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May 29, 2019 | Author: Fabian Loera Mina | Category: Totalitarianism, Sect, Religion And Belief
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Atrincherado en su ciudadela de Alamut, auténtico nido de águilas en las alturas del norte de Irán, Hassan bn Saba, el «Viejo de la Montaña», gran jefe de una secta caracterizada por el fanatismo, libra guerra santa Contra los turcos. Estos amenazan con imponer a los musulmanes la doctrina sunita profesada por los califas de Bagdad. Corre el año de 1092 y los turcos selyúcidas reinan en un territorio que va desde las fronteras con la India hasta el Mediterráneo. Hassan no posee ejército regular, ni tierras, ni apoyos en la corte. Y sin embargo atacará al imperio y en menos de un año lo hará añicos. Porque tiene un secreto. Filósofo, Hassan ha estudiado todas las doctrinas, todas las religiones, y sabe que lo que las mueve es un único resorte: la ilusión. Embriaga con vino y hashish a sus fieles fedayines, les abre las puertas de su harén, poblado por las criaturas más bellas de Asia, y les hace saborear por anticipado los gozos reservados a los valientes en los jardines de Alá. Exaltados, esos esbirros parten felices para asesinar (asesinos, hashashins) a los poderosos del mundo terreno para mayor gloria de su amo y aunque les vaya en ello la vida, pues están seguros de conquistar así un lugar en el Paraíso. Las aventuras épicas, las conjuras, los amores y las sutiles consideraciones religiosas florecen en esta novela magistral, pero no dan cuenta de su significado político. Vladimir Bartol, autor esloveno fallecido en 1967, desmonta, al hilo de la aventura, los mecanismos secretos en los que se funda toda dictadura. Alamut fue escrita en 1938, y los parangones entonces eran muy claros: Hitler, Mussolini y Stalin eran «viejos de la montaña», cada uno a su manera y en sus «Alamuts» respectivos. Pero no era fácil ser explícito, y Bartol escogió el género novelístico para decir sin decir, para explicar sin que las sucesivas censuras yugoeslavas lo esterilizaran. Es admirable, por otra parte, que haya tenido la premonición de escoger como modelo el caso ejemplar del terrorismo islámico -y ya se verá cómo la violencia del año 1000 prefigura la de nuestros tiempos. Bartol tuvo la mala suerte de escribir en esloveno, una lengua minoritaria incluso en Yugoeslavia, con lo que se mantuvo en la 3

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penumbra hasta el día de hoy, pese a la universalidad de su visión. Filósofo, psicólogo (fue de los primeros en introducir la obra de Freud en su país), biólogo, historiador de las religiones, Bartol era uno de esos espíritus libres, abiertos a todo, que tanto aborrecen los dictadores y tampoco esa fue una circunstancia feliz para él. Fue uno de los primeros en denunciar el nazismo, el fascismo y el estalinismo con total ecuanimidad, con lo que su obra tuvo poca suerte editorial hasta nuestros días. Escritor «enmascarado», a lo largo de toda su vida Bartol se vio obligado a esconder entre las líneas de sus múltiples novelas, ensayos, relatos, ideas que eran consideradas subversivas. Alamut, su obra cumbre, sé sirve de la ficción histórica para analizar, cruel y a la vez lúcidamente, los mecanismos conjugados del terrorismo de Estado y del fanatismo religioso. VLADIMIR BARTOL (1903 - 1967). Su primera desgracia fue escribir en una lengua, el esloveno, que hasta en su propia patria, Yugoeslavia, era minoritaria, aun cuando su singularidad lo destinaba a ser considerado como autor universal por sus contemporáneos. Filósofo, psicólogo (introdujo en su país las obras de Freud), biólogo, historiador de las religiones, la segunda desgracia de Bartol fue la de ser uno de esos espíritus libres, abiertos a todo, que tanto miedo infunden a los dictadores de todos los tiempos y todas las latitudes. Fue uno de los primeros en denunciar la mentira del nazismo, para él casi idéntica a la del estalinismo, cosa que, evidentemente, no podía redundar en beneficio de la difusión de su obra. Durante largos años ésta circuló de manera casi confidencial, si no secreta, y sólo ahora comienza a ser conocida en todo el mundo. Escritor «enmascarado», Bartol tuvo que recurrir a lo largo de toda su vida a los subterfugios más sutiles para filtrar entre líneas unas ideas tachadas entonces (y a veces también hoy) de subversivas. En Alamut (1938), considerada unánimemente como su obra cumbre, Bartol echa mano de la paleta novelística y de los colores más subidos del relato de aventuras para someter a sus lectores un análisis lúcido y cruel de los mecanismos conjugados del terrorismo de Estado y del fanatismo religioso. Para su época, lo menos que se puede decir hoy es que se trataba de una visión singularmente profética. 4

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Estamos en 1092. En la ciudadela de Alamut, nido de águilas en el norte de Irán, Hassan Ibn Saba, el «Viejo de la Montaña», gran maestre de una secta fanática chiita, se dispone a hacer añicos el Imperio Turco, sunita. Su método: el terrorismo islámico de entonces, que prefigura el de nuestros tiempos. Su secreto: la fidelidad ciega de sus seguidores. Y aquí comienza una de las novelas de aventuras m{s emocionantes< LA NOVELA DEL TOTALITARISMO

por Kenizé Mourad

Este libro es como una muñeca rusa. Dentro de un primer envoltorio aparece otra muñeca, luego otra y otra m{s< Con los colores de un cuento oriental colmado de jovencitas, de fuentes y de rosas, bajo la apariencia de una notable reconstitución histórica de la vida de Hassan Ibn Sabbah, fundador de la secta de los «hashashins» -de donde proviene la palabra asesino-, surgida en el Irán musulmán del siglo XI, en realidad se trata de un viaje iniciático. Cuando crees haber llegado, haber comprendido, te das cuenta de que no es más que una etapa, que hay que seguir andando, cada vez más lejos, y que la búsqueda no tiene fin. Sin embargo, dan ganas de detenerse en la fascinante epopeya del «Viejo de la montaña», este Hassan Ibn Sabbah que había fundado su poder en el adoctrinamiento político-religioso y en sus «fedayines», comandos suicidas que lo obedecen ciegamente. Escrito en 1938, el libro nos parece en efecto profético. Pero si la actualidad concentra hoy sus focos en los excesos de cierto ayatola, también iraní, habría que ser intelectualmente miope y no comprender nada de la obra de Vladimir Bartol para creer que el fundamentalismo 5

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islámico es el blanco de su ataque. Y ello por la sencilla razón de que en esa época los fanatismos religiosos estaban poco exacerbados. El problema era en cambio el de los fanatismos políticos, generadores de dictaduras. En vísperas de la guerra, Bartol vive cerca de Trieste, ciudad en la que los todopoderosos fascistas italianos se miden con los estalinistas< Filósofo y erudito, Bartol rechaza todos los totalitarismos, tanto de derecha como de izquierda, pero en ese clima de intolerancia política no podrá hacerles frente de manera directa. Tendrá que disfrazar su narración, y para ello deberá situarla en un Oriente medieval. Más tarde admitirá que, con los rasgos de Ibn Sabbah, era a Stalin, a Hitler, a Mussolini a quienes quería evocar, para trazar así el retrato del dictador de los tiempos modernos. Y éste es un dictador mucho más temible que el de antaño, porque si bien ya no hay esclavos, hay otro tipo de yugo, más terrible e insidioso: el yugo aceptado, que pasa por conocimiento y libertad. Vladimir Bartol nos describe a los «fedayines» del «Viejo de la montaña», jóvenes idealistas que sólo sueñan con sacrificar sus vidas por «La Causa». Ciegos y sordos a todo lo que no es su creencia, son instrumentos dóciles en manos del amo. Exactamente como lo fueron las juventudes hitlerianas o estalinianas, o las falanges de Mussolini. Y como lo son hoy en día los extremistas de cualquier calaña que se matan recíprocamente agitando la bandera de la Virgen, de Mahoma, de Krishna o de Baader-Meinhoff -por no mencionar a las sectas, cada vez más numerosas, maestras consumadas en el arte de la manipulación psicológica. En este fin del siglo XX podemos comprobar que la intolerancia es lo que está mejor repartido en el mundo. Hasta quienes se jactan de ser intelectuales parecen haber olvidado el gran principio que enunciara Spinoza: «No se trata de juzgar, se trata de comprender». Lo único que ha cambiado son los conformismos, y pocos son quienes se atreven a oponerse a las modas. Quizás ello se deba a que, en los países occidentales, la mayor parte de los intelectuales están integrados en el establishment, y no tienen ninguna urgencia en cortar la rama sobre la 6

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que se han posado. Situación peligrosa, porque, como lo muestra Vladimir Bartol, el totalitarismo nace y se nutre de la cobardía de una sociedad. Desde luego, la mayoría siempre ha preferido la tranquilidad a la verdad, y su interés personal a la justicia. Amigos, si los muros de contención, que deberían ser los intelectuales, claudican, la puerta queda abierta a todos los extremismos. ¿Libro moral? No, por cierto, aunque su autor pertenezca al linaje de los grandes moralistas. Porque el principio fundamental en el que se basa la secta de los «hashashins» es la conclusión a la que llegó Hassan Ibn Sabbah, ese héroe sombrío que Bartol termina por hacernos entrañable. «Nada es verdad, todo está permitido». Éste es el vacío que transmitirá a sus discípulos más cercanos, aquellos que considera lo bastante fuertes como para soportar el escepticismo absoluto a partir del cual todo es posible -desde el sonriente hedonismo a un Omar Kayyam, el poeta amigo de lbn Sabbah que pasó su vida bebiendo y celebrando el amor, hasta las más aterradoras construcciones del instinto de poder, como esa secta de asesinos. Pero ni siquiera esta certidumbre es absoluta, eso sería demasiado f{cil< y Bartol es demasiado fino como para dejarnos en esta verdad paradójica: «nada es verdad». Así es que el «Viejo de la montaña» se retirará a su torre de marfil para «quedarse con sus últimos pensamientos». No sin antes enviar a su discípulo favorito a recorrer el mundo en búsqueda (¿loca?) de una verdad< La última muñeca de este cuento filosófico es que lo importante es rehusar toda certidumbre. Pero es claro, no hay una última muñeca. París, marzo de 1989 I

En la primavera del año mil noventa y dos de la era cristiana, y por la antigua carretera de los ejércitos, que desde Samarcanda y Bujara 7

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alcanza el pie del macizo del Elburz por el norte de Jurasán, avanzaba una caravana de cierta importancia. Había salido de Bujara al principio del deshielo y llevaba varias semanas de viaje. Los hombres de la caravana blandían sus látigos, animando a los animales ya bastante agotados. Dóciles bajo su carga, los dromedarios, las mulas y los camellos turkestanos de dos jorobas, avanzaban en una larga fila. Montados en pequeños caballos peludos, los hombres de la escolta armada contemplaban, con una expresión de tedio mezclada de expectativa, la larga cadena de montañas que se alzaba en el horizonte. Hartos de aquella lenta cabalgata, estaban impacientes por llegar a su objetivo. El pico nevado de Demavend [1] se acercaba lentamente; terminó por desaparecer tras un parapeto que circundaba la carretera. El viento fresco que soplaba de las montañas reanimó a los animales ya los hombres. Pero las noches eran glaciales y tanto los mercaderes como los hombres de la escolta se agrupaban refunfuñando alrededor de las hogueras. De los camellos, había uno que llevaba entre las dos jorobas una especie de choza o jaula. De vez en cuando, una fina mano apartaba la cortina de la ventanilla practicada en la pared de aquel refugio, mostrando el rostro temeroso de una niña. Sus grandes ojos enrojecidos por el llanto lanzaban miradas que interrogaban a los demás, buscando una respuesta a la dolorosa pregunta que la atormentaba desde el comienzo del viaje: ¿adónde la llevaban y qué pensaban hacer con ella? Pero nadie prestaba atención a su presencia. Únicamente el guía de la caravana, un sombrío cincuentón vestido con amplios pantalones árabes y tocado con un enorme turbante blanco, le lanzaba duras miradas en cuanto la veía aparecer por la pequeña abertura. Entonces ella cerraba rápidamente la cortina y se acurrucaba dentro de su habitáculo. Desde que su amo, en Bujara, la había vendido a aquella gente, vivía dividida entre un miedo mortal y la horrible curiosidad por conocer la suerte que le esperaba. Un buen día -ya habían hecho una gran parte del camino-, un grupo de jinetes bajó la pendiente que se alzaba a la derecha y les cortó el camino. Los animales que iban delante se detuvieron sin que nadie los frenara. Los guías y los hombres de la escolta empuñaron sus pesadas cimitarras y se colocaron en orden de 8

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batalla. Montado en su pequeño alazán, un hombre se destacó del grupo y se acercó a la caravana hasta estar al alcance de la voz. Lanzó un grito que debía de ser una especie de consigna, al que el jefe de la caravana respondió de inmediato. Rápidamente, ambos hombres se reunieron y se saludaron con cortesía, tras lo cual la nueva tropa reemplazó a la anterior. La caravana tomó entonces una bifurcación, dirigiéndose hacia las montañas, y no se detuvo hasta bien cerrada la noche. Montaron un campamento en un estrecho vallecito, de donde se podía oír el rugido lejano de un torrente. Encendieron las hogueras, comieron de prisa y se durmieron como troncos. Al despuntar el día, todo el mundo estaba nuevamente en pie. El guía del pequeño destacamento se acercó a la jaula, que los mercaderes habían desatado y puesto en tierra durante la noche, apartó la cortina y gritó con voz ruda: - ¡Halima! El rostro temeroso apareció en la abertura, luego se abrió una puertecita estrecha y baja. Con mano firme, el hombre cogió a la jovencita por la muñeca y la sacó fuera del refugio. Halima temblaba de pies a cabeza. «Ahora sí que estoy perdida», pensó. El jefe de los extranjeros que se habían unido la víspera a la caravana tenía en las manos una venda negra. A una señal del guía y sin decir palabra, se la colocó en los ojos a la joven y se la amarró firmemente a la nuca. Luego, saltando a caballo, atrajo suavemente hacia él a la joven cautiva, la instaló en la silla de montar y la cubrió con su amplio albornoz. Habló un momento con el guía y puso su caballo al trote. Halima se acurrucó en si misma y, lívida de miedo, se aferró al jinete. El ruido del torrente estaba cerca. Se detuvieron y el jinete habló brevemente con un desconocido. De nuevo azuzó su caballo. Pero esta vez el paso se hizo más lento, más prudente. Halima tuvo la impresión de que el camino, peligrosamente estrecho, bordeaba el torrente de cerca. Un aire frío salía de las profundidades y nuevamente sintió que se le oprimía el corazón. Una vez más se detuvieron. Ahora escuchó gritos y ruidos de armas y cuando reanudaron el viaje al trote, los cascos del caballo golpearon el suelo con ruido sordo: acababan de atravesar un puente sobre el torrente. Los hechos que siguieron le parecieron un sueño atroz. Oyó gritos y llamadas, como si toda una banda armada disputara 9

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alrededor de ellos. El jinete puso pie en tierra, cuidando de dejarle el albornoz. Ahora la llevaba a paso ligero, ora por un terreno casi plano, ora por una especie de escalera. Luego le pareció que entraban en un lugar muy oscuro. De repente, el hombre le sacó el manto y se sintió cogida por otras manos. Un estremecimiento la sobrecogió, como si se le acercara el espectro de la muerte. El hombre al que la había entregado el jinete rió imperceptiblemente. Atravesaron juntos una especie de corredor. De pronto la envolvió un frío extraño, como si se hallara en una cueva subterránea. Intentó no pensar en nada pero no lo logró. Tenia la impresión de que el último momento, el momento horrible, había llegado. El hombre que ahora la llevaba en brazos comenzó a tantear el muro, adelantando cautelosamente una de las manos. Allí encontró un objeto que levantó enérgicamente. Sonó un gong. Halima lanzó un grito e intentó zafarse de las manos del desconocido. Este se contentó con reír y le dijo con tono casi amable: - No chilles, criatura, nadie te va a despellejar. Chirrió una puerta de hierro. Una tenue claridad atravesó la venda de Halima. ※Me arrojar{n a una prisión
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