Agueda Flores
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Devociones femeninas durante el siglo XVI: legados y las mandas de doña Águeda Flores (¿1545?-1632)
Dra. Emma de Ramón Cuando Vicuña Mackenna relató las impetuosas vidas de los Lisperguer, la madre y abuela de todos estos célebres conquistadores y primeros colonos mereció poco más que la siguiente frase: “ Águeda Flores, la hija del primer benefactor del hospital de Santiago y de la cacica de Talagante, fue una buena mujer, que tuvo muchos hijos e hijas” hijas”1, calificativo que rescata de una carta de Francisco de Salcedo (obispo de Santiago entre 1624 y 1635). 1 635). Las palabras del obispo que cita el ilustre intendente, se refieren al momento de su muerte, ocurrida durante el invierno de 1632, cuando solo le sobrevivían dos de sus tres t res hijas y ninguno de sus cinco hijos y que derivan del fastuoso funeral con el que fue enterrada. Porque la vida de doña Águeda había sido muy larga, mucho más que la de la mayoría de sus contemporáneos. Si, como presume Thayer Ojeda doña Águeda había nacido en 1541, al momento de su muerte, tendría algo más de 90 años de edad2. Personalmente creo que nuestra biografiada nació un poco después, probablemente hacia mediados de esa década de manera que al morir tendría unos considerables y bien vividos 87 años o poco más, que son hoy una edad avanzada, cuanto más en aquella época en que pocos superaban los 50 años al morir. Como se sabe, las circunstancias de la conquista de Chile y los particulares esfuerzos de su padre, Bartolomé Flores así como la riqueza de su madre, doña Elvira de Talagante, permitieron que esta mestiza iniciara su vida en una situación muy privilegiada. Muerta en extrañas circunstancias su media hermana Bárbola (hija de Bartolomé y una indígena peruana) en 1558 y desposeído su medio hermano Bartolomé (asimismo hijo ilegítimo de Bartolomé con otra o la misma indígena madre de Bárbola), Águeda quedó en posesión de todos los bienes de su padre que eran cuantiosos y de las propiedades de su madre en Talagante sector estratégico para el desarrollo económico chileno de la época. De manera que al casarse con Pedro Lisperguer, antes de 1570 (1563 según estima Thayer) y, como le demandaba su rol de señora de una “casa recogida y principal ”3, dio a luz, uno tras otro, a “don Juan Rodulfo y a doña María de Flores y a don Bartolomé y a doña Catalina y a doña Magdalena y a don Pedro y don Fadrique y a Mauricio” Mauricio ”4, muchos de los cuales pasaron a tener un importante papel en la sociedad y la política de la época en virtud del poder y la riqueza de su 1
Benjamín Vicuña Mackenna. “Los Lisperguer y la Quintrala ” (ed. crítica de Jaime Eyzaguirre; Santiago, Ed. Zigzag, 1950). Pág. 35. 2 Tomás Thayer Ojeda. “Formación de la sociedad chilena” chilena ”. Santiago, Universidad de Chile, 1939. Tomo 1, Pág. 346 y siguientes 3 Así fue calificada por Juan Donoso Pajuelo la casa de doña Águeda el 27 de noviembre de 1621 en el asiento de una india llamada Violante. Escribanos de Santiago (en adelante EES), Vol. 125, fojas 189v. 4 Testamento de Águeda Flores 19 de mayo de 1595. en: EES, vol. 9; f. 200.
madre. Pero, además, a medida que sus hijos fueron muriendo, fue nombrada por ellos, por sus yernos o por los jueces que dirimían las particiones, como albacea, tenedora de bienes, tutora y curadora de sus nietos5. Eso significó que a su muerte fuera una de las personas más ricas de Chile, tanto por sus propios bienes, como también por los ajenos que administraba y, por tanto, una de las personas más poderosas e influyentes de la sociedad chilena del momento. Tal era el poder de doña Águeda que podía hacer, literalmente, lo que quisiera en el reino de Chile; para ella no había leyes ni quien pudiese oponerse a sus intenciones. Por ejemplo, en 1625 instituyó una capellanía por sí y ante sí respecto de los bienes de su hija María Flores y Lisperguer quien vivía en Lima, viuda del general don Lucas de Añasco. Declaró doña Águeda y nadie lo dudó (o si lo dudaron no pudieron decirlo) que no tenía un poder de su hija doña María “ para otorgar esta escritura no más que por su orden de cartas y misivas” pero que se obligaba a “que dentro de un año de la fecha de esta carta traeré aprobación y ratificación de esta dicha escritura”. De manera que no solo el escribano sino que, además, el Provincial de Santo Domingo sin mediar poder de ningún tipo salvo la mera palabra de la anciana, aceptó la capellanía que implicaba la cesión a la Orden de los Predicadores de “unas tierras que [doña María] tiene por suyas propias en los Cerrillos de Lampa, en parte notoria y conocida, para que el dicho convento, como capellán que es de la dicha capellanía, los goce y posea y sus religiosos con todas sus entradas y salidas, aguas y aguas vertientes, usos y costumbres, derechos y servidumbres cuantas hay y haber deben y les pertenecen de hecho y de derecho según de la misma manera que a la dicha mi hija le pertenecen sin reservación de cosa alguna”6. Otro tanto ocurrió con la donación que hizo de unas tierras a uno de sus nietos, don Nicolás Lisperguer, hijo natural de su hijo Pedro Lisperguer, quien para entonces ya estaba difunto. Pues bien, según las propias palabras de doña Águeda “yo tengo mucho amor y voluntad a don Nicolás Lisperguer mi nieto”. En virtud de ese amor le hizo donación de, “todas las tierras que tengo y poseo en el pago de Tobalaba, linde con las tierras de Peñalolén y con el río de Ramón y con las chácaras de Ñuñoa”7 en la forma de una memoria de misas de manera que no le pudieran ser arrebatadas al momento de hacer la partición de sus bienes en virtud de la ilegitimidad de don Nicolás8. Lo interesante en este caso fue que las tierras estaban ocupadas por una de las hijas de doña Águeda, doña Magdalena quien en el mismo documento realizó la siguiente declaración: “Y 5
Véase la partición de bienes de doña Florencia de Solórzano y Pereira, tramitada ante la Real Audiencia entre 1626 y 1628. Real Audiencia (en adelante RA), Vol. 42 1. También la demanda del protector de naturales contra los bienes del general Gonzalo de los Ríos y sus herederos por una deuda que responde doña Águeda como curadora y tutora de su nieta, doña Catalina de los Ríos en 12 de octubre 1624; RA, 1047, pieza 1. 6 Fundación de capellanía de doña María Flores y Lisperguer, ausente, en 5 de septiembre de 1625. En: EES, vol. 154, f. 272 7
EES, vol. 70, f. 222 Jaime Eyzaguirre declara que se trataría de un hijo natural de don Pedro aunque Vicuña deja el asunto en la indefinición al declararlo simplemente hermano de don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano. Benjamín Vicuña Mackenna, Op. Cit. Pág. 184 y 186. 8
estando presente a esta donación yo doña Magdalena Flores Lisperguer, declaro que las tierras referidas las he tenido y ocupo por voluntad graciosa de la dicha doña Águeda Flores, mi madre y señora sin que me haya dado ni tengo derecho ninguno a ellas, ni a ninguna parte de ellas y como en cosa de mi madre y señora he hecho algunos edificios y plantado un pedazo de viña y otros frutales beneficios y mejoras con intento que tuviese efecto la institución de la capellanía a que mucho tiempo antes de ahora habíamos comunicado la dicha mi madre y señora y porque soy participante al beneficio de ella de mi propia voluntad en conformidad de la licencia que para ello tengo, renuncio el derecho de las dichas mejoras en dicho don Nicolás Lisperguer para que como procedentes de las dichas tierras los goce y haya para sí…” . La participación de la institución de capellanía que doña Magdalena tendría iba a ser el que las misas se dirían también por su alma, una vez que pasara de esta vida a la eterna. Pero lo sugestivo en este caso es el observar cómo la hija sin mediar más que la voluntad de su madre, se hizo a un lado para que el nieto disfrutara de las célebres tierras de La Reina en Santiago. Voluntariosa, doña Águeda, llevada de sus ideas diríamos hoy. Así lo demostró muchas veces, también en 1595 cuando decidió ir a Lima en busca de su marido, señalando para la posteridad ese acontecimiento en su vida, por cierto mucho mayor que los actos de muchas mujeres contemporáneas suyas, a través de su primer testamento. Tendría entonces algo más de 45 años de edad y le restaba aún por vivir la otra mitad de su vida. Resuelta anotó ante Ginés de Toro Mazote “digo que por cuanto yo voy a la ciudad de los Reyes a donde está el dicho capitán Pedro Lisperguer, mi marido y por los riesgos y peligros que hay, temiéndome de la muerte que es cosa natural, ordeno este mi testamento”9. Así lo hizo y, como consigna Jaime Eyzaguirre, no solo fue una visita sino que iba, derechamente a buscarlo y volvió con él a Chile. A mí me maravilla que una mujer nacida en el seno de una familia noble indígena completamente subordinada a la conquista española, que creció en los campos de Peñaflor en medio de la cultura indígena local y que fue recogida desde ese entorno por su padre probablemente después de la muerte de su hermana Bárbola en 1558, cuando iniciaba la adolescencia (como era la costumbre hacer con los hijos mestizos y naturales cuando no se tenían legítimos). Es posible que la idea de su padre fuera españolizarla porque, como es obvio, a esas alturas no hablaría siquiera castellano. Me maravilla decía, que desde esa diversidad cultural y étnica de su origen (según la convicción tradicional, cultrua despreciada por la cultura hegemónica), llegara no solo a Lima a buscar a su marido y traerlo de vuelta, sino también que aprendiera a leer y escribir correctamente, leyera habitualmente pues tenía una gran cantidad de libros, tanto criollos como europeos y administrara su inmensa fortuna, la de sus hijos y nietos, con los enormes desafíos técnicos que aquello implicaba, sin evidenciar mayores dificultades. Pues bien, doña Águeda no solo aprendió todo aquello sino que se apropió de los códigos sociales y religiosos cristianos de la época estableciendo un complejo sistema basado en la oración y el recuerdo litúrgico para garantizar así la salvación de su alma y la de los suyos. En otras palabras, no solo administró bien sus posesiones en esta vida sino que desarrolló una compleja organización
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Testamento de doña Águeda Flores. 19 de mayo de 1595 ya citado.
devocional para ser librada de las penas y castigos que suponía, le esperaban más allá de la muerte. En efecto, doña Águeda dispuso en varios documentos que tuvo amplio tiempo para dictar, lo que quería que se hiciera por el descanso de su alma una vez que ella hubiese muerto. La primera disposición que conocemos es la de 1595 cuando viajó a Lima a buscar a su marido. El testamento es breve pero contiene varias obras pías destinadas a garantizar el perdón de sus pecados y el disfrute de la gloria eterna: recordemos que en aquella época todos tenían la certeza absoluta que mediante la oración sostenida de los deudos vivos, las autoridades celestes terminaban por ablandar las sanciones que debían recibir las almas por sus actos en la vida, sanciones que redundaban en largas estadías en el purgatorio, antes de pasar a la Gloria Eterna, o la condena definitiva en el Infierno. Así, uno de los aspectos más sensibles en la dictación de un testamento era, justamente, el blindaje del alma mediante el legado de fundaciones pías y de memorias de misas que un testador estudiaba cuidadosamente junto a su director espiritual y en la paz de su propia conciencia. Águeda Flores, sin ser menos que sus contemporáneos, ya en 1595 declaró que “se digan por mi ánima en la iglesia mayor de esta ciudad por los clérigos que a mis albaceas les pareciere cincuenta misas rezadas y por ellas se les de ciento pesos de limosna”. Es importante señalar que para esa época, una misa rezada por el descanso del alma de un difunto valía un peso de a ocho reales. Por tanto, nuestra viajera estaba pagando el doble por sus misas, pero solo por aquellas que se realizaban en la iglesia mayor. ¿Por qué? Porque en aquellos años, doña Águeda ocupaba un asiento de privilegio en ese templo por cuanto había adquirido una sepultura ubicada dentro de la capilla mayor de esa iglesia, lugar reservado para la asistencia de las mujeres españolas casadas con las principales autoridades del reino en días de fiesta. Conocemos esta circunstancia gracias a un recurso de fuerza interpuesto por Francisco de Toledo contra el obispo fray Juan Pérez de Espinoza en 1609. El recurso se basaba en el hecho que el obispo, “estando un día de fiesta célebre congregados los fieles cristianos en la dicha iglesia el dicho obispo para que se viese el agravio y fuerza que me hacía mandó levantar del dicho asiento a doña Ana María mi nuera, mujer de Juan Venegas mi hijo enviándoselo decir con el canónigo Jerónimo López de Agurto y otros clérigos y la hizo levantar de él, dándoselo a Doña Catalina Flores” 10 , hija de doña Águeda y madre a su vez de la tristemente célebre Quintrala. De manera que era allí donde ella expresaba todo su peso social y, por tanto, en ese momento fue el templo elegido para hacer de puente con el Más Allá y conseguir que en el Cielo se respetara aquella jerarquía terrenal que si no se obtenía a través de los privilegios reales de los cargos, se podía pagar. En el testamento que examinamos, doña Águeda mandó también que se le dijesen otras misas. Entre ellas, repartió a los conventos de San Francisco, Santo Domingo, La Merced, San Agustín y la Compañía de Jesús “otras cincuenta [misas] en cada monasterio las cuales se pague la limosna de las cosas de cosecha de mi casa un peso cada misa”; todas estas misas debían dedicarse a “la pasión de nuestro Sr. Jesucristo y su bendita madre por mi ánima”.
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Ver R.A. Vol. 479 Pieza 2 Fs. 80 y ss.
Además de estas misas dedicadas estrictamente al descanso de su propia alma, la viajera dejó impuestas otras “ por las ánimas de mis padres 100 misas rezadas las cuales repartan mis albaceas entre los religiosos de esta ciudad dando la mayor al convento de San Francisco”. Otros legados de nuestra testadora fueron, cincuenta pesos en ropa al monasterio de las Agustinas, otros tantos al hospital y a las cofradías de “la Soledad, Veracruz y Las Ánimas y del Rosario diez pesos cada una”. La proporción de dinero dejado a cada una de estas instituciones religiosas por doña Águeda, se refleja en el siguiente gráfico:
Mandas pías de Águeda Flores 1595 instituciones religiosas 50 misas iglesia mayor
50 misas San Agustin
50 misas La Merced
50 misas Santo Domingo
50 misas San Francisco
Ropa para monjas agustinas
Limosna para el hospital
Limosna cofradía de la Soledad
Limosna cofradía de la Veracruz
Limosna cofradía del Rosario
2% 2% 9%
2%
23%
10% 13%
13%
13%
13%
Este testamento no dista mucho de lo que fueron otros testamentos de mujeres de la misma época, aún cuando hay ciertos formulismos que doña Águeda no señala expresamente. Por lo general, en aquellos años se disponía siempre una misa de cuerpo presente, de réquiem cantada el día del funeral que en este caso ella no encargó. Pero si encargó las misas posteriores a su muerte y entierro, las cuales variaban de acuerdo a los recursos de cada testadora. Así por ejemplo, al morir doña Marina Ortiz de Gaete (testamento dictado en 1589 pero abierto a su muerte el 4 de diciembre de 1592) encargó una misa rezada a cada sacerdote franciscano y cuatro misas en el altar de obispo, rezadas por los prebendados, es decir por los miembros del Cabildo Eclesiástico11. Su hermana, doña Catalina Ortiz de Gaete solicitó a su nieto, Antonio de Riberos 11
Testamento de doña Marina Ortiz de Gaete dictado el 15 de diciembre de 1589 pero abierto el 12 de abril 1592, día de su finamiento. En: EES, vol. 8, 26 -31v
Figueroa, además de la misa de cuerpo presente, hiciese “ por su ánima el bien que le pareciere” lo que se expresaba en misas tanto en el lugar de su sepultura como en el altar del obispo 12. En fin, unas más, otras menos, la base característica es la expresada por doña Águeda en su testamento. Una cantidad de misas por el descanso de su alma a la que se agregaban algunas obras piadosas destinadas en el caso de doña Águeda, al descanso del alma de su padre y madre, a las monjas y al hospital que su padre había favorecido durante su vida. Pero también se realizaba otro tipo de obras pías; entre las mujeres ricas se usaba, favorecer a alguna joven a quien le tenían especial amor o algunas instituciones de su devoción. La mencionada doña Marina había donado a Beatriz Tamaya doscientos pesos en un censo para ayudarla a “tomar estado”, el cual la niña utilizó para desposarse con el sastre Juan Chico de Peñaloza13. Lo mismo hizo Isabel Núñez de Herrera con la hija de Juana, una moza de su servicio, cuyo nombre era Ana María. La testadora dejó doscientos pesos para ella a censo para vestuario y alimentación “hasta que sea de edad para tomar estado para que con esta cuantía y con la de alguna limosna de lo que esta otorgante deja a la cofradía de la Soledad la ayuden para su casamiento”. Pero la obsesión de doña Isabel por casar mujeres no quedó solo en este legado sino que además dejó casi cuatrocientos pesos a la cofradía de la Soledad para que ayudasen a casar huérfanas pobres “que sean virtuosas”14. Por su parte, Luisa Ortiz de Susunaga dejó el 5° de sus bienes a una niña que había criado llamada Ángela Ortiz quien en ese momento tenía 14 años. Pero además, dejó a una hija natural de su marido 30 pesos; a ambas las dejó encargadas a diferentes personas que se ocuparan de recogerlas y velar por su futuro15. Lo mismo ocurría cuando las testadoras liberaban a algunos esclavos o esclavas una vez que ellas hubiesen fallecido u otras mandas de este tipo que, si bien no son estrictamente devocionales, sin embargo dan cuenta de la intención de ser recordadas entre los suyos por su generosidad y esas virtudes ponderadas por la Corte Celestial durante el juicio de sus almas. En este sentido, llama especialmente la atención el recelo de algunas testadoras respecto al trato que sus maridos hubiesen dado a los indígenas y que, eventualmente, pudiera recaer como culpa sobre ellas en el momento del juicio. Un destacado de este temor es el testamento otorgado por doña María de Vergara, mujer de Francisco Martínez el célebre socio de Valdivia. Señala la testadora casi al final de su declaración que “no embargante que la hacienda y ajuar que yo truje conmigo desde España a este reino y a poder del dicho mi marido valía más de dos mil pesos de buen oro,…, declaro que todo ello fue de lo procedido del dinero que me envió el dicho mi marido deste reino de Chile para mi sustentación por lo cual e por ser bienes habidos de lo procedido de los indios en estas partes de Chile, no quiero usar dellos”. Y más adelante agrega para que no quepa
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Testamento de Catalina Ortiz de Gaete, 4 de marzo de 1589. En: EES, Vol. 4, foja 3 03 a 304 Testamento de Juan Chico de Peñaloza, dictado el 7 agosto 1625. En: EES, vol. 154, 187v 14 Testamento de Isabel Núñez de Herrera, 10 de mayo de 1590. En: EES, Vol. 5, fojas 205v a 209v. 15 Testamento de Luisa Ortiz de Susunaga, 26 de febrero de 1591. EN: EES, Vol. 6, fojas 185-186v 13
ninguna duda “e asimismo declaro no querer cosa alguna para mí de la mitad de lo multiplicado en Indias, por la razón susodicha”16. Esa misma preocupación también la tenía doña Águeda pero sin el rigor que expresa doña María de Vergara. Nuestra viajera consideró que estaba en obligación a los indígenas de la encomienda de don Pedro Lisperguer y que ese compromiso se pagaba con 500 ovejas; tenía además obligación a sus propios indígenas encomendados, más a los de Cauquenes (600 ovejas) que a los de Putagán (400 ovejas), mientras que a los indios de Talagante, nietos de aquellos con quienes había crecido, les pagaba su deber con 100 pesos y otro tanto a sus indígenas de servicio, tanto aquellos que estaba en la chacra como a los pastores. Estos legados a los indígenas se grafican en el siguiente cuadro:
Legados de Águeda Flores a los indígenas en ovejas: 1595 Encomienda de Pedro Lisperguer
Encomienda propia en Cauquenes
Encomienda propia en Putagán
Encomienda propia en Talagante
Indígenas de su servicio 6%
6% 29%
24% 35%
En síntesis, notamos que en el testamento realizado por doña Águeda en la medianía de su vida, ella propuso una estrategia de salvación en la que destaca, en primer lugar, el hecho de ser mujer y madre que va en búsqueda de su marido, con quien debe estar de acuerdo a las leyes y a la costumbre del momento. En segundo lugar, manda misas al doble de su valor de mercado en el lugar donde tenía una tumba adquirida y donde se “sentaba” a escuchar misa habitualmente: la iglesia mayor. Ese lugar, donde ella se ubicaba en vida y donde en el futuro yacerían sus restos mortales, ese sitio donde estaba ubicado lo más terrenal que de ella quedaría para “siempre jamás”, se cantarían las cincuenta misas más solemnes y sentidas de todos sus legados píos. Pero, para evitar problemas con los demás santos activos promotores de la fe, legó a cada convento una cantidad de misas dedicadas a ella por la pasión de Cristo y de su madre, recordando así su primer y más importante rol en la sociedad: el de haber dado a luz a una numerosa prole. Es importante remarcar que, el convento más popular de la época entre las 16
Testamento de María de Vergara, septiembre de 1565. En: Protocolos de los Esc ribanos de Santiago. Santiago, Dibam, 1996. Pág. 411.
mujeres era el de San Francisco y a él doña Águeda encargó una mayor cantidad de misas por su descanso que a los demás. Finalmente, los legados piadosos por otras personas correspondieron en esa oportunidad a su padre y madre que ya estaban muertos. Los vivos elegidos para los donativos fueron quienes, de alguna manera, podían dar fe de sus buenas intenciones en la vida. Las monjas que, a cambio de los 50 pesos en ropa, podían ofrecer oraciones, el hospital que haría otro tanto y finalmente los indígenas de su servicio directo y de las encomiendas tanto suyas como de su marido quienes la recordarían como una persona generosa. De esta manera creyó doña Águeda en aquel momento, anticipado para pensar en su muerte, que garantizaría su ingreso a la Gloria. En forma de síntesis, los legados píos del primer testamento de doña Águeda Flores se distribuyeron como aparece en el siguiente gráfico:
Legados de Águeda Flores 1595 50 misas iglesia mayor
50 misas San Agustin
50 misas La Merced
50 misas Santo Domingo
50 misas San Francisco
Ropa para monjas agustinas
Limosna para el hospital
Limosna cofradía de la Soledad
Limosna cofradía de la Veracruz
Limosna cofradía del Rosario
Indígenas
13% 8% 45%
7% 7% 7% 5% 5%
1%
1%
1%
Esto nos demuestra que la mayor preocupación de esta testadora al momento de enfrentar la muerte, se refería a la forma como había tratado a sus indígenas, responsabilidad que la alcanzaba también en el respeto que su marido hubiese tenido por los encomendados. Tal como ocurría en el caso de doña María de Vergara, también a Flores le preocupaba el irse de esta vida debiéndole algo a los indígenas y aquello que fuere pretendió pagarlo, en este caso, con dinero: 1700 ovejas en total cuyo valor en el mercado del momento alcanzaba a los dos reales por cabeza, es decir 425 pesos de plata, casi la mitad de lo que destinó al servicio de misas y otros sufragios por su alma.
Como dijimos, doña Águeda no murió entonces: hizo el viaje a Lima, volvió con su marido a Santiago quien después de poco tiempo, en 1599 volvió a irse al Perú y murió, al parecer, en Panamá alrededor de 1603. Ella lo sobrevivió largos años y durante todo ese tiempo, además de administrar sus bienes como cualquier gran empresaria, planeó cuidadosamente esta vez, los auxilios que se daría para la salvación de su ánima. Desgraciadamente, el segundo testamento de doña Águeda se ha perdido, pero a cambio de aquello queda una larga partición de sus bienes donde se contiene gran parte de sus disposiciones testamentarias, entre ellas, los dos codicilios que dictó durante los dos últimos meses de vida, cuando ya estaba muy enferma17. Pero además, se han conservado dos capellanías impuestas por ella, una la ya mencionada sobre los bienes de su hija y la segunda mediante la donación de la chacra de Tobalaba a su nieto Nicolás Lisperguer, propiedad que poco después de la muerte de la matrona fue comprada por su otra nieta, Catalina de los Ríos y Lisperguer, la Quintrala. De esta manera, no resulta complejo reconstruir la voluntad de doña Águeda respecto de las memorias litúrgicas que debían hacerse por su alma. Pues bien, doña Águeda Flores comenzó a morir o, mejor dicho, supo que ya se acercaba su última hora el 23 de abril de 1632, día de San Jorge, cuando su nieto y albacea Juan Rodulfo Lisperguer mandó comprar cera “ para darle el Señor ”, es decir, para la comunión y los demás ritos de los agonizantes. Como hemos dicho, en ese momento doña Águeda se acercaba a los 90 años de edad por lo que, seguramente, todos esperaban que falleciera pronto. Sin embargo, la señora resistió durante dos meses, tiempo durante el cual dictó dos codicilios que ya no pudo firmar por la gravedad de su enfermedad; después de esta larga lucha contra la muerte, murió el 29 de junio de ese año, día de San Pedro y San Pablo. Seguramente, con la noticia del fallecimiento de una persona tan relevante social y económicamente, las campanas comenzaron a doblar a muerto apenas falleció, opacando las celebraciones de los santos fundadores de la Iglesia. En una ciudad tan pequeña como era en esos años Santiago, todos sabrían que se trataba del fallecimiento de doña Águeda rápidamente. Mientras tanto, su nieto había comenzado a hacer los preparativos para el largo, perdón, larguísimo proceso que seguía a la muerte, es decir, el velorio, funeral, novenario, honras y misas de cabo de año, ritual que se extendió durante todo el año, es decir hasta fines de junio del año siguiente. El duelo era profundo y cuanto más importante era el o la finada, más fuerte era la exigencia del recuerdo colectivo. Lo primero fue la construcción de un ataúd, proceso que no en todos los casos existía. En realidad, era muy excepcional que alguien fuera enterrado en un ataúd. Lo habitual era simplemente amortajado, con el hábito del convento de su devoción. En este caso, la devoción de doña Águeda al morir era la de San Agustín, lugar donde había adquirido una sepultura y dónde buena parte de su familia fue enterrada también. Pues bien, nuestra biografiada no solo fue enterrada en un ataúd, sino además, amortajada con el hábito de San Agustín. En efecto, en su primer codicilio 17
Partición de bienes de doña Águeda Flores. En: RA, 1196; pieza 2 (f. 57 y ss)
dictado el 25 de mayo pidió “me entierren con el hábito de mi Sr. San Agustín que se me de por amor de Dios dándose la limosna del ” y otra serie de “avíos” que desconocemos pero que costaron a la familia la no despreciable suma de 50 pesos, más de lo que recibía por salario en un año un obrero. Seguramente éstos fueron las flores, el incienso y otras fragancias que tratarían de excusar el mal olor que después de casi un mes de velorio perdería el cadáver de doña Águeda antes de llegar a su morada eterna en donde se la recubriría con cal, como era la costumbre. En efecto, doña Águeda fue sepultada el lunes 26 de julio de 1632, día de Santa Ana y San Joaquín, seguramente debido al santoral del día y a la larga espera de los deudos que repartidos en sus estancias y haciendas lejos de la ciudad de Santiago, se tomarían un buen rato en llegar a darle sus respetos a su abuela. Súmese a esto el hecho que era invierno y que los caminos de la época se hacían difíciles de transitar, los ríos peligrosos de atravesar y además, los mil preparativos que se realizaban para las exequias. Algo de aquello puede observarse en los gastos irrogados a propósito del entierro y que don Juan Rodulfo apuntó con minuciosidad: seis pajes acompañaban permanentemente el ataúd ubicado en una sala de la casa de don Juan Rodulfo donde su abuela había muerto. La sala había sido cubierta de negro con bocassí, el ataúd de la difunta ubicado en el centro, rodeado de flores, sin tapa para que se viera el delicado maquillaje realizado en su rostro a través de los colores que su nieto compró especialmente para ella. El cuerpo perfumado con maderas olorosas y especies, principalmente con azafrán que se utilizaba como sahumerio para alejar malos espíritus. Mientras tanto, las mujeres rezando de manera permanente, día y noche y cosiendo las más de cien varas de bayeta negra de la tierra destinada al luto de los sirvientes indígenas y las varas de bayeta de Castilla para los españoles de la casa que debían lucir el riguroso negro del luto. Las ventanas de la casa y su pórtico, también de negro decorado con cordellate y cintas de ese color, mientras en la iglesia de San Agustín se decían misas todos los días por el descanso del alma de la difunta, adicionales a aquellas que estaban señaladas por sus capellanías las cuales se estaban diciendo desde antes de la muerte de nuestra protagonista. Finalmente, el funeral efectuado el 26 de julio de 1632, día de Santa Ana y San Joaquín, fue apoteósico: Entre la casa de la difunta, en realidad, la de su nieto, Juan Rodulfo Lisperguer y la sepultura dentro de la iglesia de San Agustín, a seis cuadras de distancia, se levantaron tres posas, esto es, altares efímeros donde el cortejo se detenía para rezar en cada uno durante aproximadamente cuatro horas de tal suerte que saliendo al atardecer desde la casa de la finada, se alcanzara la iglesia al amanecer, en el momento que se inciara el rezo de los maitines, esto es, alrededor de las 5 de la mañana. Este ritual tenía como simbolismo la salida del cuerpo de la finada desde el espacio profano a la hora en que muere el día, como ella había muerto en la vida terrenal, y su llegada al espacio sagrado al momento de la resurrección del día, en comparación con la esperanza de la resurrección y la vida eterna. La lúgubre procesión iba precedida de los curas y sacristanes de la Catedral con doble cruz alta y seguida con el acompañamiento de doce frailes de Santo Domingo, doce de La Merced, 14 sacerdotes de la Catedral, el Cabildo Eclesiástico completo (es decir, entre 6 y 8 sacerdotes más), y quince religiosos agustinos, todos iluminando el camino con sus respectivas “hachas” o antorchas –también símbolo de la esperanza en la
resurrección-, y acompañados de la familia, deudos inmediatos y más lejanos, acólitos, sacristantes, los pajes y los curiosos que no debiron faltar. Es decir, una enorme procesión que maravillaría por años los recuerdos de aquellos remotos santiaguinos y que, seguramente, marcaría la pauta de los funerales fastuosos que más tarde tanto criticarían los obispos. Al mismo tiempo, como decíamos, desde 1625 se venían diciendo en la iglesia del convento de Santo Domingo las misas cantadas y rezadas que había dispuesto con los bienes de su hija María Flores y Lisperguer. A esto se agregaban otras cincuenta misas durante el año (prácticamente una a la semana) en forma perpetua por el descanso de su alma impuestas en San Agustín sobre mil pesos en censos de su chacra de Tobalaba, según dijimos, donada a su nieto Nicolás con esta carga, las cuales se estaban rezando desde mediados de 1630 18. Señaló doña Águeda que los sacerdotes predicadores debían decir, a cambio de las tierras de Lampa, “ por el ánima de la dicha mi hija, por el capitán Pedro Lisperguer su padre y mi marido y por mi ánima y por las de mis difuntos y suyos en cada un año perpetuamente para siempre jamás nueve misas, una cantada y las demás rezadas en los días y advocaciones y festividades siguientes: Primeramente, el día de Nuestra Señora de la O, una misa cantada en el altar de Nuestra Señora; en las octavas de los finados una misa rezada; otra el día del señor San Pedro Apóstol principal de la iglesia; otra el día de Santa Águeda asimismo rezada; cinco misas rezadas los viernes de la cuaresma”19. Como se observa, hay 5 áreas devocionales en las que doña Águeda distribuyó las misas perpetuas por su alma. Las tres primeras son el día de los muertos (1 de noviembre), San Pedro (29 de junio) y cada viernes de cuaresma (habitualmente durante el mes de marzo). Estas tres imposiciones son frecuentes en las capellanías. Por ejemplo, la ya citada doña Marina Ortiz de Gaete, quien también fundó una capellanía, solicitó solamente “una misa cantada de rrequien con su vigilia cada año en la octaba de todos santos”20 es decir, el día 2 de noviembre, mientras que son prolíficas las misas solicitadas para el día de San Pedro. Pero las otras dos son misas solicitadas por doña Águeda, son extraordinarias: dedicadas a mujeres de la Corte Celestial, una santa mártir y la propia Virgen María. A través de estas imposiciones, resulta muy interesante constatar una suerte de feminismo que me atrevo a llamar “ feminismo mariano” de la testadora que, si bien se encuentra muy lejano a los estándares en los que hoy se discuten las nociones de género, pero aún así destaca el énfasis que ella otorga a su propia maternidad a través de sus legados devotos. Me refiero a las misas por Santa Águeda y la dedicada a María de la O, devociones poco frecuentes en aquellos años entre los y las testadoras y que en este caso marcan una intención muy clara.
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Donación de tierras en Tobalaba a Nicolás Lísperguer, 20 de julio de 1630. En:EES, vol. 70, f. 222 Fundación de capellanía de doña María Flores y Lísperguer, ausente, en 5 de septiembre de 1625. Cit. 20 Fundación de capellanía de doña Marina Ortiz de Gaete, 16 de diciembre de 1589; EES, vol. 5, fojas 80v a 83. 19
Santa Águeda (5 de febrero), mártir de la Iglesia, si bien era el nombre de nuestra biografiada, asimismo corresponde a la protectora de los partos difíciles y de la lactancia por la forma en que fue torturada y muerta alrededor del año 250 por un senador romano en Sicilia: éste, al no conseguir sus favores sexuales, torturó a la mujer cruelmente, hasta llegar a ordenar que se le cortaran los senos. Ella, con gran entereza, al conocer la sentencia le habría dicho: "Cruel tirano, ¿no te da vergüenza torturar en una mujer el mismo seno con el que de niño te alimentaste?" . Mientras era mutilada, la santa era consolada con una visión de San Pedro quién, milagrosamente, la sanó. Al verse imposibilitado de conseguir su objetivo, el senador envió matar a la joven haciéndola quemar viva recostándola sobre carbones encendidos. Nuestra Señora de la O, o Expectación de Nuestra Señora fue señalada como celebración durante el décimo concilio de Toledo (656), como celebración de la maternidad de María, independiente de la Natividad del Señor que celebra el nacimiento de Jesús y el embarazo de María. Esta fiesta identificada fuertemente con los principios de la fertilidad femenina, se llamó muy pronto de la Expectación del Parto y hoy se conoce como Nuestra Señora de la Esperanza, se conmemora el 18 de diciembre, es decir, en pleno tiempo de adviento. "La O" es su nombre por empezar con estas letras las Antífonas del Magnificat de Adviento durante los siete días previos a Navidad. Cada día la antífona de las vísperas comenzaba con la letra “O”: “(17)¡Oh! Sabiduria; (18)¡Oh! Adonai; (19)¡Oh! renuevo del tronco de Jese; (20)¡Oh! Llave de David y cetro de la casa de Israel; (21)¡Oh! Sol que naces de lo alto; (22)¡Oh! Rey de las naciones y deseado de los pueblos; (23)¡Oh, Emanuel!, ven a enseñarnos, ven a iluminarnos, ven a sacarnos de esta cárcel sombría, ven a salvarnos, Dios y Señor nuestro”. María, la mujer excelsa, la bendita entre las mujeres era quien había permitido, con su cuerpo y su dolor, la existencia de este milagro. En síntesis, la proyección del perdón en el caso de Águeda Flores se expresó en dos momentos en los que ordenó lo que serían sus “opciones de salvación”. Para ella la esperanza del perdón divino estaba en tres nudos: en primer lugar, los bienes legados a sus indígenas como reparación a las eventuales ofensas y abusos derivadas del trabajo en las encomiendas y la servidumbre personal. En segundo lugar, las excequias, la magnificencia del funeral que, como señalé, creó una tendencia dentro de lo que fueron los funerales en Chile colonial la que posteriormente fue criticada por la Iglesia. Finalmente, las misas perpetuas cuyo énfasis radicaba en la observación de dos fechas dedicadas a patronas de la maternidad, en alusión clara a su convicción respecto a que esa condición de mujer y madre por sí sola, la haría merecedora de la salvación.
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