioneros. Los C haim as, com o todo pu eb lo s e m is a lv a je que h a ­ b ita en regiones e x cesiv am en te cálid as, tie n e n u n a se ñ a ­ la d a av ersió n p o r los vestidos. Los e scrito res de la E d ad M edia nos in fo rm a n q u e en el N orte de E u ro p a h a n con­ trib u id o m u ch o a la conversión de los p a g a n o s las c a m i­ sas y los calzones d istrib u id o s p o r los m isioneros. E n la zona tó rrid a p o r el c o n tra rio , se ve q u e los in d íg e n a s tie­ nen verg ü en za, com o dicen ellos, de e s ta r vestidos, h u ­ yendo a los bosques c u a n d o se les obliga d em asiado presto a re n u n c ia r a su desnudez. E n tre los C haim as, a despecho de las re p re n sio n e s de los fra ile s, h o m b re s y m u je re s se q u e d a n d esnudos en el in te rio r de sus casas. C uand o a n d a n po r el pueblo v isten u n a especie de tú n i­ ca de tela de algodón q u e a p e n a s b a ja h a s ta las rodillas, y esa está g u a rn e c id a de m a n g a s en los h o m b ro s; pero en las m u je re s y jó v en es adolescentes, h a s ta la e d a d de diez a doce años, los brazos, h o m b ro s y p a rte su p e rio r del pecho están desnudos. Se c o rta la tú n ic a de m a n e ra q u e la p a rte a n te rio r se s u je te a la de la e sp a ld a p o r m e­ dio de dos tira s angostas que caen sobre los hom bros. C uando e n c o n tráb a m o s a los n a tu ra le s fu e ra de la m isión los veíam os, sobre todo en tiem po lluvioso, d e sp o ja d o s de sus vestidos y g u a rd a n d o sus cam isas a rro lla d a s b a jo el brazo. P re fe ría n a g u a n ta r la llu v ia con el cu e rp o en un todo desnudo q u e m o ja r sus vestidos. L as m u je re s m ás a n c ia n a s se escondían d e trá s de los árb o les d a n d o g ra n ­ des riso ta d a s al vernos p a sar. Los m isioneros se q u e ja n en g en eral de que el sen tim ien to de decencia y de p u d o r

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sea a p e n a s m ás señ alad o en las jó v en e s q u e en los h o m ­ bres. F e rn a n d o Colón c u e n ta ya q u e en 1498 en co n tró su p a d re , en la isla de T rin id a d , las m u je re s p o r com ­ pleto d esn u d as, m ie n tra s que los h o m b re s v e stía n el gua­ yuco, que es m ás b ie n u n a b a n d a e stre ch a q u e un d e la n ­ tal (11). P o r esa m ism a época, en la costa de P a ria , las n iñ a s se d istin g u ía n de las m u je re s ca sa d a s, o com o p re ­ ten d e el c a rd e n a l B em bo (12), p o r su a b so lu ta desnudez, o según G o m ara (13), p o r el color del guayuco. E sta t'aldeta q u e to d av ía hem os h a lla d o en uso e n tre los C h ai­ m as y e n tre todas las naciones d e sn u d as del O rinoco, só­ lo tien e de 2 a 3 p u lg ad a s de ancho, y se a fia n z a p o r a m ­ bos cabos con un cordón q u e ciñ e la c in tu ra . L as n iñ a s se casan a m en u d o a los doce años; y h a s ta los nu ev e años les p e rm ite n los m isioneros ir d e sn u d a s a la iglesia, es decir, sin tú n ica. No m e es preciso re c o rd a r a q u í que e n tre los C haim as, así com o en todas las m isiones e sp a ­ ñolas y a ld e a s in d ia s que he rec o rrid o , unos calzones, unos z a p ato s o un som brero, son a rtícu lo s de lu jo , desco­ nocidos p o r los n a tu ra le s. Un c ria d o q u e nos h a b ía s e r­ vido d u ra n te n u e stro v ia je a C arip e y a l O rinoco, «píe llevé a F ra n c ia , se im p resio n ó de tal m a n e ra al desem ­ b a rc a r, e n viendo la b r a r la tie rra a un c am p esin o quí. llevaba puesto su som brero, q u e creyó e s ta r “en u n p aís m ise ra b le en que a u n los m ism os c a b a lle ro s m a n e ja b a n el a ra d o ” . (11) Vida del Almirante, c. 71 (Churchili's Collection, 1723, t. II, p. 586). Esta vida, redactada con posterioridad al año de 1537, según las notas autógrafas de Cristóbal Colón, es el más precioso monumento de la historia de sus descubrimientos. No existe ella sino en las traducciones italianas y españolas de Alfonso de Ulloa y González Barcia; porque el original, llevado a Venecia en 1571 por el sabio Fornari, no fué publicado ni se le encontró después. Napione, Della p a tr ia di Colombo, 1804, pp. 109, 295. Concellieri, Sopra C hrist. Colombo, 1809, p. 129. (12) Véase la elocuente descripción de la América en la his­ toria de Venecia, libro XII; “Feminae virum passae nullam partem, praeter muliebria; virgines ne illam quidem tegebant” , (13) “Las doncellas se conocen en el color y tamaño del cor­ del, y traerlo asi, es señal certísima de virginidad”. Gómara, c. 73, p. 96,

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L as m u je re s C h a im a s no son lin d a s, según las ideas que a trib u im o s a la b e lleza; las jóvenes, sin em bargo, tie ­ nen c ie rta d u lz u ra y triste z a en el m ir a r que c o n tra sta a g ra d a b le m e n te con la e x p resió n algo d u r a y s a lv a je de la boca. L le v an los cabellos reu n id o s en dos la rg a s tre n ­ zas. No se p in ta n el cutis, ni conocen otros o rn am e n to s en su e x tre m a po b reza (pie co lla re s y b ra z a le te s hechos de conchas, huesos de p á ja ro s y sem illas. H om bres y m u je ­ res son de cu erp o m u y m usculoso, pero carnoso y de fo r­ m as re d o n d e a d a s. Es su p e rfin o a ñ a d ir q u e n in g ú n in d i­ viduo lie visto con u n a d e fo rm id a d n a tu r a l; y lo p ropio d iré de tan to s m iles de C aribes, M uiscas, in d io s m e x ic a ­ nos y p e ru a n o s que d u ra n te cinco años hem os observado. Esas d e fo rm ac io n es del cu erpo, esas desviaciones, son in ­ fin ita m e n te r a r a s en c ie rta s ra z a s h u m a n a s, m á x im e en los pueblos que tien en el sistem a dérm ico fu e rte m e n te colo­ reado. Ño puedo c re e r q u e d e p e n d a n ú n ic a m e n te del progreso de la civilización, de la m olicie de la vida, de la c o rru p c ió n de las costum bres. En E u ro p a u n a m u ch a c h a g ib ad a o feísim a se casa al te n e r fo rtu n a , y los h ijo s h e ­ re d a n a m en u d o la d e fo rm id a d de la m a d re . E n el es­ tado sa lv a je , q u e es estado de ig u a ld a d , n a d a p u e d e in ­ d u c ir a los h om bres a u n irse con u n a m u je r c o n tra h ec h a o de u n a s a lu d su m a m e n te d e lic ad a . Si ella tuvo la ra ra d ich a de lle g a r a la e d a d a d u lta , si resistió a los riesgos de u n a v id a in q u ie ta y a g ita d a, m o rirá sin h ijo s. Se c re e rá tal vez que los s a lv a je s todos a p a re c e n bien hechos y vigorosos p o rq u e los h ijo s en d eb les p e re c e n en e d a d tem ­ p ra n a p o r fa lta de cuidados, y po rq u e los m á s vigorosos son los únicos en so b re v iv ir; p ero estas m ism as causas no p u e d e n o b ra r en los in d io s de las m isiones, que tienen las co stu m b res de n u estro s cam pesinos, en los m exicanos de C holula y T la sc a la , que gozan de u n a riq u e z a q u e les fu é tra s m itid a p o r a n te p a sad o s m ás civilizados q u e ellos. Si en todos los estados de la c u ltu ra m a n ifie sta la raz a cobriza esa m ism a in fle x ib ilid a d , esa m ism a resisten cia a la desviación de un tipo p rim itiv o , ¿110 nos vem os obli­ gados a a d m itir (pie esa p ro p ie d a d d e p e n d e en g ra n p a r ­ te de la o rganización h e re d ita ria , de a q u e lla que cons­

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tituye la ra z a ? E n g ra n p a rte , digo a d re d e , p a r a no e x c iu ir p o r e n te ro la in flu e n c ia de la civilización. D eb i­ litando el lu jo y la m olicie en el h o m b re cobrizo com o en el b lan co su co n stitu ció n física, h a b ía n hecho en otro tiem po m á s com unes las d e fo rm id a d e s en el Cuzco y en T e n o c h titlá n ; p ero 110 es e n tre los m ex ican o s de hoy, la ­ b ra d o re s todos, q u e viven con la m a y o r sencillez de cos­ tum bres e n tre q u ien es h a b ría e n c o n tra d o M octezum a los en an o s y jo ro b a d o s que en su com ida vió p resen tes B ernal D íaz (14). L a c o stu m b re de casarse m u y jó v en e s no es de n in ­ gún m odo c o n tra ria a la población, según el testim onio de los religiosos. E sta n u b ilid a d precoz consiste en la raz a y 110 en la in flu e n c ia de u n clim a excesivam ente cálido: v u elv e a h a lla rs e en la costa N oreste de la A m é­ rica, e n tre los e sq u im ales; y en el Asia e n tre los k a m c h a dales y K oroekas, donde n iñ a s de diez años se h acen a m e ­ nudo m ad re s. Q uizá p u e d a a d m ir a r q u e n u n c a se a lte re n el tiem po de la gestación, y la d u ra c ió n del em b arazo , en estado de sa lu d , en n in g u n a ra z a y b a jo n in g ú n clim a. Los C h a im a s casi no tien en b a rb a s en el m en tó n , lo m ism o q u e los T u n g u sas y o tro s pueblos de ra z a m ongo­ la. A rrá n c a n se los pocos pelos que les sa le n ; p ero no es exacto d e c ir p o r lo g en eral q u e no tien en b a rb a s, ú n ic a ­ m ente p o rq u e se las a rra n c a n . In d e p e n d ie n te m e n te de este uso, la m a y o r p a rte de los in d íg e n a s se ría n to d av ía m ás o m enos im b erb es (15). Digo la m a y o r p a rte , p o r­ tille existen gentíos que a p a re c ie n d o com o aislados e n tre los otros, son por eso m ás dignos de lla m a r n u e s tra a te n ­ ción. T a le s son, en la A m érica del N orte, los C hippew ays, (14) Bernal Díaz, Hist. verd. de la Nueva España, 1630, c. 91, p. 68. (15) Nunca hubiera habido disentimiento entre los fisiologistas sobre la existencia de la barba en los americanos, si se hubiese tomado en cuenta lo que los primeros historiadores del descubrimien­ to de América habían escrito sobre esta cuestión; por ejemplo, Pigafetta, en 1519, en su Diario, conservado en la biblioteca Ambrosia­ na de Milán y publicado en 1800 por el Sr. Amoretti, p. 18; Benzoni, Hist. del Mondo Nuovo, 1572, p. 35 Bembo, Hist. Venet., 1557, p 86.

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e n tre los 60° y 65° de la titu d N orte, v isitad o s p o r M acken­ zie, y los Y abipais (16) c e rca de las ru in a s toltecas del M oqui, de espesa b a rb a ; en la A m érica del S ur, los P a ­ tagones y los G u aran íes. H á lla n se in d iv id u o s e n tre estos últim o s que tien en vello a ú n en el pecho. C u ando los C haim as, en lu g a r de a rra n c a rs e la poca b a rb a q u e tie ­ n en en el m en tó n , p ru e b a n a a fe ita rse con frecu en cia, b ró ta le s la b a rb a . He visto p ra c tic a r esta e x p e rien c ia con éxito a indios jó v en e s q u e a y u d a b a n a d e c ir m isa, y que a n h e la b a n p a re c e rse a los p a d re s cap u ch in o s, sus m isio n ero s y am os. La g ran m a sa del pu eb lo conserva ta n ta a n tip a tía c o n tra las b a rb a s, com o las tien en en ho­ n o r los o rien tales. E sta a n tip a tía d e riv a de ig u a l fu en te que la p red ilecció n p o r las fre n te s c h a ta s, q u e de u n a m a ­ n e ra tan e x tra v a g a n te se m a n ifie s ta en la re p re se n ta c ió n de las d iv in id a d e s y h éro es aztecas. Los pueblos fin can la id ea de la belleza en todo lo que p a rtic u la rm e n te c a ra c ­ teriza su con fo rm ació n física, su fiso n o m ía n a c io n a l (17). R esulta de ello q u e si la n a tu ra le z a les h a concedido m uy pocas b a rb a s, o una fre n te an gosta, o la tez rojop a rd u sc a , cad a in d iv id u o se cree tanto m á s herm oso cu an to m ás desprovisto está su cu e rp o de pelo, o m ás a p la s ta d a es su cabeza, o m ás u n ta d a está su piel con onoto o chica, o c u a lq u ie r otro color rojo-cobrizo. De la m ay o r u n ifo rm id a d es la v id a de los C h aim as: se a c u e sta n m u y p o r lo re g u la r a las siete de la noche, y se le v a n ta n m u ch o an tes de se r de d ía, a las c u a tro y m ed ia d e la m a ñ a n a . C ada indio m a n tie n e fuego cerca de su h a ­ m aca. L as m u je re s son ta n frio le n tas, que las he visto tiri­ ta r en la iglesia cu ando el term ó m e tro c e n tíg ra d o no b a ­ ja b a de 18°. E l in te rio r de las c a b a ñ a s de los indios es su­ m a m e n te lim pio. Sus h am acas, sus esteras, sus ollas p a ra c o n te n e r yuca o m aíz ferm en tad o s, sus arco s y sus fle ­ chas, todo está colocado con el m ay o r o rd en . H om bres (16) Humboldt, Nouv. Esp., t. II, p. 410. (17) De esa manera exageraban los griegos en sus más her­ mosas estatuas la forma de la frente realzando desmedidamente la línea facial (Cuvier, A nat. comp., t. II, p. 6. Humboldt, Monum. A mér., t. I, p. 158).

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y m u jeres se bañan todos los días; y como casi constan­ tem ente están desnudos, no se ve en ellos esa sordidez de que son causa p rin cip al los vestidos en el pueblo b ajo de los países fríos. A dem ás de la casa del pueblo, poseen generalm ente en sus conucos, cerca de algún m an an tial o a la en tra d a de alguna q u eb rad a bien solitaria, una re ­ ducida cabaña techada con h o ja s de p alm era o ban an ero ; y aunque viven con m enor com odidad en el conuco, bus­ can cómo retirarse allí tan a m enudo como lo puedan. Ya arrib a hem os hablado de ese deseo irresistible de evitar la sociedad y restituirse a la vida salvaje. Los hijo s m ás jóvenes abandonan a veces a sus p ad res y vagan por cuatro o cinco días en las selvas, nutriéndose con fru ­ tas, col de p alm a y raíces. V iajando por las m isiones no es ra ro h a lla r casi desiertas las aldeas, por estar sus h a ­ bitantes en sus sem enteras o en las selvas, en el monte. En los pueblos civilizados la pasión por la caza obedece quizá en p arte a esos mismos sentim ientos, al encanto de la soledad, al deseo innato por la independencia, a la profunda im presión cpie d eja la n atu raleza dondequie­ ra que el hom bre se ve solitario en contacto con ella. E ntre los Chaim as, como entre todos los pueblos sem i­ bárbaros, las m u jeres se h allan en un estado de p riv a­ ciones y sufrim ientos. Los m ás duros trab a jo s son su p a­ trimonio. Cuando vimos a los Chaim as volver por la ta r­ de de sus sem enteras, 110 llevaba el hom bre nad a m ás que su machete con el que se ab re cam ino en la m aleza. La m u jer iba agobiada con un gran bulto de bananos: tenía un niño en sus brazos, y otros dos se acom odaban a veces sobre la carga. A pesar de esta desigualdad de condi­ ción, las m u jeres de los indios de la A m érica m eridional me h an parecido en general m ás afortunadas que las de los salvajes del Norte. E ntre los m ontes Alleghanys y el Missisipí, dondequiera que los indígenas no viven en gran parte de la caza, son las m u jeres las que cultivan el maíz, las habas y las calabazas: los hom bres no tienen parte alguna en la labranza. En la zona tó rrid a son sum am en­ te raro s los pueblos cazadores, y en las misiones trab a jan los hom bres al igual de las m ujeres.

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Es incom parable la d ificultad con que ap ren d en los indios el español: les repugna, m ien tras tanto que, a le ja ­ dos de los blancos, no am bicionan ser llam ados indios ci­ vilizados, o como se dice en las m isiones, indios m u y ladi­ nos. Pero lo que m ás me ha m aravillado, 110 sólo entre los Chaim as sino en todas las m ás recónditas m isiones que de seguidas visité, es la sum a d ificultad que experim en­ tan los indios p a ra co o rd in ar y ex p resar las m ás senci­ llas ideas en español, aún cuando se den perfectam ente cuenta del valor de los vocablos y del giro de las frases. Se les achacaría una im becilidad de espíritu, que ni aún es la de la infancia, cuando 1111 blanco les interroga sobre objetos que desde su cuna tienen sobre sí. Los m isioneros aseguran que tal em barazo no es efecto de la timidez, y que en los indios que d iariam en te frecu en tan la casa del m isionero y que ordenan las obras públicas no se debe a una estupidez n atu ra l, sino al obstáculo que encuentran en el m ecanism o de una lengua tan d iferen te de sus len­ guas nativas. Cuanto m ás alejad o está el hom bre de la cultura, ta n ta m ayo r tirantez o inflexibilidad m oral po­ see. No debe, pues, ad m ira r que en el indio aislado de las m isiones se encuentren obstáculos que ignoran los que h abitan en una m ism a p arro q u ia con los mestizos, m ula­ tos y blancos de las cercanías de las ciudades. A m enudo me ha sorprendido la volubilidad con que el alcalde, el gobernador y el sargento m a y o r aren g ab an en Caripe d u ran te horas enteras a los indios congregados d elante de la iglesia: arreglab an los trab a jo s de la sem ana, rep ren ­ dían a los poltrones y am enazaban a los indóciles. Estos capitanes que tam bién son de raza chaim a y que trasm i­ ten las órdenes del misionero, hablan entonces todos a un tiempo, en voz alta, con señaladas entonaciones, casi sin gesto alguno. Las facciones de su faz perm anecen in­ móviles, sus m iradas son severas e im periosas. Esos mismos hom bres que prom etían vivacidad de espíritu y que poseían bastante bien el español, ya no po­ dían enlazar sus ideas cuando nos acom pañaban en nues­ tras excursiones por los aledaños del convento y les ha­ cíamos dirigir preguntas por medio de los m onjes. Ha-

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cíaseles a firm a r o neg ar cuanto se q u ería; y la indolen­ cia, ju n to con esa astuta u rb an id ad que el indio m enos culto 110 desconoce, les persu ad ía a veces a d a r a sus con­ testaciones el giro que p arecía indicado por n u estras p re ­ guntas. N unca estarán bastante prevenidos los via­ jeros contra esos oficiosos asentim ientos cuando quie­ ren basarse en el testim onio de los nativos. P a ra poner a prueba un alcalde indio, le pregunté un día “si 110 creía que el riachuelo de Caripe que sale de la cueva del G uá­ charo vuelve a e n tra r por el lado opuesto al través de una abertura ignorada, subiendo por la cuesta de la m o n ta­ ña”. H abiendo ap aren tad o reflex io n ar dijo, p ara apo­ yar mi sistem a: “¿Cómo, adem ás, sin eso h ab ría siem pre agua en el cauce del río saliendo de la cav ern a?”. Tienen los Chaim as sum a dificultad p a ra enterarse de cuanto concierne a relaciones num éricas. No hallé uno solo a quien se le hu b iera hecho decir que tenía 18 ó 60 años. El Sr. M arsden ha observado lo m ism o entre los Malayos de Sum atra, bien que tengan m ás de cinco siglos de civilización. La lengua chaim a contiene voces que expresan núm eros bastante elevados, em pero pocos indios saben em plearlas; y como, por sus relaciones con los misioneros, han visto que las necesitan, los m ás in te­ ligentes cuentan en castellano hasta 30 ó 50, con un sem ­ blante que anuncia un gran esfuerzo de sus espíritus. Esos mismos hom bres no cuentan en lengua chaim a m ás allá de 5 ó 6. N atural es que em pleen de preferencia las voces de una lengua en que se les ha enseñado la se­ rie de las unidades y las decenas. Desde cuando los sa­ bios de E uropa no desdeñan estu d iar la estru ctu ra de los idiomas de A mérica, como se estudia la estru ctu ra de las lenguas semíticas, del griego y del latín, ya no se atrib u ­ ye a im perfección de lenguaje lo que pertenece a la tos­ quedad de los pueblos. Obsérvase que en casi todas p a r­ tes tienen los idiom as m ás riquezas, m atices m ás finos, de los que hubiera de suponerse según el estado de incul­ tura de los pueblos que los hablan. Bien lejos estoy de pretender colocar en igual nivel las lenguas del Nuevo Mundo con las m ás herm osas de Asia y E uropa; pero n in ­ 12

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guna de éstas tiene un sistem a de num eración m ás neto, reg u lar y sencillo que el qu ich u a y el azteca, que se h a­ blaban en los grandes im perios del Cuzco y A nahuac. A hora, ¿sería lícito decir que en esas lenguas no se cuenta basta m ás de cuatro, porque en las villas donde se han conservado entre pobres lab rad o res de raza p eru an a o m exicana se h allan individuos que no saben llev ar más adelante la num eración? La opinión extrav ag an te de que m uchos pueblos am ericanos solam ente cuentan bas­ ta 5, 10 ó 20, ha sido p ro p alad a por v iajero s que ig­ noraban que conform e al genio de diferentes idiom as, el hom bre se fija b ajo todo clim a en grupos de 5, 10 ó 20 unidades (o sea en los dedos de u n a m ano, o de las dos m anos o de las m anos y los pies) y que 6, 13 ó 20, se ex­ presan diversam ente por cinco-uno, diez-tres, y pie-diez (18). ¿Se dirá que los núm eros de los europeos no pasan de diez, porque nos interrum pim os al fo rm a r un grupo de diez unidades? La estru ctu ra de las lenguas am ericanas es tan opues­ ta a la de las lenguas d eriv ad as del latín, que los jesuítas, que h ab ían exam inado a fondo cuanto pudiese contribuir al ensanche de sus establecim ientos, intro d u cían en tre los neófitos, en vez del español, algunas lenguas indígenas m uy ricas, regulares y difundidas, como el quichua y el guaraní. T ratab an de su stitu ir estas lenguas a idiom as m ás pobres, m ás toscos, m ás irreg u lares en su sintaxis. Esta sustitución era m uy cómoda, pues que los indios de las diferentes tribus se p restab an a ello con docilidad, y entonces esas lenguas am ericanas generalizadas cons­ tituyeron un m edio fácil de com unicación entre los m i­ sioneros y los neófitos. Sería sinrazón creer que la pre­ ferencia dada a la lengua de los Incas sobre el castellano no tenía otro fin que aislar las misiones y sustraerlas a la influencia de las potencias rivales, los obispos y los go(18) Véanse mis M on um en ts a m érica in s, vol. II, pp. 229-237. Los salvajes, para facilitar su modo de expresar grandes números, tie­ nen la costumbre de form ar grupos de 5, de 10, ó de 20 granos de maíz, según que cuenten en sus lenguas por péntadas, décadas o icósiadas.

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bernantes civiles; porque los jesu ítas tenían aún m ás otros m otivos independientes de su política p ara q u erer generalizar ciertas lenguas indígenas. E n contraban en estas lenguas un lazo com ún y fácil de poner entre h o r­ das num erosas, que h ab ían quedado aisladas, enem ista­ das unas con otras y sep arad as por la diversidad de los idiomas; porque corriendo varios siglos en los países in ­ cultos, los dialectos asum en a m enudo la form a o por lo menos la apariencia de lenguas m atrices. Cuando se dice que un danés ap ren d e el alem án, y un español el italiano o el latín con m ayor facilidad que cualquiera o tra lengua, se juzga desde luego que esa fa ­ cilidad resulta de la identidad de gran núm ero de raíces comunes a todas las lenguas germ ánicas y a las de la E u­ ropa la tin a; y se olvida que a p a r de esta sem ejanza de sonidos h ay otra que obra m ás poderosam ente en los pue­ blos de com ún origen. La lengua no es el resultado de una convención a rb itra ria : el m ecanism o de las flexio­ nes, las form as gram aticales, la posibilidad de las inver­ siones, todo deriva de nuestro interior, de n uestra orga­ nización individual. H ay en el hom bre un principio ins­ tintivo y regulador, diversam ente m odificado en los pue­ blos que no son de una m ism a raza. Un clima m ás o m e­ nos áspero, la m orada en las gargantas de las m ontañas o en las riberas del m ar, los hábitos en el vivir, pueden alterar los sonidos, hacer inconcebible la identidad de las raíces y m ultip licar el núm ero de ellas; pero todas es­ tas causas no afectan lo que constituye la estru ctu ra y el mecanismo de las lenguas. La influencia del clim a y de los agentes exteriores desaparece ante la que depende de la raza, del conjunto h ereditario de disposiciones indivi­ duales del hom bre. Ahora bien, en la A m érica, y este resultado de las más m odernas investigaciones es infinitam ente notable para la historia de n u estra especie (19), en A m érica desde el país de los Esquim ales hasta las riberas del Ori-

(19) Vater, en el M ithridates, t. HI, secc. II, pp. 385-409. Id. B evölkerung von A m érica, p. 207.

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ñoco, y desde estas ardientes rib eras hasta los hielos del estrecho de M agallanes, h ay lenguas m atrices del todo diferentes por sus raíces que tienen, p o r decirlo así, idéntica fisonom ía. Se reconocen significativas analo­ gías de estru ctu ra gram atical, no solam ente en lenguas perfeccionadas como la lengua de los Incas, el aim ará, el guaraní, el m exicano y el cora, sino tam bién en lenguas enteram ente toscas. Idiom as cuyas raíces no se asem e­ ja n m ás que las del eslavo y el vascuence, poseen esas se­ m ejanzas de m ecanism o in terio r que se h allan en el sánscrito, el persa, el griego y las lenguas germ ánicas. En casi todas las partes del Nuevo M undo se verifica una m ultiplicidad de form as y de tiem pos en el verbo, u n a in­ dustria artificiosa p a ra in d icar de antem ano, sea por la flexión de los pronom bres personales que fo rm an la de­ sinencia de los verbos, sea p o r un suffixum intercalado, la n atu ra leza y relaciones del régim en y el sujeto, y para distinguir si el régim en es anim ado o inanim ado, de gé­ nero m asculino o fem enino, único o de núm ero complexo (20). A causa de esta analogía general de estru ctu ra y porque ciertas lenguas am ericanas en las que voz alguna es com ún (por ejem plo el m exicano y el q u ich u a), se asem ejan entre sí por su organización y enteram ente (20)

En el groenlandés, por ejemplo, la multiplicidad de los

re g ím e n e s -p ro n o m b re s produce veintisiete formas p ara cada tiempo

del indicativo del verbo. Admira encontrar en pueblos hoy colo­ cados en el m ás bajo nivel de la civilización, esa necesidad de g ra­ duar las relaciones de los tiempos, esa superabundancia de modifica­ ciones prestadas al verbo p ara caracterizar el régimen. M a t ta r p a él lo quita; m a t t a r p e t tu lo quitas; m a t t a r p a t i t él te quita; m a t ta r p a g it yo te quito. Y en el pretérito del mismo verbo: m a t t a r a él lo quitó; m a t t a r a t i t el te quitó. Este ejemplo, tomado del groen­ landés, puede servir para dem ostrar cómo se incorporan el régimen y el pronombre personal, en las lenguas americanas, con la radical del verbo. Tales matices en la form a del verbo, según la natura­ leza de los regímenes-pronombres, no se hallan en el viejo mundo sino en el vascuence y el congoleño. (Vater, Mithr., t. III, secc. I, p. 218; secc. II, p. 386; secc. III, p. 442. Guillermo de Humboldt, De la la n g u s basque, p. 58). E x trañ a conformidad por lo que hace a la estructura de las lenguas en tan apartados puntos y entre tres razas hum anas tan diferentes, los cántabros blancos, los congo­ leños negros y los americanos cobrizos!

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contrastan con las lenguas de la E uropa latina, el indio de las m isiones se fam iliariza m ás cóm odam ente con un idioma am ericano que con el de la m etrópoli. He visto en las selvas del Orinoco los indios m ás em brutecidos hablar dos o tres lenguas. Gente salv aje de diferentes naciones se com unica a m enudo sus ideas m ed ian te un idioma que no sea el de ellas. Si se h u b ie ra seguido el sistem a de los jesuitas, cier­ tas lenguas que ya ocupan vastas extensiones del país se habrían hecho casi generales. En la T ierra F irm e y en el Orinoco hoy no se h ab laría sino el caribe y el tam anaco; en el S ur y el Suroeste, el quichua, el g u aran í, el omagua, y el araucano. A propiándose esas lenguas, cuyas form as gram aticales son regularísim as y casi tan fijas como las del griego y el sánscrito, los m isioneros se pondrían en tratos m ás íntim os con los indígenas que go­ biernan. Junto con la confusión de los idiom as, d esap are­ cerían las dificultades sin cuento con que se tropieza en el régim en de las misiones form adas por una decena de naciones. Las que están poco generalizadas vendrían a ser lenguas m u ertas; pero el indio conservaría su in d iv id u a­ lidad, su fisonom ía nacional, conservando un idiom a am ericano. Se re m a taría así p o r vías pacíficas lo que comenzaron a establecer por la fuerza de las arm as esos Incas tan famosos que dieron el p rim er ejem plo de fa n a ­ tismo religioso en el Nuevo Mundo. ¿Cómo espantarse, en efecto, del poco adelanto que hacen los Chaim as, los Caribes, los Sálivas o los Otomacos en el conocim iento de la lengua española, cuando se tiene en cuenta que un hom bre blanco, un solo m isione­ ro, se encuentra aislado en medio de quinientos o seis­ cientos indios, y que le cueste trab ajo p re p a ra r entre ellos un G obernador, un Alcalde, o un Fiscal, que pueda servirle de in térp rete ? Si se lograse su stitu ir al régim en de los m isioneros otro medio de civilización, o m e jo r di­ gamos de m odelación de las costum bres (porque el indio reducido posee costum bres menos b árb aras, sin poseer mayores luces); si en lugar de a le ja r los blancos se p u ­ diese m ezclarlos aun con los indígenas recientem ente re-

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unidos en los pueblos, los idiom as am ericanos serían pronto reem plazados por las lenguas de E uropa, y los n a ­ turales recibirían en estas lenguas la gran m asa de nue­ vas ideas que son el fruto de la civilización. Desde ese mo­ m ento la introducción de las lenguas generales como la de los Incas o el g u aran í sería sin duda inútil. Pero des­ pués de h ab er vivido por tan largo tiem po en las misiones de la A m érica m eridional, después de h ab er visto tan de inm ediato las v en tajas y los abusos del régim en de los m isioneros, m e será perm itido d u d a r que sea fácil aban­ do n ar ese régim en, que es m u y susceptible de perfeccio­ nam iento, y que ofrece un m edio p rep arato rio p a ra otro m ás conform e con nuestras ideas de lib ertad civil. Se me o b je tará que los rom anos h ab ían logrado introducir ráp id am en te su lengua con su dom inación en las Galias, en la Bética y en la provincia de A frica (21); pero los pueblos indígenas de este país no eran salvajes. H abi­ taban en ciudades; conocían el uso de la p lata; tenían instituciones que indican un estado de cu ltu ra m uy av an ­ zado. El incentivo del com ercio y u n a larga p erm anen­ cia en las legiones rom anas los hab ían puesto en contac­ to con los vencedores. Vemos por el contrario que la in­ troducción de las lenguas de la m etrópoli ha hallado obs­ táculos casi insuperables dondequiera que las colonias cartaginesas, griegas o rom anas se lian establecido en costas del todo b árb aras. En todos los siglos y en todos los clim as el prim er m ovim iento del hom bre salvaje es huirle al hom bre civilizado.

(21) Creo que es preciso buscar en el carácter de los ind genas y el estado de su civilización, y no en la estructura de su lengua, la causa de esa rápida introducción del latín en las Galias. Las naciones celtas, de cabellos oscuros, diferían ciertam ente de la raza de las naciones germ ánicas de cabellos rubios; y aunque la casta de los Druidas recuerda una de las instituciones del Ganges, no por eso está probado que el idioma de los Celtas pertenezca, co­ mo el de los pueblos de Odin, a la ram a de lenguas indo-pelásgicas. Por analogía de estructura y por analogía de raíces, el latín debió haber penetrado allende el Danubio más fácilmente que en las Ga­ lias; pero el estado de incultura unido a una gran inflexibilidad moral se oponía sin duda a aquella introducción en los pueblos ger­ mánicos.

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La lengua de los indios C haim as m e h a parecido m e­ nos agradable al oído que el caribe, el saliva y otras len­ guas del Orinoco. Posee en lo p rin cip al m enos term in a­ ciones sonoras en vocales acentuadas. L lam a la aten ­ ción el frecuente rep etir de las sílabas guaz, ez, puec, y pur. Presto verem os que estas desinencias provienen en parte de la flexión del verbo “ser”, y de ciertas preposi­ ciones que se añaden al fin de los vocablos y que, con­ forme al genio de los idiom as am ericanos, se incorporan con aquellos. Sin razón se atrib u iría esa aspereza en los sonidos a la perm anencia de los C haim as en las m ontañas. No se avienen ellos a este clim a tem plado. Allí los han conducido los misioneros, y se sabe que los Chaim as, co­ mo todos los habitantes de las regiones cálidas, tenían horror al principio a lo que llam ab an el frío de Caripe. D urante nuestra perm anencia en el hospicio de los ca­ puchinos, me ocupé en unión del Sr. B onpland en fo rm ar un pequeño catálogo de voces chaim as. No ignoro que las lenguas se caracterizan m ucho m e jo r por su estruc­ tura y sus form as gram aticales que por la analogía de los sonidos y las raíces, y que esta analogía de los soni­ dos se hace en ocasiones incognocible en los diferentes d ia­ lectos de una m ism a lengua; porque las tribus en las que se divide una nación designan a m enudo los mism os ob­ jetos con voces en absoluto heterogéneas. De ahí resu l­ ta que se cae fácilm ente en erro r si, descuidando el estu­ dio de las flexiones y sólo consultando las raíces, por ejem plo las voces que designan la luna, el cielo, el agua y la tierra, se juzga sobre la diferencia absoluta de dos idiomas únicam ente según la desem ejanza de los soni­ dos. Aún conociendo esta fuente de error, pienso que los viajeros han de continuar reuniendo los m ateriales que la situación de ellos pueda proporcionarles. Si no pue­ den conocer la estructura in terio r y la disposición gene­ ral del edificio, d arán a conocer aisladam ente algunas porciones im portantes de este. Los catálogos de p ala­ bras no son p a ra descuidarse, pues hasta algo nos ense­ ñan sobre el carácter esencial de un idiom a, si el via­ jero ha recogido frases que m uestren la flexión del ver-

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bo y el m odo tan diferente de designar los pronom bres personales y posesivos. Las tres lenguas m ás difundidas en las provincias de C um aná y B arcelona son hoy el chaim a, el cum anagoto y el caribe. H an sido constantem ente m irad as en estos países como idiom as diferentes, y cada u n a de ellas tie­ ne su diccionario, com puesto p ara el uso de las m isio­ nes por los P ad res Tauste, Ruiz Blanco y Breton. El Vo­ cabulario y arte de la lengua de los indios Chaimas se ha hecho sum am ente raro. Los pocos ejem p lares de g ra­ m áticas am ericanas, im presos en su m ayor p arte en el siglo XVII, h an pasado a las m isiones y se han perdido en las selvas. La hum edad del aire y la voracidad de los insectos (los term itas, tan conocidos en la A m érica es­ pañola con el nom bre de Comegén) hacen que la conser­ vación de los libros sea casi im posible en estas ab rasa­ doras regiones. A p esar de las precauciones em pleadas, se les halla destruidos en breve espacio de tiempo. Cos­ tóm e m ucho re u n ir en las m isiones y conventos gram á­ ticas de lenguas am ericanas, que en cuanto volví a E uro­ pa puse en m anos del Sr. Severino V ater, profesor y bi­ bliotecario en la universidad de K önigsberg: ellas le han proporcionado m ateriales útiles p ara la g rande y herm o­ sa obra que h a com puesto sobre los idiom as del Nuevo M undo (22). En aquel entonces olvidé copiar de mi dia­ rio y com unicar a este sabio lo que había recolectado so­ bre el chaim a; y como ni el P. Gilí, ni el abate Hervás han hecho m ención de esta lengua, voy a exponer sucin­ tam ente aquí el resultado de m is investigaciones (23). A la banda derecha del Orinoco, al Sureste de la m i­ sión de la E ncaram ad a, por los 7° y 7o 25' de latitu d y a m ás de cien leguas de distancia de los Chaim as, m oran los Tam anacos ( Tam anacu ), cuya lengua se divide en varios dialectos. Esta nación, antaño m uy poderosa, es­ tá hoy reducida a unos cuantos y está sep arad a de las mon(22) Véase la nota A del Libro III (Apéndice). (23) Véase, p ara mayores detalles, la nota B del Libro III (Apéndice),

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tañas de C aripe por el Orinoco, p o r las vastas estepas de Caracas y C um aná, y, lo cual es una b a rre ra m ucho m ás difícil de fran q u ear, por pueblos de origen caribe. A des­ pecho de este alejam iento y estos m últiples obstáculos, se com prueba, exam inando la lengua de los Indios Chaim as, que esta es u na ram a de la lengua tam anaoa. Los m isione­ ros m ás antiguos de Caripe no tienen conocim iento de es­ te resultado curioso, porque los capuchinos aragoneses apenas frecuentan las playas m eridionales del Orinoco e ignoran casi la existencia de los Tam anacos. Me he con­ vencido de la analogía del idiom a de este pueblo con el de los indios C haim as m ucho tiem po después de m i regreso a Europa, com parando los m ateriales que había recogido con un epítom e de gram ática publicada en Italia por un antiguo m isionero del Orinoco. Sin conocer a los Chaim as, el abate Gilí había presentido que la lengua de los h ab i­ tantes de P aria debía tener relación con la tam anaca(24). P robaré esta relación por los dos procedim ientos que pueden d a r a conocer la analogía de los idiomas, quiero decir, por la estru ctu ra gram atical y la identidad de voces (24) Gili, S ag g io di sto ria a m e r ic a n a , t. III, p. 201. El Sr. Vater ha enunciado también conjeturas muy fundadas sobre el en­ lace de las lenguas tam anacas y caribes con las que se hablan en la costa Noreste de la América meridional (M ith rid a te s, t. III, sec. II, pp. 654, 676). Debo advertir al lector que he escrito constante­ mente las voces de lenguas americanas según la ortografía espa­ ñola; de suerte que la u ha de ser pronunciada como ou en francés, la ch como ts c h en alemán, etc. No habiendo hablado por gran número de años otra lengua que la castellana, he anotado los soni­ dos según un mismo sistema de escritura, y tem ería hoy cambiar el valor de los signos sustituyéndolos con otros igualmente im per­ fectos. Es uso bárbaro expresar, como la mayoría de las naciones de Europa, sonidos muy sencillos y distintos por varias vocales o por varias consonantes reunidas (ou, oo, a u g h , aw , ch, sch, ts c h , gh, ph, ts, d z ), cuando podría indicárseles por letras igualmente sencillas. Qué caos el de esos vocabularios escritos según notacio­ nes inglesas, alemanas, francesas o españolas! El nuevo ensayo que el ilustre auto r del Viaje a E gipto, el Sr. de Volney, pronto va a publicar sobre el análisis de los sonidos hallados en diferentes pueblos, y sobre la notación de tales sonidos mediante un siste­ ma uniforme, h ará hacer los mayores progresos al estudio de las lenguas,

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o raíces. He aquí desde luego los pronom bres persona­ les de los Chaim as, que al mism o tiem po son pronom bres posesivos: u-re, yo, eu-re, tú ; teu-re él. En tam anaco: u-re, yo; am are o an-ya, tú; iteu-ya, él. El rad ical de la p rim era y tercera persona es en chaim a u y teu; y las m is­ m as raíces reap arecen entre los Tam anacos (25). P C h aim a

U re, yo. T u n a , agua. Conopo, lluvia (26). P o tu r u , saber. A poto, fuego. N u n a, luna, mes (26). Ye, árbol. A ta , casa. E uy a, a tí. T o ya, a él G uane, miel. N a c a r a m a y r e , él dijo. Piache, médico, brujo. Tibin, uno. Acó, dos. O roa, tres. P un , carne. P r a , no (negación). ■

Tam anaco

Ure. T u n a. Canepo. P u tu r o . U -ap to (en caribe, u a to ) . N u na. Yeye. A ute. A u ya. Iteuya. Uane. N acaram ay. P sia c h e (P c h i a c h i) . Obin (en yao, T e w in ). Oco (en caribe, Occo). O ru a (en caribe, O ro a). P un u. P ra .

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(25) No deben sorprender estas raíces reducidas a una sola vocal. En una lengua del viejo continente, cuya estructura es tan artificiosamente complicada, en el vascuence, el nombre patroními­ co U garte (entre las aguas) contiene la u de u r a (agua) y a r t e (en­ tre). La g se añade por eufonía. Guillermo de Humboldt, sobre la len g u a vasca, p. 46. (26) La misma palabra conopo significa lluvia y año. Se cuentan los años por el número de inviernos, que es la estación de las lluvias. En chaima como en sánscrito se dice t a n t a s lluvias, para decir tantos años. En vascuence la voz u r t e a , año, se deriva

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El verbo sustantivo “ser” se expresa en chaim a por a z : añadiendo al verbo el pronom bre personal Yo (u, de u-re), se pone por eufonía una g ante la u, como en guaz, yo soy, propiam ente, g-u-ax. Como la p rim era persona se reconoce por una u, la segunda se señala por una m, y la tercera por una i: tú eres, m az; m u erepuec araquapemaz, ¿p o r qué estás triste?, propiam ente, eso-por tris­ te tu ser; piinpuec topuchemaz, tú eres de cuerpo gordo, propiam ente, carne (p u n ) por ( pu e c ) gordo ( topuche ) tú ser ( m a z ) . Los pronom bres posesivos preceden al sus­ tantivo: upatai, en m i casa, propiam ente, m i casa en. Todas las preposiciones y la negación pra se incorporan al fin como en el tam anaco. Se dice en chaim a: ipuec, con él, propiam ente, él con; euya, a tí, o tú a; epaec charpe guaz, tú y yo estam os alegres, propiam ente, tú con ale­ gre yo ser; ucarepra, no como yo, propiam ente, yo-como no; quenpotupra quoguaz, no lo conozco, propiam ente, aquel conocer-no yo estoy; quenepra quoguaz, no lo he

visto, propiam ente, lo viendo 110 yo soy. Dícese en ta ­ m anaco: acurivane, bello, y acurivanepra, feo, no bello; uotropa, no hay pescado, propiam ente, pez no; uteripipra, no quiero ir, propiam ente, yo ir q u erer no, com pues­ to de iteri, ir, ipiri, querer, y pra, no (27). E ntre los Ca­ ribes, cuya lengua tam bién tiene relaciones con el tam ade u rten (p ro nd escere) echar hojas en la prim avera. En tamanaco y en caribe, nono significa la tierra; n u n a la luna, como en chaima. Esta relación me ha parecido bien curiosa; y así los indios del río Caura dicen que la luna es o tr a t i e r r a . H állanse entre los salvajes, en medio de tan tas ideas confusas, ciertas rem inisc enc ias bien dignas de atención. E ntre los groenlandeses n u n a significa la tie­ rra; a n o n in g a t, la luna. (27) En chaim a: utechire, iré también, propiamente, yo (u) ir (la radical ¡te, o a causa de la vocal precedente,te) también (chere o e re o iré). En u tech ire vuélvese a encontrar el verbo tamanaco “ir”, iteri, en el que ite es también la radical y ri la terminación del infinitivo. P a ra probar que en chaima c h e re o ere indica el adverbio “tam bién”, citaré, según el fragm ento de un vocabulario que p o seo :u -ch ere yo también; n a c a r a m a y r e el también lo dice; gu area zere llevaré también; c h a re c h e r e llevar también. En tamanaco, c h a re ri significa llevar así como en chaima.

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naco, bien que incom parablem ente m enos que el chaim a, la negación se expresa con una m puesta antes del y er­ bo: am oyenlenganti, hace m ucho frío; m am oyenlenganti, no hace m ucho frío. De una m a n era análoga, la p a r­ tícula m na añ ad id a al verbo tam anaco, no al fin, sino por intercalación, le da un sentido negativo, como taro, decir; taromnar, no decir. E l verbo sustantivo “ser”, irreg u larísim o en todas las lenguas, es az o ats en chaim a, y uochiri ( aac, uacha, en com posición) en tam anaco. No solam ente sirve p ara fo rm ar la pasiva, sino que tam bién se agrega incontes­ tablem ente, como por aglutinación, a la rad ic al de los verbos atributivos en cierto núm ero de tiem pos (28). Estas aglutinaciones recu erd an el uso que hace el sáns­ crito de los verbos auxiliares as y bhu ( asti y bhavati (29); el latín de es y fu o fuo (30); el vascuence de izan, ucan, y eguin. Ciertos puntos h ay en los que concurren los idiom as m ás desem ejantes; y la com unidad que hay en la organización intelectual del hom bre se re fle ja en la estru ctu ra general de las lenguas, por lo que todo idio­ m a, por b árb aro que parezca, descubre un principio re ­ gulador que ha presidido en su form ación. Indícase el plu ral en tam anaco de siete m aneras, se­ gún la term inación del sustantivo, o según que designe un objeto anim ado o inanim ado (31). En chaim a se for(28) El presente tam anaco y a r e r - b a c - u r e no me parece otra cosa que el verbo sustantivo bac, o u a c (de uokchiri, ser) añadido a la radical y a re (en infinitivo y a re r i) llevar; de donde resulta: llevando ser yo. (29) En la ram a de las lenguas germánicas se halla de nuevo bhu bajo las form as bin, b ist; y a s t bajo las form as vas, v a st, vesu m (Bopp, p. 138). (30) De ahí, fu-ero, a m a v -iss e m , a m a v - e r a m , p o st-su m (pots u m ).

(31) T a m a n a c u , un Tamanaco; plural T a m a n a k e m i ; Pongheme, un español, propiamente, un hombre vestido; P o n g a m o , los es­ pañoles o los vestidos. El plural en kne caracteriza los objetos in­ animados; por ejemplo: chene, cosa; chenecne, las cosas; yeye, árbol; yeyecne, los árboles.

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ma el p lu ral como en caribe, en on (32): teure, él m is­ mo; teurecon, ellos m ism os; taronocon, los de aquí; montaonocon, los de allí, suponiendo que el interlocutor h a ­ bla de un lu g ar en que se h allab a presente; miyonocon, los de allá, suponiendo que el interlocutor indica un lugar en que no se encontraba. Los Chaim as tienen tam bién los adverbios castellanos aquí y allá, m atices que no po­ demos ex p resar sino por perífrasis en los idiom as de ori­ gen germ ánico y latino. Algunos indios que sabían español nos aseguraron que Zi.s no solam ente significaba el Sol, sino tam bién la Divinidad. Lo cual me pareció tanto m ás ex tra o rd in a­ rio, cuanto se hallan en todas las dem ás naciones am e­ ricanas voces distintas p ara Dios y Sol. El Caribe 110 con­ funde a tamussicabo, “el viejo del cielo”, con veyu, el sol. Aún el peruano, ad o rad o r del sol, se eleva a la idea de un ser que regula el curso de los astros. El sol tiene en la lengua de los Incas, casi como en sánscrito, el nom bre de inti (33); m ientras que Dios es llam ado Vinay Huayna, el eternam ente joven (vinay, siem pre o eterno; huayna, en la flor de la edad). En chaim a es el arreglo de las p alab ras tal como el que se halla en todas las lenguas de entram bos continen­ tes que conservan cierta m anera de ju v entud. Colócase el régim en antes del verbo, y el verbo antes del pronom ­ bre personal. El objeto en el que h a de fija rse p rin ci­ palmente la atención precede a todas sus m odificacio­ nes. El am ericano d iría: libertad entera querem os nos­ otros, en vez de: nosotros querem os en tera lib ertad ; tú con dichoso estoy yo, en vez de yo estoy dichoso con(32)

M ith rid ates , t. III, sec. II, p. 687.

(33) En quichua o lengua de los Incas. Sol, inti; amor, munay; grande, veypul. En sánscrito, sol, in d re ; amor, m a n y a ; g ran ­ de, vipulo. (Vater, M ithridates, t. III, p. 333). Son estos los úni­ cos ejemplos de analogía en los sonidos que h a sta aquí haya encon­ trado. El carácter de las gram áticas de am bas lenguas difiere totalmente.

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tigo. H ay algo en cierto modo directo, firm e y dem ostra­ tivo en estos giros, cuya ingenuidad au m en ta con la au­ sencia del artículo. ¿H ab rá de adm itirse que con una civilización avanzada, y abandonados a sí mismos, ha­ b rían m odificado estos pueblos poco a poco la disposi­ ción de sus frases? Mueve a ad o p tar esta idea el recor­ d a r las m udanzas que ha experim entado la sintaxis de los rom anos en las lenguas precisas, claras, pero un poco tím idas de la E uropa latina. El chaim a, así como el tam anaco y la m ayor parte de las lenguas am ericanas, carece en teram en te de ciertas letras, tales como la f, la b, y la d. N inguna p alab ra em­ pieza por l. Igual observación se h a hecho sobre la len­ gua m exicana, aunque esta se h alla sobrecargada de las sílabas tli, tía, e itl, al fin o en el m edio de las voces. El chaim a sustituye la r a la /, sustitución que consiste en un defecto de pronunciación tan com ún en todas las zo­ nas. La sustitución de la r por la / caracteriza, por ejem ­ plo, al dialecto basclnnurico de la lengua copta. De es­ ta m a n era los Caribes del Orinoco han sido tran sfo rm a­ dos en Galibís en la G uayana francesa, confundiendo la r con la / y atenuando la c. De la voz española soldado el T am anaco h a hecho choraro (choraru ). La desapa­ rición de la f y la b en tantos idiom as am ericanos se debe al alcance íntim o de ciertos sonidos que se m anifiestan en todas las lenguas de un mism o origen. Las letras f, v, b, p, se h allan sustituidas entre sí; por ejem plo en persa p e d e r father, p a te r: burader (de donde el alem án Brud er con iguales consonantes) fra te r: behar, ver; en grie­ go phorton (forton), B ürde: pous, fouss. Asimismo en­ tre los am ericanos la f y b se hacen p, y la d se hace t. El C haim a pronuncia patre, Tiós, Atani, aracapucha, por padre, Dios, Adán, arcabuz. A pesar de las afinidades que acabam os de indicar, no creemos que se pueda m ira r la lengua de los Chaimas como un dialecto del tam anaco, como lo son los tres dia­

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lectos m aitano, Cuchivero y crataim a. Existen m uchas diferencias esenciales, y las (los lenguas me parecen a lo sumo aproxim adas, como en el caso del alem án, el sue­ co y el inglés. P ertenecen a una m ism a subdivisión de la gran fam ilia de las lenguas tam anacas, caribes y a ru a ­ cas. Como 110 hay una m edida absoluta de parentesco p a­ ra los idiom as, no pueden indicarse estos grados de parentesco sino m ediante ejem plos tom ados de las len­ guas conocidas. Consideram os como de u n a m ism a fa ­ milia los que se aproxim an entre sí, como el griego, el alemán, el persa y el sánscrito. C om parando las lenguas, se ha creído descubrir qup se dividen todas en dos clases, de las que las unas, m ás perfectas en su organización, m ás cómodas y ráp id as en sus movimientos, m u estran un desarrollo in terio r por flexión, m ientras que las otras, m ás toscas y m enos sus­ ceptibles de perfeccionam iento, sólo presentan un con­ junto basto de pequeñas form as o p artícu las aglutinadas, y cada una conservando la fisonom ía que le es propia cuando se las em plea aisladam ente (34). Este m uy in ­ genioso modo de ver carecería de jlisteza si se supusiese que existen idiom as polisilábicos sin flexión alguna, o que los que se desarrollan orgánicam ente, como p o r gér­ menes interiores, no reconocen increm ento de fuera por conducto de los snffixa y los affixa, increm ento que ya hemos varias veces denom inado por aglutinación o por incorporación (35). M uchas cosas que hoy nos parecen

(34) Véase la sabia obra del Sr. Federico Schlegel, S p ra c h e und W eisheit d e r Indier, pp. 44-60. (35) En el sánscrito mismo varios ti e m p o s se form an por agregación: añádese el verbo sustantivo s e r a la radical, por ejem­ plo en el futuro primero. Asimismo hallamos en el griego m acheso, si la s no es resultado de la flexión, y en latín p ot-ero (Bopp, pp. 26-66). Esos son ejemplos de incorporaciones y aglutinaciones en el sistem a gram atical de lenguas que con razón se citan como modelos de un desarrollo interior por flexión. En el siste­ ma gram atical de los americanos, por ejemplo en los ta ­ manacos, ta r e k c h i, llevaré, se compone por igual modo de la ra-

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flexiones de la rad ical lian sido quizá en su origen afijos de que apenas han quedado una o dos consonantes. Su­ cede con las lenguas como con todo lo que es orgánico en la n atu ra leza : n ad a está por com pleto aislado, ni es de­ sem ejante. C uanto m ás se p enetra en su estru ctu ra in­ terna, tanto m ás se desvanecen los contrastes, los carac­ teres decisivos. “D iríase que son como las nubes, cuyos contornos parecen no ser bien definidos sino cuando se las m ira desde lejos” (36). Pero de no ad m itir un principio único y absoluto en h clasificación de las lenguas, no por eso estaríam os m e­ nos de acuerdo en que, dado su actual estado, las unas m uestran m ayor tendencia a la flexión, y las otras m ayor tendencia a la agregación externa. Se sabe que a la pri­ m era división pertenecen las lenguas de la ram a india, pelásgica y germ ánica, y a la segunda los idiom as am eri­ canos, el copto o antiguo egipcio, y hasta cierto punto, las lenguas sem íticas y el vascuence. Lo poco que hemos dado a conocer del idiom a de los C haim as de Caripe bas­ ta sin duda p a ra dem o strar esa tendencia constante ha­ cia la incorporación o agregación de ciertas form as que es fácil separar, por m ás que, de acuerdo con un senti­ m iento de eufonía b astante refinado, se les haya hecho perder algunas letras o se las haya acrecentado con al­ gunas otras. Estos afijos, al in crem en tar los vocablos, indican las relaciones m ás v arias de núm ero, tiempo y movimiento. Reflexionando sobre la estru ctu ra p articu la r de las lenguas am ericanas se cree descubrir el origen de esa dical a r (infinit. y a re ri, llevar) y del verbo sustantivo ekchi (infinit. uokchiri, ser). Apenas existe en las lenguas am ericanas un modo de agregación de que no se encuentre un ejemplo análogo en alguna otra lengua que se suponga no se desarrolle sino por flexión. (36) Guillermo de Humboldt, S u r les m o n o g r a p h ie s des la gues, parágrafo 1, Id., S u r la lan g u e basque, pp. 43, 46, 50.

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viejísim a opinión universalm ente d ifu n d id a en las m i­ siones, de que las lenguas am ericanas tienen analogía con el hebreo y el vascuence. ¿H an sido causa de que se establezca una teoría tan e x tra o rd in aria m otivos que se cree interesen a la religión? H acia el N orte de la América, entre los C hactas y los Chicasas, h an oído v ia­ jeros algo crédulos can tar el aleluya de los Hebreos (37), como resuenan todavía en la India, según dicho de los Panditas, las tres p alab ras sagradas de los m isterios de Eleusis (konx om pax) (38). No sospecho que los pue­ blos de la E uropa latin a h ay an llam ado hebreo o vasco cuanto tenga un raro talante, así como se llam aro n por largo tiem po m onum entos egipcios los que no eran del estilo griego o rom ano. Creo m ás bien que es el sistem a gram atical de los idiom as am ericanos el que h a fo rtale­ cido a los m isioneros del siglo XVI en sus ideas sobre el origen asiático de los pueblos del Nuevo Mundo. La fas­ tidiosa com pilación del P. García, Tratado del origen de los indios, es una p ru eb a de ello (39). La posición de los pronom bres posesivos y personales al fin del nom bre y de los verbos, lo mismo que los tiem pos tan m últiples de estos últim os, caracterizan el hebreo y otras lenguas semíticas. Preocupóse el espíritu de algunos m isioneros al encontrar esas m ism as gradaciones en las lenguas am ericanas. Ignoraban que la analogía de varios rasgos esparcidos no prueba que ciertas lenguas pertenezcan a un mismo tronco. Menos asombroso parece que los que no conocen bien sino dos lenguas de un todo heterogéneas, el castellano y el vascuence, hayan encontrado en este 1111 aire de fam ilia (37) L’Escarbot, Charlevoix y aun Adair (H ist. of th e A m e ­ rican Indians, 1775, pp. 15-220). (38) A siat. Res., t. V, p. 231. d’Eleusis, 1816, pp. 27, 115. (39) 13

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ni,

Cuvaroff, S u r les m y s te re s

cap. VII, parágrafo 3.

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respecto de las lenguas am ericanas. Lo que ha podido cau sar y en treten er esta ilusión es la com posición de las p alabras, la facilidad con que se rep iten los elementos parciales, como son las form as del verbo y las diversas m odificaciones que experim enta según la n atu raleza del régim en. Repetim os em pero que u n a tendencia igual ha­ cia la agregación o incorporación 110 constituye una iden­ tidad de origen. Véanse a continuación algunos ejem ­ plos de estas afinidades fisonómicas entre las lenguas am ericanas y la lengua vasca, en tre idiom as que entera­ m ente difieren por sus raíces. En chaim a: k e n potu pra kiioguaz, no conozco, pro­ piam ente no conocedor yo soy. En tam anaco: yureruak-ure, portador soy, yo llevo; anarepra aichi, no llevará, propiam ente, portad o r 110 será; patkurbe, bueno; patkutari, hacerse bueno; Tam anaku, 1111 T am anaco; tamanakutari, hacerse tam anaco; Pongheme, español; ponghemtari, españolizarse; tenetchi, veré; ten eikre volveré a ver; teksha, voy; tekshare, vuelvo; m a ip u r butké, un indezuelo m a ip u re; aikabutké, una m u jerzu ela (40); maipuritaye, un feo indio m aip u re; aitakaye, u n a m u je r fea. En vascuence: m aitetutendot, la quiero, propiam en­ te, am ante yo la tengo; beguia, el ojo y beguitsa, ver; aitagana, hacia el p ad re; y añadiendo tú, se form a el ver­ bo aitaganatu, ir hacia el p ad re; ume-tasuna, ingenuidad dulce y p u eril; um e-quería p u erilid ad desagradable (41). A gregaré a estos ejem plos algunos com puestos des­ criptivos cpie recu erd an la infancia de los pueblos, y nos interesan por cierta sencillez de expresión en las lenguas (40) El diminutivo de m ujer (aica) o de Indio Maipure, se form a añadiendo bu tké, que es la terminación de pequeño, cuyuput k é ; ta y e corresponde al accio de los italianos. (41) La terminación t a s u n a indica una buena cualidad; auería la indica m ala y se deriva de eria, enfermedad (G. de Humboldt, Basques, p. 40).

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am ericanas al igual que en el vascuence. En tam anaco: la avispa, uane-imu, o sea p ad re ( im -d e ) de la miel (iiane ); los dedos del pie, ptari-mucuru, propiam ente, los hijos del pie; los dedos de la m ano, am ña-m ukuru, los hijos de la m ano; los hongos, yeye-panari, propiam ente, orejas, ( pan ari ) del árbol ( yeye) ; las venas de la m ano, amña-mitti, propiam ente, las raíces ram ificadas; las ho­ jas, prutpe-yareri, propiam ente, los cabellos de la copa del árbol; m ediodía, puirene-weyu, p ropiam ente sol (w e y u ) recto o p erp en d icu lar; centella, kinem eru -w aptori, propiam ente el fuego (w apto) del trueno o de la tem pestad. En kinemeru, trueno o tem pestad, descubro la raíz kineme, negro. En vascuence; becoquia, la fren ­ te, lo perteneciente (co y quia) al ojo (b eq u ia ) ; odotsa, el ruido (otsa) de nube ( odeia ) o sea trueno; arribicia, el eco, propiam ente la piedra anim ada, de arria, piedra, y bicia, la vida. Los verbos chaim as y tam anacos tienen una enorm e complicación de tiempos, dos presentes, cuatro pretéritos, tres futuros. Esta m ultiplicidad es característica de las lenguas am ericanas m ás toscas. De un m odo sem ejante cuenta A starloa en el sistem a gram atical del vascuence doscientas seis form as del verbo. Las lenguas en que la tendencia principal es la flexión excitan la curiosidad del vulgo menos que las que parecen form adas por agrega­ ción. En las prim eras ya no se reconocen los elementos de que se com ponen las p alab ras y que por lo general se reducen a algunas letras. Aislados estos elementos, no tienen sentido alguno, que todo está asim ilado y fu n ­ dido en uno. P or lo contrario, las lenguas am ericanas son como m áquinas com plicadas cuyos ro d ajes están de manifiesto. Se reconoce el artificio, o bien diré, el m e­ canismo industrioso de su estructura. C reeríase asistir a su form ación y asignaríaseles un origen recientísim o, si no valiera reco rd ar que el espíritu hum ano sigue im ­ perturbablem ente una im pulsión dada, que los pueblos agrandan, perfeccionan o rep aran el edificio gram atical

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de sus lenguas conform e a un p lan de antem ano deter­ m inado, y que hay en fin países cuyo lenguaje, in stitu ­ ciones y artes son como estereotipos desde hace una luen­ ga serie de siglos. H asta ahora el m ás alto grado de desenvolvim iento intelectual se ha hallado en las naciones que pertenecen a la ram a india y pelásgica. Las lenguas form adas p rin ­ cipalm ente por agregación parecen oponer por sí m ism as obstáculos a la cu ltu ra; porque están en p arte desprovis­ tas de ese m ovim iento rápido, de esa vida in terio r que favorece la flexión de las raíces, y que com unican tan ­ tos encantos a las obras de la im aginación. No olvide­ mos, sin em bargo, que un pueblo célebre desde la m ás rem ota antigüedad, cuyas luces los mism os griegos se adaptaron, hablaba quizá u n a lengua cuya estru ctu ra re ­ cuerda involuntariam en te la de las lenguas de América. Qué an d am iaje de pequeñas form as m onosílabas o disí­ labas añadidas al verbo y al sustantivo en la lengua copta! El chaim a y el tam anaco, sem isalvajes como son, tienen nom bres abstractos b astante breves p ara expresar la grandeza, la envidia y la levedad cheictivate, uoite, y uonde; pero en copto la voz m alicia, m etrepherpetou, es­ tá com puesta de cinco elem entos fáciles de distin g u ir: significa la cualidad (m et) de un sujeto ( r e p h ) que hace (er) cosa que es ( pet ) m al (óu). Con todo, la lengua copta tuvo su literatu ra, como la lengua china, cuyas raíces, lejos de ser agregadas, están ap en as aproxim adas unas a otras sin contacto inm ediato. Convengam os en que los pueblos, una vez que despiertan de su letargo, y ya encam inados hacia la civilización, h allan en las len­ guas m ás extrañas el secreto de ex p resar con claridad las concepciones del espíritu y p in ta r los m ovim ientos del alm a. Un hom bre respetable que pereció en las san­ grientas revoluciones de Quito, Don Ju an de L arrea, h a ­ bía im itado con ingenua gracia algunos idilios de Teócrito en la lengua de los Incas; y m e h an asegurado que, con excepción de los tratados de ciencia y filosofía, casi

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no hay obra en la lite ra tu ra m oderna que no pueda ser traducida en peruano (42). Las intim as relaciones que se han establecido desde la conquista entre los n atu rales y los españoles h an m oti­ vado que cierto núm ero de vocablos am ericanos h ay an pasado a la lengua castellana. Algunos de estos (por ejemplo, sabana, caníbal) no expresan cosas desconoci­ das antes del descubrim iento del Nuevo ¡Mundo, y apenas nos recuerdan hoy su origen b árb aro . Casi todos p erte­ necen a la lengua de las A ntillas Mayores, antaño desig­ nada con el nom bre de lengua de H aití, de Q uizqueja, o de Itis (43). Me lim itaré a citar las voces m aíz, tabaco, canoa, batata, cacique, balsa, conuco, etc. Desde 1498, cuando los españoles com enzaron a v isitar la T ie rra F ir­ me, ya tenían voces p ara designar los vegetales m ás ú ti­ les al hom bre, com unes a las A ntillas y a las costas de Cumaná y de P a ria (44). No se contentaron con guar(42) Sobre la identidad incontestable del antiguo egipcio y el copto, y sobre el sistem a particular de síntesis de esta últim a len­ gua, véanss las juiciosas reflexiones del Sr. Silvestre de Sacy, en la Notice des R echerches de M. E tien ne Q u a tr e m e r e s u r la littérature de l’E g y p te , pp. 18, 23. (43) El nombre de Itis por Haití o Santo Domingo (española), se halla en el Itin e ra riu m del obispo Geraldini (Roma, 1631, p. 206). “Quum Colonus Itim insulam cerneret”. (44) He aquí, en su verdadera forma, las voces tainas que han pasado, desde fines del siglo XV, a la lengua castellana, una gran parte de las cuales no deja de interesar a la botánica descriptiva: ahí (Capsicum baccatum ), b a t a t a (Convolvulus B atata), bihao (Heliconia Bihai), c a im ito (Chrysophyllum Caimito), c a h o b a (Swietenia Mahagoni,), y uca y c a rab i (Jatropha Manihot; la voz c a sab i o cassave sólo se emplea para el pan hecho de las raíces de la Jatropha; el nombre de la planta, y uca, fué también oído por Américo Vespucio en las costas de P aria); a g e o a je s (Dioscorea alata), copei (Clusia alba), g u a y a c á n (Cuajacum officinale), g u a y a b a (Psidium pyriferum), g u a n á v a n o (Anona m uricata), m an í, (Arachis hypogaea), g u a m a (Inga), henequén (originariamente una yerba con que los haitianos, según les cuentos de los primeros viajeros, cortaban los metales; hoy es todo hilo muy resistente); hicaco (Chrysobalanus Icaco), maguei (Agave americana), m ahíz o m aíz (Zea), mamei

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darse estas palab ras tom adas de los haitianos, sino que contribuyeron tam bién a d ifu n d irlas en toda la A m éri­ ca en una época en que la lengua de H aití era ya una lengua m uerta, y entre pueblos que hasta ignoraban la existencia de las A ntillas. Algunas p alab ras diariam en ­ te usadas en las colonias españolas se atribuyen sin r a ­ zón a los haitianos. Banana es del Chaco, de la lengua m baya; arepa (pan de yuca o Jatro p h a M anihot) y gua­ yuco (delantal, perizom a) son caribes; curiara (canoa m uy alargada) es tam an aca; chinchorro (ham aca) y tu­ tuma (fruto de la Crescentia C ujete, o vaso p ara conte­ n er algún líquido), son voces chaim as. Largo tiem po me he detenido en consideraciones so­ bre las lenguas am ericanas, porque analizándolas por p ri­ m era vez en esta obra he creído necesario h acer com­ p ren d er todo el interés de este género de investigaciones; y es análogo tal interés al que in sp iran los m onum entos de los pueblos sem ibárbaros. E xam ínaseles no porque m erezcan por sí mism os un puesto entre las obras de ar­ te, sino porque su estudio difunde alguna luz sobre, la (Mammea am ericana), m an g le (Rhizophora), p it a h a y a (Cactus Pitahaja), ceiba (Bombax), tu n a (Cactus Tuna), hicotea (tortuga), ig u a n a (Lacerta Iguana), m a n a t í (Trichecus M anatí), n ig u a (Pulex penetrans), h a m a c a (H am aca), b alsa (? ) (arm adía; balsa, sin embargo es una antigua voz castellana en la significación de char­ ca), b a rb a c o a (camilla de palos delgados o de cañas), canei o buhío (cabaña), c a n o a (bote), cocuyo (E later noctilucus), c h ic h a (be­ bida ferm entada), m a c a n a (garrote grueso o maza hecha de pe­ cíolos de una palm era), t a b a c o (no es la yerba, sino el tubo de que se servían para absorber el humo del tabaco), caciq ue (capitán). O tras voces americanas, hoy usadas entre los criollos tanto como las voces arábigas españolizadas, no pertenecen a la lengua de Haití; por ejemplo ca im á n , p ir a g u a , p a p a y a (Carica), a g u a c a t e (Persea), t a r a b i t a , p á ra m o . El P. Gili sienta probabilidades de que sean ellas sacadas de la lengua de algunos pueblos que habi­ taban el país templado entre Coro, las m ontañas de Mérida y la altiplanicie de Bogotá (S aggio, t. III, p. 228. Véase arriba). Cuán­ tas voces de las lenguas céltica y germánica nos habrían conserva­ do Julio César y Tácito, si las producciones de los países septen­ trionales visitados por les romanos hubieran diferido de las de Ita ­ lia y España tanto como las de la América equinoccial!

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historia de nuestra especie y sobre el desenvolvim iento progresivo de nuestras facultades. R estaríam e h ab lar, después de los Chaim as, acerca de otras naciones indígenas que h ab itan en las provin­ cias de C um aná y Barcelona. Me contentaré con in d i­ carlas sucintam ente. 1° Los Pariagotos o Parias. Créese que las desinen­ cias en goto, como en Pariagoto, Purugoto, Avarigoto, Acherigoto, Cumanagoto, Arinagoto, K irikirisgoto (45), indican un origen caríbico (4(5). Todos estos gentíos, con excepción de los Purugotos del río C aura, ocupaban antes los países que largo tiem po estuvieron b ajo la do­ minación caribe, es a saber, las costas de Berbice y Esequibo, la península de P aria, los llanos de P íritu, y la Parim a. Con este últim o nom bre se com prende en las misiones el terreno poco conocido entre las fuentes del Cuyuní, el Caroní y el Mao. Los indios p arias se han refundido en parte con los C haim as de C um aná (47); otros han sido avecinados por los capuchinos aragoneses en las m isiones del Caroní, por ejem plo, en C upapúi y en Altagracia, donde todavía se h ab la su lengua, que p a­ rece ser interm ediaria entre el tam anaco y el caribe. P e­ ro el nom bre de P a ria o Pariagotos ¿será solam ente puro nombre geográfico? Los españoles que frecu en tab an es­ tas costas desde su prim er establecim iento en la isla de (45) Los K irik irisg o to s (o K irik irip a s) son de la Guayana ho­ landesa. Es bien notable que entre les pequeños gentíos brasile­ ños que no hablan la lengua de los Tupis, los Kiriri, a pesar de su enorme apartam iento de 650 leguas, usan varias voces tamanacas. Hervás C atálog o delle lingue p. 26. (46) En la lengua tam anaca, que es de la misma ram a que la caribe, hállase también la desinencia goto, como an e k ia m g o to , animal. A menudo una analogía en las terminaciones de os nom­ bres, lejos de probar una identidad de raza, indica solamente que los nombres de los pueblos han sido tomados de una misma lengua. (47) Caulín, pp. 9,88,136. 617,676. Gilí, t. III, pp. 201,205.

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Cubagua y en M acarapana, ¿ap licaro n el nom bre del prom ontorio de P a ria a la tribu que lo h ab itab a? (48). Positivam ente no lo afirm arem os; porque los caribes m ism os llam aban C aribana un país que ocupaban y que se extendía del río Sinu al golfo de D arién (49). Este es un señalado ejem plo de una id en tid ad de nom bre entre un pueblo am ericano y el territorio que posee. Se com­ prende que en u n estado de la sociedad en que las vi­ viendas no perm anecen largo tiem po fijas, deben ser m uy raros estos ejem plos. 2o Los Guaraúnos o Gu-ara-unu, casi todos libres e independientes, esparcidos en el D elta del Orinoco, tan variablem ente ram ificados, cuyos canales, ellos solos co­ nocen bien. Los caribes llam an a los guaraúnos U-ara-u. Deben su independencia a la n atu raleza de su país; por(48) P aria, U raparia, y aun H uriaparia y Payra, son los an­ tiguos nombres del país, escritos como los primeros navegantes creyeron oírlos. (Fern. Colón, en C h u rc h ill’s Collection, t. II, p. 586, cap. 71. Galvano, en H a k lu y t's Supl., 1812, p. 18. JPedro Martyr, pp. 73, 75. Jerónimo Benzoni, p. 7. Geraldini, Itinerar.. p. 17. C h rist. Columbi N avig atio , en Gryn, Orb. Nov., pp. 80, 86. Gómara, p. 109, cap. 84). Apenas me parece probable que el promontorio de P aria haya recibido su nombre del del cacique U ria p a r i, célebre por la resistencia que hizo a Diego de Ordaz en 1530, treintidós años después que Colón hubiese oído el nombre de P aria de boca de los indígenas (Fr. Pedro Simon, p. 103, noticia 2, cap. 16. Caulín, pp. 134, 143). En su desembocadura tomó tam bién el Orinoco el nom­ bre de U riapari, Yuyapari o Iyupari (H errera, Déc., t. I, pp. 80, 84, 108). En todas estas denominaciones de un gran río de un litoral, y de un país lluvioso, creo reconocer la radical par, que sig­ nifica agua, no solamente en las lenguas de esta comarca, sino en las de pueblos apartadísim os unos de otros en las costas orien­ tales y occidentales de la América. M a r o g r a n d e a g u a se dice en caribe, maipure y brasileño p a r a n a ; en tamanaco, p a r a u a . En la Guayana superior también llaman al Orinoco P a r a u a . En perua­ no o quichua, hallo que lluvia es p a r a ; llover, p a ra n i. Hay ade­ m ás un lago en el Perú que desde m uy antiguo lleva el nombre de P aria (García, O rigen de los Indios, p. 292). He entrado en estos detalles tan minuciosos sobre el nombre de Paria, porque muy re­ cientemente se ha creído reconocer en él el país de los P a ri a s , casta del Indostán. (49)

Pedro M artyr, Ocean., p. 125,

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que los m isioneros, a pesar de su celo, no h an intentado seguirlos a las cim as de los árboles. Sábese que los Guaraúnos, p a ra le v an tar sus habitaciones p o r sobre la su­ perficie del agua en la época de las grandes inundacio­ nes, las apoyan en tronchados tallos de m angle y palm a de m oriche (50). H acen pan de la h a rin a m e d u lar de esta palm era, que es el verdadero árbol del sagú de la América. La h arin a tiene el nom bre de Y u r u m a : la he comido en la ciudad de Santo Tom é de la G uayana y me pareció m uy gustosa, pareciéndose m ás bien al pan de yuca que al sagú de la India (51). Me h an asegurado los indios que los troncos de la M auritia (el árbol de v i­ da tan ensalzado por el P. Gum illa) no rin d en a b u n d an ­ te h arin a sino cuando se d errib a la p alm era antes que cuajen las flores. Así tam bién el m agiiéi (Agave am e­ ricana o aloes de nuestros jard in es) cultivado en la N ue­ va España, no provee licor azucarado, o sea el vino (pul­ que) de los m exicanos, sino en la época en que la plan ta echa su bohordo. In terrum piendo la floración, oblígase a la n atu raleza a que desvíe esa m ateria azu carad a o am i­ lácea que había de acum ularse en las flores del m aguei y en los frutos del m oriche. Algunas fam ilias de Guaraúnos, agregadas a las Chaim as, viven lejos de su tie­ rra natal, en las misiones de los llanos de C um aná, por ejem plo en S anta Rosa de Ocopi. Q uinientos o seiscien­ tos han abandonado voluntariam ente sus pantanos y fo r­ mado, pocos años ha, dos pueblos bastan te considera­ bles con los nom bres de Sacupana e Im ataca a las ban(50) Sus costumbres han sido siempre esas mismas. A prin­ cipios del siglo XVI los describió el cardenal Bembo así: “Quibusdam in locis propter paludes incolae domus in arboribus aedificant”. (Hist. Venet., 1551, p. 88). Sir Gualterio Reali, en 1595, describe a os guaraúnos bajo los nombres de A ra o tte s , T iw itiw i y W a ra wites: eran quizás los nombres de algunas tribus en las que se subdividía entonces la m asa de la gran nación guaraúna (Barrere, Essai s u r l’hist. n at. de la F ra n c e équin., p. 150). (51) El Sr. Kunth ha reunido los tres géneros de Palmeras, Calamus, Sagus y M auritia bajo una nueva sección de los Calameas (véanse nuestros Nova Genera, t. I, p. 310).

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das septentrional y m eridional del Orinoco, a 25 leguas de distancia del cabo B arim a. Cuando hice m i v ia je a C aripe estaban todavía estos indios sin m isionero, vivien­ do en plena independencia. Las excelentes cualidades de estos indígenas como m arinos, su gran copia, su ín ti­ mo conocim iento de las bocas del Orinoco y de ese dé­ dalo de brazos que se com unican unos con otros, dan a los G uaraúnos cierta im p o rtan cia política. Favorecen ' el com ercio clandestino de que es centro la isla de T ri­ nidad, y probablem ente facilitarían tam bién cualquier expedición m ilitar que quisiera rem o n tar el Orinoco pa­ ra a tacar la G uayana española. H ace m ucho tiempo que los gobernadores de C um aná, siem pre infructuosa­ m ente, llam aron la atención del m inisterio sobre este pueblo indígena. Como los G uaraúnos corren con sum a destreza sobre los terrenos fangosos allí donde el b lan ­ co, el negro o cualquier otro indio 110 o sarían an d ar, secree com unm ente que son (je m enor peso que los dem ás indígenas. T am bién en Asia tienen esa opinión de los T ártaro s Buratos. Los pocos G uaraúnos que he visto eran de una talla m ediana, rechonchos y m uy m usculo­ sos. La ligereza con (pie an d an en p a ra je s recién dese­ cados sin hundirse, aun sin ten er tablas su jetas a los pies, parécem e ser resultado de un prolongado hábito. Aun­ que he navegado m ucho tiem po en el Orinoco, no he ba­ jad o hasta su desem bocadero. Los viajero s que visiten estos pantanos rectificarán lo que he prem editado. 3o Los Guaiqueríes o Guaikeri. Son los m ás h áb i­ les e intrépidos pescadores de estas com arcas; ellos solos conocen bien el banco abundantísim o en pesca que ro­ dea las islas de Coche, M argarita, Sola y Testigos, banco que tiene m ás de 400 leguas cuadradas, y que de Este a Oeste se extiende desde M anicuares hasta las Bocas de Dragos. Los G uaiqueríes viven en la isla de M argari­ ta, la península de A raya y el arra b a l de C um aná que de ellos tiene el nom bre. Ya hem os observado arrib a que ellos creen que su lengua es 1111 dialecto de la lengua de

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los G uaraúnos (52). Lo cual acercaría a éstos a la gran fam ilia de las naciones caríbicas, porque el m isionero Gi­ lí piensa que el idiom a de los G uaiqueríes es u n a de las num erosas ram as de la lengua caribe (53). Estas afin i­ dades tienen interés, porque perm iten d iscernir antiguos enlaces entre pueblos dispersados por una vasta exten­ sión de país, desde la boca del río C aura y las cabeceras del Erevato en la P arim a, b asta la G uayana francesa y las costas de P aria (54). 4o Los Cuacuas, que los T am anacos llam an Mapoye, gentío antes m uy belicoso y aliado de los caribes. Es un fenómeno bastante curioso h allarlos m ezclados con Chaimas en las m isiones de C um aná; porque su idiom a es, junto con el aturo de los rau d ales del Orinoco, un dia­ lecto de la lengua saliva, y sus viviendas o rig in arias es­ tán a orillas del Asiveru, que los españoles llam an Cuchivero. H an em prendido sus m igraciones 100 leguas al Noreste. Con frecuencia los oí n o m b rar en el Orinoco, (52) T. II, cap. 4, p. 251. Véase también Hervás, Cat., p. 49. Si e nombre del puerto de P a m p a t a r , en la isla de M argarita, es guaiquerí, cual no podría dudarse, presenta un rasgo de analogía con ía lengua cumanagota, que está em parentada con el caribe y el tamanaco. En T ierra Firme, en las misiones de Píritu, hallamos la aldea de G a y g u a p a ta r , cuyo nombre significa c a s a de C áy gu a. (53) (54)

T. III, p. 204, Vater, t. III, sec. II, p. 676.

¿Son de origen diferente de los guaiqueríes de Cumaná los gu aiqu iris o O -akiris, hoy estacionados a orillas del Erevato, y antes entre el río Caura y el Cuchivero, cerca del pueblecill» de Altagracia? He conocido también en el interior de las tierras, en las misiones de los Píritus, cerca de la aldea de San Juan Evange­ lista del Guarive, una quebrada que desde muy antiguo lleva e'. nombre de G u aiqu iric uar. Parecen probar estos indicios m igra­ ciones del Suroeste hacia el litoral. La desinencia c u a r, que se ha­ lla en tantos nombres cumanagotos y caribes, significa q u eb rad a, v. g. en G u a im a c u a r (quebrada de los lagartos). P ir ic h u c u a r (quebra­ da poblada de palmeras Pírichu o P íritu), C h ig u a t a c u a r (q u e b ra d a de caracoles terrestres). Raleigh describe a los guaiqueríes con el nombre de O uikeris. A los Chaimas llama S a im a s, cambiando la ch en s, conforme a la pronunciación caribe.

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m ás a rrib a de la boca del M eta; y, cosa m uy notable, ase­ guran que algunos m isioneros jesu ítas h an encontrado C uacuas hasta en las cordilleras de Popayán. Raleigh cita entre los n atu rales de la isla de T rin id ad , a los Sa­ livas, gentío del Orinoco de m uy m origeradas costum bres, que vive al S ur de los Cuacuas. Quizá estas dos tribus, que h ab lan casi la m ism a lengua, h an v ia jad o ju n tam en ­ te hacia las costas (55). 5o Los Cumanagotos (o, según la pronunciación de los indios, C um anacoto ) , hoy al Oeste de C um aná en las m isiones de P íritu, donde viven como agricultores en nú­ m ero de m ás de 20.000. Su lengua, lo m ism o que la de los Paloneas o Palenques y la de los Guarives, está coloca­ da entre el tam anaco y el caribe, aunque m ás aproxim ada al prim ero. Son aún idiom as tam bién de u n a m ism a fa­ m ilia; m as p a ra considerarlos como sim ples dialectos, sería tam bién m enester n o m b rar al latín como dialecto del griego, y al sueco como dialecto del alem án. Cuando se tra ta de la afin id ad de las lenguas en tre sí, no debe olvidarse que tales afinidades pueden g rad u arse m uy di­ versam ente, y que sería confundirlo todo no distinguir entre sim ples dialectos y lenguas de una m ism a fam ilia. Los Cumanagotos, Tam anacos, Chaim as, G uaraúnos y Caribes, no se entienden unos con otros, a p esar de las analogías frecuentes de voces y de estru ctu ra gram atical que exhiben sus idiom as respectivos. A principios del siglo XVI habitaban los Cum anagotos en las m ontañas del B ergantín y P arab o lata. El P. Ruiz Blanco, que fué profesor en Sevilla y luego m isionero en la provincia de N ueva Barcelona, publicó en 1683 una gram ática del cum anagoto y algunas obras teológicas en la m ism a lengua. No he podido saber si los indios P íritus, Cochéimas, Chacopatas, Tom uzas y Topocuares, hoy confundidos en unos (55) Vater, t. III, sec. II, p. 364. El nombre Q u a q u a se en­ cuentra accidentalmente en la costa de Guinea. Los europeos lo dan a una tribu de negros que está al Este del cabo Lahon.

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mismos pueblos con los Cumanagotos, cuya lengua h a ­ blan, fueron originariam ente tribus de esta m ism a n a ­ ción. Los P íritus, como en otra p arte lo hemos observa­ do, tienen su nom bre de la q u eb rad a Pirichucuar, donde crece en abu n d an cia la p alm ita Pirichu o Píritu (56), cu­ yo leño excesivam ente duro, y poco com bustible por lo mismo, sirve p a ra fa b ric a r pipas. F ué fundado en este propio lugar, año de 1556, el pueblo de la Concepción de Píritu, capital de las m isiones cum anagotas conocidas ba­ jo la denom inación de misiones de Píritu. 6o Los Caribes (Carives ). Es el nom bre que les dan los prim eros navegantes y que se conservó en toda la América española. Los franceses y alem anes lo han transform ado, ignoro por qué, en Caraibes, y ellos m is­ mos se llam an Carina, Calina y Calínago. He visita­ do algunas m isiones caribes de los llanos (57) tornando de mi v iaje al Orinoco, y me lim itaré a reco rd ar aquí que los Galibis (C aribis de C ayena), los Tuapocas y los Cunaguaras, que originariam ente hab itab an en las llan u ras que quedan entre las m ontañas de C aripe (C aribe) y la villa de M aturín, los Yaos de la isla de T rin id ad y la pro­ vincia de C um aná, y quizá tam bién los Guarives, aliados de los Palenques, son tribus de la grande y herm osa n a ­ ción Caribe. En cuanto a las dem ás naciones cuyas referencias de lenguaje con el tam anaco y el caribe hem os indicado, no pensam os que sea indispensable considerarlas como de la m ism a raza de ellos. En Asia los pueblos de o ri­ gen mongol difieren totalm ente en su organización física de los de origen tártaro. T al ha sido sin em bargo la (56) Caudice gracili aculeato, foliis pinnatis. Acaso del gé­ nero Aiphanes de Willdenow. (Véanse mis Proleg. de distrib. geogr. plant., 1817, p. 228). (57) Me serviré en adelante de esta palabra Llanos (loca pla­ na), suprimiendo la p), s'n añadir los equivalentes p a m p a s , sa b a n a s , praderas, e s t e p a s o llan u ras. El país entre las montañas costa­ neras y la orilla izquierda del Orinoco comprende los llanos de Cumaná, Barcelona y Caracas.

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m ezcla de estos pueblos, que según las bellas investiga­ ciones del Sr. de K laproth, se h ab lan hoy lenguas tártaras (ram as del antiguo Oigur) por hordas incontestablem en­ te mongolas. Ni la analogía, ni la diversidad del len­ guaje pueden b astar p a ra resolver el gran problem a de la filiación de los pueblos: sólo dan débiles probabilida­ des. Los caribes propiam ente dichos, los que habitan las m isiones del Cari en los llanos de C um aná, las ribe­ ras del C aura y las llan u ras al N oreste de las fuentes del Orinoco, se distinguen por su estatu ra casi gigantesca de todas las dem ás naciones que he visto en el Nuevo Continente. ¿H abrá que ad m itir por esto que estos cari­ bes son u na raza en teram en te aislada, y que los Guaraúnos y T am anacos, cuyas lenguas sa acercan al caribe, no tienen con ellos ningún lazo de parentesco? Pienso que no. E ntre pueblos de u n a m ism a fam ilia puede u n a ra­ m a a d q u irir un desarrollo de organización ex trao rd in a­ rio. Los m ontañeses del T irol y de Salzburgo son de estatura m ás elevada que las dem ás razas germ ánicas: los Samoyedos del Altai son m enos pequeños y rechon­ chos que los del litoral. Sería asim ism o difícil neg ar que los Galibis son verd ad ero s caribes; y a pesar, 110 obstan­ te, de la identidad de las lenguas, qué diferencia patente en la altu ra de la talla y su constitución física! Al in d icar los elem entos de que hoy se compone la población indígena de las provincias de C um aná y Bar­ celona, no he querido u n ir recuerdos históricos a la sen­ cilla enum eración de los hechos. Antes que Cortés que­ m ase sus bajeles en desem barcando en las costas de México, antes que entrase en la capital de Moctezuma en 1521, estaba fija la atención de E uropa sobre las re­ giones que acabam os de recorrer. D escribiendo las cos­ tum bres de los habitantes de P aria y de C um aná, creíase p in ta r las costum bres de todos los indígenas del Nuevo Continente. No d e ja rá n de h acer esta advertencia los que leen los historiadores de la conquista, sobre todo las cartas de P edro M artyr de Angleria, escrita en la corte de Fer­ nando el Católico, llenas de finas observaciones sobre Cris­ tóbal Colón, León X y Lutero, e in spiradas por un noble

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entusiasmo de los grandes descubrim ientos de un siglo tan rico en acontecim ientos extraordinarios. Sin e n tra r en detalle alguno acerca de las costum bres de los pueblos que por largo tiem po h an sido confundidos con la vaga denom inación de Cnmanescs, parécem e im portante es­ clarecer un hecho que he oído discutir a m enudo en la América española. Los Pariagotos de hoy son ro jim orenos como los Ca­ ribes, los C haim as y casi todos los n atu rales del Nuevo Mundo. ¿P or qué los historiadores del siglo XVI a fir­ man que los prim eros navegantes vieron hom bres b lan ­ cos con cabellos rubios en el prom ontorio de P aria? ¿Eran de esos indios de piel m enos atezada que el Sr. Bonpland y yo hemos visto en la Esm eralda, cerca de las cabeceras del Orinoco? Pero estos m ism os indios tenían cabellos tan negros como los Otomacos y otras tribus cu­ ya coloración es m ás subida. ¿E ran albinos, al modo como antes h an sido hallados en el istm o de P an am á? Pero los ejem plos de esta degeneración son rarísim os en la raza cobriza, y Angleria, lo mism o que G om ara, h a ­ blan de los habitantes de P a ria en general, y 110 de al­ gunos individuos. D escríbenlos am bos como si fu eran pueblos de origen germ ánico: dicen que son blancos y de cabello rubio (58). A ñaden que llevan vestidos p a ­ recidos a los de los turcos (59). Gom ara y A ngleria es(58) Aethiopes nigri, crispí lanati, Pariae incolae albi, capillis oblongis pratensis flavis. Pedro M artyr, Ocean., dec. I, lib. VI (ed. 1574), p. 71. Utriusque sexus indigenae albi veluti n o stra te s , p ra e te r eos qui su b solé v e r s a n tu r . Loe. cit., p. 75. D e los indí­ genas que vió Colón en la boca del río de Cumaná, dice Gomara: “Las doncellas eran amorosas, desnudas y b lan ca s (las de la casa); los indios que van al campo están negros del sol”. Hist. de las Indias, cap. LXXIV, p. 97. “Los indios de P aria son blancos y rubios”. García, O rigen de los indios, 1729, lib. IV, cap. IX, p. 270. (59) Llevaban en derredor de la cabeza un pañuelo de algo­ dón rayado. (Fern. Colón, cap. 71, en Churchill’s, t. II, p. 586). ¿Se tomó esta suerte de cofia por un tu rbante? (García, del Origen de los Indios, p. 303). Sorpréndeme que algún pueblo de estas re­ giones se cubriese la cabeza; pero lo que es más curioso aún, es que Pinzón, en un viaje que hizo solo a la costa de Paria, cuyos detalles nos ha conservado Pedro M artyr de Anglerie, pretende

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criben conform e a relatos orales que h ab ían podido re­ coger. D esaparecen tales m arav illas si exam inam os la re­ lación que sacó Don F ernando Colón de los papeles de su padre (00). H allam os ahí sim ple y sencillam ente “que el A lm irante estaba sorprendido de v er que los h a­ bitantes de P aria, y los de la isla de T rin id ad , eran m e­ jo r hechos, de m e jo r conversación y m ás blancos que cuantos indígenas se hab ían visto hasta entonces”. No quiere decir eso sin duda que los P ariagotos son blancos. El color m enos subido de la piel de los indígenas y el gran frescor de las m añ an as en la costa de P aria parecían confirm ar la extrañ a hipótesis que se h ab ía hecho este g rande hom bre sobre la irreg u larid ad de la curvatura de la tierra y sobre la altu ra de las planicies de esta re­ gión, como resultado de un ensancham iento extraordinario del globo en el sentido de los paralelos (61). Américo Vespucio (si fuere perm itido cita r su presunto p r im e r viaje, tal vez com puesto de relatos de otros viajeros) com para los n atu rales con los pueblos tártaros, no por su color, sino por la an ch u ra del rostro y la expresión de la fiso­ nom ía (62). haber hallado indígenas vestidos. “Incolas omnes genu tenus ma­ res, foeminas surarum tenus, gossampinis vestibus amictos simplicibus repererunt; sed viros more Turcarum insuto minutim gossypio ad belli usum duplicibus”. (Pedro M artyr, Dec. II, lib. VII, p. 183). ¿Qué .pueblos más civilizados son estos, vestidos con tú­ nicas, como en las faldas de los Andes y hallados en una costa en donde antes y después de Pinzón no se vieron sino hombres des­ nudos ? (60) C h u rc h ill’s Collection, t. II, pp. 584, 586. Herrera, pp. 80, 83, 84. Muñoz, Hist. del Nuevo Mundo, t. I, p. 289. “El color era moreno como es regular en los indios pero más claro que en las islas reconocidas”. Los misioneros tienen la costumbre de llamar trig u eñ o s, o aún casi blancos, los indios menos morenos, menos ate­ zados. (Gumilla, Hist. de 1’ Orénoque, t. I, cap. V, parágrafo 2). Estas expresiones impropias pueden engañar a los que no están hechos a las exageraciones que se perm iten a menudo los viajeros. (61) Véase la nota C al fin del presente libro. (62) “Vultu non multum speciosi sunt, quoniam latas facies T a r t a r i i s adsim ilatas habent” (Americi Vesputii N a v ig a tio prima, en Gryn. Orb. Nov., 1555, p. 212),

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Pero si es cierto que a fines del siglo XV h ab ía en las costas de Cum aná tan pocos hom bres de piel blanca como en nuestros días los hay, no ha de concluirse de ello que los indígenas del Nuevo M undo p resentan donde­ quiera igual organización del sistem a derm oide. T an inexacto es decir que todos son rojicobrizos, como a fir­ m ar que no tuvieran una coloración atezada si no estu­ viesen expuestos al ard o r del sol o requem ados con el contacto del aire. Pueden los n atu ra les rep artirse en dos porciones m uy desiguales en n ú m ero: a la p rim era pertenecen los esquim ales de G roenlandia, del L ab rad o r y de la costa septentrional de la b ah ía de Hudson, los h a ­ bitantes del estrecho de Bering, de la península de Alaska y del golfo del Príncipe Guillermo. La ram a oriental y la occidental de esta raza polar, los esquim ales y los Chugazas, a pesar de la enorm e distancia de 800 leguas que las separa, se enlazan m ediante la m ás íntim a an a­ logía de sus lenguas (63). Y aun se extiende esta a n a ­ logía, como recientem ente está probado de un modo in ­ dudable, hasta los habitantes del Noreste de Asia; porque el idioma de los Chukchis de la boca del A nadyr tiene las m ism as raíces que la lengua de los esquim ales que habitan la costa de A m érica opuesta a la E u ro p a (64). Los Chukchis son los esquim ales del Asia. A sem ejanza de los Malayos, esta raza h ip erb ó rea sólo ocupa el litoral. Está com puesta de ictiófagos, casi todos de m en o r esta­ tura que los dem ás am ericanos, vivos, movedizos, p a rla n ­ chines. Sus cabellos son lisos, rectos y negros; pero su piel (y ello es m uy característico en esta raza, que desig­ naré con el nom bre de raza de los esquimales-Chugazes) es originariam ente blanca. Es cierto que los groenlan­ deses nacen blancos: algunos conservan esta blancura, y (63) Vater, en el Mithridates, t. III, sec. III, pp. 425-468. Egede, Crantz, Hearne, Mackensie, Portlock, Chwostoff, Davidoff, Resanoff, Merk y Billing nos han puesto en conocimiento de la gran familia de estos pueblos Esquimales-Chugazes. (64) Sólo hablo aquí de los Chukchis de habitaciones esta­ bles; porque los Chukchis nómades se acercan a los Koriakos. 14

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a m enudo en los m ás ennegrecidos (los m ás requem ados) se ve ap arecer la rojez de la sangre en sus m ejillas (65). La segunda porción de los indígenas de A m érica com­ prende todos los pueblos que no son esquim ales-Chugazes com enzando desde el río de Cook h asta el estrecho de Ma­ gallanes, desde los U galjachm uzes y los K inais del monte San Elias hasta los Puelches y T ehuelheis del hem isferio austral. Los hom bres que pertenecen a esta segunda ram a son m ás altos y fuertes, m ás belicosos y taciturnos. T am bién presentan diferencias m uy notables en el color de la piel. En México, en el Perú, en la Nueva Granada, en Quito, por las orillas del Orinoco y el Amazonas, en to­ da la p arte de la Am érica m eridional que he exam inado, en las llan u ras como en las altiplanicies friísim as, los indiecillos a los dos o tres m eses de edad tienen la misma coloración bronceada que se observa en los adultos. La idea de que los n atu rales p o d rían bien ser blancos reque­ m ados por el aire y el sol, nunca se le h a ocurrido a un español hab itan te de Quito o de las riberas del Orinoco. E n el N oroeste de la A m érica, al contrario, se encuentran tribus en las que los niños son blancos, y adquieren en la edad viril el color bronceado de los indígenas del Perú y México. M ichikinakua, el jefe de los Miamis, tenía los brazos y partes del cuerpo no expuestas al sol casi blan­ cos. Esta diferencia de coloración entre las partes cu­ biertas y no cubiertas nunca se observa en los indígenas del P erú y México, aun en fam ilias que viven en grande holgura y casi constantem ente perm anecen encerradas en sus casas. Al Oeste de los Miamis, en la costa fron­ tera del Asia, entre los Koluchos y C hinkitanos de la ba­ hía de N orfolk (de 54° a 58° de la titu d ), las niñas adul­ tas, cuando se las obliga a lim piarse la piel, presentan

(65) Grantz, Hist, of G reenlan d, 1667, t. I. p. 132. La Groe landia parece no haber estado habitada en el siglo XI; los esqui­ males por lo menos no aparecieron sino en el siglo XIV cuando vi­ nieron del Oeste. (Loe. cit., p. 258).

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la coloración blanca de los europeos (66). Esta blancu­ ra vuelve a hallarse, conform e a ciertas relaciones, en los pueblos m ontañosos de Chile (67). Estos son hechos bien notables y adversos a la opi­ nión divulgada dem asiado generalm ente sobre la sum a conform idad de organización de los indígenas de la América. Dividiéndolos en esquim ales y no-esquimales, convenimos de buena gana en que tal clasificación no es más filosófica que la de los antiguos que en todo el m u n ­ do habitado no venían sino deltas y escitas, griegos y bárbaros. Sin em bargo, cuando se tra ta de ag ru p ar gen­ tíos innum erables, se gana ya procediendo por exclusión. Hemos querido sen tar aquí que separando toda la raza de los esquim ales-Chugazes, qu ed an todavía en el seno de los am ericanos m oreno-cobrizos otras razas en las que los hijos nacen blancos, sin que pueda probarse, averi­ guando hasta la historia de la conquista, que se hayan mezclado con los europeos. Este caso m erece ser escla­ recido por los viajeros dotados de conocimientos fisio­ lógicos que tengan la oportunidad de ex am in ar a la edad de dos años los niños m orenos de los mexicanos, los n i­ ños blancos de los Miamis, y esas hordas del Orinoco que viviendo en las m ás ab rasad o ras regiones, conservan por toda su vida y en la plenitud de sus fuerzas la piel blanquecina de los mestizos. Esos gentíos de piel b lan­ quizca son los Guaicas, los Oyes y los M ariquitares. Las pocas com unicaciones que hoy existen entre la Am érica del Norte y las colonias españolas ha estorbado toda es­ pecie de investigaciones de este género. (66) Estos pueblos blancos han sido visitados sucesivamente por Portlock, Marchand, Baranoff y Davidoff. Los Chinkitanos o Schinkit son los habitantes de la isla Sitka. Vater, Mithrid,, t. III, sec. II, p. 218. Marchand, Voyage, t. II, pp. 167-170. (67) Molina, S a g g io sulla sto ria n a t. del Chile, ed. 2, p. 293. ¿Serán dignos de fe esos ojos azules de los Boroas de Chile y de los Guayanas del Uruguay, que nos pintan como pueblos de la raza de Odin? Azara, Viaje, t. II, p. 76.

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E n el hom bre, las desviaciones del tipo com ún a la raza en tera se refieren a la estatura, a la fisonom ía, y a la form a del cuerpo, m ás bien que al color, siendo pe­ queños y rechonchos, aunque de razas m uy diferentes, los pueblos circum polares de am bos continentes. No es así en los anim ales, en los que las variedades se hallan m ás bien en el color que en la form a. El pelo de los m a­ m íferos, las plum as de las aves, y au n las escam as de los peces, m udan de coloración según la influencia pro­ longada de la luz y de la oscuridad, según la intensidad del calor y del frío. En el hom bre, la m a teria colorante parece depositarse en el sistem a derm oide por la raíz o bulbo de los pelos, y todas las buenas observaciones prueban que la piel v aría de color por la acción de los estím ulos exteriores en los individuos, y no h ered itaria­ m ente en la raza en tera (68). Los esquim ales de Groen­ lan d ia y los Lapones están requem ados por la influencia del aire, pero sus h ijo s nacen blancos. No opinarem os sobre los cam bios que puede pro d u cir la n atu ra leza en un espacio de tiem po que propase todas las tradiciones históricas. El razonam iento cesa en estas m aterias, cuando ya no se guía por la experiencia y las analogías. Los pueblos de tez blanca em piezan sus cosmogonías con hom bres blancos, y según ellos los negros y touos los pueblos atezados se h an ennegrecido o agrisado p o r el excesivo ard o r del sol. Esta teoría, ad o p tad a p o r los griegos (69), bien que no sin contradicción (70), se ha (68) Según ¡as interesantes investigaciones del Sr. Gaultier sobre la organización de la piel del hombre, p. 57, Juan H unter ob­ serva que en varios animales la coloración del pelo es independiente de la que tiene la piel. (69) Estrabon, lib. XV (ed. Oxon. Falcón, t. II, p. 990). (70) Onesícrito, en Estrabón, lib. XV (1. c., p. 983). La ex­ pedición de Alejandro parece haber contribuido mucho a ganarse la atención de los griegos sobre la gran cuestión de la influencia de los climas. Sabian por los viajeros que en el Indostán los pue­ blos del mediodía eran más atezados que los del Norte, cercanos a las montañas, y suponían ellos que entrambos eran de la misma raza.

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propagado hasta nuestros días. Buffon repitió en prosa lo que Teodectes había expresado en verso dos m il años antes, “que las naciones llevaban la librea de los clim as que h ab ita n ”. Si la historia hubiese sido escrita por pueblos negros, estos h ab rían sostenido lo que reciente­ m ente han prejuzgado los europeos m ism os: que el hom ­ bre es originariam ente negro o de un color m uy atezado, y que en algunas razas se ha em blanquecido por efecto de la civilización y de una debilitación progresiva, lo mismo que pasan los anim ales de u n a coloración oscura a otra m ás clara en estado de dom esticidad (71). En las plantas y en los anim ales, variedades accidentales form adas a n uestra vista, se han hecho perm anentes, propagándose sin alteración (72); pero n ad a p rueba que en el actual estado de la organización hum ana, las dife­ rentes razas de hom bres negros, am arillos, cobrizos, y blancos, cuando quedan sin m ezclarse, se desvíen consi­ derablem ente de su tipo prim itivo por la influencia de los climas, de la alim entación y de otros agentes exte­ riores. Ocasión tendré de reco rd ar de nuevo estas conside­ raciones generales cuando subam os a las vastas altip la­ nicies de las cordilleras, que son cuatro o cinco veces m ás elevadas que el valle de Caripe. Bástem e aquí ap o y ar­ me en el testim onio de Ulloa. Este sabio ha visto los indios de Chile, de los Andes del Perú, de las costas a b ra ­ sadas de P anam á, y los de la Luisiana, situada en la zo­ na tem plada boreal. Ha tenido la v en taja de vivir en una época en que las teorías se habían m ultiplicado m e­ nos; y ha extrañado, como yo, ver que el indígena es, bajo la línea, tan bronceado, tan bazo, lo m ism o en el

(71) Véase la obra del Sr, Prichard, ülena de curiosas inves­ tigaciones, R e se a rc h e s into t h e physical H isto ry o f Man, 1813, pp. 233, 239. (72) Por ejemplo, la oveia con los pies delanteros muy cor­ tos, llam ada ancon sheep en Connecticut, y examinada por Sir Everardo Home. E sta variedad sólo data del afio 1791.

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clim a frío de las cordilleras que en las llan u ras (73). Cuando se observan diferencias de color, consisten en la raza. D entro de poco hallarem os en las abrasadoras playas del Orinoco indios de piel blan q u ecin a: est durans originis vis. (73) “Los indios (americanos) son de un color bronceado que por la acción del sol y del aire se pone más oscuro. Debo advertir que ni el calor ni el clima frío producen cambio sensible en el co­ lor, de suerte que fácilmente son confundidos los indios de las cordilleras del Perú con los indios de las más cálidas llanuras, y que por e. color no pueden distinguirse los que viven bajo la línea de los que se hallan por los 40° de latitud N orte y Sur”. N oticias a m e r ic a n a s , cap. XVII, p. 307. Ningún autor antiguo ha indicado las dos form as de razonamiento por las que explican to­ davía en nuestros días las diferencias de color y facciones entre pueblos inmediatos tan claram ente como Tácito en '& Vida de A grí­ cola. Hace él distinción entre las disposiciones hereditarias y la influencia de los climas; y como filósofo persuadido de nuestra pro­ funda ignorancia sobre el origen de las cosas, ningún partido to­ ma. H a b itu s c o rp o r u m varii a tq u e ex eo a r g u m e n t a . Seu d u ra n t e originis vi, seu p r o c u r re n ti b u s in d iv e rsa te r ris , positio caeli corpori b us h a b itu m dedit. Agríco a, cap. 11.

LIBRO

IV

CAPITULO

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Segunda perm anencia en Cumaná.— Tem blores de tierra.— Meteoros extraordinarios.

Perm anecim os un mes todavia en C um aná. La n a ­ vegación que debíam os em p ren d er sobre el Orinoco y Río Negro exigía todo género de preparativos. M enester era escoger los instrum entos m ás fáciles de tran sp o r­ tar en estrechas canoas, m enester era apertrecharse de fondos para un v ia je de diez meses en lo in terio r de las tierras, atravesando un país incom unicado con las cos­ tas. Como la determ inación astronóm ica de los lugares era el m ás im portante objeto de esta em presa, tenia gran interés en no p erd er la observación de un eclipse de sol que había de ser visible a fines del m es de octubre, y p re­ ferí perm anecer en Cum aná, donde el cíelo es en gene­ ral despejado y sereno, hasta esa época. Ya no era tiem ­ po de llegar a las playas del Orinoco, y el alto valle de Caracas ofrecía probabilidades m enos favorables, a cau­ sa de los vapores que se acum ulan en torno de las m on­ tañas vecinas. F ijan d o con precisión la longitud de Cum aná, tenía un punto de p artid a p ara las determ inacio­ nes cronom étricas, las únicas con que podía contar cuan­ do no me detuviese el tiem po suficiente p a ra tom ar dis­ tancias lunares o p ara observar los satélites de Júp iter,

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Poco faltó p ara que un accidente funesto m e obligase a ren u n ciar al v iaje al Orinoco, o por lo m enos a ap la­ zarlo por largo tiempo. El 27 de octubre, víspera del eclipse, fuim os como de costum bre a la orilla del golfo p ara tom ar fresco y observar el instante de la pleam ar, cuya altu ra en estos p a ra je s sólo es de 12 a 13 pulgadas. E ran las ocho de la noche y aún no soplaba brisa. El cie­ lo estaba nublado, y d u ran te una calm a chicha hacía un calor excesivo. A travesam os la playa que sep ara del em ­ barcadero el a rra b a l de los indios G uaiqueríes. Sentí an­ d a r detrás de mí, y al volverm e vi un hom bre de alta es­ ta tu ra del color de los Zam bos y desnudo cin tu ra arriba. Casi sobre m i cabeza tenía una macana, grueso garrote de m adera de palm era, engrosado hacia la punta en fo r­ m a de m aza. Evité el golpe saltando a la izquierda. El Sr. B onpland, que cam inaba a mi derecha, fué m enos fe­ liz. H abía percibido al Z am bo después que yo, y recibió por encim a de la sien un golpe que lo tendió por tierra. Nos hallábam os solos, sin arm as, a m edia legua de lo h a ­ bitado, en una gran lla n u ra ceñida por el m ar. El Z am ­ bo, en vez de atacarm e de nuevo, se ap artó despacio para coger el som brero del Sr. B onpland que am ortiguando un poco la violencia del golpe había caído lejos de nosotros. A sustado al ver a m i com pañero de v iaje derribado y sin sentido por algunos m om entos, no me ocupé sino de él. Le ayudé a levantarse, y el dolor y el enojo redoblaron sus fuerzas. Nos fuim os sobre el Zambo, quien, ya por cobardía, asaz común en esta casta, ya porque percibiese lejos algunos hom bres sobre la playa, no nos aguardó y se dió a h u ir hacia el Tunal, bosquecillo de N opales y de A vicennias arborescentes. P or casualidad se cayó en la carrera , y el Sr. Bonpland que lo alcanzó prim ero, luchó cuerpo a cuerpo con él, exponiéndose al peligro m ás in ­ m inente. El Zam bo sacó de sus calzones un largo cuchi­ llo; y en esta lucha desigual hubiéram os sido in d udable­ m ente heridos a no h ab er venido en nuestro auxilio unos com erciantes vizcaínos que tom aban fresco en la playa. Al verse el Zam bo cercado, no pensó ya en defenderse. Lo­ gró escaparse otra vez; y habiéndolo seguido nosotros la r­ go rato a la ca rre ra entre los Cactos espinosos, se arro jó

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como de cansado en una vaquería, donde se dejó llevar tranquilam ente a la cárcel. El Sr. B onpland tuvo fiebre d u ran te la noche; m as lleno de valor y dotado de esa jov ialid ad de carácter que ha de m ira r un v ia jero como uno de los dones m ás precio­ sos de la n atu raleza, continuó sus trab a jo s al día siguien­ te. El m acanazo h ab ía alcanzado hasta la coronilla y le afectó por dos o tres meses, d u ran te n u estra p erm an en ­ cia en Caracas. Inclinándose p ara recoger plan tas le dió varias veces un desvanecim iento que nos hizo tem er no se hubiese form ado un d erram e interno. Felizm ente no eran fundados estos temores, y los síntom as al principio tan alarm antes desaparecieron poco a poco. Los h ab ita n ­ tes de C um aná nos m anifestaron las m ás conm ovedoras pruebas de su solicitud. Supimos que el Zam bo era n a ­ tivo de u na de las aldeas indias que rodean el g ran lago de M aracaibo. H abía servido en un corsario de la isla de Santo Domingo, y a consecuencia de una disputa con el capitán había sido abandonado en las costas de Cum aná cuando el navio salió del puerto. Viendo la señal que habíam os hecho poner p a ra observar la altu ra de las m areas, acechó el m om ento de poder atacarnos en la pla­ ya. Mas ¿por qué al echar por tierra a uno de nosotros, pareció contentarse con el sólo h urto de un som brero? En el interrogatorio que sufrió fueron sus respuestas tan confusas y al propio tiempo tan estúpidas, que era im po­ sible a c la ra r nuestras dudas; casi siem pre aseguraba que su intención no había sido robarnos, sino que irritad o con los m alos tratos que había sobrellevado a bordo del cor­ sario de Santo Domingo, no había podido resistir al deseo de dañarnos desde que nos oyó h a b la r en francés. Sien­ do la justicia tan despaciosa en este país, en que los dete­ nidos que llenan las prisiones se qu ed an siete u ocho años sin poder obtener su juicio, supim os con cierta sa­ tisfacción que pocos días después de n u estra p artid a de Cumaná había logrado el Zam bo escaparse del castillo de San Antonio. A pesar del lam entable accidente acaecido al Sr. Bon­ pland, el día siguiente 28 de octubre me encontraba a las

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cinco de la m a ñ an a en la azotea de n u estra casa a fin de p rep ararm e p ara la observación del eclipse. El cielo es­ taba lim pio y sereno. La m edia-luna de Venus y la cons­ telación del Navio, tan resplandeciente por la cercanía de sus inm ensas nebulosas, se perdieron entre los rayos del sol naciente. Tenía tanto m ás por qué felicitarm e de un día tan herm oso, cuanto que hacía v arias sem anas que las torm entas que se fo rm ab an reg u larm en te al S u r y al Sureste, dos o tres horas después del paso del sol por el m eridiano, me habían im pedido a rre g la r los relojes por altu ra s correspondientes. P or la noche velaba las estre­ llas uno de esos vapores ro jales que apenas afectan el higróm etro en las b a ja s capas de la atm ósfera. Tanto m ás extraordinario era este fenóm eno cuanto que en otros años sucede a m enudo que por tres o cuatro meses no se ve el m enor vestigio de nubes y vapores. Obtuve u n a ob­ servación com pleta del curso y fin del eclipse. D eterm i­ né la distancia de los cuernos o las diferencias de alturas y de azim ut m ediante el paso por los hilos del cu ad ran ­ te. El fin del eclipse fué a las 2 h 14' 23",4, tiem po medio de Cum aná. El resultado de m i observación, calculada según las antiguas tablas por el Sr. Ciccolini, en Boloña, y por el Sr. T riesnecker, en Viena, fué publicado en el Conocimiento de los tiem pos (1). La diferencia de este resultado con la longitud que h ab ía obtenido por el cro­ nóm etro no era m enor sino en V 9" en tiem po; pero re­ petido el cálculo por el Sr. O ltm anns según las nuevas ta­ blas lunares de Burg y las tab las del sol de Delam bre, concordaron el eclipse y el cronóm etro con 10" de aproxi­ mación. Cito este ejem plo notable de un e rro r reducido a 1/7 por el em pleo de las nuevas tablas p ara reco rd ar a los viajeros cuan conveniente les sería el an o ta r y pu­ b licar hasta los m enores detalles de sus observaciones parciales. La arm onía perfecta, h allad a en los p ara­ jes mismos, entre los satélites de Jú p ite r y los resul­ tados cronom étricos, m e h ab ía inspirado m ucha confian­ za en la m archa del reloj de precisión de Luis Berthoud

(1) Año 9, p. 142. Zach, Mon. C orresp. vol. I, p. 596. (Véase también la nota al fin de este libro).

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cada vez que no estaba expuesto a las fuertes sacudidas de las m uías (2). Los días que precedieron y siguieron al eclipse de sol ofrecieron fenóm enos atm osféricos m uy notables. Co­ rría lo que en estas com arcas llam an la estación del in ­ vierno, es decir, la de las nubes y las lloviznas eléctricas. Desde el 10 de octubre hasta el 3 de noviem bre se elevaba al caer la noche un vapor rojizo sobre el horizonte y cu­ bría en pocos m inutos, como con un velo m ás o menos denso, la bóveda azul del cielo. El higróm etro de Saussure, lejos de m overse a la hum edad, retro g rad ab a a m e­ nudo de 90° a 83° (3). El calor del día era de 28° a 32°; lo cual, p ara esta p arte de la zona tórrida, es calor m uy considerable. A veces desaparecían los vapores en un instante durante la noche; y en el m om ento en que em ­ plazaba los instrum entos, form ábanse en el zenit nubes de una blancura resplandeciente y se extendían hasta cerca del horizonte. El 18 de octubre tenían estas nubes tan ex trao rd in aria tran sp aren cia que no ocultaban las estrellas de cu arta m agnitud. D istinguía yo tan perfec­ tam ente las m anchas de la luna, que h u b ie ra podido de­ cirse que su disco estaba colocado debajo de las nubes, las cuales se hallaban a u n a altu ra prodigiosa, dispuestas en fajas e igualm ente espaciadas, como por efecto de re ­ pulsiones eléctricas. Son los mism os m ontecillos de va(2) He aquí los resultados del conjunto de mis observaciones de longitud, hechas en Cumaná, en 1799 y 1800: Por Por Por Por

el trasporte de tiempo desde la C o r u ñ a ........... ... 4 diez Im. y Em. de los S a t é l i te s ........................ 4 distancias l u n a r e s .................. .......................... ...4 el eclipse de s o l ................................................... ..... 4

Long. de C u m a n á .........................

. . . .

.

h h h h

26' 4" 26' 6" 25' 32" 25' 55"

4 h 25' 54"

Véanse mis Obs. a stro n ., vol. I, pp. 64-86. (3) Debe recordarse que por esta latitud, en épocas en que nunca llueve, el higróm etro de Saussure se sostiene asaz constan­ temente entre 85° y 90°, bajo una tem peratura de 25°-30°. En Eu­ ropa, por lo menos en agosto, a la misma tem peratura, la humedad media de la atm ósfera es de 75°-80°. Véase arriba.

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pores que he visto sobre m í en la cim a de los Andes m ás altos, y que en v arias lenguas llevan el nom bre de borregos. Cuando el vapor rojizo cubría ligeram ente el cielo, las grandes estrellas que en C um aná generalm ente escintilan apenas m ás ab ajo de 20° ó 25°, no conservaban ni aún en el zenit su luz tran q u ila y p lan etaria. Escintila­ ban a toda altura, como después de una fu erte lluvia tem pestuosa (4). Me chocó este efecto de una brum a que no afectaba al higróm etro en la superficie del suelo. Perm anecía una p arte de la noche sentado en un balcón, desde donde abarcab a una gran p arte del horizonte. Es un atrayente espectáculo p ara mí, en todos los climas, y ante un cielo sereno, f ija r la vista en alguna g ran cons­ telación y ver form arse grupos de vapores vesiculares, agrandarse como en d erred o r de un núcleo central, des­ aparecer, y volver de nuevo a form arse. Del 28 de octubre al 3 de noviem bre fué m ás espesa la brum a ro jiza de lo que hasta allí h ab ía sido; parecía asfixiante el calor de las noches au nque el term óm etro no subía sino a 26°. La brisa, que refresca generalm ente el aire desde las ocho o nueve de la noche, no se sintió en absoluto. La atm ósfera p arecía como ab rasad a; la tie­ rra, polvorienta y reseca, se había agrietado dondequie­ ra. El 4 de noviem bre hacia las 2 de la tarde, n u b arro ­ nes de un negror ex trao rd in ario envolvieron los altos m ontes del B ergantín y el T ataracu al, adelantándose po­ co a poco hasta el zenit. H acia las 4 resonó el trueno so-

(4) No he observado relación alguna directa entre la escin tilación de las estrellas y la sequedad del aire en esa parte de la atm ósfera sometida a mis experiencias. He visto a menudo en Cumaná una fuerte escintilación de las estrellas de Orión y Sagitario, sosteniéndose el higróm etro de Saussure en 85°. Otras veces estas mismas estrellas, situadas a grandes alturas sobre el horizonte, despedían una luz tranquila y planetaria con el higróm etro a 90° y 93°. Probablemente no es la cantidad de vapores contenidos en el aire, sino el modo de estar distribuido el vapor, lo que determ ina la escintilación, constantemente acompañada de una coloración lumi­ nosa disuelta con mayor o menor perfección. Es bien notable que en los países del Norte la escintilación es más fuerte con un frío muy grande, en una época en que la atm ósfera parece eminente­ mente seca. (Véase la nota B).

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bre nosotros, aunque a una inm ensa altu ra, sin retu m ­ bos y con ruido seco y a m enudo interrum pido. En el momento de la explosión eléctrica m ás fuerte, a las 4 h 12', hubo dos sacudidas de un tem blor de tierra que se si­ guieron con 15 segundos de intervalo una de otra. La gente lanzaba fuertes gritos en la calle. El Sr. Bonpland, que estaba inclinado sobre la m esa exam inando plantas, fué casi derribado. Yo sentí la sacudida con m ucha fu er­ za, aunque estaba acostado en una ham aca. Se dirigió ella de N orte a Sur, lo cual es bien raro en Cum aná. Unos esclavos que sacaban agua de un pozo de m ás de 18 a 20 pies de profundidad, cerca del río M anzanares (5), oye­ ron un ruido sem ejante a la explosión de una fu erte car­ ga de pólvora de cañón. El ruido parecía venir del fondo del pozo, fenóm eno bien singular aunque bien ordinario en la m ayor p arte de los países de A m érica sujetos a los temblores de tierra. Algunos m inutos antes del p rim er sacudim iento ocurrió un viento violentísim o seguido de una lluvia eléc­ trica de goterones. Tanteé al punto la electricidad a t­ mosférica con el electróm etro de Volta. Las bolillas se apartaban 4 líneas; la electricidad pasó con frecuencia del positivo al negativo, como sucede d u ran te las torm en­ tas, y en el N orte de E uropa, y aun a veces con la caída de la nieve. El cielo perm aneció entoldado, y la vento­ lera fué seguida de u n a calm a chicha que duró toda la noche. La puesta del sol presentó un espectáculo de una extraordinaria m agnificencia. La espesa cortina de n u ­ bes se desgarró como en jiro n es m uy cerca del horizonte: apareció el sol a 12° de altu ra sobre un fondo azul turquí. Estaba enorm em ente ensanchado su disco, desfigurado y ondulante hacia la periferia. Las nubes estaban d o ra­ das, y hasta la m itad del cielo se extendían haces de r a ­ yos divergentes que reflejab an los m ás bellos colores del iris. En la plaza pública hubo un gran gentío. Este fe­ nómeno, el tem blor de tierra, la tronada que lo había (5) En la c h a r a o plantación del coronel de artillería Dn. An­ tonio Montaña. Véase arriba.

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acom pañado, el v apor rojizo visto por tantos días, todo fué m irado como efecto del eclipse. Hacia las 9 de la noche hubo un tercer sacudim iento m ucho m enos fuerte que los dos prim eros, pero acom pa­ ñado de un ruido su bterráneo m uy perceptible. El ba­ róm etro estaba un poco m ás b ajo que de ordinario (6); pero el curso de sus variaciones h o raria s o de las peque­ ñas m areas atm osféricas no se in terru m p ió en absoluto. El m ercurio se h allab a precisam ente en el m ín im u m de altu ra en el m om ento del tem blor de tie rra ; continuó su­ biendo hasta las 11 de la noche y b ajó de nuevo hasta las 41/2 de la m añana, según la ley a que están su jetas las va­ riaciones barom étricas. La noche del 3 al 4 de noviem ­ b re fué de tal m an era denso el v ap o r rojizo, que 110 pude distinguir el sitio en que estaba puesta la lu n a sino por 1111 herm oso halo de 20° de diám etro. A penas hacía veintidós meses que la ciudad de Cum aná había sido totalm ente d estru id a por un terremoto. El pueblo tiene como pronósticos infaliblem ente sinies­ tros los vapores con que se ab ru m a el horizonte y la falta

(6) El 4 de noviembre de 1799: alt. barom. a las 9 de l m añana, de 336 li. 83; a las 4 de la tarde, 336,04; a las 4 y 30' 335,92; a las 11, 336,42. El 5 de nov. a las 9 de la mañana, 337,02; a las 10, 337,00; a la 1, 336,72; a las 3, 336,25; a las 4, 336,20; a las 4 y 30', 336,52; a las 11 de la noche, 336,86; a la 1 de la ma­ drugada, 336,32; a las 4 y 30' de la mañana, 336,28. El 18 de agos­ to me había extrañado encontrar la altu ra absoluta del baró­ metro un poco menor que de ordinario. Hubo en ese día once fuertes remociones de temblores de tierra en Carúpano, 22 leguas al Este de Cumaná. El 25 sintióse un ligero sacudimiento en Cumaná, y la altura barom étrica fué tan grande como de ordinario. D urante estos dos fenómenos estuvieron igualmente regulares las m areas atm osféricas; solamente el 25 de agosto su extensión era en mucho más pequeña. Pondré aquí, para los días respectivos, las tres observaciones que hemos hecho el Sr. Bonpland y yo a las 9 de la mañana, a las 4 y y2 de la tarde y a las 11 de la noche. El 18 de agosto: 336,85; 335,92; 336,75. El 25 de agosto: 337,01; 336,80; 337,00. El 26 de agosto: 337,50; 336,42; 337,10. El 27 de agosto: 337,18; 336,51; 336,87. Confirman estos ejemplos lo ex­ puesto arriba sobre la invariabilidad de las m areas atmosféricas en el momento de los sacudimientos.

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de brisa d u ran te la noche. Recibimos frecuentes visitas de personas que se inform aban de si nuestros instrum entos indicaban nuevos sacudim ientos p a ra el día siguiente. La inquietud fué en especial g randísim a y casi universal cuando el 5 de noviem bre, exactam ente a la m ism a hora que en la víspera, hubo u n a violenta ventolera acom pa­ ñada de trueno y algunas gotas de lluvia. N ingún sacu­ dimiento se percibió. El viento y la torm enta se rep itie­ ron d u ran te cinco o seis días a la m ism a hora, y hubiera podido decirse, en el mism o m inuto. Es observación he­ cha largo tiem po ha por los h ab itantes de C um aná y de muchos otros lugares situados entre los trópicos, que los cambios atm osféricos que parecen m ás accidentales si­ guen du ran te sem anas enteras cierto tipo con u n a regu­ laridad adm irable. El mism o fenóm eno se m anifiesta du­ rante el estío en la zona tem plada; y así no se ha ocultado a la sagacidad de los astrónom os, los cuales, en un cielo sereno, ven a m enudo form arse d u ran te tres o cuatro días seguidos en un mism o punto del cielo, nubes que tom an igual dirección y se disuelven a la m ism a altu ra, ora an ­ tes, ora después del paso de u n a estrella por el m erid ia­ no, y por consiguiente con pocos m inutos de aproxim a­ ción en el mismo tiem po verdadero (7). El tem blor de tierra del 4 de noviem bre, el prim ero que he sentido, m e hizo una im presión tanto m ás viva cuanto estuvo, quizá accidentalm ente, acom pañado de variaciones m eteorológicas tan notables. E ra adem ás un verdadero solevantam iento de ab ajo arrib a, y no una sa­ cudida por ondulación. Entonces no h u b iera creído que después de una larga perm anencia en las altiplanicies de Quito y en las costas del Perú me hiciera tan fam iliar con los m ovim ientos algo bruscos del suelo, como lo esta­ mos en E uropa con el ruido del trueno. En la ciudad de Quito no pensábam os levantarnos por la noche cuando los bram idos subterráneos, que parecen venir siem pre del volcán de Pichincha, anunciaban (con 2 ó 3 m inutos, (7) Hemos prestado mucha atención a este fenómeno el Sr. Arago y yo, durante una larga serie de observaciones hechas en los años de 1809 y 1810 en el Observatorio de París, para verificar la declinación de las estrellas.

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y a veces 7 u 8 de anticipación) una sacudida cuya fu er­ za es raram en te proporcionada a la intensidad del ruido. La indolencia de los h ab itan tes que recuerdan no haber sido arru in a d a su ciudad desde hace tres siglos, se co­ m unica fácilm ente al ex tra n jero m enos intrépido. En ge­ neral, no es tanto el tem or del peligro lo que im presiona vivam ente, como la novedad de la sensación, cuando se llega a ex p erim en tar por p rim era vez los efectos del más leve tem blor de tierra. F íjase en nuestros espíritus desde n u estra infancia la idea de ciertos contrastes: el agua nos parece un ele­ mento móvil, la tierra una m asa inm utable e inerte. Tales ideas son por decirlo así el producto de una experiencia diaria, y se enlazan con todo lo que por los sentidos nos es trasm itido, ('.uando se siente un sacudim iento, cuando la tierra es desconcertada en sus viejos fundam entos que tan estables hem os supuesto, basta un instante p ara des­ tru ir largas ilusiones. Es como un d esp ertar, pero un d esp ertar angustioso. Creemos h ab er sido engañados por la aparente calm a de la n atu raleza: estam os desde en­ tonces atentos al m enor ruido, y desconfiam os p o r vez prim era de un suelo en el cual por tanto tiem po hemos puesto el pie con seguridad. Si las sacudidas se repiten, si se hacen frecuentes d u ran te varios días consecutivos, la incertidum bre desaparece ráp id am en te. En 1784 los habitantes de México se h ab ían acostum brado a oír m u­ gir el trueno bajo sus pies como lo oímos nosotros en la región de las nubes (8). La confianza renace fácilm en­ te en el hom bre; y en las costas del P erú, se concluye por acostum brarse a las ondulaciones del suelo, como el pi­ loto a los sacudim ientos del navio producidos por el cho­ que de las ondas. El tem blor de tierra del 4 de noviem bre me pareció hab er ejercido una influencia sensible sobre los fenóm e­ nos m agnéticos. Poco después de m i llegada a las cos­ tas de Cum aná había hallado la inclinación de la aguja (8)

Los b ra m id o s de G u a n a ju a to .

Véase arriba.

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im anada de 43°53, división centesim al. Algunos días a n ­ tes del tem blor de tie rra estaba m uy asiduam ente ocupa­ do en v erificar este resultado. El gobernador de Cumaná, que poseía m uchos libros de ciencias, m e h ab ía pres­ tado el interesante Tratado de Navegación de ¡Mendoza (9); y m e h ab ía sorprendido la aserción que allí se en­ cuentra enunciada, de “que la inclinación de la ag u ja varía según los m eses y las horas con m ay o r fu erza que la declinación m agnética”. U na serie de observaciones que había hecho en 1798, ju n to con el caballero de Borda, en P arís, y después solo, en M arsella y en M adrid, me h a ­ bían convencido de que las variaciones d iu rn as no podían ser percibidas en las m ejores b rú ju la s de inclinación: que si ellas existen (como debe suponerse), no exceden de 8 a 10 m inutos (10); y que los cam bios horarios, mucho m ás considerables, indicados p o r diferentes au to ­ res, debían ser atribuidos a la im perfecta nivelación del instrum ento. A pesar de estas dudas bastante fundadas, no vacilé en colocar, el 1° de noviem bre, la g ran b rú ju la de Borda en un sitio m uy propio p ara las delicadas ex­ periencias de este género. La inclinación fué in v ariab le­ mente de 43°65. Esta cifra es el prom edio de m uchas ob­ servaciones hechas con el m ayor cuidado. El 7 de no­ viem bre, tres días después de los fuertes sacudim ientos del tem blor de tierra, comencé la m ism a serie de obser­ vaciones, y m e m aravillé de ver que la inclinación se h a ­ bía hecho m enor en 90 m inutos centesim ales: no era ya sino ele 42°,75. Creí que tal vez au m en taría de nuevo vol­ viendo progresivam ente a su p rim er estado, pero m e des­ engañé en mi espera. Un año después, ya de vuelta del Orinoco, encontré todavía la inclinación de la ag u ja im a­ nada en C um aná de 42",80, habiendo perm anecido igual, antes y después del tem blor de tierra, la intensidad de las fuerzas m agnéticas. Esta se h allab a expresada por 229 (9) Véase arriba. (10) Los cambios anuales de la declinación parecen tros climas de 4-5 minutos; pero según la analogía de las nes diurnas y anuales de la declinación magnética, no es sable convenir en que los cambios diurnos de inclinación nores que los cambios anuales. 15

en nues­ variacio­ indispen­ sean m e­

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oscilaciones en 10' de tiem po, cuando en M adrid era pro­ porcional a 240 oscilaciones y en P arís a 245. D eterm i­ né el 7 de noviem bre la declinación m ag n ética: era de 4o 13' 50" al Noreste. La había hallad o antes del tem blor de tierra, en diferentes horas del día, de 5 - 6 m inutos m a­ yor y m enor. Las variaciones h o rarias disim ulan los cam bios de declinación absoluta cuando éstas no son m uy considerables. R eflexionando sobre el conjunto de estos fenóm e­ nos m agnéticos, no percibo causa de e rro r que haya po­ dido a lte ra r el resultado de m is observaciones de inclina­ ción hechas antes del 4 de noviem bre (11). Em pleé las m ism as precauciones, no rem oví el instrum ento (12), ano­ té en m i diario en form a d etallad a cada observación p a r­ cial. Y bien notable es aún que conservada la ag u ja con el m avor cuidado en papel aceitado, haya dado, tras un viaie de 700 leguas, al volver a C um aná, en un prom edio de 15 observaciones con 5 m inutos centesim ales de aproxim a­ ción, la m ism a inclinación que in m ed iatam en te después del tem blor de tierra. Es v erdad que no cam bié en cada observación los polos de la ag u ja, como lo hice en una la r­ ga serie de inclinaciones determ inadas conjuntam ente con el Sr. Gay-Lussac en 1805 y 1806 en F rancia, Italia, Suiza, A lem ania, y como lo h ab ían hecho constantem ente los astrónom os en el segundo v iaje del cap itán Cook. Es­ ta operación es larga y delicada cuando se ve uno obliga­ do a observar siem pre al aire libre. Al salir de E uropa m e había aconsejado el caballero de B orda no d esim an a­ se la ag u ja sino después de ciertos intervalos, y que tu­ viese en cuenta las diferencias. Estas diferencias no su­ bían en P arís, según experiencias hechas con el Sr. Lenoir, sino a 12 m inutos; en México, de acuerdo con dife(11) El 28 de agosto de 1799: inclinación al Este, 42°,97; al Oeste, 44°,10. El I o de noviembre: Este, 43°,10; Oeste, 44°,20. El 7 de noviembre: Este 42°,15; Oeste, 43°,35. El 5 de setiembre de 1800: Este, 42°,20; Oeste, 43°,40. (12) En 1815 encontramos el Sr. Gay-Lussac y yo (cambiando los polos en cada paraje), en Milán, en el interior de la ciudad, 66°,46; en un prado cerca de la ciudad 65°,36 ant. div.

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rentes ensayos, a 8, 15, 6 y 10 m inutos; asim ism o la agu­ ja, de un acero bien tem plado, conservó su com pleto p u ­ limento d u ran te cinco años. Además, en el fenóm eno que nos ocupa sólo se tra ta de 1111 cam bio de inclinación ap a­ rente, y 110 de una can tid ad absoluta. No habiendo to­ cado la ag u ja, no colum bro la posibilidad de 1111 erro r de 1111 grado centesim al. Sabido es que 1111 choque, m odificando la posición de las m oléculas de hierro, cobalto, o níquel, m odifica tam ­ bién sus propiedades m agnéticas, siendo capaz de origi­ n ar polos, y aún de cam biarlos en ocasiones. Cuando yo di a conocer los ejes m agnéticos de un gran m onte de ser­ pentina polarizante situado al N orte de B aireuth, en F ranconia, el célebre físico de Góettingue, Sr. Lichtenberg, enunció la co n jetu ra de que esos ejes bien podían ser resultado de tem blores de tierra que, en las grandes ca­ tástrofes de nuestro planeta, habían obrado largo tiempo en una sola dirección. P o r las recientes experiencias del Sr. Maüy sabem os que si el calor dism inuye la carga m ag­ nética, puede tam bién a veces volver atraíbles al im án ciertas sustancias (por ejem plo el hierro sulfurado, el hierro arsenical) en las que el hierro está com binado con algún otro principio. Se concluye de esto en cierto m o­ do, en qué grado pueden los tem blores de tierra y agen­ tes volcánicos, por los cam bios que producen en el inte­ rior del globo m odificar los fenóm enos m agnéticos que observamos en la superficie del mismo. No insistiré en conjeturas tan arriesgadas, y me lim itaré a observar aquí que en las épocas en que hem os experim entado frecuen­ tes y recias sacudidas en las C ordilleras de Quito y en las costas de P erú, jam ás hemos podido d escubrir variación alguna accidental en la inclinación m agnética. V erdad es que los cam bios análogos producidos por las au ro ras boreales en la declinación de la ag u ja, lo mismo (pie los que he creído re p a ra r en la intensidad de las fuerzas, tampoco se observan sino de tiempo en tiem po, siendo por lo dem ás pasajeros y cesando con la duración del fenómeno. El vap o r rojizo que ab ru m ab a el horizonte poco an ­ tes del ocaso del sol nabía cesado desde el 7 de noviem ­

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bre. La atm ósfera h ab ía recuperado su an terio r pureza, y la bóveda del cielo apareció en el zenit con esa colora­ ción de azul tu rq u í propia de los clim as en que el calor, la luz, y una gran u n ifo rm id ad de carga eléctrica, pare* cen favorecer a u n a la m ás perfecta disolución del agua en el aire. Observé en la noche del 7 al 8 la inm ersión del segundo satélite de Jú p ite r (13). Las fa ja s del pla­ neta eran m ás distintas de lo que antes ja m á s las hubie­ se visto. Pasé u na p arte de la noche com parando la intensi­ dad de la luz que despiden las herm osas estrellas que b rillan en el cielo austral. lie perseverado en este tra b a ­ jo sobre el m a r y d u ran te m i perm an en cia en Lim a, Gua­ yaquil y México, en am bos hem isferios. H abía tran scu ­ rrid o casi m edio siglo desde que La Caille exam inó esta región del cielo que es invisible p a ra E uropa. Las estre­ llas próxim as al polo au stral son en general observadas con tan poca continuidad y asiduidad, que pueden efec­ tuarse los m ayores cam bios en la intensidad de su luz y en su m ovim iento propio, sin que tengan de ello el m e­ nor conocim iento los astrónom os. Creo h a b e r notado cam bios de este género en la constelación de la G rulla y en la del Navio. Desde luego, be com parado a la simple vista las estrellas que no están m uy alejad as u n as de otras, p a ra colocarlas según el m étodo indicado por el Sr. H erschell en una m em oria leída a la Real Sociedad de Londres, en 1796 (14): después de esto, he em pleado diafragm as que dism inuyen la a b ertu ra del objetivo, vi­ drios coloridos o no, puestos ante el ocular, y sobre todo un instrum ento de reflexión propio p ara tra e r dos estre­ llas a una vez al cam po del anteojo, después de haber igualado su luz recibiendo a voluntad m ayor o m enor cantidad de rayos reflejad o s en la p arte estañada del es(13) La observé a las 11 h. 25' 6", tiempo medio; de lo que re­ sulta, comparando mi observación con las de Viviers y Marsella, long. de Cumaná 4 h 25' 6". (Obs. a s t r . t. I, p. 79). (14) Phil. tr a n s . for. 1796, p. 166. (Compárense tam bién Pigott y Coodricke, en las T ra n s., vol. 75, t. I, pp. 127, 154, y vol. 76, t. I, p. 197).

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pe jo. Convendré en que todos estos m edios fotom étricos no son de lina gran precisión; pero creo que al últi­ mo, que quizás no había sido aún em pleado, podría h a ­ cérsele asaz exacto, añadiendo una escala al soporte m ó­ vil del anteojo del sextante. Tom ando prom edios entre un gran núm ero de evaluaciones he visto decrecer la in ­ tensidad relativa de la luz de las grandes estrellas, de la m anera siguiente: Sirio, Canopo, a del C entauro, Achernar, del C entauro, F om ahault, Bigel, Proción Betelgouze, (5 del Can Mayor, 6 del Can M ayor a de la G rulla, a del Pavo real. Este trab ajo , cuyos resultados num éricos h e publicado en otra parte (15), g an ará en interés cu an ­ do, dentro de 50 a 60 años, determ inen de nuevo los via­ jeros la intensidad de la luz de los astros y descubran a l­ gunos de esos cam bios que parecen ex p erim en tar los cu er­ pos celestes, ya en su superficie, ya en su distancia de nuestro sistem a planetario. C uando por largo tiem po se ha estado observando con los mismos catalejos en nuestros clim as del Norte y en la zona tórrida, sorprende el efecto que en ésta p ro ­ ducen la tran sp aren cia del aire, y la m enor extinción de la luz, sobre la cabalidad con que se p resentan las estre­ llas dobles, los satélites de Jú p iter, o ciertas nebulosas. En un cielo igualm ente sereno en ap arien cia creeríase h a ­ ber em pleado instrum entos m ás perfectos, tanto es lo que entre los trópicos aparecen tales objetos m ás distintos, más cabales. Es indudable que en la época en que la América equinoccial sea el centro de u n a gran civiliza­ ción, la astronom ía física g an ará prodigiosam ente, a m e­ dida que el cielo sea explorado con anteojos excelentes en los clim as secos y ardientes de C um aná, Coro, y la isla de M argarita. No cito aquí las faldas de las cordilleras, porque con excepción de algunas altas llan u ras bastante áridas de México y el P erú, las altiplanicies m uy eleva­ das, esas en que la presión barom étrica es de 10 u 11 p u l­ gadas m enor que al nivel del m ar, sólo ofrecen un clim a (15) Véase la nota C del Libro IV (Apéndice), y mis Obs. astr., t. I, P. LXXI.

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brum oso y sum am ente v ariable (16). U na gran pureza de la atm ósfera, tal como existe casi constantem ente en las regiones b ajas d u ran te la estación de la sequía, com­ pensa el efecto de la altu ra del punto y el enrarecim ien­ to del aire en las altiplanicies. Las capas elevadas de la atm ósfera experim entan cam bios repentinos en su tran s­ parencia allí donde se hallan cubriendo las faldas de las m ontañas. La noche del 11 al 12 de noviem bre era fresca y de la m ayor belleza (17). A la m añ an a, desde las 2M> se vieron del lado del Este los m eteoros lum inosos m ás ex­ traordinarios. El Sr. B onpland, que se h ab ía levantado p a ra gozar del fresco en la g alería los percibió prim ero. M illares de bólidos y de estrellas fugaces se sucedieron d u ran te cuatro horas. E ra su dirección m uy o rd en ad a­ m ente de Norte a Sin-, y colm aban una p arte del cielo ex­ tendida desde el verd ad ero punto del Este, 30° hacia el N orte y el Sur. En una am p litu d de 60° veíanse los m e­ teoros elevándose por encim a del horizonte al E. N. E. y al E., trazando arcos m ás o m enos grandes y cayendo h a ­ cia el S ur después de h a b e r seguido la dirección del m e­ ridiano (18). Algunos alcanzaban 40° de a ltu ra : todos sobrepasaban de 25° a 30". El viento era m uy leve en las b a ja s regiones de la atm ósfera y venía del Este. N ingún vestigio de nubes se veía. Él Sr. Bonpland refiere (16) O sea de 27 a 30 centímetros, por ejemplo, las llanuras que rodean el volcán de Cotopaxi, entre la hacienda de Pansache y Pum aurcu; la altiplanicie de Chusulongo en la cuesta de Aaitisan a, y en el Chimborazo la llanura m ás arriba de L a g u n a n eg ra, en peruano, Y araco ch a. Según las fórm ulas de la M ecánica cele ste del Sr. Laplace, la extinción de la luz en lo alto de estas altiplani­ cies es de 9993; en la cima del Chimborazo, 9989; en la más alta c im a del Himalaya (suponiéndola con el Sr. Webb de 4013 toesas), 9987; esto, cuando la extinción de la luz al nivel del m ar es de 10.000 toesas. (Véase mi T ab le a u de la G eogr. des P la n te s, 1806). (17) Term. cent, a las 11 de la noche, 21°,8. Higr. 82°. Nin­ guna escintilación de las estrellas arriba de 10° de altura. (18) E sta uniformidad en la dirección había tam bién sorpren­ dido a varios habitantes de Nueva Barcelona que nos hablaron de ello a nuestro regreso del Orinoco, sin que les hubiésemos comuni­ cado las observaciones de. Cumaná.

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que desde el comienzo del fenóm eno no h ab ía en el cielo un espacio igual en extensión a tres diám etros de luna que no se viese a cada instante colmado de bólidos y estrellas fugaces. Los prim eros en m enor núm ero; pe­ ro como los había de diferente m agnitud, era im posible fija r el lím ite entre estas dos clases de fenómenos. To­ dos estos m eteoros d ejab an huellas lum inosas de 8 a 10 grados de longitud, como ocurre a m enudo en las regio­ nes equinocciales (19). La fosforescencia de estas hue­ llas o fa ja s lum inosas d u rab a de 7 a 8 segundos. V arias estrellas fugaces tenían un núcleo m u y distinto, tan gran ­ de como el disco de Júp iter, del que p a rtía n chispas de un brillo sum am ente vivo. Los bólidos parecían quebrarse como por la explosión; pero los m ás gruesos, de 1° a 1°15' de diám etro, desaparecían sin escintilación, d ejan d o de­ trás de sí faja s fosforescentes (trabes), cuya an ch u ra ex­ cedía de 15 a 20 m inutos. La luz de estos m eteoros era blanca y no rojiza, lo cual había de atrib u irse sin duda a la falta de vapores y a la sum a tran sp aren cia del aire. Por la m ism a causa en los trópicos las estrellas de prim e­ ra m agnitud m uestran al salir una luz sensiblem ente m ás blanca que en E uropa. Casi todos los habitantes de C um aná fueron testigos de este fenóm eno, porque ellos d ejan sus casas antes de las 4, p ara asistir a la p rim era m isa de la m añana. No veían con indiferencia estos bólidos: los m ás viejos re ­ cordaban que los grandes tem blores de tierra de 176(5 h a ­ bían sido precedidos de un fenóm eno en un todo sem e­ jante (20). En el arra b a l indio, los guaiqueríes se h a ­ bían levantado, y p reten d ían “que los fuegos artificiales habían com enzado a la u n a de la m añ an a, y que to rn an ­ do de la pesca en el golfo habían ya percibido las estre­ llas fugaces que se elevaban del lado del Este, bien que muy pequeñas” . A seguraban al propio tiem po que en esas costas eran m uy raros los m eteoros ígneos después de las dos de la m añana. Desde las cuatro m enguó poco a poco el fenóm eno; los bólidos y las estrellas fugaces fueron m ás raros, aun(19) (20)

Véase arriba. Véase arriba,

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que se distinguían todavía algunos hacia el Noreste, por su fulgor blanquecino y la rapidez de su m ovim iento, un cuarto de h o ra después de la salida del sol. E sta últim a circunstancia parecerá m enos e x tra o rd in aria si recu er­ do aquí que en pleno día se vió el año de 1788, en la ciu­ dad de P opayán, fuertem ente ilum inado el in terio r de las habitaciones p o r un aerolito de m onstruoso tam año. Pasó p o r sobre la ciudad a la u n a de la tarde, con un sol radiante. El 26 de setiem bre de 1800, cuando n u estra se­ gunda perm anencia en C um aná, logram os el Sr. Bonpland y yo, después de h ab er observado la inm ersión del prim er satélite de Jú p ite r (21), v er distintam ente el p la­ neta a la sim ple vista, 18 m inutos después de (pie el disco del sol estuviera sobre el horizonte. H abía un ligerísimo vap o r del lado del Este; pero Jú p ite r yacía sobre un fondo azul. P rueban estos hechos la sum a pureza y la d iafan id ad de la atm ósfera en la zona tórrid a. La m asa de luz difusa es allí tanto m enor cuanto que los vapores están disueltos con m ayor perfección. La m ism a causa por la cual se encuentra debilitada la difusión de la luz solar, dism inuye la extinción de la luz (pie em ana ya de los bólidos, ya de Jú p iter, ya de la luna vista al siguiente día después de su conjunción. El día 12 de noviem bre fue todavía m uy cálido, y el higróm etro indicó una sequedad bien considerable p ara estos clim as (22). Así, el vapor rojizo abrum ó de nuevo el horizonte y se elevó hasta 14° de altu ra. Fue la últim a vez que él se m ostró en ese año. Debo observar aquí que en general este vapor es tan raro b ajo el cielo herm oso de C um aná, cual es com ún en Acapulco, en las costas occi­ dentales de México. Como a m i p artid a de E u ro p a las investigaciones del Sr. C hladni habían llam ado singularm ente la aten(21) La observé a las 5 h 10' 8", tiempo medio: longitud de Cumaná, deducida de las tablas del Sr. Delambre, 4 h. 25' 57". (Observ. a str., t. I, p. 80). (22) A las 9 de la mañana term. cent. 26°,2; higr. 86°,4. A la 1, term. 29°; higr. 81° (E s siempre la división del higrómetro de Saussure cuando no se indica expresamente lo contrario ).

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ción de los físicos sobre los bólidos y las estrellas fu g a­ ces, no descuidam os d u ran te el curso de nuestro viaje de C aracas a Río Negro inform arnos dondequiera si los meteoros del 12 de noviem bre hab ían sido percibidos. En un país salvaje, donde la m ayor p arte de los hab itan tes duerm en al aire libre, un fenóm eno tan ex trao rd in ario no podía p asar inadvertido sino allí donde las nubes lo hubiesen ocultado a los ojos del observador. El m isio­ nero capuchino de San F ernando de A pure (lat. 7" 53' 12"; long. 70° 20'), villa situada en m edio de las sabanas de la provincia de B arin as; los religiosos franciscanos estacionados cerca de las cataratas del Orinoco y en Maroa (lat. 2° 42' 0"; long. 70° 21') en las orillas del Bío Negro, habían visto estrellas fugaces y bólidos innum e­ rables ilum inando la bóveda del cielo. M aroa está al Suroeste de C um aná, a 174 leguas de distancia. Todos estos observadores com paraban el fenóm eno a un vistoso fuego pirotécnico que h abía durado desde las tres hasta las seis de la m añan a. Algunos religiosos hab ían m a r­ cado el día en sus brevarios; otros lo designaban según las fiestas eclesiásticas m ás próxim as a él; desgraciada­ mente ninguno de. ellos se acordaba de la dirección de los m eteoros o de su altu ra aparente. C onform e a la posición de los cerros y las espesas selvas que circundan las m isiones de las cataratas y la aldea de M aroa, presu­ mo que los bólidos h an sido todavía visibles a 20° de a l­ tura sobre el horizonte. H abiendo llegado al extrem o m eridional de la G uayana española, es decir, al fo rtín de San Carlos, encontré allí portugueses (pie h ab ían rem o n ­ tado el Rio Negro desde la misión de San José de M aravitanos; y me aseguraron (pie en esa p arte del Brasil el fenóm eno había sido percibido, p o r lo m enos hasta San Gabriel de las Cachoeiras, y por consiguiente hasta el ecuador mism o (23). (23) Un poco al Noroeste de San Antonio de Castanheiro. No he tropezado con personas que hayan observado este meteoro en Santa Fe de Bogotá, en Popayán, o bien en el hemisferio austral, en Quito y en el Perú. Quizá el estado de la atmósfera, tan varia­ ble en estos países occidentales, ha impedido por sí solo la obser­ vación.

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V ivam ente im presionado estaba de la inm ensa al­ tu ra que debían tener esos bólidos p a ra ser visibles a una vez en C um aná y en los lím ites del Brasil, en una línea de 230 leguas de largo. Cuál no sería mi adm iración cuando al volver a E u ro p a supe que el m ism o fenómeno había sido rep arad o en u n a extensión del globo de 64v de latitu d y 91° de longitud, en el ecuador, en la A m érica m eridional, en el L ab rad o r y en A lem ania! D urante mi trayecto de F iladelfia a Burdeos, hallé accidentalm ente en las Memorias de la S ociedad de Pensilvania la obser­ vación correspondiente del Sr. Ellicot (lat. 30° 42'), y al to rn ar de N ápoles a Berlín, en la biblioteca de Góettingue, la relación de los m isioneros m ora vos entre los esquim a­ les. En esa época varios físicos h abían ya discutido la coincidencia de las observaciones del N orte con las de C um aná que el Sr. Bonpland y yo habíam os publicado desde el año 1800 (21). V éase la indicación sucinta de los hechos: I o Los m eteoros ígneos se han visto al E. y al E. N. E. hasta 40° de altura, desde las 2 h a sta las 6 en C um aná (lat. 10° 27' 52"; long. 66» 30'); en P uerto Cabello (lat. 10“ 6' 52"; log. 679 5 '); y en las fro n teras del B rasil, cerca del ecuador, por los 70° de longitud occidental del m eridiano de París. 2° En la G uayana francesa (lat. 4° 56'; long. 54° 35') se vió “el ciclo como inflam ado en la parte del Norte. D urante hora y m edia reco rriero n el cielo in n u ­ m erables estrellas fugaces esparciendo u n a luz tan viva, que se podían com p arar esos m eteoros a los haces fla­ m ígeros lanzados en fuegos artificiales”. La noticia de este hecho se debe a un testim onio respetable, al del Sr. conde de Marbois, deportado entonces en Ca­ yena, víctim a de su am or p o r la ju sticia y una jui­ ciosa lib ertad constitucional. 3°. El Sr. Ellicot, astró­ nomo de los Estados Unidos, term inado que hubo sus (24) Los Sres. Hardenberg, Ritter y Bockmann, en los A n n a ­ les de G ilbert, t. VI, p. 191; t. XIII, p. 255; t. XIV, p. 116; t. XV, p. 107. Mag. d e r N a tu rk u n d e , t. IX, p. 468.

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operaciones trigonom étricas p ara la rectificación de los límites, en el Ohio, se h allab a el 12 de noviem bre en el canal de B aham a, por los 25° de la titu d y 81° 50' de lon­ gitud. Vió en todos los lugares del cielo “tantos m eteo­ ros como estrellas: se dirigían en todo sentido: algunos parecían caer perpendicularm ente, y se ag u ard ab a a c a ­ da instante verlos caer sobre el b a je l” (25). Reparóse el mism o fenóm eno en el continente am ericano hasta los 30° 42' de latitud. 4° En el L abrador, en N ain (lat. 56° 55') y en H offenthal (lat. 58" 4 '); en G roenlandia, en Lichtenau (lat. 61" 5'), y en Nuevo H erren h u t (lat. 64° 14' long. 52u 20') se asustaron los esquim ales de la enorm e cantidad de bólidos que caían d u ran te el crepúsculo de todos los puntos del cielo, y “ de los cuales tenían algunos un pie de an ch u ra” . 5° En A lem ania el Sr. Zeissing, cura de Itterstád t cerca de W eim ar (lat. 50“ 59'; long. or. 9° 1' ), reparó el 12 de noviem bre, entre 6 y 7 de la m a­ ñana (cuando eran las 2 1/2 en C um aná) algunas estre­ llas fugaces que tenían una luz m uy blanca. “A parecie­ ron luego a poco b a d a el S ur y el Suroeste rayos lum i­ nosos de 4 a 6 pies de largo, de un color rojizo y pareci­ dos al rastro lum inoso de un cohete. D u ran te el cre­ púsculo de la m añan a, entre las 7 y las 8, vióse la parte Suroeste del cielo fuertem ente ilum inada de tiem po en tiempo por algunos relám pagos blanquecinos que reco­ rrían serpenteando el horizonte. Por la noche h ab ía a u ­ mentado el frío y subido el baró m etro ”. Es m uy proba­ ble que el m eteoro h ab ría podido ser observado m ás al Este, en Polonia y en Rusia. Si 110 se hubiese sacado por el Sr. R itter de los papeles del cura de Itterstád t una no­ ticia porm enorizada, hubiéram os tam bién creído (pie los bólidos no habían sido visibles fu era de los límites del Nuevo Continente (26). (25)

Phil. tr a n s . of the Americ. soc. 1804, vol. 6, p. 29.

(26) En París y Londres estaba nublado el cielo : en Carlsruh percibió el Sr. Bockmann, antes del crepúsculo, relámpagos si­ multáneos por el Noroeste y Sureste. El 13 de noviembre vióse en Carlsruh un resplandor particular al Sureste.

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De W eim ar al Río Negro hay 1800 leguas m arinas, y del Río Negro a H errenhut, en G roenlandia, 1300 le­ guas. Suponiendo "lie los m ism os m eteoros ígneos ha­ yan sido vistos en puntos tan alejad o s en tre sí, sería fu er­ za suponer que su altu ra fuese a lo m enos de 411 leguas. Cerca de W eim ar aparecieron los petardos al S ur y al Suroeste; en C um aná, al Este y al Este-noroeste. P u d iera creerse en consecuencia que innum erahles aerolitos ha­ brían caído en el p ia r en tre el A frica y la A m érica m eri­ dional al Oeste de las islas de Cabo Verde. Pero ¿poi­ qué los bólidos, cuya dirección no es la m ism a en el La­ b rad o r y en C um aná, no fueron distinguidos, en este úl­ timo punto, al N orte como en C ayena? N unca estará dem ás la prudencia en una hipótesis acerca de la cual nos fa lta n todavía buenas observaciones hechas en muy alejados lugares. Estoy por creer que los indios Chai­ m as de C um aná 110 han visto los m ism os bólidos que los portugueses del B rasil y los m isioneros del L ab rad o r; en todo caso , 110 p o d ría ponerse en d u d a (hecho (pie me pa­ rece sum am ente notable) que en el Nuevo Mundo, entre los m eridianos 4(5° y 82°, entre el ecuador y el paralelo 64° N orte se distinguieron en las m ism as horas inm ensas cantidades de bólidos y estrellas fugaces. En 1111 espacio de 921.000 leguas cu ad rad as se han m ostrado estos me­ teoros igualm ente resplandecientes. Los físicos que recientem ente h an hecho tan labo­ riosas investigaciones sobre las estrellas fugaces y sus p a ra la je s (los Sres. Benzenberg y B randes), las m iran como m eteoros que pertenecen a los últim os lím ites de nuestra atm ósfera, colocados entre la región de la auro­ ra boreal y la de las nubes m ás ligeras (27). De ellos se h an visto que sólo tenían 14.000 toesas o cosa de 5 le­ guas de elevación; y los m ás altos p arecían no p asar de 30 leguas. Tienen a m enudo m ás de cien nies de diá-

(27) Según las observaciones que hice en las faldas de lo Andes, a más de 2700 toesas de altura, acerca de los bo rrego s o nubecillas blancas y redondeadas, parecióme que su elevación so­ bre el nivel de las costas podía ser en veces superior a 6000 toesas.

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metro y su velocidad es tal que en pocos segundos reco­ rren un trecho de dos leguas. Se h an m edido algunos cuya dirección era de ah ajo a rrib a casi p erpendicular, o haciendo un ángulo de 50° con la vertical. Esta cir­ cunstancia, que es m uy notable, ha llevado a la conclu­ sión de que las estrellas fugaces no son aerolitos que, des­ pués de haberse cernido largo tiem po en el espacio, como los cuerpos celestes, se inflam an al e n tra r accidentalm en­ te en nuestra atm ósfera y precip itarse sobre la tie­ rra (28). C ualquiera que sea el origen de estos m eteoros lu ­ minosos, es difícil concebir una inflam ación in stan tán ea en regiones donde hay m enos aire que en el vacío de nuestras bom bas neum áticas; a 25.000 toesas de altura, donde el m ercurio no se elevaría en el b aróm etro a 12/1000 de línea. V erdad es que no conocemos la m ez­ cla uniform e del aire atm osférico alred ed o r de 2/1000, sino hasta 3000 toesas de altu ra, y por consiguiente no más allá de la últim a capa de las nubes filam entosas. P u ­ diera creerse que en las prim eras revoluciones del globo se elevaron hacia esa región que recorren las estrellas fu ­ gaces substancias gaseosas que hasta ah o ra no conoce­ mos; m as experiencias precisas hechas con m ezclas de gases que no tienen igual peso específico p ru eb an ser in ­ sostenible que la últim a cap a atm osférica sea en teram en ­ te diferente de las capas inferiores. Las substancias ga­ seosas se m ezclan y com penetran al m en o r m ovim iento; y en el co rrer de los siglos se h ab rá establecido la u n ifo r­ m idad de m ixtura, a menos que se supongan efectos de li­ na repulsión de que no nos ofrecen ejem plo alguno los cuerpos que conocemos (29). Además si aceptam os flui-

(28) El Sr. Chladni, que al principio miraba como aerolitos las estrellas fugaces, ha abandonado después esta idea. (29) Véanse mis experiencias sobre una mezcla de hidrógeno y oxígeno, o sobre un aire atmosférico con base de hidrógeno, en una memoria sobre las refracciones astronómicas, anexa a mis Obs. astron., t. I, pp. 117-120.

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dos aeriform es p articu lares en esas regiones inaccesibles de los m eteoros lum inosos, de las estrellas fugaces, y de la au ro ra boreal ¿cómo concebir que la capa entera de esos fluidos no se inflam e al propio tiem po, sino que, em anaciones gaseosas llenen, como las nubes, un espacio lim itado? ¿Cómo ad m itir una explosión eléctrica sin m a­ sa de vapores, susceptibles de u n a carga desigual, en un aire cuya te m p eratu ra m edia es quizá de 250° b ajo cero del term óm etro centígrado, y cuya rarefacció n es tal, que la com presión del choque eléctrico casi j'a no puede ahí d esprender calor? (30). En gran p arte desaparecerían estas dificultades si la dirección del m ovim iento de las estrellas fugaces perm itiese co n sid erarlas como cuerpos de núcleo sólido, como fenóm enos cósmicos (que perte­ necen al espacio que está fu e ra de los lím ites de la at­ m ósfera), y no como fenóm enos telúricos (que pertene­ cen a nuestro solo p lan eta). Suponiendo que los m eteoros de C um aná no tuvie­ ran sino la m ism a altu ra en que generalm ente se mueven las estrellas fugaces, se ha podido ver p o r encim a del ho­ rizonte los m ism os m eteoros, en lugares ap artad o s unos de otros m ás de 310 leguas (31). Qué disposición de in­ candescencia ex tra o rd in aria debe entonces h ab er rein a­ do el 12 de noviem bre en las altas regiones de la atm ós­ fera, p ara su m in istrar d u ran te cuatro horas m iles de cientos de bólidos y estrellas fugaces, visibles en el ecua­ dor, en G roenlandia y en A lem ania! Juiciosam ente obser­ va el Sr. Benzenberg que la m ism a causa que hace más frecuente el fenóm eno influye tam bién en la m agnitud de los m eteoros y en la intensidad de su luz. En Europa, las noches en que hay m ayor núm ero de estrellas fugaces son aquellas en que se las ve m ezcladas las m uy lum i(30) Véase la explicación del calor producido por el choque eléctrico, dada por el Sr. Gay-Lussac desde el año 1805, y expuesta en una memoria que publiqué con él en el J o u r n . de phys., t. LX. (31) Esta circunstancia había inducido a Lambert a proponer la observación de las estrellas fugaces para la determinación de las longitudes terrestres. Mirábalas como señales celestes vistas a grandes distancias.

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nosas con otras m uy pequeñas. La periodicidad del fe­ nómeno se agrega al interés que excita. En n u estra zona tem plada hay m eses en que el Sr. B randes sólo h a con­ tado entre (50 y 80 estrellas fugaces d u ran te una noche; y hay otras en que su núm ero se ha elevado a 2000. Cuando se observa una de ellas con el diám etro de Sirio o de Jú p iter, hay seguridad de ver sucederse a tan b ri­ llante m eteoro un gran núm ero de otros m ás pequeños. Si durante una noche son m uy frecuentes las estrellas fugaces, es m uy probable que esa frecuencia se m a n ten ­ drá por varias sem anas. D iríase que en las altas regio­ nes de la atm ósfera, cerca del lím ite extrem o en que la fuerza centrífuga está co n trarrestad a p o r la pesantez, hay periódicam ente u na disposición p a rtic u la r p a ra la produc­ ción de los bólidos, las estrellas fugaces y la au ro ra boreal (32). ¿D epende la periodicidad de este gran fenóm eno del estado de la atm ósfera, o de algo que esa atm ósfera recibe de fuera m ien tras avanza la tie rra en la eclíp­ tica? Todo esto lo ignoram os, como lo ignoraban en los tiempos de A naxágoras. En cuanto a las estrellas fugaces por sí solas, paréceme que, según mi propia experiencia, son m ás frecu en ­ tes en las regiones equinocciales que en la zona tem pla­ da, m ás sobre los continentes y cerca de ciertas costas que en m edio de los m ares. La superficie rad ia n te del globo, y la carga eléctrica de las b a ja s regiones de la atmósfera, que v aría según la n atu raleza del suelo y el yacimiento de los continentes y los m ares ¿ejercerán su influencia ¡hasta las altu ras donde rein a un invierno eterno? La ausencia entera de nubes, aun de las m ás pequeñas, en ciertas estaciones, o por sobre algunas 11a(32) Ritter, en los períodos de 9 a 10 años (1788, 1798 y 1807), en los Annales de G ilbert, t. XV, p. 212; t. XVI. p. 224. Como varios fí­ sicos, distingue él los bólidos mezclados con las estrellas fugaces, de esos meteoros luminosos que, envueltos en humo y vapores, hacen explosión con estruendo, dejando caer (las m ás de las veces durante el día) aerolitos. Estos últimos no pertenecen ciertamente a nuestra atmósfera.

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m iras árid as y desp o jad as de vegetales, parecen probar (pie es sensible esa influencia por lo m enos hasta cinco o seis mil toesas de altu ra. En un país erizado de vol­ canes, sobre la altiplanicie de los Andes, se observó ha­ ce treinta años un fenóm eno análogo al del 12 de no­ viem bre. Vióse en la ciudad de Quito que se elevaba en una sola p arte del cielo, por encim a del volcán de Cayam be, tan gran can tid ad de estrellas fugaces, que se creyó estar todo el m onte inflam ado. D uró m ás de una hora este espectáculo ex traordinario. Agolpóse el pue­ blo en la llan u ra del E jido, donde se goza de una m agní­ fica perspectiva de las m ás altas cim as de las cordille­ ras. Estaba a punto de salir ya una procesión del con­ vento de San Francisco, cuando se notó que el ab rasa­ m iento del horizonte se debía a m eteoros ígneos que re­ co d an el cielo en todas direcciones a 12° o 15° de altura.

CAPITULO XI

Trayecto de Cumaná a La Guaira.— Morro de N u eva B a r­ celona .— Cabo Codera .— Vía de La Guaira a Caracas

El 18 de noviem bre a las ocho de la noche estábam os a la vela p ara trasladarnos, a lo largo de las costas, de Cumaná al puerto de La G uaira, por el cual exportan los habitantes de la provincia de V enezuela la m ay o r p a r­ te de sus producciones. El trayecto es sólo de 60 leguas y no dura de ordinario m ás de 36 a 40 horas. Las peque­ ñas em barcaciones costaneras se favorecen a un tiem po con el viento y las corrientes: éstas llevan con m ayor o m enor fuerza del Este al Oeste a lo largo de las costas de T ierra Firm e, sobre todo del cabo P a ria al de Chicliibacoa. La vía terrestre de C um aná a Nueva Barcelona, y de aquí a Caracas, está m ás o m enos en el mism o es­ tado que antes del descubrim iento de A m érica. Es p re ­ ciso lu ch ar con los obstáculos que oponen un terreno fa n ­ goso, bloques de peñas esparcidos y la fu erza de la vege­ tación : hay (pie dorm ir a la intem perie, p asar los valles del U ñare, del Tuy y del Capaya, atra v esar torrentes que crecen ráp id a m en te a causa de la proxim idad de las montañas. A estos obstáculos se agregan los peligros provenientes de la suma in salu b rid ad del país que se atraviesa. Los terrenos m uy bajos entre la serran ía cos­ tanera y las playas del m a r son ex trao rd in ariam en te malsanos, desde la bahía de M ochima hasta Coro. Pe­ ro rodeada esta últim a ciudad de un boscaje inm enso de 16

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tunas o cactos espinosos, debe la gran salu brid ad de su clim a, lo mism o que C um aná, a la aridez del suelo y a la escasez de las lluvias. P refieren a veces el cam ino p o r tie rra al trayecto del m a r cuando se regresa de C aracas a C um aná, temiendo rem o n tar contra la corriente. El correo de C aracas gas­ ta nueve días p a ra reco rrer esa v ía; y a m enudo hemos visto personas que la hahían seguido, llegar a Cum aná enferm as de fiebres nerviosas y m iasm áticas. En el lin­ dero de las m ism as selvas cuyas exhalaciones son tan peligrosas, en esos m ism os valles, crece el árbol cuya cor­ teza sum inistra un rem edio saludable contra aquellas fiebres (1): el Sr. B onpland ha reconocido el C uspare en­ tre los vegetales del golfo de S anta Fe, situado entre los puertos de C um aná y B arcelona. El v ia jero doliente posa en u na cabaña cuyos h abitantes ignoran las propie­ dades febrífugas de los árboles que dan som bra a las que­ b rad as de los alrededores. Yendo por m a r de C um aná a La G uaira era nuestro proyecto perm anecer en la ciudad de C aracas hasta el fin de la estación de las lluvias, dirigirnos por ahí al tra ­ vés de las grandes llan u ras o llanos a las m isiones del Orinoco, rem o n tar por este inm enso río en la p arte Sur de las cataratas hasta Bío Negro y las fro n teras del B ra­ sil, y volver a C um aná por la capital de la G uayana española, llam ad a vulgarm ente, a causa de su posición, la Angostara, es decir, el Estrecho. No nos fué en absoluto posible f ija r el tiem po que h ab ía m enester pa­ ra acab ar este v iaje de 700 leguas, de las que m ás de los dos tercios h ab ían de ser hechos en canoa. En las costas no se conocen sino las partes del Orinoco más próxim as a su em bocadura. N ingún tráfico de comercio se ha m antenido con las misiones. C uanto está m ás allá de los llanos es país desconocido p ara los hab itan tes de C um aná y Caracas. Piensan unos que las llan u ras de (1) Cortex A ngosturae de nuestras boticas, la corteza de la Bonplandia trifoliata.

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Calabozo cubiertas de césped se prolongan ochocientas leguas al S ur com unicándose con las estepas o pam pas de Buenos A ires: otros, acordándose de la gran m o rtali­ dad que rein a b a .en la tro p a de Itu rria g a y de Solano, cuando la expedición al Orinoco, m iran todo el país al Sur de las cataratas de A tures como excesivam ente peli­ groso p a ra la salud. En una com arca en donde tan r a ­ ram ente se v ia ja gustan de ex ag erar a los ex tran jero s las dificultades que oponen el clim a, los anim ales y el salvaje. Poco acostum brados estábam os todavía a esos medios de desaliento que em plean los colonos con un candor ingenuo a la vez que afectuoso; pero persistim os en el proyecto que nos habíam os form ado. Podíam os contar con el interés y la solicitud del gobernador de Cumaná, Dn. Vicente E m paran, lo m ism o que con las reco­ mendaciones de los religiosos de San Francisco, que son los verdaderos amos de las rib eras del Orinoco. Felizm ente p ara nosotros uno de estos religiosos, Juan González, se h allab a p a ra esa época en Cum aná. Este joven fraile no era sino herm ano lego; pero era ilus­ trado, m uy inteligente, lleno de vivacidad y de valor. Po­ co después de su llegada a la costa había tenido la des­ gracia de d esagradar a sus superiores, con motivo de la elección de un nuevo gu ard ián de las misiones de P íritu, hecho que provoca siem pre grandes agitaciones en el con­ vento de Nueva Barcelona. T an general fué la reacción que ejerció el partido triunfante, (pie el herm ano lego no pudo escapar a ella. Fué enviado a la E sm eralda, últi­ ma m isión del Alto Orinoco, fam osa por la can tid ad in ­ num erable de insectos m alhechores de que el aire está de continuo repleto. Fray Ju an González conocía a fon­ do las selvas que se extienden desde las cataratas hasta cerca de las fuentes del Orinoco. O tra revolución en el gobierno republicano de los frailes le había traído hacía algunos años a las costas, donde gozaba, con ju sta causa por cierto, de la estim ación de sus superiores. F o rtifi­ cábanos él en nuestro deseo de ex am in ar la bifurcación tan debatida del Orinoco. Diónos consejos útiles para la conservación de nuestra salud en climas en que él mis-

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nio h ab ía sufrido por largo tiem po de fiebres interm i­ tentes. A n u estra vuelta del Río Negro tuvim os la satis­ facción de volver a en co n trar a F ray Ju a n en N ueva Bar­ celona. Q ueriendo p asar de La H abana a Cádiz, se en­ cargó atentam ente de tra sp o rta r a E u ro p a u n a p arte de nuestros herbarios y nuestros insectos del Orinoco; pero esas colecciones fueron por desgracia tragad as por el m ar. Este excelente joven, que nos h ab ía cobrado un vivo afecto y cuyo anim oso celo h u b ie ra podido prestar grandes servicios a las m isiones de su orden, pereció en 1801 en las costas de A frica d u ran te una tem pestad. El barco que nos condujo de C um aná a La Guaira era uno de los que hacen el com ercio entre las costas y las islas Antillas. P o r ese trayecto se pagan 120 pesos disponiendo del barco entero. T ienen estos trein­ ta pies de largo y no m ás de tres pies de altu ra en la bor­ da; no tienen cubierta, y su carga es p o r lo general de doscientos a doscientos cincuenta quintales. Aunque la m a r sea m uy agitada desde el cabo Codera h asta La Guai­ ra, y aunque el barco lleve una enorm e vela triangular bastante peligrosa p ara las ráfag as que salen de las gar­ gantas de las m ontañas, no hay ejem plo desde hace trein­ ta años, de que alguno de estos barcos se haya ido a pi­ que en el trayecto de Cum aná a las costas de Caracas. Tal es la habilidad de los pilotos guaiqueríes, que los naufragios son rarísim os aun en los frecuentes v iajes que hacen de C um aná a la G uadalupe o a las islas danesas, rodeadas de rom pientes. Estas navegaciones de 120 a 150 leguas por la m a r libre, p erd id a la vista de las costas, se ejecutaban en barcos descubiertos, al modo de los an­ tiguos, sin observación de la altu ra m erid ian a del sol, sin cartas de m arear, casi siem pre sin b rú ju la. El piloto indio se dirige de noche por la estrella polar, y de día por el giro del sol y por el viento, que él supone poco va­ riable. He visto guaiqueríes y pilotos de la casta de los / a m b o s (pie sabían enco n trar la polar por el alineam ien­ to a y F) de la Osa Mayor, y m e lia parecido (pie goberna­ ban m ás bien por este alineam iento que por la vista de la polar. S orprende que con tan ta frecuencia, al distin­

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guir tie rra por p rim era vez, sepan que es la isla de la Guadalupe, S anta Cruz o P uerto Rico; pero la com pen­ sación de los errores de d erro ta no siem pre es igualm en­ te feliz. Los barcos que recalcan sotaventeando ex p eri­ m entan m uchas dificultades p ara rem o n tar hacia el Este contra el viento y las corrientes. A m enudo en tiem po de guerra pagan caro los pilotos su ignorancia y el des­ uso del Ociante, porque los corsarios cruzan a inm edia­ ciones de esos mism os cabos (pie p ara aseg u rar su punto deben reconocer los barcos de T ierra F irm e extraviados en su derrota. D escendim os ráp id am en te por el pequeño río M an­ zanares, cuyas sinuosidades m arcan los cocoteros, como lo hacen los álam os y los viejos sauces en nuestros cli­ mas. En la próxim a y árid a playa las zarzas espinosas que 110 m uestran d u ran te el día m ás que h o jas cubiertas de polvo, b rillab an por la noche con m il lum inosas chis­ pas. La cantidad de insectos fosforescentes au m en ta en la estación de las torm entas. No se cansa uno de adm i­ rar en la región equinoccial el efecto de estas luces m o­ vibles y rojizas que en refleján d o las un agua tersa, con­ funden sus im ágenes con las de la bóveda estrellada del cielo. A bandonam os las playas de C um aná como si las h u ­ biésemos habitado por largo tiempo. E ra la p rim era tierra a que habíam os arrib ad o en la zona a la cual ten ­ dían nuestros anhelos desde tem p ran a edad. Hay una cosa tan grande y poderosa en la im presión que p ro ­ duce la n atu raleza b ajo el clim a de las Indias, que tras una perm anencia de algunos meses cree uno h ab er vivi­ do allí una larg a sucesión de años. En E uropa, el h ab i­ tante del N orte y de las llan u ras experim enta u n a em o­ ción casi sem ejante cuando, aun después de un v ia je de corta duración, d e ja las orillas del golfo de Nápoles, los deliciosos cam pos entre Tívoli y el lago de Nemi o los sitios agrestes e im ponentes de los Altos Alpes y los P i­ rineos. No obstante, en toda la zona tem plada la fisono­ mía de los vegetales produce efectos poco contrastables.

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Los pinos y las encinas que coronan los m ontes de la Suecia tienen cierto aire de fam ilia respecto de los que vegetan en el herm oso clim a de la G recia y la Italia. En­ tre los trópicos, al contrario, en las b a ja s regiones de am bas Indias, todo parece en la n atu ra leza nuevo y m a­ ravilloso. En medio de los cam pos, en la espesura de las selvas, casi todos los recuerdos de E uropa están bo­ rrados, porque es la vegetación la que determ ina el tipo del paisaje, y ella es la que obra sobre n u estra im agina­ ción m ediante su m asa, el contraste de sus form as, el destello de sus colores. C uanto m ás fu ertes y nuevas son las im presiones, tanto m ás aten ú an las impresiones anteriores. Una ap arien cia de duración les da su fuer­ za. Apelo a quienes, m ás sensibles a las bellezas de la n atu raleza que a los encantos de la vida social, han te­ nido una larga perm anencia en la zona tórrida. Cuán cara y m em orable persevera en su vida la p rim era tie­ rra que han pisado! Un vago deseo de volverla a ver se renueva en ellos h asta en la m ás av an zad a edad. Cum aná y su suelo polvoriento se p resen tan aun todavía a m i im aginación m ás a m enudo que todas las m aravillas de las cordilleras. M erced al cielo herm oso del medio­ día la luz y la m agia de los colores aéreos embellecen una tierra casi desnuda de vegetales. No sólo ilum ina el sol los objetos, sino que los colora y los rodea de un vapor leve que, sin a lte ra r la trasp are n cia del aire, vuel­ ve m ás arm oniosa la tin tu ra, suaviza los efectos lum ino­ sos, y esparce en la n atu raleza la calm a que se refleja en nuestra alm a. P a ra explicar esta viva im presión que el aspecto del país en am bas Indias produce, aun en cos­ tas poco arboladas, basta re co rd ar que la herm osura del cielo aum enta de Nápoles hacia el ecuador m ás o menos en igual proporción que desde la P rovenza hasta el me­ diodía de Italia. Con la m area ascendente pasam os la b arra que ha form ado en su boca el pequeño río M anzanares. La b ri­ sa de la tarde provocaba m uelles ondulaciones en el gol­ fo de Cariaco. No h abía salido la lu n a; m as la p arte de la vía láctea extendida de los pies del C entauro hacia la

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constelación del Sagitario p arecía d e rra m a r u n a luz a r­ gentada sobre la haz del océano. La p eñ a blanca en que yace el castillo de San Antonio ap arecía de vez en cuan­ do entre las altas cim as de los cocoteros que ribetean la playa. A poco reconocíam os la costa sólo p o r las luces dispersas de los pescadores guaiqueríes. Fué entonces cuando sentim os doblem ente el encanto de esos lugares y la pesadum bre de alejarn o s de ellos. Cinco meses h a ­ cía que habíam os desem barcado en esa playa como en una tierra nuevam ente descubierta, extraños a todo lo que nos rodeaba, acercándonos desconfiados a cada z a r­ zal, a cada lugar húm edo y sombrío. A hora esa misma costa desaparece ante n u estras m irad as dejándonos re ­ cuerdos que parecían d a ta r de antiguo. El suelo, las rocas, las plantas, los habitantes, todo se nos h ab ía hecho fam iliar. Singlamos desde luego al N. N. O. acercándonos a la península de A raya; luego corrim os 30 m illas al O. y al O. S. O. A delantándonos al bajío que ro d ea a P u n ta Arenas y que se prolonga h asta inm ediaciones de los m anantiales de petróleo de M anicuares, gozamos de uno de esos espectáculos variados que la gran fosforescencia del m a r presenta tan a m enudo en estos climas. B anda­ das de m arsopas gustaban seguir n u estra em barcación. Quince o dieciséis de estos anim ales n ad ab an a iguales distancias. C uando al g irar sobre sí m ism os golpeaban con su ancha aleta la superficie del agua, despedían un fulgor brillante, tal que se h u b ieran supuesto llam as sa­ liendo del fondo del m ar. Al su rcar cada b an d ad a la superficie de las aguas d ejab a tras sí un reguero de luz; y tal aspecto nos im presionaba tanto m ás cuanto que el resto de las ondas 110 era fosforescente. Como el m ovi­ miento de un rem o y la estela del barco 110 producían esa noche sino tenues chispas, es n a tu ra l creer (pie la viva fosforescencia causada por las m arsopas se debía no so­ lam ente a la im pulsión de su aleta, sino tam bién a la m ateria gelatinosa que envuelve la superficie de su cuer­ po y se desprende con el choque de las olas.

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A m edia noche nos encontram os en tre dos islas ári­ das y rocallosas que se elevan como bastiones en medio del m a r: es el grupo de islotes C aracas y C him anas. Son tres islas C aracas y ocho Chim anas. La lu n a estaba en el horizonte e ilum inaba estos peñascos agrietados, sin yerbas y de un aspecto extraño. La m a r en tre Cum aná y el cabo Codera form a hoy u n a especie de bahía, una ligera introm isión en las tierras. Los islotes Picúa, Picuíta, C aracas y B orracha son como los restos de la an­ tigua costa que desde Bordones se alarg ab a en igual di­ rección de Este a Oeste. D etrás de estas islas se hallan los golfos de M ochima y S anta Fe que algún día serán sin duda puertos frecuentados. El desgarro de las tie­ rras, la fractu ra y la inclinación de las capas, todo anun­ cia aquí los efectos de una gran revolución, que es quizá la m ism a que ha roto la cordillera de m ontes prim itivos y separado los esquistos m icáceos de A raya y la isla de M argarita de los gneis del cabo Codera. V arias de estas islas son visibles en C um aná desde las azoteas de las ca­ sas, y presentan, según la superposición de las capas de aire m ás o m enos caldeadas, los m ás extraordinarios efectos de suspensión y de espejism o (2). La altu ra de esos peñascos no excede probablem ente de 150 toesas; pei'o ilum inados en la noche por la lu n a ap are n tan una elevación m uy considerable. Puede so rp ren d er que se encuentren las islas C ara­ cas, tan lejos de la ciudad de este nom bre, fren te a la costa de los C um anagotos; pero la denom inación de Ca­ racas designaba al comienzo de la conquista, no un si­ tio particular, sino una trib u de indios vecinos de los Teques, los T aram ain as y los C hagaragotos (3). Ese gru­ jió de islas tan m ontuosas que pasam os de cerca nos inter­ ceptaba el viento; y al salir el sol algunos hileros de co(2) Véase la nota D del Libro IV (Apéndice). (3) Oviedo y Baños, Hist. de Venezuela, lib. III, cap. 9, p. 140. Una de las A ntillas Menores, la Guadalupe, se llamaba también antiguamente Caracqueira. Petr. Martyr, Ocean. Dec. III, lib. IX, p. 306,

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rrientes nos em pujaro n hacia la B orracha, que es la m a­ yor de todas estas islas. Como los peñascos se elevan casi perpendicularm ente, el fondo es aplacerado, y en otro viaje vi a p o rta r allí frag atas casi atracan d o a tierra. La tem peratura de la atm ósfera había aum entado sensible­ m ente desde que hubim os singlado en tre las islas y este pequeño archipiélago; porque las rocas se calientan du­ rante el día y devuelven p o r la noche en v irtu d de la r a ­ diación u n a p a rte del calor absorbido. A m ed id a que el sol subía sobre el horizonte las m ontañas cortadas a rro ja ­ ban sus grandes som bras sobre la haz del océano. Los flam encos em pezaban su pesca dondequiera que los pe­ ñascos calcáreos estaban, lim itados, en u n a ensenada, p o r una estrecha playa. Hoy día están com pletam ente in h ab i­ tados todos estos islotes; pero en una de las C aracas se h a ­ llan cabras salvajes, pardas, de un porte bastante eleva­ do, veloces en la carrera, y a lo que nuestro piloto indio decía, de carn e exquisitam ente gustosa. T rein ta años ha que u na fam ilia de blancos se estableció en ese islo­ te, donde cultivó el m aíz y la yuca. Sólo el p ad re sobre­ vivió a sus hijos. Viendo acrecida su com odidad, com­ pró dos esclavos negros, y esto fu é causa de su desgracia. Le m ataro n sus esclavos. Las cabras se hicieron m onta­ races, m as no las plantas cultivadas. El m aíz en Amé­ rica, lo mismo que el trigo en E uropa, no parece conser­ varse sino por los cuidados del hom bre, a quien se h allan unidos desde sus prim eras m igraciones. A lgunas veces vemos disem inarse estas gram íneas n u tritiv as; m as cu an ­ do se las abandona a sí m ism as los p ájaro s im piden su reproducción destruyendo las sem illas. Los dos esclavos de la isla C aracas eludieron largo tiem po la justicia, siendo difícil pro b ar un crim en cometido en un lu g ar tan solitario. Uno de los negros es hoy el verdugo de Cumaná. H abía denunciado a su cóm plice; y según el uso bárbaro de este país, faltando ejecu to r público, se p er­ donó al esclavo, bajo la condición de que se en carg aría de ah o rca r a todos los presos contra quienes se había mucho antes pronunciado sentencia de m uerte. Cuesta creer que haya hom bres feroces lo bastante p a ra rescatar

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su vida a este precio y p a ra eje c u ta r con sus propias m a­ nos a aquellos a quienes d enunciaron la víspera. A bandonam os unos lu gares que tan desabridos re ­ cuerdos d ejaban, y fondeam os por algunas boras en la rad a de Nueva Barcelona, donde queda la boca del Neverí, cuyo nom bre indígena (cum anagoto) es Enipiricuar. El río está lleno de cocodrilos, que a veces llevan sus excursiones hasta alta m ar, sobre todo en tiem po cal­ moso. Son de la especie tan com ún en el Orinoco y a tal grado sem ejantes al cocodrilo de Egipto, que con él se le ha confundido por largo tiempo. Se com prende que un an im al cuyo cuerpo está cubierto con u n a especie de coraza debe ver con bastan te in diferencia la saladura del agua. Ya Pigafetta h ab ía visto en las costas de la is­ la^ de_ Borneo, como refiere en su diario h a poco publi­ cado en M ilán (4), cocodrilos que h ab itab an igualm ente en la tie rra y en el m ar. Deben in teresar estos hechos a los geólogos, dado que su atención se ha fijad o en las form aciones de agua dulce y en la m ezcla curiosa de pe­ trificaciones m arin as y fluviales que a veces se observan en ciertas rocas m uy recientes. El puerto de Barcelona, cuyo nom bre apenas se en­ cuentra en nuestros m apas, h ace activísim o comercio desde el año 1795. P o r ese puerto salen en gran parte los productos de las vastas estepas que se extienden de la caída m eridional de la serran ía costanera hasta el Ori­ noco, las cuales abundan en ganados de toda especie, ca­ si como las pam pas de Buenos Aires. La in d u stria m er­ cantil de estas com arcas está basada en la necesidad que tienen las grandes y pequeñas A ntillas de carne salada, de reses, m uías y caballos. E stando opuestas las costas de T ierra F irm e a las de la isla de Cuba, con u n a distan­ cia de 15 a 18 días de navegación, los negociantes de La H abana, sobre todo en tiem pos de paz, p refieren sacar sus provisiones del puerto de B arcelona a co rrer las even­ tualidades de un largo v ia je en el otro hem isferio, a la boca del río de la P lata. Sobre u n a población negra de (4)

Trad. del Sr, Amoretti, p. 154.

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1.300.000 que hoy contiene ya el archipiélago de las An­ tillas, Cuba sola tiene m ás de 230.000 esclavos, cuya ali­ m entación se compone de legum bres, carne salada y pes­ cado seco (5). Cada em barcación que hace el comercio de la carne salada o tasajo de T ierra F irm e carga de veinte a trein ta mil arro b as cuyo precio de v enta sube a más de 45.000 pesos. B arcelona está singularm ente fa ­ vorecida, por su situación, p a ra el comercio de ganados. Los anim ales sólo tienen tres días de m arch a de los lla­ nos al puerto, m ientras que p a ra eso em pleaban ocho o nueve días hasta Cum aná, a causa de la cordillera de m ontañas del B ergantín y el Imposible. Según las in ­ form aciones que he podido procurarm e, en los años de 1799 y 1800 se em barcaban p a ra las islas españolas, in ­ glesas y francesas 8000 m uías en Barcelona, (5000 en P u e r­ to Cabello, y 3000 en C arúpano. Ignoro la exportación precisa de B orburata, de Coro y de las bocas del Guarapiche y el Orinoco; pero a p esar de las causas que han m erm ado la cantidad de bestias en los llanos de Cum a­ ná, Barcelona y Caracas, pienso que esas estepas inm en­ sas no daban sin em bargo, en esa época m enos de 30.000 m uías por año al comercio con las Antillas. V alorando a cada m uía en 25 pesos (precio de com pra), se ve que esta sola ra m a del comercio produce cerca de 3.700.000 francos, sin contar la u tilid ad en el flete de las em b ar­ caciones. El Sr. de Pons, tan exacto por lo dem ás en sus datos estadísticos, calcula núm eros m enores (6). No habiendo él podido v isitar personalm ente los llanos y obligándole su puesto de agente del gobierno francés a residir constantem ente en la ciudad de Caracas, acaso los propietarios de hatos le h ab rán com unicado evaluaciones (5) Los debates de las Cortes de Cádiz sobre la abolición de la trata han inducido al Consulado de La Habana a practicar, en 1811, investigaciones exactas sobre la población de la isla de Cuba: se ha hallado que es de 600.000 almas, de las que 274.000 son blan­ cos, 114.000 hombres de color libres, y 212.000 negros esclavos. La evaluación publicada en mi obra sobre México, t. II, p. 7, era, pues, en mucho demasiado pequeña todavía. (6)

Voyage a la T erre-Ferm e, t. H, p. 386,

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dem asiado bajas. E n un capítulo p a rticu la r reu n iré adelante cuanto se relaciona con el com ercio y la indus­ tria agrícola del país. H abiendo desem barcado en la orilla derecha del Neverí, subimos a un fortín, el Morro de Barcelona, situado a 60 o 70 toesas de elevación sobre el nivel del m ar. Es un peñasco calcáreo recientem ente fortificado. Lo do­ m ina al Sur un m onte m ucho m ás elevado; y los peritos aseguran que no sería difícil al enemigo, después de h a ­ ber desem barcado entre la boca del río y el Morro, ro­ d ear este p a ra establecer b aterías en las altu ras circun­ dantes. Cinco horas perm anecim os en el fortín, cuyo presidio está confiado a la m ilicia provincial. En vano esperam os noticias acerca de los corsarios ingleses esta­ cionados a lo largo de la costa. Dos de nuestros com­ pañeros de v iaje, herm anos del m arq u és del Toro de Ca­ racas, venían de E spaña donde hab ían servido en las g uardias del Bey. E ran oficiales de una inteligencia cultísim a, que, tras una larg a ausencia, to rnaban a su tie rra n atal ju n to con el b rig ad ier M. de C ajigal y el conde de Tovar. H abían de tem er, m ás que nosotros, ser hechos prisioneros y enviados a Jam aica. No tenía yo pasaporte del alm irantazgo; pero confiado en la pro­ tección que el gobierno británico acuerda a los que via­ ja n p a ra el progreso de las ciencias, h ab ía escrito al go­ b ern ad o r de la isla de T rin id ad desde mi llegada a Cum aná, m anifestándole el objeto de m is investigaciones. La contestación que recibí por la vía del golfo de P aria fué enteram ente satisfactoria. La perspectiva de que se goza desde lo alto del Mo­ rro es bastante herm osa. Queda al Este la isla rocallo­ sa de la B orracha, al Oeste el prom ontorio de U ñare, que es elevadísim o, y al pie la boca del río N everí y las p la­ yas áridas adonde vienen a d o rm ir asoleándose los co­ codrilos. A pesar del calor extrem o del aire (el term ó­ m etro expuesto al reflejo de la roca caliza blanca subía a 38"), recorrim os la colina. Una feliz casu alid ad hizo que observáram os un fenóm eno geológico curiosísim o que después sólo hem os hallado otra vez en las cordilleras de

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México (7). La caliza de Barcelona tiene una fra c tu ra mate, p a re ja o concoide, con cavidades m uy achatadas. Está dividida en capas m uy delgadas y p resenta m enos analogía con la caliza de Cum anacoa que con la de Caripe contenida en la cueva del G uácharo. Está atrav e­ sada por hancos de ja sp e esquistoso (Kieselschiefer de W ern er), negro, de fractu ra concoide, que se rom pe en fragm entos de form a paralelepipédica. Este fósil no presenta esos filetillos de cuarzo tan com unes en la pie­ dra lidia. Se descompone por fu era en una costra gris am arillenta, y no obra sobre el im án. Sus bordes, algo traslúcidos, lo aproxim an al Hornstein (piedra de cuer­ no), que tan com ún es en las calizas secundarias (8). Es cosa notable en co n trar aquí el jasp e esquistoso, que en E uropa caracteriza las rocas de transición (esquistos y calizas de transición) en una roca que tiene m ucha a n a ­ logía con la caliza del Ju ra. P a ra el estudio de las fo r­ maciones, que es el prin cip al objeto de la geognosia, los conocimientos adquiridos en am bos m undos deben ser m utuam ente suplem entarios. Estas capas negras se re ­ piten al parecer en los m ontes calcáreos de la isla B orra­ cha. Las hem os visto como lastre en un barco pescador, en P u n ta A ra y a : y tales fragm entos h u b ieran sido to­ mados como de basalto. Otro jaspe, que es conocido con el nom bre de gu ijarro de Egipto, fu é encontrado por el Sr. B onpland cerca de la aldea india de C uracatiche o C uracaquitiche, quince leguas al S ur del m orro de B ar­ celona, cuando, tornando del Orinoco, atravesam os los llanos y nos acercam os a los m ontes costaneros. T enía dibujos concéntricos y listados am arillentos sobre un fondo ro jo oscuro. Parecióm e que los trozos redondea­ dos de jaspe egipcio pertenecían tam bién a la caliza de Barcelona. Sin em bargo, según el Sr. C ordier los h e r­ mosos g u ijarro s de Suez se deben a u n a form ación de brecha o aglom erado silíceo. (7) Essai politique s u r la N ou velle -E sp agn e, t. III, p. 416. (8) En Suiza la piedra de cuerno (H o rn s te in ) que pasa al ja s­ pe común se encuentra en riñones y en capas en la caliza alpina y la caliza del Jura, sobre todo en la primera.

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En el m om ento de hacern o s a la vela el 19 de noviem ­ bre a m ediodía tomé altu ras de lu n a p a ra d eterm in ar la longitud del Morro. La d iferen cia de m eridiano entre C um aná y la ciudad de B arcelona, donde hice en 1800 un g ran núm ero de observaciones astronóm icas, es de O9 34' 48". He discutido en otro lu g ar esta diferencia sobre la cual existían, en esa época, m uchas dudas (9); hallé la inclinación de la ag u ja im an ad a de 42°,20. Pertenece propiam ente este resultado al I o de agosto de 1800 y a la ciudad de Barcelona (lat. 10° 6' 52"), donde pude hacer la observación con m ayor cuidado. La in ten sid ad de las fuerzas estaba expresada p o r 224 oscilaciones. Desde el Morro de B arcelona hasta el cabo Codera las tierras se deprim en y re tira n hacia el S ur: perm iten el escandallo m a r afu era hasta tres m illas de distancia. Más allá de esta línea hay de 45 a 50 brazas de fondo. La tem p eratu ra del m a r era a flo r de agua de 25°,9; pero cuando pasam os por el estrecho canal que separa las dos islas de P íritu, con un fondo de tres brazas, el term óm e­ tro sólo m arcó 24°,5. La diferencia era constante; y sería quizás m ás grande si la corriente que busca con rapidez hacia el Oeste levantase aguas m ás p ro fu n d as y si en un paso de tan poca an ch u ra no contribuyesen las tierras a elevar la tem p eratu ra del m ar. Las islas de P íritu se asem ejan a esos bajos fondos que se hacen visibles con la m area descendente. No se elevan a m ás de 8 o 9 pul­ gadas por sobre las aguas m edias. Su superficie es toda p a re ja y está cubierta de gram íneas, tal que creería ver­ se u na de nuestras p rad eras del Norte. El disco del sol poniente parecía un globo de fuego suspendido sobre la sab an a: sus postreros rayos, rasando la tierra, ilum ina(9) En la Introducción a mis Obs. astron., t. I, p. XXXIX. El Sr. Espinosa adopta ahora 34' 0". Los pilotos que navegan en es­ tas costas cuentan de Cumaná a Barcelona 12 leguas; de Barcelona a las islas de Píritu, 6 leguas; de estas islas al cabo Uñare, 6 leguas; del cabo Uñare al cabo Codera, 18 leguas. El cronómetro de Berthoud me ha indicado para la punta occidental de la mayor de las islas de Píritu, 14' 32"; y para el cabo Codera, I o 24' 4", al Oeste del meridiano de Nueva Barcelona.

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han los ápices de la yerba fu ertem ente agitados por la brisa de la tarde. Cuando en lugares bajos y húm edos de la zona equinoccial ofrecen las gram íneas y ju n c á ­ ceas el aspecto de una p rad era o del césped, falta casi siem pre a este cuadro un adorno principal, quiero decir, esa variedad de flores agrestes que elevándose apenas sobre las gram íneas, se destacan en un fondo p arejo de verdura. E ntre los trópicos, la fuerza y el lu jo de la ve­ getación provocan tal desarrollo en las plantas, que las yerbas dicotiledóneas m ás b a ja s se vuelven arbustos. Se pensaría que las liliáceas, entrem ezcladas con las g ram í­ neas, reem plazan a las flores de nuestras prad eras. Por su form a se im ponen a no d u d a r y b rillan por la v arie­ dad y el destello de sus colores; pero dem asiado alzadas sobre el suelo, pertu rb an esa afinidad arm oniosa que existe entre los vegetales que com ponen nuestro césped y nuestras praderas. La n atu raleza bienhechora dió al paisaje en cada zona un tipo de belleza peculiar. No debe sorpren d er que unas islas fértiles, tan ve­ cinas a la T ierra Firm e, 110 estén h ab itad as hasta hoy día. Sólo en la p rim era época del descubrim iento, a tiempo que los indios Caribes, C haim as y Cum anagotos eran to­ davía dueños de las costas, fue cuando los españoles fu n ­ daron establecim ientos en C ubagua y M argarita. Una vez que los indígenas fueron sometidos o rechazados al Sur hacia las sabanas, se prefirió asentarse en el conti­ nente donde se tuvieron tierras a escoger e indios que podían ser tratados como bestias de carga. Si las pe­ queñas islas Tortuga, Blanquilla y O rchila estuviesen si­ tuadas en m edio del grupo de las A ntillas no hab rían quedado sin vestigios de cultivo. Barcos que desplazan m ucha agua pasan entre la Tierra F irm e y la m ás m eridional de las islas de Píritu. Siendo ellas m uy bajas, su punta Norte es tem ida de los pilotos que abordan en estos parajes. Cuando nos h a ­ llamos al Oeste del Morro de Barcelona y de la boca del río Uñare, el m ar, que hasta entonces había estado tra n ­ quilo, se hizo m ás y m ás agitado y picado a proporción

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que nos acercábam os al cabo Codera. La influencia de este grande prom ontorio se hace sen tir de lejos en esta parte del m a r de las Antillas. I)e la m ayor o m enor facilidad con que se logra doblar el cabo Codera depende la duración del trayecto de C um aná a La G uaira. Más allá de ese cabo está de continuo el m a r tan grueso, que no se cree estar ya cerca de u n a costa donde, desde la punta de P aria hasta el cabo San Rom án, no se prueba jam ás una ventolera. El im pulso de las olas se hacía sentir a lo vivo en nuestro barco. Mucho su frían mis com pañeros de v ia je ; y teniendo yo la felicidad bastante ra ra de no estar sujeto al m areo, dorm í tranquilam ente. Soplaba brisa d u ran te la noche. El 20 de noviem bre al salir el sol nos hallam os adelantados lo b astante p a ra que pudiésem os esp erar doblar el cabo dentro de algunas horas. Contábam os con llegar el m ism o día a La Guai­ ra, m as nuestro piloto indio tuvo m iedo otra vez a los corsarios estacionados cerca de ese puerto. P arecióle p ru ­ dente g an ar la tierra, fo n d ear en el puertecillo de Higuerote, que ya habíam os pasado, y ag u a rd a r la noche p ara co n tin u ar la travesía. Cuando a personas que sufren de m areo se les ofrece el m edio de desem barcar, es seguro qué resolución van a tom ar. Las exhortaciones eran inú­ tiles y hubo que ceder. El 20 de noviem bre, a las 9 de la m añana, estábam os ya enrum bados en la b ah ía de Higuerote, al Oeste de la boca del río Capaya. Ni aldea ni fundo encontram os allí, sino dos o tres cabañas h abitadas por unos pobres pescadores mestizos. Su tez lívida y la flacu ra extrem a de los hijos nos recor­ daron que este sitio era uno de los m ás m aláricos y m al­ sanos de toda la costa. El m a r tiene tan poco fondo en estos p arajes, que la b arca m ás pequeña no puede b a ja r­ se a tierra sin an d a r antes dentro del agua. La selva se adelanta hasta la playa, que está cubierta de un espeso boscaje de Mangles, Avicennia, M anzanillos, y de una nueva especie de S u rian a que los indígenas llam an Ro­ m ero de la m ar (S u rian a m arítim a). Es a este boscaje, sobre todo a las exhalaciones de los m anglares al que aquí como en todas las dem ás p artes de las Indias, se

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atribuye la extrem a in salu b rid ad del aire. Al d esem bar­ car, aún 110 bien internados en 15 ó 20 toesas, percibim os un aliento insípido y dulzaino, que me reco rd ab a el que despide, en las galerías de las m inas abandonadas, ahí donde las lá m p aras em piezan a apagarse, el m ad eram en cubierto de Biso coposo. La tem p eratu ra del aire se ele­ vaba a 34°, a causa de la reverberación de las aren as blancas que form aban una b a rre ra entre los m anglares y los árboles de alto porte de la selva. Como el fondo es bajo y de una suave pendiente, las pequeñas m areas bas­ tan p a ra c u b rir y d e ja r en seco altern ativ am en te las ra í­ ces y p arte del tronco de los m angles. Sin duda m ientras calienta el sol los palos húm edos y provoca, p o r decirlo así, la ferm entación del suelo fangoso, los detritos de las hojas caídas y los moluscos envueltos en los restos de al­ gas flotantes, es cuando se form an esos gases deletéreos que logran escapar a nuestras investigaciones. Vimos en toda la costa tom ar un color m oreno am arillen to el agua del m a r allí donde está en contacto con los m anglares. P enetrado de este fenóm eno, recogí en H iguerote una cantidad considerable de ram as y raíces p a ra in ten tar, desde mi llegada a Caracas, algunos experim entos sobre la infusión de leño de m angle. La infusión, hecha en ca­ liente, era de un color m oreno y de gusto astringente. Mostraba ser una mezcla de m ateria extractiva y tanino. El Rhizóphora, el Muérdago, el C ornejo, todas las p lan ­ tas que pertenecen a las fam ilias n atu rales de las Lorantáceas y Caprifoliáceas, tienen iguales propiedades. La infusión de m angle, puesta en contacto por doce días b a ­ jo una cam pana con el aire atm osférico, no perdió sen­ siblemente su transparencia. Se form aba un pequeño depósito coposo negruzco, m as no había absorción sensi­ ble de oxígeno. La m ad era y las raíces del m angle, pues­ tas b ajo el agua, fueron expuestas a los rayos del sol. Quería im ita r lo que diariam ente op era la n atu raleza en las costas d u ran te la m area creciente. Se desprendieron bu rb u jas de aire que en doce días form aron un volum en de 33,pulgadas cúbicas. E ra un m ixto de nitrógeno y áci­ do carbónico. El gas nitroso apenas indicaba la presen­ 17

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cia del oxígeno (en 100 partes, 84 de nitrógeno, 15 de áci­ do carbónico que no h ab ía absorbido el agua, 1 de oxíge­ no). P or últim o, en un frasco de ta p a esm erilada hice o b rar m ad era y raíces de m angle fu ertem en te hum edeci­ das sobre aire atm osférico de un volum en determ inado. D esapareció todo el oxígeno; y lejos de h allarse reem ­ plazado por ácido carbónico, el agua de cal no indicó de éste sino 0,02. Hubo aú n todavía u n a dism inución de vo­ lum en m ás considerable que la que correspondía al oxí­ geno absorbido. Este trab ajo , apenas esbozado, m e con­ ducía a creer que son la corteza y la m a d era húm edas las que obran sobre la atm ósfera en los bosques de m an­ gles, y no la capa de agua de m a r fu ertem en te teñida de am arillo que form a u n a zona p a rtic u la r a lo largo de las costas. Siguiendo los diferentes grados de descomposi­ ción de la m ateria leñosa, no he observado trazas de ese desprendim iento de hidrógeno su lfu rad o al que varios viajeros atribuyen el aliento que se percibe en m edio de los m angles. La descom posición de los sulfatas terrosos y alcalinos y su paso al estado de sulfuro favorecen sin duda ese desprendim iento en v arias p lan tas litorales y m arinas, por ejem plo en los fucos; pero m ás bien me inclino a creer que el R hizóphora, la A vicennia y el Conocarpus aum entan la in salu b rid ad del aire por la m a­ teria anim al que en cierran ju n tam en te con el tanino. Es­ tos arbolillos pertenecen a tres fam ilias n aturales, las Loránteas, las Com bretáceas (10) v las P irenáceas, en las que ab unda el principio astringente, y m ás arrib a he in­ dicado que este principio acom paña a la gelatina, aun en nuestras cortezas de haya, aliso y nogal (11). P or lo dem ás, un boscaje frondoso, que cubre te rre­ nos limosos, esparciría exhalaciones nocivas en la atmós­ fera, aun estando com puesto de árboles que por sí mismos no tienen propiedad alguna deletérea. D ondequiera míe se establecen los m angles a la o rilla del m ar, la playa se puebla de una infinidad de moluscos e insectos. Estos (10) (11)

Rob. Brown, Flor. Nov. Holl. Prodr., t. I, p. 351. Vauquelin, Ann. du Mus., t. XV, p. 77.

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anim ales gustan de la som bra y la luz difusa; h allan un refugio contra el choque de las olas en tre ese an d am iaje de raíces espesas y entrelazadas que se elevan como 1111 enrejado sobre el ras de las aguas. A este enrejado se pegan las conchas, a los brazos doblados que buscan la tierra quedan colgadas las algas que los vientos y la m a­ rea a rro ja n sobre las costas. Es de ese modo como las selvas m arítim as acum ulando 1111 lim o cenagoso entre sus raíces, ag ran d an el dom inio de los continentes; m as a m edida que ellas invaden el m ar, no aum en tan casi en anchura, y aun su adelantam iento mism o es causa de su destrucción. Los m angles y otros vegetales con los cua­ les viven constantem ente en sociedad perecen a p ropor­ ción que se deseca el terreno y que ya 110 están bañados por el agua salad a (12). Sus viejos troncos, cubiertos de caracoles y m edio enterrados en la aren a, m arcan siglos después la vía (pie han seguido en sus m igraciones tan bien como el lím ite del terreno que h an conquistado al océano. La bahía de H iguerote posee una situación m uy fa ­ vorable para el exam en del cabo Codera, que en toda su anchura se m uestra allí, a seis m illas de distancia. Este prom ontorio es m ás im ponente por su m asa que p o r su elevación, la que, según ángulos de altu ra tom ados desde la playa, no m e pareció m ayor de 200 toesas, siendo el ángulo aparente de 1° 25' 20". Está cortado a pico por el Norte, el Este y el Oeste. E 11 estos grandes perfiles pien­ sa uno reconocer la inclinación de las capas. A ju z g ar por los fragm entos de rocas que se h allan a lo largo de la costa, y según las colinas cercanas a H iguerote, el cabo Codera está com puesto, 110 de granito con te x tu ra g ran u ­ jienta, sino de 1111 verdadero gneis con te x tu ra foliácea. Las hojas son m uy anchas y a veces sinuosas ( dikflasriger Gneis ) ; encierran grandes nodulos de feldespato ro(12) He aquí los nombres de esos vegetales en el continente y en las Antillas: Avicennia nítida, A. guyannensis Rich., Conocarpus racemosus, Rhizophora Mangle, Cocolloba uvigera, Hippomane Mancinella, Echites biflora, Suriana, Srumpfia, la palmera Pinau, etc.

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jizo y poco cuarzo. La m ica se halla en p ajillas super­ puestas, y no aislada. Las capas m ás cercanas a la ba­ hía estaban dirigidas N. 60° E., e inclinadas 80° al No­ roeste. Estas relaciones de dirección e inclinación son iguales en el gran m onte de la Silla, cerca de Caracas, y al Este de M anicuares en el istmo de A raya; y parecen dem ostrar que la co rd illera p rim itiv a de este istmo, des­ pués que el m a r la hubo destrozado o tragado en una lon­ gitud de 35 leguas, entre los m eridianos de M anicuares e H iguerote, reap arece de nuevo en el cabo Codera y con­ tinúa hacia el Oeste como cadena costanera. Me h an asegurado que en el in terio r de las tierras, al Sur de H iguerote, se h allan form aciones calcáreas. En cuanto al gneis, no obraba sobre la b rú ju la. Sin em bar­ go, a lo largo de la costa, que form a u n a ensenada hacia el cabo Codera y que está cubierta por una herm osa sel­ va, he visto aren a m agnética m ezclada con p ajillas de mi­ ca depositadas por el m ar. Este fenóm eno se rep ite cer­ ca del puerto de La G uaira; y anu n cia quizá la existen­ cia de alguna capa de esquisto anfibólico encubierta por las aguas en la que está disem inada la arena. H acia el Norte form a el cabo Codera un inm enso segm ento esfé­ rico. Al pie se prolonga un terreno m uy b ajo que conocen los navegantes con los nom bres de P u n tas del Tutum o y de San Francisco. T an hondam ente se espantaban m is com pañeros de viaje del balance de n u estra em barcacioncilla en una m ar gruesa y picada, que resolvieron seguir por tie rra el ca­ mino que lleva de H iguerote a Caracas, el cual pasa por un país húm edo y silvestre: la m ontaña de C apaya al Norte de Caucagua, el valle del río G uatire y Guarenas. Vi con satisfacción que el Sr. tíonpland p refería esa mis­ m a vía, que a pesar de las continuas lluvias y las in u n d a­ ciones de los ríos, le ha procurado u n a rica colección de plantas nuevas (13). P o r lo que hace a mí, continué so(13) Bauhinia ferruginea, Brownea racemosa Bred., Inga hymenaeifolia, Inga curiepensis que el Sr. Willdenow ha nombrado, por error, I. carip ensis, etc.

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lo, con el piloto G uaiquerí, el trayecto por m ar, pareciéndome arriesgado separarm e de los instrum entos que h a ­ bían de servirnos en las orillas del Orinoco. Nos hicim os a la vela al venir la noche. El viento era poco favorable, y nos fué m uy dificultoso do b lar el cabo C odera; las ondas eran cortas y se estrellaban unas contra otras. Preciso era h ab er experim entado la fatiga de un día excesivam ente caluroso p a ra d orm ir en un barquichuelo que singlaba cerrándose con el viento. El m ar estaba tanto m ás alto cuanto que el viento fue con­ trario a la corriente hasta pasada la m edia noche. El movimiento general que experim entan las aguas entre los trópicos hacia el Oeste no se hace sentir en las costas bas­ tante a lo vivo sino d u ran te dos terceras p artes del año. En los meses de septiem bre, octubre y noviem bre sucede con h a rta frecuencia que la corriente lleva hacia el Este (corriente para arriba) d u ran te quince o veinte días arreo. Se han visto navios en cam ino p a ra La G uaira o Puerto Cabello que no podían rem o n tar contra la co rrien ­ te que se dirigía de Oeste a Este, bien que tuviesen vien­ to en popa. H asta ahora no ha podido descubrirse la cau­ sa de estas anom alías. Los pilotos piensan que son efec­ to de algunos ventarrones del Noroeste en el golfo de México; no obstante, esos ventarrones son bastante m ás fuertes en la prim av era que en el otoño (14). Es tam ­ bién de n o ta r que la corriente hacia el Este precede al cambio de la b r is a : com ienza desde luego a hacerse sen­ tir en tiem po de bonanza, y después de algunos días el viento mism o se va con la corriente fiján d o se al Oeste. En el transcurso de estos fenóm enos no se in terru m p e en modo alguno el funcionam iento de las pequeñas m areas barom étricas. El 21 de noviem bre, al salir el sol, nos hallam os al Oeste del cabo Codera, frente a C uruao (C aruao). El piloto indio estaba asustado al percibir una frag ata in ­ glesa hacia el Norte, a una m illa de distancia. Ella nos (14)

Nouv. E sp ag n e , t. I, p. 310,

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tomó sin duda por uno de esos barcos que hacen el co­ m ercio de contrabando con las A ntillas, los cuales (por­ que todo se organiza con el tiem po) estaban provistos de licencias firm ad as p o r el G obernador de T rin id ad . Ni si­ quiera nos hizo llam ar p o r m edio del bote que parecía aproxim ársenos. Desde el cabo C odera la costa es pe­ ñascosa y m uy elevada, presentando sitios tan agrestes como pintorescos. Estábam os bastan te cercanos a tierra p a ra distinguir las cabañas dispersas, rodeadas de coco­ teros, y m asas de vegetaciones que se destacaban sobre el fondo oscuro de los peñascos. En todas p artes son es­ carp ad as las m ontañas y de u n a altu ra de tres o cuatro m il pies: y la som bra de sus lad eras se proyectaba am­ plia e intensam ente sobre el terreno húm edo que se dila­ ta hasta el m a r y que luce con fresco verdor. Este litoral produce en gran p arte los fru to s de la región cálida que en tan grande abun d an cia se ven en los m ercados de Ca­ racas. E ntre Cam bur! y N ig u atar (N aiguatá) se alar­ gan cam pos cultivados de caña de azú car y m aíz en es­ trechos valles (pie parecen grietas o h en d ed u ras de pe­ ñascos. Los rayos del sol poco alto sobre el horizonte p enetraban en tales lugares y m ostraban las oposiciones m ás vivas de som bra y de luz. El m onte de N ig u atar (N aiguatá) y la Silla de Ca­ racas son las cum bres m ás elevadas de esta serran ía cos­ tanera. La segunda casi alcanza la altu ra del Canigó: tan engrosada parece la m asa de m ontañas cuanto por pri­ m era vez se la percibe del lado del m ar, que creeríam os ver los Pirineos o los Alpes, despojados de su nieve, al­ zándose del seno de las aguas. Cerca de C araballeda ensánchase el terreno cultivado: se ven allí colinas de cuestas suaves, y la vegetación se eleva a g rande altu­ ra. C ultívase m ucha caña de azúcar, y de ella poseen ahí los frailes de la M erced u n a plantación y 200 escla­ vos. Este sitio era antes sum am ente palúdico; y asegu­ ran que la salu b rid ad del aire h a aum entado desde que se plantaron árboles en torno de u n a laguna cuyas ema­ naciones eran tem idas, y que hoy está m enos expuesta al calor del sol. Una m u ralla de peñascos áridos se ade-

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