Alain Malissard, Los Romanos y El Agua

April 26, 2017 | Author: Juan Gerardi | Category: N/A
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Romanos, recursos...

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La cultura del agua en la Roma

Vital para toda sociedad humana, el agua es para los romanos el símbolo de su existencia desde que Rómulo, el fundador de Roma, fue salvado por las aguas del Tiber y es la que les otorga su poder sobre las fuerzas natu­ rales y sobre los hombres. Este libro describe cómo los romanos utilizaron el agua para dar respues­ ta a sus necesidades inmediatas, pero también, cómo la emplearon para el placer y la frivolidad. Con una precisión que sorprenderá a los ingenieros y una simplicidad que maravillará a los profanos, el autor retrata la búsqueda obstinada de las téc­ nicas subterráneas y aéreas, que permitieron obtener el agua de las mon­ tañas, conducirla hasta las ciudades, purificarla, conservarla y evacuarla. Aparecen los romanos en su intimidad, con sus habladurías en torno a las fuentes, o en las letrinas, y sorprende su admiración por los emperadores que les construyeron termas suntuosas; encontramos también los cálculos de los ingenieros, sus sondeos, sus fracasos y sus logros y, sobre todo, la fuerza de voluntad de un pueblo que, para dominar la fuente de la vida, construyó a través de las llanuras y de los valles profundos los arcos pode­ rosos y elegantes de sus acueductos. Alain Malissard es profesor de latín en la Universidad de Orleans, Francia.

ALAIN MALISSARD

LOS ROMANOS Y EL AGUA Segunda edición revisada

Herder

Versión castellana de J o seph L ó pe z d e C a str o , de la obra de A la in M a l issa r d , Les romains et l'eau, Société d'Édition Les Belles Lettres, Paris 1994

Diseño de la cubierta: Ripoll Arias y Mercedes Galve

© 1994, Société d'Édition Les Belles Lettres, Paris © 1996, Empresa Editorial Herder S.A., Barcelona Segunda edición 2001 La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Imprenta: H u ro pe Depósito legal: B - 7.476 - 2001 Printed in Spain

ISBN: 84-254-1938-7 H erder Código catálogo: REN1938 Provenza, 388. 08025 Barcelona - Teléfono 93 476 26 26 - Fax 93 207 34 48 E-mail:[email protected] - http://www.herder-sa.com

A los oyentes de la U niversidad abierta de Besançon, que presencia­ ron el nacimiento de este libro, y a los de la Universidad «del tiempo libre» de Orleans, que han asistido a su conclusion.

Aguas pletóricas de vida vienen a la urbe por sus viejos acueduc­ tos, danzan en los pilones de piedra blanca de sus numerosas plazas, se vierten en vastos y profundos estanques: su rumor diurno se vuel­ ve canto durante la noche, que es aquí majestuosa y estrellada, suave bajo la caricia de los vientos. Hay aquí jardines, inolvidables avenidas, escalinatas concebidas por Miguel Angel, amplias como cascadas, con peldaños que nacen uno de otro a modo de olas. Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta.



Indice

Preámbulo.................................................................................... Introducción...............................................................................

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PRIMERA PARTE El agua de los usuarios 1. El agua útil. Casas e industrias................................................. El agua en la calle................................................................... Lacus y salientes. Lacus e insulae. Del lacus a la insula. Cadus y ánfora. Cubos y tinajas. El agua en casa....................................................................... Lavado de la ropa. Limpieza de la casa. Aseo. Palanganas, aguamaniles y objetos de plata. Abluciones. El agua en las cocinas. Agua y vino. Aqua mera (agua pura). Aqua calda (agua tibia) . El agua industrial................................................................... Los molinos de Barbegal. Los bataneros; El taller de Stephanus. 2. Elagua útil. Higiene y seguridad............................................. Seguridad urbana: los bomberos............................................. Creación.Organización. Cohortes y centurias. Stationes y excubitoria. (Cuarteles y puestos de guardia); En Ostia; En

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Bibliografía

Roma. El trabajo de los bomberos;Vigilancia: las rondas; Extinción del fuego: sofocándolo, formando cadena, con bombas. ¿Y los tubos?. Contención del fuego. Un instru­ mento simbólico. Higiene urbana: las letrinas...................................................... Letrinas domésticas. Letrinas públicas. Roma, ciudad sucia. ... pero bien drenada. 3. El agua de los placeres.............................................................. Agua ornamental..................................................................... Ornam entación de la casa; Comedores de verano; Fuentes.Jardines. Palacios imperiales; Palatino; Casa Dorada; Villa de Adriano. Los euripos. Agua y espectáculos................................................................... Naumaquias. Clepsidras. El órgano hidráulico. El agua espectáculo................................................................... Fuentes decorativas. Lugares dedicados a las ninfas; En las ciudades; En Roma. A. Lo útil y placentero. Baños y termas......................................... Cuartos de baño y balnea........................................................ Cuartos de baño sin comodidades. Los primeros baños públicos. Progresos: Calefacción de los balnea·, Cuartos de baño en las villas; Agua caliente; Éxito de los balnea. Método griego y práctica romana............................................. Nadar en agua fría. Un recorrido ritual. Desnudarse. Hombres y mujeres. Del tepidarium al frigidarium. El milagro de las termas.......................................................... Agripa. Nerón. Trajano. Un modelo canónico. Otro mundo............................................................................. SEGUNDA PARTE El agua de los ingenieros 5. Reservas de agua. Cisternas y otros depósitos.............................. Reservas privadas..................................................................... Compluvio. Impluvio. Cisternas. Reservas públicas..................................................................... 10

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Bibliografía

Suministro. Decantación. Dimensiones. Construcción. Inconvenientes. Extracción del agua. 6.

Conducción del agua. Los acueductos....................................... Hallazgo del agua..................................................................... Agua pura. Embalses. Conducción del agua................................................................ Construcción de un specus. Cálculo de la pendiente. Continuidad de la pendiente. Muros y arcos. Superación de obstáculos.......................................................... Puentes. Sifones. Túneles. Algunos defectos. ¿Cuánta agua?......................................................................... Consumo. Caudal.

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7. Distribución del agua. Tuberías y depósitos............................ Entrada de los acueductos en Roma......................................... Arcas de agua (castella)·, Pompeya.Nimes.Una idea de Vitruvio. Canalizaciones......................................................................... De madera. De tierra. Tuberías de plom o................................................................... Los peligros del plomo. Fabricación de las tuberías. Reglamentación de los calibres. El suministro en Pompeya........................................................ Pilares. Fuentes. El terremoto. Grifos.

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8.

Evacuación del agua. Las cloacas........................................... Saneamiento y drenaje............................................................. Cuniculi. Cloacas y cuniculi. Ciudades modernas y antiguas................................................ Pompeya, ciudad antigua. Las ciudades modernas. El caso de Roma....................................................................... Una historia. Una obra eterna. Una obra imperfecta.

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TERCERA PARTE El agua del poder 9. Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma......................

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Bibliografía

Cuatro acueductos repupliarnos............................................... Acueductos y conquista. Un nuevo espíritu. La primera red. Cinco acueductos Julio-Claudios............................................. Augusto y Agripa. Una primera revolución. Claudio o la abundancia. Nerón y sus sucesores. Trajano o la segunda revolución............................................... Aqua Traiana. El informe de Frontino. Las reformas. De la conservación a la decadencia........................................... Nuevo ramal. Un último acueducto. Una larga superviven­ cia. El brazo de Vitiges. Una muerte lenta. 10. La administración de las aguas............................................... Organización administrativa................................................. La República. Un cónsul-edil: Agripa. Velut perpetuus cura­ tor. El curator aquarum. ...y su personal. Evolución de la cúratela. Gestion de los acueductos.......................................................... Construcción; Paso; Protección; Autoridades y particulares. Conservación. El sistema de adjudicaciones; Abusos y frau­ des. El ejército. Concesión de las aguas............................................................ La República. El Imperio; Concesiones gratuitas; ...pero vigiladas; ...y concesiones de pago. Fraudes; Prácticas ordi­ narias; Catón y Celio Rufo. Represión de los fraudes. El mecenazgo del agua............................................................ Ambigüedades republicanas; Apio Claudio Ceco. El mece­ nazgo; Los notables. Costo de los acueductos. Mecenazgo imperial. Epílogo........................................................................................ Bibliografía.................................................................................

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Preámbulo

A la par con los anfiteatros, los acueductos son sin duda los monumentos más representativos del poderío y la permanencia de Roma. Impresionantes por el número, la altura y la aparente solidez de sus arcos que aún se yerguen bajo todos los cielos, no constituyen, empero, sino la parte más llamativa y espectacular de un conjunto todavía más gigantesco. En efecto, el agua de los acueductos es ante todo la de los usuarios; satisface las necesidades cotidianas, abastece las indus­ trias, sanea las letrinas y las alcantarillas, protege deí fuego, sirve de espectáculo, fomenta el gusto por el lujo y reúne cada atarde­ cer a miles de personas en las fastuosas termas que les ofrecen los emperadores. Es también la de los ingenieros y técnicos, capaces de hacerla discurrir correctamente por trayectos a menudo acci­ dentados, distribuirla por las ciudades y evacuarla. Es, por últi­ mo, la de un poder e influjo que se afirman, a lo largo de la his­ toria de Roma, mediante la construcción de nuevas instalaciones y su financiamiento por una administración encargada de regir, mantener y supervisar la traída de aguas para regocijo del pueblo y gloria de sus príncipes. Sobre el uso del agua, sus técnicas y gestión, disponemos de datos diversos y abundantes. De cisternas, acueductos, alcantari13

Preámbulo

lias, fuentes, estanques, termas, etc., la arqueología nos brinda importantes vestigios y multitud de otros objetos, desde la trivial tubería de plomo hasta el aguamanil con incrustaciones de plata, pasando por la pila y el órgano hidráulico. Dos textos principa­ les nos hablan también del tema de las traídas de agua: el libro octavo de De Architectura, obra redactada a principios del siglo I de nuestra era por el ingeniero militar Vitruvio, y el tratado De Aquaeductu Urbis Romae, escrito por Frontino, a la sazón prefec­ to de las aguas de Roma, hacia el año 98 d. C.; este último libro ofrece especial interés por cuanto contiene, además de la historia y nomenclatura de los acueductos de Roma, una descripción, con frecuencia muy crítica, de la administración de las aguas en aquella época. Al lado de esos textos eruditos, a los que puede añadirse la Historia natural' que el sabio escritor Plinio el Viejo dedicó en el año 77 al emperador Tito, podemos mencionar la abundantísima información procedente de los antiguos historia­ dores, filósofos y dramaturgos; son los poetas, sin embargo, quienes mejor que nadie saben hablar del agua de cada día, la de las cocinas, los baños y las fuentes. Un tema como éste, relacionado con la vida cotidiana, la téc­ nica y la historia, se basta a sí mismo. Por tanto, no trataremos aquí de ríos o lagos, ni del mar, ni de manantiales y aguas medi­ cinales o sagradas. Sólo hemos pretendido seguir los meandros y el destino de un agua que los romanos, mejor que ningún otro pueblo de la Antigüedad, supieron someter a sus placeres y a su gloria, después de captarla para atender a lo necesario. Las aguas libres tienen otra historia.

1. En lo que sigue, las referencias a Vitruvio (De la arquitectura), Frontino (.Acueductos de la ciudad de Roma) y Plinio el Viejo (Historia natural) se harán sin mencionar el título de la obra. Salvo indicación contraria, todas las citas de autores antiguos proceden de la Collection des Universités de France (La traducción castellana es del traductor del presente libro.). Acerca de Frontino, véase infra, p. 252ss. 14

Introducción

El baño de Séneca El primero de enero de cada año, hiciera el tiempo que hicie­ ra, Séneca, célebre filósofo y consejero privado del emperador Nerón, se daba un baño en las frías aguas del aqua Virgo2, que alimentaban entonces las construcciones y termas del Campo de Marte y corren todavía hoy en la fuente de Trevi. Si aquella costumbre, a la que con la edad tuvo que renunciar el sabio estoico3, ilustra como ninguna el gusto de todos los romanos por lo espectacular, sugiere también entre los hijos de aquel pueblo «de tierra adentro», poco dado a la pesca en el mar y a largas navegaciones, una relación privilegiada con el agua, el agua dulce, la de los ríos, lagos y manantiales, la que brota del suelo y lo fertiliza, la que endurece el cuerpo del hombre en invierno y lo tonifica en verano, la que procura, junto con la vida, el bienestar y la salud viril. 2. Los romanos designaban con la misma palabra, «aqua», el agua y el acueducto. Así, ellos decían «agua de la Doncella» para lo que nosotros llamaríamos «acueducto de la Doncella» (aqua Virgo). En las páginas siguientes encontraremos muchos nom ­ bres semejantes: aqua Appia, aqua Marcia, aqua Claudia, etc. Sólo dos acueductos lle­ van el nombre del río que los abastecía: el Anio vetus y el Anio novus. Sobre la historia de los acueductos de Roma y el origen de sus nombres, véase infra, p. 240ss. 3. Séneca, Cartas a Lucilio, 83, 5. 15

Introducción

El chapuzón invernal de Séneca mostraba que siempre es posible vencer los elementos naturales con el vigor moral y la disciplina de un cuerpo entrenado en la ejecución de movimien­ tos funcionales; prueba de arrojo y estoicismo, reflejaba también el inconsciente afán de un pueblo historiador por empaparse una y otra vez en sus «fuentes», en sus orígenes. El austero sena­ dor, que salía pálido y semidesnudo de aquella corriente límpida y fría, seguía siendo el héroe salvado de las aguas, fundador de Roma.

Un héroe salvado de las aguas Es bien sabido que Procas, rey de Alba, tuvo dos hijos y que Amulio, una vez destronado su hermano Numítor, mandó arro­ jar al Tiber a los dos gemelos que acababa de dar a luz su sobri­ na Rea Silvia. Tito Livio4 nos dice que, por un azar debido a la voluntad de los dioses, el río estaba entonces crecido, extendién­ dose mucho más allá de sus orillas y perdiéndose en un llano de indistintos perfiles. Al no poder acercarse a sus riberas, los escla­ vos depositaron la cuna de los niños en un agua estancada que se retiró sin arrastrarlos consigo, dejándolos junto a la higuera donde habían sido abandonados. Vino luego una loba, que les dio de mamar hasta la llegada a aquellos parajes desiertos del pastor que había de criarlos. Ya adultos, Rómulo y Remo mata­ ron a Amulio, devolvieron el trono de Alba a su abuelo Numítor y decidieron levantar una ciudad en el lugar mismo en que el río los había mecido, en vez de llevárselos. Roma fue así fundada por un héroe no «salvado de las aguas», sino «salvado por las aguas». Más tarde tendría la loba por emblema y preferiría siempre el agua de los lagos y ríos, rodeada y guiada por la tierra, a la imprevisible y peligrosa de los océa­ nos, sin orillas definidas. 4. Historia romana, 1, 4. 16

Introducción

Quedaba en adelante establecido un vínculo milagroso entre Roma y el agua dulce.

Un lugar pestilente El emplazamiento escogido por Rómulo carecía de los incon­ venientes de los puertos abiertos a las influencias nocivas que proceden del mar, pero era una zona inundable5; a buen seguro, sufría permanentemente de las emanaciones que producen las aguas estancadas 7 es posible que el Velabro deba su nombre al velo 6 de hum edad que envolvía con frecuencia una llanura donde juncos 7 cañas crecían casi tan bien como la hierba. La Roma de los primeros re7es no era en realidad más que una cié­ naga a lo largo de un río dominado por siete colinas, 7 ambos hermanos, uno encaramado en el Aventino 7 otro en el Palatino, debieron pensar más en el interés estratégico de aquellas alturas que en la salubridad de los bajos fondos que desde allí se divisa­ ban. Cuando Roma se desarrolló hasta el pie de sus colinas, fue preciso sanear el llano que más adelante ocuparía el Foro 7 reconducir al río el agua que la hacía inhabitable e insalubre. De ello empezó a ocuparse Tarquino el Antiguo. Cierto que, para avenar Suburra o el Velabro, aún sólo se trataba de abrir canales a cielo descubierto7; mas estos canales, al principio útiles, acaba­ rían por obstaculizar la expansión de la ciudad. Tarquino el Soberbio se propuso, pues, enterrarlos. De su reinado datan los primeros informes políticos 7 arquitectónicos sobre Roma 7 su agua, informes que bien podríamos calificar de «subterráneos».

5. Cicerón, De la República, 2,6, 11 : «El lugar que escogió (...) se mantenía salubre en medio de una región malsana.» 6. Velarium. Propercio (Elegías, 4, 9, 6) relaciona la palabra «Velabro» («.Velabra») con los navios que antaño circulaban por este lugar y con el verbo «velifi­ care» («navegar a vela»). 7. Tito Livio, Historia romana, 1, 38, 6. 17

Introducción

La lección del alcantarillado Para llevar a cabo las grandes obras que estimaba necesarias, Tarquino recurrió a los brazos y el ardor más o menos genuino de la plebe, que casi al mismo tiempo se vio obligada a dar los últimos toques al Capitolio, a instalar las gradas del Gran Circo y a construir la inmensa cloaca subterránea: «Dos empresas -dice Tito Livio- que a duras penas ha podido igualar nuestra munificencia moderna»8. Plinio el Viejo 9 añade, no obstante, que la plebe juzgó aque­ llas obras más agotadoras que magníficas; es cierto que parecían inacabables, dando la impresión de que su principal objeto era mantener a los trabajadores en la esclavitud. La empresa fue tan larga y penosa que muchos se suicidaron, desesperados de poder verla un día terminada. Tarquino mandó crucificar sus cadáveres para entregarlos así a la voracidad de los animales salvajes y exponerlos a la vista de todos. Los demás obreros aguantaron hasta el final. El resultado fue una gran alcantarilla, la famosa Cloaca maxima, cuyas galerías permitían el paso de una carreta. Sólo cinco años más tarde, en la época de Augusto y Agripa, se acometerían nuevas obras para transformarla considerable­ mente10. Completada así por Plinio, la historia de la Cloaca maxima adquiere, sin duda con razón, los rasgos de una fabulosa epope­ ya. Efectivamente, fue como el punto de partida de una aventu­ ra extraordinaria. Abriendo aquellos conductos, canales y cuni­ culi11, tan provechosos para el ulterior desarrollo de su agrono­ mía, los romanos descubrieron el arte de conducir el agua. Ahora bien, lo que se había hecho en un sentido podía hacerse en el otro: el agua podía ser sometida, al igual que los pueblos vecinos; bastaba con quererlo y consagrar a ello, en caso de nece­ sidad, sus fuerzas y su vida. 8. Id., 56, 2. 9. Plinio, 36, 107-108. 10. Infra, p. 230. 11. Infra, p. 218. 18

Introducción

El gueiTero del lago Al escoger para su ciudad un terreno repleto de manantiales y agua, Rómulo permitió a sus descendientes descubrir que el honor propio en nombre de Roma se defendía también en las cloacas, es decir, en el arte de construirlas y reorganizar el mundo del modo que más conviene a quienes lo poseen. Sobre aquel suelo saneado fue levantándose poco a poco una ciudad, primero de madera, luego de ladrillo y finalmente de mármol. En tiempos de Augusto, la higuera Ruminai, bajo la cual se había jugado el destino de Rómulo, desplegaba su ramaje entre monumentos, piedras y estucos; sólo algunos topónimos y el lago Curcio, en el centro del Foro, recordaban aún la antigua presencia de las aguas estancadas. Contábase 12 que, en aquel paraje, un día la tierra se había entreabierto y nada podía ya volverla a cerrar; los sacerdotes dijeron que, para colmar la brecha, era preciso hallar lo que cons­ tituía la fuerza del pueblo romano. Un joven y valeroso guerrero, llamado Curcio, se sacrificó para salvar la ciudad, arrojándose armado y a caballo en el foso, que pudo entonces llenarse de presentes y productos de la tierra; así, las armas resultaban ser la fuerza principal del pueblo de Roma y podían también servir para transformar milagrosamente el suelo. La aureola de Marco Curcio es indudablemente superior a la de los plebeyos suicidas, pero su papel no es muy distinto; con la entrega de su vida, todos ellos afirman el dominio de Roma sobre el suelo que la rodea.

Aqua ducta Si los vestigios eran relativamente raros, los recuerdos persis­ tían con tenacidad. En una carta dirigida en junio del 60 a su amigo Atico, Cicerón hace una breve alusión a «la Roma fangosa 12. Tito Livio, op. cit., 7, 6. 19

Introducción

de Rómulo»13, y el poeta Ovidio evoca en los Fastos la imagen de una mujer que desciende descalza hacia el foro, como en los tiempos en que crecían juncos y cañas; es porque allí existía, le habían dicho, «una ciénaga im practicab le con los pies calzados»14. Son éstos, claro está, simples modos de expresarse. Cicerón sólo menciona el fango de Rómulo para oponerse a la ciudad abstracta de Platón; en cuanto a Ovidio, lo que le interesa es mostrar el esplendor de los foros, el desvío del Tiber y los altares erigidos en suelo bien seco allí donde antaño no había sino agua. En efecto, desde fines de la República y mucho más aún en la época imperial, el agua estancada, en Roma, no era tanto la de los cenagales como la de los acueductos en reparación. El agua divina y misteriosa que un buen día salvara a Rómulo discurría aún por los lugares dedicados a las ninfas y otros para­ jes sagrados, mas los manantiales eran ahora hermosas fuentes y los ríos alimentaban enormes depósitos. Hacía ya mucho que el agua, antes salvaje y libre, acataba las decisiones del poder, seguía el trazado de los arquitectos, fluía por los canales de los ingenieros y se plegaba por doquier a las necesidades y deseos de un pueblo soberano. En adelante traída a Roma por nueve acue­ ductos a razón de 993 000 metros cúbicos al día15, saturaba los estanques públicos, llenaba las piscinas, alimentaba las cubas de tintoreros y bataneros, brotaba en los jardines, corría con profu­ sión en termas y baños, purificaba las letrinas e iba finalmente a verterse en las cloacas donde todo había comenzado. La conquista del espacio sólo fue al principio una victoria sobre aguas hostiles y glaucas. Fruto de una inteligencia organi­ zadora y dinámica, el sometimiento del agua llegaría a ser una de las formas de dominio sobre el mundo.

13. Cicerón, Cartas a Atico, 2, 1, 8. 14. Ovidio, Fastos, 6, 395-416. 15. Sobre los caudales reales, véase infra, p. 184ss. 20

PRIMERA PARTE El agua de los usuarios

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El agua útil. Casas e industrias

Hacia fines del siglo IV a. C., en los primeros tiempos de la gran República romana, los gobernantes em prendieron una tarea que veintitrés siglos más tarde quedaría aún por realizar en muchos lugares del mundo: decidieron que todos los ciudadanos de una ciudad cuyo destino prometía ser excepcional dispusieran diariamente de agua pura y no tuvieran ya que depender de las lluvias, del Tiber o de los manantiales. Sin imaginar que el agua pudiera llegar a convertirse en un lujo o un placer, sólo asigna­ ron a las primeras traídas la misión de ser útiles a la vida de los ciudadanos. En la mente de los romanos, este principio seguiría siendo válido en todo tiempo y, aun en la época de los jardines, termas y bosques decorativos, los acueductos llevaban con prio­ ridad el agua a las fuentes públicas cuyo número iría aumentan­ do sin cesar. El agua en la calle

Lacus y salientes Siempre más o menos semejantes entre sí, estas fuentes ordi­ narias se reducían a un pilón, casi siempre rectangular, provisto 23

El agua útil. Casas e industrias

de una columna de alimentación a la que, en Roma, desde Frontino, llegaban dos cañerías diferentes1. La ornamentación, existentes en todas ellas, era muy sencilla. Dichas columnas, dispuestas a modo de pilastras cuando la fuente estaba adosada a un muro, se elevaban sobre el borde mismo de la taza y apa­ recían adornadas con motivos estereotipados: ritones en forma de hocico, delfines, máscaras y a veces también ríos con ninfas o tritones; en algunos casos algo especiales, se veían también Silenos portadores de odres por donde se vertía el líquido, o sapos y fauces de pantera a imitación de las gárgolas con que las clases acomodadas adornaban los impluvios de sus casas2. Tales temas, tan evocadores como populares, recordaban incansable­ mente el carácter a un tiempo precioso, misterioso y sagrado del agua que la gente iba a buscar allí cada día. A través de los siglos y de fuente en fuente, los mismos motivos ornamentales han llegado hasta nosotros: por ejemplo en París, en el vestíbu­ lo de la estación de Lyon y el andén de los TGV, puede verse todavía una fuente de bronce adornada con un dios barbudo representando un río que retiene un delfín entre sus poderosos brazos; la única concesión al modernismo es que de las fauces abiertas del animal, en lugar de un chorro continuo de agua, la cabeza metálica de un simple grifo. Utilizando en este caso la parte para designar el todo, los romanos dieron siempre a sus fuentes el nombre de «pilones» (labra), en vez e «surtidores» (salientes) o fuentes propiamente dichas, y Tito Livio, por ejemplo, emplea el término labrum para referirse a cada una de las dos fuentes que Cornelio Escipión hizo instalar en el Capitolio el 190 a. C .3 Las más de las veces, sin embargo, la taza o pilón recibía el nombre de lacus, voz de amplísimo significado que se aplicaba a todo depósito o receptáculo para el agua y, por extensión, a todo objeto en forma de receptáculo, desde el estanque, la pila o el lagar hasta el sepulcro cristiano, pasando por el artesón de un techo y los ver­ 1. Infra, p. 254-255. 2. Infra, p. 134. 3. Tito Livio, 37, 3. 7. 24

El agua útil. Casas e industrias

tederos de basura que Catón el Censor mandó solar en el año 84 a C.4. Signo evidente de la frecuencia y trivialidad de aquellos pues­ tos de aprovisionamiento de agua que se encontraban por todas partes al recorrer las animadas calles de las ciudades, esa diversi­ dad de significados tendría de por sí escasa importancia si no hubiera contribuido a hacer que ciertas indicaciones, de aparien­ cia precisa, nos parezcan hoy confusas. Así, Plinio declara que Agripa mandó construir en Roma 700 lacus y 500 salientes, pero Frontino, que igualmente menciona los salientes de Agripa5, sólo habla de 591 lacus a los que añade 39 muriera(\ o sea, con toda probabilidad, 39 fuentes monumentales y decorativas a las que Suetonio, por su parte, da el nombre de «fastuosos lacus» («orna­ tissimos lacus»7). Lacus e insulae Así pues, si en la época de Frontino existían en Roma 591 fuentes públicas, a principios del siglo IV su número se elevaba a 1352 8, es decir, cerca de un centenar por cada uno de los catorce distritos. Este promedio es, con todo, bastante relativo. Así, en el Campo de Marte, mucho más extenso que las demás zonas, había 120 de aquellas fuentes, mientras que el barrio del puerto, con el Velabro y el Gran Circo, no poseía más que 20. La importancia de la cifra total no debe, pues, engañarnos. Indica ciertamente la continua presencia de una administración vigilante, mas no por ello es sinónimo de lujo o progreso. El 4. Id., 39, 44. En este pasaje, la palabra «lacus» podría también significar «depósi­ tos» o «cisternas». 5. Plinio, 36, 121; Frontino, 9, 9. Sobre Agripa, yerno de Augusto, y su obra, véase infra, p. 243ss.,265 ss. 6. Frontino, 78, 3. 7. Suetonio, Vida del divino Claudio, 20, 2. 8. Cifras procedentes de los Regionarios, la Notitia regionum urbis y el Curiosum urbis Romae regionum XIV, inventarios sistemáticos de los monumentos de Roma, que datan de la época de Constantino. 25

El agua útil. Casas e industrias

notable aumento del número de fuentes públicas estaba, en efec­ to, mucho menos vinculado al desarrollo del bienestar material que al de las insulae, grandes bloques de casas populares sin eva­ cuación, calefacción ni agua, en cuyos pisos se hacinaba una población cada vez más miserable. El barrio céntrico del Foro, donde espacios públicos y ricas residencias alternaban por todas partes con aquellas sórdidas insulae, disponía, pues, para una extensión muy inferior, de tantos lacus como el Cam po de Marte, y en este sentido se llevaba evidentemente la palma, con sus 180 fuentes, el barrio pobre y populoso del Trastevere. Estimar el lujo de una ciudad por el número de sus fuentes públicas, como se hace harto a menudo, equivaldría a evaluar el de una casa de pisos por la cantidad de puestos de agua existen­ tes en cada rellano. Aquellas 1352 fuentes de Roma evocan, de hecho, tanto la miseria y la promiscuidad como el lujo y la belleza: cuanto mayor iba siendo en la urbe la masa de pobres mal alojados, tanto más se dejaba sentir la necesidad de dispensar el agua en sus calles. En las ciudades modernas, a la inversa, pozos y fuen­ tes han ido desapareciendo a medida que aumentaba el número de viviendas en cuyos portales podía hasta hace poco leerse sobre una placa de esmalte azul: «Agua en todos los pisos.» Para la mayoría de los habitantes de Roma, no había por tanto más agua potable que la de las fuentes públicas. Modestas y familiares, aquellas fuentes de cada día solían llevar un nombre que las hacía aún más vivas y próximas a los hombres. Algunas lo derivaban de su emplazamiento, su ornamentación, su forma o cualquier otra particularidad. En Roma se conocían así la fuente del Esquilino (lacus Esquilinus) y la del conejo (lacus cuniclí), la fuente larga (lacus longus), la fuente cubierta (lacus tectus) o la fuente restaurada (lacus restitutus)·, otras, como la fuente de Servilio (lacus Servilii) o la de Pisón (lacus Pisonis), lle­ vaban quizá el patronímico de un generoso donante; otras, por último, como la fuente de la gallina (lacus gallinae) o la de los pastores (lacus pastorum), hacían con su nombre alusión a alguna antigua leyenda ya olvidada y a los tiempos remotos en que la ciudad aún no había devorado los campos vecinos. 26

El agua útil. Casas e industrias

En las ciudades bulliciosas y superpobladas, con calles sin placa y casas sin número, se barruntaba de lejos la presencia de los lacus por el rumor de sus aguas y los húmedos regueros que dejaban las ruedas de los carros. Todo el mundo los conocía por su nombre y constituían sin duda alguna puntos de referencia más precisos, si bien modestos, que los grandes monumentos; los ciudadanos se guiaban por las fuentes, se encontraban allí unos con otros, se daban cita junto a ellas. Omnipresentes e indispensables, eran como millares de corazones que latían cada día al compás de la ciudad y le daban vida. Alrededor de las fuentes se congregaban a todas horas, espe­ cialmente por la mañana desde el alba y al atardecer, las mujeres del vecindario; éstas acudían en busca del agua que necesitaban diariamente, como también los aquari? que comerciaban con ella. Allí se comentaban los sucesos de la víspera y los incidentes del día, se propalaban chismes y rumores, las gentes reían o se querellaban; tales lugares eran los puntos forzosos de encuentro para humildes y desheredados. En las fuentes se lavaba la ropa y se limpiaba la verdura, evitando así el trabajo de izar los cubos hasta los pisos; los mercaderes se instalaban en torno; en verano chapoteaban los niños y en invierno, con los dedos embotados y las manos enrojecidas, todo el mundo se apresuraba; caballos y mulos bebían del cubo, lleno hasta los bordes, que les tendían sus amos; allí se detenían con frecuencia extranjeros o paseantes desconocidos en el barrio, y más de una vez, sin duda, se habló de Cristo. Llegada la noche, el agua volvía a ser clara y tranquila, no enturbiada sino por el paso de la guardia o el de algún grupo de rufianes; arrastrando consigo todos los desechos del día, corría interminablemente sobre la piedra y murmuraba en la sombra, animada de una vida que parecía eterna.

9. Infra, p. 28. 27

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Del lacus a la ínsula Si en medio del tráfago de cada día todos podían concederse un momento de reposo junto a las fuentes, era también necesa­ rio repartir el agua y transportarla hasta el lugar de su consumo. Desde principios de la República, y especialmente en las casas ricas o en las grandes fincas, se confió esa dura labor a esclavos o a profesionales contratados para ello. «Desde el amanecer hasta ahora -dice Adelfasia en el Poenulus de Plauto- no hemos hecho otra cosa que lavarnos, frotarnos, secarnos...; y además nos han dado a cada una dos esclavas que se han pasado todo el tiempo lavándonos y relavándonos. Para llevar el agua, hemos empleado a dos hombres fuertes hasta reventarlos»10. La tarea era siempre m onótona, ingrata y difícil, y por eso, en otra comedia de Plauto, el intendente Olimpión amanaza a su rival Calino con convertirlo en aguador: «Te darán un ánfora, te indicarán el sen­ dero que has de seguir hasta la fuente y habrás de cargar con un caldero y ocho tinajas; si no está todo siempre bien lleno, seré yo quien te llene la espalda de latigazos. Haré que, a fuerza de llevar el agua, acabes con la espalda tan encorvada que puedan trans­ formarte en zambarco para los caballos»11. En las ciudades, la mayoría de los aguadores (aquarü) traba­ jaban por su cuenta y vivían con relativa holgura. No obstante, estaban muy mal considerados: volviendo sin cesar a los puntos de cita que constituían las fuentes, circulando constantemente por las calles, hablando con unos y otros, entrando con facilidad en las casas, conocidos por todos y conociendo ellos mismos a todos, no tardarían en granjearse una sólida y equívoca reputa­ ción de intermediarios para cualquier asunto. Durante el Imperio, su presencia fue haciéndose menos nece­ saria; los lacus se habían multiplicado, los pobres no tenían con qué pagar el trabajo de los aguadores y los ricos que aún carecían de agua en sus casas disponían de esclavos y sirvientas que iban a 10. Plauto, E l cartaginés, 217-224. 11. Plauto, Casina, 121-125. 28

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buscarla a la fuente. Habiendo pasado en cierto modo al servicio de las colectividades, los aquarii, que en las provincias llegaban incluso a agruparse en corporaciones, comenzaron a formar parte, junto con los porteros y barrenderos, del pequeño perso­ nal encargado de la guarda y mantenimiento de las insulae. A menudo jóvenes y fuertes, libres de sus movimientos y fácilmen­ te accesibles, conservaron intacta su fama de hombres siempre dispuestos a hacerse útiles. «¿Faltan amantes? Hay esclavos. ¿Faltan esclavos? Se fija un precio con un aguador, que vendrá enseguida»12. La ornamentación de una concha de plata13, llamada concha de Epona, que servía de pila de abluciones y en la que sólo podía verterse agua, nos muestra uno de aquellos aquarii en plena faena. Vestido con una corta túnica y con el cuerpo tenso, lleva horizontalmente sobre el hombro derecho una voluminosa ánfo­ ra; para equilibrarla bien, la sujeta contra el cuello pasando el brazo derecho por detrás, mientras agarra el recipiente por un asa con la mano izquierda. Así se presentaron sin duda ante los convidados los dos esclavos que irrumpieron súbitamente en la sala donde se celebraba el banquete de Trimalción: «De pronto entraron dos esclavos que parecían haberse peleado en la fuente, ya que todavía mantenían las ánforas apretadas contra el cue­ llo»14. Cadus y ánfora En torno del aguador, el orfebre ha grabado también dos gru­ pos de tres ánforas semejantes a la que aquél carga en su hom­ bro; ventrudas, con un extremo en punta y un ancho cuello, pertenecen a la categoría de los cadi. Habitualmente de arcilla y excepcionalmente de bronce, plata y hasta de ofita blanca u oro, 12. Juvenal, Sátiras, 6, 331-332. 13. Hallada en Rethel en 1980. Museo de Saint-Germain-en-Laye, inv. 85797. Sobre esta clase de conchas, véase infra, p. 36. 14. Petronio, Satiricon, 70, 4. 29

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aquellos jarrones tenían múltiples usos, sirviendo sobre todo para transportar agua o vino e incluso para conservar este últi­ mo: vino es lo que el buen Acestes mandó cargar en la nave de Eneas a punto de zarpar15, y tampoco era agua lo que bebieron los falsos amigos de Horacio cuando vaciaron sus cadi-6. De menor anchura y de cuello angosto y largo, las ánforas transportadas por las mujeres eran más finas y ligeras. Con el brazo levantado y plegado en elegante gesto, las sostenían verti­ calmente, dejando reposar sobre su hombro la panza de la vasija y apoyando la punta en el omoplato; esta postura, tantas veces ilustrada por pintores y escultores, sugiere más la quietud que el movimiento. En el aguador de la concha de Epona, la flexión de las piernas y la torsión del busto reflejan el esfuerzo y tensión de la marcha; sin doblegarse bajo la carga horizontal, el aquarius sólo evita quedar aplastado avanzando sin cesar con el cuerpo echado hacia adelante. Las mujeres, en cambio, estilizadas por el brazo que levantan sin tenderlo y por el ánfora que llevan enci­ ma, aparecen siempre como inmovilizadas en una belleza de cariátides. Llevando sobre la cabeza ánforas o cántaros similares, las mujeres africanas ofrecen todavía hoy a nuestra vista el espec­ táculo de esa belleza altiva, no pareciendo desplazar sino la inmovilidad de sus esbeltos cuerpos. Al igual que el cadus, el ánfora podía contener cualquier cosa. Cuando sólo servía para llevar agua, los griegos, más precisos en su vocabulario, la denominaban «hidria». Esta, inutilizable en un pozo, poco práctica en un manantial o un pilón, había naci­ do con las fuentes públicas a cuyo chorro se adaptaba perfecta­ mente su estrecha boca; por otra parte, la forma fina y larga de su cuello evitaba que el agua se derramara durante los desplaza­ mientos; levantar el ánfora por las asas, colocarla en el hombro y transportarla era en todo caso mucho menos fatigoso que cargar a fuerza de brazos con el peso de cubos rebosantes de agua que iba perdiéndose por el camino. Además de elegantes, las ánforas eran ergonómicas y funcionales. 15. Virgilio, Eneida, 1, 195-197. 16. Horacio, Odas, 1, 35, 25-28. 30

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Cubos y tinajas Los cubos descubiertos son en su mayoría de metal —plomo ordinario y tosco en Pompeya, hierro o bronce en otras partes- y provienen casi siempre de los talleres metalúrgicos de Campania. En la época romana eran todos hemisféricos y por ello estaban provistos de un pie. Muchos están decorados; se trata de cubos de ceremonia o situli1 que se utilizaban en los sacrificios y otros actos oficiales: el sitularius recibía en ellos la sangre de las vícti­ mas, y algunos ritos, en especial el de Isis, los empleaban para recoger el agua lustral; en estos cubos se echaban también los votos para elegir magistrados; en cuanto a los raros ejemplares de plata, como los que figuran en el tesoro de Chaource actual­ mente expuesto en el Museo Británico, probablemente sólo ser­ vían para mezclar el vino en las mesas de lujo. Pocos son, en cambio, los cubos de uso corriente que hoy se conservan 18 y que solían ser de m adera cercada de hierro. Presentes en todas partes, hasta en el equipaje de los legionarios, se destinaban a tareas menos nobles y más cotidianas: sacar agua del pozo, transportarla y guardarla en la estancia donde iba a utilizarse. El agua, una vez transportada a los distintos pisos de las casas, podía dejarse en el ánfora o cadus donde se había recogi­ do; en tal caso, el recipiente se colocaba sobre trípodes de hierro. No obstante, para hacerla más accesible, se prefería verterla en cubas o tinajas decapitadas (dolia)19 que servían de reserva y no se sacaban nunca de casa. En efecto, para el enfermo incapaz de salir, para el niño que aún no correteaba por las calles o para los pequeños lavados, el aseo, la cocina y la seguridad de los edifi­ cios, era necesario tener permanentemente a mano cierta canti­ 17. Situlus (aquarius) da la palabra francesa «seau», y «situla» la palabra italiana «secchia», ambas traducidas al castellano por «cubo». 18. El museo histórico de Orleans guarda, sin embargo, un bellísimo ejemplar galorromano. 19. El dolium es un recipiente de terracota. De forma oblonga y siempre de gran tamaño, con una ancha abertura, resulta difícil de transportar. Servía ordinariamente para almacenar líquidos o grano. 31

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dad de agua; por eso el intendente de la comedia de Plauto ordena a Calino, bajo pena de azotes, mantener constantemente llenos «un caldero y ocho tinajas». Si el caso lo requería, se extra­ ía el agua con pequeños cántaros o cacerolas, arrojándola luego, una vez utilizada, a otro depósito o directamente a la calle20. Junto con la cisterna alimentada por el impluvio, esas reservas existían también en las villas que no disfrutaban de una conce­ sión21; consistían en grandes cubas mamposteadas e instaladas en las cocinas, más o menos como las que pueden todavía verse en la «casa del Menandro», en Pompeya. El agua en casa

Dentro de las casas, el uso del agua variaba, claro está, con las cantidades disponibles y la clase social de sus ocupantes. En la villa de los Vettii se utilizaba una parte de los suministros del acueducto para regar las plantas del jardín22; en otros sitios se ali­ mentaban así lujosas fuentes y hasta riachuelos artificiales23; en las insulae menos sórdidas, solían reservarse algunos cántaros de agua para el riego de las flores con que se adornaban los balco­ nes. Esencialmente, sin embargo, el agua servía para atender las necesidades básicas de la higiene y vida de las personas; las jerar­ quías sociales aparecen aquí más en los instrumentos que en la naturaleza de los actos ordinarios. Lavado de la ropa El lavado de la ropa, por ejemplo, se reducía casi en todas partes al mínimo, consistiendo meramente en remojar y aclarar 20. Infra, p. 60-72 y 231-232. 21. Infra, p. 278ss. 22. Infra, p. 215 23. Infra, p. 75 y 83. 32

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las prendas ligeras, que se llevaban a la fuente si eran muchas. El jabón, tal como lo conocemos hoy, no hizo su aparición hasta los alrededores del siglo IV, y las manchas de grasa de los tejidos sólo podían quitarse con sustancias minerales o vegetales como la saponaria, la ceniza, o la tierra de batán, que exigían múltiples aclarados. Para quienes vivían en pisos sin agua ni evacuación, estos aclarados resultaban evidentemente imposibles. Para los más ricos, que disponían de mano de obra y cisternas bien ali­ mentadas, eran operaciones complejas y malolientes; sobre todo si se trataba de limpiar prendas de lana, debían o recurrir a los servicios de bataneros 24 o mostrarse menos exigentes que noso­ tros, como sucedía por regla general. Incluso en familia, costaba mucho trabajo lavar la ropa sucia, y la cortesía pedía que nadie fuera a cenar a casa de un amigo sin llevar su propia servilleta. Limpieza de la casa Lo mismo que para los lavados de ropa, el consumo de agua para la limpieza de la casa era también reducido. En las insulae, esta limpieza solía limitarse a un barrido en seco; los suelos de madera y más aún las paredes iban así recubriéndose de una mugre que favorecía la proliferación de toda clase de insectos, como los que encontró Gitón al esconderse bajo la cama de Encolpo: «Gitón se acurrucaba para evitar los golpes y, conte­ niendo la respiración por miedo a que lo descubrieran, sentía en su boca la caricia de las chinches»25. Al contrario, en las casas más ricas, la limpieza se convertía cada mañana en un zafarrancho de bayetas, escalerillas, escobas, esponjas y cubos. En el suelo, no obstante, solía echarse única­ mente serrín: «Pierdes la cabeza por miedo a que tu atrio, ensu­ ciado por un perro, ofenda la vista del amigo que llega, o a que tu pórtico esté lleno de barro, ¡siendo así que cualquier esclavillo puede en seguida dejarlo todo limpio con medio modio de 24. Infra, p. 44ss. 25. Petronio, Satiricon, 98, 1. 33

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serrín!»26. «Escobas ordinarias, trapos, serrín»27, todo ello no exi­ gía grandes gastos, salvo si uno deseaba, como Trimalción, vivir fastuosamente: «Los esclavos (...) -cuenta Encolpo- esparcieron por el suelo serrín teñido de azafrán y bermellón, y también, lo que yo nunca había visto, polvo de piedra especularía»28. El agua, pues, en razón de su coste o escasez, no se empleaba más para el lavado de mosaicos o mármoles que para el de suelos de madera. Aseo M ucho mayor era, en cambio, el consumo que de ella se hacía para la limpieza corporal, especialmente en forma de baños, que solían tomarse a la caída de la tarde y casi siempre fuera de casa; aun en Roma, esta costumbre llegó a extenderse de tal manera 29 que más podría asimilarse a una ceremonia colectiva que a una verdadera preocupación por la higiene indi­ vidual. En efecto, el aseo matutino de los romanos se reducía a muy poca cosa. A excepción de la casa de Diómedes, las villas pompeyanas no están provistas ni de baños ni de «cuarto de aseo» ad curam corporis, y el único consejo que Propercio da a Cintia para el momento de levantarse es el de «ahuyentar el sueño con agua pura»30. Tan frugales como expeditivos a este respecto, ricos y pobres no necesitaban por la mañana más que un fondo de palangana para mojarse un poco la cara y un vaso de agua que solían beber al despertarse. Después de este «desayuno» tampoco les hacía falta lavarse las manos, como lo dice literalmente Séneca: «Post quod non sunt lavandae manus»31. Tras esos gestos rituales, podí26. Juvenal, Sátiras, 14, 64-67. 27. H orado, Sátiras, 2, 4, 81-82. 28. Petronio, Satiricon, 68, 1. 29. Infra, p. 108ss. 30. Propercio, Elegías, 3, 10, 13. 31. Seneca, Cartas a Lucilio, 83, 6: «Una comida después de la cual no hay que lavarse las manos». 34

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an comenzar el día y terminarlo luego acudiendo a sus baños personales, si los tenían, o, mucho más a menudo, a las termas públicas. En casa, la higiene se limitaba al aseo íntimo de las mujeres y al de los niños de pecho. Tratándose de la limpieza del cuerpo, el agua se consumía, por así decirlo, más al por mayor que al detalle. «¡Vamos, esclavo, muévete! Dame las sandalias y el manto de muselina. Tráeme el amictus que me has preparado, pues voy a salir. Trae también agua corriente para que me lave las manos, la boca y los ojos»32. Palanganas, aguamaniles y objetos de plata Para tan reducidas necesidades bastaba poca cosa, y de ordi­ nario se utilizaban recipientes y otros objetos de barro; frágiles y sin valor, todos aquellos utensilios banales desaparecieron rápi­ damente y nuestros museos sólo conservan algunos raros ejem­ plares, apenas evocadores de una vida sin lujo ni aparato. A los romanos, con todo, les gustó siempre la vajilla elegante y los más ricos dedicaron sumas fabulosas a la adquisición de magníficas piezas de plata. Estos bienes les parecían tan necesa­ rios y preciosos que prácticamente nunca se separaban de ellos, hasta el punto de llevárselos durante sus viajes largos gastando para ello lo que fuera menester. Cuando César, por ejemplo, a raíz de su victoria en Farsalia entró en el campo de Pompeyo, del que acababa de apoderarse, encontró todavía expuestos ante la tienda de su adversario numerosos objetos de plata33; por su parte, Plinio el Viejo relata34 que su amigo Pompeyo Paulino, un arlesiano que en el siglo I llegó a ser gobernador de la Germania inferior, jamás emprendía un viaje sin incluir en su equipaje toda la plata que poseía, con un peso total de 12.000 libras, es decir, ¡cerca de cuatro toneladas! Probablemente en la misma época, Quinto Domicio Tuto, desconocido por lo demás, donó 32. Ausonio, Ephemeris, 2. 33. César, Guerra civil, 3, 96, 1. 34. Plinio el Viejo, 33, 143.

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al santuario de Mercurio Canetonense, en las Galias, un esplén­ dido juego de vajilla preciosa en el que figuraban algunas de las más hermosas piezas de la escultura antigua en metal35; también él se había ido de Roma llevándose toda la plata en el equipaje. Signo evidente y aun ostentoso de riqueza, que por ello mismo agradaba a los más ricos y poderosos, la vajilla de plata constituía también una excelente inversión financiera. Más segu­ ra que la moneda, afectada inevitablemente por las crisis, la plata conservaba siempre su valor; resultaba también más cómoda que los bienes inmuebles, ya que podía revenderse al detalle en caso de dificultades pasajeras, juego por juego o hasta pieza por pieza, según las necesidades del momento; así Antonio el padre, por ejemplo, dio a escondidas una jofaina de plata a uno de sus ami­ gos que le pedía ayuda36. Un bien tan valioso, que podía ofrecerse a los muertos, como en Boscoreale, y a los dioses, como en Berthouville, debía tam­ bién protegerse con sumo cuidado. En la casa del Menandro, en Pompeya, los propietarios ocultaron la plata con ocasión de unas obras para las que tuvieron que contratar trabajadores venidos de fuera; en Chaource, los objetos de plata fueron enterrados justo antes de la llegada de los bárbaros; en todos estos casos, tales tesoros no se descubrirían sino siglos más tarde, al roturar el terreno para su cultivo, emprender obras o efectuar excavacio­ nes arqueológicas. Hoy se encuentran ya al abrigo en nuestros museos... ¡Esperemos que por mucho tiempo! Aquella vajilla de lujo estaba evidentemente destinada a la mesa. Desde un punto de vista a la vez ritual e higiénico, existió siempre una estrecha vinculación entre las comidas y el aseo. Además de las piezas que servían para beber (copas y páteras) o comer (fuentes y cubiertos), había, pues, otras cuyo fin primor­ dial era contener agua. Tratábase sobre todo de aguamaniles de plata nielada, a veces con adornos de oro, platillos muy decora­ dos y jofainas de diversos tamaños. 35. Tesoro llamado de Berthouville (Eure), que actualmente puede verse en la sección de Medallas de la Biblioteca Nacional francesa. 36. Plutarco, Vida de Atitonio, 1, 2. 36

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Algunas de éstas eran de forma circular, pero a la mayoría, en honor a Venus, se les daba el aspecto de una concha (concha), nombre que llegó a ser común para este tipo de recipientes. Solían trabajarse con mucho esmero y tenían una anchura media de 30 a 50 centímetros; a menudo se adornaban también con medallones finamente cincelados. La concha de Epona, por ejemplo, lleva en su interior una representación de la diosa gala y por fuera la de un aguador37, m ientras que la jofaina de Chatuzange38, con rebordes en forma de canutillo, nos ofrece la elegante y refinada imagen de las Tres Gracias. Abluciones La mayor parte de esos objetos, junto a los cuales suelen encontrarse espejos, servían probablemente para el aseo diario de las mujeres y niños pequeños. Con frecuencia se utilizaban tam­ bién para las abluciones tradicionales antes de los banquetes o comidas importantes, aun cuando en tales casos las familias más distinguidas prefirieran el bronce o el vidrio. Los esclavos circulaban ante los lechos39 y vertían agua en las manos de los convidados con un aguamani. Esta agua caía en unos platillos bastante anchos (phialaê), que se colocaban deba­ jo, o simplemente en una jofaina. «Cuando por fin nos pusimos a la mesa -cuenta Encolpo- unos esclavos alejandrinos nos echa­ ron en las manos agua de nieve»40. De ordinario este servicio sólo se ofrecía una vez, pero podía reiterarse después de ciertos platos: al no haber tenedores era preciso emplear los dedos, por lo que esas abluciones suplementarias no siempre resultaban superfluas. Mucho más excepcional debía de ser, en cambio, el lavado de pies. Las jofainas de agua caliente y perfumada que Trimalción 37. Supra, nota 13. 38. Museo Británico, 6R, 1893, 5, 1,2. 39. Todavía en la Edad Media, se «reclamaba el agua» antes de una comida. 40. Petronio, Satiricon, 31, 3. 37

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manda traer a mitad del festín para remojar en ellas los pies de sus invitados, llegan a provocar incluso la indignación de Encolpo: «Me da vergüenza contar lo que sigue. Conforme a una costumbre inaudita para nosotros, unos jóvenes esclavos, con cabellos largos, trajeron en un recipiente de plata aceite per­ fumado con el que ungieron los pies de los convidados, después de recubrirles las piernas, desde el muslo hasta el talón, con guir­ naldas de flores»41. No es fácil saber si lo que choca aquí al narra­ dor es el carácter mismo de estas atenciones o el momento en que ocurren, ya que al comienzo del banquete, mientras unos esclavos vertían agua en las manos de los comensales, otros se ocupaban delicadamente de sus pies: «...arrodillándose a nues­ tros pies, nos quitaron con suma habilidad los padrastros»42. En Roma, este rito, menos relacionado con las comidas que el lava­ do de manos, quizá pareciera todavía demasiado oriental. De todos modos, en el Evangelio, tal como nos lo presenta Juan43, está muy ligado a la cena que comienza y es a la vez característi­ co de cierta forma extraordinaria de humildad y cariño. De hecho, ya vivieran en una domus o en una insula, los romanos de fines de la República y el Imperio mantenían ciertas costumbres que databan de mucho tiempo atrás. El caudal de los acueductos, la profusión de fuentes públicas y aun la abun­ dancia de conducciones privadas no los habían incitado a ser más pródigos en su consumo de agua para la limpieza de la casa, el lavado o el aseo personal. Cierto que la necesidad de transpor­ tar cadus o ánforas por las calles o llevarlos hasta los pisos contri­ buía no poco a esa parquedad entre los más pobres, pero en su vida diaria casi todos se com portaban de la misma manera, como si inconscientemente recordaran los tiempos ya lejanos en que Roma era todavía frugal. En realidad, el agua sólo se gastaba sin tasa en el lujo de los baños, en las fuentes públicas y en los jardines de gran boato44, es decir, en usos importados y recientes 41. Id., 70, 8. 42. Id., 31, 3. 43. Juan 13. 44. Infra, p. 75, 78-79, lOlss. 38

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que se habían como injertado en tradiciones ancestrales sin alte­ rarlas. En su vida de cada día, la mayor parte de los romanos seguían comportándose instintivamente como un pueblo de campesinos mediterráneos: el agua, elemento valioso y vital, era ante todo para beberse. El agua en las cocinas Indispensable para la vida, el agua se encontraba primera­ mente en las cocinas y servía para preparar los alimentos, que las más de las veces se hacían hervir. Sacada de las reservas o del grifo45, se vertía en marmitas, de las cuales la más corriente era la chytra, vasija de tierra que sólo podía mantenerse derecha sobre un trípode metálico, éste se colocaba con precaución directa­ mente sobre el brasero. La chytra, muy parecida a los caluns provenzales donde se cuecen todavía hoy las patatas, era siempre de arcilla ordinaria y el fuego la ennegrecía enseguida, por lo que no estaba nunca pintada ni decorada; así, «pintar una chytra» significaba, en el lenguaje popular, efectuar un trabajo tan vano como inútil. Además de la chytra, se empleaban en la cocina diversos tipos de cacerolas como el caccabus, el gaulus, en forma de barca, y en especial la olla propiamente dicha (olla), llamada también aula, aulula y aulularia. Este recipiente, que solía tener gran capaci­ dad, servía prácticamente para todo, incluso para guardar en él un tesoro, como lo hacía el avaro, de Plauto; sus múltiples aplica­ ciones culinarias le daban un carácter simbólico de mesa com­ partida y hospitalidad generosa: « Ubi fervet olla vivit amicitia»4P, se deduce con certeza que la instalación fue decidida por un municipio deseoso de evitar inundaciones malsanas y desechos contami­ nantes. El taller de Stephanus Pompeya nos ha legado cuatro establecimientos de fullones, y las pinturas que vemos en el vasto taller de L. Veranius Hypsaeus reflejan un ambiente que podría también convenir a la fullonica Stephanica, situada a la entrada de la calle de la Abundancia. La «propaganda electoral» que recubre el lado derecho del muro exterior indica ya la presencia y actividades de los batane­ ros en la ciudad y da el nombre probable del propietario del 58. Séneca, Cuestiones naturales, 1, 3, 2.é 59. «Propiedad de la república de Canossa, bajo la responsabilidad de Publio Gracidonio. » 46

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taller: «fullones universi rog(ant)... Stephanus rog(at)» («todos los bataneros piden... Stephanus pide»). Se entra en la casa por una amplia puerta que da a un atrio cuyo impluvium, con altos bordes y un rebosadero, fue manifies­ tamente transformado en estanque. Además lo desplazaron hacia la derecha, para ensanchar el camino de acceso y facilitar las entradas y salidas de la clientela. Al fondo, en el peristilo y detrás de un jardincillo, se observan tres grandes lacus escalona­ dos, rodeados por cinco cubetas fijadas directamente en el suelo. Todo ello sugiere que la casa había sido una simple vivienda hasta que sus propietarios, debido a los efectos del terremoto y los apuros económicos del momento, se vieron obligados a ven­ derla a un liberto, que se instaló con su familia en la parte alta y convirtió el resto en un taller. En efecto, los batanes ordinarios suelen presentar un aspecto más sistemático y funcional. En Ostia, por ejemplo, la pequeña fullonica de la calle de los Augustales muestra, al lado del dolium donde se recogían los ori­ nes60, una alberca central bastante rústica con las correspondien­ tes cubetas alrededor. El gran taller de la calle de la Fullonica está todavía mejor dispuesto: en el centro de un vasto conjunto rectangular hay tres grandes estanques, a lo largo de los cuales, por un solo borde, se abren cuatro espacios con siete cubetas en cada uno, tres en el fondo y dos a cada lado. Tanto en Pompeya como en Ostia, esas cubetas o lacunae fullonicae servían para pisar las telas. Las pinturas del taller de Hypsaeus nos muestran algunas que sólo se utilizaban para el ¡ enjuague; en las demás los obreros pisoteaban sin descanso una mezcla ácida y maloliente. Apoyándose en largueros de madera o en un múrete de separación, como vemos también en los frescos y una estela funeraria del museo de Sens, levantaban alternativa­ mente uno y otro pie. Séneca recomendaba, a guisa de ejercicio físico, ejecutar ese movimiento repetitivo que era como una forma vulgar de la extraña y obsesiva danza de los sacerdotes salios: «Hay ejercicios fáciles y breves que procuran una sana 60. Infra, p. 68. 47

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fatiga al cuerpo...: la carrera, el levantamiento de pesos, el salto de longitud y el paso de los salios o, en estilo irreverente, el zarandeo de los bataneros»61. El saltus fullonicus era sin duda alguna excelente para el corazón...¡si se practicaba en una atmós­ fera más sana que la de los batanes! En los grandes estanques con agua corriente y probablemente también en el impluvio pompeyano, reservado quizá para los tejidos más delicados, se procedía a enjuagar las telas y lavar las prendas traídas por clientes que no podían hacerlo bien en su casa. Para ponerlas a secar, Stephanus no necesitaba tenderlas en la calle, como se lo permitía la ley, ya que disponía de un atrio y un peristilo donde había instalado unas cuantas terrazas con pilares. Al aire libre y azotados por el viento, los tejidos de lana no tardaban en secarse y perder en parte el olor que inevitable­ mente habían dejado en ellos los curiosos ingredientes utilizados para el desengrase. Por último, como se sigue haciendo en nuestros días, las telas se planchaban en el gran pressorium que la gente veía funcionar desde la calle y cuyas llantas de hierro el turista puede también hoy ver al entrar. Comprar prendas de lana tejida y mantenerlas en buen esta­ do exigía un gasto considerable y se llevaba sin duda buena parte del presupuesto familiar. No obstante, resultaban indispensables, y por eso en Pompeya las fullonicae fueron restauradas con prio­ ridad después del terremoto62. Por eso también las corporaciones de bataneros eran en todas partes muy importantes y poseían gran fuerza económica. Dada su estrecha vinculación con el comercio de la lana, dedicaron, en Pompeya, a su patrona Eumaquia la hermosa estatua que nos permite hoy conocer los rasgos de esta diosa. Finalmente, los cánones que pagaban por su gran consumo de agua contribuyeron en no poca medida al mantenimiento de las fuentes y otras conducciones públicas. 61. Séneca, Cartas a Lucilio, 15, 4. 62. Pompeya fue asolada por un terremoto en el año 62, o sea diecisiete años antes de la gran erupción del Vesuvio.

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Seguridad urbana: los bomberos

Como lo había ya dicho claramente Frontino1, todas aquellas conducciones tenían por objeto, además de facilitar la vida de los particulares, garantizar la higiene y seguridad urbanas, eva­ cuando las inmundicias y protegiendo la ciudad contra el fuego. Utilizado para calentarse, iluminarse y preparar las comidas, el fuego era efectivamente, junto con el agua, uno de los ele­ mentos esenciales de la vida cotidiana, y la existencia en Roma de muchos fogoncillos o pequeños hogares bastante mal vigila­ dos explica en gran parte la frecuencia de los incendios. Para provocarlos, no siempre eran necesarios un Craso, que compra­ ba después los escombros y terrenos a bajo precio, ni un Nerón; bastaba sencillamente con que algunas brasas cayeran de un fogón mientras se calentaba la chytra, o que de alguna antorcha agitada con descuido, por la noche, se desprendieran unas cuan­ tas chispas, para que el fuego se declarara, propagándose prime­ ro por los pisos y luego rápidamente por una ciudad de calles angostas y casas de madera. «Al aproximarnos a la colina del 1. Infra, n. 47. 49

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Cispio -cuenta Aulo Geli-, divisamos un bloque de casas que era presa de las llamas; constaba de muchos pisos que alcanza­ ban cierta altura, y ya todo lo que se encontraba cerca ardía en un gigantesco incendio»2. Juvenal, por su parte, escribe: «Ya Ucalegón pide agua, ya traslada sus baratijas; ¡ya está ardiendo el tercer piso y tú no te has enterado!»3. Creación Obviamente los habitantes de los edificios donde ocurrían esos dramáticos accidentes intervenían siempre, pero los incen­ dios habían llegado a ser para todos una verdadera obsesión. La importancia y permanencia del peligro exigieron, pues, ya en época temprana, la creación en Roma de un servicio oficial y público de lucha contra el fuego. Organizado desde principios de la República, dependía de los tribunos y ediles y se confió a los tresviri capitales, llamados también nocturni por las rondas que debían efectuar de noche. Empero en aquel entonces los bomberos de Roma no constituían sino un puñado de esclavos, instalados junto a las puertas y a lo largo de las murallas para poder intervenir lo más rápidamente posible en todos los puntos de la Urbe. Reformando a la vez la estructura monumental y la adminis­ tración de una ciudad que no cesaba de crecer, Augusto, en el año 22 a. C., instituyó un cuerpo de seiscientos esclavos públi­ cos que dependían de los ediles curules, y ulteriormente, en el año 6 d. C., una militia vigilum a las órdenes de un praefectus vigilum al que Trajano, un siglo más tarde, daría un subpraefectus vigilum como adjunto. Así nacieron los bomberos de Roma, militarizados y subordinados a un prefecto especial.

2. Aulo Gelio, Noches áticas, ps. 15, 1,2. 3. Juvenal, Sátiras, 3, p. 198-200. 50

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Organización De hecho encargados de la vigilancia en sentido amplio -de ahí su nombre de vigiles-, debían proteger la ciudad contra el fuego y sim ultáneam ente contribuir a la seguridad pública. Desempeñaban, pues, una doble tarea: la de bomberos y policías municipales. En este último papel trabajaban mano a mano con la justicia, habiendo recibido atribuciones múltiples, aunque limitadas: podían, por ejemplo, castigar a los incendiarios y reprimir las negligencias en materia de protección contra el fuego; intervenían en los conflictos relativos al uso y propiedad del agua; vigilaban los baños públicos y termas; les competía también el arresto de esclavos fugitivos y el castigo de ladrones, depredadores y otros malhechores, siempre numerosos en Roma, especialmente a raíz de un incendio; sin embargo, no les estaba permitido pronunciar la pena capital, por lo que, tratándose de delitos graves, tenían que llevar el caso ante el prefecto de la ciudad. Para realizar todas esas tareas, tan numerosas como comple­ jas, el cuerpo de guardias o vigiles se apoyaba en una importante estructura administrativa. Su prefecto, que ocupaba en Roma el tercer puesto tras el prefecto del pretorio y el de la anona, tenía su propia sede y su tribunal en el Campo de Marte, concreta­ mente en el pórtico de Minucio, que compartía con el curador de las aguas4; a sus órdenes estaban, además de la clase de tropa, el subprefecto, encargado más bien de las cuestiones jurídicas e instalado en otro lugar, y los tribunos, centuriones y suboficia­ les. Cada tribuno, que como los centuriones disponía de un suplente en caso de enfermedad o de ausencia, agrupaba a su alrededor de él un gran número de adjuntos administrativos designados por el nombre de beneficiarii, es decir, titulares de un cargo: intendentes, secretarios, escribanos, mensajeros y hasta verdugos. El salario de todas estas personas dependía del aerarium’, alimentado a tal efecto por un impuesto- especial del 4. Infra, p. 267 ss. 5. Infra, p. 269-270. 51

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cuatro por ciento con el que el Senado gravaba la venta de escla­ vos. Dadas las muchas y diversas misiones encomendadas a los vigiles, esa estructura administrativa no era superflua; en efecto, había que mantener en buen estado un material considerable, garantizar la permanencia absoluta del servicio y ocuparse de todo lo referente a los siete mil hombres con que contó la militía vigilum desde su creación. Prueba de que la seguridad pública empezó a partir de enton­ ces a tomarse absolutamente en serio es que los guardias no se reclutaban ya entre los esclavos, sino entre los libertos. Debido a su fidelidad, su disciplina -nunca hubo entre ellos el menor amago de rebelión- y sin duda también a la simpatía de que gozaban entre la población, como la policía m unicipal en muchas de nuestras actuales ciudades, su condición social fue poco a poco mejorando: desde el 24 d. C. tuvieron acceso a la ciudadanía romana tras seis años de servicio, plazo que se redujo más tarde a tres años, y a fines del siglo II comenzaron a ser reclutados directamente entre los ciudadanos. Cohortes y centurias Enrolados para un período de dieciséis años, los vigiles de Roma se repartían en siete cohortes de mil hombres distribui­ dos a su vez en siete centurias. Aparte de los empleados adminis­ trativos, cada centuria incluía un abanderado, varios trompetas y un victimario encargado de los sacrificios que los bomberos ofre­ cían a Vulcano y sobre todo a Vesta, llamada en este caso Stata Mater6. Lo esencial del cuerpo estaba constituido por hombres con distintas especialidades. Así, los carcerarii, horrearii y balnearii, con misión directa de velar por el orden público, vigilaban res­ 6. Diosa de la llama y de la perennidad de los edificios, a la que estaban dedicados varios santuarios en Roma, véase., por ejemplo, Cicerón, Las leyes, 2, 28. 52

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pectivamente las cárceles, los depósitos de víveres y los baños; otros, más numerosos, se ocupaban de la lucha contra el fuego, habiendo recibido un entrenamiento específico ya para apagar los incendios, ya para limitar su extensión. Los vigiles disponían asimismo de un servicio médico perma­ nente, con ambulancias y cuatro médicos por cohorte; al igual que nuestros bomberos y socorristas, debían ser capaces de pres­ tar ayuda a las víctimas de todo tipo de accidentes y agresiones, así como a los heridos de resultas de un incendio. Especial mención merece aquí también el sebaciarius, cuyo nombre, que evoca la pez, se relaciona probablemente con las antorchas y la iluminación. Su servicio, que sólo duraba un mes? al cabo del cual cedía el puesto a uno de sus colegas, consistía quizá en iluminar a los guardias durante sus rondas nocturnas o en vigilar la iluminación de las calles, instituida de 210 a 215 por Caracalla cuando decidió abrir las termas durante la'noche7; efectivamente, la palabra figura con toda claridad en una ins­ cripción que data del año 2 1 5 , época a la que se remonta tam­ bién un soporte de antorcha, de bronce, encontrado en el Trastevere8. Stationes y excubitoria («cuarteles» y «puestos de guardia») Así organizados, los bomberos de Roma se repartían en la ciudad a razón de una cohorte por cada dos regiones1. El punto central, donde se hallaban la administración y el grueso del material, era un cuartel al que correspondían dos puestos de guardia, uno por distrito o regio; para dos regiones, pues, los bomberos-policías disponían de tres puntos fijos. 7. Infra, p. 126-127. 8. Infra, p. 55. 9. Desde Augusto, Roma estuvo dividida en 14 «regiones» semejantes a los barrios o distritos administrativos de nuestras capitales. 53

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En Ostia Uno de aquellos cuarteles, llamados stationes, ha sido encon­ trado en Ostia, ciudad donde la presencia de insulae, depósitos, almacenes y una heterogénea población de marinos hizo rápida­ mente necesaria la instalación de un puesto permanente de vigi­ les, Esto se llevó a cabo por orden de Claudio, y el cuartel, sin duda edificado bajo Domiciano, fue reconstruido en tiempos de Adriano, restaurado luego por Septimio Severo y Caracalla y finalmente abandonado durante el siglo III. A este cuartel, paralelo al antiguo curso del Tiber, se entraba por un vestíbulo, a uno de cuyos lados, por fuera, pueden hoy verse los vestigios de una taberna, con su hermoso suelo de mosaico, y al otro, en el interior, los de una letrina adornada con un pequeño larario. En el centro del edificio hay un anchuroso patio bordeado de pilastras, con dos grandes fuentes a la entrada. Al fondo, nos llama enseguida la atención una especie de altar dedicado a los emperadores, con un mosaico que representa el sacrificio de un toro. Vemos también un podio para las estatuas de los príncipes a quienes se debía la construcción y restauración del cuartel. Este altar, signo evidente de respeto, lo era igualmente de fideli­ dad y entrega sincera a una causa nacional. Acá y allá, se observan todavía restos de frescos en el piso que ocupaban las oficinas de la administración y las habitaciones de los guardias; todos estos locales daban al patio. Vivían allí sete­ cientos hombres, que de hecho pertenecían a las centurias de Roma; destinados a Ostia sólo por cuatro meses, regresaban a sus cohortes de origen en abril, agosto y diciembre. Estos mis­ mos hombres mantenían un puesto de guardia junto al puerto, donde se encontraban los más importantes depósitos de mercan­ cías. Ese vasto patio nos hace pensar en toques de diana, forma­ ciones apresuradas, actos solemnes en honor a dioses y prínci­ pes, etc. No obstante, a pesar de las fuentes -hoy sin agua-, de las tiendas y de las letrinas, es difícil imaginar la actividad de los vigiles y apenas se percibe su presencia. Dominada por el altar de 54

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los emperadores, la statio de Ostia sólo parece hecha para dar una imagen oficial y colectiva. En Roma Para sentirse más cerca de aquellos hombres y de su queha­ cer diario, tal vez sea mejor visitar el puesto de guardia (excubi­ torium) de la séptima cohorte, instalado en una casa particular que la administración compró o alquiló y que aún puede verse en el Trastevere, en el número 7 de la calle a la que ha dado su nombre. Sólo queda del mismo un pequeño patio central con un estanque en el centro y un mosaico en blanco y negro10; a este patio dan, además de un larario donde moraba el genio protec­ tor de la cohorte, varias puertas de acceso a corredores que con­ ducen a los almacenes, los baños, muy modestos, y las habita­ ciones, en las que pueden todavía contemplarse algunos frescos. El conjunto, por desgracia muy deteriorado desde su descu­ brimiento en 1866, permite con todo imaginarse bien el ambiente de estos puestos donde los hombres charlaban, reían y jugaban matando así el tiempo hasta que les tocara ir de ronda. El visitante evoca sin dificultad el bullicio de salidas, regresos, alertas, relevos, toda una vida a la vez arriesgada y monótona, que cobra todavía mayor relieve gracias a un centenar de inscrip­ ciones grabadas en los muros entre 2 1 0 y 2 1 5 d . C.; aunque los muros mismos no están ya en pie, el texto y forma de las pinta­ das ha llegado hasta nosotros tras una minuciosa labor realizada por los arqueólogos en el momento de las excavaciones. Nos enteramos así del nombre de la cohorte y el de los emperadores, pero sobre todo dichas pintadas nos acercan a los hombres que allí vivían e inscribían en las paredes de sus habitaciones que habían vuelto sanos y salvos, que todo les había ido bien, que el sebaciarius había hecho su ronda sin novedad o, más sencilla­ 10. Infra, p. 60. 55

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mente, que estaban cansados y pedían el relevo: «Lassus sum suc­ cessorem date»11. El trabajo de los bomberos Vigilancia: las rondas Los vigiles no se limitaban a intervenir cuando se había ya declarado un incendio, sino que, a partir de los puntos fijos que constituían los cuarteles y puestos de guardia, efectuaban rondas continuas tanto de día como de noche. Durante aquellas rondas de vigilancia, en las que tomaba parte el prefecto en persona, los bomberos sólo llevaban consigo lo indispensable para atender a lo más urgente. Teóricamente, en efecto, debían encontrar el agua en el lugar mismo del siniestro y lo único que necesitaban llevar consigo eran hachas y cubos, para actuar inmediatamente en espera de que los cuarteles, alertados por las trompas de los bucinatores, les enviaran refuerzos. Todo tumulto y toda alerta podían provocar su intervención, y así es cómo vinieron de repente a perturbar el banquete de Trimalción, ya bastante ridí­ culo sin necesidad de este nuevo incidente: «Los músicos ento­ naron una marcha fúnebre y para distinguirse, el siervo del encargado de las pompas fúnebres... sopló con tal fuerza que despertó a todo el vecindario. Entonces los guardias que vigila­ ban el barrio, convencidos de que ardía la casa de Trimalción, echaron súbitamente abajo la puerta y, con sus cubos y hachas, armaron gran alboroto en virtud de sus funciones»12. Si el fuego, a pesar de todo, seguía propagándose, llegaban refuerzos del cuartel o de los excubitoria más próximos. En caso de un incendio de gran envergadura, podía desplazarse el perso­ nal de varios cuarteles, y los custodes castellorum13 hacían llegar 11. «Estoy cansado, dadme un sustituto». 12. Petronio, Satiricon, 78, 5-7. 13. Responsables y guardianes de las arcas de agua. 56

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allí toda el agua disponible. Por su parte, los bomberos combatí­ an el fuego tratando a un tiempo de apagarlo y limitar su exten­ sión. Extinción del fuego: sofocándolo Para apagar el fuego, los vigiles disponían en primer lugar de centones, toscas mantas o piezas de tela cosidas unas con otras, que echaban sobre las llam as in ten tan d o así sofocarlas. Previamente las habían impregnado de vinagre, traído en odres especiales, lo cual era más eficaz que utilizar agua, pues el vina­ gre embebía mejor los centones y tardaba mucho más en evapo­ rarse. Estas técnicas, conocidas ya de antiguo, se inspiraban en los métodos de protección de las máquinas de asedio que los militares resguardaban de los dardos incendiarios recubriéndolas con pieles empapadas en vinagre. Para efectuar la operación descrita manteniéndose ellos mis­ mos a prudente distancia, los centonarii se valían de pértigas en cuyo extremo podían también colocarse esponjas igualmente impregnadas; con esas varas se golpeaban las llamas y se apreta­ ban las esponjas contra muros y paredes para mantenerlas húme­ das y hacerlas menos sensibles al fuego. Tales métodos, sin embargo, sólo daban resultados muy rela­ tivos. Por eso, además de emplearse vinagre y hasta arena, el agua seguía utilizándose con prioridad. De esto se ocupaban los aquarii y los siphonarii. Formando cadena En tiempo normal, y antes de que un incendio se declarara, los aquarii debían tener perfecto conocimiento de las reservas de agua del barrio en el que ejercían sus funciones; por ello trabaja­ ban en contacto permanente con sus colegas encargados de los acueductos y especialmente con los de las stationes aquarum14. Otra de sus misiones consistía en velar por que los particulares 57

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tuvieran siempre a su alcance, en casa, una reserva de agua, lo que era obligatorio para cada habitante de Roma, so pena de graves sanciones. En caso de incendio importante, uno de los actos más senci­ llos era formar cadena y arrojar cubos de agua sobre las llamas. Podría muy bien pensarse que en estas cadenas participaban también todos los inquilinos, vecinos y habitantes del barrio, inevitablemente amenazados por la extensión del fuego. Mas no sucedía siempre así; en Nicomedia, la muchedumbre permanece pasiva15; en Roma, el emperador Claudio distribuye monedas para estimular el ardor de los presentes y suscitar voluntarios: «Durante un incendio que se declaró con violencia en el barrio Emiliano, [Claudio] pasó dos noches en el diribitorium16 y, como los soldados y la multitud de sus esclavos no bastaban para la tarea de sofocarlo, pidió ayuda a la plebe de todos los barrios por medio de los magistrados y luego, colocando ante sí unos cestos llenos de dinero, animó a la gente a cooperar, recompen­ sando a cada cual según sus méritos»17. En tales ocasiones, el trabajo de los aquarii consistía en man­ tener el caudal necesario de agua, suministrarla en cantidad sufi­ ciente a los socorristas, proporcionarles eventualmente material, organizar las cadenas y dirigir estas últimas hacia los puntos más sensibles para aumentar su eficacia. Con bombas Junto con esas cadenas, donde los hombres se pasaban de mano en mano cubos que iban vaciándose antes de llegar a su destino y cuyo contenido no podía nunca lanzarse muy lejos, se utilizaban también bombas de agua, de las que eran responsables los siphonarii. 14. Puntos de agua repartidos por la ciudad. Véase, infra, p. 254. 15. Infra, p. 63. 16. Vasto edificio construido por Agripa y Augusto en el Campo de Marte; en él que tenía lugar el escrutinio de votos durante las elecciones. 17. Suetonio, Vida del divino Claudio, 18, 2-3. 58

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Inventado probablemente por Ctesibio en el siglo III a. C., descrito por Vitruvio y Herón18, el aparato en cuestión es pre­ sentado como una bomba contra incendios por el propio Herón y por Plinio el Joven19; Hesiquio la menciona en el siglo IV, e Isidoro de Sevilla da de la misma, en el siglo VII, una definición que nos ayuda a conocer también su potencia: «Llámase “sifón”a un instrumento por el que se sopla para lanzar agua. Los orientales lo utilizan: en cuanto se enteran de que arde una casa, corren allá con sus sifones llenos de agua y apagan el incendio. Proyectando el agua hacia las partes superiores de un local, limpian también los techos»20. Los griegos designaban aquella bomba por el nombre de antlia, pero el término más corriente era sipho. Vitruvio, por su parte, la denom ina machina ctesibia, es decir, m áquina de Ctesibio. Tal como él la describe, constaba de «dos cilindros gemelos provistos de tubos que, formando una horquilla, se les adaptaban automáticamente e iban a converger en un receptácu­ lo intermedio; dentro de cada cilindro había unos pistones bien pulidos y aceitados»21, que se accionaban por medio de una larga palanca. Al descender en un cilindro, estos pistones empujaban el agua hacia el recipiente interior, desde el que brotaba con fuerza por la parte de arriba. Dado que todos ellos subían y baja­ ban alternativamente en ambos cilindros y que un pistón se lle­ naba mientras el otro se vaciaba, el chorro expulsado, que podía tener un alcance de hasta veinte metros, salía sin interrupción. Si bien no eran exactamente iguales, aquellas bombas de agua se parecían mucho en sus detalles. Las más bellas, descubiertas en Bolsena, se hallan expuestas en el Museo Británico; otra, reconstituida en parte, figura en el Antiquarium municipal de Roma; otra, procedente de Belginum, se encuentra en Tréveris; otras, por último, pueden verse en Madrid y en el Vaticano. A excepción de la de Silchester, construida en metal y madera, 18. Vitruvio, 10, 7; Herón, Neumáticas, 1, 20-28. 19. Plinio el Joven, Cartas, 10, 33, 1-2. 20. Isidoro de Sevilla, Orígenes, 20, 6, 9. 21. Vitruvio, 10, 7, 1 y 3. 59

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todas ellas, como dice Vitruvio, estaban enteramente hechas de bronce. Por lo demás, durante mucho tiempo han seguido utili­ zándose instrumentos muy semejantes en cuanto a su principio. Así, en la noche del 5 al 6 de junio de 1944, cuando los paracai­ distas norteamericanos tuvieron la mala fortuna de caer directa­ mente sobre Sainte-Mère-l’Église, vieron que el pueblo era presa de un violento incendio y todos sus habitantes estaban fuera for­ mando cadena, ocupados en llenar una bomba bastante similar a las antaño empleadas por los vigiles de Roma. De hecho, aquellos siphones sólo podían funcionar sumergi­ dos en un pilón que había de mantenerse constantemente lleno; ello no suprimía las cadenas de voluntarios, pero permitía lanzar el agua más lejos, a más altura y de manera más regular. La rela­ tiva complejidad de la maniobra y sobre todo el esfuerzo que ésta exigía hacían sin duda necesaria la presencia de cinco o seis siphonarii, mientras los aquarii se encargaban de alimentar ince­ santemente el aparato. ¿Y los tubos? El trabajo de aquellos hombres habría resultado mucho más fácil si hubieran tenido a su disposición, como en nuestros días, tubos flexibles, sólidos y acoplables entre sí. Mas no era tal el caso. No parece nada probable el uso de tubos de cuero, como se ha pretendido, y el único pasaje de Vitruvio donde se mencio­ nan ha sido a todas luces mal interpretado22. En cuanto a los tubos de madera de que habla Plinio23, los bomberos habrían podido eventualmente utilizarlos enchufándolos en las bocas horizontales de las fuentes. No obstante, debía ser muy difícil transportarlos, en vista de su longitud y peso; rígidos también y faltos de flexibilidad, no podían menos de exigir o interminables series de acoplamientos o un suministro de agua situado en el 22. Id., 8, 6, 8. 23. Plinio, 16, 81. 60

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eje exacto del fuego; en suma, todas las maniobras necesarias para instalarlos tenían que ser tan prolongadas y arduas que se nos antojan incompatibles con la urgencia que requieren siem­ pre tales intervenciones. En todos los casos, pues, había que llevar el agua hasta los focos del incendio, por lo que los cubos seguían constituyendo el material más importante de que disponían los bomberos para apagar el fuego. Por ello a estos últimos se les daba a menudo irónicamente el nombre de sparteoli, ya que los cubos o hamae de que se servían solían fabricarse de esparto recubierto con pez, para que fueran más ligeros: «Al ver el humo del banquete de Serapis, se dio la alarma a los sparteoli»24. Por las razones que acabamos de mencionar, el uso de la máquina de Ctesibio debía de ser también bastante limitado: era preciso transportarla, instalarla y ponerla en marcha; aun cuan­ do esta tarea pudiera ejecutarse con mayor rapidez que la de los tubos de madera, llevaba con todo más tiem po que el que empleaba el fuego para propagarse por los pisos y de un edificio a otro. Estos siphones fueron probablemente menos eficaces para combatir incendios que para achicar el agua de calas y fondos de cisterna u ofrecer el espectáculo de imponentes surtidores. El mosaico que decoraba el patio del excubitorium de la sépti­ ma cohorte representaba dos tritones, cada uno de los cuales sos­ tenía en la mano derecha un tridente y en la izquierda una antorcha; estas antorchas, una apagada y otra encendida, simbo­ lizaban el fuego. El tritón con la antorcha apagada personificaba también el mar, es decir, el agua que apaga el fuego. Pese a su abundancia en las villas romanas, el agua no desem­ peñaba sino un papel accesorio en la lucha contra los incendios, a veces tan violentos que no era posible acercarse lo bastante como para instalar a pocos metros de las llamas una bomba con su pesado pilón. Este artefacto sólo era eficaz al principio, cuan­ do aún no se había propagado el fuego; pero, si las llamas habí­ an tomado ya demasiado incremento, servía menos para apagar­ 24. Tertuliano, Apologética, 39, 15. 61

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las que para contenerlas. Los vigiles tenían entonces que recurrir a otros medios para impedir la extensión del incendio: falcarii, uncarii y ballistarii destruían edificios enteros en un ambiente apocalíptico que hoy sólo puede comprenderse tratando de revi­ virlo. Contención delfuego Con los siphonarii y aquarii llegan al lugar del desastre los demás cuerpos de vigiles, que observan el progreso del fuego mientras se lanza sobre él toda el agua disponible. Los habitantes del edificio y los vecinos han luchado sin éxito contra las llamas, nacidas de una antorcha mal apagada o de un brasero volcado. Nada ha podido con ellas: ni cubos de agua, ni arena, ni vinagre, ni esponjas en la punta de pértigas, ni cento­ nes empapados. Vuelan ya pavesas que caen sobre las casas veci­ nas, donde algunos aquarii ayudan a los inquilinos a dominar los primeros focos secundarios. De pronto, comienzan a arder las escaleras exteriores y el fuego se propaga por toda la fachada. Los emitularii extienden por el suelo gruesos colchones para que desde lo alto de los pisos salten las personas que aún quedan pre­ sas en el interior. Pero, surgiendo de las ventanas, las llamas se apoderan instantáneamente de los balcones, tan próximos unos a otros en esas densas barriadas que toda la callejuela va ahora a arder por sus dos extremos a la vez. Sopla ya un viento de fuego. Para evitar la propagación del incendio, el prefecto y su estado mayor deciden echar abajo las casas y construcciones circundantes. Las cadenas se interrumpen, los aquarii retroceden para ocu­ par nuevas posiciones, los emitularii trasladan a las ambulancias y confían a los médicos a las personas que no se han atrevido a saltar desde los pisos. En las viviendas todavía intactas, pero ya amenazadas, los residentes recogen apresuradamente sus bienes más preciados y se precipitan hacia el exterior por las angostas escaleras rodeadas de chispas. En medio de un calor insoporta­ ble, del crepitar y rugir de las llamas cada vez más cercanas, de 62

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los gritos, el pánico y una sofocante humareda, varios centenares de vigiles han comenzado ya a derribar todas las casas vecinas. Los falcarii rompen los balcones, arrasan las paredes interio­ res y socavan las vigas maestras. A continuación los uncarii, tre­ pando por escalerillas de mano, plantan en lo alto del edificio unos ganchos provistos de cables y tiran luego de éstos, con lo que la fachada se viene estrepitosamente abajo arrastrando en su caída suelos y techumbres. Para acelerar la operación, los ballis­ tarii acercan sus piezas de artillería; servidas por diez hombres, como en el combate, las ballestas lanzan sus proyectiles sobre las casas, que se derrumban por lienzos enteros. Una lluvia de car­ bonilla y ascuas se abate sobre los escombros de piedra y made­ ra, dando origen a nuevos focos que los aquarii tratan inmedia­ tamente de apagar, mientras otros vigiles bloquean las salidas para detener a desesperados y saqueadores. En todos los barrios, cuarteles y puestos de guardia, los res­ ponsables de las aguas permanecen alerta. Baños y termas son evacuados para facilitar la entrada de los aquarii; en cualquier momento pueden también utilizarse las piscinas y estanques de los particulares ricos. Si esta destrucción no lo detiene, el fuego puede acabar con casi toda la ciudad, como sucedió en los años 54, 64 y 80, pensamiento que aterroriza incluso a quienes, lejos del foco principal de las llamas, sienten ya su olor y empiezan a recibir las primeras cenizas, finas y grises. «Por fin, el sexto día -dice Tácito- lograron detener el incen­ dio en la parte baja de las Esquilias, derribando los edificios de una vasta zona para oponer a su continua violencia un llano des­ pejado y, por así decirlo, un cielo raso»25. Un instrumento simbólico Ya se tratara de apagar el fuego o de protegerse contra él, lo cierto es que todas las ciudades del Imperio no estaban tan bien 25. Tácito, Anales, 15, 40, 1 . 63

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equipadas como Roma y que tampoco en ellas podía siempre contarse con la solidaridad de la población. Así Plinio, dirigién­ dose a Trajano, escribe: «Mientras visitaba otra parte de la pro­ vincia, un gigantesco incendio destruyó en Nicomedia muchas casas privadas y dos edificios públicos... Su propagación se debió primero a la violencia del viento y luego a la inercia de los habi­ tantes del lugar, quienes, a decir verdad, permanecieron como espectadores inactivos y pasivos de tan gran catástrofe. Por si esto fuera poco, no disponían allí de ningún sifón público ni de ningún cubo, en suma, de ningún material para combatir los incendios»26. En tales casos extremos, la labor esencial de los bomberos consistía de hecho en limitar la extensión del fuego, más que en apagarlo. La magnitud del peligro y la necesidad de actuar con toda rapidez explican que hubiera tantos vigiles y que en sus cohortes los hombres encargados del manejo de los diversos úti­ les fueran siempre más numerosos que los que se ocupaban del agua. Al azar de las excavaciones, se han encontrado algunos de los instrumentos que servían para destruir las casas vecinas, en caso de incendio, y garantizar así la supervivencia de la ciudad. Aunque herrumbrosos y sin sus partes de madera, conservan bien su forma, y es sorprendente ver cómo ésta se ha ido mante­ niendo de siglo en siglo a través de generaciones de artesanos que seguían copiando el antiguo y fiable modelo. Hachas, marti­ llos, guadañas, podaderas, ganchos y sierras continúan asemeján­ dose a las herramientas que, desde hace sólo algunos años, expo­ nemos en nuestros museos etnológicos. Entre ellas, más aún que la bomba de agua o el cubo, la dolabra, pico por un lado y hacha por el otro, ha quedado como emblema y símbolo de nuestros modernos bomberos, a quienes bien podemos llamar «soldados del fuego».

26. Plinio el Joven, 64

Cartas,

10, 33, 1-2.

El agua útil. Higiene y seguridad Higiene urbana: las letrinas

El agua que corría por el suelo a raíz de un gran incendio iba a desembocar en las cloacas de la ciudad y contribuir a su higie­ ne después de defenderla contra el fuego. Para garantizar un mayor bienestar público y la limpieza -aunque relativa- de las calles, las autoridades estimulaban la buena voluntad del pueblo instalando vertederos de basura accesibles y letrinas lo bastante numerosas y agradables como para incitar a la gente a frecuen­ tarlas. Letrinas domésticas En las domus bien equipadas existían letrinas cuya forma nos recuerda la de los retretes que nosotros mismos hemos conocido hace tan sólo unos veinte o treinta años. Consistían casi siempre en una plancha o placa agujereada que descansaba sobre dos soportes de mampuesto; a veces también se limitaban a un sim­ ple agujero más o menos grande instalado en algún cuchitril, al pie de una escalera o en las dependencias, sin puerta las más de las veces. Si el recinto era demasiado oscuro, se colgaba en la pared una lamparilla de aceite que lo envolvía en un resplandor vago y humoso. Cuando la casa no disponía de agua, se abría un hoyo con un escape o trampilla para el vaciado; en caso contrario, la evacua­ ción se hacía junto con la de las cocinas y baños, al lado de los cuales solía colocarse la letrina, como en la mayoría de los apar­ tamentos modernos. En Boscoreale, por ejemplo, las letrinas se encontraban cerca del tepidarium17; en la fullonica Stephani, la casa de los Misterios y la Gema (en Herculano), estaban junto a las cocinas. Por otra parte, el hallazgo, en Pompeya, de grandes tuberías de terracota colocadas en el exterior de las paredes indi­ ca que la evacuación también podía hacerse, como es natural, desde los pisos. 27. Infra, p. Il4ss. 65

El agua útil. Higiene y seguridad

Letrinas públicas Al carecer de esas instalaciones, las insulae no podían eviden­ temente disponer de letrinas, por lo que sus habitantes debían recurrir ya a los orinales, llamados lasana o matellae, que daban pie a innumerables chistes y sátiras, ya a las letrinas públicas, designadas generalmente por el nombre de foricae. Públicas, o sea accesibles a cuantos deseaban utilizarlas, estas letrinas eran también colectivas: uno no podía instalarse en ellas a solas, encerrándose en un local individual al abrigo de miradas ajenas, como lo hacemos hoy en día. Casi siempre semejantes a las que subsisten, por ejemplo, en Ostia, junto a las termas del Foro, la mayoría se presentan como salas bastante espaciosas, a lo largo de cuyas paredes corre una banqueta de mármol con una serie de agujeros ovoides prolongados hacia adelante por una abertura más estrecha en forma de gota. En general podían sentarse allí al mismo tiempo de veinte a veinticinco personas, y la única precaución conforme a nuestros usos actuales es que se entraba, como en Timgad, por un vestíbulo o que una gran puerta impedía ver las letrinas desde la calle. Aquella promiscuidad, que hoy nos sorprende, no era el monopolio de las letrinas públicas. En Pompeya como en Ostia, raros son los retretes de un solo asiento; en el Palatino, la letrina imperial era de tres plazas, y la espléndida mansión de la plaza Armerina poseía tres salas del mismo tipo, la más pequeña para los niños, otra para los hombres y la tercera para las mujeres, como se deduce por los restos de un receptáculo que podría haber sido una especie de bidé. Para compensar la incomodidad de las casas populares y per­ mitir a la gente humilde, aun en tales sitios, saborear un poco la riqueza de las residencias privadas, las letrinas instaladas en la vía pública eran siempre lujosas. Los orificios practicados en el már­ mol de la banqueta estaban lo bastante distanciados unos de otros como para que el usuario pudiera depositar junto a sí sus objetos personales sin molestar al vecino. Un sistema de hipo­ caustos28, que todavía pueden verse en Roma cerca del Foro, 28. Infra, p. 104.

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calentaba las salas en invierno; el suelo solía estar recubierto con losas de mármol o decorado con mosaicos; en las paredes había a veces nichos con estatuas que evocaban los azares, placeres o necesidades de la vida cotidiana: la Fortuna ( Tykhe) en Ostia, Baco en Sabratha, Esculapio en Lepcis Magna. Sobre todo, el agua fluía sin cesar por sendos canales situados respectivamente debajo y delante de los asientos; una fuente, levantada en medio de la sala como en Timgad o adosada a una pared como en Ostia, alimentaba abundantemente el conjunto, sirviendo tam­ bién para las indispensables abluciones, y acompañaba con el murmullo de sus aguas la charla de los usuarios. Muchos eran sin duda los hombres y mujeres que, en busca de equilibrio, acudían allí cada día a horas fijas para encontrarse en agradabye tertulia con otros «clientes» asiduos. Se hablaba de la comida y de la salud, se comentaba la ausencia de fulano o mengano, se intercambiaban recetas de cocina o remedios; como en las fuentes, los extranjeros o visitantes casuales eran objeto de especial atención. Algunos se daban allí cita, otros iban simple­ mente a pasar el rato o se quedaban rezagados adrede para ente­ rarse de los últimos chismes, tener algún encuentro interesante o incluso tentar la suerte y conseguir una invitación para cenar: «Vacerra pasa horas enteras en las letrinas y se le ve allí sentado todo el día: Vacerra tiene ganas de cenar, no de cagar»29. Antes de entrar, se le exigía al cliente un pequeño óbolo, cos­ tumbre que aún conocemos en nuestro país y a menudo nos escandaliza. Con este dinero se retribuían los servicios de los foricarum conductorei30, especie de arrendatarios fiscales a quienes se confiaba la vigilancia y salubridad de las letrinas. Sin duda con la misma firmeza de que hacen hoy gala esas señoras que todavía vemos en algunos de nuestros establecimientos públicos, aquellos funcionarios mantenían los locales en buen estado y especialmente la esponja que permitía salir limpio y se utilizaba con elegancia pasando el brazo y la mano por la ranura vertical abierta en la parte alta de las banquetas. 29. Marcial, Epigramas, 11, 77. 30. Juvenal, Sátiras, 3, 38. 67

El agua útil. Higiene 7 seguridad

Un ambiente tan convivial no incitaba, claro está, a expresar­ se con pintadas en las paredes. El escrito es siempre solitario, conviniendo más a la intimidad de una letrina privada como la de la casa de la Gema, en Herculano. Respetuosa de jerarquías y detalles, conmemorativa y solemne, la inscripción aquí encon­ trada está toda ella, como las más hermosas dedicatorias, imbui­ da del espíritu romano: «Apollinaris, medicus Titi imperatoris, hic cacavit bene»31. Las letrinas públicas existían en todas las ciudades, en núme­ ro proporcional al de habitantes. Roma contaba con 144 en el siglo IV, ofreciendo cuatro mil plazas a quienes no tenían la dicha de vivir en palacios o domus, pero poseían algunos ases. Sólo se han descubierto dos: una, muy visible detrás de los tem­ plos del Largo Argentina, aparece dispuesta longitudinalmente y está dotada de un canal muy profundo; la otra, entre el Forum Romanum y el Forum Caesaris, poseía un sistema de calefacción y a ella indudablemente acudían altos personajes, debido a la proximidad del lugar donde se desarrollaban sus actividades políticas o comerciales. Al levantarse el muro de Aureliano, a fines del siglo III, se contruyeron en la parte interior una serie de pequeñas letrinas que en adelante llevarían el nombre de necessaria·, sumándose a las que ya existían y constituyendo como un cinturón en torno de la ciudad, llegaron a ser 116, de las que sólo una subsiste actualmente en una cortina de muelle situada cerca de la Porta Salaria. Concebidas, como quien dice, a imagen de una ciudad que venía a menos y había ya perdido su antiguo esplendor, estas letrinas eran austeras y más funcionales que lujosas; como en las otras, sin embargo, el agua corría allí perm anentem ente y desempeñaba su papel purifícador arrastrando los excrementos humanos hacia las cloacas y el Tiber.

31. «Aquí cagó bien Apollinaris, médico del emperador Tito».

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El agua útil. Higiene y seguridad

Roma, ciudad sucia Pese a disponer de un vasto sistema de cloacas y fuentes32, Roma no era exactamente la ciudad salubre y limpia que uno podría figurarse sin más. En efecto, los canales de la Cloaca maxima no llegaban a todas las calles y, cuando pasaban a lo largo de grandes bloques de casas, sólo estaban conectados con la planta baja. Para desha­ cerse del agua sucia, había que bajar de los pisos y arrojarla en el sumidero más próximo o en la cuneta. El contenido de los ori­ nales (lasana) se depositaba en tinajas o cubas (dolid)^ que las empresas especializadas instalaban bajo las escaleras, en la parte inferior de los edificios, para recogerlo luego y venderlo como abono. Recipientes similares, únicamente destinados a recoger orina, se colocaban delante de las fullonicae que la utilizaban para su amoníaco34; a partir de Vespasiano, los bataneros hubie­ ron de pagar por estos orines un impuesto especial cuyo produc­ to, al decir del príncipe, no tenía mal olor35. Si es cierto que uno estaba obligado a ir a buscar el agua a los lacui36, no lo es menos que el uso de los do lia, de las letrinas públicas y de los sumideros suponía un civismo, un sentido de-la disciplina y un rigor que no eran precisamente característicos de la mayoría de la población. Ollas y orinales se vaciaban con fre­ cuencia por las ventanas, y el que se aventuraba por aquellas estrechas calles corría siempre el peligro de recibir en la cabeza, si no el recipiente mismo, al menos su hediondo contenido. No faltaban leyes, reiteradas una y otra vez, que prohibieran tales prácticas, pero éstas seguían siendo moneda corriente; de noche sobre todo, esos lanzamientos aéreos y anónimos eran, como dice Juvenal, tan peligrosos como frecuentes. «Te expones al reproche de negligencia y de no prever los accidentes súbitos, si 32. Supra, p. 23, e infra, p. 230ss. 33. Supra, p. 31. 34. Supra, p. 45. 35. Suetonio, Vida del divino Vespasiano, 23, 5. 36. Supra, p. 24. 69

El agua útil. Higiene y seguridad

te vas a cenar sin haber hecho testamento; pues, a decir verdad, el viandante tiene tantas probabilidades de morir cuantas son las ventanas abiertas donde la gente no duerme. No abriguéis más que un deseo, y ojalá éste se os cumpla: ¡que se contenten con lanzaros sólo el contenido de sus grandes vasijas!»37 Al no poder suprimir las causas, las autoridades trataron ulte­ riormente de limitar al menos las consecuencias, promulgando leyes que obligaban a pagar daños y perjuicios a las víctimas de tales abusos. Empero los textos, minuciosos y precisos, que regu­ laban las condiciones en que uno podía reclamar esa indemniza­ ción, no reconocían el concepto de perjuicio estético; es lógico que, en una sociedad donde se practicaba la compra y venta de esclavos, el legislador estimara que «el cuerpo de un hombre libre no tiene precio»38. Con sus angostos pasadizos y sus construcciones de madera, las tortuosas calles de los barrios populares de Roma carecían ciertamente de ese lustre y esa limpieza casi fría que uno podría imaginarse al contemplar el plano de la urbe expuesto en el Museo de la Civilización Romana o ciertas reconstrucciones tan pintorescas como ficticias. En aquellas calles, siempre peligrosas, reinaba la suciedad no menos que en las de los barrios bajos de nuestras actuales ciudades mediterráneas. A despecho de los edictos de César, no llegaron a pavimentarse todas y el servicio de barrenderos, del que eran responsables los ediles, nunca fun­ cionó correctamente. Ni siquiera Vespasiano, que mostraría más tarde grandes cualidades de administrador pero cuya carrera ape­ nas comenzaba entonces, pudo mejorar la situación: «Siendo edil Vespasiano, C. César [Caligula], furioso de que aquél hubie­ se descuidado el barrido de las calles, mandó a sus soldados que lo cubrieran de barro, esparciendo un buen montón en el plie­ gue de su pretexta»39. Las inmundicias se acumulaban así por todas partes y el agua sucia se evacuaba mal; en verano las calles 37. Juvenal, Sátiras, 3, 272-277. 38. Sobre estas cuestiones, véase, por ejemplo, J. Carcopino, La vie quotidienne à Rome à l'apogée de l ’E mpire, Paris 1939, p. 61. 39. Suetonio, op. cit., 5, 4. 70

El agua útil. Higiene y seguridad

despedían un fuerte hedor y en invierno se embarraban por completo40. En los cruces, además, se am ontonaban enormes depósitos de basura, llamados trivia -de ahí nos viene la palabra «trivial»-, y aunque desde Catón41 el suelo de aquellos lacus esta­ ba más o menos pavimentado, su aspecto y olor eran segura­ mente insoportables. A esos montones eran arrojados, por la noche, los niños recién nacidos de quienes sus padres querían deshacerse42, y entre los prodigios que anunciaron a Vespasiano su futuro acceso al trono imperial, Suetonio menciona que «un día, mientras estaba almorzando, un perro extraño le trajo desde una encrucijada una m ano hum ana, que depositó bajo la mesa»43. En París, todavía en el siglo XVIII y aun a principios del XIX, se lanzaba también por las ventanas el contenido de todos los recipientes. En una sociedad aparentem ente más fina y galante que la nuestra, la única atención que se tenía con los que en aquel momento pasaban por la calle era gritarles antes: «Gare l’eau!» («¡Agua va!»). Tal era el grito tradicional. Y allí quedaban esas inmundicias hasta que una lluvia torrencial viniera a barrerlas y dejara limpias las calles en pendiente. En cuanto a las otras, las más numerosas, el chaparrón no hacía sino acarrearles un suple­ mento de basura, lo que, por otra parte, no parecía inquietar a nadie. París estaba continuamente infectado. Un ejemplo: «En tiempos de la Restauración se decidió “purgar” la pequeña cloaca de la calle Amelot, obstruida desde hacía cincuenta años; los siete primeros obreros que intentaron bajar quedaron completa­ mente asfixiados. A raíz de esto, la Academia de Ciencias envió a unos especialistas para que presidieran la operación. La limpieza duró siete meses, durante los cuales se retiraron 6.430 carretadas de materia sólida. El hedor despedido por este saneamiento era tan terrible que los habitantes del barrio emigraron en masa...»44 40. Juvenal, op. cit., 3, 247. 41. Supra, p. 24. 42. Juvenal, op. cit., 602-603. 43. Suetonio, op. cit., 5, 5. 44. G. Lenôtre, La France au temps jadis, Paris 1938. 71

El agua útil. Higiene y seguridad

Roma, ciudad bien drenada Sólo en parte, sin embargo, es aplicable a la Roma imperial esa imagen del París de Luis XVIII. En efecto, por descuidado que fuera el comportamiento de los parisienses, no era la única raíz del mal, pues la ciudad carecía de las conducciones e infraes­ tructuras suficientes para un buen desagüe. En Roma, en cam­ bio, la suciedad de los distritos populares no era la mayoría de las veces sino fruto de la negligencia y la incuria. Los millares de metros cúbicos de agua que traían a diario los acueductos y la inmensidad de las alcantarillas donde se producía sin cesar una intensa corriente de arrastre evitaban a la población, sobre todo desde Frontino, los inconvenientes de las emanaciones mefíticas: «Hasta las aguas evacuadas sirven para algo...; la atmósfera es más pura y hemos acabado con aquel aire que en tiempos anti­ guos dio siempre mala fama a la ciudad»45. En todas partes, pues, el agua pura arrastraba el agua sucia y no siempre los que huían de la urbe lo hacían a causa de sus malos olores: «Deja la abundancia y sus hastíos, y esos edificios cercanos a altos nuba­ rrones; renuncia a admirar la opulenta Roma con sus humos, sus riquezas y su ruido»46. Pese a sus sórdidas insulae y sus calles sucias, Roma era efecti­ vamente espléndida, y no contentos con sanearla, los acueduc­ tos reflejaban tam bién su magnificencia. Desde fines de la República, el agua, sin dejar de ser un elemento indispensable para la vida, fue convirtiéndose además en uno de los factores esenciales del bienestar y en la expresión casi obligada del fasto y la riqueza. Conducida primero ad usum, ad salubritatem et ad securitatem, se utilizaría igualmente ad voluptates41. 45. Frontino, 88, 3. véase también 111: El agua excedente no podía derivarse sin autorización, pues servía para mantener la higiene de la ciudad y purgar las cloacas. 46. Horacio, Odas, 3, 29, 9-12. 47. Según Frontino (1 y 23, 1), «la administración de las aguas (...) interesa tanto como la utilidad, higiene y aun seguridad de la urbe» («cum ad usum tum ad salubrita­ tem atque etiam securitatem urbis pertinens»)·, debe satisfacer «no sólo los usos y necesi­ dades del público y de los particulares, sino también sus placeres» («publicis privatisque non solam usibus et attxiliis, verum etiam voluptatibus»). 72

3

El agua de los placeres

En esta agua ad voluptates se reflejó, es cierto, el espíritu de una sociedad muy sensible a las jerarquías, pero deseosa, con todo, de ofrecer a las masas lo que el dinero y el poder procura­ ban especialmente a unos pocos. Así como hay obras de arte en colecciones particulares y museos, así también había en Roma, y en todas las ciudades que se le parecían, esplendores públicos y lujos privados. Agua ornamental

El agua inútil y refinada, señal de progreso y civilización, contribuía en primer lugar a crear ambientes u ornamentaciones que los príncipes empleaban para dar lustre a palacios y ciudades y los ricos para decorar sus mansiones, rivalizando en fasto y voluptuosidad. Ornamentación de la casa Por ejemplo, al describir por menudo su villa Laurentina, cerca de Ostia, Plinio comenta con cierto pesar: «A esas ventajas 73

El agua de los placeres

y esos encantos les falta, por desgracia, el agua corriente»1. Y Cicerón da estos consejos a su hermano Quinto: «Tendrás una casa de campo de maravilloso atractivo si le añades una piscina y algunos surtidores, con un seto bien verde alrededor de la pales­ tra»2. En aquellas nuevas residencias, concebidas todas ellas para el otium1 y una vida regalada, sólo quedaban ya el impluvio y los atrios a la moda de antañó1 como meras reliquias del pasado y también como reservas en caso de urgencia; ante todo se deseaba el agua corriente, y las cantidades juzgadas indispensables eran muy superiores a lo exigido para satisfacer simplemente las nece­ sidades de cada día. Los acueductos, pues, suministraban no sólo el agua de la cocina y los baños, sino también -y por puro delei­ te- la de habitaciones, comedores, piscinas y jardines. Así, en la villa que Plinio poseía lejos del mar, en Toscana, había frente a la columnata una piscina alimentada por una cas­ cada y, detrás, un estanque cuyo desagüe irrigaba un patio y sus plátanos. Por la calle principal del espacioso jardín discurrían arroyos artificiales; además de una gran fuente, se habían instala­ do allí también otras, más pequeñas, junto a varios asientos de mármol dispuestos para el descanso de los visitantes. En una de las estancias, adornada con pinturas, se oía el murmullo del agua que caía por estrechas tuberías en un pilón. Finalmente, en los balnearia había, además de las habituales bañeras, un pozo, otra piscina y un depósito de agua fresca5.

1. Plinio, Cartas, 2, 17, 25. 2. Cicerón, A su hermano Quinto, 3, 1, 3. 3. La palabra «otium», opuesta a «negotium», designaba un tiempo de asueto que se empleaba agradable y activamente lejos de los asuntos ordinarios y de la política. La «villa» era en sus orígenes una casa de campesinos; más adelante constituiría una finca rural con un importante sector residencial además de las instalaciones agrícolas; una gran mansión particular situada en la ciudad recibía más bien el nombre de «domus». 4. Plinio, Cartas, 5, 6, 15. 5. Infra, p. 95-96. 74

El agua de los placeres

Comedores de verano En cuanto al comedor de verano, al aire libre, brindaba pla­ ceres que no hubieran podido imaginarse doscientos años atrás: «Al fondo, una parra da sombra a un triclinio de mármol blan­ co; la parra descansa sobre cuatro pequeñas columnas de már­ mol de Caristo. Del triclinio, como si el peso del comensal en él instalado la hiciera brotar, cae agua por unos tubos sobre una losa con orificios, yendo a parar a un receptáculo de mármol pri­ morosamente trabajado que, gracias a un dispositivo invisible, permanece lleno sin llegar nunca a rebosar. La bandeja de entre­ meses y las fuentes voluminosas se colocan en el borde, mientras los platos ligeros van flotando de acá para allá en recipientes que representan navecillas y pájaros. Enfrente, una fuente da agua y luego la recoge, pues esta agua, lanzada primero al aire, cae sobre sí misma y desaparece en seguida por un sistema de aberturas que la absorben»6. Aunque no rarísimos, tales refinamientos eran relativamente excepcionales y su minuciosa disposición técnica los asimila más bien a aquellas deliciaé que sólo podían permitirse los más afor­ tunados. La mayoría de las casas ricas, no obstante, contaba con instalaciones que, no por ser más modestas, dejaban de reflejar el gusto por una vida delicada, sutil y discretamente ostentosa. Así, muchos comedores interiores estaban provistos de fuentecillas8, y el triclinio estival de la casa del Efebo, en Pompeya, se parece mucho, aun sin llegar a tal grado de exquisitez, al que con tanto orgullo describe Plinio. El emparrado de la casa del Efebo repo­ saba sobre cuatro columnas recubiertas de estuco y los lechos de mesa no eran de mármol, pero el lugar disfrutaba también del frescor de una fuente dispuesta en un nicho que tenía forma de templo. El agua de esta fuente llenaba primero una pequeña 6. Plinio, op. cit., 5, 6, 36-37. 7. Infra, p. 94-95. 8. Por extension, la casa («.domus«) llamada del mosaico de Neptuno y Anfitrite, en Herculano, y las propiedades («praedia») de Julia Felix, en Pompeya. El triclinio («tri­ clinium») era un lecho de mesa de tres plazas. 75

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alberca y luego, conducida por un estrecho canal, volvía proba­ blemente a brotar de la concha que sostenía una hermosa estatua de Pomona instalada entre las mesas. M uy cerca se extendía también un viridarium®, cuyo verdor y sombra se armonizaban sin cesar con el murmullo de las aguas. Fuentes Al lado de esas fuentes únicamente destinadas a realzar el pla­ cer de las comidas entre amigos, otras daban encanto y frescor a peristilos, jardines y patios. En Pompeya, Herculano y todas las zonas residenciales del Imperio, repetían, con infinitas variantes de materiales y colores, las mismas formas y tipos de ornamenta­ ción. Evocando a la vez el templo, la gruta y el arco de triunfo, se observa un nicho con bóveda de cascarón, casi siempre corona­ do por un frontón triangular y adornado con pasta de vidrio y mosaicos de colores vivos. Entre arabescos, festones, parras y ánforas, aparecen bellos motivos, a menudo dentro de rombos rodeados de conchas: un dios marino barbudo10, Neptuno y su tridente11, Venus con su concha, peces y patos12, etc. A derecha e izquierda del nicho, las pilastras reproducen a su vez los juegos abstractos de la rocalla, el mármol o las conchas13, a lo que se añaden máscaras14 o Gorgonas15 rematadas por amores alados16, hipocampos17 o cisnes afrontados18. 9. Bosquecillo o jardincillo con árboles. 10. Casa de la Gran fuente. 11. Casa del Oso. 12. Casa de la Pequeña Fuente. 13. Casa de la Pequeña Fuente. 14. Casa de la Gran Fuente. 15. Casa del Oso. 16. Casa del Oso. 17. Casa de la Pequeña Fuente. 18. Casa de la Gran Fuente. 76

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Cuando el espacio es exiguo, como en el jardincillo de la casa del Oso, el juego de sombras, luces y colores da una impresión de profundidad. En caso contrario, un estanque más o menos largo, apoyado en pilastras, prolonga el conjunto en sentido horizontal. El de la casa de la Gran Fuente es todo él de mármol. En el centro, un hilo de agua brotaba del convulso pez retenido toda­ vía por un amor alado; detrás de éste, en el fondo más oscuro del nicho y entre sombras rojiverdes, se divisa la cabeza de un dios marino; de su erizada barba surgía un chorro de agua que descendía a modo de cascada por los seis peldaños de una escali­ nata de mármol. A derecha y a izquierda, al pie de las pilastras, el agua salía a borbotones de la sonrisa o rictus de dos grandes máscaras dionisíacas. Violenta, graciosa o pletórica, el agua ani­ maba así con su movimiento y rumor los mosaicos y motivos pictóricos cuyos colores se perdían en ella sin cesar. De todo aquel frescor no queda hoy más que la piedra. Las líneas onduladas y rotas de los arabescos y festones siguen empe­ ro descendiendo hacia la glauca cavidad del nicho, donde la rocalla y los fondos verdes producen todavía la ilusión de una pila: la inmóvil vibración de la luz ha venido a reemplazar la agi­ tación de las aguas. Jardines El agua, fuente de placer, era a un tiempo fuente de vida cuando se utilizaba para el mantenimiento de viridaria, jardines, sotos y hasta pequeños parques donde el arte y la naturaleza apa­ recían siempre esplendorosamente aunados. Como el impluvio, el huertecillo, que antaño se extendía detrás de un sombrío atrio y que los propietarios hacían regar con parsimonia, no era ya más que un vago recuerdo; los nuevos jardines, aunque heredados de una larga y antigua tradición, se beneficiaban a su vez de la abundancia y exceso propios de la época. El agua no serviría ya sólo para alimentarlos, sino tam­ bién para organizarlos, embellecerlos y darles exuberancia bajo 77

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los rayos del sol; todo eran estanques, cascadas o fuentes, una profusión del precioso líquido que los jardineros empleaban rivalizando con los arquitectos: «También ahí brota una fuente, para luego perderse. En varios lugares se han colocado asientos de mármol (...); junto a los asientos hay fuentecillas; a través de todo el hipódrom o19 m urm uran arroyuelos conducidos por tuberías y dóciles a la mano que los dirige; sirven para regar, ya una parte del césped, ya otra, ya una tercera y a veces todas al mismo tiempo»20. En el pequeño viridarium de la casa de los Vettii se ven toda­ vía algunas tuberías de plomo destinadas únicamente al riego indispensable para la vida de las plantas. Pero, en las cuatro esquinas del peristilo que lo rodea, descubrimos también unos pilones redondos, y en los lados largos, sendas albercas rectangu­ lares en las que caían los finos chorrillos que brotaban artística­ mente de elegantes estatuas de mármol o bronce. En el centro de las domus, o alrededor de ellas, se acondicio­ naban así jardines y paseos en los que una naturaleza exuberante y sumisa instilaba un hondo sentimiento de paz y civilización. «Acá o allá un arriate de hierba, en otras partes sólo el boj dibu­ jando mil figuras (...) Pequeños hitos alternan con árboles fruta­ les y, en medio del refinamiento de la ciudad, surge súbitamente ante nosotros como un retazo de campo»21. La exuberancia de los macizos, el verdor y frescor de las enra­ madas, procedían, pues, menos de la tierra misma que de una voluntad de organizar la naturaleza al igual que las casas y ciuda­ des, y el agua que hacía prosperar árboles y plantas domesticadas venía de un manantial o río que el hombre había sabido llevar hasta allí. Eran «arroyos conducidos por tuberías» («inducti fistu­ lis rivi») los que alimentaban los jardines de Plinio, y un «río canalizado» («flumen ductile») el que refrescaba los de Marcial22; 19. En el jardín, lugar destinado a pasear. 20. Plinio, op. cit., 40. 21. Id., 35. 22. Marcial, 1 2 ,31,2. 78

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con el agua libre corriendo así por acueductos, los ricos acomo­ daban sus jardines como los príncipes el mundo. Palacios imperiales Paradójicamente, los refinamientos de los príncipes, y en especial los del Palatino, no fueron nunca descritos con tanta com placencia como los de Plinio, Polio Felix23 o M anilio Vopisco, en cuya residencia cada habitación tenía su fuente par­ ticular alimentada por el agua de la Marcia24. Es porque allí tales lujos se consideraban normales y no hacía falta hablar de ellos; a los poetas cortesanos, ocupados en cantar las alabanzas de los príncipes mismos y del esplendor de sus construcciones, les inte­ resaban poco las obras que otros podían también realizar. Palatino Del gran palacio que Domiciano se hizo construir al sudeste del Palatino, Estado25 y Marcial sólo mencionan, pues, la facha­ da principal: «Esa morada cuyo frontón topa con las estrellas es sin duda tan alta como el cielo, mas no es tan grande como el que la posee»26. Del agua, que se hacía llegar hasta el emperador mediante un acueducto especial, ni siquiera hacen mención. Para imaginarla, no tenemos hoy más que algunas bases e infra­ estructuras en medio de inmensos espacios casi vacíos. En la domus Flavia, que Domiciano mandó edificar para dar recepciones públicas, se recibía a los huéspedes privilegiados en un vasto salón al aire libre, rodeado de columnas, en cuyo centro había un magnífico estanque de forma octogonal. El comedor, ligeramente elevado sobre el conjunto, conserva todavía los res­ 23. Estacio, Silvas, 2. 24. Id., 1, 3, 37 y 66-67. 25. Id., 4, 2, 18-25. 26. Marcial, 8, 36, 11-12. 79

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tos de dos hermosos estanques elípticos con sus correspondien­ tes surtidores. En cuanto a los apartamentos privados del empe­ rador, a los que se daba el nombre de domus Augustana, estaban provistos de una verdadera isla de vegetación y frescor dispuesta en torno de un estanque con compartimentos semicirculares que ocupaba el centro de un peristilo de varios niveles; el nivel infe­ rior era un espacio de sombra y flores; desde el nivel más alto se disfrutaba de una espléndida vista del Gran Circo y de una gran explanada de plantas y agua. Comparadas a los delicados artificios descritos por Plinio o Vopisco, esas pomposas obras sólo dan la impresión de algo grandioso y confortable, con carácter oficial y en cierto modo burgués, clásico, pero sin duda un poco frío y en definitiva menos sutilmente rebuscado que aquellas de que se rodeaban personajes de rango inferior y menos sometidos a los deberes y precauciones que impone el poder. Pese a contrastar netamente con la relativa sencillez de la residencia Augustana, el palacio de los Flavios no utilizaba de hecho la abundancia de agua sino para construirse un ambiente más señorial que auténticamente significativo y fastuoso. En el Palatino, pues, el agua desempeñaba un papel apenas distinto del que se le asignaba en las ricas villas de Pompeya, y las connotaciones simbólicas y religiosas que se perciben aquí en las pequeñas grutas u otros lugares dedicados a las ninfas son en el palacio imperial casi menos conspicuas que en las fuentes con frontón, las rocallas y las estatuas portadoras de surtidores27. En realidad, el Palatino era demasiado exiguo; para instalarse a su vez en él, Septimio Severo tuvo que ampliarlo más tarde aprovechando el valle del Gran Circo y elevando esos gigantes­ cos muros de contención cuya fachada ornamental se conoce por el nombre de Septizodium. Los grandes palacios verdadera­ m ente imperiales se edificarían en otras partes: ya antes de Domiciano, Nerón había mandado construir su Casa Dorada entre el Opio y el Foro; después de Domiciano, Adriano se esta27. Infra, p. 97-99. 80

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blecería en Tibur. En la vasta superficie de aquellos nuevos pala­ cios que se asemejaban a los «paraísos» de los reyes de Asia, el agua, omnipresente, era más que un simple decorado, ya que servía también para reflejar el poder universal de quienes dispo­ nían de tales lugares. El agua de Nerón vinculaba simbólicamen­ te el mundo a su monarca; la de Adriano alimentaba su imagi­ nación y sus recuerdos. La Casa Dorada La residencia de Nerón, de trescientos metros de largo y noventa de ancho, daba a un parque de cincuenta hectáreas cuyas plantas y fauna recordaban a un tiempo la diversidad del m undo y el exótico encanto de las pinturas de Grecia y Campania. Este palacio dorado por el sol estaba concebido para servir de morada al nuevo Apolo Citarista y dios «cosmocrátor»; mezclando por doquier realidad y ficción, artificio y naturaleza, daba al agua un papel privilegiado que hacía del exterior como un reflejo del interior. Fuera había un lago, «semejante a un mar»2\ un gigantesco espacio consagrado a las ninfas y un sin­ número de surtidores; dentro, más surtidores en cada una de las estancias que rodeaban la gran sala octogonal, estanques y otro santuario para las ninfas alimentado incesantemente por una cascada, en el que una gruta de rocalla y piedra pómez evocaba al ingenioso Ulises y al sencillo Polifemo. El agua hacía así de lazo de unión entre el exterior, que se asemejaba a lo que ven los pintores, y el interior, donde se reconstituía el pausado movimiento de los astros y el sol; ele­ mento natural, conducido y ordenado por la industria de los hombres, realzaba el valor simbólico del conjunto situándolo en una fluida y movediza continuidad.

28. Suetonio,

Vida de Nerón,

31, 2. 81

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La villa de Adriano En su Casa D orada, N erón reinaba desde el corazón de Roma sobre las fuerzas cósmicas cuyo principio unificador esta­ ba simbolizado por el agua; en Tibur, lejos de la urbe, Adriano se veía a sí mismo, más sencillamente, como señor del universo humano, que había ya recorrido casi por completo en sus nume­ rosos viajes y del que reproducía los lugares más prestigiosos gra­ cias a la magia de sus construcciones. En las grandiosas y apacibles ruinas de la villa de Adriano, el visitante va así paseando desde el estanque del Pecile hasta el del Criptopórtico, deteniéndose sucesivamente ante el altar de las ninfas del teatro griego, el de la sala de las columnas dóricas y, junto a las termas, un tercer santuario, tan extenso que durante mucho tiempo se tuvo por un estadio. Se sienta luego cerca de la isla donde el príncipe daba refugio a su soledad encerrándose en la boquera de un canal; contempla por fin el crepúsculo en ese valle artificial donde, según lo han creído muchos, el emperador esteta quiso reproducir la imagen del templo de Serapis que viera en Canopo, con el largo canal por el que se llegaba hasta él. Este extraño edificio, con aires de gruta o santuario de ninfas, da enteramente al exterior como un escenario de teatro, siendo su única cobertura una alta y audaz semicúpula que, en un cro­ quis de Piranesi, se asemeja a una inmensa concha abierta hacia el cielo. El agua, llevada por un acueducto especial y distribuida gracias a un pequeño castellum, fluía por todas partes: en el fondo del hem iciclo, caía form ando una cortina de nueve metros de alto; alrededor, brotaba en ocho nichos rectangulares; delante, llenaba sin cesar un gran estanque bordeado por una columnata de cipolino. Los surtidores se irisaban con el cente­ lleo de los mosaicos amarillos y rojos que decoraban las paredes, y detrás del mármol gris, la agitada superficie del estanque refle­ jaba el verde y azul de las mil piececillas de cerámica que recu­ brían por entero la bóveda semicircular. El pretendido Serapeum, con todo, no era probablemente otra cosa que un extraordinario comedor de verano. Entre el murmullo de las cascadas y el movedizo resplandor de los colo­ 82

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res, uno cenaba en él contemplando el largo canal cuyas anima­ das márgenes y el reflejo entrecortado de las obras de arte recor­ daban en las noches cálidas los placeres y la vida del Canopo egipcio. Una de aquellas noches, el solitario Adriano encontró allí tal vez la desaparecida imagen de Antínoo, y el triclinio de las aguas, vacío ya de fiestas y comensales, tomó el aspecto de un misterioso santuario donde la efigie del bello adolescente ahoga­ do debía secretamente unirse a la de Osiris29. Los euripos Ostentación de poder o de riqueza, la abundancia de agua seguía siendo signo de influencia entre los hombres y de domi­ nio sobre los elementos naturales. Tan conscientes de ello eran los romanos que muy pronto los términos corrientes no les pare­ cerían ya adecuados para expresar lo que sentían en el fondo de sí mismos. Por eso dieron el nombre de «euripos» a los largos estanques en forma de canales que comenzaron a instalar a partir del siglo I a. C. en las villas y residencias privadas donde se dis­ ponía de suficiente espacio y de los medios necesarios. La palabra derivaba del griego, como casi siempre en tales casos, mas no por ser típicamente romano este exceso de voca­ bulario carecía de hondo significado. En efecto, entre Beocia continental y la isla de Eubea, el Euripo constituye un estrecho en el que el mar parece apresarse a sí mismo y cuyas aguas cam­ bian de dirección hasta diez veces al día. En todo tiempo ese flujo y reflujo llamaron poderosamente la atención: Aristóteles, según cuentan, se ahogó allí, desesperado de no haber entendido por qué la corriente se invertía de aquella manera, y esas mismas aguas inspirarían a Apollinaire uno de sus más bellos versos: «La vie est variable aussi bien que l ’Euripe» («La vida es variable al igual que el Euripo»)30. A través de un obvio simbolismo, la elec29. V .H . Lavagne, Operosa antra, Recherches sur la grotte à Rome de Sylla à Hadrien, Roma 1988, p. 595-616. 30. Alcools, Le Voyageur. 83

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ción del término reflejaba, pues, un orgullo sin matices: en los euripos construidos por Roma, aun en medio de las tierras, las aguas estaban amansadas. Cuando los estanques llegaron a multiplicarse en las casas de campo, se acometió también la tarea de conectarlos entre sí mediante pequeños canales. En Pompeya, por ejemplo, había en el centro del jardín de los Praedia de Julia Félix un hermoso euripo bordeado por nichos rectangulares o semicirculares donde los peces encontraban refugio; tres puentecillos de már­ mol permitían atravesarlo. En la casa de Octavio Cuartio, antes llamada de Loreyo Tiburtino, el euripo era de concepción más compleja. Tenía dos metros de ancho y constaba de dos ramales dispuestos en forma de T en el eje de una terraza; el más largo, apenas interrumpido por el pilón de una fuente y coronado por una pérgola, cruzaba todo el jardín; el otro, más corto, decorado con doce estatuillas, corría paralelo al pórtico y la terraza de la casa. En la confluencia de ambos canales, el agua viva salía en cascada de una gruta dispuesta sobre la terraza; en la base de la T había un primoroso biclinium’' y un altar para las ninfas del que aún quedan dos frescos, uno de los cuales representa a Narciso y el otro a Píramo y Tisbe. Cuando los habitantes de estas suntuo­ sas moradas paseaban al atardecer rodeados de tales ornamenta­ ciones e inmersos en la sabia armonía de sus jardines, podían sin duda, aunque sólo fuera por un instante, sentirse los sucesores consumados de aquella Grecia cuya elegancia admiraban y de la que habían como conquistado uno de los lugares más célebres. El primer euripo público fue construido en el año 58 a. C. por M. Emilio Scauro, que deseaba ofrecer el espectáculo de sus cocodrilos y probar así que Roma dominaba a la vez las aguas más remotas y quienes las habitaban32. Tratábase, sin embargo, de una construcción provisional, un euripus temporarius, cuya forma alargada se había probablemente escogido sólo porque permitía ver mejor los animales que allí se encontraban. 31. Lecho de mesa de dos plazas. 32. Plinio, 8, 96. 84

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El mayor y más hermoso de los euripos fue seguramente el que Agripa, responsable de las aguas de Roma, mandó disponer en sus jardines a la vez que se construían sus termas33. Al oeste de la via Lata, en medio de un vasto conjunto sombreado por plátanos y plantado de bosquecillos donde se habían colocado estatuas de animales, rielaba un gran estanque constantemente alimentado por el agua pura del aqua Virgo; el euripo recibía el líquido sobrante y lo llevaba hasta el Tiber atravesando todo el Campo de Marte. A la muerte de Agripa, sus jardines se abrie­ ron al público, que en verano acudía a bañarse en la piscina y pasear a orillas del canal por el que corría un agua sumisa. Entre la isla y el continente griego, el Euripo era además como una frontera cuyo paso dificultaban sus corrientes irregu­ lares. En el año 53 a. C., durante el espectáculo de un combate de elefantes en la pista del Gran Circo, algunos de aquellos ani­ males cargaron repentinamente contra el público llegando casi a romper las verjas de hierro que lo protegían. Así, deseando evitar tales incidentes durante los grandes juegos que ofreció seis años más tarde, César «mandó rodear la arena de fosos llenos de agua»34, que se abrieron ante las verjas y se llamaron también euripos; anchas y de una profundidad de tres metros, aquellas zanjas merecían bien su nombre, ya que como un limes separa­ ban dos mundos. Posteriormente Nerón las haría cegar y susti­ tuir por un muro de cuatro metros de alto; el espacio así ganado en la pista se utilizaría para ensanchar la explanada central, en medio de la cual se había de construir un nuevo euripo alimen­ tado en cada extrem o por fuentes en form a de delfines. Apresado entre esos lím ites que sim bolizaban O riente y Occidente, el euripo no era ya un simple estrecho, sino el océa­ no mismo: «Esos dos puntos simétricos indican la salida y la puesta del sol. Entre ambos se extiende el euripo, como la vasta superficie de los mares»35. En el corazón del Gran Circo donde 33. Infra, p. 115-116 34. Plinio, op. cit., 21. 35. Antología latina, 1, 197. 85

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evolucionaban sus carros y se congregaba su pueblo, Roma pare­ cía haber encerrado el mar. He ahí un hermoso símbolo, sin duda, pero nada más que eso, un símbolo, pues sólo gracias a una sabia escenificación arquitectónica podía así evocarse la inmensidad del océano. Las mentes realistas no se dejaban engañar por la mera apariencia de las palabras y sabían poner las cosas en su punto: «¿Habrá alguien a quien no le parezcan ridículos esos canales artificiales llamados “Nilos” o “Euripos”?», dice por ejemplo Atico al insta­ larse con Cicerón en la casa que éste poseía en Tusculum, para conversar tranquilamente en la isla, en medio del Fibrenov\ Agua y espectáculos

Traída por la habilidad de los hombres y controlada por ellos, el agua de canales y estanques seguía teniendo gran poder evoca­ dor, permitiendo a Lolio, por ejemplo, jugar a la batalla de Accio en el jardín de su padre: «Dos ejércitos disponen sus naves en sendas líneas; bajo tu mando, tus esclavos representan, como entre enemigos, la batalla de Accio; tu hermano es el jefe del bando contrario; vuestro estanque es el Adriático, y esto dura hasta el momento en que una rápida Victoria corona de hojas las sienes de entrambos»37. Naumaquias Lo que estimulaba la imaginación de poetas y jóvenes podía también avivar la de las muchedumbres y sus caudillos, y lo que sólo era juego de niños en un jardín se convertía entonces en reconstrucción espectacular e histórica durante la que se haría verdaderamente correr sangre humana. Bastaba para ello con 36. Cicerón, Las leyes, 2, 1. 37. Horacio, Epístolas, 1,18, 60-64.

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reducir el mar a un lago y hacerlo revivir a voluntad reprodu­ ciendo en él no ya olas o tempestades, sino las más grandiosas batallas navales. A estas reconstituciones, variante costosa y colo­ sal de los munera del anfiteatro, se les dio el nombre de naumaquias, por el que se designaban también los grandes estanques o lagos que hacían en tales casos las veces del Mediterráneo. El agua dejaba ya de ser mero elemento ornamental para transfor­ marse en instrumento mismo del espectáculo. A buen seguro, tales manifestaciones no eran posibles en un mar auténtico, y a este respecto la organizada en el año 40 a. C. por Sexto Pompeyo en el estrecho de Regio, justo antes de la batalla de Filipos, fue del todo excepcional, pues se asemejaba más a un «triunfo» que a una verdadera naumaquia y decidió realizarla un hombre que para manifestar su poderío no disponía de ningún otro sitio fuera del propio mar. En efecto, además de su carácter de espectáculo y su relación con los munera, la nau­ maquia suponía que su organizador tuviera el poder técnico y económico para simular la extensión marina llevando suficiente cantidad de agua a un lugar determinado. En tales casos, casi siempre fue necesario gastar sumas exorbi­ tantes para construir estanques o lagos especiales. Así, en 46 a. C., con miras a celebrar las primeras naumaquias de la historia, César mandó instalar en la pequeña Codeta, es decir, probable­ mente algún lugar situado más allá del Tiber, un lago provisio­ nal con la intención simbólica de levantar luego allí mismo «un templo consagrado a Marte, que había de ser el más grande del mundo»38. Posteriormente Augusto, heredero de una victoria naval y deseoso de conservar su recuerdo, contruyó cerca del Tiber, con motivo de la dedicación del templo de Marte Ultor, un emplazamiento destinado a perdurar. El lago artificial, que debía aquel año representar la bahía de Salamina, tenía 552 metros de largo y 355 de ancho. Para llenarlo hubo que cons­ truir un acueducto especial39; alrededor de la naumaquia se plan­ 38. Suetonio, Vida del divino Julio, 39 y 44. 39. El aqua Alsietina, que suministraba 24.000 m^ diarios y tomaba su agua a una distancia de 33 kilómetros, véase infra, p. 146. 87

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tó un bosque que más tarde recibió, el nom bre de nemus Caesarum y, por encima de la misma, se tendió un puente apro­ piadamente llamado pons Naumachiarius. En el año 59 Nerón celebraré allí sus Juvenalia y en el 80 Tito ofreció uno de los más suntuosos espectáculos de este género. Triunfo del hombre sobre la historia y el mar, las naumaquias, naturalmente, tenían que ser siempre algo extraordinario. En las primeras de todas ellas, César hizo que com batieran «naves de dos, tres y cuatro filas de remos, representanto dos flo­ tas, una tiria y otra egipcia»40, con un total de cuatro mil reme­ ros y dos mil combatientes. «Di al pueblo -dice Augusto- el espectáculo de un combate naval al otro lado del Tiber, donde hoy se encuentra el bosque sagrado de los Césares, en un estan­ que de 1800 pies de largo y 1200 de ancho. Se enfrentaron allí treinta trirremes o birremes provistos de rostros y muchos navios más pequeños; en aquellas aguas combatían, además de los remeros, unos tres mil hombres»41. La afluencia a semejantes espectáculos era tal que el emperador tuvo que «colocar guardias en la ciudad para que no fuera presa de los ladrones, pues no quedaba en ella casi nadie»42. En el año 52 el emperador Claudio había ya dotado a Roma con sus dos acueductos más espléndidos. Para la inauguración del largo desaguadero subterráneo del lago Fucino43, cuyas colo­ sales obras acababan de concluirse, quiso reflejar aún con más esplendor su poder absoluto sobre las aguas enfrentando allí «una flota siciliana y otra de Rodas, cada una de las cuales cons­ taba de doce trirremes»44. Pese a varios incidentes tragicómicos, el espectáculo resultó altamente simbólico: el tritón de plata, surgido repentinamente de las profundidades para dar la señal de combate, no acataba sino las órdenes del emperador, revesti­ do a la sazón de su manto de guerra, y parecía someter a la 40. Suetonio, op. cit., 39. 41. Res gestae, 23. 42. Suetonio, Vida del divino Augusto, 43. 43. Infra, p. 178-179. 44. Suetonio, Vida del divino Claudio, 21.

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omnipotencia de éste las aguas de un lago que sus súbditos habí­ an transformado en mar antes de desecarlo. Al contrario de una opinión bastante extendida, el mar no se reconstituyó sino raramente en anfiteatros inundables, y los ves­ tigios de traída de aguas descubiertos acá o allá sólo suelen ser tuberías de drenaje o desagüe. Aparte de los ingentes problemas técnicos que debían resolverse entonces, aquellas construcciones no tenían en general ni la profundidad ni la superficie necesarias para permitir evoluciones de tanta importancia. En el año 57 Nerón, deseando reproducir la batalla de Salamina en un circo, mandó construir en el Campo de Marte un gran anfiteatro de madera y el Coliseo, equipado con este fin, sólo fue inundado dos veces, primero por Tito y más tarde por Domiciano. Con todo, las naumaquias más espectaculares se celebraron siempre en el anfiteatro, porque allí podía hacerse aparecer y desaparecer el mar como en otras ocasiones se hacían surgir bos­ ques o selvas: «Quienquiera que fueres, tardío espectador venido de lejanos parajes para asistir hoy por vez primera a los juegos sagrados, no te dejes engañar por los navios de la Belona45 naval ni por olas semejantes a las de los mares. Ha poco no era esto sino tierra. ¿No quieres creerme? Espera a que Marte se canse de este combate marítimo; dentro de unos instantes dirás: “Antes estaba aquí el mar».46 En el año 57, el anfiteatro del Campo de Marte se llenó rápi­ damente de auténtica agua de mar poblada de peces y mons­ truos marinos. Ene 1 80, durante los juegos inaugurales del anfi­ teatro flaviano y de las termas, Tito hizo más todavía: recubrió primero el estanque de Augusto con un suelo de madera para el combate de gladiadores, al día siguiente lo hizo quitar para lan­ zar los carros y al tercer día lo llenó de agua para poder represen­ tar el enfrentamiento entre las flotas de Atenas y Corinto, al cabo del cual los atenienses, vencedores, habían de desembarcar en una isla de la que tomaban posesión, matando luego en masa a los prisioneros. 45. Hermana de Marte y diosa de la guerra. 46. Marcial, Espectáculos, 24. 89

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Aun cuando debía su poder a una victoria naval sobre roma­ nos y por ello tenía forzosamente que contar batallas griegas, el emperador de Roma se había convertido sin duda alguna en dueño de la tierra y las aguas. No contento con organizar por la mañana en la arena gigantescas y cruentas escenas de caza y con­ ducir ríos y torrentes adonde bien le parecía, se revelaba también capaz de reducir el mar e instalar a su pueblo en graderíos como en una costa. No obstante, la moda de las naumaquias desapareció con los Flavios. Era ciertamente expresión de la juventud y riqueza de un Imperio nacido de una victoria en el mar, que admiraba cada vez más a Grecia y aún podía dilapidar sus nuevos recursos. Ahora bien, para reinar sobre el mar como Neptuno, existían también otros medios, además de los naumachiarii'7. Clepsidras El agua, soporte privilegiado de grandiosos espectáculos, podía igualmente dar otras satisfacciones más sutiles y menos violentas. Desde la época de los griegos, su derrame regular en un recipiente colocado junto a los oradores servía, por ejemplo, para medir la longitud de los discursos, y este uso había llegado a ser tan habitual que no pocas veces los abogados se quejaban de que su adversario, al sobrepasar los límites prefijados, «les quitaba su agua». El sistema de las clepsidras, que de hecho funcionaban como relojes de arena, seguía empero siendo m uy rudim entario y nunca se podía estar seguro de que el agua cayera con regulari­ dad. Entre otros factores que a esto contribuían, la reducción del volumen contenido en el recipiente provocaba siempre un des­ censo de presión que disminuía inexorablemente la cantidad de líquido vertido. Para lograr una mayor precisión en el cálculo del tiempo, Ctesibio y los físicos griegos, estimando que la subi47. Soldados reclutados para combatir en las naumaquias. 90

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da del agua se controlaba con más facilidad que su descenso, imaginaron otro método que consistía no ya en vaciar vasijas, sino en llenarlas, y sus trabajos desembocaron en la construcción de verdaderos relojes de agua que, a partir del siglo II a. C., se convertieron en ornamento espectacular de las más lujosas resi­ dencias. Por ejemplo Trimalción, «hombre sumamente distin­ guido, tenía un reloj en su comedor y una persona encargada expresamente de tocar a intervalos un cuerno de caza para hacer­ le así saber en todo momento el tiempo de vida que había perdi­ do»48. En el aparato descrito por Vitruvio49, el agua se vertía por un orificio practicado «en un trozo de oro o una gema, pues estos materiales no se desgastan por el frotamiento del líquido que cae, ni pueden tampoco depositarse las partículas de suciedad capaces de obstruir el orificio». Al ir así llenando un recipiente, el agua provoca la elevación de un flotador al que «se ha fijado una varilla en contacto con un disco giratorio, estando la varilla y el disco provistos de dientes iguales». La varilla, al subir, hace girar el disco cuya rotación produce «desplazamientos regulares». Este movimiento podía también transmitirse a una aguja que recorría una esfera con cifras y designaba las horas de modo bas­ tante parecido al de nuestros relojes. La aplicación del mismo principio a engranajes más comple­ jos e im portantes perm itía fabricar toda suerte de aparatos espectaculares y animados cuya contemplación procuraba a sus propietarios tanto placer como el de los euripos y surtidores que adornaban sus jardines. Era posible, por ejemplo, reemplazar por una figurita la vari­ lla adaptada al flotador; al elevarse éste con el nivel del agua, indicaba «por medio de un bastoncillo y durante todo el día las horas previamente trazadas en una columna o pilastra adyacente. Si otras varillas y ruedas igualmente dentadas y movidas por el mismo impulso»50 comunicaban su movimiento a un torno pro­ 48. Petronio, Satiricon, 26, 9. 49. Vitruvio, 9, 8, 5-7. 50. Id., 5 y 6. 91

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visto de un silbato, la caída regular y brutal del recipiente en el agua producía un sonido agudo que señalaba las horas. Los relo­ jes de agua de los romanos podían así dar las horas mediante un silbido u otras señales sonoras, como la que resultaba de proyec­ tar piedrecillas que caían sobre címbalos. En tales casos no era ya necesario asignar perm anentem ente esta tarea a un esclavo, como lo hacía Trimalción. Además de esos relojes automáticos, existían los llamados «anafóricos», que indicaban las salidas y puestas del sol y repro­ ducían el movimiento del Zodíaco. Vitruvio describe confusa­ mente su principio51 y los arqueólogos han hallado fragmentos de esos mecanismos cerca de Salzburgo y de Gante. Tales perfec­ cionamientos procuraban, sin embargo, más placer que exacti­ tud, y los sistemas más ingeniosos no llegaron nunca a reflejar absolutamente las diferencias entre estaciones en la duración de las horas griegas y romanas52. Ello no fue óbice para que se admiraran en grado sumo la habilidad y precisión del trabajo de aquellos ingenieros, cuya técnica y realizaciones perdurarían tanto tiempo como los acue­ ductos. Todavía en el año 507 Casiodoro hizo construir para Gundibaldo, rey de los burgundios, un reloj de agua en el cual -maravilla aún mayor para un bárbaro que para un rom anosilbaban serpientes y piaban pájaros junto a un Diomedes53 que tocaba la trompeta a intervalos regulares. El órgano hidráulico A decir verdad, en aquellas asombrosas máquinas donde se utilizaba el paso del agua para hacer más llamativo el del tiempo, 51. Id., 8-14. 52. En verano como en invierno, griegos y romanos dividían el día y la noche en doce horas, cuya duración variaba con las estaciones. 53. Alusión probable a los «pájaros de Diomedes». Éste, perseguido por el odio de Venus a la que habla herido con ocasión del asedio de Troya, partió de Grecia para Italia. Durante la travesía, la diosa transformó a sus compañeros en pájaros que, acor­ dándose de su origen, huían de los extranjeros, pero volaban alrededor de los griegos. 92

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sólo podían recrearse los poderosos; en cambio los órganos hidráulicos, cuyo inventor fue sin duda también Ctesibio, con­ tribuyeron enseguida al placer de todos. Conocido modernam ente gracias a un hallazgo hecho en Aquincum54 y por numerosas representaciones figurativas cuyos ejemplos más bellos y famosos son la terracota de Cartago y el mosaico de Nenning, cerca de Tréveris, el hydraulus romano nos ha sido además descrito por Vitruvio, que intentó, «dentro de lo posible, exponer con claridad (...) un tema oscuro»55. El modo de funcionamiento de los órganos hidráulicos no resulta ni sen­ cillo «ni habitual y fácilmente inteligible, salvo para quienes tie­ nen alguna práctica en esa clase de cosas», dice el autor. Su prin­ cipio general era, sin embargo, bastante claro. Colocados a derecha e izquierda de una caja de bronce llena de agua, dos pistones, que se manejaban alternativamente para lograr un flujo continuo, hacían penetrar aire en un depósito en forma de embudo al revés, totalmente sumergido en la cuba y sin comunicación con ella salvo por la parte baja. El aire, intro­ ducido por los lados en ese depósito llamado pnigeus, sólo podía salir por arriba atravesando 4, 6 u 8 tubos dispuestos vertical­ mente y que un juego de teclas permitía abrir y cerrar a discre­ ción, produciendo entonces «sonidos que se emiten según las leyes de la música y con gran variedad de timbres». El órgano hidráulico no era, pues, más que un órgano neumático donde el agua sólo servía para regular la presión: conforme al principio de Arquímedes, subía a la cuba cuando ésta se llenaba de aire y vol­ vía a ella al escaparse el aire por los tubos; así permanecía siem­ pre constante la presión necesaria para emitir los sonidos. El hydraulus obtuvo rápidam ente un prodigioso éxito. Introducido desde el año 90 a. C. en los juegos musicales de Delfos, llegó muy pronto y en todas partes a ser imprescindible para animar tanto los actos públicos como las fiestas privadas. En el mundo romano, el entusiasmo por este instrumento era 54. Buda en Hungría. 55. Vitruvio, 10, 8, 6. 93

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general: el órgano acompañaba cortejos nupciales, desfiles de tropas, representaciones teatrales y hasta la muerte de gladiado­ res. Los ricos pugnaban por adquirir los últimos modelos y los pobres acudían en tropel a oír su música. Pocos días antes de su caída, Nerón se complacía en mostrar «órganos hidráulicos de un modelo enteramente nuevo», describiéndolos en «todos sus detalles» y explicando «el mecanismo de cada uno y la dificultad que tenía en tocarlo»56. El intratable Tertuliano pierde, al con­ templarlo, su aspereza de polemista: «Tantas piezas, tantas par­ tes, tantos caminos para las voces, tantas síntesis para los soni­ dos, tantos cambios de tono, tantas hileras de tubos con lengüe­ ta, ¡y todo ello en un solo cuerpo!»57. En Aquincum, todavía en el siglo IV, Aelia Sabina daba en público conciertos que podía ensayar en familia, ya que su marido era «organista asalariado de la segunda legión Adiutrix»58. Lo que en aquel entonces se admiraba, tanto como la destre­ za del artista y la brillantez de los sonidos, era lo complejo de los mecanismos y la perfección de su funcionamiento. Algo excep­ cional en una civilización que las más de las veces sólo asignaba al arte el cometido de embellecer las obras maestras de la técni­ ca, el órgano, costoso intrumento de placer y lujo, invertía los papeles poniendo la habilidad práctica al servicio de la belleza. El agua espectáculo

Aun si los relojes de agua podían al menos servir para dar una idea aproximada de la hora cuando no funcionaban los de sol, los inventos de Ctesibio respondían «no a una necesidad, sino a una búsqueda de diversión; como los merlos (...) a los que hace cantar el movimiento del agua, los ludiones, las figurillas que a un tiempo beben y se mueven»59, no eran más que graciosos arti56. Suetonio, Vida de Nerón, 41, 4. 57. Tertuliano, Del alma, 14, 6, 18. 58. C.I.L., 3, 10501. 59. Vitruvio, 10, 7, 4 y 5. 94

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lugios o «“deliciae” cuya función consiste en despertar nuestra sensibilidad embelesando ojos y oídos»60. Fuentes decorativas Esos placeres, con todo, se volvían a la vez más grandiosos y comunes cuando el agua, brotando hacia el cielo o chorreando por doquier entre los mármoles que animaba, se convertía de por sí en espectáculo. Efectivamente, todas las grandes ciudades del Imperio, construidas o sólo transformadas por los romanos, se adornaban con fuentes cuya única utilidad residía en su belle­ za y en procurar con su frescor a los viandantes la dicha de oírlas y contemplarlas. En la cuarta región de Roma, se encontraba una de las más famosas al borde de la vía Sacra, no lejos del Gran Circo y cerca del Coliseo, en el espacio donde Constantino mandó más tarde erigir su arco. Se le había dado la forma de uno de esos hitos junto a los cuales pasaban los carros, y el agua, empujada prime­ ro hasta arriba por una canalización interna, descendía luego en cascada por todos los lados cayendo en una pila dispuesta alrede­ dor. Esta fuente llevaba el nombre de Meta sudans, «la columna que suda». Punto fijo y pintoresco en medio de un barrio que se construía y modificaba sin cesar, era una atracción para curiosos y mercaderes, como aquel tubarius que, maltratando sin piedad los oídos de Séneca, ensayaba de continuo sus trompetas y flau­ tas61. No lejos de allí, en la ladera del Palatino que dominaba el Gran Circo, Septimo Severo hizo levantar a principios del siglo III el Septizodium, magnífica y espectacular fachada orientada al sur, donde surtidores y cascadas animaban constantemente la fijeza de las columnas y de los suntuosos balcones superpuestos, como puede todavía verse en un dibujo anónimo del siglo XVI. 60. Id., 9, 8, 4 y 10, 7, 4. 61. Séneca, Cartas a Lucilio, 56, 4. El «tubarius» era un fabricante de trompetas. 95

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Aunque no tan conocidas como la Meta sudans ni tan gran­ diosas como el Septizodium, centenares de otras fuentes ameni­ zaban así las calles de Roma. Junto al «pórtico de Pompeyo, de umbrosas columnas, [a Propercio no le gustaban] esas monóto­ nas hileras de plátanos y esos raudales que deja caer un Marón adormecido, ni en toda la Urbe el suave gorgoteo del agua, cuando de pronto el Tritón la aspira por la boca»62; pero, en el barrio del «elocuente Plinio», Marcial admira la fuente donde se ven el águila de Ganimedes y todos los animales que un Orfeo enteramente «rociado de gotas» embelesa con su lira en el centro de «un rutilante teatro»63. Lugares dedicados a las ninfas Si en la mayoría de aquellos lacus ornamentales el agua de los acueductos animaba así escenas que evocaban la presencia y el poder de los dioses, es porque el profuso esplendor de las fuentes se atribuía más o menos a la influencia de diosas fecundas y pro­ picias a las que se daban los nombres de Náyades, Linfas o Ninfas. De una u otra manera, los grandes lacus que instalaba Roma por todas partes acababan siempre por convertirse en nymphaed*1. En un principio, eran éstos simples rincones naturales ali­ mentados por una fuente cuyas generosas aguas manifestaban la benevolencia divina, mas poco a poco tales lugares fueron embe­ lleciéndose con los donativos de hombres agradecidos por haber alcanzado fortuna y poder. En el Foro la fuente de la ninfa Juturna, donde Cástor y Pólux abrevaron antaño sus caballos, recibió así muy pronto, además de la estatua de los Dióscuros, 62. Propercio, Elegías, 2, 32, 11-16. M arón fue el maestro de Baco. 63. Marcial, Epigramas, 10, 20, 6-9. 64. Traducida del griego, la palabra «nymphaeum» sólo aparece tardíamente en el vocabulario latino, designando al principio «una gruta dedicada a las ninfas y no una fuente monumental». Sin embargo, a partir del siglo II cobra un sentido mucho más amplio que es el que nosotros le damos aquí por comodidad. Véase Henri Lavagne, op. cit., p. 18 y 284-302. 96

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una hermosa pila de mármol y paredes con revestimiento reticulado. Cuando el agua primitiva reflejaba aún mejor su misterio brotando en el corazón de una caverna, las gentes se apresuraban a ocultar la piedra bruta bajo una decoración más lujosa. También cerca de Roma, en el fondo del valle de Egeria, se transformó de igual manera la fuente de las Camenas y, así como hoy protestamos contra la excesiva modernización de algunos parajes naturales, Juvenal lamentaba en su día que en «ese bos­ que del que han expulsado a las Musas, en esas grutas tan distin­ tas de las naturales», se echara ya de menos la proximidad de los dioses: «¡Cuánto más se sentiría la presencia de la divinidad en esas aguas si el césped las ciñera con su verdor y si los mármoles no degradaran la toba original!» . En las ciudades En las ciudades, al contrario, aunque el agua proviniera de un acueducto, se quiso a menudo recordar su misterioso origen evo­ cando mediante la arquitectura y el arte la imagen de la fuente o la oscura gruta de donde brotaba el líquido bienhechor. Las grandes fuentes que adornaban las ciudades se elevaron así con frecuencia en forma de medias cúpulas o se dispusieron en planos semicirculares a modo de ábsides y exedras. Mosaicos, pinturas y mármoles polícromos iluminaban el agua con sus múltiples reflejos, y las estatuas de los dioses del líquido elemen­ to se erguían mudas a la sombra del hemiciclo o al borde de las reverberantes pilas; podían ser cíclopes o delfines, ninfas o náya­ des, Afrodita u Océano, dioses marinos o ríos y aun divinidades más específicas como Icovellauna, en Metz, o Nemauso, en Nimes. Puesto que todo se transforma y cambia sin cesar en el espejo de las aguas, aquellos nymphaea eran monumentos ambi­ guos: sitios de lujo y frescor, de ensueño y contemplación, no alcanzaban aún el rango de templos, mas tampoco el de meras 65. Juvenal, Sátiras, 3, 16-20. 97

El agua de los placeres

fuentes y sólo servían para mostrar la belleza, abundancia y mis­ terio de las aguas. Con su hemiciclo y sus pilones a guisa de orquesta, la primitiva gruta se asemejaba de hecho a un teatro sin proscenio, donde la realidad se invertía como un reflejo. Instalados en el lugar de los actores, los espectadores veían ani­ marse en los graderíos, a través de una cortina de cascadas y cho­ rros, sus leyendas y sus dioses. Brindando el campo más amplio a la imaginación de arqui­ tectos y escultores, los nymphaea se distinguían siempre por su riqueza y a menudo también por sus dimensiones. El que en la Casa D orada se extendía ante el basamento del tem plo de Claudio alcanzaba 170 metros de longitud; los de M ileto y Lepcis Magna tenían tres pisos, y Libanios describe así el nymp­ haeum de Antioquía: «El santuario de las ninfas se eleva hasta el cielo y atrae todas las miradas por el esplendor de sus mármoles, la policromía de sus columnas y la riqueza de sus cascadas». Tales santuarios de ninfas, signos evidentes de refinamiento y cultura, se construían generalmente a lo largo de las arterias más importantes o en los barrios destinados al ocio, donde constituí­ an un complemento de calma y belleza. Aún quedan restos en Pozzuoli, ante el anfiteatro, en Ostia, detrás del teatro y en el decumanus, en Tréveris y en Metz, junto a las termas. Su carácter confusamente sagrado podía asimismo relacionarlos con otras divinidades. En Grecia, se cuidaban con particular esmero todos los que debían su existencia a viejas y venerables leyendas. Por ejemplo, la antigua fuente de Pireno, en Corinto, fue completa­ mente transformada por Herodes Atico que le añadió, hacia el año 150, unos arcos equilibrados tras los cuales se descubren todavía las primeras obras griegas. En Glanum, el nymphaeum completaba el templo de Valetudo; en Nimes, otro, cuya estruc­ tura puede verse aún bajo las construcciones de 1745, se instaló en el emplazamiento de un santuario dedicado a Nemauso.

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El agua de los placeres

En Roma Según los Regionariof6, Roma contaba con quince nymphaea en el siglo IV, y lo que aún puede verse de los mismos en los alrededores de la estación Termini da una idea bastante modesta de su antiguo esplendor. Con sus altas ventanas dando al cielo y su cúpula hundida, el seudotemplo de la Minerva sanadora es, después de la pirámide de Cestio y la Puerta Mayor, el primer monumento que se ofre­ ce a la vista del viajero que llega en tren a la urbe: las estatuas que poblaban los nueve ábsides han desaparecido; nada subsiste tampoco de los estucos, mármoles y pórfidos que decoraban el interior, y las paredes de ladrillo ennegrecido, separadas hoy del tráfico intenso de la calle por una pesada verja, no encierran ya otra cosa que piedras secas y papeles grasientos. No lejos de allí se observan todavía, en medio de la plaza de Víctor Manuel II, los corroídos vestigios del mymphaeum que Alejandro Severo hizo levantar, en el año 226, en el punto de llegada del aqua Julia. El monumento, de forma trapezoidal y erguido como un trofeo, poseía un vasto y elevado ábside por donde el agua discu­ rría hasta caer en dos pilones de mármol escalonados. Una columnata decorativa realzaba la belleza del lugar, y en sendos nichos situados en los extremos, se veían hermosas figuras escul­ pidas que, asociándose a la esbelta estructura del conjunto, val­ drían a éste el ser permanentemente llamado «Trofeo de Mario». En 1590 Sixto V mandó llevarlas al Capitolio, cuya balaustrada siguen aún adornando junto con las estatuas de Cástor y Pólux. En cuanto al magnífico monumento donde las aguas celebraban los triunfos, sólo es hoy un amasijo de ladrillos y cemento. Aquellos suntuosos nymphaea, cuyo encanto y esplendor sólo podemos imaginar pensando en las hermosas fuentes que en todas partes son sus herederas, rendían homenaje al agua vital haciéndola surgir para el deleite y la belleza. En Roma y en aquellas antiguas ciudades donde, como en nuestras grandes 66 . Supra,

p. 25, nota 8. 99

El agua de los placeres

metrópolis, el fasto se codeaba con la miseria, creaban espacios de lujo; los más pobres flirteaban allí con la abundancia y expe­ rimentaban, además del vago sentimiento de lo divino, la per­ manencia de un poder benévolo y la certidumbre de que el agua continuaría fluyendo sin tregua en los humildes lacus donde la medían por el peso de sus ánforas. La espléndida inutilidad de las fuentes decorativas les daba el agua como espectáculo; para usarla sin límites, tenían a su disposición las termas.

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Lo útil y placentero.

Baños y termas

En los primeros tiempos de la República, los romanos para lavarse sólo disponían de los escasos medios accesibles en las insulae; una jofaina, un aguamanos y un cubo les bastaban para sus rápidas abluciones. «La gente se lavaba cada día los brazos y las piernas (...) y sólo tomaba un baño completo los días de mer­ cado», dice Séneca1, y añade, fustigando las costumbres demasia­ do pulcras y refinadas de su tiempo, que el olor de los hombres era antaño el de la guerra y el esfuerzo y que uno se quitaba la mugre del sudor más que la de los perfumes. Cuartos

de baño y balnea

Cuartos de baño sin comodidades Las primeras casas que pudieron tener a la vez una cisterna y un desagüe se equiparon al principio con instalaciones rudimen­ tarias que un mediocre sistema de calentamiento obligaba a construir estrechas y sin muchas aberturas. Aquellos cuartos de 1. Séneca, Cartas a Lucilio, 86, 12.

Lo útil y placentero. Baños y termas

baño rústicos servían también a veces de letrinas y la palabra que los designaba, «lavatrina», acabaría por tomar, contrayéndose, el significado más restringido que se dio a la voz «latrina». Tal era todavía el caso en el siglo I o II d. C., por ejemplo en Embona (Agde), donde puede verse, al lado del depósito y en comunica­ ción directa con el colector, un pequeño recinto de 2,50 por 1,40 metros provisto de un único orificio de desagüe. Como hoy en muchos cuartos de baño italianos, el agua podía caer directamente al suelo y ser utilizada para limpiar el local o para múltiples lavados. En la casa de Trebius Valens, pese a estar pro­ vista de agua corriente, encontramos uno de los más antiguos balnearii de Pompeya, compuesto de dos salitas de apenas cuatro metros cuadrados cada una; la primera servía probablemente de vestuario y la segunda contenía la bañera, junto a la que estaba también el fogón; para conservar el calor, las dos salas recibían por toda iluminación la de un pequeño tragaluz que daba al pórtico, y las puertas de entrada sólo tenían cincuenta centíme­ tros de ancho. «La oscuridad les era necesaria a nuestros antepa­ sados —comenta Séneca- para poder estar bien calientes»2. En tales instalaciones el agua a veces bajaba de depósitos que se encontraban en el tejado, pero entonces sólo podía utilizarse en forma de duchas frías o, en verano, templadas por el sol; así pues, en la mayoría de los casos solía recogerse en una cisterna para calentarla antes de verterla en la bañera. Aquellos modestos cuartos de baño desparecieron a medida que las residencias fueron ganando en lujo y amplitud. Muy pronto, sin embargo, concretamente desde la aparición de los primeros baños públicos a principios del siglo II a. C., dejarían de funcionar salvo en casos de urgencia. En efecto, los estableci­ mientos colectivos, a pesar de sus iniciales imperfecciones, ofre­ cieron enseguida a los romanos lo que ni siquiera los más ricos podían permitirse en sus casas: el placer de un baño bien calien­ te en una atmósfera de relajación y ocio. 2.

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Séneca, id., 4.

Lo útil y placentero. Baños y termas

Los primeros baños públicos Obedeciendo a la triunfante moda del helenismo, estos baños recibieron un nombre traspuesto del griego, «balinea», contraído en «balnea», término que en singular, «balneum», designaba una instalación privada, mientras que en plural se refería a todo un establecimiento destinado únicamente a bañarse, con exclusión de cualquier otra actividad deportiva o cultural. Al principio, no obstante, sólo se trataba de pequeños lugares sin lujo alguno, abiertos y regentados por empresarios privados que invertían así su dinero en espera de beneficios. Como en las casas particulares, estas instalaciones carecían por largo tiempo de comodidades y sus dimensiones seguieron siendo reducidas en razón de los problemas planteados, hasta el siglo Ia . C., por el calentamiento y suministro del agua. En Pompeya, por ejem­ plo, el establecimiento que había de convertirse en las termas de Estabias, sólo dispuso durante mucho tiempo tan sólo del agua de un pozo profundo que una rueda hidráulica3 llevaba hasta un depósito colocado en las terrazas, y todavía hoy pueden verse en el sector norte unas cuantas salas estrechas y tenebrosas llamadas por los contemporáneos de Séneca «nidos de polillas»4. No lejos de allí, en las termas del Foro, la sala tibia se calenta­ ba con un soberbio brasero de bronce regalado por un tal Vaccula. En honor del donante, cuya generosidad se recuerda en los bordes, lo decoran vaquillas5, presentes también en las patas que lo completan. Pese a su lujo, esta calefacción no era eficaz; al ponerse al rojo con las brasas que en él se echaban, su irradia­ ción no debía superar la de nuestras actuales barbacoas; despi­ diendo por la sala grandes cantidades de gas carbónico, producía justo el calor indispensable para que los usuarios no experimen­ taran la sensación de frío al salir del baño, mas no el suficiente para hacerles transpirar. 3. Infra, p. 137ss. 4. Séneca, op. cit., 8. 5. El nombre del donante (Vaccula) es también el de la «vaquilla» (vaccula, dimi­ nutivo de vacca, «vaca»). 103

Lo útil y placentero. Baños y termas Progresos

Calefacción de los balnea La situación mejoró cuando, a comienzos del siglo I a. C., el genial hom bre de negocios C. Sergio O rata, natu ral de Campania, inventor también de la técnica de los criaderos de ostras, importó de Asia Menor el sistema de calefacción por el suelo. Levantando ligeramente el «piso», llamado por esta razón sus­ pensura, sobre diminutos pilares de ladrillo dispuestos regular­ mente, se creaba un subsuelo de unos 60 centímetros de alto que servía de cámara calorífera y recibía el nombre de hipocausto. En la pared externa y al mismo nivel que el hipocausto, se instalaba luego una especie de fogón cuyo tamaño variaba según la superficie de las salas que se debía caldear. Este fogón, deno­ minado «hipocauso», constaba esencialmente de un horno abo­ vedado, hecho en general de lava porosa y pavimentado con ladrillos. Por un lado, el horno daba a un recinto o pasillo de servicio donde había un espacio destinado a recibir las cenizas y almacenar el combustible. Por el otro, su arco de círculo se abría hacia el hipocausto, y el calor, irradiándose por entre los pilotes, se transmitía a toda la sala a través del suelo. El tiro y la evacua­ ción del humo se hacían a lo largo de la pared interna en la que se habían colocado ladrillos especiales provistos de tetones y por ello llamados tegulae mammatae, dejando así un hueco de pocos centímetros entre la pared principal y el tabique formado por dichos ladrillos. En cuanto a la suspensura, descansaba sobre una hilada de ladrillos anchos y consistía sobre todo en una capa de tejoletas recubierta de un paramento de mosaico o mármol. Este suelo, que solía tener hasta 80 centímetros de espesor, se calenta­ ba con lentitud y tardaba todavía más en enfriarse, manteniendo así la temperatura de la sala aunque los hornos estuvieran apaga­ dos o funcionaran al mínimo. El referido sistema de ladrillos con salientes tenía sin embar­ go la desventaja de empujar con frecuencia el humo hacia su punto de partida, el horno, con lo que se perdía una parte del 104

Lo útil y placentero. Baños y termas

calor que hubiera podido aprovecharse mejor. Más de un siglo después de la introducción de los hipocaustos, se pensó, pues, en sustituir las tegulae mammatae por tubuli, es decir, tubos de arci­ lla por donde el calor y el humo podían circular más fácilmente. En vez de instalarlos en un solo lado, se recubrieron con ellos todas las paredes, y las salas se encontraron así como metidas en una gran cámara de calorubrirse, pudieron también hacerse más claras: los antiguos «nidos de polillas» se convirtieron en grandes y hermosas estancias con «inmensas ventanas y monumentales claraboyas»6, por las que el sol entraba durante todo el día. Cuartos de baño en las villas La invención de Sergio Orata se utilizó primero en las casas de los ciudadanos más pudientes. Se multiplicaron así los cuar­ tos de baño instalados sobre hipocaustos y caldeados por un horno generalmente colocado junto a las cocinas. En lugar de dos estrechos y oscuros cuchitriles, aparecieron enseguida con­ juntos de cuatro salas, dando a veces, como en la casa de los M isterios, a un pequeño atrio reservado que las ventilaba haciéndolas aún más agradables. Pronto, no obstante, habían de superarse estos primeros refi­ namientos. Con los jardines, fuentes y comedores de verano, los balnearii llegaron efectivamente a ser uno de los lujos más pre­ ciosos y apetecidos. En el cabo de Sorrento, humeaban los baños de Polio Félix, «con doble cúpula»7; en su villa Laurentina, que no obstante carecía de agua corriente8, Plinio poseía «una mara­ villosa piscina de agua caliente en la que uno podía nadar mirando al mar»9; en Toscana, tenía también una gran piscina alimentada por una cascada y cuya agua podía calentarse cuando 6. Séneca, op. cit., 8 y 11. Aquellos inmensos ventanales estaban a veces provistos de doble vidriera, para mantener el aislamiento térmico. Véase Les thermes romains, op. cit., p. 70. 7. Estacio, Silvas, 2, 2, 56-57. 8. Supra, p. 73. 9. Plinio el Joven, Cartas, 2, 17, 11. 105

Lo útil y placentero. Baños y termas

el tiempo refrescaba, así como un vasto vestuario, un baño frío provisto de otros dos estanques, un baño tibio y un tercero caliente, en el que había «tres bañeras empotradas en el suelo, dos al sol y la otra un poco alejada de sus rayos directos, pero no de la luz»10. A la complejidad de aquellas instalaciones venía a añadirse, en las casas de algunos, la riqueza de una ornam entación a menudo ostentosa. Ya celebrada por M arcial11, la espléndida morada del liberto Claudio Etrusco inspiraría a Estacio, por ejemplo, una de sus más pomposas tiradas12, y Séneca no pierde ocasión de fustigar el lujo insolente de los nuevos ricos: «¡Cuántas estatuas, cuántas columnas que no sostienen nada y se han plantado ahí sólo por el afán de gastar, como mera decora­ ción! ¡Y toda esa cantidad de agua que chorrea en ensordecedo­ ras cascadas!»13 Durante dos siglos se realizaron progresos que aparecen con claridad en los tres establecimientos públicos que aún subsisten en Pompeya. En las termas del Foro, cuya sala tibia sólo dispone del brasero de Vaccula, la caliente está provista de hipocaustos y de tegulae mammatae·, estas últimas se encuentran también en el baño de las mujeres y en la totalidad de las termas de Estabias. En cambio, en las termas del Centro, cuya construcción sólo comenzó después del seísmo del año 62, los ladrillos con tetones fueron reemplazados por tubos de arcilla; la sala caliente, com­ pletada por otra más pequeña y todavía más caldeada, era clara y espaciosa: por un lado, recibía la luz del sol procedente de la palestra, por el otro, la iluminaban cinco ventanales que daban a un jardín.

10. Id., 5, 6, 23-26. 11. Epigramas, 6, 42. 12. Silvas, 1,5. 13. Séneca, Cartas a Lucilio, 86, 7. 106

Lo útil y placentero. Baños y termas

Agua caliente

A medida que los baños se hacían más confortables, resultaba también más fácil proveerlos de agua. Desde principios del siglo I d. C., todos los de Pompeya dependieron del acueducto de Serino14; la «bomba» de las termas de Estabias dejó de emplearse, y si las termas del Centro hubieran podido terminarse a tiempo, se les habría añadido una gran piscina al aire libre, algo semejan­ te, aunque de mayores dimensiones, a la que acababa de cons­ truirse en las de Estabias. El agua, recogida primero en una cisterna central, se condu­ cía por toda una red de tuberías de plomo o arcilla, ya directa­ mente a las fuentes o piscinas de las salas frías, ya a los depósitos secundarios de donde pasaba a las calderas. Éstas, instaladas justo encima de los hornos en cámaras revestidas con manipos­ tería para equilibrarlas y aislarlas, eran altas y estrechas. La parte inferior, expuesta a las llamas, era de bronce, y la superior de plomo, y el agua entraba por arriba y salía por abajo. Detalle importante, del que nuestros actuales calefactores se han percatado desde hace algún tiempo: pronto se puso en evi­ dencia que al sustituir cierta cantidad de agua caliente por la misma cantidad de agua fría, se aceleraba notablemente la refri­ geración del conjunto. Para mantener, pues, la regularidad de la producción de agua caliente ahorrando energía, se cuidaba de introducir sólo agua templada, haciéndola primero pasar por calderas intermedias colocadas en hilera no lejos del fogón, del que aprovechaban la irradiación indirecta. Un sistema muy inge­ nioso que funcionaba en las termas de Estabias y ha sido descri­ to por Vitruvio15, consistía incluso en recibir previamente el agua fría dentro de un depósito dispuesto encima de la caldera principal y que recuperaba lo esencial del calor no utilizado. Algunos hornos desempeñaban así una triple función: verti­ calmente, calentaban el agua; horizontalmente, mantenían en 14. C onstruido en la época de Augusto, el acueducto de Serino abastecía Pompeya, Nápoles y Miseno. 15. Vitruvio, 5, 10, 1. 107

Lo úcii γ placentero. Baños γ termas

primer lugar la temperatura de las bañeras y luego la irradiaban dentro de los hipocaustos y parietes tubulati. No había por tanto ningún despilfarro y, para mejor dominar el consumo de ener­ gía, quizá se instalara a veces un curioso intercambiador de calor como el que se ha creído reconocer en la sala caliente de las mujeres, en las termas de Estabias16. De hecho, se trataba de adosar al horno una especie de depósito semicilíndrico de bron­ ce en comunicación directa con la parte inferior de la bañera y cuya forma convexa se orientaba hacia arriba. El agua del baño, al enfriarse, descendía y entraba en la cuba, donde se calentaba rápidamente; ya caliente, tendía a subir de nuevo a la superficie y se reintroducía en la bañera por el conducto especial del depó­ sito. Si de veras existió tal dispositivo, hay que suponer que los bañistas permanecían impertérritos en el agua... En realidad, sólo debía funcionar cuando la bañera no se utilizaba, lo que le daba aún mayor eficacia, pues cuando se calentaba el agua sin nadie dentro podía hacerse con el mínimo gasto de energía. Exito de los balnea A dm inistrados por hom bres de negocios que se hacían mutuamente la competencia, los baños públicos fueron volvién­ dose poco a poco más confortables y amplios. Se abrieron tam­ bién a las mujeres, se enriqueció la ornamentación, se perfeccio­ naron los servicios y mejoraron las instalaciones interiores, de suerte que ni aun a los más ricos les desagradaba frecuentarlos. Por ejemplo, al describir su magnífica villa Laurentina, Plinio indica con satisfacción que está situada no lejos «de tres baños públicos, valioso recurso si no pudiera calentarse un baño en casa por lo imprevisto de alguna llegada o por falta de tiempo»17. Los balnea, pues, tuvieron siempre un notable éxito y su construcción continuó sin cesar, incluso en la época de las gran­ 16. F. Benoît, D.A.G.R., 3, 218, artículo Thermae. 17. Plinio el Joven, Cartas, 2, 17, 26. 108

Lo útil y placentero. Baños y termas

des termas, tanto en Roma como en las provincias. En la capital había ya 160 al desaparecer la República, y a mediados del siglo IV superaban el millar. Financiados por particulares que luego los explotaban o por proceres18 locales que los donaban a su ciu­ dad, eran más o menos suntuosos o estaban mejor o peor conce­ bidos. Como los «colosales baños» que los Claudiopolitanos «excavan más que construyen» en un valle, sin recurrir a un buen arquitecto19, podían plantear verdaderos problemas a los administradores de las provincias, y sus comodidades dejaban a veces mucho que desear. En Roma, por ejemplo, a los baños de Grylus, demasiado oscuros, o a los de Lupus, llenos de corrien­ tes de aire, sólo podían acudir, según Marcial20, los más pobretones y muertos de hambre. Método griego y práctica romana

Indudablemente, los avances técnicos contribuyeron a la pro­ liferación de los baños, mas con ello no hicieron sino reforzar una tendencia ya existente. Venidos de Grecia, donde sólo desempeñaban un papel secundario, los balnea procuraron desde el principio a los romanos el tipo de placer que mejor respondía a sus deseos y tradiciones. Nadar en agua fría A im itación de César, que vadeaba los ríos a nado y en Alejandría «nadó hasta el navio más próximo recorriendo un tre­ cho de 200 pies, con la mano izquiera en alto, para que no se le mojasen los escritos que llevaba, y sujetando con los dientes su manto de general»21, los romanos fueron siempre buenos nada­ 18. Infra, p. 292-293. 19. Plinio el Joven, op. cit., 39 (48), 5. 20. Epigramas, 2, 14, 11-13. 21. Suetonio, Vida del divino Julio, 57, 2 y 64. 109

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dores, aunque, temiendo el mar y sus incertidumbres, preferían zambullirse en el agua de los ríos. Marcial describe así los place­ res de que su amigo Liciniano iba a disfrutar en España: «Te bañarás en las olas tranquilas del tibio Congedo y en las apaci­ bles aguas de los lagos, morada de las ninfas; y si tus extremida­ des pierden por ello su vigor, las sumergirás de nuevo en el lecho poco profundo del Salo, donde se hiela el hierro»22. El agua del Salo, más fría, resultaba sin duda preferible, pues muchos con­ temporáneos de Marcial eran psychroluta’3, es decir, les gustaba el agua fría más que el agua templada; Séneca, por ejemplo, obser­ va con un dejo de nostalgia que al pasar del aqua Virgo, tan fres­ ca, donde iba en enero a nadar antes que nadie, al Tiber y a su bañera, se alejaba, a medida que envejecía, de los baños helados que solía tomar en su juventud: «Un paso más y estaré tomando baños de vapor»24. Ese gusto por el agua fría, que venía ciertamente de muy antiguo y estaba quizá relacionado con el frescor de las aguas vivas que bajaban de las montañas próximas a Roma, creció todavía más hacia fines del siglo I a. C., gracias a los éxitos de Antonio Musa, médico personal de Augusto. La fama de Musa comenzó a extenderse cuando en el año 23 prescribió al empera­ dor enfermo una cura de baños fríos que dio excelente resulta­ do25. Inm ediatam ente sus teorías se propagaron por toda la sociedad intelectual de Roma y, adoptadas también por Carmis de Marsella en tiempos de Nerón, tuvieron muy pocos detracto­ res. Entre éstos encontramos a Plinio, que escribía: «Aun en pleno invierno, metió a los enfermos en las piscinas. Vimos entonces a cónsules ancianos enorgullecerse de quedar ateridos de frío»20. Sin embargo, para mejor apreciar el efecto estimulante del agua fría, se estimaba oportuno calentarse primero con algún 22. Marcial, Epigramas, 1, 49, 9-12. 23. Es decir, en griego, personas aficionadas a los baños fríos. 24. Séneca, Cartas a Lucilio, 83, 5. 25. Suetonio, Vida del divino Augusto, 81. 26. Plinio, 29, 10.

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ejercicio físico o tomando un baño caliente. Para un pueblo pre­ ocupado por la higiene, parecía tanto más aconsejable combinar así la limpieza corporal con el «ponerse en forma» cuanto que, cuarenta años atrás, otro médico, Asclepiades de Prusa, había ya presentado la práctica regular de los baños como medio privile­ giado para deshacerse de los humores nocivos y luchar contra las enfermedades. Un recorrido ritual De esa manera quedaba científicamente explicada y médica­ mente justificada la afición natural de los romanos a lo que constituía el principio mismo de los balnea que habían descu­ bierto en Grecia, a saber, la alternancia entre el calor y el frío. Por ello, desde finales del siglo I a. C., la gente acudía a los baños tanto para lavarse como para mantener su equilibrio físico y procurarse además un placer que siempre se había tenido en alta estima. En cuanto a la gimnasia y la frecuentación de la palestra, tan importantes en la vida de los griegos, sólo se consi­ deraron ejercicios preparatorios para un recorrido ritual cuyas etapas debían ser respetadas. Desnudarse Lo más difícil, al principio, fue el paso por el apodyterium, o vestuario, donde había que desnudarse. Rígidos y de austeras costumbres, los romanos del siglo II a. C. eran también muy pudorosos y no estaba bien visto que un padre, por ejemplo, se mostrase desnudo ante su yerno o su hijo; con mayor razón, pues, parecía indecoroso bañarse en público. Para zambullirse en los ríos, los hombres llevaban al menos puesto el subligamentum, especie de calzoncillo anudado a la cintura, y si preferían quitár­ selo, se echaban enseguida al agua sin perder tiempo en la orilla para no exponerse a miradas ajenas. Entre los griegos, en cam­ bio, la práctica del ejercicio físico servía casi de pretexto para 111

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exhibir la propia desnudez en distintas poses, por ejemplo, al lanzar la jabalina, al tomar impulso para saltar o al correr por el estadio, y si el adjetivo «gimnástico» viniera del latín nudus en lugar de tener su origen en la voz griega gymnós, deberíamos más bien decir «nudístico». Precisamente en el gimnasio o en la palestra, los cuerpos magníficos de los jóvenes atletas se ofrecían sin pudor a la mirada de los espectadores, y el afán de belleza, de agradar y ser deseado, desempeñaba en el entrenamiento físico un papel tan importante como la noble ambición de ganar. Sin llegar a entregarse del todo a esa práctica sutil y sensual, las cos­ tumbres romanas se helenizaron no obstante en este campo tan deprisa como en los demás: poco a poco a nadie le dio ya ver­ güenza confiar su ropa en el apodyterium al esclavo encargado de vigilarla, ni entrar desnudo en las salas tibias donde comenzaban a tomarse los baños. Hombres y mujeres Pronto las reservas suscitadas por la desnudez entre varones llegaron a parecer tan arcaicas que la desnudez en sí dejó de plantear problemas, hasta el punto que las mujeres podían bañarse juntamente con los hombres. De ordinario, cuando las instalaciones lo permitían, las mujeres eran recibidas en salas aparte, iguales a las de los hombres y a veces caldeadas, como en las termas de Estabias, por un horno común que repartía el calor simultáneamente entre ambas secciones, según la recomenda­ ción de Vitruvio27. Con todo, en la mayoría de los casos los bal­ nea constaban de una sola serie de salas. Puede pensarse, claro está, que algunos de ellos se limitaban a una clientela exclusiva­ mente femenina o abrían a horas distintas, por ejemplo a la mañana para las mujeres y a la tarde para los hombres, mas no cabe duda que los baños mixtos fueron casi siempre la regla 27. «Hay que procurar también que el baño caliente para los hombres y el de las mujeres estén uno al lado del otro, porque así podrán calentarse con un mismo horno las cámaras de ambos» (Vitruvio, 5, 10, 1).

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general, tanto en los pequeños establecimientos como en los muy grandes cuya estructura era ciertamente doble28, pero que de todos modos sólo disponían de una única y vasta sala fría con una piscina al aire libre. «Contigo, Lecania -dice M arcial- jóve­ nes y ancianos se bañan completamente desnudos»29. La penumbra de las salas calientes y la promiscuidad de las piscinas alim entaron, desde luego, todos los fantasmas del rum or público, por lo que las mujeres que frecuentaban los baños mixtos cobraron enseguida mala fama: «¡Si Fabricio lo viera! ¡Si viera (...) a las mujeres bañándose con los hombres!»30. Y el austero Quintiliano comentaba: «Para una mujer, es indicio de adulterio bañarse con hombres»31. No obstante, a juzgar por las repetidas quejas de Marcial, parece que las cosas no estaban tan claramente definidas: «Bien quieres que me ocupe de ti, Saufeia, pero te niegas a bañarte conmigo (...) ¡Eres una gazmo­ ña!»32 Hubo sin duda inevitables excesos y algunos escándalos, por no hablar de la presión continua de todos aquellos a quienes chocaba ese flagrante abandono de las costumbres ancestrales. Adriano fue el primero en tratar de reglamentar el sistema, imponiendo horarios diferentes, pero tuvo tan escaso éxito que, después de él, Marco Aurelio se sintió obligado a tomar decisio­ nes análogas. Más tarde Heliogábalo las abrogó y Alejandro Severo volvió a ponerlas en vigor, aunque no con mejores resul­ tados, pues los cristianos seguían todavía echando pestes contra las termas... hasta que lograron en el año 320 que el concilio de Laodicea las prohibiera totalmente a las mujeres.

28. Infra, p. 116-117. 29. Epigramas, 7, 35, 5. 30. Plinio, 33, 153. 31. Institución oratoria, 5, 9, 14. 32. Marcial, Epigramas, 72, 1 y 8. 113

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Del tepidarium al frigidarium En todo caso y cualesquiera que fuesen las reglas y condicio­ nes de apertura de los baños públicos, los clientes iban primero a sentarse en los bancos de la sala tibia, llamada tepidarium, donde reinaba de ordinario una temperatura de 25 a 30 grados, con una higrometría del 20 al 40%. Una vez bien comenzada la transpiración, el bañista pasaba, cuando el establecimiento la poseía, a una sala más caliente, el laconicum si el calor era seco o el sudatorium si era húmedo, para entrar finalmente en el calda­ rium, una estancia en general rectangular donde la temperatura alcanzaba los 55 grados con una humedad del 80%. Allí se encontraba la gran bañera, provista de un refuerzo redondeado. En ella, que solía tener unos dos metros de ancho, cabían diez o doce personas y su agua se mantenía constante­ mente a una temperatura de 40 grados. Se le daban varios nom­ bres: «alveus», por su forma cóncava, «descensio», porque para meterse dentro había que descender después de pasar por enci­ ma del reborde,
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