Alba Triunfante - Robert Hugh Benson

March 16, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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ALBA TRIUNFANTE

Roberto Hugo Benson

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ALBA TRIUNFANTE 46 BIBLIOTHECA HOMOLEGENS MATRITI - MMVIII BIBLIOTHECAHOMOLEGENS –––––––––––––––––– Traducción: Ramón D. Péres Edición de Gustavo Gili (1916). Barcelona Prólogo y notas: Sergio Gómez Moyano –––––––––––––––––– © Homo Legens, 2009 OMNIA PROPRIETATIS IVRA VINDICANTVR

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INTRODUCCIÓN Robert Hugh Benson es un escritor que nunca deja de sorprender. Todas sus obras ofrecen algún toque especial, un condimento de marca propia. Alba triunfante no solo no constituye una excepción, sino que podríamos decir que la obra en sí ya es una sorpresa. El libro plantea un mundo convertido al catolicismo. Y si esto no es motivo suficiente de admiración, el desarrollo de la novela va dejando pinceladas que acabarán dibujando un cuadro completo: la consolidación social, política y científica del catolicismo a nivel mundial. Pero comencemos por el principio. ¿Quién es Robert Hugh Benson? Resulta prácticamente imposible encontrar libros y referencias sobre este escritor. Sin embargo, no siempre fue así. Durante su vida alcanzó altos niveles de popularidad. Sus novelas interesaban enormemente al gran público, y sus conferencias eran solicitadas con años de antelación. Quizá el olvido en que su persona y su obra quedaron sumidas, tenga que ver con el hecho de que su muerte coincidiera con el inicio de lo que entonces se llamó la Gran Guerra, y hoy conocemos como la Primera Guerra Mundial. Hugh, como era llamado en familia, nació el 18 de noviembre de 1871, hijo de Mary Sidgwick y de Edward White Benson, miembro eminente del clero de la Iglesia de 4

Inglaterra. Sobre su padre cabe decir que era un erudito, profundamente imbuido de los clásicos y de los padres de la Iglesia. Enseñaba griego a sus hijos y, en las excursiones familiares que organizaba los domingos, era obligatorio hablar de algún tema teológico. En 1877 fue elegido para ser el primer Obispo de Truro, en Cornwall. Más adelante, en 1883 fue nombrado Arzobispo de Canterbury, primado de la Iglesia de Inglaterra, dignidad que mantuvo hasta su muerte en 1896. De su padre, Hugh probablemente adquirió el sentido artístico, la viveza de su personalidad y un sentido profundo de sobrecogimiento ante la naturaleza, fruto de la certeza de que detrás de todo se esconde un gran poder. Nuestro autor era el pequeño de seis hermanos. El mayor se llamaba Martin White (Martin) que murió cuando Hugh tenía siete años. Arthur Christopher (Arthur) es el segundo de sus hermanos, profesor en Eton, Máster en Magdalene College, Cambridge, y un reconocido escritor. La tercera se llamaba Eleanor (Nellie), quien también llegó a publicar una novela. Luego vino Margaret (Maggie), de la cual consta que al menos participó en dos expediciones arqueológicas en Egipto, escribió un libro sobre filosofía de la religión y estudios de egiptología. Sin duda es Edward Frederic (Fred) el más afamado de todos los hermanos. Se dedicó a escribir (publicó más de cien libros) y a disfrutar de la vida, sobre todo en Francia e Italia. El jesuita C. C. Martindale publicó en 1915 la biografía oficial de Hugh. De su infancia dice que era un niño espabilado e ingenioso, con una gran facilidad para las comparaciones espontáneas. Era capaz de una energía totalizante por aquello que le interesaba, y de una indiferencia enfermiza por lo que no atraía su atención. El joven Benson asistió a Eton, gracias a una beca, cuando su hermano mayor Arthur daba clases en la escuela. Su desempeño académico no fue satisfactorio. Se conservan numerosas cartas de su padre insistiendo en la necesidad de que Hugh mejorara su actitud. Incluso fue necesario que un profesor particular le ayudara durante un verano. Los resultados no se hicieron esperar durante el siguiente curso. Sin embargo, antes de concluir el ciclo de estudios en Eton, y para disgusto de su padre, decidió presentarse para el Indian Civil Service, o lo que es lo mismo, la elite del funcionariado del gobierno indio bajo el mando colonial británico. Así que dejó Eton antes de tiempo, para prepararse con un tutor para el examen de ingreso. Durante su estancia en Eton empezó ya a dar muestras de su aptitud para la literatura. Durante el período de preparación para el Indian Civil Service ganó un premio de poesía, se aficionó a la escalada y visitó París con motivo de la Exposición Universal de 1889. Quizá por todo esto, quizá porque realmente no le interesara tanto como hubiera parecido en un principio, suspendió el examen para el Indian Civil Service. Por esas fechas comenzó a leer un libro que le marcó profundamente. Se trata de John Inglesant, de Joseph Henry Shorthouse, novela histórica publicada en 1881. El 5

protagonista es un anglicano educado por jesuitas y que, a pesar de las presiones para convertirse al catolicismo, se mantiene anglicano. Llega a la corte de Carlos I y viaja hasta Italia persiguiendo al asesino de su hermano. Esta novela eminentemente ideológica, transpira un platonismo que infunde en Hugh una religiosidad que le hace sentir el mundo de forma casi sacramental. El mundo es misterioso, porque las ideas se encuentran insertadas dentro de la materia. Sin embargo, descubre en la obra un cierto individualismo que no puede aceptar. Cuando John Inglesant se pregunta por la verdad, si esta cabe en el mundo, se responde que en su conciencia se oye la voz del Creador. Hugh opina que tiene que haber en el mundo una autoridad que sea capaz de guiar la conciencia. Finalmente marcha al Trinity College de Cambridge. Allí coincidió con su hermano Fred, que se alojaba en el King’s College. Siguiendo el deseo de su padre, comenzó a estudiar clásicos. Durante este período de su vida hizo algunos escarceos con la teosofía y el espiritismo, además de interesarse enormemente por la mística. En 1890 un hecho tremendo le marcaría muy profundamente: muere su hermana mayor Nellie. Sus compañeros de facultad notaron en él un cambio. Hablaba más de su familia y se hizo más íntimo. Fuera por este, o por otro motivo, decidió cambiar su camino de estudio y dedicarse a la teología en vistas a una futura ordenación como clérigo de la Iglesia de Inglaterra. Su actividad en Cambridge fue ingente y, aunque despertó su intelecto y su corazón, no los puso todavía a su máximo nivel. En 1895 fue ordenado sacerdote anglicano por su padre. Después fue a trabajar a la misión de Eton, dedicada a los pobres de la población y sostenida económicamente por la gente pudiente de la escuela. Le molestaba mucho tener que visitar a la gente en sus casas por motivos pastorales; sin embargo, el trabajo con los niños le resultó fácil, quizá porque su rostro imberbe le aseguraba una mayor cercanía, o quizá porque en el fondo nunca dejó de ser un niño. Durante este período asistió a un retiro dirigido por el Padre Maturin. Este sacerdote, afamado predicador, le presentó el dogma cristiano como un todo orgánico y coherente. Por primera vez se dio cuenta de que cada uno de los fragmentos de doctrina que flotaban por su mente tenía su lugar y estaba interconectado con los demás. En suma, se habían convertido en un esquema ordenado y con sentido. En la misión de Eton comenzó a dar muestras de ser un gran predicador. En el año siguiente a su ordenación, en octubre, murió repentinamente su padre. Por este motivo y, porque sufría fiebres reumáticas, le sugirieron que fuera a Egipto con su madre y su hermana. Allí es donde la Iglesia católica por primera vez lo reclama. Se da cuenta de que el anglicanismo es una exportación de su modo de vida desde Inglaterra a diferentes lugares del mundo, a Egipto en este caso, para consumo propio. En medio de este país norteafricano se alzaban las iglesias anglicanas, orgullosas y dignas, como si estuvieran en la mismísima Londres. Pero un día visitó un pueblo de casas de barro y descubrió que la iglesia tenía la misma factura que el resto de construcciones. Y era católica, de rito copto. Obviamente formaba parte del lugar, no había sido trasplantada. 6

Esto le hizo pensar en la universalidad de la Iglesia católica. Y en uno de sus arranques pasionales escribió una carta al patriarca copto de Alejandría solicitando estar en comunión con él, de la cual nunca recibió respuesta. Antes de volver a Inglaterra quiso pasar por Tierra Santa. Allí se dio cuenta de que nadie sabía exactamente quién era. Es decir, no le reconocían por sus vestidos, ni sabían a qué se refería cuando se presentaba como anglicano. Y, por si fuera poco, en Damasco, le llegó la noticia de que el Padre Maturin había entrado en la Iglesia católica. Así que volvió a Inglaterra con la mente llena de dudas y el corazón confundido. Al llegar a su tierra, su ansiedad interior se calmó trabajando un año como coadjutor en Kemsing. Su vida en esta localidad era agradable. Vivía cómodamente. Además la iglesia, de más de mil años de antigüedad, y el lugar en sí estaban llenos de grandes nombres de reyes y nobles sajones. Al hijo del recién fallecido Arzobispo le encantaba el arte, la música y una liturgia rica y armoniosa, hasta el punto de que uno de sus compañeros llegó a decir de él que era egoísta en las celebraciones. El Padre Martindale incluso llega a afirmar que el encanto del ritual era casi como una droga para él. Y toda esta fascinación encontró en Kemsing el lugar ideal para explayarse. Este ceremonialismo le hacía bastante católico en sus formas. De hecho, la primera celebración del día en su parroquia solía ser tremendamente solemne, muy cercana a la liturgia católica. Sin embargo, a mediodía las ceremonias se simplificaban, porque asistía el terrateniente del lugar, que no tenía tendencias tan ritualistas y era más bien un low churchman, o lo que es lo mismo, un anglicano de tintes más evangélicos o simpatizante de la tendencia más protestante de la Iglesia de Inglaterra. No tardó mucho en surgir en él una gran inquietud por la vida religiosa. De hecho, durante su estancia en la misión de Eton dedicó algún tiempo a buscar casas en las que se pudiera fundar una comunidad, pero nunca llevó a término este proyecto. Finalmente en septiembre de 1898 ingresó en la comunidad de la Resurrección de Mirfield, una especie de orden religiosa de clérigos de la Iglesia de Inglaterra que todavía hoy existe. Tres años después, en julio de 1901, hizo la profesión. Recuerda en su libro Confesiones de un converso que allí fue feliz. Sin embargo, su alma volvió al desasosiego. Había algo que le empujaba hacia la Iglesia católica. No resulta fácil describir un proceso de conversión y mucho menos explicar las causas que llevan a una persona a cambiar su núcleo central de creencias. El proceso de Hugh fue largo y marcado por el estudio. En 1902 comenzó a escribir The Light Invisible, su primer libro publicado, que consiste en una serie de relatos sobrenaturales explicados por un anciano sacerdote. Un dato curioso de esta obra es que el lector no puede adivinar si el protagonista pertenece a la comunión católica o a la anglicana, ya que lo que pretende con el libro es la búsqueda y reafirmación de los principios de la religión en general y de la intuición espiritual, como estado habitual del creyente y no de una forma concreta de religión. Pero esta actitud es en sí anglicana, porque el católico asiente y somete la 7

voluntad. Es el anglicano el que se siente obligado a buscar sentimientos y a imaginar, porque no existe una autoridad. Con su estudio y las lecturas que le recomendaban buscaba desbrozar las dificultades intelectuales que le separaban de Roma o de la tranquilidad en la Iglesia de Inglaterra. Fue percibiendo que el sistema doctrinal anglicano no funcionaba. Un anglicano no sabe a qué atenerse. El católico sí. En la Iglesia católica, por ejemplo, hasta un niño sabe cómo reconciliarse con Dios. Y, ¿cómo se sabe quién está en comunión? El católico lo sabe fácilmente. Sin embargo, después de haber leído libros de grandes intelectuales anglicanos y católicos, llegó un momento en que la razón ya no daba más de sí. Parecía como si el intelecto ya no fuera útil para dejarle en bandeja la decisión de convertirse o no. Porque, ¿cómo podía él decidir con lógica irrefutable sobre lo que grandes cerebros no se ponían de acuerdo? Cuando comentó este tema con personas cercanas, recibió por respuesta que caía en el pecado de soberbia, pretendiendo saber más que los sabios. Pero pensó que la salvación no podía depender de la sabiduría. En un libro suyo publicado en 1906, titulado The Religion of the Plain Man, Hugh dibuja el camino de búsqueda religiosa de John, un inglés corriente que siente inquietud espiritual. Después de descartar las opciones religiosas de los protestantes, su mirada se dirige a la Iglesia de Inglaterra. Pero John ve que Cristo habla con autoridad en el Evangelio y se da cuenta de que el único que posee esta misma autoridad es el Papa. Una avalancha de objeciones se le cae encima al pobre John contra la Iglesia católica, que es la que parece que está reclamando su lealtad espiritual. Consigue, como Hugh, despejar los interrogantes sobre la infalibilidad del Papa, el culto a los santos, etc., pero aun así siguen asaltándole los prejuicios más irracionales. Además existe la dificultad social. Es muy complejo cambiar de comunión, sobre todo en un país en el que predomina una Iglesia de carácter absolutamente nacional. Entonces dice el autor que cada converso tiene su razón para convertirse, pero solo la emoción le hace andar el camino. John ve una ciudad hermosa con todo lo imaginable material y espiritualmente. A esa ciudad se llega por miles de caminos. Pero todos se encuentran en la misma puerta. No importa cómo se ha llegado. Lo que importa es responder a esta pregunta: «¿Creo que esta puerta es la puerta de la ciudad de Dios?». No te preguntes si el camino que seguiste fue el correcto o debiste llegar por otro lado. Estás ahí, delante de la puerta. Si estás convencido de que es la ciudad de Dios, ¡ENTRA! Si no, da marcha atrás. Una emoción parecida debió experimentar Hugh en el clímax de su proceso de conversión. Expresó sus inquietudes a su superior en la comunidad de la Resurrección, y en junio de 1903 pidió permiso para retirarse unos días a un convento de dominicos, pero solo se le concedió que pasara un tiempo en casa. Allí se encontró con su hermano Arthur, quien escribió de Hugh que en aquel momento de su vida era como un húsar que agita las riendas de su caballo ante la inminente batalla. Así se dirigía su hermano hacia la Iglesia católica.

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Finalmente, acabó yendo al convento dominico de Woodchester, donde fue recibido en la Iglesia católica el 11 de septiembre de ese mismo año por el padre Reginald Buckler. No tardó en ser enviado a Roma, para comenzar los estudios que le llevarían a la ordenación como sacerdote católico. En Roma vivió entre la inquietud del tiempo que debería transcurrir hasta su ordenación y la incerteza sobre su futuro como sacerdote católico. Llegaron rumores de que un Obispo de Estados Unidos deseaba que trabajara en su diócesis en América. Esta idea le fascinó durante una temporada, pero, como la mayoría de las cosas que Hugh traía entre manos, fue descartada repentinamente. Finalmente, cuenta el Padre Martindale que alguien intercedió por él ante el Cardenal vicario de Roma, asegurándole que no era necesario posponer más la ordenación del converso inglés. Como muestra de su resolución y solidez como católico, este intercesor le presentó al Cardenal un libro de Hugh titulado A City set on a Hill (Una ciudad situada sobre una colina), y que acabaría publicándose en 1913, en el que identificaba la ciudad de la parábola evangélica con la Iglesia católica (cf. Mt 5,14). Así que todo fue acordado y el hijo del Arzobispo de Canterbury fue ordenado como sacerdote católico en Roma en junio de 1904. Luego partió hacia su tierra natal, en concreto a Cambridge, para desarrollar allí su labor pastoral. Todos los miembros de su familia recibieron la conversión de Hugh con un gran respeto. Se conservan muchas cartas de su madre en las que lo único que le pedía a su hijo era que le explicara con profusión todo lo que vivía, para poder estar más cerca de él espiritualmente. Arthur veía que el camino de Hugh desembocaba inevitablemente en la Iglesia católica, y jamás le impidió en manera alguna que lo siguiera. No ocurrió lo mismo con ciertas amistades de la familia, sobre todo de su padre, la mayoría de ellos altos cargos de la jerarquía anglicana, que interpretaron el paso de Hugh a la Iglesia católica como una traición. De Roma se llevó el sentido profundo de lo que significa el apelativo Católico, es decir, universal, en oposición al nacionalismo de la Iglesia de Inglaterra; y, aunque suene raro, también adquirió un cierto desprecio por sus colegas sacerdotes, a los que vio prepotentes y demasiado clericales, con poco sentido de los aspectos de la vida no relacionados con lo religioso. Si bien esta visión cambió con el tiempo, nos ha dejado en sus obras pasajes en los que pinta a odiosos sacerdotes, como, por ejemplo, el padre Richardson de la novela Initiation. Todo lo contrario ocurre con la figura del Papa. El Santo Padre siempre es presentado en su obra con un aura tanto de grandiosidad como de santidad, y revestido de una gran dignidad humana y también política. Un ejemplo admirable y sorprendente se puede encontrar en Alba triunfante. Cuando llegó a Cambridge, su actividad literaria y oratoria ya era frenética. Había escrito tres novelas históricas, dos libros de relatos y había comenzado dos novelas más, además de las que ya tenía en mente y que todavía no había encontrado el tiempo para plasmarlas en papel. La energía de su personalidad se dirigió despiadadamente hacia la producción literaria y la predicación. Nótese que el adverbio despiadadamente no ha sido 9

elegido al azar. Apuntábamos al principio que una de las características de la personalidad de Hugh, que ya se manifestaba en su más tierna edad, era la capacidad de polarización de todas sus potencias hacia lo que le interesaba o le llamaba la atención; y, por el contrario, la absoluta inadvertencia de lo que no entrara dentro de su círculo de preocupación. Ese rasgo de su personalidad le impelía a dedicarse hasta el agotamiento a sus proyectos literarios. Podía escribir sus novelas durante días seguidos, para luego caer exhausto y dormir durante una semana. En los once años que siguieron a su conversión publicó decenas de obras y predicó cientos de sermones, cursos y conferencias en Inglaterra, Roma y Estados Unidos. Fue su nueva fe la que polarizó indefectiblemente toda su pasión hasta acabar consumido por sus propias energías. Desde 1903 a 1914 se publicaron más de cuarenta obras firmadas por Robert Hugh Benson, entre novelas, colecciones de relatos, obras de teatro, sermones, etc. De su estancia en Cambridge se cuenta una anécdota que da a entender la enorme capacidad de influencia de su oratoria. A Arthur, personaje respetable de la comunidad académica de Cambridge, le incitaron a que convenciese a su hermano, para que se marchara de Cambridge, porque con su predicación los jóvenes corrían peligro de convertirse al catolicismo. Arthur se negó rotundamente, y contestó que lo que tenían que hacer era llevar a la ciudad un predicador anglicano tan bueno como su hermano. Desde su estancia en la misión de Eton, todavía como clérigo anglicano, le rondaba la inquietud de vivir en comunidad, inspirado por aquella novela que tanto le influyó en su juventud: John Inglesant. De hecho, como se ha comentado anteriormente, formó parte de la comunidad de la Resurrección de Mirfield. Esta inquietud no desapareció cuando fue recibido en la Iglesia católica, pero se modificó con el tiempo. Su idea final consistía en una comunidad formada indistintamente por laicos y sacerdotes, cada uno viviendo en su casita y dedicándose a las artes. Los miembros de la comunidad se encontrarían en las comidas, en algún momento de recreo y para rezar. Comenzó a buscar un lugar adecuado. Gracias a su hermano Arthur encontró una casa en una pequeña población llamada Hare Street, cerca de Buntingford, situada a unos 50 kilómetros al norte de Londres y bastante cerca de Cambridge. Y gracias a los ingresos que recibía por la venta de sus libros y al regateo agresivo que practicó con el dueño, pudo comprarla. Cuando recibió permiso de su Obispo para quedar liberado de las tareas pastorales en Cambridge, se trasladó a su nueva morada. Antes de hablar de su casa y de su proyecto de vida cenobial, resulta imprescindible hablar de uno de los viajes que le marcó más profundamente en su vida, y que resulta vital para la comprensión de Alba triunfante. En 1908, después de dejar la rectoría de Cambridge, pero antes de instalarse en Hare Street, se encaminó en compañía de unos amigos a Lourdes. El mismo Hugh escribió un librito titulado Lourdes en el que explica todas sus experiencias vividas allí. Su actitud inicial, explica él mismo, era muy escéptica. Había leído muchos libros de psicología en los que se hablaba de autosugestión o de sugestión por parte de la masa. Tampoco veía muy correcto rezar por la curación del 10

cuerpo, porque se trata de dos planos diferentes, cada uno con sus normas. Sin embargo, conforme fueron avanzando los días en Lourdes, su actitud fue cambiando. Permaneció durante horas en el Bureau des Constatations, es decir, aquella oficina en la que científicos y médicos observan los casos de supuestas curaciones milagrosas y dan su dictamen médico. También se bañó en las piscinas y participó en las procesiones con la intención de ver de primera mano la acción de Dios a través de la Virgen María. De Lourdes se llevó varias cosas. La primera, la percepción de que, gracias a los milagros operados, la ciencia conocería su sitio real en el mundo humano. Se puede encontrar un desarrollo espectacular de esta idea en Alba triunfante. Se trata de ficción, claro está, pero no por ello deja de ser interesante y aleccionador. Cuando Monseñor Masterman, el protagonista de la novela, se traslada a esta pequeña población del Pirineo francés, descubre una colaboración tan estrecha entre teólogos y científicos que es difícil distinguir entre el trabajo de unos y de otros. En la Lourdes de Alba triunfante, ciencia y fe se dan la mano con cordialidad y trabajan conjuntamente para discernir la frontera entre lo natural y lo sobrenatural. Hugh también se llevó de Lourdes el haber vivido, como espectador de lujo, el carácter sacramental de la Iglesia, o lo que es lo mismo, del poder de la Gracia sobrenatural de Dios actuando a través de gestos físicos de la Iglesia, y, como inferencia de ello, de la consistencia de la Encarnación en su esquema espiritual, Dios hecho hombre, el espíritu puro dentro de la materia del mundo. En Lourdes el Espíritu está presente y muestra su poder a través de la restauración del ser humano, del espíritu, pero también de la carne. Y esta preocupación o interés por la acción sobrenatural sobre el mundo físico no solo se centra en los milagros de Lourdes. Desde la infancia hasta su muerte, Hugh se preocupó por lo inexplicable y lo oculto, y por cualquier tipo de fenómenos anormales. Benson encaraba estos temas con dos actitudes distintas y, a veces, entrelazadas: por un lado era escéptico, científico y cerebral, mientras que por el otro era fantástico y crédulo, incluso hasta la exasperación de la paciencia de sus amigos. Por ejemplo, cuando estudiaba en Cambridge, un compañero del College se suicidó y, como consecuencia de esto, nadie quería ocupar su habitación. Hugh, sin embargo, la pidió. No se sabe si pretendía recibir algún tipo de comunicación extrasensorial en ella. En cambio, como hemos explicado, llegó a Lourdes con un talante verdaderametne escéptico, que rayaba con lo inadecuado en un sacerdote católico, en teoría acostumbrado al trato con lo sobrenatural. Volvamos de nuevo a la casa que Benson compró con la intención de realizar su sueño de vida comunitaria. Comenzó a arreglarla, a adornarla y a organizarla según sus propios gustos. Martindale hace una descripción muy detallada de la misma, dado que Hare Street House, como la bautizó el mismo Hugh, está ornamentada a imagen y semejanza de su dueño. Aunque fue adquiriendo algunos terrenos cercanos para poder ir construyendo las casitas de los miembros de la comunidad, así como dependencias comunes, nunca llegó a ver su sueño hecho realidad. Sin embargo, en las habitaciones situadas en el primer piso de la casa original siempre había algún huésped, invitado por 11

Hugh. En Hare Street se sentía a sus anchas, como pez en el agua. Todo en Hare Street House, según explica Martindale, sobre todo la capilla, exigía una explicación, pues estaba ornamentada de forma extraña. Era la presencia de la personalidad de Hugh la que daba sentido a su propia casa. Esta se convirtió en la base desde la cual partía y a la que volvía de sus múltiples compromisos. Al menos tres días a la semana salía a predicar retiros, cursos y series de sermones. Incluso llegaron a encargarle crónicas de partidos de fútbol como, por ejemplo, la final de la Cup Tie, en Crystal Palace, en 1913. Y aceptó porque él era de la opinión de que, como representante de la Iglesia católica, tenía que estar presente en todas partes. Además de escritor, Hugh era sobre todo orador. Muchos de los que no soportaban sus libros no dudaban en ir a escucharle. Sus novelas, en muchos casos, parecían escritas sin cuidado y no pueden ser llamadas grandes obras de la literatura universal. Sin embargo, su oratoria se encontraba entre las mejores de su tiempo. Constituye, no obstante, un rasgo común a toda su obra, sea oral o escrita, el ardor de su expresión y el atrevimiento de sus ideas. No es extraño, por tanto, que fuera requerido en muchos lugares de su país y del extranjero. En 1909, 1911 y 1913 predicó la cuaresma en la Iglesia de San Silvestro en Roma. Cuentan que no había ni un solo sacerdote de lengua inglesa en la ciudad que no asistiera a sus sermones. En ocasión de su segunda predicación de la cuaresma, volvió a su tierra habiendo sido nombrado Camarlengo Papal, con el título de Monseñor. También viajó en tres ocasiones a Estados Unidos. Benson veía en la Iglesia de Estados Unidos, y en su vitalidad, la única capaz de introducir el temperamento anglosajón dentro de la universalidad del catolicismo que, según su opinión, estaba demasiado latinizado. En 1910 pronunció una serie de sermones en Boston. En su segundo viaje en 1912 llegó a Nueva York. De esta visita se hicieron eco los periódicos de la época, como, por ejemplo, el New York Times y el New York Herald, en el cual apareció incluso una foto suya. Miles de personas escucharon sus sermones con gran entusiasmo. Su fama creció espectacularmente como orador de una gran agudeza y penetración intelectual. Hasta tal punto se convirtió en una figura popular que el mismísmo presidente William Howard Taft (presidente desde 1909 a 1913) quiso saludarlo personalmente. También asistió a la sesión de apertura del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. El ritmo de trabajo de este viaje fue frenético. En varias cartas él mismo explica que dormía mal y que se encontraba muy cansado. A pesar de esto, no disminuyó la intensidad. El éxito de sus predicaciones fue tal que al entrar en su camarote en el Olympic, el transatlántico que lo llevaría de vuelta a Inglaterra, lo encontró lleno de regalos. Socarronamente se comparó a sí mismo con una actriz famosa. De camino a su tierra sucedió un hecho que solo se quedaría en curioso, si no fuera por la tragedia que significó. El Olympic cambió temporalmente de ruta en busca de otro barco llamado Titanic que había lanzado una señal de auxilio.

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En 1914 volvió por última vez a los Estados Unidos. En el puerto le esperaba una multitud de periodistas. De hecho, un enjambre de ellos revoloteaba a su alrededor casi de continuo durante su visita. Predicó en Nueva York, Buffalo, Chicago, Indiana, etc. En el sitio web de la universidad de Notre Dame, en Indiana, se recuerda todavía su visita y se ofrece al internauta una serie de obras gratuitas (http://classic.archives.nd.edu/episodes/visitors /rhb). Un hecho destacado de esta visita a América fue su iniciación en la orden de los Caballeros de Colón. Una grande y entusiasta multitud lo despidió en el puerto de Nueva York. Durante esta estancia en América ya daba muestra de una gran debilidad. Había pronunciado más de 60 discursos en 50 días. Y, de hecho, cayó enfermo y su mente comenzaba a jugarle malas pasadas, olvidando algunos de sus compromisos. El 4 de octubre de 1914, ya en Inglaterra, se dirigió a Salford a predicar una misión. El médico de su familia le había diagnosticado unos días antes que sufría una especie de amagos de anginas de pecho, provocadas por los nervios y por el exceso de trabajo. Le había indicado un descanso. Le permitió, sin embargo, acudir a sus compromisos más inmediatos. Cuatro días después de su llegada a Salford, mientras comía con unos colegas sacerdotes, les explicó que no había podido dormir la noche anterior a causa de unos dolores en el pecho. Él mismo describió que el dolor era semejante al que se siente cuando se bebe un té inesperadamente caliente. Llamaron a un médico, quien corroboró el diagnóstico del doctor de la familia Benson. Cuando acabó la misión, tenía que dirigirse a Londres, para predicar en una iglesia, y en la estación le sobrevino un dolor insufrible en pecho y brazos. Se lo llevaron de vuelta a la residencia del Obispo de Salford. Esta vez se requirió la presencia de un especialista. En efecto, confirmó que el corazón de Hugh no sufría una angina de pecho, sino que se trataba de amagos causados por el exceso de trabajo. Sin embargo, le diagnosticó neumonía. Y esta, dado el estado de extremo agotamiento en que se encontraba, le causó la muerte el 19 de octubre de 1914. Y de esta manera, una estrella fugaz llamada Robert Hugh Benson se apagó tan rápidamente como se había encendido, después de recorrer el firmamento y de iluminarlo con desusada intensidad. Cuenta su biógrafo que las ideas que le llevaron a escribir Alba triunfante llevaban un tiempo rondando por su cabeza. En su segundo viaje a América pronunció varias series de conferencias de tono marcadamente optimista sobre el futuro del catolicismo. Su idea nuclear era la siguiente: el resurgimiento del protestantismo en Inglaterra había llevado al pueblo inglés al reconocimiento de un tipo de religión profunda, y de una justificación por la fe y por las obras. De esta manera se abría una puerta para el regreso del catolicismo, hacia el cual las ciencias sociales y físicas estaban empezando a mostrarse favorables. Una de estas conferencias se publicó en una colección de artículos titulada A Book of Essays (Un libro de ensayos), con el nombre de Catholicism and the Future, y que podríamos traducir como El futuro del catolicismo. Esta afirmación se puede encontrar desarrollada en los primeros compases de la novela. 13

El protagonista se encuentra súbitamente, debido a pérdida de memoria, en un Londres completamente católico. Su primer acto consciente es escuchar la voz de un fraile franciscano que está predicando ante una gran multitud de laicos y clérigos en pleno Hyde Park. Por supuesto, el autor es consciente de que esta situación exige una explicación. Monseñor Masterman, el hombre que ha perdido la memoria, se sienta unas horas más tarde a la mesa con el señor Manners, un historiador que le pone —a él y al lector— en antecedentes. De forma muy sucinta explica cómo es posible que en 1973 (la obra fue publicada en 1911) el mundo entero se haya convertido al catolicismo. Los argumentos esgrimidos por Manners son prácticamente un calco de los que usa Benson en su conferencia Catholicism and the Future. El planteamiento de la novela es muy atrevido, pero el desarrollo de la misma resulta verosímil y fascinante. En este punto de nuestra introducción cabría invitar al lector a que comenzara a leer la novela y a que se dejara llevar por ella, para degustar por sí mismo los manjares que en ella se encuentran. Hallaría una serie de episodios descriptivos en los que se muestran diferentes aspectos de este mundo católico. Algunos de ellos le podrían causar un sentimiento de aquiescencia, mientras que otros podrían provocar sensaciones de aguda sorpresa e incluso de consternación; pero siempre debe tenerse en cuenta que lo que en este libro se explica es obra e idea del autor y, por tanto, la responsabilidad de lo descrito es únicamente suya. Ahora bien, si el lector quiere ahondar más en la novela, creo que sería necesario exponer algunos puntos del pensamiento del autor que ayudarán a entender con mayor profundidad el porqué de esta obra y de algunas de las escenas que en ella aparecen. En primer lugar, Alba triunfante nació en la órbita de su hermana melliza The Lord of the World, publicada en esta editorial con el título Señor del mundo. Hugh mismo explica en el prólogo que su obra anterior había causado un gran desánimo en los católicos, así que decidió escribir una novela en sentido contrario. En la primera de sus novelas futuristas o de humanismo ficción, como alguno las ha catalogado, el pensamiento moderno, o socialista, acaba por ahogar toda trascendencia. En cambio, en Alba triunfante ocurre todo lo contrario. El pensamiento antiguo, católico, en el que conviven materia y espíritu, triunfa en el mundo y hace desaparecer el socialismo y el materialismo. Tengamos presente que Benson no entendía el socialismo exactamente como lo entendemos nosotros. Por otro lado, los movimientos socialistas eran diferentes en función del país en el que se desarrollaron. Tampoco se puede establecer un punto de comparación adecuado entre el socialismo marxista y el socialismo utópico de SaintSimon, por ejemplo. En 1893, cuando Hugh tenía 22 años, se funda en Inglaterra el Partido Laborista Independiente, que puede ser considerado como un auténtico partido socialista. A pesar de que Marx residía en Londres, los socialistas ingleses le hicieron poco caso y no aceptaron fácilmente el dogmatismo del alemán. Los socialistas ingleses pretendían que poco a poco se comunalizaran las fábricas, y discutían si tenían que ser controladas por las comunidades locales o por el Gobierno, pero en ningún caso se 14

debían expropiar las propiedades. Las empresas públicas pagarían mejor y producirían mejores productos con lo cual los trabajadores más capacitados emigrarían a las empresas públicas, y las privadas tendrían que ir cerrando poco a poco. Sin duda, este partido tuvo su precedente intelectual en la Sociedad Fabiana. Esta sociedad oriunda de Inglaterra se planteaba un socialismo no dogmático, en el que se buscaba el progreso a través de la acción parlamentaria y democrática. Entre los miembros de esta sociedad encontramos al literato y activista Bernard Shaw (1856-1950). Esta corriente socialista moderada inglesa parece cercana a lo que se vive en el Señor del mundo, donde el Partido Laborista se adueña del poder y establece el socialismo de forma pacífica y a través de la victoria democrática, mientras que el socialismo marxista pretende arrogarse el poder a través de la revolución. Sin embargo, en el Señor del mundo, Robert Hugh Benson introduce luego un factor de radicalización que no parece coincidir con el talante moderado del socialismo inglés de su época. Otro factor importante a tener en cuenta en estas dos obras es su carácter hiperbólico. Un objetivo de Benson es mostrar las últimas consecuencias de las ideas. Para ello necesita crear el ambiente adecuado para que se desarrollen. Esto puede llevar a que las ideas parezcan distorsionadas. No podemos saber qué ocurriría en un mundo completamente socialista ni completamente católico, porque no ha ocurrido nunca. Algún atisbo podríamos tener del primer caso en la extinta Unión Soviética, y de la Edad Media en el otro. Pero Benson ni siquiera llegó a vivir la Revolución bolchevique en Rusia, ni tampoco se ha vivido un régimen católico con los avances modernos de la ciencia. En el Señor del mundo se juzgan, gracias a su desarrollo histórico, las consecuencias de unas ideas socialistas y ateas que culminan con la llegada del anticristo. Y el resultado es descaradamente negativo. En Alba triunfante se juzga también otra ideología. En esta novela, Hugh presenta una imagen, creada por él, de lo que podría ser el desarrollo social, científico, etc., de una sociedad católica. Religión católica y la ideología social de inspiración católica presentada en el libro no tienen por qué coincidir. Los dogmas tienen que ver con la divinidad y también con las costumbres, pero no necesariamente con la sociedad. Hugh plantea en su novela, por ejemplo, el sufragio universal, pero solo para aquellos que superen un examen. Esta idea política de Benson no es en absoluto un requerimiento del catolicismo. De la misma manera hay que distanciarse un poco de todo lo que el autor propugna en la novela. Guardemos una distancia entre sus afirmaciones y la enseñanza dogmática de la Iglesia. Esta novela es, como hemos dicho, hiperbólica. Sin embargo, el juicio que se emite al final, oculto en el recurso literario utilizado por el autor, parece ser positivo. Por otro lado, conviene dar un apunte sobre las ideas políticas del autor. La sociedad pintada por Benson en Alba triunfante se aferra al antiguo régimen, hasta llevarlo prácticamente a la Edad Media. Las ideas políticas de Robert Hugh Benson se ven bastante bien reflejadas en Alba triunfante. Cuando, en su segunda visita a América, saludó al presidente de los Estados Unidos, dijo de él que era encantador, genial y digno, 15

pero democrático. No pudo aceptar la modernidad y siempre se aferró a la autoridad, por encima del libre pensamiento. De hecho fue la necesidad de autoridad uno de los motivos que lo llevó a la Iglesia católica. Además, en la novela se habla de los librepensadores como de algo negativo. En el pensamiento antiguo, la autoridad viene de arriba, por tanto, la forma de gobierno más adecuada es la monarquía. En el pensamiento moderno, la autoridad viene de abajo, con lo cual solo la democracia puede regir la sociedad. Por tanto, según él, la autoridad religiosa católica es antidemocrática. Las citas en las que se critica la democracia abundan: de ella dice, por ejemplo, que mata la individualidad, y que nadie cree en la democracia, porque la gente es verdaderamente educada y no educada a medias. Sin embargo, esta época, en la que el mundo es completamente católico, no se trataría de una época oscurantista, como los iluministas nos han pintado la Edad Media. La ciencia y la medicina han alcanzado unas cotas sin parangón en la historia. Y esto nos da pie para introducir el tema que me parece más apasionante. Se trata de la relación entre ciencia y religión. Monseñor Masterman, perplejo ante el mundo que está descubriendo, pregunta sobre este tema a su secretario, el Padre Jervis: «¿Cuál es el punto de unión entre fe y ciencia?». A lo cual el secretario responde: «No le entiendo». O lo que es lo mismo: esa pregunta no tiene sentido en la mente del secretario, porque ya está acostumbrada a los usos de la época. En el mundo de Alba triunfante hay una unión tal entre ciencia y religión, que no cabe ni siquiera plantearse en qué punto se tocan. ¿Cómo se ha llegado a este grado de convivencia? Recordemos que nos encontramos con una obra de un cierto carácter hiperbólico. Por ello, las ideas que se desarrollan tienen una base real, para luego elevarse, en este caso, hasta la utopía. Benson entiende que es un hecho que la ciencia moderna está descubriendo ciertos fenómenos que la Iglesia católica conocía desde hace siglos. Uno de ellos es la posesión diabólica. Con el siguiente fragmento de Catholicism and the Future percibiremos cómo ve en la moderna psicología, este hecho de la posesión: «La Iglesia ha observado durante unos dos mil años que tanto ahora como entonces ciertos seres humanos manifiestan signos evidentes de ser dos personas en una, dos personalidades dentro de un mismo organismo; más aún, observaba que el uso de un lenguaje enérgico dramático, ejercido por la autoridad, si perseveraba lo suficiente, frecuentemente, pero no de modo infalible, tenía el efecto de desterrar a una de estas personalidades aparentes. Llamaba al primer fenómeno “posesión” y al segundo “exorcismo”. […] Sin embargo, actualmente no hay prácticamente ningún psicólogo moderno de reputación que no esté familiarizado con estos fenómenos y que no admita completamente los hechos. Es verdad que los “pensadores modernos” le dan otros nombres a los fenómenos (“personalidades alternantes” a una y “sugestión” a la otra), pero al menos reconocen los hechos». Pasemos ahora a un fragmento de Alba triunfante, donde se salta del hecho a la utopía: «Finalmente, las investigaciones de los psicólogos relativas a lo que se llamaba entonces el fenómeno de la “personalidad alterna”, prepararon el camino para que fueran 16

aceptadas francamente las enseñanzas católicas relativas a la posesión y al exorcismo, enseñanzas de las que, medio siglo antes, se hubieran reído, rechazándolas, todos los que aspiraban al nombre de hombres de ciencia. La psicología descubrió entonces lo que ya estaba descubierto: que por debajo de los fenómenos físicos existía una fuerza que nada tenía de física en sí misma; que esta fuerza ofrecía en ciertos casos los caracteres de una personalidad; y, en fin, que la equivocada Iglesia católica había demostrado ser más científica que los hombres de ciencia en lo relativo a la observación de los hechos; que esta fuerza, tratada según los procedimientos cristianos, podía realizar lo que no era posible según otro procedimiento alguno» (Alba triunfante, p. 74). En Alba triunfante, este hecho de la posesión, unido al hecho de la sugestión religiosa* y otros temas tanto del campo de la psicología como de otras ciencias, hacen cambiar el modo de pensar de los científicos, hasta ser conscientes de que hay unas fuerzas no materiales en la vida cotidiana de los seres humanos. La ciencia poco a poco deja de ser materialista y se psicologiza, se espiritualiza. Esto permite que la ciencia se desarrolle de una manera nunca vista y con unos horizontes inimaginables hasta ese momento. A la unión entre psicología, ciencia y religión, corresponde la unión en el ser humano de mente, cuerpo y espíritu. Esta unión implica una interconexión entre estas tres dimensiones humanas. La acción sobre una de ellas afecta a las otras. De ahí que Benson afirme que «el poder de la autosugestión es ciertamente un hecho destacable; y vacilaría al intentar limitar el efecto de una mente convencida actuando sobre el cuerpo» (Christian Science). Hoy en día ya es un lugar común hablar de somatización. Es decir, del traspaso de un estado psicológico al plano físico. Benson está convencido de que la propia mente es capaz de ejercer una influencia física sobre el cuerpo. Por ejemplo, nos dice que «un hipnotizador puede desterrar un dolor de cabeza nervioso y puede, bajo ciertas circunstancias, modificar los estragos de una dolencia orgánica» (Christian Science). ¿De qué sería capaz la mente humana en relación con el cuerpo, si se la sometiera a un tratamiento de sugestión continuada? Esta idea lleva a Benson a la utopía de imaginar en el futuro de Alba triunfante una práctica médica muy diferente a la que conocemos hoy en día. Cuando se presenta una enfermedad, no se intenta curar primariamente el cuerpo, sino la mente, porque la raíz de las enfermedades se encuentra en la mente y luego se manifiesta en el cuerpo. De esta manera, las enfermedades de tipo nervioso se curan instantáneamente, mientras que las enfermedades físicas de proceso largo necesitan una sugestión mental de al menos dos tercios del tiempo que tardó el paciente en enfermar. Los mejores científicos y médicos son clérigos porque son los que mejor conocen el espíritu. Irlanda se ha convertido un gran monasterio que a su vez es un gran hospital, atendido por monjes. Allí pasa Monseñor Masterman unos días de recuperación de su pérdida de memoria. * «La sugestión religiosa, como se decía en el lenguaje de la época, tenía el poder de realizar ciertas cosas de que la sugestión ordinaria no era capaz» (Alba triunfante, p. 74).

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Sin embargo, el lugar en el que la ciencia y la religión trabajan codo con codo es en Lourdes. Allí se vive diariamente lo sobrenatural en forma de curaciones milagrosas. Tanto teólogos como científicos investigan conjuntamente, para descubrir dónde se halla la frontera entre lo natural y lo sobrenatural. En Lourdes se encuentra con el Padre Adrian Bennett, fraile y teólogo, inmerso en el estudio de los casos milagrosos, y partidario de una serie de tesis que provocarán que la maquinaria que asegure la ortodoxia se ponga en marcha. El desenlace de su historia bien merece ser leído, antes que explicado. Esta novela podría dar margen para muchas páginas de comentario y estudio. Soy consciente de que hay episodios que dejo sin comentar, pero también hay que dejarle espacio al autor para que nos sorprenda con sus propias artes. Quizá, por ello, he exagerado también en la amplitud de esta introducción, pero no está de más conocer la raíz de las ideas que el autor imprimirá en la mente del lector, a veces como roce de seda y otras como auténticos latigazos. Pero lo que el lector no puede pensar de ninguna manera es que esta obra que sostiene en sus manos le dejará indiferente. SERGIO GÓMEZ MOYANO

PRÓLOGO DEL AUTOR En uno de mis libros anteriores a este, el que lleva el título de El señor del mundo, intenté bosquejar los acontecimientos que, dentro de cien años, era lógico suponer que se desarrollarían, a mi entender, si la dirección que llevaba lo que se denomina «el pensamiento moderno» persistía lo suficiente para ello; y repetidas veces se me dijo después que el efecto que la obra produjo era de depresión y desaliento para los cristianos optimistas. En la presente, mi intención ha sido, adoptando también la forma de parábola, no retirar en lo más mínimo nada de lo que dije en mi anterior libro, sino seguir la dirección opuesta y bosquejar, valiéndome, repito, de aquella forma, los acontecimientos que lógicamente podría esperarse que ocurrieran dentro de unos sesenta años, a lo que yo juzgo, si las cosas se desarrollaran en sentido contrario y el pensamiento antiguo (que ha resistido la prueba de los siglos y va siendo, por modo muy notable, reivindicado por personas más modernas que los mismos modernistas) fuera el que persistiese, en vez del otro. Con frecuencia nos dicen los moralistas que los tiempos en que vivimos son verdaderamente críticos, con lo cual quieren significarnos que no están ellos mismos muy seguros de que el triunfo se incline hacia su lado o no. Pero mirando las cosas de otro modo, puede afirmarse que todos los períodos son críticos, desde el momento en que cada uno encierra el conflicto entre dos fuerzas irreconciliables. Señalar los efectos que, a mi parecer, se producirían alternativamente en ambos grupos contendientes, según el que predominara durante cierto tiempo, es lo que me he propuesto al escribir estos dos libros. Para terminar, quisiera, si tal pretensión se me permite, llamar la atención acerca de mis 18

conatos de estudio del asunto de la «persecución religiosa» pues me hallo firmemente persuadido de que en la teoría por mí sustentada se halla la explicación de fenómenos como los que ofrecen el reinado de María Tudor en Inglaterra y la Inquisición española. Creo yo que, en rigor, el responsable de ese desgraciado sistema de gobierno fue, en cada caso, el Estado y no la Iglesia; y que aquellos procedimientos iban dirigidos no contra la heterodoxia considerada en sí misma, sino contra una heterodoxia que, dadas las circunstancias de aquellos tiempos, se creyó que amenazaba la estabilidad civil de la sociedad en general, y fue castigada como si aquellas opiniones constituyeran ya una traición y no una herejía. Roma. Cuaresma de 1911.

PRELUDIO Recobró gradualmente los sentidos, dándose cuenta de que estaba tendido en el lecho. Pero fue esto último el resultado de toda una serie de intensos esfuerzos mentales, lentamente practicados, y hubo que irlo forjando tan laboriosamente y con tal lógica, sentando premisas y sacando deducciones, que no otra cosa parecía sino que preparaba aquellas tesis teológicas que le enseñaron veinte años atrás en el Seminario. Veía la sábana extendida bajo su barba; el cobertor, que a primera vista parecía un paisaje lleno de colinas y de valles y pintado de color de sangre; sobre su cabeza distinguía el techo, que al principio le pareció tan lejano como la bóveda de los cielos. Entonces, poco a poco, el confuso bramido que resonaba en sus oídos se convirtió en un simple susurro. Era antes como el estruendo de unos martillos de bronce golpeando en resonantes cuevas; como un girar de ruedas continuo; como la pesada marcha de innumerables millares de hombres. Pero ya no fue más que calmante murmullo, algo parecido al flujo de la marea que bate contra los altos acantilados: una nota continua y suave, envuelta en luz y en silbantes quejidos. Eso mismo le obligó a pensar largo rato antes de llegar a una conclusión definitiva; mas, conseguida al fin, adquirió el convencimiento de que estaba en cama en algún sitio al cual llegaban los rumores del tráfico callejero. Súbitamente se persuadió de que forzosamente debía de hallarse en su propio domicilio de Bloomsbury; pero otra larga y escrutadora mirada hacia lo alto le demostró que para ser ello cierto resultaba excesiva la elevación del techo. No pudo resistir el continuo esfuerzo del pensamiento y sintió un inexplicable malestar. Resolvió no pensar en nada, por miedo de que el ruido volviera a convertirse en aquel martilleo que sintió antes dentro del cráneo vacío… Notó luego cierta presión en los labios, y como el vago sabor de algo. Pero no era más que la sombra de una sensación: como si mirara beber a otro y le viera tragar algo… En seguida volvió a presentarse rápidamente ante sus ojos la misma visión del techo; se daba cuenta perfectamente de que estaba en cama bajo la roja cubierta de tela; de que la 19

habitación era espaciosa y ventilada; de que dos personas le contemplaban: un médico, vestido de blanco, y una enfermera. Saboreó largo rato este convencimiento, observando cómo la facultad de recordar iba afirmándose por momentos en su cerebro. Uno a uno fueron surgiendo ante su vista mil pormenores: cada vez más lejanos, hasta llegar a los ya olvidados recuerdos de la infancia. Evocó los de su propia personalidad, presente y pasada; los de sus amigos; los de su vida, hasta alcanzar el límite de un día o una serie de días en que quedaba un gran vacío. Vio mil rostros conocidos, y se le ocurrió entonces, como súbitamente iluminado por una llamarada, la idea de empezar a preguntar. Lo hizo así y estudió concienzudamente cada respuesta, examinándola en todas sus fases y reflexionando acerca de ellas con tal fuerza de concentración que a él le parecía estupenda. —De modo que estoy en el Hospital de Westminster —se dijo—. ¡Qué impresión más curiosa! Por fuera lo he visto muchas veces. Es un edificio de fachada de ladrillo descolorido. ¿Y cuánto tiempo hace que estoy aquí? ¿Cuánto? ¿Cuánto han dicho? ¡Mucho me parece: cinco días! ¿Y qué diantre habrá ocurrido con mis trabajos? En el Museo deben de echarme ya de menos. ¿Cómo puede prescindir de mí el Dr. Waterman para escribir su historia? Tendré que despachar este asunto inmediatamente. Ya se hará él cargo de que no ha sido mía la culpa… »¿Qué? ¿Que no me moleste pensando en esas cosas? Pero… ¡Ah! ¿Ha estado aquí el Dr. Waterman? ¡Qué amable es y qué atento! ¿Me concede todo el tiempo que necesite? Perfectamente. Hágame el favor de darle las gracias por su interés al informarse de mi salud… Y añadan también que de todos modos no tardaré en estar a su lado… ¡Ah! Díganle, además, que encontrará todos los datos referentes a los papas del siglo XIII en la libreta negra (la más gruesa) que está encima de la chimenea, a mano derecha. Todas las citas están ya comprobadas… Gracias, mil gracias… Al propio tiempo díganle que no estoy muy seguro respecto al asunto de la familia de los Piccolomini… ¿Cómo? ¿Que no me moleste? Pero si… ¡Bueno! Pues un millón de gracias». Siguió a todo esto largo rato de silencio. Estaba él pensando, con todo el ahínco de que era capaz, en los papas del siglo XIII. ¡Qué fastidio no podérselo explicar él mismo al Dr. Waterman! Tenía la seguridad de que algunas de las hojas de la libreta negra estaban descosidas, y si por desgracia la cogían sin cuidado podían aquellas caerse sobre el fuego con la mayor facilidad. Y entonces, sería necesario empezar de nuevo el trabajo, lo que habría de llevársele sabe Dios cuántas semanas… De pronto una voz de mujer, reposada y suave, comenzó a hablarle al oído; pero durante largo rato no pudo entender lo que le decía. Hubiera deseado que se callase y le dejara tranquilo. Lo que él quería era pensar respecto a aquel asunto de los papas. Adoptó el sistema de mover afirmativamente la cabeza y aprobarlo todo con un vago murmullo de asentimiento, como preparándose a conciliar el sueño; pero era inútil; la voz continuaba siempre lo mismo, hasta que repentinamente llegó a comprender lo que le decían; y 20

entonces se apoderó de él una impresión de ira. —¿Cómo podían saber que él hubiera sido nunca sacerdote? Escudriñando en su vida y chismeando, como de costumbre… No, señor: no quería allí a ningún cura: él no lo era ya, y ni siquiera podía llamarse católico. ¡Mentira, mentira desde el principio al fin, era todo lo que le habían enseñado en el Seminario! ¡Todo, una serie de embustes! ¿Querían aún que se lo dijera más claro?... Pero ¿por qué no se callaba aquella voz?... ¿Que estaba enfermo de gravedad? ¿Que pronto volvería a perder el conocimiento? ¡Bueno! ¿Y qué? ¿Qué significaba esto? ¿Qué le importaba a él?... No, señor: no necesitaba a ningún cura… ¿Lo entendían?... Tenía bien clara la cabeza y sabía perfectamente lo que decía… ¡Sí, señor! ¡Aunque estuviera gravísimo, aunque tuviera la seguridad de que iba a morirse! (Sí, pero esto era de todo punto imposible, porque antes tenía que acabar las notas que estaba escribiendo para la nueva Historia de los Papas del Dr. Waterman, y el trabajo se le llevaría algunos meses.) De todos modos: no quería allí curas. Ya sabía él a qué atenerse: había afrontado todos los peligros y no le asustaban. La ciencia borró de su cerebro esos absurdos. No existía una religión: todas eran iguales. No había ni pizca de verdad en ninguna de ellas. La física tenía ya resuelta la mitad de este asunto, y la psicología la otra mitad. Todo estaba ya explicado. Y sea como fuere: él no quería que fuera allí ninguno de esos condenados curas. ¡Clarito! ¡A ver si así le dejarían tranquilo! —Y ahora volvamos a los Piccolomini. No hay duda de que cuando Eneas fue elevado al Sacro Colegio… —Pero ¿qué? ¿Qué le pasaba al techo? ¿Cómo podía él pensar en Eneas mientras el techo se moviera? ¿A quién podía ocurrírsele que en el Hospital de Westminster los techos se fueran por lo alto como ascensores? ¡Qué ingenioso! Debía de ser un sistema de ventilación. La verdad es que ya empezaba a faltarle el aire. Y las paredes… ¿no debieran ser también giratorias? Así podrían renovar por completo en un momento todo el aire de la habitación. Verdaderamente que eso era muy ingenioso… Y necesario entonces, puesto que a él se le acortaba la respiración… ¿Por qué esos médicos no hacían mejor las cosas? ¡Encerrarle allí de ese modo!... No podía respirar… No le quedaba otro remedio que abrir la ventana… ¡Aire!... ¡Aire!... ¡Más aire!...

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PRIMERA PARTE CAPÍTULO PRIMERO I Lo que ante todo llamó su atención fueron sus propias manos, cruzadas sobre el regazo, y los puños de paño de los cuales parecían brotar aquellas; pero tal adorno era precisamente lo que más le intrigaba. Tan absorto le tenía, que ni pudo fijarse al principio en los extraños rumores que flotaban en torno suyo, sino solo en aquellos puños que aunque eran negros, ostentaban un ribete de color púrpura como el que suelen usar los prelados. Instintivamente se miró las manos por el lado del dorso pero no notó en sus dedos anillo alguno. Levantó entonces la vista y paseó en torno la mirada. Estaba sentado en elevado sillón puesto bajo dosel. Una alfombra cubría, a sus pies, un par de escalones, y algo más allá se agrupaban numerosos eclesiásticos, de espalda hacia él, clérigos seculares de sobrepelliz, sotana y bonete, a quienes acompañaban tres o cuatro franciscanos descalzos y dos benedictinos. A cosa de diez metros de distancia se elevaba un púlpito portátil de los de espaldar y sombrero, colocado al aire libre, y predicando allí se destacaba la esbelta figura de un fraile joven que parecía poseído del más hondo fervor. En torno del púlpito y hasta inmensa distancia, en cuanto podía abarcar la vista, se divisaba una incalculable y silenciosa multitud, y más allá árboles, muchos árboles, cuyo verdor se destacaba contra el azul de un cielo estival. Sin comprenderlo, se quedó sumido en la contemplación de todo esto, que carecía de precedentes en la historia de su vida. Ni supo adivinar dónde estaba, ni a qué acto asistía, ni quién era aquella gente: no conoció al fraile predicador: no se conoció tampoco a sí mismo. Miraba, sencillamente, cuanto le rodeaba, y volvía a clavar la vista en sus propias manos, en su propio cuerpo. Nada logró con tal examen, porque se vio vestido de tan desusado modo que nunca lo estuviera así antes. Su sotana de valona era negra, con botones purpúreos, lo mismo que la faja; en sus zapatos lucían hebillas de oro; pero no notó que llevara pendiente del pecho cruz alguna. Se descubrió con cierta timidez, por temor de que alguien le observara, y vio que su birreta era también negra y con borlita purpurina. Volvió a cubrirse, convencido ya de que, al parecer, su traje era el de Prelado Doméstico de Su Santidad. Cerrando los ojos, quiso pensar, pero ni el más mínimo recuerdo le ayudó a ello. No se enlazaban las ideas en su mente. De pronto, se le ocurrió que si sabía ya que él era entonces Prelado Doméstico, y si había reconocido el hábito de un franciscano, era que él debía de haber visto todo esto anteriormente. ¿Dónde? ¿Cuándo? Le pareció que diminutos cuadros comenzaban a presentarse ante sus ojos, como 22

consecuencia del intenso esfuerzo mental; mas la pequeñez se juntaba en ellos a la lejanía, como si los mirara a través de los cristales de un catalejo puesto al revés, con lo cual era imposible sacar nada en claro. Solo a fuerza de obstinarse en pensar pudo despertarse en él el recuerdo de que había sido sacerdote en otros tiempos, de que había dicho misa. Lo único que no sabía era dónde y cuándo: ni siquiera conservaba en la memoria su propio nombre. Era horroroso lo que le ocurría: ignoraba él mismo quién era. Aterrorizado, abrió los ojos desmesuradamente y notó que un sacerdote anciano, vestido también de sobrepelliz y sotana, le miraba por encima del hombro. Algo inquietador debía de reflejarse en su consternado rostro, puesto que, separándose del grupo el anciano, subió los dos escalones que se interponían entre ellos y se colocó a su lado. —¿Qué os ocurre, Monseñor? —Estoy enfermo…, muy enfermo… —tartamudeó el interrogado. Le miró el cura un momento con aire de duda y añadió: —¿No podéis…, no podéis esforzaros un poco y tener ánimo? El sermón no durará ya mucho… Pareció volver en sí el otro al oír estas palabras, comprendiendo que a toda costa convenía no llamar la atención, y con rápido movimiento de cabeza asintió al consejo. —Sí, puedo aún sostenerme, Padre, si no ha de durar mucho; pero, después, le ruego que me acompañe a mi casa. Nuevamente le miró el sacerdote con aire de duda. —Vuelva usted a su sitio, Padre. Estoy bien. No llame usted así la atención. Limítese a acercárseme después. Volvió el cura a su sitio; pero no sin mirarle aún una o dos veces. Entonces, aquel hombre que ignoraba quién era él mismo, apretando tercamente los dientes, formó la firme resolución de recordar. El propósito era, sin embargo, absurdo. Se dijo a sí mismo que lo mejor era empezar por cerciorarse del lugar en que se hallaba. Si podía darse cuenta de su posición allí y de los trajes que le rodeaban, era imposible que hubiera perdido del todo la memoria. Frente a él y hacia la derecha, seguro estaba de distinguir unos árboles, más lejanos que las agrupadas cabezas de la multitud. Algo había en el modo de estar dispuestos que le era vagamente familiar; pero no bastaba esto para darle indicaciones precisas. Irguió el cuerpo cuanto pudo, mirando en aquella dirección lo más lejos posible. La arboleda continuaba extendiéndose. Entonces dirigió la vista hacia la izquierda, divisando algunas construcciones. Pero parecían antiquísimas, y no eran casas ni arcadas, sino algo indeciso entre ambas cosas: una especie de pórtico primorosamente trabajado. Al fin, fue iluminándose su mente y comprendió en qué lugar estaba, sentado bajo dosel. Era aquello la entrada del Hyde Park, al cual pertenecían las agrupaciones de árboles; allí, en un claro espacioso, comenzaba un paseo, el de Rotten Row, y una calle cuyo nombre fue recordando (Park Lane) se abría a su espalda. Como en tumulto le asaltaron 23

mil impresiones, mil preguntas que formular, y, sin embargo, nada de ello le servía para avanzar en el conocimiento de cómo había llegado hasta allí, de quién era, de qué acontecía en torno suyo. ¿Qué hacía allí aquel fraile predicando en el parque? Resultaba ridículo y peligroso… Podía hasta alterar el orden público…1 Se inclinó para oír mejor las palabras, en un momento en que el orador parecía querer abarcar todo el horizonte con amplio ademán. —Hermanos, extended la mirada a vuestro alrededor —decía a grandes voces—. Cincuenta años atrás era este un país protestante, y la Iglesia de Dios se consideraba como una de tantas sectas. Hoy, en cambio, Dios ha recobrado sus derechos, y la verdad se ha abierto paso. Cincuenta años atrás no éramos más que un puñado de fieles entre miles de incrédulos, y hoy gobernamos el mundo. «Hijo del hombre: ¿pueden resucitar estos secos huesos?» dijo al profeta la voz de Dios. Y —¡mirad! —se irguieron y formaron un inmenso ejército. Si tales cosas hizo Él por nosotros, ¿qué no hará por aquellos a los cuales me dirijo aquí? Y, sin embargo, por medio del hombre se realizan las obras de Dios. «¿Cómo queréis que oigan si no tienen quien les predique?» Cuidad, pues, que no falten jornaleros en la viña del Señor. Ya están maduros los racimos, esperando quien los coja, y lo único que falta es que lleguemos nosotros… Mandadme, pues, obreros que trabajen en mi viña, nos ordena el que es Señor de todas las cosas.2 No era muy escogido el lenguaje, ni las ideas se apartaban mucho del camino trillado, y todo ello llegaba al asombrado oyente dicho con acento raro, indefinible; pero se exteriorizaba con tan maravillosa fuerza la personalidad del orador, y tan potente era su voz, que parecía dominar a todo el auditorio, hasta a aquella parte de él diseminada a lo lejos por los paseos laterales, fuera ya del parque. Se santiguó rápidamente el fraile, le imitaron los más cercanos al púlpito, y, terminado el sermón, desapareció el que lo pronunciara y comenzó a oírse el rumor de innumerables conversaciones. Pero ¿qué podía ser todo aquello?, se preguntó nuestro hombre. ¿Y la alusión a la viña? ¿Y por qué el orador acudía en su demanda al pueblo inglés con tan inusitadas palabras? No era para nadie un secreto que la Iglesia católica en aquel país contaba con bien pocos fieles. Cierto que algo habían aumentado, pero… Interrumpió sus meditaciones al ver un grupo de eclesiásticos que se acercaba a él, notando, al propio tiempo, que por todas partes comenzaba ya a dispersarse la multitud. Clavó con rabia los dedos sobre los brazos del sillón, esforzándose con empeño en recobrar el propio dominio. No quería ponerse en ridículo ante tanta gente, y se propuso mostrarse discreto, hablando lo menos posible. Pero la precaución resultó entonces casi innecesaria. El sacerdote anciano que le había hablado antes se adelantó algo a los demás, diciendo algunas frases en voz baja a los benedictinos, y todo el grupo se detuvo, aunque algunos de los que lo formaban parecieron mirar disimuladamente y con simpatía al que estaba esperando. Entonces el cura llegó solo y puso la mano sobre el brazo del sillón. —Salid por este lado, Monseñor —dijo entre dientes—. El camino está a vuestra espalda y he dado orden de que espere allí el coche. Obedeció el hombre levantándose, pues era lo único que podía hacer, y descendiendo las 24

escaleras pasó por detrás del dosel. Había allí una pareja de policías cuyo uniforme no estaba él acostumbrado a ver, pero que no podía confundirse con otro alguno, y a su paso se cuadraron los dos hombres y saludaron. Siguió él con su acompañante por un caminillo que les condujo a una de las puertas laterales del parque, fuera del cual salieron. También allí la multitud era inmensa, aunque contenida por barreras, y ambos cruzaron la acera, saludados por media docena de personas que se apiñaban contra las vallas, y cuyos trajes notó, por primera vez y a pesar de su azoramiento, que eran completamente distintos de lo que él estaba acostumbrado a ver. Llegó así a un coche, de forma rara y desconocida para él, que le esperaba en el arroyo, mientras un lacayo, desnuda la cabeza y vestido de librea de color de púrpura, mantenía abierta la portezuela. —Primero vos, Monseñor —dijo el cura. Subió el otro al coche y se sentó, al paso que después de un momento de indecisión se inclinaba el sacerdote hacia la portezuela y decía: —Recordará Monseñor que está citado en casa del Deán. Hay que hablar de un asunto importante… ¿Está en disposición de ir? —No puedo…, no puedo… —balbuceó nuestro hombre. —Bien, cuando menos pasaremos por allí: creo que no hay más remedio, y yo puedo adelantarme a hablar con él en vuestro nombre, si así lo deseáis, dejando allí los papeles que llevamos. —Como usted quiera…, como usted quiera… Perfectamente. Subió en seguida al coche el sacerdote; se cerró la portezuela; y un instante después, cruzando a través de la multitud, contenida por la policía, el majestuoso carruaje, sin nadie al frente que lo dirigiese, o al menos que se pudiera ver a través de los clarísimos cristales, partía en dirección del sur de la ciudad. II Durante unos momentos guardaron ambos silencio, siendo el primero en romperlo el cura anciano. Era de apacible rostro, no exento de cierta expresión de astucia y de viveza ratonil, y por los bordes del bonete aparecía en revuelta madeja su blanco cabello. Hablaba en lenguaje poco inteligible, aunque no desconocido. —No le entiendo a usted, Padre —balbuceó nuestro hombre. Le miró el otro fijamente y añadió, marcando bien las palabras, hablando muy despacio: —Pues decía que tenéis buen semblante, Monseñor, y preguntaba qué era lo que sentíais. La contestación se hizo esperar un poco. ¿Cómo explicar lo que al interrogado le ocurría?... Pero era tan amable el anciano y tal parecía ser su discreción, que aquél resolvió franquearse por completo. —Creo…, creo que lo que me ocurre es que he perdido la memoria —dijo—. De otros casos me han contado, parecidos al mío. No sé…, no sé dónde estoy ni lo que hago. ¿Está usted seguro de no confundirme con otra persona? ¿Tengo, realmente, derecho a…? 25

Le miró el cura con aire sorprendido. —No comprendo, Monseñor. ¿Qué es lo que no lográis recordar? —Nada…, no recuerdo nada…, ni las cosas más sencillas —contestó su interlocutor con triste voz y como súbitamente descorazonado—. No sé quién soy, ni a dónde me dirijo, ni de dónde vengo… ¿Quién soy? ¿Qué represento aquí? ¡Por Dios, Padre, dígamelo usted! —Calma, Monseñor, calma. No perdáis así la serenidad. De fijo que… —Le he dicho a usted que no recuerdo absolutamente nada… Todo ha huido de mi memoria. Ni siquiera sé quién es usted, ni en qué día o en qué año vivo. Nada…, nada. Sintió que una mano se apoyaba en su brazo, y su mirada se encontró con otra fija en él con singular y reconcentrada fuerza. Se hundió en su asiento y notó que le invadía una impresión sedante de reposo. —Vamos a ver, Monseñor: escuchadme un momento. Ya sabéis quién soy yo… —E interrumpiendo su discurso añadió—: soy el Padre Jervis. Sé perfectamente lo que son estas cosas: he estudiado en las escuelas de Psicología. Me paréce que no tardaréis mucho en recobrar la salud; pero para ello es preciso el más completo reposo. —Dígame usted quién soy —insistió el otro. —Pues bien: escuchadme. Sois Monseñor Masterman, secretario del Cardenal, y regresáis ahora a Westminster en vuestro propio coche. —¿Y qué significa todo lo que he visto? ¿Por qué estaba allí aquella muchedumbre? Los penetrantes ojos seguían mirándole con dominadora fuerza. —Acabáis de asistir, presidiendo la fiesta, al sermón que pronuncian cada sábado, a la hora del mediodía, en el Hyde Park, los misioneros de Oriente. ¿Lo recordáis ahora? ¿No? Bien, no importa. El predicador era el Padre Antonio. Ya habéis notado su emoción… Era la primera vez que hablaba allí. —Lo que noté es que llevaba el hábito de fraile —murmuró el que se veía calificado de Monseñor. —¡Ah! ¿Conocisteis el hábito? Pues ya veis cómo no ha sido total la pérdida de vuestra memoria. Decidme: ¿qué respuesta se da al Dominus vobiscum? —Et cum spiritu tuo. Sonrió el cura y abrió la mano con que oprimía el brazo del otro. —Perfectísimamente. Veo que se trata solo de una opacidad parcial. ¿Por qué no me entendisteis, pues, cuando os hablé en latín? —¡Ah! ¿Era latín? Me lo figuré; pero lo hablaba usted tan de prisa… Y yo no tengo la costumbre… —¿Cómo que no tenéis esa costumbre, Monseñor? —dijo el anciano con humorística gravedad—. Pero… —E interrumpiendo la comenzada frase añadió—: Mirad por la ventanilla… ¿Dónde estamos? Miró nuestro hombre, satisfecho ya y tranquilo, pensando que, después de todo, era verdad que aún le quedaba algo de memoria, lo cual abría el campo a la esperanza de que pronto se restablecería por completo. A través del cristal de la ventanilla, como rápida visión, al doblar una esquina el coche, vio la Torre de la Reina Victoria, notando, 26

de paso, que el reloj señalaba la una menos cinco. —Esto es el Palacio del Parlamento —dijo—. ¿Y qué es esa columna tan alta en medio de la plaza? —La imagen de la Inmaculada Concepción. Pero ¿cómo ha dicho Monseñor que se llamaba ese conjunto de edificios? —El Palacio del Parlamento, ¿no es eso? —contestó con temblorosa y atemorizada voz nuestro hombre, comenzando ya a dudar de la integridad de sus propias facultades. —Y ¿por qué darle ese nombre? —¿Pero no es verdaderamente el suyo? —Lo fue, aunque no lo es ya. —¡Dios mío! ¿Me he vuelto loco, Padre? ¿En qué año estamos? Se sintió otra vez turbado ante la escrutadora mirada del anciano. —Haced memoria, Monseñor… Aguzad el entendimiento… —¡No sé!... ¡No sé!... ¡Por Dios!... —¡Calma!... ¡Calma!... Estamos en el año 1973. —¡Imposible! ¡No puede ser! —exclamó con honda ansiedad el otro—. ¡Si yo recuerdo aún los comienzos del siglo! —Monseñor, tened la bondad de escucharme… y nos entenderemos así mejor. Estamos en el año 1973. Nacisteis en… en 1932. Tenéis ahora cuarenta años. Sois secretario y capellán Particular del Cardenal…, del Cardenal Bellairs. Antes de esto habíais sido Rector de la iglesia de Santa María del Oeste… ¿Lo recordáis ahora? —No recuerdo nada absolutamente. —¿No tenéis presente cuando recibisteis las Sagradas Órdenes? —No. Lo único de que tengo idea es de haber dicho misa, no sé dónde. —Permitidme que os interrumpa. Hemos llegado. Acababa el coche de pasar rápidamente por una arcada, torció a la izquierda y se paró ante la puerta del claustro. —Ahora, Monseñor, haré yo mismo la visita y cuidaré de entregar esos papeles al Prior. ¿Los tenéis aquí? —No sé…, no sé… Se agachó el cura y sacó una cajita de un rincón del coche. —¿Queréis darme las llaves, Monseñor? Buscó azoradamente el otro entre sus ropas, mientras el cura le miraba con fijeza. —Las tenéis guardadas en este bolsillo —dijo pausadamente. En efecto, allí las encontró el desmemoriado, entregándolas como sin ánimo para nada, y mientras el cura las examinaba una por una cuidadosamente, tendió el otro la triste mirada por encima de la cabeza del inmóvil criado de purpúrea librea que apoyaba aún la mano sobre la portezuela del coche. De fijo, pensó, que el lugar en que se hallaba no le era desconocido… Sí: era aquél el Patio del Deán. Y allí estaba la entrada del claustro de la Abadía. Pero ¿quién era el Prior y de qué se trataba? Se volvió hacia su acompañante que, inclinado, entonces, sobre la caja, sacaba de ella unos papeles cuidadosamente colocados sobre los demás. 27

—¿Qué está usted haciendo, padre? ¿A quién va usted a visitar? —Voy a hacer entrega de estos documentos, que son vuestros, al Prior de Westminster. El Abad no ha llegado aún. Solo algunos de los frailes están. —¡Frailes! ¡El Prior! ¿Qué es esto, Padre? Una vez más le miró el anciano fijamente. —Sí —contestó con calma—. La Abadía fue devuelta a los benedictinos el año pasado; pero no han tomado aún formal posesión de ella. Precisamente estos papeles se refieren a este asunto: a las relaciones que han mediado entre el clero secular y el regular. Ya os lo explicaré luego: quedaos aquí tranquilamente, mientras entro yo. ¿A ver? Repetidme: ¿cómo os llamáis? ¿Quién sois?3 —Soy… Monseñor Masterman…, secretario del Cardenal Bellairs. Se sonrió el cura al poner la mano sobre la portezuela. —Muy bien —dijo—. Ahora hacedme el favor de quedaros aquí sentado hasta que yo vuelva. III Guardando absoluto silencio, esperó nuestro hombre en el coche, reclinándose en un rincón con los ojos cerrados, no sin esforzarse en adoptar un aire digno y grave. De todas suertes, podía considerarse afortunado por haber caído en manos de un amigo como aquel…, de un amigo como el Padre Jervis…, ¿no era este su nombre? De cuanto a él se refería estaba enterado, y era, evidentemente, hombre en cuya discreción podía fiarse. No le quedaba, pues, más que hacer que oír sin replicar sus consejos y obedecer sus órdenes. Sin duda que bien pronto volverían las cosas a su cauce. Pero en verdad que era curiosísimo cuanto acababa de ver en el parque, y lo que había oído respecto de Westminster. Hubiera jurado que en Inglaterra la religión nacional era la protestante, y que solo una pequeña parte de su población seguía las enseñanzas de la Iglesia. Pero ¿no era de reciente construcción la Catedral de Westminster?... Aunque estábamos en el año 1973 y… No pudiendo ya recordar la fecha exacta en que se terminó dicha iglesia, se perdió en un mar de dudas, hasta que el azoramiento, el horror, se apoderaron de él. Clavados los dedos en las rodillas, quedó sumido en la más profunda angustia. Sintió que, como no lograra recordar las cosas, iba a enloquecer. Si al menos… ¡Ah! Ahí estaba otra vez el Padre Jervis. Ambos guardaron silencio por un momento, sentados en el carruaje, mientras este se alejaba. —Decidme —preguntó de pronto el sacerdote—: ¿no recordáis la fisonomía o el nombre de las personas? Hizo el otro un esfuerzo para concentrar todas sus facultades durante unos instantes, y contestó: —Recuerdo las fisonomías, sí, y aun algunos nombres; pero lo que no logro es fijar la relación que existe entre las primeras y los segundos… Recuerdo…, por ejemplo…, el 28

nombre del Arzobispo Bourne… y el de un sacerdote que se llama Farquarson… —¿Qué es lo que habéis leído últimamente?...¡Ah!... No me acordaba… ¡Bueno! ¿No recordáis al Cardenal…, al Cardenal Bellairs? —Nunca oí su nombre. —¿No tenéis presente su cara? —No tengo la menor idea de él. Se quedó el cura silencioso nuevamente. —Mirad, Monseñor —exclamó de pronto— creo que lo mejor será que os lleve directamente a vuestra habitación en cuanto lleguemos, y yo mismo cuidaré de colocar un aviso en vuestro confesionario diciendo que hoy no podréis acudir a él. Así dispondréis de toda una tarde libre, cuando menos desde las cuatro, y de toda una noche. No habrá necesidad de que alma viviente se entere de ello hasta estar convencidos de que no hay más remedio. Ni el mismo Cardenal ha de saberlo. Pero me temo que tendréis que prescindir hoy del almuerzo. —¿Eh? —Debe venir hoy el señor Manners para consultarle algo al Cardenal, y me parece que si vos no estuvierais para recibirle… Monseñor asintió con rápido movimiento de cabeza y apretando los labios. —Comprendo —añadió—; pero… dígame… ¿quién es el señor Manners? Contestó el cura sin perder la gravedad: —Es uno de los miembros del Gobierno, es el famoso economista. Vendrá para consultarle al Cardenal ciertas medidas que directamente afectan a la Iglesia. ¿Recordáis ahora de quién se trata? —No —dijo el otro moviendo negativamente la cabeza. —Bien, habladle con cierta vaguedad. Yo estaré sentado enfrente: cuidad de no cometer alguna equivocación. Habladle solo de generalidades. Discurrid, por ejemplo, acerca del sermón en el Hyde Park y respecto a la Abadía. No es de suponer que él espere que le habléis en público de política. —Lo intentaré. Llegó el carruaje a su destino al terminarse la conversación, y el hombre desmemoriado miró por la ventanilla. Con júbilo notó que conocía el sitio donde se hallaba. Aquella era la puerta de la casa del Arzobispo, en la Avenida de Ambrosden, y más allá veía la larga fachada del lado norte de la Catedral. —Yo conozco este sitio —dijo. —Claro que sí, querido Monseñor —contestó el cura confirmando la indicación—. Ahora seguidme: corresponded con una inclinación a cuantos os saluden; pero no digáis ni una palabra. Cruzaron juntos el umbral de aquella puerta, que dos criados de librea mantenían abierta de par en par, subieron la escalera y llegaron hasta el último descanso. Sacó del bolsillo el cura anciano una llave y abrió la puerta que tenían delante, entrando ambos en un corredor por el que torcieron a la izquierda, para pasar a una sala alegre y espaciosa, con vistas a la calle y comunicación con otro cuarto, que era, según la apariencia, un 29

dormitorio. Afortunadamente a nadie encontraron a su paso. —Ya estamos —dijo alegremente el Padre Jervis—. ¿Sabéis ahora, Monseñor, dónde os halláis? Negó este, con ademán que denotaba una impresión de pena. —Venid, acercaos: esta es vuestra propia habitación. Aquí está vuestra mesa de trabajo ante la cual os sentáis cada día. Miró el otro, esforzándose en fijar su vaga mirada. Sobre la carpeta había una carta empezada y realmente de su puño y letra; pero el nombre que la encabezaba le era desconocido y ninguna idea despertaba en él la lectura de lo escrito. Tendió la vista en torno, notando las librerías que había allí, las cortinas, el reclinatorio… y de nuevo se sintió dominado por el terror. —Nada sé, Padre, absolutamente nada… Todo es para mí nuevo. Por Dios le suplico… —¡Calma, Monseñor, calma! ¡Está bien! Voy a dejaros ahora solo unos diez minutos, para cuidar de señalar el puesto que cada uno ha de ocupar en el almuerzo. Lo mejor sería que cerrarais la puerta con llave y no dejarais entrar a nadie. Entreteneos en dar un vistazo a las habitaciones mientras yo estoy fuera… ¡Ah! Se abalanzó en el mismo momento a un sillón, al decir esto, el Padre Jervis, y cogió un libro que sobre él estaba, abierto, boca abajo. Lo hojeó, miró el título y se echó a reír. —Ya lo sabía yo… Me hallaba de ello segurísimo… Ya ha caído en nuestras manos la Historia de Manners. Está abierta precisamente por la página que más puede interesaros. Levantó el libro para que el otro pudiera mirarlo, y Monseñor se fijó en él, comprendiendo a duras penas lo que veía y notando el especial aspecto del papel, al propio tiempo que las fechas de 1904-1912 llamaban su atención, al verlas impresas a la cabecera de las páginas. Agitó en el aire el libro nuestro cura con ademán de triunfo, y al hacerlo se desprendió de aquél y cayó una hoja de papel. La recogió, pasó por ella la vista y volvió a reírse ruidosamente. —Mirad —dijo—, hasta habéis tomado aquí algunas notas referentes al mismo período, sin duda para poder hablar de él con Manners. Conoce él tal época mejor que cualquier otra persona en el mundo. Suele llamarla, como ya sabéis, el copete de la ola. A su parecer, todo data de aquella época. —No entiendo de esto ni una palabra… —¡Bueno! Mirad, Monseñor —interrumpió el cura con cierta suave jovialidad—, ahí tenéis un asunto para sostener la conversación durante el almuerzo. Si lográis enfrascar en él a Manners irá todo como una seda. Él es de suyo aficionado a disertar, y habla como un libro. Decidle que habéis leído su Historia y que deseáis que os dé de ella una especie de croquis a vista de pájaro. —Ya lo creo —saltó en seguida Monseñor—, y que me explique también los hechos ocurridos. —Perfectamente. Ahora me permitiréis que os deje. Examinad vuestras habitaciones, como os he dicho, y fijaos bien en cada cosa. Estaré de vuelta dentro de diez minutos, y hablaremos largo y tendido acerca de cada uno de los que han de asistir al almuerzo. Tened la seguridad de que todo ha de realizarse sin el menor tropiezo. 30

IV En cuanto se hubo cerrado la puerta, comenzó Monseñor Masterman a mirar en torno suyo con el mayor cuidado y detenimiento. Tenía una idea vaga de que tarde o temprano debía disiparse la niebla que le rodeaba, volviendo a parecerle todo como corriente y natural. Lo que le había ocurrido se presentaba ya a su espíritu como algo bien claro, y el hecho de que lograra reconocer ciertas cosas como la Catedral, el parque, unos hábitos monacales o la casa del Arzobispo, contribuía a mantener cierto equilibrio en su entendimiento. Si recordaba todo aquello, no veía el motivo intrínseco que le impidiera recordar algo más. Pero el examen que estaba verificando venía a ser para él un desengaño. No solo notaba que ni un objeto había en la habitación que no le fuera desconocido, sino que ni siquiera llegaba a comprender a qué usos estaban destinados. Había allí, puestas en fila y clavadas en la pared de la derecha a la altura de un hombre, cierta serie de cajitas negras, o cosa parecida, y en una esquina, junto a una ventana, se veía una especie de complicada máquina, llena de ruedas y manecillas, que resultaba para él algo verdaderamente misterioso. Dirigió la mirada hacia el dormitorio y tampoco allí hallaba muy claras las cosas. Divisó, desde luego, una cama… Eso no ofrecía lugar a dudas… Y también parecía haber allí guardarropas empotrados en todas las paredes; pero aunque en aquella habitación creyera hacerse cargo de para qué servía cada cosa, ni una de ellas tenía la forma que más acostumbrado estaba a ver. Volvió, pues, a su mesa de trabajo, y se sentó ante ella profundamente descorazonado; pero tampoco allí pudo recobrar su espíritu la perdida tranquilidad. Tomó algunos de los volúmenes que estaban al alcance de su mano (guías y libros de direcciones en su mayor parte, al parecer) y en cada uno halló escrito su nombre, con notas y correcciones por él mismo escritas. Volvió a mirar la empezada carta; pero ni ella ayudó a aclarar algo sus ideas. Ni siquiera supo cómo había de terminar la última frase que quedó incompleta. Una y otra vez se esforzó en sacar del fondo de su mente algo que se presentara bien claro a su memoria, cerrando para ello los ojos, hundiendo la cabeza entre las manos; pero nada logró evocar que no fuese fragmentario y fugaz como un chispazo. Ora aparecía ante él un rostro o una escena sin nombre determinado; ora brotaba una frase sin ilación con otras. No había marco que encerrara todo esto, no existía la cohesión de un sistema único entre tales fragmentos. Eran como los rotos pedazos de un jarrón cuya forma ni siquiera por conjeturas podía reconstruirse. De pronto se le ocurrió una idea, y saltando de su asiento corrió hacia el dormitorio. Recordando que un largo espejo ocupaba allí el espacio que quedaba entre dos ventanas, fue hacia él y se quedó un rato contemplando su propia imagen. No cabía dudarlo: era él 31

mismo el que allí se reflejaba: todos los rasgos de su agudo, pálido rostro de profesor le eran bien conocidos; pero se le antojó que el cabello tenía el color algo más gris de lo debido.

CAPÍTULO II I —Con muchísimo gusto, Monseñor —dijo con voz grave y sonora el estadista de fino e inteligente rostro—. Voy a daros en síntesis lo que para mí constituyen los principales rasgos característicos del desarrollo intelectual del siglo. Reinó inmediatamente entre los comensales el más profundo silencio. Monseñor Masterman se aprestó por su parte a escuchar, pensando entre sí que hasta aquel momento no se había deslizado lo más mínimo al representar su papel. Más de una vez había notado la sonrisa de satisfacción del anciano cura sentado frente a él, cuando por azar se cruzaban sus miradas. Como le había prometido, el Padre Jervis cuidó de sostener con él oportunamente media hora de conversación en extremo franca y agradable. Discutieron primero con el mayor cuidado acerca de las personas que asistirían al almuerzo, ocho en conjunto, sin contarse ellos mismos, y luego le entregó el cura un ligero diseño indicando el lugar que cada uno ocuparía en la mesa, haciendo notar de paso el aspecto de su persona y los rasgos más salientes de su carácter. Clérigos serían todos los asistentes, exceptuando al señor Manners y a su secretario. El resto de la conversación estuvo dedicado a proporcionar ciertos datos al hombre desmemoriado, respecto a algunos asuntos de que podía tratar: el magnífico tiempo de que se disfrutaba entonces; la nueva ópera que se representaba con muy buen éxito y que era original de un «conocidísimo» compositor, cuyo nombre no había oído en su vida Monseñor; el reciente congreso eucarístico celebrado en Tokio, de donde acababa de regresar el Cardenal; y, finalmente, el nuevo plan con sujeción al cual iba a decorarse interiormente la casa del Arzobispo. Faltó tiempo para más; pero con estos asuntos, hábilmente dirigidos y explotados por el Padre Jervis, hubo lo suficiente, y hasta el momento convenido en que Monseñor pronunció la frase relativa al estudio que llevaba hecho del libro de Manners titulado Historia del desenvolvimiento intelectual en el siglo XX (frase que motivó la contestación más arriba citada), todo había ido perfectamente. Cierto que hubo algún tropiezo insignificante, como, por ejemplo, respecto al modo de servirse y de comer ciertos platos, que proporcionaron un mal rato a Monseñor, el cual tuvo, además, que fingir cierta repentina sordera ante una pregunta que sobre materia que ignoraba en absoluto le dirigió uno de los curas cuyo nombre había olvidado; pero pronto el Padre Jervis terció en la conversación, acudiendo en socorro de su amigo. Pasó todo esto sin llamar grandemente la atención, al menos en apariencia, y bien pudo atribuirse a la costumbre de estar distraído, por la cual se había hecho famoso Monseñor 32

Masterman, según él mismo averiguó con verdadero gusto y como si le sacaran un peso de encima. Por fin, los instantes críticos habían ya pasado y terminaba su almuerzo el señor Manners. Miró Monseñor con aire satisfecho hacia las altas paredes del comedor, del cual habían desaparecido ya los criados, y empuñando su copa preparándose a escuchar, y sobre todo a recordar lo que oyera. —El momento crítico respecto a la situación religiosa —comenzó a decir el hombre de Estado, cuyo flaco y arrugado rostro dominado por alta frente adquirió un aspecto más magistral que nunca, al paso que sus ojos se entornaban—, el instante en que se produce la verdadera crisis, hay que buscarlo en el período que va desde 1900 a 1920. Recordaréis que caracterizaba a esta época una tremenda agitación social. En los países latinos existía, empezando por Francia y por Portugal, una extensa revolución dirigida principalmente contra el principio de autoridad, y en buena parte contra la forma monárquica, ya que es la Monarquía la más viva y concreta personificación de la autoridad; y en cuanto a los países teutónicos y anglosajones, la revolución dirigía principalmente sus ataques contra el capital y contra la aristocracia. A punto estuvo entonces el socialismo de dominar en todo el mundo civilizado, y en verdad que, según tendréis presente, hasta largo tiempo después de aquella fecha llegó a ser la nota dominante en la civilización de ciertos países.4 »Ahora bien: la verdadera causa de agitación, latente en el fondo de todo esto, era el estado en que se hallaba la religión misma. Y siempre observaréis, señores —dijo el disertante como entre paréntesis, paseando la mirada por el reducido y atento auditorio —, que en la raíz de todos los grandes movimientos de la humanidad se halla y se ha hallado siempre presente la religión. Así debe ser en puridad. El instinto más hondamente arraigado en el hombre es el religioso, esto es, la actitud que está obligado a tomar respecto a las soluciones eternas, y de esta actitud dependen sus relaciones con las cosas temporales. Se nota esto hasta ciñendo nuestro examen a los individuos, por lo cual puede comprenderse que infinitamente más se notará en las grandes colectividades que constituyen las naciones, desde el momento que toda la multitud se mueve de acuerdo con ciertos principios que son el mínimo común multiplicador de los principios propios de las unidades que lo componen. Por supuesto que en la actualidad tal afirmación es admitida sin dificultad por todos; pero no siempre ha ocurrido lo mismo. Tiempo hubo, principalmente en el período que ocupa ahora nuestra atención, en que los hombres intentaron tratar a la religión como si no fuera más que una rama o sección aislada de la vida, en vez de ser algo como los cimientos de toda la vida tomada aisladamente y en sus relaciones con las demás. Sostener aquel concepto, claro es que equivale a proclamarse uno mismo como persona fundamentalmente irreligiosa… y, en verdad que bien puede añadirse: como muy ignorante e ineducada. «De todas suertes podemos afirmar, para resumir, que en tal período la religión sufría una incomprensible crisis. El mero hecho de que pudiera aquella ser tratada del modo que acabo de decir, prueba ya las vastas y hondas raíces que había echado la irreligiosidad. Por supuesto que semejante cosa carece de existencia real, como no sea 33

por un puro convencionalismo al usar aquella palabra: el hombre irreligioso es el que ha decidido que no existe la vida futura, o bien que es algo tan remoto, con relación a lo real y positivo, que en nada influye sobre esto último. Y al fin y al cabo, este convencimiento es también una religión como cualquier otra, o cuando menos es un credo dogmático. »Considero que las causas de este estado de cosas han sido las siguientes: hasta la época de la Reforma fue siempre la religión algo basado en el principio de autoridad, como ha vuelto a ser ahora; pero los enormes progresos de varias ciencias y la amplia difusión de los conocimientos para el uso popular, distrajeron la atención, en el primer desbordamiento, de lo que hoy se considera en todos los países civilizados simplemente como una idea de axiomática verdad, esto es, que la revelación divina debe estar incorporada en una autoridad viviente cuya salvaguardia es Dios mismo. Diré más: en aquella época, la ciencia y el exacto conocimiento de las cosas no habían llegado, generalmente, al punto de adelanto que adquirieron algo más tarde: la demostración detallada, dentro de lo que les es posible, de la revelación divina conocida con el nombre de catolicismo, y el conocimiento de los límites que no pueden franquear cuando tal demostración es superior a sus medios. Muchas ciencias, en aquella época, no pasaron más allá de la afirmación de ciertos hechos que a la deficientísima cultura de las gentes de tal período parecían contradecir y aun refutar otros pertenecientes a la Revelación, o bien algo de lo que de ellos se había deducido. La psicología, por ejemplo, por más extraño que hoy hallemos esto, tendía a explicar el Universo de distinto modo que el que es propio de la Revelación. Pronto entraremos en pormenores acerca de esta materia. Por su parte, la sociología evolucionaba también en el sentido de la democracia y hasta del socialismo. Sé perfectamente que hoy se calificaría de monstruoso, y por menos que de increíble, que hombres que realmente tenían algún derecho a considerarse como seriamente educados, sostuvieran el principio de que el más sólido y razonable método de gobierno estribaba en la extensión de las públicas libertades, es decir, en cambiar el eterno y lógico orden de las cosas y en permitir que el inexperto gobernara al experto, que el ineducado o mal instruido ejerciera funciones de autoridad, por medio del puro peso de sus innumerables votos, sobre el educado y en posesión de conocimientos verdaderos. Y, sin embargo, esto era lo que ocurría en tal caso. El resultado fue, ya que en estas materias todo suele obedecer a acciones y reacciones, que la idea de autoridad desde arriba en asuntos de religión se consideraba como antidemocrática, lo mismo que ocurría en todo lo referente a las cosas de gobierno o a la vida social. Aprendieron los hombres, por decirlo así, algo de la verdad real que existe en la teoría del mínimo común multiplicador, y presumieron, como ocurrió en la psicología y en otras muchas ciencias, que esta pequeñísima parte de la verdad era nada menos que la verdad entera.» Hizo aquí una pausa el señor Manners para tomar aliento. Era evidente que se hallaba en la gloria tratando aquel asunto. Tenía él verdaderas cualidades de orador académico, y de todos modos sus frases, prescindiendo de lo pomposo del estilo, poseían una vida y un interés extraños. Principalmente fascinaban y confundían al prelado, que ocupaba la cabecera de la mesa, por revelarle un modo de pensar tan adelantado y tan seguro de los hechos descritos que para él resultaba del todo inexplicable. Palabras como aquellas de 34

«todos los hombres educados», los «mal instruidos» y otras por el estilo, le eran vagamente familiares; pero sin duda que estaba acostumbrado a oírlas aplicándolas en otro sentido. En el fondo de su entendimiento tenía una idea no muy precisa de que estas eran las mismas palabras que los hombres sin religión o los agnósticos les aplicaban a ellos; y, sin embargo, veía ahora ante sí, con asombro, a un hombre, indudablemente dedicado al estudio y del cual sabía que era un estadista, que tranquilamente daba por sentado, sin tomarse casi la molestia de probarlo, el hecho de que todas las personas cultas y bien enteradas de la verdad eran cristianas y católicas. Con renovado interés fijó su atención al ver que el señor Manners reanudaba el hilo de su interrumpido discurso. —Vamos ahora más directamente —dijo—, al punto capital: examinemos cómo, por qué medios, llegó a ser otra vez la verdad católica la religión del mundo civilizado, como había sido cinco siglos antes. Y ante todo hay que observar que, aun en los mismos comienzos de este siglo, el pensamiento popular, en Inglaterra y en todas partes, había desandado el camino emprendido, hasta el punto de reconocer que si el cristianismo era la verdad (en sí mismo y con relación al tiempo presente), la Iglesia católica era la única encarnación posible de aquél. No solo lo reconocieron así los más sagaces entendimientos de la época entre los mismos escépticos (hombres como Huxley en el siglo anterior; sir Leslie Stephen, Mallock y otros muchísimos), sino que hasta el mismo pueblo, entre los cristianos, empezó a inclinarse en este sentido. Por supuesto que quedaban aún atavismos y movimientos de reacción, como no podía menos de suceder. Así, en Inglaterra, existía un grupo poco numeroso de cristianos que se llamaban anglicanos, e intentaron sostener un concepto contrario al indicado; hubo también un pasajero movimiento al que se dio el nombre de modernismo,5 y vino a representar un tercer aspecto del problema; pero, fuera de esto, las cosas ocurrieron como os digo. O la Iglesia católica o nada. Y durante algunos años pareció que, dentro de los límites posibles de lo humano, lo segundo era lo que iba a prevalecer. »Vamos ahora a las causas que produjeron el renacimiento. »Para abreviar, puede decirse que cabría considerarlas todas como incluidas en un solo capítulo: “De las recíprocas relaciones de las ciencias y su coincidencia en un punto determinado”. Fijémonos en estas ciencias una por una, aunque no tengamos tiempo de dedicarles más que una ligera ojeada. »Ante todo, solicita nuestra atención la psicología. Ya a fines del siglo XIX comenzaba a entreverse que una fuerza inexplicable hacía sentir su acción por debajo de la mera materia. Recibió esta fuerza varios nombres como “lo subconsciente”, en el hombre, y “la Naturaleza” en los reinos animal, vegetal y hasta en el mineral, dando pie a que nacieran una serie de supersticiones absurdas, como la secta, ya completamente extinguida, de “los científicos cristianos” o “purificadores mentales”, y, entre los materialistas menos cultos, el panteísmo. Pero la fuerza en cuestión era reconocida por todos, y se la adivinaba como moviéndose con sujeción a ciertas leyes definidas. Más adelante, en la gran corriente de espiritualismo que lo invadió todo, comenzó a adquirirse gradualmente el convencimiento de que tal fuerza se manifestaba, en determinados 35

casos, con cierto carácter personal, aunque siempre malévolo. Conviene tener presente que hasta esto señalaba un adelanto inmenso en los círculos llamados científicos, desde el momento que, a mediados del siglo XIX, aun los fenómenos tan cuidadosamente consignados por la Iglesia se negaban. Al fin no fueron ya desmentidos, gracias a que ciertos fenómenos que, cuando menos, guardaban con ellos estrecha semejanza, aparecían ya como cosa corriente hasta a los ojos de los más incrédulos. Claro es que, como las investigaciones se hacían con sujeción a métodos puramente científicos (métodos que en aquellos tiempos no eran otra cosa más que materialistas), se intentó explicar tales anomalías por medio de las teorías antiespiritualistas, sistematizadas rápidamente para salir al encuentro de la dificultad que surgía. Pero poco a poco, no sin cierta intranquilidad, comenzó a pensarse en que la Iglesia estaba ya muy familiarizada con aquellos fenómenos desde hacía cosa de dos mil años, y que una institución que había observado y descrito ciertos hechos con mayor exactitud que todos los “hombres de ciencia”, merecía, al menos, que su hipótesis respecto a ellos fuera tratada con cierta consideración. Más adelante aún, comenzó a verse claro lo que para nosotros es ya ahora cosa corriente: que la religión llevaba consigo un elemento que nada más podía proporcionar, y que, por ejemplo, la sugestión religiosa, como se decía en el lenguaje de la época, tenía el poder de realizar ciertas cosas de que la sugestión ordinaria no era capaz. Finalmente, las investigaciones de los psicólogos relativas a lo que se llamaba entonces el fenómeno de “la personalidad alterna”, prepararon el camino para que fueran aceptadas francamente las enseñanzas católicas relativas a la posesión y al exorcismo, enseñanzas de las que, medio siglo antes, se hubieran reído, rechazándolas, todos los que aspiraban al nombre de hombres de ciencia. La psicología descubrió, entonces, lo que ya estaba descubierto: que por debajo de los fenómenos físicos existía una fuerza que nada tenía de física en sí misma; que esta fuerza ofrecía en ciertos casos todos los caracteres de una personalidad; y, en fin, que la equivocada Iglesia católica había demostrado ser más científica que los hombres de ciencia en lo relativo a la observación de los hechos; que esta fuerza, tratada según los procedimientos cristianos, podía realizar lo que no era posible según otro procedimiento alguno. »Nuevo progreso se realizó después en el terreno de la religión comparada. Al finalizar el siglo XIX constituía, en realidad, este estudio una ciencia nueva, y, como todas las que lo son, pretendió en seguida destruir los sistemas ajenos, antes de tener construidos los propios. Había entonces, por ejemplo, personas cultas que presentaban como objeción contra el cristianismo el hecho de que muchos dogmas cristianos, y no pocas ceremonias, podían hallarse también en otras religiones. Para nosotros, es hoy dificilísimo el comprender un modo de pensar semejante; pero es preciso que nos hagamos cargo de que la ciencia estaba entonces en plena juventud y ofrecía, por lo tanto, toda la inexperiencia y arrogancia propias de los jóvenes. En el decurso de los años fue desapareciendo esta objeción, que quedó solo relegada a algunos manuales racionalistas de carácter muy elemental, ya que llegó a ser evidente que mientras tal o cual religión ofrecía ciertas semejanzas con las doctrinas del cristianismo, en cambio este poseía totalmente dichas doctrinas; que el cristianismo, mejor dicho, contenía las principales 36

enseñanzas de todas las religiones, o al menos todas aquellas en que estribaba parte de su fuerza, al mismo tiempo que muchas otras necesarias para unir todos esos dogmas separados, hasta constituir con ellos un conjunto homogéneo; que, para concretar la idea en una sencilla metáfora, se levantaba sobre el mundo el cristianismo como lumbrera colocada sobre una colina, y que ciertos reflejos parciales e imperfectos de aquella eran devueltos, con mayor o menor brillo, por los distintos sistemas religiosos inventados por los hombres y agrupados en torno de la luz. Fue patente al fin, hasta para los más cortos de ingenio, que la sola explicación científica de este fenómeno estribaba en la teoría de que el cristianismo era en verdad único y que, extremando mucho la parquedad en las concesiones, había que reconocerlo como el más perfecto de todos los humanos sistemas de fe (y al decir perfecto y humano quiero significar que encarnaba y satisfacía por completo las aspiraciones religiosas de la humanidad); que era, repito, el más perfecto sistema religioso que jamás vio el mundo. »La tercera de las causas que estudiamos hay que buscarla en la nueva filosofía de lo evidente que comenzó a imponerse poco después de los primeros albores del siglo. »Hasta aquel período, la mal llamada ciencia física dominó tan despóticamente la inteligencia humana que llegó a persuadirla de que debía aceptar como buena su pretensión de que la evidencia que no podía ser comprobada por ella no era tal evidencia. Pedían entonces los hombres que todo lo que era puramente espiritual se probara, como ellos decían, y con ello querían significar que era preciso sujetarlo a las mismas leyes de lo físico. Paulatinamente fue comprendiéndose, sin embargo, lo absurdo de esta pretensión. Se percataron las gentes, al cabo, de que, dentro de su esfera, cada cosa en la vida tiene una clase de evidencia que le es propia; que había, por ejemplo, en el mundo pruebas morales, pruebas artísticas y pruebas filosóficas, y que no era dable confundir cada uno de estos grupos con los demás. Pedir pruebas físicas para cada artículo de fe resultaba tan quimérico como exigir, digámoslo así, pruebas químicas de que un cuadro era bello, o la demostración de las cualidades morales de un amigo, dada en los mismos términos que se emplearían para definir algo relativo a la luz o al sonido, o, en fin, pruebas matemáticas del amor maternal. Concepto tan elemental como este pareció caer como un rayo sobre muchos que pretendían pasar por pensadores, puesto que venía a destruir todo el fuego de sus baterías empleadas anteriormente por ellos contra la religión revelada. »Acudió durante algún tiempo en socorro de aquellos, desde el campo filosófico, el pragmatismo;6 pero breve fue su ayuda, desde el momento que aplicados los métodos de la experimentación pragmática (esto es, el examen de la verdad que pudiera contener una religión basándose en su influjo sobre la conciencia humana), si un hecho luminoso e indiscutible se dedujo de ello fue que a la religión católica, con su eterna influencia en todos los tiempos y sobre toda clase de temperamentos, correspondía en absoluto la supremacía. »Vamos ahora a otro aspecto del asunto.» Levantó aquí el señor Manners el vaso que había estado manoseando y apuró todo su contenido con evidente satisfacción. Chasqueó ligeramente los labios un par de veces, y 37

prosiguió así: —Vamos ahora al terreno de la política, y hasta del comercio. El socialismo, en su aspecto puramente económico, era una bien intencionada tentativa para abolir la ley de la competencia, es decir, la ley natural del triunfo del más apto. Fue una tentativa, he dicho, y en verdad que, como todos sabemos, hubo de convertirse en desastre; porque mientras duró su buen éxito, se propuso sustituir aquella ley por la otra del triunfo de la mayoría, y tiranizó con ella primero a la minoría y después al individuo. Pero repito que fue una tentativa bien intencionada, puesto que era completamente justo el instinto que le conducía a afirmar que la competencia no era la más alta ley del Universo. Y aun existían en el socialismo otros ideales que eran muy dignos de recomendarse: por ejemplo, la idea de que es la sociedad la que santifica y protege al individuo, no este a aquella; la de que la obediencia es virtud que ha sido harto olvidada, y así por el estilo. »Entonces, casi repentinamente, pareció abrirse paso en el mundo, como rayo de luz, el concepto de que todos los ideales del socialismo (dejando aparte sus métodos y sus dogmas) habían sido los ideales del cristianismo, y que la Iglesia, al proclamar su ley del Amor, se había anticipado al descubrimiento de los socialistas en cosa de unos dos mil años. Más aún: que en las Órdenes religiosas habían hallado ya su encarnación tales ideales, y que por medio de la doctrina de la vocación (esto es, por medio de la libertad del individuo para someterse a un superior) los derechos de este individuo habían sido respetados, al paso que se vindicaban los de la sociedad. »De todo ello ofrece un ejemplo excelente el sistema seguido en las leyes relativas a la mendicidad. Recordaréis que antes de la Reforma, y en las naciones católicas hasta largo tiempo después, no había tal sistema legislativo para los pobres, porque los institutos religiosos cuidaban de los enfermos y necesitados. Pues bien, cuando los institutos religiosos fueron suprimidos en Inglaterra, el Estado tuvo que encargarse de aquel trabajo. No era posible mandar sencillamente al otro mundo a los mendigos, como nuestra reina Isabel intentó hacer. Entonces ocurrió lo que era inevitable, y comenzó a constituir como una marca de oprobio el ser auxiliado por el Estado en uno de sus asilos. No pocas veces prefirieron algunos morirse de hambre a pasar por aquella vergüenza. A la sazón, en los comienzos del siglo XX, se inició un generoso esfuerzo al establecer las pensiones para la vejez y al promulgarse el decreto del rey Jorge respecto a los seguros, como remedio a aquel mal y como modo de ayudar a los pobres en tal forma que no fuera un ultraje a su amor propio. «Obvio y natural es que tampoco esto diera buen resultado. Mentira parece que los hombres de gobierno no vieran que así había de suceder. También las pensiones para la vejez y los seguros del Estado comenzaron a ser tenidos por vergonzosos en cuanto la sociedad los hubo considerado como cosa que había ya logrado asimilarse, y la razón era sencillísima: no es el recibir dinero lo que ofende, sino el motivo por el cual se entrega este dinero y la posición que ocupa el donante. Solo por razones económicas puede dar el Estado, pese a todos los sentimientos caritativos y a toda la conciencia que los gobernantes puedan tener, individualmente considerados; mientras que la Iglesia da por amor de Dios, y el amor de Dios jamás hirió la dignidad de ningún hombre. En fin: ya 38

sabéis cómo acabó todo esto. Acudió la Iglesia, una vez más, para poner remedio y, bajo ciertas condiciones, ofreció quitarle de encima aquel peso al Estado. Dos fueron las consecuencias: la primera, que desaparecieron los agravios; la segunda que en diez años todas las simpatías de la clase pobre en Inglaterra estaban del lado del catolicismo. Y sin embargo, todo esto no es sencillamente más que la vuelta a los tiempos de la Edad Media, retroceso absolutamente obligado por el fracaso de cuantos intentos se realizaron para sustituir los métodos divinos por los humanos. »Ahora mirad el asunto desde otro aspecto: me refiero a la situación general. »Habían visto los socialistas con claridad absoluta los derechos de la sociedad, y los anarquistas, por su parte, los del individuo. ¿Cómo iban a reconciliarse unos y otros? Acudió la Iglesia, ante estas direcciones opuestas, y dio la solución: por medio de la familia están reconocidas ambas aspiraciones: hallamos en ella la autoridad, y sin embargo, también la libertad existe. Porque la unión de la familia estriba en el Amor, y el Amor es la única fórmula de conciliación entre la autoridad y la libertad. »Como se deduce de lo que he dicho, la cosa resultaba clarísima, y así lo vemos hoy; pero se necesitó largo tiempo para reconocerlo, y no llegó a conseguirse esto hasta después de los terribles acontecimientos de los primeros veinte años del siglo y del descrédito en que cayó el absurdo ensayo socialista de predicar la ley del Amor por procedimientos de fuerza. Sin embargo, ya desde 1910, comenzó a notarse el influjo de este convencimiento en la opinión popular. »Entremos ahora en otro terreno completamente distinto: el del arte. También este hizo que los hombres volvieran sus ojos hacia la Iglesia.» Poco a poco iba perdiendo el señor Manners su empaque de maestro y se animaba más y más cada vez. Miró un momento con aire de triunfo a los comensales, y sus largas y afiladas manos se agitaba en el aire, de cuando en cuando, con leves movimientos. —Bien recordaréis —continuó—, que al finalizar la época de nuestra reina Victoria había intentado el arte convertirse en realista, es decir, había intentado lo imposible, y harto demostró la fotografía lo absurdo de aquella aspiración. Porque nadie puede ser verdaderamente realista, ya que es literalmente imposible pintar o describir todo lo que los ojos ven. »Así fueron comprendiéndolo las gentes cuando las prácticas fotográficas llegaron a ser de uso general, pues vieron pronto que el único fotógrafo que podía tener pretensiones de artista era aquel que escogía, cambiaba y colocaba o, mejor dicho, arreglaba, lo que era asunto de sus obras, dándoles forma más o menos simbólica. Volvió a pensarse entonces en que el simbolismo era como el espíritu latente del arte, lo que al fin y al cabo sabían ya perfectamente los hombres de la Edad Media: que el arte consistía en penetrar bajo la corteza de las cosas capaces de despedir algún destello de luz, o de los hechos materiales que ocurrían, lo mismo para el pintor que para el literato; y luego, por medio de procedimientos de selección, llegar a simbolizar (no a reproducir fotográficamente) las ideas que vivían ocultas en las cosas: la sustancia bajo los accidentes, el pensamiento bajo la expresión: denominadlo como mejor os parezca. Zola en la literatura, Strauss en la música, la escuela francesa de pintura: todo esto redujo al realismo a los términos de lo 39

absurdo. Una vez más se descubrió que, como en lo restante, la Iglesia católica estaba aquí en posesión del secreto. La reacción simbolista empezó, y toda nuestra música, toda nuestra pintura y lo perteneciente al orden literario es ya franca y abiertamente simbólico, es decir: católico. Y notaréis que encierra todo esto la misma enseñanza que se desprende de la psicología; que por debajo de los fenómenos existe una fuerza superior a ellos mismos, y que la Iglesia había hablado acerca de esta fuerza en las páginas de su historia, proclamándola como personal. »Finalmente (y esto era la clave que mantenía la trabazón entre todo lo demás), cada día eran mayores el convencimiento científico y el popular del poder que poseía la Iglesia de recobrar lo perdido, esto es: lo que el mismo Dios nuestro señor llamó el milagro del profeta Jonás o la Resurrección. »Claro es que existían también innumerables progresos en casi todas las ciencias y que tendían en igual dirección, partiendo de las cuatro partes del mundo, hasta encontrar, por decirlo así, la extremidad del túnel que la Iglesia había ido perforando a través de todas las estupideces y pruebas de ignorancia amontonadas por los hombres. Penetró en este túnel la Psicología, y pronto oyó las voces de los exorcistas y los ecos de Lourdes en medio de la oscuridad. Penetraron también las religiones humanas, como la indostana, con su idea de la Encarnación divina; el Budismo, con su tosca concepción de la eterna paz producida por una visión beatífica; la religión norteamericana, con sus adivinaciones relativas al Sacramento de la Eucaristía; las de los salvajes, con su especie de caricatura del cruento sacrificio…: todas acudieron desde los más diversos puntos, para oír, entre el tumulto, el dogma histórico de la Encarnación de Cristo, el dogma de la vida eterna, la doctrina sacramental y el sacrificio de la Cruz, todo ello proclamado en un solo Credo homogéneo y perfectamente filosófico. Lo propio ocurrió con los ideales de reforma social. Los socialistas, con su sueño de una sociedad divina; los anarquistas, dominados por la violenta pesadilla de la completa libertad individual, se precipitaron en las tinieblas, hasta tropezar con la inmensa silueta de una Divina Familia que era un hecho y no aspiración lejana; de una familia que, después de su caída en el Paraíso, llegó a la más alta dignificación; de una Sagrada Familia que redimió a Nazaret y al mundo entero; de una familia católica en la que no había distinción entre judíos o griegos, ni existían amos en oposición con los demás hombres; y en la cual la doctrina de la vocación aseguraba los derechos y prerrogativas de la sociedad por un lado, y del individuo por otro. Finalmente, el arte, perdido entre los laberínticos caminos del realismo, vio brillar la luz a lo lejos, y halló en el arte católico y en el simbolismo el secreto de su propia vida. »El resultado fue, pues, el siguiente: la Iglesia, según llegó a verse, había seguido siempre la senda de la verdad en todos los órdenes, a pesar de haber sido acusada de lo contrario en cada uno de ellos. Pilatos (que representa la ley de la separación entre unas y otras naciones) la consideró como sediciosa; Herodes, el milagrero en ciertos momentos y el escéptico en otros, pero en realidad el hombre científico, había lanzado contra ella la acusación de fraude; Caifás la anatematizó, en nombre de la religión nacional. Por otra parte, se la consideró como enemiga del arte por los que se inspiraban en el espíritu griego; como enemiga de la ley, por los latinos; como opuesta a la religión, por los 40

fariseos hebraicos. Su emblema, sin embargo, se usó escrito en griego, y en latín, y en hebreo. Fue crucificada, y aun en la cruz se la martirizó; se la creyó muerta, y al alborear del tercer día se la vio, con asombro, viva, y viva para siempre. De cada uno de los extremos de la acusación fue absuelta y quedó vindicada. Creyeron los hombres inventar una religión nueva, un arte, una filosofía, un orden social nuevos; lo minaron y lo exploraron todo en innumerables direcciones, y al fin, cuando pensaron recoger el premio de sus laboriosas teorías, se hallaron solo, una vez más, en contemplación frente al sereno y sonriente rostro del catolicismo. Este se había levantado nuevamente de entre los muertos, y la Iglesia resultaba ser la Hija de Dios, revestida de su poder soberano.» Al llegar aquí el discurso reinó un momento de silencio. —Ahí tenéis, señores —añadió el orador volviendo a adquirir de nuevo su aire reposado de profesor—, lo que yo considero como el esbozo, en pocas palabras, de lo que me ha pedido Monseñor. Espero que no os parecerá que he abusado de vuestra atención. II —Es la más extraordinaria historia que oí en mi vida —dijo Monseñor Masterman, cuando, diez minutos después, se arrellanó en su sillón en las habitaciones del piso alto de la casa, teniendo sentado frente a él al Padre Jervis. —La verdad es que narra muy bien —contestó el sacerdote anciano sonriendo—. Creo que ha logrado interesar a todos. No se oye cada día un análisis de los hechos históricos expuesto con tal claridad. Por supuesto que él conoce el asunto al dedillo. Es su especialidad y… —Pero lo sorprendente para mí —interrumpió el otro—, es que no se trata aquí de un sueño o de una profecía, sino de un relato de hechos acaecidos. Pero ¿usted cree que, realmente, el mundo entero es cristiano? Le miró el sacerdote con aire de duda. —En verdad, Monseñor —dijo—, que vuestra memoria no está… Pero Monseñor, con ademán de impaciencia, contestó: —Padre, el hecho es que lo que me ocurre es tal como le he dicho a usted antes del almuerzo. Le aseguro que si recobro la memoria no he de ocultárselo. Por ahora, no recuerdo nada absolutamente, como no sea de un modo instintivo. Lo único que sé es que esta historia me parece sencillamente estupenda. Tenía yo una idea vaga de que el cristianismo iba despareciendo del mundo, de que la mayoría de los pensadores habían dejado de creer en él, y de pronto me hallo ahora con que lo que ocurre es precisamente lo contrario. Por favor, tráteme usted como si fuera yo un rezagado que llega de la época de principios del siglo. Cuénteme todas las cosas como si por primera vez tuviera yo que oír su explicación. ¿Es, realmente, verdad que todo el mundo, por decirlo así, es cristiano? 41

Dudó de nuevo el cura antes de contestar. —Pero ¿es posible, Monseñor? —Es absolutamente cierto. —Pues bien. —Y aquí volvió a pararse—. Pero la verdad es que resulta dificilísimo el saber por dónde vamos a empezar. —Comience usted por donde quiera. Todo resulta para mí nuevo. —Sea. Pues bien: hablando en términos generales, podemos decir que el mundo es cristiano, de igual suerte, al menos, que Europa lo era, por ejemplo, en el siglo XII. Claro que quedan aún reminiscencias de lo pasado, especialmente en Oriente, donde grandes comarcas se aferran aún a sus antiguas supersticiones; y hay, además, aquí y allá, hasta hombres eminentes que no pueden se llamados con toda exactitud católicos; pero, en conjunto, el mundo es cristiano. —¿Quiere usted decir con ello que es católico? Clavó el cura la mirada en su interlocutor. —¡Claro que sí! Pues ¿qué otra cosa podía ser? —De acuerdo. Siga usted. —Bien. Pues empecemos por Inglaterra. No está aún proclamado el catolicismo como la religión oficial del Estado; pero es solo cuestión de tiempo, y puede decirse que todas las leyes están ya inspiradas en el espíritu cristiano. —¿Y el divorcio? —El divorcio quedó abolido hace treinta años, y el concubinato fue considerado como un delito desde diez años después de aquella abolición. Las inmunidades del clero se restablecieron también hace tres años, y contamos con tribunales propios para condenar la herejía, con poder para que los criminales convictos y confesos sean entregados por ellos al brazo seglar. —¿Cómo? —Tal como lo oís. Hace tres años que se practica así. —Pues entonces, ¿por qué dice usted que la Iglesia no tiene carácter oficial? —He querido significar que no se exige prueba alguna de su fe a los que desempeñan cargos oficiales del Estado, y que los obispos y abades carecen del derecho de formar parte del Parlamento. Lo que decidió el nuevo estado de cosas para siempre, fue la concesión a la mujer de las libertades que pretendía. —¿Quiere usted decir con esto que todas las mujeres tienen ya voto? —Tienen los mismos derechos y deberes que los hombres. Por supuesto, que la educación de unas y otros se sujeta a severas pruebas. De cada setenta adultos, uno, a lo sumo, consigue obtener el voto. El resultado es que estamos gobernados por personas educadas. —Una pregunta: ¿estamos sujetos al régimen monárquico? —Ya lo creo. Eduardo IX, un joven, ocupa el trono. —Continúe usted. —El cristianismo, como veis, se ha hecho dueño del terreno. Claro que aún quedan infieles, y mandan cartas a los periódicos, celebran reuniones y practican otros actos por 42

el estilo. Pero son tan pocos que bien puede hacerse caso omiso de ellos. Respecto a los bienes del clero, casi todo nos ha sido devuelto al fin, quiero decir en lo relativo a edificios y, en gran parte, a las rentas. Nuestras son todas las catedrales y las parroquias que datan de los tiempos anteriores a la Reforma, al igual que todas las otras iglesias parroquiales de los sitios en que no ha existido la resistencia organizada de los protestantes. —Pero tenía yo entendido, al oír sus palabras, que no había ya protestantes. Prorrumpió aquí en una carcajada el Padre Jervis. —Monseñor —dijo—, ¿habláis en serio? ¿Deseáis de veras que continúe? —Pero hombre, ¡por Dios!... Le digo a usted que no bromeo. Continúe…, continúe. Hábleme de los protestantes. —Bueno, pues claro es que aún quedan algunos. Creo que cuentan con cuatro o cinco iglesias en Londres y… si mal no recuerdo… Sí, estoy seguro: tienen una especie de Obispo. Pero la verdad es que no estoy muy enterado… Tendré que preguntarlo. —Bien. Continúe usted. —Pues así están las cosas en Inglaterra. En realidad casi todo el mundo es católico, del Rey abajo. Los últimos restos de los bienes de la Iglesia no nos fueron entregados hasta el año pasado. Por esto no han vuelto aún los frailes a Westminster. —¿Y qué me dice usted del resto del mundo? —En primer lugar hablemos de Roma. Austria expulsó de ella a la casa de Saboya hace cosa de unos veinticinco años, y el Padre Santo… —¿Cómo se llama? —Gregorio XIX. Es francés. Pues bien: el Papa está en posesión del gobierno temporal de toda Italia; pero quien lo administra es el Emperador de Austria.7 En cuanto a Francia, claro que es hoy una nación pequeñísima. —Y ¿por qué tan pequeña? —Pues… porque ya debéis estar enterado de la guerra europea que estalló en 1914…* Con hondo suspiro interrumpió Monseñor al que hablaba. —¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Lo que tendré que leer para ponerme al corriente! Siga usted…, siga. —Pues bien: Francia es una nación muy pequeña, pero fervientemente católica. La Iglesia ha vuelto a recobrar allí todos sus derechos… —¿Existe también la monarquía?... —Ya lo creo. La rama de los Orleáns regresó a ella después de la guerra. El Rey es Luis XXII. Decía que la Iglesia ha recobrado todos sus derechos, y, en el terreno práctico, disfruta del poder supremo. Remontándonos, podemos atribuir por completo el origen de todo esto a la política de Pío X. —¡Pío X! —Sí, Monseñor. —Conozco perfectamente el asunto; pero creía yo que la política de Pío X había sido funesta.8 —Esto se había dicho en su época, porque su política consistía en proceder por líneas rectas y sin concesiones. Él arrojó del seno del catolicismo a todos los católicos a medias, 43

lo que dio por resultado un conjunto de fieles pequeño, pero purísimo. Las consecuencias de esto fueron que el país pasó por una nueva evangelización, y que ha llegado a convertirse en una tierra de santos. Dicen que Nuestra Señora… —Bien, veamos las otras naciones. —De España y Portugal es ocioso decir que son completamente católicas, como Francia. Se restauró en ambas la monarquía por los años de 1935.9 Pero Alemania… Alemania es el punto flaco en esta cuestión. —Siga usted. —El Emperador no se ha convertido aún al cristianismo, y las ideas socialistas están todavía allí tenazmente arraigadas. En realidad es Berlín el centro de la masonería, su ciudad sagrada. De allí sale todo, allí se organiza. Y nadie está seguro, tranquilo, por lo que se refiere a aquel país. Hombre completamente sincero es el Emperador Federico; pero en realidad bastante rudo. Aun está aferrado a una especie de materialismo, y las consecuencias son… —Se comprende. —Sin embargo, hay esperanzas de que se convierta. Se le espera en Versalles la semana próxima, y constituye esto una buena señal. —Y de América, ¿qué me dice usted? —¡Oh! América es en el fondo muy inglesa, y se parece muchísimo a Inglaterra. —¿Tampoco ella es republicana? —Claro que no. Querido Monseñor… —¡Adelante! ¡Adelante! Como le he pedido a usted… Hágame el favor… Dígame cuándo cesó allí la forma republicana. —Casi no lo sé —murmuró el sacerdote—. Debió de ser por el año 1930, me parece. Lo que sé es que ocurrieron no pocos disturbios antes de ello: guerras civiles y demás. Pero, en fin, acabaron las cosas como he dicho. Japón se apoderó de una buena parte del Extremo Oeste, pero los Estados del Este se juntaron con Canadá y formaron las Colonias de América, al paso que el Sur se latinizaba, como es natural, gracias, en gran parte, a la influencia eclesiástica. Entonces América pidió a Inglaterra… —Espere usted un momento. Acabaré por perderme. ¿Qué ocurrió respecto a la religión? —El Imperio de México… —¿Qué? —El Imperio de México, he dicho. —¿Quién es el Emperador? —El rey de España, Monseñor —contestó sin perder la paciencia el cura—. Antiguamente se llamaba vagamente a aquello la América del Sur: ahora todo ello constituye el Imperio de México y pertenece a España. Naturalmente, está allí muy arraigada la fe católica. Y en cuanto a las colonias americanas (la antigua América del Norte) son semejantes a Inglaterra. En realidad resultan católicas; pero hay allí algunos incrédulos y socialistas. —¿Y Australia? —Australia es completamente irlandesa y católica. 44

—¿Y la misma Irlanda? —¡Oh! Irlanda adquirió enorme desarrollo en cuanto obtuvo independencia;10pero no se interrumpió la corriente de emigración, y la mayor fuerza del país es la que ha obtenido hoy en el extranjero. Algo ocurrió verdaderamente extraño. Siguió Irlanda despoblándose, como obedeciendo a una ley social que aún no hemos acabado de entender por completo, y los religiosos comenzaron a posesionarse del país del modo más extraordinario que pueda imaginarse, hasta que todas las grandes propiedades y aun las poblaciones de mayor importancia fueron suyas. Bien puede decirse ahora que, en realidad, es Irlanda un huerto cerrado de la religión. Desde luego que forma parte del Imperio británico; pero su verdadera vida social está en sus colonias. Australia logró obtener de Irlanda la autonomía hace cosa de unos veinticinco años. Se llevó las manos a la cabeza Monseñor y exclamó: —Todo esto me parece el más raro sueño. —¿No sería mejor que?... —No, no, siga usted. No deseo más sino que me dé un ligero esbozo. ¿Y qué me dice usted de Oriente? —Duran aún allí las viejas supersticiones, especialmente en China; pero su fin es seguro. Es cuestión de tiempo y nada más. —Pero…, pero hay algo que no acabo de entender. Si todo el mundo puede decirse que es cristiano, ¿qué trabajo nos queda? Sonrió el cura y contestó: —¡Ah! Pero es que hay que tener presente a Alemania. Hay aún allí fuerzas muy importantes. Precisamente el peligro está allí. Y es preciso que recordéis que aún no existe un árbitro universal. El nacionalismo es todavía una gran fuerza, y no sería extraño que tuviéramos que ver otra gran guerra europea. —Según esto, usted espera que… —Sí. Trabajamos todos para que el Papa sea reconocido como el árbitro universal, como, en rigor, era en la Edad Media. En cuanto reconozcan oficialmente todos los soberanos que sus derechos han de sujetarse a la voluntad de Roma, la cosa puede darse por resuelta. Pero no lo está aún, excepto… —¡Santo Dios! —Vaya, Monseñor, ya hemos hablado bastante —dijo el sacerdote levantándose—. La verdad es que habéis seguido mis razonamientos sin perder una sílaba. ¿Estáis seguro de que todo esto era nuevo para vos? ¿No recordáis?... —¡No solo es nuevo para mí, sino del todo inconcebible! Lo he comprendido perfectamente, pero… —Bien: no os conviene hablar más. Y ahora ¿qué os parece si fuéramos a ver al Cardenal? Tengo la seguridad de que os ha de decir que os entreguéis inmediatamente al descanso. Y en verdad que yo habré sido el causante… —No siga usted por ahí. Dígame, más bien, algo respecto a los idiomas. ¿Por qué me habló usted en latín esta mañana? —Así es como hablan generalmente los eclesiásticos. Y hasta los laicos, en no pocas 45

ocasiones. Europa es, en realidad, bilingüe. Tiene cada país su propio lenguaje y aprende, además, el latín. Tenéis que repasarlo, Monseñor. —Espere usted un momento. ¿Qué es lo que va a decirle al Cardenal? —¿No os parece que lo mejor sería contárselo todo, tal como ha ocurrido? Así no habría necesidad de que vos le explicarais nada. Se quedó el otro pensativo un instante, pesando el pro y el contra. —Un millón de gracias, Padre —dijo—. Pero espere usted. ¿Hablo correctamente el inglés? —Con toda perfección. —Pero… Vaya, dejemos esto. Y yo… ¿he estado yo correcto durante el almuerzo? ¿Pudo alguien sospechar de mí lo más mínimo? —Habéis estado correctísimo. Un poco distraído parecíais alguna vez; pero hasta esto os sentaba bien. Ambos sonrieron complacidos. —Pues me marcho —dijo el sacerdote—. ¿Me esperaréis aquí hasta que vuelva a buscaros? * Es digno de notarse que el autor escribió este libro por el año 1911, lo más tarde, fecha que lleva el prólogo de la obra, y resulta sorprendente que entonces acertara en su alusión profética de que la guerra se empezaría en 1914. Coincide esta exacta previsión con el hecho —que el escritor francés Renato Bazin ha divulgado en un artículo— de que el Papa Pío X anunciara con pena a sus íntimos, desde 1912, una gran guerra europea, y afirmara, al fin, que no transcurriría el año 1914 sin que estallara, como también parece que supusieron otros. El resultado es lo que aún se ignora en el momento en que escribimos [1916]; pero no podía presumir el autor que tan íntimamente estuvieran ligados los intereses de su país a los de Francia, en esa gravísima calamidad europea. (N. del T.)

CAPÍTULO III I —Lo único que he de recomendaros es la más absoluta naturalidad —dijo en voz baja el Padre Jervis un cuarto de hora más tarde, mientras Monseñor y él cruzaban la espaciosa antesala—. No hay necesidad —añadió—, de que expliquéis lo más mínimo. Ya se lo he dicho yo todo. Llamó a una puerta y se oyó una voz que desde dentro de la sala contestaba. En ella vio, el hombre que había perdido la memoria, que alguien de cuerpo delgado y alto estaba sentado en un gran sillón colocado frente a una mesa de despacho, y que el traje que llevaba era negro con botones de color rojo escarlata, el mismo del solideo que cubría sus cabellos grises. Era algo difícil, a primera vista, distinguir con toda claridad el rostro de aquella persona colocada de espaldas a la luz que penetraba por la ventana; pero pronto notó nuestro visitante que aunque aquella cara le sonreía con expresión tranquilizadora y amistosa, le era totalmente desconocida.

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Se levantó de su sillón el Cardenal, y apartándolo, se dirigió a los dos amigos con ambas manos extendidas. —Querido Monseñor —dijo, mientras estrechaba afectuosamente las diestras. —Yo…, Eminencia —balbuceó nuestro hombre… —Nada, nada, no me digáis ni una palabra hasta que haya terminado yo de hablar. Lo sé todo. Venid acá y tomad asiento. Le llevó él mismo a un sillón colocado sobre la alfombra, le obligó a sentarse, y él se sentó también frente a su interlocutor. El sacerdote acompañante permaneció en pie. —Para empezar voy a daros una orden en nombre de la santa obediencia —dijo sonriente el Cardenal—. Vos y el Padre Jervis vais a partir, si el médico lo aprueba, para un viajecito por Europa en el volador11 de las doce de la noche. —¿En el…? —En el volador —dijo el Cardenal—. Os conviene, Monseñor, para vuestra salud. El Padre Jervis cuidará de todo, y no habéis de molestaros lo más mínimo. Yo mismo telegrafiaré a Versalles dando algunas órdenes, y un par de mis criados se pondrán a vuestra disposición. Nada tendréis que hacer más que cuidar de vuestro restablecimiento. No podemos prescindir por mucho tiempo de vuestros servicios, y tengo la completa seguridad de que todo irá así perfectamente. Padre Jervis, dígale al médico que venga. Siguió hablando durante un momento el Cardenal, siempre con los mismos ademanes suaves, tranquilos, y mientras Monseñor le escuchaba, vio que el sacerdote se acercaba a unas cajas negras puestas en fila, como las que había en su propio cuarto, y una de cuyas tapas abría. Murmuró frente a una de ellas rápidamente algunas frases, cerró de nuevo la tapa, y volvió a su sitio. —Si las cosas no se arreglan por sí solas tendréis que volver a aprender el oficio una vez más, Monseñor —prosiguió el Cardenal, sonriendo aún—. Me ha contado el Padre Jervis cuán bien habéis estado durante el almuerzo, y en cuanto al señor Manners, nada más me dijo sino que erais un amabilísimo comensal y un hombre que sabía escuchar a los demás con verdadero aire distinguido. De modo que nada tenéis que temer: nadie ha notado lo más mínimo. Desechad, pues, toda idea de que alguien pueda sustituiros en el cargo que ocupáis. Os esperaré hasta que volváis, dentro de un mes o dos, y nadie se enterará de ello. Lo único que diré es que habéis salido por habérseos concedido una temporada de vacaciones. Habéis trabajado siempre con tal asiduidad que bien merecéis algo de descanso. En aquel mismo momento se oyó, en dirección de las cajas adosadas a la pared, una voz suave que murmuraba unas cuantas palabras en latín. El Cardenal inclinó levemente la cabeza en señal de asentimiento. Se dirigió el Padre Jervis a la puerta, la abrió y entró un hombre cubierto con una capa negra, parecida a una toga, y seguido de un criado que llevaba una maleta. La dejó este allí, se retiró, y el otro, que era el médico, fue a besar el anillo del Cardenal. —Deseo que examine usted a Monseñor Masterman —dijo el prelado—; pero hágame el favor de guardar absolutamente el secreto respecto al diagnóstico que formule. Diga usted únicamente que le ha hallado algo débil. 47

Fue a levantarse Monseñor; pero el Cardenal le detuvo. —¿Recordáis a este caballero? —le preguntó. Miró el interrogado al médico con vaga mirada y contestó: —En mi vida le había visto antes de ahora. Sonrió el médico con franca e ingenua sonrisa. —Bien, bien, Monseñor —dijo. —Parece tratarse simplemente de un caso de pérdida de la memoria —prosiguió el Cardenal—. Ahora decidle al doctor cómo ocurrió. Se esforzó el enfermo en recordar, cerrando lo ojos para concentrar la atención, y entonces refirió extensamente sus primeras reminiscencias del Hyde Park, con todo lo que después le aconteció. De cuando en cuando, el Padre Jervis le dirigía alguna pregunta, contestada siempre razonablemente y, al fin, el doctor, que, sentado frente nuestro hombre, le miraba de hito en hito, estudiando los menores cambios de expresión del rostro, se recostó en su asiento sonriendo. —Bien, Monseñor. Paréceme que vuestra memoria no anda del todo mal. Hágame el favor, Padre, de dirigirle otra pregunta (y esta es realmente de las de ardua respuesta) respecto a algo que ha ocurrido esta misma tarde. —¿Tenéis presentes los diferentes asuntos de que ha tratado el señor Manners en su discurso? —preguntó el sacerdote con cierto aire de duda. Hizo el interrogado una breve pausa y contestó: —Psicología, religiones comparadas, filosofía de lo evidente, pragmatismo, arte, política, y, finalmente, el poder de recuperar lo perdido. Estos fueron los… —¡Es sorprendente! —exclamó el cura—. Yo mismo no recordaba ya más que cuatro de estos asuntos. —¿Cuándo fue la última vez que visteis al Cardenal? —preguntó de pronto el doctor. —Esta es la primera vez que le veo —balbuceó el enfermo. Se inclinó el Cardenal y golpeándole cariñosamente la rodilla, dijo: —Bien…, no importa. Pues así, doctor… —¿Quiere Su Eminencia tener la bondad de dirigirle otra pregunta sobre algún asunto verdaderamente importante, algo que haya producido en él honda impresión? Se quedó un rato pensando el Cardenal. —Perfectamente —dijo—. ¿Os acordáis del recado que trajo ayer tarde de Windsor el propio mandado expresamente para ello? Movió la cabeza Monseñor con ademán negativo. —Basta —dijo el doctor—. No os esforcéis más. Se levantó de la silla, fue a buscar su maleta y, abriéndola, sacó de ella un instrumento bastante parecido a una máquina fotográfica; pero con todo un manojo de diminutos alambres sumamente flexibles y terminando cada uno por un pequeñísimo disco. —¿Sabéis lo que es esto, Monseñor? —preguntó el médico mientras arreglaba los alambres. —No tengo ni la menor idea de ello. —Bueno, bueno… Ahora, tened la bondad, Monseñor, de desabrocharos el chaleco para que pueda aplicaros este aparato al pecho y a la espalda. 48

—¿Es esto un estetoscopio? —Algo por el estilo. Pero ¿cómo es que conocéis este nombre? Bien, no importa. Vamos a practicar el examen. Colocó el médico el aparato en uno de los extremos de la mesa, cerca del sillón, y luego, con gran rapidez, comenzó a fijar los discos —seguramente por algún procedimiento que producía el vacío— en la cabeza, el pecho y la espalda de nuestro sorprendido paciente. Nada sintió este de particular, como no fuera la vaga sensación de que su piel se había contraído en cada punto de contacto con los discos. —¿Me permite Su Eminencia que baje este transparente?... Así… Continuemos. Se inclinó el doctor sobre la caja cuadrada que había puesto en la mesa y pareció mirar atentamente algo que había en el interior. Permanecieron todos en silencio entretanto. —Bien, ¿y qué? —preguntó al fin el Cardenal. —Perfectamente, Eminencia. El resultado es satisfactorio. El aparato acusa un descoloramiento muy débil; pero esto no es más que lo que ocurre generalmente cuando se trata de individuos de temperamento tan susceptible a las emociones como es el de Monseñor. No hay la menor indicación de algún desarreglo, y desde luego, Monseñor — siguió diciendo mientras miraba fijamente al enfermo, que parecía envuelto en alambres — , desde luego que no existe ni la más remota indicación de algo que se parezca a un estado de locura o de imbecilidad. El hombre desmemoriado respiró con fuerza. —¿Puedo mirar yo también, doctor? —preguntó con voz suave el Cardenal. —Ya lo creo, Eminencia, y hasta Monseñor mismo, si lo desea. La caja fue entregada al enfermo, después que los otros dos la hubieron examinado. —Mucho cuidado con este alambre…, hacedme el favor… Así… —dijo el médico—. Ahora mirad aquí, Monseñor. En el centro de la caja, protegido por diminuto cristal, aparecía una esferita que se dijera que irradiaba luz. Ondas de pálidos colores la teñían a trechos, destacándose principalmente el gris azulado; pero, como si fueran pulsaciones, las atravesaba de cuando en cuando otra oleada de color rojo muy pálido, que iba a bañarlas, desapareciendo después. —Y esto, ¿qué es? —preguntó con voz ronca el enfermo, levantando la cabeza. —Esto, querido Monseñor —contestó con gran solicitud el médico— es el reflejo de vuestro estado psicológico. El instrumento es sencillísimo, aunque, por supuesto, muy delicado. Está construido según el método inventado… —¿Tiene alguna relación con el magnetismo? —Así creo que se le llamaba antes; pero ahora se le conoce con otros muchos nombres. Todo desequilibrio mental ofrece, claro es, un aspecto que pertenece al orden físico, y de aquí que podamos observarlo físicamente. El descubridor de esto fue un fraile, claro está. —Pero…, pero todo ello es sencillamente maravilloso… —Nada hay que no lo sea, Monseñor. De todas suertes, esto causó una verdadera revolución. Vino a ser como el símbolo de los procedimientos modernos en la medicina. 49

—¿Y cuáles son estos? Se rió el doctor y contestó: —La pregunta exige una arguísima respuesta. —Pero… —Vaya, para decirlo en pocas palabras: son todo lo contrario de los procedimientos antiguos. Hace un siglo, cuando enfermaba una persona, lo primero que se hacía era acudir a curar su cuerpo: ahora se empieza por curar su entendimiento. Y se comprende: el entendimiento representa mucho más en el hombre que el cuerpo, según la teología nos ha enseñado siempre. Como consecuencia, cuidando de lo mental… —¡Pero esto no es más que «ciencia cristiana»!12 La interrupción dejó al médico asombrado. El Cardenal intervino diciendo sonriente: —Alude a una antigua herejía que negaba, doctor, la realidad de la materia. No, Monseñor, nosotros no la negamos. La materia es algo completamente real. Lo que hay es que, como el doctor indica, nosotros preferimos atacar la verdadera raíz del mal, antes que sus resultados en el orden físico. Usamos aún drogas; pero solo con el fin de librar al paciente de ciertos síntomas dolorosos. —Esto…, esto parece muy puesto en razón —balbuceó nuestro hombre, maravillado ante la sencillez de la argumentación—. Pero entonces…, entonces, ¿quiere decir con esto Su Eminencia que las enfermedades físicas se sujetan a un tratamiento?... —No quedan ya enfermedades físicas —interrumpió el doctor—. Claro es que existen accidentes y lesiones físicas de carácter externo; pero, en realidad, todo lo demás ha desaparecido. La inmensa mayoría de las enfermedades estaba en la sangre, y cuidando de esta, los tejidos llegan a hacerse inmunes. Además, nuestros descubrimientos respecto a la inervación… —Pero… ¿es que no existen ya enfermedades? —Claro que sí, Monseñor —interrumpió el Cardenal con el mismo aire de paciente indulgencia que podría usar para hablar con un niño—: hay centenares de enfermedades, y desgraciadamente son muy reales; pero pertenecen, casi por completo, al orden mental, o psíquico, como algunos le llaman. Y para cada una de ellas hay especialistas. Los malos hábitos en el ejercicio del pensamiento, por ejemplo, determinan siempre una especie de enfermedad, y hay hospitales destinados a curarla, y hasta asilos que proporcionan el necesario aislamiento. —Perdonadme, Eminencia —dijo el doctor con cierto aire de autoridad—; pero opino que no debiéramos hablar de este asunto con Monseñor. ¿Me permitís una o dos preguntas más? —Usted es quien ha de perdonarme, doctor. Haga usted cuantas preguntas le plazca: no faltaba más. Se sentó de nuevo el médico y dijo: —¿Habéis seguido celebrando la misa diariamente, Monseñor? —No…, no sé —contestó el enfermo. —Sí, doctor —afirmó el Padre Jervis. 50

—Y ¿practicáis la confesión una vez cada semana? —No una, sino dos veces —volvió a decir el mismo sacerdote—. Yo soy su confesor. —Perfectamente —dijo el médico—. Por ahora, al menos esta es mi opinión, yo recomendaría que, por lo general, se limitara esta confesión a una vez cada quince días. En cuanto a la misa puede continuar lo mismo. Después, Monseñor debiera rezar solo la mitad de las devociones acostumbradas o el rosario; pero no ambas cosas diariamente. Y no debiera añadir ningún otro rezo, limitándose, no más, a hacer el examen de conciencia. Si Monseñor y el Padre Jervis no hallan en ello inconveniente, desearía que este examen se sometiera a la aprobación de un sacerdote-médico, por espacio de algunas semanas. El sorprendido enfermo prorrumpió aquí en una exclamación. —¿Qué es eso, Monseñor? —No le entiendo. ¿De qué está usted hablando? Se inclinó el Cardenal e intervino así: —Escuchadme, Monseñor: en casos como el presente, el médico da siempre su opinión. Hasta la frecuentación de los sacramentos ofrece un aspecto mental, y este aspecto ha tomado por base el doctor en cuanto ha dicho; pero la resolución definitiva queda por completo reservada al paciente y a su confesor, o bien ambos pueden consultar, antes de adoptarla, a un sacerdote-médico. Solo el investido de órdenes sacerdotales puede decidir, en último término, las relaciones existentes entre el estado de gracia producido por los sacramentos y el efecto de reacción que pueden producir sobre la mente. El doctor, que es seglar, solo recomienda lo que cree oportuno. ¿Quedáis satisfecho con esta explicación? Nuestro hombre movió la cabeza afirmativamente. La cosa parecía sencillísima, formulada de aquel modo. —Por lo demás —continuó el médico con cierto aire digno y grave—, ordeno un cambio completo de escenario, cuando menos por espacio de quince días, si no se hace preciso el aumentarlos. Si el informe del médicoeclesiástico, al cual debe remitirse el examen de que he hablado, no resulta satisfactorio, entonces necesitaremos algún tiempo mayor del que acabo de indicar. El enfermo ha de cuidar de no entregarse a trabajos que no le inspiren una honesta atracción. —¿Puede viajar esta misma noche? —preguntó el Cardenal. —Cuanto antes mejor —contestó el médico levantándose. —Y ¿qué es lo que tengo? —preguntó el enfermo con voz enronquecida. —Es algo como un pequeño estallido mental; pero no ha afectado el mecanismo del cerebro. No hay, como ya he dicho, ni rastro de demencia o de desequilibrio. No puedo garantizar que el daño sufrido haya de quedar totalmente reparado; pero los defectos que puedan subsistir como consecuencia de él son de fácil remedio con el estudio. Sencillamente depende de vos mismo, Monseñor, la fecha en que volváis a ocupar aquí vuestro puesto. En cuanto hayáis aprendido la buena marcha del oficio podréis dedicaros a él como antes. Aplazo para dentro de quince días, lo más tarde, el parte del estado de vuestra enfermedad. Buenos días, Eminencia. 51

II Las doce y media de la noche marcaban los relojes de Londres cuando los dos sacerdotes se hallaban ya de pie en la plataforma cubierta del volador, esperando el momento de la partida. Para Monseñor, lo que le ocurría era sencillamente abrumador. Apenas veía algo que no le pareciera por completo nuevo e inesperado. Desde el sitio en que se hallaba, sobre la cubierta superior de la nave aérea, empuñando la barandilla de hierro, su mirada abarcaba una ciudad llena de luz, encantadora como país de hadas. Ni una chimenea se elevaba allí (porque, según le decían, las últimas desaparecieron más de cincuenta años atrás); pero agujas, torres y pináculos se elevaban ante él como en sueños, brillando contra el oscuro cielo, alumbrados por el suave resplandor de las calles, allá en el fondo. A la derecha, a menos de cien metros, se elevaba la torre de San Eduardo, cuyo color se había atenuado hasta adquirir el de un anaranjado pálido por la acción del tiempo, es decir, por la de tres cuartos de siglo transcurridos; a la izquierda, un montón de edificios de estilo arquitectónico que él no entendía, pero que le admiraba en extremo; en frente, la gran masa del palacio de Buckingham, del mismo modo en que estaba acostumbrado a verlo. La plataforma de la nave aérea en que se hallaba él formaba como un dique flotante, lo menos a noventa metros de altura sobre las calles. Había examinado nuestro hombre toda la nave, de proa a popa, y hallando que no le era del todo desconocido lo que veía, se propuso examinarlo con más detenimiento. No había globo que sostuviera al aparato, bien lo notó, aunque él mismo no pudiera explicarse desde cuándo tenía idea de que los globos eran de uso corriente en tales casos; pero es que le parecía que las naves aéreas traían a su mente aquella vaga reminiscencia, mucho más pronto que la de automóviles y hasta de trenes. Una o dos horas antes, discutiendo con su acompañante si el viaje se haría en ferrocarril o en barco, recibió la respuesta de que tales medios de locomoción habían caído ya en desuso, como no fuera para cortas excursiones. Así, pues, continuaba de pie en su sitio y escudriñándolo todo con la mirada. Reinaba allí casi completo silencio; pero prestaba él atento oído y con gran curiosidad a un extraño rumor que llenaba los aires de cuando en cuando, creciendo o debilitándose, como el zumbar de una colmena. De momento creyó que lo producía la maquinaria que funcionaba en la nave; pero pronto notó que no era más que el sordo ruido que se elevaba de las calles que allá abajo quedaban, y entonces observó también, por primera vez, que los peatones brillaban allí por su ausencia, casi en absoluto, y que, en realidad, cada calle, al menos por lo que él podía juzgar desde la altura en que estaba colocado, se hallaba enteramente ocupada por toda clase de vehículos en continuo movimiento. A su paso hacían sonar suavemente bocinas; pero ni una luz llevaban, por resultar innecesarias estas en medio de la gran claridad que llenaba la vía pública, como si estuviera en pleno día; y todo aquel derroche de luz parecía proceder de los aleros de las casas apiñadas a uno y otro lado. Tal sistema de iluminación producía el efecto curiosísimo de dar a la ciudad la apariencia de que se la viera a través de una capa de agua o de un cristal. No 52

podía imaginarse cuadro más hermoso y acabado que todo aquello, moviéndose ordenadamente dentro de sus límites, como si fuera un ingenioso y perfecto mecanismo. Se volvió el que miraba, al sentir que alguien le tocaba el brazo. —¿No os gustaría ver la salida? —dijo el anciano sacerdote—. Llevamos algo de retraso esta noche. Los correos que vienen del campo no han llegado hasta hace un momento; pero saldremos en seguida. Venid conmigo. La cubierta superior de la nave aérea presentaba, al abandonarla ambos personajes, un aspecto extremadamente agradable y tranquilo. De proa a popa se extendía limpia y desembarazada, destacándose en ella, sin embargo, algunos grupos de mesas y de sillas, fijas todas sobre el suelo y ofreciendo cómodo pretexto para que se reunieran allí algunas docenas de personas. No había chimeneas ni puente que la interrumpieran, privando poco ni mucho de la hermosa vista que desde allí se disfrutaba. El conjunto estaba iluminado por el mismo sistema empleado en las calles, pues todos los bordes de las paredes transparentes, que resguardaban del viento a los pasajeros, despedían un resplandor potente y siempre igual, que procedía de invisibles focos de luz. En el centro mismo de la cubierta se alzaba, no obstante, una barandilla baja que protegía la entrada de una escalera, y por el hueco de ella miraron los dos sacerdotes. —¿Queréis que os explique algo de todo esto? —preguntó el más anciano, sonriendo—. Este es el último modelo. No lleva de servicio más que pocos meses. Asintió el otro diciendo: —Cuéntemelo usted todo. —Bueno. Mirad hacia abajo, más allá del segundo tramo de la escalera. El primero conduce a la cubierta de segunda clase, y el que está debajo a la porción de la nave destinada a los que en ella trabajan. ¿Veis, allá en medio, destacándose entre la luz, la cabeza de un hombre? Sí, allá abajo… Pues bien, es el primer maquinista. Está instalado en un compartimento de cristal, y desde él puede mirar en todas direcciones. Los aparatos del gas los tiene delante de él, y… —Permítame, un momento… ¿Qué mueve esta nave? ¿Es una fuerza más ligera que el aire, o qué? —Mirad: todo el conjunto de este armazón es hueco. Todo lo que veis, hasta las mesas y las sillas, está construido de metal, de un metal que, generalmente, se llama aerolito. Es casi tan delgado como el papel y mucho más fuerte que el acero. Pues bien: todo este armazón de la nave es lo que sustituye a los antiguos globos. Tiene, entre otras ventajas, la de ser mucho más seguro, porque se halla dividido en miles y miles de compartimientos que se cierran automáticamente, de modo que aunque se produzcan grietas en algún sitio no afectan para nada al conjunto. Cuando la nave no trabaja, como ahora ocurre, no hay, sencillamente, en todos esos tubos, más que aire; pero poco antes de partir se inyecta en ellos, desde el depósito que existe en la parte inferior, el más volátil de cuantos gases se han inventado… —¿Cómo se llama? —No recuerdo su verdadero nombre; pero generalmente se le designa con el de aerolina. 53

Como digo, se introduce este, hasta que el peso específico de todo el conjunto del aparato, incluso los pasajeros que en él van, es, lo más aproximadamente posible, igual al peso específico del aire. —Ya comprendo… Pero ¡Señor, qué cosa más sencilla! —Pues lo demás se verifica todo por medio de planos y de hélices que pone en movimiento la electricidad. La cola de esta especie de barco es de reciente invención. Ya la veréis en cuanto estemos en marcha. Es ni más ni menos que la cola de un pájaro, y se contrae y se abre en todas las direcciones. Además de esto hay dos alas, una a cada lado, que pueden usarse, si es necesario, como propulsores en caso de que las hélices se inutilicen. Pero, generalmente, no sirven más que para ayudar a deslizarse y evitar el balanceo. Como podéis ver, excepto en el caso de un choque, todo accidente desgraciado resultaría casi imposible. Si algo falla, siempre hay algo más preparado para sustituirlo. Tomando las cosas por el peor lado, lo único que puede sucedernos es que nos hagan correr un poco más de la cuenta. —Pues entonces esto es exactamente lo mismo que un pájaro. —Claro está, Monseñor —dijo el sacerdote guiñando un ojo maliciosamente—: no íbamos nosotros a enmendarle la plana a Dios Todopoderoso. Somos nosotros muy poca cosa para ello. Mirad: esa es ya la señal de partida. Vamos a salir. Venid hacia el lado de proa. Desde allí lo veremos todo mejor. Terminaba la cubierta superior en una barandilla, debajo de la cual se adelantaba, a la altura de la cubierta inferior, la proa de la nave. Sobre aquella, en una especie de cuartito cuyo techo y paredes eran de cristal durísimo, iba de pie el timonel, entre varias ruedas que había de manejar. Pero estas no se parecían a nada que ni en sueños pudiera imaginar nuestro sorprendido viajero. En primer lugar, no medían más que unas seis pulgadas de diámetro, y en segundo, se hallaban dispuestas como las teclas de un piano, con los cantos hacia el hombre, y formando el conjunto como un semicírculo cuyo centro era él. —Las que están a derecha e izquierda —explicó el sacerdote—, dirigen los planos situados a cada lado; las de enfrente y hacia la izquierda, sirven para el gobierno de las máquinas y para suministrar el gas, mientras que las otras que están más hacia la derecha son para el manejo de la cola del barco. Mirad: ahora mismo lo veréis. Vamos a partir. En aquel momento se oyeron, viniendo de la parte inferior del aparato, tres campanadas, a las que siguió pronto otra, después de una pausa. Se aprestó al trabajo el timonel en cuanto oyó la primera, y al llegar a la cuarta se inclinó de pronto sobre aquella especie de teclado, como músico que se pusiera a tocar un piano. En los primeros instantes, sintió Monseñor un ligero movimiento acompañado de balanceo que, al cabo de poco rato, le produjo la impresión de que algo le oprimía las sienes; pero esta fue la única sensación de que se dio cuenta. Al cabo, hasta ella desapareció, y al mirar de nuevo al timonel, que había vuelto a erguirse, fijó los ojos por casualidad en el borde de la nave y en lo que por encima de él se divisaba. —¡Mire usted! —exclamó—. ¿Qué ha sucedido? —Es que estamos ya en marcha —contestó el cura con gran tranquilidad. 54

A sus pies y a uno y otro lado se extendía la ciudad iluminada, ofreciendo, a vista de pájaro, el más estupendo e ilimitado espectáculo, y separada de ellos por lo que parecía un inconmensurable abismo. Desde la altura enorme a la cual se habían remontado, la ciudad aparecía como un complicado mapa sin relieves, en que los manchones de color eran todos oscuros y las líneas divisorias como ríos de mortecino fuego. Se prolongaban estas hacia el horizonte en todas direcciones, atenuándose la luz en los extremos hasta convertirse en luminosa neblina; pero, al mirar frente a él el sorprendido observador, se percató de que, al deslizarse en el aire, se le iban acercando en línea recta dos grandes manchas oscuras, divididas por un arroyo de luz que las atravesaba. —¿Qué es esto? ¿Qué es esto? —balbuceó. No pareció notar su agitación el cura, y pasándole suavemente la mano por el tembloroso hombro, contestó: —Todo el camino está ahora sembrado de casas hasta llegar a Brighton, como es natural, y nosotros seguimos ahora en línea recta esta ruta. Creo que recogeremos algunos pasajeros en Brighton mismo. Se oyeron pasos detrás de los interlocutores. —Buenas noches, Monseñor —dijo una voz—. Está el tiempo hermosísimo. Se volvió el prelado, dando muestras de la mayor confusión, y vio a un hombre vestido de uniforme y saludándole con gran deferencia. —¡Hola capitán! —dijo el cura—. ¿De modo que viajamos con usted? —Así es, Padre. Esta semana presta servicio el Miguel. —Es para mí maravilloso… —comenzó a decir Monseñor, aunque pronto se vio contenido por un enérgico apretón en el brazo—; es para mí maravilloso —continuó más débilmente—, al ver la perfecta organización de esto. Sonrió el capitán. —Sí, no está mal —dijo—. El Miguel sale la primera semana de cada mes; el Gabriel, la segunda, y así sucesivamente. —Pues entonces… —¿Qué? —interrumpió el Padre Jervis—. ¿Que de quién fue la idea de ponerles nombres de arcángeles? No lo recuerdo. —¡Ah! Pues, para mí, esto es como hablarme de historia antigua, Padre… Perdón, Monseñor: creo que me ha llamado la campana. Dio media vuelta el capitán, saludó de nuevo y desapareció. —Pero ¿quiere usted decir?... —continuó Monseñor. —Pues ¡claro está! Todo se halla ahora montado así. Ya comprenderéis que nosotros somos muy prácticos, y es la cosa más natural del mundo, si bien se mira, que pongamos nuestras líneas de voladores bajo la advocación de los ángeles. Desde hace cincuenta años, cada día hemos ido siendo más amantes de lo que es de sentido común… Y, a propósito, Monseñor, habéis de tener mucho cuidado en no descubrir vuestro secreto. Lo mejor sería que no hicierais muchas preguntas a nadie, como no sea a mí. Cambió entonces de asunto Monseñor. —¿Cuándo llegaremos a París? —preguntó. 55

—Algo tarde, me parece, como no cuiden de recuperar lo perdido. Deberíamos llegar a las tres. ¡Mientras no nos atrasemos de nuevo en Brighton! A veces, en las noches en que sopla el viento… —El tener que descender y volverse a elevar supongo que llevará cierto tiempo. Se rió el cura al oír esto. —En mitad del camino —dijo—, nunca descendemos. Es el lanchón alijador el que viene hacia nosotros. Probablemente estará ya ahora a punto de salir. No hay de aquí a allá más de diez minutos. Apretó el otro los labios y quedó en silencio. De pronto, a lo lejos, hacia el Sur, bajo el cielo estrellado, aquella senda de luz que parecían ir siguiendo, se dijera que se abría, nuevamente y de inesperado modo, en otra vasta extensión luminosa. Mas, al acercarse a ella, vieron que terminaba repentinamente, cortada por una larga curva en la que la oscuridad era casi absoluta. —Brighton…, el mar… Y allá está el alijador, esperándonos ya. No le fue fácil al prelado ver este último, por impedírselo el mismo deslumbrante resplandor que salía de lo hondo; pero un momento después, al abalanzarse ellos en una dirección, vieron que se elevaba aquél repentinamente, enorme e inundado de luz, la cual se destacaba sobre el fondo oscuro del mar. Le pareció a nuestro hombre algo como una plataforma flotante con rebordes de fuego, y observó también, sin que acertara a comprenderlo, que debajo había unas líneas perpendiculares, de vacilante luz, que iban a perderse en aquel vago resplandor de incendio, allá a cerca de cien metros de la plataforma. —¿Cómo está construido esto? —preguntó. —Es una plataforma que lleva dentro, por supuesto, aerolina. Se desliza por una especie de guías que suben perpendicularmente de otro piso inferior, y mantiene su estabilidad por medio de hélices. Luego la veréis bajar, cuando hayamos vuelto a alejarnos nosotros. Venid hacia el lado de popa: desde allí se ve mejor. Al llegar al otro extremo de la nave aérea, esta había ido diminuyendo su velocidad hasta quedarse casi inmóvil, y cuando Monseñor estuvo en disposición de observar de nuevo lo que ocurría, vio que, por encima de una especie de meseta que sobresalía del lado del estribor, penetraba deslizándose el extremo de la enorme plataforma que había visto, hacía poco, a media milla de distancia. Durante unos instantes se balanceó indecisa; luego se produjo una ligera sacudida, y en seguida se oyeron voces y ruido de pasos. —Han quedado echados los puentes, —observó el cura—. En la cubierta inferior, ¡claro! Lo han hecho rápidamente, ¿verdad? Con ojos desmesuradamente abiertos se quedó mirando el prelado, ya la inmóvil plataforma que colgaba a un lado del aparato, ya el abismo que se abría a sus pies, sembrando, al fondo, de mágica constelación de luces semejantes a estrellas o a nebulosas. Parecía imposible imaginar desde allí que aquella especie de estación flotante no se hallara al nivel normal de las demás cosas, y comprender que la Tierra no fuera como un cuerpo extraño que la acompañara. A poco, subieron a cubierta cerca de una docena de personas, llevando ropas de abrigo y conversando. No entendía él que 56

pudieran hacer esto último tan tranquila y ordenadamente. Dos de ellos hasta discutían en voz baja… No habían pasado aún cinco minutos que ya sonaban nuevamente las tres campanadas de antes, y sin dar tiempo a que sonara la cuarta, cayó de pronto, como piedra en las profundidades de un pozo, la inmensa plataforma antes inmóvil, que él acababa de imaginar tan sólida como la Tierra, desde la cual se había elevado. Fue bajando, bajando, con suave balanceo, y disminuyendo paulatinamente, en apariencia, de volumen; pero antes de que cesara este movimiento sonó la cuarta campanada, y tuvo él que agarrarse con fuerza a la barandilla para conservar el equilibrio, ya que la nave aérea en que se hallaba volvía a elevarse con tal rapidez que le mareaba. Un momento después, al mirar por el borde del aparato, vio que se habían internado ya mucho en la negra mancha que formaba el mar. —Me parece que podíamos bajar ya a la otra cubierta —dijo el cura a su lado. El descenso por la escalera no ofrecía la menor dificultad, ya que siendo la noche tranquila, sin viento, no se notaba allí ni la menor oscilación. Ambos bajaron fácilmente y comenzaron a examinar la cubierta inferior de la nave. Había en ella muchos más pasajeros que en la otra, estando por completo ocupada la larga hilera de asientos con almohadillas que se extendían bajo las enormes ventanas corridas. En el centro y hacia el lado de la popa, había un mostrador para la venta de bebidas, frente al cual, cosa de un par de docenas de hombres estaban de pie tomando un refresco. Delante de la escalera a cuyo lado se hallaban y en la que habían visto antes asomarse la cabeza del maquinista, la cubierta quedaba cerrada como por una línea de camarotes. —¿Queréis ver el oratorio? —preguntó el Padre Jervis. —¿El qué? —El oratorio. Los barcos aéreos destinados a largos viajes y que tienen capellán propio llevan, por supuesto, el Santísimo Sacramento; pero en líneas como esta, para los viajes por el Continente, no hay más que un oratorio pequeño. Incapaz de decir ni una palabra, siguió Monseñor al cura por el corredor central que se extendía frente a ellos y, tras pesados cortinones, apareció a su sorprendida mirada un altarcillo, con una lámpara pendiente ante el mismo y una imagen de San Miguel. —¡Es sorprendente! —murmuró el Prelado, observando a un hombre y a una mujer que estaban allí rezando. —Es no más que de sentido común, ¿verdad? —dijo, sonriendo, el cura—. La costumbre empezó hace poco más o menos cien años. —¡No puede ser! —¡Tal como lo digo! Debo este dato a uno de los libritos-guías que dan a los pasajeros en estas naves. La llamada Gran Compañía Occidental tenía colocadas en los salones de sus buques imágenes en mosaico de los santos cuyos nombres llevaban aquellos. Y también a sus locomotoras daba nombres de santos. Pensándolo bien, todo esto era, al fin y al cabo, de sentido común. —¿Son ahora estas líneas, y las de ferrocarril y demás, propiedad del Estado? Supongo 57

que sí. Movió el otro la cabeza negativamente y contestó: —Eso se había probado bajo la influencia del socialismo. Fue una de sus menores equivocaciones. Siempre pudo observarse que en cuanto cesa la competencia cesa también el esfuerzo. Ello es, al fin y al cabo, consecuencia de la misma naturaleza humana. Los socialistas lo olvidaron. No: nosotros favorecemos las iniciativas privadas todo lo posible, bajo ciertos límites que al Estado incumbe fijar. Hubo aquí una pausa, durante la cual salieron ambos del oratorio. —¿Queréis acostaros un poco? No llegaremos hasta las tres. El Cardenal ha encargado que nos tengan aquí reservada una habitación. Indicó entonces uno de los camarotes en que se veía una tarjeta con su nombre. —Sí, me parece que sí —contestó Monseñor después de un momento—. Tengo infinidad de cosas que pensar. Aunque intentara dormir, le fue, sin embargo, imposible. Se quitó los zapatos, adornados con grandes hebillas, y se preparó a calmar un poco el tropel de sus ideas; pero se agitaban estas siempre como un continuo torbellino. Se sentó un momento, retiró la cortina de la ventanilla y miró hacia fuera. Poco podía verse; mas al notar como un lago de dulce claridad que se deslizaba a profundidad incalculable, comprendió que habían dejado ya atrás el mar y que pasaban por encima de las tierras de Francia. Extendió su mirada a lo lejos durante largo rato, mezclando en el entendimiento ideas con vagas conjeturas, empeñándose en hallar algún destello en su memoria que le permitiera explicarse cuanto de inusitado le ocurría; pero ni uno vino en su auxilio. Era como niño dotado del cerebro de un hombre y que se viera de pronto hundido en un nuevo orden de la vida en que todo se verificaba al revés de lo acostumbrado, siendo, a pesar de ello, de naturalidad sorprendente, de sencillez tal que acababa de confundirle. Verdad era la religión cristiana en todo, hasta en sus arcángeles que gozan de la presencia de Dios y rigen las ocultas fuerzas del aire. El sacerdocio era realmente un sacerdocio; el Santísimo Sacramento era Dios hecho hombre y habitando entre los hombres. Siendo así, ¿qué tenía de extraño que reconociera el mundo estos hechos y obrara en consecuencia; que saludaran los hombres al sacerdote de Dios como a su representante activo sobre la Tierra; que los barcos aéreos —que ellos mismos no eran más que imitación de las gaviotas, hasta en lo de tener huecas las plumas— llevaran el Santísimo Sacramento al emprender largos viajes, para que los fieles no se vieran privados de su eucarístico pan de cada día; y hasta que se elevaran a bordo altares en honor de aquellas fuerzas o poderes bajo cuya protección se habían puesto los mismos pasajeros? Era curioso también, pensó nuestro hombre, que precisamente los que más rigurosos se mostraban en el cumplimiento de los derechos divinos fueran también los que más atendían a los derechos de la humanidad. Resultaba bien significativo que fuesen los católicos los más conocedores de la pasión de lucha que existe en los hombres, y contaran con ella, mientras que los socialistas la olvidaban y debían a ese olvido su fracaso. Así, aquel pobre hombre desconcertado ante el espectáculo de las más sencillas cosas, 58

continuó sentado escuchando distraídamente el recio fragor del viento, al pasar la nave aérea; las voces de los que hablaban, en tono natural y corriente, y que él oía a través del techo colocado a poca distancia de su cabeza; pasos de cuando en cuando, y una o dos veces el tañido de una campana al comunicar el timonel órdenes a alguno de sus subordinados. Allí estaba, él en persona: Juan Masterman, Prelado Doméstico de Su Santidad, Gregorio XIX; Secretario de Su Eminencia el Cardenal Gabriel Bellairs, y sacerdote de la Santa Iglesia romana; allí estaba, esforzándose en comprender el hecho de que viajaba por los aires, en dirección a la corte del rey católico de Francia, y el de que todo el mundo civilizado, podía decirse, creía y ponía en práctica la fe que él mismo profesaba y enseñaba a los demás. Unos golpecillos dados en la puerta le sacaron, al fin, de su ensimismamiento. —Es hora ya de levantarse, Monseñor —dijo el Padre Jervis, entreabriendo—. Llegamos a Saint-Germain.

CAPÍTULO IV I —Explíqueme usted algo acerca de los trajes que aquí se usan —dijo Monseñor, al salir a la mañana siguiente, con el cura, de sus habitaciones en Versalles, después de almorzar, para dirigirse a hacer las visitas que les imponían sus cartas de recomendación—. Parecen esos trajes bastante raros. Se hallaban aquellas habitaciones situadas en uno de los grandes palacios edificados a ambos lados del ancho paseo que conduce en línea recta desde las puertas del Palacio Real hasta París. Ellos habían llegado en carruaje desde Saint-Germain, siendo recibidos con gran respeto por el propietario de la casa, el cual, a lo que podía colegirse, tenía ya instrucciones especiales del Cardenal inglés para aquel caso. Inmediatamente fueron conducidos a una serie de habitaciones decoradas según el estilo del siglo XVIII, y que consistían en dos dormitorios para su uso, en comunicación con una sala en el centro y un oratorio. En cuanto a los dos criados que con ellos llevaban, fueron alojados hacia el otro lado del rellano que formaba la escalera. —¿Raros os parecen esos trajes? —preguntó sonriendo el Padre Jervis—. ¿No los halláis muy atractivos? —Sí, mucho, pero… —Tened en cuenta lo que es hijo de la humana naturaleza, Monseñor. Después de todo, solo un exagerado sentimiento de amor propio podía conducir a los hombres a pensar que para nada necesitaban cierta belleza exterior. Mucho más sencillo y natural es, por lo contrario, el mostrarse amante de la belleza. Al fin y al cabo, hasta los niños hacen eso mismo. —Sí, sí, a la vista está… me parece. Pero no es esto solo lo que quise yo decir. Varias veces estuve a punto de preguntárselo ayer, aunque siempre alguna de las maravillas que 59

he visto vino a distraerme —dijo el Prelado acompañando sus palabras con una sonrisa —. Resultan todos estos trajes extraordinariamente pintorescos, claro está; pero me parece indudable que algo significa cada uno de ellos. —Por supuesto que sí. Y, por mi parte, no acierto a comprender cómo en ningún tiempo pudo la gente prescindir de este sistema. Parece que hace un siglo, o menos, todo el mundo se esforzaba en vestir de modo semejante, uniforme. ¿Cómo había de ser así posible que supieran las gentes, desde el primer momento, quién era la persona con quien estaban hablando? —Presumo yo…, presumo que esto se hacía deliberadamente —murmuró el Prelado—. Sin duda muchos andaban como avergonzados de su oficio, y pretendían que se les tomara simplemente por caballeros. Se encogió de hombros el Padre Jervis. —Pues, señor, no lo entiendo —contestó—. Si un hombre ha de manifestarse avergonzado de su oficio, ¿por qué se dedica a él? —Se me ocurre una idea —dijo animadamente Monseñor—. Tal vez las nuevas enseñanzas respecto a la vocación son las que han cambiado así las cosas. Desde el momento en que alguien llega a convencerse de que el seguir su vocación es lo más honroso para él que puede hacer, supongo también… Pero ¡oiga! ¿Quién es aquel hombre que allí pasa? —exclamó de pronto, interrumpiéndose, nuestro Prelado—. Aquel, vestido de azul y con divisa… Una figura colosal cruzaba la calle, precisamente enfrente de ellos. Llevaba una capa corta, azul y muy holgada, con distintivo de plata sobre el lado izquierdo del pecho; casquete del mismo color y en el cual se repetía la divisa; túnica que ocupaba la abertura delantera de la capa; y por debajo de esta aparecían unas piernas enormes, enfundadas en medias azules, y unos zapatos. —¡Ah! ¿Ese? Es un gran hombre —dijo el cura—. Por supuesto, un carnicero… —¿Un carnicero? —Sí, bien se echa de ver que lo es… El color azul, por un lado, y el corte del vestido… Esperad un momento. Veremos en seguida su divisa. Pasó el hombre y saludó con el mayor respeto, correspondiendo a su saludo con igual deferencia los dos eclesiásticos, que levantaron la mano hasta la altura de sus sombreros de anchas alas. —Sí, es una persona de alto rango —dijo en voz baja el cura—. Es, cuando menos, uno de los miembros del Consejo Nacional de los Gremios. —Pero ¿quiere usted decir que este hombre ejerce él mismo de matarife? —Ahora no, claro está; pero por ahí empezó, y se ha ido elevando. Probablemente representa a su gremio en la Asamblea General. —¿Están todos los oficios agrupados en gremios y cuentan todos con representantes propios en la Asamblea? —¡Ya lo creo que sí! ¿Cómo, si no, podría tenerse la seguridad de que se hacía justicia al gremio? Si todos los ciudadanos votaran solo como tales ciudadanos, lo que ocurriría sencillamente es que no existiría en absoluto verdadera y natural representación. Mirad: 60

allá va un platero… Probablemente el Rey le habrá concedido audiencia. Y ese que va con él es uno de sus oficiales. Un carruaje abierto pasaba entonces junto a ellos, conduciendo a dos hombres vestidos con ropajes de color metálico verdaderamente hermoso. Iban ambos sentados y usaban gorras parecidas; pero la de uno de ellos se diferenciaba de la otra por ostentar cierta divisa. —¿Y las mujeres? No veo que sus vestidos estén sujetos a un patrón determinado. —¡Ah! Pues existe; aunque sea más difícil el notarlo de momento. Gozan, en esto, de mucha mayor libertad que los hombres; pero, por regla general, en cada mujer predomina el uso de un color, que es el adoptado por el jefe de la familia, y todas, por supuesto, llevan distintivos especiales. Excusado es decir que existen leyes suntuarias. —Nunca lo hubiera imaginado. —Entendámonos: no existen por lo que respecta a precios o materiales empleados, no; pero sí respecto a tamaños. Hay ciertos límites infranqueables dentro de los cuales deben encauzarse las modas. Es lo mismo que ocurre en todas las clases de comercio y en las profesiones, como ya os dije ayer. Nosotros ayudamos al individuo a mostrarse lo más individualista posible; pero le fijamos límites muy anchos que no debe traspasar. Eso sí: estos límites tienen carácter imperativo. Tendemos siempre a desarrollar por igual los dos puntos extremos: la libertad y la ley. Ya estábamos hastiados del término medio, o sea, de la medianía proporcional, que nos había impuesto el socialismo. —Pero ¿quiere usted decir que las gentes se someten a todo esto? —¿Someterse?... ¿Cómo? Pues si salta a la vista de todos que esto es sencillamente humano, además de ser muy conveniente en la práctica. Claro que en Alemania aún están luchando por lo que ellos llaman libertad; pero el resultado que obtienen es vivir en pleno caos. —¿Y es posible que no existan envidias o rivalidades entre los distintos ramos del comercio? —Cuando menos no en el sentido social, aunque sí existan tremendas competencias. Hay que notar que, del Rey abajo, todo individuo ha de estar clasificado en algún comercio. Claro que solo los que lo ejercen llevan el traje completo que, según aquél sea, les corresponde; pero hasta los duques vienen obligados a usar los distintivos que les están señalados. Es una cosa sencillísima, ¿comprendéis?13 —Cíteme usted algún duque que sea carnicero. —¿Carnicero? No recuerdo ninguno en este momento… Pero el duque de Southminster es panadero. Guardó silencio Monseñor; mas, realmente, todo aquello le iba pareciendo naturalísimo. Llegaban ambos interlocutores a la puerta de la verja del enorme y magnífico palacio de Versalles, que guardaban centinelas, y más allá de la gran capa de arena gruesa que cubría el suelo y sobre la cual comenzaban a andar, se elevaban millares de ventanas, de pináculos y de muros, tras los cuales habitaban de nuevo los reyes de Francia, lo mismo que dos siglos atrás. En lo alto, destacándose contra el bello cielo estival, ondeaba el estandarte de la monarquía, y las flores de lis francesas, que nuevamente lucían sobre 61

fondo azul, indicaban que el Rey se hallaba en su residencia. Hasta, al mirarla, les pareció que la bandera se agitaba un poco y, simultáneamente, una campana sonó bajo un pórtico, como a doscientos metros de distancia, llamando la atención del Padre Jervis, e impulsándole a pararse de pronto. —Debiéramos echarnos a un lado —dijo—. Estamos en mitad del paso. —¿Qué ocurre? —Alguien sale. Mirad. En efecto: de entre las sombras del interior surgió a plena luz del sol, lanzando vivos destellos plateados, un grupo de coraceros que evolucionó rápidamente, formó en filas y se adelantó a medio galope. Dos heraldos iban al frente, y el penetrante sonido de una trompeta atronó el espacio, siendo recogido y devuelto su eco por los innumerables muros del palacio. A continuación no vio Monseñor más, desde el sitio en que le había hecho colocarse el Padre Jervis, que infinidad de caballos blancos pasando rápidamente, y una serie de chispazos de oro. Lanzó una ojeada a las puertas que acababan de atravesar, y vio allí, como brotada de la tierra, una muchedumbre que se agrupaba respetuosamente a cada lado de la avenida para contemplar a su Soberano. Monseñor reflexionó entonces que por esta gran avenida que conducía a París habían pasado, también, las mujeres que en otros tiempos emprendieron una aterradora marcha para llegar hasta la Reina que las gobernaba. Mirando de nuevo hacia atrás, notó que los heraldos se acercaban, resonando tras ellos el ruido del galope. Pero a continuación, y como rodeada de niebla, venía, conducida por blancos caballos, la gran carroza dorada, con ventanillas resguardadas por cristales y adornada con la corona de Francia. Iban sentados en el coche dos hombres, que saludaban maquinalmente a medida que aquél avanzaba, uno pequeño de cuerpo, joven, vivaracho y de puntiaguda barba negra; rubio el otro, de colorado rostro y completamente afeitado. Ambos vestían amplios ropajes en que predominaban el color rojo y el oro, usando sombreros de anchas alas, de forma semejante a la que es característica en los de los sacerdotes. A poco, transpuso el carruaje las altas rejas doradas, y una nube de polvo, levantada en torno por el galopar de los caballos, envolvió hasta a los dos coraceros que cerraban la escolta. Al dar la vuelta ambos personajes anteriormente descritos, se arrió la bandera que flotaba en lo alto del edificio. —El Rey y el Emperador de Alemania —dijo el Padre Jervis, cubriendo nuevamente su cabeza, que acababa de descubrir—. Ahí tenéis el reverso de la medalla. —No le entiendo a usted. —Pues quiero decir con esto que nosotros tratamos a los reyes como reyes —añadió el Padre sonriendo—, pero, al mismo tiempo, impulsamos a nuestros carniceros a que se consideren realmente tales y se enorgullezcan de serlo. Esto es juntar la Ley y la Libertad, como podéis ver. Absoluta disciplina de un lado, y cultivo del individualismo, del otro: no el republicano puchero, en que todo tiene el mismo gusto.

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II Algunos minutos de antesala transcurrieron antes de que pudieran presentar nuestros viajeros las cartas de que iban provistos, pues el empleado que debía recibirlas estaba ocupado en otros asuntos, y entretanto, aprovechó el tiempo el Padre Jervis en recordar los nombres e historia de tres o cuatro personajes importantes, con los cuales sería fácil que tuvieran que hablar. Ya durante el almuerzo había aludido a ellos, describiéndolos a la ligera. De tres, especialmente, debía estar bien enterado Monseñor. En primer lugar, del Rey, y así volvió a explicar detenidamente la interesantísima reacción que, después de haberse visto humillada Francia en la guerra de 1914 —lógico resultado del conflicto entre un republicanismo gastado, hasta llegar al nivel de lo mediocre, y una monarquía real y viva —, colocó en el trono al padre del Monarca actual, que era indudablemente el legítimo heredero de la Corona. Solo dos años habían transcurrido desde la muerte de aquél, acaecida cuando el Delfín, que fue elevado al solio, tenía dieciocho años. El Rey actual se conservaba aún soltero, pero, según rumores, iba a casarse por amor con una princesa española. Era él un Rey algo muchacho, al parecer; pero representaba el regio papel que le había tocado en suerte con íntima fruición y con dignidad, habiendo restablecido con gran contento de aquel pueblo, esencialmente romántico e imaginativo, la mayor parte de las glorias de la Corte del siglo XVIII, suprimiendo los escándalos de aquella. En verdad que Francia volvía ahora a sus viejos tiempos caballerescos y, como consecuencia, a su antiguo poderío. La segunda persona de quien debía estar enterado Monseñor era el Cardenal Arzobispo de París, el Cardenal Guinet, un eclesiástico muy anciano ya, que gozaba de altísima consideración en la Iglesia, y que, en verdad, hubiera sido ya elegido Papa, en la última vacante, a no ser por su edad harto avanzada. Era hombre dedicado a la vida intelectual, al parecer, y, entre otras cosas, se le consideraba como uno de los primeros físicos de Europa. Había recibido las Sagradas Órdenes en edad relativamente madura. La tercera de las personas mencionadas era el Secretario del Arzobispo, Monseñor Allet, hombre de gran porvenir y excelente diplomático. De otros dos o tres podía hablarse también; pero se contentó el Padre Jervis con poco más que citar sus respectivos nombres. El hermano del Rey, por ejemplo, presunto heredero de la Corona, vivía casi en completa reclusión, viéndosele bien pocas veces en la Corte. En cuanto al Emperador de Alemania, parecía ya saber Monseñor todo lo necesario. De pronto, en medio de esta exposición de datos y noticias, se abrió una puerta y entró precipitadamente en la antesala un sacerdote, teniendo amistosamente ambas manos y pronunciando, en latín, un verdadero torrente de palabras excusándose. 63

—Monseñor Allet —dijo en voz baja el Padre Jervis al verle. Se puso en pie con aire de azoramiento Monseñor Masterman. No se le había ocurrido a él la dificultad que se le presentaba ahora; pero el Padre Jervis parecía tenerla prevista. Pronunció rápidamente una frase dirigiéndose al Secretario, se volvió este, saludó, e inmediatamente comenzó a hablar en inglés sin que en su lenguaje se notara ni la huella de otro alguno. —Lo comprendo…, lo comprendo perfectamente. Esos médicos nos tratan con severidad, ¿verdad? En seguida quedará esto arreglado: todos hablamos aquí inglés, y ya cuidaré yo de enterar del caso a Su Eminencia. Lo mismo le ocurrió a él hace uno o dos años: le prohibieron que hablara en francés. ¡Es la cosa más rara! ¿Verdad? ¡Las sutilezas que se les ocurren a esos doctores! Y, sin embargo, pensándolo bien, es naturalísimo. No hay dos lenguajes que exijan la misma clase de esfuerzo mental. Después de todo, les sobra la razón en lo que mandan. Monseñor tuvo como un atisbo de lo que el otro quería decir; pero pensó que lo mejor era mostrarse cauto. —Temo —murmuró—, que no voy a ser más que causa de continuas molestias. —Y, al decirlo, miraba con cierta indecisión a aquel joven de ojos chispeantes y de azulada barbilla, que con tal rapidez hablaba. —Nada de eso. Tened la seguridad de que es todo lo contrario. —Se volvió en seguida al más anciano de los dos sacerdotes y añadió—: No hace más que media hora que se marchó el Cardenal. ¡Cuánto lo siento! Vino para atender a los últimos pormenores relativos a la próxima controversia. Ya estarán ustedes enterados de ella. —No sabemos ni una palabra. El rostro del Prelado joven se mostró radiante. —Bueno: pues esta tarde van ustedes a saborear una muestra del más delicado ingenio de Francia. Pero… —y aquí pareció oscurecerse de pronto su fisonomía— estará en latín… Tal vez Monseñor no debiera… —¡Ah, mientras no tenga que hablar él mismo!... —exclamó el Padre Jervis. Y volviéndose a su amigo añadió—: Le estaba diciendo a Monseñor que el médico os había mandado evitar todo trabajo que no os inspirara verdadero interés, y que precisamente el latín os obligaba ahora a esfuerzos fatigosos… No dejaba de ser hábil el recurso; pero nuestro Monseñor estaba decidido a no perder ninguna ocasión que pudiera revelarle algo nuevo. —Será, sencillamente, un gran placer para mí… —dijo—. Y ¿de qué asunto va a tratarse? —El acto se dedica al Emperador. Dos teólogos parisienses discutirán acerca de este punto: De Ecclesia. La tesis del preopinante es que la Iglesia es meramente un representante de Dios en la Tierra, una Asociación que debe, claro está, ser obedecida, pero que no necesita ser considerada como infalible para que su influencia sea eficaz. Pestañeó un poco el Padre Jervis al oír esto y dijo: —¿No resulta la tesis una alusión algo picante? ¡Precisamente este es el punto difícil con que lucha el Emperador! Tengo yo entendido que él admite que la Iglesia es necesaria, hablando en sentido político; pero que niega su divinidad. 64

—Pues le aseguro a usted que la tesis ha sido escogida por él mismo. ¿No ve usted que está ya aburrido de los socialistas? Se hace cargo perfectamente de que la sanción de la autoridad humana ha de venir de Dios o del pueblo; y él está por completo del lado de Dios. Pero no acierta a ver lo de la infalibilidad, y como él es hombre sincero… — Terminó aquí la frase con expresivo encogimiento de hombros. —Bien —dijo el Padre Jervis—, si el Cardenal no está… —No, desgraciadamente: a estas horas se hallará en París, de regreso. Pero denme ustedes sus cartas. Ya cuidaré yo de que le sean entregadas en debida forma, y con gran anticipación recibirán ustedes la orden del Rey para presenciar la controversia. Entregaron los dos viajeros sus cartas; reiteraron sus corteses demostraciones, y salieron de la sala, acompañándoles, primero, hasta la puerta, el prelado; luego, a través de la antesala, un hombre de imponente aspecto, vestido de terciopelo negro y llevando un collar; y finalmente, en otra sala, un coracero, que los entregó a dos enormes lacayos de librea, la antigua librea real, para que los condujeran al vestíbulo y a la escalera. Se mantuvo Monseñor silencioso durante los primeros pasos, hasta que preguntó de pronto a su amigo: —¿No teme usted que sobrevenga una reacción anticlerical? —¿Cómo? ¿Qué queréis decir? No comprendo. Entonces Monseñor se lanzó decididamente a hablar claro. Se había ya convencido, al fin, de que realmente era verdad su momentánea pérdida de la memoria, y de que en lo que se refiere a la inteligencia, no era más, en el fondo, que un hombre del pasado siglo, gracias a la influencia ejercida en él por la lectura de cierto libro de historia, poco antes de su actual enfermedad. Como consecuencia de esto, habló como era natural que lo hiciera, colocado en aquella situación. Adujo, con estupenda verbosidad, todos aquellos argumentos que solían usar los más serios anticlericales de principios de siglo: el incremento de las Órdenes religiosas; la tendencia dominante en todos los eclesiásticos a disfrutar del poder temporal; la imposibilidad de combatir argumentos basados en lo sobrenatural; la hostilidad demostrada por la Iglesia en lo tocante a la educación…; en fin, hasta el celibato de los clérigos. Se paró un instante para tomar aliento, al salir por la gran verja del edificio. Soltó entonces una ruidosa carcajada el Padre Jervis, y le dijo dándole suaves golpecitos en el brazo: —Querido Monseñor, no puedo llegar a vuestra altura: sois demasiado elocuente. Claro es que recuerdo haber leído en libros de historia que todo eso que habéis expuesto solía decirse en otros tiempos, y supongo que los socialistas seguirán diciéndolo aún. Pero mirad: ninguna persona ilustrada sueña ya en repetir tales cosas, y en verdad que tampoco las que carecen de ilustración. Como de costumbre, hay que buscar al enemigo entre los ilustrados a medias. Estos siguen como antes. El sabio y el pastor se prosternaron por igual en Belén. El burgués es el único que se apartó, quedándose de pie. —Pero eso no es contestarme. —Bueno, veamos —dijo el cura con buen humor—. Comencemos por el celibato. Es cierto que, actualmente, se considera casi como una desgracia el que un hombre no 65

cuente con numerosa familia. El término medio del número de hijos no es inferior a diez en las naciones civilizadas; pero, a pesar de esto, no se le ocurre a nadie, ni por un momento, despreciar al sacerdote. ¿Por qué? Porque es él un padre espiritual; porque engendra hijos espirituales para Dios, los alimenta y los cría. Por supuesto que, para el ateo, esto es hablar por hablar, y hasta para el escéptico resulta un beneficio muy dudoso. Pero no debéis olvidar, querido Monseñor, que ni aquellos ni estos existen casi, entre nosotros. Todo el mundo civilizado de hoy está tan absolutamente convencido de la verdad del Cielo, de la divina Gracia, de la Iglesia y de los estragos que el pecado causa, no solo por lo referente al otro mundo, sino a este mismo; está tan absolutamente persuadido de ello, que comprende perfectamente que un cura es mucho más capaz de contribuir al bien común de lo que un padre físico y no espiritual puede ser. El cura es, precisamente, quien mantiene en marcha todo el conjunto. ¿Os vais haciendo cargo? Y, después de todo, en un mundo que es católico, la idea instintiva de que el hombre dedicado al servicio del altar ha de estar libre de toda atadura del orden físico es…, pues sencillamente es naturalísima. —Continúe usted. ¿Qué me dice respecto a la educación? —Querido amigo mío —contestó el Padre Jervis—, la Iglesia la dirige y vigila por completo, como hizo, en realidad, hasta los tiempos en que el Estado se la quitó de las manos, primero, para recriminarle, después, por haberla descuidado. Puede decirse que todos los hombres de ciencia; todos los especialistas en medicina, en química, en lo referente al saludable funcionamiento de las facultades mentales; las nueve décimas partes de los músicos; tres cuartas partes de los artistas, todos ésos son clérigos. Solo aquellas clases de comercio activo que son incompatibles con la religión están en manos de los laicos. La experiencia ha demostrado que los trabajos verdaderamente exquisitos no pueden ser ejecutados más que por los que se hallan familiarizados con las cosas divinas; porque solo los que ven cuanto les rodea, tienen, por decirlo así, una intuición verdaderamente compleja. Fijémonos en la historia. Si no está uno bien posesionado de lo que significa la Providencia, y no solo del fin, sino de los medios empleados por Dios; si no puede uno ver a través de las cosas para penetrar en su recóndita intención, ¿cómo es posible que logre interpretar lo pasado? ¿No os acordáis de lo que dijo Manners acerca del realismo? No queremos ya más fotografías de lo externo que nos extravíen. Lo que necesitamos es ideas. ¿Y como podrá establecerse la debida relación entre ellas si no se posee a fondo la Idea Central? Es un disparate pretender lo contrario. —Siga usted hablando de las demás cosas. —Hay aún mucho más que decir acerca de la educación. Tenemos ahora la educación graduada (que, de paso, haré notar que es concepto completamente eclesiástico). No tratamos nosotros de enseñar todas las cosas a todo el mundo. Enseñamos, sí, ciertas bases a cada uno: el catecismo, claro está; dos idiomas aprendidos con perfección; la física elemental; y, en fin, mucha historia, porque es de notar que no puede entenderse el catecismo sin saber historia, y viceversa; pero después de esto especializamos. El mundo comprende ahora que… —Bueno, basta. Muchas gracias. Siga usted hablando de otras cosas. 66

Se rió nuevamente el Padre Jervis. —Estamos ya cerca de casa. Demos la vuelta por aquí y entremos por un momento en el jardín… Pues bien: para mí, la raíz de todas las dificultades con que lucháis está en que no acaba de entraros en la cabeza que el mundo es positiva e inteligentemente cristiano. Hay, por ejemplo, las Órdenes religiosas de que habéis hablado. Pues ¿qué? ¿No son ellas, cuando activas, la más hermosa forma de asociación que jamás pudo inventarse? ¿No resultan exactamente lo que siempre han estado anhelando los socialistas, con la ventaja de dejar de lado sus desatinos y de cegar sus lagunas? En cuanto el mundo entendió, por fin, que las Órdenes religiosas activas podían vencer en su propio terreno a todas las otras formas de sociedad (es decir, que podían enseñar y trabajar más económicamente, con mayor eficacia, y lograr otras cosas por el estilo), en cuanto se vio esto, hasta los menos discretos economistas tuvieron que confesar que dichas Órdenes contribuían al desarrollo de la riqueza nacional. Y en cuanto a las dedicadas a la vida contemplativa… Al decir esto, tomó el rostro del Padre Jervis una expresión más grave y emocionada. —¿Qué? —Pues… ¡que son los reyes del mundo! Son copias del Crucificado. Mientras el pecado exista en la Tierra, existirá la penitencia. Desde el mismo momento en que se aceptó el cristianismo, se levantó una vez más la Cruz, dominándolo todo… Y entonces…, entonces el pueblo comprendió. Como que son aquellos los Santos del Universo: los que están más altos que los ángeles, porque sufren… Hubo un momento de silencio. —¿Sí? —dijo con suavidad Monseñor. —Mi querido amigo: procurad posesionaros bien de la idea de que el mundo es positiva e inteligentemente cristiano. Creo que una vez hayáis conseguido esto, todo lo demás os parecerá sencillísimo. Con perdón vuestro os diré que me parecéis caer en el viejo error de considerar al «clericalismo», como se le llamaba antes, de igual suerte que si fuera una de las ramas de la vida, como el arte y las leyes. No es de extrañar que su intrusión molestara a las gentes, cuando así lo concebían. Pues bien: no hay ahora clericalismo y, por consiguiente, no hay tampoco anticlericalismo. El hecho es que no existe más que religión. ¿Comprendéis?... ¿Nos sentamos aquí un momento? ¿No os parece que están hermosísimos estos jardines? III Aquella noche, Monseñor Masterman, sentado ante su ventana, contemplaba las estrellas, la belleza de la noche y de aquellos jardines que a sus pies se extendían, borrosos, a media luz, y le pareció como si sus sueños se hicieran cada vez más profundos. Desde que apreciaba las cosas en toda su simplicidad, se le presentaban estas no como menos maravillosas, sino más aún. Desde las tres hasta las siete había ocupado uno de los asientos situados a la derecha del tablado real, reservado para los prelados, casi enfrente de la plataforma en que se 67

elevaban dos púlpitos y que había sido construida en el centro de la larga galería exterior de Versalles, por medio de la cual se llegaba a las habitaciones particulares de María Antonieta. Allí oyó encantado a dos de los más ingeniosos oradores de Francia, atacando y defendiendo respectivamente, con extraordinario brío y sutileza, el derecho de la infalibilidad reclamado por la Iglesia.14 Se había sujetado la controversia a los patrones escolásticos, observándose cuidadosamente todas las fórmulas de rúbrica en el lenguaje, y una y otra vez oyó, primero a uno y después a otro de los contendientes, toda una serie de proposiciones contra aquella doctrina, seguidas de impetuoso torrente de respuestas, de las que él recordaba vagamente las palabras dinstinguo, nego, concedo. Los argumentos empleados por ambas partes le habían parecido de extraordinaria brillantez. Y todo este acto se celebró en presencia de dos soberanos: vehemente, jovial, comprensivo, el uno; tardo, paciente, reflexivo, el otro, y ambos considerados, según se desprendía de la complicada etiqueta oficial del acto, como verdaderos sostenes de la autoridad, que marcaban la diferencia existente entre unos y otros grados o funciones, con el mismo énfasis que ponían los antiguos hombres de Estado, demócratas, familiarmente corteses y vestidos como sus propios criados, en defender el otro principio complementario de la igualdad entre los hombres. Porque, a través de toda aquella enorme pompa, existía un reconocimiento muy práctico y positivo del Pueblo, desde el momento en que la controversia se celebraba por entero, también, ante una multitud en que parecían mezclarse todas las clases sociales, y que se apiñaba tras una valla, murmurando, riendo alegremente, y, de cuando en cuando, prorrumpiendo en tempestad de aplausos, cuando el campeón del catolicismo empleaba argumentos de indiscutible lógica, destruyendo los heréticos ataques de su contrincante. Ya la misma tesis escogida dejó perplejo a nuestro hombre, pues la absoluta necesidad de una Iglesia autoritaria y supranacional, con sobrenaturales sanciones, parecía admitida como idea de axiomática verdad, no solo por los católicos allí reunidos, sino por el mundo entero, fuera o no cristiano. Más de una vez oyó pronunciar la frase de: «como está universalmente admitido», y la frase, verdaderamente luminosa para él, pasó sin la menor protesta, viniendo en apoyo del derecho que se reclamaba. El único punto que se discutía, entre gentes capaces de discurrir, se dijera ser, no ya si la Iglesia debía ser proclamada, en realidad, como infalible o no, sino si en aquel momento había de considerarse como dogma el que lo fuera. Sentado nuestro hombre junto a su ventana, comenzó a recordar, con desusada fuerza, las palabras del Padre Jervis. ¿Sería, después de todo, verdad que la única razón de que tan extrañas le parecieran esas cosas estribaba en que él no pudiera meterse en la cabeza la idea de que el mundo era entonces, hablando en términos generales, cristiano por propio convencimiento? Comenzaba a creer que su amigo estaba en lo cierto. Porque allá en las profundidades de su entendimiento, y sin que él pudiera explicarse por qué motivo, iba dando vueltas una especie de vaga idea preconcebida de que la religión 68

católica no era más que un aspecto de la verdad, un punto de mira desde el cual podían explicarse los hechos con bastante, aunque no absoluta verosimilitud. No acababa de comprenderlo; pero eso era lo que le ocurría. Al fin, entendió, al menos dentro del terreno puramente de las ideas, que si podía, por un momento, persuadirse de que los dogmas de la Iglesia eran los dogmas de todo el Universo, y no solo esto, sino que el mundo lo comprendía así por propio convencimiento…, entonces, el hecho de que la civilización actual hubiera sido edificada sobre tal base no cabría que le sorprendiera ni por un instante más. IV Era ya la mañana del siguiente día cuando logró hablar con el Rey. Ambos sacerdotes habían celebrado la misa en su oratorio y, una hora después, paseaban por el parque situado al pie de las ventanas del palacio. Hermoso estaba el día, como la mayor parte de los de aquella dorada serie de que venían disfrutando, y el paisaje se mostraba radiante de esplendor. Habían dejado ya atrás el cercado conocido con el nombre de «Jardín del Rey», y se dirigían hacia donde se halla el Trianón, que Monseñor quería visitar, saliendo en aquel momento a la inmensa avenida central que se extiende en línea recta desde el palacio hasta el lago. Por encima de ellos se erguía el bosque, enorme en la actualidad, aunque domado y dirigido por el maravilloso arte de Le Nôtre, sugiriendo los árboles la idea de un regimiento de gigantes, perfectamente disciplinado. La hierba se extendía por todas partes como una alfombra; brillaba el cielo, allá en lo alto, como joyel azul; el aire estaba henchido de trinos de los pájaros y de rumores de agua que cae. Pero, dominándolo todo, allá a su derecha, tras innumerables terrazas, se elevaba el espléndido palacio de los reyes de Francia, que había reconquistado una vez más su realeza. Y allí, como símbolo de la Restauración, ondeaban en torno del asta los azules pliegues y las flores de lis de la bandera monárquica. Inútil era pretender encerrar en el estrecho marco de la palabra humana cuanto Monseñor sentía. Lo intentó; pero inútilmente. En cuanto al Padre Jervis, parecía incapaz de comprender el arrebatado entusiasmo de un hombre a quien, en apariencia, era esta la primera vez que tal cosa le ocurría. Caminaba el anciano sacerdote en silencio… y en extremo regocijado. No eran muchos los paseantes aquella mañana. Ambos amigos presentaron, al llegar a las puertas situadas más abajo del Jardín de los Naranjos, una invitación obtenida por medio de Monseñor Allet, sin más resultado que el oír al guarda decirles que hasta la tarde no se abría al público aquella parte del parque. Aquí y allá, sin embargo, se divisaba alguna figura solitaria que andaba buscando la sombra o que cruzaba velozmente para acudir a sus quehaceres. Acababan de transponer los sacerdotes la hilera de árboles, andando por el centro de la avenida, cuando, a los pocos metros, apareció en otro camino paralelo al suyo un grupo de personas, y un momento después oyeron que les llamaban, y vieron al mismísimo Monseñor Allet, revestido de su ropaje de púrpura y dirigiéndose precipitadamente hacia 69

ellos. —¡Llegan ustedes con la mayor oportunidad! —exclamó, tendiendo otra vez ambas manos para saludarles, con el típico ademán de los franceses—. Su Majestad hablaba de ambos hace cinco minutos. Está aquí, en el jardín. ¿Quieren ustedes que les presente? El Padre Jervis consultó con la mirada a su amigo. —Su Majestad es muy amable al… —comenzó este a decir. —Ni una palabra más —interrumpió el otro—. Si me siguen ustedes, y esperan un instante a la entrada, yo hablaré con Su Majestad y les presentaré luego. —No llevo el ferreruelo… —El Rey hará caso omiso de esto, sabiendo, como sabe, que están ustedes de viaje. El camino que da entrada al Jardín del Rey por aquel lado, pasa por debajo de un arco rústico de tejo, y allí tuvieron que esperar nuestros dos viajeros. A través del muro de follaje se oía hablar, y de cuando en cuando sonaba una carcajada. De pronto, se interrumpía el diálogo y no llegaba ya más que el rumor de una sola voz. —¿En qué idioma…? —comenzó a decir con cierta nerviosidad Monseñor Masterman. —¡Oh! En inglés, indudablemente. Vos no habláis francés, ¿verdad? —No podría pronunciar un centenar de palabras seguidas. De nuevo resonaron precipitados pasos y apareció el sacerdote francés con aire algo alegre todavía; pero revestido ya de cierta solemnidad. —Síganme ustedes, señores —dijo—. El Rey está dispuesto a recibirlos. —Y entonces, mirando al prelado, añadió:— No os olvidaréis de arrodillaros, ¿verdad, Monseñor? Para el prelado inglés, la escena que se presentó a sus ojos al salir, por fin, a un gran espacio abierto, circundado por espesos tejos que lo protegían, fue algo que le dejó deslumbrado y estupefacto, por más que cuanto había ya visto le preparara para ello. Se hallaba el centro de aquel espacio ocupado por un estanque de forma circular, que medía tal vez cerca de treinta metros de diámetro, estando lleno de agua de una quietud absoluta, y sobre este espejo, sombreado por espesa fronda, se reflejaba un cuadro que bien hubiera podido tomarse por alguno de los pintados dos siglos atrás; porque era el caso que en el semicírculo de marmóreos bancos colocados detrás del estanque, aparecían sentadas cierto número de personas vestidas con toda la pompa y gallardía de color que se usaba en los tiempos en que no se avergonzaban los hombres de mostrar en público todos aquellos resplandecientes dones de Dios. De dichas doce o catorce personas, entre las cuales figuraban como media docena de mujeres, apenas Monseñor prestó atención más que a una, la figura central, que mientras él daba la vuelta al estanque, se adelantó a recibirle. Dos veces la habían visto el día anterior; mas en ambas ocasiones había sido solo en público, y no particularmente. Pero ver al Rey ahora, departiendo en confianza con sus amigos, y, sin embargo, regiamente ataviado con brillante traje azul, sombrero que las plumas adornaban y empuñando largo bastón; ver a toda aquella reunión de personas alegres y vistosas, conversando y riendo al aire libre, mientras llegaba la hora del almuerzo, fue un espectáculo que le hizo comprender la realidad de lo que a él se le presentaba como cambio en el orden de cosas existente, y que ahora veía mucho más claro que en medio de la ceremoniosa pompa del 70

día anterior. El esplendor no parecía ya impuesto, sino natural. Rápidamente y en francés, explicaba al Rey algo Monseñor Allet hablándole al oído, y como se acercaran los dos amigos, el rostro del que escuchaba se iluminó de pronto con una sonrisa de inteligencia. —¡Bienvenidos! —dijo en excelente inglés—. Vengan ustedes, señores —añadió en seguida volviéndose a los otros que le acompañaban y que, al levantarse él, también se habían puesto en pie—. Hay que irnos acercando ya a casa. ¡Monseñor! —y, al decirlo, hizo seña de que le siguieran a los dos sacerdotes ingleses. Parecía aquel paseo un sueño. Fueron todos subiendo lentamente en dirección del palacio, atravesando, una tras otra, varias calles de tejos, dejando tras sí el rumor de una animada charla en francés, y el Rey, que seguía dirigiéndose a los dos forasteros en fluidísimo inglés, aunque con acento peculiar que se marcaba más a medida que iba hablando, les hizo corteses preguntas acerca de Inglaterra; aludió a la controversia del día anterior; expuso con gran franqueza la actual situación en Alemania, y prestó atento oído a las observaciones que le dirigía el Padre Jervis, porque, en cuanto a Monseñor Masterman, observaba el más discreto silencio la mayor parte del tiempo. No les permitió el Rey que se retiraran hasta que se abrieron, al fin, las altas puertas del palacio, y aparecieron en su interior varias hileras de criados con librea. Se volvió entonces, al pisar los peldaños de la escalera, y les dio a besar su mano. Inmediatamente indicó con ademán cortés que se levantaran, al ver que doblaban ante él las rodillas. —Y ahora, ¿van ustedes a Roma, según dicen? —Señor, estamos casi a punto de partir. Para San Pedro y San Pablo pensamos hallarnos allí. —Ofrezcan ustedes mis respetos al Padre Santo —dijo sonriendo el Rey—. Serán ustedes más afortunados que yo. Hace tres meses que no he podido verle. Queden con Dios, señores. Y descendieron ambos silenciosamente, a través de las terrazas, dirigiéndose al Trianón. —¡Es estupendo! —exclamó de pronto Monseñor—. ¿Y el pueblo? ¿Qué dice a todo esto? ¿No guarda resentimiento alguno? —¿Y por qué ha de estar resentido? —Porque ve que se le excluye del palacio y del parque. No andaban así las cosas hace un siglo. —¿Creéis que por ello es menos feliz? —preguntó el Padre Jervis—. Vamos, Monseñor: creo que conocéis demasiado la naturaleza humana para dudar de esto. El pueblo ha perdido el Versalles vulgar, y ha recobrado la realeza de este sitio. ¿No acertáis a verlo? —Bueno: pues es sencillamente un retroceso a la Edad Media, o al menos así lo entiendo yo. —¡Exactamente! —replicó el otro—. Al fin lo habéis acertado. Es la vuelta a lo medieval, es decir: a la naturaleza humana llena de fe y de respeto y desprovista de gazmoñería. Se paró aquí un momento y guiñó los ojos al añadir: —Bien sabéis que los honores y los privilegios carecen por completo de valor si todo el 71

mundo está en posesión de ellos. Si cada uno de nosotros usara corona, los reyes tendrían que ir con la cabeza desnuda para diferenciarse.

CAPÍTULO V I Despertó de pronto al hacer un movimiento y se quedó por un instante sin saber dónde se hallaba. Casi una semana habían pasado en Versalles, y cada día transcurrido contribuyó a que aquel país de ensueño fuera presentándose más y más como viviente realidad. Pero aquella extraña idea que en las profundidades de su entendimiento había arraigado, continuaba aún allí tercamente, y le decía que no debiera el mundo ser de aquella suerte; que la religión no debía ser cosa tan concreta y efectiva; que iba a despertar pronto de su sueño y se hallaría en medio de una organización social en la que, perseguida la Fe por sus enemigos, se batiría aún contra estos, luchando por su propia existencia contra irresistibles ventajas de aquellos. Principalmente de noche y por las mañanas era cuando veía reproducirse en él con más fuerza tal estado de ánimo; cuando el instinto, libre del contacto con las realidades y colocándose fuera del dominio de la voluntad, se afirmaba más poderosamente. Así, al despertar aquella noche, sintió de nuevo cómo se apoderaba de él. Tendió en torno la mirada por la oscura estancia, tanteó hasta dar con un botón que apretó, y al fin quedó el cuartito inundado de luz. Estaba echado sobre una cama de muelles metida entre dos almohadillados, como si fuera el camarote de un barco, y a su lado veía el armario cerrado tras el cual se ocultaban todos los objetos propios de un tocador; sobre su cabeza se adelantaba un ancho anaquel; en la pared, sobre el reducido canapé, colgaban frente a una ventana cortinas de seda, y, como se movieron ligeramente, vio que tras ellas había cristales. Pendiente de la puerta, a los pies de la cama, estaba también su sotana, y la vista del cinturón de color púrpura que la cruzaba le llevó, en parte, a recordar la realidad de los hechos. Aparecía el gabinete tapizado y pintado de blanco, destacándose en el techo el globo de una lámpara eléctrica. Sintió después frío, e instintivamente se incorporó para cubrirse mejor las rodillas con la colcha. Luego, en un momento de lucidez, logró coordinar sus ideas y, a pesar del frío, saltó de pronto de la cama, se arrodilló sobre el canapé, y miró curiosamente por entre las cortinas. Nada pudo ver al principio. Del otro lado de los cristales no parecía existir más que un insondable abismo. Se puso entonces de pie sobre el asiento y, recogiendo las cortinas por detrás de su cabeza para aislarse mejor de la luz, volvió a mirar. Solo entonces 72

comenzó a vislumbrar algo. Enfrente, brillaba una inmensa silueta blanca que, en medio de la nocturna vaguedad del espacio, lo mismo podía hallarse a cien metros de distancia que a media legua. Era la silueta de forma irregular, porque a la claridad del cielo cuajado de estrellas mostraba ciertos picos y hendiduras. Y esta gran masa blanca iba encorvándose y descendiendo hasta desaparecer bajo el barco en que él navegaba, para ir a juntarse, al fin, en un punto que a duras penas podía él distinguir, a algo negro que iba elevándose, como saliendo a su encuentro. Luego, acostumbrándose ya sus ojos a la oscuridad, comenzó a vislumbrar que la gran masa blanca pasaba velozmente; pero con gran seguridad y como sin esfuerzo, de izquierda a derecha; que tenía una especie de rayas de sombra o rajaduras, y que siguiéndola, como se deslizan los acompañantes de una procesión, venía otra forma parecida, aunque, en apariencia, más distante. A todo esto, reinaba profundo silencio. No flotaba en el aire más que la nota persistente de un sordo zumbido, y él mismo experimentaba la vaga sensación de cierto movimiento vibratorio en los adornos de metal que sus manos oprimían. Alguna vez había oído, además, el amortiguado ritmo de unos pasos por encima del techo, como si algún vigilante paseara recorriendo en toda su longitud la cubierta superior. Dejó caer nuestro hombre las cortinas y, sentándose sobre los talones, trató de reconstruir en su imaginación los mismos hechos que ahora veía y recordaba. Habían salido de Saint-Germain la noche pasada, después de comer en Versalles. Cruzaban ahora los Alpes. Llegarían a Roma a tiempo para la misa y el almuerzo… Indudablemente que en aquel mismo momento atravesaban, a una altura que tal vez no excedería los trescientos metros, uno de aquellos pasos por los que, según a él le parecía haber leído en libros de historia, solía subir, cien años atrás, un tren, avanzando metro tras metro y describiendo continuas espirales… Al cabo de uno o dos minutos repitió el acto de abalanzarse a la ventana, mirando nuevamente y cerrando las cortinas a su espalda. Le pareció el cielo algo más brillante que antes. Tal vez había surgido ya la luna en el horizonte. El hecho era que el firmamento se distinguía mejor. Allá lejos, hacia la izquierda, seguían pasando aquellas gigantescas y blancas crestas, como si la nave estuviera inmóvil y fuera la Tierra la que se moviera por debajo de ella, mientras allá en lo hondo cruzaban también ahora largas rayas oscuras, combándose de pronto en altos riscos, visibles al resplandor de las estrellas. Era un panorama de maravillosa quietud: solo se oía algo como un penetrante chirrido que él notaba ahora por primera vez, al rasgar el aire los vítreos costados de la nave, construida en forma de pájaro. Se parecía aquello al débil chillar de un murciélago. 73

Cambió de posición las rodillas, y mientras aún miraba con curiosidad, divisó muy lejos, a una distancia que le parecía incalculable, algo que le dejó perplejo del todo, porque cambiaba continuamente de aspecto. No era, al principio, más que una mancha luminosa, y pensó él que acaso fuera una ciudad iluminada; pero, en el mismo momento que lo pensaba, cambió todo y aparecieron tres puntos brillantes, como azuladas estrellas, y esos tres puntos mudaron después de posición. Maravillado, no apartó ni un momento de allí la mirada, y sintió casi miedo al ver que se acercaban ondulando, con la rapidez del pensamiento. Llegaron al fin, e instintivamente se echó él un poco hacia atrás, avanzó el cuerpo de nuevo, resuelto a averiguar qué era aquello, y volvió a retroceder, sin aliento esta vez, al ver que, a pocos metros de distancia, al parecer, pasaba algo envuelto en vago resplandor, trazando rayas de luz y llevando en el centro de un cuerpo sólido, envuelto en vaga neblina como un fantasma y acompañado de claro y hermoso resonar de músicas, que empezaban por las notas graves de un órgano y terminaban en un silbido de flauta, para volver de nuevo a otras notas bajas y quedar en silencio… Uno o dos minutos después, sonrió, al volver a meterse en cama, luego de haber pensado bien en aquel raro fenómeno y comprendido lo que significaba. No era más que otra nave voladora que iba con rumbo hacia el norte, y había pasado probablemente a menos de un kilómetro de distancia. Decididamente lo mejor que podía hacer era tratar de conciliar el sueño. A la mañana siguiente llegarían, de fijo, a Roma. Habían retrasado todo lo posible su partida de Versalles, por ser Francia, después de todo y en aquellas circunstancias, uno de los mejores lugares en el mundo donde Monseñor podía desenredar mejor la madeja que la vida representaba ahora para él. Por un lado estaba cerca de Inglaterra, en sitio donde las clases educadas hablaban inglés casi con tanta frecuencia como su propio idioma; por otro lado, tenía aquello la ventaja de no ser Inglaterra, y así, en las condiciones en que se hallaba Monseñor, no podía resultarle perjuicio. Además, Francia era entonces el centro de atracción de todas las miradas, desde el momento en que el Emperador se hallaba allí, y que de la dirección que tomara para lo futuro dependían, en gran parte, los destinos de Europa. Se creía que su conversión sería el golpe de gracia que en sus dominios recibiría el socialismo. Bien había empleado el tiempo Monseñor. No solo aprendió exactamente la marcha general del mundo, sino que, día tras día, había practicado estas lecciones hasta familiarizarse con ellas, y se hallaba ahora bastante bien dispuesto para perfeccionarlas en Inglaterra. Estaba en comunicación, casi diariamente, con el Cardenal Bellairs, y se sentía este muy satisfecho de sus progresos. Finalmente: adquirida la costumbre de hablar de continuo en latín con el Padre Jervis, podía ya considerársele como maestro en el manejo 74

de aquel idioma, al menos en lo relativo a sostener una conversación sobre asuntos generales. Desde la estación en que paraban los voladores, se dirigieron ambos amigos, en automóvil, a la ciudad, y en cuantas calles cruzaron, lo mismo que al atravesar el Tíber para dirigirse a la Ciudad Leonina, donde debían hospedarse, no vieron más que evidentes señales de fiesta. Porque todo el trayecto que media entre el Vaticano y la basílica de Letrán, que recorrieron más de una vez, era un continuo paseo triunfal. Se elevaban allí mástiles adornados con los colores del Papa y con guirnaldas; una valla corría de uno a otro palo, y detrás de ella comenzaba ya a apiñarse la multitud, aunque no eran más que las seis de la mañana; toda clase de colgaduras y banderas engalanaban las ventanas y balcones. Tuvo que detenerse el automóvil lo menos media docena de veces; pero la insignia del prelado le abría paso pronto, y no eran más que las seis y media cuando llegaba el vehículo frente al antiguo palacio situado a la derecha del paseo que conducía desde el Tíber al Vaticano, y que distaba escasamente cuatrocientos metros de la iglesia de San Pedro. Contempló Monseñor el escudo grabado y pintado sobre la puerta, y sonriendo exclamó: —¡No sabía que me trajera usted a este sitio! —¿Lo conocéis? —Ya lo creo: es el antiguo palacio donde se hospedaban los Reyes de Inglaterra, ¿verdad? —Veo que va mejorando vuestra memoria —repuso el otro. Apareció entonces un criado de imponente aspecto, saludó con el mayor respeto y abrió la portezuela del automóvil. —Entretanto —dijo el Padre Jervis al entrar en el palacio—, lo mejor será que vaya yo a enterarme de todos los pormenores en el Vaticano. Podríais darme vuestra tarjeta. Iré en un momento y estaré de vuelta para acompañaros en el almuerzo. Las salas en que entraron eran pequeñas y agradables, no diferenciándose mucho en el decorado de las de Versalles. Daban las ventanas a un patio central donde se elevaba un surtidor, y el adorno de las habitaciones revelaba el acostumbrado estilo romano; techos pintados, suelos de mármol y unas cuantas colgaduras de damasco. Se volvió Monseñor hacia el criado que atendía a los dos ingleses que acababan de entrar con ellos. —No he estado en Roma desde hace tiempo. Decidme: ¿a qué está destinado ahora este edificio? —preguntó en latín. —Monseñor: es el palacio inglés. Monseñor está ahora en las habitaciones de Su Eminencia el Cardenal Bellairs. —¿Vive aquí el mismo Rey? —Este es el palacio de Su Majestad —contestó el hombre interrogado—. El príncipe Jorge llegó hace dos días. Su Alteza ocupa las habitaciones inferiores. Sonrió Monseñor. Ahora comprendía las evasivas del Padre Jervis cuando le preguntaba 75

dónde se hospedarían en Roma. Decididamente se había propuesto colocarle siempre en primera línea en todas las ceremonias. Cuando diez minutos más tarde salía del dormitorio que le destinaron, el Padre Jervis en persona se presentó ante él. —Podéis escoger, Monseñor. Como Prelado Doméstico tenéis el derecho de tomar parte en la procesión (y aquí está el permiso para asistir a ella), o bien, puesto que ocupáis estas habitaciones, podemos, si lo preferís, verla desde las ventanas que dan a la calle. —Indíqueme usted el programa de las fiestas. —A las nueve sale de San Pedro la procesión, para ir a San Juan de Letrán, o cuando menos se supone que sale a las nueve. Allí dice la misa el Padre Santo, como Obispo que oficia en su propia iglesia catedral. Al regresar la procesión, que deberá ser a cosa de mediodía, visita el Padre Santo la tumba de San Pedro. Luego, en la iglesia del mismo nombre, asiste por la tarde a la función de Vísperas, y después da, desde una de las ventanas, la acostumbrada bendición Urbi et Orbi. —¿Qué me aconsejaría usted que hiciera? —Yo os aconsejaría que os quedarais aquí hasta el mediodía. No hay necesidad de forzar la máquina. Puede verse todo desde aquí admirablemente. Luego, podemos ir a San Pedro para visitar el sepulcro, y estar de vuelta a tiempo para el almuerzo. En cuanto al resto del día, ya veremos cómo lo empleamos mejor. —Perfectamente. Pues vamos ahora a tomar algo de alimento. Mientras se sentaba para tomar el café, preguntó Monseñor a poco: —¿Quién es el príncipe Jorge de Inglaterra? Se rió el Padre Jervis y respondió: —¡Ah! ¿Habéis averiguado ya esto? Pues sí: aquí está, naturalmente. Es el segundo hijo: no pasa aún de ser un muchacho. Ha venido en nombre y representación del Rey. Cada soberano manda hoy aquí a uno de los príncipes de sangre real. Así lo hace hasta el Emperador de Alemania. —Querrá usted decir cada uno de los soberanos europeos… —Quiero decir cada uno de los de todo el mundo. Como de Oriente se viene ahora en tres días escasos de viaje, si se toman los aparatos voladores rápidos, hasta los chinos… —Pero ¿es que hasta China y Japón mandan representantes? —Ya lo creo. El Japón es ahora cristiano, por supuesto; y en cuanto a China cuenta por lo menos con dos o tres príncipes reales que son cristianos también. —Dígame usted, ya que de eso hablamos, ¿y Rusia? —¿Qué deseáis saber de ella? —¿Es católica? —Pero, querido Monseñor, hace treinta años que lo es. —¡Dios mío! Está visto que tendrá usted que prestarme algunos libros más de historia… ¿Y qué la decidió a hacerse católica? —Supongo que el sentido común. Lo que yo no me explico es cómo pudo mantenerse tanto tiempo sin serlo. —Pero ¿y las disputas sobre San Pedro? —Ese resultaba ser el punto más difícil. Los hechos eran, sin embargo, harto 76

concluyentes. Si repasáis la historia, pronto veréis que la única institución cristiana capaz de resistir por un lado los ataques de la doctrina de Erasto,15 y por otro, la tendencia a innumerables disidencias, ha sido la Iglesia fundada por Pedro. Hace casi un siglo que comenzaron a verlo en Rusia y en Grecia. Después, el Emperador de Rusia se convirtió secretamente en 1930, y al cabo de diez o doce años le siguió también su pueblo. —Pues entonces ¿han acabado ya las discusiones? ¿Y en lo relativo a la interpretación de la cláusula Filioque?16 —Cuando se acepta lo relativo a San Pedro, lo demás es consecuencia lógica de lo primero. —Así, bien puede decirse que todo el mundo civilizado cuenta hoy con su representación en Roma…17 —Esta es la verdad. Ya veréis a los príncipes asistiendo a la procesión. II Una hora más tarde se colocaban ambos interlocutores junto a la ventana central de la larga sala que daba a una calle estrecha, la cual se unía después a una plazuela, y más allá, hacia la derecha, conducía a la enorme plaza de San Pedro y a la misma basílica. El día era típicamente romano: no muy caluroso aún; pero intensamente claro, brillante, y de tal belleza, que se felicitó Monseñor de haber optado por permanecer allí como mero espectador. El regreso de Letrán, por la tarde, sería, indudablemente, algo parecido a los antiguos juicios de Dios. El aspecto de la calle y de la plaza eran sorprendentes, magníficos. Allá en lo hondo, el arroyo parecía como manto de verdura formado por el boj, el mirto y el laurel. Las casas del otro lado de la calle y las de la plazuela, en cada una de cuyas ventanas se apiñaban numerosas cabezas, quedaban casi ocultas bajo los tapices, colgaduras y banderas. Detrás de las vallas que se extendían a uno y otro lado de los adornados mástiles, se veía otra gran masa de cabezas, algo semejante a un empedrado de redondos guijarros. Esto en cuanto a lo que la vista percibía, porque respecto a lo que afectaba al oído, atronaba los aires sordo vocerío, pues, más abajo, donde la calle se abría a lo lejos frente al espacio situado a las orillas del río, se repetía la misma escena. Desde veinticuatro horas antes, toda la campiña había estado inundando a Roma con su gente; y no quedaba una ciudad en Italia, y casi podría decirse en Europa, donde el servicio especial de aparatos voladores y de trenes no hubiera llevado a los más fervientes hacia la fiesta de los Apóstoles que se celebraba en la Ciudad Santa. Para recreo del olfato, el aire suave quedaba embalsamado por las hierbas aromáticas del arroyo, ya algo ajadas por los cascos de los caballos que galopaban de uno a otro lado, guardando el curso de la procesión o transmitiendo órdenes. Resultaba algo difícil el hacerse cargo de todos los adornos que decoraban el vasto círculo de la plaza de San Pedro. En la fachada de la basílica pendían, según la 77

costumbre romana, gigantescas guirnaldas y rojas colgaduras, mientras la alfombra de verdura, bordeada de un cordón de tropa, se extendía hasta el centro del espacio circular de la plaza, se ondulaba al llegar a los peldaños de la escalera, y terminaba solo debajo del soberbio pórtico de la iglesia. Pero a cada lado de este, dejando únicamente algunos espacios intermedios, se veía una enorme aglomeración de hombres y de caballos, distribuidos allí, sin duda, para tomar después su sitio, oportunamente, en la procesión. A la derecha, inmenso, inconmovible, se elevaba el propio palacio del Vaticano, desnudo de todo adorno, excepción hecha de algo de color que brillaba sobre las puertas de bronce; y por encima del gran conjunto, como bendición inmortalizada en la piedra, se destacaba contra el vivísimo azul del cielo la cúpula de la basílica. Sujetó Monseñor todo esto a largo y penetrante examen, retirándose luego un poco de la ventana y suspirando. —¿En qué año salió por primera vez del Vaticano el Papa en esta forma? —preguntó. —Al año siguiente de la conquista de la Italia unificada. Fue Austria la que… —Sí, ya lo sé. ¿Y nunca salió antes mientras continuaron las cosas en su antiguo estado? —¿Cómo queríais que pudiera salir? ¿No veis que, humanamente hablando, era de absoluta necesidad, para que el mundo tuviera confianza en su Iglesia, que el Papa se mantuviera en una posición realmente supranacional? Claro que, durante largos años, se vio obligado a ser un italiano: la cosa era obvia y natural, puesto que estaba a merced de Italia, y nunca los romanos hubieran sufrido a un extranjero; pero precisamente esto contribuía a que fuera esencial el separarle absolutamente, en lo demás, de todo sentimiento italiano. Se veía obligado a ser simultáneamente, por decirlo así, dos cosas: italianísimo por amor a Italia y por su misma residencia en Roma; ajeno a Italia por amor al resto de la cristiandad. Ahora bien: ¿podéis indicarme algún otro medio de poner en práctica esto que parece una paradoja? Yo, por mi parte, no lo hallo. Volvió a suspirar Monseñor y se quedó meditabundo. Porque ello era que en el fondo de su entendimiento se producía como una corriente contraria de ideas, o algo como una voz que le hablara, sugiriéndole el concepto de que el antiguo sistema del Papa, conservándose como prisionero en el Vaticano, era acto de indiscreta y poco humilde afectación. (Le parecía que había leído esto en alguna parte, en libros de historia.) Estaba seguro de que hasta los mismos católicos hablaban de tal modo. Solían decir que hubiera resultado mucho más espiritual y cristiano que el Vicario de Cristo se conformara de buena gana con vivir como simple vasallo de Italia, no reclamando, ni deseando siquiera, una posición de que nunca disfrutó el mismo Pedro. ¿Para qué hablar tanto, era costumbre preguntarse, acerca del Poder Temporal, si se trataba de un Reino que no era de este mundo? Y, sin embargo, dando ahora a todo esto una mirada retrospectiva, y teniendo presente los comentarios de su amigo, comenzó a comprender, no precisamente cuánta sabiduría y cuánta diplomacia existían en aquella antigua actitud, sino cuánto había de absolutamente esencial y de naturalísimo en ella. Fue posible, en verdad, para Pedro, el 78

ser un vasallo más de Nerón en lo que pertenecía al César; pero ¿cómo hubiera podido realizarse algo semejante con el que era el sucesor de aquél, cuando el Reino de Cristo, que él gobernaba sobre la Tierra, había llegado a ser una asociación supranacional que guiaba a todas las naciones del mundo? La frase que acababa de oír acudió de nuevo a su mente: «un italiano por amor a Italia y por su propia residencia en Roma; ajeno a Italia por amor al resto de la cristiandad». Así expuesta, la cosa parecía, sin embargo, no desprovista de sencillez. Un golpecito dado en su rodilla le hizo salir de su ensimismamiento y, casi en el mismo instante, notó que un nuevo rumor se elevaba de la plaza. —¡Mirad! —exclamó el cura anciano—. Ya empiezan a ponerse en marcha. III La plaza estaba que hervía de gente, agitándose esta, entonces, como hormiguero que algún peligro conmueve, a cada lado del camino adornado de verde, por donde había de pasar el Papa; y ya al extremo de la calle que contemplaban nuestros dos sacerdotes, comenzaban a verse los primeros acompañantes de la procesión. Simultáneamente llenó los aires el estruendo de una música de instrumentos de metal que rompía a tocar. Se movió la multitud curiosamente para ver, ni más ni menos que una oleada se hincha y se levanta al borde de los cantiles de la costa, y el movimiento se fue propagando en toda la extensión de la animada calle, hasta perderse en la esquina de la que conduce a la del Santo Ángel. Con oscilante paso, fue avanzando la procesión desde la plaza hasta la calle, como si saliendo de una laguna fuera a meterse en un estrecho canal. Abrían la marcha las tropas, sucediéndose las compañías una tras otra, y llevando todas al frente sus bandas de música. Iba en primera línea la guardia austriaca, de blanco y dorado uniforme y montada en caballos también blancos, deslumbrante bajo la reverberación de los rayos solares y pasando después, hecha un ascua aún, por la sombría calle. Luego, mientras los austriacos iban desfilando por debajo de la ventana, desembocaban desde la plaza tropas y más tropas, y en ellas estaban representados todos los uniformes militares del mundo civilizado. Indicó, al principio, algunos nombres el Padre Jervis, apoyando la mano sobre el brazo de su amigo, cuando los Guardias de Corps de Inglaterra pasaron, chocando las armas y con aire imperturbable, en medio del esplendor plateado de los arneses; pero a poco el estupendo espectáculo que ofrecía la plaza, y, sobre todo, la escalinata de San Pedro, impuso silencio a ambos interlocutores. Apenas si Monseñor Masterman se fijó en el aspecto monstruoso de la Guardia Imperial china, que desfiló cubierto el cuerpo con armaduras negras y la cabeza y el rostro con yelmos provistos de máscaras, como multitud de antiguos dioses orientales. En la plaza se iniciaba la procesión de los príncipes, y en la escalera de la basílica brillaban el púrpura y el escarlata de los Cardenales y de la Corte Pontificia, preparados ya para recibir al que era Señor de todos ellos. 79

Y, por fin, llegó… Miraba Monseñor Masterman distraídamente la calle, donde se apretujaba la multitud, observando los ricos carruajes que pasaban, cada uno de ellos adornado con corona y las armas correspondientes; todos rodeados de tropas, que los guardaban y que procedían de las mismas que habían pasado poco antes. Conoció a quién pertenecían algunos de aquellos coches, y el corazón le dio un vuelco al notar la Corona Imperial de Inglaterra sostenida por el León y el Unicornio, y bajo ella, allá en el interior del dorado coche, el rostro de un niño que usaba traje y capa de color escarlata. Luego, levantó el observador la vista, sorprendido por el silencio que reinaba, interrumpido solo por el chocar de los cascos de los caballos, el roce de las ruedas sobre el arroyo alfombrado de hojas, y el murmullo de las conversaciones. La plaza aparecía entonces como vasto mar en que se mezclaban el color blanco con el púrpura, destacándose aquí y allá emblemas de oro, de plata y piedras preciosas, de atractivo brillo. La verde alfombra de antes había desaparecido, porque la procesión del Papa estaba en marcha, y al cabo de un instante, al volver a mirar nuestro espectador, divisó un nuevo grupo bajo las columnas del pórtico, y el clamor de unas trompetas de plata vino a decir a los miles de personas presentes que el Vicario de Cristo acababa de salir para recorrer aquella ciudad que volvía a ser la Ciudad de Dios. Con gran lentitud descendió la escalera, pequeño de cuerpo, vestido de blanco y adornado con piedras preciosas —y a pesar de su exigua estatura, se divisaba perfectamente sobre el alto trono en que llegó, balanceando la mano a medida que avanzaba y agitándose detrás de él grandes abanicos, como deidades protectoras. Fue bajando, bajando, mientras las trompetas atronaban los aires, y oleadas de diversos colores le seguían, hasta que, al fin, se desvaneció la visión por un momento, al confundirse con la muchedumbre que le esperaba al pie de la escalera y pisar terreno llano.18 Se recostó en su asiento Monseñor Masterman y cerró los ojos… Otro golpecito dado suavemente sobre su brazo vino a interrumpir sus pensamientos y, al levantar la vista, notó que su amigo le llamaba la atención acerca de algo, como por costumbre y sin fijar en él los ojos. —Mirad —dijo entre dientes el Padre Jervis—: allí está la jaca blanca. Bajo la ventana, la calle ofrecía un aspecto tan completamente eclesiástico como militar era poco antes, si se exceptuaba la fila de zuavos del Papa que se extendía a cada lado de lado de la procesión. Pero en ella figuraba otro apretado ejército de seminaristas y de clérigos, que marchaba en hileras de ocho en fondo. En el preciso momento en que acababan de pasar estos, volvió a observar nuestro sacerdote que inmediatamente después de ellos venían la Corte y los Cardenales, estos últimos produciendo indescriptible impresión, como la de una aureola de escarlata, y avanzando de cuatro en cuatro, cubiertos con anchos sombreros y amplísimas capas. Pero apenas si él dedicó a esto más que una mirada, porque destacándose perfectamente ante su vista por unos instantes, y adelantando en línea recta hacia él por la calle, entre imponente vocerío, se balanceaba un palio sostenido por personas que no acertaba a distinguir claramente, y 80

bajo el mismo, aislado y perfectamente visible, sobre un caballo blanco, iba alguien que se le acercaba con lentitud, vestido también de blanco, cubiertos los hombros de escarlata y con ancho sombrero del mismo color. IV Y así transcurrió el día como un sueño, y el hombre que aún seguía considerándose a sí mismo como resucitado a quien desconcierta el espectáculo de un mundo nuevo para él, iba recogiendo impresiones, intentando asimilarlas. Una o dos veces estuvo, durante la hora de la comida, en compañía del Padre Jervis; le dirigió de cuando en cuando algunas preguntas, y apenas se fijó en las respuestas; habló algo con eclesiásticos que hallaba al paso, y que, en su mayor parte, le eran desconocidos; finalmente se dedicó, con la laboriosidad de una abeja, al trabajo interior de ir llevando no solo datos, sino ideas, al nuevo y raro edificio que iba construyendo en su mente como representación del mundo. Asistió a la visita que hizo el Papa a la tumba del Apóstol, y con tal fuerza de concentración lo observaba todo desde una tribuna, que, en su ensimismamiento, apenas se daba cuenta de que pudiera coordinar sus ideas; y de pronto se corrieron las anchas puertas y llegó hasta él, desde la viva luz solar de la calle hasta la fresca oscuridad de la basílica, la visión de lo que parecía una cohorte celeste, como no pudieron soñarla mejor los antiguos pintores italianos, mientras en las altas bóvedas resonaba el vocerío de millares de fervorosos fieles y el penetrante son de los clarines de plata: contempló el ejército de eclesiásticos, extendiéndose por todos lados, y, en medio de su regia prole, el Padre de Príncipes y de Reyes se adelantó hasta las rejas de la Confesión, rodeadas de lámparas de oro, y fue a arrodillarse ante el cuerpo del primer Rey Pescador. Desde la misma tribuna oyó luego, en la función de Vísperas, la potente voz de los nuevos órganos resonando atronadoramente bajo la cúpula, y las melodías de los salmos ondulando entre los coros agrupados lateralmente en grandes masas; y no dejó de dirigir de cuando en cuando la mirada a la tribuna real, opuesta a la suya, donde los que regían la Tierra aparecían sentados, bajo sendos doseles, para honrar al Señor y al Ungido. Y por encima de todo contempló, aún con aquel rostro inmóvil, absorto, que había llamado dos o tres veces la atención del Padre Jervis, la figura central de toda aquella escena, que aparecía, ora sentada en su trono y rodeada de sus auxiliares, ora adelantándose hasta el altar para incensarlo o, finalmente, saliendo de la iglesia en la silla gestatoria, para regresar al palacio donde ahora, real y verdaderamente, gobernaba. La última impresión de nuestro sacerdote, mientras el sol se hundía tras la inmensa cúpula; y Roma se destacaba en el horizonte como soñada ciudad oriental; y purpurinas luces aparecían sobre las colinas bajas, al paso que las iluminaciones resplandecían en cada ventana o a los pies y en torno de la cabeza de las gigantescas estatuas de los Apóstoles, agrupados junto a su Señor, fue que, asomándose nuevamente a su ventana, vio, en un momento de repentino silencio, que parecía flotar sobre las innumerables cabezas de la multitud, la figurilla blanca irguiéndose por encima de las colgaduras, con la 81

triple cruz papal resplandeciendo a su lado como finísimo filamento, y oyó la vocecilla, clara y penetrante, reclamar «la ayuda de Dios que —según los ecos de la plaza repitieron— había creado el Cielo y la Tierra», y después invocarle, antes del inmenso Amén del público, para que concediera a la ciudad y al mundo la bendición del Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

CAPÍTULO VI I Pocos minutos habían pasado desde que terminara aquella tarde la silenciosa comida, cuando de pronto, en la vasta y fresca galería donde se hallaban sentados, se inclinó hacia delante Monseñor y se pasó la mano por los ojos, como si le rindiera el sueño. De la calle llegaba aún el rumor de innumerables pasos, de voces y de músicas. —¿Estáis fatigado? —preguntó el otro amablemente. Hacía un rato que no le había dirigido la palabra, y recordándolo, pensó si, bien considerado, habría sido poco discreto el sujetar a un hombre en el estado en que aquél se hallaba, a tan excitantes impresiones como las que durante el día había recibido. No contestó de momento Monseñor. Miró en torno de la estancia; se abrió y volvió a cerrarse maquinalmente su boca, y luego, reclinándose nuevamente en la silla, sonrió. Echó mano a la pipa que acababa de dejar hacía un momento y sopló en ella como para limpiarla. —No —respondió al fin—. Precisamente me ocurre todo lo contrario. Al cabo, me siento bien despierto. —¿Eh? —Sí, al fin parece haberme entrado en la cabeza todo ese mundo singular. He comenzado a ver claro. —Hacedme el favor de explicaros. Mientras iba llenando la pipa, añadió Monseñor: —Bueno, pues no lo consiguió por completo ni el mismo Versalles. Me pareció este, más bien, como cosa de juego… muy agradable, sin duda, pero... —Y aquí se interrumpió—. Pero lo que hoy he visto sí que se me antoja ser de veras. —No acabo de comprender. —Bien…, quiero decir que ahora he visto con mis propios ojos la exactitud de lo que usted afirmaba: que el mundo es realmente cristiano, y todo lo demás que usted ha dicho. Creo que esa guardia china, entre otras muchas cosas… —¿China? No lo recuerdo. Sonrió de nuevo el prelado. —Tampoco yo le presté gran atención de momento. Pero después he pensado más en ella. Y luego… todo lo demás… Y el Papa… A propósito: no pude verle el rostro muy bien. ¿Es este su retrato? 82

Se levantó, dirigiéndose al sitio donde estaba el retrato. No había en él nada extraordinario. Representaba una figura de cara vulgar, de labios rectos y apretados, sentada en un sillón de ricos adornos de talla, cubierta la cabeza con el blanco solideo de costumbre y ceñido el cuerpo en la sotana, sobre la que se veía la estola bordada, de característica forma de azadón en los extremos. —Su aspecto es casi vulgar —dijo como hablando consigo mismo Monseñor—. La expresión del rostro es… es como la de un hombre de negocios. —¡Oh, sí! No ofrece nada de particular. Es de carácter sumamente bondadoso y goza fama de inteligente. ¿Sabéis lo que nunca le ha ocurrido? Pues tener que sostener grandes luchas en momentos verdaderamente críticos. Dicen que como financiero es excelente. Pero… parece que os deja esto algo desilusionado… —No me lo imaginaba así —replicó el prelado, como pensando en alta voz. —¿Y por qué no? —Porque parece ocupar en el mundo una posición extraordinaria… y se me antojaba que su aspecto había de ser más… —¿Más de gran hombre? Pero ¿no pensáis, Monseñor, que los hombres que no sobresalen del nivel de las medianías son los mejores gobernantes? —¡Pues esto es digno de la más grosera democracia! —No hay tal cosa. La democracia no comunica a las medianías el más mínimo poder efectivo: las hunde entre sus semejantes, es decir: mata la individualidad, y esa individualidad es, precisamente, lo que hay en ellas que es de inestimable valía. Suspirando, tomó asiento de nuevo Monseñor. —Pues me parece que, al fin, me he hecho cargo de todo —repitió—. Quiero decir que creo haber comprendido, realmente, cómo es ahora el mundo. Pero ya imaginará usted que deseo aún ver mucho más. —Y ¿qué es lo que queréis ver? —No sé, no sé exactamente… Podríamos llamarlo la línea divisoria, algo como la línea de flotación, entre la fe y la ciencia. Percibo ya el lado de la fe. Comprendo que la vida se mueve hoy en el mundo dentro de los límites del catolicismo; pero no acabo de ver el punto de unión de todo esto con la ciencia. En mi tiempo… —se detuvo aquí un instante y continuó—: quiero decir: tenía yo antes una vaga idea de que existía algo como una solución de continuidad entre la fe y la ciencia… si no llegaba a haber entre ellas ciertas contradicciones. ¿Cómo se alían ahora? ¿Cuál es la actitud de la generalidad por lo que respecta a la religión? ¿Dicen los de uno y otro lado que cada una debe proseguir su marcha, sin cuidar de si se encuentran o no algún día? Se quedó desconcertado el Padre Jervis al oír esto. —No acabo de entenderos —repuso—. No hay conflicto alguno entre la fe y la ciencia. Muchos de los científicos son eclesiásticos. —Pero ¿cuál es el punto de unión? Esto es lo que no veo yo. Movió la cabeza el cura, sonriendo. —Pues no sé, sencillamente, qué significa esa pregunta. Citadme algún ejemplo para mayor claridad. 83

—Bueno…, pues… fijémonos en las curaciones producidas por la fe. Solía discutirse, si no ando equivocado, acerca de cómo se explicaban ciertas curas. Ya sabe usted que de ello nos habló el señor Manners. Los psicólogos sostenían que aquellos enfermos sanaban por sugestión; al paso que afirmaban los católicos que la causa de tales curaciones era sobrenatural. ¿Cómo han podido reconciliarse, al fin, unos y otros? Se quedó pensativo por un momento el Padre Jervis. —No creo que la idea se me haya ocurrido nunca en esta forma —replicó—. Contestaría yo a eso… —y se quedó aquí como en duda—, me parece que contestaría que todo el mundo cree hoy que el poder de Dios es el que obra sobre todas las cosas, y que en algunos casos este poder se ejercita por medio de la sugestión, mientras que en otros lo verifica valiéndose de fuerzas sobrenaturales, siendo muy poco lo que acerca de ellas sabemos. Pero no considero este punto muy importante, ¿verdad?, para quien crea en Dios. —Eso no explica lo que yo quiero saber. Se abrió aquí bruscamente la puerta y entró un criado, que saludó. —El Obispo de Sebasto pregunta si podéis recibirle, Monseñor. Consultó este con la mirada al Padre Jervis. —Ha sido nombrado capellán del príncipe Jorge —dijo rápidamente en latín el consultado—. Debemos recibirle. —Perfectamente… Que pase —contestó Monseñor. Y luego, volviéndose hacia el cura: —¿No sería mejor que le dijera usted algo respecto de mí? —¿No tenéis en ello inconveniente? —Claro que no. Se levantó el Padre Jervis y salió rápidamente de la estancia. Unos minutos después regresaba, acompañando al Obispo. —Celebro infinito veros nuevamente, Monseñor. Después de besar el anillo, se enderezó Monseñor para contestar: —Sois muy amable, señor Obispo. Al sentarse el visitante, le examinó aquél cuidadosamente, sin descubrir en él nada de notable. Ofrecía el aspecto característico de los prelados: voluminoso, de rosada complexión, vivaz, sonriente, con ojos brillantes y bien cortados labios. Vestía de color de púrpura y llevaba el ferreruelo, siendo de maneras airosas y joviales. —He venido a enterarme de si asistiríais esta noche a la recepción. En tal caso, podríamos ir juntos. Pero es bastante tarde… —Nada nos habían dicho. —¡Ah! Estará desprovista de toda ceremonia. Probablemente no asistirá a ella el Padre Santo, como no sea más que por un momento. —¿Y será en el Vaticano? —Sí. Por supuesto que acudirá inmensa muchedumbre. El Príncipe acaba de acostarse. El pobrecillo está rendido, y he pensado yo en aprovechar la ocasión para ir allí durante cosa de media hora. 84

Miró Monseñor a su amigo: —Me parece que sería una excelente idea —hizo notar el cura anciano. —Bueno: pues un carruaje nos está esperando —dijo el Obispo levantándose—. Si hemos de ir, creo que cuanto más pronto mejor. Antes de una hora estaremos de vuelta. II Diez minutos más habían transcurrido del tiempo marcado para encontrarse los tres amigos nuevamente, al pie de la llamada escalera regia, cuando Monseñor comprendió, de pronto, que había perdido el rumbo. Durante media hora estuvo vagando de un lado a otro, después de saludar al Jefe Superior del Palacio Apostólico que, en ausencia del Papa, recibía a los visitantes; y, primero en compañía del Padre Jervis y del Obispo, que le indicaba las personas más notables, y luego separado de ellos, solo entre la multitud, había subido y bajado, entrado y salido, por innumerables corredores, patios, galerías y salones del enorme edificio, contemplando la pasmosa aglomeración y devolviendo el saludo a cuantos se lo dirigían. Toda aquella vasta organización se le aparecía como algo completamente nuevo. Sin saber casi por qué, había imaginado que el Vaticano era un lugar silencioso, oscuro, lleno de solemne dignidad, con algunos guardias esparcidos para la vigilancia, algunos prelados y uno o dos Cardenales, viéndose en él también, de cuando en cuando, un grupo de visitantes de carácter particular o, en ocasiones más raras aún, alguna muchedumbre de peregrinos que iba allí acompañada, para ver o para ser recibida en audiencia. En verdad que el espectáculo que se ofrecía a sus ojos aquella noche era bien distinto de esto. En primer lugar, casi todas las aberturas exteriores del edificio estaban iluminadas. Enormes lámparas eléctricas, protegidas por pantallas, brillaban en todos los patios; bandas de música tocaban a distancia conveniente unas de otras; y en cuantos sitios recorrió, a través de los corredores, de los grandes salones de recepción, de las escaleras, notó el bullir, y las apreturas para abrirse paso, de sinnúmero de personas, principalmente eclesiásticos, aunque abundando también los que no lo eran (con absoluta exclusión, tan solo, de señoras); y todos hablaban, discutían, reían, con libertad completa, al menos en apariencia, y demostrando que les parecía todo aquello naturalísimo. Aquí y allá, en algunos de los grandes salones, parecían estar reunidos como en consejo grupos de treinta o cuarenta personas, las cuales rodeaban, de pie, a dos o tres notabilidades que permanecían sentadas. Generalmente había allí algún Cardenal, y a veces más de uno; y hasta en tres o cuatro ocasiones le pareció ver a personas de familias reales que departían con el Cardenal, en la forma indicada, sentados ellos y de pie los demás. Esto constituía para él un espectáculo extraordinario, a pesar de hallarse ya más iniciado entonces en aquel mundo nuevo que tan desusado juzgaba, y parecía, una vez más, mostrarle la realidad de aquellos extraños hechos de que su amigo había tratado de 85

persuadirle, pero que aún le era difícil aceptar en conjunto. De todas suertes, era evidente la cordialidad de relaciones que existía entre el mundo y la Iglesia… Pero, entretanto, no tenía más remedio que confesar que se había perdido. Estuvo dando vueltas por un largo corredor, creyendo que le conduciría de nuevo al patio de San Dámaso, y que una vez allí sabría ya orientarse perfectamente; pero tenía que pararse ahora, lleno de dudas. Porque a cada paso que daba, parecía hallarse más lejos del sitio en que abundaban las luces y resonaba el rumor de voces y de música. Detrás de él, encuadrado en el vasto marco de una puerta abierta, como sobre un disco iluminado, veía un calidoscopio de figuras moviéndose y frente al sitio en que estaba, el corredor, aunque iluminado con tanto lujo de lámparas como el resto, parecía conducir a algún lugar en que reinaba una relativa oscuridad. Y, sin embargo, se sintió completamente seguro de que aquella era la dirección que debía tomar. En aquel momento se abrió una puerta allá al frente, y creyó oír de nuevo el rumor de conversaciones, con lo que más y más se afirmó en la convicción de que aquél era el camino, y siguió adelante. No paró, ya completamente perplejo, hasta hallarse en una antecámara de dimensiones relativamente reducidas, aunque solo relativamente, pues bien mediría bastante más de tres metros y medio cuadrados, por los seis de altura a que se hallaba la pintada bóveda. Ya no oía allí ruido alguno que le guiara porque al pasar dejó cerradas dos o tres puertas, y, en rigor, parecía aquello la morada del silencio. Solo una lámpara semiesférica esparcía desde el techo una suave luz. Gozó él un rato de aquel silencio, hasta que, al fin, notó que no era tan absoluto como había creído. Un débil murmullo, como producido por una voz, resonaba del otro lado de una de las cuatro puertas que conducían a aquella habitación, y de pronto observó que junto a aquella puerta se veía la alabarda de un suizo, como si el guardia a quien pertenecía la hubiera dejado allí para acudir a donde le llamaban desde el otro lado. Se decidió al ver esto, empuñó el tirador de la puerta, e inmediatamente cesó el murmullo. Empujó y la puerta se abrió. Al mirar hacia la otra habitación por un instante, se quedó sin comprender lo que en ella veía: esperaba encontrarse en algún pasillo o cuarto destinado a la guardia, o cuando menos en algún sitio para el uso de seglares. Lejos de esto, lo que se ofrecía a sus ojos era una especie de capilla o sacristía, con dos personas en ella y un altar sobre el cual había un crucifijo. En seguida, una de aquellas dos personas, que vestía hábito franciscano y llevaba sobre los hombros una estola de color de púrpura, se abalanzó a él y, medio empujándolo, le obligó a retroceder. —¿Qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis?... Perdonad, Monseñor, pero… —Soy yo quien ha de pedir perdón, padre: me he perdido…, soy forastero. —Hacia atrás, Monseñor…, hacia atrás…, por allí… —balbuceó el fraile—. Los guardias deberían de habéroslo indicado ya. Comenzaba Monseñor a ver claramente lo ocurrido, al distinguir a la otra persona que allí se hallaba, vestida de blanco y arrodillada. 86

—Sí —añadió el fraile, con el mismo precipitado balbuceo—: el Padre Santo… Volveos, siguiendo aquella dirección, Monseñor. Eso es: la puerta que está enfrente…, aquella. Pasó la visión: tras el fraile, que continuó en el cumplimiento de sus deberes, se cerró una puerta, y, casi simultáneamente, otra tras el sacerdote, quien se halló de nuevo al extremo del largo corredor por donde había venido. Se quedó allí un momento, profunda y extrañamente emocionado. Considerada la cosa en sí misma, nada de particular tenía lo que acababa de ver: la confesión del Papa. Y sin embargo, en cierto modo, por encima de la rara casualidad de que fuera a parar él sin saberlo a las habitaciones particulares del Papa, y precisamente en aquellos momentos, el dramático contraste entre el deslumbrante bullicio de los salones de recepción —ya de por sí cifra y compendio de toda una serie de esplendores externos— y la silenciosa capilla, conservada a media luz, donde el Señor de todo se arrodillaba para confesar sus pecados, causaba una sorprendente impresión en su alma. Hasta ahora se había iniciado paso a paso en una serie de experiencias, cristianas sin ningún género de duda, pero de aspecto sorprendentemente mundano; había comenzado a ver que la religión podía transformar el mundo exterior y revestirse, para la realización de su propio intento, de toda la pompa que cabe en la vida externa; estaba ya iniciado en el conocimiento de que nada es ajeno a los dominios de Dios, de que no existía línea divisoria alguna entre el Creador y la criatura; y ahora, en un instante, se hallaba nuevamente cara a cara con la realidad interior, viendo lo que, en realidad, era un atisbo del fondo secreto de todos aquellos esplendores. De un lado, el Papa a quien rendían homenaje los príncipes de la Tierra; de otro, el Papa arrodillado ante un fraile descalzo: he aquí los dos polos magnéticos entre los cuales flotaba resplandeciente la religión. Se quedó el hombre como clavado en el mismo sitio en que se hallaba, agitado por un ligero temblor, luchando consigo mismo para mantener el equilibrio de las ideas en el propio cerebro, que, a pesar de sus años, era entonces bastante semejante al de un niño. Secos los labios, pasó la lengua por ellos para humedecerlos. Al fin, comenzó a andar de nuevo por el corredor para ir en busca de sus amigos.

CAPÍTULO VII I —Lo que no acabo aún de comprender —dijo Monseñor—, es lo que indiqué ya el otro día relativo a la fe y a la ciencia. No acierto a ver dónde comienza la una y acaba la otra. Se me antoja que las discusiones acerca de este punto deben de ser interminables. Afirmaban los materialistas que desde el momento en que la naturaleza es la que lo hace todo, por ella han de ser producidas hasta las más estupendas cosas, que, por otra parte, llegarán a ser explicables algún día, cuando la ciencia haya adelantado algo más; y sostienen los teólogos que ciertas cosas están tan lejos del alcance de la naturaleza, que es preciso que sean debidas a un poder sobrenatural. Pues bien: ¿cómo conciliar ambas opiniones? 87

Ante esta pregunta se quedó un rato silencioso el Padre Jervis. Estaban ambos sentados en la cubierta superior de una nave aérea, a la caída de la tarde, con rumbo a Poniente, tras la puesta del sol. Monseñor se había ya acostumbrado a tales espectáculos, y, sin embargo, la contemplación del que gradualmente fue desarrollándose ante su vista durante cosa de media hora, le mantuvo constantemente fascinado. Se embarcaron en Roma después de uno o dos días más de turismo y fueron remontando toda la península por etapas, cambiando de aparato volador poco después de cruzada la frontera, para tomar otro de los de más potencia y mayores comodidades, en que viajaban las clases acaudaladas. Debían llegar a Lourdes al anochecer, y desde que divisaron los picos de los Pirineos veían deslizarse un panorama de maravillosa belleza. A su izquierda se elevaban los montes, formando, según les parecía a ellos desde la altura, una gigantesca masa con enormes mellas, extensa línea de durísimo acero adornada con brillantes rayas, crestas y lagunas de luz solar, alternando con pasmosas hondonadas de sombra, a las que el crepúsculo daba tonos que variaban desde el color tornasolado del pavo real hasta el azul del añil. Luego, al pie de la desordenada masa, iba extendiéndose una especie de alfombra lanzada al acaso, en que los vivos colores se mezclaban con un verde suavísimo, y que manchaban, de cuando en cuando, ya una blanca ciudad, ya el bordado de algún bosque o las plateadas líneas del agua. Pero hasta esto cambiaba a medida que observaban cómo las sombras iban alargándose con un movimiento casi perceptible. Nuevos y raros colores surgían lentamente, variando siempre sobre la base fija de una nota azul, y armonizándose con ella, que era la que dominaba en la Tierra. De pronto aparecían y volvían a aparecer ciertas manchas de agua que brillaban allá en lo hondo, tal vez a mil metros de distancia, en el punto de intersección, siempre cambiante, entre la mirada y los rayos solares; y, sombría, brillaba la lejana línea del mar, también encendido en resplandores de oro, y encima, y por todos lados, parecía arder la enorme y luminosa cúpula del cielo. —No me será posible explicároslo todo con absoluta exactitud —dijo, al fin, el Padre Jervis—. Quiero decir que no podré citaros de momento cuantos textos vienen en apoyo de cada caso particular; pero, en conjunto, es algo como lo que voy a indicaros. Se paró aquí un instante. —Sí, dígamelo usted —contestó el otro mirando aún el paisaje que iba desarrollándose ante su vista. —Pues bien: en primer lugar —comenzó lentamente el cura anciano—, casi todo lo que la naturaleza es capaz de hacer lo hemos ido ya clasificando, de un modo bastante completo, en los últimos cincuenta años. Sabemos, por ejemplo, con toda seguridad, que en cierta clase de temperamentos, el cuerpo y el entendimiento están en relación mucho más estrecha de lo que suelen estar en otros; y que si en una de las personas que tal temperamento posean, llega la mente a persuadirse de que va a ocurrir una cosa determinada (algo, claro está, que se halle dentro de los límites posibles y naturales), acabará por ocurrir, meramente por la acción de la mente sobre el cuerpo. —Cíteme usted un ejemplo. —Pues… —y aquí volvió a quedarse en duda por un momento—, pues bien…, yo no 88

soy médico, y, por lo tanto, no puedo puntualizar bien estas cosas; pero hay ciertas enfermedades nerviosas (la simulación histérica o las afecciones de los nervios, como el baile de San Vito), al igual que las enfermedades puramente mentales, como ciertas clases de locura… —¡Oh! En cuanto a estas… —repuso el otro desdeñosamente… —Dejadme terminar: estas, afirmo yo que, dado el temperamento apropiado y la facultad de ser sugestionable, pueden ser curadas instantáneamente. —¿Instantáneamente? —Ya lo creo, dadas las circunstancias que he dicho. Además, hay otras enfermedades, íntimamente relacionadas con el sistema nervioso, en las cuales han ocurrido cambios en los tejidos, no solo del cerebro, sino de las extremidades, y también esa clase de enfermos pueden ser curados por la mera sugestión natural; pero (y este es el punto más notable) no instantáneamente. En tales casos, para obtener la curación por este medio, es preciso un período que no diré que haya de ser siempre tan largo como el que ha necesitado la enfermedad para su desarrollo y progreso, mas sí proporcionado a él. No recuerdo en este momento la proporción exacta; pero, a no equivocarme, se necesitan cuando menos, para la cura por sugestión, dos terceras partes del tiempo empleado por la enfermedad para su crecimiento. Fijaos, por ejemplo, en el lupus. No hay duda de que pertenece a la clase de enfermedades de que hablo. Pues bien: el lupus ha sido curado en nuestros laboratorios mentales; pero nunca instantáneamente, o cosa que se le parezca. —Continúe usted, Padre. —Finalmente, hay aquellos estados físicos que en realidad nada tienen que ver directamente con el sistema nervioso. Una pierna rota, por ejemplo. Por supuesto que la curación de una pierna rota recibe también su influencia del estado en que se halla el sistema nervioso, puesto que depende del acervo de energía vital que cada uno posea, del estado de la sangre, y así por el estilo. Pero existen distintos procesos en las transformaciones de los tejidos que están sujetos a ciertos períodos fijos. Se puede, sí, como se ha probado infinidad de veces en los laboratorios mentales, precipitar y dirigir la acción de la energía nerviosa, de modo que un hombre que esté bajo la influencia de la sugestión hipnótica mejorará de salud más rápidamente que otro que no lo esté; pero por muy grande que sea la sugestión, no puede, dentro de los límites de lo posible, curar instantáneamente. La tuberculosis es otro de esos casos; ciertas dolencias cardíacas… —Comprendo. Adelante. —Bueno, la ciencia ha fijado, en toda esa variedad de materias, ciertos períodos que sencillamente no pueden ser reducidos más allá de ciertos límites, y el milagro no empieza (es decir, el milagro sancionado por la Iglesia) más que cuando esos períodos se han acortado de un modo marcadísimo. En consecuencia, las meras curaciones mentales no entran, poco ni mucho, en el círculo del verdadero milagro reconocido, aunque, naturalmente, en ciertos casos en que ha habido escasa o ninguna sugestión, o en que el temperamento no posee la necesaria receptividad para ello, bien puede decirse, en el terreno práctico, que es muy probable la presencia del elemento milagroso. En la segunda clasificación, o sea en las enfermedades nerviosas del sistema orgánico, no se proclama 89

nunca la existencia del milagro como la curación no sea instantánea o poco menos, y en el tercer grupo, tampoco es reconocida aquella como no exista esa circunstancia de la instantaneidad o el período fijado haya quedado reducido a tan exiguos límites que no haya ejemplo de ello en las curas ejercidas naturalmente por medio de la sugestión. —¿Y cree usted que tales casos de curación son frecuentes? Sonrió el cura antes de contestar: —Pues claro está que sí. Durante los últimos cien años han ido acumulándose tan evidentes pruebas que… —¿Respecto a la rotura de miembros también? —Sí, ahí tenemos el caso de Pedro de Rudder, ocurrido en Oostacker, durante el siglo XIX. Este es el primero de la serie, es decir, el primero que ha sido probado científicamente. En todos los libros se cita. —¿En qué consistía? —En la rotura de una pierna por debajo de la rodilla, rotura que continuó así por espacio de ocho años. —¿Y cuánto tiempo se empleó en la cura? —Fue instantánea. Un nuevo silencio siguió a estas palabras. Monseñor seguía mirando hacia los fugitivos prados que se ofrecían a la vista allá en lo hondo. Una bandada de blancas aves cruzó a través del gris del anochecer, como fugaces manchas que pasaran por los ojos, y aún así parecían moverse con extraordinaria lentitud y deliberación, tan grande era la distancia a la cual volaban. Él suspiró. —Podéis examinar los anales —continuó el otro— y, mejor aún, comprobar vos mismo los casos y ver los certificados. Se sigue todavía allí el antiguo sistema que empezó a poner en práctica el doctor Boissarie hace cosa de un siglo. —Y ¿qué me dice usted de Zola? —preguntó bruscamente Monseñor. —Perdonad, pero… —Sí, Zola, el gran escritor francés. Tengo idea de que había dirigido acerbas críticas contra Lourdes. —¿Eh? ¿En qué época vivió? —Pues… no hace mucho tiempo… A últimos del siglo XIX. Movió la cabeza el Padre Jervis, sonriendo. —Es la primera vez que oigo su nombre; y, sin embargo, creía conocer bastante bien lo que se ha escrito acerca de Lourdes. Me informaré. —¡Mire usted! —exclamó de pronto el prelado—. ¿A dónde llegamos ahora? Indicó con un movimiento de cabeza las largas líneas blancas y las manchas que empezaban a divisarse sobre las últimas vertientes y estribaciones de los montes, y que súbitamente habían aparecido, destacándose contra la luz crepuscular. —Pues precisamente a Lourdes. II

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Al salir ambos sacerdotes a la mañana siguiente por las puertas laterales de la espaciosa iglesia en que habían celebrado la misa, se paró Monseñor y dijo: —Déjeme usted ver si puedo abarcar todo el conjunto en un momento. Subieron a lo más alto de una de las tres iglesias, edificadas, formando grupo, cinco años atrás, y que ahora se hallaban en el centro mismo de la enorme ciudad que había ido extendiéndose poco a poco en torno de aquel sagrado lugar. A sus pies y frente al sitio en que estaban, comunicándose con él por dos vastas escalinatas, se veía la plaza, tal vez veinte metros más honda, en forma de óvalo muy alargado y limitada por los antiguos edificios en que los médicos solían examinar a los enfermos, edificios que ahora se destinaban a mil usos de importancia secundaria relacionados con las iglesias y con la gruta. Al otro extremo de la plaza, detrás de la antigua estatua de bronce de la Virgen, se elevaba el Centro de Comprobaciones, un gran salón, visto por ellos la noche anterior, que comunicaba con innumerables salas de trabajo y de consulta, destinadas a un verdadero ejército de médicos pagados por el Estado. Llena de inmenso gentío estaba la plaza situada entre estos edificios, aunque no tan apiñado aún aquél como estaría después por la tarde, por más que ya muy nutrido por la continua afluencia de los que descendían a la gruta situada a la izquierda, fuera del alcance de la vista, y de los que subían hasta la puerta inferior del gran salón. Parecía aquello un anfiteatro, y lo que más contribuía a darle tal aspecto era que sobre los tejados de las casas y sobre la cuesta por donde unas escaleras conducían a las iglesias, adaptadas ahora de forma que podrían albergar al menos trescientos mil espectadores, comenzaban ya a formarse grupos y filas de curiosos que subían hasta allí para contemplar mejor la vista de la ciudad. A la derecha, más allá de la plaza, se extendía la ciudad antigua, que iba subiendo ahora hasta llegar al castillo medieval, solitario, separado cincuenta años atrás, pero con el cual rivalizaban actualmente, sobre cada colina y a su mismo nivel, los enormes sanatorios y hospederías que bajo la dirección de las Órdenes religiosas habían ido levantando allí aquel gran templo de la salud, hasta que al fin, ahora, a una altura de más de ciento cincuenta metros, la ciudad de María se elevaba, de fortaleza en fortaleza, edificada sobre las estribaciones de las montañas, muy semejante a un inmenso auditorio de piedra blanca que miraba hacia el río y hacia la Plaza Santa. Finalmente, a la izquierda de los dos sacerdotes, que contemplaban todo esto en silencio, corría a escasa distancia el Gave, cruzado por innumerables puentes que conducían a la populosa ciudad de la orilla opuesta, donde en otros tiempos no existían más que prados y comenzaba la inmensa llanura del sur de Francia. Monseñor pensó que era extraordinaria la atmósfera de paz y de pureza que reinaba en aquel lugar. El color predominante era el blanco —blancura allá en lo hondo, y blancura extendiéndose por la derecha hasta las colinas—, y por encima de todo, el azul maravilloso de los cielos meridionales. El verano se manifestaba en todo su esplendor, y la brisa era embriagadora como el vino y fresca como el agua. Desde la plaza llegaba el rumor producido por la gran bandera de la Virgen que ondeaba sobre el enorme salón y que el viento sacudía, pues ni ruedas ni motores robaban al oído, con el estrépito, nada 91

de su finura de percepción. El traslado de los enfermos desde las hospederías de la parte superior de la ciudad se verificaba por medio de aeroplanos, grandes cubiertas con alas y provistas de toldos encima y a los lados, que iban deslizándose, como por invisibles alambres, hasta la entrada del otro lado del salón, desde donde, después de la revisión diaria hecha por los médicos, eran llevados en camillas a la gruta o a las piscinas. Continuaba mirando Monseñor todo aquello con conmovedora perplejidad y luchando aún involuntariamente con nuevas ráfagas de escepticismo, cuando oyó a su espalda el rumor de unos pasos, y, volviéndose, vio que el Padre Jervis saludaba en aquel momento a un fraile joven con hábito de benedictino. —Ya sabía yo que nos encontraríamos: me dijeron que estaba usted aquí —exclamó el anciano—. ¿Se acuerda usted de Monseñor Masterman? Se estrecharon la mano Monseñor y el otro, y no tuvo el primero el menor motivo para quedar descontento del tacto que constantemente demostraba su amigo. —El Padre Adrian anda siempre por Lourdes —ahora, continuó el Padre Jervis—. Quisiera yo saber cómo es que se lo permiten sus superiores. ¿Y el libro? ¿Está muy adelantado? Sonrió el fraile. Era persona de agradabilísimo aspecto, de enjutas y refinadas facciones, con ojos azules de mirar fulminante. Movió la cabeza y siguió sonriendo. —Empiezo a asustarme —dijo—. No estoy de acuerdo con los teólogos en todo. Vaya, que cuanto menos hablemos, mejor. Se le estiró un poco la cara al Padre Jervis. En sus ojos se notaba cierta impresión de ansiedad. —¿Cuándo se publicará el libro? —preguntó rápidamente. —Estoy dándole la última mano —repuso el otro brevemente—. ¿Y vos, Monseñor?... Tuve noticias de vuestra enfermedad. —¡Oh! Monseñor está casi restablecido… ¿Quiere usted tener la bondad de llevarnos al Centro? —dijo el anciano cura. Asintió el fraile añadiendo: —Estaré allí todo el día. Pregunten ustedes por mí cuando quieran. —Quisiera Monseñor cerciorarse por sí mismo… Desearía ver, con todos los pormenores, uno de los casos. ¿Hay por ventura alguno que?... —Ya lo creo: precisamente el mejor. Y comenzó a buscar en el bolsillo. —Sí, aquí tengo la hoja que se publicó ayer noche. —Y alargó un papelito impreso a Monseñor—. Leedla de cabo a rabo. La tomó el prelado. —Y ¿en qué consiste este caso? —preguntó. —El informe os proporcionará tantos detalles como deseéis. Se trata de un caso de destrucción del nervio óptico en un ruso, procedente de San Petersburgo. Ciegos ambos ojos; destruidos los nervios, y ayer vio algo de luz por primera vez. Alrededor de las once lo traerán del hospital ruso. Esperamos que quedará curado hoy o mañana. —Bien, no queremos detenerle a usted por más tiempo. ¿De modo que si vamos a eso 92

de las once?... Asintió el fraile sonriendo y dijo al marcharse: —Pues hasta las once. Se volvió entonces Monseñor hacia su amigo: —Bien: ¿y qué me dice usted de él? Movió la cabeza el Padre Jervis y contestó: —He aquí un asunto triste. Es este el Padre Adrian Bennett. Hombre sumamente atrevido, fue necesario dirigirle ya una advertencia desde Roma; pero posee tan extraordinario talento que resulta bastante difícil reducirle al silencio. No es exactamente un hereje, pero se empeña en dilucidar por su cuenta ciertos puntos que lo han sido ya. —¡Qué lástima! Parece muy simpático. —Lo es mucho, en efecto, y, además, absolutamente sincero. Se le recibe bien aquí en todas partes, y, de paso, hay que decir que es hombre de ciencia, de los de primera fila. Pero, Monseñor, preferiría no tener que hablar más de él. ¿Me lo permitís? —Pero ¿cuál es su asunto predilecto? Me interesa saberlo. —El elemento milagroso en la religión —contestó brevemente el cura—. Venid, Monseñor, vamos a tomar el café. III Rebosaba de gente el salón cuando los dos sacerdotes se asomaron al extremo inferior del mismo, algunos minutos antes de las once. Poco más o menos, la disposición de la sala era semejante a la de un teatro, viéndose en ella un ancho pasamano que corría en línea recta desde las puertas situadas a un extremo hasta el pie del escenario construido en el otro. Este escenario mismo, en cuyo fondo se elevaba una imagen de María, comunicaba con las salas de inspección, situadas detrás, por medio de dos puertas, una a cada lado de la estatua. —¿Qué están haciendo? —dijo en voz baja Monseñor, después de mirar hacia arriba la doble hilera lateral de atentas cabezas y de fijarse inmediatamente en las dos personas que ocupaban el escenario. —Es que uno de los médicos da una conferencia acerca de cierta curación. Ocurre esto casi cada día… Hemos de dar la vuelta para colocarnos allá atrás. Cuando cruzaban, al fin, la puerta por la cual pasaban detrás del escenario los médicos y algunos de los oyentes privilegiados, estalló una tempestad de aplausos y de voces entre el público que quedaba a su derecha. —¡Ah! Pues entonces ha terminado ya. Seguidme, Monseñor. Pasaron los dos amigos por uno o dos corredores, conducidos por un joven de uniforme que les servía de guía, y viendo, al pasar por entreabiertas puertas, unas silenciosas salas blancas, hombres vestidos también de blanco y alguna camilla que colocaban en el suelo. Al fin, llegaron a lo que parecía una especie de despacho de la Junta con altos ventanales 93

colocados a la izquierda por los que penetraba la luz, y con una ancha mesa en el centro en forma de herradura, ante la cual estaban sentados cosa de una docena de hombres, cada uno de ellos con una cruz roja y blanca sobre el lado izquierdo del pecho, que era su distintivo de practicantes. Frente a los médicos examinadores, pero quedando casi oculto a las miradas de los dos sacerdotes por el alto respaldo de la silla que ocupaba, se destacaba la figura de un hombre. El guía se dirigió a uno de los extremos de la mesa, e inmediatamente vieron los dos amigos que el Padre Adrian se levantaba de su asiento haciéndoles una seña. —Les he reservado a ustedes dos sillas —dijo en voz baja cuando se hubieron acercado —. Sería conveniente que se pusieran ustedes estas cruces. Con ellas les admitirán en todas partes. —Y al decirlo señalaba las dos divisas de color rojo y blanco colocadas sobre el respaldo de las sillas. —¿Hemos llegado a tiempo? —Con algo de retraso —contestó el fraile, siempre en voz baja. En seguida se volvió hacia el paciente, un tipo característico de ruso, de cabello y barba rubios, y que tenía los ojos cerrados. Contestaba en aquel momento a una pregunta que le había dirigido el doctor que presidía la mesa. Se volvió nuevamente el fraile para interrogar: —¿Entendéis el ruso? Movió negativamente la cabeza Monseñor. —Bueno, yo os lo explicaré después todo. Producía un extraño efecto el verse allí sentado, en medio del silencio de aquella sala, después de las apreturas y la agitación de la enorme multitud con la cual se confundieron antes aquella misma mañana, tratando de abrirse camino. La estancia ofrecía un carácter marcadamente laboral y nada en ella sugería la idea de religión, como no fuera la única imagen de Nuestra Señora de Lourdes que adornaba una repisa situada detrás del asiento presidencial. Luego, los doce hombres sentados en torno de la mesa también parecían silenciosos profesionales. Eran de edad y países distintos, y vestían el delgado traje blanco de los médicos; frente a ellos había esparcidos numerosos papeles e instrumentos; ora se inclinaban hacia delante, ora se recostaban contra el respaldo de su asiento, pero siempre escuchaban y observaban con la más reconcentrada atención al ruso, quien, cerrados aún los ojos, iba respondiendo a las breves preguntas que de continuo le dirigía el Presidente. No parecía impregnado de exaltación religiosa el ambiente que allí se respiraba, sino pura y sencillamente de ciencia. Ni la más remota semejanza tenía aquello con lo que estaba acostumbrado a pensar el hombre desmemoriado. Cierto que, en cuanto le hablaron de Lourdes, se despertaron en él los dormidos recuerdos, y entre ellos acudió a su mente el de que tal aspecto, por completo científico, formaba parte de las aspiraciones de los que ejercían la dirección de aquellos lugares; pero suponía él, de todas maneras, que tal anhelo resultaba falso en la práctica… De pronto se puso en pie el ruso. —¿Qué ocurre? —preguntó vivamente y en voz baja Monseñor, al ver que los médicos 94

comenzaban a hablar unos con otros. Sonrió el fraile. —Acaba de decir algo interesante. Le había preguntado ahora el Presidente si pudo ver algo del aspecto de la multitud al venir aquí esta mañana. —¿Y qué? —Pues contestó que la gente le había parecido un conjunto de árboles que se movían… ¡Oh, no! No podía saber él que lo que decía eran palabras escritas ya en los libros… ¡Mirad! Va ahora a la gruta. Estará aquí de vuelta para seguir suministrando datos dentro de media hora. Monseñor se recostó en su asiento. —¿Y dice usted que había en este caso destrucción de ambos nervios ópticos? Le miró el fraile con ojos que revelaban la más profunda sorpresa. —Ya lo creo. Le examinaron el martes, al llegar. Estamos hoy a viernes. —¿Y cree usted que curará? —Me extrañaría mucho que no. Se produjo una gran agitación en la puerta al salir el ruso. Un médico joven, vivaracho, hizo una seña al asomarse desde fuera, e inmediatamente apareció una camilla. —Pero ¿cómo tienen ustedes tiempo para examinar tantos millares de casos? —preguntó el prelado mientras miraba cómo aquella era conducida. —¡Oh! De cada cien, apenas si llega uno aquí. Además, esta sala no es más que una de las doce con que cuenta la Comisión de examen. Solo los casos de trascendental importancia, en que existe una verdadera lesión orgánica de carácter grave, son los que se someten a nuestros tribunales superiores; es decir, aquellos en que, si se verifica la curación, se impone por sí misma la mayor divulgación del milagro… ¿Qué será este nuevo de que aquí habla? —añadió bruscamente dando una ojeada a un papel impreso que tenía delante, y mirando después otra camilla que estaban preparando. También Monseñor dirigió la vista hacia el papel impreso. Se veían allí unos treinta párrafos cuidadosamente numerados con su fecha y firma cada uno, constituyendo al parecer la lista de los casos que debían examinar. —Es el número catorce —dijo el fraile. Resultó que se trataba de una fractura de la espina dorsal en una joven alemana de dieciséis años. La fractura databa de cuatro meses. Los informes firmados con media docena de nombres, contenían la descripción de una parálisis completa de la parte inferior del cuerpo, desde la cintura, y algunos otros pormenores suministrados por los médicos. Monseñor volvió a mirar a la muchacha que estaba al otro lado de la mesa, custodiada por los camilleros y dos médicos, mientras el fraile le hablaba rápidamente en latín. Se fijó especialmente en sus cerrados ojos y en los descoloridos labios. —Ha llamado bastante la atención este caso —manifestó en voz baja el fraile—. Se dice que el Emperador, se interesa por él gracias a la influencia de una de las damas de la Corte, de quien era sirvienta esta muchacha. Resulta interesante por dos o tres motivos: en primer lugar, la fractura es completa, y lo maravilloso es que no haya muerto la paciente; luego, ha sido considerado como una especie de caso de prueba por un grupo de materialistas de Berlín. Lo han tomado por su cuenta porque la chiquilla ha dicho 95

repetidas veces que está segurísima de curarse en Lourdes, pues Nuestra Señora se le ha aparecido y se lo ha anunciado así. Entre paréntesis, hay que advertir que el padre es librepensador, y le ha permitido venir aquí solo con el propósito de proporcionarse un argumento que pueda usar después. —¿Quién la ha examinado? —preguntó vivamente Monseñor. —Se la examinó ayer noche al llegar, y además esta mañana. El Dr. Meurot, nuestro presidente —y, al decirlo, señaló con un movimiento de cabeza al médico que ocupaba el tercer asiento después del suyo, y que dirigía rápidas preguntas a los dos ayudantes—, el doctor Meurot ha practicado él mismo el examen esta mañana. Esto es como un resumen del proceso antes de mandarla a la gruta. La fractura es completa. Está entre la undécima y la duodécima vértebras dorsales. —¿Y cree usted que quedará curada? Sonrió el fraile. —¡Quién sabe! —contestó—. No hemos tenido más que otro caso semejante, y los papeles relativos a él no están en orden, aunque generalmente se considera que los datos eran completamente fidedignos. —Pero ¿es esto posible? —Pues ya lo creo. Y ella está absolutamente convencida de que sanará. Será interesantísimo. —Parece usted tomarlo como la cosa más natural del mundo —murmuró el prelado. —¡Ah! Es que los hechos han sido cien veces probados, quiero decir los hechos demostrativos de que se verifican aquí curaciones que ni de muy lejos pueden compararse con las obtenidas en los laboratorios mentales. Pero… La frase quedó interrumpida al observar que, de pronto, los camilleros se preparaban a ponerse en marcha. —Mirad, van a trasladarla —dijo entonces—. ¿Qué vais a hacer ahora, Monseñor? ¿Queréis ir a la gruta o preferís quedaros para ver más casos? IV Era la hora de la procesión vespertina y de la bendición de los enfermos. Durante todo el día el hombre desmemoriado estuvo yendo de un lado a otro con sus compañeros, usando cada uno la divisa que les permitía la entrada en todas partes, y almorzando en compañía del mismísimo doctor Meurot. Si antes produjo en Monseñor una honda impresión el poder social del catolicismo en Versalles, y su realidad en el aspecto religioso, que pudo ver en Roma, mil veces más profundo fue el efecto que le causó en Lourdes su valor en el terreno científico. Porque aquí la religión parecía haber descendido al palenque que anteriormente, según imaginaba él, quedaba reservado a las fuerzas físicas. Dejando a un lado toda pretensión dogmática y las afirmaciones, relativamente escasas en pruebas, de su propia divinidad; despojada de sus vestiduras autoritarias, de gobierno, competía aquí, de igual a igual, con los que eran los maestros de las leyes naturales; más aún: era reconocida por ellos como su dueña y señora. Porque nada parecía existir capaz de atemorizarla. Aceptaba a cuantos a 96

ella se acercaban en demanda de auxilio, y no acudía a arbitrarias excepciones para disimular su propia incapacidad. Su deseo en la práctica no era otro que el de curar a los enfermos; su interés en el terreno teórico el ir fijando poco a poco, con mayor exactitud cada día, la línea precisa donde termina la naturaleza y comienza lo sobrenatural. Y, si de algo servía la humana evidencia, si volúmenes enteros de radiofotografías y de testimonios jurados tenían algún valor, había dejado ella probado mil veces, durante la última mitad de siglo, que bajo su égida, y únicamente bajo la suya, obraban ciertas fuerzas curativas y reconstituyentes a las cuales no podía compararse ninguna de las que proporcionaba la mera ciencia mental sujeta a los límites naturales. Todas las antiguas peleas de un siglo atrás parecían terminadas. Ni una discusión surgía ya respecto a los hechos de mayor importancia. Lo único que le quedaba aún que hacer a esa inmensa organización internacional de hombres prácticos era marcar, cada día con más exactitud, la línea divisoria entre dos mundos. Se rechazaban cuantas curas podían compararse, aunque solo fuera remotamente, con las obtenidas en los laboratorios mentales, considerando que su carácter sobrenatural no resultaba evidente; cuantas no tuvieran comparación posible con aquellas se registraban, con los más minuciosos pormenores, bajo el testimonio jurado de los médicos que habían examinado a los pacientes inmediatamente antes y después de la cura. En una serie de archivos que llegaban hasta la plaza, Monseñor Masterman había podido pasar un par de horas aquella tarde examinando, guiado por el Padre Adrian Bennett, los más notables casos allí registrados y las fotografías que los acompañaban. Su asombro no tuvo límites al notar que, incluso a finales del siglo XIX se habían verificado curaciones que los más modernos hombres de ciencia no podían explicar por los medios naturales. Hacía diez minutos que acababa de agregarse a la procesión del Santísimo Sacramento, oyendo aún resonar en sus oídos las últimas palabras del fraile: —Durante el paso de la procesión es precisamente cuando se verifica ese influjo. Al sonar el Angelus dejamos de lado todo conocimiento deliberadamente adquirido, y nos entregamos por completo a la fe. La procesión estaba ahora en marcha, y ya a él le parecía que comenzaba a comprender todo aquello. El punto culminante de tal disposición de ánimo llegó en el momento de verse, en compañía de los prelados, avanzando frente al Santísimo Sacramento, a pocos pasos de distancia del mismo. Se paró en lo alto de la escalera para esperar que pasara el palio, y entonces sintió latir con tal fuerza el corazón que temió no poder dominarse y prorrumpir en ruidosos sollozos. A sus pies se extendía la plaza, que vista ahora desde el extremo opuesto al escogido por la mañana, presentaba un aspecto completamente distinto. El centro del gran óvalo estaba vacío, excepción hecha del lugar ocupado por un enorme púlpito, de los de sombrero circular, que se elevaba en el centro. Pero en torno de este espacio vacío aparecían, en filas interminables, grandes masas de gente cuyo número hubiera sido imposible calcular, cada fila más alta que la anterior, como si ocuparan las gradas de un enorme anfiteatro hasta alcanzar los tejados de los más elevados edificios, desde los cuales se dominaba aquel espacio. Surgía ante su mirada la agrupación de iglesias, y 97

también en ella se apiñaba la gente sobre terrados y escaleras. Estaban abiertas las puertas de los tres templos, y en ellos, alejándose por sus iluminados interiores, se veían innumerables cabezas que, al ser contempladas desde allí, en perspectiva, parecían un empedrado de guijarros. Ahora se extendía la sombra por la plaza entera, porque el sol acababa de ponerse, pero el cielo se mantenía aún claro allá en lo alto, como una bóveda de suavísimos colores, tan hermosa y agradable que era una bendición. Aquí y allá, en el azul sin límites, lanzaban sus rayos las primeras estrellas, esparcidas como polvillo de diamantes. Y de aquella vastísima multitud, dirigido por una blanca figura que se agitaba en el púlpito y formulado en palabras en el momento de aparecer nuestro prelado, brotó un cántico a María, como si lo entonara una sola, suave y gigantesca voz, pidiéndole que hiciera sentir allí su presencia, ella, que por espacio de un siglo y medio, parecía haber escogido aquel lugar para la manifestación de su poder e influencia; ella, la gran Madre de los que fueron redimidos del pecado y el consuelo de los afligidos; la que veía a su Hijo acudir ahora allí, como en Canaán, para trasformar el agua del dolor en el vino de la alegría… Luego, al salir el palio, a un imperioso ademán de la figurilla que dirigía desde el púlpito, cesó la música; se oyó breves momentos el sonido de grandes trompetas y luego un sordo rumor acompañado de un movimiento, como el romper de una ola contra un obstáculo, al arrodillarse la multitud; y, finalmente, se elevó en los aires el Pange Lingua como solemne adoración… Mientras Monseñor descendía los peldaños de la escalera con los ojos llenos de lágrimas, vio por primera vez las hileras de enfermos en donde le habían recomendado que se fijara. Allí estaban, tendidos, cerca de cuatro mil; colocados uno al lado de otro en dos círculos, alrededor de aquella especie de campo de combate, como una dolorosa orla de la triunfante multitud; en camillas puestas tan cerca una de otra que no parecían más que dos inmensas, interminables camas; y entre ellas se alzaba el alto tablado cubierto de flores por el cual había de pasar Jesús de Nazaret. Allí estaban, bañados hoy todos en aquella extraña agua que brotó, ciento cincuenta años atrás, bajo la mano de una niña campesina, y esperando el santo advenimiento de Aquel que había creado tanto el agua como los seres para cuya curación había sido designada. Y, sin embargo, no todos sanaban: tal vez ni uno entre diez de los que acudían allí con entera confianza. Verdaderamente, todo aquello resultaba maravilloso… ¿Era, pues, que el mismo Poder Soberano que permitía el dolor, quería reservarse el uso de su propia soberanía, y demostrar así que el dispensador de las leyes no estaba sujeto a ley alguna? Cuando menos, una cosa resultaba indudable, si eran dignos de fe los registros consultados aquella misma mañana por el sacerdote, y era que ni el carácter receptivo de ciertos temperamentos, ni la esperanza que el sujeto tuviera en su curación, constituían garantía alguna de que esta hubiera de verificarse. Naturalezas que respondían admirablemente a los recursos empleados en los laboratorios mentales, parecían desprovistas de toda cualidad eficaz aquí; en cambio, otras que se manifestaban inertes, inconmovibles bajo la influencia sugestionadora de la ciencia, se precipitaban aquí de pronto para acudir al llamamiento de cierta Voz sobrenatural cuya misma existencia fue 98

puesta en duda cien años atrás. Vio Monseñor que las primeras filas de la larguísima procesión habían llegado ya a las puertas de la basílica, comprendiendo que dentro de poco, después de dar la vuelta por completo, desembocarían en el sitio donde estaban los enfermos para facilitar al Santísimo Sacramento la rápida llegada. El aspecto era magnífico hasta desde aquel sitio, cuando el prelado puso por primera vez el pie sobre el tablado descrito, y comenzó a andar por él en dirección a la izquierda. Las largas hileras de cirios, de cuatro en fondo, fueron deslizándose como una enorme serpiente, con luminoso cabrilleo, por encima de las agrupadas cabezas de los enfermos, y aquí y allá, entre la multitud de espectadores apiñados en declive, brillaban también otras luces, fijas como estrellas en la semioscuridad del aire vespertino. De pronto, al avanzar el prelado lentamente, paso a paso, se acordó de los enfermos y bajó hacia ellos la mirada en un momento de silencio de la música. ¡Ah! Allí estaban como vivientes crucifijos… como cubiertos de blancas mortajas, y todos con la cara vuelta hacia aquel sitio, para poder contemplar mejor el paso de su Señor… Allí, una mujer mostraba su rostro encogido por el sufrimiento de alguna horrorosa enfermedad interna, alguna de aquellas que hasta la ciencia de la época no se atrevía a tocar, o al menos no lo había hecho; sus ojos grandes parecían mirar fijamente, con terrible intensidad, esperando la visión que, aun hallándose en aquel estado, debía devolverle la salud. Allí, un niño se agitaba llorando, y se empeñaba en volver hacia otro lado la cabeza. Allí, un viejo encorvado se incorporaba con dificultad en su camilla, sostenido por dos camilleros uniformados… Y así en interminables filas, de todas las naciones que existían bajo el cielo: hasta chinos y negros. El aire mismo parecía impregnado de dolor y de ansias. Una gran voz vino a interrumpir de pronto aquella especie de pesadilla, y antes que Monseñor pudiera fijar la atención en las palabras que la acompañaban, fueron estas repetidas por miles y miles de gargantas, formando una frase breve, sentenciosa, ferviente, que rasgó los aires como el estampido de un trueno. ¡Ah! Ya lo recordaba: eran aquellos los antiguos rezos franceses, consagrados por el uso de todo un siglo; y como fuera él alejándose, siempre despacio, paso a paso, mirando ya un poco hacia atrás, para ver, ora la bendición de los enfermos que había comenzado —el signo de la cruz que el obispo trazaba en el aire con la custodia de oro que llevaba—, ora los ojos de agonizante expresión de los que esperaban que llegara su turno, también él empezó a distinguir ya, y a repetir con sus propios labios, aquellos gritos de auxilio que movían a compasión: ¡Jesús! Sana a tus enfermos… ¡Jesús! Concédenos la gracia de que veamos… de que andemos… Tú eres la Resurrección y la Vida… ¡Señor! Creo en ti; ayúdame para que no dude. Y luego, como en un momento de júbilo triunfal, abrumador: ¡Hosanna al hijo de David! ¡Hosanna! ¡Hosanna! En seguida, con acento suave, como sordo y prolongado rumor: ¡Oh María! concebida sin pecado, atiende a los que a ti acudimos. La impresión de que un grande y misterioso poder flotaba en el ambiente, crecía por instantes en su espíritu y parecía que aquella luz solemne de la tarde contribuía a darle el carácter sacramental; que el intenso ardor de medio millón de almas ayudaba a evocarlo; 99

que allí, a su espalda, formaba como un grande y encendido foco… ¡Ah! Ya se había verificado el primer milagro… Un grito allá, detrás de él; un remolino en el círculo de los enfermos y de los encargados de cuidarlos; una figura con las blancas ropas de mortaja apartadas del pecho y extendidos los brazos; y luego, una especie de rugido superior a toda ponderación, pues el anfiteatro entero se agitaba gritando con inmenso júbilo. Como rápida visión notó que los médicos corrían hacia aquel sitio, y que un gran número de personas gesticulaban para contener a la multitud detrás de las vallas. Después, se oyó un gran gemido, pero como de alivio, al que siguió un profundísimo silencio en el momento en que el beneficiario del milagro se arrodilló junto a la camilla en que estuvo postrado antes. Volvió a avanzar el palio, y la ardiente voz gritó de nuevo, seguida al cabo de un instante por el eco rugiente de los que contestaban: ¡Hosanna al hijo de David! *** Hacia la mitad del paso circular, al pie de los escalones de la iglesia, se hallaba echada la joven alemana, y mientras los prelados se acercaban, Monseñor miró rápidamente a todos lados, procurando verla. Allí estaba, cerrados aún los pacientes ojos y descolorido el rostro; en el círculo exterior, pero de cara al interior y al púlpito. A cada lado de ella se hallaba arrodillado un médico, uno de los cuales era el joven que había anunciado su entrada en el salón aquella misma mañana, y que oprimía un rosario entre los dedos. Supo Monseñor que la mayor parte del público tenía ya noticia desde el principio de que aquel caso era de carácter excepcional; pero se había guardado el secreto en cuanto al sitio en que estaría la enferma, por temor de que toda la excitada curiosidad del público se concentrara en ella sola. Él la miró de nuevo ansiosamente y con la mayor atención, contemplando aquel rostro de cera, de expresión decaída, y aquellas manos sin fuerza, cruzadas sobre el pecho, con un hilo de cuentas de rosario entretejido de unos dedos a otros; y hasta en aquel momento de mirarla, sintió que la desconfianza volvía a apoderarse de su espíritu. Era imposible, pensó, a pesar de cuanto había visto aquel día; a pesar de aquel par de docenas de personas que saltaban de gozo, y del contagioso vocerío que, más de veinte veces en tan breve jornada, le había impresionado vivamente… Pasó de largo apretando un poco el paso, volvió la cara y siguió observando. Lentamente fue acercándose el palio. Por el esfuerzo, los cuatro porteadores iban con el rostro cubierto de sudor, como sudoroso y pálido estaba también el del Obispo que llevaba la custodia por los innumerables y obligados movimientos. Detrás de él venían, en filas sin cuento y humillada la cabeza, hombres y mujeres de todas las Órdenes religiosas del mundo, y los cirios, que él contemplaba en perspectiva, aparecían como cuatro líneas ondulantes de suave luz, que se prolongaban, casi sin solución de 100

continuidad. Había transcurrido más tiempo de lo acostumbrado desde el último grito de un enfermo que recobraba la salud, y el silencio reinante entre una y otra de las voces que procedían del púlpito parecía mayor que nunca. Y, sin embargo, nada ocurría de lo que se esperaba. Trazó entonces el Obispo el signo de la cruz sobre un hombre echado junto a la alemana, y cuya cara quedaba completamente oculta tras una máscara blanca, de horrorosa sugestión; pero no se notó en el enfermo movimiento ni señal alguna. Se volvió entonces el Obispo, y trazó igual signo sobre una mujer, con el mismo resultado. — Tú eres la Resurrección y la Vida —gritó una voz desde el púlpito mientras el Obispo se inclinaba en dirección al círculo exterior. Le oyó nuestro prelado suspirar con fuerza, acaso por darse cuenta perfectamente de quién era la persona a la cual se dirigía ahora. Levantó la custodia, y los ojos de la joven alemana se abrieron. Trazó el signo de izquierda a derecha, y la muchacha sonrió. Al llevar de delante hacia atrás la custodia, abrió ella las manos y se sentó. V Estaban los tres curas aquella noche en el terrado de un priorato de carmelitas, situado al otro lado del río, a cierta distancia de la gruta, aunque frente a ella, cuando la joven alemana descendió hasta el sagrado lugar en acción de gracias. Desde el sitio en que se hallaban nuestros sacerdotes, resultaba imposible apreciar ni un solo pormenor del acto que contemplaban. El priorato estaba en un alto, dominando el sinnúmero de tejados que se extendían entre ellos y el río, y frente a aquél se elevaba la colina a cuyo pie se hallaba la gruta. Parecía, aquella noche, un cuadro lleno de resplandores de fuego. Las iglesias situadas a la izquierda estaban orladas de luces hasta en lo más alto de la edificación, destacándose contra el oscuro fondo del estrellado cielo, y en los espacios comprendidos entre uno y otro templo brillaba el suave resplandor de los miles y miles de hachones que había encendido allá abajo la multitud. Sobre la gruta se divisaba negro, sombrío, el resbaladizo y cortado suelo de la roca, excepto donde las veredas en zigzag brillaban como indecisos arroyos, en los que se apiñaba la gente campesina, sin ver nada pero satisfecha de hallarse allí presente. Al pie, por encima del lago de fuego donde estaba el núcleo principal de fieles, despedía una suave luz la caverna donde en otro tiempo posó su planta María, y donde su poder se había perpetuado en cuanto la memoria de los más ancianos allí presentes podía recordar. Desde tanta distancia difícilmente llegaban los sonidos hasta el priorato, como no fuera el 101

fuerte murmullo de las voces de tantos y tantos millares de personas. Era como el sostenido rumor de multitud de ruedas deslizándose a lo lejos, o el de la marea estrellándose contra las rocas de una playa; y hasta el sordo y triunfal rugido con que la muchedumbre anunció que la procesión había abandonado aquel sagrado lugar, resultaba suave y armonioso. Reinó luego un largo silencio. De pronto, rompieron a tocar unas trompetas de argentados sones, que afinaba aún más el eco de las rocas desde donde partían, y como si se oyera la voz de un gigante que hablara en sueños, llegaron claras, perfectamente articuladas, aquellas grandiosas palabras. Magnificat: anima mea Dominum *** —¿Y vos, Monseñor —preguntó el Padre Adrian media hora después, mientras contemplaban aún cómo las hileras de luces iban retorciéndose por los caminos al regreso de la multitud— habéis pedido a Nuestra Señora que os devolviera la memoria? —Estuve en la gruta esta tarde —contestó el interrogado—, pero no reza esto conmigo. —Pues entonces es que algo mejor os está reservado —replicó el fraile sonriendo.

CAPÍTULO VIII I —¿De modo que regresáis mañana a Inglaterra? —dijo el Padre Adrian mientras conversaban sentados, una o dos noches después, en el locutorio de los benedictinos franceses, en cuyo convento se hospedaba el fraile. —Salimos mañana por la noche —contestó el anciano cura—. Monseñor se halla ya muchísimo mejor, y ambos hemos de volver a nuestros trabajos. ¿Y usted? —Yo me quedo aquí para terminar la corrección de mi libro —repuso suavemente el fraile. El hombre que había sufrido la pérdida de la memoria estuvo acumulando impresión tras impresión durante las últimas cuarenta y ocho horas. En primer lugar, venía el caso de la joven alemana. Fue examinada por los mismos médicos que certificaron en qué estado se hallaba media hora antes de la cura, y al ver el resultado obtenido, lo telegrafiaron a todos los países civilizados del mundo. La fractura estaba completamente curada, y aunque seguía ella débil por efecto de su larga enfermedad, iba ganando fuerzas continuamente. Después, había que tener en cuenta el caso del ruso. También él había recobrado la vista, aunque no instantáneamente, sino de modo gradual. Hacía una hora que le habían dado de alta, como curado ya, y pasó por las pruebas de costumbre en las 102

salas de reconocimiento. Pero tales casos, y otros semejantes que los sacerdotes habían tenido ocasión de investigar, no constituían más que una parte del conjunto de impresiones recibidas por Monseñor Masterman. Acababa de ver allí con sus propios ojos un ejemplo de las relaciones entre la ciencia y la fe; de cómo cooperaban a un mismo fin, pesando cada una las exigencias de la otra y respetándolas ambas; este ejemplo le hacía ver lo natural y lo sobrenatural desde un aspecto completamente nuevo. Como había dicho el señor Manners en Westminster, una o dos semanas antes, ambas parecían haberse encontrado al fin, partiendo de distintos caminos, en el sitio en que podían trabajar juntas. Ninguna de las dos negaba ya los hechos. La ciencia concedía de buen grado los misterios de la fe; la fe reconocía las hazañas realizadas por la ciencia. Cada una de ellas estaba persuadida de que la otra poseía una esfera de acción perfectamente legítima, en la cual los métodos propios de dicha esfera tenían carácter imperativo e indiscutible, terminante. El hombre de ciencia aceptaba el hecho de que la religión tenía derecho a hablar de materias que estaban más allá de la jurisdicción de los principios científicos; el teólogo no combatía ya como fraudulentas o falsas las aspiraciones del científico a poner en juego fuerzas que, en último resultado, no eran más que naturales. Ni uno ni otro consideraban que fuera necesario atacar las posiciones ajenas para afirmar las propias; antes bien, puestos de acuerdo, sin ideas preconcebidas ni parcialidades, trabajaban juntos para reducir aún más los límites de aquel terreno poco conocido, pero cada día menor, que aún entonces separaba los dos mundos estudiados. La sugestión, por ejemplo, capaz de influir en las mutuas relaciones existentes entre el cuerpo y el alma, era ya reconocida por los teólogos como una fuerza dotada del poder suficiente para producir fenómenos que en lo antiguo se habían considerado como evidentemente sobrenaturales. Y el científico, por su parte, se guardaba de sentir tan insensata fe en la naturaleza que le atribuyera cosas que él fuese incapaz de igualar por medio de la experimentación. En una palabra, el hombre de ciencia repetía: creo en Dios, y el teólogo: acato la naturaleza. Permaneció silencioso Monseñor mientras los otros hablaban. En Roma creyó haber alcanzado ya el íntimo convencimiento que buscaba; mas en Lourdes había comprendido ahora que no eran sus convicciones tan profundas como imaginaba. Aprendió en Versalles que la Iglesia era capaz de reorganizar la sociedad; en Roma, que en su mano estaba el reconciliar a las naciones; en Lourdes, finalmente, que podía ser la solución de sistemas filosóficos. Y este mismo descubrimiento vino a aumentar aún su timidez. Porque comenzó a pensar entonces si no le quedarían todavía por descubrir otras cosas, ciertos complementos e ilustraciones de los principios que empezaba a adivinar. ¿Cómo, por ejemplo, se preguntó a sí mismo, procederá la Iglesia con los que no reconozcan sus derechos, con aquellos individuos aislados o con los esparcidos grupos que, según él sabía, continuaban aún trágicamente aferrados a los antiguos sueños de comienzos del siglo, al fantasma de la independencia del pensamiento y a la enloquecedora pesadilla del gobierno democrático? 103

Cierto que ahora se veía que todo esto eran sueños; que resultaba cómicamente absurdo el imaginar que el hombre pudiera separarse con algún provecho de la revelación y de la corriente tradicional y progresiva derivada de ella; que era ridículo invertir el orden natural, y empeñarse en entregar el gobierno de los pocos hombres educados a los muchísimos ineducados. Y, sin embargo, se le ocurría a la gente, de cuando en cuando, sostener teorías imposibles en la práctica y absurdas… ¿Cómo, pues, trataría a aquellos la Iglesia, una vez consolidado ya definitivamente el poder de esta? ¿Cómo iba ella a combinar la dulzura del espíritu cristiano con el dogmatismo de derechos que eran cristianos también?... Recordó una o dos indicaciones que había hecho el Padre Jervis, y, por un momento, sintió algo de miedo. Ciertas palabras que pronunció el fraile le volvieron a la realidad del mundo exterior. —Perdone usted. ¿De qué trataban? —Decía yo que la noticia que nos llega de Alemania es algo molesta. —¿Por qué? —¡Oh! No es nada concreto. Hay amenazas de agitación popular. Se dice que el Emperador ha manifestado extraordinario interés por el caso de aquella niña alemana, y que los socialistas de Berlín se han puesto en guardia contra él. Ya sabéis que Berlín es la última fortaleza que les queda. —Y ahora que me acuerdo —dijo interrumpiendo bruscamente el diálogo el Padre Jervis —. Me informé de aquel hombre que tiene tan curioso apellido: Zola. Resulta que en su tiempo estuvo bastante en boga. Y ahora se me ocurre que lo citó Manners. —¿Zola? —dijo el fraile con aire muy pensativo—. ¡Ah! Sí, estoy casi seguro de haberlo oído nombrar. ¿No era de la época de la reina Isabel de Inglaterra? —No, no. Murió a fines del siglo XIX. He encontrado el dato de que escribió una obrilla de género novelesco acerca de Lourdes. Hasta había un ejemplar en la Biblioteca. No tuve tiempo de verlo; pero me dijo el doctor Meurot que era uno de aquellos ataques de poca importancia contra la religión, que eran populares en otro tiempo. Estos son los únicos datos que he podido averiguar. Apretó los labios Monseñor. Allá en los abismos de su confusa memoria andaba dando vueltas la idea de que Zola había sido hombre de alguna importancia; pero él nada podía añadir a la discusión. El Padre Adrian se desperezó y se puso de pie. —Es ya hora de acostarse —dijo—. Miren ustedes, están terminándose los rezos. Desde la sima luminosa allá abajo, del otro lado de las hileras de tejados que se extendían como otros tantos escalones entre aquella hospedería y el río, se elevó la inmortal canción de Lourdes, la extraña y vieja melodía que narra la historia de la pastorcilla y se apodera del espíritu como una obsesión; que por espacio de ciento cincuenta años había sido cantada siempre desde aquel sitio; que siendo parecida a una balada sin elegancia musical ni arte, tiene, sin embargo, tan sorprendentes afinidades con los antiguos villancicos de Nochebuena que canta la cristiandad, y es inolvidable y conmovedora. De pie y asomados los tres amigos a la ventana, contemplaron aquella serpiente de fuego, 104

aquellas ondulantes filas de cirios que alargándose, como otros tantos anillos, alrededor de la plaza entera, se combaban sobre las escaleras y los tablados que se elevaban entre las iglesias, e iban retorciéndose sin cesar. Pero, mientras estaban absortos en la contemplación, la serpiente fue volviéndose más oscura, fue mostrando ciertas manchas, y las luces empezaron a apagarse, al irse retirando hacia su casa grupo tras grupo de los reunidos. Habían dado ya las buenas noches a su Madre, en aquella gran ciudad francesa que tenía todo el maravilloso aroma de Nazaret, el pequeño; elevaron sus cantos en acción de gracias; ofrecieron sus plegarias. Llegó la hora de entregarse al sueño bajo la protección de la que era a la vez Madre de Dios y de los hombres… —Buenas noches —dijo Monseñor—. Volveremos a encontrarnos en Londres. —Así lo espero —contestó gravemente el fraile. Al bajar la escalera, observó suavemente el Padre Jervis: —Temo que a este joven le ocurra algo. Me refiero a su libro ¿sabéis? —¿Eh? —Bueno, más vale no hablar de ello. Pronto saldremos de dudas. Es valiente como él solo.

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SEGUNDA PARTE CAPÍTULO PRIMERO I Sentado ante la mesa de su habitación de Westminster, estaba Monseñor Masterman atareadísimo despachando su correspondencia. Una semana había transcurrido desde su regreso, y durante ella progresó notablemente. Hasta su rostro se había transformado. Aquel aspecto lastimoso, perplejo, que tenía antes, mientras le duraba la continua impresión de estar por completo fuera de tono en aquel mundo en que se halló después de su pérdida temporal de la memoria, había desaparecido ya del todo, siendo sustituido por la expresión aguda y vivaracha que parecía más característica de un eclesiástico. No era porque hubiese ya recobrado la memoria, pues desde su repentino despertar en el Hyde Park, todo se le aparecía como envuelto en una niebla, de la cual se destacaban rostros, lugares y hasta frases que, en su mayor parte, era imposible identificar. Y, sin embargo, resultaba patente la asombrosa facilidad con que iba atando los cabos sueltos de sus ideas. Desde que llegó de Lourdes, pasó tres o cuatro días encerrado, en conversación particular con el Padre Jervis o con el Cardenal, y, al fin, se sintió ya capaz de reanudar el trabajo, ayudado por sus secretarios. Todo el mundo conocía ya su estado de depresión nerviosa, de modo que sus distracciones y olvidos a nadie sorprendían. Claro es que tan cambiadas le parecían todas las cosas que la impresión de asombro que le producían era enorme. Descubrió, por ejemplo, con no poca sorpresa, que su cargo de secretario del Cardenal le había convertido en uno de los más importantes personajes del país. Evitó en lo posible ciertas entrevistas particulares, que, por otra parte, no solían celebrarse a solas, sino dirigidas por el mismo Cardenal; pero su correspondencia bastaba para demostrar que su voto favorable era tenido en mucho, hasta por hombres que ocupaban entonces un lugar eminente en los gobiernos. De ello era ejemplo el enorme trabajo que tenía que despachar relativo al asunto de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, porque hay que recordar que la Iglesia, mientras no estuviera aún su organización completamente establecida, era la representación de todo el sentimiento religioso del país, y debía ser consultada en cuantas medidas de importancia se tomaran. Luego, se ofrecía a su consideración el asunto de la devolución de los bienes de aquella, no terminado aún en todos sus pormenores, pues se hacía inacabable la discusión de los numerosos arreglos y compensaciones. Lo que aquella mañana le traía más ocupado era, sin embargo, la cuestión universitaria, y sobre todo, lo relativo al número de laicos y de clérigos que formaban parte de las antiguas fundaciones católicas. Sonó un timbre, y uno de los secretarios sentados ante la ancha mesa colocada junto a una ventana, tomó el auricular del teléfono para recibir la orden transmitida. Se volvió 106

para anunciar: —Su Eminencia desea decir a Monseñor dos palabras sobre ciertos asuntos. Se levantó Monseñor. —Iré ahora mismo —dijo—, si no tiene inconveniente. A las doce he de estar en Westminster. Volvió a hablar por teléfono el secretario. —Su Eminencia le espera —añadió. Un minuto después levantaba el Cardenal la cabeza para mirar al sacerdote que acababa de entrar. —¡Ah! Buenos días, Monseñor. Tomad asiento. Hay un par de asuntos que quisiera consultaros. El primero se refiere a un juicio por herejía contra un sacerdote. Saludó respetuosamente Monseñor. Era aquél el primer caso de tal clase que se le presentaba o que recordara, cuando menos, y no acababa de comprender qué significaba todo aquello. —Deseo que escojáis vos mismo los jueces. Ya daréis una ojeada al proceso si hay algo que no recordéis. Claro que entre los jueces ha de figurar un dominico; por lo tanto, tendréis que poneros en relación con el Padre Provincial. Los otros dos han de ser legos, porque es un religioso el acusado. Como lugar para la celebración del juicio, él ha elegido Inglaterra. —Perfectamente, Eminencia. —Se ha portado con gran discreción, y renuncia a las ventajas que pueda ofrecerle la cláusula Ne invitus. —No la recuerdo en este momento —comenzó a decir Monseñor, vagamente consciente de haber oído hablar de ella antes. —¡Oh! Es la que le reconoce el derecho de destruir la edición de la obra antes de que se publique. Forma parte de la nueva legislación. Ha mandado él a Roma la tesis de su libro, impresa con carácter privado, y ha sido condenada. Él se niega a retirar lo dicho, y se muestra completamente convencido de su ortodoxia. A lo que entiendo, no está aún el libro terminado; pero la tesis en él sostenida queda ya suficientemente clara. Se refiere al asunto del elemento milagroso en la religión. —Perdone Su Eminencia, pero el autor, ¿es por casualidad un benedictino? Sonrió el Cardenal. —Sí a eso iba. Su nombre es don Adrian Bennett. Es, o mejor dicho, debería ser, un fraile de Westminster, pero su vuelta se ha retrasado ahora. —Lo conocí en Lourdes, Eminencia. —¡Ah! Es un joven inteligentísimo y, de paso, de valeroso espíritu… Bueno, ya daréis una ojeada al proceso si no recordáis claramente su contenido. Y quisiera tener ya los nombres de los jueces mañana por la noche. Podría ser que el canónigo doctoral de la diócesis no pudiera asistir por indisposición, pero ya cuidaréis de arreglar esto. —Sí, Eminencia. —El segundo punto tiene excepcional importancia. —Y al decir tales palabras el 107

Cardenal empezó a juguetear con la pluma que estaba sobre la mesa—. Es preciso que ni el menor rumor de esto salga de las paredes de esta casa. Podría llegar a ser de dominio público cuando menos se espera, y quiero que lo sepáis para que no os coja de sorpresa. Bueno, se trata de lo siguiente: he tenido noticias de que el Emperador de Alemania ingresará esta noche en la comunión de los fieles católicos. No necesito explicaros lo que ello representa. Es un hombre decidido y que sabe perfectamente lo que hace, y no cabe la menor duda de que tarde o temprano les hará a los socialistas completamente imposible la vida en Berlín. Significa esto que estallará la guerra civil en Alemania (y he oído decir que ya se han estado preparando aquellos a toda prisa desde hace algún tiempo), o bien que se dispersarán por algún otro país. Sea como fuere, Europa será la que tendrá que entenderse con ellos. Mas de todos modos, esto pertenece al porvenir. Lo importante es, de momento, que nosotros deberíamos procurar mostrarnos en toda la plenitud de nuestra fuerza al llegar el momento oportuno. Por supuesto que se cantará el Tedeum en todas las iglesias de Inglaterra en cuanto se haya dado publicidad a la noticia, y deseo que estéis preparado para cuantas disposiciones haya que tomar. El milagro de Lourdes, que vos mismo presenciasteis, fue lo que acabó de dar el impulso decisivo. Como sabéis, ya el Emperador había estado inclinado a tomar tal decisión durante los últimos meses. Dijo esto el Cardenal con toda la diplomática serenidad posible, pero bien pudo observar su interlocutor cuán profunda era la emoción producida en él por el importantísimo acontecimiento. La situación en que se había colocado el Emperador era el punto flaco en la organización católica de Europa y, en verdad, del mundo entero. Ahora quedaba ya puesta la última piedra, y el arco estaba completo. Lo único que rebajaba algo la favorable trascendencia del acto es que no había hombre de Estado ni profeta que fuera capaz de decir cuál sería el efecto que ello iba a producir en los socialistas. —Y ¿cómo estáis de salud, Monseñor? —preguntó de pronto el Cardenal mirándole sonriente. —Estoy perfectamente, Eminencia. —Ya quisiera yo poder decir otro tanto. Por mi parte, estoy más que satisfecho de verlo —continuó el Cardenal—. Me parece que habéis recobrado ya toda vuestra antigua fuerza de atención, y hasta en algunos puntos considero que ha aumentado. He escrito a Roma… —y aquí dejó sin acabar la frase. —Ciertos pormenores son los que aún me ofrecen dificultad, Eminencia. Por ejemplo, en este juicio de herejía me es imposible recordar cuáles son el procedimiento, las penas y lo demás. —Todo eso irá volviendo paulatinamente a vuestra memoria —dijo sonriendo el Cardenal—. Después de todo, lo esencial es lo que importa. Bueno, no quiero deteneros más. Tenéis que estar en Westminster a las doce. —Sí, Eminencia. Hemos terminado casi. Los monjes están satisfechos; pero la comunidad no volverá a Westminster hasta que pueda hacerse la entrada formal. Ha escrito el Cardenal Campello diciendo que con toda seguridad estará entre nosotros el día 20. 108

—Muy bien. Pues así, quedad con Dios, Monseñor. II Era casi medianoche cuando, después de apartar el libro que tenía delante, se recostó Monseñor en su sillón. Se sentía fatigado y como aturdido por la lectura. En primer lugar, había estado estudiando con el mayor cuidado la constitución del Tribunal de la Herejía, escribiendo después al Provincial de los dominicos y a los sacerdotes por él escogidos para el juicio. A continuación, estudió los procedimientos que debían seguirse y las penas correspondientes. Al principio, no podía creer lo que leía. Más de una vez buscó, para leerla de nuevo, la portada del libro, creyendo que hallaría en ella la confirmación de que no era esta más que alguna reimpresión de una obra de la Edad Media. Pero el título estaba bien claro: no cabía confundirlo con otro; y la obra estaba impresa en Roma, en la primavera de aquel mismo año, y contenía un suplemento inglés que trataba de las relaciones actuales entre la legislación canónica y la especial del país. Para las faltas de menor cuantía, los castigos eran pequeños, dándose a cada paso facilidades para que el acusado pudiera evitar el rigor de la ley. Hasta estaba previsto, como último recurso, el medio de librarse aquél de toda pena al renunciar formalmente al cristianismo; pero, en caso contrario, es decir, si persistía por un lado en reclamar un lugar en la Iglesia de Cristo, y, por otro, en sostener, al mismo tiempo, una opinión teológica que hubiera sido declarada errónea por el Tribunal de Apelación, ratificado el fallo por el Papa, entonces debía ser entregado al brazo seglar, y según las leyes de Inglaterra (como también según las de cualquier otro país europeo, exceptuando Alemania), la pena impuesta por el brazo seglar era, si se trataba de un clérigo tonsurado, la muerte. Esto fue lo que tanto había hecho titubear al sacerdote. Allá en su interior se levantaba con tal fuerza un sentimiento de protesta incontrastable, que ni siquiera admitía la posibilidad de ser sometido a análisis; un sentimiento de protesta basado en que era verdad axiomática que los crímenes espirituales no merecían ser castigados más que espiritualmente. Esto sí lo comprendía él. Veía con toda la claridad necesaria que ninguna sociedad podía conservarse tal como era sin acudir a ciertas restricciones; que ninguna asociación podía continuar unida sin ciertos reglamentos concretos que debía obedecer. Sabía él ya lo suficiente para hacerse cargo de que el hombre a quien se le antojaba despreciar las exigencias de una sociedad espiritual, por muy arbitrarias que ellas fueran, perdía desde aquel momento todo derecho a disfrutar de los privilegios concedidos a aquel cuerpo que antes había respetado. Pero que la muerte, la brutal muerte física, pudiera ser en ninguna sociedad civilizada, y aún menos si era cristiana, la pena que cupiera escoger como castigo de la herejía, esto le escandalizaba sobre toda ponderación. Al leerlo por primera vez, vio aún brillar en su espíritu un rayo de esperanza. Acaso se 109

trataba únicamente de una sentencia conservada allí por pura fórmula, como aquellas antiguas penas por alta traición cuya práctica se había abandonado ya mucho antes de que fueran abolidas. Miró el índice, y después de examinado, volvió a recostarse en el sillón, completamente descorazonado. Acababa de ver que se citaban una docena de casos ocurridos durante los diez últimos años, solo en Inglaterra, y en los cuales se había aplicado aquella pena. Media hora pasó antes de que se levantara de su asiento con una determinación bien fija en el espíritu: que a nadie consultaría lo que pensaba. Demasiado había aprendido a desconfiar de sí mismo, en las últimas semanas transcurridas, para que no supiera abstenerse de formular prematuras conclusiones, y había aprendido lo bastante del mundo en que se encontraba como para comprender que ciertas cosas, aceptadas como evidentes por la generalidad, y que, sin embargo, él juzgaba imposibles, en no pocas ocasiones habían resultado al menos no ser ridículas. Pero ¡quién había de pensar que aquel fraile joven, con el cual había hablado en Lourdes, sería el centro alrededor del cual iba a girar el proceso cuya preparación le estaba encomendada a él mismo!... Ahora comprendía algo de lo que el propio Padre Adrian Bennett había dejado traslucir. III Dos días después, al atardecer, le entregaron una tarjeta mientras estaba sentado en su despacho, y aún la tenía en la mano cuando entró apresuradamente el Padre Jervis. —¿Puedo hablaros un momento a solas? —preguntó, lanzando una mirada de soslayo a los secretarios, que se levantaron y salieron sin pronunciar palabra—. Parecéis algo indispuesto —dijo el cura observándole con penetrantes ojos, mientras tomaba asiento. Movió Monseñor la mano como suplicando que dejara este asunto. —Bueno, me alegro de haber llegado aún a tiempo. Vi que el hombre se dirigía hacia aquí y se me ocurrió la idea de si estaríais enterado de quién es. —¿El señor Hardy? —Sí… James Hardy. —Pues sé que no es católico, y que es algo político. —Bueno, es el hombre más astuto, más sagaz, que poseen los secularistas. Es materialista en absoluto. Estoy seguro de que ha oído hablar de vuestra enfermedad y viene aquí a ver si puede sacar algo útil de vuestra conversación. Su palabra es especiosa, y resulta verdaderamente peligroso. Ignoro el motivo de su visita; pero podéis tener la seguridad de que se trata de algo importante. Podría referirse a las Órdenes religiosas o al Decreto relativo a la reintegración de los 110

derechos de la Iglesia. Pero no hay duda de que es algo de importancia vital. Por esto he creído conveniente recordaros qué clase de hombre es este. Se levantó el cura. —Un millón de gracias, Padre. ¿Tiene usted algo más que decirme? ¿No posee ninguna noticia particular que comunicarme? Sonrió el Padre Jervis. —No, Monseñor. Más sabéis ahora vos que yo. Bueno, le diré a ese señor Hardy que estáis dispuesto a recibirlo. ¿En el cuarto número uno? —Eso es. Gracias. Oscurecía ya cuando Monseñor Masterman cruzó el corredor, minutos después, parándose un momento ante un alto ventanal para echar una ojeada a la calle londinense que allá abajo se extendía. Y no es que ocurriera allí nada de particular que valiera la pena ver: en verdad, la calle estaba en aquel instante completamente vacía. Pero levantó la mirada a la gran pantalla electrónica que mostraba los últimos titulares, situada sobre la tienda de periódicos de la esquina, yendo hacia Victoria Street. Pero no había noticias; solo los acostumbrados anuncios de variaciones atmosféricas, de asuntos judiciales y el resumen político del día. Siguió, pues, su camino. El gabinete, cuya puerta era de cristales, estaba iluminado, y un hombre vestido con el traje negro que llevaban los abogados, se levantó de su asiento para saludarlo en cuanto entró. De rostro sonrosado, apariencia alegre y completamente afeitado, era de talla mediana y sus ademanes resultaban en extremo corteses y atractivos. El señor Hardy dedicó las primeras palabras a felicitar a su interlocutor por su buen aspecto, que denotaba el completo restablecimiento de su salud. No había en el recién llegado ni el menor asomo de ansiedad o de excitación, y casi insensiblemente, fue hallándose bien pronto el sacerdote muy inclinado a olvidar la advertencia con que acababa de ponerle en guardia su amigo. De pronto, cambió el rumbo de la conversación el otro, y la dirigió hacia su asunto. —Bueno, me parece que debo hablar ahora de lo que aquí me trae. Lo que deseo preguntar es lo siguiente: ¿podríais decirme en confianza (y os aseguro que guardaré el secreto en absoluto), si las autoridades eclesiásticas se dan aquí cuenta del movimiento socialista que deberá producirse necesariamente en cuanto se haga pública la noticia de la conversión del Emperador? —Yo… —comenzó a decir el sacerdote. —Permitidme unas palabras, Monseñor. No quiero en modo alguno obligaros a ciertas revelaciones. Pero no sabéis que nosotros los infieles —y aquí sonrió con aire de encantadora modestia—, nosotros los infieles os consideramos como a nuestros mejores amigos. El Estado parece no tener ni idea de lo que es compasión. Pero la Iglesia es siempre razonable, y nosotros, los pobres socialistas, en alguna parte hemos de vivir. Por esto deseaba yo… —Señor mío —comenzó a decir Monseñor—, creo que va usted demasiado lejos en sus 111

suposiciones. ¿Ha dado el Emperador alguna prueba de…? Por el rostro del otro pasó como una nube que le privara por completo de la facultad de pensar, distrayendo su atención de lo que estaban hablando, y casi al mismo tiempo se oyó a través de las abiertas ventanas un ruido que, en los primeros momentos, no acertó a explicarse el sacerdote. —¿Qué es esto? —exclamó vivamente el abogado poniéndose en pie. De nuevo llegó desde la calle enorme vocerío, ruido de aplausos, y luego un grito penetrante, aislado. —Venga usted hacia aquí —dijo el sacerdote—. Desde el corredor podremos verlo. Al llegar ambos a la ventana, el aspecto que ofrecía la calle era totalmente distinto. Desde cerca del sitio en que se hallaban hasta el extremo en que se elevaba la pantalla electrónica, se veía un tropel de personas que iba apiñándose y aumentaba a cada instante. De la izquierda, más allá del lado oeste del reloj de la catedral, venía un río de gente que se encontraba con otros dos: uno que seguía la avenida corriendo y gesticulando, otro que procedía de Victoria Street. Y del conjunto se elevaba, de cuando en cuando, un huracán de aplausos, marcando ciertas pausas de la arenga que pronunciaba un hombrecillo encaramado junto al expositor. Miró hacia este último Monseñor, y en gigantescas letras, sobre el espacio ocupado antes por la nota de las variaciones atmosféricas, se destacaba la noticia publicada en el instante mismo en que el jefe de los socialistas ingleses trataba de averiguar qué había de verdad en el rumor que había llegado a sus oídos: EL EMPERADOR DE ALEMANIA INGRESÓ, EL JUEVES POR LA TARDE, EN EL SENO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Y debajo: ES ESPERADA PARA ESTA NOCHE LA PUBLICACIÓN DE UN DECRETO DIRIGIDO A LOS SOCIALISTAS

Leyó ambas noticias Monseñor, sin darse cuenta de cosa alguna que no fuera aquella estupenda novedad. Se volvió después para hablar, pero vio que se había quedado solo. IV Aquella noche, Londres rebosaba de entusiasmo sobrio, concentrado, y durante media hora estuvo Monseñor con media docena de sacerdotes, contemplando lo que podía verse de aquella animación desde los terrados altos de la catedral, antes de bajar al interior de la magnífica iglesia para asistir al tedeum. La catedral era, en verdad, el centro principal de todo aquel entusiasmo popular. Otros dos círculos menos importantes se hallaban también alrededor de la plaza del Parlamento y en torno de la Iglesia de San Pablo, donde el Arzobispo de Londres predicaba desde lo alto de la escalera. Hasta estos hechos, aunque supiera que eran naturalísimos, le llevaron una vez más al convencimiento de que la Iglesia volvía a ser, como quinientos años atrás, el centro, y no solo una de tantas partes, de la vida nacional.

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En cuantas direcciones mirara, ya sobre la Avenida de Ambrosden, ya sobre otras calles, estas desaparecían bajo aquel movible empedrado de cabezas humanas. Cada bocacalle, entre los altos edificios, parecía una continua e intrincada corriente, con sus remolinos y remansos que iluminaba la radiante luz artificial. Aquí y allá, como mudos actores de una pantomima, se veían figuras gesticulando, pues nada de cuanto dijeran podría oírse al quedar confundido y ahogado en el enorme estruendo del vocerío. No era aquella, sin embargo, una multitud delirante y alborotadora: estaban los ciudadanos demasiado bien disciplinados para ello. Solo de cuando en cuando estallaba una salva de aplausos, cuando el público reconocía, al pasar, a algún hombre importante. A eso de las nueve y media comenzaron a llegar por Victoria Street policías a caballo, y poco a poco fue quedando un espacio libre que conducía a otro mayor frente a la catedral. Diez minutos después, se iniciaba la llegada de coches con los aristócratas que asistían al tedeum, y casi simultáneamente fueron echadas a vuelo las campanas, cuyo sonido era dominado y dirigido, desde lo alto del campanario, por el solemne estruendo que producía el voltear de la de San Eduardo. V A la mañana siguiente, pudo leerse el decreto relativo a los socialistas. Monseñor acababa de tomar el desayuno cuando sintió que le cogían del brazo y se halló con el Padre Jervis, cuyo rostro resplandecía de emoción. Bajo el brazo también él llevaba su periódico de la mañana. —Desearía que habláramos acerca de esto —dijo—. ¿Habéis visto ya al Cardenal? —He de verle a las diez. Me encuentro completamente inútil para nada. No entiendo una palabra. —¿Lo habéis leído ya por entero? —No, no he hecho más que mirarlo por encima. Si usted quisiera ayudarme, Padre… Asintió con un movimiento de cabeza el cura. —Bueno, lo leeremos primero palabra por palabra. Al pasar a la sala, corrió el prelado la placa de la puerta que anunciaba que, si bien estaba allí presente, se hallaba ocupado. Luego, sin decir palabra, se sentaron ambos y, por espacio de unos veinte minutos, siguió reinando un mortal silencio, interrumpido solo por el rumor del volver las páginas o el ruido de voces que llegaban, de cuando en cuando, desde los grupos que aun vagaban alrededor de la catedral, como lagunas del inmenso río que todo lo inundó la noche anterior. Una o dos breves exclamaciones del Padre Jervis se oyeron también. Dejó Monseñor, al fin, el periódico y suspiró. —¿Ha terminado usted, Padre? —¡Oh!, sí, lo he leído y hasta releído. Ahora hablemos. Volvió el Padre Jervis a la primera página, puso el periódico sobre sus rodillas y se recostó en el asiento. —El punto capital está aquí —dijo—. En cuanto se haya aprobado la ley, se tomarán en 113

Alemania medidas represivas. Quiere esto decir que Alemania quedará igualada en todos sus dominios al resto de Europa, a América, a Australia y a la mitad de Asia. Esto significará, asimismo, que nuestras propias medidas represivas serán real y verdaderamente puestas en vigor. En la actualidad apenas si se aplican. —¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir? —Pues que tenemos leyes escritas contra cosas como la blasfemia y la herejía, y especialmente contra la propagación de esta última; pero que en realidad no se cumplen, como no sea en casos en que es muy notorio el delito. Por ejemplo, socialistas e impíos pueden pronunciar libremente sus discursos en las que suelen llamarse casas particulares, pero que en realidad son clubs. Pues bien, esto no puede continuar. Se han quejado de la tiranía, claro está; esto forma parte de su acostumbrado juego. La verdad es que, en el terreno práctico, han disfrutado de completa libertad, como no cometieran sus faltas en público. Han repartido folletos y hecho cuanto han querido. Desde luego que no era posible mostrarse muy riguroso con ellos, mientras en Alemania se les tratara con lenidad. Les quedaba siempre el recurso de reunirse en Berlín, de imprimir allí sus folletos, y nada podíamos hacer nosotros para oponernos. Pero ¿veis?, la situación ha cambiado ahora por completo con la conversión del Emperador. Es él uno de esos hombres tardos, sólidos, macizos (casi un tonto, por supuesto), que ponen en práctica sus principios llevándolos hasta el último extremo, y sin olvidar ni un pormenor. Mientras él fue agnóstico lo permitió casi todo; y ahora que es cristiano, comprenderá que es preciso que esto no continúe. ¿No veis que es responsable ante Dios, como el supremo gobernante?... —Pero el pueblo… ¿Qué me dice usted del pueblo? Miró fijamente al prelado el Padre Jervis. —¿El pueblo? Pues… que es el gobernado… ¿No es esta la verdad? —Pero… la… la democracia… —¿La democracia? Si no hay ya quien crea en ella, como es natural. ¿Cómo podría?... —Adelante, padre. —Pero, Monseñor, es preciso que os forméis idea clara de esto. Recordad que somos gentes verdaderamente educadas, no a medio educar. Monseñor temblaba de indignación. Ni siquiera ahora lograba comprenderlo. —¿Cree usted, padre, que no se sentirá el pueblo molesto por este cambio súbito del Emperador? Si aquellas gentes son, en realidad, de espíritu abierto y generoso, comprenderán que él haya querido seguir los dictados de su conciencia; pero ¿cómo justificar que, de pronto, empiece a imponérselos a ellas? Se acercó el cura un poco más a su interlocutor. Adoptó con él su antiguo estilo y le habló una vez más como si tuviera que hacerlo con un niño. —Tened la bondad, Monseñor, de prestarme toda vuestra atención. Os aseguro que estáis completamente fuera de nuestra época. Lo que el pueblo alemán dirá en esta ocasión es lo siguiente: hasta ahora el Emperador fue un agnóstico y, como consecuencia de ello, no permitió que se legislara contra la herejía. Ahora es católico y, por lo tanto, influirá para que tales leyes sean aprobadas. 114

—¿Y no se ofenderán por ello? —replicó el prelado, ya completamente fuera de tino. Levantó una mano el Padre Jervis indicándole con el ademán que se apaciguara. —Amigo mío, los alemanes, como en todas las otras naciones cultas ocurre, creen que el que los gobierna estaba destinado por Dios para ello. Y creen también que el catolicismo es la religión verdadera. Pues bien: cuando un gobernante es católico lo obedecen ciegamente, porque saben que quien le ayudará a seguir el recto camino, en lo relativo a lo que es justo o injusto, es el Papa, el representante de Dios en la Tierra. En asuntos que no son de capital importancia, lo obedecerán porque es su jefe y, por lo tanto, vienen obligados a hacerlo así. —¿Y cuando el gobernante no es católico? —También entonces lo obedecerán en materias que no tengan vital importancia. En cuanto a las otras, si supusiéramos, por ejemplo, que aprobara una ley contra el cristianismo (cosa que nadie podría hacer hoy), entonces apelarían contra esa ley ante el Papa y, si la ley estuviera vigente, la desobedecerían, arrastrando el castigo correspondiente. —Pues entonces, ¿el verdadero gobernante es el Papa, es él el Tribunal Supremo? —Ciertamente. ¿Y quién iba a ser si no? ¿No es el Vicario de Cristo? Reinó un momento de silencio. —Ahí lo tenéis explicado —dijo el cura, ya con mayor desembarazo—. Y ahora volvamos al mismo punto de que hablaba. He dicho que la conversación del Emperador significa mayor rigor, para lo sucesivo, en las medidas coercitivas que se tomarán en todas partes contra los impíos. No se les permitirá congregarse ni divulgar ya más sus opiniones. —¿No? —Bueno, lo esencial aquí es saber qué ocurrirá. Hay que esperar una explosión o confiar en una válvula de seguridad. Y aun si la explosión se produce, debe haber una válvula de seguridad posterior, o de lo contrario habrá otra nueva explosión. —¿Qué me dijo usted de América?... —Eso mismo tenía ahora en la punta de la lengua —contestó el Padre Jervis—. Y creo que ahí estará la solución. —Veamos —observó Monseñor reflexionando—: me dijo usted que había ciertas ciudades de América en las cuales se permitía a los impíos hacer lo que se les antojara… y se me figura que citó usted el ejemplo de Boston. —Así es. —¿Y cree usted que ahora se hará esto con autorización oficial?... Quiero decir: ¿habrá ahora ciertas colonias especiales en las que se permita a los impíos completa libertad? —Bajo determinadas restricciones…, sí. —¿Qué clase de restricciones? —Pues que no se les permitirá, por ejemplo, tener ejército ni escuadra aérea. —¿Eh? —Escuadra aérea —repitió el Padre Jervis—, es decir, flotillas de aeroplanos. No resultaría práctico. Podrían declarar la guerra. 115

—¡Ah! Ya veo. —No acierto a hallar mejor válvula de seguridad que esta. Allí podrían desarrollar sus ideas tanto como se les antojara. Por supuesto que los pormenores relativos a esto vendrían después. —¿Y el resto del decreto? —preguntó el otro levantando las hojas del periódico. —Creo que tenemos ya lo esencial —replicó el cura, dando una ojeada a su propio ejemplar—, y además los resultados inmediatos. Naturalmente, todas esas otras medidas no tendrán fuerza de ley hasta que las Cámaras las aprueben. En rigor, nada hay en el decreto que la tenga, hasta que tal requisito se haya cumplido. Espero que la proposición de ley para el definitivo Estatuto del Catolicismo exigirá algún tiempo. Nosotros nos adelantaremos a ello. Antes se adoptarán, y a no tardar, sin duda, algunas medidas menos importantes, relativas a los capellanes de la Corte y demás. Hubo entonces otro rato de silencio. —Verdaderamente, creo que hemos llegado a la esencia de este asunto —dijo el cura, pensativo. —¿Resulta para vos bastante clara? Se levantó Monseñor. —Creo que sí —contestó—. Le quedo a usted sumamente agradecido, Padre. Siento haberme mostrado tan corto de ingenio hace un momento, pero ya sabe usted que todo esto resulta para mí sumamente embrollado. Todavía me parece que soy incapaz de acabar de entender cuanto usted me ha dicho acerca de la democracia. El cura acogió estas palabras con animadora sonrisa. —Bueno, fijaos en que el sufragio universal había reducido al absurdo, cincuenta años atrás, a la democracia. Hasta las personas incultas se dieron cuenta de ello. Y entonces vino la reacción, que condujo de nuevo a la antigua idea de los reyes. Movió Monseñor la cabeza y replicó: —Lo que no veo es cómo pudo el pueblo consentir en abdicar su soberanía, una vez se hubo hallado en posesión de ella. —Pues del mismo modo en que los reyes la perdían en los antiguos tiempos: por medio de la revolución. —¿Revolución? ¿Y quién la hizo? —Los muchachos que sufrían bajo la tiranía de unos pocos, pues esto es, en realidad, lo que la democracia significa. Sonrió Monseñor al oír esta afirmación, que a él le parecía una paradoja. —Bueno, tengo que ir a ver al Cardenal —dijo—. Son ya las diez.

CAPÍTULO II I Tres semanas después de esto tomaban los benedictinos posesión de la Abadía de Westminster, y al mismo tiempo se cantaba misa mayor, con toda solemnidad, en las 116

iglesias de las Universidades de Oxford, de Cambridge y de Durham, para señalar el comienzo de su nueva vida. Monseñor Masterman fue el designado para estar al servicio de los Cardenales en la Abadía, y al despertarse aquella mañana, le pareció una vez más que su vida se había convertido en un sueño raro e insensato, desprovisto de toda realidad. Por todas partes, al pasar por los corredores, al dar o al recibir las últimas órdenes antes de ponerse en marcha la comitiva, no descubría más que cierta tensión expectante en los rostros. Finalmente, al entrar en las habitaciones del Cardenal para anunciar la partida, halló a los dos prelados, ambos vestidos de rojo escarlata, sentados junto a una ventana, sin hablar palabra y contemplando el inmenso gentío de las calles, silencioso también. Del mismo modo, sin despegar los labios, saludó él desde la puerta y, volviéndose, abrió la marcha. Al bajar hasta la entrada, donde esperaban las carrozas de gran ceremonia, por un momento el muro de rostros frente a él y a ambos lados, le produjo una sensación de hostilidad. A la vista del traje rojo de los Cardenales sonó un murmullo que se convirtió casi en un clamor, seguido de profundo silencio y de una oleada de humilladas cabezas, al levantar aquellos la mano para dar la bendición. Monseñor se sentó en la carroza frente a los Cardenales, y aquella, conducida por seis caballos blancos con palafreneros, tomó al paso, por delante de la fachada de la catedral y torciendo a mano derecha, la dirección de Victoria Street. Se quedó asombrado ante el aspecto del conjunto. De un extremo a otro de la acera, hacia la antigua estación Victoria, y aun en mitad de la calzada y desde las ventanas y los tejados de las casas, se extendía un silencioso mar de cabezas humanas que comenzó a agitarse y rompió el silencio en cuanto vio que se asomaba el último carruaje. Hasta entonces él no se había dado cuenta cuenta de todo lo que significaba para la imaginación popular aquella restitución formal de la vieja abadía a los descendientes de sus primitivos fundadores y ocupantes. También en aquel caso había estado dando vueltas en su cerebro la idea vaga de que había intereses de la Iglesia e intereses de la nación. No entendió que unos y otros se hallaban ahora confundidos, y esto hasta un punto que acaso nunca antes se había alcanzado. Aun en la época de la Edad Media existieron momentos de crisis, y hasta períodos en los que el poder del brazo secular se colocaba a un lado, y al otro el poder de la Iglesia, como cuando el rey Enrique se puso en contra de Santo Tomás y la nación se dividió en bandos que apoyaban a cada uno de los campeones.19 Mas, al fin, la enseñanza había dado sus frutos: el César llegó a comprender que su definitiva sanción estaba en Dios, y la Iglesia y la nación, acaso por primera vez, se presentaban ahora unidas, como el alma y el cuerpo, en una sola personalidad. Si Victoria Street sugería estas ideas, la plaza del Parlamento resultaba su completa confirmación. Al pararse el coche frente a la puerta occidental de la Abadía y bajar de él Monseñor, oyó, como sordo acompañamiento de la extática voz de las campanas, el inmenso clamor que se elevaba en el espacio y cuyo eco resonaba una y otra vez entre la 117

Sala de Westminster y los edificios del gobierno de enfrente, para morir luego en un silencio imponente al ver asomar de nuevo los rojos trajes a las puertas de la Abadía. Todo el vasto recinto estaba ocupado, sin quedar ni un palmo libre, por una multitud que en cuerpo y alma se sentía identificada con aquel acto formal de restitución. En el interior, en el extremo de la nave más próxima a la puerta, aguardaban los monjes, con su abad al frente, en un ancho círculo formado por un centenar de personas. Las formalidades del acto propiamente dichas habían terminado ya, y los seglares, dirigidos por los Cardenales, entraron en la iglesia, adornada con colgaduras de columna a columna, mientras la música ejecutaba el Ecce Sacerdos magnus. Como era natural, las antiguas tumbas habían desaparecido, trasladadas a la iglesia de San Pablo, y por primera vez en un período de cerca de trescientos años, resultaba posible contemplar el carácter monástico del templo, tal como sus constructores lo imaginaron. Sobre el altar mayor se veía ahora de nuevo un gran crucifijo, con María a un lado y San Juan al otro, y junto a las puertas del coro había las capillas de la Santa Cruz y de San Benito. Estaban los Cardenales sentados en sus grandes sillones del altar mayor y el desmemoriado sacerdote junto a ellos, mientras el órgano tocaba sin cesar allá en lo alto y no acababa nunca el rumor de los pasos de los que iban y venían por el alfombrado suelo o por los espacios laterales, en que quedaba desnuda la piedra. De nuevo acudió a la mente de este hombre, tan desorientado en el mundo en que vivía, un tropel de recuerdos y de borrosas imágenes. Miró hacia la altísima bóveda y hacia la linterna de la torre central; extendió la vista por la larga fila de sillones sin ocupante fijo; por los lados de la iglesia, limpios de estorbos y blancos otra vez, como en su origen, llenos ahora de un extremo a otro de la blancura de los sobrepellices y del oscuro color de los hábitos pertenecientes a las comunidades religiosas de medio mundo; notó aquí y allá el resplandor de los cirios y los dorados reflejos o el trabajo de talla de los nuevos altares, en los que se había procurado conservar todo lo posible el sello de los antiguos; y una vez más le pareció que había vivido en un mundo imaginario, viendo en él cosas que reyes y profetas desearon contemplar, sin lograr más que entreverlo en visiones engendradas por la fe y la esperanza, pero que nunca llegaron a realizarse. Habló consigo mismo en ciertos momento; nombres y escenas de otros tiempos, ya casi olvidados, fragmentariamente volvían a su memoria. Se imaginó, quizá en otra vida anterior, también había estado allí —sin duda en las naves laterales, como un forastero, como un desterrado—, contemplando actos de una liturgia que no comprendía; oyendo una música dulce a sus oídos, sin duda, pero completamente extraña a aquel monacal asilo de la oración. Seguro que grandes estatuas se habían elevado allí, hombres de Estado con peluca que, aun en medio de su silencio, parecían declamar trozos retóricos profanos en la casa de Dios; desmayadas mujeres, impropias personificaciones paganas del dolor; medallones, idolátricas coronas y rotas columnas. Y, sin embargo, al pasear ahora la vista, no veía más que los austeros adornos de una iglesia monástica: altos sillones, altares, imágenes representando a las grandes figuras del Cielo, amplios y elocuentes espacios en que el alma podía explayarse… Lo otro, lo había soñado quizás, 118

por efecto de la lectura de libros de historia o de la contemplación de ciertos cuadros… Atronó el órgano el vasto recinto, y sonó el penetrante clamor de una trompeta bajo las altas bóvedas. Él volvió en sí como despertando de un sueño, y vio que los Cardenales se levantaban de su asiento, a una señal del maestro de ceremonias. Entonces, él se adelantó para colocarse en su sitio, y descendió con ellos hasta las puertas del coro para recibir al Rey… II Estaba en la Sala de Jerusalén, dos horas después de abandonarla el Monarca, cuando el nuevo abad de Westminster entró a verlo. Era un hombre de cuerpo pequeño, complexión sonrosada y ojos claros y hermosos. —¿Podéis dedicarme cinco minutos, Monseñor? —preguntó. Volvió el otro la mirada hacia los Cardenales. —Con mucho gusto, Padre Abad. Salieron ambos a un pasillo y desde allí entraron en un gabinete, tomando asiento. —He de hablaros del Padre Adrian —dijo precipitadamente el Abad. Monseñor procuró dominar en seguida la impresión que experimentaba. Se acordó de que debía manifestarse impasible. —Pesa esto terriblemente sobre mi conciencia —siguió diciendo el otro con angustia creciente a medida que hablaba—. Siento que debí ver por donde iba. Era uno de mis novicios antes de venir aquí… Y aquí hubiera estado hoy, si todo hubiera ido bien. Estaba destinado a ser uno de mis monjes. Yo mismo escogí su nombre. Monseñor trató de persuadir al que hablaba de que no debía culparse a sí mismo de lo ocurrido. —Sí, sí —replicó con brusquedad el Abad—. Pero la cuestión es si algo puede hacerse aún. El juicio empieza el lunes, ¿sabéis? —¿Piensa él someterse a la obediencia? Movió el Abad la cabeza. —No lo creo. Es un hombre resuelto en exceso. Pero quisiera yo saber si podríais vos darme alguna esperanza por lo que respecta a los otros. ¿Podríais hacer algo por él ante el Cardenal… o en Roma? —Yo… Hablaré al Cardenal, desde luego, si usted lo desea, pero… —Sí, ya sé. De todos modos, una gran parte depende siempre del humor del tribunal. Los hechos se interpretan de uno o de otro modo según cómo se miran. —Pero, por lo que yo tengo entendido, se trata aquí de un caso bien claro de herejía: que él niega que exista la menor diferencia entre los milagros de la Iglesia y… El Abad no le dejó terminar la frase. —Sí, sí, Monseñor; pero a pesar de ello hay mucho en esto que depende de cómo se examina. ¿No veis que hay aquí un ancho campo sobre el que la Iglesia no ha fijado ningún límite? —Temo, por lo que he visto en los periódicos, que el Padre Adrian se empeñará en 119

pretender que se le absuelva. —También lo temo yo, también lo temo. Haremos todo lo posible para convencerle de que debe mostrarse razonable. Y se me ha ocurrido a mí, que si vos, Monseñor, influyerais todo lo posible por el otro lado…, que si dijerais al Cardenal, como cosa vuestra, la opinión que os merece el Padre Adrian… Monseñor inclinó la cabeza asintiendo. —¡Si pudiéramos retrasar algo el juicio! —continuó el otro, casi sin fijarse—. ¡Pobre muchacho! Todo el día me ha parecido tener delante su rostro. Hubo un momento en que Monseñor estuvo inclinado a rendirse. Se sintió a punto de romper con todas las conveniencias y estallar en indignada protesta contra todo aquel asunto, de revelar todo el horror y la repugnancia que durante los últimos días había sentido crecer más y más en su ánimo, un horror que hasta entonces había logrado ocultar. Otra vez logró dominarlo, y poniéndose en pie por miedo de que su resolución flaqueara, dijo fríamente: —Haré lo que pueda, señor Abad. III Aquella noche una gran agitación se apoderó del hombre que había perdido la memoria. Pensaba que al regresar del extranjero todas sus cosas marchaban ya perfectamente, que había llegado a comprender cuáles eran las bases en que descansaba aquel mundo que tan raro le parecía; y lo atareado de su vida, todo lo que tenía que hacer y recobrar, y el éxito que coronaba sus esfuerzos, todo esto lo distraía y lo calmaba al mismo tiempo. Pero ahora, de pronto, volvía a hallarse completamente desconcertado. Un gran principio llevaba la mayor confusión al conjunto de sus ideas: el empleo de la fuerza por parte del cristianismo. En gran escala, se ejercía por medio de la represión de los socialistas; en pequeña escala, por medio del castigo de los herejes. ¿Qué suerte de religión era esta que predicaba la dulzura y ponía en práctica la violencia?... Entre las once y las doce de la noche ya no pudo resistir más aquel tormento. La casa estaba en silencio y casi todas las luces apagadas. Tomó el sombrero y el delgado manteo, embozándose en este para ocultar el vivo de color púrpura que llevaba en el cuello; cruzó sin hacer ruido los corredores; bajó la escalera y salió a la avenida de Ambrosden. Sentía la necesidad de aire y de espacio: casi comenzaba a odiar aquella casa eclesiástica tan silenciosa, tan bien ordenada, en que todas las ruedas de la máquina se movían de manera tan suave, tan inexorablemente, con tal eficacia. Desembocó pronto en Victoria Street y dobló una esquina, siguiendo en dirección oeste. No se daba cuenta muy claramente de los sitios por donde pasaba. Solo percibía de forma superficial las calles; las escasas personas que por ellas transitaban; los guardias con el uniforme azul y plata de la policía de la Ciudad de Westminster, y que dispersos aquí y allá vigilaban en las bocacalles, y lo saludaban al verlo pasar; los altarcillos iluminados que, a trechos, se veían en algunas esquinas. A pesar de su mal humor, no podía menos de observar que era aquella una ciudad católica ejercitada en la práctica y la 120

disciplina de la religión: no había allí ni ruido ni luces deslumbradoras, ni depravación aparente. ¡Y lo maravilloso era que las gentes parecían contentísimas de que así estuviese organizado todo! Recordaba que a su regreso de Inglaterra preguntó a algunos amigos suyos qué efecto había producido en la opinión el haber resucitado aquellas leyes en que la vida se regulaba al toque de queda, y según las cuales debía ejercerse estricta vigilancia en lo referente a la moralidad. La contestación fue que todo eso se consideraba como la cosa más natural del mundo. Un sacerdote llegó a decirle que la civilización, en el moderno sentido de la palabra, se consideraría como inconcebible sin aquellas leyes. ¿Cómo, si no, podrían los menos gobernar a los más?... Cruzó la plaza del Parlamento y luego bajó hacia el río, caminando rápidamente y sin rumbo determinado. Una alta reja, con casillas a los lados para los guardias, cerraba la entrada del ancho puente que conducía a Southwark, y uno de los agentes se adelantó al verlo, saludó y se quedó esperando. Él necesitó un gran esfuerzo para dominar su impaciencia, pero lo logró recordando que el espionaje nocturno era perseguido. —Deseo tomar el aire y contemplar el río —dijo con cierta brusquedad. El agente de policía se quedó un rato en silencio. —Perfectamente, Padre —contestó después. ¡Ah!, esto estaba mejor... El puente, vacío de uno a otro extremo, al menos al parecer, iba en línea recta hasta la orilla sur, donde se alzaba otra casilla de guardias. Se volvió él rápidamente al verla, reclinándose en la baranda del puente y mirando hacia el este. El eterno río se deslizaba a sus pies, limpio, inconmovible, poderoso, entre los altos diques. Él ya lo sabía todo sobre el sistema de compuertas que contrarrestaba los efectos del flujo y reflujo de las mareas. A cien metros escasos se elevaba otro puente, y detrás de él otros y otros, hasta donde abarcaba la vista, bordeados todos ellos de débiles luces que brillaban como estrellas y que al igual que los astros se reflejaban en la mansa corriente del río. Un extraordinario silencio reinaba sobre todas las cosas: el silencio de una ciudad dormida; aunque apenas era medianoche y la ciudad a cada lado del río se extendía blanca y resplandeciente de luces, que continuaban encendidas en todas partes hasta el alba. De momento, le calmó un poco aquella visión de paz terrenal, aquel orden perfecto a que había llegado la civilización, pero luego, al seguir contemplándolo, acabó por irritarle aún más… Porque ¿acaso en aquella misma visión no había tomado forma material la fuerza que él odiaba? Precisamente esto era lo que oprimía y atormentaba su espíritu: esta inexorable aplicación de los principios eternos a las cosas temporales. Ahí estaba, como ejemplo, una ciudad llena de individuos dotados de personalidad propia, con sus aficiones personales, sus ideas, sus pasiones, cada uno de ellos, un mundo parasí mismo y monarca de tal mundo. Y sin embargo, por una superchería abominable, parecía que esas personas estaban obligadas no solo a sujetarse en lo meramente externo a la sociedad de que formaban parte, sino también en lo interno; no solo se ejercía un dominio tiránico sobre su conciencia y su juicio, sino que ellos bendecían sus cadenas. Si 121

se notara, cuando menos, que el rescoldo de la revolución dormitaba tras aquel exterior suavísimo, hubiera sentido menos odio; pero con sus propios ojos había visto que nada de eso ocurría. La multitud reunida poco tiempo antes en torno de la Catedral, penetrando en ella como una inundación y llenándola para el tedeum cantado en acción de gracias de que un nuevo país había aceptado el yugo; aquel mar de cabezas que celebraba respetuosamente la presencia de los Cardenales vestidos de rojo escarlata, o se humillaba para recibir su bendición; el entusiasmo, tanto más sorprendente cuanto más ordenado y silencioso, con que era acogida la devolución de la vieja abadía nacional a sus fundadores, los frailes benedictinos; hasta las mismas entrevistas que había él celebrado con hombres serios y discretos que, según tenía entendido, figuraban en primera línea entre los representantes del poder secular; el recuerdo de aquel joven rey que besaba el anillo del abad en la escalera que conduce al coro; todo esto le demostraba claramente que, por virtud de alguna alquimia sobrenatural, el mismísimo entendimiento humano había sufrido una transformación; que no gozaba ya de la libertad de rebelarse, y llamarse a engaño, y proclamar sus inalienables derechos; en una palabra: que sobre el mundo había pasado una revolución como la historia jamás antes había visto; que no vivían ya los hombres de un modo independiente, sino que estaban persuadidos de que todo cuanto constituía su dignidad de tales debían ofrecerlo, como tributo, a la sociedad de que formaban parte. Observó con toda claridad que, precisamente, este forzoso tributo era lo que le parecía odioso, esa absorción del individuo por el cuerpo social, y ese cuerpo social basándose en principios que eran a la vez concretos e inmutables. Era la supresión de la personalidad. Entonces, y casi sin notar cómo unas ideas se enlazaban con otras, volvió los ojos al cristianismo tal como él lo concebía, evocó el ideal que de la figura de Cristo se había formado; y al instante notó el contraste, y por qué a su instinto moral le repugnaba este moderno Estado cristiano. La imagen que se había formado de Cristo era dulcísima. ¿Veía en él a Dios? Sí, de algún modo hondo y misterioso; pero para todo propósito terrenal de amor y de imitación, lo consideraba como a un Hombre suave y persuasivo cuyo reino no era de este mundo, que rechazaba la violencia e inculcaba el amor; un Hombre que iba por el mundo realizando tareas humildes y empleando blandas palabras; que sufría sin defenderse; que obedecía sin deseo alguno de mandar. ¿Y qué había de común entre esta figura tranquila, tolerante, y la fuerte disciplina de esa Iglesia que usaba su divino nombre; una Iglesia que tanto tiempo había estado predicando sus preceptos, hasta ser lo bastante poderosa como para permitirse abandonarlos; esa Iglesia que, tras largos siglos de sangre y de lágrimas, al fin había puesto sus manos sobre el cetro y gobernaba el mundo, con el cual había discutido en vano por tan largo espacio; esa Iglesia que después de dos mil años de sufrimiento había, al fin, aplastado bajo su planta a sus enemigos, dictando medidas de represión contra el impío y matando al hereje? Y así continuó el conflicto interior en aquel hombre que llevaba en sí mismo un concepto del cristianismo con el cual nada tenía que ver el mundo cristiano en que él vivía. Siguió 122

aún mirando la inmensa y silenciosa ciudad en la calma de aquella noche de otoño, hundida la barba entre las manos y apoyados los codos en la baranda, casi dándose cuenta de que lo que veía era como una parábola en acción. Una vez hubo un río, aquel mismo que se deslizaba a sus pies, que dio origen a una ciudad, aquella; ahora la ciudad lo aprisionaba y ponía orden en su curso. un solo cristiano flaqueaba, ni una sola ráfaga de opinión pública existía que pudiera manifestarse en contra. Y él, él que odiaba todo aquello, tenía también allí su participación. Un sino superior a sus facultades de comprensión le había colocado allí como una de tantas ruedas de la potente máquina, y no tenía más remedio que moverse en su sitio, sin voluntad propia ni resistencia posible, realizando, fuera el que fuera, el trabajo a que se le destinara… Solo una vez, al contemplar aquel inmenso panorama de prosperidad, se le oprimió el corazón y se sintió desfallecer. Hundió el rostro entre las manos, y lloró en silencio ante el único Cristo que él conocía…

CAPÍTULO III I Era la tarde del tercer día de la celebración del juicio contra el Padre Adrian, al tocar ya aquél a su término, cuando el hombre que había perdido la memoria no pudo resistirse ya más a la horrible fascinación del asunto y se presentó a la puerta de la sala del tribunal. Aquella misma mañana había sabido que se acercaba ya la hora del fallo. El carruaje en que iba lo dejó ante un grupo de edificios situados al norte de la catedral de San Pablo. Preguntó a un portero el número de la sala de justicia, y mediante sus indicaciones entró en un patio de forma cuadrangular que encendían los reflejos de una capa de rojas enredaderas y donde tres o cuatro eclesiásticos lo saludaron; subió una escalera y se halló al fin ante la alta puerta que ostentaba el número indicado. Mientras dudaba si llamar o no, se abrió la puerta y un conserje apareció en ella. —¿Puedo entrar? —preguntó el sacerdote—. Pertenezco a la Casa del Arzobispo. —Tendré que conduciros a la galería posterior, Monseñor. En el centro de la sala ya no hay sitio. —Bueno, está bien. Dieron la vuelta a uno de los ángulos de la sala y llegaron a una puerta a la que daban acceso tres o cuatro escalones. La abrió el portero y Monseñor vio que los escalones continuaban. Al pisar los primeros, adivinó ya que la sala estaba abarrotada de espectadores. Ni un ruido oyó al principio, pero parecía flotar en el aire una intensa curiosidad. La galería en que se halló el sacerdote era pequeña y rodeada de cortinas, semejante al palco de un teatro, y estaba colocada en una esquina, junto a la pared contra la cual se apoyaban los altos asientos de los jueces. Paseó la mirada por la sala, se sentó un poco hacia el fondo, como avergonzado, e identificó ante todo a los actores de aquel horroroso 123

drama. Se alegró de que no hubiera nadie más que él en la galería. En primer lugar vio a los jueces, tres hombres sentados bajo el dosel, que cubría también un gran crucifijo colgante, blanco y negro, colocado a cierta altura de las cabezas. A los tres los conocía. En el centro estaba un dominico (uno de los de aquella orden que desde el principio había figurado en todos los juicios celebrados contra herejes), un hombre de ancho rostro, con cierta expresión de amabilidad, un hombre sonrosado y con una corona de blancos cabellos, recostado ahora en su asiento, con los ojos cerrados y escuchando con la más viva atención; a su derecha, algo más lejos del espectador, aparecía el canónigo doctoral de Westminster, un hombrecillo de cara morena y ojos negros que aparentaba muchos menos años de los que tenía; del otro lado, el tercer juez, pálido y calvo —un sacerdote que poseía el título de doctor en Ciencias Físicas y también en Teología— golpeaba suavemente el pupitre con los dedos, largos y descoloridos. Bajo el estrado de los jueces se extendía, allá en lo hondo, la poblada sala, dispuesta poco más o menos como él había imaginado ya, aunque era la primera vez que asistía a uno de aquellos juicios. Muy próxima al estrado se había colocado otra mesa para media docena de eclesiásticos. Algunos aparatos raros se hallaban allí al alcance del que presidía aquel grupo de ayudantes, pero Monseñor vio pronto que no eran más que grabadoras como las que él mismo había usado. Similares a los fonógrafos, por medio de un mecanismo tan sencillo como ingenioso podían repetir en voz alta cualquier fragmento de un discurso o simplemente las declaraciones formuladas en el curso del juicio. A los extremos de esta mesa se elevaba lo que podría llamarse el banco de los testigos, algo por debajo del nivel de la mesa de los jueces. En el lado opuesto se encontraba el banquillo del acusado, ligeramente protegido por una baranda. El resto de la sala lo llenaban los asientos destinados al público, ocupados todos, especialmente por eclesiásticos. Hasta los pasillos laterales rebosaban de gente que escuchaba de pie. Sobre todo el conjunto parecía flotar una atmósfera de curiosidad y de intensa expectación. Observó un rato a los jueces y al público, y luego se permitió mirar abiertamente al acusado, al que no había vuelto a ver desde su partida de Lourdes. El Padre Adrian se conservaba tal como él lo recordaba, quizá algo más pálido por la intensa atención de aquellos tres días; pero mostraba el mismo aspecto sereno y confiado; brillaban sus ojos, y su voz (porque estaba hablando en aquel momento) fluía con toda firmeza y naturalidad. Fué algo difícil al principio captar el hilo de sus razonamientos. Tenía delante una o dos hojas de papel que consultaba en medio de su discurso, y parecía resumir en aquel momento algunos de los que anteriormente había pronunciado. De cuando en cuando sonaban ciertos términos técnicos, y se oían citar algunos decretos por sus palabras iniciales en latín, lo que nada traía a la memoria de nuestro oyente de la galería. Resultaba también difícil, por la distancia, entender aquel latín pronunciado rápidamente, como si estuviera conversando de manera casi despreocupada. Tenía todo el aire de estar interesado en lo que se discutía, pero sin que el asuno pesara abrumadoramente sobre su espíritu. Terminó al fin, y saludó. 124

Monseñor pensó que, sin duda, no habían llegado aún al momento crítico del juicio, y esto contribuyó a animarlo un poco. Había temido asistir a una escena más movida. El fraile dominico abrió los ojos y cogió una pluma. Miró de soslayo a sus compañeros; pero estos continuaron inmóviles, sin hacer señal alguna. —Ha expuesto usted el asunto con entera claridad —dijo—. Es tan claro que no puede serlo más. No veo, por mi parte —aquí se volvió ligeramente a derecha e izquierda, y sus compañeros movieron la cabeza en señal de aquiescencia—, no veo motivo alguno que me obligue a modificar lo que hace poco dije, y así el fallo de la sala queda en pie. Nada aparece, a mi entender, tan terminante (y debo decir que mis asesores opinan unánimemente de igual modo, como acaba de oírse), nada está tan fuera de duda como el que usted se haya puesto en abierta y franca contradicción con los decretos mencionados, negándose después a modificar o retirar en absoluto sus conclusiones. Más aún, se ha negado usted también a acogerse a alguna de las excepciones cuyo camino deja la ley perfectamente expedito. Ha renunciado usted a todas estas ventajas que le indiqué ya, y parece decidido a llevar el asunto hasta el extremo. He de decirle, pues, lisa y llanamente, que no veo que quepa aquí hacer más que transmitir nuestra opinión a Roma, y no puedo anticiparle la menor esperanza de que aquel Supremo Tribunal emita un fallo diferente. Hizo aquí una pequeña pausa. Reinaba en la sala el más profundo silencio. Mientras Monseñor Masterman echaba una ojeada alrededor, sin comprender qué originaba aquella sensación de tremenda tensión, observó que algunas de las personas presentes bajaban la cabeza como si no pudieran resistir más la emoción. Miró también al acusado, pero este continuaba impasible. El joben fraile había puesto cuidadosamente en orden sus papeles, y seguía en pie, sin hacer el menor movimiento, estrechando aquellos entre sus manos. La voz del dominico sonó de nuevo bruscamente: —¿Tiene usted algo que añadir antes de que se retire el tribunal? —Quisiera expresar mi reconocimiento por la equidad y consideración con que me han tratado mis jueces; quisiera repetir lo que dije al principio: que pongo mi causa, sin reservas, en manos de Dios. Se levantaron los tres jueces. Se abrió una puerta situada detrás del tribunal, y desaparecieron por ella. Instantáneamente comenzó el ruido de conversaciones y de pies en movimiento. Al mirar de nuevo Monseñor hacia el banquillo, perplejo ante el brusco cambio de escena, vio desaparecer la cabeza del fraile al bajar por la escalera del banquillo. Se quedó aún sin comprender claramente lo que había ocurrido. Todavía creía que había terminado una fase del proceso de poca importancia probablemente dedicada a ciertos puntos de carácter técnico. II Se quedó un rato sentado, con la idea de dejar que fuera disminuyendo algo la aglomeración en la sala, antes de salir él, y pensando a qué obedecería que las últimas 125

palabras del juez hubieran producido tan honda impresión. Mirando las cosas solo exteriormente, lo que había oído o visto no daba la menor idea de que se hubiera llegado a ningún momento crítico. Era patente que el juicio resultaba desfavorable para el procesado; pero no había habido una resolución, una sentencia. Entre los inquisidores y aquél no habían mediado más que conversaciones amistosas, en las que se discutían asuntos que no eran vitales. Y, sin embargo, la emoción producida era abrumadora… Al levantarse, por fin, mirando aún a la sala, que iba desocupándose, oyó unos golpecillos en la puerta, y antes de que pudiera pronunciar palabra, vio al abad de Westminster que subía precipitadamente los escalones, vestido de hábito, con cruz y cadena de oro. Venía con cara de mal agüero, desencajada y pálida. —Os… os he visto desde la sala, Monseñor. ¡Por Dios no os vayáis aún!... Sentaos un momento más. Tengo que hablaros. Monseñor no contestó. Seguía todavía completamente desconcertado. —He de daros las gracias por vuestros buenos oficios, Monseñor. Sé que habéis hecho cuanto os ha sido posible. Su Eminencia me llamó poco después de haberle vos hablado. Y… y quisiera pediros que nos ayudarais nuevamente… en Roma. —Con mucho gusto… cuanto usted quiera… pero… —Temo que la cosa no tiene remedio —continuó el Abad mirando a la sala, ya vacía, donde un ujier iba de una a otra mesa ordenando los papeles—. Pero si alguna esperanza queda, hay que saber aprovecharla… ¿Escribiréis en vuestro nombre, Monseñor? O mejor aún, ¿ejerceréis presión en el ánimo del Cardenal? No hay tiempo que perder. —No comprendo, señor Abad —dijo bruscamente el prelado, convencido de pronto de que algo más de lo que él sabía acababa de ocurrir—. Llegué únicamente al final y… ¿qué es lo que puedo hacer yo ahora? Le miró el Abad. —Ese era el final. ¿No oísteis la sentencia? Movió negativamente la cabeza Monseñor. Sintió que la angustia parecía subir desde el corazón e invadir todo su cuerpo. —No he oído nada —dijo—. Llegué cuando el Padre Adrian pronunciaba el último discurso. El Abad se mordió los labios. En sus ojos apareció una expresión de recelosa sorpresa. —Esta era, precisamente, la última formalidad —replicó—. La sentencia fue pronunciada hace unos veinte minutos. —Y… El Abad movió la cabeza, mientras tiraba nerviosamente de su cruz. —Ha de mandarse a Roma para ser ratificada —dijo precipitadamente—. Esto representará un retraso de una o dos semanas. El Padre Adrian ha renunciado a toda exención de pena. Pero… pero sabe que no queda esperanza alguna. Se recostó en su asiento Monseñor Masterman y suspiró profundamente. Todo lo comprendía, al fin. Pero no se le ocultó que era preciso no demostrarlo. El abad siguió 126

hablando atropelladamente: él cogió solo al vuelo las palabras de que, en rigor, no existía la posibilidad de que fuera revocada la sentencia; pero que así y todo era necesario hacer esfuerzos inauditos para ver si se lograba. No obstante, solo a medias, con atención muy superficial, oía todo esto Monseñor. En su interior, lo que le preocupaba era la contemplación de aquella horrorosa visión que, despojada ya del último velo, se presentaba ahora ante sus ojos mirándole fijamente. Se levantó, al fin, de su asiento, prometiendo que hablaría al Cardenal aquella misma noche; y entonces se formó la resolución de hacer lo que desde el principio se había propuesto. —Quisiera hablar a solas con el Padre Adrian —dijo a media voz—, y lo mejor sería que le viera ahora mismo. ¿Puede usted facilitarnos la entrevista? Se paró el Abad a la puerta de la galería. —Sí —dijo—, creo que sí. ¿Queréis esperar un momento aquí mismo, Monseñor? III Al oír que la puerta se cerraba, levantó Monseñor los ojos y vio al fraile en pie, frente a él, junto a la mesita. Había estado esperando en la galería, mientras el Abad le dejó solo, fijando distraídamente la vista en los ujieres que retiraban de la sala, uno por uno, los aparatos grabadores, y allá en su espíritu contemplaba también, mejor que ordenaba, el vuelo, incesantemente repetido, de sus pensamientos. No podía siquiera combinar sus ideas, formular un plan. Se percataba solo claramente, como debe de ocurrirle a un hombre sentenciado a muerte, de que aquel supremo horror presentido se convertía, al fin, en realidad. El mismo carácter de cosa natural y ordinaria que ofrecía la escena presenciada por él; lo familiares que le eran algunos de aquellos rostros (apenas si hacía una semana que había comido con el canónigo doctoral); el llano estilo de conversación empleado por los oradores; la completa ausencia de toda solemnidad más o menos teatral… todo eso aumentaba aún el terror y la repugnancia que sentía. ¿Tan sencillos eran, pues, los preparativos preliminares de la muerte por herejía? ¿Tan fácilmente era admitido por todos el criterio que la hacía posible, y por tan callado modo llegaba la consumación del hecho?... Todo eso le parecía inverosímil, como cosa puramente soñada. Por esto se esforzaba en mantener el silencio hasta que pudiera comprenderlo… Pero al ver al fraile joven, de faz pálida y cansada, aunque completamente serena, perdió el dominio de sí mismo. Pasó por su rostro una contracción nerviosa; tendió las manos como sin fuerza y sin objeto, y un vago sonido brotó de sus labios. Sintió que le cogían por un brazo y lo empujaban. Después cayó sobre un sillón y ocultó la cara entre las manos, apoyándolas contra la mesa. Pasaron algunos momentos antes de que pudiera dominarse y levantar la vista. —Vamos, vamos, Monseñor —le decía el fraile—. No esperaba yo…, no esperaba yo eso. No hay el menor motivo para… 127

—Pero… pero… —Ya sé que la impresión habrá sido para vos demasiado fuerte… Sois muy amable al… Pero yo lo sabía ya… Y seguramente vos también debíais saberlo… —Ni soñarlo siquiera… Nunca creí que pudiese ni aun concebirse. Esto es abominable, es… —Monseñor, me estáis tratando ya como no merezco —exclamó el joven con firme voz, y el que le aventajaba bastante en años procuró rápidamente dominarse—. Tened la bondad de hablarme tranquilamente. El padre Abad me ha dicho que hablaréis al Cardenal. —Cuanto pueda…, cuanto esté en mi mano haré. Dígame qué puedo hacer. La rudeza del tono con que acababa de hablarle el fraile, y que cayó sobre él como ducha de agua fría, le había devuelto ya por completo el dominio de sí mismo. No sintió en aquel instante más que un deseo: el de emplear todas sus fuerzas para impedir que aquel crimen se cometiera. Siguió sin hacer el menor movimiento, con plena conciencia de aquella excesiva tensión de los nervios y de los músculos por el que el entendimiento se expresaba. El fraile se sentó al otro lado de la mesa. —Esto es ya otra cosa, Monseñor —dijo sonriendo—. Bueno, en realidad no es mucho lo que cabe hacer. La locura parece ser la única excusa posible. Volvió a sonreír, como iluminado su rostro por aquella sonrisa. —Refiérame usted el asunto por entero —dijo el prelado de pronto con voz ronca—. Descríbamelo en sus líneas generales. No acabo de comprenderlo, y nada puedo hacer sin esto. —No habéis ido siguiendo, sin duda, el desarrollo del caso. Movió Monseñor la cabeza negativamente. El fraile deliberó de nuevo un momento antes de hablar. —Bueno —dijo—. Este es el esquema. Prescindiré de pormenores técnicos. He escrito un libro (que no llegará ya ahora a publicarse nunca) y mando el extracto del mismo a Roma, exponiendo en él la tesis principal. Trata del elemento milagroso en la religión. Ya sabéis que soy doctor en Ciencias Físicas, además de serlo en Teología. Ahora bien, hay una clase de curaciones (y no os molestaré con pormenores, pero, en fin, hay una clase de ellas), que siempre han sido consideradas por los teólogos como evidentemente de origen sobrenatural. Desde luego, reconozco que uno o dos decretos del Concilio de 1960 parecen, verdaderamente, darles la razón.20 Pero mi tesis es, en primer lugar, que aquellas curas pueden explicarse perfectamente por los medios naturales, y en segundo, que, como consecuencia de esto, han de interpretarse aquellos decretos en sentido distinto del usado generalmente por los teólogos, y hay que afirmar que no tienen relación con estos casos de que ahora se trata. No soy un hereje obstinado, y reconozco inequívocamente, por tanto, que aquellas definiciones, como emanadas de un concilio ecuménico, son verdades infalibles. Pero lo que rechazo, también en absoluto, puesto que a ello me obligan los hechos científicos o lo que yo tengo por tales, es la interpretación teológica acostumbrada de la letra de tales decisiones. Bueno, vienen ahora 128

mis jueces y opinan del antiguo modo. Me dicen que mi segunda proposición es errónea, y que, en consecuencia, también lo es la primera; que aquellas definiciones abarcan también, de manera categórica, la clase de curaciones de que yo hablo; que estas han sido ya proclamadas por la Iglesia como evidentemente sobrenaturales y que, por lo tanto, mis dos proposiciones son heréticas. Por mi parte, me niego a reconocerlo, sosteniendo que yo difiero, en mis opiniones, no de la Iglesia católica tal como ella es en sí (en lo cual estribaría la herejía), sino de la Iglesia católica tal como la interpretan esos teólogos. Sé que es una temeridad de mi parte manifestarme contrario a una interpretación que está universalmente admitida; pero, en conciencia, así me considero obligado a hacerlo. Pues bien, a este punto hemos llegado. Ni en sueños se me ocurriría separarme de la unidad católica, y eso me cierra toda salida por este lado. No quedaba a mis jueces nada más que hacer que dictar su sentencia, y esto es lo que hicieron diez minutos antes de que vos entrarais. Yo os vi entrar en la sala, Monseñor. Estoy sentenciado, puede decirse que como si yo fuera un pertinaz hereje que se niega a acatar el claro significado de la definición de un concilio ecuménico. Me queda aún Roma. El juicio entero ha de remitirse allí palabra por palabra. Una de estas tres cosas es lo que puede suceder: que se me requiera para que explique algunas de mis afirmaciones que parezcan oscuras (y seguro que esto no ocurrirá, porque me he mostrado bien claro y explícito); que se case la sentencia o que sea modificada, y esto tampoco puedo esperar que suceda, ya que, como sabéis, tengo en mi contra a todos los teólogos… Hubo un momento de pausa. El prelado oyó estas palabras y sin duda seguía el hilo del discurso con atención; pero le pareció como si aquel conciso análisis no tuviera más conexión con los hechos reales que la pudiese existir entre el diagnóstico de un médico y el desconsuelo del que viste de luto por la pérdida de algún ser querido. No era un análisis lo que él quería, sino una confirmación. Entonces, revistiéndose de valor para ayudar a terminar la frase que había quedado pendiente, murmuró: —O bien… —O bien que la sentencia sea ratificada —continuó con débil voz el fraile. Reinó el silencio otra vez, y el mismo fraile fue quien lo interrumpió. —En lo que el padre Abad cree que podéis vos, tal vez, hacer algo a favor mío, Monseñor, es en llevar al ánimo del Cardenal la persuasión de que debe escribir a Roma. No sé muy bién qué puede hacer él por mí; pero supongo que la idea debe de ser que influya para que se considere el punto como susceptible de discusión, y se decida, como lo más acertado, dejarlo pendiente hasta que nuevas investigaciones científicas y teológicas lo esclarezcan. Al llegar aquí, levantó de pronto las manos Monseñor. La tensión nerviosa había llegado ya a su más alto punto y rompía por todo. —¿Y de qué sirve esto? —exclamó—. Es el sistema, el procedimiento entero, el que es odioso…, odioso e imposible. —¿Qué? —Es el sistema —volvió a exclamar—, que es equivocado desde el principio al fin. Cada 129

día lo odio más. Es brutal, completamente brutal y anticristiano. Fijó aquí tristemente los ojos en el fraile, asombrado ante la fría mirada que aquél dirigía, y que fue tomando carácter interrogador, sin asomos siquiera de simpatía, en apariencia: simplemente demostraba cierto interés, como el que pudiera suscitar una discusión académica. —No entiendo, Monseñor. ¿Qué es lo que a vos os parece?... —¿Que no me entiende usted? ¿Y es usted quien me dice eso? ¿Usted, que es víctima de todo ello? ¡Vamos!... —¿Creéis que se me trata injustamente? ¿No es eso? Claro que a mí también me parece que… —¡No! ¡No! ¡No! —exclamó el hombre mayor—. No me refiero a usted en particular. No sé nada de esto…, no lo entiendo. Me refiero a cómo puede haber ser viviente alguno que sufra tiranía semejante…, semejante opresión, que atenta a la libertad del pensamiento…, a la libertad del criterio. ¿Qué es de la ciencia y de los descubrimientos, bajo un sistema como este? ¿Qué es de la libertad…, del derecho a pensar por sí mismo? ¡Vaya!... Echó el cuerpo hacia delante el fraile, apoyándose un poco sobre la mesa. —Monseñor, no sabéis lo que estáis diciendo. Explicadme tranquilamente qué idea es la que os atormenta. Pero sin perder la serenidad: hacedme ese favor. No puedo resistir mucho más tiempo esa tensión nerviosa. El hombre que había perdido la memoria logró dominarse, no sin esfuerzo. Su antiguo sentimiento de horror acababa de brotar en su espíritu apoderándose de él por completo; pero la extraordinaria calma de su interlocutor y su aparente imposibilidad de comprender lo que le ocurría, le volvieron de nuevo a la realidad. Casi inconscientemente consideraba un alivio expresar con palabras ese creciente sentimiento y poder compartirlo con alguien. —¿Desea usted que le diga?... Pues bien… Dudó un momento buscando el modo de formular sus ideas. —¿Estáis seguro de que no sería mejor?... Yo sé que habéis estado enfermo… No quisiera… Monseñor hizo un ademán indicando que se desechara esta idea. —No hablemos de esto. No estoy ya enfermo. ¡Ojalá lo estuviera! —¡Calma! ¡Por favor! —dijo el joven. Hizo el otro la acción de tragar saliva y se acomodó mejor en su asiento. Se sintió solo y abandonado, precisamente cuando más seguro estaba de la simpatía ajena. —Ya sé que estoy en abierta oposición con la opinión pública en mis ideas. Al fin me he convencido de ello. Al principio creí lo contrario… y me parece que de otro modo hubieran ido las cosas cien años atrás. Pero ahora veo que todo el mundo está contra mí…, todo, si se exceptúan, tal vez, aquellas gentes que suelen llamarse impíos. —¿Los socialistas, queréis decir? —Sí. Creo que sí. Pues bien, me parece que la Iglesia está… —dudó un momento, buscando las palabras—, está adoptando una actitud que es imposible sostener. Fíjese usted en su propio caso: aunque sea aislado, en el fondo se reproduce en todo. Existen leyes suntuarias y domésticas; existe la «represión», como la llaman, de los socialistas. 130

Pero no nos fijemos más que en el caso de usted. Tiene usted la seguridad de que sus conclusiones están de acuerdo con la ciencia, ¿verdad? —Sí. —Es usted cristiano y católico. Y, sin embargo, porque esas conclusiones a que usted ha llegado han sido condenadas (no discutidas, refutadas, por otros hombres de ciencia, sino únicamente condenadas, condenadas por eclesiásticos que las juzgan opuestas a lo que ellos consideran como verdadero)…, usted, usted es… No pudo terminar la frase, presa de viva emoción. Sintió sobre su brazo una mano, mientras le decían: —Monseñor, no os exaltéis de ese modo. ¿Me permitís que, en vez de contestaros, os dirija algunas preguntas? Asintió Monseñor. —Bueno, pues no os fijéis únicamente en mi caso. Fijaos en el sistema, como decíais hace un momento. Lo que yo deseo que me digáis es esto: creéis que no debiera ejercerse represión alguna contra los socialistas…, que cada hombre debiera quedar en libertad para expresar sus opiniones, sean ellas las que fueren, ¿verdad? —Sí. —¿Por muy revolucionarias que resultaran? Dudó un momento Monseñor en contestar. Había estado antes pensando en esto mismo y no supo cómo resolverlo. Pero el fraile continuó: —Suponed que esas opiniones fueran atentatorias contra toda ley y contra el orden social. Suponed que existieran hombres que predicaran en favor del asesinato y del adulterio, doctrinas que llevan en sí la destrucción de la sociedad. ¿Permitiríais, entonces, que estos fueran también sembrando sus ideas por el mundo? —Claro es que hay que fijar límites —replicó Monseñor—. Por supuesto que… —¿Dónde? —¿Cómo dice usted? —Afirmabais que hay que fijar límites. Y yo os pregunto: ¿dónde? —Verá usted: en eso hay que proceder por grados. —Seguro que podrá establecerse un principio de sujeción al cual… ¿No podríais decirme qué principio escogeríais como base? La irritación con que un momento antes hablaban, parecía haber desaparecido por completo. Monseñor iba percatándose, no sin cierta turbación, de que acababa de portarse como un niño, y de que aquel joven estaba en terreno mucho más firme que él. Pero volvió a quedarse en duda. —Bien: ¿aceptaríais este principio? —preguntó el Padre Adrian—. ¿Concederíais que cada sociedad posee el derecho de suprimir las opiniones que atentan directamente contra los cimientos en que ella misma descansa? Dejadme citaros un ejemplo. Suponed un país constituido en república, pero que admitiera que otras formas de gobierno pudiesen ser tan buenas como aquella. Imaginaos, también, que mientras todos prestaban acatamiento, en más o en menos, a la república, muchos de los ciudadanos preferían, sin embargo, personalmente, a la monarquía. Pues bien, yo supongo que calificaríais de tiranía el que 131

la república castigara con la muerte a los monárquicos. —Ciertamente. —Y yo también. Pero si algunos de los ciudadanos rechazaban todas las formas de gobierno y predicaban la anarquía, creo que no hallaríais inconveniente en conceder que el gobierno tenía perfecto derecho a obligarlos a callar. —Me parece que sí. —¡Claro! —dijo reposadamente el Padre Adrian—. Es lo que habíais admitido ya, hace un momento. La sociedad puede y debe protegerse a sí misma. —Pero ¿qué tiene esto que ver con nuestro asunto? Esos socialistas no son anarquistas. Usted no es un ateo. Y aunque lo fuera: ¿qué derecho tendría la Iglesia para condenarle a muerte? —¡Ah! ¿Es esto lo que pensabais, Monseñor? Pero… ¿sabéis?... El hecho es que la sociedad debe protegerse a sí misma. La Iglesia no puede inmiscuirse en esto. Porque no hay que suponer por un momento que sea la Iglesia la que castiga con la muerte. Por el contrario, las autoridades católicas se muestran unánimemente contrarias a ella. Monseñor hizo aquí un movimiento de impaciencia. —No lo entiendo, ni poco ni mucho —dijo—. A mí me parece… —Vaya, ¿queréis que os diga una cosa? Asintió Monseñor con leve inclinación de la cabeza. Suspiró el fraile profundamente y se recostó una vez más en su asiento. Para el prelado, la situación parecía aún más inverosímil e insostenible que al principio. Estaba allí decidido a expresarle a aquel hombre, con el más vivo e impetuoso sentimiento de simpatía, que su corazón estaba por completo de su parte y que rechazaba con todas sus fuerzas un sistema que podía dar origen a tales cosas; y el presunto hereje, el condenado, tomaba a su cargo la defensa de aquel sistema, del cual era víctima, contra un representante oficial del mismo. Quedó esperando, casi como si fuera una afrenta, la respuesta del otro. —Monseñor —comenzó diciendo el joven—, perdonadme por lo que voy a expresaros; pero me parece que no habéis considerado lo bastante este asunto: que, simplemente, os habéis dejado llevar del sentimiento. Sin duda, hay que buscar la culpa de ello en vuestra enfermedad… Bueno, dejadme presentaros las cosas del mejor modo posible… Se paró un rato, apretando los labios. Estaba pálido, y parecía indudable que apenas podía dominarse; pero sus ojos brillaban como de costumbre, con expresión inteligente. Con brusco ímpetu continuó: —Vuestro error estriba en no comprender (y permitid que repita que, sin duda, es esto debido a vuestra pérdida de memoria), en no comprender que la única base sobre la cual descansa hoy en día nuestra sociedad es el catolicismo. ¿No veis que hoy sabemos positivamente que es la religión verdadera? Por fin ha logrado volver a afirmarse de una vez. Se han probado todos los otros sistemas religiosos, y ninguno ha dado resultado, por lo que el catolicismo, aunque no haya muerto jamás, ha vuelto a ser universalmente aceptado. Hasta los países paganos lo reconocen, de hecho, como la construcción religiosa en que se ha basado la vida de la humanidad. Pues bien, el hombre que atenta 132

contra el catolicismo, atenta contra la sociedad. Si se le dejara hacer, volvería esta a desmoronarse. Por lo tanto, ¿qué otro recurso le queda a la sociedad católica más que defenderse, acudiendo para ello hasta a la pena de muerte? Tened presente que no es la Iglesia la que mata. No lo ha hecho ni lo hará nunca. Es la misma sociedad la que condena a muerte. Y desde luego cierta es la afirmación de que los teólogos, en conjunto, indudablemente abolirían mañana mismo la pena capital si estuviera esto en su mano. No es para nadie un secreto que el Padre Santo la suprimiría inmediatamente de ser posible. —Pues entonces, ¿por qué no lo hace? ¿No es él el supremo gobernante? —objetó el otro con expresión acerba. —Por supuesto que no. Cada país se gobierna a sí mismo. Él solo goza del derecho de oponer su veto en caso de aprobarse alguna ley que resultara anticristiana. Y esto no puede calificarse de anticristiano. Está basado en principios universales. —Pero… —Permitidme un momento… Sí, la Iglesia en cierto modo lo sanciona. Y aprueba, por ejemplo, la pena capital en caso de asesinato, otro pecado cometido contra la sociedad. Ahora bien, la sociedad cristiana castigaba con la muerte, cien años atrás, el asesinato corporal: hoy impone la misma pena a un crimen, mucho mayor por cierto, cometido contra ella misma: los conatos de asesinato dirigidos contra lo que es su principio vital. —Pues entonces, los antiguos protestantes tenían razón, después de todo, al decir que, si Roma pudiera, persistiría en sus persecuciones. —¿Si pudiera? —repuso el fraile, como preguntando en qué sentido. —Si fuera lo bastante fuerte para ello. —¡No! ¡No! ¡No! —gritó el otro, dando sobre la mesa una palmada, con mal reprimida impaciencia—: sería profundamente inmoral que la Iglesia persiguiera a nadie sencillamente por sentirse ella fuerte, sencillamente por tener de su lado a la mayoría. Nunca persigue ella por meras opiniones. Nunca ha reclamado el derecho a hacer uso de la fuerza. Pero tan pronto como un país es católico por propio convencimiento, es decir, tan pronto como su civilización está basada en el catolicismo, y solo en él, aquel país tiene perfecto derecho a protegerse a sí mismo, por medio de la pena de muerte, contra aquellos que amenacen su propia existencia como comunidad civilizada. Y esto es lo que hacen los herejes; esto es lo que hacen los socialistas. Si las autoridades se equivocan o no en ciertos casos determinados, es ya asunto distinto del todo. Se ha ahorcado a hombres inocentes. Católicos ortodoxos se han visto injustamente perseguidos. Por mi parte, yo me considero inocente también; pero tengo la firme convicción de que si yo soy un hereje —y al decirlo se inclinó de nuevo hacia delante y habló con lentitud, pesando las palabras—, si yo soy un hereje debo de ser condenado a muerte por la sociedad. Se quedó Monseñor mudo de asombro, y con la vaga intuición de que todas sus esperanzas habían quedado frustradas. Sintió que había sido víctima de alguna superchería intelectual, y aun le dolió más el ultraje por venir de aquel joven a quien él había querido expresar su simpatía. —Pero ¡la pena capital! —gritó—. ¡La muerte! Esto es lo horroroso. Comprendo un castigo espiritual para un crimen que es espiritual también… pero ¡una pena física!... 133

Sonrió el Padre Adrian con cierta expresión de tedio. —Mi querido Monseñor —repuso—, creía haberos dicho ya que se castigaba un crimen contra la sociedad. No se me condena a mí a muerte por mis opiniones, sino porque al sostenerlas, una vez declaradas heréticas y no someterme al fallo de la autoridad, resulto un enemigo del Estado civil, que tiene como único sostén la sanción que le presta el catolicismo. Acordaos de que no es la Iglesia la que me condena a muerte. Esto no es asunto de su incumbencia: no es ella otra cosa que una sociedad espiritual. —Pero, de todos modos, ¡la muerte! ¡la muerte! El rostro del joven adquirió una expresión de gravedad y de ternura. —¿Tan terrible es esto —dijo—, para un católico convencido? Se levantó Monseñor. Le parecía que hasta su sentido moral estaba por entero en peligro. Apeló al último recurso. —¡Pero Cristo! —gritó—. ¡Jesucristo! ¿Podéis ni siquiera concebir la idea de que aquel dulcísimo Señor de todos nosotros tolere esas cosas ni por un instante? No puedo contestarle ahora, aunque estoy persuadido de que existe una contestación; pero ¿es concebible que Aquel que dijo «no luches con el mal», que Aquel que enmudecía ante sus asesinos?… También el Padre Adrian se puso en pie. Centellaban sus ojos y estaba aún más pálido que antes. Comenzó a hablar en voz baja; pero fue elevándola hasta acabar casi a gritos, que resonaban en la reducida estancia. —Sois vos quien deshonra a Nuestro Señor —dijo—. Sufrió Él ciertamente, como algún día veréis que sufrimos nosotros, los católicos… como habéis visto ya mil veces, si algo sabéis de lo pasado. Pero ¿es acaso esto lo único que Él representa?... ¿Es solo el Príncipe de los Mártires, la Suprema Víctima del Dolor, el silencioso Cordero de Dios? ¿No habéis oído hablar nunca de la ira del Cordero; de los ojos que despiden llamas; del cetro de hierro con que hace pedazos a los reyes de la Tierra?... El Cristo ante quien vos clamáis no es nada: no es más que un Hombre vencido, del cual se separa la Divinidad…, el Príncipe de los sentimentales y de aquella antigua y perniciosa religión que en otro tiempo se atrevió a darse a sí misma el nombre de cristianismo. Pero el Cristo que adoramos nosotros es más que esto: el eterno Verbo de Dios, el Caballero de la Blanca Cabalgadura que realiza y seguirá realizando sus conquistas… Monseñor, ¡os olvidáis de cuál es la Iglesia a que pertenecéis como sacerdote! Es la Iglesia de Aquel que rechazó los reinos de este mundo que le ofrecía Satán, que Él podía ganarlos por sí mismo. Esto ha hecho. ¡Cristo reina!... He aquí lo que habéis olvidado, Monseñor. Cristo no es ya una opinión o una teoría. Es un hecho. ¡Cristo reina! Él gobierna real y verdaderamente el mundo. Y ese mundo lo sabe. Dejó de hablar un momento, temblando de cólera, y alzó después al cielo las manos. —¡Despertad, Monseñor! ¡Despertad! Estáis soñando. Cristo es nuevamente, ahora, el Rey de los hombres…, no precisamente el de los devotos, cuyo entendimiento se inclina a lo religioso. Gobierna porque este es su derecho… Y el poder civil lo reconoce y apoya en lo secular, y la Iglesia en lo espiritual. ¿Que se me condena a mí a muerte? Pues bien, yo protesto de que no se me considere inocente; pero no de que el crimen de que se me 134

acusa se castigue con la pérdida de la vida. Protesto; pero no me lamento, no me quejo. ¿Creéis que temo a la muerte?... ¿No está ella también en Sus manos?... Cristo reina, y todos lo sabemos. ¡Y también vos debéis saberlo! Hasta el poder de sentir parecía haber abandonado al que escuchaba estas palabras… No veía ante él más que un rostro pálido, como en éxtasis, y unos ojos ardientes que le miraban con fijeza. No podía ya resistirse, rebelarse por más tiempo. Solo un gran esfuerzo impidió que se rindiera del todo. Algo enorme, inexplicable, parecía oprimirle, envolverle, amenazándole hasta con hacerle desaparecer. Tan terrible era la fuerza con que las palabras se dijeron que por un instante le pareció que surgía ante él la visión de lo que describían: una suprema y dominadora Figura, herida, en verdad, pero poderosa e imperativa en la plenitud de su fuerza: no ya el Cristo de la dulzura y de la muchedumbre, sino un Cristo que, revestido, al fin, de todo Su poder, reinaba; un Cordero que era, al mismo tiempo, un León; un Siervo que resultaba ser Señor de todo, y que, si defendía antes su derecho, mandaba ahora sin contradicción… Pero a pesar de todo esto, él seguía ciega y desesperadamente aferrado a su viejo ideal. Apartó de sí aquella dominadora aparición: no quiso rendir todo su ser, toda su individualidad, ante Aquel que le exigía este sacrificio. Llegó a ver, por fin, este Cristo que no presumía, y, por una ráfaga de intuición, adivinó que allí estaba la llave de aquel transformado mundo que juzgaba tan incomprensible; y, sin embargo, no quiso reconocerlo…, no quiso que aquel Hombre mandara en él… Realizó un último esfuerzo: se desvaneció la visión, y él siguió en pie, notando que volvía a percibir las sensaciones y comprendiendo que acababa de salvarse del peligro de perder algo más grave, más importante, que la vida. —Bueno —dijo reposadamente, tan reposadamente que casi logró, con aquella calma, engañarse a sí mismo—, bueno, tendré presente lo que usted me ha dicho, Padre Adrian, e influiré todo lo posible en el ánimo del Cardenal.

CAPÍTULO IV I —Me parece que ha sido una gran impresión la que habéis recibido —dijo el Padre Jervis con cariñoso tono—. Y no me extraña, después de vuestra enfermedad... Sí, sí, ya veo la idea... Y, a propósito, ¿si os vinierais conmigo a Irlanda a pasar una semana? El Cardenal lo vería con el mayor gusto, estoy seguro. El golpe había sido aquella misma mañana: quince días después de la terminación del juicio. Primero, llegó de Roma la respuesta de que la sentencia había sido ratificada: una sentencia que consistía únicamente en decir que la Iglesia no podía ya seguir protegiendo a aquel tonsurado y consagrado hijo suyo contra el poder de las leyes seculares. Pero, al mismo tiempo, según noticias de carácter privado recibidas por Monseñor, se había 135

pedido desde Roma con el mayor interés, como en otros casos, que se concediera el indulto de la pena. Luego comenzaron las formalidades de la entrega del fraile a las autoridades seglares, de acuerdo con el Edicto Reformado sobre disciplina eclesiástica de 1964, disposición según la cual las Cámaras seglares ponían en vigor un código relativo a los clérigos que habían sido condenados por sus propias autoridades, es decir, a los que, acogiéndose a la inmunidad eclesiástica, se sometían a la jurisdicción de sus tribunales. Según lo mandado en aquel edicto, el Padre Adrian fue trasladado a una prisión seglar, se revisó el proceso, a pesar de la petición de indulto del Papa, y pronunció su fallo el tribunal civil. Y aquella mañana acababa de leer Monseñor que la sentencia se había cumplido... No sabía, ni se atrevió a preguntar, en qué forma. Le bastaba con saber que se trataba de la pena de muerte. Una violenta escena se desarrolló ante los sorprendidos secretarios de Monseñor. Afortunadamente no oyeron más que frases incoherentes. Se quedó uno de aquellos con él, mientras el otro corría en busca del Padre Jervis. Luego abandonaron la estancia los dos legos dejando solos a ambos eclesiásticos. Algo mejor se presentaba la cosa ahora. Monseñor había recobrado el conocimiento, y estaba sentado, pálido y sin aliento, teniendo al lado a su amigo. —Veníos una semana a Irlanda —repitió el anciano, mirándole con aquellos grandes ojos de mirada fija y brillante—. Dadas las circunstancias, es totalmente natural que esto os haya producido una gran impresión. Para nosotros claro es que... No acabó la frase al ver a Monseñor mirarle de modo vago y extraño. —Bueno, bueno —dijo el anciano—. Hay que concederse también un poco de descanso. Habéis trabajado mucho... creo que demasiado. Y no nos conviene que vuelva otro estado de depresión... Así, ¿queda acordado que nos vamos a Irlanda? Pasaremos allí una semana en completo reposo, y estaremos de vuelta para cuando se reúna el Parlamento. Con leve movimiento de cabeza asintió Monseñor, a quien ya anteriormente le habían dado numerosos datos acerca de Irlanda. —Ahora os dejaré aquí un rato descansando. Llamadme si me necesitáis. A los secretarios les diré que vayan a trabajar a la habitación del lado. Veré inmediatamente al Cardenal y podremos partir a las cinco. Ya lo arreglaré yo todo. No tenéis que preocuparos de nada. Algo curioso acontecía en el cerebro del prelado desde su entrevista con el fraile, después del juicio. Al principio, pareció algo calmado. Volvió a su trabajo, a su correspondencia, a sus visitas oficiales y a sus consultas diarias con el Cardenal, despachando estos quehaceres bastante bien. Y, sin embargo, interiormente, las cosas se iban arreglando por sí solas de un modo decidido, irresistible. Se le quedó grabado en el entendimiento que, bueno o malo, el mundo era como era; que la civilización cristiana había tomado aquella forma y no otra; que era tiempo perdido el luchar contra ella, y que, en cierto modo, resultaba semejante al rebelarse contra las leyes físicas del universo. No se conseguía con ello más que el propio e intenso sufrimiento. Por más insoportablemente injusto que pudiera a uno parecerle la imposibilidad de volar sin tener alas, era, sin embargo, un 136

hecho, y así continuarían las cosas. Bien podía considerarse como anticristiano hasta un punto intolerable el que un eclesiástico fuera condenado a muerte por herejía: lo cierto era que a muerte se le condenaba, sin que nadie pareciera indignarse por ello, ni siquiera la misma víctima. La protesta del Padre Adrian no iba dirigida contra la aplicación de aquella pena a los herejes, sino contra la afirmación de que él era hereje. Pero desde el momento en que no quiso someterse al fallo, a pesar de considerarlo autorizado, nada tuvo que objetar contra las consecuencias de aquella negativa. Admitió la condena como completamente legal y, por lo tanto, como extrínsecamente justa, no era más que el castigo impuesto a un individualismo que las autoridades responsables del Estado consideraban pernicioso contra las bases fundamentales de la sociedad. Y lo demás corrió ya por cuenta del Estado, y no de la Iglesia. El sistema empezaba a mostrarse claro ante los indignados ojos de aquel hombre. Hasta la «represión» contra los socialistas encajaba, lógica e inexorablemente, en aquel marco. Así iba perfilándose mejor la idea del Padre Adrian. Se erguía verdaderamente sobre el mundo (y el que esto fuera una realidad o un ideal quedaba aparte) una terrible, amenazadora Figura que tenía más de Juez que de Salvador, una Personalidad que estaba ya en posesión de la fuerza y que reinaba; ante cuyos pies el mundo entero se arrastraba en silencio; que ordinaria y normalmente hablaba por boca de su Vicario en la Tierra, representado en ciertos momentos por tal o cual tribunal; que era, al pie de la letra, Rey de reyes; a cuyo patrón debían sujetarse todos; a cuyo definitivo juicio podía apelar toda humana criatura si arrostraba la muerte, por medio de la cual, tan solo, se transmitía la apelación. Este era el sistema que empezó a imaginar aquel eclesiástico, y en él vio la explicación de cuanto tantas veces le había desconcertado. Pero no por ello dejó de mortificarle; no por ello reconoció a aquel cristianismo que a él le había parecido conocer en otra época, largo tiempo atrás. Por fuera, lo aceptaba y acataba. Interiormente era un rebelde. Continuó sentado silenciosamente durante unos minutos cuando su amigo se fue, recobrando poco a poco el equilibrio. Se daba cuenta perfectamente del peligro en que se hallaba; pero no estaba aún lo bastante seguro de su criterio personal (y tal vez le faltaba también valor) como para aventurarse a declararlo. Se sintió anonadado, desprovisto de toda energía, como un niño en una escuela nueva, ante las terribles fuerzas en cuya presencia se hallaba. De momento, por lo menos sabía que le tocaba obedecer... II —Irlanda os dejará asombrado —decía pocas horas después el Padre Jervis, mientras estaban sentados en el reducido camarote iluminado de un aeroplano que cruzaba a través de Inglaterra—. Desde luego que algo sabéis ya de ella en líneas generales. Monseñor se animó un poco. —Sé que es el monasterio de Europa, dedicado a la vida contemplativa —contestó. —Eso mismo. Es también el hospital de enfermedades mentales de Europa. Tiene la 137

ventaja de que su situación es muy favorable. Ninguna de las grandes líneas de voladores pasa ahora por allí. Está completamente aislada del mundo. Por supuesto que existen aún, como siempre han existido, los grandes centros de comercio del país, en el norte y en el sur, y que son de carácter seglar: Dublín y Belfast. Son como las demás ciudades, pero de vida más tranquila. Exceptuando esas dos poblaciones, toda la isla no es más que un cercado monástico. He traído conmigo un libro que está dedicado a describirla. Pensé que os gustaría. Sacó de su maleta un volumen y se lo ofreció. Estaba impreso en las acostumbradas láminas de níquel, inventadas por Edison cincuenta años atrás.21 —¿Y esta noche? —preguntó con aire torpe y pesado Monseñor. —Esta noche nos detendremos en Thurles. Ya di por la tarde las órdenes necesarias. —¿Y cuál es nuestro programa? El Padre Jervis sonrió. —Esto dependerá de nuestro anfitrión. Como os dije, nos ponemos enteramente a sus órdenes. Vendrá a vernos esta noche o mañana por la mañana, y lo demás queda en sus manos. —Y ¿qué sistema se sigue? —preguntó bruscamente Monseñor, fijando en él, de pronto, la vista. —¿El sistema? —Sí. Se quedó un momento pensando la respuesta el Padre Jervis. —Es difícil encontrar palabras con que explicarlo —contestó—. Podría decirse que confían en el ambiente y en la personalidad. Son las mayores fuerzas que conocemos: desde luego mucho más poderosas que la argumentación. Es singular el olvido en que se tenían... —¿Eh? —Sí. Hasta hace poco, apenas si se empleaban de modo deliberado. Ahora, por el contrario, sabemos que son más eficaces que el sistema de persuasión... o... o que el de sujetar a una dieta determinada. Y ¡claro! los religiosos reclusos llegan a ser expertos en todo lo que se refiere al autodominio, y pueden aplicar estas cosas mejor que nadie. Movió aquí el cura las manos con vago ademán, como queriendo acabar de explicar con aquel movimiento sus ideas. —Es imposible encerrar todo esto en palabras —dijo—. Su misma esencia lo impide. Suspiró Monseñor y miró con espanto por la ventanilla. A medida que iba pasando el día, esa impresión de espanto se acentuaba más y más en su espíritu, después de las violentas emociones de aquella mañana. Era algo semejante a la sensación de verse ya vencido y aplastado por las mismas fuerzas cuya existencia comenzaba a reconocer. Y ni siquiera la idea de los días de prueba que iba a pasar bajo aquella tiranía, capaz de mostrarse aún mucho más severa, logró influir lo más mínimo en reavivar su rencor. Por dentro, el fuego estaba aún bien vivo y ardía con furia; por fuera, no ofrecía nuestro hombre más que pasividad y obediencia, y casi ni otra cosa 138

deseaba ya. No era interesante la vista que se disfrutaba desde la ventanilla del camarote. En aquel atardecer otoñal, la línea de montañas, dibujándose en el lejano horizonte, y con el mar descubriéndose ya tras ellas, como un reborde, se destacaba oscuro, de color de plomo, bajo el cielo que iba oscureciendo también. Con la inútil melancolía que engendra el anochecer, pensó vagamente el viajero en el Padre Adrian. ¡Ayer a la misma hora, estaba vivo!... ¡Y hoy!... Después de todo, había averiguado ya el gran secreto que el mundo interpretaba ahora tan confiadamente… Se detuvo la nave aérea sobre Dublín y contempló él, como en Brighton algunas semanas antes, la plataforma iluminada que se balanceaba frente a las ventanas. Dos frailes de hábito blanco y capucha negra esperaban allí entre los demás viajeros. A poco, se perdió de vista la plataforma y las luces de Dublín giraron hacia el este y se desvanecieron. Entonces se volvió con indiferencia hacia el libro que le había dado su amigo, y comenzó a leerlo. Mientras cargaba con su maleta (no habían llevado criados a Irlanda) puso el pie sobre la plataforma que le descendía a Thurles, y le pareció ya sentirse envuelto en una atmósfera de reposo. Trató de convencerse a sí mismo de que probablemente aquello era un efecto de autosugestión; pero, a pesar de todo, no dejaba de ser curioso. Allá abajo vio grandes edificios, que desde aquella altura aparecían como aplastados y semejantes a enormes patios, cada uno iluminado por un resplandor de invisible origen, claro como la luz del día. Y, sin embargo, no se veía dentro de ellos, moverse ni una persona, y por las calzadas que se extendían aquí y allá, no se notaba como en otros sitios la corriente de seres humanos que se deslizaban como hormigas. Hasta los encargados del servicio parecían allí hablar en tono más bajo del acostumbrado, y en cuanto al Padre Jervis, ni una palabra pronunció. Luego, al notar bajo sus pies el rápido movimiento descendente de la plataforma, vio girar hacia el oeste la gran nave aérea que acababa de abandonar, parecida a un luminoso y gigantesco insecto que avanzaba en silencio, sin sonido de campana o de bocina que anunciara su rumbo. Siguió a su amigo a través de la otra plataforma terrestre hasta la cual había bajado la anterior, y luego entró con él en un gran automóvil blanco que esperaba; pero todo fue haciéndolo con aquella rara impresión de irresponsabilidad y de pesadez que le dominaba. Dio por supuesto, sencillamente, que todo estaba bien… tan bien como podía estar en tan extraño mundo. Se recostó al fin y cerró los ojos. En el mismo coche iban tres o cuatro personas más, pero todas sumidas en profundo silencio. Nada vio hasta que el vehículo hubo parado. El cura que estaba junto a él seguía inmóvil. El carruaje se había detenido entre dos altas paredes y frente a las grandes puertas de una verja. Estaba mirándolas cuando, descorriéndose silenciosamente, dejaron paso al coche. Entonces notó que los desconocidos acompañantes ya se habían apeado. 139

Al avanzar, le pareció que pasaba por las calles de una gran ciudad muerta, de raro aspecto. Todo en torno era perfectamente visible, gracias a la blanca luz artificial en que aparecía bañado. Pasaron entre altas paredes y luego bordearon un vasto cercado; una construcción parecida a un claustro pareció deslizarse a su paso, rápida y constante… y en un momento desapareció. Solo después se dio cuenta de que casi ni una ventana podía verse allí... y ni un alma viviente. Por fin, paró el automóvil, y un monje, con hábito pardo se acercó para abrir la puerta. III Se despertó Monseñor, a la mañana siguiente, sintiendo ya un vago bienestar, y paseó la mirada por la blanca habitación que le habían destinado, como con cierta agradable expectación. La pasada noche había contribuido a calmarle un poco. Cenó con su amigo en una reducida sala de la planta baja del edificio, advertido de que no debía hablar, como no fuera en caso de necesidad absoluta, al lego que les servía; terminada la cena, el Padre Jervis le fue explicando más extensivamente en qué consistía el verdadero objeto de aquel viaje. Supo entonces que era costumbre que los enfermos de fatiga o depresión, ya física, mental o espiritual, fueran a Irlanda para curarse en uno de los establecimientos religiosos de que estaba lleno el país. Lo único que se les pedía era que obedecieran de modo absoluto las instrucciones a que debían someterse mientras se hallaran allí, y que su estancia fuera, por lo menos, de tres días completos. —No estaremos ya juntos después de esta noche —dijo sonriendo el Padre Jervis—. Yo mismo tendré que sujetarme a órdenes tan severas como las que a vos se refieran. Al quedarse solo aquella noche, el hombre aquejado por la pérdida de la memoria se puso a estudiar el librito que le había entregado su amigo, enterándose más o menos superficialmente de la organización adoptada para Irlanda. La isla entera pertenecía, en posesión absoluta e inalienable, a las Órdenes religiosas de clausura, posesión garantizada por los altos poderes de Europa, y en cuyo dominio ninguna intrusión hubiera sido permitida. Todos los centros de comercio del país y los puertos de embarque para las numerosísimas industrias agrícolas, estaban concentrados en Dublín y en Belfast. En cuanto al resto de la isla, la cultivaban, regían y cuidaban los mismos monjes. No sin cierto ceño leyó nuestro hombre las páginas de datos estadísticos que demostraban que, una vez más, como en la Edad Media, había alcanzado la tierra un estado de floreciente prosperidad en manos de los monjes, aumentando cada año la riqueza en proporciones fabulosas. De las Órdenes religiosas que allí había, las masculinas eran de cartujos, carmelitas, trapenses y algunas secciones de benedictinos; las femeninas eran de carmelitas, clarisas, canonesas de San Agustín y ciertas benedictinas. Unos convenios especiales entre esas Órdenes regulaban la división de tierras y de las responsabilidades, y el Consejo Central estaba formado por Procuradores generales y otros representantes de 140

los diversos institutos. A cambio de la posesión de la tierra y de la protección garantizada por los gobiernos europeos, una condición, y solo una, se había establecido: el pago de un canon, cuya importancia se fijaba anualmente por convenio, y que debían satisfacer conjuntamente las Casas de Refugio, en general, y los llamados «Hospitales de Dios» en especial. En realidad, no eran esos hospitales más que enormes establecimientos destinados al tratamiento de los aquejados de desequilibrio mental; porque experimentos recientes habían demostrado que el ambiente más adecuado en tales casos —especialmente en aquellos de tipo bien determinado— era el entorno de la más severa e intensa religión. Fuera de duda estaba, gracias a las estadísticas, que aun dejando aparte los casos de verdadera posesión (fenómeno reconocido ya por todos los hombres de ciencia), los entendimientos meramente débiles o sujetos a alucinaciones mentales, recobraban la salud de modo muchísimo más rápido y seguro si se les sometía al ambiente de un establecimiento religioso, con preferencia a cualquier otro. Además, estos casos se aislaban con el mayor cuidado para evitar la «infección mental», procedimiento aconsejado por recientes y extraordinarios descubrimientos, y comprobado ya en multitud de ejemplos. De todo esto se había enterado Monseñor la noche antes y mientras aquella mañana esperaba acostado en su blanca habitación las órdenes que, según le habían dicho, llegarían sin que tuviera necesidad de levantarse, le parecía que una ráfaga de bienestar ya había llegado a su torturado cerebro. En pleno reposo se hallaba el mundo, en apariencia. Una sola vez oyó, allá lejos, la nota grave de una campanada; pero, fuera de esto, nada interrumpió el silencio. Ni un paso se oía en la casa; ni un paso fuera de ella. Desde el sitio en que se hallaba acostado, podía ver, a través de una ventana baja, un patiecillo rodeado de altas paredes, blanco como su propio cuarto, a excepción del césped y de las flores otoñales de color amarillento que crecían en hilera al pie de los muros. Sobre otros que no pasarían de la altura del pecho de un hombre y blancos también, se enredaban, allá lejos, a otro lado, madejas de finísimas nubes destacándose contra un cielo de color azul pálido. Era extraña, pensó, la impresión de paz incomparable que se experimentaba en medio de aquella soledad y de aquel silencio… Se quedó un rato dormitando hasta que al abrir de nuevo los ojos, vio que el encapuchado hermano lego había entrado, comenzando a arreglar la habitación. Frente a su cama, una puerta, blanca como la pared y que no notó él la noche anterior, estaba abierta, y por ella podía verse un reducido cuarto de baño. Un gran fuego de leña ardía en la chimenea, cubierta de blancos azulejos, y frente al fuego había una mesa. La ventana se veía también abierta de par en par, dando paso al agradable aire de otoño que por ella se precipitaba.

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Luego se acercó el hermano a la cama, conservando oculto el rostro bajo la puntiaguda capucha. Pronunció algunas palabras en latín, indicándole que se levantara y se vistiera. No celebraría la misa aquel día. Después vendría «el Padre», en cuanto hubiese terminado el desayuno, y le daría las instrucciones correspondientes para aquel día. Eso era todo. Se levantó Monseñor y se dirigió al cuarto de baño, donde tenía ya preparada su ropa. Al volver de allí un cuarto de hora después, encontró sobre la mesa, colocada frente al fuego, una bandeja con el frugal desayuno. Acababa de dar gracias a Dios al terminarlo, cuando se abrió la puerta sin el menor ruido y entró por ella un religioso en hábito de cartujo, volviendo a cerrar luego. IV Mientras los dos se miraban durante un momento, el sacerdote inglés notó en seguida que el aspecto de aquel fraile era imponente, que era uno de los que mayor impresión le habían producido en su vida. De talla muy alta, se adivinaba en él, bajo el tosco y pesado vestido, una recia y poderosísima musculatura. Andaba desgarbadamente, con aires de hombre forzudo, casi balanceándose al moverse. Pero lo que de él llamaba más la atención era el rostro. Llevaba la capucha caída sobre los hombros, y de sus pliegues parecían brotar el poderoso cuello y la cabeza, todo tan desprovisto de pelo como si él fuera una estatua; pero volviendo a mirarle, el cura notó esa extraña evocación de la cabeza de un pájaro que transmiten ciertos tipos determinados. Su nariz era larga y aguileña; tenía los labios descoloridos y apretados; el modelado de sus mejillas era una serie de pliegues y de concavidades sobre el armazón de los huesos, y los ojos, de color gris extraordinariamente claro, miraban por debajo de unos párpados superiores rectos, como los de las águilas. Esto cuanto a lo físico. Pero más extraño aún que todo eso era el ambiente inconfundible que parecía haber entrado allí con él; y que si por un lado producía una impresión de miedo intenso e impotencia, por otro infundía cierta seguridad. Al instante Monseñor se sintió como se sentiría un niño herido en presencia de un cirujano. Y durante toda la entrevista que siguió, esta sensación fue aumentando de modo inconmensurable. No dijo el fraile una palabra, ni siquiera como saludo, al atravesar el cuarto. Se limitó a inclinar un tanto la cabeza, con grave y poco ceremoniosa cortesía, y empujó suavemente al otro para que volviera a sentarse en su silla, de la cual se levantaba. Luego, continuando él en pie, comenzó a hablar con voz profunda pero bastante suave, muy despacio, y pronunciando con gran claridad las palabras. —¿Entendéis, Monseñor, bajo qué condiciones habéis venido aquí? Sí… perfectamente. No deseo que digáis misa hasta el último día. Ya he hablado de vos con el Padre Jervis… »Entretanto, estáis por hoy en libertad de pasear cuanto queráis por el patio exterior; de leer lo que os plazca; en fin, de ocupar el tiempo como gustéis, en este cuarto, abajo en 142

la galería, arriba en el terrado y en el jardín. Lo que no habéis de hacer es escribir cartas ni dirigir la palabra a nadie. Comeréis en el cuarto de al lado y solo. Allí encontraréis algunos libros. Deseo que guardéis siempre el reposo más absoluto, dominándoos todo lo posible. Mañana por la mañana volveré a veros y os daré nuevas instrucciones. Al extremo del corredor que conduce a este cuarto veréis una tribuna que da a la capilla del Santísimo Sacramento. Pero deseo que no paséis allí más de una hora diaria.» Calló de nuevo el monje, y ni siquiera levantó del suelo la mirada. Tampoco dijo ni una palabra Monseñor, porque, en realidad, nada había que decir, ni este era su deseo en el estado de resignada postración en que se hallaba. Comprendió que la obediencia era allí inevitable y el silencio la mejor respuesta. —Deseo que no preparéis lo que pensáis decirme mañana —añadió de pronto el monje —. Estáis aquí para mostraros tal como sois, con todas vuestras heridas, y nada hay que ocultar por falso pudor. Diréis mañana cuanto sentís, y yo os contestaré lo que pienso. Que vuestro retiro os sea grato. De nuevo, en silencio, pero con la misma inclinación de cabeza, cruzó rápidamente el cuarto y desapareció. Resultaba todo esto tan inesperado que Monseñor se quedó unos minutos sin moverse de su asiento, presa del asombro. Ni una palabra había pronunciado y, sin embargo, en cierto modo, parecía esto totalmente natural. Había visto que al entrar, el monje lo miraba con ojos tan escudriñadores, que comprendió que aquella era una visita de inspección realizada por una especie de nueva clase de autoridad médica. Probablemente el Padre Jervis ya le había descrito en líneas generales el caso y había entrado entonces, no solo para dar órdenes, sino para comprobar por sí mismo lo que había oído mediante algún raro poder de intuición. Pese a que resultaba ignominioso para él, no le afectó lo más mínimo. Más que nunca se sintió como un niño en las manos de un médico, y como un niño, contento de serlo. Los convencionalismos y corteses halagos del mundo carecían allí de sentido… Dedicó un rato a sus rezos, y luego se puso a explorar aquel terreno. El cuarto que le habían destinado comunicaba con un pasillo y, desde este, una escalera conducía a unos claustros que formaban una galería cubierta de cristales, con salida al jardín. Otra escalera llegaba hasta a una puerta, que evidentemente daba paso para llegar al terrado. Además de la puerta del dormitorio, había otras dos: aquella por donde entró él la primera vez llevaba a una salita con vistas al jardín, amueblada con tal sencillez que solo había en ella una mesa, un sillón y algunos libros; la otra se abría directamente a una galería pequeña que miraba a un lado de un santuario sencillísimo, con altar de piedra, lámpara y tabernáculo con cortinas, todo lo cual parecía formar parte de una capilla perteneciente a alguna iglesia cuyo techo solo a medias era visible. Se arrodilló por unos momentos, y retrocediendo al pasillo, subió la escalera que conducía al terrado. Pensó que desde allí podría formarse mejor una idea del sitio en que se hallaba. El terrado, sobre cuyos ladrillos se abrían las bocas de desagüe para la lluvia, a primera vista parecía completamente cerrado por paredes de la altura de un hombre. Notó luego, sin embargo, que cada pared tenía ciertas ventanillas dispuestas de tal modo que 143

permitían ver cómodamente sin ser visto. Se acercó a una de ellas y contempló el panorama. Hasta donde alcanzaba la vista, se extendían los techos, en su mayor parte planos, de lo que parecía una gran ciudad, solo interrumpidos aquí y allá, y especialmente hacia el horizonte, por altos edificios llenos de ventanas o por tres o cuatro campanarios. Allá en lo hondo, a sus pies, veía un gran patio como de colegio, con un grupo de olmos del color amarillo rojizo que les presta el otoño y elevándose en el centro de un prado. Ni una persona se divisaba por allí. Los terrados, muchos de ellos con altísima baranda, como el que él ocupaba, se extendían a lo lejos, rotas sus filas de cuando en cuando por líneas que parecían indicar calles. Sobre el césped del patio no vio más que un par de gatos. Por todas partes, al ir de una a otra ventanilla, la vista era parecida. En cierta dirección, le pareció reconocer el camino que había seguido la noche anterior para llegar allí, y mirando con mayor atención observó que la ciudad no se había extendido tanto por aquel lado. A más de quinientos metros de distancia, no se divisaban ya terrados, y en vez de ellos surgía la mancha de una gran masa de follaje. Allí fue el único sitio donde alcanzó a ver a un hombre que, vestido de blanco, cruzaba un camino que se perdía serpenteando. Reinaba un extraordinario sosiego en aquella ciudad religiosa. Cierto que algún ruido se oía: un lejano martilleo que cesó de pronto; el golpe de una puerta que se cierra; pasos resonando sobre un pavimento de piedra y que fueron apagándose hasta extinguirse del todo; el maullido de un gato tres o cuatro veces repetido; una campanada que sucesivamente sonaba primero en un sitio, y después en otro, y en otro. Comenzó, al cabo de un rato, a pasear maravillado y tratando de coordinar sus ideas para hacerse cargo de aquella extraordinaria organización, cuyos efectos eran patentes en cuanto le rodeaba. Sin duda era completísima y eficaz. Debía de haber allí innumerables organismos que formaban el conjunto: hospitales, casas de retiro, claustros, oficinas y centros de toda clase, necesarios para la buena marcha de toda aquella formidable labor; y, sin embargo, nada, en realidad, demostraba la existencia de movimiento y menos de ajetreo. En cuanto a soledad, no podía haberla hallado mayor en una ciudad muerta. Y todo esto contribuía a ahondar más en él su impresión de una gran paz recobrada. Tras lo que ya sabía, el silencio estaba lleno de vida para él. Bien debía de haber allí centenares de personas que con solo dar un grito le oirían, y que, en una u otra forma, habían convenido en conservar aquel abrumador silencio, en el cual podía formarse uno clara noción de las cosas y poner en su punto las relaciones existentes entre unas y otras. Y, sin embargo, pensándolo bien, hasta en esto había cierto elemento terrorífico. Allí volvía a surgir, bajo otro disfraz, aquella fuerza que le atemorizaba cuando estaba en Londres; la que calladamente había privado de la vida al Padre Adrian; la que se había propuesto tratar los instintos de rebeldía en la naturaleza humana —como los que se manifestaban en el socialismo— como el dueño de una casa acabaría con una plaga de ratones, drástica e irresistiblemente; la fuerza que movía toda aquella enorme maquinaria religioso-social de la que él formaba también parte. También estaba presente ahí en ese momento la que le había encerrado en aquel breve domicilio de una gran ciudad muda 144

para que pasara en ella tres días; era la que lo mantenía todo bajo el peso de una invisible disciplina; la que le había mirado con aquellos ojos de halcón y hablado con los labios descoloridos del fraile que acababa de darle órdenes aquella mañana… Una vez más empezó su carácter individual a reaparecer, afirmativo, tratando de conjurar el encanto incluso de aquella paz que prometía el alivio de sus penas. Era consciente de una extraordinaria impresión de soledad en su alma, como un aislamiento absoluto allá en lo más hondo de su espíritu. El resto de los hombres parecía diferenciarse de él en haber llegado a una inteligencia respecto de estas materias. Sin duda, el Padre Jervis y el cartujo habían discutido ya su caso: ambos aceptaban, como criterio filosófico admitido ya y evidente, aquella unidad y aquella autoridad universa; ambos le miraban a él, que no podía aceptar tal criterio, como a un enfermo del espíritu, si no como a un verdadero enfermo mental… Le había llevado allí para tratarlo… Pues bien, él se mantendría aferrado a la suya. Y entonces una disposición de ánimo completamente contraria surgió en él: sintió la tentación, según lo calificó él entonces, de desprenderse de toda idea de responsabilidad personal; de aceptar la terrible pretensión de que la autoridad había de gobernar hasta en el corazón de los hombres. Indudablemente que de aquel lado estaban la paz y la tranquilidad. Someterse a aquel Cristo que ostentaba corona y cetro; rechazar para siempre al otro: esto representaría el alivio y la cordura… Por momentos iban aumentando la rapidez y el nerviosismo con que paseaba de un extremo a otro del terrado. Comprendía que en su alma había estallado un conflicto, aunque se presentara confuso, como envuelto en niebla. Comenzó a dudar sobre cuál era el mejor de estos dos caminos: hundir su propia individualidad y rendirse hasta ahogarla, o afirmarla abierta y audazmente, y aceptar las consecuencias. V Despertó a la mañana siguiente, después de una noche en extremo agitada, comprendiendo en seguida que atravesaba un período de crisis. Le parecía que tendría que decidirse pronto en uno u otro sentido. El monje estaría allí otra vez dentro de una hora o menos. Se vistió en igual forma que el día antes y almorzó. Luego, como no llegaba la esperada visita, salió a la tribuna para rezar y prepararse. Diez minutos después se abría silenciosamente la puerta, y el hermano lego que le había servido le saludaba con una reverencia, indicándole que le siguiera. El monje estaba en pie, junto a la chimenea, al entrar él en una habitación. Saludó levemente y se sentaron ambos. —Decidme por qué motivo habéis venido a este sitio, Monseñor.

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Se humedeció los labios el prelado antes de contestar. Sentía de nuevo una extraña emoción, en la que al terror se mezclaba la confianza. Y había algo más en ella: la impresión de la extraordinaria sencillez que allí reinaba. Bien se veía que todo convencionalismo había sido desterrado de aquel lugar. Se le pedía que expresara sus más hondos sentimientos, pero no se atrevía a hacerlo de golpe. —Se… se me recomendó que viniera —dijo—. Creyeron mis amigos que me convenía algo de descanso. Asintió el otro con amable expresión. No le miraba ya fijamente como antes, y esto pareció quitarle un peso de encima al sacerdote. —¿Sí? ¿Y de qué forma? Volvió a dudar el paciente. Empezó una frase y luego otra, quedando, al fin, callado. Entonces levantó el monje la enorme cabeza y volvió a mirarle de hito en hito. —Sed completamente franco, Monseñor. Nada habéis de temer. Vinisteis aquí en demanda de auxilio, ¿no es esto? Pues entonces decídmelo todo claramente. Se levantó de pronto Monseñor. Sentía la necesidad de moverse. Se hallaba agitado, como un hombre que, después de haber vivido entre sombras, pudiera salir de pronto a la luz brillante y saludable del sol. Comenzó a pasear por la habitación. Mientras tanto, el otro seguía callado, pero el inquieto sacerdote notó que sus ojos le observaban, sin perder de vista ni uno de sus movimientos. Reflexionó que era injusto ser observado por aquellos ojos grises, bordeados de negro y cruzados por la línea de unos párpados rectos. De pronto tomó una resolución. —Padre, soy muy desgraciado —dijo. —¿Sí?... Sentaos, Monseñor, hacedme el favor… Obedeció y apoyó la frente en ambas manos. —Sois profundamente desgraciado —repitió el monje—. ¿Y en qué forma se manifiesta esta infelicidad? Levantó la cabeza Monseñor. —Padre —dijo—, ¿tenéis ya noticias?... ¿Conocéis la historia de mi vida?... ¿Sabéis que mi memoria?... —Sí, todo eso lo sé ya. Pero, sin duda, no será eso mismo lo que os hace sentiros tan desgraciado… —No —exclamó el sacerdote con impulso repentino—. No es eso. ¡Ojalá lo fuera! ¡Ojalá perdiese de nuevo la memoria! —¡Calma, por favor! Pero el otro continuó, sin fijarse en lo que le decían: —Es… es el mundo en que vivo… ese mundo brutal… ¡Padre, ayudadme!... Suspiró el monje y se recostó en su asiento, y su movimiento tuvo el efecto de una orden de silencio. Ninguno de los dos habló durante unos momentos. Luego se oyeron estas palabras del monje: —Contádmelo todo sencillamente, desde el principio.

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VI Casi media hora después terminaba Monseñor, se respaldó en la silla, al mismo tiempo rendido y excitado. Todo lo había dicho, hasta más de lo que previamente había pensado. De cuando en cuando, al pararse, le consolaba o animaba el monje con alguna palabra o con su extraña e imperativa mirada. Y así llegó a decir las cosas por entero: su opinión de que no cabía ya escaparse del seno de la cristiandad; de que había dominado el mundo, y de que esto era odioso y tiránico considerado en su esencia misma. Confesó que no era lógico su modo de pensar; que una sociedad completamente cristiana estaba obligada a la propia defensa; que no veía él modo de evitar las consecuencias de lo que por sí mismo había visto, y que, sin embargo, todos sus sentimientos morales se rebelaban contra los argumentos de su inteligencia. El efecto que todo esto le producía era, según dijo, el de hallarse preso entre unas garras que ofendían todo su modo de sentir: algo como si el Universo entero se hubiera conjurado contra él. Porque lo que en todo aquello faltaba, según dijo, era precisamente lo que constituía lo más característico del cristianismo, lo que le imprimía el sello de la divinidad: su celestial paciencia y su disposición al sufrimiento. La cruz, dijo, había sido abandonada por la Iglesia y recogida por el mundo. Continuó un rato en silencio el monje, inmóvil como desde el principio. Monseñor notaba que, aun en medio de su agitación, aquel hombre nunca se movía como no fuera con propósito determinado; que al hablar no hacía el menor gesto; que solo cuando era necesario movía la cabeza o levantaba los ojos. Entonces la voz del monje volvió a sonar monótona y sin mostrar emoción alguna. —Buena parte de lo que habéis expuesto, Monseñor —dijo—, es sencillamente efecto producido por la fatiga nerviosa. Esa fatiga conlleva un excesivo predominio de las facultades emotivas o receptivas sobre el raciocinio. Concedéis que lo lógico no ofrece resquicio por donde combatirlo, y, sin embargo, este hecho no os saca de dudas, como ocurriría si os hallarais en estado normal. —Pero… —Permitidme un momento hasta que haya terminado. Ya sé lo que vais a decir. Es que la base de vuestra protesta no pertenece meramente al orden afectivo, sino más bien al moral. ¿No es eso? Movió Monseñor la cabeza asintiendo. Aquello era precisamente lo que deseaba decir. —De todas maneras, eso no es cierto. Es verdad que vuestro concepto de lo moral parece agraviado; pero la razón de ello estriba en que no poseéis aún todos los datos que son base del conocimiento —recordad que el sentido de lo moral es solo uno de los departamentos de la razón—. Bien, admitís que es lógico que la sociedad se defienda a sí misma; pero os parece que lo que constituye, como decís muy bien, el carácter divino del cristianismo —es decir, su disposición a sufrir antes que a inflingir un sufrimiento— se halla ausente del mundo; que la cruz, como habéis dicho también, ha sido abandonada 147

por la Iglesia. »Ahora bien, si reflexionáis un poco, veréis que es muy natural que las cosas se os aparezcan de tal modo en un mundo que es abrumadoramente cristiano. Es también muy natural que no existan persecuciones contra los cristianos, por ejemplo, desde el momento en que no hay nadie para perseguirlos; y como consecuencia, lo que vos debierais ver es únicamente el derecho que le asiste a la Iglesia para mandar, y no la divina prerrogativa del sufrimiento que va aneja a ella. Pero supongo que si pudierais ver lo contrario de lo que veis; si pudierais observar el conjunto de los razonamientos opuestos, y notar cómo la Iglesia posee aún la capacidad del sufrimiento, y de aceptar el sufrimiento, hasta un punto al que el mundo es incapaz de llegar, entonces imagino que seguramente hubierais ya recobrado la tranquilidad. Suspiró Monseñor profundamente. —Ya me lo figuraba yo… Bueno, y la vida contemplativa, ¿no os convence? ¿No sabéis que solo en Irlanda hay cuatro millones de personas dedicadas por completo a ella? ¿Ignoráis que es tan grande el número de vocaciones en el continente europeo que?... —No —exclamó con dureza el sacerdote—. El sufrimiento voluntario no es lo mismo… Yo… lo que yo estoy deseando ver es a los cristianos sufriendo a manos del mundo. —¿Queréis decir que no estáis muy seguro de que supieran sufrir? —Sí. Sonrió el monje con una sonrisa lenta y brillante, y en su rostro había una expresión de tan serena confianza que su interlocutor se quedó asombrado. —Bien… —dijo. Y repitió al cabo de un rato—: bien. Supongo que hemos puesto el dedo en la llaga de eso que os atormenta. Concedéis que los Estados cristianos tienen derecho a castigar a todos los que atacan los fundamentos mismos de su estabilidad… —No… Yo… —Según vuestra razón, quiero decir, Monseñor. —Sí —afirmó lentamente Monseñor—, según mi razón. —Pero que no estáis persuadido de que la Iglesia sea aún capaz de sufrimiento; que os parece que ha perdido lo que constituye su misma esencia. Si llegarais a ver esto quedaríais ya satisfecho, ¿verdad? —Supongo que sí —contestó el otro dudando. Se levantó bruscamente el monje. —Por hoy hemos hablado bastante —dijo—. Tened la bondad de pasar el resto del día del mismo modo que ayer. No digáis misa. Volveremos a vernos a la misma hora de hoy. VII Transcurría la última mañana que Monseñor debía pasar en Thurles cuando se le ofreció la oportunidad de ver algo del verdadero carácter de aquel lugar. Volvió a entrar en su habitación el hermano lego cuando el terminaba el desayuno, y bruscamente indicó la idea al sacerdote.

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—Con mucho gusto —contestó Monseñor. Es verdad que su estancia allí le había sido beneficiosa de modo tan indefinible que no lo comprendía del todo. Cada mañana había sostenido una conversación, pero ningún argumento determinado que pudiera recordar le había convencido. Verdad que el monje le indicó ya más de una vez que los razonamientos escuetos no bastaban, y que solo podían contribuir a allanar el camino despejándolo de toda falacia. Cierto que el asunto se le había planteado clara y lógicamente. Comprendía ahora que, en el terreno de la razón, no cabía negar que la sociedad cristiana no podía proceder de otro modo que imponiendo silencio a los que la atacaban en sus mismos cimientos, y que esto era asunto completamente distinto de la acusación que los hombres se habían acostumbrado antes a dirigir contra la Iglesia, diciendo que «si no perseguía era porque le faltaba la fuerza para ello». Porque no era en modo alguno la Iglesia la que usaba medidas de represión, sino el Estado, y, como le había indicado el Padre Adrian, eso formaba parte de la esencia misma de todo gobierno civil. Pero esto no era nuevo para él. Más bien, su estancia en Thurles, al calmar su sistema nervioso, le hizo posible elegir los dictados de su razón antes que los impulsos del sentimiento. Esos impulsos continuaban como antes. Aún, en el fondo de su espíritu, veía que el Cristo que él chabía conocido era distinto del que ahora reinaba sobre la Tierra. Pero al fin había logrado tomar una determinación acerca de la cual dudaba antes: se sentía lo bastante restablecido como para volver a su trabajo y dedicarse a lo que parecía el deber que su razón le señalaba, y dispuesto al menos a ignorar sus sentimientos. No era poco, aunque no comprendiera todavía por qué medios lo había conseguido. Un coche le esperaba en el patiecillo al cual llegaron ambos. El monje le hizo seña de que subiera, y se pusieron en marcha. —Este barrio del monasterio —comenzó a decir el monje— ofrece, por entero, el mismo carácter que habéis visto. Se compone de pisos y de habitaciones como la vuestra para un simple retiro, como el vuestro. Cada uno de los Padres empleados en tal clase de trabajo tiene que hacer cada día sus visitas. —Entre todos ¿cuántos monjes hay en Thurles, Padre? —Unos nueve mil. —¿Cómo? —Unos nueve mil. De ellos, seis mil, poco más o menos, están dedicados puramente a la vida contemplativa. Ningún monje se encarga de trabajos de esta clase como no hayan pasado quince años, por lo menos, desde que él profesó. Pero la regla es demasiado complicada para explicarla ahora. —¿A dónde iremos primero?... —No prosigáis, Monseñor —dijo el monje, poniéndole una mano sobre el brazo—. En este momento entramos en el barrio del norte. Aquí es donde se cuidan los casos más serios. 149

—¿Serios? —Sí, aquellos en que existe un quebrantamiento completo de las facultades mentales. El edificio que veis allí es el primero del grupo en que se atiende a los casos más graves de todos, los de verdadera manía. Monseñor se inclinó para mirar. El coche pasaba silenciosamente al lado de una gran plaza, pero nada distinguía el indicado edificio de los demás. Estaba allí como una gran mole de piedra blanca, y sobre él se elevaba un campanario. —¿Ha trabajado usted allí, Padre? —Estuve por espacio de dos años —contestó tranquilamente el monje—. Al principio, la labor resulta penosa ¿Desearíais echar una ojeada?... Monseñor sacudió la cabeza en señal negativa. —Sí, es penoso el trabajo; pero ofrece también grandes consuelos. De cada tres casos, por lo menos dos se curan, y de los mismos pacientes sale un gran número de hombres de vocación religiosa. —¡De vocación religiosa! —Ciertamente. Manía, en la mayoría de los casos, es sinónimo de posesión. De hecho, algunos expertos se muestran inclinados a aceptar que solo en casos excepcionales ocurre lo contrario. Y en otros es, por lo general, una fuerza de voluntad excepcionalmente poderosa que ha perdido su equilibrio y tiene el poder suficiente para desatender los controles normales que ejercen la razón, el sentido común y las emociones humanas. Pues bien: un carácter así es capaz de grandes cosas. Por supuesto que cada caso queda aislado por completo, lo mismo en este departamento que en todos los demás. Parece increíble que menos de cien años atrás, los pacientes de esta clase se amontonaran como rebaños. Por supuesto, el sistema actual consiste en rodearlos de condiciones completamente saludables y cuidadores con un autodominio total. Esto va reconstruyendo poco a poco su constitución física y nerviosa, y no se acude al exorcismo hasta que hay en el paciente las suficientes reservas de fuerza para que al menos en parte pueda cooperar. Monseñor no decía una palabra. Se sentía otra vez desconcertado ante la abrumadora sencillez y el sentido común de todo aquello. —Os conduzco —dijo en ese momento el monje—, al barrio central, al monasterio propiamente dicho. Allí es donde vive el núcleo principal de los monjes. La iglesia es notable. Es la tercera iglesia monástica más grande del mundo… Ahora, precisamente, entramos en el barrio —añadió. Se asomó de nuevo Monseñor, porque empezaba ya a oscurecer, en el momento oportuno para ver cómo se balanceaban las grandes puertas de la verja, como si se prepararan para juntarse nuevamente en cuanto el coche hubiera pasado. Duraba aún el crepúsculo mientras el vehículo aceleraba y notó que pasaban, con aquella misma rapidez silenciosa de la llegada, por una especie de túnel alumbrado por luz artificial. Luego volvió a invadirlo todo la luz del día y el coche se paró. —Aquí hay que ir a pie —dijo el monje, abriendo la portezuela. 150

Se apeó después de él el sacerdote, maravillado aún, y le siguió a través de una pequeña puerta desde donde más o menos pudo hacerse una idea de la disposición de los edificios. Estaba en el extremo de un enorme patio, tal vez de quinientos metros de diámetro. Cubierto de césped, lo cruzaban en todas direcciones caminos empedrados. Pero lo que él miraba principalmente era una iglesia como jamás había visto otra semejante. Evidentemente, lo que él tenía delante era el ábside; el otro extremo seguía hasta perderse entre los altos muros que rodeaban el patio, perforados aquí y allí por pequeñas puertas. La iglesia medía, tal vez, sesenta metros de altura. De uno a otro extremo formaba una línea recta, solo rota por una alta y severa torre en el punto donde se juntaba con la pared del patio; y extendiéndose alrededor, sobresaliendo como una plataforma constituida por un larguísimo bloque, se alzaba una edificación baja, destinada evidentemente a contener las capillas. El conjunto era de piedra blanca, lisa, sin adornos de ninguna clase. Unas estrechas y altísimas ventajas ojivales que iluminaban la iglesia por encima de la hilera de capillas, partían de la altura de unos doce metros sobre el nivel del suelo hasta rozar casi el techo. La impresión que todo ello producía era de imponente severidad y belleza. Tenía la belleza de una gran montaña desnuda o de un iceberg. Era elegante, pero fuerte como el hierro; era frío, y aún así, evidentemente lleno de vida. —Sí —dijo el monje mientras cruzaban el cercado—, produce gran impresión, ¿verdad? Es exactamente lo que debe ser una iglesia monástica. Podría contener hasta diez mil monjes, si fuera necesario. Pero ya la veréis después por dentro. El patio en que nos hallamos ahora está rodeado de claustros. Hay en ellos nueve mil celdas, de las cuales unas cincuenta están ahora desocupadas. Como ya sabéis, cada celda viene a ser por sí sola una casita, con tres o cuatro habitaciones y un jardín. Así se comprende que necesitemos mucho espacio. Los cementerios están más allá de los claustros. Ya estáis enterado de que nosotros enterramos en la tierra, sin ataúd. Era como la realización de un sueño, pensó el sacerdote mientras su guía lo iba conduciendo, hablándole pausadamente. Algo de ello sabía por el libro que le prestó el Padre Jervis; pero su significado permanecía antes oscuro para él. Ahora comenzaba a verlo claro, y una especie de inexplicable terror invadió su espíritu. Pero cuando cinco minutos después pisó la alta galería occidental de la iglesia, y vio que aquella enorme construcción se extendía hasta una distancia que parecía superior a todo cálculo, para terminar en un grupo de estrechos y claros ventanales, cada uno parecido a la brillante hoja de una espada, allá sobre el blanco pavimento frente al altar; cuando vio las filas de sitiales en sucesión interminable, formando un conjunto de diez mil, una tercera parte de ellos en el coro de los hermanos legos, y las otras dos partes en el trascoro; cuando imaginó el efecto que debía de producir el ver a aquella congregación de espíritus escogidos invadiendo la iglesia, cada uno llevando en la mano su linterna y surgiendo todos de las innumerables puertas situadas al extremo de los estrechos pasillos que conducían a las filas de asientos; cuando se imaginó el estruendo del reposado canto llano de los cartujos… cuando con sus propios ojos vio todo aquello, de pie en silencio junto al silencioso monje, y comenzó poco a poco a comprender lo que todo eso 151

significaba, y cómo debía ser este mundo en que tales cosas ocurrían y se aceptaban… un mundo en que los dedicados a la vida contemplativa se veían al fin honrados como si fueran los reyes de la Tierra, y ellos, a su vez, dirigían y aliviaban la vida de aquellos a quienes el mundo había desesperado; cuando su imaginación levantó aún más el vuelo al recordar que aquél no era más que uno de los innumerables establecimientos de tal clase… a medida que fue comprendiendo todo esto, y lo que significaba con respecto a la civilización en medio de la cual vivía, su terror fue desapareciendo, para ser reemplazado por cierto temor respetuoso y por una especie de exaltación, como Roma, Lourdes y Londres no habían logrado infundirle… VIII —¡Bueno! Y ¿qué me decís? —preguntó a Monseñor el Padre Jervis, al encontrarse ambos aquella noche en la plataforma de la nave aérea que esperaban. Le miró el prelado y contestó: —Que me alegro de haber venido. No, ni aún ahora está todo bien, pero volveré a intentarlo. Asintió el otro, sonriendo aún. —¿Quién es el Padre que me ha cuidado? —añadió Monseñor—. Me dijo que había hablado con usted. —Se le considera como a uno de los más hábiles que poseen ellos. Yo pedí que lo escogieran, con preferencia a otro. Casi siempre acierta. ¿Os ha producido buena impresión? —Sí… pero no ha hecho nada de particular. —Pues ahí está todo, precisamente — repuso sonriendo el cura. Y como sonaba la campana, añadió luego tras una pausa—: ¿Os halláis de nuevo dispuesto para el trabajo? ¿Sabéis qué os toca hacer ahora? Monseñor asintió con leve inclinación de la cabeza. —¿Quiere usted decir el establecimiento de la Iglesia?... Sí, estoy preparado.

CAPÍTULO V I El proyecto había estado en el aire casi dos años, según supo Monseñor por sus documentos, y desde hacía uno o dos meses había cobrado mayor importancia que nunca. Pero él no se había dado cuenta de que estaba tan cerca. Fue a finales de octubre cuando el Cardenal lo mandó llamar para comunicarle dos hechos importantes. El primero era que el Gobierno de Su Majestad se proponía nombrar una comisión para estudiar nuevamente el establecimiento del catolicismo como la religión del Estado en Inglaterra; y el segundo, que hacía ya ocho meses que se habían 152

entablado negociaciones secretas entre China, Japón, el Imperio persa y Rusia, para el reconocimiento formal del Papa como árbitro del Oriente. —Ambos asuntos —añadió el Cardenal—, deben conservarse absolutamente sub sigillo mientras no llegue la noticia a vuestros oídos por otro conducto. Y excuso deciros, Monseñor, que los dos son de influencia recíproca poderosísima. —Perdonad, pero ¿cómo habéis dicho? —Pensadlo bien —contestó el Cardenal, que le indicó amablemente con un ademán que podía retirarse. Desde aquel día, el trabajo aumentó de semana en semana, hasta llegar a ser enorme. Tuvo que asistir a entrevistas, en las cuales no entendió más que la mitad de las alusiones; y, sin embargo, con aquella extraordinaria habilidad que el Cardenal y sus propios amigos alababan en él, nunca mostró la menor señal de ignorancia. Constantemente llegaban a sus manos documentos que le revelaban los minuciosos preparativos realizados ya por las autoridades del Estado; y a cada paso se sometían a su examen nuevos puntos de difícil resolución relativos a la disciplina, cuya trascendencia él solo podía adivinar. Le parecía curiosísimo que se concediera tanta importancia a lo que entonces no era ya casi más que cuestión de nombre, desde que por la restauración de las propiedades de la Iglesia, el reconocimiento de los tribunales eclesiásticos y otros mil pormenores, además del afecto del pueblo, la Iglesia representaba ya el poder supremo. Así se lo explicó un día, algo a la ligera, al Padre Jervis. —Al público lo afectan más las formas que los principios —le contestó sonriendo el cura—. Ha aceptado ya estos, pero a última hora podría ser que le asustaran las formas. —Pero ¿quiere usted decir que sería posible que si se presentara un proyecto de ley no fuera, al fin, aprobado? —¡Vaya si sería posible! Y, si no, ¿qué motivo hubiéramos tenido para no nombrar la Comisión correspondiente? No han sido aún vencidos los socialistas. Pero no es probable que aquello ocurra, porque de lo contrario no se hubiera hablado de presentar el proyecto. El prelado no contestó a esto. II Hasta algunos días antes de Navidad, no se envió a buscar al Cardenal. A principios de mes había sido nombrada la Comisión en la Cámara, por inmensa mayoría de votos. La proposición fue presentada repentinamente por el Gobierno, y con actividad y procedimientos sumarísimos que extrañaron mucho al hombre que había perdido la 153

memoria y en quien aún persistía la curiosa influencia de tiempos pasados, la Comisión despachó en tres semanas una exorbitante cantidad de trabajo. Era imposible saber hasta qué punto estaban adelantadas las negociaciones; pero aún al mismo Cardenal le causó la mayor sorpresa el ser invitado para asistir a las sesiones de la Comisión. Inmediatamente mandó a buscar a Monseñor. —Vos me haréis el favor de ayudarme, Monseñor —le dijo a este—. He de asistir yo solo, pero quisiera teneros cerca. Presa de las más encontradas emociones se halló Monseñor, uno o dos días después, paseando por un corredor de la Cámara de los Diputados. Llegó allí junto con el Cardenal, subió detrás de él la ancha escalera, y le siguió hasta la sala en que celebraba sus sesiones la Comisión. Se vio, al entrar, ante una larga mesa, y notó, no sin un estremecimiento singular, que cuantas personas había allí —desde el anciano de pelo canoso y pálido rostro que se sentaba a la cabecera, hasta el joven completamente afeitado y de inteligente mirada que ocupaba el sillón más cercano a la puerta— se levantaban en cuanto entraron los dos eclesiásticos. La mesa estaba cubierta de papeles. Se veía un sillón vacío a un extremo de aquella, un sillón tapizado de rojo, de madera dorada. Se sentó el Cardenal. Le imitaron los demás, en silencio todos. Monseñor colocó una caja frente a su superior, la abrió, y sacando de ella libros, los puso en orden y se marchó… Aun entonces, a pesar de todo lo que había aprendido ya y de la constante contemplación de los hechos que iban presentándosele, le pareció, como antes le ocurriera en diversas ocasiones desde que perdió la memoria, que la vida no era tan real como parecía. Allá en lo que constituía la raíz de todas sus ideas, quedaba la de que Inglaterra y el catolicismo eran dos cosas irreconciliables: que el predominio de una, significaba la desaparición de la otra. Cierto que en contra de él estaba la historia. Por espacio de más de mil años, la Iglesia y el Estado habían sido en Inglaterra como dos asociados. No hacía más que cuatrocientos años (y estos eran de confusión y de gradual eliminación del elemento sobrenatural) que ambos socios se mostraban en desavenencia. ¿No resultaba por lo tanto, históricamente cierto que si lo sobrenatural volvía a ser reconocido en toda su fuerza, había de brotar también de nuevo una estrecha asociación entre el Estado, que necesitaba una autoridad divina en que apoyar la suya, y la única institución que no sentía el miedo de defender lo sobrenatural y de aceptarlo con todas sus consecuencias? La teología estaba también en contra de él; porque si algo había que ella enseñara de modo explícito, era que el alma resultaba ser naturalmente cristiana, y como consecuencia, imperfecta sin la plena Revelación cristiana. Y, sin embargo, al pasear por el corredor, una preocupación embargaba su espíritu. El 154

propuesto establecimiento de la Iglesia realizado por el Estado le parecía impropio de ambos: de la Iglesia, porque aún seguía él con tendencia a pensar que, por su esencia, debía ella estar en guerra con el mundo; del Estado, porque también se sentía inclinado a creer que lo característico era que se mantuviese en guerra con la religión. A pesar de cuanto había visto, no llegaba aún a comprender que tanto la experiencia como el entendimiento proclamaban esta verdad: que es función propia de la Iglesia la de ser guía del mundo, y que correspondía a la más alta sabiduría humana el organizarse tomando por base lo sobrenatural. Siguió paseando en silencio. En un extremo del largo corredor, dos secretarios estaban sentados en un canapé hablando en voz baja; en el otro extremo vio a algunas personas que pasaban precipitadamente, atendiendo a sus negocios. De cuando en cuando, se abría alguna puerta y salía alguien, que, a veces, saludaba a algún conocido. Pero toda su atención se concentraba, entretanto, en otra puerta, la que llevaba el número XI, tras la cual se desarrollaba calladamente el importante asunto que le había llevado allí. El edificio entero parecía un templo del silencio. La gruesa alfombra que cubría el suelo; las puertas que se movían sin ruido; el admirable sistema por el cual se regía aquel lugar: todo contribuía a darle un aspecto de gran solemnidad. Varias veces trató de recordarse a sí mismo que allí era donde se preparaban los hechos de la Historia, y que él asistía entonces a uno de ellos; pero fue inútil. Con repetido esfuerzo traía a su mente las ideas; pero toda su atención se desviaba hacia un detalle u otro: desde imaginar a su jefe sentado en la Cámara de los Lores, a cómo era el tejido de la alfombra que en aquel momento pisaba, al leve susurro de uno de aquellos dos secretarios, a qué forma se daría a las preces con que había de abrirse la primera sesión que celebrara aquel Parlamento de Inglaterra, el primero manifiestamente católico desde un período de más de cuatrocientos años. Después refrenó un poco el vuelo de la imaginación; se objetó él mismo que bien dice el antiguo refrán que «de la mano a la boca se pierde la sopa», y que «donde menos se piensa salta la liebre»; y entonces reflexionó sobre el hecho de que, como había dicho el Padre Jervis, no estaba aún vencido el socialismo, según habían demostrado los recientes acontecimientos en Alemania… Al dar la vuelta al corredor, más allá de los dos secretarios, sucedió un interesante incidente. Se abrió de pronto una puerta y dio paso a un hombre que se dirigió precipitadamente hacia él. En seguida se descubrió y le sonrió. —Perdonad, Monseñor. Me… me imagino qué os trae aquí. Sonrió también Monseñor, aunque un poco turbado. Había reconocido en aquel hombre al jefe socialista que le visitó pocos meses antes.

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—Sí, y temo que no merece su aprobación. El señor Hardy hizo un leve e indulgente ademán, conservando aún el sombrero en la mano. —¡Oh! Yo creo siempre en el poder de las mayorías, —dijo—. Y no hay duda de que la mayoría está de vuestro lado. Pero… —¿Qué? —Que espero que os mostraréis misericordiosos. Ya sabéis que esto manda vuestro Evangelio. —¿Cree usted que contamos con la mayoría? —¡Oh! Indudablemente. El voto femenino lo ha allanado todo. Ya sabe, las mujeres son siempre clericales. Monseñor sintió el flechazo, pero respondió amablemente: —Así, ahora tendrá usted que refugiarse en Alemania. Cambió un poco el rostro del otro, que bajó algo los párpados. —Esto es precisamente lo que voy a hacer, Monseñor. Pero me parece que hay allí alguien que os llama. Se volvió el prelado. Desde la puerta que llevaba el número XI, una mano le hacía señas para que se acercara, y tras ella se veía un rostro algo agitado. —Con permiso de usted —dijo Monseñor marchándose precipitadamente. —He creído que os gustaría oír el final —le explicó en voz baja el que lo había llamado —. El Cardenal está hablando en este momento. En la sala donde se hallaba reunida la Comisión reinaba una quietud sorprendente, según notó el prelado al entrar después de su acompañante y quedarse en pie. Solo una voz se oía y, mientras la escuchaba, pudo observar algunas de aquellas caras, vueltas todas en dirección al sitio que él ocupaba. A la izquierda, reconoció al señor Manners. Todos estaban sentados, inmóviles, escuchando con la mayor atención, unos inclinados hacia delante, otros hacia atrás, y sin acordarse para nada del montón de papeles esparcidos sobre la mesa. Dos aparatos grabadores ocupaban el centro de la misma. Entonces empezó a captar las palabras… —Entiendo señores —dijo la voz que sonaba tras el respaldo del alto sillón—, que ya no es preciso que moleste mucho más vuestra atención. Hemos discutido ampliamente, y espero que de modo que satisfaga vuestros deseos, los puntos especiales que demandaban cierto esclarecimiento. Creo que mis respuestas habrán dejado fuera de duda las únicas condiciones bajo las cuales puede la Iglesia aceptar los términos de la proposición. »Deseo que se exponga con toda claridad al Parlamento que la Iglesia ha de gozar del mando supremo dentro de lo que es de su jurisdicción. Deben serle reconocidos derechos absolutos e indiscutibles en lo que a sus doctrinas o a su disciplina se refiere, porque ahí está la raíz misma de su única aspiración. En lo concerniente a toda legislación que, a su modo de ver, afecte a los eternos principios de moralidad (por ejemplo, en cosas como la ley del matrimonio), debe ser respetada su autoridad suprema, del mismo modo que en 156

todos los demás asuntos de similar naturaleza, acerca de los cuales me habéis preguntado. »Pero, por otro lado, reconoce la Iglesia, y reconocerá siempre, el derecho que todo pueblo libre posee de gobernarse a sí mismo, y no solo lo reconoce, sino que lo apoyará en todas las ocasiones y con todas las fuerzas de que disponga. Me habéis oído ya confesar que, en determinados y poco numerosos casos que la Historia ofrece, los eclesiásticos han intervenido indebidamente en lo que no era de su incumbencia, es decir, han intervenido no como ciudadanos (porque este derecho lo comparten con los demás), sino en nombre de la Religión. Ahora bien: esto, señores, es sencillamente algo que pertenece ya al pasado. Si los hombres de gobierno seglares han aprendido con las lecciones de la experiencia, no otra cosa les ha ocurrido a los eclesiásticos que ejercen autoridad… Ya me habéis oído invitaros a investigar la Historia de los últimos cien años, y he contestado también a algunos cargos…, espero que a vuestra entera satisfacción. (Sonó aquí un murmullo de aprobación en el auditorio.) »En materias seglares, pues, la Iglesia estará por completo del lado de la libertad. Las autoridades eclesiásticas, por ejemplo, serían las primeras en recibir con gusto la derogación de las leyes relativas a la herejía; pero por otro lado, nosotros reconocemos en absoluto el derecho que a un Estado seglar asiste para defenderse, hasta por medio de la pena de muerte, de los que amenazan la existencia de aquellas cosas sancionadas que son las bases en que descansa todo Estado seglar. Nosotros, repito, reconocemos este derecho; pero esto no quiere decir que no estén en mayoría los eclesiásticos que sostienen la opinión de que este modo de gobernar sea, para no decirlo más duramente, deplorable y no muy cristiano. »Sea de ello lo que fuere, ya antes de ahora he dicho todo esto en público, y aquí, en privado, contestando a vuestras preguntas; y creo que, de todas maneras, por lo que a mí personalmente se refiere, no podrá llamarse a engaño la nación si acepta el cambio propuesto. »¿Veis, señores? El ensayo que terminó hace cincuenta años, aquel ensayo de religión estatuida bajo la base de absoluta dependencia del Estado, y que en su día se llamó protestantismo, fracasó, y fracasó del modo más lamentable, a despecho de cuantas nobles vidas se habían dedicado a trabajar en tal empresa. Porque la esencia de una religión sobrenatural es el dominio supremo dentro de su propia jurisdicción, y ya en su mismo nombre va involucrado este concepto; por lo que todo conato de ataque contra este punto capital, lleva ya en sí una negación del principio. Durante cierto tiempo no se creyó esto así. Miraban los hombres a la Iglesia cristiana, o mejor dicho, lo que ellos tomaron por tal, solo en su aspecto terrenal, como una organización comparable a un Estado. Al parecer no comprendían que la religión debe siempre tener base más ancha que cualquiera de las instituciones seculares, desde el momento en que su objetivo está lo mismo en la eternidad que en el tiempo, mientras que el Estado, manifiestamente, trata solo de las cosas temporales. La consecuencia de aquello era, o bien que resultara un conflicto siempre que los elementos sobrenaturales chocaban con lo natural, o bien que la religión sirviera solo como instrumento, perdiendo en consecuencia su prestigio al propio 157

tiempo que el carácter sobrenatural. Decir Iglesia nacional es, pues, juntar dos palabras que se contradicen, desde el momento en que con ellas se afirma que aquello que es por propia naturaleza más vasto que este mundo, debe, sin embargo, circunscribirse, no solo a los límites del mundo mismo, sino hasta a lo que no es más que una parte de él… Pero no hay necesidad de que insista acerca de este punto. Ya lo habíais comprendido, señores, aun antes de que tuvierais la bondad de pedirme que informara ante la Comisión. He considerado, sin embargo, que era para mí un deber afirmarlo una vez más y señalarlo a vuestra atención antes de que las cosas sigan su curso natural. »La Iglesia, pues, se da por satisfecha con continuar siendo lo que siempre ha sido en este país durante los cuatro siglos últimos: una sociedad libre que gobierna la conciencia de sus hijos; o bien acepta con igual satisfacción el alcanzar, exterior y oficialmente, aquella situación que siempre ha reclamado, al menos de modo tácito, reasumiendo su dignidad civil y sus civiles responsabilidades. Pero con lo que no puede avenirse es con la renuncia, por su parte, de ninguno de aquellos derechos divinos que le concedió su Fundador, ni aun a cambio de los mayores privilegios, y todavía menos puede avenirse de buen grado a que tales privilegios le sean concedidos bajo falsos pretextos…» De nuevo se oyó un murmullo aprobatorio, y tres o cuatro de los oyentes lo aprovecharon para cambiar un poco de postura. Monseñor sintió de pronto, una vez más y con la mayor viveza, aquella doble impresión de irrealidad, por un lado, y de intensidad dramática, por otro, que con tanta frecuencia había experimentado en ciertos momentos críticos. Le parecía estupendo, pero al propio tiempo increíblemente simple, que tales aspiraciones se defendieran en semejantes términos y en aquellas circunstancias. Resultaba para él asombroso que se dijeran tales cosas, pero más aún que fuera preciso decirlas, porque, después de todo, ¿no eran ellas los mismísimos elementos componentes de las relaciones civiles y religiosas?... Había también algo en la voz del invisible orador que le llegaba al alma. El tono era completamente tranquilo, no lo acompañaban gestos, y el rostro del que hablaba permanecía oculto. Y, sin embargo en medio de aquella reposada fluidez, señal cierta de seguridad absoluta, dominaba un carácter como de alegato, cuyos efectos eran casi hipnóticos. Ya antes había notado frecuentemente esto, como típico en el Cardenal, y la primera vez que le llamó la atención fue cuando, por vez primera también, al menos que él recordara, se halló ante su presencia, aún vacilante bajo la impresión del decaimiento mental que había sufrido y del cual estaba convaleciente. Pero nunca logró apreciar aquella poderosa personalidad tan claramente como entonces. No era orador el Cardenal en el sentido ordinario de la palabra: su estilo no era altisonante, ni patético o dramático; pero su absoluta serenidad, y sus amplias, agradables e incisivas frases, que parecían rodar suavemente sobre un mar en calma, impresionaban más de lo que hubiera podido hacerlo cualquier arrebato… Le parecía en aquellos momentos la verdadera encarnación de aquel espíritu de la Iglesia a un tiempo le atraía y repelía, y que se notaba en medio de su carácter sereno, suave, razonable, pero dotado de fuerza irresistible. Entonces, en tono algo más alto, y como pesando aún con mayor cuidado lo que decía, continuó la voz: 158

—Breves palabras debo añadir ahora, señores, para terminar. Dije hace un momento que la Iglesia se daría por satisfecha con seguir como ha estado recientemente en este país, es decir, mientras continuara disfrutando de la libertad que Inglaterra le concede. Y tal vez como principal ministro suyo en la nación, no habría necesidad de añadir nada más. Pero, señores, soy inglés ademas de católico, y amo a Inglaterra solo un poco menos de lo que amo a la Iglesia. Lo digo francamente: la amo menos que a esta última. Ningún hombre de principios religiosos podría hablar de otro modo. Con toda claridad os digo que si tuviera que escoger entre el César y Dios, entre el Rey y el Papa, me lanzaría decididamente del lado de Cristo y de su Vicario en la Tierra… Monseñor respiró aquí con fuerza. Le parecía que no podría hablar más claro, y esperaba que estallara entonces un murmullo de desaprobación. Observó rápidamente los rostros pero no notó en ellos el menor cambio, como no fuera la repentina sonrisa de complacencia en el de uno de los miembros más jóvenes de la comisión. —Pero amo a Inglaterra —continuó la voz—, apasionada, fervorosamente. Y a despecho de lo que acabo de decir, añadiré, como inglés que soy, que la única cosa que yo deseo para mi país es que apruebe el proyecto que ha sido hoy, señores, la causa de que os reunierais aquí. Un nuevo murmullo de aprobación, rápidamente cortado, acogió estas palabras. —Habéis tenido la bondad de pedirme este modesto discurso, y no quiero que se convierta en sermón; pero no he de terminar sin decir que aunque la historia de Inglaterra sea magnífica en no pocas ocasiones, existe un borrón que mancha una de sus páginas, y es su ruptura con el Vicario de Cristo, por quien reinan todos los reyes. Al fin nos habéis hecho justicia vosotros, devolviéndonos aquellos bienes que vuestros antepasados dedicaron al servicio de Dios. Pero algo queda aún por hacer, formal y deliberadamente: la devolución de un reino a Aquel que es Rey de reyes. Yo sé que esto ha de realizarse algún día. Individualmente, los ingleses han vuelto ya a él; pero a un crimen colectivo no corresponde más que una reparación colectiva, y esta reparación es la que ha tardado ya demasiado. Anciano soy, señores, y sin duda por esto os he molestado tanto tiempo con mi verbosidad; pero lo que en mis rezos he pedido en los treinta últimos años, es que esa reparación colectiva se llevara a cabo durante los días de mi vida. Tembló aquí de pronto la voz. En seguida, el oyente vio que, empujando hacia atrás el sillón, se erguía la figura cubierta de rojo solideo, bajo el cual se ocultaba parte del blanco cabello. Casi al mismo tiempo se pusieron en pie todos los asistentes. —He terminado, señores. Hubo un momento de silencio y estalló el aplauso. No era extremadamente ruidoso, porque apenas si en la sala habría dos docenas de personas; pero impresionaban aquella especie de seco y sostenido tableteo y aquel rumor de voces. El Cardenal impuso silencio con un gesto. —Dos palabras señores… Nada he dicho acerca de la oposición que pueda hacerse al proyecto, y acaso hubiera sido conveniente no cometer esta omisión. Pero solo os diré ahora esto, y considérese como un aviso: no creo que el proyecto que se discute haya de llegar a ser ley, precisamente, de un modo pacífico. Soy consciente de los peligros que 159

nos amenazan: tal vez los conozco mejor que ninguna de las personas que me oyen. Y, sin embargo, a pesar de todo, no soy partidario del menor aplazamiento. Se volvió de pronto, y con aquel paso rápido y suave que Monseñor conocía, llegó a la puerta casi antes de que este pudiera abrirla y colocarse a su lado. No quedaba ya tiempo para que ninguno más de los presentes hiciera uso de la palabra. Apenas había empezado a moverse el coche, cuando Monseñor se volvió hacia su jefe para hablarle. —Eminencia —dijo—, ¿qué significaba lo de los peligros a que aludisteis? No lo entendí. El rostro delgado del Cardenal aparecía algo pálido al volverse para contestar. —Ya os lo explicaré —dijo aquél—, en cuanto el proyecto se haya convertido en ley.

CAPÍTULO VI I Extraordinaria fue la escena en que tuvo que tomar parte Monseñor seis semanas después: extraordinaria por la inmensa quietud que la rodeaba y por la enorme importancia que se concedía a su esperado desenlace. Habían ido el Cardenal y él a pasar tres o cuatro días en la casa de lord Southminster, situada en la costa de Kent, para aguardar allí las noticias finales, ya que se deseaba evitar la posibilidad de cualquier entusiasmo peligroso la noche de la votación en la Cámara de los Diputados, y se creyó que la ausencia del Cardenal podía ser útil para prevenir toda manifestación extraordinaria frente a Westminster. Debía regresar a Londres a la mañana siguiente de la aprobación del proyecto, en caso de realizarse esto. He aquí la situación: en cuanto se anunció dicho proyecto, surgió la más inesperada oposición. Sabían todos perfectamente que esta oposición era artificial casi por completo; pero estaba tan bien tramada que existían grandes dudas acerca de su influencia en la votación de la Cámara baja. La alta se mostraba casi unánimemente favorable al proyecto en cuestión, y ya se habían producido una o dos manifestaciones desagradables frente a ella. La oposición era ficticia, es decir, que sus manejos estaban organizados como si se tratara de producir con comparsas la ilusión de un gran ejército, y los opositores eran en su mayor parte alemanes; pero tan numerosa resultaba la multitud y tan sincero, a pesar de todo, el sentimiento que la movía, que ya se habían notado síntomas de vacilación hasta en varios de los más importantes ministros de la Corona. Además, dos veces, al aparecer en público el Rey, conocido como uno de los más fervientes partidarios del proyecto, se habían producido entre el pueblo importantes disturbios. Claro es que de todo esto se enteraron las autoridades eclesiásticas por modo mucho más violento de lo que el público podía sospechar. Hubo cartas amenazadoras; más de una vez se amotinó el populacho en actitud hostil al pasar el coche del Cardenal, y algunos 160

sacerdotes conocidos habían sido insultados en las calles. Se celebraron reuniones y consultas de todas clases, y llegó un momento en que pareció ya que solo el Cardenal y el Primer Ministro se mantenían firmes en su resolución… No era que ninguna de las personas verdaderamente responsables pensara abandonar el proyecto; pero ya casi se había formado un partido que optaba por el aplazamiento, en la esperanza de que una vez disuelto el grupo de la oposición había de ser difícil organizarlo de nuevo. Sostenían, por el contrario, los más decididos que, precisamente por la gravedad que la marcha de las cosas ofrecía en Alemania desde la conversión del Emperador, era aquél el momento más oportuno para el avance por parte de Inglaterra; que toda vacilación manifestada entonces sería considerada como un signo de debilidad, y que la causa de los socialistas ganaría muchísimo con ello. Tres o cuatro podían ser los resultados que se derivaran de la resolución del Gobierno respecto al mantenimiento del proyecto y de una segunda lectura del mismo aquella noche. En primer lugar, podía ocurrir que quedara triunfante si los directores lograban inspirar a los dirigidos completa confianza. En segundo, cabía que fuera rechazado, si iba propagándose el pánico, porque con la nueva organización parlamentaria que había sustituido desde hacía cincuenta años al antiguo Gobierno por partidos, era ya imposible predecir con toda seguridad en qué sentido votarían a última hora los miembros del Parlamento. En tercer lugar, bien podría ser aprobado el proyecto con solo una insignificante mayoría, y en tal caso era indudable que a ello seguiría un largo aplazamiento hasta que la Cámara alta hallara la coyuntura oportuna para someterlo a la aprobación del Rey. En cuarto lugar… cualquier otra cosa podía suceder en cuarto lugar, si la multitud reunida en la plaza del Parlamento, y que iba aumentando de hora en hora, se empeñaba en mostrarse decididamente hostil… La residencia de lord Southminster no necesita ser descrita. Aún hoy día constituye, probablemente, uno de los más conocidos lugares de Inglaterra. No hay guía que no dedique cuando menos tres o cuatro páginas a hablar del castillo, y unos cuantos renglones al histórico pueblecillo costero situado a sus pies, del cual tomó su nombre el marquesado. En el reducido comedor inmediato al vestíbulo del castillo, se hallaba aquella noche el hombre que había perdido la memoria. Le acompañaban media docena de hombres y dos señoras. Era una salita de forma octogonal construida en una de las torres que miraban al mar, decorada con plafones pintados y amueblada con suma sencillez. A un lado, una puerta comunicaba con tres salitas más, que se usaban cuando era escaso el número de comensales; en la parte posterior, un pasillo conducía al viejo vestíbulo; en otro lado, estaba la puerta utilizada por la servidumbre. Lord Southminster era aún joven y se conservaba soltero. Su abuelo se convirtió al catolicismo durante el reinado de Eduardo VII, y la casa entera había vuelto a sentir la influencia de la antigua religión bajo la cual tuvo su origen, como la cosa más natural, 161

más fácil y más grata. Su actual propietario era uno de los políticos en quien se fundaban grandes esperanzas y que con más decidido empeño trabajaba en favor de la aprobación del proyecto, habiéndose formado una reputación por sus discursos en la Cámara alta. Le había visto ya varias veces Monseñor, y le gustaba mucho la compañía de aquel joven rubio, completamente afeitado, tan fervientemente adicto a la causa católica. Se produjo un pequeño silencio, después de ausentarse lady Southminster y su hermana, y no dejaba de ser curioso el observar cuán poco se había hablado durante la comida sobre el acontecimiento que se desarrollaba entonces en Londres. Desde el comienzo de aquella, media docena de veces había entrado ya, sin decir palabra, un hombre vestido con la toga negra de los secretarios, el cual presentaba al Marqués una tira de papel impresa y desaparecía luego, siendo sorprendente el ver cómo la conversación cesaba al instante, al pasar de mano en mano el papel para ser leído. No resultaban aquellas noticias muy halagadoras. La primera había sido mandada desde Londres a las 8.13 y ellos ya la habían leído antes de que el reloj señalara las ocho y cuarto. Decía así: Después de la comida han ido llegando los miembros del Parlamento. Hazelton ha sido insultado por la multitud en la plaza.

En la segunda, enviada diez minutos después, se leía: Se dice que están a la vista cuatro grandes naves aéreas de la línea procedente de Alemania. La policía tiene preparado el cordón de vigilancia formado por sus aeronaves.

Y en la tercera: Según se nos comunica, la multitud ha tomado la dirección de Hampstead. El Primer Ministro ha comenzado su discurso. En la Cámara, lleno completo.

Las demás noticias contenían extractos del discurso y añadían que iba haciéndose cada vez más difícil oír algo en la Cámara a consecuencia del vocerío que llegaba del exterior. Veinte minutos más transcurrieron sin que llegara ninguna noticia. Miró Monseñor hacia el reloj antiguo colocado sobre la chimenea de madera tallada, y después, al dueño de la casa. Su mirada se cruzó con la de este. —Son las nueve y veinticinco minutos —dijo Lord Southminster. El Cardenal miró también al reloj. No había pronunciado una palabra desde hacía algunos minutos, pero, por lo demás, no daba muestras de perder la serenidad. —¿Y la última noticia llegó a las nueve? —preguntó. El otro inclinó la cabeza afirmando. —¿A qué hora se esperaba la votación? —No antes de medianoche. En cuanto haya terminado, se dispararán tres cañonazos, como ya he tenido el gusto de indicar, Eminencia. Lo sabremos aun antes de que mi 162

secretario tenga tiempo de cruzar el vestíbulo. Y de nuevo quedaron todos callados. Allá fuera, la noche era tranquila. El pueblo, destacándose sobre la playa, se extendía a poco más de treinta metros de las ventanas, y no se oía otro ruido que el de las olas al estrellarse contra la arena. No era de temer en aquel lugar la excesiva aglomeración de casas, pues estaba garantizado lo contrario, y hasta la estación se hallaba a bastante más de medio kilómetro de distancia, tierra adentro. Monseñor volvió a mirar a los que estaban sentados cerca de él. Enfrente se hallaba lord Southminster, vestido con el usual y serio traje de visita propio de los de su clase, y llevando, según era costumbre, su divisa dorada, que lucía como una estrella sobre el lado izquierdo del pecho. En su rostro no podía adivinarse más que gran expectación: ni parecía excitado, ni siquiera preocupado. A su derecha, se sentaba el Cardenal, vestido de rojo. Sonreía gravemente, como ensimismado, y sus labios se movían algo en cuando en cuando. En aquel momento jugueteaban sus dedos con una cáscara de nuez que quedaba en el plato. Los otros tres comensales parecían más excitados. El general Hartington, un anciano que recordaba que en su niñez le llevaron a Londres para ver las fiestas de la coronación de Jorge V, estaba recostado en su sillón, con aire ceñudo. Había contado aquella noche mil recuerdos suyos, pero ahora hacía un rato que no pronunciaba una palabra. El capellán había vuelto su silla en redondo para mirar mejor hacia la puerta, y el sexto de los reunidos, un primo del anfitrión, que, según comprendió Monseñor, ocupaba un empleo importante en el servicio de aeronaves del Gobierno, tenía la cabeza apoyada entre las manos. Como el silencio se prolongaba, se levantó de pronto el último de los citados y se acercó a la ventana. —¿Qué te ocurre, Jack? —le preguntó su primo. —Nada. Voy a ver cómo está el tiempo. Separó un poco las cortinas, abrió un postigo y miró a través de los cristales. Al fin lord Southminster rompió su reserva. —Si esto no se hace esta noche —dijo bruscamente—, solo Dios sabe… Vaya, más vale no hablar… —Se hará esta noche —dijo el Cardenal, sin levantar siquiera los ojos. —Desde luego que sí, Eminencia, si nada interfiere; pero ¿cómo podemos estar seguros de eso? Ya sé que por el Gobierno no ha de perderse. —Ha pasado ya media hora desde la última noticia que hemos recibido —observó el General. Lord Southminster se levantó repentinamente, dirigiéndose a la puerta del pasillo. Al propio tiempo se abrió la que daba a las salitas, y apareció la madre del joven preguntando: —¿Hay más noticias, hijo mío? —No, madre. Precisamente iba a preguntarlo ahora. 163

Entró la anciana en el momento de salir su hijo. Era una figura admirable, cubierta de encajes y de joyas, llena aún de actividad y de porte erguido a pesar de sus años. Indicó con un gesto que no se molestaran, al ver que los hombres se levantaban cortésmente, y fue a apoyarse en aquella chimenea de estilo antiguo que se conservaba aún tal como la había dejado su esposo al restaurar la casa. —Tal vez su Eminencia podrá darnos alguna seguridad —dijo sonriendo. Y, sonriendo también, se revolvió en su asiento el Cardenal para contestarle: —Confío en que el proyecto quedará aprobado. Pero no sé aún a qué precio. —¿Quiere su Eminencia decir en Inglaterra o en otra parte? —preguntó bruscamente el capellán. —En Inglaterra y en otras partes también, Padre. La anciana lady Jane Morpeth entró igualmente en aquel momento, y las dos señoras se sentaron en el escaño que con su alto respaldo separaba la chimenea de la ventana. No se notaban en ellas señales de ansiedad, pero Monseñor comprendió que su regreso a la habitación era, por sí solo, bastante significativo. Casi al mismo tiempo regresó también el joven, cerrando tras sí la puerta. —No contestan —dijo con áspero tono—. Estamos intentando comunicarnos con otro centro. Nadie dijo una palabra durante algunos momentos. Hasta para Monseñor, que siempre experimentó alguna dificultad para acabar de comprender el sistema de comunicaciones empleado en aquellos tiempos, resultaba evidente que algo desusado ocurría. No ignoraba que el castillo de Southminster se comunicaba mediante un sistema inalámbrico con el gran centro Marconi de la plaza del Parlamento, y que no contestaran era indicio de que algo inesperado había sucedido. Pero resultaba imposible averiguar por conjeturas en qué consistía. —¿Tienen esto mucha importancia? —observó lady Southminster, sin que ni un solo músculo de su rostro se moviera. —Supongo que sí —contestó su hijo, volviendo a sentarse. Entonces el que miraba a través de los cristales de la ventana se separó de ella, cerró el postigo, colocó otra vez en su sitio las cortinas y volvió al centro de la habitación. —¿Y bien, Jack? —preguntó el General. —He contado ocho o nueve aeronaves. Generalmente no hay más que dos a esta hora. Por esto quise mirarlo. —¿En qué dirección? —Tres por este lado y cinco por el otro. Monseñor no se atrevió a pedir que le explicaran nada pero comprendió que la tensión de espíritu en que se hallaban los reunidos había aumentado aún. Se levantó el General. —Southminster —dijo—, me parece que voy a dar una vuelta por ahí fuera. Siempre podría ser que se viera algo. —Suba usted a la torre, si le parece. Hay un camino cubierto en su mayor parte. ¿Sabe usted? he instalado allí un vigía para el caso de que la estación inalámbrica no funcionara. 164

De todos modos, podrá abarcar mayor extensión de la costa y divisar mejor los cohetes. Se levantó también Monseñor. Su inquietud aumentaba por momentos, aunque apenas se diera él mismo cuenta del motivo. —¿Puedo ir yo con usted? ¿Da su Eminencia su permiso? II Ni uno ni otro dijeron palabra al cruzar el vestíbulo a media luz. Colgaban del artesonado viejas banderas; ardía sobre el suelo un gran fuego, y bajo la galería destinada a los músicos, allá al otro extremo, vieron la iluminada ventanilla tras la cual estaba sentado el secretario. Se pararon allí y entraron un momento. Estaba sentado de espaldas a ellos frente a un aparato no muy distinto de un órgano antiguo. Había una larga hilera de teclas negras en el frente y por los lados sobresalían media docena de registros. Ante él, también, una cubierta de cristal protegía una especie de lámina blanca, y al fijarse en ella el sacerdote, notó que sobre la superficie se veía como un leve chisporroteo de color azulado. Ya hacía tiempo que había renunciado a todo empeño de entender las máquinas modernas, y de aquella solo sacó en claro que las teclas servían para enviar los despachos, y la lámina blanca para recibirlos. —¿Hay alguna noticia? —preguntó de pronto el General. No se movió, de momento, ni contestó el secretario. Tenía extendidas las manos, que quedaban ocultas, y parecía totalmente absorbido por su trabajo. Un minuto después se volvía en redondo, sacando del aparato al mismo tiempo un pedazo de papel como los que ya antes había entregado. —Esta es de Rye, señor, —dijo—. También ellos se han quedado sin comunicación con la plaza del Parlamento. Esto es lo único que hay. Voy a llevar el papel inmediatamente. Siguieron adelante los otros dos, sin hablar aún, y no comenzó a hacerlo Monseñor hasta que con lento paso llegaron a la escalera cubierta adosada al lado interior de la pared que unía con la parte más moderna del castillo el puesto del vigía. —Entiendo muy poco de estas cosas —dijo—. ¿Puede usted decirme cuáles son las posibilidades? El General se tomó unos momentos para contestar: —Lo peor que puede ocurrir es un motín tramado por los socialistas. Si triunfara, significaría cierto aplazamiento que bien podría durar varios años; y aun sin obtenerlo, significaría, cuando menos, que los socialistas iban a aumentar enormemente en número en toda Europa. Entonces, cualquier cosa sería posible. —Pero yo creía que todo peligro real había desaparecido, y que los socialistas estaban desacreditados. —Indudablemente que sí, en cierto sentido. Puede decirse que en todos los países constituyen una insignificante minoría. Pero sumando todas esas minorías, el conjunto ya no es insignificante. Si el Gabinete ha presentado repentinamente este proyecto de Ley, 165

como claro está que no podéis ignorar, ha sido con objeto de evitar toda gran manifestación en el continente europeo, pues esto produciría, sin duda alguna, un efecto tremendo en Inglaterra. Pero parece que ellos se han estado organizando desde hace varios meses. Debían de saber ya lo que se preparaba… —¿Y si los socialistas quedan derrotados? —¡Ah! Entonces romperán sus últimas lanzas en Alemania. Pero ¿no sabéis esto mejor que yo, Monseñor? —Sé bastante, de un modo fragmentario —confesó el otro—; pero se me hace difícil, a veces, el darle la necesaria trabazón… Tuve una enfermedad, ¿sabe usted? —¡Ah! ¡Sí! ¡Sí! Se pararon para tomar aliento en una tronera de la pared, donde esta se ensanchaba luego, formando una torrecilla a cuyo pie se veían los acantilados. Un par de ventanas de aquella miraban al mar, ahora bajo el nublado cielo, convertido en negro abismo, salpicado aquí y allá de móviles lucecillas pertenecientes a los barcos que cruzaban el canal. —Y suponga usted que queda aprobado el proyecto… —comenzó a decir el sacerdote. —Pues si se aprueba, y obtiene una importante mayoría de votos, nada hemos de temer en Inglaterra. Ya sabéis que el Gobierno es hoy una máquina extraordinariamente delicada, y si pasa el proyecto sin dificultad ninguna, será signo infalible de que el país se niega a dejarse influir por los alarmistas, como si el proyecto se hunde o pasa únicamente de refilón…, en este caso…, en este caso será signo de todo lo contrario. Habrá que rehacer por completo el trabajo, o cuando menos empezarlo de nuevo. Miró, de pronto, en torno suyo, y añadió después: —Monseñor, lo que voy a decir ahora no se lo diría a nadie más: estamos atravesando un momento sumamente crítico. Estos socialistas son más fuertes de lo que hubiera podido imaginarse. Su organización es sencillamente perfecta. ¿Conocéis a alguno de ellos? —He hablado alguna vez con Hardy. —¡Ah! Pues… ¿sabéis?... Es uno de los más notables. No hablaron más durante el resto de la ascensión, hasta llegar al fin a lo alto del sitio en que estaba instalado el vigía, y donde ardían, como en otros tiempos, grandes hogueras, y lanzaban al espacio sus macabras llamas los antiguos flameros, usados aún ahora en los días de grandes fiestas nacionales. Con sorpresa vio el sacerdote que tras aquellas llamas se destacaba un bulto, una figura humana. Se adelantó hacia los recién llegados, saludó y se quedó esperando. —¿Eh? ¿Quién va allá? —gritó con enfado el General. —El centinela, señor. Tenemos órdenes de vigilar hacia el lado de Rye. —Y ¿por qué? —El sistema inalámbrico no funciona, y el señor, nuestro amo, dio órdenes hace una semana de que estuviéramos preparados con buena provisión de cohetes. —¿Dónde están los cañones? —preguntó Monseñor que estaba mirando en torno suyo, sobre las vacías terrazas, el almenado muro, dirigiendo después la vista al criado. —Allá abajo, Padre. Serán disparados desde aquí en cuanto se eleven por los aires tres 166

cohetes. Mientras seguían hablando los otros dos, miró por encima del muro el sacerdote, otra vez asombrado ante el extraño aspecto de todo aquello, que le parecía desprovisto de realidad, como si fuera un sueño… Con dificultad distinguía las cosas: la masa gris del castillo allá abajo, con algunas ventanas iluminadas, y sobre el pálido fondo, a mayor distancia, más luces esparcidas: las próximas, donde parecía que una pedrada podría alcanzarlas, en la calle del pueblo; las más lejanas, las ya remotísimas, allá en el invisible mar. Pero a través de la tierra y lejos también, brillaba otro puñado de luces, que aparecían más bien como una mancha luminosa, y señalaba el sitio ocupado por Rye. También allí había ojos en ansiosa observación; también allí se sabía que estaban discutiéndose intereses de tan desusada amplitud que el cielo o el infierno cabían por completo dentro de sus límites. Mirando a la tierra, hacia el interior, reinaba igualmente la oscuridad; pero completa, sin nada que viniera a animarla. Al pie mismo de los muros, se elevaba la mancha oscura, hinchada, de lo que ya sabía él que eran los bosques del parque, que llegaban en apiñada masa hasta las mismísimas paredes del castillo; y más allá, sombras y más sombras, hasta juntarse con el cielo… Le parecía increíble, ante lo que veía, que cosas tan importantes se estuvieran resolviendo entonces a cierta distancia de aquel dormido país; y, sin embargo, a medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, pudo descubrir al fin, un pálido resplandor en el cielo, hacia el norte, resplandor que marcaba los confines de aquella enorme ciudad a la cual pertenecía él y que estaba ya a punto de fallar en el litigio pendiente. Porque solo de a poco había logrado hacerse a la idea de que el momento era verdaderamente crítico. Cierto que el Cardenal le había explicado los hechos en aquella forma desapasionada y tolerante que le era característica; pero el punto de vista necesario para entenderlos como un conjunto coherente, y no como cosas aisladas; que produjera en él el efecto de lo pasado, mostrando sus más ocultas consecuencias para lo futuro, esto exigía que el observador se hallara a tono con el carácter y el ambiente de su tiempo. Toda profecía resultaba ahora bastante parecida al empeño del que quisiera distinguir perfectamente el contorno de las cosas en medio de la oscuridad. Los hechos eran patentes para todos, y el sacerdote sabía apreciarlos como cualquiera; pero la interpretación de su sentido era ya un asunto completamente distinto, y ahí es donde él reconocía su impotencia y donde se embrollaban sus ideas. El General se le acercó para preguntarle: —¿Qué… se ve algo? —Me parece que lo mejor será que nos volvamos. Es inútil permanecer aquí. Así lo hicieron, y mientras pasaban por el sitio que estaba cubierto, comenzó de nuevo el General a hablar de aquel instante crítico. Nada había en sus palabras que no hubiera ya dicho antes; pero le escuchó a pesar de ello Monseñor. Iba así recogiendo opiniones, y las del militar eran tan francas y tan claras que le parecieron muy útiles. El definitivo establecimiento de la Iglesia católica en Inglaterra se consideraba en el continente europeo como caso de prueba; y aún más lo tenían por tal los países de raza anglosajona esparcidos por el mundo. Considerado en sí 167

mismo, no era, sin embargo, un avance tan importante como podría parecer. No había de producir cambios muy radicales en el estado actual, desde el momento en que la Iglesia disfrutaba ya de enorme influencia y de completa libertad. Pero lo importante estribaba en que ambas partes contendientes lo habían tomado como una especie de símbolo, y esto explicaba, por un lado, la táctica del Gobierno de presentar el proyecto por sorpresa, y por otro, el extraordinario empeño que ponían los socialistas en oponerse a él. —Cuanto más lo pienso —dijo el General—, más me parece… Monseñor se adelantó de pronto para mirar por la tronera ante la cual se habían detenido al subir. —¿Qué ocurre? —Creía haber visto… Lanzó una exclamación el General, pasando la cabeza por encima del hombro del sacerdote. —Este es el segundo —murmuró precipitadamente el sacerdote. Esperaron ambos mirando ansiosamente, por la alta y estrecha abertura, en dirección de Rye. En seguida, se elevó por tercera vez contra el lejano horizonte, por encima del pálido resplandor que señalaba el sitio donde la pantanosa Rye se mantenía en constante vigilancia, una delgada y blanca línea de fuego que al ascender iba perdiendo su velocidad inicial. Antes de que hubiera estallado formando un racimo de chispas, se oyó allá arriba, sobre la cabeza de los que regresaban, un estruendo ensordecedor, como el de un trueno que rasgara los aires y aturdiera el cerebro. Y al cabo de un momento otro, y otro luego. Más abajo de donde se hallaban los dos, estremecidos aún por la emoción, silenciosos y mirándose boquiabiertos de sorpresa, se oyó el golpe de una puerta cerrada precipitadamente en el patio; después otro semejante, y al fin, un torrente de voces y de apresurados pasos, al precipitarse criados y lacayos hacia afuera por las puertas de la planta baja. III Dos horas después, el Cardenal y Monseñor estaban sentados ante la gran mesa del despacho de aquél. El Cardenal iba dejando una a una las hojas en cuya lectura estaba concentrado. Por montones le llegaban directamente desde la oficina al final del vestíbulo, al mismo tiempo que otras iguales eran leídas en voz alta por lord Southminster en dicha sala. Los cañonazos despertaron hasta a los más profundamente dormidos, y todos los habitantes, no solo del castillo, sino del pueblo, habían invadido el patio para enterarse de las noticias. Hoja por hoja fue leyendo Monseñor las que dejaba su jefe, procurando, aunque sin grandes esperanzas de conseguirlo, entresacar del extracto los puntos capitales para recordarlos después. Todo estaba allí consignado: el amotinamiento de la multitud; lo 168

difícil que se había hecho la entrada en el Parlamento para algunos de sus miembros que quedaron rezagados; la desobediencia a las órdenes de la policía, y el asalto a la estación central de comunicaciones inalámbricas por una turba organizada de antemano, aunque luego habían detenido a muchos de los asaltantes. Sseguía el discurso del Primer Ministro, anotado palabra por palabra, por medio de las grabadoras, corregido y puntuado por otras máquinas y no por la mano del hombre; transmitido después a largas distancias por todo el país, y al fin trasladado por medios mecánicos a esas hojas impresas que los dos eclesiásticos estaban leyendo. El discurso se daba allí íntegro, hasta llegar a aquella tremenda escena en que la mitad de la Cámara, enloquecida al fin por los gritos que se acercaban cada vez más y el continuo ir y venir de los encargados de traer noticias de lo que afuera ocurría, se puso en pie, y entonces… El Cardenal se recostó de pronto contra el respaldo de su asiento, lanzando un suspiro que era casi la primera señal de emoción que había mostrado. Monseñor levantó la vista para fijarla en él. Las dos últimas hojas estaban aún en aquella enjoyada mano apoyada sobre la mesa. —Vaya, es un hecho —dijo el Cardenal con suavidad y como si hablara consigo mismo —. Pero ha sido preciso jugar hasta la última carta. —¿Cómo, Eminencia? —La noticia relativa a Oriente —continuó el otro en el mismo tono—. ¡Gracias a Dios que llegó a tiempo! —No entiendo, Eminencia. El Cardenal clavó en él los ojos. —Bien —dijo—: el Padre Santo ha sido aceptado esta mañana por las grandes potencias reunidas como árbitro en Oriente. La noticia llegó a manos del Primer Ministro a las seis. Pero siento que la haya utilizado: la fuerza hubiera sido mayor si no hubiera tenido que apelar a este argumento… ¿No comprendéis lo ocurrido, Monseñor? Sin eso, el Parlamento hubiera negado su voto favorable. —Pero está terminado…, está terminado, ¿verdad, Eminencia? —Sí, sí, está listo… o quizá sería mejor decir que está empezado: porque ahora es cuando comienza el último conflicto… Pero, Monseñor, he de dictaros algo… ¿Queréis hacerme el favor de preparar las grabadoras? Entretanto, en el vestíbulo estallaba de pronto una tempestad de aplausos, confundida con el ruido de un pateo descomunal.

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TERCERA PARTE CAPÍTULO PRIMERO I —Temo, Monseñor —dijo el Cardenal—, que tendré que pediros, después de todo, que vayáis. Es de suma importancia que las autoridades católicas de Inglaterra estén representadas en el desarrollo de este plan. Y creo que tendréis que salir en la primera expedición. Parte esta de Queenstown el primero de abril. —Con mucho gusto, y ¿cuándo cree Su Eminencia que estaré de vuelta? —Esto queda a vuestro juicio. No más tarde que de aquí a un mes o seis semanas a lo sumo, y casi me atrevería a asegurar que es fácil que mucho antes. Dependerá del humor de los colonos. Las autoridades civiles americanas serán las que decidan en última instancia. Pero es de extraordinaria trascendencia que los emigrantes cuenten con alguien que hable en su nombre, y como sin duda la Iglesia será considerada como la verdadera responsable de todo, justo será también que un eclesiástico actúe allí como amigo suyo. Tratad de identificaros con ellos todo lo posible. Es seguro que las autoridades civiles se mostrarán inclinadas a la severidad. —Muy bien, Eminencia. El plan había llegado a la realización con la mayor rapidez. Después de la segunda lectura del proyecto de Estatuto, se dio ya por indudable, y acertadamente, que lo demás era cuestión de tiempo, y se calculó que teniendo en cuenta la actitud del Gobierno, la sanción real podría ya ser un hecho antes de que terminara el verano. Como consecuencia inmediata, los socialistas de carácter más pacífico se atemorizaron, y en todos los países europeos en que ya se les cerraban las puertas de sus últimos refugios, o sea Alemania e Inglaterra, solicitaron que se buscara alguna forma de arreglo para que pudieran gozar de completa libertad civil y religiosa en otra parte. La idea, claro es, había estado latente durante largo tiempo. De todos lados llegaban quejas de que la opinión pública trataba a los socialistas con sobrada dureza; de que estos, en lugar de la protección prometida, tenían que sufrir bastante por procedimientos irregulares usados contra ellos solo por sus opiniones, y que, al fin, habría que buscar alguna fórmula que les devolviera la libertad. Entonces América ofreció, franca y espontáneamente, que Massachusetts, que ya contaba en su población con gran número de socialistas, podría ser convertido en colonia a la que se le permitiría ostentar aquel carácter bien definido. Se advertiría a los cristianos que la nueva organización tendría, si lo consentían las grandes potencias, una base marcadamente ajena al catolicismo, y que en el futuro no se aplicarían a Massachusetts las leyes de inmigración. Claro es que quedaban aún innumerables pormenores que estudiar; pero a fines de febrero estaba ya definitivamente establecido aquel convenio, y en todos los países europeos se organizaban expediciones de emigrantes. Había en ese plan algo que resultaba casi atractivo para la imaginación popular. Ya por 170

espacio de algunos años se venía hablando de un arreglo que permitiera a los socialistas poner en práctica una vez más aquellas antiguas y ya explotadas ideas democráticas, a las cuales estaban ellos aún tan trágicamente aferrados. Hasta los niños sabían que cincuenta años atrás se había hecho igual experimento en varios sitios, y que el resultado fue la más espantosa tiranía, es decir, la tiranización de los que en las comunidades socialistas se empeñaban aún en conservarse fieles al individualismo. Pero el mundo seguía preguntándose con cierta benevolencia qué ocurriría en una comunidad socialista en donde no hubieran individualistas. Indudablemente se vería una de estas dos cosas: que el plan iría desarrollándose con entera satisfacción de todos los demócratas, o que la teoría quedaría reducida en la práctica a un absurdo, y el veneno sería expelido para siempre del mundo. Por otra parte, si este refugio quedaba definitivamente asegurado y garantido por las grandes potencias, las nuevas leyes contra la herejía que iban ya aprobándose en Alemania, que se aplicaban con bastante rigor en las naciones latinas, y cuya adaptación se sabía que estaba preparándose en Inglaterra, podrían ir tomando incremento y aplicarse universalmente, sin miedo alguno de que su severidad pareciera excesiva. De una vez quedarían terminadas aquellas quejas continuas contra la injusticia cristiana, que no permitía la libre expresión de las ideas impías o socialistas, y se les ofrecería un refugio donde estas cosas podrían ser no solo discutidas, sino puestas en práctica. Personalmente, Monseñor Masterman se hallaba indeciso respecto a todo esto; pero acogió con verdadero gusto tal solución de algunas de sus luchas internas, apoyando calurosamente el plan siempre que se le presentó alguna oportunidad. Pero era extraña la persistencia con que, a pesar de sus esfuerzos, continuaba en él aquel hondo malestar que solo apaciguó, durante algún tiempo, su visita a Irlanda. Hondamente arraigada en su entendimiento, seguía la idea de que el cristianismo que le rodeaba, y en cuya administración tomaba parte él mismo, no era la religión de su divino fundador. Un instinto aún indestructible le decía que la actitud propia, esencial, del cristiano era la de hallarse dispuesto al sufrimiento, y en torno suyo solo veía por lo que se refiere a los actos públicos de la Iglesia, un especie de Gobierno triunfante. No podía ocultarse a sí mismo cierto temor de que, de un modo u otro, el mundo y la Iglesia hubieran trocado los papeles… Por lo menos el nuevo ensayo constituía tanto un acto de justicia como de misericordia, y en cuanto a él, estaba muy dispuesto (tanto que él mismo lo había pedido más de una vez) a ir a Massachusetts con los primeros emigrantes que salieran de Inglaterra. II A pesar de todo cuanto había visto en sus viajes, aún le encantó contemplar la escena que se desarrolló en Queenstown, cuando las cuatro aeronaves de la línea Olympic, salieron sucesivamente, llevando cada una trescientos pasajeros. Él debía embarcarse en la última. Desde la plataforma que se levantó al extremo del promontorio existente al sur de la 171

ciudad, podía dominar, a su derecha, el punto, cerrado por la ciudad misma, que se elevaba desde la orilla del agua hasta la enorme catedral, terminada cincuenta años atrás; y a su izquierda el mar abierto. Era aquella una hermosa mañana de primavera; el aire cargado de humedad y bañado de sol, era el radiante medio transmisor de los resplandores de la ciudad, por un lado, y, por otro, del brillo de las anchas y mansas olas que iban a morir al pie de las rocas allá en lo hondo, a más de cien metros de donde él se hallaba. Aves marinas revoloteaban chillando en torno suyo inclinándose y deslizándose en busca del fresco viento del oeste; pero notó que, en cuanto la primera aeronave despegó y se deslizó por encima del mar, deteniéndose un instante para tomar el rumbo, como por arte de magia desaparecieron todas las aves: podía verlas allá lejos, como puntos blancos a flor de agua en dirección de la tierra, como si le pidieran a ella protección. Aquellas aeronaves transatlánticas representaban un incalculable adelanto sobre todas las que él había visto antes. Al partir la primera, con sus cubiertas superior e inferior llenas de personas calladas, ansiosas, en su mayoría hombres, se volvió y pidió algunos datos al vivaracho canónigo irlandés que había ido con él desde la catedral para despedirlo. —Tienen más de doscientos cuarenta metros de largo —dijo—, y se admiten en ellas únicamente trescientos pasajeros. Claro que a esto hay que añadir la tripulación, cocineros, etc. La travesía dura de treinta y seis a cuarenta y ocho horas… Sí, a veces hay trasbordo durante el viaje, pero no es lo más frecuente. Esto siempre causa bastante retraso. Siguió el otro hablando, y de su conversación recogía, de cuando en cuando, Monseñor, algunos hechos interesantes: los motivos de carácter topográfico por los cuales se había conservado Queenstown como puerto de embarque (según solía hacerse en la época de las antiguas líneas de vapores), a pesar de la transformación completa sufrida por Irlanda; el peso total de las naves aéreas cuando no estaban llenas de gas; y principalmente, la increíble velocidad de que podía dotárselas, si se contaba con viento favorable. Supo también que gracias a las severas leyes aplicadas a las líneas de navegación aérea, y cuya infracción se castigaba en todas las naciones con graves penas, el peligro de choque prácticamente había desaparecido. Y así por el estilo, fue enterándose de mil cosas que el canónigo le explicaba bien y fluidamente, pero tan abundantes eran los informes y tan grande su interés por lo que veía, que su atención vagaba sin cesar de una a otra cosa. Contemplaba allá abajo, en el suelo, la multitud de emigrantes, a sesenta metros del sitio en que él se hallaba, y vista a través de la barandilla de la plataforma, como si mirara por el tejido de una telaraña. Estaban todos agrupados en círculo, cercados por una valla que cerraba el paso a los curiosos, y el grupo iba disminuyendo paulatinamente, al elevarse, y descender luego vacías, las plataformas que los conducían hasta el lugar de embarque situado precisamente debajo de donde estaba. El murmullo de las conversaciones llegaba hasta él como un rumor de colmena. 172

Comprendió que estaba asistiendo a un acontecimiento histórico, porque, en rigor, señalaba aquel día, al menos en Inglaterra, el reconocimiento práctico de los dos principios que hasta ahora habían resultado, gracias a su carácter de irreconciliables, la verdadera causa de todas las guerras, de todas las revoluciones, de todas las incesantes disputas y conflictos, de que la historia se componía principalmente: y no solo era aquello su reconocimiento, sino su mutua adaptación. Eran estos dos principios la libertad del individuo y las exigencias de la sociedad. Por un lado, era inherente a todo hombre cierto derecho a pedir que se le dejara ser libre; por otro, la libertad de un individuo resultaba, generalmente, ser la servidumbre de alguno de sus semejantes. Comenzaba él a pensar que la solución se había hallado al reconocer que, después de todo, no había más que dos teorías lógicas aplicables a las formas de gobierno: una, que el poder venía de abajo; otra, que venía de arriba. El impío, el socialista, el materialista, el demócrata, todos estos sostenían la primera; el católico, el monárquico, el imperialista, sostenían la otra. Porque ambos, adivinaba él, partían, en último término, de dos concepciones finales del Universo: una, la del monismo, es decir, la que afirmaba que la vida era una y que iba desarrollándose gradualmente por el crecimiento y la civilización; otra, la basada en la creación, esto es: que un Dios infinito había creado el mundo y delegado su soberana autoridad en sus inferiores, con sujeción a grados. Tal fue entonces el resultado de sus meditaciones, recordando también que la primera teoría iba desapareciendo del mundo rápidamente. Después de todo, esas colonias socialistas no serían eternas: no eran más que un asilo temporal de inteligencias que se habían quedado rezagadas dentro de su época. Probablemente, uno o dos siglos más bastarían para que desaparecieran. La segunda y la tercera de las naves aéreas partieron casi simultáneamente, cada una deslizándose de pronto desde los extremos de la plataforma. Sonaron campanas; una de las naves salió como disparada, en línea recta; la otra trazó una curva en dirección sur. Él se fijó especialmente en la segunda. Le pareció como una gigantesca libélula: un cuerpo largo y reluciente, con aristas y rayas, despidiendo destellos de luz bajo el sol primaveral y moviéndose en medio de un remolino de alas, comparable a ligera neblina. Desde el ángulo en que él seguía su curva trayectoria, parecía que el aparato estaba colgado en el espacio, empequeñeciéndose cada vez más y saliendo de pronto, rápidamente, en línea recta… A cosa de una milla de distancia, volvía a quedarse colgado, como si un peso le abrumara o estuviera considerando qué hacer; mas, repentinamente, aumentaba la velocidad y avanzaba como un chorro de luz, mientras la superficie del mar transmitía el sonido de metálicos golpecillos. Llegaba, por fin, a confundirse con el horizonte; se elevaba por encima de él, se oscurecía, y de pronto lanzaba nuevamente llamaradas de luz. Se volvió entonces el observador para mirar al otro aparato; pero, en cuanto abarcaba la vista, la inmensa bóveda azul del cielo se presentaba vacía. Miró hacia donde debía 173

hallarse la tercera aeronave, y también había desaparecido. Un gran campanilleo resonó de pronto debajo de él. —¿Tenéis ya embarcado el equipaje, Monseñor? Pues debierais ir a bordo vos mismo. Vamos a salir dentro de cinco minutos. III La llegada al puerto de Boston fue para el hombre que perdió la memoria otra rara impresión, tanto más cuanto que él tenía la curiosa idea preconcebida de que iba a ponerse en contacto con una civilización que, si bien no conocía por propia experiencia, imaginaba como algo con lo cual se hallaba ya familiarizado. Habían tenido que sufrir durante el viaje fuertes vientos de poniente, que si no afectaron los movimientos de la nave aérea, perfectamente equilibrada, influyeron, sin embargo, en la velocidad de su marcha, que tuvo que moderar, y no llegaron a avistar las costas americanas hasta el segundo día, poco antes de rayar el alba. Se despertó temprano aquella mañana Monseñor y después de quedarse una media hora acostado, prestando oído a los extraños rumores que flotaban en el aire (el continuado e impetuoso soplar del viento, parecido a un largo siseo; el temblor de alguna escala de mano que había quedado suelta y que se movía cerca de su ventana; ciertos golpecillos inexplicables que por unos momentos oyó bajo el piso de su camarote; en fin, todos aquellos sonidos que no logran reconocer en seguida más que los del oficio, pero que tantas cosas sugieren); después de esto, saltó de la cama, se vistió y se dirigió al oratorio donde había dicho misa el día antes, para dedicarse a sus rezos. Cuando hubo terminado, salió de nuevo, subió la escalera y llegó hasta uno de los extremos de la nave, en el cual desde un ángulo que quedaba cubierto podía mirar hacia delante. Las luces estaban todavía encendidas, porque no había salido aún el sol, y sobre la cubierta no se veía más que al encargado de la ronda. Poco o nada pudo divisar, durante un rato, más allá de la saliente proa, iluminada también, y de los contornos de ingeniosos utensilios y aparejos que no acababa de entender. Solo al irse acostumbrando sus ojos a la oscuridad comenzó a distinguir las cosas. Bajo sus pies ondulaba una arrugada y plana superficie manchada de blanco de cuando en cuando, superficie que él sabía que estaba formada por agua y de la que le separaba una distancia de más de doscientos metros; descubrió allí de pronto un objeto que parecía aplastado y en forma de pez, y que desapareció en un instante, lleno de luz en su interior. Comprendió que debía de ser algún vapor costero. Al principio no veía ante sí más que un enorme abismo lleno de oscuridad; pero luego, al ir apuntando la luz del alba, aquel abismo comenzó a teñirse de un color rosa pálido en su parte superior, permitiéndole a él distinguir dónde estaba el mar y dónde el cielo, para ver después, casi 174

en seguida, cubierto aquél de un tinte ligeramente lívido bajo el brillo de la luz. Luego notó que el borde del mar, allí donde tocaba con el cielo, comenzaba a perder la regularidad y a mostrarse borroso, como si fuera cuajándose, y aumentaran y crecieran los grumos a medida que los miraba. Se volvió al oír junto a sí los pasos del oficial encargado de la ronda. —Supongo que eso es tierra, ¿verdad? —le dijo. —Sí, Padre. Llegaremos a las once y media… Perdóneme la pregunta, Padre, pero ¿piensa usted estar allí mucho tiempo? Monseñor movió la cabeza y contestó: —Eso dependerá de mil circunstancias. —No deja de ser algo rara la idea de formar esa colonia; pero, en fin, supongo que más vale así. Sonrió Monseñor y no respondió ni una palabra. Interiormente se había sentido muy desanimado durante el viaje. Se mezcló uno y otro día sin reserva con los emigrantes, y puso de su parte cuanto pudo para trabar con ellos amistad; pero había algo en la actitud hacia él (respetuosa, sí, pero reservada, como la que observarían unos chiquillos, tan díscolos como tímidos, con un maestro algo raro), y no solo en la actitud sino en su aspecto y sus maneras, que resultaba un cambio muy deprimente respecto a la curiosa, pero viva y confiada serenidad que él estaba acostumbrado a ver entre los sacerdotes y la clase de gente que solía tratar antes. Lo que realmente parecía interesarles era la discusión acerca de los diferentes métodos de Gobierno, y la política interior que podría aplicarse a su futura vida en Massachusetts. Preguntaron algunos datos relativos a las cosechas y a la tierra; llegó a oír cómo un grupo discutía animadamente acerca de las escuelas; pero en cuanto él trató de mezclarse en la conversación, acabó esta. Se fijó también en que todos hablaban en inglés. Sin embargo, por poco cordial que le pareciera la atmósfera que respiraba, no le produjo la impresión de serle totalmente desconocida, ya que rebuscando en el fondo de su mente, hallaba ciertos principios de simpatía con todo aquello. Sintió casi el deseo de compararse con el que, habiéndose elevado al aire libre desde el fondo de un pozo, vuelve los ojos hacia los que no solo siguen viviendo en aquel pozo, sino que están contentísimos de eso. Porque el mundo en que conscientemente había vivido durante los doce últimos meses, a pesar de su áspera rigidez, de su seguridad y de su implacable lógica, abandonadas ahora, era, indudablemente un campo dotado de vastos horizontes. Tan vastos resultaban que, en realidad, parecía casi carecer de ellos. Por todos lados era ilimitado el espacio, porque la eternidad, con todas las consecuencias de ella derivadas, tenía allí el mismo poder eficiente que el tiempo. La gente que había frecuentado, aunque sin compartir por completo sus sentimientos, de todos modos hablaba de la muerte como si esta no fuera 175

más que uno de tantos incidentes de la vida. Secretamente, no creía él que esta confianza descansara sobre bases reales; pero, en fin, allí estaba, ellos la tenían. En cambio, todo era distinto entre estas gentes de ahora. El objetivo de sus planes estaba, franca y abiertamente, en este mundo, y solo en él. Buenos Gobiernos, estabilidad en la vida, salud corporal, la procreación y educación de los hijos, la igualdad de posición y de medios de aumentarla: en esto consistía su concepto de lo bueno; y, como consecuencia, sus ideales eran tener Gobiernos mejores, mayor estabilidad, mejor salud, nietos y biznietos, e igualdad más uniforme aún. Así, pesando el pro y el contra, no acababa de entender cuál podía ser la razón de que no se hallara él del todo a gusto ni con unos ni con otros. Con sus antiguos amigos, se sentía incapaz de compartir todas sus creencias y aspiraciones; con esa nueva gente, que ahora contemplaba en conjunto por primera vez, le parecía que la vida pesaba sobre él como una manta que le envolviera por completo, privándole de la respiración. Con amarga tristeza pensó que era él como aquel anfibio del cuento, que no podía vivir en la tierra y se moría en el agua. Maquinalmente se puso a mirar la bóveda de los cielos, agrandada, brillante con la salida del sol; la inmensidad de terreno que, a sus pies, comenzó pronto a mostrar sus líneas, manchas y espacios cerrados, al irse acercando al puerto de Boston. Y el corazón se le oprimió más y más a cada milla que avanzaban; pero, sobre todo, al ver al poco rato cómo se destacaban contra el claro cielo los tejados, las cúpulas y chimeneas de la tierra de promisión socialista. IV Tres o cuatro días pasaron antes de que pudiera coordinar nuevamente sus ideas para imaginar cómo sería aquella nueva vida, una vez estuviera realmente en marcha. Se aposentaba en uno de los edificios del Gobierno, un antiguo templo de los Científicos Cristianos adaptado para usos oficiales; y en la rotonda del mismo, pasó diariamente horas y horas de conversación con americanos de agudo ingenio y los escasos europeos que acompañaron los barcos de emigrantes que entonces llegaban continuamente. Se entregó a su triste trabajo, pues tal era en rigor, con todas sus fuerzas; porque aunque su responsabilidad fuera allí poca, al fin era el delegado oficial de las autoridades eclesiásticas inglesas, y la misión que se le había confiado exigía de él todo el celo e interés posibles. En la ciudad reinaba un increíble desorden, necesitándose numerosas fuerzas de policía para evitar que chocaran abiertamente los postergados y oprimidos católicos (para quienes la vida en Boston, como centro suyo, sería ya imposible en el futuro aunque no se resignaran aún a reconocer la necesidad de emigrar), y los nuevos, dogmatizadores 176

habitantes, que miraban ya a la ciudad como cosa propia. Como es natural, desde antes de que pisaran el país los primeros emigrantes, se habían tomado todas las medidas necesarias de carácter legal; pero el nuevo orden establecido en la ciudad; la venta de fincas; las interminables disputas entre individuos de distintas nacionalidades…, todo eso, aunque pasara antes por las manos de agentes y empleados oficiales que aligeraban algo de trabajo, ocupaba, sin embargo, durante nueve horas diarias a los miembros de la Junta Central. Al cuarto día de su llegada, Monseñor salió a dar una vuelta por la ciudad en coche, en parte como distracción y en parte para ver por sí mismo cómo iban organizándose las cosas. Por supuesto que, según después pensó, apenas podía entonces juzgar cómo sería un Estado socialista cuando funcionara ya debidamente toda su maquinaria; pero le parecía que, teniendo en cuenta la confusión, el ruido y los mil obstáculos de los comienzos, latía por debajo de todo ello un extraño espíritu, terriblemente distinto de todo lo que se había ya acostumbrado a ver en Europa. Hasta el rostro de las personas era allí diferente. Se paró un rato en un barrio que había sido destinado a los ingleses, y que en la Boston antigua ocupaban, según le dijeron, los italianos. Allí, desde la plazuela en que se detuvo, todo presentaba ya un orden sorprendente. Ni señales de mudanza se notaban en las calles asfaltadas: las casas aparecían limpias y su mayor parte recién pintadas; la gente transitaba con el aire del que atiende ordenadamente sus negocios. En verdad, pensó, la organización americana era de una maravillosa eficacia, pues lograba que unas mil quinientas personas pudieran establecerse en sus nuevos domicilios en el breve plazo de cuatro días. Algo le habían explicado ya, sin embargo, en la Junta Central, del perfecto sistema de billetes, y empleados especiales, y oficinas de información, que había hecho posible aquella rapidez asombrosa. Al menos allí había toda una población ordenada que entraba y salía de las casas, y se dirigía a unos vastísimos almacenes generales preparados ya de antemano, donde podía presentar los bonos que, al menos de momento, habían de sustituir la moneda europea que los emigrantes llevaban consigo. Hizo Monseñor que se detuviera allí el coche y, asomándose, comenzó a examinarlo todo cuidadosamente. La primera impresión que recibió fue más bien negativa, puesto que notó que algo externo faltaba allí, algo que fue comprendiendo después. En las ciudades europeas, una de las cosas que él se había acostumbrado ya a ver en cada calle o plaza, era un emblema, estatua o cuadro de carácter religioso. Aquí no había nada. La línea recta de las aceras daba la vuelta a la plaza; rectas las fachadas de las casas que emergían de ellas, y recta era también la línea formada por las ventanas y las puertas. Todo se sujetaba admirablemente a las reglas higiénicas y a la limpieza. Desde el 177

coche podía distinguir, a través de las ventanas de la casa que tenía enfrente, las limpísimas paredes interiores, los muebles y los adornos. Todo tendía a la salud corporal, todo estaba de acuerdo con los preceptos sanitarios y resultaba perfecto; pero nada había allí que pudiera sugerir alguna idea superior a todo esto. En Londres, en Lourdes o en Roma hubiera habido, cuando menos, algo que elevara el pensamiento a otras esferas: el recuerdo de una Madre divina, el de un Hombre Dios que sufrió por nosotros: una indicación de que la salud puramente física no era el único ideal concebible. Era esto un pormenor insignificante; pero se fijó en él, bien a pesar suyo. Reprochándoselo en seguida, procuró recordar que, al menos, allí existía la verdadera libertad, tal como él la había concebido. Comenzó a examinar el rostro de los transeúntes, escondiendo algo el suyo tras el brazo, para que no le reconocieran y creyesen que estaba esperando a alguien. Pasaban las mujeres con expresión vigorosa y seria, y aspecto atareado; llegaban y se alejaban de nuevo los hombres, en grupos de dos o de tres. Hasta se fijó por un momento en dos niños que estaban sentados gravemente ante la puerta de una casa, y entonces recordó que al día siguiente iba a celebrarse una gran reunión en que se decidiría la dirección que debía adoptarse en materias educativas, para lo cual ya se había publicado en los periódicos el programa de los asuntos que iban a tratarse y que él tendría que estudiar aquella misma noche. Por cierto que la lista, profunda y detallada, tendía a producir discípulos que resultaran las personas más enteradas de todo cuanto pudiera imaginarse. Una y otra vez trató de convencerse a sí mismo de que su propia imaginación era la que le hacía ver en todos aquellos rostros que observaba una especie de vaciedad y de pesadez muy de acuerdo con el aspecto que las calles ofrecían allí, pues no debía echarse en olvido que no se trataba, precisamente, de personas vulgares, insignificantes, sino de entusiastas por su causa, hasta el punto de preferir el destierro a la vida sujeta a la organización cristiana. No cabía duda de que muchos, sobre todo los hombres, parecían gente dedicada al cultivo de lo intelectual, y que en todos se veía reflejada la robustez y la salud, al igual que en aquella plaza eran patentes lo acertado del plan, la buena construcción y la solidez de las casas. Y, sin embargo, al compararlos en conjunto con sus recuerdos de los tipos que había visto como predominantes en las calles de Londres, notaba allí, en verdad, la diferencia entre unos y otros. Podía imaginarse a aquella gente pronunciando discursos, recogiendo votos, discutiendo asuntos de interés público con gran circunspección; distribuyendo limosnas a los pobres, después de una cuidadosa información científica, o administrando justicia; esforzándose algo, los imaginaba también llenos de inflamado apasionamiento político, presentando denuncias, reclamando contra algo… Lo que no le parecía ya fácil hacer (y por ello sentía despecho contra su propia imaginación) era representárselos como capaces de grandes crímenes ni de grandes virtudes. Podían calcular, trazar planes, poseer ideas de justicia casi ajustadas a la perfección puramente mecánica, y hasta amar, o bien odiar, a su modo. Lo inconcebible era que sus entusiasmos en favor del bien o del mal lograran nunca arrastrarlos por completo. En una palabra: faltaba luz tras aquellos rostros, alguna indicación de un Poder superior a ellos mismos, de un ideal más alto que 178

el forjado por el sentido común de las multitudes. Para decirlo más brevemente: le parecía a él que poseían toda la impasibilidad de los cristianos, sin el escondido fuego que en estos latía. Dio orden Monseñor de que el coche se pusiera en marcha, y se recostó en su asiento cerrando los ojos. Se sentía horriblemente solo en medio de un mundo horrible. ¿Es que la raza de los hombres carecía por completo de corazón? ¿Es que tan perfecta había ya llegado a ser la civilización (en parte por fuerzas sobrenaturales y en parte por la misma evolución humana) que no quedaba ya sitio en el mundo para el hombre dotado de sentimientos, susceptible de hondas emociones y con propia individualidad? Sin embargo, no podía ocultarse a sí mismo por más tiempo que lo otro era preferible a esto, es decir: que era mejor no tener corazón por haberse identificado demasiado con las realidades eternas, que no tenerlo por otra identificación igual con los hechos mundanos. Al llegar a la puerta del gran edificio en que estaba instalado, y mientras se disponía tristemente a penetrar en él, salió un portero y le entregó, sombrero en mano, un papelito verde. —Monseñor —dijo—, hace una hora que llegó esto para vos pero no sabíamos dónde estabais. El prelado tomó el papel y pasó por él la vista allí mismo. Contenía media docena de palabras escritas en cifra. Se lo llevó a sus habitaciones, presa de extraña agitación, y allí fue descifrándolo. Era una orden para que lo abandonara todo, se dirigiera inmediatamente a Roma y fuera a encontrar al Cardenal.

CAPÍTULO II I Reinaba el más profundo silencio en la larga escalera del Vaticano que conducía a las habitaciones del Cardenal Secretario, al subirla precipitadamente Monseñor, media hora después de su llegada a la estación del servicio aéreo situada fuera de la ciudad. Un coche que allí le esperaba le había llevado primero al antiguo palacio donde él estuvo, nueve meses hacía ahora, en compañía del Padre Jervis, y luego al hallarse con que el Cardenal Bellairs había sido llamado inesperadamente al Vaticano, tuvo que ir inmediatamente a este último punto, de acuerdo con las instrucciones que había recibido el mayordomo. Estaba ya entonces enterado de todo por numerosos despachos que a través del sistema inalámbrico recibió en su viaje aéreo a través del Atlántico. En Nápoles, donde descendió por primera vez la aeronave, los periódicos ya ofrecían detalles de lo ocurrido, con las últimas noticias, y a la hora en que él llegó a Roma estaba ya también enterado de todo como pudiera estarlo cualquiera del público, es decir, de los que no formaban parte del breve círculo de los iniciados en el secreto. 179

El guardia suizo presentó su inverosímil alabarda cuando él llegó, sin aliento casi, después de subir la escalera; un hombre vestido con roja librea se apoderó de su sombrero y del manteo; otro le guió por una antesala hasta donde le esperaba un eclesiástico, y acompañado de este último atravesó dos salas más hasta llegar frente a una habitación interior del palacio. El cura empujó la puerta para dejarle entrar solo, y aquella volvió a cerrarse silenciosamente. Era la sala la misma que él recordaba, tapizada toda de damasco rojo y llena de dorados adornos; alumbrada desde el techo; un gran escritorio con incrustaciones de bronce estaba en uno de los extremos y un ancho canapé contra la pared de la derecha. Pero aunque todo estaba como antes, le parecía que el silencio solemne que allí reinaba era ahora mucho mayor. Dos personas estaban sentadas en el canapé, y ambas llevaban el ferreruelo de color escarlata de las grandes ceremonias. Una de las dos, el Cardenal Bellairs, levantó la vista y le saludó, hasta acompañando el saludo con una ligera sonrisa; la otra se puso en pie y se inclinó levemente antes de darle a besar la mano. Era la última un gran personaje, italiano de nacimiento, lingüista consumado, hombre obeso y alto, con abundante cabello completamente cano. Fue designado en la última elección como uno de los candidatos que reciben el nombre de papábiles, y se tenía por seguro que algún día llegaría a ser Papa, efectivamente, por más desusado que fuera el que aquel nombramiento recayese en quien era ya Secretario de Estado. Su rostro era grande y de correcto perfil, amarillento el color, y los ojos, negros y vivos, aparecían como medio velados. Besó el anillo Monseñor sin doblar la rodilla, según era costumbre en el Vaticano, y se sentó en la silla que le ofrecieron. Nadie pronunció una palabra durante los primeros momentos. —¿Qué habéis oído decir por ahí, Monseñor? —preguntó bruscamente el Cardenal Bellairs. —He oído que los socialistas se han apoderado de Berlín y del Emperador; que la ciudad ha sido fortificada; que ha habido ya en ella dos saqueos, y que amenazan con quitarle la vida al Emperador si las potencias no aceptan las condiciones por ellos impuestas, dentro del término… dentro del término de cuatro días a contar desde hoy. —¿Os habéis enterado de la muerte del príncipe Otteoni? —No, Eminencia. —Pues fue ejecutado ayer noche —dijo, como la cosa más sencilla, el Cardenal—. Suplicó él mismo que se le permitiera ir como representante del Padre Santo para tratar acerca de aquellas condiciones. Le contestaron que ellos no estaban allí para discutir, sino solo para recibir la aquiescencia a sus demandas, y que lo mismo harían con cuantos enviados no les llevaran un mensaje de completa sumisión. La noticia será ya de dominio público este mediodía. Un nuevo silencio reinó entonces. El Cardenal Secretario miraba alternativamente a uno y a otro como con aire de duda. Monseñor no intentó siquiera hablar, comprendiendo que no le correspondía a él hacerlo. 180

—¿Adivináis por qué motivo os he mandado a buscar, Monseñor? —le dijo su jefe. —No, Eminencia. —Salgo para Berlín esta noche. El Padre Santo se ha dignado concederme permiso para ello, y yo deseo dejar ciertas instrucciones acerca de asuntos relativos a Inglaterra, antes de ausentarme. Durante los primeros momentos, el sacerdote, fue incapaz de comprender cuanto esto significaba. Había hablado el Cardenal tan tranquilamente como si anunciara que iba a pasar unos cuantos días en el campo. Ni la menor señal de emoción se notaba en sus ademanes o en su voz. Y así siguió hablando, sin dar tiempo a que se le contestara. —Eminencia —dijo dirigiéndose al otro Cardenal—, ya os he dicho que Monseñor Masterman merece toda mi confianza. Todos los asuntos de la Iglesia en Inglaterra están en sus manos, y yo deseo que, a ser posible, se le nombre Vicario Capitular para el caso de que yo muera. El Secretario de Estado contestó con una inclinación. —Estoy segurísimo… —comenzó a decir. —Eminencia —exclamó de pronto el sacerdote—: ¡es imposible!... ¡es imposible!... El inglés le miró con cierta dureza. —Pues este es mi deseo —dijo. Monseñor se dominó con violento esfuerzo. Ni él mismo podía explicarse después cómo llegó tan rápidamente a tomar una resolución. Tal vez lo dramático de aquel momento; la intuición de que algo grande flotaba en la atmósfera; su excitación nerviosa; cierto disgusto creciente que la vida iba inspirándole ya, tuvieron parte en ello; pero antes que otra cosa alguna fue la afectuosa, la apasionada devoción por su jefe, que nunca hasta aquel momento había imaginado sentir. Solo vio, y eso tan claramente como si ante él surgiera una visión, que aquel anciano lleno de valentía iba a partir solo; que esto no debía permitirse, y que él, él que tantas veces se había rebelado contra la brutalidad del mundo, tenía el deber de acompañarle. —Eminencia —dijo—, es imposible porque yo debo acompañaros a Berlín. Sonrió el Cardenal y levantó la mano con el mismo ademán que hubiera podido usar para detener a un muchacho demasiado impetuoso. —Pero, amigo mío… Se volvió rápidamente Monseñor hacia el otro. Se sentía firme y sereno como si una ráfaga se hubiera llevado toda su anterior excitación. —Vos me comprendéis, Eminencia, ¿verdad? Es imposible que el Cardenal vaya solo. Soy su Secretario. Yo puedo arreglar todos los asuntos dejando encargado de ellos a… al Rector del Colegio Inglés de aquí, si no hay otra persona de quien echar mano. ¿Verdad, Eminencia, que así es como debe de hacerse esto? El italiano se quedó en duda. —El príncipe Otteoni fue solo —comenzó a decir. —Exacto. Y por esto no hubo testigos. No ha de repetirse el caso ahora. La contestación era obvia, pero nadie quiso pronunciarla. Apoyándose en su bastón, se puso entonces en pie el Cardenal Bellairs. 181

—Es un rasgo de delicadeza por vuestra parte —dijo pausadamente—. Comprendo por qué os ofrecéis a acompañarme. Pero es imposible. Monseñor, ¿queréis hablar un momento con Su Eminencia? Hay algo que él desea comunicaros. Yo he de ir a ver al Padre Santo, pero volveré dentro de un rato. También el sacerdote se puso en pie entonces. —Yo he de acompañaros también en la visita a Su Santidad. He de pedirle que falle este asunto en favor mío. Movió el otro ligeramente la cabeza, sonriendo otra vez, casi con indulgencia. Entretanto, se volvió rápidamente Monseñor hacia el Cardenal italiano. —Eminencia —dijo—, ¿queréis dispensarme este favor? Yo he de ver al Padre Santo inmediatamente después de haberle visto el Cardenal Bellairs, ya que de lo contrario podría ser que no se me permitiera acompañarle. El Cardenal inglés se volvió entonces con un brusco movimiento y se quedó mirándole fijamente. Hubo un momento de silencio. —Bien…, venid —dijo de pronto. II El contraste entre los dos príncipes de la Iglesia y el que era su Dueño y Señor llamó vivamente la atención de Monseñor, a pesar del estado de excitación en que se hallaba, cuando, siguiendo a su jefe, penetró en las habitaciones del Papa y vio a este, de aspecto sorprendentemente vulgar y mediana talla, levantarse de la mesa en que escribía. Era francés, según Monseñor sabía ya, y no constituía precisamente una excepción entre sus paisanos. Nada de imponente ni aun de particular ofrecía, como no fuera su traje blanco y sus insignias, y hasta esto parecía en él adquirir cierto carácter desprovisto de grandeza y bastante familiar. En cuanto habló, se notó que su voz era de tonos medianos y que las palabras fluían de sus labios más bien con rapidez; grises y vulgares eran sus ojos, algo carnosa su nariz y las líneas de su boca carecían de distinción. Era, en suma, el reverso de la medalla de aquel Papa que suele forjarse cada uno en la imaginación, y nada existía en su actitud que revelara al Pontífice. Lo mismo podía haber sido un hombre de negocios, de rostro completamente rasurado y de mediana habilidad, a quien se le hubiera antojado vestirse con sotana blanca y ponerse a escribir en una mesa bastante incómoda, perdida en la inmensidad de una sala tapizada de damasco rojo, llena de dorados y alumbrada por candelabros. Hasta en aquellos dramáticos momentos, no pudo menos de pensar Monseñor cómo era posible que el hijo de un simple jefe de Correos de Tours hubiera podido llegar a la más alta dignidad del mundo. Murmuró el Papa unas palabras ininteligibles de bienvenida al sentarse los dos visitantes junto a la mesa, después de haberle besado el anillo. —De modo que venís a despediros, Eminencia —dijo—. Todos debiéramos estaros sumamente agradecidos por vuestro espontáneo ofrecimiento. Dios os premiará. 182

—Es evidente que esta vez se necesitaba un cardenal, Padre Santo —contestó el inglés sonriendo—. Cuatro días de plazo nos quedan aún, y un hombre de la nación a que pertenezco tiene algo de afinidad con los alemanes, sin ser precisamente uno de ellos, como ya hice notar a Su Santidad ayer noche. Además, yo voy ya para viejo. Ni la más ligera afectación había en su actitud, cualesquiera que fueran sus palabras. Monseñor notó que, por una o por otra causa, el hecho era que la postura de ambos interlocutores frente a la muerte, rebasaba por completo los límites de lo que él era capaz de comprender. Hablaban de aquella con ligereza, y hasta con buen humor. —Bien —dijo el Papa—, así ha quedado decidido. ¿Partís esta noche? —Sí, Padre Santo. Es absolutamente necesario que ponga antes en orden todos mis asuntos. He tomado por mi cuenta una de las aeronaves y un criado mío se ha ofrecido a guiarlo. Pero queda aún algo por resolver antes de que reciba yo las últimas órdenes de Su Santidad. Este sacerdote, mi secretario, Monseñor Masterman, desea acompañarme. Yo ruego a Su Santidad que lo prohíba. Mi deseo es que sea Vicario Capitular de mi diócesis, si es posible, en caso de que yo muera. El Papa dirigió una mirada al cura. —¿Por qué deseáis ir, Monseñor? ¿Sabéis a dónde vais? —Padre Santo: lo sé, lo comprendo perfectamente. Deseo ir porque no considero justo que el Cardenal vaya solo. Que, cuando menos, haya esta vez algún testigo. El Rector del Colegio Inglés de aquí puede recibir todas las instrucciones necesarias de Su Eminencia, y hasta yo mismo puedo ayudar a ello. —Y vos, Eminencia, ¿qué decís a esto? —Yo no deseo que vaya, porque ninguna necesidad hay de que seamos dos. Uno solo basta para llevar el mensaje. Reinó un momento de silencio. El Papa comenzó a juguetear con una pluma que halló a mano en la mesa. Entonces prorrumpió Monseñor en estas palabras: —Padre Santo, yo suplico que se me permita ir. Le temo a la muerte… y precisamente por esta razón debiera ir. Soy un inválido mental; perdí la memoria hace algunos meses; bien pudiera ser que la enfermedad se repitiera, y esta vez sin dar lugar a esperanza alguna. Y es posible que pueda prestar ahora algún servicio. Es preferible que vayan dos en vez de uno. Nada dijo el Papa durante breves instantes. Al oírle decir al sacerdote que temía a la muerte, le miró con cierto aire de curiosidad. Luego volvió a mirar hacia abajo y sus labios temblaron ligeramente. —Pues bien —dijo al fin—: iréis, ya que tal es vuestro deseo. III Escasa era la gente reunida para ver salir al segundo de los embajadores enviados a Berlín. Ya con el propósito de impedir la aglomeración, se había guardado secreto acerca de la hora y del lugar de la partida; aparte de tres o cuatro individuos del Colegio Inglés, 183

media docena de amigos particulares del Cardenal, algunos criados, y tal vez de una docena de transeúntes que se habían detenido por curiosidad al ver una aeronave en la abandonada estación aérea situada en una colina detrás del Vaticano; aparte de estas contadas personas, nadie más, entre la multitud que llenaba las calles y las plazas de Roma, tenía siquiera conocimiento de la partida de ningún enviado especial, y menos hubiera podido presumir quién era este. Diez minutos antes de salir el aparato, se halló Monseñor completamente solo en el despacho de equipajes, mientras el Cardenal se había quedado hablando abajo. Al verse allí, contemplando la ciudad, donde, a pesar del cielo aún luminoso, comenzaban ya a encenderse las luces, y donde en algunas plazas se notaba la gran aglomeración de transeúntes; mirando a los largos y brillantes costados de aquella aeronave que se balanceaba en el aire despidiendo luz, como una flor sobre el tallo, con la fluctuación que le daba el gas que iba inyectándosele; al ver todo esto con los ojos del cuerpo, trataba de ver también con los del alma qué impulsos y qué nuevos pensamientos habían surgido de pronto en él. Si se le hubiera preguntado por qué estaba allí, qué esperaba o qué temía, no hubiera sabido casi cómo contestar. Se sentía como quien contempla pasar sobre un lienzo, en rara confusión, una serie de sombras, y distingue ya la de un rostro, ya la de un cuerpo o de un ademán esbozado, que parecen significar algo, pero que no permiten formarse una idea del plan o del propósito a que obedece el conjunto. Mejor aún: se imaginaba como quien ha caído en las aguas del canal que conduce a un molino, y se siente arrastrado y golpeado, sin sensación alguna bien definida y punzante en medio de su aturdimiento; preguntándose cómo acabará aquello y por qué empezó, y pese a todo, fundamentalmente indiferente. Pero así era, y cuanto se hablara resultaba inútil. Consideraba tan necesaria su presencia allí, a punto de embarcarse para un sitio donde tal vez le esperaba la muerte, como el que su cuerpo fuera la morada en que residiera su alma. Aun esos recientes acontecimientos no habían logrado, sin embargo, arrojar ni chispa de luz en su entendimiento para ayudarle a comprender el verdadero carácter de aquel mundo que encontraba tan desconcertante. Sentía vagamente que ya era hora de que estuviera en posesión de todas las piezas del puzle pero distaba aún mucho de ser capaz de ancajarlas en un todo coherente. Lo único que veía claro, sin pasar de ahí, era que la extraordinaria tranquilidad que los católicos mostraban ante la muerte, resultaba un dato positivo para la solución del problema, tanto como lo era también la torpe materialidad de la colonia socialista de América. No era el Padre Adrian el único que, en un caso particular, se había manifestado pronto a morir, sin que ello le causara la menor perturbación ni excitara su protesta: sus jueces y acusadores parecían hallarse tan dispuestos a la muerte como él mismo, cuando les tocaba a ellos el turno. Y él, que se había rebelado contra la brutalidad de los cristianos; que había juzgado aquel sistema según el suyo y lo halló deficiente, él temía ahora la muerte, y, no obstante, todo su temor no lograba evitar que se atreviera a arrostrarla. 184

En tal disposición de ánimo, tomó su sitio en el camarote de la aeronave siguiendo al Cardenal, después de pronunciado el último adiós. Era un lugar sumamente reducido; no había más que un asiento acolchado a cada lado, cubierto de tela y provisto de almohadas; ocupaba el centro una mesa, y estrechas y reforzadas ventanillas daban paso directamente a la luz desde los lados de la nave. Una plataforma posteior con barandilla y puertas correderas de cristal permitía dar algunos pasos para desentumecerse, lo que resultaba imposible por el lado de proa, completamente ocupado por todo lo necesario para el piloto. El aparato era de un tipo relativamente nuevo, según le dijeron allí mismo; no se usaba más que para los vuelos de competición, y tal era su velocidad que antes de la mañana llegaría ya a Berlín. La puerta de cristal trasera osciló al recostarse en ella alguien desde la plataforma. A través de los cristales, el Cardenal sonreía aún a sus amigos, despidiéndose de ellos con la mano. Luego sonó una campana; algo como un estremecimiento se sintió en la nave aérea; se balanceó de pronto la plataforma exterior en que se apiñaba un buen número de rostros, y después se hundió en el espacio. El Cardenal puso entonces la mano sobre la rodilla del cura y dijo: —Ahora, hablemos un rato. IV El aire que soplaba desde los Alpes había comenzado a empañar los cristales del camarote antes de que los dos viajeros hubieran acabado de conversar. Bajo el influjo de una tremenda emoción de la que apenas era consciente —producida por la convicción de que a cada legua que recorrían se iba acercando más a una muerte cierta—, el hombre que perdió la memoria había experimentado una especie de colapso de todas sus facultades defensivas, como jamás hubiera imaginado. Todo se lo había explicado bien claramente a aquel compañero de viaje tan sereno, de aire tan paternal: sus impresiones de terror; su inadaptación a la atmósfera intelectual desusada en que parecía haberse despertado de un sueño algunos meses atrás; su criterio de que el cristianismo se apartaba de su genuino espíritu; y, por encima de todo, la rara ausencia de cualquier emoción religiosa definida en sí mismo. No le fue fácil formular esto en palabras concretas, pues ni aun a sí mismo acertaba a explicárselo claramente. El Cardenal le dirigió esta pregunta: —Y, a pesar de lo que habéis dicho, ¿arrostráis la muerte pensando que todo es verdad? —Supongo que sí. —Pues bien: esto es fe. No hay necesidad de que digáis nada más. ¿Habéis confesado? —Esta tarde. 185

Se quedó el anciano en silencio por un momento. —En cuanto a vuestra impresión de la irrealidad y a la falta de corazón en la Iglesia, creo que puede considerarse natural. Vuestra enfermedad os produjo una violenta conmoción, lo cual significa que vuestras emociones son vivísimas, casi enfermizas. Bueno, la Iglesia tiene tan hondo el corazón que no habéis sabido aún dar con él. No reviste eso gran importancia. Lo que es necesario es que fijéis vuestra voluntad. Eso es todo lo que Dios pide… Creo que, en cierto sentido, resulta verdad lo de la dureza de la Iglesia; pero ¿no sería mejor llamarla, no dura, sino divinamente fuerte? En gran parte, es eso puramente cuestión de palabras. Siempre ha poseído esta fuerza. En otro tiempo la preparaba para el sufrimiento: hoy, para gobernar. Pero pienso que al fin os convenceréis de que aún es capaz de sufrir nuevamente. —¡Eminencia! —exclamó el cura tristemente—: ya comienzo a verlo… Vos mismo… El Príncipe Otteone… Levantó la mano el Cardenal. —De mí no hay que hablar. Soy anciano, y no espero sufrir. En cuanto al Príncipe, es ya asunto distinto. Era joven, estaba lleno de vida y sabía perfectamente lo que le esperaba. Pues bien: ¿nada os dice ese caso particular? Ya sabéis que partió casi con júbilo. Permaneció silencioso el cura. —¿En qué pensáis, hijo mío? Se estremeció algo el otro ante la pregunta. —Decídmelo —insistió el Cardenal. —Pienso en el Padre Santo —contestó de pronto, con súbito impulso, su interlocutor—. Era terrible su aire indiferente, su carencia de interés por la vida ajena… Levantó la mirada atormentada y vió una expresión casi de diversión en los ojos del anciano fijos en él. —No tengáis miedo —murmuró aquél—. ¿Creéis que se ha manifestado indiferente? Pues bien: ¿acaso no es esto lo que debía hacer? ¿No es lo que debía esperarse del Vicario de Cristo? —Cristo lloró. —Sí, sí, y también ha llorado su Vicario. Yo lo he visto. Pero Cristo fue a la muerte sin derramar una lágrima. —Pero…, pero este hombre no va a la muerte —exclamó el cura—: manda a ella a los demás. Si él mismo fuera… Se paró de pronto, no por palabra alguna, sino ante una especie de vibración mental del otro. En aquellas alturas, bajo la presión de tales pensamientos, cada nervio, cada fibra, se hallaban en tal grado de tensión que la sensibilidad se afinaba extraordinariamente. No recordaba haber vivido nunca a tal extremo. Pero el Cardenal no dijo ni una palabra. Despegó los labios un instante, pero volvió a cerrarlos. Tampoco el cura se atrevió a hablar: se quedó esperando. —Creo que nadie podría suponer que el Padre Santo iba a ponerse en camino en circunstancias como las presentes —le dijo, al fin, su superior con tono suave y cariñoso —. ¿No se os ha ocurrido la idea de que para él podría ser aún más duro el trance de 186

quedarse que el de ir? Se sintió Monseñor profundamente desilusionado ante esta respuesta. Se imaginaba que iba a ser algo como una revelación formulada mediante frase sentenciosa, capaz de resolver todas las dudas. Se acercó más a él el anciano, sonriendo. —No os mostréis impaciente ni crítico —dijo—. Basta con que allá vayamos vos y yo. Con ello deberíamos tener bastante que pensar. Venid: repasemos una vez más estos papeles. Una hora después pasaban a través de las llanuras francesas. Los cristales de la aeronave iban recobrando su transparencia a medida que aquél se acercaba a regiones más bajas y cálidas; pero Monseñor se sintió profundamente fatigado, hasta el punto de no poder disimular más de un bostezo. Se rió su compañero al verlo y le dijo: —Acostaos un rato, Monseñor. El día ha sido de prueba para vos. También yo necesito dormir un poco: es preciso tener la cabeza bien despejada para cuando se celebre la entrevista. No contestó Monseñor. Se dirigió al otro canapé, se descalzó, desciñó su sotana y se acostó en silencio. Estaba pensando todavía en el maravilloso y firme vuelo de aquel aparato que parecía una flecha lanzada al espacio, cuando se quedó sumido en la más profunda inconsciencia. V Se despertó sobresaltado, y como suele ocurrir después del profundo sueño producido por la excesiva fatiga, en aquel estado en que, a pesar de hallarse bien despiertos los sentidos, la inteligencia continúa aún en una especie de parálisis producida por la modorra. Echó los pies al suelo, y se quedó sentado en el canapé y mirando en torno suyo. Lo primero que observó fue que el camarote estaba iluminado por la pálida claridad de la mañana, fría y melancólica, aunque las veladas luces del techo seguían encendidas. Luego vio al Cardenal sentado en el extremo del canapé opuesto al suyo, mirando hacia afuera ansiosamente; una de las puertas de cristales estaba abierta, y una corriente de aire frio y neblinoso penetraba por detrás de la cabeza del anciano. La cabeza del piloto se veía a través de los cristales, y su mano empuñaba un mecanismo que debía de ser el que movía el timón. Pero fuera de esto, nada podía verse a través de los cristales de enfrente, cuyas cortinas habían sido descorridas: solo la blanca y ligera niebla iba deslizándose. Apartó las otras cortinas que quedaban a su espalda, y tampoco por allí podía ver más que neblina. Era evidente que no habían llegado a ninguna estación donde pudieran detenerse; y, sin embargo, la leve vibración y el zumbido que él notaba antes de dormirse, y hasta en algún momento en que estuvo flotando entre la vigilia y el sueño, habían cesado. La nave aérea pendía allí como un globo, sin movimiento, sin dirección, perdida en mitad del 187

espacio, sin que desde ella pudiera distinguirse la tierra, y el más absoluto silencio la envolvía. Él se movió un poco mientras iba observando todo esto, y con el movimiento llamó la atención del Cardenal, que se volvió hacia él. Bajo aquella luz y en aquella atmósfera que helaba el cuerpo, parecía más envejecido que antes, y su barba sin afeitar brillaba como la escarcha. Pero su voz era la de costumbre, sin la menor señal de alteración. —¡Ah! ¿Estáis despierto, Monseñor? Pensé que debía dejaros dormir cuanto quisierais. —¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estamos? —Hace una hora que llegamos. Nos han hecho señales para que nos quedáramos en el mismo sitio hasta que ellos vinieran. —¡Hemos llegado! —Ya lo creo. Hace tres cuartos de hora que dejamos atrás las primeras luces que anuncian la proximidad de Berlín, y por supuesto en seguida moderamos la marcha. Volvió de pronto la cabeza el sacerdote y miró hacia las profundidades del espacio. El Cardenal miró también, asomándose a la puerta abierta. —Creo que por fin suben —dijo retirándose—. ¡Silencio! Escuchad, Monseñor. El sacerdote escuchó con el mayor cuidado, pero nada oyó en los primeros momentos más que el silbido del viento en la cubierta de la aeronave. Luego distinguió algunos ruidos metálicos, débiles y fugaces, como si procedieran de algún pozo insondable, y al fin, ya con toda claridad, tres campanadas. Movió el Cardenal la cabeza con ademán afirmativo, y dijo: —Han emprendido ya la ascensión. Bastante nos han hecho esperar. Se acercó al sitio donde estaban su faja y solideo rojos, y comenzó a ponérselos. Saltó en seguida Monseñor para darle el gran manteo romano, que tomó del cuelgacapas; pero el otro le detuvo diciendo: —Mejor será que os vistáis vos mismo. Estarán aquí dentro de un minuto. No estaba aún listo el sacerdote, cuando un ruido le dejó como paralizado de sorpresa. Era un rumor de voces discutiendo allá abajo, entre la niebla. Él terminó rápidamente, se puso en pie y en aquel mismo instante, frente a la ventana a que estaba asomado el Cardenal, cubierto y con manteo, vio deslizarse cautelosamente, como una ballena que sale a respirar sobre la superficie de los mares, primero un techo brillante, luego una línea de reducidos ventiladores, y luego otra de ventanas contra las cuales se apiñaba una docena de rostros. Todos clavaron los ojos en el Cardenal en cuanto vieron el color rojo que le distinguía. —Podemos sentarnos nuevamente —dijo el anciano sonriendo—. Lo que falta es cosa de los ingenieros. Con extrañeza recordó después el sacerdote cuán escasa fue la impresión real de miedo que sentía en aquel momento. Notaba sí, una sensación como de mareo, y un gusto amargo en la boca al humedecerse los labios con la lengua frecuentemente; pero casi nada más, salvo quizá un ligero temblor espasmódico que le acometió al recibir una 188

ráfaga de aire impregnado de niebla. Se quedó allí sentado mirando a través de los cristales, casi impasible, observando con interés el modo en que la nave aérea quedaba atada, por largas y rígidas varas, a la balsa flotante que se había elevado desde allá abajo. Se fijó hasta en ciertos pormenores, como el de que aquellas varas habían sido construidas a la manera de los catalejos, es decir, que se alargaban saliendo unas del interior de otras. Como a un palmo de los cristales, vio avanzar una de ellas, y de pronto el extremo cónico de la misma pareció dividirse en dos garfios que ofrecían una rara semejanza con dos descarnados y ásperos dedos. Aquel mecanismo fue elevándose hasta desaparecer del alcance de su vista, y lo oyó deslizarse sobre el techo de la nave hasta afianzarse en él, aprisionándolo. Así continuó todo el proceso, desarrollándose calmosamente. El piloto seguía aún en su puesto, contestando a algunas preguntas que, de cuando en cuando, le dirigía alguien que permanecía invisible. En cuanto al Cardenal, continuaba sentado, inmóvil y en silencio, frente a Monseñor. Por fin, después de un retraso de diez minutos, comenzó a sentirse que la nave aérea iba descendiendo. Entonces, el miedo que había experimentado el sacerdote tomó una forma distinta, al cerciorarse al través de la niebla, ya menos densa, de que iba acercándose a la tierra. La primera señal de esto fue el sonido de un reloj al dar las horas. Contó cuidadosamente las campanadas al principio, pero pronto perdió la cuenta. Luego, mientras miraba ansiosamente para descubrir algún edificio, alguna torre, se paró el movimiento, se sintió una ligera sacudida y, tras el rumor de precipitados pasos, hubo un pesado choque. Había olvidado que se usaban plataformas. Se puso en pie el Cardenal, y dando la mano a su acompañante, le dijo: —Venid, Monseñor. Esperaron así un momento, porque volvieron a oírse pasos y se vio una sombra a través de los cristales de la puerta posterior, que se abrió dando paso a una ráfaga de aire cargado de niebla, y dos hombres de uniforme entraron rápidamente. —¿Vuestro nombre y profesión, señores? —dijo uno de ellos en excelente inglés. —Vengo en nombre y representación del Padre Santo —dijo con firmeza el Cardenal—. Soy el Cardenal Bellairs. Este es mi secretario: Monseñor Masterman. Él no viene aquí en concepto de enviado. —Exacto —contestó el hombre—. Todo está conforme. Habéis sido vistos ya por las naves aéreas encargadas de la vigilancia. ¿Queréis seguirme? Se había tendido un puentecillo desde la balsa hasta la aeronave, fija ahora a la inmensa pataforma cuyos bordes se perdían entre la niebla. Estaba lleno de hombres, unos con uniforme militar, otros de trabajo; pero habían dejado un espacio libre, y por él pasaron los viajeros, sin que de momento fueran hostilizados ni molestados en lo más mínimo. Lo único que observó Monseñor fue que no se les dirigía saludo de ninguna clase, y que al tomar asiento en un ascensor, con los dos oficiales que los conducían, sonó de pronto el rumor de una conversación, sostenida en voz gutural, y luego una carcajada. Las puertas del ascensor se cerraron, y este comenzó a descender. Tan grande era la rapidez del descenso hacia la ciudad que, aun sin la niebla que la 189

envolvía, hubiera sido imposible distinguir nada de ella. De momento, lo único que se notaba era que el aire iba oscureciéndose en torno suyo. Luego, al disminuir la velocidad, vio a menos de veinte metros una de las paredes laterales de un gran edificio. Entonces paró el ascensor y sus puertas se abrieron. Un grupo de hombres esperaba allí, con la curiosidad pintada en sus impasibles rostros. Todos llevaban uniforme de una u otra clase, y uno de ellos se adelantó, llevando un papel en la mano. —¿El Cardenal Bellairs? —dijo, en inglés también—. ¿Y Monseñor Masterman? — añadió. Se inclinó el Cardenal. —Recibimos de Roma la noticia ayer noche. Tengo entendido que traéis una comunicación de las grandes potencias, ¿verdad? —Del Padre Santo, a quien las potencias europeas han encargado que las represente. —Es lo mismo —contestó en brusco tono el hombre—. El Consejo os espera para recibiros. Haced el favor de seguirme. Se adelantó entonces uno de los oficiales que los habían conducido y dijo: —Tengo entendido que este caballero —y señaló al sacerdote— no actúa aquí como enviado. —¿Es cierto? —preguntó el otro. —Así es. —Bien. Pues no tengo autorización más que para introducir al enviado. Monseñor Masterman tendrá la bondad de seguir a ese otro caballero. ¿Queréis venir conmigo, Eminencia? VI Dando una mirada retrospectiva al conjunto de los sucesos, lo que más indignaba después al sacerdote era la abominable rapidez con que aquella tragedia llegó a su desenlace. Pero acaso resultó más piadoso que así fuera, porque la media hora que, aproximadamente, transcurrió antes de que el sacerdote tuviera noticias de lo ocurrido, le pareció de una lentitud verdaderamente intolerable. Le metieron en cierto saloncito amueblado que formaba parte de un edificio del que se habían apoderado los revolucionarios, en el que dos hombres guardaban la puerta de la habitación conversando en el pasillo, y allí estuvo encerrado el sacerdote, paseando de un extremo a otro de la sala, sufriendo la tortura de una lenta agonía espiritual, peor mil veces que el terror franco y declarado a algo concreto. Trató de consolarse un poco repasando en la memoria los acontecimientos ocurridos en los últimos días: recordando cómo después del primer chispazo de la revolución, cuando las fuerzas de policía quedaron deshechas por esas nuevas armas de las que no entendía nada, y el palacio había sido tomado, y la ciudad sometida al terror, sin intentar siquiera defenderse; entonces, los revolucionarios habían reprimido severamente segundo un saqueo con una actitud que no resultaba del todo indigna de la verdadera civilización. 190

El asunto era, sin embargo, incomprensible para él en gran parte por no conocerlo más que en sus líneas generales. En primer lugar saltaba a la vista que el plan a que debía sujetarse la revolución había quedado ya trazado, en todos sus detalles, desde algunos meses antes. A raíz de la conversión del Emperador, se produjeron numerosas conversiones, acompañadas de la dispersión a otros países, principalmente a América, de incontables personas pertenecientes a las clases inferiores, y que eran conocidas como socialistas. Las autoridades consideraron natural todo esto y más bien tranquilizador. Hubo, sí, algunas protestas contra los nuevos proyectos de ley; pero sin importancia suficiente como para dar pie a la sospecha de que pudieran acudir a medios violentos. Finalmente, cuando comenzaba la emigración organizada y hasta los políticos más pesimistas consideraban salvada la situación, se dio sin previo aviso el inesperado golpe, sin duda preparado por algún Consejo directivo de carácter internacional cuya existencia no podía sospecharse siquiera. En cuanto a los pormenores de la revolución Monseñor tenía una aún más vaga idea, porque su comprensión dependía del exacto conocimiento de la organización interna de Berlín, según la cual una especie de ciudadela interior, que por su aspecto nadie hubiera imaginado que estaba fortificada, sostenía entre sus tentáculos toda la inmensa red de otras «plazas fuertes» parecidas y que en aquellos tiempos constituían la defensa de cada ciudad. Él no sabía exactamente qué eran esas nuevas «plazas fuertes» que habían sustituido a las antiguas; pero conocía el hecho de que poseían un inmenso número de minas tanto en la ciudad como fuera de ella, y una especie de «rayo eléctrico», que en aquella época reemplazaba a los antiguos cañones. Pues bien: nada menos que de esa ciudadela, en cuyo recinto estaba comprendido el palacio del Emperador, se habían apoderado, de pronto, los revolucionarios, evidentemente gracias a alguna traición de los que la custodiaban. La cosa ya no tenía remedio. Era imposible que las otras naciones o que la fuerza aérea de Alemania intentaran la destrucción total de la ciudadela, desde el momento en que se hizo público que el Emperador había sido hecho prisionero por los revolucionarios. A él la historia le pareció atrevida mientras la oía, pero luego reflexionó que tales golpes de audacia eran, después de todo, extraordinaria e inesperadamente sencillos. Surgía, en fin, la cuestión de las condiciones impuestas por los rebeldes, condiciones que unánimemente rechazaban las grandes potencias, ya que incluían la abolición del establecimiento de la Iglesia en toda Europa y la más absoluta libertad para la prensa, exigiéndose garantías de que tales disposiciones no tuvieran carácter transitorio. De no ser aceptadas aquellas condiciones, amenazaban con la ejecución del Emperador y la formal declaración de guerra a Europa, guerra que, por supuesto, solo podía tener un final, pero que, entretanto, dadas las nuevas condiciones de guerra, significaba la destrucción de inmensas propiedades y la pérdida de incalculable número de vidas, con tanto mayor motivo cuanto que los socialistas repudiaban toda ley o pacto internacional relativo a la guerra. Claro que aquella especie de reto resultaba un recurso ridículo y 191

desesperado; pero era el reto de un chiquillo salvaje que tenía en sus manos todos los medios ofensivos modernos y que sabía cómo utilizarlos. También era posible, según algunos dijeron, que si aquel movimiento tenía éxito, se viera secundado por un levantamiento general de todo el mundo civilizado. Esto era, en suma, cuanto sabía Monseñor Masterman; esto lo que se había hecho ya de dominio público en todo el mundo, y en verdad distaba de ser tranquilizador. Cierto que temía él por su propia vida, y, sin embargo, mientras paseaba de un extremo a otro de la sala, pensaba que para ser absolutamente sincero había que decir que no era esta la idea que se destacaba en su mente. Más bien lo que le preocupaba era el asombro y el horror de que tales cosas hubieran podido ocurrir de pronto en aquel mundo ordenado y disciplinado que ahora le parecía familiar. Esta impresión de horror era la que pesaba entonces sobre su espíritu… una impresión que crecía aún más y más bajo la influencia de aquella oscura y triste mañana de abril, del estado de tensión nerviosa en que se hallaba, del modo brusco y descortés con que fue recibido, y del conocimiento de que treinta y seis horas antes había perdido la vida en aquella silenciosa ciudad el enviado que llegó a ella solo y en son de paz. La terrible impresión se concentraba también entonces, como en un símbolo, en el anciano Cardenal, a quien estaba aprendiendo a amar. Se representaba ya, como todo hombre cuya imaginación ha llegado al más alto punto de excitación, una docena de acontecimientos que le parecían posibles, y cada uno de los cuales veía claramente con los ojos del espíritu, como si fuera un cuadro. Se imaginaba la vuelta del Cardenal con la noticia de que se había firmado un compromiso, o al menos que se dilataba por algún tiempo la solución, y ya creía él saber algunas de las proposiciones que debían ser sometidas a la sanción del Papa; se imaginaba a su jefe volviendo ansioso y perturbado, sin que se hubiera decidido nada, o bien mandándole a llamar a él a toda prisa… Y aun otros cuadros mucho más terribles forjaba su fantasía, aunque empeñándose en no verlos, y en convencerse a sí mismo de que sería imposible que tales cosas ocurrieran. Sin embargo, ninguna imagen fue tan terrible como el hecho mismo… Se presentó rápido, inesperado, sin el menor signo que lo anunciara. Al dar la vuelta a la habitación, en uno de sus paseos, cuando aún resonaba en sus oídos el ruido de un carro que acababa de pararse bajo las rejas de las abiertas ventanas, allá al extremo de la sala vio penetrar en ella, rápidamente y sin rumor de pasos que le advirtieran su presencia, una persona, detrás de la cual quedaron esperando otras dos… Era el Cardenal que acababa de entrar, más erguido y sereno que nunca, con tan soberana mirada en los ojos que dejó mudo y perplejo al sacerdote. Levantó la mano, sobre la cual brillaba la gran amatista del anillo, y, al ver el movimiento, cayó de rodillas el cura, casi sin darse cuenta de lo que hacía. —Benedictio Dei omnipotentis, Patris et Filii et Spiritus Sancti, descendat super te, et 192

maneat semper. Estas fueron sus palabras: ni una más. Al levantarse el cura con un grito ahogado, la esbelta figura había desaparecido, y la puerta volvía a quedar cerrada con llave.

CAPÍTULO III I Un raro silencio pesó durante todo el día sobre la ciudad, bien distinto de aquella quietud relativa de las grandes poblaciones modernas a que se había acostumbrado ya el sacerdote. Conocía bien el suave y casi calmante rumor callejero producido por la circulación sobre los silenciosos asfaltados, mientras sonaban las notas amortiguadas de campanas o melodiosas bocinas pertenecientes a los más rápidos vehículos. Todo esto era tranquilizador para cualquiera, y venía a recordarle que vivía entre hombres activos, atareados, pero también civilizados y capaces de dominarse a sí mismos. Sin embargo, el silencio de aquel barrio situado en el corazón de Berlín, resultaba completamente distinto. Por lo profundo, llegaba a ser siniestro y significativo. De cuando en cuando, sonaba en el aire la nota dura, insistente y cada vez más próxima, de la bocina de alguno de los vehículos empleados por los revolucionarios para sus trabajos, pasando a una velocidad increíble por las calles, hasta perderse de vista y dejarlo todo otra vez sumido en el silencio. Muchas veces oía el sacerdote el ronco ruido de voces bajo las ventanas, alejándose pronto. En ocasiones se oía allá arriba, en el inmenso edificio, el zumbido de un ascensor, unos pasos, el golpe de una ventana que se cerraba con violencia. Y a cada ruido prestaba él la más intensa y ansiosa atención, como si hubiera de anunciarle alguna nueva catástrofe, como si fuera signo de que todo aquel mundo que le rodeaba iba a precipitarse sobre él. En cuanto a la marcha de los acontecimientos, no sabía nada absolutamente. Desde el horrible instante en que se cerró la puerta por donde había penetrado el Cardenal, y desapareció este tan misteriosamente como había entrado, ni lo más mínimo vino a indicarle qué ocurría. Ni siquiera se atrevió a preguntar por su anciano jefe al taciturno criado de uniforme que le servía la comida, porque estaba seguro, tan seguro como si lo hubiera visto, de que su amigo había muerto a manos de los revolucionarios, tal como anunció la Junta que ocurriría a todo enviado que llegara allí con cualquier mensaje que no significara la más absoluta sumisión. Cómo murió… no quería ni imaginarlo siquiera. Al menos, esperaba que la muerte hubiera sido rápida… Mil pensamientos cruzaron por su mente, como sombras proyectadas sobre un lienzo, a medida que iban transcurriendo las horas. Veía la concentración de armamento: numerosas naves aéreas que cubrían el horizonte, y avanzaban hasta confundirse en el fragor de la batalla, sembrando por todas partes la destrucción, como gigantescas 193

máquinas de guerra dotadas de inmenso poder, único dato que no le era desconocido. O bien las imaginaba dispersándose en todas direcciones para pelear contra el mundo entero, constituyendo un conjunto de navíos silenciosos que avanzaban por entre las nubes, dirigiéndose a Roma, a Londres, a París, a Versalles, cada uno de ellos con fuerza suficiente para arrasar una ciudad. O se imaginaba la sumisión de todo el mundo al capricho de aquel puñado de muchachos audaces que a nada temían, ni siquiera a la muerte, y que agachados como monos sobre un polvorín, llevando una mecha encendida, no les importaba volar por los aires con tal que el mundo volara también con ellos. Ni una conclusión quiso sacar de todo esto, rechazando cada conjetura que se formulaba en su mente, a pesar del estado de ánimo pasivo en que se hallaba. Ni siquiera comprendía del todo que la pregunta que meses atrás se hacía y que tanto le torturaba — esto es: si al gobernar el mundo, los cristianos habían olvidado ya lo que era sufrir—, quedaba contestada con horripilante claridad. Solo percibía que el joven príncipe romano había sido valiente y aún más el anciano Cardenal, puesto que este no ignoraba que aquellos a quienes se dirigía cumplirían exactamente su amenaza. Y entretanto, el tercer día de terrible indecisión tocaba a su fin, y para medianoche habría de saberse ya algo definitivo. La ciudad seguía aún envuelta en niebla, pero al atardecer clareó un poco, y él levantó pesadamente la cabeza que tenía caída sobre el pecho, y desde el revuelto sofá en que había dormido, contempló, medio echado todavía, la roja luz del sol poniente que llegaba hasta la pared, sobre el sitio en que él estaba. Era curioso el aspecto de aquella sala para quien, como él, se había acostumbrado ya a otras más modernas: una desteñida alfombra cubría el suelo; las paredes estaban empapeladas, y los globos eléctricos, ya pasados de moda, colgaban del enjalbegado techo por medio de alambres. Parecía todo aquello como los restos de otra época o, tal vez, la deliberada reconstrucción de algo pasado… El sol iba descendiendo lentamente por la pared… De pronto, abrieron la puerta desde fuera y, al volver él la cabeza para ver quién entraba, vio acercársele, sonriendo, a James Hardy. II —Buenas tardes, Monseñor —dijo—. Es una vergüenza que no haya venido antes a visitaros, pero la verdad es que hemos estado ocupadísimos estos días. Se sentó, dicho esto, sin dar la mano. Dos cosas adivinó en seguida el sacerdote, con una de aquellas rápidas e inexplicables intuiciones que resultan más ciertas que todos los conocimientos trabajosamente adquiridos: en primer lugar, que el haberle dejado solo durante tres días no había sido por descuido, sino deliberado, y en segundo lugar, que aquella visita, cuando no faltaban más 194

que tres horas para terminar el plazo consabido, era también premeditada. No tenía bastante clara la cabeza para sacar de tales hechos una conclusión concreta; pero, cuando menos, tomó de momento, y esto con la rapidez del rayo, una decisión: la de no pronunciar palabra. —Temo que hayáis pasado bastantes horas de ansiedad —siguió diciendo el otro—; pero a todos nos ha ocurrido lo mismo: no debe guardarnos rencor por ello, Monseñor. Nada contestó el cura. Miró, con los ojos medio cerrados, el rostro afeitado, macizo e inteligente; los labios gruesos, de expresión algo irónica; el cabello, cortado al rape y algo canoso en las sienes, de aquel hombre sentado frente a él, y al examinarle, esperaba descubrir alguna señal de emoción; pero no parecía existir ni la más mínima. Levantó el hombre la vista, se encontró con la mirada del otro y sonrió ligeramente. —Vaya, temo que estáis algo descontento de nosotros; pero no olvidéis, Monseñor, que vosotros nos habéis… o mejor dicho, nos acorralasteis —añadió corrigiéndose—. Yo lamento tanto como vos mismo la muerte de los dos enviados; pero nos vimos obligados a cumplir la palabra empeñada. Evidentemente, no creyó en ella vuestro partido, porque, de lo contrario, hubiera empleado otros recursos para ponerse en comunicación con nosotros. Bueno… tuvimos que probar que habíamos hablado con sinceridad. Y por lo visto tendremos que seguir probándolo esta noche. De nuevo reinó el silencio. —Creo que cometéis una tontería al tomar esta actitud, Monseñor —continuó diciendo el otro con viveza—, quiero decir: con eso de no contestarme. Estoy dispuesto a deciros cuanto sé, si os dignáis preguntármelo. No he venido aquí con intención de ofenderos ni de humillaros como a un vencido. Y, después de todo, bien sabéis que hubiéramos podido trataros también como si fuerais otro enviado. Para hablaros con entera franqueza: yo soy quien ha influido en que no se os considerara como a tal… ¡Oh! No creáis que haya sido por buen corazón: ya hemos perdido esa costumbre. Vosotros, los cristianos, nos habéis enseñado el camino. Pero yo creí que con guardar nuestra palabra bastaba, y que no era preciso ir más allá. Los hechos han probado que estaba en lo cierto… ¿Queréis saber cómo? El sacerdote volvió a mirarle. —Bueno, vamos a permitiros que regreséis a vuestra casa antes de medianoche. Temo, sin embargo, que tendréis aún que ser testigo de la última escena, a fin de que podáis dar informes verdaderos acerca de ella… Me refiero a la muerte del Emperador. Volvió a hacer aquí una pausa, esperando la contestación. Al fin se puso en pie, como si hubiera perdido ya la paciencia. —Tened la bondad de seguirme, Monseñor —dijo con aire brusco—. Tengo que llevaros ante el Consejo. III Grande como una sala de conciertos era aquella a la que el sacerdote se vio conducido, al fin, una hora después, por James Hardy y dos policías, y tuvo tiempo más que suficiente 195

para examinarla mientras estuvo esperando de pie junto a la puertecilla por la cual le introdujeron, haciéndole subir hasta la parte posterior de una plataforma. Esta estaba situada en un extremo de la sala, y contenía sillas y pupitres colocados en semicírculo, como si estuvieran destinados a los jueces de algún tribunal; unas treinta personas estaban allí sentadas, vestidas todas ellas de un modo semejante y con ropas de colores oscuros. Esos trajes le parecían muy conocidos, y supuso que los habría visto antes en algún cuadro. De pronto, recordó que, según le había dicho tiempo atrás el Padre Jervis, los socialistas protestaban contra las nuevas modas en materia de vestidos. El pupitre y el asiento del Presidente estaban algo más altos que los otros, pero de espaldas al cura, este no distinguía más que su toga negra y sus largos cabellos grises. En aquel momento parecía estar contestando, en un alemán muy rápido, alguna pregunta que le había dirigido uno de sus compañeros. El resto de la sala estaba casi vacío. Al pie de la plataforma se veía una mesa, y sobre ella tres o cuatro de los acostumbrados aparatos grabadores. Una docena de hombres estaban también sentados allí, escribiendo unos, escuchando otros, arrellanados en sus asientos. En el centro, al lado opuesto de la mesa, se veía una especie de banco de los testigos rodeado de barandilla por tres lados, al cual se subía por dos escalones. De allí salía, en el momento de entrar el sacerdote, un hombre de puntiaguda barba gris. En pie y esparcidas por la sala, también cerca de veinte personas parecían escuchar las palabras del Presidente o estar esperando que les llegara el turno. Unas altas puertas custodiadas por la policía cerraban la sala, y en mitad de las largas paredes laterales había otras dos, cerradas también, que daban a distintas salas y pasillos, en uno de los cuales había estado hasta ese momento el cura, esperando que el Consejo le llamara. Salvo la voz del Presidente, nada se oía en la sala, y ese mismo silencio y esa quietud de los presentes parecían revelar cierto grado de tensión. Para cualquier persona inteligente hubiera sido imposible que pasara inadvertida, y con mayor motivo era poderosamente significativa para la extrema sensibilidad del sacerdote. De lo que realmente significaba no tenía una idea clara, más allá de lo qye ya sabía: que iban transcurriendo las horas y que, a medianoche, ocurriría algo decisivo que, aunque en último término redundara en contra de cuantas personas lo autorizaran con su presencia, podría, a pesar de ello, cambiar el curso de las cosas en el mundo. Era imposible que una protesta tan desesperada como aquella no produjera el más tremendo efecto moral. Una hora antes, al pasar rápidamente por las calles, había notado ya, contra el luminoso horizonte del lado de poniente, cierta hilera de flotantes manchas que sabía que eran otras tantas naves aéreas que vigilaban día y noche, formando un vasto círculo alrededor de la ciudad. A medianoche partirían, sin duda… Aunque afuera reinaba ya la oscuridad, la sala estaba tan clara como si fuese de día, gracias a los focos eléctricos ocultos sobre las cornisas; y a su luz él distinguía 196

perfectamente no solo los rostros, sino hasta la misma expresión que los caracterizaba. Una cosa al menos era común a todos ellos: cierta silenciosa y feroz excitación… Faltarían unos diez minutos para que el sacerdote compareciera ante el Consejo. Parecía que el miembro del mismo a quien se dirigía el Presidente no quedaba demasiado satisfecho, y así se cruzaban entre uno y otro, sin interrupción, preguntas y respuestas, expresadas en alemán rapidísimo y casi ininteligible. Una o dos veces sonaron algunos aplausos, y se vio al Presidente golpear con la mano el pupitre como para dar mayor énfasis a sus palabras. Pronto adivinó el sacerdote que la unanimidad no era tan perfecta como se pretendía hacer creer al mundo. De todas maneras, era inútil intentar adivinarlo. Al fin, el Presidente se recostó en su asiento y Hardy se adelantó para hablarle en voz baja. Asintió el otro con una inclinación de la cabeza, y un momento después, a una señal de Hardy, los dos policías cogieron por los brazos al sacerdote y le llevaron cruzando el estrado y bajando los escalones, hasta dejarle en el banco de los testigos. Entonces el Presidente, que aun había seguido hablando en secreto, se volvió bruscamente y se encaró con él. Monseñor refirió, luego, cuán extraordinaria fue la impresión que recibió en aquel momento. Sus nervios estaban ya en el más alto grado de tensión y su expectación en el límite; pero la cara de aquel hombre que le estaba mirando, por más tremenda que se figurara uno la del que pudo concebir y llevar a cabo una revolución como aquella…, la cara de aquel hombre estaba más allá de cuanto pudiera imaginarse. Según la costumbre de la época, iba completamente afeitado, y la ausencia de pelo, exceptuando el cabello, que servía de marco al rostro, aumentaba aún la energía de las líneas y sombras de las facciones. Era aquella, según pensó enseguida Monseñor, una cara de cura, con toda la fuerza escudriñadora de quien está acostumbrado a ver de cerca el alma humana; pero de cura renegado. Cetrino el color, producía la impresión de salud y fuerza, y no la de debilidad; carnosas las mejillas, aunque sin llegar a la gordura; los labios eran rectos y delgados; la nariz aguileña y prominente; los ojos, negros y protegidos por pobladas cejas, parecían lanzar entonces contra él una poderosa llamarada. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y muy largo, y en conjunto aquella cabeza y el rostro tenían todo el aspecto de una careta cuidadosamente modelada, y solo a través de sus ojos era posible ver el tremendo caudal de vida que tras ella se ocultaba. La mirada del sacerdote chocó un instante con la del otro, y el primero bajó los ojos, comprendiendo que, mientras mirara a aquel hombre cara a cara no podría conservar el dominio de sí mismo. Se quedó entonces sorprendido al oír unas palabras pronunciadas en inglés. Levantó de nuevo la vista y se halló con que era Hardy el que hablaba, junto a la silla del Presidente. —Monseñor, —dijo—, no quisisteis contestarme hace un rato. ¿Os dignáis hacerlo ahora 197

en que os hablo en nombre del Consejo? —Contestaré lo que considere que es mi deber. No sin cierta burlona ironía continuó diciendo Hardy: —No os asustéis, Monseñor: no empleamos nosotros el tormento para arrancar ciertas respuestas. Solo deseaba saber si estabais dispuesto a mostraros razonable. Nada dijo a esto el cura. —Muy bien, pues… —continuó el otro—. En primer lugar, vamos a deciros cuál es nuestra intención. A medianoche, como ya sabéis, cumpliremos nuestra palabra, y el Emperador seguirá el mismo camino que los otros. Es lamentable, pero los cristianos no parecen comprender aún que hablamos con toda seriedad. Siento tener que deciros que vos habréis de asistir a esta escena; pero podéis consolaros ejerciendo vuestro ministerio con el que es correligionario vuestro. Desde que se le encarceló no se le ha permitido aún hablar con ningún sacerdote. Después de esto, seréis puesto inmediatamente en libertad, y se os embarcará en la misma aeronave en que vinisteis desde Roma, y con la misma persona que la dirigía, imponiéndoos únicamente esta condición: la de que vayáis directamente a presentaros al Padre Santo, le digáis cuanto habéis visto, y le llevéis unos pocos objetos que os entregaremos. Se paró aquí un momento e hizo una seña a alguien que estaba detrás de él. Se adelantó entonces un hombre llevando una cajita y la depositó sobre la mesa. Hardy la abrió en seguida. —Esta es la caja que habéis de llevar. Veo que reconocéis los objetos que contiene: son la birreta, el solideo, la cruz y el anillo del Cardenal Bellairs. También están aquí el anillo y la medalla pertenecientes al Príncipe Otteone… Os llevaréis todo esto como pruebas de lo que habéis de decir. ¿Estáis dispuesto a hacerlo? El sacerdote asintió con una inclinación de la cabeza. No podía en aquel momento pronunciar ni una palabra. —Le diréis también al Padre Santo —continuó el otro, volviendo a colocar todo en la caja—, en qué disposición de ánimo nos habéis visto. Le diréis que estamos enteramente decididos a todo y que nada tememos. No le tenemos miedo a nadie, ni nada nos asusta, Monseñor. Creo que a estas horas habréis podido ya comprenderlo así. Claro que seréis también portador de una carta. Contendrá nuestras condiciones definitivas. Porque he de deciros (y os aseguro que sois vos la primera persona ajena a los nuestros que se entera de esta noticia), he de deciros que hemos decidido continuar dando pruebas de nuestra paciencia durante una semana más. Dentro de este plazo, para probar que nuestras palabras están de acuerdo con nuestros propósitos, atacaremos una ciudad y, según yo espero, la destruiremos. Por supuesto que no voy a revelaros qué ciudad es esta. Si al terminar la semana, no son aceptadas nuestras anteriores condiciones, pondremos por 198

completo en práctica todas nuestras amenazas. Podéis añadir también a lo ya dicho — continuó diciendo con toda intención—, que nuestro partido tiene representación en todas las capitales de Europa, y que esas representaciones es de esperar que nos secunden con movimientos semejantes al nuestro, en cuanto termine la semana de plazo. No tenemos el menor inconveniente en deciros todo esto: nuestros planes están completamente formados y ninguna precaución que adoptéis contra ellos puede ser capaz de estorbarlos. ¿Os parece que he hablado con suficiente claridad, Monseñor? —Sí —contestó el sacerdote. —¿Estáis convencido de que lo que decimos es exactamente lo que pensamos? —Así lo supongo. Cambió un poco el modo de hablar de Hardy. Hasta entonces lo había hecho con frialdad y rudeza, excepto en alguna ocasión en que su voz adquiría inflexiones ligeramente irónicas. Ahora, se inclinó un poco hacia adelante, apoyando las manos en la mesa, y comenzó a expresarse en tono casi amistoso. —Ahora hay solo una o dos preguntas que el Consejo desea que os dirija. Monseñor miró rápidamente aquellos rostros que le contemplaban, y al llegar al del Presidente, hubiera jurado que una expresión de disgusto se reflejaba en él de pronto. —Bien, la primera pregunta, que ya supongo no querréis contestar, pero en fin, si lo hacéis os quedaremos agradecidos… es la siguiente: ¿podéis decirnos si, cuando vos salisteis de Roma, el Padre Santo o las grandes potencias europeas manifestaban deseos de someterse? El sacerdote respiró con fuerza. —Tengo la absoluta seguridad —dijo con aire reposado— de que no tienen la menor intención de someterse, y de que jamás harán tal cosa. —Pues entonces, ¿por qué nos han mandado a sus enviados? —Porque estaban dispuestos a otorgaros otras concesiones. —¿Y qué concesiones eran estas? Se quedó dudando Monseñor respecto a la respuesta que daría. —No soy yo ningún enviado y carezco de autorización para decirlo. —¿Sabéis en qué consistían? —Sí. —¿Pues por qué no las decís? ¿No es precisamente el deseo de las potencias llegar a un arreglo? —Este era su deseo. —¿Queréis decir, pues, que no lo es ya? —Creo que no cabe imaginar que persistan en él. —¿Por qué razón? —Porque vosotros habéis asesinado a sus dos enviados —contestó el cura temblando de pronto con incontrolable excitación nerviosa. —¿Tenéis algún motivo para afirmar lo que habéis indicado? —Tan solo sé lo que haría yo en circunstancias semejantes. —Y usted ¿que haría? 199

Se irguió entonces el sacerdote, y asió la barandilla para afirmarse: —Borraría de la faz de la tierra a cuantos estuvieran complicados en esos asesinatos. No emplearía ya más los procedimientos de la civilización para tratar con salvajes. Se produjo entonces una gran conmoción llena de murmullos entre los oyentes. Por la intensa atención con que habían seguido aquella serie de preguntas y respuestas, Monseñor vio que entendían perfectamente el inglés. Uno de aquellos hombres se puso en pie con actitud violenta; pero en el mismo instante se levantó también el Presidente, y con un gesto cortante y unas cuantas palabras enérgicas restableció el orden. —He aquí una deplorable manifestación de violencia —dijo entonces Hardy—. Pero es altamente cristiana, —añadió. —Empiezo a creerlo yo mismo —contestó el cura. —Bueno, basta —dijo el otro, golpeando la mesa, verdaderamente irritado—. Vamos a nuestro asunto… Una puerta situada detrás de él y que comunicaba con las oficinas traeras del vestíbulo, se abrió violentamente mientras pronunciaba estas palabras, y se interrumpió. Se volvió para mirar, y al seguir Monseñor su mirada, vio aparecer a un hombre que mostraba signos de la más extrema agitación. Atravesó con tres o cuatro pasos el estrado y, empujando a Hardy, le apartó para acercarse al Presidente y entregarle un papel. Entonces se apartó un poco, y se quedó esperando. Tomó el papel el Presidente y lo leyó con la mayor atención. Luego lo colocó sobre la mesa, dirigió vivamente una pregunta en aquel rapidísimo alemán que empleaba, y le fue contestada con la misma viveza. Entonces se volvió y, estrujando el papel entre los dedos, pronunció una sola frase que hizo que todos los asistentes se pusieran en pie. IV En medio de la confusión que entonces se produjo, Monseñor quedó allí olvidado durante un rato. Tras una orden del Presidente dada a toda prisa, el hombre que había traído el recado desapareció. En cuanto a los demás, formaban grupos hablando acaloradamente, para disolverse después y volverse a reunir. Solo dos de aquellos hombres permanecían quietos: Hardy y el Presidente, sentado aún este último, mirando frente a sí como atontado y con adusto ceño, mientras el inglés le hablaba al oído. Luego, también Hardy se separó, y miró a su alrededor. Uno o dos de sus compañeros se le acercaron, pero él los apartó de su lado. Al fin, se fijaron sus ojos en el sacerdote, que esperaba aún, y entonces, descendiendo los escalones del estrado, le hizo una seña para que se acercara. Monseñor se hallaba en un estado de total perplejidad pero obedeció y se dirigió a donde le llamaban. Al pasar notó que hasta los que guardaban las puertas estaban hablando. —Hay novedades —murmuró rápidamente Hardy—. Otro enviado llega. ¿Sabéis quién es? 200

—No tengo la menor idea —contestó el cura movien do la cabeza. —Dentro de diez minutos estará aquí. Hace cinco que pasó por la línea de vigilancia de las naves aéreas. Monseñor… —¿Qué? —Seguidme un momento. Quiero deciros a solas algunas palabras. Cruzaron el estrado, se acercó Hardy al sillón del Presidente, le dijo algo en secreto y volvió después. —Venid conmigo —murmuró. Pasaron por la puerta posterior hasta llegar a una de las salitas por donde habían venido juntos media hora antes. Allí se encerró Hardy con su acompañante, y dirigiéndose a él, comenzó a decirle titubeando: —Monseñor… El sacerdote le miró con curiosidad. Empezaba a adivi nar que iba a hacerle alguna revelación. —Monseñor —continuó diciendo el otro—, no os he tratado con dureza… Fui a veros en cuanto pude… —Bien ¿y qué? —Yo… yo no sé lo que va a ocurrir aquí. El enviado llega a última hora. En el Consejo están muy divididos los pareceres. ¿No lo notasteis? —¿Y bién? —Están indecisos: es inútil negarlo. Aceptarían cualquier solución. Ven que el caso es desesperado. En ese momento, sujetaba al sacerdote por la manga de la sotana, y en sus ojos se reflejaba la más viva y dolorosa ansiedad. —¿Y qué puedo yo hacer en esto? ¿Qué quiere usted de mí? —Van a decir que yo soy el responsable… si las negociaciones dan algún resultado. Dirán que fui yo quien las provocó, y entonces me sacrificarán a mí… a mí y al Presidente. Dirán que ellos jamás hubieran llegado a tales extremos… Pero ¿qué ruido es ese? Monseñor hizo un movimiento de impaciencia. Comenzaba a ver claro el asunto. —Bueno —continuó diciendo nerviosamente el otro—: lo que deseo es que me defendáis si es necesario…, si es necesario, ¿comprendéis? Sois cristiano, Monseñor… Estoy seguro de que no me negaréis vuestro apoyo. El cura esperó antes de contestar. La situación iba dibujándose cada vez más clara, y, sin embargo… Se oyó del otro lado de la puerta una voz áspera que llamaba, y Hardy corrió hacia aquella, haciendo seña al cura de que le siguiera, y mientras este le obedecía, le dirigió otra mirada suplicante y abrió. El Presidente estaba allí esperando. Más imponente que nunca, ahora que podía apreciarse mejor su alta talla, 201

fijó los ojos con gran lentitud en ambos. —Volved a la sala —dijo hablando tan despacio que hasta el sacerdote le entendió perfectamente. Y luego, sin añadir una palabra, se volvió en redondo. —El enviado llega —murmuró Hardy, sin aliento casi, antes de seguirle—. ¿Os acordaréis de lo que os he dicho, Monseñor?... Apenas habían estado fuera un minuto y, sin embargo, la confusión y el barullo habían cesado. Todo el mundo ocupaba ya su asiento, con aquel mismo aire impasible, aunque muy despierto, que Monseñor notó ya desde el primer momento. Pero bajo aquella impasibilidad le parecía descubrir algo de la indecisión que acababan de indicarle. Sin duda su disciplina era admirable; pero también resultaba evidente que hasta la disciplina socialista tiene sus límites. El Presidente acababa de sentarse, Hardy entraba detrás de él y el sacerdote aún dudaba cerca de la puerta cuando al final de la sala se notó cierto movimiento entre los que la guardaban, se abrieron las altas puertas y alguien entró, avanzando en línea recta y sin mirar a derecha ni izquierda. Hasta llegar al extremo opuesto, a su paso se apagaban poco a poco todos los murmullos. No podía vérsele el rostro. Llevaba un abrigo de viaje que le llegaba a los pies, y una gorra cubría su cabeza, mientras el cuello y la mayor parte de la cara quedaban envueltos por una ancha bufanda blanca, como las que los aviadores solían usar. Continuó andando sin mirar a nadie, como si estuviera allí por propio derecho, y no se detuvo hasta llegar al banco de los testigos, donde se quedó completamente inmóvil durante unos instantes. Después, se quitó la bufanda y la gorra y las colocó a su lado; dejó caer con rápido movimiento el abrigo y quedó en pie, vestido de blanco de la cabeza a los pies, puesto que blancos eran su solideo y su ropaje… se oyó entonces una apagada exclamación de sorpresa que partía de cuantos ocupaban el estrado; dos o tres de ellos se levantaron y volvieron a sentarse en seguida. Solo permaneció completamente inmóvil el Presidente. Luego reinó el más profundo silencio. V —Bien: veo que he llegado a tiempo —dijo el Papa hablando en un francés puro y 202

elegante. Sonriendo, miraba curiosamente alrededor; aquel extranjero de exigua talla y de aspecto vulgar, que poseía, en tal período de la historia, un poder incalculablemente superior al que ninguno de los nacidos hubiera poseído antes; Padre de príncipes y reyes; árbitro de Oriente, Padre y también dueño y soberano de mucho más de mil millones de almas. Allí estaba, completamente solo, sin más que un criado esperando a media milla de distancia en la estación aérea; allí estaba, en presencia del Consejo que, en representación de todos los descontentos de la humanidad había declarado la guerra al mundo del cual él era el dueño absoluto. Ni una nación podía entonces promulgar ley alguna sin que él tuviera el derecho de oponerle su veto; ni un monarca se consideraba con derecho a ceñir su corona como no se la impusieran sus manos. Y Oriente, hasta el Oriente idólatra, había aprendido a comprender, al fin, que el Vicario de Cristo era el amigo de la Paz y del Progreso. Y, sin embargo, allí estaba, sonriendo, mirando a todos cara a cara. —Vengo aquí a ser mi propio embajador —dijo al cabo de un momento, arreglándose el alzacuello—. «Dijo el Rey: reverenciarán a mi Hijo», y así he venido yo como Vicario de este Hijo. Habéis matado a mis dos enviados, según me han dicho. ¿Por qué hicisteis esto? Nadie contestó. Desde el sitio en que se hallaba, Monseñor podía oír la agitada respiración de muchos, pero ni uno de aquellos hombres se movió o dijo una palabra. —Pues bien, he venido a ofreceros una ocasión, la última, para que podáis someteros pacíficamente. Dentro de una hora escasa termina la tregua. Después nos veremos obligados a hacer uso de la fuerza. No deseamos apelar a ella; pero la sociedad tiene el deber de defenderse. No os hablo en nombre de Cristo: sé que nada significa para vosotros. Por esto os hablo solo en nombre de la sociedad, que vosotros decís que amáis. Someteos, señores, y dejadme que yo sea el portador de esta buena noticia. Hablaba aún en aquel tono de conversación absolutamente tranquila que había adoptado desde el principio. Tenía una mano ligeramente apoyada sobre la barandilla que estaba frente a él, y con la otra jugueteaba con la gran cruz que adornaba su pecho, con naturalidad, como el sacerdote le había visto hacer en su propio palacio. Parecía inconcebible que todo el inmenso poder representado por él en la historia del mundo descansara en aquella frágil base. Y sin embargo, durante un rato de absoluta inmovilidad, nadie más que él seo movió o habló. Es probable que la escena les pareciera un sueño inverosímil. Al fin, mientras el sacerdote continuaba aún escuchando, como fascinado, notó que el Presidente salía de su inmovilidad. Con gran lentitud cambió de posición en su asiento, cruzó las manos y se echó hacia delante. Entonces se inició un diálogo cuyas palabras quedaron grabadas para siempre en la memoria del cura. Fue sostenido todo él en francés, en el que la entonación suave y delicada del Papa contrastaba con el fuerte y pesado acento del alemán. —Venís, pues, Señor, como enviado. ¿Es que aceptáis nuestras condiciones? —No las acepto: las ofrezco. 203

—¿Y cuáles son ellas? —Vuestra absoluta e incondicional sumisión a mi persona. —¿Recibisteis nuestra advertencia respecto al tratamiento que daríamos a tales enviados? Sonaron entonces sordos murmullos entre el auditorio, pero el Papa no les prestó la menor atención. —Ciertamente que sí —contestó. —Pues entonces, ¿acudís aquí armado o protegido de algún modo? Sonrió el Padre Santo y abriendo los brazos mostró sus manos vacías. —Vengo tal como veis: no más que así. —Pero ¿os guardan la espalda vuestros ejércitos? —Las flotas aéreas europeas saldrán en todas partes a medianoche. —¿Con vuestro consentimiento? —Desde luego. —¿Comprendéis el incalculable derramamiento de sangre que esto significa? —Sin la menor duda. —¿Y defendéis este procedimiento? —Mi Maestro vino trayendo no la paz, sino una espada. Pero no estoy yo aquí para enseñar teología. —Pero hasta que llegue medianoche… —Hasta medianoche estoy en vuestras manos. De nuevo reinó el silencio, más profundo aún que antes. Apartó Monseñor los ojos, que tenía fijos en el Papa, y los dirigió por un momento a aquella parte del círculo de oyentes que podía ver desde su sitio. Todos miraban fijamente a la figura blanca y reposada que frente a ellos estaba, unos medio hundidos en sus asientos, otros echados hacia delante, apretando entre los dedos los bordes de los pupitres. Volvió el cura a mirar aquel rostro. Si hubiera habido en él ya no señales de agitación o de miedo sino simplemente una intensa y desusada palidez; si en aquellas manos, una de las cuales ostentaba el gran anillo papal, se hubiese notado ya no manifiesto temblor sino algo de nerviosidad o encogimiento, bien hubiera cabido en lo posible, según después pensó el cura, que la escena terminara de muy distinto modo. Pero la actitud era completamente franca, natural y desenvuelta. Una de las manos se apoyaba ligeramente en la otra, y el rostro, aunque verdaderamente estuviera algo pálido, no carecía de color en las mejillas… La situación era tan crítica que bastara el peso de un cabello para inclinar la balanza a uno u otro lado… Entonces levantó un poco la cabeza el Presidente y todo el círculo de oyentes pareció agitarse esperando sus palabras. —No veo la menor razón para entretener más el asunto —dijo lentamente—. Nuestras condiciones fueron formuladas de modo terminante y claro. Este hombre se ha presentado aquí con perfecto conocimiento de ellas, y la consecuencia resultante de haberlas despreciado… Levantó aquí la mano el Papa e interrumpió diciendo: —Un instante, señor Presidente… 204

—No veo la menor razón… —Señores… Corrió entonces por el círculo de las treinta personas allí sentadas un rumor de benevolencia, de consentimiento, para que se concediera la palabra al que la pedía, y tan claro e inconfundible fue que el hombre que hasta entonces había podido gobernarlos a todos con una simple indicación o un gesto, volvió a bajar la cabeza. El Papa siguió entonces hablando así: —Señores, nada tengo que añadir, en realidad, a lo que ya he dicho; pero os ruego que volváis a meditar este asunto. Os proponéis matarme como habéis matado a mis dos enviados. Bien: estoy a vuestra disposición. No esperaba vivir tanto tiempo cuando salí de Roma esta mañana. Pero, una vez hecho esto, ¿habréis ganado algo? Al sonar la medianoche, todas las naciones civilizadas estarán sobre las armas, y algo más voy a deciros que tal vez no sepáis: el Este vendrá en auxilio de Europa. Las flotas orientales están ya en camino a la hora en que os hablo. Os proponéis la reforma de la sociedad. No voy a discutir ahora acerca de esa reforma: lo único que os digo es que llegáis tarde. Tampoco discutiré con vosotros acerca de la verdad que se encierra en la religión cristiana: solo os diré que esa religión es ya la que gobierna el mundo. ¿Me mataréis? Pues mi sucesor reinará mañana… ¿Mataréis al Emperador? Pues su hijo, que está ahora en Roma, empezará a reinar en ese mismo instante. Señores, ¿qué vais a ganar con todo ello? Pura y sencillamente lograréis lo que voy a deciros: que, en los tiempos futuros, vuestros nombres sonarán en boca de todos solo para abominaros… En este momento se os ofrece aún una ocasión para someteros: dentro de algunos minutos será ya demasiado tarde. Siguió a esto una pausa. De pronto, le pareció al cura que un sutil cambio se producía en aquel rostro y en aquella figura. Hasta entonces el Papa había hablado como si sostuviera tranquilamente una conversación con amigos suyos; pero, aunque de momento no lo notó el sacerdote, recordó después cómo había ido aumentando cierta secreta intensidad y fuerza en sus palabras, como al encender una hoguera. Durante aquella pausa, se acumuló toda la energía latente, coloreando de pronto su rostro; impulsándole a levantar las manos, como se levantan las aguas en el mar a la hora en que sube la marea; estallando inesperadamente en el llamear de sus ojos y en el ardor de su voz. Todos los presentes lo percibieron y en el estado de tensión nerviosa en que se hallaban, aquel súbito cambio fue como si la mano de un gigante los oprimiera, y destruyó las últimas vallas que sus propios temores habían ido elevando. —¡Hijos míos! —exclamó de pronto el Padre Santo, aquel padre de blancas vestiduras que no era ya un francés más, sino verdaderamente el Vicario de Cristo—. ¡Hijos míos, no destrocéis así mi corazón! Después de un trabajo tan duro y tan largo, como que ha durado dos mil años, dos mil años transcurridos desde la muerte de Cristo…, después de un trabajo así, vais a ser causa de la ruina, de la destrucción de una paz conseguida al fin, de una paz conquistada, tras tantas tribulaciones, por el pueblo de Dios. Decís vosotros que no conocéis a Dios y que no podéis, pues, amarlo; pero conocéis al 205

hombre, a ese pobre hombre obstinado siempre, ¿y ahora quisierais arrojarle una vez más a la venganza, a la ira y a la sed de sangre, a todas esas pasiones desde las cuales aun ahora podría pasar a disfrutar de la paz, si no fuera porque vosotros lo impedís? Decís que Cristo es harto duro, que su Iglesia es cruel, y que el hombre debe ser libre. También yo digo que el hombre ha de gozar de la libertad: para ello fue hecho; pero ¿qué libertad puede ser la que no ha aprendido él a usar? ¡Hijos míos! Tened piedad del hombre, y de mí que procuro ser su padre. Nunca ha reinado Cristo sobre la Tierra hasta ahora, el propio Cristo que murió, como yo, su pobre servidor, estaría mil veces dispuesto a morir, si con ello pudiera enseñar a los hombres a morir para sí mismos y a vivir para Él. Tened piedad, pues, del mundo que amáis y al cual esperáis servir. Servidlo, en verdad, del mejor modo que podáis: sirvámoslo juntos. Hubo un instante de silencio. Él continuó en su sitio apretando su cruz entre las manos como en momentos de agonía. De pronto extendió aquellas en un amplio gesto como dirigiendo un mudo llamamiento. Se oyó el ruido de un pupitre que caía; gran clamor de voces atropelladas, descompuestas, sonando todas a la vez; y en el mismo momento en que el reloj de la gran torre del edificio daba la primera campanada de la medianoche, el sacerdote, arrodillado entonces, vió a través de las lágrimas cómo todos los asistentes se arrojaban de rodillas también a los pies de aquella figura central que continuaba allí erguida, como una blanca columna, símbolo de la realeza y del dolor, que parecía llamar hacia sí, por última vez, al mundo entero. Y, sin embargo, el Presidente de aquel Consejo seguía aún sentado frente a su pupitre y completamente inmóvil.

CAPÍTULO IV I El panorama que se ofrecía a los ojos del observador desde el sitio en que estaba sentado, flotando en inmovilidad absoluta sobre Westminster, a una altura superior en treinta metros a la de la gran torre de San Eduardo, era como nunca pudieron soñarlo siquiera los hombres de épocas anteriores. Porque parecía como si una gran calle de aire puro hubiera sido abierta en el espacio, desde la niebla de Londres hasta el horizonte, por la parte del sudoeste, donde se perdía de nuevo en la ligera neblina estival, a unas treinta millas de distancia. Tan horizontal era la línea trazada por las aeronaves que esperaban a cada lado —como enormes barcazas con brillo de plata y empavesadas con los colores nacionales de la época— que parecía que el ojo se equivocaba y que lo que existía allí era un pavimento o un río de cristal, tan diáfano que resultaba invisible, y sobre el cual se sostenía toda aquella flota de ensueño, nunca vista en el mundo. 206

De cuando en cuando, como si se deslizara sobre el agua, salía disparado, para cruzar aquel espacio, un ligero bote con los colores azul y plata que distinguían a la guardia de la ciudad, o bien se hundía, cabeceaba un poco y luego desaparecía en los aires; otras veces giraba para adelantarse después como un torbellino, siguiendo la línea, y perdiéndose al fin en la lejanía. Pero todos los restantes monstruos del aire continuaban quietos, como reposando al sol y en espera de algo, con las banderas nacionales colgando, como en los antiguos barcos, de proa a popa, tan quietas como ellos mismos, excepto cuando la suave brisa que soplaba a ratos sacudía su pereza, haciendo que ondearan en el aire los macizos bordados y se agitaran, como los granos de trigo al ventearlos, aquellos resplandecientes gigantes preparados para rendir a su Señor los honores debidos. Frente al bote aéreo donde iba sentado el observador, tal vez a cien metros de distancia, flotaba también el bote real, custodiado por dos navíos de guerra, y deslumbrante con el adorno de sus colores rojo, azul y oro. Ondeaba en él el estandarte real de Inglaterra, que al ser mecido por la brisa azotaba los cristales de la cámara de popa, y sobre la cubierta se elevaba el dosel bajo el cual estaban sentados el Rey y la Reina, viéndose detrás de ellos a su guardia, de rojo uniforme. Sobre los navíos de guerra colocados a uno y otro lado se agrupaba toda la tripulación, formada como para pasar revista, mientras la música sonaba en las cubiertas inferiores. En ese conjunto de esplendor y de belleza pudo saciar sus ojos el fascinado observador, siguiendo la línea hasta más allá de donde flotaban los grandes botes ducales, todos en fila, y los de los funcionarios del Estado, los del Parlamento, seguidos después por otros, en incalculable número, que se perdían en la lejana niebla. Para los que miraban hacia el observador, el aspecto debía de ser no menos maravilloso. Allí podían verle a él revestido con su nuevo ropaje rojo de Cardenal, sentado en un trono bajo dosel y rodeado de servidores, sobre una ancha cubierta, alfombrada del mismo color, que ostentaba en el lado de proa la cruz de plata… una figura silenciosa y contemplativa era aquella con un esplendor de personaje legendario más sugerente aún que la gloria material que mostraba su nueva dignidad. Entre todas las sorprendentes multitudes que esperaban allí para recibirlo solemnemente, la llegada del Vicario de Cristo, unas flotando en el espacio, entre cielo y tierra, y otras apiñándose en las calles, en los terrados y en las ventanas de las casas; entre tan incalculable número de personas, no había ni una sola que ignorara que aquel hombre, aquella figurilla roja, solitaria e inmóvil, era quien tres meses antes se había presentado ante el Consejo revolucionario de Berlín, por propio y espontáneo impulso, exponiéndose a una muerte que parecía segura, por amor al anciano cuyo cuerpo descansaba ahora bajo el altar mayor de la inmensa catedral de Londres. Por ello, y en premio del mensaje, había sido elevado a la misma dignidad de su antiguo jefe. Era aquél el único hombre en todo el mundo cristiano que, después de mirar a la muerte cara a cara, no solo por él mismo, sino por otro cuya vida le importaba a él y a todos los cristianos más que la suya propia, había visto en un momento desvanecerse para siempre en las páginas de la 207

historia humana la última tempestad que podía amenazarla; era aquel el único que había visto con sus propios ojos a Cristo, representado por su Vicario, convertirse, al fin, en el Princeps gloriosus, y ejercer el poder, reinar. También el prelado se daba cuenta de esto, al menos vagamente, sentado allí en la nave aérea, tan quieto como una figura tallada en marfil, un hombre que había hallado, al fin, la paz ansiada. No solo con los ojos del cuerpo, sino con los del espíritu, él contemplaba aquella enorme ciudad de Londres, tan vasta como espléndida entonces, hasta el punto de ser la viva realización de los sueños de reformadores y artistas de un siglo atrás; y al levantar la mirada de cuando en cuando para dirigirla a la hilera de solemnes aeronaves con todo lo que significaba esa representación de las más altas clases sociales, le parecía verlo todo a través de un cristal y no del aire límpido del verano. Ante aquella divina calle extendida en el espacio y por la cual había de pasar el Vicario de Dios, mil recuerdos de acontecimientos que pocas personas logran experimentar durante su vida, fueron pasando por su memoria en un desfile interminable, al fin enlazados de un modo sólido y coherente, bajo el dedo de Dios que les dio vida y presidió su desenvolvimiento. En primer lugar se vio a sí mismo, comenzando la vida, ignorante como un niño, en el punto en que muchos la abandonan, perdido en un mundo raro en que se hallaba completamente desconcertado, y que si, por el nombre, era cristiano, a él le parecía extremadamente brutal en la realidad, tan brutal como los antiguos imperios paganos, aunque sin poder alegar, como ellos, la excusa de su ignorancia y del desbordamiento de sus pasiones. Sin embargo, su intelecto parecía incapaz de negar las consecuencias que se derivaban de la marcha de los acontecimientos, esa coherencia de todos los ideales en un conjunto armónico, de que los instintos se cumplieran, y las fuerzas actuaran, flotando sobre todo ello, como sobre el mar revuelto, el catolicismo, hasta conseguir el triunfo definitivo en la historia de la humanidad. Ni un elemento faltó, y como para llevar el convencimiento por medio de imágenes sensibles a aquel cerebro refractario que no se atenía más que a la lógica de sus argumentaciones, había podido contemplar una a una, a modo de series de educativas proyecciones, la visión de cómo, en Versalles, la maraña del gobierno individual se había aclarado una vez más sometiéndose a la monarquía, ese espejo algo infiel del gobierno de Dios en el mundo; cómo, en Roma, se había hallado nuevamente el equilibrio y la estabilidad entre reinos rivales, por medio de un árbitro cuyo reino no era de este mundo; cómo, finalmente, en Lourdes, en el más amplio de todos esos círculos, la misma ciencia mundanal no había sido examinada para contradecirla, sino para admitirla y hacerla más trascendental por una escuela de pensadores que no se imponían a sí mismos más límites que el infinito. Después, vino el regreso, pero ya sabía que no todo es entendimiento e imaginación: que el hombre posee también corazón, y que este tiene sus exigencias, no menos inexorables que las de la inteligencia. Y ese corazón suyo era el que protestaba contra lo que parecía 208

insultante imposición que le condenaba a perpetuo silencio. Porque, si bien halló en el cristianismo una síntesis de ideas, un conjunto de conocimientos que coincidían tendiendo al mismo fin, aunque este resultara satisfactorio para su inteligencia, no permitía al corazón tomar parte en ello. Aprendió la teoría de que la sociedad tiene el deber de defenderse, y creyó hallar en esto la negación de la esencial doctrina cristiana de que solo por medio de la derrota se llega al buen éxito, y que la Cruz es la que conduce al triunfo. Le pareció que Cristo había al fin descendido de la suya para recibir, precisamente, el homenaje de los únicos que no le entendían. Solo pudo aquietar su espíritu durante algún tiempo al ver que, fuera la que fuese la tendencia general del mundo, aún había en él hombres que consideraban que al sufrimiento le correspondía siempre la mejor parte. Se quedó así más tranquilo, pero no convencido. Entonces había buscado un atisbo del reverso de la medalla, de lo que parecía la única alternativa posible a la fe que él temía y pudo contemplar de cerca a ciertos hombres para quienes lo mejor de sí mismos era lo que para ellos carecía de importancia; hombres que iban por el mundo con los ojos bajos, amontonando barro y piedras, para imaginarse después que aquellos montones eran una verdadera Ciudad de Dios. Rápida como la divina gracia vino la respuesta. Pudo ver él entonces a personas que estaban ya en posesión de cuanto el mundo podía dar —y que él creía que solo deseaban poder— partir para donde les esperaba una muerte cierta, por amor al mundo que poco antes habría dicho que solo deseaban dominar… Y los vio partir sonriendo, alegres. Y mientras su ánimo estaba aún suspenso en una indecisión continua sin saber cuál era el verdadero Reino de Dios, si aquella descorazonadora visión de un mundo que se bastaba a sí mismo, o la otra llena de luz y de esperanza; mientras él dudaba aún, vino a traer la claridad a su espíritu el ver un triunfo obtenido por la más pura abnegación, por el desprecio de la propia vida, por el poder, que había que llamar divino, de un simple hombre en estado de gracia. No hubo en su triunfo ni hábil retórica ni promesas ni embriagadoras frases, ni el avasallador influjo personal como el del hombre que lo enfrentaba. Pero sí hubo un personaje modesto, tranquilo, reposado, de corazón paternal, que por su sinceridad y por la absoluta sencillez de su apariencia había logrado remontarse a la mayor altura moral que puede hombre alguno alcanzar; y luego, fiel a su propia naturaleza, supo descender con igual sencillez, para conceder, inmediatamente después de la incondicional sumisión de sus enemigos, tan generosas libertades que jamás hubieran podido soñarlas estos. En nombre de las grandes potencias, cuyo supremo Señor y representante era, proclamó la abolición de la pena de muerte como castigo de las opiniones subversivas, lo mismo si atentaban contra la sociedad que contra la fe, sustituyéndola en ambos casos por el destierro a las nuevas colonias americanas; declaró libres y abiertos para todos, ciertos empleos que en los Estados católicos no podían ejercerse antes sin previa profesión de la fe cristiana; y, finalmente, garantizó a aquellas colonias la independencia de toda inspección o dominio ajeno a ellas y el reconocimiento del puesto que les correspondía entre los países civilizados, cosas que jamás habían 209

pedido ni esperaban. Tal era el hombre que logró conquistar el mundo. No un superhombre largo tiempo deseado; no un semidiós dotado de extraordinario poder; tampoco una simple figura humana que se empeña en aparecer más grande de lo que es y fabrica castillos en el aire con la pretensión de que lleguen al cielo; era sencillamente un hombre fiel a sí mismo, a su propio instinto, avanzando con humildad, bajo la presencia de Dios, en busca de una ciudad que no descansa en bases materiales y que desciende hasta él desde el cielo. Era algo sobrenatural: la gracia divina y la verdad transfigurando la naturaleza humana, no esta elevándose hasta alcanzar la altura de aquella. Era el hombre dotado de la facultad de sufrir y de reinar; porque solo aquel que conoce su propia debilidad es el que se atreve a mostrarse fuerte… y puede exclamar: ¡Vicisti Galilæe!22 II Lentamente, pues, había llegado a ver la verdad de lo que le dijeron mucho antes: que los reinos de este mundo estaban pasando a manos de otro dominio más alto, y este era el significado del microcosmos que ante sus ojos se ofrecía, en el cual estaban representados todos aquellos reinos. Allí, frente a él, bajo la luz del sol, estaba el trono que por espacio de mil años había desafiado al trono del Pescador, ya dependiendo de él, ya declarándose en franca rebelión… ahora estable y por fin fijada su lealtad. Aquí, a sus pies, estaba Londres, la más hermosa ciudad del mundo, en la que mejor que en ninguna otra se había hecho la prueba de basar una religión en la fuerza del aislamiento nacional y no en cierto supernacionalismo de carácter universal, prueba cuyas deficiencias hubo que reconocer. Aquí estaba, también, su propia catedral, hecha un ascua de oro con su iluminación interior, como una centelleante gruta llena de tesoros, pero fuerte y segura por fuera; detrás, la antigua abadía, ya nuevamente en poder de sus hijos; lejos, a la derecha, aunque parecía muy cercana por efecto de la gran transparencia de la atmósfera, se veía, como una pompa de jabón, la gran cúpula bajo la cual estaba el primer altar que en Londres había sido consagrado con todas las dignidades y privilegios papeles propios de una basílica. Y más allá, otra vez Londres; y más lejos, lo mismo: siempre extendiéndose la ciudad, maravillosa y blanca, brillando en mil puntos distintos sus cruces, sus agujas, sus cúpulas y pináculos; salpicada aquí y allá con grandes manchas de verde en sus plazas, en sus parques y en cuantos espacios abiertos quedaban en ella: Londres, en posesión, al fin, de su antigua fe y de su antigua prosperidad. Pero aun había más. Porque él sabía, y su imaginación se esforzaba en abarcarlo todo, extendiéndose como en círculos concéntricos, él sabía que la misma Europa vivía ya sujeta en sus dominios a un solo y único pensamiento: que más allá del Canal de la Mancha —a través del cual hacía diez minutos que acababa de pasar el Árbitro del Mundo con su séquito de reyes, según el tronar de los cañones había anunciado—, se extendía el enorme continente: las grandes llanuras de Francia; los bosques de Alemania; 210

los gigantescos aludes de Suiza; las tibias y radiantes costas de Italia, vasto escenario del mundo; la apasionada España, que nunca había renunciado por completo a su amor. Allí estaban todas, unidas, al fin; cada una con su propio carácter, sus libertades, sus costumbres y tradiciones, y, sin embargo, cada una al servicio de su vecina, ya que todas vivían en la paz de Dios. Más lejos voló aún su pensamiento… Vio hacia el sur, y lejos, hacia el oeste, a través de los mares, cómo, ahora un país, ahora otro, enarbolaba su bandera y dictaba sus leyes, y, sin embargo, cómo todas esas banderas juntas saludaban el signo de las dos llaves en cruz; cómo todas aquellas leyes, por muy diversas que fueran, se inclinaban con respeto ante la Ley de la Libertad; y cómo allá, más lejos aún, se abrieron ya las puertas de Oriente para dejar que miraran con ansia, a través del mundo, los curiosos ojos de aquellos pacientes hijos de la Tierra, despertando al fin para aspirar a destinos superiores a los suyos; pero despertando, no al estruendo de los cañones cristianos, como temían en otros tiempos los hombres, sino al llamamiento que el Pastor dirigía a las ovejas ajenas a su propio rebaño… Así fue la visión de aquel hombre que, si perdió la memoria, halló, en cambio, un don bien superior a ella. De la parte posterior de la cubierta se adelantó suavemente un cura anciano que vestía como los canónigos y que, acercándose, dijo: —Eminencia…, al final de la línea han hecho ya las señales… He creído que tal vez… Se volvió sobresaltado el nuevo Cardenal, como si despertara de un sueño. —¿Qué ocurre, Padre Jervis? —preguntó. Le miró atentamente el anciano y, apoyando la derecha en el brazo de su amigo, le contestó: —Eminencia, el Rey espera. ¿No recordáis? Vuestra Eminencia es quien debe dar la señal aquí. Allá abajo, como inmensas voces que sonaran a la vez, tronaron los cañones de la Torre, de Greenwich y de los palacios reales. El Cardenal movió la cabeza diciendo: —No… no recuerdo… Estaba pensando… ¿Qué he de hacer? El cura volvió a mirarle con cierta insistencia y sin pronunciar palabra. En seguida se le acercó aún más para decirle: —¿Quiere Vuestra Eminencia autorizarme para que dé yo la señal? —Sí, sí, Padre…, lo que usted quiera. ¿Qué he de hacer? ¿He de decir algo? En sus ojos empezaba a notarse cierta expresión de terror al mirar a uno y otro lado. Nuevamente colocó el cura su mano sobre el puño de encaje del Cardenal, y lo mantuvo allí con firmeza mientras decía: —Nada en absoluto, Eminencia. No tenéis que hacer más que continuar tranquilamente sentado. Yo lo arreglaré todo. 211

Sin moverse de allí, se volvió ligeramente haciendo una seña. En seguida se percibió el tañido de una campana. Luego hubo un momento de silencio, y al sonar otra campanada comenzó a oírse un coro. Lentamente levantó el Cardenal la cabeza y vio frente a él el bote real balanceándose muy suavemente, mientras notaba que en el suyo propio se iniciaba una especie de ligero temblor producido por el funcionamiento de las enormes máquinas. De nuevo atronaron el espacio los cañones, disparados allá abajo, en dirección del río, y al cesar su estruendo, fue seguido por el clamor de mil lenguas de bronce desde otros tantos campanarios… Él continuó sentado, sabiendo, al fin, que esto era lo único que debía hacer. Sin duda, pensaba, que aquella oscuridad de su cerebro se despejaría pronto… Iba a recibir al Padre Santo…, ¿verdad?... Allá abajo…, siguiendo aquella calle de luz y de aire, en la cual flotaba entonces su gran bote, al lado del Rey… Sí, eso era: ahora lo iba recordando poco a poco, mientras su memoria parpadeaba con fugaces chispazos. Era aquello como la peregrinación alrededor del mundo de su nuevo árbitro, el Vicario del Príncipe de la Paz, que había llegado por fin a su reino. Mantuvo los ojos fijos al frente, y apenas veía el agua del río que se deslizaba a sus pies; las banderas que flotaban en todas partes; las monstruosas proas doradas, y la inmensa variedad de colores que brillaban en aquella ancha vía por donde él pasaba, casi sin darse cuenta de que los grandes botes le seguían y de que desde las calles, donde, allá abajo, se apiñaba la multitud, se elevaba hasta él la música inmensa de un himno de adoración, el de un pueblo libre que había aprendido ya que la Ley de la Libertad era la Ley del Amor… ¡Ah! Ya llegaban, por fin… Allá en el horizonte, elevándose por momentos sobre la ligera niebla estival y perfilada sobre un cielo de un azul intenso, se acercaba una nube que despedía chispazos de luz al avanzar, y se llenó luego de millares de manchas de color… una nube larga y plana vista primero como un gallardete extendido a través del cielo, encorvándose en su extremo posterior como si quisiera continuar hundido en la niebla, de la cual acababa de salir. Avanzó y se elevó creciendo por momentos, ensanchándose e intensificándose, cada vez más nítida en color, en forma y en profundidad. Pronto fue posible distinguir qué elementos la constituían: un grupo de diminutas manchas moviéndose como majestuosas aves que, mientras los ojos las contemplaban, parecieron extender las alas para dejarse llevar por la brisa que soplaba, aumentar de volumen y brillar, al fin, al acortarse la distancia, cada una por sí, con el color que le era propio… Luego volvió a oírse el estruendo de los cañones, como el de los truenos desde algunos kilómetros de distancia, y cuyo rumor remontara la corriente del río para dar la bienvenida a aquella flota que llegaba; y él siguió aún con los ojos fijos en ella, en su rápido vuelo. En primer término venían las naves de guardia, monstruos de bruñido acero adornados en la proa y en la popa con enormes banderas que se extendían horizontalmente en el aire con la gran rapidez de la marcha, pero que al disminuir la velocidad, ondeaban 212

hinchándose o azotando el espacio. Luego, la guardia de los treinta gigantes de acero evolucionó avanzando, cada uno con su correspondiente insignia —las águilas de Alemania, las flores de lis francesas y todas las demás—, y a media milla de distancia volvieron a colocarse en fila, mientras las aeronaves que los seguían llegaban y se quedaban esperando, en una especie de aleteo en que brillaban sus alas en forma de redecilla. Luego, una tras otra fueron llegando las naves aéreas, cada una girando al llegar su turno y permaneciendo después quieta, trazando entre todas, con la rapidez del pensamiento, un vasto semicírculo que iba extendiéndose cada vez más ante los ojos del observador, mientras él, detenido ahora, veía a su derecha el bote real con todo el séquito de los otros botes detrás. Allí desfilaron ordenadamente las flotas aéreas de las grandes potencias, que llegaban acompañando, con todos los honores, a su Señor, en su paso a través del mundo… el enorme armamento de una guerra inconcebible puesto al fin, al servicio del Príncipe de la Paz. Entonces, al terminar todas las evoluciones, se quedaron en el espacio a través del luminoso azul del cielo, a más de ciento cincuenta metros de altura, una ancha curva de brillantísimo esplendor que abarcaba unas diez millas de extremo a extremo, entonces avanzó la otra gran flota a la que aquellas daban escolta. Vio llegar nuestro observador, de dos en dos, primero las grandes naves de las Órdenes papales, la Orden del Santo Sepulcro, con su cruz característica, y la de la Espuela de Oro, naves que tenían la forma de enormes galeones medievales, con maderas talladas en la proa y en la popa, y cada una con su insignia; después seguían las destinadas a la Corte Pontificia, y a poca distancia otros grandes botes con dosel y trono, en que iban sentados los Cardenales. Y luego venía el más espléndido conjunto que se pueda imaginar, porque formando una apretada falange, sin más espacios intermedios que los necesarios para maniobrar, avanzaban los botes reales de Europa, escoltados a cada lado por una línea de naves guardianas: los de Francia, Austria y Alemania; los de Bélgica y Holanda; los de los reinos escandinavos; un grupo de los Estados balcánicos de menor importancia, de Grecia y del Mar Negro; luego el de Rusia, ostentando sus águilas y, finalmente, los grandes galeones de España y de Italia. Cada nave conducía a los reyes de los países respectivos, sentados también en tronos bajo el pabellón de los colores nacionales. Y, el último de todos, venía un enorme buque aéreo, rojo y blanco, con blanca y dorada bandera, y la insignia de las llaves cruzadas en la proa; tan rodeado por los demás y protegido por la escolta de buques guardianes que lo seguía, que al principio era algo difícil distinguirlo. El hombre que perdió la memoria se quedó en una inmovilidad absoluta, contemplando aquel conjunto: aquella asombrosa manifestación de la gracia interna transformada al fin en esplendor externo; toda aquella realeza que desde que el Pescador ascendió a la Santa Sede en la sagrada Roma, había poco a poco, entre reveses y triunfos, logrado abrirse paso en el mundo… como una oculta levadura que no actúa hasta que todo está en su punto y sazón para que ella lo penetre… Y a él le pareció como si, en medio de los 213

esplendores del sol de mediodía y de aquel brillante mar de naves aéreas; entre el clamor de las campanas y el vocerío penetrante que llenaba los aires, y el tronar de los cañones, estuvieran también allí presentes otras fuerzas, flotando en un elemento distinto del de la tierra y del aire; como si, esparcido entre lo material, hubiera allí todo un mundo superior a la materia y a la inteligencia humana, superior a lo que los sentidos pueden percibir; un mundo en que se reconciliaba la oposición entre la carne y el espíritu, y en el que, al fin el espíritu era el inspirador de la carne y esta no resultaba más que la expresión de aquél. Le pareció, en un momento de deslumbrante visión, como si toda distancia estuviera contenida en un solo punto; todo color, en la blancura; todo sonido, en el silencio; como si, en virtud de la palabra Omnisciente, al fin se hubiera revestido de su poderío para reinar, Aquel a quien, en verdad, fue concedido todo el poder en el cielo y en la tierra…

EPÍLOGO Vestido con su guardapolvos blanco, y andando con paso apresurado y silencioso, el doctor llegó aquella mañana al cuarto que comunicaba con la sala número IV del Hospital de Westminster, cuando el reloj señalaba las nueve. Una de las monjas se puso inmediatamente en pie para recibirle. —Buenos días, hermana —dijo aquél—. ¿Ha habido alguna variación? —Hace más o menos una hora, pareció que el ruido de las campanas le molestaba un poco; pero ni una palabra ha dicho. Juntos se acercaron, contemplando al paciente que se hallaba sin conocimiento. Tendido, con los ojos cerrados, apoyada en una mano la mejilla, con la barba a medio crecer, tenía la cara llena de arrugas y hundida, sin color. La colcha roja que le cubría hasta el hombro, acababa de marcar aún más su mortal palidez. —En un caso interesante —observó el doctor—. Nunca vi un estado comatoso que durara tanto. Le miró aún por espacio de unos momentos, colocando luego la mano, muy suavemente y por el dorso, sobre la mejilla del moribundo. Luego, miró a través de las gafas el historial que colgaba de la cabecera de la cama. —¿Recobrará el conocimiento antes de morir, doctor? —Es muy probable, pero no es posible afirmarlo. Avíseme usted si se produce el menor cambio. —¿No podría mandar a buscar a un cura, doctor? —preguntó, con cierta indecisión, la monja—. Ya sabe usted… Movió él vivamente la cabeza diciendo: —No, no. Acuérdese usted de que él se negó en absoluto. Es imposible, hermana… Lo siento muchísimo. Se marchó, y en cuanto estuvo fuera, se sentó la monja y, casi furtivamente, colocó el rosario sobre la falda. Era una situación horrible para ella. Era católica y sabía lo suficiente acerca de aquel hombre: que era un cura que perdió la fe; que, en colaboración con un historiador, había 214

emprendido cierta historia de los Papas, escrita de acuerdo con un criterio que él llamaba imparcial; que había rechazado, según dijo el médico, terminante y violentamente, toda sugerencia de que otro cura viniera a ayudarle a reconciliarse con Dios antes de morir. Y, para ella, creyente convencida, aquel trance en que intervenía le causaba tal terror que, para personas de fe menos sincera parecería sencillamente inconcebible. Ya que nada más podía hacer, rezaba el rosario. Aquel día de Pascua ofrecía una extraña mezcla de silencio y de ruido en la reducida y bien ventilada sala del Hospital, la puerta cerrada y las ventanas solo abiertas en su parte superior. En la sala reinaba una especie de atmósfera especial que quizá en parte se debía al espesor de los muros; en parte, al hecho de dar a una callejuela poco concurrida; y también algo por la sugestión que ofrece un aposento destinado a la cura de enfermos. El mundo era todo animación, y, sin embargo, a aquella enfermera, sola y entregada a sus rezos y sus obligaciones, le parecía verlo desde una ventana, pero sin formar parte de él. Hasta los sonidos llegaban amortiguados, como algo lejano: los pasos; las conversaciones de los escasos transeúntes que cruzaban con aire de fiesta; el eco vago de algún repique de campanas o el sonar de las horas en el reloj de la alta torre de Victoria…, todos esos ruidos llegaban a aquella sala suavemente, antes como evocaciones que como bruscas interrupciones y, sin embargo, bien perceptibles por la ausencia de otro rumor: el del acostumbrado tráfico en la gran plaza vecina. La enfermera fue adormeciéndose mientras rezaba el rosario; había velado allí toda la noche anterior y faltaba aún una hora para que la reemplazaran. Y como suele ocurrir en ese estado medio dormido y medio despierto, en que el somnoliento cerebro descansa pero se alarma al menor movimiento o ruido desusado, le pareció que aquellos sonidos comenzaban a ser efectos de otras causas distintas de las propias y naturales. Imaginó, por ejemplo, que los continuados rumores que oía eran el vocerío de fantásticas muchedumbres que estaban a incalculable distancia; puntuado por el ruido de distantes cañones, mientras en alguna esquina giraba un un vehículo sobre el empedrado; imaginó que las campanas de las iglesias tocaban para celebrar algún importante acontecimiento…, algo como la entrada de un rey en una lejana ciudad. Por un momento, hasta vio en sueños que ella misma estaba contemplando aquella ciudad desde los aires, sostenida por una nube… —Ruega por nosotros pecadores —murmuró, medio dormida aún— ahora y en la hora de nuestra muerte. Luego, despertando por completo, algo alarmada, vio los ojos del paciente fijos en ella con expresión de inteligencia. —Vaya a buscar a un cura —le ordenó. —Padre —decía una hora después el moribundo—: ¿eso es todo? ¿Ha terminado usted? —Sí, Padre… gracias sean dadas a Dios… 215

—Bueno, siéntese usted un momento. Tengo que hablarle. El joven cura que habían enviado a toda prisa desde la Catedral una hora antes, acabó de colocar en su cajita de cuero los santos óleos que había administrado al moribundo. Tras la confesión que oyó, fue a buscarlos junto con el Viático, y ahora todo estaba ya terminado, y el anciano sacerdote quedaba reconciliado con Dios y en paz con su conciencia. Aún le duraba al joven cierto temblor debido a la emoción. Era aquel el primer acto a que asistía en que un apóstata moribundo abjuraba sus errores, y estaba maravillado de que un hombre, que precisamente era un cura renegado, pudiera volver a su antigua fe después de tanto tiempo de estar apartado de ella. No le era desconocido su nombre, y algo sabía también de su historia… Pero estaba ansioso por saber qué causa había obrado el milagro. Le dijo la hermana que hasta entonces el enfermo se había negado con toda firmeza incluso a la mera indicación de que convenía llamar a un cura. Y luego, cuando este acudió, ni siquiera fue necesaria preparación alguna. El confesor se puso sencillamente la estola, en un momento en que la monja se dirigía hacia la puerta; se sentó al lado de la cama; oyó la confesión y se comprometió a restituir un par de cosas en nombre del penitente. Se sentó ahora de nuevo y esperó. Con los ojos cerrados, el enfermo mostraba una extraordinaria paz. Tan blanca era la luz reflejada por aquellas limpias paredes y por los lienzos de la cama, que parecía increíble que la que animaba aquellas facciones no fuera más bien una especie de luz interior. Una barba de ocho días, erizada como rastrojo, cubría el mentón, los labios y las mandíbulas; los párpados hundidos en las cuencas y las sienes aparecían encogidas y formando dos hoyos y a pesar de todo eso, la piel se mostraba clara, sin aquella palidez mate de la muerte, lo que el cura joven consideraba casi sobrenatural. —El milagro del profeta Jonás —dijo de pronto el moribundo—. La Resurrección. —¿Qué? —Esto es lo que he visto… —continuó—. No, ya sé que no era más que un sueño… Pero es posible: la Iglesia lleva en sí la fuerza para lograrlo. Podría ser que algún día se realizara, y podría ser que no. Pero no hay razón alguna para que no sea… ¿Verdad? Se inclinó el otro sobre el moribundo. —Padre, Padre querido… —comenzó a decir. Sonrió entonces el anciano cura. —Hace ya mucho tiempo que no oía eso… —dijo—. ¿Cómo se llama usted, Padre? —Jervis…, el Padre Jervis. Pertenezco a la Catedral. Los ojos del enfermo se abrieron para mirarle curiosamente. —¿Qué? —El Padre Jervis —repitió el joven. —¿Tiene usted algún pariente? —Unos sobrinos…, niños aún. Estos son los únicos que llevan mi mismo apellido. —¡Ah! ¡Bien! Entonces… Tal vez… Y, al decir esto, hizo una pausa, para continuar: —¿Me dijeron, acaso, el nombre de usted antes de que perdiera yo el conocimiento? —Es muy probable. Yo soy el capellán que suele visitar aquí a los enfermos. 216

—¡Ah! ¡Bueno! ¿Quién sabe?... Pero eso es lo de menos… Padre: ¿cuánto tiempo de vida me queda? El joven se inclinó algo más y, poniendo la manos sobre el brazo del moribundo, le dijo cariñosamente: —Pocas horas, Padre. ¿No sentís miedo, verdad? —¿Miedo? Cerró los ojos y sonrió con la mayor naturalidad, sin esfuerzo. —Bueno, óigame. Acérquese más… No… Llame usted a la hermana: quiero que también lo oiga ella. —¡Hermana!... Acudió al llamamiento la monja, soñolientos aún los ojos, pero animados por el inmenso júbilo. —¿Puede usted detenerse un momento más, hermana? Desea que los dos oigamos lo que va a decir. —¡Por supuesto! ¡Con mucho gusto! —contestó la religiosa, sentándose al otro lado de la cama. Aún continuaban los ruidos allá fuera del cuarto: pasos…, voces…, sonar de campanas… Comenzaban a tocar estas llamando al oficio de Pascua en la Abadía, y dentro de la habitación seguía reinando aquel silencio, aquella atmósfera de paz que parecía proceder de muy remoto origen. —Ahora, oídme con toda la atención posible —dijo el moribundo…

NOTAS 1. No es de extrañar la preocupación del prelado. Imaginemos la presencia de un buen número de sacerdotes vestidos de gala y de un fraile predicando ardientemente en el parque del Retiro de Madrid, por ejemplo, o en el de la Ciudadela de Barcelona. A esta escena, habría que añadir el componente anglicano y la animadversión tradicional de esta confesión cristiana contra el catolicismo. 2. En 1911 había un millón setecientos mil católicos entre Inglaterra y Gales, mientras que la población total era de algo más de treinta y seis millones. Los católicos, por tanto, representaban en ese año el 4,7 % de la población total. Datos obtenidos de LEYSHON, GARETH, Catholic Statistics, Priests and Population in England and Wales (1901-2001) (St John’s Seminary, Wonersh, Guilford, 2004). 3. Cuenta la tradición que el primer santuario que se fundó en la actual ubicación de la abadía data del año 616, a raíz de la aparición de san Pedro a un pescador. A principios de la década de 960 o 970, san Dustan, con la ayuda del rey Edgar, hizo que se estableciese una comunidad bendedictina. La abadía de piedra se construyó entre 1045 y 1050 y fue reconstruida en 1245 por Enrique III que la eligió como su mausoleo. La abadía se convirtió en la sede de la coronación de reyes hasta nuestros días. Bajo el 217

gobierno de Enrique VIII, en plena Reforma, se procedió a la disolución de los monasterios. Sin embargo, aunque la comunidad quedó disuelta, dio título de catedral a la abadía de Westminster, y así evitó su destrucción. Robert Hugh Benson escribió una novela titulada The King’s achievement en la que se narra cómo este rey que se separó de la lealtad a Roma y se autonombró cabeza de la Iglesia de Inglaterra, disolvió todas las comunidades de religiosos y religiosas. 4. La lectura que hace el autor de este período histórico es sin duda admirable. Después de la primera guerra mundial, cuyo final no pudo presenciar, ya no existían en Europa los grandes imperios, esto es, el alemán, el austrohúngaro, el otomano y el ruso. Por otra parte, en Rusia en 1917 se produjo la revolución comunista que dio origen a la Unión Soviética. Robert Hugh Benson, en su obra Señor del mundo, también sitúa en ese año una revolución comunista, aunque en este caso en Inglaterra. 5. El modernismo es un nombre con el que se ha denominado a una tendencia dentro de la Iglesia católica, principalmente a inicios del siglo XX, que consistía fundamentalmente en considerar a la Iglesia y a sus dogmas como instituciones humanas, portadoras de rasgos debidos a su contexto histórico, y no menos necesitadas que otras de ser revisadas y reformadas, a la luz de los nuevos descubrimientos y métodos científicos. El Papa san Pío X escribió en 1907 la encíclica Pascendi Dominici Gregis en la que condenaba sin tapujos el modernismo. Para este Papa no solo se trataba de una herejía, sino la síntesis de todas las herejías, porque en vez de proclamar un error, abría paso a todos ellos. 6. Del griego pragma = acción. Término procedente de C. S. Peirce (1838-1914) para designar una actitud filosófica fundamental que tiene afinidad con el relativismo, el utilitarismo y el positivismo. Para el pragmatismo, toda teoría y toda verdad carecen de relevancia propia y solo reciben validez de su utilidad para la realización de quehaceres prácticos. El criterio de verdad es la posibilidad de poner en práctica. 7. Esto quiere decir que Austria expulsó a los reyes de Italia de Roma en 1948. Más adelante se vuelve a hablar del tema en la página 159. En realidad lo que ocurrió fue lo siguiente: En julio de 1870 comenzó la guerra franco-prusiana. A principios de agosto, el Emperador francés Napoleón III hizo llamar a su guarnición de Roma, dejando así sin protección a los Estados Pontificios. El gobierno italiano, cuya cabeza era entonces el rey Víctor Manuel II, envió al conde Ponza di San Martino a pedir al Papa que cediera Roma pacíficamente. Al fracasar la negociación, el 11 de septiembre el ejército italiano, capitaneado por el general Raffaele Cadorna, cruzó la frontera de los Estados Pontificios. Llegó a los Muros Aurelianos el 19 de septiembre y sitió la ciudad de Roma. La resistencia duró poco, pues al día siguiente un batallón de Bersaglieri, entró en la ciudad por la Vía Pía, desde entonces llamada Vía XX Settembre. Después de un plebiscito, Roma y la región del Lacio fueron anexionadas a Italia el 9 de octubre. El gobierno 218

italiano ofreció al Papa Pío IX la Ciudad Leonina, una zona de Roma amurallada por el papa León IV en el siglo IX, pero rechazó la oferta, porque aceptarla hubiera implicado el reconocimiento de la legitimidad del gobierno del reino de Italia sobre sus antiguos dominios. Por ello, Pío IX se declaró a sí mismo como prisionero en el Vaticano. Lo que nuestro autor no vivió fueron los tratados de Letrán, firmados en 1929 entre el gobierno italiano y la Santa Sede, en los cuales, entre otros asuntos, se le otorgaba al Papa la total soberanía de la Santa Sede en el Estado del Vaticano, establecido como tal desde ese momento. No fue, por tanto, el Emperador austríaco quien expulsó de Roma a los descendientes de Víctor Manuel II. 8. No es de extrañar que la política eclesial de Pío X resultara poco popular. Dedicó el pontífice grandes esfuerzos a combatir el movimiento denominado con mayor o menor acierto Modernismo, en cuyas filas se encontraban numerosos sacerdotes jóvenes italianos. Muchos vieron en la encíclica Pascendi Dominici Gregis la renuncia a la nueva racionalidad que estaba surgiendo en Occidente, a raíz del auge de las ciencias en general y de las naturales en particular. De la misma manera que Hugh intenta juzgar las ideas humanistas en su Señor del mundo, desarrollándolas históricamente, aquí se puede ver el apoyo que muestra a la política de Pío X, en un ulterior desarrollo histórico. 9. Corría en 1935 el penúltimo año de la segunda república. El jefe del Estado español no era, por tanto, el rey, sino Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República desde el 11 de diciembre de 1931 hasta el 7 de abril de 1936. 10. Irlanda se constituyó como Estado independiente en 1922. 11. En el futuro que pinta Robert Hugh Benson en la novela, las aeronaves que imagina se asemejan más a los a los dirigibles de inicios del siglo XX que a los aviones del mismo período. En efecto, estos aparatos tienen todas la cualidades de un barco navegando majestuosamente por el cielo, con sus camarotes y su cubierta; nada que ver con los aviones que conocemos actualmente, y mucho menos con los que conoció el autor. Los globos aerostáticos ya tenían muchos años de historia al comienzo del siglo XX, y en 1911, el conde Von Zeppelin construyó el décimo de sus famosos dirigibles que, antes de su destrucción un año después, hizo un total de 218 viajes y trasportó a unos mil quinientos pasajeros. Por lo que se refiere a los aviones, los hermanos Wright lanzaron el primer planeador tripulado en 1900, y en 1903 lo mejoraron añadiéndole un propulsor. Se considera que el primer vuelo de transporte con fines comerciales se produjo en Inglaterra en 1911 entre Shoreham y Hove, en el cual se trasportó una caja de lámparas eléctricas. 12. La Ciencia Cristiana fue fundada por Mary Baker Eddy en 1892. Esta mujer dedicó toda su vida al estudio de la Biblia y declaró haber descubierto en las escrituras lo que consideró una ciencia divina: la Ciencia de Cristo. Interpretó que esta Ciencia era el Paráclito o Consolador que Jesús prometió. Robert Hugh Benson escribió un artículo tan duro como irónico sobre esta religión en el que toma sus enseñanzas y las lleva al absurdo. La filosofía de la secta, a grandes rasgos, consiste en que Dios es espíritu y que 219

el espíritu es la única forma de existencia. La materia, por tanto, no existe. El hecho de que nosotros pensemos que hay un mundo material se debe a lo que ella llama la «mente mortal», superada la cual, se superarán el mal y las enfermedades. Nuestro autor encuentra incongruente que la señora Mary Baker Eddy enseñe estas ideas y luego viva tan apegada al mundo material como todos los demás, por ejemplo, cobrando dinero por sus libros. 13. En Alba triunfante existe una relación entre libertad individual, ley y forma de vestir. Hoy en día prácticamente nos obliga la moda en lo que a vestimenta se refiere. 14. En 1870, el Concilio Vaticano I, convocado por el papa Pío IX, define la Infalibilidad Papal en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia Pastor-ternus. 15. Erasto, seudónimo del ideólogo y médico suizo Thomas Lieber, quien defiendía el sometimiento de la Iglesia al Estado y la creencia de que el Estado debía poseer el derecho y el deber de castigar todas las culpas, tanto civiles como eclesiásticas, en aquellos casos en los que todos los ciudadanos se agruparan bajo una única religión 16. La cláusula Filioque, o controversia Filioque, hace referencia a la disputa entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa por la inclusión en el Credo del término latino Filioque que significa «y del Hijo», en referencia a la procedencia del Espíritu Santo. Los católicos la incluyeron, mientras que los ortodoxos no. La frase completa en el credo latino es: Et Spiritum Sanctum, Dominum et vivificantem, qui ex Patre Filioque procedit ([Creo] en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, que procede del Padre y del Hijo). 17. Actualmente la Santa Sede mantiene relaciones diplomáticas con 176 Estados. 18. Desde el papado de Juan XXIII, las ceremonias vaticanas se han ido simplificando. La tiara pontificia de este papa fue la más ligera de la colección papal. Encargó personalmente a los artesanos que usaran la mitad de las joyas que tenían previstas, y el importe de la otra mitad se lo dieran a los pobres. Esta fue la última tiara usada por un pontífice. Pablo VI abolió ciertos aspectos de las ceremonias solemnes, como por ejemplo: los flabelli (abanicos ceremoniales, hechos de plumas de avestruz), la guardia palatina, el saludo con trompetas al Papa al llegar a Misa a San Pedro. Juan Pablo I decidió abolir el uso de la silla gestatoria, pero volvió a usarla para que los fieles pudieran verle. Juan Pablo II no la utilizó. Sin embargo, en su lugar se introdujo el famoso papamóvil, pero con fines más prácticos que ceremoniales. 19. Se trata de Santo Tomás Becket (1117 o 1118-1170) y del rey Enrique II de Inglaterra (1133-1189). Robert Hugh Benson escribió un libro sobre este santo inglés que luchó por mantener la independencia del poder eclesiástico frente al poder civil, encarnado en el rey Enrique. La historia de la literatura se ha hecho eco de ellos. T. S. Eliot escribió Asesinato en la Catedral, y Jean Anuouilh Becket o el honor de Dios. Además, se rodó una película titulada Becket, dirigida en 1964 por Peter Glenville con Richard Burton (Thomas) y Peter O’Toole (rey Enrique) como protagonistas. 20. Juan XXIII anunció la celebración de un concilio en 1959, el llamado Concilio Vaticano II, que se inauguró en 1962 21. Al parecer alrededor de 1930 Edison inventó un sistema para depositar láminas conductoras de oro en los patrones de cera del fonógrafo. Luego perdió importancia 220

durante los siguientes 30 años dado lo rápido que se desarrollaron técnicas de depósito de láminas delgadas por evaporación térmica y condensación en vacío. 22. Se le atribuye esta expresión a Juliano II (331 ó 332 363), Emperador romano, también conocido como Juliano el Apóstata, por renegar del cristianismo y convertirse al paganismo neoplatónico. Se cuenta que Juliano se arrancó la lanza que le había herido de muerte, durante una campaña en Persia, y la arrojó hacia el cielo, pronunciando la famosa frase: «Vicisti Galilæe» («Venciste Galileo»).

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